Robert A. Heinlein

El día de pasado mañana

CAPÍTULO I

- ¿Qué diablos pasa aquí? -preguntó Whitey Ardmore.

Los demás hicieron caso omiso de su pregunta, como habían hecho caso omiso de su presencia. El que estaba junto al receptor de televisión dijo:

- ¡A callar! Estamos escuchando.

Y aumentó el volumen. La voz del locutor continuó:

- …así que Washington ha quedado destruido totalmente antes de que el gobierno pudiera huir. Con Manhattan en ruinas, ya no queda…

Sonó un chasquido cuando el aparato fue apagado.

- Ya está -dijo el hombre próximo al aparato-. Los Estados Unidos han desaparecido -y añadió-: ¿Tiene alguien un cigarrillo?

Como no obtuvo respuesta, se abrió camino a través del pequeño círculo de personas que rodeaba el televisor y empezó a buscar en los bolsillos de una docena de figuras que parecían desmayadas y se hallaban cerca de una mesa. No fue fácil la cosa, pues el rigor mortis se había posesionado ya de los cuerpos, pero al fin acertó a localizar un paquete medio lleno, del que sacó un cigarrillo, que encendió acto seguido.

- ¡Que me responda alguien! -gritó Ardmore con voz de mando-. ¿Qué ha sucedido aquí?

El hombre del cigarrillo le miró por primera vez.

- ¿Quién es usted?

- Ardmore, mayor, del Servicio de Inteligencia. Y usted, ¿quién es?

- Calhoun, coronel del Departamento de Investigaciones.

- Muy bien, coronel. Yo… tengo un mensaje urgente para su jefe. ¿Quiere hacer el favor de enviar a alguien para que le diga que estoy aquí y que deseo verle?

Hablaba con exasperación apenas dominada. Calhoun sacudió la cabeza.

- No puedo -contestó-. Ha muerto.

Pareció sentir un irónico placer al efectuar semejante anuncio.

- ¿Cómo?

- Sí, está muerto. Y también están muertos los demás. Ahí delante de usted tiene, mi querido mayor, todo lo que resta del personal de la Ciudadela… aunque quizá debería decir, ya que esto tiene el carácter de un informe oficial, del Laboratorio de Investigaciones de Emergencia, Departamento de Defensa.

Sonrió con la mitad de su rostro mientras señalaba el puñado de hombres vivos que se encontraban en la habitación. Ardmore tardó un momento en comprender. Luego inquirió:

- ¿Los panasiáticos?

- No. No, no los panasiáticos. Según creo, el enemigo no sospecha la existencia de la Ciudadela. No, lo hicimos nosotros mismos… Un experimento que salió bien. El doctor Ledbetter estaba realizando una investigación intentando descubrir los medios de…

- Eso no interesa ahora, coronel. ¿Quién ha tomado el mando? Yo tengo que cumplir las órdenes recibidas.

- ¿El mando? ¿El mando militar? ¡Dios mío! Hombre, no hemos tenido tiempo de pensar en eso… todavía. Espere un momento.

Echó un vistazo por toda la estancia y contó las narices vivas que había en ella.

- Yo soy el superior aquí… y aquí están todos. Supongo que esto me transforma automáticamente en el jefe.

- ¿No hay oficiales de línea?

- No. Todos pertenecen a comisiones especiales. Eso me convierte en el jefe. Bien. Siga con su informe.

Ardmore miró los rostros, uno tras otro, de la media docena de hombres que había en la habitación. Estos seguían la conversación con un interés bastante apático. Ardmore titubeaba antes de comunicar el mensaje. La situación había cambiado. Quizá no debería darlo…

- Se me ha ordenado -dijo al fin eligiendo las palabras- que informe a su general que ha sido separado del mando supremo. Que debe de operar con independencia y proseguir la guerra contra el invasor según su propio juicio. ¿Sabe usted? -continuó-, cuando dejé Washington, hace doce horas, sabíamos que allí estaba todo perdido. Esta concentración de poder cerebral en la Ciudadela era el último baluarte militar que nos quedaba.

Calhoun asintió con la cabeza.

- Ya comprendo. Un gobierno difunto envía órdenes a un laboratorio difunto. Cero más cero es igual a cero. Resultaría todo muy cómico si uno estuviera de humor para reír.

- ¡Coronel!

- ¿Qué?

- Esperamos sus órdenes. ¿Qué se propone usted hacer con ellos?

- ¿Hacer con ellos? ¿Qué es lo que se puede hacer?

- Seis hombres contra cuatrocientos millones… Supongo -añadió el coronel- que para hacer las cosas de acuerdo con las ordenanzas militares, yo debería extender la licencia por escrito a todos los que queden del Ejército de los Estados Unidos y luego despedirme amablemente de ellos. No sé a dónde me pueda conducir esto. Quizás al harakiri. Aunque quizás usted no me ha comprendido bien. Esto es todo lo que queda de los Estados Unidos. Y quedan porque tres panasiáticos no lo han descubierto.

Ardmore se humedeció los labios.

Se explicó:

- Al parecer, yo no he expuesto con claridad la orden. Esta es: hacerse con el mando de todo y… ¡proseguir la guerra!

- ¿Con qué?

Ardmore midió de pies a cabeza a Calhoun antes de contestar.

- No se preocupe. Ya no le alcanza a usted la menor responsabilidad. Vista la situación, que ha cambiado, y de acuerdo con las reglas de la guerra, yo, como oficial de línea superior, ¡asumo el mando de este destacamento del Ejército de los Estados Unidos!

La frase permaneció flotando durante veinte latidos.

Al cabo, Calhoun se irguió e intentó cuadrar sus caídos hombros.

- Perfectamente correcto, señor. ¿Cuáles son sus órdenes?

«¿Cuáles son mis órdenes? -se preguntó Ardmore-. Piensa de prisa, Ardmore, ya que has dado la cara… Ahora, ¿qué es lo que vas a hacer? Calhoun tenía razón al decir: “¿Con qué?” Sin embargo, no puede uno cruzarse de brazos y ver cómo cae a pedazos lo que queda de la organización militar. Tienes que decir algo, Ardmore, y tiene que ser algo práctico. Por lo menos, lo suficientemente práctico para detenerles el tiempo necesario para pensar algo mejor. ¡Adelante, hermano, adelante!»

- Creo que lo mejor es, ante todo, examinar la nueva situación -dijo-. Coronel, ¿quiere usted hacer el favor de pedir que el personal que queda se acerque a mí? Digamos que se ponga alrededor de esa gran mesa. Creo que esto es conveniente.

- Por supuesto, señor -contestó el coronel.

Los otros, que habían oído la orden, se acercaron a la mesa.

- ¡Granara! -continuó el coronel-. Y usted… ¿cómo se llama? Thomas, ¿no es cierto? Ustedes dos lleven el cuerpo del capitán MacAllister a algún otro sitio. Déjenlo en el corredor, por el momento.

El trabajo de quitar de en medio a uno de los numerosos cadáveres y de reunirse todos los vivientes alrededor de una mesa pareció limpiar el aire de irrealidad y enfocar las cosas debidamente. Ardmore sentía más confianza en sí mismo cuando se volvió de nuevo hacia Calhoun.

- Hará usted bien en presentarme a los presentes. Deseo saber algo de ellos y lo que pueden hacer, al mismo tiempo que sus nombres.

Era una guardia de cabo, un triste residuo. Ardmore había esperado encontrar ocultos allí, segura y secretamente, en un lugar desconocido de las Montañas Rocosas, el más magnífico grupo de cerebros investigadores que nunca se reunió para lograr un propósito. Aun en medio del más completo desastre militar de las fuerzas regulares de los Estados Unidos, quedaba, sin embargo, una razonable posibilidad de que los doscientos agudos cerebros científicos, escondidos en aquel lugar secreto cuya existencia no era conocida por el enemigo y que estaban equipados con todo el más moderno material de investigación, pudieran perfeccionar y hacer uso de algún arma que lograse expulsar a los panasiáticos.

Con tal propósito, él había sido enviado a decir al jefe que podía actuar por su cuenta, que ya no dependía de ninguna autoridad superior. Pero… ¿qué podían hacer media docena de hombres?

Porque se trataba de una media docena escasa. Estaba el doctor Lowell Calhoun, matemático, que había dejado la vida universitaria por exigencias de la guerra y ostentaba el grado de coronel. Estaba también el doctor Randall Brooks, biólogo y bioquímico, con un nombramiento especial de mayor. A Ardmore le gustaba su aspecto: era tranquilo y de maneras suaves, pero producía la impresión de poseer una inconmovible firmeza de carácter superior a la de los hombres más extrovertidos… Aquel hombre serviría para algo, y su consejo sería útil.

Mentalmente, Ardmore calificó a Robert Wilkie como un «muchacho sin valor». Era joven y tenía apariencia joven; cierta torpeza de perro pastor y un cabello que no se mantenía nunca en su sitio. El campo de sus tareas era la radiación, y unas ramas de la física demasiado esotéricas para que las comprendiera un profano. Ardmore no tenía la menor posibilidad de juzgar si era bueno en su especialidad. Podía ser un genio, pero su apariencia no decía mucho en su favor.

No quedaba ningún otro científico. Habían tres hombres más, que procedían del Ejército. Herman Scheer, sargento técnico. Había sido mecánico, un trabajador manual. Cuando se enroló en el Ejército hacía instrumentos de precisión para los laboratorios de la Edison Trust. Sus morenas y cuadradas manos con delgados dedos hablaban en su favor. Su serio rostro poblado de arrugas con grandes músculos en las mandíbulas hizo que Ardmore le juzgara como un hombre que podía resultar útil para su jefe. Quiere hacer el favor de enviar a alguien al lado de quien estuviera. Serviría de algo.

Quedaba Edward Graham, soldado de primera, especializado en las tareas de cocina. Antes de la guerra, su profesión era la de pintor y decorador de interiores, pero la guerra hizo que se dedicara a esta otra especialidad: la cocina. Ardmore no vio en qué podía ser útil, excepto, naturalmente, cuando pensó que alguien tendría que cocinar.

Y, por fin, el último hombre, el ayudante de Graham. Se llamaba Jeff Thomas y era soldado raso… En resumen, nada.

- Llegó aquí un día por casualidad -explicó Calhoun refiriéndose a Thomas-. Tuvimos que alistarle y mantenerle aquí para proteger el secreto del lugar.

Ardmore tardó sólo varios minutos en establecer contacto con los hombres a sus órdenes; durante ese tiempo, la mitad de su mente se preguntó con la mayor premura qué era lo que tenía que hacer inmediatamente. Sabía que tenía que llevar a cabo una especie de golpe teatral para restaurar la moral de su desmoralizado grupo, un hokum, en suma, el viejo hokum por el que los hombres vivían. Creía en el hokum, ya que era un hombre de publicidad por oficio y militar sólo por necesidad. Esto trajo a su pensamiento otra preocupación. ¿Les dejaría saber que él no era más profesional que ellos mismos, aun cuando se había encargado de una comisión como aquella? No, esto no sería acertado. Su grupo tenía que mirarle con la fe que el profano siente por lo general hacia el profesional.

Thomas era el último de la lista: Calhoun había dejado de hablar. «¡Ha llegado tu hora, hijo, no la desperdicies!», se dijo a sí mismo.

Y no la desperdició. Afortunadamente no tuvo que pensar mucho tiempo.

- Va a ser necesario que prosigamos nuestra tarea, esa tarea en la que actuaremos con toda independencia, durante un período indefinido. Quiero recordarles a ustedes que nuestros deberes nos han sido impuestos no por nuestros jefes superiores, muertos en Washington, sino por el mismo pueblo de los Estados Unidos, a través de su Constitución. Esa Constitución no ha sido ni capturada ni destruida… No puede serlo, ya que no es un trozo de papel, sino el lazo que une a los norteamericanos. Sólo el pueblo norteamericano nos puede desligar de ese compromiso.

¿Tenía razón? No era abogado y no lo sabía… Pero sí sabía que los demás necesitaban creer en ello. Se volvió hacia Calhoun.

- Coronel Calhoun, ¿quiere usted jurar su cargo ante mí como jefe de este destacamento del Ejército de los Estados Unidos?

Y luego, como si pensara las cosas mejor, añadió:

- Creo que sería bueno para todos nosotros renovar nuestro juramento, haciéndolo al mismo tiempo.

Acto seguido se produjo un coro cuya cantinela arrancó ecos a la casi vacía habitación.

- ¡Juro solemnemente cumplir los deberes de mi cargo, y apoyar y defender la Constitución de los Estados Unidos contra todos sus enemigos, tanto nacionales como extranjeros!

- Así Dios me ayude.

- ¡Así Dios me ayude!

Ardmore se sorprendió al observar que la ceremonia había puesto lágrimas en sus propios ojos. A continuación notó que también las había en los ojos de Calhoun. Quizás aquello había sido más acertado que lo que él pensaba.

- Coronel Calhoun, usted, desde luego, es el director de investigaciones. Usted es el segundo en el mando, pero yo me cuidaré de los deberes de oficial ejecutivo al objeto de dejarle libre para proseguir sus investigaciones científicas. El mayor Brooks y el capitán Wilkie están a las órdenes de usted. ¡Scheer!

- ¡A la orden, señor!

- Usted trabajará también para el coronel Calhoun. Si no le encarga ningún servicio, yo le señalaré más tarde deberes adicionales. ¡Graham!

- ¡A la orden, señor!

- Usted continuará con los deberes que tenía asignados hasta ahora. Será a la vez sargento de cocina, oficial de cocina, oficial de suministros… en suma, usted será todo el departamento de intendencia. Hoy, más tarde, tráigame un informe detallado del número de raciones con que podemos contar y sus condiciones de duración… quiero decir las que se echarán a perder pronto y las que pueden durar. Thomas trabaja para usted, pero cualquier miembro del grupo científico le puede llamar siempre que le necesite. Esto puede retrasar las comidas, pero no hay otro remedio.

- Sí, señor.

- Tanto usted como yo y Thomas llevaremos a cabo todos los deberes que no atañan a la investigación, y ayudaremos a los científicos todo el tiempo que nos necesiten. Esto me incluye a mí específicamente, coronel -añadió Ardmore volviéndose hacia Calhoun-. Si un par de manos entrenadas pueden ser útiles en algún sentido, llámeme directamente a mí, coronel.

- Muy bien, mayor.

- Graham, usted y Thomas tendrán que llevarse esos cuerpos de aquí antes de que… su olor resulte demasiado ofensivo. Digamos mañana por la noche. Pónganles en una habitación que no se utilice y cierre la puerta herméticamente. Scheer le mostrará a usted cómo. -Ardmore miró su reloj-. Las dos. ¿Cuándo almorzaron ustedes?

- ¡Hum! No… no hemos almorzado.

- Muy bien. Graham, sirva café y emparedados dentro de veinte minutos.

- Muy bien, señor. Venga conmigo, Jeff.

- Voy.

Cuando ambos salieron, Ardmore se volvió de nuevo a Calhoun y dijo:

- Mientras tanto, coronel, vamos al laboratorio donde ocurrió la catástrofe. ¡Quiero enterarme de todos modos de lo que ha ocurrido aquí!

Los otros dos científicos y Scheer titubearon; pero Ardmore les hizo un ademán con la cabeza y el pequeño grupo salió de la habitación.

- Dicen ustedes que nada de particular sucedió, que no hubo explosión, que no hubo gas… y, sin embargo… murieron.

Rodeaban el último aparato de investigación del doctor Ledbetter. El cuerpo del científico mártir estaba aún donde cayó y era un informe montón de carne. Ardmore apartó sus ojos de él e intentó comprender el significado del aparato que tenía ante los ojos. Parecía un aparato sencillo, pero no le recordaba nada.

- No se vio más que una llama azulada que persistió un momento -explicó Calhoun-. Ledbetter había acabado de cerrar este interruptor -y Calhoun señaló el interruptor sin tocarlo; ahora estaba abierto, a mitad de su trayecto; era de palanca-. Yo me sentí súbitamente deslumbrado. Cuando mi cabeza se aclaró vi que Ledbetter había caído al suelo. Corrí hasta él, pero no se podía hacer ya nada por él. Había muerto… y no había ni una señal sobre él.

- Yo quedé sin conocimiento -añadió Wilkie-. Tal vez no habría vuelto a la vida si Scheer no me hace la respiración artificial.

- ¿Estaba usted también aquí? -preguntó Ardmore.

- No. Yo estaba en el laboratorio de radiación, situado en el otro extremo de la planta. Pero mi jefe murió.

Ardmore frunció el ceño y apartó una silla de la pared. Había empezado a hacer el ademán de sentarse cuando se oyó un suave ruido y una pequeña sombra gris atravesó rápidamente el suelo y salió por la abierta puerta. «Una rata», pensó, y olvidó el asunto. Pero el doctor Brooks miró la rata con asombro y atravesó a su vez la puerta, diciendo por encima de su hombro:

- Esperen un minuto… En seguida vuelvo.

- ¿Qué le habrá sucedido? -inquirió Ardmore sin dirigirse a nadie en particular.

Pensó por un momento que los terribles acontecimientos debían de haber sido demasiado para el cerebro del pequeño y débil biólogo. Pero no había transcurrido más de un minuto cuando Brooks regresó tan rápidamente como había salido. El ejercicio le hacía jadear y cuando habló articulaba con dificultad las palabras.

- ¡Mayor Ardmore! ¡Doctor Calhoun! ¡Caballeros!

Hizo una pausa para recobrar el aliento.

- ¡Mis ratoncitos blancos están vivos!

- ¿Cómo? ¿Qué quiere usted decir con eso?

- ¿No lo comprenden? Es un dato de gran importancia, quizás un dato crucial. A ninguno de los animales del laboratorio le ha pasado nada. ¿No comprenden?

- Sí, pero… ¡oh! Quizás sí… las ratas están vivas y sus ratoncitos no han muerto. Sin embargo, los hombres han muerto junto a ellos.

- ¡Eso es! ¡Eso es! -exclamó Brooks mirando radiante a Ardmore.

- ¡Hum! Una acción que mata a doscientos hombres a través de muros de roca y metal, sin ningún alboroto y ninguna excitación, y, sin embargo, no hace nada a los ratones ni a los demás animales. Nunca he oído hablar de nada que matase a un hombre y no a un ratón.

Ardmore señaló con la cabeza el aparato y añadió:

- Parece como si hubiera un gran invento en ese pequeño aparato, Calhoun.

- Así es -asintió Calhoun-. No nos queda más que aprender a manejarlo.

- ¿Tiene usted alguna duda?

- Bueno, no sabemos por qué mata ese aparato, y no sabemos por qué no mató a seis de nosotros, y no sabemos tampoco por qué no hizo ningún daño a los animales.

- Ese… ese parece que es el problema.

Ardmore contempló de nuevo aquel aparato tan sencillo que representaba un enigma.

- Doctor, no quiero inmiscuirme en su trabajo desde el principio, pero me gustaría que no cerrase usted ese conmutador sin notificármelo por anticipado.

Sus ojos tropezaron con la tiesa figura del doctor Ledbetter y acto seguido salió rápidamente del cuarto.

Mientras tomaban el café y los emparedados, Ardmore inquirió de nuevo sobre la situación.

- Entonces… ¿es cierto que nadie sabe lo que Ledbetter tenía entre manos?

- Puede usted estar seguro de ello -repuso Calhoun-. Yo le ayudaba en la cuestión de las matemáticas, pero Ledbetter era un genio y se mostraba impaciente con mentes menos rápidas que la suya. Si Einstein estuviera vivo podrían haber hablado de igual a igual, pero con el resto de nosotros hablaba tan sólo de las cuestiones en que necesitaba ayuda o de los detalles que deseaba que realizasen los ayudantes.

- Entonces… ¿ignora usted qué era lo que hacía?

- Sí y no. ¿Está usted habituado a hablar sobre la teoría del campo?

- ¡Diablos, no!

- Bien… Eso hace que resulte difícil hablar, mayor Ardmore. El doctor Ledbetter trabajaba sobre el espectro adicional teóricamente posible…

- ¿El espectro adicional?

- Sí. ¿Sabe usted? La mayoría de los progresos en física durante el pasado siglo y medio han tenido algo que ver con el espectro electromagnético, la luz, la radio, los rayos X…

- Sí, sí. Lo sé. Pero… ¿qué es eso del espectro adicional?

- Eso es lo que estoy intentando explicarle -contestó Calhoun con leve impaciencia-. La teoría corriente predice la posibilidad de por lo menos tres espectros completos más. ¿Sabe usted? Se conocen tres campos de energía existentes en el espacio: eléctrica, magnética y gravitatoria. Los rayos X, todas esas radiaciones, forman parte del espectro electromagnético. La teoría indica la posibilidad de análogos espectros entre lo magnético y lo gravitatorio, entre lo eléctrico y lo gravitatorio, y, finalmente, un tipo de tres fases entre los campos eléctrico-magnético-gravitatorio. Cada tipo constituiría un espectro completamente nuevo, un total de tres nuevos campos que investigar. Si eso fuera así, esos campos poseerían probablemente propiedades tan notables como el espectro electromagnético, sólo que totalmente distintas. Pero no tenemos instrumentos para investigar tales espectros, ni tampoco sabemos de cierto que existan tales espectros.

- ¿Sabe usted -exclamó Ardmore frunciendo un poco el ceño-. Soy un profano en esas materias y no deseo expresar mi opinión contra la suya, pero esa no parece la investigación que debía estar realizando el hombrecito que ya no se halla en este mundo. Yo suponía que este laboratorio se dedicaba al único propósito de encontrar un arma militar capaz de combatir contra los rayos vértice y los cohetes atómicos de los panasiáticos. Me siento un poco sorprendido al ver que el hombre a quien uno acostumbraba a mirar como el as de los investigadores, se ha dedicado a descubrir cosas que no se está seguro de que existan y cuyas propiedades son completamente desconocidas. No parece muy razonable.

Calhoun no contestó. Se limitó a enarcar las cejas y a sonreír de una manera irritante. Ardmore pensó que había cometido un error al hablar de aquel modo y notó que un tibio rubor se extendía por su rostro.

- Sí, sí -se apresuró a decir-. Sé que estoy equivocado… Sé que sea lo que fuere lo que encontró Ledbetter, mató a doscientos hombres. Por lo tanto, es una poderosa arma militar… Pero… ¿no estaba trabajando en la oscuridad?

- No del todo -replicó Calhoun con expresión misteriosa-. Las mismas consideraciones teóricas que predicen espectros adicionales sugieren una razonable probabilidad de cómo podrían ser, en general, la naturaleza de sus propiedades. Sé que Ledbetter se había dedicado antes a inventar rayos tractores y compresores… Esto parece ya pertenecer al campo del espectro magnetogravitatorio… Pero durante las últimas dos semanas pareció encontrarse bajo el influjo de la más intensa excitación y cambió radicalmente la dirección de sus experimentos. Mantenía un completo mutismo. Yo no conseguí más que unas pocas sugerencias que pude sacar de los trabajos y transformaciones que tuve que realizar para ayudarle. Sin embargo… -añadió Calhoun extrayendo de un bolsillo interior una abultada libreta con las hojas sueltas y colocadas de cualquier modo-, sin embargo, Ledbetter guardó notas completas de sus experimentos. Podríamos ser capaces de seguir sus trabajos y quizás comprender sus hipótesis.

El joven Wilkie, que estaba sentado junto a Calhoun, se inclinó hacia él.

- ¿En dónde ha encontrado usted eso, doctor? -preguntó excitado.

El doctor le contestó:

- En una mesa de su laboratorio. Si usted hubiera mirado bien, también habría encontrado la libreta.

Wilkie hizo caso omiso de la indirecta. Estaba ya devorando los símbolos escritos en la abierta libreta.

- Pero esto es una fórmula de radiación… -dijo.

- Claro que lo es. ¿Cree usted que soy tonto?

- ¡Pero está toda equivocada!

- Debe ser desde el punto de vista de usted. Pero tenga la seguridad de que no está equivocada desde el punto de vista del doctor Ledbetter.

Se enfrascaron en una discusión totalmente falta de significado para Ardmore. Este, después de algunos momentos, aprovechó una pausa para exclamar:

- ¡Caballeros! ¡Caballeros! Un momento. Veo que les estoy molestando en su trabajo. Pero ahora, ya sé todo lo que quería saber. Según tengo entendido, la inmediata tarea de ustedes será descubrir lo que el doctor Ledbetter estaba haciendo y averiguar para qué sirve ese aparato… Todo ello sin matarse el uno al otro. ¿Comprendido?

- Yo diría que ha dicho usted una frase justa -dijo cautelosamente Calhoun.

- Muy bien, entonces… Trabajen… y ténganme al corriente de sus descubrimientos. -Se puso en pie; los otros siguieron su ejemplo-. ¡Ah! Una cosa más.

- ¿Qué?

- Se me acaba de ocurrir una idea. No sé si es importante o no, pero he pensado en ello a causa de la importancia que el doctor Brooks concedió al asunto de las ratas y de los ratones. -Al llegar aquí empezó a contar con los dedos-. Muchos hombres han resultado muertos; el doctor Wilkie se desmayó y casi murió también; el doctor Calhoun experimentó sólo una indisposición pasajera; el resto de los que viven… no han sufrido, al parecer, los efectos de ningún trastorno… no se han dado cuenta de nada, excepto de que sus compañeros han muerto. ¿Es todo esto un dato que sirva para algo?

Esperó con ansiedad una respuesta. Era palpable que tenía miedo de que los científicos considerasen sus frases tontas u obvias.

Calhoun iba a replicar, pero el doctor Brooks se le adelantó.

- ¡Claro que lo es! -exclamó-. ¿Cómo no he pensado antes en ello? ¡Diablos, debo de estar muy trastornado! Eso establece una graduación, una ordenada relación del efecto de acción desconocida.

Se detuvo para pensar y continuó casi inmediatamente:

- Necesito su permiso, mayor, para examinar los cadáveres de nuestros difuntos colegas; y luego para examinar las diferencias que hay entre ellos y los que viven, en especial los que sintieron más fuertemente la acción desconocida…

Se detuvo de pronto y se puso a examinar atentamente a Wilkie.

- ¡No! -protestó Wilkie-. Usted no me transformará en un conejillo de Indias. ¡No, mientras yo pueda evitarlo!

Ardmore no pudo saber si el miedo mostrado por Wilkie era real o fingido. Interrumpió la discusión.

- Los detalles los solucionarán entre ustedes, caballeros -dijo-. Pero recuerden que… no arriesgarán sus vidas sin notificármelo.

- ¿Ha oído eso, Brooksie? -insistió Wilkie.

Ardmore se fue a acostar aquella noche porque creyó que era su deber hacerlo, no porque tuviera deseos de dormir. Había cumplido su tarea inmediata; había reunido las piezas que quedaban de la organización conocida como la Ciudadela y las había encarrilado hacia un camino… Si este camino conduciría a alguna parte era cosa que ahora estaba demasiado cansado para decirlo, pero por lo menos había intentado algo. Les había dado un plan a seguir, y asumiendo la dirección y la responsabilidad, les había empujado a que descargaran sobre él sus propias preocupaciones. Por lo tanto, todos los demás se habían sentido seguros en cierto sentido. Esto les ayudaría a no volverse locos en un mundo que se había vuelto loco.

¿A qué parecería este nuevo mundo loco… un mundo en que la superioridad de la cultura occidental no era aceptada, un mundo donde la bandera de las rayas y las estrellas no ondeaba al viento junto con las palomas, sobre todos los edificios públicos?

Este pensamiento le trajo una nueva preocupación: si tenía que mantener un ambiente militar, necesitaba algo que se pareciera a un servicio de información. Había estado demasiado atareado asignándoles tareas a todos para poder pensar en ello. Pero ahora sí debía hacerlo… «Lo haré mañana», se dijo a sí mismo, y comenzó a pensar sobre ello.

He aquí sus pensamientos: Un servicio de información era muy importante tratándose de un arma secreta…, tal vez lo más importante. Por más fantástica y poderosa que resultase el arma obtenida de las investigaciones del doctor Ledbetter, no serviría de nada que se supiera dónde y cómo tenía que ser empleada contra los puntos débiles del enemigo. Una Información militar ridículamente inadecuada había sido la principal característica de los Estados Unidos como potencia durante toda su historia. La más poderosa nación del globo había tenido siempre ojos para ver… pero se había lanzado a la guerra como un gigante ciego. Bastaba con darse cuenta de lo que había sucedido ahora: las bombas atómicas de los panasiáticos no eran más poderosas que las suyas… pero se habían dejado cazar como unos tontos y no habían podido emplear ninguna.

¿Cuántas de ellas tenían preparadas? Mil, según Ardmore había oído decir. Pero ciertamente los panasiáticos lo sabían, quizás incluso el número exacto de ellas, y en dónde se encontraban. La información militar, y no las armas secretas, les había hecho ganar la guerra. No es que fueran de despreciar las armas secretas de los panasiáticos… sobre todo porque fue evidente que, en efecto, eran secretas. El llamado Servicio de Inteligencia norteamericano había fracasado en su tarea.

¡Adelante, Whitey Ardmore, ahora te toca a ti! Puedes organizar la clase de servicio de información que tu corazón desea… empleando a tres científicos miopes de laboratorio, a un viejo sargento, a dos soldados de cocina, y a ti mismo, que eres un brillante muchacho. Ya que eres tan buen crítico… «Si es usted tan listo, ¿por qué no es usted rico?»

Se levantó de la cama. Deseaba apasionadamente una dosis de barbitúrico que le proporcionara una noche de sueño, pero en su lugar se bebió un vaso de agua caliente. Luego volvió a la cama.

Supongamos que descubren realmente una poderosa arma nueva… «Aquel aparato de Ledbetter parecía servir para algo» «Ahora sólo falta que lo sepan manejar» -continuó pensando-. Pero… ¿qué seguirá luego? Un hombre solo no puede manejar una fortaleza volante… ni siquiera lograría hacerla despegar. Y seis hombres no pueden vencer a un imperio, ni siquiera con botas de siete leguas y un rayo mortífero. ¿Cómo era aquella frase de Arquímedes? «Dadme un punto de apoyo y una palanca lo suficientemente larga y moveré el mundo». ¿Qué hay sobre la palanca? Ningún arma llega a ser una verdadera arma sin un ejército que la utilice.

Se sumió en un sueño ligero y soñó que estaba montado sobre la palanca más larga que se pueda concebir, una palanca inútil, sin embargo, pues carecía de punto de apoyo. Parte del tiempo él mismo era Arquímedes, y parte del tiempo Arquímedes se hallaba ante él haciéndole muecas de burla y mostrando un aspecto completamente asiático.

CAPÍTULO II

Ardmore estuvo demasiado atareado durante las dos semanas que siguieron para preocuparse de nada que no fuera su tarea inmediata. El postulado de su plan de existencia, es decir, que eran una organización militar que algún día debería rendir cuentas a la autoridad civil, requería que él cumpliese, o por lo menos simulara cumplir, todas las disposiciones relativas a formularios, informes, archivos, pago de sueldos; inventarios, etc. En su corazón experimentaba un vasto vacío, pero, sin embargo, como hombre procedente del campo de la publicidad, era lo suficientemente psicólogo para darse cuenta intuitivamente de que el hombre es un ser que vive de símbolos. Y, por el momento, aquellos símbolos de gobierno eran lo más importante.

Así que estudió los libros del difunto cajero y cerró cuidadosamente las cuentas de los muertos, anotando en cada caso los débitos que alguna vez serían pagados «en moneda legal de los Estados Unidos», aun cuando se preguntó desalentado si significaría algo de nuevo alguna vez. Pero lo escribió y, además, asignó pequeños trabajos administrativos a cada uno de los otros con la intención de que supieran indirectamente que se mantenían los hábitos.

Pero era demasiado trabajo de oficina para un hombre solo. Ardmore descubrió que Jeff Thomas, el ayudante del cocinero, sabía escribir a máquina y tenía la cabeza clara para los números, e hizo que le ayudara. También le dio más trabajo a Graham, que se quejó, pero Ardmore pensó que le convenía trabajar más: un perro necesita pulgas. Ardmore deseaba que todos los miembros de su grupo se fueran cansados a la cama cada noche.

Thomas le servía asimismo para otro propósito. A fin de mantenerse en buena forma, Ardmore tenía necesidad de alguien con quien charlar. Thomas resultó ser inteligente y era de una simpatía que podríamos llamar pasiva, y Ardmore acabó hablando con él cada vez con más confianza. No era muy correcto que el jefe mostrase camaradería con un simple soldado, pero Ardmore sabía por instinto que Thomas no abusaría de su confianza… y él necesitaba un desahogo nervioso.

Calhoun, por su parte, puso sobre el tapete una pregunta que obligó a Ardmore a olvidar sus preocupaciones por la rutina y a pensar en asuntos más difíciles. Calhoun le fue a ver y solicitó permiso para poner en marcha el aparato de Ledbetter al objeto de hacer hipótesis sobre su uso, pero añadió una pregunta embarazosa:

- Mayor Ardmore, ¿puede usted darnos alguna idea de cómo intenta emplear el efecto Ledbetter?

Ardmore no lo sabía; contestó con otra pregunta:

- ¿Se halla usted tan próximo a obtener un buen resultado como para hacer que su pregunta necesite una inmediata respuesta? Si es así, ¿puede darme una idea de lo que ha descubierto?

- Es difícil hacerlo -contestó Calhoun de manera académica y adoptando un ligero aire protector-. El único modo de hablar de esto es empleando el lenguaje matemático…

- Vamos, coronel, por favor… -le interrumpió Ardmore más irritado de lo que hubiera querido admitir y cortado, además, por la presencia del soldado Thomas-. La cosa está clara. ¿Puede usted matar a un hombre con eso o no puede? ¿Puede usted controlar el número de los que van a morir o no puede?

- Eso es una simplificación radical -arguyó Calhoun-. Sin embargo, puedo decir que creemos que el invento podrá ser direccional en sus efectos. Las investigaciones del doctor Brooks le han llevado a suponer que existe una relación asimétrica entre la acción y la vida orgánica contra la que aquella se aplica, pues una característica inherente de la forma de vida determina el efecto de la acción lo mismo que las características inherentes de la misma acción. Es decir, que el efecto es una función de los factores totales del proceso, incluyendo la forma de vida de que se trata, así como también la acción original…

- Muy claro, coronel, muy claro. Y… ¿qué significa todo eso como arma?

- Significa que usted puede elegir a dos hombres y decidir cuál de los dos ha de morir… de una manera infalible -contestó Calhoun un poco impertinentemente-. Por lo menos así lo pensamos. Wilkie se ha ofrecido voluntario para actuar como el que se quiere salvar, mientras que utilizaremos ratones como formas de vida que han de morir.

Ardmore dio el permiso para que se efectuara el experimento, siempre que se tomaran las debidas precauciones. Cuando Calhoun se marchó, Ardmore volvió a pensar en el problema de qué era lo que iba a hacer con el arma… si es que podía hacerse algo. Para contestar a esto se requería un conjunto de datos que él no poseía. ¡Maldita sea! Tenía que hacerse con un servicio de información; tenía que saber lo que sucedía en el exterior.

Para esto no podía servirse de los científicos, naturalmente. Y de Sheer tampoco, pues los científicos necesitaban su ayuda. ¿Y Graham? No. Graham era un buen cocinero, pero poseía un temperamento demasiado nervioso e irritable, con un fondo emocional que le hacía difícil la estabilidad; en suma, era el último hombre que podía elegirse para un espionaje peligroso. Sólo quedaba él mismo. Estaba preparado para cosas así. Tendría que salir él.

- Pero usted no puede salir de aquí, señor -le recordó Thomas.

- ¿Eh? ¿Cómo?

Sin darse cuenta había expresado sus pensamientos en voz alta, un hábito que había adquirido cuando se encontraba solo o con Thomas. Y la manera en que Thomas tomaba siempre esto le impulsó a seguir haciéndolo.

- No puede usted dejar el mando, señor. No sólo va contra las ordenanzas sino que le diré, si me permite usted expresar mi opinión, que echará usted a perder todo lo hecho hasta ahora.

- ¿Por qué? Regresaría dentro de pocos días.

- Bien, señor. Quizás podamos sostenernos bien durante unos pocos días, aunque no estoy seguro de ello. En su ausencia… ¿quién quedaría como jefe?

- El coronel Calhoun, por supuesto.

- Por supuesto -respondió Thomas.

Pero aunque se había apresurado a asentir con militar cortesía, Thomas expresó con un alzamiento de cejas un pensamiento que aquella misma cortesía no le permitía decir en voz alta. Y Ardmore sabía que Thomas tenía razón. Fuera de su especialidad, Calhoun era un individuo malhumorado, altanero, engreído. Ardmore había tenido que intervenir varias veces para solucionar algún conflicto que la arrogancia de Calhoun había provocado. Scheer continuaba trabajando para Calhoun sólo porque Ardmore había hablado con él, le calmó y espoleó su fuerte sentido del deber.

Esta situación le recordó a Ardmore la época en que había trabajado como agente de prensa para una mujer evangelista famosa y afortunada. Ardmore era allí director de relaciones públicas, pero pasaba dos terceras partes de su tiempo dedicado a la tarea de solucionar los conflictos que provocaba el mal genio de su santa patrona.

- Pero usted no puede estar seguro de que regresará a los pocos días -insistió Thomas-. Esto es un asunto peligroso, y si le matan, aquí no hay nadie que pueda ocupar su puesto.

- ¡Oh! Eso no es cierto, Thomas. Ningún hombre es insustituible.

- No estamos ahora para falsas modestias, señor. Eso puede ser cierto en general, pero usted sabe que en este caso no lo es. Hay un pequeñísimo número en donde escoger, y usted es el único, entre todos nosotros, de quien el doctor Calhoun aceptaría la dirección. Y eso porque usted sabe cómo manejarle. Ninguno de los otros sería capaz de hacerlo, y tampoco él sería capaz de manejar a los demás.

- Me parece una afirmación muy aventurada, Thomas.

Thomas no contestó. Al cabo de un rato, Ardmore continuó:

- Muy bien, muy bien… Supongamos que tiene usted razón. Pero yo necesito información militar. ¿Cómo la obtendré si no salgo yo mismo?

Thomas fue un poco tardo en replicar. Al fin dijo en voz baja:

- Yo podría intentarlo.

- ¿Usted?

Ardmore le miró y en el acto se preguntó por qué no habría tomado antes en consideración a Thomas. Quizás se debía ello a que no había nada en el hombre que sugiriera una habilidad en potencia para desempeñar semejante cargo… Y esto se combinaba con la circunstancia de que se trataba de un soldado raso, a los soldados rasos no se les asignan tareas que requieran una peligrosa acción independiente. Sin embargo, quizás…

- ¿Ha realizado usted alguna vez una misión de esa clase?

- No, pero mi experiencia puede adaptarse en cierto modo a tal trabajo.

- ¡Oh, sí! Scheer me dijo algo sobre usted. ¿Era usted un vagabundo, antes de que ingresara en el Ejército, verdad?

- No, no un vagabundo -corrigió gentilmente Thomas-. Sólo un hobo [1] .

- Lo siento… ¿En qué se distingue una cosa de otra?

- Un vagabundo es un golfo, un parásito, un hombre que no trabaja. Y un hobo es un trabajador que va de lugar en lugar y que prefiere la libertad a la seguridad. Trabaja para ganarse la vida, pero no está atado a ningún ambiente.

- ¡Oh, ya comprendo! ¡Hum! Sí, empiezo a comprender por qué podría usted adaptarse bien a un trabajo de información. Supongo que la tarea de un hobo requiere un gran poder de adaptabilidad y saber valerse de recursos para mantenerse vivo. Pero espere un momento, Thomas… Sospecho que ya le estoy dando por bueno… El caso es que necesito, si le he de conceder mi confianza para ese cargo, saber mucho más de usted. ¿Comprende? Ahora no se trata de actuar como un hobo.

- ¿Y cómo actúa un hobo?

- ¿Eh? ¡Oh, bien! Pase eso por alto. Pero dígame algo sobre su ambiente. ¿Cómo llegó usted a ser un hobo?

Ardmore se dio cuenta de que por primera vez había vencido la natural reticencia de aquel hombre. Thomas reflexionó un rato antes de responder. Al fin dijo:

- Supongo que se debió a que me gustaba ser abogado.

- ¿Cómo?

- Sí. Ya ve usted, la cosa ocurrió de la siguiente manera: pasé de leyes a la administración social. Durante el tiempo que duró mi trabajo, se me ocurrió la idea de escribir una tesis sobre el movimiento migratorio, y dispuesto a comprender a fondo el tema, pensé que debía experimentar por mí mismo las condiciones en que vive esa gente.

- Ya comprendo. Y cuando usted estaba haciendo su trabajo de laboratorio, llamémoslo así, llegó el Ejército y le pilló a usted.

- ¡Oh, no! -replicó Thomas-. He permanecido en la carretera durante más de diez años. Nunca me volví atrás. ¿Sabe usted? Resultó que me gustaba ser un hobo.

Los detalles quedaron puntualizados rápidamente. Thomas no quiso otras ropas que las que llevaba cuando llegó a la Ciudadela. Ardmore sugirió un saco de dormir, pero Thomas no quiso saber nada.

- No estaría en carácter -afirmó-. Nunca fui un golfo. Los golfos son sucios, y un hobo que se respete nunca quiere parecer uno de ellos. Todo lo que deseo es una buena comida en mi estómago y una pequeña cantidad de dinero en el bolsillo.

Las instrucciones que le dio Ardmore fueron muy generales.

- Casi todo lo que oiga o vea será para mí muy importante -afirmó-. Recorra cuanto territorio pueda e intente estar de regreso dentro de una semana. Si pasa mucho de esa fecha y usted no ha regresado, entenderá que está usted muerto o prisionero, y tendré que intentar algún otro plan.

»Mantenga los ojos abiertos para todo lo que nos pueda servir de servicio permanente de información. No sugiero que busque usted esa conexión, pero mantenga esto en la memoria. Y ahora, detalles: todo los que pueda sobre los panasiáticos, sobre su armamento, sobre cómo gobiernan el territorio que ocupan, dónde tienen sus cuarteles generales, en especial su cuartel general continental, y, si puede usted, cuántos son y cómo están distribuidos. Todo esto le mantendría a usted atareado durante un año por lo menos. Es igual. Tiene usted que regresar dentro de una semana».

Ardmore mostró a Thomas cómo se abría una de las puertas exteriores de la Ciudadela: se cantaban dos compases de Yankee Doodle, se callaba uno entonces, y la puerta se abría en lo que parecía ser una pared de roca… Sencillo, y, sin embargo, difícil de comprender para la mente asiática. Luego Ardmore cambió con el que se iba un apretón de manos y le deseó buena suerte.

Ardmore se encontró con que Thomas tenía aún una sorpresa que darle. ¡Cuando respondió a su apretón de manos lo hizo a la manera de los Dekes, el club Fraternidad a que Ardmore pertenecía! Ardmore se quedó mirando lleno de sorpresa la cerrada puerta mientras ponía en orden sus pensamientos.

Cuando se volvió, vio que Calhoun se hallaba tras él. Se sintió como si hubiera sido sorprendido robando jamón.

- ¡Ah, hola, doctor! -dijo rápidamente.

- ¿Cómo está usted, mayor? -replicó lentamente Calhoun-. ¿Puedo preguntarle qué sucede?

- Ciertamente. He enviado al teniente Thomas a que hiciera un reconocimiento.

- ¿Teniente?

- Sí, le he hecho teniente. Me he visto obligado a encomendarle una tarea por encima de su graduación. Y he resuelto el expediente dándole un rango de acuerdo con sus nuevos deberes.

Calhoun no insistió sobre este punto, pero contestó sugiriendo otro nuevo. En su voz había el mismo matiz de crítica que antes.

- ¿No le parece a usted que eso de enviar a alguien fuera nos compromete a todos? Estoy un poco sorprendido de que haya hecho usted eso sin consultarnos a los demás.

- Siento que lo tome usted así, coronel -replicó Ardmore intentando contemporizar con el de más edad-, pero en todo caso yo soy el que ha de tomar la decisión final, y, además, es de vital importancia que nada distraiga la atención de usted de su importante trabajo de investigación. ¿Ha completado usted su experimento? - añadió con ansiedad.

- Sí.

- ¿Y ha resultado bien?

- Los resultados han sido positivos. Los ratones murieron.

- ¿Y Wilkie?

- ¡Oh! Wilkie ha escapado sin el menor daño. Todo ha resultado de acuerdo con mis predicciones.

Jefferson Thomas, bachiller en artes magna cum laude, Universidad de California; bachiller en leyes de la Harvard Law School, hobo profesional, soldado raso y ayudante del cocinero, y ahora teniente efectivo del Servicio de Inteligencia del Ejército de los Estados Unidos, pasó la primera noche de su aventura tiritando de frío sobre agujas de pino en donde le pilló la oscuridad. A primera hora de la siguiente mañana localizó un rancho.

Allí le dieron de comer, pero estaban deseosos de que se marchara cuanto antes.

- No sabe cuándo se pueden presentar esos cerdos - dijo el anfitrión en tono de disculpa-, y yo no quiero que me arresten por albergar a refugiados. Tengo mujer e hijos en quienes pensar.

Pero siguió a Thomas hasta la carretera sin dejar de hablar, prevaleciendo su natural locuacidad sobre su miedo. Parecía experimentar un sombrío placer lamentándose de la catástrofe.

- Dios sabe lo que me cuesta hacer subir a esos chicos. Algunas noches tengo la sensación de que lo más razonable sería poner fin a sus penas. Pero Jessie… Jessie es mi mujer… dice que es un escándalo y un pecado hablar así, y que el Señor cuida de todo. Emplea su tiempo en hacerlo. Quizás sea así… Pero a mí me parece que no se le hace ningún favor a un niño permitiendo que sea esclavizado por esos monos. -Escupió en el suelo-. No es norteamericano.

- ¿Y cuáles son las penas que imponen por albergar a refugiados?

El ranchero se le quedó mirando fijamente.

- ¿En dónde estaba usted, amigo?

- En la parte alta de las montañas. Aún no he visto a ninguno de esos monos.

- Ya les verá. Pero así que… ¿aún no tiene usted número? Lo mejor es que se haga usted con uno. Aunque no sacará usted nada con ello. Le llevarán a un campo de trabajo si usted pide un número.

- ¿Un número?

- Un número de registro. Como éste.

Sacó del bolsillo una tarjeta cubierta con papel de plástico y se la mostró a Thomas. Había en ella un retrato muy malo, pero reconocible, del ranchero, sus huellas dactilares, los datos del trabajo que efectuaba, estado civil, dirección, etc., etc. En la parte superior de la tarjeta se veía una cifra muy larga separada por un guión en su mitad. El ranchero la señaló con un dedo manchado por el trabajo.

- Esta primera parte es mi número. Significa que tengo permiso del emperador para permanecer vivo y gozar del aire y del sol -añadió con amargura-. La segunda parte es mi clasificación. Dice dónde vivo y lo que hago. Si quiero cruzar los límites del condado, necesito que me cambien esta segunda parte. Si quiero salir de la ciudad que me ha sido asignada para ir a otra, con objeto de comprar algo allí, necesito un permiso especial. Ahora yo le pregunto a usted: ¿es ésta una manera de vivir normal?

- Opino que no -contestó Thomas, mostrándose de acuerdo-. Bueno, sospecho que tendré que seguir solo para no meterle a usted en complicaciones. Gracias por el desayuno.

- No hay de qué. Es un placer hacer un favor a un ciudadano norteamericano en estos días.

Thomas se separó del amable ranchero rápidamente, no queriendo que éste notara lo mucho que le había conmovido el cuadro de su degradación. Lo que el ranchero le había contado a propósito de aquella tarjeta de registro le había Impresionado mucho más que el sencillo e intelectual conocimiento de la derrota de los Estados Unidos.

Avanzó lentamente durante los primeros dos o tres días, evitando los pueblos, pues no quería mostrarse en ellos hasta que no reuniera suficientes conocimientos sobre las nuevas costumbres para poder conducirse sin producir sospechas. Necesitaba sobre todo visitar por lo menos una gran ciudad para observarlo todo, leer los boletines y encontrar oportunidad de hablar con personas cuyas ocupaciones les permitieran viajar. Desde el punto de vista de la seguridad personal, de buena gana se habría aventurado a hacerlo sin tarjeta de identidad, pero recordaba lo que Ardmore le había dicho repetidamente: «¡Su deber principal es volver! No quiera ser un héroe. No corra ningún riesgo que pueda evitar y… ¡regrese!».

Las ciudades tendrían que esperar.

Thomas rodeaba los pueblos por la noche, evitando las patrullas lo mismo que en otro tiempo había evitado a los revisores del tren. Durante la segunda noche encontró el primero de sus objetivos: un campamento de hobos. Estaba precisamente donde él había esperado encontrarlo, ya que lo recordaba de sus antiguos viajes por aquel territorio. Sin embargo, por poco pasa sin verlo, ya que la inevitable hoguera se hallaba disimulada por bidones de gasolina puestos en hilera como un jurado y así quedaban ocultos ante cualquier mirada casual.

Thomas penetró dentro del círculo y tomó asiento sin hacer el menor comentario, tal como requería la costumbre, esperando a que los otros dijeran algo.

No tardó en alzarse una voz que dijo quejumbrosamente:

- ¡Si es el caballero Jeff! ¡Caramba, Jeff, me das un alegrón! Pensé que te habías ido al otro mundo. ¿Qué ha sido de ti, Jeff?

- ¡Oh, he andado por ahí! Fastidiado.

- ¿Y quién no lo está en estos días? -replicó la voz-. A todas partes adonde uno va, se encuentra con esos ojos oblicuos tan…

A continuación aplicó una sarta de insultos a los progenitores y a los hábitos personales de los panasiáticos, cosas sobre las que no era posible que poseyera un positivo conocimiento.

- Basta, Moe -ordenó otra voz-. Dinos lo que has hecho, Jeff.

- Lo siento -contestó afablemente Thomas-. Pero he andado por las tierras altas procurando que el Ejército no me cogiera y practicando un poco la pesca.

- Te hubieras tenido que quedar allá. Las cosas andan mal en todas partes. Nadie ofrece ni un día de trabajo a un hombre sin registrar, y cuesta Dios y ayuda no acabar en un campo de trabajo. La caza del zorro parece una simple excursión comparada con esto.

- Habladme de los campos de trabajo -sugirió Thomas-. Alguna vez puedo sentir tal hambre que no me importe ir a uno de ellos.

- No sabes lo que dices. Nadie puede tener tanta hambre como para querer ir a ellos.

La voz hizo una pausa, como si su propietario quisiera alejar de su mente el desagradable tema. Luego continuó:

- ¿Conocías a Seattle Kid?

- Me parece que sí. Uno bajito, con los ojos separados y las manos muy hábiles.

- El mismo. Bueno, pues estuvo en un campo de trabajo quizás una semana, y luego salió de él. No pudo decirnos cómo. Se había vuelto loco. Le vi la noche en que murió. Todo su cuerpo era una masa de males; sospecho que envenenamiento de la sangre. -Hizo una pausa y a poco añadió reflexivamente-: Olía muy mal.

Thomas deseaba abandonar el tema, pero necesitaba saber más.

- ¿Quiénes son enviados a esos campos?

- Cualquier hombre que esté trabajando en algo que ellos no aprueben. Muchachos de catorce años en adelante. Todo el que quedó vivo procedente del Ejercito después de la derrota. Cualquiera a quien se le coja sin tarjeta de identidad.

- Y eso no es ni la mitad de lo que sucede -añadió Moe-. Tendrías que saber lo que le ocurre a las mujeres cuyo trabajo no les gusta. El otro día, una mujer… una mujer muy simpática, de alguna edad, me explicó que su sobrina era maestra, y como los rostros chatos no quieren que haya escuelas norteamericanas ni maestros norteamericanos… Total, que cuando la registraron…

- Cállate, Moe. Hablas demasiado.

Los informes llegaban desconectados, fragmentados. Las más de las veces Thomas no preguntaba directamente sobre las cosas que deseaba saber. No obstante, fue capaz de construir, poco a poco, un cuadro sobre un pueblo que era sistemática y concienzudamente esclavizado, el cuadro de una nación tan indefensa como un hombre totalmente paralítico, con sus defensas destruidas y sus comunicaciones por entero en manos de los invasores.

Thomas observó que en todas partes hervía el resentimiento, un fiero deseo de luchar contra la tiranía, pero este deseo carecía de dirección, de coordinación, y, en cualquier estado moderno, de armas. Una rebelión esporádica resultaría tan inútil como la rabia de las hormigas cuyo hormiguero ha sido violado. Podían matar a panasiáticos, sí, y había hombres deseosos de hacerlo, aún sabiendo que esto significaría su propia muerte. Pero sus manos estaban atadas por la certeza de que los panasiáticos se tomarían una brutal y múltiple venganza en gentes de la misma raza que ellos. Como les sucedía a los judíos en Alemania antes de terminarse la guerra en Europa, la bravura no servía de nada, pues un acto de violencia contra los tiranos era pagado con gran interés por otros hombres, así como por mujeres y niños.

Y aún más descorazonador que las desgracias que veía y oía, eran los informes sobre la eliminación sistemática de la cultura norteamericana como tal. Las escuelas se hallaban cerradas. No podía imprimirse ni una palabra en inglés. Existía la impresión de que llegaría un tiempo, pasada una generación, en que el inglés sería un lenguaje que no se escribía, utilizado tan sólo por indefensos peones que nunca serían capaces de un levantamiento por la triste falta de medios de comunicación en cualquier gran escala.

Era imposible efectuar un cálculo racional sobre el número de asiáticos que se encontraban ahora en los Estados Unidos. Se rumoreaba que diariamente arribaban transportes procedentes de la Costa Occidental trayendo empleados civiles administrativos, la mayoría de ellos veteranos de la fusión de la India. Resultaba difícil decir si debían ser considerados como un aumento de las fuerzas armadas que conquistaron el país y ahora lo gobernaban, pero era evidente que estos empleados reemplazarían a los pequeños funcionarios blancos que, amenazados con pistolas o poco menos, aún ayudaban a la administración civil. Cuando los funcionarios blancos fueran eliminados del todo, sería aún más difícil organizar una resistencia.

Thomas encontró en uno de los campamentos de hobos los medios para entrar en las ciudades.

Finny -se desconocía su apellido- no era, propiamente hablando, un caballero de la carretera, sino que había pedido cobijo entre ellos y lo pagaba prácticamente con su talento. Era un viejo camarada anarquista que había respondido a un concepto de la libertad emitiendo unos excelentes bonos de la Reserva Federal sin cumplir el formulismo de obtener la autorización del Departamento del Tesoro. Algunos decían que su nombre era Phineas; otros le relacionaban con la manufactura de billetes de cinco dólares… «lo suficientemente grandes para ser útiles, y lo suficientemente pequeños para no despertar sospechas».

A requerimiento de uno de los jefes de los hobos, le hizo a Thomas una tarjeta de identidad. Mientras Thomas observaba su trabajo, Finny no cesaba de hablar.

- Es sólo el número de registro lo que tiene importancia, hijo. Prácticamente, ninguno de los asiáticos que encontrarás saben leer el inglés, así que no importa mucho lo que la tarjeta diga de ti. Pondré: Mary tiene un corderito. Y lo mismo digo de la fotografía. Para ellos, todos los hombres blancos somos iguales.

Sacó de su mochila un puñado de fotografías y las examinó con atención. Era miope y usaba gruesos lentes.

- Aquí está… Cogeremos ésta, cuyo original se parece un poco a ti. Y ahora, para el número…

Las manos del viejo -Finny era viejo- temblaban casi convulsivamente. Sin embargo, actuaron con hábil seguridad al pasar la tinta de la India a la cartulina con un sorprendente parecido de impresión de máquina. Y esto lo hizo sin un equipo apropiado, sin herramientas de precisión, en condiciones completamente primitivas. Thomas comprendió por qué las obras maestras de los artistas antiguos causaban tantos dolores de cabeza a los empleados de los bancos.

- ¡Ya está! -exclamó-. He puesto un número que da fe de que fuiste registrado poco después del cambio, y un número de clasificación que te permite viajar. También dice que estás imposibilitado físicamente para un trabajo manual y que te está permitido vender barajitas o pedir limosna. Para ellos, ambas cosas son lo mismo.

- Muchísimas gracias -repuso Thomas-. Ahora… ¡Hum! Ahora, ¿cuánto le debo por esto?

La reacción de Finny hizo pensar a Thomas que había dicho algo inconveniente.

- ¡No hables de pagar, hijo mío! El dinero es algo malo… Sirve para que un hombre esclavice a su hermano.

- Le pido perdón, señor -contestó Thomas disculpándose con toda sinceridad-. Sin embargo, desearía poder hacer algo por usted.

- Eso es otra cosa. Ayuda a tu hermano cuando lo necesite, y la ayuda vendrá a ti cuando tú la necesites.

Thomas encontró confusa la filosofía del viejo anarquista, confusa y poco a propósito para ser puesta en práctica, pero pasó mucho tiempo haciendo hablar a Finny, ya que éste sabía más cosas sobre los panasiáticos que todos los demás. Finny parecía no tenerles miedo y sentir completa confianza en su propia habilidad para lidiar con ellos siempre que fuera necesario. De todas las personas que Thomas había encontrado desde el cambio, Finny parecía el menos trastornado… en suma, no sufría ningún trastorno ni alimentaba el menor sentimiento de odio o de amargura. A Thomas le fue al principio muy difícil comprender esto tratándose de una persona tan blanda de corazón como Finny, pero llegó a la conclusión de que el anarquista creía por principio que todo gobierno era malo y que como todos los hombres eran sus hermanos, según él, la diferencia era ínfima. Mirando a los panasiáticos a través de los ojos de Finny no había nada que odiar: eran simplemente almas peor guiadas que las otras, almas cuyos excesos resultaban deplorables.

Thomas no veía el asunto tan olímpicamente. Para él, los panasiáticos eran unos asesinos que oprimían a un pueblo que una vez fue libre. Un buen panasiático era sólo el que estaba muerto, y esto sería así hasta que expulsasen al último panasiático hasta el otro lado del Pacífico. Y si Asia estaba superpoblada, que limitaran los nacimientos.

Sin embargo, aquella amplitud de miras de Finny fue causa de que Thomas apreciara mejor la naturaleza del problema. Finny le había dicho:

- No cometas el error de pensar que los panasiáticos son malos. No, no lo son. Son sólo diferentes. Tras de su arrogancia se esconde un complejo de inferioridad racial, una especie de perturbación mental en masa, lo que les obliga a demostrarse a sí mismos y demostrarnos a nosotros que un hombre amarillo no sólo es igual a un blanco, sino mejor. Recuerda esto, hijo: lo que ellos desean más que nada en el mundo es que les miren con respeto.

- Pero… ¿por qué han de sentir complejo de inferioridad respecto a nosotros? -preguntó Thomas-. Hemos permanecido sin el menor contacto con ellos durante más de dos generaciones… Desde la Ley de no Intervención…

- ¿Crees que la memoria racial es tan mala? Las semillas de esto pueden encontrarse en el siglo XIX. ¿Te acuerdas de aquellos dos altos oficiales japoneses que tuvieron que suicidarse honorablemente para borrar el desaire que les hizo el comodoro Perry cuando éste hizo accesible el Japón? Ahora esas muertes están siendo pagadas con las muertes de millares de oficiales norteamericanos.

- Pero los panasiáticos no son japoneses.

- No, y tampoco son chinos. Son una raza mezclada, fuerte, orgullosa, prolífica. Desde el punto de vista de los norteamericanos, tienen los vicios de los japoneses y de los chinos y ninguna de sus virtudes. Pero desde mi punto de vista son seres humanos que han sido deslumbrados por la antigua falacia del Estado como entidad superior. «Ich habe einen kameraden». En cuanto uno comprende la naturaleza de…

Siguió una larga disertación, una mezcla de Rousseau, Rocker, Thoreau y otros. Thomas la encontró inspirada, pero no convincente.

No obstante, la charla con Finny le fue muy útil a Thomas para llegar a comprender a los seres con los que tenía que enfrentarse. La Ley de no Intervención había evitado que el pueblo norteamericano supiera cosas importantes sobre su enemigo. Thomas arrugó la frente intentando recordar lo que sabía sobre la historia de los asiáticos.

En el tiempo en que se promulgó, la Ley no había sido más que un reconocimiento de jure y una condición de facto. La sovietización de Asia había excluido de Asia a los occidentales, sobre todo a los norteamericanos, más efectivamente que ninguna ley de ningún Congreso. Las oscuras razones que habían inducido al Congreso de ese período a pensar que los Estados Unidos ganaban en dignidad aprobando una ley que los comisarios ya habían llevado a cabo por su parte asombraban ahora a Thomas. Esto recordaba las medidas de un sargento Dogberry contra los ladrones. Acabó suponiendo simplemente que parecía más cómodo ignorar al Asia Roja que luchar contra ella.

La Ley, sin embargo, pareció justificada durante medio siglo. No había habido guerras. Los propulsores de la medida habían mantenido que China era un bocado demasiado grande incluso para la Rusia soviética, o sea que a ésta le costaría mucho digerirlo, y que los Estados Unidos podrían descansar tranquilos mientras durase esa digestión. Al principio habían tenido razón, naturalmente, pero como resultado de la Ley de no Intervención, habían mantenida la espalda vuelta mientras Rusia digería a China… y luego Norteamérica tuvo que enfrentarse con un sistema todavía más distinto para el modo de pensar occidental que lo había sido el sistema soviético.

Confiando en su tarjeta de identidad y en los consejos de Finny para que se fingiera un manso adicto, Thomas se aventuró a penetrar en una ciudad de mediano tamaño. La bondad del trabajo de Finny fue puesta a prueba casi inmediatamente.

Thomas se detuvo en la esquina de una calle para leer un anuncio pegado en la pared. Se trataba de una orden a los norteamericanos para que se concentrasen ante un aparato receptor de televisión a las ocho de cada tarde con objeto de que pudiera oír las instrucciones que les daban sus gobernantes. No había ninguna fecha y la orden tenía efecto para varios días. Iba a marcharse cuando sintió un fuerte golpe en la espalda. Se volvió rápidamente, encontrándose ante un panasiático que vestía el uniforme verde de los administradores civiles e iba provisto de un bastón.

- ¡Apártate del paso, muchacho!

El panasiático habló en inglés, pero en un tono ligero y cantarino, carente de la acostumbrada acentuación norteamericana.

Thomas dio un salto hacia la calzada. «A ellos les gusta que se mire hacia abajo, no hacia arriba», le había dicho Finny. Ahora Thomas juntó sus manos en la forma requerida, bajó la cabeza y contestó con humildad:

- El amo habla y el siervo obedece.

- Eso está mejor -replicó el asiático aparentemente ablandado-. Tu tarjeta.

El acento del asiático no era del todo malo, pero Thomas no comprendió inmediatamente lo que el otro decía, posiblemente debido a que el emocional impacto producido por su recién adquirida condición de esclavo fue mayor de lo que había esperado. Decir aquello le costó un gran trastorno interior.

El bastón le pasó muy cerca de la cara.

- ¡Tu tarjeta!

Thomas sacó su tarjeta. El tiempo que el oriental pasó examinándola dio a Thomas una oportunidad para rehacerse. En cuanto lo logró, ya no le importó si su tarjeta surtía efecto o no. Si la cosa salía mal, quitaría de en medio a aquel tipo sólo con sus manos.

Pero la tarjeta fue aprobada. El asiático se la devolvió gruñendo y se apartó de él. Poco imaginaba que la muerte había rozado su codo.

Resultó que en la ciudad pudo enterarse de muy poco más de lo que ya había sabido en el campamento de hobos. Pero tuvo oportunidad de apreciar por sí mismo la gran cantidad de prohibiciones, que las escuelas estaban cerradas y que los periódicos habían desaparecido. Notó con interés que los servicios religiosos se llevaban a efecto, aunque en cualquier otro lugar que no fuera la iglesia estaba terminantemente prohibida la reunión de hombres blancos.

Pero los rostros de palo de la gente y la tranquilidad y seriedad de los niños obró sobre su ánimo de manera que acabó por decidirse a dormir en el campamento más bien que en la ciudad. Allí tuvo suerte.

Thomas encontró a un viejo amigo en uno de los escondites de los hobos. Frank Roosevelt Mitsui era tan norteamericano como Will Rogers, y mucho más norteamericano que ese aristócrata inglés llamado George Washington. Su abuelo había llevado a su abuelo, medio chino y medio wahini, de Honolulu a Los Angeles, donde abrió una nursery en la que criaba flores, plantas y niñitos amarillos, unos niños que no aprendían ni el chino ni el japonés ni se preocupaban de ello.

El padre de Frank encontró a su esposa, Tjelna Wang, china en parte, pero en su mayor parte caucasiana, en el Club Internacional de la Universidad de California del Sur. La llevó al Valle Imperial y la instaló en un bonito rancho gravado con una bonita hipoteca. Pero en la época en que Frank estaba ya criado, la hipoteca había sido cancelada.

Jeff Thomas había trabajado para Frank Mitsui durante tres temporadas en la recolección de lechugas y del melón tierno, y sabía que era un buen patrón. Habla llegado casi a intimar con su amo a causa de que le gustaba el enjambre de muchachos de color castaño, que era la más importante cosecha de Frank.

Pero el encuentro con un rostro chato y amarillo en un campamento de hobos hizo a Thomas dar un respingo y por poco no reconoce a su viejo amigo.

Fue un encuentro trastornador. Aunque conocía a Frank, Thomas no estaba entonces de humor para poner confianza en un oriental. Pero los ojos de Frank le convencieron. Tenían una expresión torturada, más aún que los ojos de los blancos con los que había cambiado apretones de manos.

- Y bien, Frank -exclamó Jeff sorprendido-, ¿quién iba a esperar encontrarte aquí? Yo pensaba que te las habrías arreglado para medrar en el nuevo régimen.

Frank Mitsui puso una expresión aún más triste y pareció buscar palabras para contestar. Uno de los otros hobos intervino.

- No hagas el tonto, Jeff. ¿No sabes lo que hacen a personas como Frank?

- No, no lo sé.

- Bien, supongamos que tú no tienes documentación. Si te cogen, la pena es el campo de trabajo. Ahora supongamos que es Frank el que está en apuros. Si le cogen… el fusilamiento en el acto.

- ¿De veras? ¿Qué es lo que hiciste, Frank?

Mitsui sacudió la cabeza tristemente.

- No ha hecho nada -continuó el otro-. Es que el imperio no alcanza a los asiáticos norteamericanos. Les están liquidando.

Era muy sencillo. Los japoneses y los chinos de la costa del Pacífico no podían ser incluidos en el plan de siervos y de señores… sobre todo los que estaban medianamente educados. Era un peligro para la estabilidad del plan. Les cazaban con toda frialdad y les mataban. A continuación, Frank contó su propia historia y Thomas la escuchó.

- Cuando llegué a casa, todos estaban muertos, todos absolutamente. Mi pequeña Shirley, Junior, Jimmy, el bebé… y Alice.

Escondió el rostro entre las manos y rompió a llorar. Alice era su esposa. Thomas la recordaba. Era una mujer robusta y morena que siempre iba vestida con un mono y un sombrero de paja. Hablaba muy poco, pero sonreía mucho.

- Al principio pensé en matarme -continuó Mitsui cuando se hubo rehecho un poco-. Pero luego lo pensé mejor y me escondí en un dique de irrigación durante dos días; más tarde me fui a las montañas. Entonces algunos blancos estuvieron a punto de matarme. Al fin pude convencerles de que estaba de su parte.

Thomas comprendió lo que había sucedido y no encontró nada que decir. Frank era acusado por ambas partes y la cosa no tenía remedio.

- ¿Y qué intentas hacer ahora, Frank? -preguntó al fin Thomas.

Vio que en el rostro de Frank se reflejaba de nuevo un súbito deseo de vivir.

- ¡Precisamente es por lo que intento hacer por lo que no me he dejado morir, Thomas! Diez por cada uno… -y contó con sus morenos dedos-. Diez de esos diablos por cada uno de mis hijos… Y veinte por Alice. Además, quizás diez más por mí, pues puedo morir.

- ¡Hum! ¿Y has tenido suerte?

- Hasta ahora no llevo muertos más que trece. Es lento, pues debo ir sobre seguro para que no me maten antes de acabar la cuenta.

Thomas reflexionó, intentando aprovechar aquello para sus propósitos. Aquella determinación tan firme podía ser útil, si era bien dirigida. Pero transcurrieron varias horas antes de que se aproximara de nuevo a Mitsui.

- ¿Te gustaría -le preguntó con voz suave- aumentar tu proporción de diez a mil por cada niño… y a dos mil por Alice?

CAPÍTULO III

El aparato de alarma exterior llevó a Ardmore a la puerta mucho antes de que Thomas hubiese silbado la melodía que hacía abrir la puerta. Ardmore observó la parte exterior de la puerta por televisión desde el cuerpo de guardia, manteniendo un dedo apoyado sobre un control, dispuesto a quitar la vida a cualquier inesperado visitante. Cuando vio que Thomas entraba, su dedo cayó, pero se alzó de nuevo al observar el compañero que traía Thomas. ¡Un panasiático! Faltó poco para que abrasara a los dos. ¿Era posible, era humanamente posible, que Thomas se hubiese traído un prisionero para que se le interrogara?

- ¡Mayor! ¡Mayor Ardmore, soy Thomas!

- ¡Quédense donde están! ¡Los dos!

- Todo está bien, mayor. Es un norteamericano. Respondo de él.

- ¡Quizás!

La voz de Ardmore, que llegaba a Thomas a través del micrófono, seguía manteniendo un tono de amarga sospecha.

- Pero es lo mismo -continuó Ardmore-. Quítense ambos todas sus ropas.

Así lo hicieron los recién llegados, Thomas mordiéndose los labios lleno de humillación, Mitsui temblando de agitación. Este último no sabía bien lo que sucedía y se sintió traicionado.

- Ahora vuélvanse lentamente y déjenme mirarles -ordenó de nuevo la voz de Ardmore.

Habiéndose convencido de que iban desarmados, Ardmore les dijo que permanecieran quietos y esperaran. Luego llamó a Graham por el circuito de intercomunicación.

El mayor llamó:

- ¡Graham!

- ¿Qué, señor?

- ¡Preséntese ante mí inmediatamente en el cuerpo de guardia!

- Pero no puedo, mayor. La comida…

- ¡No se acuerde ahora de la comida! ¡Muévase!

- Sí, señor.

Cuando estuvieron juntos, Ardmore le planteó lo que tenía que hacer.

- Salga y ate las manos de ambos por detrás. Primero al asiático. Haga que le dé la espalda y tenga cuidado. Si intenta saltar sobre usted, tendré que volarle a usted también.

- No me gusta eso, mayor -protestó Graham-. No puede dudarse de Thomas. Nunca habría traído a uno de esos monos.

- Claro que sí. Yo tampoco dudo de él. Pero puede hallarse drogado o bajo algún otro efecto. Venir así puede ser un truco estilo caballo de Troya. Ahora salga y haga lo que le he dicho.

Mientras Graham se disponía a ejecutar la orden a regañadientes… pensando que con ello se hacía acreedor a una medalla que seguramente no recibiría jamás, ya que su imaginación de artista percibía el peligro con demasiada claridad, necesitando por lo tanto hacer acopio de valor para llevar a cabo su tarea, Ardmore telefoneó a Brooks.

- Doctor, ¿puede usted dejar lo que está haciendo?

- Quizás pueda. Sí, puedo. ¿Qué desea usted?

- Entonces venga a mi despacho. Thomas ha regresado. Quiero saber si está o no está bajo la influencia de drogas.

- Pero… yo no soy médico…

- Ya lo sé. Pero usted es lo más parecido a un módico que tenemos.

- Muy bien, señor.

El doctor Brooks examinó las pupilas de Thomas, hizo la prueba del reflejo de la rodilla y observó su pulso y su respiración.

- Yo diría que tiene aspecto completamente normal - dijo al fin-, aunque se muestra muy cansado y presa de una gran excitación. Naturalmente, esto es un diagnóstico provisional. Necesitaría más tiempo…

- Basta por ahora. Thomas, creo que no me guardará usted rencor si le mantenemos encerrado hasta que hayamos examinado a su asiático.

- Claro que no, mayor -contestó Thomas con una sonrisa irónica-. Así saldrá usted de dudas de una vez.

Cuando la aguja hipodérmica del doctor Brooks penetró en la temblorosa carne de Frank Mitsui, el rostro de éste se cubrió de sudor, pero no hizo el menor movimiento de retroceso. Pronto sintió los efectos de la droga que liberta las inhibiciones y el centro cerebral correspondiente al habla. Su rostro adquirió una expresión pacífica.

Pero no mantuvo esta expresión por mucho tiempo, pues unos minutos más tarde, cuando empezaron a preguntarle, su rostro no tenía nada de pacífico. Aquello era la verdad, demasiado cruda y demasiado descarnada para que ningún hombre la pudiera soportar. Profundas arrugas, que iban desde la nariz a la mandíbula, se formaron en el rostro de Ardmore cuando escuchó la lastimosa historia del hombrecito. Fuera lo que fuera lo que le preguntasen, Frank volvía siempre a relatar la escena de sus hijos muertos, de su hogar deshecho. Al cabo, Ardmore puso fin al interrogatorio.

- Dele el antídoto, doctor. No puedo resistir más esto. Sabemos todo lo que deseábamos saber.

Ardmore cambió solemnemente un apretón de manos con Frank cuando éste volvió a ser normal.

- Me alegro que se halle usted con nosotros, Mr. Mitsui. Y le encargaremos alguna tarea que le dé oportunidad de ver realizados sus deseos. Por lo pronto, el doctor Brooks le dará a usted un soporífero que le hará descansar durante dieciséis horas. Luego pensaremos en que usted preste el juramento y en qué clase de trabajo puede usted ser más útil.

- No necesito dormir… mayor.

- Bueno, de todos modos va usted a dormir un poco. Y también Thomas en cuanto me haya presentado su informe. En resumen… -se interrumpió mientras observaba el al parecer impasible rostro de Frank-, en resumen, quiero que tome usted una pastilla para dormir cada noche. Es una orden. Yo se la daré y la tomará usted en mi presencia antes de que se vaya a dormir.

No hay duda de que existen ciertas ventajas en el absolutismo militar. Y Ardmore no podía tolerar que el pequeño hombre amarillo permaneciera horas y horas contemplando el techo.

Brooks y Graham habrían querido quedarse a escuchar el informe de Thomas, pero Ardmore fingió no darse cuenta del evidente deseo y les despidió. Primero quería sopesar los hechos por sí mismo.

- Bien, teniente. Me alegro que haya usted regresado.

- Y yo me alegro de haber regresado. ¿Ha dicho usted teniente? Veo que mi graduación no sube de categoría.

- ¿Por qué iba a subir? En realidad, estoy buscando una razón plausible para hacer oficiales a Graham y a Scheer. Se simplificarían las cosas eliminando diferencias sociales. Pero esto es sólo un pequeño problema. Ahora oigamos lo que usted ha hecho. ¿Ha vuelto usted con todos los problemas resueltos y atados entre sí con una cuerda?

- No del todo -contestó Thomas sonriendo y sintiéndose descansado.

- No lo esperaba. Pero en serio, y entre nosotros, necesito sacarme algo de la manga, algo que sea bueno. La cuestión científica empieza a cargarme, sobre todo el coronel Calhoun. No sirve de nada que hagan milagros en el laboratorio, a menos que encontremos un camino para aplicar esos milagros a la estrategia y a la táctica.

- ¿Tan lejos han ido?

- Quedará usted sorprendido. Han descubierto el llamado efecto Ledbetter y pueden manejarlo como un terrier maneja a un ratón. Con ese aparato pueden hacer todo lo que quieran, excepto pelar patatas y encontrar un gato escondido.

- ¿De veras?

- De veras.

- ¿Y qué clase de cosas pueden hacer?

- Pues… -Ardmore aspiró fuerte el aire y continuó-: En realidad no sé por dónde empezar. Wilkie ha intentado explicarme las cosas de una manera simplificada, pero, entre nosotros, no he entendido más que alguna que otra palabra. Una manera de explicarlo es decir que han descubierto el control atómico… ¡Oh! No quiero decir desintegrar el átomo ni la radioactividad artificial. Escuche, hablamos de espacio, de tiempo y de materia… ¿no comprende?

- Sí. Es el concepto espacio-tiempo de Einstein, naturalmente.

- Eso es. El espacio-tiempo es algo corriente en las escuelas secundarias de estos días. Pero estos hombres lo toman realmente en serio. Toman en serio que el espacio, el tiempo, la masa, la energía, la radiación y la gravedad son todo ello diferentes formas de pensar sobre lo mismo. Y si uno llega alguna vez a saber cómo actúa una de esas cosas, se tiene la llave para comprender todas las demás. Según Wilkie, los físicos, hasta ahora, incluso después del desarrollo de la bomba A, han estado haciendo el tonto en los mismos bordes del tema; tenían los principios de una teoría unitaria, pero en realidad no creían en ella; por lo general, actuaban como si las cosas fueran tan diferentes entre sí como los nombres que se les da. Al parecer, Ledbetter dio con el verdadero significado de la radiación, y eso ha proporcionado a Calhoun y a Wilkie la llave para todo lo demás en física. ¿Está claro? -acabó Ardmore con una sonrisa.

- No muy claro -admitió Thomas-. ¿Puede darme usted alguna idea de lo que piensan hacer con todo eso?

- Bien, ante todo, Wilkie llama un accidente desgraciado al primer efecto Ledbetter, es decir, lo que mató a la mayoría del personal de aquí. Brooks dice que la radiación básica afectó la dispersión coloidal del tejido vivo; los que murieron fueron coagulados. Podía también haber liberado la tensión superficial… en suma, dicen que el otro día les explotó medio bistec como si fuera un trozo de dinamita.

- ¿Cómo?

- No me pregunte cómo. Me limito a repetir la explicación que se me ha dado. Pero el caso es que parecen haber descubierto lo que mantiene unida la materia. Esto se puede aprovechar… algunas veces, y ser utilizado como un manantial de energía. Pueden transmutar un elemento en otro. Confían en que todo lo que tienen que hacer es averiguar cómo actúa la gravedad para poder manejar esta misma gravedad lo mismo que manejamos la electricidad.

- Yo creía que la gravedad, según el concepto moderno, no era considerada una fuerza.

- Y así es… Pero es que la fuerza no es una fuerza tampoco en la teoría del campo unificado. Diablo, me ha metido usted en dificultades de lenguaje. Wilkie dice que las matemáticas es el único lenguaje apropiado para tales ideas.

- Bien, sospecho que tendremos que seguir sin entender la cosa del todo. Pero, francamente, no sé cómo se las han arreglado para ir tan de prisa. ¡Esos cambios sobre todo lo que creíamos saber! Con franqueza: ¿cómo es que tardaron ciento cincuenta años en pasar de Newton a Edison y ahora estos muchachos han podido obtener tales resultados en pocas semanas?

- Yo no lo sé -contestó Ardmore-. Lo mismo se me ocurrió a mí, y se lo dije a Calhoun. Pero me contestó con su manera de hablar tan académica que los pioneros del tiempo de Newton no disponían ni del cálculo tensorial, ni del análisis vectorial ni del álgebra matricial.

- No entiendo nada de eso -observó Thomas-. No enseñan nada de eso en la Facultad de Leyes.

- A mí tampoco me lo enseñaron -admitió Thomas-. He intentado mirar algunos de sus trabajos. Entiendo algo de álgebra y he hecho algunos cálculos, aunque no he practicado durante años, pero esto de ahora no puedo entenderlo ni remotamente. Para mí es como si fuera sánscrito. Muchos de los signos son distintos a los que yo conozco, y ni siquiera los que conozco parecen significar lo que me enseñaron. Yo pensaba que a unidades b de tiempo equivalía siempre a b unidades a de tiempo.

- ¿Y no es así?

- No cuando esos muchachos se ponen a dar vueltas a las cosas. Pero nos estamos saliendo del tema. Déme usted los datos.

- Sí, señor.

Jeff Thomas habló firmemente durante largo tiempo, intentando con todas sus fuerzas presentar un cuadro detallado de todo lo que había visto, oído y sentido. Ardmore no le interrumpió, excepto con preguntas para aclarar ciertos puntos. Luego siguió un corto silencio. Finalmente, Ardmore dijo:

- Creo que yo pensaba de un modo subconsciente que usted volvería con una información que inmediatamente me sugeriría lo que había que hacer. Pero no me proporciona muchas esperanzas lo que usted acaba de contarme. Conquistar a un país tan completamente paralizado y tan cuidadosamente guardado como usted describe a los Estados Unidos, es algo que está más allá de mis fuerzas.

- Pero yo no vi todo el país. Sólo llegué a doscientas millas de aquí.

- Sí, pero usted obtuvo informes de otros hobos que han recorrido todo el país, ¿no es así?

- Sí.

- Y todo está lo mismo. Creo que podemos llegar a la conclusión, sin miedo a equivocarnos, de que lo que usted oyó, confirmado por lo que vio, nos da un cuadro muy exacto de la situación. ¿Qué fecha supone usted que tenía la información que logró utilizando el telégrafo de los hobos?

- Bien… Las noticias que venían de la Costa Este tendrían tres o cuatro días… No más.

- Eso parece razonable. Las noticias viajan siempre por el camino más rápido. No es muy alentador. Sin embargo…

Se interrumpió e hizo una mueca que denotaba extrañeza.

- Sin embargo -continuó-, tengo la sensación de que usted ha dicho algo que es la clave de todo el asunto. Pero no puedo decir lo que es. Tuve la idea mientras hablaba usted, pero luego se presentó otra cuestión, me apartó de lo anterior y lo perdí.

- Quizás serviría de algo que empezase de nuevo el relato -sugirió Thomas.

- No hay necesidad de ello. Recordaré punto por punto todo lo que usted ha contado en algún momento de mañana, si es que no pienso antes.

Fueron interrumpidos por una perentoria llamada a la puerta.

- ¡Entre! -dijo Ardmore.

El coronel Calhoun penetró en la habitación.

- Mayor Ardmore, ¿qué es eso del prisionero panasiático?

- No es así, coronel. No tenemos ningún asiático. Se trata de un norteamericano, ha nacido en Norteamérica.

Calhoun hizo caso omiso de la distinción.

- ¿Por qué no se me informó inmediatamente? Le había notificado a usted que necesitaba un hombre de sangre mongólica para hacer un experimento.

- Doctor, debido al reducido número de hombres con que contamos, es muy difícil cumplir con todas las formalidades de los ordenanzas militares. Usted tenía que enterarse de ello según el curso ordinario de los acontecimientos… En suma, parece que ha sido usted informado de algún modo.

Calhoun lanzó una exclamación despreciativa.

- ¡Por los chismes de unos subordinados!

- Lo siento, coronel, pero no ha sido culpa mía. Precisamente en este momento acabo de recibir el informe del reconocimiento hecho por Thomas.

- Muy bien, señor -contestó Calhoun con ceremoniosa frialdad-. ¿Tendrá usted la bondad de que se me dé en seguida el informe del asiático?

- No puedo hacer eso. Está durmiendo, drogado, y no hay manera de que hable con usted hasta mañana. Además de que estoy seguro de que cooperará enteramente en cualquier experimento útil, se trata de un ciudadano norteamericano, de un hombre civil bajo nuestra protección… no de un prisionero. Tenemos que tener con él toda clase de miramientos.

Calhoun se marchó tan de súbito como había entrado.

- Jeff -murmuró Ardmore mirando fijamente hacia la puerta por donde había salido Calhoun-, hablando estrictamente de una manera confidencial… ¡oh, estrictamente…! le diré que si llega una época en que no estemos atados por los deberes militares… ¡haré papilla a ese hombre!

- ¿Y por qué no hace usted valer contra él sus derechos de jefe?

- No puedo, y él lo sabe. Es muy valioso, es indispensable. Necesitamos sus cerebro para la investigación, y no se pueden constreñir a los cerebros dando órdenes. ¿Sabe usted? Me parece que, a despecho de su brillantez, está un poco ido, según creo a veces.

- No me extrañaría nada. ¿Por qué pregunta con tanto interés por Frank Mitsui?

- Bueno, es algo un poco complicado. Han comprobado que el efecto Ledbetter depende mucho de las características de la forma de vida contra la que opera… Puede usted llamar a esas características frecuencia natural. Parece ser que cada cual posee su propia longitud de onda. Esto me parece a mí algo como astrología, pero el doctor Brooks sostiene que ésta no es la palabra exacta y que la cosa no es ni siquiera nueva. Me mostró un informe escrito por un individuo llamado Fox, de la Universidad de Londres, y publicado en 1945… Fox demostraba que cada conejo tenía una cantidad de hemoglobina de acuerdo con la longitud individual de onda. Se absorbía esa longitud de onda en análisis espectrocópicos, esa longitud de onda y no otra. Por el espectro de su hemoglobina se podía diferenciar un conejo de otro, y no digamos un conejo de un perro.

»Este doctor Fox intentó hacer lo mismo con los seres humanos, pero no lo logró… No se distinguía entre ellos diferencia de longitud de onda. Pero Calhoun y Wilkie han construido un espectrocopio para el invento de Ledbetter, y parece que este espectroscopio muestra claramente diferentes longitudes de onda para cada muestra de sangre humana. Y a la inversa, si ponen en marcha un afinado proyector Ledbetter y empiezan a bajar o a subir la escala, cuando llegan a la frecuencia individual y única de uno, nuestras células de sangre roja empiezan a absorber energía, la proteína hemoglobina sufre un colapso y… ¡pum!, se muere uno. Puede haber otro individuo al lado del que muere, y ese individuo no sufre el menor daño: no han llegado a su frecuencia. Ahora bien, Brooks tiene la idea de que las frecuencias se presentan por grupos de acuerdo con las diferentes razas. Creo que puede afinar el aparato discriminando las razas, matar a todos los asiáticos y no hacer daño a los hombres blancos… o viceversa.

Thomas se estremeció.

- ¡Caramba! Eso sí que sería una buena arma.

Ardmore aclaró:

- Sí, lo sería. Hasta ahora sólo está en el papel, pero quieren probar la cosa en Mitsui. Según tengo entendido, no intentan matarle, pero… se comprende de todos modos que la cosa puede ser muy peligrosa… para Mitsui.

- A Frank no le importará correr ese riesgo -afirmó Thomas.

- No, supongo que no le importará.

A Ardmore le parecía que proporcionar una muerte limpia y sin dolor a Mitsui en el laboratorio era hacerle un favor.

- Otra cosa -añadió-. Me parece que deberíamos establecer una especie de servicio secreto permanente utilizando a los hobos compañeros de usted y sus fuentes de información. Vamos a hablar sobre ello.

Ardmore gozó de unos días de respiro para pensar a fondo sobre el problema del empleo militar que podría hacerse de las armas a su disposición, mientras el grupo investigador probaba sus teorías referentes a las diferencias entre las razas y al efecto Ledbetter perfeccionado. Pero aquellos días de respiro no le sirvieron de nada. Era cierto que poseía un arma poderosa; es más, muchas armas poderosas, pues, al parecer, los nuevos principios conseguidos tenían unas posibilidades tan proteiformes como la electricidad. Era indudable que si las fuerzas de defensa de los Estados Unidos hubieran contado con aquel arma un año antes, con los aparatos que ahora existían en la Ciudadela, la derrota no se hubiera producido.

Pero seis hombres solos no podían luchar contra un imperio… no podían por falta de fuerza bruta. Si fuera necesario, el emperador podría emplear seis millones de hombres en derrotar a seis hombres. Las hordas del imperio podrían caer sobre ellos lo mismo que cae un alud, enterrándoles bajo una montaña de carne muerta.

Ardmore necesitaba un ejército para poder utilizar sus maravillosas armas nuevas.

El problema era el siguiente: ¿cómo reclutar y entrenar a ese ejército?

Era evidente que los panasiáticos no se mantendrían quietos mientras él fuera por las carreteras y caminos reclutando gente. La concienzuda vigilancia a que habían sometido a toda la población mostraba que se daban cuenta del peligro de una revolución y que aplastarían toda actividad en ese sentido antes de que la revolución tomara proporciones peligrosas para ellos.

Pero quedaba un grupo clandestino: los hobos. Ardmore consultó con Thomas acerca de la posibilidad de organizarles con fines militares. Pero Thomas, al conocer la idea, movió con tristeza la cabeza.

- Usted no conoce el temperamento de los hobos, jefe. Ni siquiera uno de cada cien se sometería a la disciplina necesaria para tal propósito. Aun suponiendo que pudiera usted armarles a todos con proyectores -no sé si eso es posible, pero supongamos que lo fuera-, usted seguiría sin tener un ejército: usted dispondría tan sólo de una horda desorganizada.

- ¿No lucharían?

- ¡Oh, claro que lucharían! Lucharían Individualmente, uno a uno, y harían una pequeña matanza antes de que un cara chata les cogiera desprevenidos y les pusiera fuera de combate.

- Me pregunto si podemos depender de ellos como fuentes de información.

- Eso es otro asunto. La mayoría de los hombres que yo encontré no tenían la menor idea de que estaban siendo utilizados para obtener información militar. Elegí hasta una docena para que me informaran, y no conté a ninguno nada de lo que no debían saber.

De cualquier modo que Ardmore considerase el asunto, estaba claro que no era posible hacer uso de las nuevas armas de una manera sencilla y militar. Un súbito ataque de frente quedaba relegado al Jefe que dispusiera de hombres que desperdiciar. Grant, el general de los Estados Unidos, pudo decir en un tiempo: «Lucharé en este frente aunque ello me lleve todo el verano». Y pudo decirlo porque podía permitirse perder tres hombres cuando el enemigo perdía uno solo, y, sin embargo, vencer. Pero el jefe a quien no le era dado perder a ningún hombre no le estaba permitida esa táctica. El sólo podía permitirse matar por sorpresa, echar a correr… «y vivir para luchar de nuevo al día siguiente». Su pensamiento concluía aquí. Esto tenía que encontrar algo totalmente inesperado, algo que los panasiáticos no creyeran que se trataba de una forma de guerrear hasta que no se sintieran abrumados por ello.

Tenía que ser algo parecido a las quintas columnas que destruyeron las democracias europeas desde el interior de ellas mismas en los trágicos días que condujeron al desastre final de la civilización europea. Pero ésta no sería una quinta columna de traidores que paralizasen un país litare, sino su antítesis, o sea una quinta columna de patriotas cuyo privilegio sería destruir la moral de los invasores, tornarles temerosos e inseguros de sí mismos.

¡La llave de todo estaba en el disimulo y en el arte de engañar!

Al llegar a tal conclusión, Ardmore se sintió un tanto aliviado. Aquello era algo de lo que entendía, un trabajo adecuado a un hombre avezado a la publicidad. Había estado intentando enfocar el asunto como si se tratase de un problema militar, pero él no era ningún mariscal de campo y era tonto querer llegar a serlo en un abrir y cerrar de ojos. Su mente no sabía trabajar en este sentido. Pero en realidad tenía que enfrentarse con un trabajo de publicidad, con un problema de psicología de masas. Un antiguo patrón suyo, bajo cuya dirección había aprendido el oficio, solía decir: «Con habilidad y un presupuesto adecuado se pueden vender gatos muertos al Departamento de Salud Pública».

Bien, pues él tendría aquella habilidad. Y en cuanto al presupuesto, no había problema. Desde luego, no podría utilizar ni los periódicos ni los antiguos muros para anuncios. Pero encontraría un camino. El problema estribaba en conocer los puntos débiles de los panasiáticos y actuar sobre ellos hasta que no pudieran más y se sintieran ansiosos por regresar a su país.

No había concebido aún ningún plan. Y como cuando un hombre se siente desorientado convoca una conferencia, esto es lo que hizo él.

Expuso a sus compañeros la situación, incluyendo todo lo que Thomas había recogido en su salida y todo lo que les había llegado por televisión referente a las emisiones educativas de los conquistadores. Luego habló de las armas de que podrían disponer debido a las investigaciones de los científicos y de los varios modos en que podrían ser aplicadas militarmente, dando cuenta de qué personal era necesario para que fueran empleadas con efectividad. Hecho esto, solicitó sugestiones.

- ¿Debo entender, mayor -empezó Calhoun-, que después de habernos dicho que las decisiones militares corrían a cargo de usted nos pide ahora que le ayudemos en esas decisiones?

- No es eso, coronel. Sigo asumiendo toda la responsabilidad sobre cualquier decisión. Pero ésta es una situación militar muy especial. Cualquier sugestión, venga de donde venga, puede ser valiosa. No soy tan vanidoso que crea poseer el monopolio del sentido común y de la originalidad. Me gustaría que cada uno de nosotros estudiara este problema y que los demás pusieran peros a su idea.

- ¿Tiene usted algún plan que ofrecernos?

- Me reservo mis opiniones hasta que todos ustedes hayan hablado.

- Muy bien, señor.

Calhoun se irguió antes de proseguir:

- Como usted me lo ha pedido, voy a decirle lo que oreo que puede hacerse en esta situación… una cosa, en suma, que es lo único que puede hacerse. Ya conoce usted el tremendo poder del arma que yo he creado…

Al llegar a este punto, Ardmore notó que Wilkie apretaba fuertemente sus labios al oír que el otro se adjudicaba todo el mérito del descubrimiento, pero ninguno de ellos interrumpió al orador. Este prosiguió:

- En el resumen hecho por usted, esas armas han sido desestimadas. En la Ciudadela tenemos una docena de rápidos aparatos de exploración. Cargándolos con las unidades de fuerza del tipo Calhoun, se puede lograr rápidamente que el enemigo vuele por el aire. Montaremos sobre esos coches los más potentes proyectores y atacaremos. ¡Con esas armas tan abrumadoramente superiores, será sólo cuestión de tiempo conseguir que el imperio panasiático se derrumbe!

Ardmore se preguntó cómo podía un hombre ser tan ciego. Pero no quiso discutir con Calhoun. Sólo dijo:

- Gracias, coronel. Le suplico que redacte ese plan, añadiendo todos los detalles. Mientras tanto… ¿quiere alguien ampliar o criticar la sugestión del coronel?

Esperó lleno de confianza. Al cabo añadió:

- Vamos, ningún plan es perfecto. Deben ustedes, por lo menos, añadir algunos detalles.

Graham se lanzó a la discusión:

- ¿Que a menudo espera usted venir a comer?

Calhoun le interrumpió antes de que Ardmore pudiera decir nada.

- ¡Vamos, maldita sea! Debo decir que no creo que estemos para bromas.

- Un momento -protestó Graham-. No he dicho nada en broma. Hablo muy en serio. Hablo en nombre de mi departamento. Esos aparatos no están equipados para resistir un viaje durante mucho tiempo, y a mí me parece que se precisará de mucho tiempo para reconquistar a los Estados Unidos con una docena de aparatos de exploración, aun en el caso de que localizáramos los hombres suficientes para mantenerles en el aire todo el tiempo necesario. Eso significa que se tiene que regresar a la base para comer.

- Sí, y eso significa también que la base tiene que estar protegida contra un ataque -añadió Scheer rápidamente.

- La base puede ser defendida con otros proyectores -contestó Calhoun despreciativamente-. Mayor, suplico que la discusión se mantenga en términos razonables.

Ardmore se frotó la barbilla y no dijo nada.

Randall Brooks, que había estado escuchando atentamente, sacó del bolsillo un trozo de papel y empezó a dibujar en él.

- Creo que Scheer tiene algo de razón, doctor Calhoun -dijo-. ¿Quiere usted mirar aquí por un momento? Vea, aquí, en este lugar, la base. Los panasiáticos pueden rodearla con naves situadas más allá del alcance de los proyectores. La gran velocidad de los aparatos de exploración no tiene importancia, pues el enemigo puede muy bien permitirse emplear cuantas naves sean necesarias para dominar nuestros aparatos, bloqueándolos. Claro que los aparatos exploradores llevarán sus proyectores, pero no pueden luchar contra cien naves a la vez, y las armas del enemigo son también poderosas. No hay que olvidar esto.

- ¡Claro que son poderosas! -añadió Wilkie-. No podemos permitirnos tener una base conocida. Con sus cohetes de bombardeo pueden mantenerse a mil millas de distancia y volar toda esta montaña si averiguasen que nosotros nos encontramos bajo ella.

Calhoun se puso en pie.

- No puedo seguir escuchando las tonterías de individuos pusilánimes. Mi plan supone que hombres lo ejecutarán.

Dicho esto, abandonó muy tieso la habitación.

Ardmore hizo caso omiso de su partida y continuó la sesión.

- Las objeciones hechas al plan del coronel Calhoun parece que pueden aplicarse a cualquier otro plan referente a una acción abierta, a un combate directo. Yo ya había considerado varios planes, pero los rechacé poco más o menos por las mismas razones que se han expuesto aquí, lo que viene a ser por razones lógicas… es decir, el problema de los suministros militares. No obstante, quizás no hemos caído en la cuenta de alguna solución factible. ¿Tiene alguien idea de algún método directo de guerrear, un método con el que no se arriesgue al personal?

Nadie contestó.

- Muy bien -continuó Ardmore-. Respondan más tarde si se les ocurre alguno. A mí me parece que debemos obrar de manera indirecta. Si debido a la situación no podemos luchar contra el enemigo cara a cara, debemos engañarle todo el tiempo que podamos.

- Ya comprendo -repuso el doctor Brooks-. El toro se echa contra la capa y nunca ve el estoque.

- Exacto, exacto. Sólo desearía que la cosa fuera tan fácil como engañar a un toro. Ahora… ¿tiene alguno de ustedes idea de lo que se puede hacer para utilizar esos artilugios sin que se sepa que estamos vivos, en dónde nos hallamos y cuántos somos? Y ahora voy a permitirme fumar un cigarrillo mientras ustedes piensan sobre ello.

A poco añadió:

- Tengan en cuenta que contamos con dos ventajas reales: al parecer, el enemigo no tiene la menor idea de nuestra existencia, y nuestras armas les son desconocidas y misteriosas. Wilkie, ¿no podría compararse el efecto Ledbetter a algo mágico y sobrenatural?

- ¡Gritaría de alegría, jefe! Me siento alegre de decir que a no ser los instrumentos de nuestro laboratorio, no hay medio de detectar las fuerzas con que estamos trabajando. Ni siquiera se puede saber si están aquí. Es como intentar oír la radio sólo con los propios oídos. Pero ahora…

- Sí, eso es lo que he querido decir: armas misteriosas. Como los indios cuando se encontraron por primera vez con las armas de fuego de los blancos. Morían, y no sabían por qué. Piensen sobre ello. Yo ahora callaré y les dejaré hablar.

Graham fue el que hizo la primera sugerencia.

- ¡Mayor!

- ¿Qué?

- ¿No podríamos llevar a cabo un secuestro?

- ¿Qué quiere usted decir?

- Bien, su idea es asustarles, ¿no es cierto? ¿Qué le parece una incursión por sorpresa empleando el efecto Ledbetter? Podríamos salir por la noche en uno de los aparatos de exploración y traernos a alguien realmente importante pez gordo, quizás al mismo príncipe real. Con nuestros proyectores mataríamos a todo el que se pusiera en contacto con nosotros, y entonces iríamos y le capturaríamos.

- ¿Algunas opiniones sobre esto, caballeros? -inquirió Ardmore reservando la suya.

- Creo que tengo algo que decir -afirmó Brooks-. Yo sugeriría que los proyectores dejaran a la gente inconsciente durante un número de horas en lugar de matarla. Me parece que el efecto psicológico sería mayor si se despertaran y se encontrasen con que el personaje había desaparecido. Uno no recuerda lo que ha sucedido en tales circunstancias, como Wilkie y Mitsui pueden atestiguar.

- ¿Y por qué detenernos en el príncipe real? -preguntó Wilkie-. Podíamos enviar cuatro grupos, dos con cada aparato, y quizás hacer doce incursiones en una sola noche. De esta manera podríamos raptar a bastantes personajes importantes y producir realmente alguna desorganización.

- Eso parece una buena idea -asintió Ardmore-. Quizás no podamos realizar esas incursiones más de una vez. Si lográsemos hacer bastante daño con un solo golpe, podríamos desmoralizarles y asustarles a la vez. ¿Qué le pasa, Mitsui?

Había observado que el oriental se mostraba disgustado al oír el proyecto. A regañadientes, Mitsui repuso:

- Temo que eso no servirá de nada.

- ¿Quiere usted decir que no podremos raptarles de esa forma? ¿Sabe usted algo acerca de sus métodos de guardia que nosotros desconocemos?

- No, no. Con una fuerza que pasa a través de las paredes y les deja fuera de combate antes de que sepan que ustedes están al otro lado, creo que pueden capturar a quien sea. Pero los resultados no serán los que ustedes predicen.

- ¿Por qué no?

- Pues porque no obtendrán ustedes ninguna ventaja. Ellos no creerán que ustedes se llevaron a sus jefes como prisioneros; creerán que se han suicidado. Los resultados serán terribles.

Aquello era meramente un punto psicológico que podía dar lugar a diferencia de opiniones. Pero los blancos no podían creer que los panasiáticos se atrevieran a tomar venganza si ellos les hacían ver de manera inequívoca que sus sagrados jefes no estaban muertos, sino a merced de los apresadores. Además, se trataba de un plan que ofrecía una posibilidad de acción inmediata, que era lo que ellos deseaban. Ardmore acabó adoptándolo a falta de otra cosa mejor, aunque sentía cierto recelo, que no se atrevió a hacer público.

Durante los siguientes días todos los esfuerzos se encarrilaron hacia los preparativos de la proyectada tarea. Scheer llevó a cabo unos trabajos mecánicos que parecían de Hércules, trabajando dieciocho y veinte horas al día, y manteniendo las otras tareas también alegremente bajo su dirección. Incluso Calhoun bajó de su alto caballo y se mostró dispuesto a tomar parte en la incursión, aunque no servía para una tarea de subalterno. Thomas realizó un rápido paseo de exploración y se aseguró de dónde se encontraban ubicados doce puestos del gobierno panasiáticos muy separados unos de otros.

Poseído por el alegre estado de ánimo de un plan de campaña, de cualquier plan de campaña, Ardmore recordó lo que había pensado anteriormente, es decir, que lo que se requería era una sexta columna, una actuación secreta o, cuando menos, una organización insospechada que desmoralizase al enemigo desde dentro. El plan que preparaban no era así, sino un plan eminentemente militar. Empezó a creerse si no Napoleón, por lo menos un moderno Swamp Rat o bien Sandino, atacando por la noche a los soldados profesionales y desapareciendo sin dejar rastro.

Pero Mitsui tenía razón.

El receptor de televisión se utilizaba con regularidad, con toda su potencia, para escuchar todo lo que los conquistadores tenían que decir a sus esclavos. Para ellos había llegado a ser una costumbre aquello de reunirse en la estancia común a las ocho de la noche para oír la habitual emisión donde nuevas órdenes eran anunciadas a la población. Ardmore cuidaba de que fuera así. Le parecía que la sesión de odio, el odio que aquellas órdenes inspiraban, era buena para la moral.

Dos noches antes de la proyectada incursión, se habían reunido como de costumbre para ver la televisión. El feo y ancho rostro del locutor de cada día fue reemplazado por el de otro panasiático de más edad a quien el primero presentó como el celestial custodio de la paz y el orden. El panasiático de más edad fue directamente al grano. Los siervos norteamericanos de una ciudad de provincia habían cometido el odioso pecado de rebelarse contra sus sabios gobernantes y habían capturado la sagrada persona del gobernador, manteniéndole preso en el lugar donde se encontraban. Los soldados del celestial emperador habían luchado contra los locos profanadores, venciéndoles, y en la lucha, el gobernador, desgraciadamente, fue a reunirse con sus antepasados.

A continuación fue anunciado un período de luto que se iniciaría inmediatamente, comenzando con permitir al pueblo de aquella provincia que expiase los pecados de sus hermanos. Al llegar aquí la pantalla del televisor dejó de proyectar la habitación desde donde hablaba el panasiático.

En su lugar apareció una gran masa de humanidad, hombres, mujeres, niños, amontonados, hacinados, tras de unas alambradas. La cámara llegó lo suficientemente cerca de ellos para permitir al personal de la Ciudadela ver con toda claridad la miseria reflejada en los rostros de la multitud, los niños llorosos, las madres con sus pequeños en brazos, los indefensos padres…

No tuvieron que observar aquellos rostros durante mucho tiempo. La cámara fue pasando lentamente por la apiñada multitud, palmo tras palmo de indefensos animales humanos. Luego mostró un claro primer plano de una sola sección.

Entonces emplearon sobre ellos el rayo epileptigénico, y aquellas personas no parecieron ya humanas. Pareció como si a docenas de miles de monstruosos pollos les hubieran retorcido el pescuezo a todos a la vez y hubiesen sido echados en la misma sartén para que allí se debatieran en sus espasmos de muerte. Los cuerpos saltaban por el aire con los huesos rotos y alzaban los puños estremecidos. Las madres arrojaban de sus brazos a sus hijos o les ahogaban entre ellas con indomable furia.

La escena dejó de verse, apareciendo de nuevo el plácido rostro del dignatario asiático. Este, con una voz que parecía lastimosa, anunció que la penitencia por los pecados no era suficiente, y que era necesario, además, educar a la gente, en este caso, a la medida de una lección por cada mil. A continuación dijo el número de lecciones que se iban a dar y Ardmore hizo un rápido cálculo. Ciento cincuenta mil personas. ¡Era increíble! Pero pronto tuvo que creerlo. La imagen cambió de nuevo, mostrando un barrio residencial de una ciudad norteamericana. Un pelotón de soldados panasiáticos penetraron en la sala de estar de una familia. La familia se hallaba reunida ante un receptor de televisión, palpablemente sobrecogida por lo que acababa de ver. La madre apretaba contra su pecho a una niña de pocos años, intentando tranquilizarla. Cuando los soldados penetraron en su hogar, todos parecían más que asustados, estupefactos. El padre, sin decir una palabra, mostró su tarjeta. El jefe del pelotón comprobó la tarjeta con una lista que llevaba y acto seguido los soldados se ocuparon de aquel desdichado padre.

Evidentemente les habían recomendado que utilizasen un método para matar que no resultaba nada bonito.

Ardmore cerró el receptor.

- La incursión queda anulada -anunció-. Váyanse todos a la cama, y que cada uno de ustedes tome esta noche una píldora para dormir. ¡Es una orden!

Todos, sin decir nada, salieron en el acto. Después que se hubieron marchado, Ardmore volvió a encender el receptor y contempló la escena hasta el final. Luego permaneció inmóvil durante largo tiempo intentando poner en orden sus pensamientos. Los que ordenan tomar píldoras para dormir no las toman.

CAPÍTULO IV

Ardmore permaneció mucho tiempo solo durante los dos días siguientes, comiendo en su cuarto y negándose a conceder entrevistas a excepción de las más cortas e inevitables. Ahora veía claramente su error, y sentía muy escaso consuelo al pensar que la matanza había evitado que pusiera en práctica su error… Incluso se sentía simbólicamente culpable.

Pero el problema seguía en pie. El sabía ahora que había tenido razón al pensar en la sexta columna. ¡Una sexta columna! Algo que en el exterior se identificara por completo con las órdenes dadas por los gobernantes y que, sin embargo, pudiera significar su caída. La cosa podía durar años, pero no sería una repetición del triste error de la acción directa.

Ardmore sabía intuitivamente que en el informe de Thomas estaba la idea que necesitaba. Hizo sonar el magnetofón una y otra vez, hasta que se supo de memoria el informe, pero no encontraba lo que buscaba. «Los panasiáticos pisotean sistemáticamente toda la cultura típicamente norteamericana. Las escuelas han desaparecido, y también los periódicos. Imprimir algo en inglés constituye un delito importante. Han anunciado un sistema de traducción para que toda la correspondencia se haga en su lengua. Mientras tanto, todo el correo pasa por una censura, y sólo es aprobado el absolutamente necesario. Se han prohibido todas las reuniones, excepto las reuniones religiosas.»

A continuación oyó su propia voz. que le sonó extraña en el aparato: «Supongo que eso es el resultado de la experiencia que sacaron en la India. Quieren mantener tranquilos a sus esclavos.»

- Supongo que así es, señor -había contestado Thomas-. ¿No es un hecho histórico que todos los imperios que triunfaron toleraron las religiones locales, no obstante todo lo que suprimieron?

- Así es. Siga.

- Creo que el verdadero poder de su sistema radica en su método de registro. Aparentemente todos están vigilados, y han puesto más fuerza en esto que en otros asuntos. Los Estados Unidos se han transformado en un gran campo de concentración donde es imposible moverse ni comunicarse unos con otros sin autorización de los carceleros.

¡Palabras, palabras y más palabras! Ardmore las había barajado tantas veces que casi había perdido su significado. Quizás no hubiera nada en el informe, a fin de cuentas… Quizás su imaginación le estaba jugando una mala pasada.

Oyó una llamada en la puerta y respondió a ella. Era Thomas.

- Me han pedido que le venga a hablar, señor -dijo con timidez el recién llegado.

- ¿Qué pasa?

Thomas explicó:

- Bien… Están todos reunidos en la sala común. Quieren hablar con usted.

Otra conferencia… y esta vez sin haberla convocado él. Bueno, tendría que ir.

- Dígales que me reuniré con ellos en seguida.

- Sí, señor.

Después que Thomas se hubo marchado, Ardmore permaneció inmóvil durante un momento. Luego fue hasta un cajón y sacó de él su arma de servicio. El hecho de que alguien se hubiera atrevido a convocar una reunión general sin su permiso le olía a motín. Sacó el arma de su estuche, probó su funcionamiento y miró el cargador, permaneciendo un rato indeciso. Pero no tardó en volverla a meter en el cajón. En aquella asamblea no le ayudaría en nada.

Entró en la sala común, tomó asiento en la cabecera de la mesa y esperó.

- Y bien…

Brooks miró a su alrededor para ver si alguien deseaba hablar; pero como nadie se movió, se aclaró la garganta y dijo:

- ¡Hum! Deseamos saber si usted nos va a indicar un plan a seguir.

- No tengo ninguno… aún.

- ¡Pues nosotros sí lo tenemos! -afirmó Calhoun.

- Diga, coronel -contestó Ardmore.

- No adelantaremos nada permaneciendo aquí con las manos cruzadas. Poseemos las armas más poderosas que ha conocido jamás el mundo, pero para operar con ellas se necesitan muchos hombres.

- ¿Y qué más?

- ¡Vamos a salir de aquí para dirigirnos a Sudamérica! Allí se puede encontrar un Gobierno interesado en tener esas armas.

- ¿Y qué bien proporcionará eso a los Estados Unidos?

- La cosa es obvia. El imperio intenta, indudablemente, extender su guerra por todo el hemisferio. Sudamérica puede estar interesada en prepararse para la guerra. O quizás podamos organizar un ejército de refugiados.

- ¡No!

- Temo que no pueda usted ya hacer nada contra ello, mayor -dijo Calhoun en tono de maliciosa satisfacción.

Ardmore se volvió hacia Thomas.

- ¿Está usted con ellos? -preguntó.

Thomas pareció muy apurado.

- Yo… yo confiaba en que usted tendría un plan mejor, señor -dijo.

- ¿Y usted, doctor Brooks?

- Bien… El plan parece factible. Estoy de acuerdo con lo que Thomas ha dicho.

- ¿Y usted, Graham?

El hombre dio la callada por respuesta y otro tanto hizo Wilkie.

- ¿Y usted, Mitsui?

- Yo me quedo aquí. Tengo aún muchas cosas que hacer.

- ¿Y usted, Scheer?

Los músculos de la mandíbula de Scheer se estremecieron durante un momento.

- Yo me quedo si usted se queda, señor.

- Gracias -contestó Ardmore. Luego, volviéndose a los demás, continuó-: He dicho ¡no! y lo repito. Si alguno de ustedes se marcha, habrá violado su juramento. ¡Y eso va también por usted, Thomas! No soy arbitrario al hablar así. Ustedes se proponen realizar eso como consecuencia de haber yo cancelado la incursión. ¡Pero mientras los estadounidenses se hallen a merced de los panasiáticos, es decir, mientras sean rehenes suyos, no podemos iniciar ninguna acción militar directa! Y no habrá ninguna diferencia si el ataque viene de dentro o de fuera. ¡De todos modos, gente inocente lo pagará con su vida!

Ardmore estaba muy trastornado, pero no tanto que no se diera cuenta del efecto que sus palabras habían producido. Les había hecho cambiar de opinión… o sucedería algunos minutos después. Parecían disgustados… Todos menos Calhoun.

- Suponiendo que tenga usted razón, señor… -dijo Brooks con voz grave-, suponiendo que tenga usted razón… ¿qué podemos hacer?

- Ya hablé sobre esto en otra ocasión. Tenemos que formar lo que se llama una sexta columna, permanecer escondidos, estudiar sus puntos flacos… y atacar esos puntos flacos.

Brooks se expresó:

- Ya comprendo. Quizás tenga usted razón. Quizás sea esto necesario. Pero para ello es preciso una clase de paciencia más propia de dioses que de hombres.

Brooks lo había casi comprendido. ¿De qué se trataría?

- Así que… «el advenimiento del reino de Dios…» -citó Calhoun, que continuó-: Usted debía haber sido predicador, mayor Ardmore. Nosotros preferimos la acción.

¡Era aquello! ¡Era aquello!

- Tiene usted casi toda la razón -dijo Ardmore-. ¿Ha escuchado usted el informe de Thomas?

- Lo he escuchado en el magnetofón.

- ¿Recuerda usted cuáles son las únicas reuniones que permiten organizar a los hombres blancos?

- No. No recuerdo que permitan ninguna reunión.

- ¿Ninguna? ¿No recuerda que hay un lugar en donde se les permite reunirse?

- ¡Ya sé! -exclamó Thomas-. ¡Se les permite reunirse en las iglesias!

Ardmore esperó un momento para que todos se dieran cuenta del asunto, y luego, muy suavemente, dijo:

- ¿No se les ha ocurrido a ninguno de ustedes pensar en la posibilidad de encontrar una nueva religión?

Siguió un corto y asombrado silencio. Calhoun lo rompió para exclamar:

- ¡Este hombre se ha vuelto loco!

- Tranquilícese usted, coronel -dijo Ardmore amablemente-. No le acuso lo más mínimo por pensar que me he vuelto loco. Debe sonar a locura hablar de fundar una nueva religión cuando lo que se desea es una acción militar contra los panasiáticos. Pero dése cuenta de que… lo que realmente necesitamos es una organización que pueda estar entrenada y armada para luchar. Eso y un sistema de comunicaciones que nos ayude a coordinar toda la actividad. Y hemos de llevar a cabo todo esto bajo las mismas narices de los panasiáticos, sin despertar sus sospechas. Si fuéramos una secta religiosa y no una organización militar, esto sería posible.

- ¡Es absurdo! Yo no tendré nada que ver con ello.

- Por favor, coronel. Le necesitamos a usted más que a nadie. La cuestión del sistema de comunicaciones… Imagine usted los templos de todas las ciudades y pueblos del país… comunicándose entre sí… y todos ellos dependiendo de aquí, de la Ciudadela.

Calhoun lanzó una exclamación de desprecio.

- ¡Sí, y los asiáticos escuchando todo lo que se diga!

- He aquí por qué le necesitamos a usted, coronel. ¿No podría usted inventar un sistema que a ellos les fuera imposible comprender? Algo como una radio, quizás, pero operando en uno de los espectros adicionales que sus instrumentos no puedan detectar… ¿O no puede usted?

Calhoun volvió a lanzar la exclamación de desprecio, pero en un tono diferente.

- Claro que podría -replicó-. El problema es elemental.

- He aquí por qué le necesitamos aquí, coronel… para que resuelva problemas que resultan elementales en un hombre de su genio…

Al decir esto, Ardmore sintió en su interior una ligera náusea. Aquello era peor que escribir anuncios comerciales.

- …pero que a todos los demás nos parecen milagros -terminó-. Esto es lo que la religión necesita: milagros. Le necesitamos a usted para que produzca hijos de su genio, cosas que los panasiáticos no puedan entender y consideren sobrenaturales.

Viendo que Calhoun seguía titubeando aún, Ardmore añadió:

- ¿Las puede hacer usted o no las puede hacer?

- Claro que puedo, mi querido mayor.

- Perfectamente entonces. ¿Cuánto tardará usted en tener listo un sistema de comunicación que no pueda ser comprendido ni detectado?

- Imposible precisarlo, pero no me llevará mucho tiempo. Aún no comprendo del todo su plan, mayor, pero me dedicaré al trabajo que usted me pide.

Calhoun se puso en pie y salió lentamente; era el desfile de un solo hombre.

- ¡Mayor! -dijo Wilkie queriendo llamar la atención de Ardmore.

- ¿Qué? ¡Ah! ¿Qué desea usted, Wilkie?

- Yo también puedo hacerle ese sistema de comunicación.

- No tengo la menor duda. Vamos a necesitar para esta tarea la mayor cantidad de talento que podamos reunir. Así que también habrá para usted mucho trabajo. Ahora voy a hablar del resto del plan, de lo que tengo en proyecto. Tan sólo es un esquema y deseo que todos ustedes piensen en el asunto todo lo que puedan con objeto de mejorar el proyecto. Haremos todo lo necesario para elaborar una religión evangélica y hacer que la gente acuda a nuestros templos. Una vez les tengamos a mano y podamos hablar con ellos, elegiremos a los más dignos de confianza y les alistaremos en el ejército. Les haremos diáconos de la iglesia o algo parecido. Nuestra gaceta principal será la piedad… Fíjese usted bien en esto, Wilkie, partiendo de un proceso de transmutación. Usted logrará un montón de metal precioso, oro en primer lugar, a fin de disponer del dinero necesario para empezar. Daremos de comer a los pobres y a los hambrientos -¡los panasiáticos nos han provisto de muchos de ellos!- y pronto vendrán a nosotros en rebaños. Pero esto no es ni la mitad de lo que haremos. Nos dedicaremos a los milagros en gran escala. No sólo para impresionar a los blancos… esto es secundario… sino principalmente para confundir a nuestros amos y señores. Realizaremos cosas que no puedan comprender, les pondremos intranquilos, haremos que se sientan inseguros de sí mismos. Pero no realizaremos nada contra ellos, ¿comprenden? Seremos leales súbditos del imperio en todos los sentidos posibles, pero podremos hacer cosas que ellos no podrán. Esto les inquietará y agudizará sus nervios.

El plan iba tomando cuerpo en la mente de Ardmore cual si se tratase de una campaña de publicidad realizada a conciencia.

- Cuando llegue el momento en que estemos dispuestos para atacar -continuó-, les habremos ya desmoralizado, nos tendrán miedo y se sentirán casi histéricos.

Los que le escuchaban empezaron a sentirse contagiados por su entusiasmo; pero el plan estaba concebido desde un punto de vista un tanto extraño a sus hábitos mentales.

- Quizás salga bien, jefe -opinó Thomas-. Yo no digo que el plan no sea acertado. Pero… ¿cómo piensa llevarlo a cabo? ¿No se escamarán los jefes asiáticos ante la aparición de una nueva religión?

- Quizás, pero no me parece muy probable. Todas las religiones de occidente les son igualmente desconocidas. Saben que tenemos docenas de sectas y no saben nada de la mayoría de ellas. En este sentido, la Era de la No Intervención nos será muy útil. No saben nada de nuestras instituciones después de la Ley de No Intervención. Este nuevo culto les parecerá igual a una docena de cultos raros de los que nacen de la noche a la mañana en el sur de California.

Thomas insistió, preguntando:

- Pero… ¿y el comienzo del asunto, jefe? ¿Cómo empezaremos? No podemos salir de la Ciudadela, agarrar a un amarillo y decirle: «Soy Juan el Bautista».

- No, no podemos. Ese es el punto en el que hemos de trabajar. ¿Se le ocurre a alguien algo?

Siguió un silencio de intensa concentración. Al cabo, Graham propuso:

- ¿Por qué no nos lanzamos ya al trabajo y nos adjudicamos los cargos?

- ¿Qué quiere usted decir?

- Bien, disponemos aquí de gente suficiente para operar en pequeña escala. Si tenemos que actuar en un templo, uno de nosotros será el sacerdote y los otros desempeñarán el papel de discípulos o algo así. Por lo tanto, tenemos que saber quién es cada uno.

- ¡Hum! Tiene usted algo de razón, Graham. Pero entienda que actuaremos en la mayor escala posible. Todos seremos sacerdotes y ayudantes de altar, y enviaré a Thomas a que elija para nosotros una congregación de fieles entre sus amigos los hobos. No, espere. Llegarán hasta nosotros como peregrinos. Iniciaremos esto con una campaña en secreto realizada entre los hobos, que se lo transmitirán de viva voz. Les diremos: «¡El discípulo va a venir!»

- Y eso… ¿qué significa? -preguntó Scheer.

- Nada aún. Pero significará algo cuando llegue el momento. Ahora… Escuche, Graham, usted es un artista. Va a tener usted que mostrarse muy inspirado durante unos cuantos días. Tendrá que dibujar túnicas, altares y báculos… En general, ornamentos sacerdotales. Y, además, dejo a su fantasía el interior y el exterior del templo.

- ¿Y en dónde estará localizado el templo?

- ¡Vaya pregunta difícil! Tendría que estar no muy lejos de aquí, a menos que abandonásemos por completo la ciudadela. Y esto no me parece conveniente; la necesitamos como base y laboratorio. Pero tampoco debe de estar demasiado cerca, pues no podemos permitirnos atraer una atención especial hacia esta vertiente de la montaña. -Ardmore tamborileó sobre la mesa con sus dedos-. Es un asunto delicado.

- ¿Y por qué no hacer el templo aquí mismo? -preguntó el doctor Brooks de pronto.

- ¿Qué?

- No me refiero a esta habitación, desde luego. Pero… ¿por qué no colocar el primer templo encima de la Ciudadela? Sería muy conveniente.

- Tal vez, doctor. Pero… atraería la atención de una manera muy molesta… ¡Espere un momento! Creo que le comprendo.

Ardmore se volvió a Wilkie y continuó:

- Bob, ¿podría usted utilizar el efecto Ledbetter para ocultar la existencia de la Ciudadela si el Templo Madre se alzaba encima de ella? ¿Puede conseguirse eso?

Wilkie pareció más cortado y sorprendido que nunca.

- El efecto Ledbetter no puede hacer eso. ¿Desea usted que se utilice el efecto Ledbetter especialmente? Porque si usted no tiene un interés especial en que se emplee para ello el efecto Ledbetter, no sería difícil armar una pantalla tipo 7 en el espectro magneto-gravitatorio, así que los instrumentos de tipo magnético quedarían completamente invisibles. ¿Comprende usted?

- ¡Claro que no me importa lo que usted emplee! No tengo ni siquiera interés en saber los nombres de las cosas que empleen ustedes los del laboratorio. Todo lo que deseo es un buen resultado. Encárguese usted de esto. Instalaremos el templo aquí, nosotros nos reuniremos debajo bien escondidos y luego saldremos a la superficie a hacer correr la buena nueva lo más rápidamente posible. ¿Tiene alguien idea de lo que todo esto puede durar? Temo que mi experiencia sea muy escasa en lo referente a levantar edificios.

Wilkie y Scheer se enzarzaron en una discusión en voz baja. El primero no tardó en decir:

- No se preocupe demasiado por ello, jefe. Emplearemos fuerza.

- ¿Qué clase de fuerza?

- En su escritorio tiene usted un memorándum sobre ello. El control de la tracción y de la presión que hemos desarrollado sacándolo de los primeros experimentos de Ledbetter.

- Sí, mayor -añadió Scheer-. Puede usted confiar en nosotros. Yo mismo me cuidaré del trabajo. Con tractores y compresores en un campo no gravitatorio, el trabajo no tardará más que lo que se tarda en alzar un modelo en cartón. Yo, en suma, practicaré con un pequeño modelo de cartón antes de dedicarme al trabajo en grande.

- Perfectamente, muchachos -exclamó Ardmore sonriendo con la alegría del que tiene ante sí un duro a la vez que agradable trabajo-. Así me gusta oírles hablar a ustedes. De ahora en adelante, a trabajar de firme. ¡Váyanse! Thomas, quédese usted.

- Un momento, jefe -añadió Brooks, poniéndose en pie y siguiéndole-. ¿No podríamos…?

Atravesaron la puerta sin dejar de hablar.

A despecho del optimismo de Scheer acerca de la tarea de levantar un templo en la cima de la montaña y sobre la Ciudadela, el trabajo produjo inesperados dolores de cabeza. Ninguno de los que formaban el pequeño grupo tenía verdadera experiencia en grandes trabajos de construcción. Ardmore, Graham y Thomas no sabían absolutamente nada de tales cosas, aunque Thomas se había dedicado bastante a trabajos manuales, algunos de ellos del ramo de carpintería. Calhoun era matemático y opuesto por temperamento a la molestia de los trabajos manuales. Brooks tenía muy buena voluntad, pero era biólogo, no ingeniero. Wilkie, por su parte, era un brillante físico, y en el campo relacionado con su especialidad, un competente mecánico, podía proyectar con mucha facilidad los aparatos necesarios para el trabajo.

Sin embargo, Wilkie no había construido nunca puentes ni proyectado pantanos, ni había mandado brigadas de hombres sudorosos. A pesar de ello, el trabajo recayó sobre él en su totalidad por deseo de Hobson. Scheer no era lo suficientemente competente para construir un gran edificio; él creía que sí lo era, pero pensaba en términos de cosas pequeñas, herramientas, planos y otras cosas que servían para la preparación. Podía construir a escala reducida el modelo de un gran edificio, pero no entendía nada referente a la construcción en grande.

En suma, que Wilkie quedó encargado de todo.

Unos días después se presentó en el despacho de Ardmore con un rollo de dibujos debajo del brazo.

- ¿Se puede pasar, jefe?

- Claro. Entre, Bob. Tome asiento. ¿Cómo le va?

- ¿Cuándo empezamos a construir el templo? Mire, he estado pensando en otros medios para ocultar el hecho de que la Ciudadela se encuentra debajo del templo. ¿Cree usted que podremos arreglar el altar de tal manera que…?

- Excúseme, jefe…

- ¿Qué…?

- Podemos incorporar al proyecto todo lo que usted quiera, pero tenemos que puntualizar algo más sobre el proyecto total.

- Eso es cosa de usted. De usted y de Graham.

- Sí, señor. Pero… ¿cómo ha de ser de grande?

- Pues… no lo sé con exactitud. Tiene que ser grande -y Ardmore hizo un movimiento con ambas manos que incluía el suelo, las paredes y el techo-. Ha de producir impresión.

- ¿Qué le parece treinta pies en la dimensión más larga?

- ¿Treinta pies? ¡Eso es ridículo! No van ustedes a construir un tenderete de refrescos, sino el templo madre de una gran religión… Bueno, ya sé que no es así, pero ustedes han de imaginárselo. Tiene que producir un gran efecto a los panasiáticos. ¿Con qué inconveniente tropiezan? ¿Los materiales…?

Wilkie sacudió la cabeza.

- No. Con el aparato Ledbetter para transmitir elementos, no hay problema. Podemos utilizar la misma montaña para conseguir materiales.

- Eso es lo que siempre he pensado que harían ustedes. Extraer grandes trozos de granito y emplear sus rayos de tractores y compresores para colocarlos como si fueran ladrillos gigantescos.

- ¡Oh, no!

- ¿Por qué no?

- Sí, podríamos hacerlo, pero cuando estuviera acabado, su aspecto no nos gustaría mucho… Además, no sé cómo colocaríamos luego el techo. Lo que yo quería decir era no emplear el efecto Ledbetter para cortar o para transportar los materiales, sino para hacer por medio de una transmutación, los materiales que queramos. ¿Sabe usted? El granito se compone principalmente de óxido de silicio. Esto complica un poco las, cosas, pues ambos elementos se hallan muy cerca del extremo más bajo de la tabla periódica. A menos que nos tomemos el trabajo de desembarazarnos de una gran cantidad de exceso de energía… una tremenda cantidad, casi tanta como la que desarrolla la pila de fuerza de Memphis…, ya digo, a menos que nos arreglemos para desembarazarnos de toda esa fuerza, y hasta ahora no veo cómo lo podremos lograr…

- ¡Vaya al grano, hombre!

- Al grano voy, señor -contestó Wilkie en tono dolido-. Las transmutaciones hechas desde la cima o la parte baja de la escala periódica hacia el centro de ella desprenden energía, y a la inversa, absorben energía. A mediados del siglo pasado aprendieron a dar el primer paso, y en él se basaba la bomba atómica. Pero para realizar transmutaciones que proporcionen materiales de construcción, no se puede poner en libertad la energía como hace la bomba atómica o la pila de fuerza. Sería una complicación.

- ¡Así lo creo!

- Por lo tanto, tenemos que emplear el segundo paso, esto es, el sistema de absorción de energía. En realidad, llegaremos a un equilibrio entre ambos procedimientos. Tome usted el magnesio, por ejemplo. Está entre el silicio y el oxígeno. Las energías ligadas llevan implicadas…

- ¡Wilkie!

- ¿Qué, señor?

- Debe usted recordar que yo no pasé nunca del tercer grado. Ahora contésteme: ¿puede usted fabricar los materiales que necesita o no puede usted fabricarlos?

Wilkie contestó:

- ¡Oh, sí! Puedo fabricarlos, señor.

- Entonces… ¿para qué me necesita?

- Bien, señor. Está la cuestión de colocar el techo… y la del tamaño. Usted ha dicho que una dimensión de treinta pies para la superficie más grande no le sirve…

- No me sirve en absoluto. ¿Usted visitó la Exposición norteamericana? ¿Se acuerda de la sala de exhibiciones atómicas en general?

- Vi fotografías.

- Pues quiero algo tan majestuoso e impresionante como aquello, sólo que más grande. ¿Por qué se limita usted a los treinta pies?

- Bien, señor. Un panel de seis por treinta es lo más grande que puedo diseñar para que pase por la puerta y pueda doblar hacia el pasillo.

- Pues hágalo usted por medio del aparato de exploración.

- Ya he pensado en eso. Entonces utilizaré un panel de trece pies de ancho, que ya está bien, pero el máximo de largura será sólo de veintisiete pies. Hay una esquina que doblar entre el soporte y el aparato de exploración.

- ¡Hum…! Escuche, ¿no puede usted hacer prodigios con ese aparato mágico? Yo pensé que construirían ustedes el templo en secciones, que las harían primero abajo y luego las irían colocando encima del terreno, arriba.

- Esa era la idea. Sí, supongo que podremos hacer paredes tan grandes como las que usted desea. Pero escuche, mayor: ¿cuál es el tamaño que usted desea para el edificio?

- Lo quiero tan grande como puedan ustedes hacerlo.

- Pero… ¿qué tamaño?

Ardmore le dijo el tamaño que deseaba y Wilkie lanzó un silbido.

- Supongo que es posible hacer paredes de ese tamaño, pero… pero no encuentro ningún modo de colocar el tejado encima.

- Me parece que he visto edificios con más luz -afirmó Ardmore.

- Sí, naturalmente. Si usted me proporciona los servicios de ingenieros de construcción y de arquitectos e industria pesada para que nos hagan la armadura del tejado necesario para una abertura de luz adecuada, yo le haré un templo tan grande como el que desea. Pero Scheer y yo no podemos hacerlo solos, ni siquiera con la ayuda de los tractores y compresores, que se encargarán de las tareas pesadas. Lo siento, señor, pero no veo solución al problema.

Ardmore se puso en pie y apoyó una mano sobre el brazo de Wilkie.

- Quiere usted decir que no ha encontrado aún la solución. No se desanime, Bob. Además, me conformaré con lo que usted construya. Pero recuerde… que esto va a ser nuestra primera actuación pública, y mucho depende de ella. No podemos esperar producir gran impresión a nuestros conquistadores con una caseta de perro. Hágala usted tan grande como pueda. A mí me gustaría algo tan impresionante como la gran pirámide… Esto no es decirle que tenga usted que hacer una imitación de la gran pirámide.

Wilkie pareció preocupado.

- Intentaré cumplir sus órdenes, señor. Ahora me marcho y pensaré sobre ello.

- Muy bien.

Cuando Wilkie hubo salido, Ardmore se volvió a Thomas.

- ¿Qué piensa usted de esto, Jeff? ¿Pido demasiado?

- Lo que me estaba preguntando -contestó lentamente Thomas- es por qué da usted tanta importancia a ese templo.

- Bien, en primer lugar servirá de perfecta tapadera de la Ciudadela. Si hemos de hacer algo más que permanecer aquí y morirnos de viejos, vendrá el tiempo en que mucha gente tendrá que entrar y salir de aquí. No podríamos mantener secreto el escondite en tales circunstancias, así que tenemos que disponer de un motivo, de una tapadera. La gente estará siempre entrando y saliendo del templo, para orar… y para otras cosas. Yo quiero contar con una tapadera para esas otras cosas.

- Lo comprendo. Pero un edificio de treinta pies como máximo puede disimular muy bien una escalera secreta de la clase de sala de conferencias que está usted pidiendo al joven Wilkie.

Ardmore hizo un vivo ademán de contrariedad. ¡Maldita sea! ¿Es que nadie más que él se daba cuenta del valor de la propaganda?

- Escuche, Jeff -dijo-. Toda la cuestión depende de la impresión que causemos al principio. Si Colón se hubiera limitado a pedir una monedita de cobre, le hubiesen echado de palacio. Pero salió de él con las joyas de la corona. Tenemos que producir un efecto Impresionante.

- Supongo que así es -respondió Thomas sin la menor convicción.

Algunos días después, Wilkie pidió permiso para poder salir al exterior junto con Scheer. Sabiendo que no tenían intención de irse muy lejos, Ardmore concedió el permiso después de encargarles la máxima precaución.

Se reunió con ellos algún tiempo después. Ambos estaban atareados haciendo bajar por el pasaje principal que llevaba al laboratorio un enorme trozo de granito. Scheer iba haciendo sitio por las paredes y el techo por medio de los rayos tractores y compresores del proyector Ledbetter portátil que llevaba sobre su espalda, en una mochila. Wilkie había atado una cuerda alrededor del gran trozo de roca y lo guiaba como si se tratara de una vaca.

- ¡Dios mío! -exclamó Ardmore-. ¿Qué traen ustedes?

- Un trozo de montaña, señor.

- Ya lo veo. Pero… ¿por qué?

Wilkie mostró una expresión misteriosa.

- Mayor, ¿dispondrá usted más tarde de un poco de tiempo? Tenemos algo que mostrarle.

Wilkie telefoneó a Ardmore más tarde, mucho más tarde, y sugirió que Thomas le acompañase. Cuando ambos llegaron a la habitación llamada taller, se encontraron con todos los del grupo, excepto Calhoun. Wilkie les saludó y dijo:

- Con su permiso vamos a empezar, mayor.

- No sea usted tan rápido. ¿No piensa usted esperar al coronel Calhoun?

- Le invité, pero declinó la invitación.

- Empiece entonces.

- Sí, señor.

Wilkie se volvió hacia los demás y continuó:

- Este trozo de granito representa la montaña que hay encima de nosotros. Preparado, Scheer.

Wilkie se había colocado ante un proyector Ledbetter. Scheer estaba ya en otro. Los proyectores habían sido provistos con aparatos de mira y otros adminículos que Ardmore no pudo identificar. Scheer presionó unos botones y un rayo de luz en forma de lápiz surgió de su aparato.

Utilizando aquel rayo como si fuera una sierra, cortó la parte alta de la peña. Wilkie se hizo con el trozo separado mediante un tractor-compresor combinado y lo apartó a un lado. Luego empleó sus controles y el trozo quedó colgando en el aire. La superficie de la piedra estaba tan lisa como un pulido espejo.

- Esto es la base del templo -dijo Wilkie.

Scheer continuó tallando la piedra con su rayo, moviendo alrededor su proyector a medida que era necesario. La superficie superior se estaba volviendo ahora cuadrada; el cuadrado era la cima de una pirámide truncada de cuatro lados. Terminada la pirámide, empezó a tallar escalones en un lado de la figura.

- Ya está bien, Scheer -exclamó Wilkie-. Ahora vamos a hacer una pared. Prepare usted la superficie.

Scheer hizo algo con su proyector. No se vio ningún rayo, pero la superficie plana de arriba se volvió negra.

- Carbón -anunció Wilkie-. Diamantes industriales probablemente. Este es nuestro banco de trabajo. Muy bien, Scheer.

Wilkie movió por encima del banco un trocito de roca que se había desprendido. Scheer la talló y el trocito se fundió, cayó sobre la lisa superficie, se extendió hasta los bordes y quedó quieto. La superficie ofrecía ahora un blanco brillo metálico. Cuando se enfrió recortó Scheer cada ángulo, y luego, utilizando un compresor como tornillo de banco para unir aquello firmemente a la roca y otro como cuña movible, subió hacia arriba cada ángulo. La peña era ahora una caja profunda y abierta, un cuadrado de dos pies y una pulgada de profundidad. Wilkie la apartó a un lado y la dejó inmóvil en el aire.

A continuación se repitió la operación, pero esta vez no se formó una caja, sino una única lámina. Wilkie la apartó y colocó la caja sobre el pedestal.

- Ahora vamos a asar el pavo -anunció Wilkie.

Cogió el trozo suelto y lo colocó sobre la abierta caja. Luego dirigió un rayo sobre él. El trozo no tardó en fundirse, extendiéndose por el fondo.

- El granito es prácticamente cristal -anunció Wilkie-, y lo que nosotros deseamos es cristal esmerilado, así que no realizamos la transmutación completa… sino sólo una parte, para que los gases pongan el esmerilado. Eche usted un poco de nitrógeno, Scheer.

El maestro sargento asintió con la cabeza e irradió la mezcla durante un segundo. El interior hirvió de espuma, llenando la caja hasta el borde. Luego se enfrió.

Wilkie alzó en el aire la lámina sencilla y la colocó encima de la caja llena. La cubierta quedó un poquito desigual.

- Hay hierro en ella, Scheer -anunció Wilkie.

La lámina se puso roja y se colocó muy bien, apretada y allanada por una mano invisible. Scheer anduvo a su alrededor con su proyector, sujetando adecuadamente la tapa a la caja. Cuando hubo terminado, Wilkie cogió la caja y la colocó sobre el pedestal. Mientras su ayudante, empleando el proyector, la sujetaba allí, Wilkie se dirigió al otro extremo de la habitación, donde un lienzo alquitranado cubría algo muy voluminoso que estaba sobre un banco.

- Para ahorrar tiempo y como práctica, hemos hecho cuatro antes -explicó Wilkie levantando la tela.

Lo que ésta cubría eran cuatro paneles, colocados como emparedados, exactamente iguales al que acababan de hacer. Pero no los tocó. En lugar de ello, Scheer los fue levantando uno tras otro con el proyector y formó un cubo, colocando luego aquel nuevo panel como fachada y el pedestal como fondo de cubo. Wilkie volvió a su proyector y mantuvo la estructura en el aire mientras Scheer soldaba todos los extremos.

- Scheer es mucho más cuidadoso que yo -explicó Wilkie-. Por eso le dejo hacer las cosas más difíciles. Muy bien, Scheer. ¿Qué le parece una puerta?

- ¿De qué tamaño? -gruñó el sargento hablando por vez primera.

- Lo dejo a su juicio. Aunque creo que estaría bien de ocho pulgadas de alta.

Scheer gruñó algo de nuevo, pero talló una abertura rectangular en la fachada que daba al lugar donde antes había tallado los escalones. Cuando acabó, Wilkie anunció:

- Aquí tiene usted su templo, patrón.

Ninguna mano humana había tocado el modelo ni hecho nada sobre él desde el principio al fin.

Sonaron unos aplausos que parecieron producidos por más de cinco personas. Wilkie se puso colorado y Scheer movió los músculos de sus mandíbulas. Todos rodearon el modelo.

- ¿Resulta caliente? -inquirió Brooks.

- No -contestó Mitsui-. Lo acabo de tocar.

- No me refiero a eso -dijo Brooks.

- No, no resulta caliente -le tranquilizó Wilkie-. Con el proceso Ledbetter nada resulta caliente, es decir, radioactivo. Son isótopos estables, ¿sabe usted?

Ardmore, que se había inclinado para ver el modelo, se irguió.

- ¿Debo suponer que intentan ustedes hacer esto a la intemperie? -preguntó.

- ¿No le parece bien? Naturalmente, podemos hacer abajo paneles pequeños para luego montarlos arriba… pero eso nos llevaría tanto tiempo para cada uno de ellos como hacer directamente uno grande. Además, no estoy seguro de poder hacer el techo en pequeñas unidades. Paneles en plan de emparedados como éstos es la más ligera, fuerte y rígida estructura que podemos emplear. Precisamente el problema que era para nosotros colocar ese techo de arco tan abierto que usted nos pidió, fue lo que nos obligó a adoptar este sistema de trabajo.

- Hagan lo que les parezca. Estoy seguro que saben lo que tienen entre manos.

- Naturalmente -admitió Wilkie-. Puedo acabar esto en poco tiempo. Esto es sólo la cáscara. No sé el tiempo que se tardará en vestirla.

- ¿Vestirla? -preguntó Graham-. ¿Vestirla cuando ha logrado usted una hermosa y sencilla forma que no necesita adornos? El cubo es una de las formas más puras y más bellas.

- Estoy de acuerdo con Graham -dijo Ardmore-. Este es el templo, tal como está aquí. Nada produce más efecto que una gran masa llena de sencillez. Cuando uno logra algo sencillo y efectivo, no debe abandonarse.

Wilkie se encogió de hombros.

- Yo no sé nada. Pensé que usted deseaba algo de mucha fantasía.

- Esto está lleno de fantasía. Pero escuche, Bob, hay algo que me extraña. No crea que es ninguna crítica… Tanto valdría criticar «Los Días de la Creación»… Pero contésteme a esto: ¿por qué va usted a correr el riesgo de salir al exterior? ¿Por qué no se mete usted en una de las habitaciones vacías, quita usted las paredes y usa ese mágico cuchillo para tallar un templo de granito en el mismo corazón de la montaña?

Wilkie pareció como herido por el rayo.

- Jamás pensé en eso -contestó.

CAPÍTULO V

Un helicóptero de patrulla se trasladaba lentamente hacia el sur procedente de Denver. El teniente panasiático que lo mandaba consultó un mapa aéreo en mosaico recientemente construido e indicó al piloto hacia dónde tenía que dirigirse. Sí, allí estaba: un gran edificio de forma cúbica que se alzaba sobre una montaña. Había sido descubierto por el servicio nuevo Reino Occidental y se le encargó al teniente que fuera a echar una mirada.

Al teniente le pareció que aquel trabajo era una cuestión de pura rutina. Aunque el edificio no figuraba en los archivos del distrito administrativo en que estaba situado, no había en esto nada de extraño. El recién conquistado territorio tenía una extensión enorme, y los aborígenes, con su forma de actuar indisciplinada tan característica de todas las razas inferiores, no solían poseer informes exactos en nada. Se tardarían años antes de que todo lo de aquel país tan atrasado, estuviera debidamente catalogado, ya que aquella gente pálida y anémica mostraba una resistencia casi infantil a aceptar los beneficios de la civilización.

Sí, aquella sería una labor larga, quizás más larga que la fusión de la India. Suspiró para sí mismo. Aquella mañana había recibido una carta en la que su esposa principal le informaba que su segunda esposa le había obsequiado con un hijo varón. ¿Debería solicitar ser clasificado como colonizador permanente para que su familia pudiera reunírsele o bien tenía que rezar para que le dieran un permiso que seguramente tardarían mucho en concederle?

¡Pero aquellos no eran pensamientos dignos de un hombre que se halla al servicio del celestial emperador! Recitó para sí mismo los Siete Principios de la Raza Guerrera y luego indicó al piloto una pequeña plataforma donde podían aterrizar.

El edificio era aún más impresionante visto desde el suelo, una gran masa sin fracciones que alcanzaba muy bien las doscientas yardas en todas sus dimensiones. La fachada que se alzaba ante ellos brillaba con un tono monocromático verde esmeralda, a pesar de que no tenía el sol enfrente sino a la espalda. El teniente veía muy poco de la pared de la derecha: era dorada.

Su grupo, formado por una escuadra, salió del helicóptero tras el teniente, y tras del grupo apareció el guía montañero contratado especialmente para aquel servicio. El teniente habló en inglés al hombre blanco.

- ¿Había visto usted este edificio antes de ahora?

- No, amo.

- ¿Y por qué no?

- Esta parte de la montaña es nueva para mí.

El hombre mentía sin duda, pero no servía de nada castigarle. El teniente no pensó más en ello.

- Vamos -dijo.

Ascendieron con firmeza por la escalera hacia el inmenso cubo ante el que un tramo de escalones, más anchos aún que el mismo cubo, llevaba a su fachada principal. El teniente titubeó un instante antes de empezar a subir aquellas gradas. Se daba cuenta de que se había producido una sensación general de inquietud, de vago temor, como si una voz le advirtiera de un peligro sin nombre.

Por fin puso el pie en el primer escalón. Una única nota, muy clara, rodó a lo largo de toda la garganta. Inmediatamente la sensación de inquietud aumentó hasta convertirse en terror irracional. El teniente notó que sus hombres estaban poseídos por el miedo. Resueltamente subió un segundo escalón. Otra nota diferente lanzó sus ecos a través de las colinas.

El teniente continuó subiendo firmemente el largo tramo; sus hombres le siguieron a regañadientes. Un largo lento, majestuoso e infinitamente trágico puso su ritmo a aquella trabajosa ascensión… trabajosa porque los escalones eran muy anchos y empinados. La sensación de un desastre inevitable, de una maldición de la que no se podía escapar, fue haciéndose cada vez mayor al tiempo que se aproximaban al edificio.

Las puertas, de gran tamaño, se iban abriendo lentamente mientras el teniente subía. Cuando se abrieron del todo apareció en el umbral una figura humana, un hombre, vestido con una túnica color esmeralda que le llegaba hasta el suelo. Un blanco cabello y una barba flotante enmarcaban un rostro de expresión digna lleno de benevolencia. Avanzó majestuosamente desde el umbral, llegando a la parte alta de los escalones en el momento en que el teniente alcanzaba también aquel lugar. Este último notó asombrado que un halo luminoso rodeaba la cabeza del anciano. Pero tuvo poco tiempo para reflexionar sobre ello: el viejo había alzado su mano derecha con ademán de bendición y dijo:

- ¡La paz sea con vosotros!

¡Así que se trataba de aquello! La sensación de terror, de miedo irracional, huyó de los panasiáticos como si alguien hubiera hecho funcionar un interruptor. El teniente, al sentir aquel alivio, miró a aquel miembro de una raza inferior -evidentemente se trataba de un sacerdote- con una cordialidad reservada sólo para sus iguales. Recordó las admoniciones que les habían enseñado para tratar con gente de religiones inferiores.

- ¿Cómo se llama este lugar, santo hombre?

- ¡Os encontráis en el umbral del templo de Mota, el señor de los señores y el señor de todo!

- ¿Mota? ¡Hum!

El teniente no recordaba aquel dios, pero no importaba. Aquellas criaturas tan tontas tenían mil extraños dioses. Los esclavos requerían tres cosas: comida, trabajo y sus dioses, y de las tres cosas sus dioses era la que menos se les debía quitar, pues podían haber trastornos. Así que comenzó a hacer las preguntas de precepto por pura rutina.

- ¿Quién eres?

- Soy un humilde sacerdote, el primer servidor de Shaam, señor de la paz.

- ¿Shaam? Pensé que habías dicho que tu dios es Mota.

- Servimos al dios Mota en seis de sus mil representaciones. Tú le sirves también a tu manera. Incluso el Celestial Emperador le sirve a la suya. Yo tengo asignados mis deberes con el señor de la Paz.

El teniente pensó que el viejo se acercaba peligrosamente a la traición, si no a la blasfemia. Sin embargo, sabía que podía ser aquello de que los dioses tuvieran muchos nombres, y el nativo no se sentía dispuesto a armar jaleo.

- Muy bien, viejo santo. El celestial emperador te permite servir a tu dios tal como tú le ves. Pero yo debo inspeccionar sirviendo al imperio. Apártate.

El viejo no se movió. Con ademán de mansedumbre contestó:

- Lo siento mucho, amo. Pero no puede ser.

- Pues debe ser. ¡Apártate!

- Por favor, amo. ¡Te lo suplico! No es posible que penetres aquí. Mota es el señor de los hombres blancos. Vosotros podéis ir a vuestro templo, pero no podéis penetrar en éste. Representa la muerte para los que no creen en él.

- ¿Me amenazas?

- No, amo, no. Nosotros servimos al emperador, tal como nuestra fe nos ordena. Pero esto lo prohíbe el mismo Mota. Si contravinieses sus órdenes, yo no podré salvarte.

- ¡En nombre del emperador… apártate!

El teniente avanzó firmemente atravesando la amplia terraza que llevaba hacia la puerta, con su escuadra tras él. Un terror pánico se adueñó de su ánimo, aumentando de intensidad al tiempo que se acercaba a la gran puerta. Su corazón pareció encogerse y un loco deseo de huir se alzó en su interior sin motivo alguno al parecer. Sólo el fatalista valor que le había dado su entrenamiento evitó que huyera. A través de la puerta distinguió una amplia y vacía nave, y al extremo de ella un altar bastante grande, pero que parecía pequeño dadas las gigantescas proporciones del edificio. Las paredes del interior brillaban, cada una de ellas con su propia luz y color: roja, azul, amarilla, dorada. El techo era de un perfecto blanco sin mácula, y el suelo de un negro igualmente perfecto.

«No hay nada que temer aquí -se dijo el teniente-. Este ilógico y horrible miedo es una debilidad impropia de un guerrero». Y atravesó el umbral. Al momento sintió un mareo, un relámpago de terrible inseguridad, no tardando en caer al suelo.

Su escuadra, que le pisaba los talones, no esperó a ser advertida y todos cayeron a su vez.

Ardmore salió de su escondite.

- ¡Magnífico trabajo, Jeff! -dijo-. ¡Parecía estar en un escenario!

El viejo sacerdote abandonó su prosopopeya.

- Gracias, jefe. ¿Qué sucederá ahora?

- Tendremos tiempo para pensar en ello.

Ardmore se volvió hacia el altar y gritó:

- ¡Scheer!

- ¿Qué, señor?

- ¡Cierre el ciclo de catorce notas! -contestó Ardmore, y volviéndose a Thomas, continuó-: Esas malditas notas me llenan de horror aun cuando sé de lo que se trata. Imagino qué efecto le habrán causado a nuestro amigo.

- Creo que estaba horrorizado. Nunca pensé que llegara hasta el umbral.

- No tengo nada que decir contra él. Cuando oigo esas notas, yo mismo siento deseos de aullar como un perro. Ya he ordenado. Ya he ordenado que desconecten. No hay nada como el miedo a algo que no se comprende para que un hombre se derrumbe. Bien, hemos cogido un oso por la cola. Ahora hay que imaginar un medio para deshacernos de…

- ¿Y… él? -preguntó Thomas señalando con la cabeza al montañero, que continuaba en pie cerca de la parte alta de los grandes escalones.

- ¡Ah, sí!

Ardmore emitió un silbido y gritó:

- ¡Eh, usted! ¡Venga aquí!

El hombre titubeaba y Ardmore añadió:

- ¡Maldita sea! ¡Somos blancos! ¿No lo ve?

El hombre contestó:

- Sí lo veo. ¡Pero esto no me gusta!

Sin embargo, se aproximó lentamente.

- Esto es un juego de niños que hemos preparado en beneficio de nuestros hermanos amarillos -explicó Ardmore-. ¿No lo comprende usted aún? ¿No quiere jugar con nosotros?

Por entonces los otros miembros del personal de la Ciudadela se habían reunido ya alrededor de los panasiáticos. El guía observó sus rostros uno tras otro.

- Parece que no tengo otro remedio -contestó.

- Quizás no. Pero a nosotros nos gusta más tener un voluntario que un prisionero.

El montañero, que estaba mascando tabaco, lo llevó de la mejilla izquierda a la mejilla derecha y miró el inmaculado pavimento buscando un sitio en donde escupirlo. Al fin decidió no hacerlo y contestó:

- ¿En qué consiste el juego?

- Es algo que hemos organizado contra nuestros amos los asiáticos. Planeamos deshacernos de ellos… con ayuda de Dios y del gran señor Mota.

El guía miró de nuevo a su alrededor y, súbitamente, alzó una mano y dijo:

- Jugaré con ustedes.

- Perfectamente -repuso Ardmore tomándole la mano-. ¿Cómo se llama usted?

- Howe. Alexander Hamilton Howe. Los amigos me llaman Alec.

- Muy bien, Alec. Ahora… ¿qué es lo que sabe usted hacer? ¿Cocinar?

- Un poco.

- Perfecto.

Ardmore se volvió y añadió:

- Graham, de momento aquí tiene usted a su hombre. Ya hablaré con él más tarde. Ahora… Jeff, ¿no le parece a usted que uno de esos monos tardó bastante en caer?

- Quizás. ¿Por qué?

- Era éste, ¿verdad?

Y tocó con el pie una de las figuras extendidas en el suelo.

- Así lo creo.

- Muy bien. Voy a reconocerle antes de que nos llevemos a todos. Si fuera mongol, habría caído en seguida. Doctor Brooks, ¿quiere provocar en este individuo unos cuantos reflejos? Y no se muestre demasiado considerado.

Brooks dio al caído unos golpecitos con mucho miramiento. Al observarlo, Ardmore se agachó y apoyó su pulgar con firmeza sobre el nervio de debajo de la oreja. En el acto, el soldado se irguió ligeramente y se puso de rodillas.

- Muy bien, soldado. Explíquese -le dijo Ardmore.

Pero el soldado le miró con expresión impasible. Ardmore estudió su rostro durante un instante y luego hizo un rápido gesto que los otros no vieron, estaba vuelto de espaldas hacia ellos.

- ¿Por qué no me lo dijo usted antes? -preguntó el soldado panasiático.

- Yo diría que se trata de un buen trabajo de maquillaje -comentó admirado Ardmore-. ¿Cómo se llama y cuál es su graduación?

- Se trata sólo de tatuaje y de cirugía plástica -contestó el otro-. Me llamo Downer y soy capitán del Ejército de los Estados Unidos.

- Yo me llamo Ardmore. Mayor Ardmore.

- Mucho gusto en conocerle, mayor.

Cambiaron un apretón de manos.

- Mejor dicho, infinito gusto en conocerle -continuó el resucitado panasiático-. Estoy sobre ascuas desde hace meses, preguntándome a quién y cuándo tendría que informar.

Ardmore le dijo:

- Bien, nos va usted a ser muy útil. Esto es una organización de disfraces. Pero ahora tengo mucho trabajo. Ya hablaremos más tarde.

Se volvió hacia los demás.

- Caballeros -continuó Ardmore-. Ahora viene el segundo acto. Quítense el maquillaje el uno al otro. Wilkie, cuide de que Howe y Downer no estén a la vista. Vamos a volver a la vida a nuestros dormilones invitados.

Todos empezaron a moverse. Downer tocó en la manga a Ardmore.

- Un momento, mayor. No conozco sus planes, pero antes de seguir adelante… ¿está usted seguro de que no desea que continúe con mi actual disfraz?

- ¿Eh? ¡Hum! Creo que tiene usted razón. ¿Está usted deseoso de ello?

- Estoy dispuesto, si ha de ser útil -contestó escuetamente Downer.

- Será útil. Thomas, venga aquí.

Los tres celebraron una breve conferencia y convinieron un plan para que Downer pudiera comunicarse por medio de los hobos. Además, Ardmore le explicó muchas cosas acerca de lo que habían preparado y que él necesitaba saber.

- Bien, buena suerte, muchacho -concluyó-. Échese ahí y hágase el muerto mientras nosotros reanimamos a sus compañeros.

Thomas, Ardmore y Calhoun atendieron al teniente panasiático. Cuando éste abrió los ojos, Thomas exclamó con voz cantarina:

- ¡Gracias sean dadas! ¡El Amo vive!

El teniente miró a su alrededor y sacudió la cabeza. Luego buscó su arma.

Ardmore, impresionante con sus vestiduras de Dis, señor de la destrucción, alzó una mano.

- ¡Cuidado, Amo, por favor! He logrado con mis plegarias que el dios Dis te vuelva a la vida. No le ofendas ahora de nuevo.

Tras de titubear, el asiático preguntó:

- ¿Qué ha sucedido?

El «gran sacerdote» contestó:

- Pues que el dios Mota, actuando a través de Dis, el destructor, te tomó para sí. Nosotros rogamos y sollozamos y pedimos a la bendita Tamar, diosa de la misericordia, que intercediera por nosotros.

Dicho esto, Ardmore dirigió un brazo hacia la abierta puerta. Wilkie, Graham y Brooks, todos ellos adecuadamente vestidos, se hallaban arrodillados ante el altar.

- Por fortuna nuestra plegaria ha sido atendida -continuó Ardmore-. ¡Id en paz!

Scheer, en el panel de control, aprovechó el momento para aumentar el volumen del ciclo de catorce notas. Lleno su corazón de indecible miedo, confuso, aturdido, el teniente decidió obedecer. Reunió a sus hombres en torno suyo y todos empezaron a descender el ancho tramo de escalones, colosal órgano que les seguía con un terrible acompañamiento del que no podían deshacerse.

- Bien, ya está -exclamó Ardmore cuando el pequeño grupo desapareció en la lejanía-. El primer asalto lo han ganado los dioses. Thomas, querría que se dirigiera usted en seguida a la ciudad.

- ¿Sí?

- Con su túnica y con todos los adornos. Busque al jefe principal y formule una queja formal diciendo que el teniente Carahedionda ha profanado con toda intención nuestros lugares sagrados, atrayendo la gran indignación de nuestros dioses, y pida seguridades de que eso no volverá a repetirse. Debe usted mostrar una gran firmeza… ya sabe: una justa indignación. Pero al mismo tiempo… ¡oh!, mucho respeto hacia la autoridad temporal.

- Aprecio la confianza que pone usted en mí -contestó Thomas con sonrisa irónica.

Ardmore sonrió asimismo.

- Sé que el que le hago es un encargo difícil, compañero, pero mucho de nuestro futuro depende de ello. Si podemos valernos de sus propias costumbres y reglas para establecer desde ahora un precedente que nos convierta en miembros de una religión legítima, digna de todas las habituales inmunidades, tendremos ganada la mitad de la batalla.

- Suponga que me piden mi tarjeta de identidad.

- Si usted se presenta a ellos con suficiente arrogancia, no se la pedirán. Piense en una típica mujer de club e intente imitar su prosopopeya. Quiero que se acostumbren a la idea de que cualquier que luzca esas túnicas y el halo lleva en su apariencia su propia identificación. Esto nos salvará en el futuro de más de un conflicto.

- Lo intentaré… Pero no prometo nada.

- Creo que usted puede llevar a cabo lo que le pido. De todos modos, va usted equipado con suficiente material para estar seguro. Abra el conmutador del escudo que le protege siempre que se encuentre cerca de alguno de ellos. No haga ostentación de ello; simplemente deje que ellos lo noten al acercarse a usted… Se trata de un milagro… y no necesita explicación.

- Perfectamente.

El informe que dio el teniente no satisfizo a sus superiores. En realidad tampoco le satisfacía a él. Experimentaba la aguda sensación de la pérdida del honor personal, del prestigio militar, y las palabras que le dirigió su inmediato superior no fueron a propósito para que lo olvidara.

- Usted, un oficial del Ejército del celestial emperador, ¿cómo ha podido achicarse ante ojos de una raza inferior? ¿Qué tiene usted que decir?

- ¡Que me perdone, señor!

- No me pida perdón a mí… Este es un asunto que tiene que ventilar con sus antepasados.

- ¡Lo comprendo, señor! -contestó el teniente acariciando el corto sable que pendía de su costado.

- No, no tenga prisa. Quiero que relate usted en persona los hechos al delegado del emperador.

El delegado del emperador, gobernador militar de aquella región, que incluía Denver y la Ciudadela, no se sintió más complacido que el superior jerárquico del teniente.

- ¿Qué es lo que le impulsó a penetrar en ese santo lugar? Esa gente es excitable, como niños. Su acción habría podido ser la causa lamentable del asesinato de personas más valiosas que usted. No nos podemos permitir desperdiciar esclavos sólo para darles una lección.

- Soy indigno, señor.

- No lo discuto, desde luego. Puede usted retirarse.

El teniente se marchó, pero no a reunirse con su familia, sino con sus antepasados.

El delegado imperial se volvió hacia su ayudante.

- Seguramente recibiremos una queja de ese culto. Cuide de que el que presente la queja sea apaciguado y que le aseguren que sus dioses no serán molestados. Anote las características de la secta y haga circular una orden para que se muestren amables con ellos. -Suspiró-. ¡Esos salvajes y sus falsos dioses! Estoy cansado de ellos. Sin embargo, son necesarios. Los sacerdotes y los dioses de los esclavos luchan siempre al lado de los amos. Es la ley de la naturaleza.

- Usted lo ha dicho, señor.

Ardmore sintió gran contento cuando Thomas regresó a la Ciudadela. A despecho de su confianza en la habilidad de Jeff para desenvolverse en un aprieto, a despecho de las seguridades dadas por Calhoun a propósito de que el escudo protector, manejado apropiadamente, protegía al que lo llevaba contra todo lo que los panasiáticos pudieran hacerle, Ardmore estuvo muy nervioso durante el tiempo que Thomas estuvo fuera para presentar la queja a las autoridades asiáticas. Después de todo, la actitud de los panasiáticos en lo tocante a la religión era más de mera tolerancia que de aliento.

- ¡Bienvenido, muchacho! -gritó dándoles golpes en la espalda-. Me alegro de ver de nuevo su feo rostro… Dígame: ¿qué ha sucedido?

- Déme tiempo para quitarme este albornoz tan estrafalario, y se lo contaré. ¿Tiene un cigarrillo? Este es el inconveniente de ser santo. Los santos no fuman.

- Claro. Aquí tiene. ¿Ha comido usted algo?

- No desde hace bastante tiempo.

Ardmore llamó por teléfono a la cocina.

- Alec, traiga a escape algunas golosinas para el teniente Thomas. Y diga a todos que si vienen a mi despacho oirán lo que tiene que contar.

- Pregúntele si tiene aguacates.

Así lo hizo Ardmore.

- Me contesta que los tiene en el congelador, pero que descongelará uno -dijo dirigiéndose a Thomas-. Ahora oigamos su historia. ¿Qué es lo que le dijo Caperucita Roja al lobo?

- Bien… Casi no va usted a creerlo, jefe. Pero el caso es que no he tenido el menor contratiempo. Cuando llegué a la ciudad me fui derecho al primer policía panasiático que vi, bajé de la acera y adopté la clásica posición de bendecir: mi mano izquierda caída y la derecha en alto como si fuera a palmotear al aire… Nada de eso de las manos juntas y la cabeza gacha que los hombres blancos han de adoptar. Luego dije: «¡Que la paz sea contigo! ¿Querrá el amo dirigir a su siervo hacia el lugar donde se alza el gobierno del celestial emperador?» No sé si entendía bien el inglés. Pareció asombrado por mis modales y llamó a otra cara chata para que le ayudase. Este otro sabía más inglés y yo repetí mi pregunta. Ellos cambiaron más palabras empleando ese sonsonete que emplean para hablar, y luego me condujeron al palacio del delegado del emperador. Fue un verdadero desfile: llevaba uno a cada lado y yo marchaba tan rápido que siempre me mantenía un poco delante de ellos.

- Buena táctica -dijo Ardmore en tono de aprobación.

- Así lo pensé. De todos modos, me llevaron allá y yo dije lo que tenía que decir a un oficial de poca graduación. Los resultados me sorprendieron: me condujeron directamente hasta el mismo delegado.

- ¿Qué dice usted?

- Espere un momento. Ahora viene lo bueno. Admito que estaba un poco asustado, pero me dije a mí mismo: «Jeff, muchacho, si ahora pierdes la serenidad, no saldrás vivo de aquí». Sé que un hombre blanco ha de arrodillarse ante un oficial de ese rango, pero no lo hice. Le lancé la misma majestuosa bendición que había lanzado a los otros. ¡Y él se quedó tan satisfecho! Me miró y me dijo: «Te agradezco tu bendición, santo hombre. Puedes aproximarte». Entre paréntesis, habla un inglés excelente. Bien, di una versión razonablemente cuidada de lo que había sucedido, la versión oficial, se entiende, y él me hizo unas cuantas preguntas.

- ¿Qué clase de preguntas?

- En primer lugar, deseaba saber si mi religión reconocía la autoridad del emperador. Yo le aseguré que sí y que nuestros feligreses se hallaban dispuestos en absoluto a obedecer a la autoridad temporal en todos los asuntos temporales, pero que nuestro credo nos mandaba rendir culto a los verdaderos dioses a nuestra manera. Luego le endilgué una larga explicación teológica. Le dije que todos los hombres adoran a Dios, pero que Dios se presenta de mil maneras distintas y que cada una de ellas es un misterio. Dios, en su sabiduría, se aparece a las diferentes razas con atributos distintos, «ya que los siervos y los amos no han de rendir culto de la misma manera». A causa de esto, los seis atributos de Mota, que son el mismo Mota, Shaam, Mens, Tamar, Barmac y Dis, que a su vez tienen seis atributos cada uno de ellos, han sido dejados para el hombre blanco, lo mismo que el celestial emperador es un atributo reservado para la raza de los amos.

- ¿Y cómo tomó él la cosa?

- Me parece que pensó que se trataba de una doctrina muy firme… a propósito para los esclavos. Me preguntó qué era lo que hacía mi iglesia además de celebrar servicios religiosos y yo le contesté que nuestro principal deseo era amparar al pobre y al enfermo. Mi interlocutor pareció complacido al oír esto. Tengo la impresión que nuestros graciosos conquistadores se van a sentir aliviados de un serio problema.

- ¿Aliviados? ¿Es que se encontraban enfermos?

- No es eso exactamente. Pero si meten prisioneros en campos de concentración, tienen que alimentarles de algún modo. Su economía interna está en mala situación y aún no han encontrado el modo de enderezarla. Creo que aceptarán complacidos un movimiento que les alivie de la preocupación de cómo alimentarán a los esclavos.

- ¡Hum! ¿Algo más?

- No mucho más. Yo le aseguré de nuevo que nosotros, como jefes espirituales, tenemos prohibido por nuestra doctrina mezclarnos en política, y él me aseguró que en el futuro no seríamos molestados. Luego me despidió. Yo repetí mi bendición, le volví la espalda y salí de la habitación.

- Me parece -dijo Ardmore- que su visita le dejó muy complacido.

- No estoy del todo seguro, jefe. Ese viejo sinvergüenza, pues no lo es… desde su punto de vista. Se trata de un hombre de Estado. Tengo que admitir que me impresionó. Esos panasiáticos no deben de ser estúpidos; han conquistado y conservan medio mundo, centenares de millones de personas. Si toleran las religiones locales es porque saben que eso es una medida de político listo. Tenemos que seguir haciéndoles creer que así es en nuestro caso, que se muestran con nosotros listos y experimentados administradores.

- No hay duda de que tiene usted razón. Debemos procurar por todos los medios no desestimarles.

- Aún no he terminado. Otra escolta me recogió al salir del palacio y se me puso a los lados. Yo caminaba sin prestarles atención. En mi paseo por la ciudad pasé por el mercado central. Había allí centenares de blancos alienados formando colas, esperando una oportunidad para comprar comida con ayuda de la tarjeta de racionamiento. Se me ocurrió una idea y decidí probar hasta dónde llegaba mi inmunidad. Me detuve, me subí sobre un cajón y empecé a predicarles.

Ardmore dejó escapar un silbido.

- ¡Caramba, Jeff, no debió correr ese riesgo!

- Pero, mayor, yo necesitaba saber cosas, y estaba seguro de que lo peor que me podía ocurrir era que me hicieran callar.

- Bien… sí, supongo que sí. De todos modos, el trabajo requería que se corrieran riesgos, y usted tenía que seguir sus propios impulsos. El atrevimiento era el plan más seguro. Siento haber hablado… ¿Qué ocurrió?

- Mi escolta pareció al principio sorprendida y sin saber qué hacer. Yo me adelanté firmemente en mi cajón mientras les observaba con el rabillo del ojo. Pronto se reunió a la escolta otro tipo que parecía ser su jefe. Celebraron una conferencia entre ellos y a poco se marchó el jefe de los policías. Volvió a los pocos minutos y permaneció allí, sin dejar de observarme. Yo pensé que había telefoneado y había recibido instrucciones de dejarme tranquilo.

- ¿Y cómo tomó aquello la multitud?

- Creo que lo que más les impresionó fue el aparente hecho de que un hombre blanco rompiera las órdenes de los conquistadores y se saliera con la suya. No es que intentase decirles muchas cosas. Me atuve a mi texto.

»-¡El Discípulo se acerca! -empecé.

»Luego bordé la cosa con un montón de brillantes generalidades. Les dije que fueran buenos niños y buenas niñas y que no tuvieran miedo, pues el discípulo iría a alimentar al hambriento, a curar al enfermo y a consolar al triste.

- ¡Hum! Bueno, ahora que ya ha empezado usted a hacer promesas, lo mejor que podemos hacer es prepararnos para cumplirlas.

- A eso iba, jefe. Creo que lo mejor sería establecer cuanto antes en Denver una iglesia filial de ésta.

- Pero carecemos de personal suficiente para empezar a organizar filiales.

- ¿Está usted seguro? No me gusta poner mi opinión contra la suya, pero no veo cómo podemos ganar muchos reclutas si no vamos adonde se encuentran los posibles reclutas. Todo está ya preparado. Puede usted estar seguro de que en Denver todos los hombres blancos hablan ya del viejo santón con halo -¡un halo, fíjese usted bien!- que predicó en la plaza del mercado y a quien los asiáticos no se atrevieron a hacer callar. ¡Los podremos reclutar a montones!

- Bien… Quizás tenga usted razón…

- Creo que sí. Admito que no pueda usted prescindir del personal regular de la Ciudadela, pero creo que podemos hacer lo siguiente: yo iré a la ciudad junto con Alec, buscaremos un edificio que pueda transformarse en templo y empezaremos a celebrar servicios. Al principio utilizaremos las unidades de fuerzas transportables, y Scheer puede ir más tarde, arreglar el interior del templo y poner una unidad apropiada en el altar. Una vez las cosas estén ya en marcha, yo puedo delegar en Alec el trabajo de rutina. Él será el sacerdote local de Denver.

Durante la conversación entre Ardmore y Thomas, los otros habían entrado uno tras otro. Ardmore se volvió ahora hacia Alec Howe.

- ¿Qué le parece, Alec? -dijo-. ¿Cree usted que puede adoptar el aspecto de sacerdote, predicar y sermonear, organizar actos de caridad, etc., etc?

El guía montañero tardó en contestar.

- Creo, mayor, que preferiría seguir con el empleo de ahora.

- Pero si no le costará mucho -le aseguró Ardmore-. Thomas y yo le escribiremos los sermones. El resto consistirá en su mayor parte en mantener la boca cerrada y los ojos abiertos, y en enviar para acá personas a propósito para ser alistadas.

- Los sermones no me preocupan, mayor. Sé predicar un sermón. Fui predicador laico en mi juventud. Lo que sucede es que no puedo compaginar esta religión falsa con mi conciencia. Ya sé que el propósito que les guía a ustedes vale la pena y yo estoy dispuesto a ayudarles. Pero preferiría continuar en la cocina.

Ardmore reflexionó sobre estas palabras antes de contestar. Al fin, con voz grave, dijo:

- Alec, creo que comprendo su punto de vista. No puedo pedir a ningún hombre que haga algo en contra de su propia conciencia. Pero en realidad, si hemos adoptado el disfraz de una religión, ha sido sólo para luchar por los Estados Unidos. ¿Le prohíbe su fe luchar por su patria?

- No, no me lo prohíbe.

- La mayor parte de su trabajo como sacerdote de esta iglesia será ayudar al necesitado. ¿No concuerda esto con su credo?

- Naturalmente que sí. He aquí por qué no puedo hacerlo en nombre de un falso dios.

- Pero… ¿se trata realmente de un falso dios? ¿Cree usted que a Dios le importa mucho el nombre que uno le dé, mientras le parezca aceptable el trabajo que se lleve a cabo? Fíjese bien en esto -añadió Ardmore rápidamente-, yo no digo que este templo que hemos erigido aquí sea necesariamente la casa del Señor, pero… ¿no importa más en el culto lo que se siente en el corazón que las formas verbales y las ceremonias que se utilicen?

- Eso es verdad, mayor. Todo lo que usted ha dicho es el Evangelio… Pero es que… no acabo de convencerme…

Ardmore observó que Calhoun escuchaba todo esto con una impaciencia apenas disimulada. Decidió apresurar las cosas.

- Alec, ahora quiero que se retire usted y reflexione profundamente sobre lo que le he dicho. Venga a verme mañana. Si usted no compagina este trabajo con su conciencia, yo le disculparé, teniéndole por un objetador digno y consciente. Ni siquiera será necesario que trabaje en la cocina.

- No he llegado tan lejos, mayor. Me parece a mí que…

- Nada, nada. Tiene usted derecho a objetar. No quiero obligar a un hombre a que haga nada que repugne a su conciencia. Ahora márchese y piense sobre ello.

Ardmore le hizo salir sin darle oportunidad de que hablase más. Calhoun, que apenas podía seguir conteniéndose, exclamó:

- ¡Vamos, mayor! ¿Es que va usted a dejarse dominar por supersticiones cuando se encuentra usted ante una necesidad militar?

- No, coronel, no es eso. Esa superstición, como usted la llama, es en este caso un hecho militar. El caso de Howe es el primer ejemplo de algo con lo que tendremos que enfrentarnos… La actitud de las religiones ortodoxas ante una que acabamos de fabricar.

- Acaso tendríamos que imitar a las religiones más corrientes -sugirió Wilkie.

- Quizás, quizás. Ya he pensado en eso, pero no lo veo muy claro. No alcanzo a imaginar a uno de nosotros pretendiendo ser un sacerdote de una de las iglesias protestantes al uso. Yo no iba mucho a la iglesia, pero no me veo con estómago para hacer eso. Quizás es que me atormenta lo mismo que atormenta a Howe. Pero tenernos que apechugar con ello. Hemos de considerar e imitar la actitud que adoptan las otras iglesias. Tenemos que seguir con todas nuestras fuerzas sus huellas.

- Sí, eso está bien -contestó Thomas-. Nuestra iglesia debe incluir y tolerar, incluso animar, cualquier forma de culto. Se ha de tener en cuenta que todas las iglesias, sobre todo en estos tiempos, se ven abrumadas por más trabajo social del que pueden llevar a cabo. Nosotros concederemos a esas iglesias nuestra ayuda financiera aunque ningún hilo nos una a ellas.

- Ambas cosas ayudarán muy bien a nuestra causa -decidió Ardmore-. Pero se trata de una tarea espinosa. Siempre que sea posible, alistaremos en nuestro ejército a los sacerdotes. Puede usted apostar algo a que todos los curas norteamericanos nos ayudarán cuando se enteren de nuestros proyectos. El problema será saber cuáles de entre ellos merecen la confianza de que se enteren de todo el secreto. Y en cuanto a lo de Denver… Jeff, ¿puede usted marchar mañana mismo de nuevo a Denver?

- ¿Y Howe?

- Creo que acabará decidiéndose a ir.

- Espere, mayor -dijo el doctor Brooks, que había permanecido callado, como de costumbre mientras hablaban los otros-. Creo que sería una buena idea esperar un día o dos, con objeto de dar tiempo a Scheer, que quiere hacer ciertos cambios en las unidades de fuerza de los equipos.

- ¿Qué clase de cambios?

- ¿Recuerda usted que establecimos experimentalmente que el efecto Ledbetter puede ser utilizado como agente esterilizador?

- Sí, naturalmente.

- He aquí por qué teníamos razón al predecir que curaríamos a los enfermos. En realidad, al principio desestimamos las potencialidades del método. Yo me infecté con virus de ántrax a principios de esta semana…

- ¡Ántrax! Por amor de Dios, doctor, ¿por qué quiso usted correr un riesgo como ese?

Brooks miró a Ardmore con sus ojos de expresión apacible.

- Porque era necesario -explicó pacientemente-. Las pruebas hechas con el conejillo de Indias resultó positiva, es cierto, pero para establecer el método se precisaba experimentar en un ser humano. Como estaba diciendo, me infecté y permití que la enfermedad se desarrollara. Luego me expuse al efecto Ledbetter en todas sus longitudes excepto la banda de frecuencias fatal para los vertebrados de sangre caliente. La enfermedad desapareció. En menos de una hora, el equilibrio natural de metabolismo sobre el catabolismo había limpiado los residuos de los síntomas patológicos.

- ¡Eso sí que es bueno! ¿Cree usted que actuaría tan rápidamente contra otras enfermedades?

- Estoy seguro de ello. No sólo ha producido buenos resultados contra otras enfermedades en animales, sino también en experimentos humanos, y esto lo supe por casualidad. Yo había sufrido últimamente un fuerte resfriado de cabeza, como algunos de ustedes notarían. Pues bien, la aplicación del efecto no sólo me curó el ántrax, sino también, y por completo, el resfriado. El virus del resfriado se compone de una docena o más de microorganismos patógenos conocidos y probablemente de muchos más aún desconocidos. La aplicación los mató a todos sin discriminación.

- Estoy encantado de haber recibido ese informe, doctor -contestó Ardmore-. A la larga, este último descubrimiento podrá ser de más importancia para la raza humana que el uso militar que podamos hacer ahora del descubrimiento. Pero… ¿qué relación tiene esto con la cuestión de establecer una iglesia filial en Denver?

- Bien, señor, quizás no tenga mucho. Pero yo me he tomado la libertad de hacer que Scheer modifique una de las unidades de fuerza portátiles con la idea que pueda ser fácilmente llevada por cualquiera de nuestros agentes. Creí que podría usted esperar a que Scheer añada la misma modificación a los equipos destinados a ser empleados por Thomas y Howe.

- Me parece que tiene usted razón, si la cosa no lleva mucho tiempo. ¿Puedo ver la modificación?

Scheer mostró el equipo que ya había reformado. Superficialmente era igual que los otros. Una varilla de seis pies de longitud se hallaba coronada por un capitel en forma de adornado cubo de unas cuatro pulgadas. Los lados del cubo se hallaban coloreados y sus colores correspondían a los colores del gran templo. La base del cubo y todo el aparato iban cubiertos con intrincados dibujos grabados en oro, arabescos y delicados bajorelieves… todo ello para disimular y esconder los controles y el proyector, localizados en el capitel cúbico.

Scheer no había modificado la apariencia del aparato, limitándose a añadir un circuito interno que impedía actuar a la banda de frecuencia fatal a la vida vertebrada. Este circuito controlaba la acción de la unidad de fuerza y del proyector siempre que era presionada cierta hoja que formaba parte del dibujo decorativo.

Scheer y Graham habían trabajado juntos para crear el aparato haciendo que los dibujos y los adornos artísticos ocultasen el complejo mecanismo. Ambos se llevaban muy bien y se completaban mutuamente. El artista es dos tercios artesano, y el artesano siente esencialmente el mismo anhelo creador del artista.

- Yo sugeriría -indicó Brooks cuando el nuevo control fue explicado y demostrado- que este nuevo efecto fuera atribuido a Tamar, diosa de la misericordia, y que cuando fuese empleado se encendiera la luz de la diosa.

- Está bien. Es una idea -aprobó Ardmore-. No utilicen nunca el aparato sin encender el color asociado con el dios particular cuya ayuda figura que están invocando. Esto será una norma invariable. Que se sientan emocionados al ver que una simple luz monocromática puede producir milagros.

- ¿Por qué preocuparnos por esos detalles? -inquirió Calhoun-. Los panasiáticos no podrán nunca detectar las verdaderas razones de los efectos que empleamos.

- Existe una doble razón, coronel. Dándoles una falsa pista a seguir, dirigirán sus esfuerzos científicos en dirección equivocada. No debemos desestimar su habilidad. Pero aún más importante es el efecto psicológico en las mentes no científicas, tanto las de los blancos como las de los amarillos. La gente cree que las cosas que parecen maravillosas son maravillosas. El norteamericano medio no se impresiona lo más mínimo ante las maravillas científicas. Las espera y las toma como cosa natural, con una actitud que parece decir: «Bueno… ¿y qué? Esos individuos cobran por hacer eso». Pero si se le da una cosa un poco de misterio y se le quita la etiqueta de científico, se sentirá impresionado. Es la propaganda de lo maravilloso.

- Bien -murmuró Calhoun dándose por vencido-, no hay duda de que usted sabe lo que se hace. Tiene usted mucha experiencia en lo de engañar al público. Yo nunca me he preocupado de tales cuestiones. Yo sólo entiendo de ciencia pura. Si no me necesita usted, mayor, tengo trabajo que hacer…

- Lo comprendo, coronel. Vaya a trabajar, que lo que hace usted es de vital importancia… Sin embargo -añadió Ardmore con ademán de meditación cuando Calhoun ya se había marchado-, no veo por qué la psicología no puede ser un campo científico. Si algunos de los científicos se hubieran tomado a tiempo el trabajo de aprender algunas de las cosas que los comerciantes y los políticos saben sobradamente, no habríamos llegado nunca al estado en que nos encontramos.

- Creo que puedo contestar a eso -dijo tímidamente el doctor Brooks.

- ¿Qué? ¡Ah, sí, doctor! ¿Qué es lo que tiene usted que decir?

- La psicología no es una ciencia porque es demasiado difícil. El espíritu científico siente por lo general un natural amor hacia el orden, y le molestan y tiende a ignorar los campos en que el orden no se halla muy en primer término. El científico se mueve en campos en los que el orden se halla fácilmente, tales como las ciencias físicas, y abandona los campos más complejos en donde se toca de oído, por así decirlo. Por esta razón poseemos una ciencia muy bien construida sobre la termodinámica, pero tardaremos aún muchos años en contar con una ciencia psicodinámica.

Wilkie se volvió para mirar cara a cara a Brooks.

- ¿Cree usted verdaderamente en lo que dice, Brooksie?

- Ciertamente, mi querido Bob.

Ardmore dio unos golpecitos en su mesa.

- Se trata de un tema interesante y desearía para continuar la discusión -dijo-. Pero me parece como hablar de la lluvia cuando no se ha recogido aún la cosecha. Vamos a charlar sobre el tema de la iglesia de Denver… ¿Tiene alguien alguna idea?

CAPÍTULO VI

- Yo me alegro mucho de no tener que intervenir en esto -dijo Wilkie-. No sabría ni cómo empezar.

- ¡Ah! Pero si tiene usted que intervenir, Bob -replicó Ardmore-. Todos tenemos que intervenir. ¡Maldita sea! Si por lo menos fuéramos un centenar… Pero no. Somos sólo nueve. -Permaneció callado durante un momento mientras tamborileaba sobre la mesa-. Sólo nueve -repitió.

- Nunca logrará usted que el coronel Calhoun hable en plan de predicador -opinó Brooks.

- Bien, pues entonces… sólo ocho. Jeff: ¿cuántas ciudades y cuántos pueblos hay en los Estados Unidos?

- Tampoco puede usted utilizar para esto a Frank Mitsui -insistió Brooks-. Y entre paréntesis, aunque yo intentara poner toda mi buena voluntad, tampoco le sería de ninguna utilidad en esta cuestión. No tengo más idea para fingirme un cura que la que tendría para enseñar ballet.

- No se preocupe, doctor. Tampoco yo la tengo. Tenemos que actuar de oído. Afortunadamente, no existe para ello ninguna regla. Haremos lo primero que se nos ocurra.

- Pero… ¿cómo vamos a resultar convincentes?

- No necesitamos ser convincentes… en el sentido de lograr conversiones. Los verdaderos convertidos serían una molestia para nosotros. Tenemos que convencer sólo para hacer creer a nuestros conquistadores que pertenecemos a una religión legítima. Y para eso no es preciso ser muy convincente. Todas las religiones parecen igualmente tontas vistas desde el exterior. Por ejemplo…

Se interrumpió al ver la expresión del rostro de Scheer. Al cabo dijo:

- ¡Lo siento! No deseo ofender a nadie. Pero es un hecho comprobado, y vamos a sacar ventaja militar de ello. Basta con pensar en cualquier misterio religioso, en cualquier exposición teológica; expresada la cosa en términos ordinarios, parecerá una tontería al profano, desde la comida simbólica de la carne y la sangre de los cristianos hasta el crudo canibalismo practicado por algunos salvajes. Esperen un minuto. ¡No me arrojen nada aún. No estoy criticando ninguna creencia ni práctica religiosa. Sólo hago notar que somos libres para hacer lo que nos parezca mientras llamemos a lo que hagamos una práctica religiosa y mientras no ofendamos los cara de monos. Pero antes tenemos que decidir tanto lo que vamos a hacer como lo que vamos a decir.

- Lo que me preocupa no son las palabras que hemos de decir -dijo Thomas-. Yo he aprendido a pronunciar palabras retumbantes sin decir nada realmente, y eso produce efecto. Lo que me preocupa es lo de ir por las ciudades. No disponemos de bastante gente. ¿Era eso lo que usted pensaba cuando me preguntó antes cuántas ciudades y cuántos pueblos hay en el país?

- Sí. No actuaremos… no debemos atrevernos a actuar hasta que no cubramos todo el país de Estados Unidos como si fuéramos una manta. Nos tenemos que preparar para una guerra larga.

- Mayor… ¿por qué quiere usted estar a la vez en todas las ciudades y pueblos?

Ardmore pareció interesado.

- Siga hablando.

- Bien -continuó Thomas con cierta desconfianza-, según hemos sabido, los panasiáticos no mantienen fuerzas militares en todas las aldeas. Mantienen guarnición sólo en unos lugares que pueden ser de sesenta a setenta y cinco. En muchos otros sólo tienen a un individuo que es una combinación de cobrador de impuestos, alcalde y jefe de policía, todo en una pieza, el cual se encarga de hacer cumplir las órdenes que ha dado el delegado. Ese jefe local no es ni siquiera un soldado propiamente dicho, aun cuando vaya armado y vista uniforme. Se trata de una especie de policía militar, un empleado civil que actúa como gobernador militar. Creo que podemos permitirnos ignorarle; su poder no duraría ni cinco minutos si no estuviera respaldado por las tropas y las armas de las ciudades con guarnición.

Ardmore asintió con la cabeza.

- Comprendo su punto de vista -repuso-. Usted cree que deberíamos actuar sólo en las ciudades con guarnición e ignorar el resto. Pero escuche, Jeff… no debemos desestimar al enemigo. Si el gran dios Mota sólo hace acto de presencia en las ciudades con guarnición, algún oficial panasiático inteligente puede consultar las estadísticas y encontrar algo raro en el asunto. Yo creo que debemos mostrarnos en todas partes.

Jeff insistió:

- Y yo, respetuosamente, sugiero que no podemos, señor. No disponemos de bastantes hombres. Tendríamos mucho trabajo en reclutar y entrenar hombres para levantar un templo en cada ciudad con guarnición.

Ardmore se mordió la uña de un pulgar y pareció disgustado.

- Probablemente tiene usted razón -dijo-. Pero no iremos a ninguna parte si nos quedamos quietos abrumados por las dificultades. Ya he dicho que hay que tocar de oído y eso es lo que vamos a hacer. Lo primero de todo es levantar un estado mayor en Denver. Jeff, ¿qué necesitará usted?

Thomas frunció el ceño.

- No lo sé -contestó-. Supongo que dinero.

- Para eso no tendremos ninguna dificultad -dijo Wilkie-. ¿Cuánto necesitará usted, Thomas? Puedo hacerle a usted media tonelada de oro con tanta facilidad como media libra.

- No creo qué pueda llevar más peso que unas cincuenta libras.

- Y tampoco creo yo que pueda pasar oro en barras con facilidad -afirmó Ardmore-. Tendría que ser en monedas.

- No, puedo llevar oro en barras -insistió Thomas-. Todo lo que tengo que hacer es llevarlo al Banco Imperial. Alientan los cambios de esa clase. Nuestros graciosos amos cargan un enorme tanto por ciento a su favor.

Ardmore sacudió la cabeza.

- Ustedes no se dan cuenta del aspecto propagandístico del caso -dijo-. Un cura de larga túnica y flotante barba no puede llevar un libro de cheques ni una estilográfica. Además, no quiero que abra usted ninguna cuenta en el banco. Ello daría al enemigo informes detallados sobre todo lo que estaba usted haciendo. Quiero que pague usted las cosas con hermosas y brillantes monedas de oro, que sacará de un saco. Eso producirá una tremenda impresión. Scheer… ¿sabe usted hacer moneda falsa?

- Nunca lo he intentado, señor.

- Nunca ha tenido usted un mal tiempo parecido al de ahora. Todos los hombres necesitan tener una profesión de emergencia. Jeff, ¿tuvo usted oportunidad de hacerse con alguna moneda imperial de oro? Necesitaríamos un modelo.

Jeff contestó:

- Nunca me hice con ninguna, señor. Pero supongo que podríamos tenerla si yo hago correr entre los amigos que necesito una.

- No me gusta esperar. Pero hemos de tener dinero para realizar lo de Denver.

- ¿Tiene que ser dinero imperial? -preguntó Brooks.

- ¿Eh?

El biólogo sacó de su bolsillo una moneda de oro de cinco dólares.

- Aquí tengo esto que llevo desde que era niño. Da suerte. Supongo que ha llegado la hora de desprenderme de ella.

- ¡Humm! ¿Qué le parece, Jeff? ¿Podrá usted pasar moneda norteamericana?

- Bien, el papel moneda americano no circula, pero las monedas de oro… Suponga que esos monos no objetaran nada tratándose de oro… Lo pagarán a precio de oro en barras por lo menos. Y estoy seguro de que los norteamericanos lo tomarán.

- No nos preocupemos mucho por lo que descuenten -dijo Ardmore.

Tomó la moneda y se la enseñó a Scheer.

- ¿Cuánto tardará usted en hacer cuarenta o cincuenta libras de estas monedas?

El sargento técnico la observó.

- No mucho, ya que no las vamos a acuñar, sino a emitirlas. ¿Tienen que ser iguales exactamente a éstas, señor?

- ¿Por qué no?

- Bien, señor, está la cuestión de la fecha.

- ¡Oh! Ya comprendo. Bien, éste es el único modelo que poseemos. Sospecho que podemos tener confianza en que no lo notarán, y que si lo notan no le concederán importancia.

- Si usted me da un poco más de tiempo, creo que puedo arreglarlo, señor. Puedo hacer primero veinte aproximadamente y, realizando un ligero trabajo a mano, grabar en cada una de ellas una fecha distinta. Esto nos daría veinte modelos diferentes en lugar de uno solo.

- Scheer, tiene usted alma de artista. Hágalo como dice. Y, de paso, ponga en los modelos arañazos y signos de haber sido usadas.

- Ya había pensado en eso, señor.

Ardmore sonrió.

- Nuestro equipo va a proporcionar un verdadero dolor de cabeza a esa asquerosa basura imperial. Bien, ¿qué le parece, Jeff? ¿Hay algún punto más de qué tratar antes de disolver la reunión?

- Sólo uno, jefe. ¿Cómo llegaré a Denver? O bien… ¿cómo llegaremos a Denver si es que Howe me acompaña?

- Ya pensé que me preguntaría usted esto. Es una pregunta espinosa. No creo que el delegado le quiera proveer a ustedes de un helicóptero. ¿Cómo están sus pies? ¿Los tiene planos? ¿Tiene callos y durezas?

- Llegaré cansadísimo si voy a pie. Es un largo camino.

- Lo comprendo. Y lo peor de todo es que se trata de un problema con el que nos tendremos que enfrentar de ahora en adelante, si hemos de organizamos por todo el país.

- No comprendo la dificultad -manifestó Brooks-. ¿Es que no se les permite a los ciudadanos ir en avión?

- Claro que no -contestó Ardmore-. Pero no importa. Llegará un día en que el ir vestido con una túnica de Mota será un salvoconducto para viajar en cualquier medio de locomoción. Si trabajamos bien el asunto, nos veremos mimados y gozaremos de toda clase de privilegios especiales. Mientras tanto, todo lo que tenemos que hacer es que Jeff vaya a Denver sin atraer demasiado la atención y sin lastimarse los pies. Diga, Jeff, nunca me ha dicho cómo viajó. Nos dejamos eso en el tintero.

- Hice autostop. Resultó dificultoso. La mayoría de los camioneros tienen tanto miedo a la policía que no se arriesgan.

- ¿Lo hizo usted así? Pero ahora no podrá hacerlo, Jeff. Los sacerdotes de Mota no practican el autostop. Eso no se compagina bien con los milagros.

- Bien, pues… ¿qué es lo que hacen? Piensen sobre ello, mayor. Si voy a pie, tardaré muchísimo… o probablemente seré detenido por algún individuo que no se ha enterado aún de las novedades.

El rostro de Thomas denotaba una irritación muy poco habitual en él.

- Lo siento. No había pensado en eso. Pero… tenemos que encontrar un medio para viajar.

- ¿Y por qué no le llevamos en uno de los aparatos de exploración? -preguntó Wilkie-. Por la noche, naturalmente.

- Ese procedimiento no escaparía al radar, Bob. Les localizarían a ustedes en seguida.

- No lo creo. Tenemos a nuestra disposición una cantidad ilimitada de fuerza… A veces me asusto yo mismo cuando intento calcular la cantidad. Creo que puedo producir un efecto que quema en el acto cualquier aparato de radar que nos localice.

- ¿Proporcionando al enemigo la seguridad de que aquí existe alguien capaz de manejar la electrónica? No debemos enseñar la oreja tan pronto, Bob.

Wilkie calló. Se había quedado mohíno. Ardmore recapacitó de nuevo y acabó por decir:

- Y, sin embargo, tendremos que correr el albur. Tendré que aceptar lo suyo, Bob… así que vaya preparándolo. Saldrán a las tres o las cuatro de la madrugada y hay poca probabilidad de que sean notados. Utilicen ustedes el aparato si tienen que hacerlo, pero si lo usan, que nadie vuelva a la base. El incidente no debe ser relacionado con los sacerdotes de Mota, ni siquiera en lo referente a la hora. Lo mismo se aplica después que Wilkie le deje en tierra, Jeff. Si por casualidad son ustedes sorprendidos, utilicen el efecto Ledbetter para matar a todos los enemigos que estén cerca… Luego métanse bajo tierra. Bajo ninguna circunstancia permitan que sospechen que los sacerdotes de Mota son otra cosa que lo que pretenden ser. Mate a sus testigos y escape.

- Muy bien, jefe.

El pequeño aparato de exploración descendió sobre Lookout Mountain, a pocos pies de la tumba de Buffalo Bill. La puerta se abrió y un sacerdote con traje talar saltó al suelo y echó a andar dando tumbos a causa del peso de las monedas que llevaba sobre sus hombros y alrededor de su cintura. Una figura similar bajó tras él y empezó también a andar con un poco más de seguridad.

- ¿Está usted bien, Jeff?

- Sí.

Wilkie dejó el aparato con el piloto automático para inclinarse hacia afuera y decir:

- ¡Buena suerte!

- Gracias -le contestaron-. Pero cierre y despegue.

- De acuerdo.

La puerta se cerró y el aparato desapareció en la oscuridad.

Cuando Thomas y Howe llegaron al pie de la montaña e iniciaron su camino hacia Denver se estaba haciendo de día. Según les pareció, no les descubrió nadie, aunque en una ocasión permanecieron escondidos entre unos arbustos durante varios minutos, temerosos hasta de respirar, mientras una patrulla pasaba por el camino. Jeff se mantuvo con su equipo dispuesto, apoyado un dedo ligeramente sobre la dorada hoja del adorno de su cubo de Mota. Pero la patrulla pasó sin darse cuenta del mortífero relámpago que les amenazaba.

Una vez en la ciudad, y a la luz del día, no intentaron ya pasar desapercibidos. Pocos panasiáticos andaban por la calle tan temprano. Pero los miembros de la raza esclava sí se movían ya camino de sus tareas mientras la raza dominante dormía. Los norteamericanos que les vieron les miraron brevemente, pero no se detuvieron a charlar con ellos. Habían aprendido ya la primera orden de la policía: «Vayan a sus quehaceres; no sean entrometidos».

Deliberadamente, Jeff provocó un encuentro con un policía panasiático. Jeff y Alec bajaron de la acera, prepararon sus escudos y esperaron. Ningún norteamericano estaba a la vista; la presencia de la policía de ocupación les hacía desear filtrarse por las paredes. Jeff se humedeció los labios y dijo:

- Yo hablaré, Alec.

- De acuerdo.

- Aquí viene. ¡Oh, Dios mío, Alec, conecte su halo!

- Sí.

Howe metió un dedo tras de su oreja derecha, bajo su turbante. El halo, que lanzaba una suave luz irisdiscente, se extendió alrededor de su cabeza. Era un mero efecto de ionización, un truco de salón referente al espectro adicional, mucho menos misterioso que la aurora natural… pero que producía impresión.

- Así está mejor -continuó Jeff hablando por un lado de su boca-. ¿Qué le pasa a usted en la barba?

- Se me está despegando. Sudo.

- ¡No deje usted que se le despegue ahora! Aquí viene ya.

Thomas adoptó el ademán de bendición, y Howe le imitó. El primero cantó:

- ¡La paz sea contigo, amo!

El guardia asiático se detuvo. Su conocimiento del inglés se limitaba a las palabras «alto», «camine» y «muéstreme su tarjeta». Por lo demás, contaba con su porra para mantener el orden. Pero reconoció la caracterización. Estaba de acuerdo con un dibujo correspondiente a una noticia que hacía poco habían puesto en el cuadro de anuncios de los cuarteles… Aquella era una de las muchas cosas tontas que los esclavos tenían derecho a hacer.

De todos modos, un esclavo era un esclavo y tenía que ser mantenido derecho. Y todos los esclavos estaban obligados a hacer una reverencia. El guardia dirigió la porra hacia el diafragma del esclavo que tenía más cerca.

Pero el bastón fue rechazado mucho antes de llegar a la figura de la túnica y los del guardia se torcieron como si su porra hubiera chocado contra algo muy duro.

- ¡La paz sea contigo! -exclamó de nuevo Jeff mirándole fijamente.

El asiático iba armado con una pistola de vórtice. Jeff no tenía miedo a esta pistola, pero no formaba parte de su plan dejar que se descubriera que era inmune a las armas del emperador. Sentía haber tenido que utilizar el escudo para librarse de un golpe de porra, pero confiaba en que el panasiático acabara no creyendo ni en la evidencia de sus propios sentidos.

Cierto que el hombre se hallaba asombrado. Miró su porra y luego la llevó hacia atrás como para probar de nuevo, pero de súbito pareció cambiar de idea. Acabó por recurrir a sus escasas existencias de inglés.

- ¡Caminen y vengan conmigo!

Jeff alzó de nuevo su mano.

- ¡La paz sea contigo! No es extraño que el «farjon ripsnipe los cuskapads» a la vista de los sacerdotes del gran dios Mota. ¡Este es Franchope! -acabó señalando a Howe.

El guardia pareció titubear, acabando por avanzar unos pasos hacia la esquina. Allí miró hacia todos lados e hizo sonar su pito. Alec preguntó en voz muy baja:

- ¿Por qué me señala usted?

- No lo sé -respondió su compañero-. De pronto me ha parecido tener una buena idea. ¡Mire!

Otro guardia se unió al primero, y ambos se aproximaron a Howe y a Thomas. El nuevo parecía ser de más graduación que el primero. Mantuvieron una breve conversación en su idioma y luego, el último que había llegado se aproximó a los supuestos sacerdotes al tiempo que preparaba su pistola.

- ¡Ustedes! -exclamó-. ¡Vengan conmigo inmediatamente!

- Vamos, Alec -dijo Thomas.

Echaron a andar junto a los policías mientras Thomas cerraba el conmutador del escudo y pensaba que Alec le imitaría. No era conveniente que se enteraran de la existencia de los escudos. Por lo menos aún no.

Los panasiáticos les condujeron al cuartelillo de policía más cercano. Jeff caminaba muy engolado, sin dejar de soltar bendiciones a diestro y siniestro. Cuando estaban cerca del cuartelillo, el guardia de superior categoría mandó al otro que se adelantara. Cuando por fin llegaron, se encontraron con que el oficial de servicio les estaba esperando en la puerta, curioso, al parecer, por ver a aquellos raros peces que sus hombres habían pescado.

Pero a la curiosidad se mezclaba un cierto temor. El oficial conocía las circunstancias bajo las cuales se había ido a visitar a sus antepasados el infortunado teniente que encontró a aquellos extraños santones. Y el oficial estaba determinado a no cometer ninguna equivocación que pudiera reportarle disgustos.

Jeff se dirigió resueltamente hacia él, se puso en postura y exclamó:

- ¡La paz sea contigo, amo! Tengo que hacer constar una queja a propósito de tus subordinados. Nos ha interrumpido en nuestro trabajo, un trabajo que está autorizado por la misma alteza serenísima el delegado imperial.

El oficial, manoseando su bastoncillo, habló en su idioma a sus subordinados. Luego se volvió a Jeff.

- ¿Quién es usted? -preguntó.

- Un sacerdote del gran dios Mota.

El panasiático hizo la misma pregunta a Alec. Jeff contestó por él.

- Amo -dijo rápidamente-, se trata de un hombre santo que ha hecho voto de silencio. Si le fuerzas a romper su voto, el pecado caerá sobre tu cabeza.

El oficial titubeó. El boletín referente a aquellos salvajes locos era muy concreto, pero no daba claros consejos sobre cómo tratar con ellos. Al él no le gustaba establecer precedentes. Los que lo hacen son a veces severamente amonestados, y con mucha frecuencia tienen que ir a reunirse con sus antepasados.

- No, no es necesario que rompa sus santos votos -dijo-. Pero mostradme vuestras tarjetas. Los dos.

Jeff pareció sorprendido.

- Somos hombres humildes y sin nombre, que sólo nos dedicamos a servir al gran dios Mota. ¿Qué tenemos que ver con las tarjetas?

- ¡De prisa!

Jeff intentó parecer triste en lugar de nervioso. Había ensayado mentalmente su discurso. Dependía mucho de que éste hiciera su efecto.

- Lo siento mucho, joven amo. Rogaré por ti a Mota. Pero ahora insisto en que me lleves ante el delegado del emperador… ¡y en seguida!

- Eso es imposible.

- Su alteza me ha visto ya una vez, y me recibirá de nuevo. El delegado del emperador está siempre dispuesto a ver a los siervos del gran dios Mota.

El oficial le miró, se volvió y entró en el interior del cuartelillo. Ellos se quedaron esperanto.

- ¿Cree usted que nos va a llevar ante el príncipe? -murmuró Howe.

- Espero que no. No lo creo.

- Bien… ¿y qué hará usted si lo hace?

- Lo que tenga que hacer. Y usted cállese. Se supone que está usted bajo un voto de silencio.

El oficial regresó pasados algunos minutos y dijo:

- Pueden ustedes marcharse.

- ¿A ver al delegado imperial? -preguntó Jeff maliciosamente.

- ¡No, no! Sólo váyanse. Salgan de mi distrito.

Jeff retrocedió un paso y lanzó su última bendición. Los dos «sacerdotes» se volvieron y se alejaron de allí. Con el rabillo del ojo, Jeff vio que el oficial levantaba su bastoncillo en un ademán de enfado y descargaba un golpe sobre el guardia de más graduación. Pero Jeff hizo como si no lo viera. Anduvieron casi una manzana antes de hallar a Howe.

- ¡Vamos! ¡No nos molestarán durante algún tiempo!

- ¿Lo cree usted así? Seguramente está resentido con nosotros.

- Eso no tiene importancia. No podemos permitirnos que ni él ni otro crean que nos pueden atropellar como a los demás. En el tiempo que tardemos en andar tres manzanas, habrá corrido por toda la ciudad la noticia de que he venido de nuevo y que han de permanecer apartados de nosotros. Y eso es precisamente lo que nos conviene.

- Quizás. Pero yo sigo pensando que es peligroso mantener a los guardias recelosos sobre lo que podamos hacer.

- No comprende usted nada -replicó Jeff con impaciencia-. No hay otro camino que éste. Los guardias son siempre guardias, sea cual sea el color de su piel. Trabajan con miedo y comprenden el miedo. Una vez se enteren de que no nos han de tocar, que trae malas consecuencias molestarnos, se volverán tan corteses con nosotros como cuando se dirigen a sus superiores. Ya lo verá usted.

- Espero que tenga usted razón.

- Tengo razón. Los guardias son guardias. Muy pronto les tendremos de nuestra parte. ¡Oh, oh! Mire eso, Alec. Aquí viene otro.

En efecto, les seguía un policía panasiático. Sin embargo, en lugar de darles el alto, cruzó a la otra acera y siguió andando a la par de ellos, aunque ignorándoles completamente.

- ¿Qué piensa usted de eso, Jeff?

- Nos acompañan. Algo bueno, Alec… El resto de los monos no nos molestarán ahora. Podemos seguir con nuestro trabajo. Usted conoce esta ciudad muy bien, ¿verdad? ¿Dónde cree usted que debemos situar el templo?

- Creo que eso depende de lo que usted busque.

- Pues le diré que no sé exactamente lo que busco. Jeff se detuvo para limpiarse el sudor del rostro. Las túnicas daban calor y el peso del dinero empeoraba el asunto.

- Ahora que estamos aquí, todo esto me parece tonto -continuó-. En realidad no sirvo para agente secreto. ¿Qué le parece alzar el templo en el extremo oeste, donde hay una vecindad de gente de dinero? Queremos producir una gran impresión.

- Pues a mí no me parece bien, Jeff. En el barrio del oeste, el barrio elegante, hay ahora sólo dos clases de personas.

- ¿De veras?

- Sí. Los panasiáticos y los traidores… es decir, los que trancan con el mercado negro y otros colaboracionistas.

Thomas pareció sorprendido.

- Me parece que he estado demasiado tiempo fuera de la circulación -dijo-. Alec, hasta este momento en que me entero de ello, nunca se me había ocurrido que un norteamericano pudiera hacer migas con el invasor.

- Bien, yo tampoco lo habría creído jamás si no lo hubiera visto con mis propios ojos. Sospecho que se trata de gente que ha nacido para ser canallas.

Se acomodaron en un almacén vacío cerca del río, en un barrio muy poblado, pero pobre, que había venido a menos. De cada cuatro tiendas, tres estaban cerradas. El comercio se hallaba en crisis. El edificio en donde se alojaron era uno de los muchos almacenes vacíos. Thomas lo eligió porque tenía forma casi cúbica y, por lo tanto, hacía juego con el templo madre y con el cubo de su equipo, así como por la circunstancia de que se hallaba separado de los otros edificios por una callejuela por un lado y por un terreno sin edificar por el otro.

La puerta principal estaba rota. Miraron a través de ella, entraron y curiosearon a su antojo. Encontraron todo muy deteriorado, pero las tuberías estaban intactas y las paredes eran firmes. La planta baja la constituía una sola nave con el techo a veinte pies y pocas columnas. Allí se podría establecer el «culto».

- Creo que esto nos irá bien -decidió Jeff.

Un ratón salió de entre la basura amontonada contra una de las paredes. Casi sin darse cuenta de ello, Jeff apuntó su equipo contra el animal; éste dio un salto muy alto y cayó muerto.

- ¿Cómo nos arreglaremos para comprarlo? -continuó.

- Los norteamericanos no pueden poseer fincas -contestó Howe-. Nos encontraremos con que los propietarios son panasiáticos.

- Eso no será ningún obstáculo.

Salieron a la calle. El policía que les espiaba esperaba al otro lado de la calle, pero mirando hacia otra parte.

Las calles estaban ya bastante concurridas, incluso en aquel barrio. Thomas detuvo a un niño que en aquel momento pasaba junto a él. No contaría más de doce años, pero poseía los amargos e inteligentes ojos del hombre más cínico.

- La paz sea contigo, hijo. ¿Quién alquila este edificio?

El chico se asustó:

- ¡Eh, déjeme usted!

- No quiero hacerte ningún daño -dijo entregando al muchacho una de las mejores piezas de cinco dólares hechas por Scheer.

El muchacho la miró, luego examinó con el rabillo del ojo el guardia asiático de la acera de enfrente. Este no parecía darse cuenta de nada, y el muchacho hizo desaparecer rápidamente la moneda en un bolsillo.

- Lo mejor es que se vea usted con Konsky. Konsky entiende de estas cosas.

- ¿Quién es Konsky?

- Todo el mundo conoce a Konsky. Diga, abuelo, ¿por qué llevan ustedes esos trajes tan raros? Los de los ojos oblicuos les pueden dar un disgusto.

- Soy un sacerdote del gran dios Mota. El dios Mota tiene cuidado de los suyos. Condúcenos adonde está ese Konsky.

- Nada de eso. No quiero cuestiones con los de los ojos oblicuos.

Y el muchacho intentó escapar. Pero Jeff le cogió firmemente del brazo y sacó otra moneda. Pero esta vez no se la entregó en seguida.

- No tengas miedo -le dijo Jeff-. El dios Mota te protegerá a ti también.

El muchacho miró la nueva moneda, echó un nuevo vistazo a su alrededor y dijo:

- Perfectamente. Vengan conmigo.

Les guió a través de una esquina y llegaron a un edificio dedicado a oficinas situado sobre una taberna.

- Es aquí arriba, pero no sé si está él.

Jeff le entregó entonces la segunda moneda y le dijo que le vería otra vez en el almacén, ya que el dios Mota tenía regalos para él. Alec le hizo una pregunta sobre la conveniencia de esto mientras subían la escalera.

- El muchacho es muy despierto -contestó Jeff-. Seguramente le han ocurrido cosas que le han transformado en un pilluelo. Pero está de nuestra parte. Nos protegerá a nosotros… y no a los panasiáticos.

Konsky resultó un hombre receloso y cauto. Pronto fue evidente que tenía relaciones en todas partes, pero le costó hablar hasta que no vio el oro del dinero. Después de contemplarlo ya no le extrañaron ni los raros vestidos ni las extrañas maneras de sus clientes. No hay que decir que Thomas le dedicó sus bendiciones, aunque comprendió que Konsky se cobraría más tanto por ciento debido a ello, pero lo hizo porque deseaba seguir en carácter. Konsky se aseguró de cuál era el edificio que Thomas deseaba, habló del alquiler y del soborno -lo llamó pagos por servicios especiales- y luego les dejó.

Thomas y Howe se sintieron satisfechos de verse de nuevo solos. Ser un «hombre santo» tenía sus desventajas. No habían comido nada desde que abandonaron la Ciudadela. Jeff sacó emparedados de debajo de sus ropas y se pusieron a comer. Lo mejor de todo fue que había un cuarto de aseo junto a la oficina de Konsky.

Tres horas después se hallaban en posesión de un documento provisto de su traducción inglesa en la que pudieron leer que el celestial emperador se sentía graciosamente complacido de garantizar a sus fieles súbditos…, etc., etc. Total, que les alquilaban el almacén. A cambio de otro irrazonable montón de monedas, Konsky accedió a limpiar el almacén en seguida, aquel mismo día, así como a realizar ciertas reparaciones en él. Jeff le dio las gracias con rostro solemne y le invitó a asistir al primer servicio que se celebrara en el local.

Regresaron al almacén. Una vez fuera del alcance de los oídos de Konsky. Jeff dijo:

- Me parece, Alec, que ese personaje nos va a explotar a mansalva… Pero cuando llegue el gran día… bien, yo tendré hecha una pequeña lista y él figurará a la cabeza de ella. Y yo mismo me cuidaré de él.

- Tendrá usted que compartir ese placer conmigo -fue el único comentario de Howe.

En cuanto llegaron al almacén, el pilluelo callejero surgió como por encanto.

- ¿Hay más recados que hacer, abuelo?

- Dios te bendiga, hijo. Sí, hay algunos.

Después de otra transacción financiera, el muchacho marchó a comprar catres y ropa de cama para ellos. Jeff observó cómo salía y dijo:

- Creo que de ese niño voy a hacer un monaguillo para nuestros altares. Puede ir a sitios que nosotros no podemos ir y hacer cosas que nosotros tampoco podemos… y los guardias no se preocupan en detener a personas de su edad.

- No me parece que se pueda tener mucha confianza en él.

- Soy de su opinión. Pero hasta ahora sólo sabe que hay aquí un par de locos, y está firmemente convencido de que somos sacerdotes del gran dios Mota. No podemos permitirnos poner confianza en nadie, Alec, hasta que no estemos seguros de quién se trata… Vamos… Hemos de matar todas las ratas de este lugar antes de que lleguen los de la limpieza. Déjeme que pruebe el funcionamiento de su equipo.

Al caer la noche, el primer templo en Denver del gran dios Mota estaba ya bastante presentable, aun cuando seguía pareciendo un almacén y carecía de feligreses. El lugar olía a desinfectante, la basura había desaparecido y la puerta delantera tenía ya cerradura. Además, disponían de suministros suficientes para alimentar a dos hombres durante una quincena.

Su carabina perteneciente al cuerpo de policía se hallaba aún en el otro lado de la calle.

Estuvieron vigilados por la policía durante cuatro días. En dos ocasiones, un grupo de policías se presentó a registrar el lugar. Thomas dejó tranquilamente que lo hicieran: no tenían nada que ocultar. Sus equipos portátiles eran su único manantial de fuerza y el único proyector Ledbetter con que contaban daba a Howe, durante el día, la apariencia de un hombre ligeramente jorobado, ya que era él el encargado de llevarlo mientras Thomas llevaba el cinturón con el dinero.

Mientras tanto, y a través de Konsky, adquirieron un rápido y poderoso coche… y permiso para conducirlo o que lo condujeran, al menos por los lugares que caían bajo la jurisdicción del delegado. El «cargo por servicios especiales» resultó muy elevado. El conductor que alquilaron para que condujera el coche no fue adquirido a través de Konsky sino, indirectamente, a través de Peewee Jenkins, el muchacho que les ayudó el primer día.

La vigilancia desapareció a las doce aproximadamente del cuarto día. En aquella tarde, Thomas dejó a Howe al cuidado del local y se fue a la Ciudadela en el coche. Regresó en compañía de Scheer, que se sentía muy incómodo y estaba muy poco en carácter con sus vestiduras de sacerdote y su barba, pero que llevaba consigo un armario de forma cúbica esmaltado con los seis sagrados colores de Mota. Una vez en el interior del almacén y después de haber cerrado la puerta con llave, Scheer abrió el armario con gran cuidado y de modo especial para evitar que lo del interior explotara, llevándose en la explosión a ellos y al edificio. A continuación, el recién llegado permaneció muy atareado con la construcción del «altar». Acabó su tarea poco después de medianoche; pero había más trabajo que hacer en el exterior, cosa que efectuó manteniendo de guardia a Thomas y a Howe, listos para atontar o matar si fuera necesario a quien interrumpiera al sargento.

El sol de la mañana cayó sobre la fachada principal, que era de un verde esmeralda. Las otras paredes eran una roja, otra dorada y la cuarta de un profundo azul celeste. El templo de Mota estaba listo para los que quisieran convertirse… y para los demás.

Pero lo más importante era que nadie que no fuese de la raza caucásica podía franquear su puerta impunemente.

Una hora después de haber amanecido, Jeff se colocó en la puerta y esperó nerviosamente. Estaba seguro de que la súbita transformación del almacén provocaría otro registro. Si esto ocurría, él debía detener a los asiáticos, atontarles e incluso matarles… para que no realizasen el registro. Aunque esperaba poder disuadirles. El templo pertenecía sólo a la raza esclava. Pero un exceso de celo por parte de los que se presentaran podía forzarle a emplear medios violentos y, por lo tanto, quedar anulada toda esperanza de penetración pacífica.

Howe se le acercó por detrás y le hizo dar un salto.

- ¿Eh? ¡Ah, Alec! ¿Por qué ha hecho usted eso? Estoy más nervioso que un gato.

- Lo siento. Tengo al mayor Ardmore al habla. Desea saber cómo marcha usted con el trabajo.

- Tendrá usted que hablar con él. Yo no puedo abandonar la puerta.

- Desea saber cuándo podrá regresar Scheer a la Ciudadela.

- Dígale que le haré regresar en cuanto esté seguro de que se puede salir por esta puerta sin peligro. Pero ni un minuto antes.

- De acuerdo.

Howe se metió en el edificio. Jeff volvió entonces a mirar hacia la calle y sintió que se le erizaba el pelo de la nuca. Un panasiático vestido de uniforme estaba mirando con curiosidad el exterior del templo. Después de un momento se alejó con el trote perruno que empleaban cuando estaban de servicio.

- Mota, muchacho -dijo Jeff en voz baja-. Ha llegado la hora de que hagas lo que tengas que hacer.

Menos de diez minutos después se presentó un pelotón mandado por el oficial que antes había estado observando el edificio.

- Apártate, santo -dijo el oficial.

- No, amo -contestó con firmeza Jeff-. El templo está ahora consagrado. No pueden entrar sino los que rinden culto al dios Mota.

- No haremos ningún daño a tu templo, santo. Apártate.

- Amo, si entras, yo no podré salvarte de la ira del dios Mota. Y tampoco podré salvarte de la ira del delegado imperial.

Antes de que el oficial tuviera tiempo de reflexionar, Jeff continuó rápidamente:

- El dios Mota esperaba esta visita tuya y te saluda. Y me ha encargado a mí, que soy su humilde servidor, que te hiciera tres regalos.

- ¿A mí? ¿Regalos?

- Sí. Esto es para ti -siguió Jeff sacando una pesada bolsa-. Esto otro para tu superior jerárquico, su nombre sea bendito. -Sacó una segunda bolsa-. Y esto otro para tu hombres -acabó sacando una tercera bolsa.

El panasiático se vio forzado, para cogerlas, a emplear las dos manos. Permaneció inmóvil durante un momento. No había la menor duda, a juzgar por el peso, de lo que las bolsas contenían. Había allí más oro del que él había visto durante toda su vida. Se volvió rápidamente, ladró una orden a sus hombres y todos se marcharon.

Howe volvió a acercarse a Thomas.

- ¿Lo logró usted, Jeff?

- Sí, por lo menos este asalto -contestó Thomas observando cómo el pelotón se alejaba calle arriba-. Los guardias son todos lo mismo en todas partes. Esto me recuerda un chiste que sabía hace tiempo.

- ¿Cree usted que repartirá el dinero de la manera que usted sugirió?

- Los hombres no recibirán nada, eso es seguro. La parte del jefe se la dará a éste para mantenerle callado. Pero encontrará algún medio de escamotear la tercera parte antes de llegar al cuartelillo. Lo que me pregunto es: ¿será el jefe un político «honrado»?

- ¿Cómo?

- «Un político honrado es el que no se deja comprar». Vamos. Tenemos que estar preparados para cuando vengan los parroquianos.

Aquella tarde celebraron el primer servicio. De servicio religioso no tuvo mucho, ya que Jeff estaba aún aprendiendo el oficio. Pero cumplieron con el principio: cantar un himno y celebrar una comida. La comida se componía de buena carne roja y pan blanco… y los que la celebraron no habían comido tan bien en muchos meses.

CAPÍTULO VII

- Al habla. Al habla. Jeff, ¿está usted ahí? ¿Me oye usted?

- Claro que le oigo. No grite, mayor.

- Querría que estos chismes fueran verdaderos teléfonos. Me gusta ver al hombre con quien hablo.

- Si fueran teléfonos ordinarios, nuestros amigos los panasiáticos nos podrían oír. ¿Por qué no le pide usted a Bob y al coronel que le construya un circuito con visión? Apostaría algo a que pueden hacerlo.

- Bob ya lo ha hecho, Jeff, pero Scheer está tan atareado construyendo piezas para las instalaciones de altares, que no me atrevo a pedirle que se ocupe también de esto. ¿Cree usted que podría reclutar algunos ayudantes para Scheer? ¿Un mecánico o dos y quizás un técnico en radio? Esta empresa del templo de Denver nos ha dejado muy cortos de mano de obra y Scheer está a punto de caer rendido debido al exceso de trabajo. Cada noche tengo que ponerme muy serio y ordenarle que se vaya a la cama.

Thomas reflexionó durante un momento.

- Tengo a un hombre en perspectiva. Es relojero.

- ¡Un relojero! ¡Eso es estupendo!

- No lo sé. Está un poco chiflado. Desapareció toda su familia. Un caso triste, casi tan triste como el de Frank Mitsui. A propósito: ¿cómo está Frank? ¿Se siente mejor?

- Parece que sí. Un poco decaído, naturalmente. Pero parece bastante feliz con su trabajo. Ayuda en la cocina y realiza asimismo la tarea de oficina que usted acostumbraba a hacer para mí.

- Dele usted recuerdos míos.

- Así lo haré. Y ahora hablemos de ese relojero… Al reclutar personal para la Ciudadela no tiene usted que ser tan cuidadoso como cuando reclute gente para ahí, ya que una vez aquí no les es posible salir.

- Ya lo sé, jefe. No utilicé pruebas especiales cuando le envié a usted a Estelle Devens. Desde luego, no la habría enviado si no hubiese visto que estaba a punto de ser transformada en una muchacha de placer.

- Hizo usted muy bien. Estelle es una mujer admirable. Ayuda a Frank en la cocina y a Graham a coser las túnicas; además, Bob Wilkie le está enseñando el oficio de operador de radio. -Al llegar aquí, Ardmore rió suavemente-. Y parece que el amor se está mezclando en ello. Bob es muy amable con ella.

La voz de Thomas adoptó un tono grave cuando dijo:

- ¿No le parece eso peligroso, jefe? ¿No echará a perder las cosas?

- No lo creo -contestó Ardmore-. Bob es un caballero y Estelle una muchacha juiciosa, o yo no entiendo nada de mujeres. Si la biología se mezcla a su trabajo, yo no tendré más remedio que casarles en el ejercicio de mis deberes como alto sacerdote del super-colosal dios Mota.

Thomas objetó:

- No creo que Bob consienta en eso. Si me pregunta usted mi opinión, le diré que me parece un poco puritano.

- Bien, entonces ejerciendo mis poderes como jefe de este pequeño pueblo. No se preocupe. O bien envíeme usted a un verdadero sacerdote.

- ¿Y qué le parece si le envío a más mujeres, mayor? Envié a Estelle siguiendo un súbito impulso, pero hay muchas más mujeres jóvenes tan necesitadas de ayuda como ella.

Hubo una larga pausa antes de que Ardmore respondiera.

- Capitán -dijo al fin-, he aquí una pregunta difícil. Muy a mi pesar me veo forzado a decir que ésta es una organización militar en tiempo de guerra, no una misión para rescatar mujeres desgraciadas. A menos que una mujer sea reclutada para cumplir una misión militar para la que sea apta, no reclute a ninguna, aunque sea para salvarla de los lugares de placer de los panasiáticos.

- Sí, señor. Ahora veo que hice mal al mandarle a Estelle.

- Lo que está hecho, hecho está, y Estelle trabaja muy bien. No titubee en reclutar mujeres adecuadas. Esto va a ser una guerra larga y creo que mantendremos mejor la moral con un equipo mixto que con uno de hombres solos. Los hombres sin mujeres se desaniman pronto y pierden el ánimo. Pero cuide de que la próxima que envíe sea una mujer de edad, algo que oscile entre una madre superiora y una carabina. Una enfermera vieja con mucha práctica sería el tipo ideal. Podría ser ayudante de Brooks en el laboratorio y a la vez directora del departamento de mujeres y niños.

- Veré lo que puedo encontrar.

- Y envíenos a ese relojero. Realmente le necesitamos.

- Le pondremos una inyección de prueba esta misma noche.

Ardmore replicó:

- ¿Es necesario, Jeff? Si los panasiáticos mataron a toda su familia puede usted estar seguro de sus sentimientos.

- Eso es lo que él dice. Yo me sentiré mucho más seguro oyéndoselo contar cuando esté bajo el efecto de la droga. Podría ser un simulador, ¿comprende usted?

- Perfectamente. Tiene usted razón, como siempre, por supuesto hace su papel y yo hago el mío. Bien, ¿cuándo va usted a poder dejar como encargado del templo a Alec, Jeff? Le necesito a usted aquí.

- Alec puede encargarse ahora mismo del templo de Denver. Pero según tengo entendido, mi primera obligación es localizar y reclutar más «sacerdotes» capaces de desenvolverse por sí mismos y levantar solos otro templo.

- Eso es cierto, pero… ¿no podría hacerlo Alec? Después de todo, las pruebas finales las hacemos aquí. Estamos todos de acuerdo en que nunca, bajo ninguna circunstancia, se revelará a nadie la verdadera naturaleza de lo que hacemos hasta que no hayan pasado por nuestras manos. Un error al elegir al hombre podría sernos fatal.

Jeff reflexionó durante un tiempo, hasta que al final dijo:

- Escuche, jefe, parece sencillo desde donde está, pero desde aquí no lo parece tanto. Yo…

Hizo una pausa.

- ¿Qué le pasa, Jeff? -preguntó Ardmore-. ¿Tiene miedo?

- Me parece que sí.

Ardmore quiso saber:

- ¿Por qué? A mí me parece que la operación se desenvuelve por ahora según lo previsto…

- Bien, sí. Quizás, mayor. Pero usted ha dicho que sería una guerra larga.

- Sí. ¿Y qué?

- Pues que no puede ser larga. Si fuera una guerra larga la perderíamos.

- Pero… tiene que ser larga. No podemos dar la cara hasta que no dispongamos de suficiente gente de toda confianza para atacar por todo el país a la vez.

- Sí, sí, pero se ha de hacer lo más rápidamente posible. ¿Cuál cree usted que es el mayor peligro que nos amenaza?

- Pues… la posibilidad de que alguien nos localice, sea accidentalmente, sea con toda intención.

- No estoy de acuerdo, señor… no estoy de acuerdo. Usted opina así porque ve el asunto desde la Ciudadela. Desde aquí, yo diviso un peligro completamente distinto… y estoy muy preocupado.

- Bien, ¿y qué es ello? ¡Suéltelo, Jeff!

- Pues el peor peligro… un peligro que pende como una espada sobre nuestras cabezas… es que las autoridades panasiáticas sospechen de nosotros. Pueden acabar por pensar que no somos lo que pretendemos ser… o sea otra nueva religión occidental, buena para mantener sumisos a los esclavos. Si se les ocurre esa idea antes de que estemos preparados, podemos considerarnos perdidos.

- No se ponga nervioso, Jeff. En un apuro, tiene usted suficiente material para abrirse camino hasta la base. No arrojarán una bomba atómica.

- Lo dudo. Pero aunque así sea, ¿qué sacaremos con ello? ¿Quedaremos dentro del agujero hasta que muramos de viejos? ¡Si no nos atrevemos a sacar las narices no nos haremos nunca con el país!

- ¡Hum! No… Pero nos daría tiempo a pensar en algo más.

- No se engañe a sí mismo, mayor. Si se dan cuenta de nosotros, estamos perdidos… y el pueblo norteamericano perdería su última oportunidad… por lo menos esta generación. Somos aún demasiado pocos… sea cuales sean las armas que Wilkie y Calhoun puedan inventar.

- Vamos a suponer que le doy la razón. Pero usted sabía todo esto cuando salió de la Ciudadela. ¿A qué, pues, ese pánico? ¿Fatiga de batalla?

- Puede usted llamarlo así. Pero quiero discutir sobre los peligros tal como los veo ahora, desde aquí. Si fuéramos realmente una secta religiosa, sin poder militar, nos dejarían tranquilos. ¿Cierto?

- Cierto.

- Entonces el peligro estriba en las cosas que hemos de hacer para ocultar la gran cantidad de material que poseemos y que no deberíamos poseer. Esos peligros están todos aquí, en la Ciudadela. El primero de todos…

Thomas hizo el ademán de contar con los dedos, olvidándose de que su jefe no le veía.

- El primero de todos -continuó- es el escudo protector del templo. Teníamos que tenerlo, ya que este lugar no puede ser registrado. Pero sufrir un registro sería casi tan malo como tener que utilizar ese escudo. Si a cualquier jefe panasiático se le ocurre hacer un registro a pesar de nuestra inmunidad, se nos presenta un verdadero dilema: ni debo matarle ni debo dejarle entrar. Hasta ahora, por la gracia de Dios, con un poco de conversación y un empleo liberal de los sobornos, hemos podido mantenerles alejados.

- Ellos ya saben que tenemos escudos que nos protegen, Jeff; lo supieron el primer día que establecimos contacto aquí.

- ¿Lo saben ahora? No lo creo. Pensando sobre la entrevista que celebré con el delegado de aquí, he llegado a la conclusión de que el oficial que intentó forzar la entrada del templo madre no fue creído cuando hizo su informe. Y puede usted apostar lo que quiera que ahora está muerto. Así es como actúa esta gente. Y en cuanto a los soldados rasos, no cuentan. El segundo peligro es el escudo personal que nosotros los «sacerdotes» llevamos. Empleé el mío sólo una vez y ahora lo siento. Afortunadamente se trataba asimismo de un soldado raso. No informaría sobre ello. Debió creer que perdió la cabeza.

- Pero Jeff, los «sacerdotes» tienen que llevar escudo. No podemos permitir que un miembro de nuestro grupo caiga en manos enemigas… sin mencionar el hecho de que los monos podían drogar a un «sacerdote» sin escudo antes de que éste se pudiera suicidar.

- ¡Qué me dice usted! Los tenemos que llevar y no podemos atrevernos a utilizarlos… y eso significa que tenemos que convencerles a fuerza de palabrería. El otro peligro es el halo. El halo fue un error, jefe.

- ¿Por qué dice usted eso?

- Desde luego, impresiona a los supersticiosos. Pero los peces gordos panasiáticos no son más supersticiosos que lo que es usted. Por ejemplo, tome usted al delegado… Yo llevé el halo en su presencia y él no se sintió impresionado lo más mínimo. Tuve la suerte de que, al parecer, no le concedió importancia, pensando que sólo se trataba de un truco para atraer seguidores. Pero imagine usted que hubiera pensando a fondo sobre el halo y hubiese querido enterarse de cómo se producía…

- Quizás tenga usted razón -murmuró Ardmore-. Haremos bien en omitir el halo en la siguiente ciudad donde nos instalemos.

- Es demasiado tarde. Nos designan como «los hombres santos que llevan halos». Es nuestra marca de fábrica.

- ¿De veras? Jeff, creo que ha hecho usted un maravilloso trabajo.

- Y hay otro peligro. Este es lento; una especie de bomba de efectos retardados.

- ¿Y qué es?

- El dinero. Hemos esparcido demasiado dinero. Esto es algo que infunde sospechas.

- Pero tenemos que disponer de dinero para actuar.

- Demasiado lo sé. Hasta ahora ha sido lo único que nos ha permitido ir tirando. Esta gente es aún más corruptible que los norteamericanos. Jefe, el aceptar el soborno es para nosotros delinquir, pero para ellos es una parte esencial de su cultura. Desde luego, esto es algo bueno para nosotros: gozamos ahora de la situación de una gallina que pone huevos de oro.

- Entonces… ¿por qué llama usted a esto una bomba de efectos retardados? ¿Por qué es un peligro?

- ¿Recuerda usted lo que le sucedió a la gallina de los huevos de oro del cuento? Algún día, un individuo listo se pregunta en dónde encuentra la gallina todo ese oro y la va a abrir en canal para comprobarlo. Mientras tanto, todos los que sobornamos cierran los ojos ante las circunstancias sospechosas y sólo se preocupan de obtener tanto dinero como puedan. Apostaría algo a que todos mantienen la boca cerrada acerca de lo que han recibido mientras puedan seguir recibiendo. Dudo que el delegado sepa que parecemos tener un ilimitado suplemento de monedas de oro norteamericanas. Pero algún día se enterará de ello: he aquí la bomba de efectos retardados. A menos que pueda ser sobornado a su vez, de una manera muy cortés, naturalmente, iniciará unas investigaciones muy molestas. De esta forma podemos llegar a enfrentarnos con un oficial más interesado en conocer a fondo el asunto que en mancharse las manos. ¡Y antes de que llegue ese día tenemos que haber empezado a movernos!

- ¡Hum! Supongo que sí. Bien, Jeff, haga las cosas según su parecer y reclute cuanto antes a unos cuantos «sacerdotes». Si dispusiéramos de un centenar de hombres con tanto talento como usted para manejar a la gente, podríamos preparar el día «D» para dentro de un mes. Pero podemos tardar años en tenerlos y, como usted dice, los acontecimientos se nos pueden echar encima antes de que empecemos a movernos.

- ¿Comprende ahora el porqué me es difícil encontrar «sacerdotes»? La lealtad no basta; es necesaria una aptitud especial para engañar a la gente. Yo aprendí esto siendo hobo. En realidad, Alec no ha alcanzado esto aún: es demasiado honrado. Sin embargo, creo que pudo contar con un recluta en este momento… Se trata de un individuo llamado Johnson.

- ¿Sí? ¿Y cómo es?

- Era vendedor de fincas y tiene una manera de hablar muy convincente. Los panasiáticos le dejaron sin trabajo, naturalmente, y desea evitar a toda costa que le envíen a trabajar en el campo. Yo le he estado sondeando.

- Bien, si cree usted que sirve, envíemelo. Quizás pueda yo aprender bastante sosteniendo una conversación con él.

- ¿Eh?

- He estado pensando mientras le escuchaba, Jeff. No conozco bastante la situación. Tengo que ir ahí y verla por mí mismo. Si tengo que dirigir el espectáculo, he de entenderlo a fondo. Y no puedo entenderlo permaneciendo metido en un agujero. He perdido el contacto.

- Pensé que eso ya estaba resuelto desde hace tiempo, jefe.

- ¿Qué quiere usted decir?

- ¿Va usted a dejar que Calhoun actúe como jefe ahí?

Ardmore permaneció silencioso durante un rato. Luego dijo:

- ¡Maldita sea, Jeff!

- Bien, ¿cae usted en la cuenta?

- Claro que sí. ¡Hablemos de otra cosa!

- No se ofenda, jefe. He estado intentando presentarle un cuadro completo. Por eso he hablado tanto.

- Me alegro de que lo hiciera. Y querría repetir esta conversación con muchos más detalles. Quiero que Estelle nos oiga y pase a un archivo todo lo que usted diga. Quiero hacer con todo lo que usted me cuenta un manual de instrucción para uso de los «sacerdotes» aprendices.

- Perfectamente. Ya le llamaré a usted después. Ahora, dentro de diez minutos, tengo un servicio.

- ¿No celebra servicios Alec?

- Lo hace, y muy bien. Echa sermones mejores que los míos. Pero es mi mejor ocasión para el trabajo de reclutamiento, mayor. Estudio a la multitud y hablo después con ellos individualmente.

- Perfectamente, perfectamente. Cierro.

- Hasta luego.

El templo estaba lleno de gente. Thomas sabía que atraer a la gente no era adorar al gran dios Mota. Durante los servicios, las mesas de junto a la pared se hallaban llenas a rebosar de comida, comprada con el hermoso oro de Scheer. Pero Alec hacía lo que se llama una buena representación. Mientras escuchaba sus prédicas, a Jeff le parecía que el antiguo montañero había reconciliado su conciencia con su extraño y nuevo empleo con tal firmeza que creía estar predicando su verdadera religión, tanta era la convicción que daba a su voz al hablar en símbolos y con expresiones del viejo ritual.

«Si sigue así -se dijo Jeff a sí mismo-, pronto tendremos mujeres que se desmayan por los pasillos. Quizás le debería decir que emplee el pedal suave.»

Sin que se produjera el menor incidente, Alec llegó al himno final. La congregación cantó con buena entonación, y cuando el himno concluyó, todos se dirigieron a las mesas. Lo de la música sagrada había sido al principio un verdadero problema… hasta que Jeff se decidió poner nueva letra a la música patriótica norteamericana más conocida. La cosa servía para un doble propósito: cualquiera que escuchara atentamente podía oír las viejas palabras, las verdaderas palabras…

Jeff circulaba por entre su rebaño mientras sus componentes comían. Se dedicaba a acariciar las cabezas de los niños, a pronunciar bendiciones… y a escuchar. De pronto, un hombre se alzó de su asiento y le detuvo. Era Johnson, el antiguo vendedor de fincas.

- Una palabra, santo -dijo.

- ¿Qué quieres, hijo mío?

Johnson indicó que quería hablarle en privado, y ambos se apartaron de la multitud y llegaron hasta la sombra del altar.

- Santo, no me atrevo a volver a mi habitación esta noche.

- ¿Por qué no, hijo mío?

- No he podido lograr aún que me renueven mi tarjeta de trabajo. Hoy es mi último día de gracia. Si voy a mi casa, me llevarán a los campos.

Jeff adoptó una expresión grave.

- Ya sabes que los siervos de Mota no predican la resistencia a la autoridad temporal.

- ¡Usted no va a dejar que me arresten! ¿Verdad?

- Nosotros no negamos el derecho de asilo. Quizás no sea la cosa tan mala como piensas, hijo mío. Quizás, si te quedas aquí esta noche, mañana encontrarás a alguien que te dé trabajo y revalide tu tarjeta.

- ¿Me puedo quedar entonces?

- Te puedes quedar.

Thomas decidió que Johnson podría quedarse ya para siempre. Si era capaz de hacer algo útil, sería enviado a la Ciudadela para sufrir una prueba final. Si no, Johnson se quedaría en el templo de Denver como ayudante para cosas de poca monta… El templo necesitaba más ayuda cada día, especialmente en la cocina.

Cuando se marchó la multitud, Jeff cerró la puerta. Luego registró el edificio personalmente para estar seguro de que sólo los residentes y los que habían obtenido asilo para pasar la noche en el santuario se hallaban aún dentro. Estos refugiados pasaban de una docena. Jeff estaba observando a algunos de ellos con vistas a convertirles en reclutas.

Completada la inspección y el lugar limpio, Jeff mandó que todos, menos Alec, se fueran al segundo piso, donde estaban los dormitorios. Luego cerró tras ellos la puerta de la escalera. Era la rutina de cada noche. El altar, con sus maravillosos adornos, estaba a seguras de curiosos, ya que tenía un escudo protector controlado por el conmutador que había en el sótano… sólo que Jeff no quería que nadie hiciera funcionar ese escudo. La razón que Jeff daba a propósito de todas aquellas precauciones era, naturalmente, una especie de santo misterio que tenía algo que ver con lo «sagrado» de la planta baja.

Alec y Jeff bajaron al sótano, cerrando tras ellos una pesada puerta revestida de acero. El dormitorio de ambos era una ancha habitación en la que se hallaban la unidad de fuerza del altar, el aparato por medio del cual se comunicaban con la base y los dos catres que Peewe Jenkins les había comprado el mismo día que llegaron a Denver. Alec se desnudó, entró en el cuarto de baño adjunto y quedó a punto de meterse en la cama. Jeff se quitó también sus ropas y su turbante, pero no su barba: ahora era natural; su propia barba le había crecido. Se puso un mono, encendió un cigarrillo y llamó a la base.

Durante tres horas estuvo dictando, levantando la voz para que se percibiera por encima de los ronquidos de Alec. Luego también él se acostó.

Jeff despertó presa de una sensación de inquietud. Las luces no estaban encendidas; por lo tanto, no era una alarma lo que le despertó. Permaneció muy quieto durante un momento y luego se inclinó hacia un lado y cogió del suelo su equipo.

Se puso en guardia.

Alguien más se hallaba en la habitación, alguien más que no era Alec, el cual continuaba roncando en el otro lecho. Él lo sabía, aunque por el momento no oía el menor ruido. A tientas y con sumo cuidado, hizo que su escudo cubriera ambos catres. Luego encendió las luces.

- Quédese en donde está -ordenó Jeff en voz baja.

El hombre dio media vuelta y se subió los anteojos hasta la frente. Permaneció inmóvil durante un momento, guiñando los ojos por causa de la luz.

Súbitamente una pistola de vórtice apareció en su otra mano.

- No haga ningún movimiento brusco, amigo -dijo-. Esto no es un juguete.

- ¡Alec! -gritó Jeff-. ¡Alec, despierte!

Alec se incorporó, alerta inmediatamente. Miró a su alrededor, buscando su equipo defensivo.

- Los dos estamos protegidos -dijo Jeff rápidamente-. Atáquele usted, pero no le mate.

- Si hacen ustedes un movimiento, tendrán lo suyo -les advirtió Johnson.

- No seas tonto, hijo mío -contestó Jeff-. El gran dios Mota protege a los suyos. Baja esa arma.

Sin perder tiempo en hablar, Alec maniobró los mandos de su equipo. Esto le llevó algún tiempo. Sólo tenía práctica en el uso de los rayos tractores y compresores. Johnson le vio trabajar, dudó un momento y luego le disparó a quemarropa.

No ocurrió nada; el escudo de Jeff anuló la energía.

Johnson pareció sorprendido. Y más sorprendido quedó aún, y además frotándose la muñeca, cuando Alec le arrancó el arma de la mano valiéndose de un rayo tractor.

- Y ahora dime, hijo mío -dijo Jeff-. ¿Por qué has venido a violar los misterios de Mota?

Johnson miró a su alrededor. Sus ojos mostraban cierto temor, pero su expresión era aún desafiante.

- Deje ya tranquilo a Mota. A mí no me engaña usted.

- Al dios Mota no se le burla impunemente.

- Le digo que deje ya eso. ¿Cómo puede usted explicar esto? -preguntó Johnson señalando el aparato de comunicación.

- El dios Mota no necesita explicar nada. Siéntate, hijo mío, y haz las paces con él.

- ¿Sentarme? ¡Narices! Me voy de aquí como una flecha. Y si ustedes, pájaros de cuenta, no quieren ver todo esto lleno de ojos oblicuos, no intenten detenerme. Yo no acusaré nunca a un hombre blanco a menos que sea un peligro para mí.

- ¿Quieres decir que eres un vulgar ladrón?

- Tenga cuidado con lo que me llama. Ustedes han estado tirando el dinero a manos llenas. Eso puede llamar la atención de cualquiera.

- Siéntate.

- Me marcho.

E hizo ademán de marcharse. Jeff dijo rápidamente:

- ¡Sujétele, Alec! Pero no le haga mucho daño.

Alec tardó algún tiempo en sus preparativos. Johnson estaba ya a media escalera cuando Alec le levantó del suelo. Johnson cayó, dándose un golpe en la cabeza.

Sin darse ninguna prisa, Jeff se puso su túnica.

- Vigílele, Alec. Yo voy a reconocer el terreno.

Se fue arriba, volviendo a los pocos minutos. Johnson se hallaba tendido en el catre de Alec y dormía.

- No hay muchos desperfectos -informó Jeff-. La cerradura de la puerta de arriba ha sido abierta con una ganzúa. Nadie se ha despertado. Yo la he vuelto a cerrar. En cuanto a la cerradura de la puerta de abajo, tendrá que ser reemplazada. Este tipo empleó algo que la fundió. Esa puerta necesita realmente un escudo. Ya hablaré a Bob de esto.

Miró la tendida figura y continuó:

- ¿Ya despierta?

- No, aún no está despierto del todo. Ahora empieza. Le he dado pentotal de sodio.

- ¡Bien! Deseo interrogarle.

- Así me lo figuraba.

- ¿Anestesia?

- No, sólo una dosis para que hable.

Thomas cogió con un dedo el lóbulo de una de las orejas de Johnson y lo torció violentamente. La víctima se estremeció.

- Pues está casi anestesiado. Debe ser por el golpe en la cabeza. ¡Johnson! ¿Me oye usted?

- ¡Hum… Sí!

Thomas, pacientemente, le fue haciendo preguntas durante varios minutos. Al fin le interrumpió Alec.

- Jeff, ¿tenemos que seguir oyéndole? Es como mirar una charca podrida.

- A mí también me entran ganas de vomitar, pero tenemos que enterarnos.

Y continuó su interrogatorio. ¿Quién le pagaba? ¿Qué era lo que esperaban encontrar los panasiáticos? ¿A quién tenía que dar el informe? ¿Qué es lo que tenía que averiguar después? ¿Quién más estaba metido en la organización? ¿Qué pensaban los panasiáticos del templo de Mota? Sabía el que le pagaba que él estaba allí aquella noche?

Finalmente, Jeff hizo la pregunta principal: ¿Qué le inducía a ir en contra de los de su propia raza?

El efecto de la droga estaba acabándose y Johnson empezaba a darse cuenta de lo que le rodeaba, pero sus censores le seguían apremiando con preguntas y él hablaba sin importarle lo que sus oyentes pudieran pensar de él.

- Un hombre tiene que vivir, ¿no es así? Si uno es listo, puede salir con bien de todo.

- Sospecho que somos nosotros los que no somos listos, Alec -comentó Thomas; permaneció en silencio durante varios minutos y luego continuó-: Creo que nos ha dicho todo lo que sabe. Ahora hay que decidir lo que hacemos con él.

- Si le doy otra inyección, continuará hablando.

- ¡No podrán ustedes hacerme hablar! -exclamó Johnson sin darse cuenta de que ya había hablado.

Thomas le pegó en el rostro con el revés de su mano.

- Cállate ahora. Ya hablaste bastante desde que te metimos la aguja. Ahora ya puedes estar callado. -A continuación se dirigió a Alec-. Si le mandáramos a la base, hay probabilidad de que le sacaran más cosas. Pero es posible que no, y el traslado sería difícil y peligroso. Si nos cogieran llevándole o si se escapara, se armaría la gorda. Creo que lo mejor es disponer de él aquí mismo y ahora.

Johnson parecía aturdido e intentó incorporarse, pero el equipo de Alec le mantenía sujeto al catre.

- ¡Eh! ¿De qué están ustedes hablando? ¡Esto es un asesinato! -gritó Johnson.

- Dele otra inyección, Alec. No podemos arriesgarnos a que imite a Caín mientras nosotros actuamos.

Howe no contestó, pero le puso rápidamente una inyección. Johnson intentó evitarlo y lucharon un poco, pero acabó recibiendo la droga. A continuación, Howe se ir guió de nuevo.

- ¿Se ha fijado usted en cómo ha sonado esa frase, Jeff? Yo no firmaría un asesinato.

- No será un asesinato, Alec. Ejecutaremos a un espía.

Howe se mordió el labio.

- Me parece que no me importaría lo más mínimo matar a un hombre en lucha franca. Pero atarle y matarle como si fuera un cerdo me revuelve el estómago.

- Las ejecuciones siempre producen ese efecto, Alec. ¿Ha visto usted alguna vez matar a un hombre en una cámara de gas?

- Pero se trata de un asesinato, Jeff. Nosotros no tenemos autoridad para ejecutarle.

Yo sí tengo autoridad, Alec. Soy el jefe aquí, y actúo con independencia y estamos en guerra.

- Pero dése cuenta, Jeff, que no se le ha concedido a ese hombre ni siquiera un juicio sumarísimo.

- Se hace un juicio para establecer la culpabilidad o la inocencia. ¿Es culpable?

- Sí, claro que lo es. Pero un hombre tiene derecho a un juicio.

- Alec, yo era abogado. El propósito de la complicada estructura de la jurisprudencia occidental en los asuntos criminales, estructura construida a lo largo de los siglos, ha sido evitar que el inocente sea condenado y castigado por error. Eso, a veces, deja al culpable libre, pero no importa. Yo no dispongo ahora ni del personal ni del tiempo necesarios para formar un tribunal militar y conceder a este hombre un juicio en toda regla… Pero su culpa ha quedado establecida con mucha más certeza que podía establecerla cualquier sala de justicia, y yo no estoy dispuesto a arriesgar mi mando y el resultado de la guerra extendiendo hasta él la protección que fue ideada para proteger al inocente. Si me fuera posible borrar su memoria y dejarle libre para que informara que no ha encontrado más que una pobre iglesia y un montón de gente hambrienta comiendo, lo haría, no para evitar el mal trago de tener que matarle, sino porque eso confundiría al enemigo. Pero no siéndome posible soltarle…

- ¡Es que no quiero que usted haga eso, Jeff…!

- Cállese, soldado, y escuche: si le dejo escapar con todo lo que ha averiguado, los panasiáticos se lo sacarían lo mismo que nosotros le hemos hecho hablar, aunque él intentara ocultarlo. No tenemos facilidades para guardarle aquí, y enviarle a la base resulta peligroso. Es, pues, necesario que le ejecute ahora mismo.

Hizo una pausa. Alec, titubeando, dijo:

- Capitán Thomas…

- ¿Qué?

- ¿Por qué no llama usted al mayor Ardmore para ver lo que él piensa sobre esto?

- Pues porque no hay razón para ello. Si he de llamarle para que piense por mí sobre esto, es que no soy bueno para este cargo. Y ahora tengo que añadir otra cosa: es usted demasiado blando y demasiado sensiblero para este trabajo. Usted cree, al parecer, que los Estados Unidos pueden ganar esta guerra sin que nadie reciba el menor daño… y ni siquiera tiene usted valor para ver morir a un traidor. Yo esperaba poder delegar pronto mi mando en usted; en lugar de ello, voy a mandarle a usted mañana a la Ciudadela para que lleve al comandante en jefe el informe de que no puede tenerse confianza en usted para que trabaje frente al enemigo. Mientras tanto, usted ejecutará aquí las órdenes que reciba. Ayúdeme a llevar ese cuerpo al cuarto de baño.

La boca de Howe tembló, pero no dijo nada. Entre ambos llevaron el cuerpo inconsciente hasta la habitación adjunta. Antes de «consagrar» el templo, Thomas había hecho levantar un tabique entre el cuarto de aseo del portero y el espacio inmediato, y en ese espacio hizo instalar un anticuado baño. En él dejaron el cuerpo.

- ¿Por qué en el baño? -preguntó Howe humedeciéndose los labios.

- Porque va a ser algo sangriento.

- ¿No va usted a emplear su equipo?

- No. Me llevaría una hora la tarea de desmontarlo para retirar de él el circuito que cierra la banda de frecuencia de los hombres blancos. Y no estoy seguro de poder luego volverlo a poner bien. Déme esa fuerte navaja que usted tiene y váyase.

Howe fue a buscar su navaja y volvió con ella. Pero no se la entregó a Thomas.

- ¿Ha matado usted alguna vez a un cerdo? -preguntó Howe.

- No.

- Entonces yo sé más de esto que usted.

Howe se agachó y levantó la barbilla de Johnson. Este, que jadeaba, gruñó algo. Howe hizo un rápido movimiento y la garganta del hombre quedó abierta. Luego soltó la cabeza, se puso en pie y miró el rojo arroyo que se iba extendiendo por el baño. Tras de escupir en él, se acercó al lavabo para limpiar su navaja.

- Me parece que hablé demasiado de prisa -murmuró Jeff.

- No -contestó lentamente Alec sin levantar la vista-. No habló usted demasiado de prisa. Sospecho que tardaré algo en acostumbrarme a la noción de la guerra.

- Sí. Sospecho que sí. Bien, vamos a arreglar esto.

A despecho de lo tarde que se había acostado, Jeff Thomas se levantó muy temprano a la mañana siguiente, ya que deseaba informar a Ardmore antes del servicio de la mañana. Ardmore escuchó atentamente todo el relato y luego dijo:

- Enviaré a Scheer para que instale un escudo en la puerta del sótano. Esto quedará ya establecido para todos los templos que instalemos en lo sucesivo. ¿Qué hay sobre Howe? ¿Desea usted que venga aquí?

- No -decidió Thomas-. Creo que ha superado la situación. Es débil por naturaleza, pero está adquiriendo mucho valor moral. ¡Maldita, sea, jefe, hemos de tener confianza en alguien!

- ¿Está usted dispuesto a dejar ese templo a su cargo?

- Pues… sí. Lo estoy… ahora. ¿Por qué?

- Porque me gustaría que se trasladara usted sin dilación a Salt Lake City. He estado despierto la mayor parte de la noche pensando en lo que me dijo usted ayer. Me preocupó usted, Jeff. Aquí no me daba cuenta de cómo estaban las cosas. ¿Cuántos reclutas en potencia tiene usted ahora?

- Ahora que Johnson no está, trece. Pero no todos son candidatos para el «sacerdocio», naturalmente.

- Quiero que me los envíe a todos aquí inmediatamente.

- Pero jefe… aún no les he examinado.

- Tenemos que activar los procesos. No se hará ninguna prueba utilizando drogas excepto en la Ciudadela. Usted no tiene ya facilidades para hacerlo graciosamente. Nombro a Brooks para este trabajo. Él hará las pruebas y yo examinaré luego a los que salgan bien de ellas. De ahora en adelante, el primer deber de los «sacerdotes» será descubrir candidatos adecuados y enviarlos al templo madre.

Thomas reflexionó un momento; al cabo dijo:

- ¿Y qué me dice de los individuos como Johnson? Estoy seguro de que no quiere usted que un tipo así penetre en la Ciudadela.

- Ya he pensado en eso… He aquí por qué las pruebas se han de realizar aquí. Cada candidato será drogado antes de que se vaya a la cama… pero él no lo sabrá. Luego se le pondrá una inyección, se despertará y será examinado durante la noche. Si el examen es satisfactorio, estupendo. Pero si no lo es, él no sabrá nunca que ha sido examinado y se le hará creer que ha sido admitido.

- ¿Cómo?

- Eso es lo bonito del plan. Aceptará estar al servicio del gran dios Mota, jurará ser un hermano más… ¡y aquí es donde le tomaremos el pelo de lo lindo! Dormirá en una celda sin muebles, fregará suelos, comerá comida mala y escasa, y pasará cada día algunas horas de rodillas practicando sus devociones. Tendremos en todo tanto cuidado que no sabrá nunca que bajo esta montaña hay algo más que roca. Cuando haya cumplido su noviciado, será autorizado a hacer sus votos, y entonces podrá marcharse y contar a sus amos todo lo que haya visto.

Thomas se sintió complacido.

- Me parece muy bien, mayor. Me parece divertido… y me parece que va a dar buenos resultados.

- Así lo creo yo. De este modo, los agentes del enemigo trabajarán en favor nuestro. Cuando la guerra acabe, les buscaremos y les fusilaremos… Me refiero a los espías de ahora, no a los que tengan pocas luces… Pero esto no es lo que importa en la actualidad. Vamos a hablar de los candidatos que aprueben. Quiero reclutas, y los quiero en seguida. Deseo varios centenares inmediatamente. Además de esos varios centenares, deseo por lo menos sesenta candidatos adecuados para el «sacerdocio». Quiero entrenarles simultáneamente y enviarles en seguida a trabajar. Usted me aconsejó muy bien acerca de los peligros de la espera, Jeff. Además, quiero atacar al mismo tiempo todos los centros principales panasiáticos. Me ha convencido usted de que ésta es nuestra única posibilidad para acabar con esta mascarada.

Thomas emitió un silbido.

- ¿No pide usted demasiado, jefe?

- Tiene que ser así. Y contamos con una nueva doctrina para reclutar gente. Ponga en marcha su magnetofón.

- Ya está.

- Muy bien. Envíeme sólo los candidatos que hayan perdido familiares muy allegados como resultado de la invasión panasiática. Naturalmente, elimine a las personas que se vea a las claras que no son aptas, pero deje hacer a la Ciudadela la eliminación psicológica. Envíame candidatos de las categorías siguientes: para que sean «sacerdotes»… vendedores, hombres expertos en la publicidad, periodistas, predicadores, políticos, psicólogos, charlatanes de feria, individuos acostumbrados a manejar a la gente, psiquiatras, abogados, directores de escena… Y para trabajar no en contacto con el público ni con el enemigo; trabajadores expertos en metales de todas clases, técnicos en electrónica, joyeros, relojeros, expertos en ingeniería de todas clases, cocineros, mecanógrafos, técnicos de laboratorio, físicos, gente que sepa coser… Algunos de los del último grupo pueden ser mujeres.

- ¿No quiere usted mujeres sacerdotisas?

- ¿Qué cree usted?

- Yo estoy en contra de ello. Esos monos valoran a las mujeres en cero e incluso en menos. No creo que a una mujer sacerdote le fuera posible operar en contacto con ellos.

- Pienso lo mismo. Ahora escuche: ¿podrá Alec llevar a cabo el reclutamiento de gente de acuerdo con estas normas?

- ¡Hum…! Jefe, no me gusta nada dejarle solo tan pronto.

- ¿Es que puede cometer algún error que nos comprometa?

- No, pero puede no obtener buenos resultados.

- Bien, pues tendrá usted que dejarle. Que nade o que se hunda. De ahora en adelante forzaremos la marcha, Jeff. Deje el templo a cargo de Alec y venga aquí. Usted y Scheer saldrán para Salt Lake City en seguida, públicamente. Compre otro coche y utilice el chofer que tiene ahora. Alec puede buscar otro chofer. Quiero que Scheer esté de vuelta a las cuarenta y ocho horas y quiero que los primeros reclutados hagan asimismo este viaje un par de días después. Y dos semanas más tarde enviaré a alguien que les releve a ustedes, ya sea Graham, ya sea Brooks…

- ¿Eh? Ninguno de los dos tiene temperamento para esta tarea.

- Seguirán el camino que ustedes hayan trazado. Tan pronto como me sea posible relevaré al que envío con un tipo adecuado. Usted tiene que venir aquí en seguida a hacerse cargo de una escuela de «sacerdotes»… o más bien, a continuar y mejorarla. Yo trabajo en ella ahora con la gente que tengo a mano. Ese será su empleo. Seguramente no le volveré a mandar fuera, a menos que haya jaleo.

Thomas suspiró.

- Seguramente hablé alguna vez de un empleo, ¿no es verdad?

- Sí, lo hizo usted. Empiece a moverse.

- Espere un minuto. ¿Por qué Salt Lake City?

- Porque creo que es un buen sitio para la recluta de gente. Esos mormones son gente aguda y práctica y no creo que encuentre usted a ningún traidor entre ellos. Si pone usted celo en su trabajo, creo que podrá convencer a sus Ancianos de que el dios Mota es algo muy bueno que no amenaza en nada su propia fe. Hasta ahora no hemos hecho ningún uso de las iglesias legítimas: ellas pueden ser la columna vertebral del movimiento. Reclute mormones… Entre ellos abundan los que tienen alma de misionero. Si usted les trabaja bien, puede reclutar un gran número de ellos con experiencia, valerosos, acostumbrados a organizarse en territorio hostil, buenos oradores, listos… ¿Comprende?

- Comprendo. Bien, lo intentaré.

- Usted puede salir airoso. En cuanto me sea posible enviaré a alguien que releve a Alec y él irá solo a Cheyenne. Y ahora usted… ¡a Salt Lake City!

CAPÍTULO VIII

Denver, Cheyenne, Salt Lake City, Portland, Seattle, San Francisco, Kansas City, Chicago, Little Rock, Nueva Orleans, Detroit, Jersey City, Riverside, Five Ports, Butker, Hackettstown, Natick, Long Beach, Yuma, Fresno, Amarillo, Grants, Parktown, Bremerton, Coronado, Worcester, Santa Ana, Vicksburg, La Salle, Morganfield, Blaisville, Barstow, Wallkyll, Boise, Yakima, San Agustín, Walla Walla, Abilene, Chattahoochee, Leeds, Laramie, Globe, Norwalk del Sur, Corpus Christi…

- ¡La paz sea con vosotros! ¡La paz, que es maravillosa! ¡Venid, enfermos y desgraciados! ¡Traed vuestras preocupaciones al templo del dios Mota! ¡Penetrad en el santuario donde nuestros amos no se atreven a entrar! ¡Alzad vuestras cabezas como hombres blancos que sois, ya que el Discípulo se acerca!

- ¿Que vuestra hijita se muere de fiebre tifoidea? ¡Traedla! ¡Traedla aquí! ¡Que los dorados rayos de Tamar la sanen! ¿Que no tenéis trabajo y tendréis que dedicaros a las labores del campo? ¡Entrad aquí! ¡Entrad aquí! Dormir en los bancos y comed de lo que hay en la mesa, que nunca está vacía. Y tenemos mucho trabajo para vosotros. Podréis ser peregrinos y llevar la palabra de unos a otros. Sólo necesitáis que se os dé instrucción.

- ¿Qué quién paga todo esto? ¡Dios os ama, hombres, y el oro es el regalo de Mota! ¡Daos prisa! ¡El Discípulo está al llegar!

Y el público entraba en los templos. Al principio, impulsados por la curiosidad ante aquella nueva y sorprendente religión, que resultaba una diversión y venía muy bien después de los penosos y monótonos hechos de su esclavizada existencia. La predisposición de Ardmore por los anuncios retumbantes quedaba justificada cumplidamente en vista de los resultados. Un culto más serio y digno jamás hubiera sido tan bien recibido.

Pero aparte de la diversión, había otras razones: comida gratis y ninguna exigencia. ¿Qué importaba tener que cantar unos cuantos himnos inofensivos si podían quedarse a cenar? Aquellos sacerdotes podían permitirse comprar lujos que los norteamericanos veían ahora rara vez en sus mesas: naranjas, manteca, buena carne magra… pagando todo ello en los almacenes imperiales con buenas monedas de oro que llenaban de sonrisas los rostros de los vendedores asiáticos.

Además de esto, los sacerdotes locales echaban siempre una mano al que verdaderamente se hallaba necesitado. ¿Por qué preocuparse por credo más o menos? Allí había una iglesia que no pedía a nadie que se afiliase a ella. Se podía entrar y gozar de todos los beneficios sin que le exigiera a uno que abandonase la antigua religión… y ni siquiera preguntaban si tenía religión. Claro que los sacerdotes y sus acólitos parecían tomar muy en serio al dios de los seis atributos, pero… ¿qué importaba? Aquél era su oficio. ¿No hemos creído siempre en la libertad religiosa? Además, uno tenía que admitir que hacían una buena labor.

Ahora tomemos a la diosa de la misericordia… Quizás habría algo allí. Si se ve que un niño está en las últimas, ahogándose por la difteria, y que entonces un siervo de Shaam le duerme y le rocía con los dorados rayos de Tamar, y luego ve que una hora más tarde está perfectamente sano y alegre, uno empieza a maravillarse. Con la mitad de los médicos muertos, con el ejército y un montón de los que quedaban encerrados en campos de concentración, cualquiera que curase tenía que ser tomado en serio. ¿Qué importaba si le daban el aire de algo sobrenatural? ¿No somos gente práctica? Es el resultado lo que cuenta.

Pero un poco más en lo profundo que las ventajas materiales se hallaban los beneficios psicológicos. El templó de Mota era un lugar en donde un hombre podía levantar la cabeza y no tener miedo, cosa que no podía hacer ni en su propia casa.

- ¿No sabe usted? -comentaban-. Dicen que ningún rostro chato ha puesto jamás el pie en sus templos, ni siquiera para inspeccionar. Ni siquiera pueden disfrazarse de hombres blancos para hacerlo. Algo les deja inmóviles en la puerta. Personalmente, creo que esos monos sienten un terrible miedo de Mota. No sé a qué es debido, pero uno puede respirar tranquilo en ese templo. Venga usted conmigo. ¡Lo verá con sus propios ojos!

El reverendo Dr. David Wood llamó un día a su amigo el igualmente reverendo padre Doyle. El segundo, que tenía más edad, recibió al otro en su casa.

- Entre, entre, David -dijo-. Tiene usted muy buen aspecto. ¡Hace tanto tiempo que no le veía!

Le condujo hasta su pequeño estudio, le hizo sentar y le ofreció tabaco. Wood se negó a fumar con ademán preocupado.

Su conversación se deslizó de manera lánguida, pasando de un tema insustancial a otro tema insustancial. Doyle se dio cuenta de que Wood tenía algo en la mente, pero el viejo cura estaba acostumbrado a ser paciente. Cuando fue evidente que el más joven no quería, no podía o no quería abordar el tempa que le había llevado allí, decidió ayudarle.

- Parece usted algo preocupado, David. ¿Puedo preguntarle por qué?

David Wood se asió en el acto a la ocasión que le brindaban.

- Padre, ¿qué piensa usted de esos individuos que se llaman a sí mismos sacerdotes de Mota?

- ¿Que qué pienso de ellos? ¿Por qué tendría que pensar algo?

- No se me escurra, Francis. ¿Es que se queda usted tan fresco cuando una herejía pagana se alza ante su propia nariz?

- Bien, parece que expone usted un problema que hay que discutir. Vamos a ver, David: ¿qué diablos es una religión pagana?

Wood hizo un ademán de impaciencia.

- Sabe usted de sobras lo que quiero decir. ¡Dioses falsos! ¡Túnicas, un templo estrafalario y… mojigangas!

Doyle sonrió suavemente.

- Ha estado usted a punto de decir «mojigangas papistas». ¿No es verdad, David? No, no puedo decir que esté preocupado por esos raros atavíos. Pero en cuanto a la definición de la palabra paganía… Desde un estricto punto de vista teológico, me veo obligado a considerar pagana toda secta que no admite la autoridad del Vicario en la tierra…

- No juegue conmigo, padre. No estoy de humor.

- No juego con usted, David. Iba a añadir que, a despecho de la estricta regla de la teología, Dios, en su misericordia e infinita sabiduría, encontrará manera de dejarle a usted entrar en el Reino Santo. En cuanto a esos sacerdotes de Mota, no he estudiado su credo punto por punto, pero me parece que están haciendo una labor útil. Un trabajo que yo no he sido capaz de realizar.

- Eso es exactamente lo que me preocupa, Francis. Había una mujer entre mis feligreses que sufría un cáncer incurable. Yo sabía que casos como el de ella habían sido mejorados por… por esos charlatanes. ¿Qué podía hacer yo? Rogué, pero no encontré solución.

- ¿Y qué hizo usted al fin?

- En un momento de debilidad, la envié a ellos.

- ¿Y qué?

- Pues que la curaron.

- No se preocupe demasiado por ello. Dios tiene más medios que usted y que yo.

- Espere un momento. La mujer retornó a mi iglesia, pero luego se fue de nuevo. Creo que ha entrado en el santuario, si es que se le puede llamar así, que ellos tienen para albergar mujeres. ¡Se ha ido, se ha perdido completamente, entregada a esos idólatras! Eso es lo que me tortura, Francis. ¿Qué habrá sacado con curar su cuerpo mortal si pierde su alma?

- ¿Era una buena mujer?

- Una de las mejores.

- Entonces creo que Dios ya cuidará de su alma sin su asistencia ni la mía. Además, David -continuó, volviendo a llenar su pipa-, esos llamados sacerdotes… no dejan de buscar su ayuda o la mía en asuntos espirituales. No celebran bodas, ¿sabe usted? Si usted frecuentara sus edificios, estoy seguro de que descubriría en ellos algo interesante…

- ¡No puedo imaginármelo!

- Quizás, quizás. Pero he encontrado un micrófono escondido en un rincón de mi confesionario… -la boca del sacerdote se transformó momentáneamente en una estrecha línea que denotaba enfado-. Desde entones he ido algunas veces a ese templo para ver si escuchaba algo que pudiera relacionarse con nuestros amos asiáticos…

- ¡Francis, no es cierto!

Luego, más moderadamente, Wood continuó:

- ¿Está enterado su obispo de esto?

- ¡Oh! El obispo es ahora un hombre muy ocupado…

- Vamos, Francis…

- Calma, calma… Le escribí una carta explicándole la situación todo lo claramente que pude. Cualquier día encontraré a alguien que viaje en dirección a la casa del obispo y haré que se la lleve. Me disgusta que las cosas de la iglesia vayan a manos de un traductor público; pueden ser retocadas.

- Entonces… ¿le ha contado usted todo?

- ¿No le he dicho ya que le he escrito una carta? Dios ha visto esa carta. No le hago ningún daño al obispo mientras espero a que la lea.

Menos de dos meses después, David Wood juraba su cargo en el servicio secreto del Ejército de los Estados Unidos. Y apenas se sorprendió cuando vio que su antiguo amigo, el padre Doyle, cambiaba con él señales secretas para reconocerse.

El asunto creció y creció. La organización y la comunicación, ambas cosas ocultas en cada uno de aquellos extraños templos, a cubierto de toda posible detectación por medio de la ciencia más ortodoxa… Operadores que cuidaban y seguían cuidando, sin cesar, el equipo de radio que funcionaba en una banda del espectro adicional… unos operadores que jamás veían la luz del día, que no veían a nadie excepto al sacerdote de su propio templo… Hombres que desaparecían de las miradas de los panasiáticos; hombres que aceptaban su ardua rutina con filosofía, como una necesidad en tiempos de guerra… Su moral era elevada; de nuevo eran hombres libres, hombres libres que luchaban, y pensaban en el día en que sus esfuerzos lograrían libertar a todos los demás de costa a costa.

En la Ciudadela, mujeres provistas de auriculares mecanografiaban los informes transmitidos por los operadores de radio; los mecanografiaban, los clasificaban, los condensaban y los archivaban. Dos veces al día, el empleado de guardia hacía un resumen, en el despacho del mayor Ardmore, de todo lo sucedido durante las doce horas precedentes. Durante el día llegaban despachos constantemente dirigidos al mismo Ardmore procedentes de docena y media de diócesis, despachos que se amontonaban en su mesa de trabajo. Como añadidura a aquella miríada de hojas de finísimo papel, cada una de las cuales requería la atención personal del mayor, estaban los informes, que llegaban también a montones, del laboratorio, pues Calhoun disponía ahora de los suficientes ayudantes como para llenar todas las habitaciones, trabajando hasta dieciséis horas al día.

El personal de su oficina le llevaba más informes, peticiones, notificaciones de que este o aquel departamento necesitaba más personal del que tenía; ¿podría el servicio de reclutamiento dedicarse a buscarlo? ¡Personal! Esto sí que representaba un perenne dolor de cabeza. ¿Cuántos hombres eran capaces de guardar un secreto? El personal se hallaba dividido en tres grandes grupos: los empleados inferiores, que servían para el trabajo rutinario, tales como las secretarias y los escribientes que permanecían completamente apartados de todo contacto con el mundo exterior; el personal de los diferentes templos, en contacto con el público y a quienes se decía tan sólo lo que necesitaban saber, y nunca que estaban sirviendo en el ejército, y por fin, los «sacerdotes», quienes necesariamente tenían que saberlo todo.

Estos últimos habían jurado guardar el secreto, eran oficiales del Ejército de los Estados Unidos y conocían el significado de todo el tinglado. Pero ni siquiera ellos estaban enterados a fondo del secreto principal, o sea los principios científicos que había tras de los milagros que llevaban a cabo por ellos mismos. Les entrenaban en el uso de los aparatos, les enseñaban con meticuloso cuidado a manejarlos sin error. Pero salvo las eventuales salidas de los que formaban el grupo primitivo, nadie de los que dejaban la Ciudadela tenían verdadero conocimiento de lo que era el efecto Ledbetter.

Procedentes de todos los templos acudían al templo madre, situado cerca de Denver, peregrinos que eran candidatos al «sacerdocio». Se alojaban en el monasterio, situado bajo tierra, en un lugar entre el templo y la Ciudadela. Estos candidatos eran sometidos a toda clase de pruebas, que indicaban sus condiciones y su temperamento. Los que fallaban eran devueltos a los templos locales para que sirvieran de hermanos legos, tornando a ellos no más enterados de todo que antes de emprender el viaje.

Los que aprobaban, los que salían con bien de las pruebas realizadas para impacientarles, para volverles locuaces, para aflojar su lealtad, para cansar sus nervios, eran al final interrogados por Ardmore en persona, como alto sacerdote de Mota, señor de todo lo creado. Entonces aún desechaba a la mitad de ellos casi sin ninguna razón, sólo por la vaga sensación de que no eran del todo aptos.

Pero a despecho de esas precauciones, nunca enviaba un nuevo sacerdote a predicar sin preguntarse lleno de zozobra si aquél no sería precisamente el punto flaco que echaría abajo todos los proyectos.

El trabajo agobiaba a Ardmore. Era demasiada responsabilidad para un hombre solo, demasiados detalles, demasiadas decisiones que tomar. Llegó a sentirse inseguro de sí mismo y se volvió irritable. Su estado de ánimo se contagió a los que estaban en contacto con él, extendiéndose por toda la organización.

Algo tenía que hacerse.

Ardmore era demasiado honrado consigo mismo para reconocer, si no diagnosticar, su propia debilidad. Un día llamó a Thomas a su despacho y le puso en antecedentes de lo que sucedía. Al terminar le preguntó:

- ¿Qué cree usted que tendría que hacer, Jeff? ¿Es que la tarea es demasiado grande para mí? ¿Debería elegir a alguien para que me sustituya?

Thomas sacudió la cabeza lentamente.

- No creo que tenga usted que hacer eso, jefe. Nadie podría trabajar más que usted. El día tiene sólo veinticuatro horas. Además, el que le sustituyera a usted tendría que enfrentarse con los mismos problemas con que se enfrenta usted, y lo haría sin el conocimiento del asunto y sin el poder imaginativo con que usted abarca todo lo que estamos intentando hacer.

- Bien. Ahora tengo que hacer algo. Vamos a iniciar la segunda fase del espectáculo, o sea el momento en que intentaremos sistemáticamente quebrantar los nervios de los panasiáticos. Cuando esto llegue a su crisis, tenemos que tener a la congregación de cada templo a punto de actuar como unidades militares. Esto significará más trabajo, no menos. ¡Y yo no tengo ya fuerzas para manejar todo esto! Es una lástima… ¡se podría pensar que alguien en alguna parte ha creado una ciencia de organización ejecutiva tan grande que puede ser manejada por un solo hombre sin que éste se vuelva loco! Durante los dos últimos siglos, los malditos científicos han ido inventando en sus laboratorios máquina tras máquina, unas máquinas que piden, para ser utilizadas, una gran organización… pero no se ha dicho ni una palabra sobre cómo se ha de hacer para que esas organizaciones funcionen.

Al llegar aquí, encendió una cerilla con ademán violento.

- ¡Esto no es racional! -exclamó.

- Espere un minuto, jefe. ¡Espere un minuto! -dijo Thomas mientras arrugaba el ceño en un intento esfuerzo para recordar-. Quizás se ha hecho ya ese trabajo… Me parece recordar algo que leí una vez… algo sobre Napoleón… algo sobre el que fue el último de los generales…

- ¿Eh?

- Lo que digo es pertinente. El escritor de que hablo tenía la idea de que Napoleón fue el último de los grandes generales que ejerció el mando directo sobre todo, ya que de entonces en adelante la tarea pasó a ser demasiado grande. Unos años más tarde, los alemanes inventaron el principio del mando desde un Estado Mayor… y de acuerdo con el escritor, los generales se acabaron como tales generales. El escritor pensaba que Napoleón no habría podido nada contra un ejército mandado por un Estado Mayor. Probablemente, lo que usted necesita es un Estado Mayor.

- ¡Por amor de Dios, si ya tengo un Estado Mayor! Una docena de secretarias y dos docenas de mensajeros y empleados… Descanso sobre ellos.

- No creo que el Estado Mayor de que hablaba el escritor fuera eso. Napoleón debía contar también con esa clase de Estado Mayor que usted tiene.

- Bien. Entonces, ¿a qué se refería ese escritor?

- No lo sé exactamente, pero, al parecer, era una noción de la moderna organización militar. No está usted graduado en la Academia Militar, ¿verdad?

- Sabe usted de sobras que no.

Era cierto. Thomas había sospechado desde el principio que Ardmore era un hombre de leyes y que improvisaba en su tarea militar, y Ardmore sabía lo que el otro sospechaba. Sin embargo, ambos habían mantenido la boca cerrada.

- Bien, creo que un graduado en la Academia Militar podría darnos algunos consejos sobre organización.

- Es muy difícil que encontremos ninguno. O murieron en batalla o fueron liquidados después de la derrota. Si queda alguno, estará escondido, muy ocupado en disimular su identidad… cosa que no se le puede echar en cara.

- No, no se puede. Bueno, olvide lo que he dicho… Me parece que no fue una buena idea a fin de cuentas.

- No corra, Thomas. Es una buena idea. Escuche… No sólo los ejércitos disfrutan de buenas organizaciones. Existen otras grandes corporaciones… tales como la Standard Oil, la U.S. Steel y la General Motors… Estas organizaciones deben de trabajar sobre los mismos principios que el ejército.

- Quizás. Por lo menos algunas de ellas… aunque parece que gastan a sus directores cuando todavía son muy jóvenes. Los generales deberían ser muertos en la guerra, según me parece.

- De todos modos, alguien habrá que sepa algo. ¿No podría usted buscarme a algunos?

Quince minutos después, un seleccionador automático estaba buscando rápidamente en el archivo de personal, donde figuraban la vida y milagros de cada hombre y de cada mujer pertenecientes a la organización. Resultó que algunos hombres de negocios con experiencia en la dirección de empresas trabajaban en la Ciudadela en empleos de mayor o menor importancia administrativa. Fueron llamados, y también se enviaron despachos dirigidos a una docena de hombres más diseminados por distintos puntos para que todos «llevaran a cabo un peregrinaje» al templo madre.

El primero de ellos que habló no resultó muy eficiente. Era un hombre de mucho ímpetu, que había manejado su propio negocio de una manera muy parecida a como Ardmore les había manejado a ellos. Sus sugestiones tenían algo que ver con la marcha del asunto, con las formas del mismo y con la manera de ahorrar labor personal, pero no propuso modificación básica de principios. Sin embargo, con el tiempo fueron localizados algunos hombres plácidos y sin prisa que conocían, tanto por instinto como por medio de la práctica, los principios de la administración doctrinal.

Uno de ellos, antiguo administrador general del Trust de Comunicaciones, admiraba los modernos métodos de la organización militar y los estaba estudiando en la actualidad. Ardmore le hizo jefe del Estado Mayor. Con su ayuda, Ardmore seleccionó algunos más: Roebuck, el antiguo administrador del personal de la Sears; un hombre que había sido secretario permanente del Departamento de Obras Públicas de uno de los Estados del este; un secretario de una compañía de seguros… Y se añadieron otros cuando el método ya estuvo en pleno desarrollo.

La cosa dio buen resultado. Ardmore tuvo al principio alguna dificultad en acostumbrarse. Durante toda su vida había sido un hombre que trabajó solo, y ahora le resultaba desconcertante partirse en otros egos, cada uno de ellos mandando con la misma autoridad que él y firmando con su propio nombre precedido de un: «por orden». Pero al poco tiempo se dio cuenta de que aquellos hombres eran capaces de aplicar sus propios procedimientos a cualquier situación y llegar a la misma decisión que él habría tomado. Los que no eran capaces de hacer tal cosa, dejaban de pertenecer al Estado Mayor. A Ardmore le resultaba extraño tener tiempo suficiente para observar cómo los demás realizaban su propio trabajo acogidos al sencillo pero poderoso principio científico de un Estado Mayor.

Por fin quedó libre para dedicarse a perfeccionar las cosas y a lidiar con las ocasionales situaciones realmente nuevas que sus compañeros le consultaban en busca de solución, desarrollando así un nuevo plan. Luego dormía profundamente, sintiéndose seguro de que uno o varios de sus otros cerebros estaban alertas, dedicados al trabajo. Sabía ahora que aunque muriese, sus compañeros continuarían la tarea hasta que ésta hubiese alcanzado su objetivo.

Habría sido una equivocación pensar que las autoridades panasiáticas observaban con satisfacción el crecimiento y la extensión de la nueva religión. Pero lo cierto es que en los primeros tiempos de este desarrollo no se dieron cuenta en realidad de que se enfrentaban con algo peligroso. La experiencia del teniente, ya muerto, que se enfrentó por primera vez con el culto de Mota, había pasado un tanto desapercibida, y los hechos que contó no fueron creídos.

Una vez establecido su derecho a viajar y a actuar, Ardmore y Thomas encargaron con mucho interés a cada misionero que actuasen con sumo tacto, que fueran humildes y establecieran relaciones amistosas con las autoridades locales. El oro de los sacerdotes era muy bien recibido por los asiáticos, ya que significaba que un país deprimido y recalcitrante pagaba dividendos, y esto les hacía ser con los sacerdotes de Mota más benévolos que de otro modo no habrían sido. Pensaban, no sin razón, que un esclavo que ayudaba a hacer el balance de los libros era un buen esclavo. La noticia se extendió entre los sacerdotes de Mota, dándoles ánimos mientras cumplían con su tarea.

Cierto que alguno de los policías panasiáticos y algún empleado administrativo de poca importancia obtuvieron desconcertantes experiencias al tratar con algunos sacerdotes, pero como estos incidentes les dejaban siempre en mal lugar, los panasiáticos no se sentían dispuestos a hablar de ellos.

Hasta que no pasó algún tiempo y los detalles se acumularon, no se convencieron las autoridades superiores de que los sacerdotes de Mota, todos ellos, poseían unas características bastante desagradables, incluso intolerables. No podían ser tocados. Ni siquiera se podía uno acercar a ellos. Era como si se hallaran rodeados por una invisible pared de cristal que, sin embargo, no se notaba al tacto. Los disparos no producían el menor efecto sobre ellos. Se sometían pasivamente a todo, pero nunca llegaban a entrar en la cárcel. Y lo peor de todo era que existía la certidumbre de que los templos de Mota no podían ser inspeccionados, bajo ninguna circunstancia, por un panasiático.

Todo aquello no podía tolerarse.

CAPÍTULO IX

Y no sería tolerado. El mismo príncipe real ordenó el arresto de Ardmore.

Pero la cosa no fue llevada a cabo con tanta sencillez. Se envió un recado al templo madre diciendo que el Nieto del Cielo deseaba que el alto sacerdote del dios Mota le visitara. El mensaje le sorprendió a Ardmore en su oficina de la Ciudadela y le fue entregado por Kendig, su jefe de estado mayor. Ardmore observó que Kendig denotaba signos de agitación por primera vez desde que le conocía.

- Jefe -exclamó Kendig-, un aparato de batalla ha aterrizado frente al templo, ¡y el que manda dice que tiene órdenes de llevarse a usted!

Ardmore dejó los papeles que estaba examinando.

- ¡Hum! -murmuró-. Parece que llegamos al desenlace. Un poco más pronto de lo que esperaba -acabó frunciendo el ceño.

- ¿Qué piensa usted hacer?

- Ya conoce usted mis métodos. ¿Qué piensa usted de esto?

- Bien… Sospecho que usted se marchará con ellos… Pero me preocupa. Me gustaría que no lo hiera usted.

- ¿Qué otra cosa puedo hacer? No estamos aún dispuestos para una lucha abierta. Una negativa estaría fuera de carácter. ¡Ordenanza!

- ¿Qué, señor?

- Que venga mi maquillador. Dígale que traiga mi mejor túnica y mis mejores adornos. Luego presente mis cumplidos al capitán Thomas y pídale que venga aquí inmediatamente.

- Sí, señor -contestó el ordenanza, que ya estaba hablando por el teléfono interior.

Ardmore habló con Kendig y con Thomas mientras su maquillador le ponía la túnica y le arreglaba.

- Jeff, ha llegado la hora… Ahora le toca a usted.

- ¿Cómo?

- Si ocurre algo que me haga perder la comunicación con el Estado Mayor, usted será el jefe. Tiene usted el nombramiento en mi mesa, firmado y sellado.

- Pero, jefe…

- Nada de «pero jefe…» Tenía ya tomada mi decisión desde hace mucho tiempo. Kendig lo sabe, y también el resto del Estado Mayor. Le hubiese metido a usted en el Estado Mayor hace tiempo si no le hubiese necesitado como jefe de información.

Ardmore se miró en un espejo y se cepilló su rizada barba rubia. Por entonces, todos los que aparecían en público como sacerdotes tenían ya barba crecida propia. Esto tendía a dar a los asiáticos, comparativamente imberbes, una sensación de inferioridad femenina, y al mismo tiempo suscitaba en ellos una cierta repugnancia.

- Debía usted haberse dado cuenta -continuó Ardmore- de que nadie ha tenido más mando que usted en cuestiones de enlace. Yo ya había reflexionado acerca de esta eventualidad.

- ¿Y Calhoun?

- ¡Ah, sí, Calhoun…! Su puesto como jefe de enlace le coloca a usted por encima de él, naturalmente. Pero temo que no pueda usted manejarle del todo. Tendrá que hacer lo que pueda en sus relaciones con él. Tiene usted forcé majeure a su disposición, pero úsela con tiento. Mas no tendría que decirle a usted nada de esto.

Un mensajero, vestido de acólito, entró en la estancia y saludó.

- Jefe, el oficial de guardia del templo dice que el jefe panasiático se está poniendo muy impaciente.

- Bueno. Deseo que se ponga. ¿Están conectados los sonidos?

- Sí, señor. Nos ponen a todos muy nerviosos.

Ardmore dijo:

- Ustedes pueden soportarlo: saben de lo que se trata. Diga al oficial de guardia que varíe el sonido de una manera caprichosa y que de vez en cuando dé toda la intensidad. Quiero que esos asiáticos estén impresionados en el momento en que yo aparezca ante ellos.

- Sí, señor. ¿Algún recado para el comandante del crucero?

- Directamente, no. Que el oficial de guardia le diga que estoy entregado a mis devociones y no puedo ser molestado.

- Muy bien, señor.

El ordenanza salió corriendo. «¡Esto sí que es digno de verse! -pensaba-. ¡Me gustará ver el rostro que pondrá esa chusma cuando oiga lo que le tenemos preparado!»

- Me alegro de que hayan sido arreglados a tiempo estos chismes de la cabeza -observó Ardmore mientras su criado le ponía el turbante.

En los primeros tiempos, los turbantes servían para disimular el mecanismo que producía el brillante halo que flotaba alrededor de las cabezas de todos los sacerdotes de Mota. El turbante y el halo hacían que el sacerdote pareciera un hombre de siete pies de alto, con el consiguiente modo de ocultar además un pequeño trasmisor y receptor bajo el turbante; este turbante reformado era ahora de uso normal para todos.

Ardmore manipuló en su turbante con las manos, se aseguró de que el aparato se hallaba apoyado firmemente contra su mastoides y luego habló en voz baja y natural sin dirigirse aparentemente a nadie:

- Oficial de guardia… Oficial de guardia…

En el interior de su cabeza, una voz ahogada, pero distinta, le respondió:

- Aquí oficial de guardia. Hable.

- Bien -contestó Ardmore-. Mantenga los buscadores de dirección conectados conmigo hasta nueva orden. Arregle sus circuitos para que me conecten, desde el templo que esté más cerca de mí, con el Estado Mayor. Puedo desear el circuito A en cualquier momento.

El circuito A era una red general conectada con todos los templos del país.

- ¿Hay noticias del capitán Downer? -continuó Ardmore.

- Han llegado hace un momento, señor. Las acabo de enviar a su despacho -informó la voz que sonaba en su cabeza.

- ¿Sí? Bien, gracias.

Ardmore fue hasta su escritorio, pulsó un conmutador que hizo aparecer una brillante transparencia roja y sacó de detrás de ella una hoja de papel.

«Diga al jefe -decía el mensaje- que algo está a punto de estallar. No sé lo que es, pero todos los monos parecen muy misteriosos. Observen y actúen con sumo cuidado.» Esto era todo. Pero a pesar de ser tan poco, denotaba un gran esfuerzo haberse enterado de ello.

Ardmore frunció el ceño y apretó los labios. A continuación hizo una seña a su ordenanza.

- Llame a Mr. Mitsui.

Cuando Mitsui se presentó, Ardmore le entregó el mensaje.

- Supongo que se ha enterado usted de que me arrestan -dijo luego.

- Se sabe en toda la ciudadela -contestó simplemente Mitsui, que le devolvió el mensaje.

- Frank, si usted fuera príncipe real, ¿qué intentaría hacer al arrestarme?

- Jefe -protestó Mitsui con expresión de disgusto-, usted habla como si yo fuera uno de esos… uno de esos asesinos.

- Lo siento. Pero es que ahora quiero su consejo.

- Bien… pues… sospecho que intentaría ponerle a usted a la sombra… y luego apoderarme de su iglesia.

- ¿Y nada más?

- No lo sé. Pero creo que para apoderarme de su iglesia me aseguraría antes de que usted había anulado sus protecciones.

- Yo también creo eso -contestó Ardmore.

A continuación habló nuevamente hacia el aire:

- Oficina de comunicaciones: prioridad para el circuito A.

- ¿Directo o retransmitido?

- Láncelo al aire. Quiero que todos los «sacerdotes» vuelvan a su templo, si es que están fuera de él, y quiero que lo hagan sin tardanza. Prioridad, urgente, conteste e informe.

Ardmore se volvió de nuevo hacia los que estaban a su alrededor.

- Ahora tomaré un bocado y me marcharé. Nuestro amigo amarillo de ahí arriba estará ya mareado para entonces. ¿Tienen algo más que decir antes de que me vaya?

Ardmore penetró en la gran sala del templo a través de la puerta que había tras del altar. Su avance hacia las grandes puertas, ahora abiertas de par en par, fue majestuoso. Ardmore sabía que el jefe asiático podía estar viéndole avanzar, así que franqueó las doscientas yardas con lenta dignidad, rodeado por un montón de servidores vestidos de rojo, de verde, de azul y de oro. El llevaba vestiduras blancas inmaculadas. Cuando se acercaron al gran arco del pórtico, los servidores se hicieron atrás y Ardmore avanzó solo hacia el enojado asiático que le aguardaba.

- ¿Tu amo desea verme?

El panasiático tuvo alguna dificultad en serenarse lo suficiente y poder hablar inglés. Finalmente lo consiguió.

- Se le ha ordenado que me hable a mí. ¿Cómo se atreve usted…?

Ardmore le interrumpió:

- ¿Desea verme tu amo?

- ¡Vamos! ¿Por qué no…?

- Entonces puedes escoltarme hasta él…

Pasó rápidamente ante el asiático y empezó a descender los escalones, dejando a los asiáticos la alternativa de correr para alcanzarle o bien de marchar tras él. El que llevaba el mando del aparato obedeció a su primer impulso, que fue el de correr, y casi se cayó en los anchos escalones, acabando ignominiosamente en la retaguardia, con sus hombres ayudándole a andar.

Ardmore había estado antes en la capital elegida por el príncipe real, aunque no después de la venida de los asiáticos. Cuando el aparato se posó en la plataforma municipal de aterrizaje, Ardmore miró con disimulada avidez a su alrededor para ver los cambios operados en la ciudad. Los caminos del cielo parecían haber aumentado, probablemente, a causa del alto porcentaje de población asiática. Pero, por lo demás, se habían producido pocos cambios. La cúpula del Capitolio del Estado se veía a la derecha; Ardmore sabía que ahora era el palacio del jefe militar. Los asiáticos habían arreglado un poco la fachada. Ardmore no pudo decir qué cambio habían hecho, pero el caso era que ahora no parecía arquitectura occidental.

Permaneció muy ocupado, durante algunos minutos, contemplando la ciudad. Pero llegaron sus guardianes, le rodearon y le condujeron hasta una escalera móvil que les bajó a los subterráneos de la ciudad. Luego atravesaron muchas puertas, todas ellas con sus centinelas. Cuando el grupo franqueaba las puertas, los centinelas presentaban armas al apresador de Ardmore. Pero éste, solemnemente, respondía al saludo con un ademán de bendición, como si el saludo se lo hubieran hecho a él solo. Los que le custodiaban no cabían en sí de indignación, pero estaban indefensos. La cosa llegó pronto a convertirse en un concurso para ver quién saludaba primero. El jefe panasiático ganó, pero a costa de saludar él primero a los asombrados centinelas de las puertas.

Ardmore aprovechó un largo pasillo que parecía no acabarse nunca para establecer comunicación.

- ¡Oh, gran dios Mota! -dijo-. ¿Oyes a tu siervo?

El jefe panasiático le miró, pero no dijo una palabra.

La ahogada voz que sonaba en su cabeza le respondió inmediatamente.

- Le oigo, jefe. El templo de ese lugar le ha localizado en el Capitolio.

Era la voz de Thomas. Ardmore continuó:

- El dios Mota habla, el siervo escucha. Verdaderamente está escrito que las paredes oyen.

- ¿Quiere usted decir que los monos le oyen?

- Sí, verdaderamente, ahora y siempre. ¿Entenderá el dios Mota el latín macarrónico?

- Claro, jefe. Tómelo con calma.

Gori, gori, gori. Non sum dignus.

Satisfecho, dejó de hablar. Quizás el panasiático tuviera un micrófono y un magnetofón. Deseó que así fuera, pues lo dicho le produciría inútil dolor de cabeza. Para entender un idioma, hay que haberlo aprendido.

Cuando el príncipe real ordenó el arresto del alto sacerdote de Mota, obró impelido tanto por la curiosidad como por la preocupación. Cierto que los asuntos no se desenvolvían del todo a su entera satisfacción, pero creía que sus consejeros eran como viejas histéricas. ¿Cuándo había sido una religión de esclavos otra cosa que una ayuda para el conquistador? Los esclavos necesitaban un muro de lamentaciones. Acudían a sus templos, rogaban a sus dioses que les sacaran de la opresión y luego se iban a los campos y a las fábricas tranquilos y transformados en hombres inofensivos debido a la catarsis emocional de la plegaria.

- Pero se presupone por lo general que los dioses no hacen nada en respuesta a esas plegarias -hizo notar uno de los consejeros.

Esto era cierto. Nadie esperaba que un dios descendiera de su pedestal para hacer algo.

- Bien, ¿qué es lo que ha hecho el dios Mota hasta ahora? ¿Le ha visto alguien? -preguntó el príncipe.

- No, serenísimo. Pero…

- ¿Qué es lo que ha hecho? -repitió el príncipe.

- Es difícil decirlo. Parece que es imposible penetrar en sus templos.

- ¿No di yo órdenes de que no se molestara a los esclavos en su culto?

El tono empleado por el príncipe era peligrosamente dulce.

- Cierto, serenísimo, cierto -se apresuró a contestar el consejero-. Y no les hemos molestado. Pero a los de la policía secreta, a pesar de que sus miembros iban muy bien disfrazados, les ha sido imposible penetrar en ninguno de sus templos para realizar una investigación en honor del serenísimo.

- ¿De veras? Quizás se mostraron torpes. ¿Quién les detuvo?

El consejero sacudió la cabeza.

- Ahí está la cuestión, serenísimo. Nadie recuerda lo que sucedió.

- ¿Qué dice usted? Pero eso es ridículo… Tráigame usted a uno para que yo le pregunte…

El consejero extendió las manos.

- Lo siento, señor, pero…

- ¿De veras? Claro, claro. Bien, paz para sus espíritus.

El príncipe se alisó un pliegue de la seda bordada que le cruzaba el pecho. Mientras reflexionaba, su mirada se posó en el tablero de ajedrez, con figuras extrañamente labradas, que había en una mesa junto a su codo. Con lánguido ademán intentó mover un peón. No, aquella no era la solución. Las blancas pisaban y daban mate en cuatro jugadas. Y lo que él imaginaba tendría necesidad de cinco jugadas. Luego se volvió de nuevo hacia el consejero.

- Haríamos bien en hacer que pagasen una contribución -dijo.

- Ya lo hemos hecho, señor…

- ¿Sin mi autorización?

La voz del príncipe era aún más dulce. El consejero tenía el rostro bañado en sudor.

- Si hay un error, serenísimo, desearíamos que el error fuera nuestro.

- ¿Cree usted que yo puedo caer en error?

El príncipe era autor de un texto que se utilizaba a propósito de la administración de las razas sometidas y que había sido escrito cuando el príncipe era muy joven y desempeñaba el cargo de gobernador provincial en la India.

- Muy bien, pasemos esto -continuó el príncipe-. Usted les impuso una contribución, muy grande según presumo. ¿Y qué sucedió?

- Que la pagaron, señor.

- Triplíquela.

- Estoy seguro de que también la pagarían.

- Súbala entonces a diez veces más. Póngala tan alta que no puedan pagarla.

- Pero serenísimo, ahí está el quid. El oro con que pagan es químicamente puro. Pero nuestros doctores en sabiduría temporal nos dicen que se trata de un oro hecho por el hombre, producto de una transmutación. La contribución que pueden pagar no tiene límites. En suma -continuó rápidamente el consejero-, según nuestra opinión, sujeta siempre a la corrección de una sabiduría superior -e hizo una rápida reverencia-, no se trata de ninguna religión, sino de fuerzas científicas de una clase desconocida.

- ¿Está usted sugiriendo que esos bárbaros poseen una ciencia superior a la de la Raza Elegida?

- Por favor, señor… Es que tienen algo… y ese algo está desmoralizando a vuestro pueblo. El incidente del honorable suicidio se ha repetido de un modo alarmante, y siguen habiendo más y más casos de gente que torna a la tierra de sus antepasados.

- Supongo que ustedes pueden encontrar medios de impedir tales suicidios…

- Sí, serenísimo. Pero el caso es que siguen aumentando los suicidios entre los que han estado en contacto con los sacerdotes de Mota. Siento decirlo, pero los que han estado en contacto con ellos se tornan débiles de espíritu como los niños.

- ¡Hum! Creo que sí… Creo que veré a ese alto sacerdote de Mota.

- ¿Cuándo le verá su serenísima?

- Ya se lo comunicaré a usted. Mientras tanto, diga a mis sabios que si quieren ser útiles y vivir aún muchos años, tendrán que superar y contrarrestar esa ciencia que los bárbaros parecen poseer.

- El serenísimo ha hablado.

El príncipe real observó atentamente a Ardmore mientras éste se acercaba a él. El recién llegado avanzaba sin miedo, y el príncipe se vio forzado a admitir que el hombre, para ser un bárbaro, mostraba una cierta dignidad. Esto podría ser interesante. ¿Y qué era aquello tan brillante que llevaba alrededor de la cabeza? Ciertamente un amaño divertido.

Ardmore se detuvo ante él y, con la mano en alto, pronunció una bendición. Luego añadió:

- Ha pedido usted que le visitara, señor.

- Así es -contestó el príncipe.

«¿Es que este hombre no se da cuenta de que debe arrodillarse?» se preguntó el príncipe.

Ardmore echó una mirada a su alrededor.

- ¿Quiere el señor decir a sus criados que me traigan una silla?

Realmente, aquel hombre resultaba delicioso. Lástima que tuviera que morir. ¿O tal vez sería posible mantenerle en el palacio como un objeto de diversión? Naturalmente, lo ocurrido significaba la muerte para todos los que habían presenciado la escena… y quizás otras muertes más tarde, si las excentricidades del visitante continuaban. El príncipe llegó a la conclusión de que el coste inicial no era nada; el coste realmente importante sería el de después.

El príncipe levantó una mano. En el acto, dos escandalizados cortesanos trajeron un taburete. Ardmore tomó asiento en él. Sus ojos tropezaron con el tablero de ajedrez que estaba sobre una mesa al lado del príncipe. Este siguió su mirada y preguntó:

- ¿Juega usted al ajedrez?

- Un poquito, señor.

- ¿Cómo resolvería usted este problema?

Ardmore se puso en pie, acercándose al tablero. Estudió el juego durante unos momentos mientras el oriental le observaba. Los cortesanos permanecían tan inmóviles y silenciosos como las figuras del ajedrez. Esperaban.

- Yo adelantaría este peón… Así -anunció al fin Ardmore.

- ¿Ese peón? Pero esa es una jugada muy poco ortodoxa.

- Pero necesaria. Así se puede dar mate en tres jugadas… Pero, naturalmente, el señor ya lo ve.

- Sí, claro. Pero no le he mandado a buscar para hablar de ajedrez -añadió el príncipe separándose del tablero-. Tenemos que hablar de otras cosas. Me he enterado con disgusto de que hay quejas acerca del comportamiento de los seguidores de usted.

- Si el señor está disgustado, yo también lo estoy. ¿Puede el esclavo preguntar de qué modo se han equivocado sus hijos?

Pero el príncipe estaba de nuevo estudiando el tablero de ajedrez. Luego alzó un dedo. Un criado se arrodilló junto a él llevando recado de escribir. El príncipe mojó un pincel en tinta y, rápidamente, ejecutó unos dibujos, sellando luego la carta con su anillo. El criado hizo una reverencia al marcharse y un mensajero se apresuró a llevarse rápidamente el despacho.

- ¿De qué hablábamos? ¡Ah, sí! Se nos ha dicho que los seguidores de usted adolecen de cierta falta de cortesía. Sus maneras no son apropiadas en su trato con los elegidos.

- ¿Quiere el señor ayudar a un humilde sacerdote señalándole cuáles de sus hijos son culpables de falta de cortesía y de qué modo tengo que corregirles?

El príncipe se dijo que esta frase resultaba torpe. Aquel ser tan grotesco se las había arreglado para ponerse a la defensiva. Él no estaba acostumbrado a que le pidieran detalles. Era algo incorrecto. Además, él no tenía respuesta que darle. La conducta de los sacerdotes de Mota había sido impecable, sin tacha, y no tenía nada que decir.

Sin embargo, su corte estaba presente, esperando su respuesta a aquella cruda indecencia. ¿Cómo decía el antiguo verso…? «¡Kung F’tze fue confundido por la pregunta de un pazguato…!»

- No es correcto que el siervo pregunte al amo. En este momento cae usted en el mismo error que sus seguidores.

- Perdone, señor. Pero aunque el esclavo no pueda preguntar, ¿no está escrito que puede suplicar misericordia y ayuda? Somos simples siervos y no poseemos la sabiduría del sol y de la luna. ¿No sois vosotros nuestro padre y nuestra madre? ¿No podréis, desde vuestra altura, instruirnos?

El príncipe tuvo que contener su deseo de morderse los labios. ¿Cómo había ocurrido aquello? Con un simple retorcimiento de palabras aquel bárbaro le había colocado de nuevo en una posición falsa. No era prudente dejar que el hombre abriera la boca. Sin embargo… debía contestar. Cuando un esclavo pide misericordia, el honor requiere que se dé una respuesta.

- Consiento en instruir a usted por una vez. Aprenda bien la lección y otros aspectos de la sabiduría no tardarán en ser comprendidos por usted.

Hizo una pausa para reflexionar y a poco el príncipe continuó:

- La manera con que usted y sus sacerdotes menores saludan a los elegidos no resulta apropiada. Esta afrenta corrompe el carácter de todos los que lo oyen.

- ¿Tengo que creer que la raza elegida desdeña las bendiciones del dios Mota?

¡De nuevo se había equivocado el príncipe! La prudencia exigía que el gobernante diera por seguro que los dioses de los esclavos eran auténticos.

- Se admite la bendición -contestó-. Pero la forma de saludar debía ser la de un siervo a su dueño.

Ardmore se dio cuenta de pronto de que le llamaban con urgencia. En su cabeza sonaba la voz de Thomas.

- ¡Jefe! ¡Jefe! ¿Me oye usted? Se ha presentado un pelotón de policías en todos los templos pidiendo que se rindan los sacerdotes… Estamos recibiendo informes sobre esto de todo el país!

- ¡El dios Mota está escuchando! -exclamó Ardmore.

Se dirigía al príncipe. ¿Comprendería Jeff? Este volvió a hablar.

- Procure que el dios haga que sus seguidores comprendan -dijo el príncipe.

Había hablado demasiado rápidamente para que Ardmore pudiera preparar otra frase de doble sentido dirigida a Thomas. Pero ahora sabía algo que el príncipe ignoraba que sabía. A utilizarlo, pues…

- ¿Cómo voy a instruir yo a mis sacerdotes cuando les estáis arrestando en este mismo momento?

La expresión de Ardmore había cambiado súbitamente. Antes era humilde, ahora resultaba acusatoria.

El rostro del príncipe continuaba impasible, pero en sus ojos podía leerse el asombro. ¿Cómo había presentido aquel hombre la naturaleza del despacho enviado?

- Habla usted a tontas y a locas -respondió.

- No es cierto. Mientras usted me estaba instruyendo sobre la manera como tenía que instruir a mis sacerdotes, sus soldados llamaban a la puerta de todos los templos de Mota. ¡Espere! Tengo un mensaje para usted procedente del dios Mota. Sus sacerdotes no temen al poder temporal. No ha logrado nada con eso de arrestarles. El dios Mota no les prohíbe que se rindan. Dentro de treinta minutos, después de que se hayan preparado espiritualmente, «ciñéndose las vestiduras para pasar la prueba» se rendirán uno tras otro en la puerta de su templo. Hasta entonces, ¡ay del soldado que ose violar la casa de Mota!

- ¡En seguida lo haré correr, jefe! ¡En seguida! Ha querido usted decir que, en cada templo, el sacerdote, tras de pasar treinta minutos preparándose, se rinda, ¿no es así? Y que se cargue con todas las unidades, los aparatos de comunicación y los últimos aparatos inventados, ¿verdad? Conteste si puede.

- En el clavo, Jeff.

Tuvo que arriesgarse. Eran cinco sílabas sin significado para el príncipe, pero Jeff comprendería.

- De acuerdo, jefe. No sé adonde quiere ir a parar, pero obedeceremos a ojos cerrados.

El rostro del príncipe era una máscara helada.

- Llevádselo de aquí -dijo.

Después de que se llevaron a Ardmore, el serenísimo permaneció varios minutos mirando el tablero de ajedrez a la vez que se tiraba del labio inferior con los dedos.

Alojaron a Ardmore en una habitación subterránea, una habitación con paredes de metal y macizas cerraduras en la puerta. Como si esto no fuera suficiente, en cuanto estuvo encerrado, Ardmore oyó un suave siseo y vio que el extremo de la puerta se tornaba rojo cereza. ¡Estaban soldándola! Evidentemente querían asegurarse de que no se escaparía a pesar de todas las posibles debilidades humanas de sus guardianes. Ardmore llamó inmediatamente a la Ciudadela.

- ¡Dios Mota, escucha a tu siervo!

- Sí, jefe.

- Un guiño es tan bueno como una reverencia.

- Le comprendo, jefe. Está usted donde pueden oírle. Hable en camelo. Yo ya le entenderé.

- Que el jefe, junto con los doctores, se pongan a orar al unísono con los pilotos del cielo.

- Usted quiere el circuito A. ¿No es así?

- Creo que el dios Mota asiente bondadosamente.

Hubo una breve pausa. Al cabo, Thomas respondió:

- Perfectamente, jefe. Ya lo hemos logrado. Yo estaré al quite por si hay que interceptar… aunque probablemente no será necesario, ya que los muchachos han practicado este modo de hablar en doble sentido. Hable, tiene usted aún cinco minutos… si se han de rendir a tiempo.

Cualquier conversación en cifra puede ser descubierta, cualquier clave puede ser descifrada. Pero el más exacto y académico conocimiento de una lengua se estrella ante el camelo, ante las alusiones particulares, ante las medias palabras y los significados invertidos. Ardmore estaba seguro de que los panasiáticos habían colocado un micrófono en su celda. Muy bien. Si estaban dispuestos a escuchar hasta el fin la conversación, que quedaran confusos y burlados, sin saber si se atrevía a hablar en camelo con su dios o bien si se había vuelto loco.

- Escuchad, querubes: mamá quiere que el niño se presente al hombre simpático. Todo saldrá bien si el niño que cazan lleva sus bonitas carracas nuevas. Sí, las bonitas carracas. Vosotros no tenéis y ellos sí. Permanecer en la cubierta fría y los comerciantes quedarán patidifusos. La tiesura lo puede todo.

- Avíseme si estoy equivocado, jefe. Usted quiere que los sacerdotes se rindan y que sorprendan a los panasiáticos con su aparente indiferencia. Usted quiere que representen el papel que usted representó, fríos como pepinos y valientes como leones. También creo que quiere usted que lleven todo el equipo, pero que no lo empleen hasta que usted no lo autorice. ¿Es cierto?

- Elemental, mi querido Watson.

- ¿Qué pasará después?

- Las cosas no terminan nunca.

- ¿Qué es eso? ¡Ah! No terminan nunca… Que vendrá más de esta historia… Que nos hablará usted más tarde… Muy bien, jefe. ¡Ya es la hora!

- ¡Non sum dignus!

Ardmore esperó hasta que estuvo seguro de que todos los panasiáticos no encargados de la custodia de los prisioneros estaban dormidos o, por lo menos, en sus habitaciones. Lo que se proponía hacer sería efectivo sólo en el caso de que nadie supiera lo que había ocurrido. Había más probabilidades por la noche.

Llamó a Thomas silbando un par de compases de la marcha «Leven anclas». Thomas respondió en el acto… Había dejado el trabajo, pero permanecía junto a la estación de radio, hablando de cuando en cuando con los prisioneros y tocando discos de música marcial.

- ¿Qué hay, jefe?

- Ha llegado el momento de tomar las de Villadiego. ¡A la calle, que es de todos!

- ¿Romper la cárcel?

- A la manera de «Las Mil y una Noches». Exactamente.

Habían hablado ya antes de esta técnica. Thomas dio unas instrucciones complementarias y añadió:

- Diga cuándo, jefe.

- ¡Cuando! -exclamó Ardmore, que casi pudo ver el ademán afirmativo de la cabeza de Thomas.

- Muy bien -repuso Thomas-. ¡Adelante con vuestro trabajo, tropas!

Ardmore se puso en pie y estiró sus entumecidas piernas. Anduvo hasta una de las paredes de su prisión y se colocó de forma que su pequeña lamparilla produjera una sombra en la pared. ¡Allí estaría bien! Arregló los mandos de su equipo dando la máxima fuerza en el primitivo efecto Ledbetter, y cuidó de que la banda de frecuencia coincidiera con el temperamento de la raza mongólica aunque lo ajustó de modo que atontara pero que no matase. Luego abrió el conmutador.

Silenciosamente, sin el menor trastorno, los átomos del metal se transformaron en nitrógeno, acabando por disolverse tranquilamente en el aire. Donde había existido una pared sólida ahora había una abertura que tenía exactamente el tamaño y la forma de un hombre alto vestido con ropas de sacerdote. Ardmore la miró, y después de pensar un momento, trazó meticulosamente una elipse del tamaño de su halo. Hecho esto, apagó el efecto Ledbetter, que acababa de utilizar, volvió a dar la fuerza y pasó a través de la abertura. Esta resultaba justa a su tamaño. Tuvo que pasar de medio lado. Una vez fuera de la celda le fue necesario pasar por encima de los apilados cuerpos de una docena o más de soldados panasiáticos. No había salido por el lado de la puerta soldada. Ardmore sospechó que había centinelas fuera de cada una de ellas y también probablemente en las cuatro paredes, sobre el techo y bajo el suelo.

Tuvo que franquear más puertas y pasar por sobre más cuerpos antes de salir. Y cuando llegó al exterior se encontró completamente desorientado.

- Jeff -llamó-. ¿En dónde estoy?

- Espere un momento, jefe. Está usted… No, no puedo decirlo con seguridad, pero se halla usted un poco hacia el sur del templo que tiene más próximo. ¿Continúa aún cerca del palacio?

- Justamente acabo de salir de él.

- Entonces vaya hacia el norte… El templo lo tiene usted a unas nueve manzanas.

Ardmore dijo:

- ¿Y cuál es el camino hacia el norte? Estoy desorientado. No, espere un instante. Acabo de localizar a la Osa Mayor. Puedo ir hacia el norte.

- Apresúrese, jefe.

- Lo haré.

- Ardmore echó a correr con rápido trote, manteniéndolo durante unas doscientas yardas, pero luego tuvo que contentarse con un rápido paso. «¡Maldita sea! -pensó-. Un hombre pierde sus facultades cuando se dedica a trabajos de oficina.

Ardmore se encontró con varios policías asiáticos, pero éstos no se hallaban en disposición de darse cuenta de su presencia. Él había mantenido conectado el efecto Ledbetter. No se encontró con ningún blanco -el toque de queda era muy estricto- a excepción de dos asustados barrenderos callejeros. A Ardmore se le ocurrió que debía inducirles a que fueran con él al templo, pero cambió de parecer. Los barrenderos no se hallaban en un peligro mayor que el que corrían ciento cincuenta millones de otros blancos.

¡Allí estaba el templo! Sus cuatro paredes brillaban con los colores de los atributos. Echó a correr y penetró en su interior. El sacerdote llegó casi pisándole los talones, procedente de otra dirección.

Ardmore saludó al sacerdote con gran alegría, dándose cuenta súbitamente, por esa misma alegría, de la tensión a que había estado sometido durante las últimas horas. Era bueno hablar con uno de su propia especie, con un camarada. Ambos dieron la vuelta al altar y bajaron a la sala de control y de comunicaciones, donde el operador de radio y su ayudante se pusieron casi histéricos de alegría al verles. Ofrecieron café solo a Ardmore, y éste lo aceptó complacido. Luego, Ardmore dijo al operador que cerrase el circuito A y estableciera contacto directo, provisto de imagen, con el estado mayor.

Cuando Thomas apareció en la pantalla parecía estar a punto de saltar de ella.

- ¡Whitey! -exclamó.

Era la primera vez, desde la derrota, que alguien le llamaba por su mote. Ardmore no sabía ni siquiera que Thomas lo conocía. Pero se sintió reconfortado al oírlo.

- ¡Hola, Jeff! -dijo dirigiéndose a la imagen-. Me alegro de verle. ¿Han llegado informes?

- Algunos. Están llegando sin cesar.

- Use los repetidores de los despachos de las diócesis. El circuito A es demasiado lento. Deseo informes rápidos.

Así lo hizo. Menos de veinte minutos bastaron para que pudiera informar hasta la última diócesis. Todos los sacerdotes habían regresado a su propio templo.

- Bien -dijo Ardmore dirigiéndose a Thomas-. Ahora quiero que el jefe de cada templo haga actuar sus equipos y despierte a todos esos monos. Deberán emplear una concentración a lo largo del camino por el que ha regresado cada sacerdote, y así la fuerza llegará hasta las cárceles.

- De acuerdo. Así se hará ya que así lo desea, jefe. Pero… ¿puedo preguntar por qué no les deja usted que se despierten solos cuando pase el efecto?

- Pues porque si se despiertan antes de que todos se enteren de lo ocurrido, la cosa producirá un efecto mucho más misterioso que si les encuentran muertos aparentemente -explicó Ardmore-. El propósito de todo esto es quebrantar la moral de los asiáticos. Y esto aumenta el efecto.

- Tiene usted razón… como siempre, jefe. La orden ya ha sido dada.

- Muy bien. Cuando la hayan ejecutado, que mantengan conectado el escudo de sus templos, y también el ciclo de las catorce notas, y luego que se vayan a dormir… los que no estén de guardia. Imagino que mañana será un día muy atareado.

- Sí, señor. ¿No regresa usted aquí, jefe?

Ardmore negó con la cabeza.

- Es un riesgo innecesario -contestó-. Puedo supervisarlo todo por televisión con tanta efectividad como si me encontrase junto a usted.

- Scheer lo tiene todo preparado para ir a recoger a usted. Puede hacer aterrizar su aparato en el mismo techo del templo.

- Dígale que gracias, pero que lo olvide. Ahora deje de guardia al oficial que corresponda y váyase usted también a dormir.

- Como diga usted, jefe.

Ardmore tomó un tentempié en compañía del sacerdote local, con quien charló. Luego dejó que su anfitrión le condujera a una lujosa habitación situada bajo tierra.

CAPÍTULO X

Ardmore fue despertado por el operador de radio de guardia, el cual le sacudió vigorosamente.

- ¡Mayor Ardmore! ¡Mayor! ¡Despierte!

- ¡Hum! ¿Qué pasa?

- Despierte… La Ciudadela le llama… ¡urgentemente!

- ¿Qué hora es?

- Alrededor de las ocho. ¡Apresúrese, señor!

Cuando llegó al teléfono se hallaba ya bastante despierto. Thomas era el que llamaba y empezó a hablar en cuanto vio a Ardmore en la pantalla.

- Un nuevo acontecimiento, jefe… y malo. La policía panasiática está rodeando a todos los miembros de nuestras congregaciones… y lo hace sistemáticamente.

- ¡Hum! Sospecho que era de esperar que sucediera esto. ¿A qué distancia se encuentran?

- No lo sé. Llamé en cuanto llegó el primer informe. Desde entonces no han dejado de llegar procedentes de todo el país. Y todos dicen lo mismo.

- Bien. Creo que tenemos que tomar cartas en el asunto.

Un sacerdote, armado y protegido, podía arriesgarse al arresto. Pero los demás se encontraban completamente indefensos.

- Jefe… -dijo Thomas-. ¿Recuerda usted lo que hicieron después del primer levantamiento? Esto tiene mal aspecto, jefe. ¡Estoy asustado!

Ardmore comprendió el miedo de Thomas. El también lo sentía. Pero no se permitió demostrarlo.

- Tómelo con calma, querido -dijo Ardmore con entonación suave-. Nada le ha ocurrido aún a nuestra gente… Y creo que podremos evitar que ocurra nada.

- Pero jefe… ¿qué va usted a hacer? No somos bastantes para evitar que maten a una porción de gente si quieren hacerlo.

- Quizás no somos bastantes para hacerlo directamente, pero existe un medio. Reúna informes y advierta a todos que no se asusten. Le llamaré a usted dentro de quince minutos.

Y desconectó antes de que Thomas pudiera contestar.

El asunto merecía pensarse. Si pudieran equipar a cada hombre con un equipo como el que ellos llevaban, la cosa sería sencilla. El escudo podía proteger en teoría a un hombre casi de todo mal, excepto tal vez de una bomba A o de la infiltración de gas venenoso. Pero el departamento de construcción y reparación ya había tenido que trabajar bastante para proveer de equipos a todos los sacerdotes. Hacer uno para cada hombre era algo imposible, ya que se habría necesitado una fábrica de producción en masa. Además, los necesitaban ahora mismo, aquella misma mañana.

Un sacerdote podía hacer que su escudo protegiera a bastante número de personas, pero en una gran extensión, la fuerza era tan tenue que una bola de nieve bien arrojada podía romperla. Total, que no podía pensarse en aquello.

Ardmore se dio cuenta súbitamente que de nuevo pensaba en el problema de manera directa, a despecho de su firme convencimiento de que era inútil un encuentro de esta forma. Lo que en realidad deseaba era una especie de jiu-jitsu psicológico… un modo de conseguir que la propia fuerza de sus enemigos se volviera contra ellos mismos. Dirección equivocada… ¡ésta era la idea! ¡No hacer lo que ellos esperaban que se hiciera, sino otra cosa!

Pero… ¿qué podía ser esta otra cosa? Cuando creyó que había encontrado la respuesta a esa pregunta llamó a Thomas a la pantalla.

- Jeff -se apresuró a decir-, déme el circuito A.

Ardmore habló durante algunos minutos a sus sacerdotes, haciéndolo con lentitud, entrando en muchos detalles y subrayando ciertos puntos.

- ¿Alguna pregunta? -inquirió al cabo.

Pasó algunos minutos más respondiendo a las preguntas mientras los sacerdotes, uno tras otro, iban siendo relevados en las estaciones de las diócesis.

Ardmore y el sacerdote local abandonaron juntos el templo. El sacerdote intentó convencerle de que debía quedarse en el templo, pero Ardmore no hizo caso de sus objeciones. El sacerdote tenía razón: sabía que el jefe no debía correr riesgos personales que pudieran evitarse. Pero para Ardmore era un lujo no encontrarse bajo la influencia de Jeff Thomas, que tendía a protegerle siempre.

- ¿Qué va usted a hacer cuando metan en la cárcel a nuestra gente? -preguntó el sacerdote.

Este, que se llamaba Ward, había sido antes corredor de fincas y era un hombre de gran inteligencia natural. Ardmore sentía mucha simpatía por él.

Le pregunto:

- Bien… ¿qué es lo que haría usted en mi lugar?

- No lo sé. Supongo que iría a la comisaría de policía y procuraría sacarle la información al cara chata que estuviera de guardia.

- Eso es bastante juicioso. ¿En dónde hay una?

La Jefatura de Policía panasiática estaba situada a la sombra del palacio, a unas ocho o nueve manzanas hacia el sur. Durante el camino encontraron a muchos panasiáticos, pero no fueron molestados. Los asiáticos parecían asombrados al ver a dos sacerdotes de Mota paseando con aparente indiferencia. Incluso los que iban vestidos de policías parecían titubeantes, no sabiendo qué hacer, como si las instrucciones recibidas no hubiesen hecho mención de tal posible circunstancia.

Sin embargo, alguien telefoneó, y la llamada se adelantó a la llegada de ambos. En los escalones del edificio adonde se dirigían encontraron a un nervioso oficial asiático que les dijo:

- ¡Ríndanse! ¡Están ustedes arrestados!

Ambos se dirigieron resueltamente hacia el oficial. Ward levantó una mano en ademán de bendición y exclamó:

- ¡Paz! Llévame hacia mi gente.

- ¿Es que no me han entendido ustedes? -exclamó el panasiático con voz chillona-. ¡Están ustedes arrestados!

Su mano se dirigió nerviosamente hacia el estuche de su arma.

- Vuestras armas terrestres no nos hacen ningún daño a nosotros -dijo Ardmore con gran tranquilidad-. No pueden competir con las armas del gran dios Mota. El os manda que me conduzcáis hasta mi gente. ¡Tened cuidado!

Ardmore continuó avanzando hasta que su pantalla personal chocó contra el cuerpo del panasiático.

Aquello… es decir, la presión sin cuerpo del invisible escudo era más de lo que podía soportar el panasiático. Este retrocedió un paso, preparó su arma y disparó. Pero la bala dio en la pantalla sin hacer ningún daño y fue absorbida por ésta.

- El dios Mota se muestra impaciente -hizo Ardmore en tono suave-. Guía a su siervo antes de que el dios Mota te separe el alma del cuerpo.

A continuación, Ardmore se valió de otro efecto que nunca había sido empleado al tratar con los panasiáticos.

Tratábase de un principio muy sencillo: un stasis proyectado por un tractor compresor formaba el efecto de un tubo. Ardmore apoyó este tubo invisible sobre el rostro del hombre y luego aplicó a través del tubo un rayo tractor. El infortunado panasiático buscó aire donde no había aire y empezó a darse golpes en el rostro con las manos. Cuando su nariz empezó a sangrar, disminuyó la presión.

- ¿En dónde están mis hijos? -inquirió de nuevo tan suavemente como antes.

El oficial de policía, impulsado probablemente por un reflejo, intentó echar a correr. Pero Ardmore le sujetó contra la puerta con ayuda de un rayo y de nuevo aplicó el tubo de succión, esta vez hacia el diafragma del individuo.

- ¿En dónde están? -insistió Ardmore.

- En el parque -contestó el oficial medio asfixiado.

Y acto seguido vomitó violentamente.

Los dos sacerdotes se volvieron con majestuosa dignidad y empezaron a bajar los escalones, apartando de su camino, con ayuda del rayo de presión, a los que por casualidad estaban cerca.

El parque rodeaba el edificio de lo que había sido Capitolio del Estado. Encontraron a la congregación agrupada en forma de rebaño en una especie de establo de vacas construido rápidamente y que se hallaba rodeado por filas de soldados asiáticos. Sobre una plataforma cercana, unos técnicos instalaban una cámara de televisión. Era fácil deducir que se estaba preparando a los siervos otra «lección» pública. Ardmore no encontró rastro del abultado aparato que se empleaba para producir el rayo epileptogenético. O bien no lo habían llevado aún o iba a ser empleado otro método de ejecución… Quizás todos aquellos soldados eran un enorme pelotón de fusilamiento.

Ardmore sintió la momentánea tentación de utilizar su equipo para poner fuera de combate a todos los soldados allí presentes… Estaban descansando, con sus armas formando pabellones, y quizás sería posible realizarlo antes de que pudieran hacer daño… a los indefensos miembros de la congregación. Pero acabó decidiéndose en contra de ello. Había tenido razón cuando dio órdenes a los sacerdotes: aquel era un juego de faroles. El no podía combatir contra todos los soldados que las autoridades panasiáticas podían disponer. Por lo tanto, debía mantener a su gente a seguras en el interior del templo.

La hacinada gente que había en el establo reconoció a Ward, y quizás también al alto sacerdote, del que conocían la reputación. Ardmore pudo observar que una súbita esperanza borraba de sus rostros la desesperación. Pero Ardmore pasó ante ellos sin detenerse, limitándose a lanzarles una breve bendición. Ward hizo lo mismo, y la esperanza se transformó en duda y aturdimiento cuando vieron que ambos sacerdotes se dirigían al jefe panasiático, ofreciéndole la misma bendición.

- ¡Paz! -exclamó Ardmore-. Venimos a ayudarte.

El panasiático ladró una orden en su lengua. Dos panasiáticos corrieron hacia Ardmore e intentaron detenerle. Pero tropezaron con la invisible barrera. Lo intentaron de nuevo, y al fin se quedaron mirando a su superior jerárquico, en espera de órdenes, como perros desorientados por una orden que no comprenden.

Ardmore les ignoró y continuó su avance hacia el jefe, frente al cual se detuvo.

- Me han dicho que mi gente ha pecado -dijo-. El dios Mota se entenderá con ellos.

Sin esperar respuesta, volvió la espalda al perplejo oficial y gritó:

- ¡En nombre de Shaam, señor de la paz!

Acto seguido, hizo surgir de su equipo el rayo verde, blandiéndolo contra la encerrada congregación. Todos cayeron al suelo, como si el rayo fuera un fuerte viento que soplara sobre un campo de trigo. En cuestión de segundos, todos los hombres y todas las mujeres y todos los niños cayeron en tierra, donde quedaron con apariencia de muertos. Ardmore se volvió al oficial panasiático e hizo una profunda reverencia.

- El siervo pide que su penitencia sea aceptada -dijo.

Decir que el oriental quedó desconcertado sería una frase inadecuada. Sabía cómo tenía que actuar contra la oposición, pero aquella cooperación tan completa le privó de toda iniciativa. Aquello no estaba previsto.

Ardmore no le dejó tiempo para pensar en nada.

- El dios Mota no está aún satisfecho -le informó-, y me pide que te ofrezca regalos a ti y a tus hombres… ¡Regalos de oro!

A continuación lanzó una deslumbrante luz blanca contra las apiladas armas de los soldados que había a su derecha… Ward le imitó e hizo lo mismo hacia la izquierda. Las amontonadas y pequeñas armas brillaron y centellearon bajo el rayo. Cuando éste lo tocaba, el metal brillaba con un nuevo lustre, rico y encendido. ¡Oro! ¡Oro puro!

El soldado raso panasiático no estaba mejor pagado que lo están los soldados de todas partes. Las filas se removieron intranquilas, como caballos de carrera ante la barrera. Un sargento llegó hasta las armas, examinó una y la levantó. Luego dijo algo en su lengua. Su voz denotaba la mayor excitación.

Los soldados rompieron filas. Luego empezaron a gritar, se amontonaron y bailaron. A renglón seguido comenzaron a pelearse entre ellos por la posesión de las inútiles y preciosas armas. No prestaban la menor atención a sus oficiales. Estos, a su vez, tampoco se vieron libres de la fiebre del oro.

Ardmore miró a Ward y le hizo una seña.

- ¡Vamos a dejarles que disfruten de su oro! -exclamó.

Y enfiló su rayo hacia el jefe panasiático.

Este cayó sin saber lo que le hería, ya que dirigía su desesperada atención hacia los desmoralizados soldados. Ward se había ido a actuar sobre los demás jefes.

Mientras tanto, Ardmore se dedicó a los norteamericanos prisioneros, lanzándoles el efecto contrarrestante al tiempo que Ward, que ya había regresado, se dedicaba a desintegrar una ancha puerta del cobertizo. A continuación ambos desempeñaron una parte de la tarea que resultó inesperadamente difícil: convencer a trescientas personas aturdidas y desorganizadas de que les escuchara y les siguieran. Pero dos fuertes voces dispuestas a ello y una firme determinación lograron el propósito. Fue necesario abrir un camino. Con ayuda de los enloquecidos orientales, que luchaban entre sí. Esto dio a Ardmore una idea: utilizar sus rayos sobre sus seguidores de la misma manera que una pastora de gansos hace andar a su rebaño por medio de un palito. Y así lo hizo.

Recorrieron las nueve manzanas que les separaban del templo en diez minutos, corriendo a más y mejor, cosa que hizo que muchos jadearan y protestaran. Pero lo lograron, empujados por una fuerza superior, aunque Ward y Ardmore tuvieron que dejar fuera de combate a un ocasional panasiático al que encontraron por el camino.

Ardmore se secó el sudor del rostro cuando finalmente llegaron a la puerta del templo, sudor que no era debido sólo a la precipitación de su paso. La tensión de ánimo era tremenda.

- Ward -dijo con un suspiro-, ¿tiene usted aquí algo de beber?

Thomas le llamó de nuevo antes de que hubiera tenido tiempo de acabar un cigarrillo.

- Jefe -dijo Thomas-. Estamos empezando a recibir informes y he pensado que a usted le gustaría conocerlos.

- Continúe.

- Parece que todo ha salido bien… hasta ahora. Quizás el veinte por ciento de los sacerdotes han informado, por el momento y por mediación de sus obispos, de que han regresado a sus templos en compañía de sus congregaciones.

- ¿Ha habido bajas?

- Sí. Perdimos toda la congregación de Charleston, al sur de Carolina. Todos estaban muertos ya cuando los sacerdotes llegaron al lugar donde estaban encerrados. Parece que el sacerdote atacó a su vez a los panasiáticos con toda su potencia y mató en su viaje de regreso al templo dos o tres veces más número que los monos habían matado de los nuestros. Luego me envió el informe.

Ardmore sacudió la cabeza tristemente al oír esto.

- Malo. Lamento la pérdida de su congregación, pero siento aún más que perdiera los estribos y matase a unos cuantos panasiáticos. Eso estropea nuestros planes.

- Pero jefe, no puede usted enfadarse con él. ¡Su propia esposa se encontraba entre la gente de la congregación!

- No me enfado con él. Además, ya está hecho. Alguna vez tenía uno que quitarse la máscara. Esto significa que tendremos que trabajar un poco más de prisa. ¿Algún otro contratiempo?

- No mucho más. En algunos lugares, la retaguardia da los que regresaban al templo tuvieron que luchar y perdieron a algunos.

En aquel momento, Ardmore vio por la pantalla que un mensajero entregaba a Thomas un montón de películas. Thomas las miró y continuó:

- Aquí hay más informes, jefe. ¿Quiere enterarse de ellos?

- No. Me dará usted un informe extractado de todos o de los más importantes antes de una hora. Voy a cortar.

El informe extractado mostró que el noventa y siete por ciento de los miembros del culto de Mota estaban a seguro en sus templos. Ardmore convocó una reunión de jefes y delineó ante ellos sus planes inmediatos. La reunión se celebró viéndose las caras, ya que el lugar de Ardmore en la mesa de conferencias fue reemplazado por el pick-up y la pantalla del receptor.

- Nos vemos forzados a actuar -les dijo Ardmore-. Como ustedes saben, no esperábamos iniciar nuestra acción hasta dentro de dos semanas, quizás tres. Pero ahora no nos queda otro remedio que hacerlo. Según parece, tenemos que actuar, y hacerlo tan rápidamente que siempre les pillemos desprevenidos.

A continuación les describió la situación a fin de que fuera discutida entre todos. Estuvieron de acuerdo en que era necesaria una acción inmediata, pero algunos disintieron en cuanto a los métodos. Después de oír las diversas opiniones, Ardmore eligió el Plan IV de Desorganización y ordenó a todos que hicieran sus preparativos.

- Recuerden ustedes -advirtió- que una vez hayamos empezado no podremos volvernos atrás. Esto hay que hacerlo de prisa y de un modo acelerado. ¿De cuántas armas básicas podemos disponer?

El arma básica era el proyector Ledbetter que tenían preparado. Se parecía mucho a un pistola y debía emplearse de manera similar. Proyectaba un rayo del efecto Ledbetter primario en la banda de frecuencia fatal para que los de sangre mongólica e inofensiva para los demás. Podía ser utilizado por cualquier hombre no profesional después de recibir unas instrucciones que duraban tres minutos, ya que todo lo que se requería era apuntar y apretar el gatillo, pero ofrecía una gran seguridad: su uso no hacía daño literalmente ni a una mosca, y mucho menos a una persona de la raza caucásica. Pero significaba una muerte súbita para los asiáticos.

El problema de fabricar y distribuir grandes cantidades de armas para ser empleadas en el conflicto que se avecinaba había resultado difícil. Los equipos de los sacerdotes eran otra cosa. Cada uno de ellos resultaba un instrumento de precisión comparable a un buen reloj suizo. El mismo Scheer se había ocupado personalmente de acabar a mano las más delicadas partes de cada equipo, pero necesitó, sin embargo, la ayuda de muchos otros hábiles operarios para poder atender la demanda. Se trataba de mucha parte de trabajo a mano, y la producción en masa resultaba imposible hasta que los norteamericanos controlasen de nuevo sus propias fábricas.

Además, para que un sacerdote llegara a ser medianamente hábil en el uso de los notables poderes de su equipo, era necesaria una detallada explicación y que el sacerdote hiciera prácticas bajo la vigilancia de su maestro.

El arma básica resultaba la solución pragmática. Era simple y sencilla y no contenía más partes móviles que el conmutador, o sea el gatillo. Pero aun así no pudo ser fabricado en grandes cantidades en la Ciudadela, ya que no había modo de distribuir las armas en lugares muy lejanos del país sin atraer la molesta atención de las autoridades panasiáticas. Así que cada sacerdote se había llevado a su propio templo un ejemplar del arma básica, asumiendo la responsabilidad de buscar y alistar, dentro de su comunidad, a trabajadores con la necesaria habilidad metalúrgica para producir aquellos aparatos, sencillos en comparación.

En los secretos lugares que existían debajo de cada templo, muchos obreros habían permanecido atareados durante semanas en aquel trabajo… cortando, puliendo, dando forma, reproduciendo a mano punto por punto los pequeños aparatos letales.

El oficial del departamento de suministros dio a Ardmore la información que éste había solicitado.

- Perfectamente -contestó Ardmore-. Veo que hay menos armas que miembros en nuestras congregaciones, pero esto tenía que ocurrir. De todos modos, queda mucha madera sobrante. Este asunto del culto ha atraído a todos los maleantes del país… a todos los hombres de cabello largo y a todas las mujeres de cabello corto. En la época en que todos éstos puedan trabajar ya para nosotros tendremos armas básicas de sobra. Y ahora que pienso en ello… si nos sobran armas, siempre habrá en cada congregación algunas mujeres jóvenes, fuertes y lo suficientemente decididas para ser útiles en una lucha.

»Las armaremos. Y en cuanto a los remolones… encontrarán ustedes una nota en el plan general aludido antes sobre cómo cada sacerdote tiene que poner en conocimiento de su rebaño el carácter realmente militar que tiene todo esto. Nueve de cada diez personas se llenarán de júbilo al oír la verdad, mostrándose dispuestos a cooperar de buena gana. El décimo puede causar alguna preocupación si se pone histérico, y quizás ser una amenaza si habla del asunto fuera del templo. Encarguen a cada sacerdote, por amor de Dios, que sean cuidadosos las noticias se han de ir dando a pequeños grupos y hay que estar dispuestos a lanzar el rayo que hace dormir sobre todo el que pueda representar una amenaza de trastorno. Estas personas han de ser encerradas hasta que acabe todo… No tenemos tiempo para intentar orientar bien a los débiles. Ahora, a la tarea -continuó Ardmore-. Los sacerdotes necesitarán todo un día para adoctrinar bien a sus congregaciones y para organizarías formando algo que se parezca a una fuerza militar. Thomas, quiero que el aparato de exploración que esta noche va a realizar la misión relacionada con el príncipe real se detenga aquí primero y me recoja. Haga que Wilkie y Scheer lo tripulen.

- Muy bien, señor. Pero yo me había hecho la ilusión de ir en ese aparato. ¿Objeta usted algo a este ligero cambio?

- ¿Que si objeto? -exclamó Ardmore secamente-. Si estudia usted bien el Plan IV de Desorganización, verá que el jefe tiene que permanecer en la Ciudadela. Y como yo estoy ya aquí, fuera de la Ciudadela, usted ha de estar ahí en mi lugar.

- Pero, jefe…

- Ahora, en el punto al que han llegado las cosas, no podemos arriesgarnos los dos a la vez. Así que cortemos.

- Sí, señor.

Ardmore fue llamado de nuevo a última hora de aquella misma mañana. El rostro del oficial de guardia en el estado mayor le miró a través de la pantalla.

- ¡Oh, mayor, Ardmore! Salt Lake City quiere hablar con usted alegando prioridad.

- Póngale.

El rostro del oficial de guardia dio paso al del sacerdote de Salt Lake City.

- Jefe -empezó el sacerdote-, tenemos aquí a un prisionero extraordinario. Creo que debe interrogarle usted mismo.

- Dispongo de poco tiempo. ¿Por qué lo cree usted?

- Bien, se trata de un panasiático, pero clama que es un hombre blanco y que usted le conoce. Lo más gracioso es que logró pasar nuestra pantalla protectora. Yo creía que eso era imposible.

- Y es imposible. Déjeme verle.

Se trataba de Downer, tal como ya había sospechado Ardmore. Este le presentó al sacerdote local y le aseguró que sus pantallas protectoras no habían fallado.

- Vamos, capitán, diga lo que tenga que decir -continuó Ardmore.

- Señor -dijo Downer-, he decidido venir a informarle con todo detalle porque las cosas han llegado al extremo.

- Lo sé. Exponga todos los detalles que pueda.

- Voy, señor. ¿Tiene usted idea del daño que hemos hecho ya al enemigo? Su moral se está deshaciendo como un trozo de hielo en agua caliente. Todos están nerviosos, inseguros de sí mismos. ¿Qué ha sucedido?

Ardmore esbozó brevemente los acontecimientos de las últimas veinticuatro horas, su propio arresto, el arresto de los sacerdotes, el arresto de todos los creyentes de Mota, y la subsiguiente liberación de todos. Downer hizo con la cabeza movimientos afirmativos.

- Eso explica todo -exclamó-. Ignoraba lo que había sucedido. No dicen nunca nada a un soldado raso… Pero yo les veía en el colmo de la preocupación y pensé que usted tenía que saberlo.

- ¿Qué ha ocurrido?

- Bien… Sospecho que lo mejor es que le cuente todo lo que vi, dejando que usted saque las consecuencias. El segundo batallón del regimiento de dragones de Salt Lake City está arrestado. Y hay rumores de que todos los oficiales de ese batallón se han suicidado. Supongo que es por lo de haber dejado escapar a la congregación, pero no lo sé de cierto.

- Probablemente tiene usted razón en lo que supone. Siga.

- No sé más que lo que vi. Marcharon a media mañana con sus banderas arriadas y quedaron confinados en sus cuarteles, con una fuerte guardia alrededor de los edificios. Pero no es eso todo. La cosa es más que un batallón arrestado en masa. Jefe, ¿sabe usted cómo se desconcierta todo un regimiento cuando el coronel empieza a perder su autoridad sobre él?

- Lo sé. ¿Es eso lo que ha sucedido?

- Sí… Por lo menos al mando establecido en Salt Lake City. Estoy completamente seguro de que el jefe de aquí tiene miedo de algo que no comprende, y que su miedo se ha contagiado a sus tropas, incluso a los soldados rasos. Suicidios, montones de suicidios, incluso entre los soldados rasos. Los hombres se sienten como locos durante todo un día; luego se sientan mirando hacia el Pacífico y se sacan las tripas. Además hay un aviso, la prueba de que la moral es mala en todo el país. Se ha hecho pública una orden general dictada por el príncipe real y en nombre del celestial emperador por la que se prohíbe que se produzcan más suicidios honorables.

- ¿Y qué efecto ha producido esa orden?

- Aún es pronto para decirlo. La orden se ha publicado hoy. Pero usted no se da cuenta de lo que eso significa, jefe. Tendría usted que vivir entre esta gente, como yo, para darse cuenta cabal. Para los panasiáticos, todo es la fachada, lo que se dice todo. Cuidan más las apariencias que lo que un norteamericano puede comprender. Decir a un hombre que se ha desacreditado, que no puede hacer las paces con sus antepasados suicidándose, es sacarle el corazón fuera de su sitio, es echar a rodar sus más preciosas creencias. Pero no hay que decir que el príncipe real está asimismo asustado. De otro modo, jamás habría recurrido a tal medida. Haber pensando en eso significa que últimamente ha perdido un increíble número de oficiales.

- Todo eso es muy tranquilizador -dijo Ardmore-. Antes de que termine esta noche creo que habremos quebrantado aún más su moral, el doble de lo que ya lo está. Así que cree usted que les tenemos en el bote, ¿en?

- Yo no diría tanto, mayor. Ni siquiera me atrevo a pensarlo. Esos malditos monos amarillos… -Downer hablaba con calor, olvidando evidentemente su parecido físico con los asiáticos- resultan cuatro veces más terribles y peligrosos en su actual estado de ánimo que antes, cuando estaban hechos unos gallitos. Bastaría un ligero empujón para que empezasen a matar a diestro y siniestro… niños, mujeres… ¡sin discriminación de ninguna clase!

- ¡Hum! ¿Tiene usted algún consejo que darme?

- Sí, jefe. Lo tengo. Atáqueles con todo lo que tenga a mano y tan pronto como le sea posible, antes de que ellos se lancen a una matanza general. Les tiene usted ahora bastante asustados… así que atíceles antes de que se acuerden de la población civil. De no ser así, tendremos un tal derramamiento de sangre que la capitulación parecerá en comparación una invitación a tomar el té. Esa es la otra razón que me ha hecho hablar con usted -añadió Downer-. No querría que me ordenasen asesinar a gente de mi propia clase.

El informe de Downer dejó a Ardmore lleno de preocupaciones. Pensaba que Downer tenía probablemente razón en lo de la manera de actuar de la mente oriental. Lo que Downer había apuntado, es decir, una venganza contra la población civil, había sido siempre la llave de todo el problema… la razón de por qué se había fundado la religión de Mota… No habían querido atacar directamente por miedo a que, en venganza, se cebaran sobre la población civil. Ahora… si Downer estaba en lo cierto… Ardmore, al atacar indirectamente, había producido un impacto histérico.

¿Tendría que abandonar el Plan IV y atacar hoy mismo?

No… Sencillamente, la cosa era impracticable. Los sacerdotes tenían que contar con algunas horas por lo menos para organizar a los hombres de su rebaño como guerrilleros. Tal como estaban las cosas, se podía ir adelante con el Plan IV y burlar a los señores aún más. Con esto, los panasiáticos estarían demasiado atareados para organizar matanzas.

Un pequeño y bello aparato de exploración descendió desde una gran altura y se posó suavemente y sin ruido sobre el tejado del templo de la capital donde vivía el príncipe real. Ardmore se acercó a él en cuanto la ancha puerta del aparato se abrió y Wilkie saltó al tejado.

- ¡Hola, jefe!

- ¡Hola, Bob! Veo que han llegado ustedes a tiempo… Medianoche. ¿Cree que hayan sido vistos?

- No lo creo. Por lo menos nadie nos ha enfilado con una luz. Y viajamos muy altos y con rapidez. Este control de gravedad es una gran cosa.

En cuanto ambos subieron al aparato, Scheer hizo a su jefe un breve movimiento de cabeza acompañado de un «Buenas noches, señor». Mantenía las manos sobre los mandos. En cuanto todos tuvieron puestos los cinturones de seguridad, Scheer lanzó al aparato verticalmente por el espacio.

- ¿Órdenes, señor?

- El tejado del palacio. Y vaya con cuidado.

Sin luz, a gran velocidad, no empleando ninguna fuerza que el enemigo pudiera detentar, el pequeño aparato se posó en el tejado del palacio. Wilkie se dispuso a abrir la puerta, pero Ardmore le detuvo.

- Mire primero a su alrededor -dijo Ardmore.

Un avión asiático, de patrulla guardando la residencia del que seguía en importancia al emperador, cambió de rumbo y les lanzó un rayo investigador. El rayo, guiado por el radar, iluminó el aparato de exploración.

- ¿Puede usted atacarle a esta distancia? -preguntó Ardmore hablando en voz muy baja, aunque era innecesario.

- Es la cosa más fácil del mundo, jefe.

Unos filamentos cruzados se colocaron a la altura del blanco y Wilkie apretó un dedo sobre ellos. Nada pareció ocurrir, salvo que el rayo que les enfocaba desapareció.

- ¿Está usted seguro de que ha hecho blanco? -preguntó Ardmore.

- Segurísimo. Ese aparato seguirá volando con el control automático hasta que se le acabe el combustible. Pero la mano que empuña el timón está muerta.

- Perfectamente. Scheer, ocupe ahora el lugar de Wilkie junto al proyector. No utilice el proyector a menos que sea descubierto. Si no hemos regresado dentro de treinta minutos, vuelva a la Ciudadela. Vamos, Wilkie… Hemos de hacer un pequeño trabajo.

Scheer se apresuró a obedecer, pero era evidente por el modo en que apretaba sus poderosas mandíbulas que no lo hacía muy a gusto. Ardmore y Wilkie, ambos ataviados con sus fantásticas vestiduras de sacerdote, atravesaron el tejado en busca de un camino hacia abajo. Ardmore llevaba su equipo conectado con la onda de la banda que afectaba a los mongólicos, pero a un nivel en que el efecto era anestésico, no letal. Todo el palacio había sido radiado con un cono de aquellas frecuencias antes de aterrizar, usando un proyector, montado sobre el aparato de exploración, que era el más poderoso que tenían. Era de presumir que todos los asiáticos que habían en el edificio se hallaran inconscientes. Ardmore no quería correr riesgos innecesarios.

Encontraron una puerta de acceso al tejado que les ahorró tener que abrir un agujero, y bajaron por una escalera de acero construida sólo para conserjes y reparadores. Una vez en el interior, Ardmore tuvo bastante trabajo para orientarse, temiendo verse obligado a buscar a un panasiático, resucitarle y sacarle por medio de métodos muy poco amables, la situación de las habitaciones privadas del príncipe. Pero la suerte les favoreció. Echaron hacia la derecha y dedujeron, por la cantidad de guardianes desmayados ante ella, cuál era la puerta del príncipe.

La puerta no estaba cerrada. El príncipe dependía de una guardia militar más bien que de llaves y de cerrojos. El no había hecho girar una llave en su vida. Encontraron al príncipe echado en su cama, con un libro en el suelo que se había desprendido de sus inertes dedos. Cuatro ayudas de cámara yacían también desmayados en cada uno de los ángulos de la espaciosa habitación.

Wilkie observó al príncipe con interés.

- Así que éste es su señoría -dijo-. ¿Qué hacemos ahora, mayor?

- Vaya usted a un lado de la cama. Yo me colocaré en el otro. Quiero que se vea forzado a repartir su atención en dos sentidos. Y póngase cerca, que le vea bien. Yo seré el que hablaré, pero usted diga de cuando en cuando una frase o dos para que se vea obligado a escucharle también.

- ¿Qué clase de frase?

- De tipo religioso. Palabras que impresionen, pero que no tengan significado. ¿Cree que podrá hacerlo?

- Creo que sí… Fui corredor de suscripciones para revistas.

- Perfectamente. Este es un individuo difícil… realmente difícil. Voy a intentar producirle los dos miedos congénitos comunes a todos: el miedo a la constricción y el miedo a la caída. Puedo hacerlo por medio de mi equipo, pero sería más sencillo si usted lo hiciera con el suyo. ¿Cree que podrá entender mis señas y adivinar lo que quiero?

- ¿No podría usted hablar más claro?

Ardmore explicó lo que deseaba con todo detalle. Luego añadió:

- Perfectamente. Ahora, a trabajar. Colóquese en su sitio.

Encendió los cuatro colores de su equipo, y Wilkie hizo otro tanto. Ardmore se paseó luego por la habitación, apagando todas sus luces.

Cuando el príncipe real de los panasiáticos, nieto del celestial emperador y gobernador en su nombre del Reino Imperial Occidental, volvió en sí de su desmayo, se encontró ante él a dos impresionantes figuras. El más alto estaba envuelto en una túnica de centelleante luminiscencia lechosa. También su turbante brillaba con una suave luz blanca que surgía de él. Flotando sobre su cabeza había un círculo de fuego blanco: un halo.

El equipo que llevaba en su mano izquierda arrojaba luz por los cuatro lados de su capitel cúbico… Las luces eran de color rubí, oro, esmeralda y zafiro.

La segunda figura era parecida a la primera, salvo que los reflejos de su túnica eran rojizos como los del hierro sobre el yunque. Los rostros de ambos estaban parcialmente iluminados por los rayos de sus varitas mágicas.

La figura envuelta en centelleante color blanco levantó su mano derecha con ademán imperioso.

- ¡Nos encontramos de nuevo, oh, desgraciado príncipe!

El príncipe había sido educado con gran esmero y el miedo no era natural en él. Intentó incorporarse, pero una impalpable fuerza le apretaba el pecho y le empujaba hacia atrás, contra los almohadones. Quiso hablar, pero el aire no surgió de su garganta.

- ¡Guarda silencio, hijo de la iniquidad! ¡El dios Mota va a hablar a través de mi boca! ¡Y tú escucharás en silencio!

Wilkie juzgó que era tiempo de que la atención del asiático se dirigiera a él y exclamó:

- ¡Grande es el dios Mota!

Ardmore continuó:

- Tus manos están húmedas de sangre inocente. ¡Esto tiene que concluir!

- ¡Justo es el dios Mota!

- ¡Tú has oprimido a su pueblo! Tú dejaste la tierra de tus antepasados trayendo contigo fuego y espadas. ¡Ahora tienes que regresar a ella!

- ¡Paciente es el dios Mota!

- Pero tú has agotado su paciencia -continuó Ardmore-. Ahora está enfadado contigo. Te traigo una advertencia de su parte. ¡Ojalá la escuches!

- ¡Misericordioso es el dios Mota!

- Regresa al lugar de donde has venido… Vete en seguida, llevándote a toda tu gente… ¡Y no vuelvas más!

Al llegar aquí, Ardmore levantó una mano y la cerró lentamente. A continuación dijo:

- ¡Si no haces caso de esta advertencia… el aliento huirá de tu cuerpo!

La presión sobre el pecho del oriental aumentó intolerablemente. Sus ojos se volvieron saltones: se asfixiaba.

- ¡Si no haces caso de esta advertencia… serás derribado de tu alto sitial!

El príncipe notó que se tornaba extremadamente ligero. Fue levantado en el aire y empujado fuertemente contra el alto techo. De pronto, lo que le empujaba retiró su fuerza y el príncipe cayó de nuevo pesadamente sobre el lecho.

- ¡Así habla mi dios Mota!

- ¡Juicioso es el hombre que le obedece! -exclamó Wilkie, al que se le estaban agotando las frases.

Ardmore estaba dispuesto a terminar. Paseó sus ojos por toda la estancia y se fijó en algo que ya había visto antes: el omnipresente juego de ajedrez del príncipe. Se hallaba dispuesto junto a la cabecera de la cama, como si el príncipe se distrajera con él en sus noches de insomnio. Al parecer, el hombre poseía muchos tableros de ajedrez. Ardmore añadió una postdata:

- Mi dios Mota se ha marchado… Pero escucha ahora el consejo de un viejo: ¡los hombres y las mujeres no son piezas de un juego!

Una mano invisible arrojó al suelo las costosas y hermosas figuras. A pesar de las rudas experiencias sufridas, al príncipe le quedaba aún suficiente fuerza para poder mirar.

- Y ahora mi dios Shaam te manda dormir.

La luz verde aumentó hasta alcanzar la mayor brillantez. El príncipe quedó inerte.

- ¡Bien! -suspiró Ardmore-. Me alegro que se haya acabado esto. Ha cooperado usted muy bien, Wilkie… Nunca creí que fuera usted un actor.

Se levantó la túnica y sacó del bolsillo de su pantalón un paquete de cigarrillos.

- Tome uno -dijo tendiendo el paquete a Wilkie-. Tenemos ante nosotros un trabajo realmente desagradable.

- Gracias -repuso Wilkie aceptando el cigarrillo-. Escuche, jefe… ¿Es realmente necesario que matemos a todos los de aquí? Eso no me acaba de gustar.

- No ponga inconvenientes, hijo -dijo Ardmore con acento seco-. Esto es la guerra… y la guerra no es ninguna broma. No podemos conceder paso a los pensamientos humanitarios. Nos hallamos en una fortaleza militar; y es necesario para nuestros planes que sea anulada por completo. Tampoco podemos hacerlo desde el aire, pues el plan requiere que mantengamos vivo al príncipe.

- ¿Y no podríamos dejarles sólo inconscientes?

- Replica usted demasiado. Una parte del plan de desorganización es dejar al príncipe vivo y con mando, pero sin todos sus habituales ayudantes. Esto creará una sensación de ineficacia mucho mayor que si nos limitáramos a matarle, dejando que su segundo tomase el mando. Ya lo sabe usted. Continuemos nuestro trabajo.

Con el rayo letal de sus equipos elevado a la máxima potencia, barrieron las paredes, el suelo y el techo, llevando la muerte hasta los asiáticos a través de centenares de pies… atravesando la roca y el metal, el yeso y la madera. Wilkie llevó a cabo su trabajo con eficiencia, pero con los labios pálidos.

Cinco minutos más tarde subían hasta la estratosfera… camino de la Ciudadela, su casa.

Otros once aparatos de exploración atravesaban el aire a través de la noche. En Cincinnati, en Chicago, en Dallas, en las principales ciudades a todo lo ancho del continente, avanzaban en la oscuridad, silenciando la oposición cuando la encontraban, dejando en tierra pequeños destacamentos de hombres resueltos e inteligentes. Luego pasaban ante dormidos centinelas y buscaban al oficial principal local de los panasiáticos… ya fuera gobernador provincial o jefe militar, es decir, los peces gordos. A continuación depositaban al inconsciente oficial panasiático raptado en el tejado del templo local de Mota, donde era recibido y bajado al templo por los brazos de un sacerdote con túnica y barba.

Después se dirigían a la ciudad más próxima a hacer lo mismo, y esto continuó mientras duró la noche.

CAPÍTULO XI

Calhoun cogió a Ardmore por las solapas en cuanto éste llegó a la Ciudadela.

- Mayor Ardmore -exclamó aclarándose la garganta-, le esperaba con impaciencia para discutir con usted un asunto de suma importancia.

«Este hombre -pensó Ardmore- busca siempre los peores momentos para celebrar una conferencia.»

- ¿De veras? -contestó.

- Creo que espera usted que se precipiten los acontecimientos, ¿no es verdad?

- Sí, las cosas van ahora muy de prisa.

- Presumo que el desenlace se decidirá muy pronto. No he podido sacarle todos los detalles a su hombre, a Thomas… Este no se muestra muy cooperador. No comprendo cómo tuvo usted tanta confianza en él para dejarle en situación de hablar por usted en su ausencia… Pero esto no hace al caso ahora.

Calhoun hizo un ademán magnánimo y continuó:

- Lo que yo deseaba decirle es lo siguiente: ¿ha pensado usted en la forma de gobierno después de que arrojemos de aquí a los invasores asiáticos?

¿Adonde quería ir a parar aquel hombre?

- No, no he pensado en ello. ¿Por qué iba a hacerlo? Naturalmente, creo que habrá una especie de período provisional, un gobierno militar o algo por el estilo mientras localizamos a los antiguos funcionarios de la Administración que queden con vida, les ponemos a trabajar y lo organizamos todo para unas elecciones nacionales. Pero todo esto no costará mucho esfuerzo… Tenemos a los sacerdotes locales para que se cuiden de ello.

Calhoun enarcó las cejas.

- ¿Quiere usted decir, querido amigo, que piensa usted en serio volver a las ineficacias pasadas de moda de las elecciones y de todo lo demás?

Ardmore le miró fijamente.

- ¿Qué está usted sugiriendo? -inquirió.

- Lo que me parece obvio. Tenemos ahora una oportunidad única para romper con las estupideces del pasado y sustituirlas con un gobierno verdaderamente científico, encabezado por un hombre elegido por su inteligencia y conocimientos científicos, y no por su habilidad en dar gusto a los prejuicios de la multitud.

- Una dictadura, ¿eh? Y… ¿en dónde encontraría usted a ese hombre?

La voz de Ardmore era peligrosamente desarmante y amable. Calhoun no contestó, pero pareció indicar con sus ademanes que Ardmore no tenía que ir muy lejos para dar con el hombre adecuado.

Ardmore prefirió no darse cuenta de los deseos de Calhoun de servir al país.

- No se preocupe por esto -dijo; su voz no era ya amable, sino cortante-. Coronel Calhoun, siento mucho tener que recordarle a usted su deber. Pero tenga entendido lo siguiente: usted y yo somos militares, y los militares no deben meterse en política. Usted y yo hacemos lo que podemos para mantener una constitución, y nuestro único deber es hacia esa constitución. ¡Si el pueblo de los Estados Unidos desea cambiar la forma de su gobierno, ya nos lo hará saber! Mientras tanto, usted tiene deberes militares que cumplir, y también yo. Cumpla usted los suyos.

Calhoun pareció querer decir algo más, pero Ardmore no le dejó.

- Eso es todo. ¡Vaya a cumplir las órdenes, señor!

Calhoun se volvió rápidamente y dejó la habitación. En cuanto se quedó solo, Ardmore llamó a su jefe de información.

- Thomas -dijo-, deseo que vigile usted atentamente, aunque con toda discreción, todos los movimientos del coronel Calhoun.

- Sí, señor -contestó Thomas.

- Ha llegado el último de los aparatos de exploración, señor.

- Bien. ¿Qué promedio hemos alcanzado ya? -preguntó Ardmore.

- Espere un momento, señor. La cosa ha resultado a unas seis incursiones por aparato… Con éste último hace un total de… nueve y dos once… Bien, prisioneros setenta y uno. En dieciocho incursiones. Algunos de ellos, dobles.

- ¿Y bajas?

- Sólo los panasiáticos…

- ¡Maldita sea! Eso ya lo sé. Hablo de nuestros hombres.

- Entre nuestros hombres ninguna baja, mayor. Hay un único herido: un hombre que se rompió un brazo al caerse por una escalera en la oscuridad.

- Sospecho que podemos respirar. Ahora hemos de recibir algunos informes sobre las demostraciones locales… por lo menos de la costa oriental… No tardarán. Hágamelo saber en cuanto lleguen.

- Así lo haré.

- Cuando salga, ¿quiere hacer el favor de decir al ordenanza que entre? Quiero que me traiga algunas tabletas de cafeína… Lo mejor es que usted tome también. Este va a ser un gran día.

- Es una buena idea, mayor -contestó el ayudante de comunicaciones saliendo de la habitación.

En sesenta y ocho ciudades de todo el país, progresaban los preparativos para las demostraciones que constituían la Fase Segunda del Plan IV de Desorganización. El sacerdote del templo de la ciudad de Oklahoma había delegado parte de su tarea local en dos hombres: Patrick Minkowski, conductor de taxi, y John W. (Jack) Smyth, vendedor al detall. Ambos ayudantes se dedicaban a colocar abrazaderas de hierro alrededor de los tobillos del llamado la Voz del Delegado, administrador panasiático de la ciudad de Oklahoma. El inerte y desnudo cuerpo del oriental yacía sobre una larga mesa en el taller situado debajo del templo.

- Ya está -anunció Minkowski-. Es el mejor trabajo de remache que puedo hacer con herramientas frías. De todas formas, le costará trabajo escapar. ¿En dónde está el aparato de estarcir?

- Junto a su codo -contestó el otro-. El capitán Isaacs dice que soldará esas junturas con su equipo después que acabemos. No se preocupe. Parece raro llamar al sacerdote capitán Isaacs, ¿verdad? ¿Cree usted que pertenecemos realmente al ejército? Quiero decir legalmente.

- No le puedo contestar a eso… Pero mientras la cosa me dé oportunidad de jugar una mala partida a esos monos de cara chata, no me importa. Sin embargo, supongo que sí pertenecemos. Si se admite que el capitán Isaacs es un oficial del ejército, sospecho que puede reclutar a gente. Mire, ¿dónde le ponemos la marca, en la espalda o en el estómago?

- Yo diría que en ambos sitios. La cosa parece cómica, sin embargo. Quiero decir esto del ejército. Un día va uno a la iglesia, y al día siguiente le dicen que aquello es un asunto militar y le hacen jurar.

- Personalmente diré que me gusta -afirmó Minkowski-. ¡El sargento Minkowski! Suena bien. Antes no me habrían admitido por razón del estado de mi corazón. En cuanto a la parte de la iglesia, yo nunca tomé muy en serio a este gran dios Mota. Vine por la comida gratis y por la oportunidad de respirar con tranquilidad.

Retiró el patrón para estarcir de la espalda del asiático y Smyth empezó a rellenar el dibujo de la ideografía marcada con una pintura indeleble de rápido secado.

- Me pregunto lo que querrá decir esta ideografía -añadió.

- ¿Quiere usted saberlo? -preguntó Smyth.

Y se lo dijo.

Una sonrisa divertida apareció en el rostro de Minkowski.

- Es gracioso -repuso-. Si alguien me dijera eso en mi cara, no le quedarían ganas de reír en mucho tiempo. ¿No me engaña usted?

- En absoluto. Yo estaba en la Oficina de Comunicaciones cuando se recibió el dibujo procedente del templo madre… quiero decir del cuartel general. Y hay también otra cosa: Vi por la pantalla al individuo que indicaba este dibujo… y era tan asiático como este mono -y Smyth señaló al inconsciente «Voz del Delegado»-, pero todos le llamaban capitán Downer y le trataban como a uno de nosotros. ¿Qué piensa usted de esto?

- No sabría decirlo. Debe estar de nuestra parte. De no ser así, no andaría suelto por el cuartel general. ¿Qué haremos con lo que sobra de la pintura?

Entre los dos encontraron algo en que emplear la pintura, cosa que notó en el acto el capitán Isaacs cuando fue a ver cómo iban las cosas.

- Veo que han fantaseado ustedes un poco más allá de las instrucciones que se les dieron -dijo reprimiendo una sonrisa e intentando que su tono fuera sobriamente oficial.

- Era una lástima desperdiciar la pintura -explicó ingenuamente Minkowski-. Además… ¡estaba tan desnudo!

- Es cuestión de opinión -repuso Isaacs-. Personalmente yo diría que ahora está más desnudo que antes. Pero dejemos esto. Apresúrense y aféitenle la cabeza. Quiero salir dentro de muy poco.

Cinco minutos después, Minkowski y Smyth esperaban en la puerta del templo. En el suelo, entre ambos y envuelto en una manta, se hallaba «Voz del Delegado». Pronto vieron que un cochecito llegaba hasta ellos, subía a la acera y frenaba súbitamente ante la puerta del templo. Sonó la bocina, y el rostro del capitán Isaacs apareció en la ventanilla del departamento del conductor. Minkowski arrojó la colilla del cigarrillo que fumaba y se agachó para coger por los hombros la envuelta figura que estaba a sus pies; Smyth, por su parte, cogió las piernas de la misma figura y ambos avanzaron torpe y pesadamente hasta el coche.

- Échenle en la parte de atrás -ordenó el capitán.

Hecho esto, Minkowski tomó el volante mientras Isaacs y Smyth se acurrucaban en la parte trasera junto con el objeto de la demostración que iban a efectuar.

- Quiero que busque usted un lugar donde haya una considerable cantidad de panasiáticos -dijo el capitán dirigiéndose al chofer-. Si también hay norteamericanos, mucho mejor. Conduzca de prisa y no preste atención a nada. Si surge alguna dificultad, ya me cuidaré yo de ella con mi equipo.

Y el capitán se colocó de manera que podía ver perfectamente la calle por encima del hombro de Minkowski.

- Muy bien, capitán -contestó el conductor-. Dígame -añadió al tiempo que el coche comenzaba a avanzar-, ¿en dónde encontró usted con tanta rapidez este cochecito tan cuco? Porque es cuco de veras.

- Puse fuera de combate a algunos de nuestros amigos orientales -contestó Isaacs brevemente-. ¡Observe esa señal!

- ¡La pasamos! -exclamó Minkowski. En efecto, la pasaron. El coche viró hacia una travesía y pasó ante las narices del tráfico en dirección contraria que se le venía encima. Un policía panasiático, que movía los brazos frenéticamente, fue dejado atrás. Pocos segundos después Minkowski preguntó:

- ¿Qué le parece ese lugar que hay ahí enfrente, capitán?

Y levantó la barbilla indicando la dirección del lugar. Era la plaza del centro urbano.

- Me parece bien.

Isaacs se inclinó sobre la silenciosa figura que había en el suelo del coche e hizo funcionar su equipo.

El asiático comenzó a moverse. Smyth cayó sobre él y envolvió la manta con más firmeza alrededor de la cabeza y hombros de su víctima.

- Elija el sitio. Cuando el coche se detenga, yo estaré dispuesto.

El coche frenó violentamente. Smyth abrió la puerta trasera y entre él e Isaacs cogieron los extremos de la manta e hicieron rodar hasta la calle el ahora consciente oficial.

- ¡Ahora ponga el coche en marcha, Pat!

El coche saltó al arrancar, dejando que los sorprendidos y escandalizados asiáticos se las entendieran como mejor pudieran con aquella desgraciada situación. Veinte minutos después, un breve pero explícito relato de la hazaña le fue entregado a Ardmore en su oficina de la Ciudadela. El jefe le echó un vistazo y se lo pasó a Thomas.

- He aquí unos hombres con imaginación, Jeff -dijo Ardmore.

Thomas tomó el informe, lo leyó e hizo un movimiento de cabeza afirmativo.

- Espero que hayan acertado. Quizás les debimos dar instrucciones más detalladas.

- No lo creo. Las instrucciones detalladas son la muerte de la iniciativa. Dejándoles que tengan iniciativas, pueden ocurrírseles cosas originales para molestar a nuestros conquistadores de ojos oblicuos. Espero resultados divertidos e ingeniosos.

A las nueve de la mañana, hora del Estado Mayor, los setenta jefes panasiáticos fueron devueltos vivos, pero permanente e increíblemente desfigurados, a sus hermanos de raza. En todos los casos, según los informes, no hubo motivos para que los asiáticos asociaran directamente todos aquellos extraños sucesos con el culto de Mota. Era sencillamente una catástrofe, una catástrofe psicológica de la peor clase que les había anonadado en la noche sin la menor advertencia y sin dejar rastro.

- Aún no ha dado usted orden de que empiece la Fase 3, mayor -recordó Thomas a Ardmore cuando habían llegado ya todos los informes.

- Ya lo sé. No esperaré para hacerlo más de dos horas. Hemos de concederles un poco de tiempo para que se den cuenta debidamente de lo que les ha sucedido. La fuerza de la desmoralización aumentará el ciento por ciento cuando comparen las noticias llegadas de todo el país y vean que todos sus jefes principales han sido humillados públicamente. Esto, combinado con el hecho de que estropeamos hasta el límite su Estado Mayor continental, puede producir el mejor caso de histeria en masa que uno puede desear. Pero tenemos que darles tiempo para que la histeria se propague. ¿Está Downer por ahí?

- Está en la oficina de guardia de comunicaciones.

- Dígales que pongan un circuito relé desde allí hasta mi despacho. Quiero oír lo que se recoge allí.

Thomas accionó en el cuadro de comunicaciones interiores y habló brevemente. Poco después, la cara pseudo asiática de Downer apareció en la pantalla que había sobre la mesa escritorio de Ardmore. Este le habló, y Downer, tras de quitarse un auricular de una oreja, le lanzó una mirada de interrogación.

- ¿No tiene usted nada interesante aún? -repitió Ardmore.

- Sí -contestó Downer-. Se hallan en un verdadero caos. Lo que he podido traducir hasta ahora ha sido archivado -y señaló con un dedo el micrófono que colgaba frente a su rostro; de pronto hizo ademán de escuchar con preocupación y añadió-: San Francisco está intentando un levantamiento en el palacio…

- No deje que yo le interrumpa -exclamó Ardmore arreglando su propio receptor.

- …se dice que ha muerto el delegado del emperador. San Francisco desea cierta autorización… Espere un minuto: he de utilizar otra longitud de onda. Ya oigo… Están utilizando la señal del príncipe real, pero en la frecuencia del gobierno provincial. Pero no entiendo lo que dicen. O hablan en clave o es un dialecto que no conozco. Oficial de guardia, busque otra longitud de onda… estamos desperdiciando el tiempo con esta… Así está mejor.

Downer puso de pronto una expresión anhelante y a poco se iluminó su rostro.

- Jefe, escuche esto: ¡Alguien está diciendo que el gobernador de la provincia del golfo ha perdido la cabeza y pide autorización para suprimirse a sí mismo! ¡Ah! Ahora habla otro… Quiere saber qué ha pasado con los circuitos de palacio… y qué ha de hacer para hablar con palacio… Desea informar sobre un levantamiento.

Ardmore le interrumpió.

- ¿En dónde? -preguntó.

- No lo he entendido. Todas las frecuencias están obstaculizadas por el tranco, y la mitad de lo que se oye suena incoherente. No se dan el uno al otro tiempo para aclarar… y se cruzan con otro mensaje.

Sonó un discreto golpe en la puerta del despacho de Ardmore. A continuación se abrió la puerta algunas pulgadas, apareciendo por la abertura la cabeza del doctor Brooks.

- ¿Puedo entrar?

- ¡Oh, claro que sí, doctor! Entre. Estamos escuchando lo que el capitán Downer puede captar por la radio.

- Es una lástima que no tengamos una docena de… de traductores, quiero decir.

- Sí, pero parece que no recogemos mucha cosa. Sólo impresiones generales.

Escucharon durante casi una hora lo que Downer pudo captar; eran mensajes y noticias parciales y descoyuntadas, pero suponían una creciente evidencia de que el sabotaje de la organización de los palacios, más aún que la desgracia de sus administraciones, iban minando el normal funcionamiento del gobierno panasiático. Finalmente, Downer dijo:

- Aquí hay una orden general. Esperen un minuto… Ordenan que la radio deje de transmitir mensajes en lenguaje claro. Todo ha de ser en clave.

Ardmore miró a Thomas.

- Sospecho que ha llegado la hora, Jeff. Alguien con mando está intentando hacerles entrar en cintura… Probablemente nuestro viejo amigo el príncipe. Es tiempo de colocar nuestra pelota de golf entre la del contrario y el agujero.

Llamó al oficial de comunicaciones y continuó:

- Basta, Steeves -dijo mirando el rostro del oficial de guardia-. ¡Deles ahora toda la fuerza!

- ¿Exterminarles?

- Así es. Advierta a todos los templos del circuito A, y dígales que lo llevan a efecto inmediatamente.

- Los nuestros están esperando esa orden, señor. ¿Ejecución?

- Muy bien. ¡Ejecución!

Wilkie había ideado un pequeño y sencillo aparato por medio del cual la tremenda fuerza de los proyectores del templo podía ser rectificada, a voluntad, para actuar sobre la radiación electromagnética sin distinción en las frecuencias y en la estática de la radio. Ahora todo quedó libre como las manchas solares, como las tempestades eléctricas y como la aurora.

Se vio que Downer se quitaba rápidamente los auriculares.

- ¡Por el amor de…! ¿Por qué no me advirtió alguien?

Se acercó cautelosamente un receptor a una oreja y sacudió la cabeza.

- ¡Muerto! -exclamó-. Apuesto algo a que hemos quemado todos los receptores del país.

- Quizás -observó Ardmore dirigiéndose a los que estaban en su despacho-. Pero también habremos quemado los de ellos, y eso es lo que importa.

En aquel momento no quedaba en los Estados Unidos ningún sistema de comunicación a excepción del pararadio del culto de Mota. Los jefes asiáticos no podían ni siquiera apelar al teléfono con hilos; todos los cables del país habían sido despojados hacía tiempo de su cobre.

- ¿Esperaremos ahora mucho, jefe? -preguntó Thomas.

- No, no mucho. Les dejaremos hablar lo suficiente para que sepan que algo incomprensible está ocurriendo por todo el país. Ahora les hemos dejado sin comunicaciones. Esto les producirá una sensación de pánico. Yo deseo que ese pánico tenga tiempo de madurar y contagie a todos los panasiáticos del país. Cuando crea que están maduros, ¡dejaremos caer el puñetazo sobre ellos!

- ¿Cómo lo ordenará usted a la gente?

- No puedo decirlo. Será propagado en cuchicheos entre nosotros mismos. Dejaremos que los nuestros hablen entre sí durante un rato, no más de una hora, y luego les hablaremos de lo que hay que hacer.

El doctor Brooks se mostraba muy nervioso e intentó seguir la conversación.

- Ciertamente será un alivio tener esto arreglado de una vez para siempre. Ha sido muy duro en ocasiones… y…

No acabó la frase. Ardmore se volvió hacia él.

- No creo que podremos arreglar las cosas «de una vez para siempre».

- Pero… si derrotamos definitivamente a los panasiáticos…

- En eso es donde está usted equivocado -replicó Ardmore, cuya tensión nerviosa se mostraba a través de sus bruscos modales-. Nos vemos en esto porque pensábamos que teníamos arregladas las cosas de una vez para siempre. Así que contestamos a la amenaza asiática con la ley de No Intervención y con fuertes defensas en la Costa Oeste… ¡Pero ellos vinieron por el Polo Norte! Tendríamos que haber pensado mejor las cosas. La historia nos ofrece gran cantidad de lecciones. La antigua República francesa intentó solucionarlo todo con el Tratado de Versailles. Cuando vio que aquello no servía para nada, construyeron la línea Maginot y se echaron a dormir. ¿Y de qué les sirvió? ¡Un final desastroso! Total, que la vida es un proceso dinámico y no puede permanecer extática… Pero todos quedan descansados como después de vivir un cuento de hadas y…

Ardmore fue interrumpido por el ruido de un timbre y por la luz roja de la transparencia de urgencia.

- ¡Mayor Ardmore!

El color rojo desapareció, siendo reemplazado por el rostro de Frank Mitsui, que reflejaba la mayor preocupación.

- ¡Mayor! -repitió Mitsui-, el coronel Calhoun… ¡se ha vuelto loco!

- Tranquilícese, hombre, tranquilícese. ¿Qué ha sucedido?

- Se ha ido… Ha subido al templo… ¡Cree que es el dios Mota!

CAPÍTULO XII

Ardmore dejó a Frank con la palabra en la boca y pulsó un conmutador.

- Póngame con el panel de mandos del gran altar. ¡De prisa!

Salió la imagen, pero no fue el oficial de comunicaciones de guardia lo que Ardmore vio, sino a Calhoun, inclinado sobre la tabla de controles. El operador se hallaba, al parecer, desmayado en su silla, con la cabeza un poco inclinada hacia el lado derecho. Ardmore cortó Inmediatamente la conexión y se dirigió a la puerta.

Thomas y Brooks fueron tras él, dejando que el ordenanza hiciese el cuarto, un cuarto bastante a distancia. Los tres primeros utilizaron el trampolín de la gravedad para subir al templo a máxima velocidad, pisando casi inmediatamente el suelo del templo. El altar estaba ante ellos, a unos cien pies de distancia.

- Encargué a Frank que le vigilara -iba a decir Ardmore en el momento en que Calhoun sacó la cabeza por encima de la barandilla más alta del altar.

- ¡Deteneos!

Se detuvieron, y Brooks murmuró:

- Tiene el gran proyector dirigido hacia nosotros. ¡Cuidado, mayor!

- Ya lo sé -susurró Ardmore hablando por un lado de la boca; se aclaró la garganta y dijo en voz alta-: ¡Coronel Calhoun!

- ¡Soy el gran dios Mota! ¡Mucho cuidado con lo que decís!

- Sí, ciertamente, dios Mota. Pero contesta a tu siervo una pregunta. ¿No es el coronel Calhoun uno de tus atributos?

Calhoun reflexionó un momento.

- Algunas veces -contestó al fin-. Creo que algunas veces lo es. Sí, lo es.

- Entonces yo deseo hablar con el coronel Calhoun -añadió Ardmore avanzando algunos pasos.

- ¡Quédate quieto! -exclamó Calhoun poniéndose rígido sobre el proyector-. Mis relámpagos están preparados para los hombres blancos. ¡Ten cuidado!

- Piénselo, jefe -murmuró Thomas-. Con eso puede hacer volar todo esto.

- ¡Como si yo no lo supiera! -contestó Ardmore casi sin voz.

Y volvió de nuevo a caminar, cosa que hacía como sobre la cuerda floja. Pero algo había distraído la atención de Calhoun. Observaron que volvía la cabeza y que rápidamente manipulaba en el proyector y movía sus mandos con ambas manos. Levantó la cabeza casi inmediatamente, pareció hacer algún reajuste en el proyector y manejó de nuevo los mandos. Casi inmediatamente un pesado cuerpo cayó, al suelo, arrastrándole en su caída. Calhoun dejó de verse, desapareciendo tras de la baranda.

En el suelo de la plataforma del altar encontraron a Calhoun luchando contra lo que le aprisionaba. Pero sus brazos se hallaban atados y sus piernas lo mismo por los miembros de un hombre bajo, rechoncho y moreno: Frank Mitsui. Los ojos de Frank eran de porcelana sin vida, y sus músculos estaban rígidos.

Se necesitó la fuerza de cuatro hombres para poner a Calhoun una camisa de fuerza improvisada y llevarle a la enfermería, situada abajo.

- Creo que ha sucedido lo siguiente -dijo Thomas mientras observaba al grupo de hombres que se ocupaban en reducir al enfermo-: El primer ataque no dañó a Frank y Calhoun tuvo que entretenerse para arreglar el aparato. Esto nos salvó.

- Sí… Pero no a Frank.

- Bien… Ya puede usted imaginar lo que pasó. El segundo ataque le debió dar de lleno… con toda su potencia. ¿No ha tocado usted los brazos de Frank? Se han coagulado instantáneamente… Son como un huevo duro.

Pero no tenían tiempo para comentar el trágico fin de la vida del pequeño Mitsui. Ardmore y sus ayudantes volvieron rápidamente al despacho del primero, donde encontraron a Kendig, el jefe administrativo, hojeando tranquilamente un montón de comunicados. Ardmore le pidió un rápido resumen verbal.

- Ha habido un cambio, mayor… Intentaron destruir con la bomba A el templo de Nashville. No lo lograron, pero dañaron el distrito sur de la ciudad. ¿No va usted a ordenar la hora cero? Algunas diócesis lo han preguntado.

- Aún no, pero lo haré muy pronto. A menos que tenga usted más datos que ofrecerme, voy a darles en seguida mis instrucciones finales por el circuito A.

- No, señor. No he de decirle nada más. Puede usted continuar con lo suyo.

En cuanto le dijeron que el circuito A estaban preparado, Ardmore se aclaró la garganta, súbitamente se sintió nervioso.

- La acción, dentro de veinte minutos, caballeros, -empezó-. Quiero que repasen los puntos principales del plan.

Repitió estos puntos. Los doce aparatos de exploración quedaban asignados respectivamente a las doce ciudades más importantes, o lo que venía a ser lo mismo, a las doce mayores concentraciones de fuerzas militares panasiáticas. El ataque llevado a cabo por los aparatos de exploración sería la señal para atacar por tierra en aquellas zonas.

Todos los aparatos de exploración, con una sola excepción, se hallaban, mientras Ardmore hablaba, inmóviles en la estratosfera sobre sus respectivos objetivos.

Los pesados proyectores montados en los aparatos de exploración estaban destinados a inflingir con rapidez el mayor daño posible sobre los objetivos militares panasiáticos, especialmente cuarteles y campos de aviación. Los sacerdotes, que eran casi invulnerables, les ayudarían desde tierra, utilizando los proyectores de los templos. Las tropas, formadas por las congregaciones, se encargarían de acosar y cazar a los panasiáticos.

- Díganle ustedes que cuando estén en duda, maten, y que sean los primeros en dar. Que no esperen a ver el blanco de los ojos de los panasiáticos. Las armas básicas sirven para matar a miles de personas sin tener que cargarlas a menudo, y no es posible que dañen a un hombre blanco. ¡Que maten todo lo que se mueva! ¡Ah! -añadió-. Y digan también que no se alarmen si ven algo extraño. Si se trata de algo que parece imposible, es obra de uno de nuestros muchachos. ¡Estamos especializados en milagros! Bien, eso es todo. ¡Buena caza!

Su última advertencia se refirió a un encargo especial dado a Wilkie, Scheer, Graham y Downer. Wilkie había estado preparando algunos efectos especiales bajo la dirección artística de Graham. Para poner aquello en práctica se requería un equipo de cuatro hombres, pero no se trataba de una parte del plan regular. El mismo Wilkie no sabía de cierto cómo resultaría, pero Ardmore les asignó un aparato de exploración y les dijo que él en persona les acompañaría, aunque sólo por poco tiempo.

Mientras hablaba, su ordenanza le estuvo vistiendo con sus túnicas. Se colocó el turbante en su lugar, revisó su pararadio personal para que estuviera conectado con la oficina de comunicaciones y se volvió para despedirse de Kendig y de Thomas. Pero al notar una rara expresión en los ojos de Thomas y ver que su nuca se ponía roja, dijo:

- Usted querría ir, ¿no es verdad, Jeff?

Thomas no contestó. Ardmore añadió:

- Claro que sí… Soy un tonto. Lo sé de sobras. Pero sólo uno de los dos puede ir a esto, ¡y ese uno voy a ser yo!

- No, no, se ha equivocado, jefe… No me gusta matar.

- ¿De veras? Tampoco me gusta a mí. Pero de todas formas voy a ir a arreglar definitivamente el estado de cuentas de Frank Mitsui.

Y Ardmore cambió un apretón de manos con ambos.

Thomas dio la señal de poner el plan en ejecución antes de que Ardmore llegara a la capital panasiática. El piloto de Ardmore dejó a éste sobre el tejado del templo después de haber comenzado la lucha en la capital, y luego el aparato se alzó de nuevo para llevar a su tripulación hacia la tarea que le había sido encomendada.

Ardmore miró a su alrededor. Había quietud en las inmediaciones del templo: el gran proyector del templo cuidaba de ello. Al aterrizar, Ardmore había visto estrellarse a un avión panasiático, pero no distinguió al pequeño aparato de exploración dedicado a tal tarea. Ardmore bajó al interior del templo.

Este parecía desierto. Pero un hombre se hallaba en pie cerca de un coche estacionado en el suelo del templo, que por lo visto se había convertido en garaje. El hombre se acercó a Ardmore y se presentó.

- Sargento Bryan, señor. El sacerdote… quiero decir el teniente Rogers, me encargó que le esperase a usted.

- Muy bien. Entonces… marchémonos.

Ardmore subió al coche. Bryan se metió el meñique entre sus labios y lanzó un agudo silbido.

- ¡Joe! -gritó a continuación.

La cabeza de un hombre apareció tras la parte alta del altar.

- Nos vamos, Joe -continuó Bryan.

La cabeza desapareció, y las grandes puertas del templo se abrieron. Bryan subió al coche, sentándose junto a Ardmore y preguntando a éste:

- ¿Adonde?

- Lléveme adonde la lucha sea más enconada… o más bien donde hayan más panasiáticos.

- Es lo mismo -contestó Bryan.

El coche bajó a tropicones los anchos escalones del templo, volvió hacia la derecha y ganó velocidad.

La calle desembocó en un pequeño parque circular rodeado de arbustos. Acurrucadas tras aquellos arbustos había cuatro o cinco figuras, además de otra extendida boca abajo sobre el suelo. Cuando el coche aminoró la marcha, Ardmore oyó el silbido de una bala de fusil o pistola, no pudo decirlo con seguridad, y una de las figuras acurrucadas dio un salto y cayó.

- Están en ese edificio de oficinas -dijo Bryan en el oído de Ardmore.

Este preparó su equipo para radiar un delgado rayo, que paseó de arriba abajo por el edificio. El ruido de los disparos cesó. Un asiático salió por una puerta que él aún no había tocado y echó a correr por la calle. Ardmore apagó el rayo anterior y utilizó otro medio de ataque, apuntando hacia aquel asiático por medio de otro delgado rayo de luz. Se produjo un sordo zumbido y el hombre desapareció. En su lugar quedó una gran nube aceitosa que fue hinchándose, acabando por desaparecer.

- ¡Caramba! ¿Qué es eso? -preguntó Bryan.

- Explosión coloidal. He liberado la tensión superficial de las células de su cuerpo. Guardábamos esto para este día.

- Pero… ¿qué es lo que produce la explosión?

- La presión en las células. La presión puede subir hasta varios centenares de libras. Pero sigamos.

En las siguientes manzanas no se vio a nadie. Sin embargo, Ardmore mantuvo su proyector abierto y barrió con él los edificios al pasar todo lo sistemáticamente que la velocidad se lo permitió. Luego aprovechó un descanso para llamar al cuartel general.

- ¿Hay ya informes, Jeff?

- No muchos aún, jefe. Es demasiado pronto.

Avanzaron un rato antes de que Ardmore se diera cuenta de adonde le llevaba Bryan. Estaban en el recinto de la Universidad del Estado, utilizada ahora como cuartel por el ejército imperial. Los campos adjuntos de atletismo y de golf se habían transformado en un aeropuerto.

Allí, y por primera vez, Ardmore se dio cuenta con claridad de lo lastimosamente pequeño que era el número de norteamericanos a los que él había armado para destruir a los asiáticos. Pero el caso era que había miles de asiáticos, los suficientes para acabar envolviendo a los norteamericanos sólo por razón de su número. ¡Maldita sea! ¿Por qué no habría destruido este lugar el aparato de exploración que había recibido orden de hacerlo? ¿Habría sufrido algún tropiezo?

Acabó pensando que el aparato de exploración habría estado muy atareado con el aeropuerto, demasiado atareado para dedicarse a los cuarteles. Ardmore creía ahora que habrían tenido que luchar ciudad tras de ciudad, una a una, empleando todos los aparatos de exploración como una unidad, amparándose en que las radios estaban silenciosas. ¿Era ahora demasiado tarde para variar? Sí… La suerte estaba ya echada, la batalla se había entablado en todo el país, y tenía que mantenerse.

Ardmore estaba ya muy atareado con su equipo, en un intento de barrer al enemigo. Atacó las líneas de asiáticos con el efecto primario puesto a todo gas, efectuando una satisfactoria matanza. Luego decidió llevar a cabo un cambio de táctica: explosión coloidal. Era algo más lento y tosco, pero el efecto deprimente sobre la moral resultaría ventajoso.

Omitió el rayo-guía para hacer que la cosa fuera más misteriosa, efectuando la puntería a través de una mirilla que había en el cubo del equipo. ¡Ya estaba hecho! ¡Una de aquellas ratas se había transformado en humo! Tenía ya hecha la puntería… ¡Dos! ¡Tres! ¡Cuatro! Una y otra vez… Desaparecieron una docena o más.

Aquello fue demasiado para los orientales. Eran soldados bravos y aguerridos, pero no podían luchar contra lo que no comprendían. Rompieron filas y echaron a correr, camino de sus cuarteles. Ardmore oyó vivas proferidos por los desparramados norteamericanos, y, aquellos vivas fueron dominados por un auténtico grito de rebeldía. Unas figuras fueron saliendo de sus escondites y echaron a correr tras de los desorganizados asiáticos.

Ardmore llamó de nuevo al cuartel general.

- ¡Circuito A!

Unos segundos de espera hasta que le respondieron:

- Ya lo tiene usted.

- ¡Atención, oficiales todos! Utilicen la explosión orgánica todo lo que puedan. ¡Les asusta diabólicamente!

Repitió el mensaje y desconectó el circuito. Luego ordenó a Bryan que se acercara a los edificios. Bryan hizo subir el coche a la acera y cumplió la orden, avanzando por entre los árboles. De pronto se dieron cuenta de que se había producido una terrible explosión. El coche se alzó algunos pies en el aire y acabó cayendo sobre uno de sus lados. Ardmore intentó serenarse e incorporarse. Fue entonces cuando observó que sin darse cuenta había usado su equipo equivocadamente.

La puerta sobre sus cabezas estaba arrancada. Con ayuda de su equipo quemó el techo y salió. Luego miró hacia Bryan.

- ¿Está usted herido? -preguntó.

- No… no mucho -contestó Bryan rebulléndose-. Me parece que tengo roto el hueso del cuello por el lado izquierdo.

- Aquí… Coja mi mano. ¿Puede usted levantarse? Tenía abierto mi equipo…

Con su ayuda, Bryan pudo salir.

- Tengo que dejarle -continuó Ardmore-. ¿Tiene usted su arma básica?

- Sí, señor.

- Muy bien. Buena suerte.

Ardmore, mientras avanzaba, miró el cráter que se había formado. «Ha sido bueno, después de todo -pensó- que yo llevara mi equipo abierto».

Algunas docenas de norteamericanos se movían cautelosamente por entre los edificios, disparando al mismo tiempo. En dos ocasiones dispararon a Ardmore hombres a quienes se había dicho que tenían que disparar primero. ¡Buenos muchachos! «¡Disparar contra todo lo que se mueva!»

Un avión panasiático, que volaba muy bajo, pasó lentamente sobre un extremo del recinto. Llevaba tras sí una nube de pesada niebla amarilla. ¡Gas! Estaban gaseando a sus propias tropas con tal de matar a un puñado de norteamericanos. La nube de niebla se posó sobre el terreno y avanzó en su dirección. Ardmore se dio cuenta súbitamente de que aquello era serio, tanto para él como para los otros. Su equipo resultaba una débil protección contra los gases, pues era necesario dejar que el aire se filtrara a través de él.

Ardmore, aun convencido de que le había llegado la hora, estaba intentando lanzar un rayo sobre el avión enemigo. Pero el aparato titubeó y se estrelló antes de que él pudiera alcanzarlo. ¡Así que el aparato de exploración estaba haciendo su trabajo! ¡Bien! El gas llegó hasta él. ¿Podría pasar junto al extremo de la nube? No. Pero quizás podría contener el aliento y pasar rápidamente, confiando en su equipo también para aquello. Aunque no era muy probable que saliera con bien.

Pero en el fondo de su cerebro el subconsciente le dio la respuesta: transmutación. Pocos segundos después, su equipo comenzó a radiar en un amplio cono, abriendo un agujero en la inerte nube. Ardmore continuó barriendo el cono, hacia atrás y hacia adelante, como jugando en un torrente con un hule, y las nubosas partículas se fueron transformando en inofensivo oxígeno, el oxígeno que da la vida.

- ¡Jeff!

- ¿Qué jefe?

- ¿No ha pasado nada con el gas?

- Un poquito. En…

- No importa. Mande por radio en circuito A lo siguiente: El equipo ha de ser usado de esta forma: primero…

Y comenzó a describir cómo se había de luchar contra aquel arma tan poco tangible.

El aparato de exploración bajó del cielo chirriando, dio unas vueltas y empezó a andar de un lado a otro por entre los barracones de los dormitorios. El recinto quedó de pronto en silencio. Aquello estaba mejor. Por lo visto, el piloto había realizado mucho en poco tiempo. Ardmore se sintió solo súbitamente, pues la lucha se había retirado de su lado mientras él se dedicaba a burlar la amenaza del gas. Miró a su alrededor buscando un transporte que le llevara a luchar por el resto de la ciudad. «Lo malo de esta terrible batalla -pensó- es que no existe ninguna coherencia; la lucha está en todas partes a la vez.» Pero no había otro remedio. La cosa estaba en la naturaleza del problema.

- ¡Jefe! -llamó Thomas.

- ¿Qué hay, Jeff?

- Wilkie está luchando de la manera como usted ha dicho. Se dirige hacia donde usted está.

- Bien. ¿Y tiene suerte?

- Sí, pero espere y verá. Yo he atisbado algo en la pantalla, transmitido por Kansas City. Esto es todo por ahora.

- Perfectamente.

Ardmore miró de nuevo a su alrededor buscando algún medio de transporte. Deseaba tener alrededor algunos panasiáticos, algunos panasiáticos vivos, cuando llegara Wilkie. Había un pequeño coche en la acera, abandonado, a una manzana del recinto universitario. Ardmore se apoderó de él.

Descubrió que había muchos panasiáticos cerca del palacio… y la batalla no se presentaba demasiado bien para los norteamericanos. Ardmore añadió a ella la fuerza de su equipo, y estaba muy atareado atrapando individuos y haciéndoles explotar cuando llegó Wilkie. Pero no era Wilkie, sino una forma enorme, increíble, gargantuana, con figura de hombre y perfectamente negra… más de mil pies de alta. Llegó andando por entre los edificios y sus pies llenaban las calles. Era como si el edificio Empire State estuviera de paseo… Una gigantesca sombra tridimensional de un sacerdote de Mota, con sus túnicas y su equipo. Aquella sombra tenía voz.

Una voz que resonaba como el trueno, audible perfectamente desde varias millas de distancia.

- Alzaos, norteamericanos! ¡Ha llegado el día! ¡El discípulo ha llegado! ¡Alzaos y exterminad a vuestros conquistadores!

Ardmore se preguntó cómo podían resistir el ruido los hombres que estaban en el aparato, y se preguntó asimismo si volaban dentro de la proyección o encima de ella.

La voz habló luego en lengua panasiática. Ardmore no entendía las palabras, pero sabía aproximadamente lo que decían. Downer estaba diciendo a los panasiáticos que la venganza caía sobre ellos y que el que quisiera salvar su piel amarilla no tenía que hacer otra cosa que huir. Les estaba diciendo esto, pero con gran énfasis y mucho lujo de detalles, cosa que demostraba un agudo conocimiento de sus debilidades psicológicas.

La grande y horrible sombra con figura humana se detuvo en el parque ante el palacio e, inclinándose, tocó con un macizo dedo a un asiático que huía. El asiático desapareció. La sombra se irguió de nuevo y volvió a hablar en panasiático… Pero la plaza no contenía ya a ningún panasiático.

La lucha continuó esporádicamente durante horas, pero no era ya una batalla, sino una especie de exterminio de chinches. Algunos de los panasiáticos se rindieron; otros se suicidaron; pero la mayoría murieron a manos de sus antiguos siervos. Un detenido informe de Thomas dirigido a Ardmore concerniente al progreso que se iba alcanzando en todo el país fue interrumpido por el oficial de comunicaciones.

- Hay una llamada urgente procedente de los sacerdotes de la capital, señor.

- Póngame en comunicación.

Una segunda voz continuó:

- ¿El mayor Ardmore?

- Sí. Diga.

- ¡Hemos capturado al príncipe real!

- ¿Qué me dice?

- Es cierto, señor. Le pido permiso para ejecutarle.

- ¡No!

- ¿Qué ha sido eso, señor?

- Que no. Ha oído usted bien. Le veré en el Estado Mayor de usted. ¡Cuide de que no le ocurra nada!

Ardmore se tomó un tiempo para afeitarse la barba y para cambiar de traje, poniéndose el uniforme, antes de que le fuera presentado el príncipe real. Cuando al fin tuvo ante sí al gobernante panasiático, Ardmore levantó la vista y dijo sin ceremonia:

- Toda la gente de usted que yo pueda salvar será cargada en un barco para que se vayan al lugar de donde vinieron.

- Es usted magnánimo -contestó el príncipe real.

- Supongo que usted ya sabe que están vencidos, dominados, debido a una ciencia que la cultura de ustedes no puede igualar. Y eso a pesar de que habían llegado a considerarnos aniquilados.

El oriental permanecía impasible. Ardmore esperó anhelante que aquella calma fuera superficial. Continuó:

- Lo que dije respecto a su pueblo no se aplica a usted. Le encerraré a usted como a un criminal común.

El príncipe levantó las cejas.

- ¿Por hacer la guerra?

- No… Usted podría argüir algo contra eso. Le encerraré por el asesinato en masa que usted ordenó en el territorio de los Estados Unidos… lo que llamaron una «lección educativa». Será usted sometido a juicio ante un jurado, y sospecho con todas mis fuerzas que… ¡colgado por el cuello hasta que muera! Eso es todo -continuó Ardmore-. Háganle salir de aquí.

- Un momento, por favor -pidió el príncipe.

- ¿Qué es ello?

- ¿Recuerda usted aquel problema de ajedrez que vio usted en mi palacio?

- Sí. ¿Qué pasa?

- ¿Me podría usted dar la solución de las cuatro jugadas?

- ¡Oh! ¿Eso? -exclamó Ardmore riendo con ganas-. ¿Es que usted se lo creyó? No tenía solución. Simplemente me tiré un farol.

Durante un instante pareció claro que por fin había sucedido algo capaz de dar al traste con la serenidad del príncipe.

Nunca compareció a juicio. A la siguiente mañana le encontraron muerto. Su cabeza se hallaba sobre el tablero de ajedrez que había pedido.

FIN

[1] En Estados Unidos «Vagabundo»

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10/02/2009