Pearl S. Buck
El Último Gran Amor
Titulo de la obra original: The Goddess Abides
Versión española de M. C. DE AZPIAZU
Un poeta, cuya inspiración le viene de la Musa, se enamora, plenamente, y su enamorada es para él la encarnación de la Musa. En muchos casos la capacidad de amar con tal plenitud se desvanece pronto; aunque sólo sea porque la mujer no se esfuerza por conservar la gloria que ha conseguido al verse sabedora de su belleza y del poder que ejerce sobre su poeta amante. Se siente cohibida ante su propia gloria, la repudia, y termina convertida en simple ama de casa o en una mujerzuela. El, desilusionado, se vuelve hacia Apolo que, por lo menos, puede procurarle medios de vida y una distracción inteligente… y desaparece de la circulación antes de cumplir los veinticinco. Pero el poeta auténtico, perpetuamente obsesionado por la Musa, sabe distinguir entre la Diosa que se le revela en el supremo poder, la gloria, la prudencia y el amor de una mujer, y la mujer particular en quien la Diosa va a residir durante un mes, un año, siete años, tal vez más tiempo. La Diosa permanece.
LA DIOSA BLANCA
por ROBERT GRAVES
La Nueva República
24 de junio de 1957
PRIMERA PARTE
Había estado leyendo demasiado tiempo y con escasa luz. Cerró el libro y se recostó en su asiento. A través de la pared de cristal de la casa, donde vivía sola, contempló la montaña El sol se ponía a la derecha y los agonizantes rayos cubrían el nevado pico infundiéndole un matiz rosa rojizo. Más abajo se movían manchas de color, los últimos esquiadores que se deslizaban y zigzagueaban por las lisas pendientes blancas hasta perderse en las sombras del negro bosque al pie del monte. Pronto se encaminarían al refugio para situarse ante el fuego y, mientras sus húmedas ropas desprendían vapor, beberían, charlarían, presumirían de su habilidad, luego se dirigirían a sus cuartos para tomar un baño y vestirse con cómodas ropas para la velada. Cenarían platos dignos de Gargantúa, volverían a sentarse ante el hogar, cantarían y seguirían hablando de esquí hasta que, medio dormidos, se fueran a acostar. Por la mañana se levantarían para repetir el día anterior.
Y ella, sola en su casa, tendría que prepararse ahora su solitaria cena, una pequeña chuleta de cordero, ensalada, fruta, y tras de disfrutar de un par de horas de música se acostaría en el amplio dormitorio que era también estudio. Pero antes tenía que encender el fuego para la noche.
Sin embargo seguía allí, contemplando cómo el blanco pico resplandecía, se transformaba en plata, luego en cenizas y por fin desaparecía en la noche, a menos que, por obra y gracia de la luna, volviera a aparecer como un hermoso fantasma. Pero esta noche la luna tardaba en salir. Se levantó y corrió las cortinas ante el cristal. Prendió fuego a los leños de la enorme chimenea de piedra… demasiado grande, demasiado grande, como le había dicho Arnold cuando ella le mostró el diseño de la casa.
– ¿Cómo piensas poder cargar con los leños? -le había preguntado él.
– Tú los levantarás -había respondido, riendo traviesa.
– Tal vez yo no esté aquí siempre había replicado él sin sonreír.
Había sido el primer aviso. Al volver la vista atrás, recordando, comprendió que él sabía que estaba condenado a la muerte que le llegó diez meses después, una muerte cruel, con unos dolores que sólo los sedantes más fuertes aplacaban y al final la inconsciencia. Pero durante seis meses casi no le había dicho nada sobre la muerte, y cuando lo hizo fue sólo para decir que esperaba que se volviera a casar. Durante todos los años de su matrimonio había sostenido que era demasiado viejo para ella, y ella siempre lo negaba rotundamente.
– Los jóvenes no me interesan -contestaba siempre, al principio con ligereza, luego con empeño, hasta que se hubo ido.
Sí, ella había insistido sobre la chimenea y era cierto, los troncos pesaban demasiado. Cuando Sam, un vecino y nativo de Vermont a quien pagaba para algunas labores, no venía los domingos, ella misma se preparaba una fogata de astillas. Pero los demás días él aparecía a preparar el fuego que ella pedía, invierno y verano, pues la enorme estancia sin fuego podía convertirse al caer la noche en una caverna primitiva y ella misma en un animal perdido en su oscuridad. El día concluía para ella con los últimos rescoldos en la hoguera, pero luego encendía otra en su dormitorio. Y siempre se dormía antes de que este segundo fuego se apagara.
Se levantó para prepararse la cena, notando de pronto un gran apetito, pues absorta en el libro se había olvidado de comer al mediodía.
Antes de poner la mesa conectó, como de costumbre, el aparato para música estereofónica. Al enterarse de que Arnold moriría antes de que terminara el año, había mandado preparar la casa para poder vivir en ella sola.
– Estanterías a todo lo largo de la pared norte, por favor, Sam -había ordenado-. Necesitaré muchos libros.
Era cierto. Cuando vivía Arnold acudían a Vermont un mes durante el verano y cuando los niños aún eran pequeños venían también a pasar las Navidades y a esquiar. Pero al enfermar Arnold había dejado de esquiar, pues no había querido dejarle. Y no había vuelto a hacerlo… todavía no. Tal vez no esquiara ya más. Entretanto viviría en la vasta y antigua casa de Filadelfia, donde había nacido y sido hija única, y donde Arnold y ella habían vivido desde la muerte de sus padres.
Sam había hecho los estantes de la casa de Vermont según sus indicaciones y ella los había llenado de libros que siempre había querido leer y para los que nunca había tenido tiempo mientras Arnold vivía. Y música, por supuesto. Había vuelto a revivir en su vida, ahora solitaria, no sólo la música de los grandes maestros, sino su propio talento musical, dormido después de años de ser esposa y madre y de la diaria labor de ser la mujer de Arnold. A su muerte había abierto el piano, que permanecía siempre abierto, invitación a disfrutar y practicar, y en el valle dio con un profesor de música alemán ya retirado que había vuelto a darle clases. También sentía anhelo de aprender idiomas, muchos idiomas, quería dominar varias lenguas, de modo que una vez más se había puesto a estudiar francés; primero francés, se había dicho, porque su abuela había sido francesa, y luego español e italiano y quizá alemán. De las muchas ocupaciones que había previsto para su vida en solitario, podría escoger una y convertirla en una profesión, aunque Arnold le había dejado suficiente dinero. Le gustaban las joyas y la buena ropa, no por sí mismas, sino como parte de la mujer que quería seguir siendo. ¿Quién, se preguntaba, era dicha mujer y cuál sería su profesión?
El volumen de la música se ampliaba y llegaba hasta las altas vigas.
– Jamás conseguirás elevar esas vigas al tejado -le había dicho Arnold.
Eran cedros cortados del bosque que rodeaba la casa por tres lados. Ella había mandado que los descortezaran y dejaran para que el sol, la nieve y la lluvia los pulieran de un tono gris plata.
– Yo haré que suban -había insistido, y así había sido gracias a Sam y un contratista que habían montado una poderosa palanca con cuerda y una pequeña grúa.
Ella misma había diseñado la vivienda y allí no había sitio para niños. Se había casado joven, había tenido hijos de joven y había sido una buena madre. Había cuidado de sus hijos durante su infancia y adolescencia, un hijo y una hija, hasta verles contraer matrimonio un tanto demasiado temprano. Y ahora les consideraba más bien como amigos, separados de ella, un hombre y una mujer con sus propias preocupaciones. Ella misma se apartaba de ellos, pues necesitaba descubrir si la vida tenía sentido fuera de ser madre o esposa. Había gozado de sus funciones a su manera un tanto reservada, pero había tiempo para todo y el tiempo había llegado para algo más.
Pese a la música, en medio del Andante, oyó que llamaban con fuerza a la puerta. Se volvió y, a través de la puerta de cristal, vio la silueta de un hombre con ropa de esquiar.
– No deberías estar allí sola -le habían dicho sus hijos-. Ahora que la montaña se va transformando, toda la región está cambiando. Toda clase de gente…
Dejó la barra, que era cuanto necesitaba como cocina, si bien Arnold había profetizado que pronto se cansaría de no tener más que aquel mostrador.
– Querrás volver a tus sirvientes y también a la casa grande.
Pero se alegraba de sentirse libre, al menos por un tiempo, de la presencia opresiva de los sirvientes y lo que deseaba comer se preparaba con facilidad en un rincón de la enorme estancia. Miró con más detenimiento por la puerta encristalada. La luz de la pantalla que había en la mesa iluminó el rostro del hombre, un rostro joven, de ojos oscuros e intensos, de rasgos fuertes. Abrió la puerta.
– Entre.
El hombre se sacudió la nieve de las botas y dejó los esquíes y bastones contra el muro exterior de piedra antes de entrar.
– ¿Y bien? -inquirió ella.
El vaciló, sonrió y tendió la mano.
– Me llamo Jared Barnow y no soy atrevido…, sólo estoy desesperado.
– ¿Sí?
– Me han dicho que usted tiene la única habitación libre de toda esta población ¡y no tengo donde descansar la cabeza! No tenía idea de que esta región se vería tan abarrotada. Estoy solo y creí que sería fácil encontrar un rincón para un solitario.
Tenía un buen acento, modales, pero…
– Me temo que seria de lo más inconveniente -le replicó con franqueza.
El seguía mirándole, esperando interrogantes los ojos oscuros e inteligentes.
– Jamás he recibido a extraños en mi casa -siguió ella, pero luego, a impulsos de su soledad, añadió-: Quítese la ropa y tome algo por lo menos.
– Gracias.
Se quitó la chaqueta, luego un grueso jersey y ella observó que era esbelto, de estatura bastante más que mediana, pero de figura proporcionada y fuerte, de movimientos rápidos y cabello rubio por encima de las oscuras pupilas.
– Querrá usted lavarse. Ese es el cuarto de mi esposo y su baño…, lo era, quiero decir. No… vive.
El joven fue allá sin decir palabra y ella añadió otras dos chuletas al horno y preparó otro cubierto en la mesa.
– … no suelo tener muchas vacaciones -decía él una hora más tarde.
Si se había fijado que ella se había puesto un vestido de lana de color rojo oscuro, sin mangas pero hasta los tobillos y de cuello alto, no dio muestras de ello. Comía con apetito concentrado.
– Usted se ha educado en un internado -comentó ella.
– ¿Cómo lo sabe? -alzó la vista.
– No tiene aire de estar deprimido -sonrió-, pero tiene que comer a toda prisa, antes de que los demás le quiten la comida. Y ello sólo significa otros chicos.
– ¿No puede haber sido en el ejército?
– No lo creo. Tengo un hijo y lo sé.
– Tiene razón -rió-. Internado. Luego colegio superior. Terminé a los veinte años.
Ya estaba acostumbrada a jóvenes taciturnos, pero éste no era tanto taciturno como absorto en sí mismo. Hombre de ideas fijas, adivinó, con una meta. Observó que tenía manos hermosas y bien cuidadas aunque no en exceso, manos masculinas, de dedos fuertes y palma hábil. Parecía lo bastante joven como para ser su hijo… ¡y no es que quisiera más hijos!
– ¿A qué se dedica?
– ¿Para ganarme la vida o para divertirme? -preguntó él apartando el plato.
– Las dos cosas.
– Tengo suerte. Me gano la vida con aquello que me divierte.
– ¿Y es?
– Supongo que no sabrá usted nada de electrónica.
– Conozco la palabra. Mi padre era físico.
– ¡No! -despertó al punto-. ¿Cómo se llamaba?
– Mansfield. Raymond Mansfield.
– No, él…
– Sí.
– ¡Caramba! -dejó caer la servilleta-. ¡Qué suerte tan increíble! ¡Doy con una casa y resulta que encuentro a la hija de Raymond Mansfield!
– Pero usted es demasiado joven para haberle conocido.
– He estudiado sus libros. ¡Dios, ojalá siguiera vivo! El sabría lo que quiero hacer.
– ¿Qué?
– ¿Cómo sé que me va a entender? -dijo mirándole con timidez y astucia a un tiempo.
– Tal vez le entienda.
– Verá, soy ingeniero, una especie de superingeniero, supongo. Pero…, mi verdadero trabajo es inventar. Tengo cosas que he inventado.
– ¿Qué clase de cosas?
– Pues… -la miró y se detuvo con brusquedad-. No le interesaría. No interesaría a ninguna mujer.
– Quizá yo sea diferente.
– Sí, supongo…
Levantándose se acercó a la chimenea y se quedó contemplando la caverna ardiente.
– ¿Le importaría echar un leño? -le llamó ella-. El cajón está en ese rincón.
– ¿Eso es un cajón para madera? Creía que era una especie de armario.
– Se burla de mí. Bueno, lo admito, tengo manía de grandezas.
El buscó un tronco, el más largo y pesado y lo echó al fuego.
Se alzó una fuente de chispas.
– Pues usted no es muy grande. ¿Quién toca el piano?
– Yo.
– Y yo.
Ocupó el asiento y sin esfuerzo ejecutó un movimiento de una sonata de Beethoven. A medio camino entre la mesa y la fregadera, con las manos llenas de platos, la mujer escuchó sorprendida. ¡Un músico, un músico de verdad, que tocaba como no había oído tocar a ningún hombre desde que muriera su padre, con precisión, elegancia y profundidad! Nadie comprendía de verdad la música como no fuera un científico, había declarado su padre, y no cualquier científico, oh, no, sólo los auténticos, los teóricos cuyo lenguaje eran las matemáticas. Ella no había comprendido las matemáticas hasta que su padre le había explicado que eran el lenguaje simbólico de las relaciones.
– Y las relaciones contienen el sentido esencial de la vida.
Con cuidado dejó los platos y de puntillas se dirigió a una silla. El joven tocó hasta el último movimiento antes del final. Luego se detuvo en seco y se volvió a ella.
– No toco el final. No encaja. Beethoven jamás sabía cómo terminar la gran música y o bien se repite hasta desaparecer o concluye con un súbito estallido. De alguna forma tenía que terminar.
– Es usted un blasfemo -rió-, pero tiene razón. Es lo que yo había pensado muchas veces sin atreverme a decirlo.
El se había puesto a dar vueltas por la estancia inquieto y ahora se acercó a la ventana. El borde de la luna relucía en el horizonte.
– ¿Vive usted aquí todo el año?
– No… sólo desde la muerte de mi marido.
– ¿Sola?
– Sí.
– ¿Y los hijos?
– Ambos casados y viviendo su propia vida…, ¡gracias a Dios!
– ¿No le gustan sus hijos?
– Les quiero mucho, pero cualquier mujer que se respete quiere ver a sus hijos ya independientes. Así sabe que ha ejecutado un buen trabajo.
– No tiene aspecto… maternal.
– ¿Vive su madre? -preguntó evadiendo el comentario anterior.
– No, ni mi padre. No les recuerdo. A decir verdad, jamás les conocí. -Se paró junto al piano y repitió algunos compases de la sonata, volvió a detenerse, se acercó al fuego y se quedó mirando las altas llamas que lamían la chimenea-. Me he criado con un tío, un viejo solterón que siempre parece sorprendido de verme en su casa, por mucho tiempo que lleve allí.
– ¿Qué hace?
– Está retirado…, desde que yo recuerdo. Amable y confuso…, escribe libros sobre poesía clásica francesa que nadie publica, pero no parece importarle. Ha sido buenísimo conmigo, sobre todo puesto que jamás ha tenido la menor idea de lo que me interesa. Mi madre era su hermana.
Musitaba distraído, como si hablara de algún otro.
– ¿Está usted casado?
– No, pero pienso en ello…, de vez en cuando.
– ¿Ya ha elegido a una chica?
– Bueno, más bien diría que ella me ha elegido a mí. Ella volvió a reír. Como vivía sola, reír era lo que más deseaba.
– ¿Eso es lo que hacen ahora?
– Y es cosa buena -añadió él sin sonreír-. Dudo de que yo tuviera tiempo de elegir por mí mismo. La clase de trabajo que hago me ocupa todos los pensamientos.
– Y el corazón…
El miró el reloj.
– Oiga, ¿le importaría que me fuera a la cama? Voy a levantarme temprano para salir pronto hacia el monte…, ¿no altera sus planes? Me prepararé mi propio desayuno. ¿Echo otro tronco?
– No, y también yo madrugo.
Se separaron con una inclinación de cabeza y una sonrisa y una vez que ella hubo levantado la mesa y lavado los platos, se sentó ante el piano y tocó bajo hasta que el fuego se consumió en cenizas.
… Y más tarde, una vez acabado su ritual del baño y cepillado del largo cabello rubio, echada ya en la amplia cama de su dormitorio, mientras el fuego ardía en la chimenea de piedra, cumplió con la misión final del día, tomó el teléfono y marcó siete números y luego esperó hasta escuchar la suave voz del anciano.
– ¿Eres tú, querida mía? -preguntó la voz.
– Yo soy.
– He estado esperándote…, una velada larga, esperando.
– ¿Estás solo?
– Si. Henry tenía que hacer un recado en el pueblo. He vuelto a leer mi ensayo sobre el mito en la mente abarrotada. La frontera entre el mito y la realidad es muy delicada. El mito es el sueño, la esperanza, la fe, la visión de una posibilidad que crece con naturalidad hasta cuajar en un plan, por lo que la posibilidad está en verdad muy cerca de la realidad, hasta puede incluso convertirse en realidad en cualquier instante, y en eso consiste su inefable magia, su atrayente encanto. ¿Te aburro, amor mío? Me temo que ya sólo puedo ser compañía para mí mismo, y, sin embargo, nunca sabrás aquello que eres capaz de darme… El rey David y su Betsabé… ¡dudo mucho de que hablaran, sabes! Yo imagino que era sólo el calor del cuerpo joven de ella contra el de él…, no tenían necesidad de hablar. A falta de lo cual, yo hablo…
Se interrumpió para soltar una suave risa y ella rió con él.
– ¿Te ríes de mí? -preguntó el hombre-. No me importa, niña querida, con tal de hacerte reír.
– No me río de ti. Pensaba en lo que me va alegrar llegar a ser tan vieja que pueda también yo decir cuanto se me ocurra. ¿Has tomado tu medicina hoy?
– Oh, sí… Henry se cuida de ello.
– ¿Dónde estás en este momento?
– Si quieres saberlo, mujer curiosa, acabo de salir de la bañera y estoy envuelto en una gran toalla, mojando el suelo de gotas.
– Oh, Edwin, eres incorregible. ¡Sí, si que lo eres, hablándome mientras te enfrías! Ponte ahora mismo el pijama y vete a la cama. ¿Estás usando el de franela?
– Sí, querida. Henry ha guardado los de verano. Los guardó el primer día de octubre, como de costumbre, y luego empezó a hacer calor, el veranillo de San Martin, ya sabes, pero no quiso volver a sacarlos, así que me he estado asando hasta que ha empezado a nevar. Pero ya sabes todo eso. ¿No te habrás olvidado de que mañana es mi cumpleaños?
– ¡Se me ha olvidado tu edad, si eso es lo que te preocupa!
– Setenta y seis, amor mío, y todavía siento un estremecimiento en mis entrañas cuando oigo tu voz.
– ¡Edwin!
– ¿Me reprochas?
– Buenas noches, buenas noches, y repito…, ¡eres incorregible!
– ¡Que Dios te bendiga, adorada! ¿Cuándo vendrás a verme?
– Pronto…, muy pronto.
Dejó el auricular y se echó en la almohada, sonriendo. ¿Cómo poder explicar a nadie el consuelo de saber que era el centro del amable corazón de un anciano filósofo? Aquello era lo que más había echado de menos al morir Arnold. Había dejado de ser lo primordial para nadie, es decir lo primordial para un hombre, siendo como era heterosexual. Si bien Edwin Steadley no le hacía estremecerse en sus entrañas, le permitía que la amara, aunque no podía saber qué es lo que componía el amor a tal edad. Quizá no fuera sino una fórmula, palabras a las que se había acostumbrado tanto durante los treinta años de feliz matrimonio con Eloísa, su esposa, fallecida hacía veinticuatro, que las había convertido en un hábito. El tiempo podía medirlo contra su propia existencia, pues a la muerte de Eloísa ella era una jovencita de dieciocho años que suplicaba a su madre que le dejara cortarse el pelo. Aún entonces había considerado a Edwin como un anciano, aunque en realidad estaba en el cenit de su carrera de famoso filósofo y ella era una de sus alumnas en la escuela superior.
Le había encontrado guapo y viril, pese a su edad, lleno de un élan que no había asociado nunca con la filosofía hasta no conocerle. Sería difícil adivinar cuánto de ello se debía a Eloísa, pero sin duda era mucho, pues había sido una mujer de ideas y palabras claras, ardiente y locamente enamorada de su esposo, y que sin duda había desarrollado en él todos los elementos del sexo. Adivinaba que así habría sido, pues Arnold le había desarrollado a ella en la misma forma, sacándola de su virginal timidez y conduciéndola a la plenitud de su potencialidad como mujer, hasta que a su muerte había sentido que las corrientes de su sexualidad se detenían y protestaban. Pero seguía intacta la delicadeza original. Seguía siendo el ser a quien había que ir a buscar, no el que buscaba.
El fuego iba apagándose también en el dormitorio y se quedó dormida.
Jared Barnow se había ido y el tiempo había pasado con tal rapidez que no podía creer que el reloj marcara las ocho de la mañana. Habían charlado sentados a la mesa del desayuno hasta que de pronto el reloj dio la hora en el rincón y él se había levantado de un salto.
– ¡Dios mío, y yo que he venido a esquiar! Usted me hace olvidar. Hala, le ayudaré a recoger los cacharros.
– No, no…
– Pues claro que sí.
Pero al fin ella le había convencido y le había acompañado a la puerta, pero luego, al recordar algo, le había llamado para decirle:
– ¡Vuelva si no encuentra nada más cerca de las pistas!
– ¡Gracias! -había gritado el joven.
Le miró bajar la colina hasta la carretera del valle donde torcería para ascender a la zona donde se esquiaba en el monte que quedaba frente a su ventana. Ya fuera de la vista en el bosque que quedaba en medio, ella volvió a entrar en la habitación. Parecía extrañamente vacía, una estancia demasiado grande, como siempre le había dicho Arnold.
– Es una estancia para perderse -le dijo una velada en que el fuego proyectaba sombras hacia los rincones distantes. Y de pronto ahora, aunque el sol brillaba por las ventanas, se sintió perdida.
Acabó de recoger los platos y luego fue al cuarto que perteneciera a Arnold pero que ahora era para los huéspedes. La cama estaba hecha y todo en orden. ¿Pensaría volver? De otro modo hubiese dejado la cama sin hacer. O, aunque la hubiera hecho, habría dejado fuera las sábanas. ¿Por qué seguía pensando en él? Llamaría a Edwin y le contaría lo del huésped y así se libraría a sí misma, quizás. Aquello era algo que había aprendido estando sola, que podía ponerse a darle vueltas a una cosa y preocuparse por ella hasta ser incapaz de nada más.
– Aunque no debería emplear a Edwin sólo para tranquilizarme -musitó para sí. Pero fue al teléfono y marcó el número. ¿Las diez? Estaría ante su escritorio, escribiendo sus memorias, la historia de una vida larga y distinguida, transcurrida entre famosos hombres de letras y ciencias.
A su oído sonó la voz:
– ¿Si? ¿Quién llama?
– Soy yo.
– ¡Oh, querida mía, qué maravilloso oírte al comienzo del día!
– No debería estar interrumpiendo tu trabajo, pero necesitaba oír tu voz. La casa parece vacía.
– Que me necesites me hace muy feliz.
«No, no hago bien en aprovecharme de él sólo porque echo a alguien de menos -pensaba-, y además a alguien a quien sólo conocí ayer, y que es lo bastante joven como para ser mi hijo. Sólo es que no consigo acostumbrarme a vivir sola… aún no.»
– ¿Cuándo vienes a verme? -preguntó la voz.
Hacia tiempo habían convenido sin palabras que, cuando se reunieran, ella sería quien acudiría donde él. Los incidentes de un viaje ahora le resultaban a él excesivos, pero aparte de ello estaba la propia inclinación de ella a mantener la casa celosamente para él. Ni siquiera le gustaba recibir en ella a sus hijos, y prefería acomodarles en la hospedería cercana. Esta casa era suya, inviolada, ahora que Arnold se había ido. Había habido veces, que no había querido reconocer, en que hasta él le había parecido un intruso. Pero nunca se había conocido a sí misma tal y como era hasta no verse sola.
Antes de quedarse viuda había sido hija y hermana, esposa y madre, dividiéndose a la fuerza, aunque de buena gana, pues había gozado de cada una de aquellas relaciones y atesoraba los recuerdos. Ahora vivía sola y consigo misma, como si fuera una extraña, descubriendo nuevos placeres y cosas que le desagradaban, nuevas habilidades. Por ejemplo, libros…, los libros le habían parecido algo para distraerse o divertirse. Pero ahora sabía que eran un medio de comunicación entre mentes, la suya y las de otros, vivos o muertos. Tal comunicación era la fuente del saber y ella sentía sed de saber, sed que revivía al cabo de años atareados como mujer casada.
– Tengo un huésped -dijo.
– ¿Quién es?
Notó el eco de los celos en la voz de Edwin y se sintió divertida.
– ¡Estás celoso!
– ¡Por supuesto que lo estoy!
– Pero es absurdo.
– No, sólo natural. Estoy enamorado de ti.
– Es una bobada.
– No, sólo realidad. Déjame que te explique una sorprendente verdad acerca del ser humano. Eres demasiado joven para saberla, pero yo la conozco. El secreto de la vida está en la capacidad de amar. Mientras uno ama, ama de verdad, a otro ser humano, la muerte se mantiene aparte. Es sólo cuando la capacidad de amar deja de existir cuando la muerte viene rápidamente. Gracias, amor mío, por permitirme amarte. Alejas a la muerte de mi puerta.
Le escuchaba como lo hacía siempre, aceptando y creyéndole. El era aún el profesor y ella la alumna.
– Me ensalzas demasiado y es tan agradable.
– Bien, y ¿quién es tu invitado?
Se lo explicó brevemente, casi con indiferencia, terminando:
– Y seguramente no volverá. La aglomeración de los fines de semana termina hoy y habrá encontrado otro sitio donde estar.
– Así lo espero. No me gusta que estés sola en casa con un desconocido. En estos tiempos nunca se sabe… y eres muy bella.
Arnold no había sido dado a ensalzar su aspecto, así que nunca se había sentido muy segura de su hermosura. Había sido celoso, sí, pero sin motivo, y como había sido posesivo, ahora se le ocurría que quizá siempre hubiera sido bella y él no había osado decírselo.
– Sólo te lo parece a ti, Edwin, pero me gusta oírtelo decir. En el secreto de mi corazón soy muy vana.
– Nunca has pensado en ti misma. Yo siempre he sabido que eras bella. Recuerdo la primera vez que te vi. Era un día de septiembre y tu cabeza, de un dorado rojizo oscuro, brillaba entre otras morenas, rubias y castañas de las estudiantes de primer año. Ya entonces me fijé en ti, sin pensar, por supuesto, que un día te convertirías en mi vida. Vi tus ojos, claros de inteligencia. Esa va a ser mi mejor alumna, pensé… y así lo fuiste. Y empecé a planear sobre cómo tenerte en mi departamento y fracasé, porque aquel bribón de Arnold Chardman se casó contigo demasiado pronto. El día que viniste a decírmelo casi lloré. ¿Lo recuerdas?
Lo recordaba. Era cierto que se había casado demasiado joven, pero se había sentido tan dichosa que no se había fijado en los ojos del profesor, sólo en su silencio.
«-¿No me participa sus buenos deseos? -había preguntado, y recordaba la larga pausa antes de que le contestara:
– Le deseo que sea feliz. Hallará usted la felicidad de muchas formas distintas. Ahora usted cree que está en el matrimonio. Bien, puede que así sea. Pero llegará el día en que estará en otra cosa.
– Con tal de que no sea en otro -había replicado alegre.
– No limite la felicidad -le había contestado con gravedad-. Hay que tomarla allá donde se la encuentra.»
No habían vuelto a verse en años y ella le había olvidado. Pero un día, poco después de la muerte de Arnold, entre las muchas cartas de pésame, había encontrado la suya. Le escribía como si sólo se hubiesen separado la víspera.
«¿Recuerda lo que le dije sobre la felicidad? Una felicidad ha pasado, pero manténgase preparada para la siguiente, sea la que sea. Si no la ve en el horizonte, entonces debe crearla donde esté. Mientras viva puede encontrar felicidad si la busca o crearla usted misma. Tal vez la misma búsqueda sea felicidad.»
Había sido una carta larga en la que sólo le hablaba de ella y del futuro, de vida, no de muerte. Pero también él había conocido la muerte, le recordaba, pues Eloísa, su esposa, había muerto muchos años atrás. Ahora vivía solo en su casa de campo, donde habían pasado veranos, y se dedicaba a escribir libros.
Ella le había enviado una breve misiva limitándose a decirle que sus palabras habían sido las más consoladoras de cuantas recibiera. «Pero no hay felicidad en el horizonte -había añadido- y no hallo la chispa creadora dentro de mí.»
Entonces él le había mandado un telegrama invitándole a visitarle y ella había acudido, encontrándose con que el anciano era el centro de una casa llena de hijos mayores y de nietos que pasaban allí unos días, y entre los cuales se había sentado como invitada, vagamente bien venida, pero poco importante. El era quien le había dado importancia, destacándola como acompañante suya y haciendo que se quedara con él cuando los demás salían juntos de excursión. Solos en la gran mansión familiar, él había hablado mientras ella escuchaba. Estaba escribiendo un libro sobre la inmortalidad y le hablaba de lo que escribía. Ella le había escuchado con concentrado interés, pues Arnold no había creído en la vida después de la muerte. En medio de su angustia al verle morir, le había admirado por su firme valor.
– Ya estoy muy cerca del fin -le había dicho Arnold-. Y es el fin, querida mía. Sólo queda mi gratitud hacia ti. Por tu infinita variedad…, ¡gracias!
Aquéllas habían sido sus últimas palabras coherentes, pues el dolor le había invadido y había muerto horas más tarde casi atontado por la agonía. Durante la primera noche que había pasado sola en la gran casona de Filadelfia, que ahora le pertenecía sólo a ella, había considerado sus palabras. ¿Era cierto, podría ser cierto, que nada quedaba de él sino el cuerpo enterrado en el cementerio de la iglesia donde yacían sus antepasados? Había ponderado confusa sus pensamientos, incapaz de llegar a una conclusión, sin querer creer que él tuviera razón pero casi obligada a temer que la tenía. Ella no tenía prueba alguna sobre la inmortalidad, pero tampoco él la había tenido en contra. Debido a su actitud mental, se había sentido bien dispuesta, hasta ansiosa, de oír lo que Edwin tenía que decirle.
– Los humanos somos las únicas criaturas capaces de pensar en nuestro propio final, sin duda ni fe.
Había afirmado aquello aquel día de su primera visita. Estaban sentados en la terraza que daba a las distantes montañas y el ama de llaves les había traído té y pastelillos y, después de dejar la bandeja en la mesita que había entre ambos, se había retirado. A solas con él se había atrevido a refutarle. Con la taza de té en la mano, había negado con la cabeza.
– ¿No está de acuerdo? -le había preguntado, sorprendido.
– Hasta los animales conocen su fin y lo temen. ¡Fíjese lo alocados que se ponen al tratar de escapar a la muerte! Tal vez no razonen ni piensen, pero luchan contra la muerte. ¿Ha visto alguna vez un conejo en las fauces de un perro? Lucha contra la muerte hasta su último aliento. Un pez sacado del agua lucha por vivir. Los animales temen la muerte, y si la temen, es que la conocen.
El escuchaba, sorprendido y complacido.
– Bien razonado, pero no confunda el instinto con la consciencia.
Ella había considerado un momento aquello, para preguntar a continuación:
– ¿Cuál es la diferencia entre el animal y el ser humano?
– La consciencia en sí misma. El ser humano se declara a sí mismo porque se conoce. ¿Los animales? No. No se separan a sí mismos del cosmos.
Ya en aquella primera visita se habían sentido extrañamente unidos y, con el transcurso del tiempo, habían llegado a depender cada vez más el uno del otro, si bien ella reconocía que lo que sentía por él no era amor, sólo unión. Por parte de él era decididamente amor, el amor de un anciano, cuya naturaleza le resultaba a ella poco clara. Fuera lo que fuese, el amor era algo dulce, y ella se asía a su persistencia.
El era más sabio que ella, y también aquello era agradable. Jamás se había apoyado antes en nadie, pues Arnold, pronto se había dado cuenta, jamás la llegaría a conocer del todo. Eran compatibles, pero ella era quien tenía más sabiduría.
La voz de Edwin la sacó de sus pensamientos.
– ¿Sigues ahí, Edith?
Si, oh, sí -repuso con rapidez.
– ¡Entonces no estabas escuchando!
– No del todo -confesó.
– ¡Estabas soñando!
– Sólo pensaba… en ti y en mí.
– Ah, entonces te perdono. ¡Y gracias! No es bueno para mí sufrir de celos, sabes… a ninguna edad.
– No tienes por qué. Y ahora vuelve a tu trabajo, cariño.
Dejó el aparato y se enfrentó al día, un día brillante de sol, en que zigzagueantes figuras vestidas de alegres colores bajaban como flechas por las blancas laderas, y ella estaba desperdiciándolo tontamente. Una multitud de pequeñas tareas le esperaba: un plato hondo de plata que tenía que limpiar para llenarlo de fruta, un viaje a la tienda del pueblo que iba retrasando para poder sentarse junto a la ventana a contemplar de nuevo el monte, tratando de imaginarse cuál de aquellos puntos de color que volaban sería el de Jared Barnow. Jamás había conocido antes a nadie llamado Jared y el extraño nombre aumentaba su atractivo. Algo nuevo, alguien nuevo había entrado en su casa la noche anterior.
Cuando el sol se hubo puesto y las sombras se deslizaron por la cumbre dejando sólo el pico rosa-rojizo recortado contra el cielo, se puso a preparar la cena. ¿Para dos? ¿O sólo para ella? No pondría la mesa hasta no saberlo. Mientras, prepararía comida suficiente… dos pequeñas chuletas, la más grande para él. Y de pronto oyó sus pasos, los pies que se sacudían la nieve y la puerta se abrió sin previa llamada.
– He vuelto.
Le esperaba.
Se le acercó y ante su propia sorpresa y casi horror sintió el impulso de echarle los brazos al cuello. Se contuvo. ¡A cuántos absurdos era capaz de reducirle su propia soledad! Tenía que tener cuidado. Aquel impulso era una experiencia nueva, pues hasta entonces sólo había tenido que cuidarse de los demás. Su propio sentido crítico (frialdad, lo Llamaba a veces Arnold cuando estaba irritado con ella) había sido hasta el momento su arma. Dentro de sí misma sabía que no era fría, tal vez reservada en un espacio que nunca había compartido con nadie, un espacio interior.
– Como ve, he vuelto -repitió el joven.
– ¿No ha tenido suerte de encontrar habitación?
– No lo he intentado -repuso soltándose las botas.
– Me alegro. Me hace sentirme parte de la vida en la montaña.
– ¿Nunca esquía?
– Oh, sí, cuando era joven me encantaba.
– Nunca es tarde, sabe.
– Me temo que sí.
– ¡Bobadas! Parece…, ¡yo diría que unos veinticinco!
– Añada diez años más y luego otros siete -rió. ¡Tengo cuarenta y dos!
– ¡No!
– ¡Si!
– No vuelva a mencionarlo jamás -ordenó y levantándose fue al cuarto de invitados-. Voy a lavarme un poco y a peinarme.
– Todo está listo.
Se detuvo sin entrar.
– ¿Me esperaba?
– Tenía la esperanza.
Se miraron; luego él entró al cuarto y cerró la puerta. Y ella quedó inmóvil, incierta. ¿Se cambiaría para ponerse el traje de lana oscuro? Pero si lo hacía, ¿pensaría él que era de una coquetería absurda? Decidió no cambiarse y luego se alegró, media hora más tarde, pues nada más sentarse a la mesa él se puso a comer sin ambages y con un silencio que a ella le pareció casi de ingrato. Pero al observarle decidió que estaba hambriento tan sólo…, hambriento y tan joven. Sería absurdo ponerse el vestido rojo largo… o el negro adornado de plata, sólo para un muchacho hambriento.
– ¿Cuánto tiempo piensa quedarse en el monte? -preguntó al fin para quebrar el silencio. No estaba preparada a que él se fuera, dejándole con el orgullo herido al recordar el loco impulso que había resistido.
– Tengo que estar de vuelta mañana. Me espera un trabajo en un laboratorio. Bueno, es más que eso. Es una oportunidad… una ocasión de descubrir… de hacer quizás algo propio… en Brinstead Electronics.
– Buena compañía.
– ¿La conoce?
– Mi padre era una especie de agregado.
– ¡Ojalá le hubiese conocido!
Murió mucho antes de que tuviera usted edad de conocerle.
Las palabras le hicieron daño en el corazón. Cuando él nació ella ya había salido de su infancia y era una jovencita que discutía con su paciente madre por la largura, o brevedad, de las faldas y que defendía su derecho a volver a casa después de medianoche cuando salía con Arnold.
– Todo el mundo le conocía -siguió él.
– Así lo supongo.
¿Por qué era tan difícil hablar? Se sentía deprimida, aparte, casi hostil hacia él, porque era tan joven. Sin embargo la velada anterior la conversación había fluido entre ellos fácilmente, con comprensión mutua. Involuntariamente alzó la cabeza y se dio cuenta de que lo había hecho porque él la miraba con ojos muy oscuros bajo las cejas. Al cruzarse sus miradas, él dijo bruscamente:
– Me gusta usted. Y no sólo porque es bella. Ya estoy acostumbrado a eso. La chica con la que salgo es muy bonita. Pero usted tiene algo…
– ¡Años… eso es todo!
El no rió. Más bien dijo con irritación:
– ¡Me gustarla que no hablara de su edad! A mi me avergüenza ser estúpidamente joven. Siempre he sido demasiado joven para lo que he querido hacer… demasiado joven para ir a la universidad, demasiado joven para trabajar. A los quince años me escapé, sólo para pasar el tiempo hasta ser algo mayor. Terminé los estudios demasiado joven. Siempre he hecho todo demasiado joven.
– ¿Adónde se escapó?
– Viajé, vagabundeé, sería mejor decir, por todo el mundo durante dos años.
– Así que ahora tiene…
– Veinticuatro.
Volvió a herirse a sí misma.
– Hábleme de su chica.
El frunció el ceño y volvió la cabeza a la ventana. Sobre el perfil de la montaña una fina luna nueva colgaba suspensa, como si fuera una decoración en el cielo.
– No es exactamente mi chica -dijo al fin con irritación.
– ¿Por qué no?
El joven apartó el plato, se levantó y fue a la ventana. Allí se quedó mirando el monte oscurecido y la luna colgante.
– Me encuentro en una situación extraña.
– ¿Si? -su voz invitaba a seguir.
– Siempre soy demasiado joven para lo que quiero hacer, pero soy demasiado viejo para… para chicas.
Entre los dos quedó suspenso un momento de silencio, tan tenue, tan estremecido como la luna nueva que brillaba entre las nubes que ahora se cernían sobre el monte.
– No comprendo del todo lo que quiere decir -comentó ella por fin con suave voz.
– Tampoco yo -cortó abrupto, y volviendo a la mesa se sentó-. Más café, por favor. Por cierto, ¿cómo se llama? Su nombre de pila, quiero decir.
– Edith.
– Edith. ¿Edith? Nunca he conocido a nadie con tal nombre. Mi madre tenía un nombre tonto… Ariadna. Sin embargo, es bonito. Como ya le dije, no la recuerdo, pero mi tío dice que era muy gentil.
– ¿Qué fue de ellos? -siguió en el mismo tono de voz.
– Murieron en un accidente de coche cuando yo tenía dos años. Si, creo recordar a alguien como mi madre, alguien dulce, bonita… pero seguramente no la recuerdo, en realidad, quizá sea sólo un sueño o tal vez pura imaginación.
– ¿Y no hubo nadie que le sustituyera?
– No. Mi tío no se ha casado nunca. ¿No se lo he dicho? Supongo que tiene alguna amante escondida en alguna parte. Nunca hablamos de esas cosas.
– ¿Nadie ha ocupado el lugar de su madre?
– Nunca he buscado a nadie. Las madres son insustituibles, ¿no?.
– Si -contestó con firmeza, y al cabo de un momento-. Pero ¿y la chica? ¿Es realmente más joven que usted?
– No tanto en años, pero lo demás… -Se encogió levemente de hombros-. Sí, es bastante lista, inteligente y todo eso. Pero yo soy viejo para ella. Soy una carga hasta para mí mismo.
– ¡Oh, vamos! -rió.
– Sí, lo soy -el no coreó su carcajada-. Me interesan muchas cosas, no la gente. ¡Hay tantas cosas que quiero hacer! No tengo tiempo para… para casarme y todo eso y esto es lo que esa chica desea.
– ¿Está enamorada de usted?
– Eso dice.
– ¿Y usted?
– ¿Yo? Cuando estoy con ella soy lo bastante normal para sentirme estremecido, ya sabe. Pero dentro de mí me conozco bien. «Te aburrirías de ella», eso es lo que me dice algo dentro. ¿Me considera loco?
– No. Sólo prudente.
– No me importaría serlo menos.
– No diga eso. Se le ha concedido como herramienta para lograrlo.
– ¿Qué?
– Lo que desee hacer.
– ¡Penetrar los secretos del universo!
Se inclinó hacia delante, los codos en la mesa, los ojos relucientes, mirándole, y ella se sintió consolada, casi elevada, por alguna razón que no quería comprender.
– Tengo que irme mañana -dijo él de improviso y con igual brusquedad se sentó al piano y se puso a tocar.
La nieve caía sobre la nieve, fría y silenciosa. Empezó cuando él salió de casa a la mañana siguiente, con un cielo gris y el monte cubierto de niebla. El invierno se cernía sobre la costa oriental. También nevaba en Filadelfia, oyó ella por radio.
– Odio tenerme que ir de esta casa tan caliente -comentó Jared.
Estaba en el umbral, envuelto en su chaquetón con la capucha sin poner.
– Se deja los esquíes en la bodega. Eso quiere decir que volverá.
– Sí, pero ahora me refería a esta mañana.
– Esta mañana -repitió Edith.
No podía decirle lo que pensaba, lo que siempre pensaba cuando caía la nieve. ¡Arnold yacía bajo la nieve! Por supuesto, ya se había acostumbrado para entonces, si es que alguna vez lograba acostumbrarse, claro está. ¿Y por qué sería la nieve? En primavera podría contemplar la tumba sin agonía y en otoño las brillantes hojas que caían de un arce vecino sobre la fosa casi volvían alegre el cementerio de la ciudad. Pero ¿la nieve? La plena conciencia de su muerte, desolada y final, le había llegado con la primera nevada y estaba sola allí, en la casa. Había estado junto al amplio ventanal, golpeándose los nudillos de su apretado puño derecho mientras las lágrimas corrían por las mejillas. ¡Oh, Arnold, ahí solo bajo la nieve!
Y parte de la misma desolación le invadía ahora.
La casa habíase llenado de esta presencia joven y desconocida, aunque él ya no era para ella un desconocido, nunca lo había sido ni podría serlo. Había algo que compartían, algo más que la música, pero ¿qué? Se había mostrado muy contento por la mañana, casi como alegrándose de irse, hasta el momento en que se había detenido ante ella, tan alto, y ella había visto sorprendida e incrédula la mirada de sus ojos.
– Si, me gusta usted -había dicho y tan de pronto, como si hubiera efectuado un descubrimiento, que ella había reído.
– Encantada de saberlo -había respondido animada-, y por supuesto volverá. La cosa es saber cuándo.
– Ya se lo comunicaré.
La miró un momento más y luego dio media vuelta y salió, cerrando con firmeza la puerta a su espalda. Ella permaneció un segundo contemplando la puerta cerrada. La casa estaba silenciosa a su alrededor. Y vacía.
– …Las puestas de sol resultan siempre más hermosas cuando estás aquí -decía Edwin.
Ella estaba sentada junto a la redonda mesita del ventanal del grande y cuadrado salón. En la distancia las cordilleras elevaban los agudos picachos contra el resplandeciente cielo de poniente. Era el sitio que ocupaba habitualmente cuando acudía a la vasta morada por las tardes, y si el cielo estaba claro rara vez se perdía el ocaso. Hoy, segundo día de su visita, había estado muy claro. Había pasado horas con “tu viejo Filósofo”, como él mismo se titulaba hasta que, una hora antes, el anciano había sentido uno de sus ataques de fatiga y había subido a su cuarto a dormir.
Pero ahora había despertado y acudido otra vez a su encuentro.
– La puesta del sol siempre es más hermosa después de la nevada -replicó Edith.
Sintió las manos del hombre en sus hombros, su mejilla que se apoyaba suavemente en su cabello.
– El indescriptible consuelo de tu persona, de tenerte en mi casa -musitó.
– Aquí siempre me siento feliz -repuso sin moverse, clavada la vista en el firmamento.
Los matices cambiaban; la violencia del carmesí y el oro se suavizaban en rosa y amarillo pálido.
– No te muevas -le dijo él en el momento en que iba a levantarse-. Tengo algo que pedirte.
– ¿Sí, Edwin?
Le tenía a su espalda, no le veía, pero sentía aún las manos en sus hombros. En silencio volvió la cabeza y vio que una ternura poco corriente le iluminaba la cara al mirarla a los ojos.
– ¿Es algo disparatado? -sonrió.
– Me pregunto si tú lo considerarás así. Pero no… tú lo comprenderás. Así lo creo. A tu manera eres una artista, con la honradez del artista.
– Quizá sea mejor que me prepares.
Apartándose, fue a sentarse frente a ella ante la mesita. Su cabeza de cabello blanco y bien recortado bigote, la piel clara y sana, los brillantes ojos azules, le convertían en un hermoso retrato contra el fondo del cielo que se oscurecía.
– ¡Cómo puedes tener ese aspecto! -exclamó Edith.
– ¿Cómo te parezco?
– No voy a decírtelo. Ya eres bastante presumido.
– Es decir… ¿soy atrayente? Quiero decir, ¿para ti?
– Naturalmente. Ya lo sabes. Cada vez que me lo preguntas te lo repito.
– Ah, pero tengo que preguntártelo -se lamentó.
– ¡Para que yo tenga el valor de confesarlo!
De nuevo bordeaban la verdad, más allá de lo cual nunca se atrevían. O quizás es que ella no estaba preparada para la verdad, y tal vez nunca lo estuviese Lo que sentía por él era una emoción totalmente distinta del amor que había sentido gozosa por Arnold. Pero aquel amor había terminado, cortado por la muerte, y de pronto, durante algún tiempo, no había tenido a quien amar. Durante los largos meses en que había sabido que él tendría que morir, se había preguntado sobre el amor. ¿Continuaría cuando el ser amado ya había muerto? ¿Podría algo tan fuerte seguir alimentándose sólo del recuerdo? Ahora sabía que no. La costumbre de amar se convertía en necesidad de amar y seguía viva en su ser, como un río contenido en una presa. Y ahora volvía a fluir, no con tanta plenitud, no de forma inevitable, sino cautelosa y suavemente hacia este hombre sentado ante ella, de espaldas al poniente. El hombre empezó a hablar con su tono pensativo, de estar filosofando, los ojos, tan penetrantes en su tono azul, fijos en el rostro de ella.
– La necesidad de amar y ser amados dura hasta que exhalamos el último aliento, y de la necesidad viene el poder. Está en ti, está en mí. Cómo puede ser eso, te preguntarás. Porque, niña mía, mi querida y única, el amor sustenta el espíritu y el espíritu sustenta la vida. Si el amor es mutuo, entonces las dos personas viven mucho tiempo. Pero, aunque sólo ame uno, quien ama recibe sustento. Es dulce ser amado, pero ser capaz de amar es poseer la fuerza vital. Yo te amo. Por tanto soy fuerte. Sea cual fuere mi edad, me sostiene mi propio poder de amar. ¡Qué afortunado soy al tener a quien amar! ¡Porque yo soy difícil, cariño! No todas las mujeres son amadas… al menos por mí.
Se sintió llena de una confusión totalmente nueva, pues en aquel instante había en él algo nuevo. Tal vez debido a la luz del firmamento a su espalda o al resplandor que le brotaba de dentro, por un momento se transfiguró, su rostro pareció muchísimo más joven, los ojos chispeantes, las mejillas levemente encendidas. Impulsivo, se inclinó hacia ella.
– ¡No tengamos reservas! Te deseo plenamente. Quiero darme a ti plenamente.
– ¿Qué quieres decir, Edwin?
Se sentía apresada por su mirada, por las manos que asían las suyas con inesperada energía.
– ¿Puedo ir a tu cuarto esta noche? -preguntó con brusquedad, como si de un solo golpe derribara una barrera.
La pregunta quedó suspendida entre ambos, increíble, pero dicha. Había hablado. No podía haber duda de que había hablado, y la pregunta exigía respuesta. Sentía obligada por la mirada que no había cambiado. Ante su silencio, él volvió a hablar, esta vez con dulzura, como con un niño.
– Habitamos estos cuerpos, amada. Son nuestro único medio de transmitir amor. Hablamos, desde luego, pero las palabras sólo son palabras. Besamos, sí, pero un beso no es sino la caricia de los labios. Existe todo el cuerpo por medio del cual puede transmitirse el mensaje. ¿Y para qué alimentamos el cuerpo con manjares, bebidas, sueño y ejercicios sino para transmitir amor?
Y como ella vacilara, clavada con repentina timidez, rió, pero bajo.
– ¡No temas, niña! Hace diez años que soy impotente. Sólo deseo yacer en silencio a tu lado en la oscuridad de la noche y saber que por fin somos uno, para no separarnos más, por lejos que estemos.
Por fin pudo hablar. Se oyó pronunciar palabras tan increíbles como las que él acababa de decir. Y sin embargo las dijo.
– ¿Por qué no? ¿Por qué no?
…Se separaron como de costumbre, después de la habitual cena tardía. En presencia de Henry, el mayordomo, se dieron las buenas noches con formalidad y tan como de costumbre, que ella se empezó a preguntar si no se habría imaginado la escena a la puesta del sol. Pero sabía que no, porque con un instinto, largo tiempo muerto, ya en su cuarto se puso a buscar entre su ropa hasta hallar un camisón adornado de encaje. De día se vestía trajes sencillos, pues la simplicidad le iba bien con su rostro clásico, pero en secreto, a la noche, desde que se quedara sola, ahora que Arnold había muerto, había comprado y se ponía aquellas prendas frágiles y exquisitas que a él le habían desagradado. Solía decirle que los pijamas le sentaban mejor, por eso siempre los había usado hasta que murió. Y entonces, y quién seria capaz de entenderlo, al mismo día siguiente del funeral había acudido a la mejor tienda de la ciudad y se había comprado una docena de camisones, copos de encaje y seda y, a solas, se adornaba cada noche para dormir.
Y así lo hizo ahora, tras un baño perfumado, y mirándose ante el espejo se cepilló el largo cabello rubio, lo trenzó como de costumbre y subió a la elevada y antigua cama como si nada fuera a suceder y aguardó, latiéndole el corazón con expectante calma que casi a su pesar era placentera. ¿Debería dormir… podría dormir? Mientras meditaba sobre ello quedó postrada sin darse cuenta. Su voz la despertó. Estaba inclinado sobre ella, con una vela encendida en la mano.
– He llamado, querida, pero no has contestado. Así que he entrado, esperando verte bella en el sueño, como lo he hecho desde hace cinco minutos. Ahora ya sé lo que el sueño hace a tu amado rostro. Casi sonreías.
Puso la palmatoria en la mesilla, se acostó junto a ella como si ya tuviera costumbre de hacerlo y deslizando su brazo derecho bajo la cabeza de la mujer la apoyó en su hombro.
– Así estamos cómodos; ¿verdad? Y somos lo que deberíamos ser, un hombre y una mujer echados uno al lado del otro con mutua confianza. No te pediré que te cases conmigo, amor mío. No sería justo para contigo. Soy demasiado viejo.
– ¿Y si yo te lo pidiera? -le preguntó, ella. Un consuelo dulce y profundo fluía por sus venas.
– Ah, ésa sería la cuestión.
Pero no, pensó Edith, nunca se lo pediría. ¿Casarse? No lo deseaba. El matrimonio le haría pensar en Arnold. ¡Tenía que explorar esta relación con Edwin libre de recuerdos!
De pronto él apartó la ropa que les cubría y se sentó a mirarla.
– ¿Qué es esta cosa tan preciosa que tienes puesta, esta prenda sutilísima, esta telaraña de plata?
– ¿Te gusta? -sonrió ante su placer y agrado.
– Mucho, pero…
Se interrumpió y ella sintió que sus manos le apartaban con destreza el encaje de los hombros, de los senos, de la cintura y los muslos, hasta que la prenda que la cubriera quedó a sus pies en suave montón.
– ¡Benditos sean nuestros cuerpos, pues son el medio por el que se expresa el amor! -suspiró Edwin.
Ella no contestó, sino que prefirió que él la condujera como quería, tratando sólo de descubrir si sentía desagrado. Pero no sintió ninguno. Nada de cuanto conociera la había preparado para su gracia, su delicadeza, la seguridad de su caricia. ¡La filosofía del amor! Le saltó la frase al pensamiento. Fuera lo que fuese, esto era algo más que físico. Luego él se quitó la bata que le cubría y volvió a tenderse a su lado.
– Ahora ya nos conocemos. A partir de esta hora jamás volveremos a ser extraños el uno para el otro.
Y así en la noche yacieron la una en brazos del otro, apasionados y sin pasión. La luna ascendió brillando por la gran ventana y ella vio el cuerpo del hombre, bello incluso a su edad, derechos los hombros, liso el pecho, las piernas delgadas y fuertes. Había cuidado respetuoso de su cuerpo y ahora recibía la recompensa. ¿Cuántas mujeres habrían amado aquel cuerpo? ¡Era imposible que una belleza mental y física tan poderosas no se hubieran combinado con frecuencia en el acto amoroso! Pero no sintió celos. Era su hora, su noche. Y era cierto que, conociéndose como se conocían, ya jamás volverían a estar separados.
– Sí -dijo con voz alta y clara.
– ¿Sí qué, amor mío?
– Sí, te amo.
El suspiró hondo y la estrechó hacia sí.
– Doy gracias a Dios. Gracias a Aquel a quien no he visto. ¡Una vez más, antes del fin, amar y ser amado! ¡Qué más puedo pedir!
Y así quedó dormido con ligero sueño. Pero ella siguió despierta, aún en sus brazos, despierta y pensando en lo extraño que era estar en brazos de Edwin, en este cuarto, en su casa. No sentía el menor remordimiento. Lo que él había dicho era cierto, estaba bien, pero aun así resultaba extraño. Y de pronto se olvidó de dónde estaba y en cambio se puso a pensar en Jared Barnow. ¿Volvería alguna vez? ¿Por qué iba a hacerlo? Y además, ahora ya no le importaba si volvía o no. A la luz lunar el perfil de Edwin era blanco como el mármol, puro y perfecto. Sintió una nueva reverencia por la hermosura de aquel cuerpo y el esplendor de sus pensamientos. Era un honor haber sido elegida por amor por aquel hombre, un hombre famoso a quien incluso ahora visitaban hombres y mujeres de todas partes del mundo. Y si su tranquilo amor era capaz de añadir un día a su vida, palabras a sus pensamientos, fuerza a su cuerpo, ¿no era acaso también aquello cierta clase de alegría?
Al día siguiente regresó a su casa del monte y esperó el fin de semana. La nieve caía y siguió cayendo noche y día, hasta que en el lado norte de la casa llegaba casi a los aleros. Sam, que traía leños, tuvo que cavar un túnel a la entrada de atrás.
– ¿Cómo podrá venir la gente a pasar el fin de semana, aunque sea a esquiar? -preguntó ella.
– Vendrán porque las carreteras estarán abiertas -le sonrió el vecino-. La gente de aquí sabe que la nieve es la que les da de comer.
Tranquilizada, esperaba el fin de semana. Entonces él vendría. Jared Barnow… pronunció para sí el nombre en voz alta y se escandalizó. ¿Cómo podía pensar en él después de lo que había sucedido con Edwin? Buscó en su corazón, en su mente, para descubrir recuerdos, no tanto de culpabilidad como de desagrado. No los había. ¿Sería posible que estuviera buscando completarse de alguna otra forma? ¿De qué forma? ¿Y qué tenía que ver Edwin con Jared? ¿Y por qué hacerse preguntas, sobre todo cuando no deseaba respuestas? ¡Que la vida la condujera donde quisiera! Se sentía flotando, pasiva, esperando algo, a alguien, no sabía qué o quién, no quería preguntar.
– No te veo en esta casa, sabes -le dijo Jared.
Había llegado el viernes por la noche, exactamente como le aguardara, cosa que había estado haciendo y no, esperando que vendría y no esperándolo a un tiempo.
– Durante el primer año más o menos tendrás que tener cuidado -le había dicho Amelia. Amelia, su amiga de la infancia, cuya casa de Filadelfia era contigua a la suya heredada de padres y que vivía allí desde su propia infancia, soltera y sola en una mansión llena de servidores heredados también. Se lo había dicho menos de una semana después de la muerte de Arnold y ella no había podido pronunciar en alta voz el nombre de su marido. Pero Amelia carecía de tacto y decía lo que le parecía en todo momento. Se hallaban en la salita de arriba, donde las dos habían recortado muñecas de papel, habían acumulado discos, habían diseñado vestidos, se habían encontrado un último instante antes de la boda y ahora volvían a encontrarse en la muerte de Arnold.
– ¿Qué quieres decir, Amelia?
– No es que hable por experiencia, claro -le había contestado Amelia levantando los hombros-, pero he oído decir a mamá que a la muerte de papá (yo tenía sólo tres años) se sentía tan sola que sentía tentaciones de casarse con el primero que se lo pidiera. Cuando hubo pasado el primer año comprendió que no quería casarse con nadie.
– Tampoco yo querré casarme -había musitado.
Por mucho que confiara en Amelia para distraerse, jamás había sido capaz de contárselo todo, sobre todo porque Amelia, que no era muy bonita y sí demasiado franca, jamás se había enamorado, que ella supiera. La crudeza de las observaciones de Amelia había permanecido en su memoria, sin embargo, y ahora, al contestar a Jared, la recordaba.
– ¿Cómo me ves?
– En alguna mansión grande y hermosa en algún sitio -repuso con presteza, como si ya hubiera pensado en ello-. Te imagino con sirvientes que te atienden. Detesto que estés aquí sola. No quiero que me hagas el desayuno. Me hago la cama porque no soporto la idea de que tengas tú que hacerla. Sólo cuando te veo ante el piano o frente a la amplia chimenea, a la luz del fuego, es cuando me parece verte de veras.
– Gracias -dijo conmovida por sus palabras-. Y no sabes cuánto me ayudas. Sabía que tendría que volver a la gran casa, pero me faltaba valor. Me marché al morir mi marido y he seguido aquí, temiendo el tener que volver sola…
– Yo estaré contigo -le interrumpió-. Lo que quiero decir es… Vendré a verte inmediatamente y pasaré por lo menos un fin de semana de vez en cuando, si me lo permites.
– Pues claro. Me siento muy conmovida y no debes por ningún motivo considerarlo necesario. Una vez que esté allí estaré bien… después de un par de días. Mi marido y yo crecimos en aquel vecindario. Tengo amistades en la casa contigua. A decir verdad, cuando nos casamos, todo fue cuestión de si viviríamos en su morada familiar o en la mía. Pero la mía estaba vacía… mi padre murió poco después de mi matrimonio y mi madre había muerto antes. Yo era hija única, así que todo quedó para mí y tengo mucho cariño a la casa.
Hablaba sin interrumpirse, tratando de explicarlo todo a la vez, sin saber muy bien qué era lo que quería explicar. El escuchaba atento hasta que terminó.
– Perfecto. Allí es donde quiero verte, en una casa de tu ambiente. ¿Esto? -Extendió el brazo hacia la austera estancia-. ¡No!
Y entonces, como si hubiera concluido una discusión, se fue bruscamente al piano y se puso a ejecutar una sonora polonesa de Chopin, en tanto que ella se hundía en la profunda butaca ante el fuego y escuchaba, arrebatada por su nueva interpretación de aquella música familiar. Con su énfasis él eliminaba toda insinuación enfermiza que pudiera subrayar la música y en lugar de ello la convertía en una triunfal afirmación de vida.
– ¿Qué hubiera pensado Chopin de eso? -le preguntó Edith cuando concluyó con la misma brusquedad con que empezara y fue a plantarse ante ella clavados los oscuros ojos en su rostro.
Yo convierto en mía toda la música -replicó sin apartar la vista.
Y ella siguió sonriendo, medio tímida medio asustada. No le conocía. Seguía siendo un desconocido. Por ello era más peligroso aquel poderoso atractivo que no se basaba en el conocimiento. Le hubiera gustado preguntarle en qué pensaba, pero no se atrevió. Y él le contestó sin ser preguntado.
– Quiero que mañana vengas a esquiar conmigo.
– ¡Imposible! -la respuesta brotó instantánea.
– ¿Por qué no?
– Bueno, para empezar no tengo esquíes.
– Los alquilaremos.
– Hace años que no esquío.
– Más a mi favor… y además va a ser la última nieve buena del año.
– No es nieve buena. Sam dice que las pistas están heladas… el sol cálido las funde de día y se hielan de noche.
– Puede que nieve esta noche. La cumbre está cubierta de nubes.
– ¡Y brilla la luna!
– Por la mañana terminaremos la discusión.
– La respuesta será la misma.
– No, si nieva durante la noche… ¡no, no hables! No te lo permitiré.
Le puso la mano en la boca manteniéndola allí hasta que, ahogándose de risa, ella se apartó.
– ¡Dios, qué boca tan suave tienes! -exclamó admirado.
– De no haber sido tan dura te hubiera mordido la mano. Y no quiero esquiar.
– Cállate o volveré a hacerlo. No aceptaré un no por respuesta.
– Pues tampoco tendrás un sí.
– Entonces, por esta noche, no será ni sí ni no.
Se levantó, medio asustada. El seguía mirándola, especulando, pero ¿acerca de qué? Edith retrocedió un paso y él movió la cabeza.
– No lo creo.
– ¿Qué?
– Tu edad.
– Tienes que creerlo.
Volvió a negar con la cabeza y de pronto le tomó la mano, la volvió y le besó en la palma.
– Nunca lo creeré.
Ella no prestó resistencia, atónita, con aquel beso en la mano como un regalo inesperado. El la soltó con suavidad y la mano cayó a su costado.
– Buenas noches -saludó brusco y se fue a la puerta de su cuarto. Allí se detuvo-. Rezaré para que nieve -dijo y cerró la puerta.
…Durante la noche nevó. Edith despertó al cabo de unas horas de inquieto sueño, se levantó de la cama y descorrió las cortinas rosadas de las puertas de cristal que daban al monte. La luz de su mesilla de noche se reflejó en un velo de suaves copos de nieve que caían densos. La terraza de fuera estaba recién cubierta. Jamás sería capaz de resistir a la determinación del joven y, sumisa ya, se volvió al lecho y durmió.
– Mis oraciones siempre son escuchadas -declaró él por la mañana mientras desayunaban.
– Sigo sin ropa de esquiar.
– ¡Más divertido! Te equiparemos en la tienda al ir de camino. ¡Vamos, date prisa, nada de entretenerte con el café, por favor! ¡El sol está ascendiendo con rapidez! Pero habrá como quince buenos centímetros de nieve…
– ¡La verdad es que eres bastante dominante!
– Es mi manera de ser -repuso con animación. Mientras hablaba se levantó, recogió los platos y los fue lavando y secando mientras ella le observaba divertida y terminaba su café.
– Eres muy experto.
– He acampado por todo el mundo. El año pasado en el Himalaya.
– ¿Haciendo qué?
– Estudiando rayos cósmicos. ¿Has oído hablar de un tipo llamado Tesla?
– Naturalmente. Quería electrificar el globo, ¿no?, y procurar una fuente eterna de energía eléctrica.
– Cielos, eres muy culta.
– Soy hija de mi padre. El creía que Nikola Tesla era un científico infinitamente más grande que Edison. A decir verdad, escribió artículos sobre Tesla… y a veces le presentó a benefactores millonarios.
– Tendremos que hablar de Tesla esta noche, ante el fuego. Ahora el monte nos aguarda.
La atosigó sin piedad, impaciente, inquieto, y a la media hora se hallaban en la tienda de equipos de esquiar, donde él se puso a pedir ropa con toda experiencia, negándose a aceptar las últimas novedades, pidiendo cosas de las que ella no había oído hablar durante los años transcurridos desde que enseñara a esquiar a sus hijos.
– Ropa que se ajuste a la piel -ordenó-. Especial para días como hoy. Es como si no llevaras nada puesto. Como una segunda piel.
Cuando ella salió del probador cubierta con el apretado traje que la cubría del cuello a los tobillos, la examinó con ojo crítico. Pellizcó lo que le sobraba en la cintura.
– Una talla menor es lo que necesitas. Tienes la cintura de una niña.
La mandó adentro, ella se puso un nuevo traje y salió para la inspección.
– Perfecto. Ahora ropa de abrigo. ¡Hoy en día no se lleva ropa interior larga! Más bien uno se tapa con una especie de traje espacial… Y los esquíes, también son nuevos, núcleo de plástico y fibra de cristal, buenos para cualquier clase de nieve, hielo, grava, polvo. Botas, por favor, señorita -a la sorprendida dependienta-. De cuero por fuera, de espuma por dentro, y hebillas sencillas, aunque en mi opinión la bota perfecta aún no se ha conseguido. Tal vez un día se me ocurra algo.
Por fin estuvo lista y juntos subieron al teleférico. Había dejado de nevar pero el cielo tenía de nuevo color de plomo, aunque quizá no descargara hasta el atardecer. Esquiaron todo el día y ella se sintió infantilmente orgullosa de ver que aún retenía su habilidad. El la alababa, pero también criticaba.
– Tus movimientos no son perfectos… mira, tienes que hacer tres cosas a un tiempo, ¿ves? Plantar el bastón, impulso hacia arriba, alternar el esquí de delante, ¡Así! Pero mantén los esquíes en la nieve… ¡impulso hacia arriba muy leve!
Se lo demostró con una serie de hábiles giros y ella vio que era tan magnífico esquiando como en el piano. Todo el día estuvo enseñándola y ella se esforzó por perfeccionarse, haciendo que su cuerpo ágil respondiera a las nuevas exigencias.
– Tu transversal es un poco torpe. Olvídate de los hombros. Lo que tienes que cuidar es la cadera… Echa hacia atrás la cadera que va cuesta abajo y todo lo demás, el cuerpo, los hombros, todo… se prepararán automáticamente.
Practicó una y otra vez y hasta la puesta del sol no se dio cuenta de que estaba exhausta y aún entonces él fue quien lo reconoció primero.
– Te he dejado agotada, soy un estúpido perfeccionista. Esquías maravillosamente y lo que yo he insistido no son sino los toques finales.
– ¡Pero también yo soy perfeccionista, y me encanta! -protestó.
– ¡Buena compañera! -le echó el brazo sobre los hombros-. Vamos a casa a cenar ante una buena fogata.
Así lo hicieron; él asó las chuletas al fuego en tanto que ella aliñaba la ensalada en la gran ensaladera de teca birmana.
Comieron en silencio y luego él enchufó la música estereofónica que escucharon en silencio, hasta que el sueño pudo con ellos.
– Tengo que acostarme -musitó ella, entrecerrados los ojos.
– Y yo -confesó el otro.
Se levantaron, vacilaron un momento y por un adormilado instante ella imaginó que iba a besarla. Pero en lugar de ello el hombre se enderezó y se retiró.
– Buenas noches, dulce amiga.
Nada le contestó, y tampoco hubiera podido hacerlo, pues necesitaba todas sus fuerzas para dominarse a sí misma. No, no le invitaría al beso, pues no podía predecir a dónde conduciría y ahora no se atrevía a preguntar.
– Buenas noches -repuso, y todavía medio dormida cruzó la estancia y fue a su cuarto.
Durante la noche le despertó el chapoteo de la lluvia en el tejado. Así que era el fin de la nieve, y del esquí. Mañana él se habría ido y ella volverla a estar sola. Estar sola ahora le parecía intolerable. Se marcharía para volver a Filadelfia.
…Cuando acudió a desayunar seguía lloviendo. Jared ya había preparado todo, puesto la mesa donde esperaban el zumo de naranja, el jamón tostado y la tortilla haciéndose en la sartén.
– Los cielos se muestran crueles -saludó-, pero tal vez sea mejor. Tengo que volver al laboratorio. Iba a robar otro día, luchar contra mi conciencia, pero ya no lo necesito. ¿Estás cansada?
– Un poco… no, cansada no, con agujetas.
– Mejor así; que no tengamos tentación de subir de nuevo.
De nuevo comieron en silencio y ella se preguntó, con leve resentimiento, si él estaría en guardia. Después de todo, ella no le había besado. ¡Al contrario! Pero aquella mañana gris ambos se mostraban serios.
– ¿Vas a quedarte mucho más? -preguntó Jared cuando, acabado el desayuno, se dispuso a marchar.
– No. me iré, tal vez mañana. -Y todavía resentida añadió-. Seguramente primero iré a pasar unos días con un viejo amigo, Edwin Steadley.
– Bueno, adiós -dijo él sin inmutarse. Y luego, de manera que a ella le pareció poco amable, añadió-: Por supuesto, volveremos a vernos.
– ¿Por qué no?
– Según el curso de los acontecimientos humanos -decía Edwin-, no puedo ya vivir mucho más tiempo. No procedo de una familia longeva y, en asuntos de vida o muerte, la herencia cuenta. Ya he vivido más que mis padres. Mi madre murió con sesenta y cuatro años, tras de sobrevivir tres a mi padre. El tenla cinco años menos que ella. La relación entre ambos fue extraña. En algunos aspectos mi padre era para ella como un hijo.
– A mí no me gustaría una relación así -afirmó Edith decidida.
– Ah, eso es porque tú tienes un viejo amante. Yo casi podría ser tu abuelo. Pero la verdad es, amada mía, que los jóvenes no saben en verdad como amar a una mujer. El joven piensa ante todo en poseer a la mujer para si mismo… es decir, en impregnarla. A mi edad, el hombre sabe que tal cosa es imposible, por eso se eleva al puro amor de la mujer, sin pensar en sí mismo. La contempla con delicia, como yo a ti. Le da placer, en tanto que ella acepta su caricia, que ahora es hábil, pero en todo ello sólo piensa en la mujer. Querida mía, a la luz de la luna, que gracias a cierta magia celestial brilla en este instante sobre tu lecho, tu hermoso cuerpo parece una estatua de oro pálido. ¡Cuán afortunado soy de que me admitas así en tu estancia privada!
– No consigo comprender cómo ha podido suceder -repuso sonriente entre la nube de cabello claro suelto en la almohada.
– Porque tuve el valor de pedírtelo.
– Lo pediste muy confiado -rió-. No observo en ti la menor falta de valor. ¿Pero cómo es que yo lo tuve para aceptar y cómo es que no me parece extraño, y desde luego nada mal, que te encuentres aquí? Jamás he tenido un amante. Entonces, ¿por qué ahora?
– Necesidad de darlo todo y aceptarlo todo.
– Y ¿por qué no me siento nada tímida? -preguntó con auténtica sorpresa.
– Somos uno. Nuestras mentes fueron una primero y entonces resultó necesario que completásemos esa unidad.
– ¿Continuará?
– Hasta que sienta que la muerte se me acerca. Cuando suceda ese momento, te lo haré saber. No trates de consolarme o detenerme. Debo prepararme para ese paso solitario. Y necesitaré todas mis fuerzas. Por eso…
Hizo una pausa tan larga que, llena de ternura, ella le estrechó entre sus brazos.
– ¿Tienes miedo?
Pero él no iba a aceptar su compasión, ni siquiera una compasión tierna. Se soltó de sus brazos y se inclinó sobre ella, apartándole el largo cabello de la frente para mirarle a los ojos. Sobre la mesilla la llama de la vela se estremeció en la leve brisa de la ventana abierta, proyectando luces y sombras que jugueteaban en la cara de la mujer.
– No tengo miedo. Pero tengo algo que decirte y quiero decirlo ahora, mientras soy capaz de comunicar toda la verdad de lo que siento. ¿Quién sabe cómo será cuando se acerque el fin? Puede que me halle agotado por el dolor. La muerte puede vencerme en un instante y no darme tiempo. Dime, amor mío, ¿te hallas en paz ahora? ¿En este momento? Estamos completamente solos en mi vieja casa. He mandado al ama de llaves a la suya, tenía algún aniversario familiar, y Harry se ha tomado una breve vacación. No hay nadie bajo este techo más que nosotros. Puede que nunca más volvamos a estar tan a solas. ¿Puedo decirte lo que quiero que sepas y que recuerdes en tanto que tengas vida?
– Dime.
Entonces él se echó a su lado, sin tocarle más que para tomar su mano izquierda y sujetarla entre las dos suyas sobre el pecho. Aquella noche, al lavarse, a instancias de un inexplicable impulso, Edith se había quitado la alianza y ahora, al acariciarle él la mano, lo notó.
– No tenías que haberte quitado la alianza, amor mío -dijo llevándose la mano a los labios.
– No sé por qué lo he hecho -repuso un tanto confusa.
– Instinto.
– ¿De culpabilidad?
– De honor, pero totalmente innecesario. El amor jamás es culpable. Llega a nosotros, para ser bien venido de cualquier fuente, en cualquier momento. Un amor no desplaza otro. Cada amor es riqueza que se acumula.
– Pero ¿podía yo haber aceptado tu amor, como lo hago, si…? -se detuvo y él convirtió la pregunta en respuesta.
– ¿Si Eloísa, mi esposa, y Arnold, tu marido, hubieran vivido? Yo lo hubiera expresado de forma diferente, tú lo habrías aceptado de otra manera. No nos hallaríamos tumbados ahora bajo la luna. No hubiera sido necesario como lo es ahora, al menos para mí, y creo que para ti, o si no, no me habrías aceptado. Pero tal y como son las circunstancias, yo, porque siento próxima la muerte, tú, porque la muerte llamó a tu casa, sentimos necesidad de un contacto corporal antes de que llegue la separación final, como llegará, cariño. Por eso, deja que te diga lo que quiero decir.
– Dime…
El hombre suspiró hondamente, cerró los ojos y empezó, con la mano de ella siempre asida entre las suyas, sobre su propio pecho.
– Quiero decirte cómo te amo. Quiero decírtelo ahora, mientras estoy bien vivo, mientras mi cerebro retiene su claridad, mientras me late el corazón y tengo palabras en la lengua. Te amo. Siempre te he amado. Te amaba antes de conocerte, antes de que nos encontráramos. Te amaba porque sabía la clase de mujer a la que siempre amaría, a la que siempre tendría que amar, y cuando te vi, supe que eras aquélla. Por supuesto que amo tu cuerpo porque es tuyo y porque me agrada. Pero amo tu cuerpo porque tu espíritu mora en él, porque tu cerebro incomparable habita en tu bella cabeza, porque tu alma está acogida en tu corazón. No puedo imaginar tu cuerpo separado de tu esencia. Pero tampoco puedo imaginar lo que hay de esencial en ti en otra morada. Eres completa en todo tu ser. Lo amo todo de ti: tu cabello largo suelto, tus manos y tus pies, tus pechos adorables, tu cintura, tus muslos, la forma en que caminas y el porte de tu cabeza. Amo tu voz, la mirada de tus ojos… ¿tienes idea de cómo habla tu alma a través de tus ojos? ¡No, no contestes! Tengo más que decirte. Si no me hubieras permitido amarte (¿te has fijado en que nunca te he pedido que me amaras?) hubiera sentido temor de descender solitario a la tumba. Pero así mi amor por ti me sustenta. Nada temo. Voy a lo desconocido con paso firme, pues en mi corazón oigo el amor por ti. El amor es la antorcha que ilumina mi camino. «Oh, Muerte, ¿dónde está tu aguijón? Oh, Fosa, ¿dónde está tu victoria?.
Su voz resonaba en la noche. Se llevó la mano de ella a los labios y la mantuvo allí.
Pero Edith la retiró con suavidad, se incorporó a su vez y le tomó la cabeza entre sus palmas para besarle los labios.
– Me siento honrada. Mientras viva, me siento honrada. Jamás lo olvidaré… ¡jamás, jamás!
… Se hallaba de nuevo en casa. Edwin y ella se habían separado con más facilidad. Aquello que poseían era en cierto modo eterno. Toda impaciencia había desaparecido. Una profunda unidad existía entre ellos, mantenida por la corriente de sus cartas.
– Te escribiré cuando se me ocurra -le había dicho Edwin en el último momento-, pero no te sientas obligada a contestar. Me hace bien transcribir mis pensamientos, cristalizarlos en mis cartas hacia ti. Siento que una vez que te los he dado se vuelven permanentes. Si algo me ocurre, si una mañana no despierto, siempre tendrás contigo al hombre esencial. Puedes hacer de mí lo que quieras.
Con aquellas palabras inició una correspondencia, cartas que llegaban casi a diario. Sin intentar responderlas, ella las recibía, las absorbía, y cuando sentía necesidad de comunicación escribía a cualquier hora del día o de la noche sobre aquello que ocupaba su mente en ese instante, tanto si era relevante como si no. Él le escribió:
«Me quedo atónito al darme cuenta de que cuanto más medito en la muerte más me sostiene una nueva confianza en la persistencia de la vida en el más allá. Puede que no sea más que mi deseo de que así suceda, pero creo que no. O puede que, infiltrado como estoy de amor (gracias a ti, querida mía), creo que la muerte final es irracional, por ende moralmente errónea, por tanto imposible. Afirmo la imposibilidad por una nueva fe en la inmortalidad. Y no es por mí por quien hago tal afirmación. Es por ti, a quien tomo como a la perfección, por lo que insisto en que es moralmente erróneo que la criatura de la perfección concluya en mero polvo. No es posible que todo el ser dependa así de una manifestación temporal, es decir, del marco humano, compuesto de agua y un puñado de elementos químicos. La capacidad de amar tiene que tener un significado, con toda seguridad tiene que contener una promesa. Sin amor es fácil creer que la muerte sea final, pero con él… ¡imposible! El mismo deseo de creerlo sugiere persistencia.»
A lo cual ella contestó:
«La primavera ha llegado. Los viejos arces, que ya de niña me parecían viejos como la eternidad, están revestidos de verde tierno. La casa está enriquecida de rosas tempranas. El jardinero se especializa en ciertas flores y las rosas son parte de ellas. En medio de todo este color y gloria, tu carta es como música, o mejor aún, una voz, que pone en palabras la promesa de la primavera inmortal. Aunque intervenga el invierno, la vida comienza de nuevo en primavera. En cuanto a mí, permanezco ociosa, limitándome a disfrutar, sin pensar en mucho, demasiado perezosa hasta para visitar a mis amistades. Ellas me visitan. Las tolero con afecto, pero sin entusiasmo. Me siento feliz conmigo misma.»
Pero aquello no era del todo cierto, se dio cuenta mientras cerraba el sobre. En medio de su ordenada vida de cada día, se sentía consciente de una inquietud secreta, de una duda que no quería profundizar: El aire era aún fresco. Ningún viento, ninguna tormenta alteraban el aire dorado. Jamás había parecido la casa más cómoda, los jardines tan acogedores, con los suaves céspedes bien cortados de su primer verdor, los arbustos podados, los árboles con hojas y capullos. Y sin embargo, en medio de todo aquello a cuanto estaba habituada, esperaba algo más y, más todavía, se daba cuenta de su espera.
Había recibido una breve nota de Jared Barnow dándole las gracias por haberle dejado estar en la casa de Vermont. No le había contestado. ¿Para qué? Una hospitalidad casual, una breve nota de gratitud, una invitación dada sin importancia, una semipromesa de aceptación… aquello era todo, y no era más que una telaraña.
Tenía que comprenderse pues a si misma. La soledad era inevitable y no podía mitigarse con cualquiera que pasara. Tenía que mantenerse ocupada, primero con la casa. Ahora era sólo suya. Podía cambiarla, mejorarla, renovarla. Después de todo, una casa debería cambiar con las generaciones cambiantes, transformarse en el marco de una nueva personalidad.
¿Nueva personalidad? ¡Ella misma… no otra! Ahora podría ser una persona distinta, alguien a quien no había conocido, menos tímida, menos reservada, más preocupada por su aspecto, por su mente… en resumen, por crecer. A su manera, Arnold había sido un retiro. Al cobijo de su edad superior, de su éxito como famoso abogado, no había sentido más estímulo que el de ser como él quería que fuera, su esposa, la madre de hijos inteligentes y relativamente razonables, anfitriona encantadora, una figura correcta a la manera convencional en la sociedad convencional y correcta de una ciudad antigua y conservadora. Ella misma no había sentido grandes deseos de ser otra cosa, pues Arnold no le había frenado, No se había dado cuenta de tener una ambición incumplida y en conjunto había disfrutado con su estado de ser. Sabía que, a su manera, Arnold la había amado más que ella a él, pero le había amado, sin echar nada en falta, y suponía que la relación entre ambos había sido la corriente entre personas en las mismas circunstancias vitales.
Pero ahora se le ocurría que podía ser una persona totalmente distinta y la curiosidad le iba invadiendo. ¿Suponiendo que llegara a convertirse en alguien totalmente nueva? ¿Suponiendo que empezara a hacer cuanto de verdad quería hacer, decir lo que deseaba decir, ir donde anhelaba ir? Todavía no era capaz de definir tales ansias, pero es que estaba acostumbrada a ser como era. ¿Y si estudiara sus propios deseos tal y como iban apareciendo, se decía a sí misma, dejándoles rienda suelta? De pronto se le ocurrió que en realidad era una reprimida, aunque sin haber tenido conciencia de su represión. La casa, por ejemplo. Si no se le ocurría lo que quería, podía empezar por rechazar lo que no quería.
Recorrió lentamente las vastas habitaciones, mirando cada uno de los objetos, hasta que poco a poco se dio cuenta de que no quería nada. No era en absoluto la idea que ella tenía de una casa para sí. Abuelos y padres la habían levantado, la habían llenado de muebles de su época, valiosos, pesados, inamovibles. Los vendería, no, regalaría toda la casa, la llenaría de huérfanos o ancianos, personas sin hogar a las que cobijaría como le había cobijado a ella.
¿Cómo se libraba uno de un cobijo? ¿Dónde volver a edificar? ¿Y qué debería edificar, qué podría edificar cuando ni siquiera sabía quién era? ¡Ni quién quería ser! Para Edwin era la mujer a quien amaba y por la que, amando, prolongaba su vida. Para Jared Barnow no era nada, apenas una conocida. De pronto recordó su decisión. Haría lo que deseaba hacer… así había decidido. Pero tenía que hacerlo en seguida, antes de que la decisión se desvaneciera según el antiguo hábito protector. Tenía que hacerlo de inmediato. Rápida atravesó tras cuartos y en la antigua biblioteca en sombras se sentó ante el escritorio de caoba de su abuelo y escribió una breve nota.
Querido Jared Barnow:
Mi casa ya no me gusta. Me he cansado de ella. Quiero construir otra nueva. Pero ¿qué? Esta es una ocasión para inventar, ¿no?
Buscó hasta hallar su nota con la dirección. Echaría la carta cuando fuera a comer a casa de Amelia Darwent, al lado. Pero ya en el buzón, con la carta en la mano, cambió de idea. ¿Qué iba a pensar? Metió la carta en el bolso y lo cerró con firmeza.
– Pero ¿por qué construirte otra casa? -preguntó Amelia.
Ambas almorzaban solas en el comedor oval. Amelia, hija única, seguía viviendo en la gran morada que hacía esquina sobre un amplio terreno de la Main Line, en medio de veinte acres, que era lo que quedaba de tres mil acres, cedidos a sus antepasados en tiempos de William Pean como recompensa de favores ya olvidados. Amelia se sentaba delgada y tiesa al extremo ovalado de la mesa, con un atractivo peinado en su cabello plateado que tan bien le sentaba. Rose, la muchacha irlandesa, una Rose ya mayor y reseca les servía.
– Porque quiero librarme de viejos trastos.
– No puedes librarte de una herencia -persistía Amelia. Probó el caldo y miró a Rose con reproche-. ¡No está caliente!
– Si bien recuerda señora, no ha venido cuando he llamado -repuso la mujer con truculencia.
– Oh, bueno…
Amelia alzó la taza y tomó el consomé como si fuera café.
– ¿Qué más?
– Pollito asado, como me ha dicho, señora.
– Póngalo a punto en la mesa, sirva la ensalada y déjenos.
– Sí, señora.
A solas con Amelia, Edith desplegó el plano de una casa, un sitio todavía poco claro en su mente.
– He conocido a un joven…
– Ajá -exclamó Amelia triunfante-. ¡Ya me lo parecía! Pareces diez años más joven. No hay nada tan cosmético para una mujer como un joven, al menos así me han dicho.
– Amelia, eres repulsiva -repuso con severidad.
– Querida, ¿cuándo no hemos sido sinceras? Desde que has vuelto de Vermont has estado más bella que nunca.
– Amelia, ¿quieres callarte?
– ¡Pues no finjas, Edie!
Las dos mujeres se miraron por encima del cuenco de plata lleno de pequeñas rosas de invernadero. Los ojos negros de Amelia reían y Edith apartó su mirada azul.
– No sé por qué te tolero, Amelia Darwent.
– Porque sabes que jamás diré a nadie lo que tú me digas, Edith Chardman.
– No hay nada que decir. -Edith alargó la mano para acariciar una rosa-. No comprendo cómo es que tus rosas siempre son más lucidas que las mías.
– Abono orgánico. ¿Qué tiene que ver el joven con la casa?
– Nada -Edith se sirvió un pollito tomatero.
– Nada -repitió Amelia.
– Sólo que le he pedido sugerencias -se corrigió su amiga-. Pero eso no es nada.
– Entonces no hablemos de él. Hablemos de ti. ¡De ti sí que hay que hablar! Querida, ¿cómo vas a divertirte?
– Edificando la casa, por supuesto.
– Pero, ¿dónde?
– En alguna parte…, junto al mar.
Improvisaba al hablar. No había pensado en una casa junto al mar, pero en el momento de pronunciar las palabras supo que, naturalmente, era lo que había deseado durante años. Incluso se lo había mencionado una vez a Arnold hacía largo tiempo, pero él había rechazado la idea.
– ¡La marea golpeando toda la noche! No podría dormir.
– Tú no podrías dormir, para mí sería canción de cuna.
– Tú duermes en cualquier sitio -le había respondido con una de sus leves sonrisas, nunca desagradable, pero siempre con cierta ironía. Resultaba siempre el macho superior, actitud que ella atribuía a la combinación de elementos ingleses y alemanes en su genealogía, que databan del matrimonio de un antepasado inglés con una Mädchen alemana. El ambiente había desarrollado los ancestrales rasgos. No se había sentido impresionada por los brillantes resultados de ella en su último año en Radcliffe. Y ahora le iba a costar tiempo recuperarse de la presión atmosférica de su matrimonio.
Como si le adivinara el pensamiento, Amelia habló.
– Sabes, siento gran curiosidad por ti, Edith.
– ¿Por qué?
– Arnold te sujetaba con mano tan firme. -Siguió echando sal y pimienta con vigor a la ensalada-. Estaré observándote, con cariño, por supuesto, porque te aprecio muchísimo, para ver cómo floreces. Porque no me cabe duda de que vas a florecer, querida, con tantos rasgos encantadores como tienes. Existen jóvenes que prefieren mujeres de más de cuarenta. ¡Oh, sí, los hay…, no te sorprendas tanto!
– ¿Parezco sorprendida?
– Escandalizada, quizá.
Por un instante pensó si confiar a Amelia, su vieja amiga, la asombrosa noticia de su nueva e inesperada relación con Edwin. Al punto decidió no hacerlo. Jamás había sido dada a confidencias y, además, estaba segura de que Amelia sería incapaz de comprender la calidad de dicha relación. Amelia se reiría o haría comentarios burlones sobre viejos verdes, comentarios que sin duda serían aplicables a la mayoría de los hombres ancianos, pero no a un hombre tan inteligente, tan sabio, tan prudente como Edwin Steadley. Para Amelia amor era igual a sexo, como quiera que lo llamasen los demás. En lugar de la confidencia, respondió con leve evasión.
– Yo no me doy cuenta de que vaya a producirse en mí ningún gran cambio.
Monstruosa mentira, se dijo nada más pronunciar las palabras, pues seguía siendo increíble que hubiera aceptado a Edwin, que le hubiera admitido realmente en su lecho y con aquel sencillo acto hubiera afirmado su propia independencia de los pasados años durante los cuales no había conocido íntimamente a otro hombre que a su marido. Y a nadie podía explicar, ni siquiera a sí misma, por qué la intimidad con Edwin, plena y no consumada a un tiempo, no resultaba una infidelidad hacia Arnold, vivo o muerto.
– Cada experiencia del amor -le había dicho Edwin una noche en la oscuridad-, es una vida en si misma. Cada una tiene que ver con lo que antes haya sucedido o vaya a suceder de nuevo. El amor nace, prosigue su curso distinto, un mundo sin fin, transmutado en energía vital.
– Dudo de volver a amar a nadie más -le había respondido ella en la oscuridad. En aquel instante amaba profundamente al bello anciano. Jamás había conocido otra mente como la suya, cristalina en su pureza. Aquélla era la sorprendente calidad. Incluso cuando la estrechaba contra sí, la calidad no cambiaba. Edith había amado también a Arnold, pero había sido un ser dividido: por un lado el hombre inteligente, aunque no creador, un hombre seguro de sí, decidido, calculador, a quien ella había amado y en quien había confiado; por otro lado, el hombre callado, posesivamente apasionado, que aparecía con regularidad y sin preámbulos en el dormitorio de ella a satisfacer su necesidad primaria. No podía imaginarse a sí misma charlando en la noche con Arnold sobre la vida y la muerte y la posible comunicación entre ambas. Arnold daba por descontado que la muerte era el final absoluto.
– Ya observo cierto cambio en ti -declaraba Amelia en aquel momento, metiendo los dedos en un aguamanil de cristal veneciano.
– Dime qué ves.
Animada, Amelia encendió un delgado purito y siguió:
– Verás, eres menos tensa, más desenvuelta, hasta en tu forma de andar.
– Supongo que antes siempre me sentía inconscientemente consciente de ser esposa de Arnold.
– Te criticaba demasiado. -El tono de Amelia reflejaba su poco agrado por Arnold.
– No realmente. Siempre era amable conmigo.
– ¡Cariñoso como el hierro! -rió Amelia.
– Quizás es que yo necesitaba hierro -repuso humilde.
Para si decidió que Amelia no le gustaba tanto como pensara, o quizá fuera que ahora, al vivir sola y sin Arnold, a quien volverse en busca de apoyo masculino, su amiga le resultaba agresiva y dominante. En tanto que Amelia abría camino hacia la sala, seguía reflexionando que no tenía que caer en el error de verse envuelta con amigas, siempre mujeres, y sus intereses cada vez más estrechos en sí mismas y en las demás del grupo. Tenía que emprender alguna actividad intelectual, descubrir algún interés individual, sola y para sí misma. En ese momento le parecía que la casa, construida enteramente para si sola, satisfaría la inmediata respuesta a la incógnita. Pero ¿qué búsqueda intelectual, qué actividad mental? Permaneció media hora más en casa de Amelia, sin embargo, siempre amable y atenta, con aquella personalidad que Arnold tanto admiraba y que, por supuesto, amaba.
– Querida -le había dicho más de una vez-, qué agradable es vivir con una mujer tranquila, tan bellamente serena.
Se le ocurrió que, cuando tuviera tiempo para ello, echaría de menos observaciones como aquélla. Por el momento las cartas de Edwin, casi diarias, llenaban el vacío. Las cartas de Arnold, en sus raras separaciones, no se habían parecido en nada a las de Edwin.
– Realmente, Amelia, debo irme.
– ¿Qué puedes tener que hacer para marcharte con tanta prisa?
– Siempre hay algún quehacer -dijo con cierta sonrisa ausente y se levantó para marchar.
…La nueva casa tomó posesión de ella. Se alegraba de no haber enviado la nota a Jared, pues de haberlo hecho ya habría en cierto modo compartido la casa. En lugar de ello había sacado la carta del bolso haciéndola pedazos en cuanto regresó de comer con Amelia. Aunque se trataba de una morada inexistente, ya estaba viviendo en ella. A la mañana siguiente, sentada ante el escritorio de la biblioteca, ni siquiera esperaba impaciente el correo. Cuando el sirviente se lo trajo en una bandeja de plata, vio encima un sobre grueso, escrito con la letra sorprendentemente osada de Edwin, pero, al revés que de costumbre, no lo abrió de inmediato. En vez de ello terminó el ala de la nueva casa que ya iba tomando forma en el plano diseñado en un gran pliego de papel. Luego abrió la misiva. Empezaba exactamente como si no se hubiera interrumpido:
«Querida mía: ahora se me ocurre que la muerte sirve al menos para algo importante. No hay progreso humano sin muerte. La vida nunca es estática y por eso, inevitablemente, progresa de la juventud a la ancianidad. Pero los viejos se vuelven demasiado prudentes, demasiado sabedores, y por ello la vida tiene que volver a empezar una y otra vez en los jóvenes, si queremos que haya progreso. Porque los jóvenes no saben lo bastante para volverse prudentes y por ende intentan lo imposible… y lo consiguen, generación tras generación. ¡Ya ves, busco excusas para morirme! Lo admito. Cuando no estás aquí, me siento morir. Debería morir. Ya es hora. Pero me aferro a ti, amada. Me he prolongado a través del amor. Y, sin embargo, reflexionando más, me doy cuenta de que yo mismo necesito morir para que mi vida sea completa, entera. Sólo cuando tenga fin, igual que principio, mi individualidad será definitiva. Cuando digo Yo, significa un ser humano. No, me equivoco. Desde que me abriste la puerta de tu cuarto me siento apartado de los demás contra todo sentido común. El tiempo se ha convertido en mi posesión más valiosa. "Tienes que vivir lo bastante para volver a verla"… es lo que le digo a mi cuerpo cada noche cuando me tiendo a dormir. Es necesario que viva, aunque la muerte aguarda, impaciente.»
Leyó con atención la carta hasta el final, la dobló, la metió en el sobre y deslizó éste en un cajoncillo secreto cerrándolo con una llave de combinación. Sus sirvientes, curiosos como cualquiera ahora que Arnold había muerto y ella se hallaba sola, por así decirlo, no tendrían remilgos en leer una carta que procedía sin duda de un hombre, a juzgar por la gruesa y atrevida letra. Después volvió a tomar el lápiz. Como había escrito Edwin, era necesario vivir y también para ella lo era. Y puesto que era necesario, ¿qué cosa más lógica que tener la clase de vivienda en que una querría habitar? Pues se daba cuenta de que nunca había tenido una casa así. La vasta estructura que la rodeaba, sus veintidós habitaciones desparramadas sobre un gran terreno, era sólo la casa donde había nacido y donde ella y Arnold habían vivido con sus dos hijos.
Tampoco la casa de Vermont había sido construida para ella sola. No, quería una casa donde no hubiera sitio para nadie más que ella. Podía ir a ver a Edwin y acudiría a él siempre que le apeteciera, pero él nunca podría visitarle a su vez, así que no había razón para hacerle sitio. De vez en cuando ella se deslizaría en su vida y de nuevo fuera de ella. En cuanto a sus hijos, ya tenían sus propias moradas a las que podía ir o no, según quisieran, y no tenían necesidad de sitio en la nueva vivienda. ¿Y tener una habitación para invitados? Su mente voló a aquella noche de nieve en que Jared Barnow se detuvo en su umbral. ¿Y si volvía a aparecer? Pero si no aparecía nunca más, un cuarto para él sería algo inútil. Además, para eso tenía la gran casa de la ciudad, con sus hermosos cuartos vacíos, así que siempre podía volver allí para recibirle. Ya estaba decidida. No tendría cuarto para invitados. La casa sería enteramente suya. En lugar de un ala para invitados tendría un jardín hundido.
…Sería como una semana más tarde cuando el teléfono sonó poco antes de medianoche. Había estado trabajando todo el tiempo desde que acabó su solitaria cena a las ocho, trazando con meticuloso detalle las habitaciones de la casa. Sólo porque iba a vivir allí sin nadie no quería decir que iba a tener pocos cuartos. Nada de eso. Quería que sus intereses estuvieran separados por paredes y espacios, la biblioteca separada del cuarto de música y, sobre todo, deseaba una estancia para meditar, cuyas ventanas semicirculares dieran al mar. No se imaginaba cómo amueblaría dicho cuarto, pero cuando llegara el momento lo sabría… y por supuesto, tenía que haber los habituales cuartos para dormir, comer y servicio, pero el comedor tenía que estar abierto al jardín y el dormitorio abierto a las estrellas.
En medio de su total absorción oyó el apagado sonido del teléfono que llamaba con persistencia. Supuso que seria su hija, quien desde que Arnold muriera tenía la costumbre de llamarle tarde, en la creencia de que su madre llevaba una agitada vida social, cuando la verdad es que vivía como una reclusa, con la excusa de que no se había recuperado de la muerte de su marido. Por eso, preparada para oír la aguda y argentina voz de Millicent, no lo estaba para aquella otra impetuosa de barítono, que al punto reconoció como de Jared Barnow.
– Es tardísimo, te pido perdón, pero mi avioneta está varada, algo no marcha en el motor, y se me acaba de ocurrir que esta ciudad, que siempre ha sido para mí la prolongación del aeropuerto, es en realidad el sitio donde vives. Podría ir a un hotel. Por otro lado…
Se interrumpió expectante y ella cubrió la pausa al punto.
– Pues claro, ven aquí. ¿Has cenado?
– Sí, en otra ciudad. Tengo que estar mañana en Nueva York, pero no quiero ir y dejar atrás el pequeño aparato, por lo menos hasta no saber qué es lo que no funciona. No me gusta que manos extrañas lo manoseen.
– Entonces ven. Toma un taxi y el conductor sabrá la dirección. ¿La tienes?
– ¿Crees que iba a olvidarla? Allí estaré. ¿Seguro que no estabas acostada?
– Aquí estoy, respetablemente vestida y en la biblioteca.
El soltó la carcajada y colgó.
Permaneció pensativa unos momentos. El día había refrescado mucho en aquel engañador tiempo de principios de verano y oyó cómo la lluvia salpicaba las amplias puertas de cristal que llevaban a la terraza de levante. Como de costumbre, el fuego estaba listo en el gran hogar, así que se levantó para tomar una cerilla. No, decidió, no se cambiaría de vestido. Aquél lo había elegido para sí misma, una seda verde, un tejido suave de corte sencillo. Parte de su nueva independencia estaba en elegir prendas para sí misma. A Arnold nunca le había gustado el verde, que era su color favorito, el color de la vida, la primavera, la juventud de espíritu, y el verde manzana del vestido era el preferido entre los muchos matices del verde. Y entonces, para subrayar su nueva indiferencia, como una manifestación de independencia, volvió al escritorio donde el plano de la casa ya iba tomando forma y se puso a trabajar como si él no hubiera llamado.
…Estaba bastante concentrada, pese a una secreta excitación que apenas lograba dominar, así que al cabo de menos de una hora, cuando él apareció en la puerta de la biblioteca donde le había dicho que se hallaba, había olvidado el tiempo transcurrido.
– Qué agradable verte -exclamó él tendiéndole ambas manos para asir las suyas.
– Gracias por acordarte de mi al quedarte en tierra -dijo ella consciente de las manos que le asían con firmeza, de los oscuros ojos que la miraban con calor, de su sonrisa, francamente alegre. Parecía más alto, más joven, más sofisticado de lo que le recordaba con la ropa de esquiar. Se sentía agudamente consciente del brazo que le rodeaba los hombros al dirigirse a las butacas junto al fuego, donde se desasió con suavidad para sentarse y se asombró al notarse incierta sobre su forma de comportarse, confusa a su mero contacto. ¡Qué estúpida, pensaba, como si un gesto tan leve tuviera ningún significado! Se sentó frente a él, incapaz de pensar en nada que decir, así que nada dijo, sino que le sonrió, a lo cual él tomó la palabra.
– Debo decir que este ambiente es muy distinto y que te va muy bien. Me gustan estas antiguas mansiones. Ya no se ven a menudo. ¿Te encuentras sola aquí?
– Tengo bastante que hacer -negó ella con la cabeza.
– Por ejemplo, ¿qué?
Pero no estaba dispuesta a contarle lo de la nueva casa, por lo que replicó con ligereza:
– Oh, música, amistades, libros o… reorganizándome para una nueva vida.
– ¿Nada de causas dignas o cosa parecida?
– Algunas caridades por las que se interesaba mi marido y que a mí no me interesan.
– No te imagino como dispensadora de dádivas, la verdad.
Trató de alejar de sí el tema de conversación y lo consiguió con facilidad, pues él se había quedado mirando las llamas como si por un momento la hubiese olvidado, pero ella no quería ser olvidada.
– Cuéntame qué estás haciendo ahora. Sólo te he visto como esquiador.
– ¿Yo? -volvió al presente-. Bueno, pues he venido a visitar a un tipo que vive no muy lejos de aquí, un científico, otro ingeniero, que sueña con combinar sus disciplinas para enfocarlas en problemas médicos. Los médicos, sobre todo los cirujanos, son extraordinariamente anticuados en asuntos tecnológicos. Siguen utilizando instrumentos anticuados, no te lo creerías… Bien, pues la idea de modernizar los instrumentos de medicina, sobre todo quirúrgicos, gracias a las nuevas técnicas de ingeniería, me fascina. Me atrevo a decir que soy un poco idealista. Me produce satisfacción imaginar que un invento mío puede salvar una vida en vez de aumentar sólo el oro de las arcas de un multimillonario… o hacer saltar en pedazos la otra mitad del mundo.
Edith no estaba preparada para tan súbita inmersión en sus pensamientos y no tenía el menor deseo de fingir que comprendía lo que le estaba diciendo. Su única defensa contra la nueva y poderosa conciencia del ser físico de aquel joven estaba en comprender su pensamiento, su mente brillante, capaz de cambiar con rapidez, quizá dada a depresiones, le parecía. Pensó que empezaba a entrever con vaguedad al verdadero hombre, no al joven esquiador que había surgido de la nieve e irrumpido en su casa de Vermont. Ahora miraba a su alrededor, como inquieto, como buscando algo, y de pronto se estremeció.
– ¿Tienes algo que pueda beber…, algo hirviendo? Me he enfriado en las alturas. He sido un estúpido y se me ha olvidado coger otro jersey.
– Desde luego -dijo apretando un botón-. No creo que Weston haya subido ya.
El viejo servidor apareció y ella le habló con su habitual tono amable pero distante.
– Weston, el señor Barnow se ha resfriado. ¿Puede prepararle algo caliente?
– Desde luego, señora.
– Y, Weston, supongo que el cuarto verde estará preparado para huéspedes.
– Siempre, señora.
– Abra la cama para el señor Barnow, por favor.
– Bien, señora. ¿Se quedará a desayunar el señor Barnow?
– Si…, quizá más tiempo.
– Muy bien. Gracias, señora -se inclinó en un gesto chapado a la antigua y se retiró.
– Este es tu ambiente -comentó Jared.
– Ah, qué poco me conoces.
– ¿Si? Pero con el tiempo lo haré.
– ¿Hay tiempo? Eres joven y estás muy atareado. Y yo tengo sueños… propios.
– Tengo que formar parte de ellos.
Lo declaró de forma tan atrevida, tan confiado en que sería aprobado, que ella sintió deseos de apartarse, casi desagrado, aunque seguía bien consciente de su atractivo físico. Pero también de ello se apartó, de prisa.
– Dime lo que querías decir hace unos momentos cuando hablabas de combinar disciplinas.
El se había recostado en la butaca, cruzadas las manos tras la cabeza, cerrados los ojos. Pero al oírla se sentó bruscamente y los abrió.
– ¿Qué sabes de ingeniería médica?
– Nada. Debe de ser algo nuevo, posterior a mi padre.
– Relativamente nuevo.
– Entonces sé sencillo, por favor.
– Sencillamente, pues, se trata de lo siguiente -empezó riendo-. Los hombres que se dedican a la medicina han sido y siguen siendo extraordinariamente atrasados en las disciplinas matemáticas, física y de ingeniería. Y, sin embargo, trabajan con sistemas vitales sin suficiente conocimiento de cosas que son esenciales si quieren tener éxito. Los mismos instrumentos de los que dependen para la exactitud de sus diagnósticos y curación son a veces tan anticuados que resultan obsoletos. Los científicos médicos se dan cuenta de ello y algunas universidades están creando departamentos de ingeniería biomédica. Pero en mi opinión, esto es un híbrido que se limita a preparar a individuos para tareas que dentro de unos años no existirán. Mi enfoque de tal actividad interdisciplinaria es distinto y de esto es de lo que deseo hablar con ese compañero. Él es un pionero en este campo. Ojalá viviera tu padre. El sería el primero a quien visitaría.
– Le gustarías.
– ¡Y yo le veneraría de rodillas! No existe en la actualidad ninguna otra mente que le iguale. ¿Por qué los grandes han de morir jóvenes?
– Porque tratan de salvar el mundo. Iba camino de Japón, para ayudar a los japoneses a reconstruir el ciclotrón que les destruimos durante la segunda guerra mundial.
– Lo sé. Ya lo leí.
Llamaron a la puerta y Weston apareció con una gran taza de humeante líquido.
– Ponche, señor -dijo con su aguda y cascada voz.
– Gracias -Jared probó el contenido-. Ah, estupendo. Me cala hasta los huesos.
– Sí, señor. Buenas noches, señor. Buenas noches, señora. Todo está en orden.
– Gracias, Weston. Buenas noches.
La puerta se cerró y los dos quedaron silenciosos. Jared bebía a sorbos, distraído, según podía observar ella, así que no trató de sacarle de su ensimismamiento. Se limitó a mirarle cómo contemplaba el fuego hasta vaciar la taza. Entonces la dejó y se volvió a la mujer disculpándose.
– Perdóname. Esta noche no resulto buena compañía. Cuando tengo problemas propios…
– Pero si lo comprendo -le interrumpió-. No me gustaría que pensaras que tienes que distraerme. También yo pensaba.
– ¿En qué?
Imposible decirle la verdad: “En ti.” Era demasiado tímida para tan declarada verdad. Habló con ligereza al tiempo que se levantaba:
– Pensaba que deberías acostarte y dormir para librarte del catarro. Tu habitación está en el primer piso, a la derecha, al final de la escalera. Si necesitas algo durante la noche pulsa el botón del teléfono que dice W. Está conectado con la habitación de Weston.
– Vaya palacio. -Jared se había levantado al tiempo que ella y ahora le miraba sonriendo, dominándola con su gran estatura. Ella alzó los ojos para mirarle, insegura de lo que vendría a continuación, pero fue él quien lo decidió, con su habitual brusquedad y franqueza:
– ¿Te importa que te bese?
Denegó con la cabeza, sin poder hablar, desvalida a causa de una absurda timidez. Un beso carecía de sentido, hoy en día no era nada, un beso era un simple y casual regalo que se hacía a la anfitriona. ¡Ah, pero hacían falta dos personas, una para dar, la otra para recibir! Sintió los labios del joven en su mejilla derecha y luego, levemente, con gran suavidad, él le volvió la cara con ambas palmas y Edith sintió sus labios en los suyos, una rápida caricia de calor humano.
– Buenas noches -dijo Jared-. ¿A qué hora es el desayuno?
– Cuando quieras -repuso tan despegada como si no hubiera existido el beso que sentía en los labios como un carbón encendido.
– ¡A qué hora lo tomas tú? -repitió él en la puerta.
– A las nueve.
– ¡Cielos, qué dormilona! -Fingió escandalizarse y rió.
– Buenas noches -le dijo en el momento que subía por la escalera-. ¡Que duermas bien en ese cuarto! Era el mío de jovencita.
Durante muchas horas no consiguió conciliar el sueño y cuando despertó eran casi las diez de la mañana. Su primer pensamiento fue para él, así que llamó a la cocina. Contestó Weston.
– ¿Ha desayunado el señor Barnow?
– Sí, señora, a las ocho en punto y se ha ido inmediatamente, pidiéndome que le disculpe. Le ha dejado una nota, señora… La he puesto en su mesa de desayuno.
Colgó, echándose la culpa. ¿Cómo podía haberse dormido las últimas horas de su presencia? Se duchó y vistió de prisa y al ocupar el asiento en la soleada mesa de desayuno, halló la nota bajo el plato.
«Siento dejarte de forma tan descortés, pero anoche tuve una llamada del hombre a quien he venido a ver. Tengo que reunirme a las nueve en su laboratorio. Apenas me queda tiempo. El avión estará listo a mediodía. Un día de éstos volveré en él a visitarte. Este es mi número de teléfono… y mi agradecimiento. ¡Ha sido maravilloso volver a verte! Jared.»
Estudió la letra. Era grande, firme y muy negra.
El verano iba transcurriendo. ¿O sería sólo ella quien se movía perezosa? En su primer verano desde la muerte de Arnold (que había fallecido el otoño anterior) sintió que cedía a una lasitud que nada tenía que ver con el vacío. Al contrario, le parecía que nunca había gozado tanto del aire sensual, de la cegadora claridad del sol, de la lujuriante gloria de flores y follaje. Como aún no había pasado el tradicional año de luto por su esposo, tenía excusa para declinar toda clase de invitaciones que no quería aceptar y aceptaba tan sólo las que no deseaba declinar. Un par de veces por semana almorzaba con alguna antigua amistad suya o de Arnold, y los demás días iba vaciando la casa de las últimas posesiones de su marido, sus ropas, sus pipas, sus papeles. Acabado aquello, volvió a dedicarse a la música, en serio, de modo que pasaba varias horas ante el piano y otras varias leyendo libros.
Tan sólo ahora empezaba a darse cuenta de que Arnold había absorbido su vida, no a propósito, sino con toda naturalidad, siempre con gentileza, o quizá fuera que ella había sido demasiado plegable y se había dejado absorber. Sea como fuere, sentía pequeños anhelos que deseaba ver cumplidos, ciertas ropas, ciertos colores que siempre había querido vestir y que a Arnold le habían desagradado; ciertas disposiciones de muebles que él no había aprobado, pues por naturaleza era opuesto a los cambios; hasta ciertos platos que a ella le habían tentado y que él había declarado ser incapaz de digerir. Cada libertad que ahora tomaba para sí, iba liberándole cada vez más, hasta que al final ya no meditaba sobre cada cosa que deseaba, como lo había hecho instintivamente y debido a una larga costumbre en los primeros meses a raíz de la muerte de Arnold.
– Has cambiado -le dijo su hijo en una de sus raras e inesperadas visitas. Vivía en Washington, con su joven esposa y su hijo único. Era un joven con un alto cargo en algún departamento gubernamental que le conduciría a servir en el extranjero. Ella jamás conseguía acostumbrarse a aquél al parecer repentino desarrollo de un chiquillo de pelo castaño y aire bastante prosaico a un joven de pelo igualmente castaño e igualmente prosaico. Había sido un niño bueno, y era un joven bueno, hasta un grado casi conmovedor, le parecía en ese instante, cuando sus sinceros ojos azules la miraban con afecto. Se había “dejado caer”, según sus palabras, un día de principios de julio, de paso para Nueva York, donde tenía que reunirse con algún dignatario de menor importancia de algún país extranjero.
– ¿Cómo he cambiado? -preguntó animada.
– Pareces descansada… e interesada de nuevo.
– ¿Interesada en qué, Tony?
– ¿Cómo voy a saberlo? En la vida, supongo.
– Voy aprendiendo a vivir sola, eso es todo.
Su hijo se inclinó para besarle en la mejilla y despedirse, tras de mirar su reloj.
– Bueno, no te sientas sola. Fay, el niño y yo siempre podemos venir a pasar unos días contigo. ¡Lástima que Millicent viva tan lejos!
Contuvo la sugerencia de Tony.
– Oh, no… gracias, querido mío. Debo aprender a vivir mi propia vida.
– Bueno, ya nos dirás…
Se fue y ella volvió a caer en la indolencia. Saliendo a la terraza a la que daba a la sala, se tendió en una tumbona. Indolente, sí, pero con una indolencia productiva, se decía a sí misma, explorando la vida y los sentimientos… como no lo había hecho desde la adolescencia. El sol, cálido sobre su piel, reavivaba la sangre y sin embargo infundía una deliciosa languidez. Se preguntaba para sí por qué seguiría pensando en otra casa, una casa propia, cuando había heredado tanta hermosura antigua. Desde donde yacía podía divisar y apreciar el césped bien cortado, los arbustos podados con esmero, los vastos y viejos árboles que culminaban en la distancia en un tranquilo estanque, una fuente, la figura de mármol de una griega, creado todo por su abuelo, que había heredado la casa, los acres de terreno.
El recuerdo de Jared, que nunca la abandonaba, se acentuó hasta convertirse en ansia aguda de la que casi se avergonzaba. De no haber venido tan súbitamente, marchado tan abruptamente, de no haber estado obsesionado con su propio sueño, un sueño en el que ella nada tenía que ver, si, en resumen, la hubiera visitado sólo por ella, con cualquier intención que no podía imaginar, ¿no se habría quedado, no estaría tumbado a su lado en otra butaca tan cómoda como la suya, calentándose al sol y sintiéndose lánguido ante la hermosura que les rodeaba? Edith era una mujer con demasiada experiencia para no comprender el peligro hacia el cual se encaminaba, más que peligro, pues era además algo absurdo. No iba a dejarse enamorar de un hombre de muchos años menos que ella. ¿Años? Décadas…
– Señora, al teléfono, por favor. Personal -dijo Weston en la puerta.
Se levantó al punto. Por supuesto, era Edwin.
– Amor mío -le dijo al oído su dulce y anciana voz-. Me resulta imposible vivir más sin verte. ¿Estás llena de obligaciones para con los demás o puedo atreverme a pedirte una pequeña visita? ¡Con qué alegría acudiría yo a ti si me fuera posible! Mis piernas podrían, pero mi corazón, una válvula ya vieja, proclama el peligro. Y no quiero convertirme de pronto en inválido en tu casa, aunque para mí resultaría agradable.
No estaba preparada para un paso tan súbito. Ahora en su casa había otra presencia. Por otro lado, ¿no resultaría una protección contra dicha presencia invasora el recordar edad y dignidad, el visitar a Edwin durante unos días?
– Déjame que lo piense. Si puedo arreglarlo…
– Pero no tienes que pensar en nadie más que en ti, ¿verdad? -intervino con urgencia-. ¿Y quizá un poco en mí? Este viejo corazón late más o menos, pero me recuerda que no durará siempre.
– ¡Deberías avergonzarte! -rió-. ¡Eso se llama extorsión!
– ¡Pues claro! En el amor todo es válido.
– Te llamaré esta noche.
– No dormiré hasta que lo hagas.
Colgaron y volvió a quedarse sola, pero sin soledad, pues en ese instante comprendió que jamás podría estar sola a menos que consiguiera recuperarse de la nueva presencia que ocupaba sus pensamientos. Por mucho que se esforzaba en pensar en otros lugares, otras gentes, las actividades de su vida cotidiana, las cosas que le encantaban y que eran numerosas, sus deberes y asuntos que la habían absorbido y que había acumulado durante años de vivir en la misma ciudad, en la misma casa, la nueva presencia de Jared prevalecía. Con una insinuación de pánico sintió necesidad de escapar. ¿Qué mejor huida que acudir a Edwin, dedicarse por entero a él, echar fuera al otro?
Sin esperar a la tarde para su decisión, corrió al teléfono.
– Edwin, ya está todo arreglado. Llegaré mañana. Conduciré yo misma y estaré ahí a tiempo de cenar contigo.
– Bendito sea mañana, cariño… ¡y bendita tú por contestar a mi necesidad!
La voz resonaba de alegría y ella se sintió esperanzada. ¡Mejor sentirse satisfecha consolando a quien la necesitaba en lugar de darle vueltas a su propia necesidad! Y además, ¿cuál era su necesidad? En realidad, y poniéndolo brutalmente, ¿qué era sino un encaprichamiento incipiente y peligroso, consecuencia, casi con seguridad, de su vida solitaria? Porque aún no estaba preparada para reanudar su antigua vida de almuerzos, cenas y compromisos sociales, y ni siquiera estaba segura de volver a reanudarla. En su incertidumbre se inclinaba a buscar y definir nuevos intereses, pero decididamente no en la persona de un joven invasor, un conocido casual, quien perseguido o perseguidor se lo permitía, seria capaz de amenazar toda la estructura de su vida razonable y digna. Por tanto tenía que escapar, y en el espíritu de quien busca la huida, salió de casa al día siguiente tras una noche agitada y para media mañana ya había recorrido bastante camino.
Había sido una buena idea la de conducir por sí misma en el pequeño descapotable, pues la concentración mantenía a raya los pensamientos de los que quería huir, velocidad y movimiento, el viento que le apartaba el cabello de la cara, pues llevaba la capota bajada, todo ello le hacía imaginarse una verdadera escapatoria. Unos días con Edwin la volverían a su ser, la traerían de nuevo a la realidad. Se refugiaría en la seguridad del amor que el hombre le tenía y le amaría a su vez, pero con calma, con el respeto debido a su edad y su fama. Era mejor ser honrada por el amor, no excitada por él… aunque tal vez hubiera cometido un error al permitirle acudir a su dormitorio. Sí, un error. Esta noche se lo diría así.
– Edwin, querido -empezaría-. Tú y yo ya hemos pasado de la edad en que el amor necesita una expresión física. Si los demás lo supieran, lo interpretarían mal. Hasta se escandalizarían. Por eso, contentémonos con charlar y sentarnos uno al lado del otro. Querido Edwin… -aquí haría una pausa y tal vez le tomaría la mano para estrechársela.
En realidad, después de llegar justo a tiempo de cenar en el oscuro comedor iluminado sólo por velas puestas en antiguos candeleros de plata, y después del entusiasta recibimiento del anciano, se dio cuenta de que parecía más delgado y hasta un tanto patético en su soledad. Dejó para más tarde todo lo que pudiera amortiguar su alegría por la llegada de ella, lo dejó para después de cenar y luego otra vez porque él deseaba hablarle del libro que estaba escribiendo sobre la posibilidad e imposibilidad de la inmortalidad. Al levantarse de la mesa él le tomó la mano para ponerla bajo su brazo y la condujo a la sala donde ardía un fuego de leños que templaba el frío procedente de las montañas. Se sentaron uno al lado del otro en el sofá frente a la chimenea y él comenzó de inmediato, sujetando la mano izquierda de Edith, que tenía sobre su brazo, y cubriéndola con su derecha.
– Uno no puede poner a prueba los pensamientos propios, querida, y por eso no estoy nada seguro de la validez de la filosofía que voy devanando de mi viejo cerebro. ¿Es demasiado pronto después de la cena para entregarnos a pensamientos serios?
– No, si los estás pensando -le sonrió.
El hombre guardó largo silencio, quizá para poner en orden tales pensamientos, quizá para pasar del humor alegre en que había transcurrido la cena a su habitual indagación filosófica. Luego volvió a empezar.
– Tú has tenido sobre mí una profunda influencia, Edith, y por ello sobre mi forma de pensar. He vuelto a escribir varios capítulos de mi obra filosófica que creía permanente. Tú me has aportado una nueva urgencia de considerar la muerte, su finalidad, su sentido. Quiero demostrar que la muerte no es final. Quiero asegúrame a mí mismo que yo continúo porque tú continúas. En cuanto a los demás, que continúen, si lo desean. Es mi inmortalidad la que debo demostrar y a mí mismo ante todo. Por eso es por lo que he vuelto a pensar en la muerte. ¿Es el final o es una entrada? Pero ¿qué es este propio ser mío que es capaz de pensar en la muerte como si fuera un estado separado del propio ser? ¡Ah, es la separación la que resulta tan significativa! Contemplo la muerte como si yo continuara después de su llegada, exactamente como la contemplo antes de su llegada. Por eso sobrevivo, porque soy capaz de contemplarme a mí mismo después igual que antes. ¿Resulta esto especioso, querida mía? Sé franca, ¡te insto a decir la verdad! ¡No dejes que mi nueva ansiedad por vivir más allá de la tumba me conduzca por falsas sendas!
La magia de su hermosa y resonante voz, todavía fuerte, le convenció su interés. Ella no estaba habituada a la filosofía en su sentido de la palabra, y aunque la había estudiado en la Universidad, había leído lo bastante a partir de entonces para saber que la moderna filosofía había cambiado mucho de lo antiguo… por ejemplo Josiah Royce, cuyos libros habían sido como su Biblia el último año de estudios.
– Por lo menos, la muerte es una interrupción -sugirió.
– Concedido -dijo de buena gana-, pero nada más que una interrupción. El propio ser meditativo, librado de su fase temporal, continúa hacia su siguiente actividad. De ello no tengo necesidad de hablar, pues es seguro que tú y yo nos encontraríamos en cualquier actividad. Es el momento de la muerte lo que debo analizar, si es que tal análisis es posible. ¿Es dicho momento una fracción del tiempo o es… eternidad? -Su voz se convirtió en un repentino susurro ante tal turbadora palabra.
Ella se quedó pensando, profundamente. Por fin, vacilando mucho, pues aunque había meditado largo tiempo sobre la muerte de Arnold se sentía siempre humilde ante el anciano y viril filósofo, dijo:
– Supongo que un enfoque podría estar en limitar la definición de la muerte mediante la eliminación de lo que sabemos que no es. Por ejemplo, sabemos que el cuerpo vuelve al polvo y que deja de existir en sus componentes actuales.
– Exacto exclamó él triunfante-. Por eso, eliminemos el cuerpo. Ya ha sido utilizado y quedará para siempre de lado. Pero lo que queda, el propio ser… ¿podemos ir más allá de decir que por lo menos la idea de su continuidad es una realidad? O, para expresarlo de otro modo, ¿qué tiene de real la mera idea de realidad? Piensa en la energía atómica, liberada como fisión entre elementos atómicos. Existió primero como idea, ¿no? ¿No existió primero como idea? Existió, pero ¿en qué cantidad, por cuánto tiempo? Si la idea era acertada, entonces era real hasta cierto punto. Si hubiera resultado errónea (y las ideas pueden ser equivocadas y por tanto erróneas, y por ende irreales), hubiera existido brevemente o nada. Pero ¿no podía haber sido, por cuanto ha existido en sí mismo, para siempre, como idea? Repitiendo en otras palabras, el principio de cualquier realidad se contiene en una idea.
– ¿Brota de una idea? -sugirió Edith.
– No -repudió-, la idea es la primera realidad.
– La posibilidad de la realidad -le corrigió.
– ¡Ah, ya te tengo! -exclamó triunfante-. Así que la posibilidad es en sí misma realidad, ¿no es cierto?
Lo pensó bien antes de contestar.
– ¡Pero la posibilidad no es continuidad!
– No, pero la continuidad no se niega del todo, con tal de que haya posibilidad de continuidad.
– ¿Y cómo salimos de este atolladero? -rió ella.
Pero él no rió, ni siquiera sonrió. En lugar de ello se puso intensamente serio. Soltando la mano de ella, que había retenido todo aquel tiempo, pareció olvidarse de su presencia.
– Por intuición -musitó-. Si la perpetuidad es la realidad del espacio, de la energía, de los mismos átomos, ¿va a sernos denegada a quienes conocemos nuestro propio ser? ¡Rechazo tal absurdo!
Le escuchaba, absorta, capturada y retenida en el brillante chorro de palabras y lógica que continuó durante horas. Cuando al fin el reloj dio las doce, él se detuvo en seco.
– ¡Cielos, cómo hablo! ¡Tienes una paciencia de ángel! Vamos a acostarnos, amor mío.
Y en su arrobo, olvidada por completo de que había tenido otros planes, se dejó conducir.
…Durante la noche se sintió envuelta y, al despertar, le halló a su lado. A la luz de la luna vio el rostro que la miraba, sorprendente en su fuerte hermosura. La edad revelaba las líneas de una estructura ósea perfecta, los ojos, que todavía ardían brillantes, eran de un azul acerado bajo las plateadas cejas. Tenía una boca tierna, ni pequeña ni grande, de labios delicadamente formados, y de pronto los sintió sobre los de ella, apasionadamente tiernos.
– He estado mirando dormir a mi amor -musitó él-, ¡tan hermosa en tu sueño, adorada!
– ¿No has dormido?
– No quiero hacerlo. Quiero saber que estás aquí… quiero saberlo todo el tiempo. Tú me prestas certidumbre. Sobreviviré. ¡Lo sé, porque vivo! La vida tiene esa sustancia que no puede rendirse a la muerte. Platón estaba convencido de ello, hace mucho. Tengo derecho a vivir, amada mía. Sería una injusticia demasiado grande, una pérdida demasiado irracional si muriera… yo o cualquier otro que exige vivir. La supervivencia existirá porque tiene que existir. Este es el gran imperativo moral.
Rodeada, elevada, animada, sintió que su amor por él se elevaba como con alas. Le reverenció casi con adoración. El espíritu del hombre, osado y valeroso, el ardor de su naturaleza, la brillantez de su pensamiento que penetraba más allá del conocimiento, le dejaban atónita y le prestaban protección. Si había alguien en quien poder confiar era este hombre. Le atrajo hacia sí, por primera vez ella el agresor, y le besó plenamente en la boca, sintiendo al propio tiempo delicia y dolor… delicia porque le amaba como nunca había sabido amar antes, con puro placer, y dolor porque ella tendría que seguir viviendo en su cuerpo muchos años después que él. Pero ahora, en este breve instante, breve porque no podía compartirse más allá de los años, se sintió como totalmente despojada de todo otro amor. Había amado a Arnold, pero sin adoración. Es más, a él la adoración le hubiera echado hacia atrás, hubiera protestado contra ello, rechazándolo porque le habría hecho sentirse incómodo. Pero Edwin tenía la grandeza de la sencillez.
– Te amo -le dijo ella-. Tú hablas de realidad. Bueno, pues ésta es la realidad. Te amo. De verdad, te amo de una forma que no alcanzo a comprender, pero te amo.
El recibió la declaración con toda calma.
– Entonces nos encontraremos más allá de la tumba. Qué poder el del amor… Amarte es fácil, querida, pero que tú me ames, eso es lo que da la garantía. El amor atraviesa cuanto es falso, cuanto es efímero. El amor encuentra la realidad, el amor crea el ansia de vivir para siempre y el ansia es la promesa de la inmortalidad. «Quien ama bien», nos dice Platón, «nace del Ser Inmortal». ¡Oh, amada mía, gracias!
La soltó, se dejó caer en la almohada y, con un profundo suspiro de paz, quedó dormido al instante.
…Al día siguiente ella regresó a su casa y pasaron varias semanas, tres, cuatro, tal vez cinco, pues apenas marcaba los días. Fueron semanas de paz, vagamente felices, pues no hizo esfuerzo alguno. Amelia viajaba por Europa durante tres meses y no había vuelto a saber de Jared. Casi agradecía tal silencio, pues le daba espacio para vivir sola consigo misma, para comprenderse, para descubrir sus propias necesidades, si es que las tenía, sus esperanzas, si es que necesitaba esperanza. La visitaban amistades, que le decían qué buen aspecto tenía, cuánto se alegraban de que repusiera tan bien de la muerte de Arnold. Les oía, sonreía, guardaba silencio. Empezaba a darse cuenta de que un nuevo ser iba apareciendo en ella. Con la desaparición de Arnold, una vida había desaparecido, su vida anterior, su infancia y juventud, su vida de esposa, de madre. Ahora todo tenía que ser nuevo, aunque no sabía qué ni cómo, pero la causa estaba en sí misma, la causa y la fuente. Tendría que esperar a que el nuevo ser saliera de su crisálida.
Mientras, seguía trabajando en el plano de la casa. Trabajaba por la mañana, después de desayunar tarde, planeando todos los detalles, cada color, cada cosa que pondría. Era buena matemática y utilizaba la regla de cálculo con habilidad. Ella misma sería el arquitecto y pronto se dedicaría a buscar un emplazamiento. Luego buscaría un contratista. ¿Y la vieja casa en que vivía, qué haría de ella? ¿Regalarla? ¿Venderla? Con ello vendería los recuerdos de toda una vida. Aquella decisión tendría que esperar asimismo, Todavía no estaba segura de su propio destino. Contemplaba a menudo, largo tiempo, su nuevo ser, y dicha contemplación la separaba del pasado. Había que planificar más que una casa. Una mujer tenía que vivir en la nueva casa. ¿Viviría sola?
Mientras meditaba de aquella forma una mañana en la biblioteca, echó un vistazo al correo. Seguía sin noticias de Jared, pero él nunca escribía cartas. Si quería comunicarse lo haría por teléfono o telegrama. Sin embargo, había una carta de Edwin. Pero no estaba segura de la letra del sobre. Era desparramada, insegura, no como la letra gruesa y sorprendentemente firme de Edwin. Pero sí que era de él, como lo vio nada más abrirla, unas líneas que se desvanecían en la nada.
¡Oh, amada, el cambio ha llegado! Estoy derrumbado. ¡Te morituri salutamus! Soy yo quien va a morir… yo sólo. Muero como he vivido, en la fe de que volveremos a reunirnos…
Aquello era todo… ni explicación ni descripción, simplemente que se moría. Iba a ponerse en pie, pero el teléfono que sonó súbitamente, resonante, la detuvo. Tomó el auricular y oyó una voz masculina.
– ¿La señora Chardman?
– Yo soy.
– Aquí Stephen Streadley. Usted es amiga de mi padre. Me ha pedido que se lo diga. Se está muriendo. Es cuestión de días, quizá de horas.
– Acababa de abrir una carta hace unos minutos, y temía…
– Todo se ha hecho ya. Es su corazón, por supuesto. Todos estamos aquí, mis hermanos, mi hermana y… los médicos.
– ¿Se halla consciente?
– Por completo. Muy interesado en el proceso de la muerte, pese a… dificultades.
– ¿Dolor?
– Sí, pero no quiere sedantes. Quiere saber, dice… La voz se quebró y ella le apreció por ello.
– Ya sabrá usted que hemos sido amigos… muy íntimos.
– La adora a usted. Todos le estamos tan agradecidos por haber penetrado su profunda soledad. Ninguno de nosotros había podido.
– También él entró en la mía.
No podía decir más. No podía hacer la pregunta. ¿Debo ir? No podía preguntárselo a sí misma. Le veía tendido en la cama, aquel bello cuerpo agonizante, estirado ya en la muerte.
– Adiós -dijo con suavidad.
– ¿Adiós? -repitió el hijo con sorpresa-. Oh, sí, bueno, se lo comunicaré de inmediato.
Inmediatamente que muera Edwin, pensó, aunque nada dijo, pues sentía su voz ahogada en lágrimas. Dejó el aparato y se sentó con la cabeza entre las manos, Los dedos en el escritorio. Lo había sabido, por supuesto que siempre había sabido que dicho momento tenía que llegar. Pero ahora que había llegado tenía que prepararse para oír que él ya no existía. ¿Deberla acudir donde él? ¿Cómo decidirlo? ¿No aguzaría en él su presencia la agonía de la separación? Mejor dejarle con sus hijos. Mejor que se deslizara a lo desconocido rodeado de sus hijos.
Se puso en pie, incierta, y como la casa y los jardines le resultaban intolerables, sacó el cochecito, que siempre conducía sola, dejando el coche grande al cuidado del chofer y se dirigió hacia el mar. La costa de Jersey estaba abarrotada hasta un punto imposible, así que fue hacia el norte, hacia Southampton. Pensó que quizá en algún lugar más allá de Colinas Rojas encontraría algún acantilado solitario donde poder imaginar el lugar en que se alzaría su casa. Para medianoche estaría de vuelta. Pero ¿para qué darse prisa? La muerte no esperaría y sabía que no podía acudir donde Edwin a verle morir.
…A la caída del sol halló el punto que había andado buscando. Entre dos ciudades dio con un acantilado, y en éste un hueco. Seguramente pertenecería al dueño de alguna gran propiedad, pero ella le convencería para que se lo vendiera. Supo que tenía dueño porque a un lado del acantilado, casi cubierta por árboles que caían, achicados por los vientos del mar, descubrió una estrecha escalerilla que conducía a una playita blanca entre las rocas. La escalera no se usaba a menudo pues sus peldaños se hallaban cubiertos de hojas caídas y musgo, pero podían utilizarse, aunque se resistió a hacerlo entonces, pues estaba sola y, si resbalaba, no habría nadie que pudiera ayudarla y la oscuridad iba cerniéndose con rapidez, al acortarse los días. Tenía que volver.
…Para cuando llegó a casa ya era medianoche, y Weston la aguardaba.
– El teléfono, señora. Debe usted llamar a este número, por favor. Y me ha tenido preocupado, señora, si me permite decirlo, saliendo sola en una noche tan oscura, sin luna.
– Gracias, Weston -dijo yendo al teléfono.
El sirviente hizo una inclinación y se retiró. Ella marcó el número y esperó. Al punto le contestó la voz que había oído aquella misma mañana.
– ¿La señora Chardman?
– Yo misma.
– He estado esperando. Mi padre ha muerto a las seis. Sus últimos instantes han sido muy dolorosos. Todos estábamos a su alrededor. Pero se está produciendo en él un extraño cambio, una transfiguración. Todas las arrugas de dolor están desvaneciéndose. Una hermosa paz…
La voz volvió a quebrarse.
– Era muy hermoso -contestó ella con dulzura.
– Sí… -la voz siguió con valentía-, mucho más guapo que todos sus hijos. El funeral será el jueves. ¿Vendrá usted?
– No -repuso con rapidez-. No quiero recordarle muerto. Para mí vive… para siempre.
– Gracias.
Silencio. Colgó. Aquella parte de su vida, aquel extraño interludio que nunca podría explicar a nadie ni lo haría, había concluido. Permaneció algunos minutos sentada, recordando. Por alguna razón no sentía pena. Siempre estaría agradecida por lo que Edwin le había dado. Había derramado amor, amor generoso, sin egoísmo en el vacío de su soledad, sin pedir otra cosa que el verla de vez en cuando. Se alegraba de que el amor hubiera resultado fructífero también para él, inspirándole una búsqueda filosófica que de otro modo no hubiese emprendido. Le había aportado consuelo. Abrió el cajón donde guardaba sus cartas y, eligiendo al azar, sacó la que le había llegado la semana anterior.
»Para mí, a punto de morir, quizá antes de que volvamos a vernos, amada mía, aunque Dios no lo quiera, se me ha vuelto esencial el definir el problema de la muerte antes de poder esperar a solucionarlo. ¿Tienen conciencia de algo los que murieron antes de mí? Para tal respuesta debo esperar. Y sin embargo, me atrevo a esperar, si no ¿por qué iba a sentir estos días una curiosa disposición a morir que casi es como una bienvenida a la muerte, como si quisiera librarme de este cuerpo mío, que ya ha servido su propósito final, amada, en nuestro amor? Sin amor hubiera creído que la muerte era final; con amor, mi esperanza se convierte más bien en fe. Se convierte en creencia.»
Dejó caer la carta. Alzó la cabeza, escuchó. La casa que la rodeaba guardaba silencio, pero en el silencio le pareció oír música, distante, indefinida.
SEGUNDA PARTE
– Supongo que empezó en Asia -decía Jared Barnow-, o para ser más exacto, en Vietnam del Sur, en esa horrible guerra allí centrada.
Se había dejado caer sencillamente una tarde a principios de otoño, cuando ella ya creía haberle olvidado absorta en la nueva casa. Ya tenía elegido el terreno, veinte acres sobre un acantilado, y hasta había escogido el emplazamiento de su casa, entre un grupo de cedros retorcidos por el viento. Había vuelto a casa de un humor satisfecho, ya que no alegre, pues ¿qué tenía que ver ya con la alegría en aquel punto de su vida? Y le había hallado esperándola al ocaso en la terraza. La recorría impaciente de arriba a abajo.
– Nadie sabía dónde estabas -se quejó-. Eres poco prudente. ¡Supón que te pasara algo! Estos días cualquier cosa puede suceder. ¿Dónde iba a buscarte?
Le sonrió sin decírselo.
– Me reuniré contigo en un momento.
Media hora más tarde estaban sentados a la mesa para cenar. Las velas se reflejaban en el recipiente de plata que contenía rosas de invernadero y Weston cerró el ventanal que daba a la terraza y salió.
– Nunca me habías hablado de esa parte de tu vida -dijo ella.
– No. -Comió unos momentos en silencio, que ella se guardó de interrumpir. Luego volvió a empezar-. Dudo de que te lo cuente jamás. Hay partes de la vida de cada persona que deben de dejarse cerradas, por completo, excepto cuando ellas explican el presente. Te diré…
Pero no se lo dijo y ella no le preguntó, sino que le habló de los pequeños acontecimientos de su propia vida, una nueva sonata que había empezado, sus lecciones de piano con un célebre profesor.
– Vamos a la biblioteca -dijo Jared-. No sé por qué la sala me aterra.
Cuando la puerta se hubo cerrado y quedaron a solas, volvió a tomar la palabra.
– Esto sí tengo que contarte, quizá porque me dio una dirección. Hubo un ataque con cohetes contra Saigón. La puntería enemiga nunca era muy exacta y uno de los proyectiles cayó en un pueblo justo fuera de la ciudad donde nos hallábamos estacionados. No era un ataque serio, no duró mucho, pero el condenado instrumento cayó entre un grupo de chiquillos que se peleaban en el polvo para coger unas chocolatinas que les habían echado algunos de los nuestros. Reían y gritaban cuando… -cerró los ojos, se mordió los labios y continuó-…el tipo que se las había echado quedó pulverizado. La mayoría de los críos no tuvo tanta suerte. Sólo quedaron heridos. Cogimos a los que aún vivían y los llevamos al hospital que habíamos improvisado en el pueblo. No había bastantes médicos ni enfermeras. Nunca hay.
Le temblaban las manos al tratar de encender un pitillo, tanto que tuvo que renunciar.
– No hay por qué entrar en detalles. Pero aquel día yo estuve ante una improvisada mesa de operaciones, tratando de ayudar a un cirujano que sacaba trocitos de metal del cerebro de un crío. Me sentía horrorizado… y furioso al ver las herramientas que usaba. ¡Herramientas de carpintero en una telaraña! El niño murió. Me alegré por él. ¿Qué hubiera sido ya la vida para él? Pero de alguna manera toda mi ira por lo que había pasado, por lo que estaba pasando, se centró en aquellos torpes instrumentos. ¡Aquello al menos podía mejorarse! Así, si es que puedes imaginarlo, nació una vocación a causa de una furia. Supongo que se le puede Llamar vocación. Es un impulso, una concentración, una cristalización de la finalidad de mi campo de estudios, que siempre ha sido la ciencia, pero una ciencia práctica. No soy un mero teórico. Me gusta ver las teorías puestas en práctica. Mi padre era ingeniero. Yo he heredado el instinto.
Se levantó de pronto y dirigiéndose a la ventana cerrada, permaneció de espaldas a la mujer, como si mirara al jardín que ahora se entreveía vagamente a la luz de la luna. Siguió hablando.
– No era sólo aquel niño. ¡Eran millares! Ni siquiera el Vietcong usaba napalm. Nosotros si. Pero no éramos deliberada y personalmente crueles como algunos de nuestros propios aliados vietnamitas. Vi a un oficial vietnamita… había una mujer en un villorrio helada de terror con dos niños que se asían a ella y otro en brazos… fue matando a los niños uno tras otro y luego le pegó a ella un tiro en el vientre. ¿Por qué? Era nuestro aliado… uno de ellos. Pero no era cuestión de uno o de varios. Los niños nunca podían correr bastante de prisa. Bombas, balas, minas, cañas de bambú emponzoñadas, trozos de metralla, napalm, todo. Y no sólo niños. Pero todo pareció centrarse en el pequeño cuyo cerebro vi cuando aquel condenado instrumento… lo dejó al descubierto. Estaba a punto de licenciarme. Ya había cumplido mi servicio. Una semana más tarde iba de vuelta a casa. Pero nunca lo he olvidado.
Ella le escuchaba en silencio mientras se iba revelando a sí mismo. Se revelaba y sin embargo la revelación le alejaba infinitamente de ella. Su vida había sido tan protegida, tan en paz, tan alejada del mundo que él había conocido que la muerte de Edwin, incluso la de Arnold, se transformaban en meros incidentes, inevitables y apenas dignos de lamentación. ¿Cómo iba ella a poder consolar a aquel hombre joven y abrumado? Se sintió debilitada por una sensación de inutilidad, como una oleada que disminuyera su fortaleza. No sabía qué decir, así que nada dijo y se sintió aún más inútil. Pero entonces de pronto O. pareció no necesitar consuelo. Se volvió decidido y enderezó los hombros.
– ¿Porqué te he contado todo esto? Jamás se lo había mencionado antes a nadie. Volví a casa, me puse a trabajar. ¿Quién puede decir que todo carecía de sentido? Por favor, sírveme otra taza de café.
Tendió la taza que ella le llenó y volvió a sentarse.
– Así que -dijo Edith dejando la cafetera de plata en la bandeja- ¿qué es lo que estás haciendo ahora específicamente?
La miró agradecido por encima de la taza, la dejó vacía y comenzó con su entusiasmo habitual:
– No estoy aún listo para nada específico. Básicamente soy un físico. Esos son mis estudios. Supongo que hubiera continuado en ese campo remoto de la vida humana y cada vez más adentrado en la física nuclear de no haberme visto metido en Vietnam… del que ya nunca podré librarme, al menos emotivamente. He perdido interés por el espacio. Estoy anclado en tierra. Pero para aplicar la física necesito ingeniería, ingeniería biomédica.
Se detuvo frunciendo el ceño, distraído. Había vuelto a olvidarse de ella, se dio cuenta Edith, medio celosa, y en un recóndito espacio de su mente se preguntó si atraerle de nuevo mediante algún truco femenino, una exclamación suave, para hacerle ver que iba más allá de lo que podía comprenderle. Y lo hubiera hecho, de no haber sido la hija de Raymond Mansfield, aquel eminente científico que había vivido tan por entero como científico que ella, sola con él en la casa a raíz de la muerte demasiado temprana de su madre, había absorbido no sólo la comprensión de su jerga científica, sino que había llegado a entender su trabajo con rayos cósmicos, al menos hasta poder ayudarle para medir y comprobar instrumentos. La exactitud exigida por tal investigación había inculcado en su persona idéntica exactitud que se expresaba en una honradez llevada a veces al extremo.
Y fue tal honradez la que le impidió ahora utilizar el truco femenino, por lo que se limitó a decir en voz baja:
– Comprendo. Por supuesto, no he seguido el desarrollo de la ingeniería, pero recuerdo la impaciencia de mi padre con sus propios e imperfectos instrumentos, cuando medía los rayos cósmicos en cumbres y cavernas. Solía maldecirse a sí mismo por no haber seguido un curso de ingeniería corriente.
– ¡Exacto! -rió Jared-. Pues bien, hoy las universidades preparan cursos de ingeniería biomédica, y sencillamente, yo tengo…
Se interrumpió.
Ella esperó, y luego preguntó con la voz casi indiferente y serena en que había hablado antes:
– ¿Y cómo defines exactamente la ingeniería biomédica?
– Verás -la miró sorprendido y pensándolo despacio-, es una especie de materia interdisciplinaria, como ya creo haberte dicho; multidisciplinaria, para ser exactos. Por ejemplo, si desarrollo más la práctica de la fuerza nuclear, cosa que puede que haga, necesitaré ingeniería electrónica para mis instrumentos. Pero como deseo trabajar en el campo médico, tengo que penetrar más en la biología.
– Lo cual te conviene en realidad en un ingeniero físicobiólogo.
– Exacto. -La miró con ojos súbitamente sorprendidos-. Una conversación extraña, ¿verdad? Entre un joven y una mujer bella.
– Me recuerda las charlas con mi padre cuando era jovencita.
– Sigues pareciendo una jovencita.
Sintió sobre ella la mirada del hombre y al alzar la vista tropezó con sus sorprendidos ojos, como si la viera por primera vez. Pese a estar acostumbrada a la expresión apreciativa en las miradas masculinas, al punto se sintió absurdamente tímida. Muchas veces le habían dicho que era bella, aunque ella no se consideraba así, pues se creía demasiado alta, inclinada a ser excesivamente delgada y rubia, sin el menor aire voluptuoso.
Al menos, ella así lo había creído, casi como disculpándose, mientras fue esposa de Arnold, y sin embargo he aquí que de nuevo tropezaba con la “mirada”, como ella lo llamaba, una mirada poco bien venida hasta entonces cuando, ante su propia sorpresa, no le resultaba nada desagradable. Sus ojos se cruzaron con los oscuros, nada atrevidos, sino con una especie de súplica.
– Supongo que es porque soy tan delgada -dijo con voz tan baja que apenas se oía.
– Eres exactamente como debes ser -replicó él con firmeza-. Me alegra que seas alta, de largas piernas. A mí me gusta.
– ¿Qué debo contestar a eso? -rió para evadir la declaración.
– Lo que se te ocurra.
– Bueno, entonces, que estoy contenta, aunque sorprendida.
– Vamos, no puedo creer que te sorprenda.
La miraba con desafiándola y sintió que se ruborizaba. Iba a protestar sobre su edad para protegerse, pero no lo hizo, descubriendo en ella cierto desagrado al pensar siquiera en la diferencia de edad que había entre ambos. ¿Qué importaba que no lo hiciera? Eran dos seres humanos que por accidente habían nacido separados por una generación. Lo mismo había sucedido entre ella y Edwin, pero entonces era distinto, pues él había sido el hombre.
– ¿En qué piensas? -le preguntó Jared.
– ¿Tiene nadie derecho a preguntar eso a otro? -rió para ocultar su embarazo.
– ¿Significa que no vas a decírmelo?
– ¡Significa que no te lo diré!
Intercambiaron una mirada medio sonriente medio desafiante y luego ella se levantó.
– Gracias por contarme lo del niño. No lo olvidaré. Explica tantas cosas. ¿Te importa que te dé las buenas noches? Esta noche me siento algo cansada.
…Ya a salvo en su dormitorio y sola, se sentó ante el tocador y se miró en el espejo ovalado de dorado marco que colgaba sobre él. Lo que vio era distinto, o así se imaginaba, de la mujer a quien había mirado, sin ver, por la mañana cuando se cepillaba el pelo tras de ducharse. La mujer ahora reflejada parecía, decidió, resplandeciente… qué ridícula palabra. Como si fuera lo bastante ingenua para resplandecer, si había que emplear el término, sólo porque un joven parecía inclinado a enamorarse de una mujer mayor que daba la casualidad de que era ella. Desde luego era mayor, y tenía todo el mundo, le parecía, que una mujer debiera tener a su edad.
El número de sus conocidos, si no de sus amistades, era amplio y estaba bien acostumbrada a las relaciones que había estos días entre hombres y mujeres, viejos y jóvenes, jóvenes y viejos. Por ejemplo, ella y Edwin. Pero ¿hubiera podido explicar una relación así a Arnold? Quizá la vida se componía de una serie de experiencias que no podían explicarse ni a uno mismo. Y era cierto que ahora parecía años menos que su edad, cosa que no le había pasado antes de que Arnold muriera, ni siquiera antes de la muerte de Edwin. Sola, había revertido a su juventud natural, quizá debida a la libertad completa, pues no tenía necesidad de compartir nada de sí, ni su tiempo, ni sus pensamientos, con nadie más.
– Y ahora no renunciaré a mi preciada libertad por nadie -dijo a la mujer del espejo. Sonrió y la mujer le devolvió la sonrisa. Si, pensó quitándose las horquillas del pelo, había dado las buenas noches a Jared Barnow en el momento oportuno. El joven poseía un intenso magnetismo animal que ella era demasiado inteligente para no reconocer. Se daba cuenta asimismo de su propia posibilidad de responder a M. Bajo lo exquisito de sus gustos, los frenos de su educación, poseía gran instinto sexual, aunque no sabía bien cuánto, y ni siquiera quería saberlo. Tal conocimiento podía alterar mucho las cosas y las consecuencias resultarían demasiado serias para que la experiencia valiera la pena. No temía los juicios ajenos, pues en estos tiempos de indulgencia y relajación tales juicios eran tan ligeros que apenas si causaban algo más que diversión, pero le aterraban las posibles consecuencias dentro de sí. Conocedora de la intensidad de sus propios sentimientos, sabia también que si se permitía pensar siquiera en un… afecto, por así llamarlo, no sería capaz de controlarlo. Y de nuevo perdería su libertad.
Se puso a cepillarse el pelo vigorosamente y la masa brillante le cubrió el rostro como un leve velo.
– …Me causas un efecto extraño -le anunció Jared mientras desayunaban.
– ¿Si? -Alzó las cejas. Había dormido profundamente y con la mente relajada tras de su decisión, se sentía por completo dueña de sí.
– Un efecto creador. En lugar de distraerme, como sé que puedo distraerme con una mujer atractiva, tú… odio tener que usar la palabra inspiración, porque se ha empleado tan mal, pero eso es lo que eres para mí. Tú pones en fermento mis ideas. Jamás he conocido antes a otra mujer que me atraiga en todos los sentidos, mental, emocional… y ahora también físicamente.
Hablaba con sencillez, sin falsos apuros, como si estuviera explicando una nueva teoría. Ella le escuchaba clavados los ojos en él, contestando con idéntica simplicidad.
– Resulta maravilloso oírlo.
Jared esperó, siempre mirándole a los ojos.
– ¿Y bien? -dijo al cabo.
– ¿Bien, qué? -sonrió.
– ¿Eso es todo?
– Mucho más, todo lo que desees.
Silencio, un silencio portentoso que iba hinchándose de inmensas posibilidades. Él la miraba sin apartar la vista… ¿desafiándola tal vez? Una palabra, el menor gesto de sumisión y podrían caer en un momento imponderable en sus implicaciones. Ella se daba cuenta de la disposición de él, de su mano que esperaba al borde de la mesa, de todo su ser preparado, expectante. Involuntariamente se apartó del desafío.
– Hablemos de otra cosa.
Él nada dijo, sino que volvió a sus huevos con jamón hasta que ella quebró el silencio para decir con tono normal:
– ¿Tienes que trabajar hoy o tendrás tiempo para dar un paseo a caballo?
– ¿Tú montas?
– Todavía no he vuelto a hacerlo. Solía montar mucho de joven, pero a mi marido no le gustaba.
– No sabía apreciarte -dijo con voz acusadora y boca agria.
– A su modo sí… y mucho.
– Entonces es que no te comprendía.
– Oh, vamos -rió ella-, eso ya está muy gastado… ¡maridos que no comprenden a sus esposas, esposas que no comprenden a sus maridos! No me has hablado de la chica que quiere casarse contigo. ¿Le interesa tu trabajo?
– No sabría de qué le estoy hablando.
– Me recuerdas a mi hijo Tony. Se casó con una chica encantadora y tonta. ¡Y él es de lo más inteligente! Yo le insinúe que quizá fuera algo estúpida… (claro que sin usar tal palabra) cuando me comunicó que quería casarse con ella, pero me contestó que no necesitaba precisamente una mujer inteligente cuando volvía a casa por las noches.
Volvió a reír, pero él no la coreó. La miró con seriedad, con un poco de tortilla en el tenedor.
– ¡Pues yo diría que es un imbécil!
– Oh, no, Tony no es imbécil. ¡Pero ya tuvo bastante con su madre! Yo me sentí contenta. ¿Hijo único y no pegado a su madre? Hoy en día tal cosa es un éxito para las madres.
– Ojalá que no hablaras de maridos y esposas, hijos y madres -dijo él enfurruñado y comiendo el huevo, pensativo.
– Sólo de ti y de la chica…
– Ni siquiera de ella. Muy bien, vamos a montar. Tengo una cita esta tarde -mientras hablaba se levantó y apartó la silla.
…Después de todo, la idea de montar no había sido tan buena, reflexionaba ella con remordimiento. Él cabalgaba a la perfección, su esbelta figura era tiesa y elegante, con las riendas flojas en la mano, y sin embargo, controladas. El día era cálido y brillante, el sol se filtraba por los árboles a ambos lados del sendero, los montes ya teñidos de otoño se alejaban hacia el horizonte. Le constaba que la ropa de montar le sentaba bien y al pensarlo volvió a ser severa consigo misma. ¿Habría cedido a algún secreto impulso de coquetería que no había reconocido durante el desayuno? No, tan sólo se había sentido dichosa con una hermosa mañana, una casa cómoda, incluso bella, un compañero agradable. Y era seguro que no existía peligro alguno en el hecho de admirar a un compañero joven y guapo, ¡oh, tan joven y tan guapo!
– ¿Por qué me sonríes? -preguntó Jared.
– Pensamientos secretos. ¡Vamos, al galope!
Tocó con la fusta el flanco de su montura y se adelantó por el sendero hacia el valle. Volando bajo el cielo sin nubes pensó en la casa del acantilado, que aún no existía pero que en imaginación era tan real como si ya estuviera levantada. ¿Le hablaría de ella? ¿Cedería al impulso de revelarse a él? ¡No! La decisión cortó el impulso en seco. No se revelaría a sí misma… aún no. Frenó el caballo hasta ponerlo al paso y miró el reloj de pulsera.
– Es mediodía… y tienes una cita.
– ¿Por qué tratas de escaparte de mí?
– ¿Yo? -Evitó mirarle a los ojos, volvió a dar al caballo con la fusta y salió de nuevo a galope.
– …Sí que tratas de escaparte, sabes -le decía él una hora más tarde. No había querido quedarse a comer con el pretexto de que no tenía tiempo y se estaba despidiendo. Se hallaban a la puerta y él miraba el rostro que se alzaba hacia el suyo.
– No trato de escaparme -le miró con franqueza Edith- sólo es que…
Se interrumpió. Él aguardó.
– Se te hará tarde.
– Se me hará tarde -siguió esperando.
– No sé cómo contestarte -repuso al fin.
– Ah, eso está mejor. La próxima vez averiguaremos por qué no puedes contestarme.
Inclinándose, la besó en la boca, muy de prisa, muy levemente, de forma que ella no pudo apartarse ni volver la cabeza para evitarle. En un momento él se había ido.
…Detrás quedó su efecto. Su ausencia se hacia notar con tanta fuerza que se había convertido en presencia. El silencio de la casa, su voz firme que ya no se oía, su inquietud, siempre moviendo una silla, levantándose a mirar por la ventana, a tocar el piano durante cinco minutos, sacando un libro de la biblioteca para echarle un vistazo mientras hablaba y volverlo a meter sin comentarlo, mientras discutía de otra cosa… la infinita inquietud de la mente que invadía el cuerpo, toda su personalidad dominante, brillante, exigente que llenaba la casa, y de pronto ya no estaba allí y su ausencia era sólo una afirmación de sí mismo.
Cuando se hubo ido, Edith se sentó, temblándole aún los labios por el beso, y luego se levantó con brusquedad, negándose a reconocer la marea de anhelo físico en su cuerpo. ¡Reconocer su significado! En su vida con Arnold no había habido gran excitación personal, pero si satisfacción sexual. No le había resultado desagradable y él siempre se le había acercado con la comprensión de un hombre maduro por la necesidad de una esposa. Había sido considerado, apreciativo, y ella creía haber sido lo mismo hacia él. Desde luego no había pensado en buscarse una aventura extramatrimonial, como tantas otras, no sólo por reparo moral, sino porque no la necesitaba. Pero ahora tenía que hacer frente al hecho de que echaba de menos la regularidad de su vida un tanto plácida con Arnold que quizá la estimulación de las caricias de Edwin sus deseos naturales despiertos durante mucho tiempo y habitualmente satisfechos, le imponían sus exigencias.
No tenía por qué sentir vergüenza, ni siquiera reparo, pues la situación era de lo más común, se decía, cuando una mujer perdía a su marido o a un amante. Sencillamente, tenía que enfrentarse a la vida como era ahora y elegir. Y había elegido vivir sola y explorar su libertad. Por ello tenía que alejar la mente, la imaginación, de Jared en tanto que macho. Así de franca tenía que ser, para considerarle sólo como a un ser humano, un amigo, nada más. Así se reconvenía. Nada de pensar en lo guapo que era, se repetía con firmeza; tenía que pensar en cambio en su inteligencia, sus intereses, su carrera, todos los demás aspectos de su fuerte personalidad. No había razón por la que no pudiera disfrutar con ello, libre, en vez de permitir que una emoción se apoderara de ella.
Me prepararé para ser amiga suya, se decía, y al recordar la admiración del joven hacia su padre, se puso a recordar los tiempos en que fuera hija de su padre, la única de la casa que comprendía de lo que hablaba cuando mencionaba su trabajo con rayos cósmicos, la única que quería comprender. Y había querido comprenderle porque le quería y sabía que, pese a ser un científico de éxito y famoso en todo el mundo, se sentía solo en su propia casa.
– Tu madre es una mujer encantadora -solía decirle-, y yo no he sido muy buen marido, pensando siempre en otras cosas cuando me habla. No es de extrañar que se impaciente conmigo. No se lo reprocho lo más mínimo.
Ella sólo le había respondido con silencio, luego le había rodeado con sus brazos; y con Arnold había demostrado una paciencia infinita cuando deseaba hablarle, aunque su trabajo de abogado era aburridamente monótono, le parecía; pero si se impacientaba, cosa que le sucedía a menudo, no tenía sino acordarse de su solitario padre y también de su madre, impaciente y solitaria asimismo, que llenaba sus días con detalles domésticos. Así su impaciencia desaparecía. Si, su padre se había sentido solitario como sólo los científicos pueden sentirse, trabajando como lo hacen en las vastas empresas del Universo.
De pronto se le ocurrió que también Jared tenía que sentirse solo, aunque era joven, pero tanto más brillante que sus compañeros y viviendo solo con un viejo tío. Ella bien podía rellenar aquella soledad, sin hacerlo con una relación amorosa, que era lo último que deseaba. Una vez durante su matrimonio se había sentido fuertemente atraída por un atractivo hombre de su edad. Habían sido unos días muy amargos y odiaba hasta el recuerdo de aquello, pues la atracción había sido meramente física, cosa de la que se alegraba, pues de haber sido capaz de respetar al hombre no habría podido resistirle. Le había resistido, pero recordaba, y siempre lo haría, el aterrador poder de sus propios impulsos que la empujaban a someterse, hasta que el impulso, resistido, se había convertido en un dolor real y tan intolerable que le había suplicado a Arnold que se la llevara a Europa aquel verano. Nunca supo si él había sabido la razón de que tanto le importunara y no quería saberlo ni aun ahora. Su marido había escuchado sus ruegos y nunca le había preguntado por qué lloraba mientras hablaba, ni ella había podido explicárselo.
– Pues claro, querida -le había dicho-. También a mí me gustaría tomarme unas vacaciones. Vamos… estás muy nerviosa… ya me he dado cuenta últimamente. Trabajas demasiado… demasiadas caridades y los niños, que están en mala edad. No me gusta nada la forma en que Millicent te contesta cuando le hablas.
¡Millicent! Su hija, ahora una reposada esposa y madre, ¿se habría dado cuenta de por qué su madre se había mostrado tan impaciente y abstraída aquellos días? Quizá les hubiera visto juntos a su madre y al hombre, bello hasta la extravagancia, con ojos azules y pelo oscuro plateado en las sienes… Millicent, que era por entonces una adolescente delgada, agresiva, muy bonita, celosa de su madre y criticona del afecto de su padre…
Alejó sus recuerdos y pensó en Jared de otra forma. Aprendería a conocerle por dentro, sus pensamientos, para así poder aliviar en cierto modo su soledad y también la propia.
– …Pero si tienes un aspecto estupendo -exclamó su hija.
– ¿Acaso no deberla?
Se dijo que era Millicent la que no tenía buena facha. La joven se había dejado engordar y el pelo, oscuro como el de Arnold, parecía sin cepillar, incluso sucio. Iba vestida con un traje azul apagado que necesitaba un planchazo.
– Pero es que estás rejuvenecida -insistió Millicent en tono tan acusador que su madre se echó a reír.
– ¿Acaso es un pecado?
Estaban en la sala de arriba, donde Millicent le había encontrado quince minutos antes. Pero su hija tenía por costumbre dejar pasar meses sin mandar noticias y un buen día aparecer sin aviso.
– No -concedió de mala gana-. No es eso. Miró los papeles que había en la mesa ante la que se sentaba su madre, inclinándose y estirando el cuello.
– ¿Qué dibujas?
– Planos para una casa imaginaria.
– Casa… para eso he venido. El verte tan radiante me había hecho olvidar. Tom quiere pasar una semana en Vermont para cazar venado y yo pensaba que si nos prestaras la casa podría acompañarle con los niños.
– Pues claro. -De pronto, movida por un inexplicable impulso, le dijo-: Mira, si quieres te la regalo.
– ¿Por qué?
– No lo sé con exactitud… -titubeó- sólo que allí me siento más sola.
– Te comprendo. Nadie puede ocupar el puesto de papá en este mundo.
– No. Ni yo tampoco lo querría.
– Pues claro que no.
Se cruzaron sus miradas, la de ella sonriente, un tanto triste; la de Millicent casi de curiosidad. Luego su hija se le acercó para besarle en la mejilla.
– No puedo quedarme más, mamá.
– Necesitas un traje nuevo -le dijo su madre con dulzura.
– ¿Tú crees? ¡Bueno, pues tendré que esperar! Tom está pensando en buscar un nuevo empleo. Pero tendríamos que irnos a San Francisco.
– Oh… ¿tan lejos?
– Está lejos, pero ¿qué puedo hacer?
– Ir con él, por supuesto, ¿qué otra cosa? Pero ¿cuándo?
– Esa es la cuestión. Tom me había dicho que no te lo dijera hasta estar seguro. Pero se me ha escapado.
– Me lo callaré. Además, hoy en día ¿qué son las distancias? ¿Ni el tiempo?
– ¡Cierto! Bueno, mamá, adiós. Ya puedes estar segura de que te veré antes de que nos vayamos, ¡si es que vamos!
Se asieron de las manos y ella se aferró un momento a las de su hija.
– Y de ser, ¿cuándo sería?
– Pensamos que a fin de mes, a tiempo para pasar la Navidad en el nuevo sitio.
Su hija se había ido y de nuevo estaba sola. ¿Navidad? Significaba que la casa estaría vacía. La esposa de Tony quería que los niños tuvieran una Navidad en su propio hogar. La muerte de Arnold suponía un cambio tras otro en su vida. La casa seguía como si todo fuera igual. Pero en ella todo había cambiado. Así que después de todo había sido la casa de él. Por lo menos, sin él, todas las costumbres y hábitos perdían significado. Si seguía viviendo en aquella casa viviría en una melancolía creciente que al final le ahogaría. Descolgó el teléfono.
– ¿Inmobiliaria Wilton? ¿Si? ¿Puedo hablar con el señor Robert Wilton hijo? ¿Unos minutos? De acuerdo. Esperaré…
Esperó hasta que oyó una animada voz.
– ¡Sí, señora Chardman! ¿Qué puedo hacer por usted? ¿Desea vender su casa? Le conseguiría una buena venta…
– ¡Todavía no, gracias! Al contrario, quiero comprar.
– ¡Vaya! ¿Piensa cambiar de sitio?
– Quiero ser propietaria de un terreno. Quizá levante algún tipo de vivienda sólo para mí. Está junto al mar…
– Se comprende, se comprende muy bien… junto al mar. Ya me parece recordar que siempre lo había querido… pero no creo que al señor Chardman la idea… de todas formas, ahora no hay razón por la que no pueda usted tener lo que quiere.
– Ninguna.
– ¿Dónde está el terreno?
– En Nueva Jersey, cerca de una ciudad, pero no en ella. Forma parte de una gran propiedad, creo, en un acantilado con un bosquecillo. Se pasa junto a varias de esas grandes y antiguas mansiones…
Le dio la dirección exacta, mientras le oía respirar fuerte al tiempo que tomaba notas.
– ¿Qué precio había pensado, señora Chardman?
– Sólo… lo quiero, eso es todo.
– ¡Entonces supongo que tiene que conseguirlo! -rió el hombre-.¿Por qué no?
– ¿Por qué no? -concedió de nuevo.
Los leves copos de la nevada matinal volaban en el aire. El cielo era gris, un gris de noviembre, cuando aquella mañana abrió la pesada puerta delantera. Incluso la puerta le pareció más pesada que de costumbre y más de una vez se había quejado a Arnold por aquella puerta que se sujetaba con enormes goznes de latón. Weston se la sujetó un momento.
– Me alegro, señora, que haya decidido dejarse conducir. Parece como si fuera a caer una auténtica nevada… con este silencio y demás.
– Por favor, diga a Agnes que cuando limpie mi despacho no toque los papeles que hay sobre el escritorio.
– Sí, señora.
– Me pararé a comer en algún sitio, pero vendré para la cena.
– ¿Sola, señora?
Vaciló.
– Creo que esta noche invitaré a cenar a la señorita Darwent.
Acudió al teléfono del vestíbulo y marcó el número.
– ¿Amelia? Si, Edith. Tengo algo que hacer en Jersey, pero volveré para cenar. ¿Quieres cenar conmigo?
A las ocho… así tendré mucho tiempo. Oh, muy bien… Colgó y se volvió a Weston, que esperaba paciente.
– Vendrá y le gusta la langosta fresca, ¡recuérdelo!
– Si, señora.
Salió y la pesada puerta se cerró a su espalda. La avenida que llevaba a la casa formaba un círculo y desde la ventanilla del auto, a través de la nieve que flotaba, vio por un instante la impresionante casa de piedra gris parecida a un castillo alemán de algún barón en medio de oscuras y altas coníferas. Tenía que conseguir escapar del castillo como fuera, pero no sabía de qué lado quedaba la salida. ¿Y por qué depositaba su fe en una casa? El terreno estaba sin embargo a punto de convertirse en suyo, el emplazamiento, el lugar, la vista sobre el océano, el acantilado, los pequeños peldaños semicirculares que llevaban a la playa. El señor Wilton lo había conseguido. La propiedad completa estaba en manos de unos herederos deseosos de vender por lo que, al enterarse, ella había ofrecido comprarles el triple de terreno de lo que al principio pensara. Y ahora se veía dueña de sesenta acres, mucho más de lo que necesitaba, pero así tenía espacio y vistas más amplias. Lo dejaría en estado silvestre. No habría jardines formales, recortes ni podas.
La mañana transcurría en silencio. El conductor manejaba el coche de prisa y con suavidad. Arnold le había hecho ir siempre a una velocidad moderada, pero ella había aumentado el límite en los últimos meses y, sin dar muestras de protesta o sorpresa, él había aceptado el cambio como si comprendiera por qué deseaba ella ir ahora más de prisa. Edith no sabía cuáles eran los pensamientos de su chofer, un hombre silencioso, todavía joven, quizá de unos cuarenta años. Nada sabía de él y jamás se le había ocurrido preguntarle. Pero ahora, encerrada por la nieve, sintió que el silencio se volvía opresivo y lo quebró.
– William, ¿está usted casado… hijos, y demás?
– No, señora, vivo con mi anciana madre.
– ¿Anciana, qué edad tiene?
– Sesenta y tres años, señora.
– ¿En Filadelfia?
– Ahora sí, señora. Solíamos vivir en Nueva Jersey. Mi madre era ama de llaves de una de las grandes mansiones. Por eso sé adónde ir, señora; me crié por allí.
– Oh, ¿conoció usted a los Medhurst?
– Si, señora. Allí era donde trabajaba mi madre.
– ¡Qué curioso! Yo he comprado parte de la tierra de los Medhurst.
– Así he oído, señora.
Sorprendida, guardó silencio. Nada en su vida podía ser privado, suponía, pues Arnold había sido bien conocido en los círculos financieros. Pero ¿qué podía importarle? Ella misma era hija de un hombre famoso, viuda de otro hombre próspero. No necesitaba secretos y no tendría ninguno, decidió con firmeza. No tener secretos era ser verdaderamente libre. Y así, con deseos de libertad, llegó a su destino, donde encontró al señor Wilton que la esperaba en su vehículo. Al punto acudió donde ella.
– He traído todos los papeles necesarios para la firma, señora Chardman. Creo que todo está en orden, siempre y cuando usted se sienta satisfecha.
– Déjeme contemplar la vista para ver si es como la recordaba.
Por el momento había cesado de nevar, así que se dirigió al borde del acantilado a mirar el gris oleaje. No había viento que rizara las olas en blanca espuma, pero abajo la rompiente resonaba en las rocas que rodeaban la playita. También el chofer acudió a su lado.
– Yo solía correr escalera abajo de crío, señora, por la mañana muy temprano, antes de que la familia se levantara…, todos menos el señorito Robert, Bob, como le llamaban. No era mucho mayor que yo. Cuando baja la marea se pueden coger muchos cangrejos.
– Los escalones no parecen muy seguros ahora -observó ella.
– No, señora. Pero yo podría fijarlos muy fácil. Tengo buena mano para cosas así.
– Quizá le pida que lo haga.
– Sí, señora.
Cuando ella no dijo una palabra más, el hombre se apartó y Edith siguió mirando al mar. Tanto si construía la casa como si no, el terreno ya era suyo. La casa podría o no existir, pero sus pies se apoyaban firmes en su propia tierra. Volvía a nevar. Sintió los fríos copos en su cara, como el roce de las yemas de unos dedos helados y se volvió al señor Wilton.
– Estoy dispuesta a firmar los papeles.
¿Qué pasó con la casa que ibas a levantar? -le preguntaba Amelia durante la cena.
Había estado absorta en la langosta y hasta aquel momento no había hecho preguntas. La verdad es que no había habido tiempo, pues Edith había llegado tarde. La nieve se había convertido en una pequeña tormenta, así que cuando Weston le abrió la puerta le anunció al punto que la señorita Darwent ya había llegado y que la esperaba en la biblioteca, pues la salita estaba demasiado fría, ya que el viento del Norte soplaba en aquel lado de la casa.
– Dígale que bajaré dentro de cinco minutos… Voy a cambiarme y en seguida pueden servir la mesa.
– Muy bien, señora.
A los pocos minutos Amelia y ella se sentaban a la mesa del comedor, donde el fuego ardía en la chimenea de mármol. Amelia había despachado el consomé con rapidez y ahora estaba ocupada con la langosta hervida y mantequilla fundida. Tenía la servilleta metida al cuello.
– Todavía sigue sólo en mi mente -repuso Edith.
– Jamás vas a encontrar una casa más cómoda que ésta -replicó Amelia cascando una enorme pinza que saltó de pronto con gran estrépito.
– Será una comodidad diferente -sonrió Edith a su amiga, y prosiguió-: Si tuviera algo que contarte te lo diría, Amelia. La verdad es que me encuentro en un curioso estado de ánimo, no precisamente confusa, sino como buscando. Todavía no me he encontrado a mí misma, no sé bien lo que deseo ni dónde puedo hallarlo. Me limito a… disfrutar de la vida de forma extraña, tal vez sin enfrentarme a nada en realidad… no sé.
– Estás ociosa, eso es lo que te pasa -dijo Amelia dejando los cubiertos-. Necesitas hacer algo. ¿Por qué no te buscas alguna caridad o cosa por el estilo?
– No quiero ni necesito un trabajo que me ocupe. Ya tengo la música, libros que aún no he leído y…
– ¿Y qué?
– Y amistades. Por eso te he pedido que vinieras esta noche. No te había visto…
– ¿Quién es ese tipo de piernas largas que ha estado aquí un par de veces? -le interrumpió Amelia.
– Alguien a quien conocí el invierno pasado en Vermont. Un admirador de mi padre…
– ¿Tuyo no?
– ¡Oh, por Dios, Amelia!
– Bien, pues estás a punto para ello. Lo sé… he observado a mis amigas que han enviudado después de tener fieles esposos como Arnold, ¡sobre todo viudas bonitas!
– ¡Por favor, Amelia!
– ¡Oh, muy bien, Edith! No me lo digas si no quieres.
– Amelia, nada hay que contar.
– Entonces ¿por qué me has invitado de pronto a cenar?
– Porque me sentía sola. Me atemorizaba volver a este caserón oscuro y viejo. Y… y…
– Ten cuidado. Estás poniéndote en un estado de ánimo propicio a cualquier cosa. Tomaré más espárragos, Weston.
– …Entonces, ¿por qué no vienes conmigo? -le preguntó Jared.
Su voz sonaba clara y fuerte en el teléfono. Era una mañana hermosa y fría, víspera de Navidad, y Edith se había estado preguntando cómo pasaría la fiesta. Millicent y su familia se habían trasladado a San Francisco la semana anterior y se habían despedido por teléfono. Los niños, según posteriores conversaciones, estaban encantados de los alrededores para jugar, las playas, los parques.
– ¿Y tú? -preguntó Edith a su hija.
– Yo voy a tener una sirvienta -exclamó Millicent-, y te puedes imaginar cómo estoy de encantada. Tom ha tenido un buen aumento.
– Entonces va para delante y todo marcha como es debido.
Después de aquello, no es que se hubiera olvidado de su hija exactamente, pero ya se sentía tranquila a su respecto y podía olvidarla si así quería, igual que muchas veces se olvidaba de Tony, porque lo cierto era que ya no la necesitaban. Así, aquella mañana tenía libertad para prolongar el desayuno, contestar el teléfono cuando sonó y escuchar la clara voz de Jared en su oído. Mientras hablaban, miraba por el amplio ventanal. El cielo estaba desierto de nubes, las últimas hojas caían revoloteando del gran roble que había en la terraza de la derecha. Había terminado de desayunar y estaba pensando qué hacer del día, algo vigoroso, tal vez, pues se sentía mejor que nunca, despierta, impaciente por hacer algún ejercicio físico, quizá un paseo a caballo a la orilla del bosque.
– ¿Pero cuándo? -preguntó incierta.
– Te recogeré esta tarde e iremos en coche por la costa oriental. Ten compasión de mí. Mi viejo tío se halla en las Islas Vírgenes… detesta el frío. Y no se me ocurre nadie con quien preferiría pasar la Navidad mejor que contigo.
– ¿No quieres ir a Vermont?
– No, quiero llevarte a sitios desconocidos donde ninguno de los dos ha estado nunca. Vamos a vagar.
Lo pensó unos instantes. Pegada al cristal interior una tardía abeja zumbaba frenética, separada de sus compañeras, y aquello la distrajo.
– En la ventana hay una abeja zumbando. Si la dejo salir ¿se helará?
– No, encontrará el camino de su casa.
– Entonces espera un instante.
Abrió el ventanal y con el pañuelo empujó fuera a la abeja que salió volando al punto. Pero el aire frío irrumpió en la habitación y Edith permitió que le diera en la cara. El agudo frío le picó la piel e hizo que la sangre le circulara más de prisa. No se había dado cuenta antes de lo densa que era la atmósfera de la vieja casa; tenía un aroma más bien agradable, de libros encuadernados en piel, alfombras orientales y flores de invernadero. Le invadió una oleada de deseo impetuoso de aire fresco, sintió que la inundaba un nuevo vigor y cerró la ventana.
– Estaré lista -dijo por teléfono.
– Bien… a las dos y media.
…La carretera serpenteaba a lo largo de la costa. El mar permanecía oculto durante millas, cuando la ruta se adentraba en el bosque y luego volvía a emerger súbitamente en la curva de una bahía o una cala. El sol iba deslizándose despacio hacia el horizonte de poniente y a la puesta se detuvieron ante una hospedería, una antigua mansión con un pórtico de columnas que llegaban al tejado. Jared paró el coche a la puerta.
– Hemos venido muy callados.
– Si.
Era como si ninguno de los dos hubiera tenido deseos de hablar. El había conducido el pequeño descapotable concentrado en sus pensamientos y ella no le había interrumpido. Alguna vez él se había fijado en el paisaje.
– Esas rocas allá abajo…
– Como si un gigante las hubiera arrojado…
El aire había estado dorado por el sol durante la tarde y a la puesta se había convertido en rosado y carmesí. El lucero vespertino y la luna creciente colgaban en los árboles y Edith se sentía dominada por una calma benéfica… y le parecía que él también, ambos de un humor relajado que ya era como una comunicación. En presencia de él se sentía dichosa, se daba cuenta ahora, más dichosa de lo que se sintiera desde hacía tiempo, incluso más de lo que nunca lo fuera. Desde luego con nadie más había sentido aquella convicción de la vida y su excelencia ni se había sentido tan libre en presencia de otro ser humano. Impulsiva se volvió a él y se encontró con que la miraba, interrogantes los oscuros ojos.
– ¿Nos detenemos aquí? ¿A cenar y pasear luego por la playa?
– Sí. Este aire… ¿cuál es el aroma? Pinos, me parece. Ya es demasiado tarde para flores, aunque en este clima aún hace calor.
– Pinos calientes por el sol del día -dijo Jared-. ¿Nos quedaremos a pasar la noche aquí? Me atrevería a decir que en esta época la posada estará casi vacía… con eso de que la gente pasa la Navidad en su casa. Pero tú y yo haremos nuestra propia Navidad.
– Quedémonos.
El la miró larga, profunda y apasionadamente y por un instante Edith se preguntó qué querría decir con ello. No había duda, no era posible que hubiese la menor duda sobre los cuartos, cuartos separados. Se sorprendió al descubrir en sí misma la pregunta ya contestada pero oculto en su interior un anhelo mal disimulado de olvidar sus años y sus reservas. Ya no era esposa de nadie. Era libre de ser lo que quisiera, de hacer lo que le plugiera. No había razón para negarse (ni a él) nada que les agradara. Ya había cumplido con sus deberes para los demás.
– Entonces pediré habitaciones.
Jared la dejó en el coche mientras entraba en la posada. Ya sola, sintió como una dulce intoxicación. La reconoció, sin haberla sentido nunca antes, era una poderosa atracción hacia aquel hombre, una atracción de la mente, en primer lugar, pero tan completa que le recorrió el cuerpo como una corriente cálida. Trató de alejarla, de controlarla, de analizarla. Tenía que acordarse de sí misma. Preguntarse qué deseaba en realidad… nada de complicaciones, se decía, nada de tontas complicaciones sentimentales. Sobre todo, nada de destrozarse el corazón en aquel momento de su vida.
Al cabo de poco tiempo Jared volvió alegre, tranquilo.
– Tenemos habitaciones contiguas. Si necesitas algo puedes llamarme.
…Edith despertó como de costumbre al cabo de cinco horas de sueño. Era su costumbre… cinco horas de sueño profundo, sin sueños y luego un despertar absoluto, con la mente lúcida, consciente. La luna entraba a torrentes por la ventana abierta, el aire era picante y frío. Se arrebujó la ropa por los hombros y respiró profundamente. Del mar llegaba el aroma y la rompiente distante se oía como un susurro. Así sería en su casa del acantilado cuando durmiera allí sola. Pero ahora no estaba sola. Es decir, Jared estaba al otro lado de la puerta cerrada, no con pestillo, sino meramente empujada del todo. De pronto se sintió agudamente consciente de que no estaba cerrada con pestillo, sólo empujada.
– En una posada antigua como ésta no hay teléfono entre las habitaciones -le había dicho Jared-. No echaré el pestillo por sí… por si pasa algo.
No le había contestado. Se había limitado a permanecer inmóvil en el centro de la grande y cuadrada estancia con una cama doble con baldaquino.
– No sabes cómo me disgusta tener que darte las buenas noches -había seguido Jared.
– Ha sido una cena deliciosa. No me había dado cuenta del hambre que tenía.
– Oh, yo siempre soy una bestia hambrienta -y al hablar torció la atractiva boca en una sonrisa.
– Te hará falta para cubrir ese gran esqueleto.
En lugar de contestarle, tras un instante de mirarla con intensidad, le había rodeado con sus brazos besándola en los labios con firmeza.
– Buenas noches, cariño -le dijo y abriendo la puerta de comunicación pasó a su cuarto y la cerró con firmeza.
…Ahora, echada en el gran lecho, pensaba en el beso. El la había besado con sencillez, tomándolo, sin pedirlo y sin comentarlo. De nuevo sintió el joven calor de los labios del hombre en los suyos al recordar el momento. ¿No estaría siendo ridícula? ¿Qué era un beso hoy en día? Las mujeres besaban a los hombres, los hombres besaban a las mujeres, y el sentimiento era sólo de animada amistad. ¡Ah, pero ella no! Ella nunca había sido capaz de besar con facilidad, ni de aceptar besos gustosa. Hasta con Arnold habían parecido… innecesarios. En cuanto a Edwin… sus besos habían sido los de un niño… o un hombre sumamente anciano, tiernos, pero puros. Entonces ¿qué había sido aquel beso, aquel beso que aún sentía en sus labios? Volvió a reprocharse a sí misma. La verdad es que ya nadie le besaba ni ella besaba a nadie. Y el beso permanecía en su recuerdo ahora sólo porque era inusitado.
Y en aquel preciso instante, como para refutar aquel deseo de engañarse, su cuerpo le desafió. Se sintió presa de una ola de anhelo físico como no había sentido en años. No, tenía que ser sincera consigo misma. Jamás había sentido un anhelo semejante, quizá porque siempre había tenido antes la forma de satisfacerlo. Ahora había una puerta por medio, sólo cerrada, no con pestillo. Suponiendo lo imposible, suponiendo que se levantan de la cama extraña, suponiendo que se envolviera en el salto de cama de seda rosa, allí sobre la silla, suponiendo que abriera la puerta con suavidad y entrara en el otro cuarto, aunque sólo fuera para contemplarle mientras dormía. Y si despertaba y la encontraba allí…
No, no podía hacerlo. ¿Y si pudiera estar segura de que no se despertaría? Pero ¿cómo asegurarse? ¿Y si abría los ojos, cómo saber lo que iba a ver en ellos? No le conocía lo bastante. No podía arriesgarse a un posible rechazo. Era demasiado orgullosa. Por supuesto, algunas mujeres dejarían de lado todo orgullo, mujeres que contarían con una respuesta física a cualquier precio, pero ella se conocía bien. No podría huir avergonzada. Si salía avergonzada, ¿con quién contaría luego? Sólo se tenía a sí misma.
Yacía rígida de deseo, no queriendo moverse, negándose a levantarse, rehusando cruzar el piso, rechazando hasta el mismo pensamiento de lo que sería abrir la puerta y verle allí durmiendo. Se lo prohibió a sí misma, hasta que al fin los latidos de su cuerpo disminuyeron y quedó dormida.
…Al despertar por la mañana, el recuerdo de la noche permanecía empero vivo en ella. Permaneció tendida, escuchando. El ya se había levantado. A través de la delgada puerta de madera le oía moverse; al cabo de un rato se levantó, se duchó y se vistió con un traje distinto al del día anterior y la chaqueta de marta cebellina. Quería aparecer bella, realmente hermosa, y consciente de que su físico cambiaba con facilidad hasta parecer casi fea a veces, tuvo gran cuidado con todos los detalles. ¡Y hasta entonces nunca les había prestado importancia! Amelia tenía razón, por mucho que le fastidiara. Aunque no tenía un amante, la misma posibilidad de amar producía nueva vitalidad que surgía del corazón revivido, de la sangre que circulaba más de prisa. La vida valía la pena de ser vivida. La experiencia nocturna había transformado al hombre a sus ojos.
Ahora sabía que podría amarle. Pero no admitiría, ni siquiera a sí misma, en el silencio de su corazón, que ya le amaba. Era demasiado complicada. Aún no le conocía lo bastante bien, tal vez nunca le conociera bien, para la complejidad y la totalidad del verdadero significado del amor, palabra que nunca utilizaba en la forma en que la oía pronunciada a diario, con descuido, referida a múltiples objetos y personas para expresar mero afecto o gran agrado por algo.
No, reconocía el anhelo de la noche anterior como lo que era, un anhelo de compañerismo para su soledad, expresado con más facilidad y sencillez a través de una experiencia física compartida. Estaba contenta de habérselo prohibido a sí misma. Nada le hubiera resultado menos satisfactorio que una experiencia así, expresada prematuramente, de forma que luego la relación entre ambos llegara a un súbito final.
La relación entre ambos… ¿qué era? Se hacía a sí misma la pregunta y la respuesta era otra pregunta. ¿Cuál podría ser la relación, aceptando, como debían, la diferencia de edades? ¡Tenía que crucificarse con aquel factor! Sin embargo, ¿no había sido a su vez más joven que algunos de los hijos de Edwin? Ah, pero se había tratado de un hombre venerable, un filósofo que soñaba con el amor como una nueva filosofía, la sombra de si mismo yaciendo junto a ella, un blanco fantasma en la noche. Y ella le había amado por su hermosura pero con un amor al que no impulsaba el anhelo. Lo había entregado con gozo porque aquel hombre se merecía cualquier regalo que ella pudiera darle, por la única razón de que era digno de ello. Por eso ahora no sentía el menor remordimiento.
Por supuesto que Arnold no lo hubiera entendido nunca ni, creía, tampoco que Jared si llegara a saberlo. A decir verdad, ella tampoco lo entendía. Probablemente su naturaleza humana, no menos egoísta que la de los demás, necesitó el consuelo de la adoración de Edwin. Tal vez hubiera sido sólo aquello, una necesidad poco gloriosa, igual que durante años había aceptado el fiel amor de Arnold como esposo, devolviéndole a su vez todo el amor de esposa de que era capaz pero que, bien le constaba, había sido mucho menor que el de él.
Más tarde, sentada con Jared a la mesa del desayuno, se le ocurrió que corría grave peligro de amarle como nunca había amado a nadie. El sol de la mañana caía de pleno sobre el joven, pues ella había preferido sentarse de espaldas a la ventana. Así podría ver perfectamente y con delicia por su parte los transparentes ojos oscuros, la línea firme de la frente, la nariz recta, la boca bellamente dibujada, todos los detalles de una belleza totalmente innecesaria. Jared resplandecía de gozo matinal, estaba dispuesto a reír, hambriento de comida, ansioso de placer… inocente, pensaba ella, conmovedoramente inocente, al menos por lo que a ella se refería. A propósito hurgó con sal la herida de dicha convicción.
– Dime, ¿por qué no estás con tu preciosa chica?
– Es preciosa -asintió comiendo la tortilla-, pero tiene un defecto… un padre enorme y ruidoso. Se divorció y se volvió a casar. No me importarían sus ruidos si a veces fueran algo más, pero no. Sólo ruido, ruido, ruido…
– Hala -rió, defíneme ese ruido.
– Verás… hola chico, qué tal, palmaditas a la espalda, bien venido, Jared, majo.
– ¿Cómo puede tener un padre así?
– Ella no es así en absoluto.
– ¿No? ¿Cómo es?
– Bastante alta, pero no mucho. Callada. Creo que es testaruda, o quizá sólo pertinaz. O puede que sólo sea callada conmigo, porque cree que así es como me gusta que sea.
– ¿Por qué no le animas para que se muestre tal cual es?
– Pues verás, como te decía, no sé cómo es. ¿Te he dicho alguna vez que me encantan tus manos?
– No. ¿Qué te ha hecho pensar en ellas en este instante?
– Las miraba… eso. Son manos que hablan.
– ¿Qué quieres decir? -preguntó mirándose las manos despojadas de sortijas.
– Me dicen cómo eres.
Resistió el impulso de preguntarle cómo era. Y en su lugar se apretó la corona de espinas en la cabeza.
– Si tan bien conoces las manos, ¿cómo es que no puedes saber cómo es tu chica?
– ¡Oh, sus manos! -Soltó una breve risa y volvió a ponerse serio-. Preferiría que no le llamaras mi chica. Es… bueno, por lo menos no es eso.
– ¿Peros?
– No sé. Es un problema.
– ¿Ella?
– No, yo. Quizá no debería casarme. Estoy demasiado metido en el trabajo que he elegido. Incluso ahora, sentado frente a ti en esta gloriosa mañana, con todo un glorioso día por delante, estoy pensando en algo que estoy tratando de hacer… de crear, quiero decir. Es una mano artificial, un gran paso adelante sobre cualquier cosa ya existente. Quizá miraba tus manos sin darme cuenta de lo que hacía. Un hombre como yo… siempre anda pensando en su trabajo. Está en mí, el inventar, el hacer planes. Lo de la mano, por ejemplo… -extendió la suya, delgada y bien formada-. Lo más triste de quien pierde una mano es que con ella pierde el poder de sentir. Una mano no es sólo un utensilio, es el órgano del tacto. Es el ojo del ciego, la lengua de quien no puede hablar. Estoy trabajando en una mano artificial tan articulada que es casi capaz de sentir. Los cirujanos dicen a los amputados que las manos artificiales funcionan, pero no pueden sentir nada. Pues bien, yo estoy a punto de construir una que siente… por lo menos formas y puede que textura. Tendrá dedos sensitivos, en vez de un gancho o una garra. Piensa en acariciar la mejilla de una mujer con un garfio, una garra metálica… ¡o en no poder volver a sentir jamás la mejilla de una mujer!
Edith asintió:
– Tú eres un artista. Pero mi padre solía decir que todos los científicos son artistas. La cosa es que tú piensas como artista y comprendo que quieres que tu creación sea una obra de arte.
Jared dejó los cubiertos y llamó al camarero.
– Más café, por favor, y la cuenta. ¡Eres muy intuitiva, Edith! Lo que yo deseo es ver algo que sólo entreveo a medias, al igual que un músico va poco a poco creando una sinfonía. No tiene idea de cómo lo hará, pero avanza a trompicones, inventando paso a paso. Y así soy yo. Es sólo el artista el que convierte al ser humano en creador. Sin el espíritu de artista, no es sino un mero técnico. ¡Dios, qué entretenido resulta hablarte! ¿No te importa que te llame Edith? Es un nombre precioso y te va muy bien.
– Si te gusta, úsalo.
– Y tú llámame Jared, por supuesto.
– Sí, gracias.
– Se me debió de ocurrir antes, pero nos hemos sentido compenetrados incluso sin nombres. Muchas veces me admira sentirme tan próximo a ti… jamás he sentido antes algo así, con nadie. Pero en cuanto te vi… ¿recuerdas aquella noche de nieve? Me abriste la puerta de tu casa de Vermont y me quedé sorprendido porque hallé alguien a quien había andado buscando, aún sin tener conciencia de buscar a nadie. En aquel instante supe que de algún modo… no sabía cómo ni lo sé todavía… mi vida estaría unida a la tuya para el resto de mis días.
Ella le escuchaba con temor y exaltación pues el hombre hablaba con voz grave, convencido, mirándola directamente a los ojos y ella recibía las palabras con igual seriedad. No eran palabras ligeras de un joven frívolo a una mujer mayor. No era de esa clase de jóvenes. A ratos podía y sabía ser ligero, lleno de humor, pero también profundamente serio, Edith ya se había dado cuenta de ello, y hasta abrumado a veces por la misma magnitud de su talento. Edith jamás había conocido a nadie con tanto talento y ella era lo bastante inteligente para comprender bien el efecto abrumador de serlo demasiado. Había llegado a sospechar que su propia soledad a lo largo de los años le venía de saber que ninguno de sus hijos había heredado la brillantez del abuelo. Acostumbrada como había estado a su especial cariño a lo largo de su infancia y juventud, a veces le parecía que por comparación Arnold y los hijos que de él había tenido habían sido poco interesantes, y por ello sentía cierto remordimiento. Y había tratado de aplacar dicho sentimiento de culpabilidad prestando una atención meticulosa a lo que consideraba su deber. Pero ya no había necesidad de pensar en deberes y en la delicia de esta nueva relación, volvía a recobrar parte de la alegría de su juventud. Conceptos, ideas, palabras que sólo había empleado con su padre volvían a brotarle del almacén de su memoria, esperando a ser pronunciadas cuando fuera necesario.
A lo largo de la soleada mañana sus pensamientos iban y venían por su mente, pero no los puso en palabras. Lo cierto es que iban recorriendo millas sin hablar. Jared conducía como un experto, pero se hallaba en algún espacio distante y ella, reconociendo la ausencia, ya que su padre solía abstraerse del mismo modo con frecuencia, permanecía relajada y dichosa en el silencio. El paisaje era suave, sin nieve, las redondas colinas y valles casi llanos aún conservaban manchas verdes, las gentes resultaban amistosas, sin prisa. Ni siquiera se notaban señales de que fuera Navidad. Tan tranquilo era el día que la quietud fue envolviéndola en su interior, hasta llegar a preguntarse si habría soñado la pasión de la noche anterior.
– …No comprendo la naturaleza del amor -dijo él.
Edith jamás había gozado de un día de Navidad como aquél. A mediodía se detuvieron en una población, casi un pueblo cuyo nombre les era desconocido y almorzaron en el único restaurante abierto. El propietario era un anciano sin familia, según les dijo, de lo contrario hubiera estado celebrando el día en su casa.
– Hace diez años que enterré a mi mujer -les dijo animado.
Concluida la comida pasearon por la playa y Jared, después de haber estado de lo más animado y humorista, se había puesto serio de pronto y declarado que no comprendía la naturaleza del amor. Ella estaba recostada contra el tronco retorcido y gastado por el tiempo de un pino muerto y esperaba más palabras. Ella a su lado, miraba el mar. El día era sereno, el mar en calma, pero las primeras ondas de la marea ascendente festoneaban de blanco la orilla. Jared continuó:
– Lo que quiero decir es que no comprendo mi propio estado de ánimo.
Ella esperaba, pues ya había aprendido que aunque él era bien elocuente sobre su trabajo, sus ideas no eran muy claras respecto a sí mismo, no porque fuera tímido, sino porque no estaba habituado a hablar de su persona.
– Por ejemplo -siguió-, cuando estoy contigo me siento extrañamente satisfecho, contento. No sé llamarlo de otra forma, es… eso, contento. Me siento como en mi elemento. Tú no me exiges nada. Me pregunto si te das cuenta de lo poco corriente que es que una mujer no exija nada de un hombre. ¡No tengo que tratar de gustarte!
– ¡Me gustas tal y como eres! -rió ella.
Pero él no le coreó la risa, sino que siguió hablando como antes, casi como si meditara:
– No, nunca me había sentido así con ninguna mujer. Es una sensación como de llegar al hogar, como de no tener secretos entre nosotros.
– ¿Tienes secretos?
– ¡Pues claro! ¿Un hombre de mi edad sin secretos? ¡Imposible…, al menos en estos tiempos! He hecho el tonto como cualquier otro. Mi tío (bendita su reticencia), nunca tuvo valor para darme consejo alguno, así que fui dando tumbos, siempre demasiado viejo para mi edad, adelantado para mis años. Y pese a ello, todavía no comprendo la naturaleza del amor. -Se volvió para mirarla-. No creas, no soy ningún inocente. Soy precoz en todo. Una mujer me inició cuando tenía trece años… ¡Bueno, más bien me dejé iniciar!
– No me lo cuentes -intervino con rapidez.
– Quiero contártelo -insistió-. Yo estaba en el colegio, enseñanza secundaria… y uno de los profesores tenía una esposa ardiente. El era más bien frío y ella una pelirroja, con todo el temperamento propio. Ella…, bueno, supongo que fue una violación, sólo que yo andaba enamoriscado y era grande para mi edad… y una vez empezado no supo detenerme. Hay un momento en que, si un hombre llega hasta él, sencillamente no se puede parar, y físicamente yo era un hombre. Y fue en casa de ella, una tarde lluviosa. Yo había acudido a preguntar algo sobre física a mi profesor. Trabajaba en un estudio bastante adelantado y era uno de sus favoritos. Ahora me consta que tenía cierta tendencia homosexual, lo que explica el comportamiento de ella, supongo. Pero una vez que la mujer me inició en la carne, por así decirlo, me obsesioné simplemente y para decirlo con crudeza. No pensaba sino en el sexo. ¿Te escandalizo?
– No -repuso en voz baja-, pero lo siento muchísimo por aquel chiquillo.
No contestó a aquello, sino que siguió con su relato casi con frialdad, le parecía a ella.
– Nada importaba el número de experiencias que tuviera ni con quién. Todas terminaban de igual forma…, con una especie de asco por la mujer y por mí mismo. No conseguía entender por qué. Ella (fuera la que fuera) siempre me resultaba irresistiblemente atractiva hasta acostarme con ella… no en seguida, pero sí de forma inevitable, y luego todo terminaba. Dejaba de verla. Supongo que inconscientemente, sabia que allí no existía una relación auténtica…, sólo una ciega exigencia del cuerpo, carente de significado por lo que se refería a comunicación, igual que comer cuando se está hambriento. Pero poco a poco superé aquel estadio de insensatez. Simplemente, me detuve. Vi que estaba destruyendo algo dentro de mí. Estaba destruyendo la capacidad de comunicarme con otro nivel que no fuera el sexual. En cuanto una chica o una mujer me gustaba, y podía sucederme instantáneamente, me ponía a pensar en ella en términos físicos. Y lo que más me confunde es que pienso en ti de igual forma y, sin embargo, es enteramente distinto…, contigo es en todos los niveles al mismo tiempo.
Ella no habló, nada podía decir, confusa como estaba por sus propios sentimientos, mezcla de alivio y herida. Pasó un momento y observó que lo que prevalecía era la tonta herida. Si, se sentía herida, en su vanidad de mujer, se dijo con dureza, y por ello siguió en silencio. Por nada del mundo se revelaría a él.
– En vez de ello -decía Jared-, en tu presencia me siento consciente de una maravillosa libertad personal para pensar mis propios pensamientos, planificar mi trabajo, considerar el futuro…, en resumen, para vivir, y aún con mayor libertad que cuando estoy solo, porque tú aumentas mi libertad con sólo ser como eres, en vez de exigir, de limitar la libertad como otras mujeres. Supongo que estoy perdidamente enamorado de ti, pero no como lo he estado antes. Por eso decía que no comprendo la naturaleza del amor. Sólo sé que te amo… de una forma totalmente nueva para mí. Y no creo que amaré nunca a ninguna otra. -Se volvió de súbito y poniéndole las manos en los hombros, mirándole a los ojos, preguntó-: ¿Qué dices a todo esto?
Edith movió la cabeza. ¿Qué podía decir? Algo banal, quizá. Soy lo bastante vieja para ser tu madre, sabes. No, no podía. Su propio corazón le negaba las palabras. No se sentía como una madre con respecto a él. No tenía ni el menor deseo de hacer de madre con él y no taparía la verdad con una mentira, la verdad de que le amaba apasionadamente.
– ¿Y bien?
– Tampoco yo entiendo nuestra relación -admitió al fin.
Jared apartó la vista, pero no se separó de ella, sino que rodeándole los hombros con su brazo, permanecieron juntos, al lado uno del otro, mirando al mar hasta que ella no pudo resistir más la presión del cuerpo masculino junto al suyo y se apartó.
– Sigamos, ¿te parece?
– ¿A dónde quieres ir?
– A cualquier sitio.
– …Y por eso -decía Jared-, quiero inventar un instrumento que un cirujano plástico pueda utilizar para crear dos dedos a partir de un brazo para sustituir la mano perdida. Sé cómo hacerlo, me parece, y con preparación el amputado podrá hasta sentir en esos dedos. Siempre ha sido ése mi propósito, restaurar el sentido del tacto. Pero sigue siendo el cerebro lo que más me interesa. Nadie comprende en realidad la estructura del cerebro humano. Allí es donde se aloja la fuente de todo sentimiento…, sensación, emoción y pensamiento, por supuesto. Estoy estudiando la biología del cerebro, haciendo una auténtica disección de un cerebro en mi laboratorio para poder así idear los instrumentos… ¡Ah, hay tanto por hacer!
»Por ejemplo, el estetoscopio corriente necesita una mejora radical. Quiero estudiarlo profundamente. Pese a su aceptación y uso general, tengo idea de que necesita una reevaluación total, aunque constantemente están apareciendo nuevos modelos. Hace años que no se ha efectuado un estudio básico acústico del mismo. Y algo tiene que ir mal, algo tiene que faltar, de lo contrario no sería tan evidente la necesidad de mejorarlo.
»Por ejemplo, debería existir una vía de sonido directa del pecho del paciente al oído del que escucha, y así excluir todo sonido ambiental. Las tres diferentes ondas…, pero, ¿por qué te aburro con todo esto? ¿Ves lo que te decía? Cuando estoy contigo mi mente sigue su curso, sólo que con una energía creadora mayor de lo normal, como si tu presencia me prestara un ambiente de ondas conductoras. ¿Por qué no? Existen pruebas fisiológicas de que se da tal clase de cosas. Apenas si sabemos nada del efecto eléctrico de una personalidad en otra.
Ella escuchaba el monólogo y durante la pausa replicó con comprensión literal:
– Totalmente posible, desde luego… y probable. Y me encanta la forma en que tu mente salta de aquí para allá, por todas las cosas, como un animal inquisitivo totalmente separado de ti. Llegará un momento, como es lógico, en que tendrás que ejercer las dos disciplinas del artista y del científico, cosas ambas que tú eres, y entonces tendrás que elegir dónde concentrar tu dirección. (Y como él sacudía la cabeza, añadió): Oh, sí, eres un artista… ¡Ya me he fijado en cómo dibujas en papelitos mientras piensas en alguno de tus inventos!
Y era cierto. En el cuarto de la casa de Vermont había encontrado trozos de papel en el escritorio, donde él había esbozado animales, caras (una de ellas la suya) e intrincados dibujos geométricos. En el cuarto de huéspedes de la enorme mansión de Filadelfia había descubierto otros dibujos y los había guardado todos con sumo cuidado.
– Y no es que desdeñe los inventos -continuó-, pero los inventos nunca son permanentes. Siempre hay alguno a quien se le ocurre mejorarlos y el invento en el que un hombre se ha pasado quizá la vida entera queda obsoleto. Pero el arte es eterno, sin edad, completo en sí mismo.
– ¡Dios, con qué exactitud lo has expresado! -exclamó admirado Jared-. Es totalmente cierto y no lo olvidaré. Pero ¿sabes qué has hecho? De pronto, aquello que yo pensaba sería la labor de mi vida lo has convertido en un pasatiempo. Tendré que volver a pensarlo todo.
Su atractivo rostro se cerró en serias arrugas, la boca se apretó con firmeza y se puso a musitar para sí sonidos ininteligibles. Edith se dio cuenta de que se había olvidado de ella y se alegró.
…Aquella noche, ya de regreso y al detenerse en la misma hospedería, él la estrechó en sus brazos antes de separarse y, reteniéndola contra sí, la besó, se apartó para mirarla a los ojos con intensidad, y volvió a besarla una y otra vez antes de soltarla y marchar a su cuarto. Edith cerró la puerta de comunicación, sonriéndole por última vez al hacerlo, pero el joven la abrió de nuevo y asomó cabeza y hombros.
– Esa sonrisa… -empezó y se detuvo en seco. Ella se hallaba ya ante el espejo, soltándose el pelo y le miró por encima del hombro.
– ¿He sonreído?
– Ya lo creo… y vaya sonrisa a lo Mona Lisa que ha sido -replicó Jared volviendo a cerrar sin más comentario.
Edith se quedó inmóvil ante el espejo y se vio reflejada en él, ya no sonriente, sino seria, encendido el rostro, demasiado brillantes los ojos. Había llegado un momento, un momento de decisión. Si abría la puerta y sencillamente entraba en el cuarto de él sin decir palabra, al instante sería suyo, la herida se cerraría, sus exigencias se verían satisfechas. Porque en verdad, ¡cuán poco la conocía él! Ella le pedía algo inmenso, la exigencia final: “¡Con mi cuerpo te venero!” ¿Estaba temerosa de verse rechazada? En absoluto… ¡en absoluto! Sola con él en terreno desconocido, en una posada medio vacía, en la noche que todo lo ocultaba, él, no podría resistirla. El que no fuera virgen, el que hubiera hablado con tanta libertad sobre sí mismo, no hacía sino atizar su propio deseo. No sería violar a un muchacho. Sería ofrecer su amor a un hombre. Porque para entonces ya había rechazado por completo la palabra encaprichamiento. Le amaba. Por poco prudente, por increíble, incluso por poco deseado que fuera, estaba enamorada sin remedio…, no con la emoción superficial de una jovencita, sino con toda la profundidad y el poder de una mujer.
Dio dos pasos hacia la puerta y se detuvo. Luego, decidida, volvió de nuevo al espejo y siguió quitándose las horquillas hasta que el cabello le cayó sobre los hombros en una masa brillante entre la cual aparecía su rostro, pálido y de sorprendente belleza.
– …Tengo una cuenta que ajustar contigo; más bien varias cuentas.
Así inició Jared la conversación al encontrarse al día siguiente ante la mesa de desayuno en el casi vacío comedor del hotel.
– Cuenta por cuenta, por favor -le suplicó al sentarse.
Se sentía profundamente fatigada aquella mañana, pues no había dormido bien. Sueños interrumpidos que siempre concluían en alguna clase de frustración, un camino por donde marchaba sola y que de pronto, sin razón alguna, terminaba abruptamente en un río por el que se veía nadando sin poder alcanzar la orilla, un niño que lloraba y al que trataba de llegar sin encontrarle… de tales sueños había despertado como sin fuerzas, apagada, sin experimentar su habitual energía matinal.
– En primer lugar, una excepción a tu frase de que los inventos científicos se envejecen a sí mismos. ¡Las matemáticas nunca! Toda matemática, si se hace correctamente, es cierta. Nuevos descubrimientos exigirán nuevas ecuaciones, pero las matemáticas, si son correctas, permanecen ciertas. Hay algo eterno en las matemáticas. ¿Quién dijo…, alguien fue…, que la matemática es la música del pensamiento lógico y que por supuesto, la música es la matemática del arte?
Se había sentado mientras soltaba su torrente de palabras y ella alzó las manos protestando risueña:
– ¡Espera…, espera! Todavía es tan temprano…
¿Sería aquello en lo que él había estado pensando durante la noche mientras ella tejía sus fútiles ensueños?
– Lo siento -replicó penitente-. Pero es que me has mimado demasiado, sabes. Me he acostumbrado a empezar sencillamente allí donde estoy, cuando me encuentro contigo. Anoche, por alguna razón, no podía dormir. Hasta casi pensé en despertarte, pero hubiera sido demasiado egoísta, aunque ya lo soy mucho, bien lo sabe Dios, así que yací pensando en lo que habías dicho y tratando de justificarme en mi elección de tarea razonando la relación entre ciencia y arte… que esta mañana me parece que el arte trata de la belleza y la ciencia de la realidad. Tal vez no seríamos capaces de enfrentarnos a la realidad desnuda sin ver también la belleza. Necesitamos las dos cosas, ciencia y arte.
– ¿En una misma persona?
– Si la persona es lo bastante grande -replicó con firmeza-. ¿Quieres revuelto de huevos?
– Sí, por favor.
…A lo largo del día continuó el dúo verbal en el dar y tomar no planeado que ella tanto empezaba a aprender. Aquel deslizarse dentro y fuera de los efímeros incidentes cotidianos hacia las verdades eternas era algo que no había conocido antes. Había prestado atención a su padre y a Edwin, obediente a su edad y sabiduría, pero guardando para sí sus pensamientos y argumentos. De vez en cuando, durante su vida de estudiante y luego de esposa, había cruzado palabras durante una cena con hombres brillantes, alguna velada interesante e incluso durante algún tiempo se había dejado absorber por su dominante claridad, pero jamás había conocido a ningún hombre, un joven carente de temor como Jared, en su instintivo reconocimiento de ella como mujer pero como igual e incluso a veces superior a 61, cosa que, en vez de tomarlo como invitación, parecía deleitarle. Tal aceptación era nueva para Edith.
La mañana pasaba en amistosa conversación entre largas pausas silenciosas. El conducía y ella contemplaba el variado paisaje. A mediodía, después de una pausa especialmente pronunciada. Jared habló y el dúo se inició de nuevo.
– No comprendo el proceso creador, tanto si pertenece a la ciencia como al arte. Conozco el proceso, por supuesto… mucho tiempo, horas, días o semanas, cuando sencillamente trato de abrirme paso entre una masa de confusión. Mi mente es como un animal frenético encerrado en una jaula, lanzándose de un lado a otro y tratando de hallar la puerta. Y de pronto la puerta está allí. Pero no ha estado todo el tiempo. Aparece sin causa ni razón y me siento inspirado.
– Porque has estado buscando. Has creado tu propia inspiración debido a tu propia exigencia…, supongo que sobre tu mismo subconsciente. Allí es donde acude la mente para hallar su fuente. Es el depósito con que todos contamos, quizás el único. Eso es lo que crea el arte grande… el artista toma de dicho depósito. De otro modo, ¿cómo puede comprenderse el arte abstracto? Sólo tiene éxito cuando expresa en verdad aquella parte del subconsciente que nos es común a todos.
– ¿Cómo es que sabes tanto?
Una vez más se negó a hablar de su edad. Sería vanidad, pero había ciertas cosas en que desde luego era vanidosa. Evitó la respuesta directa.
– Tuve padres inteligentes.
– Es curioso, pero no quiero saber nada de tu marido… o tus hijos.
– No te comprenderían -repuso en voz queda.
– Entonces tampoco tengo yo que comprenderles, ¿no?
– No.
Su respuesta era literal. Ella jamás trataría de explicar el inexplicable hecho de su relación con él. A nadie debía tal explicación. Estaba sola, era libre.
– …He oído los rumores más curiosos acerca de ti -le decía Amelia al día siguiente.
Amelia había acudido en una de sus poco frecuentes visitas por la mañana, generalmente al volver de la peluquería en el centro de la ciudad.
– No me digas -musitó Edith fingiendo indiferencia.
Había llegado a casa la noche siguiente a Navidad y Jared se había despedido nada más dejarla sana y salva.
– La mejor, la más feliz Navidad de que he disfrutado nunca -le había dicho.
Ya se había convertido en costumbre el estrecharla en sus brazos al despedirse, tanto que ella se preguntaba si significaría algo para él, después de todo. Desde luego para ella significaba demasiado, para su propia tranquilidad de ánimo.
– Volveré en Nochevieja -le había dicho él en la puerta.
Ella la había cerrado y sentido la casa vacía a su alrededor, como un caparazón sin vida. Se alegró de ver a Weston que aparecía al fondo del vestíbulo, claramente despertado de su sueño.
– Si me hubiera dicho que venía, señora… -musitó con reproche tomándole el maletín.
– Ni yo misma lo sabía -dijo subiendo.
A solas en su saloncito, no se había acostado de inmediato. Al contrario, había encendido el fuego, siempre preparado, y se había sentado en la butaca que había ante él para revivir los días pasados y para enfrentarse consigo misma. "Tendré que llegar a algún tipo de conclusión -pensó-. No puedo seguir así. Es demasiado difícil. Debo separarme de él… o…, no pudo terminar. En lugar de ello la habían invadido mil recuerdos de él, la expresión cambiante de su vivo rostro, los ojos oscuros, unas veces pensativos, otras interrogantes, su boca, su voz, hasta la forma como le crecía el pelo en la nuca, sus manos firmes, fuertes. Se acostó vencida de deseo y se había despertado sin descanso, para enfrentarse a Amelia.
– Y tanto -le decía Amelia con afecto burlón-. ¡Y no sólo oído! He tenido una carta de Millicent desde California, que a su vez había recibido otra de Tony. ¿Te gustaría leerla? La tengo en el bolso.
– No, gracias. Si Millicent quiere que yo sepa lo que piensa me lo escribirá ella misma.
– Me dice que averigüe lo que pasa -dijo Amelia cerrando el bolso-. Pero que no te moleste o te preocupe. Pero ya me conoces, Edith. Yo no soy capaz de andarme por las ramas…, nunca lo he hecho, sobre todo contigo.
– Así que, ¿qué le has contestado a Millicent? -preguntó, yendo también directa al asunto.
– Le he dicho que hicieras lo que hicieras era asunto tuyo, pero que si los cotilleos eran ciertos, entonces no sólo tenias suerte, sino que eras sumamente inteligente y que cualquier mujer de tu edad te envidiaría. Después de todo, la reina Victoria ya murió, hemos enterrado a los puritanos y ¿por qué van a ser los adolescentes los únicos en divertirse hoy día?
Se hallaban sentadas en el porche encristalado donde el sol irrumpía por las ventanas que daban al este. El jardinero lo había llenado de plantas en flor para Navidad y en medio de tanto calor, luz y color era imposible dejar de sentirse alegre.
– ¿Eso es todo? -le preguntó Amelia.
– Eso es todo.
– Entonces, ¿no hay verdad en los comentarios?
– Jamás hay verdad en los cotilleos.
– Como tú quieras, querida -dijo Amelia poniéndose en pie.
– Gracias, Amelia.
Respondió a la interrogante mirada de su amiga con osadía y decisión. No, no diría a Amelia nada de Jared.
– Así pienso obrar -dijo acompañando a su amiga a la puerta.
…Durante la semana se dedicó con determinación a reconstruir su vida habitual. Presidió tres comités a los que pertenecía, consultó con su abogado asuntos relacionados con impuestos devengados por el testamento de Arnold, se compró un chaquetón de foca con un sombrerito a juego, abrió los retrasados regalos navideños y escribió notas dando las gracias. Las tareas domésticas discurrían como de costumbre, rodeándola con cuidado y atención y dormía bien por las noches posponiendo una decisión. Después de todo, se decía, nadie le había pedido que tomara ninguna decisión. Quizá fuera posible, por qué no, seguir como estaba, dando la bienvenida a Jared cuando llegara a visitarle, aceptando su extraordinaria amistad como amistad y nada más.
Así decidida, dos días antes de Año Nuevo, dio instrucciones después de desayunar.
– Weston, el señor Barnow pasará aquí los próximos días.
– Muy bien, señora. ¿Llegará para cenar?
– Si. Por favor, diga a la cocinera que empiece con ostras frescas. Le gustan.
– Si.
Edith fue al invernadero seguido del comedor y cortó acónitos amarillos y claveles rosas que preparó para el cuarto de invitados. Terminado aquello se quedó mirando a su alrededor, imaginándole allí, dormido en el grande y anticuado lecho, leyendo en la salita contigua. Se sentía tranquila y en ese momento pensaba en él con ternura más que con deseo, aunque sabía que el deseo aguardaba. También pensaba en la soledad del muchacho, no sólo porque no tenía familia más que un viejo tío, sino la soledad más profunda de su mente superior que habitaba regiones distantes demasiado alejadas de las mentes de los demás para un compañerismo corriente. Ella había visto la soledad de su padre, incluso había conocido dentro de sí algo de la misma. Pocas mujeres leían los libros que ella leía o pensaban en los temas que ella pensaba. Si, tenía derecho a aferrarse a tal amistad. Eran dos seres que se comunicaban, pese a la diferencia de sus edades. Quizá la misma diferencia fuera su protección. Si era así, ¡jamás tenía que olvidarlo! Y con aquello, alejó de sí todo menos su alegría, bien inocente, por el regreso de su amigo.
– …¿Te importa que lleve a alguien conmigo mañana?
La voz de Jared, que sonaba aquella noche en el teléfono, parecía formar eco en el tranquilo saloncito. Suponiendo que al día siguiente no se acostaría hasta tarde para despedir al año viejo, había cenado sola y subido a leer una hora antes de acostarse temprano.
– ¿A quién quieres traer?
Suponía que sería a la joven y sintió una punzada de celos ridículos.
– A mi tío, Edmond Hartley. Ha vuelto inesperadamente esta mañana con la extraña idea de que ésta puede ser su última Nochevieja, aunque sólo tiene sesenta y siete años, pero no me gusta dejarle solo. Soy todo cuanto tiene, ya sabes.
– Pues claro, tráele.
Lo dijo con tono animado, pero se sentía fría. Un desconocido, seguramente buen conocedor de las cosas mundanas, observador, ¡alguien contra el cual debería protegerse! Se acostó alterada por lo que creía iba a ser una invasión de la privacidad que existía hasta el momento en su amistad con Jared. Durmió mal y se despertó tarde y pidió que le llevaran el desayuno a la cama. No se apresuró en nada y ya era mediodía cuando se vistió con uno de sus vestidos favoritos de lana azul clara. Fuera el cielo estaba cubierto de nubes bajas y grises y los jardines circundantes a la casa habían adquirido un tono aún más oscuro de gris, donde lo único que se destacaban eran los troncos y ramas desnudos y negros de humedad. Mayor razón, pues, para alegrar la casa; por eso, al bajar, encendió las lámparas y prendió fuego a los leños de la chimenea de la biblioteca.
Hacia las tres, le había dicho Jared, y poco después de las tres vio que su pequeño automóvil asomaba por el amplio espacio entre las columnas de piedra al final de la avenida. Ella había estado esperando en la biblioteca, leyendo sin demasiada concentración, y se sorprendió cuando el propio Jared introdujo a su tío en la estancia. Su sorpresa se debía a que Jared no le había preparado para la visión de aquel hombre guapo y desenvuelto, alto y delgado, de brillante cabello plateado sobre el atezado rostro, una bien recortaba barba blanca y relucientes ojos azules. Se acercó a ella con las manos tendidas y ella sintió cómo se las apretaba con un cálido saludo.
– Ah, señora Chardman, esto es una imposición, una irrupción, pero mi sobrino ha insistido en que tenía que venir con él o de lo contrario se quedaría conmigo, alterando así los planes de usted, cosa que yo no podía permitir. Además, sentía curiosidad por conocerla.
Ella se había recuperado lo bastante para retirar sus manos con suavidad.
– Y ahora yo la siento por usted. Pero estoy segura de que primero querrán ir a refrescarse a sus cuartos después de viajar tanto tiempo en coche. Jared, Weston ha colocado a tu tío en el cuarto contiguo al tuyo. Compartiréis el saloncito.
Así les despidió de momento con una sonrisa y una mirada a Jared y esperó abajo. Las tres era una hora difícil, pensaba, para tener que entretenerles a mitad de camino entre la comida y la cena, y de pronto, las horas que se avecinaban le empezaron a abrumar. Serían tres en vez de dos y así ella no podría dedicarse por entero ni a Jared ni a su tío. Pero Jared ya había bajado solo y se detuvo a apoyar su mejilla contra el cabello de la mujer.
– Te dejo con mi tío. Tengo una cita con un ingeniero. Tenemos que tratar de un asunto, de algo que estoy haciendo. Es un individuo práctico que encontrará los puntos flacos de mis sueños.
– No permitas que te desanime -repuso ella reteniéndole de la mano y mirándole-. No estoy segura de que me gusten las personas que se dedican a encontrar puntos flacos.
– Será bueno para mí y volveré a tiempo de tomar un combinado.
Se llevó la mano de ella a los labios y se despidió, dejándola esperando y medio temerosa.
– …A decir verdad -le confesaba Edmond Hartley unos minutos más tarde-, de no haber sentido curiosidad por usted jamás hubiera tenido la presunción de imponerme de esta forma. -Se había sentado frente a ella, ante el hogar encendido y continuó-: Tiene usted el efecto más extraordinario en mi sobrino, señora Chardman, un… un efecto madurador, supongo que sería la forma mejor de describirlo. De ser un joven de lo más desorientado, sin saber qué elegir como meta de su vida entre una docena de posibilidades (y le aseguro que tendría gran éxito en cualquiera de ellas), está asentándose con una sumamente interesante combinación de todas ellas y aunque es algo de lo que no he oído hablar mucho, parece algo de lo más útil, una especie de ciencia e ingeniería que confieso no comprender en absoluto pero que me parece muy importante. Se parece tanto a su madre, mi hermana Ariadne, y, sin embargo, es tan diferente de ella, que me siento confuso en general y no sé qué hacer; le dejo que actúe por su cuenta y por consiguiente temo no haberle sido de mucha utilidad. Pero usted parece comprenderle tan maravillosamente bien que sabía que tendría que conocerla, aunque sólo fuera para darle las gracias y con la esperanza de conseguir un poco de su sabiduría.
Todo aquello lo dijo con voz dulce, rica en énfasis, actuando con sus hermosas manos y en tanto que sus ojos tan juveniles relucían. Y, sin embargo, a Edith le parecía que toda aquella combinación transmitía una frialdad interior que no podía comprender de momento.
– A mí me gustaría saber más de los padres de Jared -repuso en voz baja.
– Usted sabe apaciguar de forma tan hermosa -dijo él sin venir a cuento-. Ya entiendo por qué dice Jared que siempre puede hablar con usted. Yo no sé escuchar bien. Al contrario, y como bien le consta a él, muchas veces no sé ni de qué me habla. Mis propios intereses son los primitivos poetas franceses y vidrieras inglesas…, vidrieras de catedrales.
– De ninguna de cuyas cosas sé nada. Y si algo he hecho por Jared, nada es en comparación por lo que él ha hecho por mí. Ha dado un nuevo interés a mi vida, cosa que necesitaba sobremanera. Su juventud, su entusiasmo, su energía, sus extraordinarias dotes son… de lo más sorprendentes y desde luego excitantes.
El hombre se inclinó hacia delante y se rodeó las rodillas con las manos:
– Mi querida señora, ¿puedo preguntarle una cosa? Como ya sabe, soy el único pariente que le queda a Jared. ¿Son ustedes, acaso…, amantes?
Vaciló ante la súbita confrontación. Y luego empleó la fina daga que Jared había clavado en su corazón pocos días antes de forma tan inocente.
– Él no piensa en mí de ese modo -fue la apagada respuesta.
– Ah, casi lamento oírselo decir. Es un joven tan solitario.
Mientras observaba el rostro móvil, atractivo, Edith se preguntó si iría a desagradarle aquel hombre.
– Me habló algo acerca de una chica.
– Si, hay una en el horizonte…, muy lejano. La verdad es que Jared no está listo para el matrimonio. Está entregado a su trabajo, como ya sabe, y con todas esas ideas que flotan en su mente…, dudo mucho de que pueda entablar ninguna relación permanente. Me inspira temor, pues vi cómo Ariadne se ajaba bajo la misma clase de… ¿olvido? Barnow, el padre de Jared, era…, bueno, una especie de genio desorganizado. Tenía gran talento, uno de esos seres brillantes de los que todo se espera en la universidad pero que cuando se asoman al mundo práctico hallan que todo su talento se desintegra.
Ariadne estaba loca por él. La verdad es que los dos lo estaban. Ella había sido una bella joven de sociedad. Nuestra familia era…, bueno, ya no importa, pero podía haberse casado con cualquiera y eligió a Barnow. El matrimonio estaba condenado al fracaso desde el principio…, era una joven exquisita, pero mimada,…, oh, sí, ¿cómo iba nadie a dejar de mimarla? Hija única…, éramos sólo los dos y nuestros padres, bueno, no es que importe, pero se llevaron una desilusión con el joven Barnow como yerno. Supongo que el divorcio estaría a la vuelta de la esquina, pero la muerte llegó antes. Barnow iba camino de un interesantísimo trabajo nuevo en algún punto del oeste y Ariadne le acompañaba. Mientras conducían seguramente discutirían. La cosa es que al cruzar las Montañas Rocosas, uno de esos terribles pasos, todavía con hielo al comienzo de la primavera, el coche cayó por un precipicio.
– ¡Qué horrible! -en un susurro.
– Horrible, y yo pensé en demandar a alguien, porque no había parapeto, sabe. Pero me explicaron que era más seguro no tenerlo, sabe, en tales altitudes, pues ninguna barrera resistiría aquellas rocas y la gente podría confiarse, conducir a gran velocidad, mientras que si no había parapeto se darían cuenta de que tenían que conducir con cuidado. Pero ni Ariadne ni Barnow eran capaces de tener cuidado. Sea como sea, la cosa es que Jared quedó a mi cargo como único pariente, pues mis padres habían muerto poco antes de muerte natural, primero mi padre, de alguna cosa cerebral y luego mi madre de puro quererlo, me parece a mí, pues no quería vivir sin él, cosa que nunca le perdoné. Yo le adoraba y detestaba a mi poderoso y dominante padre, quien a su vez me odiaba y volcaba todo su cariño en Ariadne. Pero ¿por qué le cuento todo esto de la familia más confusa y causante de confusión que jamás haya habido? Ah, sí, para explicar a Jared. De modo que ya ve, no tuve más remedio que dejarle crecer a su modo, porque yo no tenía la menor idea de cómo educar a un niño.
– ¿Nunca se ha casado usted?
– No he tenido tanta suerte -respondió con brusquedad.
Edith sintió la básica frialdad de aquel hombre, quizá no tanto una frialdad natural, sino un freno absoluto, impuesto a sí mismo en alguna forma que ella no podía aún entender. Algo había oculto en el hombre; pese a su franqueza era reservado.
– Trágica historia. Me alegro de que me la haya contado. Me ayudará a comprender mejor a Jared.
Tocó un timbre que tenía cerca y Weston apareció en la puerta.
– Eche leña al fuego y tráiganos unas bebidas dentro de media hora.
Ahora comprendía por qué Jared era tan impulsivo y buscaba la vida por doquier. No le habían preparado para nada y, dándose cuenta del vacío del que había surgido, sintió por él nueva oleada de amor y compasión. Se enfrentó a la ascética figura que tenía delante.
– Hábleme un poco de poesía francesa.
– …No sé -decía Jared.
Edith se hallaba a solas con él mientras el reloj se aproximaba a la medianoche y el año viejo se acercaba a su fin. Una hora antes el tío se había levantado.
– Yo no espero nunca el final del año viejo -les había dicho-. A mi edad sólo resulta doloroso. Si me perdonan, les agradezco la agradable velada y me despido.
Se inclinó ante ella y sonrió a Jared.
– Buenas noches… y dulces sueños.
– No sé -repetía Jared-. Él quería venir. Deseaba conocerte. Decía que he cambiado y que quería saber por qué. Le he preguntado en qué había cambiado y me ha dicho que algo se iba cristalizando en mí, lo que sea que eso signifique. Él Lleva una vida de lo más controlada.
– ¿Controlada por quién?
– Por sí mismo. Y me había equivocado al decir que tenía alguna amante. Jamás ha amado a ninguna mujer.
– Te lo ha dicho?
– Sí… cuando le he hablado de ti.
– ¿Qué le has dicho de mí?
– Que estoy perdidamente enamorado de ti. Y me ha dicho que me envidiaba, porque él jamás se había enamorado, es decir, no de una mujer. Y de pronto le he comprendido del todo. Es tan condenadamente… bueno. No quiere aceptar amor más que en los términos más elevados. Por eso prefiere no aceptar ningún amor. Ha vivido sólo con sus libros y sus pinturas. Hasta a los amigos les mantiene a distancia. Incluso a mí.
Ella dejó que la verdadera tragedia de aquello le invadiera hasta dolerle el corazón casi físicamente.
– ¿Apruebas tú el que rechace así el amor sólo porque no es ortodoxo?
– Sí. Sobre todo ahora que sé lo que es el amor. Se miraron largo tiempo a los ojos.
– Y ¿qué es amor? -preguntó Edith.
– Estoy averiguándolo ahora. Cuando lo sepa te lo diré.
Los minutos habían ido deslizándose mientras hablaban y de pronto el reloj de pared que había en un rincón dio las doce. Esperaron en silencio y luego él tendió sus manos y estrechó las de ella. Con la última campanada se inclinó y la besó en los labios.
– Es año nuevo. Un año nuevo en el que puede suceder cualquier cosa.
…Pero durante la noche la mujer despertó y recordó cuanto Jared le había dicho de su tío. En toda su vida, sólo Edwin había sido claro sobre el amor, y como era filósofo, había llegado a convertir el amor en una filosofía. Al pensar en él podía imaginarle declarando a su modo suavemente dogmático que el amor posee multitud de formas, ninguna de las cuales hay que rechazar de plano. Y al recordarle, se vio comparando a los dos ancianos, Edwin, tan libre a su modo dentro de las ilimitadas fronteras de su organizada libertad y Edmond, tan controlado dentro de una restricción impuesta a sí mismo. Cada uno a su modo proclamaba el sentido superior del amor, uno aceptándolo con delicia, el otro rechazándolo y con abstinencia. La diferencia definía la naturaleza de ambos hombres, el uno aceptando gozoso, pese a su edad y delicado estado de salud, el otro desafiante, ocultándose en una bruma de palabras que significaban… ¿qué? Y Jared, ¿cómo sería con él? ¿Le haría más grande o más retraído el amor? Y si lo pensaba bien, ¿qué iba a hacer de ella el amor? Ninguna de aquellas preguntas podía tener aún respuesta. Ella no conocía los limites del amor. Se limitaba a reconocerlo. Y al reconocerlo declaraba al menos su presencia dentro de si. Y ahora la cuestión era qué hacer de él… o para ser más exacta, qué le haría a ella.
Yacía en la oscuridad y el silencio de la noche hasta que, abrumada, encendió la luz de su mesilla de noche y vio que los copos de nieve se agolpaban en la repisa de la ventana y entraban volando con suavidad a depositarse en la alfombra azul. Se levantó, cerró la ventana, recogió la nieve con el recogedor de latón de la chimenea y la echó sobre los leños grises, fríos y muertos. Estaba a punto de volver a acostarse, temblando de frío, cuando oyó pasos que se dirigían al vestíbulo. Escuchó extrañada y luego, poniéndose la bata de terciopelo azul, abrió la puerta. Edmond Hartley estaba en lo alto de la escalera, a punto de bajar, totalmente vestido, cuando la vio.
– No podía dormir e iba a buscar un libro que he visto hoy en la biblioteca.
– ¿Quiere que vaya con usted a ayudarle?
– Mi querida señora, es usted muy amable.
– Un momento -dijo volviendo al espejo para cepillarse el pelo, recogerlo y retocarse la cara con polvos, los labios con color. Vanidad, se dijo a sí misma, pero era vanidosa aun a solas. Salió del cuarto y se reunió con él que la esperaba en la escalera sin dar la menor muestra de haberse fijado en que el azul de la bata hacía juego con el de sus ojos ni de que era, en efecto, una mujer muy hermosa. Con un aire casi de tolerante paciencia dejó que ella le precediera por las escaleras a la biblioteca, donde él atizó el fuego hasta hacer prender las llamas, en tanto que Edith iba encendiendo una lámpara tras otra hasta dejar toda la estancia iluminada para que se vieran los libros en sus estantes, el gran jarrón de flores en la larga mesa de caoba, el rojo rubí de las alfombras orientales, el pulido suelo.
– ¿Por qué no puede dormir? -preguntó Edith sentándose ante el fuego.
Él estaba de espaldas, buscando entre los libros.
– Nunca duermo muy bien -replicó ausente-, y en una casa extraña… ah, aquí estaba el libro que buscaba, una rara edición de Mallarmé.
– Pertenecía a mi padre.
– Pero él era un científico…
– Era de todo -le interrumpió.
– Ah, como Jared.
Se sentó en un amplio butacón frente a ella y abrió el volumen. Luego, sin mirarla, prosiguió:
– He sido la peor persona posible para educar a un muchacho inquieto y brillante. No me he atrevido a quererle… por temor a mí mismo, a quererle demasiado… con un amor ponzoñoso.
– ¿Puede el amor ser ponzoñoso?
El le lanzó una extraña mirada de reojo y cerró el libro.
– Ah, ya lo creo que sí. Lo aprendí muy temprano. Puede decirse que… me condicionaron a ello cuando era muy joven… a través de un hombre mayor.
Sus labios parecieron secos de pronto y se pasó la lengua por ellos.
– Jamás creí que podría decírselo a nadie. Pero quiero que… usted sepa… por qué nunca he permitido que Jared… esté cerca de mí.
Alzó sus oscuros ojos y en ellos Edith vio un desesperado ruego de que le comprendiera.
– Le comprendo -dijo con dulzura-. Lo comprendo. Y creo que ha sido usted muy noble al… emplear tal control, tal freno, tanta reverencia hacia el verdadero amor. Le respeto a usted mucho.
– Gracias. Gracias. No… no sé si nunca me han hablado así antes. Pero nunca he querido hacer nada… o que pareciera que lo hacía… que torciera el… el sentido del amor para Jared. Pensé que sería mejor dejarle crecer sin que observara ninguna expresión del cariño que siento hacia él en vez de imprimir en su ser una imagen falsa del amor. La imagen del amor se distorsiona con tal facilidad… se deforma… se pervierte en cierto modo, de forma que nunca vuelve a aparecerse como es, la única razón de vivir, el único refugio, la única fuente de energía y crecimiento espiritual. El verdadero poder del amor… la fuerza más poderosa de la vida… hace que el amor, cuando es torcido, pervertido, incluso cuando se da a quien no se debe, produzca los mayores sufrimientos de la vida.
Hablaba con tal sinceridad, desde tan dentro, que ella le vio con otros ojos, como un hombre de sentimientos profundos y dolorosísimos y quedó en silencio ante él.
– Enséñele, querida mía -le instó el anciano-. Enséñele lo que es el amor. Sólo una mujer puede hacerlo… una mujer como usted.
– Lo intentaré.
– …Quiero que te vengas a Nueva York a ver cómo marcha mi mano -le dijo Jared por teléfono.
Edith se hallaba en su escritorio una hermosa mañana de primavera; los rododendros que veía desde la ventana mostraban ya matices rosa y púrpura. Al extremo opuesto del césped otros arbustos mostraban sus últimas flores de oro y su brillo agonizante destacaba contra el fondo oscuro de las coníferas.
– ¿Por qué voy a tener que ir a Nueva York? Ya sabes que esa ciudad no me gusta.
– Lo sé, pero es que de verdad resulta maravilloso ver cómo funciona la mano, tanto que el hombre va a volver pronto a su casa. Además, te dará motivo de conocer a mi gente.
Para entonces ella ya sabía bien que cuando él hablaba de «mi gente» se refería a las personas que necesitaban los instrumentos que él diseñaba para sustituir a los pies, manos, ojos, corazones y riñones que podían perder o habían perdido. Apenas le había visto en los meses transcurridos desde que su tío y él pasaran con ella la Nochevieja, pero sus largas conferencias, generalmente a medianoche y últimamente sus cartas breves le acercaban a ella. ¿Y ella? Le parecía no haber hecho otra cosa que tocar el piano de cola en el salón de música, acudir a algunas reuniones de los comités, a cenas y conciertos y esperar a que él escribiera o le llamara. Ya no se ocultaba el hecho de que él absorbía toda su vida interior y todos sus pensamientos, de modo que cuanto hiciera tenía poca importancia en comparación con la necesidad de estar en casa cuando él llamaba. Tenía que encontrarla siempre allí, preparada para todas sus necesidades. Cuando él escribía, ella le contestaba de inmediato y en esta comunicación, remota e íntima a un tiempo, empezaron a utilizar términos cariñosos que pudieran haber prendido una llama de haber estado frente a frente. Pero en papel, con tinta, hasta las palabras «queridísimo» parecían frías.
– Es martes -le decía él-. ¿No podrías venir mañana? Cenaríamos juntos… hasta podríamos ir a bailar. Nunca lo hemos hecho. Curioso, jamás había pensado en ello. Hay siempre tanto que hablar cuando estamos juntos. ¿Hacia las tres? Nos veremos en el centro de rehabilitación… ya sabes la dirección.
– Mañana a las tres -le prometió.
¡Qué absurdo, pensaba ella cinco minutos más tarde, terminada la conferencia, que ya estuviera pensando en qué ponerse! Se decidió por el traje gris pálido con abrigo a juego, de tela delgada, corte gracioso que le sentaba a la perfección, con sombrero, zapatos y bolso del mismo tono casi plateado, todo ello como un envoltorio para las joyas de jade color verde manzana que Arnold le comprara en HongKong durante el último viaje que hicieran juntos alrededor del mundo. Así ataviada salió de casa al día siguiente después de comer, con su chofer todo elegante en un nuevo uniforme negro. Aunque habituada al lujo de su vida, se sentía especialmente dichosa, como si volviera a ser joven, como si fuera a reunirse con el amante que nunca había tenido. Alejó de su mente cualquier pequeña preocupación de su vida y se dejó llevar de su sentimiento de plena felicidad. Durante unas horas estaría con Jared, a quien ahora sabía que amaba como nunca había amado a nadie, de forma que se sentía cambiada y glorificada por el amor. Hiciera lo que hiciese, ¿cómo podría ocultarle la verdad? ¿Por qué iba a tener que ocultarla?
– …Preciosa,¿verdad? -le preguntaba Jared orgulloso.
Se hallaban en una sala rectangular, desnuda de decorado, pero clara con el sol de la tarde que entraba a torrentes por las ventanas sin cortinas. A lo largo de las paredes había estrechas camas de hospital, cada una de ellas ocupada por hombres con diversas amputaciones. Entre todas no había un solo hombre completo, se fijó Edith al mirar alrededor. Sólo Jared era perfecto, cruelmente perfecto, pensó, y había que dar crédito a aquellos hombres pálidos sentados o tumbados, por no demostrar odio en sus cansados rostros.
Lo que Jared llamaba «preciosa» era de hecho el objeto más horrible que Edith viera jamás, un instrumento de dos dedos en un brazo de metal recubierto con una superficie de goma del color de la carne humana.
– Déjame ver cómo funciona -le respondió.
– Demuéstreselo -ordenó Jared.
El hombre, muy joven, que tenía el instrumento fijado bajo la camisa, obedeció. Los dos dedos se movieron, por separado y juntos, como un índice y un pulgar.
– Ahora cójale de la mano.
Edith dominó el impulso de apartarse de su alcance y dejó que los dos dedos de goma le tornaran la mano con suavidad.
– ¿Siente su mano, lo suave que es, lo blanda? -preguntó ansioso Jared al hombre.
– Ya lo creo que la siento -repuso éste guiñando con guasa.
Edith se echó a reír y al punto todos los hombres de la sala rieron también y ya no le importó el tacto de los dedos de goma, el índice que le acariciaba la palma de la mano.
– Ya basta -dijo Jared-. No hay que llevar las cosas al extremo, por buenas que sean.
Reía también al hablar, pero Edith observó que se sentía orgulloso.
– Tienes derecho a sentirte orgulloso -dijo retirando la mano con dulzura.
– Gracias… también yo estoy contento. Este chico… perdió el brazo derecho en Danang, ¿verdad Bill?
– En Danang, sí señor. Fui a coger lo que parecía un racimo de plátanos y de pronto explotaron…¡bang!
– Bueno, lo que hemos hecho juntos ayudará a muchos otros también. No lo olvide, ¿eh, Bill?
– Seguro.
Jared y Edith se alejaron de los heridos y ya en el corredor ella suspiró, olvidando por un instante todo menos el rostro tenso, el cuerpo delgado como un esqueleto del hombre de la mano.
– Es tan joven, Jared.
– Aún no tiene veintiún años, y no sé de una alegría mayor en la vida que la de ver que esa mano artificial funciona.
Absortos en la alegría común, se olvidaron de sí mismos.
– ¿Cuánto es capaz de sentir en realidad? -preguntó ella-. ¿Cuánto es producto de la imaginación de ese chico?
– Verás, cariño -sonrió Jared-, yo diría que en su vida ha sentido muchas manos suaves y la memoria ayuda a la imaginación, estoy seguro… y por supuesto, la vista. ¡Tu mano parece suave, sabes! Pero parte es real… la presión de un material blando contra la carne tibia. Ah, sí, gran parte es lo bastante real como para transmitir cierto placer.
Qué pena, pensó ella, que la palabra de afecto que él había utilizado sin darse cuenta al parecer hubiera llegado a usarse con tanta frecuencia que ya carecía de sentido. ¿Carecía de sentido? Pero él jamás se lo había dicho antes. Calmó el súbito latido de su corazón y habló en voz queda.
– Espero que muy pronto conozca alguna chica que sea capaz de saber lo que la mano que tú le has hecho puede sentir. Entonces a ella también le parecerá algo hermoso.
– Así lo espero.
Jared se detuvo ante una puerta, sacó una llave del bolsillo y la metió en la cerradura.
– Este es mi laboratorio. ¿Te acuerdas que te dije que quería trabajar en un estetoscopio? Pues ya lo estoy haciendo.
Abrió la puerta y entraron. Era una estancia bastante grande, llena de delicada maquinaria y a un extremo, bajo las ventanas, había una mesa de trabajo recubierta de cromo. Sobre ella una complicada pieza de maquinaria.
– No entiendo nada -dijo ella.
– Es un método para comprobar estetoscopios. Sabrás que es muy importante que un estetoscopio observe con exactitud y transmita con claridad. Lo que oye no tiene que ir deformado por alguna vibración, por ejemplo. Para ello he diseñado un micrófono monitor, ésto de aquí, pero entonces el oído del que escucha debe oír perfectamente. He diseñado un oído artificial… no se parece como a una oreja de verdad ¿eh? Pero oye… es decir, con un sistema así, ¿cuánto oye en realidad? ¿Hasta dónde? ¿Con qué claridad? Pero he tenido que verificar también el oído artificial con otro hecho de distinto material y, por supuesto, todo hay que comprobarlo una y otra vez. Utilizo grabaciones de la cavidad pectoral humana… corazón, respiración, etc…
Ella le escuchaba, siguiendo ahora bastante bien lo que le decía, pero en tanto que su cerebro comprendía, otra parte más sutil de su ser se sentía tensamente consciente de su proximidad física, de sus manos que se movían por la maquinaria al tiempo que demostraba su funcionamiento, de la voz que era música para los oídos de ella, el perfil recortado contra las paredes grises, todo su ser dinámico absorto en las palabras del hombre. Una oleada de alegría invadía su interior. Se sentía viva como jamás se sintiera antes, ni siquiera en su juventud. Estaban juntos y contaban con horas brillantes por delante.
…Horas más tarde estaba en sus brazos. Bailaban entre un plato y otro en un restaurante famoso, un lugar a donde era costumbre acudir después del teatro, por lo que no estaría lleno hasta después de medianoche. Habían acudido a él temprano, pero la orquesta ya tocaba un vals lento.
Me alegro -dijo ella-. No soy capaz de bailar los ritmos modernos. No sé bailar sola.
– ¿Y quién quiere bailar solo? -replicó él.
El propietario acudió a saludar a Jared por su nombre.
– Es un amigo de mi tío -explicó el joven Edith.
– Me gusta tu tío.
Charla ligera, pero aquella noche Edith no tenía ánimo para hablar en serio. Ambos estaban demasiado al borde de algo desconocido, un paso más el uno hacia el otro, paso que ella no sabía si deseaba dar, ni siquiera si podría detenerse una vez iniciado.
– ¿Por qué me dices ahora que te gusta mi tío? -preguntó Jared al ocupar sus asientos.
– No sé, porque me he acordado de él. Tal vez porque le tengo lástima.
– Él es feliz.
Edith se daba cuenta de que Jared se sentía como inquieto, y no le dijo que se había acordado de su tío por que le compadecía, por no poder sentir la alegría que ella experimentaba.
– Bailemos -dijo Jared agitándose.
Se levantó y la condujo a la pista. Hacía mucho que no bailaba, pues a Arnold no le había gustado bailar y desde su muerte ella no había salido. Ahora, bajo la maestría de Jared, respondía con su propia delicia subrayada por el placer del nuevo amor.
– Bailas maravillosamente -le dijo él.
Apoyó con suavidad la mejilla en el cabello de la mujer y ella se plegó, en tanto que contenía las palabras de amor que esperaban, impacientes, a ser pronunciadas. A su alrededor empezaron a salir algunas parejas, pero a la tenue luz no reconoció a nadie más que a un hombre que les habló al pasar con una joven rubia en sus brazos.
– Hermosa pareja tienes, Jared.
– Gracias, Tim -repuso con frialdad, alejándose. Y añadió fingiendo fastidio-. Ojalá no hicieras que hombres mayores que yo me envidiaran.
– Pero sí está con una chica preciosa -rió ella.
– ¿Quién quiere una chica preciosa? Además, no me he fijado. Sólo te veo a ti.
El encantamiento de la velada continuaba. Volvieron a la mesa y guardaron silencio mientras comían, hasta que él volvió a levantarse para invitarle y juntos volvieron a la comunión del baile, él estrechándola hacia sí, ella plegándose a sus movimientos. Peligroso, se decía, peligroso, pero indescriptiblemente dulce. No tenían que hablar, sólo dejarse unir por la lánguida delicia de hallarse juntos, reunidos por el ritmo y el movimiento de la música.
Al final ella empezó a asustarse de sí misma y de él. Una prudencia interior le frenaba. Tenía que romper el hechizo ahora, antes de que fuera demasiado tarde, vencida por su propio deseo, antes de dejarse conducir a una soledad cuando, a solas con él, ya no pudiera controlar su anhelo. Era casi medianoche y la gente que venía del teatro empezó a llenar el comedor.
– Tengo que irme a casa -dijo al terminar la danza, en tanto que la orquesta efectuaba una pausa para descansar.
Jared se separó de ella de mala gana, reteniéndola aún por la mano.
– ¿Por qué?
– ¿Por qué? Porque tengo que hacerlo.
Él se quedó callado, muy callado. Pagó la cuenta y la acompañó al auto de ella, que esperaba a la puerta. Estaba tan silencioso, con rostro tan grave al mirarla en la oscuridad de la calle que Edith se preguntó si le habría herido sin querer. Veía sus ojos turbados, o así le pareció, al esperar un momento mientras ella se ponía cómoda en el asiento.
– Buenas noches -dijo Edith-. Ha sido una velada maravillosa.
– ¿Estás segura? ¿No he sido egoísta al retenerte sólo para mí?
– Era como yo deseaba estar.
Sus ojos se unieron en un intercambio largo, sostenido, una comunicación. Más pronto o más tarde, se dijo para sí, tendrían que ponerlo en palabras.
…Al día siguiente se levantó con el ánimo decidido. El día transcurrido en Nueva York había sido una doble revelación. Había visto a Jared en su trabajo y se había vista a sí misma como una mujer enamorada. ¿Qué tenían que ver ambos aspectos entre sí, si es que había algo? Por supuesto que había algo entre ambos, se decía. Por supuesto que el amor tenía para ella un sentido, un significado. Pero para él… ¿qué? Incluso antes de levantarse de la cama, incluso en el mismo momento de despertarse por la alegría y los cantos de los pájaros que había en la hiedra inglesa que trepaba por las paredes junto a su ventana abierta, ya había empezado a hacerse preguntas. Permaneció tendida unos minutos, cerrados los ojos. Debía efectuar una pausa, se dijo, debía pensar en qué hacer de sí misma, incluso de Jared. El tiempo de guardar luto por Arnold, incluso por Edwin, había terminado. Otra primavera había llegado, otro amor, una nueva vida estaba a punto de empezar. Pero ¿cómo iría a ser aquella nueva vida? Aún estaba en su mano el decidir, aunque tan obsesionada estaba por Jared que quizá ya no estuviera más en su poder si volvía a verle, sin recibir más fuerzas de una decisión. Se sintió abrumada al darse cuenta de su propia debilidad. «Soy capaz de cualquier cosa», se dijo con atónita desazón. «Soy totalmente capaz de seducirle. ¡Y temo que eso es lo que haría! Si estuviéramos solos en algún sitio una tarde, hasta en esta misma casa, lo haría. Y él no se resistiría. Ya ha pasado más allá del punto de resistencia. Ya empieza a pensar en mí de esa forma.»
Se daba cuenta de que en su razonamiento había una doble naturaleza. Una se deleitaba en la posibilidad de la seducción, oh, sí, una seducción tan hábilmente llevada a cabo que parecería como si él fuera el agresor y ella quien se doblegara. ¿Y la otra? En aquel momento le parecía tan vaga, tan tenue como un fantasma. El sol de la mañana brillaba con demasiado calor en el lujoso dormitorio, la cama era demasiado blanda, su cuerpo demasiado listo de sano deseo. Sólo era capaz de pensar en la noche anterior cuando, ceñida contra él, se habían movido como uno solo en los lentos pasos de la danza. Por un momento se sometió al deseo; luego, incapaz de soportar su soledad, echó a un lado la ropa de cama y se levantó.
¡Aquel ritual cotidiano de cuidar de la carne! Se situó ante el espejo, se retorció el largo cabello en lo alto de la cabeza, lo sujetó con horquillas, dispuesta para la ducha. Luego se inclinó hacia adelante para examinar su imagen. Aún resultaba bella por las mañanas, pero ¿seguiría siempre igual, la vería él siempre así? Sin maquillaje aún poseía color, sus labios eran de un rojo suave, las mejillas tenían cierto rubor, los ojos eran azules bajo las cejas levemente marcadas. Tenía hermosos ojos, la gente siempre se fijaba en ellos y al verse, le parecía contemplar a otra mujer que había despertado a una nueva clase de vida, cambiando el frío exterior, desaparecida la calma, una mujer trémula, interrogante, tímida, quizá confusa o no lo bastante osada. Era ella, y volviendo a mirarse sintió miedo. Se apartó de la imagen y se apresuró a volver a la rutina de bañarse y vestirse, de tomar el desayuno como de costumbre en la mesita preparada para ella sola en el ventanal del comedor, servida por Weston con grave silencio mientras bebía el zumo de naranja y comía su habitual huevo hervido con tocino y una rodaja de pan integral sin mantequilla.
– La cocinera me pregunta si desea mollejas para el almuerzo, señora -dijo Weston cuando ella hubo concluido.
– Muy bien -musitó sin importarle, y se dirigió a su escritorio en la biblioteca. De un cajoncito sacó los planos de la casa junto al mar, la casa que tal vez levantaría o no un día. ¿Cómo iba a saberlo? Todo dependería de la mujer que iba a vivir en ella, sola o no.
Pasó la mañana con los planos, rematándolos hasta el último detalle de puertas y ventanas. Luego, como el día seguía siendo hermoso, ordenó que la sirvieran la comida en la terraza y allí, resguardada por las altas coníferas que la ocultaban incluso a los agudos ojos de Amelia, se sentó a pensar mientras comía, deteniéndose de vez en cuando a echar un poco de pan a una ardilla que la miraba con penetrantes ojillos negros. Terminada la raja de melón de postre, se levantó, y decidida, dio las órdenes pertinentes.
– Weston, diga por favor al chofer que traiga el coche dentro de media hora. Voy a ir a Colinas Rojas, en Jersey.
– Si, señora.
…Junto al mar el aire fresco todavía. Dejó el coche y al chofer en la carretera y caminó por las dunas a lo alto del acantilado donde empezaban las rocas grises. Se sentó sobre un tronco curtido a todos los vientos, un pino retorcido que alguna tormenta había arrancado y abandonado. El mar se movía en breves olas con rizos de espuma blanca bajo el cielo azul. Allí en la orilla el mar era azul sobre las profundidades verdes, pero hacia el horizonte adquiría un tono púrpura más profundo. Edith estaba sola, quería saborear su soledad, sumirse en su hondura, en su profundidad sin límites. Porque aquél era el mal de amar a un hombre como ahora sabía que amaba a Jared. El amor hace que el que ama se sienta solo sin el ser amado, una soledad eterna que nada puede llenar hasta volver a estar con el amado. Se apartó de toda otra presencia. ¿Cuánto tiempo hacía desde que fuera al encuentro de sus antiguas amistades? Ni siquiera a Amelia había visto en varias semanas. Había rechazado todas las invitaciones, había contestado con impaciencia las llamadas telefónicas, se había emparedado con su propia obsesión del amor. Pero la noche anterior se había obligado a ver claro. Así no podía continuar. Pero ¿hacia dónde dirigirse para cambiar? ¡Pregunta sin respuesta!
Suspirando se puso en pie. De pronto deseó bajar de aquel alto. El lugar era demasiado solitario, así colgado entre mar y cielo. Bajaría. Descendería por la destartalada escalera a echarse en la blanca arena de la playita. Asomándose al borde del acantilado vio una pequeña cueva bajo la roca. La marea era baja, la arena estaría seca y caliente, sin duda del sol. Allí se ocultaría. Allí podría escapar. Miró al coche que estaba en la carretera. El conductor dormía tras el volante, la boca abierta, la gorra ladeada. Ni él siquiera sabría dónde había ido.
Bajó los escalones, asiéndose a la endeble barandilla y puso los pies en la suave arena blanca. La cueva quedaba a unos centímetros de altura sobre la playa y entró; era un lugar abrigado del viento. Se quitó el abrigo, lo dobló a guisa de almohada y se echó en la cálida arena. La roca que quedaba encima proyectaba suficiente sombra para protegerle cabeza y hombros, pero el aire era fresco, de modo que el calor del sol sobre el cuerpo resultaba aún más agradable. Suspiró, se relajó y se sintió calmada y oculta. Una hora de descanso le sentaría bien. Había dormido mal la noche anterior, despertando a menudo. Antes de darse cuenta se había evadido en un sueño profundo, mecida por el chapoteo de las olas.
…Se despertó súbitamente al oír su nombre una y otra vez.
– ¡Edith…, Edith…, Edith!
Abrió los ojos despacio, los alzó hacia la dominante roca y no pudo recordar dónde estaba.
– ¡Edith…, Edith!
Sentóse y se sacudió la arena del pelo. Tenía los pies húmedos, en el agua. Y era la voz de Jared la que le Llamaba. Bajaba corriendo las escaleras.
– ¡La marea ha vuelto, querida estúpida! No podía verte hasta que te has movido. ¡Cómo has podido hacer una cosa así! ¿Cómo has llegado sola hasta aquí? ¿Dónde tienes el auto?
Se enrollaba los pantalones preparándose para vadear hasta ella.
– Quítate medias y zapatos. El agua Llega sólo como hasta las rodillas, pero unos pocos minutos más y… ¡gracias a que el día está tranquilo! Pero la marea está subiendo, la cueva se hubiera llenado…
Ella se quitó las medias y luego, con los zapatos en la mano, fue cruzando el agua hasta él. Antes de llegar a mitad de camino Jared había llegado hasta ella y, rodeándola con sus brazos, la condujo a los escalones.
– Sube lo más de prisa que puedas -riñó-. No, esperaré a que hayas llegado arriba. Esta escalera no soportaría el peso de los dos y no tengo ganas de escalar el acantilado.
Esperó, en tanto que la marea se arremolinaba a su alrededor hasta que ella subió y llegó a tierra firme. Luego subió a su vez con el calzado en la mano y se colocó ante Edith. Estaba pálido y furioso.
– Podías haberte quedado ahí copada -gritó.
– Sé nadar -respondió con humildad y sentándose en una roca se fue poniendo las medias mientras él la contemplaba, siempre enfadado.
– He ido a tu casa. Weston me ha dicho dónde estabas. ¿Dónde está el condenado de tu chofer?
– Probablemente preguntándose dónde estoy y habrá ido a decir que he desaparecido, o algo por el estilo.
– Tienes unas piernas y unos pies muy bonitos -dijo él de pronto como si no le hubiera oído.
– Ya me lo han dicho. -Una vez vestida se atusó el pelo-. He perdido el sombrero.
– Qué importa un sombrero -gruñó Jared.
– Nada, dadas las circunstancias, sobre todo cuando no hay nada que hacer. La marea se lo ha llevado. Les interrumpió el regreso del coche acompañado de otro de la policía.
– Ha vuelto -gritó el chofer al agente. Los dos autos se detuvieron y el policía salió y se les acercó.
– Lo siento -dijo ella con su mejor sonrisa-. He sido muy tonta y me he quedado dormida en la playa. Mi amigo, el señor Barnow, ha aparecido a tiempo de rescatarme.
– Antes de que se ahogara -intervino él.
– Antes de que me ahogara.
– ¡Ya podía usted haberse asomado al acantilado! -reprochó el agente al chofer.
– Ni se me ha ocurrido.
De súbito, Jared perdió la paciencia.
– En tanto que ustedes dos deciden qué hacer, yo llevaré a la señora Chardman a casa en mi auto. Venga, señora Chardman.
Edith se levantó sintiendo una extraña paz, le acompañó y juntos se alejaron.
– …¿Por qué no me preguntas a qué he venido? -dijo Jared.
Habían guardado un largo silencio durante la temprana cena en un hotelito del camino, silencio que ella no deseaba quebrantar. La verdad es que nada tenía que decir. El calor del sol, ya casi oculto ahora, el aire suave que entraba por la ventana abierta, la brisa del mar, fragante y húmeda, la dicha de hallarse con él, cualquiera que fuera la razón, le hacían sentirse de un humor lleno de gozo.
– ¿A qué has venido? -preguntó casi con pereza.
– No lo sé. Tenía que hacerlo…, no podía hacer nada más…, quiero decir, bien. Me has alterado. No puedo trabajar…, desde anoche. No hago sino pensar en ti, en tu aspecto, el sonido de tu voz, la forma en que andas. Bailas mejor que nadie que haya conocido jamás…, con gracia. No sé explicártelo…, es una especie de gracia que se pliega. No puedo olvidarlo. Jamás me he sentido así antes. ¿No vas a decir nada?
– ¿Qué puedo decirte? Sólo que me siento feliz, maravillosamente feliz. No…, no creo que he sido nunca tan feliz…, no de este modo. -La voz se apagó en un susurro.
– ¿De qué modo?
– Si supiera te lo diría -dijo con sencillez.
Volvieron a callar. Ya en el auto iban dejando millas atrás. Edith no sabía en qué pensaría él, con su serio y bello perfil, fijos los ojos en el camino. Pero tampoco sabía en qué pensaba ella. Quizá no fuera siquiera pensamiento, sólo sentimiento.
Mucho después del ocaso, con la creciente oscuridad, él detuvo por fin el auto ante la casa de Edith. Weston, que andaba cerca de la puerta, la abrió al oír el coche.
– No he sabido qué hacer de la cena, señora, al no tener sus instrucciones.
– Ya hemos cenado y el señor Barnow se quedará a pasar la noche…, por lo menos, ¿es así? -dijo volviéndose a Jared que asintió.
– Si no te importa.
– Por supuesto que no. -Y de nuevo a Weston-. Tráiganos café y licores a la biblioteca. Yo subiré a cambiarme.
Subió las escaleras exultante y temerosa. Lo que fuera a suceder sucedería. No alejaría lo inevitable, aunque no sabía qué iba a ser. Se plegaría, se sometería. Aceptaría cualquier cosa que él le ofreciera; cualquiera que fuera el costo lo pagaría. Luego, siguiendo un impulso que no lograba comprender, no se esforzó por parecer más joven de lo que era. Se retorció el pelo con descuido sobre la cabeza, no se maquilló, sino que dejó que su piel pareciera natural y quemada por el sol y el aire del mar. Escogió un viejo vestido verde, se lo metió por la cabeza y no se detuvo a mirarse al espejo. Así era ella, una mujer quemada del sol, ruborizada, de aire descuidado y pies desnudos metidos en sandalias plateadas. Tenía cuarenta y tres años y él tenía que verla así. Si se echaba hacia atrás, sería su destino. Pero ¿y si no lo hacía? Se negó a considerar la posibilidad. ¿Para qué hacer planes sobre algo imponderable? Un instinto perverso, que sólo duró un instante, le hizo desear verse rechazada, para así librarla de la necesidad de tomar una decisión. Vaciló ya en la puerta, luego la abrió y bajó.
…Jared la esperaba en la biblioteca. Volvió a vacilar antes de entrar, ansiosa y, sin embargo, con temor. Por fin abrió despacio y sólo un poco, pero él estaba pendiente. Cruzó rápido la estancia, cerró la puerta y de espaldas a ella la tomó en sus brazos, besándole impetuoso una y otra vez.
– Cuando pienso en lo que podía haber sucedido -musitó.
Ella se dejó abrazar, sometiéndose, aceptando, respondiendo con todo el cuerpo. Luego, al cabo de un momento, se apartó.
– Al parecer no estaba escrito que muriera.
– No, si es que yo podía hacer por evitarlo.
Cogidos de la mano se dirigieron al sofá ante el cual Weston había colocado en una mesita los licores y el café. Ella lo sirvió, con manos que le temblaban un tanto, cosa que Jared observó.
– Estás temblando.
– Supongo que ha sido un pequeño susto.
– Yo desde luego me siento estremecido. -Sin tocar el café ni la copa siguió hablando-. Tengo que decírtelo. Me siento totalmente confuso. Me hallo ante una situación completamente nueva. Estoy en deuda contigo. Ya no soy un hombre libre. Nunca en mi vida me he sentido comprometido con nadie hasta ahora. Jamás me han poseído. Pero ahora sí. Ni siquiera estoy seguro de que me guste. ¿Qué hace un hombre que se siente poseído por una mujer? Sólo sé que me casaría contigo esta noche… ¡si pudiera!
Ella le escuchaba, clavados los ojos en él. Jared no pensaba en ella, de eso Edith se daba cuenta. Pensaba en sí mismo, preso en la maraña de su deseo hacia ella, resentido porque empezaba a darse cuenta de cuánto la amaba. La deseaba físicamente y se horrorizaba de ello. Y, sin embargo, con sólo extender su mano, con sólo tocarle, sería suyo. Si le acariciaba la nuca, si le ponía la mano en la curva del brazo, si le miraba siquiera la esbeltez de su cintura o su muslo, sería suyo. Por eso mantenía los ojos bajos, se negaba a su propio deseo y, por razones que no llegaba a entender, pero que no tenía que ver con ella, sino sólo con él, se puso a hablar casi incoherente de una parte íntima de sí que, aunque no la comprendía, quería que él conociera.
– ¡Ayer fue un día maravilloso, Jared! Te vi como nunca te había visto antes. ¡Y yo creía que te conocía! La verdad es que hemos pasado mucho tiempo juntos, ¿verdad? Y, sin embargo, fue necesario que te viera ayer, que te viera con aquel inválido, para hacerme ver lo que eres en realidad… un científico, sí, y mucho más…, un hombre brillante pero compasivo, fuerte pero dulce. Te amo, claro que te amo…, ¿cómo puedo evitarlo? Pero tan sólo ayer me di cuenta de ello. Siempre te amaré. Y me siento tan agradecida por ello. Una vez, hace tiempo (o al menos lo parece), un anciano muy querido, un hombre muy grande, me amó. Y me hizo un gran honor. Me dijo que su amor por mi le mantenía vivo…, no sólo con vida, sino vivo, para que su cerebro retuviera la claridad y pudiera seguir trabajando. Aquél, me enseñó, era el gran servicio del amor…, que da vida al que ama igual que al amado. Jamás he olvidado lo que me enseñó… acerca del amor. -Guardó silencio un momento. Luego repitió en voz baja lo que había dicho-. El amor me hace no sólo vivir, sino tener vida.
El se levantó dirigiéndose a las altas ventanas y se quedó mirando pensativo el jardín en sombras. La luna joven asomaba por las puntiagudas coníferas del fondo.
Edith siguió, como si hablara para sí.
– Soy lo bastante mayor para darme cuenta que el que me ames es… un milagro. No lo entiendo…, sólo puedo aceptarlo y sentirme agradecida. Hace que mi vida sea hermosa. Me hace desear serte útil de alguna forma. Quiero verte mi vida en la tuya, para que seas cuanto sueñas ser…, para que hagas cuanto sueñas hacer, cosa que serías y harías sin mí, por supuesto, pero quizás, al amarte como te amo, te haga creer más en ti de lo que creerías solo… Quiero decir, sin mí en este momento de tu vida, ya que por supuesto habrá muchas otras personas, sobre todo una por encima de las demás…
Se interrumpió para no romper en llanto. Le sonrió. Alzó la copita de «Bénédictine», tomó un sorbito y la dejó. Le habían brotado las palabras de una fuente interior desconocida; tampoco sabía por qué había pensado en Edwin. Pero volvía a ser ella misma, su auténtica personalidad y tenía que esperar a comprender aquello también. Tenía que contentarse con esperar.
El se le acercó despacio, deteniéndose a mirar un libro en la estantería, a contemplar un cuadro de la pared. Por fin llegó junto a ella.
– Dime. ¿Por qué fue ayer tan importante?
– Porque vi el hombre que debes llegar a ser. Y no haré nada por impedir que lo seas.
…Sola de nuevo, arriba, en su cuarto, se sintió agotada y, sin embargo, descansada. No sabía cómo le habían surgido las palabras, pero habían brotado de lo más íntimo de su ser. Pero ahora, al recordar aquellos momentos, se daba cuenta de que por un breve instante, como en una visión, había visto uno al lado del otro al hombre que había conocido el día anterior, el hombre seguro de sí, absorto en su tarea, experto en su trabajo y sabedor de que la hacía bien y satisfecho por ello, y al hombre que había visto hoy, alterado, confuso, abrumado por su descubrimiento de que la amaba. Los dos hombres, que eran el mismo, habían hecho que pronunciara palabras que no había sabido tenía dentro de sí, pero que esperaban a ser dichas, y al decirlas habían delineado la decisión que no había sabido hacer. Entre ambos hombres tenía que escoger y había escogido.
Se habían separado casi inmediatamente, conscientes de estar exhaustos, y aunque ya en la puerta de su cuarto él la había tomado en sus brazos para besarle, beso al que había correspondido, lo habían hecho con suavidad tanto al darlo como al recibirlo, y Edith supo que ninguno de los dos abriría aquella noche la puerta. Lo que ahora tendría que hacer sería decidir qué papel iba a desempeñar en su vida. Porque le amaría siempre. De ello estaba segura. Así, sabiéndolo, ¿cuál era la plenitud del supremo amor? ¿Qué podía ser sino la plenitud del ser amado?
Descargada de su tensión interior durmió bien y despertó tranquila y descansada. Permaneció en cama un rato, mirando los rayos de sol que cruzaban el suelo desde las ventanas que daban al oriente. No sentía prisa, había desaparecido su sentido de urgencia, y cuando al fin se levantó y se preparó para enfrentarse al día, no se sorprendió al ver a Weston al pie de la escalera.
– El señor Barnow se ha marchado esta mañana temprano, señora. Le ha dejado esta nota.
– Espero que le haya servido el desayuno -le dijo con una serenidad que le sorprendió a sí misma.
– Sólo ha querido café, señora -respondió Weston acompañándole al comedor.
Ella fue, pero no directamente, sino que salió unos momentos a la terraza a respirar profundamente el fragante aire matinal. Las robinias estaban en flor y su aroma atraía a las abejas. Años atrás, cuando era una niña, su padre había encargado que pusiera colmenas al fondo del jardín, con la teoría de que la miel era el dulce más sano para los niños, y luego había plantado robinias, que ahora eran gigantes de arrugados y negros troncos bajo las ramas cargadas de flores blancas. Había conservado las colmenas como tierno recuerdo y cada otoño el jardinero sacaba cajas de clara miel blanca, todavía fragante con olor a robinias.
Siguió contemplando unos minutos la avenida de árboles al fondo de la cual había un estanque y en él la estatua de mármol blanco que representaba a una mujer de pie en una peña. La escena, tan familiar para ella que ya ni la veía, le pareció entonces tan nueva y bella como si hubiera estado ausente en algún lugar remoto y acabara de volver a la casa. La paz le inundaba, una paz interior que le permitía contemplar cuanto la rodeaba, sí, hasta su propia vida, con nueva apreciación. Había elegido, era la elección correcta, se sentía en paz consigo misma.
Sola a la mesa del desayuno, frente a los ventanales del sur, vio las parras cubiertas de hojas. El jardinero trabajaba en ellas y podaba las plantas para que con nueva fuerza el fruto fuera más rico. Sola, y, sin embargo, se preguntaba por qué no se sentía solitaria. Tantas veces se había sentido inquieta sin Jared. Cuando no estaba con ella, estaba pendiente del teléfono, escuchaba las puertas que se abrían, el sonido de una voz. Su costumbre de aparecer sin anunciarse era exasperante, pero excitante y la mantenía tensa. Pero aún así, ella nunca le había dicho «avísame», pues apreciaba mucho el que él le necesitara de pronto y que se sintiera impulsado a ir al punto a verle. Cuando en su laboratorio surgía una dificultad, un problema técnico, una diferencia de opinión con su superior, su recurso era ir a charlar con ella hasta que en la Conversación encontraba la solución, su propia solución, pues lo que ella le decía le parecía a ella misma carecer de importancia. Su mente lúcida podía procurarle sus propias soluciones. Y todo aquello lo pensaba mientras sostenía en la mano el sobre que Weston le entregara de su parte. Lo abrió y sacó la hoja.
Queridísima:
De ahora en adelante es lo que eres para mí. No importa quien venga (o vaya), esa palabra es lo que eres y siempre serás para mi. No es posible cambiar. No te pregunto por qué dijiste lo que dijiste ayer, por qué hiciste lo que hiciste, porque, sea por la razón que fuere, tenías razón. Lo sé.
Tuyo siempre,
JARED.
Dobló la carta y la metió en el sobre. Cuando fuera a su salita la guardaría con llave para releerla una y otra vez. El amor que se tenían había quedado establecido en la única forma en que podía establecerse. Nunca más tendría que esperar o escuchar que venía. Le había devuelto la libertad, hasta del amor, por eso la amaría siempre. Así pensando y sonriendo para sí, desayunó y pensó en él con paz. Mientras continuaba con sus tareas a lo largo del día, sólo en él pensaba. Sin hacer planes para el futuro pensaba en él, se sentía viva, fuerte, bien.
…A primeros de marzo, cuando los blancos y rosados cornejos florecían, pues la primavera andaba un tanto atrasada, recibió una llamada telefónica de una joven. Supo al momento que se trataba de una jovencita, pues la voz que llegaba cantando por el alambre era la más fresca y juvenil que jamás escuchara y supo que no la había oído antes.
– ¿La señora Chardman?
– Yo misma.
– Sí, verá, no sé cómo empezar, pero me llamo June Blaine. Usted no me conoce, pero yo conozco a Jared Barnow. Soy su amiga… ¡algo así!
– ¿Si?
– ¡Sí! Y deseo muchísimo hablar con usted.
– ¿Acerca de él?
– Sí, acerca de él.
– ¿Lo sabe él?
– Le he dicho que la llamaría boy.
– ¿Y?
– Ha dicho que usted comprendería su punto de vista y que estaría bien. Dice que usted es la única persona que le conoce de verdad. ¡Eso se cree él! Pero yo también le conozco.
Al cesar la voz, Edith permaneció callada unos segundos. Luego dijo con voz reposada.
– Muy bien. ¿Cuándo?
– ¿Esta tarde? -preguntó la bonita voz.
– A las cuatro.
– ¡Oh, gracias!
Clic, hizo el teléfono. La voz desapareció. Después de pensarlo un instante, llamó al laboratorio. Eran las once de la mañana y.Jared estaría en él. Su voz le contestó casi al punto.
– Jared Barnow.
– Soy yo. Acaba de llamarme una chica. Quiere verme. Esta tarde.
– Es June -explicó rápidamente-. La semana pasada estábamos jugando al tenis en su casa y me preguntó si podría verte. Le dije que por qué no. No le tomes en serio, cariño. Quiere casarse conmigo, pero no tiene la más remota probabilidad. ¡Estoy demasiado ocupado!
– ¡Entonces, vuelve al trabajo! -rió ella-. Por cierto, he estado leyendo un artículo fascinante sobre injertos de silicona para reconstruir articulaciones destruidas o enfermas de artritis en las manos humanas.
– Ya lo he visto. Calor…, injertos moldeados…, maravilloso.
– Sí. Bueno, no quiero entretenerte.
– Te llamaré esta noche.
Ahora la llamaba cada noche a las doce, al terminar su día de trabajo. Si le despertaba, cosa que hacía a veces, ella nunca se lo hacía saber. Si le llamaba era que le necesitaba.
– Llámame -le dijo, y colgó.
…Mientras esperaba que dieran las cuatro se sentía impaciente, pero guardaba un pétreo silencio. No trató de ocuparse en algo. En lugar de ello se echó en la tumbona de la terraza, sometiéndose, cerrados los ojos, inmóvil el cuerpo. Las nubes se deslizaban por el cielo azul como grandes vaharadas blancas y al pasar sobre ella sentía el frío de la sombra cuando se situaban ante el sol. Un airecillo fresco y suave rizaba las copas de los árboles y se alejaba dejando tras sí quietud. Cuando Weston le preguntó dónde comería dijo:
– Tráigamelo aquí, por favor.
Pero apenas tocó los platos.
Un par de veces, tal vez más, se levantó a pasear por el césped. La espesa vegetación primaveral la ocultaba a todos, hasta de Amelia, a quien no había visto hacía semanas. Pero siempre volvía a la tumbona y se echaba, esperando, mientras el sol ascendía a su cenit y pasaba, rumbo a poniente.
Y a las cuatro en punto oyó el ruido de un coche que se acercaba a la entrada al otro lado de la casa, el timbre de la puerta, y supo que todo el día había estado esperando aquel momento. No se movió, sino que siguió echada, aguardando, todavía cerrados los ojos, esperando oír los pasos, el suave arrastrar de pies de Weston y el taconeo de la joven.
– La señorita Blaine ha llegado, señora.
Abrió los ojos. Allí estaba la joven, una criatura alta y delgada con un vestido blanco muy corto, una joven de ojos verdes y pelo rojizo que colgaba reluciente y liso hasta los hombros, una chica de aspecto limpio
y cuidado, pero de boca decidida, sin sonreír. Se quitó los breves guantes blancos, tendió la mano derecha y dijo con voz levemente aguda y agradable:
– Por favor, no se levante, señora Chardman.
– No iba a hacerlo, June, ¿verdad? Hoy me siento perezosa.
– Si, soy June. Por la obvia razón de que nací en junio. El mes que viene cumpliré veintiún años.
– Acerca una silla y siéntate, June.
– Gracias.
Así lo hizo, de espaldas al jardín, frente a la delicada mujer echada en la tumbona.
– Es usted más joven de lo que creía, señora Chardman.
– Oh, no… soy tan mayor como tú creías. ¿No te ha dicho nunca Jared cuál es mi edad?
– No. Siempre habla de usted como si fueran de la misma edad.
– Es muy amable.
Pausa. Los ojos de la joven seguían clavados en ella; podía sentir su mirada en tanto que ella recorría con la vista los jardines. Por fin, haciendo un esfuerzo, se enfrento a aquella mirada.
– Cuéntame todo cuanto a ti se refiera, June…, por qué querías verme, todo lo que quieras, dímelo.
La voz de la chica era firme, deliberada, clara.
– Iré derecha al asunto. Quiero ver la clase de mujer que le gusta a Jared. Quiero ver si usted se parece algo a mí. O si yo tengo que… como… condicionarle para que le atraiga otra mujer… como yo.
– ¿Acaso crees que puedas hacer tal cosa, June? -rió.
– ¡Lo intentaré, si es que debo!
– En otras palabras, ¿estás decidida… a casarte con él?
– Si puedo.
– ¿Crees que puedes?
– Sí.
La voz de la joven era totalmente controlada, bien firme.
– Entonces no hay más que decir, ¿verdad, June?
– Sí, porque primero quiero que me ame.
– ¿Y crees que le puedes enseñar a amarte?
– Le enseñaré, en cuanto sepa cómo. Por eso he venido donde usted. Usted lo ha hecho. Le ama. Pero claro, no pueden casarse. Usted es demasiado mayor. No obstante, con alguien tendrá que casarse. Por eso estoy aquí.
Edith se sentía sorprendida, divertida, herida, hasta un tanto irritada. Un instinto de autodefensa y perversidad la impulsaban casi a desafiar a la jovencita, a decir como al descuido, con una risa si es que conseguía reír, que tal vez fuera ella quien se casara con Jared. ¡Ya lo habían tratado!
– ¿Ha dicho Jared que soy demasiado mayor para él?
– A mí jamás me ha hablado de matrimonio. No creo que piense en casarse con nadie. Yo seré la primera.
Lo dijo con tal confianza en sí que de nuevo Edith sintió gana de reír y no pudo. Por supuesto, la chica tenia razón. Ella era demasiado vieja para casarse con Jared. Claro que muchas mujeres se casaban con hombres más jóvenes, pero la idea era un tanto repulsiva. Amor… ¡pero matrimonio no! No se puede evitar amar a un ser humano determinado, pero puede no tener nada que ver con matrimonio. Edwin se lo enseñó.
– Por favor, enséñeme.
– ¿Amas a Jared?
– Pues claro. Si no, ¿por qué iba a preocuparme por él?
– ¿Qué amas de él?
– Todo.
– ¡Defíneme ese todo, por favor!
– Pues… todo. Su forma de andar, su forma de hablar, su aspecto…, es una especie de magia.
– Eso no es todo. Sólo es su exterior.
– Bueno, para mi es bastante.
– Ah, pero ¿y para él?
La chica le miró con terquedad, sin apartar un instante sus verdes ojos.
– Es suficiente para empezar.
– Quizá lo sea -respondió devolviéndole la mirada, y luego añadió-: ¿Cómo voy a saber por qué me ama Jared?
¿Por qué no se lo preguntas? Desde luego no es por mi forma de andar… o hablar…, ni por una especie de magia… que no poseo, estoy segura. No puedo ayudarte, June. No sé cómo.
De pronto quería librarse de la chica. Estaba furiosa con ella…, qué visita tan absurda, qué intrusión tan insolente. Los jóvenes hoy día sólo pensaban en si mismos. Sí, era demasiado vieja, demasiado mayor para Jared, para la chica.
Levantóse para dirigirse a la puerta.
– Temo no poder ayudarte, querida. La verdad es que no sé de qué hablas. Tú y Jared tenéis que solucionar vuestra relación. Ahora ven a tomar el té conmigo. ¿O prefieres quizás una copa?
Anochecía cuando la joven se fue. Habían transcurrido horas y ella las había dejado transcurrir, había colaborado a que pasaran, porque a su pesar la joven había empezado a gustarle. Su historia no era nueva, y se la había contado sin que le hiciera preguntas. Padres divorciados, hija única, a punto de graduarse de un centro superior femenino.
– Trato de ser ecuánime con mis padres, señora Chardman, pero vivo en casa de mi padre porque mi madre ha vuelto a casarse y mi padrastro no me gusta. Es más joven que mamá y a veces…, bueno, no me gusta estar donde está él, porque no querría herir a mamá…, por mi causa no y mucho menos por la de él, porque está enamoradísima de él. Lamentable, ¿no le parece?
– ¿Dónde conociste a Jared?
– Cuando estábamos esquiando, hace tres años. Me entusiasma esquiar. Por lo general paso las vacaciones de Navidad esquiando. Ahora jugamos al tenis. Fue una sorpresa saber que vivía en Nueva York y yo en Scarsdale, sabe. A veces viene a casa los sábados, a no ser que llame diciendo que tiene que trabajar. Mi padre y él son buenos amigos. Papá dice que es el joven más brillante que ha conocido jamás.
– ¿A qué se dedica tu padre?
– Es un banquero de Nueva York. Allí tiene un piso y si quiero puedo estar con él, pero mantenemos la casa de Scarsdale porque nos gusta el tenis, la piscina y lo demás.
– ¿No ha vuelto a casarse?
– Oh, sí, con una chica no mucho mayor que yo…, bueno, Louise tiene veintiséis años.
– ¿Son felices?
– Oh, sí. Louise es tan bella que me alegro de que no conociera a Jared antes de casarse con papá. Pero todos estos matrimonios me han enseñado mucho, señora Chardman. No quiero divorciarme nunca. Quiero casarme con alguien a quien amaré siempre…, como Jared.
– Pero tú también tienes que ser alguien a quien él ame siempre.
– Oh, claro, por eso he venido donde usted. El dice que la amará siempre.
– …Tu chiquilla ha pasado la tarde conmigo -dijo a Jared a medianoche.
– No tengo ninguna chiquilla.
– Bueno, ¡la chiquilla, entonces! -rió.
– Supongo que te refieres a June Blaine.
– ¡Sí!
– Sí, bueno, es aquélla de quien te hablé una vez.
Hemos andado más o menos juntos durante un par de años. Ahora es menos que más.
– Ella no lo cree así.
– Es fuerte…, tengo que admitirlo. Pero hoy todas las chicas son fuertes.
– ¿Y no te gusta?
– No tengo tiempo de pensar en ello. ¿Qué vas a hacer este fin de semana?
Vaciló, buscando una excusa, aunque fuera una pequeña mentira.
– He prometido estar con una antigua amistad.
– ¿Hombre?
– No…, mujer.
– Podría llamar a Amelia para acudir juntas al teatro.
– Bueno…
– Se le notaba decepcionado.
– Tal vez June… -sugirió.
– Oye -le cortó con brusquedad-, ¡no quieras tú emparejarnos!
– Claro que no, no es más que lealtad por el mismo sexo.
– ¡Yo soy tuyo!
– Ya lo sé, cariño, pero…
– ¡Nada de peros!
– Muy bien. ¿Nos despedimos ahora que estamos de acuerdo?
– No sé. Pareces distinta, como si sólo estuvieses de acuerdo por fuera.
– ¡Ah, no, Jared! Muy por dentro. Estoy de tu parte…, siempre, siempre. No hay acuerdo más completo. Le oyó contener el aliento.
– Eso quería oír. Ahora puedo decir buenas noches.
– Buenas noches, queridísimo.
Como un eco la voz de él repitió:
– ¡Queridísima!
– …He oído que Edmond Hartley estuvo en tu casa -decía Amelia.
Estaban sentadas a mitad de camino del techo en forma de tienda de un teatro en las afueras de la ciudad. Amelia había escogido la obra, modernización de una antigua revista musical.
– ¿Cómo te has enterado?
– Oh, nuestro teléfono interior privado. Tu chofer al mío y de allí a la doncella que me trae el desayuno a la cama cuando me siento demasiado perezosa para levantarme.
– ¿Te interesa a ti Edmond Hartley?
– En un tiempo sí…, hace mucho…, hasta que me di cuenta de que yo no le interesaba. Ninguna mujer le interesa. Pero era encantador pese a ello… ¡y rico!
– Sigue siendo encantador.
– ¿No se ha casado?
– No.
Hablaban durante el intermedio. Amelia había declarado que era absurdo bajar la escalera para tener que volver a subir con tanto gentío. Además, no había dónde ir. Siguió hablando.
– Sabes, Edith, a veces me pregunto si el casarse con un hombre así, a nuestra edad, por lo menos, no seria algo bastante agradable. Una tendría compañía, alguien con quien viajar, un amigo siempre presente… ¡y ninguna exigencia!
– Yo no lo soportaría -repuso su amiga con vehemencia.
– ¿Por qué no?
– Yo quiero todo del matrimonio… o nada.
– Te estás confesando, Edith, te estás confesando -soltó la carcajada Amelia.
– Nada tengo que confesar sino un profundo respeto por el amor.
– Bueno, pues yo me conformaría con la distracción.
El público volvía ya por los pasillos y en escena se oían ruidos ajetreados. Pero aquella conversación resultó el telón de fondo para la semana siguiente, la última de junio. Una carta, escrita en grueso papel crema con el nombre y la dirección en relieve, anunciaba que el remitente era Edmond Hartley, que preguntaba si podría visitar a Edith «para presentarle mis respetos» el martes siguiente, camino de Washington a donde acudía como juez de un concurso de murales que iban a colocarse en un museo de aquella ciudad. Le hubiera contestado que tenía otro compromiso, pero pensó en Amelia. Y como postdata a su carta de contestación añadió:
«Una antigua amiga mía estará también aquí para saludarle. Creo que se conocieron ustedes hace mucho. ¡Venga!»
Llegó el martes por la tarde, en un pequeño «Daimler» conducido por un chofer inglés de cierta edad. Le vio llegar y detenerse para dar instrucciones al hombre y luego encaminarse con su paso ágil, un tanto delicado, hacia la puerta. Weston la abrió y le anunció en el salón de música. Edith se levantó del piano, donde había estado practicando un estudio de Chopin, y le tendió las manos que él asió en las suyas frías y secas.
– ¡Qué hermosa sonaba la música! Ese es mi estudio favorito. Tengo que oírlo completo.
Sus ojos eran de un azul tan brillante como siempre por encima del bigote y la barba bien recortados. Un hombre guapo, se dijo ella, de una forma precisa, delicada. Sintió por él una especie de afecto combinado con un auténtico respeto. ¡Una personalidad complicada, la de aquel hombre! Pero bajo las complejidades, resultado de desconocidas experiencias, era un hombre digno que había sido riguroso consigo mismo.
– Querida mía. Estoy polvoriento del viaje. Deje que me ponga digno de sus bellos ojos.
– Y luego tomaremos unos combinados en la terraza del este. Y mi vieja amiga Amelia Darwent se nos unirá. ¿La recuerda? Ella a usted muy bien.
– No me suena -repuso el hombre sin dar señal de reconocimiento.
– Bueno, ella le hará recordar. Ahora suba, la misma habitación con salita.
El subió y Edith retornó a su estudio, el tercero. Lo había empezado a raíz de la muerte de Arnold, cuando estaba aprendiendo el significado de la pena, no sólo de la pena por la muerte, sino el dolor más profundo de saber que lo que había habido no era cuanto pudiera haber habido de haber existido más comprensión y por tanto más comunicación entre Arnold y ella. Ambos habían hecho lo mejor posible entre sí. Si ella se daba cuenta de que podía haber habido una felicidad más profunda, también él. Estaba segura de ello, pues a veces había visto que los ojos de su marido se fijaban en ella y había sorprendido tristeza en la mirada, respetando en silencio tal tristeza, comprendiendo en su propia reserva la distancia inexorable que entre los dos existía. Ni ella ni Arnold habían vencido tal reserva, pero el saberlo, el aceptarlo, resultaban dolorosos.
El día del funeral había vuelto sola a la casa, pues deseaba hallarse a solas y rechazó la cariñosa oferta de sus hijos de ir con ellos.
– No, queridos -les había dicho-. Volved con vuestros hijos. Estad con ellos y yo estaré contenta. De veras, estoy bien. Esta noche tomaré algo para dormir…, me siento muy cansada…
Y ya sola había empezado el estudio. Se dividía en tres partes, la primera la declaración del dolor, como una queja de por qué tenía que existir. En la segunda parte la pregunta llegaba a protesta, a una impetuosa exigencia. En la última parte la pregunta quedaba sin respuesta, la exigencia sin ser escuchada y el tema volvía a expresarse por última vez, y ésta con la aceptación de lo inexorable.
Cuando el último acorde murió en sus manos, oyó la voz de Amelia.
– Si tuviera corazón se me rompería cuando tocas eso.
Se volvió. Amelia estaba sentada en una silla amarilla, muy elegante en un vestido corto de fiesta de lamé de plata.
– ¿Cuándo has venido?
– Hace diez minutos. No he querido que Weston me anunciara. No te había oído tocar desde hacía tiempo… meses. Tocas mejor que nunca, Edith. Estoy furiosa con mis padres por no haberme obligado a practicar.
– Si no recuerdo mal -sonrió-, les detestabas por haberte hecho practicar durante dos años.
– No tenían que haber prestado oído a mis protestas. Tenían que haberme pegado. Y ahora les echo la culpa de que yo no tengo la habilidad de consolarme con música. Deberían de haber sido más severos.
– Querían que su única hija les amara.
– ¡Estúpida manera de conseguir el amor! Debían haber sabido que la única forma de ser querido es ser más fuerte que aquél a quien se quiere.
– Nunca te había oído hablar de amor, Amelia.
– ¡Lo cual no quiere decir que no tenga mis ideas sobre el tema!
Les interrumpió la llegada de Edmond Hartley. Se había puesto un traje de seda surah y lucía gemelos y alfiler de corbata de jade. Amelia le tendió la mano.
– ¡Vaya, Edmond! Estás más guapo que nunca.
El le devolvió la mirada y ella le soltó la mano.
– Ahora te recuerdo. ¡Eres la chica que siempre me ganaba al tenis!
Volviéndose, explicó:
– Esta joven, señora Chardman, tenía un revés infernal. Y tenía mercurio en los pies. Yo era ágil, o así me parecía, pero ella corría como… como una gacela joven, y sencillamente, nunca lograba ganarle. ¡Jamás podía decidirme si quererle u odiarle!
– Y nunca lo decidiste -rió Amelia encantada.
– Nunca.
Se miraban, comparándose respecto a sus edades. ¿Cómo les habían tratado los años, quién estaba mejor? La antigua atracción volvía. Una vez estuvo cerca de casarse y fue con Amelia Darwent. Cada uno de los dos lo recordaba ahora.
Aquella noche, cuando Jared le telefoneó, Edith se lo contó un tanto divertida.
– Jared, tu tío anda reviviendo una vieja atracción. Amor es una palabra demasiado fuerte. Pero Amelia y él se conocieron en un tiempo. Se olvidaron y ahora vuelven a recordar. El se ha ido después de cenar, pero le he oído que le preguntaba a Amelia si podría visitarle mañana.
– ¡Solamente llegará hasta ahí, bendito sea! -rió Jared.
Ante su propia sorpresa se sintió fastidiada.
– ¡No te rías, Jared! Es un hombre trágico…, un hombre bueno.
– Claro que es bueno, pero…
– ¡Nada de peros! Se ha reconocido a sí mismo y conociéndose se ha negado lo mejor que la vida puede dar.
– Que es…
– El amor, por supuesto. Qué joven eres -dijo casi con desdén, sintiendo de pronto que el corazón le dolía.
– No te comprendo.
– Ni hace falta.
…Durante los días que siguieron se dedicó deliberadamente y por entero a Edmond Hartley y Amelia. Fingiendo no ver nada, lo veía todo. Comprendía a Amelia tan bien, con tanto afecto. Amelia siempre había sido franca y nunca más que ahora. Cruzaba el césped y aparecía a cualquier hora, siempre magníficamente vestida según el momento del día, atractiva a su modo un tanto severo, bien cortado el rebelde cabello gris, la falda lo bastante breve para mostrar sus bien formadas piernas. El blanco y el negro le sentaban bien, así que de día, para los días calurosos del verano iba de blanco y de noche se ponía largas túnicas diáfanas de color negro. Sus modales bruscos, su conversación sin adornos, combinada con una deferencia casi ostentosa hacia Edmond claramente agradaban y conmovían a éste. Hacía mucho tiempo desde que una mujer le prestara atención. Dejó de sentirse tenso al estar a solas con ella y empezó a sugerir paseos entre los árboles.
Amelia aceptaba todas las invitaciones y se hizo casi habitual que antes de la hora del aperitivo Edith viera las dos altas figuras, la de Edmond algo más elevada, que paseaban del brazo por el jardín. Por eso estaba preparada para el anuncio que le hizo Amelia una velada de julio.
– Edith, acabo de pedir a Edmond Hartley que se case conmigo.
– Amelia, ¿de verdad? ¿Qué te ha dicho? ¿Cómo ha reaccionado?
– No podía negarse fácilmente -dijo Amelia soltando su breve carcajada-, no, sin mostrarse descortés, así que ha dicho que lo consideraba un honor y ha aceptado.
Se hallaban en el saloncito de arriba a donde Amelia le había seguido y donde Edith yacía en una tumbona, descansando media hora antes de vestirse para la cena.
– Amelia, supongo que ya sabes…
– ¿Que no le interesan las relaciones sexuales con una mujer? -le cortó la otra con impaciencia-. Si, lo sé… siempre lo he sabido. ¿Por qué crees que no me he casado nunca? Estaba loca por él cuando éramos jóvenes. Era el hombre más atractivo del mundo. Y entonces me lo dijo, Edith, sí, me lo dijo. Siempre le he admirado por ello. Es tan… decente. Se comprendía a si mismo, se controlaba. Nunca se permitiría… ¡bueno, ya sabes! Sencillamente, viviría sin relación física amorosa. Fue algo tan valiente, ¿no te parece? Si, por eso yo lo he hecho también. Pensarás que soy una tonta anticuada. Pero es así de simple; para mí tampoco ha habido otro amor y el sexo sin amor no me… interesa. Por supuesto, durante algún tiempo me sentí atónita, hasta repelida, porque yo era un animal muy sano. No nos vimos en mucho tiempo. Pero poco a poco, con el transcurso de los años, he llegado a comprender que el aspecto sexual no es lo único importante entre las personas y gradualmente el impulso se ha agotado. Y lo que ahora queda es amor. Así se lo he dicho. «Edmond, te amo. A ti mismo. Quiero vivir en la misma casa que tú, estar cerca de ti, nada más». Y, como te he dicho, me ha contestado que sería un honor.
Edith había creído conocer a Amelia de toda la vida y ahora se daba cuenta de que no le había conocido. Había estado equivocada tantos años, pero ahora comprendía a su amiga y con la comprensión sentía verdadero cariño por aquella mujer hermana.
– Os respeto a ambos -dijo en voz baja-. ¿Cuándo os casaréis?
– En cuanto arreglemos los puntos legales. Edmond vendrá a vivir a mi casa. Ya hemos tratado de todo. Puede quedarse para sí todo el ala este. Tendrá amplio sitio para sus cuadros. Edith, no puedo explicarte cuan dichosa me siento. Me alegra haber tenido valor de enfrentarme a la verdad que siempre hemos sabido, que deberíamos transcurrir nuestras vidas juntos. Es tan… honorable. El nunca me lo hubiera pedido. Por eso he dejado de lado toda falsa modestia y se lo he pedido yo.
– Entonces también yo me alegro.
Amelia había abierto una puerta y revelado una cámara secreta.
– Quiero que te cases -le dijo a Jared. Había pensado mucho en el valor de Amelia y de ello había sacado fuerzas.
Inconsciente, él conducía más de prisa. Era una tarde de domingo a mediados del verano y Jared había aparecido de pronto, sin anunciarse, para llevarla a un hotelito del campo a cenar. Edith había estado sola y un poco perdida, pues tres días antes Amelia le había anunciado que Edmond y ella se iban a Europa tras una ceremonia matrimonial breve y discreta. No, ni siquiera a su querida amiga Edith le diría a dónde iban ni cuándo exactamente, pero a su regreso se pondrían en contacto.
Al día siguiente la antigua casa de Amelia se cerraría a excepción de un portero. Echaba de menos a Amelia más de lo que hubiera creído posible, pues el último lazo con su infancia había quedado cortado y nadie ocuparía aquel lugar. Ni siquiera aliviaba su soledad el pensar en sus propios hijos. Ellos ya tenían sus vidas y ella la suya, separadas por años y mundo. Ellos se hallaban en el estadio de tener hijos, de establecer su propia estructura familiar, en tanto que ella… ¿en qué estadio se encontraba? Tiempo y espacio la rodeaban como el viajero solitario se ve rodeado en el desierto por arena y cielo. Y su soledad interior le había debilitado tanto que se hallaba a punto de llorar cuando Jared le telefoneó para sugerirle el viaje al anochecer.
– Quiero que te cases -volvió a decir al no recibir respuesta.
En lugar de hablar Jared se detuvo de pronto bajo la sombra de un enorme fresno. Era aquel momento del verano en que todo ha dejado de crecer y la naturaleza medita sobre la muerte anual del invierno. El aire era lánguido, los pájaros habían callado.
– Y ahora -dijo él-. Vamos a aclarar esto. Jamás voy a amar a nadie como te amo a ti.
– Eso lo acepto, pero aún así quiero que te cases.
– ¿Quieres tú casarte conmigo, Edith?
– No -dijo con suavidad.
– ¿Por qué no?
Era fácil contestar que porque era demasiado mayor, que cuando él estuviera en lo mejor de su vida ella ya sería una mujer casi anciana, pero no dio la respuesta fácil. Entre ambos existía la comunicación de un amor que nada tenía que ver con el accidente de su nacimiento. Eran dos seres humanos que reconocían su completa afinidad, su confianza absoluta, que eran los componentes del amor. No obstante, ella tenía cierta responsabilidad de la que iba adquiriendo conciencia, levemente al principio, pero ahora, día a día, con mayor claridad. Nada tenía que impedir que Jared llegara a realizarse como hombre completo, rico en talentos, capaz de un crecimiento pleno, tanto mental como espiritual. Pero era también un hombre, un ser humano con necesidades humanas. Ella no podía satisfacer por completo dichas necesidades y si no eran satisfechas ¿podría llegar a darse la realización final? Edith no lo creía así. Y no podría vivir con él la vida cotidiana de esposa, no podría darle hijos. Ni siquiera lo deseaba. Pero, de haber podido, ¿hubiera sido capaz de darle lo que ahora le concedía con tanta alegría con su compañerismo? Lo ponía en duda. Jared no era un ser sencillo. El espectro de su ser era radiantemente total y ella comprendía dicha totalidad.
– Sé que no puedo casarme contigo, Jared.
– ¿Tienes miedo a lo que diga la gente?
– No.
– Entonces, ¿por qué?
– Sé que no debo.
– ¿Por qué? ¿Por qué?
– No lo sé, pero no debo hacerlo, por tu bien.
Después de aquello él nada dijo y ella guardó silencio, expectante. Jared volvió a poner en marcha el auto y condujo hasta llegar al hotel que en tiempos fuera un molino. La enorme y oscura rueda que movía el agua seguía dando vueltas despacio, dejando caer las limpias gotas del arroyuelo, al igual que lo hiciera desde más de cien años atrás. La madera estaba cubierta de húmedo musgo verde y a la sombra de un enorme plátano el agua se deslizaba suave por las piedras, camino del río.
Se detuvieron unos instantes a contemplar cómo giraba la rueda. De pronto Jared tomó la mano de Edith y se la puso decidido en el hueco de su brazo.
– Ven, estoy muerto de hambre.
Entraron al comedor y él, con sus imperiosos modales, rechazó la mesa a la que les condujo la camarera.
– Aquella junto a la ventana.
Se sentaron, él encargó los aperitivos y el primer plato mientras Edith esperaba aceptando, sin importarle lo que comerían o beberían con tal de estar con él. Claro que le amaba. Sí, estaba enamorada de él. No, jamás le separaría de sí. Uno tras otros todos aquellos hechos se enunciaban en su ser, pero sin alterar poco ni mucho su decisión.
Apoyado en los codos la miró, intensos los oscuros ojos.
– Y ahora vamos a ver. Explícame. ¿Por qué insistes en que me case con alguien?
– Con alguien no. Con June Blaine. Me gusta. Es sincera. Y quiere casarse contigo.
– Eso ya lo sé, pero…
– ¡Nada de peros! Claro que la decisión final es tuya, pero quiero que sepas que… yo lo apruebo.
– No te comprendo -seguía mirándola extrañado. Edith sonrió sin decir nada.
– Ya sabes que tú… y yo…
– Lo sé -le interrumpió la mujer.
Los ojos de Jared, tan directos, la retenían prisionera. No podía apartar los suyos.
– ¿Te comprenderé alguna vez?
– Quizá no sea…necesario -la voz se le quebró.
– Aún así, me gustaría.
– No… necesario -repitió, en un susurro.
– Y ahora te me ocultas en alguna parte.
– Sólo soy… yo misma.
– ¡No me gustan los misterios!
– No es un misterio, Jared, tal vez sea intuición. Te conozco tan bien… ¡creo que mejor de lo que me conozco a mí misma! Veo con tanta claridad lo que eres y lo que serás. Serás uno de los pocos hombres grandes de tu generación… ¡hasta creo que de todas las generaciones! Y nada debe de salir mal Tienes que tenerlo… todo. Y June será parte de ese todo. Te repito, ¡me gusta! Hoy día no es frecuente encontrar sinceridad en muchas mujeres. Es como dar con un diamante entre guijarros. No se puede pasar de largo. No debes hacerlo. Tienes que tomarlo en la mano, examinarlo, probarlo y, si es auténtico, guardártelo. Y eso es lo que te pido… no, no te lo pido, te lo sugiero.
– No quiero ni hablar de ello. Aquí están nuestras copas. ¡Yo brindo por ti!
Y alzó su copa.
Horas más tarde, despierta en su lecho, tomó el teléfono que tenía al lado y llamó a June, pues adivinaba que también ella estaría insomne. Al punto escuchó su voz, alerta.
– ¿Sí?
– June, soy yo, Edith Chardman.
– Dígame, señora Chardman.
– Quería decirte que voy a marcharme por unas semanas, puede que meses.
– ¿Quiere usted que haga alguna cosa? -la voz de June sonaba extrañada.
– Sólo lo que te dicte tu corazón, cuando yo me haya ido.
Esperó. ¿Sería June lo bastante rápida, comprensiva, aguda como para comprender de lo que le hablaba?
Un momento de silencio. Luego la respuesta de la joven le llegó en voz baja y controlada.
– Gracias, señora Chardman.
– Buenas noches, querida -saludó y colgó.
…Por la mañana despertó tarde, descansada tras un sueño profundo. Después de la llamada a June se había dormido al punto, como si hubiera cumplido con un deber, un propósito, y habiéndolo cumplido, se sintiera en paz. Ahora, con el sol ya casi en el cenit, se levantó y se asomó a la ventana, como todas las mañanas, para juzgar el día, en este caso un día claro y perfecto de agosto, con un cielo azul y sin nubes por encima de los árboles. Era un día como para fortalecerle el alma con su hermosura y se sintió fortalecida. Había dicho a June que se iba, pero ¿dónde ir? Hasta el momento de pronunciar las palabras no había tenido intención de marcharse. Pero las palabras le habían subido a los labios con convicción, como si fueran fruto de meditación y resolución. ¿Dónde podría ir? Indecisa ante la abierta ventana, con la brisa mañanera que agitaba los leves pliegues de su largo camisón y el cabello suelto, de pronto pensó en la casa de Edwin en los montes, a doscientas millas de distancia.
Quizá estuviera vacía, tal vez sus hijos se encontraran en ella, pudiera ser cualquier cosa, pero por lo menos iría a ver. Nadie podría encontrarle nunca allí y ni a Jared ni a nadie le había hablado de aquel amor. Iría, y en presencia del recuerdo de Edwin se encontraría de nuevo a sí misma, no como había sido, pues el amor la había transformado, el amor por Jared, sino como era ahora y como ya sería hasta el final de sus días. Porque ya no habría ningún otro amor. Los había conocido todos, cada amor distinto del anterior, cada uno con pleno sentido, cada uno iluminador, valioso, digno de recordarlo con afecto. Y no había terminado. Su amor por Jared continuaría, pues no quería que cesara. Que creciera, como una fuente de consuelo e inspiración para ella, como el suyo lo había sido para Edwin, pero aún con mayor responsabilidad. Tenía que asumir aquella responsabilidad… que ahora era hacer del amor una fuente de consuelo e inspiración para Jared. La antorcha del amor debía ser entregada de un corazón a otro, de una generación a la siguiente, pues sin amor la vida carecía de sentido, el espíritu moría. Sí, aquél sería su deber. verter su amor en Jared y verlo crecer. No era una aventura amorosa. Era amor.
…La gran casona guardaba silencio a la dorada luz de poniente. La pesada puerta se hallaba cerrada. Allí, donde siempre había estado Edwin con los brazos tendidos para estrecharle y darle la bienvenida, ahora no había nadie. Los macizos de flores se vetan descuidados. Tempranos crisantemos y rosas tardías florecían en brillante confusión. Cantó un pájaro, quebrando la quietud. Edith alzó el enorme aldabón de latón, lo dejó caer y escuchó su eco en el vestíbulo. Esperó. Con toda seguridad tendría que haber alguien, vigilante, portero, ama de llaves. La casa se erguía sola, a cinco millas del pueblo más próximo en un camino solitario que llegaba hasta la cancela. Con sus tesoros de libros y pinturas, con muebles de toda una vida rica en posesiones, no podía estar desatendida en la colina, rodeada de bosques y más lejos de montes. Cinco picos se destacaban claros contra el cielo de la tarde y en dos de ellos se veían crestas blancas de heladas tempranas.
Por fin, a distancia dentro de la casa, oyó pisadas, luego el chirrido de una barra de metal o quizá de una llave grande… no podía recordar. La puerta se abrió unos centímetros y vio la arrugada cara de Henry Haynes, el servidor de Edwin.
– ¡Vaya, la señora Chardman! -Su cascada voz no había cambiado-. ¿Cómo es que…?
– Podría usted alojarme aquí una o dos semanas… tal vez tres?
– Pues… verá… -Abrió la puerta de par en par, Entre. No hay nadie en la casa más que mi mujer y yo. Me he casado con la cocinera. No sé si se acordará de ella. El doctor Steadley le incluyó en su testamento y resultaba igual de fácil… entre, señora Chardman. La familia ha pasado aquí el verano, pero ya se han ido todos y nos estamos preparando para el invierno.
Al tiempo que hablaba iba abriendo paso. Edith se detuvo en el amplio vestíbulo y miró a su alrededor. Todo seguía igual, los muebles pulidos, los suelos sin polvo. Hasta había un jarrón de dorados crisantemos en la mesa, un gran jarrón Satsuma que recordaba bien, pues Edwin lo había encontrado en Japón. ¡Y sin embargo, qué vacía resultaba la casa!
Permanecía quieta, vacilante. ¿Podría soportar la ausencia de Edwin en su propia morada? La soledad era demasiado intensa. Se sentía sola como no se sintiera antes jamás, ni siquiera al morir Arnold y dejarle a solas en la morada que fuera de ambos. ¿Acaso esta soledad de ahora podría con ella, le haría sentir temor?
– Todo está como cuando él vivía aquí -le decía Henry-. Las camas hechas, las chimeneas con leños… todo. Incluso ayer mismo saqué sus cosas de invierno para airearlas. Mi mujer me dice «Henry, él no lo sabe», pero yo sí lo sé, le digo a ella, yo lo sé. ¿Ocupará usted el mismo cuarto, señora Chardman?
– Si, el mismo.
Le siguió al piso superior y al cuarto que tan bien recordaba. El sirviente abrió la puerta para que pasara.
– Está exactamente como antes -comentó Edith.
– Y así seguirá. El así lo quiere. «Henry», me decía, «tenlo siempre como estaba. No sé si puedo volver, pero tenlo todo como si pudiera›. Y así lo hago, hasta quito el polvo a los libros y todo.
– Quizá lo sepa -musitó ella.
Ahora que se hallaba allí se daba cuenta de sentirse cansada. Se quitó el sombrero y se vio en el espejo, el rostro pálido y fatigado.
– Cenará usted cuanto antes -añadió Henry-. Voy a decírselo a mi mujer. Resultará agradable tener algo que hacer.
– Gracias, Henry.
Cuando el hombre hubo salido, abrió sus dos maletines y fue metiendo las cosas en los cajones.
“Pero no tengo por qué quedarme” -pensaba-; puedo irme cualquier día, en cualquier momento, si no lo resisto más. Pero ¿dónde ir?.
Se sentó frente al pequeño escritorio de caoba junto a la ventana oeste. El sol se ponía y en aquel momento parecía descansar en el rocoso picacho del monte más alto. Edith miró como se iba metiendo hasta que desapareció el último borde dorado. Luego encendió todas las lámparas de la estancia y prendió fuego a los leños. Entonces se sintió algo más como en casa, aunque todavía sola.
…Caía la primera nevada temprana, aunque las últimas hojas de brillante color colgaban aún de los arcos, cuando Edith corrió las cortinas de su dormitorio una mañana y vio los grandes copos que pasaban junto a la ventana. Henry había encendido la calefacción central.
Sujetó la cortina y dejó que la blanca luz llenara la estancia. Encendió la fogata de la chimenea, donde siempre había leños apilados, y despacio, sensualmente, se duchó, se vistió y bajó a desayunarse. Allí también había encendido Henry el fuego, colocando a su lado una mesita.
– Hace frío esta mañana -saludó el servidor.
– Pero es un bello día.
– Al doctor Steadley siempre le gustaba la nieve.
– Lo sé.
– Es curioso como parece seguir en esta casa.
– ¿También usted lo nota?
– Hay veces, cuando entro, en que casi me parece oírle.
– Si usted cree que está aquí, entonces aquí está, hasta cierto punto.
Al decir aquellas palabras se sintió llena de una extraña confianza. Si era posible creer en alguna presencia, con toda seguridad sería la de Edwin más que ninguna otra. Pero Edith era escéptica. Lo que fuera había dejado de existir. El hombre había abandonado el caparazón, la habitación, lo había dejado todo tras de sí para marcharse. Y ella se sentía singularmente sola, más sola, reflexionaba, que si nunca hubiera vivido allí con él. Y tampoco querría que volviera. Ahora ella había acudido a su casa para intentar aprender a vivir sin nadie y estrechaba la soledad contra su carne y su corazón. Estaba sola, sola, tan envuelta en su solitario ser que ni siquiera se dio cuenta de que Henry había dejado la estancia.
…Los solitarios días se deslizaban uno tras otro en gris sucesión. Como nadie sabía donde estaba, no recibía llamadas telefónicas. Pasaba las horas en la enorme biblioteca, estudiando libros que jamás leyera antes, libros de historia asiática, y filosofía oriental. Edwin había viajado mucho por aquella parte del mundo y ahora Edith empezaba a comprender cuánto había contribuido el Oriente a la formación de su carácter. La libertad natural, la facilidad con que había adaptado lo físico a lo filosófico eran orientales. El cuerpo no era sino la manifestación del espíritu, que trasladaba en términos de carne y sangre, de pulso y latidos los anhelos del espíritu. La necesidad del amor físico sólo era una materialización del ansia de comunicación que tenía el espíritu. No había diferencia esencial entre carne y espíritu, la diferencia sólo estaba en el modo de expresión.
Pero Jared aún no había progresado hasta tan lejos. Ni tampoco ella. La carne pertenecía a la carne. Cuando pensaba en Jared pensaba en su cuerpo. Su espíritu era algo aparte. Podía, y en efecto solía pensar en su espíritu, pero era algo en sí mismo. Espiritualmente era un creador. Por supuesto, todavía estaba sólo empezando. Creaba instrumentos, mecanismos con los que satisfacer su impulso creador. Tenía que hacer algo con sus manos, algo que pudiera ver y palpar, un instinto noble, pero a un nivel primario. Su creatividad se veía motivada por la compasión, instinto valioso, sí, pero no lo bastante fuerte en sí mismo para satisfacer del todo su capacidad de creador. Antaño, el creador siempre hallaba su culminación a través del arte, pero ahora los artistas más grandes eran los científicos. La ciencia era tan interesante, tan nueva, casi tan insuperable que desafiaba a toda la mente creadora. Edith no tenia la menor duda de que si algo no se lo impedía, Jared llegaría a ser un gran científico.
¡Si algo no se lo impedía! Pero nada había que pudiera impedírselo más que ella, ella misma. De alguna manera, ella había aparecido en su vida en el momento en que él necesitaba adorar algo y le había adorado a ella. ¿Qué hace una mujer con la adoración de un hombre? Puede destruirla por su propia y egoísta necesidad…, o puede utilizarla para que el hombre crezca y se complete.
«No tengo que dejárselo saber nunca.»
Pero saber ¿qué?
Jamás tenía que dejarle saber que no era más que una mujer. Jamás tenía que descender a las necesidades cotidianas, si es que quería retenerle. No, incluso aquello era egoísta. No había cuestión de «retenerle». Ella misma tenía que elevarse a cierta altura propia. Debería estar bien dispuesta a soltarle mientras le amara… incluso debido al mismo amor, pues el amor, si es auténtico, sólo busca que el ser amado se complete al nivel más alto posible.
Despacio, día tras día, iba dirigiéndose hacia una nueva definición del amor, eliminando todo rastro de egoísmo para llegar a obtener la satisfacción más pura. Despacio iba rechazando la soledad hasta dejar de sentirse sola, absorta en su búsqueda de la sustancia del amor en su esencia. Y durante toda aquella búsqueda no escribió ni telefoneó a Jared. Necesitaba hallarse a solas para superar su soledad. Cuando ya no se sintiera solitaria, volvería a hallarle, o él le encontraría a ella.
Así pasaron los días en la silenciosa casa. Pasaban días en los que no hablaba con nadie, más que para
responder al saludo de Henry o a alguna pregunta de su esposa.
– ¿Está todo a su gusto, señora Chardman?
– Sí, Margaret, gracias.
– ¿Hay algo que le apetezca comer?
– No, gracias. Lo que prepare estará bien.
Los días se transformaban en semanas. La nieve caía ya con abundancia y se instalaba permanente. El invierno estaba casi encima. Se preguntaba si volver a su propia casa, pero no lo hizo. Edwin se había ido y ella vivía por entero en presencia de Jared. Ya no era el joven del que se había apartado. Poco a poco le iba viendo como al hombre que sería un día, Jared el completo, Jared el creador, dueño de sí, imaginativo, dedicado a su labor, sin compromisos en su creatividad. Se habría convertido en uno de los grandes de su tiempo, sus actos de creación de arte no serían ya meros inventos. ¿Cómo llegaría ella a saber de su grandeza? Cuando el artista y el científico se combinaran en él, sería ya un hombre grande.
– …Y ya te he encontrado -dijo Jared.
Se había anunciado con su propia llegada. La mañana en que llamó a la puerta ella se hallaba sentada al piano. Se detuvo a escuchar, esperó a que Margaret o Henry abrieran la puerta, pero ninguno de los dos acudió. Entonces abrió ella misma y se encontró frente a Jared bajo la lluvia. Tres días de continua lluvia habían barrido por completo la última nevada.
– ¿Me buscabas?
– Por todas partes. Nadie sabía decirme dónde estabas.
– Porque no se lo dije a nadie.
– ¡Querías ocultarte de mí!
– Entra y cobíjate de esa lluvia.
Abrió la puerta de par en par, él se sacudió, entró y se quitó el impermeable y el sombrero. Henry apareció en aquel mismo instante, asombrado al ver una visita, y tomando el impermeable y el sombrero miró a la mujer con ojos interrogantes.
– Sí, Henry. El señor Barnow se quedará aquí… ¿esta noche, Jared?
– Sí, si quieres, pero mañana mismo te llevo a casa.
No le contestó, pero le condujo a la sala. La corriente formada al dejar la puerta abierta había hecho volar las hojas de música y él se detuvo a recogerlas y las puso en el pequeño atril. Luego se sentó y le miró a los ojos.
Le oyó sin oírle. Al mismo tiempo cayó un repentino aguacero con viento. Golpeó los ventanales, salpicó en las piedras de la terraza. Edith alzó la cabeza escuchando el sonido de la tormenta.
– No podremos irnos mañana -musitó.
Jared le miró con detenimiento.
– ¿Te encuentras bien, Edith?
Al no obtener respuesta se le acercó y le tomó la cara entre sus manos.
– Te he preguntado si te encuentras bien, Edith.
– Sí -repuso con claridad, mirándole a los ojos.
Entonces la soltó, pero siguió observándola.
– Has estado sola demasiado tiempo, y eso no es bueno.
Ella le apartó con dulzura.
– Oh, no, estoy muy contenta sola. Ya he aprendido cómo.
– Sigo enamorado de ti -replicó él con fuerte amargura.
– ¡No lo digas! -casi le gritó Edith.
– Pero quiero decirlo. Es inútil… lo sé… pero cierto pese a todo.
– No eres justo con June.
– Ya lo sabe. No me casaría con ella de otro modo. Ya se lo he dicho, que entre tú y yo todo tiene que seguir igual… siempre.
Se alejó hacia la ventana y se quedó mirando el chubasco.
– ¡Espero creer que no estoy tratando de sustituirte con ella!
No podía soportar aquello. Decidió no aguantarlo más. A la fuerza quebrantaría aquel estado de ánimo, demasiado tenso, demasiado cargado de emoción.
– Imposible. ¡Somos dos mujeres totalmente distintas!
Y dentro, en su corazón añadió: «Ella ocupa su puesto… ¡pero yo tengo el mío!»
Pero nada dijo en voz alta.
…El cambio continuó, pues en aquel punto entró Henry a anunciar que la comida esperaba, y mientras comían y bebían, Jared siempre con su excelente apetito, Edith se esforzó por aparentar interés por sus planes.
– ¿Te casarás pronto, Jared?
– En cuanto ella termine sus estudios superiores, en junio.
– ¡Tan joven todavía! ¡Tienes suerte!
– Ya hace un par de años que la conozco.
– Es una chiquilla Llena de sentido común.
– De otro modo no me casaría con ella. Ya le he dicho bien claro que tengo que ejecutar un trabajo y que eso es lo primero… y que siempre lo será. Es la penitencia de casarse con un científico de vocación.
– ¿Seguirás con tu trabajo de rehabilitación?
– No, no en realidad. Ahora comprendo que es algo secundario, una especie de interés. Siempre volveré a ello de vez en cuando. Pero no es mi verdadera labor.
Frunció el ceño y ella aguardó. Luego Jared siguió:
– No sé cual es mi labor. Remendar cuerpos rotos… sí, por supuesto, pero no es eso. Algo que ver con matemáticas. Me entusiasma el orden, la elegancia de las matemáticas. Pero aún eso no es sino un instrumento, un medio. Quiero descubrir…
– ¿Qué? -le instó en la pausa.
– Te reirás -le miró como disculpándose-…pero es la única palabra que le va. Quiero descubrir… el universo.
– ¡Gracias a Dios! -exclamó por lo bajo.
– ¿Por qué das gracias a Dios? -volvió a fruncir el entrecejo.
– Porque tu puesto está en el laboratorio, Jared.
Habló con tal decisión que él dejó los cubiertos.
– ¿Cómo lo has sabido?
– Te conozco. Sé que básicamente eres un artista y el artista anda siempre a la búsqueda de la revelación. Tú no eres un simple técnico. Eres un auténtico creador.
Sus ojos se encontraron, sin parpadear, los de él casi atemorizados, los de ella confiados.
– ¡Tú comprendes! -susurró Jared.
– Pues claro -repuso con calma-. Y así es como te amo.
…De nuevo era verano. Edith se encontraba en una iglesita, esperando entre unos pocos desconocidos a que empezara la marcha nupcial. Era el día de la boda de Jared. Edith había vuelto a casa en marzo, cuando las nieves del invierno iban fundiéndose excepto en los montes. El no se había quedado mucho, un día y una noche, pero ella no se sintió sola cuando se hubo ido. Ahora conocía su puesto en la vida de Jared y su deber de amarle como sólo ella podía hacerlo. Comprendía que cuanto más rica fuera su propia vida, cuanta más sabiduría acumulara, más lograría para si. Cuanto más se completara… sí, incluso cuanto más perfecta fuera, mejor le serviría a él su amor. Tenía que ser para siempre la diosa permanente. Y aquello sólo podría hacerlo si hallaba la vía de su propio enriquecimiento, apartada de Jared. Pero ¿cuál era dicha vía? Ahora que le quedaban años por delante, ¿cómo llenarlos para mejor? En la mente y el espíritu era hija de su padre, aunque su madre le diera la carne. Una vez acabara la ceremonia tenía que apartarse, vivir sola consigo misma.
Hasta el momento no había habido tiempo, en realidad apenas nada de tiempo: la muerte de Arnold; Edwin, su amor y su muerte; Jared y el recíproco amor, casi todavía en sus comienzos. El camino se extendía claro ante si. No tenía por qué apresurarse. Ahora sabía que también ella tenía que buscar, con serenidad y firmeza, su propia culminación, porque si no estaba completa en sí no podría ocupar su puesto en la culminación de Jared.
El organista empezó a tocar la música introductoria a la ceremonia, música tierna, con un volumen bajo y reverente. A su alrededor Edith veía a la gente que aguardaba, rostros medio sonrientes, cada uno recordando sus memorias. La iglesia era de estilo antiguo, muy sencilla, casi una iglesita rural. Allí era donde June había sido bautizada y por el mismo ministro, joven entonces, que celebraría la ceremonia. En ese instante entraba revestido de sus ornamentos. Delante de él avanzaban dos chiquillos, monaguillos con velas encendidas. Al llegar al altar encendieron las velas que en él había y ocuparon sus puestos. La tierna música cesó. Se abrió una puerta lateral y entró Jared acompañado de su padrino, un joven a quien Edith no conocía, otro compañero científico, le había dicho él, un joven brillante que se dedicaba a la ciencia espacial.
– Vive y respira en un nuevo nivel existencial -le había dicho Jared-. Hace que por comparación el resto parezcamos pegados a la tierra y anticuados.
Recordaba las palabras, pero sus ojos estaban clavados en Jared. Parecía abstraído, lejano, casi despreocupado. ¡Cómo conocía ella aquella expresión! ¡Cuántas veces se había quejado por ello su madre a su padre!
– ¡Raymond! ¿Has oído ni una palabra de lo que te he dicho?
A veces, medio risueña, su madre comentaba con los que la rodeaban:
– ¡Yo creo que no se enteró ni de la ceremonia nupcial!
¡Ah, June tendría que aprender a comprender tan divina abstracción, aquella ausencia cósmica! Una vez la propia Edith le preguntó a una joven esposa cuyo marido había viajado por el espacio:
– ¿Ha vuelto él mismo?
– El mismo no -le había respondido con tristeza la esposa-. Ya no es el mismo.
¡Ah, pero June debería sentirse orgullosa, no triste! Y en ese momento, como recordando a June, la marcha nupcial irrumpió gozosa en el aire. La gente se volvió para contemplar la bonita procesión: una niñita con vestidito rosa avanzaba por el pasillo de la nave central, esparciendo pétalos de rosa; detrás de ella un chiquillo minúsculo portaba un almohadoncito de raso con los anillos, y luego, una tras otra, damas de honor… jóvenes, tan jóvenes, todas preciosas en sus vestidos de color rosa. Y por último June, toda de blanco, entre brillos de raso, espumas de encaje, junto a su padre, con su mano enguantada de blanco apoyada en el codo del hombre, alto y de cabello gris, un hombre grande a su manera. Pero nadie sería más grande que Jared. Aquélla sería la labor de su vida.
Casi inmediatamente la ceremonia terminó, reducida a lo esencial.
– No quiero tonterías -había dicho Jared con firmeza.
No hubo tonterías. Pronunciaron las breves palabras y él se acercó por la nave, alta la cabeza, con June del brazo, que sonreía valiente. Edith sintió una punzada de compasión. ¡Aquella esposa tan joven! No sería fácil ser esposa de Jared. Tendría que pensar también en June, porque una June desdichada serla una carga que Jared no debía soportar. Y sin embargo, se dijo, no tenía que entrometerse.
Dentro de sí reía. Sólo una diosa podría hacer cuanto se exigía a sí misma. Esta seria, pues, su primera labor, convertirse en diosa, la primera labor y la más difícil. Tenía que mantenerse aparte, para poder completar la monumental tarea que, en sí, tenia que resultar perfecta.
Alguien, un joven, un maestro de ceremonias, vino a acompañarla a lo largo de la nave. Cuando cruzó el umbral se dirigió a su auto que esperaba. Una hora de conducir a solas, pero sin sentirse solitaria; una hora de conducir a solas y ya estaba de nuevo en casa. Tan sólo cuando entró en el vestíbulo recordó que en algún sitio se celebraba una recepción, en la casa de June, en alguna parte, donde cortarían una tarta de. boda. Pero todo lo había olvidado, abstraída a su modo como Jared al suyo, pues ella también tenía sus sueños. ¡Que no se harían realidad en aquella casa ni en ninguna otra donde hubiera vivido jamás! El saberlo le llegó con la rapidez súbita de la convicción. Tenía que construirse una casa propia, en el lugar que tan a ciegas eligiera, junto al mar. Los planos seguían donde los guardara meses atrás, en un cajón del escritorio. Los había guardado todos aquellos meses sin saber si llegaría a terminarlos. Ahora sí sabía.
Se quitó el sombrero y lo echó en una silla. Fue a la biblioteca, al escritorio, abrió el cajón. Los planos seguían allí, donde los dejara. Se sentó a estudiarlos. Veía la casa como si ya se irguiera solitaria sobre el acantilado, frente al mar. La idea era en sí misma realidad. Como dijera Edwin, la propia idea de inmortalidad creaba realidad. Ahora la idea de la casa, de si misma, de Jared, eran realidades.
Oyó una tos en la puerta. Al volverse vio a Weston que esperaba.
– Si hace el favor, señora, ¿espera a alguien a cenar?
– Sólo… a mí misma.