El final del viaje del Portador de Estrellas y la respuesta a todos los misterios de su mundo.

Se acerca el final de la partida iniciada en Maestro de enigmas. Tras reencontrarse por fin con Raederle en Anuin, Morgon, el Portador de Estrellas, invoca al ejército de los reyes muertos de An para ponerlos al servicio de la protección de Hed, su patria. Mientras tanto, los hechiceros, liberados de su esclavitud de siglos tras el enfrentamiento de Morgon con Ohm, el antiguo maestro de enigmas y usurpador del trono del Supremo, se dirigen a la antigua ciudad de Lungold, donde planean desafiarle. Allí acudirán Morgon y Raederle para descifrar los últimos enigmas sobre la identidad del arpista Deth, la herencia de los Señores de la Tierra y la guerra con los cambiaformas. Patricia A. McKillip , ganadora de dos Premios Mundiales de Fantasía, dos premios Mythopoeic y un Locus, se encuentra entre las voces más respetadas de la fantasía internacional, y la trilogía del Juego de Enigmas es una de las cumbres de su extensa obra.

"McKillip ha creado poderosas imágenes de un silencio embrujado, un universo lleno de motivos secretos y terribles posibilidades." --- The National Observer

"Su trama, sus personajes y su estilo son memorables, con una riqueza que si acaso ha mejorado con el paso del tiempo." --- SF Site

"Una obra sólidamente narrada (...) La madurez intelectual y emocional de su pacífico héroe y de su resuelta heroina está trazada con meticulosa delicadeza." --- The Encyclopedia of Fantasy

<p style="line-height:400%;">Capítulo 1</p> </h3> <p style="margin-top:5%">El Portador de Estrellas y Raederle de An estaban sentados en la cima de la más alta de las siete torres de Anuin. La piedra blanca caía a pico hasta la cuesta verde donde se erguía la casona. La ciudad se derramaba por la cuesta hasta el mar. El cielo giraba sobre ellos, una extensión azul cuyo resplandor inmutable sólo era alterado en ocasiones por la espiral de un halcón. Hacía horas que Morgon permanecía inmóvil. El sol de la mañana había alumbrado su perfil en el lado de la jamba donde estaba sentado, y luego había desplazado su sombra hasta el otro lado sin que él lo advirtiera. Reparaba en Raederle sólo como si formara parte del paisaje, del viento ligero, de los cuervos que trazaban relucientes líneas negras en lejanos huertos verdes: algo apacible y remoto cuya belleza afloraba en ocasiones a través de sus pensamientos.</p> <p>Su mente destejía las marañas de conjeturas que se enredaban alrededor de su ignorancia. Estrellas, niños con rostro de piedra, las astillas rutilantes de un cuenco que él había destrozado en la choza de Astrin, ciudades muertas, un cambiaforma de cabello oscuro, un arpista, todo se disolvía en enigmas sin respuesta. Evocaba su vida, la historia del reino, y encaraba los hechos como fragmentos de un tiesto, tratando de unirlos. Nada encajaba, nada se sostenía. Constantemente era arrojado de sus recuerdos al suave aire estival.</p> <p>Al fin se pasó las manos por los ojos, tan rígidamente como una piedra que decidiera moverse. Formas fluctuantes aletearon en la luz detrás de sus párpados, como antiguas bestias sin nombre. Se despejó la mente, dejó que las imágenes entraran y salieran del pensamiento, hasta que encallaron una vez más en los bajíos de la imposibilidad.</p> <p>El vasto cielo azul se despedazó en su visión, y también el tortuoso laberinto de calles y casas. Ya no podía pensar; se apoyó en su sombra. El silencio de esa losa de piedra antigua lo impregnó; sus pensamientos, gastados por la repetición, volvieron a apaciguarse.</p> <p>Vio un blando zapato de cuero y un destello de paño verde. Movió la cabeza y encontró a Raederle sentada en el antepecho junto a él, con las piernas cruzadas.</p> <p>Se inclinó precariamente y la abrazó, apoyó la cara en el cabello largo, arremolinado por el viento, y vio mechones ardientes bajo sus ojos cerrados. Guardó silencio un rato, estrechándola, como si temiera que llegara un viento que los arrancara de ese lugar alto y peligroso.</p> <p>Ella se movió apenas, alzando la cara para besarlo, y él añojo los brazos con renuencia.</p> <p>—No me di cuenta de que estabas aquí —dijo Morgon, cuando ella lo dejó hablar.</p> <p>—Lo noté, al cabo de una hora. ¿En qué pensabas?</p> <p>—En todo. —Él extrajo un trozo de argamasa de una fisura y lo arrojó a los árboles de abajo. Un puñado de cuervos sobresaltados protestó—. Me sigo devanando los sesos para entender mi pasado, y siempre llego a la misma conclusión. No sé qué hago, en nombre de Hel.</p> <p>Ella alzó las rodillas y se apoyó en la piedra para enfrentarlo. Sus ojos se llenaron de luz, como ámbar bruñido por el mar, y a él se le cerró súbitamente la garganta, abarrotada de palabras.</p> <p>—Resolver enigmas. Me dijiste que es lo único que puedes hacer, aun ciego, sordo y mudo, y sin saber adónde vas.</p> <p>—Lo sé. —Él sacó más argamasa de la fisura y la arrojó con tanta fuerza que casi perdió el equilibrio—. Lo sé. Pero hace siete días que estoy contigo en Anuin, y no puedo encontrar una razón ni un enigma que me impulsen a salir de esta casa. Si nos quedamos mucho más tiempo, ambos moriremos.</p> <p>—Ésa es una buena razón —dijo ella sobriamente.</p> <p>—No sé por qué mi vida corre peligro a causa de las tres estrellas de mi rostro. No sé dónde está el Supremo. No sé qué son los cambiaformas, ni cómo puedo ayudar a esos niños de piedra sepultados en la montaña. Sólo conozco un lugar donde hallar respuestas, y la perspectiva no me atrae demasiado.</p> <p>—¿Dónde?</p> <p>—En la mente de Ghisteslwchlohm.</p> <p>Ella lo miró, tragó saliva, bajó la vista hacia la piedra entibiada por el sol.</p> <p>—Bien —dijo con voz trémula—. No pensaba que pudiéramos quedarnos aquí para siempre. Pero, Morgon…</p> <p>—Tú podrías quedarte aquí.</p> <p>Ella irguió la cabeza. El sol le brilló en los ojos y él no pudo ver bien su expresión, pero la voz era severa.</p> <p>—No pienso abandonarte. Rechacé las riquezas de Hel y todos sus cerdos por tu causa. Tendrás que aprender a vivir conmigo.</p> <p>—Ya es difícil tan sólo tratar de vivir —murmuró él sin pensar, y se sonrojó. Raederle torció la boca, y él le cogió la mano—. Por los bigotes de un jabalí plateado, te llevaría a Hed y pasaría el resto de mi vida criando rocines en el este.</p> <p>—Yo te encontraré un bigote de jabalí.</p> <p>—¿Cómo me caso contigo en estas tierras?</p> <p>—No puedes —dijo ella con calma, y él aflojó la mano.</p> <p>—¿Qué?</p> <p>—Sólo el rey tiene el poder para unir a sus herederos en matrimonio. Y mi padre no está aquí. Así que tendremos que olvidarnos de ello hasta que él considere oportuno regresar.</p> <p>—Pero, Raederle…</p> <p>Ella arrojó una astilla de argamasa a la cola de un cuervo que pasaba, obligándolo a virar con un chillido.</p> <p>—¿Pero qué? —dijo ella oscuramente.</p> <p>—No puedo… no puedo entrar en las tierras de tu padre, turbar a los muertos tal como he hecho, casi asesinar a alguien en esta sala, y luego llevarte conmigo a errar por el reino sin siquiera desposarte. ¿Qué pensará tu padre de mí?</p> <p>—Cuando él te conozca, te dirá su opinión. Lo que pienso yo, que es mucho más pertinente, es que mi padre ya se ha inmiscuido bastante en mi vida. Quizás haya previsto nuestro encuentro, e incluso nuestro enamoramiento, pero no creo que él deba salirse con la suya en todo. No pienso casarme contigo sólo porque él lo presintió en un sueño.</p> <p>—¿Crees que eso tuvo que ver con su extraño juramento de la torre de Peven? —preguntó él con curiosidad.</p> <p>—¿Precognición?</p> <p>—Estás cambiando de tema. —Morgon la miró un instante, evaluando el asunto y ese rostro ruborizado—. Bien —murmuró, arrojando el futuro de ambos a los vientos sobre la vertiginosa fachada de la torre—, si te niegas a casarte conmigo, no sé qué hacer sobre ello. Y si decides venir conmigo, si es lo que realmente deseas, no pienso detenerte. Te quiero demasiado. Pero estoy aterrado. Creo que tendríamos más esperanzas de sobrevivir si nos cayéramos de cabeza de esta torre. Y al menos así sabríamos adónde vamos.</p> <p>Ella apoyaba la mano en la piedra. La alzó, le tocó la cara.</p> <p>—Tienes un nombre y un destino. Sólo puedo creer que tarde o temprano tropezarás con alguna esperanza.</p> <p>—Hasta ahora no he visto ninguna. Sólo a ti. ¿Te casarás conmigo en Hed?</p> <p>—No.</p> <p>Él guardó silencio, mirándola a los ojos.</p> <p>—¿Por qué?</p> <p>Ella desvió los ojos, y Morgon notó que la embargaba una súbita y extraña turbulencia.</p> <p>—Por muchos motivos.</p> <p>—Raederle…</p> <p>—No, y no me lo pidas de nuevo. Y deja de mirarme de ese modo.</p> <p>—De acuerdo —dijo Morgon al cabo de un instante—. No recordaba que fueras tan empecinada.</p> <p>—Terca como una marrana.</p> <p>—Así es.</p> <p>Ella lo miró, sonrió de mala gana. Lo atrajo hacia ella, le rodeó los hombros con los brazos, y meció los pies sobre el borde del abismo.</p> <p>—Te amo, Morgon de Hed. Cuando nos marchemos de esta casa, ¿adónde iremos primero? ¿A Hed?</p> <p>—Sí, a Hed. —El nombre le tocó el corazón como un hechizo—. No tengo motivos para ir a casa. Pero quiero ir. Unas horas, de noche… Quizá no corramos peligro. —Pensó en el mar que los separaba de su hogar, y se le heló el corazón—. No puedo llevarte por mar.</p> <p>—¿Por qué no, en nombre de Hel?</p> <p>—Es demasiado peligroso.</p> <p>—Eso no tiene sentido. Lungold es peligroso, y te acompañaré allá.</p> <p>—Eso es diferente. Ante todo, nadie que yo amara murió en Lungold. Todavía. Por lo demás…</p> <p>—Morgon, no moriré en el mar. Quizá pueda modificar la forma del agua, así como la del fuego.</p> <p>—Pero no lo sabes con certeza, ¿verdad? —Se atragantó al pensar en Raederle atrapada en aguas que se transformaban en rostros y formas húmedas y relucientes—. Ni siquiera tendrás tiempo de aprender.</p> <p>—Morgon…</p> <p>—Raederle, he estado en una nave que se despedazaba en el mar. No quiero arriesgar tu vida de esa manera.</p> <p>—No es tu riesgo. Es el mío. Por otra parte, he navegado entre Caithnard y Kyrth para buscarte, y nunca me pasó nada.</p> <p>—Podrías quedarte en Caithnard. Sólo durante unos…</p> <p>—No me quedaré en Caithnard —afirmó Raederle—. Iré contigo a Hed. Quiero ver la tierra que amas. Si por ti fuera, me quedaría en una granja de Hed pelando habichuelas y esperándote, tal como he esperado casi dos años.</p> <p>—Tú no pelas habichuelas.</p> <p>—No, a menos que estés conmigo para ayudarme.</p> <p>Morgon se vio a sí mismo, un hombre flaco de pelo desmelenado y rostro enjuto, con una gran espada a su lado y un arpa con estrellas en la espalda, sentado en el porche de Akren con un cuenco de habichuelas en las rodillas. Se echó a reír. Ella sonrió de nuevo, mirándolo, olvidando la discusión.</p> <p>—Hace siete días que no haces eso.</p> <p>—No. —Él se quedó quieto, rodeándola con el brazo, y la sonrisa murió lentamente en sus ojos. Pensó en Hed, tan indefensa en el corazón del mar, sin siquiera la ilusión de la protección del Supremo. Susurró—: Ojalá pudiera rodear Hed con poder, para que la turbulencia del continente no la tocara y pudiera quedar a salvo del miedo.</p> <p>—Pídeselo a Duac. Él te dará un ejército.</p> <p>—No me atrevo a llevar un ejército a Hed. Sólo atraería una calamidad.</p> <p>—Lleva algunos espectros —sugirió ella—. Duac estaría encantado de librarse de ellos.</p> <p>—Espectros. —Él apartó la vista de los bosques distantes para mirarla—. En Hed.</p> <p>—Son invisibles. Nadie los vería para atacarlos. —Sacudió la cabeza, sorprendida de sus propias palabras—. ¿Qué estoy pensando? Aterrarían a los granjeros de Hed.</p> <p>—No si los granjeros no supieran que están allá. —Morgon sintió frío en las manos. Jadeó—: ¿Qué estoy pensando?</p> <p>Ella se echó hacia atrás, mirándole los ojos.</p> <p>—¿Me estás tomando en serio?</p> <p>—Creo que sí. —Ya no veía el rostro de Raederle, sino el rostro de los muertos, con todo su poder frustrado—. Yo podría someterlos con mi poder. Los comprendo… Comprendo su furia, su sed de venganza, su amor por la tierra. Ellos pueden llevar a Hed ese amor y su ansia de guerra… Pero tu padre… ¿Cómo puedo arrancar algo de la historia de An y exponerlo al peligro en Hed? No puedo entrometerme así con la ley de la tierra de An.</p> <p>—Duac te autorizó. Y en cuanto a mi padre y su interés en la ley de la tierra, él bien podría ser un espectro. Pero, Morgon, ¿qué hay de Eliard?</p> <p>—¿Eliard?</p> <p>—No lo conozco, pero… ¿no lo perturbaría un poco que llevaras un ejército de muertos a Hed?</p> <p>Morgon pensó en el terrarca de Hed, su hermano, cuyo rostro apenas recordaba.</p> <p>—Un poco —murmuró—. Debe de estar acostumbrado a que yo lo perturbe, aun en sueños. Yo sepultaría mi propio corazón bajo sus pies si eso los resguardara a Hed y a él. Incluso me enfrentaría a una discusión con él por este asunto.</p> <p>—¿Qué dirá él?</p> <p>—No lo sé… Ya ni siquiera lo conozco. —El pensamiento le dolió, pues tocó zonas de su interior que no habían sanado. Pero no dejó que Raederle lo notara; sólo se alejó con renuencia de ese lugar alto—. Ven conmigo. Quiero hablar con Duac.</p> <p style="text-align:center; text-indent: 0em; margin-top: 2em; margin-bottom: 2em; ">* * *</p> <p>—Llévatelos —dijo Duac—. Llévatelos a todos.</p> <p>Lo habían encontrado en el gran salón, escuchando las quejas de granjeros y mensajeros de los señores de An cuyas tierras y vidas eran desquiciadas por las revueltas y reyertas de los muertos. Cuando el salón se despejó y Morgon pudo hablar con él, Duac escuchó con incredulidad.</p> <p>—¿De veras los quieres? Pero, Morgon, destruirán la paz de Hed.</p> <p>—No, no lo harán. Les explicaré por qué están allá…</p> <p>—¿Cómo? ¿Cómo les das explicaciones a hombres muertos que libran una guerra de siglos en pastizales y en mercados de aldea?</p> <p>—Simplemente les ofreceré lo que quieren. Alguien contra quien luchar. Pero, Duac, ¿cómo se lo explico a tu padre?</p> <p>—¿Mi padre? —Duac miró el salón, las vigas, los rincones—. No lo veo. En ninguna parte. Y cuando lo vea, estará tan ocupado dando explicaciones a los vivos que no tendrá tiempo de contar las cabezas de los muertos. ¿Cuántos quieres?</p> <p>—Tantos como pueda someter a un conjuro, entre los reyes y guerreros que poseían un toque de compasión. Lo necesitarán para entender Hed. Rood podría ayudarme… —Calló de pronto y un sonrojo inexplicable tiñó el rostro de Duac—. ¿Dónde está Rood? Hace días que no lo veo.</p> <p>—Hace días que no está aquí. —Duac se aclaró la garganta—. Tú no lo notaste, así que esperé a que preguntaras. Lo envié a buscar a Deth.</p> <p>Morgon calló. El nombre lo envió siete días atrás, como si aún lo bañara la luz del sol, proyectando su sombra en el rajado piso de piedra.</p> <p>—Deth —jadeó, y pensó sombríamente en la muerte.</p> <p>—Le di instrucciones de traer de vuelta al arpista; lo envié con catorce hombres armados. Tú le dejaste ir, pero aún tiene que dar muchas respuestas a los terrarcas del reino. Pensé en encarcelarlo aquí hasta que los maestros de Caithnard pudieran interrogarlo. Eso es algo que yo no intentaría. —Tocó a Morgon con un titubeo—. Ni te habrías enterado de que estaba aquí. Sólo me sorprende que Rood aún no haya regresado.</p> <p>El rostro de Morgon recobró el color.</p> <p>—A mí no me sorprende. No quisiera estar en el lugar de Rood, tratando de volver a Anuin con Deth. Ese arpista toma sus propias decisiones.</p> <p>—Quizá.</p> <p>—Rood no lo traerá de vuelta. Lo enviaste al caos de An en vano.</p> <p>—Bien —dijo Duac con resignación—, tú conoces al arpista mejor que yo. Y Rood habría ido a buscarlo aunque yo no se lo hubiera pedido. Él también quería respuestas.</p> <p>—No se interroga a un experto en enigmas con una espada. Rood tendría que saberlo. —Morgon reparó en el tono amargo que había cobrado su voz. Se volvió con cierta brusquedad, salió de la luz, se sentó a una de las mesas.</p> <p>—Lo lamento —dijo Duac con impotencia—. Esto era algo que no necesitabas saber.</p> <p>—Necesito saberlo. Sólo que no quería pensarlo. No todavía. —Extendió las manos sobre la rica textura dorada del roble y pensó en las luminosas paredes de roble de Akren—. Me iré a casa. —Esas palabras le abrieron el corazón, le infundieron una urgencia dulce y punzante—. A casa… Duac, necesito barcos. Barcos mercantes.</p> <p>—¿Llevarás a los muertos por el agua? —preguntó Raederle con asombro—. ¿Ellos irán?</p> <p>—¿De qué otro modo pueden llegar a Hed? —preguntó él razonablemente. Luego recapacitó, mirando su vago reflejo en la madera bruñida—. No me atrevo a llevarte en la misma nave que ellos. Bien, cabalgaremos juntos hasta Caithnard y los recibiremos allí. ¿Vale?</p> <p>—¿Quieres volver a atravesar Hel a caballo?</p> <p>—Podríamos volar —sugirió él, pero ella se opuso enfáticamente.</p> <p>—No. Cabalgaré.</p> <p>El tono de voz sorprendió a Morgon.</p> <p>—Te sería más simple adoptar la forma del cuervo.</p> <p>—Un cuervo en la familia es suficiente —dijo ella sombríamente—. Morgon, Bri Corbett puede encontrar naves para ti. Y hombres para tripularlas.</p> <p>—Se necesitará una pequeña fortuna para persuadirlos —dijo Morgon.</p> <p>—Los muertos ya han costado una gran fortuna con la destrucción de cosechas y animales —dijo Duac, encogiéndose de hombros—, Morgon, ¿cómo los controlarás en Hed?</p> <p>—No querrán luchar contra mí —dijo Morgon simplemente, y Duac calló, mirándolo con ojos claros del color del mar.</p> <p>—Me pregunto qué eres —dijo lentamente—. Un hombre de Hed que puede controlar a los muertos… Un Portador de Estrellas.</p> <p>Morcón lo miró con curiosa gratitud.</p> <p>Podría haber odiado mi propio nombre en esta sala, salvo por ti.</p> <p>Se puso de pie, reflexionando sobre el problema—. Duac, necesito conocer nombres. Podría pasar días escrutando las tumbas con la mente, pero no sabré a quién despierto. Conozco muchos de los nombres de los reyes de las tres partes, pero no conozco a los muertos de menor importancia.</p> <p>—Yo tampoco —dijo Duac.</p> <p>—Bien, yo sé dónde puedes averiguarlos —suspiró Raederle—. El lugar donde viví gran parte de mi infancia. La biblioteca de nuestro padre.</p> <p>Ella y Morgon pasaron el resto del día y la noche allí, entre libros antiguos y pergaminos polvorientos, mientras Duac mandaba a buscar a Bri Corbett al puerto. A medianoche, Morgon había acumulado en las honduras de su mente un sinfín de nombres de señores guerreros, sus hijos y sus familias, y leyendas de amor, reyertas sangrientas y guerras por la tierra que abarcaban la historia de An. Entonces salió y caminó a solas por la apacible noche estival hasta los campos que estaban detrás de la casa del rey, que eran la cripta de los muchos que habían perecido en las batallas por Anuin. Allí inició su invocación.</p> <p>Dijo un nombre tras otro, con los fragmentos de leyendas o poemas que recordaba, con la voz y con la mente. Los muertos se levantaron al oír sus nombres, salieron de los huertos y los bosques, de la tierra misma. Algunos cabalgaron hacia él con gritos frenéticos y escalofriantes, una armadura reluciente sobre huesos desnudos. Otros llegaban en silencio, siluetas oscuras y lúgubres que revelaban espantosas heridas. Procuraban asustarlo, pero él los contuvo con ojos que ya habían visto todo lo que podía temer. Trataron de luchar con él, pero él les mostró su mente, les mostró atisbos de su poder. Resistió todos los desafíos, hasta que se alinearon ante él en todo un campo, con una reverencia y curiosidad que los obligaban a salir de sus recuerdos para entrever algo del mundo donde los habían arrojado.</p> <p>Morgon explicó sus deseos. No esperaba que los muertos entendieran Hed, pero lo entendían a él, su cólera, su desesperación, su amor por la tierra. Le juraron lealtad en un rito tan antiguo como An, mientras sus espadas mohosas irradiaban destellos grises en el claro de luna. Luego regresaron lentamente a la noche, a la tierra, hasta que él los invocara de nuevo.</p> <p>Se quedó en ese campo solitario, con los ojos clavados en una silueta quieta y oscura que no se marchó. La miró con curiosidad; luego, al ver que no se movía, le tocó la mente. Sus pensamientos se llenaron al instante con la ley viviente de la tierra de An.</p> <p>Su corazón golpeó sus costillas con fuerza. El rey de An caminó despacio hacia él, un hombre alto cubierto con túnica y cogulla, como un maestro o un espectro. Morgon lo vio borrosamente en el claro de luna, y las cejas oscuras cortaban un rostro cansado y amargo sobre ojos que eran estremecedoramente similares a los de Rood. El rey se detuvo frente a él, lo examinó en silencio.</p> <p>Sonrió imprevistamente, y la amargura de sus ojos se trocó en extraña admiración.</p> <p>—Te he visto en mis sueños —dijo—, Portador de Estrellas.</p> <p>—Mathom. —Morgon tenía la garganta seca. Saludó con un cabeceo al rey que había invocado en la noche de An—. Te preguntarás qué me propongo.</p> <p>—No. Has sido muy claro al explicarlo al ejército que reclutaste. Haces cosas asombrosas en mi tierra, con ánimo impasible.</p> <p>—Pedí la autorización de Duac.</p> <p>—Sin duda Duac agradeció la sugerencia. ¿Piensas navegar con ellos hacia Hed? ¿Es eso lo que oí?</p> <p>—No lo sé… Pensaba cabalgar con Raederle hasta Caithnard y reunirme allá con las naves, pero quizá debería navegar con los muertos. Los hombres vivos de las naves se sentirían más cómodos si yo estoy con ellos.</p> <p>—¿Llevarás a Raederle a Hed?</p> <p>—Ella no atiende a razones.</p> <p>—Extraña mujer —gruñó el rey. Sus ojos, penetrantes y curiosos como ojos de pájaro, buscaban algo que estaba más allá de las palabras de Morgon.</p> <p>—¿Qué has visto de mí en tus sueños? —preguntó Morgon.</p> <p>—Retazos. Fragmentos. Pocas cosas que te ayuden, y mucho más de lo que me conviene. Tiempo atrás, soñé que salías de una torre con una corona en la mano y tres estrellas en el rostro… pero sin nombre. Te vi con una bella joven, y yo sabía que era mi hija, pero aun así nunca supe quién eras. Vi… —Meneó la cabeza, apartando los ojos de una visión desconcertante y peligrosa.</p> <p>—¿Qué?</p> <p>—No estoy seguro.</p> <p>—Mathom. —De pronto Morgon sintió frío en la tibia noche estival—. Ten cuidado. En tu mente hay cosas que podrían costarte la vida.</p> <p>—¿O la ley de mi tierra? —El rey aferró el hombro de Morgon con su mano huesuda—. Quizá. Por eso rara vez explico mis pensamientos. Ven a la casa. Habrá una pequeña tempestad cuando yo reaparezca, pero si tienes la paciencia de soportarla, luego tendremos tiempo de conversar. —Avanzó un paso, pero Morgon no se movió—. ¿Qué pasa?</p> <p>Morgon tragó saliva.</p> <p>—Hay algo que debo decirte antes de entrar en tu salón contigo. Hace siete días, entré allí para matar a un arpista.</p> <p>—Deth vino aquí —jadeó el rey.</p> <p>—No lo maté.</p> <p>—En cierto modo, no me sorprende. —Su voz era lúgubre, como si viniera de una tumba. Condujo a Morgon hacia la casa iluminada por la luna—. Cuéntamelo.</p> <p>Morgon le contó mucho más que eso antes que llegaran al salón. Se sorprendió hablando incluso de los últimos siete días, tan preciosos para él que se preguntaba si siquiera habían existido. Mathom hablaba poco, haciendo en ocasiones un ruido gutural, semejante al murmullo de un mirlo. Al entrar en el patio, vieron caballos, trémulos y sudorosos, que eran conducidos a los establos. Sus sudaderas eran moradas y azules, los colores de la guardia palaciega del rey. Mathom maldijo entre dientes.</p> <p>—Rood debe estar de vuelta. Con las manos vacías, de mal talante, obsesionado por los espectros y mugriento. —Entraron en el salón, bañado por el resplandor de las antorchas. Rood apartó los ojos de su copa de vino al ver entrar a su padre. Duac y Raederle, que estaban junto a él, volvieron la cabeza, pero él se puso de pie primero, ahogando sus voces.</p> <p>—¿Dónde demonios has estado?</p> <p>—No me grites —replicó el rey—. Si has cometido la insensatez de errar por este caos en busca de ese arpista, no siento piedad por ti.</p> <p>Se volvió hacia Duac mientras Rood, con la boca todavía abierta, regresaba a su silla. Duac miró al rey glacialmente, pero su voz era firme.</p> <p>—Bien. ¿Qué te trajo a casa? Caes del cielo como un mal hechizo. Sin duda no sientes la menor consternación por el desastre que has causado a tu terrarquía.</p> <p>—No —dijo Mathom impasiblemente, sirviéndose vino—. Tú y Rood os las habéis arreglado muy bien sin mí.</p> <p>—¿Qué es lo que hemos hecho muy bien sin ti? —masculló Rood—. ¿Comprendes que estamos al borde de una guerra?</p> <p>—Sí. Y An se ha armado para ella en un tiempo notablemente breve. Hasta tú, en menos de tres meses, te has transformado de erudito en guerrero.</p> <p>Rood se dispuso a replicar. Duac le aferró la muñeca, silenciándolo.</p> <p>—Guerra. —Su rostro había perdido el color—. ¿Con quién?</p> <p>—¿Quién más está armado?</p> <p>—¿Ymris? —dijo Duac, y lo repitió incrédulamente—. ¿Ymris?</p> <p>Mathom bebió vino. Su rostro se veía más viejo de lo que parecía bajo el claro de luna, sombrío y desgastado por el viaje. Se sentó junto a Raederle.</p> <p>—He visto la guerra en Ymris —murmuró—. Los rebeldes se han adueñado de la mitad de las tierras costeras. Es una guerra extraña, sangrienta, despiadada, y agotará las fuerzas de Heureu Ymris. No podrá contenerla dentro de Ymris una vez que sus oponentes decidan llevarla más allá de las fronteras. Lo sospechaba anteriormente, pero ni siquiera yo podía pedir a las tres partes de An que se armaran sin motivo. Y si daba un motivo, podía precipitar el ataque.</p> <p>—¿Lo hiciste adrede? —jadeó Duac—. ¿Nos dejaste para que pudiéramos armarnos?</p> <p>—Fue una medida extrema pero efectiva —admitió Mathom. Echó otra ojeada a Rood, mientras él abría la boca y hablaba con voz queda.</p> <p>—¿Dónde has estado? ¿Planeas quedarte en casa por un tiempo?</p> <p>—Aquí y allá, satisfaciendo mi curiosidad. Y sí, creo que me quedaré en casa. Si dejas de gritarme.</p> <p>—Si no fueras tan terco, no gritaría.</p> <p>Mathom adoptó una expresión escéptica.</p> <p>—Hasta tienes la tozudez de un guerrero. ¿Qué pensabas hacer con Deth si lo capturabas?</p> <p>Hubo un breve silencio.</p> <p>—Al final lo habría enviado a Caithnard —intervino Duac—, en una nave armada, para que los maestros lo interrogaran.</p> <p>—El colegio de Caithnard no es un tribunal.</p> <p>Duac lo miró con ojos impacientes.</p> <p>—Pues dímelo tú. ¿Qué habrías hecho tú? Si hubieras estado en mi lugar, viendo que Morgon… que Morgon era obligado a hacer justicia por su propia mano con un hombre que no está sometido a ninguna ley en el reino, que traicionó a todos… ¿Qué habrías hecho?</p> <p>—Justicia —murmuró Mathom. Morgon lo miró, esperando su respuesta. Vio un dolor extraño y distante en esos ojos oscuros y cansados—. Es el arpista del Supremo. Yo dejaría que el Supremo lo juzgue.</p> <p>—¿Mathom? —dijo Morgon, preguntándose súbita, perentoriamente, qué veía el rey. Pero Mathom no le respondió. Raederle también lo observaba; el rey le acarició el cabello, pero ninguno de los dos habló.</p> <p>—El Supremo —dijo Rood. Ya no hablaba con la voz ruda del guerrero; las palabras eran un enigma lleno de amargura y desesperación, una súplica por una respuesta. Miró a Morgon con típica ironía—. Has oído a mi padre. Ya ni siquiera soy un experto en enigmas. Tú tendrás que responder eso, maestro.</p> <p>—Lo haré —dijo Morgon fatigosamente—. Al parecer ya no tengo más opción.</p> <p>—Tú —dijo Mathom— te has quedado aquí demasiado tiempo.</p> <p>—Lo sé. No podía marcharme. Me iré… —Miró a Duac—. ¿Mañana? ¿Las naves estarán preparadas?</p> <p>Duac asintió.</p> <p>—Bri Corbett dijo que zarparían con la marea de medianoche. A decir verdad, dijo muchas cosas más cuando le expliqué lo que querías. Pero conoce hombres que llevarían aun un cargamento de muertos a cambio de oro.</p> <p>—Mañana —murmuró Mathom. Miró de soslayo a Morgon y a Raederle, quien miraba en silencio la vela derretida, como preparándose para una discusión. Él pareció hacer sus propias conjeturas detrás de su mirada negra e insondable. Ella alzó los ojos lentamente, intuyendo lo que pensaba.</p> <p>—Me iré con Morgon, y no te pediré que nos desposes. ¿Ni siquiera piensas discutir?</p> <p>Él sacudió la cabeza.</p> <p>—Discute con Morgon —suspiró—. Yo estoy demasiado viejo y cansado, y lo único que quiero de ambos es que en alguna parte de este turbado reino encontréis la <i>paz.</i></p> <p>Ella le clavó los ojos. Sacudió el rostro y le tendió los brazos, lagrimeando a la luz de las antorchas.</p> <p>—¿Por qué te fuiste tanto tiempo? —susurró, mientras él la estrechaba—. Te necesitaba.</p> <p>Él habló con ella y con Morgon hasta que las velas se derritieron y el alba agrisó las ventanas. Durmieron la mayor parte del día siguiente. Al anochecer, cuando el mundo se aquietó de nuevo, Morgon llamó a su ejército de muertos a los muelles de Anuin.</p> <p>Siete naves mercantes estaban amarradas bajo el claro de luna, con cargamentos livianos de paños finos y especias. Morgon, en cuya mente hervían los nombres, rostros y recuerdos extraídos de los cerebros de los muertos, observó las filas casi invisibles que poblaban los sombríos muelles. Montados, armados, callados, esperaban para abordar. La ciudad estaba a oscuras detrás de ellos; los negros dedos de los mástiles del puerto se elevaron con la marea para tocar las estrellas. Los muertos se habían congregado en un silencio de sueño, bajo los ojos de Duac y Bri Corbett y el fascinado y aterrado puñado de tripulantes de las naves. Se disponían a abordar cuando un caballo trepidó en el muelle, rompiendo la concentración de Morgon. Miró a Raederle mientras ella desmontaba, preguntándose por qué ella no estaba durmiendo, luchando con esa presencia mientras regresaba lentamente a la noche de los vivos. Una farola encendida cubrió el cabello de Raederle con una pátina luminosa cuando ella se quitó los alfileres enjoyados. Morgon no le veía bien el rostro.</p> <p>—Iré contigo a Hed —dijo ella. Morgon apartó la mano de la vivida resaca de los siglos para volver el rostro de Raederle hacia la luz. Su expresión de fastidio le despejó la mente.</p> <p>—Lo hemos discutido —dijo—. No irás en estas naves llenas de espectros.</p> <p>—Tú y mi padre lo habéis discutido. Os olvidasteis de consultarme.</p> <p>Él se pasó la muñeca por la frente, notando que sudaba. Bri Corbett estaba apoyado en el flanco de la nave más cercana, escuchando sus voces mientras miraba la marea.</p> <p>—Señor —murmuró—, si no zarpamos pronto, habrá siete naves llenas de muertos atascadas en el puerto hasta la mañana.</p> <p>—De acuerdo. —Él se desperezó para aliviar los ardientes nudos de tensión de su espalda. Raederle cruzó los brazos, y él cogió un alfiler que se le cayó del pelo—. Sería mejor que atravesaras Hel a caballo para reunirte conmigo en Caithnard.</p> <p>—Tú ibas a venir conmigo, en vez de navegar con los espectros de Hed.</p> <p>—No puedo conducir un ejército de muertos por tierra hasta Caithnard y cargarlos en el puerto a la vista de todos los mercaderes…</p> <p>—No se trata de eso. Se trata de que iré contigo a Hed sin importar el modo en que vayas. Se trata de que pensabas navegar directamente hasta Hed y dejarme plantada en Caithnard.</p> <p>—Claro que no —dijo él con indignación, clavándole los ojos.</p> <p>—Lo habrías pensado a medio camino… —dijo ella serenamente—, dejarme sola y a salvo en Caithnard. Tengo una mochila en mi caballo. Estoy preparada para partir.</p> <p>—No. No para una travesía marítima de cuatro días conmigo y los muertos de An.</p> <p>—Sí.</p> <p>—No.</p> <p>—Sí.</p> <p>—No. —Morgon apretó los puños, y su rostro tenso se pobló de sombras. La luz de la lámpara exploraba el rostro de Raederle tal como él lo había explorado en los últimos días. La luz se juntaba en esos ojos, y él recordó que ella había mirado los ojos de una calavera y había confrontado a reyes muertos—. No sé qué estela de poder dejarán los muertos en el agua. No sé…</p> <p>—No sabes lo que haces. No sabes cuán seguro estarás, ni siquiera en Hed.</p> <p>—Por eso no te llevaré en estas naves.</p> <p>—Por eso es que iré contigo. Al menos he nacido para entender el mar.</p> <p>—Y si el mar desgarra la madera bajo tus pies y arroja planchones y especias y muertos a las olas, ¿qué harás? Te ahogarás porque no podré salvarte, sin importar la forma que yo adopte. ¿Qué haré yo, entonces?</p> <p>Ella calló. Los muertos alineados detrás de ella parecían mirar a Morgon con expresión distante e implacable. Se volvió súbitamente, abriendo y cerrando las manos. Vio la mirada burlona de uno de los reyes y aquietó la mente. Un nombre evocó sombras de memoria detrás de los ojos muertos. El espectro se movió al cabo de un instante, fundiéndose con el aire y la oscuridad, y abordó la nave.</p> <p>Volvió a perder todo sentido del tiempo mientras llenaba las siete naves con su cargamento. Los siglos murmuraban a través de él, mezclándose con el arrullo del agua y los sonidos de Duac y Raederle charlando en una tierra lejana. Sólo comenzó a ver cuando finalizó la lista de nombres.</p> <p>Los oscuros y silenciosos navíos empezaban a mecerse en la marea. Los capitanes impartían las órdenes con murmullos, como si temieran que sus voces provocaran a los muertos. Los tripulantes se movían con igual sigilo por las cubiertas, entre las amarras. Raederle y Duac estaban solos en el muelle vacío, mirando a Morgon. Él se les acercó, notando que ahora soplaba un viento salado que le secaba el sudor del rostro.</p> <p>—Gracias —le dijo a Duac—. No sé si Eliard me lo agradecerá, pero es la mejor protección que se me ocurre para Hed, y me dará tranquilidad de espíritu. Dile a Mathom… Dile… —Titubeó, y Duac le apoyó una mano en el hombro.</p> <p>—Él ya lo sabe. Sólo ten cuidado.</p> <p>—Lo tendré. —Morgon miró a Raederle a los ojos. Ella no se movía ni hablaba, pero lo retenía sin palabras, con meros recuerdos. Morgon rompió el silencio como si rompiera un hechizo—. Te veré en Caithnard. —La besó y giró rápidamente, abordando la nave principal. La rampa se alzó. Bri Corbett estaba junto a una escotilla abierta.</p> <p>—¿Te encontrarás bien entre los muertos? —preguntó preocupado mientras Morgon descendía por una escalerilla a la oscura bodega.</p> <p>Morgon asintió en silencio y Bri cerró la escotilla. Avanzó a tientas entre rollos de tela y encontró un lugar para sentarse en los sacos de especias. Sintió que la nave se apartaba del muelle y se alejaba de Anuin, rumbo al mar abierto. Se apoyó en el casco, oyó el chapoteo del agua contra la madera. Los invisibles muertos callaban, y sus mentes se aquietaban mientras se alejaban de su pasado. Morgon trató en vano de distinguir sus rostros en la oscuridad. Alzó las rodillas, se apoyó la cara en los brazos y escuchó el agua. Poco después oyó que abrían la escotilla.</p> <p>Contuvo el aliento, suspiró. La luz de una lámpara parpadeó más allá de sus ojos cerrados. Alguien bajó la escalerilla, se abrió camino entre las mercancías y se sentó junto a él. Un aroma a pimienta y jengibre flotó alrededor. La escotilla volvió a cerrarse.</p> <p>Morgon alzó la cabeza, volviéndose hacia Raederle. No la veía, aunque oía su respiración y olía su tenue aroma a aire marino.</p> <p>—¿Piensas discutir conmigo el resto de nuestra vida? —preguntó.</p> <p>—Sí —dijo ella envaradamente.</p> <p>Él volvió a apoyar la cabeza en las rodillas. Al cabo de un rato extendió un brazo, ciñó la cintura de Raederle en la oscuridad, le asió los dedos. Escrutó la noche, apretando la mano izquierda de Raederle, con sus cicatrices, contra su corazón.</p> <title style="page-break-before:always; text-indent: 0em;"> <p style="line-height:400%;">Capítulo 2</p> </h3> <p style="margin-top:5%">Llegaron a Hed cuatro noches después. Seis de las naves mercantes habían virado hacia el oeste en el canal, para esperar en Caithnard; Bri condujo su nave a Tol. Morgon, agotado por la tensión, despertó sobresaltado de un breve sueño cuando el casco raspó un muelle. Se irguió tensamente, oyó que Bri maldecía amablemente a alguien. La escotilla se abrió; la luz de la lámpara lo encandiló. Olió la tierra.</p> <p>Su corazón empezó a palpitar con fuerza. Junto a él Raederle, envuelta en pieles, alzó la cabeza soñolienta.</p> <p>—Estás en casa —dijo Bri, sonriendo detrás de la luz, y Morgon se puso de pie y trepó a cubierta. Tol era un puñado de casas desperdigadas más allá de la sombra que arrojaban los oscuros acantilados. El aire tibio e inmóvil tenía el olor familiar del ganado y el grano.</p> <p>Ni siquiera se dio cuenta de que había hablado hasta que Bri, alzando la luz, respondió:</p> <p>—Cerca de medianoche. Llegamos aquí antes de lo que esperaba.</p> <p>Una ola se rizó perezosamente sobre la playa, dejó un encaje de plata al replegarse. La blanca y sinuosa carretera de la costa se alejaba del muelle para desaparecer a la sombra del acantilado. Morgon distinguió esa línea tenue en el sitio donde reaparecía por encima del acantilado, separando pastos y campos hasta detenerse en el umbral de Akren. Aferró la borda, evocó el camino tortuoso que lo había llevado a Hed en una nave llena de muertos, y la carretera costera de Akren le pareció apenas otro recodo entre las sombras.</p> <p>Raederle dijo su nombre, y él aflojó las manos. Oyó la caída de la rampa en el muelle.</p> <p>—Regresaré antes del alba —le dijo a Bri. Tocó el perfil del hombro del capitán—. Gracias.</p> <p>Condujo a Raederle fuera del muelle, y dejaron atrás soñolientas casas de pescadores y viejas barcas encalladas donde dormían gaviotas. La memoria lo guió entre las sombras hasta la cima del acantilado. Los campos se extendían bajo el claro de luna, rodeando lomas y hondonadas para convergir en Akren. En la reposada noche, oyó la lenta y plácida respiración de las vacas y el gimoteo de un perro que soñaba. Una luz destellaba en Akren, al parecer en el porche, pero a medida que se acercaban Morgon comprendió que venía del interior de la casa. Raederle caminaba en silencio junto a él, mirando las cercas, los campos de habichuelas, el trigo casi maduro. Rompió el silencio cuando estuvieron tan cerca de Akren como para ver el oblicuo perfil del techo contra las estrellas.</p> <p>—¡Qué casa tan pequeña! —exclamó con asombro.</p> <p>Él asintió.</p> <p>—Más pequeña de lo que recordaba… —dijo Morgon, con la garganta seca y tensa. Vio un movimiento en una ventana, borroso a la luz de las velas, y se preguntó quién permanecía despierto a esas horas. El olor a tierra húmeda y raíces nudosas lo sorprendió de improviso; los recuerdos lo atravesaron con brotes y raíces de la ley de la tierra, y por una fracción de segundo dejó de sentir el cuerpo, mientras su mente se ramificaba vertiginosamente por la urdimbre de raíces de Hed.</p> <p>Se detuvo, conteniendo el aliento. La silueta de la ventana se movió. Bloqueando la luz, escrutó la noche: hombros anchos, sin rostro. Giró abruptamente, pasando ante las ventanas de la sala. Las puertas de Akren se abrieron con estrépito; un perro ladró. Morgon oyó pasos. Cruzaron el patio y se detuvieron bajo la sombra angulosa del techo.</p> <p>—¿Morgon? —El nombre sonó en el aire quieto como una pregunta. Luego se convirtió en grito, haciendo ladrar a todos los perros mientras resonaba en los campos—. ¡Morgon!</p> <p>Morgon apenas atinó a moverse, porque Eliard se le abalanzó. Entrevio un pelo color mantequilla, hombros musculosos, un rostro asombrosamente similar al de su padre bajo el claro de luna. Eliard lo dejó sin aliento, estrechándolo con fuerza y golpeándole la espalda con los puños.</p> <p>—Tardaste en venir a casa —sollozó. Morgon intentó hablar, pero su garganta estaba demasiado seca. Apoyó sus ojos ardientes en el macizo hombro de Eliard.</p> <p>—Pedazo de montaña —susurró—. ¿Por qué no te tranquilizas?</p> <p>Eliard lo apartó, empezó a sacudirlo.</p> <p>—Sentí tu mente en la mía, tal como la sentí en mis sueños cuando estabas en aquella montaña. —Las lágrimas le surcaban el rostro—. Morgon, lo lamento, lo lamento…</p> <p>—Eliard…</p> <p>—Sabía que estabas en apuros, pero no hice nada… No sabía qué hacer… y luego moriste, y heredé la terrarquía. Y ahora estás de vuelta, y yo tengo todo lo que te pertenece. Morgon, juro que si hubiera una manera, me libraría de la terrarquía para devolvértela…</p> <p>Morgon le aferró bruscamente los brazos y Eliard calló.</p> <p>—Nunca vuelvas a decirme eso. Jamás. —Eliard lo miró en silencio, y Morgon sintió que su hermano cobijaba toda la fuerza y la inocencia de Hed. Cerrando los dedos sobre esa inocencia, dijo con voz más calma—: Éste es tu hogar. Y yo necesitaba que estuvieras aquí para cuidar de Hed, casi más que nada.</p> <p>—Pero, Morgon… También es tu hogar, y ahora has vuelto.</p> <p>—Sí. Hasta el amanecer.</p> <p>—¡No! —Eliard clavó los dedos en los hombros de Morgon—. No sé de qué huyes, pero no permitiré que vuelvas a partir. Te quedarás aquí. Podemos luchar por ti, con horquillas y rastrillos. Pediré prestado un ejército…</p> <p>—Eliard…</p> <p>—¡Cállate! Tus brazos tendrán la fuerza de un torno, pero ya no puedes arrojarme a los rosales de Tristan. Te quedarás aquí, en tu hogar.</p> <p>—¡Eliard, deja de gritar!</p> <p>Sacudió a Eliard, obligándolo a callar. Entonces un remolino de gritos y ladridos rompió contra ellos, Tristan y los perros. Tristan brincó sobre Morgon, echándole los brazos al cuello, sepultando el rostro en su cuello. Él la besó como pudo, luego la apartó y alzó su rostro entre las manos. Apenas la reconocía. La expresión de Morgon desalentó a Tristan, que de nuevo lo rodeó con los brazos. Entonces vio a Raederle y le tendió las manos, y los perros rodearon a Morgon. Un par de luces se encendieron en las ventanas de casas distantes. Morgon sintió un momento de pánico. Se quedó quieto, quieto como el oleaje inmóvil del camino, el aire iluminado por la luna. Los perros se alejaron de él; Tristan y Raederle dejaron de hablar para mirarlo. Eliard callaba, ligado inconscientemente a su silencio.</p> <p>—¿Qué pasa? —preguntó turbadamente. Morgon se le acercó, le apoyó un brazo cansado sobre los hombros.</p> <p>—Muchas cosas. Eliard, te pongo en peligro con sólo estar aquí, hablando contigo. Al menos entremos en la casa.</p> <p>—De acuerdo. —Pero Eliard no se movió, mirando en cambio a Raederle, cuyo rostro era un borrón de líneas y sombras brumosas, un destello de alfileres enjoyados en el cabello desgreñado. Ella sonrió, y Morgon notó que Eliard tragaba saliva—. ¿Raederle de An?</p> <p>—Sí —respondió Raederle con un cabeceo. Extendió la mano, y Eliard la cogió como si estuviera hecha de paja y pudiera volarse en el viento. Había enmudecido.</p> <p>—Navegamos juntas hasta Isig, buscando a Morgon —dijo Tristan con orgullo—, ¿Dónde estabas? ¿Adónde…? —De pronto quedó sin habla—. ¿De dónde zarpaste?</p> <p>—Anuin —dijo Morgon. Vio el chispeo incierto de esos ojos oscuros y le adivinó el pensamiento. Repitió fatigosamente—: Entremos en la casa. Allí podrás preguntarme.</p> <p>Ella le cogió la mano libre y caminó con él sin decir nada, hacia Akren.</p> <p>Bajó a la cocina a buscar comida, mientras Eliard encendía antorchas y apartaba una maraña de arneses de los bancos para que pudieran sentarse.</p> <p>Miró a Morgon, pateando el banco de mal humor.</p> <p>—Cuéntame para que pueda entender —dijo abruptamente—. ¿Por qué no puedes quedarte? ¿Adónde necesitas ir con tanta urgencia?</p> <p>—No lo sé. A ninguna parte. A cualquier parte menos donde estoy. Detenerse es morir.</p> <p>Eliard raspó el banco con la bota.</p> <p>—¿Por qué? —estalló.</p> <p>—Trato de averiguarlo —murmuró Morgon, pasándose la mano por la cara—. Trato de hallar respuestas que nadie ha dado… —Se interrumpió al ver la expresión de Eliard—. Lo sé, si me hubiera quedado en casa en vez de ir a Caithnard, no estaría sentado aquí en medio de la noche tratando de frenar el alba con las manos y temiendo decirte qué cargamento he traído a Hed.</p> <p>Eliard se sentó lentamente, parpadeando.</p> <p>—¿Qué? —Tristan subió la escalera con una fuente llena de cerveza, leche, pan fresco y fruta, los restos fríos de un ganso asado, mantequilla y queso. La puso en un taburete entre ambos. Morgon se movió, y ella se sentó al lado y sirvió cerveza. Le sirvió una copa a Raederle, quien la saboreó. Morgon miró a su hermana: el rostro grácil y huesudo estaba más flaco, con rasgos más pronunciados.</p> <p>Ella observaba con impaciencia la espuma de la cerveza, esperando que bajara antes de servir más. Lo miró de soslayo, bajó los ojos.</p> <p>—Encontré a Deth en Anuin —dijo Morgon—. No lo maté.</p> <p>Ella contuvo el aliento en silencio. Se apoyó la jarra de cerveza en una rodilla, la copa en la otra, miró a Morgon.</p> <p>—No quería preguntarte.</p> <p>Él le acarició la cara, vio que los ojos de Tristan seguían las blancas cicatrices de vesta de su palma mientras él volvía a bajar la mano.</p> <p>—No es cosa mía —intervino Eliard de mal humor—. Pero lo perseguiste por todo el reino. —Una sombra de esperanza le cruzó la cara—. ¿Acaso él…? ¿Te explicó…?</p> <p>—No me explicó nada. —Morgon bebió cerveza, sintió que la sangre volvía a su rostro. Añadió en voz más baja—: Seguí a Deth por An y lo alcancé en Anuin hace doce días. Lo confronté en el salón del rey y le dije que lo mataría. Alcé la espada con ambas manos para eso, mientras él permanecía inmóvil, mirando el filo.</p> <p>Calló. El rostro de Eliard estaba tieso.</p> <p>—Y entonces, ¿qué?</p> <p>—Entonces… —Buscó las palabras, se sumió en sus recuerdos—. No lo maté. Hay un antiguo enigma de Ymris: quiénes eran Belu y Bilu, y cómo estaban ligados. Dos príncipes de Ymris que nacieron al mismo tiempo, y cuya muerte, según se predecía, sería simultánea. Al crecer se odiaron, pero estaban tan ligados que ninguno podía matar al otro sin destruirse a sí mismo.</p> <p>Eliard lo miró con extrañeza.</p> <p>—¿Un enigma hizo eso? ¿Te impidió matarlo?</p> <p>Morgon se reclinó. Bebió cerveza en silencio, preguntándose si algo de lo que él había hecho en su vida tendría sentido para Eliard. Inclinándose hacia delante, Eliard le cogió la muñeca tiernamente.</p> <p>—Una vez me dijiste que tenía sesos de roble. Es posible. Pero me alegra que no lo mataras. Si lo hubieras hecho, habría entendido por qué. Pero nunca más habría estado seguro de lo que eras capaz. —Soltó a Morgon y le ofreció un huevo de ganso—. Come.</p> <p>Morgon lo miró.</p> <p>—Tienes pasta de buen maestro de enigmas —murmuró.</p> <p>Eliard resopló, sonrojándose.</p> <p>—Ni muerto me pillarías en Caithnard. Come. —Cortó finas tajadas de pan, carne y queso para Raederle y se las dio. La miró a los ojos, ella sonrió, y Eliard se animó a preguntar—: ¿Os habéis… casado?</p> <p>Ella sacudió la cabeza mientras masticaba.</p> <p>—No.</p> <p>—Entonces… has venido a esperar aquí —dijo Eliard incrédulamente, pero con voz cálida—. Serías muy bienvenida.</p> <p>—No. —Raederle hablaba con Eliard, pero Morgon tuvo la impresión de que las palabras iban dirigidas a él—. No esperaré más.</p> <p>—¿Y qué harás? —dijo Eliard, desconcertado—. ¿Dónde vivirás? — Miró a Morgon—. ¿Qué harás cuando partas al alba? ¿Tienes alguna idea?</p> <p>Él asintió.</p> <p>—Una vaga idea. Necesito ayuda. Y necesito respuestas. Según los rumores, los últimos hechiceros se reunirán en Lungold para retar a Ghistelwchlohm. Los hechiceros pueden darme ayuda. El Fundador puede darme algunas respuestas.</p> <p>Eliard lo miró sorprendido, y súbitamente se puso de pie.</p> <p>—¿Por qué no se lo preguntaste cuando estabas en la montaña de Erlenstar? Te habrías ahorrado la molestia de ir a Lungold. Conque vas a hacerle preguntas… Morgon, juro que un corcho de tonel de cerveza tiene más sensatez que tú. ¿Qué hará él? ¿Responderlas cortésmente como si tal cosa?</p> <p>—¿Qué quieres que haga? —exclamó Morgon con voz tensa, angustiada, poniéndose de pie y preguntándose si discutía con Eliard o con la terca tozudez de una isla que ya no tenía un sitio para él—. ¿Que me quede cruzado de brazos hasta que él llame a tu puerta para encontrarme? ¿Quieres abrir los ojos y verme a mí en vez del recuerdo que tienes de mí, que es sólo un espectro? Tengo estrellas en el rostro, y cicatrices de vesta en las manos. Puedo adoptar casi cualquier forma que tenga una palabra para nombrarla. He luchado, he matado, me propongo matar de nuevo. Tengo un nombre más antiguo que todo el reino, y no tengo hogar, salvo en el recuerdo. Hace dos años planteé un enigma, y ahora estoy atrapado en un laberinto de enigmas, sin saber cómo hallar la salida. El corazón de ese laberinto es la guerra. Mira más allá de Hed por una vez en tu vida. Trata de beber un poco de miedo junto con esa cerveza. El reino está al borde de la guerra. No hay protección para Hed.</p> <p>—Guerra. ¿De qué estás hablando? Hay combates en Ymris, pero Ymris siempre está en guerra.</p> <p>—¿Sabes contra quién lucha Heureu Ymris?</p> <p>—No.</p> <p>—Él tampoco. Eliard, vi el ejército rebelde mientras atravesaba Ymris. Allí hay hombres que ya han muerto y todavía siguen luchando, con cuerpos poseídos por algo que no es humano. Si deciden atacar Hed, ¿qué protección tendrás contra ellos?</p> <p>—El Supremo —dijo Eliard con voz gutural, palideciendo—. Morgon —susurró, y Morgon apretó los puños.</p> <p>—Sí. Los niños muertos me han llamado hombre de paz, pero creo que sólo he traído el caos. Eliard, en Anuin hablé con Duac acerca de un modo de proteger Hed. Él se ofreció a enviar soldados y buques de guerra.</p> <p>—¿Eso es lo que trajiste?</p> <p>—La nave mercante que nos trajo y atracó en Tol ha traído, junto con su cargamento normal, reyes y señores armados, grandes guerreros de las tres partes.</p> <p>—¿Reyes? —preguntó Eliard, cerrándole los dedos sobre el brazo.</p> <p>—Ellos entienden el amor de la tierra, y entienden la guerra. No entenderán Hed, pero la defenderán. Ellos son…</p> <p>—¿Trajiste espectros de An a Hed? —jadeó Eliard—. ¿Están en Tol?</p> <p>—Hay seis barcos más en Caithnard, esperando.</p> <p>—¡Morgon de Hed, estás loco de remate! —Hundió los dedos hasta el hueso del brazo de Morgon, y Morgon se tensó, pero Eliard se apartó abruptamente. Descargó un puñetazo en la fuente, haciendo volar comida y cacharros, salvo la jarra de leche, que Tristan acababa de levantar. La abrazó contra sí, palideciendo, mientras Eliard vociferaba.</p> <p>—¡Morgon, he oído hablar del caos de An! ¡Los animales mueren de noche y las cosechas se pudren en los campos porque nadie se atreve a recogerlas! ¡Y quieres traer eso a mis tierras! ¿Cómo puedes pedirme semejante cosa?</p> <p>—Eliard, no tengo que pedirlo —dijo Morgon, sosteniéndole la mirada. Continuó, observando cómo cambiaba de forma a ojos de Eliard, quien veía que algo precioso y elusivo se alejaba de él cada vez más—. Si yo quisiera la terrarquía de Hed, podría recobrarla. Cuando Ghistelwchlohm me la arrebató, pedazo a pedazo, comprendí que el poder de la ley de la tierra tiene estructura y definición, y conozco la estructura de la ley de Hed hasta la última raíz de un lúpulo. Si tuviera que imponerte esta decisión, podría hacerlo, tal como aprendí a obligar a los antiguos muertos de las tres partes a venir aquí…</p> <p>Eliard se apoyó en el hogar, resollando, y tiritó.</p> <p>—¿Qué eres?</p> <p>—No lo sé —dijo Morgon con voz trémula—. Ya era hora de que lo preguntaras…</p> <p>Hubo un momento de silencio: la voz apacible y continua de la noche de Hed. Eliard se apartó del hogar, pasó junto a Morgon, apartó cacharros rotos con el pie. Apoyó las manos en una mesa, agachando la cabeza.</p> <p>—Morgon, están muertos —dijo con voz ahogada.</p> <p>Morgon puso el antebrazo en la repisa, inclinó la cara sobre el brazo.</p> <p>—Entonces tienen esa ventaja sobre los vivos en una batalla.</p> <p>—¿No podrías haber traído un ejército viviente? Habría sido más simple.</p> <p>—Si traes hombres armados a esta isla, provocarás un ataque. No lo dudes.</p> <p>—¿Estás seguro? ¿Tan seguro estás que se atreverían a atacar Hed? Quizá veas cosas que no existen.</p> <p>—Quizá. —Sus palabras parecieron perderse en la piedra gastada—. Ya no estoy seguro de nada. Sólo temo por todo lo que amo. ¿Sabes qué fue la única cosa vital que no pude aprender de Ghistelwchlohm en la montaña de Erlenstar? Cómo ver en la oscuridad.</p> <p>Eliard se volvió. Sollozando, apartó a Morgon de la repisa.</p> <p>—Lo lamento, Morgon. Tal vez te regañe, pero confiaría en ti ciegamente aunque me arrancaras la terrarquía por las raíces. ¿Te quedarás aquí? Quédate, por favor. Que los hechiceros vengan a buscarte. Que venga Ghistelwchlohm. Te matarán si vuelves a irte de Hed.</p> <p>—No. No moriré. —Morgon pasó un brazo sobre el cuello de Eliard, lo abrazó con fuerza—. Soy demasiado curioso. Los muertos no molestarán a tus granjeros, te lo juro. Apenas notarás su presencia. Ellos me obedecen. Les mostré algo de la historia y la paz de Hed, y han jurado defender esa paz.</p> <p>—Los sometiste mediante un conjuro.</p> <p>—Mathom renunció a su derecho sobre ellos, de lo contrario ni habría pensado en ello.</p> <p>—¿Cómo sometes a reyes muertos de An?</p> <p>—Veo por sus ojos. Los entiendo. Quizá demasiado bien.</p> <p>Eliard lo estudió.</p> <p>—Eres un hechicero —dijo, pero Morgon meneó la cabeza.</p> <p>—Ningún hechicero tocó jamás la ley de la tierra, salvo Ghistelwchlohm. Simplemente soy poderoso y estoy desesperado. —Miró a Raederle. Aunque estaba habituada a los enfrentamientos en casa de su padre, sus ojos tenían una expresión tensa y perdida. Tristan miraba en silencio la jarra de leche. Morgon le tocó el cabello oscuro y ella alzó la cara, incolora, helada.</p> <p>—Lo lamento —susurró—. Lo lamento. No era mi intención venir a casa para iniciar una batalla.</p> <p>—Está bien —dijo ella al cabo—. Al menos hay una cosa conocida que aún puedes hacer. —Dejó la jarra de leche y se levantó—. Traeré una escoba.</p> <p>—Yo lo haré.</p> <p>—Vale, puedes barrer. Yo traeré más comida. —Ella le tocó las cicatrices de la palma con vacilación—. Luego me dirás cómo cambias de forma.</p> <p>Se lo dijo, después de barrer las cosas caídas, y vio que el rostro de Eliard se llenaba de incrédulo asombro mientras Morgon explicaba qué se sentía al ser un árbol. Se devanó los sesos pensando en otras cosas que pudiera contarles para ayudarles a olvidar por un momento el lado espantoso de su viaje. Les contó que había corrido por las tierras del norte con forma de vesta, y el mundo sólo era viento, nieve y estrellas. Les describió la imponente belleza del paso de Isig, la corte del rey lobo, con sus animales salvajes que entraban y salían, las nieblas, piedras y marismas de Herun. Durante un rato olvidó su propio tormento mientras encontraba en sí mismo un imprevisto amor por los parajes rústicos, agrestes y hermosos del reino. También olvidó el tiempo, hasta que vio que la luna iniciaba su descenso y asomaba por una ventana. Se interrumpió abruptamente, vio que la aprensión reemplazaba la sonrisa en los ojos de Eliard.</p> <p>—Me olvidé de los muertos.</p> <p>Eliard se dominó visiblemente.</p> <p>—Todavía no amanece. La luna ni siquiera se ha puesto.</p> <p>—Lo sé. Pero las naves llegarán a Tol desde Caithnard cuando les dé la orden. Quiero que zarpen de Hed antes de que me marche. No te preocupes. No verás a los muertos, pero tienes que estar ahí cuando entren en Hed.</p> <p>Eliard se levantó de mala gana. Estaba blanco como la tiza.</p> <p>—¿Vendrás conmigo?</p> <p>—Sí.</p> <p>Enfilaron a Tol por la carretera, desnuda como una espada entre los oscuros maizales. Morgon, caminando junto a Raederle, asiéndole los dedos, sintió su tensión, y la fatiga del largo y peligroso viaje. Ella le leyó el pensamiento y sonrió.</p> <p>—Dejé una familia de tozudos por otra…</p> <p>La enorme luna parecía inclinada, como si mirase hacia Tol. Más allá del negro canal había dos ojos entornados y ardientes: las fogatas de advertencia en los extremos del puerto de Caithnard. Las redes de los pescadores colgaban sobre la arena como telarañas plateadas; el agua lamía las barcas amarradas mientras recorrían el muelle.</p> <p>Bri Corbett, apoyado en la borda del barco, preguntó suavemente:</p> <p>—¿Ahora?</p> <p>—Ahora —dijo Morgon.</p> <p>—Ojalá sepas lo que haces —murmuró Eliard entre dientes.</p> <p>La rampa se deslizó desde la cubierta vacía, y él retrocedió, acercándose tanto a la orilla que casi se cayó. Morgon sondeó de nuevo su mente.</p> <p>La tozudez, la inflexibilidad que caracterizaba el corazón de Hed pareció cerrarse como una tranca en el extremo de la rampa. Cercó los pensamientos de Morgon; él la eludió, llenando la mente de Eliard con fascinantes, brillantes y erráticas imágenes de la historia de An que él había visto en la mente de los muertos. Lentamente, mientras la mente de Eliard se abría, algo descendió de la nave, fue absorbido por Hed.</p> <p>Eliard tiritó.</p> <p>—Son silenciosos —dijo, sorprendido. Morgon le estrujó el brazo.</p> <p>—Bri partirá ahora para Caithnard y enviará la próxima nave. Hay seis más. Bri traerá la última, y Raederle y yo partiremos en ella.</p> <p>—No.</p> <p>—Regresaré.</p> <p>Eliard calló. Desde la nave llegaba el gruñido de la soga y la madera, y las órdenes bajas y precisas de Bri Corbett. La nave se alejó del muelle, extendió las oscuras velas para recibir el viento frágil. Enorme, negra, silenciosa, se internó en la noche por las aguas salpicadas de luna, dejando una estela trémula y curva que desapareció lentamente.</p> <p>—Nunca regresarás para quedarte —dijo Eliard, mirando la nave.</p> <p>Seis naves más cruzaron la noche con idéntico sigilo. Una vez, justo antes de que se pusiera la luna, Morgon vio en el agua sombras de siluetas armadas y coronadas. La luna se hundió, marchita y fatigada, en las estrellas; la última nave atracó en el muelle. Tristan se apoyó en Morgon, temblando de frío; él la abrazó para abrigarla. Raederle era una silueta borrosa contra el agua iluminada por las estrellas; su rostro era un perfil oscuro entre las fogatas de Caithnard. Morgon miró el barco. Los muertos descendían, y la bodega abría sus oscuras fauces para llevarlo fuera de Hed. Quería decirle mil cosas a Eliard, pero ninguna de ellas tenía el poder para conjurar esa nave. Estaban solos en el muelle; los muertos se desperdigaban por Hed, y sólo restaba partir. Se volvió hacia Eliard. El cielo se oscurecía en la hora final e interminable que precedía al alba. Una brisa gemía entre los rompientes. Morgon no podía ver el rostro de Eliard, sólo su cuerpo fornido y la borrosa masa de tierra que se extendía a sus espaldas.</p> <p>—Hallaré el modo de regresar a Hed —murmuró, con dolor en el corazón, evocando su terruño bañado de oro por el sol estival—. De algún modo. En alguna parte.</p> <p>Eliard tendió el brazo y le tocó el rostro con una delicadeza que había heredado de su padre. Tristan aún lo aferraba; Morgon la estrechó, le besó la coronilla. Luego retrocedió y se quedó solo en la noche, sintiendo bajo los pies el temblor de la madera abofeteada por el agua.</p> <p>Giró, subió a ciegas por la rampa, bajó a la oscura bodega.</p> <title style="page-break-before:always; text-indent: 0em;"> <p style="line-height:400%;">Capítulo 3</p> </h3> <p style="margin-top:5%">La nave atracó en el puerto de Caithnard hacia el alba. Morgon oyó que el ancla chapoteaba en aguas quietas y vio retazos de cielo perlado a través de la reja de la escotilla. Raederle dormía. La miró un instante con una extraña mezcla de fatiga y de paz, como si hubiera puesto un gran tesoro fuera de peligro. Luego se derrumbó entre los sacos de especias y se durmió. El bullicio matinal de los muelles y el sofocante calor del mediodía en la bodega apenas turbaron sus sueños. Despertó por la tarde, y encontró que Raederle lo miraba, cubierta por flotantes motas de luz.</p> <p>Se incorporó lentamente, tratando de recordar dónde estaba.</p> <p>—Caithnard —dijo ella.</p> <p>Raederle se abrazaba las rodillas; en las mejillas tenía marcas de los sacos. Sus ojos tenían una extraña expresión que a él le costó desentrañar, hasta que comprendió que era simple miedo. Hizo un sonido seco e inquisitivo con la garganta.</p> <p>—¿Y ahora qué? —dijo ella.</p> <p>Él se apoyó en el casco, le cogió la muñeca, se frotó los ojos.</p> <p>—Bri Corbett dijo que encontraría caballos para nosotros. Tendrás que quitarte los alfileres del pelo.</p> <p>—¿Qué? Morgon, ¿todavía estás dormido?</p> <p>—No. —Morgon le miró los pies—. Y fíjate en tus zapatos.</p> <p>Ella se los miró.</p> <p>—¿Qué pasa con ellos?</p> <p>—Son hermosos. Como tú. ¿Puedes cambiar de forma?</p> <p>—¿Para ser qué? —preguntó ella con desconcierto—. ¿Una vieja desdentada?</p> <p>—No. Tienes sangre de cambiaforma. Tendrías que ser capaz de…</p> <p>Raederle lo silenció con la expresión de sus ojos: miedo, tormento, odio.</p> <p>—No —dijo con determinación.</p> <p>Él suspiró, totalmente despejado, maldiciéndose en silencio. La larga carretera que atravesaba el reino con rumbo al poniente le provocaba pánico. Calló, tratando de pensar, pero el aire rancio de la bodega parecía enturbiarle el cerebro.</p> <p>—Estaremos en el camino de Lungold largo tiempo, si cabalgamos. Pensé en conservar los caballos sólo hasta que pudiera enseñarte alguna forma.</p> <p>—Tú cambia de forma. Yo cabalgaré.</p> <p>—Raederle, mírate —suplicó él—. En ese camino habrá mercaderes de todas partes del reino. A mí no me han visto desde hace más de un año, pero a ti te reconocerán, y no tendrán que preguntar quién es el hombre que va contigo.</p> <p>—Pues bien. —Ella se descalzó y se quitó los alfileres del cabello, que se derramó sobre su espalda—. Encuéntrame otro par de zapatos.</p> <p>Él la miró sin decir nada mientras ella se sentaba en una onda de tela arrugada y ricamente bordada. Su exquisito y desmelenado cabello enmarcaba un rostro de pómulos altos que, aun cansado y pálido, parecía salido de una balada antigua. Morgon suspiró, incorporándose.</p> <p>—Está bien. Espérame.</p> <p>La voz de ella lo contuvo un instante mientras subía la escalera:</p> <p>—Sólo esta vez.</p> <p>Le habló a Bri Corbett, quien había aguardado pacientemente todo el día a que despertaran. Los caballos que Bri había encontrado estaban en el muelle, con algunos víveres. Eran plácidos rocines de grandes cascos que se ponían nerviosos si los inmovilizaban durante mucho tiempo. Bri, que comenzaba a comprender las implicaciones del largo viaje, ofreció a Morgon variados y apasionados argumentos, a los que él respondió pacientemente. Bri terminó por ofrecerse a acompañarlos.</p> <p>—Sólo si puedes cambiar de forma —dijo Morgon, fatigado.</p> <p>Bri desistió. Bajó del barco y regresó una hora después con un hato de ropas que le arrojó a Morgon por la escotilla. Raederle las examinó impasiblemente, y se las puso. Había una falda oscura, una camisa de lino y una túnica holgada que le llegaba a las rodillas. Las botas eran de cuero blando, resistentes pero feas. Se recogió el cabello bajo la copa de un sombrero de paja de ala ancha. Soportó resignadamente la inspección de Morgon.</p> <p>—Baja el ala del sombrero —dijo él.</p> <p>—Deja de reírte de mí —protestó ella, ladeando el sombrero.</p> <p>—No me río de ti —dijo él con seriedad—. Espera a ver en qué tienes que montar.</p> <p>—No te creas que tú pasarás inadvertido. Aunque estés vestido de labriego pobre, caminas como un terrarca, y tus ojos podrían picar piedra.</p> <p>—Observa —dijo él. Se quedó quieto, adaptando sus pensamientos a su entorno: madera, brea, el vago murmullo del agua y el confuso bullicio del puerto. Su nombre pareció evaporarse en el calor. Su rostro no tenía expresión discernible; por un instante sus ojos fueron vagos, vacíos como el cielo estival.</p> <p>—Si tú mismo no eres consciente de ti, poca gente reparará en ti. Es una de las mil maneras en que he sobrevivido al cruzar el reino.</p> <p>Ella estaba estupefacta.</p> <p>—Casi no pude reconocerte. ¿Es una ilusión?</p> <p>—En ínfima medida. Es supervivencia.</p> <p>Raederle calló, y Morgon vio sus pensamientos conflictivos. Ella se volvió sin una palabra y subió a cubierta por la escalerilla.</p> <p>El sol se ponía en el linde del reino cuando se despidieron de Bri e iniciaron la cabalgada. Grandes sombras de mástiles y mercancías apiladas se interponían en su camino por el muelle. La ciudad, una bruma de luces y sombras crepusculares, ya no resultaba conocida para Morgon, como si, a punto de tomar un camino extraño, él se tornara extraño para sí mismo. Condujo a Raederle por las sinuosas calles, dejando atrás tiendas y mesones que había visitado en otros tiempos, hacia el linde oeste, por una calle empedrada que al salir de la ciudad se ensanchaba, perdía los adoquines, se ensanchaba de nuevo, con surcos de siglos de carretones, se ensanchaba aún más y se internaba en cientos de millas de tierra desierta, hasta doblar al norte, hacia Lungold, en los confines del reino.</p> <p>Frenaron los caballos, echando un vistazo. Las enmarañadas sombras de roble se disipaban al ponerse el sol; la carretera era gris e infinita en el ocaso. Los robles formaban un abanico sobre sus cabezas, con ramas que casi se unían sobre el camino. Tenían aire de fatiga, con sus hojas cubiertas por la pátina de polvo que levantaban los carros. El atardecer era muy apacible. El tráfico tardío ya se dirigía a la ciudad. Los bosques se agrisaban a lo lejos, y luego se oscurecieron. Un búho despertó y cantó un enigma en la penumbra.</p> <p>Reanudaron la marcha. El cielo se ennegreció, y despuntó la luna, derramando una luz lechosa a través del bosque. Siguieron la luna, hasta que sus sombras cabalgaron detrás de ellos en una maraña de hojas negras. Morgon notó que las hojas se fusionaban en una vasta oscuridad bajo sus ojos. Frenó, y Raederle se detuvo junto a él.</p> <p>A poca distancia se oía ruido de agua. Morgon, con el rostro cubierto por una máscara de polvo, dijo cansadamente:</p> <p>—Ya recuerdo. Crucé un río al venir al sur desde el Llano del Viento. Debe de correr junto a la carretera. —Apartó el caballo del camino—. Podemos acampar allá.</p> <p>Lo encontraron a poca distancia, una estría plateada de poca hondura en el claro de luna. Raederle se sentó al pie de un árbol mientras Morgon desensillaba los caballos y les daba de beber. Llevó las alforjas y las mantas a un espacio abierto entre los helechos. Luego se sentó junto a Raederle, se apoyó la cabeza en los brazos.</p> <p>—Yo tampoco estoy acostumbrado a cabalgar —dijo.</p> <p>Ella se quitó el sombrero, apoyó la cabeza en él.</p> <p>—Un rocín —murmuró. Se durmió allí mismo. Morgon la rodeó con el brazo. Durante un tiempo permaneció despierto, escuchando, pero sólo oía los ruidos secretos de los depredadores, el susurro de las alas del búho. Al ponerse la luna, cerró los ojos.</p> <p>Despertaron bajo el ardor del sol estival y el gruñido torturado de unas ruedas de carro. Comieron, se lavaron, regresaron al camino. Estaba lleno de carromatos, mercaderes a caballo con sus alforjas, granjeros que llevaban productos o animales desde granjas lejanas hasta Caithnard, hombres y mujeres con séquitos y caballos de carga que por razones indiscernibles emprendían el largo viaje hasta Lungold. Morgon y Raederle adoptaron el trote rítmico que los conduciría al final de esa monótona travesía de seis semanas. En medio de ese tráfico donde había desde cerdos hasta señores ricos, no llamaban la atención. Morgon desalentaba la charla ociosa de los mercaderes, respondiendo hurañamente a sus intentos de conversación. Una vez sorprendió a Raederle al maldecir a un mercader rico que hizo un comentario sobre el rostro de ella. El hombre se enfureció y empuñó con fuerza su fusta; luego, viendo las botas rotas de Morgon y el sudor que le perlaba la cara polvorienta, se echó a reír, saludó a Raederle con un cabeceo y siguió de largo. Raederle andaba en silencio, con la cabeza gacha y las riendas en un puño. Morgon, preguntándose qué pensaba, la tocó levemente. Ella lo miró, con el rostro cubierto de polvo y fatiga.</p> <p>—Ésta es tu elección —murmuró él.</p> <p>Ella lo miró a los ojos sin responder. Al fin suspiró, y aflojó su apretón sobre las riendas.</p> <p>—¿Sabes las noventa y nueve maldiciones que la bruja Madir echó a un hombre por robar uno de sus cerdos?</p> <p>—No.</p> <p>—Te las enseñaré. En seis semanas, quizás agotes tu repertorio de maldiciones.</p> <p>—Raederle…</p> <p>—Deja de pedirme que sea razonable.</p> <p>—¡No te lo pedí!</p> <p>—Me lo pediste con los ojos.</p> <p>Él se pasó una mano por el pelo.</p> <p>—A veces eres tan testaruda que me recuerdas a mí. Enséñame las noventa y nueve maldiciones. Tendré algo en que pensar mientras mastico el polvo de la carretera en todo el camino hasta Lungold.</p> <p>Ella calló de nuevo, con el rostro oculto bajo la sombra del ala del sombrero.</p> <p>—Lo lamento —dijo—. Ese mercader me asustó. Pudo haberte lastimado. Sé que soy un peligro para ti, pero antes no lo había advertido. Pero, Morgon, no puedo… no puedo…</p> <p>—Bien. Huye de tu sombra. Quizá tengas más suerte de la que yo tuve.</p> <p>Ella apartó el rostro. Él siguió cabalgando sin hablar, observando el sol que destellaba en las duelas de metal de unos toneles de vino delante de ellos. Al fin él se tapó los ojos para protegerse de ese caliente reflejo.</p> <p>—Raederle —dijo—, no me importa. No por mí. Si hay una manera de mantenerte conmigo sin peligro, la encontraré. Si estás conmigo, eres real. Puedo tocarte. Puedo amarte. Durante un año, en aquella montaña, no toqué a nadie. En mi camino no veo nada que pueda amar. Aun los niños que me dieron nombre están muertos. Si hubieras optado por esperarme en Anuin, estaría preguntándome de qué valdría esa espera para ambos. Pero estás conmigo, y así puedo apartar mis pensamientos de un futuro sin esperanzas para volver a este momento, a ti… Así que puedo encontrar cierta perversa satisfacción aun al tragar polvo del camino. —La miró—. Enséñame las noventa y nueve maldiciones.</p> <p>—No puedo —dijo ella con voz casi inaudible—. Me hiciste olvidar cómo maldecir.</p> <p>Pero Morgon se las sonsacó, para matar el tiempo en la larga tarde. Ella le enseñó sesenta y cuatro maldiciones antes del ocaso, una lista variada y detallada que cubría al ladrón de cerdos del cabello hasta las uñas de los pies, y al fin lo transformaba en puerco. Entonces salieron del camino, y hallaron el río a poca distancia. No había posadas ni aldeas en las cercanías, así que los viajeros que seguían ese mismo paso por el largo camino acamparon alrededor de ellos. La noche se llenó de risas lejanas, música, el aroma de la madera ardiendo y la carne asada. Morgon fue río arriba, y atrapó unos peces con las manos. Los limpió, los rellenó con cebolla silvestre y los llevó al campamento. Raederle se había bañado y había encendido una fogata; estaba sentada junto al fuego, peinándose el cabello húmedo. Viéndola en el círculo de luz, entrando él mismo en la luz y viendo cómo ella bajaba el peine y sonreía, sintió en la garganta noventa y nueve maldiciones contra su propia rudeza. Ella lo vio en su rostro, y cambió de expresión cuando él se arrodilló junto a ella. Puso el pescado envuelto en hojas a sus pies, como una ofrenda. Raederle le acarició los pómulos y la boca con los dedos.</p> <p>—Lo lamento —dijo él.</p> <p>—¿Por qué? ¿Por tener razón? ¿Qué me trajiste? —Raederle abrió una hoja, intrigada—. Pescado.</p> <p>Él se maldijo de nuevo, en silencio. Ella le alzó la cara con las manos y lo besó una y otra vez, hasta que la polvareda y la fatiga del día se disiparon de su mente, y el largo camino ardió como una estría de luz entre sus recuerdos.</p> <p>Una vez que comieron, se quedaron mirando el fuego, y ella le enseñó el resto de las maldiciones. El legendario ladrón se iba transformando en puerco y sólo faltaban las orejas, los colmillos y los tobillos, las tres últimas maldiciones, cuando la música de un arpa vibró en la noche, mezclándose con el murmullo del río. Morgon escuchó, y no advirtió que Raederle le hablaba hasta que ella le apoyó la mano en el hombro. Se sobresaltó.</p> <p>—Morgon.</p> <p>Él se levantó abruptamente, se paró en el linde de la lumbre, escrutando la noche. Sus ojos se acostumbraron al claro de luna; vio fogatas que alumbraban los grandes y atormentados rostros de los robles. El aire estaba quieto, y las voces y la música sonaban frágiles en el silencio. Ahogó el perentorio impulso de cortar las cuerdas del arpa con un pensamiento, para que la paz reinara nuevamente en la noche.</p> <p>—Nunca tocas el arpa —dijo Raederle a sus espaldas.</p> <p>Él no respondió. El canto del arpa cesó al cabo de un rato; Morgon suspiró lentamente y volvió a moverse. Al volverse, encontró a Raederle sentada junto al fuego, observándolo. Ella no dijo nada hasta que él se sentó.</p> <p>—Nunca tocas el arpa —repitió entonces.</p> <p>—No puedo tocar el arpa aquí, en este camino.</p> <p>—Ni en el camino, ni en esa nave, cuando no hiciste nada durante cuatro días…</p> <p>—Alguien podría haberlo oído.</p> <p>—Ni en Hed, ni en Anuin, donde estabas a salvo…</p> <p>—Nunca estoy a salvo.</p> <p>—Morgon —jadeó ella incrédulamente—. ¿Cuándo aprenderás a usar ese arpa? Lleva tu nombre, quizá tu destino. Es el arpa más bella del reino, y ni siquiera me la has mostrado.</p> <p>Él la miró al fin.</p> <p>—Aprenderé a tocarla de nuevo cuando tú aprendas a cambiar de forma. —Se recostó. No vio lo que ella le hacía al fuego, pero se extinguió de pronto, como si la noche se hubiera abatido sobre él como una piedra.</p> <p>Durmió inquieto, siempre consciente de que ella se movía junto a él. Despertó una vez, ansiando despertarla, explicárselo, discutir con ella, pero su rostro, remoto en el claro de luna, lo detenía. Giró, se apoyó un brazo en los ojos y volvió a dormirse. De nuevo despertó abruptamente, sin motivo, aunque algo que había oído o intuido, el jirón de un sueño antes de despertar, le indicaba que había un motivo. Vio que la luna se internaba aún más en la noche. Algo se irguió ante él, tapando la luna.</p> <p>Gritó. Una mano le cubrió la boca. Se zafó y oyó un gruñido de angustia. Se incorporó de un brinco. Algo le golpeó la cara, lo estrelló contra el tronco de un árbol. Oyó que Raederle gritaba de temor y dolor, y lanzó una estría de fuego hacia los rescoldos.</p> <p>El estallido de las llamas alumbró a media docena de siluetas corpulentas con atuendo de mercader. Uno de ellos aferraba las muñecas de Raederle, que mostró una cara de susto y desconcierto en la luz súbita. Los caballos relincharon cuando unas sombras empezaron a desatarlos. Morgon se movió rápidamente hacia ellos. Sintió un codazo en las costillas; se arqueó, mascullando la quincuagésimo novena maldición con su resuello. El ladrón lo aferró, lo obligó a erguirse, lanzó un grito ronco de sorpresa y se perdió en la arboleda. El hombre que aferraba a Raederle le soltó las muñecas con un jadeo. Ella giró para tocarlo, y le incendió la barba. Morgon llegó a verle la cara antes que se zambullera en el río. Los caballos ya eran presa del pánico. Morgon les tocó la mente y los sujetó con un conjuro de inmovilidad que los dejó tiesos como rocas, indiferentes a los hombres que tironeaban de ellos. Maldecían en vano. Uno de ellos montó y pateó furiosamente al caballo, pero la bestia ni siquiera tiritó. Morgon lanzó un silencioso grito mental, y el hombre cayó de espaldas. Los otros se dispersaron, luego embistieron nuevamente contra él, airados y atemorizados. Él se despejó la mente para otro grito, explorando los pensamientos de sus rivales. Algo lo atacó desde atrás, el hombre del río, que se abalanzó contra su espalda y lo tumbó. Giró al caer, se quedó tieso.</p> <p>El rostro era el mismo pero no era el mismo. Conocía esos ojos, pero de otro lugar, otro enfrentamiento. La memoria luchaba contra la vista. El rostro mofletudo y húmedo tenía la barba chamuscada, pero los ojos eran demasiado rígidos, demasiado calculadores. Una bota le pateó el hombro. Morgon rodó tardíamente. Algo le rasgó la nuca, o la mente. Un Gran Grito estalló como un trueno sobre todos ellos. Él hundió el rostro en el helecho y se aferró a la tierra oscilante, manteniendo su conjuro sobre los caballos como el único punto firme del mundo.</p> <p>El grito murió en ecos lentos. Morgon alzó la cabeza. Estaban solos; los caballos aguardaban plácidamente, indiferentes al torbellino de voces y animales que chillaban en la oscuridad. Raederle se arrodilló junto a él, frunciendo las cejas de dolor.</p> <p>—¿Te lastimaron? —preguntó Morgon.</p> <p>—Ellos no. —Ella le tocó la mejilla, y él hizo una mueca—. Ese grito me lastimó. Para tratarse de un hombre de Hed, fue un grito estupendo.</p> <p>Él la miró, de nuevo rígido.</p> <p>—Fuiste tú quien gritó.</p> <p>—Yo no grité. Fuiste tú.</p> <p>—No fui yo. —Morgon se levantó, se sostuvo la cabeza con las manos—. ¿Quién gritó, en nombre de Hel?</p> <p>Ella tiritó, escrutando la noche.</p> <p>—Alguien que observaba, y quizá todavía observa… Qué extraño. Morgon, ¿eran sólo hombres que querían robar nuestros caballos?</p> <p>—No lo sé. —Morgon se acarició la nuca con los dedos—. No lo sé. Eran hombres que querían robar nuestros caballos, sí, y por eso me costó tanto luchar contra ellos. Eran demasiados, pero eran demasiado inofensivos para matarlos. Y no quería usar mucho poder, para no llamar la atención.</p> <p>—A ese hombre le erizaste todo el vello del cuerpo.</p> <p>Morgon se acarició las costillas.</p> <p>—Pues se lo ganó —dijo agriamente—. Pero ese sujeto, el que salió del agua…</p> <p>—El hombre al que le chamusqué la barba.</p> <p>—No lo sé. —Morgon se pasó las manos por los ojos, tratando de recordar—. Eso es lo que no sé. Si el hombre que salió del río era el mismo que se zambulló en él.</p> <p>—Morgon —susurró ella.</p> <p>—Quizás usó algún poder. No lo sé. Quizá yo sólo veía lo que esperaba ver.</p> <p>—Si era un cambiaforma, ¿por qué no intentó matarte?</p> <p>—Quizá no estaba seguro de quién era yo. No me han visto desde que desaparecí en la montaña de Erlenstar. Fui muy prudente al cruzar el reino. No esperarían que recorriera el Camino de los Mercaderes a plena luz del día, montando un caballo de granja.</p> <p>—Pero si sospechaba… Morgon, usaste tu poder con los caballos.</p> <p>—Era un simple conjuro de silencio, de quietud. No habría sospechado de eso.</p> <p>—Tampoco habría huido de un Gran Grito, ¿verdad? A menos que fuera a buscar ayuda. Morgon… —Trató de ayudarlo a levantarse—.</p> <p>¿Qué hacemos aquí sentados? ¿Esperando otro ataque, esta vez quizá de cambiaformas?</p> <p>Él apartó el brazo.</p> <p>—No hagas eso. Estoy dolorido.</p> <p>—¿Preferirías estar muerto?</p> <p>—No. —Él caviló un instante, fijando los ojos en el rápido y sombrío flujo del río. Un pensamiento escalofriante lo estremeció—. El Llano del Viento. Está al norte de nosotros… Donde Heureu Ymris libra su guerra contra hombres y semihombres… Quizá haya un ejército de cambiaformas en la otra margen del río.</p> <p>—Vámonos. Ya.</p> <p>—Sólo llamaríamos la atención, cabalgando en medio de la noche. Podemos mover nuestro campamento. Luego quiero buscar al que gritó.</p> <p>Desplazaron los caballos y los enseres con discreción, alejándose del río y aproximándose a un grupo de carromatos. Luego Morgon abandonó a Raederle para buscar al extraño en la noche.</p> <p>Raederle se resistió, pues no quería que él fuera solo.</p> <p>—¿Puedes caminar entre hojas secas sin siquiera agitarlas? ¿Puedes quedarte tan quieta como para que los animales no reparen en ti al pasar? Además, alguien tiene que cuidar de los caballos.</p> <p>—¿Y si regresan esos hombres?</p> <p>—¿Qué hay con ello? He visto lo que puedes hacerle a un espectro.</p> <p>Ella se sentó bajo un árbol, mascullando. Él titubeó, pues Raederle se veía indefensa y vulnerable.</p> <p>Hizo aparecer su espada, tapando las estrellas con la mano, y la puso frente a ella. La espada desapareció; Morgon tocó a Raederle suavemente.</p> <p>—Estará ahí si la necesitas, cubierta por una ilusión. Si tienes que tocarla, lo sabré.</p> <p>Giró, se internó quedamente en el silencio de los árboles.</p> <p>El bosque había vuelto a callar después del grito. Morgon erró de campamento en campamento, buscando a alguien que estuviera despierto. Pero los viajeros dormían apaciblemente en sus carros o tiendas, o acurrucados bajo las mantas junto a sus fogatas. La luna arrojaba un resplandor grisáceo sobre el mundo; astillas y estrías de sombra fragmentaban los árboles y helechos. No soplaba viento. Negras hojas y zarzamoras se perfilaban contra la luz como talladas en el silencio. Los robles seguían igualmente quietos. Morgon apoyó la mano en un roble, penetró la corteza con la mente, percibió su antiguo y nudoso soñar. Se desplazó hacia el río, bordeó su viejo campamento. Nada se movía. Escuchó la voz del río, recogiendo con la mente sus diversos tonos, definiéndolos y desechándolos uno por uno, pero no oyó voces humanas. Siguió río abajo, sin hacer más ruido del que hacía al respirar. Se adaptó a la superficie por donde caminaba, ajustando sus pensamientos al frágil peso de las hojas, a la tensión de una ramilla seca. El cielo se oscureció lentamente, hasta que él apenas pudo ver y supo que debía regresar. Pero se demoró a orillas del río, de cara al Llano del Viento, escuchando como si oyera jirones del fragor de batalla en los sueños rotos del ejército de Heureu.</p> <p>Al fin dio media vuelta y echó a andar río arriba. Dio tres pasos silenciosos y se detuvo con la fluidez de un animal que pasa del movimiento a la quietud. Había alguien entre los árboles, sin rostro ni color discernible, una sombra borrosa que en parte se confundía con la noche, como él mismo. Morgon aguardó, pero la sombra no se movió. Al fin, mientras él permanecía indeciso en la orilla del río, la sombra se desvaneció en la noche. Morgon, la boca seca, un hueco latido de sangre en los pensamientos, se plegó sobre una curva de aire y voló hasta el campamento entre los árboles, con silencio de búho y visión de cazador nocturno.</p> <p>Sobresaltó a Raederle al cambiar de forma frente a ella. Ella intentó empuñar la espada; él la calmó, acuclillándose y tomándole la mano.</p> <p>—Raederle —susurró.</p> <p>—Estás asustado —jadeó ella.</p> <p>—No lo sé. Todavía no lo sé. Tendremos que ser muy prudentes. —Se acomodó junto a ella, hizo aparecer la espada y la empuñó. Rodeó a Raederle con el otro brazo—. Tú duerme, yo vigilaré.</p> <p>—¿A quién esperas?</p> <p>—No lo sé. Te despertaré antes del amanecer. Tendremos que estar alerta.</p> <p>—¿Cómo? —preguntó ella consternada—. ¿Cómo si ellos saben dónde encontrarte, en el Camino de los Mercaderes, en viaje a Lungold?</p> <p>Él no respondió. Cambió de posición, abrazándola con más fuerza; ella le apoyó la cabeza. Escuchando su respiración, pensó que se había dormido. Pero al cabo de un largo silencio habló, y Morgon supo que ella también había estado escrutando la noche.</p> <p>—De acuerdo —dijo Raederle con voz tensa—. Enséñame a cambiar de forma.</p> <title style="page-break-before:always; text-indent: 0em;"> <p style="line-height:400%;">Capítulo 4</p> </h3> <p style="margin-top:5%">Trató de enseñárselo cuando Raederle despertó al alba. El sol aún no había despuntado; el bosque estaba fresco y silencioso. Ella escuchó en silencio mientras él le explicaba la simplicidad esencial de todo, mientras despertaba a un halcón y lo llamaba desde los altos árboles. El halcón se quejó con estridencia, posado en su muñeca; tenía hambre y quería cazar. Él lo apaciguó con la mente. Entonces vio la expresión oscura y temerosa que cruzaba los ojos de Raederle, y liberó al halcón.</p> <p>—No puedes cambiar de forma a menos que lo desees.</p> <p>—Lo deseo —protestó ella.</p> <p>—No, no es así.</p> <p>—Morgon…</p> <p>Él giró, cogió una silla de montar y ensilló un caballo.</p> <p>—Está bien —dijo, ciñendo la cincha.</p> <p>—No está bien —dijo ella con enfado—. Ni siquiera lo intentaste. Te pedí que me enseñaras, y dijiste que lo harías. Trato de proteger nuestra seguridad. —Se plantó ante él mientras él levantaba la otra silla—. Morgon.</p> <p>—Está bien —dijo él con voz conciliadora, tratando de creerle—. Ya pensaré en algo.</p> <p>Ella no le habló durante horas. Cabalgaron deprisa durante las primeras horas de la mañana, hasta que la lentitud del tráfico los volvió conspicuos. La carretera estaba llena de animales: ovejas, cerdos, jóvenes toros blancos a los que llevaban de granjas aisladas a Caithnard. Bloqueaban el tráfico y ponían nerviosos a los caballos. Los carromatos de los mercaderes andaban con parsimonia irritante; las carretas de los granjeros, llenas de nabos y repollos, se contoneaban despacio y a veces estorbaban el paso. El calor del mediodía transformaba el camino en una seca polvareda que ellos inhalaban y tragaban. El ruido y el tufo de los animales parecía ineludible. El cabello de Raederle, pegajoso de polvo y sudor, se le pegaba a la cara. Detuvo el caballo una vez, mordió el sombrero con los dientes, se anudó el cabello a plena vista de una anciana que conducía un cerdo al mercado, y se caló el sombrero. Morgon se abstuvo de hacer comentarios. El silencio de Raederle comenzaba a carcomerlo sutilmente, como el calor y los constantes obstáculos. Trató de recordar si había actuado mal, preguntándose si ella quería que hablara o se callara, preguntándose si ella lamentaba haberse ido de Anuin. Se imaginó el viaje sin ella; ya habría recorrido medio Ymris, viajando a Lungold como cuervo, un silencioso vuelo nocturno por los yermos hasta una ciudad extraña, para enfrentarse de nuevo a Ghistelwchlohm. El silencio de ella comenzó a cercar sus recuerdos, formando una noche que olía a piedra caliza, rota sólo por el goteo tenue y lejano del agua que se alejaba de él.</p> <p>Pestañeó para ahuyentar la oscuridad, y vio el mundo de nuevo, polvo y verdor sucio, con el sol rebotando rítmicamente en los cacharros de bronce del carro de un buhonero. Se enjugó el sudor del rostro. Raederle horadó enfurruñadamente la pared de su propio silencio.</p> <p>—¿Qué hice mal? Sólo te escuchaba.</p> <p>—Dijiste que sí con la voz, pero no con la mente. La mente hace el trabajo.</p> <p>Ella calló de nuevo, frunciendo el ceño.</p> <p>—¿Qué pasa?</p> <p>—Nada.</p> <p>—Lamentas que haya venido contigo.</p> <p>Él tiró de las riendas.</p> <p>—¿Quieres parar? Me estás estrujando el corazón. Eres tú quien lo lamenta.</p> <p>Ella frenó su caballo, y él vio la súbita desesperación de su rostro. Se miraron, desconcertados, frustrados. Una muía relinchó tras ellos, y echaron a andar de nuevo en el sofocante silencio, sin modo de salir de él, como si fuera una torre sin puerta.</p> <p>Morgon detuvo ambos caballos abruptamente, salió de la carretera para darles de beber. El bullicio menguó; el aire se despejó y se llenó de trinos de pájaros. Morgon se arrodilló a orillas del río, bebió el agua rápida y fría, se salpicó la cara y el pelo. Raederle se detuvo junto a él, y aun su reflejo estaba enfurruñado en el agua ondeante. Él se acuclilló, mirando las líneas y colores borrosos de esa imagen. Volvió la cabeza lentamente, le estudió el rostro.</p> <p>No supo cuánto tiempo la miró, pero Raederle sacudió la cara de repente y se arrodilló junto a él para abrazarlo.</p> <p>—¿Cómo puedes mirarme así?</p> <p>—Sólo recordaba —dijo él. El sombrero de ella se cayó, y él le acarició el pelo—. He pensado mucho en ti en estos últimos dos años. Ahora sólo tengo que volver la cabeza para hallarte junto a mí. A veces todavía me sorprende, como un hechizo al que no estoy acostumbrado.</p> <p>—Morgon, ¿qué haremos? Tengo miedo… Tengo mucho miedo de ese poder que tengo.</p> <p>—Confía en ti misma.</p> <p>—No puedo. Tú viste lo que hice en Anuin. En ese momento estaba fuera de mí… Era la sombra de otra heredad… Una heredad que intenta destruirte.</p> <p>Él la abrazó con fuerza.</p> <p>—Tú me ayudaste a hallar mi forma —susurró. La sostuvo en silencio largo rato—, ¿Me tendrás paciencia si te cuento un enigma?</p> <p>Ella lo miró, sonriendo.</p> <p>—Quizá.</p> <p>—Había una mujer de Herun, llamada Aiya, que juntaba animales. Un día encontró una pequeña bestia negra que no podía nombrar. La llevó a su casa, la alimentó, la cuidó. Y la bestia creció y creció. Hasta que todos los demás animales huyeron de la casa, y la bestia vivió a solas con ella, oscura, enorme, sin nombre, merodeando de habitación en habitación mientras ella vivía aterrada, esclavizada, sin saber qué hacer con ella, sin atreverse a desafiarla…</p> <p>Raederle le tapó la boca con la mano. Apoyó la cabeza en él, y Morgon sintió sus latidos.</p> <p>—De acuerdo —susurró Raederle—. ¿Qué hizo?</p> <p>—¿Qué harás tú?</p> <p>Él aguardó su respuesta, pero si ella le dio una, el río se la llevó antes que la oyera.</p> <p>La carretera estaba más tranquila cuando regresaron a ella. Las sombras del atardecer la cruzaban; el sol flotaba entre las ramas de los robles. El polvo se había asentado; la mayoría de los carros estaban muy delante. Morgon sintió una punzada de inquietud ante ese aislamiento. No le dijo nada a Raederle, pero sintió alivio cuando, una hora más tarde, alcanzaron a la mayoría de los mercaderes. Sus carros y caballos estaban frente a una posada, un edificio antiguo y grande como un cobertizo, con establos y una herrería. A juzgar por las risotadas, estaba bien aprovisionada y tenía muchos clientes. Morgon condujo los caballos al bebedero que estaba frente al establo. Ansiaba beber cerveza, pero no quería mostrarse en la posada. Las sombras se disipaban en la carretera cuando reanudaron la marcha; el ocaso colgaba ante ellos como un espectro.</p> <p>Cabalgaron hacia él. Las aves callaron; sus caballos hacían el único ruido en la carretera desierta. Un par de veces pasaron frente a grupos de mercaderes de caballos acampados alrededor de vastas fogatas, cuyos animales permanecían acorralados y vigilados durante la noche. Habrían estado seguros cerca de ellos, pero Morgon era reacio a detenerse. Dejaron las voces atrás y se internaron aún más en el crepúsculo. Él intuía que Raederle estaba inquieta, pero no podía detenerse. Ella lo tocó, y él la miró. Ella miraba el camino que dejaban atrás, y él frenó bruscamente.</p> <p>A una milla de distancia, un grupo de jinetes desapareció en una hondonada del camino. El crepúsculo los borroneó cuando reaparecieron, cabalgando a una velocidad justificable en esa hora tardía. Morgon los observó un instante, con los labios entreabiertos. Sacudió la cabeza, respondiendo la pregunta tácita de Raederle.</p> <p>—No lo sé. —Se apartó del camino para internarse en la arboleda.</p> <p>Siguieron el río hasta que la oscuridad les impidió ver. Hicieron un campamento sin fogata, y cenaron pan y carne seca. El río era profundo y lento en el sitio donde se detuvieron, y apenas murmuraba. Morgon oía claramente a través de la noche; los jinetes no los habían pasado. Evocó esa figura silente que había visto entre los árboles, el grito misterioso que había llegado tan súbita y oportunamente. Desenvainó la espada con sigilo.</p> <p>—Morgon —dijo Raederle—, anoche estuviste despierto casi toda la noche. Yo vigilaré.</p> <p>—Estoy acostumbrado —dijo él. Pero le dio la espada y se tendió en una manta. No durmió; se quedó escuchando, observando las estrellas que surcaban lentamente la noche. De nuevo oyó ese tenue y vacilante sonido de arpa que surgía de la negrura como burlándose de sus recuerdos.</p> <p>Se incorporó con incredulidad. No veía fogatas entre los árboles; no oía voces, sólo ese torpe tañido. Las cuerdas estaban bien afinadas; el arpa tenía un tono suave y dulce, pero el arpista tropezaba continuamente con las notas. Morgon se pasó los dedos por los ojos.</p> <p>—¿Quién, en nombre de Hel…? —Se puso de pie abruptamente.</p> <p>—Morgon —murmuró Raederle—, hay otros arpistas en el mundo.</p> <p>—Pero él está tocando en la oscuridad.</p> <p>—¿Cómo sabes que es un hombre? Quizá sea una mujer, o un niño con su primer arpa, viajando a solas a Lungold. Si quieres destruir todas las arpas del mundo, será mejor que empieces por la que cargas a la espalda, porque ésa es la que nunca te dará paz. —Él no respondió. Ante su silencio, ella añadió equívocamente—: ¿Tendrás paciencia si te cuento un enigma?</p> <p>Él giró y encontró sus rasgos, borrosos a la luz de la luna, y al tenue fulgor de la espada que ella empuñaba.</p> <p>—No —dijo. Al cabo se sentó junto a ella, su mente cansada de buscar las notas de una conocida balada de Ymris que el arpista no atinaba a tocar—. Ojalá pudiera ser perseguido por un arpista mejor —murmuró coléricamente. Cogió la espada—. Yo vigilaré.</p> <p>—No me dejes —suplicó ella, adivinándole el pensamiento. Él suspiró.</p> <p>—De acuerdo. —Se apoyó la espada en las rodillas, la miró mientras la alta luna le daba el temple del fuego frío, hasta que al fin el arpa calló y él pudo volver a pensar.</p> <p style="text-align:center; text-indent: 0em; margin-top: 2em; margin-bottom: 2em; ">* * *</p> <p>Noche tras noche, Morgon oía el arpa. Sonaba en horas irregulares, habitualmente cuando él se quedaba despierto. La oía en los lindes de su consciencia, mientras Raederle dormía tranquilamente. A veces él la oía en sueños y se despertaba, flojo y sudoroso, emergiendo a la oscuridad después de un sueño de oscuridad, siempre acechado por ese arpa insistente. Buscó al arpista una noche, pero sólo se perdió entre los árboles. Al regresar cerca del alba con forma de lobo, asustó a los caballos, y Raederle los rodeó con un círculo de fuego que casi chamuscó la piel de Morgon. Discutieron el asunto airadamente durante un rato, hasta que se echaron a reír al verse los rostros fatigados, ruborizados y maltrechos.</p> <p>Cuanto más cabalgaban, más parecía estirarse la carretera, milla tras milla de bosque inmutable. La mente de Morgon estudiaba constantemente jirones de conversación, la expresión de los rostros que pasaban, los ruidos delante y detrás, las imágenes mudas detrás de los ojos de un ave que los sobrevolaba. Intensificó su atención, tratando de ver delante y detrás al mismo tiempo, alerta a arpistas, ladrones de caballos, cambiaformas. Apenas oía a Raederle cuando ella hablaba. Cuando ella dejó de hablarle, tardó varias horas en advertirlo. A medida que se alejaban de Caithnard, el tráfico menguaba; en ocasiones atravesaban largos tramos de silencio. Pero el calor era continuo, y cada extraño que aparecía detrás de ellos al cabo de una milla de aislamiento parecía sospechoso. Salvo por el arpa, sin embargo, sus noches eran apacibles. El día en que Morgon al fin empezó a sentirse seguro, perdieron los caballos.</p> <p>Ese día habían acampado temprano, pues ambos estaban exhaustos. Mientras Raederle se lavaba el pelo en el rio, Morgon caminó hasta una posada cercana para comprar provisiones y oír las noticias. La posada estaba abarrotada de viajeros: mercaderes que intercambiaban chismes; músicos empobrecidos que tocaban cualquier instrumento menos el arpa a cambio de una comida; comerciantes; granjeros; familias que tenían aspecto de haber huido de su hogar, con todas sus pertenencias sobre la espalda.</p> <p>El aire estaba cargado de rumores alentados por el vino. Morgon escogió una voz gruesa y estentórea procedente de una mesa lejana y la siguió como si siguiera la voz de un instrumento.</p> <p>—Veinte años —decía el hombre—. Durante veinte años viví enfrente. Vendía paños finos y pieles de todas partes del reino en mi tienda, y nunca vi siquiera una sombra fuera de lugar en las ruinas de la antigua escuela. Una noche, mientras revisaba mis cuentas, vi luz en las ventanas rotas. Ningún hombre atraviesa jamás esos parajes, ni siquiera en busca de fortuna: ese lugar apesta a calamidad. Fue suficiente para mí. Tomé todos los rollos de tela de la tienda, envié mensajes a mis compradores para avisarles de que me iba a Caithnard, y huí. Si en aquella ciudad estalla otra guerra entre hechiceros, pienso estar en el otro confín del reino.</p> <p>—¿A Caithnard? —preguntó con incredulidad otro mercader—. ¿Con la mitad de la costa septentrional de Ymris asolada por la guerra? Al menos Lungold tiene hechiceros. Caithnard sólo tiene vendedoras de pescado y eruditos. Hay tanta defensa en un pescado como en un libro. He dejado Caithnard. Me dirijo a los yermos; quizá salga de nuevo dentro de cincuenta años.</p> <p>Morgon dejó que las voces se diluyeran en el bullicio. Notó que el posadero se le acercaba.</p> <p>—¿Señor? —preguntó vivazmente, y Morgon pidió cerveza. Era cerveza de Hed, y así se limpió cien millas de polvo del gaznate. Prestó atención a otras conversaciones; una palabra de un mercader de cara agria le llamó la atención.</p> <p>—Es esa maldita guerra de Ymris. La mitad de los granjeros de Ruhn tuvieron que entregar sus caballos para la guerra; descendientes de corceles de Ruhn criados para la labranza. El rey resiste en el Llano del Viento, pero está pagando un precio sangriento por el empate. Sus guerreros compran los caballos que les ofrezcan, y también los granjeros. Nadie pregunta ya de dónde vienen los caballos. He rodeado mis caravanas con una guardia armada cada noche desde que salí de Caithnard.</p> <p>Morgon dejó una copa vacía, se preocupó pensando que Raederle estaba a solas con los caballos. Un mercader le hizo una pregunta cordial, y él replicó con un gruñido. Estaba por marcharse cuando su propio nombre le llamó la atención.</p> <p>—¡Morgon de Hed! Oí el rumor de que estaba en Caithnard, disfrazado de estudiante. Se esfumó antes que los maestros lo reconocieran…</p> <p>Morgon miró en torno. Un grupo de músicos se había congregado alrededor de una jarra de vino que compartían.</p> <p>—Estuvo en Anuin —dijo un gaitero, enjugando saliva de su instrumento. Miró los rostros silenciosos que lo rodeaban—, ¿No os habéis enterado? Alcanzó al arpista del Supremo en Anuin, en el salón del rey…</p> <p>—El arpista del Supremo —dijo amargamente un joven desmañado que llevaba varios tamboriles colgados—. ¿Y qué hacía entretanto el Supremo? Un hombre pierde su terrarquía, traicionado en nombre del Supremo por un arpista que mintió a todos los reyes, y el Supremo ni siquiera alza un dedo, si tiene dedos, para hacer justicia.</p> <p>—Si me preguntáis a mí —intervino un cantante—, yo digo que el Supremo es sólo una mentira. Inventada por el Fundador de Lungold.</p> <p>Hubo un breve silencio. El cantante parpadeó nerviosamente ante sus propias palabras, como si el Supremo pudiera estar junto a él, bebiendo cerveza y escuchando.</p> <p>—Nadie te preguntó —gruñó otro cantante—. Callaos, todos. Quiero oír lo que pasó en Anuin.</p> <p>Morgon giró abruptamente. Una mano lo detuvo. El mercader que le había hablado dijo con voz lenta y perpleja:</p> <p>—Yo te conozco. Tengo tu nombre en la punta de la lengua… Te asocio con la lluvia…</p> <p>Morgon lo reconoció: el mercader con quien había conversado mucho tiempo atrás un día lluvioso y otoñal en Hlurle, tras salir de las serranías de Herun.</p> <p>—No sé de qué hablas. Hace semanas que no llueve. ¿Quieres conservar la mano, o me la llevo conmigo?</p> <p>—Amigos, amigos —murmuró el posadero—, no quiero violencia en mi posada.</p> <p>El mercader cogió dos cervezas de la bandeja, puso una frente a Morgon.</p> <p>—No ha habido ninguna ofensa. —Aún estaba intrigado, y escrutaba el rostro de Morgon—. Háblame un poco. Hace meses que no estoy en mi hogar de Kraal, y necesito un poco de charla…</p> <p>Morgon se zafó de su apretón. Su codo chocó contra la cerveza, derramándola en las rodillas de un mercader de caballos, que se levantó maldiciendo. Algo en el rostro de Morgon, poder o desesperación, aplacó su impulso inicial.</p> <p>—Ése no es modo de tratar una buena cerveza —dijo sombríamente—. Ni de responder a una invitación. ¿Cómo te las has apañado para vivir tanto tiempo, buscando pleitos por nada?</p> <p>—Me meto en mis propios asuntos —replicó Morgon. Arrojó una moneda a la mesa y salió al crepúsculo. Su propia rudeza le dejó mal gusto en la boca. Los recuerdos agitados por los cantores revoloteaban en el fondo de su mente: la luz relumbrando en la hoja de su espada, el arpista alzando el rostro para recibir el tajo. Caminó deprisa entre los árboles, maldiciendo la longitud del camino, la polvareda, las estrellas de su rostro, y todas las sombras de recuerdos que no podía dejar atrás.</p> <p>Casi atravesó el campamento antes de reconocerlo. Se detuvo, desconcertado. Raederle y los dos caballos habían desaparecido. Por un segundo se preguntó si había hecho algo que la ofendiera tanto que hubiera decidido regresar con ambos caballos a Anuin. Las alforjas y las sillas estaban donde él las había dejado; no había rastros de lucha, ni amontonamientos de hojas muertas o raíces carbonizadas. Entonces oyó que ella le llamaba y la vio tambaleándose en una parte poco profunda del río.</p> <p>Tenía lágrimas en la cara.</p> <p>—Morgon, había bajado al río para buscar agua cuando pasaron dos jinetes. Casi me atropellaron. Estaba tan furiosa que ni siquiera advertí que montaban nuestros caballos hasta que llegaron a la otra orilla. Así que…</p> <p>—¿Los perseguiste? —preguntó él incrédulamente.</p> <p>—Pensé que reducirían la marcha, entre los árboles. Pero echaron a galopar. Lo lamento.</p> <p>—Obtendrán un buen precio en Ymris —dijo hoscamente Morgon.</p> <p>—Morgon, están a menos de una milla. Podrías recobrarlos fácilmente.</p> <p>Él titubeó, mirándole el rostro airado y cansado. Se apartó y recogió la comida.</p> <p>—El ejército de Heureu los necesita más que nosotros.</p> <p>Sintió el súbito silencio de ella a sus espaldas como algo tangible. Abrió la alforja y se maldijo de nuevo, pues se había olvidado de comprar las provisiones.</p> <p>—¿Me estás diciendo que iremos a pie hasta Lungold? —murmuró Raederle.</p> <p>—Si eso quieres. —Los dedos de Morgon temblaban sobre las correas.</p> <p>Oyó que al fin ella se movía. Raederle regresó al río para recoger el odre.</p> <p>—¿Trajiste vino? —preguntó secamente al regresar.</p> <p>—Lo olvidé. Olvidé todo. —Se volvió, lanzándose a una discusión antes que ella pudiera hablar—. Y no puedo regresar. Si lo hiciera, me enzarzaría en una gresca de posada.</p> <p>—¿Acaso te lo pedí? Ni siquiera iba a pedírtelo. —Ella se sentó junto al fuego, le arrojó una ramilla—. Yo perdí los caballos, tú te olvidaste la comida. No me culpaste a mí. —Se apoyó la cara en las rodillas—. Morgon, lo lamento. Prefiero arrastrarme hasta Lungold antes que cambiar de forma.</p> <p>Él la miró de hito en hito. Se volvió, caminó alrededor del fuego, y miró el ojo nudoso y ojeroso de un agujero de árbol. Apoyó el rostro en él, sintió su mirada, los tortuosos orígenes de su propio poder. Por un instante lo carcomió la duda. ¿No era erróneo exigirle semejante cosa, cuando aun su propio poder, arrancado de su interior en circunstancias tan oscuras, era sospechoso? La incertidumbre murió lentamente, dejando, como siempre, lo único que aprehendía con cierta certeza: la frágil y perentoria estructura de los enigmas.</p> <p>—No puedes huir de ti misma.</p> <p>—Tú estás huyendo. No de ti mismo, tal vez, pero del enigma a tu espalda, que nunca encaras.</p> <p>Él irguió la cabeza fatigosamente, la miró. Se movió al cabo de un momento, agitó las llamas moribundas.</p> <p>—Iré a pescar algo. Mañana por la mañana iré a la posada, compraré lo que necesitamos. Quizá pueda vender las sillas de montar. El dinero nos vendrá bien. Es una larga caminata hasta Lungold.</p> <p>Al día siguiente apenas hablaron. El calor estival los agobiaba, aun cuando caminaban entre los árboles que bordeaban el camino. Morgon llevaba ambas alforjas. Sólo ahora caía en la cuenta de cuán pesadas eran. Las correas le mordían los hombros mientras la riña con Raederle le carcomía la mente. Raederle se ofreció a llevar una, pero él se negó con algo parecido a la furia, y ella no volvió a sugerirlo. Al mediodía, comieron con los pies en el río. El agua fría los aplacó, y hablaron un poco. Por la tarde el camino estaba bastante tranquilo; oían el crujido de las ruedas mucho antes que los carros aparecieran. Pero el calor era intenso, casi insoportable. Al final desistieron, avanzaron por la accidentada orilla del río hasta el ocaso.</p> <p>Encontraron un sitio donde acampar. Morgon dejó a Raederle sentada con los pies en el agua y fue a cazar con forma de halcón. Mató una liebre que dormitaba en un prado bajo los últimos rayos del sol. Al regresar, encontró a Raederle donde la había dejado. Desolló la liebre, la ensartó en un espetón de madera verde sobre la fogata. Observó a Raederle; ella miraba el agua sin moverse. Al fin la llamó por el nombre.</p> <p>Ella se levantó, tropezando un poco en la orilla. Se reunió con él lentamente, se sentó junto al fuego, arrebujándose los pies en la camisa mojada. Bajo la lumbre, él le echó una buena ojeada, olvidándose de hacer girar el espetón. El rostro de Raederle estaba muy quieto; había diminutas arrugas de dolor bajo sus ojos. Él inhaló profundamente; ella le clavó los ojos con una clara advertencia. Pero la preocupación de él estalló a pesar de todo.</p> <p>—¿Por qué no me dijiste que estabas tan dolorida? Déjame ver esos pies.</p> <p>—¡Déjame en paz! —respondió ella, con una rabia que lo sobresaltó. Estaba hecha un ovillo—. Te dije que caminaría hasta Lungold, y lo haré.</p> <p>—¿Cómo? —Se levantó, con un nudo de furia en la garganta—. Encontraré un caballo para ti.</p> <p>—¿Con qué? No pudimos vender las sillas.</p> <p>—Me transformaré en uno. Podrás cabalgar en mi lomo.</p> <p>—No —dijo ella, la voz trémula de furia—. No lo harás. No pienso montar en ti hasta Lungold. Dije que caminaría.</p> <p>—¡Apenas puedes dar dos pasos!</p> <p>—Lo haré de todos modos. Si no haces girar el espetón, achicharrarás nuestra cena.</p> <p>Él no se movió. Ella se inclinó e hizo girar el espetón. Le temblaba la mano. Mientras las luces y las sombras se fundían sobre ella, Morgon se preguntó si la conocía en verdad.</p> <p>—Raederle —suplicó—, ¿qué piensas hacer, en nombre de Hel? No puedes caminar así. Te niegas a montar, te niegas a cambiar de forma. ¿Quieres regresar a Anuin?</p> <p>—No —dijo ella con un temblor, como si él la hubiera lastimado—. No seré diestra con los enigmas, pero sé cumplir mis promesas.</p> <p>—¿Cuánto honor puedes poner en el nombre de Ylon cuando sólo sientes odio por él y su heredad?</p> <p>Ella se inclinó de nuevo, pero no para mover el espetón sino para coger un puñado de fuego.</p> <p>—Él fue rey de An. Hay cierto honor en ello. —Le temblaba la voz. Raederle formó una cuña de fuego de la que hizo brotar delgados cordeles—. Juré en su nombre que nunca permitiría que me abandonaras. —Él comprendió lo que ella estaba tejiendo. Ella lo terminó, se lo entregó: un arpa hecha de fuego, devorando la oscuridad que le rodeaba la mano—. Tú eres el experto en enigmas. Si tienes tanta fe en los enigmas, puedes mostrármelo. No puedes encarar siquiera tu propio odio, y me propones enigmas para resolverlos. Hay un nombre para un hombre como tú.</p> <p>—Necio —dijo él, sin tocar el arpa. Observó la luz que brincaba silenciosamente por las cuerdas—. Al menos conozco mi nombre.</p> <p>—Tú eres el Portador de Estrellas. ¿Por qué no dejas que yo tome mis propias decisiones? No importa lo que soy.</p> <p>Él la miró por encima del arpa llameante. Algo que él dijo o pensó sin darse cuenta partió el arpa en pedazos. Tendió los brazos, le cogió los hombros, y la obligó a levantarse.</p> <p>—¿Cómo puedes decirme eso? ¿De qué tienes miedo, en nombre de Hel?</p> <p>—Morgon…</p> <p>—¡No adoptarás una forma que ninguno de ambos reconocerá!</p> <p>—Morgon. —Ella lo sacudió, tratando de hacerle entender—. ¿Tengo que decirlo? Yo no estoy huyendo de algo que odio, sino de algo que quiero. Quiero el poder de esa heredad bastarda. El poder que arrasa Ymris, tratando de destruir el reino y de destruirte a ti… Me siento atraída por él. Vinculada a él. Y te amo a ti. El maestro de enigmas. El hombre que debe combatir contra todo lo que representa esa heredad. Insistes en pedirme cosas que sólo odiarás.</p> <p>—No —susurró él.</p> <p>—Los terrarcas, los hechiceros de Lungold… ¿Cómo puedo presentarme ante ellos? ¿Cómo puedo decirles que soy pariente de tus enemigos? ¿Cómo se fiarán de mí? ¿Cómo puedo fiarme de mí misma, cuando anhelo ese espantoso poder…?</p> <p>—Raederle… —Él alzó una mano rígidamente, le tocó el rostro, acariciando fuego y lágrimas, tratando de ver con claridad. Pero las sombras que fluctuaban sobre ese rostro, moldeándolo con llamas y oscuridad, mostraban a alguien que él no había visto antes y ahora no podía ver. Algo se le escapaba, disipándose apenas lo tocaba—. Nunca te he pedido nada salvo la verdad.</p> <p>—Nunca supiste lo que pedías.</p> <p>—Nunca sé. Sólo pido. —El fuego cobró la forma de la respuesta que él buscaba. La vio súbitamente, y vio a Raederle de nuevo, al mismo tiempo, la mujer por quien varios hombres habían muerto en la torre de Peven, que había adaptado su mente al fuego, que amaba a Morgon y discutía con él y estaba atraída por un poder que podía destruirlo. Por un momento las piezas del enigma opusieron resistencia. Luego encajaron, y él vio el rostro de los cambiaformas que conocía: Eriel, el arpista Corrig, a quien había matado, los cambiaformas que había matado en Isig. Un escalofrío de temor y admiración lo estremeció. —Si ves algo de valor en ellos —susurró—, ¿qué son entonces, en nombre de Hel?</p> <p>Ella calló, aferrándolo, el rostro tenso, bañado en lágrimas.</p> <p>—No dije eso.</p> <p>—Sí, lo dijiste.</p> <p>—No lo dije. No hay nada valioso en ese poder.</p> <p>—Sí, lo hay. Tú lo percibes en ti misma. Eso es lo que quieres.</p> <p>—Morgon…</p> <p>—O bien tú cambias de forma en mi mente, o bien ellos cambian de forma. A ti te conozco…</p> <p>Ella lo soltó lentamente, indecisa. Él la retuvo, preguntándose qué palabras harían que ella confiara en él. De pronto comprendió qué argumento sería persuasivo.</p> <p>La soltó e hizo aparecer el arpa que llevaba a la espalda. Le llenó las manos como un recuerdo. Se sentó mientras ella lo observaba al borde de la lumbre, sin moverse, sin hablar. Miró las enigmáticas estrellas del rostro del arpa. Le dio la vuelta y se puso a tocar. Durante un rato sólo pensó en Raederle, una silueta sombría en el linde de la lumbre, atraída por su melodía. Sus dedos recordaban ritmos, cadencias, extraían fragmentos musicales vacilantes de un año de silencio. La antigua e impecable voz del arpa, respondiendo a su poder, volvió a llenarlo de asombro. Raederle se le acercó mientras tocaba, hasta que paso a paso llegó a su lado y se quedó quieta. Con el fuego detrás de ella, él no podía verle la cara.</p> <p>Un arpista lo acompañaba desde las sombras del recuerdo. Cuanto más tocaba para ahogar el recuerdo, más lo obsesionaba: un tañido distante, habilidoso, bello, que venía de más allá de la negrura, de más allá del olor del agua que no iba a ninguna parte y no había ido a ninguna parte durante miles de años. La fogata se redujo a un punto de luz menguante, hasta que la negrura le cubrió los ojos como una mano. Una voz lo sobresaltó, reverberando sobre piedras, perdiéndose en rudas cadencias. Nunca veía el rostro. Extendiendo la mano en la oscuridad, sólo tocaba piedra. La voz era siempre inesperada, por mucho que él estuviera atento a los pasos. Estaba siempre alerta, tendido en la piedra, los músculos tensos por la espera. Con la voz venía un sondeo mental que él no podía combatir, un dolor cuando se resistía con los puños, preguntas sin fin que la furia le impedía responder, hasta que la furia se tornó terror cuando Morgon sintió que el frágil y complejo instinto de la ley de la tierra comenzaba a morir en él. Su voz respondía, se elevaba, respondía, dejaba de responder… Oía un arpa.</p> <p>Sus manos se habían detenido. Los huesos de su rostro dolían contra la madera del arpa. Raederle estaba sentada junto a él, rodeándole los hombros con el brazo. El arpa aún sonaba confusamente en su mente. Se alejó rígidamente de ese sonido. No cesaba nunca. Raederle volvió la cabeza; a Morgon se le heló la sangre al comprender que ella también lo oía.</p> <p>Entonces reconoció esa música familiar y vacilante. Se levantó, con el rostro blanco, petrificado, y cogió una rama del fuego. Raederle dijo su nombre; él no pudo responder. Ella trató de seguirlo, descalza, cojeando entre los helechos, pero él no quería esperar. Buscó al arpista entre los árboles, cruzó al otro lado de la carretera, donde sobresaltó a un mercader que dormía bajo su carro; atravesó zarzales y matorrales, mientras la música crecía y lo envolvía. La antorcha, llameando sobre hojas muertas, alumbró al fin una silueta, sentada bajo un árbol, inclinada sobre un arpa. Morgon se detuvo con un resuello, mientras palabras, preguntas y maldiciones se agolpaban en su garganta. El arpista irguió la cabeza hacia la luz.</p> <p>Morgon contuvo la respiración. No había el menor sonido en la negra noche, más allá de la luz de la antorcha. El arpista, mirando a Morgon, aún tocaba suave y torpemente, con las manos nudosas como raíces de roble, deformes e inservibles.</p> <title style="page-break-before:always; text-indent: 0em;"> <p style="line-height:400%;">Capítulo 5</p> </h3> <p style="margin-top:5%">—Deth —susurró Morgon.</p> <p>El arpista dejó de tocar. Su rostro estaba tan demacrado y ojeroso que era apenas reconocible, salvo por la delicadeza de los huesos y la expresión de los ojos. No tenía caballo ni alforja, ni posesiones que Morgon pudiera ver aparte de un arpa oscura cuyo único adorno eran sus líneas esbeltas y elegantes. Las manos deformes reposaron un instante sobre las cuerdas, luego bajaron para apoyar el arpa en el suelo.</p> <p>—Morgon —dijo con voz áspera de fatiga y sorpresa. Añadió, tan suavemente que Morgon se quedó atónito, empantanado en su propia turbulencia—: No quería perturbarte.</p> <p>Morgon no se movió; aun la llama de la rama que empuñaba estaba quieta en la noche sin viento. La melodía mortífera e impecable que un arpa siempre tocaba en un rincón oscuro de sus pensamientos se enredó súbitamente con los esfuerzos torpes y vacilantes que había oído las últimas noches. Estaba en el linde de su propia lumbre, ansiando gritar de furia, ansiando dar media vuelta para irse, pero también ansiando avanzar para hacer una pregunta. Al fin lo hizo, tan quedamente que apenas notó que se había movido.</p> <p>—¿Qué te ha pasado? —exclamó, sin reconocer su voz consternada.</p> <p>El arpista se miró las manos, que yacían a su lado como pesas.</p> <p>—Tuve un altercado —dijo—. Con Ghistelwchlohm.</p> <p>—Tú nunca pierdes un altercado. —Morgon había avanzado otro paso, aún tenso, sigiloso como un animal.</p> <p>—Tampoco perdí éste. De lo contrario, habría un arpista menos en el reino.</p> <p>—No mueres fácilmente.</p> <p>—No.</p> <p>Deth notó que Morgon avanzaba otro paso, y Morgon, para no inquietarlo, se detuvo. El arpista se enfrentó a su mirada, admitiendo todo, sin pedir nada. Morgon movió la antorcha, que estaba a punto de quemarle la piel. La soltó, encendió una pequeña fogata con hojas muertas. El cambio de luz ensombreció el rostro de Deth; Morgon lo vio como detrás de otros fuegos, en días de antaño. Calló, apresado en el silencio del arpista. Ese silencio lo atraía, arrastrándolo por un puente angosto como una espada, tendido sobre el abismo de su furor y confusión. Se agazapó junto al fuego, trazó un círculo alrededor, conteniéndolo con la mente en la noche tibia.</p> <p>—¿Adónde vas? —preguntó al cabo.</p> <p>—De vuelta a donde nací. Lungold. No tengo otro sitio adonde ir.</p> <p>—¿Irás a Lungold caminando?</p> <p>El arpista se encogió de hombros, mostrando las manos.</p> <p>—No puedo cabalgar.</p> <p>—¿Qué harás en Lungold? No puedes tocar el arpa.</p> <p>—No sé. Mendigar.</p> <p>Morgon calló de nuevo, mirándolo. Hundiendo los dedos en la tierra, encontró una bellota y la arrojó al fuego.</p> <p>—Serviste a Ghistelwchlohm durante seiscientos años. Me entregaste a él. ¿Tan ingrato es?</p> <p>—No —dijo Deth desapasionadamente—. Sospechó de mí. Me dejaste salir de Anuin con vida.</p> <p>La mano de Morgon se quedó tiesa entre las hojas muertas. Algo lo estremeció, como el aroma tenue y agreste de un viento que hubiera barrido los yermos del norte, todo el reino, para llevar sólo un atisbo de su existencia a la serena noche estival. Al cabo movió la mano; una ramilla se partió entre sus dedos. La arrojó al fuego y continuó su interrogatorio a tientas, como si iniciara un juego de enigmas con alguien cuya destreza desconocía.</p> <p>—¿Ghistelwchlohm estuvo en An?</p> <p>—Había estado en los páramos, fortaleciendo su poder después de que te liberases de él. No sabía dónde estabas tú, pero como mi mente siempre está abierta a él, a mí me encontró fácilmente, en Hel.</p> <p>Morgon alzó los ojos.</p> <p>—¿Vuestras mentes siguen unidas?</p> <p>—Entiendo que sí. Él ya no se interesa por mí, pero quizá tú corras peligro.</p> <p>—No fue a buscarme a Anuin.</p> <p>—A mí me encontró siete días después de que yo saliera de Anuin. Parecía improbable que aún estuvieras ahí.</p> <p>—Estaba ahí. —Morgon añadió ramillas al fuego, observó cómo brillaban y se retorcían, curvándose en el calor. Echó una ojeada a los dedos deformes del arpista—. ¿Qué te hizo, en nombre de Hel?</p> <p>—Hizo un arpa para mí, pues tú habías destruido la mía, y yo no tenía ninguna. —Una luz fluctuó en los ojos del arpista, como un recuerdo de dolor, o una ironía fría y distante. El fuego menguó y él ladeó la cabeza, dejando el rostro en las sombras. Continuó desapasionadamente—: El arpa era de fuego negro. En su rostro brillaban tres estrellas ardientes.</p> <p>Morgon sintió un nudo en la garganta.</p> <p>—Y tú la tañiste —susurró.</p> <p>—Él me dijo que lo hiciera. Mientras aún estaba consciente, sentí que su mente me extraía recuerdos de lo sucedido en Anuin, de los meses en que tú y yo viajamos juntos, de los años y siglos que le serví, y antes… El arpa tenía una voz extraña y atormentada, como las voces que oí en la noche mientras cabalgaba por Hel.</p> <p>—Te dejó vivir.</p> <p>Deth apoyó la cabeza en el árbol, mirando a Morgon a los ojos.</p> <p>—No encontró motivos para no hacerlo.</p> <p>Morgon calló. La llama partía las ramillas como pequeños huesos. De pronto sintió frío, aun en el aire cálido, y se aproximó al fuego. Un animal salió de las matas, lo miró con ojos radiantes, parpadeó y desapareció. Mil enigmas rondaban el silencio, y él sabía que debía formularlos, aunque sabía que el arpista sólo respondería con otros enigmas. Descansó un momento en el vacío del silencio, cobijando luz con las manos.</p> <p>—Mala paga por seis siglos —dijo al fin—. ¿Qué esperabas de él cuando te pusiste a su servicio?</p> <p>—Le dije que necesitaba un amo, y que no me conformaría con los reyes que él había engañado con sus mentiras. Congeniábamos. Él creó una ilusión, yo la sostuve.</p> <p>—Una ilusión peligrosa. ¿Nunca tuvo miedo del Supremo?</p> <p>—¿Qué causa le dio el Supremo para tener miedo?</p> <p>Morgon movió una hoja que estaba en el fuego.</p> <p>—Ninguna. —Apoyó la mano en el corazón del fuego, mientras los recuerdos se agolpaban en su mente—. Ninguna —susurró. El fuego chisporroteó sin ruido bajo su mano cuando dejó de pensar en él. Se apartó del fuego, lagrimeando. A través del borrón, vio al arpista con sus manos nudosas, comidas por las llamas, aferrado al silencio aun en su tormento. Se encorvó sobre su propia mano, tragando maldiciones—. Eso fue imprudente.</p> <p>—Morgon, no tengo agua.</p> <p>—Lo he notado —dijo Morgon con voz transida de dolor—. No tienes comida, no tienes agua, no tienes poder, ley ni riqueza, ni siquiera hechicería suficiente para impedir que te quemen. Apenas puedes usar el único talento que posees. Para ser un hombre que escapó de la muerte dos veces en siete días, creas una gran ilusión de impotencia.</p> <p>Alzó las rodillas, apoyó la cara en ellas. Guardó silencio. No esperaba que el arpista hablara, y ya no le importaba. El fuego hablaba entre ellos, en un lenguaje antiguo que no necesitaba enigmas. Pensó en Raederle y supo que debía marcharse, pero no se movió. El arpista permanecía sentado con una quietud añosa y fatigada, la quietud de viejas raíces o la piedra carcomida por la intemperie. El fuego, sin el control de Morgon, estaba muriendo. Observó la luz que menguaba entre los ángulos de sus brazos. Al fin alzó la cabeza. La llama lamía las cenizas; el rostro del arpista estaba oscuro.</p> <p>Morgon se levantó, hundiendo el puño quemado en la palma. Notó que el arpista se movía apenas y supo que si hubiera permanecido toda la noche junto a ese fuego, el arpista, callado e insomne, aún habría estado allí al alba. Sacudió la cabeza sin una palabra, ante la confusión de sus impulsos.</p> <p>—Me arrancas de mis sueños con tu arpa, y yo vengo a agazaparme como un perro ante tu silencio. Ojalá supiera si confiar en ti, matarte o huir de ti porque tu juego de enigmas es más diestro y mortífero que el de cualquier maestro que haya conocido. ¿Necesitas comida? Nos sobra un poco.</p> <p>—No —respondió Deth al cabo de un rato, con voz casi inaudible.</p> <p>—De acuerdo. —Morgon se demoró, apretando los puños, pero ansiando a pesar de todo una pizca de la verdad. Al fin se volvió abruptamente, con los ojos inflamados por el humo de los rescoldos. Dio tres pasos en la oscuridad, y con el cuarto pisó un fuego azul que surgió y creció de pronto, atravesándolo hasta que Morgon lanzó un grito y cayó en la luz.</p> <p>Despertó al alba, tendido en el lugar donde había caído, con la cara sucia de tierra y hojas rotas. Alguien deslizó un pie bajo su hombro, lo puso boca arriba. Vio de nuevo al arpista, aún sentado bajo el árbol con un círculo de cenizas frente a él. Luego vio quién se agachaba para cogerle la túnica y levantarlo.</p> <p>Quiso gritar de dolor y furia; la mano de Ghistelwchlohm le pegó bruscamente, silenciándolo. Entonces vio los ojos del arpista, oscuros como la noche, quietos como las aguas negras e inmóviles del fondo de la montaña de Erlenstar, y algo en ellos lo desafió, contuvo la amargura en su garganta. El arpista se levantó con una rigidez que reveló a Morgon que había estado sentado allí toda la noche. Con extraña determinación, dejó el arpa sobre las cenizas. Luego volvió la cabeza, y Morgon siguió su mirada hacia donde estaba Raederle, pálida y callada bajo el ojo del sol naciente.</p> <p>Un mudo grito de angustia rodó y rompió en el pecho de Morgon. Ella lo oyó, y lo miró con la misma angustia. Estaba desgreñada y cansada, pero ilesa.</p> <p>—Si tocas mi mente —vociferó Ghistelwchlohm—, la mataré. ¿Entiendes? —Sacudió a Morgon rudamente, obligándolo a no mirarla—. ¿Entiendes?</p> <p>—Sí —dijo Morgon, y atacó al Fundador con las manos. Un fuego blanco lo abofeteó, le quemó los huesos, y él rodó por el suelo, parpadeando para quitarse el sudor de los ojos, aferrando piedras y ramas para no gritar. Raederle se le acercó para ayudarlo a incorporarse.</p> <p>Él sacudió la cabeza, tratando de apartarla del fuego del hechicero, pero ella lo sostuvo con más fuerza.</p> <p>—Detente —le dijo.</p> <p>—Buen consejo —dijo el Fundador—. Escúchalo.</p> <p>Parecía exhausta en la luz súbita y caliente. Morgon vio huecos y ángulos filosos tallados en la máscara de serenidad que él había asumido durante siglos. Estaba mal vestido, con una túnica rústica y holgada que daba a su edad una ilusión de fragilidad. Estaba cubierta de polvo, como si también él hubiera recorrido a pie el Camino de los Mercaderes.</p> <p>Morgon, esforzándose para hablar a pesar de la furia y el dolor, dijo:</p> <p>—¿Acaso no oías la música de tu arpista? ¿Tanto te costó adivinar mi paradero?</p> <p>—Dejaste un rastro visible hasta para un ciego. Sospeché que irías a Hed, e incluso te seguí hasta allá, pero… —Alzó la mano para aplacar a Morgon—. Ya te habías ido. No tengo querella con los labriegos y las reses. No molesté a nadie mientras estuve allá. —Miró a Morgon en silencio—. Llevaste los espectros de An a Hed. ¿Cómo?</p> <p>—¿Cómo crees? Tú me enseñaste algo sobre la ley de la tierra.</p> <p>—No tanto.</p> <p>Morgon sintió que Ghistelwchlohm lo sondeaba en busca de ese conocimiento. El contacto lo cegó, suscitó recuerdos de terror y desamparo. Estaba indefenso de nuevo, con Raederle al lado, y la desesperación y la furia le quemaban la garganta. El hechicero, explorando el lazo mental que había formado en Anuin con los muertos, gruñó suavemente y lo soltó. La luz de la mañana bañó de nuevo el suelo; él vio la sombra del arpista sobre las hojas quemadas. La miró; su quietud lo atraía, lo dominaba aun en medio de su desconcierto. Entonces reparó en la respuesta de Ghistelwchlohm y alzó los ojos.</p> <p>—¿A qué te refieres? Todo lo que sé lo aprendí de ti.</p> <p>El hechicero lo miró inquisitivamente, como si fuera un enigma en un pergamino polvoriento. No respondió, sino que le preguntó a Raederle:</p> <p>—¿Puedes cambiar de forma?</p> <p>Ella se arrimó a Morgon, sacudiendo la cabeza.</p> <p>—No.</p> <p>—La mitad de los reyes de la historia de An han cobrado la forma del cuervo en alguna ocasión, y supe por Deth que has heredado el poder de un cambiaforma. Aprenderás deprisa.</p> <p>Ella se sonrojó, pero no miró al arpista.</p> <p>—No cambiaré de forma —murmuró, y añadió con tan poco cambio de inflexión que sorprendió tanto a Morgon como al brujo—. Te maldigo, en mi nombre y el de Madir, con ojillos feroces, a no mirar más alto que la rodilla de un hombre, ni más bajo que el lodo… —El hechicero le apoyó la mano en la boca, haciéndola callar. Parpadeó, como si la vista se le hubiera nublado un instante. Bajó la mano por la garganta de Raederle, y algo comenzó a tensarse en Morgon con peligrosa precisión, como una cuerda de arpa a punto de partirse.</p> <p>—Ahórrame las otras noventa y ocho maldiciones —dijo secamente el brujo. Alzó la mano, y ella se aclaró la garganta. Morgon notó que ella temblaba.</p> <p>—No cambiaré de forma —repitió Raederle—. Antes moriré. Lo juro por mi…</p> <p>El brujo la contuvo de nuevo. La examinó con leve interés, y le dijo a Deth por encima del hombro:</p> <p>—Llévala por los páramos hasta la montaña de Erlenstar. No tengo tiempo para esto. La someteré a un conjuro, y no intentará escapar. El Portador de Estrellas me acompañará a Lungold y luego a Erlenstar. —Notó cierta resistencia en esa sombra rígida y negra; volvió la cabeza—. De lo contrario, encontraré hombres que te persigan y la custodien.</p> <p>—No.</p> <p>El hechicero se desplazó a un lado de Morgon, para que Morgon no pudiera moverse sin que él lo supiera. Contrajo las cejas y miró al arpista a los ojos hasta que Deth habló de nuevo.</p> <p>—Estoy en deuda con ella. En Anuin, ella me habría dejado en libertad antes de la llegada de Morgon. Inadvertidamente, me protegió de él con un ejército de espectros. Ya no soy tu arpista, y tú estás en deuda conmigo por seiscientos años de servicio. Déjala ir.</p> <p>—La necesito.</p> <p>—Para impedir que Morgon te ataque, puedes tomar a cualquier hechicero de Lungold.</p> <p>—Los hechiceros de Lungold son imprevisibles y demasiado poderosos. Además, se pueden morir por impulsos extraños, como demostró Suth. Acepto que estoy en deuda contigo, al menos por tu torpe música, que llevó al Portador de Estrellas a arrodillarse a tus pies. Pero pídeme otra cosa.</p> <p>—No quiero otra cosa. Salvo un arpa con cuerdas de viento, para que la toque un hombre sin manos.</p> <p>Ghistelwchlohm calló. Morgon, con ecos de un enigma resonando en su memoria, alzó la cabeza lentamente y miró al arpista. Su voz sonaba desapasionada como siempre, pero en sus ojos había una dureza que Morgon nunca había visto. Ghistelwchlohm parecía atento a una ambigüedad: una voz elusiva bajo la voz del viento de la mañana.</p> <p>—Bien —dijo al fin, casi con curiosidad—. Aun tu paciencia tiene sus límites. Puedo curarte las manos.</p> <p>—No.</p> <p>—Deth, sé razonable. Sabes tan bien como yo lo que está en juego. Morgon avanza hacia su poder a tientas, como un ciego. Lo quiero en Erlenstar, y no quiero luchar con él para llevarlo.</p> <p>—No regresaré a Erlenstar —dijo Morgon involuntariamente. El hechicero lo ignoró, y fijó la mirada en el rostro de Deth.</p> <p>—Estoy viejo, tullido y fatigado —dijo Deth—. En Hel me dejaste sólo la vida. ¿Sabes lo que hice entonces? Llevé mi caballo hasta Caithnard y busqué un mercader que no me escupiera cuando le hablaba. Le cambié el caballo por la última arpa que jamás tendré. E intenté tocarla.</p> <p>—Dije que…</p> <p>—Aunque me curases las manos, no hay en este reino una corte que me reciba.</p> <p>—Aceptaste ese riesgo hace seis siglos —dijo Ghistelwchlohm con voz hueca—. Pudiste haber escogido una corte inferior a la mía para tocar el arpa, un lugar inocente y sin poder, cuya inocencia no sobrevivirá a esta lucha final. Lo sabes. Eres demasiado sabio para las recriminaciones, y nunca tuviste una inocencia perdida que lamentar. Puedes quedarte aquí y morirte de hambre, o llevar a Raederle de An a la montaña de Erlenstar y ayudarme a terminar esta partida. Luego puedes recibir la recompensa que desees por tus servicios, en cualquier parte del reino. —Hizo una pausa y añadió de mal modo—: ¿O acaso estás ligado, en algún lugar recóndito al que no puedo llegar, al Portador de Estrellas?</p> <p>—No debo nada al Portador de Estrellas.</p> <p>—No es lo que pregunté.</p> <p>—Ya me hiciste esa pregunta. En Hel. ¿Quieres otra respuesta? —Se contuvo, como si la repentina furia de su voz le resultara extraña aun a él, y continuó más apaciblemente—: El Portador de Estrellas es el centro de un juego. Yo no sabía, como no lo sabías tú, que sería un joven príncipe de Hed, a quien casi correría el peligro de amar. No hay más vínculo que ése, y no tiene importancia. Lo he traicionado dos veces por ti. Pero tendrás que encontrar a otro que traicione a Raederle de An. Estoy en deuda con ella. Pero tampoco tiene importancia. Ella no es una amenaza para ti, y cualquier terrarca puede ocupar su lugar.</p> <p>—¿La morgol?</p> <p>Deth se quedó quieto, sin respirar, sin parpadear, como si fuera una escultura tallada por el viento y la intemperie. Morgon se quitó algo de la cara con el dorso de la mano; se sorprendió al notar que eran lágrimas.</p> <p>—No —murmuró al fin Deth.</p> <p>—Pues bien. —El hechicero lo evaluó, y finas arrugas de impaciencia y poder se ahondaron en las comisuras de su boca—. Por lo visto, hay algo que sí tiene importancia. Me tenía intrigado. Si no puedo volver a tenerte a mi servicio, quizá pueda persuadirte. La morgol de Herun acampa frente a Lungold con doscientas guardias. La guardia está allí, supongo, para proteger la ciudad; la morgol, por un impulso incomprensible, te espera. Te permitiré elegir. Si optas por dejar a Raederle aquí, llevaré a la morgol a Erlenstar, una vez que haya sometido, con la ayuda de Morgon, al último hechicero de Lungold. Escoge.</p> <p>Esperó. El arpista permaneció inmóvil; aun los huesos deformes de sus manos parecían quebradizos.</p> <p>—¡Escoge! —insistió el hechicero, con una voz que restalló como un latigazo, haciéndolo temblar.</p> <p>Raederle se apoyó la mano en la boca.</p> <p>—Deth, iré —susurró ella—. Seguiré a Morgon, de todos modos, o faltaré a mi promesa.</p> <p>El arpista no habló, al fin se movió despacio hacia ellos, fijando los ojos en Ghistelwchlohm. Se detuvo a un paso, como para hablarle. Luego, en un rápido y fluido movimiento, abofeteó la cara del Fundador con el dorso de la mano.</p> <p>Ghistelwchlohm se echó hacia atrás, clavando los dedos en el hueso del brazo de Morgon. El arpista cayó de rodillas, encorvado sobre los huesos nuevamente rotos de la mano. Alzó la cara, blanca, demudada de dolor, sin pedir nada. Ghistelwchlohm lo miró en silencio, y Morgon vio en sus ojos lo que podían ser los recuerdos rotos de muchos siglos. El hechicero alzó la mano. Un látigo de fuego azotó al arpista en los ojos y lo arrojó a los helechos, donde se quedó quieto, mirando ciegamente al sol.</p> <p>El hechicero retuvo a Morgon con la mano y con los ojos, hasta que Morgon sintió la convulsión de un sollozo seco y tensó los músculos para atacar. El hechicero se tocó los ojos, como si la estría de fuego surgida de su mente le hubiera provocado una jaqueca.</p> <p>—¿Por qué derrochas tu pesadumbre en él, en nombre de Hel? —preguntó—. ¡Mírame! ¡Mírame!</p> <p>—¡No lo sé! —replicó Morgon. Vio que otro relámpago crujiente sacudía el cuerpo del arpista. El fuego encendió llamas en el arpa oscura, y el gemido de las cuerdas rotas vibró en el aire. Raederle se transformó súbitamente en fuego puro; con la mente, el hechicero la obligó a recobrar su forma. Aún era medio fuego, y Morgon luchaba con un impulso de poder que la habría condenado, cuando algo le llamó la atención. Dio media vuelta. Una docena de hombres observaba con curiosidad desde los árboles. Sus caballos eran del color de la noche, su atuendo de los colores húmedos y ondeantes del mar.</p> <p>—Este mundo no es lugar seguro para los arpistas —comentó uno en el súbito silencio. Saludó con un cabeceo a Morgon—. Portador de Estrellas. —Su rostro pálido e inexpresivo parecía cimbrear en la brisa. Despedía un olor salobre—. El hijo de Ylon. —Saludó con ojos relucientes a Ghistelwchlohm—. Supremo.</p> <p>Morgon los miró a ambos. Desistió de presentar resistencia. Los jinetes no tenían armas, y sus monturas negras estaban rígidas como la piedra, pero intuía que cualquier movimiento, un cambio en la luz, un trino imprevisto, desencadenaría un ataque despiadado. Permanecían inmóviles como una pausa de silencio entre dos olas, ya fuera por curiosidad o por mera incertidumbre. Sintió que la mano de Ghistelwchlohm le apretaba el hombro y tuvo la extraña tranquilidad de saber que el hechicero lo necesitaba con vida.</p> <p>El cambiaforma que había hablado respondió a su pregunta con una burla blanda y equívoca.</p> <p>—Hace miles de años que esperamos para conocer al Supremo.</p> <p>El hechicero contuvo el aliento.</p> <p>—Conque vosotros sois los engendros de los mares de Ymris y de An…</p> <p>—No. No somos del mar, aunque el tañido del arpa del mar nos ha dado forma. Tú eres cruel con tu arpista.</p> <p>—Mi arpista es cosa mía.</p> <p>—Él te prestó buenos servicios. Lo observamos a través de los siglos, cumpliendo tus órdenes, usando tu máscara, esperando… Tal como esperábamos nosotros, mucho antes que tú hollaras estas tierras del Supremo. Ghistelwchlohm, ¿dónde está el Supremo?</p> <p>El caballo avanzó en silencio, como una sombra, se detuvo a tres pasos de Morgon. Resistió el impulso de retroceder. La voz del Fundador, cansada e impaciente, le causó asombro.</p> <p>—No me interesan los juegos de enigmas. Ni las peleas. Vosotros arrebatáis vuestra forma a cadáveres y algas marinas; respiráis, tocáis el arpa y perecéis; es todo lo que me interesa saber de vosotros. Haz retroceder tu montura o montarás una pila de algas.</p> <p>El cambiaforma retrocedió sin mover un músculo. La luz relumbró en sus ojos como en agua.</p> <p>—Maestro Ohm —dijo—, ¿conoces el enigma del hombre que abrió la puerta a medianoche y en vez del negro cielo encontró el ojo negro de una criatura de tamaño inconmensurable? Míranos bien. Luego márchate tranquilo, dejando al Portador de Estrellas y a nuestra pariente.</p> <p>—Mirad vosotros —replicó el Fundador.</p> <p>Morgon, aún bajo la influencia de Ghistelwchlohm, fue sacudido por la fuerza que brotó del hechicero, una energía que abofeteó a los cambiaformas, tumbó un roble y provocó un revuelo de aves asustadas. El mudo estruendo del fuego embistió la mente de los cambiaformas; Morgon lo sintió como algo lejano, pues el hechicero le había escudado la mente. Cuando los árboles astillados tocaron el suelo, los cambiaformas reaparecieron lentamente en medio de la bandada de aves que había echado a volar. Su número se había duplicado, pues la mitad de ellos habían sido los caballos inmóviles. Recobraron la forma anterior pausadamente, mientras Ghistelwchlohm se preguntaba, comprendió Morgon, cuál sería el alcance del poder de sus contrincantes. Su vigor se había debilitado. Una ramilla susurró, y los cambiaformas atacaron.</p> <p>Una oleada de pelambre negra y silenciosos cascos negros embistió tan rápidamente que Morgon apenas tuvo tiempo de reaccionar. Se cubrió con una ilusión de inexistencia en la que nadie reparó, supuso, salvo Raederle; ella jadeó cuando él le cogió la muñeca. Algo le pegó: un casco de caballo, o la empuñadura de una espada fantasmagórica, y por un instante entró y salió de la visibilidad. Tensó los músculos, esperando un mandoble mortal. Pero nada lo tocó, sólo el viento. Arrojó su mente adelante, carretera arriba, donde un mercader que conducía una carreta llena de paños silbaba para distraer el tedio. Llenó la mente de Raederle con esa percepción y, aferrándola con fuerza, la arrastró hacia allá.</p> <p>Un instante después yacía con ella en el fondo del gran carromato cubierto, sangrando sobre un rollo de lino bordado.</p> <title style="page-break-before:always; text-indent: 0em;"> <p style="line-height:400%;">Capítulo 6</p> </h3> <p style="margin-top:5%">Raederle sollozaba. Él trató de calmarla, abrazándola, pero ella no podía parar. Bajo el llanto, Morgon oía el rechinar de las ruedas en el polvo y el silbido del conductor, sofocados por los rollos de tela apilados detrás de él y la lona que cubría la carreta. La carretera estaba tranquila, y no había sonidos amenazadores. Le dolía la cabeza; la apoyó en el lino. Cerró los ojos. Una oscuridad volvió a cercarlo con estruendoso silencio. Luego una rueda se hundió en un bache, sobresaltándolo, y Raederle se zafó de su abrazo y se incorporó. Se apartó el pelo de los ojos.</p> <p>—Morgon, él vino a buscarme de noche, y yo estaba descalza…, Ni siquiera pude correr. Pensé que eras tú. Ni siquiera tengo mis zapatos puestos. ¿Qué hacía ese arpista, en nombre de Hel? No lo entiendo. Yo no… —Calló de pronto, mirándolo, como si hubiera encontrado un cambiaforma a su lado. Se puso una mano en la boca, y le tocó la cara con la otra—. Morgon…</p> <p>Él se puso la mano en la frente, se miró la sangre de los dedos, lanzó una exclamación de sorpresa. Le ardía el costado de la cara, de la sien a la mandíbula. Le dolía el hombro; su túnica se entreabrió al tocarla. Un tajo ancho y brutal, como la raspadura de una pezuña filosa, bajaba desde la cara hasta el hombro y el pecho.</p> <p>Se enderezó despacio, mirando las manchas de sangre que había dejado en el suelo de la carreta, en los paños finos del mercader. Tiritó espasmódicamente y apoyó la cara en las rodillas.</p> <p>—Caí en esa trampa como un tonto. —Se maldijo a sí mismo, vivida y metódicamente, hasta que oyó que ella se levantaba. Le cogió la muñeca, la obligó a sentarse—. No…</p> <p>—¿Quieres soltarme? Le diré al mercader que se detenga. Si no me sueltas, gritaré.</p> <p>—No, Raederle, escucha. ¡Escucha, por favor! Estamos a poca distancia de donde fuimos capturados. Los cambiaformas nos buscarán. Y también Ghistelwchlohm, si no ha muerto. Tenemos que dejarlos atrás.</p> <p>—¡Ni siquiera tengo zapatos! Y si me pides que cambie de forma, te maldeciré. —Le tocó la mejilla, tragando saliva—. Morgon, ¿puedes dejar de llorar?</p> <p>—¿No he dejado?</p> <p>—No. —También ella lagrimeaba—. Pareces un espectro de Hel. Por favor, deja que el mercader te ayude.</p> <p>—No. —La carreta se detuvo súbitamente, y él gruñó. Se levantó penosamente, la ayudó a incorporarse. La cara sobresaltada del mercader los miró entre los pliegues de la lona.</p> <p>—¿Qué hacéis ahí atrás, en nombre de los ojos del rey lobo? —Corrió las cortinas para que les diera la luz—. ¡Mirad el estropicio que habéis hecho con ese paño bordado! ¿Sabéis cuánto cuesta eso? Y ese terciopelo blanco….</p> <p>Morgon notó que Raederle iba a responder. Le aferró la mano y lanzó su mente hacia delante, como un ancla arrojada al agua, hundiéndose en el bajío hasta hallar un punto firme. Encontró un tramo apacible y luminoso del camino, donde sólo había un músico cantando a solas mientras se dirigía a Lungold. Apresando la mente de Raederle, interrumpiendo su respuesta, Morgon se lanzó hacia el músico.</p> <p>Permanecieron en la carretera apenas un minuto, mientras el cantante se alejaba distraídamente de ellos. La súbita luz mareó a Morgon. Raederle trataba de zafarse de su mente con asombrosa intensidad. Estaba furiosa, y aterida de pánico. Ella podía liberarse de él, comprendió Morgon al entrever sus vastos recursos de poder, pero estaba demasiado asustada para controlar sus pensamientos. Los pensamientos de Morgon, abiertos y desflecados, se remontaron de nuevo sobre la carretera, tocaron la mente de unos caballos, un halcón, cuervos que se alimentaban en una fogata apagada. El hijo de un granjero, que abandonaba su heredad montando un viejo rocín para ir en busca de fortuna a Lungold, ancló la mente de Morgon. Se lanzó hacia allí. Mientras estaban en el polvo alzado por el rocín, Morgon resolló de agotamiento. Algo le pegó dolorosamente en la mente, y estaba por combatirlo cuando comprendió que era el grito mental de Raederle. Aquietó la mente de ambos y escrutó la carretera.</p> <p>Un herrero que viajaba de aldea en aldea por el camino, fabricando herraduras y reparando marmitas, iba medio dormido en su carro, soñando con cerveza. Morgon, soñando su sueño, lo siguió a través de la tórrida mañana. Raederle guardaba un extraño silencio. Él ansiaba hablarle, pero no se atrevía a romper su concentración. Abrió de nuevo la mente, y oyó carcajadas de mercaderes. Dejó que su mente se llenara con esas carcajadas hasta que estuvieron cerca de él en la arboleda. Entonces su percepción de la mente de Raederle lo abandonó. La buscó a tientas, sobresaltado, pero sólo tocó los vagos pensamientos de árboles y animales. No la hallaba con la mente. Al romperse su concentración, la vio de pie frente a él.</p> <p>Ella respiraba entrecortadamente, clavándole los ojos, el cuerpo tenso para gritar, pegar o llorar.</p> <p>—Una vez más, por favor —dijo él, con el rostro tan rígido que apenas podía hablar—. El río.</p> <p>Ella asintió. Él le tocó la mano, y luego la mente. Buscó mentes frescas a través de la luz del sol: peces, aves acuáticas, animales del río. El río apareció ante ellos; estaban en la orilla de un claro herboso entre los helechos.</p> <p>Soltó a Raederle, cayó sobre las manos y las rodillas, bebió. La voz del agua aplacó la quemazón del sol en su mente. Buscó a Raederle y trató de hablar. No podía verla. Se tumbó, apoyó la cara en el rio y se durmió.</p> <p>Despertó en plena noche, encontró a Raederle sentada junto a él, observándolo a la luz de la fogata. Se miraron largo tiempo en silencio, como si atisbaran desde sus recuerdos. Luego Raederle le tocó la cara. En sus tensos ojos había una expresión que él nunca había visto.</p> <p>Sintió un nudo de aflicción en la garganta.</p> <p>—Lo lamento —susurró—. Estaba desesperado.</p> <p>—Está bien. —Ella revisó las vendas que cubrían el pecho de Morgon, y Morgon reconoció tiras de la camisa de ella—. Encontré hierbas que Nun, la porquera, me enseñó a usar con cerdos heridos. Espero que funcionen contigo.</p> <p>Él le cogió las manos, las plegó entre sus dedos.</p> <p>—Habla, por favor.</p> <p>—No sé qué decir. Nadie controló mi mente antes. Estaba tan furiosa contigo que sólo quería liberarme de ti y regresar a Anuin. Entonces… me liberé. Y me quedé contigo porque tú entiendes… entiendes el poder. También lo entienden los cambiaformas que me llamaron pariente, pero en ti confío. —Raederle calló y Morgon esperó, viéndola febrilmente a la luz del fuego: el cabello enmarañado como un puñado de algas, la tez pálida como una caracola, expresiones fluctuantes como luz sobre el mar. Ella desvió la cara súbitamente—. Deja de mirarme así.</p> <p>—Lo lamento. Estabas tan bella. ¿Sabes qué poder se requiere para romper un conjuro mío?</p> <p>—Sí. El poder de un cambiaforma. Eso es lo que tengo.</p> <p>Él la miró en silencio. Sintió un leve escalofrío.</p> <p>—Ellos tienen mucho poder. —Se incorporó abruptamente, reparando apenas en su hombro dolorido—. ¿Por qué no lo usan? Nunca lo usan. Debieron haberme matado tiempo atrás. En Herun, el cambiaforma Corrig pudo haberme matado mientras dormía; en cambio, se limitó a tocar el arpa. Me desafió a matarlo. En Isig, tres cambiaformas no pudieron matar a un príncipe granjero de Hed que jamás había empuñado una espada. ¿Qué son, en nombre de Hel? ¿Qué quieren de mí? ¿Qué quiere Ghistelwchlohm?</p> <p>—¿Crees que lo mataron?</p> <p>—No sé. Habrá tenido la sensatez de huir. Me sorprende que no lo encontráramos en esa carreta con nosotros.</p> <p>—Te buscarán en Lungold.</p> <p>—Lo sé. —Se deslizó las palmas por la cara—. Lo sé. Quizá con la ayuda de los hechiceros pueda ahuyentarlos de la ciudad. Tengo que llegar allá rápidamente. Tengo que…</p> <p>—Lo sé —suspiró Raederle—. Morgon, enséñame la forma del cuervo. Al menos es una forma de los reyes de An. Y será más rápido que caminar descalza.</p> <p>Él irguió la cabeza. Se recostó al cabo de un instante, la atrajo hacia sí, buscando un modo de expresar de una buena vez todos los pensamientos que se agolpaban en su cabeza.</p> <p>—Aprenderé a tocar el arpa —dijo al fin, y la sintió sonreír contra su pecho. Luego sus pensamientos se anudaron con el recuerdo de una torpe melodía de arpa en la oscuridad. No comprendió que estaba llorando de nuevo hasta que alzó la mano para tocarse los ojos. Raederle callaba, abrazándolo tiernamente. Él dijo al cabo de un largo rato, cuando la fogata se había extinguido—: Me senté con Deth en la noche no porque esperarse comprenderlo, sino porque él me atrajo hasta allá, él quería que estuviera allá. Y no me retuvo con su arpa ni con sus palabras, sino con algo tan poderoso como para sujetarme a pesar de mi furia. Fui allá porque él quería. Él lo quería, así que fui. ¿Entiendes eso?</p> <p>—Morgon, lo amabas —susurró ella—. Ése era el conjuro que te dominaba.</p> <p>Él calló, evocando ese rostro quieto y ensombrecido más allá de las llamas, escuchando el silencio del arpista hasta que casi pudo oír el sonido de los enigmas tejiéndose como una telaraña en la oscuridad, en un vasto juego secreto que había transformado su propia muerte en un enigma. Al fin cierta hierba que Raederle le había puesto en la mejilla surtió efecto y Morgon se durmió de nuevo.</p> <p>Le enseñó la forma del cuervo la mañana siguiente, cuando despertaron al alba. Morgon entró en su mente, encontró en sus honduras imágenes de cuervos, historias de cuervos, recuerdos cuya existencia ella apenas conocía: los inescrutables ojos negros de cuervo de su padre, cuervos en los robledales donde merodeaban las piaras de Raith, cuervos volando a través de la historia de An, carroñeros, mensajeros, guardianes de tumbas, sus voces llenas de burla, amargas advertencias, poesía.</p> <p>—¿De dónde vinieron? —murmuró ella, asombrada.</p> <p>—Pertenecen a la ley de la tierra de An. El poder y el corazón de An. Nada más.</p> <p>Llamó a un cuervo somnoliento de uno de los árboles que los rodeaban; el cuervo se le posó en la muñeca.</p> <p>—¿Puedes entrar en mi mente? ¿Ver detrás de mis ojos, en mis pensamientos?</p> <p>—No lo sé.</p> <p>—Inténtalo. No será difícil para ti.</p> <p>Él abrió la mente a la mente del cuervo, combinó el funcionamiento de su cerebro con el del ave, hasta que vio su propio rostro, borroso y sin nombre, a través de los ojos del cuervo. Oyó movimientos, precisos y aislados como notas de flauta, bajo hojas muertas, bajo raíces de roble. Comenzó a entender el lenguaje del cuervo. El ave graznó, con más curiosidad que impaciencia. La mente de Morgon se llenó entonces con la presencia de Raederle, como si ella estuviera dentro de él, tocándolo delicadamente, bañándolo como luz. Se sintió tan maravillado que le dolió la garganta. Por un instante las tres mentes se alimentaron una a otra, sin temor, tentativamente. El cuervo gritó; sus alas negras se elevaron sobre la visión de Morgon. Él quedó a solas en su mente, buscando a tientas algo que se había ido. Un cuervo se elevó, se le posó en el hombro. Él le miró a los ojos.</p> <p>Sonrió lentamente. El cuervo, batiendo torpemente las alas, voló hasta una rama alta. No logró posarse. Se detuvo, y el delicado equilibrio entre instinto y conocimiento vaciló. El cuervo se transformó en Raederle, esquivando hojas mientras cambiaba de forma.</p> <p>Ella miró a Morgon, jadeante y atónita.</p> <p>—Deja de reírte, Morgon. He volado. Ahora, ¿cómo bajo de aquí, en nombre de Hel?</p> <p>—Vuela.</p> <p>—He olvidado cómo.</p> <p>Él se elevó hasta ella, un ala rígida con su herida a medio sanar. Cambió de forma nuevamente. La rama crujió bajo su peso.</p> <p>—¡Caeremos en el rio! —exclamó Raederle—. Morgon, se está partiendo…</p> <p>Echó a volar con un graznido. Morgon la acompañó. Como estrías negras en el amanecer, se elevaron sobre la arboleda hasta que vieron los cientos de millas de bosque incesante y la gran carretera que lo atravesaba, cruzando el reino. Se elevaron hasta que las carretas de los mercaderes fueron insectos diminutos que se arrastraban por una cinta de polvo. Descendieron lentamente, en espiral, batiendo las alas con lentitud, trazando círculos cada vez más pequeños en la luz del sol, hasta trazar un último círculo negro sobre el río. Aterrizaron entre los helechos de la orilla, cambiaron de forma. Se miraron en silencio en la mañana.</p> <p>—Tus ojos están llenos de alas —susurró Raederle.</p> <p>—Tus ojos están llenos de sol.</p> <p style="text-align:center; text-indent: 0em; margin-top: 2em; margin-bottom: 2em; ">* * *</p> <p>Volaron con forma de cuervo las dos semanas siguientes. El silencioso y dorado robledal raleaba en el linde de los páramos. La carretera giró, enfiló hacia el norte por frondosos y oscuros pinares cuyo silencio parecía inmune al paso de los siglos. Ascendía serpenteando por cerros rocosos que el sol del mediodía machacaba con el color del bronce, franqueaba abismos donde las plateadas venas de agua que bajaban de los lagos de Lungold chispeaban y rugían contra abruptas paredes de piedra. Los árboles se fusionaban en la visión de los cuervos, se extendían hasta una tenue bruma azul de montañas que bordeaban los remotos lindes occidentales de los páramos. De día el sol inflamaba el cielo con un impecable azul metálico. La noche se constelaba de estrellas de un horizonte al otro, hasta el borde del mundo. Las voces de los páramos, una comarca de piedra y viento indómito y antiguo, trascendían el sonido. Debajo de ellas se extendía un silencio implacable como el granito. Morgon lo sentía al volar; lo absorbía en sus huesos, percibía su extraño y frío contacto en el corazón. Al principio se resistía, hurgaba en la mente de Raederle para compartir un lenguaje vago e inconexo. Luego el silencio penetró lentamente el ritmo de su vuelo y se transformó en canción. Al final, cuando apenas recordaba su propio lenguaje y sólo conocía a Raederle como una forma oscura esculpida por el viento, vio que los interminables árboles se entreabrían. A lo lejos, la gran ciudad fundada por Ghistelwchlohm se extendía contra la costa del primer lago de Lungold, con destellos cobrizos, broncíneos y dorados bajo los últimos rayos del sol.</p> <p>Los cuervos iniciaron el último y fatigoso tramo de su vuelo. En las inmediaciones de la ciudad habían talado partes del bosque para ganar espacio para campos, pastizales y huertos. El fresco aroma del pino cedía ante el olor de la tierra labrada y las cosechas, tentaciones para el instinto del cuervo. El Camino de los Mercaderes, cubierto de sombras, terminaba su accidentado trayecto para entrar en la ciudad. La puerta era un frágil y raudo arco de madera oscura y bruñida y piedra blanca. Las murallas eran inmensas, gruesas, apuntaladas con vigas de madera y piedra que se elevaban sobre los edificios desperdigados más allá de los antiguos límites de la ciudad. Las calles más nuevas habían penetrado en las murallas antiguas; puertas menores se abrían en ella; casas y tiendas proliferaban contra las murallas, como si sus constructores hubieran olvidado tiempo atrás el terror que había erigido esas murallas siete siglos antes.</p> <p>Los cuervos llegaron a la puerta principal, descansaron entre los arcos. Las puertas tenían aspecto de no haberse cerrado en siglos. Eran de gruesas planchas de roble, con goznes y refuerzos de bronce. Anidaban pájaros en los goznes que estaban a la sombra. Dentro de las murallas, un laberinto de calles empedradas se perdía en todas las direcciones, bordeado por posadas de colores brillantes, salas de trueque, tiendas de comerciantes y artesanos, casas con tapices y con flores en las ventanas. Morgon, aguzando su visión de cuervo, miró encima de los tejados y chimeneas hacia el linde norte de la ciudad. El sol poniente martillaba el lago con anchas franjas de luz, pintándolo de fuego, y los cien barcos pesqueros amarrados en los muelles parecían arder en el agua.</p> <p>Descendió al suelo en el ángulo que había entre la puerta abierta y la pared y cambió de forma. Raederle lo siguió. Se quedaron mirándose, con los rostros consumidos, marcados por el silencio arisco de los páramos, casi sin reconocerse. Morgon, recordando que tenía un brazo, lo apoyó en los hombros de Raederle y la besó tímidamente. Ella comenzó a recobrar su expresión.</p> <p>—¿Qué hicimos, en nombre de Hel? —susurró—. Morgon, me siento como si hubiera soñado cien años.</p> <p>—Sólo un par de semanas. Estamos en Lungold.</p> <p>—Vamos a casa. —Una extraña expresión le cruzó los ojos—. ¿Qué hemos comido?</p> <p>—No pienses en ello. —Él prestó atención. El tráfico que atravesaba la puerta casi se había detenido; oyó sólo a un lento jinete que entraba en la ciudad precediendo al crepúsculo. Le cogió la mano—. Vamos.</p> <p>—¿Adónde?</p> <p>—¿No puedes olerlo? Está allí, en el linde de mi mente. Una emanación de poder…</p> <p>Ese olor lo guió por las calles tortuosas. La ciudad estaba tranquila, pues era la hora de la cena; los suculentos aromas de las tabernas los hacían murmurar, pero no tenían dinero y, con la ropa harapienta de Morgon y los pies descalzos de Raederle, parecían mendigos. El tufo a poder decadente y mal usado arrastró a Morgon hacia el corazón de la ciudad, por calles anchas llenas de bonitas tiendas y casas de mercaderes ricos. Las calles ascendían en declive en el centro de la ciudad.</p> <p>Los edificios de los ricos raleaban en la cima de la loma. Las calles terminaban abruptamente. En un inmenso y escarpado terreno se elevaba la estructura de la antigua escuela, modelada con el poder y el arte de la hechicería, y sus paredes abiertas y vacías fulguraban con las últimas luces.</p> <p>Morgon se detuvo. Sintió un aguijonazo de extraña añoranza, como ante el atisbo de algo que antes ni siquiera podía saber que codiciaba.</p> <p>—Con razón vinieron —dijo incrédulamente—. Él la hizo tan bella…</p> <p>Enormes habitaciones desconchadas revelaban la riqueza del reino. Las astilladas ventanas, cuyos paneles rajados eran del color de las gemas, tenían marcos de oro. Muchas paredes ennegrecidas por el fuego contenían vestigios de fresno y ébano, de roble y cedro. Molduras de cobre y bronce relucían en vigas caídas y carcomidas. Largas ventanas con arco, a través de las cuales pasaban prismas de luz refractada, sugerían la ilusión de paz que había serenado a las mentes inquietas y obsesivas atraídas por la escuela. A través de siete siglos Morgon sintió su ilusión y su promesa: la reunión de las mentes más poderosas del reino para compartir el conocimiento, para explorar y disciplinar sus poderes. Esa oscura añoranza le lastimó de nuevo el corazón; no podía ponerle nombre. Se quedó mirando la derruida y silenciosa escuela hasta que Raederle lo tocó.</p> <p>—¿Qué es?</p> <p>—No sé. Ojalá… ojalá hubiera estudiado aquí. El único poder que he conocido es el de Ghistelwchlohm.</p> <p>—Los hechiceros te ayudarán —dijo ella, pero eso no lo tranquilizó.</p> <p>—¿Harías algo por mí? —le pidió—. Recobra la forma de cuervo. Te llevaré en mi hombro mientras los busco. No sé qué trampas ni conjuros habrán persistido aquí.</p> <p>Ella asintió fatigosamente, sin hacer comentarios, y cambió de forma. Se acurrucó contra la oreja de Morgon, y él se internó en la escuela. No había árboles en ninguna parte; sólo había retazos de hierba alrededor de surcos blancos de tierra calcinada. Muchas piedras astilladas yacían donde habían caído, y en su interior aún palpitaba una reminiscencia de poder. Nada se había tocado desde hacía siglos. Morgon lo sintió al aproximarse a la escuela en sí. La terrible sensación de destrucción pendía como una advertencia sobre las riquezas. Recorrió sigilosamente, con la mente abierta y alerta, los silenciosos edificios.</p> <p>Las habitaciones hedían con la pestilencia de un nombre familiar. En la mayoría encontró huesos aplastados bajo túmulos de paredes rotas. Recuerdos de esperanza, energía, desesperación, lo rodearon como espectros. Comenzó a sudar levemente, golpeado por las sombras, tenues y finas como polvo antiguo, de una batalla devastadora y desesperada. Al entrar en un gran salón circular en el centro de los edificios, sintió las reverberaciones, que aún resonaban dentro de las paredes, de una espantosa explosión de odio y desesperación. El cuervo murmuró roncamente, clavándole las garras en el hombro. Entre fragmentos de techo desmoronado, Morgon se dirigió a una puerta del fondo del salón. La astillada puerta, que colgaba de los goznes, daba a una vasta biblioteca. Un tesoro inapreciable de libros descuajeringados y carbonizados cubría el piso. El fuego había barrido las estanterías, dejando poco más que el espinazo y el esqueleto de antiguos libros de hechicería. El olor del cuero quemado aún pendía en la habitación, como si nada se hubiera movido por el aire en siete siglos.</p> <p>Atravesó una habitación desierta tras otra. En una encontró estanques de oro y plata derretida, metales preciosos y joyas destrozadas con que los estudiantes habían trabajado; en otra, los huesos rotos de animales pequeños. En otra encontró camas. Los huesos de un niño descansaban bajo las mantas de una de ellas. En ese punto, giró y regresó hacia la noche a través de la pared destruida. Pero el aire estaba lleno de gritos silenciosos, y la tierra estaba muerta bajo sus pies.</p> <p>Se sentó en una pila de piedras que habían saltado de la esquina del edificio. Por la cuesta yerma de la colina, el laberinto de tejados ascendía hacia las paredes derruidas. Todos eran de madera. Vio vívidamente un manto de fuego que se propagaba por toda la ciudad, incendiando labrantíos y huertos, ondeando a orillas del lago para internarse en el bosque bajo el tórrido cielo estival. Pasarían meses hasta que llegara una lluvia que lo extinguiera. Morgon hundió a cara en los puños.</p> <p>—¿Qué hago aquí, en nombre de Hel? —susurró—. Él destruyó Lungold una vez. Ahora él y yo la destruiremos de nuevo. Los hechiceros no han vuelto aquí para desafiarlo. Han vuelto aquí para morir.</p> <p>El cuervo murmuró algo. Morgon se levantó, mirando la mole ruinosa y oscura que se erguía contra la estela traslúcida del poniente. Oliendo con la mente, sólo tocó recuerdos. Escuchando, sólo oyó los ecos de un nombre maldecido en silencio para todos los siglos. Aflojó los hombros.</p> <p>—Sí están aquí, se han escondido bien… No sé cómo buscarlos.</p> <p>La voz de Raederle irrumpió desde la mente del cuervo con un breve comentario mental. Él movió la cabeza, y miró ese ojo negro y penetrante.</p> <p>—Bien, sé que puedo encontrarlos. Puedo disipar sus ilusiones y romper sus conjuros. Pero, Raederle… son grandes hechiceros. Adquirieron su poder por medio de la curiosidad, la disciplina, la integridad… quizá incluso la alegría. No lo obtuvieron aullando en el fondo de Erlenstar. Nunca se inmiscuyeron con la ley de la tierra, ni persiguieron a un arpista de un extremo al otro del reino para matarlo. Quizá me necesiten para luchar por ellos, pero no sé si confiarán en mí. —El cuervo guardó silencio, y él le acarició el pecho con un dedo—. Lo sé. Hay un solo modo de averiguarlo.</p> <p>Regresó al interior de las ruinas. Esta vez se abrió por completo al tormento de la destrucción y las reminiscencias de una paz olvidada. Su mente, como una gema facetada, reflejaba todos los matices de los resabios de poder que brotaban de piedras rajadas, de la página intacta de un libro de hechizos, de diversos instrumentos antiguos que encontró cerca de los muertos: anillos, cayados con extrañas tallas, cristales con luz congelada en su interior, esqueletos de animales alados cuyo nombre ignoraba. Se internó en todos los niveles de poder, encontró la fuente de cada uno. Una vez, siguiendo un fuego moribundo hasta su origen en las honduras de un charco de hierro fundido, lo detonó accidentalmente y comprendió que el hierro mismo había sido un crisol de conocimiento. El estallido lanzó al cuervo por los aires y sacudió piedras del techo. Se había fusionado con esa fuerza automáticamente, sin resistencia; el cuervo, graznando nerviosamente, observó cómo él recobraba su forma, a partir de la piedra maciza en que se había transformado. Morgon lo recibió en sus manos para calmarlo, maravillándose ante las complejidades de la antigua hechicería. Todo lo que su mente tocaba —madera, vidrio, oro, pergamino, hueso— contenía un rescoldo de poder. Exploró paciente y puntillosamente, encendiendo un trozo de viga cuando se hizo demasiado oscuro. Al fin, cerca de medianoche, cuando el cuervo dormitaba sobre su hombro, su mente se topó con una puerta que no existía.</p> <p>Era una ilusión potente; él la había mirado antes sin reparar en el hechizo, sin sentir el impulso de abrirla. Era de roble grueso y hierro, y estaba atrancada con aldabón. Tendría que trepar por una pila de piedras rotas y maderas carbonizadas para abrirla. Las paredes estaban desmoronadas casi hasta el suelo alrededor de la puerta; parecía sostenerse en el terreno arrasado que había entre dos edificios ruinosos. Pero la habían creado a partir de un poder viviente, con un propósito. Morgon trepó sobre los escombros para llegar a la puerta y le apoyó la mano. Una mente le cerró el paso, le hizo sentir madera granulosa en los dedos. Hizo una pausa antes de romper la ilusión, turbado una vez más por la ambigüedad de su propio poder. Luego avanzó, transformándose, por un segundo, en roble carcomido y cerrojos herrumbrados, abrazando el poder que los mantenía en pie.</p> <p>Bajó abruptamente en la oscuridad. Unos escalones ocultos bajo una ilusión de suelo calcinado conducían bajo la tierra. El fuego de su antorcha onduló y menguó, hasta que él comprendió qué fuerza se le oponía. Mantuvo una llama clara, pareja, alimentándola con fuego de su mente.</p> <p>Los gastados escalones descendían abruptamente a un pasaje angosto. Gradualmente se hicieron menos empinados y una lámina de oscuridad se irguió más allá de la sombra de Morgon, con olor a madera podrida y piedra húmeda. Dejó que su antorcha ardiera con más brillo, que tanteara esa vastedad. Un frío de montaña lo atravesó. El cuervo emitió un graznido áspero. Morgon notó que el ave quería cambiar de forma, y se apresuró a negar con la cabeza. El cuervo se ocultó bajo su pelo. Mientras él daba más brillo al fuego, buscando un límite a la oscuridad, algo comenzó a filtrarse en sus pensamientos. Sintió muy cerca un poder que nada tenía que ver con un vasto abismo subterráneo. Intrigado, se preguntó si el abismo mismo sería una ilusión.</p> <p>Aspiró, contuvo el aliento. Sólo se le ocurría una posibilidad: una paradoja de la hechicería. No tenía más opción, salvo dar media vuelta y marcharse. Arrojó la antorcha al suelo, dejó que se apagara en la negrura. No supo cuánto tiempo permaneció luchando con las tinieblas. Cuanto más procuraba ver, más reparaba en su ceguera; la oscuridad le presionaba la cabeza como una criatura inmensa y robusta. Pero no podía marcharse; aguardó en silencio, tercamente, esperando ayuda.</p> <p>—La noche no es algo que se soporta hasta el alba —dijo una voz a su lado—. Es un elemento, como el viento o el fuego. La tiniebla es su reino; se desplaza según sus propias leyes, y muchas cosas vivientes la habitan. Tú tratas de separarla de tu mente. Es fútil. Acepta los corolarios de la oscuridad.</p> <p>—No puedo. —Bajó las manos, las cerró, esperó, muy quieto.</p> <p>—Inténtalo.</p> <p>Apretó las manos. El sudor le ardió en los ojos.</p> <p>—Puedo luchar contra el Fundador, pero de él nunca aprendí a luchar contra esto.</p> <p>—Penetraste mi ilusión como si no existiera. —La voz era serena pero nudosa—. La sostuve con todo el poder que aún poseo. Sólo hay otros dos que pudieron romperla. Y tú eres más poderoso que ambos, Portador de Estrellas. Yo soy Iff. —Pronunció su nombre completo, luego una serie de duras sílabas, con una inflexión fluida y musical—. Tú me liberaste del poder del Fundador, y me pongo a tu servicio hasta el final de mis días. ¿Puedes verme?</p> <p>—No —susurró Morgon—. Pero querría hacerlo.</p> <p>Lo rodeó un círculo de antorchas que sostenía un arco de luz. La sensación de vastedad se disipó. La delicada percepción de algo vagamente irreal, como un recuerdo rondando en los confines de su mente, era muy fuerte. Entonces vio la mirada hueca de una calavera, y otra, en medio de un amontonamiento de huesos. Se encontraba en una cámara circular; las húmedas paredes de tierra estaban llenas de cavidades profundas. Se le erizó el vello de la nuca. Estaba en una tumba oculta bajo la gran escuela, y había interrumpido a los últimos hechiceros vivientes de Lungold cuando sepultaban a sus muertos.</p> <title style="page-break-before:always; text-indent: 0em;"> <p style="line-height:400%;">Capítulo 7</p> </h3> <p style="margin-top:5%">Reconoció a Nun de inmediato: alta y delgada, cabello cano y largo, rostro astuto y anguloso. Fumaba una pequeña pipa enjoyada; sus ojos, que lo estudiaban con una extraña mezcla de admiración y preocupación, eran un poco más oscuros que el humo. Detrás de ella, a la luz de las antorchas, se erguía un hechicero alto y macilento cuyo rostro ancho y huesudo estaba tallado y curtido por la batalla como el de un rey. Su pelo muerto estaba manchado de oro y plata; sus ojos vividos llameaban con fuego azul. Miraba a Morgon desde el pasado, como si en la oscuridad de siglos olvidados tres estrellas hubieran ardido por un instante en su visión. Arrodillado junto a una de las cavidades de la pared había un hechicero de ojos oscuros y rostro enjuto como un ave de presa. Parecía rudo y severo pero Morgon, al mirarle los ojos, vio una leve sonrisa, como si lo divirtiera una incongruencia. Morgon se volvió hacia el hechicero alto y frágil que estaba junto a él, con la voz de un maestro de Caithnard. Tenía un rostro demacrado y ascético, pero Morgon percibió la fuerza inesperada que había en su cuerpo consumido.</p> <p>—Iff —dijo tentativamente.</p> <p>—Sí. —Iff apoyó la mano en el hombro de Morgon, tomando al cuervo, y Morgon pensó súbitamente en los libros que la morgol de Herun había llevado a Caithnard, con dibujos de flores silvestres en los precisos márgenes.</p> <p>—Tú eres el erudito que ama las criaturas silvestres.</p> <p>El hechicero apartó los ojos del cuervo con aire sorprendido, súbitamente vulnerable. El cuervo lo miraba sin mover una pluma. El hechicero con rostro de halcón guardó el cráneo que sostenía en una cavidad y cruzó la habitación.</p> <p>—Hace poco enviamos de vuelta a Anuin a un cuervo muy similar a ése.</p> <p>Su voz aflautada e inquieta era como sus ojos, feroz y paciente al tiempo.</p> <p>—¡Raederle! —exclamó Nun, adoptando por un instante su simpático acento de porquera—. ¿Qué haces aquí, en nombre de Hel?</p> <p>Iff se sobresaltó. Volvió a poner el cuervo en el hombro de Morgon.</p> <p>—Mis disculpas —le dijo al cuervo. Y a Morgon—: ¿Tu esposa?</p> <p>—No. Se niega a casarse conmigo. También se niega a ir a casa. Pero sabe cuidarse sola.</p> <p>—¿Contra Ghistelwchlohm? —Los ojos de halcón se cruzaron un instante con los del cuervo, hasta que el cuervo se acurrucó nerviosamente contra la oreja de Morgon. De pronto Morgon quiso ocultar el ave en su túnica, junto a su corazón. El hechicero frunció las delgadas cejas con curiosidad—. Yo serví a los reyes de An y Aum durante siglos. Después de la destrucción de Lungold, me convertí en halcón. Constantemente me atrapaban y envejecía, y escapaba para recobrar mi juventud. He usado correas y cascabeles, y durante siglos he surcado el viento para regresar a las manos de reyes de Anuin. Ninguno de ellos, ni siquiera Mathom de An, tuvo el poder para ver detrás de mis ojos. En ella hay un poder vasto y turbulento… Me recuerda a alguien, un recuerdo de halcón…</p> <p>Morgon acarició al cuervo, inseguro ante su silencio.</p> <p>—Ella os lo contará —dijo al fin, y la expresión de ese rostro añejo y orgulloso cambió.</p> <p>—¿Nos tiene miedo? ¿Por qué motivo? Con forma de halcón, yo recibí alimento de la mano de su padre.</p> <p>—Tú eres Talies —dijo Morgon, y el hechicero cabeceó—. El historiador. En Caithnard leí lo que escribiste sobre Hed.</p> <p>—Bien… —Los ojos agudos volvieron a sonreír—. Lo escribí hace muchos siglos. Sin duda Hed ha cambiado desde entonces, pues produce un Portador de Estrellas además de rocines y cerveza.</p> <p>—No. Si regresaras, la reconocerías. —Recordó a los espectros de An, y la voz se le atascó levemente. Se volvió hacia el hechicero que parecía un guerrero de Ymris—. Y tú eres Aloil. El poeta. Tú escribiste poemas de amor para… —La voz se le atascó de nuevo, con embarazo. Pero Nun sonreía.</p> <p>—Figúrate que alguien se ha molestado en recordar todo eso al cabo de más de mil años. Recibiste buena educación en ese colegio.</p> <p>—Los escritos de los hechiceros de Lungold, los que no fueron destruidos aquí, formaban la base de la enseñanza de la maestría de enigmas. —Y añadió, intuyendo una pregunta en la mente de Aloil—: Parte de tu obra está en Caithnard, y el resto en la biblioteca real de Caerweddin. Astrin Ymris tenía la mayor parte de tus poemas.</p> <p>—Poemas. —El hechicero se pasó una mano nudosa por el cabello—. Tendrían que haberse destruido aquí. No merecían la pena. Vienes a este lugar con recuerdos, historias de un reino que no viviremos para ver de nuevo. Vinimos aquí para matar a Ghistelwchlohm o morir.</p> <p>—Yo no —murmuró Morgon—. Yo vine para hacerle algunas preguntas al Fundador.</p> <p>La mirada interior del hechicero pareció apartarse de sus recuerdos, volverse hacia él.</p> <p>—¿Preguntas?</p> <p>—Es apropiado —dijo Nun conciliatoriamente—. Es un maestro de enigmas.</p> <p>—¿Qué tienen que ver los enigmas con esto?</p> <p>—Bien… —Nun mordió su pipa, sopló unas bocanadas de humo sin responder.</p> <p>—¿Tienes la fuerza para ello? —preguntó Iff prácticamente.</p> <p>—¿Para matarlo? Sí. Para retener su mente y obtener el conocimiento que necesito… debo encontrar el poder. De nada me sirve muerto. Pero no puedo luchar contra los cambiaformas al mismo tiempo. Y no sé cuán poderosos son.</p> <p>—En verdad complicas las cosas —murmuró Nun—. Vinimos aquí con un propósito muy simple…</p> <p>—Os necesito con vida.</p> <p>—Bien, es grato que alguien nos necesite. Mira en derredor. —La luz del fuego pareció seguir su mano mientras ella gesticulaba—. Hace siete siglos estudiaban aquí veintinueve hechiceros y más de doscientos hombres y mujeres de talento. De ellos, estamos sepultando a doscientos veinticuatro. Veintitrés, sin contar a Suth. Y sabes cómo murió. Tú has recorrido este lugar. Es una gran tumba de la hechicería. Todavía hay poder en los antiguos huesos, y por eso los estamos sepultando, para que dentro de siglos los brujos menores del reino no vengan a hurgar en busca de tibias y huesos de los dedos para sus ensalmos. Los muertos de Lungold merecen cierta paz. Sé que afrontaste el poder de Ghistelwchlohm para liberarnos. Pero cuando perseguiste al arpista en vez de a él, le diste tiempo para fortalecer sus poderes. ¿Tan seguro estás de que puedes impedir una segunda destrucción?</p> <p>—No estoy seguro de nada. Ni siquiera de mi propio nombre, así que voy de enigma en enigma. Ghistelwchlohm construyó y destruyó Lungold a causa de estas estrellas. —Se echó el cabello hacia atrás—. Me llevaron desde Hed hasta sus manos… Y yo habría permanecido en Hed para siempre, satisfecho con fabricar cerveza y criar rocines, sin saber que vosotros estabais vivos, o que el Supremo de Erlenstar era una mentira. Necesito averiguar qué son estas estrellas. Por qué Ghistelwchlohm no tenía miedo del Supremo. Por qué quiere que yo viva, poderoso pero atrapado. Por qué me observa mientras yo encuentro mi poder a trompicones. Si lo mato, el reino se librará de él, pero yo todavía tendré preguntas que nadie responderá… Como un hombre muerto de hambre que posee oro en una tierra donde el oro no tiene valor. ¿Comprendes? —le preguntó a Aloil, y vio en los hombros nudosos, el rostro duro y apergaminado, el gran árbol sinuoso que Aloil había sido durante siete siglos en el Llano de la Boca del Rey.</p> <p>—Entiendo —murmuró el hechicero— dónde he estado setecientos años. Hazle tus preguntas. Luego, si mueres, o si lo dejas escapar, lo mataré o moriré. Tú entiendes la venganza. En cuanto a las estrellas de tu rostro… no sé cómo depositar mi esperanza en ellas. No entiendo tus actos. Si sobrevivimos para salir vivos de Lungold, encontraré la necesidad de comprenderlas; sobre todo el poder y el impulso que te llevaron a manipular la ley de la tierra de An. Pero por ahora… Tú nos liberaste, tú arrancaste nuestros nombres del olvido, viniste aquí para estar con nosotros entre nuestros muertos… Eres un joven y cansado príncipe de Hed, con una túnica manchada de sangre y un cuervo en el hombro, y un poder mental que ha nacido del corazón de Ghistelwchlohm. ¿Fue a causa de ti que pasé siete siglos como roble, mirando el viento marino? ¿A qué libertad o condenación nos has devuelto?</p> <p>—No lo sé —dijo Morgon, con un nudo en la garganta—. Te encontraré una respuesta.</p> <p>—Lo harás —dijo el hechicero, con curiosidad en la voz—. Lo harás, maestro de enigmas. Tú no prometes esperanza.</p> <p>—No. Sólo la verdad. Si puedo hallarla.</p> <p>Hubo un silencio. La pipa de Nun se había apagado. Entreabría los labios como si mirase algo borroso e incierto que cobraba forma ante ella.</p> <p>—Casi me das esperanzas —susurró—. Pero, ¿para qué, en nombre de Hel? —Abandonó sus pensamientos y tocó el roto de la túnica de Morgon, moviéndola para examinar la cicatriz limpia que había debajo—. Tuviste ciertos contratiempos en el camino. No recibiste esa herida siendo cuervo.</p> <p>—No. —Era reacio a continuar, pero ellos esperaban una respuesta. Bajó la vista y murmuró amargamente—: Una noche seguí la música de Deth y caí en otra trampa. Ghistelwchlohm me buscaba en el Camino de los Mercaderes. Y me encontró. Secuestró a Raederle, de modo que yo no pudiera usar mi poder contra él. Pensaba llevarme de vuelta a Erlenstar. Pero los cambiaformas nos encontraron. Escapé de ellos… —Se tocó la cicatriz de la frente—. Por poco. Me oculté bajo una ilusión y escapé. No he vuelto a ver a ninguno de ellos desde que echamos a volar. Quizá se hayan matado entre sí. Aunque lo dudo —añadió, sintiendo que el silencio de ellos era como un hechizo que lo compelía, le sonsacaba palabras—. El Supremo mató a su arpista. —Sacudió la cabeza, sustrayéndose a ese silencio, sin poder decir más. Oyó que Iff inhalaba, sintió el contacto diestro y tranquilizador del hechicero.</p> <p>—¿Dónde estaba Yrth durante todo esto? —preguntó Talies.</p> <p>Morgon apartó los ojos de una astilla de hueso del piso.</p> <p>—Yrth.</p> <p>—Estaba contigo en el Camino de los Mercaderes.</p> <p>—Nadie estaba… —Se interrumpió. Una brisa nocturna se abrió paso a través de la ilusión, atravesó la cámara; la luz fluctuó como una criatura atrapada—. Nadie estaba con nosotros. —Entonces recordó ese inesperado Gran Grito, y la figura inmóvil y misteriosa que lo observaba en la noche—. ¿Yrth? —susurró con incredulidad.</p> <p>Se miraron entre sí.</p> <p>—Se fue de Lungold para encontrarte y brindarte la ayuda que pudiera —dijo Nun—. ¿No lo viste?</p> <p>—Es posible… Una vez, cuando necesitaba ayuda. Tiene que haber sido Yrth. Él nunca me lo dijo. Quizá perdió mi rastro cuando echamos a volar. —Hizo una pausa, recordó—. Hubo un momento, después que el caballo me golpeó, en que apenas pude sostener mi propia ilusión. Los cambiaformas pudieron haberme matado entonces. Tendrían que haberme matado. Era lo que yo esperaba. Pero nada me tocó… Quizás él estuviera ahí, para salvarme la vida en ese momento. Pero si se quedó allí cuando yo escapé…</p> <p>—Si necesitaba ayuda, nos lo habría comunicado —dijo Nun. Se pasó por la frente el dorso de una mano curtida por el trabajo—. Pero no sé dónde estará. Un anciano recorriendo el Camino de los Mercaderes, buscándote junto con el Fundador y los cambiaformas…</p> <p>—Tendría que habérmelo dicho. Si necesitaba ayuda, pude haber peleado por él. A eso vine.</p> <p>—Así podrías haber perdido la vida. No. —Nun parecía responder a su propia duda—. Vendrá oportunamente. Quizá se quedó para sepultar al arpista. Yrth le enseñó canciones en el arpa, tiempo atrás, aquí en el colegio. —Calló de nuevo, mientras Morgon observaba una pared donde dos demacrados rostros de muertos se juntaban cada vez más. Cerró los ojos antes que se fusionaran. Oyó que el cuervo graznaba desde lejos; un doloroso apretón en el hombro le impidió caer. Abrió los ojos y encontró la mirada del halcón y sintió el sudor frío que le perlaba la cara.</p> <p>—Estoy cansado —dijo.</p> <p>—¡Y con razón! —Iff le soltó el hombro. Su rostro estaba surcado por una red de finas arrugas—. Hay venado en un espetón en la cocina… La única habitación que conserva cuatro paredes y un techo. Hemos dormido allí, pero hay jergones junto al hogar. Habrá una guardia frente a la puerta, custodiando el terreno.</p> <p>—¿Guardia?</p> <p>—Una guardia de la morgol. Nos traen víveres, por cortesía de la morgol.</p> <p>—¿La morgol aún está aquí?</p> <p>—No. Se resistió a todos los argumentos que le presentamos para que volviera a casa, hasta que hace dos semanas regresó a Herun sin dar explicaciones. —Alzó la mano, arrancó una antorcha del aire y la oscuridad—. Ven, te mostraré el camino.</p> <p>Morgon lo siguió en silencio a través de la ilusión, a través de las habitaciones destrozadas, por otra sinuosa escalera de piedra que bajaba a la cocina. El olor de la carne que se enfriaba sobre las brasas le hizo sentir una oquedad en los huesos. Se sentó ante la larga mesa medio carbonizada, mientras Iff encontraba un cuchillo y unos vasos cascados.</p> <p>—Hay vino, pan, queso, fruta… Las guardias nos mantienen bien provistos. —Hizo una pausa, alisó una pluma del ala del cuervo—. Morgon, ignoro qué nos depara el alba. Pero si no hubieras decidido venir aquí, nos enfrentaríamos a una muerte segura. La ciega esperanza que nos mantuvo con vida durante siete siglos debía de tener sus raíces en ti. Quizá tú tengas miedo de abrigar esperanzas, pero yo no. —Apoyó la mano en la cicatriz de la mejilla de Morgon—. Gracias por venir. —Se enderezó—. Te dejaré aquí. Trabajamos durante la noche, y rara vez dormimos, si nos necesitas, llama.</p> <p>Arrojó su antorcha al hogar y partió. Morgon miró la mesa, la sombra quieta del cuervo en la madera. Al final se movió, llamó al cuervo por el nombre. Parecía a punto de cambiar de forma; alzó las alas para saltar del hombro. Entonces las puertas de la cocina se abrieron abruptamente. La guardia entró: una joven morena conocida, pero tan cambiada que Morgon vaciló. Ella se paró en seco en medio de la habitación, mirándolo sin pestañear. Vio que ella tragaba saliva.</p> <p>—¿Morgon?</p> <p>Él se puso de pie.</p> <p>—Lyra.</p> <p>Ella había crecido. Su cuerpo era alto y esbelto en la túnica corta y oscura; en las sombras su rostro era a medias el de la niña que él recordaba y a medias el de la morgol. Al parecer no podía moverse, así que Morgon fue hacia ella. Al acercarse, vio que movía la mano sobre la lanza. Se detuvo.</p> <p>—Soy yo —le dijo.</p> <p>—Ya lo sé. —Ella volvió a tragar saliva, los ojos aún sorprendidos, muy oscuros—. ¿Cómo entraste en la ciudad? ¿Nadie te vio?</p> <p>—¿Tienes una guardia en las murallas?</p> <p>Ella asintió brevemente.</p> <p>—No hay otra defensa en la ciudad. La morgol mandó llamarnos.</p> <p>—A ti. Su heredera.</p> <p>Ella irguió la barbilla en un gesto que él recordaba.</p> <p>—Me quedé aquí para hacer algo. —Se le acercó lentamente, cambiando de expresión a la luz del fuego. Lo rodeó con los brazos, le apoyó la cabeza en el hombro. La lanza cayó el piso. Él la estrechó, y algo de esa mente clara y orgullosa sopló en su mente como un buen viento. Ella lo soltó y retrocedió para echarle otro vistazo. Frunció las oscuras cejas al ver las cicatrices—. Debiste contar con una guardia en el Camino de los Mercaderes. La primavera pasada fui en tu busca junto con Raederle, pero siempre nos llevabas un paso de ventaja.</p> <p>—Lo sé.</p> <p>—Con razón las guardias no te reconocieron. Pareces… pareces… —Reparó en el cuervo inmóvil que miraba desde el hombro—. ¿Ése es… Mathom?</p> <p>—¿Él está aquí?</p> <p>—Estuvo, por un tiempo. También Har, pero los hechiceros los mandaron a ambos a casa.</p> <p>Él le apretó los hombros con las manos.</p> <p>—¿Har? —exclamó con incredulidad—. ¿Por qué vino, en nombre de Hel?</p> <p>—Para ayudarte. Se quedó con la morgol en el campamento, en las afueras de Lungold, hasta que los hechiceros lo persuadieron de partir.</p> <p>—¿Están seguros de que se fue? ¿Han revisado la mente de cada lobo de ojos azules en las inmediaciones de Lungold?</p> <p>—No lo sé.</p> <p>—Lyra, se aproximan cambiaformas. Saben que pueden encontrarme aquí.</p> <p>Ella calló, y él notó que hacía cálculos.</p> <p>—La morgol nos hizo traer una provisión de armas para los mercaderes; había muy pocas en la ciudad. Pero los mercaderes, Morgon, no son combatientes. La muralla se derrumbará como pan rancio ante un ataque. Hay doscientas guardias… —Arrugó el entrecejo, y súbitamente pareció más joven—. ¿Sabes qué son los cambiaformas?</p> <p>—No. —Una expresión extraña le cruzaba los ojos, la primera vez que él veía temor en ella—, ¿Por qué? —preguntó con más rudeza de la que se proponía.</p> <p>—¿Has oído las noticias de Ymris?</p> <p>—No.</p> <p>Ella contuvo el aliento.</p> <p>—Heureu Ymris perdió el Llano del Viento. En una sola tarde. Durante meses resistió al ejército rebelde en el linde de la llanura. Los señores de Umber y Marcher habían reunido un ejército para empujar a los rebeldes hacia el mar. Habría llegado al Llano del Viento en dos días, pero súbitamente un numeroso ejército cuya existencia nadie conocía salió de Meremont y Tor y cruzó el Llano del Viento. Los supervivientes juraban que se encontraron luchando contra hombres que ya habían matado. El ejército del rey fue arrasado. Un mercader que vendía caballos se vio atrapado en el campo de batalla. Huyó con los supervivientes a Rhun, y luego a Lungold. Dijo que la planicie era una pesadilla de muertos insepultos. Y desde entonces nadie ha visto a Heureu Ymris en Ymris.</p> <p>—¿Ha muerto? —musitó Morgon.</p> <p>—Astrin Ymris dice que no. Pero ni siquiera él puede encontrar al rey. Morgon, si debo luchar contra cambiaformas con doscientas guardias, lo haré. Pero, ¿puedes decirme contra qué combatimos?</p> <p>—No lo sé. —Sintió las garras del cuervo a través de la túnica—. Llevaremos esta batalla fuera de la ciudad. No vine aquí para destruir Lungold por segunda vez. No daré a los cambiaformas ningún motivo para luchar aquí.</p> <p>—¿Adonde irás?</p> <p>—Al bosque, montaña arriba… A cualquier parte, mientras no sea aquí.</p> <p>—Yo iré contigo.</p> <p>—No, de ninguna manera.</p> <p>—Las guardias pueden quedarse en la ciudad, por si las necesitan. Pero yo iré contigo. Es una cuestión de honor.</p> <p>Él la miró en silencio, entornando los ojos. Ella lo encaró con calma.</p> <p>—¿Qué hiciste? —preguntó él—. ¿Prestaste un juramento?</p> <p>—No. No presto juramentos. Tomo decisiones. Y tomé esta decisión en Caerweddin, cuando supe que habías perdido la terrarquía de Hed y aún estabas con vida. Recordé cuánto significaba para ti la terrarquía, cuando hablabas de Hed en Herun. Esta vez tendrás una guardia.</p> <p>—Lyra, ya tengo una guardia. Cinco hechiceros.</p> <p>—Y yo.</p> <p>—No. Tú eres la heredera de Herun. No tengo intenciones de llevar tu cuerpo a Ciudad Corona para entregárselo a la morgol.</p> <p>Ella se zafó de su abrazo con una rápida torsión que lo dejó asiendo el aire. Lyra alzó la lanza del piso, la sostuvo en posición militar.</p> <p>—Morgon —murmuró—, he tomado una decisión. Tú luchas con tu hechicería, yo lucho con mi lanza. Es el único modo que conozco. O bien peleo aquí, o un día tendré que pelear en Herun. Cuando te enfrentes nuevamente con Ghistelwchlohm, yo estaré ahí. —Dio media vuelta, recordó para qué había ido. Cogió una antigua antorcha y la sumergió en el fuego—. Iré a inspeccionar el terreno. Luego regresaré para custodiarte hasta el amanecer.</p> <p>—Lyra, por favor, vete a casa.</p> <p>—No, simplemente hago aquello para lo que estoy entrenada. Y también tú —añadió sin la menor ironía. Echó una ojeada al cuervo—. ¿Eso es algo que debería custodiar?</p> <p>Él titubeó. El cuervo permanecía sobre su hombro como un pensamiento negro, absolutamente inmóvil.</p> <p>—No —dijo al fin—. No sufrirá ningún daño. Lo juro por mi vida.</p> <p>Ella ensanchó los ojos oscuros, mirando el ave.</p> <p>—En un tiempo éramos amigas —murmuró con asombro al cabo de un instante.</p> <p>Lyra se marchó. Morgon se acercó al fuego, pero sus preocupaciones le causaron un nudo en el estómago, y no pudo comer. Agitó el fuego, avivó los rescoldos, se acostó en un jergón, con el rostro en el antebrazo, echó un vistazo al cuervo. El ave reposaba junto a él en las piedras. Él extendió la mano libre y le alisó las plumas una y otra vez.</p> <p>—Nunca te enseñaré otra forma —susurró—. Raederle, lo que sucedió en el Llano del Viento no tiene nada que ver contigo. Nada. —Acarició al cuervo, hablándole, discutiendo, suplicando sin respuesta hasta que cerró los ojos y al final se hundió en la oscuridad.</p> <p>El alba irrumpió en sus sueños cuando la puerta se abrió y se cerró con un estampido. Se irguió con un sobresalto, el corazón palpitante, y vio el rostro joven y sorprendido de una guardia desconocida.</p> <p>Ella inclinó la cabeza cortésmente.</p> <p>—Lo lamento, señor. —Puso un cubo de agua y una jarra de arcilla con leche fresca en la mesa—. No te vi durmiendo allí.</p> <p>—¿Dónde está Lyra?</p> <p>—En la muralla norte, que da sobre el lago. Un pequeño ejército se acerca por los páramos. Goh salió para echarle un vistazo. —Él se levantó, murmurando. Ella añadió—: Lyra me pidió que te preguntara si podías ir.</p> <p>—Iré.</p> <p>Por el rabillo del ojo vio a Nun, en una nube de humo de pipa, y se sobresaltó de nuevo. Ella le apoyó una mano en el hombro para tranquilizarlo.</p> <p>—¿Irás adonde?</p> <p>—Se aproxima un ejército; quizá traiga ayuda, quizá no. —Morgon se echó agua en la cara, se sirvió leche en un vaso cascado y la bebió.</p> <p>Luego echó una mirada al jergón donde había dormido—. ¿Dónde…? —Dio un paso, echando una frenética mirada a los cacharros de hierro y bronce que colgaban de la pared, sobre las humosas vigas del techo—. ¿Dónde, en nombre de Hel…? —Cayó de rodillas, buscó entre los caballetes, bajo la mesa, en la caja de leña, en las cenizas del hogar. Se enderezó, aún de rodillas, y miró a Nun, palideciendo—. Me abandonó.</p> <p>—¿Raederle?</p> <p>—Se ha ido. Ni siquiera quería hablarme. Echó a volar y me abandonó. —Se puso de pie, se apoyó en la piedra de la chimenea—. Fueron esas noticias de Ymris, sobre los cambiaformas.</p> <p>—Cambiaformas —dijo Nun sin inmutarse—. ¿Eso era lo que la preocupaba? ¿Su propio poder?</p> <p>Él asintió.</p> <p>—Ella teme… —Apoyó la mano en las piedras—. Tengo que encontrarla. Ha roto su promesa… Y el fantasma de Ylon ya la está acechando.</p> <p>Nun maldijo al rey muerto con la fluidez de una porquera. Se llevó los dedos a los ojos.</p> <p>—No —dijo fatigosamente—, yo la encontraré. Quizás hable conmigo. Antes lo hacía. Tú mira qué es ese ejército. Ojalá Yrth viniera. Me tiene preocupada. Pero no me atrevo a llamarlo a él ni a Raederle. Mi llamada podría llegar a la mente del Fundador. Déjame pensar. Si yo fuera una princesa de An con el poder de un cambiaforma, revoloteando como un pájaro, ¿adónde iría?</p> <p>—Sé adónde iría yo —murmuró Morgon—. Pero ella odia la cerveza.</p> <p>Caminó por la ciudad hasta los muelles, buscando un cuervo mientras andaba. Los barcos pesqueros estaban en el ancho lago, pero había otras embarcaciones, barcazas mineras y chalanas mercantes que zarpaban de los muelles llenas de cargamento para vender a los tramperos y arrieros de las inmediaciones del lago. No vio cuervos en los mástiles. Al fin encontró a Lyra ante un fragmento de parapeto desmoronado, a un costado de la puerta. Buena parte de la muralla norte parecía estar bajo el agua, soportando los muelles; el resto consistía en poco más que puertas anchas con arcada, con puestos de pescado entre ellas. Morgon, ignorando la mirada vidriosa de una vendedora de pescado, desapareció frente a ella y apareció al lado de Lyra. Ella ni se inmutó, como si se hubiera habituado a los movimientos imprevisibles de los hechiceros. Señaló al este del lago, y él vio diminutas manchas de luz en el bosque distante.</p> <p>—¿Llegas a ver qué es? —preguntó ella.</p> <p>—Lo intentaré.</p> <p>Apresó la mente de un halcón que sobrevolaba los árboles fuera de la ciudad. El bullicio de la ciudad retrocedió al fondo de su mente hasta que Morgon sólo oyó la perezosa brisa de la mañana y el grito penetrante de otro halcón que había perdido su presa. Obligó al halcón a volar en círculos más anchos, y obtuvo una lenta y vasta visión de pinos, luz solar sobre agujas secas que se perdían en las sombras y las matas, y de nuevo luz en rocas calientes y desnudas, donde unos lagartos se escurrían en recovecos bajo la sombra del halcón. El cerebro de halcón seleccionaba cada sonido, cada embrión de sombra en el zarzal. Morgon lo impulsó hacia el este, trazando una ancha espiral con sus círculos. Al fin sobrevoló una fila de guerreros que avanzaban entre los árboles. Hizo que el halcón regresara una y otra vez a la fila, hasta que un destello movedizo impulsó al ave hacia el este, y Morgon se desprendió de su mente.</p> <p>Se deslizó por el parapeto. Sintió la caricia oblicua del sol, mucho más alto de lo que esperaba.</p> <p>—Parecen guerreros de Ymris que han pasado días cruzando los yermos. Estaban desgreñados, y sus caballos se resistían a seguir. No tenían olor a mar, sino a transpiración.</p> <p>Lyra lo estudió, con los brazos en jarras.</p> <p>—¿Debería confiar en ellos?</p> <p>—No lo sé.</p> <p>—Quizá Goh pueda decírnoslo. Le di órdenes de observar y escucharlos, y de hablar con ellos si le parecía prudente. Es sensata.</p> <p>—Lo lamento. —Morgon se incorporó—. Creo que son hombres, pero no estoy de ánimo para confiar en nadie.</p> <p>—¿Te irás de la ciudad?</p> <p>—No lo sé. Yrth no ha regresado, y ahora Raederle se ha ido. Si me voy, ella no sabrá dónde estoy. Si no avistas ningún peligro, podemos esperar un poco. Si son guerreros de Ymris, pueden desplegarse en esta parodia de muralla defensiva, y aquí todos se sentirán más tranquilos.</p> <p>Ella calló un instante, escrutando la brisa, como si buscara una sombra de alas negras.</p> <p>—Regresará —murmuró—. Es muy valiente.</p> <p>Él le apoyó el brazo en los hombros, la abrazó un instante.</p> <p>—Tú también. Ojalá te fueras a casa.</p> <p>—La morgol puso su guardia al servicio de los comerciantes de Lungold, para que velaran por el bienestar de la ciudad.</p> <p>—No puso a su heredera al servicio de los comerciantes, ¿verdad?</p> <p>—Morgon, deja de discutir. ¿No puedes hacer algo por esta muralla? Es inservible y peligrosa y se desmorona bajo mis pies.</p> <p>—Está bien. Por el momento no estoy haciendo nada que valga la pena.</p> <p>Ella le besó la mejilla.</p> <p>—Lo más probable es que Raederle esté reflexionando en alguna parir. Regresará a ti. —Él abrió la boca, pero ella se zafó del abrazo, desviando la cara—. Repara la muralla.</p> <p>Pasó horas reparándola, tratando de no pensar. Ignorando el tráfico que pasaba alrededor, los granjeros y comerciantes que lo miraban con inquietud, los mercaderes que lo reconocían, permaneció con las manos y el rostro contra las antiguas piedras. Su mente sondeaba el pesado silencio de las piedras hasta detectar puntos flojos donde el equilibrio contra los contrafuertes era precario. Construyó ilusiones de piedra dentro de las arcadas, apuntalándolas con la mente. Las puertas bloqueadas acorralaban carros y caballos, provocaban riñas y enviaban multitudes a las cámaras del consejo, donde se les advertía sobre los peligros inminentes. El tráfico que partía por la puerta principal aumentó enormemente. Los chiquillos se agolpaban alrededor de Morgon mientras él caminaba en torno a la ciudad. Le observaban trabajar, le pisaban los talones, encantados, maravillándose cuando sus manos construían piedras inexistentes. Al caer la tarde, apoyando el rostro sudoroso en las piedras de una arcada, sintió el toque de otro poder. Cerró los ojos y atravesó un silencio que conocía bien. Por largo tiempo, al hundir la mente en las piedras, no oyó nada salvo el ocasional y diminuto desplazamiento de una partícula de argamasa. Al fin, rozando la superficie soleada de la muralla exterior, sintió el respaldo de un contrafuerte de puro poder. Lo palpó con los pensamientos. Era una fuerza arrancada de la tierra misma, hincada contra el punto más débil de la piedra. Se retiró lentamente, abrumado.</p> <p>Alguien estaba junto a él, repitiendo su nombre. Se volvió inquisitivamente, encontró a una de las guardias de la morgol con un hombre pelirrojo vestido con cuero y cota de malla. La cara ancha y tostada de la guardia sudaba, y se veía tan fatigada como Morgon se sentía. Su voz áspera era paciente, extrañamente agradable.</p> <p>—Señor, mi nombre es Goh. Éste es Teril Umber, hijo del alto señor Rork Umber de Ymris. Tomé la responsabilidad de guiarlo con sus guerreros a la ciudad. —Había cierta tensión en su voz y sus ojos calmos. Morgon miró al hombre en silencio. Era joven pero curtido en la batalla y estaba exhausto. Saludó a Morgon con un cabeceo, desconociendo sus sospechas.</p> <p>—Señor, Heureu Ymris nos envió aquí un día antes… al parecer, el día antes de su derrota en el Llano del Viento. La heredera de la morgol acaba de darnos la noticia.</p> <p>—¿Tu padre estaba en el Llano del Viento? —preguntó Morgon—. Lo conozco.</p> <p>Teril Umber asintió fatigosamente.</p> <p>—Sí, ignoro si sobrevivió. —Irguió los hombros bajo el peso de su cota de malla polvorienta—. Bien, el rey estaba preocupado por la indefensión de los mercaderes de Lungold; en sus tiempos él navegó en barcos mercantes y quería poner a vuestra disposición todos los hombres de los que pudiera prescindir. Somos ciento cincuenta, dispuestos a ayudar a la guardia de la morgol en la defensa de la ciudad, si es preciso.</p> <p>Morgon asintió. Ese rostro flaco y sudoroso con su barba crecida parecía más allá de toda sospecha.</p> <p>—Espero que no sea preciso —respondió—. El rey fue generoso al enviaros.</p> <p>—Sí. Hizo exactamente eso. Enviarnos lejos del Llano del Viento.</p> <p>—Lo lamento por tu padre. Él fue amable conmigo.</p> <p>—Él hablaba de ti… —El guerrero sacudió la cabeza, pasándose los dedos por el cabello flamígero—. Ha salido de otras peores —dijo sin esperanzas—. Bien, será mejor que hable con Lyra y acomode a mis hombres antes del anochecer.</p> <p>Morgon miró a Goh. El alivio de ella le indicaba cuán preocupada había estado.</p> <p>—Por favor, dile a Lyra que casi he terminado con la muralla —murmuró.</p> <p>—Sí, señor.</p> <p>—Gracias.</p> <p>Ella cabeceó tímidamente, sonriendo.</p> <p>—Sí, señor.</p> <p>Mientras su trabajo en la muralla avanzaba y el día se aproximaba a su tórrido final, comenzó a sentirse rodeado de poder. El hechicero que trabajaba silenciosamente con él del otro lado de la muralla fortalecía las piedras antes que él las tocara, sellaba lugares rotos con ilusiones grises y granulosas, equilibraba paredes rajadas con un contrapeso de poder. Los muros perdieron su aire de haber sido martillados por el sol y doblegados por los vientos invernales. De nuevo estaban firmes, remendados, apuntalados, rodeando la ciudad sin una grieta, cerrando el paso al enemigo.</p> <p>Morgon tejió una fuerza de piedra en piedra para sellar una última fisura en la antigua argamasa, se inclinó contra la muralla fatigosamente, con el rostro en las manos. Podía oler el crepúsculo que cubría los campos. La quietud de los últimos instantes del ocaso, los trinos apacibles y soñolientos, le hicieron pensar en Hed. El graznido distante de un cuervo lo despabiló. Se levantó y entró en una de las dos puertas frontales que había dejado abiertas. Del otro lado de la arcada había un hombre con un cuervo en el hombro.</p> <p>Era un anciano alto, de cabello corto y gris y rostro curtido y rugoso. Hablaba con el cuervo en idioma de cuervo; Morgon lo entendía en parte. Cuando el cuervo respondió, la preocupación que atenazaba a Morgon se disipó y su corazón pareció descansar en un lugar cálido, quizás en la mano del antiguo hechicero, con sus cicatrices de vesta. Se dirigió hacia él, agradeciendo el gran poder del hechicero y su amabilidad hacia Raederle.</p> <p>Pero de pronto vio que el hechicero se interrumpía y arrojaba el cuervo al aire. Le gritó al ave algo que Morgon no entendió. Luego desapareció. Morgon, resollando, vio que sombras crepusculares avanzaban inexorablemente por el Camino de los Mercaderes, una ola de jinetes del color del cielo vespertino. Antes que pudiera moverse, una luz del color del oro derretido alumbró la arcada. La pared se estremeció; piedras murmurantes y ondulantes arrojaron a la calle un borbotón de poder que hizo estallar los adoquines y dejó a Morgon de rodillas. Se incorporó y dio media vuelta.</p> <p>El corazón de la ciudad ardía.</p> <title style="page-break-before:always; text-indent: 0em;"> <p style="line-height:400%;">Capítulo 8</p> </h3> <p style="margin-top:5%">Dos guerreros de Ymris ya se esforzaban para cerrar las puertas principales cuando Morgon volvió a entrar en la ciudad. Los goznes gruñeron, y el óxido se descascarilló mientras las puertas de roble se estremecían, saliendo de los surcos donde habían reposado durante siglos. Morgon las cerró con un pensamiento que casi le costó la vida. Una mente familiar y mortífera buscó a tientas ese destello de poder, aferró a Morgon desde lejos. Un haz blanco azulado hendió el aire oscuro, tan rápido y extrañamente bello que sólo atinó a mirarlo. Luego sus huesos parecieron volar en fragmentos por todas partes, mientras su cerebro ardía como una estrella. Aturdido, sintió piedra detrás de él, y dejó que su mente se hundiera en ella, se vaciara e inmovilizara. El poder se replegó. Morgon arrebató sus huesos a la noche y comprendió que aún estaba con vida. Uno de los guerreros, con la cara sangrante, lo ayudó a levantarse. El otro hombre había muerto.</p> <p>—Señor…</p> <p>—Estoy bien. —Arrojó sus pensamientos fuera de la fracción de tiempo donde estaba. Cuando el siguiente estallido de energía hendió la noche, lo esquivó y entró en otro momento, cerca de la escuela en llamas. La gente corría por la calle hacia las puertas principales: guardias, guerreros de Ymris, mercaderes, comerciantes y pescadores portando sus espadas con tenaz y torpe determinación. Había niños en las inmediaciones de la escuela, deslumbrados por los juegos de luz, que les teñían la cara de rojo, dorado, morado. La pared de una casa se despedazó detrás de ellos, lanzando una andanada de piedras. Los niños se dispersaron gritando.</p> <p>Morgon buscó en sus pensamientos un recuerdo de esa trama de energía, lo alimentó con un poder que nunca había utilizado. Dejó que creciera en él, devorando todos sus pensamientos y movimientos interiores hasta que salió de él como un escupitajo, zumbando en un lenguaje agudo y peligroso. Con un crujido luminoso, se lanzó hacia la fuente de poder que había dentro de las murallas y desapareció dentro de ellas, pero no detonó. Reapareció antes de estallar, rebolludo hacia Morgon con la misma intensidad mortífera. Él lo miró incrédulamente una fracción de segundo, y abrió la mente para absorberlo. Hizo implosión en la oscuridad de su interior, y pronto fue seguido por una explosión de luz y fuego que sacudió los cimientos de su mente indefensa. Lo tumbó sobre los adoquines, cegándolo y cortándole la respiración, mientras otro chorro de energía lo martillaba. Morgon dejó que su consciencia se alejara, perdiéndose en fisuras entre las piedras, en la tierra oscura y silenciosa. Un fragmento de piedra estalló cerca de él, le abrió un tajo en la mejilla, pero no lo sintió. Anclando el cuerpo a la tierra, comenzó a extraer de las criaturas mudas y ciegas un silencio que le diera refugio. A partir de topos, lombrices y culebras, de pálidas raíces de hierba, tejió una quietud en su mente. Cuando se levantó, el mundo estaba oscuro, constelado de diminutos y silenciosos relámpagos de luz. Avanzó en la oscuridad con el ciego instinto de una lombriz.</p> <p>Ese disfraz mental lo protegió mientras atravesaba el terreno y entraba en la escuela. El fuego había encendido el antiguo poder que aún estaba encerrado dentro de las piedras; llamas frías y brillantes barrían las paredes rotas, sorbiendo la energía que había en su corazón. Morgon, unido mentalmente al mudo y parsimonioso mundo subterráneo, no sentía la peligrosa lluvia de fuego que lo rodeaba. Una pared se derrumbó cuando él pasaba; las piedras se dispersaron como carbones sobre su sombra. Sólo sintió una lejana turbación, como si la tierra se hubiera desplazado levemente en su profundo núcleo. Un contacto mental raro y delicado arrancó sus pensamientos de la tierra, y él lo siguió con curiosidad. Rompió su propio conjuro, parpadeó en el tumulto de ruido y fuego. El inesperado contacto se tornó imperativo, y comprendió que la habitación donde había entrado se desmoronaba. No tuvo tiempo de moverse; adaptó su mente a las piedras tonantes que volaban hacia él, se integró a su rauda mole, se despedazó con ellas y se estrelló contra una humeante quietud. Al cabo de un instante sustrajo su forma de las piedras, ordenó sus pensamientos. Vio que Nun lo miraba, elusiva en el aire palpitante. Sin decir nada, ella se disipó, y sólo la cazoleta de su pipa encendida se demoró fugazmente en el aire.</p> <p>La batalla que se libraba en el corazón de la escuela sacudía el suelo. Morgon enfiló cautelosamente hacia la refriega. Por el resplandor de luz a través de las descascarilladas y hermosas ventanas, supo que estaba centrada donde había empezado: en la gran sala circular donde aún reverberaba el eco del nombre del Fundador. Intuyó, por la facilidad con que el poder era desviado de la sala, que la batalla era unilateral. El Fundador jugaba con los hechiceros, usando sus vidas como cebo para atraer a Morgon. Pronto tuvo prueba de ello. Sintió que la mente del Fundador irrumpía a través de las llamas como una luz negra, buscándolo. Tocó brevemente la mente de Morgon, un vértigo de poder peligroso e inmenso. Pero no trató de retener a Morgon. Su mente se retiró, y Morgon oyó un alarido que le heló la sangre.</p> <p>Aloil surgió del aire a poca distancia. Combatía la oscura fuerza que lo arrastraba con furiosa y desesperada intensidad, pero no podía liberarse. Su forma cambió lentamente. Grandes ramas torcidas por el viento surgieron de sus hombros; su rostro angustiado se borroneó detrás de una corteza de roble, y una concavidad oscura se abrió en el tronco, reemplazando la boca. Las raíces se hundieron en el suelo muerto; su cabello se enmarañó en un ramaje deshojado. Un roble viviente se erguía en un suelo donde nada había crecido durante siete siglos. Un rayo de poder se lanzó hacia él, para arrancarlo de cuajo.</p> <p>Morgon abrió la mente, rodeó el rayo antes que tocara el árbol. Se lo arrojó de vuelta a Ghistelwchlohm, oyó que una pared explotaba. Internándose implacablemente en el bastión del fundador, unió las mentes de ambos, tal como estaban unidas en la negrura de la montaña de Erlenstar.</p> <p>Absorbió el poder que azotaba sus pensamientos, dejando que se consumiera en el fondo de su mente. Poco a poco fortaleció su apretón, hasta que la mente del Fundador le resultó familiar una vez más, como si la tuviera ante los ojos. Ignoró las experiencias, las pulsaciones, la larga y misteriosa historia de la vida del Fundador, concentrándose sólo en la fuente de su poder, para agotarlo. Notó que Ghistelwchlohm advertía lo que estaba haciendo y lo repelía con violentas y frenéticas pulsaciones de energía, hasta que se olvidó de todo, salvo de que poseía una voluntad y una mente en guerra consigo misma. El juego de poder cesó. Penetró más, congregando y asimilando poder, hasta que el Fundador le cedió algo inesperadamente: se encontró absorbiendo una vez más el conocimiento de la ley de la tierra de Hed.</p> <p>Su apretón vaciló, se rompió en una ola de cólera y revulsión ante la ironía. Un caótico estallido de furia lo derribó. Buscó vertiginosamente un refugio, pero su mente sólo encontraba fuego. El poder lo arrasó de nuevo, lo hizo rodar sobre roca ardiente. Alguien lo rescató; los hechiceros lo rodearon y distrajeron a Ghistelwchlohm con una feroz andanada que sacudió los edificios interiores.</p> <p>—Mátalo de una vez —reclamó Talies, apagándole la túnica humeante.</p> <p>—No.</p> <p>—Terco granjero de Hed, si sobrevivo a esta batalla, estudiaré enigmas. —Volvió la cabeza—. Hay combates en la ciudad. Oigo gritos de muerte.</p> <p>—Hay un ejército de cambiaformas. Entraron por la puerta frontal mientras vigilábamos la retaguardia. Vi… Creo que vi a Yrth. ¿Él puede hablar con los cuervos?</p> <p>El hechicero asintió.</p> <p>—Bien. Debe de estar luchando junto a los mercaderes.</p> <p>Ayudó a Morgon a incorporarse. La tierra tembló, tumbándolo encima de Morgon. Se puso de rodillas. Morgon rodó para levantarse y estudió la estructura del salón.</p> <p>—Allí se está debilitando.</p> <p>—¿De veras?</p> <p>—Atacaré.</p> <p>—¿Cómo?</p> <p>—Caminaré. Pero tengo que distraerlo… —Pensó un instante, frotándose una quemadura de la muñeca. Su mente, escrutando atentamente el lugar, se detuvo en la antigua y ruinosa biblioteca, con sus cientos de libros de hechicería. Las páginas chamuscadas aún estaban cargadas de poder: conjuros entretejidos en sus cerrojos, nombres no dichos, la energía de las mentes que habían volcado todas sus experiencias de poder en aquellas páginas. Despertó ese poder aletargado, anudó sus hebras con la mente. Era tan caótico que por un instante lo abrumó. Hablando en voz alta, tejió una exótica urdimbre de nombres, palabras, jirones de grotescos hechizos de estudiantes, un tumulto de conocimiento y poder que trazó extrañas siluetas en las luces llameantes… Sombras, piedras movedizas y parlantes, aves sin ojos con alas del color del fuego de los hechiceros, formas tambaleantes que surgían de la tierra calcinada. Las lanzó hacia Ghistelwchlohm. Despertó a los espectros de animales muertos durante la destrucción: murciélagos, cuervos, comadrejas, hurones, zorros, lobos blancos y fantasmales; acudieron desde la noche para rodearlo, para buscar vida en él, hasta que él los envió a la fuente de poder. Comenzaba a arrancar raíces de árboles muertos de la tierra cuando la vanguardia de su ejército atacó el bastión del Fundador. La embestida de fragmentos de poder, torpe, casi inofensiva, pero demasiado compleja para ignorarla, llamó la atención del Fundador. Hubo una breve pausa durante la cual el espectro de un lobo gimió una lúgubre canción de muerte. Morgon corrió sigilosamente hacia el salón. Casi había llegado cuando su ejército huyó en tropel, corriendo alrededor y encima de él, dispersándose en la noche con rumbo a la ciudad.</p> <p>Morgon envió sus pensamientos al exterior, guiando a las extrañas y deformes criaturas que había recobrado del olvido antes que aterrorizaran Lungold. El esfuerzo de encontrar espectros de murciélagos y formas terrosas agotó su atención. Cuando concluyó, su mente volvió a ser una turbulencia de nombres y palabras que tuvo que recobrar. Llenó su mente de fuego, disolviendo allí los vestigios de poder que había en las llamas, alimentándose de su fuerza y claridad. Entonces notó, con un sobresalto, que estaba en la penumbra.</p> <p>Un tétrico silencio se extendía sobre el terreno. Tramos de pared rota aún llameaban en el interior, pero sobre la escuela la noche era apacible, y podía ver las estrellas. Escuchó con atención, pero la única lucha que oía era la que libraban en las calles. Se movió de nuevo, con sigilo, entró en el salón.</p> <p>Estaba negro y silencioso como las cavernas de Erlenstar. Intentó en vano arremeter contra la oscuridad y desistió. Impulsivamente, hizo aparecer su espada y la desenvainó. La sostuvo por la hoja, volvió el ojo de las estrellas hacia la oscuridad. Extrajo fuego de la noche, encendió las estrellas de la espada. Una luz roja hendió la oscuridad, le mostró a Ghistelwchlohm.</p> <p>Se miraron en silencio. El Fundador parecía demacrado bajo la extraña luz, y los huesos le marcaban la piel. Su voz sonaba cansada, ni amenazadora ni vencida.</p> <p>—Aún no puedes ver en la oscuridad —dijo con curiosidad.</p> <p>—Aprenderé.</p> <p>—Debes devorar la oscuridad… Eres un enigma, Morgon. Persigues a un arpista por todo el reino porque detestas su música, pero te niegas a matarme a mí. Pudiste haberlo hecho, cuando apresaste mi mente, pero no lo hiciste. Deberías intentarlo ahora, pero no lo haces. ¿Por qué?</p> <p>—Tú no quieres mi muerte. ¿Por qué?</p> <p>El hechicero gruñó.</p> <p>—Un juego de enigmas… Debí haberlo sabido. ¿Cómo sobreviviste para huir de mí ese día en el Camino de los Mercaderes? Yo apenas pude escapar.</p> <p>Morgon calló. Bajó la espada, apoyó la punta en el piso.</p> <p>—¿Qué son los cambiaformas? Tú eres el Supremo. Tú deberías saberlo.</p> <p>—Eran una leyenda, un fragmento de poesía, un trozo de algas húmedas y conchas rotas… Una extraña acusación hecha por un príncipe de Ymris, hasta que partiste de tu tierra para encontrarme. Ahora se están transformando en una pesadilla. ¿Qué sabes sobre ellos?</p> <p>—Son antiguos. Es posible matarlos. Tienen un poder enorme, pero rara vez lo usan. Están matando mercaderes y guerreros en las calles de Lungold. No sé qué son.</p> <p>—¿Qué ven ellos en ti?</p> <p>—Lo que tú ves, supongo. Tú me darás esa respuesta.</p> <p>—Sin duda. El sabio conoce su propio nombre.</p> <p>—No te mofes de mí. —La luz titiló entre las manos de Morgon—. Destruiste Lungold para que yo no conociera mi nombre. Ocultaste todo conocimiento de él, vigilaste el colegio de Caithnard…</p> <p>—Ahórrame la historia de mi vida…</p> <p>—Eso es lo que quiero de ti. Maestro Ohm. Supremo. ¿Dónde encontraste las agallas para asumir el nombre del Supremo?</p> <p>—Nadie más lo reclamó.</p> <p>—¿Por qué?</p> <p>El hechicero calló un instante.</p> <p>—Podrías sonsacarme las respuestas por la fuerza —dijo al fin—. Yo podría someter la mente de los hechiceros de Lungold de nuevo, para que no pudieras tocarme. Yo podría escapar, tú podrías perseguirme. Tú podrías escapar, yo podría perseguirte. Podrías matarme, pero sería un trabajo agotador, y perderías a tu protector más poderoso.</p> <p>—Protector. —Morgon pronunció las sílabas como tres huesos secos.</p> <p>—Yo quiero que vivas. ¿Los cambiaformas quieren que vivas? Escúchame.</p> <p>—Ni siquiera lo intentes —jadeó Morgon—. Destruiré tu poder para siempre. Curiosamente, no me importa si vives o mueres. Al menos tienes sentido para mi, cosa que no puedo decir de los cambiaformas, o…</p> <p>Calló. El hechicero avanzó un paso hacia él.</p> <p>—Morgon, has mirado el mundo por mis ojos y tienes mi poder. Cuanto más toques la ley de la tierra, más recordarán eso los hombres.</p> <p>—¡No tengo intención de inmiscuirme con la ley de la tierra! ¿Qué crees que soy?</p> <p>—Ya has empezado.</p> <p>Morgon le clavó los ojos.</p> <p>—Te equivocas. Ni siquiera he empezado a ver por tus ojos. ¿Qué ves cuando me miras, en nombre de Hel?</p> <p>—Morgon, soy el hechicero más poderoso del reino. Podría luchar por ti.</p> <p>—Algo te asustó ese día en el Camino de los Mercaderes. Me necesitas para que luche por ti. ¿Qué sucedió? ¿Viste los límites de tu poder en el reflejo de un ojo color verde mar? Ellos me buscan, y tú no quieres que ceda ante ellos. Pero ya no estás seguro de que puedas luchar contra un ejército de algas.</p> <p>Ghistelwchlohm callaba, el rostro cubierto de sombras moradas.</p> <p>—¿Y tú puedes? —murmuró—. ¿Quién te ayudará? ¿El Supremo?</p> <p>Morgon sintió el súbito agitar de su mente, una onda de pensamiento que barría el salón, el edificio, buscando la mente de los hechiceros, para cobrar su forma y someterlas una vez más. Morgon alzó la espada; las estrellas encendieron una estría de luz en los ojos de Ghistelwchlohm. El hechicero perdió la concentración y desistió. Alzó las manos, urdiendo hebras de luz con los dedos. La luz regresó a las estrellas como si la hubieran chupado. La oscuridad acechaba en el salón como una cosa viviente, sin dejar entrar siquiera el claro de luna. La espada se enfrió en las manos de Morgon. La frialdad le caló los huesos, penetró detrás de los ojos: un conjuro que entorpecía sus movimientos y pensamientos. Su consciencia del conjuro fortalecía el hechizo; sus forcejeos lo inmovilizaban. Así que cedió, quedándose quieto, sabiendo qué era una ilusión, y que la aceptación de ello, como la aceptación de lo imposible, era el único modo de superarlo. Se transformó en quietud y frialdad, de modo que cuando lo atacara el vasto poder que se congregaba en un mundo opaco, su mente aturdida y oscura lo bloqueara como un trozo de hierro.</p> <p>Oyó la furiosa e incrédula maldición de Ghistelwchlohm y se zafó del hechizo. Pilló la mente del hechicero un instante antes de que él desapareciera. Un último borbotón de poder lo estremeció, y notó que estaba al límite de su resistencia. Pero el hechicero estaba exhausto; aun su ilusión de oscuridad se había roto. La luz volvió a brotar de las estrellas; las paredes destrozadas fulguraban de poder. Ghistelwchlohm alzó una mano, como para arrancar algo a las piedras ardientes, pero lo soltó fatigosamente. Morgon lo sometió levemente, y dijo su nombre.</p> <p>El nombre echó raíces en su corazón, sus sentimientos. No absorbió poder sino recuerdos, mirando el mundo desde la mente de Ghistelwchlohm.</p> <p>Vio el gran salón en su prístina belleza, las ventanas radiantes con los fuegos de la hechicería, las paredes con paneles flamantes con aroma de cedro. Cien rostros lo miraban ese día, mil años atrás, mientras enunciaba los nueve corolarios de la hechicería. Mientras hablaba, borraba furtivamente, aun de las mentes más poderosas, todo conocimiento y recuerdo de las tres estrellas.</p> <p>Permanecía en inquieto e inestable poder en la montaña de Erlenstar. Dominaba la mente de los terrarcas, no para controlar sus actos, sino para conocerlos, para estudiar ese instinto de la tierra que él no podía dominar. Observaba a un terrarca de Herun que atravesaba a solas el paso de Isig, acercándose cada vez más para plantear un enigma de tres estrellas. Torcía la mente del caballo del morgol; el animal relinchaba y corcoveaba, y el morgol Dhairrhuwyth caía por un peñasco, aferrándose desesperadamente a rocas que vociferaban una advertencia espantosa y profunda mientras se despeñaban sobre él.</p> <p>Mucho antes de eso, miraba maravillado la vasta sala del trono de Erlenstar, donde una leyenda de los albores del tiempo situaba al Supremo. Estaba vacía. Las gemas rústicas encastradas en las paredes de piedra estaban opacas y gastadas. Generaciones de murciélagos colgaban del techo. Alrededor del trono las arañas habían tejido telas frágiles como la ilusión. Había ido para hacerle una pregunta acerca de un soñador de las honduras de la montaña de Isig. Pero no había nadie a quien preguntarle. Apartaba las telarañas del trono y se sentaba a reflexionar sobre ese vacío. Y mientras la luz gris se desvanecía entre las puertas podridas, él comenzaba a tejer ilusiones…</p> <p>Estaba en otro lugar bello y silencioso, en otra montaña, y su mente cobraba la forma de una piedra blanca. Soñaba el sueño de un niño, y sentía pasmo ante las frágiles imágenes. Una gran ciudad se erguía en una llanura ventosa. Una ciudad que cantaba con vientos en la memoria del niño. El niño la veía desde lejos. Su mente tocaba hojas, la luz en la corteza de los árboles, briznas de hierba; su mente se miraba a sí misma desde la estólida mente de un sapo; su cara borrosa se refractaba en los ojos de un pez; su cabello desmelenado por el viento rozaba la mente de un pájaro que construía un nido. Una pregunta palpitaba bajo el sueño, inflamándole el corazón, mientras el niño extendía la mente para asimilar la esencia de una hoja. Al fin hizo la pregunta; el niño pareció volverse ante su voz, con ojos oscuros, puros y vulnerables como los ojos de un halcón.</p> <p>—¿Qué te destruyó?</p> <p>El cielo se puso gris como piedra sobre la planicie; la luz abandonó el rostro del niño. Estaba tenso, alerta. El viento caracoleaba por la llanura, curvando la larga hierba. Se oyó un sonido creciente, insoportable, demasiado vasto para el oído. Una piedra se desprendió de uno de los radiantes muros de la ciudad, se hundió en el terreno. Otra se estrelló contra una calle. El sonido estalló, un bramido profundo y trémulo cuyo corazón albergaba algo que Morgon reconocía, aunque ya no podía ver ni oír, y el pez flotaba como una cicatriz blanca en el agua, y el pájaro había caído del árbol…</p> <p>—¿Qué es? —susurró Morgon, explorando la mente de Ghistelwchlohm, la mente del niño, buscando el final del sueño. Pero el sueño se disipó en las aguas encrespadas, en el viento oscuro, y los ojos del niño se pusieron blancos como piedra. Su rostro se convirtió en el rostro de Ghistelwchlohm, los ojos hundidos de fatiga, atravesados por una luz pálida como la espuma.</p> <p>Morgon, forcejeando con desconcierto para reanudar su sondeo, vio un destello por el rabillo del ojo. Dio la vuelta. Unas estrellas le golpearon el rostro, y perdió la consciencia un instante. Regresó penosamente a la trémula luz y se encontró entre los escombros, tragando sangre de un tajo que tenía en la boca. Alzó la cabeza. La hoja de su propia espada le tocó el corazón.</p> <p>El cambiaforma que se erguía ante él tenía ojos blancos como los del niño. Lo saludó con una sonrisa y un temor ondulante vibró en los pensamientos de Morgon. Ghistelwchlohm miraba más allá. Morgon volvió la cabeza y vio a una mujer entre las piedras rotas. Un cielo rojizo le alumbró brevemente el sereno y bello rostro. Morgon oyó la batalla que rugía detrás de ella: espadas y lanzas, hechicería y armas hechas de huesos humanos recogidos en el fondo del mar.</p> <p>La mujer lo saludó con un cabeceo.</p> <p>—Portador de Estrellas —dijo sin ironía—, empiezas a ver demasiado lejos.</p> <p>—Todavía soy ignorante. —Morgon tragó saliva—. ¿Qué quieres de mí? Todavía necesito preguntarlo. ¿Mi vida o mi muerte?</p> <p>—Ambas. Ninguna. —Ella miró a Ghistelwchlohm—. Maestro Ohm, ¿qué haremos contigo? Despertaste el poder del Portador de Estrellas. El sabio no forja la espada que lo matará.</p> <p>—¿Quién eres? —susurró el Fundador—. Maté los rescoldos de un sueño de tres estrellas hace mil años. ¿Dónde estabas entonces?</p> <p>—Esperando.</p> <p>—¿Qué sois? No tenéis forma verdadera, no tenéis nombre…</p> <p>—Tenemos nombre.</p> <p>La voz era clara, apacible, pero Morgon oyó en ella un tono que no era humano: como si la piedra o el fuego hubieran hablado con voz suave, racional, milenaria. El miedo vibró en él de nuevo, un viento invernal tejido de seda y hielo. Dio al miedo la forma de un enigma, con voz estólida.</p> <p>—Cuando el Supremo huyó de la montaña de Erlenstar, ¿de quién huía?</p> <p>Un estallido de poder transformó la mitad del rostro de la mujer en oro líquido. Ella no respondió. Ghistelwchlohm entreabrió los labios; el largo suspiro de su aliento sonó claro en la turbulencia, como el repliegue de la marea.</p> <p>—No. —Ghistelwchlohm retrocedió un paso—. No.</p> <p>Morgon no notó que se había movido hasta que sintió el dolor encima del corazón. Tendió la mano hacia el hechicero.</p> <p>—¿Qué es? —suplicó—. ¡No puedo ver!</p> <p>El frío metal lo obligó a retroceder. Su necesidad escupió fuego desdo las estrellas de la empuñadura de la espada, debilitando la mano del cambiaforma. La espada cayó al piso con un tintineo, humeando. Él trató de levantarse. El cambiaforma le aferró la garganta, dispuesto a golpearlo con su mano quemada. Morgon, mirando esos ojos inexpresivos, le lanzó a la mente una llamarada de poder semejante a un grito. El grito se perdió en un mar frío y susurrante. El cambiaforma aflojó la mano. Puso a Morgon de pie y lo dejó libre. Morgon quedó tan desconcertado por el poder como por la contención de su rival. Arrojó un último y desesperado zarcillo de pensamiento a la mente del hechicero y oyó sólo el eco del mar.</p> <p>La batalla irrumpió por las paredes ruinosas. Los cambiaformas empujaban a los mercaderes, los exhaustos guerreros y los guardias de la morgol hacia el salón. Sus armas de hueso y hierro de barcos perdidos asestaban mandobles despiadados en el caos. Morgon vio morir a dos guardias antes de que pudiera moverse. Resollando, buscó su espada. El cambiaforma le asestó un rodillazo en el corazón. Cayó sobre manos y rodillas, boqueando. La habitación quedó en silencio; sólo veía los escombros que tenía debajo. El silencio era una vorágine. Como en un sueño, oyó en su centro el sonido nítido y frágil de una nota de arpa.</p> <p>Los ruidos de batalla rodaron de nuevo sobre él. Oyó su voz quebrada y ronca. Alzó la cabeza, buscando la espada, y vio que Lyra trasponía la puerta, esquivando mercaderes. Sintió un ardor en la garganta. Quería gritar, detener la batalla hasta que ella se fuera, pero no tenía fuerzas. Ella se le acercó. Tenía el rostro tenso, consumido, con ojeras que parecían magulladuras. Había sangre seca en su túnica, su cabello. Escrutando el campo de batalla, lo vio. Empuñaba la lanza, y la arrojó hacia él. Él la vio venir sin moverse, sin respirar. Pasó silbando junto a él y derribó al cambiaforma. Morgon cogió la espada y se levantó tambaleándose. Lyra se agachó, cogió la lanza de una guardia caída. La equilibró, volteándola en un movimiento rápido y limpio, y la arrojó.</p> <p>El proyectil se elevó por encima de la lucha y su estela de plata hendió el aire bajando hacia el corazón del Fundador. Sus ojos, del color de la bruma sobre el mar, ni siquiera pudieron parpadear mientras la veía caer. Los pensamientos de Morgon volaron más rápido que su sombra. Vio que Lyra se horrorizaba al comprender que el hechicero estaba sometido a un conjuro, indefenso; no había destreza ni honor, ni siquiera opción, en esa muerte. Morgon quiso gritar, partiendo la lanza con la voz para rescatar un sueño noble oculto tras los ojos de un niño, los ojos de un hechicero. En cambio movió las manos, sacando del aire el arpa que llevaba en la espalda. La tañó mientras aparecía: la última cuerda, cuyas reverberaciones hicieron rechinar su espada y partieron todas las demás armas dentro y fuera del salón.</p> <p>El silencio se asentó como polvo en la habitación. Los guerreros de Ymris miraban incrédulamente los trozos de metal que tenían en las manos. Lyra aún miraba el aire donde la lanza se había astillado, a dos pasos de Ghistelwchlohm. Se volvió lentamente, el único movimiento en el salón. Morgon la miró a los ojos; ella parecía tan cansada que apenas podía tenerse en pie. Las pocas guardias que permanecían con vida miraban a Morgon, con el rostro demudado, desesperado. Los cambiaformas estaban muy quietos. Sus formas parecían inciertas, como si a estuvieran a punto de disolverse en una marea ilusoria. Aun la mujer que conocía como Eriel estaba inmóvil, observándolo, esperando.</p> <p>En una región brumosa que escapaba a su percepción, Morgon vislumbró entonces el formidable poder que ellos veían en él. La hondura de su ignorancia lo espantó. Movió el arpa con vacilación, manteniendo a los cambiaformas atrapados y sin saber qué hacer con ellos. Ante el leve e incierto movimiento, la expresión de los ojos de Eriel se tornó mero asombro.</p> <p>Avanzó rápidamente para coger el arpa, para matarlo con su propia espada, para tornar su mente, como la de Ghistelwchlohm, vaga como el mar. Morgon cogió la espada y retrocedió. Una mano le tocó el hombro, lo detuvo.</p> <p>Raederle estaba junto a él. Su rostro irradiaba blancura, enmarcado en su flamígero cabello. Parecía tallada en piedra, como los hijos de los Amos de la Tierra. Ella lo abrazó sin mirarlo.</p> <p>—No lo tocarás —le dijo a Eriel.</p> <p>Los ojos oscuros la escrutaron curiosamente.</p> <p>—Hija de Ylon, ¿has hecho tu elección?</p> <p>Se movió de nuevo, y Morgon sintió que el vasto y encadenado poder de la mente de Raederle se liberaba. La forma que Eriel había comenzado a cobrar se deshilachaba, revelando algo increíblemente antiguo y salvaje, como el oscuro corazón de la tierra o del fuego. Quedó petrificado de asombro, con el rostro ceniciento, sabiendo que no podría moverse aunque Raederle estuviera dando forma a aquello que lo mataría.</p> <p>Un grito le abofeteó la mente y lo arrancó de su fascinación. Miró con vértigo a través de la habitación. El antiguo hechicero que había visto en las puertas de la ciudad atrajo sus ojos, los retuvo con su mirada radiante.</p> <p>El grito silencioso lo atravesó de nuevo: «¡Corre!». No se movió. No podía abandonar a Raederle, pero no podía ayudarla. Ni siquiera podía pensar. Un poder apresó su mente exhausta, lo arrancó de su forma. Lanzó un grito, una feroz y penetrante protesta de halcón. El poder lo sostuvo, un viento oscuro que lo arrancó de la ardiente escuela de hechiceros y lo arrojó fuera de la ciudad cercada, hacia el vasto desierto de la noche.</p> <title style="page-break-before:always; text-indent: 0em;"> <p style="line-height:400%;">Capítulo 9</p> </h3> <p style="margin-top:5%">Los cambiaformas lo persiguieron por los páramos. La primera noche surcó el cielo como halcón, dejando atrás la ciudad en llamas. Voló al norte por instinto, alejándose de las zonas habitadas, guiándose por el olor del agua. Al amanecer se sintió a salvo. Descendió a la orilla del lago. Las aves que flotaban en la suave marea de la mañana se elevaron ante su proximidad. Sintió que sus mentes se enhebraban como una red. Irrumpió a través de ella, arqueándose hacia atrás en el aire. Lo guiaron por el lago hacia los árboles, donde bajó súbitamente, cayendo por el aire y la luz como un puño oscuro, hasta que tocó el suelo y se desvaneció. Reapareció millas al norte, de rodillas junto al canal que unía dos lagos, con arcadas de agotamiento. Se desplomó en la orilla. Al cabo de un rato hundió la cabeza en el agua y bebió.</p> <p>Lo encontraron en el ocaso. Había pescado y comido por primera vez en dos días. La serena luz de la tarde y la monótona voz del río lo habían adormilado. Despertó abruptamente ante el musitar de una ardilla, y vio en lo alto del aire gris azulado una gran bandada de pájaros arremolinados. Rodando hacia el agua, cambió de forma. La corriente lo llevó de un cauce al otro, lo hizo girar corriente abajo en remansos apacibles donde aves acuáticas hambrientas lo picotearon. Avanzó corriente arriba, sin ver nada más que un borrón constante y turbio que lo movía de un lado al otro y rugía cuando él emergía. Al fin llegó a aguas quietas que se ahondaron mientras nadaba. Se lanzó hacia el fondo para descansar, pero eran aguas tan oscuras y profundas que tuvo que subir a respirar antes de encontrar el fondo. Nadó lentamente cerca de la superficie, observando las mariposas nocturnas que aleteaban en el claro de luna. Descendió hasta el fondo del lago, ascendió, se ocultó en unas matas. No se movió hasta la mañana.</p> <p>Un pez diminuto se le aproximó en la luz del sol, atacó a un insecto. Anillos de agua se rompieron encima de él. Salió de las matas; el agua ardía con el sol de la mañana mientras él cambiaba de forma. Salió caminando del lago, escuchó el silencio.</p> <p>Parecía rugir sin sonido desde tierras que estaban allende el mundo conocido. El suave viento de la mañana era una presencia extraña que hablaba un idioma que él nunca había aprendido. Recordó las voces antiguas y salvajes del Llano del Viento, que resonaban en Ymris con mil nombres y recuerdos. Pero las voces de los páramos parecían aún más antiguas, una raigambre de vientos que no sostenían nada que él pudiera entender salvo su vacuidad. Así permaneció largo rato, respirando la soledad de esos vientos hasta sentir que comenzaban a transformarlo en algo que, como ellos, no tenía nombre.</p> <p>Susurró el nombre de Raederle. Se volvió ciegamente, enlazando sus pensamientos en un duro nudo de miedo. Se preguntó si ella aún estaría viva, si quedaría alguien vivo en Lungold. Se preguntó si debía regresar a la ciudad. Golpeó rítmicamente una corteza de árbol con los puños mientras pensaba en ella. El árbol tiritó con la incertidumbre de Morgon; un cuervo sobresaltado echó a volar con un graznido. Él alzó la cabeza, se quedó tieso como un animal, olfateando. Las plácidas aguas del lago comenzaron a agitarse mientras un hervor de formas nacía de sus honduras. Morgon sintió el martilleo de su sangre, abrió la mente a las mentes de los páramos. A varias millas se sumó a una vasta manada de alces que se desplazaban al norte, hacia el Thul.</p> <p>Se quedó con ellos mientras pacían. Decidió separarse en el Thul, seguir el río hacia el este hasta que los cambiaformas le perdieran el rastro, y luego virar hacia Lungold. Dos días después, cuando la lenta manada comenzó a confluir en el río, se alejó de ella, yendo al este por la orilla. Pero parte de la manada lo siguió. Cambió de forma una vez más, desesperadamente, voló hacia el sur en la noche. Formas turbulentas surgieron de la oscuridad y lo persiguieron rumbo al norte por el Thul, rumbo al norte hacia el Lago de la Dama Blanca, rumbo al norte —comprendió— hacia la montaña de Erlenstar.</p> <p>Esta comprensión lo llenó de furia y terror. En las orillas del Lago de la Dama Blanca, giró para luchar. Los aguardó en su propia forma, lanzando una señal roja como sangre con las estrellas de la empuñadura de su espada. Pero nada respondió a su desafío. La tarde tórrida estaba inmóvil; las aguas del vasto lago parecían plata repujada. Buscó a tientas, pero no pudo tocar sus mentes. Al fin, mientras el sol poniente arrojaba sombras sobre el lago, comenzó a respirar una vacilante libertad. Envainó la espada, adoptó forma de lobo. Y entonces los vio, inmóviles como aire, cerrándole el paso, cobrando forma en el borrón de luz y oscuridad.</p> <p>Arrancó una llama del sol moribundo con la empuñadura, la dejó arder en la hoja. Luego se disolvió en sombra, llenó su mente de oscuridad. Atacó para matar, pero en su agotamiento y desesperanza supo que en cierto modo los alentaba a matarlo a él. Abatió a dos cambiaformas antes de comprender que ellos, en una suerte de siniestra burla, lo habían permitido. Se negaban a luchar; se negaban a dejarlo ir al sur. Volvió a cobrar forma de lobo, corrió al norte por la orilla del lago, hacia los árboles. Una gran manada de lobos se reunió detrás de él. Giró de nuevo, embistió contra ellos. Se enzarzaron con él, gruñendo y dando dentelladas hasta que comprendió, mientras rodaba en los helechos con un gran lobo que le había hincado los dientes en la pata delantera, que ese lobo era real. Se zafó de él con una convulsión de energía, se rodeó con un círculo de luz. Se pasearon alrededor de él en el ocaso, sin saber qué era, oliendo la sangre de su hombro desgarrado. Sintió ganas de reír ante su error. Pero algo más amargo que la risa le llenó la garganta. Por un rato no pudo pensar. Sólo pudo observar la noche sin estrellas que cubría los yermos y oler el almizcle de cien lobos que lo rodeaban. Luego, con la vaga idea de atacar a los cambiaformas, se agazapó, reteniendo los ojos de los lobos, sometiendo sus mentes. Pero algo rompió su conjuro. Los lobos se perdieron en la noche, dejándolo solo. No podía volar; su brazo se ponía rígido, ardía. El olor a soledad que manaba del agua fría y oscura lo agobió. Dejó que el círculo de fuego se extinguiera. Atrapado entre los cambiaformas y el negro horror de Erlenstar, no podía moverse. Se quedó tiritando en el viento oscuro, mientras la noche se agolpaba alrededor, recuerdo por recuerdo.</p> <p>El roce de otra mente tocó la suya, y luego su corazón. Descubrió que podía moverse de nuevo, como si hubieran roto un hechizo. La voz del viento cambió; llenó la negra noche desde todos los rumbos con el susurro del nombre de Raederle.</p> <p>Su consciencia de ella duró sólo un instante. Pero sintió, al tender la mano para que brotaran llamas del helecho, que ella podía estar en cualquier parte y en todas partes alrededor de él, el gran árbol que tenía al lado, la fogata de hojas muertas que le entibiaba la cara. Se arrancó las mangas de la túnica, se lavó el brazo y lo vendó. Se tendió junto al fuego, mirando el corazón de las llamas, tratando de comprender a los cambiaformas y sus intenciones. Notó que lagrimeaba, porque Raederle estaba viva, porque estaba con él. Tendió la mano, sepultó el fuego bajo un puñado de tierra. Se ocultó dentro de una ilusión de oscuridad y reanudó la marcha hacia el norte, siguiendo la vasta costa del Lago de la Dama Blanca.</p> <p>No volvió a toparse con los cambiaformas hasta que llegó a las furibundas aguas blancas donde el rio Cwill se separaba de la punta septentrional del lago. Desde allí podía ver el lomo del paso de Isig, las lejanas colinas ondulantes y los picos desnudos de las montañas de Isig y E·rlenstar. Hizo otro intento desesperado de buscar la libertad. Se arrojó a la turbulenta corriente del Cwill, se dejó arrastrar, ora como pez, ora como rama muerta, por aguas profundas y encrespadas, por rápidos y cascadas tonantes, hasta que perdió todo sentido del tiempo, la dirección, la luz. La corriente lo lanzó por un sinfín de rápidos antes de soltarlo en un remanso lento y verde. Giró a la deriva, un trozo de madera calada de agua, sólo consciente de una fibrosa oscuridad. La suave corriente lo llevó a la orilla, hacia una acumulación de hojas y ramas muertas. Se encaramó a las ramas, una rata almizclera húmeda y desastrada, y avanzó a trompicones hacia la orilla.</p> <p>En las sombras volvió a cambiar de forma. No había llegado tan al este como creía. La montaña de Erlenstar, flanqueada por las sombras de la noche, se erguía enorme y quieta en la distancia. Pero sabía que estaba más cerca de Isig; si lograba llegar allí, podría ocultarse largo tiempo en el laberinto de pasajes subterráneos. Esperó el anochecer para avanzar de nuevo. Luego, con forma de oso, se internó en la oscuridad con rumbo a las constelaciones que brillaban sobre Isig.</p> <p>Siguió las estrellas hasta que se desvanecieron al alba; entonces, sin darse cuenta, comenzó a alterar su trayecto. La espesura se volvió más tupida, ocultándole la vista de la montaña; gruesos matorrales y zarzales lo obligaron a virar una y otra vez. El terreno inició un abrupto declive; Morgon siguió un cauce seco por una hondonada, pensando que se dirigía al norte, hasta que el cauce ascendió a un terreno más alto y se encontró frente a la montaña de Erlenstar.</p> <p>Enfiló de nuevo hacia el este. Los árboles se apiñaron alrededor de él, murmurando en el viento; los matorrales se espesaron, cerrándole el paso, cambiando imperceptiblemente su rumbo, hasta que, al vadear un río poco profundo, de nuevo vio Erlenstar en un claro entre los árboles.</p> <p>Se detuvo en medio del río. El sol colgaba en el oeste, chispeando en el cielo como una antorcha. Se sentía acalorado, sucio y hambriento dentro de la harapienta pelambre de oso. Oyó zumbido de abejas y olfateó el aire en busca de miel. Un pez pasó nadando en las aguas; él le lanzó un zarpazo y erró. Entonces algo que murmuraba bajo el cerebro de oso cobró la precisión del lenguaje. Se irguió en el agua, meciendo la cabeza, arrugando el hocico como si pudiera oler las formas que habían surgido alrededor de él, alejándolo de Isig.</p> <p>Sintió que algo crecía en él, y lo soltó: un rugido profundo y tonante que despedazó el silencio y rebotó en las colinas y los picos de piedra. Luego, con forma de halcón, trazó un sendero áureo en el cielo hasta que los páramos se extendieron debajo, y voló hacia Isig.</p> <p>Los cambiaformas brotaron de los árboles, volaron tras él. Por un tiempo les llevó la delantera en una vertiginosa carrera hacia la distante montaña verde. Pero al ponerse el sol comenzaron a alcanzarlo. Usaban una forma sin nombre. Sus alas recogían el oro y el rojo del ocaso; sus ojos y garras eran de fuego. Sus agudos picos eran blancos como el hueso. Lo rodearon, lo atacaron con picotazos y zarpazos, hasta que las alas del halcón se deshilacharon y su pecho quedó manchado de sangre. Vaciló en el aire; se lanzaron contra él, cegándolo con las alas, hasta que soltó un chillido de desesperación y se alejó de Isig.</p> <p>Toda la noche voló entre esos ojos llameantes. Al alba vio la ladera de Erlenstar ante él. Recobró su propia forma, en medio del aire, y se dejó caer, dando tumbos, hacia un bosque que giraba para recibirlo. Algo se quebró en su mente antes de que tocara el suelo. Se sumió en las tinieblas.</p> <p>Despertó en una oscuridad total. Había olor a piedra húmeda. A lo lejos oía un goteo tenue y perpetuo de agua. Lo reconoció, y apretó los puños. Yacía de espaldas en la piedra fría y desnuda. Le dolía cada hueso del cuerpo, y tenía la piel entrecruzada de rasguños. El silencio de la montaña le oprimía el pecho como una pesadilla. Tensó los músculos; escuchó, febril, ciego, esperando una voz que no llegó, mientras los recuerdos entraban y salían de él como animales enormes y robustos.</p> <p>Comenzó a aspirar la oscuridad con la mente: su cuerpo pareció deshilacharse. Se incorporó, presa del pánico, abriendo los ojos, escrutando el vacío. Desde la noche sin estrellas de su pensamiento, extrajo el recuerdo de la luz y del fuego. Lo encendió en la palma, lo protegió hasta que pudo ver el vasto hueco de piedra que se elevaba alrededor: la prisión donde había pasado el año más insoportable de su vida.</p> <p>Entreabrió los labios. Una palabra se atascó en su garganta como una gema. La llama se reflejaba por doquier, titilando en paredes de hielo y fuego, de oro, de azul constelado de plata como la noche de los páramos, rebosante de estrellas. El interior de la montaña era de la misma piedra que las ciudades de los Amos de la Tierra, y Morgon distinguió la huella irregular de bloques arrancados a punta de cincel.</p> <p>Se levantó lentamente. Su reflejo lo miró desde cuñas y facetas de color enjoyado. La cámara era enorme; alimentó la llama hasta que se elevó encima de su cabeza, pero aún no veía nada salvo una bóveda de oscuridad donde titilaban vetas de oro puro.</p> <p>Oyó una voz incesante y monótona que ya conocía: agua cayendo en el agua, tallando un surco diamantino en una empinada pared de piedra con su goteo. Morgon movió la llama, que onduló sobre un lago tan quieto que parecía tallado en las tinieblas. Las orillas del inmenso lago eran de piedra maciza; la pared curva que lo rodeaba era pura como escarcha.</p> <p>Se arrodilló, tocó el agua. Las ondas se diluyeron en más ondas sobre la oscura superficie. Morgon pensó en los círculos espirales de la Torre del Viento. Sintió el ardor de la sed en la garganta y se agachó, recogiendo agua con la mano libre. Tragó un sorbo y tosió. Los minerales le daban un sabor acre.</p> <p>—Morgon.</p> <p>Tensó cada músculo del cuerpo. Se meció en cuclillas, enfrentó los ojos de Ghistelwchlohm.</p> <p>En esos ojos extraviados ardía un poder ajeno. Morgon llegó a ver eso antes que la oscuridad tragara la llama que tenía en la mano, dejándolo de nuevo a ciegas.</p> <p>—Conque el Fundador mismo es presa de un hechizo —susurró. Se levantó en silencio, tratando al mismo tiempo de entrar en el fragmento de alba que se vislumbraba más allá de las puertas astilladas de la sala del trono del Supremo. En cambio pisó el borde de un abismo. Perdió el equilibrio, gritó, cayó en la nada. Aterrizó en la orillas del lago, aferrándose a las piedras a los pies de Ghistelwchlohm.</p> <p>Se apoyó la cabeza en el antebrazo, tratando de pensar. Detectó la mente de un murciélago acurrucado en su rincón secreto, pero el hechicero lo aferró antes que pudiera cambiar de forma.</p> <p>—No hay escapatoria. —La voz había cambiado; era lenta y suave, como si escuchara otra voz, o un distante e inquieto ritmo de mareas—. Portador de Estrellas, no usarás ningún poder. Lo único que harás será esperar.</p> <p>—Esperar —susurró Morgon—. ¿Esperar qué? ¿La muerte? —Dijo esta palabra y pensó en Deth—. Esta vez no hay música de arpa que me conserve con vida. —Irguió la cabeza, escrutando la negrura—. ¿O estás esperando al Supremo? Puedes esperar hasta que yo me vuelva de piedra como los hijos de los Amos de la Tierra antes que el Supremo demuestre el menor interés en mí.</p> <p>—Lo dudo.</p> <p>—Tú… Tú apenas existes. Ya no tienes capacidad para dudar. Aun los espectros de An poseen más voluntad que tú. Ni siquiera sé si estás muerto o si vives, en lo profundo de ti, tal como vivían los hechiceros que estaban bajo tu poder. —Bajó la voz—. Podría luchar por ti. Hasta eso haría por mi libertad.</p> <p>La mano le soltó el brazo. Él hurgó en esa mente extraña, anegada por el mar, para encontrar el nombre que albergaba. Se le escabullía. Luchó entre olas y marejadas murmurantes, hasta que la mente del hechicero lo devolvió a la orilla de su propia consciencia. Jadeaba, pues se había olvidado de respirar. Al fin oyó la voz del hechicero, que se alejaba en la oscuridad.</p> <p>—Para ti, no hay palabra para la libertad.</p> <p>Durmió un rato, tratando de recobrar las fuerzas. Soñó con agua. Su ardiente sed lo despertó; buscó el agua a tientas, trató de beber de nuevo. La escupió antes de tragarla, se sintió arrasado por la tos. De nuevo cayó en un sueño febril y de nuevo soñó con agua. Sintió que caía en ella, rodeado por una fresca oscuridad, hundiéndose en su quietud. Tragó agua y despertó presa del pánico. Unas manos lo sacaron del lago y quedó tendido en la orilla, dando arcadas. El agua le despejó un poco la cabeza. Se quedó inmóvil, escrutando la oscuridad, preguntándose si la oscuridad podría ahogarlo como agua si él permitía que le llenara la mente. Dejó que se filtrara lentamente en sus pensamientos, hasta que los recuerdos de una larga noche de un año lo abrumaron y de nuevo sintió pánico e hizo chisporrotear el aire. Vio fugazmente el rostro de Ghistelwchlohm, hasta que la mano del hechicero abofeteó las llamas, que se hicieron añicos como cristal.</p> <p>—Por cada torre sin puerta hay un enigma para abrir la puerta —susurró—. Tú me enseñaste eso.</p> <p>—Aquí hay una puerta y un enigma.</p> <p>—La muerte. Tú no crees eso. De lo contrario habrías dejado que me ahogara. Si el Supremo no está interesado en mi vida ni en mi muerte, ¿qué harás?</p> <p>—Esperar.</p> <p>—Esperar. —Morgon buscó febrilmente una respuesta—. Los cambiaformas han esperado miles de años. Tú los nombraste, un instante antes que te sometieran a su conjuro. ¿Qué viste? ¿Qué podría tener fuerza suficiente para despertar a un Amo de la Tierra? Alguien que arranca el poder y la ley de su existencia a cada cosa viviente, la tierra, el fuego, el aire, el viento… Los cambiaformas expulsaron al Supremo de Erlenstar. Y tú viniste y sólo encontraste un trono vacío que desmentía las leyendas. Así que te transformaste en el Supremo, jugando un juego de poder mientras esperabas a alguien que los niños de piedra sólo conocían como Portador de Estrellas. Vigilaste los lugares de conocimiento y poder, reuniendo a los hechiceros en Lungold, enseñando en Caithnard. Y un día el hijo de un príncipe de Hed llegó a Caithnard con olor a estiércol en las botas y una pregunta en la cara. Pero no fue suficiente. Todavía esperas. Los cambiaformas todavía esperan. Al Supremo. Me usas como cebo, pero él podría haberme hallado aquí mucho antes, si hubiera tenido interés.</p> <p>—Él vendrá.</p> <p>—Lo dudo. Te permitió engañar al reino durante siglos. No está interesado en el bienestar de los hombres ni en los hechiceros del reino. Te permitió despojarme de la terrarquía, por lo cual debí haberte matado. No tiene interés en mí… —Calló, clavando los ojos en el rostro inexpresivo de la oscuridad. Escuchó el silencio que se aglutinaba y congelaba en cada gota de piedra líquida—. ¿Qué podría tener poder suficiente para destruir las ciudades de los Amos de la Tierra? ¿Para obligar al Supremo a esconderse? ¿Qué es tan poderoso como un Amo de la Tierra? —Calló de nuevo. Una respuesta cruzó las honduras de su mente como un destello de fuego que se consume.</p> <p>Se incorporó. El aire parecía tenue, caliente; le costaba respirar.</p> <p>—Los cambiaformas… —La sequedad le raspó la garganta. Se llevó las manos a los ojos, escudriñó la oscuridad. Voces susurrantes surgieron de su memoria, de las piedras que lo rodeaban: <i>La guerra no está concluida, sólo silenciada hasta que volvamos a congregarnos… Aquéllos del mar, Edolen, Sec… nos destruyeron para que ya no pudiéramos vivir en la tierra; no podíamos someterla..</i>. Las voces de los difuntos de los Amos de la Tierra, los niños. Apoyó las manos en el piso de piedra, pero de nuevo la oscuridad le apretó los ojos. Vio al niño que apartaba la vista de la hoja que tocaba en sueños; oteaba una planicie, el cuerpo tenso, expectante—. Podían tocar una hoja, una montaña, una semilla, y conocerla, transformarse en ella. Eso es lo que vio Raederle, y amó ese poder. Pero ellos se mataron entre sí, sepultaron a sus hijos bajo una montaña para que murieran. Conocían todos los idiomas de la tierra, todas las leyes de sus formas y movimientos. ¿Qué les sucedió? ¿Tropezaron con la forma de algo que no tenía ley sino poder? —Susurraba como en sueños—. ¿Qué forma?</p> <p>Calló abruptamente. Tiritaba pero sudaba. El olor del agua era irresistible. Se tendió sobre ella de nuevo, con la garganta agrietada de sed. Sus manos se detuvieron antes de tocar la superficie. El rostro de Raederle, inasible en su belleza, lo miró desde el agua quieta. El largo cabello le aureolaba el rostro como el fuego del sol. Morgon olvidó la sed. Se quedó inmóvil largo rato, mirándolo de rodillas; se preguntó si era real o una imagen creada por su añoranza, y no le importó. Una mano golpeó la imagen, despedazándola, enviando anillos de movimiento hacia las orillas del lago.</p> <p>Una furia incontrolable y asesina impulsó a Morgon a levantarse. Quería matar a Ghistelwchlohm con las manos, pero ni siquiera podía verlo. Un poder lo contuvo una y otra vez. Apenas sentía dolor; las formas se arremolinaban en su mente, más rápidas que el lenguaje. Las desechó, buscando la única forma con poder suficiente para contener su cólera. Sintió que su cuerpo se deshilachaba; un sonido le llenó la mente, profundo, áspero, montaraz, las voces de los confines más lejanos de los páramos. Pero ya no estaban vacías. Algo vibró en él, lanzando una luz crujiente por el aire. Sintió pensamientos que le hurgaban la mente, pero sus propios pensamientos no tenían lenguaje salvo un sonido vibrante, como una cuerda de arpa desafinada. Su cólera crecía, cobraba la forma de todos los huecos de la cámara de piedra. Arrojó al hechicero por la caverna, lo sostuvo como una hoja en el viento, apoyado contra las piedras.</p> <p>Comprendió qué forma había adoptado.</p> <p>Recobró su propia forma, liberándose de esa energía desbocada. Se arrodilló en las piedras, temblando, sollozando de temor y asombro. Oyó que el hechicero se apartaba de la pared, resollando como si le hubieran quebrado las costillas. Al moverse por la caverna, Morgon oyó voces en derredor, hablando complejos idiomas de la tierra.</p> <p>Oyó el susurro del fuego, el temblor de las hojas, el aullido de un lobo en los páramos solitarios alumbrados por la luna, los secos enigmas de las hojas del maíz. Oyó un rumor lejano, como si la montaña hubiera suspirado. Sintió que la piedra se movía levemente debajo de él. Un ave marina graznó. Una mano de corteza arbórea y luz arrojó a Morgon de espaldas.</p> <p>—Un enigma y una puerta —jadeó, sintiendo que le arrebataban la espada con estrellas.</p> <p>Esperó la estocada en la oscuridad, pero nada lo tocó. Estaba atrapado, sin aliento, en la tensión de la espera. La voz de Raederle se elevó en un Gran Grito que desprendió piedras del techo y lo liberó de esa espera.</p> <p>—¡Morgon!</p> <p>La espada zumbó salvajemente después del grito.</p> <p>Morgon la oyó botar contra las piedras. Horrorizado, gritó el nombre de Raederle; el piso se sacudió, arrojándolo al lago. La espada cayó tras él. Todavía vibraba en una nota aguda que se apaciguó cuando Morgon la empuñó y la envainó. Oyó un tintineo, como si un cristal se hubiera rajado en una de las paredes.</p> <p>Cantaba al romperse: una nota afinada y grave que despedazó su propio centro. Otros cristales comenzaron a zumbar; el piso de la montaña rugió. Las grandes losas de piedra del techo se juntaron. Cayó polvo y escombros; cristales a medio formar se desprendieron y llovieron sobre el piso. El lenguaje de murciélagos, delfines y abejas barrió la cámara. Una tensión viboreó en el aire, y Morgon oyó que Raederle gritaba. Lanzando una maldición, se puso de pie. El piso gruñó, bramó. Una parte se elevó, cayó pesadamente sobre la otra. Lo arrojó al lago. Toda la cuenca del lago, una cavidad enorme y redonda tallada en la piedra maciza, comenzó a inclinarse.</p> <p>Quedó sepultado en una ola de agua negra. Al emerger, oyó un rezongo, como si la montaña misma, arrancada de cuajo, hubiera gruñido.</p> <p>Un viento irrumpió en la cámara de piedra. Cegó a Morgon, le hizo tragar su propio grito, transformó el lago en un vórtice negro que lo devoró. Antes de ser engullido, oyó algo que era la vibración de la sangre en sus oídos o una nota semejante a una cuerda afinada en el núcleo de la voz de ese viento profundo.</p> <p>El agua lo escupió. La cuenca se había inclinado más, lanzándolo con el agua hacia la pared abrupta del otro lado. Inhaló, se sumergió, tratando de nadar contra la ola. Pero lo arrojó hacia atrás, contra la piedra. Iba a estrellarse contra la pared, pero se abrió una grieta. El agua entró por la fisura, arrastrándolo. A través del estruendo del agua, oyó las reverberaciones finales de la montaña sepultando su propio corazón.</p> <p>El agua del lago lo arrastró por la grieta, trepó sobre un labio de piedra y se derramó en una corriente turbulenta. Morgon trató de salir, aferrando salientes, paredes enjoyadas, pero el viento lo hundía, impulsando el agua. La corriente se derramó en otra; un remolino lo arrastró bajo un saliente de piedra a otro río. El río lo expulsó de la montaña, lo empujó por rápidos espumosos y lo arrojó al Ose, medio asfixiado por esas aguas amargas.</p> <p>Reptó hasta la orilla, abrazó el suelo soleado. Los vientos salvajes aún lo abofeteaban; los grandes pinos se curvaban con un gruñido. Escupió el agua amarga que había tragado. Cuando se dispuso a beber el agua dulce del Ose, el viento casi lo tumbó. Irguió la cabeza, miró la montaña. Una parte de la ladera se había desmoronado; había árboles arrancados de cuajo, astillados en el deslizamiento de piedra y tierra. En todo el paso, hasta donde él podía ver, el viento rugía, arqueando despiadadamente los árboles.</p> <p>Trató de incorporarse, pero no le quedaban fuerzas. El viento parecía arrancarlo de su propia forma. Cerró las manos sobre raíces enormes. Sintió el núcleo de la majestuosa fuerza del árbol, que tiritó en su apretón.</p> <p>Se incorporó, aferrándose de nudos y protuberancias. Luego se alejó del árbol y alzó los brazos como para recibir el viento.</p> <p>Nacieron ramas de sus manos, su cabello. Sus pensamientos se enredaron como raíces. Se lanzó hacia arriba. Lágrimas de resina humedecían su corteza. Su nombre formó el núcleo, y fue rodeado por sucesivos anillos de silencio. Su rostro se elevó sobre la fronda. Aferrado a la tierra, curvándose ante la furia del viento, desapareció dentro de sí mismo, detrás del duro y atribulado escudo de sus experiencias.</p> <title style="page-break-before:always; text-indent: 0em;"> <p style="line-height:400%;">Capítulo 10</p> </h3> <p style="margin-top:5%">Recobró su forma un lluvioso e inclemente día de otoño. Se irguió en los vientos fríos, pestañeando para quitarse la lluvia de los ojos, tratando de recordar un largo y silencioso pasaje de tiempo. El Ose titilaba, gris como la hoja de un cuchillo; los picos del paso estaban sepultados bajo nubarrones. Los árboles se aferraban a la tierra, sumidos en su propia existencia. Lo atraían. La mente de Morgon atravesó una corteza áspera y húmeda para regresar a una lenta paz rodeada por los duros anillos de un tronco. Pero un viento vibró en sus recuerdos, derribando una montaña, y lo arrojó de vuelta al agua y la lluvia. Se movió a regañadientes, rompiendo su lazo con la tierra, y se volvió hacia Erlenstar. En el flanco de la montaña, bajo un borrón de niebla, vio la cicatriz y el agua oscura que aún brotaba de ella para unirse al Ose.</p> <p>La miró largo tiempo, uniendo fragmentos de un sueño oscuro y perturbador. Sus implicaciones lo despejaron; comenzó a tiritar en la lluvia arremolinada. Olió la tarde con la mente. No encontró a nadie —trampero, hechicero, cambiaforma— en el paso. Un cuervo se elevó en una ráfaga, y él siguió su mente con avidez. Pero el cuervo no conocía su idioma, y Morgon lo soltó. Vientos estentóreos y salvajes barrían los picos con estruendo hueco; los árboles rugían, con olor a invierno. Morgon se volvió, agazapado en el viento, para seguir la corriente del Ose y regresar al mundo.</p> <p>Pero se paró al cabo de un paso, mirando el agua que se dirigía a Isig y Osterland y los puertos septentrionales. Su propio poder lo inmovilizó. En ninguna parte del reino había lugar para un hombre que liberaba la tierra y sometía el viento. En el río resonaban las voces que él había oído, hablando idiomas que ni siquiera los hechiceros podían entender. Pensó en el rostro oscuro y vacío del viento que era el Supremo, que no le daba nada excepto la vida.</p> <p>—¿Por qué? —susurró.</p> <p>Quería gritar las palabras al rostro magullado e inexpresivo de Erlenstar. El viento simplemente tragaría su grito. Dio otro paso río abajo, hacia Harte, donde encontraría refugio, abrigo, la hospitalidad de Danan Isig. Pero el rey no podía darle respuestas. Era prisionero del pasado, peón en una guerra antigua que al fin él comenzaba a entender. El vago anhelo de explorar su imprevisible poder lo amedrentaba. Se quedó a orillas del río largo rato, hasta que las brumas que aureolaban los picos se oscurecieron y una sombra cruzó el rostro de la montaña de Erlenstar. Se alejó de ella y se internó en la lluvia y las brumas heladas, rumbo a las montañas que bordeaban los yermos del norte.</p> <p>Mantuvo su forma mientras los cruzaba, aunque las lluvias de los altos picos a veces se tornaban granizo y las rocas eran hielo bajo sus manos mientras trepaba. Su vida osciló en un precario equilibrio los primeros días, aunque él apenas lo notó. Se sorprendía comiendo sin saber cómo había cazado, o despierto al amanecer en una caverna seca sin recordar cómo la había encontrado. Gradualmente, mientras comprendía su rechazo a usar el poder, pensó en la supervivencia. Mataba ovejas de montaña, las arrastraba a una cueva y las desollaba, alimentándose con la carne mientras la piel se secaba y se curtía. Afiló una costilla, abrió agujeros en las pieles y las unió con jirones de tela de la túnica. Confeccionó una capa velluda con capucha y forró las botas con piel. Cuando estuvieron terminadas, se las calzó y avanzó de nuevo, por la ladera norte del paso hacia el yermo.</p> <p>Había poca lluvia en los yermos, sólo vientos huracanados y cortantes, y una escarcha que al amanecer transformaba la tierra chata y monótona en una llamarada. Se movía como un espectro, matando cuando tenía hambre, durmiendo a campo abierto, pues rara vez sentía el frío, como si su cuerpo se diluyera en el viento sin que él lo supiera. Un día comprendió que ya no se desplazaba atravesando el arco del sol; había virado al este, dirigiéndose hacia la mañana. A lo lejos vio una estribación de cerros de donde sobresalía Montaña Huraña, un pico áspero y gris azulado. Pero estaba tan lejos que apenas lo distinguía. Se internó en el otoño, sin oír nada salvo los vientos. Una noche, cuando estaba sentado frente al fuego, sintiendo vagamente los vientos que embestían contra su forma, bajó los ojos y vio el arpa con estrellas en sus manos. No recordaba haberla tomado. La miró, observando el fuego silencioso que lamía las cuerdas. Al cabo de un rato la puso en posición. Movió los dedos al azar, pulsando las cuerdas casi inaudiblemente, siguiendo el canto rudo y salvaje de los vientos. Ya no sentía la compulsión de moverse. Permaneció en ese punto aislado de los yermos, que sólo consistía en unas rocas, un arbusto retorcido, una grieta en el suelo duro donde un arroyo asomaba sólo para desaparecer de nuevo bajo tierra. Dejaba ese sitio sólo para cazar; siempre encontraba el camino de regreso, como si lo guiara el eco de su propia música. Tocaba el arpa en el viento que soplaba desde el alba hasta la noche, a veces sólo con una cuerda alta, mientras oía el flaco, tenso, quejumbroso viento del este; a veces con todas las cuerdas, la nota baja palpitando con el estruendo del viento del norte. A veces, alzando los ojos, veía a una liebre escuchando o pillaba la mirada sorprendida de un halcón blanco. Los animales ralearon al avanzar el otoño, pues se internaban en la montaña en busca de comida y refugio. Así que tocaba el arpa a solas, un animal extraño, con pieles, sin nombre, sin ninguna voz salvo la que vibraba entre sus manos. Su cuerpo estaba adaptado a la crudeza del viento; su mente yacía aletargada como los yermos. Nunca supo cuánto tiempo se habría quedado allí, pues un día, alzando los ojos cuando una ráfaga sacudió el fuego, encontró a Raederle. Estaba cubierta con vistosas pieles plateadas; su cabello, escapando de la capucha, lamía la oscuridad como fuego. Morgon se quedó quieto, detuvo las manos sobre las cuerdas. Ella se arrodilló junto al fuego, y él le vio el rostro con más claridad, fatigado, pálido, cincelado con belleza delicada e inmutable. Se preguntó si era un sueño, como el rostro que había visto en las oscuras aguas del lago. Entonces vio que ella tiritaba. Se quitó los guantes, avivó el fuego con las manos. Lentamente él comprendió cuánto tiempo había transcurrido desde que habían hablado.</p> <p>—Lungold —susurró. La palabra no parecía tener sentido en el tumulto de los yermos. Pero ella había viajado fuera del mundo para encontrarlo. Él tendió el brazo a través del fuego, le apoyó la mano en la cara. Ella lo miró en silencio mientras él volvía a sentarse. Alzó las rodillas, se cobijó en sus pieles.</p> <p>—Oí tu arpa —dijo Raederle. Él acarició las cuerdas, recordando.</p> <p>—Te prometí que aprendería a tocarla. —Tenía la voz áspera por falta de uso. Añadió con curiosidad—: ¿Dónde has estado? Me seguiste por los páramos. Estuviste conmigo en Erlenstar. Luego desapareciste.</p> <p>Ella lo miró de nuevo; él se preguntó si ella respondería.</p> <p>—Yo no desaparecí. Tú desapareciste —dijo Raederle con voz trémula—, De la faz del reino. Los hechiceros te han buscado por doquier.. También los cambiaformas… y yo. Temí que hubieras muerto. Pero aquí estás, tocando el arpa en un viento que podría matarte, y ni siquiera tienes frío.</p> <p>Él calló. El arpa que había cantado con los vientos de pronto le helaba las manos. La apoyó en el suelo.</p> <p>—¿Cómo me encontraste?</p> <p>—Te busqué. En cada forma que podía concebir. Pensé que quizás estuvieras con los vestas. Así que acudí a Har y le pedí que me enseñara la forma de vesta. Comenzó a hacerlo, pero al tocarme la mente se detuvo y me dijo que no creía que tuviera que enseñarme. Así que tuve que explicarle todo. Me pidió que le contara lo que había ocurrido en Erlenstar. No dijo nada, salvo que era preciso encontrarte. Al fin me llevó a través de Montaña Huraña, hasta las manadas de vestas. Y mientras viajaba con ellos, comencé a oír tu arpa en el linde de la mente, en el linde de los vientos. Morgon, si yo puedo encontrarte, también pueden otros. ¿Viniste aquí para aprender a tocar el arpa? ¿O sólo huiste?</p> <p>—Sólo huí.</p> <p>—Bien, ¿planeas regresar?</p> <p>—¿Para qué?</p> <p>Ella guardó silencio. El fuego chisporroteó, confundiéndose con el viento. Ella calmó las llamas sin apartar los ojos de la cara de Morgon. Se le acercó y lo abrazó, apoyando la cara en la piel velluda.</p> <p>—Podría aprender a vivir en los yermos —susurró—. Hace frío aquí, y nada crece… Pero los vientos y la música de tu arpa son hermosos.</p> <p>Él agachó la cabeza. La rodeó con el brazo, echándole la capucha hacia atrás para que ella sintiera el contacto de su mejilla. Algo le tocó el corazón, un espasmo provocado por el frío que al fin sentía, o una dolorosa punzada de calidez.</p> <p>—Tú oíste la voz de los cambiaformas en Erlenstar —dijo con voz vacilante—. Tú sabes lo que son. Conocen todos los idiomas. Son Amos de la Tierra, todavía en guerra, al cabo de miles de años, con el Supremo. Y yo soy cebo para sus trampas. Por eso nunca me matan. Lo buscan a él. Si lo destruyen, destruirán el reino. Si no pueden encontrarme, quizá no lo encuentren a él. —Ella iba a hablar, pero él continuó con voz más suelta, más áspera—. Sabes lo que hice en aquella montaña. Estaba tan colérico que podía matar, y me transformé en viento para hacerlo. No hay lugar en el reino para alguien con semejante poder. ¿Qué haré con él? Soy el Portador de Estrellas. Una promesa hecha por los muertos para librar una guerra más antigua que el nombre de los reinos. Nací con un poder que me deja sin nombre en mi propio mundo… y con el ansia espantosa de usarlo.</p> <p>—Así que viniste a los yermos, donde no tendrías motivo para usarlo.</p> <p>—Sí.</p> <p>Ella le metió una mano bajo la capucha, acariciándole la frente y la cicatriz del pómulo.</p> <p>—Morgon —murmuró—, creo que si quisieras usarlo, lo harías. Si hallaras una razón. Tú me diste una razón para usar mi propio poder, en Lungold y en los páramos. Te amo, y estoy dispuesta a luchar por ti. O a quedarme contigo en los yermos hasta que te conviertas en nieve.</p> <p>Si 1a. necesidad de los terrarcas, todos los que te aman, no puede moverte de este sitio, ¿qué cosa puede? ¿Qué te lastimó en la oscuridad de Erlenstar?</p> <p>Él calló. Los vientos rugían en la noche, un vasto caos convergiendo en un punto de luz. No tenían rostro, ningún idioma que él pudiera entender.</p> <p>—El Supremo no puede decir mi nombre —susurró, mirando los vientos—, así como una losa de granito no puede. Estamos bajo el mismo conjuro, lo sé. Él valora mi vida, pero ni siquiera sabe qué es. Yo soy el Portador de Estrellas, y él está dispuesto a brindarme la vida. Pero nada más. Ni esperanza, ni justicia, ni compasión. Estas palabras pertenecen a los hombres. Aquí en los yermos no amenazo a nadie. Me protejo a mí mismo, protejo al Supremo, e impido que el reino sea perturbado por un poder demasiado peligroso.</p> <p>—El reino ya está perturbado. Los terrarcas depositan más esperanzas en ti que en el Supremo. Contigo pueden hablar.</p> <p>—Si me transformara en un arma para que los Amos de la Tierra combatieran, ni siquiera tú me reconocerías.</p> <p>—Quizá. Una vez me contaste un enigma, cuando yo tenía miedo de mi propio poder. Acerca de Arya, la mujer de Herun que llevó a su casa un animal oscuro y temible que no podía nombrar. No me contaste cómo terminaba.</p> <p>—Ella murió de miedo.</p> <p>—¿Y el animal? ¿Qué era?</p> <p>—Nadie lo supo. Gimió durante siete días y siete noches ante la tumba de la mujer, con una voz tan llena de amor y pesadumbre que nadie que la oyera podía dormir ni comer. Y luego también murió.</p> <p>Ella irguió la cabeza, entreabrió los labios, y él recordó un instante de un pasado muerto: estaba en una cámara de piedra de Caithnard, estudiando enigmas mientras su corazón se retorcía de alegría, terror y pena ante sus giros inesperados.</p> <p>—No tiene nada que ver conmigo —dijo.</p> <p>—Supongo que no. Tú sabrás.</p> <p>Él calló de nuevo. Se movió para que ella le apoyara la cabeza en el hombro, y la rodeó con los brazos. Recostó la mejilla en el cabello de Raederle.</p> <p>—Estoy cansado. He resuelto demasiados enigmas. Los Amos de la Tierra iniciaron una guerra antes de la historia, una guerra que mató a sus propios hijos. Si yo pudiera combatirlos, lo haría, en aras del reino. Pero creo que sólo lograría mi muerte y la del Supremo. Así que haré lo único que para mí tiene sentido. Nada.</p> <p>Ella no respondió por largo rato. Él la abrazó serenamente, observando cómo el fuego cubría su capa con chispas plateadas.</p> <p>—Morgon —dijo ella—, hay otro enigma que quizá deberías resolver. Desbarataste todas las ilusiones de Ghistelwchlohm; diste nombre a los cambiaformas; despertaste al Supremo de su silencio. Pero hay algo que no has nombrado, y no morirá…</p> <p>Calló y él sintió los latidos de su corazón a través de las abultadas pieles.</p> <p>—¿Qué? —La palabra era un susurro que ella no pudo haber oído, pero ella respondió.</p> <p>—En Lungold, hablé con Yrth en forma de cuervo. Así que entonces no supe que es ciego. Fui a Isig, a buscarte, y lo encontré allá. Sus ojos son del color del agua alumbrada por la luz. Me dijo que Ghistelwchlohm lo había cegado durante la destrucción de Lungold. No lo cuestioné. Es un hombre corpulento, gentil, anciano, y los nietos de Danan lo seguían por la montaña mientras él te buscaba entre las piedras y árboles. Una noche Bere llevó al salón un arpa que había hecho y le pidió a Yrth que tocara. Él se rió un poco y dijo que, aunque antaño era conocido como el arpista de Lungold, hacía siete siglos que no tocaba un arpa. Pero tocó algunas melodías… Morgon, yo conocía ese modo de tocar el arpa. Era la misma melodía torpe que te persiguió por el Camino de los Mercaderes y te entregó a Ghistelwchlohm.</p> <p>Él le alzó la cara con las manos. Sintió que el viento le escarchaba los huesos.</p> <p>—¿Qué me estás diciendo?</p> <p>—No sé. Pero, ¿cuántos arpistas ciegos que no pueden tocar el arpa hay en el mundo?</p> <p>Él aspiró el viento, que lo traspasó como fuego frío.</p> <p>—Él ha muerto.</p> <p>—Entonces te desafía desde la tumba. Aquella noche Yrth tocó el arpa ante mí para que yo pudiera traerte este enigma, dondequiera estuvieses.</p> <p>—¿Estás segura?</p> <p>—No. Pero sé que quiere encontrarte. Y sé que si él fue un arpista llamado Deth que viajó contigo, como lo hizo Yrth, por el Camino de los Mercaderes, entonces urdió enigmas en forma tan secreta y habilidosa que su conjuro atrapó incluso a Ghistelwchlohm. E incluso a ti, el maestro de enigmas de Hed. Creo que deberías darle nombre. Porque él está jugando un juego mortífero y silencioso, y quizá sea el único de este reino que sabe lo que hace.</p> <p>—¿Quién es él, en nombre de Hel? —Morgon tiritó espasmódicamente—. Deth tomó la Toga Negra de la maestría en Caithnard, era un experto en enigmas. Supo mi nombre antes que yo. Yo sospechaba que él podía ser un hechicero de Lungold. Se lo pregunté.</p> <p>—¿Qué dijo?</p> <p>—Dijo que era el arpista del Supremo. Así que le pregunté qué hacía en Isig mientras Yrth fabricaba mi arpa, cien años antes que él naciera. Me dijo que confiara en él. Más allá de la lógica, de la razón, de la esperanza. Y luego me traicionó. —Estrechó a Raederle, pero el viento sopló entre ambos como un cuchillo—. Hace frío. Nunca hizo tanto frío.</p> <p>—¿Qué harás?</p> <p>—¿Qué quiere él? ¿Es un Amo de la Tierra, jugando su propio juego solitario de poder? ¿Quiere mi vida o mi muerte? ¿Quiere que el Supremo viva o muera?</p> <p>—No lo sé. Tú eres el maestro de enigmas. Él te desafía. Pregúntale.</p> <p>Morgon calló, recordando al arpista del Camino de los Mercaderes que lo había atraído sin una palabra, sólo con sus melodías vacilantes y torpes, para entregarlo a Ghistelwchlohm.</p> <p>—Me conoce demasiado bien —susurró—. Creo que obtendrá lo que quiere.</p> <p>Sopló una ráfaga con olor a nieve, royéndole la cara y las manos. Lo impulsó a ponerse de pie, jadeante, ciego, lleno de una súbita e impotente ansia de esperanza. Cuando pudo ver de nuevo, descubrió que Raederle ya había cambiado de forma. Un vesta con pezuñas y cornamenta de oro lo miraba con ojos profundos y morados.</p> <p>Lo acarició; el hocico tibio le olfateó las manos. Apoyó la frente entre los ojos del vesta.</p> <p>—Estupendo —dijo sin ironía—. Jugaré un juego de enigmas con Deth. ¿Hacia dónde queda Isig?</p> <p>Ella lo guió bajo la luz del sol y la luz de las estrellas, al sur a través de los yermos, y luego al este por las montañas del paso, hasta que en el segundo amanecer vieron el rostro verde de Isig más allá del Ose. Llegaron a la casa del rey con el poniente de un ventoso y gris día de otoño. Los altos picos ya estaban cubiertos de nieve; los grandes pinos de Harte cantaban en el viento del norte. Los viajeros abandonaron la forma de vesta al llegar a Kyrth y caminaron por el sinuoso camino de montaña hasta Harte. Las puertas estaban atrancadas y custodiadas, pero los mineros, armados con espadones templados en las forjas de Danan, los reconocieron y los dejaron entrar.</p> <p>Danan, Vert y media docena de chiquillos dejaron la cena para recibirlos cuando entraron en la casa. Danan, abrigado con pieles, les dio un vigoroso abrazo osuno y ordenó a los niños y criados que los atendieran deprisa. Pero, viéndolos fatigados, sólo hizo una pregunta.</p> <p>—Estuve en los yermos —dijo Morgon—. Tocando el arpa. Raederle me encontró. —No pensó en la extrañeza de la respuesta. Añadió, recordando—: Antes de eso, fui un árbol a orillas del Ose.</p> <p>Una sonrisa iluminó los ojos del rey.</p> <p>—¿Qué te dije? —murmuró Danan—. Te dije que nadie te encontraría con esa forma. —Los condujo hacia la escalera que subía a la torre este—. Tengo mil preguntas, pero soy un árbol viejo y paciente, y puedo esperar hasta la mañana. Yrth está en esta torre, estarás seguro cerca de él.</p> <p>Una pregunta carcomía a Morgon mientras subían la escalera, hasta que comprendió cuál era.</p> <p>—Danan, nunca he visto tu casa custodiada. ¿Los cambiaformas vinieron aquí a buscarme?</p> <p>El rey cerró las manos.</p> <p>—Vinieron —dijo sombríamente—. Perdí a un cuarto de mis mineros. Habría perdido más si Yrth no hubiera estado aquí para luchar junto a nosotros. —Morgon se había detenido. El rey abrió una mano, lo invitó a seguir adelante—. Ya lloramos bastante por ellos. Si tan sólo supiéramos qué son, qué quieren… —Notó algo en Morgon. Sus ojos turbados buscaron implacablemente la verdad—. Tú lo sabes.</p> <p>Morgon no respondió, y Danan no insistió, pero las arrugas de su rostro se ahondaron.</p> <p>Los dejó en una habitación cuyas paredes, piso y mobiliario estaban forrados de piel. El aire estaba helado, pero Raederle encendió un fuego y los criados llegaron pronto, con comida, vino, más leña, ropas abrigadas y vistosas. Bere los siguió con una marmita de agua humeante. Mientras la colgaba de un gancho sobre el fuego, le sonrió a Morgon, con los ojos llenos de preguntas, pero las contuvo con esfuerzo. Morgon se liberó de su gastada túnica, su mugrienta piel de oveja, y la suciedad que los ásperos vientos no le habían arrancado del cuerpo. Limpio, alimentado, vestido con pieles suaves y terciopelo, se sentó junto al fuego y evocó con asombro lo que había hecho.</p> <p>—Te abandoné —le dijo a Raederle—. Puedo entender casi todo menos eso. Me fui del mundo y te abandoné…</p> <p>—Estabas cansado —dijo ella con aire soñoliento—. Tú lo dijiste. Quizá sólo necesitabas pensar. —Estaba tendida junto a él en las profundas pieles, amodorrada por la tibieza del fuego y del vino—. O quizá necesitabas un lugar para empezar a tocar el arpa…</p> <p>Su voz se perdió en un sueño, y se adormiló. Él la cubrió con mantas y se quedó inmóvil, observando las luces y las sombras que se perseguían sobre ese rostro fatigado. Los vientos tronaban y rompían contra la torre como olas del mar. Soplaban el eco de una nota que acechaba su memoria. Buscó el arpa, recordó que no podía tocar esa nota en la casa del rey sin turbar su frágil paz.</p> <p>Tocó otras suavemente, fragmentos de baladas que se perdían en enmarañados ecos de los vientos. Al cabo de un rato lo dejó. Pulsó una nota una y otra vez, mientras un rostro se formaba y se disipaba constantemente en las llamas. Al fin se puso de pie, escuchó. En la casa sólo se oía un murmullo de voces distantes. Pasó con sigilo junto a Raederle y los guardias de la puerta, a quienes distrajo con la mente para que no lo vieran salir. Subió por la escalera hasta una puerta cubierta con pieles blancas, bajo la cual había una franja de luz. La entreabrió suavemente, entró en la penumbra y se detuvo.</p> <p>El hechicero dormía, cabeceando en una silla junto al fuego, apoyando en las rodillas las manos cubiertas de cicatrices. Era más alto de lo que Morgon recordaba, de hombros anchos pero flaco debajo de la túnica larga y oscura. Mientras Morgon lo miraba, despertó, abriendo ojos claros e impasibles. Se agachó, suspirando, cogió un leño y lo echó al fuego, tanteando con los dedos entre las llamas moribundas. Las llamas se avivaron, alumbrando un rostro duro como roca, curtido como un tocón de árbol. De pronto pareció advertir que no estaba solo; se quedó inmóvil como la piedra. Morgon sintió un toque casi imperceptible en su mente. El hechicero se volvió, parpadeando.</p> <p>—¿Morgon? —La voz profunda y resonante estaba llena de susurros furtivos, como la voz de un pozo—. Entra. ¿O ya estás dentro?</p> <p>Morgon se movió.</p> <p>—No quería molestarte —murmuró.</p> <p>—Oí que tocabas el arpa hace un rato —dijo Yrth, sacudiendo la cabeza—, pero no esperaba hablar contigo hasta la mañana. Danan me dijo que Raederle te encontró en los yermos del norte. ¿Te perseguían? ¿Por eso te ocultaste allá?</p> <p>—No. Simplemente fui allá, y me quedé porque no hallaba una razón para regresar. Luego fue Raederle y me dio una razón…</p> <p>El hechicero miró hacia su voz.</p> <p>—Eres un hombre asombroso. ¿Quieres sentarte?</p> <p>—¿Cómo sabes que no estoy sentado? —preguntó Morgon.</p> <p>—Veo la silla que está frente a ti. ¿Sientes el lazo mental? Estoy viendo por tus ojos.</p> <p>—Apenas lo noto.</p> <p>—Porque no estoy enlazado con tus pensamientos, sólo con tu visión. He recorrido el Camino de los Mercaderes con los ojos de los hombres. Esa noche en que fuiste atacado por ladrones de caballos, supe que uno de ellos era un cambiaforma porque a través de sus ojos vi las estrellas que ocultas a los hombres. Lo busqué para matarlo, pero se me escabulló.</p> <p>—¿Y la noche que seguí la música de Deth? ¿También viste más allá de la ilusión?</p> <p>El hechicero calló y agachó la cabeza; las duras arrugas de su rostro se contrajeron con tal vergüenza y amargura que Morgon se le acercó, pasmado ante su propia pregunta.</p> <p>—Morgon, lo lamento. No soy rival para Ghistelwchlohm.</p> <p>—No podrías haber hecho nada para ayudarme. —Aferró el respaldo de la silla—. No sin poner a Raederle en peligro.</p> <p>—Hice lo que pude, reforzando tu ilusión cuando te desvaneciste… Pero fue muy poco.</p> <p>—Nos salvaste la vida. —Tuvo un estremecedor recuerdo del rostro del arpista, los ojos aclarados por el fuego, mirando el vacío hasta que Morgon desapareció frente a él. Soltó la madera, se frotó los ojos. Oyó que Yrth se movía.</p> <p>—No puedo ver.</p> <p>Bajó las manos. Se sentó, con profunda fatiga. Los vientos gemían alrededor de la torre en una confusión de voces. Yrth callaba, escuchando su silencio.</p> <p>—Raederle me contó lo que pudo acerca de lo que ocurrió en Erlenstar —dijo al fin—. Yo no entré en su mente. ¿Me permites mirar tus recuerdos? ¿O prefieres contármelo? De un modo u otro, debo saberlo.</p> <p>—Fíjate en mi mente.</p> <p>—¿Estás demasiado cansado ahora?</p> <p>Morgon sacudió la cabeza.</p> <p>—No tiene importancia. Mira lo que quieras.</p> <p>El fuego menguó ante él, se partió en brillantes fragmentos de memoria. Soportó una vez más su tenaz y solitario vuelo sobre los páramos, cayendo del cielo a las honduras de Erlenstar. La noche inundó la torre, y él tragó el agua amarga del lago. El fuego susurró en idiomas que él no comprendía. Un viento hendió las voces, arrancándolas de su mente. Las piedras de la torre temblaron, sacudidas por la melodía profunda y precisa de un viento. Hubo un largo silencio durante el cual dormitó, entibiado por una luz estival. Despertó, una figura extraña y agreste con un chaquetón de piel de oveja que colgaba al viento. Se internó cada vez más en las voces puras y mortíferas del invierno.</p> <p>Se sentó junto a un fuego, escuchando los vientos. Pero estaban más allá de un círculo de piedra; no lo tocaban a él ni al fuego. Se movió un poco, parpadeando, poniendo en perspectiva la noche y el fuego y el rostro del hechicero. Sus pensamientos se centraron nuevamente en la torre. Cayó hacia delante, murmurando, tan cansado que quería fusionarse con el fuego moribundo. El hechicero se levantó, caminó en silencio, hasta que un baúl lo detuvo.</p> <p>—¿Qué hiciste en los yermos?</p> <p>—Toqué el arpa. Allá podía tocar esa nota grave, la nota que despedaza la piedra… —Oyó su voz desde lejos, asombrado de que fuera vagamente racional.</p> <p>—¿Cómo sobreviviste?</p> <p>—No sé. Quizás en parte fui viento, por un tiempo… Tenía miedo de volver. ¿Qué haré con semejante poder?</p> <p>—Usarlo.</p> <p>—No me atrevo. Tengo poder sobre la ley de la tierra. Quiero usarlo, pero no tengo derecho. La ley de la tierra es patrimonio de los reyes, otorgado por el Supremo. Destruiría toda ley…</p> <p>—Quizá. Pero la ley de la tierra es también la mayor fuente de poder del reino. ¿Quién puede ayudar al Supremo sino tú?</p> <p>—Él no ha pedido ayuda. ¿Una montaña pide ayuda? ¿O un río? Simplemente existen. Si yo toco su poder, él puede prestarme atención suficiente para destruirme, pero…</p> <p>—Morgon, ¿no tienes la menor esperanza en esas estrellas que hice para ti?</p> <p>—No. —Morgon cerró los ojos; los abrió con esfuerzo, con ganas de sollozar—. No hablo el idioma de la piedra. Para él, simplemente existo. Él no ve nada más que tres estrellas que cantan desde un sinfín de siglos de oscuridad, durante los cuales formas sin poder llamadas hombres tocaron la tierra apenas, ni siquiera lo suficiente para perturbarlo.</p> <p>—Él les dio la ley de la tierra.</p> <p>—Yo era una forma que poseía la ley de la tierra. Ahora soy meramente una forma sin destino, salvo en el pasado. No volveré a tocar el poder de otro terrarca.</p> <p>El hechicero calló, mirando ese fuego que para Morgon era una figura borrosa.</p> <p>—¿Tan enfadado estás con el Supremo?</p> <p>—¿Cómo puedo estar enfadado con una piedra?</p> <p>—Los Amos de la Tierra han adoptado todas las formas. ¿Por qué estás tan seguro de que el Supremo ha adoptado todas las formas menos la forma y el lenguaje de los hombres?</p> <p>—Pues… —Escrutó las llamas hasta que disiparon las sombras del sueño y pudo pensar de nuevo—. Tú quieres que desate mis poderes en el reino.</p> <p>Yrth no respondió. Morgon lo miró, devolviéndole la imagen de su propio rostro, duro, antiguo, poderoso. El fuego bañó de nuevo sus pensamientos. Por primera vez no vio al Supremo como un viento que hablaba un lenguaje pétreo, sino como algo perseguido, vulnerable, en peligro, cuyo silencio era la única arma que poseía. Recapacitó. Cobró consciencia del silencio que momento a momento se erigía entre su pregunta y la respuesta.</p> <p>Dejó de respirar, escuchando el silencio que lo acechaba como el recuerdo de algo amado. Las manos del hechicero se volvieron hacia la luz y se cerraron, ocultando las cicatrices.</p> <p>—Se han desatado poderes por todo el reino para hallar al Supremo —dijo—. Los tuyos no serán los peores. En definitiva, estás contenido por un sistema de restricciones. El mejor, y el menos comprensible, parece ser el amor. Podrías pedir autorización a los terrarcas. Ellos confían en ti. Y sufrieron gran desesperación cuando ni el Supremo ni tú parecíais estar sobre la faz del reino.</p> <p>Morgon agachó la cabeza.</p> <p>—No pensé en ellos. —No oyó que Yrth se movía hasta que el oscuro manto del hechicero rozó la madera de la silla. El hechicero le tocó el hombro suavemente, como hubiera tocado a una criatura salvaje y tímida.</p> <p>Algo se evaporó en Morgon ante ese contacto: la confusión, el furor, los argumentos, incluso la fuerza y la voluntad de lidiar con la sutileza del hechicero. Sólo quedaba el silencio, y un anhelo impotente e incomprensible.</p> <p>—Encontraré al Supremo —dijo. Y añadió, como advertencia o como promesa—: Nada lo destruirá. Lo juro. Nada.</p> <title style="page-break-before:always; text-indent: 0em;"> <p style="line-height:400%;">Capítulo 11</p> </h3> <p style="margin-top:5%">Durmió dos días en la casa del rey, despertando sólo una vez para comer, y otra para ver a Raederle sentada junto a él, esperando pacientemente. Entrelazó los dedos con los de ella, sonriendo, y se volvió a dormir. Despertó por la noche, despejado. Estaba a solas. El murmullo de voces y cacharros le indicó que la gente de la casa estaba cenando, y Raederle probablemente estuviera con Danan. Se lavó y bebió un sorbo de vino, escuchando. Por debajo de los ruidos de la casa, oyó el vasto, oscuro y milenario silencio que formaba los recovecos y laberintos del interior de la montaña de Isig.</p> <p>Permaneció ligado al silencio hasta que el silencio abrió cauces en su mente. Impulsivamente abandonó la torre, fue sin tropiezos hasta el salón, donde sólo Raederle y Bere repararon en él, callando en medio del bullicio al verlo pasar. Morgon siguió el camino de un sueño, atravesando pozos vacíos. Cogió una antorcha de la pared en la boca de un túnel oscuro; ardientes gemas en bruto llamearon en las paredes. Avanzó a tientas, guiado por el recuerdo, hasta un colmenar de pasajes, a lo largo de arroyos y grietas profundas, a través de cuevas no explotadas donde brillaba el oro, internándose en la inmensidad de la oscuridad y la piedra hasta que pareció respirar su quietud y edad con los huesos. Al fin detectó algo más viejo que la gran montaña. La senda que seguía se internó entre piedras derrumbadas. El fuego de la antorcha bañó una gruesa puerta verde que una vez se había abierto ante el sonido de su nombre. Allí se detuvo con incredulidad.</p> <p>El piso estaba cubierto de astillas de roca partida. La puerta de los muertos de los Amos de la Tierra estaba rajada; la mitad había caído pesadamente en la caverna. Grandes trozos de techo enjoyado se amontonaban en esa tumba; las paredes se habían juntado, ocultando los restos de las pálidas piedras del interior.</p> <p>Se aproximó a la puerta, pero no pudo entrar. Arqueó un brazo sobre la puerta, apoyó la cara en ella. Dejó que sus pensamientos se filtraran en la piedra, atravesaran el mármol, la amatista y el oro hasta tocar algo semejante al vestigio de un sueño olvidado. Exploró más; no encontró nombres, sólo la presencia de algo que antaño había vivido.</p> <p>Permaneció largo tiempo apoyado en la puerta, sin moverse. Al cabo de un rato, supo por qué había bajado al interior de la montaña, y sintió la palpitación rápida y fría de su sangre, como la primera vez que había ido a ese umbral de su destino. Cobró consciencia, más que nunca, de la montaña asentada encima de él, y del rey cuya mente antigua estaba adaptada a sus laberintos y sostenía su paz y su poder. Sus pensamientos se movieron una vez más, penetrando lentamente la puerta, hasta llegar al núcleo de la piedra, la presencia de la mente de Danan, adaptada a ese diminuto fragmento de montaña, ligada a él. Dejó que su cerebro se tornara piedra, plena, gastada, pesada. Absorbió todo el conocimiento de ella, de su gran fuerza, de sus colores íntimos, del punto débil donde podría haberla despedazado con un pensamiento. El conocimiento se transformó en vínculo, en parte de sí mismo, en las honduras de su propia mente. Hurgando en la piedra, encontró una vez más esa consciencia sin palabras, la ley que ligaba al rey con la piedra, al terrarca con cada parte de su reino. Abarcó esa consciencia, la desentrañó, y la piedra no tuvo más nombre que el suyo.</p> <p>Dejó que su consciencia del vínculo se sumergiera en una caverna oscura en las honduras de su mente. Se enderezó despacio, sudando en el aire fresco. Su antorcha se había apagado; la tocó, la encendió. Al volverse, encontró a Danan, macizo y quieto como Isig, con el rostro inexpresivo como la roca.</p> <p>Involuntariamente, Morgon tensó los músculos. Se preguntó si contaba con algún lenguaje para explicar lo que hacía con la roca, antes que el peso de la furia de Danan despertara las piedras para sepultarlo junto a la tumba de los niños. Vio que el rey abría el ancho puño.</p> <p>—Morgon. —La voz jadeaba de asombro—. Fuiste tú quien me atrajo aquí. ¿Qué estás haciendo? —Tocó a Morgon al ver que no respondía—. Estás asustado. ¿Qué estás haciendo para que necesites temerme?</p> <p>Morgon se movió al cabo de un momento. Su cuerpo desfallecía, torpe como la piedra.</p> <p>—Asimilando la ley de tu tierra. —Se apoyó contra la húmeda pared, con el rostro erguido, vulnerable al escrutinio de Danan.</p> <p>—¿Dónde obtuviste semejante poder? ¿De Ghistelwchlohm?</p> <p>—No. —Repitió la palabra apasionadamente—. No. Moriría antes de hacerte eso. Nunca entraré en tu mente…</p> <p>—Estás en ella. Isig es mi cerebro, mi corazón…</p> <p>—No volveré a hurgar en tus vínculos. Lo juro. Simplemente me valdré del mío.</p> <p>—¿Para qué quieres semejante conocimiento de los árboles y las piedras?</p> <p>—Poder. Danan, los cambiaformas son Amos de la Tierra. No podré luchar contra ellos a menos…</p> <p>Los dedos del rey se anudaron como una raíz de árbol alrededor de su muñeca.</p> <p>—No —dijo, como había dicho Ghistelwchlohm, al enfrentarse al mismo conocimiento—. Morgon, eso no es posible.</p> <p>—Danan, he oído sus voces, los idiomas que hablaban. He visto el poder que se encierra detrás de sus ojos. Es posible.</p> <p>Danan apartó la mano y se sentó lenta y pesadamente en una pila de escombros. Morgon, mirándolo, se preguntó qué edad tendría. Sus manos, encallecidas por siglos de trabajo entre las piedras, hicieron un gesto fútil.</p> <p>—¿Qué quieren?</p> <p>—Al Supremo.</p> <p>Danan le clavó los ojos.</p> <p>—Nos destruirán. —De nuevo tendió la mano hacia Morgon—. Y también a ti. ¿Qué quieren de ti?</p> <p>—Soy su lazo con el Supremo. No sé cómo estoy ligado a él, ni por qué… Sólo sé que a causa de él tuve que abandonar mi propia tierra, y sufrir acoso y tormento para recibir un poder. Hasta ahora me he conducido a mí mismo hacia el poder. El poder de los Amos de la Tierra parece limitado, restringido por algo… Quizás por el Supremo, y por eso ansían encontrarlo. Cuando lo hagan, el poder que desaten contra él puede destruirnos a todos. Quizá permanezca encerrado para siempre en su silencio; para mí es difícil arriesgar mi vida y tu confianza por alguien que nunca habla. Pero al menos, si lucho por él, lucho por ti. —Hizo una pausa, mirando el chispear de las toscas paredes enjoyadas—. No puedo pedirte que confíes en mí, cuando ni siquiera yo confío en mí mismo. Sólo sé que tanto la lógica como el hambre me conducen ahí.</p> <p>El rey suspiró fatigosamente en las sombras.</p> <p>—El final de una era… Eso fue lo que me dijiste la última vez que viniste a este lugar. Ymris está casi destruido. Es inevitable que la guerra se propague por An, Herun y el norte del reino. Yo tengo un ejército de mineros, la morgol tiene su guardia, el rey lobo tiene sus lobos. Pero, ¿qué es eso contra un ejército de Amos de la Tierra que regresa al poder? ¿Y cómo puede un príncipe de Hed, aunque tenga la fuerza para adquirir conocimiento de la ley de la tierra, luchar contra eso?</p> <p>—Encontraré una manera.</p> <p>—¿Cómo?</p> <p>—Danan, encontraré una manera. De lo contrario moriré, y soy demasiado terco para morir. —Se sentó junto al rey, mirando los escombros—. ¿Qué le pasó a este lugar? Quería entrar en la mente de los niños muertos, escrutar sus recuerdos, pero no queda nada de ellos.</p> <p>Danan sacudió la cabeza.</p> <p>—Al final del verano sentí una turbulencia en el centro de mi mundo. Sucedió poco antes que los cambiaformas… los Amos de la Tierra… vinieran aquí a buscarte. No sé cómo fue destruido este lugar, ni por quién…</p> <p>—Yo lo sé —susurró Morgon—. El viento. El viento profundo que despedaza la piedra… El Supremo destruyó este lugar.</p> <p>—¿Por qué? Era su lugar de reposo definitivo.</p> <p>—No sé. A menos que encontrara otro lugar para ellos, temiendo que ni siquiera aquí reposaran. No sé. Quizá logre hallarlo, aferrarlo a alguna forma que yo pueda entender, y preguntarle por qué.</p> <p>—Si puedes hacer eso, tan sólo eso, retribuirás a los terrarcas por el poder que tomes del reino. Al menos moriremos sabiendo por qué. —Danan se incorporó y apoyó una mano en el hombro de Morgon—. Entiendo lo que haces. Necesitas el poder de un Amo de la Tierra para combatir contra Amos de la Tierra. Si quieres cargar una montaña sobre los hombros, te daré Isig. El Supremo nos da silencio; tú nos das una esperanza imposible.</p> <p>El rey lo dejó a solas. Morgon soltó la antorcha y vio cómo se extinguía. Se levantó, sin luchar contra su ceguera, absorbiendo la negrura de la montaña hasta que le empapó la mente y le ahuecó los huesos. Sus pensamientos hurgaron en la piedra, se deslizaron por pasajes de piedra, canales de aire, cauces de agua negra y lenta. Talló la montaña a partir de su noche incesante, la adaptó a sus pensamientos. Su mente penetró en la roca maciza, se expandió a través de piedra, huecos de silencio, lagos profundos, hasta que la tierra cubrió la roca y él sintió el tanteo lento y descendente de las raíces de los árboles. Su consciencia llenó la base de la montaña, ascendió lenta e implacablemente. Tocó la mente de peces ciegos, insectos extraños viviendo en un mundo inmutable. Se transformó en el topacio incrustado en piedra que un minero extraía con el cincel; colgó cabeza abajo, mirando el vacío desde un cerebro de murciélago. Perdió su propia forma; sus huesos se curvaron alrededor de un silencio antiguo, se elevaron sin cesar, cargados de metal y gemas. No podía encontrar su corazón.</p> <p>Al hurgar dentro de masas de piedra, detectó otro nombre, el corazón de otro.</p> <p>No perturbó ese nombre ligado a cada fragmento de la montaña. A medida que pasaban largas horas, tocó cada nivel de la montaña, abriéndose paso a través de pozos de minas, granito, cavernas, como los pensamientos secretos de Danan, radiantes con su propia belleza. Las largas horas se transformaron en largos días. Su mente, enraizada en el suelo de Isig, se adaptó a grietas y canales, afloró hacia picos sepultados bajo las primeras nieves del invierno.</p> <p>Sentía el peso de la montaña. Su consciencia se extendía a lo largo y a lo ancho de ella. En un diminuto rincón de oscuridad, muy debajo de él, su cuerpo yacía como un fragmento de roca en el suelo de la montaña. Él parecía mirarlo desde arriba, sin saber cómo devolverle la inmensidad de sus pensamientos. Al fin, fatigosamente, algo semejante a un ojo interior se cerró en él, y su mente se fusionó con la oscuridad.</p> <p>Despertó cuando unas manos salieron de la oscuridad y lo giraron.</p> <p>—De acuerdo —dijo antes abrir los ojos—, he aprendido la ley de la tierra de Isig. Con una inflexión del pensamiento podría obtener la terrarquía. ¿Es lo que me pedirás a continuación?</p> <p>—Morgon.</p> <p>Abrió los ojos. Al principio pensó que el alba había llegado al interior de la montaña, pues las paredes circundantes y el rostro gastado y ciego de Yrth parecían oscuramente luminosos.</p> <p>—Puedo ver —susurró.</p> <p>—Te tragaste una montaña. ¿Puedes ponerte de pie? —Las grandes manos lo ayudaron a incorporarse sin esperar respuesta—. Podrías confiar un poco en mí. Has intentado todo lo demás. Avanza un paso.</p> <p>Morgon iba a hablar, pero la mente del hechicero lo llenó con la imagen de una cámara iluminada en una torre. Entró en ella y vio que Raederle se levantaba, dejando una estela de fuego mientras iba a su encuentro. Morgon tendió los brazos; ella parecía venir hacia él incesantemente, y se disolvió en fuego cuando él la tocó.</p> <p>Despertó al oír que ella tocaba una flauta que le había dado uno de los artesanos. Ella dejó de tocar, sonriendo, pero estaba demacrada y pálida. Él se incorporó, esperó que una montaña se acomodara en su cabeza. Besó a Raederle.</p> <p>—Debes estar cansada de esperar a que despierte.</p> <p>—Sería agradable hablar contigo —dijo ella con tristeza—. O bien estás dormido o bien desapareces. Yrth estuvo aquí casi todo el día. Le leí viejos libros de hechizos.</p> <p>—Fue amable por tu parte.</p> <p>—Morgon, él me lo pidió. Yo ansiaba interrogarlo, pero no pude. De pronto no parecía haber nada que preguntar… Hasta que se marchó. Creo que estudiaré hechicería. Conocían más embrujos raros que las brujas. ¿Sabes lo que estás haciendo? ¿Aparte de destruirte?</p> <p>—Estoy haciendo lo que me dijiste. Estoy jugando un juego de enigmas. —Morgon se levantó. Estaba famélico, pero sólo encontró vino. Bebió una copa mientras ella iba a la puerta y hablaba con uno de los mineros que los custodiaba. Él se sirvió más vino—. Te dije que haría lo que él me pidiera. Siempre lo he hecho. —Raederle lo miró en silencio—. No sé, quizá ya haya perdido. Iré a Osterland y le pediré lo mismo a Har. El conocimiento de la ley de su tierra. Y luego a Herun, si todavía estoy con vida. Y luego a Ymris…</p> <p>—Hay Amos de la Tierra en todo Ymris.</p> <p>—Para entonces, empezaré a pensar como un Amo de la Tierra. Y quizá para entonces el Supremo abandone su silencio y se decida a condenarme por tocar su poder, o bien a explicarme qué estoy haciendo. —Terminó la segunda copa de vino y añadió fervientemente—: No puedo confiar en nada salvo en los corolarios de los enigmas. El sabio conoce su propio nombre. Mi nombre es un nombre de poder, así que busco el poder. ¿Te parece erróneo? A mí me asusta. Pero aun así lo intento…</p> <p>Ella parecía tan insegura como él se sentía, pero sólo dijo con calma:</p> <p>—Si alguna vez me parece erróneo, estaré ahí para decírtelo.</p> <p>Esa noche habló con Yrth y Danan en el salón del rey. Todos se habían ido a acostar. Estaban cerca del hogar; Morgon, observando los rostros viejos y arrugados del rey y el hechicero bañados por el fuego, captó el amor de la gran montaña en ambos. Había sacado el arpa, a requerimiento de Yrth. El hechicero movió las manos de cuerda en cuerda, escuchando los tonos, pero no tocó ninguna melodía.</p> <p>—Pronto debo partir para Osterland —anunció Morgon— para pedirle a Har lo que te he pedido a ti.</p> <p>—¿Irás con él? —le preguntó Danan a Yrth.</p> <p>El hechicero cabeceó. Sus ojos claros tocaron los de Morgon como por accidente.</p> <p>—¿Cómo planeas llegar allá? —preguntó.</p> <p>—Volaremos, probablemente. Tú conoces la forma del cuervo.</p> <p>—Tres cuervos sobre los campos muertos de Osterland… —Yrth estiró suavemente una cuerda—. Nun está en Yiye, con el rey lobo. Vino aquí mientras dormías, y trajo noticias. Había estado en las tres partes, ayudando a Talies a buscarte. Mathom de An está reuniendo un gran ejército de los vivos y los muertos para ayudar a las fuerzas de Ymris. Dice que no se sentará a esperar lo inevitable.</p> <p>—Conque sí —dijo Danan. Se inclinó hacia delante, uniendo las manos rústicas—. Estoy pensando en armar a los mineros con espadas, hachas, picos, cada arma que poseemos, y llevarlos al sur. Tengo barcos cargados de armas y armaduras en Kyrth y Kraal, con destino a Ymris. Podría llevar un ejército con ellos.</p> <p>—Pero no puedes dejar Isig —dijo Morgon.</p> <p>—Nunca lo hice —admitió el rey—. Pero no permitiré que luches a solas. Y si Ymris cae, también caerá Isig. Ymris es el baluarte del reino.</p> <p>—Pero, Danan, no eres un combatiente.</p> <p>—Tampoco tú —dijo Danan irrefutablemente.</p> <p>—¿Cómo combatirás a los Amos de la Tierra con picos?</p> <p>—Lo hicimos aquí. Lo haremos en Ymris. Al parecer, tú sólo tienes una cosa que hacer. Encontrar al Supremo antes que lo encuentren ellos.</p> <p>—Lo estoy intentando. Toqué cada vínculo de la ley de la tierra de Isig, y a él no pareció molestarle. Es como si hiciera exactamente lo que él quiere. —Sus palabras despertaron un extraño eco en su mente, pero Yrth interrumpió sus reflexiones, buscando su vino a tientas. Morgon se lo alcanzó antes que lo derramara—. No estás usando nuestros ojos.</p> <p>—No. A veces veo más claramente en la oscuridad. Mi mente puede abarcar el mundo circundante, pero medir las distancias cortas no es tan fácil. —Devolvió el arpa de estrellas a Morgon—. Después de tantos años, aún recuerdo qué arroyo de montaña, qué murmullo de fuego, qué trino de pájaro inspiraba cada nota…</p> <p>—Me agradaría que la tañeras —dijo Morgon.</p> <p>El hechicero sacudió la cabeza impasiblemente.</p> <p>—No, no te agradaría. Hoy en día toco muy mal, como Danan podrá decirte. —Se volvió hacia Danan—. Si todos marcháis hacia Ymris, debéis hacerlo pronto. Estaréis guerreando en el umbral del invierno, y quizá no haya época en que se os necesite más. A los guerreros de Ymris les disgusta batallar en la nieve, pero es posible que los Amos de la Tierra ni siquiera lo noten. Ellos y el clima serán adversarios despiadados.</p> <p>—Bien —dijo Danan al cabo de una pausa—, o bien los combato en el invierno de Ymris, o bien los combato en mi propia casa. Mañana comenzaré a reunir hombres y naves. Dejaré aquí a Ash. No le gustará, pero es mi heredero, y sería insensato arriesgar la vida de ambos en Ymris.</p> <p>—Querrá ir en tu lugar —dijo Yrth.</p> <p>—Lo sé. —Danan hablaba con voz calma, pero Morgon notaba su fortaleza, un poder pétreo y tenaz que rara vez se movía—. Se quedará. Yo soy viejo, y si muero… Los árboles grandes, antiguos, templados, son los que causan más estragos al caer.</p> <p>Morgon cerró las manos sobre la silla.</p> <p>—Danan, no vayas —suplicó—. No es preciso que arriesgues tu vida. Estás arraigado en nuestra mente desde los primeros años del reino. Si mueres, algo de esperanza morirá en todos nosotros.</p> <p>—Es preciso. Estoy luchando por cosas valiosas para mí. Isig. Todas las vidas que alberga, ligadas a la vida de esta montaña. Tú.</p> <p>—De acuerdo. Encontraré al Supremo aunque tenga que sacudirle la mente hasta que salga de su escondrijo para detenerme.</p> <p>Esa noche, después de irse del salón del rey, habló largo rato con Raederle. Estaba tendido a su lado en las mullidas pieles, junto al fuego. Ella escuchaba en silencio mientras él le contaba sus intenciones, los planes de guerra de Danan, y la noticia que Nun había llevado a Isig sobre su padre.</p> <p>—El techo de Anuin se habrá desmoronado con el griterío que habrá provocado esa decisión —dijo Raederle, formando nudos con mechones de piel de oveja.</p> <p>—Él no la habría tomado a menos que pensara que la guerra era inevitable.</p> <p>—No. Hace tiempo que él vio que la guerra vendría, con sus ojos de cuervo. —Raederle suspiró, tironeando de la lana—. Supongo que Rood estará de una parte y Duac de la otra, discutiendo durante todo el viaje a Ymris. —Calló, los ojos en el fuego, y él vio su expresión de añoranza. Le tocó la mejilla.</p> <p>—Raederle, ¿quieres ir a casa para verlos? Estarías allá en pocos días, volando, y luego me encontrarías en alguna parte… Quizá en Herun.</p> <p>—No.</p> <p>—Te arrastré por el polvo y el calor del Camino de los Mercaderes. Te acosé hasta que cambiaste de forma. Te puse en manos de Ghistelwchlohm, y luego te dejé enfrentando a los Amos de la Tierra por tu cuenta mientras yo huía…</p> <p>—Morgon…</p> <p>—Y cuando viniste por tu propio poder y me seguiste por los páramos hasta Erlenstar, huí hacia los yermos y te dejé sin una palabra, así que tuviste que buscarme por la mitad de las tierras del norte. Luego me traes aquí, y apenas te hablo. ¿Cómo me soportas, en nombre de Hel?</p> <p>Ella sonrió.</p> <p>—No lo sé. A veces yo también me lo pregunto. Luego me tocas la cara con tu mano llena de cicatrices y lees mis pensamientos. Tus ojos me conocen. Por eso te sigo por todo el reino, descalza o medio congelada, maldiciendo el sol y el viento, y a mí misma porque tengo la insensatez de amar a un hombre que ni siquiera posee un lecho al cual pueda arrastrarme por la noche. Y a veces te maldigo a ti, porque has dicho mi nombre de un modo que ningún otro hombre lo dirá, y escucharé eso hasta que me muera. Así pues —añadió, mientras él la miraba atónito—, ¿cómo puedo abandonarte?</p> <p>Él le acercó la cara, de modo que su frente y sus mejillas se tocaron, y él miró hondamente un ojo ambarino. Vio que sonreía. Ella lo rodeó con los brazos, le besó el cuello, el corazón. Luego ella interpuso las manos entre sus bocas. Él murmuró una protesta en su palma.</p> <p>—Quiero conversar —dijo ella.</p> <p>Él se incorporó, jadeando, y arrojó otro leño al fuego.</p> <p>—De acuerdo.</p> <p>—Morgon, ¿qué harás si ese hechicero con manos de arpista te traiciona de nuevo? ¿Si encuentras al Supremo, y demasiado tarde comprendes que tiene una mente más perversa que Ghistelwchlohm?</p> <p>—Ya sé que la tiene. —Meditó, los brazos alrededor de las rodillas—. He pensado en ello una y otra vez. ¿Le viste usar su poder en Lungold?</p> <p>—Sí, protegía a los mercaderes mientras luchaban.</p> <p>—Entonces no es un Amo de la Tierra. El poder de ellos está restringido.</p> <p>—Él es un hechicero.</p> <p>—O algo para lo que no tenemos nombre… Eso es lo que temo. —Se movió un poco—. Ni siquiera intentó disuadir a Danan de llevar a los mineros a Ymris. Ellos no son guerreros, y serán masacrados. Y no tiene sentido que Danan muera en el campo de batalla. Una vez dijo que quería transformarse en árbol, bajo el sol y las estrellas, cuando llegara su momento de morir. Aun así, Yrth y él se conocen desde hace muchos siglos. Quizás Yrth supo que era inútil discutir con una piedra.</p> <p>—Siempre que sea Yrth. ¿Estás seguro de eso?</p> <p>—Sí. Él se aseguró de que yo lo supiera. Tocó mi arpa.</p> <p>Raederle calló, acariciándole la espalda.</p> <p>—Bien —murmuró—, entonces quizá puedas confiar en él.</p> <p>—Lo he intentado —susurró él. Ella detuvo la mano. Él se acostó junto a ella, escuchando el chisporroteo del leño. Se apoyó la muñeca en los ojos—. Voy a fracasar. Nunca pude ganarle en una discusión. Ni siquiera pude matarlo. Lo único que puedo hacer es esperar que se nombre a sí mismo, y entonces quizá sea demasiado tarde.</p> <p>Ella dijo algo al cabo de un momento. Él no oyó lo que era, pues algo indefinido se había agitado en los recovecos de su mente. Al principio parecía un contacto mental que no podía detener. Luego lo exploró, y adquirió sentido. Entreabrió los labios, jadeó secamente. El sonido se ahondó en un bramido, semejante al bramido del mar despedazando muelles y botes encallados y casas de pescadores, luego elevándose, trepando por un acantilado para arrasar campos, tumbar árboles, rugir oscuramente en la noche, ahogando gritos de hombres y animales. Se puso de pie sin darse cuenta, haciéndose eco del grito que oía en la mente del tenarca de Hed.</p> <p>—¡No!</p> <p>Oyó una maraña de voces. No podía ver en la turbulencia líquida y negra. Su cuerpo parecía entrecruzado por las venas de la ley de la tierra. Sintió que la espantosa ola retrocedía, arrastrando sacos de grano rotos, ovejas y cerdos, toneles de cerveza, las paredes destrozadas de establos y casas, cercas, marmitas, carretillas, niños que gemían en la oscuridad. Alguien lo aferró, gritando su nombre una y otra vez. Sintió temor, desesperación y furia impotente… la suya y la de Eliard. Una mano le abofeteó la cara, arrancándolo de su visión.</p> <p>Se topó con los ojos ciegos de Yrth. La incomprensible arbitrariedad del hechicero le provocó una cólera tan apasionada que ni siquiera pudo hablar. Lanzó un puñetazo. Yrth era mucho más duro de lo que esperaba; el puñetazo sacudió los huesos de Morgon de la muñeca al hombro, y le partió los nudillos, como si hubiera golpeado piedra o madera. Yrth, vagamente sorprendido, vibró en el aire y desapareció. Reapareció un instante después y se sentó junto al fuego, acariciándose un pómulo sangrante.</p> <p>Los dos guardias de la puerta y Raederle tenían la misma expresión. Todos parecían inmovilizados.</p> <p>—Hed sufre un ataque. Iré allá —dijo Morgon, conteniendo el aliento, más calmo.</p> <p>—No.</p> <p>—El mar barrió los acantilados… Oí sus voces, la voz de Eliard. Si él está muerto… Juro que si está muerto… Si no me hubieras abofeteado, lo sabría. Yo estaba en su mente. Tol fue destruida. Todo. Todos. —Miró a Raederle—. Regresaré en cuanto pueda.</p> <p>—Iré contigo —susurró ella.</p> <p>—No.</p> <p>—Sí.</p> <p>—Morgon —dijo Yrth—. Te matarán.</p> <p>—Tristan. —Él apretó los puños; tragó saliva dolorosamente—. ¡No sé si está viva o muerta! —Cerró los ojos, arrojando la mente a la noche oscura y lluviosa, a través de los vastos bosques, tan lejos como podía. Se lanzó al límite de su percepción. Pero una imagen mental lo detuvo, y abrió los ojos a las paredes iluminadas de la torre.</p> <p>—Es una trampa —dijo Yrth con voz hueca de dolor, pero muy paciente. Morgon no se molestó en responder. Invocó la imagen de un halcón, pero ni siquiera había empezado a cambiar de forma cuando la imagen se transformó en ojos claros y ciegos que le escrutaban la mente y lo obligaban a regresar a sí mismo—. Morgon, iré yo. Te esperan a ti, y a mí apenas me conocen. Puedo viajar deprisa. Regresaré muy pronto…</p> <p>Yrth se incorporó mientras Morgon invocaba ilusiones de fuego y sombra y se ocultaba en ellas. Casi había salido de la habitación cuando los ojos del hechicero penetraron sus pensamientos, rompiendo su concentración. La furia volvió a estallar en él. Siguió caminando y en la puerta se topó con una ilusión de piedra maciza.</p> <p>—Morgon —dijo el hechicero, y Morgon giró. Arrojó un grito destinado a distraer al hechicero. Pero el grito reverberó sin efecto en una mente que era semejante a un vasto abismo de oscuridad.</p> <p>Se quedó quieto, apoyando las manos en la ilusión, la cara perlada de temor y agotamiento. La oscuridad era como una advertencia. Pero dejó que su mente la tocara de nuevo, se extendiera alrededor de ella, tratara de atravesar la ilusión para llegar al núcleo de los pensamientos del hechicero. Sólo se internó a trompicones en la oscuridad, con la sensación de que un vasto poder eludía constantemente su búsqueda. Lo siguió hasta que no pudo hallar el camino de regreso…</p> <p>Salió de la oscuridad lentamente, y se encontró inmóvil frente al fuego. Raederle estaba junto a él, cogiéndole la mano floja. Yrth estaba frente a ellos. Tenía el rostro agrisado de fatiga, los ojos inflamados. Sus botas y el dobladillo de su larga túnica estaban manchados de lodo seco y costras de sal. El tajo de la mejilla había sanado.</p> <p>Morgon se sobresaltó. Danan, del otro lado, se agachó para ponerle una mano en el hombro.</p> <p>—Morgon —murmuró—, Yrth acaba de regresar de Hed. Es por la mañana. Ha estado ausente dos días y una noche.</p> <p>—¿Qué me…? —Se levantó bruscamente. Danan lo aferró, lo retuvo mientras él sentía un mareo—. ¿Cómo me hiciste eso?</p> <p>—Morgon, perdóname. —Otra voz parecía vibrar en la voz tensa y fatigada—. Los Amos de la Tierra te esperaban en Hed. Si hubieras ido, habrías muerto allá, y más vidas se habrían perdido batallando por ti. No te encontraban en ningún lado; trataban de sacarte de tu escondrijo.</p> <p>—Eliard…</p> <p>—Está a salvo. Lo encontré entre las ruinas de Akren. La ola destruyó Tol, Akren, la mayoría de las granjas de la costa oeste. Hablé con los granjeros; ellos vieron combates entre extraños hombres armados, que no eran oriundos de Hed. Interrogué a uno de los espectros. Me dijo que poco se podía hacer contra la forma del agua. Le revelé a Eliard quién soy, dónde estás… Estaba pasmado por lo súbito de la situación. Dijo que sabía que tú habías entrevisto la destrucción, pero le alegraba que hubieras tenido la sensatez de no ir.</p> <p>Morgon sintió un ardor en la garganta.</p> <p>—¿Tristan?</p> <p>—Por lo que sabe Eliard, está a salvo. Un mercader necio le contó que habías desaparecido, así que se fue de Hed para buscarte, pero un marinero la reconoció en Caithnard y la detuvo. Está regresando a casa. —Morgon se apoyó la mano en los ojos. El hechicero alzó la mano para tocarlo, pero la retiró.</p> <p>—Morgon. —El extenuado hechicero apenas podía hablar—. No es un conjuro complejo. No pudiste romperlo porque no pensabas con claridad.</p> <p>—Sí pensaba con claridad —susurró Morgon—. No tuve el poder para romperlo.</p> <p>Calló, notando que Danan escuchaba intrigado, aunque confiando en ambos. El oscuro enigma del poder del hechicero volvía a cernirse sobre sus pensamientos, sobre todo el reino, de Isig a Hed. No parecía haber escapatoria. Rompió a llorar sin esperanzas, pues no poseía más respuestas. El hechicero, aflojando los hombros como si el peso del reino le curvara la espalda, sólo le respondió con silencio.</p> <title style="page-break-before:always; text-indent: 0em;"> <p style="line-height:400%;">Capítulo 12</p> </h3> <p style="margin-top:5%">Partieron de Isig al día siguiente, tres cuervos atravesando el humo ondeante de las forjas de Danan. Cruzaron el Ose, sobrevolaron los muelles de Kyrth; todos los barcos se preparaban para un largo viaje río abajo hasta los inhóspitos mares otoñales. Lluvias grises los azotaron sobre los bosques de Osterland; los vastos y antiguos pinares estaban encorvados de fatiga. Montaña Huraña se irguió a lo lejos desde un anillo de bruma. Los vientos del este y del norte los fustigaron; los cuervos brincaban de una corriente a otra, mientras vientos erráticos les alisaban u ondulaban las plumas. Con frecuencia se detenían a descansar. Al anochecer apenas habían recorrido la mitad del trayecto hasta Yrye.</p> <p>Pernoctaron bajo la ancha copa de un viejo árbol cuyas gruesas ramas suspiraban resignadamente bajo la lluvia. Allí encontraron refugio contra la intemperie. Dos cuervos se acurrucaron juntos en una rama; el tercero aterrizó debajo de ellos, un pájaro grande y oscuro que no había hablado desde que abandonaran Isig. Durmieron varias horas, protegidos por la techumbre de ramas, acunados por el viento.</p> <p>Los vientos murieron a medianoche. Las lluvias se redujeron a un susurro, se disiparon. Las nubes se entreabrieron, mostrando cúmulos de estrellas contra una negrura deslumbrante. En sus sueños de cuervo, Morgon sintió ese inesperado silencio. Abrió los ojos.</p> <p>Raederle estaba inmóvil junto a él, una nubecilla de plumaje negro y suave. El cuervo de abajo estaba quieto. Morgon sintió la atracción de su propia forma, pues ansiaba aspirar las especias de la noche, transformarse en claro de luna. Al cabo de un rato extendió las alas, descendió silenciosamente al suelo y cambió de forma.</p> <p>Se dejó envolver por la noche de Osterland. Abrió la mente a todos los sonidos y olores y formas, apoyó la mano en el flanco húmedo y rústico del árbol, y notó que dormitaba. Oyó las pisadas de un depredador nocturno en el terreno blando y húmedo. Olió los ricos y enmarañados aromas del pino mojado, la corteza muerta y la marga triturada. Ansiaba formar parte de la tierra, bajo el toque leve y plateado de la luna. Dejó que su mente bogara a la deriva por la noche vasta y serena.</p> <p>Adaptó su mente a las raíces de los árboles, las piedras sepultadas, el cerebro de los animales que cruzaban inadvertidamente la senda de su consciencia. En todas las cosas detectó el antiguo fuego dormido de la ley de Har, un fuego tenue y perpetuo que ardía detrás de sus ojos. Tocó fragmentos de los muertos dentro de la tierra, los huesos y recuerdos de hombres y animales. A diferencia de los espectros de An, estaban serenos, en reposo en el corazón de la tierra agreste. En silencio, incapaz de resistir su propia ansia, comenzó a hundir sus vínculos de consciencia y conocimiento en la ley de Osterland.</p> <p>Poco a poco comprendió las raíces de la ley. Los vínculos de la nieve y el sol afectaban a todas las formas de vida. Los vientos feroces fijaban la velocidad del vesta; el rigor de las estaciones modelaba el cerebro del lobo; la noche invernal se filtraba por el ojo del cuervo. Cuanto más comprendía, más se sumía en ello: escrutó la luna desde los ojos de un búho con cuernos, se fusionó con un felino entre los helechos, acomodó los pensamientos a los sinuosos ángulos de una telaraña, y a la hiedra incesante y sinuosa que se enroscaba en un tronco de árbol. Estaba tan concentrado que tocó una mente de vesta sin cuestionarla. Poco después tocó otra. De pronto su mente no se pudo mover sin encontrar vestas, como si hubieran surgido del claro de luna. Corrían: un viento blanco y silencioso que venía de todas partes. Procuró averiguar qué los impulsaba. Un peligro los había desperdigado por la noche, y se preguntó qué cosa osaría turbar a los vestas en las comarcas de Har. Sondeó a mayor profundidad. Luego se liberó de ellos: una bocanada de aire helado le despejó la cabeza.</p> <p>Casi amanecía. Lo que parecía el claro de luna era la primera pincelada gris de la mañana. Los vestas estaban muy cerca, una gran manada convocada por Har, atraída con fino instinto hacia lo que había arrancado al rey de su sueño y perturbaba el antiguo funcionamiento de su mente. Morgon se quedó quieto, sopesando varios impulsos: cobrar forma de cuervo y escapar al árbol; cobrar forma de vesta; tratar de llegar a la mente de Har, con la esperanza de que el rey lo escuchara a pesar de su enfado. Antes que pudiera actuar, encontró a Yrth a su lado.</p> <p>—Quédate quieto —dijo el hechicero, y Morgon, furioso con su propio acatamiento, siguió ese insólito consejo.</p> <p>Comenzó a ver a los vestas alrededor, a través de los árboles. Su velocidad era increíble; el inflexible avance hacia un punto aislado de los bosques era perturbador. Lo cercaron en cuestión de segundos, rodeando el árbol. No lo amenazaban, sólo formaban un círculo estrecho e inmóvil, mirándolo con ojos morados, y sus cornamentas doradas y redondas se perfilaban contra la arboleda y el pálido cielo de la mañana hasta donde él alcanzaba a ver.</p> <p>Raederle despertó. Soltó un chillido de sorpresa. Su mente llegó a la de Morgon; dijo su nombre con tono inquisitivo. Él no osó responder, y ella calló. El sol blanqueó una muralla de nubes en el este, desapareció. La lluvia se reinició, intensa, gotas hurañas que caían de un cielo sin viento.</p> <p>Una hora después, una ondulación avanzó a través de la manada. Morgon, empapado de pies a cabeza y maldiciendo el consejo de Yrth, observó el movimiento con alivio. Una cornamenta dorada se abría paso entre las demás; los círculos brillantes se apartaban y volvían a unirse a su paso. Morgon supo que era Har. Se enjugó la lluvia de los ojos con una manga empapada y estornudó. Al instante, el vesta más próximo, hasta entonces impasible, bramó como un venado y corcoveó. Una pezuña dorada hendió el aire a poca distancia del rostro de Morgon, quien se endureció como la piedra. El vesta se calmó y volvió a mirarlo apaciblemente.</p> <p>Morgon le sostuvo la mirada, oyendo los ruidosos latidos de su corazón. El círculo se rompió para dejar pasar al gran vesta. Cambió de forma. El rey lobo se irguió ante Morgon, y sus ojos sonrientes no auguraban nada bueno para quien hubiera interrumpido su sueño.</p> <p>Dejó de sonreír cuando reconoció a Morgon. Movió la cabeza, dijo una palabra áspera; los vestas se disiparon como un sueño. Morgon esperó en tenso silencio un juicio que no llegó. El rey extendió los brazos, le apartó el pelo húmedo de las estrellas de la frente, como disipando una duda. Miró a Yrth.</p> <p>—Tendrías que haberle avisado.</p> <p>—Estaba durmiendo —dijo Yrth.</p> <p>—Creí que nunca dormías —gruñó Har. Miró hacia el árbol y su expresión se ablandó. Alzó la mano. El cuervo se posó en sus dedos, y él se lo puso en el hombro. Entonces Morgon se movió. Har lo miró con un destello azul hielo en los ojos, del color del viento sobre el cielo de los yermos.</p> <p>—¿Tú, robando fuego de mi mente? ¿No podrías haber esperado hasta la mañana?</p> <p>—Har… —susurró Morgon. Sacudió la cabeza, sin saber por dónde empezar. Avanzó un paso, con la cabeza gacha, hacia el abrazo del rey lobo—. ¿Cómo puedes confiar tanto en mí?</p> <p>—En ocasiones no soy racional —admitió Har. Soltó a Morgon, lo apartó para verlo mejor—. ¿Dónde te encontró Raederle?</p> <p>—En los yermos.</p> <p>—Tienes aspecto de hombre que ha escuchado esos vientos mortíferos… Ven a Yiye. Un vesta puede viajar más rápidamente que un cuervo, y en las honduras de Osterland, nadie reparará en vestas que corren juntos. —Apoyó la mano en el hombro del hechicero—. Cabalga sobre mí, o sobre Morgon.</p> <p>—No —dijo Morgon sin pensar. Har lo miró.</p> <p>—Iré en forma de cuervo —dijo Yrth con voz fatigada, antes que el rey pudiera hablar—. Hubo una época en que habría afrontado el riesgo de correr a ciegas por mero amor a la carrera, pero ya no… Me debo estar poniendo viejo. —Cambió de forma, aleteó para posarse en el otro hombro de Har.</p> <p>El rey lobo, frunciendo el ceño, con el rostro arrugado a la sombra de dos cuervos, pareció oír algo bajo el silencio de Morgon.</p> <p>—Resguardémonos de la lluvia —dijo simplemente.</p> <p>Galoparon todo el día hasta el ocaso: tres vestas corriendo al norte, hacia el invierno, uno con un cuervo montado en el círculo de sus cuernos. Llegaron a Yiye al anochecer. Mientras aminoraban la marcha y se detenían en el patio, resollando, las gruesas puertas de roble y oro se abrieron de par en par. Aia apareció rodeada por lobos y seguida por Nun, que fumaba sonriendo.</p> <p>Nun abrazó a Raederle en forma de vesta, y luego en su propia forma. Aia, con su pelo marfileño destrenzado, miró a Morgon, le besó la mejilla suavemente. Palmeó el hombro de Har, y el de Yrth.</p> <p>—Mandé a todos a casa —dijo con su voz plácida—. Nun me contó quién venía.</p> <p>—Yo se le dije —aclaró Yrth, antes que Har tuviera que preguntar. El rey sonrió. Fueron al salón vacío. El fuego rugía en el largo hogar, y una mesa mostraba fuentes de carne y pan caliente, susurrantes vasijas de bronce de vino con especias, guisados humeantes y verduras. Se pusieron a comer enseguida, hambrientos. Luego, cuando se saciaron un poco, se pusieron a charlar y a beber vino frente al fuego.</p> <p>Morgon dormitaba en un banco, con el brazo sobre Raederle.</p> <p>—Conque viniste a Osterland a aprender la ley de mi tierra —dijo Har—. Haré un trato contigo.</p> <p>Eso lo despertó. Miró al rey un instante.</p> <p>—No —dijo al fin—. Yo te daré lo que quieras.</p> <p>—Eso parece un cambio justo por la ley de la tierra —murmuró Har—. Puedes errar libremente por mi mente, si yo puedo errar libremente por la tuya. —Pareció intuir algo en un vago cabeceo de Yrth—. ¿Alguna objeción?</p> <p>—El tiempo apremia —dijo Yrth.</p> <p>Morgon lo miró.</p> <p>—¿Me aconsejas que tome el conocimiento de la tierra misma? —protestó—. Eso llevaría semanas.</p> <p>—No.</p> <p>—¿Entonces me aconsejas que no lo tome?</p> <p>—No —suspiró el hechicero.</p> <p>—¿Y qué me aconsejas hacer? —Raederle se movió en su abrazo, alarmada por su voz colérica. Har permanecía quieto en su gran silla tallada; el lobo que tenía junto a las rodillas abrió los ojos para mirar a Morgon.</p> <p>—¿Estás buscando pleito con Yrth en mi salón? —preguntó Har con asombro.</p> <p>El hechicero sacudió la cabeza.</p> <p>—Es culpa mía —explicó—. Hay un conjuro que Morgon desconocía. Hace unos días lo usé para retenerlo en Isig cuando Hed fue atacado. Me pareció mejor que dejarle caer en una trampa.</p> <p>Morgon, cerrando las manos sobre la copa, contuvo una réplica furibunda.</p> <p>—¿Qué conjuro? —preguntó Nun, intrigada. Yrth le clavó los ojos. Ella adoptó una expresión distante, como si soñara. Yrth la soltó, y ella enarcó las cejas—. ¿Dónde aprendiste eso, en nombre de Hel?</p> <p>—Vi la posibilidad hace mucho tiempo, y la exploré hasta darle existencia —dijo el hechicero con tono de disculpa—. Nunca la habría usado, salvo en circunstancias extremas.</p> <p>—Bien, yo también estaría contrariada. Pero entiendo por qué lo hiciste. Si los Amos de la Tierra buscan a Morgon en el otro extremo del reino, no hay razones para distraerlos y darles lo que quieren.</p> <p>Morgon agachó la vista. Sintió la mirada de Har como algo físico, obligándolo a erguir la cabeza. Encaró con impotencia esos ojos curiosos y duros. El rey lo soltó abruptamente.</p> <p>—Necesitas dormir.</p> <p>Morgon miró su vino.</p> <p>—Lo sé. —Sintió la mano de Raederle en la mejilla, y su desesperación se alivió un poco. Dijo con voz vacilante, rompiendo el silencio que se había hecho en el salón—: Pero antes dime cómo los vestas están tan ligados a la defensa de la ley de la tierra. Como vesta, nunca me percaté de ello.</p> <p>—Yo tampoco me había percatado —admitió el rey—. Es un vínculo antiguo, creo. Los vestas son sumamente poderosos, y creo que se levantan en defensa de la tierra, y de la ley de la tierra. Pero hace siglos que sólo luchan contra lobos, y el vínculo estaba aletargado en el fondo de mi mente… Te mostraré el vínculo, por cierto. Mañana. —Miró al hechicero, quien se sirvió más vino caliente con especias—. Yrth, ¿fuiste a Hed?</p> <p>—Sí. —El ángulo del líquido que se vertía en la copa cambió a medida que la llenaba. Yrth dejó la vasija.</p> <p>—¿Cómo cruzaste Ymris?</p> <p>—Con sumo cuidado. No demoré más tiempo del necesario en mi camino a Hed, pero al regresar me detuve unos minutos para hablar con Aloil. Nuestras mentes están ligadas; pude encontrarlo sin usar poder. Estaba con Astrin Ymris y lo que resta de las fuerzas del rey en las inmediaciones de Caerweddin.</p> <p>Se hizo otro silencio. Una rama se quebró en el fuego y una lluvia de chispas voló hacia el orificio del techo.</p> <p>—¿Qué resta de las fuerzas del rey? —preguntó Har.</p> <p>—Astrin no estaba seguro. La mitad de los hombres fueron empujados hacia Ruhn cuando se perdió el Llano del Viento; el resto huyó al norte. Los rebeldes… sean lo que fueren, hombres vivientes, muertos, Amos de la Tierra… no han atacado Caerweddin ni otras ciudades importantes de Ymris. —Miró el fuego reflexivamente, a través de los ojos de otro—. Siguen tomando las ruinas de ciudades antiguas. Hay muchas en Ruhn, un par en el este de Umber, y en el Llano de la Boca del Rey, cerca de Caerweddin. Astrin no quiere derrochar vidas luchando por una ciudad muerta. Empieza a pensar que el ejército del rey y el ejército rebelde no libran la misma guerra…</p> <p>Har gruñó. Se levantó, y el lobo apartó la cabeza de su rodilla.</p> <p>—Un tuerto que puede ver… ¿Ve un final para esta guerra?</p> <p>—No. Pero me dijo que está obsesionado con sueños del Llano del Viento, como si allí hubiera alguna respuesta. La torre de la planicie todavía está protegida por una fuerza viviente de ilusión.</p> <p>—La Torre del Viento —dijo inesperadamente Morgon, como si las palabras del hechicero hubieran exhumado el fragmento de un enigma—. La había olvidado…</p> <p>—Una vez intenté subir —dijo Nun con añoranza.</p> <p>Har llevó su copa a la mesa para servirse más vino.</p> <p>—También yo. ¿Y tú? —le preguntó a Morgon.</p> <p>—No.</p> <p>—¿Por qué no? Es un enigma, y tú eres un maestro de enigmas.</p> <p>Morgon reflexionó.</p> <p>—La primera vez que estuve en el Llano del Viento con Astrin perdí la memoria. Había un solo enigma que me interesaba resolver. La segunda vez… Pasé muy rápidamente, de noche. Perseguía a un arpista. Nada me habría detenido.</p> <p>—Entonces quizá debas intentarlo —murmuró Har.</p> <p>—Hablas sin pensar —protestó Nun—. El Llano debe de estar lleno de Amos de la Tierra.</p> <p>—Nunca hablo sin pensar —dijo Har.</p> <p>Morgon tuvo una ocurrencia que lo sobresaltó. Raederle irguió la cara, pestañeando.</p> <p>—Está envuelta en una ilusión… Nadie puede llegar a la cima. Nadie obra una ilusión a menos que haya algo que ocultar… Pero, ¿qué podría estar oculto tanto tiempo en la cima de esa torre?</p> <p>—El Supremo —sugirió Raederle con aire soñoliento. Todos la miraron, Nun con la pipa humeando entre los dedos, Har con la copa cerca de los labios—. Bien, es lo que todos buscan. Y el único lugar donde nadie ha mirado.</p> <p>Har miró a Morgon, que se pasó la mano por el pelo, con cara de asombro.</p> <p>—Quizá. Har, tú sabes que lo intentaré. Pero siempre pensé que esa ilusión era la obra olvidada de Amos de la Tierra muertos, no de un Amo de la Tierra vivo. —Se enderezó, mirando el vacío—. Torre del Viento. Ese nombre… El viento. —A través de sus recuerdos afloraron el viento profundo de Erlenstar y los vientos tumultuosos de los yermos, cantando al son de su arpa—. Torre del Viento.</p> <p>—¿Qué ves?</p> <p>—No sé… Un arpa con cuerdas de viento. —Mientras los vientos amainaban en su mente, comprendió que no sabía quién había hecho la pregunta. La visión se esfumó, dejándole sólo palabras y la certidumbre de que todo encajaba—. La torre. El arpa con estrellas. El viento.</p> <p>Har ahuyentó a una comadreja blanca de su silla y se sentó lentamente.</p> <p>—¿Puedes dominar los vientos tal como la ley de la tierra? —preguntó con incredulidad.</p> <p>—No lo sé.</p> <p>—Entiendo. Aún no lo has intentado.</p> <p>—No sabría cómo empezar. Una vez imité al viento. Para matar. Eso es lo que sé que puedo hacer.</p> <p>—Bien… —El rey sacudió la cabeza. El salón estaba muy quieto; los ojos de los animales relucían entre las velas. Yrth bajó la copa y distrajo a todos con un tintineo al chocarla contra el borde de una bandeja. Nun lo guió.</p> <p>—Distancias cortas —murmuró él agriamente.</p> <p>—Creo que si empiezo a interrogarte —dijo el rey lobo— será el enigma más largo que haya formulado.</p> <p>—Ya has formulado el enigma más largo —dijo Morgon—. Hace dos años, cuando me salvaste la vida en ese temporal y me trajiste a tu casa. Todavía trato de resolverlo.</p> <p>—Hace dos años, te di el conocimiento de la forma del vesta. Ahora has regresado en busca del conocimiento de la ley de mi tierra. ¿Qué me pedirás a continuación?</p> <p>—No sé. —Morgon vació la copa y pasó las manos por el borde—. Confianza, quizá. —Dejó la copa abruptamente, siguió el impecable borde con los dedos. Sentía un súbito agotamiento; quería apoyar la cabeza en la mesa y dormir. Oyó que el rey lobo se ponía de pie.</p> <p>—Pregúntame mañana.</p> <p>Har lo tocó. Mientras abría los ojos con esfuerzo y se levantaba para seguir al rey, no encontró nada extraño en la respuesta.</p> <p>Durmió sin sueños hasta el alba junto a Raederle, en la tibia y elegante cámara que Aia les había preparado. Cuando el cielo se iluminó, los vestas se agolparon en su mente, formando un círculo estrecho y perfecto para que él no pudiera moverse, y todos sus ojos eran claros, furtivos, ciegos. Despertó de golpe, murmurando. Raederle lo buscó a tientas, dijo alguna incoherencia. Esperó a que ella volviera a dormirse, se levantó con sigilo y se vistió. Olió un último y dulce leño de pino que aún ardía en el salón silencioso, y supo que Har aún estaba allí.</p> <p>El rey lo observó mientras entraba en el salón. Morgon dejó atrás los animalillos que estaban acurrucados junto al hogar y se sentó al lado de Har. El rey le apoyó una mano en el hombro, lo sostuvo por un instante de delicado y cómodo silencio.</p> <p>—Necesitamos intimidad —dijo—, pues de lo contrario los mercaderes difundirán rumores desde aquí hasta Anuin. Últimamente han invadido mi casa, haciéndome preguntas a mí, a Nun…</p> <p>—Está el cobertizo del fondo —sugirió Morgon—, donde me enseñaste la forma del vesta.</p> <p>—Parece apropiado… Despertaré a Hugin. Él puede atendernos. —Sonrió—. Durante un tiempo, pensé que Hugin volvería a vivir con los vestas; se tornó muy tímido entre los hombres. Pero desde que Nun vino y le contó todo lo que sabía sobre Suth, creo que podría transformarse en hechicero… —Calló, enviando un pensamiento, sospechó Morgon, por la casa silenciosa. Poco después Hugin entró, pestañeando y peinándose el cabello blanco con los dedos. Se paró en seco al ver a Morgon. Tenía huesos grandes y gráciles como los vestas, ojos profundos y tímidos. Agitó la luz de las velas, sonrojándose, con el aire de un vesta que estuviera a punto de sonreír.</p> <p>—Necesitamos tu ayuda —dijo Har.</p> <p>Hugin inclinó la cabeza obedientemente.</p> <p>—Nun dijo que luchaste con el hechicero que mató a Suth —le dijo a Morgon—. Que salvaste la vida de los hechiceros de Lungold. ¿Mataste al Fundador?</p> <p>—No.</p> <p>—¿Por qué no?</p> <p>—Hugin… —murmuró Har, pero se contuvo y miró a Morgon con curiosidad—. ¿Por qué no? ¿Derrochaste toda tu pasión por la venganza en ese arpista?</p> <p>—Har… —Los músculos de Morgon se tensaron bajo la mano de Har. El rey frunció el ceño.</p> <p>—¿Qué sucede? ¿Te persigue un espectro? Anoche Yrth me contó cómo murió el arpista.</p> <p>Morgon sacudió la cabeza.</p> <p>—Tú eres un experto en enigmas —dijo—. Dímelo tú. Necesito ayuda.</p> <p>Har tensó la boca. Se levantó.</p> <p>—Lleva comida, vino y leña al cobertizo —le dijo a Hugin—. Y jergones. Cuando despierte Raederle de An, avísale de dónde estamos y llévala. —Añadió con cierta impaciencia, cuando el joven se sonrojó—: Ya has hablado antes con ella.</p> <p>—Lo sé. —Sonrió. Bajo la mirada curiosa de Har, se calmó y se puso en marcha—. La llevaré a ella. Y todo lo demás.</p> <p>Pasaron ese día y las nueve noches siguientes en el cobertizo humeante y circular que estaba detrás de la casa del rey. Morgon dormía de día. Har, al parecer inagotable, aprovechaba el día para dirigir su corte. Morgon, saliendo de la mente de Har cada amanecer, encontraba a Raederle al lado, y a Hugin, y a veces a Nun, sacudiendo la pipa ante el fuego. Rara vez les hablaba; en la vigilia o el sueño, su mente parecía ligada a la de Har, imitando árboles, cuervos, picos cubiertos de nieve, todas las formas que en lo hondo de la mente del rey lobo estaban vinculadas a su consciencia. Har le dio todo sin pedir nada durante esos días. Morgon exploró Osterland a través de él, formando su propio vínculo con cada raíz, piedra, cachorro de lobo, halcón blanco y vesta de la comarca.</p> <p>El rey estaba lleno de extrañas hechicerías, descubrió Morgon. Podía hablar con los búhos y los lobos; podía hablar con un cuchillo de hierro o la punta de una flecha para guiarlos hasta el blanco. Conocía a los hombres y animales de su tierra como conocía a su propia familia. La ley de su tierra llegaba a los lindes de los yermos del norte, donde había perseguido vestas durante millas en un desierto de nieve. Tenía la forma de su propia ley, y su poder templó el corazón de Morgon con hielo, y luego con fuego, hasta que Morgon pareció una forma más del cerebro de Har, o Har un reflejo de su propio poder.</p> <p>Entonces se liberó de Har, se tendió en un jergón y se durmió. Como el heredero de un terrarca, soñó los recuerdos de Har. Sus intensos y febriles sueños abarcaban siglos de historia, de raras batallas, de juegos de enigmas que habían durado días y años. Construyó Yrye, oyó que el hechicero Suth le formulaba cinco extraños enigmas para que los guardara, vivió entre lobos, entre vestas, engendró herederos, celebró juicios y envejeció tanto que ya no tuvo edad. Los turbulentos y febriles sueños llegaron a su fin y él se retrajo en lo profundo de sí mismo, en una noche sin sueños. Durmió sin moverse hasta que un nombre llegó a su mente. Aferrándolo, regresó al mundo. Despertó con un parpadeo, encontró a Raederle arrodillada junto a él.</p> <p>Ella le sonrió.</p> <p>—Quería averiguar si estabas vivo o muerto. —Ella le tocó la mano; él cerró los dedos sobre los de ella—. Puedes moverte.</p> <p>Morgon se incorporó. Vio que el cobertizo estaba vacío, oyó los vientos que intentaban despedazar el techo. Trató de hablar, pero le costó hallar la voz.</p> <p>—¿Cuánto tiempo he dormido?</p> <p>—Dos mil años, según dijo Har.</p> <p>—¿Tan viejo es? —Miró el vacío un instante, se inclinó para besarla—. ¿Es de día o de noche?</p> <p>—Es mediodía. Has dormido casi dos días. Te eché de menos. En general sólo contaba con Hugin para hablar.</p> <p>—¿Quién?</p> <p>Ella sonrió aún más.</p> <p>—¿Recuerdas mi nombre, al menos?</p> <p>Él asintió.</p> <p>—Eres una mujer de dos mil años de edad, llamada Raederle. —Morgon guardó silencio, sosteniéndole la mano, recobrando la forma del mundo que lo rodeaba. Se levantó; ella lo rodeó con el brazo para ayudarle a conservar el equilibrio. El viento le arrebató la puerta de la mano cuando la abrió. Los primeros copos de nieve invernal giraban y se perdían en los vientos. Destrozaban el silencio de su mente, batían sobre él, persistentes, helados, arrancándolo de sus sueños. Corrió por el patio con Raederle, hacia el amparo de la oscura casa del rey.</p> <p>Har fue a verlo esa noche cuando estaba tendido junto al fuego en su cámara. Recordaba y absorbía lentamente el conocimiento que había tomado. Raederle lo había dejado a solas, sumido en sus pensamientos. Al entrar, Har lo arrancó de su ensimismamiento. Sus ojos se encontraron a través del fuego en un reconocimiento apacible y mudo. Har se sentó, y Morgon se enderezó, moviendo leños con las manos hasta que el fuego adormilado despertó.</p> <p>—He venido en busca de lo que me debes —murmuró Har.</p> <p>—Te debo todo. —Morgon esperó.</p> <p>El fuego se borroneó lentamente; de nuevo Morgon se perdió para sí mismo, esta vez entre sus propios recuerdos. El rey se internó en ellos al azar, sin saber lo que encontraría. Muy pronto abandonó su exploración con puro asombro.</p> <p>—¿Atacaste a un hechicero viejo y ciego?</p> <p>—Sí. No pude matarlo.</p> <p>Los ojos del rey ardieron con luz glacial. Parecía a punto de hablar, pero retomó el hilo de los recuerdos de Morgon. Se movía hacia delante y hacia atrás, del Camino de los Mercaderes a Lungold y Erlenstar, y a las semanas que Morgon había pasado en los yermos, tocando el arpa en el viento. Observó la muerte del arpista; escuchó a Yrth hablando con Morgon y Danan en Isig; escuchó a Raederle dando a Morgon un enigma que lo arrancó de la tierra muerta y lo devolvió a los vivos. Soltó a Morgon abruptamente y recorrió la cámara como un lobo.</p> <p>—Deth.</p> <p>Morgon sintió un escalofrío, como si al pronunciar ese nombre Har hubiera vuelto real lo imposible. El rey se le acercó, se quedó quieto, escrutó el fuego. Morgon apoyó la cara en los antebrazos con fatiga.</p> <p>—No sé qué hacer. Posee más poder que nadie en el reino. Has sentido el conjuro con que dominó mi mente…</p> <p>—Él siempre ha dominado tu mente.</p> <p>—Lo sé. Y no puedo combatirlo, no puedo. Viste cómo me atrajo en el Camino de los Mercaderes… con nada. Con un arpa que apenas podía tocar. Fui a él… En Anuin no pude matarlo. Ni siquiera quería hacerlo… Más aún, quería una razón para no hacerlo. Él me dio una. Pensé que se había ido de mi vida para siempre, pues no le dejé lugar donde pudiera tocar el arpa. Mejor dicho, le dejé un solo lugar. Él me llamó con su arpa. Me traicionó de nuevo, y le vi morir. Pero no murió. Sólo reemplazó una máscara por otra. Él fabricó la espada con la cual estuve a punto de matarlo. Él me arrojó a Ghistelwchlohm como un hueso, y me rescató de los Amos de la Tierra el mismo día. No lo entiendo. No puedo desafiarlo. No tengo pruebas, y él se libraría de mi acusación con una treta. Su poder me arredra. No sé qué es él. Me da un silencio semejante al silencio de los árboles…</p> <p>Dejó de hablar, y se sorprendió escuchando el silencio de Har.</p> <p>Alzó la cabeza. El rey aún escrutaba el fuego, pero parecía observarlo desde la distancia de muchos siglos. Estaba muy quieto; no parecía respirar. Su rostro parecía más rústico de lo que Morgon recordaba, como si las arrugas hubieran sido talladas por los vientos helados e inmisericordes que azotaban su tierra.</p> <p>—Morgon, ten cuidado —susurró.</p> <p>Morgon comprendió que no era una advertencia sino una súplica. El rey se acuclilló, aferró los hombros de Morgon con suavidad, como si asiera algo elusivo, intangible, que comenzaba a cobrar forma bajo sus manos.</p> <p>—Har…</p> <p>El rey se negó a responder su pregunta. Sostuvo la mirada de Morgon con intensidad, escudriñando el corazón de su confusión.</p> <p>—Que el arpista se nombre a sí mismo…</p> <title style="page-break-before:always; text-indent: 0em;"> <p style="line-height:400%;">Capítulo 13</p> </h3> <p style="margin-top:5%">El rey lobo no le dio ninguna otra respuesta. Tras los ojos de Har se ocultaba algo que el rey se negaba a mencionar. Morgon lo intuía, y también Yrth.</p> <p>—Har, ¿en qué estás pensando? —preguntó el hechicero la noche antes de partir de Yiye—. Oigo algo debajo de tus palabras.</p> <p>Estaban sentados junto al fuego. Los vientos silbaban sobre el techo, succionando jirones de humo por el orificio. Har miró al hechicero a través de las llamas. Su rostro antiguo estaba endurecido por aquello que había visto, pero su voz sólo conservaba su afecto seco y familiar.</p> <p>—No es nada que deba preocuparte.</p> <p>—¿Por qué será que no te creo? —murmuró Yrth—. ¿Aquí en este salón, donde durante siglos has buscado la verdad mediante enigmas?</p> <p>—Confía en mí —dijo Har.</p> <p>Los ojos del hechicero lo escrutaron desde su íntima oscuridad.</p> <p>—Irás a Ymris.</p> <p>—No —intervino Morgon. Había dejado de reñir con Yrth; actuaba con cautela en presencia del hechicero, como en presencia de un animal poderoso e imprevisible. Pero las palabras del hechicero, que parecían a medio camino entre una declaración y una orden, le arrancaron una protesta—. Har, ¿qué puedes hacer en Ymris, salvo hacerte matar?</p> <p>—No tengo la menor intención de morir en Ymris —dijo Har. Expuso una palma al fuego, revelando marchitas medialunas de poder; ese gesto silencioso hechizó a Morgon.</p> <p>—Entonces, ¿qué te propones?</p> <p>—Te daré una respuesta a cambio de otra.</p> <p>—¡Har, esto no es un juego!</p> <p>—¿No lo es? ¿Qué hay en lo alto de la Torre del Viento?</p> <p>—No lo sé. Cuando lo sepa, regresaré aquí para contártelo. Si tienes paciencia.</p> <p>—Ya no tengo más paciencia —dijo Har. Se levantó, caminó de aquí para allá; sus pasos lo llevaron a la silla del hechicero. Recogió un par de leños y se arrodilló para ponerlos en el fuego—. Si tú mueres, poco importará dónde estoy, ¿verdad?</p> <p>Morgon no respondió. Yrth se inclinó hacia delante, apoyando una mano en el hombro de Har para equilibrarse, y rozó una ramilla llameante que rodó hacia ellos. La arrojó de vuelta al fuego.</p> <p>—Será difícil llegar a la Torre del Viento. Pero creo que el ejército de Astrin lo hará posible. —Soltó a Har, se sacudió ceniza de las manos.</p> <p>El rey se incorporó. Morgon, observando su rostro serio, dejó de lado la discusión para aferrarse a su íntima y tenaz determinación.</p> <p>Se despidió de Har al amanecer del día siguiente. Tres cuervos iniciaron el largo viaje al sur, rumbo a Herun, surcando un cielo lúgubre y lluvioso. El hechicero los condujo con asombrosa precisión por las chatas planicies de Osterland y los bosques que bordeaban el Ose. No cambiaron de forma hasta haber cruzado el Invierno y la vasta tierra de nadie que separaba Osterland de Ymris. Las lluvias amainaron cerca del ocaso del tercer día de viaje, y por acuerdo mutuo y tácito descendieron para reposar en sus propias formas.</p> <p>—¿Cómo haces para guiarnos, en nombre de Hel? —le preguntó Morgon a Yrth mientras el hechicero arrancaba llamas a una maraña de madera mojada—. Nos condujiste derecho al Invierno. ¿Y cómo hiciste un viaje de ida y vuelta entre Isig y Hed en dos días?</p> <p>Yrth miró hacia su voz. La llama despertó entre sus manos, envolviendo la madera, y él retrocedió.</p> <p>—Instinto. Tú piensas demasiado mientras vuelas.</p> <p>—Quizá. —Se acuclilló junto al fuego. Raederle, respirando profundamente el aire húmedo y perfumado de pino, miraba el río con añoranza.</p> <p>—Morgon, ¿por qué no pescas algo? Tengo hambre, y no quiero volver a adoptar la forma de cuervo para comer… lo que coman los cuervos. Si haces eso, yo buscaré setas.</p> <p>—Huele a manzanas —dijo Yrth. Se levantó, dirigiéndose hacia un olor. Morgon lo observó con incredulidad.</p> <p>—Yo no huelo manzanas —murmuró—. Y apenas pienso mientras vuelo. —Se levantó, se agachó para besar a Raederle—. ¿Tú hueles manzanas?</p> <p>—Huele a pescado. Y a más lluvia. Morgon… —Le puso el brazo en los hombros, reteniéndolo agachado. Él notó que buscaba las palabras a tientas.</p> <p>—¿Qué?</p> <p>—No sé. —Raederle se pasó la mano libre por el pelo, con ojos perplejos—. Él se mueve por el mundo como un amo…</p> <p>—Lo sé.</p> <p>—Quiero confiar en él, pero recuerdo que te lastimó y le tengo miedo. Y tengo miedo del lugar adonde nos lleva con tanta habilidad… Pero luego olvido mis temores fácilmente. —Le tironeó distraídamente el pelo lacio—. Morgon.</p> <p>—¿Qué?</p> <p>—No sé. —Se levantó abruptamente, impaciente consigo misma—. Ni yo sé lo que pienso.</p> <p>Cruzó el claro para explorar un pálido apiñamiento de setas. Morgon fue hasta el ancho río, se internó en los bajíos y guardó silencio como un viejo tocón de árbol, buscando peces y tratando de no pensar. Se empapó dos veces, mientras una trucha se le escabullía entre los dedos. Al fin transformó su mente en un espejo gris que congeniara con el agua y el cielo y se puso a pensar como un pez.</p> <p>Pescó tres truchas y las evisceró torpemente con la espada, a falta de otra herramienta. Regresó para ponerlas en el fuego y notó que Yrth y Raederle lo miraban. Raederle sonreía. La expresión del hechicero era insondable. Morgon se reunió con ellos. Apoyó los peces en una piedra chata y limpió la espada en la hierba. Luego la guardó en una vaina de ilusión y se acuclilló junto al fuego.</p> <p>—De acuerdo —dijo—. Instinto. —Cogió las setas de Raederle y se puso a rellenar los peces—. Pero eso no explica tu viaje a Hed.</p> <p>—¿Cuánto puedes viajar en un día?</p> <p>—Podría recorrer Ymris, quizá. No sé. No me gusta desplazarme de momento a momento a través de las distancias. Es agotador, y nunca sé con qué mente me puedo topar por accidente.</p> <p>—Bien —murmuró el hechicero—, yo estaba desesperado. No quería que te liberases de ese conjuro antes de que yo regresara.</p> <p>—Yo no podría haber…</p> <p>—Tienes el poder. Puedes ver en la oscuridad.</p> <p>Morgon lo miró en silencio. Se le puso la carne de gallina.</p> <p>—¿Eso era? —susurró—. ¿Un recuerdo?</p> <p>—La oscuridad de Isig.</p> <p>—O de Erlenstar.</p> <p>—Sí. Fue así de sencillo.</p> <p>—Sencillo. —Morgon recordó la súplica de Har y respiró en silencio hasta que el dolor y el nudo de palabras se aflojaron en su pecho. Envolvió los peces en hojas húmedas, acercó la piedra al fuego—. Nada es sencillo.</p> <p>Los dedos del hechicero siguieron la curva de una brizna de hierba hasta la punta.</p> <p>—Algunas cosas lo son. La noche. El fuego. Una brizna de hierba. Si pones la mano en una llama y piensas en tu dolor, te quemarás. Pero si sólo piensas en la llama, o la noche, aceptándola sin recordar… se torna muy sencillo.</p> <p>—Yo no puedo olvidar.</p> <p>El hechicero calló. Cuando los peces empezaron a burbujear, la lluvia había vuelto. Comieron deprisa, cambiaron de forma y volaron a través de la lluvia torrencial para refugiarse entre los árboles.</p> <p>Cruzaron el Ose un par de días después y volvieron a cambiar de forma a orillas del río rápido y caudaloso. Caía la tarde. Sus rostros reflejaban las luces y sombras de un cielo brillante y húmedo. Se miraron con desconcierto, como sorprendidos de sus formas.</p> <p>Suspirando, Raederle se sentó en un tronco caído.</p> <p>—No puedo moverme —susurró—. Estoy cansada de ser cuervo. Empiezo a olvidarme de cómo hablar.</p> <p>—Iré a cazar —dijo Morgon. Se quedó quieto, a pesar de su intención, mientras la fatiga lo empapaba como agua.</p> <p>—Yo iré a cazar —dijo Yrth. Volvió a cambiar de forma antes que ninguno de ellos pudiera replicarle. Un halcón se remontó en el aire, internándose en la lluvia y el sol en un vuelo raudo y enérgico, y luego comenzó a trazar círculos.</p> <p>—¿Cómo? —susurró Morgon—. ¿Cómo puede cazar a ciegas? —Reprimió el impulso de elevarse hasta seguir al halcón. Mientras observaba, el halcón bajó a las sombras en un vuelo rápido y mortífero.</p> <p>—Es como un Amo de la Tierra —dijo Raederle, y Morgon sintió un espantoso escalofrío ante esas palabras casi hirientes—. Todos tienen esa belleza intimidatoria. — El ave se elevó, oscura en la luz que súbitamente se desvanecía. Llevaba algo en las garras. Raederle se levantó despacio, empezó a recoger madera—. Necesitará un espetón.</p> <p>Morgon cortó y peló una rama mientras el halcón regresaba y dejaba una liebre muerta junto a la fogata de Raederle. Yrth reapareció ante ellos. Sus ojos tenían un aspecto extraño, llenos del aire diáfano y silvestre, la certera precisión del halcón. Cuando recobraron su aspecto normal, Morgon hizo su pregunta con voz queda y neutra.</p> <p>—Olí su miedo —respondió el hechicero. Sacó un cuchillo de la bota antes de sentarse—. ¿Quieres desollarla? Para mí sería un problema.</p> <p>Morgon se puso a trabajar sin una palabra. Raederle cogió el espetón, terminó de pelarlo.</p> <p>—¿Puedes hablar el idioma del halcón? —preguntó tímidamente.</p> <p>El rostro ciego y poderoso se volvió hacia ella con una súbita ternura que detuvo el cuchillo de Morgon.</p> <p>—Un poco.</p> <p>—¿Puedes enseñarme? ¿Tenemos que volar hasta Herun como cuervos?</p> <p>—Si lo deseas… Pensé que, siendo de An, te sentirías más cómoda en forma de cuervo.</p> <p>—No. Ahora me siento cómoda en muchas formas. Pero agradezco tu consideración.</p> <p>—¿Qué formas has adoptado?</p> <p>—Oh… Pájaros, un árbol, un salmón, un tejón, un venado, un murciélago, un vesta… Hace tiempo que perdí la cuenta, cuando buscaba a Morgon.</p> <p>—Siempre lo encontrabas.</p> <p>—También tú.</p> <p>Yrth tanteó el suelo distraídamente, buscando ramillas para sostener el espetón.</p> <p>—Sí…</p> <p>—También adopté forma de liebre.</p> <p>—La liebre es presa del halcón. Al cobrar una forma, te atienes las leyes de la tierra.</p> <p>Morgon arrojó la piel y las entrañas a los helechos y cogió el espetón.</p> <p>—¿Y las leyes del reino? —preguntó—. ¿No significan nada para un Amo de la Tierra?</p> <p>El hechicero calló. El poder despiadado del halcón parecía acechar detrás de sus ojos, y Morgon notó que su desafío había sido temerario. Desvió la mirada.</p> <p>—No todas ellas —dijo Yrth equívocamente.</p> <p>Morgon equilibró el espetón sobre el fuego, hizo girar la liebre un par de veces para probarlo. Reparó en la ambigüedad de las palabras del hechicero. Volvió a acuclillarse, mirando a Yrth, pero calló al oír la dolorida voz de Raederle.</p> <p>—¿Por qué crees, entonces, que mis parientes del Llano del Viento guerrean contra el Supremo? ¿Si el poder sólo consiste en el conocimiento de la lluvia y el fuego, y las leyes a las que se atienen son las leyes de la tierra?</p> <p>Yrth guardó silencio. El sol había desaparecido en nubes profundas en el oeste. La bruma del ocaso empezaba a cercarlos. Buscó a tientas el espetón y lo hizo girar lentamente.</p> <p>—Creo que Morgon tiene razón al suponer que el Supremo restringe el pleno poder de los Amos de la Tierra —dijo—. Lo cual es razón suficiente para que ellos quieran combatirlo… Pero muchos enigmas se ocultan debajo de ése. Los niños de piedra de Isig me arrastraron a su tumba hace siglos, cuando yo sentí su aflicción. Los habían despojado de su poder. Los niños son herederos del poder; quizá por eso fueron destruidos.</p> <p>—Espera —dijo Morgon con un temblor en la voz—. ¿Estás diciendo…? ¿Estás sugiriendo que el heredero del Supremo estaba sepultado en esa tumba…?</p> <p>—Parece posible, ¿verdad? —Cayó grasa en las llamas, y él hizo girar la liebre de nuevo—. Quizás era el niño que me habló de las estrellas que yo debía tallar en un arpa y una espada para alguien que con los siglos llegaría para reclamarlas.</p> <p>—Pero, ¿por qué? —insistió Raederle con un susurro—. ¿Por qué?</p> <p>—Tú viste el vuelo del halcón… es bello y mortífero, Si ese poder no estuviera sometido a ninguna ley, el poder y el ansia de poder se tornarían tan espantosos…</p> <p>—Yo quería ese poder.</p> <p>El rostro duro y antiguo se ablandó de nuevo con sorprendente ternura. Yrth la tocó, como había tocado la brizna de hierba.</p> <p>—Pues tómalo.</p> <p>Dejó caer la mano. Raederle agachó la cabeza, y Morgon no pudo verle el rostro. Extendió la mano para moverle el cabello. Ella se levantó abruptamente, alejándose. Echó a andar entre los árboles, abrazándose el cuerpo como si tuviera frío. Morgon sintió un ardor en la garganta, pues el hechicero la había tocado y ella se había alejado de él.</p> <p>—No me has dejado nada… —susurró.</p> <p>—Morgon…</p> <p>Morgon se levantó, siguió a Raederle en la niebla, dejando al halcón con su presa.</p> <p>Durante los días siguientes volaron a veces como cuervos, a veces como halcones cuando el cielo se despejaba. Dos de los halcones se llamaban con voz penetrante; el tercero callaba. Cazaban y dormían con forma de halcón; despertaban mirando el sol pálido con ojos claros y tenaces. Cuando llovía, volaban como cuervos, atravesando con porfía el aire húmedo. Los árboles fluían sin cesar debajo de ellos; podrían haber volado una y otra vez sobre el mismo punto del espacio. Pero mientras las lluvias amainaban y el sol despuntaba como un espectro entre las nubes, un borrón en el horizonte se perfiló como un distante anillo de colinas que se erguían sobre el bosque.</p> <p>El sol asomó unos instantes antes de perderse en la noche. Una luz oblicua bañaba la comarca, destellando en las venas plateadas de los ríos, en lagos que relucían como monedas sobre la tierra verde. Los halcones volaban fatigosamente, en una hilera larga que se extendía media milla. El segundo, hechizado por la luz, se lanzó de pronto hacia delante, entrando y saliendo de la luz y la sombra, en un vuelo recto y exuberante hacia su destino. Esa euforia arrancó a Morgon de su ritmo monótono. Aceleró, pasó al halcón guía para alcanzar al rayo oscuro que surcaba el cielo. No había advertido que Raederle podía volar tan rápidamente. Bajó por las corrientes del viento del norte, pero aun así el otro mantenía su ventaja. Lo persiguió hasta que sintió que había dejado su forma y sólo era puro amor por la velocidad, lanzado hacia delante en la cresta de luz. Alcanzó al otro halcón lentamente, hasta que vio su envergadura y la oscuridad de su vientre y comprendió que era Yrth.</p> <p>Mantuvo la velocidad, ansiando alcanzar a ese halcón potente y arrogante para pasarlo. Aleteó con todas sus fuerzas, hasta que el viento pareció atravesarlo como una llama. Debajo el bosque suspiraba como un mar. Poco a poco, acortó la distancia entre ambos, hasta que fue la sombra del otro halcón en el cielo llameante. Pronto estuvo junto a él, volando a la misma velocidad, batiendo las alas al mismo ritmo. No pudo pasarlo. Hendió el aire y la luz hasta que tuvo que abandonar su furioso afán como un lastre, para mantener la velocidad. El otro no le permitía adelantarse, pero lo instaba a volar más rápido, hasta que todos sus pensamientos y una sombra que le pesaba en el corazón se esfumaron y sintió que si aceleraba más ardería hasta disolverse en el viento.</p> <p>Soltó un grito y se alejó del halcón para bajar hacia las colinas. Apenas podía mover las alas; se dejó mecer por las corrientes de aire hasta que tocó el suelo. Cambió de forma. La alta hierba se abrió para recibirlo. Se tumbó en la tierra, estirando los brazos, aferrándola, hasta que los violentos latidos de su corazón se aplacaron y pudo respirar aire en vez de fuego. Rodó sobre la espalda y se levantó. El halcón revoloteaba sobre él. Lo miró sin moverse, y volvió a tener un eufórico atisbo de su propio poder. Alzó una mano invitadora hacia el halcón, que bajó como una piedra. Lo dejó llegar. Se le posó en el hombro, cerrando los ojos ciegos. Morgon aún estaba en su feroz garra, apresado en su poder y su orgullo.</p> <p>Esa noche tres halcones durmieron en las colinas de Herun. Tres cuervos surcaron la bruma húmeda al amanecer, sobre aldeas y campos rocosos donde vientos arremolinados revelaban aquí y allá un árbol nudoso, o la protuberancia súbita de un monolito. Las nieblas se condensaron en una lluvia que los siguió hasta la Ciudad de los Círculos.</p> <p>Por una vez, la morgol no los había visto llegar. Pero el hechicero Iff los esperaba pacientemente en el patio, y la morgol, sintiendo curiosidad, se reunió con él mientras tres aves negras y mojadas se posaban frente a su casa. Las miró con asombro cuando cambiaron de forma.</p> <p>—Morgon…</p> <p>Mientras ella tomaba su rostro consumido entre las manos, Morgon comprendió a quién había traído consigo a la casa de la morgol. Yrth callaba; parecía ensimismado, como si mirase por los ojos de todos y tuviera que lidiar con imágenes superpuestas. La morgol apartó el cabello mojado de la cara de Raederle.</p> <p>—Te has convertido en el gran enigma de An —dijo, y Raederle bajó la vista.</p> <p>La morgol le alzó la cara y la besó, sonriendo. Luego se volvió hacia los hechiceros. Iff apoyó la mano en el hombro de Yrth.</p> <p>—Querida El —dijo con voz serena—, éste es Yrth. Creo que no os conocéis.</p> <p>—No. —Ella inclinó la cabeza—. Honras mi casa, forjador de estrellas. Entrad, resguardémonos de la lluvia. Habitualmente veo quién cruza mis colinas y me preparo para mis huéspedes, pero no presté la menor atención a tres cuervos cansados. —Apoyó la mano en el brazo de Yrth para guiarlo—. ¿De dónde venís?</p> <p>—Isig y Osterland —dijo el hechicero. Su voz sonaba más ronca que de costumbre. Las guardias del complejo laberinto de corredores miraron a los visitantes sin cambiar de posición, pero había una expresión de asombro en sus ojos. Morgon, mirando la espalda de Yrth, que caminaba junto a la morgol, con la cabeza ladeada hacia ella, notó que Iff se había rezagado y le estaba hablando.</p> <p>—La noticia del ataque contra Hed nos llegó pocos días después del suceso… El rumor se propagó rápidamente por el reino, causando gran temor. La mayoría de la gente ha dejado Caithnard, pero, ¿adónde puede ir? ¿Ymris? ¿An, que Mathom dejará casi indefensa cuando lleve su ejército al norte? ¿Lungold? Esa ciudad aún se está recobrando de su propio terror. Nadie tiene adonde ir.</p> <p>—¿Los maestros han dejado Caithnard? —preguntó Raederle.</p> <p>El hechicero meneó la cabeza.</p> <p>—No. Se niegan a marcharse —comentó con cierta exasperación—. La morgol me pidió que fuera a verlos para ver si necesitaban ayuda, barcos para desplazarse con sus libros. Dijeron que quizá los corolarios de la hechicería contuvieran el secreto para eludir la muerte, pero que los corolarios de los enigmas sostienen que es imprudente dar la espalda a la muerte, pues al girarte sólo la encontrarás de nuevo ante ti. Les pedí que fueran prácticos. Sugirieron que las respuestas los ayudarían más que los barcos. Les dije que podían morir allá. Me preguntaron si la muerte es la cosa más terrible. En ese punto, empecé a comprender un poco los enigmas. Pero no tenía destreza para jugar a los enigmas con ellos.</p> <p>—El sabio persigue un enigma inflexiblemente, como el avaro persigue una moneda que rueda hacia una fisura del piso —dijo Morgon.</p> <p>—Aparentemente. ¿Puedes hacer algo? Me parecieron muy frágiles, y muy valiosos para el reino…</p> <p>La vaga sonrisa murió en los ojos de Morgon.</p> <p>—Sólo una cosa. Darles lo que quieren.</p> <p>La morgol se detuvo frente a una habitación grande y clara, con alfombras y cortinas doradas, blancas y pardas.</p> <p>—Mis criados os traerán lo que necesitéis para estar cómodos —les dijo a Morgon y Raederle—. Habrá guardias apostadas en toda la casa. Venid a vernos cuando estéis preparados, en el estudio de Iff. Allí podremos hablar.</p> <p>—Querida El —murmuró Morgon—, no puedo quedarme. No vine para hablar.</p> <p>Ella pareció sumirse en algún enigma, aunque su expresión cambió muy poco. Le apoyó la mano en el brazo.</p> <p>—He sacado a todas las guardias de las ciudades y fronteras; Goh las está entrenando aquí, para ir al sur, si eso es lo que necesitas.</p> <p>—No —dijo él apasionadamente—. Ya vi bastantes guardias tuyas morir en Lungold.</p> <p>—Morgon, debemos usar la fuerza que tenemos.</p> <p>—En Herun hay mucho más poder que ése. —Notó que el rostro de ella cambiaba. Reparó en el hechicero que estaba detrás de El, quieto como una sombra, y se preguntó, sin esperanza de hallar respuesta, si acopiaba poder por elección propia o porque el halcón lo impulsaba—. A eso he venido. Lo necesito.</p> <p>Ella le cerró los dedos sobre el antebrazo.</p> <p>—¿El poder de la ley de la tierra? —susurró con incredulidad. Él asintió, sabiendo que el primer indicio de desconfianza de ella le desgarraría el corazón—, ¿Tú tienes ese poder? ¿Para tomarlo?</p> <p>—Sí. Necesito el conocimiento. No tocaré tu mente, lo juro. Entré en la mente de Har, con su autorización, pero tú… Hay lugares de tu mente donde no tengo derecho a entrar.</p> <p>Un pensamiento crecía tras los ojos de ella. Aún le aferraba el brazo en silencio. Morgon tuvo la sensación de cambiar de forma ante ella, de transformarse en algo antiguo como el mundo, algo a lo cual los enigmas y leyendas y colores de la noche y el alba se aferraban como tesoros inapreciables y olvidados. Ansió explorarle la mente, para descubrir qué cosa del pasado de Morgon hacía que ella lo viera de ese modo. Pero lo soltó y dijo:</p> <p>—Toma de mí y de mi tierra lo que necesites.</p> <p>Él se quedó quieto, mirándola mientras ella se alejaba por el pasillo, con la mano bajo el codo de Yrth. Llegaron criados, interrumpiendo sus pensamientos. Mientras ellos avivaban el fuego y ponían agua y vino a calentar, le habló a Raederle en un murmullo.</p> <p>—Te dejaré aquí. No sé cuánto tiempo me iré. Ninguno los dos estaba muy seguro, pero al menos Yrth e Iff están aquí, y sé que Yrth quiere que yo viva.</p> <p>Ella le rozó el hombro con la mano.</p> <p>—Morgon, te enlazaste con él mientras volabas —dijo con preocupación—. Lo sentí.</p> <p>—Lo sé. —Le cogió la mano y se la apretó contra el pecho—. Lo sé —repitió. No podía mirarla a los ojos—. Él me atrae valiéndose de mí mismo. Te dije que si jugaba contra él perdería.</p> <p>—Quizá.</p> <p>—Cuida a la morgol. No sé qué he traído a su casa.</p> <p>—Él nunca le haría daño.</p> <p>—Una vez le mintió y la traicionó. Una vez es suficiente. Si me necesitas, pregunta a la morgol dónde estoy. Ella lo sabrá.</p> <p>—De acuerdo. Morgon…</p> <p>—¿Qué?</p> <p>—No sé… —respondió ella, como lo había hecho varias veces en los últimos días—. Sólo recuerdo que Yrth dijo que el fuego y la noche son cosas sencillas cuando las ves con claridad. Sigo pensando que no sabes qué es Yrth porque nunca lo ves a él, sólo ves recuerdos oscuros…</p> <p>—¿Qué esperas que vea, en nombre de Hel? Él es más que un arpista, más que un hechicero. Raederle, trato de ver. Yo…</p> <p>Ella lo silenció con un gesto cuando los criados miraron de soslayo.</p> <p>—Lo sé. —Lo abrazó, y él sintió que temblaba—. No quería contrariarte, pero… Cállate y escucha. Estoy tratando de pensar. No entiendes el fuego hasta que te olvidas de ti mismo y te conviertes en fuego. Aprendiste a ver en la oscuridad cuando te transformaste en una gran montaña cuyo corazón era de oscuridad. Entendiste a Ghistelwchlohm al asumir su poder. Quizás el único modo de entender al arpista consista en permitir que te atraiga con su poder hasta que formes parte de su corazón y empieces a ver el mundo por sus ojos.</p> <p>—Así puedo destruir el reino.</p> <p>—Quizá. Pero si es peligroso, ¿cómo puedes combatirlo sin entenderlo? ¿Y si no es peligroso?</p> <p>—Si no es… —Morgon calló. El mundo se alteraba, Herun, los reinos montañeses, las tierras del sur, todo el reino, adaptándose a la mirada del halcón. Vio la sombra del halcón abarcando el reino con su vuelo potente y silencioso, lo sintió caer sobre su espalda. La visión duró una fracción de segundo y la sombra se disipó. Morgon apretó los puños—. Es peligroso. Siempre lo ha sido. ¿Por qué estoy tan ligado a él?</p> <p>Ese anochecer abandonó la Ciudad de los Círculos y pasó días y noches incontables escondido del mundo y de sí mismo, dentro de la ley de la tierra de Herun. Se perdió sin forma entre las nieblas, se deslizó por tranquilas y peligrosas marismas, sintió en el rostro la escarcha matinal que se endurecía sobre el lodo, los juncos y los pastizales. Lanzó el grito solitario de un ave de pantano y miró las estrellas desde una piedra inexpresiva. Erró por las bajas colinas, vinculando su mente con rocas, árboles, riachos, hurgando en las ricas minas de hierro y cobre y piedras preciosas que las colinas encerraban en su interior. Unió zarcillos de pensamiento en una vasta urdimbre a través de campos dormidos y exuberantes y brumosos pastizales, vinculándose al rastrojo de raíces muertas, a los surcos congelados y las hierbas enmarañadas de que se alimentaban las ovejas. La calidez de la tierra le recordaba a Hed, aunque albergaba una fuerza oscura e inquieta que había aflorado con forma de túmulos y monolitos. Se aproximó a la mente de la morgol mientras exploraba; notó que su vigilancia e inteligencia habían nacido de la necesidad, el legado de una tierra cuyos pantanos y nieblas repentinas la hacían muy peligrosa para quienes se habían asentado en ella. Había misterio en sus extrañas piedras, y riqueza dentro de sus colinas; la mente de los morgols se había adaptado a esas cosas. Mientras Morgon asimilaba la ley, sintió que su mente se apaciguaba, ligada por necesidad a una precisa claridad de consciencia y visión. Cuando comenzó a ver dentro de las cosas y más allá de ellas, como veía la morgol, regresó a la Ciudad de los Círculos.</p> <p>Regresó como había partido: tan sigilosamente como una niebla que llegara de la fría noche de Herun. Siguió el sonido de la voz de la morgol mientras recobraba su forma. Se encontró de pie en la lumbre y la sombra de su pequeña y elegante sala. La morgol hablaba con Yrth cuando él apareció; aún se sentía ligado a la calma de su mente. No se esforzó para romper el lazo, en reposo con su paz. Lyra estaba sentada junto a ella; Raederle se había acercado al fuego. Habían cenado, pero sólo quedaban las copas y jarras de vino.</p> <p>Raederle volvió la cabeza y vio a Morgon; sonrió al ver algo en sus ojos y lo dejó tranquilo. Entonces Lyra le llamó la atención. Estaba vestida para la cena con una túnica leve, fluida, colorida; su cabello estaba anudado en trenzas y recogido bajo una red de hilo de oro. Su rostro había perdido su certidumbre orgullosa; sus ojos parecían más viejos y vulnerables, acechados por el recuerdo de las guardias que habían perecido en Lungold bajo sus órdenes. Le había dicho algo a la morgol que Morgon no había oído.</p> <p>—No —respondió la morgol.</p> <p>—Iré a Ymris —insistió Lyra con voz calma, afrontando tercamente la mirada de la morgol—. Si no voy con la guardia, iré a tu lado.</p> <p>—No.</p> <p>—Madre, ya no estoy en tu guardia. Renuncié cuando regresé de Lungold, así que no esperes que te obedezca sin pensar. Ymris es un campo de batalla terrible, peor que Lungold. Iré…</p> <p>—Tú eres mi heredera —dijo la morgol. Su rostro permanecía impasible, pero en las honduras de su mente Morgon entrevió un temor helado y pertinaz como las nieblas de Herun—. Llevaré toda la guardia al Llano del Viento. Goh la comandará. Tú dijiste que no querías volver a empuñar una lanza, y agradecí que tomaras esa decisión. No es necesario que luches en Ymris, y es muy necesario que te quedes aquí.</p> <p>—Por si te matan —dijo Lyra sin rodeos—. No entiendo por qué vas, pero cabalgaré a tu lado…</p> <p>—Lyra…</p> <p>—Madre, ésta es mi decisión. Obedecerte ya no es cuestión de honor. Haré lo que escoja, y escojo cabalgar contigo.</p> <p>La morgol cerró los dedos sobre la copa. Pareció sorprenderse de su propio gesto.</p> <p>—Bien —dijo con calma—, si no hay honor en tus actos en este asunto, no habrá honor en los míos. Te quedarás aquí. Por las buenas o por las malas.</p> <p>Lyra parpadeó.</p> <p>—Madre —protestó titubeando.</p> <p>—También soy la morgol. Herun corre grave peligro. Si Ymris cae, quiero que estés aquí para protegerlo como puedas. Si ambas morimos en Ymris, será desastroso para Herun.</p> <p>—Pero, ¿por qué vas?</p> <p>—Porque Har irá —murmuró la morgol—, y Danan y Mathom, los terrarcas del reino, impulsados a luchar en Ymris por la supervivencia del reino… o por una razón más imperativa. Hay una maraña de enigmas en el corazón del reino. Quiero ver cómo se descifran. Aun a riesgo de mi vida. Quiero respuestas.</p> <p>Lyra guardó silencio. En la luz suave sus rostros eran casi idénticos en su delicada belleza. Pero los ojos dorados de la morgol ocultaban sus pensamientos, mientras que los de Lyra delataban cada estallido de fuego y dolor.</p> <p>—El arpista ha muerto —susurró—. Si ésa es la respuesta que buscas.</p> <p>La morgol bajó los ojos. Al cabo de un momento, acarició la mejilla de Lyra.</p> <p>—En el reino hay muchas otras preguntas sin respuesta, y creo que casi todas son más importantes —dijo, pero contraía las cejas, como ante un dolor súbito e inexplicable—. Los enigmas sin resolución pueden ser terribles. Pero con algunos es posible convivir. Otros… Yrth piensa que lo que haga el Portador de Estrellas en el Llano del Viento será vital.</p> <p>—¿También piensa que es preciso que estés allá? Y si el Llano del Viento es tan vital, ¿dónde está el Supremo? ¿Por qué ignora al Portador de Estrellas y a todo el reino?</p> <p>—No sé. Quizá Morgon pueda responder algunas de…</p> <p>Alzó la cabeza y lo vio de pie en las sombras, regresando poco a poco a sí mismo. La morgol sonrió, dándole la bienvenida con un gesto. Yrth se movió un poco, viendo, quizá a través de los ojos de ella, que Morgon se aproximaba a la mesa. Morgon lo vio extrañamente un instante, como algo emparentado con las nieblas y monolitos de Herun que su mente podía explorar y aprehender. Se sentó, y el hechicero pareció rehuir su mirada. Acercó su cabeza a la morgol.</p> <p>—¿Encontraste lo que viniste a buscar? —preguntó ella.</p> <p>—Sí, todo lo que pude soportar. ¿Cuánto tiempo hace que me fui?</p> <p>—Casi dos semanas.</p> <p>—Dos… —Articuló la palabra sin pronunciarla—. ¿Tanto tiempo? ¿Hubo noticias?</p> <p>—Muy pocas. Vinieron mercaderes de Hlurle en busca de todas las armas que pudiéramos darles, para llevarlas a Caerweddin. He observado una niebla que se desplaza al sur desde Osterland, y hoy he comprendido qué es.</p> <p>—¿Una niebla? —Recordó las cicatrices de la palma de Har, abiertas a la luz roja del fuego—. ¿Vestas? ¿Har lleva los vestas a Ymris?</p> <p>—Cientos de ellos se desplazan por los bosques.</p> <p>—Son grandes luchadores —dijo Yrth. Parecía cansado, reacio a comenzar una discusión, pero su voz era paciente—. Y no temerán el invierno de Ymris.</p> <p>—Tú lo sabías —dijo Morgon, abandonando la calma de sus pensamientos—. Pudiste haberlo detenido. Los mineros, los vestas, la guardia de la morgol… ¿Por qué desplazas un ejército tan vulnerable y torpe a través del reino? Tú eres ciego, pero los demás tendremos que presenciar la matanza de hombres y animales en ese campo de batalla.</p> <p>—Morgon —interrumpió la morgol—, Yrth no toma decisiones por mí.</p> <p>—Yrth… —Morgon calló, pasándose las manos por la cara, tratando de evitar una discusión inútil.</p> <p>Yrth se levantó, atrayendo nuevamente los ojos de Morgon. El hechicero avanzó torpemente entre los cojines y se plantó ante el fuego, agachando la cabeza. Morgon vio que cerraba las manos llenas de cicatrices, atragantado con palabras que no podía decir, y pensó en las manos de Deth, torcidas de dolor a la luz del fuego. Oyó un eco, en la quieta noche de Herun, de la paz breve y extraña que había hallado junto a la fogata del arpista, dentro de su silencio. Todo aquello que lo ligaba al arpista, al halcón, su añoranza y su incomprensible amor, lo abrumó de pronto. Mientras observaba el juego de luces y sombras sobre el rostro duro y ciego, comprendió que cedería todo a esas manos atormentadas —los vestas, la guardia de la morgol, los terrarcas, el reino entero— a cambio de un lugar a la sombra del halcón.</p> <p>Ese conocimiento le infundió una calma extraña y frágil. Agachó la cabeza; miró su oscuro reflejo en la piedra bruñida.</p> <p>—Debes de tener hambre —le dijo Lyra, sirviéndole vino—. Te traeré comida caliente.</p> <p>La morgol la miró cruzar la sala con su paso esbelto y grácil. Parecía más cansada que nunca.</p> <p>—Los mineros, los vestas y mi guardia pueden parecer inútiles en Ymris —le dijo a Morgon—, pero los terrarcas aportan toda la fuerza que poseen. No podemos hacer otra cosa.</p> <p>—Lo sé. —Movió los ojos hacia ella; conocía su confuso amor por un recuerdo. Añadió bruscamente, ansiando darle algo de paz a cambio de todo lo que ella le había dado—: Ghistelwchlohm dijo que habías esperado a Deth cerca de Lungold. ¿Es verdad?</p> <p>Ella se sobresaltó un poco ante su brusquedad, pero asintió.</p> <p>—Pensé que quizá fuera a Lungold. Era el único lugar que le quedaba, y yo podría pedirle… Morgon, ambos estamos cansados, y el arpista ha muerto. Quizá deberíamos…</p> <p>—Él murió… por ti.</p> <p>Ella lo miró por encima de la mesa.</p> <p>—Morgon —susurró en una advertencia, pero él sacudió la cabeza.</p> <p>—Es verdad. Raederle puede confirmarlo. O Yrth… Él estuvo allí. —El hechicero volvió hacia él sus ojos claros y abrasados. A Morgon le tembló la voz, pero continuó, devolviéndole el enigma irresuelto de la vida del arpista, a cambio de nada—. Ghistelwchlohm pidió a Deth que eligiera una rehén, Raederle o tú, mientras me llevaba por la fuerza a Erlenstar. Él prefirió morir. Obligó a Ghistelwchlohm a matarlo. No tuvo compasión por mí… Quizá porque yo no la necesitaba. Pero os amaba a ti y a Raederle. —Calló, respirando con dolor mientras ella ocultaba el rostro entre las manos—. ¿Te he lastimado? No era mi intención…</p> <p>—No.</p> <p>Pero Morgon notó que ella lloraba, y se maldijo. Yrth aún lo observaba; se preguntó cómo veía el hechicero, pues el rostro de Raederle había desaparecido detrás de su pelo. El hechicero hizo un extraño gesto, alzando una mano abierta a la luz, como si le entregara algo a Morgon. Extendió la mano, tocó el aire detrás de Morgon, y el arpa con estrellas saltó a sus manos.</p> <p>La morgol miró a Morgon cuando sonaron las primeras y dulces notas, pero Morgon tenía las manos vacías y miraba a Yrth con un nudo en la garganta. Las grandes manos del hechicero se movieron con impecable precisión sobre las cuerdas que él había afinado; tonos de viento y agua le respondieron. Era la melodía nacida en una larga y negra noche en la montaña de Erlenstar, con toda su mortífera belleza; la música que los reyes habían oído durante siglos. Era la música de un gran hechicero que en un tiempo habían llamado el arpista de Lungold, y la morgol escuchó en pasmado silencio. Luego la canción del arpista cambió, y ella palideció.</p> <p>Era una canción profunda y encantadora que no tenía letra. Morgon evocó una noche oscura y brumosa en los pantanos de Herun, un fuego rodeado por rostros de la guardia de la morgol, Lyra apareciendo con sigilo en la oscuridad, diciendo algo… Morgon procuró oír esas palabras. Mirando el rostro pálido de la morgol mientras ella clavaba los ojos en Yrth, recordó la canción que Deth había compuesto sólo para ella.</p> <p>Morgon tiritó. Mientras la hermosa melodía concluía, se preguntó cómo el arpista podía justificarse ante ella. Yrth arrancó un último y suave acorde, acarició las cuerdas para silenciarlas. Agachó la cabeza sobre el arpa, apoyando las manos en las estrellas. La lumbre vibraba sobre él, trazando retazos de luz y sombra en el aire. Morgon esperó a que hablara. El hechicero no dijo nada, no se movió. El tiempo transcurrió, y él guardaba el silencio de los árboles, la tierra, o el duro y castigado granito, y Morgon comprendió que ese silencio no era la elusión de una respuesta, sino la respuesta misma.</p> <p>Cerró los ojos. Tenía el corazón en la garganta. Quería hablar, pero no podía. El silencio del arpista lo rodeaba con la paz que había hallado en lo hondo de las cosas vivientes de todo el reino. Penetraba sus pensamientos, su corazón, y le impedía pensar. Sólo supo que aquello que había buscado con tal desesperación nunca había estado lejos de él, ni siquiera en sus momentos de mayor angustia.</p> <p>El arpista se levantó. Su rostro antiguo y fatigado semejaba el rostro de una montaña barrida por el viento, el rostro asolado del reino. Miró a la morgol un largo instante, hasta que el rostro de ella, tan blanco que parecía traslúcido, se estremeció, y ella miró ciegamente la mesa. Yrth se acercó a Morgon y le devolvió el arpa. Morgon siguió los leves y rápidos movimientos como en un sueño. El arpista se demoró un instante, tocó suavemente el rostro de Morgon. Luego caminó hacia el fuego y se fusionó con las llamas.</p> <title style="page-break-before:always; text-indent: 0em;"> <p style="line-height:400%;">Capítulo 14</p> </h3> <p style="margin-top:5%">Morgon se movió, liberado del silencio. Hurgó la noche con la mente, pero dondequiera buscaba sólo hallaba quietud. Se levantó. Tenía palabras apresadas en el pecho y los puños, como si no osara soltarlas. La morgol parecía igualmente reacia a hablar. Se movió rígidamente y volvió a quedarse quieta, mirando la estrella de luz que las velas proyectaban en la mesa. Poco a poco su rostro recobró el color. Observando su cambio de expresión, Morgon logró hablar.</p> <p>—¿Adonde fue? —susurró—. Te dijo algo.</p> <p>—Dijo que acababa de cometer la única necedad de su muy larga vida. —La morgol entrelazó las manos, las miró con el ceño fruncido, concentrándose con esfuerzo—. Que no pensaba permitir que lo conocieras hasta que hubieras reunido poder suficiente para luchar por tu propia cuenta. Se marchó porque ahora es un peligro para ti. Dijo… Otras cosas. —Meneó la cabeza—. Dijo que no había advertido que su propia resistencia tenía un límite.</p> <p>—El Llano del Viento. Estará en Ymris.</p> <p>Ella alzó los ojos, pero no discutió.</p> <p>—Encuéntralo, Morgon. Por peligroso que sea para ambos. Ha estado solo demasiado tiempo.</p> <p>—Lo encontraré. —Se volvió, se arrodilló junto a Raederle. Ella miraba el fuego; él acarició el reflejo de una llama en su rostro. Ella lo miró. Había algo antiguo, intenso, sólo semihumano en sus ojos, como si hubiera entrevisto los recuerdos del Supremo. Él le cogió la mano—. Ven conmigo.</p> <p>Ella se levantó. Morgon enlazó las mentes de ambos, hurgó en la noche de Herun hasta tocar una piedra que recordaba del otro lado de los pantanos. Cuando Lyra entró en la sala, trayendo su cena, él dio un paso hacia ella y desapareció.</p> <p>Se quedaron juntos en la niebla, sin ver nada salvo una blancura fantasmagórica, como una reunión de espectros. Morgon arrojó su consciencia fuera de la niebla, más allá de las colinas, a gran distancia, mucho más lejos de lo que antes había extendido la mente. Ancló los pensamientos en el corazón nudoso de un pino. Se arrastró hacia él.</p> <p>Allí, en los bosques ventosos entre Herun y Ymris, sintió que sus poderes desfallecían, agotados por el esfuerzo. Apenas se podía concentrar; sus pensamientos parecían deshilachados por el viento. Su cuerpo, al que estaba prestando poca atención, le hacía reclamos perentorios. Tiritó; recordó el aroma de la carne caliente que Lyra le había llevado; fragmentos de la vida del arpista cruzaban su mente. Oyó esa voz delicada y distante hablando con reyes, con mercaderes, con Ghistelwchlohm, siempre planteando enigmas, no con sus palabras, sino con sus omisiones. Un recuerdo estremeció a Morgon. Sintió el viento del norte en los huesos.</p> <p>—Casi lo maté. —Quedó pasmado ante su propia torpeza—. Perseguí al Supremo por todo el reino para matarlo. —Un dolor agudo y familiar le taladró el corazón—. Me dejó en manos de Ghistelwchlohm. Pudo haber matado al Fundador con media palabra. En cambio, tocaba el arpa. Con razón nunca lo reconocí.</p> <p>—Morgon, hace frío.</p> <p>Raederle lo rodeó con el brazo; aun su cabello estaba helado. Él trató de despejarse la mente, pero los vientos ululantes la penetraban, y vio de nuevo el rostro del arpista, clavando los ojos ciegos en el cielo.</p> <p>—Él era un Amo…</p> <p>—Morgon. —La mente de Raederle hurgaba en la suya. La dejó entrar, sorprendido. Esa presencia lo serenó; los pensamientos de Raederle eran muy nítidos. Se apartó de ella, le escrutó el rostro a través de la oscuridad.</p> <p>—Nunca estuviste tan furiosa por mi causa.</p> <p>—Oh, Morgon. —Ella lo abrazó—. Tú mismo lo has dicho… Tú no necesitas compasión. Resistes, como las cosas duras del reino. Era preciso que fueras así, por eso él te dejó en manos de Ghistelwchlohm. Lo estoy diciendo mal… —protestó ella, y él tensó los músculos—. Aprendiste a sobrevivir. ¿Crees que fue fácil para él? ¿Tocar el arpa durante siglos al servicio de Ghistelwchlohm, esperando al Portador de Estrellas?</p> <p>—No —dijo él, pensando en las manos tullidas del arpista—. Fue tan implacable consigo mismo como conmigo. Pero, ¿para qué?</p> <p>—Encuéntralo. Pregúntaselo.</p> <p>—Ni siquiera puedo moverme.</p> <p>La mente de Raederle rozó la suya; Morgon se dejó acunar por ese contacto vacilante. Esperó pacientemente mientras ella avanzaba a tientas. Al fin ella lo tocó. Él se movió sin saber adónde iba, y comenzó a entender la paciencia y la confianza que había exigido a Raederle. Intuyó que no habían ido muy lejos, pero aguardó fatigosamente, con gratitud, mientras ella se abría paso en los bosques. Al amanecer habían llegado a la frontera norte de Ymris. Allí descansaron, mientras un sol rojo de tormentas y malos vientos despuntaba en el este.</p> <p>Volaron sobre Marcher como cuervos carroñeros. Esa serranía escabrosa parecía apacible, pero al caer la tarde los cuervos vieron un grupo de hombres armados que custodiaba una caravana de carretas que se dirigía a Caerweddin. Morgon descendió. Apresó la mente de uno de los guerreros mientras se posaba en la carretera, para evitar que lo atacase cuando cambiara de forma. Sacó la espada de su vaina ilusoria y mostró las estrellas, que llamearon en la luz grisácea.</p> <p>—Morgon de Hed —jadeó el guerrero. Era un veterano curtido en el combate; sus ojos, sombríos e inflamados, habían visto el amanecer y el mortífero ocaso de muchos campos de batalla. Detuvo la caravana y se apeó. Los hombres que lo seguían guardaron silencio.</p> <p>—Debo encontrar a Yrth —dijo Morgon—. O Aloil. O Astrin Ymris.</p> <p>El hombre tocó curiosamente las estrellas de la espada, casi un rito de lealtad. Parpadeó cuando un cuervo carroñero se posó en el hombro de Morgon.</p> <p>—Soy Lien Marcher —dijo—, primo del alto señor de Marcher. No conozco a Yrth. Astrin Ymris está en Caerweddin; él podría decirte dónde está Aloil. Estoy llevando armas y vituallas a Caerweddin, aunque no sé de qué servirá. Yo que tú, señor de las estrellas, no mostraría una pestaña en esta tierra condenada. Y mucho menos tres estrellas…</p> <p>—He venido a luchar —dijo Morgon. La tierra le susurró: la ley, leyendas, los antiguos muertos. Su cuerpo sintió la atracción de esa tierra. El hombre le escrutó el rostro enjuto, la túnica vistosa y raída que parecía vagamente absurda en esas colinas peligrosas y ventosas.</p> <p>—Hed —dijo. Una sonrisa de asombro atemperó la desesperación de sus ojos—. Bien, hemos intentado todo lo demás. Me ofrecería a llevarte conmigo, señor, pero creo que estarás más seguro a solas. Hay un solo hombre que Astrin querría ver más que a ti, pero yo no apostaría por ello.</p> <p>—Heureu. Ha desaparecido.</p> <p>El guerrero cabeceó fatigosamente.</p> <p>—En alguna parte del reino, entre los muertos y los vivos. Ni siquiera el hechicero puede hallarlo. Creo que…</p> <p>—Yo puedo hallarlo —interrumpió Morgon.</p> <p>El hombre calló, y una esperanza desnuda e insoportable borró la sonrisa de sus ojos.</p> <p>—¿Puedes? Ni siquiera Astrin puede, y sus sueños están llenos de los pensamientos de Heureu. Señor… ¿Qué eres, que me haces creer en tu poder mientras tiritas en el frío? Sobreviví a la carnicería del Llano del Viento. En ciertas noches, cuando despierto de mis sueños, lamento no haber muerto allá. —Sacudió la cabeza, acercó la mano a Morgon, la bajó sin tocarlo—. Ahora márchate. Aparta tus estrellas de mi vista. Ojalá llegues a salvo a Caerweddin. Apresúrate, señor.</p> <p>Los cuervos enfilaron hacia el este. Sobrevolaron otras largas caravanas de carromatos con provisiones y tropillas de caballos; descansaron en el alero de grandes casas cuyos patios estaban llenos de humo y del tintineo de las forjas. Los brillantes colores de los uniformes y los oscuros y sudorosos flancos de los caballos parpadeaban a través del humo, mientras los hombres se congregaban para marchar hacia Caerweddin. Había jóvenes entre ellos, y el rostro rústico y curtido de pastores, granjeros, herreros, incluso mercaderes, que recibían una precaria y desesperada iniciación en las armas antes de sumarse a las fuerzas de Caerweddin. Al verlos, los cuervos aletearon con más fuerza. Siguieron el Thul, que corría hacia el mar, abriendo una oscura senda entre los campos moribundos.</p> <p>Llegaron a Caerweddin en el ocaso; los vientos huracanados deshilachaban el cielo como si fuera un estandarte. Mil fogatas rodeaban la ciudad, que parecía sitiada por sus propias fuerzas. Pero el puerto estaba despejado; buques mercantes de Isig y Anuin se aproximaban en la marea nocturna. La bella casa de los reyes de Ymris, construida con las astillas de una ciudad de los Amos de la Tierra, ardía como una joya en la luz crepuscular. Los cuervos descendieron en las sombras ante los portones cerrados. Cambiaron de forma en la calle desierta.</p> <p>No hablaron al mirarse. Morgon abrazó a Raederle, preguntándose si sus ojos también estarían tan enturbiados por la fatiga. Tocó la mente de Raederle; luego, hurgando en el corazón de la casa del rey, encontró la mente de Astrin.</p> <p>Apareció frente al heredero de Ymris, que estaba sentado a solas en la sala de consejos. Había estado trabajando; mapas, mensajes, listas de vituallas ocupaban su escritorio. Pero la habitación estaba sumida en penumbras, y no se había molestado en encender velas. Miraba el fuego con el rostro demudado y descolorido. Morgon y Raederle ni siquiera lo sobresaltaron al aparecer en esa luz borrosa. Los miró un instante como si no tuvieran más sustancia que su esperanza. Cambió de expresión y se levantó bruscamente; la silla cayó detrás de él con estrépito.</p> <p>—¿Dónde habéis estado?</p> <p>La pregunta rebosaba de alivio, compasión y exasperación. Morgon, escrutando su pasado con un ojo tan penetrante como el único e invernal ojo del príncipe de Ymris, dijo simplemente:</p> <p>—Resolviendo enigmas.</p> <p>Astrin rodeó su escritorio y acomodó a Raederle en una silla. Le dio vino y ella comenzó a superar el aturdimiento. Astrin, casi arrodillado junto a ella, miró a Morgon incrédulamente.</p> <p>—¿De dónde vienes? He estado pensando en ti y en Heureu… en ti y en Heureu. Estás flaco como una lezna, pero entero. Tienes aspecto de… Si alguna vez he visto a un hombre que parezca un arma, eres tú. El mudo estruendo del poder llena esta habitación. ¿Dónde lo obtuviste?</p> <p>—En todo el reino. —Morgon se sirvió vino y se sentó.</p> <p>—¿Puedes salvar Ymris?</p> <p>—No sé. Quizá. No lo sé. Necesito hallar a Yrth.</p> <p>—Yrth. Creí que estaba contigo.</p> <p>—Me abandonó —respondió Morgon, sacudiendo la cabeza—. Necesito encontrarlo. Lo necesito…</p> <p>Su voz se redujo a un susurro; miró el fuego. La copa era un hueco dorado entre sus manos. La voz de Astrin lo sobresaltó, y comprendió que casi se había dormido.</p> <p>—No lo he visto, Morgon.</p> <p>—¿Aloil está aquí? Su mente está ligada a la de Yrth.</p> <p>—No, está con el ejército de Mathom. Está apostado en los bosques, cerca del Camino de los Mercaderes. —Se inclinó para aferrar a Morgon y arrancarlo de su repentina desesperación.</p> <p>—Él estaba junto a mí, y no tuve la sensatez de volverme para encararlo, en vez de perseguir su sombra por todo el reino. Toqué el arpa con él, luché con él, traté de matarlo y lo amé, y en cuanto lo nombro se desvanece, y yo debo seguir persiguiéndolo.</p> <p>El apretón de Astrin fue súbitamente doloroso.</p> <p>—¿Qué estás diciendo?</p> <p>Morgon, reparando en sus propias palabras, lo miró en silencio. Una vez más vio aquel rostro extraño e incoloro que había visto al despertar, sin voz y sin nombre, en una tierra extraña. El guerrero que tenía delante, con su túnica oscura y ceñida sobre una cota de malla, se transformó en aquel hombre misterioso que vivía en su choza junto al mar, buscando enigmas en los huesos de la ciudad del Llano del Viento.</p> <p>—El Llano del Viento… —susurró—. No. No puede haber ido allá sin mí. Y yo no estoy preparado.</p> <p>Astrin aflojó la mano, pálido e impasible.</p> <p>—¿A quién buscas? —preguntó cuidadosamente, uniendo las palabras como trozos de una pieza de alfarería.</p> <p>Morgon pensó en el nombre del arpista: el primer enigma oscuro que el arpista había formulado tiempo atrás en un soleado día otoñal en los muelles de Tol. Tragó saliva, preguntándose qué perseguía.</p> <p>Raederle se movió en la silla, apoyando el rostro en la capa de piel que la cubría. Tenía los ojos cerrados.</p> <p>—Has resuelto demasiados enigmas —murmuró—. ¿Dónde hay un último enigma irresuelto sino en el Llano del Viento?</p> <p>Se arrebujó en las pieles mientras Morgon la miraba dubitativamente. No se movía; Astrin tomó su copa antes que se le cayera de los dedos. Morgon se levantó, cruzó la habitación. Se apoyó en el escritorio de Astrin, cogió el mapa de Ymris.</p> <p>—El Llano del Viento… —Se concentró en las zonas sombreadas del mapa. Tocó una isla de oscuridad en el oeste de Ruhn—. ¿Qué es esto?</p> <p>Astrin, de cuclillas junto al fuego, se puso de pie.</p> <p>—Una ciudad antigua —dijo—. Han tomado casi todas las ciudades de los Amos de la Tierra en Meremont y Tor, partes de Ruhn.</p> <p>—¿Puedes atravesar el Llano del Viento?</p> <p>—Morgon, iré allá sin más tropas que mi sombra, si eso quieres. Pero, ¿puedes darme una razón que pueda presentar a mis capitanes para llevarme todo el ejército de Caerweddin y dejar la ciudad sin custodia para luchar por unas piedras cascadas?</p> <p>Morgon lo miró.</p> <p>—¿Puedes atravesarlo?</p> <p>—Aquí. —Trazó una línea desde Caerweddin, entre Tor y la zona oscura del este de Umber—. Con cierto riesgo. —Marcó la frontera meridional de Meremont—. El ejército de Mathom estará ahí. Si sólo peleáramos contra hombres, diría que están perdidos, atrapados entre dos grandes ejércitos. Pero, Morgon, no puedo calcular su fuerza… Nadie puede. Toman lo que quieren y cuando quieren. Ya ni siquiera fingen luchar contra nosotros; simplemente nos arrasan cuando nos ponemos en su camino. El reino es su tablero de ajedrez, nosotros somos los peones… y la partida que están jugando es incomprensible. Dame una razón para desplazar hombres al sur, para combatir en un paraje helado donde nadie ha vivido durante siglos.</p> <p>Morgon tocó un punto del Llano del Viento donde quizá se irguiera una torre solitaria.</p> <p>—Danan irá al sur con sus mineros, y Har con los vestas. Y la morgol con su guardia. Yrth quería que estuvieran en el Llano del Viento. Astrin, ¿es razón suficiente? ¿Proteger a los terrarcas?</p> <p>—¿Por qué? —Astrin dio un puñetazo sobre el mapa, pero Raederle ni siquiera se movió—. ¿Por qué?</p> <p>—No lo sé.</p> <p>—Los detendré en Marcher.</p> <p>—No los detendrás. Son atraídos por el Llano del Viento, como yo, y si quieres vernos vivos la próxima primavera, lleva tu ejército al sur. Yo no escogí la estación. Ni el ejército que me sigue a través del reino. Ni la guerra misma. Yo… —Calló cuando Astrin le aferró los hombros—. Astrin, no me queda tiempo para ofrecerte. He visto demasiado. No me quedan opciones. Ni más estaciones.</p> <p>El único ojo habría escrutado sus pensamientos, si él lo hubiera dejado.</p> <p>—¿Quién toma tus decisiones, entonces?</p> <p>—Ven al Llano del Viento.</p> <p>El príncipe lo soltó.</p> <p>—Allá estaré —susurró.</p> <p>Morgon se apartó de él, volvió a sentarse.</p> <p>—Tengo que partir —dijo fatigosamente.</p> <p>—¿Esta noche?</p> <p>—Sí. Dormiré un poco y partiré. Necesito respuestas. —Miró el rostro de Raederle, oculto en las pieles. Sólo se le veían la mejilla y la barbilla, bañadas por la luz, bajo el cabello—. La dejaré dormir. Quizá me siga cuando despierte; dile que tenga cuidado al volar sobre el Llano del Viento.</p> <p>—¿Adónde vas?</p> <p>El cabello de Raederle se confundió con el fuego; Morgon cerró los ojos.</p> <p>—A encontrar a Aloil… A encontrar un viento.</p> <p>Durmió sin sueños y despertó horas después. Astrin había tapado a Raederle; ella era apenas visible, acurrucada bajo mantos forrados de piel. Astrin, tendido sobre las pieles entre ambos, los custodiaba. Tenía la espada desenvainada, apoyando una mano en la hoja desnuda. Morgon pensó que se había dormido, pero el ojo bueno se abrió en cuanto Morgon se puso de pie. No dijo nada. Morgon se inclinó para tocarle el hombro en una muda despedida. Luego se lanzó a la noche.</p> <p>Los vientos nocturnos se le oponían ferozmente mientras volaba. No se atrevió a usar su poder entre Caerweddin y el Llano del Viento. El alba rompió en láminas de lluvia fría y gris sobre árboles encorvados y campos estériles. Voló todo el día, luchando contra los vientos. Al caer la tarde llegó al Llano del Viento.</p> <p>Lo sobrevoló, un enorme cuervo carroñero echando una mirada amarga a los restos de los guerreros insepultos del ejército de Heureu. Nada se movía sobre el Llano; ni siquiera había pájaros o animalillos que buscaran carroña bajo la lluvia feroz. Suntuosas armas relucían en el ocaso. La lluvia machacaba empuñaduras enjoyadas, piezas de armadura, cráneos de caballos y huesos de hombre en la tierra húmeda. El cuervo no vio nada más mientras volaba hacia la ciudad en ruinas, pero más allá del instinto Morgon captaba la silenciosa y mortífera advertencia que vibraba sobre todo el Llano.</p> <p>La gran torre se erguía sobre la ciudad, subiendo en espiral a la noche. La sobrevoló con la mente vacía, consciente sólo de los olores de la tierra húmeda y el lento y fatigoso ritmo de su vuelo. No paró hasta haber cruzado la planicie y la frontera sur de Ymris, y al fin vio las fogatas nocturnas del ejército de Mathom esparcidas a lo largo del río, cerca del Camino de los Mercaderes. Descendió y halló refugio entre los gruesos robles deshojados. No se movió hasta la mañana.</p> <p>El alba cubrió la tierra con escarcha y un frío filoso como una espada. Lo sintió al cambiar de forma; su aliento se congeló ante él en un rápido relámpago. Tiritando, siguió el olor de humo de leña y vino caliente hasta llegar a las fogatas. Habían apostado a guerreros muertos de An como centinelas. Ellos parecieron reconocer algo de An en él, pues lo saludaron con sonrisas ciegas y blancas y lo dejaron pasar.</p> <p>Aloil hablaba con Talies junto al fuego, frente al pabellón del rey. Morgon se acercó a la fogata en silencio. A través de los árboles desnudos, vio otras fogatas, hombres que salían de las tiendas y se sacudían para activar la sangre. Los caballos resoplaban, tirando de las sogas con nerviosismo. Las tiendas, los jaeces de los caballos, las armas y las túnicas de los hombres lucían los colores de batalla de Anuin: azul y morado, orlados con la negrura de la aflicción. Los espectros usaban sus antiguos colores cuando se molestaban en arroparse con el recuerdo de sus cuerpos. Se movían con soltura entre los vivos, pero los vivos, acostumbrados a muchas cosas a esas alturas, se interesaban más en el desayuno que en los muertos.</p> <p>Una vez que entró en calor, Morgon llamó la atención de Aloil. El gran hechicero interrumpió su conversación y miró a través del fuego con ojos azules y ardientes. Su ceño fruncido se convirtió en asombro.</p> <p>—Morgon…</p> <p>—Estoy buscando a Yrth —dijo Morgon—. Astrin me dijo que estaba contigo.</p> <p>Talies enarcó las cejas para hacer un comentario, pero fue hasta el pabellón del rey, abrió la entrada y dijo algo. Mathom salió.</p> <p>—Estuvo aquí hace un momento —dijo Talies, y Morgon suspiró—. No puede estar lejos. ¿Cómo cruzaste el Llano del Viento, en nombre de Hel?</p> <p>—De noche, como cuervo carroñero. —Enfrentó los ojos negros y penetrantes del rey de An.</p> <p>—Aquí hace tanto frío como para congelar los huesos desnudos de los muertos —refunfuñó Mathom, quitándose la capa para ponerla sobre los hombros de Morgon—. ¿Dónde dejaste a mi hija?</p> <p>—Está durmiendo en Caerweddin. Me seguirá cuando despierte.</p> <p>—¿Por el Llano del Viento? ¿Sola? No os hacéis la vida fácil —gruñó, atizando el fuego hasta que las llamas lamieron las ramas bajas de un roble.</p> <p>—¿Yrth estuvo contigo? —preguntó Morgon, arrebujándose en la capa—. ¿Adonde fue?</p> <p>—No lo sé. Creo que vino a beber una copa de vino caliente. Este tiempo no es para los viejos. ¿Por qué preguntas? Aquí hay dos grandes hechiceros, ambos a tu servicio. —Sin esperar respuesta, se volvió hacia Aloil—. Tú estás ligado a él. ¿Dónde está?</p> <p>Aloil, mirando los leños de roble, sacudió la cabeza.</p> <p>—Durmiendo, quizá. Su mente calla. Emprendió un rápido viaje por Ymris.</p> <p>—También Morgon, a juzgar por su aspecto —comentó Talies—. ¿Por qué Yrth no viajó contigo?</p> <p>Morgon, sin respuesta, se pasó una mano por el cabello. Vio un destello en los ojos de cuervo.</p> <p>—Sin duda Yrth tenía sus razones —dijo Mathom—. Un hombre sin ojos ve maravillas. ¿Te detuviste en Caerweddin? ¿Astrin y sus señores guerreros todavía están en desacuerdo?</p> <p>—Posiblemente. Pero Astrin traerá todo el ejército al Llano del Viento.</p> <p>—¿Cuándo? —preguntó Aloil—. No me dijo nada de eso, y estuve con él hace tres noches.</p> <p>—De inmediato. Yo se lo pedí.</p> <p>Hubo un silencio durante el cual uno de los centinelas, vistiendo sólo sus huesos bajo una armadura dorada, pasó a caballo junto a la fogata. Mathom siguió con los ojos el paso del espectro.</p> <p>—Bien, ¿qué ve un hombre tuerto? —Se respondió a sí mismo, con un temblor en la voz—. La muerte.</p> <p>—Éste no es momento para enigmas —dijo Aloil con inquietud. Si el camino está despejado entre Umber y Tor, tardará cuatro días en llegar al Llano. De lo contrario… será mejor que estés preparado para marchar al norte para ayudarlo. Podría perder todas las fuerzas de Ymris. ¿Sabes lo que haces? —le preguntó a Morgon—. Has obtenido poderes apabullantes, pero, ¿estás preparado para usarlos a solas?</p> <p>Talies le apoyó una mano en el hombro.</p> <p>—Tienes los sesos de un guerrero de Ymris, lleno de músculo y poesía. Yo tampoco soy experto en enigmas, pero una vida de siglos en las tres partes me enseñó un poco de sutileza. ¿No escuchas lo que dice el Portador de Estrellas? Está atrayendo las fuerzas del reino al Llano del Viento, y no se propone luchar a solas. El Llano del Viento. Astrin lo vio. Yrth lo vio. El campo de batalla definitivo.</p> <p>Aloil lo miró en silencio. Una frágil y renuente esperanza asomó en su rostro.</p> <p>—El Supremo. —Miró a Morgon—, ¿Crees que está en el Llano del Viento?</p> <p>—Creo que todos moriremos si no lo encuentro pronto, dondequiera que esté. Ya he resuelto demasiados enigmas. —Morgon sacudió la cabeza mientras ambos hechiceros comenzaban a hablar—. Venid al Llano del Viento. Allá os daré las respuestas que obtenga. Allá tendría que haber ido en primer lugar, pero pensé que quizá…</p> <p>Se interrumpió, y Mathom terminó la frase.</p> <p>—Pensaste que Yrth estaba aquí. El arpista de Lungold.</p> <p>Soltó un graznido seco, semejante a una risa de cuervo. Pero escrutaba el fuego como si observara el final de un sueño. Se alejó abruptamente de las llamas, pero Morgon llegó a verle los ojos, negros e inexpresivos como los ojos de sus muertos, roídos hasta el hueso por la verdad.</p> <p>En el ocaso Morgon aguardaba en la arboleda del linde del Llano del Viento, esperando mientras la noche cubría la ciudad desierta y las hierbas largas y susurrantes. Había esperado allí durante horas, inmóvil, así que podría haber echado raíces como un nudoso roble sin darse cuenta. El cielo cubrió el mundo con una negrura sin estrellas, hasta que aun con su visión nocturna, los colores enjoyados de las torres de piedra parecían impregnados de oscuridad. Entonces se movió, consciente de su cuerpo una vez más. Mientras daba un paso final hacia la torre, las nubes se entreabrieron inesperadamente. Una sola estrella surcaba la insondable negrura.</p> <p>Se detuvo al pie de la escalera, mirándola como cuando la había visto por primera vez un húmedo día de otoño, dos años atrás. Luego había dado media vuelta, recordó, sin curiosidad ni compulsión. La escalera era de oro, y según las leyendas ascendía sin cesar.</p> <p>Agachó la cabeza como si se enfrentara a un viento furibundo y empezó a subir. Las paredes eran del negro lustroso que refulgía entre las estrellas. La escalera de oro rodeaba el centro de la torre, ascendiendo en un declive suave. Cuando la rodeó una vez y comenzó la segunda espiral, la negrura se convirtió en un espléndido carmesí. Notó que los vientos ya no eran los vientos gemebundos y furiosos del día; sus voces eran impetuosas, nervudas. La escalera parecía tallada en marfil.</p> <p>La voz de los vientos cambió de nuevo en la tercera espiral. Contenían tonos que habían acompañado sus tañidos de arpa en los yermos del norte, y sus manos ansiaron acompañar ese canto. Pero tocar el arpa sería fatal, así que dejó las manos quietas. En el cuarto nivel las paredes parecían de oro macizo y la escalera tallada en fuego estelar. Seguía subiendo sin cesar; la llanura y la ciudad en ruinas se alejaban cada vez más. Los vientos se tornaban más fríos a medida que subía. En el noveno nivel se preguntó si estaba escalando una montaña. Los vientos, la escalera y las paredes eran claros como nieve derretida. Las espirales se estrechaban, y pensó que debía estar cerca de la cima. Pero el siguiente nivel lo sumergió en una turbadora oscuridad, como si la escalera estuviera tallada en viento nocturno. Parecía interminable, pero cuando volvió a salir de ella la luna estaba en el mismo lugar donde la había visto la última vez. Siguió subiendo. Las paredes adquirieron un bello color gris alba; la escalera era rosada. Vientos cortantes, despiadados y mortíferos lo despojaban de su forma. Siguió caminando, medio hombre, medio viento, y los colores cambiaron una y otra vez, hasta que advirtió, como otros habían advertido antes, que podía subir eternamente por la cambiante espiral.</p> <p>Se detuvo. La ciudad estaba tan abajo que no la veía en la oscuridad. Mirando hacia arriba, vio la elusiva cima de la torre a poca distancia. Pero parecía que hacía horas que estaba cerca. Se preguntó si atravesaba un fragmento de sueño que había permanecido durante milenios entre las piedras abandonadas. Comprendió que no era un sueño sino una ilusión, un antiguo enigma vinculado a la mente de alguien, y que él había llevado la respuesta consigo todo el tiempo.</p> <p>—Muerte —murmuró, pensando en Deth.</p> <title style="page-break-before:always; text-indent: 0em;"> <p style="line-height:400%;">Capítulo 15</p> </h3> <p style="margin-top:5%">Aparecieron paredes que lo rodearon. En la piedra de color azul medianoche, doce ventanas se abrían a los revoltosos y murmurantes vientos. Sintió un contacto y se volvió, regresando a su cuerpo con un sobresalto.</p> <p>El Supremo estaba ante él. Tenía cicatrices en las manos, como el hechicero, y un rostro delicado y consumido, como el arpista. Pero sus ojos no eran los del arpista ni los del hechicero. Eran los ojos del halcón, agudos, vulnerables, temiblemente poderosos. Inmovilizaron a Morgon, haciéndole lamentar que hubiera dicho el nombre que después de tanto tiempo había aflorado en su mente para mostrar su lado oscuro. Por primera vez en su vida le faltó coraje para hacer preguntas; tenía la boca demasiado seca para hablar.</p> <p>—Tenía que encontrarte —susurró dentro del hueco silencio del Supremo—. Tengo que entender.</p> <p>—Todavía no entiendes.</p> <p>La sombra de los vientos se mecía en la voz del Supremo. Contuvo su pasmoso poder en su interior y se convirtió en el arpista, taciturno, familiar, alguien a quien Morgon podía interrogar. Esa fugaz transición ahogó de nuevo la voz de Morgon, pues desencadenó un conflicto de emociones. Trató de dominarlas. Pero cuando el Supremo le tocó las estrellas del costado y la espalda, dándoles forma irrevocable, él cogió los brazos del arpista y lo detuvo.</p> <p>—¿Por qué?</p> <p>Los ojos del halcón lo inmovilizaron de nuevo, y no pudo apartar la vista. Vio, como si leyera recuerdos en esos ojos oscuros, el silencioso y secular juego que había jugado el Supremo, ora con los Amos de la Tierra, ora con Ghistelwchlohm, ora con Morgon, un incesante tapiz de enigmas con algunas hebras tan viejas como el tiempo y otras tejidas a un paso del umbral de la cámara de un hechicero, ante un cambio de expresión en el rostro del Portador de Estrellas. Hincó los dedos, palpando el hueso. Un Amo de la Tierra salido de las sombras de una gran guerra inconclusa… Oculto durante miles de años, ora una hoja en un mullido colchón de hojas muertas, ora una pincelada de sol en el flanco de un pino. Luego, durante mil años, adoptaba el rostro de un hechicero, y durante otros mil el rostro taciturno y elusivo de un arpista, mirando la deformidad del poder desde sus ojos inexpresivos.</p> <p>—¿Por qué? —repitió, y se vio a sí mismo en Hed, sentado en el extremo del muelle, pulsando un arpa que no podía tocar, la sombra del arpista del Supremo echada sobre él. El viento del mar o la mano del Supremo desnudaba las estrellas de su frente. El arpista las veía, una promesa procedente de un pasado remoto. No podía hablar, entretejía enigmas con su silencio…— ¿Por qué…? —Morgon sintió el ardor del llanto o el sudor en los ojos. Se lo enjugó; apretó una vez más los brazos del Supremo, como para retener su forma—. Pudiste haber matado a Ghistelwchlohm con un pensamiento. En cambio, le serviste. Me entregaste a él. ¿Fuiste su arpista tanto tiempo que habías olvidado tu propio nombre?</p> <p>El Supremo cogió los brazos de Morgon en un apretón inflexible.</p> <p>—Piensa. Tú eres el maestro de enigmas.</p> <p>—Jugué la partida que propusiste. Pero no sé por qué…</p> <p>—Piensa. Te encontré en Hed, inocente, ignorante, desconociendo tu propio destino. Ni siquiera sabías tocar el arpa. ¿Quién podía despertar tu poder en este reino?</p> <p>—Los hechiceros —dijo Morgon entre dientes—. Pudiste haber impedido la destrucción de Lungold. Tú estabas allí. Los hechiceros pudieron haber sobrevivido en libertad, entrenarme para la protección que necesitas…</p> <p>—No. Si hubiera usado poder para detener esa batalla, habría tenido que combatir con los Amos de la Tierra mucho antes de estar preparado. Me habrían destruido. Piensa en sus rostros. Recuérdalos. Los rostros de los Amos de la Tierra que viste en Erlenstar, yo pertenezco a ellos. Los niños que ellos habían amado estaban sepultados debajo de Isig. ¿Cómo podías tú, con toda tu inocencia, haber comprendido sus afanes y su rebeldía ante la ley? En todo el reino, ¿quién podía enseñarte eso? Querías una opción, y te la di. Podrías haber tomado la forma del poder que aprendiste de Ghistelwchlohm: revoltoso, destructivo, carente de amor. O pudiste haber tragado la oscuridad hasta darle forma, entenderla, y aun así exigir algo más. Cuando te liberaste del poder de Ghistelwchlohm, ¿por qué me perseguiste a mí y no a él? Él te arrebató el poder de la ley de la tierra. Yo tomé tu confianza, tu amor. Perseguiste aquello que valorabas más.</p> <p>Morgon abrió las manos, las cerró. Le dolía respirar. Contuvo el aliento el tiempo suficiente para articular una última pregunta.</p> <p>—¿Qué quieres de mí?</p> <p>—Morgon, piensa. —La voz serena y familiar era súbitamente delicada, casi inaudible—. Puedes cobrar la forma del corazón agreste de Osterland, la forma del viento. Viste a mi hijo, muerto y sepultado en la montaña de Isig. De él tomaste las estrellas de tu destino. Y en todo tu poder y tu cólera, te abriste camino hasta aquí, para nombrarme. Tú eres mi heredero.</p> <p>Morgon calló. Aferraba al Supremo como si el piso de la torre se hubiera evaporado.</p> <p>—Tu heredero —dijo con voz hueca, desde lejos.</p> <p>—Tú eres el Portador de Estrellas, el heredero previsto por los muertos de Isig, a quien he esperado con desesperación durante siglos. ¿De dónde crees que surgió el poder que tienes sobre la ley de la tierra?</p> <p>—Nunca pensé en ello —susurró Morgon. Pensó en Hed—. Me estás dando… Me estás devolviendo Hed.</p> <p>—Te estoy dando todo el reino cuando muera. Pareces amarlo todo, aun sus espectros, sus granjeros tozudos y sus vientos mortíferos.</p> <p>Morgon sollozó. Las lágrimas le surcaron el rostro mientras los enigmas tejían su trama, una hebra reluciente tras otra, alrededor del corazón de la tierra. Aflojó las manos; se deslizó a los pies del Supremo y se quedó en cuclillas, con la cabeza gacha y las manos cerradas, apretadas contra el corazón. No podía hablar; no sabía qué lenguaje de luz y oscuridad oiría el halcón que había modelado su vida tan implacablemente. Pensó en Hed, que parecía estar donde estaba su corazón, bajo sus manos. El Supremo se arrodilló frente a él, le alzó el rostro. Sus ojos eran los del arpista, oscuros como la noche, y ya no eran silenciosos sino que rebosaban de dolor.</p> <p>—Morgon —susurró—, ojalá no hubieras sido alguien a quien amé tanto.</p> <p>Abrazó a Morgon, lo estrechó tan intensamente como lo había estrechado el halcón. Rodeó a Morgon con su silencio, hasta que Morgon sintió que su corazón, las paredes de la torre y el cielo constelado de estrellas no estaban hechos de sangre, piedra y aire, sino del silencio del arpista. Aún lloraba quedamente, temeroso de tocar al arpista, como si pudiera volver a cambiar de forma. Algo duro y anguloso, semejante a la pesadumbre, le oprimía el pecho, la garganta, pero no era pesadumbre.</p> <p>—¿Qué le pasó a tu hijo? —preguntó a pesar del dolor, sintiendo que el dolor del Supremo era algo que podía comprender.</p> <p>—Fue destruido en la guerra. Lo despojaron de su poder. Ya no podía vivir… Él te dio la espada con estrellas.</p> <p>—Y tú… has estado solo desde entonces. Sin heredero. Sólo con una promesa.</p> <p>—Sí. He vivido en secreto durante miles de años sin más esperanza que una promesa. El sueño de un hijo muerto. Y entonces llegaste. Morgon, hice todo lo que tenía que hacer para mantenerte con vida. Todo. Eras mi única esperanza.</p> <p>—Me has dado incluso los yermos. Los amé. Los amé. Y las nieblas de Herun, los vesta, los páramos… Sentí miedo al comprender cuánto los amaba. Era atraído por cada forma, y no podía contener mi ansia… —El dolor le partió el pecho y soltó un suspiro ronco—. Lo único que ansiaba de ti era la verdad. No sabía que me darías todo lo que siempre he amado.</p> <p>No podía hablar más. El llanto lo desgarró hasta que no supo si podría soportar su propia forma. Pero el Supremo lo retuvo, aplacándolo con las manos y la voz hasta serenarlo. Aún no podía hablar; escuchó los vientos que susurraban a través de la torre, el tamborileo de la lluvia en las piedras. Apoyó la cara en el hombro del Supremo. Calló, descansando en el silencio del Supremo, hasta que recobró la voz, ronca, fatigada, más calma.</p> <p>—Nunca me lo imaginé. Nunca me permitiste ver mucho más allá de mi cólera.</p> <p>—No me atrevía a dejarte ver más. Tu vida corría peligro, y eras valioso para mí. Te mantuve con vida de todas las maneras que pude, usándome a mí mismo, usando tu ignorancia, incluso tu odio. No sabía si alguna vez me perdonarías, pero toda la esperanza del reino estaba en ti, y necesitaba tu poder y tu confusión, necesitaba que me buscaras sin encontrarme, aunque yo siempre estaba cerca de ti…</p> <p>—Le dije a Raederle que si salía de los yermos para jugar una partida de enigmas contigo perdería.</p> <p>—No. Me sonsacaste la verdad en Herun. Allí me venciste. Pude soportar todo de ti, menos tu amabilidad. —Acarició el cabello de Morgon, lo abrazó de nuevo—. Tú y la morgol impedisteis que mi corazón se convirtiera en piedra. Me vi obligado a transformar todo lo que le había dicho a ella en una mentira. Y tú lo transformaste de nuevo en verdad. Fuiste generoso con alguien que odiabas.</p> <p>—Lo único que quería, aun cuando más te odiaba, era una pobre y mísera excusa para amarte. Pero sólo me dabas enigmas… Cuando creí que Ghistelwchlohm te había matado, lloré sin saber por qué. Cuando estaba en los yermos del norte, tocando el arpa en el viento, demasiado cansado para pensar, fuiste tú quien me rescató… Tú me diste una razón para vivir. —Apoyó una mano vacilante en el hombro del Supremo y retrocedió un poco. Su propia fatiga se reflejaba en esos ojos, y la paciencia tenaz que lo había mantenido con vida en el mundo de los hombres. Morgon agachó la cabeza—. Incluso traté de matarte.</p> <p>Los dedos del arpista le tocaron el pómulo, le apartaron el cabello de los ojos.</p> <p>—Y así evitaste que mis enemigos sospecharan de mí. Pero, Morgon, si aquel día en Anuin no te hubieras contenido, no sé qué habría hecho. Si hubiera usado poder para detenerte, ninguno de los dos habría vivido mucho tiempo. Si te hubiera dejado matarme, por desesperación, porque nos habíamos puesto en semejante atolladero, el poder que te transmitiera te habría destruido. Así que te di un enigma, con la esperanza de que en cambio pensaras en él.</p> <p>—Me conocías demasiado bien —susurró Morgon.</p> <p>—No. Constantemente me sorprendías… desde el principio. Soy viejo como las piedras de esta llanura. Las grandes ciudades de los Amos de la Tierra fueron arrasadas por una guerra a la que ningún hombre habría sobrevivido. Nació de una especie de inocencia. Teníamos mucho poder, pero no entendíamos sus implicaciones. Por eso, aunque me odiaras, quería que entendieras a Ghistelwchlohm y cómo se destruyó a sí mismo. Antaño vivíamos apaciblemente en estas grandes ciudades. Estaban abiertas a cada cambio del viento. Nuestros rostros cambiaban con cada estación; tomábamos conocimiento de todas las cosas: del silencio de los páramos hasta el hielo ardiente que barre los yermos del norte. No comprendimos, hasta que fue demasiado tarde, que el poder inherente a cada piedra, cada movimiento del agua, contiene no sólo existencia sino destrucción. —Hizo una pausa, sin ver a Morgon, saboreando una palabra amarga—. La mujer que conoces como Eriel fue la primera de nosotros que comenzó a acopiar poder. Y yo fui el primero en ver las implicaciones del poder… Esa paradoja que templa la hechicería e impulsa el estudio de los enigmas. Así que tomé una decisión, y comencé a vincular todas las formas terrestres a mí por sus propias leyes, sin permitir que nada turbara la ley. Pero tuve que luchar para conservar la ley de la tierra, y entonces aprendimos qué era la guerra. El reino tal como lo conoces no habría durado dos días ante la fiereza de esas batallas. Asolamos nuestras propias ciudades. Nos destruimos entre nosotros. Destruimos a nuestros hijos, extrajimos poder aun de ellos. Había aprendido a dominar los vientos, que fue lo único que me salvó. Era capaz de acotar el poder de los últimos Amos de la Tierra, así que podían usar poco poder, salvo el que les era innato. Los arrojé al mar mientras la tierra sanaba lentamente. Sepulté a nuestros hijos. Al fin los Amos de la Tierra surgieron del mar, pero no podían liberarse de la traba que yo les imponía. Y no podían encontrarme, porque los vientos siempre me ocultaban… Pero soy muy viejo, y no puedo contenerlos mucho más tiempo. Ellos lo saben. Era viejo aun cuando me transformé en un hechicero llamado Yrth para confeccionar el arpa y la espada que mi heredero necesitaría. Ghistelwchlohm supo acerca del Portador de Estrellas por los muertos de Isig, y se transformó en un enemigo más, tentado por la promesa de un vasto poder. Pensó que si controlaba al Portador de Estrellas, podría asimilar el poder que el Portador de Estrellas heredaría y transformarse en el Supremo no sólo de nombre. Eso lo habría matado, pero no me molesté en explicárselo. Cuando comprendí que te esperaba, lo observé… en Lungold, y luego en Erlenstar. Tomé la forma de un arpista que había muerto durante la destrucción y entré a su servicio. No quería que sufrieras ningún daño sin mi consentimiento. Cuando al fin te encontré, sentado en el muelle de Tol, ignorante de tu destino, conforme con gobernar Hed, con un arpa que apenas sabías tocar y la corona de los reyes de Aum bajo tu cama, comprendí que lo último que había esperado al cabo de tantos siglos solitarios era alguien a quien pudiera amar.</p> <p>Hizo otra pausa, y Morgon vio un rostro borroso, enturbiado por su propio llanto.</p> <p>—Hed. No es de extrañar que esa tierra engendrara al Portador de Estrellas, un afectuoso príncipe de Hed, soberano de granjeros ignorantes y tercos que sólo creían en el Supremo…</p> <p>—Ahora no soy mucho más… Ignorante y terco. ¿He causado la destrucción de ambos al venir aquí para encontrarte?</p> <p>—No. Éste es el único lugar donde nadie espera que estemos. Pero nos queda poco tiempo. Cruzaste Ymris sin tocar la ley de la tierra.</p> <p>Morgon aflojó las manos.</p> <p>—No me atrevía. Y sólo podía pensar en ti. Tenía que encontrarte antes que los Amos de la Tierra me encontraran a mí.</p> <p>—Lo sé. Te dejé en una situación arriesgada. Pero me encontraste, y yo tengo la ley de la tierra de Ymris. La necesitarás. Ymris es sede de inmenso poder. Quiero que tomes ese conocimiento de mi mente. No temas —añadió ante la expresión de Morgon—. Por ahora te daré sólo ese conocimiento, nada que no puedas soportar. Siéntate.</p> <p>Morgon se apoyó lentamente en las piedras. La lluvia había vuelto, soplada por el viento a través de las aperturas de la cámara, pero no sentía frío. El rostro del arpista estaba cambiando; su expresión taciturna se había decantado en una paz sin edad mientras contemplaba su reino. Morgon lo miró, asimilando ávidamente esa paz hasta que quedó envuelto en la quietud y el toque del Supremo pareció reposar sobre su corazón. De nuevo oyó esa voz profunda y sombría, la voz del halcón.</p> <p>—Ymris… Yo nací aquí, en el Llano del Viento. Siente su poder bajo la lluvia, bajo los gritos de los muertos. Es, como tú, una tierra tenaz y afectuosa. Quédate quieto y escucha.</p> <p>Se quedó quieto, tan quieto que podía oír la hierba que se curvaba bajo el peso de la lluvia y los antiguos nombres que se habían dicho allí en siglos lejanos. Y entonces fue hierba.</p> <p>Se desprendió de Ymris lentamente, con el corazón palpitando al son de su larga y sangrienta historia, y el cuerpo adaptado a sus verdes campos, sus costas agrestes, sus bosques meditabundos. Se sentía tan viejo como la primera piedra arrancada de la montaña de Erlenstar para reposar sobre la tierra, y sabía mucho más de lo que deseaba acerca de la devastación que la guerra reciente había causado en Ruhn. Percibía en Ymris un poder descomunal que él no quería asimilar, como si hubiera afrontado un mar o una montaña que superaba los alcances de su mente. Pero Ymris también albergaba momentos de serenidad; un lago quieto y recóndito que reflejaba muchas cosas; extrañas piedras que una vez habían hablado; bosques habitados por animales negros y puros, tan tímidos que morían si los hombres los miraban; extensos robledales en los fronteras occidentales, cuyos árboles recordaban la llegada de los hombres a Ymris. Atesoró estas cosas. El Supremo sólo le había dado la consciencia de Ymris; el poder que él había temido en los ojos del halcón todavía estaba encadenado cuando él los volvió a mirar.</p> <p>Era el amanecer de algún día, y Raederle estaba junto a él.</p> <p>—¿Cómo llegaste aquí? —exclamó Morgon, sorprendido.</p> <p>—Volé.</p> <p>La respuesta era tan simple que no la entendió del todo.</p> <p>—También yo.</p> <p>—Tú subiste por la escalera. Yo volé hasta la cumbre.</p> <p>Puso tal cara de sorpresa que Raederle sonrió.</p> <p>—Morgon, el Supremo me dejó entrar. De lo contrario, me habría pasado la noche graznando y volando alrededor de la torre.</p> <p>Él gruñó y le asió los dedos. Notó que ella estaba muy cansada y dejaba de sonreír, con una expresión inquietante en los ojos. El Supremo estaba junto a una de las ventanas. Las primeras luces rozaban la piedra azul; contra el cielo, el rostro del arpista lucía fatigado, la piel tensa, incolora contra los huesos. Pero eran los ojos de Yrth, llenos de luz, misteriosos. Morgon lo miró largo rato sin moverse, todavía envuelto en esa paz, hasta que el rostro inmutable y familiar pareció fundirse con la pálida luz de la mañana. El Supremo se volvió hacia él.</p> <p>Llamó a Morgon sin un gesto, con su mera voluntad. Morgon soltó la mano de Raederle y se levantó rígidamente. Cruzó la habitación. El Supremo le apoyó una mano en el hombro.</p> <p>—No pude tomarlo todo —dijo Morgon.</p> <p>—Morgon, el poder que percibiste está en los muertos de los Amos de la Tierra: los que murieron luchando a mi lado en esta planicie. El poder estará ahí cuando lo necesites.</p> <p>Algo dentro de Morgon, en las honduras que había bajo esa paz, irguió el hocico como un sabueso ciego en la oscuridad, olfateando las palabras del Supremo.</p> <p>—¿Y el arpa, y la espada? —preguntó, tratando de conservar la calma—. Apenas entiendo su poder.</p> <p>—Ellas mismas encontrarán su utilidad. Mira.</p> <p>Una blanca niebla de vestas cubría la planicie, bajo el cielo encapotado. Morgon los miró con incredulidad, apoyó la cara en la piedra fría.</p> <p>—¿Cuándo llegaron aquí?</p> <p>—Anoche.</p> <p>—¿Dónde está el ejército de Astrin?</p> <p>—La mitad quedó atrapada entre Tor y Umber, pero la vanguardia logró pasar, allanando el paso a los vestas, la guardia de la morgol y los mineros de Danan. Ellos están detrás de los vestas. —Leyó los pensamientos de Morgon. Tensó la mano—. No los traje aquí para luchar.</p> <p>—¿Para qué, entonces?</p> <p>—Los necesitarás. Tú y yo debemos terminar esta guerra rápidamente. Has nacido para esto.</p> <p>—¿Cómo?</p> <p>El Supremo guardó silencio. Detrás de su mirada serena y ensimismada, Morgon detectó una fatiga irremediable, y una paciencia más familiar: quizás el arpista esperando la comprensión de Morgon, o quizás algo que estaba más allá de su comprensión.</p> <p>—El príncipe de Hed y sus granjeros —murmuró al fin— se han reunido en la frontera sur con el ejército de Mathom. Si necesitas mantenerlos con vida, hallarás un modo.</p> <p>Morgon giró. Cruzó la cámara, se asomó por una ventana del sur, como si entre los robles deshojados pudiera ver un firme escuadrón de granjeros con rastrillos, azadas y guadañas. Un dolor y un temor que le hicieron lagrimear le estrujaron el corazón.</p> <p>—Abandonó Hed. Eliard transformó a sus granjeros en guerreros y abandonó Hed. ¿Qué es esto? ¿El fin del mundo?</p> <p>—Vino a luchar por ti. Y por su tierra.</p> <p>—No. —Morgon se volvió de nuevo, apretando los puños, aunque no con furia—. Vino porque tú querías. Por eso vinieron la morgol, y Har… Tú los atrajiste, tal como me atraes a mí, con un roce de viento en el corazón, un misterio. ¿Qué es? ¿Qué es lo que no me dices?</p> <p>—Te he dado mi nombre.</p> <p>Morgon calló. Comenzó a nevar levemente, grandes copos desperdigados en el viento. Le rozaban las manos, ardían antes de disiparse. Morgon tiritó y descubrió que ya no sentía ganas de hacer preguntas. Raederle se había apartado de ambos. Parecía extrañamente aislada en el centro de la pequeña cámara. Morgon se le acercó; ella irguió la cabeza, pero no lo miró a él sino al Supremo.</p> <p>El Supremo se le acercó, como si ella lo hubiera atraído tal como él atraía a Morgon. Le apartó de la cara un mechón de cabello revuelto por el viento.</p> <p>—Raederle, es hora de que partas.</p> <p>—No —murmuró ella con determinación—. Soy medio Amo de la Tierra. Tendrás al menos una de tu especie luchando por ti al cabo de tantos siglos. No abandonaré a ninguno de los dos.</p> <p>—Estás en medio del peligro.</p> <p>—Yo escogí venir. Estar con los que amo.</p> <p>El Supremo calló; por un instante fue sólo el arpista, milenario, ensimismado, solitario.</p> <p>—Tú eras algo que no esperaba —murmuró—. Tan poderosa, tan bella, tan llena de amor. Eres como uno de nuestros hijos, adquiriendo poder antes de nuestra guerra. —Le besó la mano y la entreabrió para ver la angulosa cicatriz de la palma. Le dijo a Morgon—: Hay doce vientos. Sujetos, controlados, son más precisos y devastadores que cualquier arma o poder de hechicería del reino. Desatados, pueden destruir el reino. También son mis ojos y oídos, pues adoptan la forma de todas las cosas, oyen todas las palabras y movimientos, están por doquier… Aquella joya que Raederle sostuvo fue tallada y facetada por los vientos. Hice eso un día cuando estaba jugando con ellos, mucho antes de usarlos en nuestra guerra. El recuerdo de eso quedó reflejado en la piedra.</p> <p>—¿Por qué me lo dices? —preguntó Morgon con voz trémula—. No puedo dominar los vientos.</p> <p>—No. Todavía no. No te preocupes aún. —Rodeó los hombros de Morgon con el brazo, lo envolvió en su quietud—. Escucha. Puedes oír la voz de todos los vientos del reino en esta cámara. Escucha mi mente.</p> <p>Morgon abrió la mente al silencio del Supremo. Los murmullos vagos e incoherentes del exterior se refractaron a través de la mente del Supremo en los tonos bellos y puros del arpa con estrellas. La música de arpa llenó el corazón de Morgon con suaves y leves vientos estivales, y los vientos profundos y salvajes que él amaba; esos sones serenos y melodiosos congeniaban con los latidos de su sangre. Ansió retener la melodía del arpa y al arpista dentro de ese momento, hasta que la luz volviera a agrietar el blanco cielo invernal.</p> <p>La música cesó. Morgon no podía hablar, y no quería que el Supremo se moviera. Pero el brazo que le rodeaba los hombros se apartó; el Supremo lo apretó suavemente, encarándolo.</p> <p>—Ahora —dijo—, nos aguarda una batalla. Quiero que encuentres a Heureu Ymris. Esta vez te pondré sobre aviso: cuando toques su mente, activarás una trampa que te han tendido. Los Amos de la Tierra sabrán dónde estás y que el Supremo está contigo. De nuevo desatarás la guerra en el Llano del Viento. Ellos tienen poco poder mental propio, pues yo lo mantengo atado; pero tienen la mente de Ghistelwchlohm, y quizás usen sus poderes de hechicero para tratar de lastimarte. Yo romperé todos los conjuros que él forje.</p> <p>Morgon se volvió hacia Raederle. Sus ojos le confirmaron lo que ya sabía: que nada que él dijera o hiciera la convencería de abandonarlos. Agachó de nuevo la cabeza, en silencioso acatamiento ante ella y el Supremo. Luego dejó que su consciencia se aventurara más allá del silencio, en la tierra húmeda de alrededor de la torre. Tocó una brizna de hierba, dejó que su mente la abrazara desde las raíces hasta la punta. Enraizada en la estructura de la ley de la tierra de la mente de Heureu, la brizna se convirtió en su lazo con el rey de Ymris.</p> <p>Percibió la mordedura de un dolor constante, una turbulencia de furia y desesperación impotente, y oyó el hueco y distante retumbo del mar. Había aprendido la forma de cada peñasco y piedra de las costas, y reconoció un tramo de la costa de Meremont. Olió madera húmeda y cenizas; el rey yacía en una choza de pescadores medio incendiada de la playa, a poca distancia del Llano del Viento.</p> <p>Iba a alzar la cabeza para hablar cuando el mar lo inundó, empapó todos sus pensamientos. A través de un pasaje largo y oscuro vio los extraños ojos de Ghistelwchlohm, con sus destellos de oro.</p> <p>Notó el sorprendido reconocimiento de esa mente cautiva. Luego sintió el zarpazo de un conjuro, y los ojos ardientes del hechicero lo buscaron. El conjuro se rompió, y Morgon retrocedió. El Supremo le aferró el hombro, sosteniéndolo con firmeza. Intentó hablar de nuevo, pero los ojos de halcón lo silenciaron. Esperó, estremecido por las palpitaciones de su corazón. Raederle, sometida a la misma espera, parecía remota de nuevo, perteneciente a otra parte del mundo. Morgon ansiaba hablar, romper el silencio que los mantenía inmóviles como si estuvieran tallados en piedra. Pero parecía hechizado, sin opciones, una extensión de la voluntad del Supremo. Un movimiento surcó el aire, luego otro. La oscura y exquisita mujer a quien Morgon conocía como Eriel estaba ante ellos, acompañada por Ghistelwchlohm.</p> <p>Por un instante, el Supremo contuvo el poder reunido contra él. La mujer quedó atónita al reconocer al arpista. El hechicero, cara a cara con el Supremo, a quien había buscado tanto tiempo, casi rompió el conjuro que le sujetaba la mente. Una leve sonrisa rozó los ojos del halcón, helados como el corazón de los yermos del norte.</p> <p>—Aun la muerte, maestro Ohm, es un enigma —dijo.</p> <p>Los ojos de Ghistelwchlohm se ennegrecieron de furia. Algo lanzó a Morgon por la cámara. Chocó contra la pared oscura, que cedió bajo su peso, y cayó en una negra y luminosa niebla de ilusión. Oyó el grito de Raederle, y un cuervo surcó su visión. Trató de agarrarlo, pero se le escabulló de las manos. Una mente sujetó su mente. La sujeción se quebró de inmediato. Un poder que él no sintió lo atacó y fue devorado. Vio de nuevo el rostro de Ghistelwchlohm, borroso en la extraña luz. Sintió un tirón en el flanco, y gritó, aunque no sabía qué le habían arrebatado. Dio media vuelta y vio la espada con estrellas en las manos de Ghistelwchlohm, elevándose, recogiendo sombra y luz, hasta que las estrellas estallaron con fuego y oscuridad encima de Morgon. No podía moverse; las estrellas atraían sus ojos, sus pensamientos. Observó cómo ascendían, se detenían, se borroneaban al descender. Vio de nuevo al arpista, aguardando el tajo con tanta serenidad como en el salón real de Anuin.</p> <p>Un grito desgarró a Morgon. La espada bajó con pasmosa celeridad, hirió al Supremo, le atravesó el corazón, se partió en las manos de Ghistelwchlohm. Morgon, moviéndose al fin, lo sostuvo mientras caía. No podía respirar; el filo del dolor le hendía el propio corazón. El Supremo le aferró los brazos; sus manos eran las manos tullidas del arpista, las manos con cicatrices del hechicero. Procuró hablar; su rostro pasaba de una forma a otra bajo las lágrimas de Morgon. Morgon lo estrechó, sintiendo que en él crecía un grito de furor y dolor, pero el Supremo ya empezaba a desvanecerse. Estiró una mano hecha de piedra roja o fuego, le tocó las estrellas del rostro.</p> <p>Susurró el nombre de Morgon. Acarició el corazón de Morgon.</p> <p>—Libera los vientos.</p> <title style="page-break-before:always; text-indent: 0em;"> <p style="line-height:400%;">Capítulo 16</p> </h3> <p style="margin-top:5%">Un grito que no era un grito sino la voz de un viento brotó de Morgon. El Supremo se transformó en llamas en sus manos, y luego en un recuerdo. El grito reverberó en la torre: una nota grave que creció hasta sacudir las piedras. Los vientos embestían la torre, y Morgon se sintió pulsado una y otra vez por su aflicción, como una cuerda de arpa. Entre todas las voces que lo rodeaban, salvajes, caóticas, bellas, no sabía cuál era la suya. Buscó el arpa a tientas. Las estrellas del arpa se habían vuelto negras como la noche. La rozó con la mano, o con el filo de un viento. Las cuerdas se partieron. Cuando la cuerda baja gimió y se quebró, la piedra y la ilusión de la piedra estallaron y comenzaron a caer.</p> <p>Vientos del color de las piedras —fuego, oro, noche— giraron en espiral, se dispersaron. La torre rugió y se desmoronó, dejando un túmulo gigantesco. Morgon cayó en la hierba sobre las manos y las rodillas. No percibía el poder de Ghistelwchlohm y Eriel en ninguna parte, como si el Supremo los hubiera atado a su muerte en el momento final. La nieve se arremolinaba alrededor, derritiéndose apenas tocaba el suelo. El cielo estaba blanco.</p> <p>En su mente hervía la ley de la tierra. Oyó el silencio de las raíces bajo sus manos; miró la mole ruinosa de la Torre del Viento a través de los ojos imperturbables de un espectro de An que estaba en el linde del Llano. Un gran árbol se curvaba bajo la lluvia en una ladera húmeda de los páramos; sintió que sus raíces se movían y aflojaban al caer el tronco. Un trompetero del ejército de Astrin se llevaba a la boca su largo y dorado instrumento. Los pensamientos de los terrarcas rugieron en la mente de Morgon, llenos de pesadumbre y temor, aunque ellos no comprendían por qué. Todo el reino parecía formarse bajo sus manos en la hierba, tironeando, estirándolo desde los fríos yermos hasta la elegante corte de Anuin. Fue piedra, agua, un campo moribundo, un ave que luchaba contra el viento, un rey herido y desesperado en la playa al pie del Llano del Viento, vestas, espectros y mil misterios frágiles, brujas tímidas, cerdos parlantes y torres solitarias para las cuales no había hallado lugar dentro de su mente. El trompetero apoyó los labios en el cuerno y sopló. En ese instante un Gran Grito del ejército de An asoló la llanura. Los sonidos, el urgente embate del conocimiento, la pérdida que le taladraba el corazón, abrumaron súbitamente a Morgon. Gritó de nuevo, cayó, hundió el rostro en la hierba húmeda.</p> <p>El poder le rasgaba la mente, diluyendo los lazos que había formado con la tierra. Comprendió que la muerte del Supremo había desatado todo el poder de los Amos de la Tierra. Sintió sus mentes, antiguas e indómitas como el fuego y el mar, bellas y mortíferas, empeñadas en destruirlo. No sabía cómo combatirlos. Sin moverse, los vio con el ojo de su mente, extendiéndose por el Llano del Viento desde el mar, fluyendo como una ola en las formas de hombres y animales, con sus mentes galopando delante de ellos, olfateando. Lo tocaron una y otra vez, arrebatándole conocimiento, rompiendo lazos que él había heredado, hasta que su consciencia de los árboles del robledal, los vestas, los rocines de Hed, los granjeros de Ruhn, y otros fragmentos del reino comenzaron a desaparecer de su mente.</p> <p>Lo sintió como otra clase de pérdida, terrible y desconcertante. Trató de combatirla mientras la ola se aproximaba, pero era como tratar de impedir que la marea le arrancara granos de arena de las manos. Los ejércitos de Astrin y Mathom cruzaban la planicie tronando, desde el norte y desde el sur, sus colores de batalla vividos como hojas moribundas contra el cielo invernal. Morgon supo que serían destruidos, aun los muertos; ninguna consciencia viviente ni memoria de los muertos podía sobrevivir a un poder que se alimentaba aun del poder de Morgon. Mathom cabalgaba a la cabeza de sus fuerzas; en el bosque, Har se preparaba para lanzar los vestas hacia la llanura. Los mineros de Danan, flanqueados por la guardia de la morgol, se aprestaban a seguir a los guerreros de Astrin. No sabía cómo ayudarlos. Vio que en el linde sureste de la llanura, Eliard y los granjeros de Hed, armados con poco más que martillos, cuchillos y sus meras manos, marchaban con empeño al rescate.</p> <p>Irguió la cabeza; su consciencia de ellos vaciló cuando una mente obnubiló su mente. Todo el reino pareció oscurecerse: partes de su vida se le escapaban. Trató de aferrarías, enredando las manos en la hierba, temiendo que la gran esperanza depositada en él por el Supremo hubiera sido en vano. Una puerta se abrió en un rincón brumoso de su mente. Vio que Tristan salía al porche de Akren, tiritando en el viento frío, con los ojos oscuros y temerosos, mirando hacia el tumulto del continente.</p> <p>Se arrodilló, se puso de pie, con toda la terca resistencia que esa pequeña isla le había inculcado. Un viento le azotó la cara; apenas podía mantener el equilibrio. Estaba en el corazón del caos. Los vivos y los muertos y los Amos de la Tierra estaban por confluir alrededor de él; la ley de la tierra le era arrebatada; había liberado los vientos. Aullaban por todo el reino, hablándole de bosques desgajados, aldeas arrasadas, techos de paja y tejas arrojados al aire. El mar se encrespaba, y mataría a Heureu Ymris si él no actuaba. Eliard moriría si él no podía detenerlo. Trató de llegar a la mente de Eliard, pero al escrutar el Llano se embrolló en una telaraña de mentes.</p> <p>Le arrebataban conocimiento y poder como una ola que carcomiera un peñasco. No parecía haber escapatoria, ninguna imagen de paz que él pudiera formar para repelerlos. Entonces vio algo que titilaba frente a él: su arpa rota, tendida en la hierba, las cuerdas chispeantes, tañidas por el viento.</p> <p>Una furia limpia y fuerte que no era suya lo embargó de pronto, quemando todas las trabas. Su mente quedó clara como el fuego. Encontró a Raederle junto a él, usando su furia para liberarlo un instante; quiso hincarse de rodillas ante ella, porque aún estaba con vida, porque estaba con él. En el instante que ella le había dado, comprendió lo que debía hacer. Entonces las fuerzas del reino chocaron frente a él. Los huesos de los muertos, la brillante cota de malla y los relucientes escudos de los vivos, vestas blancos como la nevisca, la guardia de la morgol con sus esbeltas lanzas de plata y fresno, se estrellaron contra el poder despiadado e inhumano de los Amos de la Tierra.</p> <p>Oyó por primera vez el grito desgarrado que un vesta lanzaba al morir, llamando plañideramente a los suyos. Sintió que los nombres de los muertos se extinguían como llamas en su mente. Hombres y mujeres luchaban con lanzas y espadas, picas y hachas contra un enemigo que no se ceñía a una forma, sino que se desplazaba con una fluidez proteica que causaba desesperación y muerte entre sus oponentes. Morgon los sintió morir, partes de sí mismo. Mineros de Danan caían como grandes y macizos árboles; los granjeros de Hed, de cara a un enemigo inconcebible que no se parecía a nada que pudiera sugerirles su plácida historia, estaban demasiado confundidos para defenderse. Sus vidas fueron arrancadas de Morgon como criaturas con raíces. El Llano era una cosa viviente y rugiente ante sus ojos, un trozo de sí mismo luchando sin esperanzas contra esa bestia oscura y sinuosa de dientes filosos que estaba empecinada en matar el reino. Apenas empezó la batalla, sintió la muerte del primer terrarca.</p> <p>Captó la lucha en la mente de Heureu Ymris mientras, herido y sin asistencia, trataba de aprehender la turbulencia de su tierra. Su cuerpo no tenía fuerzas suficientes para ese tormento.</p> <p>Murió a solas, oyendo el retumbo del mar y los gritos de los moribundos en el Llano del Viento. Morgon sintió que la fuerza vital del rey regresaba a Ymris. Y en el campo de batalla, Astrin, en plena lucha, lidió súbitamente con una congoja abrumadora, y el súbito despertar del instinto del terrarca.</p> <p>Su congoja despertó la de Morgon, por el Supremo, por Heureu, por el reino mismo, confiados a su cuidado y muriendo dentro de él. Su mente se abrió con una nota de arpa que también era una llamada a un viento del sur que cruzaba los páramos. Nota por nota, todas marcadas por la aflicción, llamó a los vientos desatados al Llano del Viento.</p> <p>Vinieron a él desde los yermos del norte, ardiendo de frío; empapados de lluvia, desde los páramos; con sabor salobre y nieve del mar; oliendo a tierra húmeda de Hed. Eran devastadores. Achataron la hierba de un extremo al otro de la planicie. Disolvieron la forma de Morgon, arrancaron robles en el linde del Llano. Gemían con oscuro desconsuelo, rasgaban el aire con estridente y furiosa lamentación. Dispersaron los ejércitos como paja. Caballos sin jinete huyeron de ellos. Los muertos fueron recuerdos deshilachados; los escudos volaban por los aires como hojas; hombres y mujeres rodaban por el suelo, tratando de alejarse. Aun los Amos de la Tierra se detuvieron; ninguna forma que adoptaran podía embestir contra los vientos.</p> <p>Morgon, con la mente fragmentada en notas de arpa, se esforzó para imponerles un orden. El grave viento del norte lo atravesó con su nota profunda; dejó que le llenara la mente hasta que se estremeció con sonido, como una cuerda de arpa. Al fin lo soltó; cogió otra voz, aguda e intensa, de los remotos páramos. Le quemó la mente con una nota dulce y arrasadora. Ardió con ese viento, lo asimiló. Otro viento, que barría el mar, lo atravesó con una canción salvaje. Él le devolvió su salvajismo, le alteró la voz, la atemperó. Las olas que se acumulaban contra las costas de Hed comenzaron a calmarse. Otro viento cantó sobre el silencio invernal de Isig y las arpas que aún reverberaban en la oscuridad de Erlenstar. Transformó el silencio y la oscuridad en su propia canción.</p> <p>Apenas reparó en la mente de los Amos de la Tierra mientras luchaba para dominar los vientos. El poder de los vientos lo colmaba y lo desafiaba, pero lo protegía. Ninguna mente del Llano podría haberlo tocado, pues era un hervidero de viento. Una parte remota de él observó el reino al que estaba ligado. Los guerreros huían a los bosques fronterizos. Fueron obligados a abandonar sus armas; ni siquiera podían llevar consigo a los heridos. El estruendo de su lucha con los vientos se oía aun en Caithnard, Caerweddin y Hed. Los hechiceros habían abandonado la llanura; Morgon sintió el paso de su poder mientras reaccionaban con desconcierto y miedo. El ocaso bañó la llanura, y luego la noche, y él luchó con los fríos, nervudos y lobunos vientos de la oscuridad.</p> <p>Afinó el poder de los vientos con toda precisión. Podría haber enseñado a un viento del este los puntos más íntimos del túmulo que tenía al lado, para que escupiera piedras por todo el Llano. Podría haber recogido un copo de nieve del suelo, o volteado a una de las guardias caídas, cubierta de nieve, para verle el rostro. En ambos lados del Llano cientos de fogatas habían ardido toda la noche, mientras hombres y mujeres del reino esperaban insomnes y él procuraba rescatar sus destinos. Cuidaban a sus heridos y se preguntaban si sobrevivirían al traspaso del poder del Supremo a su heredero. Al fin, él les dio el alba.</p> <p>Vino como un ojo que lo mirase a través de una niebla blanca. Morgon se retrajo en sí mismo, con las manos llenas de viento. Estaba solo en una llanura apacible. Los Amos de la Tierra habían desplazado su campo de batalla al este, atravesando Ruhn. Permaneció quieto un instante, preguntándose si había transcurrido una sola noche o un siglo. Se olvidó de la noche para olfatear el rastro de los Amos de la Tierra.</p> <p>Habían huido a través de Ruhn. Las ciudades, las granjas y las mansiones de los señores estaban en ruinas; el poder había asolado y abrasado campos, bosques y huertos. Los hombres, niños y animales que estaban al alcance de la mente de los Amos habían perecido. Mientras Morgon desplazaba su consciencia por los yermos, sintió que una canción de arpa crecía dentro de él. Los vientos que él controlaba despertaron con ella, airados, peligrosos, arrancándolo de su forma hasta que fue medio hombre, medio viento, un arpista tocando una canción de muerte en un arpa sin cuerdas.</p> <p>Invocó el poder que yacía sepultado bajo las grandes ciudades de Ymris. Lo había detectado en la mente del Supremo, y al fin supo por qué los Amos de la Tierra habían guerreado por la posesión de estas ciudades. Eran túmulos funerarios, ruinosos monumentos a sus difuntos. El poder había permanecido en letargo bajo la tierra durante milenios. Pero, tal como sucedía con los espectros de An, sus mentes se podían despertar con el recuerdo, y Morgon, hurgando bajo las piedras, los arrancó del sueño con su aflicción. No los vio. Pero en el Llano del Viento y el Llano de la Boca del Rey, en las ruinas de Ruhn y del este de Umber, un poder se congregó, pendió sobre las piedras como la estremecedora e insoportable tensión del cielo antes del estallido de la tormenta. La tensión se sintió en Caerweddin y en las ciudades que sobrevivían alrededor de las ruinas. Ese amanecer nadie habló; todos esperaban.</p> <p>Morgon empezó a avanzar por el Llano del Viento. Un ejército de los muertos de los Amos de la Tierra avanzaba con él; atravesó Ymris, buscando a los Amos de la Tierra vivientes para terminar una guerra. Como sabuesos, los vientos expulsaron a los Amos de la Tierra de la forma de piedra y hoja en que se ocultaban; los muertos los expulsaron con determinación muda e implacable de la tierra que antaño habían amado. Se dispersaron por los páramos, por bosques húmedos y oscuros, por cerros desnudos, por las heladas superficies de los lagos de Lungold. Morgon, precedido por los vientos, seguido por los muertos, los persiguió más allá del umbral del invierno. Los persiguió con la misma saña con que ellos lo habían obligado a ir a Erlenstar.</p> <p>Trataron de combatirlo una última vez antes que él los forzara a entrar en la montaña. Pero los muertos lo rodeaban como piedra, y los vientos aullaban contra ellos. Pudo haberlos destruido, despojándolos de su poder, como habían intentado hacer con él. Pero algo de su belleza permanecía en Raederle, mostrándole lo que otrora podían haber sido, y no pudo matarlos. Ni siquiera tocó el poder de los Amos. Los obligó a entrar en la montaña de Erlenstar, donde se ocultaron en las formas del agua y las gemas. Morgon selló toda la montaña —los túneles, los manantiales ocultos, la superficie de la tierra, el suelo de roca— con su propio nombre. Ligó a los muertos a los árboles y las piedras, a la luz y el viento, alrededor de la montaña, obligándolos a custodiar Erlenstar. Luego liberó a los vientos de su canción, y ellos empujaron el invierno desde las tierras del norte hacia todo el reino.</p> <p>Regresó al Llano del Viento, atraído por el recuerdo. Había nieve en toda la planicie y en todas las piedras filosas y amontonadas. Había humo entre los árboles que rodeaban la planicie, pues nadie se había marchado. La congregación de hombres, mujeres y animales aún estaba allí, aguardando su regreso. Habían sepultado a sus muertos y mandado pedir provisiones; se disponían a resistir el invierno, ligados a la planicie.</p> <p>Morgon recobró su forma junto a la torre en ruinas. Oyó que la morgol hablaba con Goh; vio que Har revisaba los vendajes de un vesta lisiado. No sabía si Eliard estaba con vida. Mirando el enorme túmulo, se sumió en su aflicción. Apoyó la cara en una de esas frías y bellas piedras, estiró los brazos, ansiando estrechar el túmulo, retenerlo en su corazón. De pronto se sintió amarrado, como si fuera un espectro y todo su pasado estuviera sepultado en esas piedras. Mientras él lloraba su pérdida, los hombres comenzaron a avanzar por la planicie. Los vio con la mente: siluetas diminutas que se desplazaban por la llanura nevada. Al volverse, vio que formaban un círculo silencioso alrededor de él.</p> <p>Los había atraído, comprendió, tal como Deth siempre lo atraía a él: sin razones ni cuestionamientos, puro instinto. Los terrarcas del reino, los cuatro hechiceros, guardaban silencio con él. No sabían qué decirle mientras él soportaba su poder y su pesar, sólo respondían a algo en aquél que había llevado paz a la antigua llanura.</p> <p>Miró los rostros que conocía tan bien. Estaban demudados de pena, por el Supremo, por sus propios muertos. Al encontrar a Eliard entre ellos, sintió que algo despertaba dolorosamente en su corazón. El rostro de Eliard estaba como nunca lo había visto: incoloro y duro como suelo de invierno. Habían enviado a la isla los cuerpos de un tercio de los granjeros de Hed, para que los sepultaran en la tierra escarchada. El invierno sería duro para los vivos, y Morgon no sabía cómo consolarlo. Pero mientras Eliard miraba en silencio a Morgon, surgió en sus ojos algo que nunca había estado en la inmutable y estólida heredad de los príncipes de Hed; el misterio lo había tocado.</p> <p>Morgon miró a Astrin. Aún parecía aturdido por la muerte de Heureu y el inmenso poder que ahora poseía.</p> <p>—Lo lamento —dijo Morgon. Las palabras sonaban tan leves y huecas como la nieve que espolvoreaba las enormes piedras que tenía a sus espaldas—. Lo sentí morir, pero no pude ayudarlo. Sentí tanta muerte…</p> <p>El ojo blanco lo escudriñó como si hubiera nombrado al arpista.</p> <p>—Estás vivo, Supremo —susurró Astrin—. Sobreviviste para nombrarte a ti mismo, y trajiste paz a esta mañana.</p> <p>—Paz. —Morgon tocó las piedras que tenía detrás, frías como hielo.</p> <p>—Morgon —murmuró Danan—, cuando vimos caer esa torre, ninguno de nosotros esperaba ver otro amanecer.</p> <p>—Muchos no lo vieron. Muchos de tus mineros murieron.</p> <p>—Y muchos sobrevivieron. Tengo una gran montaña llena de árboles; tú nos devolviste ese hogar al que regresar.</p> <p>—Hemos vivido para ver el traspaso de poder del Supremo a su heredero —dijo Har—. Pagamos un precio por verlo, pero… sobrevivimos. —Sus ojos eran extrañamente suaves en la luz pura y fría. Se acomodó el manto sobre los hombros, un rey viejo y nudoso, con los primeros recuerdos del reino en su corazón—. Has jugado una maravillosa partida y has triunfado. No llores al Supremo. Estaba viejo y cerca del final de su poder. Te legó un reino en guerra, una herencia casi imposible, y toda su esperanza. No le fallaste. Ahora podemos regresar a casa en paz, sin tener que temer al forastero que llega a nuestro umbral. Cuando la puerta se abra de improviso ante los vientos invernales, y apartemos los ojos del fuego para encontrar al Supremo en nuestra casa, serás tú. Él nos legó esa dádiva.</p> <p>Morgon calló. La pena lo consumía como una llama, a pesar de esas palabras. Luego sintió en uno de ellos una pena similar que ninguna palabra podía consolar. La buscó, un fragmento de sí mismo, y la halló en Mathom, cansado y ensombrecido por la muerte.</p> <p>Morgon dio un paso hacia él.</p> <p>—¿Quién?</p> <p>—Duac —dijo el rey. Inhaló secamente, oscuro como un espectro contra la nieve—. Se negó a quedarse en An… La única discusión que perdí. Mi heredero, con sus ojos de mar…</p> <p>Morgon calló de nuevo, preguntándose cuántos de sus lazos se habían roto, cuántas muertes no había percibido.</p> <p>—Tú sabías que el Supremo moriría aquí —dijo, recordando.</p> <p>—Él se nombró a sí mismo —dijo Mathom—. No era preciso que soñara eso. Sepúltalo aquí, donde escogió morir. Déjalo descansar.</p> <p>—No puedo —susurró Morgon—. Yo fui su muerte. Él lo sabía. En ese momento, él lo sabía. Yo era su destino, él era el mío. Nuestras vidas eran un constante y tortuoso juego de enigmas… Él forjó la espada que lo mataría, y yo se la traje. Si yo hubiera pensado… Si hubiera sabido…</p> <p>—¿Qué habrías hecho? Él no tenía la fuerza para ganar esta guerra. Sabía que tú vencerías, si te daba su poder. Él ganó esa partida. Acéptalo.</p> <p>—No puedo… Todavía no. —Apoyó la mano en las piedras antes de marcharse. Irguió la cabeza, escrutando el cielo en busca de algo que no podía hallar en su mente. Pero su rostro estaba pálido, inmóvil—. ¿Dónde está Raederle?</p> <p>—Estuvo conmigo un tiempo —dijo la morgol. Su rostro estaba muy sereno, como la mañana invernal que llevaba sosiego al mundo—. Creo que fue a buscarte, pero quizás ella también necesite tiempo para llorar su pena. —Él la miró a los ojos. La morgol sonrió, tocándole el corazón—. Morgon, él ha muerto. Pero por un tiempo le diste algo que amar.</p> <p>—También tú —susurró Morgon. Luego se alejó, para encontrar consuelo en alguna parte del reino. Se transformó en nieve o aire, o quizá siguió siendo él mismo; no estaba seguro. Sólo supo que no dejó en la nieve ningún rastro que alguien pudiera seguir.</p> <p>Erró por la tierra, cobrando muchas formas, reparando lazos rotos, hasta que no hubo árbol ni insecto ni hombre del reino del que no tuviera consciencia, excepto una mujer. Los vientos que tocaban todo en su ilimitada curiosidad le hablaron de señores y guerreros de Ymris que se habían quedado sin hogar y se refugiaban en la corte de Astrin, de mercaderes que batallaban con los mares para llevar grano de An y Herun y cerveza de Hed a la tierra desgarrada por la guerra. Le contaron que los vestas habían regresado a Osterland, y que el rey de An habían vuelto a vincular a sus muertos con la tierra de las tres partes. Escucharon a los hechiceros de Caithnard mientras deliberaban sobre la restauración de la gran escuela de Lungold, y los maestros que resolvían serenamente el último enigma irresuelto de su lista. Morgon sintió que Har lo aguardaba, junto a su fuego de invierno, con los lobos alerta en sus rodillas. Sintió los ojos de la morgol mirando más allá de sus murallas, de sus colinas, aguardándolo, aguardando a Raederle, haciéndose preguntas.</p> <p>Trató de poner fin a su llanto, sentado durante días en los yermos, como una maraña de viejas raíces, juntando las piezas que el arpista había jugado, acto por acto, entendiendo. Pero el entendimiento no le brindaba consuelo. Probó con la música, tocando un arpa vasta como el cielo nocturno, con un rostro lleno de estrellas, pero ni siquiera eso le trajo paz. Erró de picos fríos y estériles a bosques serenos, e incluso a posadas y granjas donde era recibido amablemente como un forastero que llegaba del frío. No sabía lo que quería su corazón, por qué el espectro del arpista lo rondaba sin cesar y se negaba a descansar.</p> <p>Un día abandonó un ventisquero de los yermos del norte y enfiló al sur sin saber por qué. Cambiaba de forma mientras andaba; ninguna forma le daba paz. Atravesó la primavera que ascendía hacia el norte; su inquietud se aguzó. Los vientos que soplaban del oeste y del sur olían a tierra removida y luz del sol. Tañían su arpa de viento con voces más airosas. Él no se sentía airoso. Ambulaba con forma de oso por los bosques, surcaba el mediodía soleado con forma de halcón. Se posó en la proa de un barco mercante durante tres días mientras bogaba por el mar estruendoso, hasta que los marineros, desconfiando de los ojos quietos y extraños de ese pájaro, lo ahuyentaron. Siguió la costa de Ymris, volando, reptando, galopando con caballos salvajes hasta que llegó a la costa de Meremont. Allí siguió el olor de sus recuerdos, hasta el Llano del Viento.</p> <p>En la planicie cobró la forma de un príncipe de Hed, con cicatrices en las manos y tres estrellas en el rostro. Los ecos de una batalla lo rodearon; cayeron piedras en silencio, desaparecieron. La hierba temblaba como las cuerdas rotas de un arpa. Una franja de luz del sol poniente le ardió en los ojos. Desvió la cara y vio a Raederle.</p> <p>Ella estaba en Hed, en la playa de Tol. Estaba sentada en una roca, arrojando conchillas al mar mientras las olas chapoteaban alrededor. Algo en su rostro, una extraña mezcla de inquietud y tristeza, parecía reflejar el corazón de Morgon. Lo atrajo como una mano. Voló a través del agua, entrando y saliendo de la luz del sol, y cobró su propia forma en la roca, frente a ella.</p> <p>Ella lo miró en silencio, con una conchilla en la mano. Él tampoco hallaba palabras; se preguntó si había olvidado el lenguaje en los yermos del norte. Se sentó junto a ella, ansiando tenerla cerca. Le arrebató la conchilla de la mano y la arrojó a las olas.</p> <p>—Me atrajiste desde los yermos del norte —dijo—. Yo era… No sé lo que era. Algo frío.</p> <p>Ella se movió, le apartó un mechón de cabello ensortijado de los ojos.</p> <p>—Me preguntaba si vendrías aquí. Pensé que vendrías a mí cuando estuvieras preparado. —Parecía resignada a algo que estaba más allá de la comprensión de Morgon.</p> <p>—¿Cómo podría haber venido? No sabía dónde estabas. Te fuiste del Llano del Viento.</p> <p>Ella lo miró fijamente.</p> <p>—Creí que lo sabías todo. Eres el Supremo. Hasta sabes lo que diré a continuación.</p> <p>—No lo sé —dijo Morgon. Arrancó una conchilla de una grieta, la arrojó a las olas—. No estás ligada a mi mente. Habría estado contigo tiempo atrás, pero no sabía por dónde empezar a buscarte.</p> <p>Ella lo miró en silencio. Él la miró a los ojos, suspiró y le rodeó los hombros con el brazo. El cabello de Raederle olía a sal; su rostro se estaba tostando bajo el sol.</p> <p>—Un espectro me ronda —dijo—. Creo que mi corazón quedó sepultado bajo ese túmulo.</p> <p>—Lo sé. —Ella lo besó y se acomodó para apoyarle la cabeza en el hombro. Una ola rodó hasta sus pies, se retiró. Estaban reconstruyendo el muelle de Tol; troncos de pino traídos desde el norte descansaban en la playa. Ella miró hacia el mar. Caithnard asomaba entre las sombras y la luz evanescente—. Han vuelto a abrir el colegio de maestros de enigmas.</p> <p>—Lo sé.</p> <p>—Si sabes todo, ¿de qué hablaremos?</p> <p>—No lo sé. Supongo que de nada. —Vio una nave que zarpaba desde Tol, llevando a un príncipe de Hed y un arpista. La nave atracaba en Caithnard; ambos desembarcaban para iniciar su travesía. Se movió, preguntándose cuándo terminaría. Abrazó a Raederle con más fuerza, apoyándole la mejilla en el cabello. Le gustaba tocar el arpa en esa luz tardía, pero el arpa con estrellas estaba rota, sus cuerdas partidas por la pena. Tocó un mejillón que se aferraba a la roca y advirtió que nunca había cobrado esa forma. El mar se demoró un instante alrededor de la roca. Y en ese momento casi oyó algo parecido al fragmento de una canción que había amado.</p> <p>—¿Qué hiciste con los Amos de la Tierra?</p> <p>—No los maté. Ni siquiera toqué su poder. Los ligué a la montaña de Erlenstar.</p> <p>Ella suspiró en silencio.</p> <p>—Temía preguntarlo —susurró.</p> <p>—No podía destruirlos. ¿Cómo podría hacerlo? Eran parte de ti, y de Deth… Están ligados hasta que ellos mueran, o que yo muera, lo que llegue primero… —Pensó en los milenios venideros con ojos cansados—. Enigmas. ¿Han concluido? ¿Todos los enigmas terminan en una torre sin puertas? Es como si hubiera construido esa torre piedra por piedra, enigma por enigma, y la última piedra que encajó en su sitio la hubiera destruido.</p> <p>—No sé. Cuando Duac murió, estaba muy lastimada. Me habían arrancado un sitio del corazón. Parecía injusto que él muriera en esa guerra, pues era el más lúcido y paciente de nosotros. Eso sanó. Pero el arpista… Sigo escuchando su arpa bajo el relampagueo del agua, bajo la luz… No sé por qué no podemos dejarlo reposar.</p> <p>Morgon le alisó el cabello arremolinado por el viento. Hurgó al azar en la corriente continua de pensamientos que estaba bajo la superficie de su consciencia. Oyó que Tristan discutía plácidamente con Eliard mientras ponía los platos en la mesa de Akren. En Hel, Nun y Raith de Hel observaban el nacimiento de un cerdo. En Lungold, Iff rescataba libros de la biblioteca incendiada de los hechiceros. En la Ciudad de los Círculos, Lyra hablaba con un joven señor de Herun, contándole cosas que no había contado a nadie acerca de la batalla de Lungold. En el Llano del Viento, los fragmentos de una espada se hundían lentamente bajo las raíces de la hierba.</p> <p>Olió el ocaso de Hed, lleno de hierba nueva, tierra removida, hojas calentadas por el sol. El raro recuerdo de una canción que no era canción lo acosó de nuevo; esforzándose, casi la oyó. Raederle también parecía oírla; se acurrucó contra él, y su rostro se serenó bajo la cálida luz del atardecer.</p> <p>—En Hel ha nacido un cerdo parlante —dijo él—. Nun está allí con el señor de Hel.</p> <p>—El primero en tres siglos —comentó ella, sonriendo—. Me pregunto qué estará destinado a decir. Morgon, mientras te esperaba, tenía que hacer algo, así que exploré el mar. Encontré algo que te pertenece. Está en Akren.</p> <p>—¿Qué?</p> <p>—¿No lo sabes?</p> <p>—No. ¿Quieres que te lea la mente?</p> <p>—No. Nunca. ¿Cómo podría reñir contigo, entonces? —La expresión de él cambió de pronto, y la sonrisa de ella se ahondó.</p> <p>—¿La corona de Peven?</p> <p>—Eliard dijo que eso era. Yo nunca la había visto. Estaba llena de algas y lapas, salvo una gran piedra semejante a un ojo claro… Amé el mar. Quizá vaya a vivir ahí.</p> <p>—Yo viviré en los yermos —dijo él—. Una vez cada cien años, saldrás resplandeciendo del mar y yo iré a ti, o te atraeré hacia los vientos con mi arpa…</p> <p>Entonces la oyó al fin, entre el murmullo de las olas, en la piedra donde estaban sentados, antigua y cálida, asentada en las honduras de la tierra y del mar. Abrió el corazón tentativamente a algo que no había sentido en años.</p> <p>—¿Qué es? —preguntó Raederle, aún sonriendo, los ojos radiantes con las últimas luces.</p> <p>Él calló largo rato, escuchando. Le cogió la mano y se levantó. Ella caminó con él hasta la carretera de la costa, subiendo el acantilado. Los últimos rayos del sol se derramaban en los campos verdes; la carretera parecía perderse en la luz. Se quedó quieto, con el corazón abierto como una semilla, oyendo en todo Hed, en todo el reino, un silencio familiar que brotaba del corazón de todas las cosas.</p> <p>El silencio se internó en la mente de Morgon y reposó allí. No sabía si era un recuerdo, parte de su heredad o un enigma. Abrazó a Raederle, por una vez satisfecho de no saber. Echaron a andar hacia Akren. Raederle, con voz serena, se puso a hablar de perlas y peces luminosos y del canto de las aguas en las honduras del mar. El sol se puso lentamente; el ocaso cubrió el mundo, caminó detrás de ellos por la carretera, un extraño de pelo plateado con la noche en su espalda y el rostro siempre hacia el amanecer.</p> <p>La paz, trémula e inesperada, hincó una raíz en el corazón de Morgon.</p> <title style="page-break-before:always; text-indent: 0em;"> <p style="line-height:400%;">PERSONAS Y LUGARES</p> </h3> <p style="margin-top:5%"><strong>Acor de Hel</strong> tercer rey de Hel</p> <p><strong>Aia</strong> esposa de Har de Osterland</p> <p><strong>Aker, Jarl</strong> mercader muerto de Osterland</p> <p><strong>Akren</strong> sede del terrarca de Hed</p> <p><strong>Aloil</strong> hechicero de Lungold</p> <p><strong>Amory, Wyndon</strong> granjero de Hed; Arin, su hija</p> <p><strong>Amos de la Tierra</strong> antiguos y misteriosos habitantes del reino del Supremo</p> <p><strong>An</strong> reino que abarca las tres partes (An, Aum, Hel) gobernadas por Mathom</p> <p><strong>Anoth</strong> médica de la corte de Heureu de Ymris</p> <p><strong>Anuin</strong> puerto marítimo de An; sede de los reyes de An</p> <p><strong>Arya</strong> mujer de Herun citada en un enigma</p> <p><strong>Ash</strong> hijo y heredero de Danan Isig</p> <p><strong>Astrin</strong> hermano de Heureu; heredero de Ymris</p> <p><strong>Athol</strong> padre muerto de Morgon, Eliard y Tristan; príncipe de Hed</p> <p><strong>Auber de Aum</strong> descendiente de Peven de Aum</p> <p><strong>Aum</strong> antiguo reino conquistado por An</p> <p><strong>Awn de An</strong> antiguo terrarca de An; murió porque destruyó deliberadamente una parte de An para combatir a un enemigo</p> <p><strong>Bere</strong> nieto de Danan Isig; hijo de Vert</p> <p><strong>Blackdawn, Hallard</strong> señor de An que posee tierras en el este de Hel</p> <p><strong>Caerweddin</strong> principal ciudad de de Ymris; sede de Heureu; ciudad portuaria</p> <p><strong>Caithnard</strong> puerto marítimo y ciudad de mercaderes; sede del Colegio de Maestros de Enigmas</p> <p><strong>Ciudad Corona, Ciudad de los Círculos</strong> principal ciudad de Herun; rodeada por siete murallas circulares; sede de la morgol El de Herun</p> <p><strong>Col</strong> antiguo señor de Hel</p> <p><strong>Corbett, Bri</strong> maestro naviero de Mathom de An</p> <p><strong>Corrig</strong> cambiaforma; ancestro de Raederle</p> <p><strong>Croeg, Cyn</strong> señor de Aum que posee tierras en el este de Aum; descendiente de los reyes de Aum</p> <p><strong>Croeg</strong>, <strong>Mara Cyn</strong> esposa de Croeg; la Flor de An</p> <p><strong>Cron</strong> antiguo morgol de Herun; nombre completo: Ylcorcronlth; su arpista era Tirunedeth</p> <p><strong>Cyone</strong> esposa de Mathom de An; madre de Raederle y Rood</p> <p><strong>Danan Isig</strong> terrarca y rey de Isig</p> <p><strong>Deth</strong> un arpista</p> <p><strong>Dhairrhuwyth</strong> antiguo morgol de Herun</p> <p><strong>Duac</strong> hijo de Mathom; heredero de An</p> <p><strong>Edolen</strong> un Amo de la Tierra</p> <p><strong>El</strong> Elrhiarhodan, terrarca de Herun</p> <p><strong>Eliard</strong> príncipe de Hed; hermano menor de Morgon</p> <p><strong>Elieu de Hel</strong> hermano menor de Raith, señor de Hel</p> <p><strong>Eriel</strong> cambiaforma; pariente de Corrig y Raederle</p> <p><strong>Erlenstar, montaña de</strong> antigua morada del Supremo</p> <p><strong>Evern</strong> «El Halconero»; rey muerto de Hel</p> <p><strong>Farr</strong> último rey de Hel</p> <p><strong>Galil</strong> rey de Ymris en tiempos de Aloil</p> <p><strong>Ghisteslwchlohm</strong> fundador de la Escuela de Hechiceros de Lungold; también imitador del Supremo</p> <p><strong>Goh</strong> miembro de la guardia de Herun</p> <p><strong>Grania</strong> esposa muerta de Danan Isig, madre de Sol</p> <p><strong>Hagis</strong> rey muerto de An, abuelo de Mathom</p> <p><strong>Har</strong> el rey lobo, terrarca de Osterland</p> <p><strong>Harte</strong> hogar montañés de Danan Isig</p> <p><strong>Hed</strong> pequeña isla gobernada por los príncipes de Hed</p> <p><strong>Hel</strong> una de las tres partes de An</p> <p><strong>Herun</strong> reino gobernado por la morgol</p> <p><strong>Heureu</strong> rey de Ymris</p> <p><strong>Hlurle</strong> pequeño puerto de las cercanías de Herun</p> <p><strong>Hugin</strong> hijo del hechicero Suth</p> <p><strong>Hwillion, Map</strong> joven señor que posee tierras en el sur de Aum</p> <p><strong>Iff</strong> hechicero de Lungold</p> <p><strong>Ilon</strong> antiguo arpista de Har de Osterland</p> <p><strong>Imer</strong> guardia al servicio de la morgol</p> <p><strong>Ingris de Osterland</strong> se negó a recibir a Har de Osterland, que lo visitó bajo un disfraz, y en consecuencia pereció</p> <p><strong>Isig</strong> reino montañés de Danan Isig</p> <p><strong>Isig, paso de</strong> paso de montaña entre Isig y Erlenstar</p> <p><strong>Kale</strong> primer rey de An, quien ganó una desesperada batalla con un Gran Grito</p> <p><strong>Kern</strong> antiguo príncipe de Hed, tema del único enigma procedente de Hed</p> <p><strong>Kor, Rustin</strong> mercader</p> <p><strong>Kraal</strong> ciudad portuaria en la desembocadura del río Invierno</p> <p><strong>Kyrth</strong> ciudad de Isig, sobre el río Ose</p> <p><strong>Laern</strong> maestro de enigmas de Caithnard; perdió la vida en una competencia con Pevin de Aum</p> <p><strong>Lein</strong> pariente del alto señor de Marcher</p> <p><strong>Loor</strong> aldea pesquera de Ymris</p> <p><strong>Lungold</strong> ciudad fundada por Ghisteslwchlohm; sede de la Escuela de Hechiceros</p> <p><strong>Lyra</strong> heredera de Herun; hija de El</p> <p><strong>Llano de la Boca del Rey</strong> llano donde se encuentra una ciudad en ruinas de los Amos de la Tierra</p> <p><strong>Llano del Viento</strong> lugar de Ymris donde se hallan la Torre del Viento y una ciudad en ruinas de los Amos de la Tierra</p> <p><strong>Madir</strong> antigua bruja de An</p> <p><strong>Marcher</strong> territorio del norte de Ymris gobernado por el alto señor de Marcher</p> <p><strong>Master, Cannon</strong> granjero de Hed</p> <p><strong>Mathom</strong> rey de An</p> <p><strong>Meremont</strong> territorio costero de Ymris</p> <p><strong>Meroc Tor</strong> alto señor y gobernante de Tor; súbdito de Heureu de Ymris</p> <p><strong>Montaña Huraña</strong> sede de Yiye, morada de Har de Osterland</p> <p><strong>Morgon</strong> el Portador de Estrellas, príncipe de Hed</p> <p><strong>Nemir</strong> «Nemir de los Puercos»; rey muerto de Hel</p> <p><strong>Nun</strong> hechicera de Lungold</p> <p><strong>Nutt, Snog</strong> porquerizo de Hed</p> <p><strong>Oakland, Grim</strong> capataz de Morgon de Hed</p> <p><strong>Oakland, Spring</strong> madre muerta de Morgon de Hed; esposa de Athol</p> <p><strong>Ohm de An</strong> conquistador de Aum; rey de An; construyó una torre para atrapar a la bruja Madir</p> <p><strong>Ohm</strong> maestro de enigmas de Caithnard</p> <p><strong>Ohroe de Hel</strong> rey muerto de Hel; llamado «El Maldito»</p> <p><strong>Osterland</strong> reino septentrional gobernado por Har</p> <p><strong>Peven</strong> antiguo señor de Aum</p> <p><strong>Raederle</strong> hija de Mathom de An</p> <p><strong>Raith</strong> señor de Hel</p> <p><strong>Re de Aum</strong> ofendió a un antiguo señor de Hel y en su intento de protegerse permitió que el señor de Hel lo encerrara en su propia finca</p> <p><strong>Rhu</strong> cuarto morgol de Herun; construyó las siete murallas que rodean Ciudad Corona; murió buscando la solución de un enigma; nombre completo: Dhairrhuwyth</p> <p><strong>Rood</strong> hijo menor de Mathom; hermano de Duac y Raederle</p> <p><strong>Rork</strong> alto señor de Umber</p> <p><strong>Rye, Tobec</strong> mercader</p> <p><strong>Sec</strong> Amo de la Tierra</p> <p><strong>Seric</strong> guardián del Supremo; adiestrado por los hechiceros de Lungold</p> <p><strong>Sol de Isig</strong> hijo muerto de Danan de Isig; murió en la puerta de la Caverna de los Perdidos, en el corazón de la montaña de Isig; cortó las piedras para las estrellas del arpa que Yrth fabricó</p> <p><strong>Stone, Harl</strong> granjero de Hed</p> <p><strong>Strag, Ash</strong> mercader de Kraal</p> <p><strong>Supremo</strong> representante de la ley de la tierra; ante él responden los terrarcas</p> <p><strong>Suth</strong> antiguo hechicero</p> <p><strong>Talies</strong> hechicero de Lungold</p> <p><strong>Tel</strong> maestro de enigmas del colegio de Caithnard</p> <p><strong>Teril</strong> hijo de Rork Umber</p> <p><strong>Thistin de Aum</strong> actual señor de Aum, bajo Mathom</p> <p><strong>Tir</strong> Amo de la Tierra; Amo de la Tierra y el Viento</p> <p><strong>Tirunedeth</strong> arpista del morgol Cron, antiguo gobernante de Herun</p> <p><strong>Tol</strong> aldea pesquera de Hed</p> <p><strong>Tor</strong> un territorio de Ymris</p> <p><strong>Torre del Viento</strong> única estructura completa en la ciudad en ruinas del Llano del Viento; no se puede llegar a la cima de la torre</p> <p><strong>Trika</strong> guardia al servicio de la morgol</p> <p><strong>Tristan</strong> hermana de Morgon</p> <p><strong>Umber</strong> territorio de Ymris</p> <p><strong>Uon</strong> fabricante de arpas de Hel, hace tres siglos</p> <p><strong>Ustin de Aum</strong> antiguo rey de Aum que murió de pena cuando An conquistó Aum</p> <p><strong>Vert</strong> hija de Danan Isig</p> <p><strong>Wold, Lathe</strong> bisabuelo de Morgon de Hed</p> <p><strong>Wold, Sil</strong> granjero de Hed</p> <p><strong>Xel</strong> gata salvaje perteneciente a Astrin, regalo de Danan Isig</p> <p><strong>Ylon</strong> antiguo rey de An; hijo de una reina de An y Corrig, el cambia-forma</p> <p><strong>Ymris</strong> reino gobernado por Heureu Ymris</p> <p><strong>Yrth</strong> poderoso hechicero ciego de Lungold</p> <p><strong>Yrye</strong> sede de Har de Osterland</p> <p><strong>Zec de Hicon</strong> artesano que cinceló las tallas del arpa de las tres estrellas</p> <!-- bodyarray --> </div> </div> </section> </main> <footer> <div class="container"> <div class="footer-block"> <div>© <a href="">www.you-books.com</a>. 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