El Mundo de los Ladrones Nº1
Un conjunto de escritores de primera fila se han reunido para crear Santuario, una ciudad perdida en los más lejanos confines y donde se da cita toda la escoria del imperio, junto con toda la gente que la habita: Un Pulgar (el retorcido propietario de El Vulgar Unicornio); Enas Yorl, mago e involuntario cambiaforma (tras perder un duelo con otro mago); Jubal, ex gladiador y esclavo que es ahora uno de los pilares de la comunidad (hizo su fortuna vendiendo esclavos); Luthande, el de la estrella en la frente (se duda de su magia: no de su espada); Cappen Varra (el único hombre honesto en Santuario), y muchos, muchos más, todos ellos en un fascinante escenario donde el asesinato, la mutilación y los cráneos abiertos —todo ello, siempre, con un toque de magia— están a la orden del día. El mundo de los ladrones, es la obra que ha introducido una nueva forma de hacer libros en Estados Unidos: los universos compartidos. Más de veinte ediciones en inglés, y el arranque de una celebrada serie.
Título Original: Thieves' World
Traductor: Santos, Domingo
Autor: Asprin, Robert
©1989, Ultramar
Colección: Bolsillo
ISBN: 9788473865562
Generado con: QualityEbook v0.37
Robert L. Asprin
(recopilador)
Título original: Thieves' World
Títulos originales de los relatos:
Sentencias de muerte (Sentences of Death) de John Brunner
El rostro del caos (The Face of Chaos) de Lynn Abbey
La puerta de los cuchillos volantes (The Gate of the Flying Knives) de Poul Anderson
Hijo de las sombras (Shadowspawn) de Andrew J. Offutt
El precio de hacer negocios (The Price of Doing Business) de Robert Lynn Asprin
Hermanos de sangre (Blood Brothers) de Joe W. Haldeman
Myrtis (Myrtis) de Christine DeWees
El secreto de la estrella azul (The Secret of the Blue Star) de Marion Zimmer Bradley
Un conjunto de escritores de primera fila se han reunido para crear Santuario, una ciudad perdida en los más lejanos confines y donde se da cita toda la escoria del imperio, junto con toda la gente que la habita: Un Pulgar (el retorcido propietario de El Vulgar Unicornio);Enas Yorl, mago e involuntario cambiaforma (tras perder un duelo con otro mago): Jubal, ex gladiador y esclavo que es ahora uno de los pilares de la comunidad (hizo su fortuna vendiendo esclavos):Luthande, el de la estrella en la frente (se duda de su magia: no de su espada); Cappen Varra (el único hombre honesto en Santuario), y muchos, muchos más, todos ellos en un fascinante escenario donde el asesinato, la mutilación y los cráneos abiertos —todo ello, siempre, con un toque de magia— están a la orden del día. El mundo de los ladrones, es la obra que ha introducido una nueva forma de hacer libros en Estados Unidos: los universos compartidos. Más de veinte ediciones en inglés, y el arranque de una celebrada serie.
Contiene:
—Sentencias de muerte, de John Brunner
—El Rostro del Caos, de Lynn Abbey
—La puerta de los cuchillos volantes, de Poul Anderson
—Algunas observaciones de Furtwan Coinpinch, comerciante
—Hijo de las Sombras, de Andrew Offutt
—El precio de hacer negocios, de Robert Lynn Asprin
—Hermanos de sangre, de Joe Haldeman
—Myrtis, de Christine DeWees
—El secreto de la Estrella Azul, de Marion Zimmer Bradley
El lector perceptivo puede que observe pequeñas inconsistencias en los personajes que aparecen en estas historias. Sus formas de hablar, sus relatos de algunos acontecimientos y sus observaciones sobre la ley del más fuerte en la ciudad pueden variar de tanto en tanto.
¡No son inconsistencias!
El lector debe considerar de nuevo las contradicciones teniendo en cuenta tres cosas.
Primero: cada historia es narrada desde un punto de vista distinto, y personas distintas ven y oyen las cosas de modo distinto. Incluso los hechos fácilmente observables se ven influenciados por las percepciones y opiniones individuales. Así, un juglar que narre una conversación con un mago puede ofrecer un relato distinto del que ofrecería un ladrón que presenciara la misma charla.
Segundo: los ciudadanos de Santuario son, por necesidad, algo más que un poco paranoicos. Tienden a omitir o alterar ligeramente la información en sus conversaciones. Esto es un acto más reflejo que premeditado, puesto que es esencial para la supervivencia en esta comunidad.
Finalmente, Santuario es un entorno ferozmente competitivo. Uno no consigue un empleo admitiendo ser «el segundo mejor espadachín de la ciudad». Además de exagerar el status propio, es habitual degradar o ignorar el de los más cercanos competidores. Como resultado de ello, la ley del más fuerte en Santuario variará según quién hable de ella..., o, más importante aún, según a quién creamos.
—¡Pero seguro que Vuestra Excelencia no puede negar los hechos sobre el asunto!
La embozada figura del Emperador no dejó de pasear arriba y abajo mientras el nuevo líder del Imperio rankano sacudía la cabeza en violenta disconformidad.
—No discuto los hechos, Kilite —argumentó—. Pero nunca ordenaré la muerte de mi hermano.
—Hermanastro —corrigió significativamente el consejero jefe.
—La sangre de nuestro padre fluye en las venas de ambos —contraatacó el Emperador—, ¡y no la derramaré!
—Pero Vuestra Excelencia —suplicó Kilite—, el Príncipe Kadakithis es joven e idealista...
—...y yo no —terminó el Emperador—. Insistes en lo obvio, Kilite. Ese idealismo es mi protección. No encabezará una rebelión contra el Emperador, contra su hermano..., del mismo modo que yo no ordenaré su asesinato.
—No es al Príncipe a quien tememos, Vuestra Excelencia, es a aquellos que lo utilizan. —El consejero se mostró firme—. Si uno de sus muchos seguidores de doble cara consiguiera convencerle de que vuestro gobierno es injusto o inhumano, ese idealismo lo impulsaría a lanzarse contra vos, pese a lo mucho que os quiere.
Los pasos del Emperador se hicieron más lentos, hasta que finalmente se detuvo, con los hombros ligeramente caídos.
—Tienes razón, Kilite. Todos mis consejeros tenéis razón. —Había una cansada resignación en su voz—. Hay que hacer algo para extirpar a mi hermano del semillero de intrigas que es la capital. Si es posible, sin embargo, desearía guardar cualquier pensamiento de asesinato como último recurso.
—Si Vuestra Excelencia tiene algún plan alternativo que desee sugerir, me sentiré honrado en dedicarle toda mi atención —ofreció Kilite, ocultando juiciosamente su sensación de triunfo.
—No tengo ningún plan inmediato —admitió el Emperador—. Ni podré dedicarle toda mi atención hasta que haya solucionado otro asunto que pesa terriblemente sobre mí. Seguro que mi Imperio estará a salvo de mi hermano por unos cuantos días más.
—¿Cuál es la otra decisión que exige vuestra atención? —preguntó el consejero, ignorando el intento de veleidad de su gobernante—. Si es algo en cuya resolución pueda ayudaros...
—No es nada. Una decisión menor, pero desagradable pese a todo. Debo nombrar un nuevo gobernador militar para Santuario.
—¿Santuario? —Kilite frunció el ceño.
—Una pequeña ciudad al extremo meridional del Imperio. Yo mismo tuve problemas para localizarla..., ha sido excluida de los mapas más recientes. Fuera cual fuese la razón original para la existencia de la ciudad, al parecer ha desaparecido. Está encogiéndose y muriendo, y no es más que un refugio de criminales insignificantes y aventureros de capa caída. De todos modos, sigue siendo parte del Imperio.
—Y necesita un nuevo gobernador militar —murmuró suavemente Kilite.
—El antiguo se retira. —El Emperador se encogió de hombros—. Lo cual me deja con un problema. Como ciudad guarnición del Imperio, tiene derecho a un gobernador de cierto prestigio..., alguien que conozca el Imperio lo bastante bien como para servir como su represen tan te y enlace con la capital. Debería ser lo bastante fuerte como para mantener y reforzar la ley..., una función en la que me temo que el antiguo gobernador fu notoriamente relajado.
Sin darse cuenta de ello, empezó a pasear de nuevo arriba y abajo.
—Mi problema es que un hombre así podría ser utilizado mucho mejor en cualquier otra parte del Imperio. Parece vergonzoso malgastar a alguien así en un puesto tan retirado e insignificante.
—No digáis «retirado», Vuestra Excelencia —sonrió Kilite—. Decid mejor «lejos del semillero de intrigas>
El Emperador miró a su consejero durante largo rato Luego, ambos hombres se echaron a reír.
Hakiem el Cuentista se lamió el polvo de los labios: mientras miraba con ojos entrecerrados el sol matutino Hoy iba a ser otro día caluroso..., un día de vino, si podía conseguir algo de vino. Los pequeños lujos que se permitía de tanto en tanto eran cada vez más difíciles de con seguir a medida que las caravanas se hacían más pequeñas e infrecuentes.
Sus dedos persiguieron ociosamente la pulga que había conseguido hallar su camino hasta el interior de su
harapos mientras se aposentaba cansadamente en su nuevo cobijo al borde del bazar. Anteriormente había frecuentado los muelles hasta que los pescadores lo echaron, acusándole de robar. ¡Él! Con todos los ladrones que abundaban en la ciudad, lo habían elegido precisamente a él para sus acusaciones.
—¡Hakiem!
Miró a su alrededor y vio una pandilla de seis arrapiezos que convergía hacia él, con ojos brillantes y ansiosos.
—Buenos días, muchachitos —sonrió, dejando al descubierto sus amarillos dientes—. ¿Qué es lo que queréis del viejo Hakiem?
—Cuéntanos una historia —dijeron a coro, rodeándole.
—¡Que os zurzan, pulgas! —gimió, y agitó un brazo—. El sol será ardiente hoy. No añadiré más sequedad a mi garganta contándoos historias gratis.
—Por favor, Hakiem —suplicó uno.
—Te traeremos agua —prometió otro.
—Tengo dinero.
El último ofrecimiento captó la atención de Hakiem. Sus ojos se clavaron hambrientos en la moneda de cobre al extremo de una sucia mano. Aquella moneda y cuatro compañeras más le proporcionaría una botella de vino.
Dónde la había conseguido el chiquillo no importaba..., probablemente la había robado. Lo que preocupaba a Hakiem era cómo transferir aquella riqueza del niño a él. Consideró arrebatársela por la fuerza, pero se lo pensó mejor. El bazar se estaba llenando rápidamente de gente, y un altercado con niños traería indudablemente repercusiones. Además, aquellos hábiles arrapiezos podían ganarle con facilidad. Tendría que ganársela honradamente. Eran horribles las profundidades a las que podía verse sumergido un hombre.
—Muy bien, Ran-tu —sonrió, extendiendo la mano—. Dame el dinero, y tendrás la historia que quieras.
—Después de haberla oído —anunció altaneramente el niño—. Tendrás la moneda..., si considero que la historia la vale. Es la costumbre.
—Como quieras. —Hakiem forzó una sonrisa—. Ven, siéntate a mi lado, para que puedas oír todos los detalles.
El niño obedeció, benditamente ajeno al hecho de que se situaba dentro del largo y rápido alcance de Hakiem.
—Y ahora, Ran-tu, ¿qué historia quieres oír?
—Cuéntanos la historia de nuestra ciudad —gorjeó el niño, olvidada de momento su fingida sofisticación.
Hakiem hizo una mueca, pero los otros niños saltaron y aplaudieron entusiasmados. Al contrario que Hakiem, nunca se cansaban de oír aquel relato.
—Muy bien —suspiró Hakiem—. ¡Haced sitio aquí!
Barrió bruscamente el bosque de pequeñas piernas que tenía delante, dejando libre un pequeño espacio en el suelo, que alisó con la mano. Con rápidos y muy ensayados golpes, dibujó la parte sur del continente y formó la cordillera de montañas norte-sur.
—La historia empieza aquí, en lo que en su tiempo fue el reino de Ilsig, al este de las Montañas de la Reina.
—...que los rankanos llaman las Montañas del Fin del Mundo... —proporcionó un arrapiezo.
—...y los hombres de las montañas llaman Gunder-pah... —contribuyó otro.
Hakiem se echó hacia atrás sobre sus talones y se rascó con aire ausente.
—Quizá —dijo— los jóvenes caballeros deseen contar la historia mientras Hakiem escucha.
—No, no quieren —insistió Ran-tu—. Callaos, todos. ¡Es mi historia! Dejemos que Hakiem la cuente.
Hakiem aguardó hasta que se hubo restablecido de nuevo el silencio, luego asintió altivamente a Ran-tu y prosiguió:
—Temerosos de ser invadidos por el entonces joven Imperio rankano del otro lado de las montañas, formaron una alianza con las tribus de las montañas para proteger el único paso conocido que las cruzaba.
Hizo una pausa para trazar una línea sobre su mapa, indicando el paso.
—Y resultó que sus temores se vieron realizados. Los rankanos volvieron sus ejércitos hacia Ilsig, de modo que se vieron obligados a enviar sus propias tropas al paso para ayudar a los hombres de las montañas en defensa del reino.
Alzó esperanzado la vista y extendió una mano cuando un comerciante se detuvo a escuchar, pero el hombre sacudió la cabeza y siguió su camino.
—Mientras los ejércitos estaban fuera —prosiguió, ceñudo—, hubo un levantamiento de esclavos en Ilsig. Sirvientes, galeotes, gladiadores, todos unidos en un esfuerzo por derribar las cadenas de la esclavitud. Desgraciadamente, ay...
Hizo una pausa, y alzó dramáticamente las manos.
—...los ejércitos de Ilsig regresaron pronto de su campaña en las montañas y pusieron fin rápidamente al levantamiento. Los supervivientes huyeron al sur..., hacia aquí..., a lo largo de la costa.
Señaló el camino con los dedos.
—El reino aguardó un tiempo, esperando que los esclavos errantes regresaran por voluntad propia. Cuando no lo hicieron, fueron enviadas tropas de caballería para atraparlos y traerlos de vuelta. Alcanzaron a los esclavos aquí, obligándoles a retroceder a las montañas, y se libró una cruenta batalla. Los esclavos vencieron, y la caballería fue destruida.
Señaló un punto en la porción sur de la cadena montañosa.
—¿No vas a contarnos la batalla? —interrumpió Ran-tu.
—Es una historia en sí misma..., requiere pago aparte. —Hakiem sonrió.
El niño se mordió el labio y no dijo nada más.
—En el transcurso de su batalla con la caballería, los esclavos descubrieron un paso a través de las montañas que les permitió entrar en este verde valle lleno de caza y donde las cosechas brotaban abundantes del suelo. Lo llamaron Santuario.
—Pero el valle no es verde —interrumpió sarcástica-mente un mozalbete.
—Eso se debe a que los esclavos eran estúpidos y agotaron la tierra —contraatacó otro.
—¡Mi papá fue granjero, y él nunca agotó la tierra! —argumentó un tercero.
—Entonces, ¿cómo es que tuvo que trasladarse a la ciudad cuando la arena se apoderó de su granja? —dijo rápidamente el segundo.
—¡Quiero oír mi historia! —ladró Ran-tu, irguiéndose bruscamente ante ellos.
El grupo guardó silencio.
—El joven caballero de aquí ha expuesto correctamente los hechos —sonrió Hakiem, señalando con el dedo al segundo niño—. Pero eso llevó tiempo. Oh, sí, mucho tiempo. A medida que los esclavos agotaban las tierras al norte, fueron trasladándose más hacia el sur, hasta que alcanzaron el punto donde hoy se alza la ciudad. Ahí tropezaron con un grupo de pescadores nativos, y entre la pesca y la agricultura consiguieron sobrevivir en paz y tranquilidad.
—Cosa que no duró mucho —bufó Ran-tu, olvidando momentáneamente sus anteriores palabras.
—No —admitió Hakiem—. Los dioses no lo quisieron así. Rumores del descubrimiento de oro y plata alcanzaron el reino de Ilsig y trajeron intrusos a nuestra tranquilidad. Primero aventureros, y finalmente una flota del propio reino, partieron a la conquista de la ciudad, y la situaron de nuevo bajo el control del reino. La única mosca en el vino de la victoria del reino fue que aquel día la mayor parte de la flota de pesca estaba fuera cuando llegaron y, al darse cuenta del destino de la ciudad, buscó refugio en la Isla de los Carroñeros para formar el núcleo del Cabo de los Piratas, que hasta hoy atosiga a las naves.
La esposa de un pescador pasó junto a ellos, echó una mirada al suelo y, reconociendo el mapa, sonrió y arrojó
dos monedas de cobre a Hakiem. Éste las atrapó limpiamente, dando un codazo a un niño que intentó interceptarlas, y las guardó en su bolsa.
—Que las bendiciones caigan sobre tu casa, señora —exclamó tras su benefactora.
—¿Qué hay del Imperio? —urgió Ran-tu, temeroso de perder su historia.
—¿Qué? Oh, sí. Parece que uno de los aventureros fue hacia el norte en busca del mítico oro, encontró un paso a través del Civa, y finalmente llegó al Imperio rankano. Más tarde, su nieto, hoy general del Imperio, halló los diarios de su antepasado. Condujo una fuerza hacia el sur a través de la antigua ruta de su abuelo y recapturó la ciudad. Utilizándola como base, lanzó un ataque naval en torno al cabo y finalmente capturó todo el reino de Ilsig, convirtiéndolo para siempre en parte del Imperio.
—Que es donde estamos hoy —escupió amargamente uno de los arrapiezos.
—No exactamente —corrigió Hakiem, con su impaciencia por terminar cediendo terreno ante su integridad como narrador—. Aunque el reino se rindió, por alguna razón los hombres de las montañas siguieron resistiéndose a los intentos del Imperio de utilizar el Gran Paso. Fue entonces cuando se establecieron las rutas de las caravanas.
Una expresión de añoranza inundó sus ojos.
—Aquéllos fueron los días de grandeza de Santuario. Tres o cuatro caravanas a la semana, cargadas con tesoros y bienes de intercambio. No las miserables caravanas de provisiones que vemos actualmente..., sino grandes caravanas que necesitaban medio día sólo para entrar en la ciudad.
—¿Qué ocurrió? —preguntó uno de los asombrados niños.
Los ojos de Hakiem se volvieron taciturnos. Escupió al suelo.
—Hace veinte años, el Imperio consiguió vencer a los hombres de las montañas. Con el Gran Paso abierto, ya
no había ninguna razón para que las caravanas importantes se arriesgaran a cruzar las arenas del desierto infestadas de bandidos. Santuario se ha convertido en una burla de su pasada gloria, un refugio para la escoria que no tiene ningún otro lugar donde ir. Tened en cuenta mis palabras: algún día los ladrones superarán en número a los ciudadanos honrados, y entonces...
—¡A un lado, viejo!
Un pie enfundado en una sandalia cayó sobre el mapa, borrando sus líneas y dispersando a los niños.
Hakiem retrocedió ante la sombra de uno de los Perros del Infierno, los cinco nuevos guardias de élite que habían acompañado al nuevo gobernador a la ciudad.
—¡Zalbar! ¡Alto!
El hosco gigante se inmovilizó al sonido de la voz, y se volvió para enfrentarse al joven de dorado pelo que entró en la escena a largas zancadas.
—Se supone que hemos venido a gobernar a esa gente, no a forzarla a la sumisión.
Parecía extraño, ver a un muchacho que no parecía haber cumplido aún los veinte años abroncando a un veterano de muchas campañas lleno de cicatrices, pero el robusto hombre se limitó a bajar inquieto los ojos.
—Mis disculpas, Vuestra Alteza, pero el Emperador dijo que teníamos que traer la ley y el orden a este agujero del infierno, y éste es el único lenguaje que comprenden esos sinvergüenzas.
—El Emperador, mi hermano, me puso al mando de esta ciudad para que la gobernara tal y como creyera correcto, y mis órdenes son que la gente debe ser tratada amablemente en tanto no quebrante las leyes.
—Sí, Vuestra Alteza.
El joven se volvió a Hakiem.
—Espero no haber interrumpido tu historia. Toma..., quizás esto haga perdonar nuestra intrusión.
Puso una moneda de oro en la mano de Hakiem.
—¡Oro! —bufó Hakiem—. ¿Creéis que una miserable moneda puede reparar el haber asustado a estos preciosos niños?
—¿Qué? —rugió el Perro del Infierno—. ¿Esas ratas de cloaca? Toma la moneda del Príncipe y da las gracias de que yo...
—¡Zalbar!
—Pero Vuestra Alteza, este hombre no hace más que burlarse de...
—Si lo hace, soy yo quien debe...
Depositó unas cuantas monedas más en la tendida mano de Hakiem.
—Ahora sigamos, quiero ver el bazar.
Hakiem hizo una profunda reverencia, ignorando la siniestra mirada del Perro del Infierno. Cuando se enderezó de nuevo, los arrapiezos volvieron a rodearle.
—¡Era el Príncipe!
—Mi padre dice que es lo mejor que puede haberle ocurrido a esta ciudad.
—El mío dice que es demasiado joven para hacer un buen trabajo.
—¡Oh, vamos!
—El Emperador lo envió aquí para sacárselo de encima.
—¿Y quién lo dice?
—¡Mi hermano! Ha estado sobornando a los guardias de aquí durante toda su vida, y nunca tuvo ningún problema hasta que llegó el príncipe. Él y sus putas y sus Perros del Infierno.
—Van a cambiarlo todo. Pregúntale a... ¿Hakiem?
Los niños se volvieron hacia su mentor, pero Hakiem hacía rato ya que se había marchado con sus nuevas riquezas hacia las frescas profundidades de una taberna.
—Como ya sabéis, vosotros cinco habéis sido elegidos para permanecer conmigo en Santuario después de que el grueso de la guardia de honor regrese a la capital.
El Príncipe Kadakithis hizo una pausa para mirar fijamente al rostro de cada hombre antes de proseguir. Zalbar, Bourne, Quag, Razkuli y Arman. Todos ellos avezados veteranos, conocían sin duda mucho mejor su trabajo de lo que el Príncipe conocía el suyo. La educación real de Kadakithis vino en su rescate, ayudándole a ocultar su nerviosismo mientras se enfrentaba firmemente a sus miradas.
—Tan pronto como las ceremonias hayan terminado mañana, voy a verme inundado de casos en el tribunal civil. En consecuencia, pensé que era mejor daros vuestras instrucciones y responsabilidades ahora, a fin de que podáis actuar sin el retraso de tener que aguardar órdenes específicas.
Hizo un gesto a los hombres de que se acercaran, y se reunieron en torno al mapa de Santuario colgado de la pared.
—Zalbar y yo hemos efectuado una exploración preliminar por la ciudad. Aunque este resumen debería familiarizaros con la disposición básica del terreno, deberéis explorar por vosotros mismos e informar de todas las nuevas observaciones que hagáis. ¿Zalbar?
El más alto de los soldados avanzó un paso y barrió el mapa con la mano.
—Los ladrones de Santuario flotan con el viento como la basura que son —empezó.
—¡Zalbar! —regañó el Príncipe—. Limítate a dar el informe, sin comentarios u opiniones.
—Sí, Vuestra Alteza —respondió el hombre, inclinando ligeramente la cabeza—. Pero hay un esquema aquí que sigue a los vientos desde el este.
—Los valores de las propiedades cambian de acuerdo con los olores —informó Kadakithis—. Puedes decir eso sin necesidad de referirte a la gente como basura. Siguen siendo ciudadanos del imperio.
Zalbar asintió y se volvió una vez más hacia el mapa.
—Las zonas de menor criminalidad están aquí, a lo largo del borde oriental de la ciudad —anunció con un gesto—. Aquí están las mansiones más ricas, las posadas y los templos, que poseen sus propias defensas y medidas de seguridad. Al oeste de ellas, la ciudad consiste predominantemente en artesanos y obreros especializados. El crimen en esta zona raras veces excede del hurto insignificante.
El hombre hizo una pausa para mirar al Príncipe antes de proseguir.
—Una vez cruzas la Procesional, sin embargo, las cosas se vuelven claramente peores. Los comerciantes compiten entre sí para ver quién exhibe la más amplia selección de mercancías robadas o ilegales. Gran parte de esas mercancías les son proporcionadas por contrabandistas que utilizaban abiertamente los muelles para descargar sus naves. Lo que no es comprado por los comerciantes es vendido directamente en el bazar.
La expresión de Zalbar se endureció apreciablemente cuando señaló la siguiente zona.
—Aquí hay una maraña de calles conocida simplemente como el Laberinto. Todo el mundo está de acuerdo en que es la peor parte de la ciudad. El asesinato y el robo a mano armada son sucesos comunes día y noche en el Laberinto, y la mayor parte de los ciudadanos honrados temen poner el pie aquí sin una escolta armada. Ha llamado nuestra atención el hecho de que ninguno de los guardias de la guarnición local entra nunca en esta zona, aunque ignoramos si es por simple miedo o porque han sido sobornados...
El príncipe carraspeó ruidosamente. Zalbar hizo una mueca y pasó a otra zona.
—Fuera de los muros, hacia el norte de la ciudad, hay un conglomerado de burdeles y casas de juego. Se informa de pocos crímenes en esta zona, aunque creemos que es debido a la reluctancia por parte de sus habitantes a tratar con las autoridades antes que a una falta de actividad criminal. En la parte más occidental de la ciudad hay una barriada de barracas habitada por mendigos y otros desechos, conocida como Barlovento. De todos los ciudadanos que hemos encontrado hasta ahora, ellos parecen ser los más inofensivos.
Terminado su informe, Zalbar regresó a su lugar con los demás mientras el Príncipe se dirigía de nuevo a ellos.
—Vuestras prioridades hasta nuevas órdenes serán las que siguen —anunció, mirándoles atentamente a todos—. Primero, tenéis que efectuar un esfuerzo concentrado para reducir o eliminar el crimen insignificante en la parte oriental de la ciudad. Segundo, cerraréis los muelles al tráfico contrabandista. Una vez hecho esto, convertiré en ley algunas regulaciones que os permitan ocuparos de los burdeles. Por aquel entonces, mis ocupaciones en el tribunal deberán haberse aligerado hasta un punto en el que podamos formular un plan de acción específico para meterle mano al Laberinto. ¿Alguna pregunta?
—¿Anticipáis algunos problemas con el sacerdocio local sobre las órdenes de construcción de los nuevos templos a Savankala, Sabellia y Vashanka? —quiso saber Bourne.
—Sí, los anticipo —admitió el Príncipe—. Pero las dificultades serán probablemente más diplomáticas que de naturaleza criminal. Me ocuparé de ellas personalmente, dejándoos a vosotros libres para dedicaros a vuestras tareas asignadas.
No hubo más preguntas, y el Príncipe se preparó para su pronunciamiento final.
—En cuanto a cómo debéis comportaros mientras ejecutáis mis órdenes... —Kadakithis hizo una dramática pausa mientras barría a sus oyentes con una dura mirada—. Sé que todos sois soldados y estáis acostumbrados a enfrentaros a la oposición con el acero desnudo. Ciertamente, tenéis permitido luchar para defenderos si sois atacados o para defender a cualquier ciudadano de esta ciudad. Sin embargo, no toleraré la brutalidad o el derramamiento innecesario de sangre en nombre del Imperio. Sean cuales sean vuestros sentimientos personales, no debéis lanzar vuestra espada contra ningún ciudadano a menos que haya quedado probado, repito, probado, que se trata de un criminal. La gente de la ciudad ya ha empezado a llamaros los Perros del Infierno. Aseguraos de que ese título se refiere únicamente al vigor con el que cumplís con vuestro deber y no a vuestra perversidad. Eso es todo.
Hubo murmullos y torvas miradas mientras los hombres desfilaban fuera de la habitación. Aunque la lealtad de los Perros del Infierno al Imperio estaba más allá de toda duda, Kadakithis hizo una pausa para preguntarse si, en el fondo de sus mentes, le consideraban realmente a él como un representante de ese Imperio.
John Brunner
Una medida del declive de las fortunas de Santuario era que la copistería del Maestro Melilot ocupaba un lugar de privilegio en el Paseo del Gobernador. El noble cuyo abuelo había hecho erigir una espléndida mansión familiar en aquel lugar había dilapidado toda su fortuna en el juego, y al final se había visto reducido a ganarse miserablemente la vida, en un casi sempiterno estado de embriaguez, en un empobrecido cuarto piso hecho de cañas y mortero debajo mismo del techo original, mientras en los pisos inferiores Melilot instalaba a su cada vez más amplio personal y entraba en el negocio de los libros, así como de las epístolas. En los días calurosos, el intenso olor del taller de encuadernación, donde era hervida la cola y estampada la piel, hacía la competencia a los hedores que flotaban en torno al Cruce del Matadero.
No todas las fortunas, entiéndase, declinaban. Melilot era un buen ejemplo de ello. Diez años antes no poseía nada excepto sus ropas y un compendio del escriba; entonces trabajaba al aire libre, o cobijado bajo el toldo de algún comerciante tolerante, y sus clientes se veían reducidos a litigantes pobres de fuera de la ciudad, que necesitaban un resumen escrito de su caso antes de aparecer ante los tribunales, o suspicaces compradores analfabetos de artículos de comerciantes de paso, que deseaban garantías por escrito de su calidad.
Un día que nunca olvidaría, un hombre estúpido le dio instrucciones de que pusiera por escrito unos detalles relevantes relativos a un proceso judicial entonces en curso, y que seguramente habrían convencido al juez siempre que la oposición no fuera advertida de ello por anticipado. Melilot se dio cuenta del detalle, e hizo una copia extra. Fue ampliamente recompensado.
Ahora, además de seguir con la profesión de escriba —por delegación, principalmente—, se había especializado en falsificaciones, extorsiones y errores de transcripción. Era exactamente el tipo de amo que Jarveena de Bosque Olvidado había estado buscando cuando llegó, particularmente porque su condición, que podía ser adivinada de inmediato a partir de su rostro lampiño y su rechoncha gordura, lo hacían indiferente a la edad o apariencia de sus empleadas.
Los servicios ofrecidos por la copistería, y el nombre de su propietario, estaban claramente descritos en media docena de idiomas y tres modos distintos de escritura en la fachada de piedra del edificio, al lado de una ventana y una puerta que habían sido derribadas convirtiéndolas en una amplia entrada (con un cierto riesgo para la estabilidad de los pisos superiores) a fin de que los clientes pudieran aguardar a cubierto hasta que alguien que comprendiera el lenguaje que necesitaban estuviera disponible.
Jarveena leía y escribía bien su lengua materna: el yenized. Por eso Melilot había aceptado contratarla. Ningún servicio de la competencia en Santuario podía ofrecer ahora tantos idiomas. Pero podían transcurrir dos meses —de hecho, acababan de transcurrir— sin que apareciera ni un solo cliente pidiendo una traducción al o del yenized, lo cual hacía de ella casi un símbolo de status. Se dedicaba a luchar industriosamente con el rankene, la versión cortesana del dialecto común, porque a los comerciantes les gustaba dejar translucir que sus artículos eran lo suficientemente respetables como para venderlos a la nobleza aunque hubieran llegado por la noche a la orilla desde la Isla de los Carroñeros, y se ocupaba también del trabajo callejero cotidiano, en el que los clientes más pobres deseaban la redacción de testimonios de pruebas o contratos de venta. Pese a todo, seguía viéndose obligada a realizar tareas serviles para acabar de llenar su tiempo.
Era mediodía, y se le presentaba otra de esas tareas.
Evidentemente, servía de muy poco confiar en la palabra escrita para llegar a aquellos que más necesitaban la ayuda de un escriba; en consecuencia, Melilot mantenía a un grupo de chiquillos de voces peculiarmente dulces y penetrantes, que recorrían arriba y abajo las calles más cercanas anunciando sus servicios gritando, lisonjeando y a veces mendigando. Era una ocupación cansada, y frecuentemente los niños enronquecían. En consecuencia, tres veces al día se encargaba a alguien para que les llevara un reconfortante tentempié de pan y queso y una bebida hecha de miel, agua, un poco de vino o cerveza fuerte y especias surtidas. Desde que había sido contratada, Jarveena solía ser la menos ocupada en otras tareas cuando llegaba el momento de ésta. En consecuencia, estaba en la calle, distribuyendo las bondades de Melilot, cuando apareció un oficial al que conocía de nombre y de vista, actuando de la forma más peculiar. Era el capitán Aye-Gophlan, del puesto de guardia situado en la esquina de la Vía Procesional.
Apenas reparó en ella cuando pasó por su lado, pero eso no era en absoluto sorprendente. Su aspecto era muy parecido al de un muchacho..., de hecho, mucho más que el rubicundo chiquillo rubio al que le estaba entregando en aquellos momentos sus raciones. Cuando Melilot la contrató, sus ropas eran unos puros harapos, y él había insistido en comprarle un nuevo atuendo, cuyo precio, inevitablemente, sería descontado de la minúscula comisión de los trabajos que hacía. No le importaba. Solamente insistió en que se le permitiera elegir su propia ropa: una chaquetilla de piel de manga corta atada con lazos por delante; pantalones hasta los tobillos; botas en las que meter los extremos de los pantalones; un tahalí del que colgar su compendio de escriba con sus plumas de caña y su tintero y su pote de agua y su cuchilla de afilar y los rollos de áspero papel de caña; y una capa que servía también como manta por la noche. Tenía una aguja de plata para sujetarla..., su único tesoro.
Melilot se había echado a reír, creyendo comprender. Tenía empleada también a una hermosa muchacha con un año menos de los quince que Jarveena admitía tener, y que normalmente tenía que dar manotazos a los aprendices cuando la perseguían en los oscuros pasadizos para robarle un beso, y eso era lo bastante inhabitual como para pedir una explicación.
Pero eso no tenía nada que ver con ello. Como tampoco lo tenía el hecho de que con su bronceada piel, su delgada figura, su pelo negro muy corto, y sus muchas cicatrices visibles, difícilmente se pareciera a una chica, llevara las ropas que llevara. Había multitud de rufianes —algunos de sangre noble— que eran totalmente indiferentes al sexo de los jóvenes a los que violaban.
Además, para Jarveena, tales experiencias eran pura supervivencia; de no haber existido, jamás hubiera alcanzado Santuario. Así que ya no las temía.
Pero la hacían sentirse profundamente —amargamente— furiosa. Y, algún día, uno que merecía su furia más que nadie iba a pagar de una vez por todas sus incontables crímenes. Lo había jurado..., pero cuando lo había hecho tenía solamente nueve años, y con el paso del tiempo la oportunidad de la venganza se hacía más y más remota. Ahora apenas creía en ella. A veces soñaba con hacerle a otro lo que le habían hecho a ella, y despertaba gimiendo avergonzada, y no podía explicar los motivos a los demás aprendices de escriba que compartían el dormitorio que antiguamente había sido el dormitorio del noble que ahora roncaba y vomitaba y gruñía y roncaba bajo un refugio más adecuado para cerdos que para seres humanos en el lado equivocado de aquel techo magníficamente pintado.
Lamentaba aquello. Le gustaban la mayor parte de sus compañeros; algunos eran de familias respetables, porque no había escuelas allí aparte las escuelas del templo, cuyos sacerdotes tenían la mala costumbre de llenar las cabezas de los niños con mitos y leyendas como si tuvieran que vivir en un mundo de apariencias en vez de conquistarlo por sí mismos. Sin aprender a leer y escribir al menos su propio idioma, corrían el riesgo de ser engañados por cualquier tipo listo de la ciudad. Pero, ¿cómo podía ser amiga de aquellos que habían llevado blandas y seguras vidas, y que a la avanzada edad de quince o dieciséis años nunca habían tenido que ganarse el sustento en los albañales y los montones de basura?
El capitán Aye-Gophlan iba vestido de civil. O eso creía él. No era en absoluto lo bastante rico como para permitirse el lujo de tener trajes civiles además de sus uniformes, de los cuales los guardias debían tener varios: éste para el cumpleaños del Emperador, ése otro para la fiesta de la deidad patrona del regimiento, otro más para la guardia diurna, otro para la guardia nocturna, otro para la instrucción... Los soldados eran más afortunados. Si su aspecto era desaseado, la culpa recaía en sus oficiales. Pero, ¿cuánto tiempo hacía desde que habían pasado por allí las suficientes caravanas como para que la guardia obtuviera los pertrechos necesarios a base de sobornos? Los tiempos eran realmente malos cuando el mejor disfraz que podía elegir un oficial para sus asuntos privados era una capa azul ciruela con un agujero en ella exactamente en el lugar donde la bragadura de su armadura podía lanzar destellos a su través.
Al verle, Jarveena pensó repentinamente en la justicia. O más bien en el ojo por ojo. Quizá ya no hubiera ninguna esperanza de pasar cuentas con el villano que había matado a sus padres, saqueado sus posesiones, esclavizado a los aptos para el trabajo, soltado a sus tropas medio enloquecidas sobre los niños para que relajaran la lujuria de sus ingles en medio del humo y el estruendo de las vigas al caer, mientras el poblado que sus habitantes llamaban Holt desaparecía del escenario de la historia.
Pero había otras cosas que hacer con su vida. Recuperó rápidamente el tazón que ya había dejado demasiado tiempo en manos de aquel chico publicista, afortunadamente el último, de Melilot. Cortó en seco un intento de queja con un ceño fruncido que hizo descender la piel de su frente justo lo bastante como para revelar una cicatriz normalmente cubierta por su pelo. Aquél era un recurso que reservaba normalmente cuando fracasaba todo lo demás. Tuvo el efecto deseado; el muchacho tragó saliva, entregó el tazón y volvió a su trabajo, deteniéndose sólo el tiempo suficiente para orinar contra la pared.
Tal como esperaba Jarveena, Aye-Gophlan avanzó con paso firme rodeando el edificio, mirando ocasionalmente hacia atrás como si se sintiera inseguro sin su escolta regular de seis altos hombres, y se dirigió hacia la entrada trasera de la copistería..., la del retorcido callejón donde se concentraban los comerciantes de sedas. No todos los clientes de Melilot deseaban ser vistos entrando en sus locales por una populosa y soleada calle.
Jarveena arrojó la jarra de vino, el plato y el tazón que llevaba en manos de un aprendiz demasiado joven para discutir, y le ordenó que los devolviera a la cocina..., al lado del taller de encuadernación, con el que compartía el fuego. Luego echó a andar tras Aye-Gophlan y tosió discretamente.
—¿Puedo ayudaros en algo, capitán?
—Ah... —El oficial se sobresaltó; su mano voló hacia algo de forma larga y estrecha debajo de su capa, sin duda un pergamino fuertemente enrollado—. Ah..., buenos días. Tengo un problema respecto al cual deseo consultar con tu amo.
—En estos momentos estará comiendo —dijo Jarveena, con un tono convenientemente humilde—. Dejadme que os conduzca a él.
A Melilot no le gustaba ver interrumpidas sus comidas o las siestas que las seguían. Pero había algo en el comportamiento de Aye-Gophlan que hacía que Jarveena estuviera segura de que se trataba de una ocasión excepcional.
Abrió la puerta del sanctasanctórum, anunció la visita con la rapidez suficiente como para anticiparse a la irritación de su patrón por ver distraída su dedicación a la inmensa langosta asada que tenía en una bandeja de plata ante él, y deseó que hubiera algún medio de poder escuchar lo que transpiraba entre los dos hombres.
Pero era infinitamente demasiado cautelosa como para correr ese riesgo.
Lo más que había esperado Jarveena eran unas cuantas monedas extra si el negocio de Aye-Gophlan resultaba ser beneficioso. En consecuencia, se sintió muy sorprendida cuando fue llamada a la habitación de Melilot media hora más tarde.
Aye-Gophlan aún seguía allí. La langosta se había enfriado, sin tocar, pero se había consumido mucho vino.
A su entrada, el oficial le lanzó una mirada suspicaz.
—¿Éste es el pichón que imaginas que puede desentrañar el misterio? —preguntó.
Jarveena sintió que se le hundía el corazón. ¿Qué retorcido subterfugio estaba maquinando ahora Melilot? Pero aguardó sumisamente instrucciones más claras. Vinieron de inmediato, en la aguda y ligeramente plañidera voz del gordo hombre.
—El capitán tiene un escrito que hay que descifrar. Sensatamente, nos lo ha traído a nosotros, que podemos traducir más idiomas extranjeros que cualquier otra firma similar. Es posible que esté en yenized, con el que estás familiarizada..., cosa que, por desgracia, yo no.
Jarveena apenas pudo reprimir una risita. Si el documento estuviera escrito en cualquier caligrafía o lenguaje conocidos, Melilot indudablemente lo habría reconocido..., pudiera o no proporcionar una traducción. Eso implicaba..., ¡hummm! ¿Un texto cifrado? ¡Qué interesante! ¿Cómo estaba en posesión un oficial de la guardia de un mensaje en código que era incapaz de leer? Aguardó expectante, aunque no ansiosa, y Aye-Gophlan le tendió con mucha reluctancia el pergamino.
Sin alzar aparentemente la vista, Jarveena registró un ligero asentimiento de cabeza de Melilot. Tenía que mostrarse de acuerdo con él.
Pero...
¿Qué demonios? Sólo un tremendo autocontrol impidió que el documento cayera de sus manos. Simplemente mirarlo la hizo sentir vértigo, como si sus ojos se cruzaran en contra de su voluntad. Por un segundo tuvo la impresión de poder leerlo claramente, y un latido de corazón más tarde...
Se dominó con firmeza.
—Creo que es yenized, como vos sospechaste, señor —declaró.
—¿Crees? —gruñó Aye-Gophlan—. ¡Pero Melilot jura que puedes leerlo al instante!
—El yenized moderno sí, capitán —aclaró Jarveena—. Reconozco éste como un estilo alto y cortesano, tan difícil para una persona como yo como puede serlo el rankene imperial para un porquerizo. —Siempre era una buena política dejar sentada la inferioridad de una cuando se hablaba con gente así—. Afortunadamente, gracias a la extensa biblioteca del amo, he conseguido en las últimas semanas un conocimiento más amplio del tema; y, con la ayuda de algunos de sus libros, espero conseguir al menos traducir su esencia.
—¿Cuánto tiempo tardarás? —preguntó Aye-Gophlan.
—Oh, yo diría que entre dos y tres días —interpuso Melilot, en un tono que no admitía contradicción—. Puesto que se trata de una labor tan poco usual, no os cobrare nada por ella a menos que produzca una traducción satisfactoria.
Jarveena casi estuvo a punto de dejar caer el pergamino una segunda vez. Nunca en su vida había aceptado Melilot un trabajo sin recibir al menos la mitad de su precio por adelantado. Tenía que haber algo absolutamente excepcional en aquel trozo de papel...
Y, por supuesto, lo había. Se dio cuenta de ello en aquel momento, y tuvo que esforzarse por impedir que sus dientes empezaran a castañetear.
—Aguarda aquí —dijo Melilot, poniéndose trabajosamente en pie en medio de sus grasas—. Volveré una vez haya escoltado al capitán a la salida.
Apenas la puerta se cerró, Jarveena arrojó el pergamino sobre la mesa contigua a la langosta..., deseando, irrelevantemente, que ésta no estuviera intacta a fin de poder arrancarle algún bocado sin que fuera detectado. Lo escrito en él adoptó nuevas formas incluso mientras ella intentaba no apercibirlas.
Melilot volvió, ocupó de nuevo su silla y dio un sorbo a la medio llena copa de vino.
—¡Eres astuta, pequeña comadreja! —dijo, en un tono de reacia admiración—. ¿Eres lo bastante lista como para haberte dado cuenta exactamente de por qué ni él ni yo..., ¡ni tú!, podemos leer lo que dice?
Jarveena tragó dificultosamente saliva.
—Hay un conjuro en él —ofreció, tras una pausa.
—¡Sí! ¡Sí, eso es! Mejor que cualquier código o cifra. Excepto para los ojos de su destinatario, nunca dirá dos veces la misma cosa.
—¿Cómo es que el capitán no se ha dado cuenta de ello?
Melilot rió suavemente.
—No necesitas saber leer y escribir para convertirte en capitán de la guardia —dijo—. Es capaz de decir si el escribiente que redacta los informes de las guardias le tiende la página del derecho y no del revés para que ponga su sello de conformidad en ella, pero nada más complicado que eso, e incluso sólo con eso a veces le da vueltas la cabeza.
Agarró la langosta, le arrancó una pinza y la partió con los dientes; el aceite resbaló por su barbilla y goteó sobre su túnica verde. Mientras extraía la carne, prosiguió:
—Pero lo más interesante es cómo llegó a su poder. Adivínalo.
Jarveena agitó negativamente la cabeza.
—Uno de los guardaespaldas imperiales de Ranke, un miembro del destacamento que escoltó al Príncipe a lo largo del Camino del General, acudió a inspeccionar el cuartel de la guardia esta mañana al amanecer. Al parecer, había conseguido hacerse de lo más impopular, hasta el punto que, cuando dejó caer ese pergamino sin darse cuenta de ello, Aye-Gophlan pensó más en guardárselo para sí que en devolvérselo. Por qué está dispuesto a creer que un oficial imperial llevaría un documento en antiguo yenized alto es algo que no puedo adivinar. Quizás eso forme parte de la magia.
Arrojó bolitas de suculenta carne a su boca y masticó durante unos instantes. Jarveena intentó no salivar.
Para distraerse con lo primero que pasó por su mente, dijo:
—¿Por qué os contó todo esto...? Oh, soy una idiota. No lo hizo.
—Correcto. —Melilot adoptó una expresión taimada—. Sólo por esto te mereces un bocado de langosta. ¡Toma! —Le arrojó un trozo que, según sus estándares, era generoso, y también un poco de pan; ella atrapó ambas cosas en el aire con manos temblorosas y las engulló.
—Necesitas mantener tus fuerzas —siguió el grueso escribano—. Tengo una misión muy delicada para ti esta noche.
—¿Una misión?
—Sí. El oficial imperial que perdió el pergamino se llama comandante Nizharu. El y sus hombres están alojados en pabellones en el patio del palacio del Gobernador; al parecer, teme contaminarse de hacerlo en los barracones con la soldadesca local.
«Cuando haya anochecido, te deslizarás hasta allí y lo aguardarás, y le preguntarás si está dispuesto a pagar más por la devolución del pergamino y el nombre de quien lo tomó o por una convincente pero fraudulenta traducción que impulse a su ilegal poseedor actual a realizar alguna acción precipitada. Por todo lo que puedo adivinar —concluyó farisaicamente—, es posible que lo dejara caer deliberadamente. ¿Hum?
Distaba mucho de ser la primera vez desde su llegada que Jarveena salía después del toque de queda. Ni siquiera era la primera vez que había tenido que corretear en las sombras por la amplia extensión del Paseo del Gobernador a fin de alcanzar y trepar el muro del palacio, ágil como un mono pese a la masa de tejido cicatricial allá donde su pecho derecho nunca crecería. Su mucha práctica le permitían quitarse rápidamente la capa, enrollarla en un cilindro no mucho más grueso que un cinturón para el dinero, atarla en torno a su cintura, y trepar ágilmente con manos y talones por la sección del muro exterior que era cuidadosamente no reparada, y por suculentas razones, cada vez que el jefe masón emprendía sus trabajos de conservación anual.
Pero, definitivamente, sí era la primera vez que tenía que enfrentarse con soldados de Ranke al otro lado. Uno de ellos, por mala suerte, estaba orinando detrás de un macizo de flores en el momento en que ella descendía el muro, y no necesitó más que meter el mango de su pica por entre sus piernas. Jarveena jadeó y cayó despatarrada.
Pero Melilot había previsto cualquier eventualidad, y ella estaba preparada con su historia y las pruebas necesarias para respaldarla.
—¡No me hagas daño, por favor! ¡No pretendo hacer ningún mal! —lloriqueó, haciendo que su voz sonara tan infantil como le era posible. Una antorcha derramaba su mortecina luz en un brazo cercano; el soldado la puso en pie agarrándola por su muñeca derecha, una presa tan cruel como una trampa, y tiró de ella hacia sí. Apareció un sargento, procedente de los pabellones que desde su última visita habían brotado como setas entre la entrada del Tribunal y el racimo de graneros en la parte noroeste de los terrenos.
—¿Qué has atrapado? —retumbó con voz baja y amenazadora.
—¡Señor, no pretendo hacer ningún mal! ¡Tengo que hacer lo que mi ama me ordena, o me empalará a la puerta del templo!
Aquello los cogió a ambos por sorpresa. El soldado relajó un tanto sus dedos, y el sargento se acercó más para examinarla mejor a la escasa luz de la antorcha.
—Por lo que dices, ¿debo entender que sirves a una sacerdotisa de Argash? —preguntó finalmente.
Era una deducción lógica. En el templo de esa divinidad, y a seis metros de altura, sus más devotos seguidores se presentaban voluntarios, cuando la vida les abrumaba, para ser colgados, alto y rápido, hasta morir.
Jarveena sacudió violentamente la cabeza en un signo negativo.
—No..., no, señor. ¡Dyareela! —Dio el nombre de una diosa eliminada de la ciudad hacía treinta años debido a lo sanguinario de sus fanáticos.
El sargento frunció el ceño.
—No vi ningún templo dedicado a ella cuando escoltamos al Príncipe a lo largo de la Avenida de los Templos.
—¡No..., no, señor! ¡Su templo fue destruido, pero sus seguidores continúan!
—¿De veras? —El sargento emitió un gruñido—. ¡Hummm! ¡Eso suena como algo que el comandante debería saber!
—¿Es ese comandante Nizharu? —dijo ansiosamente Jarveena.
—¿Qué? ¿Cómo sabes su nombre?
—¡Mi ama me envió a él! Lo vio hoy a primera hora cuando entró en la ciudad, y se sintió tan impresionada por su apostura que decidió enviarle inmediatamente un mensaje. ¡Pero todo tiene que ser en secreto! —Jarveena dejó que su voz temblara—. Ahora que he sido descubierta, ella me entregará a los sacerdotes de Argash y... ¡Oh, estoy perdida! ¡Mejor estaría muerta!
—La muerte puede aguardar —dijo el sargento, tomando una brusca decisión—. Pero el comandante, definitivamente, querrá saber algo más acerca de los dyareelanos. Creía que sólo los locos del desierto prestaban actualmente atención a esa vieja puta... Hey, ¿qué es lo que llevas al costado? —Lo alzó a la luz—. Una caja de escritura, ¿eh?
—Sí, señor. Eso es lo que normalmente hago para mi ama.
—Si sabes escribir, ¿por qué llevas tú misma los mensajes? Eso es lo que siempre digo. Oh, bueno, supongo que eres su confidente, ¿verdad?
Jarveena asintió vigorosamente.
—Un secreto compartido ya no es un secreto, y he aquí una prueba más del proverbio. Oh, vamos.
A la luz de los lámparas, llenas, a juzgar por el olor, de aceite de pescado poco refinado, Nizharu estaba volviendo del revés todo el contenido de su pabellón, sin siquiera un ordenanza que le ayudara. Había vaciado dos arcones de madera con cerrojos de cobre, y estaba empezando con un tercero, mientras el colchón de su camastro de madera y lona estaba tirado en medio del suelo, y una docena de sacos y bolsas habían sido vaciados y no vueltos a llenar.
Estaba furioso cuando el sargento alzó el ala de la puerta de la tienda, de modo que rugió que no quería ser molestado. Pero Jarveena captó la situación a la primera mirada y dijo con voz clara y firme:
—Me pregunto si estaréis buscando un pergamino.
Nizharu se inmovilizó, y su rostro se volvió de modo que la luz cayó sobre él. Era el hombre con la tez más clara que jamás hubiera visto: su pelo parecía lana decolorada, sus ojos chispas de sol estival. Bajo una nariz afilada como el pico de un ave, sus delgados labios enmarcaban unos bien conservados dientes estropeados por el molar superior derecho delantero, al que le faltaba un trozo. Era delgado y evidentemente muy fuerte, porque estaba volcando un arcón que debía pesar al menos cincuenta kilos y sus bíceps apenas se marcaban.
—¿Pergamino? —dijo suavemente, y volvió a dejar el arcón en el suelo—. ¿Qué pergamino?
A Jarveena le resultó difícil responder. Notó que su corazón estaba a punto de detenerse. El mundo a su alrededor osciló. Necesitó todas sus fuerzas para mantener el equilibrio. De una forma distante, oyó al sargento exclamar:
—¡A nosotros no nos mencionó ningún pergamino!
Y, sorprendentemente, descubrió que era capaz de volver a hablar por sí misma.
—Eso es cierto, comandante —dijo—. Tuve que mentir a estos hombres para impedir que me mataran antes de poder llegar a vos. Lo siento. —Guardó silencio un instante, dando las gracias a la red de informadores que mantenían a Melilot lo suficientemente bien informado como para que su mentira hubiera resultado creíble incluso a esos extranjeros—. Pero creo que esta mañana habéis perdido un pergamino...
Nizharu dudó sólo un momento. Luego ladró:
—¡Vosotros dos, fuera! ¡Dejad al muchacho aquí!
¡Muchacho! ¡Oh, milagro! Si Jarveena hubiera creído en alguna deidad, en ese momento hubiera decidido ofrendarle un sacrificio de gratitud. Porque eso implicaba que no la había reconocido.
Aguardó mientras los desconcertados sargento y soldado se retiraban, la boca seca, las palmas húmedas, un débil zumbar en sus oídos. Nizharu cerró de golpe la tapa del arcón que había estado a punto de volcar, se sentó sobre él y dijo:
—¡Ahora explícate! ¡Y espero que la explicación sea buena!
Lo fue. Fue excelente. Melilot la había meditado con gran cuidado y se la había hecho aprender de memoria aquella misma tarde, repitiéndosela al menos una docena de veces. Estaba teñida con los asomos precisos de verdad como para resultar convincente.
Aye-Gophlan, era evidente, había aceptado sobornos. (Lo mismo que todo el mundo en la guardia que podía ser útil a cualquiera más rico que él, pero así eran las cosas.) En consecuencia, se le había ocurrido a Melilot —un ciudadano de lo más leal y cumplidor de la ley, que como podían jurar todos los que le conocían había recibido con ruidoso agrado el nombramiento del Príncipe como nuevo gobernador, y esperaba con ansia las reformas en la ciudad—, se le había ocurrido que quizás aquello formase parte de un plan. Uno apenas podía concebir a un oficial imperial de alto rango tan descuidado con lo que evidentemente era un documento altamente secreto. ¿Era posible?
—Nunca —murmuró Nizharu, pero el sudor perló su labio.
A continuación vino el auténtico truco. Todo dependía de si el comandante deseaba conservar secreta la existencia misma del pergamino. Ahora que sabía que Aye-Gophlan lo tenía, dependía de él llamar a sus hombres y lanzarse al cuartel de la guardia para registrarlo de suelo a techo, porque —según lo que Jarveena dijo, al menos— Aye-Gophlan era demasiado cauteloso como para dejarlo por la noche a la custodia de un mero escribano. Pensaba regresar el siguiente día que estuviera libre de servicio, pasado mañana o el otro, según sus compañeros oficiales con los que pudiera cambiar turnos.
Pero Melilot había deducido que, si el pergamino era tan importante como para que Nizharu se lo hubiera llevado con él incluso para efectuar una mundana ronda de inspección, debía ser realmente muy secreto. Al parecer, había acertado. Nizharu escuchó muy atentamente, asintiendo muchas veces ante el plan de acción alternativo.
Previsoramente, Melilot estaba preparado para proporcionar una falsa traducción destinada a impulsar a Aye-Gophlan a hacer algo por lo cual Nizharu pudiera arrestarlo sin problemas, sin que llegara a saberse que había gozado de la posesión temporal de un pergamino que por derecho hubiera debido permanecer en manos del comandante. Nizharu sólo tenía que especificar los términos, y se actuaría en consecuencia.
Cuando ella —a la que Nizharu seguía considerando aún él, por lo que se sentía profundamente agradecida— terminó de hablar, el comandante meditó un poco. Finalmente empezó a sonreír, aunque su sonrisa nunca alcanzó sus ojos, y con términos firmes y claros expresó sus condiciones para llegar a un acuerdo según las líneas de actuación propuestas por Melilot. Remató sus palabras entregándole dos monedas de oro, de un tipo de Jarveena no reconoció, con la promesa de que le (la) despellejaría si ambas no llegaban a Melilot, y una gran moneda de plata del tipo usado en Ilsig para él/ella.
Luego dio instrucciones a un soldado que Jarveena no conocía para que la escoltara hasta la puerta y al otro lado del Paseo del Gobernador. Pero ella dio esquinazo al hombre tan pronto como estuvieron fuera de los terrenos del palacio, y corrió hacia la entrada trasera de la copistería, vía el Rincón de la Seda.
Puesto que Melilot era rico, podía permitirse cerraduras en sus puertas; le había entregado una pesada llave de bronce, que Jarveena había ocultado en su caja de escritura. Trasteó con la cerradura, pero antes de que pudiera dar la vuelta a la llave la puerta se abrió de golpe y ella trastabilló hacia delante como impulsada por la voluntad de otra persona.
Allí estaba la calle..., o mejor dicho el callejón. Allí estaba la puerta, con su sobresaliente porche. Fuera, todo estaba bien.
Pero, dentro, todo estaba absolutamente, completamente, incalificablemente, mal.
Jarveena sintió deseos de gritar, pero se halló incapaz de reunir el aliento necesario. Un enorme torpor se apoderó de sus músculos, como si estuviera hundiéndose en una enorme masa de cola. Sabía que dar un paso más la conduciría al punto del agotamiento; en consecuencia, se concentró en mirar a su alrededor, y al cabo de unos segundos deseó no haberlo hecho.
Una luz difusa y grisácea inundaba el lugar. Le mostró las altas paredes de piedra de ambos lados, un suelo enlosado con piedras bajo sus pies, pero nada encima excepto una derivante bruma que a veces adquiría un sobrenatural color pálido: rosado, azulado, o el nauseabundo tono fosforescente del pescado agonizante. Ante ella no había nada excepto una larga mesa, inmensa y ridículamente larga, como capaz de sentar a ella a toda una compañía de soldados.
Un estremecimiento intentó trepar por su espina dorsal, pero falló gracias a la extraña parálisis que se apoderó de ella. Porque lo que estaba viendo encajaba en todos sus aspectos con las descripciones susurradas que había oído del hogar de Enas Yorl. En todo el país sólo había tres Grandes Magos lo bastante poderosos como para no importarles que sus auténticos nombres fueran pronunciados en público: uno estaba en Ranke y servía a las necesidades de la corte; uno estaba en Ilsig y era considerado el más hábil; el tercero, a causa de algún escándalo, estaba aposentado en Santuario, y ése era Enas Yorl.
Pero, ¿cómo podía estar allí? Su palacio estaba en —o, más exactamente, debajo— la Calle Prytanis, allá donde la ciudad desaparecía al sudeste de la Avenida del Templo.
Excepto...
El pensamiento brotó en su memoria, y luchó contra él, y fracasó. Alguien se lo había explicado en una ocasión:
Excepto cuando está en alguna otra parte.
Bruscamente, fue como si la mesa se encogiera, y desde una inmensa distancia su otro extremo se acercó, y con él una silla de respaldo alto, parecida a un trono, en la que se sentaba un curioso personaje. Iba embozado en una enorme capa de muchas vueltas hecha de alguna tela marrón mate, y llevaba un sombrero de copa alta cuya ancha ala conseguía de algún modo sumir en las sombras su rostro incluso contra la luz gris sin origen concreto que reinaba allí.
Pero, dentro de aquellas sombras, brillaban dos rojos tizones como ascuas, aproximadamente allá donde deberían estar los ojos de un hombre.
Aquel individuo sostenía en la mano derecha un pergamino, a medias desenrollado; y con su izquierda tabaleaba sobre la mesa. Las proporciones de sus dedos eran anormales, y parecía como si le faltaran uno o dos de ellos, o tal vez tuvieran un exceso de articulaciones. Una de sus uñas brilló extravagantemente, pero al cabo de un instante el brillo cesó.
Alzó la cabeza y dijo:
—Una muchacha. Interesante. Pero una que ha... sufrido. ¿Fue un castigo?
Jarveena tuvo la impresión de que la mirada de aquellos dos resplandecientes orbes pudieran penetrar tanto su carne como sus ropas. No pudo decir nada, pero tampoco tenía nada que decir.
—No —pronunció el mago..., porque seguramente no
podía ser nadie más. Dejó caer el pergamino sobre la mesa, y éste formó inmediatamente un apretado rollo, mientras el hombre se levantaba y se acercaba a ella. Un gesto, como si dibujara su silueta en el aire, la liberó de la laxitud que había invadido sus miembros. Pero tenía demasiado buen sentido como para echar a correr.
¿Adonde?
—¿Me conoces?
—Yo... —Se humedeció los resecos labios—. Creo que podéis ser Enas Yorl.
—Al fin la fama —dijo irónicamente el mago—. ¿Sabes por qué estás aquí?
—Bueno..., supongo que preparasteis una trampa para mí. No sé por qué, a menos que tenga algo que ver con ese pergamino.
—¡Hummm! ¡Una chiquilla perceptiva! —Si el mago hubiera poseído cejas, en aquel momento seguramente las hubiera alzado. Y luego, inmediatamente—: Discúlpame. No hubiera debido decir «chiquilla». Eres tan vieja como el mundo en tus artes, si no en tus años. Pero, pasado el primer siglo, esas observaciones condescendientes acuden con mucha facilidad a la lengua... —Volvió a ocupar su asiento, e incitó a Jarveena con un gesto a que se acercara. Ella se mostró reluctante.
Porque, cuando el hombre se levantó para inspeccionarla, era bajo y grueso. Envuelto en su capa, parecía obviamente gordo y panzudo. Pero, cuando volvió a sentarse, quedó definido con la misma claridad que era delgado, de huesos ligeros, y que tenía un hombro más alto que el otro.
—Supongo que te habrás dado cuenta —dijo. Su voz también se había alterado; antes había sido de barítono, mientras que ahora era más de contralto—. Tú y yo somos víctimas de las circunstancias. No fui yo quien preparé una trampa para ti. El pergamino lo hizo.
¿Para mí? Pero, ¿por qué?
—Hablo con imprecisión. La trampa no fue preparada para ti como tal. Fue preparada para alguien para quien significaba la muerte de otro. Juzgo que tú te calificaste como tal, lo sepas o no. ¿Lo sabes? Adivina. Confía en tu imaginación. ¿Has reconocido, por ejemplo, a alguien que haya venido recientemente a la ciudad?
Jarveena se dio cuenta de que la sangre huía de sus mejillas. Sus manos se convirtieron en puños.
—Señor, vos sois un gran mago. Reconocí a alguien esta noche. Alguien a quien nunca soñé encontrar de nuevo. Alguien cuya muerte provocaría de buen grado, excepto que la muerte es algo demasiado bueno para él.
—¡Explícate! —Enas Yorl apoyó un codo sobre la mesa y descansó su barbilla en un puño..., excepto que ni el codo, ni la barbilla, ni siquiera el puño, se correspondían adecuadamente con estos nombres.
Ella dudó un segundo. Luego echó a un lado su capa, soltó el lazo en su garganta que sujetaba las cintas cruzadas de su chaquetilla, y abrió ésta de modo que dejara al descubierto las cicatrices, moreno sobre moreno, que nunca desaparecerían, y el gran y horrible queloide como una excrecencia allá donde hubiera debido estar su pecho derecho.
—¿Por qué intentar ocultarle algo a un mago? —dijo amargamente—. Él mandaba los hombres que me hicieron esto, y muchas cosas peores a muchos otros. ¡Pensé que eran bandidos! Vine a Santuario con la esperanza de poder descubrir aquí algún rastro de ellos..., ¿cómo podían los bandidos conseguir el acceso a Ranke o las ciudades conquistadas? ¡Pero nunca soñé que se presentaran bajo el disfraz de guardias imperiales!
—¿Ellos...? —sondeó Enas Yorl.
—Oh... No. Lo confieso: sólo puedo identificar con seguridad a uno.
—¿Cuántos años tenías entonces?
—Nueve. Y seis hombres adultos gozaron de mí antes de pegarme con látigos de alambre y dejarme por muerta.
—Entiendo. —Recuperó el pergamino y golpeó con aire ausente su extremo contra la mesa—. ¿Puedes adivinar ahora lo que hay en este mensaje? Ten en cuenta que me forzó también a mí.
—¿Forzó? Pero yo pensé...
—¿Que estoy aquí por elección propia? ¡Oh, al contrario! —Una amarga risa brotó ácida de su boca—. Te dije que ambos somos víctimas. Hace mucho tiempo, cuando yo era joven, fui extremadamente estúpido. Intenté seducir a la novia de alguien más poderoso que yo. Cuando él lo descubrió, pude defenderme, pero... ¿Sabes lo que es un conjuro?
Ella negó con la cabeza.
—Es... actividad. Tanta actividad como una roca es pasividad, consciencia de ser una roca pero nada más. Un gusano es un poco más consciente; un perro o un caballo, mucho más; un ser humano, enormemente más..., pero no infinitamente más. En los incendios, en las tormentas, en las estrellas, podemos encontrar procesos que, sin ninguna consciencia de ello, actúan sobre el mundo exterior. Un conjuro es uno de esos procesos, creado por un acto de voluntad, y que no tiene meta ni propósito excepto el que le confiere su creador. Y a mí mi rival me legó... Pero no importa. Empiezo a sonar como si me apiadara de mí mismo, y sé que mi destino es justo. ¿Debemos despreciar la justicia? Este pergamino puede ser un instrumento de ella. Escrito en él hay dos sentencias.
»De muerte.
Mientras hablaba, se habían producido más cambios bajo el manto que lo ocultaba. Su voz era ahora melosa e intensa, y sus manos, aunque muy finas, poseían el número habitual de articulaciones. Sin embargo, la rojez de sus ojos seguía brillando.
—Si una sentencia se refiere al comandante Nizharu —dijo firmemente Jarveena—, puede que sea ejecutada pronto.
—Eso podría arreglarse. —Una sardónica inflexión tino las palabras—. A un cierto precio.
—¿El pergamino no se refiere a él? Imaginé...
—¿Imaginaste que dictaba su condenación, y que por eso estaba tan ansioso ante su pérdida? En cierto modo, así es. En cierto modo..., y puedo hacer que éste sea el resultado. A un cierto precio.
—¿Qué... precio? —La voz de la muchacha tembló contra su voluntad.
El hombre se alzó lentamente de su silla, desenrollando completamente su capa; barrió el suelo con un débil sonido susurrante.
—¿Necesitas preguntárselo a alguien que está tan claramente obsesionado por el ansia de mujer? Ésta fue la razón de mi caída, precisamente.
El corazón de Jarveena pareció envolverse en hielo. Su boca quedó seca en un instante.
—Oh, ¿por qué eres tan tímida? —ronroneó Enas Yorl, sujetando su mano entre las de él—. Estoy seguro de que has tenido que soportar otros compañeros de cama mucho peores.
Era cierto que el único medio que había hallado Jarveena de cruzar las abrumadoras leguas que separaban Bosque Olvidado de Santuario había sido ceder su cuerpo: a mercaderes, mercenarios, criados, guardias...
—Primero dime —murmuró, con un destello final de voluntad— qué muertes se hallan citadas en el documento.
—Es justo —dijo el mago—. Entérate, pues, de que uno no tiene nombre, y que será falsamente acusado del asesinato del otro. Y que el otro es el nuevo Gobernador, el Príncipe.
Tras aquellas palabras la luz se desvaneció, y el mago la abrazó irresistiblemente.
Despertó tarde, al menos media hora después de amanecer. Se hallaba en su propia cama; por otra parte, el dormitorio estaba vacío. Todos sus miembros estaban sumidos en una deliciosa languidez. Enas Yorl había cumplido con su promesa. ¡Si había tenido los mismos
talentos cuando joven, no era de extrañar que la esposa de su rival lo hubiera preferido a él que a su esposo!
Abrió reluctante los ojos, y vio algo en la áspera almohada. Desconcertada, miró de nuevo; tendió la mano, lo tocó: algo verde, iridiscente, pulverulento...
¡Escamas!
Saltó de la cama con un grito, justo en el momento en que entraba Melilot, el rostro enrojecido por la furia.
—¡Así que estás aquí, pequeña puta! ¿Dónde estuviste toda la noche? ¡Esperé hasta que no pude seguir manteniéndome despierto! ¡Ya estaba convencido de que habías sido apresada por la guardia y metida en un calabozo! ¿Qué dijo Nizharu?
Desnuda, desconcertada, Jarveena se sintió perdida por un largo instante. Luego sus ojos se posaron sobre algo infinitamente tranquilizador. De la percha de madera junto a su cama colgaban su capa, su chaquetilla y sus pantalones, y también su preciosa caja de escritura, como si ella misma lo hubiera colocado todo allí al retirarse a la cama.
Cogió la caja, abrió el compartimiento donde guardaba ese tipo de cosas, y extrajo triunfante el oro que había aceptado del comandante..., pero no la plata que éste le había dado para ella.
—Pagó esto por una falsa traducción del pergamino —dijo—. Pero no la haréis.
—¿Qué? —Melilot había arrancado las monedas de su mano e iba a morderlas para comprobar su autenticidad, pero no llegó a hacerlo.
—¿Qué os parecería ser, por nombramiento, el escribano de la Casa del Gobernador?
—¿Estás loca? —Los ojos del gordo hombre parecieron querer salirse de sus órbitas.
—En absoluto. —Sin preocuparse por la presencia del hombre, Jarveena buscó su orinal bajo la cama e hizo apropiado uso de él. Mientras tanto, explicó el plan que había elaborado.
—Pero esto significa que has leído el pergamino —dijo lentamente Melilot, mientras intentaba digerir las proposiciones de la muchacha—. ¡Está encantado! ¿Cómo puedes haberlo hecho?
—No lo hice yo, sino Enas Yorl.
La boca de Melilot se agitó incontroladamente, y todo color desapareció de su rostro.
—¡Pero su palacio está custodiado por basiliscos! —exclamó al fin—. ¡Tendrías que haberte convertido en piedra!
—La cosa no fue exactamente así —dijo Jarveena mientras se ponía los pantalones, dando silenciosamente las gracias de poder hacerlo tan enérgicamente. Aquella terrible parálisis atormentaría sus sueños durante años—. Para cerrar la discusión, sin embargo, ¿por qué no traéis el pergamino? Quiero decir, ¿por qué no vamos y le echamos otra mirada?
Un par de minutos más tarde estaban en el sanctasanctórum de Melilot.
—Es perfectamente claro —dijo lentamente Melilot, tras examinar dos veces el documento de arriba abajo—. Es muy ampuloso, rankene formal, y no conozco a nadie ni aquí ni en las ciudades conquistadas capaz de utilizarlo para escribir una carta. Pero dice exactamente lo que has dicho que diría.
Un estremecimiento de maravilla hizo que sus rollos de grasa se agitaran.
—¿Estáis convencido de que se trata del mismo pergamino? ¿De que no se ha producido una sustitución? —insistió Jarveena.
—¡Sí! ¡Ha permanecido toda la noche en un arcón cerrado con llave! ¡Sólo la magia puede explicar lo que le ha ocurrido!
—Entonces —dijo ella con satisfacción—, pongámonos manos a la obra.
Cada mediodía, en los terrenos del palacio del Gobernador, delante de los tribunales, la guardia era inspeccionada y cambiada. Esta ceremonia estaba abierta al público..., a todo el mundo en principio, pero en la práctica sólo a aquellos que podían permitirse sobornar a los guardias de la puerta. En consecuencia, la mayoría de los espectadores eran de las clases altas, satélites de la nobleza o relacionados con los tribunales. No pocos se parecían, en ropas, figura o actitud, a Melilot, que era en cualquier caso un visitante frecuente cuando se le solicitaban transcripciones de pruebas.
En consecuencia, su presencia y la de Jarveena no llamaron en absoluto la atención. Además, había corrido la voz de que hoy era el último día en que los guardias imperiales realizarían el cambio de guardia ceremonial antes de que quince de ellos recibieran la orden de volver a Ranke. Había una multitud mucho mayor que lo habitual aguardando la aparición del Gobernador, una de cuyas tareas habituales era supervisar la ceremonia cuando se hallaba presente.
Era un día cálido, seco y polvoriento. El sol arrojaba intensas sombras oscuras. Tiendas, pabellones, muros de piedra, parecían más sustanciales que otras veces. Lo mismo le ocurría a la gente, en especial aquella que llevaba armadura. Bajo el cerrado visor, cualquier soldado podía ser confundido por cualquier otro de la misma estatura.
Estrictamente, el próximo turno de guardia del destacamento del punto de vigilancia en la Vía Procesional no correspondía a los Perros del Infierno. Pero unos cuantos sobornos y una seca orden de Aye-Gophlan, y el problema había quedado resuelto.
Jarveena compuso sus rasgos e hizo todo lo que pudo por parecer como si fuera simplemente otro transeúnte ocasional impresionado por el enérgico paso de las tropas de la capital, antes que por una persona en particular que llenaba todas sus más anheladas ambiciones de venganza.
Pero su boca no dejó de exhibir una sonrisa como la de un lobo.
La guardia de relevo avanzó desde el Paseo del Gobernador, intercambiando saludos y contraseñas con las tropas imperiales, y formó en el centro del patio. Asistido por dos ordenanzas armados, el comandante Nizharu reconoció formalmente a su sucesor y se situó firmes a su lado para la inspección del Gobernador. Tan pronto como ésta hubo terminado, las tropas que habían acabado su turno de guardia se retirarían colorísticamente en pelotones.
Menos de diez minutos más tarde, entre una oleada de aplausos y los precisos movimientos de los Perros del Infierno, el Príncipe abandonó el terreno de desfiles junto a Nizharu. Este último era destinado de nuevo a la capital, pero cinco de sus camaradas se quedarían allí para establecer una guardia personal de soldados locales para el Gobernador, entrenada bajo estándares imperiales.
Eso decían los rumores. Pero era bien sabido que los rumores solían mentir.
Con cuidado e ingeniosidad, Melilot sonrió y se abrió camino hasta la parte delantera de la multitud y, cuando los dos hombres se acercaron y todo el mundo inclinaba la cabeza, dijo con voz fuerte y clara:
—¡Oh, comandante! ¡Qué buena fortuna! ¡Ahora tengo la oportunidad de devolveros el pergamino que se os cayó ayer por la mañana!
Nizharu había alzado su visor a causa del calor. Pudo verse claramente que su rostro se volvía de un color pálido ceniciento.
—Yo..., ¡no sé nada de ningún pergamino! —ladró tan pronto como pudo recuperar su voz.
—¿No? Oh, en ese caso, si no es vuestro, estoy seguro de que el Príncipe me lo aceptará a fin de averiguar quién es su auténtico propietario.
Gordo como era, Melilot podía actuar rápidamente cuando era necesario. Extrajo el pergamino de debajo de su capa y lo tendió a las ansiosas manos de Jarveena. Un instante después, ella estaba con una rodilla al suelo delante del Príncipe, con la vista alzada hacia su apuesto, juvenil y algo vacuo rostro.
—¡Leed, Vuestra Alteza! —insistió con voz fuerte, y casi le obligó a tomarlo.
Al instante mismo en que el Príncipe leyó su contenido, se inmovilizó. Nizharu hizo lo opuesto. Giró sobre sus talones, gritó a sus hombres y echó a correr.
El cuchillo que Jarveena llevaba en su caja de escritura servía para otros propósitos además de afilar las plumas de caña. Lo extrajo con un muy practicado movimiento, apuntó, lanzó.
Y, aullando, Nizharu se derrumbó de bruces al suelo, con el cuchillo profundamente clavado en la parte de atrás de su rodilla derecha, allá donde sólo había cuero, no metal, para protegerle.
La multitud gritó alarmada y pareció a punto de ser presa del pánico, pero la guardia recién llegada había sido advertida. Echándose hacia atrás el visor, el capitán Aye-Gophlan ordenó a sus hombres que rodearan y arrestaran a Nizharu, y con una intensa y contenida rabia el Príncipe les gritó a los espectadores por qué.
—¡Este mensaje es de un traidor en la corte imperial! ¡Da instrucciones a Nizharu de que asigne a uno de sus guardias la misión de asesinarme tan pronto como encuentre a alguien a quien pueda acusarse falsamente del hecho! Y dice que el que ha escrito el mensaje lo encantará para impedir que ninguna persona que no sea la correcta pueda leerlo..., ¡pero yo no he tenido ninguna dificultad en hacerlo! ¡Este tipo cortesano de escritura me fue enseñado cuando era niño!
—Nosotros..., esto..., arreglamos las cosas de modo que fuera eliminada la magia —apuntó Melilot. Y añadió rápidamente—: Vuestra Alteza.
—¿Cómo llegó hasta vosotros?
—Se le cayó a Nizharu cuando inspeccionaba nuestros pabellones. —Fue Aye-Gophlan quien habló ahora, avanzando firmemente—. Creí que se trataba de algo importante, de modo que consulté con el Maestro Melilot, del que sé desde hace mucho tiempo que es leal y discreto.
—Y en cuanto a mí... —Melilot se encogió modestamente de hombros—, tengo algunos contactos, podríamos decir. No me costó nada eliminar el conjuro.
Cierto, pensó Jarveena, y se maravilló de lo hábilmente que mentía.
—Seréis bien recompensados —declaró el Príncipe—. ¡Y, después del juicio correspondiente, él también! Atentar contra la vida de alguien de sangre imperial..., ¡es un crimen más horrible que cualquier otro que alguien pueda nombrar! Fue un milagro que se le cayera el pergamino. ¡Seguramente los dioses están de mi lado! —Alzó de nuevo la voz—: ¡Esta noche efectuaremos todos un sacrificio y daremos gracias por ello! ¡Bajo la divina protección he sobrevivido a un esbirro asesino!
Si todos los dioses, pensó Jarveena, no son mejores que Melilot, me alegra ser una incrédula. Pero no debo perderme el castigo de Nizharu.
—En vista de lo que debes estar sintiendo, Jarveena —dijo una voz suave a su lado—, te felicito por la forma como ocultas tus emociones.
—No resulta difícil —respondió amargamente ella. La multitud se estaba dispersando a su alrededor, alejándose de la zona de ejecuciones donde, según un estricto ritual, el traidor Nizharu había pagado sus muchos crímenes siendo apaleado, luego colgado, y finalmente quemado.
Y entonces se sobresaltó. La persona que se había dirigido a ella no era nadie a quien conociera: alto, encorvado, viejo, con mechones de pelo gris, llevando un cesto de la compra...
Allá donde deberían estar los ojos, un destello de rojo.
—¿Enas Yorl? —susurró.
—El mismo —con una seca risita—. Hasta el punto donde puedo afirmarlo... ¿Estás satisfecha?
—Yo..., supongo que no. —Jarveena se volvió y echó a andar en pos de la multitud—. ¡Creí que lo estaría! Supliqué el privilegio de escribir la autorización para su ejecución con mi propia mano, y pensé que podría incluir una mención de mis padres, mis amigos, los habitantes del pueblo que él masacró o esclavizó, pero mi rankene formal no es lo bastante bueno para eso, ¡así que tuve que conformarme con copiar el borrador que había preparado Melilot! —Sacudió la cabeza—. Y esperaba también presentarme como testigo en el tribunal, jurar lo que había hecho, observar los rostros de la gente cambiar a medida que se dieran cuenta del asqueroso villano que había venido hasta aquí disfrazado como un oficial imperial... Pero dijeron que no había necesidad de ninguna otra prueba después de la de Aye-Gophlan y Melilot y el Príncipe.
—Hablar detrás de los príncipes es una costumbre peligrosa —opinó el mago—. Pero, de todos modos, parece que has comprendido finalmente que la venganza no es nunca lo que esperabas. Toma mi propio caso. El que me hizo lo que tú ya sabes estaba tan decidido a descargar su venganza que creó un conjuro más de los que podía manejar. A cada uno se vio obligado a ceder una determinada porción de su voluntad; puesto que, como te dije, los conjuros no tienen voluntad ni meta propia. En consecuencia, se privó a sí mismo de sus sentidos ordinarios, y hasta su muerte permaneció sentado balbuceando y gimiendo como un niño.
—¿Por qué me contáis eso? —exclamó Jarveena—. Quiero extraer el máximo de mi momento de satisfacción, aunque no pueda ser tan intenso y memorable como había soñado.
—Porque —dijo el mago, sujetando su brazo con dedos cuyo contacto evocó estremecimientos extraordinarios en todo su cuerpo— pagaste un precio justo y honrado por el servicio que te di. No debo olvidarte. Puede que tengas cicatrices y deformidades por fuera; por dentro, eres hermosa.
—¿Yo? —dijo Jarveena con genuina sorpresa—. ¡Lo mismo puedes llamar hermoso a un sapo, o a una pared de barro!
—Como quieras —respondió Enas Yorl con un encogimiento de hombros. El movimiento reveló que ya no era exactamente lo que había sido antes—. En cualquier caso, hay una segunda razón.
—¿Cuál?
—Leíste el contenido del pergamino, y anteriormente yo te lo describí. Sin embargo, estás actuando como si olvidaras algo.
Por un breve instante ella no comprendió. Luego, su mano voló hacia su abierta boca.
—Dos muertes —susurró.
—Sí, por supuesto. Y no necesito decirte a quién un traidor en la corte imperial aplicaría un conjuro lo suficientemente poderoso como para arrastrarme al asunto lo quisiera o no. Yo pude hacer legible el documento. No pude evitar las consecuencias de deshacer el trabajo de un colega.
—¿Cuál muerte? ¿La mía?
—Sería una buena política minimizar el peligro, como por ejemplo empleándote con un navegante. Muchos capitanes mercantes se sentirían felices de tener un ayudante hábil, y después de tu aprendizaje con Melilot estás bien equipada para un puesto así. Además, tu actual amo se siente inclinado hacia los celos. Tú tienes la mitad de su edad, pero ya te está empezando a considerar como un rival.
—Lo disimula bien —murmuró Jarveena—, pero de tanto en tanto actúa de una forma que me hace creeros.
—Tal vez te considerara de una forma mucho mejor si te convirtieras en una especie de agente viajero para él. Estoy seguro de que podrías proporcionarle, a un precio razonable, por supuesto, toda una serie de información comercialmente valiosa. Es dudoso que pusiera objeciones a añadir otras cuerdas a su arco: comerciar con especias, por ejemplo.
Por un momento Jarveena pareció animarse con aquellas palabras. Pero no tardó en sumirse en la melancolía. —¿Por qué debería desear hacerme rica, y mucho menos hacerle rico a él? Desde que puedo recordar, siempre he tenido un propósito en la vida. Ahora este propósito ha desaparecido..., ¡empujado hacia el cielo junto con el hedor de Nizharu!
—Se necesita una persona muy rica para encargar un conjuro.
—¿Y qué podría desear yo de la magia? —dijo ella despectivamente.
Un segundo más tarde, pareció como si el fuego envolviera todo su cuerpo, silueteando cada marca que la desfiguraba, cada cicatriz del látigo de alambre, cada quemadura, cada corte y arañazo. Lo había olvidado hasta ahora, pero en algún momento durante aquella extraordinaria noche en que había yacido junto a él, Enas Yorl se había tomado la molestia de seguir toda la violenta historia de su vida a partir del mapa de su piel.
Ahora recordó también haber pensado que podía ser por alguna razón particular y mágica. ¿Era posible que hubiera estado equivocada? ¿Se trataba realmente de algo más simple que eso..., era posible que él simplemente simpatizara con alguien cuya vida le había dejado cicatrices muy distintas a las suyas pero igual de dolorosas?
—Tal vez desees —estaba diciendo calmadamente el mago— limpiar tu cuerpo de su pasado, como creo que has empezado a limpiar ahora tu mente.
—¿Incluso...? —No pudo completar la pregunta excepto alzando su mano hasta el lado derecho de su pecho.
—A su debido tiempo. Eres joven. No hay nada imposible. Pero una cosa sí es muy posible. Ya hemos hablado de ella. ¡Ahora, actúa!
Estaban casi en la puerta, y la multitud se apretaba y agitaba; la gente sujetaba fuertemente sus cinturones y
bolsas, porque aquéllas eran unas condiciones ideales para el robo.
—Apuesto a que no hubierais hablado de esto conmigo a menos que tuvierais en mente un nuevo amo para mí —dijo finalmente Jarveena.
—Eres muy perceptiva.
—Y si esto no representara alguna ventaja a largo plazo para vos.
Enas Yorl suspiró.
—Hay una finalidad a largo plazo para todo. Si no la hubiera, los conjuros serían imposibles.
—Así, ¿había una finalidad tras el hecho de que Nizharu dejara caer su pergamino?
—¿Dejara caer...?
—¡Oh! ¿Por qué no pensé en ello?
—A su debido tiempo, estoy seguro de que lo hubieras hecho. Pero hacía tan poco que habías llegado a Santuario que no podía esperarse que supieras que en su juventud Aye-Gophlan se contaba entre los más hábiles rateros y cortabolsas de la ciudad. ¿De qué otro modo crees que consiguió comprarse un puesto entre los guardias? ¿Acaso habla como si procediera de un ambiente rico?
Estaban en la puerta, y la cruzaron apretujadamente. Aferrando fuertemente su caja de escritura con una mano y manteniendo la otra doblada sobre la aguja de plata que sujetaba su capa envuelta en un rollo en torno a su cintura, Jarveena pensó larga y detenidamente.
Y llegó a una decisión.
Aunque el propósito principal de su vida hasta ahora había desaparecido, no había razón alguna por la que no debiera encontrar otra ambición quizás incluso mejor. Si eso era así, entonces había buenas razones por las que intentar prolongar su vida abandonando Santuario.
Sin embargo...
Miró alarmada a su alrededor, en busca del mago, pensando que la multitud los había separado, y fue capaz de sujetarlo con alivio del brazo.
—¿Significará la distancia alguna diferencia? Quiero decir, si la condenación está sobre mí, ¿puedo huir de ella?
—Oh, no está sobre ti. Se trata simplemente de que había dos muertes en el conjuro, y sólo se ha producido una. Cualquier día de cualquier año, miles de personas mueren en cualquier ciudad de este tamaño. Es probable que el conjuro se resuelva localmente; cuando hay una tormenta, el rayo golpea debajo, no a un centenar de leguas de distancia. No es inconcebible que la otra muerte sea la de alguien que era tan culpable como Nizharu del saqueo de Bosque Olvidado. Iban soldados con él, ¿no?
—Sí, todos eran soldados, a los que confundí por bandidos... ¡Oh, qué dura se ha vuelto esta región! ¡Estáis en lo cierto! ¡Voy a marcharme de aquí, tan lejos como pueda, signifique o no esto que puedo eludir mi muerte!
Sujetó la mano del mago, se la apretó fuertemente, y se inclinó hacia él.
—¡Decidme el nombre del barco que debo buscar!
El día que el barco levó anclas era poco seguro para que Enas Yorl se aventurara por la calle; ocasionalmente, los cambios que se producían cíclicamente en él adoptaban formas que nadie, ni siquiera la voluntad más compasiva del mundo, podría tomar por humanas. En consecuencia, se vio obligado a observar de lejos la partida, a través de un cristal largavista, pero estaba decidido a asegurarse de que nada iba mal en sus planes.
Todo fue bien. Siguió el avance del barco, con Jarveena a la proa, hasta que la bruma marina la ocultó, y luego se reclinó en lo que, por un tiempo, no podía ser exactamente una silla como la mayor parte de la gente consideraba las sillas.
—Y contigo ya no a mi alrededor para atraerme —murmuró al aire—, quizá la suerte haga que esa segunda sentencia de muerte pase sobre alguien que está cansado más allá de toda medida de esa loca existencia, fruto de un centenar de ciegos conjuros; este miserable, este lamentable Enas Yorl.
Sin embargo, brillaba aún una cierta esperanza, como los rojos pozos que tenía que soportar como ojos, en el conocimiento de que al menos una persona en el mundo pensaba más amablemente de él que incluso él mismo. Al final, con una risa que era casi un bufido, guardó el cristal largavista y se preparó resignadamente a esperar la implacable transformación, un poco reconfortado por el hecho de saber que hasta ahora nunca había adoptado dos veces la misma forma.
Lynn Abbey
Las cartas estaban boca abajo formando un amplio creciente sobre la mesa cubierta de terciopelo negro que Illyra usaba para sus adivinaciones. Cerró los ojos y tocó una al azar con su dedo índice; luego la volvió. El Rostro del Caos, el retrato de un hombre y una mujer vistos en un espejo roto. Había efectuado la lectura para sí misma; un intento de penetrar en la atmósfera de premonición que flotaba sobre la destartalada estructura de tela y madera que ella y Dubro, el herrero del bazar, llamaban hogar. En vez de ello, no le había traído más ansiedad.
Se dirigió a otra mesilla para aplicar una gruesa capa de kohl a sus párpados. Nadie visitaría a una s'danzo joven y hermosa para que le dijera la buenaventura, y ningún desconocido podía entrar en su casa por ninguna otra razón. El kohl, ese denso polvo negro de maquillaje, y el informe vestido s'danzo, ocultaban su edad a la débil luz de la estancia, pero si algún soldado o comerciante engañados por el amor se acercaban demasiado, siempre estaba Dubro bajo el pabellón, a unos pocos pasos de distancia. La sola visión del fornido y sudoroso gigante, con su pesado mazo en la mano, bastaba para acabar con cualquier crisis.
—¡Dulces! ¡Confituras! Siempre lo mejor del bazar. ¡Siempre lo mejor de Santuario!
La voz de Haakon, el vendedor, cruzó la tela que cubría la entrada. Illyra terminó rápidamente su toilette. Oscuras masas de rizado pelo fueron aseguradas con un alfiler bajo un pañuelo de seda púrpura que contrastaba llamativamente con la falda, el chai y la blusa que llevaba. Rebuscó su bolso en las profundidades de aquella falda, y extrajo una moneda de cobre.
Siempre era muy a primera hora cuando se aventuraba fuera de su hogar. Todo el mundo en el bazar sabía que apenas era algo más que una chiquilla, y al menos durante otra hora no habría aún nadie de la ciudad vagabundeando por allí.
—¡Haakon! ¡Aquí! —llamó desde debajo del pabellón donde Dubro guardaba sus herramientas—. Dos..., no, tres, por favor.
El hombre alzó tres de los pegajosos dulces y los depositó sobre la concha que ella le tendió, aceptando su moneda de cobre con una sonrisa. Dentro de una hora, Haakon pediría cinco de aquellas monedas por una compra similar, pero la gente del bazar gozaba de otro trato.
Illyra comió uno, pero ofreció los otros dos a Dubro. Le hubiera dado también un beso, pero el herrero retrocedía ante cualquier muestra de afecto en público, prefiriendo la intimidad para todas las cosas que ocurren entre hombre y mujer. Sonrió y los aceptó sin una palabra. El fornido hombre apenas hablaba; las palabras brotaban lentamente de su boca. Reparaba todos los artículos de metal de la gente del bazar, mejorando muchos de ellos en el proceso. Había protegido a Illyra desde que era una niña huérfana que vagaba por entre las casetas y tenderetes, rechazada por su propia gente por el irredimible delito de ser una semidescastada. Ahora, Illyra hablaba por él con sus ojos brillantes y su rápida lengua cada vez que era necesario decir algo, y él a su vez seguía cuidando de ella.
Desaparecidos los dulces, Dubro regresó al fuego y alzó el aro de un barril que había dejado en él para que se calentara. Illyra contempló con nunca saciado interés mientras lo colocaba sobre el yunque para empezar a golpearlo hasta convertirlo en un círculo perfecto para Jofan, el vendedor de vinos. El mazo cayó, pero en vez del claro y tintineante sonido de metal contra metal se oyó un hueco clang. El cuerno del yunque se desprendió y cayó al suelo.
Incluso Haakon se quedó mirando en silenciosa y desorbitada sorpresa. El yunque de Dubro formaba parte del bazar desde..., desde el abuelo de Dubro, seguro, y quizá más tiempo aún..., nadie podía recordarlo. El rostro del herrero se oscureció hasta adquirir el color del hierro enfriándose. Illyra apoyó sus manos sobre las de él.
—Lo arreglaremos. Lo llevaremos esta tarde a la Armería. Le pediré prestado la carreta y el asno a Flordeluna...
—¡No! —estalló Dubro con un torturado sonido; se soltó de las manos de ella y contempló la rota pieza con la que se ganaba la vida.
—No se puede arreglar un yunque que se ha roto de esta forma —explicó en voz baja Haakon a Illyra—. Sólo retendrá la fuerza de la soldadura.
—Entonces conseguiremos uno nuevo —respondió ella, consciente tanto del sombrío rostro de Dubro como de su propia certeza de que nadie en todo el bazar tenía un yunque que vender.
—No ha habido un nuevo yunque en Santuario desde antes de que Ranke interrumpiera el comercio marítimo con Islig. Necesitarás cuatro camellos y un año para conseguir traer al bazar un yunque como éste a través de las montañas..., si dispones del oro necesario para comprarlo.
Una sola lágrima recorrió el kohl. Ella y Dubro eran tan ricos como todos los demás del bazar. Tenían suficientes monedas de cobre como para comprar los dulces de Haakon y pescado fresco tres veces a la semana, pero un lamentablemente pequeño montón de monedas de oro con las que convencer a los mercaderes de las caravanas de traer un yunque desde la distante Ranke.
—¡Pero necesitamos un yunque! —exclamó a los dioses sordos, puesto que Dubro y Haakon eran ya muy conscientes del problema.
Dubro arrojó tierra sobre su fuego y se alejó de la pequeña forja a grandes zancadas.
—Vigílalo por mí, Haakon. Nunca lo he visto de este modo.
—Lo vigilaré..., pero será tu problema esta noche, cuando regrese a casa.
La gente de la ciudad empezaba a llegar ya a los pasillos del bazar; era el momento de ocultarse en su estancia. Nunca antes, en sus cinco años de trabajo en el negocio s'danzo dentro del bazar, se había enfrentado a ningún día en el que Dubro no reflejara sobre ella su tranquila presencia ante el flujo de clientes. Él controlaba sus idas y venidas. Sin él, no sabía quién estaba esperando, o cómo desanimar a los clientes que tenían preguntas pero no dinero. Se sentó en la penumbra fuertemente perfumada por el incienso, y aguardó y meditó.
Flordeluna. Acudiría a Flordeluna, no por el destartalado carro de la vieja, sino en busca de consejo. La vieja nunca la había evitado de la forma que lo hacían las demás s'danzo. Pero Flordeluna no sabría nada de arreglar yunques, y, ¿qué podía añadir al mensaje tan claramente transmitido por el Rostro del Caos? Además, los más ricos clientes de Flordeluna llegaban a primera hora del día para captar sus mejores «vibraciones». La vieja no apreciaría que una simple amistad sin dinero le robara el valioso tiempo de sus clientes.
Tampoco había clientes para ella todavía. Quizás el tiempo había empeorado. Quizás, al ver la forja vacía, habían supuesto que la estancia interior estaba vacía también. Illyra no se atrevió a salir fuera para descubrirlo.
Paseó de uno a otro lado, y tomó el mazo de cartas adivinadoras, y consiguió un poco de autocontrol al contacto de sus gastadas superficies. Cogió la carta del fondo, le dio la vuelta y la colocó boca arriba sobre el terciopelo negro.
—El Cinco de Naves —susurró.
La carta era una estilizada escena de cinco pequeños botes de pesca, cada uno con su red echada al agua. La tradición decía que la respuesta a su pregunta estaba en la carta. Su don le permitiría descubrirla..., si podía elegir entre las muchas preguntas que flotaban en sus pensamientos.
—¿Illyra la adivinadora?
La ensoñación de Illyra fue interrumpida por su primer cliente antes de conseguir un enfoque satisfactorio en la carta. Aquella primera mujer tenía problemas con sus muchos amantes, pero su lectura se vio estropeada por otro cliente que cruzó la puerta en el peor momento. La lectura de este segundo cliente se vio interrumpida por el ahumador de pescado, que buscaba a Dubro. El día estaba siendo todo lo que el Rostro del Caos había prometido.
Sus pocas lecturas que no fueron interrumpidas reflejaron más su propia desesperación que la de sus clientes. Dubro no había vuelto, y ella se sobresaltaba ante cada sonido fuera del pabellón. Sus clientes captaron su confusión y se mostraron insatisfechos con sus resultados. Algunos se negaron a pagar. Una s'danzo más vieja y experimentada hubiera sabido cómo manejar aquellas cosas, pero Illyra se limitó a encogerse sobre sí misma, frustrada. Ató una gastada cuerda cruzando la entrada de su gabinete de adivinación para desanimar a cualquiera que acudiese en busca de su consejo.
—¿Madame Illyra? —llamó desde fuera una voz femenina no familiar, a la que no parecía importarle la cuerda. —No recibo a nadie esta tarde. Volved mañana. —No puedo esperar hasta mañana. Todas decían esto, pensó Illyra. Todo el mundo sabe que ellos son la persona más importante a la que recibo, y que sus preguntas son las más complejas. Pero en el fondo todas son iguales. Que volviera.
Pudo oír a la desconocida vacilar al otro lado de la cuerda. Illyra oyó el sonido del roce de telas —posiblemente sedas— cuando la mujer se dio finalmente la vuelta. El sonido despertó la alerta de la s'danzo en ella. Las sedas significaban dinero. El ramalazo de una visión iluminó la mente de Illyra..., aquélla era una dienta que no debía permitir que fuera a otro lado.
—Si no podéis esperar, os veré ahora —exclamó.
—¿De veras?
Illyra desató la cuerda y alzó la tela que cubría la entrada para dejar pasar a la mujer. Iba envuelta en un chai sencillo e informe; su rostro estaba velado y oscurecido por una esquina del chai envuelta en torno a su cabeza. La desconocida no era ciertamente alguien que acudiera a menudo a las s'danzo del bazar. Illyra volvió a colocar la cuerda después de hacer sentar a su dienta a un lado de la mesa recubierta de terciopelo.
Una mujer de medios que desea mostrarse misteriosa. Aquel chai podía ser sencillo, pero era demasiado bueno para alguien tan pobre como ella fingía ser. Había seda bajo él, y olor a rosas, pese a que había intentado eliminar todos los perfumes. Sin duda llevaba encima oro, no plata ni cobre.
—¿No estaréis más cómoda si os quitáis el chai? Hace más bien calor aquí dentro —dijo Illyra, tras estudiar a la mujer.
—Prefiero no hacerlo.
Una dienta difícil, pensó Illyra.
La mano de la mujer emergió del chai para dejar caer tres viejas monedas de oro de Ilsig sobre el terciopelo. La mano era blanca, suave y juvenil. Las monedas de Ilsig eran raras ahora que el imperio rankano controlaba Santuario. La mujer y sus preguntas fueron un bienvenido alivio a los pensamientos de Illyra.
—Bien, ¿cuál es vuestro nombre?
—Prefiero no decirlo.
—Necesito alguna información si debo ayudaros —indicó Illyra mientras recogía las monedas y las envolvía en una gastada pieza de seda, cuidando de que sus dedos no tocaran el oro.
—Mis sir... La gente me ha dicho que tú eres la única s'danzo que puede ver el futuro cercano. Necesito saber lo que me ocurrirá mañana por la noche.
La pregunta no satisfizo la curiosidad o la promesa de misterio de Illyra, pero tomó su mazo de cartas.
—¿Estáis familiarizada con ellas? —preguntó a la mujer.
—Un poco.
—Entonces, divididlas en tres montones, y elegid una
carta de cada montón..., eso me mostrará vuestro futuro.
—¿Para mañana por la noche?
—Por supuesto. La respuesta queda contenida en el momento de la pregunta. Tomad las cartas.
La velada mujer cogió temerosamente las cartas. Sus manos temblaban tanto que los tres montones no hubieran podido ser más informes. Evidentemente, la mujer se sentía reluctante a tocar las cartas de nuevo, y volvió la primera carta de cada montón con la punta de los dedos.
La Lanza de Llamas.
El Pasaje en Arco.
El Cinco de Naves, invertida.
Illyra retiró las manos del terciopelo, alarmada. El Cinco de Naves..., la carta había estado en sus propias manos hacía apenas un momento. No recordaba haberla puesto de nuevo en el mazo. Con una estremecida premonición de que podía ver una parte de su propio destino en las cartas, Illyra abrió su mente para recibir la respuesta. Y la cerró casi de inmediato.
Piedras cayendo, maldiciones, asesinato, un viaje sin regreso. Ninguna de las cartas arrojaba un auspicio en particular, pero juntas creaban una imagen de malignidad y muerte que normalmente quedaba oculta a los seres vivos. Las s'danzo nunca predecían la muerte cuando la veían, y, aunque ella sólo era medio s'danzo y éstas la eludían, seguía respetando sus códigos y supersticiones.
—Será mejor que os quedéis en casa, en especial mañana por la noche. Permaneced alejadas de las paredes que puedan tener piedras sueltas en ellas. La seguridad se halla dentro de vos misma. No busquéis otro consejo..., en especial de los sacerdotes de los templos.
La reserva de su visitante se desmoronó. Jadeó, sollozó, y se estremeció con inconfundible terror. Pero, antes de que Illyra pudiera pronunciar las palabras necesarias para calmarla, la mujer vestida de negro se alejó, soltando la desgastada cuerda de su anclaje.
—¡Regresad! —exclamó Illyra.
La mujer se volvió cuando se hallaba aún bajo el pabellón. Su chai cayó hacia atrás para revelar a una mujer rubia de piel pálida y de una belleza delicada y juvenil. ¿Una víctima de un desdeñado amor? ¿O una esposa celosa?
—Si ya habíais visto vuestro destino..., entonces hubierais debido hacer una pregunta distinta, como si podía ser cambiado y cómo —regañó suavemente, guiando a la mujer de vuelta al interior de la estancia, densa con el olor del incienso.
—Pensé que tú lo verías de otro modo... Pero Molin el Hachero va a salirse con la suya. Incluso tú lo has visto.
Molin el Hachero. Illyra reconoció el nombre. Era el sacerdote constructor de templos que se hallaba en el entorno del Príncipe rankano. Ella había tenido otro amigo y cliente que vivía en su casa. ¿Era ésta la mujer de los idilios de Cappen Varra? ¿Había conseguido finalmente el juglar ir demasiado lejos?
—¿Por qué deberían los rankanos salirse con la suya con vos? —preguntó, sondeando suavemente.
—Quieren construir un templo para sus dioses.
—Pero vos no sois una diosa, ni siquiera sois rankana. Tales cosas no deberían preocuparos.
Illyra habló intrascendentemente, pero sabía por las cartas que los sacerdotes la deseaban como parte de algún ritual..., no por interés personal.
—Mi padre es rico..., orgulloso y poderoso entre aquellos de Santuario que nunca han aceptado la caída del reino de Ilsig y que nunca aceptarán el Imperio. Molin ha puesto sus miras en mi padre. Ha pedido nuestras tierras para su templo. Cuando nos negamos, forzó a los hombres más débiles a que dejaran de tratar con nosotros. Pero mi padre no cedió. Cree que los dioses de Ilsig son más fuertes, pero Molin ha jurado venganza antes que admitir el fracaso.
—Quizá vuestra familia tenga que abandonar Santuario para escapar a este sacerdote extranjero, y vuestro hogar sea destruido para edificar su templo. Pero, aunque puede que la ciudad sea todo lo que conozcáis, el mundo es amplio, y este lugar no es más que una miserable parte de él.
Illyra habló con mucha más autoridad de la que realmente sentía. Desde la muerte de su madre, ella misma había abandonado el bazar únicamente un puñado de veces, y nunca había ido más allá de la ciudad. Las palabras formaban parte de la oratoria s'danzo que Flordeluna le había enseñado.
—Mi padre y los demás deberán marcharse, pero no yo. Yo formo parte de la venganza de Molin el Hachero. Sus hombres acudieron en una ocasión a la casa de mi padre. El rankano nos ofreció mi precio total como esposa, pese a que está casado. Mi padre rechazó el «honor». Los hombres de Molin le golpearon sin piedad y me arrastraron chillando fuera de la casa.
»Luché con él cuando vino a mí aquella noche. No deseará a otra mujer durante un cierto tiempo. Pero mi padre no pudo creer que yo no había sido deshonrada. Y Molin dijo que si yo no me sometía a él, entonces ningún hombre vivo me tendría.
—Ésas son siempre las palabras de un hombre frustrado —murmuró gentilmente Illyra.
—No. Fueron una maldición. Lo sé seguro. Sus dioses son lo bastante fuertes como para responder a sus llamadas.
»La última noche, dos de sus Perros del Infierno aparecieron en nuestra propiedad para ofrecerle a mi padre nuevas condiciones. Un precio justo por nuestras tierras, un viaje seguro hasta Islig..., pero yo debía quedarme. Mañana por la noche consagrarán la primera piedra de su nuevo templo con la muerte de una virgen. Yo debo estar bajo esa piedra cuando la depositen.
Aunque Illyra no era específicamente una adivina, el relato unió sus horribles visiones en un todo coherente. Serían necesarios todos los dioses para salvar a esa mujer del destino que Molin el Hachero había previsto para ella. No era ningún secreto que el imperio buscaba conquistar los dioses de Ilsig del mismo modo que había conquistado sus ejércitos. Si el sacerdote rankano podía maldecir a una mujer de inquebrantable virginidad, Illyra no creía que hubiera mucho que ella pudiera hacer.
La mujer seguía sollozando. No había ningún futuro que ella pudiera cambiar, pero Illyra sintió pena por ella. Abrió un armarito y echó un buen pellizco de un polvo blanco en una botellita llena de líquido.
—Esta noche, antes de retiraros, tomad esto con un vaso de vino.
La mujer aferró apretadamente la botellita, aunque el miedo pareció huir de sus ojos.
—¿Debo pagaros más por esto? —preguntó.
—No, es lo menos que puedo hacer por vos.
Había suficiente polvo de cuanta como para mantener a la mujer dormida durante tres días. Quizá Molin el Hachero no deseara a una virgen dormida en su ritual. Si no le importaba, la mujer no despertaría para averiguarlo.
—Puedo darte mucho oro. Puedo llevarte a Islig.
Illyra agitó la cabeza.
—Sólo deseo una cosa..., y vos no podéis proporcionármela —susurró, sorprendida ante el repentino impulso de sus palabras—. Ni siquiera todo el oro de Santuario podría proporcionarle otro yunque a Dubro.
—No conozco a ese Dubro, pero hay un yunque en los establos de mi padre. No regresará a Ilsig. Puede ser tuyo, si vivo para decirle a mi padre que te lo entregue.
El impulso aclaró la mente de Illyra. Ahora había razones para tranquilizar los temores de la joven.
—Es una oferta generosa —respondió—. Entonces os veré dentro de tres días en la casa de vuestro padre..., si me decís dónde es.
Y si se lo decís, añadió para sí misma, entonces no importará si sobrevivís o no.
—Es la propiedad llamada «El Límite», detrás del templo de lis.
—¿Por quién debo pedir?
—Por Marilla.
Se miraron la una a la otra durante unos momentos, luego la mujer rubia desapareció en el atestado bazar de media tarde. Illyra anudó la cuerda a la entrada de sus aposentos con ensimismada intensidad.
Hacía muchos años —cinco al menos— que había estado respondiendo a las banales preguntas de la gente de la ciudad que no podía ver nada por sí misma. Nunca, en todo ese tiempo, había hecho ella ninguna pregunta a un cliente, o visto una muerte así en la lectura de sus cartas. Y, en todos los años que recordaba dentro de la comunidad s'danzo del bazar, nunca ninguno de sus clientes había visto su destino cruzarse con los dioses.
No, no tengo nada que ver con los dioses. No sé nada de ellos, y ellos no me ven. Mi don es s'danzo. Soy una s'danzo. Vivimos por y para el destino. No tocamos los asuntos de los dioses.
Pero Illyra fue incapaz de convencerse a sí misma de ello. Su mente giró con el pensamiento de que había ido más allá del reino de su gente y de sus dones. Encendió el incienso del olvido, lo inhaló profundamente, pero el sonido del yunque de Dubro rompiéndose y las imágenes de las tres cartas permanecieron persistentemente en su cabeza. A medida que la tarde se desvanecía, se convenció de nuevo a sí misma de que debía acudir a Flordeluna en busca de consejo.
Los tres hijos de la obesa mujer s'danzo se chillaban unos a otros en el polvo mientras su esposo de ojos oscuros permanecía sentado en la sombra con las manos sobre ojos y oídos. No parecía un momento propicio para pedir el consejo de la mujer. La gente estaba empezando a abandonar el bazar, lo cual hacía seguro para Illyra el caminar por entre las casetas y tenderetes en busca de Dubro.
—¡Illyra!
Había esperado la voz de Dubro, pero ésta también era familiar. Miró por entre la multitud en dirección a la tienda de vinos.
—¿Cappen Varra?
—El mismo —respondió el hombre, saludándola con una sonrisa—. Había una cuerda cruzando tu puerta hoy, y Dubro no estaba atareado ante su fuego..., de otro modo me hubiera parado a verte.
—¿Tienes alguna pregunta?
—No, mi vida no puede ser mejor. Tengo una canción para ti.
—Hoy no es día para canciones. ¿Has visto a Dubro?
—No. Estoy aquí en busca de vino para una cena especial mañana por la noche. Gracias a ti, sé dónde puede encontrarse aún el mejor vino de Santuario.—¿Un nuevo amor?
—El mismo. A cada día que pasa se hace más radiante. Mañana el dueño de la casa estará ajetreado con sus funciones sacerdotales. La casa estará tranquila.
—La casa de Molin el Hachero debe estar de acuerdo contigo, entonces. Es bueno estar congraciado con los conquistadores de Ilsig.
—Soy discreto. Molin también. Es un rasgo que parece haberse perdido entre los nativos de Santuario..., exceptuadas las s'danzo, por supuesto. Me siento de lo más cómodo dentro de esa casa.
El vendedor le tendió dos botellas de vino recién lavadas y, tras una breve despedida, Illyra vio alejarse al juglar. El vinatero había visto a Dubro un poco antes.
Apuntó que el herrero estaba visitando a todos los vendedores de vino del bazar y no pocas de las tabernas fuera de él. Historias similares la aguardaban en las otras vinaterías. Regresó a la fragua-hogar cuando empezaban a condensarse la bruma y la oscuridad.
Diez velas y la estufa de aceite no podían vencer la vacía oscuridad de la estancia. Illyra se apretó fuertemente el chai en torno a su cuerpo e intentó dormir hasta que regresara Dubro. No se permitió pensar que tal vez no volviera.
—Me has estado esperando.
Illyra se sobresaltó ante el sonido. Sólo dos de las velas seguían encendidas; no tenía ni idea de cuánto había dormido, sólo que su hogar se estremecía con sombras y que un hombre, tan alto como Dubro pero de una delgadez cadavérica, estaba de pie al otro lado de la cuerda anudada.
—¿Quién sois? ¿Qué queréis? —Se apretó contra el respaldo de la silla.
—Puesto que no me reconoces, digamos entonces que te he estado buscando.
El hombre hizo un gesto. Las velas y la estufa se reavivaron, e Illyra se vio contemplando al rostro constelado de azul del mago Lythande.
—No he hecho nada para cruzarme en vuestro camino —dijo ella, levantándose lentamente de la silla.
—Y yo no he dicho que lo hubieras hecho. Pensé que me estabas buscando. Muchos de nosotros hemos oído tu llamada hoy.
Alzó las tres cartas que Marilla había vuelto y el Rostro del Caos.
—Yo..., no sabía que mis problemas pudieran molestar vuestros estudios.
—Estaba reflexionando sobre la leyenda de las Cinco Naves..., resultaba comparativamente fácil que me alcanzaras. Me he ocupado de averiguar cosas para ti.
»La muchacha llamada Marilla apeló primero a sus propios dioses. Ellos la enviaron a ti, puesto que para ellos actuar sobre su destino alzaría las iras de Sabellia y Savankala. Han unido juntos vuestros destinos. No resolverás tus propios problemas a menos que puedas aliviar los suyos.
—Es una mujer muerta, Lythande. Si los dioses de Ilsig desean ayudarla, necesitarán todas sus fuerzas..., y, si eso no es suficiente, entonces no hay nada que yo pueda hacer por ella.
—Ésa no es una postura juiciosa por tu parte, Illyra —dijo el mago con una sonrisa.
—Eso es lo que vi. Las s'danzo no pueden cruzar los destinos con los dioses.
—Y tú, Illyra, no eres s'danzo.
Ella aferró el respaldo de la silla, irritada ante el recordatorio pero incapaz de contraatacarlo.
—Han pasado la obligación sobre ti —dijo el hombre.
—No sé cómo romper el destino de Marilla —dijo simplemente ella—. Yo veo, ellos deben cambiar.
Lythande se echó a reír.
—Quizá no haya ninguna forma, chiquilla. Quizá se necesiten dos sacrificios para consagrar el templo que construye Molin el Hachero. Tú tienes más posibilidades de encontrar un camino a través del destino de Marilla.
Una fría brisa acompañó la risa del hombre. Las velas parpadearon un instante, y el mago había desaparecido. Illyra contempló la intacta cuerda.
Que Lythande y los otros la ayuden si es tan importante. Yo sólo deseo el yunque, y eso puedo conseguirlo independientemente de su destino.
El frío aire se aferraba a la estancia. Su imaginación estaba ya tejiendo las consecuencias de irritar a cualquiera de las poderosas deidades de Santuario. Salió en busca de Dubro por el bazar recubierto de bruma.
Brumosos zarcillos oscurecían las familiares formas de casetas y tenderetes del bazar diurno. Podían verse algunos fuegos a través de puertas entreabiertas, pero toda la zona se había retirado temprano, dejando a Illyra para que vagara a solas por la húmeda noche.
Cerca de la entrada principal vio la bamboleante antorcha de un hombre que corría. Antorcha y corredor cayeron con un grito abortado. Oyó unos pasos más ligeros correr alejándose por la oscura bruma. Cautelosamente, temerosamente, Illyra avanzó hacia el hombre caído.
No era Dubro, sino un hombre más bajo que llevaba una máscara azul de halcón. Una daga asomaba por el costado de su cuello. Illyra no sintió pesar ante la muerte de uno de los bravucones de Jubal, sólo alivio de que no fuera Dubro. Jubal era peor que los rankanos. Quizá los crímenes del hombre que se ocultaba detrás de la máscara hubieran acabado finalmente con él. Lo más probable era que alguien hubiera querido ventilar al fin en él una inquina contra el raras veces visto antiguo gladiador. Cualquiera que tuviera tratos con Jubal tenía más enemigos que amigos.
Como en silenciosa respuesta a sus pensamientos, otro grupo de hombres surgió de la bruma. Illyra se ocultó entre las cajas y fardos mientras cinco hombres sin máscaras estudiaban al muerto. Luego, sin advertencia previa, uno de ellos echó a un lado su antorcha y cayó sobre el aún cálido cuerpo, golpeándolo una y otra vez con su cuchillo. Cuando se cansó de apuñalar al muerto, los otros tomaron su turno.
La ensangrentada máscara de halcón rodó a un palmo de distancia de los pies de Illyra. Contuvo el aliento y no se movió, los ojos llenos de horror ante el irreconocible cuerpo delante de ella. Se alejó tambaleante de la escena, ciega a todo excepto su propio shock de incredulidad. La atrocidad parecía la insensatez definitiva, el gesto del Rostro del Caos en un día que había descompuesto su existencia.
Se reclinó contra uno de los postes del pabellón, luchando contra las oleadas de la náusea, pero el dulce de Haakon había sido lo único que había comido en todo el día. Las secas arcadas de su estómago no le trajeron ningún alivio.
—¡’Lyra!
Una voz familiar rugió a sus espaldas y un brazo rodeó protectoramente sus hombros, rompiendo el hechizo. Se aferró a Dubro con los puños apretados, enterrando sus convulsivos sollozos en su chaquetilla de cuero. Olía a vino y a la salada bruma. Saboreó cada uno de sus alientos.
—'Lyra, ¿qué haces aquí fuera? —Hizo una pausa, pero ella no respondió—. ¿Empezaste a pensar que no iba a volver a ti?
La abrazó fuertemente, oscilando irreprimiblemente hacia delante y hacia atrás. La historia de la muerte del hombre con la máscara de halcón brotó de ella en entrecortados jadeos. Dubro sólo necesitó un momento para decidir que su amada Illyra había sufrido demasiado en su ausencia y para arrepentirse de haberse emborrachado o buscado trabajo fuera del bazar. La alzó cariñosamente y la llevó al interior de su hogar, murmurando suavemente para sí mismo mientras caminaba.
Ni siquiera los reconfortantes brazos de Dubro pudieron proteger a Illyra de las visiones de pesadilla que asaltaron su sueño una vez hubieron regresado a su hogar. Él se sacudió su borrachera para observarla mientras se agitaba y se estremecía entre las sábanas. Cada vez que creía que se había sumido por fin en un relajado sueño, las pesadillas empezaban de nuevo. Illyra despertaba sudando y hablaba incoherentemente a causa del miedo. Era incapaz de describirle sus sueños cuando él le preguntaba. Dubro empezó a sospechar que algo peor que el asesinato había ocurrido en su ausencia, aunque su hogar no mostraba ninguna señal de ataque ni lucha.
Illyra intentó dar voz a sus temores a cada interludio despierta, pero la mezcla de visiones y emociones no hallaba expresión en sus palabras. Dentro de su mente, cada nueva pesadilla la empujaba más cerca de una única imagen que a la vez reunía sus problemas y los eliminaba. Los primeros rayos de un débil amanecer despuntaban entre la bruma cuando tuvo la experiencia sintética final de su sueño.
Se vio a sí misma en un lugar que el espíritu del sueño decía que era la propiedad llamada El Límite. La propiedad llevaba abandonada mucho tiempo, y sólo había un yunque encadenado a un pedestal en el centro de un patio iluminado por las estrellas para demostrar que había estado habitada. Illyra rompió fácilmente la cadena y alzó el yunque como si fuera de papel. Las nubes se precipitaban de un lado a otro del cielo cuando se alejó, y un gimiente viento empezó a soplar demonios de polvo a su alrededor. Se apresuró hacia el portal donde Dubro aguardaba su regalo.
El acero se cuarteó antes de que hubiera recorrido la mitad de la distancia, y el yunque se desmoronó por completo cuando lo transfirió a él. Empezó a llover, y la lluvia bañó el rostro de Dubro para revelar la cruel y burlona sonrisa de Lythande. El mago la golpeó con la carta marcada con el Rostro del Caos. Y ella murió, sólo para descubrirse cautiva dentro de su cuerpo, que estaba siendo arrastrado por manos invisibles hacia un enorme pozo. La disonante música de cantos sacerdotales y címbalos la rodeaba. Dentro del sueño, Illyra abrió sus muertos ojos para ver un enorme bloque de piedra que descendía al interior del pozo sobre ella.
—¡Ya estoy muerta! —gritó, luchando por liberar brazos y piernas de invisibles ataduras—. No puedo ser sacrificada..., ¡ya estoy muerta!
Sus brazos quedaron libres. Los agitó alocadamente. Las paredes del pozo eran vítreas, sin nada a lo que agarrarse. La piedra que descendía tocó su cabeza. Chilló mientras la vida abandonaba su cuerpo por segunda vez. Su cuerpo liberó su espíritu, y se alzó a través de la piedra, y en aquel momento despertó.
—Fue un sueño —dijo, antes de que Dubro pudiera preguntar nada.
La solución estaba clara ahora en su mente. El sueño no volvería. Pero era como leer con las cartas. A fin de comprender lo que el espíritu del sueño le había proporcionado, tenía que meditar sobre ello.
—Hablaste algo acerca de muerte y sacrificio —dijo Dubro, el rostro endurecido por el repentinamente tranquilo rostro de ella.
—Fue un sueño.
—¿Qué tipo de sueño? ¿Temes que te abandone a ti o al bazar ahora que no puedo trabajar en él?
—No —dijo ella suavemente, enmascarando la nueva ansiedad que las palabras de él le producían—. Además, he encontrado un yunque para nosotros.
—¿En tu sueño con la muerte y el sacrificio?
—La muerte y el sacrificio son claves que me ha dado el espíritu del sueño. Ahora necesito tiempo para comprenderlas.
Dubro se apartó de ella. Él no era s'danzo, y aunque pertenecía al bazar, no se sentía cómodo con sus tradiciones o sus dones. Cuando Illyra hablaba de «ver» o «saber», él siempre se apartaba de ella. Se sentó, inmóvil y hosco, en una silla que situó en el rincón más alejado de su parafernalia s'danzo.
Ella contempló la cubierta de terciopelo negro de su mesa hasta bien pasado el amanecer y el inicio de una suave lluvia. Dubro colocó una concha con un dulce ante ella. Illyra asintió, sonrió y lo comió, pero no dijo nada. El herrero había alejado ya a dos clientes cuando Illyra terminó su meditación.
—¿Has terminado ya, 'Lyra? —preguntó él, sin que su desconfianza hacia las formas de actuar s'danzo abrumara su preocupación por ella.
—Creo que sí.
—¿No más muerte y sacrificio?
Ella asintió y empezó a relatarle la historia de los acontecimientos del día anterior. Dubro escuchó en silencio hasta que ella llegó a la parte relativa a Lythande.
—¿En mi hogar? ¿Dentro de estas paredes? —preguntó.
—Lo vi, pero no sé cómo entró. La cuerda no había sido tocada.
—¡No! —exclamó Dubro, y empezó a caminar arriba y abajo como un animal enjaulado—. No, no quiero nada de eso. ¡No acepto magos y brujos en mi hogar!
—Tú no estabas aquí, y yo no le invité. —Los ojos de Illyra destellaron hacia él mientras hablaba—. Y volverá de nuevo si no hago esas cosas, así que escúchame.
—No, simplemente dime lo que debemos hacer para mantenerlo alejado.
Illyra clavó las uñas en la palma de una de sus manos, oculta en los pliegues de su falda.
—Tenemos que... que detener la consagración de la primera piedra del nuevo templo para los dioses rankanos.
—«Dioses». 'Lyra, no vas a mezclarte con los dioses. ¿Es éste el significado que hallaste en «muerte y sacrificio»?
—Es también la razón por la cual Lythande estuvo aquí la otra noche.
—Pero, 'Lyra...
Ella sacudió la cabeza, y él guardó silencio.
—Él no me preguntó qué pensaba hacer —pensó en voz alta, mientras él ataba la cuerda cruzando la puerta
y la seguía hacia la ciudad—. Mientras todo esté en mi cabeza, estoy segura de que es posible y tendrá éxito. Pero si hablo de ello con alguien, incluso con él, podré oír en mi voz las pocas esperanzas que tengo de detener a Molin el Hachero o de cambiar el destino de Marilla.
En el sueño, su cuerpo ya muerto había sido ofrecido a Sabellia y Savankala. Su introspección matutina la había convencido de que ella debía introducir un cadáver en las ceremonias de Molin el Hachero. Pasaron junto a la escena del asesinato, pero los hombres de Jubal habían reclamado a su camarada. La única otra fuente de hombres muertos que conocía era el palacio del Gobernador, donde las ejecuciones se estaban convirtiendo en un suceso diario bajo el cada vez más prieto puño de los Perros del Infierno.
Pasaron junto al enorme matadero justo más allá de las puertas del bazar. La lluvia mantenía los olores de muerte cerca del edificio con muros de entramado de madera. ¿Podían Sabellia y Savankala ser apaciguados con los huesos y la grasa mezclados de una vaca sacrificada? Vacilante, subió a la acera elevada de madera, sobre los rojo-amarronados efluvios del edificio.
—¿Qué desean los dioses rankanos de este lugar? —preguntó Dubro antes de poner el pie en la acera.
—Un sustituto de la ya elegida.
Un hombre salió por una puerta lateral empujando un chapoteante barril, que volcó en la lenta corriente. Informes masas rojas fluyeron bajo la acera elevada entre los dos habitantes del bazar. Illyra se tambaleó ligeramente sobre sus pies.
—Ni siquiera los dioses de Ranke serán engañados por eso. —Dubro señaló con la mano la corriente bajo sus pies—. Al menos ofréceles la muerte de un honesto hombre de Ilsig.
Tendió una mano para sujetarla mientras ella bajaba de vuelta a la calle, luego abrió camino más allá de Serpentina hasta el palacio del Gobernador. Tres hombres colgaban fláccidamente de sendas horcas en medio de la lluvia, con sus nombres y crímenes inscritos en tablillas atadas al cuello. Ni Illyra ni Dubro dominaban los arcanos misterios de la escritura.
—¿Cuál se parece más al que necesitas? —preguntó Dubro.
—Ella debía tener mi estatura, pero rubia —explicó Illyra mientras examinaba a los dos hombres robustos y al tercero con aspecto de abuelo que colgaban ante ellos.
Dubro se encogió de hombros y se acercó al Perro del Infierno de rostro inexpresivo que montaba guardia al pie del patíbulo.
—Mi padre —gruñó, señalando al cadáver más viejo.
—Es la ley..., colgados del cuello hasta la puesta del sol. Tendrás que volver entonces.
—El camino hasta casa es largo. Ya está muerto..., ¿por qué esperar?
—Esta es la ley en Santuario ahora, la ley rankana. Será respetada sin excepción.
Dubro miró al suelo, agitando las manos con evidente aflicción.
—En la lluvia no puedo ver el sol..., ¿cuándo sabré que debo volver?
Guardia y herrero alzaron la vista al cielo gris acero, ambos sabiendo que no aclararía antes de la llegada de la noche. Luego, con un audible suspiro, el Perro del Infierno se dirigió a las cuerdas, seleccionó y soltó una, y el cuerpo del «padre» de Dubro cayó al lodo.
—¡Tómalo y lárgate!
Dubro se echó el cadáver al hombro y se dirigió hacia Illyra, que aguardaba al borde del terreno de ejecuciones.
—Está... está... —jadeó, con creciente histeria.
—Muerto desde el amanecer.
—Está cubierto de suciedad. Apesta. Su rostro...
—Deseabas a otro para el sacrificio.
—¡Pero no así!
—Es el tipo de hombres a los que cuelgan.
Caminaron de vuelta hacia el matadero, donde los funerarios y embalsamadores de Santuario tenían también su cuartel general. Allí, por cinco monedas de cobre, encontraron a un hombre que preparó el cuerpo. Por otra moneda les alquilaría un carro y a su hijo como sepulturero para llevar al infortunado ex ladrón a la fosa común en la parte exterior de la Puerta del Triunfo y efectuar un entierro como correspondía. Illyra y Dubro hicieron una gran exhibición de dolor, pero insistieron en que enterrarían a su padre con sus propias manos. Envuelto en un sudario casi limpio, el viejo fue atado a una plancha de madera. Illyra sujetó la parte de los pies y Dubro la de la cabeza. Volvieron al bazar.
—¿Debemos llevar el cuerpo al templo para el cambio? —preguntó Dubro, mientras echaban a un lado las sillas para dejar sitio a la plancha.
Illyra le miró, sin darse cuenta al principio de que su fe en ella hacía que la pregunta fuera sincera.
—Durante la noche los sacerdotes rankanos abandonarán el palacio del gobernador hacia la propiedad llamada El Límite. Llevarán a Marilla con ellos. Tendremos que detenerles y reemplazar a Marilla por nuestro cadáver, sin que ellos se den cuenta.
Los ojos del herrero se abrieron mucho, desilusionados.
—¡'Lyra, esto no es lo mismo que robarle fruta al Ciego Jakob! La muchacha estará viva. Él está muerto. Seguro que los sacerdotes se darán cuenta.
Ella negó con la cabeza, aferrándose desesperadamente a la imagen que había hallado en su meditación.
—Llueve. No habrá luna, y sus antorchas producirán más humo que luz. Le di cuanta a la muchacha. Tendrán que transportarla como si estuviera muerta.
—¿Habrá tomado la droga?
—¡Sí!
Pero Illyra no estaría segura —no podría estar segura— hasta que viera realmente la procesión. Había tantas preguntas: si Marilla habría tomado la droga, si la procesión sería pequeña, sin vigilancia y frenada por su carga, si el ritual sería como el de su sueño. Él frío pánico que había sentido mientras la piedra descendía sobre ella volvió. El Rostro del Caos gravitó sobre ella, riendo, ante el ojo de su mente.
—¡Sí! Tomó la droga esa noche —dijo firmemente, apartando el Rostro con la fuerza de su voluntad.
—¿Cómo lo sabes? —insistió Dubro, incrédulo.
—Lo sé.
No hubo más discusión mientras Illyra se dedicaba a preparar una macabra comida que consumieron sobre una mesa extendida encima de su muerto invitado. El vago momento del anochecer pasó, sumiendo a Santuario en una oscura y lluviosa noche, como Illyra había previsto. La constante lluvia afirmó su confianza mientras cruzaban de nuevo lentamente el bazar y salían por la Puerta Común.
Se enfrentaron a una larga, pero no difícil, caminata más allá de los muros de la ciudad. Como Dubro señaló, las demoiselles de la Calle de las Linternas Rojas tenían que seguir aquel mismo camino cada noche en su camino a la Promesa de los Cielos. Las damas reían quedamente tras sus chales ante la vista de aquellas dos figuras cargando lo que a todas luces era un cadáver. Pero no hicieron nada por detenerles, y era aún demasiado pronto para el tráfico más pendenciero que regresaba de la Promesa.
Enormes montones de piedras en un mar de lodosos cráteres señalaban el emplazamiento del nuevo templo. Un pabellón, con la lona cargada de agua, cubría chisporroteantes braseros y antorchas; aparte esto, el lugar estaba silencioso y desierto.
Es la noche de la Décima Matanza. Cappen Varra me dijo que los sacerdotes estarían ocupados. La lluvia no detendrá la dedicación. ¡Los dioses no temen a la lluvia!, pensó Illyra, pero de nuevo no sabía, y se sentó con la espalda apoyada contra Dubro, estremecida más por las dudas y el miedo que por la fría agua que goteaba descendiendo por su espalda.
Mientras permanecía sentada, la lluvia disminuyó a un brumoso lloviznar que prometía detenerse pronto. Abandonó el inadecuado refugio del montón de rocas para aventurarse más cerca del dosel y los braseros. Habían edificado una plataforma encima del lodo, al borde
de un pozo con cuerdas colgando a un lado que podían ser utilizadas para hacer descender un cuerpo al interior del pozo. Había una gran piedra depositada sobre unos troncos en el lado opuesto, lista para aplastar cualquier cosa que hubiera abajo. Al menos no habían llegado demasiado tarde..., todavía no se había producido ningún sacrificio. Antes de que Illyra se volviera hacia Dubro, aparecieron seis antorchas en la distancia oscurecida por la bruma.
—Ya vienen —susurró Dubro cuando ella se le acercó.
—Los veo. Sólo nos quedan unos momentos.
Desenrolló dos trozos de cuerda que llevaba en torno a su cintura y que había tomado de la forja del bazar. Había ideado su propio plan para el intercambio, puesto que ni el espíritu de los sueños ni sus meditaciones le habían ofrecido una sólida intuición o inspiración.
—Lo más seguro es que sigan el mismo camino que nosotros, puesto que también cargan con un cuerpo —explicó mientras colocaba las cuerdas cruzando el lodo, enterrándolas ligeramente—. Los haremos tropezar aquí.
—¿Y yo cambiaré nuestro cadáver por la muchacha?
—Sí.
No dijeron nada más mientras se ocultaban en un agujero en el lodo, aguardando, confiando, que la procesión pasara entre ellos.
La suerte prometida en su sueño se mantuvo. Molin el Hachero encabezaba la pequeña procesión, con una enorme antorcha de latón y madera del templo de Sabellia en el propio Ranke. Tras él iban tres acólitos cantantes que llevaban ambos incienso y antorchas. Las últimas dos antorchas estaban fijadas a un féretro llevado a hombros por el último par de sacerdotes. El Hachero y los otros tres pisaron las cuerdas sin darse cuenta de ellas. Cuando el primero que llevaba el féretro estaba entre las cuerdas, Illyra tiró de ellas y las tensó.
Los cargados sacerdotes oyeron el chasquido cuando las cuerdas se alzaron del lodo, pero tropezaron con ellas antes de poder reaccionar. Marilla y las antorchas cayeron hacia Dubro, los sacerdotes hacia Illyra. En la conmoción en medio de la oscuridad, Illyra llegó sana y salva a un cercano montón de piedras para edificar, pero sin ser capaz de ver si Dubro había conseguido efectuar con éxito el intercambio.
—¿Qué ocurre? —preguntó el Hachero, regresando apresuradamente con su antorcha para iluminar la escena.
—Esos malditos trabajadores dejaron las cuerdas de izar tiradas por cualquier parte —exclamó un sacerdote cubierto de lodo, mientras trepaba fuera del agujero de lodo que le llegaba hasta las rodillas.
—¿Y la muchacha? —continuó Molin.
—Parece que ha caído por aquí.
Molin el Hachero se alzó las ropas con una mano y condujo a los acólitos y sacerdotes hacia el pozo de lodo. Illyra oyó sonidos que rezó para que fueran los de Dubro abriéndose camino hacia la seguridad de las sombras.
—Echad una mano aquí.
—Maldito lodo de Ilsig. Ahora el cuerpo de la chica pesa diez veces más.
—Tranquilos. Un poco más de lodo un poco antes no afectará al templo, pero no es buena cosa despertar a los Otros. —La tranquila voz del Hachero apaciguó a los demás.
Las antorchas fueron encendidas de nuevo. Desde su escondite, Illyra pudo ver un sudario cubierto de lodo en el féretro. De alguna forma Dubro había tenido éxito, no se permitió pensar en ninguna otra cosa.
La procesión siguió hacia el dosel. La lluvia había cesado por completo. La plateada luz de la luna asomó por entre las nubes que se dispersaban. El Hachero saludó con voz fuerte la brecha entre las nubes como un presagio de la piadosa, santificadora presencia de Vashanka, e inició el ritual. A su debido tiempo los acólitos vaciaron braseros de aceite sobre el sudario, y prendieron fuego al cadáver. Inclinaron el llameante féretro hacia el pozo. Los acólitos arrojaron simbólicos puñados de piedras tras él. Luego cortaron las cuerdas que retenían
la piedra angular en su sitio en el borde. Se deslizó fuera de su vista con un fuerte sonido de succión.
Casi inmediatamente, el Hachero y los otros dos sacerdotes abandonaron la plataforma para encaminarse de vuelta al palacio, dejando solos a los acólitos para que efectuaran su vigilia de toda la noche sobre la nueva tumba. Cuando los sacerdotes estuvieron fuera de su vista, Illyra se arrastró de vuelta hacia los agujeros de lodo y susurró el nombre de Dubro.
—Aquí —siseó éste.
La muchacha sólo necesitó una mirada a su rostro medio iluminado por la luna para saber que algo había ido mal.
—¿Qué pasó? —preguntó rápidamente, sin preocuparse por el sonido de su voz—. ¿Marilla? ¿Enterraron a Marilla?
Había lágrimas en los ojos de Dubro mientras agitaba negativamente la cabeza.
—¡Mírala! —dijo, sin poder apenas controlar su voz.
Un sudario cubierto de lodo yacía a unos pocos pasos de distancia. Dubro era incapaz de mirarlo o de acercarse a él. Illyra se aproximó cautelosamente.
Dubro había dejado el rostro cubierto. Conteniendo el aliento, Illyra adelantó una mano para apartar el empapado y sucio lino.
Durante un latido de corazón, vio el dormido rostro de Marilla. Luego se convirtió en el suyo propio. Tras un segundo de autorreconocimiento, el rostro sufrió una alucinante serie de cambios a retratos de gente de su infancia y de otras personas que fue incapaz de reconocer. Por un momento fue la descompuesta imagen del Rostro del Caos, luego se inmovilizó, con una perlina piel blanca, lisa y sin rasgos, allá donde hubieran debido estar los ojos, la nariz y la boca.
Los dedos de Illyra se pusieron rígidos. Abrió la boca para gritar, pero sus pulmones y garganta estaban paralizados por el miedo. El lino cayó de sus insensibles manos, pero no cubrió la horrible cosa tendida delante de ella.
¡Aléjate! ¡Aléjate de este lugar!
El imperativo primitivo brotó en su mente, y no podía ser apaciguado por nada menos que una rápida y franca huida. Empujó a Dubro hacia un lado. Los acólitos la oyeron cuando echó a correr por el lodo, pero ella los ignoró. Había edificios allá delante..., sólidos edificios de piedra silueteados a la luz de la luna.
Era la gran casa de una propiedad abandonada desde hacía mucho tiempo. Illyra la reconoció de su sueño, pero su pánico y su terror se habían visto saciados en su precipitada huida del cadáver sin rostro. Una puerta interior colgaba abierta de unos goznes oxidados que crujieron cuando la empujó. No se sorprendió al ver un yunque depositado sobre una caja de madera sencilla en el centro de un patio que sus instintos le dijeron que no estaba enteramente desierto.
—Ahora no hago más que prolongarlo. El yunque, y lo demás, están aquí para mí.
Penetró en el patio. No ocurrió nada. El yunque era sólido, y demasiado pesado para que ella pudiera alzarlo.
—¿Has venido a recoger tu recompensa? —dijo una voz.
—¿Lythande? —susurró Illyra, y aguardó a que el cadavérico mago apareciera.
—Lythande está en todas partes.
Un hombre encapuchado avanzó unos pasos a la luz de la luna.
—¿Qué ha ocurrido? ¿Dónde está Marilla? ¿Su familia?
El hombre hizo un gesto hacia su derecha. Illyra siguió su movimiento y vio las desmoronadas piedras de una antigua tumba.
—Pero...
—Los sacerdotes de lis buscan provocar a los nuevos dioses. Ellos crearon el homúnculo, y lo disfrazaron para que pareciera una mujer joven al observador no entrenado. De haber sido enterrado en los cimientos del nuevo templo, hubiera creado una debilidad disruptiva. La ira de Savankala y Sabellia hubiera cruzado el desierto, Eso era, por supuesto, exactamente lo que deseaban los sacerdotes de lis.
«Nosotros los magos, e incluso tú, una dotada s'danzo, no aceptamos de buen grado la intromisión en los feudos de los dioses y sus sacerdotes. Manipulan el delicado equilibrio del destino. Nuestro trabajo es más importante que el apaciguamiento de las deidades, así que esta vez, como en el pasado, hemos intervenido.
—Pero, ¿el templo? ¿Hubieran debido enterrar entonces una virgen?
—Una persona forjada hubiera irritado a los dioses rankanos, pero no una virgen imperfecta. Cuando fue erigido el templo de lis, los antiguos sacerdotes buscaron un alma real para enterrarla debajo del altar. Deseaban al más joven, y más querido, de los príncipes reales. La reina era una maga con una cierta habilidad. Disfrazó a un viejo esclavo, y sus huesos aún reposan debajo del altar.
—¿Así que los dioses de Ilsig y Ranke son iguales?
El hombre encapuchado se echó a reír.
—Nosotros nos hemos ocupado de que todos los dioses dentro de Santuario se hallen igualmente obstaculizados, mi niña.
—¿Y qué hay conmigo? Lythande me advirtió de que no fracasara.
—¿No te he dicho que nuestro propósito, y en consecuencia el tuyo, se ha cumplido? No has fracasado, y te pagaremos, como Marilla te prometió, con un yunque de acero negro. Es tuyo.
Tendió una mano hacia el yunque, y desapareció en medio de una nubécula de humo.
—¿'Lyra, ¿estás bien? Te oí hablar con alguien. Enterré a esa muchacha antes de venir en tu busca.
—Aquí está el yunque.
—No deseo una cosa tan mal obtenida. —Dubro sujetó su brazo e intentó conducirla fuera del patio.
—¡Ya he pagado demasiado por él! —le gritó ella, librándose de su mano—. Llévalo al bazar..., luego olvidaremos que todo esto ha ocurrido. Nunca hables de ello con nadie. ¡Pero no dejes el yunque aquí, o nada de esto habrá valido la pena!
—Nunca podré olvidar tu rostro en esa muchacha..., en esa cosa muerta.
Illyra guardó silencio, los ojos fijos en el lodoso suelo. Dubro se dirigió al yunque y limpió con la mano el agua y la suciedad de su superficie.
—Alguien ha grabado un símbolo en él. Me recuerda una de tus cartas. Dime lo que significa antes de que lo lleve al bazar con nosotros.
Ella se detuvo a su lado. Un sonriente Rostro del Caos había sido recientemente grabado en la desgastada superficie del metal.
—Es un viejo signo s'danzo de buena suerte.
Dubro no pareció oír la nota de amargura y engaño en su voz. Su fe en Illyra había sido puesta a prueba, pero no se había derrumbado. El yunque era pesado, un torpe objeto entre sus brazos.
—Bueno, no va a ir a casa por sí mismo, ¿no? —La miró mientras echaba a andar.
Ella tocó el pedestal, y pensó brevemente en las preguntas que aún daban vueltas por su mente. Dubro llamó de nuevo desde fuera del patio. Todo Santuario se extendía entre ellos y el bazar, y todavía no era medianoche. Sin mirar hacia atrás, le siguió fuera del patio.
Poul Anderson
De nuevo sin dinero, sin casa y sin dama, Cappen Varra se vistió de todos modos con sus mejores galas para meterse por entre la multitud que llenaba el bazar. Después de todo, hasta hoy, y durante algunas semanas, había formado parte —si no pertenecido— de la casa de Molin el Hachero, hasta el punto que había sido capaz de ingeniar. Además de la adorada presencia de Danlis, había recibido una generosa recompensa del sacerdote-ingeniero cada vez que cantaba una canción o componía un poema. Esa situación había cambiado repentina y terroríficamente, pero aún llevaba una brillante túnica verde, una capa escarlata, unas calzas color canario, medias botas de suave piel ribeteadas en plata, y un sombrero adornado con una pluma. Aunque dolido naturalmente por lo que había ocurrido y lleno de temores por su amor, todavía no veía ninguna razón para vender su atuendo. Podía conseguir suficiente dinero de otras formas como para sobrevivir mientras la buscaba. Si era necesario, como lo había sido otras veces antes, podía empeñar el arpa que un orfebre estaba redecorando en aquellos momentos.
Si su búsqueda no había tenido éxito cuando se viera reducido a harapos, entonces tendría que suponer que Danlis y dama Rosanda estaban perdidas para siempre. Pero nunca había sido de los que se lamentaban por las tristezas futuras.
Bajo un sol que se inclinaba hacia el oeste, el bazar ondulaba ruidosamente. Comerciantes, artesanos, porteadores, sirvientes, esclavos, esposas, nómadas, cortesanos, artistas, mendigos, ladrones, jugadores, magos, acólitos, soldados, y quién sabe qué más, se mezclaban, charlaban, se peleaban, complotaban, cantaban, jugaban, bebían, comían, y quién sabe qué otras cosas hacían. Jinetes, camelleros, carreros, empujaban de un lado para otro, alzando oleadas de maldiciones. La música brotaba de las tabernas. Los vendedores proclamaban las maravillas de sus artículos desde sus tenderetes, los vecinos se gritaban los unos a los otros, y los fanáticos religiosos cantaban desde los planos tejados. Los olores espesaban el aire, mezclando carne, sudor, asados, frutos secos, bebidas aromáticas, cuero, lana, estiércol, humo, aceites, perfumes baratos.
Normalmente, Cappen Varra gozaba con aquel colorista espectáculo. Ahora sólo tenía una obcecación. Se mantenía completamente despierto, por supuesto, como debía mantenerse siempre todo el mundo en Santuario. Cuando unos dedos ligeros lo rozaron, se dio cuenta de ello. Pero, así como en otras ocasiones hubiera reído quedamente y le hubiera dicho al ratero: «Lo siento, amigo; esperaba poder robarte algo a ti», ahora llevó su mano a su espada con tanto impulso que el tipo retrocedió contra una mujer gorda y le volcó todo el contenido de una bandeja de latón llena de flores. La mujer chilló y empezó a golpearle en la cabeza con ella.
Cappen no se quedó para ver lo que ocurría a continuación.
En el borde oriental del mercado descubrió lo que buscaba. Una vez más, Illyra había caído en desgracia con sus colegas y había trasladado su negocio a otro lugar. Unas cortinas negras lo enmarcaban contra una pared de ladrillos de fango. El hedor de una tenería cercana ahogaba el olor del incienso que ella quemaba en un curioso recipiente, y seguramente abrumaría también el de todas sus hierbas. Ella misma carecía de la necesaria prestancia que tenían la mayor parte de videntes, magos, conjuradores, escribas y demás. Para empezar, era demasiado joven; y hubiera parecido casi flaca en sus flotantes y chillones ropajes s'danzo de no haber sido tan hermosa.
Cappen le dirigió una inclinación de cabeza a la manera de Caronne.
—Buenos días, Illyra la encantadora —dijo.
Ella sonrió desde los almohadones donde permanecía sentada.
—Buenos días a ti, Cappen Varra. —Habían hablado ya muchas veces, normalmente bromeando, y él le había cantado en ocasiones para divertirla. Hubiera deseado hacer más que eso, pero ella parecía mantener a todos los hombres a una cierta distancia, y un fornido herrero que evidentemente la adoraba cuidaba de que todo el mundo respetara su voluntad—. Nadie por estos lugares te ha visto desde hace un tiempo —observó—. ¿Qué fortuna ha sido lo suficientemente grande como para hacerte olvidar a los viejos amigos?
—Mi fortuna fue buena y mala a la vez, puesto que me dejó sin tiempo para venir hasta aquí a verte, mi amor —respondió el juglar, siguiendo su costumbre.
La sonrisa desapareció de Illyra. En su olivácea tez, bajo su melena castaña, unos grandes ojos se enfocaron duramente en su visitante.
—Hallaste tiempo cuando necesitaste ayuda en medio del desastre —dijo.
Él no la había visitado nunca antes como cliente, ni a ella ni a ningún otro adivino o taumaturgo en Santuario. En Caronne, donde había crecido, la mayor parte de la gente no utilizaba la magia. En sus vagabundeos posteriores había hallado suficientes cosas extrañas como para atemperar su escepticismo natal. Alterado como estaba ya, sintió que un estremecimiento recorría su espina dorsal.
—¿Has leído mi destino sin ni siquiera lanzar un conjuro?
Ella sonrió abierta pero melancólicamente.
—Oh, no. Es una razón más simple. Se ha filtrado hasta el Laberinto la noticia de que estabas residiendo en el Barrio de los Orfebres, y de que eras un huésped frecuente de la mansión de Molin el Hachero. Cuando apareces tras los talones de una nueva noticia, la de que esta última noche su esposa le fue arrebatada..., resulta claro ver que tú también has resultado afectado por ello.
Cappen asintió.
—Sí, y tremendamente afligido además. He perdido... —vaciló, inseguro de si era juicioso decir «...mi amor» a aquella muchacha cuyos encantos había alabado de una forma más bien extravagante.
—...tu posición e ingresos —apostilló Illyra—. El sumo sacerdote no está de humor para juglarías. Sospecho que su esposa te favorecía especialmente. No necesito adivinar que gastabas tus ganancias tan rápido como caían en tus manos, si no más, estabas atrasado en el pago de tu alquiler, y que en consecuencia fuiste echado a patadas de tu lujoso apartamento tan pronto como los rumores llegaron a oídos de tu casero. Así que has vuelto al Laberinto porque no tienes ningún otro lugar donde ir, y a mí con la esperanza de conseguir que te dé algún indicio..., porque, si tienes alguna posibilidad de recuperar a la dama, también podrás recuperar tu fortuna, y más.
—No, no, no —protestó él—. Te equivocas conmigo.
—El sumo sacerdote apelará solamente a sus dioses rankanos —dijo Illyra, cambiando su tono de exasperado a pensativo. Se acarició la barbilla—. Él, un pariente del Emperador, venido aquí para dirigir la construcción de un templo que superará a todos los de lis, no puede suplicar la ayuda de los antiguos dioses de Santuario, y mucho menos la de nuestros magos, brujas y videntes. Pero tú, que no perteneces ni formas parte del Imperio, que llegaste aquí procedente de un lejano reino del oeste..., tú puedes pedir cualquier cosa y buscar en cualquier parte. La idea es tuya; de otro modo, él hubiera deslizado furtivamente algo de oro en tus manos, y tú hubieras acudido a una adivina con una reputación mayor que la mía.
Cappen abrió las manos.
—Razonas sobrenaturalmente bien, mi querida muchacha —admitió—. Sólo respecto a los motivos te has equivocado. Oh, sí, me sentiré feliz de situarme en una posición alta en la estima de Molin, ser generosamente recompensado y todo eso. Sin embargo, lo aprecio; bajo su severidad, no es una mala persona, y su corazón sangra. Aún aprecio más a su dama, que efectivamente fue amable conmigo, y que ha sido arrancada de su lado a algún lugar desconocido. Pero, por encima de todo —se mostró tremendamente ansioso—, dama Rosanda no fue arrebatada sola. Su doncella, Danlis, también se ha desvanecido. Y... Es a Danlis a quien quiero, Illyra, es con ella con quien quiero casarme.
La mirada de la doncella lo sondeó más profundamente. Vio a un hombre joven de mediana altura, delgado pero recio y ágil. (Eso se debía a la vida que había tenido que llevar; por naturaleza era indolente, excepto en la cama.) Sus rasgos eran delgados y regulares, con un cráneo largo, un rostro limpiamente afeitado, unos ojos de un azul brillante, un denso pelo negro que caía hasta sus hombros. Su voz proporcionaba al idioma un acento melodioso, como si hablara de ciudades blancas, campos y bosques verdes, lagos como de mercurio, mar azul, el hogar que había abandonado en busca de fortuna.
—Bien, tienes encanto, Cappen Varra —murmuró la muchacha—, y sabes cómo usarlo. —Alerta—: Pero careces de monedas. ¿Cómo propones pagarme?
—Me temo que deberás trabajar sobre especulaciones, como yo mismo —dijo él—. Si nuestros esfuerzos conjuntos conducen a un rescate, bien, entonces compartiremos cualquier recompensa material que pueda llegar. Tu parte puede permitirte adquirir una casa en el Camino del Dinero. —Ella frunció el ceño—. Cierto —se apresuró a decir él—, yo obtendré más que mi parte con la bondad inmediata de Molin. Y con el regreso de mi amada. También recuperaré el favor del sacerdote, lo cual es moderadamente lucrativo. Sin embargo, considera el asunto. Tú no necesitas hacer otra cosa más que practicar tu arte. A partir de ahí, cualquier esfuerzo y riesgo serán míos.
—¿Qué te hace suponer que una humilde adivina puede averiguar más que los guardias y los investigadores del Príncipe Gobernante? —quiso saber ella.
—El asunto no parece entrar en su jurisdicción —respondió él.
Illyra se adelantó ligeramente, tensa bajo las capas de sus ropas. Cappen se inclinó hacia ella. Fue como si el charloteo del mercado retrocediera, dejándolos a los dos solos con su cautela.
—Yo no estaba allí —dijo él en voz baja—, pero llegué a primera hora de esta mañana, después de que todo hubiera ocurrido. Lo que ha corrido por la ciudad no son más que rumores, esas filtraciones que no pueden ser detenidas, los sirvientes de la casa hablando con los amigos de fuera y ésos difundiendo la noticia. Molin retuvo la mayor parte de los hechos hasta que pueda descubrir qué significan, si lo consigue alguna vez. Yo, en cambio, llegué a la escena cuando aún estaba dominada por el caos. Nadie me impidió hablar con la gente, antes de que el propio señor de la casa me viera y me ordenara que me fuese. Así que sé tanto como el que más, por poco que eso sea.
—¿Y...? —animó ella.
—Y no parece haber sido un secuestro mundano, con un fin mundano como la petición de un rescate. Observa, la mansión está bien custodiada, y ni Molin ni su esposa la han abandonado nunca sin escolta. Su misión aquí no es muy popular precisamente, ya sabes. Esas tropas provienen de Ranke, y no son sobornables. La casa se alza en medio de un jardín, en el interior de un alto muro cuya parte superior es patrullada constantemente. Tres leopardos recorren sueltos la propiedad después del anochecer.
«Molin tenía negocios con su pariente el Príncipe, y pasó la noche en el palacio. Su esposa, dama Rosanda, se quedó en casa, se retiró, luego salió y se quejó de que no podía dormir. En consecuencia, hizo despertar a Danlis. Danlis no es su doncella; tiene muchas de ésas. Danlis es su amanuense, consejera, confidente, recolectora de información, a menudo guía e intérprete..., oh, se gana su paga, mi Danlis. Pese a que ella y yo teníamos una cita al amanecer, motivo por el que llegué entonces, tuvo que saltar de la cama a petición de Rosanda, para sostener la mano de la dama, o tomar dictado de las cartas de la dama, o leerle a la dama algún libro relajante..., pero estoy malgastando las palabras. Baste decir que ambas buscaron una estancia en la parte alta de la casa que es a la vez solario y oficina. Una sola escalera conduce hasta ella, y es la única habitación de la planta superior. Hay un balcón, sí; y, puesto que la noche era cálida, su puerta permaneció abierta, lo mismo que las ventanas. Pero inspeccioné la fachada desde abajo. Es de mármol pulido, sin ninguna decoración excepto la variación de colores, desprovisto de hiedra u otra cosa a la que alguien pudiera agarrarse para trepar, excepto que pudiera volar.
»Sin embargo..., justo antes de que el cielo empezara a palidecer por el este, se oyeron unos chillidos. La guardia se precipitó a la escalera y empezó a subirla. Tuvieron que forzar la puerta interior, que estaba asegurada por dentro. Supongo que esto se hizo simplemente para evitar interrupciones, puesto que nadie se sentía amenazado. El solario estaba todo revuelto; jarrones y otras cosas estaban rotos; se descubrieron jirones arrancados de un vestido, y ligeros rastros de sangre. Danlis, al menos, debía haberse resistido. Pero ella y su ama habían desaparecido.
»Un par de centinelas en el muro del jardín informaron haber oído un sonido fuerte como de alas. La noche era oscura y nubosa, y no vieron nada que pudieran identificar. Quizás imaginaron el ruido. Fue sugerente el hecho de que los leopardos fueran hallados acurrucados en un rincón, y que mostraran evidentes muestras de alivio cuando su cuidador los llevó de vuelta a sus jaulas.
»Y esto es todo lo que se sabe, Illyra —terminó Cappen—. Ayúdame, te lo suplico, ¡ayúdame a recuperar a mi amor!
Ella guardó silencio durante largo rato. Finalmente dijo, casi en un susurro:
—Podría ser un asunto peor del que soy capaz de atreverme a mirar, y no digamos entrar.
—O tal vez no —urgió Cappen.
Ella le lanzó una mirada casi desafiante.
—La gente de mi madre considera que trae mala suerte hacer cualquier servicio a un shavakh, una persona no de su tribu, sin recompensa. Las promesas no cuentan.
Cappen frunció el ceño.
—Bueno, podría ir a una casa de empeños y..., pero no, el tiempo puede ser más valioso que los rubíes. —Una sonrisa brotó de las profundidades de su infelicidad—. Los poemas también son valiosos, ¿no? Vosotras las s'danzo tenéis vuestras baladas y canciones de amor. Deja que te componga un poema, Illyra, que sea sólo tuyo.
La expresión de ella cambió.
—¿De veras?
—De veras. Déjame pensar... Sí, empezaremos así. —Y, aventurándose a tomar las manos de ella entre las suyas, Cappen murmuró:
Mi dama acude a mí como el despuntar de la aurora. Sueño en la oscuridad que si a lo peor se demora en exhibir el estandarte de su fulgencia como otrora las huestes de las Sombras no huyan en mala hora...
Ella se soltó bruscamente y exclamó:
—¡No! Maldito truhán, eso tiene que ser algo que compusiste para Danlis..., o para alguna otra mujer anterior que deseabas llevar a tu cama...
—Pero no está terminado —argumentó él—. Lo completaré para ti, Illyra.
La furia la abandonó. Sacudió la cabeza, hizo chasquear la lengua y suspiró.
—No importa. Eres incurablemente tú mismo. Y yo..., yo sólo soy medio s'danzo. Probaré tu conjuro.
—Por todas las diosas del amor de las que nunca haya oído hablar —prometió él, inseguro—, tendrás tu propio poema una vez todo esto haya terminado.
—Cállate —ordenó ella—. Aleja a cualquiera que se acerque demasiado.
Él asintió y extrajo su espada. La delgada y recta hoja apenas era necesaria, puesto que ningún otro negocio ocupaba un lugar en varios metros a la redonda del de ella, y una distancia igual se extendía entre él y los extremos de la multitud. Sin embargo, el sujetar el pomo de su espada le daba la sensación de estar haciendo finalmente algún progreso. Durante las primeras horas se había sentido impotente, como si su amor hubiera muerto realmente en vez de..., ¿de qué? Tras él oyó el rumor de las cartas al ser barajadas, los dados al ser echados, las palabras apenas susurradas.
De inmediato Illyra sofocó un grito. Cappen se volvió en redondo y vio que la sangre había abandonado la olivácea tez de la muchacha, volviéndola gris. Se contrajo sobre sí misma y se estremeció.
—¿Qué ocurre? —exclamó él, presa del terror.
Ella no le miró.
—Vete —dijo con un hilo de voz—. Olvida que alguna vez conociste a esa mujer.
—Pero..., ¿pero qué...?
—¡Vete, te digo! ¡Déjame sola!
Luego, de alguna forma, se tranquilizó lo suficiente para decir:
—No sé. No me atrevo a saber. Sólo soy una mucha-chita medio s'danzo que posee algunas habilidades y una torpe segunda visión, y..., y vi que este asunto va más allá del espacio y del tiempo, y que en él se halla implicado un poder que va más allá de toda magia..., Enas Yorl podría decirte más, pero él... —Su valor se hizo pedazos—. ¡Márchate! —gritó—. ¡Antes de que llame a Dubro y su martillo!
—Te suplico que me perdones —dijo Cappen Varra, y se apresuró a obedecer.
Se retiró a las retorcidas calles del Laberinto. Eran estrechas; la mayor parte de los edificios que le rodeaban eran altos; la penumbra llenaba ya la zona. Era como si hubiera penetrado de nuevo en la misma noche en la que Danlis había desaparecido... Danlis, una criatura de sol y de horizontes... Si aún vivía, ¿recordaría la última vez que habían permanecido juntos del mismo modo que la recordaba él, un sueño soñado hacía siglos?
Puesto que tenía el día libre, ella había deseado explorar el campo al norte de la ciudad. Cappen había puesto objeciones por tres motivos. El primero no lo mencionó: que iba a requerir una buena cantidad de esfuerzo, y que iban a llenarse de polvo y de sudor, y que iban a salirles ampollas en las posaderas a causa de la silla de sus monturas. Ella despreciaba a los hombres que eran menos vigorosos que ella, a menos que lo compensaran con la venerabilidad y la erudición.
El segundo se limitó a apuntarlo. Pese a lo deprimente que podía ser Santuario en sí, conocía lugares dentro de la ciudad donde un hombre y una mujer podían pasárselo bien en la intimidad..., el apartamento de ella, por ejemplo. Ella sonrió y negó con la cabeza. Su familia pertenecía a la antigua aristocracia de Ranke, no a los nuevos ricos, y ella había sido educada en su austera tradición. Aunque su padre pasaba unos tiempos difíciles y ella se había visto obligada a tomar servicio, mantenía su orgullo, y conservaba celosamente su virginidad de doncella. Hasta entonces había respondido a las ardientes declaraciones de Cappen con la admisión de que él le agradaba y de que gozaba de su compañía, y que deseaba que él cambiara de tema. (La rolliza dama Rosanda parecía más abordable, pero en este aspecto él era muy cuidadoso en mantener una alegre corrección.) Estaba convencido de que los sentimientos de ella iban más allá del simple agrado, porque su patricia reserva era menor cada vez que se veían. Sin embargo, ella no podía acabar de olvidar que él era simplemente el bastardo de un noble menor de un remoto país, desheredado y reducido a un simple trovador.
Su tercera objeción se atrevió a plantearla claramente. Aunque la zona era relativamente segura, Molin el Hachero se pondría furioso si sabía que una mujer de su casa había salido escoltada por un solo hombre armado, que además no era un luchador profesional. Y probablemente tendría razón. Danlis sonrió de nuevo y dijo:
—Podría pedirle a un guardia de servicio que viniera con nosotros. Pero tú tienes amigos interesantes, Cappen. ¿Quizás entre ellos haya algún guerrero?
De hecho, él conocía a muchos, pero dudaba que ella quisiera conocerlos..., con una sola excepción. Afortunadamente, Jamie el Rojo no tenía ningún compromiso anterior, y aceptó unirse al grupo. Cappen le dijo al personal de la cocina que preparara un picnic para cuatro.
Las chicas de Jamie se quedaron atrás; no era su tipo de salida, y el sol podía perjudicar sus pieles. Cappen consideraba un poco desagradecido por parte del norteño el no haberlas compartido nunca con él. Eso le había obligado a efectuar un gasto considerable en la Calle de las Linternas Rojas, puesto que era incapaz de retener sus ansias mientras cortejaba a Danlis. Pero, pese a todo, sentía un gran aprecio por Jamie. Se habían conocido después de que Rosanda, que quería escuchar las canciones del juglar, lo hubiera invitado a actuar en la mansión, y luego lo hubiera invitado de nuevo, y ahora Cappen vivía en el Barrio de los Orfebres, y Jamie tenía un apartamento cerca.
Tres caballos y una muía de carga partieron de Santuario en la recién estrenada mañana, en medio del alegre cascabeleo de los arneses. Toda aquella diversión no tuvo su eco en la cabeza de Cappen; había estado bebiendo hasta pasada la medianoche, y nunca le había gustado levantarse antes del mediodía. Pasivo, escuchó a Jamie:
—...sí, mi dama, allá de donde vengo todos son montañeses, gente pobre pero libre. Algunos pueden llamarnos bárbaros, pero no es prudente decirlo delante de nosotros. Porque tenemos historias, canciones, leyes, costumbres, dioses, todos tan viejos como cualesquiera otros en el mundo, e igual de buenos. Carecemos de mucho de vuestro saber del sur, pero, ¿cuánto del nuestro conocéis vosotros? No es que alardee de todo ello, por favor, compréndelo. He visto maravillas en mis vagabundeos. Pero me atrevería a decir que en casa también tenemos algunas de esas maravillas.
—Me gustaría oírlas —respondió Danlis—. Casi no conocemos nada de vuestro país en el Imperio..., apenas lo que mencionan las crónicas de Venafer y Mattathan, o la Historia natural de Kahayavesh. ¿Cómo llegaste aquí?
—Oh, soy un hijo menor de nuestro rey, y pensé que debía ver un poco de mundo antes de aposentarme. No es que me haya hecho rico, por así decir. Pero con una cosa y otra, alquilándome aquí y ayudando allá, me las he ido arreglando. —Jamie hizo una pausa—. Tú, ejem, tienes mucho más que contar, mi dama. Tú provienes de la ciudad coronada del Imperio, y has aprendido mucho de los libros, y al mismo tiempo has salido para ver por ti misma cómo son las tierras y las rocas y las plantas y los animales.
Cappen decidió que era el momento de meterse en la conversación. No se trataba de que Jamie pudiera traicionar a un amigo, ni de que Danlis pudiera sentirse indebidamente atraída por un norteño salvaje. Sin embargo...
Jamie, a su manera, no carecía de atractivo. Era robusto, superaba a Cappen en altura por una cabeza, y sus hombros eran desproporcionadamente anchos. Su apariencia desgarbada era engañosa, como había averiguado el juglar mientras practicaban en un gimnasio público: aquéllos eran recios huesos y duros músculos. Una espectacular cabellera rojiza llamaba la atención en torno a un rostro adolescente, unos suaves ojos azules y unos modales ligeramente tímidos. Hoy iba vestido de una forma sencilla, con una túnica y polainas; pero el cuchillo en su cinto y el hacha en su silla no dejaban lugar a las dudas.
En cuanto a Danlis, bien, ¿qué podía hacer un poeta excepto luchar en busca de las palabras que pudieran reflejar un fantasma de su gloria? Era alta y esbelta, sus rasgos casi fríos en su académica perfección, y su tez alabastrina..., hasta que observabas sus grandes ojos grises, su pelo dorado recogido en lo alto, la curva de sus labios cuando emitían aquella ronca voz. (¡Cuan a menudo había permanecido despierto ansiando sus labios! Se consolaba recordando la fuerte mano delicadamente venada de azul que ella le permitía besar.) Pese al calor y al polvo levantado por los cascos de los caballos, su atuendo de montar con capucha permanecía inmaculado, y su piel no mostraba el menor asomo de sudor.
Cuando Cappen consiguió extraerse de sus ensoñaciones, la charla había derivado hacia los dioses. Danlis se sentía curiosa acerca de los del país de Jamie, como se sentía hacia la mayor parte de las cosas (excepto algunos temas que consideraba indecorosos). Jamie, a su vez, se mostraba ansioso de que ella le explicara lo que estaba ocurriendo en Santuario.
—He oído un lado del asunto, y Cappen se muestra indiferente al respecto —dijo—. La gente murmura acerca de tu amo..., Molin, creo que es su nombre...
—No es mi amo —dejó claro Danlis—. Soy una mujer libre que ayuda a su esposa. Y él es un sumo sacerdote de Ranke, y también un ingeniero.
—¿Por qué el Emperador irrita de este modo Santuario? En la mayor parte de lugares en los que he estado, el gobierno colonial sabe hacer mejor las cosas. Dejan que los dioses locales sigan imperando.
Danlis se quedó pensativa.
—¿Por dónde debo empezar? Sin duda sabes que Santuario era originalmente una ciudad del reino de Ilsig. En consecuencia, edificó templos a los dioses de Ilsig..., notablemente lis, Señor de Señores, y su reina Shipri la Madre de Todo, pero también otros..., Anen de las Cosechas, Thufir el tutelar de los peregrinos...
—Pero ninguno a Shalpa, el patrón de los ladrones —interpuso Cappen—, pese a que en nuestros días es quien tiene más número de devotos.
Danlis ignoró la burla.
—Ranke era un país completamente distinto, bajo dioses completamente distintos —siguió—. Los principain?
les entre ellos son Savankala el Dispensador de Truenos, su consorte Sabellia, Dama de las Estrellas, su hijo Vashanka el Sacrificador, y su hermana y consorte Azyuna..., dioses de la tormenta y de la guerra. Según Venafer, fueron ellos quienes consiguieron al fin la supremacía de Ranke. Mattathan es más prosaico y opina que el espíritu marcial que inculcaron fue el responsable de que el imperio rankano dominara finalmente Ilsig.
—Sí, mi dama, sí, he oído eso —dijo Jamie, mientras Cappen reflexionaba que si su amada tenía un fallo, era su afición a la lectura.
—Santuario ha cambiado desde tiempos antiguos —prosiguió—. Se ha vuelto políglota, turbulenta, corrupta, un cáncer en el cuerpo político. Entre sus elementos más viciosos se hallan los proliferantes cultos extranjeros, por no hablar de los necromantes, brujos, charlatanes y predadores similares de la gente. Ya ha llegado el momento de restablecer aquí las leyes. Y sólo el Imperio puede conseguir esto. Un preliminar necesario es el establecimiento de las deidades imperiales, los dioses de Ranke, para que todo el mundo pueda verlas: su simbolismo, su importancia, su presencia real.
—Pero ellos tienen sus templos —argumentó Jamie.
—Pequeños, destartalados, para acomodar a los rankanos, pocos de los cuales permanecen largo tiempo en la ciudad —indicó Danlis—. ¿Qué reverencia inspira eso para el panteón y el estado? No, el Emperador ha decidido que Savankala y Sabellia tienen que disponer del más grande templo, el mejor acondicionado, de toda la provincia. Molin el Hachero lo edificará y lo consagrará. Luego, los degenerados y los magos podrán ser barridos de Santuario. Tras lo cual el Gobierno del Príncipe podrá manejar a la gente.
Cappen no esperaba que las cosas fueran tan simples. Pero no tuvo oportunidad de decirlo, porque Jamie preguntó de inmediato:
—¿Es eso juicioso, mi dama? Cierto, muchas almas aquí adoran a dioses extranjeros, o a ninguno. Pero muchos adoran aún a los viejos dioses de Ilsig. Consideran a vuestro Savankala como, esto, un intruso. No pretendo ofender, pero así es. Se sienten ultrajados de que tenga una casa mayor y más grande que la de lis de los Mil Ojos. Algunos temen lo que lis pueda hacer al respecto.
—Lo sé —dijo Danlis—. Lamento todos los problemas causados, y estoy segura de que Molin lo lamenta también. Sin embargo, debemos vencer a los agentes de la oscuridad antes de que la enfermedad que representan se difunda por todo el Imperio.
—Oh, no —consiguió intercalar Cappen—. Llevo un tiempo viviendo aquí, principalmente en el Laberinto. He tenido tratos con muchos que se autotitulan magos, de ambos sexos y otros intermedios. No son tan malos. La mayoría los calificaría de lamentables. Se limitan a utilizar sus pequeños engaños para sobrevivir de la manera que pueden, en esta desmoronante ciudad donde la vida los ha atrapado.
Danlis le lanzó una aguda mirada.
—Tú me has dicho que la gente piensa mal de la brujería en Caronne —indicó.
—Y así es —admitió él—. Pero eso es debido a que nos inclinamos a ser racionalistas, que consideran casi toda la magia como un saco de trucos. Lo cual es cierto. Bueno, yo mismo he aprendido unos cuantos de esos trucos.
—¿De veras? —Jamie pareció sorprendido.
—Sólo por diversión —se apresuró a decir Cappen, antes de que Danlis pudiera desaprobarlo—. Algunos son realmente elegantes, virtuales ejercicios de geometría tridimensional. —Al ver el interés despertarse en ella, añadió—: En mi juventud estudié matemáticas; mi padre, antes de morir, deseó que yo tuviera una educación de caballero. Casi toda se ha oxidado en mí, pero recuerdo algunos detalles útiles o pintorescos.
—Bueno, muéstranos algo mientras comemos.
Cappen lo hizo, cuando se detuvieron para comer. Lo hicieron en una colina que dominaba el río del Potrillo Blanco. Serpenteaba resplandeciente por entre campos de cultivo cuyo intenso verde negaba que el desierto acechara al límite de la vista. El sol del mediodía extraía fuertes olores de la tierra: humus, resina, jugos de plantas silvestres. Un solitario árbol de copa plana les proporcionó sombra. Las abejas zumbaban a su alrededor.
Una vez hubieron comido, y después de que Danlis se hubiera arrastrado unos metros más allá para echar una mirada de cerca a un tipo de lagarto nuevo para ella, Cappen demostró su habilidad. Ella se mostró especialmente encantada con sus artificios geométricos. Como cualquier dama rankana, llevaba un costurero entre sus cosas; y, siendo como era, llevaba también útiles de escritura. Así que él pudo aplicar tijeras e hilo al papel. Les mostró cómo un solo anillo podía ser cortado para producir dos que quedaban entrelazados, y cómo una tira de papel podía ser retorcida para que tuviera una sola superficie y un solo borde, y todo lo demás que conocía. Jamie observó con placer, aunque con menos entusiasmo.
Observando cómo el deleite la hacía resplandecer, Cappen se sintió inspirado para seguir con el último poema que estaba componiendo para ella. Tenía la idea, el motivo, una comparación de ella con el amanecer, pero hasta el momento sólo habían emergido los primeros versos, y ninguna estructura adecuada. En este momento...
...el estandarte de su fulgencia de otrora, las huestes de las Sambas no huyan en mala hora para dejarle paso, porque, ¿quién puede resistir ahora el triunfo de este fulgor que aflora?
Sí, la cosa marchaba. Ahora los siguientes dos versos:
Mi dama acude a mí como el despuntar de la aurora. Sueño en la oscuridad que si a lo peor se demora.
Había llegado hasta allí cuando ella dijo bruscamente:
—Cappen, esta excursión es tan espléndida, el paisaje es tan maravilloso. Me gustaría contemplar el amanecer sobre el río mañana. ¿Me escoltarás?
¿El amanecer? Pero ella ya le estaba diciendo a Jamie:
—No necesitas preocuparte por ello. Estoy pensando en un paseo fuera de la ciudad hasta el puente. Si elegimos el camino adecuado, estará bien guardado por todas partes, será perfectamente seguro.
Y había poco tráfico a aquella hora; además, las monumentales estatuas a lo largo del puente de erguían frente a miradores que les protegían de los transeúntes.
—Oh, sí, por supuesto, Danlis, me encantará —dijo Cappen. A cambio de una oportunidad así, estaba dispuesto a levantarse antes del amanecer.
Cuando llegó a la mansión, ella ya no estaba allí.
Exhausto tras su encuentro con Illyra, Cappen se encaminó al Vulgar Unicornio y relató sus cuitas a Un Pulgar. El robusto hombre había acudido temprano a la posada, porque uno de sus compañeros con los que se turnaba aún no se había recuperado de los efectos de una disputa con un cliente. (Poco después, el cliente fue hallado flotando boca abajo bajo uno de los muelles. Nadie cuestionó a Un Pulgar al respecto; sus habituales sabían que prefería que su establecimiento fuera seguro, aunque sus métodos no siempre fueran ortodoxos.) Le ofreció su taciturna simpatía y el préstamo de una cama arriba. Cappen apenas se dio cuenta de los insectos que la compartían.
Despertó al atardecer, encontró agua y una toalla, y se sintió recuperado..., y también hambriento y sediento. Se dirigió al bar de abajo. El atardecer era azulado en las ventanas y en la abierta puerta, negro bajo las vigas de madera. Las velas lanzaban una escasa luz a lo largo del mostrador y en las pequeñas mesas junto a las paredes. El aire se había vuelto frío, lo cual aliviaba los hedores del Laberinto. De modo que Cappen fue agudamente consciente del olor a cerveza —rancia en los charcos bajo sus pies, fresca donde un trío de hombres se habían sentado para bebería— y a carne asada procedente de la cocina.
Un Pulgar se le acercó, una sombría masa apenas iluminada en su calvo cráneo.
—Siéntate —gruñó—. Come. Bebe. —Llevaba una gran jarra y una bandeja con una loncha de ternera asada sobre pan. Lo colocó todo en una esquina de la mesa, y se sentó en una silla al otro lado.
Cappen se sentó también y atacó la comida.
—Eres muy amable —dijo, entre mordisco y trago.
—Pagarás cuando tengas dinero, o si no lo tienes, entonces en canciones y actos de magia. Son buenos para la clientela. —Un Pulgar guardó silencio y miró a su invitado.
Cuando Cappen hubo terminado, el posadero dijo:
—Mientras dormías, envié a un par de tipos a preguntar por ahí. Quizás alguien vio algo que pueda ser útil. No te preocupes..., no te mencioné a ti, y es natural que yo me sienta interesado por saber lo que ocurrió realmente.
El juglar se lo quedó mirando.
—Te has tomado muchas molestias por mí.
—Ya te lo he dicho, quiero saberlo por mi propio bien. Si hay algo extraño flotando por ahí, ¿dónde va a golpear a continuación? —Un Pulgar se pasó un dedo por la parte de sus encías carente de dientes—. Por supuesto, si tienes suerte..., no lo espero, pero por si acaso..., recuerda quién te dio un empujón. —Una figura apareció en la puerta, y fue a servirla.
Al cabo de un rato de murmurar con ella, condujo al recién llegado al lugar donde estaba Cappen. Cuando el juglar reconoció al delgado joven, su pulso se aceleró. Un Pulgar no le reuniría con Hanse a menos que hubiera una causa: juglar y ladrón no podían soportarse mutuamente. Se saludaron fríamente con la cabeza, pero no hablaron hasta que el posadero regresó con una ronda de cerveza.
Cuando estuvieron los tres sentados, Un Pulgar dijo:
—Bien, escúpelo, chico. Afirmas tener noticias.
—¿Para él? —llameó Hanse, haciendo un gesto hacia Cappen.
—No importa para quién. Simplemente habla.
Hanse frunció el ceño.
—Yo no hablo para un solo tipo asqueroso.
—Lo harás si deseas seguir viniendo aquí.
Hanse se mordió el labio. El Vulgar Unicornio era un lugar de cita virtualmente indispensable para uno de su oficio.
Cappen pensó que lo mejor era endulzar un poco la píldora.
—Conozco a Molin el Hachero. Si puedo servirle en este asunto, él no será avaro. Y tampoco yo. Digamos, hum..., ¿diez reales de oro para ti?
La suma no era principesca, pero sí plausible.
—De acuerdo, de acuerdo —respondió Hanse—. Estaba planeando un trabajo en el Barrio de los Orfebres. Un pelotón de guardia apareció hacia el amanecer, e imaginé que era mejor marcharme a casa, y no por el mismo lugar por el que había venido precisamente. Así que enfilé la Avenida de los Templos, como si deseara pararme en alguno de ellos y presentar mis respetos a un dios u otro. La noche era oscura y estaba nublado, razón por la que yo estaba donde estaba. Pero ya sabéis que varios de los templos mantienen las luces encendidas. Había la suficiente como para ver, incluso hasta una cierta distancia. Pero no se veía a nadie. De pronto oí una especie de ruido silbante, chasqueante, hacia arriba. Alcé la vista y...
Se detuvo.
—¿Y qué? —estalló Cappen. Un Pulgar permanecía sentado, impasible.
Hanse tragó saliva.
—No me atrevería a jurarlo —dijo—. Todavía era oscuro, ¿os dais cuenta? Desde entonces no he dejado de preguntarme si no me equivoqué.
—¿Qué fue? —Cappen aferró el borde de la mesa hasta que sus uñas se volvieron blancas.
Hanse se remojó la garganta y dijo precipitadamente:
—Lo que me pareció ver fue algo así como una enorme cosa negra, casi como una serpiente, pero con alas de murciélago. Apareció rápidamente desde, oh, más o menos la dirección de la casa de Molin, calcularía ahora que pienso en ello. Y se dirigía más o menos hacia el templo de lis. Había algo colgando debajo de ella, que podía ser uno o dos cuerpos humanos. No me quedé para ver, se metí en el callejón más próximo y aguardé. Cuando salí de nuevo, había desaparecido.
Acabó su cerveza y se levantó.
—Eso es todo —restalló—. No deseo volver a recordarlo, y si alguien lo pregunta, yo nunca estuve ahí esta noche.
—Tu historia vale un par de jarras más —invitó Un Pulgar.
—Otra velada —rechazó Hanse—. En estos momentos lo que necesito es una puta. No olvides esos diez reales, cantante. —Se marchó, las piernas rígidas.
—Bien —dijo el posadero tras un silencio—, ¿te sirve de algo esto?
Cappen reprimió un estremecimiento. Las palmas de sus manos estaban frías.
—No lo sé, sólo que, si es cierto, nos enfrentamos a algo que no es de nuestra especie.
—En una ocasión me dijiste que habías conseguido un conjuro contra la magia.
Cappen sujetó con los dedos el pequeño amuleto de plata en forma de serpiente enroscada que llevaba colgado del cuello.
—No estoy seguro. Un mago al que le hice un favor me dio esto, hace años. Afirmó que me protegería contra los conjuros y los seres sobrenaturales de rango inferior al de dioses. Pero, para hacer que funcione, debo pronunciar tres verdades acerca del que ha lanzado el conjuro o la criatura. He hecho eso en dos o tres ocasiones, y he salido de ellas intacto, pero no puedo demostrar que fue el talismán el responsable.
Entraron más clientes, y Un Pulgar tuvo que ir a servirles. Cappen rumió sobre su cerveza. Ansiaba emborracharse y confiar en que el posadero le apoyara todo lo necesario, pero no se atrevía. Ya había averiguado más de lo que creía que aprobaría la oposición..., fueran quien fuese o lo que fuese esa oposición. Tal vez tuvieran medios de descubrir esto.
Su vela parpadeó. Alzó la vista y vio a un hombre gordo y sin barba vestido con un adornado atuendo formal, un atuendo escasamente formal para visitar el Vulgar Unicornio.
—Saludos —dijo el hombre. Su voz era como la de un niño.
Cappen entrecerró los ojos en la penumbra.
—No creo conocerte —respondió.
—No, pero lo harás, oh, sí, lo harás. —El hombre gordo se sentó. Un Pulgar se acercó, y recibió el encargo de vino tinto—: Pero un vino decente, tabernero, un Zhanuvend o un Baladach. —Una moneda tintineó y relució.
El corazón de Cappen dio un vuelco.
—¿Enas Yorl? —jadeó.
El otro asintió.
—En su misma carne, esa carne demasiado mudable. Espero que mi maldición golpee pronto de nuevo. Casi cualquier forma será mejor que ésta. Odio estar gordo. Y también soy un eunuco. Las veces que he sido una mujer fueron mejores que esto.
—Lo siento, señor —se apresuró a decir Cappen. Aunque no podía librarse del conjuro arrojado sobre él, Enas Yorl era un poderoso taumaturgo, no un simple prestidigitador.
—Al menos, no he sido desplazado arbitrariamente. No puedes imaginar lo irritante que es descubrirse de pronto en alguna otra parte, quizás a kilómetros de distancia. Fui capaz de venir hasta aquí como corresponde, en mi litera. Uf, ¿cómo puede alguien poner voluntariamente sus zapatos en esas cloacas al aire libre que llaman calles en el Laberinto? —Llegó el vino—. Será mejor que hablemos rápido y nos ciñamos al asunto, joven, a fin de que podamos terminar y yo pueda volver a casa antes del próximo contratiempo.
Enas Yorl dio un sorbo a su vino e hizo una mueca.
—He sido engañado —gimió—. Esto ni siquiera es bebible.
—Quizá la culpa sea de tu actual paladar, señor —sugirió Cappen. No añadió que la lengua del otro presentaba definitivamente un caso grave de logorrea. Era casi una tortura física permanecer sentado allí, pero no debía contrariar al mago.
—Sí, es muy probable. Nada me ha sabido bien desde... Bueno. Vayamos al grano. Cuando he oído que Un Pulgar estaba naciendo preguntas acerca del incidente de la última noche, envié también algunos de mis investigadores. Comprenderás que he estado intentando descubrir tanto como me ha sido posible. —Enas Yorl trazó un signo en el aire—. Pura precaución. No siento ningún deseo de cruzarme con los Poderes implicados en esto.
Un hormigueante soplo cruzó el cuerpo de Cappen.
—¿Sabes quiénes son, de qué se trata? —Su tono vaciló.
Enas Yorl agitó un dedo.
—No tan aprisa, muchacho, no tan aprisa. Mi última información fue la de una al parecer infructuosa entrevista que tuviste con Illyra la vidente. También averigüé que ahora estabas en esta posada y cerca de su posadero. Evidentemente, te hallas implicado. Debo saber por qué, cómo, cuánto..., todo.
—Entonces, ¿me ayudarás..., señor?
El otro sacudió la cabeza, haciendo temblar papada y mejillas.
—Absolutamente no. Te dije que no quiero tomar parte en esto. Pero, a cambio de cualquier dato que tú poseas, estoy dispuesto a explicarte todo lo que pueda, y a aconsejarte también. Pero déjame advertirte: mi consejo será indudablemente que olvides el asunto y quizá que abandones la ciudad.
E indudablemente estaría en lo cierto, pensó Cappen. Si simplemente fuera un consejo que no resultara imposible de cumplir para un amante... A menos... ¡Oh, compasivos dioses de Caronne, no, no!... A menos que Danlis estuviera muerta.
Toda la historia brotó de él, apresurada y profundizada por ansiosas preguntas. Cuando terminó, siguió sentado, sin aliento, mientras Enas Yorl asentía con la cabeza.
—Sí, eso parece confirmar lo que sospechaba —dijo el mago, más suavemente. Miró más allá del juglar, a las sombras que gravitaban y parpadeaban al fondo. El zumbido de las conversaciones, el cliquetear de vasos y jarras, un ocasional estallido de risa entre los clientes, todo parecía más remoto que la luna.
—¿Qué era? —quiso saber Cappen.
—Un sikkintair, un Cuchillo Volante. No puede haber sido ninguna otra cosa.
—¿Un... qué?
Enas enfocó su mirada en su compañero.
—El monstruo que se llevó a las mujeres —explicó—. Los sikkintairs son un atributo de lis. Un par de esculturas en la gran escalinata de su templo los representan.
—Oh, sí, las he visto, pero nunca pensé...
—No, tú no eres un devoto de ninguno de los dioses que tienen aquí. Yo mismo, cuando tuve noticia del secuestro, envié a mis familiares a indagar por ahí y a arrojar conjuros inquisitivos. Recibí indicaciones... No puedo describírtelas, careces de erudición arcana. Establecí que el entramado mismo del espacio se ha visto turbado. Las vibraciones aún no han cesado, y están centradas en el templo de lis. Si quieres una cruda analogía, puedes visualizar una superficie de agua y las olas desvaneciéndose progresivamente a ondulaciones y finalmente a la nada, cuando un buceador la atraviesa.
Enas Yorl bebió un sorbo de vino más largo de lo que estaba acostumbrado.
—La civilización era vieja en Ilsig cuando Ranke era aún un poblado bárbaro —dijo, como para sí mismo; su mirada había derivado de nuevo a lo lejos, hacia la oscuridad—. Sus mitos pintaban el hogar de los dioses situado fuera del mundo..., no encima, no debajo, sino fuera. Los filósofos de una era posterior, más racionalista, elaboraron eso en una teoría de universos paralelos. Mis propias investigaciones, comprenderás que mi condición me ha hecho interesarme especialmente en la teoría de las dimensiones, los aspectos más sutiles de la geometría..., mis propias investigaciones han demostrado la posibilidad de transferencia entre esos espacios diferentes.
»Como otra analogía, considera un mazo de cartas. Una está habitada por un rey, una por un caballero, una por un paje, etcétera. Ordinariamente, ninguna de las figuras puede abandonar el plano en el que existe. Sin embargo, si una pieza muy delgada de material absorbente empapada en un tipo único de disolvente fuera situada entre dos cartas, las tintas que las forman podrían pasar a su través: reteniendo su configuración, supongo. En realidad, por supuesto, ésta es una comparación mucho menos que ideal, porque en realidad la transferencia se realiza a través de una contorsión particular del continuo...
Cappen no pudo soportar más pedantería. Depositó con un seco golpe su jarra sobre la mesa y exclamó:
—Por todos los infiernos de todos los cultos, ¿quieres llegar al fondo del asunto?
Los hombres de las sillas adyacentes le miraron, decidieron que no se estaba fraguando ninguna pelea, y volvieron a sus intereses. Ésos incluían negociaciones con los transeúntes que, linternas en mano, habían entrado en busca de tratos.
Enas Yorl sonrió.
—Olvidaré tu estallido, dadas las circunstancias —dijo—. Yo también soy ocasionalmente joven.
»Muy bien. Dados los datos anteriores, incluidos los tuyos, la infraestructura de los acontecimientos parece razonablemente evidente. Eres consciente del conflicto que existe respecto a un nuevo templo propuesto, que tiene que superar los de lis y Shipri. No sostengo que el dios haya intervenido directamente. Ciertamente, espero que crea que eso se halla por debajo de su dignidad; una teomaquia no sería buena para nosotros, simplificando un poco el caso. Pero puede haber inspirado a algunos de sus más fanáticos sacerdotes a emprender una acción.
Puede haberles revelado, en sueños o visiones, los medios a través de los cuales poder cruzar hasta el mundo contiguo y allí hacer que los sikkintairs obedezcan a sus mandatos. Sostengo la hipótesis de que dama Rosanda, y, por supuesto, su coadjutora, tu enamorada, se hallan encerradas en ese mundo. El templo está demasiado lleno de sacerdotes, diáconos, acólitos y gente laica como para ocultar allí a la esposa de un magnate. Sin embargo, la puerta no necesita ser reconocible como tal.
Cappen se controló a sí mismo con un estremecimiento interior, e hizo que su entrenada voz sonara casual:
—¿Cuál puede ser su aspecto, señor?
—Oh, probablemente un pergamino, tomado de un cofre donde había permanecido mucho tiempo olvidado, y ahora desenrollado..., sí, supongo que en el sanctasanctórum, para poder extraer su poder de los objetos sagrados y ser visto por las menos personas posibles que no estén implicadas en la conspiración... —Enas Yorl salió de su abstracción—. ¡Cuidado! Deduzco tus pensamientos. Ahógalos antes de que te maten.
Cappen se pasó una arenosa lengua por unos labios como cuero.
—¿Qué... debemos... esperar que ocurra, señor?
—Esa es una interesante pregunta —dijo Enas Yorl—. No puedo hacer más que conjeturar. Sin embargo, estoy familiarizado con la jerarquía del templo y..., no creo que el Arcipreste sepa nada del asunto. Es demasiado viejo y débil. Por otra parte, esto entra completamente dentro del estilo de Hazroah, el Sumo Flamen. Más aún, últimamente ha tomado de una forma efectiva el gobierno del templo en sus manos, arrebatándoselo a su superior nominal. Es atrevido, despiadado..., hubiera debido ser soldado. Bien, poniéndome en su piel, predigo que dejará que Molin hierva un poco en su propio jugo, luego abrirá cautelosamente las negociaciones..., un indicio al principio, y siempre la afirmación de que ésta es la voluntad de lis.
»Nadie excepto el emperador puede cancelar unas obras dedicadas a las deidades imperiales. Persuadirle tomará mucho tiempo y presión. Molin es un aristócrata rankano de la vieja escuela; se verá desgarrado entre su deber a sus dioses, su estado y su esposa. Pero sospecho que finalmente se verá reducido al punto de admitir que, en verdad, es una mala política exaltar a Savankala y Sabellia en una ciudad de la que nunca han sido tutelares. A su vez, puede influenciar al Emperador de la forma deseada.
—¿Cuánto tiempo crees que tomará esto? —susurró Cappen—. ¿Hasta que las mujeres sean liberadas?
Enas Yorl se encogió de hombros.
—Posiblemente años. Hazroah puede intentar acelerar el proceso demostrando que dama Rosanda es sometida a castigo. Sí, debo imaginar que los restos de una doncella que ha sido torturada hasta la muerte, depositados delante de la puerta de Molin, pueden ser un argumento bastante fuerte.
Su expresión se hizo intensa ante la abrumada mirada que vio ante él.
—Sí, lo sé —dijo—. Estás alimentando sueños febriles de un heroico rescate. Es imposible. Aun suponiendo que de alguna forma consiguieras cruzar la puerta y traerla de vuelta, la puerta seguiría existiendo. Dudo que lis buscara personalmente la venganza; además de ser indigno de él, eso podría provocar un enfrentamiento abierto con Savankala y su cortejo, que son unos personajes formidables. Pero lis no retendrá la mano del flamen Hazroah, que es de un tipo mucho más vengativo. Si escaparas de sus asesinos, un sikkintair iría tras de ti, y ni tú ni ella podríais ocultaros en ningún lugar del mundo. Tu talismán no te serviría de nada. El sikkintair no es sobrenatural, a menos que tú le des esa designación a la fuerza que permite a una masa tan enorme volar; y no procede de la magia, sino del dios.
»Así que olvida a la muchacha. La ciudad está llena de ellas. —Rebuscó en su bolso y derramó un puñado de monedas sobre la mesa—. Ve a una buena casa de placer, diviértete, y dedica uno al pobre viejo Enas Yorl.
Se levantó y se encaminó pesadamente hacia la salida. Cappen siguió sentado, contemplando las monedas. Se dio cuenta vagamente de que formaban una generosa suma; lunares de plata, en número de treinta.
Un Pulgar avanzó hacia él.
—¿Qué te dijo? —preguntó el posadero.
—Que debo abandonar toda esperanza —murmuró Cappen. Le picaban los ojos; su visión era turbia. Furiosamente, se los secó.
—Tengo la impresión de que no es juicioso que oiga más. —Un Pulgar apoyó su mutilada mano sobre el hombro de Cappen—. ¿Quieres emborracharte? A cuenta de la casa. Tendré que cobrarte o el resto querrá bebida gratis también, pero te lo devolveré mañana.
—No, yo..., gracias, pero..., pero estás ocupado, y yo necesito a alguien con quien poder hablar. Simplemente préstame una linterna, por favor.
—Eso atraerá a los ladrones, amigo, con esas finas ropas que llevas.
Cappen aferró la empuñadura de su espada.
—Serán bienvenidos, mientras duren —dijo con tono amargo.
Se puso en pie. Sus dedos recordaron recoger las monedas.
Jamie le dejó entrar. El norteño se había echado apresuradamente una bata sobre su recio cuerpo; llevaba la lámpara de piedra que era su luz nocturna.
—Chisss —dijo—. Las chicas están dormidas. —Señaló con la cabeza hacia una puerta cerrada en el extremo más alejado de su habitación principal. Alzó la lámpara y obtuvo una visión clara del rostro de Cappen. El suyo registró una impresionada sorpresa—. Hey, muchacho, ¿qué es lo que te atormenta? He visto hombres empalados que parecían más felices.
Cappen cruzó tambaleante el umbral y se dejó caer en un sillón. Jamie aseguró por dentro la puerta de la entrada, prendió una varilla en la llama de la lámpara y encendió velas, luego llenó un par de vasos de vino. Arrastro una silla del otro lado de la estancia, se dejó caer en ella, cruzó la pantorrilla derecha enfundada en rojo sobre su rodilla izquierda y dijo suavemente:
—Cuéntame.
Cuando hubo oído todo lo que Cappen tenía que decir, permaneció largo rato en silencio. En las paredes brillaban sus armas, entre hermosos cuadros que sus compañeras de casa habían seleccionado. Finalmente, preguntó en voz baja:
—¿Has renunciado?
—No lo sé —gruñó Cappen—. No lo sé.
—Creo que tienes que seguir, sean o no las cosas tal como las supone el maestro mago. Allá de donde vengo sostenemos que ningún hombre tiene que huir de su destino, a fin de dar la oportunidad de que se produzca una buena historia que luego pueda contar. Además, tal vez éste no sea el día de nuestra muerte; y dudo que sea imposible matar a tus dragones, aunque puede ser divertido descubrirlo; y, principalmente, me encariñé con tu chica. No hay muchas como ella, amigo mío. En mi tierra natal también dicen: «No desperdicies lo que deseas».
Cappen alzó los ojos, asombrado.
—¿Quieres decir que debería intentar liberarla? —exclamó.
—No, quiero decir que deberíamos —rió Jamie—. La vida se ha vuelto un tanto aburrida para mí últimamente..., aparte Mariposa y Luz Perlina, por supuesto. Además, podría aprovechar mi parte del dinero de la recompensa.
—Yo... yo deseo hacerlo —tartamudeó Cappen—. ¡Cómo lo deseo! Pero las posibilidades en contra nuestra...
—Ella es tu chica, y ésta es tu decisión. No te culparé si te echas atrás. Tal vez en tu país no crean que el primer deber de un hombre es hacia su mujer y sus hijos. De todos modos, para ti ella no era más que una esperanza.
Una oleada invadió al juglar. Saltó en pie y se puso a pasear de un lado para otro, de arriba abajo.
—Pero, ¿qué podemos hacer?
—Bueno, podemos explorar el templo y ver lo que hay —propuso Jamie—. He estado allí alguna que otra vez, siguiendo la política de que no causa ningún daño reconocer a todos los dioses su honor. Quizá descubramos que efectivamente no podemos hacer nada. O quizá no lo descubramos, y sigamos adelante y lo hagamos.
Danlis...
El fuego floreció en Cappen Varra. Era joven. Extrajo su espada y la agitó, haciendo silbar el aire.
—¡Sí! ¡Lo haremos!
Una pequeña parte gramática en él notó la confusión de humores y tiempos verbales en la conversación.
El único tráfico en la Avenida de los Templos era la brisa nocturna, fría y silbante. Las estrellas, heladas de contemplar, miraban desde arriba su amplia soledad por entre los oscurecidos edificios e ídolos carcomidos por el tiempo y descuidados jardines. Aquí y allá unas llamas arrojaban una inquieta luz, desde los pórticos o los gabletes o las cornisas, desde las linternas de cristal o las hornacinas o las jarras de piedra llenas de orificios. A los pies de la gran escalinata que conducía al templo de lis y Shipri, el fuego formaba halos sobre las enormes figuras, masculina y femenina, en sus antiguos ropajes, que la flanqueaban.
Más allá, la casa de los dioses en sí se erguía, con su frente porticado, sus grandes puertas de bronce, sus paredes de granito alzándose verticales hasta un domo dorado en el que brillaba también la luz; el punto más alto de Santuario.
Cappen empezó a subir la escalinata.
—Espera —dijo Jamie, y dio un tirón de su capa—. No podemos entrar directamente así. Tienen guardias en el vestíbulo, ya lo sabes.
—Quiero echar un vistazo de cerca a esos sikkintairs —explicó el juglar.
—Hum, bueno, quizá no sea una mala idea, pero hagámoslo rápido. Si aparece un pelotón de guardias, nos veremos en apuros. —No podían afirmar que simplemente deseaban realizar sus devociones, puesto que a un civil no se le permitía llevar más armas en aquel distrito que un cuchillo. Cappen y Jamie los llevaban, pero no se iluminaban como hombres honestos. Además, Cappen llevaba su estoque, Jamie una espada de doble filo, un casco cónico y un espadín que le llegaba hasta la rodilla. Además, había proporcionado lanzas para ambos.
Cappen asintió y saltó hacia delante. A medio camino, se detuvo y miró. La estatua era una visión intimidante. De obsidiana, pulida hasta darle el aspecto de cristal, mediría unos diez metros si la cola no estuviera enrollada debajo del estrecho cuerpo. Las dos patas que sostenían la parte frontal del templo terminaban en garras que tenían la misma longitud que el espadín de Jamie. El cuello serpentino, alzado, estaba rematado por una perversa cabeza lanceolada, con las mandíbulas separadas para mostrar unos colmillos que el escultor había dispuesto en diamante. De su lomo brotaban unas alas, de murciélago excepto por sus afiladas y puntiagudas curvaturas, que si se extendían podrían haber cubierto muy bien otros diez metros.
—Aja —murmuró Jamie—. Un bruto así puede cargar muy bien con dos mujeres, del mismo modo que un águila un puñado de lebratos. Debe necesitar una gran cantidad de comida. Me pregunto qué presas caza en su lugar natal.
—Podemos descubrirlo —dijo Cappen, y deseó no haberlo dicho.
—Ven. —Jamie abrió camino hacia atrás y en torno al lado izquierdo del templo. Éste ocupaba casi todo el terreno, sin dejar más que un estrecho camino de losas de piedra. Cerca de él, un muro encerraba el sanctasanctórum de Eshi, la diosa del amor, profundamente perfumado con flores. De modo que el espacio que quedaba estaba gratificantemente oscuro; los intrusos no podían ser espiados desde la avenida. Sin embargo, se filtraba la suficiente luz como para que pudieran ver lo que estaban haciendo. Cappen se preguntó si eso significaba que la
diosa sonreía ante su aventura. Después de todo, estaba impulsada principalmente por el amor. Además, él siempre había sido un entusiasta adorador suyo, o en cualquier caso de sus contrapartidas en los panteones extranjeros; le había rendido su sacrificio favorito más a menudo que la mayoría de los hombres.
Jamie había señalado que el edificio tenía que disponer de puertas más pequeñas para propósitos utilitarios. Pronto encontró una, cerrada por dentro para la noche y entre ventanas que apenas eran más grandes que rendijas, imposibles de cruzar. Podían hundir los paneles de madera, pero el ruido sería oído. Cappen tuvo una idea mejor. Hizo colocar a su compañero sobre manos y rodillas. De pie sobre sus anchas espaldas, introdujo su espada, cogida por la punta, por una de las ventanas y trabajó con ella en la parte interior de la puerta. Tras algunos tanteos y obscenidades susurradas, atrapó la aldaba con la cruz del arma y consiguió alzarla.
—Uf, creo que equivocaste tu oficio —dijo el norteño mientras se alzaba y abría el camino.
—No, el latrocinio es demasiado arriesgado para mis gustos —replicó Cappen en débil burla. El hecho era que nunca había robado o engañado a menos que alguien mereciera el tratamiento.
—¿Ni siquiera robar en la casa de un dios? —La sonrisa de Jamie era más amplia de lo necesario.
Cappen se estremeció.
—No me lo recuerdes.
Entraron en un almacén, cerraron la puerta, y tantearon en la oscuridad hasta la salida. Más allá había una sala. Una serie de lámparas muy espaciadas proporcionaban una desnuda visibilidad. Aparte esto, los intrusos no vieron más que vacío y no oyeron más que silencio. El vestíbulo y la nave del templo nunca estaban cerrados; los guardias vigilaban y un sacerdote estaba siempre preparado para aceptar ofrendas. Pero el resto de la jerarquía y personal estaban dormidos. O eso esperaban ambos.
Jamie había averiguado que el sanctasanctórum estaba en el domo, puesto que lis era un dios del cielo. Ahora dejó que Cappen tornara la delantera, ya que estaba más familiarizado con los interiores y tenía mayor habilidad para razonar una ruta. El juglar utilizó la mitad de su mente para eso, y apenas se dio cuenta de los esplendores junto a los que pasaban. La segunda mitad estaba atareada recolectando leyendas de héroes que habían incurrido en la ira de un dios, especialmente un dios mayor, pero que al final se habían salido con bien porque tenían la bendición de otro. Decidió que futuros intentos de propiciar a lis sólo atraerían la atención de ese augusto personaje; sin embargo, Savankala se sentiría complacido y, sí, en cuanto a las deidades nativas, cultivaría fervientemente, por todos los medios, a Eshi.
Unas cuantas veces, que parecieron terriblemente largas, giró en dirección equivocada y tuvo que volver sobre sus pasos tras descubrirlo. Finalmente, sin embargo, halló una escalera que parecía zigzaguear por la parte interna de una pared exterior. Pasaron descansillo tras descansillo...
El último estaba rematado en una habitación muy pequeña, casi una cabina, aunque ricamente ornamentada...
Abrió la puerta y salió...
El viento se infiltró por entre las columnas que sostenían el domo, por entre sus ropas y hacia la médula de sus huesos. Vio estrellas. Eran las más brillantes del cielo, porque la entrada de la cabina era el pedestal de una gigantesca linterna. En el suelo, embaldosado con símbolos desconocidos para él, observó algo grande en cada punto cardinal..., un altar, dos estatuas, y la famosa Piedra del Rayo, supuso; estaban rodeados por un sudario de tela de oro. Ante el objeto oriental se tensaba una especie de banda, cuyo extremo más alejado parecía en llamas.
Reunió todo su valor y se acercó. Aquella cosa era un pergamino, de unos dos metros y medio de largo por algo más de uno de ancho, colgado tensamente mediante cuerdas de las esquinas superiores de un miembro de apoyo del domo. Las cuerdas parecían estar pegadas, como para evitar hacer agujeros en la superficie. El extremo inferior del pergamino, a medio metro por encima del suelo, estaba asegurado de un modo similar; pero a un par de yunques firmemente colocados allí con aquella finalidad. Pese a todo, el pergamino chasqueaba y resonaba ligeramente en el viento. Estaba cubierto de símbolos cabalísticos.
Cappen se dirigió hacia el otro lado y silbó levemente. Contenía una pintura, con un estrecho borde. Más allá del extremo de lo que podía ser una pérgola, la escena se abría a una pradera cuya majestuosidad era proporcionada por una serie de robles que se erguían a intervalos desiguales. Aproximadamente a un kilómetro de distancia —la perspectiva estaba maravillosamente ejecutada— se alzaba un edificio de buen tamaño y de un estilo que nunca antes había visto, de retorcidas columnatas y techo de extravagantes aleros de un color rojo sangre. Estaba rodeado por un jardín formal, cuyos senderos y ornamentos florales tenían también una extraña disposición; las fuentes brotaban en intrincados esquemas. Más allá de la casa el terreno ondulaba en forma ascendente, y sobre el horizonte destacaban unos picos cubiertos de nieve. El cielo era de un color azul profundo.
—¡Qué demonios! —estalló Jamie—. La luz del sol brota de esta pintura. Puedo sentirla.
Cappen reunió sus sentidos y prestó atención. Sí: luz, y también calor, y..., ¿y olores? Y esas fuentes, ¿no arrojaban realmente agua?
Un extraño cosquilleo lo invadió.
—Creo... que hemos encontrado... la puerta —dijo.
Adelantó cautelosamente su espada hacia el pergamino. La punta no halló resistencia; simplemente siguió avanzando. Jamie fue al otro lado del pergamino.
—No lo has perforado —informó—. No sale nada por este lado..., que por cierto se ve completamente sólido.
—No —respondió Cappen—, la punta de la espada está en el otro mundo.
Echó el arma hacia atrás. Él y Jamie se miraron.
—¿Y bien? —dijo el norteño.
—Nunca tendremos una ocasión mejor —respondió por él la garganta de Cappen—. Sería una estupidez retroceder ahora, a menos que decidamos renunciar a toda la aventura.
—Bueno, podríamos decirle a Molin, no, al Príncipe, lo que hemos descubierto.
—¿Y ser arrojados a una casa de locos? Si el Príncipe enviara investigadores, los complotadores no tendrían más que enrollar esta cosa y ocultarla hasta que se hubieran ido. No. —Cappen cuadró los hombros—. Tú haz lo que quieras, Jamie, pero yo voy al otro lado.
En su interior, deseaba de todo corazón tener menos autorrespeto, o como mínimo no estar enamorado de Danlis.
Jamie frunció el ceño y suspiró.
—De acuerdo; tienes razón, supongo. No creí que el asunto tomara esos derroteros. Esperaba simplemente efectuar una somera inspección. De haber previsto esto, hubiera despertado a las chicas para decirles, esto, buenas noches. —Alzó su lanza y extrajo su espada. Bruscamente, se echó a reír—. ¡Ocurra lo que ocurra, hagamos que sea divertido!
Alzando mucho la pierna, Cappen cruzó el pergamino.
No tuvo la sensación de cruzar ninguna puerta, excepto que entró en un suave día de verano. Después de que Jamie le siguiera, vio que la escena que se reflejaba en el pergamino era la misma a la que acababa de dar la espalda: una velada masa, una columna, estrellas sobre una ciudad nocturna. Comprobó el otro lado de la banda, y descubrió los mismos dibujos que habían sido pintados en su compañera.
No, pensó, no su compañera. Si había comprendido correctamente a Enas Yorl, y recordaba lo que le había enseñado su tutor en matemáticas sobre geometría esotérica, allí sólo podía haber un único pergamino. Uno de sus lados daba a su universo, el otro a éste, y un conjuro había retorcido las dimensiones hasta que la materia podía pasar directamente del uno al otro.
Aquí también el pergamino estaba suspendido por cuerdas, aunque en una pérgola de mármol amarillo, cuyos escalones circulares descendían hasta la pradera. Imaginó que un sikkintair iba a encontrar el paso difícil, especialmente si iba cargado con el peso de sus mujeres entre sus garras. El monstruo probablemente las habría apretado contra su cuerpo, se habría lanzado a gran velocidad, doblando las alas, y se habría deslizado entre las columnas del domo y los límites de la puerta. En el viaje de ida, se habría arrastrado simplemente hasta Santuario.
Todo esto lo hizo y lo pensó Cappen en media docena de latidos de su corazón. Un grito atrajo su atención de vuelta. Tres hombres que habían permanecido ociosamente sentados en los escalones habían observado su aparición y estaban subiendo a toda prisa. Recios y de duros rasgos, sus rostros estaban afeitados y llevaban morriones de alta cresta, corazas doradas, túnicas negras y botas, espadas cortas y las alabardas típicas de los guardias del templo.
—¿Quiénes, en nombre del Impío, sois vosotros? —exclamó el primero—. ¿Qué estáis haciendo aquí?
La incertidumbre de Jamie se desvaneció en una oleada de regocijo juvenil.
—Dudo que crean ninguna palabra que les digamos —indicó—. Tendremos que convencerles de una forma distinta. Si puedes ocuparte de él por la izquierda, yo me haré cargo de sus compañeros.
Cappen se sentía menos confiado. Pero carecía de tiempo para asustarse; tenía que dejar los estremecimientos para un momento más oportuno. Además, era un buen espadachín. Se lanzó escaleras abajo.
El problema era que carecía de experiencia con las lanzas. El alabardero le sujetó el arma con ambas manos, cerca del centro del mango. Empujó hacia Cappen, desvió el golpe, y casi se la arrancó al juglar. El contragolpe del guardia hubiera ensartado a su enemigo, si Cappen no hubiera caído contra el mármol.
El guardia lanzó una carcajada, asentó firmemente sus piernas abiertas en el suelo, y giró su alabarda para asestar un golpe contra la cabeza de su enemigo. Mientras el arma descendía, sus manos resbalaron hacia el extremo del mango.
Saltaron fragmentos de mármol. Cappen había rodado escalones abajo. Giró sobre sí mismo hasta llegar al suelo y saltó en pie. Todavía aferraba su lanza, que le había arañado mientras la mantenía cruzada por encima de él. El centinela aulló y saltó en su persecución. Cappen echó a correr.
Tras ellos, un segundo guardia cayó al suelo y se agitó, cada vez más lentamente, en medio de lo que parecía una imposiblemente copiosa y brillante cantidad de sangre. Jamie había arrojado su lanza en plena carga y le había atravesado el cuello. El tercero le estaba dando al norteño una buena pelea, alabarda contra espada de doble filo. Disponía de un mayor alcance, pero el pelirrojo tenía más resistencia. Los golpes y el entrechocar de las armas resonaba por entre las margaritas.
El adversario de Cappen era más fornido que él. Eso tenía el inconveniente de que no podía cambiar de velocidad o dirección tan fácilmente como él. Cuando el guardia se lanzó hacia él a toda velocidad, desde diez o doce pasos de distancia, Cappen se agachó rápidamente, giró, y arrojó su lanza. No consiguió lo que había hecho la de su camarada. Se metió por entre las piernas del guardia. El hombre cayó sobre la hierba. Cappen se lanzó contra él. No se arriesgó a un ataque directo: eso hubiera podido permitir a su oponente agarrarle. Le arrancó la alabarda de las manos de un tirón y retrocedió.
El centinela se puso en pie. Cappen alcanzó un roble y arrojó contra él la alabarda. Se alojó entre las ramas. Extrajo su espada. Su enemigo hizo lo mismo.
Espada corta contra estoque..., mucho mejor, aunque Cappen iba a tener que ir con cuidado. El torso que tenía delante estaba protegido. De todos modos, la anatomía humana poseía más puntos vulnerables que éste.
—¿Bailamos un poco? —dijo Cappen.
Mientras él y Jamie se acercaban a la casa, una sombra se deslizó sobre ellos, cruzándoles. Alzaron la vista y vieron la delgada y negra forma de un sikkintair. Por un instante temieron lo peor. Sin embargo, el Cuchillo Volante simplemente atrapó una corriente ascendente de aire, planeó alto, y flotó en siniestra magnificencia.
—Parece que no cazan a los hombres a menos que se les ordene —especuló el norteño—. Los osos y los búfalos tienen más carne.
Cappen frunció el ceño hacia las paredes escarlata que se alzaban ante él.
—La siguiente pregunta —dijo— es por qué nadie ha acudido contra nosotros.
—Hum, apostaría a que esos tipos que dejamos atrás son los únicos guerreros que hay aquí. ¿Cuál era su tarea? Por supuesto, impedir que las damas escapen, si es que se les permite salir al exterior durante el día. En cuanto a esta casa, aunque se ve grande, sospecho que ha sido alquilada a su auténtico propietario. Apuesto a que necesita pocos sirvientes, de modo que habrá pocos..., y las mujeres, esperemos. No creo que nadie haya visto nuestra pequeña escaramuza.
El pensamiento de que podían efectuar el rescate —pronto, fácilmente y con seguridad— hizo que Cappen sintiera un ligero aturdimiento. Después... El y Jamie habían discutido aquello. Si los hierofantes del templo, desde Hazroah hacia abajo, eran puestos bajo arresto inmediato, eso podía solucionar el problema de la venganza.
La gravilla rechinaba bajo sus pies. Rosas, jazmines, madreselvas, endulzaban el aire. Las fuentes saltaban y murmuraban. Los dos hombres alcanzaron la puerta principal. Era de roble, con muchos ojos de cristal embutidos; la aldaba tenía la forma de un sikkintair.
Jamie inclinó su lama, desenfundó su espada, sujetó el llamador de su izquierda y empujó la puerta. Se abrió. Una alfombra suntuosamente amarronada, tapices, un lujoso mobiliario, se abrieron más allá. Él y Cappen entraron. Dentro todo estaba en silencio, y había un olor como el que se respira poco antes de una tormenta.
Un hombre con el atuendo negro de un diácono apareció por una arcada, con su tonsura brillando a la débil luz.
—Oí... ¡Oh! —jadeó, y retrocedió precipitadamente.
Jamie alargó un brazo y lo sujetó por el cuello.
—No tan aprisa, amigo —dijo amablemente el guerrero—. Tenemos una petición que hacer, y, si nos ayudas, no necesitaremos manchar esta preciosa alfombra. ¿Dónde están tus huéspedes?
—¿Qué, qué, qué? —tartamudeó el diácono.
Jamie lo sacudió hasta casi dislocarle el hombro.
—Dama Rosanda, esposa de Molin el Hachero, y su ayudanta Danlis. Llévanos hasta ellas. Oh, y ocúpate de que no encontremos a nadie por el camino. De lo contrario, puede que tengas problemas.
El diácono puso los ojos en blanco y se desvaneció.
—Oh, bueno —exclamó Jamie—. Odio la idea de tener que enfrentarme a hombres desarmados, pero calculo que no serán tan estúpidos. —Hinchó sus pulmones—. ¡Rosanda! —gritó fuertemente—. ¡Danlis! ¡Jamie y Cappen Vana están aquí! ¡Venid para volver a casa!
El volumen de su voz casi aturdió a su compañero.
—¿Estás loco? —exclamó el juglar—. Alertarás a todos... —Un destello iluminó su mente: no habían visto más guardias, seguramente no había ninguno, y no quedaba nada corpóreo a lo que temer. Sin embargo, cada minuto de retraso aumentaba el peligro de que alguna otra cosa fuera mal. Alguien podía hallar señales de invasión allá atrás en el templo; sólo los dioses sabían lo que acechaba en aquel reino... Sí, Jamie podía estar equivocado, pero esto era lo mejor que podían hacer.
Aparecieron servidores, y retrocedieron ante el acero desnudo. Y luego, y luego...
Danlis apareció por una arcada. Llevaba de la mano, o más bien arrastraba, a una medio histérica Rosanda. Ambas iban decentemente vestidas y ninguna parecía haber sufrido vejación, pero la palidez de sus mejillas y los círculos bajo sus ojos hablaban de sus sufrimientos.
Cappen avanzó, dejando caer su lanza.
—¡Querida! —exclamó—. ¿Estás bien?
—No hemos sido maltratadas corporalmente, aparte el secuestro en sí —respondió ella eficientemente—. Las amenazas, sin embargo, aunque Hazroah no las ha puesto en práctica, fueron crueles. ¿Podemos irnos ahora?
—Sí, y cuanto antes mejor —gruñó Jamie—. Condúcelas delante, Cappen. —Su espada cubría la retaguardia. En su camino de vuelta, recuperó la lanza que había abandonado.
Echaron a andar por los senderos del jardín. Entre Danlis y Cappen tenían que ayudar a Rosanda. La gordezuela mujer estaba sumida en llantos, gemidos, estremecimientos y ocasionales gritos. Cappen le prestaba poca atención. Su mirada no se apartaba del limpio perfil de su amor. Cuando los grises ojos de la mujer se volvieron hacia él, su corazón se convirtió en una lira.
Ella entreabrió ligeramente los labios. Él aguardó a que formulara su sorpresa: «¿Cómo habéis conseguido esto, oh increíbles y maravillosos hombres?». En vez de eso, quiso saber:
—¿Qué hay delante de nosotros?
Bueno, era una pregunta inteligente. Cappen se tragó su decepción y resumió los últimos acontecimientos. Ahora, dijo, regresarían por la puerta que conducía al domo y saldrían del templo, desde donde se dirigirían a la morada de Molin para una feliz reunión. Pero luego tendrían que actuar rápidamente —sí, sacar al Príncipe de la cama para conseguir su autorización—, y ocupar el templo y arrestar a todo el mundo antes de que pudieran ser planeados nuevos problemas desde aquel mundo.
Rosanda recuperó algo de su autocontrol mientras Cappen hablaba.
—Oh, oh —murmuró—, increíbles y maravillosos hombres.
Una aguda vibración que traspasó sus oídos cortó su voz. Los huidos miraron a sus espaldas. En la entrada de la casa se erguía una robusta persona de mediana edad, vestida con el atuendo escarlata de un sacerdote de rango de lis. Se llevó una especie de silbato a la boca y sopló.
—¡Hazroah! —chilló Rosanda—. ¡El cabecilla!
—El Sumo Flamen... —empezó a decir Danlis.
Una agitación en el aire la interrumpió. Cappen alzó los ojos al cielo y supo que la pesadilla era cierta. El sikkintair estaba descendiendo. Hazroah lo había llamado.
—¡Maldito hijo de puta! —rugió Jamie. Muy atrás aún, alzó su lanza, se volvió, y la arrojó con todo su peso y sus fuerzas. La punta alcanzó el pecho de Hazroah. Las costillas no la detuvieron. Escupió sangre, se derrumbó, dejó de escupir. El mango de la lanza vibró en su cuerpo.
Pero las enormes alas del sikkintair eclipsaron el sol. Jamie alcanzó a los demás y arrancó la segunda lanza de entre los dedos de Cappen.
—Apresúrate, muchacho —ordenó—. Llévalas a lugar seguro.
—¿Y abandonarte? ¡No! —protestó su camarada.
Jamie escupió una maldición.
—¿Prefieres que todo esto no haya servido para nada? ¡Apresúrate, he dicho!
Danlis tiró de la manga de Cappen.
—Tiene razón. El estado requiere nuestro testimonio.
Cappen echó a andar tambaleante hacia el templo. De tanto en tanto miraba hacia atrás.
A la sombra de las alas, el cabello de Jamie parecía llamear. Permanecía de pie, agazapado, la lanza sujeta como lo haría un cazador. Con la boca enormemente abierta, el Cuchillo Volante descendió sobre él. Jamie lanzó el arma directamente contra aquellas fauces e hizo una finta.
El monstruo dejó escapar un penetrante chillido. Sus alas se estremecieron, se agitaron frenéticamente, giró en el aire, su garruda pata lanzó un golpe. Jamie había sacado su espada de doble filo. Paró el ataque.
El sikkintair se alzó. El mango de la lanza vibraba en su garganta. Extendió unas enormes membranas de ébano y picó hacia el suelo, con las garras por delante. El aire se estremeció.
Jamie mantuvo su terreno, la espada en su mano derecha, el cuchillo en la izquierda. Cuando las garras golpearon, lanzó un violento tajo con el puñal. De su cadera brotó sangre, pero su daga paró la mayor parte del golpe. Y su espada tajó.
El sikkintair ululó de nuevo. Intentó ascender, pero no pudo. Jamie le había alcanzado en su ala izquierda. Aterrizó —Cappen notó el impacto a través de las plantas de sus pies y en todos sus huesos— y se lanzó contra él. En torno a la lanza brotaba como un geiser un espantoso silbido.
Jamie se mantuvo allá donde estaba. Cuando las garras se lanzaron contra él, se echó a un lado, contraatacó, retrocedió, y empujó sus hombros contra el mango de la lanza. La palanca echó las mandíbulas hacia un lado. Se deslizó por el cuello hacia los cuartos delanteros de la bestia. Sus dos hojas atacaron la espina dorsal.
Cappen y las mujeres siguieron apresuradamente su camino.
Estaban casi en la pérgola cuando el ruido de pasos atrajo sus ojos hacia atrás. Jamie cojeaba hacia ellos, a un paso endiablado. A sus espaldas, el sikkintair era sólo un montón de agitada carne.
El pelirrojo llegó a su altura.
—¡Hey, vaya pelea! —jadeó—. ¡Gracias por este viaje, amigo! ¡Te mereces una buena convidada!
Subieron los escalones sucios de muerte. Cappen miró hacia atrás. Había alas batiendo el cielo, procedentes de las montañas. El horror apuñaló sus entrañas.
—¡Mira! —apenas pudo exclamar, con voz ronca.
Jamie frunció los ojos.
—Más de ellos —dijo—. Una veintena, quizá. No podemos enfrentarnos a tantos. Ni un ejército podría.
—Ese silbido fue oído mucho más allá de lo que ningún mortal puede oír —añadió seriamente Danlis.
—¿Por qué nos entretenemos? —gimió Rosanda—. ¡Vamos, llevadnos a casa!
—¿Y que los sikkintairs nos sigan? —bufó Jamie—. No. Tengo a mis chicas, y a mis parientes, y... —Se detuvo delante del pergamino. El afilado metal goteaba en sus manos. Sus ropas, sus correajes, su rostro, estaban rojos. Exhibió una seca sonrisa—. Una adivina me dijo en una ocasión que moriría al otro lado de lo extraño. Apuesto a que ni ella sabía el alcance de sus palabras.
—Supones que la misión de las bestias es destruirnos, y que cuando lo hayan hecho regresarán a sus cubiles. —Él tono usado por Danlis hubiera podido servir para una observación sobre el tiempo.
—Sí, ¿qué otra cosa? El daño que causen será mientras nos dan caza. Pero si les ponemos problemas, se volverán furiosas y arrasarán todo nuestro mundo. Sobre todo teniendo en cuenta que Hazroah está muerto. ¿Quién más puede controlarlas?
—Nadie que yo sepa, y él habló muy francamente con nosotras —asintió ella—. Sí, nos corresponde a nosotros morir aquí donde estamos. —Rosanda se dejó caer al suelo y se puso a murmurar incoherentemente. Danlis mostró irritación—. ¡Arriba! —ordenó a su ama—. ¡Arriba, y enfrentaos a vuestro destino como una matrona rankana!
Cappen la miró, impotente. Ella le ofreció una sonrisa.
—No te lamentes, querido —dijo—. Lo hiciste bien. La conspiración contra el estado ha sido dominada.
El otro lado de lo extraño... el ajedrez... esa versión del ajedrez en la que finges de los lados derecho e izquierdo del tablero son idénticos en un cilindro... Cappen sintió resonar su cabeza. Los Cuchillos Volantes se acercaban rápidamente. Curiosos aspectos de la geometría...
Como golpeado por un rayo, supo..., o creyó saberlo.
—¡No, Jamie, vamos! —aulló.
—¿Sin esperanzas salvo la masacre de inocentes? —El musculoso hombre encajó los hombros—. Nunca.
—¡Jamie, pasemos al otro lado! Puedo cerrar la puerta. Te juro que puedo..., te lo juro por..., por Eshi...
El norteño clavó sus ojos en los de Cappen por un momento interminable. Finalmente:
—Tú eres mi hermano de armas. —Se echó a un lado—. Adelante.
Los sikkintairs estaban tan cerca que el sonido de su velocidad alcanzó a Cappen. Urgió a Danlis hacia el pergamino. Ella alzó ligeramente su falda, revelando un torneado tobillo, y cruzó. Tiró de Rosanda por la muñeca. La mujer osciló sobre sus pies, como si fuera incapaz de hallar su dirección. Cappen tomó su brazo y lo pasó al otro mundo para que Danlis pudiera tirar de él. Él mismo dio un brusco empujón a las posaderas de la dama. Cruzó el pergamino.
Él lo hizo también. Y Jamie.
Bajo el domo del templo, el estoque de Cappen se tendió hacia lo alto y cortó. El sonido del aire rasgado les llegó fuerte. Cappen segó las cuerdas superiores. El pergamino cayó, crujiendo, arrugándose. Dejó caer su arma con un sonido resonante, se agachó, tendió abiertos los brazos. Sujetó las esquinas libres. Tiró de ellas hacia las esquinas que aún estaban atadas, para convertir el pergamino en una banda cerrada.
De él brotaron monstruosos golpes y arañazos. Los sikkintaris estaban rasgando con sus garras la pérgola. Para ellos el portal debía colgar sin ningún cambio, abierto para su caza.
Cappen dio un brusco giro al pergamino y volvió a unir sus bordes.
Así creó una superficie que tenía un solo lado y un solo borde. De este modo eliminó la puerta.
No estaba seguro de lo que iba a seguir. Había supuesto que podría darle al pergamino este giro, mantener su paradójica forma, y finalmente pegarlo definitivamente así..., a menos que pudiera quemarlo. Pero en el instante mismo en que hubo completado el giro y unido los extremos, el pergamino restalló y desapareció. Enas Yorl le dijo más tarde que con aquello había hecho imposible que la cosa siguiera existiendo.
El aire se precipitó sonoramente allá donde había estado la puerta, crujió y silbó. Cappen oyó ese sonido como si fuera una extraña palabra de encantamiento:
—Moebius-s—s.
Tras salir del templo y a una cierta distancia de él, el grupo se detuvo unos minutos para recobrarse antes de seguir hacia la casa de Molin.
Ésta se hallaba en un callejón sin salida fuera de la avenida, una entrada pavimentada con ladrillos donde crecían parterres de flores, compartida por los templos de dos dioses pequeños y gentiles. El viento había cesado, las estrellas brillaban espléndidas, una media luna se asomaba sobre los techos orientales y arrojaba una luz plateada. A lo lejos, un gato vagabundo desgranaba su serenata.
Rosanda había recuperado un cierto equilibrio. Se apoyó contra el pecho de Jamie.
—Oh, mi héroe, mi héroe —croó—, tendrás tu recompensa, sí, tesoros, ennoblecimiento, ¡lo que quieras! —Se apretó contra él—. Pero nada tan grande como mi agradecimiento sin límites...
El norteño frunció una ceja hacia Cappen. El juglar sacudió ligeramente la cabeza. Jamie asintió, comprendiendo, y se soltó.
—Hum, id con cuidado, mi dama —dijo—. Estoy lleno de sangre y de sudor, y eso no es bueno para vos.
Aunque uno las rescate, no es juicioso tontear con las esposas de los magnates.
Cappen había estado atareado. Por primera vez besó a Danlis en su encantadora boca; luego por segunda vez; luego por tercera. Ella respondió decorosamente.
Tras lo cual, como era de esperar, se apartó. La luz de la luna convirtió su belleza clásica en un misterio.
—Cappen —dijo—, antes de que sigamos, será mejor que hablemos.
Él la miró con la boca abierta.
—¿Qué?
Ella unió los dedos de sus manos.
—Primero los asuntos importantes —prosiguió con voz viva—. Una vez lleguemos a la mansión y despertemos al sumo sacerdote, primero habrá un caos, luego una conferencia, y yo, como mujer, seré excluida de las discusiones serias. En consecuencia, prefiero darte mis consejos ahora, para que tú los retransmitas. No es que Molin o el Príncipe sean estúpidos; las medidas que hay que tomar son en su mayor parte obvias. Sin embargo, es deseable una acción rápida, y ellos se verán tomados por sorpresa.
Enumeró con los dedos.
—Primero, como tú has indicado, los Perros del Infierno —las aletas de su nariz se fruncieron con desagrado ante el apodo—, la guardia de élite imperial, deberán efectuar una incursión inmediata al templo de lis y arrestar a todo el personal para interrogarlo, excepto el Arcipreste. Probablemente sea inocente, y en cualquier caso sería una mala política. La muerte de Hazroah puede que haya extirpado el peligro, pero no debemos darlo por sentado. Aunque así fuera, sus compañeros conspiradores deben ser identificados y convertidos en ejemplo para los demás.
«Sin embargo, segundo, el buen juicio debe atemperar la justicia. No se ha producido ningún daño duradero, a menos que contemos a las personas que han quedado atrapadas en el universo paralelo; y éstas, seguramente, se lo merecen.
Al parecer, todos ellos eran hombres, recordó Cappen. Hizo una mueca de compasión. Por supuesto, los sikkintairs se ocuparían de ellos.
Danlis proseguía:
—...el gobierno humano y el arte del compromiso. Un gran templo dedicado a los dioses rankanos es ciertamente necesario, pero no necesita ser más grande que el de lis. Tu consejo puede tener mucho peso, querido. Dalo juiciosamente. Yo te guiaré.
—¿Eh? —dijo Cappen.
Danlis sonrió y apoyó su mano sobre la de él.
—Bueno, puedes conseguir una ascendencia ilimitada, después de lo que has hecho —señaló—. Te mostraré cómo aplicarla.
—Pero..., ¡yo no soy ningún hombre de estado en ciernes! —tartamudeó Cappen.
Ella retrocedió un paso y lo examinó fijamente.
—Cierto —admitió—. Eres valiente, sí, pero también eres frívolo y perezoso... Bueno, no desesperes. Te moldearé.
Cappen tragó saliva y agitó los pies.
—Jamie —dijo—, ejem, Jamie, me siento terriblemente seco, ni siquiera noto mis pies. No sirvo para nada..., sería un estorbo en estos momentos, cuando las cosas han de hacerse rápido. Será mejor que vaya a echarme un poco, mientras tú conduces a las damas a casa. Ahora ven y déjame decirte cómo debes transmitir la historia en el menor número de palabras. Disculpadme, damas. Algunas de estas palabras no deben ser oídas por vosotras.
Una semana más tarde, Cappen permanecía sentado bebiendo en el Vulgar Unicornio. Era media tarde, y no había nadie más presente excepto el ayudante del posadero, con su herida cuidadosamente vendada.
Un hombre llenó el umbral, entró y se dirigió hacia la mesa de Cappen.
—Te he estado buscando por todas partes —gruñó el norteño—. ¿Dónde has estado?
—Echado, pensando —respondió Cappen—. Busqué un lugar aquí en el Laberinto donde pudiera permanecer en la oscuridad y decidir si quedarme o marcharme definitivamente. —Dio un sobo a su vino. Los rayos del sol penetraban sesgados por las ventanas; las motas de polvo danzaban doradas a su calor; un gato permanecía tendido en un alféizar, ronroneando—. El problema es que mi bolsa está seca.
—Estamos libres de estas preocupaciones por un tiempo. —Jamie se dejó caer en una silla e hizo una seña al camarero—. ¡Cerveza! —retumbó.
—Entonces, ¿recibiste una recompensa? —preguntó ansiosamente el juglar.
Jamie asintió.
—Sí. De la forma que susurraste que debía hacerlo, antes de que nos abandonaras. Estoy abrumado por todo ello, y dolido también. Pero le transmití a Molin la idea de que el rescate fue idea mía, y de que tú te uniste a él simplemente cuando te di unos cuantos reales para que me ayudaras. Llenó un arca con monedas de oro y plata, y dijo que desearía poder llenar otras diez como aquélla. Me ofreció la ciudadanía rankana y también un título, y convertirme en un burócrata, pero dije no, gracias. La compartiremos, tú y yo, mitad y mitad. Pero en este momento las bebidas corren por mi cuenta.
—¿Qué hay de los complotadores? —preguntó Cappen.
—Oh, eso. El asunto se ha mantenido a un nivel discreto, como esperabas. Sin embargo, aunque el templo de lis no puede ser abolido, al parecer ha sido sometido. —La mirada de Jamie cruzó la mesa y se endureció—. Después de que desaparecieras, Danlis aceptó dejar que yo me llevara todos los honores. Ella sabía que no era así, Rosanda nunca se dio cuenta de nada, pero Danlis deseaba a un hombre que llevara las cosas hasta el Príncipe, y no quedaba nadie excepto yo. Supuso que tú estacas simplemente agotado. Cuando la vi por última vez, sin embargo, ella..., hummm..., «expresó su decepción». —Inclinó su rojiza cabeza—. Es una gran chica. Pensé que la querías.
Cappen Varra dio un nuevo sorbo a su vino. Antiguos veranos cosquillearon en su lengua.
—La quería —confesó—. La quiero. Mi corazón está roto, y en parte bebo para adormecer el dolor.
Jamie alzó las cejas.
—¿Qué? Eso no tiene sentido.
—Oh, sí, tiene un sentido muy básico —respondió Cappen—. Los corazones rotos tienden a curar muy pronto. Mientras tanto, si me permites recitarte una cancioncilla que completé antes de que me encontraras...
Cada espada de pesar que puede dañarme ahora,
mi dama de la mañana diestramente atesora.
Pero, ¡los dioses no permitan desposarla en mala hora!
Me levanto de la cama muy tarde, como otrora.
Mi dama acude a mí como el despuntar de la aurora,
Sueño en la oscuridad que si a lo peor se demora.
Lo primero que observé de él, esa primera impresión, ¿comprenden?, fue que no podía ser un hombre pobre. O muchacho, o joven, o lo que fuera entonces. No con todas aquellas armas en él. Del cinturón de chagrén que llevaba sobre una faja escarlata —¡una faja violentamente escarlata!— pendía una daga curva sobre su cadera izquierda, y sobre la derecha uno de esos «cuchillos» ilbarsi largos como tu brazo. No una auténtica espada, no. Así que no era un militar. Pero eso no era todo, sin embargo. Algunos de nosotros saben que su borceguí izquierdo va equipado con una funda; la delgada hoja y la empuñadura del cuchillo parecen ser sólo decoración. Regalo de una mujer, le oí decirle al Viejo Piefuerte una tarde en el bazar. Lo dudo.
(Me han dicho que lleva otra hoja confortablemente sujeta a la parte interior de su muslo, probablemente el derecho. Quizá ésa sea en parte la razón por la que camina de la forma en que lo hace. Con la suavidad de un gato y sin embargo con una especie de rigidez en las piernas. El paso de un acróbata..., o la fanfarronería de un miserable. ¡No le cuenten lo que he dicho!)
De todos modos, respecto a las armas y a mi primera impresión de que no puede ser pobre. Está ese cuchillo arrojadizo en la funda de cuero y cobre en su brazo superior derecho, y ese otro en el largo brazal de piel negra en el mismo brazo. Ambos son cortos. Los cuchillos, quiero decir, no los brazales o los brazos.
Todo ese armamento sería suficiente para asustar a cualquiera en una noche oscura, o incluso en una noche bien iluminada por la luna. ¡Imaginen hallarse en el Laberinto o en algún otro lugar así y ver que de las sombras surge este joven fanfarrón, con su paso contoneante, llevando todo este afilado metal! Directamente hacia ustedes desde las sombras que lo envuelven. Suficiente para congelar la sangre incluso a uno de esos Perros del Infierno. Incluso uno de esos chicos, ya saben ustedes, con las máscaras azules de halcón, darían un paso hacia un lado.
Esta fue mi impresión. Hijo de las Sombras. Casi tan agradable como la gota o la hidropesía.
Andrew Offutt
Su mata de pelo era más negra que el negro, y sus ojos casi, bajo unas cejas que apenas fallaban en unirse sobre una nariz en absoluto encorvada. Su forma de andar recordaba en cierto modo la de esos gallos de pelea rojos y negros traídos de Mrsevada. Lo llamaban Hijo de las Sombras. No pretendía ser ningún cumplido, y él puso objeciones hasta que Cudget le dijo que era bueno tener un apodo..., aunque él deseaba que el suyo no fuera Cudget Jurajuramento. Además, Hijo de las Sombras tenía un acento romántico y algo siniestro, y eso apeló a su ego, que era lo más grande que tenía. Su altura era casi la media y era esbelto y musculoso; rápidamente musculoso, con esas abultadas rocas en sus bíceps y pantorrillas que otros hombres desearían tener.
Hijo de las Sombras. Era lo bastante descriptivo. Nadie sabía de dónde procedía, lo cual ya era suficientemente sombrío de por sí, y trabajaba entre las sombras. Quizás procediera de las sombras de las «calles» de Barlovento, o quizá fuera en Syr donde hubiera nacido. No importaba. Pertenecía a Santuario, y deseaba que Santuario le perteneciera a él. Actuaba como si así fuera. Si sabía o sospechaba que procedía de Barlovento, estaba seguro que se había elevado por encima de esa situación. Simplemente no tenía tiempo para esas pandillas callejeras de las cuales seguramente había sido cabecilla.
No estaba más seguro de su edad que de ninguna otra cosa. Podía haber vivido una veintena de años. Podían ser menos. Exhibía un poblado bigote antes de haber cumplido los quince.
Su pelo color ala de cuervo, que tendía indecisamente a rizarse, cubría sus orejas sin alcanzar sus hombros. Llevaba un pendiente bajo ese pelo, en su oreja izquierda. Pocos conocían este detalle. Se lo había colgado a los catorce, para impresionar a la mujer que se llevó su virginidad aquel mismo año. (Ella tenía cuarenta y dos entonces, y estaba casada con un hombre como una piedra angular con barriga. Ahora era una arpía también con barriga.)
—Las pestañas bajo esas gruesas y relucientes cejas suyas son tan negras y densas que parecen casi como si llevaran afeites, como las de una mujer o un sacerdote de Yenized —le dijo un hombre llamado Weasel a Cusharlain, en el Vulgar Unicornio—. Algún estúpido hizo esa observación una vez, en su presencia. El tipo lleva aún la cicatriz, y sabe que es afortunado de seguir conservando lengua y vida. Hubiera debido saber que un bravucón que lleva dos cuchillos arrojadizos en su brazo derecho es peligroso, y zurdo. ¡Y con un nombre como Hijo de las Sombras...!
Su nombre no era Hijo de las Sombras, por supuesto. Cierto, muchos no sabían o ya no recordaban su nombre. Era Hanse. Simplemente Hanse. No Hanse Hijo de las Sombras; la gente lo llamaba una cosa u otra, o nada en absoluto.
Parecía ir envuelto constantemente en una capa, le dijo a Cusharlain una pensativa s'danzo. No una capa de tela; ésta ocultaba sus rasgos, su mente. Sus ojos parecían encapuchados como los de una cobra, dijo alguien. En realidad no era así. Simplemente no parecían dirigirse hacia afuera, aquellos resplandecientes ónices negros que tenía por ojos. Quizá su mirada estaba fija en su propia sombra.
De noche no fanfarroneaba, salvo cuando entraba en un lugar público. La noche, por supuesto, era el momento de Hanse, como había sido el de Cudget. De noche...
—Hanse camina como un gato hambriento —decía alguien, y todos los demás se estremecían ligeramente. De hecho, no lo hacía así. Se deslizaba. Las suaves suelas de sus borceguíes se alzaban solamente la anchura de un dedo a cada paso. Descendían sobre la planta de los pies, no sobre el talón. Algunos hallaban esto divertido —no Hanse— porque creaba un sinuoso deslizarse de extraña apariencia. Los nobles lo observaban con una fascinación estética. Y una ligera horripilación. Entre las mujeres, nobles o no, la fascinación se veía a menudo mezclada con interés, aunque fuera involuntario. Muchas decían entonces lo predecible: un desagradable animal, aunque sexy; ese Hanse, ese Hijo de las Sombras.
Se le había sugerido que un poco de dedicada práctica podía hacer de él un auténtico diablo con la espada: era un natural. Un empleo, un uniforme... Hanse no estaba interesado. De hecho, se burlaba de los soldados, de los uniformes. Y ahora los odiaba, con una especie de irrazonable razón.
Cusharlain averiguaba todas aquellas cosas, y empezó a conocer al llamado Hijo de las Sombras. Y a desagradarle. Hanse sonaba como el tipo de joven estúpido demasiado competente al que había que echar a un lado..., y odiarse uno mismo por hacerlo.
—¡Hanse es un bastardo! —Esto procedente de Shive el Cambista, mientras daba un golpe con el puño en la amplia mesa sobre la cual trataba con gente como Hanse, cambiando botín por monedas.
—Ah. —Cusharlain le miró inocentemente—. Quieres decir por naturaleza.
—Probablemente por nacimiento también. ¡Un bastardo, tanto por nacimiento como por naturaleza! ¡Mejor que todos esos estúpidos arrogantes furtivos pendencieros fueran nobles!
—Entonces, ¿te ha mordido Shive?
—Un bravucón y un estúpido desharrapado, eso es lo que es, y eso es todo.
—¿Desharrapado?
—Bueno..., quizá un poco por encima de los desharrapados. —Shive se acarició el bigote, que mantenía enroscado como la cornamenta de una cabra montes—. Cudget era un ladrón malditamente bueno. La clase de tipo que hacía el oficio honorable. Una forma de arte. Era un placer hacer negocios con él. Y Hanse era su aprendiz, o casi..., y tiene el potencial de ser un ladrón aún mejor. No hombre..., ladrón. —Shive agitó un dedo que la cera hacía relucir—. El potencial, observad lo que digo. Nunca se dará cuenta de ello. —El dedo hizo una pausa en su camino de vuelta para acariciar su bigote.
—Tú crees que no —dijo Cusharlain, tirando de la lengua a Shive, extrayendo palabras de un hombre que sabía cómo mantener la boca cerrada y estaba vivo y era rico porque lo hacía.
—Yo creo que no. Absorberá un palmo o dos de afilado metal mucho antes. O bailará en el aire.
—Como, te recuerdo, hizo Cudget —dijo Cusharlain, observando que nadie dentro del comercio decía «colgado».
Shive se ofendió.
—¡Tras una larga carrera! ¡Y Cudget era respetado! Aún es respetado.
—Hummm. Lástima que admires al maestro pero no al aprendiz. Seguro que él podría utilizarte. Y tú a él. Si es un ladrón de éxito, habrá negocio para el perista con el que decida...
—¿Perista? ¿Perista?
—Lo siento, Shive. El Cambista con el que decida intercambiar sus... bienes, por moneda rankana. Siempre hay beneficio en...
—¡Me engañó!
Así que finalmente Shive lo admitía. Así era como se había enemistado con aquel Hanse. Gordo, cincuenta años, y el segundo Cambista más experimentado de todo Santuario, Shive había sido engañado por un joven bravucón.
—Oh —dijo Cusharlain. Se levantó, mostrando a Shive una pequeña sonrisa satírica—. ¿Sabes, Shive?..., no deberías admitir eso. Después de todo, eres un hombre con veinte años de experiencia..., y él solo tiene esos mismos años de vida, si no menos.
Shive contempló alejarse al inspector de aduanas. Un aurveshano criado en Santuario y empleado ahora por su mutuo conquistador, Ranke. Al mismo tiempo que por la informal liga de Cambistas y los ladrones más importantes de Santuario, aquellos que empleaban con éxito a otros ladrones. Con un claro fruncimiento de sus labios —una cultivada maniobra artificial— y un atusar del doble rizo de su bigote izquierdo, Shive volvió su atención al desprendimiento de un hermoso rubí de su demasiado reconocible engarce.
En aquellos momentos Cusharlain recorría el Laberinto al servicio de aún otro empleador, porque era un hombre ambicioso y siempre hambriento. Un hombre abordable en todo lo relativo a oportunidades de nuevos beneficios y contratos. Hoy estaba simplemente reuniendo información acerca del antiguo aprendiz de Cudget Jurajuramento, que había sido colgado poco después de que el nuevo Príncipe-Gobernador llegara desde Ranke para «barrer ese Mundo de Ladrones y volver a poner la ciudad en condiciones». Por encima de los sobornos, más allá de las amenazas, ¡aquel (muy) joven asno pretendía realmente gobernar Santuario! ¡Limpiarlo! ¡El joven Kadakithis, al que llamaban Kittycat, el Cachorrillo de Gato!
Hasta ahora había conseguido irritar a los sacerdotes y a todos los ladrones y Cambistas de Santuario. Y a unas buenas tres quintas partes de los taberneros. E incluso a cierto número de los soldados de las guarniciones, con aquellos relamidos y revulsivamente competentes Perros del Infierno suyos. Algunos de los moradores de la ciudad vieja pensaban que todo aquello era simplemente maravilloso.
Probablemente moja su cama, pensó Cusharlain sacudiendo la cabeza..., al tiempo que retiraba expertamente hacia un lado el dobladillo de su ropa para evitar el contacto con un mendigo sin piernas. Cusharlain sabía muy bien que las piernas del tipo estaban atadas hacia arriba debajo de su largo, largo y deshilachado manto. Bien y bien. ¡Así que un muchacho de diecinueve o veinte años, un ladrón, odiaba a otro, un medio hermano del Emperador enviado allí porque era el culo del Imperio, bien lejos de la sede imperial rankana! Esto lo había averiguado hoy el inspector de aduanas, mientras reunía la información necesaria para su secreto y clandestino empleador. Hanse, Hanse. En toda su vida aquel Hanse sólo se había preocupado de otra persona además de su arrogante yo: Cudget Jurajuramento. Su respetado maestro ladrón. Y Cudget había sido arrestado, lo cual seguramente no habría ocurrido en los viejos días. Los días A.M.P., pensó Cursharlain: ¡Antes de este Maldito Príncipe! ¡Y más increíble aún, si es que había grados de incredibilidad, Cudget había sido colgado!
¡Estúpido Príncipe!
—Ah, el muchacho sabe que no puede esperar hacerle ningún daño al Príncipe —le había dicho alguien al propietario nocturno del Lagarto Dorado, el cual se lo había dicho a Gelicia, la vieja amiga de Cusharlain, propietaria de la popular Casa de las Sirenas—. Planea robarle al propio Príncipe-Gobernador, y conseguir un beneficio rápido y grande con ello.
Cusharlain se la había quedado mirando.
—¿Este joven gallo de pelea tiene intención de robar en el propio palacio? —dijo, y al instante se sintió estúpido; eso era precisamente lo que ella había dicho.
—No te burles, Cusher —dijo Gelicia, agitando una gordezuela mano bien provista de anillos. Aquel mediodía llevaba un atuendo verde manzana y púrpura y púrpura y lavanda y malva y naranja, todo ello de una forma que dejaba al descubierto una amplia porción de sus pechos sin rival, que presentaban el aspecto de dos blancos almohadones para un diván grande y en cuya vista Cusharlain se mostraba particularmente desinteresado—. Si puede hacerse, el Hijo de las Sombras lo hará. Oh, adelante, sirve un poco más de vino. ¿Oíste hablar del anillo que sacó de debajo de la almohada de Corlas..., mientras Corlas tenía su cabeza apoyada en ella, durmiendo? Ya sabes, Corlas, el tratante de camellos. ¿O has oído decir de cómo nuestro chico Hanse trepó y robó el águila del tejado de Barracks Tercero y la sustituyó por una alondra?
—¡Me preguntaba qué le habría ocurrido!
Ella asintió sabiamente con un temblor de su barbilla y un destellante oscilar de sus aretes, cuyo diámetro era el mismo que su copa de vino..., que era de plata. Su copa de vino: la que estaba usando en aquellos momentos.
—Hijo de las Sombras —dijo ella—, como Eshi es mi testigo. Recibió una generosa oferta de algún ricachón allá arriba en Twand, también..., ¿y sabes que Hanse no quiso aceptarla? Dijo que le gustaba tenerla. Se mea en ella cada mañana al levantarse, dice.
Cusharlain sonrió.
—Y..., ¿si no puede conseguirlo? Meterse en el palacio, quiero decir.
El encogimiento de hombros de Gelicia transmitió a su pecho un estremecimiento de proporciones sísmicas.
—Bien, entonces Santuario tendrá una cucaracha menos, y nadie lo echará en falta. Oh, mi Lycansha se lamentará por un tiempo, pero pronto se le pasará.
—¿Lycansha? ¿Quién es Lycansha?
Nueve anillos destellaron en las manos de Gelicia mientras ésta esbozaba una forma en el aire, exactamente como lo habría hecho un hombre.
—Ah, la dulce y pequeña cadita especializada en lo oral que tú nunca has visto, así de esbelta y con unos ojos como la medianoche así de grandes, Cusher. ¿Te gustaría... conocerla? En estos momentos está libre.
—Estoy trabajando, Gelicia. —Su suspiro fue cuidadosamente elaborado.
—¿Preguntando acerca de nuestro pequeño Hijo de las Sombras? —El carnoso rostro de Gelicia adoptó una expresión profesional, que algunos hubieran calificado de astutamente furtiva.
—Sí.
—Bien. Sea a quien sea a quien estás informando, Cusher..., ¡tú no has hablado conmigo!
—¡Por supuesto que no, Gelicia! No seas tonta. No he hablado con nadie que tenga un nombre, o una dirección, o un rostro. Disfruto de... relaciones con algunos de nuestros ciudadanos más emprendedores —hizo una pausa ante el burlón bufido de ella—, y no deseo ponerlas en peligro. O perder los atributos físicos necesarios para disfrutar de vosotras, queridas chicas, de tanto en tanto. La burlona sonrisa de ella se había convertido en francas carcajadas cuando él alcanzó la calle, confirmándole que finalmente Gelicia había captado su chiste particular. Las Linternas Rojas era un vecindario tranquilo a aquella hora del día, tras haber barrido el polvo y las huellas de los clientes de la noche anterior. Ahora se estaban lavando las sábanas. Se entregaban algunos pedidos. Un par de trabajadores estaban ocupados con los rotos goznes de una puerta en una Casa al final de la calle. Cusharlain se dirigió hacia arriba. El Enemigo, una hórrida bola blanca en un hórrido cielo que estaba adquiriendo el color del polvo de cúrcuma mezclado con azafrán, estaba alto, próximo a la pasajera luna. Un Pulgar debía estar despertándose en aquellos momentos. Cusharlain decidió ir a hablar con él también, y así quizá pudiera tener su informe listo al atardecer. Su empleador no parecía tener tanta paciencia como fondos. El inspector de aduanas de una ciudad cuyo principal negocio era el robo y la disposición del producto de este robo había aprendido lo primero, y siempre estaba trabajando para incrementar su parte en lo segundo.
—¿Hiciste qué? —dijo la sorprendentemente atractiva mujer—. ¿Cucarachear? ¿Qué significa cucarachear?
Su compañero, que era sólo un poco mayor que sus diecisiete o dieciocho años, envaró su cuello para no mirar ansiosamente a su alrededor.
—Chisss..., no tan fuerte. ¿Cuándo salen las cucarachas?
Ella parpadeó al moreno e intenso joven.
—Bueno..., por la noche.
—Los ladrones también.
—¡Oh! —Ella rió, palmeó con un campanilleo de brazaletes (definitivamente, oro) y tocó su brazo.
—¡Oh, Hanse, sé tan poco! Tú lo sabes casi todo, ¿no? —Su rostro cambió—. Hey, esos pelos son suaves. —Y dejó la mano apoyada en aquel brazo con su oscuro, oscuro vello.
—Las calles son mi hogar —dijo él—. Me dieron nacimiento y me alimentaron. Sé algo, sí.
Apenas podía creer en su suerte, sentado allí en una taberna decente fuera del Laberinto con aquella genuina-mente hermosa Lirain que era —por los Mil Ojos y por Eshi también, ¿era posible?— ¡una de las concubinas que el Príncipe Gobernante se había traído de Ranke! Y evidentemente está fascinada conmigo, pensó Hanse. Él actuaba como si se sentara allí en el Oasis Dorado cada tarde con alguien como ella. ¡Qué coincidencia, qué buena fortuna haber tropezado con ella de esa forma en el bazar! ¡De hecho, qué buena fortuna! Ella había venido hacia él apresuradamente en el momento en que él giraba la esquina, mirando hacia atrás a uno de esos chicos de Jubal, y habían chocado, y habían tenido que cogerse el uno al otro para evitar caer. Ella se había disculpado tan vehementemente y con una tal necesidad que..., bien, aquí estaban ahora, Hanse y una concubina de palacio sin custodia ni vigilancia, y además una belleza..., y llevando encima lo suficiente como para mantenerle a él durante un año. Luchó por conservarse tranquilo.
—Realmente te gustan mis melones, ¿no?
—¿Qué...?
—Oh, no disimules. No estoy loca. De veras, Hanse. Si no me gustara que los miraran los cubriría hasta el cuello.
—Uh... Lirain, sólo he visto otro corpiño de seda adornado con perlas como éste en mi vida, y no tenía estas volutas de hilo de oro, ni tantas perlas tampoco. Y yo no estuve tan cerca de él para poder admirarlo. —Maldita sea, pensó. ¡Hubiera debido alabarla a ella, no dejarle saber que mi interés se centra en lo que lleva!
—¡Oh! Aquí estoy, una de las siete mujeres para un solo hombre y aburrida, y pensé que tú deseabas penetrar en mi corpiño, cuando lo que realmente deseas es éste. ¿Qué puede hacer una pobre chica, acostumbrada a los halagos de cortesanos y sirvientes, cuando encuentra a un auténtico hombre que expresa sus auténticos pensamientos?
Hanse intentó no dejar que se traslucieran sus auténticos pensamientos. Tampoco sabía cómo disculparse, o pronunciar galanterías más allá del nivel del Laberinto. Además, se le ocurrió que aquella belleza de labios fruncidos, con su rostro en forma de corazón y su prometedor vientre, se estaba en cierto modo divirtiendo con él. ¡Sabía que aquel mohín suyo era irresistible!
—Lleva un atuendo cerrado hasta el cuello —dijo, y, mientras ella se echaba a reír—: E intenta no mostrar este aspecto. ¡Este auténtico hombre sabe a lo que estás acostumbrada, y que no puedes estar interesada en Hanse la cucaracha!
La expresión de ella se volvió muy seria.
—No debes tener acceso a ningún espejo, Hanse. ¿Por qué no me pruebas?
Hanse luchó con su sorpresa y consiguió recobrarse rápidamente. Sintiendo que le hormigueaban los sobacos, dijo con fingida confianza:
—¿Te gustaría dar un paseo, Lirain?
—¿Hay alguna habitación un poco más íntima al final?
Sosteniendo la mirada de ella del mismo modo que ella sostenía la de él, Hanse asintió.
—Entonces sí —dijo ella rápidamente. ¡Concubina del príncipe Kadakithis!—. ¿Puede comprarse algo tan bueno como este corpiño aquí en el bazar?
Él se estaba levantando.
—¿Quién te lo compró? No —dijo, desconcertado por la pregunta.
—Entonces deberás comprarme el mejor que podamos encontrar después de una corta búsqueda. —Se echó a reír ante el aspecto de su sorprendido rostro. ¡La taimada criatura creía que era una puta, para cobrarle con un regalo baladí como cualquier otra chica!—. Para que yo pueda llevarlo de vuelta al palacio —añadió, y observó cómo la comprensión iluminaba aquel amedrantador pero sensual par de ónices que él tenía por ojos, duros y fríos y cautelosos. Deslizó su mano en la del hombre, y salieron del Oasis Dorado.
—¡Por supuesto que estoy segura, Bourne! —Lirain retorció la banda de seda verde con arabescos azules que Hanse le había comprado y la arrojó al hombre en el diván. Él sonrió de modo que su gran barba marrón se agitó—. ¡Tiene tales necesidades. Nunca está relajado, y desea y necesita tan intensamente, y necesita tanto ser y estar. Está tan impresionado con quién o mejor qué soy, y sin embargo negaría bajo tortura que soy otra cosa más que una nueva y hermosa conquista. ¡Tú y yo sabemos muy bien que los plebeyos ansían muchas otras cosas además de comida! Está completamente atrapado, y será la herramienta perfecta, Bourne. Mi agente me aseguró que es un competente ladrón, y que desea tan desesperadamente robarle y ganarle la mano al Príncipe Kittycat que apenas puede esperar. Lo vi claramente. ¡Mira, es perfecto!
—Un ladrón. Y competente, dices. —Bourne se rascó la entrepierna bajo la túnica de su uniforme de Perro del Infierno. Miró a su alrededor en el apartamento que ocupaba ella las noches en que el Príncipe podía venir..., dentro de unas horas como mínimo—. Y ahora tiene un valioso corpiño tuyo para vender. Quizá para alardear de él y meterte en problemas. Ese tipo de problemas terminan con la muerte, Lirain.
—¿Te resulta difícil admitir que yo, una mujer, he conseguido esto, amor? Mira, este corpiño me fue robado hoy en el mercado. Rasgado por detrás con un cuchillo y arrancado, todo en un solo movimiento. Una arrapienza de unos trece años, una sucia muchachita que echó a correr con él como un dromedario enloquecido. No se lo dije a nadie porque he odiado tanto esta pérdida y me siento tan mortificada.
—De acuerdo. Quizá. No está mal..., olvida la parte de ser rasgado por detrás con un cuchillo, déjalo intacto. Hummm. Lo más probable es que la buena seda sea arrojada a la basura, mientras las perlas y el hilo de oro son vendidos. ¿Y hasta qué punto fue competente en la cama, Lirain?
Lirain miró al cielo.
—¡Oh Sabellia, y nosotros te llamamos la de la Lengua Afilada! ¡Hombres! Plaga y sequía, Bourne, ¿no puedes ser más que un hombre? Fue... correcto. Eso es todo. Yo iba a por negocios. Nosotros vamos a por negocios, amor. Nuestra misión para esos ciertos nobles interesados allá en Ranke..., y tras ellos el propio Emperador, preocupado por el hermoso magnetismo dorado de su medio hermano..., ¡es causarle problemas a Su Hermosa Majestad el rubio Kadakithis! ¡Cosa que hasta ahora ha estado haciendo estupendamente por sí mismo! ¡Intentando hacer cumplir una ley civilizada en el nido de cucarachas que es esta ciudad! Insistiendo en que los templos a Savankala y Sabellia tienen que ser más majestuosos que el de lis al que adora esta gente, y que el de Vashanka tiene que ser igual al de lis. Los sacerdotes lo odian y los comerciantes lo odian y los ladrones lo odian..., ¡y los ladrones son los que hacen que esta ciudad siga funcionando!
Bourne asintió..., y demostró su fuerza extrayendo una daga de dos palmos para limpiarse las uñas.
Lirain arrojó su corpiño de eslabones de plata a un montón de almohadas y se acarició ausentemente el ombligo.
—Ahora daremos el toque final. ¡Nunca volverá a haber una amenaza para el Emperador de parte de los partidarios de ese bonito muchacho! Ayudaremos a Han-se la cucaracha a entrar en el palacio.
—Tras lo cual se hallará absolutamente a sus expensas —dijo él, apuntando con la daga—. No debemos comprometernos.
—Oh —dijo ella halagadoramente—, \yo estaré en la cama con Su Alteza! Mientras tanto, Hanse robará su Bastón de Mando: ¡el Savankh de Ranke, entregado a él personalmente por el Emperador como símbolo de su absoluta autoridad aquí! Hanse deseará negociar un trato privado y discreto con Kittycat. El bastón a cambio de una sustanciosa recompensa, y su seguridad. Y, mientras tanto, nosotros nos ocuparemos de que la noticia se difunda. ¡Un ladrón penetra en el palacio y roba el Savankh! ¡Y el Príncipe-Gobernador es el hazmerreír de la capital! O bien se pudrirá aquí..., o, peor aún, será llamado de vuelta en desgracia.
El corpulento hombre recostado tan familiarmente en el diván de Lirain asintió lentamente.
—Debo señalar que es probable que tú también te pudras aquí con él.
—Oh, no. A ti y a mí nos han prometido rescatarnos de esta nauseabunda ciudad. Y... Bourne... especialmente si recuperamos de forma heroica el Savankh por el honor del Imperio. Después de que su robo sea terriblemente conocido por todo el mundo, por supuesto.
—¡Sí, eso es bueno! —Las cejas de Bourne se alzaron y sus labios se fruncieron, un espectáculo más bien obsceno entre la selva de su bigote y su barba castaños—. ¿Y cómo haremos eso? ¿Intercambiando con Hanse otro corpiño a cambio de él?
Ella le miró largamente. Sus cejas se alzaron con frialdad por encima de unos ojos de párpados azules.
—Eso queda en tus manos, guardián; ¿no son los Perros del Infierno tan leales a Su Alteza?
Bourne contempló la daga en su enorme y peluda mano, miró a Lirain, y empezó a sonreír.
Aunque difícilmente querido y de hecho no particularmente susceptible a serlo, Hanse era un miembro de la comunidad. Aunque un aliado a sueldo, el inspector de aduanas no lo era. Hanse oyó por tres fuentes distintas que Cusharlain había estado preguntando por él, en beneficio de alguien. Tras pensar en ello, Hanse entró en negocios con un pequeño y hosco ladronzuelo. Primero, Hanse le recordó que podía quitarle fácilmente los cinco melones realmente delicados que el muchacho acababa de robar tan diestramente, todos en una sola tarde. El muchacho convino aceptar una larga y rígida pieza de hilo de oro trenzado, y Hanse obtuvo cuatro melones. Con la empuñadura de su cuchillo y luego su pulgar, Hanse practicó una delicada depresión en la parte superior de todos ellos. Dentro de cada una metió una hermosa perla; cuatro de sus treinta y cuatro.
Luego colocó los cuatro frutos delante de la muy gorda y mal llamada Flor de Luna, una s'danzo a la que le gustaban la comida, los melones y las perlas, Hanse, y demostrar que era más que una mera charlatana. Muchas otra lo eran. Pocas tenían el Don. Incluso el cínico Hanse estaba convencido de que Flor de Luna lo tenía.
La mujer se sentó sobre un taburete almohadillado de anchura extra y recias patas. Su cascada de faldas rojas y amarillas y verdes se desparramó a su alrededor, disimulando el hecho de que su enorme trasero se desparramaba también. Estaba de espaldas a la pared oriental del destartalado edificio donde vivían ella y su hombre y siete de sus nueve hijos, y donde su hombre vendía... cosas. Hanse se sentó con las piernas cruzadas ante ella. Tenía un aspecto adolescente sin las fundas de sus brazos y con una polvorienta túnica color camello viejo. Observó una perla desaparecer bajo el chai de Flor de Luna hacia lo que ella llamaba su cofre del tesoro. Observó el melón desaparecer entre sus labios pintados de color lavanda. Rápidamente.
—Eres un buen muchacho, Hanse. —Cuando hablaba, Flor de Luna era un cachorrillo.
—Sólo cuando deseo algo, flor de pasión.
Ella rió e irradió y revolvió el pelo de Hanse, porque éste sabía que esta forma de hablar la complacía. Luego él le contó la historia. Le tendió, cuidadosamente disimulada en un manchado paño bermejo, una banda de tela de seda: dos cintas y dos círculos en forma de copa con muchos agujeros.
—¡Ah! ¡Has visitado a una dama en el Camino del Dinero! ¡Es muy considerado de tu parte permitir que Flor de Luna reciba cuatro de las perlas que tan laboriosamente has cortado de esta pequeña tela!
—Me la dio por los servicios prestados. —Hanse agitó una mano.
—Oh, por supuesto. Hummm. —Dobló el corpiño, lo desdobló, lo acarició, lo restregó entre sus gordezuelas manos, lo olió y lo probó con la punta de la lengua. Un gato gordo en plena adivinación. Cerró los ojos y permaneció muy inmóvil. Hanse también, aguardando.
—Es realmente una con..., lo que dijiste —le indicó, capaz de ser discreta incluso a través de algo parecido al trance—. ¡Oh, Hijo de las Sombras! Te hallas implicado en un complot más allá de lo que eres capaz de soñar. Extraño..., éste que veo tiene que ser el Emperador, observando desde muy lejos. Y este otro hombre corpulento con tu... conocida. Un hombre corpulento con una enorme barba. ¿De uniforme? Creo que sí. Cerca de nuestro gobernante, los dos. Sin embargo..., ahhh..., son sus enemigos. Sí. Completan. Ella es una serpiente y él un león de gran maña. Buscan..., oh, ya veo. El Príncipe-Gobernador no tiene rostro. Sí. Buscan que pierda su rostro. —Sus ojos se abrieron para mirarle fijamente, dos enormes granates clavados en medio de una gruesa capa de afeites—. Y tú, Hanse querido, eres su instrumento.
Se miraron por un momento el uno a la otra.
—Será mejor que desaparezcas por un tiempo, Hijo de las Sombras. Ya sabes lo que les ocurre a los instrumentos una vez ya no son necesarios.
—Son desechados —dijo él con una sonrisa lobuna, sin siquiera protestar por la pérdida del despojado corpiño de Lirain, que Flor de Luna hizo desaparecer dentro de un enorme chai.
—Oh —dijo ella, manteniendo su mirada clavada en él—, abandona.
Lirain y su (¿uniformado?) compinche eran entonces instrumentos también, razonó Hanse, merodeando por las calles. El Príncipe Kadakithis era un hombre de aspecto agradable, y carismático. Así que su medio hermano se lo había sacado de encima, lo había enviado a Santuario. Y ahora deseaba que se pusiera en evidencia allí. Hanse podía ver la sabiduría de todo aquello, y sabía que pese a lo que todos pudieran decir, el Emperador no era un estúpido. Bien, correcto. Los dos completaban. Lirain conocía lo suficiente a Hanse como para emplear a Cusharlain para que lo investigara. Había hallado una forma de provocar su encuentro. Sí; el pensamiento le dolió en su ego, se admitió a sí mismo que había sido ella quien había manejado el encuentro y las decisiones. Así que ahora él era su instrumento. ¡Un instrumento de instrumentos!
Robar a Kadakithis, sin embargo, había sido su meta antes ya de hallar a aquella codiciosa concubina. Mientras ella ayudara, él estaba dispuesto a dejarla creer que era su juguete. Deseaba ser su instrumento, pues..., siempre que esto le ayudara a conseguir un acceso fácil al palacio. Advertido incluso anticipadamente. Había a todas luces un claro potencial para un hombre listo allí, y Hanse se consideraba dos veces más listo de lo que era en realidad, lo cual ya era considerable. Finalmente, convertirse en el instrumento de los instrumentos de un complot era con mucho demasiado degradante como para que el ego de Hanse lo aceptara.
Sí. Conseguiría el bastón. Se lo cambiaría al Príncipe-Gobernador por oro..., no, mejor que fuera la menos intimidante plata..., y la libertad. Desde Suma o Mrsevada o algún otro lugar, enviaría un mensaje, informando anónimamente a Kadakithis que Lirain era una traidora. Hanse sonrió ante aquel placentero pensamiento. Quizá simplemente fuera hasta Ranke y le contara al Emperador qué par de incompetentes agentes tenía allí en Santuario. Hanse se vio a sí mismo ricamente recompensado, un íntimo del Emperador...
Y así, él y Lirain se encontraron de nuevo, y llegaron a un acuerdo, y planearon su plan.
Y, efectivamente, una puerta del palacio fue dejada abierta. Efectivamente, un guardia abandonó su puesto frente a otra puerta del palacio. Efectivamente, esa puerta demostró no estar cerrada por dentro. Hanse la cerró a sus espaldas. Así, un Hijo de las Sombras con la cintura considerablemente engrosada consiguió entrar en el hogar palatino del Gobernador de Santuario. Oscuros corredores le condujeron hasta la estancia requerida. Puesto que el Príncipe no se hallaba en ella, no estaba especialmente custodiada. El bastón de marfil, tallado para conferirle el aspecto de rugosa corteza de madera, estaba efectivamente allí. También, disfrutando inesperadamente de la real cama en ausencia de su propietario, estaba la hermana concubina de Lirain. Resultó no estar drogada. Despertó y abrió la boca para gritar. Hanse redujo su grito a un jadeo golpeándola en el vientre, que era sorprendentemente abultado y blando, considerando su juventud. Echó una almohada sobre su rostro, soportando un par de arañazos y una magulladura en la espinilla. La mujer quedó inmóvil. Hanse se aseguró de que su cuerpo estaba fláccido pero con vida, y la ató con una de las tiras de sus propias sandalias. Utilizó la otra para mantener en su lugar la prenda de seda que metió en su boca, atándola tras su nuca. Le quitó el pendiente de una de las orejas. Todo ello en la oscuridad. Se apresuró a envolver el bastón de mando con el mantel que cubría una de las mesitas bajas. Se alzó la túnica y empezó a desenrollar de en torno a su cintura los diez metros de cuerda llena de nudos que había preparado juiciosamente. Lirain le había asegurado que los Perros del Infierno recibirían un sedante en su libación de la noche. Hanse no tenía ninguna forma de saber si esto era cierto; que no sólo uno de aquellos cinco robustos hombres había administrado la droga a los demás, sino que estaba tan borracho como ellos. Bourne y compañía dormían profundamente. El plan era que Hanse se marchara por el mismo camino por el que había entrado. Puesto que sabía que era un instrumento y era extremadamente suspicaz, Hanse había decidido marcharse por una salida diferente.
Aseguró un extremo de la cuerda a la mesa cuyo mantel había tomado. Arrojó el otro por la ventana. Colocada de forma cruzada, la mesa retendría la cuerda sin seguirla a través de la ventana.
Funcionó. Hanse salió y bajó. Mientras se deslizaba hacia el oeste por un camino sinuoso entre los burdeles, se dio cuenta de un cierto numero de escorpiones que se deslizaban arriba y abajo por su espalda, las colas dispuestas. Evidentemente, la atada ocupante de la cama de Su Majestad no había sido hallada. El amanecer era aún sólo una promesa cuando Hanse alcanzó su habitación en un segundo piso en medio del Laberinto.
Permaneció despierto largo rato. Admirando el símbolo de la autoridad rankana, llamado con el nombre del dios que afirmaban que lo había entregado. Maravillándose de su poco imponente aspecto. Un bastón con aspecto de rama, de poco más de medio metro de largo, de amarillento marfil. ¡Lo había conseguido!
Poco después del mediodía del día siguiente, Hanse tuvo una charla con el viejo charlatán Hakiem, que últimamente había hablado mucho acerca del espléndido tipo que era Su apuesta Alteza, y de cómo incluso había hablado con Hakiem, ¡llegando a darle dos piezas de buena plata! Hoy Hakiem escuchó a Hanse, y tragó a menudo saliva. ¿Qué podía hacer él, salvo mostrarse de acuerdo?
Llevando un hermoso pendiente tomado de una mujer, Hakiem se dirigió al palacio. Consiguió audiencia enviando aviso al Príncipe junto con el pendiente. Le aseguró que no tenía nada que ver con el robo. En privado, Hakiem comunicó lo que le había sido dicho, y los términos del ladrón. El rescate.
El Príncipe-Gobernador tenía que pagar, y lo sabía. Si conseguía la devolución del maldito Savankh, nunca tendría que admitir que le había sido robado. Taya, que había pasado una noche en su cama de una forma menos confortable de lo que había esperado, no sabía que había desaparecido. También parecía creer en la promesa del Príncipe de que ciertas partes de su anatomía iban a verse perjudicadas si abría la boca al respecto.
Mientras tanto, la concubina Lirain y el Perro del Infierno Bourne se sentían jubilosos. Completaban. Sonreían. Planeaban la Revelación que destruiría a su empleador. De hecho, no perdieron tiempo en despachar un mensaje a sus otros empleadores, allá en Ranke. Lo cual fue prematuro, poco juicioso, y absolutamente estúpido.
Luego vino la coincidencia, aunque no fue eso exactamente. Zalbar y Quag eran unos espadachines demasiado exaltados. Razkuli se quejaba de fuego en las entrañas, y además tenía cólico. Eso dejaba tan sólo a dos Perros del Infierno; ¿a qué otros podía confiar el Príncipe esa misión? Tras una corta conferencia de prueba, Kadakithis eligió a Bourne para llevar a cabo la transacción con el ladrón. Las instrucciones de Bourne fueron detalladas e inequívocas: todo tenía que ser efectuado exactamente tal como el ladrón, a través de Hakiem, había especificado. Bourne, por supuesto, recibiría una espléndida bonificación. Le fue dado a entender que esa bonificación serviría también como mordaza. Bourne aceptó, prometió, saludó, se inclinó, partió.
En sus tiempos, la villa había dispuesto de una hermosa vista al mar y un paisaje formando terrazas naturales que descendía a lo largo de la costa de Santuario. En sus tiempos, había vivido allí un comerciante con su familia, un par de concubinas que se consideraban felices, sirvientes, y un pequeño ejército defensivo. El comerciante era rico. No era querido, y no le importaba lo que muchos pensaran de la forma en que había hecho y acumulado su fortuna. Un día se inició un ataque pirata. Dos días más tarde, la garganta que señalaba el inicio de las tierras salvajes escupió bárbaros. También atacaron.
El pequeño ejército del comerciante resultó ser demasiado pequeño. Él y su fuerza armada y sus sirvientes y sus desgraciadas concubinas y su familia fueron borrados del mapa. La propiedad que él había llamado El Nido del Águila fue saqueada y quemada. Los piratas no habían sido piratas y los bárbaros no habían sido tampoco bárbaros..., técnicamente, al menos: eran mercenarios. Así, hacía cuarenta años, se había producido una cierta redistribución de la riqueza a través de esa alianza clandestina entre los nobles y los comerciantes de Santuario. Otros habían llamado El Nido del Águila «El Pico del Águila», y algunos aún lo llamaban así, aunque en la actualidad las desmoronadas ruinas estaban ocupadas tan sólo por arañas, serpientes, lagartos, escorpiones y caracoles. Como se decía que El Pico del Águila estaba embrujado, todos lo evitaban.
Era un lugar espléndido para un encuentro nocturno y un intercambio de bienes, y hacia El Pico del Águila fue Bourne, solo, en un robusto caballo que sacudía constantemente su cola sólo por el simple placer y el orgullo de hacerlo. El caballo cargaba con Bourne y dos sacos de piel suave, pesados y resonantes.
Cerca de la pequeña acacia especificada, tiró de las riendas y miró a su alrededor, hacia el lamentable montón de piedras esparcidas y los rotos restos de las antiguas paredes. Se quitó su larga capa antes de desmontar. Se deslizó fuera de la silla, se detuvo en pie bien a la vista mientras se soltaba el cinturón de sus armas. Colgó el cinturón, con la espada y la daga enfundadas, del pomo de la silla. Extrajo los pesados sacos. Los hizo tintinear. Los dejó en el suelo. Apartándose de caballo y rescate, apartó visiblemente los brazos de su cuerpo mientras se daba la vuelta, lentamente.
Había mostrado el rescate y había mostrado que iba desarmado. Ahora, un guijarro voló procedente de alguna parte y arrancó un gran trozo de granito a su lado antes de rebotar. A aquella señal, Bourne se acuclilló y, en terreno despejado a la luz de la luna, vació los dos sacos en un tintineante y resplandeciente montón de monedas de plata entre las que brillaban algunas acuñaciones de oro. Laboriosamente y no muy feliz, Bourne las volvió a meter en las bolsas de suave piel, cada una del tamaño de un respetable almohadón. Avanzó unos pasos para depositarlas, tintineando, sobre una enorme piedra cuadrada contra la que estaba apoyada otra piedra. Todo tal como había sido especificado.
—Muy bien. —La voz, masculina y joven, brotó de algún lugar entre las sombras; ningún suelo de ningún valle estaba tan sembrado de piedras como aquel lugar, que en sus tiempos había sido el patio de El Pico del Águila—. Ahora vuelve a montar en tu caballo y cabalga de vuelta a Santuario.
—No lo haré. Tienes algo para mí.
—Camina hasta la acacia entonces, y mira hacia Santuario.
—Caminaré hasta el árbol y miraré los sacos, ladrón. Si apareces sin ese bastón...
Bourne hizo lo indicado, y las sombras parecieron escupir un hombre, joven y ágil y vestido de oscuro. La luna creciente estaba tras él, de modo que Bourne no pudo ver su rostro. El hombre saltó ágilmente encima de una piedra, y alzó bien visible el robado Savankh.
—Lo veo.
—Bien. Camina de vuelta a tu caballo, entonces. Yo dejaré esto cuando haya recogido los sacos.
Bourne vaciló, se encogió de hombros, y empezó a caminar lentamente hacia su caballo. Hanse, creyendo haber sido muy listo y deseando todo aquel dinero en sus manos, saltó de su pedestal de granito y se apresuró hacia los sacos. Deslizó su brazo derecho a través de la correa que los unía, y depositó el bastón que llevaba en la izquierda. Fue entonces cuando Bourne se dio la vuelta y cargó. Mientras demostraba lo rápido que podía moverse un hombre corpulento en cota de malla, demostró también el tunante deshonesto que era. En su espalda, dentro de su cota de malla, atada a una cuerda unida al torque de pelo de camello que llevaba, había una vaina. Mientras cargaba, extrajo una daga tan larga como su antebrazo.
Su oponente vio que el peso de la plata, combinado con el impulso de Bourne, hacían el intentar correr no sólo estúpido, sino suicida. Sin embargo, era joven y ladrón: ágil, listo y rápido. Bourne exhibió los dientes, creyendo que aquel muchacho había quedado inmovilizado por la sorpresa y el terror. Hasta que Hanse se movió, rápido como los lagartos escurriéndose por entre las grandes piedras. Los sacos golpearon tintineando contra el brazo derecho de Bourne, y el cuchillo partió volando hacia un lado mientras él era medio derribado hacia el otro. Hanse consiguió mantener su propio equilibrio; volvió a golpear al Perro del Infierno en la espalda con su rescate. Bourne cayó de bruces. Hanse corrió..., hacia el caballo de Bourne. Sabía que Bourne podía ganarle a la carrera mientras él siguiera cargado con los sacos, y no iba a desprenderse de ellos. Con unos pocos saltos, alcanzó una gran roca, y desde allí saltó a lomos del caballo, tal como había visto hacer a otros. Era el primer intento de Hanse de montar un caballo. La inexperiencia y el peso de su rescate lo arrastraron de inmediato hacia el otro lado.
Se levantó en medio de un extraño silencio, en el lado opuesto del caballo. No oyó ninguna maldición, como había esperado. Pero allá llegaba Bourne, y de su puño brotaban cincuenta centímetros de afilado acero. Hanse extrajo la otra daga de Bourne de la funda en la silla y arrojó el pequeño cuchillo plano de su cadera. Bourne se inclinó y se echó hacia la izquierda, y el cuchillo resonó entre las piedras caídas de El Pico del Águila. Bourne siguió avanzando, y atacó por debajo del caballo. Hanse le golpeó con su propia daga. Para evitar ser alcanzado, Bourne tuvo que dejarse caer. Debajo del caballo. Hanse no consiguió controlar su golpe, y su daga mordió la parte interior de la pata trasera izquierda del caballo.
El animal relinchó, corveteó, pateó, intentó galopar. Las ruinas se lo impidieron, y se dio la vuelta justo en el momento en que Bourne se levantaba. Hanse se estaba apartando rápidamente de él, aferrando fuertemente contra sí uno de los sacos y medio arrastrando el otro. Bourne y su caballo corrieron el uno hacia el otro. Uno cayó hacia atrás y el otro retrocedió, relinchó, pateó el suelo..., y se quedó inmóvil, como golpeado por la culpabilidad. Bourne, derribado ¿olorosamente por segunda vez en el transcurso de un par de minutos, maldijo al caballo, a Hanse, a la suerte, a los dioses y a sí mismo. Y empezó a ponerse en pie.
Por mal que hubiera sido tratado, Bourne conservaba todavía caballo, espada y, a unos pasos de distancia, el bastón de mando rankano. Hanse tenía más plata de la que recibiría Bourne durante todo el resto de sus días. Bajo su peso, no podía tener esperanzas de escapar. Podía dejarla caer y correr, o ser atrapado. Bourne extrajo la espada de la funda que colgaba de la silla del caballo con el deseo de que la cucaracha siguiera corriendo. ¡Sería divertido trabajarlo un poco durante la siguiente hora o así!
Hanse también había llegado a una decisión, pero ninguna de las dos decisiones se desarrolló como esperaban. Quizás hubiera debido hacer algo acerca de intentar comprar uno o dos dioses; quizás hubiera debido tomar mejor nota del pozo aquella tarde, cuando examinó el terreno, y no correr en aquella dirección por la noche. Descubrió todo esto demasiado tarde. Cayó en él.
Fue menos consciente de la caída que de una absoluta desorientación..., y de recibir golpes en todas partes de su cuerpo, una y otra vez, propinados por las paredes del pozo, que eran de ladrillo, y por los sacos. Cuando su codo golpeó los ladrillos, los sacos desaparecieron. Hanse no oyó su chapoteo; estaba ocupado estrellándose contra algo que no era agua. Y dolía.
La vieja plataforma de madera de la tapa y un caballete de aserrar habían caído dentro, o habían sido arrojados por vándalos o fantasmas. Aquellas piezas de vieja y empapada madera no flotaban; habían quedado atoradas en las paredes del pozo, formando un plano inclinado. Hanse las golpeó dolorosamente, resbaló, se aferró.
Sus pies estaban en el agua, y sus tobillos. La madera crujió. La antigua tapa del pozo desvió la piedra del tamaño de una cabeza que Bourne lanzó dentro. La siguiente, del tamaño de un puño, golpeó la pared del pozo, rebotó para resbalar por la espalda de Hanse, quedó atrapada unos instantes en su cinturón, y luego cayó al agua. El retraso en oír el chapoteo hizo que Bourne calculara mal la profundidad del pozo. Hanse siguió aferrado, con los pies colgando. El agua era fría.
En el círculo de débil luz de arriba Hanse pudo ver la cabeza de Bourne cubierta con el casco. Bourne miró al interior del pozo y no vio nada.
—¡Si estás vivo, ladrón, quédate con los sacos! ¡Nadie os encontrará nunca ni a ti ni a ellos..., ni al Savankh que robaste! ¿Sabes?, nos engañaste traidoramente a todos, y huiste a la vez con rescate y Savankh. Indudablemente seré severamente castigado por Nuestra hermosa Alteza..., ¡y una vez esté de vuelta en Ranke, seré recompensado! ¡Has sido un estúpido y un instrumento, muchacho, porque tengo amigos allá en Ranke que se sentirán encantados por la forma en que yo he traído el oprobio y la vergüenza sobre el Príncipe Kittycat!
Hanse, dolorido y asustado de que la madera pudiera ceder, se hizo el muerto. ¡Era extraño lo fría que podía llegar a ser el agua, a menos de cinco metros de profundidad en un pozo de paredes de ladrillo!
Sonriendo, Bourne se apartó del pozo y tomó el Savankh, que Su estúpida Alteza nunca volvería a ver. Lo metió en su cinturón. Clavó su espada en el suelo. Y empezó a remover una enorme piedra del suelo para dejarla caer, sólo para estar seguro, al pozo. Su caballo relinchó. Bourne, que había dejado su espada a una cierta distancia, se inmovilizó. Se enderezó y se volvió para observar la aproximación de dos hombres con casco. Llevaban las espadas desenvainadas. Uno era un soldado. El otro era... ¿El Príncipe-Gobernador?
—Te agradecemos que nos hayas dejado oír tu confesión, Bourne, traidor.
Bourne avanzó. Recuperó su espada. Como no era ni torpe ni idiota, se lanzó primero contra el enemigo más peligroso. Por un instante la cota de malla del soldado retuvo la hoja de Bourne. Luego, el hombre se derrumbó. La hoja quedó libre y Bourne se giró, justo a tiempo para recibir el golpe del arma del Príncipe en el costado. Kadakithis, que nunca había sido un hombre robusto, había llegado hacía tiempo a la conclusión de que tenía que emplear todos los trucos que había aprendido en sus prácticas antes de que sus oponentes se dieran cuenta. Eso fue lo que hizo ahora, con tanta fuerza que su hoja rompió varios eslabones de la cota de malla de Bourne y se los clavó profundamente en la carne. Bourne dejó escapar un espantoso grito. Horriblemente impresionado y sabiendo que había sido seriamente herido, decidió que era mejor huir. Se tambaleó mientras corría, y el Príncipe le dejó marchar.
Kadakithis recogió el caído bastón de mando y lo golpeó una vez contra su pierna enfundada en piel. Su corazón latió inconscientemente rápido cuando se arrodilló para ayudar al hombre de confianza que había traído consigo. No era necesario. Al caer, el pobre tipo se había golpeado la cabeza contra un trozo de mármol de una estatua y se la había abierto. Muerto por un dios. Kadakithis miró en dirección a Bourne, que había desaparecido entre la oscuridad y las ruinas.
El Príncipe-Gobernador meditó unos instantes. Finalmente se dirigió al pozo. Se arrodilló y gritó hacia la oscuridad:
—Soy el Príncipe Kadakithis. Tengo el bastón. Quizás esté hablando inútilmente a alguien muerto o agonizante. Quizá no, en cuyo caso puedes seguir ahí abajo y morir lentamente, o ser sacado y morir en la tortura, o..., puedes aceptar ayudarme en un pequeño plan que acaba de ocurrírseme. Bien..., ¡responde!
No se necesitaban muchos argumentos para convencer a Hanse de aceptar cualquier cosa que le permitiera salir de aquel pozo y ver su próximo cumpleaños. ¡Quién hubiera pensado que el apuesto Príncipe Kittycat estaría ahí fuera, y con la cabeza cubierta también por un casco!
Se preguntó acerca de los ruidos que había oído. Y respondió. La madera crujió.
—Sólo necesitas prometer una cosa —indicó Kadakithis—. Que guardarás silencio hasta que te halles bajo tortura. Sufre un poco, luego dilo todo.
—¿Sufrir? ¿Tortura?
—Vamos, vamos, te mereces ambas cosas. Sólo sufrirás un poco de lo que te corresponde. Si no lo haces y traicionas lo que estamos hablando ahora, morirás de inmediato. No, mejor lentamente. Y, de todos modos, nadie te creerá.
Hanse sabía que estaba atrapado, tanto real como figuradamente. Colgado de una vieja madera que definitivamente estaba cediendo de pura podredumbre a cada segundo que pasaba, aceptó.
—Necesitaré ayuda —dijo el Príncipe—. Aguanta.
Hanse hizo girar los ojos y su rostro se crispó en una mueca. Aguantó. Sin atreverse a moverse. Le ardían los hombros. El agua parecía más fría cada vez, el frío estaba empezando a subir por sus piernas. Resistió. Santuario estaba tan sólo a una legua de distancia. Esperaba que Kitty —el Príncipe— galopara. Resistió. Aunque el sol no llegó a salir y la posición de la luna apenas cambió un poco, Hanse estuvo seguro de que habían transcurrido una o dos semanas. Unas semanas frías, oscuras y dolorosas. ¡Riqueza! ¡Fortuna! ¡Cudget le había dicho que la venganza era un lujo estúpido que los pobres no se podían permitir!
Luego Su lista Alteza estuvo de vuelta, con varios hombres de la guardia de noche y un montón de cuerda. Mientras izaban a un entumecido y dolorido Hijo de las Sombras, el príncipe mencionó una llamada de la naturaleza y se alejó por entre el montón de grandes Piedras. Pero no alzó su túnica. Hizo una pausa al otro lado de una pila de cascotes. Miró hacia el suelo, hacia un traidor muerto, y lentamente sonrió satisfecho. ¡Su primera muerte! Luego Kadakithis empezó a vomitar.
Las oscuras antorchas llameaban arrojando extrañas y danzantes sombras sobre unas paredes de piedra tan lúgubres como la muerte. Las paredes enmarcaban una amplia estancia llena de mesas, cadenas, púas, tenazas, grilletes, cuerdas, clavos, argollas, martillos, cuñas y astillas de madera, pinzas, fascinantes mordazas, tenacillas para la boca y la lengua, hierros para calentar al rojo, ruedas, dos braseros, poleas. Mucha de aquella encantadora parafernalia estaba manchada de oscuro aquí y allá. Sobre una de las mesas estaba tendido Hanse. Estaba lleno de morados, cortes y contusiones..., y estaba tensamente atado por manos y pies, sin más ropa que un taparrabo. También estaban presentes el Príncipe Kadakithis, su consorte, con los ojos muy brillantes, dos severos Perros del Infierno, su viejo consejero, extrañamente ataviado, y tres nobles del consejo de Santuario. Y el herrero del palacio. Enormemente fornido y vestido con una cota de malla negra, era un imponente sustituto para el torturador oficial, que estaba enfermo.
Tomó una almádena y la contempló pensativamente. Los ojos de la dama consorte brillaron aún más. Igual que los de Zalbar, el Perro del Infierno. Hanse descubrió que en su postura actual el intento de tragar saliva hacía que su nuez de Adán se convirtiera en una afilada hoja que amenazaba con cortar su garganta desde dentro.
El herrero dejó el martillo y tomó unas tenazas de largo mango.
—¿Es necesario mantener esos harapos sobre sus pelotas, Vuestra Alteza?
—No hay necesidad de torturarlo ahí —dijo Kadakithis con voz tolerante. Miró a su esposa, que se había puesto a temblar ligeramente de excitación—. Todavía. Probemos algo menos drástico. Primero.
—Yo digo que todavía no es lo bastante alto —dijo esperanzadamente Zalbar. Estaba a unos quince centímetros de la rueda que tensaba las cuerdas a las que estaba atado Hanse, ya tensas de por sí.
—¡Bueno, hagámosle algo! —restalló la dama.
El herrero sorprendió a todos. El movimiento fue rápido, y el chasquido fuerte. Retiró el látigo de una línea blanca que cruzó repentinamente el estómago de Hanse, como si acabara de nacer allí. Se volvió rosa, luego más oscura, y empezó a crecer hacia arriba. El herrero alzó las cejas, como si estuviera impresionado consigo mismo. Golpeó de nuevo, esta vez sobre el pecho del cautivo. El látigo chasqueó como una vela poco tensa atrapada por una ráfaga de viento. Las cadenas resonaron cuando Hanse abrió mucho los ojos y la boca. Un nuevo cardenal empezó a crecer sobre su piel. El herrero añadió otro cruzando sus muslos. A unos pocos centímetros de las pelotas, éste. La dama consorte dejó escapar el aliento por una boca muy abierta.
—No me gusta azotar a un hombre —dijo el herrero—. Ni pienso que sirva de nada. Creo que simplemente le descoyuntaré un brazo y se lo volveré del revés.
—No necesitas tomarte tanta molestia —retumbó Zalbar—. Le daré unas cuantas vueltas más a la rueda.
Ante la considerable decepción de Zalbar y la primera dama de Santuario, Hanse empezó a hablar. Les dijo todo acerca de Bourne y Lirain. No pudo decirles nada de la muerte de Bourne, porque desconocía ese hecho.
—El Príncipe-Gobernador de Santuario —dijo Kadakithis—, y representante del Emperador de Ranke, es compasivo con quien le revela un complot. Soltadle y retenedle aquí..., sin torturarle. Dadle vino y comida.
—¡Maldita sea! —rezongó Zalbar.
—¿Ya puedo volver con mi esposa, Vuestra Alteza? —quiso saber el herrero—. Éste no es un trabajo para mí, y tengo que terminar toda la cadena de un ancla para mañana.
Hanse, sin preocuparse de quién le soltaba o vigilaba o le daba de comer, observó aliviado la salida del cortejo real.
Con Zalbar y Quag, el Príncipe se dirigió al apartamento de Lirain.
—Vosotros quedaos aquí —dijo, y tomó la espada de Quag.
A ninguno de los dos Perros del Infierno les gustó la idea, y Zalbar así lo dijo.
—Zalbar: ignoro si has tenido alguna vez un hermano mayor al que odiabas o qué, pero eres un hombre demasiado impulsivo que debería ser empleado como asesino real. Ahora quédate aquí, calla y aguarda.
Zalbar se puso firmes. Él y Quag aguardaron, completamente rígidos e inmóviles salvo el girar de sus oscuros ojos, mientras el hombre a su cargo entraba en la estancia de su traidora concubina. Y cerraba la puerta a sus espaldas. Zalbar estuvo seguro de que habían transcurrido una o dos semanas antes de que la puerta se abriera de nuevo y Kadakithis les indicara que podían entrar. La espada de Quag goteaba roja en su mano.
Los Perros del Infierno se apresuraron dentro y se detuvieron en seco. Miraron. Lirain yacía, no muerta, sino dormida, desnuda en una cama revuelta por haber estado haciendo recientemente en ella el amor. Desnudo a su lado estaba tendido Bourne, muerto, en medio de un charco de sangre fresca.
—La he dejado inconsciente de un golpe —dijo el Príncipe—. Llevadla abajo, a la menos confortable cama que ha dejado libre recientemente ese tipo Hanse, al que subiréis a mi apartamento. Toma, Quag... Oh. —El príncipe limpió cuidadosamente la espada de Quag en el vientre y muslos de Lirain y se la devolvió al Perro del Infierno. Ambos guardias, impresionados y complacidos, saludaron. E inclinaron la cabeza. Parecían muy felices con su Príncipe. El Príncipe Kadakithis, por su parte, parecía flagrantemente feliz consigo mismo.
Vestido con una suave túnica que demostraba que un ladrón podía ser de la misma talla que un príncipe, Hanse dio un sorbo de vino de la copa que deseó poder ocultar y llevarse con él. Giró los ojos para mirar a su alrededor, a la más privada de las cámaras de audiencias. Por esa razón la puerta estaba abierta. A un lado se sentaba una mujer sorda tañendo un laúd.
—Ambos tenemos sueño atrasado, Hanse. Se acerca ya el mediodía.
—Yo... estoy más acostumbrado a vivir de noche que t..., que Vuestra Alteza.
El Príncipe dejó escapar una carcajada.
—¡Cierto, Hijo de las Sombras! Es sorprendente cómo tantos hombres listos se abocan al crimen. ¡Entrar en el propio palacio! ¡En mi propia habitación! También gozaste de una concubina real, ¿eh? —Sentado, miró reflexivamente al ladrón, muy consciente de que eran muy similares en edad. Súbdito y príncipe; ladrón y gobernador—. Bien, pronto Lirain estará hablando por los cuatro costados, y sabremos que había un complot..., ¡y originado en Ranke, además! También sabremos que estuvo deshonrando la cama de su real amo con su co-conspirador.
—Y que Vuestra heroica Alteza no sólo acabó con el hijo de un sapo, sino que demostró la auténtica magnanimidad de un noble gobernante perdonando a un ladrón —dijo esperanzadamente Hanse.
—Sí, Hanse. Eso se está poniendo sobre el papel en este mismo instante. ¡Ah, y además hubo testigos de todo! ¡Absolutamente de todo!
Hanse se atrevió a decir:
—Excepto... la muerte de Bourne, mi señor Príncipe.
—¡Ja, ja! ¿Te gustaría saber la verdad respecto a esto, Hanse? Ya sabes mucho, además. Tú y yo podemos compartir algo más. Maté a Bourne allá arriba, en el Nido del Águila. De un solo golpe —añadió. Después de todo, había sido su primera muerte.
Hanse se lo quedó mirando fijamente.
—¡Pareces estar aprendiendo cautela, Hijo de las Sombras! Espero que aceptarás el empleo que pronto voy a ofrecerte. Evitaste mencionar eso cuando saliste de ese pozo y no viste ningún cadáver. No; intentó huir y murió a unos pocos pasos. En el momento en que regresamos aquí, drogué a Lirain. Ella misma tomó la poción; ¡pensó que estaba bebiendo veneno! No tenía a nadie esta noche. Yo arreglé la escena de su cama. Un hombre absolutamente leal y yo regresamos allá arriba y cogimos a Bourne. Mi esposa y yo colocamos el cadáver al lado de Lirain. Junto con una vejiga llena con la sangre de, ¡apropiadamente!, un cerdo. La atravesé con mi espada antes de dejar entrar a Quag y Zalbar.
Hanse siguió mirándole fijamente. ¡Aquel muchacho del pelo color azafrán era lo bastante listo como para ser un ladrón! Hanse apostaría a que también sabía disimular; ¡seguro que un complaciente comerciante en alfombras le había ayudado a traer el cadáver de Bourne al palacio!
El príncipe vio su mirada, la leyó.
—¿Acaso no soy el Príncipe Kittycat, después de todo? Dentro de poco seré altamente respetado en Santuario, y una amplia difusión del complot es una poderosa arma contra mis enemigos en casa. Eres un héroe..., ah. —El Príncipe hizo una inclinación de cabeza hacia la puerta y una seña. Un hombre de avanzada edad entró y le tendió una hoja de pergamino. Pronto tuvo estampados en ella la firma y el sello real. El secretario se marchó. Kadakithis tendió el documento a Hanse con un pequeño floreo y una sonrisa que Hanse vio que era claramente regia. Hanse lo estudió —muy impresionante— y volvió a mirar al príncipe.
—Oh —exclamó Kadakithis, y no dijo más; un príncipe no se disculpa a un ladrón por olvidar la falta de instrucción de éste—. Dice que, por mi mano y en nombre del Emperador de Ranke, se te perdona todo lo que hayas hecho hasta el día de hoy, Hanse. Ya no eres un quíntuple asesino, ¿sabes?
—Yo nunca he matado a nadie, Alteza.
—¡Yo sí! Esta misma noche..., ¡mejor dicho, la noche pasada!
—Perdón, Alteza, pero matar es asunto de los que gobiernan, no de los ladrones.
Después de esto Kadakithis miró larga y pensativamente a Hanse, y a partir de entonces es probable que citara numerosas veces al Hijo de las Sombras. Hanse tuvo que mencionar dos veces el rescate en el fondo del pozo.
—¡Oh! Olvidé eso, ¿no? He estado un tanto atareado esta noche..., la otra noche. Tengo cosas que hacer, Han-se. Me espera un día muy ajetreado, con mucha excitación, y sin haber dormido. Me temo que no podré preocuparme en pensar en unas cuantas monedas que alguien puede haber perdido en el fondo de un viejo pozo. Si puedes sacarlas, hazlo. Y vuelve aquí para discutir lo de tu empleo conmigo.
Hanse se puso en pie. Captaba las similitudes entre ellos dos, y no se sentía cómodo con ellas.
—Eso... necesitaré... pensaren ello, Príncipe-Gobernador, señor. Quiero decir... trabajar. ¡Y para vos! Primero tengo que intentar acostumbrarme al hecho de que ya no puedo odiaros.
—Bien, Hanse, quizá puedas ayudar a algunos otros a que tampoco lo hagan. Podría utilizar una ayuda así. Espero que no te ofendas si te recuerdo que la mitad del rescate que encuentres ahí arriba es propiedad del gobierno.
Hanse empezó a pensar en la posibilidad de transferir las pocas monedas de oro que había visto en una sola de las bolsas. Si conseguía recuperarlas del pozo. Eso tomaría tiempo, e iba a necesitar ayuda. Y eso requeriría pagarle a alguien. O conseguir que alguien...
Hanse abandonó el palacio llevando una nueva y suave túnica, con los ojos entrecerrados. Pensando, calculando. Planeando.
Robert Lynn Asprin
Jubal era más fuerte de lo que parecía. No era que su aspecto diera la sensación de blandura o debilidad. Si acaso, su brillante piel de ébano, tensa sobre unos elásticos y firmes músculos, daba una inmediata impresión de rápida fuerza, mientras que sus severos rasgos faciales, llenos de cicatrices, indicaban una mente que no vacilaba en usar esa fuerza en provecho propio.
Más bien era su riqueza, y la astuta mente que la había acumulado, lo que daba a Jubal fuerza por encima y más allá de sus músculos de hierro y su afilada espada. Su dinero, y el feroz cortejo de espadas mercenarias con que se había rodeado, hacían de él una fuerza formidable en el orden social de Santuario.
La sangre había sido el precio de su libertad; grandes cantidades de sangre derramada por sus oponentes en las arenas de gladiadores de Ranke. La sangre también era la que le había proporcionado el principio de su riqueza: apoderándose de una poco custodiada caravana de esclavos para venderlos luego con un enorme beneficio.
Allá donde otros podían contentarse con modestas ganancias, Jubal seguía amasando su fortuna con fanática intensidad. Había aprendido una dura lección mientras miraba con los ojos entrecerrados por el odio a las multitudes que vitoreaban sus victorias en la ensangrentada arena: las espadas y aquellos que las manejaban era un artículo que se compraba y se vendía constantemente, y eso no tenía ninguna importancia para las mentes de la Sociedad. Dinero y Poder, no habilidad y valor, eran lo que determinaba la posición de uno en el orden social de los hombres. Era el miedo el que determinaba quién escupía y quién se limpiaba el escupitajo en este mundo.
Así, Jubal recorría el mundo de los comerciantes del mismo modo que había recorrido el mundo de las arenas, aferrando despiadadamente cada oportunidad y vulnerabilidad del mismo modo que había degollado despiadadamente en el pasado a sus inermes oponentes. Entrar en tratos con Jubal era enfrentarse a una mente entrenada para equiparar el fracaso con la muerte.
Con esta actitud, los intereses de Jubal prosperaron y florecieron en Santuario. Con sus primeros beneficios compró una de las viejas mansiones al oeste de la ciudad. Allá residió como una ahíta araña en su tela, aguardando señales de una nueva oportunidad. Sus colmillos eran sus espadas mercenarias, que se paseaban por las calles de Santuario, con sus rostros ocultos bajo azules máscaras de halcón. Su tela de araña era una red de informadores, pagados para que le transmitieran noticias de cualquier incidente, cualquier trato comercial o cualquier cambio en la política local que pudiera ser de interés a su generoso amo.
En estos momentos la red zumbaba con la noticia del cataclismo en la ciudad. El príncipe rankano y sus nuevas ideas estaban sacudiendo hasta las raíces la estructura económica y social de Santuario.
Jubal se sentó en el centro de su red y escuchó.
Al cabo de poco tiempo, los informes de la situación empezaron a converger y adquirieron una monótona uniformidad.
Jubal permanecía recostado en su sillón parecido a un trono, contemplando con ojos ausentes uno de los enormes incensarios de la habitación, instalado en un inútil intento de contrarrestar los hedores arrastrados desde Santuario por los vientos orientales. Los informes seguían resonando en sus oídos. Las cosas habían sido muy diferentes cuando él estaba empezando. Entonces era capaz de manejar personalmente las distintas facetas de sus crecientes empresas. Ahora, tenía que escuchar, mientras otros...
Algo en el informe atrajo su atención.
—¿A quién matasteis? —preguntó.
—A un ciego —repitió Saliman, parpadeando ante la interrupción—. Un informador que no era un informador. Se hizo para dar un ejemplo..., como tú ordenaste.
—Por supuesto. —Jubal agitó una mano—. Continúa.
Confiaba plenamente en sus informadores de la ciudad respecto a los datos necesarios para llevar sus asuntos. Era sabido que, si alguien vendía información falsa a Jubal, era muy probable que fuera hallado con la garganta abierta y una moneda de cobre apretada entre los dientes. Esto era sabido porque había ocurrido... frecuentemente. Lo que no era tan ampliamente sabido era que, si Jubal tenía la sensación de que sus informadores necesitaban un ejemplo que les recordara la penalización por vender bulos, ordenaba a sus hombres que mataran a alguien al azar y dejaran el cuerpo con las marcas características de un falso informador. Sus auténticos informadores no eran el blanco de esos ejemplos..., los buenos informadores eran difíciles de hallar. En vez de ello, era elegido alguien que nunca había tenido tratos con Jubal. Como sus informadores no conocían sus mutuas identidades, el ejemplo funcionaba.
—...fue hallado esta mañana —seguía Saliman con su incansable recitación—. La moneda fue robada por la persona que descubrió el cuerpo, así que no habrá investigación. De todos modos, el ladrón hablará, así que la noticia se extenderá.
—Sí, sí. —Jubal hizo una mueca impaciente—. Sigue con otra cosa.
—Hay una cierta consternación a lo largo de la Avenida de los Templos respecto a los nuevos templos que van a ser erigidos a Savankala y Sabellia...
—¿Afecta esto en algo nuestras operaciones? —interrumpió Jubal.
—No —admitió Saliman—. Pero pensé que debías saberlo.
—Ahora ya lo sé —dijo Jubal—. Ahórrame los detalles. Siguiente asunto.
—A dos de nuestros hombres les fue negado el servicio la otra noche en el Vulgar Unicornio.
—¿Por quién? —Jubal frunció el ceño.
—Un Pulgar. Se ocupa del lugar por las tardes, desde...
—¡Sé quién es Un Pulgar! —restalló Jubal—. También sé que nunca se niega a servir a ninguno de mis hombres mientras tengan oro y sus modales sean buenos. Si actuó contra dos de ellos, debió ser a causa de sus acciones, no porque albergue malos sentimientos contra mí. Siguiente asunto.
Saliman dudó mientras reorganizaba sus pensamientos, luego prosiguió:
—La creciente presión por parte de los Perros del Infierno del Príncipe ha cerrado los muelles a los contrabandistas. Se rumorea que van a verse obligados a desembarcar sus mercancías en el Pantano de los Secretos Nocturnos como hacían en los viejos días.
—Un inconveniente que sin duda hará subir sus precios —meditó Jubal—. ¿Hasta qué punto están bien guardados sus desembarcaderos?
—No se sabe.
—Averígualo. Si hay alguna posibilidad de que podamos interceptar unos cuantos cargamentos en el Pantano, no hay razón alguna para pagar sus precios hinchados en el bazar.
—Pero, si los contrabandistas pierden cargamentos, todavía alzarán más sus precios para recuperarse de las pérdidas.
—Por supuesto —sonrió Jubal—. Lo cual significa, que cuando vendamos los artículos robados, podremos cobrar precios más altos y ser aún más baratos que los contrabandistas.
—Investigaremos la posibilidad. Pero...
—¿Pero qué? —inquirió Jubal, estudiando el rostro de su lugarteniente—. Adelante con ello, hombre. Algo te preocupa de mi plan, y quiero saber qué es.
—Temo que podamos hallar dificultades con los Perros del Infierno —terminó por decir Saliman—. Si ellos también han oído rumores de los nuevos lugares de desembarco, pueden planear igualmente una emboscada. Robarles un cargamento a los contrabandistas es una cosa, pero intentar tomar pruebas confiscadas por los Perros del Infierno... No estoy seguro de que los hombres estén de acuerdo con ello.
—¿Mis hombres? ¿Temerosos de los guardias? —La expresión de Jubal se oscureció—. Creía estar pagando buen oro para tener a mi disposición las mejores espadas de Santuario.
—Los Perros del Infierno no son guardias ordinarios —protestó Saliman—. Tampoco son de Santuario. Antes de que llegaran, hubiera dicho que las nuestras eran las más espléndidas espadas. Ahora...
—¡Los Perros del Infierno! —se burló Jubal—. Parece como si todo el mundo no supiera hacer otra cosa más que hablar de los Perros del Infierno.
—Y tú deberías escucharles —dijo rápidamente Saliman—. Discúlpame, Jubal, pero tú mismo admites que los hombres que alquilas no son recién llegados a la batalla. Cuando hablan de una nueva fuerza suelta en Santuario, deberías escuchar en vez de despreciar su juicio o sus habilidades.
Por un momento, una chispa de ira brilló en los ojos de Jubal. Luego murió, y se inclinó atentamente hacia delante en su asiento.
—Muy bien, Saliman. Estoy escuchando. Háblame de los Perros del Infierno.
—Son..., son distintos de los guardias que conocemos en Santuario, o incluso de los soldados del ejército rankano —explicó Saliman, buscando las palabras—. Han sido cuidadosamente elegidos de entre la Guardia Real de Élite especialmente para esta misión.
—Cinco hombres para guardar a un príncipe real —murmuró pensativo Jubal—. Sí, tienen que ser buenos.
—Y lo son —confirmó apresuradamente Saliman—. Con todo el ejército rankano de donde elegir, esos cinco fueron seleccionados por su habilidad en las armas y su inquebrantable lealtad al Imperio. Desde su llegada a Santuario, todos los esfuerzos por sobornarlos o asesinarlos ha terminado con la muerte de quienes lo han intentado.
—Tienes razón —asintió Jubal—. Pueden ser una fuerza disruptiva. De todos modos, sólo son hombres, y todos los hombres tienen debilidades.
Se sumió en un pensativo silencio durante varios momentos.
—Retira mil monedas de oro del tesoro —ordenó al fin—. Distribúyelas entre los hombres para que las distribuyan por toda la ciudad, particularmente entre aquellos que trabajan en el palacio del Gobernador. A cambio de ellas, quiero información sobre los Perros del Infierno, individual y colectivamente. Que estén particularmente atentos a toda noticia de disensión entre sus rangos..., cualquier cosa que pueda usarse para volverlos los unos contra los otros.
—Así se hará —respondió Saliman, con una ligera inclinación de cabeza—. ¿Deseas encargar también una investigación mágica?
Jubal vaciló. Tenía el temor de todos los guerreros hacia los magos, y los evitaba siempre que le era posible. De todos modos, si los Perros del Infierno constituían una amenaza tan grande como parecía...
—Utiliza el dinero para los informadores normales —decidió—. Si se hace necesario contratar a un mago, entonces yo personalmente...
Una repentina conmoción en la entrada de la estancia atrajo la atención de ambos hombres. Aparecieron dos figuras enmascaradas de azul, arrastrando entre ellas a una tercera. Pese a sus máscaras, Jubal los reconoció como Mor-Am y Moria, un equipo de hermano y hermana a sueldo suyo. Su evidente cautivo era un chiquillo, vestido con los sucios harapos habituales en los chicos de las calles de Santuario. No podía tener más de diez años, pero las siseantes y vengativas protestas que brotaban de entre sus dientes encajados mientras se debatía entre sus captores lo señalaban como alguien con una inteligencia mucho más allá de su edad.
—Atrapamos a esta rata de cloaca en la propiedad —anunció Mor-Am, ignorando las protestas del muchacho.
—Probablemente pretendía robar algo —añadió su hermana.
—¡No estaba robando! —gritó el muchacho, logrando desasirse de un tirón.
—¿Una rata callejera de Santuario que no roba? —Jubal alzó una ceja.
—¡Por supuesto que robo! —escupió el muchacho—. Todo el mundo lo hace. Pero no es por eso por lo que vine aquí.
—Entonces, ¿para qué has venido aquí? —preguntó Mor-Am, agarrando al muchacho por las muñecas y haciendo que se arrodillara—. ¿Para mendigar? ¿Para vender tu cuerpo?
—¡Traigo un mensaje! —barbotó el muchacho—. ¡Para Jubal!
—Ya basta, Mor-Am —ordenó Jubal, repentinamente interesado—. Ven aquí, chico.
El muchacho se puso en pie, deteniéndose solamente para secar con un puño las lágrimas de rabia de sus ojos. Lanzó una mirada de puro veneno a Mor-Am y Moria, luego se acercó a Jubal.
—¿Cómo te llamas, chico? —quiso saber Jubal.
—Yo..., me llamo Mungo —tartamudeó el muchacho, repentinamente tímido—. ¿Tú eres Jubal?
—Lo soy —asintió Jubal—. Bien, Mungo, ¿dónde está el mensaje que traes para mí?
—No... no está escrito —explicó Mungo, lanzando una apresurada mirada a Mor-Am—. Tengo que decírtelo de viva voz.
—Muy bien, entonces dímelo —animó Jubal, que se estaba impacientando—. Y dime también quién envía el mensaje.
—El mensaje es de Hakiem —dijo apresuradamente el muchacho—. Me ha encargado que te diga que tiene una información importante que vender.
—¿Hakiem? —Jubal frunció el ceño.
¡El viejo Cuentista! A menudo había estado al servicio de Jubal cuando la gente olvidaba que sabía escuchar además de hablar.
—Sí, Hakiem. Vende historias en el bazar...
—Lo sé, lo sé —restalló Jubal. Por alguna razón, hoy todo el mundo pensaba que él no sabía nada de la gente que habitaba la ciudad—. ¿Qué información tiene para mí, y por qué no ha venido él personalmente?
—No sé cuál es la información. Pero es importante. Tan importante que Hakiem se está ocultando, temeroso por su vida. Me ha pagado para que te lleve a él, porque tiene la sensación de que la información será especialmente valiosa para ti.
—¿Llevarme a él? —rugió Jubal, y su irritación ascendió varios grados.
—Un momento, muchacho —interpuso Saliman, hablando por primera vez desde que su informe fue interrumpido—. ¿Dices que Hakiem te pagó? ¿Cuánto?
—Una moneda de plata —anunció orgulloso el muchacho.
—¡Muéstranosla! —ordenó Saliman.
La mano del muchacho desapareció entre sus harapos. Luego dudó.
—No vas a quitármela, ¿verdad? —preguntó recelosamente.
—¡Muestra la moneda! —rugió Jubal.
Acobardado por el repentino estallido, Mungo extendió su puño y lo abrió, revelando una moneda de plata anidada en su palma.
Los ojos de Jubal buscaron los de Saliman, que alzó las cejas en silenciosa sorpresa y especulación. El hecho de que el muchacho tuviera realmente una moneda de plata indicaba muchas cosas.
Primero: Mungo estaba diciendo probablemente la verdad. Las ratas callejeras raras veces tenían más que unos cuantos cobres, así que una moneda de plata tenía que haber procedido de algún benefactor. Si el muchacho la hubiera robado, la tendría bien escondida, regocijándose con su mal conseguida riqueza..., no la exhibiría abiertamente como acababa de hacer.
Suponiendo que el muchacho estaba diciendo la verdad, entonces la información de Hakiem tenía que ser realmente valiosa, y el peligro para él real. Hakiem no era el tipo de hombre que entregaba una moneda de plata a menos que estuviera seguro de que iba a recuperar la pérdida al tiempo que sacaba un provechoso beneficio. Pero, aun así, se hubiera ahorrado el gasto trayendo él mismo la información, si no temiera realmente por su vida.
Todo aquello destelló en un instante en la mente de Jubal mientras contemplaba la moneda, y las reacciones de Saliman confirmaron sus pensamientos.
—Muy bien. Veremos qué información tiene Hakiem. Saliman, toma a Mor-Am y a Moría y ve con Mungo al encuentro del Cuentista. Tráelo aquí y...
—¡No! —exclamó el muchacho, interrumpiendo—. Hakiem sólo dará la información a Jubal en persona, y tiene que acudir solo.
—¿Qué? —exclamó Saliman.
—¡Esto suena a una trampa! —dijo Moría, ceñuda.
Jubal les hizo callar con un gesto de la mano y miró fijamente al muchacho. Podía ser una trampa. Pero también podía haber otra razón para la demanda de Hakiem. ¡La información podía referirse a alguien de las propias fuerzas de Jubal! Un asesino..., ¡o, peor aún, un informador! Eso podía explicar la reluctancia de Hakiem a acudir en persona a la mansión.
—Iré —dijo Jubal, levantándose y barriendo la estancia con la mirada—. Solo, con Mungo. Saliman, necesitaré utilizar tu máscara.
—¡Quiero que me devolváis mi cuchillo! —declaró repentinamente Mungo.
Jubal alzó una ceja interrogativa a Mor-Am, que enrojeció y sacó una corta daga de su cinto.
—Se la quitamos cuando lo cogimos —explicó el mercenario—. Una precaución de seguridad. No teníamos intención de quedárnosla.
—Devuélvesela —rió Jubal—. Ni yo enviaría a mi peor enemigo a las calles de Santuario desarmado.
—Jubal —murmuró Saliman mientras le entregaba su máscara de halcón—. Si esto resulta ser una trampa...
Jubal dejó caer una mano sobre la empuñadura de su espada.
—Si es una trampa —sonrió—, no encontrarán en mí una presa fácil. He sobrevivido a peleas de cinco contra uno y peores en las arenas, antes de conseguir mi libertad.
—Pero...
—No me seguirás —ordenó firmemente Jubal—. Ni permitirás que nadie me siga. Cualquiera que desobedezca tendrá que vérselas conmigo.
Saliman inspiró profundamente para responder algo, luego vio la expresión en los ojos de Jubal y asintió en silenciosa aceptación.
Jubal estudió disimuladamente a su guía mientras abandonaban la mansión y se encaminaban hacia la ciudad. Aunque no lo había mostrado abiertamente, se había sentido impresionado por el espíritu del muchacho durante su breve encuentro. Solo y desarmado en medio de espadas hostiles... Sabía que hombres con dos veces la edad de Mungo se echaban a temblar y se rebajaban ignominiosamente cuando visitaban a Jubal en su mansión.
En muchos aspectos, el muchacho le recordaba a Jubal a sí mismo cuando era joven. Luchador y rebelde, sin padres pero manteniendo su orgullo y su testarudez para que le guiaran, había sido comprado en los corrales de esclavos por un entrenador de gladiadores con ojo clínico para los luchadores fríos y valerosos. Si en vez de ello hubiera sido comprado por un amo más gentil..., si alguien intercedía en el dudoso sendero que el Destino había elegido para Mungo...
Jubal detuvo con una mueca aquella línea de pensamientos cuando se dio cuenta de adonde le conducía.
¿Adoptar al chico en su casa? ¡Ridículo! Saliman y los demás pensarían que se había vuelto blando en su vejez. Más importante aún, sus competidores lo verían como un signo de debilidad, una indicación de que Jubal podía ser alcanzado por el sentimentalismo..., que tenía corazón. Se había alzado por sí mismo por encima de sus escuálidos inicios; ¡el muchacho tendría que hacer lo mismo!
El sol estaba alto y temblaba en su propio calor mientras Jubal seguía al muchacho por la ciudad. El sudor resbalaba en irritantes riachuelos por detrás de su azul máscara de halcón, pero odiaba reconocer su incomodidad secándoselo. El pensamiento de quitarse la máscara nunca pasó por su mente. Las máscaras eran necesarias para ocultar a aquellos a su servicio que eran perseguidos por la ley; para completar el camuflaje, todos debían llevarlas. Exceptuarse él de su propia regla era algo impensable.
En un esfuerzo por distraerse de su incomodidad, Jubal empezó a observar cautelosamente a la gente de su alrededor mientras se acercaban al bazar. Desde que habían cruzado el puente y habían dejado las cabañas de Barlovento tras ellos, podía observarse una notable mejoría en la calidad de las ropas y modales de los ciudadanos.
Sus ojos se posaron en un mago, y se interrogó acerca de la estrella tatuada en la frente del hombre. Luego observó que el mago estaba enzarzado en una acalorada discusión con un joven bravucón de chillones ropajes que exhibía numerosos cuchillos, cuyas empuñaduras asomaban de las fundas de sus brazos, cinto, y bota en ominosa advertencia.
—Es Lythande —le informó Mungo, al observar su interés—. Es un fraude. Si buscas un mago, los hay mejores..., y más baratos.
—¿Estás seguro de que es un fraude? —preguntó Jubal, divertido por el análisis del muchacho.
—Si fuera un auténtico mago, no necesitaría llevar una espada —señaló Mungo, indicando el arma que colgaba del costado del mago.
—Un punto para ti —admitió Jubal—. ¿Y el hombre con el que está discutiendo?
—El Hijo de las Sombras —anunció orgullosamente el muchacho—. Un ladrón. Trabajaba con Cudget Jurajuramento antes de que el viejo idiota se dejara colgar.
—Un mago y un ladrón —murmuró pensativamente Jubal, observando de nuevo a la pareja—. Una interesante combinación de talentos.
—Lo dudo —bufó Mungo—. Fuera cual fuese la última aventura del Hijo de las Sombras, fue provechosa. Ha estado gastando mucho y muy a menudo, de modo que es poco probable que esté buscando un nuevo trabajo. Sospecho que deben estar discutiendo acerca de una mujer. Los dos alardean de tener un don de los dioses con las mujeres.
—Pareces estar bien informado —comentó Jubal, impresionado de nuevo por la inteligencia del muchacho.
—Uno oye muchas cosas en las calles —se encogió de hombros Mungo—. Cuanto más abajo está uno, más importante es la información para su supervivencia..., y pocos están más abajo que mis amigos y yo.
Jubal meditó sobre aquello mientras el muchacho se abría camino más allá del Cruce del Matadero. Quizás había olvidado una valiosa fuente de información en los niños de las calles cuando había levantado su red de informadores. Probablemente no oyeran mucho, pero eran tantos. Juntos podían ser suficientes para confirmar o negar un rumor.
—Dime una cosa, Mungo —llamó a su guía—. Tú sabes que pago bien la información, ¿no?
—Todo el mundo sabe eso. —El muchacho giró hacia el Laberinto y saltó ágilmente sobre una figura tendida en el suelo, sin molestarse en volver la vista atrás para ver si estaba dormida o muerta.
—Entonces, ¿cómo es que ninguno de tus amigos ha venido nunca a mí con lo que sabía?
Jubal pasó cuidadosamente por encima del obstáculo y lanzó una cautelosa mirada a su alrededor. Incluso a plena luz del día, el laberinto podía ser un lugar peligroso para un transeúnte solitario.
—Nosotros, las ratas callejeras, estamos muy unidos —explicó Mungo por encima del hombro—. Más unidos aún que la gente del bazar o las s'danzo. Los secretos compartidos pierden su valor, así que los guardamos para nosotros mismos.
Jubal reconoció la sabiduría de la política del muchacho, pero eso no hizo más que aumentar su resolución de reclutar a los chiquillos.
—Habla de eso con tus amigos —le animó—. Un estómago lleno puede..., ¿adonde vamos?
Habían abandonado la húmeda Serpentina por un callejón tan angosto que Jubal tuvo casi que ponerse de lado para seguirle.
—Al encuentro de Hakiem —respondió Mungo, sin disminuir su paso.
—Pero, ¿dónde está? —insistió Jubal—. No conozco esta ratonera.
—Si la conocieras, no sería un buen escondite —se echó a reír el muchacho—. Ya falta poco.
Mientras hablaba, desembocaron en un pequeño patio.
—Ya hemos llegado —anunció Mungo, y se detuvo en medio del patio.
—¿Dónde? —gruñó Jubal, deteniéndose a su lado—. No hay puertas ni ventanas en estas paredes. A menos que esté oculto en uno de esos montones de basura...
Interrumpió su comentario cuando los detalles de lo que le rodeaba entraron en su mente. ¡Ni puertas ni ventanas! El único otro camino para salir del patio era otro angosto callejón tan pequeño como el que acababan de recorrer..., excepto que estaba bloqueado por un montón de cajas de madera. ¡Estaban en un lugar sin salida!
Sonó un repentino estrépito a sus espaldas, y Jubal se volvió en redondo para enfrentarse a él, llevando en un reflejo la mano a su espada. Varias cajas de madera habían caído del tejado de una de las casas, bloqueando la entrada.
—¡Es una trampa! —siseó, mientras retrocedía hacia un rincón, escrutando con la mirada los tejados.
Sintió un repentino impacto contra su espalda. Se tambaleó ligeramente, luego tajó ciegamente con su espada hacia atrás. Su hoja no encontró más que aire, y se volvió para enfrentarse a su atacante.
Mungo danzaba ágilmente justo más allá del alcance de su espada, los ojos brillantes de triunfo y regocijo.
—¿Mungo? —preguntó Jubal, sabiendo la respuesta.
Había sido herido las suficientes veces como para reconocer el creciente entumecimiento en la parte superior de su espalda. Un estallido de dolor cuando cambió de posición le contó el resto de la historia. El muchacho había plantado su daga en la espalda de Jubal, y allí estaba aún. Jubal podía verla mentalmente asomando entre sus hombros, en un ángulo innatural.
—Te dije que ya faltaba poco —se burló Mungo—. Quizá la gente mayor te tenga miedo, pero nosotros no. No debiste ordenar la muerte de Gambi.
—¿Gambi? —Jubal frunció el ceño, tambaleándose ligeramente—. ¿Quién es Gambi?
Por un momento, el muchacho se inmovilizó, sorprendido. Luego su rostro se contorsionó de rabia y escupió.
—Fue hallado esta mañana, degollado y con una moneda de cobre en la boca. ¡Tu marca! ¿Ni siquiera sabes a quién matas?
¡El ciego! Jubal se maldijo a sí mismo por no escuchar más atentamente los informes de Saliman.
—Gambi nunca te vendió ninguna información —exclamó Mungo—. Te odiaba por lo que tus hombres le hicieron a su madre. No tenías derecho a matarle como un falso informador.
—¿Y Hakiem? —preguntó Jubal, intentando ganar tiempo.
—Acertamos en eso, ¿verdad?..., en que Hakiem era uno de tus informadores —croó el muchacho—. Está en el muelle grande, durmiendo la borrachera. Reunimos
nuestro dinero para conseguir la moneda de plata que te engañó y te atrajo sin tus guardias.
Por alguna razón, aquellas últimas palabras le dolieron más a Jubal que el golpe de la daga. Se irguió envaradamente, ignorando el cálido líquido que goteaba por su espalda desde la herida del cuchillo, y miró con ojos furiosos al muchacho.
—¡No necesito ningún guardia contra la gente como tú! —retumbó—. ¿Crees que sabes matar? ¿Una rata callejera que apuñala por lo alto con un cuchillo? La próxima vez que intentes matar a un hombre, si es que hay otra vez, golpea por lo bajo. ¡Clava tu cuchillo entre las costillas, no a través de ellas! Y trae a tus amigos..., uno de vosotros no es suficiente para matar a un auténtico hombre.
—¡He traído a mis amigos! —rió Mungo, y señaló—. ¿Crees que serán suficientes?
Jubal se arriesgó a echar una mirada por encima de su hombro. Las ratas de cloaca de Santuario estaban bajando al patio. ¡Docenas de ellas! Deslizándose por entre las cajas de madera o descolgándose de los tejados como arañas. Chiquillos vestidos con harapos..., ninguno de ellos alcanzando más de la mitad de la estatura de Jubal, pero con cuchillos, piedras y palos afilados.
Otro hombre se hubiera derrumbado ante aquellos ojos llenos de odio. Quizás hubiera intentado suplicar o comprar su salida de aquella trampa, proclamando su inocencia respecto al asesinato de Gambi. Pero se trataba de Jubal, y sus ojos eran tan fríos como su espada cuando se enfrentó a sus torturadores.
—Afirmas que estáis haciendo esto para vengar una muerte —se burló—. ¿Cuántos de vosotros moriréis tratando de derribarme?
—Te crees libre de matarnos de uno en uno, sin ninguna razón —respondió Mungo, trazando un amplio círculo para unirse a los demás—. Si alguno de nosotros muere matándote, entonces al menos los demás estarán a salvo.
—Sólo si me matáis —corrigió Jubal. Sin apartar los ojos del grupo de chiquillos, pasó su mano izquierda por encima de su hombro derecho, encontró la empuñadura del cuchillo, tiró de ella—. ¡Y, para eso, necesitarás que te devuelva tu cuchillo!
Mungo vio el movimiento del cuchillo cuando Jubal lo arrojó con su mano izquierda desde medio cuerpo, pero se inmovilizó por una fracción de segundo. En aquella fracción de segundo, el cuchillo le alcanzó en plena garganta. El mundo se volvió borroso a su alrededor y cayó, sin darse cuenta ya de que caía.
El grupo se lanzó hacia delante, y Jubal avanzó a su encuentro, su espada destellando al sol mientras intentaba desesperadamente ganar su camino hacia la salida.
Unos cuantos cayeron ante su primera embestida —no supo cuántos—, pero el resto se dispersó y se cerró a su alrededor desde todos lados. Los aguzados palos buscaron su rostro más rápido de lo que podía pararlos su espada, y sintió la mordedura de los cuchillos a medida que pequeñas formas se lanzaban contra él desde atrás para clavar y retroceder.
Se dio cuenta de que el acoso lo derribaría antes de que pudiera apartar las cajas de madera; abandonando su carga, hizo una pausa, girando y tajando, intentando mantener un espacio despejado a su alrededor. Los chiquillos tenían dientes afilados, eran unos escurridizos fantasmas, desaparecían de delante de él en un instante para estar atosigándole al instante siguiente desde atrás. ¡Por su mente cruzó el pensamiento de que iba a morir! ¡El superviviente de incontables duelos de gladiadores iba a conocer su fin a manos de una pandilla de chiquillos furiosos!
El pensamiento lo impulsó hacia una acción desesperada. Con un último y poderoso tajo, recrudeció sus esfuerzos defensivos e intentó dirigirse hacia una pared para conseguir tener algo sólido a sus espaldas. Una niñita agarró su tobillo y se aferró a él con todas sus fuerzas. Se tambaleó, estuvo a punto de caer, y tajó hacia abajo furiosamente, sin mirar. Su pierna quedó libre, pero otro chiquillo saltó a sus espaldas y empezó a martillear su cabeza con una piedra.
Jubal se echó hacia un lado, derribando al chiquillo por el sencillo procedimiento de golpearlo contra la pared, y luego se volvió para enfrentarse a la pandilla. Un palo atravesó su máscara, abriendo un chirlo en su frente que empezó a gotear sangre sobre sus ojos. Temporalmente cegado, agitó locamente su espada a su alrededor, a veces golpeando algo, a veces no encontrando más que aire. Una piedra se estrelló contra su cabeza, pero ya se hallaba más allá de toda sensación y siguió manejando ciegamente su espada.
Lentamente, la idea de que había una nueva nota en los gritos de los chiquillos se deslizó al interior de su nublado cerebro. Al mismo tiempo se dio cuenta de que desde hacía diez o quince golpes por lo menos su espada no había hallado ningún blanco sólido. Sacudió la cabeza para aclararla y la enfocó de nuevo a la escena ante él.
El patio estaba sembrado de pequeños cuerpos, cuya sangre creaba un brillante contraste con sus sucios harapos. El resto del grupo estaba en plena huida, perseguido por entre la basura por...
Jubal se recostó contra la pared, luchando por recuperar el aliento y embotado por una serie de heridas demasiado numerosas para ser contadas. Observó a su rescatador acudir a su lado mientras enfundaba su espada empapada de sangre fresca.
—¿Tu... tu nombre? —jadeó.
—Zalbar-jadeó en respuesta la figura uniformada—. Guardia de Su Alteza Real, el Príncipe Kadakithis. Tus heridas: ¿son...?
—He sobrevivido a peores —se encogió de hombros Jubal, haciendo una mueca ante el dolor que le causó el movimiento.
—Muy bien —asintió el hombre—. Entonces, debo proseguir mi camino.
—Un momento —pidió Jubal, deteniéndole con una mano—. Has salvado mi vida..., una vida que yo valoro enormemente. Te debo mi agradecimiento y algo más, que no sé expresar con palabras. Así que nombra tú mismo tu recompensa.
—Eso no es necesario —bufó Zalbar—. Es mi deber.
—Deber o no —argumentó Jubal—, no conozco a ningún otro guardia que entrara en el Laberinto, y mucho menos arriesgara su vida para salvar... Dijiste que eras un guardia real: ¿Eres...?
—Un Perro del Infierno —terminó Zalbar por él, con una sonrisa que era casi una mueca—. Sí, lo soy. Y, te lo prometo, no está lejano el día en que seremos los únicos guardias en el Laberinto.
Se volvió para marcharse, pero Jubal lo detuvo de nuevo, quitándose la máscara de halcón para secarse la sangre de los ojos.
—¡Espera! —ordenó—. Tengo una proposición para ti. Necesito hombres como tú. Sea cual sea la paga que recibas del Imperio, la doblo..., además de añadir una bonificación por tu trabajo de hoy. ¿Qué dices?
No hubo respuesta. Jubal frunció los ojos para enfocar el rostro del Perro del Infierno, y descubrió que el hombre le estaba contemplando en inmóvil reconocimiento.
—¡Tú eres Jubal! —exclamó Zalbar, en un tono que era más una afirmación que una pregunta.
—Lo soy —asintió Jubal—. Si sabes esto, sabrás también que no hay nadie en Santuario que pague más que yo por los servicios prestados.
—Conozco tu reputación —admitió fríamente el Perro del Infierno—. Sabiendo lo que hago, no trabajaría para ti a ningún precio.
El rechazo era obvio, pero Jubal decidió ignorarlo. En vez de ello, intentó convertir el comentario en algo intrascendente.
—Pero ya lo has hecho —señaló—. Salvaste mi vida.
—Salvé a un ciudadano de una pandilla de ratas callejeras —rectificó Zalbar—. Como dije antes, es mi deber ante el Príncipe.
—Pero... —empezó a decir Jubal.
—De haber sabido antes tu identidad —prosiguió el Perro del Infierno—, quizá me hubiera sentido tentado a retrasar mi rescate.
Esta vez, el menosprecio no podía ser ignorado. Más desconcertado que furioso, Jubal estudió a su oponente.
—Tengo la sensación de que estás intentando provocar una pelea. Así pues, ¿me salvaste para llevar a cabo alguna venganza propia?
—En mi posición, no puedo, y no lo haré, enzarzarme en disputas insignificantes —gruñó Zalbar—. Sólo lucho para defenderme a mí mismo o a los ciudadanos del Imperio.
—Y yo no alzaría conscientemente mi espada contra alguien que salvó mi vida..., excepto en defensa propia —respondió Jubal—. Parece ser, pues, que no lucharemos el uno contra el otro. Sin embargo, tengo la impresión de que albergas algún rencor contra mí. ¿Puedo preguntarte de qué se trata?
—Es el rencor que siento hacia cualquier hombre que se aprovecha de los beneficios de la ciudadanía rankana sin aceptar ninguna de sus responsabilidades —bufó el Perro del Infierno—. No sólo no sirves al Imperio que te da cobijo, sino que minas sus fuerzas alardeando abiertamente de tu quebrantamiento constante de sus leyes en tus negocios cotidianos.
—¿Qué sabes tú de mis negocios que te permiten hacer esos juicios tan amplios? —desafió Jubal.
—Sé que haces dinero de formas que cualquier hombre decente rechazaría —respondió Zalbar—. Negocias con esclavos y drogas y otros artículos de altos beneficios y escasa moralidad..., pero, por encima de todo, negocias con la muerte.
—¿Un soldado profesional me condena por negociar con la muerte? —sonrió Jubal.
El Perro del Infierno enrojeció profundamente.
—Sí. Yo también negocio con la muerte. Pero un soldado como yo lucha por el bien del Imperio, no por un beneficio egoísta. Perdí un hermano y varios amigos en las campañas de las montañas, luchando por el Imperio..., por las libertades de las que tú y los tuyos abusáis.
—Imagina eso —murmuró pensativo Jubal—. Todo el ejército rankano defendiéndonos contra unas cuantas tribus dispersas de las montañas. Oh, seguro, si tú y tus amigos no hubierais ido allí, los montañeses se hubieran lanzado fuera de esas montañas que no han abandonado desde hace generaciones y nos hubieran asesinado a todos en pleno sueño. Qué estúpido de mí pensar que se trataba del Imperio intentando extender su influencia a un lugar más que no lo deseaba. Hubiera debido darme cuenta de que sólo estaba intentando defenderse de un feroz atacante.
Zalbar pareció a punto de lanzarse contra él, y su mano fue a la empuñadura de su espada. Luego recuperó su compostura y endureció sus rasgos.
—No tengo intención de seguir hablando contigo. Eres incapaz de comprender la mente de los hombres decentes, y mucho menos sus palabras.
Se volvió para marcharse, pero de alguna forma Jubal cortó su camino..., de pie ahora, aunque se tambaleaba por el esfuerzo. Aunque el soldado era una cabeza más alto, la furia de Jubal incrementaba su estatura hasta situarlo a un mismo nivel que Zalbar.
—Si ya has terminado de hablar, Perro del Infierno, entonces es mi turno —siseó—. Escucha lo que tengo que decir. Es cierto que hago dinero con mercancías desagradables. Pero no sería capaz de hacerlo si tus «hombres decentes» no estuvieran dispuestos a pagar un buen precio por ellas. No vendo mis artículos a punta de espada. Mis clientes vienen a mí..., y son tantos que no puedo cubrir la demanda a través de los canales normales.
Se volvió para hacer un gesto hacia el patio lleno de cadáveres.
—También es cierto que negocio con la muerte —rió—. Tus benevolentes amos rankanos me enseñaron ese comercio en las arenas de gladiadores de la capital. Entonces negociaba con la muerte por los vítores de esos mismos «hombres decentes» a los que tanto admiras.
Hizo una pausa, con los ojos profundamente fijos en Zalbar.
—Esos «hombres decentes» no me permitieron ocupar un lugar en su «decente» sociedad después de obtener mi libertad, así que vine a Santuario. Ahora sigo negociando con la muerte, porque éste es el precio de hacer negocios aquí..., un precio que casi pagué hoy.
Por un aleteante momento, algo parecido a la simpatía destelló en los ojos del Perro del Infierno mientras sacudía la cabeza.
—Estás equivocado, Jubal —dijo en voz baja—. Ya has pagado el precio por hacer negocios en Santuario. No es tu vida, sino tu alma..., tu humanidad. La has cambiado por oro y, en mi opinión, fue un mal trato.
Los ojos de los dos hombres se encontraron, y fue Jubal quien apartó primero la mirada, inquieto por las palabras del Perro del Infierno. Al mirar hacia otro lado, sus ojos se posaron en el cuerpo de Mungo —el muchacho al que había admirado y que había pensado en llevar a su casa—, el muchacho cuya vida había deseado cambiar.
Cuando volvió de nuevo la mirada, el Perro del Infierno ya se había ido.
Joe Haldeman
Sonriendo, saludando con la cabeza a medida que los invitados se marchaban. Una buena comida, mucha charla tranquilizadora de la nobleza reunida: la economía de Santuario es básicamente fuerte. Gracias, mi nuevo cocinero...; es de Twand, ¿no es una maravilla? El anfitrión parece necesitar antes una nueva dieta que un nuevo cocinero, aunque los enormes brocados que lleva puede que le hagan aparecer más grueso de lo que es en realidad. Adiós..., sí, por supuesto, mañana. Decidle a vuestra tía que pienso en ella.
Tú te quedarás, por supuesto, Amar. Un invitado que se marcha alza ligeramente una ceja: ¿Nuestro anfitrión un amante de los muchachos? Tenemos que hablar de negocios.
Enoir, puedes despedir a los sirvientes hasta el amanecer. Tómate tú también la tarde libre. Cenaremos en la ciudad.
Y gracias por el excelente servicio. Toma.
Ríe. No me des las gracias. Simplemente no te lo gastes todo con una sola mujer. Mientras el jefe de sirvientes se marcha, la fanfarrona expresión de nuestro anfitrión se desvanece a una de absoluta neutralidad. Escucha el avance del jefe de sirvientes bajando los escalones de piedra, le oye despedir a la servidumbre. Se vuelve y hace un gesto hacia el montón de almohadones junto a la enorme chimenea. El olor de las cenizas invernales enmascara el humo del incienso.
Tengo un buen vino, Amar. Siéntate mientras sirvo unas copas.
¿Te sentiste cómodo con nuestros invitados?
Comerciantes, por supuesto. Pero uno aprende cosas de las otras clases, ¿no estás de acuerdo?
Regresa con dos copas de un vino tan púrpura que es casi negro. Deposita ambas frente a Amar: elige. Incluso los amigos más íntimos siguen este ritual en Santuario, donde el envenenamiento es arte, deporte, profesión. Sí, fue el color lo que me intrigó. Buena suerte.
No, es de unos viñedos de las montañas, al este de Syr. Kalos o algo así; nunca consigo pronunciar su bárbaro... Sí. Un buen vino de postre. ¿Quieres una pipa?
Enoir regresa, haciendo sonar su campanilla mientras sube los escalones.
Eso será todo por hoy, gracias...
No, no quiero que des de comer a los perros. Será mejor si el ilsdía están hambrientos. Podremos soportar sus quejidos.
La pesada puerta delantera se cierra con un crujido tras el jefe de sirvientes. ¿No lo crees así? No deberías ser el único noble asistente. Deja crecer tu barba un día o dos, toma prestados algunos harapos de un sirviente...
Bueno, hay dos escuelas de pensamiento. Los perros hambrientos son más débiles, pero pelean con desesperación. Y si tus perros no han sido alimentados durante una semana, es una semana en la que no pueden haber sido envenenados por los otros equipos.
Oh, sí, ocurre..., creo que a mí me ocurrió una vez. No un veneno mortal, sólo uno que los vuelve apáticos, incapaces de competir. Quizás un conjuro. Pero el veneno es más barato.
Da un largo sorbo a su vino, luego deposita cuidadosamente la copa en el suelo. Cruza la habitación y sube un escalón, y observa por una rendija tallada en la gruesa pared.
Ahora estoy seguro de que estamos solos. Bebe; traeré el krrf. Desaparece durante menos de un minuto, y regresa con una pesada pastilla prensada, envuelta en suave piel.
El más fino de Caronne, puro negro, sin adulterar. Desenvuelve el paquete; él bloque de ébano tiene toda su superficie marcada con un sello extranjero. ¿Quieres probar un poco?
Asiente. «Un sabio vinatero que evita sus artículos.» ¿Tienes el oro?
Sopesa el saquito en su mano. Esto no es suficiente. Ni la mitad.
Escucha y devuelve el oro. Sé razonable. Si crees que no puedes confiar en mi ensayo, toma una pequeña cantidad de vuelta a Ranke; haz que cualquiera lo pruebe. Luego tráeme el precio que establecimos.
El otro hombre se pone bruscamente en pie y echa mano a su falce, pero apenas la desenfunda la deja caer resonando al suelo de mármol. Cae sobre manos y rodillas, temblando, tartamudea unas pocas palabras, y se derrumba.
No, no es un conjuro, aunque es casi tan rápido, ¿no crees? Es la virtud de dos venenos unidos. El primer ingrediente lo tomaste junto con todos los demás, en la salsa de la carne. Todo el mundo lo tomó, menos yo. La segunda parte estaba en el vino, forma parte de su dulzor.
Pasa su pulgar por el bloque, toma un pellizco de krrf, lo frota entre el pulgar y el índice, luego lo aspira por la nariz. Realmente, deberías probarlo. Te hace sentir joven y valiente. Pero tú ya eres joven y valiente, ¿verdad?
Envuelve de nuevo cuidadosamente el krrf y recupera el oro. Discúlpame. Tengo que ir a cambiarme. En la puerta, duda brevemente. El veneno no es mortal; sólo te deja paralizado durante un tiempo. Los cirujanos lo utilizan.
El hombre contempla el suelo durante largo tiempo. Es consciente de que babea, y de otras pérdidas de control.
Cuando el anfitrión regresa, apenas puede reconocerlo. En vez de su chillón atuendo, lleva una hopalanda remendada y sucia con una cuerda por cinto. La cabellera blanca de su cabeza ha desaparecido; su calvo cráneo está surcado por la vieja e irregular cicatriz del golpe de una espada. Le falta el pulgar izquierdo desde la segunda articulación. Sonríe, y muestra casi tantos huecos como dientes.
Voy a tratarte consideradamente. Hay algunos que pagarían bien por utilizar tu cuerpo impotente, y luego te matarían.
Desviste al fláccido hombre, riendo suavemente, y de nuevo se felicita a sí mismo por su caridad, y al hombre por su bien conservada juventud. Alza la rejilla de la chimenea y deja caer las ropas al ardiente pozo que recoge las cenizas.
En otra parte de la ciudad, soy conocido como Un Pulgar; aquí, cubro el muñón con la imitación hecha por un taxidermista. Convincente, ¿no? Alza con facilidad al hombre y cruza la puerta principal cargando con él. No es culpa tuya, por supuesto, pero estás lejanamente relacionado con el magistrado que se llevó mi pulgar. El ladrido de los perros se hace más fuerte mientras descienden las escaleras.
Ya hemos llegado. Abre la puerta que conduce a las peñeras. Los ladridos se apaciguan a quejidos suplicantes. Diez perros de pelea, cada uno en un cubículo separado, se asoman por la abertura de alimentación, babeando educadamente, mostrando unos grises y afilados colmillos.
Tenemos que darles siempre de comer separadamente, por supuesto. De otro modo, se herirían los unos a los otros.
Al fondo de la estancia hay una gruesa losa de madera a la altura de la cintura, con canales tallados en su superficie que conducen a cubos que cuelgan a sus lados. En la pared de encima hay un surtido de cuchillos, hachas y una sierra.
Deposita al mudo hombre, que tiene los ojos muy abiertos, sobre la losa, y selecciona una de las hachas más pesadas.
Lo siento, Amar. Tengo que empezar con los pies. De otro modo, es un lío espantoso.
Hay filósofos que argumentan que no existe el mal en tanto que mal; que, descontando los conjuros (que por supuesto relevan a un individuo de responsabilidad), cuando un hombre comete una mala acción él mismo es la víctima, el esclavo de su progenitura y su desarrollo.
Estos filósofos podrían extraer un gran provecho estudiando Santuario.
Santuario es un puerto de mar, y su nombre proviene de una época en la que proporcionaba el único refugio armado a lo largo de una importante ruta de caravanas. Pero la larga guerra terminó, las caravanas abandonaron esa ruta por otra más corta, y el status de Santuario declinó..., pero no su población, porque, por cada persona honesta que lo abandonaba para proseguir una vida normal en otra parte, un bribón llegaba a él para proseguir su vida normal.
Ahora, Santuario sigue teniendo un nombre adecuado, pero es un refugio para los sin ley. La mayoría de ellos, y los peores de ellos, se hallan concentrados en esa sección de la ciudad conocida como el Laberinto, un amasijo de calles y callejones sin nombre desprovisto de iglesias. Existe sin embargo una comunión, de otra clase completamente distinta, y gran parte de ella se produce en una taberna llamada El Vulgar Unicornio, que muestra un cartel con la figura de ese animal dándose placer a sí mismo de una forma de lo más improbable, y es propiedad del hombre que normalmente se ocupa del último turno, un tipo de lo más siniestro que responde al nombre de Un Pulgar.
Un Pulgar terminó de dar de comer a los perros, aseó meticulosamente el lugar, y abandonó su propiedad a través de un largo y serpenteante túnel que conducía desde sus habitaciones privadas hasta el sótano del Jardín de los Lirios, un respetable prostíbulo a unas pocas manzanas del Laberinto.
Subió las largas escaleras desde el sótano y fue recibido por un robusto eunuco con una enorme espada equilibrada insolentemente sobre su hombro.
—Hoy es temprano, Un Pulgar.
—A veces me gusta comprobar cómo van las cosas en el Unicornio.
—¿Una inspección por sorpresa?
—Algo así. ¿Está tu ama?
—Durmiendo. ¿Quieres una puta?
—No, sólo hablar de negocios.
El eunuco inclinó la cabeza.
—Eso también son negocios.
—Dile que tengo lo que me pidió, y más, si puede permitírselo. Cuando tenga un momento. Si no estoy en el Unicornio, dejaré dicho dónde se me puede encontrar.
—Sé de qué se trata —dijo el eunuco con voz cantarina.
—Doncellez instantánea. —Un Pulgar mostró la pastilla envuelta en piel—. Un pellizco, propiamente insertado, te convierte de nuevo en una muchacha.
El eunuco hizo rodar sus ojos.
—Una mejora sobre el antiguo método.
Un Pulgar rió al unísono con él.
—Puedo retirar un pellizco o dos, si quieres.
—Oh..., no de servicio. —Apoyó la espada contra la pared y encontró un cuadrado de pergamino en su cinturón del dinero—. Pero puedo guardarlo para mi tiempo libre, de todos modos. —Un Pulgar tomó un pellizco y se lo dio. El otro se lo quedó mirando antes de doblar el pergamino—. Negro... ¿Caronne?
—Del mejor.
—Tienes mucho. —No volvió a coger la espada.
La mano libre de Un Pulgar se apoyó en el pomo de su estoque.
—Para vender, veinte grimales.
—Un hombre sin escrúpulos te mataría por conseguirlo.
Una sonrisa llena de huecos.
—Entonces estoy doblemente seguro contigo.
El eunuco asintió y se guardó el krrf, luego recuperó su espada.
—Seguro con cualquiera que no sea un extraño. —Todo el mundo en el Laberinto conocía el conjuro que Un Pulgar mantenía a alto costo para proteger su vida: si era asesinado, su asesino nunca moriría, sino que viviría para siempre en una impotente agonía:
Ardiendo como arden las estrellas; ardiendo incluso después de la muerte. Sin conseguir nunca la paz de las cenizas, fuera de ayuda o salvación de hombres o dioses o fantasma: hasta el fin de los tiempos, ardiendo.
El propio Un Pulgar sospechaba que el conjuro sólo sería efectivo en tanto que el mago que lo había elaborado viviera, pero eso carecía de importancia. La reputación del mago, Mizraith, junto con la severidad del conjuro, mantenía las hojas en sus vainas y el veneno lejos de su comida.
—Transmitiré el mensaje. Muchas gracias.
—Mejor que lo mezcles con rapé, ¿sabes? Es muy fuerte. —Un Pulgar apartó una cortina de terciopelo y cruzó el vestíbulo, intercambiando saludos con algunas de las mujeres que aguardaban allí envueltas en diáfanos velos (el corte y el color de los velos informaba del precio y, en algunos casos, de las curiosas especialidades), y salió a la múdente luz de finales del día.
La tarde había estado llena con un interesante conjunto de sensaciones para un hombre cuya nariz era tan refinada como larga. Primero el banquete, con todas sus aromáticas delicias twand, luego el bueno y raro vino con su delicado sabor del medio veneno, luego el astringente picor del krrf, el intenso aroma del matadero, el musgoso dulzor de las paredes de roca del túnel, el perfume y el incienso del vestíbulo, y ahora los hedores familiares de la calle. Mientras cruzaba la puerta a la ciudad propiamente dicha, pudo afirmar que el viento procedía del oeste; el intenso olor de los corrales tenía una ligera ventaja sobre las cubas de las tenerías y la orina rancia. Incluso distinguió la delicada fragancia a cohombro del pescado recién limpiado, como un susurro en una densa multitud; no muchos olfatos tenían tales poderes de discriminación. Como siempre, disfrutó de los primeros minutos dentro de los muros de la ciudad, antes de que el conjunto de hedores embotara incluso su nariz.
La mayoría de los tenderetes del Mercado de los Campesinos estaban ya cerrados, pero pudo cambiar dos cobres por un melón fresco, que comió mientras caminaba por el bazar, con el krrf llamativamente bajo su brazo.
Regateó durante un rato con un calderero, nuevo en el bazar, por un puñado de lámparas para reemplazar las que habían sido robadas del Unicornio la última noche. Enviaría a uno de sus arrapiezos a buscarlas. Observó por unos momentos a los acróbatas, luego fue a los distintos comerciantes en vinos para hacer sus encargos para la próxima semana. Apalabró cincuenta kilos de carne salada, cortada a lonchas, para ser entregados aquella misma noche, y fue al local del gremio de mercenarios en busca de un guardia más sobrio que el que había permitido que fueran robadas las lámparas. Luego descendió hasta la Calle Ancha y cenó temprano, pescado crudo y fritura de cangrejo. Fortalecido, entró en el Laberinto.
Como había dicho el eunuco, Un Pulgar no tenía nada que temer de los ciudadanos normales del Laberinto. Los malhechores que destriparían a un niño por deporte (un deporte tristemente en declive desde la introducción de un abortivo herbal a prueba de estúpidas) inclinaban respetuosamente sus sombreros ante él o se apartaban de su camino. Sin embargo, era cauteloso. Siempre había extranjeros, a menudo ansiosos de demostrarse a sí mismos su valor, o desesperados por el precio de una hogaza de pan o un vaso de vino; y, aunque Un Pulgar era un formidable oponente con o sin su estoque, sabía que su aspecto era el de un comerciante gordo cuya fealdad interfería con su negocio.
También conocía profundamente el mal, desde dentro, por cuyo motivo vestía con ropas raídas y no exhibía signos externos de riqueza. No para impedir la violencia, puesto que sabía que los pobres se convertían en víctimas más a menudo que los ricos, sino para restringir la clase de sus posibles oponentes a aquellos que matarían por unos cobres. Éstos carecían generalmente de habilidades.
De camino al Unicornio, por la Serpentina, un hombre con el llamativo aire casual de un ratero principiante se situó a sus espaldas. Un Pulgar sabía que se acercaba a un callejón profundamente sumido en las sombras, y que tenía un hueco donde podía ocultarse a unos pocos pasos en su interior. Se metió en el callejón y, sacando la daga de su bota, se introdujo en el hueco y colocó el krrf entre sus pies.
El hombre le siguió, lo cual era prueba suficiente, y, cuando sus pasos vacilaron en la oscuridad, Un Pulgar salió del hueco a sus espaldas, cubrió su boca y su nariz con una fuerte mano, y metódicamente clavó el estilete en su espalda, una y otra vez, apuntando a los riñones. Cuando las rodillas del hombre cedieron, Un Pulgar lo dejó caer lentamente y le abrió la garganta para asegurarse de su silencio. Tomó el cinturón y una bolsa de monedas del aún retorciente cuerpo, limpió y volvió a guardarse su daga, recogió el krrf, y reanudó su andar por la Serpentina. Ahora había unas cuantas manchas de brillante sangre en su hopalanda, pero nadie en aquella calle se preocuparía por algo así. A veces aparecían algunos guardias, pero no para importunar a los buenos ciudadanos o criticar sus peculiares costumbres.
Dos en un día, pensó; hacía un año o más desde la última vez que había ocurrido. Se sintió vagamente bien al respecto, aunque ninguno de los dos hombres había representado un desafío. El ratero era un torpe aficionado, y el joven noble de Ranke un auténtico estúpido (cuyo asesinato había sido encargado por uno de los consejeros de su padre).
Salió a la calle al sur de la entrada del Vulgar Unicornio y se dirigió a la puerta de atrás. Echó una ojeada al inventario del almacén, observó que debía haber sido un día flojo, y fue a su oficina. Guardó el krrf en una caja fuerte y luego se sirvió un pequeño vaso de aperitivo al limón, y se sentó ante un espejo de un solo sentido que le permitía observar el bar sin ser visto por nadie.
Durante una hora observó cómo el dinero y las bebidas cambiaban de mano. El encargado del bar, que había sido cocinero a bordo de un barco pirata hasta que perdió una pierna, parecía bueno con los clientes y razonablemente honrado, aunque se mostraba un poco brusco con los clientes más bebidos..., probablemente no porque se preocupara por su bienestar. Empezó a servirse un tercer vaso de aperitivo y vio a Amoli, la dueña del Jardín de los Lirios, entrar en el lugar, junto con el eunuco y otro guardaespaldas. Salió para acudir a su encuentro.
—Trae vino aquí —le dijo a una de las muchachas que servían las mesas, y escoltó al trío a un reservado cubierto por una cortina.
Amoli era casi hermosa, aunque no era mucho más joven que el propio Un Pulgar, en un negocio que normalmente la envejecía a una con rapidez. Fue directamente al grano:
—Kalem me ha dicho que tienes veinte grimals de Caronne para vender.
—Puro y de primera calidad.
—Ésa es una cantidad rara. —Un Pulgar asintió—. ¿Puedo preguntarte de dónde procede?
—Prefiero no decírtelo.
—Será mejor que lo hagas. Yo tenía una pastilla de veinte grimals en la caja fuerte de mi dormitorio. Ayer me fue robada.
Un Pulgar no se movió ni cambió de expresión.
—Es una coincidencia interesante.
Ella bufó. Permanecieron sentados sin hablar mientras a través de la cortina se deslizaban cuatro vasos y una jarra de vino.
—Por supuesto, no te estoy acusando del robo —dijo ella—. Pero comprenderás por qué estoy interesada en la persona a quien se la compraste.
—En primer lugar, no la compré. En segundo lugar, no procede de Santuario.
—No puedo permitirme acertijos, Un Pulgar. ¿Quién fue?
—Eso debe permanecer en secreto. Implica un asesinato.
—Puedes verte implicado en otro —dijo ella tensamente.
Un Pulgar bajó lentamente la mano y extrajo su daga. Los guardaespaldas se tensaron. Sonrió y la depositó sobre la mesa, delante de Amoli.
—Adelante, mátame. Lo que te ocurra será mucho peor que quedarte sin krrf.
—Oh... —Ella le devolvió la daga de un manotazo—. Me irrito con facilidad últimamente. Lo siento. Pero el krrf no es sólo para mí; la mayor parte de mis mujeres lo usan, y me llevo parte de su paga con él, y es por eso por lo que me gusta comprarlo en grandes cantidades. —Un Pulgar estaba sirviendo el vino; asintió—. ¿Tienes alguna idea de cuánto de mi capital estaba depositado en esa pastilla?
Un Pulgar volvió a colocar los vasos a medio llenar en la redonda bandeja de servir y le hizo dar vueltas.
—¿La mitad?
—Y la mitad de eso. ¡Lo recuperaré, Un Pulgar! —Seleccionó uno de los vasos y bebió.
—Espero que lo hagas. Pero no puede ser la misma pastilla.
—Déjame juzgar a mí eso..., ¿hace más de dos días que la tienes?
—No, pero debió abandonar Ranke hace más de una semana. Vino en la caravana de Anenday. Oculta dentro de un queso.
—No puedes saber seguro que estuvo en la caravana todo el tiempo. Pudo estar aguardando aquí hasta la llegada de la caravana.
—Puedo darme cuenta de que estás tensando tu lógica, Amoli.
—Pero no sin razón. ¿Cuan a menudo has visto una pastilla tan grande como veinte grimales?
—Sólo esta vez —admitió él.
—¿Y hay un dibujo estampado uniformemente por toda ella, un águila dentro de un círculo?
—Lo hay. Pero eso sólo significa un mismo proveedor, su marca.
—Sin embargo, sigo pensando que me debes la información.
Un Pulgar dio un sorbo a su vino.
—De acuerdo. Sé que puedo confiar en el eunuco. ¿Qué hay del otro?
—Hice depositar sobre él un conjuro de vasallaje cuando lo compré. Además..., muéstrale la lengua, Gage. —El esclavo abrió la boca y mostró un tejido rosado lleno de cicatrices entre unos dientes estropeados—. No puede ni hablar ni escribir.
—Formamos una mesa interesante —dijo Un Pulgar—. Echo de menos un pulgar, una lengua y unos testículos. ¿Qué te falta a ti, Amoli?
—El corazón. Y una pastilla de krrf.
—De acuerdo. —Bebió el resto de su pequeño vaso y volvió a llenarlo—. Hay un hombre situado muy arriba en la corte de Ranke, viejo y próximo a morir. Su hijo, que heredará su título, es estúpido, incompetente, deshonesto. Los consejeros del viejo preferirían que le sucediera su hija; no sólo es más capaz, sino que también resulta más fácil de controlar.
—Creo que conozco a la familia de la que hablas —dijo Amoli.
—Cuando estuve en Ranke para otros asuntos, uno de los consejeros se puso en contacto conmigo y me encargó que dispusiera de este joven pichón, pero que lo hiciera en Santuario. Los veinte grimales eran mi paga, y también el cebo. El muchacho no es adicto, pero es codicioso, y el precio del krrf es tres veces más alto en la corte de Ranke que en el Laberinto. Se arreglaron las cosas de modo que yo entrara en contacto con él y, finalmente, le ofreciera ser su proveedor.
»El consejero obtuvo el krrf de Caronne y me lo envió. Yo a mi vez le envié una tentadora oferta al muchacho. Él consiguió organizar su viaje a Santuario, supuestamente para ser presentado al hermano del Emperador. Pero no podrá asistir a la cita.
—¿Es su sangre la que hay en tu manga? —preguntó el eunuco.
—Nada tan directo; eso es otra historia. Cuando supuestamente deba presentarse en el palacio mañana, estará flotando en el puerto, bajo el disfraz de mierda de perro.
—Así que conseguiste el krrf, y también el dinero del muchacho —dijo Amoli.
—La mitad del dinero. Intentó engañarme. —Volvió a llenar el vaso de la mujer—. Pero comprenderás que no puede haber ninguna conexión.
—Creo que sí puede haberla. Anenday estaba aquí cuando mi pastilla desapareció.
—¿La tenías envuelta en un queso?
Ella ignoró aquello.
—¿Quién te entregó la tuya?
—Marype, el hijo menor de mi mago, Mizraith. Él efectúa todas mis entregas de las caravanas.
El eunuco y Amoli intercambiaron una mirada.
—¡Eso es! Fue a Marype a quien compré la pastilla. Apenas dos horas después de que llegara la caravana. —Su rostro empezó a enrojecer de furia.
Un Pulgar tamborileó con los dedos sobre la mesa.
—Yo no obtuve la mía hasta la tarde —admitió.
—¿Brujería?
—O alguna forma más terrena de traición —dijo lentamente Un Pulgar—. Marype está estudiando las artes de su padre, pero no creo que sea un adepto lo suficientemente hábil como para transportar objetos materiales..., ¿pudo tu krrf ser una ilusión?
—No era una ilusión. Probé un pellizco.
—¿Recuerdas de qué parte de la pastilla la tomaste?
—De la parte de abajo, cerca de una esquina.
—Bien, podemos comprobarlo —dijo Un Pulgar, poniéndose en pie—. Veamos qué tiene la mía en ese lugar.
Ella indicó a sus guardaespaldas que se quedaran y siguió a Un Pulgar. En la puerta de su oficina, mientras él intentaba abrirla con la llave, ella sujetó su brazo y se apoyó suavemente contra él.
—Ya nunca te dejas caer por mi casa. ¿Estás manteniendo a tu propia mujer en tu propiedad? ¿Hicimos algo...?
—No puedes ser partícipe de todos mis secretos, mujer —respondió él. De hecho, hacía más de un año que no había tomado normalmente a una mujer, sino que necesitaba el aliciente de la violación. Aquélla era la única parte de su mala vida que le avergonzaba, y ciertamente no a causa de las mujeres a las que había violado y en dos ocasiones matado. Temía la debilidad antes que la muerte, y se preguntaba qué parte cedería a continuación en él.
Amoli miró ociosamente por el espejo de un solo sentido mientras Un Pulgar se ocupaba de la caja fuerte. Se volvió cuando le oyó jadear.
—¡Dioses! —La envoltura de piel yacía fláccida y vacía en el suelo de la caja fuerte.
Ambos la contemplaron durante unos instantes.
—¿Tiene Marype la protección de su padre? —preguntó Amoli.
Un Pulgar sacudió la cabeza.
—Fue el padre quien hizo esto.
Los magos no son omnipotentes. Puede llegarse a un trato con ellos. Incluso pueden ser asesinados, con astucia y sorpresa. Y, normalmente, los conjuros no pueden mantenerse sin esfuerzo; un buen mago puede mantener entre seis y una docena a la vez. La fama de Mizraith era que mantenía más de un centenar, aunque era bien sabido que lo conseguía pasando los conjuros secundarios a magos menores, conservando así sus poderes. Sin embargo, reunir todos esos hilos y mantenerlos, junto con los conjuros directos que protegían su vida y fortuna, empleaba la mayor parte de su concentración, proporcionándole un aire distraído. Quien no estuviera al corriente de todo esto podía interpretarlo como senilidad —medio siglo sin dormir había dejado su huella—, e intentar apoderarse de su bolsa o de su vida, como la última de sus acciones.
Pero a Mizraith se le veía raras veces por las calles, y ciertamente nunca cerca del ruido y los olores del Laberinto. Normalmente se mantenía confinado en sus opulentos apartamentos en la parte más oriental de la ciudad, flanqueado por las hosterías de la Calle Ancha, mirando al mar.
Un Pulgar advirtió al cocinero pirata que posiblemente tuviera que hacer un doble turno, y tomó una botella del más fino coñac para llevársela a Mizraith y un pellejo de coñac ordinario para mantener su valor mientras se dirigían a enfrentarse al hombre que custodiaba su vida. El pellejo vacío se unió a la basura del puerto antes de que hubieran recorrido la mitad de la Calle Ancha, y siguieron su camino en un hosco silencio.
El hijo mayor de Mizraith les introdujo en su casa, sin parecer sorprendido de su visita.
—Los guardaespaldas se quedarán aquí —dijo, e hizo un gesto con una mano—. Supongo que desearéis dejar todo vuestro acero aquí, también.
Un Pulgar tuvo la sensación de que la daga de su tobillo se calentaba por sí misma; la dejó a un lado, y lo mismo hizo con su estoque y la daga enfundada en su antebrazo. Hubo un ruido similar de armas de los otros tres. Amoli se volvió hacia la pared y rebuscó en el interior de su falda, dentro de sí misma, para extraer el último dispositivo anticonceptivo, una especie de diafragma con una navaja de resorte unida a él (nadie iba a gozar de ella sin pagar unas monedas por el placer). Brilló brevemente con un color rojo apagado, luego se enfrió.
—¿Está Marype en casa? —preguntó Un Pulgar.
—Estuvo hace un momento —respondió el hermano mayor—. Pero habéis venido a ver a Padre, ¿no? —Se volvió para conducirles al piso de arriba por un retorcido tramo de escaleras.
Terciopelo y seda bordados en arcanos dibujos. Un samovar dorado burbujeando suavemente en un rincón; té aromatizado con flores. Una muchacha desnuda, apenas algo más que una chiquilla, sentada con las piernas cruzadas junto al samovar, mirando. Un guardaespaldas mucho más fornido que los de abajo, pero ligeramente transparente. En medio de todo aquello se sentaba Mizraith, sobre un montón de almohadones, o quizá de oro, los ojos brillantes en sus oscuras órbitas, sonriendo con la boca abierta a algo que ellos no podían ver.
El hermano les dejó allí. Mago, guardaespaldas y muchacha les ignoraron.
—¿Mizraith? —dijo Un Pulgar.
El mago desvió lentamente sus ojos hacia él y Amoli.
—Te estaba aguardando, Lastel, o según tu nombre en el Laberinto, Un Pulgar... Puedo hacer que te crezca de nuevo, ya sabes.
—Me las arreglo bastante bien sin él...
—¡Y me has traído presentes! Una botella y un juguete..., más de mi edad que esta dulce carne —hizo un grotesco gesto hacia la muchacha desnuda y guiñó un ojo.
—No, Mizraith. Esta mujer y yo creemos que hemos sigo engañados por ti. Engañados y robados —dijo osadamente Un Pulgar, pero su voz tembló—. La botella es un regalo.
El guardaespaldas avanzó hacia ellos, sin que sus pasos hicieran ningún ruido.
—Quieto, espíritu —dijo el mago. El guardaespaldas se detuvo, mirando con ojos llameantes—. Trae aquí esta botella.
Mientras Un Pulgar y Amoli avanzaban hacia Mizraith, una mesita baja se materializó frente a ellos, luego tres vasos.
—Puedes servir, Lastel. —Nada se había movido excepto su cabeza.
Un Pulgar llenó los tres vasos; uno de ellos se alzó un palmo sobre la mesa y se vació por sí mismo, luego desapareció.
—Muy bueno. Gracias. ¿Engañado, dices? Oh, oh. ¿Robado? Oh. ¿Qué podéis tener vosotros que yo necesite?
—Somos nosotros quienes lo necesitamos, Mizraith, y no sé por qué desearías engañarnos..., especialmente a mí. No puedes tener muchas comisiones más lucrativas que la mía.
—Puede que te sorprendieras, Lastel. Puede que te sorprendieras. ¡Té! —La muchacha sirvió una taza de té y se la trajo, como en trance. Mizraith la tomó y la muchacha se sentó a su lado, jugueteando con sus cabellos—. Robado, ¿eh? ¿Qué? No me lo has dicho. ¿Qué?
—Krrf —dijo Un Pulgar.
Mizraith hizo un gesto negligente con su mano libre, y una pequeña tormenta de nieve de un polvo gris derivó hasta la alfombra y desapareció.
—No. —Un Pulgar se frotó los ojos. Cuando miró a los almohadones, eran almohadones; cuando apartó la vista, se convirtieron en bloques de oro—. No krrf conjurado. —Tenía el mismo efecto general, pero sin profundidad ni matices.
—Veinte grimales de krrf negro de Caronne —dijo Amoli.
—Robado a los dos —añadió Un Pulgar—. Me fue enviado por un hombre de Ranke, en pago por los servicios prestados. Tu hijo Marype lo recogió del depósito de la caravana, oculto dentro de un queso. De alguna forma lo extrajo y lo vendió a esta mujer, Amoli...
—¿Amoli? ¿Tú eres la dueña del bur..., de los Resbalosos Lirios?
—No, del Jardín de los Lirios. El otro lugar está en el Laberinto, y es un buen lugar para la sífilis y las ladillas.
Un Pulgar prosiguió:
—Después de vendérselo a ella, desapareció. Me lo trajo la otra noche. Esta tarde, desapareció de mi propia caja fuerte.
—Marype no puede hacer eso —dijo Mizraith.
—La parte del conjuro, sé que no puede hacerlo..., y es por eso por lo que digo que tú tienes que estar detrás de todo esto. ¿Por qué? ¿Una broma?
Mizraith dio un sorbo a su té.
—¿Os apetece un poco de té?
—No. ¿Por qué?
El mago tendió la taza medio vacía a la muchacha.
—Más té. —La observó dirigirse al samovar—. La compré por su forma de andar. ¿No es espléndida? De espaldas, podría ser un chico.
—Por favor, Mizraith. Esto es la ruina financiera para Amoli, y un enorme insulto para mí.
—Una broma, ¿eh? ¿Crees que yo hago bromas estúpidas?
—Sé que haces cosas por razones que no puedo comprender —dijo Un Pulgar, con tacto—. Pero esto es serio...
—¡Lo sé! —Tornó el té y pescó el pétalo de una flor, lo convirtió en una bolita y lo arrojó a un lado—. Más serio de lo que piensas, si mi hijo se halla implicado. ¿Desapareció por completo? ¿No tienes ninguna pizca que haya quedado?
—El pellizco que le diste a mi eunuco —señaló Amoli—. Quizá todavía lo tenga.
—Tráelo —dijo Mizraith. Miró con la mandíbula colgando su té durante un minuto—. Yo no lo hice, Lastel. Algún otro lo hizo.
—Con la ayuda de Marype.
—Quizás involuntariamente. Ya veremos... Marype es un adepto lo suficientemente bueno como para captar el valor del queso, y supongo que es lo bastante mundano como para reconocer una pastilla de raro krrf, y saber dónde venderla. Por sí mismo, sin embargo, es incapaz de hacerla desaparecer con un conjuro.
—¿Temes que te haya traicionado?
Mizraith acarició el largo pelo de la muchacha.
—Últimamente hemos tenido algunas discusiones. Respecto a sus progresos..., él piensa que le estoy enseñando demasiado lentamente, que estoy reteniendo... misterios. La verdad es que los conjuros son algo complicado. Ser capaz de generar uno no es lo mismo que ser capaz de controlarlo; se necesita práctica y madurez. Él ve lo que sus hermanos pueden hacer, y supongo que siente celos.
—¿No puedes saber directamente lo que piensa?
—No. Hay un poderoso conjuro contra los desconocidos, pero cuanto más cerca te hallas de una persona, más difícil es. Contra tu propia sangre..., no. Su mente está cerrada para mí.
Amoli regresó con el trozo de pergamino. Se lo tendió, disculpándose.
—Lo compartió con el otro guardaespaldas y tu hijo. ¿Es suficiente? —Había una pequeña mancha oscura en el centro del pergamino.
El mago lo tomó entre el índice y el pulgar e hizo una mueca.
—¡Markmor! —El segundo mago más poderoso de Santuario..., un advenedizo de menos de un siglo de edad.
—¿Está confabulado con tu más fuerte competidor? —preguntó Un Pulgar.
—Confabulado o dominado por él. —Mizraith se puso en pie y cruzó los brazos. El guardaespaldas desapareció; los almohadones se convirtieron en un montón de ladrillos dorados. Murmuró algo ininteligible y abrió al máximo los brazos.
Marype apareció frente a él. Era un joven apuesto: lacio pelo plateado, sorprendentes rasgos. También estaba furioso, desnudo, y con una tremenda erección.
—¡Padre! ¡Estoy ocupado! —Hizo un gesto aleteante con las manos y desapareció.
Mizraith hizo el mismo gesto, y el muchacho regresó.
—Podemos seguir haciendo esto toda la noche. O puedes hablar conmigo.
Su erección era notablemente menor.
—Esto es imperdonable. —Alzó el brazo para hacer nuevamente el gesto; entonces se dio cuenta de que Mizraith había hecho lo mismo—. Vísteme. —Un ladrillo desapareció, y Marype se descubrió llevando una túnica de hilo de oro.
—Dime que no estás dominado por Markmor.
Los puños del muchacho estaban fuertemente apretados.
—No lo estoy.
—¿Estás completamente seguro?
—Somos amigos, socios. Me está enseñando cosas.
—Sabes que yo te lo enseñaré todo, finalmente. Pero...
Marype hizo un pase, y la pila de oro se convirtió en un montón de maloliente estiércol.
—Barato —dijo Mizraith, frunciendo la nariz. Agitó el codo de una manera particular, y el oro regresó—. ¿No te das cuenta de que él intenta aprovecharse de ti?
—Puedo ver que él desea tener acceso a ti. Fue completamente franco al respecto.
—Stefab —susurró Mizraith—. Nesteph.
—¿Necesitas la ayuda de mis hermanos?
Los dos hermanos mayores aparecieron, flanqueando a Mizraith.
—Lo que necesito es extraer de ti algo de sentido. —Y a los otros—: ¡Sujetadlo!
Pesadas cadenas doradas aherrojaron sus muñecas y tobillos a repentinos anillos en el suelo. Se tensó, y una se rompió; un bloque de hielo azul lo envolvió. El hielo empezó a fundirse.
Mizraith se volvió hacia Un Pulgar y Amoli.
—Nos debilitáis con vuestra presencia. —Una barra de oro flotó sobre la mujer—. Eso te compensará. Lastel, tú tendrás el krrf, una vez me haya ocupado de esto. Ve con cuidado durante las próximas horas. Marchaos.
Mientras retrocedían, otras figuras empezaron a ocupar la habitación. Un Pulgar reconoció la parpadeante silueta de Markmor.
En el vestíbulo, Amoli tendió el oro a su eunuco.
—Volvamos al Laberinto —dijo—. Este lugar es peligroso.
Un Pulgar envió al cocinero pirata a casa y pasó el resto de la noche dedicado al negocio familiar de servir bebidas y krrf y regateando los precios. Él mismo tomó una juiciosa cantidad de krrf-de la variedad de la casa— para mantenerse alerta. Pero no ocurrió nada sobrenatural, y nada más excitante que un ojo saltado en una bronca con los dados. Tuvo que pasar por encima de un ex cliente muerto cuando fue a cerrar al amanecer. Al menos había tenido la decencia de morirse fuera, así que no tuvo que informar de nada.
Una razón por la que le gustaba hacer el turno de noche era el interesante ambiente de Santuario a primera hora de la mañana. La luz del sol era fuerte, revelando antes que lavando. Basura y excrementos en las cunetas. Unos cuantos juerguistas exhaustos, tambaleándose en pequeños grupos o sentados medio dormidos, las hojas desnudas, aguardando una litera para volver a casa a la primera campanada. Perros husmeando los restos de la noche. Decadente, sucia, gastada, mortal. Experimentaba un oscuro placer en todo ello. Un doble placer esta mañana, con una ligera sobredosis de krrf cantando su canción de muerte en su cerebro.
Casi se dirigió hacia el este, para comprobar las cosas con Mizraith. «Ve con cuidado durante las próximas horas»... Eso debía querer decir que su relación contractual con Mizraith lo hacía de alguna manera vulnerable en la extraña lucha con Markmor a través de Marype. Pero tenía que volver a la propiedad y encargarse de los huesos que habían dejado los perros, y luego ser Lastel para una reunión al mediodía.
Había una desaliñada puta en la sala de espera del Jardín de los Lirios, que le dirigió una espesa sonrisa y luego le reconoció y volvió a dormirse. Cruzó la cortina de terciopelo hasta donde estaba sentado el eunuco con la espalda apoyada contra la pared, la espada sobre su regazo.
No se puso en pie.
—¿Algún problema, Un Pulgar?
—Ningún problema. Y tampoco krrf. —Empujó hacia un lado el cerrojo de la maciza puerta al túnel—. Por todo lo que sé, la cosa aún continúa. Si Mizraith hubiera perdido, creo que a estas alturas yo ya lo sabría.
—O si hubiera ganado —dijo el eunuco.
—Posiblemente. Estaré en contacto con tu ama si tengo algo para ella. —Un Pulgar prendió la lámpara y cerró la puerta a sus espaldas.
Antes de alcanzar el fondo de las escaleras supo que algo iba mal. Demasiada luz. Bajó al máximo el pábilo; el aire relucía ligeramente. Al pie de las escaleras, depositó la lámpara en el suelo, extrajo su estoque y aguardó.
El resplandor cuajó en una neblinosa imagen de Mizraith. Susurró:
—Finalmente estás en un lugar oscuro, Lastel. Un Pulgar. Escucha: puede que muera pronto. He transferido tu conjuro a Stefab, y se mantiene. Págale como me has pagado a mí... —Tembló, desapareció, volvió—. Tu krrf está en este túnel. Ha costado más de lo que puedes llegar a saber. —De nuevo oscuridad.
Un Pulgar aguardó unos minutos más en la oscuridad y el silencio (cincuenta escalones desde la luz de arriba) antes de volver a encender la lámpara. La pastilla de krff estaba a sus pies. Se la metió bajo el brazo izquierdo y siguió adelante por el túnel, estoque en mano. No era que el acero sirviera de mucho contra la brujería, si ésta tenía que ser el fin de todo aquello. Pero una mano vacía aún servía de mucho menos.
El túnel se curvaba cada cincuenta pasos o así, restringiendo la línea de visión. Un Pulgar recorrió tres esquinas y creyó ver luz en la cuarta. Se detuvo, bajó de nuevo la lámpara y escuchó. No se oía ruido de pies. Depositó en el suelo el krrf y la lámpara y llenó su mano izquierda con una daga, luego se encaminó hacia la luz. No tenía por qué ser magia; tres veces había sorprendido intrusos en el túnel. Sus cadáveres estaban ocultos aquí y allá, colaborando en el musgoso olor.
Pero no era ningún desconocido esta vez. Atisbo al otro lado de la esquina y vio a Lastel, a sí mismo, aguardando con la espada desenfundada.
—No te escondas ahí atrás —dijo su alter ego—. Sólo uno de nosotros dos abandonará este túnel.
Un Pulgar alzó lentamente su estoque.
—Espera... Si me matas, morirás eternamente. Si yo te mato, me ocurrirá lo mismo. Esto es la trampa de un mago.
—No, Mizraith está muerto.
—Su hijo se ocupa del conjuro.
Lastel avanzó, con el paso elástico del duelista.
—Entonces, ¿cómo estoy yo aquí?
Un Pulgar luchó con su limitado conocimiento de la lógica de la brujería. El instinto lo impulsaba a avanzar, la punta de su arma por delante, la daga de su izquierda preparada para parar cualquier golpe lateral o bloquear cualquiera alto. Mantenía sus ojos fijos en el arma de Lastel, firme por el krrf como la suya. El krrf cantaba su condenación y alzaba su espíritu.
Era como practicar la esgrima con un espejo. Cada ataque provocaba una parada instantánea, ataque, parada, ataque, parada, contraataque, bloqueo y ataque. Durante varios minutos se produjo un rápido pero cauteloso ballet, pasos gemelos, mientras el túnel resonaba con los ecos.
Un Pulgar sabía que tenía que hacer algo inesperado, impredecible; se inclinó en un amago y atacó por la derecha.
Lastel sabía que él iba a hacer algo inesperado, impredecible; se inclinó en un amago y atacó por la derecha.
Ambos fallaron en detener la espada del contrario.
Ambas espadas llegaron a su destino.
Un Pulgar vio su roja hoja emerger del rico brocado de la espalda de Lastel, intentó gritar, y tosió sangre sobre el hombro de su asesino. El estoque de Lastel había atravesado esternón y corazón, y uno de los pulmones también.
Se aferraron el uno al otro. Un Pulgar observó cómo la brillante sangre brotaba por la espalda del otro y oyó su propia sangre derramarse, mientras el dolor crecía. Con la daga aún en su mano izquierda, apuñaló, casi perezosamente. Apuñaló de nuevo. Pareció tomar un largo tiempo. El dolor creció. El otro hombre estaba haciendo lo mismo. Una tercera puñalada: observó la hoja alzarse, y luego caer lentamente y hundirse en la carne. A cada segundo que pasaba el dolor parecía duplicarse: a cada segundo que pasaba, el flujo del tiempo se detenía la mitad. Incluso el borbotón de la sangre era más lento, como viscoso aceite cayendo en una masa de agua mientras salpicaba. Y ahora se detuvo completamente, una densa telaraña escarlata inmovilizada allí entre su daga y la espalda de Lastel —su propia espalda—, y mientras el dolor se extendía y crecía, llenándole de fuego, supo que contemplaría aquello para siempre. Por un aleteante momento vio la imagen de dos magos, y estaban sonriendo.
Christine DeWees
—Me siento tan joven como mi aspecto. Podría satisfacer a cualquier hombre de esta casa si me interesara, o si alguno de ellos tuviera la mitad de la magnificencia de Lythande.
Mientras hablaba así, Myrtis, la propietaria de la Casa Afrodisia, se inclinó sobre la balaustrada de su saloncito privado y lanzó su juicio sobre la actividad de su establecimiento de abajo.
—Ciertamente, madame.
Su compañero en el estrecho balcón era un joven bien vestido recientemente llegado con sus padres de la capital imperial. Se mantuvo tan lejos de ella como era posible cuando Myrtis se volvió para sonreírle.
—¿Dudas de mí, joven?
Las palabras rodaron en la lengua de Myrtis con una facilidad y una inflexión mayestática. Para muchos de los residentes antiguos de Santuario, Myrtis era la realeza no oficial de la ciudad. En la Calle de Las Linternas Rojas era la reina suprema.
—Ciertamente que no, madame.
—Ahora ya has visto a mis chicas. ¿Tienes en mente a alguna dama en particular, o prefieres explorar un poco más el establecimiento?
Myrtis le guió de vuelta a su saloncito con una ligera presión sobre su brazo. Llevaba un vestido oscuro de cuello alto que sólo insinuaba la legendaria figura que había debajo. La madame de la Casa Afrodisia era hermosa, más hermosa que cualquiera de las muchachas que trabajaban para ella; los padres les contaban esto a sus hijos, los cuales a su vez pasaban este hecho indiscutible a sus propios hijos. Pero una encantadora belleza que soportaba sin cambios el paso de tres generaciones era sorprendente antes que deseable. Myrtis no competía con las muchachas que trabajaban para ella.
El joven carraspeó. Claramente, era su primera visita a un burdel. Pasó los dedos por las borlas del lado de un enorme confidente de terciopelo color vino antes de hablar.
—Creo que me quedaré con la de las sedas violetas.
Myrtis se lo quedó mirando hasta que él arrancó involuntariamente una de las borlas y su rostro enrojeció hasta un brillante carmesí.
—Llama a Cylene. Dile la Habitación Lavanda.
Una muchacha demasiado joven para trabajar allí saltó en pie del almohadón donde había aguardado en silencio aquella orden. El joven se volvió para seguirla.
—Cuatro monedas de plata..., Cylene posee un gran talento. Y un nombre..., creo que deberías ser conocido como Terapis. —Myrtis sonrió para revelar sus blancos y uniformes dientes.
El joven, que de entonces en adelante sería conocido como Terapis dentro de las paredes de la Casa Afrodisia, rebuscó en su bolso y sacó una sola pieza de oro. Permaneció de pie, arrogante y con una actitud obviamente bien ensayada, mientras Myrtis contaba su cambio. La muchacha le tomó de la mano para conducirle a Cylene para dos horas de inimaginable bendición.
—¡Chiquillos! —murmuró Myrtis para sí misma, cuando estuvo de nuevo a solas en su saloncito.
Cuatro de los nueve brazos del candelabro de noche se habían fundido por completo. Abrió un gran libro diario encuadernado en piel y entró el auténtico nombre del joven junto con el otro que acababa de darle, su elección para aquella noche, y el hecho de que había pagado con oro. Hacía quince años o más desde que había dado el nom-de-guerre de Terapis a uno de los caballeros de la casa. Tenía una buena memoria para todos aquellos que gozaban del sibarítico lujo de la Casa Afrodisia.
Una suave llamada en la puerta del saloncito despertó a Myrtis a última hora de la mañana siguiente.
—Su desayuno está listo, madame.
—Gracias, niña. Ahora bajo.
Permaneció inmóvil durante unos momentos en la semioscuridad. Lythande había usado cuidadosos conjuros para preservar su belleza y proporcionarle la longevidad de un mago, pero no había conjuros para aterir la memoria. Las muchachas, sus caballeros, todos pasaron a través de la mente de Myrtis en un confuso y siempre igual desfile que la atrapaba bajo las sábanas de seda.
—Flores para usted, madame.
La muchacha que había permanecido sentada inmóvil en el almohadón la noche antes entró en el boudoir llevando un enorme ramo de flores blancas que empezó a disponer en un jarrón de cristal.
—Las trajo un esclavo del palacio. Dijo que eran de Terapis.
Una sorpresa. Siempre había sorpresas. Renovada por ese reconfortante conocimiento, Myrtis echó a un lado las sábanas. La muchacha dejó las flores y tomó una bata de satén esmeralda bordada para que Myrtis se envolviera en ella.
Cinco muchachas en su turno de limpieza se atareaban restableciendo el estudiado desorden de las estancias inferiores cuando Myrtis pasó entre ellas en su camino a la cocina. Cinco limpiando, una demasiado embarazada para ser de ninguna utilidad, otra alimentando a un recién nacido; eso significaba que veinte muchachas estaban aún en las habitaciones de arriba. Veinte muchachas cuyo tiempo había sido plenamente empleado; en su conjunto, una noche muy buena para la Casa Afrodisia. Otros estarían sufriendo con el nuevo régimen, pero los extranjeros esperaban un cierto estilo y discreción, cosa que en Santuario sólo podían hallar en Afrodisia.
—Madame, Dindan encargó cinco botellas de nuestro mejor vino de Aurvesh la otra noche. Nos quedan sólo una docena de botellas... —Un hombre casi calvo se detuvo ante ella con una lista de compras.
—Entonces compra más.
—¡Pero, madame, desde que llegó el príncipe, es casi imposible comprar vinos de Aurvesh!
—¡Cómpralo! Pero primero vende las botellas antiguas a Dindan al nuevo precio.
—Sí, madame.
La cocina era una habitación grande y brillantemente iluminada oculta en la parte de atrás de la casa. Los cocineros y un surtido de comerciantes regateaban con voz fuerte en la puerta de atrás, mientras la media docena o así de niños pequeños de sus chicas corrían alrededor de la enorme mesa central. Todo el mundo bajó la voz y frenó sus movimientos cuando Myrtis ocupó su asiento en una glorieta acristalada iluminada por el sol que daba a un pequeño jardín.
Pese al caos que causaban los niños, siempre había permitido que las muchachas los conservaran con ellas si así lo querían. Con las niñas no había ningún problema en que se ganaran el sustento; ninguna virgen era demasiado fea, nunca. Pero los niños tenían que transformarse en aprendices a la edad más temprana posible, y lo que ganaban servía para colaborar en los gastos de la Casa Afrodisia.
—Hay un soldado en la puerta delantera, madame —interrumpió una de las muchachas que había estado limpiando las habitaciones inferiores, mientras Myrtis extendía una capa de denso queso venado de azul sobre su pan—. Solicita verla, madame.
—¿Solicita verme? —Myrtis dejó a un lado el cuchillo del queso—. Un soldado no tiene nada que «solicite» verme en la puerta delantera. A esta hora, los soldados son menos útiles que un comerciante aquí. Envíalo a la puerta de atrás.
La muchacha se marchó corriendo escaleras arriba. Myrtis terminó de esparcir su queso sobre el pan. Había comido la mitad de él cuando un hombre alto arrojó una sombra sobre su glorieta particular.
—Estás bloqueándome la luz del sol, joven.
—¿Eres Madame Myrtis, propietaria de este... burdel?
—preguntó el hombre, sin moverse.
—Estás bloqueándome la luz del sol y la vista del jardín.
El hombre dio un paso a un lado.
—Las chicas no están disponibles durante el día. Vuelve esta noche.
—Madame Myrtis, soy Zalbar, capitán de la guardia personal del Príncipe Kadakithis. No he venido a solicitar los servicios de tus chicas.
—Entonces, ¿a qué has venido? —preguntó Myrtis, alzando la vista por primera vez.
—Por orden del Príncipe Kadakithis, se ha establecido un impuesto de diez piezas de oro, a recaudar de inmediato, por cada mujer que viva en la Calle de las Linternas Rojas, si es que quieren que se les autorice a continuar practicando su comercio sin incurrir en el desagrado oficial.
Sólo una ligera tensión en las manos de Myrtis traicionó su indignación ante las palabras de Zalbar. Su voz y su rostro permanecieron desapasionadamente tranquilos.
—¿Las concubinas reales ya no son agradables? —respondió con una sonrisa burlona—. No esperarás que cada mujer de la Calle de las Linternas Rojas tenga diez piezas de oro. ¿Cómo esperas que ganen el dinero necesario para vuestro impuesto?
—No esperamos que puedan pagar el impuesto, madame. Esperamos cerrar tu burdel y todas las demás casas como él en la Calle. Las mujeres, incluida tú, serán enviadas a otro lugar para que puedan llevar vidas más productivas.
Myrtis se quedó mirando al soldado con un desprecio muy practicado que terminaba su conversación. El soldado rozó con los dedos la empuñadura de su espada.
—El impuesto será recogido, madame. Tendrás un tiempo razonable para reunir el dinero correspondiente a ti misma y a tus demás mujeres. Digamos, ¿tres días? Regresaré por la noche.
Se dio la vuelta sin esperar respuesta y salió por la puerta trasera en completo silencio. Myrtis volvió a su interrumpido desayuno, mientras el personal y las muchachas se volvían histéricos con preguntas y las semillas del rumor. Les dejó que parlotearan a placer mientras comía; luego fue a la cabecera de la mesa común.
—Todo seguirá como de costumbre. Si hay que pagar su impuesto, se tomarán las medidas necesarias. Vosotras, las chicas más mayores, tenéis ahorrado el oro suficiente. Haré los ajustes necesarios para las chicas más nuevas. A menos que dudéis de mí..., en cuyo caso arreglaré una ruptura de relaciones con vosotras.
—Pero madame, si pagamos la primera vez, volverán a cobrar el impuesto una y otra vez hasta que no podamos pagarlo. Esos Perros del Infierno... —dijo una muchacha, más favorecida por la inteligencia que por la belleza.
—Ése es ciertamente su deseo. La Calle de las Linternas Rojas es tan vieja como los propios muros de Santuario. Puedo aseguraros que hemos sobrevivido a cosas mucho peores que los Perros del Infierno. —Myrtis sonrió ligeramente para sí misma, recordando a los otros que habían intentado, y fracasado, cerrar la Calle—. Cylene, las otras vendrán a verme. Envíalas arriba al saloncito. Las aguardaré allí.
La bata esmeralda revoloteó a sus espaldas mientras Myrtis ascendía mayestáticamente la escalera de vuelta a su saloncito. En la intimidad de sus habitaciones, sin embargo, dejó que su furia brotara a la superficie mientras recorría de un lado a otro la estancia.
—¡Ambutta! —gritó, y la muchacha que la ayudaba apareció.
—¿Sí, madame?
—Tengo un mensaje para que lo lleves. —Se sentó en su escritorio y redactó el mensaje, mientras seguía hablándole a la aún sin aliento muchacha—. Debe ser entregado de la misma forma especial que las otras veces. Nadie debe verte dejarlo. ¿Comprendes eso? Si no puedes dejarlo sin ser vista, vuelve aquí. No permitas hacerte sospechosa.
La muchacha asintió. Se metió el recién doblado y sellado mensaje en el corpiño de su raído traje y corrió fuera de la habitación. A su debido tiempo, Myrtis esperaba que fuese una belleza, pero aún era demasiado niña. El mensaje era para Lythande, que prefería no ser contactado directamente. No confiaba en que el mago resolviera los problemas de la Calle con los Perros del Infierno, pero nadie más comprendería su ira y la aliviaría.
La Casa Afrodisia dominaba la Calle. Los Perros del Infierno habrían ido primero a ella, luego visitarían los demás establecimientos. A medida que la noticia del impuesto se difundiera, las otras madames iniciarían un furtivo peregrinaje a la entrada trasera de la Afrodisia. Acudirían a Myrtis en busca de guía, y ella miró por la ventana en busca de inspiración. No la había encontrado aún cuando empezaron a llegar.
—Es un ultraje. ¡Están intentando ponernos en la calle como putas vulgares! —exclamó Dylan, la del pelo rojo artificialmente llameante, antes de sentarse en la silla que Myrtis le señaló.
—Tonterías, querida —explicó tranquilamente Myrtis—. Desean convertirnos en esclavas y enviarnos a Ranke. En cierto modo, es un cumplido a Santuario.
—¡No pueden hacer eso!
—No, pero nos corresponde a nosotras explicárselo.
—¿Cómo?
—Primero aguardaremos a que vengan las otras. He oído a Amoli en el vestíbulo; las demás no tardarán en llegar.
Era una evidente búsqueda de tiempo por parte de Myrtis. Aparte su convicción de que los Perros del Infierno y su Príncipe no tendrían éxito allá donde otros habían fracasado en el pasado, Myrtis no tenía la menor idea de cómo enfrentarse a los completamente incorruptibles soldados de élite. Las otras madames de la Calle hablaban entre sí, intercambiando la intuición que Myrtis había revelado a Dylan y reaccionando pobremente a ella. Myrtis observaba sus reflejos en el cristal.
Todas eran viejas. Más de la mitad habían trabajado antiguamente para ella. Las había observado envejecer de la poco piadosa forma en que a menudo la belleza juvenil se ve transformada en algo grotesco. Myrtis podría haber sido la más joven de ellas..., lo bastante joven como para estar trabajando en las casas en vez de dirigir una. Pero cuando se volvió de la ventana para enfrentarse a ellas, había un inconfundible brillo de experiencia y sabiduría en sus ojos.
—Bueno, realmente no ha sido una sorpresa —empezó—. Se rumoreaba ya antes de que Kittycat llegara aquí, y hemos visto lo que les ha ocurrido a los otros sobre los que ha lanzado sus Perros del Infierno. Admito que esperaba que alguno de los otros hubiera mantenido mejor su territorio, proporcionándonos así algo más de tiempo.
—El tiempo no nos ayudará. ¡No tengo cien piezas de oro que entregarles! —interrumpió una mujer cuyo grueso maquillaje blanco se cuarteó en torno a sus ojos cuando habló.
—¡No necesitas cien piezas de oro! —se burló otra mujer tan maquillada como ella.
—El oro no es importante —se alzó la voz de Myrtis por encima de la barahúnda—. Si pueden ganarnos a una de nosotras, podrán echarnos a todas.
—Podemos cerrar nuestras puertas; entonces ellos sufrirán. La mitad de mis hombres son de Ranke.
—La mitad de todos nuestros hombres lo son, Gelicia. Ellos ganaron la guerra, y ellos tienen el dinero —respondió Myrtis—. Pero se arrodillarán ante los Perros del Infierno, ante Kittycat y ante sus esposas. Los hombres de Ranke son muy ambiciosos. Cederán lo que sea necesario con tal de conservar sus riquezas y sus posiciones. Si el Príncipe frunce oficialmente el ceño ante la Calle, sus lealtades se verán menos puestas a prueba si nosotras cerramos nuestras puertas sin luchar.
Las mujeres admitieron aquello a regañadientes.
—Entonces, ¿qué vamos a hacer?
—Seguir como siempre con nuestro negocio. Vendrán primero a la Afrodisia a recoger el impuesto, del mismo modo que vinieron primero a anunciarlo. Mantened abiertas vuestras puertas traseras, y os enviaré noticia de ello. Si no pueden cobrarlo de mí, no os molestarán a vosotras.
Hubo un desacuerdo murmurado, pero ninguna se atrevió a mirar directamente a Myrtis y discutir su poder en la Calle. Sentada en su silla de respaldo alto, Myrtis sonrió satisfecha. Aún tenía que decidir la solución exacta, pero las madames de las casas de la Calle de las Linternas Rojas controlaban gran parte del oro dentro de Santuario, y ella acababa de confirmar su control sobre ellas.
Abandonaron rápidamente el saloncito una vez tomada la decisión. Si la Calle debía seguir funcionando como siempre, tenían trabajo que hacer. Ella tenía trabajo que hacer. Los Perros del Infierno no regresarían hasta dentro de tres días. En ese tiempo, la Casa Afrodisia iba a ganar mucho más que esas trescientas piezas de oro que deseaba el Imperio, y gastaría sólo un poco menos que esta cantidad para mantenerse. Myrtis abrió el libro diario y efectuó nuevas anotaciones con una mano clara e instruida. La casa tenía la sensación de que el orden había sido restablecido, al menos temporalmente, y sus pupilas desfilaron una a una por el saloncito para informar de sus ganancias o deudas.
Era ya bien avanzada la tarde, y Ambutta aún no había regresado de colocar su mensaje detrás de una piedra suelta en la pared detrás del altar del templo de lis. Por un momento, Myrtis se preocupó por la muchacha. Las calles de Santuario nunca eran realmente seguras, y quizás Ambutta ya no parecía tan infantil a todos los ojos. Siempre había un elemento de riesgo. Dos veces, antes, otras chicas suyas se habían perdido en las calles, y ni siquiera la magia de Lythande había sido capaz de encontrarlas.
Myrtis echó a un lado esos pensamientos y cenó a solas en su saloncito. Había pensado que un soborno u ofrecer privilegios gratuitos podía ser una forma de salirse del problema de los impuestos. El Príncipe Kadakithis era probablemente sincero, sin embargo, en su determinación de hacer de Santuario la ciudad ideal de las filosofías de su consejero, mientras la capital de Imperio exhibía muchos de los mismos excesos de Santuario. El joven Príncipe tenía una esposa y concubinas, con las que se suponía debía sentirse más que satisfecho. Nunca había habido ninguna sospecha de que pudiera compartir las delicias de la Calle. Y en cuanto a los Perros del Infierno, su primera visita había sido para anunciar el impuesto.
La guardia de élite estaba constituida por hombres hechos de una fibra más sensible que la mayor parte de los soldados o mercenarios que Santuario había conocido. Como reflejo de ello, Myrtis dudaba de que pudieran ser comprados o sobornados, y sabía con seguridad que nunca cejarían en su persecución de la Calle si la primera oferta no tenía éxito en convertirlas.
Se estaba haciendo oscuro. Podía oír a las muchachas por toda la casa, riendo mientras se preparaban para la noche. Myrtis no conservaba a ninguna que no mostrara aptitud o disposición hacia la profesión. Que las demás casas cegaran a sus muchachas con la pobreza o las drogas; la Casa Afrodisia era el pináculo de la ambición para las muchachas que trabajaban en la Calle.
—Recibí tu mensaje —dijo una suave voz desde la puerta recubierta por una cortina cerca de su cama.
—Estaba empezando a preocuparme. Mi muchacha aún no ha regresado.
Lythande avanzó hasta situarse a su lado, rodeó sus hombros con un brazo y cogió su mano.
—He oído los rumores en las calles. Al parecer, el nuevo régimen ha elegido su siguiente enemigo. ¿Cuál es la verdad de sus demandas?
—Pretenden imponer un impuesto de diez piezas de oro por cada mujer que viva en la Calle.
La habitual sonrisa de Lythande se desvaneció, y la estrella azul tatuada en su frente se frunció.
—¿Puedes pagarlo?
—La intención no es que paguemos, sino cerrar la Calle y enviarnos a nosotras al Imperio. Si pago una vez,
seguirán exigiendo el impuesto hasta que no pueda pagar.
—Puedes cerrar la casa...
—¡Nunca! —Myrtis apartó sus manos—. La Casa Afrodisia es mía. ¡Yo llevaba esta casa cuando el Imperio Rankano no era más que una colección de tribus bárbaras semidesnudas!
—Pero ya no lo son —le recordó suavemente Lythande—. Y los Perros del Infierno, si no el Príncipe, están efectuando cambios sustanciales en todas nuestras vidas.
—No interferirán con la magia, ¿verdad?
La preocupación de Myrtis por Lythande cubrió brevemente sus temores hacia la Casa Afrodisia. La sonrisa de delgados labios del mago regresó.
—Por ahora es dudoso. Hay hombres en Ranke que tienen la habilidad de afectarnos directamente, pero no han seguido al Príncipe a Santuario, y no sé si él puede controlar su lealtad.
Myrtis se puso en pie. Caminó hacia la ventana de cristales emplomados, con sus gruesos y oscuros paneles que revelaban los movimientos de la Calle pero poco más.
—Necesitaré tu ayuda, si se halla disponible —dijo, sin volverse hacia Lythande.
—¿Qué puedo hacer yo?
—En el pasado preparaste una droga para mí de un extracto de bayas de qualis. Recuerdo que dijiste que era muy difícil de mezclar..., pero que me gustaría tener la cantidad suficiente para dos personas para mezclarla con licor de qualis puro cuando llegara la ocasión.
—Delicada y precisa, pero no particularmente difícil. Es muy sutil. ¿Estás segura de que necesitarás sólo la suficiente para dos?
—Sí, para Zalbar y para mí. Y estoy de acuerdo; la droga debe ser sutil.
—Entonces debes de estar muy segura de tus métodos.
—De algunas cosas, al menos. La Calle de las Linternas Rojas no se halla fuera de los muros de Santuario por accidente..., tú lo sabes bien. Los Perros del Infierno y su Príncipe tienen mucho más que perder persiguiéndonos que permitiendo que la Calle exista en paz. Si nuestra pasada finalidad no fuera suficiente para convencerlos, entonces seguro que el hecho de que gran parte del oro de la ciudad pasa cada año por mis manos sí importará.
«Utilizaré la poción de amor de la baya de qualis para abrir los ojos de Zalbar a la realidad, no para cerrarlos.
—Puedo tenerla para ti quizá mañana por la noche, pero más probablemente pasado mañana. Muchos de los comerciantes y contrabandistas del bazar ya no están provistos de los ingredientes que necesito, pero puedo investigar otras fuentes. Cuando los Perros del Infierno empujaron a los contrabandistas al Pantano de los Secretos Nocturnos, muchos hombres honrados sufrieron por ello.
Los ojos de Myrtis se entrecerraron, y soltó la cortina que había aferrado.
—Y, si la Calle de las Linternas Rojas no estuviera aquí... Sin nosotras para proporcionarles su oro mientras la gente «respetable» no les ofrece más que promesas, los traficantes y los comerciantes, e incluso los contrabandistas, aunque quizá no deseen admitirlo, sufrirían aún más de lo que sufren ahora.
Hubo una suave llamada a la puerta. Lythande retrocedió hasta las sombras de la habitación. Ambutta entró, con un enorme hematoma visible en un lado de su rostro.
—Los hombres han empezado a llegar, Madame Myrtis. ¿Recogerá usted su dinero, o debo encargarme yo de ello abajo?
—Los recibiré yo. Envíalos aquí arriba y, Ambutta... —Detuvo a la muchacha cuando ésta se encaminaba ya fuera del saloncito—. Ve a la cocina y averigua cuántos días podemos pasar sin necesidad de comprar nada a nadie.
—Sí, madame.
La habitación pareció repentinamente vacía, excepto por Myrtis. Sólo una ligera agitación en los tapices de la pared señaló el lugar donde Lythande había abierto un panel oculto y desaparecido en el interior de uno de los pasadizos secretos de la Casa Afrodisia. Myrtis no había esperado que el mago se quedara, pero, pese a todos sus años juntos, las repentinas llegadas y partidas del mago aún seguían sobresaltándola. De pie delante de un espejo de cuerpo entero, Myrtis arregló los pasadores de oro y perlas de su pelo, untó su piel con aceites aromáticos, y dio la bienvenida al primer caballero visitante, como si aquel día no fuera en absoluto diferente de ningún otro.
La noticia de la campaña de impuestos contra la Calle se había difundido por toda la ciudad, tal como Lythande había observado. El resultado fue que muchos de sus huéspedes y visitantes ocasionales acudieron a la casa para presentar sus últimos respetos a algo que esperaban abiertamente que desapareciera en muy poco tiempo. Myrtis sonrió a cada uno de ellos a medida que fueron llegando, aceptó su dinero, y les preguntó su elección de las muchachas antes de asegurarles que la Casa Afrodisia nunca cerraría sus puertas.
—¿Madame? —Ambutta se asomó por la puerta cuando el flujo de caballeros disminuyó ligeramente—. La cocina dice que disponemos de comida suficiente para diez días, aunque para muchos menos de vino a granel y cosas similares.
Myrtis se acarició la sien con las suaves barbas de su pluma.
—¿Diez días? Alguien se ha descuidado. Nuestros almacenes pueden albergar lo suficiente como para varios meses. Pero diez días es todo lo que tendremos, así que deberá ser suficiente. Dile a la cocina que no encargue nada a los comerciantes ni mañana ni pasado mañana, y comunica a las demás puertas traseras que hagan lo mismo.
»Y, Ambutta, Irda llevará mis mensajes en el futuro. Creo que ya es hora de que te enseñe cosas más importantes y útiles.
Un firme flujo de comerciantes se abrió camino a través de la Casa Afrodisia hasta el saloncito de Myrtis a última hora de la mañana siguiente, cuando los efectos de sus órdenes empezaron a dejarse sentir en la ciudad.
—Pero Madame Myrtis, el impuesto aún no debe pagarse, y seguro que la Casa Afrodisia posee los recursos suficientes... —El caballero de rubicundo rostro que servía la carne a la mitad de las casas de la Calle se mostró alternativamente airado y suplicante.
—En unos tiempos tan inseguros como éstos, mi buen Mikkun, no puedo permitirme lujos tales como tu cara carne. Desearía sinceramente que esto no fuera cierto. El sabor de la carne salada siempre me ha recordado la pobreza. Pero al palacio del Gobernador no le importa la pobreza de aquellos que viven fuera de sus muros, aunque envía a sus fuerzas para abrumarnos con impuestos —dijo Myrtis con fingida impotencia.
En deferencia a la triste ocasión no se había puesto una de sus batas bordadas de brillantes colores, como era su costumbre, sino que llevaba un vestido sobriamente cortado cuya moda había quedado anticuada en Santuario hacía al menos veinte años. Había retirado todas sus joyas, sabedora de que su ausencia causaría más rumores que si hubiera vendido realmente parte de ellas a los cortadores de gemas. Una atmósfera de austeridad envolvía toda la casa, lo mismo que todas las demás de la Calle, y Mikkum podía atestiguarlo sin lugar a dudas, puesto que había visitado la mayor parte de ellas.
—Pero madame, ¡ya he sacrificado dos terneros! Durante tres años he matado los terneros para asegurarte la carne más fresca a primera hora del día. ¡Y hoy, sin ninguna razón, me dices que no deseas mi carne! Madame, ¡tienes una deuda conmigo por esos dos terneros!
—¡Mikkum! Nunca, en todos los años que te conozco, has concedido crédito a ninguna de las casas de la Calle, y ahora..., ¡ahora me pides que considere mis compras diarias como una deuda hacia ti! —Sonrió de forma desarmante para calmarle, sabiendo muy bien que el carnicero y los demás proveedores dependían del buen oro de la Calle para pagar sus propias deudas.
—¡Habrá crédito en el futuro!
—¡Pero nosotras no estaremos aquí para utilizarlo!
Myrtis dejó que su rostro adoptara un mohín dolido. Dejemos que el carnicero y sus amigos empiecen a incordiar al lado «respetable» de Santuario, y pronto llegará al Palacio la noticia de que algo va mal en la ciudad. Un «algo» que ella se encargaría de explicarle al capitán de los Perros del Infierno, Zalbar, cuando acudiera a cobrar el impuesto. El comerciante abandonó su saloncito murmurando profecías de desastre, que ella esperaba que fueran finalmente oídas por aquellos que ocupaban una posición que les permitiera preocuparse por el asunto.
—¿Madame?
El serio rostro infantil de Ambutta asomó por la puerta unos momentos después de que se hubiera ido el carnicero. Su raído vestido habitual había sido reemplazado ya por otro de corte más maduro, un color más brillante y nueva tela.
—Amoli aguarda para hablar con usted. Ahora está en la cocina. ¿La hago subir?
—Sí, hazla subir.
Myrtis suspiró después de que Ambutta se hubiera ido. Amoli era su única rival en la Calle. Era una mujer que no había aprendido su negocio en las habitaciones de arriba de la Afrodisia, y también una que mantenía a sus chicas trabajando para ella a través de su adicción al krrf, que ella misma les proporcionaba. Si alguien en la Calle estaba nerviosa acerca del impuesto, sin embargo, era Amoli; tenía muy poco oro ahorrado. Los contrabandistas se habían visto obligados recientemente por los mismos Perros del Infierno a elevar enormemente el precio de la pastilla de droga refinada para mantener sus propios beneficios.
—Amoli, mi buena amiga, pareces agotada. —Myrtis ayudó a una mujer con menos de una tercera parte de su edad hasta el confidente—. ¿Puedo ofrecerte algo de beber?
—Qualis, si tienes un poco. —Amoli hizo una pausa mientras Myrtis transmitía la petición a Ambutta—. No puedo hacerlo, Myrtis..., todos este plan tuyo es imposible. ¡Me arruinará!
Llegó el licor. Ambutta entró con una exquisitamente labrada bandeja de plata con un vaso del líquido rojo intenso. Las manos de Amoli temblaron violentamente mientras cogía el vaso y lo vaciaba de un solo trago. Ambutta miró sensatamente a su ama: ¿la otra madame era, quizá, víctima de la misma adicción que sus chicas?
—He sido contactada por Jubal. Por una pequeña cantidad, enviará a sus hombres aquí mañana por la noche para emboscar a los Perros del Infierno. Está buscando una oportunidad para eliminarlos. Con ellos desaparecidos, Kittycat no podrá buscarnos más problemas.
—¿Así que Jubal te está proporcionando el krrf ahora? —respondió Myrtis sin la menor simpatía.
—Todos tienen que pagar para desembarcar sus cargamentos en el Pantano de los Secretos Nocturnos, o Jubal revelará sus actividades a los Perros del Infierno. Su plan es justo. Yo puedo tratar directamente con él. Lo mismo puede hacer cualquier otro..., comercia con cualquier cosa. Pero tú y Lythande tendréis que abrir los túneles para que sus hombres no tengan que correr un riesgo innecesario mañana por la noche.
Los restos de la cordialidad de Myrtis desaparecieron. El Jardín de los Lirios se había visto aislado de la red subterránea de pasadizos de la Calle cuando Myrtis se dio cuenta de la extensión de la adicción al krrf dentro de la casa. Una desagradable experiencia la advertía en contra de mezclar drogas y cortesanas. Siempre había hombres como Jubal aguardando el primer signo de debilidad, y pronto las casas no serían más que corrales de esclavas, y las madames desaparecerían. Jubal temía la magia, así que ella le había pedido a Lythande que sellara los túneles con protecciones fantasmagóricamente visibles. Mientras ella, Myrtis, viviera, la Calle sería suya, y no de Jubal, no de la ciudad.
—Hay otros proveedores cuyos precios no son tan altos. ¿O quizá Jubal te ha prometido un lugar en su mansión? He oído que ha aprendido cosas además de luchar en las arenas de Ranke. Por supuesto, su casa no es un lugar donde pueda vivir la gente sensible.
Myrtis frunció la nariz de la forma generalmente aceptada para indicar a alguien que vivía en Barlovento. Amo-li respondió con un gesto igualmente comprensible de insulto y desdén, pero abandonó el saloncito sin mirar atrás.
El problema con Jubal y los contrabandistas sólo estaba empezando. Myrtis meditó sobre él después de que Ambutta se llevara la bandeja y el vaso de la habitación. La despiadada ambición de Jubal era potencialmente más peligrosa que cualquier amenaza que irradiara directamente de los Perros del Infierno. Pero ahora había asuntos más urgentes en los que pensar, de modo que Myrtis apartó éstos de su mente.
La segunda noche no fue tan lucrativa como la primera, ni el tercer día tan frenético como el segundo. La poción afrodisíaca de Lythande apareció, de manos de un atontado chiquillo de la calle. El geas que el mago había depositado sobre el joven mendigo se disipó tan pronto como el frasco abandonó sus manos. Miró a su alrededor, confuso, y desapareció a la carrera antes de que el mayordomo de día pudiera darle una moneda de cobre por su servicio.
Myrtis echó el contenido del frasco en una pequeña botella de qualis que había colocado entre dos vasos en la bandeja de plata. La decoración del saloncito había sido sutilmente cambiada durante el día. El licor rojo había reemplazado al libro diario encuadernado en piel negra, que había sido trasladado al cubículo del mayordomo de noche en las habitaciones inferiores. Las cortinas que rodeaban su cama habían sido recogidas, y el cobertor acolchado de seda abierto para mostrar las mullidas almohadas. Un incienso de musgoso aroma se filtraba por toda la habitación desde los quemadores ocultos en las esquinas. Al lado de la cama, una ancha caja conteniendo las trescientas monedas de oro reposaba sobre una mesa.
Myrtis no se había puesto ninguna de sus joyas. No hubieran hecho más que rebajar la túnica color negro ébano, de amplio escote y profundamente abierta por un lado, que llevaba. La imagen era perfecta. Nadie excepto Zalbar la vería hasta el amanecer, y estaba decidida a que sus esfuerzos y planes no fueran en vano.
Aguardó a solas, recordando sus primeros días como cortesana en Ilsig, cuando Lythande era un mero aprendiz de mago y sus propias experiencias una aventura de pesadilla. Por aquel entonces ella había vivido para caer perdidamente enamorada de cualquier joven señor que pudiera ofrecerle el deslumbrante esplendor de un privilegio. Pero no apareció ningún hombre para rescatarla del etéreo, pero condenado, mundo de las cortesanas. Antes de que su belleza empezara a marchitarse había hecho su pacto con Lythande. El mago la visitaba infrecuentemente, y, pese a lo que ella alardeaba, no había ningún amor apasionado entre los dos. Los conjuros habían permitido a Myrtis conseguir para ella el permanente esplendor que había deseado cuando era una muchacha; un esplendor del que ningún bárbaro influyente de Ranke iba a despojarla.
—¿Madame Myrtis?
Una perentoria llamada en la puerta la extrajo de sus pensamientos. Había grabado la voz en su memoria, y la reconoció pese a haberla oído solamente una vez antes.
—Adelante.
Abrió la puerta para él, complacida al ver por la vacilación de su paso que él no se daba cuenta de que estaba entrando en su saloncito y boudoir.
—¡He venido a cobrar el impuesto! —dijo el hombre rápidamente. Su precisión militar no ocultó por completo su sorpresa y su vago embarazo ante la vista de la regia y erótica escena desplegada ante sus ojos.
No se volvió cuando Myrtis cerró la puerta tras él y deslizó suavemente en su lugar un cerrojo oculto.
—Casi lo has conseguido, capitán —dijo ella, con los ojos bajos, apoyando ligeramente su mano en el brazo de él—. No es tan fácil como imaginas reunir una suma tan grande de dinero.
Alzó la caja de ébano con perlas incrustadas de la mesa al lado de su cama y se la entregó lentamente. Él vaciló antes de tomarla.
—Debo contarlo, madame —dijo, casi como si se disculpara.
—Lo comprendo. Encontrarás que está todo aquí. Mi palabra es buena.
—Tú..., eres muy distinta de como te vi hace dos días.
—Ésta es la diferencia entre la noche y el día.
Zalbar empezó a formar pilas de monedas de oro en la mesa del libro diario, frente a la bandeja de plata con el qualis.
—Nos hemos visto obligadas a interrumpir nuestros pedidos a los comerciantes de la ciudad a fin de poder pagarte.
Por la sorprendida aunque pensativa expresión del hombre, Myrtis supuso que los Perros del Infierno habían empezado a oír quejas y ansiosos lamentos de las partes respetables de la ciudad a medida que Mikkun y sus amigos empezaban a dejar de atender deudas y créditos.
—Sin embargo —prosiguió—, me doy cuenta de que tú sólo haces lo que se te ha dicho que debes hacer. No es a ti personalmente a quien hay que culpar si algunos de los comerciantes y proveedores tienen problemas debido a que la Calle ya no funciona como lo hacía antes.
Zalbar siguió formando sus montones de monedas, escuchando sólo a medias a Myrtis. Tenía ya la mitad del oro de la caja convenientemente contado cuando Myrtis retiró el tapón de cristal tallado de la botella de qualis.
—¿Me acompañas en un vaso de qualis, puesto que no es culpa tuya y aún podemos permitirnos algunos lujos, aunque sea por última vez? Me han dicho que hay una densa niebla por las calles.
Él alzó la vista de su contar, y sus ojos brillaron a la vista del rojo intenso del licor. La variedad común de qualis, aunque también cara, tenía un color más apagado, y tendía a dejar un visible poso. Un hombre de su posición podía vivir toda una vida y jamás ver un auténtico y puro qualis, y mucho menos tener la oportunidad de que se le ofreciera un vaso de él. Evidentemente, el Perro del Infierno se sintió tentado.
—Un vaso pequeño, quizá.
Myrtis sirvió dos vasos equitativamente llenos y los depositó sobre la mesa ante él, mientras volvía a tapar la botella y la llevaba a la otra mesa junto a su cama. Una indetectable mirada a un espejo lateral le confirmó que Zalbar cambiaba los vasos, acercando a él el que estaba más alejado. Tranquilamente, regresó y alzó el otro.
—Un brindis, entonces. ¡Por el futuro de tu Príncipe y de la Casa Afrodisia!
Los vasos tintinearon.
La poción que había elaborado Lythande estaba hecha en parte de las mismas bayas que el propio qualis. El espléndido licor constituía un diluyente perfecto. Myrtis pudo captar la sutil diferencia que el conjuro comunicaba al sabor normal del licor, pero Zalbar, que nunca había probado ni siquiera el qualis común, supuso que el calor extra era sólo una parte de la legendaria mística del licor. Cuando él hubo terminado de beber, Myrtis apuró su vaso y aguardó pacientemente el débil enrojecimiento que confirmaría que la poción estaba actuando.
Apareció primero en Zalbar. Empezó a ir más lento en su contar, y al cabo de un momento se quedó con una moneda en la mano mientras sus ojos derivaban hacia la nada. Myrtis tomó la moneda de entre sus dedos. La poción tardaba más en afectarla a ella, y su acción, cuando esto ocurriera, sería menor debido al número de veces que la había tomado antes y a los conjuros inhibidores de la edad que Lythande había entretejido a su alrededor. De todos modos, ella no necesitaba la poción para atraer su atención hacia el apuesto soldado, ni necesitó impulsarle a que se pusiera en pie y se dirigiera a la cama.
Zalbar protestó diciendo que no era él mismo y que no comprendía lo que le estaba ocurriendo. Myrtis no se molestó en discutir con él. La poción de Lythande no era de las que suscitaban una loca y ciega pasión, sino de la que desarrollaban un afecto más duradero en quien bebía. El puro qualis jugaba también su parte en debilitar su resistencia. Ella lo retuvo detrás de las cortinas de su cama hasta que él no tuvo la menor duda de que la amaba. Entonces lo ayudó a vestirse de nuevo.
—Te mostraré los secretos de la Casa Afrodisia —le susurró al oído.
—Creo que ya los he descubierto.
—Hay más.
Myrtis tomó su mano y lo condujo hasta una de la paredes cubiertas por tapices. Apartó la tela a un lado dejó al descubierto una bien aceitada puerta secreta tomó una linterna de la pared, y luego lo guió a u oscuro pero aireado pasadizo.
—Sigue cuidadosamente mis pasos, Zalbar..., no quisiera perderte por estos corredores. Quizá te hayas preguntado por qué la Calle se halla fuera de los muros, sin embargo sus edificios son tan viejos y están tan bien construidos. Quizá pienses que los fundadores de Santuario deseaban mantenernos fuera de su honesta ciudad Lo que no sabes es que estas casas, especialmente la más antiguas, como la Afrodisia, no se hallan realmente fuera de los muros, en absoluto. Mi casa fue construid, de piedra, y sus paredes tienen un metro de grosor. Nuestras contraventanas son de antigua madera de las montañas. Tenemos nuestros propios pozos y almacenes que pueden hacernos autónomas, a nosotras y a toda la ciudad, durante semanas si es necesario. Otros pasadizo conducen hacia el Pantano de los Secretos Nocturnos, al interior de Santuario y al propio palacio del Gobernador. Quienquiera que haya gobernado en Santuario, siempre ha buscado nuestra cooperación para trasladar hombres y armas si se ha producido un asedio.
Le mostró al silencioso capitán las catacumbas donde una guarnición de buen tamaño podría aguardar completamente oculta. Zalbar bebió de un profundo pozo cuy; agua no tenía nada del salobre sabor tan común en las ciudades costeras. Sobre su cabeza pudo oír los sonidos de las fiestas en la Afrodisia y en las otras casas. El ojo militar de Zalbar captó todo aquello, pero su mente veía a Myrtis, iluminada en su túnica negra por la linterna, como el sueño de un hombre hecho realidad, y la fortaleza subterránea que ella le estaba revelando como el sueño de un soldado hecho realidad. La poción seguía actuando sobre él. Deseaba a la vez a Myrtis y la fortaleza para sí, para protegerlas y controlarlas.
—Hay tantas cosas sobre Santuario que vosotros los rankanos desconocéis totalmente. Abrumáis con vuestro impuesto la Calle, y causáis una auténtica conmoción en todo el comercio de la ciudad. Deseáis cerrar la Calle y enviarnos a todas, incluida yo, a los corrales de los esclavos o peor aún. Los muros de la ciudad se volverán entonces practicables. Hay hombres en Santuario que no se detendrían ante nada para controlar esos pasadizos, y que conocen el Pantano y el palacio mucho mejor de lo que vosotros o vuestros hijos podéis esperar conocer nunca.
Le mostró una pared donde parpadeaban runas y signos mágicos. Zalbar adelantó una mano para tocarlos, y descubrió que sus dedos cantaban ante su curiosidad.
—Esas paredes protectoras nos mantienen a todos seguros ahora, pero su protección se desvanecerá si no estamos aquí para renovarla adecuadamente. Contrabandistas y ladrones descubrirán las entradas que hemos mantenido invulnerables durante generaciones. Y tú, Zalbar, que deseas que Santuario se convierta en un lugar de justicia y orden, sabrás en lo más profundo de tu corazón que eres el responsable, porque sabías lo que había aquí y dejaste que los demás lo destruyeran.
—No, Myrtis. Mientras viva, nada de esto sufrirá el menor daño.
—No hay otro camino. ¿Acaso no has recibido ya órdenes de reclamar un segundo impuesto?
El hombre asintió.
—Hemos empezado a utilizar ya la comida almacenada en estos sótanos. Las chicas no se sienten felices; los comerciantes no se sienten felices. La Calle morirá. Los comerciantes subirán sus precios, y las chicas irán a las calles. No tienen ningún otro lugar donde ir. Quizá Jubal se apodere...
—No creo que la Calle sufra este destino. Una vez el Príncipe comprenda el auténtico papel que tú y las demás representáis aquí, aceptará que se aplique como contrapartida un impuesto nominal para mantener la defensa de Santuario, y en consecuencia el impuesto volverá a vosotras.
Myrtis sonrió para sí misma. La batalla estaba ganada. Apretó fuertemente el brazo del hombre y ya no luchó contra los efectos del qualis adulterado en sus propias emociones. Hallaron una sala de oficiales abandonada e hicieron el amor sobre su desnuda cama de tablas, y de nuevo cuando regresaron al saloncito de la Casa Afrodisia.
El candelabro de noche había ardido hasta su último pábilo cuando Myrtis liberó el cerrojo oculto y permitió que el capitán de los Perros del Infierno se reuniera con sus hombres. Lythande estaba tras ella en la habitación apenas hubo cerrado la puerta.
—¿Estáis a salvo ahora? —preguntó el mago con una risita.
—Creo que sí.
—¿La poción?
—Un éxito, como siempre. No he estado enamorada de este modo desde hace mucho tiempo. Es agradable. Casi no me importa saber lo vacía y dolida que voy a sentirme a medida que observe cómo él va envejeciendo.
—Entonces, ¿por qué usar algo como la poción? Seguro que las catacumbas en sí hubieran sido suficientes para convencer a un Perro del Infierno.
—¿Convencerle de qué? ¿De que las defensas de Santuario no deben ser confiadas a prostitutas y cortesanas? De no ser por tu poción, nada hubiera podido convencerle de la idea de que nosotras..., de que yo debo permanecer aquí como siempre he permanecido. ¡No había otra forma!
—Tienes razón —admitió Lythande, asintiendo con la cabeza—. ¿Volverá a visitarte?
—Querrá hacerlo, pero no creo que vuelva. Ése era el propósito de la droga.
Abrió las estrechas puertas acristaladas que daban al balcón que dominaba las habitaciones inferiores, que se estaban vaciando ya. Los soldados habían desaparecido. Volvió la vista al interior de su estancia. Las trescientas piezas de oro aún estaban a medio contar en la mesa al lado de la vacía botella. Zalbar podía volver.
—Me siento tan joven como mi aspecto —susurró a los indiferentes salones—. Podría satisfacer a cualquier hombre de esta casa si me interesara, o si alguno de ellos tuviera la mitad de la magnificencia de mi Zalbar.
Myrtis se volvió a una vacía habitación y se fue a dormir sola.
Marión Zimmer Bradley
Una noche en Santuario, cuando las calles exhibían un falso glamour al resplandor plateado de la luna llena, de tal modo que cualquier ruina parecía una torre encantada y cada oscura calle y plaza una isla de misterio, el mago mercenario Lythande partió en busca de aventura.
Lythande había regresado recientemente —si las misteriosas idas y venidas de un mago pueden recibir un nombre tan prosaica— de custodiar una caravana a través de las Landas Grises hasta Twand. En alguna parte de las Landas, una manada de ratas del desierto —ratas de dos patas con dientes de acero envenenado— habían asaltado la caravana, sin saber que estaba protegida por la magia, y se habían hallado luchando contra esqueletos que aullaban y respondían con ojos de llamas; y en su centro un alto mago con una estrella azul entre sus ardientes ojos, una estrella que arrojaba rayos de llamas frías y paralizantes. Así que las ratas del desierto echaron a correr, y no dejaron de correr hasta que alcanzaron Aurvesh, y las historias que contaron no le causaron a Lythande ningún daño excepto en los oídos de los piadosos.
Y, así, ahora había oro en los bolsillos de la larga y oscura túnica del mago, o quizá oculto en algún otro lugar protegido de Lythande.
Porque, al final, el jefe de la caravana había sentido más miedo hacia Lythande del que había sentido hacia los bandidos, una situación que se añadió a la generosidad con la que recompensó al mago. De acuerdo con la costumbre, Lythande nunca sonreía ni fruncía el ceño, pero unos días más tarde señaló a Myrtis, la propietaria de la Casa Afrodisia en la Calle de las Linternas Rojas, que la magia, aunque era una habilidad útil y llena de muchas delicias estéticas para la contemplación del filósofo, no ponía en sí misma las lentejas sobre la mesa.
U ría curiosa observación esta, meditó Myrtis, dejando a un lado la onza de oro que Lythande había reservado para ella en consideración a un secreto que yacía desde hacía muchos años entre ellos dos. Curioso que Lythande hablara de lentejas sobre la mesa, cuando nadie excepto ella misma había visto nunca un bocado de comida o una gota de bebida cruzar los labios del mago desde que la estrella azul había adornado aquella alta y estrecha frente. Ni ninguna mujer en el Barrio había podido alardear de que el gran mago le había pagado por sus favores, o había sido capaz de imaginar cómo se comportaba un mago así en tal situación, cuando todos los hombres eran iguales una vez reducidos a carne y hueso.
Quizá Myrtis sí hubiera podido decirlo, si hubiera querido; algunas de sus chicas así lo pensaban, teniendo en cuenta que, a veces, Lythande acudía a la Casa Afrodisia y permanecía encerrado con su propietaria durante largas horas, o hasta, en raros intervalos, toda una noche. Se decía incluso de Lythande que la Casa Afrodisia en sí había sido un regalo del mago a Myrtis, tras una famosa aventura de la que aún se hablaba en susurros en el bazar, y que implicaba a un maligno mago, dos tratantes de caballos, un jefe de caravana, y unos cuantos rufianes surtidos que se habían vanagloriado de no haber pagado nunca oro por una mujer, y que consideraban divertido engañar a una honrada trabajadora. Ninguno de ellos había vuelto a mostrar sus rostros —lo que quedaba de ellos— en Santuario, y Myrtis alardeó desde entonces que nunca más necesitaría sudar para ganarse la vida, y que nunca más complacería a un hombre, sino que reclamaría su privilegio de madame de una cama solitaria.
Y también, pensaban las chicas, un mago de la talla de Lythande podría haber reclamado a las más hermosas mujeres desde Santuario hasta las montañas más allá de Ilsig; no sólo cortesanas, sino también princesas y nobles y sacerdotisas hubieran corrido hacia Lythande. Indudablemente, Myrtis había sido hermosa en su juventud, y ciertamente alardeaba de los príncipes y magos y viajeros que habían pagado grandes sumas por su amor, Todavía era hermosa (y por supuesto había aquellos que decían que Lythande no la pagaba, sino que, por el contrario, era Myrtis quien pagaba al mago grandes sumas por mantener su belleza contra la vejez con su poderosa magia), pero su pelo se había vuelto gris, y ya no se preocupaba en teñirlo con alheña o polvo de oro de Tyrisis más allá del mar.
Pero, si Myrtis no era la mujer que sabía cómo se comportaba Lythande en ésa la más elemental de las situaciones, entonces no había ninguna mujer en Santuario que pudiera decirlo. Los rumores contaban también que Lythande apelaba a los demonios femeninos de las Landas Grises, para copular lascivamente con ellos, y ciertamente Lythande no era ni el primero ni el último mago de quien podía decirse esto.
Pero, esta noche, Lythande no buscaba ni comida ni bebida ni las delicias de la diversión amorosa; aunque Lythande era un gran frecuentador de las tabernas, ningún hombre había visto todavía que una gota de cerveza o aguamiel o aguardiente cruzara la frontera de los labios del mago. Lythande caminaba por el borde más alejado del bazar, eludiendo los viejos límites del palacio del Gobernador, manteniéndose en las sombras en desafío a truhanes y rateros, con ese amor a las sombras que hacía que la gente de la ciudad dijera que Lythande podía aparecer y desaparecer en el aire.
Alto y delgado, Lythande, más alto que cualquier hombre alto, casi flaco, con el tatuaje de la estrella azul de adepto a la magia sobre unas delgadas y arqueadas cejas; llevando una larga túnica con capucha que se hundía entre las sombras. Con el rostro recién afeitado..., o lampiño, nadie se había acercado lo suficiente, por lo que se sabía, para decir si era el capricho de un afeminado o la carencia de pelo de un fenómeno. El pelo debajo de la capucha era largo y abundante como el de una mujer, pero canoso, y ninguna mujer en esta ciudad de prostitutas se hubiera permitido llevarlo así.
Avanzando a largas zancadas a lo largo de la pared en sombras, Lythande cruzó una puerta abierta sobre la que había sido clavada la sandalia de Thufir, el dios de los peregrinos, para que diera suerte; pero sus pasos eran tan suaves, y la túnica con capucha se fundía tan bien con las sombras, que cualquier testigo ocular hubiera podido jurar más tarde, convencido, de que había visto a Lythande aparecer del aire, protegido por su magia o por una capa de invisibilidad.
En torno a la chimenea, un grupo de hombres estaban entrechocando ruidosamente sus jarras al sonido de una bronca canción de borrachos, acompañada por un gastado y pequeño laúd —Lythande sabía que pertenecía al dueño de la taberna, y que podía ser tomado prestado por sus clientes— que pulsaba un hombre joven, vestido con los restos de fatuas galas, arrugadas y rotas por los avalares de los caminos. Permanecía ociosamente sentado, con una rodilla cruzada sobre la otra; y, cuando la bronca canción murió, el joven empalmó con otra, una suave canción de amor de otra época y otro país. Lythande había conocido la canción desde hacía muchos más años de los que se molestaba en recordar, en unos días en los que Lythande el mago había llevado otro nombre y sabía muy poco de magia. Cuando la canción terminó, Lythande brotó de las sombras, haciéndose visible, y la luz de la chimenea resplandeció en la estrella azul, burlona en el centro de la alta frente.
Hubo ligeros murmullos en la taberna, pero todos estaban acostumbrados a las inesperadas entradas y salidas de Lythande. El joven alzó unos ojos que eran sorprendentemente azules bajo el negro pelo elaboradamente rizado que caía sobre su frente. Era esbelto y ágil, y Lythande observó el estoque en su costado, con el aspecto de estar bien cuidado, y el amuleto, con la forma de una serpiente enroscada, en su garganta. El joven dijo:
—¿Quién eres, que tienes la costumbre de aparecer y desaparecer en el aire de esta forma?
—Uno que quiere felicitarte por tu habilidad con las canciones. —Lythande arrojó una moneda al cantinero—. ¿Quieres beber algo?
—Un juglar nunca rechaza una invitación así. Cantar seca la garganta. —Pero cuando trajeron su bebida, preguntó—: ¿Tú no bebes conmigo?
—Nadie ha visto nunca a Lythande comer o beber —murmuró uno de los hombres que formaban círculo a su alrededor.
—Bien, entonces consideraré esto como un gesto poco amistoso —exclamó el joven juglar—. Beber amistosamente entre camaradas es una cosa; ¡pero no soy ningún sirviente que cante por unas monedas o por una jarra excepto como un gesto de amistad!
Lythande se encogió de hombros, y la estrella azul sobre su alta frente empezó a brillar y a reflejar una luz azul. Los reunidos se echaron lentamente hacia atrás, porque cuando un mago que llevaba la estrella azul se ponía furioso, la gente debía salirse de su camino. El juglar dejó a un lado el laúd, a fin de que estuviera fuera de alcance si tenía que saltar en pie. Lythande supo, por la lentitud y el gran cuidado de sus movimientos, que ya había compartido un buen número de jarras con sus ocasionales camaradas. Pero la mano del juglar no fue a la empuñadura de su espada, sino que se cerró como un puño sobre el amuleto en forma de serpiente.
—Eres distinto a cualquier hombre que haya conocido antes —observó suavemente, y Lythande, notando en su interior el ligero hormigueo de sus nervios que le decía a un mago que se hallaba en presencia de un lanza conjuros, aventuró rápidamente que el amuleto era uno de esos que no protegía a su dueño a menos que su portador enunciara primero un cierto número de verdades —normalmente tres o cinco— acerca de su atacante o enemigo. Cauteloso, pero divertido, Lythande dijo:
—Unas palabras certeras. Soy distinto a cualquier
hombre que hayas conocido nunca, ojalá vivas muchos años, juglar.
El juglar vio, más allá del furioso resplandor azul de la estrella, un fruncimiento de amistosa burla en la boca de Lythande. Soltó el amuleto y dijo:
—Y yo no te deseo ningún mal; y tú no me deseas ninguno tampoco, y ésas son auténticas verdades también, ¿no, mago? Con lo que eso termina el asunto. Pero, aunque quizá seas distinto a todos los demás, no eres el único mago que he visto en Santuario que lleva una estrella azul en su frente.
Ahora la estrella azul llameó furiosa, pero no por el juglar. Ambos sabían aquello. La multitud a su alrededor había descubierto, unánime y misteriosamente, que todos tenían otros asuntos de los que ocuparse en otro lugar. El juglar contempló los vacíos bancos.
—Parece que voy a tener que ir a otra parte para ganarme mi cena cantando.
—No pretendía ofenderte cuando rechacé beber contigo —dijo Lythande—. El voto de un mago no puede dejarse a un lado como un laúd. ¿Puedo invitarte a cenar hasta que te sientas saciado sin perder tu dignidad, y a cambio solicitar de ti el servicio de un amigo?
—Ésa es la costumbre en mi país. Cappen Varra te lo agradece, mago.
—¡Cantinero! ¡Tu mejor comida para mi invitado, y todo lo que pueda beber esta noche!
—Tras una invitación tan liberal, no voy a discutir acerca del servicio —dijo Cappen Varra, y se dedicó con entusiasmo a los humeantes platos que no tardaron en ser depositados ante él. Mientras comía, Lythande extrajo de los pliegues de su túnica una pequeña bolsa que contenía una cierta cantidad de hierbas de olor dulzón, las enrolló en una hoja de color azul grisáceo, y tocó su anillo para prenderlas. Dejó escapar una bocanada de humo, que derivó hacia arriba, dulce y grisáceo.
—En cuanto al servicio, no es nada de excesiva importancia; cuéntame todo lo que sepas acerca de este otro mago que lleva la estrella azul. No conozco a nadie más de mi orden al sur de Azehur, y quisiera asegurarme de que no me viste a mí.
Cappen Varra sorbió el tuétano de un hueso y se secó los dedos en el mantelito donde estaban depositados los platos. Dio un mordisco a un fruto de jengibre antes de responder.
—No eras tú, mago, ni tu manifestación o fantasma; ése tenía unos hombros mucho más anchos, y no llevaba espada, sino dos dagas cruzadas en sus caderas. Su barba era negra; y a su mano izquierda le faltaban tres dedos.
—¡lis de los Mil Ojos! ¡Rabben el Mediamano, aquí en Santuario! ¿Dónde lo viste, juglar?
—Lo vi cruzar el bazar; pero no compró nada, que yo viera. Y le vi también en la Calle de las Linternas Rojas, hablando con una mujer. ¿Qué servicio puedo hacer por ti, mago?
—Ya lo has hecho. —Lythande entregó unas monedas de plata al tabernero, tantas que éste se apresuró a ponerlas a buen recaudo, en digna competencia con Shalpa, y dejó otra moneda, ésta de oro, al lado del laúd prestado.
—Rescata tu arpa; este laúd no le hace justicia a tu voz. —Pero cuando el juglar alzó la cabeza para darle las gracias, el mago se había esfumado sin ser visto entre las sombras.
Embolsándose la moneda de oro, el juglar preguntó:
—¿Cómo sabía eso? ¿Y cómo salió?
—Sólo Shalpa el rápido lo sabe —respondió el cantinero—. ¡Por todo lo que sé, voló con el humo chimenea arriba! Ése no necesita la capa oscura de Shalpa para que le cubra, porque posee una propia. Ha pagado tu bebida, buen señor; ¿qué es lo que quieres? —Y Cappen Varra procedió a emborracharse concienzudamente, puesto que ésta era la cosa más juiciosa que podía hacer uno cuando se veía mezclado sin quererlo en los asuntos privados de un mago.
Fuera en la calle, Lythande se detuvo para considerar la situación. Rabben el Mediamano no era un amigo; sin embargo, no había ninguna razón para que su presencia en Santuario tuviera algo que ver con Lythande o con una venganza personal. Si se trataba de asuntos relativos a la Orden de la Estrella Azul, si Lythande debía prestarle ayuda a Rabben, o si el Mediamano había sido enviado para convocar a todos los miembros de la Orden, la estrella que ambos llevaban le avisaría.
Sin embargo, no causaría ningún daño asegurarse. Caminando rápidamente, el mago alcanzó una hilera de viejos establos en la parte de atrás del palacio del Gobernador. La magia necesitaba silencio y secreto. Lythande se metió en uno de los pequeños callejones laterales, alzó su capa de mago hasta que no quedó ninguna luz, retirándose más y más en el silencio hasta que no quedó absolutamente nada en el mundo..., nada en el universo excepto la luz de la estrella azul que brillaba siempre en su frente. Lythande recordaba cómo había sido plantada allí, y a qué costo..., el precio que un adepto paga por el poder.
El resplandor azul se concentró, fulminado en esquemas multicolores, pulsando y brillando, hasta que Lythande estuvo dentro de la luz; y entonces, en el Lugar Que No Existe, sentado en un trono aparentemente tallado en zafiro, apareció el Maestro de la Estrella.
—Bienvenido, compañero de la estrella, shyryu. —El término amistoso podía significar amigo, compañero, hermano, hermana, amado, igual, peregrino; su significado literal era el que comparte la luz de la estrella—. ¿Qué te trae desde tan lejos esta noche al Lugar de Peregrinaje?
—La necesidad de conocimiento, tú que compartes la estrella. ¿Has enviado a alguien a buscarme en Santuario?
—No, shyryu. Todo está bien en el Templo de los que Comparten la Estrella; no has sido llamado; la hora aún no ha llegado.
Porque cada adepto de la Estrella Azul lo sabe; es uno de los precios del poder. Al final del mundo, cuando todos los hechos de la humanidad y de los mortales se hayan cumplido, lo último en caer bajo el asalto del Caos será el Templo de la Estrella; y, entonces, en el Lugar Que No Existe, el Maestro de la Estrella llamará a todos los Adeptos Peregrinos desde los más lejanos rincones del mundo, para luchar con toda su magia contra el Caos; pero hasta ese día, todos ellos tendrán tanta libertad como deseen para fortalecer sus poderes. El Maestro de la Estrella repitió, tranquilizadoramente:
—La hora aún no ha llegado. Eres libre de caminar a tu antojo por el mundo.
El resplandor azul disminuyó, y Lythande permaneció de pie, temblando. Así que Rabben no había sido enviado en la llamada final. Sin embargo, el fin y el Caos podían hallarse al alcance de la mano para Lythande antes de la hora señalada, si Rabben el Mediamano conseguía sus propósitos.
Fue una prueba de fuerza justa, ordenada por nuestros maestros. Rabben no debería odiarme por ello... La presencia de Rabben en Santuario no tenía que ver necesariamente con Lythande. Podía estar aquí para sus propios y legítimos asuntos..., si algo que tuviera que ver con Rabben podía llamarse legítimo; porque únicamente en el último día los Adeptos Peregrinos debían luchar del lado de la Ley contra el Caos. Y Rabben había decidido no hacerlo antes de entonces.
Sería necesaria la cautela, y sin embargo Lythande sabía que Rabben estaba cerca...
Al sur y al este del palacio del Gobernador hay un pequeño parque triangular, al otro lado de la Calle de los Templos. Durante el día, los senderos de grava y los matorrales son el reino de los predicadores y los sacerdotes que hallan que no hay suficiente adoración u ofrendas para su gusto; por la noche, el lugar es el reino de las mujeres que no adoran a ninguna diosa excepto la del bolso lleno y el vientre vacío. Y, por ambas razones, el lugar es llamado, irónicamente, la Promesa de los Cielos; en Santuario, como en otras partes, es bien conocido que aquellos que prometen no siempre cumplen.
Lythande, que no frecuentaba de una forma habitual ni a las mujeres ni a los sacerdotes, no iba a menudo allí. El parque parecía desierto; los malos vientos habían empezado a soplar, azotando arbustos y matorrales y dándoles forma de extraños animales realizando actos innaturales; y, gimiendo sobrenaturalmente en torno a las paredes y techos de los Templos al otro lado de la calle, soplaba el viento que en Santuario se decía que era el gemido de Azyuna en la cama de Vashanka. Lythande avanzó rápidamente, eludiendo la oscuridad de los senderos. Y entonces el grito de una mujer hizo vibrar el aire.
Entre las sombras Lythande pudo ver la frágil forma de una muchacha con un vestido raído y desgarrado; iba descalza, y su oreja sangraba allá donde un pendiente había sido arrancado del lóbulo. Luchaba contra el abrazo de hierro de un enorme hombre de barba negra, y lo primero que vio Lythande fue la mano que sujetaba la delgada y huesuda muñeca de la muchacha, arrastrándola hacia sí; le faltaban dos dedos, y el tercero estaba cortado en la primera articulación. ¡Sólo entonces —cuando ya no había necesidad— vio Lythande la estrella azul entre las negras e hirsutas cejas y los amarillos ojos de gato de Rabben el Mediamano!
Lythande lo conocía de antiguo, del Templo de la Estrella. Incluso entonces Rabben había sido un hombre vicioso, de notoria lujuria. ¿Por qué, se preguntaba Lythande, no habían exigido los Maestros que renunciara a ella como precio de su poder? Los labios de Lythande se apretaron en una mueca que no tenía nada de alegre; tan notoria había sido la lascivia de Rabben que, si hubiera renunciado a ella, todo el mundo hubiera sabido el Secreto de su Poder.
Porque los poderes de un Adepto de la Estrella Azul dependían de un secreto. Como en la antigua leyenda del gigante que guardaba su corazón en un lugar secreto fuera de su cuerpo, y con él su inmortalidad, así el Adepto de la Estrella Azul derramaba toda su fuerza psíquica en un solo Secreto; y aquel que descubriera su Secreto adquiriría todo el poder de ese Adepto. De modo que el
Secreto de Rabben tenía que ser alguna otra cosa..., Lythande no especulaba sobre ella.
La muchacha dejó escapar un angustioso lamento cuando Rabben tiró brutalmente de su muñeca; cuando la estrella del robusto mago empezó a resplandecer, ella se llevó la mano libre a los ojos para escudarlos. Sin intención real de intervenir, Lythande salió de las sombras, y la intensa voz que había hecho que los aprendices de mago en el patio exterior de la Estrella Azul llamaran a Lythande «juglar» en vez de «mago» resonó:
—¡Por Shipri la Madre de Todo, suelta a esa mujer!
Rabben se dio la vuelta.
—¡Por el ojo novecientos noventa y nueve de lis! ¡Lythande!
—¿No hay suficientes mujeres en la Calle de las Linternas Rojas, que tienes que maltratar a una muchacha que es casi una niña en la Calle de los Templos? —Porque Lythande podía ver ahora lo joven que era ella, los delgados brazos y las infantiles piernas y tobillos, los pechos aún no completamente desarrollados debajo de la sucia y desgarrada túnica.
Rabben se volvió hacia Lythande y se echó a reír.
—Siempre has sido melindroso, shyryu. Ninguna mujer se pasea por aquí a menos que esté en venta. ¿La quieres para ti? ¿Te has cansado de tu gorda madame de la Casa Afrodisia?
—¡No pronuncies su nombre con tu sucia boca, shyryu!
—¿Tan susceptible eres por el honor de una puta?
Lythande ignoró aquello.
—Suelta a esa chica, o enfréntate a mi desafío.
La estrella de Rabben lanzó rayos; arrojó a un lado a la muchacha. Cayó blandamente al pavimento y quedó allá, inmóvil.
—Se quedará aquí hasta que hayamos terminado. ¿Pensabas que iba a echar a correr mientras nosotros luchábamos? Ahora que pienso en ello, nunca te he visto con una mujer, Lythande..., ¿es ése tu Secreto, Lythande, el que no puedes usar a una mujer?
Lythande mantuvo un rostro impasible; pero, ocurriera lo que ocurriese, no debía permitir que Rabben prosiguiera por aquella línea.
—Tú puedes copular como un animal en las calles de Santuario, Rabben, pero yo no. ¿La dejarás, o prefieres luchar?
—Quizá debiera dejártela a ti; ¡es algo inaudito, que Lythande luche en las calles por una mujer! ¿Ves?, ¡conozco bien tus hábitos, Lythande!
¡Maldición de Washanka! ¡Ahora no me queda más remedio que luchar por la muchacha!
El estoque de Lythande resonó al salir de su vaina y partir hacia Rabben como por voluntad propia.
—¡Ja! ¿Piensas que Rabben lucha en las peleas callejeras con la espada, como cualquier mercenario? —La punta del arma de Lythande estalló en el resplandor de la estrella azul y se convirtió en una chispeante serpiente, que se retorció sobre sí misma por encima de su empuñadura, con los colmillos goteando veneno como si buscara enroscarse en el puño del mago. La estrella de Lythande llameó también. La espada fue de nuevo metal, pero retorcido e inútil, con la forma de la serpiente que había sido, enroscada hacia la empuñadura. Furioso, soltó el retorcido metal y lanzó una escupiente lluvia de fuego en dirección a Rabben. Rápidamente, el fornido adepto se protegió tras una niebla, y el chorro de fuego se extinguió por sí mismo. Desde alguna parte fuera de su consciencia Lythande se dio cuenta de que la gente se estaba reuniendo a su alrededor; no era un espectáculo que se presentaba dos veces en la vida el que dos adeptos de la Estrella Azul lucharan con la magia en las calles de Santuario. El resplandor de las estrellas que brillaban en la frente de cada mago lanzaba destellos por toda la plaza.
En medio de un aullante viento, una sucesión de pequeñas y parpadeantes antorchas azotaron a Lythande; tocaron la alta forma del mago y se desvanecieron. Luego, un violento torbellino agitó furiosamente los árboles, arrancando las hojas de las ramas, y dobló las rodillas de Rabben. Lythande estaba aburrido; había que terminar rápidamente con aquello. Ninguno de los espectadores de desorbitados ojos supo después lo que había hecho, pero Rabben se dobló, lentamente, lentamente, forzado centímetro a centímetro hacia abajo, sobre sus rodillas, luego a cuatro patas, boca abajo en el suelo, con su rostro apretado y restregándose contra el polvo, agitándose hacia delante y hacia atrás, apretándose más y más contra la arena...
Lythande se volvió y alzó a la muchacha. Ella contempló incrédula el robusto mago cuya barba rascaba frenéticamente el suelo.
—¿Qué hiciste...?
—No importa..., vayámonos de aquí. El conjuro no lo retendrá mucho tiempo, y cuando despierte de él estará furioso. —Una neutra burla asomó en la voz de Lythande, y la muchacha pudo verlo también: Rabben, con la barba y los ojos y la estrella azul cubiertos de polvo...
Se apresuró detrás del mago; cuando estuvieron lejos de la Promesa de los Cielos, Lythande se detuvo, tan bruscamente que la muchacha tropezó con él.
—¿Quién eres, muchacha?
—Me llamo Bercy. ¿Y tú?
—El nombre de un mago no se da a la ligera. En Santuario me llaman Lythande. —Miró a la muchacha y observó, con un encogimiento del corazón, que debajo del polvo y el desorden de sus ropas era muy hermosa y muy joven—. Puedes irte, Bercy. No volverá a tocarte; le he vencido limpiamente en desafío.
Ella se aferró al hombro de Lythande.
—¡No me eches! —suplicó, con las manos engarfiadas, los ojos llenos de adoración. Lythande frunció el ceño.
Predecible, por supuesto. Bercy creía, ¿y quién en Santuario no lo hubiera creído?, que el duelo se había celebrado con la muchacha como premio, y ella estaba dispuesta a darse al vencedor. Lythande hizo un gesto de protesta.
—No...
La muchacha entrecerró los ojos, dolida.
—Entonces, ¿es lo que Rabben dijo..., que tu secreto es que te has visto privado de tu hombría? —Pero, más allá del dolor, había un delicioso destello de regocijo... ¡Vaya elemento de chismorreo! Un jugoso tema para las Calles de las Mujeres.
—¡Silencio! —La mirada de Lythande fue imperativa—. Ven.
Ella le siguió por las retorcidas calles que conducían a la Calle de las Linternas Rojas. Lythande avanzaba confiadamente ahora, más allá de la Casa de las Sirenas, donde, se decía, podían hallarse delicias tan exóticas como las que prometía el nombre; más allá de la Casa de los Látigos, eludida por todos excepto por aquellos que se negaban a ir a otro lugar; y, finalmente, junto al rostro de la Dama Verde tal como ella la había adorado muy lejos y más allá de Ranke, la Casa Afrodisia.
Bercy miró a su alrededor, con los ojos muy abiertos, a las columnas del vestíbulo, al resplandor de un centenar de linternas, a las mujeres exquisitamente ataviadas tendidas lánguidamente en almohadones hasta que eran llamadas. Todas iban espléndidamente vestidas y enjoyadas —Myrtis conocía su negocio, y cómo presentar su mercancía—, y Lythande supuso que la mirada de Bercy era de envidia; probablemente había vendido su cuerpo en los bazares por unos cuantos cobres o una hogaza de pan, puesto que ya era lo bastante mayor. Sin embargo, de alguna forma, como las flores que cubren un montón de estiércol, había mantenido una exquisita y fresca belleza, toda ella dorada y blanca, como una flor. Incluso vestida con harapos y medio muerta de hambre, tocó el corazón de Lythande.
—Bercy, ¿has comido hoy?
—No, maestro.
Lythande llamó al enorme eunuco Jiro, cuya misión era conducir a los clientes favorecidos a las habitaciones de las mujeres que habían elegido y echar a la calle a los borrachos y clientes abusivos. Acudió: una enorme barriga, desnudo excepto un breve taparrabo y una docena de anillos en su oreja..., en una ocasión había tenido una amante que era vendedora de pendientes y que lo había utilizado para exhibir su mercancía.
—¿En qué podemos servir al mago Lythande?
Las mujeres de los divanes y almohadones estaban murmurando entre sí, sorprendidas y decepcionadas, y Lythande casi pudo oír sus pensamientos:
Ninguna de nosotras ha sido capaz de atraer o seducir al gran mago, ¿y esa harapienta puta callejera lo ha atrapado? Y, siendo mujeres, Lythande sabía que podían ver la belleza sin trabas que resplandecía por entre los harapos de la muchacha.
—¿Está disponible Madame Myrtis, Jiro?
—Está durmiendo, oh gran mago, pero para ti ha dado órdenes de ser despertada a cualquier hora. Esta muchacha... —ningún ser vivo puede ser tan absolutamente arrogante como el jefe eunuco de un burdel de lujo—, ¿es tuya, Lythande, o un regalo para mi madame?
—Ambas cosas, quizá. Dale algo de comer y encuéntrale un lugar donde pueda pasar la noche.
—¿Y un baño, mago? ¡Tiene las suficientes pulgas como para ponerlo todo perdido!
—Un baño, por supuesto, y una mujer que la bañe con ungüentos y aceites —dijo Lythande—, y algo de ropa que le siente como le corresponde.
—Déjamelo a mí —dijo Jiro expansivamente, y Bercy miró temerosa a Lythande, pero siguió al eunuco cuando el mago le hizo gesto de que le acompañara. Mientras Jiro se la llevaba, Lythande vio a Myrtis de pie en el umbral; una mujer escultural, ya no joven, pero con la congelada belleza de un conjuro. En medio de sus perfectos rasgos, sus ojos eran cálidos y acogedores cuando sonrió a Lythande.
—Querido, no esperaba verte aquí. ¿Es eso tuyo? —Hizo un gesto con la cabeza hacia la puerta por la que Jiro había conducido a la asustada Bercy—. Probablemente escapará, ya sabes, apenas hayas apartado los ojos de ella.
—Me gustaría que lo hiciera, Myrtis. Pero me temo que no tendré tanta suerte.
—Será mejor que me cuentes toda la historia —dijo Myrtis, y escuchó el breve y sucinto relato del asunto de boca de Lythande.
—¡Y si te echas a reír, Myrtis, retiraré mi conjuro y dejaré que tu pelo gris y tus arrugas aparezcan abiertamente para que todo el mundo en Santuario pueda burlarse de ellos!
Pero Myrtis conocía a Lythande desde hacía demasiado tiempo como para tomarse en serio su amenaza.
—¡Así que la doncella que rescataste se ha vuelto loca de deseo por el amor de Lythande! —Rió quedamente—. ¡Es como una antigua balada, cierto!
—Pero, ¿qué voy a hacer, Myrtis? ¡Por los pezones de Shipri la Madre de Todo, esto es un dilema!
—Confía en ella y dile por qué tu amor no puede ser suyo —señaló Myrtis.
Lythande frunció el ceño.
—Tu guardas mi Secreto, puesto que no tuve otra elección; me conocías de antes de que me convirtiera en mago o llevara la estrella azul...
—Y de antes de que yo me convirtiera en prostituta —admitió Myrtis.
—Pero si hago que esta muchacha se sienta como una estúpida por amarme, me odiará tanto como me ama; y no puedo confiar en nadie en quien no crea que puedo depositar sin problemas mi vida y mi poder. Todo lo que tengo es tuyo, Myrtis, debido a ese pasado que compartimos. Y eso incluye mi poder, si alguna vez lo necesitas. Pero no puedo confiar todo eso a esta muchacha.
—De todos modos, ella te debe algo, por haberla librado de las manos de Rabben.
—Pensaré en ello —dijo Lythande—; y ahora haz que me traigan aprisa algo de comida, porque estoy hambriento y sediento.
Llevado a una habitación privada, Lythande comió y bebió, servido personalmente por Myrtis. Y Myrtis dijo:
—Yo nunca hubiera sido capaz de pronunciar tu juramento... ¡Ni comer ni beber nunca delante de la vista de otro hombre!
—Si buscaras el poder de un mago, lo mantendrías sin ningún problema —dijo Lythande—. Ahora me siento tentado ya muy pocas veces de romperlo; sólo temo romperlo sin darme cuenta de ello; no puedo beber en una taberna por miedo de que entre las mujeres de allí pueda haber alguno de esos extraños hombres que hallan diversión en ponerse ropas femeninas; ni siquiera aquí comería o bebería entre tus mujeres, por esa misma razón. Todo el poder depende de los votos y del Secreto.
—Entonces no puedo ayudarte —dijo Myrtis—. Pero no estás obligado a decirle a ella la verdad; dile que has prometido vivir sin mujeres.
—Puede que lo haga —murmuró Lythande, y terminó de comer con el ceño fruncido.
Más tarde le fue traída Bercy, los ojos muy abiertos, esplendorosa en su espléndida túnica y su recién lavado pelo, suavemente rizado sobre su rostro rosa y blanco, y con el dulce aroma de los aceites del baño y los perfumes rodeándola.
—¡Las chicas de aquí llevan estas ropas tan hermosas, y una de ellas me ha dicho que pueden comer dos veces al día si lo desean! ¿Crees que soy lo suficientemente agraciada como para que Madame Myrtis me quiera aquí?
—Si eso es lo que deseas. Pero eres más que hermosa.
Osadamente, Bercy dijo:
—Preferiría pertenecerte a ti, mago. —Y se arrojó de nuevo sobre Lythande, con sus manos buscando y aferrando, atrayendo el delgado rostro hacia el suyo. Lythande, que raras veces tocaba nada vivo, la retuvo suavemente, intentando no revelar consternación.
—Bercy, chiquilla, esto es sólo un capricho. Pasará.
—No. —Se echó a llorar—. Te amo. ¡Sólo te quiero a ti!
Y entonces, inconfundiblemente, a lo largo de todos los nervios del mago, Lythande sintió aquella pequeña ondulación, aquella tensión de advertencia que le avisaba: hay un conjuro en acción. No contra Lythande. Eso podía ser contrarrestado fácilmente. Pero sí en alguna parte dentro de la habitación.
¿Aquí, en la Casa Afrodisia? Lythande sabía muy bien que podía confiar en Myrtis en lo que a vida, reputación, fortuna, el propio poder mágico de la Estrella Azul, se refería; había sido puesta a prueba antes de esto. Si la situación se hubiera alterado lo suficiente como para que ella se convirtiera en una traidora, hubiera sido evidente para sus ojos en su aura cuando Lythande se acercó a ella.
Eso sólo dejaba a la muchacha, que estaba aferrándose a él y gimoteando.
—¡Me moriré si no me amas! ¡Me moriré! ¡Dime que no es cierto, Lythande, que eres incapaz de amar! Dime que es una gran mentira que los magos están emasculados, que son incapaces de amar a una mujer...
—Eso es ciertamente una gran mentira —admitió gravemente Lythande—. Te puedo asegurar solemnemente que nunca he sido emasculado. —Pero los nervios de Lythande hormigueaban al tiempo que pronunciaba aquellas palabras. Un mago podía mentir, y la mayoría de ellos lo hacían. Lythande podía mentir tan fácilmente como cualquier otro, con una buena causa. Pero la ley de la Estrella Azul era ésta: cuando era preguntado francamente sobre un asunto directamente relacionado con el Secreto, el adepto no podía decir una mentira directa. Y Bercy, sin saberlo, estaba tan sólo a una pregunta de distancia de la fatal que ocultaba el Secreto.
Con un poderoso esfuerzo, la magia de Lythande desgarró el entramado del propio Tiempo; la muchacha permaneció inmóvil, inconsciente de todo lapso, mientras Lythande se apartaba lo suficiente como para leer su aura. Y sí, allí, dentro de la huella de aquel vibrante campo, estaba la sombra de la estrella azul. La de Rabben; abrumando su voluntad.
Rabben. Rabben el Mediamano, que había impuesto su voluntad sobre la de la muchacha, que había planeado y escenificado todo el asunto, incluido el encuentro en el que la muchacha había necesitado ser rescatada; había puesto a la muchacha bajo un conjuro para atraer y engañar a Lythande.
La ley de la Estrella Azul prohibía que un adepto de la Estrella matara a otro; porque se necesitaría que todos lucharan lado a lado, en el último día, contra el Caos. Sin embargo, si un adepto podía apoderarse del Secreto del poder de otro..., entonces el desprovisto de su poder ya no era necesario contra el Caos, y podía ser muerto.
¿Qué podía hacer ahora? ¿Matar a la muchacha? Rabben tomaría eso también como una respuesta; Bercy debía hallarse bajo un conjuro que la hacía irresistible a cualquier hombre; si Lythande la rechazaba sin tocarla, Rabben sabría que el secreto de Lythande residía en esa área, y nunca cejaría en sus intentos por descubrirlo. Porque si Lythande no se sentía afectado por el conjuro sexual que hacía a Bercy irresistible, entonces Lythande era un eunuco, o un homosexual, o... Sudando, Lythande no se atrevió a pensar más allá de eso. El Secreto estaba seguro sólo si nunca era cuestionado. No podía ser leído en el aura; pero una simple pregunta, y todo habría terminado.
Debo matarla, pensó Lythande. Porque ahora estoy luchando, no sólo por mi magia, sino también por mi secreto y por mi vida. Porque seguramente, con mi poder desaparecido, Rabben no perderá tiempo en terminar conmigo, en venganza por la pérdida de su media mano.
La muchacha seguía inmóvil, como en trance. ¡Cuan fácilmente podía terminar con ella! Entonces Lythande recordó un antiguo cuento de hadas, que podía ser utilizado para salvar el Secreto de la Estrella.
La luz parpadeó cuando el Tiempo regresó a la habitación. Bercy seguía aferrada a él y llorando, inconsciente del lapso transcurrido; Lythande había decidido qué hacer, y la muchacha sintió los brazos del mago rodearla, y el beso en su anhelante boca.
—¡Debes amarme o moriré! —sollozó Bercy.
Lythande dijo:
—Serás mía. —Su suave y neutra voz era muy gentil—. Pero incluso un mago es vulnerable en el amor, y debo protegerme. Hay que preparar un lugar para nosotros, sin luz ni sonido excepto los que yo proporcione con mi magia; y tú debes jurarme que no intentarás verme o tocarme excepto por medio de esa luz mágica. ¿Lo jurarás por la Madre de Todo, Bercy? Porque si juras eso, te amaré como ninguna mujer ha sido amada nunca antes.
Temblando, ella respondió:
—Lo juro.
Y el corazón de Lythande se llenó de piedad, porque Rabben la había utilizado despiadadamente; de modo que ella ardía en vida con su insatisfecho y embrujado amor hacia el mago, atrapada en su pasión por Lythande. Dolorosamente, Lythande pensó: Si sólo me hubiera amado a mí, sin el conjuro; entonces yo hubiera podido amar...
¡Eso hubiera hecho que pudiera confiarle mi secreto! Pero sólo es el instrumento de Rabben; su amor por mí es cosa de él, no de ella; y no es real... Y, así, todo lo que ocurriera entre ellos debía ser sólo una representación preparada para Rabben.
—Debo prepararlo todo para ti con mi magia.
Lythande salió y confió a Myrtis lo que necesitaba; la mujer empezó a reír, pero una simple mirada al pálido rostro de Lythande la detuvo en seco. Conocía a Lythande desde mucho antes de que la estrella azul fuera grabada entre aquellos ojos; y ella mantenía el Secreto por amor a Lythande. Estrujó su corazón el ver a alguien a quien amaba presa de aquel sufrimiento. De modo que dijo:
—Lo prepararé todo. ¿Debo darle alguna droga en su vino para debilitar su voluntad, a fin de que puedas derramar más fácilmente tu seducción sobre ella?
La voz de Lythande contenía una terrible amargura:
—Rabben ya hizo eso por nosotros, cuando depositó su conjuro sobre ella para que me amara.
—¿Desearías que fuera de otro modo? —preguntó Myrtis, vacilante.
—Todos los dioses de Santuario..., ¡se están riendo de mí! ¡Madre de Todo, ayúdame! Pero desearía que fuera de otro modo; podría amarla, si ella no fuera el instrumento de Rabben.
Cuando todo estuvo preparado, Lythande entró en la oscurecida habitación. No había más luz que la luz de la Estrella Azul. La muchacha estaba echada en la cama, y tendió sus brazos hacia el mago en exaltado abandono.
—¡Ven a mí, ven a mí, mi amor!
—Pronto —dijo Lythande, sentándose a su lado, acariciando su pelo con una ternura que ni siquiera Myrtis hubiera sospechado nunca—. Primero te cantaré una canción de amor de mi pueblo, muy lejano.
Ella se agitó en éxtasis erótico.
—¡Todo lo que hagas es bueno para mí, mi amor, mi mago!
Lythande sintió el vacío de la absoluta desesperación. Ella era hermosa, y estaba enamorada. Permanecía tendida en la cama abierta para los dos, y estaban separados por toda la anchura del mundo. El mago no podía soportarlo.
Lythande cantó, con aquella intensa y hermosa voz suya; una voz más encantadora que cualquier conjuro:
La mitad de la noche ha pasado; y la corona de la luz de la luna
se desvanece, y ahora la corona de las estrellas palidece;
cede el cielo, reluctante de dar paso a la mañana;
y yo sigo yaciendo solo.
(Lythande podía ver las lágrimas en las mejillas de Bercy.)
Te amaré como ninguna mujer ha sido amada nunca.
Entre la muchacha en la cama y la inmóvil forma del mago, mientras las ropas del mago caían pesadamente al suelo, empezó a crecer una forma espectral, el fantasma al principio del propio Lythande, alto y delgado, con ojos llameantes y una estrella entre sus cejas y un cuerpo blanco y desprovisto de cicatrices; la forma del mago, pero triunfante en virilidad, avanzando hacia la mujer inmóvil que aguardaba; su mente aleteó, excitada, fue atrapada, capturada, hechizada. Lythande le dejó ver la imagen por un momento; ella no pudo ver al auténtico Lythande detrás; luego, mientras sus ojos se cerraban en una extática consciencia del contacto, Lythande acarició con dedos ligeros sus cerrados ojos.
—Ve..., ¡lo que yo te invito a ver!
»Oye..., ¡lo que yo te invito a oír!
»Siente..., ¡sólo lo que yo te invito a sentir, Bercy!
Y ahora ella se hallaba completamente bajo el conjuro del fantasma. Sin moverse, con ojos como piedras, Lythande observó mientras los labios de ella se cerraban sobre el vacío al besar unos labios invisibles; y, momento tras momento, supo lo que ella acariciaba, lo que la acariciaba a ella. Arrebatada por la ilusión, ascendió una y otra vez a las cúspides del éxtasis, hasta que gritó en completo abandono. Sólo para Lythande fue ese grito amargo; porque ella gritó no a Lythande, sino al hombre-fantasma que la estaba poseyendo.
Finalmente quedó inmóvil, tendida, casi inconsciente, saciada; y Lythande la observó en agonía. Cuando ella abrió de nuevo los ojos, Lythande la estaba contemplando apesadumbrado.
Bercy extendió unos lánguidos brazos.
—Es cierto, mi amor; me has amado como ninguna otra mujer ha sido amada nunca.
Por primera y última vez, Lythande se inclinó sobre Bercy y posó sus labios sobre los de ella, en un largo e infinitamente tierno beso.
—Duerme, querida.
Y mientras ella se hundía en un extático y exhausto sueño, Lythande lloró.
Mucho antes de que Bercy despertara, Lythande estaba en pie, preparado para el viaje, en la pequeña habitación perteneciente a Myrtis.
—El conjuro se mantendrá. Ella se apresurará a llevarle su relato a Rabben..., ¡el relato de Lythande, el amante incomparable! ¡De Lythande, cuya incansable virilidad puede hacerle el amor a una mujer hasta agotarla! —La intensa voz de Lythande era duramente amarga.
—Y, mucho antes de que regreses a Santuario, una vez liberada del conjuro, ella te habrá olvidado entre muchos otros amantes —asintió Myrtis—. Es mejor y más seguro que sea así.
—Cierto. —Pero la voz de Lythande se quebró—. Cuida de ella, Myrtis. Sé amable con ella.
—Te lo juro, Lythande.
—Si sólo hubiera podido amarme... —El mago se interrumpió y sollozó de nuevo por un instante; Myrtis apartó la mirada, impresionada por el dolor, sin saber qué consuelo ofrecer—. ¡Si sólo hubiera podido amarme tal como soy, libre del conjuro de Rabben! ¡Amarme sin fingimientos! Pero temí no poder dominar el conjuro que Rabben había puesto sobre ella... No confiaba que no me traicionara, sabiendo...
Myrtis apoyó tiernamente su gordezuela mano sobre la de Lythande.
—¿Lo lamentas?
La pregunta era ambigua. Podía significar: ¿Lamentas no haber matado a la muchacha? O incluso: ¿Lamentas tu juramento y el secreto que debes soportar sobre tus hombros hasta el último día? Lythande decidió responder a lo último:
—¿Lamentarlo? ¿Cómo puedo lamentarlo? Un día deberé luchar contra el Caos con toda mi Orden; incluso al lado de Rabben, si consigue vivir sin que lo maten antes de entonces. Y eso sólo debe justificar mi existencia y mi Secreto. Pero ahora tengo que abandonar Santuario, y quién sabe cuándo las vueltas de este mundo me traerán de vuelta por este camino. Dame el beso de adiós, hermana mía.
Myrtis se puso de puntillas. Sus labios encontraron los labios del mago.
—Hasta que nos encontremos de nuevo, Lythande. Que Ella te asista y te proteja siempre. Adiós, amado mío, hermana mía.
Luego el mago Lythande enfundó su espada, y salió silenciosamente y sin ser vista de Santuario, justo en el momento en que ante ella empezaba a despuntar el alba. Y en su frente el resplandor de la Estrella Azul se vio apagado por el naciente sol. Ni una sola vez volvió la vista atrás.
Robert Lynn Asprin
Era una noche oscura y tormentosa...
En realidad, aquel jueves por la noche, antes de la Boskone '78, la noche fue agradable. Lynn Abbey, Gordy Dickson y yo estábamos disfrutando de una tranquila cena en el Boston Sheraton's Mermaid Restaurant antes del caos que inevitablemente rodea una importante convención de ciencia ficción.
Como ocurre a menudo cuando varios autores se reúnen socialmente, la conversación derivó hacia el tema de escribir en general, y específicamente hacia los problemas con que todos nos enfrentábamos y otras protestas insignificantes. Para no ser menos que mis compañeros de cena, expresé en voz alta una de mis sempiternas quejas: el que, cuando uno se ponía a escribir fantasía heroica, primero era necesario reinventar el universo desde cero, independientemente de lo que hubiera hecho antes. Pese al cuidadosamente maquinado mundo hyboreo de Howard o incluso la deliciosamente compleja ciudad de Lankhmar creada por Leiber, se esperaba que cada autor se rompiera la cabeza contra el escritorio y diseñara un mundo propio. Imaginad, propuse, si nuestros personajes favoritos de espada y brujería compartieran los mismos ambientes y períodos de tiempo. Imaginad los potenciales de las historias. Imaginad los lazos conectivos. ¿Y si...?
¿Y si Fafhrd y el Ratonero Gris terminaran con éxito su asalto? Con una furiosa multitud a sus talones, ponen en juego una de sus famosas dobles escapatorias y eluden a la multitud que les persigue. Ahora supongamos que esta furiosa turba que agita sus antorchas se da de bruces contra Conan, echando humo y cansado del camino, con su caballo muerto a un día de difícil andadura. Todo lo que desea es una jarra de vino y una puta. En vez de ello, se encuentra con una multitud deseosa de linchar. ¿Y si sus alforjas están llenas con el botín de una de sus propias aventuras, aún sin descubrir?
¿O qué ocurriría si Kane y Elric aceptaran un puesto de líder en dos ejércitos antagónicos en una misma guerra?
Bueno, proclamé, las posibilidades son interminables. Sirviéndome un poco más de vino, admití que uno de mis proyectos favoritos que tenía en mente era crear una colección de historias de fantasía donde tuvieran cabida no sólo uno, sino todo un conjunto de personajes centrales. Todos compartirían el mismo escenario y serían periféricamente conscientes de la existencia de los demás cada vez que sus senderos se cruzaban. El único problema era: los plazos de entrega de mis compromisos adquiridos se estaban acercando tan rápidamente que no estaba seguro de cuándo o siquiera si podría tener alguna vez la posibilidad de escribirlas.
Fluyó más vino.
Gordy simpatizó elocuentemente conmigo, señalando que éste era un problema con el que se encontraban todos los escritores a medida que iban teniendo más y más éxito. ¡Tiempo! Tiempo para cumplir con tus compromisos y pese a todo ser capaz de escribir las cosas divertidas que realmente deseabas escribir. Como ejemplo, señaló que había un incontable número de historias potenciales en su universo Dorsai, pero que apenas si era capaz de hallar el tiempo necesario para completar sus novelas del ciclo de Childe, y mucho menos seguir todas las posibilidades derivadas.
Fluyó más vino.
Lo ideal, sugirió Lynn, sería ser capaces de pasar las ideas y los mundos de uno a otros autores. El peligro aquí, señaló Gordy, era el peligro de perder el control. Ninguno de nosotros nos sentíamos particularmente entusiasmados en dejar que Tom, Dick o Harry juguetearan con nuestras ideas preferidas.
Fluyó más vino.
¡Antologías! Si recurriéramos a un formato de antología, podríamos invitar a otros autores a participar, teniendo siempre la última palabra acerca de la aceptabilidad de las historias sometidas.
Gordy encargó una botella de champán.
Por supuesto, observó, podrías conseguir algunos autores de primera línea para el proyecto, porque sería divertido. Lo harían más por amor a la idea que al dinero.
Me di cuenta de la facilidad con que «nuestra» idea se había convertido en «mi» antología. Mientras el peso del proyecto caía repentinamente sobre mis espaldas, pregunté si él estaría dispuesto a ayudar o al menos a contribuir en la antología. Su respuesta estableció el esquema clásico para casi todos los colaboradores de El Mundo de los Ladrones:
Me encantaría, pero no tengo tiempo. De todos modos, es una idea estupenda.
(Cinco minutos más tarde): Acaba de ocurrírseme un personaje que encajaría perfectamente en ella.
(Quince minutos más tarde..., con una pensativa mirada al infinito convertida en una ladina sonrisa): ¡Ya tengo mi historia!
Durante este último intercambio, Lynn dijo muy poco. Sin que yo lo supiera, se había excluido mentalmente del proyecto cuando Gordy propuso «sólo escritores establecidos». En aquellos momentos tenía en su portafolios el manuscrito de Daughter of the Bright Moon, con el que esperaba interesar a algún editor en la Boskone. Distaba mucho de estar «establecida». Hay que decir en su favor, sin embargo, que supo ocultar con éxito su decepción de verse excluida, y nos acompañó a Gordy y a mí cuando terminamos el champán y fuimos a «perseguir editores».
Tal vez les parezca que era más bien pronto para intentar hallar un editor para una obra tan nebulosa. Eso es lo que pensé yo en aquellos momentos. Gordy señaló, sin embargo, que si podíamos encontrar un editor y convencerle de que hiciera una evaluación en dólares de la idea, yo tendría una idea más aproximada de mi presupuesto cuando empezara a ponerme en contacto con mis autores. (El hecho de que esto tuviera sentido para mí en aquellos momentos sirve como indicativo de lo tarde de la hora y la cantidad de vino que habíamos consumido.)
Para este fin, ideamos una táctica sutil. Intentaríamos hallar a un autor y un editor en la misma habitación, preferiblemente dentro de una misma conversación. Entonces podríamos proponerle la idea al autor como colaborador potencial, y ver al mismo tiempo si el editor mostraba interés.
Encontramos a un dúo con estas características y nos pusimos a representar nuestro número de canto y baile. El editor bostezó, pero el autor pensó que era una gran idea. Por supuesto, no tenía tiempo de escribir nada... ¡Luego pensó en un personaje! Así es como John Brunner subió a bordo.
A la mañana siguiente, una vez disipados los efectos del vino de nuestra cena, empecé a darme cuenta de en qué me había dejado meter. Un autor reciente, apenas publicado, ¿e iba a intentar editar una antología? ¡Además, solicitando contribuciones de los mejores dentro del campo! Aquella revelación me hizo sentirme sobrio con más rapidez que un cubo de agua helada y una factura de cinco días del hotel.
Sin embargo, la bola ya estaba rodando, y tenía por parte de Gordy y de John el compromiso de entregarme una historia. Podía simplemente ver hasta dónde llegaban las cosas.
VIERNES: Embosqué a Joe Haldeman sobre una copa en su comida. Pensó que era una idea sensacional, pero no tenía nada de tiempo. Además, señaló, él nunca había escrito fantasía heroica. Contesté recordándole su estancia en Vietnam, cortesía del Ejército de los Estados Unidos. Seguro, presioné, que tienen que haber uno o dos personajes a los que había conocido y que podían encajar en un entorno de espada y brujería con una mínima reescritura. Sus ojos se iluminaron. Tenía a su personaje.
SÁBADO: Finalmente descubrí lo que preocupaba a Lynn, y le aseguré un lugar en la nómina de El Mundo de los Ladrones. Tenía la confianza de que sería ya una autora «establecida» antes de que apareciera la antología, y aunque no fuera así, sabía que podía producir una sólida historia. No, no tengo una bola de cristal. Lynn y yo vivimos ambos en Ann Arbor, y compartimos nuestro espacio de trabajo cuando estamos escribiendo. De este modo, había estado leyendo el manuscrito de Daughters of the Bright Moon a medida que ella lo iba escribiendo, y conocía su estilo literario antes incluso de que los editores lo vieran. [Mi profecía demostró ser correcta. Ace/Sunridge compró su manuscrito, y en el momento de aparecer la primera edición de este libro se estaba preparando una fuerte campaña de promoción. Su libro estaba ya en las estanterías cuando esta antología vio la luz.]
DOMINGO: Maravilla de maravillas. Sobre un coñac, en la fiesta de Ace, Jim Baen expresa un sólido interés en la antología..., si consigo llenar los huecos que faltan con autores de una calidad igual a los ya comprometidos. Al abandonar la fiesta, me encuentro con Jim Odbert en el vestíbulo, y hablamos un poco sobre el asunto. Me trae de vuelta a la tierra al pedirme el plano de calles. ¡Ni siquiera había pensado en ello, pero tiene razón! Es absolutamente necesario para una continuidad interna. Tras pensar rápidamente, se lo encargo sobre la marcha y me retiro, con la royente sensación de que este proyecto puede ser un poco más complicado de lo que había imaginado.
De vuelta en Ann Arbor, me enfrento a la tarea de llenar los huecos que quedan para la antología. Mi varita mágica para esto es el teléfono. El hecho de ser un fan durante muchos años me ha proporcionado contactos ocasionales con varios prominentes autores, muchos de los cuales no saben que ahora estoy escribiendo. Imagino que será mucho más fácil refrescar sus memorias por teléfono que intentar hacer lo mismo por carta.
El problema ahora es..., ¿quién? Autores sólidos..., esto es indispensable. Autores que me conozcan lo suficientemente bien como para que no cuelguen cuando les llame. Autores que no me conozcan lo suficientemente bien como para que no cuelguen cuando les llame.
¡Andy! Andy Offutt. Nuestros caminos se han cruzado varias veces en las convenciones, y sé que compartimos una admiración mutua por Gengis Kan.
Andy no tiene absolutamente nada de tiempo, pero se muestra súper entusiasta con la idea, y tiene su personaje. Sí, todo eso en una sola frase. Por supuesto, la he condensado. Si alguna vez han hablado con Andy por teléfono, comprenderán lo que quiero decir.
El siguiente será Poul Anderson. Poul y yo nos conocemos mutuamente por reputación a través de Gordy y gracias a una organización de restablecimiento medieval conocida como la Sociedad para el Anacronismo Creativo. Sir Bela de la Marcha Hacia el Este y Yang el Nauseabundo. Oh, muchachos, nos conocemos mutuamente. Pese a esto, Poul acepta escribir una historia para mí..., si consigue el tiempo necesario..., de hecho, ya tiene en mente un personaje.
La lista va creciendo. Confiado ahora de que la impresionante lista de autores que someterán sus historias ocultará mi propia relativa oscuridad, acudo a unos cuantos que quizá no me recuerden.
Roger Zelazny fue Huésped Profesional de Honor en la convención de Little Rock, Arkansas, donde yo fui Huésped Aficionado de Honor. Me recuerda y escucha mi discurso.
Hablé brevemente con Marión Zimmer Bradley acerca del apartado de esgrima en Hunter of the Red Moon —cuando nos encontramos en el vestíbulo en una WesterCon en Los Ángeles— hace dos años. Me recuerda y escucha mi discurso.
Philip José Farmer y yo nos hemos visto dos veces: una en Milwaukee y otra en Minneapolis. Ambas veces estábamos en los extremos opuestos de una mesa, con media docena de personas apiñadas entre nosotros. Admite recordarme, luego escucha en silencio durante quince minutos mientras yo hago mi discurso. Cuando finalmente freno y me detengo, dice: «De acuerdo», y cuelga. Más tarde descubro que ésta es la forma en que demuestra entusiasmo. Si no se hubiera sentido entusiasmado, hubiera colgado sin decir nada.
Por aquel entonces se celebra la Minicon. Jim Odbert me pasa un juego de planos. Luego él, Gordy, Joe, Lynn y yo nos sentamos durante media noche discutiendo la historia de la ciudad y el continente que la rodea. Se establecen una serie de reglas de la casa, y llegamos a un acuerdo en: (1) Cada colaborador tiene que enviarme una breve descripción del personaje principal de su historia. (2) Esas descripciones serán copiadas y distribuidas a los demás colaboradores. (3) Cualquier autor puede utilizar esos personajes en su historia, siempre que no los mate o los cambie apreciablemente.
Paso todo esto a máquina y lo envío por correo a todos los colaboradores. Se me ocurre que no parece tan difícil como había temido. Mi única preocupación es que el correo retrase la comunicación con John Brunner en Inglaterra, haciendo que llegue tarde. Excepto esto, todo lo demás está yendo estupendamente.
Entonces empieza la diversión...
Andy, Poul y John me envían notas en distintos grados de gentileza corrigiendo mi gramática y/o el empleo de las palabras en mi volante. Están dispuestos a aceptar sin confirmación que todo pretende ser un chiste. ¡Ésa es la gente a la que se supone que estoy reuniendo para una antología! ¡Correeeeecto!
Poul me envía una copia de su ensayo «Del batacazo y el disparate», para asegurar el realismo del entorno, en particular la estructura económica de la ciudad. También quiere saber algo acerca del sistema judicial en Santuario.
Andy quiere saber más acerca de las deidades adoradas, preferiblemente descompuestas por nacionalidades y clase económica de los adoradores. Afortunadamente, incluye una proposición de un conjunto de dioses, que copio agradecidamente y envío a los demás colaboradores. Encabeza sus cartas de diez páginas con: «A Colossus: El Proyecto Asprin». Se me ocurre que con su propia intuición como antologista, esto puede ser más verdad que humor.
Para hacer mi trabajo un poco más fácil, algunos de los autores empiezan a jugar al póquer con los esbozos de sus personajes: «Yo no te muestro el mío hasta que tú me muestres el tuyo». Retrasan el someter sus esbozos hasta ver lo que hacen los demás autores. Uno de esos es Gordy. ¿Lo recuerdan? Es el que me metió al principio en todo esto. Es el que «tenía su personaje» antes de que yo tuviera una antología. ¡Sensacional!
John Brunner me somete su historia..., un año antes de la fecha límite establecida. Demasiado para los retrasos transatlánticos. Todavía no tengo la descripción de todos los personajes. Más importante aún, ¡todavía no he recibido el dinero del adelanto! Su agente empieza a atosigarme gentilmente acerca del pago.
Roger reevalúa sus compromisos y se retira del proyecto. Oh, bueno. No puedes tenerlos a todos.
Poul desea saber algo acerca del estilo arquitectónico de Santuario.
Andy y Poul desean saber algo acerca de la estructura y nacionalidad de los nombres.
Llega una llamada de Ace. Jim Baen desea el manuscrito tres meses antes de la fecha límite contratada. Señalo que esto es imposible..., la nueva fecha límite me dejará solamente dos semanas entre recibir las historias de los autores y someter el manuscrito completo a Nueva York. Si encuentro dificultades con alguna de las historias, o si alguna de las contribuciones llega tarde, romperé por completo el esquema. Me señalan que, si puedo cumplir el nuevo plazo, harán que sea el libro estrella del mes de su aparición. El lado avaricioso de mí está gritando, pero no cedo terreno y repito que me es imposible garantizarlo. Ofrecen un contrato para una segunda antología de El Mundo de los Ladrones, sugiriendo que, si un par de historias llegan tarde, puedo incluirlas en el siguiente volumen. Bajo ataque ahora tanto por parte de mi editor como de mi propia naturaleza codiciosa, alzo los ojos al cielo, trago dificultosamente saliva, y acepto.
Una nueva nota es enviada rápidamente a los colaboradores, recordándoles educadamente que la fecha límite se aproxima. Incluido va también el esbozo del personaje de Jamie el Rojo, que finalmente me ha sometido Gordy bajo suave presión (su brazo terminará sanando).
Andy llama y desea saber el nombre del Príncipe. Ni siquiera he pensado en ello, pero estoy dispuesto a negociar. Una hora más tarde, cuelgo. Se me ocurre que yo todavía no he escrito mi historia.
Gordy me notifica que no puede terminar su historia a tiempo para el primer volumen. ¡Estupendo! Con Gordy y Roger fuera del primer libro, la cosa está empezando a parecer un poco corta.
Llega la historia de Andy, y la de Joe, y la de Poul.
La historia de Andy incluye una discusión con el personaje de Joe, Un Pulgar. Joe ha matado a Un Pulgar al final de su historia. Un problema menor de secuenciado.
La historia de Poul tiene a Cappen Varra en una aventura con Jamie el Rojo de Gordy. ¡La historia de Jamie el Rojo de Gordy no irá en el primer volumen! ¡Un problema mayor de secuenciado! Oh, bueno. Le debo una a Gordy por meterme en llevar adelante este monstruo.
Examino las historias que ya tengo en mi poder, y decido que el primer borrador de mi historia necesita un drástico replanteamiento.
Llega una nota de Phil Farmer. Me envió una carta hace meses, que al parecer nunca llegó, retirándose del proyecto. (¡No lo hizo!) Dándose cuenta de que retirarse en esta fecha tan tardía me pondrá en una situación difícil, está revisando sus plazos de entrega a fin de enviarme «algo». Por supuesto, llegará un poco tarde. Me siento agradecido, pero presa del pánico.
Lynn termina su historia y empieza a exultar. Amenazo con golpear su cabeza con mi Selectric.
Ace llama de nuevo. Desean información adicional para la portada. También desean el número de palabras del libro. Les explico la situación tal calmadamente como me es posible. A medio camino de mi explicación, el teléfono se funde.
Mamá Bell arregla mi teléfono en un tiempo récord (me estoy convirtiendo rápidamente en su cliente preferido), y llamo apresuradamente a Marión para pedirle un rápido conteo de palabras de su historia aún no enviada. Me dice que me envió una carta que no debe haberme llegado. (No lo hizo.) Me dice que tendrá que retirarse del proyecto debido a presiones de tiempo en sus demás compromisos de trabajo. Me pide que deje que farfullar y diga algo. Me calmo lo suficiente como para explicarle que realmente me gustaría disponer de una historia suya. Le explico que realmente necesito su historia. Menciono que su personaje está en la portada del libro. Ella observa que el agua que se derrama por su auricular está amenazando con inundar su sala de estar, y acepta intentar encajar la historia dentro de sus compromisos adquiridos..., antes de partir para Londres dentro de dos semanas.
Con mano firme pero mente temblorosa, llamo a Ace y pido por Jim Baen. Le explico la situación: Tengo seis historias en la mano (sí, finalmente he terminado la mía) y otras dos en camino..., un poco tarde..., quizá. Me informa de que con sólo seis historias el libro será demasiado corto. Desea al menos una historia más y un ensayo mío acerca de lo muy divertido que fue preparar la antología. Para calmar mi histeria, sugiere que encargue una historia de reserva en caso de que las dos en camino no lleguen a tiempo. Señalo que sólo quedan dos semanas antes de la fecha límite. Concede que, con un tiempo tan limitado, es probable que no consiga ninguna historia de un autor con «nombre». Me permitirá que trabaje con un «desconocido», ¡pero la historia mejor que sea buena!
Christine DeWees es una encantadora abuela de pelo blanco que conduce una Harley y desea ser escritora. Lynn y yo hemos leído sus esfuerzos durante cierto tiempo y la hemos animado repetidamente a que someta algo
a un editor. Hasta ahora se ha resistido a nuestra insistencia, afirmando que se sentiría azarada mostrándole su trabajo a un editor profesional. Decido matar dos pájaros de un tiro.
Con mi tono más desarmante de «nada puede ir mal», le lanzo mi discurso a Christine y le paso el paquete de El Mundo de los Ladrones. Tres horas más tarde suena mi teléfono. A Christine le encanta el personaje de Myrtis, la madame de la Casa Afrodisia, y está dispuesta a escribir una historia centrada en ella. Tartamudeo educadamente y le señalo que Myrtis es uno de los personajes de Marión, y que tal vez ella ponga objeciones a que otro escriba algo sobre sus personajes. Christine se echa a reír y dice que ya se ha puesto de acuerdo con Marión (¡no me pregunten cómo obtuvo su número de teléfono!), y que todo está en efervescencia. Dos días más tarde me entrega la historia, y yo aún no he tenido tiempo de buscar en el diccionario lo que ha querido decir con «efervescencia».
Con siete historias ahora en la mano, declaro que El Mundo de los Ladrones I está completo, y empiezo a escribir mi ensayo sobre la «diversión». Las historias de Marión y Phil pueden aguardar al segundo volumen.
Entonces llega la historia de Marión.
La historia de Marión encaja tan perfectamente con la de Christine que decido emplearlas ambas en el primer volumen. Así pues, el libro es ensamblado con introducciones, mapas, ocho historias y un ensayo, empaquetado, y enviado a Nueva York.
¡Fin del primer volumen! ¡Imprímase!
Todo el torbellino del proceso de reunir este hijo monstruo fue sólo vagamente como había imaginado que sería. De todos modos, ahora que lo miro en retrospectiva, me encantó. Con todas las preocupaciones y pánicos, las desorbitadas facturas del teléfono y las aún más desorbitadas facturas del bar, me encantó cada minuto de él. Me doy cuenta de que ya estoy pensando en el siguiente volumen..., ¡y eso es lo que me preocupa!
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