Raederle de An, la segunda mujer más bella del reino y prometida de Morgon, príncipe de Hed y maestro de enigmas, se consume de impaciencia esperando noticias de éste. ¿Qué ha sido de Morgon, desaparecido en su viaje a la montaña de Erlenstar para solicitar consejo del Supremo sobre su destino como Portador de Estrellas? ¿Y qué ha sido de Deth, arpista del Supremo, que le acompañaba? Poco dispuesta a seguir permitiendo que decidan por ella, Raederle se echa al camino junto con Lyra, la heredera de Herun, y Tristan, la hermana de Morgon. En su viaje, descubrirá poderes inéditos en ella, sabrá la verdad sobre el Supremo y el papel de Deth en su peligroso juego, y conocerá más sobre la historia de su mundo y la oscura herencia de los cambiaformas.
Patricia A. McKillip, ganadora de dos Premios Mundiales de Fantasía, dos premios Mythopoeic y un Locus, se encuentra entre las voces más respetadas de la fantasía internacional, y la trilogía del Juego de Enigmas es una de las cumbres de su extensa obra.
"McKillip ha creado poderosas imágenes de un silencio embrujado, un universo lleno de motivos secretos y terribles posibilidades." - The National Observer
"Una trama intrincada, acentuada por una escritura personal y una imaginería evocadora." - ALA Booklist
"Una obra a la altura de los clásicos: la intrincada narrativa de su historia de búsquedas resuena con una complejidad moral prácticamente desconocida en las trilogías de fantasía; el protagonista de McKillip tiene una especial habilidad para desentrañar enigmas y, a través de una serie de estrategias (incluyendo indicios subliminales tan poco obvios como hojas en un bosque) no muy distintas de las usadas por Gene Wolfe en su Libro del sol nuevo, McKillip fuerza al lector a convertirse también en un descifrador de códigos. De esta forma, el significado del libro se pone de manifiesto en la forma en que debe ser leído." - The Encyclopedia of Science Fiction
Capítulo 1
En primavera, tres cosas llegaban invariablemente a la casa del rey de An: el primer embarque anual de vino de Herun, los señores de las tres partes para el consejo de primavera, y un altercado.
La primavera del año siguiente a la extraña desaparición del príncipe de Hed, que se había disipado como niebla en el paso de Isig, junto con el arpista del Supremo, la gran casa —con sus siete puertas y sus siete torres blancas— parecía emerger como una semilla de un largo y crudo invierno de silencio y pesadumbre. La estación espolvoreaba el aire de verdor, coloreaba los fríos pisos de piedra con motas de luz, y despertaba una ebullición semejante a la savia en el corazón profundo de An. Al visitar el jardín de Cyone, donde nadie había entrado durante los seis meses transcurridos desde su muerte, Raederle de An tuvo la sensación de que aun los muertos de An, con sus huesos anudados con las raíces, tamborileaban con los dedos en sus tumbas.
Al cabo de un rato, Raederle abandonó la maraña de malezas y cosas marchitas que no habían sobrevivido al invierno y regresó al salón del rey, cuyas puertas estaban abiertas de par en par a la luz. Bajo la mirada del mayordomo de Mathom, los criados sacudían los pliegues de los estandartes de los señores, colgándolos precariamente de las altas vigas. Los señores llegarían en cualquier momento, y la casa, con gran revuelo, se preparaba para recibirlos. Los regalos ya habían llegado; un halcón blanco como la leche, criado en los picos agrestes de Osterland, del señor de Hel; un broche semejante a una oblea de oro, de Map Hwillion, quien era demasiado pobre para costearse esas joyas; una flauta de madera bruñida con incrustaciones de plata, que no llevaba nombre, y preocupaba a Raederle, pues quien la había enviado sabía lo que ella amaba. Observó el estandarte de Hel mientras se desenrollaba; la antigua cabeza de jabalí, con colmillos semejantes a lunas negras sobre un campo verde roble, se erguía espasmódicamente para escrutar el ancho salón con sus ojillos feroces. Cruzando los brazos, ella devolvió esa mirada y fue en busca de su padre.
Lo encontró en sus aposentos, discutiendo con su heredero. Hablaban en voz baja, y callaron cuando ella entró, pero ella vio el leve rubor en las mejillas de Duac. En sus cejas pálidas y sus ojos color mar, él llevaba el sello de la sangre turbulenta de Ylon, pero su paciencia con Mathom se consideraba extraordinaria, pues la paciencia de los demás se agotaba mucho antes. Raederle se preguntó qué le habría dicho Mathom para contrariarlo. El rey la miró con adustos ojos de cuervo.
—Me gustaría visitar a Mara Croeg en Aum un par de semanas, con tu autorización —dijo ella cortésmente, pues el ánimo del rey era imprevisible por la mañana—. Podría empacar y marcharme mañana. He estado en Anuin todo el invierno y siento… la necesidad de alejarme.
Ni un destello alteró los ojos del rey.
—No —dijo simplemente, y cogió su copa de vino.
Ella le miró la espalda y desechó la cortesía como un zapato viejo.
—Bien, no me quedaré aquí para que compitan por mí como si fuera una vaca campeona de Aum. ¿Sabes quién me envió un regalo? Map Hwillion. Todavía ayer se reía al verme caer de un peral, y ahora le ha crecido su primera barba en una casona de ochocientos años con un techo con goteras, y cree que quiere casarse conmigo. Fuiste tú quien me prometió al príncipe de Hed. ¿No puedes detener esto? Preferiría escuchar las piaras de cerdos de Hel durante una tormenta que otro consejo de primavera discutiendo contigo acerca de lo que harás conmigo.
—Yo también —murmuró Duac.
Mathom los miró a ambos. El cabello del rey se había vuelto gris como el hierro casi de la noche a la mañana; su pena por la muerte de Cyone le había tallado la cara hasta el hueso, aunque no había atemperado ni agriado su ánimo.
—¿Qué quieres que les diga —preguntó—, salvo lo que les he dicho durante diecinueve años? He jurado desposarte con el hombre que ganara el juego de Peven, y este juramento me compromete más allá de la vida. Si quieres huir y vivir con Map Hwillion bajo su techo con goteras, no puedo detenerte… y ellos lo saben.
—No quiero casarme con Map Hwillion —rezongó ella—. Quiero casarme con el príncipe de Hed. Pero ya no sé quién es, y nadie conoce su paradero. Estoy harta de esperar; estoy harta de esta casa; estoy harta de que el señor de Hel me diga que soy ignorada e insultada por el príncipe de Hed; quiero visitar a Mara Croeg en Aum, y no entiendo por qué me niegas una petición tan simple y razonable.
Hubo un breve silencio durante el cual Mathom examinó el vino de su copa. Una expresión indefinible surcó su rostro. Dejó la copa.
—Si quieres —dijo—, puedes ir a Caithnard.
Ella entreabrió los labios, sorprendida.
—¿De veras? ¿Para visitar a Rood? ¿Hay un barco…?
Duac asestó una palmada a la mesa, haciendo tintinear las copas.
—No.
Ella lo miró con asombro, y él cerró la mano. Duac entornó los ojos, mirando a Mathom.
—Él me ha pedido que fuera, pero ya me he negado. Quiere que Rood regrese.
—¿Rood? No entiendo.
Mathom se alejó súbitamente de la ventana, agitando con irritación la manga.
—¡Esto es como escuchar el parloteo de todo el consejo! Quiero que Rood haga una pausa en sus estudios y regrese a Anuin durante un tiempo; lo aceptará de mejor grado si Duac o tú se lo decís.
—Díselo tú —replicó Duac. Bajo la mirada del rey cedió, se sentó, aferrando los brazos de la silla como si aferrara su paciencia—. ¿Por qué no me lo explicas para que lo entienda? Rood acaba de recibir la Toga Roja de aprendiz; si se queda, recibirá la Toga Negra a menor edad que cualquier maestro viviente. Ha realizado un buen trabajo. Merece la oportunidad de quedarse.
—En el mundo hay más enigmas de los que se encuentran en los libros con cerrojo, tras las murallas de ese colegio de Caithnard.
—Sí. Nunca he estudiado la maestría de enigmas, pero sospecho que no puedes resolverlos todos al mismo tiempo. Haces lo que puedes. ¿Qué quieres que haga él? ¿Perderse en la montaña de Erlenstar como el príncipe de Hed?
—No, quiero que venga aquí.
—¿Para qué, en nombre de Hel? ¿Acaso piensas morirte?
—Duac —jadeó Raederle, pero, él esperó tercamente a que el rey respondiera. Raederle se sentía como una criaturilla aplastada entre la irritación y la terquedad de ambos, unidos por un vínculo que escapaba a toda definición.
Duac se puso de pie ante el silencio de Mathom.
—¡Ojalá pudiera ver dentro de esa ciénaga que llamas mente! —rezongó, y cerró la puerta con tal brusquedad que las piedras parecieron rechinar.
Raederle suspiró. Miró a Mathom, que a pesar de la brillante túnica que usaba, parecía negro e impenetrable como la maldición de un hechicero a la luz del sol.
—Empiezo a odiar la primavera. No te pido que me expliques el mundo, sólo por qué no puedo visitar a Mara Croeg mientras Cyn Croeg está aquí en el consejo.
—¿Quién era Thanet Ross y por qué tocaba un arpa sin cuerdas?
Ella caviló un instante, buscando la respuesta en interminables y medio olvidadas horas de enigmas. Luego se volvió y oyó la voz de Mathom antes de que la puerta volviera a cerrarse de golpe:
—¡Y no te acerques a Hel!
Encontró a Duac en la biblioteca, mirando por la ventana. Se le acercó, se apoyó en la ventana, miró la ciudad que bajaba en suave declive desde la morada del rey para derramarse a orillas de la bahía. La marea de la mañana traía barcos mercantes cuyas velas multicolores se desinflaban en el viento como suspiros de fatiga. Vio las naves blancas y verdes de Danan Isig, trayendo las maravillosas artesanías de la montaña de Isig; y en su corazón alentó la esperanza de que el reino del norte hubiera enviado noticias más valiosas que todo su bello cargamento. Duac se volvió hacia ella, mientras la paz de la antigua biblioteca, con su aroma de cuero, cera y el hierro de viejos escudos, le devolvía la compostura.
—Es el hombre más terco, arbitrario y exasperante de las tres partes de An —murmuró.
—Lo sé.
—Algo pasa por su cabeza. Algo burbujea detrás de sus ojos como un hechizo maligno… Me preocupa. Porque si debiera elegir entre un paso a ciegas hacia un abismo sin fondo con él y un paseo por los huertos con los mejores señores de An, yo cerraría los ojos para dar ese paso. Pero, ¿en qué está pensando?
—No sé. —Raederle se apoyó la barbilla en la palma—. No sé por qué quiere que todos estemos en casa. No lo entiendo. Le pregunté por qué no podía marcharme, y me preguntó por qué Thanet Ross tocaba un arpa sin cuerdas.
—¿Quién? —Duac la miró—. ¿Cómo podía…? ¿Por qué tocaba un arpa sin cuerdas?
—Por la misma razón por la cual caminaba hacia atrás y se rasuraba la cabeza en vez de la barba. La única razón es que no había razón. Era un hombre triste y murió hacia atrás.
—¿Cómo?
—Caminaba hacia atrás sin motivo y cayó en un río. Nadie volvió a verle, pero supusieron que había muerto porque no había razón…
—Entiendo —protestó Duac—. Podrías elaborar todo un relato con eso.
Ella sonrió.
—Ya ves la educación que te has perdido por no estar destinado a casarte con un maestro de enigmas. —Raederle dejó de sonreír, agachó la cabeza, siguió una grieta en la vieja argamasa—. Me siento como si esperase que una leyenda bajara del norte, e irrumpiera desde el invierno con el agua primaveral… Luego recuerdo al hijo de granjero que me apoyaba una caracola en la oreja para que oyera el mar y entonces, Duac, temo por él. Ha estado ausente tanto tiempo; no hubo noticias de él durante un año, y nadie en el reino ha oído siquiera una nota del arpista del Supremo. El Supremo no mantendría a Morgon apartado tanto tiempo de sus tierras. Algo les debe de haber ocurrido en el paso de Isig.
—Por lo que se sabe, Morgon no ha perdido la terrarquía —dijo Duac para consolarla, pero ella no pudo reprimir un temblor de inquietud.
—¿Dónde está? Al menos podría enviar un mensaje a su propia tierra. Los mercaderes cuentan que Tristan y Eliard están esperando en el muelle, ávidos de noticias, cada vez que ellos hacen escala en Tol. Aun en Isig, donde al parecer le pasaron tantas cosas, él logró escribir. Dicen que en las manos tiene cicatrices semejantes a cuernos de vesta, y que puede cobrar forma de árbol…
Duac se miró las manos como si esperase ver en ellas las lunas marchitas de cuernos blancos.
—Lo sé… Lo más sencillo sería ir a la montaña de Erlenstar y preguntar al Supremo dónde está. Es primavera. El paso debe de estar despejado. Eliard podría lograrlo.
—¿Irse de Hed? Es el heredero de la terrarquía de Morgon. Nunca lo dejarían partir.
—Quizá. Pero dicen que hay una veta de terquedad larga como una nariz de bruja en la gente de Hed. Quizá podría… —Se inclinó súbitamente sobre el antepecho, mirando una lejana columna doble de jinetes que atravesaba los prados—. Aquí vienen. Con todas sus galas.
—¿Quiénes son?
—No puedo distinguir… Azul. Un cortejo azul y negro sería Cyn Croeg. Parece haberse encontrado con alguien de verde…
—Hel.
—No. Verde y crema. Un cortejo muy pequeño.
—Map Hwillion —suspiró ella.
Se quedó junto a la ventana cuando Duac fue a avisar a Mathom, mirando a los jinetes que cabalgaban entre los nogales, entrando y saliendo de la tracería de ramas negras y desnudas. Reaparecieron en una esquina de la vieja muralla de la ciudad, para coger la calle mayor, que atravesaba sinuosamente el mercado entre casas altas y viejas y tiendas cuyas ventanas estarían abiertas como ojos, llenas de curiosos. Cuando los jinetes traspusieron las puertas de la ciudad, Raederle había tomado una decisión.
Tres días después, estaba sentada junto a la porquera del señor de Hel bajo un roble, tejiendo una red de briznas de hierba. Ronquidos y gruñidos atravesaban la plácida tarde mientras las piaras de Hel se paseaban entre raíces enmarañadas y sombras de roble. La porquera, a quien nadie se había molestado en dar nombre, fumaba reflexivamente una pipa. Era una mujer alta, huesuda, nerviosa, de cabello largo, gris y desaliñado y ojos grises y oscuros; cuidaba los cerdos desde tiempo inmemorial. Ella y Raederle estaban emparentadas a través de la bruja Madir, de un modo oscuro que aún no habían logrado deducir. La porquera sabía tratar con los cerdos, pero era brusca y tímida con las personas. La bella y tenaz Cyone había heredado el interés de Madir por los cerdos y había trabado amistad con la taciturna porquera, pero ni siquiera Cyone había descubierto lo que sabía Raederle: el extraño acervo de conocimientos que la porquera había heredado de Madir.
Raederle cogió otra brizna de hierba, la insertó en su tejido pequeño y cuadrangular.
—¿Lo estoy haciendo bien?
La porquera tocó las hebras tensas y asintió.
—Podrías llevar agua en eso —dijo con su voz llana y áspera—. Pues bien, creo que el rey Oen tenía un porquero con quien Madir podría haber simpatizado, en Anuin.
—Pensé que ella habría simpatizado con Oen.
La porquera se sorprendió.
—¿Después que él construyera la torre para atraparla? Tú me contaste eso. Además, él tenía esposa. —Ahuyentó las palabras y el humo de la pipa con la mano—. No estoy pensando con claridad.
—No sé de ningún rey que desposase a Madir —masculló Raederle—. Sin embargo, de alguna forma su sangre entró en el linaje del rey. Veamos: ella vivió casi doscientos años, y hubo siete reyes. Creo que podemos olvidarnos de Fenel; estaba demasiado ocupado con sus batallas para ponerse a engendrar un terrarca, y menos un bastardo. Ni siquiera sé si tenía cerdos. —Y añadió sorprendida—: Es posible que desciendas de una hija de Madir y uno de los reyes.
La porquera rió entre dientes.
—Lo dudo… Yo con mis pies descalzos. Madir gustaba de los porqueros tanto como de los reyes.
—Eso es verdad. —Raederle terminó su labor y unió las briznas, mirándolas distraídamente—. También es posible que Oen se prendara de Madir cuando comprendió que ella no era su enemiga, pero eso parece un poco escandaloso, pues fue a través de él que la sangre de Ylon se incorporó al linaje real. Oen ya estaba bastante furioso con eso.
—Ylon.
—Ya conoces esa historia.
La porquera sacudió la cabeza.
—Conozco el nombre, pero nadie me contó la historia.
—Bien. —Raederle se apoyó en el tronco del árbol, y el sol destelló en sus ojos. Se había quitado los zapatos y tenía el cabello suelto, y una desconcertada araña exploraba un mechón. Se la quitó de encima sin notarlo—. Es el primer enigma que aprendí. El heredero de Oen no era su propio hijo, sino de un extraño señor del mar, que fue al lecho de Oen adoptando la apariencia del rey. Nueve meses después, la esposa de Oen dio a luz a Ylon, con tez semejante a la espuma y ojos semejantes a algas marinas. En su furor, Oen construyó una torre en la costa para este hijo del mar, y ordenó que nunca saliera de ella. Una noche, quince años después de su nacimiento, Ylon oyó una extraña melodía de arpa procedente del mar, y la amó tanto, y tanto deseó hallar su origen, que rompió los barrotes de las ventanas con las manos, brincó al mar y desapareció. Diez años después Oen falleció y, para sorpresa de sus otros hijos, Ylon heredó la terrarquía. Impulsado por su temperamento, Ylon regresó para reclamar su heredad. Reinó sólo el tiempo suficiente para casarse y engendrar un hijo varón que era tan hosco y práctico como Oen, y luego regresó a la torre que Oen había construido para él y se mató arrojándose a las rocas. —Raederle acarició la apretada red, enderezó una esquina—. Es una historia triste. —Una sombra cruzó sus ojos ausentes, como si estuviera a punto de recordar algo—. De un modo u otro, el rostro de Ylon aparece una o dos veces por siglo, y a veces su frenesí, pero nunca su terrible tormento, porque nadie con su temperamento ha vuelto a heredar la terrarquía. Lo cual es una suerte.
—Es verdad. —La porquera miró la pipa, que se había apagado mientras ella escuchaba. La golpeó distraídamente contra la raíz del árbol.
Raederle miró a una enorme marrana negra que atravesaba el claro y se acostaba jadeando a la sombra.
—Dis está a punto de parir.
La porquera asintió.
—Serán todos negros como marmitas, engendrados por Mediodía Oscuro.
Raederle localizó al macho responsable, el gran descendiente de Mediodía de Hegdis, husmeando entre las viejas hojas.
—Quizás uno de ellos pueda hablar.
—Quizá. Conservo la esperanza, pero creo que la magia se ha ido de su sangre y todos nacen mudos.
—Ojalá algunos señores de An hubieran nacido mudos.
La porquera enarcó las cejas con súbita comprensión.
—¡Eso es, pues!
—¿Qué?
La porquera recobró su timidez.
—El consejo de primavera. No me incumbe, pero no me creí que hubieras viajado tres días sólo para averiguar si éramos primas cercanas o lejanas.
Raederle sonrió.
—No. Me escapé de casa.
—¿Tu padre sabe dónde estás?
—Siempre asumo que él lo sabe todo. —Raederle cogió otra brizna de hierba. De nuevo esa sombra le cruzó el rostro; de pronto alzó los ojos para mirar a la porquera. Por un instante, esa mirada directa y gris pareció la mirada de una extraña; curiosa y cauta, planteaba la misma pregunta que ella apenas se había atrevido a formular. La porquera bajó la cabeza, estiró la mano para coger una bellota y arrojársela a la marrana negra.
—Ylon… —murmuró Raederle.
—Es por él que puedes hacer tan bien estas cosillas que te enseño. Él y Madir. Y la mente de tu padre.
—Quizá, pero… —Raederle ahuyentó el pensamiento y se recostó de nuevo para aspirar el aire sereno—. Mi padre podrá ver sombras de ultratumba, pero lamentablemente mantiene la boca cerrada como una almeja. Es bueno estar lejos de esa casa. El invierno pasado hubo tanto silencio que creí que las pocas palabras que decíamos se congelarían en el aire. Creí que ese invierno no terminaría nunca…
—Fue bastante duro. El señor tuyo que pedir alimentos a Aum y pagar el doble porque también en Aum escaseaba el grano. Perdimos parte de la piara; uno de los machos grandes, Aloil.
—¿Aloil? La porquera se ruborizó.
—Bien, Rood lo mencionó una vez, y pensé… Me agradó el nombre…
—¿Le pusiste a un cerdo el nombre de un hechicero?
—¿Eso era? Yo no… Rood no lo aclaró. De todos modos, murió a pesar de mis esfuerzos, y el señor mismo vino a ayudar.
El rostro de Raederle se ablandó.
—Sí, Raith es bueno para eso.
—Lo lleva en la sangre. Pero estaba contrariado por… por Aloil. —Miró la labor de Raederle—. Quizá convenga ensancharla un poco, pero necesitarás dejar una franja para sostenerla después de arrojarla.
Raederle miró la diminuta red, viendo cómo crecía y se empequeñecía en su imaginación. Cogió más hierba y al tocar el suelo sintió trepidar de cascos. Miró hacia los árboles, sobresaltada.
—¿Quién es? ¿Raith aún no ha partido para Anuin?
—No, todavía está aquí. ¿Tú no…?
Caminó mientras Raederle se levantaba, maldiciendo, y el señor de Hel y su cortejo llegaban al claro, espantando a los cerdos.
Raith detuvo su montura frente a Raederle; sus hombres, con atuendo verde claro y negro, se detuvieron desordenadamente. Él la miró, uniendo las cejas rubias en un gesto reprobatorio, y abrió la boca.
—Llegarás tarde al consejo —dijo ella.
—Tuve que esperar a Elieu. ¿Por qué andas entre mis piaras con tus vistosas calzas, en nombre de Hel? ¿Dónde está tu escolta?
—¡Elieu! —exclamó Raederle ante un forastero de barba marrón que desmontaba, y la sonrisa feliz del jinete, mientras ella corría a abrazarlo, le confirmó que era quien pensaba.
—¿Recibiste la flauta que te envié? —preguntó, mientras ella le aferraba los brazos; ella asintió riendo.
—¿La enviaste tú? ¿La hiciste tú? Era tan bella que me asustó…
—Yo quería sorprenderte, no…
—No te reconocí con esa barba. Hace tres años que no sales de Isig. Es hora de que… —Se contuvo súbitamente, aferrándolo con fuerza—. Elieu, ¿tienes noticias del príncipe de Hed?
—Lamentablemente, no —murmuró él—. Nadie lo ha visto. Viajé desde Kraal en una nave mercante; hizo cinco escalas en el trayecto, y hace tiempo que perdí la cuenta de las personas a quienes tuve que decirles esto. Pero hay algo que vine a contarle a tu padre. —Sonrió de nuevo, le tocó el rostro—. Siempre estás bella. Como An mismo. Pero, ¿qué haces sola entre las piaras de Raith?
—Vine a hablar con su porquera, que es una mujer muy sabia e interesante.
—¿De veras? —Elieu miró a la porquera, que bajó la vista.
—Creí que ya habías superado esa etapa —protestó Raith—. Fue imprudente cabalgar sola desde Anuin. Me sorprende que tu padre… ¿Él sabe dónde estás?
—Supongo que lo habrá adivinado.
—¿Quieres decir que…?
—Oh, Raith, si quiero hacer el ridículo, es cosa mía.
—¡Mírate! Parece que hubieran anidado aves en tu pelo.
Ella alzó impulsivamente la mano para alisarlo, pero desistió.
—Eso también es cosa mía —dijo glacialmente.
—Es indigno de ti trabar amistad con mi porquera, como una… como una…
—Raith, somos parientes. Por lo que sé, ella tiene tanto derecho como yo a estar en la corte de Anuin.
—No sabía que fuerais parientes —dijo Elieu con interés—. ¿Cómo?
—Madir. Era una mujer muy activa.
—Tú necesitas un marido —resopló Raith. Tiró de las riendas, volviendo grupas. Ante su espalda recta y vigorosa y sus severos movimientos, Raederle sintió una desesperada inquietud. Elieu le apoyó la mano en el hombro.
—No te preocupes —dijo para tranquilizarla—. ¿Quieres regresar con nosotros? Me encantaría oírte tocar esa flauta.
—¡De acuerdo! —Raederle aflojó los hombros—. De acuerdo, si tú vienes. Pero primero cuéntame las noticias que le llevas a mi padre y que te han traído desde Isig.
—Oh. —Él se puso repentinamente serio—. Es sobre el príncipe… el Portador de Estrellas.
Raederle tragó saliva. Como si los cerdos mismos hubieran reconocido el nombre, hubo una pausa en sus vigorosos ronquidos. La porquera alzó la vista.
—¿Y bien? —preguntó.
—Fue algo que me contó Bere, el nieto de Danan. Debes de haber oído la historia acerca de Morgon, acerca de la noche en que halló la espada en los lugares secretos de Isig, la noche en que mató a tres cambiaformas con ella, salvando su vida y la de Bere. Bere y yo trabajábamos juntos, y me preguntó quiénes eran los Amos de la Tierra. Le dije lo que sabía, y le pregunté por qué. Me contó que había oído que Morgon le decía a Danan y Dedi que había hallado la espada con estrellas en la Caverna de los Perdidos, adonde nadie había ido excepto Yrth, y que se la habían dado los hijos muertos de los Amos de la Tierra.
La porquera soltó la pipa. Se levantó en un rápido y borroso movimiento que sobresaltó a Raederle. Su timidez cayó como una máscara, revelando una fuerza y una pesadumbre talladas en su rostro por un conocimiento que iba más allá de los cerdos de Raith.
—¿Qué? —exclamó.
El grito estalló como un relámpago en un cielo apacible. Raederle, tapándose en vano los oídos, oyó por encima de su propio grito los relinchos agudos y aterrorizados de los caballos que corcoveaban, y el resuello de los hombres que procuraban dominarlos. Luego se oyó un sonido tan inesperado y terrible como el grito de la porquera: la desgarrada y frenética protesta de todos los cerdos de Hel.
Raederle abrió los ojos. La porquera había desaparecido como si su propio grito se la hubiera llevado. La enorme y caótica piara, chillando de dolor y asombro, se ponía de pie, girando a ciegas, agolpándose como una gran ola, y el pánico se propagó en ondas hasta los animales más alejados. Los grandes machos giraban, cerrando los ojos, mientras las crías quedaban medio sepultadas en el vaivén de lomos velludos, y las marranas se incorporaban, hinchadas con su prole. Los caballos se encabritaron, pasmados ante el extraño clamor, y los cerdos que se lanzaban contra ellos. Uno de ellos retrocedió hacia un cochinillo, y el doble chillido de terror de ambos animales resonó en el claro como un cuerno de batalla. Raspando el suelo con las pezuñas, con berridos y ronquidos, el orgullo de Hel durante nueve siglos embistió, arrastrando hombres y caballos. Raederle, apresurándose indignamente a refugiarse en el roble, vio que Raith trataba desesperadamente de girar para rescatarla. Pero fue arrastrado con su cortejo, mientras Elieu llevaba la retaguardia desternillándose de risa. La piara se dispersó y se perdió en los árboles distantes. Raederle, a horcajadas sobre una rama, con la cabeza dolorida por los efectos del grito, pensó en los cerdos corriendo con el señor de Hel hasta la sala de consejo del rey, en Anuin, y rió hasta que se le saltaron las lágrimas.
Tres días después, al ingresar fatigada en el patio de su padre, descubrió que algunos cerdos se le habían adelantado. Las paredes internas estaban revestidas con los estandartes de los señores que habían llegado; bajo el estandarte de Hel, fláccido en el aire nocturno, estaban acorralados siete marranos exhaustos. Se detuvo para reír de nuevo, pero ahogó la risa al recordar que tendría que enfrentarse a Mathom. Se preguntó, mientras un palafrenero cogía su caballo, por qué había tanto silencio cuando había tanta gente en la casa. Subió la escalera, traspuso las puertas de la sala; entre las largas hileras de mesas vacías y la profusión de sillas había sólo tres personas: Elieu, Duac y el rey.
—¿Dónde están todos? —preguntó con vacilación, mientras se volvían hacia ella.
—Fuera —replicó Mathom—. Buscándote.
—¿Todo el consejo?
—Todo el consejo. Partieron hace cinco días. Probablemente estén desperdigados, como los cerdos de Raith, en las tres partes de An. La última vez que vieron a Raith, trataba de juntar sus cerdos en Aum. —Aunque Mathom hablaba con severidad, no había furia en sus ojos, sólo un aire furtivo, como si estuviera pensando en otra cosa—. ¿No se te ocurrió que alguien podría preocuparse?
—A decir verdad —murmuró Duac, mirando su copa de vino—, parecía más una partida de caza que una partida de rescate, para ver quién traería el trofeo. —Algo en su expresión le indicó a Raederle que él y Mathom habían vuelto a discutir. Él alzó la cabeza—. Los dejaste ir como aves liberadas de una jaula. Puedes controlar mejor a tus propios señores. Nunca he visto tanta confusión en el consejo, y tú lo quisiste así. ¿Por qué?
Raederle se sentó junto a Elieu, quien le ofreció una copa de vino y una sonrisa. Mathom estaba de pie. Recibió las palabras de Duac con un raro gesto de impaciencia.
—¿No se te ocurre que yo podía estar preocupado?
—No te sorprendiste al enterarte de que ella se había ido. No me pediste que fuera a buscarla, ¿verdad? Tienes más interés en mandarme a Caithnard. ¿Para hacer qué?
—¡Duac! —rugió Mathom airadamente, y Duac calló, intimidado. El rey se volvió a Raederle con enfado—. Te dije que te mantuvieras fuera de Hel. Has tenido un efecto notable sobre los cerdos de Raith y sobre mi consejo.
—Lo lamento. Pero te dije que necesitaba salir de esta casa.
—¿Tanto como para cabalgar precipitadamente a Hel sin escolta?
—Sí.
Mathom suspiró.
—¿Cómo puedo obtener obediencia en mis tierras cuando ni siquiera puedo gobernar a mi propia familia? —Era una pregunta retórica, pues él imponía su voluntad en sus tierras y en su familia.
—Si intentaras explicarte por una vez en la vida —dijo Duac con pertinaz y fatigada paciencia—, sería distinto. Hasta yo te obedecería. Trata de explicarme con palabras sencillas por qué crees que es imperativo que yo traiga a Rood. Sólo explícamelo e iré.
—¿Todavía estáis discutiendo por eso? —preguntó Raederle. Miró a su padre con curiosidad—. ¿Por qué quieres que Duac traiga a Rood a casa? ¿Por qué querías que yo permaneciera fuera de Hel, cuando sabes que en tierras de Raith estoy tan segura como en mi jardín?
—Duac —dijo Mathom con firmeza—, o bien traes a Rood desde Caithnard, o enviaré un barco y una simple orden para él. ¿Qué crees que preferiría él?
—Pero, ¿por qué…?
—Que él mismo deduzca la respuesta. Está educado para resolver enigmas, y le dará algo que hacer.
Duac entrelazó las manos.
—De acuerdo —dijo tensamente—. De acuerdo. Pero yo no soy experto en enigmas y prefiero que me expliquen las cosas. Mientras no me expliques por qué quieres el regreso del que será mi heredero si mueres aquí conmigo, juro por los huesos de Madir que dejaré que los espectros de Hel traspongan este umbral antes de pedir a Rood que regrese a Anuin.
Una escalofriante mueca de furia cruzó el rostro de Mathom, sobresaltando a Raederle. Duac no perdió su resolución, pero ella notó que tragaba saliva. Luego él separó las manos, aferró el borde de la mesa.
—Piensas irte de An —susurró.
En el silencio, Raederle oyó el lejano y tenue graznido de gaviotas. Sintió que algo duro, algo que el largo invierno le había dejado, se derretía. Sus ojos lagrimearon, de modo que Mathom se borroneó hasta ser una sombra cuando ella lo miró.
—Piensas ir a la montaña de Erlenstar. Para preguntar por el príncipe de Hed. Por favor, deseo ir contigo.
—No —replicó la sombra, aunque con dulzura.
Elieu sacudía la cabeza lentamente.
—Mathom —jadeó—, no puedes ir. Cualquiera con una mínima capacidad de razonamiento debe comprender…
—Que él no está pensando en un simple viaje de ida y vuelta a Erlenstar —interrumpió Duac. Se levantó, y su silla chirrió contra la piedra—. ¿Verdad?
—Duac, en una época en que el aire es todo oídos, no pienso divulgar mis intenciones ante el mundo.
—Yo no soy el mundo. Soy tu heredero. Nunca en la vida te has sorprendido, ni siquiera cuando Morgon ganó esa partida con Peven, y menos cuando Elieu te anunció el despertar de los hijos de los Amos de la Tierra. Calculas cada pensamiento como una jugada en un tablero de ajedrez, pero no creo que sepas exactamente contra quién juegas. Si sólo quisieras ir a la montaña de Erlenstar, no mandarías buscar a Rood. No sabes adónde vas, ¿verdad? Ni lo que encontrarás, ni cuándo regresarás. Y sabías que si los señores de las tres partes estuvieran escuchando, armarían un alboroto que aflojaría las piedras del techo. Estás dispuesto a dejar que me enfrente a ese alboroto, y a sacrificar la paz de tus tierras por algo que no es asunto tuyo sino de Hed y del Supremo.
—El Supremo. —El rey pronunció ese nombre con una aspereza hostil que lo hacía sonar ajeno—. La gente de Morgon apenas sabe que existe un mundo fuera de Hed, y salvo por un incidente, me preguntaría si el Supremo sabe que Morgon existe.
—¡No es asunto tuyo! Respondes ante el Supremo por el gobierno de An, y si descuidaras los vínculos que unen las tres partes…
—¡No necesito que me recuerden mis responsabilidades!
—¡No puedes decirme eso cuando te propones irte de An por tiempo indefinido!
—¿Es posible que confíes en mí cuando sopeso dos cosas en la balanza y encuentro que una gravita más que una confusión momentánea en An?
—¿Confusión momentánea? —jadeó Duac—. Si te marchas demasiado tiempo de An, si te alejas demasiado, arrojarás esta tierra en el caos. Si pierdes poder sobre las cosas que vinculan las tres partes, los reyes muertos de Hel y Aum asediarán Anuin, y el propio Peven entrará en esta sala buscando su corona. Siempre que regreses. Y si desapareces por un tiempo excesivamente prolongado, como Morgon, esta tierra se precipitará en una turbulencia de terror.
—Es posible —dijo Mathom—. Hasta ahora, en su larga historia, An no ha encontrado peor contrincante que sí misma. Puede sobrevivir a sí misma.
—¿Qué puede ser peor que semejante caos de los vivos y los muertos? —Duac elevó la voz, chocando con furor desesperado contra la obstinación del rey—. ¿Cómo puedes hacer esto a tus tierras? ¡No tienes derecho! Y si no te andas con cuidado, perderás la terrarquía.
Elieu se inclinó hacia delante, le aferró el brazo. Raederle se levantó, buscando palabras para tranquilizarlos. Notó que un forastero que entraba en la sala se había parado en seco ante el grito de Duac. Era joven, vestido sencillamente con pieles de oveja y lana tosca. Observaba maravillado la bella sala, y por un instante fijó los ojos en Raederle sin darse cuenta. Raederle sintió que se le estrujaba el corazón ante la apocada y terrible pena de esos ojos. Dio un paso hacia él, con la sensación de salir irrevocablemente del mundo previsible. Algo en ese rostro había detenido la riña. Mathom se volvió. El turbado forastero se aclaró la garganta.
—Yo… Mi nombre es Cannon Master. Trabajo en las tierras del príncipe de Hed. Tengo un mensaje para el rey de An… de parte del príncipe de Hed.
—Yo soy Mathom de An.
Raederle avanzó otro paso.
—Y yo soy Raederle —susurró, mientras algo aleteaba, atrapado como un ave, en el fondo de su garganta—. ¿Es Morgon…? ¿Quién es el príncipe de Hed?
Mathom carraspeó. Cannon Master la miró atónito un instante.
—Eliard —respondió al fin.
En medio del incrédulo silencio, el rey soltó una palabra como una piedra.
—¿Cómo?
—Nadie lo sabe con exactitud. —Cannon Master tragó saliva—. Eliard sólo sabe que Morgon murió hace cinco días. No sabemos cómo, ni dónde, sólo que fue en circunstancias muy extrañas y terribles. Eliard lo sabe porque soñó con Morgon el año pasado, y percibió algo… un poder sin nombre que invadía la mente de Morgon, sin que él pudiera liberarse. Morgon mismo no parecía él mismo al final. Ignoramos lo que fue. Hace cinco días, Eliard heredó la terrarquía. Recordamos por qué motivo Morgon se había marchado de Hed y decidimos… Eliard decidió… —Cannon Master hizo una pausa, se ruborizó. Le dijo a Raederle con vacilación—: No sé si habrías escogido venir a Hed. Habrías sido… muy bien recibida. Pero nos pareció correcto avisarte. Yo estuve una vez en Caithnard, así que me ofrecí a venir.
—Entiendo. —Raederle trató de dominar el temblor de su garganta—. Dile que yo habría ido. Habría ido. —Inclinó la cabeza—. Gracias por decírmelo.
—Un año —susurró Duac—. Sabíais lo que le pasaba. Lo sabíais. ¿Por qué no avisasteis a alguien? ¿Por qué no nos avisasteis antes?
Cannon Master apretó los puños.
—Eso… eso es lo que nos preguntamos ahora —dijo dolorosamente—. Sólo nos aferrábamos a nuestra esperanza. Ningún habitante de Hed pidió ayuda fuera de Hed.
—¿Hubo noticias del Supremo? —preguntó Elieu.
—No. Nada. Pero sin duda el arpista del Supremo se presentará para expresar la pena del Supremo por la muerte de… —Calló, tragando la amargura de su voz—. Lo lamento. Ni siquiera podemos sepultarlo en su propia tierra. Fuera de Hed soy ignorante como una oveja. Ni siquiera sé qué dirección debo coger para regresar al salir de esta casa. Así que debo preguntaros si, fuera de Hed, estas cosas les suceden a los terrarcas con tanta frecuencia que ni siquiera el Supremo se conmueve por ello.
Duac iba a responder, pero Mathom se le adelantó.
—Jamás —dijo rotundamente.
Cannon, atraído por el fulgor que ardía en los ojos del rey, se le acercó.
—¿Qué fue entonces? —preguntó con voz quebrada—. ¿Quién lo mató? ¿Dónde podemos buscar una respuesta, si ni siquiera al Supremo le importa?
El rey de An pareció tragarse un grito que habría astillado las ventanas de la sala.
—Juro por los huesos de los indómitos reyes de An —declaró— que hallaré una respuesta aunque tenga que traerla de entre los muertos.
—Ahora sí que la has hecho —dijo Duac, y se apoyó la cara en una mano. Y gritó, mientras Cannon lo miraba asombrado—: Y si piensas errar por el reino del Supremo como un buhonero, y las tinieblas que mataron a Morgon te arrancan de todo tiempo y lugar, no te molestes en acosarme en sueños, porque no te buscaré.
—Entonces cuida mi tierra —murmuró Mathom—. Duac, hay una cosa que carcome la mente de los terrarcas, que respira inquieta bajo la tierra con aún más odio que los huesos de los muertos de Hel. Y cuando al fin despierte, no habrá una brizna de hierba de estas tierras que no sea tocada por ella.
Se desvaneció tan deprisa que Duac se sobresaltó. Se quedó mirando el aire donde Mathom se había extinguido como una llama oscura soplada por el viento.
—Lo lamento —dijo el pasmado Cannon—. Lo lamento… Jamás soñé…
—No es culpa tuya —dijo Elieu afablemente, con el rostro pálido. Apoyó una mano en la muñeca de Raederle; ella lo miró ciegamente. Y añadió para Duac—: Me quedaré en Hel. Haré lo que pueda.
Duac se pasó las manos por la cara y el cabello.
—Gracias. —Se volvió hacia Cannon—. Puedes creerle. Él averiguará quién mató a Morgon y por qué, y te lo dirá aunque tenga que salir de una tumba para ello. Lo ha jurado, y está comprometido más allá de la vida.
Cannon tiritó.
—Las cosas son mucho más sencillas en Hed. Las cosas se mueren cuando mueren.
—Ojalá fuera así en An.
Raederle, mirando el cielo oscuro por las ventanas, le tocó el brazo.
—Duac…
Un viejo cuervo aleteó sobre el jardín en una corriente de aire y viró hacia el norte sobre los tejados de Anuin. Duac lo siguió con los ojos como si algo en él estuviera unido a ese vuelo pausado y tenaz.
—Espero que no permita que lo derriben y lo cocinen para la cena.
Cannon lo miró con alarma.
—Alguien debe ir a Caithnard para contárselo a Rood —dijo Raederle, mirando las alas negras que surcaban el crepúsculo gris azulado—. Iré yo.
Se tapó la boca con las manos y rompió a llorar por un joven estudiante con Toga Blanca de iniciado, que una vez le había apoyado una caracola en la oreja para que oyera el mar.
Capítulo 2
Llegó a Caithnard cuatro días después. El mar, verde y blanco como el recuerdo de Ylon, impulsó la nave de su padre hacia la bahía con una exuberante agitación de espuma, y ella desembarcó con alivio una vez que anclaron. Se quedó mirando a los marineros que descargaban sacos de semillas, caballos de granja, pieles de oveja y lana de la nave vecina; y más allá, de un buque ribeteado de naranja y oro, fuertes corceles de cascos lanudos y pecho dorado. Le llevaron su montura; Bri Corbett, el capitán, se le acercó al fin, impartiendo órdenes a los tripulantes mientras bajaba por la planchada para escoltarla hasta el colegio. Clavó ojos turbios como ostras en un marinero que miraba boquiabierto a Raederle mientras cargaba un saco de grano, y el marinero cerró la boca. Luego cogió la rienda de las monturas y se abrió paso por los muelles atestados.
—Joss Merle, sin duda recién llegado de Osterland —dijo, señalando una nave baja de vientre ancho con velas color pino—. Cargado de pieles hasta la botavara. Nunca sabré por qué esa bañera no gira en círculos. Y allá está Halster Tull, del otro lado de la nave anaranjada. Perdón, alteza. Para un hombre que fue mercader, estar en Caithnard en primavera es como estar en la bodega de tu padre con la copa vacía. No sabes dónde mirar primero.
Ella sonrió; al sentir la rigidez de su rostro, comprendió que hacía tiempo que no sonreía.
—Me gusta oírte hablar de ellos —dijo cortésmente, sabiendo que su silencio de los últimos días había preocupado a Bri Corbett. Un grupo de mujeres jóvenes parloteaba en la planchada de una nave anaranjada y amarilla, con largas y elegantes túnicas ondulantes que centelleaban en el aire; señalaban alborotadamente hacia todas partes. Y la sonrisa de Raederle se ahondó—. ¿De quién es la nave anaranjada?
El capitán abrió la boca y la volvió a cerrar, frunciendo el ceño.
—Nunca la he visto. Pero juraría… No, imposible.
—¿Qué?
—Las guardias de la morgol. Ella rara vez sale de Herun.
—¿Quiénes son?
—Esas mujeres jóvenes. Bonitas como flores. Pero a la menor provocación, te encontrarías en alta mar, rumbo a Hed. —Se aclaró la garganta incómodamente—. Mis disculpas.
—Tampoco te aconsejo que me hables de cuervos.
—No. —El capitán sacudió la cabeza—. Un cuervo. Y yo lo habría llevado en mi barco, si fuera necesario, remontando el Ose hasta la montaña de Erlenstar.
Ella sorteó una precaria pila de toneles de vino. Volvió los ojos hacia el rostro del capitán.
—¿Podrías hacerlo? ¿Remontar el Ose con la nave de mi padre?
—En realidad, no. No hay nave en el mundo que pueda atravesar el paso, con sus rápidos y cascadas. Pero lo habría intentado, si él me lo hubiera pedido.
—¿Hasta dónde habría llegado en barco?
—Hasta Kraal, por mar, luego por el río Invierno hasta el Ose, cerca de Isig. Pero es un viaje lento río arriba, especialmente en primavera, cuando las aguas de nieve bajan al mar. Y necesitarías una quilla más corta que la que tiene la nave de tu padre.
—Ah.
—El Invierno es un río ancho de aspecto plácido, pero puede desplazarse tanto en un año que cualquiera juraría que está navegando por otro río. Es como tu padre. Nunca se sabe qué hará a continuación. —Se sonrojó profundamente, pero ella sólo asintió, mirando el oscilante bosque de mástiles.
—Tortuoso.
Montaron al llegar a la calle y cabalgaron a través de la bulliciosa ciudad, subiendo por un camino que serpenteaba sobre las playas blancas hasta el antiguo colegio. Había algunos estudiantes echados en el suelo, leyendo con la barbilla sobre los puños; no se molestaron en mirar hasta que el capitán hizo el raro gesto de llamar. Un estudiante con toga roja y expresión ansiosa abrió la puerta y le preguntó abruptamente qué quería.
—Hemos venido a ver a Rood de An.
—Yo que vosotros probaría en una taberna, El Marinero Perdido, junto al muelle. Allí o en La Ostra del Rey. —De pronto vio a Raederle a caballo detrás del capitán y dio un paso hacia ella—. Lo lamento, Raederle. ¿Quieres esperar dentro?
Al fin ella identificó a ese estudiante flaco y pelirrojo.
—Tes, te recuerdo. Tú me enseñaste a silbar.
Él sonrió complacido.
—Sí, yo usaba la Toga Azul de la iniciación parcial, y tú eras… —Se interrumpió al ver la expresión del capitán—. Bien, la biblioteca de los maestros está vacía, si queréis esperar.
—No, gracias —dijo ella—. Sé dónde está El Marinero Perdido, pero, ¿dónde está La Ostra del Rey?
—En la calle de los Talladores. Tú la recordarás. Antes era El Ojo de la Bruja Marina.
—¿Con quién crees que hablas? —ladró Bri Corbett—. ¿Cómo sabría ella el nombre o el paradero de cualquier taberna o posada de cualquier ciudad del reino del Supremo?
—Los conozco —protestó Raederle— porque cada vez que vengo aquí Rood tiene la nariz metida en un libro o en una copa. Esperaba que esta vez fuera un libro. —Hizo una trémula pausa, apretando las riendas en las manos—. ¿Habéis recibido la noticia de Hed?
—Sí. —El estudiante agachó la cabeza, y repitió suavemente—: Sí. Un mercader trajo la noticia anoche. El colegio está alborotado. No he visto a Rood desde entonces, y me he pasado la noche en vela con los maestros. —Ella suspiró, y él irguió la cabeza—. Te ayudaría a buscar, pero debo ir al puerto para escoltar a la morgol hasta el colegio.
—Está bien. Lo encontraremos.
—Yo lo encontraré —intervino Bri Corbett—. Por favor, alteza, las tabernas de Caithnard no son sitio para ti.
Ella volvió el caballo.
—Cuando tienes un padre que echa a volar como un cuervo, aprendes a desdeñar las apariencias. Además, sé cuáles son sus favoritas.
Buscaron en todas infructuosamente. Cuando hubieron preguntado en media docena de ellas, tenían un ávido séquito de estudiantes jóvenes que conocían a Rood y que inspeccionaban cada taberna con meticulosidad metódica y sorprendente. Raederle, observándolos por una ventana mientras ellos buscaban bajo las mesas, murmuró con asombro:
—¿Cuándo encuentra tiempo para estudiar?
Bri Corbett se quitó el sombrero y se abanicó el rostro sudado.
—No sé. Permite que te lleve de vuelta al barco.
—No.
—Estás cansada, y debes de tener hambre. Y tu padre me recortará las velas si llega a enterarse de esto. Yo encontraré a Rood y lo llevaré al barco.
—Quiero encontrarlo. Quiero hablar con él.
Los estudiantes salieron sin su presa de la taberna. Uno de ellos la llamó.
—La Taberna de la Esperanza del Corazón, en la calle del Mercado de Pescado. Probaremos allí.
—¿La calle del Mercado de Pescado?
—En la punta sur del puerto —dijo el estudiante. Y añadió reflexivamente—: Quizá prefieras esperarnos aquí.
—Iré —dijo ella.
La calle, bajo el ojo tórrido del sol de la tarde, parecía vibrar con el hedor de los peces destripados de ojos vidriosos que exhibían en los puestos del mercado. El capitán gruñó suavemente. Raederle, pensando en el viaje que habían hecho desde la paz meditabunda del colegio a través del laberinto de Caithnard hasta la calle más bulliciosa de la ciudad, cubierta de cabezas y espinazos de pescado y gatos que escupían, no pudo contener la risa.
—La Taberna de la Esperanza del Corazón…
—Allá está —jadeó Bri Corbett mientras los estudiantes entraban en el local. Se había quedado sin aliento. Era una posada pequeña y derruida, pero más allá de sus ventanas mugrientas con parteluces parecía haber un colorido e inesperado despliegue de actividad. El capitán apoyó la mano en el pescuezo de la montura de Raederle.
—Basta —dijo, clavándole los ojos—. Te llevaré de regreso.
Ella miró fatigosamente el gastado umbral de piedra de la posada.
—No sé dónde más buscar. Quizá las playas. Pero quiero encontrarlo. A veces hay algo peor que saber exactamente lo que está pensando Rood, y es no saber lo que está pensando.
—Yo lo encontraré, te lo prometo. Tú…
La puerta de la posada se abrió abruptamente, y el capitán volvió la cabeza. Uno de los estudiantes que los ayudaba rodó sobre los adoquines bajo la nariz del caballo de Bri Corbett. Se puso torpemente de pie y jadeó:
—Allí está.
—¿Rood? —exclamó Raederle.
—Rood. —El estudiante se tocó la comisura de la boca sangrante con la punta de la lengua y añadió—: Tendrías que verlo. Es apabullante.
Abrió la puerta de par en par y volvió a zambullirse en un torbellino de color, un remolino azul, blanco y oro que giraba y chocaba contra un flamígero núcleo rojo. El capitán observó casi con nostalgia. Raederle se apoyó la cara en las manos y se apeó fatigosamente. Una toga de maestría intermedia, despojada de su dueño, voló sobre su cabeza y cayó en un charco dorado entre los adoquines. Ella fue hacia la puerta, y el bullicio de la taberna ahogó la súbita y gutural protesta del capitán. Rood emergió de la jadeante maraña de cuerpos con su toga brillante y rasgada.
Su rostro lucía meditabundo, austero, a pesar del tajo en una mejilla, como si estuviera estudiando apaciblemente y no esquivando puñetazos en una gresca. Un ganso desplumado y decapitado voló sobre su cabeza y se estrelló contra una pared. Raederle lo llamó. Rood no la oyó. Apoyaba una rodilla en la espalda de un estudiante mientras zamarreaba a otro, un joven menudo y nervudo de blanco, para lanzarlo hacia el airado posadero. Un vigoroso estudiante de toga dorada, con una expresión implacable en el rostro, cogió a Rood desde atrás por el cuello y una muñeca, y dijo cortésmente:
—Amigo, ten la amabilidad de detenerte antes que te descoyunte y cuente tus huesos.
Rood, parpadeando ante el apretón en el cuello, hizo un movimiento brusco; el estudiante lo soltó y se sentó despacio en el piso húmedo, encorvado y jadeante. Luego hubo un ataque general del grupo de estudiantes que acompañaba a Raederle. Ella pestañeó y perdió de vista a Rood; al fin él se levantó cerca de ella, resollando, aferrando a un musculoso pescador que parecía tan macizo e invulnerable como el gran Toro Blanco de Aum. El puño de Rood, pegándole bajo las costillas, apenas lo molestaba. El pescador agarró la garganta de Rood con una manaza, cerró la otra y la echó hacia atrás. Raederle alzó una jarra de vino con la mano, sin siquiera recordar que la había recogido, y la descargó sobre la cabeza del toro.
El pescador soltó a Rood y se sentó pestañeando bajo una lluvia de vino y vidrio. Ella lo miró pasmada. Luego miró a Rood, que le clavaba los ojos.
Su silencio se difundió por la posada hasta que sólo quedaron refriegas aisladas en algunos rincones. Raederle notó sorprendida que él estaba totalmente sobrio. Rostros borrosos y agitados se volvían hacia ella en todo el recinto; el tabernero, sosteniendo dos cabezas que estaba a punto de entrechocar, la miraba boquiabierto, y ella pensó en los sorprendidos peces muertos de los puestos. Soltó el cuello de la jarra, que se partió con un frágil tintineo en medio del silencio. Ella se sonrojó y le dijo a la estatua que era Rood:
—Lo lamento. No quise interrumpir. Pero te he buscado en toda Caithnard, y no quería que él te golpeara antes que yo pudiera hablar contigo.
Al fin Rood se movió, para alivio de Raederle. Giró, perdió el equilibrio un instante, lo recobró, y le dijo al tabernero:
—Envíale la cuenta a mi padre.
Salió de la taberna castañeteando, buscó el caballo de Raederle y lo aferró, apoyando el rostro en la mantilla un instante. Luego alzó la cabeza y parpadeó.
—Todavía estás aquí —dijo—. Ya me parecía que no estaba ebrio. En nombre de Hel, ¿qué haces en medio de estas espinas de pescado?
—En nombre de Hel, ¿qué crees que hago aquí? —preguntó ella. Su voz tensa y grave al fin expresó la pena, la confusión y el temor que sentía—. Te necesito.
Él se enderezó, le rodeó los hombros con un brazo, la estrechó y le dijo al capitán, que se apoyaba la cabeza entre las manos y la sacudía:
—Gracias. ¿Puedes enviar a alguien a sacar mis cosas del colegio?
Bri Corbett irguió la cabeza.
—¿Todo, alteza?
—Todo. Cada palabra muerta y cada mancha de vino seca de esa habitación. Todo.
Se llevó a Raederle a una taberna tranquila del centro de la ciudad. Sentado con una jarra de vino entre ambos, la observó beber en silencio, con las manos entrelazadas sobre su propia copa.
—No puedo creer que haya muerto —murmuró al fin.
—¿Qué crees, entonces? ¿Qué simplemente enloqueció y perdió la terrarquía? Es un pensamiento reconfortante. ¿Por eso estabas destrozando esa taberna?
Él se movió, y sus ojos vacilaron.
—No.
Extendió la mano y se la apoyó en la muñeca, y los dedos de ella, que apretaban el metal de la copa, se aflojaron y reposaron sobre la mesa.
—Rood —susurró—, ésa es la cosa terrible que no puedo quitarme de la cabeza. Que mientras yo esperaba, mientras todos esperábamos, seguros y a salvo, pensando que él estaba con el Supremo, él estaba a solas con alguien que le deshojaba la mente tal como deshojarías una flor. Y el Supremo no hizo nada.
—Lo sé. Ayer un mercader llevó la noticia al colegio. Los maestros quedaron pasmados. Morgon descubrió un buen embrollo de enigmas, y se murió sin tener la amabilidad de resolverlos. Lo cual deja el problema en manos de ellos, pues el colegio existe para resolver lo insoluble. Los maestros se ven enfrentados a sus propios corolarios. Este enigma es literalmente mortífero, y comienzan a preguntarse cuan interesados están en la verdad. —Bebió un sorbo de vino, la miró de nuevo—. ¿Sabes qué sucedió?
—¿Qué?
—Ocho viejos maestros y nueve aprendices discutieron toda la noche acerca de quién viajaría a la montaña de Erlenstar para hablar con el Supremo. Todos querían ir.
Ella le tocó la manga rasgada de la toga.
—Tú eres un aprendiz.
—No. Ayer le dije al maestro Tel que me marcharía. Luego… luego fui a la playa y me quedé toda la noche despierto, sin hacer nada, sin pensar siquiera. Al fin vine a Caithnard y me detuve en esa taberna para comer algo. Mientras comía, recordé una discusión que tuve con Morgon, antes que él partiera, diciéndole que él no se enfrentaba su destino, que no vivía a la altura de su dignidad, pues sólo quería fabricar cerveza y leer libros. Y él fue a buscar su destino en un rincón remoto, al parecer tan desaforado como Peven. Así que decidí destrozar la taberna. Y luego ir a resolver los enigmas que él no pudo resolver.
Ella cabeceó sorprendida.
—Me lo imaginé. Bien, hay otra noticia que debo darte.
Él tocó la copa.
—¿Cuál? —preguntó aprensivamente.
—Nuestro padre se fue de An hace cinco días, para hacer precisamente eso. Él…
Raederle pestañeó cuando Rood descargó las manos sobre la mesa, haciendo que un mercader que había cerca se ahogara con su cerveza.
—¿Se fue de An? ¿Cuánto tiempo?
—Él no… Juró por los antiguos reyes encontrar lo que mató a Morgon. Ese tiempo, Rood. No grites.
Él tragó saliva, se quedó callado un instante.
—El viejo cuervo.
—Sí… Dejó a Duac en Anuin para que diera explicaciones a los señores. Nuestro padre quería que regresaras para que ayudaras a Duac, pero no quiso decir por qué, y a Duac le enfureció que él quisiera que abandonaras tus estudios.
—¿Duac te envió para que me llevaras a casa?
—No —dijo ella, meneando la cabeza—. Ni siquiera quería que te avisara. Juró que no mandaría buscarte hasta que los espectros de Hel traspusieran el umbral de Anuin.
—¿De veras? —preguntó Rood con disgustado asombro—. Se está volviendo tan irracional como nuestro padre. Prefiere que me quede en Caithnard, estudiando para alcanzar un rango que de pronto significa muy poco, mientras él procura mantener el orden entre los vivos y los muertos de An. Por mi parte, preferiría volver a casa y jugar a los enigmas con los reyes muertos.
—¿Lo harás?
—¿Qué?
—Volver a casa. No es tan gran cosa como ir a la montaña de Erlenstar, pero Duac te necesita. Y nuestro padre…
—Es un cuervo muy hábil y astuto… —Rood calló, frunciendo el ceño, escarbando una fisura de la copa con la uña. Al fin se reclinó en la silla y suspiró—. De acuerdo, no dejaré que Duac se enfrente a esto solo. Al menos puedo estar allí para decirle quién es cada rey muerto. En la montaña de Erlenstar no puedo hacer nada que nuestro padre no haría, y que quizás él haría mejor. Daría la Toga Negra de la maestría por ver el mundo por sus ojos. Pero si se mete en problemas, no prometo no cuidar de él.
—Mejor así. Porque ésa es otra cosa que Duac prometió que no haría.
Rood torció la boca.
—Duac parece haber perdido los estribos. No puedo culparlo.
—Rood… ¿crees que nuestro padre ha actuado erróneamente alguna vez?
—Cien veces.
—No, no en el sentido de ser irritante, frustrante, fastidioso, incomprensible y exasperante. Sólo en el sentido de errar en su evaluación de las cosas.
—¿Por qué?
Ella se encogió de hombros.
—Cuando supo lo de Morgon… Es la primera vez en mi vida que recuerdo verle sorprendido. Él…
—¿En qué estás pensando? —Él se inclinó de pronto hacia delante—. ¿Su juramento de casarte con Morgon?
—Sí, siempre me pregunté si sería una precognición. Pensé que quizá por eso estaba tan sorprendido.
Él tragó saliva, y sus ojos especulativos y ensimismados le recordaron a Mathom.
—No sé. Quizá. En tal caso… Morgon debe estar con vida.
—Pero, ¿dónde? ¿En qué circunstancias? ¿Y por qué, en nombre de las raíces del mundo, el Supremo no lo ayuda? Ése es el mayor enigma mayor de todos, el miasma de silencio que brota de esa montaña.
—Bien, si nuestro padre va allá, no habrá tanto silencio.
Ella sacudió la cabeza fatigosamente.
—No sé. No sé qué esperar. Si está con vida, ¿te imaginas qué extraño será aun para sí mismo? Y se debe preguntar por qué ninguno de quienes lo amamos intentó ayudarle.
Rood abrió la boca, pero su respuesta pareció marchitarse en su lengua. Se cubrió los ojos con las manos.
—Sí, estoy cansado. Si él está vivo…
—Nuestro padre lo encontrará. Dijiste que ayudarías a Duac.
—De acuerdo, pero… De acuerdo. —Bajó las manos, miró el vino, echó la silla hacia atrás—. Será mejor que nos pongamos en marcha. Debo empaquetar mis libros.
Ella lo siguió a la calle brillante y ruidosa. De pronto se encontró ante un prodigioso y oscilante desfile de colores, y se detuvo, parpadeando. Rood le apoyó una mano en el brazo. Raederle comprendió que se había topado con una pequeña y elegante procesión, conducida por una mujer. Alta y bella, montaba un caballo negro, con el cabello oscuro trenzado y enjoyado como una corona, arropada en un jubón liviano cuya tela ondeaba como niebla en el viento. Las seis mujeres jóvenes a quienes Raederle había visto en el muelle la seguían en dos filas, con túnicas, mantillas y riendas de colores vividos y deslumbrantes, blandiendo lanzas de fresno repujadas de plata. Una de ellas, que cabalgaba cerca de la morgol, tenía el mismo pelo negro y un rostro delicado y puro. Detrás de la escolta iban ocho hombres a pie, llevando dos baúles pintados y orlados con cobre y oro; eran seguidos por ocho estudiantes del colegio, ordenados por rango y el color de su toga: escarlata, oro, azul y blanco. La mujer, que avanzaba serenamente en medio del gentío, como si estuviera en un prado, miró súbitamente hacia abajo al pasar frente a la taberna; el roce breve e impreciso de esos ojos dorados provocó en Raederle un raro estremecimiento interior, desconocido y profundo, un reconocimiento de poder.
—La morgol de Herun… —jadeó Rood junto a ella.
En cuanto pasó la procesión, Rood se movió tan deprisa, aferrándole la muñeca y tirando de ella, que Raederle casi perdió el equilibrio.
—¡Rood! —protestó.
—¡Tes, Tes! —gritaba Rood a su vez, corriendo para alcanzar la procesión, llevando a Raederle a rastras entre asombrados espectadores.
Al fin alcanzó al estudiante de toga roja, con la agitada y enfadada Raederle a la zaga. Tes lo miró.
—¿Qué has hecho? ¿Te caíste de cabeza en una botella de vino?
—Tes, déjame ocupar tu lugar. Por favor. —Tiró de las riendas, pero Tes las levantó.
—Basta. ¿Quieres que perdamos el paso? Rood, ¿estás ebrio?
—No, lo juro. Estoy sobrio como un muerto. La morgol trae los libros de Iff. Tú puedes verlos en cualquier momento, pero yo me iré a casa esta noche…
—¿Qué?
—Debo marcharme. Por favor.
—Rood, lo haría —dijo Tes con resignación—, pero, ¿te has visto la facha?
—Por favor, cámbiame el lugar. Tes, por favor.
Tes suspiró. Paró bruscamente, deteniendo a la línea de jinetes que lo seguía, se apeó del caballo y tiró airadamente de los botones de su toga. Rood se pasó su toga sobre la cabeza y se puso la de Tes, mientras los jinetes hacían comentarios incisivos sobre su afirmación de sobriedad. Saltó al caballo de Tes y buscó a Raederle.
—Rood, mi caballo.
—Tes puede llevarlo de vuelta. Es el castaño que está en la taberna; la mantilla tiene sus iniciales. Sube… —Ella apoyó el pie en el estribo y Rood la hizo sentar con urgencia frente a él, azuzando al caballo para alcanzar la segunda hilera de estudiantes que se alejaba. Gritó—: Tes, gracias.
Raederle, apretando los dientes mientras saltaban sobre los adoquines, se abstuvo de comentarios hasta que él hubo llevado a la pequeña hilera de jinetes de vuelta a la parsimoniosa procesión.
—¿Tienes idea de lo ridículo que debe haber parecido eso? —exclamó, alejándose del filoso borde de la silla.
—¿Sabes lo que estamos a punto de ver? Libros privados del brujo Iff, abiertos. La morgol misma los abrió. Los donará al colegio. Los maestros no han hablado de otra cosa durante semanas. Además, ella me despierta curiosidad. Dicen que toda la información termina pasando por la casa de la morgol, y que el arpista del Supremo la ama.
—¿Deth? —Raederle reflexionó—. Pues me pregunto si ella sabrá su paradero. Nadie más parece saberlo.
—Si alguien lo sabe, es ella.
Raederle calló, recordando la extraña visión que había vislumbrado en los ojos de la morgol, y el inesperado reconocimiento de su poder. Poco a poco abandonaron las calles ruidosas y atestadas; el camino se ensanchó, ascendiendo hacia el alto peñasco y el oscuro colegio barrido por el viento. La morgol miró hacia atrás y avanzó con mayor lentitud para facilitar la marcha cuesta arriba de los hombres que cargaban los baúles. Raederle, escrutando el mar, vio que una gris tormenta primaveral cubría Hed con jirones de niebla. Se preguntó súbita e intensamente, como nunca se lo había preguntado antes, qué había en el corazón de esa pequeña y sencilla isla que había engendrado al Portador de Estrellas a partir de su vida y su historia. Por un instante le pareció que podía ver a través de las nieblas de la isla a un joven con color y textura de roble, que cruzaba el patio que unía un cobertizo con una casa, agachando la cabeza amarilla bajo la lluvia.
Se movió abruptamente, murmurando. Rood extendió una mano para calmarla.
—¿Qué sucede?
—Nada. No sé. Rood…
—¿Qué?
—Nada.
Una guardia se separó de la fila y se les acercó. Volvió grupas para cabalgar junto a ellos, en un fluido movimiento de montura y jinete que parecía tan disciplinado como instintivo. Los estudió con la mirada y dijo cortésmente:
—La morgol, quien fue presentada a los estudiantes en el muelle, desea saber quién se unió a su escolta en reemplazo de Tes.
—Soy Rood de An. Ésta es mi hermana Raederle, y yo soy, o era hasta anoche, un aprendiz del colegio.
—Gracias. —La guardia se detuvo un instante, mirando a Raederle. Un joven destello de sorpresa asomó por la oscura y preocupada expresión de sus ojos. Añadió inesperadamente—: Soy Lyraluthuin, la hija de la morgol.
Regresó a la cabeza de la procesión. Rood, con los ojos en la alta y ágil figura, soltó un suave silbido.
—Me pregunto si la morgol necesita escolta para regresar a Herun.
—Pero tú vas a Anuin.
—Podría ir a Anuin a través de Herun… Aquí viene de vuelta.
—La morgol —dijo Lyra, uniéndose a ellos— quisiera hablar contigo.
Rood se apartó de la fila, siguiéndola cuesta arriba. Raederle, sentada a medias sobre la silla, aferrándose a Rood y la crin del caballo entre sacudidas, se sentía un poco tonta. Pero la morgol, con el rostro iluminado por una sonrisa, parecía complacida de verlos.
—Conque sois los hijos de Mathom —dijo—. Siempre he querido conocer a vuestro padre. Os unisteis a mi escolta de forma precipitada, y no esperaba encontrar en ella a la segunda beldad de An.
—Vine a Caithnard para dar algunas noticias a Rood —dijo Raederle simplemente.
La morgol dejó de sonreír, y cabeceó.
—Entiendo. Conocimos la noticia esta misma mañana, cuando atracamos. Fue inesperada. —Miró a Rood—. Lyra me dice que ya no eres aprendiz en el colegio. ¿Has perdido la fe en la maestría de enigmas?
—No. Sólo la paciencia —respondió Rood con voz gutural. Raederle, mirándolo de soslayo, notó que él se sonrojaba, por lo que ella sabía, por primera vez en su vida.
—Sí, también yo —murmuró la morgol—. He traído siete de los libros de Iff, y otros veinte que se han compilado en la biblioteca de la Ciudad de los Círculos a través de los siglos, para donarlos al colegio, aparte de una noticia que, como la noticia de Hed, debería sacudir aun el polvo de la biblioteca de los maestros.
—¡Siete! —jadeó Rood—. ¿Abriste siete libros de Iff?
—No. Sólo dos. El mago mismo, el día en que partimos para Caithnard, abrió los otros cinco.
Rood tiró de las riendas; Raederle se meció contra él. La guardia que iba detrás rompió filas abruptamente para no chocar; los hombres que llevaban los baúles frenaron de golpe, y los distraídos estudiantes tropezaron entre sí, maldiciendo. La morgol se detuvo.
—¿Iff está vivo? —preguntó Rood, sin prestar atención a ese caos.
—Sí. Se había escondido bajo mi custodia. Estuvo en la corte de Herun, bajo uno u otro disfraz, durante siete siglos, pues aun en sus viejos tiempos lo consideraba un ámbito de erudición. —Calló un instante y añadió, con un raro matiz de asombro—: Me reveló que él había sido el viejo erudito que me ayudó a abrir esos dos libros. Cuando el erudito murió, se convirtió en mi halconero, y luego en un guardia. Pero eso no le gustaba. Cobró su propia forma el día en que dicen que Morgon murió.
—¿Quién lo liberó? —susurró Rood.
—Él no lo sabía.
Raederle se llevó las manos a la boca. De pronto ya no veía el rostro de la morgol, sino el antiguo rostro de huesos fuertes de la porquera de Hel, con la sombra de una terrible oscuridad en los ojos.
—Rood —susurró—. La porquera de Raith. Ella oyó ciertas noticias que Elieu trajo de Isig acerca del Portador de Estrellas, y lanzó un grito que desperdigó a las piaras de Hel como vilanos. Luego desapareció. Ella bautizó Aloil a un marrano.
—¿Nun? —jadeó Rood.
—Quizás el Supremo los liberó.
—El Supremo —masculló la morgol con un tono que hacía pensar en Mathom—. No sé por qué él ayudaría a los hechiceros y no al Portador de Estrellas, aunque sin duda tendría sus razones.
Miró camino abajo, vio las filas en orden y reanudó la marcha. Casi habían llegado a la cima de la colina; el terreno del colegio, sombreado y salpicado de hojas de roble, se extendía más allá del fin del camino.
—¿Puedo preguntarte algo? —le dijo Rood a la morgol, con un titubeo inusitado.
—Por cierto, Rood.
—¿Sabes dónde está el arpista del Supremo?
La morgol no respondió de inmediato. Posó los ojos en el macizo y tosco edificio cuyas ventanas y puertas se poblaban de colores mientras los estudiantes se agolpaban para presenciar su llegada. Luego se miró las manos.
—No, no tengo noticias de él.
Los maestros salieron a recibir a la morgol, negros como cuervos en medio del remolino de rojo y oro. Los cofres fueron llevados a la biblioteca, y los libros examinados amorosamente por los maestros mientras escuchaban con admiración la historia de cómo la morgol había abierto dos de ellos. Raederle miró uno apoyado en un ancho atril. Los caracteres negros eran escuetos y ascéticos, pero ella descubrió inesperadamente, al volver una página, precisos y delicados dibujos de flores silvestres en el margen. Pensó nuevamente en la porquera, fumando su pipa con los pies descalzos entre las raíces de roble, y sonrió intrigada. Entonces la única figura quieta de la habitación le llamó la atención: Lyra, de pie junto a la puerta en su postura habitual, con la espalda recta y los píes separados, como si montara guardia. Pero no veía nada, pues una negrura le enturbiaba los ojos.
Se hizo silencio mientras la morgol refería a los maestros la reaparición del hechicero Iff. Pidió a Raederle que repitiera la historia de la porquera, y Raederle obedeció, dándoles también la sorprendente noticia que había llevado a Elieu desde Isig. Eso era algo que nadie había oído, ni siquiera la morgol, y cuando ella concluyó todos estaban asombrados. Voces amables hicieron preguntas que ella no podía responder, y entre ellos se hicieron preguntas que no podía responder nadie. La morgol habló de nuevo.
Raederle no oyó lo que dijo, sólo el silencio que pasaba como algo tangible de un maestro a otro, de un grupo a otro, hasta que no hubo sonido en el recinto, salvo la respiración de un venerable maestro. La expresión de la morgol no había cambiado, pero sus ojos estaban más alerta.
—El maestro Ohm —dijo un frágil y afable maestro llamado Tel— estuvo con nosotros permanentemente hasta la primavera pasada, cuando viajó a Lungold para un año de estudios y contemplación apacibles. Podía haber ido a cualquier parte que deseara; escogió la antigua ciudad de los hechiceros. Los mercaderes de Lungold nos han traído sus cartas. —Hizo una pausa, mirándola con sus ojos desapasionados y experimentados—. Eres tan conocida y respetada por tu inteligencia e integridad, El, como este colegio. Si hay alguna crítica que desees hacer, no vaciles.
—Lo que cuestiono, maestro Tel —murmuró la morgol— es la integridad del colegio, en la persona del maestro Ohm, a quien dudo que veáis de nuevo dentro de estos muros. Y cuestiono la inteligencia de todos nosotros, yo misma incluida. Poco antes de partir de Herun, recibí la visita del rey de Osterland, quien se presentó con discreción y sin boato. Quería saber si yo tenía noticias de Morgon de Hed. Dijo que había ido a Isig, pero no a Erlenstar, pues las nieblas y tormentas eran terribles en el paso, aun para un vesta. Mientras estaba conmigo, me contó algo que reforzó las sospechas que he tenido desde la última vez que visité este lugar. Según él, Morgon le contó que la última palabra que dijo el hechicero Suth mientras agonizaba en sus brazos fue el nombre de Ohm. Ohm. Ghisteslwchlohm. El Fundador de Lungold. Suth lo acusó con su último aliento. —La morgol hizo una pausa, moviendo los ojos de un rostro inmóvil al otro—. Pregunté a Har si había llevado la pregunta al colegio, y él comentó con sorna que los maestros del conocimiento no podían reconocer al Portador de Estrellas ni al Fundador de Lungold.
Hizo otra pausa, pero los hombres que la escuchaban no presentaron objeciones ni excusas. Ella agachó levemente la cabeza.
—El maestro Ohm ha estado en Lungold desde la primavera. Desde entonces nadie ha visto al arpista del Supremo, y desde entonces el Supremo parece haber callado. La muerte del príncipe de Hed liberó a los hechiceros del poder que los contenía. Sospecho que fue el Fundador de Lungold quien los liberó, pues al matar al Portador de Estrellas ya no debía temer el poder ni la injerencia de los hechiceros. Y sospecho que este colegio, si desea continuar justificando su existencia, debe examinar, muy atenta y rápidamente, el corazón de esta imposible y perentoria maraña de enigmas.
Un sonido semejante a un suspiro recorrió la habitación; era el viento del mar, aleteando contra las paredes como un ave que ansiara liberarse. Lyra se marchó abruptamente, cerrando la puerta a sus espaldas antes que nadie notara que ella se había movido. La morgol fijó los ojos en la puerta, luego en los maestros, que se pusieron a deliberar con un murmullo apagado. Comenzaron a agruparse alrededor de la morgol. Rood apoyaba las manos en un escritorio, inclinado sobre un libro, con el rostro pálido y los hombros tiesos, y Raederle supo que ni siquiera veía el libro. Raederle dio un paso hacia él, pero luego giró, se abrió paso entre los maestros y salió por la puerta.
Pasó frente a estudiantes que aguardaban en el pasillo, ansiosos de ver los libros, pero no les prestó atención. Apenas sintió el viento fresco y arremolinado que la sorprendió fuera del edificio en el atardecer primaveral. Vio a Lyra de pie bajo un árbol en el borde del acantilado, de espaldas al colegio. Tenía los hombros tensos, la cabeza gacha. Mientras Raederle cruzaba el parque, Lyra alzó su lanza, trazó un círculo de luz en el aire y clavó la punta en el suelo.
Se volvió al oír un susurro de hojas bajo el susurro del viento entre los árboles. Raederle se detuvo, y ambas se miraron en silencio.
—Habría ido con él —exclamó Lyra con tono desafiante, dando expresión al pesar y la furia que ardían en sus ojos—. Lo habría protegido con mi vida.
Raederle miró el mar que se estrellaba contra la media luna de la bahía, la protuberancia de tierra del norte más allá de la cual se extendían otras tierras, otras bahías. Cerró las manos.
—El buque de mi padre está en Caithnard. Puedo llevarlo hasta Kraal. Deseo ir a la montaña de Erlenstar. ¿Me ayudarás?
Lyra entreabrió los labios con un destello de sorpresa e incertidumbre. Empuñó la lanza, la sacó de la tierra y asintió enfáticamente.
—Iré contigo.
Capítulo 3
Cuando esa noche Lyra ordenó a las guardias de la morgol que la acompañaran a Caithnard para buscar alojamiento, Raederle las siguió. Frente al caballo de Rood, en el establo del colegio, había dejado una pequeña maraña de hilo de oro brillante que había sacado de su manga. Dentro de la maraña, su mente había proyectado su nombre y una imagen de Rood o su caballo tropezando con él, y luego cabalgando sin ton ni son por las calles de Caithnard, siguiendo cada frunce y doblez del hilo; al final del camino despertaría del hechizo con un parpadeo y descubriría que ni el buque ni la marea lo habían aguardado. Sospecharía de ella, por cierto, pero no le quedaría más remedio que regresar a Anuin, mientras Bri Corbett, urgido por la guardia de la morgol, navegaba hacia el norte.
No le habían dicho nada a la guardia. Raederle oía fragmentos de su conversación, sus risas bajo el estruendo hueco e inquieto del mar mientras las seguía colina abajo. Casi anochecía; el viento acallaba los pasos de su caballo, pero aun así Raederle mantenía cierta distancia entre ella y la guardia, tal como Lyra le había aconsejado. En todo el trayecto a Caithnard, sintió en la espalda el roce de los ojos de la morgol.
Alcanzó a las guardias en una apacible calle lateral cerca de los muelles. Estaban desconcertadas.
—Lyra —dijo una muchacha—, aquí sólo hay almacenes.
Lyra, sin responder, volvió la cabeza y vio a Raederle. Se miraron un instante y Lyra se volvió hacia las guardias, tranquilizándolas con su expresión. Abrió y cerró las manos sobre la lanza, irguió la barbilla.
—Esta noche parto hacia la montaña de Erlenstar con Raederle de An. Hago esto sin autorización de la morgol; abandono la guardia. No pude proteger al príncipe de Hed mientras estaba vivo; lo único que puedo hacer ahora es averiguar a través del Supremo quién lo mató y dónde está. Navegaremos a Kraal en el buque del padre de Raederle. Aún no hemos informado al capitán. Yo no puedo… Esperad un minuto. No puedo pediros que me ayudéis. No puedo esperar que cometáis un acto tan indigno y vergonzoso como abandonar a la morgol sin custodia en una ciudad extraña. No sé cómo puedo hacerlo yo. Pero sé que no podemos robar un barco solas.
Se hizo silencio cuando ella calló, salvo por una puerta que rechinaba en el viento. Las guardias la miraron con rostro inexpresivo hasta que una de ellas, una muchacha con una trenza rubia y sedosa y rostro dulce y tostado por el sol, reaccionó con vehemencia.
—Lyra, ¿te has vuelto loca? —exclamó, y miró a Raederle—. ¿Ambas estáis locas?
—No —dijo Raederle—. Ningún mercader del reino del Supremo nos aceptaría, pero el capitán de mi padre está dispuesto a ir. No lo podemos persuadir, pero lo podemos obligar. Él os respeta, y una vez que capte la situación, no creo que discuta demasiado.
—¿Qué dirá la morgol? ¿Qué dirá tu gente?
—No lo sé ni me importa.
La muchacha sacudió la cabeza, enmudeciendo.
—Lyra…
—Imer, tienes tres opciones. Puedes abandonarnos aquí, regresar al colegio e informar a la morgol. Puedes obligarnos a regresar al colegio, lo cual superaría en mucho tu deber y ofendería a la gente de An, por no mencionarme a mí. Puedes venir con nosotras. Veinte guardias aguardan en Hlurle para escoltar a la morgol en su regreso a Ciudad Corona; sólo tiene que enviarles un mensaje, y la buscarán en Caithnard. Ella estará a buen recaudo. Pero si se entera de que tú permitiste que yo me fuera sola a la montaña de Erlenstar, no quiero pensar en lo que te dirá.
Otra muchacha de rostro liso y oscuro, con el acento tosco de las aldeas montañesas de Herun, dijo razonablemente:
—Pensará que todas hemos desertado.
—Goh, le diré que fue mi responsabilidad.
—No puedes decirle que nos obligaste a todas. Lyra, deja de portarte como una tonta y regresa al colegio —dijo Imer.
—No. Y si me tocáis, renunciaré de inmediato a la guardia. No tendréis derecho a usar la fuerza contra la heredera de la terrarquía de Herun.
Hizo una pausa, moviendo los ojos de rostro en rostro. Alguien suspiró.
—¿Cuán lejos crees que llegarás, con la nave de la morgol medio día detrás de ti? Ella te verá.
—Pues entonces no hay de qué preocuparse. Sabéis que no podéis dejarme ir a la montaña de Erlenstar sola.
—Lyra, somos la guardia escogida de la morgol. No somos ladronas. No somos secuestradoras.
—Entonces regresad al colegio —replicó Lyra, petrificándolas con su desprecio—. Tenéis la opción. Regresad a Herun con la morgol. Sabéis muy bien quién era el Portador de Estrellas. Sabéis cómo murió, mientras el mundo seguía atendiendo sus propios asuntos. Si nadie exige respuestas al Supremo acerca del hechicero que lo mató, acerca de los cambiaformas, creo que pronto cien guardias de Ciudad Corona no serán suficientes para proteger a la morgol del desastre. Si tengo que ir a pie hasta Erlenstar, lo haré. ¿Me ayudaréis o no?
Callaron de nuevo, alineadas como guerreras en el campo de batalla, los rostros sombríos, inescrutables. Una muchacha menuda de pelo negro con cejas delicadas y curvas dijo resignadamente:
—Bien, si no podemos obligarte a quedarte, quizás el capitán te vuelva a tus cabales. ¿Cómo te propones robar su barco?
Ella se lo contó. Algunas protestaron contra el método, pero sin apasionamiento, y sus voces al fin se apagaron. Se sentaron a esperar resignadamente. Lyra volvió su caballo.
—¡De acuerdo, pues!
Se alinearon naturalmente detrás de ella. Raederle, cabalgando a su lado, vio a la luz de una taberna que las manos de Lyra temblaban sobre las riendas. Miró sus propias riendas con el ceño fruncido, luego tendió la mano para tocar a Lyra. La cabeza oscura se irguió.
—Robar un barco es la parte fácil —dijo Lyra.
—No es un robo. Es el barco de mi padre, y él no está en condiciones de disentir. No hay nadie en An que pueda juzgarme, pero vosotras tenéis vuestra clase de honor.
—Está bien. Es sólo que me he adiestrado siete años en la guardia de la morgol. Y en Herun tengo cincuenta guardias bajo mi mando. Abandonar a la morgol de esta manera, y llevarme a sus guardias, va contra mi adiestramiento. Es inaudito.
—Ella estará a salvo en el colegio.
—Lo sé. Pero, ¿qué pensará de mí? —Aminoró la marcha cuando llegaron al final de la calle y vieron la nave del rey en el claro de luna, tironeando del ancla. Había luz en la sala de mapas. Oyeron un golpe en cubierta.
—Es el último libro de Rood —jadeó alguien—. Si no vamos todos a parar al fondo del mar junto con ellos, me comeré uno, con sus cubiertas de hierro y todo. Me voy a empinar una copa antes de zarpar.
Lyra miró hacia atrás. Dos guardias desmontaron y siguieron al marinero en silencio mientras se alejaba silbando por el muelle. Las demás la siguieron a ella y Raederle hasta la planchada. Raederle, oyendo sólo el murmullo del agua, el crujido de las cadenas y sus propios pasos sigilosos, miró hacia atrás una vez para asegurarse de que aún estuvieran allí. En ese silencio turbador, tenía la sensación de ser seguida por fantasmas. Una saltó de la planchada para echar una ojeada a la cubierta; las otras dos fueron con Lyra hasta la bodega. Raederle aguardó unos instantes a que hicieran su trabajo bajo cubierta. Luego entró en la sala de mapas, donde Bri Corbett compartía habladurías y una copa de vino con un mercader. El capitán alzó los ojos, sorprendido.
—No habrás venido cabalgando desde el colegio sola, ¿no? ¿Rood trajo los caballos?
—No. Él no vendrá.
—¿No vendrá? ¿Y qué quiere que hagamos con sus petates? —La miró con suspicacia—. No pensará irse por su cuenta como su padre, ¿verdad?
—No. —Raederle tragó saliva—. Yo me iré por mi cuenta. Iré a la montaña de Erlenstar, y tú me llevarás hasta Kraal. De lo contrario, estoy segura de que podremos convencer al capitán de la morgol de que se adueñe del barco.
—¿Qué? —Bri Corbett se levantó, enarcando las cejas grises. El mercader sonreía—. ¿Qué otra persona pilote el barco de tu padre? Sobre mis huesos muertos y sepultados, quizá. Estás alterada, niña. Ven a sentarte. —Lyra, lanza en mano, se deslizó en la luz como un espectro, y él se detuvo. Raederle podía oírle respirar. El mercader dejó de sonreír.
—La mayoría de los tripulantes estaban abajo —dijo Lyra—. Imer y Goh los tienen vigilados. Al principio no las tomaron en serio, hasta que un hombre quedó clavado a una escalerilla con una saeta en su manga y otra en su pernera, aunque está ileso, y Goh descorchó un tonel de un flechazo. Están rogando que alguien vuelva a poner el corcho.
—Es su ración de vino para la travesía —jadeó Bri Corbett—. Buen vino de Herun.
El mercader se había puesto de pie. Lyra le clavó los ojos y el hombre se quedó quieto.
—Dos guardias siguieron al marinero que bajó del barco —dijo Raederle—. Encontrarán al resto de tu tripulación. Bri, tú querías ir a la montaña de Erlenstar de todos modos. Así lo dijiste.
—¡No pensarás que hablaba en serio!
—Quizá tú no hablaras en serio. Yo sí.
—¡Tu padre me arrancará los dientes a maldiciones cuando sepa que estoy llevando a su hija y a la heredera de Herun en un viaje malhadado! La morgol levantará a Herun en armas.
—Si no quieres capitanear el barco, encontraremos a quien lo haga. En las tabernas y los muelles hay muchos hombres a quienes podemos pagar para que te reemplacen. Si quieres, te dejaremos atado en alguna parte, junto con este mercader, para que todos estén seguros de tu total inocencia.
—¡Expulsarme de mi barco! —exclamó él con voz quebrada.
—Escúchame, Bri Corbett —dijo Raederle—. Entre el paso de Isig y la montaña de Erlenstar perdí a un amigo que amaba y a un hombre con quien habría podido casarme. ¿Quieres decirme qué me aguarda en casa? ¿Más silencio interminable y espera en Anuin? ¿Los señores de las tres partes riñendo por mí mientras el mundo se despedaza como la mente de Morgon? ¿Raith de Hel?
—Lo sé —dijo él, tendiéndole la mano—. Entiendo. Pero no puedes…
—Dijiste que conducirías esta nave hasta la morada del Supremo si mi padre lo hubiera pedido. ¿Has pensado que mi padre podría encontrarse en el mismo peligro que Morgon? ¿Quieres regresar cómodamente a Anuin y abandonarlo a su suerte? Si nos obligas a bajar de esta nave, iremos por otro medio. ¿Quieres regresar a Anuin y darle a Duac esa noticia, para colmo de todo? Tengo preguntas y quiero respuestas. Iré a la montaña de Erlenstar. ¿Quieres pilotar esta nave para nosotras, o debo buscar a otro que lo haga?
Bri Corbett asestó un puñetazo en la mesa. Rojo de ira, se miró el puño en silencio e irguió la cabeza lentamente. Miró a Raederle como si ella acabara de entrar por la puerta y él hubiera olvidado por qué.
—Necesitarás otra nave en Kraal. Ya te lo había dicho.
—Lo sé —respondió Raederle. La expresión de los ojos del capitán le hacía temblar la voz.
—Puedo encontrarte una en Kraal. ¿Me dejarás conducirla por el río Invierno?
—Prefiero que seas tú y no otro.
—No tenemos suficientes provisiones para Kraal. Tendremos que detenernos en Caerweddin, quizá, o Hlurle.
—Nunca he visto Caerweddin.
—Es una bella ciudad. Kraal de Isig… lugares encantadores. No los visito desde… Necesitaremos más vino. La tripulación es buena, la mejor que he comandado, pero no pasa por alto las cosas esenciales.
—Tengo algo de dinero, y algunas alhajas. Pensé que podríamos necesitarlos.
—Conque eso pensaste —suspiró el capitán—. Me recuerdas a alguien. Alguien perverso. —El mercader farfulló una protesta, y Bri clavó los ojos en Lyra—. ¿Qué quieres hacer con él? —preguntó respetuosamente—. Si lo sueltas, llamará a las puertas del colegio antes que salgamos del puerto.
Lyra reflexionó.
—Podríamos dejarlo amarrado en el muelle. Lo encontrarán por la mañana.
—No diré una palabra —dijo el mercader, y Bri rió.
—Bri —intervino Raederle—, él es el único testigo de que no eres responsable de esto. Piensa en tu reputación.
—Niña, iré porque media docena de muchachas se adueñaron de mi barco, o porque estoy tan loco como para llevar a la hija de Mathom y a la heredera de la morgol hasta la cima del mundo. De un modo u otro, no me queda una gran reputación. Cerciórate de que toda mi tripulación esté aquí. Debemos ponernos en marcha.
Parte de la tripulación ya subía por la planchada, escoltada por dos guardias de la morgol. Los hombres, al ver a Bri Corbett, lanzaron desconcertadas explicaciones.
—Nos han secuestrado —dijo Bri para serenarlos—. Recibiréis paga adicional por ese privilegio. Nos dirigimos al norte. Ved quién falta, y pedid al resto de los hombres de la bodega que tengan la amabilidad de subir para hacer su trabajo. Decidles que pongan el corcho al vino, que conseguiremos más en Ymris, y que no contarán con mi simpatía si tocan siquiera a las guardias de la morgol.
Las dos guardias miraron inquisitivamente a Lyra, quien cabeceó.
—Una de vosotras se quedará en la escotilla. La otra vigilará los muelles. Quiero este barco vigilado hasta que salga del puerto. —Le añadió a Bri Corbett—: Confío en ti, pero no te conozco, y estoy adiestrada para ser cauta. Así que vigila tu trabajo. Recuerda: he pasado muchas noches al raso, y sé qué estrellas apuntan hacia el norte.
—Y yo he visto el adiestramiento de las guardias de la morgol —dijo Bri—. No tendrás problemas conmigo.
La tripulación apareció, enfurruñada e intrigada, y recibió órdenes de realizar sus tareas bajo los ojos vigilantes de la guardia. Un último marinero subió cantando por la planchada. Miró a las guardias con descaro, le guiñó el ojo a Lyra y se agachó ante Imer —que estaba arrodillada, sujetando las muñecas del mercader—, le alzó la barbilla con la mano y la besó. Ella lo apartó, perdiendo el equilibrio, y el mercader, tirando de la soga con las manos, le dio un cabezazo en la barbilla al levantarse. Ella cayó tumbada en la cubierta. El mercader, haciendo tropezar a un marinero, se lanzó hacia la planchada. Un fulgor tenue que él no llegó a ver cayó frente a él mientras bajaba por la planchada. Ignoró una flecha que se clavó en la madera un segundo antes de que su pie la tocara. Los marineros se agolparon con curiosidad en la borda junto a las guardias que disparaban. Bri Corbett, metiéndose entre Lyra y Raederle, maldijo.
—Supongo que no deberíais acertarle —dijo lánguidamente. Lyra no respondió, pero ordenó con un gesto que dejaran de disparar. Oyeron un grito súbito y un chapoteo. Se inclinaron sobre la borda—. ¿Qué le sucede al hombre? ¿Está herido? —Oyeron que el mercader maldecía mientras chapaleaba en el agua, y el crujido de una cadena de amarra mientras él trepaba. Su paso sonó de nuevo, rápido, parejo, y luego hubo otro chapoteo—. ¡Por los huesos de Madir! —jadeó Bri—. Ni siquiera puede ver bien. Está volviendo hacia nosotros. Debe de estar ebrio. Puede contarle al mundo que tengo a la morgol, al rey de An y a catorce hechiceros a bordo, y nadie le creerá. ¿Vuelve de nuevo? —Se oyó un golpe sordo—. No, cayó en un bote.
Miró a Raederle, quien se echó a reír.
—Me había olvidado del agua. Pobre hombre.
Lyra la miró inquisitivamente.
—¿Qué…? ¿Hiciste algo? ¿Qué hiciste?
Raederle le mostró su manga deshilachada.
—Sólo un pequeño truco que la porquera me enseñó a hacer con una maraña de hilo…
Al fin la nave zarpó, deslizándose como un sueño en el puerto oscuro, alejándose de las luces desperdigadas de la ciudad y las farolas que ardían en los negros extremos de la costa. Lyra relajó su vigilancia cuando la nave se dirigió inequívocamente hacia el norte y el viento oeste les abofeteó las mejillas, y se reunió con Raederle en el flanco. No hablaron durante un rato; el puñado de luces se desvanecía a medida que los peñascos se elevaban bajo los astros para bloquearlas. Sólo se veía el borde dentado de una tierra desconocida, una hebra negra contra el cielo. Raederle, tiritando en el viento fresco de la noche, aferró la borda con las manos.
—Hace dos años que deseaba hacer esto —murmuró—, desde que él perdió esa corona en el fondo del mar. Pero no podía hacerlo sola. Nunca fui más lejos que Caithnard en toda mi vida, y el reino parece inmenso. —Hizo una pausa, fijando los ojos en la espuma arremolinada iluminada por la luna; añadió con dolor—: Ojalá lo hubiera hecho antes.
El cuerpo de Lyra tembló convulsivamente contra la borda.
—¿Cómo habríamos podido saberlo? Él era el Portador de Estrellas, tenía un destino. Los hombres que tienen un destino cuentan con su propia protección. Y él iba a ver al Supremo escoltado por el arpista del Supremo. ¿Cómo podíamos saber que ni siquiera el Supremo lo ayudaría? ¿Qué ni siquiera ayudaría a su arpista?
Raederle miró su perfil ensombrecido.
—¿Deth? ¿La morgol piensa que ha muerto?
—No lo sabe. Ésa era una razón para venir aquí, para ver si los maestros tenían idea de lo que le había pasado.
—¿Por qué no fue a la montaña de Erlenstar?
—Se lo pregunté. Me respondió que nadie volvió a tener noticias del último terrarca que fue a ver al Supremo.
Raederle calló. Algo que no era el viento le produjo un escalofrío.
—Siempre pensé que la montaña de Erlenstar era el lugar más seguro y más bello del mundo.
—También yo. —Lyra se volvió cuando la guardia menuda de pelo oscuro la llamó por el nombre—. ¿Qué pasa, Kia?
—El capitán nos alojará en la cabina del rey. Dice que es la única que tiene tamaño suficiente para todas nosotras. ¿Quieres vigilancia durante la noche?
Lyra miró inquisitivamente a Raederle. Estaba demasiado oscuro para verle el rostro, pero Raederle intuyó la pregunta.
—Yo confiaría en él —dijo lentamente—, pero, ¿por qué tentarlo a regresar? ¿Puedes permanecer despierta?
—Por turnos. —Lyra se volvió a Kia—. Una guardia en el timón, en turnos de dos horas hasta el amanecer. Yo tomaré el primer turno.
—Te acompañaré —dijo Raederle.
Pasó la mayor parte de las dos horas tratando de enseñarle a Lyra el sencillo hechizo que había usado contra el mercader. Se valieron de un trozo de bramante que les dio el intrigado timonel. Lyra, frunciendo el ceño, lo arrojó en el camino de un marinero, que lo pisó y continuó tranquilamente con sus tareas.
—Nos arrojarás a todos por la borda —protestó el timonel, pero ella meneó la cabeza.
—No puedo hacerlo. Por más que lo miro, es sólo un trozo de bramante. No hay magia en mi sangre.
—Sí que la hay —dijo Raederle—. La sentí. En la morgol.
Lyra la miró curiosamente.
—Yo nunca la he sentido. Un día tendré su poder de visión. Pero es una cosa práctica, no como esto. Esto es algo que no entiendo.
—Míralo con la mente, hasta que no sea bramante sino un camino tortuoso anudado sobre sí mismo, que obligará a quien lo toque a seguir sus rodeos… Míralo. Luego ponle tu nombre.
—¿Cómo?
—Debes saber que tú eres tú misma, y que la cosa es ella misma. Ése es el vínculo entre ambas, ese conocimiento.
Lyra se inclinó una vez más sobre el bramante. Calló largo rato, mientras Raederle y el timonel observaban. Cuando Bri Corbett salió de la sala de mapas, Lyra le arrojó el cordel bajo la bota.
—¿Adónde nos llevas, en nombre de Hel? —le preguntó Bri al timonel—. ¿De proa hacia la costa de Ymris? —Avanzó sin titubeos hacia el timón y rectificó el curso. Lyra se puso de pie con un suspiro.
—Yo soy yo misma, y esto es un trozo de cordel. Sólo llego hasta allí. ¿Qué más sabes hacer?
—Sólo unas cosillas. Tejer una red con hierba, hacer que un tallo espinoso parezca un zarzal intransitable, orientarme en los bosques de Madir, donde los árboles parecen cambiar de lugar… Cosillas. Heredé los poderes de la hechicera Madir, y de alguien llamado Ylon. Por algún motivo, ninguno de mis dos hermanos puede hacer estas cosas. La porquera dijo que la magia encuentra su propia salida. Eso los frustraba cuando éramos niños, sin embargo, pues yo siempre pude salir del bosque de Madir y ellos no.
—An debe ser una tierra extraña. En Herun hay muy poca magia, salvo la que trajeron los hechiceros mucho tiempo atrás.
—En An, la tierra palpita de magia. Por eso es tan grave que mi padre dejara su terruño indefinidamente. Sin su control, la magia se libera, y los muertos despiertan con sus recuerdos.
—¿Qué hacen? —preguntó Lyra en un susurro.
—Recuerdan viejas reyertas, antiguos odios y batallas, y sienten el afán de revivirlas. La guerra entre las tres partes de los tiempos primitivos fue apasionada y tumultuosa; muchos de los viejos reyes y señores murieron con envidia y furia, así que el instinto que los unía a la tierra creció hasta sujetar aun a los muertos, y los libros de sortilegios de quienes jugaban con la hechicería, como Madir y Peven…
—¿Y quién era Ylon?
Raederle bajó la mano para coger el cordel. Lo enlazó alrededor de sus dedos, frunciendo el ceño mientras la maraña se deslizaba en sus manos con engañosa tersura.
—Un enigma.
Imer fue a relevar a Lyra, y ella y Raederle se fueron a acostar con gratitud. El suave vaivén de la nave en el mar apacible arrulló a Raederle. Despertó al alba, antes de que despuntara el sol. Se vistió y fue a cubierta. El mar, el viento y la larga línea de la costa de Ymris eran grises bajo el cielo del alba; las nieblas del vasto y vacío horizonte del este palidecían bajo un sol que avanzaba a tientas. La última guardia, ojerosa en su puesto, escrutó el cielo y se fue a acostar. Raederle se acercó a la borda, sintiéndose desorientada en ese mundo incoloro. Vio una diminuta aldea pesquera, un caserío contra los peñascos color hueso, sin nombre en esa tierra extraña; su diminuta flota de botes se dirigía a mar abierto. Una bandada de gaviotas giró en el cielo graznando, gris y blanca en la mañana, y luego se dispersó hacia el sur. Raederle se preguntó si volarían hacia An. Sentía frío y confusión, y se preguntó si habría dejado su nombre en Anuin, junto con todos sus bártulos. El sonido de alguien que vomitaba sobre la borda le hizo dar la vuelta. Miró en silencio ese rostro inesperado, temiendo por un instante que hubieran secuestrado un buque lleno de cambiaformas. Pero ningún cambiaforma habría adoptado deliberadamente el aspecto de esa joven desdichada. Esperó consideradamente a que la pálida muchacha se enjugara la boca y se sentara desmañadamente en cubierta, con los ojos cerrados. Raederle, recordando los sufrimientos de Rood cuando navegaba, fue en busca del cubo de agua. Al regresar con el cucharón, casi esperaba que esa aparición se hubiera desvanecido, pero aún estaba allí, pequeña e inconspicua, como una pila de ropa vieja en un rincón.
Se arrodilló, y la muchacha alzó la cabeza. Abrió los ojos, vagamente ofendida, como si el mar y la nave conspirasen contra ella. Le temblaba la mano cuando cogió el cucharón. Raederle vio que era una mano flaca, fuerte, parda y callosa, aún demasiado grande para su cuerpo delgado. Vació el cucharón, se apoyó en la borda.
—Gracias —susurró, y cerró los ojos—. Nunca me he sentido tan mal en toda mi vida.
—Ya pasará. ¿Quién eres? ¿Cómo subiste a bordo de esta nave?
—Vine… vine anoche. Me escondí en uno de los botes, bajo la lona, hasta… hasta que ya no soporté más. La nave se mecía hacia un lado y el bote se mecía hacia el otro. Creí que moriría… —Tragó convulsivamente, abrió los ojos y los cerró. Las pocas pecas de su rostro destacaban crudamente. Raederle sintió un nudo en la garganta al observar sus rasgos, sus huesos gráciles y resueltos. La muchacha, aspirando una bocanada de viento, continuó—: Anoche buscaba un lugar donde alojarme cuando os oí hablar junto a los almacenes. Así que os seguí a bordo, porque ibais adonde yo quiero ir.
—¿Quién eres? —susurró Raederle.
—Tristan de Hed.
Raederle se acuclilló. Un recuerdo breve y punzante del rostro de Morgon, más claro que nunca, se impuso sobre el rostro de Tristan; sintió un dolor agudo y familiar en la garganta. Tristan la miró con una expresión extrañamente melancólica; luego volvió el rostro rápidamente, arropándose en su capa sencilla y abolsada. Gimió entre dientes mientras la nave se zarandeaba.
—Creo que me voy a morir. Oí lo que dijo la heredera de la morgol. Robasteis la nave, sin decírselo a nadie en vuestras tierras. Anoche oí que los marineros comentaban que las guardias los obligaban a ir al norte, y que más les valía fingir que ellos también querían ir, en vez de ser el hazmerreír del reino con sus protestas. Luego hablaron del Supremo, y bajaron la voz. No pude oírlo.
—Tristan…
—Si me dejas en la costa, iré a pie. Tú misma dijiste que estabas dispuesta a ir a pie. Eliard lloraba en sueños cuando soñaba con Morgon, y yo tenía que despertarlo. Una noche dijo… que vio el rostro de Morgon en su sueño, y no pudo reconocerlo. Entonces quiso ir a la montaña de Erlenstar, pero era pleno invierno, el peor invierno de Hed en setenta años, según el viejo Tor Oakland, y lo convencieron de esperar.
—No podría haber atravesado el paso.
—Eso le dijo Grim Oakland. Igual estaba dispuesto a ir, pero Cannon Master le prometió que él también iría en primavera. Así llegó la primavera… —Tristan calló; se quedó en silencio un instante, mirándose las manos—. La primavera llegó y Morgon murió. Y lo único que yo veía en los ojos de Eliard, sin importar lo que estuviera haciendo, era una pregunta: ¿por qué? Así que iré a la montaña de Erlenstar para averiguarlo.
Raederle suspiró. El sol había penetrado la niebla al fin, trazando una telaraña de luz a través del entrecruzamiento de mástiles. Tristan, bajo ese contacto suave, parecía menos demacrada; incluso se enderezó un poco sin quejarse.
—Nada de lo que digas me hará cambiar de parecer —añadió.
—No se trata de mí, sino de Bri Corbett.
—Él os llevó a Lyra y a ti…
—A mí me conoce, y es difícil discutir con las guardias de la morgol. Pero quizá no acepte llevar a la heredera de la terrarquía de Hed, sobre todo si nadie sabe tu paradero. Quizá haga virar la nave y regrese a Caithnard.
—Le escribí una nota a Eliard. De todos modos, las guardias podrían impedir que vire.
—No. No en alta mar, donde no podemos conseguir a nadie más que pilote la nave.
Tristan miró lastimeramente el bote que se mecía junto a ella.
—Podría esconderme de nuevo. Nadie me ha visto.
—No. Espera. —Raederle reflexionó—. Mi cabina. Puedes alojarte allí. Te llevaré comida.
Tristan palideció.
—Creo que no comeré durante un tiempo.
—¿Puedes caminar?
Tristan asintió con esfuerzo. Raederle la ayudó a incorporarse, con una rápida ojeada a la cubierta, y la condujo hasta la cabina. Le dio un sorbo de vino, y cuando Tristan se cayó en la cama en un súbito vaivén del barco, la cubrió con la capa. Tristan se quedó tendida, casi sin respirar, pero habló cuando Raederle cerraba la puerta.
—Gracias… —dijo con hueca voz de ultratumba.
Raederle encontró a Lyra envuelta en una capa oscura y voluminosa en la popa, mirando el sol naciente. Lyra la saludó con una sonrisa rara y espontánea cuando se le acercó.
—Tenemos un problema —dijo Raederle en voz baja, para que no oyera el timonel.
—¿Bri?
—No, Tristan de Hed.
Lyra la miró incrédulamente. Escuchó con atención, frunciendo el entrecejo, mientras Raederle le explicaba.
Echó una rápida ojeada a la cabina de Raederle, como si pudiera ver a través de las paredes la forma inerte de la cama, y dijo resueltamente:
—No podemos llevarla.
—Lo sé.
—La gente de Hed ya ha sufrido mucho por la ausencia de Morgon. Ella es la heredera de la terrarquía de Hed, y debe tener… ¿Qué edad tiene?
—Trece años, quizá. Les dejó una nota. —Raederle se frotó los ojos con los dedos—. Si regresamos a Caithnard, podríamos hablarle a Bri hasta que las arañas lo cubrieran con su tela, y nunca aceptaría llevarnos de nuevo al norte.
—Si regresamos —dijo Lyra—, quizá tengamos que vérnoslas con la nave de la morgol. Pero Tristan tiene que regresar a Hed. ¿Se lo has dicho?
—No. Necesitaba tiempo para pensar. Bri dijo que tendríamos que hacer una escala para aprovisionarnos. Quizás encontremos una nave mercante que la lleve de vuelta.
—¿Ella irá?
—En este momento no está en condiciones de discutir. Nunca ha salido de Hed en su vida; dudo que sepa dónde está la montaña de Erlenstar. Quizá nunca haya visto una montaña. Pero tiene la terquedad de Morgon. Si podemos bajarla de un barco y subirla a otro mientras está mareada, quizá no sepa qué rumbo sigue hasta que llegue a su propio umbral. Parece cruel, pero si algo le sucediera en su viaje a la montaña de Erlenstar, creo que nadie soportaría la noticia, dentro o fuera de Hed. Los mercaderes nos ayudarán.
—¿Debemos decírselo a Bri Corbett?
—Él emprendería el regreso.
—Tendríamos que regresar —dijo Lyra objetivamente, fijando los ojos en el blanco pergamino de olas ante la costa de Ymris. Volvió la cabeza, miró a Raederle—. Para mí sería difícil enfrentarme a la morgol.
—Yo no regresaré a Anuin —murmuró Raederle—. Quizá Tristan nunca nos perdone, pero tendrá su respuesta. Lo juro por los huesos de los muertos de An. Lo juro por el nombre del Portador de Estrellas.
Lyra sacudió la cabeza en un gesto de súplica.
—No lo hagas —jadeó—. Suena tan definitivo, como si fuera lo único que harás con tu vida.
Tristan durmió la mayor parte del día. Por la noche, Raederle le llevó sopa caliente; Tristan se levantó para comer un poco, pero se tapó con la manta cuando los vientos nocturnos procedentes del oeste, cargados con el aroma de la tierra revuelta, zamarrearon la nave bruscamente. Tristan gemía con desesperación, pero Bri Corbett, en la sala de mapas, estaba complacido.
—Llegaremos a Caerweddin por la mañana si este viento se sostiene —le dijo a Raederle cuando ella fue a desearle buenas noches—. Es un viento maravilloso. Nos detendremos dos horas allí para aprovisionarnos y aun así llevaremos la delantera a cualquiera que nos siga.
—Cualquiera diría que todo esto fue idea de él —le comentó Raederle a Lyra cuando fue a pedirle una manta, pues Tristan estaba dormida sobre la suya. Se preparó una cama insatisfactoria en el piso y despertó, tras una noche de sueño sobresaltado, sintiéndose rígida y un poco mareada. Se levantó a trompicones a la luz del sol, aspirando profundas bocanadas de aire dulzón, y encontró a Bri Corbett mascullando en la proa.
—No vienen de Kraal. No son naves mercantes de Ymris… demasiado bajas y esbeltas —murmuraba, inclinado sobre la borda. Raederle, tratando de impedir que el viento le desmelenara el cabello, parpadeó al ver la media docena de naves que se acercaban. Eran barcos bajos y raudos de un solo palo; sus velas ondeantes eran de color azul profundo, bordeadas por un fino festón plateado. Bri apoyó una mano en la borda con una aguda exclamación—. ¡Por los huesos de Madir! Hace diez años que no veo esas naves, desde que estoy al servicio de tu padre. Pero no oí una palabra en Caithnard.
—¿Sobre qué?
—La guerra. Son buques de guerra de Ymris.
Raederle, súbitamente despabilada, miró la ligera y rápida flota.
—Ellos acaban de terminar una guerra —murmuró—. Hace menos de un año.
—Por un pelo nos hemos salvado de un ataque. Es otra guerra costera. Deben de estar buscando cargamentos de armas.
—¿Nos detendrán?
—No tienen por qué. ¿Acaso esto parece una nave mercante?
Calló de golpe, y ambos se miraron, comprendiendo al mismo tiempo.
—No —dijo Raederle—, esto parece la nave privada del rey de An, y somos tan conspicuos como un cerdo en un árbol. Supongamos que quieran escoltarnos hasta Caerweddin. ¿Cómo explicarás la presencia de las guardias de la morgol en…?
—¿Cómo explicaré? ¿Yo? ¿Acaso oí alguna queja sobre el color de mis velas cuando te adueñaste de mi nave y exigiste que te llevara al norte?
—¿Cómo podía saber que Ymris iniciaría una guerra? Tú eras el que cambiaba chismes con el mercader. ¿Él no lo mencionó?
No tenías por qué navegar tan cerca de la costa. Si te hubieras mantenido a mayor distancia, no nos habríamos topado con las naves del rey de Ymris. ¿O acaso sabías esto y tenías la esperanza de que nos detuvieran?
—¡Por las barbas de Hagis! —rezongó Bri—. Si hubiera querido virar, no hay una guardia entrenada para detenerme, y menos ellas… Sé que sólo le dispararían a nudos y corchos a bordo. Voy hacia el norte porque lo deseo… ¿Y quién es ésa, en nombre de Hel?
Miró con rostro amoratado a Tristan, que había subido para vomitar por encima de la borda. Bri la miró y se tragó sus palabras, carraspeando con incredulidad. Encontró su voz cuando Tristan se enderezó, pálida y sudorosa.
—¿Quién es ella?
—Es sólo… una polizón —dijo en vano Raederle—. Bri, no debes contrariarte. Se bajará en Caerweddin…
—Claro que no —dijo Tristan, lenta pero claramente—. Soy Tristan de Hed, y no me bajaré hasta que lleguemos a Erlenstar.
Bri movió los labios sin decir nada. Parecía henchirse de aire como una vela; Raederle, con una mueca, se dispuso a resistir su furia, pero en cambio él giró y le lanzó un grito al timonel, quien saltó como si un mástil se hubiera partido detrás de él.
—¡Suficiente! Haz virar esta nave. Quiero que su proa llegue al puerto de Tol tan deprisa que su reflejo quede en las aguas de Ymris.
La nave viró. Tristan se aferró a la borda con muda desdicha. Lyra, patinando para acercarse a Raederle, vio a Tristan y preguntó resignadamente:
—¿Qué sucedió?
Raederle sacudió la cabeza con impotencia. El fiero azul de las velas de Ymris se interpuso entre ellos y el sol. Buscó su voz.
—Bri.
Una de las naves de guerra, acercándose tanto que la salpicó de espuma, parecía dispuesta a cerrarles el paso.
—¡Bri! —Al fin le llamó la atención mientras él bramaba ante los marineros—. ¡Bri! ¡Las naves de guerra! Creen que intentamos escapar de ellas.
—¿Qué?
Bri Corbett miró de hito en hito la nave que se proponía cerrarles el paso e impartió una orden tan abrupta que se le quebró la voz. Hubo otro sacudida. La nave perdió velocidad, y mientras la nave de Ymris se acomodaba a su paso vieron las cotas de malla plateadas y las vainas de las espadas de los hombres de abordo. Su propia nave se detuvo y cabeceó. Otra nave de guerra se acercó a sotavento; una tercera custodiaba la popa. Bri se apoyó la cabeza en las manos. Una voz flotó sobre el agua. Raederle movió la cabeza, y sólo captó unas palabras vivaces de un hombre canoso.
Bri asintió con un grito y ordenó en forma lacónica y enérgica:
—Volved hacia el norte. Tenemos una escolta real hasta Caerweddin.
—¿Quién?
—Astrin Ymris.
Capítulo 4
Entraron en el puerto de Caerweddin con una nave de guerra a cada flanco. La desembocadura del río estaba custodiada; sólo ingresaban unos pocos barcos mercantes, y los detenían y revisaban antes de permitirles remontar el ancho y lento río para llegar a los muelles. Raederle, Tristan, Lyra y las guardias miraban pasar la ciudad desde la borda. Casas, tiendas y tortuosas calles adoquinadas se extendían más allá de las antiguas murallas y torres. La residencia del rey, en una elevación del centro de la ciudad, parecía una fuerte y majestuosa sede de poder, con su macizo diseño en bloques y sus torres angulosas; pero los colores cuidadosamente escogidos de la piedra le infundían una rara belleza. Raederle evocó la casa del rey de Anuin, inspirada por una especie de sueño cuando cesaron las guerras; con sus murallas blancas como conchas y sus torres altas y esbeltas, habría sido frágil frente a las fuerzas a las que se enfrentaba el rey de Ymris. Tristan, de pie junto a ella, renacía en esas aguas plácidas y miraba boquiabierta, y Raederle pestañeó para ahuyentar otro recuerdo: una pequeña y serena sala de roble frente a una campiña plácida y lluviosa.
Bri Corbett impartía taciturnas órdenes detrás de ellas.
—Esto es humillante —murmuró Lyra, frunciendo el ceño—. No tenían derecho a capturarnos así.
—Le preguntaron a Bri si se dirigía a Caerweddin —respondió Raederle—, y él tuvo que responder que sí. Hacía tantos virajes en el agua que debió de parecer sospechoso. Quizás, al verle huir, pensaron que había robado el barco. Ahora se deben de estar preparando para dar la bienvenida a mi padre en Caerweddin. Se llevarán una sorpresa.
—¿Dónde estamos? —preguntó Tristan. Eran las primeras palabras que decía en una hora—. ¿Estamos cerca de Erlenstar?
Lyra la miró incrédulamente.
—¿Nunca has visto un mapa del reino del Supremo?
—Nunca necesité hacerlo.
—Estamos tan lejos de Erlenstar como si estuviéramos en Caithnard. Que es donde estaremos dentro de dos días, de todos modos.
—No —declaró Raederle—. No pienso regresar.
—Yo tampoco —dijo Tristan.
Lyra encontró los ojos de Raederle por encima de su cabeza.
—De acuerdo. ¿Tienes alguna sugerencia?
—Estoy pensando.
El barco atracó junto a una de las naves de guerra; la otra, en un gesto cortés y prudente a la vez, esperó a que Bri anclara en las aguas profundas, luego giró y regresó hacia el mar. El chapoteo del ancla y el chirrido y el choque de la cadena resonaron en el aire como la última palabra de una discusión. Mientras bajaban la planchada, un pequeño grupo de hombres armados, vestidos con fastuoso atuendo, se acercó a caballo. Bri Corbett bajó para recibirlos. Un jinete de librea azul blandía un estandarte azul y plateado. Raederle, al comprender de qué se trataba, sintió que la sangre le golpeaba en la cara.
—Uno de ellos debe de ser el rey —susurró, y Tristan la miró pasmada.
—No pienso bajar allí. Mira mi falda.
—Tristan, eres la heredera de Hed, y una vez que se enteren, podrías estar vestida con hojas y bayas sin que ellos lo noten.
—¿Debemos llevar las lanzas? —preguntó Imer intrigada—. Lo haríamos si la morgol estuviera con nosotras.
Lyra reflexionó, torciendo la boca.
—Creo que yo he desertado. Una lanza en manos de una guardia deshonrada no es un emblema sino un desafío. Sin embargo, como esto es mi responsabilidad, eres libre de tomar tu propia decisión.
Imer suspiró.
—Sabes —le dijo a Lyra—, pudimos haberte encerrado en la cabina y haberle dicho a Bri Corbett que diera la vuelta. Hablamos de ello la primera noche, cuando montabas guardia. Fue un error que cometiste. Entonces tomamos nuestra propia decisión.
—¡Imer, es diferente para mí! La morgol tendrá que perdonarme al fin, pero, ¿adónde iréis vosotras?
—Si regresamos a casa, llevándote con nosotras —dijo serenamente Imer—, quizá la morgol sea más razonable que tú. Creo que ella preferiría que estuviéramos contigo. El rey —añadió nerviosamente, mirando por encima del hombro de Lyra— está subiendo a bordo.
Raederle, volviéndose para mirarlo, sintió que Tristan le cogía la muñeca. El rey lucía imponente a primera vista, oscuro, poderoso y taciturno, con una armadura semejante a las delicadas y plateadas escamas de un pez, bajo una sobreveste azul con espirales de plata bordada. El hombre canoso de la nave de guerra lo acompañaba, con su único ojo blanco; su otro ojo estaba cerrado a causa de algo que había visto. Viéndolos juntos, ella sintió el vínculo entre ambos, como el vínculo entre Duac y Mathom, y reconoció, con cierta alarma, al excéntrico heredero del rey Ymris. El ojo bueno se dirigió súbitamente a su rostro, como si intuyera que lo reconocía. El rey los miró en silencio un instante.
—Soy Heureu Ymris —dijo con sencilla e inesperada afabilidad—. Éste es mi heredero, mi hermano Astrin. Vuestro capitán me ha dicho quiénes sois, y que viajáis juntas en circunstancias peculiares. Solicitó custodia para vosotras frente a la costa de Ymris, pues estamos en guerra, y él no desea que pasajeras tan valiosas sufran daño. Tengo siete naves de guerra que se disponen a zarpar hacia Meremont al alba. Os escoltarán hacia el sur. Entretanto, sois bienvenidas a mi tierra y mi morada.
Hizo una pausa, esperando.
—¿Te ha contado Bri Corbett que nos adueñamos de su nave? —preguntó abruptamente Lyra, sonrojándose levemente—. ¿Que ninguna de las guardias de la morgol actúa con conocimiento de nuestra soberana? Quiero que entiendas a quién recibirás en tu morada.
Un destello de sorpresa cruzó los ojos del rey, y luego una sombra de complicidad.
—Creo que intentabais hacer exactamente aquello que muchos de nosotros sólo hemos pensado —dijo gentilmente—. Honraréis mi casa.
Siguieron al rey y al heredero por la planchada; mientras bajaban los caballos, el rey les presentó a los altos señores de Marcher y Tor y al pelirrojo alto señor de Umber. Montaron, formando una fatigada y desordenada procesión detrás del rey.
—Siete naves de guerra —susurró Lyra, cabalgando delante de Raederle con los ojos fijos en la espalda de Heureu Ymris—. No corre riesgos con nosotras. ¿Y si arrojaras un trozo de hilo de oro en el agua frente a ellos?
—Estoy pensando en ello —murmuró Raederle.
En la casa del rey, les dieron cámaras pequeñas y suntuosamente amuebladas donde pudieron lavarse y descansar en privado. Raederle temió que Tristan se sintiera amilanada en esa casa inmensa y desconocida, pero Tristan, sin prestar atención al fasto y la servidumbre, sólo agradecía poder acostarse en una cama que no se hamacara. En su propia cámara, Raederle se lavó la espuma de mar del cabello y se sintió limpia por primera vez en días. Peinándose y secándose el cabello junto a la ventana abierta, observó esa tierra desconocida. Sus ojos vagaron más allá del laberinto de calles ajetreadas y se detuvieron en la vieja muralla, interrumpida aquí y allá por puertas y arcadas. La ciudad al fin se desperdigaba en labrantíos y bosques, huertas que eran retazos de color en lontananza. Moviendo los ojos hacia el este, hacia el mar, vio algo que le hizo dejar el peine y asomarse por la ventana abierta.
Un enorme y desconcertante edificio de piedra se erguía en un peñasco a poca distancia de la ciudad, como un recuerdo medio olvidado, o fragmentos de enigmas inconclusos en una página arrancada de un libro antiguo. Reconoció las piedras, bellas, macizas, coloridas. La estructura, mayor de lo que cualquier hombre habría necesitado, se había desmoronado, al parecer con tanta facilidad como si ella hubiera sacudido manzanas de un árbol. Tragó secamente, recordando historias que su padre le había enseñado, recordando algo que Morgon había mencionado brevemente en una de sus cartas. Recordó, ante todo, la noticia que Elieu había traído de Isig acerca del despertar, en la muda hondura de la montaña, de los hijos de los Amos de la Tierra. Una emoción inasible —un anhelo, una soledad, una comprensión— osciló en el oscuro confín de su mente, desconcertándola con su congoja y nitidez, asustándola con su intensidad. Ya no soportaba mirar la ciudad sin nombre, pero no podía apartar los ojos de ella.
Llamaron suavemente a la puerta, y Raederle notó que estaba cegada por las lágrimas. El mundo, con un desplazamiento físico, como si dos grandes piedras encajaran pesadamente, volvió a la normalidad. Llamaron de nuevo; Raederle se enjugó el rostro con el dorso de la mano y fue a abrir.
El heredero de Ymris, de pie en el umbral, con su rostro extraño y su único ojo blanco, la sobresaltó, aunque pronto Raederle reparó en su juventud, sus arrugas de dolor y paciencia.
—¿Qué sucede? —preguntó él dulcemente—. Vine a hablar contigo un rato, acerca de… Morgon. Puedo volver más tarde.
Ella meneó la cabeza.
—No, entra, por favor. Yo sólo… —Se interrumpió consternada, preguntándose si él entendería las palabras que ella tenía que usar. Instintivamente alargó el brazo, lo tocó como para conservar el equilibrio. Lagrimeando de nuevo, dijo—: La gente decía que tú vivías entre las ruinas antiguas, que sabías cosas misteriosas. Hay cosas… hay cosas que necesito preguntarte.
Él entró en la habitación, cerró la puerta.
—Siéntate —dijo, y Raederle se sentó en una de las sillas que había junto al hogar apagado. Él le llevó una copa de vino y acercó una silla. Aún usaba la cota de malla y la oscura librea real, y parecía un guerrero, pero la leve perplejidad de su rostro no era propia de una mente tan simple. Dijo abruptamente—: Tienes poder. ¿Lo sabías?
—Lo sé… Tengo un poco. Pero ahora pienso que puede haber cosas en mí que yo nunca supe. —Raederle bebió un sorbo de vino. Su voz se calmó—. ¿Conoces el enigma de Oen y Ylon?
—Sí —dijo él, con un destello en el ojo bueno—. Sí —repitió suavemente—. Ylon era un cambiaforma.
Ella se movió levemente, como apartándose de un dolor.
—Su sangre corre en la familia de los reyes de An. Durante siglos él fue apenas una anécdota melancólica. Pero ahora quiero saber… tengo que saber. Él salió del mar, como el cambiaforma que vio Lyra, el que casi mató a Morgon. Tenía el mismo color y la misma fiereza. El poder que yo tengo viene de Madir. Y de Ylon.
Él calló largo rato, analizando el enigma que ella había formulado mientras ella bebía vino, cogiendo la copa con manos trémulas.
—¿Qué te hizo llorar? —preguntó él al fin.
—La ciudad muerta… Algo en mí fue hacia ella y supo… supo lo que había sido.
Él le clavó el ojo bueno.
—¿Qué era? —preguntó con voz tensa.
—Yo… me interponía. Era como vivir el recuerdo de otro. Me asustó. Al verte, pensé que tú podrías entenderlo.
—No os entiendo ni a ti ni a Morgon. Quizá tú, como él, formes parte de un gran rompecabezas tan viejo y complejo como esa ciudad del Llano de la Boca del Rey. Lo único que conozco de las ciudades son las cosas rotas que encuentro, que son apenas un vestigio de los Amos de la Tierra. Morgon tuvo que buscar a tientas su propio poder, como harás tú. No sé qué ha sido de él ahora, después de…
—Espera —musitó Raederle—. Espera.
Él se inclinó hacia delante, tomó la copa trémula de Raederle y la apoyó en el piso. Le cogió las manos con sus manos flacas y tensas.
—No creerás que ha muerto.
—¿Qué quieres que crea? ¿Cuál es el anverso oscuro de esa moneda…? ¿Está vivo o muerto? ¿Está muerto o su mente está sometida a ese terrible poder…?
—¿Quién sometió el poder de quién? Por primera vez en siete siglos los hechiceros están liberados…
—¡Porque el Portador de Estrellas ha muerto! ¡Porque quien lo mató a él ya no necesita temer el poder de ellos!
—¿Eso crees? Eso es lo que dicen Heureu y Rork Umber. El hechicero Aloil había sido un árbol en el Llano de la Boca del Rey durante siete siglos, y yo le vi transformarse en sí mismo, desconcertado por su libertad. Me habló muy brevemente, y no sabía por qué lo habían liberado. Nunca había oído hablar del Portador de Estrellas. Tenía el cabello blanco y muerto y ojos que habían presenciado su propia destrucción. Le pregunté adónde iría, y se echó a reír y desapareció. Días después, los mercaderes trajeron de Hed la terrible noticia del tormento de Morgon, de la herencia de la terrarquía… lo cual sucedió el día en que Aloil fue liberado. Nunca he creído que Morgon esté muerto.
—¿Qué queda de él, entonces? Ha perdido todo lo que amaba, ha perdido su propio nombre. Cuando Awn de An perdió su terrarquía mientras aún vivía, se mató. Él no podría…
—Viví con Morgon cuando no tenía nombre, una vez. Él volvió a encontrar su nombre en las estrellas que porta. Me niego a creer que esté muerto.
—¿Por qué?
—Porque ésa no es la respuesta que él buscaba.
—¿Acaso crees que tenía opción en ese asunto? —preguntó ella incrédulamente.
—No. Él es el Portador de Estrellas. Creo que estaba destinado a vivir.
—Lo dices como si fuera una fatalidad —susurró ella. Él le soltó las manos, se levantó, fue a la ventana desde donde ella había mirado la ciudad sin nombre.
—Quizá. Pero nunca subestimaría a ese granjero de Hed. —Se volvió súbitamente—. ¿Quieres venir conmigo al Llano de la Boca del Rey para ver la ciudad antigua?
—¿Ahora? Pensé que debías librar una guerra.
Una sonrisa inesperada ablandó el rostro enjuto de Astrin.
—Así era, hasta que vimos vuestro barco. Me diste un respiro hasta el alba, cuando te conduciré con tu escolta fuera de Caerweddin. No es un lugar seguro, ese llano. Allí mataron a la esposa de Heureu. Nadie va allí salvo yo, y aun yo soy cauto. Pero tú podrías encontrar algo, una piedra, un artefacto roto, que te hable.
Cabalgó con él a través de Caerweddin, subiendo la cuesta empinada y rocosa hasta el llano que daba sobre el mar. Los vientos marinos cantaban huecamente, arrastrándose entre enormes piedras quietas que tenían profundas raíces seculares en la tierra. Raederle, desmontando, apoyó la mano en una impulsivamente; era clara y tersa bajo su palma, veteada con venas de verde esmeralda.
—Es tan bella. —Miró súbitamente a Astrin—. De allí vienen las piedras de tu casa.
—Sí. La configuración que tenían estas piedras se ha alterado irremediablemente. Las piedras eran casi imposibles de mover, pero el rey que las trasladó, Galil Ymris, era un hombre tenaz. —Se inclinó abruptamente, escarbó en la hierba larga y la tierra que había entre dos piedras y se levantó con algo en la mano. Limpió el objeto, que bajo la luz del sol titiló como una estrella.
—¿Qué es? —preguntó Raederle.
—No sé. Un trozo de vidrio tallado, una piedra… A veces cuesta decir exactamente qué son las cosas de aquí. —La puso en la mano de Raederle—. Consérvala.
Ella movió el objeto con curiosidad, observó sus destellos.
—Tú amas estas grandes piedras, a pesar de su peligro.
—Sí. Eso me hace extraño, en Ymris. Prefiero remolonear entre cosas olvidadas como un viejo ermitaño que conducir siete buques a la batalla. Pero la guerra en las costas meridionales es una vieja llaga que se infesta constantemente y nunca parece sanar. Así que Heureu me necesita allá, aunque trato de decirle que puedo saborear, oler y sentir una respuesta vital en este sitio. Y tú… ¿qué sientes?
Ella apartó los ojos de la piedra, miró esa gran extensión de ripio. El llano estaba desierto salvo por las piedras, la hierba de bordes plateados y un pequeño y nudoso robledal que se arqueaba bajo el viento marino. El cielo sin nubes formaba una bóveda inmensa y vacía. Raederle se preguntó qué fuerza que aflorase del suelo podría volver a elevar las piedras hacia el firmamento, apilándolas en una construcción majestuosa de propósito inescrutable que reluciría a lo lejos con poder, belleza y una libertad semejante a la libertad del viento. Pero permanecían quietas, aferradas a la tierra, aletargadas.
—Silencio —susurró, y el viento murió.
En ese momento tuvo la sensación de que el mundo se había detenido. La hierba estaba inmóvil bajo el sol; las sombras de las piedras parecían esculpidas, apiladas sobre el suelo. Aun las olas que rompían contra los peñascos estaban quietas. Su propio aliento estaba detenido en su boca. Astrin la tocó, y ella oyó el inesperado siseo de su espada saliendo de la vaina. Él la atrajo hacia sí, aferrándola con fuerza. Ella sintió la tensa palpitación del corazón de Astrin bajo la fría armadura.
Un suspiro brotó de la médula del mundo. Una ola que nunca cesaba de crecer se estrelló contra el peñasco y se replegó. Astrin bajó el brazo. Ella le vio el rostro mientras él retrocedía; y esa expresión tensa y hueca la asustó. Una gaviota graznó, revoloteando sobre el borde del peñasco, luego desapareció.
—Estoy aterrado —dijo Astrin, tiritando—. No puedo pensar. Vámonos.
Ambos bajaron en silencio hacia la campiña y la transitada carretera septentrional que iba a la ciudad. Mientras cruzaban un campo lleno de ovejas que protestaban con balidos contra la indignidad de la esquila, ese horror blanco y privado se esfumó del rostro de Astrin. Raederle lo miró de soslayo y notó que volvía a ser accesible.
—¿Qué fue? —murmuró—. Todo pareció detenerse.
—No sé. La última vez que sentí algo así, Eriel Ymris murió. Tuve miedo por ti.
—¿Por mí?
—Durante cinco años, después de la muerte de ella, el rey vivió con una cambiaforma por esposa.
Raederle cerró los ojos. Sintió que algo crecía en ella súbitamente, como un grito que ahogaría incluso los balidos de las ovejas. Apretó las manos para dominarse; no supo que se había detenido hasta que él la llamó por el nombre. Entonces Raederle abrió los ojos y dijo:
—Al menos no tenía un heredero a quien encerrar en una torre junto al mar. Astrin, creo que algo duerme dentro de mí, y que si lo despierto, lo lamentaré hasta el fin del mundo. Tengo la sangre de un cambiaforma, y parte de su poder. Es un legado perturbador.
El ojo bueno de Astrin, de nuevo quieto, parecía escudriñar con distanciamiento el corazón del enigma.
—Confía en ti misma —sugirió, y ella aspiró profundamente.
—Esto es como pisar una de mis marañas de hilo con los ojos cerrados. Tienes una perspectiva optimista de las cosas.
Él le cogió la muñeca un instante antes de reanudar la marcha. Al abrir la mano, ella notó que la marca de la pequeña piedra que sostenía se le había clavado profundamente en la palma.
Lyra fue a hablarle cuando ella regresó a la casa del rey. Raederle estaba sentada ante la ventana, mirando algo que chispeaba como una gota de agua en su mano.
—¿Ya has pensado en un plan? —preguntó Lyra.
Raederle, alzando la cabeza, detectó la inquietud y frustración en sus movimientos tensos y controlados, semejantes a los movimientos de un animal atrapado y domesticado. Organizó sus pensamientos con esfuerzo.
—Creo que podríamos convencer a Bri Corbett de llevarnos al norte después de abandonar el río, si podemos enviar a Tristan a casa. Pero, Lyra, no sé cómo convencer a Astrin Ymris de dejarnos ir.
—La decisión es nuestra. No tiene nada que ver con Ymris.
—Sería difícil convencer a Astrin o Hereu de eso.
Lyra se apartó bruscamente de la ventana, caminó hasta el hogar y regresó.
—Podríamos encontrar otra nave. No. Nos buscarían cuando saliéramos del puerto. —Parecía ansiosa de arrojar algo, aunque no fuera un arma. Mirando a Raederle, dijo inesperadamente—: ¿Qué pasa? Pareces perturbada.
—Lo estoy —dijo Raederle, sorprendida. Agachó la cabeza; su mano se cerró nuevamente sobre la piedra—. Astrin… Astrin me dijo que él cree que Morgon está vivo.
Una palabra se atascó en la garganta de Lyra, quien se sentó de pronto junto a ella, aferrando el reborde de piedra con las manos. Tenía el rostro blanco.
—¿Qué le hace pensar eso? —dijo con voz implorante, cuando volvió a encontrar la voz.
—Dice que Morgon buscaba respuestas, y que la muerte no era una de ellas. Dice que…
—Eso significaría que perdió la terrarquía. Ese era su mayor temor. Pero nadie puede arrebatar ese instinto, salvo el Supremo. Nadie… —Lyra se interrumpió. Raederle le oyó apretar los dientes y se reclinó fatigosamente. La piedra brillaba en su palma como una lágrima. Lyra habló con una voz desconocida, despojada de pasión—. Lo mataré por eso.
—¿A quién?
—A Ghisteslwchlohm.
Raederle abrió y cerró los labios. Esperó a que se aplacara el escalofrío que le había provocado esa voz extraña.
—Primero tendrás que encontrarlo —dijo cautelosamente—. Eso puede ser difícil.
—Lo encontraré. Morgon sabrá dónde está.
—Lyra…
Lyra se volvió hacia ella, y la exhortación a la prudencia se atascó en la garganta de Raederle. Agachó la vista.
—Primero tenemos que salir de Caerweddin.
Lyra abandonó su expresión lúgubre y desconocida.
—No le cuentes a Tristan lo que me has dicho —dijo ansiosamente—. Es demasiado incierto.
—No se le contaré.
—¿No hay algo que puedas hacer? No podemos regresar, y menos ahora. ¿No puedes provocar un viento que disperse los barcos de guerra, o les haga creer que vamos hacia el sur…?
—¿Qué crees que soy? ¿Una hechicera? Creo que ni siquiera Madir podía hacer esas cosas. —Una astilla de luz solar quedó atrapada en la extraña piedra. Raederle se enderezó súbitamente—. Espera. —La sostuvo entre el índice y el pulgar, cogiendo los rayos del sol. Lyra pestañeó cuando la luz se deslizó sobre sus ojos.
—¿Qué? ¿Qué es eso?
—Es una piedra que Astrin encontró en el Llano de la Boca del Rey, en la ciudad de los Amos de la Tierra. Me la dio a mí.
—¿Qué harás con ella? —Lyra entornó los ojos de nuevo cuando la luz brillante los tocó, y Raederle la bajó.
—Centellea como un espejo… Todo lo que aprendí de la porquera se relaciona con la ilusión, con cosas pequeñas que alcanzan un tamaño desproporcionado: el charco de agua que parece un estanque, la rama que parece un gran tronco caído, el tallo espinoso que parece un zarzal intransitable. Si pudiera cegar a los tripulantes de las naves de guerra con esta piedra, hacerla arder como un sol ante sus ojos, no nos verían virar hacia el norte, y no podrían alcanzarnos.
—¿Con ese guijarro? No es mayor que una uña. Además, ¿cómo sabes qué es? Sabes que un charco de agua es un charco de agua. Pero no sabes cuál es el propósito de esa cosa. ¿Cómo sabrás exactamente en qué puede convertirse?
—Si no quieres que lo intente, no lo haré. Es una decisión que nos afectará a todos. Y es lo único que se me ocurre.
—Tú eres la que debe trabajar en ello. ¿Cómo sabes qué nombre le pudieron haber puesto los Amos de la Tierra? No temo por nosotras o por la nave, sino por tu mente…
—¿Acaso te he estorbado con mis consejos? —interrumpió Raederle.
—No —dijo Lyra a regañadientes—. Pero yo sé lo que hago.
—Sí. Te harás matar por un hechicero. ¿Me he opuesto?
—No. Pero… —Lyra suspiró—. De acuerdo. Ahora sólo debemos decirle a Bri Corbett adonde ir para que consiga las vituallas necesarias. Y debemos enviar a Tristan a su casa. ¿Se te ocurre un modo de hacerlo?
Ambas reflexionaron. Una hora después, Lyra se fue sigilosamente de la casa del rey, bajó a los muelles para informar a Bri que se dirigirían de nuevo al norte, y Raederle fue al salón del rey para hablar con Heureu Ymris.
Lo encontró en medio de sus señores, deliberando sobre la situación de Meremont. Cuando el rey vio que ella vacilaba a las puertas del gran salón, se le acercó. Al encontrar su mirada clara y directa, Raederle supo que ella y Lyra habían tenido razón: sería menos difícil de engañar que Astrin, y sintió alivio de que Astrin no estuviera con él.
—¿Necesitas algo? —preguntó el rey—. ¿Hay algo en que pueda ayudarte?
Ella asintió.
—¿Puedo hablarte un momento?
—Por cierto.
—¿Es posible que dispongas una de tus naves de guerra para llevar a Tristan a casa…? Bri Corbett tendrá que hacer escala en Caithnard para dejar bajar a Lyra y recoger a mi hermano. Tristan está irracionalmente empeñada en ir a la montaña de Erlenstar, y si puede encontrar un modo de bajarse del buque de Bri en Caithnard, lo hará. Se dirigirá al norte, en una nave mercante o a pie, y de un modo u otro es probable que se encuentre en medio de tu guerra.
Él frunció las cejas oscuras.
—Parece terca. Como Morgon.
—Sí, y si algo le pasara, el pueblo de Hed no soportaría la pena. Bri podría llevarla a Hed antes de llevarnos a Caithnard, pero en esas aguas que él debe atravesar Athol y Spring de Hed se ahogaron, y Morgon estuvo a punto de morir. Me sentiría más tranquila si ella tuviera más protección que un puñado de guardias y marineros.
Él aspiró rápida y silenciosamente.
—No había pensado en ello. Sólo cinco de esas naves llevan gran cantidad de armas y hombres. Dos llevan menos hombres y se encargan de patrullar en busca de cargamentos de armas. Puedo darte una de ésas para que lleve a Tristan. Si pudiera, enviaría esas naves con vosotros hasta Caithnard. En mi vida he visto un grupo tan selecto de personas en un viaje tan errado y mal concebido.
Ella se sonrojó.
—Lo sé. Fue erróneo por nuestra parte traer a Tristan hasta aquí.
—¡Tristan! ¿Qué hay de ti y de la heredera de la morgol?
—Eso es diferente.
—¿Por qué, en nombre de Yrth?
—Al menos nosotras sabemos que existe un mundo entre Hed y el Supremo.
—Sí —rezongó el rey—. Y hoy en día no es sitio para ninguna de vosotras. Me aseguré de que vuestro capitán lo entendiera. No sé cómo se le ocurrió abandonar el puerto de Caithnard con vosotras.
—No fue culpa suya. No le dimos opción.
—¿Cuánta presión habríais podido ejercer? Las guardias de la morgol son diestras, pero no irracionales. Y podríais haber encontrado cosas mucho peores que mis naves frente a la costa de Ymris. Hay veces en que creo estar luchando sólo contra mis propios rebeldes, pero otras veces la guerra parece cambiar de forma ante mis ojos, y comprendo que ni siquiera yo sé hasta qué punto se extenderá, ni si podré contenerla. Pequeña como es aún, tiene un potencial aterrador. Bri Corbett no pudo haber escogido peor momento para navegar con vosotras tan cerca de Meremont.
—Él no sabía nada sobre la guerra.
—Si hubiera llevado a tu padre en esa nave, se las habría apañado para saberlo. También se lo recordé. En cuanto a tu paseo de hoy con Astrin en el Llano de la Boca del Rey… eso fue pura estupidez. —Se calló. Ella vio la luz blanca que resbalaba por sus pómulos antes que él se llevara las manos a los ojos y las sostuviera allí un instante. Ella bajó la vista, tragando saliva.
—Supongo que le dijiste eso.
—Sí, y pareció estar de acuerdo. Éste no es momento para que personas inteligentes como Astrin, Bri Corbett y tú os olvidéis de cómo pensar. —Le apoyó la mano en el hombro y suavizó la voz—. Entiendo lo que intentabais hacer. Entiendo el porqué. Pero dejadlo para quienes son más aptos.
Ella contuvo su respuesta y agachó la cabeza, cediéndole tácitamente la última palabra.
—Gracias por la nave —dijo con sincera gratitud—. ¿Avisarás a Tristan por la mañana?
—La escoltaré personalmente a bordo.
Raederle vio de nuevo a Lyra más tarde en el salón, cuando iban a cenar.
—Bri discutió —murmuró Lyra—, pero le juré por lo que resta de mi honor que él no tendría que tratar de superar a los barcos de guerra. No le gustó, pero recordó lo que hiciste con ese trozo de hilo. Dijo que más vale que lo que hagas mañana sea efectivo, porque de lo contrario no se atreverá a enfrentar de nuevo a Heureu Ymris.
Raederle sintió que se sonrojaba levemente ante un recuerdo.
—Tampoco yo —murmuró. Entonces Tristan salió de su habitación, desconcertada y un poco asustada, como si acabara de despertar. Su rostro se tranquilizó al verlas. Raederle, al ver sus ojos confiados, sintió una punzada de culpa—. ¿Tienes hambre? —preguntó—. Vamos al salón del rey a comer.
—¿Frente a otras personas? —Intentó en vano alisarse la falda arrugada. Luego se detuvo, miró las paredes bellamente adornadas que relucían a la luz de las antorchas, los viejos escudos de bronce y plata colgados, las armas antiguas y enjoyadas—. Morgon estuvo en esta casa —susurró, e irguió los hombros mientras las seguía a la sala.
Las despertaron antes del alba de la mañana siguiente. Arropadas en capas suntuosas y abrigadas que les dio Heureu, cabalgaron con él, Astrin, los altos señores de Umber y Tor y trescientos hombres armados por las calladas calles de Caerweddin. Vieron ventanas que se abrían aquí y allá, o la rendija de luz de una puerta cuando un rostro se asomaba para ver la rápida y silenciosa marcha de los guerreros. En los muelles, los oscuros mástiles se perfilaban sobre el agua contra una niebla perlada; las voces y los pasos sonaban espectrales en la madrugada. Los hombres rompieron filas y empezaron a abordar. Bri Corbett, bajando por la planchada, miró a Raederle con hosquedad y consternación antes de coger el caballo. Las guardias de la morgol lo siguieron con sus monturas.
Raederle aguardó un momento, y oyó que Heureu le decía a Tristan:
—Te enviaré a casa con Astrin en una de las naves de guerra. Estarás a salvo con él, bien protegida por sus hombres. Es una nave rápida, y llegarás pronto a casa.
Raederle no supo quién parecía más sorprendido, si Tristan o Astrin. Tristan abrió la boca para protestar, vio que Raederle escuchaba y comprendió con indignación lo que sucedía.
—Son más de dos días hasta allá y un día de regreso hasta Meremont —intervino Astrin antes que ella pudiera hablar—. Necesitarás esa nave para vigilar la costa.
—Puedo prescindir de ella durante ese tiempo. Si los rebeldes han mandado a por armas, lo más probable es que vengan del norte, y puedo tratar de detenerlas en Caerwedin.
—Pero no sólo buscamos armas —replicó Astrin, volviendo los ojos hacia Raederle—. ¿Quién solicitó esa nave?
—Yo tomé la decisión —declaró Heureu enérgicamente, y ante ese tono, Tristan, que había vuelto a abrir la boca, la cerró abruptamente.
Astrin miró a Raederle, frunciendo el entrecejo con suspicacia y perplejidad.
—De acuerdo —le dijo a Heureu—. Te enviaré un mensaje desde Meremont cuando regrese.
—Gracias. —Heureu cogió el brazo de Astrin un instante—. Cuídate.
Raederle subió a bordo. Fue a la popa, oyó la voz de Bri impartiendo órdenes extrañamente apacibles a sus espaldas. La primera de las naves de guerra se deslizó hacia el medio del río como un pájaro oscuro; mientras se desplazaba, la niebla comenzó a arremolinarse y deshilacharse sobre las aguas quietas y grises, y los primeros rayos del sol relumbraron sobre las altas murallas de la casa del rey.
Lyra fue a situarse junto a Raederle. Ninguna de las dos habló. La nave que llevaba a Tristan se les puso al lado, y Raederle vio el rostro de Astrin, con sus rasgos enjutos y su color espectral, mientras él observaba cómo el resto de las naves de guerra adoptaba su posición detrás de él. Bri Corbett, con su nave más lenta y pesada, iba en último lugar, en la estela de la imprecisa fila.
En la estela de ellos chispeaba el sol, haciendo arder la espuma.
—Prepárate para virar apenas lo diga —le murmuró Bri al timonel—. Si esas naves aminoran la velocidad y nos rodean en mar abierto, más nos vale quitarnos las botas y caminar vadeando hasta Kraal. Y eso me propongo hacer si nos persiguen y nos detienen. Astrin Ymris me chamuscaría una oreja con la lengua, y Heureu la otra, y yo podría llevar lo que resta de mi reputación a Anuin dentro de una bota agujereada.
—No te preocupes —murmuró Raederle. La piedra centelleaba como una gema regia en su mano—. Bri, necesitaré algo para esto quede flotando detrás de nosotros o nos cegará a todos. ¿Tienes una madera o algo parecido?
—Encontraré una. —Oyeron el plácido suspiro de la marea matinal, y él volvió la cabeza. La primera nave ya se internaba en mar abierto. Mientras el viento salado henchía las velas, Bri Corbett repitió nerviosamente—: Encontraré una. Tú haz lo que debas hacer.
Raederle inclinó la cabeza, miró la piedra. Era deslumbrante como un trozo de hielo atravesado por el sol, y la luz saltaba de un plano al otro de sus lados intrincadamente tallados. Raederle se preguntó qué habría sido ese objeto; el ojo de su mente lo vio como una gema en un anillo, el ojo central de una corona, la poma de un puñal, quizá, que se oscurecía en tiempos de peligro. ¿Los Amos de la Tierra usarían semejantes objetos? ¿Les había pertenecido a ellos o a una exquisita dama de la corte de Ymris que lo había perdido mientras cabalgaba, o a un mercader que lo había comprado en Isig y lo había extraviado, pues había volado de sus alforjas mientras él cruzaba el Llano de la Boca del Rey? Si podía titilar como una estrella diminuta en su mano al menor roce del sol, sería capaz de provocar una ilusión que encendería el mar y que ninguna nave podría atravesar, aunque se atreviera. Pero, ¿qué era?
La luz jugó delicadamente en su mente, dispersando viejas sombras, mezquindades, breves y acuciantes recuerdos de sueños. Sus pensamientos vagaron hacia la gran llanura donde la había encontrado, cuyas enormes piedras eran como monumentos a un campo de muertos antiguos. Vio que el sol de la mañana chispeaba en las venillas de color de una piedra, se concentraba en la minúscula mota plateada de una arista. Enfocó esa luz diminuta con la mente, la encendió lentamente con la luz solar apresada en la piedra que ella sostenía. Comenzó a fulgurar suavemente en su palma. Ella alimentó la luz de su mente, que se derramó por las piedras milenarias, dispersando las sombras; sintió el calor de la luz en la mano, en el rostro. En su mente la luz comenzó a abrazar las piedras, a arquearse sobre el cielo nítido hasta dejarlo blanco y deslumbrante; oyó una blanda exclamación de Bri Corbett que parecía llegar desde otra época. Las luces gemelas se alimentaron mutuamente: la luz de su mano, la luz de su mente. Una ráfaga de palabras y gritos débiles e ininteligibles se arremolinaba a sus espaldas. La nave se zarandeó, sacudiéndola; Raederle extendió el brazo para conservar el equilibrio, y la luz que tenía delante le irritó los ojos.
—De acuerdo —jadeó Bri, entornando los ojos para protegerse del resplandor—, de acuerdo, ya lo tienes. Déjala… Flotará sobre esto.
Ella le dejó guiar su mano, oyó que la piedra raspaba el pequeño cuenco de madera que él sostenía. Los marineros lo bajaron sobre la borda en una red, como si bajaran el sol al mar. La piedra se alejó en el vaivén de las olas. Ella la siguió con la mente, observando cómo la luz blanca forjaba faceta tras faceta en su mente, se endurecía con líneas y superficies, hasta que su mente entera pareció una joya, y al mirarla, ella comenzó a intuir su propósito.
Vio a alguien que sostenía la joya como ella. Estaba en medio de una llanura, en alguna comarca, en alguna época, y mientras la piedra parpadeaba en su palma todo el movimiento circundante, más allá del linde de la mente de Raederle, comenzó a fluir hacia el centro de la piedra. Ella nunca había visto a ese hombre, pero presintió que con su próximo gesto, con un rasgo que le mostrara al volverse, le revelaría su nombre. Aguardó ese momento intrigada, observándolo mientras él observaba la piedra, sumido en el movimiento atemporal de su existencia. Y entonces sintió la mente de un extraño en la suya, esperando con ella.
La curiosidad de esa mente era ávida, peligrosa. Raederle trató de zafarse, intimidada, pero esa asombrosa y desconocida mente ajena no la dejaba. Notó que concentraba la atención en ese forastero sin nombre cuyo próximo movimiento, el ladeo de la cabeza, la extensión de los dedos, le revelaría su identidad. Un terror impotente e irracional creció en ella al pensar en ese reconocimiento, en revelar el nombre de él a esa mente oscura y poderosa empeñada en descubrirlo. Luchó para desdibujar la imagen en su mente antes que él se moviera. Pero el extraño poder la retenía; no podía cambiar la imagen ni disiparla, como si el ojo de su mente mirase sin párpados el núcleo de un misterio incomprensible. Una mano le cruzó la cara con rapidez y rudeza; Raederle retrocedió, resistiéndose contra un fuerte apretón.
La nave, corcoveando en el viento, atravesó una ola, y Raederle pestañeó para quitarse la espuma de los ojos. Lyra la sostenía con fuerza.
—Lo lamento —susurró—, lo lamento. Pero estabas gritando.
La luz había desaparecido. Las naves de guerra del rey giraban desconcertadamente a lo lejos.
—¿Os llevo de vuelta? —jadeó Bri, palideciendo—. Tan sólo ordenadlo y viraré.
—No, está bien. —Lyra la soltó lentamente y Raederle repitió, apoyándose la mano en la boca—: Está bien, Bri.
—¿Qué pasó? —preguntó Lyra—. ¿Qué era esa piedra?
—No lo sé. —Aún sentía la presencia de esa mente extraña, exigente, voraz. Tiritó—. Yo estaba a punto de averiguar algo.
—¿Qué?
—¡No lo sé! Algo importante para alguien. Pero no sé qué, y no sé por qué. —Sacudió la cabeza con desesperanza—. Entonces era como un sueño importante, y ahora es… no tiene sentido. Sólo sé que eran doce.
—¿Doce qué?
—Doce lados de la piedra, como una brújula. —Vio la expresión desconcertada de Bri Corbett—. Ya sé que no tiene sentido.
—Pero, ¿por qué gritaste así, en nombre de Hel? —preguntó él.
Raederle recordó esa mente poderosa e implacable que había atrapado la suya con su curiosidad, y supo que aunque le pidiera a Bri que regresaran hacia las naves de guerra, no había lugar donde estaría realmente a salvo.
—Era un objeto poderoso, esa piedra —murmuró—. Debí haber usado un objeto más sencillo. Iré a descansar un rato.
No salió de la cabina hasta el atardecer. Entonces fue a la borda y se quedó mirando las estrellas que ardían como reflejos distantes de la ilusión que su mente había creado. Algo le hizo volver la cabeza. Vio a Tristan de Hed, que se mecía cómodamente con las oscilaciones del barco, de pie en la proa como un mascarón.
Capítulo 5
Tristan no había hablado con nadie en dos días. Bri Corbett, desgarrado entre la decisión de llevarla de vuelta y eludir a toda costa a una escolta cegada y a un príncipe tuerto, pasó un día maldiciendo, luego cedió ante la muda y reprobatoria determinación de Tristan y navegó al norte sin demasiada convicción. Al cabo de esos dos días dejaron atrás la costa de Ymris. Por un tiempo sólo vieron bosques despoblados y la larga estribación de cerros yermos que mediaba entre Herun y el mar, y gradualmente se distendieron. El viento era vivaz; Bri Corbett, con el rostro jovial y rubicundo bajo el sol constante, tenía a los marineros a los saltos. Las guardias, poco habituadas al ocio, practicaban lanzamiento de cuchillo con un blanco en la pared de la sala de mapas. Cuando un súbito vaivén del barco causó un yerro que casi partió un cable en dos, Bri prohibió ese ejercicio. En su lugar se dedicaron a pescar, con largas líneas que se arrastraban a popa. Los marineros, observando desde la borda, recordaban el golpe seco de los cuchillos contra la pared de la sala de mapas y se acercaban con cautela.
Raederle, tras fútiles intentos de calmar a Tristan, que estaba distante y silenciosa, mirando el norte como un oscuro recordatorio de su propósito, desistió y la dejó tranquila. Ella también callaba, leyendo los libros de Rood o tocando la flauta que había llevado de Anuin y que Elieu de Hel había hecho para ella. Una tarde se sentó en la cubierta con la flauta y tocó canciones y danzas cortesanas de An y plañideras baladas que Cyone le había enseñado años atrás. Ejecutó un aire triste y sencillo cuyo nombre no pudo recordar. Al concluir, descubrió que Tristan se había apartado de la borda y la observaba.
—Eso era de Hed —dijo abruptamente.
Raederle se apoyó la flauta en las rodillas, recordando.
—Deth me la enseñó.
Tristan vaciló, pero al fin se apartó de la borda y se sentó junto a ella en la cubierta tibia, con expresión hosca y sin decir palabra.
—Por favor, trata de entender —murmuró Raederle, mirando la flauta—. Cuando llegó la noticia de la muerte de Morgon, no sólo Hed sufrió una pérdida, sino toda la gente que lo había ayudado, que lo amaba y se preocupaba por él. Lyra, Bri y yo simplemente tratábamos de evitar que el reino, y sobre todo tu gente, sufriera más temor y preocupación por ti. Hed parece ser un lugar muy especial y vulnerable hoy en día. No queríamos lastimarte, pero tampoco queríamos ser lastimados si algo te pasaba.
Tristan guardó silencio. Irguió la cabeza lentamente, se apoyó en el costado.
—No me pasará nada. —Miró a Raederle un instante y preguntó con cierta timidez—: ¿Te habrías casado con Morgon?
Raederle hizo una mueca.
—Esperé dos años a que él fuera a Anuin para pedírmelo.
—Ojalá lo hubiera hecho. Nunca fue muy sensato. —Tristan juntó las rodillas y apoyó reflexivamente el mentón en ellas—. Oí que los mercaderes decían que él podía adoptar la forma de un animal. Eso asustó a Eliard. ¿Tú puedes hacer eso?
—¿Cambiar de forma? No. —Raederle aferró la flauta con fuerza—. No.
—Y también dijeron que la primavera pasada Morgon encontró una espada con estrellas y la usó para matar. Eso no parece típico de él.
—No.
—Pero Grim Oakland dijo que si alguien intentaba matarlo, no podía cruzarse de brazos. Puedo entenderlo, y es razonable, pero… si alguien había hecho un arpa y una espada que pertenecían Morgon por las estrellas de su rostro, él ya no parecía pertenecer a Hed. Parecía que no podría regresar para hacer las cosas sencillas que había hecho siempre… alimentar los cerdos, discutir con Eliard, preparar cerveza en la bodega. Parecía que ya nos había abandonado para siempre, porque ya no lo reconocíamos.
—Entiendo —susurró Raederle—. Yo también sentía lo mismo.
—Así que en cierto modo no fue tan difícil cuando él murió. Lo difícil era saber… saber lo que él padecía… antes de morir, y no poder… —Se le quebró la voz, y apoyó la boca en un brazo. Raederle ladeó la cabeza, con los ojos en la sombra que la botavara arrojaba sobre cubierta.
—Tristan, dicen que en An el legado de la terrarquía es un fenómeno complejo y asombroso, como si de pronto te creciera un ojo adicional para ver en la oscuridad, o un oído para oír cosas que están bajo la tierra. ¿Es así en Hed?
—No pareció así —dijo Tristan, calmándose mientras reflexionaba sobre la pregunta—. Eliard estaba en los campos cuando sucedió. Sólo dijo que de pronto sintió que todo… las hojas, los animales, los ríos, los árboles… todo cobraba sentido súbitamente. Supo qué eran y por qué hacían lo que hacían. Trató de explicármelo. Le dije que todo debía de tener sentido antes, al menos la mayoría de las cosas, pero él dijo que era diferente. Podía ver todo con gran claridad, y sentía aquello que no podía ver. No supo explicarlo muy bien.
—¿Sintió la muerte de Morgon?
—No. Él… —Tristan se interrumpió. Movió las manos, se aferró las rodillas y continuó en un susurro—: Eliard dijo que Morgon debió de olvidarse hasta de quién era cuando murió, por esa razón.
Raederle hizo una mueca y apoyó la mano en el brazo tenso de Tristan.
—Lo lamento. No me proponía ser cruel. Sólo sentía…
—Curiosidad. Como Morgon.
—¡No! —replicó Raederle, con tanto dolor que Tristan alzó la cabeza y la miró sorprendida.
Estudió a Raederle como si nunca la hubiera visto.
—Hay algo que siempre me ha intrigado, desde la primera vez que oí hablar de ti.
—¿Qué?
—¿Quién es la mujer más bella de An? —Se sonrojó ante la súbita sonrisa de Raederle, pero sus ojos también respondieron con una sonrisa tímida—. Siempre sentí curiosidad.
—La mujer más bella de An es la hermana de Map Hwillion, Mara, quien se casó con el señor Cyn Croeg de Aum. La llaman la Flor de An.
—¿Y cómo te llaman a ti?
—Sólo la segunda beldad de An.
—Nunca he visto a nadie más bella que tú. Cuando Morgon nos habló de ti por primera vez, sentí aprensión. No creí que pudieras vivir en Hed, en nuestra casa. Pero ahora… no lo sé. Ojalá las cosas hubieran salido de otro modo.
—Ojalá —murmuró Raederle—. Y ahora, cuéntame una cosa. ¿Cómo lograste salir de esa nave de guerra y abordar ésta sin que nadie te viera… ni Astrin ni Heureu ni Bri ni esos guerreros?
Tristan sonrió.
—Sólo seguí al rey a la nave de guerra y volví a seguirlo cuando salía. Nadie esperaba verme donde se suponía que no debía estar, así que no me vieron. Fue sencillo.
Por la noche pasaron Hlurle. Bri Corbett, pensando en otro tonel de vino de Herun, sugirió una breve escala allí, pero Lyra le recordó que veinte guardias aguardaban en Hurle para escoltar a la morgol de vuelta a Herun, así que abandonó la idea y en cambio hicieron una escala costa arriba, en la desembocadura del turbulento Ose, donde gozaron de una breve y bienvenida pausa. La pequeña ciudad estaba llena de pescadores y tramperos que dos veces al año llevaban las pieles que habían conseguido para venderlas a los mercaderes. Bri compró vino y todos los huevos frescos que pudo encontrar, y se reaprovisionó de agua. Lyra, Raederle y Tristan dejaron cartas para que los mercaderes las llevaran al sur. Nadie las reconoció, pero partieron en medio de un clima de curiosidad que las cartas, con sus notables destinatarios, no contribuyeron a disipar. Tres días después, por la mañana, llegaron a Kraal.
La ciudad, a horcajadas sobre el río Invierno, estaba tallada con la piedra y la madera de Osterland. Más allá vieron el primer atisbo de las tierras deshabitadas, pobladas de pinos, y la distante niebla azulada de las montañas. El puerto estaba lleno de naves mercantes, gabarras con sus relucientes hileras de remos, barcas fluviales que se internaban lentamente en las aguas verdes y profundas.
Bri, maniobrando cuidadosamente en medio de ese apiñamiento, parecía calcular cada astilla de madera que pisaba, cada arruga que fruncía las velas. Una vez le pidió el timón al timonel.
—Esa corriente —le oyó decir Raederle— debe de estar arrancando las lapas del casco. Nunca he visto el agua tan alta. Debe de haber sido un invierno terrible en el paso…
Inesperadamente encontró un sitio libre en los muelles atestados. La vista de las velas azules y moradas del rey de An y los incongruentes pasajeros del barco causó vivaces y audibles especulaciones entre los atentos mercaderes. Todas las mujeres fueron reconocidas antes que la nave echara amarras. Tristan quedó boquiabierta al oír que en una nave vecina gritaban su nombre, junto con una socarrona pregunta acerca del estado mental de Bri Corbett.
Bri la ignoró, pero la tostadura de su rostro pareció profundizarse.
—No tendrás paz en esta ciudad —le dijo a Raederle cuando bajaron por la planchada—, pero al menos tienes una buena escolta si quieres bajar de la nave. Trataré de conseguir una chalana y remeros; será lento y costoso. Pero si esperamos el descenso del agua de nieve y un viento favorable para usar las velas, quizá la morgol se nos una pronto. ¡Y eso sí que les daría que hablar a estos chismosos descerebrados y charlatanes que están a punto de perder los dientes!
Con una energía que, sospechaba Raederle, se originaba en el temor de ver entre el tráfico fluvial la vela tensa y brillante de una nave de Ymris, logró obtener para el anochecer una chalana, tripulantes y vituallas. Ella, Lyra, Tristan y las guardias regresaron tras una tarde ajetreada entre mercaderes curiosos, tramperos y granjeros de Osterland, justo cuando sus caballos y enseres eran subidos a la chalana. Abordaron esa embarcación chata y desgarbada, y tuvieron que amontonarse para dormir. La chalana, siguiendo el movimiento de la marea en una hora negra de la mañana, zarpó de Kraal mientras ellas dormían.
El viaje río arriba fue largo, tedioso y lúgubre. Las aguas habían anegado aldeas y granjas mientras el Ose desbordaba. Se retiraban lentamente, dejando árboles torcidos, calados de agua y arrancados de cuajo, animales muertos, campos de cieno y fango. Bri tenía que detenerse con frecuencia, maldiciendo, para deshacer nudos de raíces, ramas y muebles rotos que se les interponían. Una vez un remero, alejándose de un montículo trasegado y oscuro, liberó algo que miró el sol con un rostro pálido y deforme antes que la corriente lo arrastrara. Raederle, con un nudo en la garganta, oyó el jadeo de Tristan. Las aguas que descendían de la morada del Supremo lucían muertas y grises bajo el aleteo constante de las sombras de los árboles. Tras una semana de atisbar, a través del follaje, hombres que despejaban trozos de cobertizo y cadáveres de animales de sus campos, y de observar cosas sin nombre que ascendían de las aguas profundas ante el movimiento de un remo, aun las guardias parecían ojerosas.
—¿Así bajan las aguas desde la montaña de Erlenstar? —le preguntó Lyra a Raederle—. Esto me pone los pelos de punta.
En el recodo donde el río Invierno se alejaba del Ose, una enérgica corriente azul y blanca despejó al fin las aguas. Bri ancló en la encrucijada, pues la chalana no podía seguir adelante, descargó los bártulos y envió la chalana de regreso por el río sombrío y silencioso.
Tristan observó cómo desaparecía en la arboleda.
—No regresaré por ese río aunque deba volver a casa a pie —declaró, y alzó la cabeza para ver el rostro verde de la montaña de Isig elevándose como un centinela ante el paso. Estaban rodeados por montañas, el peñón en cuyas raíces vivía el rey de Osterland y los fríos y remotos picos que se elevaban más allá de los yermos del norte. El sol de la mañana ardía sobre la cima de Erlenstar, chispeando en la nieve no derretida. La luz torneaba las sombras, valles y picos de granito que formaban el paso, que parecían las paredes de una hermosa casa abierta al mundo.
Bri, llenándose la boca con nombres y anécdotas que no había mencionado en años, los condujo a caballo por el tramo final del río antes del paso. Los vientos tibios y brillantes que soplaban desde los páramos les hicieron olvidar el río gris y letárgico que dejaban atrás y las cosas secretas e inesperadas que afloraban de sus honduras.
Encontraron alojamiento por una noche en una aldea diminuta que estaba a la sombra de Isig. La tarde siguiente llegaron a Kyrth, y vieron al fin las columnas de granito lamidas por el Ose que constituían el umbral del paso de Isig. La luz del sol brincaba como una cabra de pico en pico, y el olor del hielo derretido vibraba en el aire blanco. Se habían detenido en una encrucijada que conducía por una parte a Kyrth y por la otra a Isig a través de un puente. Raederle irguió la cabeza. Los antiguos árboles se elevaban sin fin, fusionándose ladera arriba hasta borronearse contra el cielo. Casi oculta entre ellos había una casa con paredes y torres oscuras y rústicas, ventanas que parecían facetadas como joyas multicolores. Volutas de humo ascendían desde el interior; en la carretera, un carro se dirigía a la casa a través de la arboleda. El arco de las puertas, enorme e imponente como el portal del paso, se abría al corazón de la montaña.
—Necesitaréis provisiones —dijo Bri Corbett, y Raederle apartó su mente de los árboles con un esfuerzo.
—¿Para qué? —preguntó fatigosamente. Él hizo crujir la silla al volverse para señalar el paso.
Lyra asintió.
—Tiene razón. Podemos cazar y pescar durante la marcha, pero necesitamos comida, más mantas, un caballo para Tristan. —Su voz también sonaba cansada, extrañamente neutra, en el silencio de las montañas—. No tendremos lugar para alojarnos hasta llegar a la montaña de Erlenstar.
—¿Sabe el Supremo que venimos? —preguntó abruptamente Tristan, y todos miraron involuntariamente el paso.
—Supongo que sí —dijo Raederle al cabo de un momento—. Debe de saberlo. No había pensado en ello.
Bri se aclaró nerviosamente la garganta.
—Conque pensáis atravesar el paso sin más.
—No podemos navegar y no podemos volar. ¿Tienes alguna sugerencia mejor?
—Así es. Sugiero que contéis a alguien vuestras intenciones antes de internaros en lo que fue una trampa mortal para el príncipe de Hed. Podríais informar a Danan Isig de que estáis en sus tierras y a punto de atravesar el paso. Si no regresamos, al menos alguien en el reino sabrá dónde desaparecimos.
Raederle miró de nuevo la enorme casa del rey, atemporal y plácida bajo el cielo vibrante.
—No pienso desaparecer —murmuró—. No puedo creer que estemos aquí. Ésa es la gran tumba de los hijos de los Amos de la Tierra, el lugar donde las estrellas fueron forjadas y lanzadas a un destino más antiguo que el reino mismo.
Notó un movimiento a sus espaldas y vio, en la sombra que Tristan proyectaba en el suelo, la muda sacudida de su cabeza.
—¡Esto no pudo tener nada que ver con Morgon! —exclamó Tristan, sobresaltándolos—. Él nunca supo que existían tierras como éstas. Hed se perdería entre ellas como un botón. ¿Cómo pudo algo haber viajado tan lejos, cruzando las montañas y los ríos y el mar, y llegar a Hed, para ponerle esas estrellas en el rostro?
—Nadie lo sabe —dijo Lyra con inesperada dulzura—. Por eso estamos aquí. Para preguntarle al Supremo. —Miró a Raederle inquisitivamente—. ¿Deberíamos contárselo a Danan?
—Podría oponerse, y no estoy de ánimo para discusiones. Esa casa tiene una sola puerta, y ninguna de nosotras conoce el aspecto de Danan Isig. ¿Por qué deberíamos importunarlo con cosas sobre las que no puede hacer nada? —Oyó el suspiro de Bri y añadió—: Tú podrías quedarte en Kyrth mientras atravesamos el paso. Luego, si no regresamos, al menos tú lo sabrás. —Él respondió con un lacónico rezongo, y Raederle enarcó las cejas—. Bien, si piensas así…
Lyra volvió su caballo hacia Kyrth.
—Le enviaremos un mensaje a Danan.
Bri alzó las manos, como arrojando sus objeciones al aire.
—¡Un mensaje! —rezongó—. Con esta ciudad atestada de mercaderes, los rumores le llegarán antes que cualquier mensaje.
Llegando a la pequeña ciudad, hallaron que esa evaluación de la destreza de los mercaderes estaba bien fundada. La ciudad se curvaba a orillas del Ose, con un puerto donde una plétora de embarcaciones abarrotadas de pieles, metales, armas, platería, copas y alhajas de la casa de Danan tironeaban de sus amarras para seguir el aluvión. Lyra envió tres guardias a buscar un caballo para Tristan, y las otras a comprar la comida y los enseres que pudieran necesitar. En una maloliente calle de curtidores encontró pieles para dormir, y mantas forradas de piel en una tienda de paños. Contra las expectativas de Bri, poca gente los reconocía, pero en una ciudad donde un largo y crudo invierno de tedio había inmovilizado a mercaderes, comerciantes y artesanos, sus rostros causaban muchos comentarios joviales. Bri gruñó en vano cuando él sí fue reconocido, y cruzó la calle mientras Raederle pagaba las mantas para hablar con un amigo en la puerta de una taberna. Se demoraron un poco en la tienda de paños, examinando las bellas pieles y las extrañas y gruesas lanas. Tristan revoloteó ávidamente cerca de un rollo de lana clara hasta que una expresión desaforada apareció súbitamente en su rostro y compró suficiente para tres faldas. Luego, cargadas hasta la barbilla con bultos, salieron a la calle y buscaron a Bri Corbett.
—Debe de haber entrado en la taberna —dijo Raederle, y añadió irritablemente, pues le dolían los pies y le habría gustado una copa de vino—: Podía habernos esperado.
Entonces vio, encima de la pequeña taberna, la interminable y oscura ladera de granito y el paso, ardiendo con una luz glacial mientras los últimos rayos del sol rozaban un pico helado tras otro. Aspiró una bocanada de aire luminoso, con un escalofrío de temor ante aquella vista pasmosa, y por primera vez desde que había salido de An se preguntó si tendría coraje para enfrentarse al Supremo.
La luz se desvaneció mientras observaban, y las sombras tiñeron el paso de morado y gris. Sólo una montaña, en lontananza, aún ardía blanca en un ángulo de luz. Al fin el sol traspuso los límites del mundo, y los grandes flancos y picos de la montaña se convirtieron en una blancura lisa y yerma como la luna. Lyra se movió apenas, y Raederle recordó que estaba allí.
—¿Eso era Erlenstar? —susurró Lyra.
—No sé.
Vio que Bri Corbett salía de la taberna y cruzaba la calle. Su rostro parecía extrañamente sombrío, y al aproximarse se quedó mirándolas como si no supiera qué decirles. Su rostro sudaba un poco en el aire fresco; se quitó la gorra, se pasó los dedos por el pelo y se la caló otra vez.
—Iremos a la montaña de Isig para hablar con Danan Isig —le dijo a Tristan.
—Bri, ¿qué sucede? —preguntó Raederle—. ¿Hay algo en el paso?
—No atravesaréis el paso. Os iréis a casa.
—¿Qué?
—Os llevaré a casa mañana. Hay un lanchón que baja por el Ose…
—Bri —dijo Lyra sin rodeos—, no llevarás a nadie ni siquiera hasta el final de la calle sin una explicación.
—Creo que Danan os dará todas las explicaciones necesarias. —Bri se encorvó inesperadamente y apoyó las manos en los hombros de Tristan, cuya adusta expresión tenaz vaciló levemente. Alzó una mano, se tocó de nuevo la gorra y la arrojó a la calle—. Tristan… —murmuró.
Raederle se llevó la mano a la boca.
—¿Qué? —preguntó cautamente Tristan.
—No sé… no sé cómo decírtelo.
Bri Corbett palideció.
—Cuéntamelo —susurró Tristan—. ¿Es Eliard?
—No, es Morgon. Estuvo en Isig y, hace tres días, en la corte del rey de Osterland. Está vivo.
Lyra apretó el codo de Raederle con los dedos. Tristan ladeó la cabeza y el pelo le cayó sobre la cara. Estaban tan callados que no notaron que ella lloraba hasta que el aliento se le atascó en la garganta con un sonido terrible, y Bri le puso los brazos alrededor.
—¿Bri? —preguntó Raederle con un susurro.
Él volvió el rostro hacia ella.
—El mismo Danan Isig dio la noticia a los mercaderes. Él puede decíroslo. El mercader con quien hablé dijo… otras cosas. Tendrías que preguntarle a Danan.
—De acuerdo —musitó ella—. De acuerdo.
Cargó con las telas de Tristan mientras Bri las conducía hacia los caballos. Pero se volvió para ver la oscura y sobresaltada expresión de los ojos de Lyra y, más allá, la oscuridad que descendía por el paso en la estela del plateado Ose.
Encontraron a dos guardias antes de irse de la ciudad. Lyra les pidió que buscaran alojamiento en Kyrth; ellas aceptaron la situación sin comentarios, pero no ocultaron su asombro. Los cuatro siguieron el camino y cruzaron por el puente hasta la ladera de la montaña, sumida en un silencio sombrío y ensimismado que era inmune al repiqueteo de los cascos en las muertas agujas de pino. El camino terminaba bajo la arcada de piedra que conducía al patio de Danan. Los muchos talleres, hornos y forjas estaban en silencio, pero la puerta de un taller se abrió súbitamente, y la luz de las antorchas se derramó en el patio penumbroso. Un joven, mirando el metal que asía con las manos, pasó frente al caballo de Bri.
El caballo piafó y Bri frenó bruscamente. El joven alzó los ojos sorprendido, apoyó una mano en el pescuezo del animal con un gesto de disculpa y lo calmó. Se quedó parpadeando, un muchacho de hombros anchos, cabello lacio y negro y ojos plácidos.
—Todos están comiendo —dijo—. ¿Puedo informar a Danan de quién ha venido, y comeréis con nosotros?
—Con ese cabello, tú debes ser el hijo de Rawl Ilet —dijo Bri con cierta rudeza.
El joven asintió.
—Sí, soy Bere —dijo.
—Yo soy Bri Corbett, maestre naviero al servicio de Mathom de An. Navegué con tu padre cuando era mercader. Ellas son Raederle de An, hija de Mathom; Lyra, la heredera de la morgol; y Tristan de Hed.
El joven movió los ojos de rostro en rostro. Hizo un movimiento convulsivo, como si reprimiera el impulso de ir corriendo a ver a Danan.
—Está en el salón —dijo en cambio—. Iré a buscarlo…
Se interrumpió abruptamente, con un salto de entusiasmo, y se acercó a Tristan. Le sostuvo el estribo; ella miró asombrada su cabeza gacha antes de apearse. Luego él no pudo más. Echó a correr por el patio oscuro y abrió las puertas de par en par.
—¡Danan, Danan! —exclamó, en medio de un aluvión de luz y de ruido.
Bri vio la mirada asombrada de Tristan.
—Tu hermano le salvó la vida —le explicó con un murmullo.
El rey de Isig siguió a Bere al exterior. Era un hombre fornido en cuyo cabello ceniciento relucían chispazos de oro. Su rostro, pardo y cuarteado como corteza de árbol, lucía una calma imperturbable que sólo pareció alterarse cuando los miró.
—Sois muy bienvenidos a Isig —dijo—. Bere, coge sus caballos. Me asombra que las tres hayáis viajado juntas tan lejos y yo no haya tenido noticias de vuestra llegada.
—Nos dirigíamos a Erlenstar —dijo Raederle—. No avisamos a nadie de nuestra partida. Estábamos comprando provisiones en Kyrth cuando Bri nos dio una noticia que apenas pudimos creer. Así que vinimos a preguntarte por ella. Acerca de Morgon.
El rey le estudió el rostro en las sombras, y Raederle recordó que él podía ver en la oscuridad.
—Entrad —dijo el rey, y lo siguieron al vasto salón. Una urdimbre de lumbre y oscuridad cubría las paredes de piedra maciza como un tapiz ondulante. Las voces joviales de los mineros y artesanos parecían fragmentadas, atenuadas por el silencio de la piedra. El agua serpenteaba en canales curvos y flamígeros tallados en el piso, y se internaba en la penumbra; la luz de las antorchas lamía las gemas en bruto que asomaban de las paredes. Danan se detuvo sólo para murmurar instrucciones a un criado y los condujo por una ancha escalera que subía en espiral por el centro de una torre de piedra. Se detuvo en una puerta, descorrió colgaduras de piel blanca y pura.
—Sentaos —pidió en cuanto entraron. Se acomodaron en las sillas y los cojines cubiertos de pieles—. Parecéis cansados y hambrientos; os traerán comida, y mientras coméis os contaré lo que pueda.
Tristan, más serena, no cabía en sí de su asombro.
—Tú eres el que le enseñó a transformarse en árbol —le dijo a Danan.
—Sí —respondió el rey con una sonrisa.
—Eso sonaba tan extraño en Hed. Eliard no podía entender cómo lo hacía Morgon. Se paraba a mirar los manzanos, decía que no sabía qué haría Morgon con el cabello, cómo podía respirar. —Tristan aferró los brazos de la silla, y los demás vieron que el destello de alegría de sus ojos estaba constantemente atemperado por la cautela—. ¿Se encuentra bien? ¿Morgon está bien?
—Así parecía.
—No lo entiendo —dijo ella con tono implorante—. Perdió la terrarquía. ¿Cómo puede estar vivo? Y si está vivo, ¿cómo puede estar bien?
Danan abrió la boca, pero volvió a cerrarla cuando los criados entraron con grandes bandejas de comida y vino y cuencos de agua. Esperó mientras encendían el fuego para combatir el rigor de la noche montañesa, y mientras todos se lavaban y empezaban a comer. Luego dijo suavemente, como si le contara un cuento a un nieto:
—Hace una semana, caminando por mi patio desierto en el crepúsculo, encontré a alguien que venía hacia mí, alguien que parecía brotar del crepúsculo, del humo de los rescoldos, de las sombras de la noche, alguien a quien no esperaba ver de nuevo en este mundo… Cuando reconocí a Morgon, tuve la sensación de que acababa de irse de mi casa y ya regresaba, tan familiar resultaba. Cuando lo llevé hacia la luz, vi que estaba agotado hasta la médula, como si lo carcomiera un pensamiento, y que su cabello estaba mechado de blanco. Me habló hasta entrada la noche, contándome muchas cosas, pero parecía que siempre había un oscuro núcleo de recuerdos que él no me revelaba. Sabía que había perdido la terrarquía y me pidió noticias de Hed, pero no pude contarle casi nada. Me pidió que anunciara a los mercaderes de que estaba con vida, para que vosotros lo supierais.
—¿Regresará a casa? —preguntó Tristan.
Danan asintió.
—Con el tiempo, pero… me dijo que estaba usando cada pizca de poder que había adquirido tan sólo para sobrevivir.
Lyra se inclinó hacia delante.
—¿Adquirido? ¿Quieres decir que Ghistelwchlohm le enseñó cosas?
—En cierto modo. Inadvertidamente. —El rey frunció el entrecojo—. ¿Cómo supiste eso? ¿Cómo supiste quién había tendido una trampa a Morgon?
—Mi madre lo dedujo. Ghistelwchlohm era uno de los maestros de Caithnard cuando Morgon estudió allá.
—Sí, él me lo contó. —Algo se endureció en los apacibles ojos del rey—. Veréis, parece que el Fundador de Lungold buscaba algo en la mente de Morgon, un conocimiento, y al sondear cada recuerdo, cada pensamiento, hurgando en sus recovecos más recónditos, abrió su propia mente, donde Morgon descubrió vastas reservas de poder. Así fue cómo se liberó de Ghistelwchlohm, extrayendo de la mente del hechicero el conocimiento de sus facultades y debilidades, usando su propio poder contra él. Cerca del fin, dijo que a veces no sabía qué mente pertenecía a quién, sobre todo cuando el hechicero lo despojó de todo instinto para la terrarquía. Pero cuando al fin atacó, recordaba su nombre, y sabía que en ese largo, negro y terrible año se había fortalecido aún más que el Fundador de Lungold…
—¿Qué hay del Supremo? —preguntó Raederle. Presentía que algo había sucedido en la habitación; las piedras macizas que cobijaban la lumbre, las montañas que rodeaban la torre y la casa, parecían extrañamente frágiles, la luz misma un capricho de la oscuridad, agazapada en el linde del mundo. Tristan agachaba la cabeza, con el rostro oculto detrás del cabello; Raederle supo que lloraba en silencio. Sintió un nudo en la garganta, y apretó las manos para fortalecerse—. ¿Por qué el Supremo no lo ayudó?
Danan suspiró.
—Morgon no me lo contó, pero creo saberlo por las cosas que me dijo.
—¿Y Deth? ¿El arpista del Supremo? —susurró Lyra—. ¿Ghistelwchlohm lo mató?
—No —dijo Danan, con tal sequedad que aun Tristan alzó la cabeza—. Por lo que sé, está con vida. Había una cosa que Morgon quería hacer antes de regresar a Hed. Deth traicionó a Morgon, lo llevó a las manos de Ghistelwchlohm, y Morgon se propone matarlo.
Tristan se llevó las manos a la boca. Lyra rompió un silencio frágil como cristal, levantándose, tropezando con la silla al girar. Caminó por la habitación hasta que una ventana se interpuso en su camino. Alzó ambas manos y las apoyó en ella. Bri Corbett jadeó algo inaudible. Raederle sintió que rompía a llorar a pesar de sus manos apretadas.
—Eso no parece típico de ninguno de los dos —dijo, procurando dominar la voz.
—No —dijo Danan Isig, y de nuevo ella oyó esa dureza en su voz—. Las estrellas del rostro de Morgon aluden a un pensamiento nacido en esta montaña, y las estrellas de su espada y su arpa fueron talladas aquí, mil años antes que él naciera. Aquí nos enfrentamos a los designios del hado, y a lo sumo podemos aspirar a cierto entendimiento. He optado por depositar las esperanzas que me quedan en esas estrellas y en el Portador de Estrellas de Hed. Por esa razón he accedido a su requerimiento de no recibir más al arpista del Supremo en mi casa ni permitirle cruzar los límites de mi tierra. He comunicado esta advertencia a mi gente y a los mercaderes, para que la difundan.
Lyra se volvió. Su rostro estaba pálido, seco.
—¿Dónde está Morgon?
—Me dijo que iría a Yrye, para hablar con Har. Los cambiaformas lo persiguen, y se desplaza penosamente de un lugar a otro, cobrando una forma tras otra por temor. En cuanto abandonó mi umbral a medianoche desapareció… un ramaje de fresno, una criaturilla nocturna, no sé en qué se transformó. —Calló un instante y añadió fatigosamente—: Le dije que se olvidara de Deth, que los hechiceros lo matarían al fin, que él debía habérselas con poderes más grandes en este mundo, pero respondió que a veces, mientras yacía insomne en aquel lugar, con la mente agotada, extenuada por el sondeo de Ghistelwchlohm, aferrándose a la desesperación como una roca porque era lo único que le pertenecía con certeza, podía oír que Deth componía nuevas canciones en su arpa… En cierta medida él puede comprender a Ghistelwchlohm, a los cambiaformas, pero no a Deth. Lo lastimaron profundamente, y está muy resentido…
—Pero dijiste que estaba bien —murmuró Tristan, irguiendo tu cabeza—. ¿Hacia dónde queda Yrye?
—Ah, no —dijo enfáticamente Bri Corbett—. No. Además, él ya se habrá ido de Yrye. Ninguna de vosotras irá un paso más al norte. Navegaremos por el río Invierno hasta el mar, y luego a casa. Todas vosotras. Algo en esto hiede como una bodega llena de pescado podrido.
Hubo un breve silencio. Tristan ocultaba los ojos, pero Raederle veía el gesto empecinado de su mandíbula. La espalda de Lyra era un argumento tácito e inflexible. Bri hizo su propia interpretación del silencio y parecía satisfecho.
—Danan —se apresuró a decir Raederle, antes que alguien lo desilusionara—, mi padre se fue de An hace más de un mes, con forma de cuervo, para averiguar quién mató al Portador de Estrellas. ¿Has sabido algo de él? Creo que se dirigía a Erlenstar, y quizás haya pasado por aquí.
—Un cuervo.
—Bien… Él es una especie de cambiaforma.
Danan frunció las cejas.
—No. Lo lamento. ¿Fue directamente allá?
—No sé. Siempre es difícil saber qué hará. ¿Por qué? Ghistelwchlohm no debe de estar cerca del paso. —Raederle evocó las silenciosas y grises aguas del Invierno bajando por el paso, y los guiñapos muertos que afloraban desde sus sombras. Algo se atascó en su voz—. Danan, no entiendo. Si Deth ha estado con Ghistelwchlohm todo este año, ¿por qué el Supremo no nos advirtió? Si te dijera que nos proponemos partir mañana y atravesar el paso de Erlenstar para hablar con el Supremo, ¿qué consejo nos darías?
El rey alzó la mano en un gesto admonitorio.
—Id a casa —murmuró, aunque sin mirarla a los ojos—. Dejad que Bri Corbett os lleve a casa.
Ella permaneció despierta hasta tarde esta noche, una vez que terminaron de conversar y Vert, la hija de Danan, los hubo llevado a habitaciones pequeñas y tranquilas de la torre para dormir. Las gruesas piedras estaban heladas; la montaña aún no había emergido plenamente a la primavera, y Raederle había encendido un pequeño fuego en el hogar. Miró las inquietas llamas, abrazándose las rodillas. Las llamas ondulaban en sus ojos como pensamientos, revelando jirones de conocimientos que ella ya poseía; ella los tejía y destejía en formas elusivas. Sabía que debajo de ella, petrificados para siempre en la memoria, estaban los hijos muertos de los Amos de la Tierra; el fuego que le lamía las manos podría haber perfilado sus rostros en la negrura, pero nunca entibiarlos. Las estrellas que habían crecido en esa misma oscuridad, que habían visto la luz y cobrado su configuración en la casa de Danan, habrían ardido como preguntas en la lumbre, pero poco dirían sobre el lugar que ocupaban en un marco más amplio. La imagen de ellas le iluminaba la mente como la piedra azulada que le había dado Astrin; de nuevo vio el extraño rostro, siempre a punto de volverse hacia ella, de revelar su identidad. Otro rostro apareció en su mente: el semblante austero de un arpista que le había ayudado a apoyar los dedos vacilantes en su primera flauta, que con su impecable ejecución y mente alerta había sido el emisario del Supremo durante siglos. Ese rostro era una máscara; el amigo que había conducido a Morgon fuera de Hed, guiándolo hacia la destrucción, había sido un extraño durante siglos.
Raederle se movió, y las llamas fluctuaron. Las cosas no concordaban, nada parecía lógico. Los arpegios del mar le hicieron pensar en Ylon: Mathom y ella heredaban ciertos poderes del mar de donde él había salido; el mar que casi había matado a Morgon. Algo en ella había llorado con nostalgia al ver la ciudad derruida del Llano de la Boca del Rey; algo en ella había hurgado en su mente buscando el peligroso conocimiento que había en el centro de la pequeña piedra azul. Morgon había viajado a la casa del Supremo, y el arpista del Supremo había cerrado ese trayecto con el signo del horror. Un hechicero le había arrebatado de la mente el derecho con que había nacido, la ley de la tierra, que nadie sino el Supremo podía alterar, y el Supremo no había hecho nada. Raederle cerró los ojos, sintiendo el pinchazo del sudor en la frente. Deth había actuado en nombre del Supremo durante cinco siglos; en esos siglos había gozado de absoluta confianza. Siguiendo un plan propio, en un acto inaudito e inconcebible, había conspirado para destruir a un terrarca. El Supremo, en otros tiempos, lo habría castigado por sólo intentarlo. ¿Por qué no había actuado contra el hombre que lo había traicionado a él y al Portador de Estrellas? ¿Por qué el Supremo no había actuado contra Ghistelwchlohm? ¿Por qué…? Raederle abrió los ojos, y el fuego le rozó dolorosamente las pupilas ensanchadas; parpadeó ante la habitación bañada por la lumbre. ¿Por qué Ghistelwchlohm, que podía ocultarse en los páramos, y que necesitaba ocultarse, mantuvo a Morgon tan cerca de la montaña de Erlenstar? ¿Por qué, cuando Deth tocaba el arpa a solas ese largo año, mientras Morgon se aferraba a la desesperación que era su vida, el Supremo nunca había oído esa arpa? ¿O sí la había oído?
Raederle se levantó penosamente y se alejó del calor de las llamas, buscando una respuesta imposible y espantosa en los límites del lenguaje. Las colgaduras de la puerta se apartaron tan calladamente que su movimiento parecía una ilusión creada por el fuego. Al entrever a una mujer de cabello oscuro en la penumbra, pensó que era Lyra. Luego, al escudriñar los ojos oscuros e impávidos de la mujer, sintió que algo encajaba en su interior, como una piedra cayendo a un pesado silencio en el suelo de la montaña de Isig.
—Eso pensaba —susurró, casi sin darse cuenta de que hablaba.
Capítulo 6
Sintió que le invadían la mente, que la sondeaban con destreza. Esta vez, cuando reapareció la imagen que había en la piedra, extraída de la memoria, con ese rostro desconocido y elusivo, Raederle no se resistió. Esperó, tal como la mujer esperaba, el movimiento, el giro de la cabeza que identificaría ese rostro, y también su irrevocable destino. Pero él parecía petrificado en su última imagen; el impulso que la llevaba hacia él se había agotado, detenido. La imagen se disipó al fin; la mujer extrajo otros recuerdos, escenas brillantes y azarosas del pasado de Raederle. Se vio de nuevo como niña, hablando con los cerdos mientras Cyone hablaba con la porquera; corriendo por los bosques de Madir, diferenciando sin esfuerzo el árbol real y el árbol ilusorio, mientras Duac y Rood gritaban frustrados detrás de ella; discutiendo con Mathom sobre los incesantes enigmas que debía aprender mientras el sol estival cubría el piso como un disco inmutable y dorado. La mujer se demoró largo tiempo en su relación con la porquera, los pequeños trucos mágicos que ella le enseñaba; los planes de matrimonio de Mathom para ella también parecían intrigar a la mujer, así como la imperturbable terquedad con que el rey se enfrentaba la oposición de los señores de An, de Duac, de Cyone, de Raederle misma cuando ella comprendió al fin lo que él había hecho. En su mente afloró una derruida y oscura torre de Aura, una sombra aislada en un robledal; la mujer la soltó en ese punto, y Raederle notó que por primera vez la intrusa estaba sorprendida.
—Fuiste allá. A la torre de Peven.
Raederle asintió. El fuego se había reducido a rescoldos; ella temblaba no sólo de frío sino de fatiga. La mujer parecía revolotear como una mariposa en el linde de la luz tenue. Miró el fuego, que se reavivó, esbelto y blanco, perfilando ese rostro sereno y delicado contra la oscuridad.
—Tenía que hacerlo. Tenía que saber qué precio había puesto mi padre a mi nombre aun antes que yo naciera. Así que fui allá. Pero no pude entrar. Fue hace mucho tiempo; tenía miedo… —Raederle sacudió la cabeza, rescatando sus pensamientos a partir del recuerdo. Encaró de nuevo a la mujer a través del extraño fuego; la llama blanca oscilaba y ardía en las honduras de esos ojos quietos—. ¿Quién eres? Algo en mí te conoce.
—Ylon nos une. —La llama se curvó en algo similar a una sonrisa—. Somos parientes, tú y yo.
—Lo sé —respondió Raederle con voz áspera y hueca; aun las palpitaciones de su corazón sonaban huecas—. Has tenido muchos parientes en el linaje de los reyes de An. Pero, ¿qué eres?
La mujer se sentó junto al hogar; acercó una mano a la llama en un gesto a la vez bello e infantil.
—Soy una cambiaforma —dijo—. Maté a Eriel Ymris y cobré su forma; dejé medio ciego a Astrin Ymris; estuve a punto de matar al Portador de Estrellas, aunque no era su muerte la que me interesaba. Tampoco me interesa la tuya, por si te lo preguntas.
—Me lo preguntaba —susurró Raederle—. ¿Qué te interesa, pues?
—La respuesta a un enigma.
—¿Qué enigma?
—Lo verás pronto. —La mujer guardó silencio, mirando el fuego, con las manos sobre el regazo, hasta que Raederle también miró la llama mientras palpaba a tientas la silla que tenía detrás—. Es un enigma antiguo como las grietas de las raíces de viejos árboles, como el silencio que moldea las entrañas del interior de Isig, como los rostros pétreos de los niños muertos. Es esencial como el viento o el fuego. El tiempo no significa nada para mí, sólo el largo lapso entre la formulación de ese enigma y su resolución. Casi me la diste, en el barco, pero a pesar de mí rompiste el vínculo entre la piedra y tú. Eso me sorprendió.
—Yo no lo rompí. No podía romperlo. Lo recuerdo. Lyra me golpeó. Tú. Eras tú la que estaba en mi mente. Y el enigma… ¿Necesitas asociar ese rostro con un nombre?
—Sí.
—¿Y luego qué? ¿Qué pasará luego?
—Eres experta en enigmas. ¿Por qué debería jugar tu juego?
—No es un juego. Se trata de nuestra vida.
—Vuestra vida no significa nada para mí —dijo la mujer desapasionadamente—. El Portador de Estrellas y yo buscamos respuestas a las mismas preguntas. Él mata cuando es necesario. Nuestros métodos no son diferentes. Yo necesito hallar al Portador de Estrellas. Se ha vuelto muy poderoso y elusivo. Pensé en valerme de ti o de Tristan como cebo para atraparlo, pero le dejaré seguir su propio camino. Creo saber adónde lo conduce.
—Quiere matar a Deth —dijo Raederle con aturdimiento.
—No será el primer gran arpista que ha matado. Pero tampoco puede olvidar demasiado tiempo a Ghistelwchlohm. Morgon o los hechiceros deben matar al Fundador. Los hechiceros, por el modo en que se mueven sigilosamente hacia Lungold, tienen sus propias cuentas que saldar. Sin duda se destruirán entre sí, lo cual no importará. Hace siete siglos que apenas están vivos. —Reparó en la expresión de Raederle, las palabras que ella tragaba, y sonrió—. ¿Nun? La observé en Lungold, la poderosa, la bella. Ella no diría que cuidar cerdos y tejer redes de hierba es vivir.
—¿Y cómo llamas a lo que haces tú?
—Esperar. —La mujer calló un instante, fijando en Raederle sus ojos impasibles—. ¿Sientes curiosidad por ti misma, por el alcance de tus poderes? Son considerables.
—No.
—Yo he sido franca contigo.
Raederle aflojó las manos sobre los brazos de la silla, inclinó la cabeza. Volvía a sentir, ante las palabras de la mujer, esa sensación de parentesco, cuando no de confianza, de ineludible complicidad.
—Hace siglos que la sangre de Ylon está en mi familia —murmuró, sintiendo de nuevo el asedio de la desesperación—. Aunque esto causara perturbación, nadie entendió que no se trataba sólo del hijo de una leyenda del mar, de otra forma inexplicable de la magia de An. Ahora sé qué cosa era su padre. Uno de los vuestros. Sí, tengo cierto parentesco con vosotros. Pero nada más… No tengo vuestra falta de compasión, vuestro afán de destrucción…
—Sólo nuestro poder. —La mujer se inclinó hacia delante—. El padre de Ylon y yo intentamos hacer lo mismo: desbaratar la terrarquía, dando a los reyes de An e Ymris herederos de sangre mestiza e instinto perverso. Teníamos un propósito, y fallamos. La tierra cuidó de los suyos. Sólo Ylon soportó el tormento de la terrarquía; su poder se disipó en sus descendientes, perdió el filo, se aletargó. Excepto en ti. Un día quizá puedas poner nombre a ese poder, y ese nombre te sorprendería. Pero no vivirás tanto tiempo. Tú sólo conoces la tristeza de Ylon. Pero, ¿alguna vez te has preguntado por qué, si somos tan terribles, escapó de su prisión para regresar a nosotros?
—No —susurró Raederle.
—No compasión, sino pasión… —Algo en su voz se abrió entonces, como si un destello en las honduras de Isig revelara un tesoro inesperado, y calló. Bajó la mano, tocó el fuego blanco, tejió una reluciente telaraña, un hueso bruñido, un puñado de estrellas, una caracola blanca como la luna; una forma derivaba en otra, cayendo de su mano: un ramillete de flores ardientes, una red anudada y perlada de gotas de agua de mar, un arpa de cuerdas delgadas y relucientes. Mientras observaba, Raederle sintió que un hambre despertaba en ella, un ansia de poseer el conocimiento del fuego, el fuego mismo. La mujer, concentrada en su tarea, no le prestaba atención, aun ella maravillada ante la belleza fulgurante de cada forma. Dejó que el fuego al fin cayera en gotas de agua o lágrimas en el hogar—. Tomo mi poder del corazón de las cosas, del reconocimiento de cada cosa, tal como tú tomas el tuyo. De la curva interior de una brizna de hierba, de la perla perturbadora como un acto secreto en la concha de la ostra, del aroma de los árboles. ¿Eso te resulta tan poco familiar?
—No. —La voz de Raederle parecía venir de lejos, de más allá de la pequeña habitación, de las piedras umbrías.
—Puedes conocer la esencia del fuego —continuó la mujer en un murmullo—. Tienes el poder de reconocerlo, retenerlo, modelarlo, incluso de transformarte en fuego, de fusionarte con su gran belleza, sin estar ligada a las leyes de ningún hombre. Eres diestra en ilusiones; has jugado con un sueño que remedaba el fuego del sol. Ahora trabaja con el fuego mismo. Míralo. Compréndelo. No con los ojos ni con la mente, sino con ese poder que tienes para conocer y aceptar, sin temor, sin cuestionamientos, la cosa en sí misma. Alza la mano. Extiéndela. Toca el fuego.
Raederle movió la mano lentamente. Esa cosa cambiante, blancuzca e indómita que ella había conocido toda la vida, pero sin conocerla nunca, parecía un acertijo para niños, mientras se tejía y destejía en la oscuridad. Ella tendió la mano tentativamente, con curiosidad. Pero comprendió que al extender la mano hacia el fuego se alejaba de su propio nombre —la heredad familiar de An que la había definido desde el nacimiento— para dirigirse a una heredad que no contenía paz, un nombre que nadie conocía. Cerró de golpe la mano que se curvaba sobre la llama. Sintió el calor, la barrera del fuego, y se retiró deprisa.
—¡No! —exclamó.
—Puedes hacerlo, si lo eliges. Cuando pierdas tu temor hacia la fuente de tu poder.
—¿Y luego qué? —Con esfuerzo, Raederle apartó los ojos de su mano—. ¿Por qué me dices esto? ¿Por qué te importa?
Algo diminuto se movió en los rasgos de ese rostro, como si en una lejana oscuridad se hubiera cerrado la puerta de un pensamiento.
—Por nada. Sólo sentía curiosidad. Por ti, por el juramento de tu padre que te liga al Portador de Estrellas. ¿Eso fue precognición?
—No lo sé.
—Esperaba al Portador de Estrellas, pero no a ti. Si vuelves a verlo, ¿le dirás, o le permitirás deducir, que eres pariente de quienes intentan destruirlo? Si llegas a darle hijos, ¿le dirás qué sangre tienen?
Raederle tragó saliva. Sentía la garganta seca, el rostro tenso y apergaminado. Tuvo que tragar de nuevo antes de hallar la voz.
—Es un maestro de enigmas. No será preciso decírselo. —Se puso de pie, pues la oquedad que sentía por dentro se tornó insoportable. Se apartó ciegamente de la mujer—. Así que él me ganará con un enigma y me perderá con otro —añadió, casi sin saber lo que decía—. ¿Eso te incumbe?
—¿Por qué otra cosa estoy aquí? Si tienes miedo de tocar el poder de Ylon, al menos recuerda su ansia.
La desesperanzada congoja embistió y creció como una marejada, hasta que Raederle no vio nada, no oyó nada, no sintió nada salvo la pena y la añoranza que la habían colmado al ver el Llano de la Boca del Rey. No podía escapar de ella; su propia congoja estaba entretejida con ella. Olió entonces ese perfume amargo del mar —algas secas, hierro oxidado por la espuma incesante— que Ylon debía haber olido; oyó el estruendo hueco de la marea contra las piedras de los cimientos de la torre, el repliegue de las olas desde los verdes y filosos dientes de roca. Oyó el lamento de las aves marinas que rodaban sin rumbo en el viento. Oyó, desde un mundo que estaba más allá de la visión y la esperanza, un arpa que armonizaba con su pesar, reproduciendo su propio lamento. Era un sonido frágil, casi perdido en el susurro de la lluvia sobre el mar, en el flujo y reflujo de la marea. Se esforzó para oírlo, se arqueó hacia él hasta que sus manos tocaron vidrio frío, como las manos de Ylon habrían tocado los barrotes de hierro de la ventana. Parpadeó para ahuyentar el sonido del arpa y del mar, que retrocedió despacio. Las voces de la mujer retrocedieron con él.
—Todos armonizamos con esa arpa. Morgon mató al arpista, el padre de Ylon. En un mundo cuyas formas son tan imprevisibles, ¿dónde depositarás tu certidumbre?
El silencio de la partida de esa mujer fue como el silencio intenso y desbordante que precede a una tormenta. Raederle, todavía ante la ventana, dio un paso hacia la puerta. Pero Lyra no podía brindarle ayuda, quizá ni siquiera comprensión. Oyó un sonido que surgía de ella y vibraba en el silencio, y lo contuvo con la mano. Un rostro surgió en sus pensamientos: ahora el rostro de un extraño, demacrado, agrio, perturbado. Morgon tampoco podía ayudarla, pero él había capeado el temporal de la verdad, y podía arrostrar, con ella, una cosa más. Empezó a mover las manos sin darse cuenta. Sacó ropa de su talego, desperdigó frutas y golosinas en la mesa, las cubrió con una piel suave que estaba echada sobre una silla, cerró el talego. Se cubrió los hombros con una capa y salió en silencio de la habitación, dejando detrás, como un mensaje, la llama blanca y sinuosa.
No pudo encontrar los establos en la oscuridad, así que salió del patio del rey, bajó por una carretera de montaña en el tenue claro de luna del Ose. Recordaba, por los mapas de Bri, que el Ose corría hacia el sur y se curvaba alrededor de los cerros detrás de Isig; podía seguirlo hasta que comenzara a virar hacia el este. Suponía que Morgon se dirigía al sur, desde Osterland, llevando su historia a Herun. ¿O se dirigiría a Lungold, como los hechiceros? No importaba. En algún momento tendría que ir al sur, y quizá su mente de hechicero, alerta al peligro, notara que ella viajaba a solas y a pie por los páramos e investigara.
A lo largo del río encontró un viejo camino lleno de baches y poblado de malezas, y lo siguió. Al principio, al salir de la casa del rey, parecía que su pesadumbre la hacía invisible, inmune a la fatiga, el frío, el miedo. Pero la rápida e insistente voz del Ose la arrancó de sus reflexiones, y se internó tiritando en la oscuridad. El claro de luna poblaba de sombras la carretera, la voz del río ocultaba otras voces, ruidos que no estaba segura de oír, susurros que quizá sonaran a sus espaldas o quizá no. Los antiguos pinos, con su rostro sereno y arrugado, el rostro de Danan, la confortaban. Una vez oyó zarpazos y gruñidos de animales cerca de ella, y frenó en seco. Luego comprendió que no le importaba lo que pudiera pasarle, y quizás a ellos tampoco. El río se llevó el estrépito de la riña. Raederle siguió caminando hasta que el sendero terminó abruptamente en un zarzal, y la luna comenzó a descender. Sacó la piel, se acostó y se cubrió. Durmió, exhausta, y oyó en sueños una melodía de arpa por encima del rumor constante del Ose.
Despertó al amanecer, al sentir en los ojos el contacto del sol. Se lavó la cara con agua del río, bebió, comió algo de su talego. Le dolían los huesos; sus músculos protestaban ante cada movimiento, hasta que echó a andar de nuevo y se olvidó de ellos. No parecía difícil avanzar río abajo; sorteó zarzales, trepó rocas cuando la ribera se elevaba abruptamente, se recogió la falda rasgada para cruzar un vado cuando la orilla era intransitable, se lavó las manos magulladas y arañadas en el río y dejó que el sol le diera en la cara. Ignoró el paso del tiempo, concentrada en sus propios movimientos, hasta que paulatinamente comprendió que la seguían.
Se detuvo. De golpe sintió en el cuerpo todo el peso de la fatiga y el dolor, y se apoyó en una piedra para que el mareo no la tumbara. Se agachó, bebió agua y miró de nuevo a sus espaldas. Nada se movía en el perezoso y tórrido mediodía, y sin embargo ella detectaba un movimiento, su nombre en la mente de alguien. Bebió de nuevo, se enjugó la boca con la manga y comenzó a sacar de ella un trozo de hilo de plata.
Dejó varios en su camino, entretejidos y enmarañados. Unió largas hierbas y las anudó; lucían frágiles, pero para un hombre o caballo que tropezara con ellas parecerían fuertes como una soga tensa. Inclinó hacia el camino ramas de zarzal, viendo con el ojo de la mente los temibles bultos espinosos que parecerían para cualquier otro. En un lugar cavó un agujero del tamaño de un puño, lo cubrió con hojas y lo llenó con agua que llevaba en las manos. Reflejaba el cielo azul como un ojo, un charco redondo e inocente que podía extenderse como un sueño hasta parecer un lago ancho e intransitable.
La acuciante persecución perdió ímpetu; Raederle supuso que los perseguidores se habían topado con alguna de sus trampas, y aminoró la marcha. Caía la tarde; el sol aleteaba sobre las puntas de los pinos. Un pequeño viento tiritaba entre ellos, el fresco viento del atardecer, levantándose. Dejaba un rastro de soledad, la soledad de los páramos. Ella entrevió entonces la larga sucesión de días y noches que la esperaban, el solitario trayecto a través de tierras despobladas, casi imposible para alguien desarmado, a pie. Pero detrás de ella estaba el paso de Isig con su oscuro secreto; en An no había nadie, ni siquiera su padre, que le brindara una brizna de comprensión. Sólo podía abrigar la esperanza de que su ciega necesidad tropezara con su propia fuente de alivio. Tiritó un poco, no por el frescor del viento, sino por el susurro vacío con que soplaba, y siguió adelante. El sol se puso, acariciando los árboles con dedos de luz; el crepúsculo cubrió el mundo con un silencio misterioso. Ella siguió avanzando, sin pensar, sin detenerse a comer, sin notar que estaba al borde del agotamiento. La luna despuntó; Raederle perdió impulso, pues tropezaba constantemente con cosas que no podía ver en la oscuridad. Cayó una vez, al parecer sin motivo, y se sorprendió cuando le costó levantarse. Se cayó de nuevo, poco después, con la misma sorpresa. Sintió la sangre que goteaba por su rodilla y apoyó la mano en una mata de ortigas al levantarse. Se frotó el brazo con la mano, preguntándose por qué su cuerpo temblaba, pues la noche no era muy fría. Luego vio, como un sueño de esperanza, la cálida y elegante danza de una fogata entre los árboles. Fue hacia ella con un nombre en mente. Al llegar, encontró en el círculo de luz al arpista del Supremo.
Por un instante, de pie en el linde de la lumbre, sólo vio que no era Morgon. Él estaba sentado contra una roca junto al fuego, con la cabeza gacha; ella sólo vio el cabello blanco como plata, hasta que él volvió la cabeza para mirarla. El hombre contuvo el aliento.
—¿Raederle?
Ella retrocedió un paso, y él se movió abruptamente, como para levantarse y detenerla antes que se perdiera en la oscuridad, pero se contuvo y se apoyó en la roca. En su rostro había una expresión que ella nunca había visto, y que la intimidaba. Señaló el fuego, la liebre ensartada que estaba cocinando.
—Pareces cansada. Siéntate un rato. —Hizo girar el espetón; un aroma de carne caliente fue hasta ella. El arpista tenía el cabello desmelenado, y su rostro lucía demacrado, arrugado, extrañamente franco. Su voz, musical y socarrona, no había cambiado.
—Morgon dijo que tú tocabas el arpa mientras él yacía medio muerto en poder de Ghistelwchlohm —susurró Raederle.
Vio que el arpista tensaba los músculos del rostro. Extendió la mano, arrojó una ramilla al fuego.
—Es verdad. Cosecharé mi recompensa por esa melodía. Entretanto, ¿quieres cenar algo? Yo estoy condenado. Tú estás hambrienta. Una cosa tiene muy poco que ver con la otra, así que no hay motivo para que no comas conmigo.
Ella avanzó otro paso, esta vez hacia él. Aunque él la observaba, su expresión no cambió, y ella avanzó otro. Él sacó una copa de su alforja, la llenó con vino de un odre. Al fin ella se acercó, extendió las manos hacia el fuego.
—Tengo agua… —murmuró él, y calló. Ella lo miró de soslayo, observó cómo servía agua de otro odre en un tazón. Deth encorchó el odre con dedos trémulos, y no habló de nuevo. Al fin Raederle se sentó, se lavó la suciedad y la sangre seca de las manos. Siempre en silencio, él le pasó vino, pan y carne, y bebió lentamente mientras ella comía.
Luego dijo, con una voz tan suave que apenas turbó el silencio:
—Habría esperado encontrar a Morgon, o cualquiera de cinco hechiceros, en el linde de mi lumbre por la noche, pero no a la segunda beldad de las tres partes de An.
Ella se miró a sí misma distraídamente.
—Creo que ya no soy esa mujer. —Sintió una punzada de pesadumbre en la garganta mientras tragaba. Dejó la comida y susurró—: Incluso yo he cambiado de forma. Incluso tú.
—Yo siempre he sido el que soy.
Ella miró ese rostro delicado y elusivo, con su inusitado aire burlón. Entonces preguntó, pues tanto la pregunta como la respuesta parecían impersonales, remotas:
—¿Y el Supremo, cuyo arpista has sido durante tantos siglos?
Él se inclinó abruptamente para remover el fuego moribundo.
—Sabes plantear la pregunta. Conoces la respuesta. El pasado es pasado. No tengo futuro.
—¿Por qué? —preguntó ella, con un ardor en la garganta—. ¿Por qué traicionaste al Portador de Estrellas?
—¿Es un juego de enigmas? Daré respuesta por respuesta.
—No, no es un juego.
Callaron de nuevo. Ella bebió el vino, sintió revivir los pequeños dolores y palpitaciones de cortes, esfuerzos musculares, magulladuras. Él le llenó la copa de nuevo, y ella rompió el silencio, cómoda en su presencia a pesar de todo, como si ambos compartieran el mismo hueco negro de pena.
—Él ya mató a un arpista.
—¿Qué dices?
—Morgon. —Ella se movió un poco, escabullándose de la añoranza que le despertaba ese nombre—. El padre de Ylon. Morgon mató al padre de Ylon.
—Ylon —repitió Deth impávidamente, y ella movió la cabeza, encaró su mirada. Deth se echó a reír, cerrando las manos sobre la copa—. Conque eso te lanzó al medio de la noche. ¿Y acaso crees, en medio de este caos, que eso importa?
—¡Claro que importa! He heredado el poder de un cambiaforma… ¡Puedo sentirlo! Si extendiera la mano y tocara el fuego, podría sostenerlo en la palma. Mira… —Algo, el vino, la indiferencia de Deth, su desesperanza, la impulsó a abandonar toda prudencia. Estiró la mano, la arqueó en una caricia inmóvil sobre el calor curvo de una llama. El reflejo chispeó en los ojos de Deth; la luz del fuego lamía las grietas y oquedades de la roca en que él se apoyaba, seguía las nudosas raíces de antiguos árboles. Raederle dejó que el reflejo le penetrara los pensamientos, siguió cada vaivén de color y movimiento, cada matiz y misteriosa renovación surgida de la nada. Tenía una textura extraña que engullía la oscuridad y nunca moría. Su lenguaje era más antiguo que los hombres. Era un cambiaforma; buscaba a tientas la forma de su mente mientras ella observaba, le llenaba los ojos de tal modo que Raederle vio una hoja que descendía al suelo por la oscuridad en una lágrima líquida y ardiente. Y en lo profundo de ella, despertando de una herencia aletargada e indómita, el entendimiento respondió con un brinco frenético. El conocimiento del fuego, fulgurante y carente de palabras, la llenó; los suaves susurros se convirtieron en un idioma, el tejido incesante en un propósito, su color en el color del mundo, de su mente. Raederle tocó una llama y dejó que se posara en su mano como una flor.
—Mira —jadeó, y cerró la mano sobre la llama, extinguiéndola, antes que su asombro rompiera el vínculo entre ambas, separándolas, causándole dolor. La noche cayó de nuevo sobre ella, mientras la llama diminuta moría. Raederle vio el rostro de Deth, inmóvil, inescrutable, con los labios entreabiertos.
—Otro enigma —susurró él.
Ella se frotó la palma contra la rodilla, pues a pesar de su cuidado le dolía un poco. Un hálito de razón, como el aire fresco de los picos septentrionales, le rozó la mente; tiritó.
—Ella quería que yo sostuviera el fuego, su fuego… —dijo lentamente, recordando.
—¿Quién?
—La mujer. La mujer oscura que había sido Eriel Ymris durante cinco años. Ella acudió a mí para contarme que éramos parientes, lo cual yo ya había averiguado.
—No en vano Mathom te educó para ser la esposa de un maestro de enigmas —comentó él.
—Tú fuiste un maestro. Se lo dijiste una vez. ¿Soy tan buena con los enigmas? ¿Adónde conducen, sino a la traición y la pena? Mírate. No sólo traicionaste a Morgon, sino a mi padre y a todos aquéllos que confiaban en ti. Y mírame a mí. ¿Qué señor de An se molestaría en tomar aliento para solicitar mi mano, si supiera quién es mi pariente?
—Tú huyes de ti misma, y yo huyo de la muerte. De poco sirven los principios de los maestros de enigmas. Sólo un hombre con un cerebro y un corazón insensibles como las gemas de Isig podría atenerse plenamente a ellos. Hace cinco siglos tomé mi decisión sobre el valor de los enigmas, cuando Ghistelwchlohm me llamó a la montaña de Erlenstar. Pensaba que nada en el reino podía quebrar su poder. Pero me equivocaba. Se quebró contra los rígidos principios de la vida del Portador de Estrellas y huyó, dejándome solo, desprotegido, sin arpa…
—¿Dónde está tu arpa? —preguntó ella, sorprendida.
—No sé. Todavía en Erlenstar, supongo. Ahora no osaría tocarla. Ese instrumento fue lo único que Morgon oyó, además de la voz de Ghistelwchlohm, durante un año.
Ella tembló, ansiando huir de él, pero su cuerpo se negaba a moverse.
—¡Tu talento con el arpa era un don para los reyes! —exclamó.
Sin responder, él alzó la copa, que resplandeció bajo la lumbre.
—He jugado con un maestro y he perdido —dijo al fin, con voz apagada como la voz del fuego—. Se cobrará su venganza. Pero lamento la pérdida de mi arpa.
—¿Mientras Morgon lamenta la pérdida de su terrarquía? —dijo ella con voz trémula—. Eso me despierta curiosidad. ¿Cómo pudo Ghistelwchlohm arrebatarle eso… el instinto de la terrarquía que sólo es conocido por Morgon y el Supremo? ¿Qué conocimiento esperaba hallar el Fundador bajo el conocimiento de cuándo empezaría a crecer la cebada o de qué árboles del huerto tenían una enfermedad que devoraba secretamente sus corazones?
—Ya está hecho. ¿No puedes…?
—¿Cómo podría? ¿Crees que sólo traicionabas a Morgon? Tú me enseñaste "El amor del revoloteo y el pájaro" en la flauta cuando yo tenía nueve años. Te ponías detrás de mí y guiabas mis dedos mientras yo tocaba. Pero eso poco importa, en comparación con lo que sentirán los terrarcas del reino al comprender que han honrado al arpista del Fundador de Lungold. Lastimaste mucho a Lyra, pero, ¿qué pensará la propia morgol cuando se entere de la historia de Morgon? Tú…
Raederle calló. Él no se había movido; estaba sentado tal como ella lo había visto al principio, con la cabeza gacha y una mano sobre la rodilla flexionada en que apoyaba la copa. Algo le había sucedido a Raederle en su furia. Irguió la cabeza, olió el aire frágil, glacial, perfumado por los pinos de Isig, sintió que la noche la arropaba como su sombra. Estaba sentada ante una pequeña fogata, perdida en esa vasta negrura, con el vestido deshilachado, el cabello enmarañado y sucio, el rostro rasguñado, quizá tan demacrada que ningún señor de An la reconocería. Había puesto la mano en el fuego y había sostenido la llama; parte de su claridad parecía arder en su mente.
—Di mi nombre —susurró.
—Raederle.
Ella también agachó la cabeza y guardó silencio, sintiendo ese nombre como el latido de un corazón. Al fin aspiró aire, lo soltó.
—Sí. Esa mujer casi me hizo olvidarlo. Huí de Isig en medio de la noche para buscar a Morgon en los páramos. Es improbable que lo encuentre de este modo, ¿verdad?
—En efecto.
—Y en la casa de Danan nadie sabe si estoy viva o muerta. Eso parece desconsiderado. Olvidé que aún tengo mi nombre, aunque tenga el poder de Ylon. Eso en sí mismo es un gran poder, el poder de ver…
—Sí. —Deth irguió la cabeza, alzó la copa para beber de nuevo, pero en cambio la depositó en el suelo con extraño cuidado, se reclinó, el rostro bajo la luz; su expresión ya no era burlona.
Ella juntó las rodillas, abrazándose, y él dijo—: Tienes frío. Coge mi capa.
—No.
Él torció la boca levemente.
—¿Qué hace Lyra en Isig? —preguntó.
—Vinimos para hacerle preguntas al Supremo, Lyra, Tristan de Hed y yo… Pero Danan nos dijo que Morgon estaba vivo, y nos aconsejó no atravesar el paso. Tardé horas en comprender por qué. Y he tardado este tiempo, un día y dos noches, en pensar otra pregunta. Pero no hay nadie a quien hacérsela, salvo Morgon y tú.
—¿Me confiarías una pregunta?
Ella asintió fatigosamente.
—Ya no te comprendo. Tu rostro cambia de forma cada vez que te miro, ora un extraño, ora el rostro de un recuerdo… Pero seas quien fueres, aún sabes mejor que nadie lo que sucede en el reino. Si Ghistelwchlohm ocupó el lugar del Supremo en la montaña de Erlenstar, ¿dónde está el Supremo? Alguien aún mantiene el orden en el reino.
—Es verdad. —Él calló un instante, tensando la boca—. Se lo pregunté a Ghistelwchlohm hace cinco siglos. No supo darme una respuesta, así que perdí el interés. Ahora, cuando mi muerte es inevitable, tampoco tengo demasiado interés, así como el Supremo, dondequiera que esté, no parece demasiado interesado en los problemas del reino, salvo la terrarquía.
—Quizá nunca existió. Quizá sea una leyenda nacida del misterio de las ciudades en ruinas, legada a través de los siglos hasta que Ghistelwchlohm cobró esa forma…
—¿Una leyenda como Ylon? Las leyendas tienen un modo siniestro de torcer la verdad.
—Entonces, ¿por qué nunca impidió que tocaras el arpa en su nombre? Debía de saberlo…
—No sé. Sin duda tiene sus razones. Pero poco importa ser condenado por él o por Morgon. El resultado será el mismo.
—¿No hay ninguna parte adonde puedas ir? —preguntó Raederle, para sorpresa de ambos. Él sacudió la cabeza.
—Morgon me cerrará todos los sitios, incluso Herun. No iré allá, de todos modos. Ya fui expulsado de Osterland, hace tres noches, cuando cruzaba el Ose. El rey lobo habló a sus lobos… Una manada me encontró acampando en sus tierras, en un confín remoto. No me tocaron, pero me dieron a entender que no era bienvenido. Cuando la noticia llegue a Ymrris, será lo mismo. Y An… El Portador de Estrellas me expulsará hacia donde él quiera. Vi el boquete que abrió en la casa del Supremo cuando se liberó… Parecía que la montaña de Erlenstar era demasiado pequeña para contenerlo. Se detuvo, al pasar, para arrancar las cuerdas de mi arpa. No cuestiono su juicio sobre mí, pero… Eso era lo único que yo hacía bien en la vida.
—No —susurró ella—. Hacías bien muchas cosas. Peligrosamente bien. No había hombre, mujer o niño del reino que no confiara en ti: eso lo hiciste bien. Tan bien que todavía estoy sentada contigo, hablando contigo, aunque heriste a alguien a quien amo más allá de lo soportable. No sé por qué.
—¿No lo sabes? Es simplemente que, a solas en los páramos bajo un cielo negro como el pozo del ojo de un rey muerto, sólo nos queda nuestra franqueza. Y nuestros nombres. En el tuyo hay una gran riqueza —añadió Deth sin énfasis—, pero en el mío ni siquiera hay esperanza.
Ella se durmió poco después junto a las llamas, mientras él bebía vino en silencio y alimentaba el fuego. Cuando Raederle despertó por la mañana, él se había ido. Oyó murmullos en el matorral, voces; se movió dolorosamente, liberando un brazo para deshacerse de las mantas. Echó un vistazo y se incorporó abruptamente, mirándose la mano donde la noche anterior el fuego había ardido como una extensión de sí misma. En su palma, tallados en blanco, estaban los doce lados y las delicadas líneas interiores de la piedra que Astrin le había dado en el Llano de la Boca del Rey.
Capítulo 7
Lyra, Tristan y las guardias salieron de la arboleda al diminuto claro donde estaba Raederle. Lyra frenó su montura, se apeó sin una palabra. También ella parecía desaliñada, ojerosa y cansada. Se acercó a Raederle y se arrodilló. Abrió la boca para decir algo, pero las palabras le fallaron; en cambio abrió la mano y soltó tres trozos de hilo enmarañado y sucio.
Raederle los miró, los tocó.
—Eras tú quien me seguía —susurró. Se enderezó, apartándose el pelo de los ojos. Las guardias estaban desmontando. Tristan, todavía a caballo, miraba a Raederle con ojos desorbitados. Se apeó abruptamente y se le acercó.
—¿Te encuentras bien? —preguntó con voz transida de preocupación—. ¿Te encuentras bien? —Dulcemente apartó agujas de pino y trozos de corteza del pelo de Raederle—. ¿Alguien te hizo daño?
—¿De quién huías? —preguntó Lyra—. ¿Era un cambiaforma?
—Sí.
—¿Qué sucedió? Yo estaba del otro lado del pasillo. No podía dormir. Ni siquiera te oír partir. No oí… —Lyra calló abruptamente, como recordando. Raederle tiró fatigosamente de la capa que la cubría; era calurosa, pesada en la mañana brillante. Levantó las rodillas, apoyando la cara en ellas, sintiendo una queja de cada hueso ante el menor movimiento.
Las otras callaron; Raederle notó que se impacientaban, así que al cabo de un momento dijo con voz vacilante:
—Una cambiaforma vino a mi habitación y me habló. Cuando ella se fue, me desesperé por encontrar a Morgon, por hablarle.
No pensaba con claridad. Me fui de la casa de Danan, caminé en la noche hasta que se ocultó la luna. Luego me dormí y caminé de nuevo, hasta llegar aquí. Lamento lo de las trampas.
—¿Qué dijo ella? ¿Qué pudo haber dicho para hacerte correr así?
Raederle irguió la cabeza.
—Lyra, no puedo hablar de ello ahora —murmuró—. Quiero contártelo, pero no ahora.
—De acuerdo. —Lyra tragó saliva—. Está bien. ¿Puedes levantarte?
—Sí.
Lyra la ayudó a incorporarse. Tristan recogió y plegó la capa, echándole una mirada ansiosa.
Raederle miró en derredor. No parecía haber rastros de Deth; él había surcado la noche como un sueño. Pero una de las guardias, Goh, inspeccionó el terreno metódicamente.
—Por aquí pasó un jinete —comentó. Miró hacia el sur, como si lo viera pasar—. Fue por allá. El caballo pudo ser criado en An, por el tamaño de los cascos. No es un caballo de tiro, ni un corcel de guerra de Ymris.
—¿Era tu padre? —preguntó Lyra incrédulamente.
Raederle sacudió la cabeza. Luego pareció ver por primera vez la gruesa y suntuosa capa azul que Tristan sostenía en los brazos. Apretó los dientes, le arrebató la capa a Tristan y la arrojó a las cenizas de la fogata, viendo en ella el rostro del arpista que fluctuaba bajo la lumbre. Se clavó las manos en los brazos.
—Era Deth —declaró con voz firme.
—Deth —jadeó Lyra, y Raederle vio el toque de añoranza en su rostro—. ¿Estuvo aquí? ¿Hablaste con él?
—Sí. Me dio de comer. No lo entiendo. Me contó que todo lo que Morgon dijo de él es cierto. Todo. No lo entiendo. Me dejó su capa para abrigarme mientras yo dormía.
Lyra se volvió abruptamente, se inclinó para mirar las huellas que Goh había encontrado. Se incorporó, mirando al sur.
—¿Cuánto hace que se marchó?
—Lyra —murmuró Imer, y Lyra se volvió hacia ella—. Si te propones seguir a ese arpista por los páramos, irás sola. Es hora de que todas regresemos a Herun. Si nos vamos pronto, podemos llegar allá antes que Morgon, y tú podrás hacerle tus preguntas. La noticia llegará a Herun antes que nosotras, y la morgol te necesitará.
—¿Para qué? ¿Para custodiar las fronteras de Herun contra Deth?
—Quizás él tenga explicaciones que sólo desea dar a la morgol —dijo Goh con tono conciliador.
—No —dijo Raederle—. Me dijo que no iría a Herun.
Callaron. El viento arreció, aromático, vacío, merodeando por el sur como un cazador. Lyra miró la capa arrojada en las cenizas.
—Si es preciso, creeré que ha traicionado al Portador de Estrellas —dijo con sequedad—. Pero, ¿cómo puedo creer que traicionaría a la morgol? La amaba.
—Vamos —urgió suavemente Kia—. Regresemos a Herun. Ninguna de nosotras sabe qué hacer. Este lugar es agreste y peligroso. Somos extrañas aquí.
—Yo iré a Herun —dijo abruptamente Tristan, sorprendiéndolas con su determinación—. Dondequiera que esté. Si es que Morgon va hacia allá.
—Si vamos en barco —dijo Raederle—, podemos llegar allá antes que él. ¿Bri está…? ¿Dónde está Bri Corbett? ¿Os dejó venir solas a buscarme?
—No nos detuvimos a pedir su autorización —dijo Lyra. Las guardias ya estaban montando—. Te traje tu caballo. La última vez que vi a Bri Corbett, estaba registrando las minas con Danan y los mineros.
Raederle cogió las riendas, montó rígidamente.
—¿Me buscaba a mí? ¿Por qué creyeron que yo me había internado en las minas?
—Porque Morgon lo hizo cuando estuvo aquí —dijo Tristan. Montó el pony pequeño y velludo que le habían llevado las guardias. Su rostro estaba fruncido de preocupación. Veía incluso el perfil hospitalario de Isig con ojos reprobatorios—. Eso dijo Danan. Yo me levanté de madrugada para hablar contigo, porque tuve una pesadilla. Y te habías ido. Sólo estaba ese fuego, blanco como un nabo. Me asusto, así que desperté a Lyra. Y ella despertó al rey. Danan nos dijo que nos quedáramos en la casa mientras él inspeccionaba las minas. Temía que te hubieran secuestrado. Pero Lyra dijo que no.
—¿Cómo lo supiste? —preguntó Raederle, sorprendida.
Las guardias las habían rodeado con un círculo vigilante mientras regresaban cabalgando por la arboleda.
—Si te hubieran secuestrado, ¿por qué te habrías llevado toda la comida de la habitación? —respondió Lyra—. No tenía sentido. Así que mientras Danan inspeccionaba la casa, yo fui a la ciudad a buscar a las guardias. Dejé un mensaje para Danan, informándole de adónde íbamos. No fue difícil encontrar tu rastro; el suelo todavía está blando, y dejaste trozos de tela de tu falda en los zarzales de las orillas del río. Pero luego tu caballo pisó uno de los hilos que soltaste y se zafó de la mano de Goh; pasamos una hora buscándolo. Y una vez que lo apresamos, Kia tropezó con otro hilo y cayó en la espesura antes que nadie la viera. Así que pasamos más tiempo buscándola a ella. Después de eso, estuve atenta a tus hilos. Pero tardé un tiempo en comprender por qué nuestros caballos tropezaban con cosas que no existían, y por qué a lo largo del río había montañas de zarzales en las que tus huellas parecían desaparecer. Y luego llegamos a ese lago.
Hizo una pausa, concediendo al recuerdo un instante de luminoso silencio. La sangre regresó al rostro de Raederle mientras escuchaba.
—Lamento que fueras tú. Es que… ¿Funcionó?
—Funcionó. Nos pasamos media tarde tratando de rodear una ribera. Era imposible. Simplemente, no parecía tan grande. Sólo se estiraba. Al fin Goh notó que no había señales de que hubieras caminado en derredor, y comprendí qué podía ser. Sentía tanto calor y cansancio que me bajé del caballo y entré en el lago… No me importaba mojarme. Y desapareció. Miré a mi espalda, y vi el terreno seco que habíamos bordeado, trazando una senda alrededor de nada.
—Se quedó en medio del agua, maldiciendo —dijo Imer, con una rara sonrisa—. Era divertido. Luego, cuando llegamos de nuevo al río, para retomar tu rastro, vimos ese charco diminuto, no mayor que un puño, y todas maldijimos. Pensé que sólo un hechicero podía hacer eso con el agua.
La mano de Raederle se cerró súbitamente sobre su secreto.
—Nunca lo había hecho antes.
Las palabras no le sonaban convincentes. Se sentía extrañamente avergonzada como si, al igual que Deth, presentara un rostro desconocido al mundo. El rostro calmo y antiguo de Isig se irguió sobre ellas. La luz de la mañana suavizaba sus picos toscos, dándole aspecto amigable.
—Parece que no fui muy lejos, ¿verdad? —dijo Raederle con sorpresa.
—Lo suficiente —dijo Lyra.
Llegaron a Isig al mediodía del día siguiente. Bri Corbett, hosco y alterado de alivio, echó una mirada a Raederle, permaneció el tiempo suficiente para escuchar la historia de Lyra y partió para encontrar una embarcación en Kyrth. Raederle dijo muy poco a Danan y Bri; agradeció que el rey de la montaña se abstuviera de interrogarla. Sólo dijo suavemente, con una percepción que la sobresaltó:
—Isig es mi hogar, el hogar de mi mente, y aun así, al cabo de tantos años, es capaz de sorprenderme. Sea cual fuere tu secreto, recuerda esto: Isig alberga gran belleza y gran pesadumbre, y no podría desear menos para ella, que siempre brinda, sin reservas, la verdad de sí misma.
Bri regresó esa noche, habiendo hallado lugar para todos, sus caballos y sus enseres, en dos lanchones cargados y listos para zarpar hacia Kraal al alba. La idea de otro viaje por el Invierno los inquietaba, pero cuando se pusieron en marcha no resultó tan terrible como antes. Las aguas de aluvión habían bajado, y las aguas frescas y azules del Ose superior desembocaban allí, despejando el salitre y desanudando las marañas. Las embarcaciones circulaban velozmente en las crestas de esas aguas altas; al pasar frente a las riberas, vieron granjeros de Osterland reparando las paredes de sus establos y corrales. El aire punzante se deslizaba sobre el agua, haciéndola ondear como el aleteo de un ave; el sol cálido relucía en los goznes de metal de los baúles, ardía en motas de espuma sobre las sogas.
Raederle permanecía día tras día ante la borda, viendo apenas, sin ser consciente de su silencio perturbador. La noche anterior a la llegada a Kraal, estaba en el crepúsculo umbrío bajo el encaje de muchos árboles, y sólo cuando las hojas se fusionaron con la oscuridad notó con un sobresalto que Lyra estaba junto a ella.
Lyra, con el rostro bañado por la luz tenue de la sala de mapas, murmuró:
—Si Morgon ya ha pasado por Ciudad Corona cuando lleguemos allá, ¿qué harás?
—No sé. Seguirlo.
—¿Regresarás a casa?
—No. —En su voz había una determinación que la sorprendió. Lyra miró con ceño fruncido las aguas oscuras, y su rostro arrogante de líneas puras parecía un camafeo. Al mirarla, Raederle reparó con impotente melancolía en su convicción, la certeza absoluta de sus raíces.
—¿Cómo puedes decir eso? —preguntó Lyra—. ¿Cómo puedes no ir a casa? Es tu único hogar.
—Para ti, quizá. Tú no podrías tener otro hogar que no fuera Herun.
—Pero tú eres de An. Eres casi una leyenda de An, aun en Herun. ¿Adónde más podrías ir? Tú eres la magia de An, del linaje de sus reyes. ¿Adónde…? ¿Lo que te dijo esa mujer es tan terrible como para alejarte de tus tierras?
Raederle calló, aferrando la borda con las manos. Lyra esperó; como Raederle no respondía, continuó:
—Casi no has hablado con nadie desde que te encontramos en el bosque. Desde entonces has sostenido algo en la mano izquierda. Algo que te duele. Quizá yo no lo entendería. No soy buena con las cosas incomprensibles, como la magia y los enigmas. Pero si hay algo contra lo cual pueda combatir por ti, lo combatiré. Si hay algo que pueda hacer por ti, lo haré. Lo juro por mi honor.
Raederle se volvió abruptamente ante esa palabra, y Lyra calló.
—Nunca he pensado en el honor en toda mi vida —susurró Raederle—. Quizá sea porque nadie lo ha cuestionado en mí, o en nadie de mi familia. Pero me pregunto si es eso lo que me molesta. Quedaría poco honor para mí en An.
—¿Por qué? —jadeó Lyra incrédulamente.
Raederle apartó la mano de la borda y expuso la mano bajo la luz. Lyra miró el dibujo pequeño y anguloso tallado en la palma.
—¿Qué es eso?
—Es la marca de esa piedra. La que usé para cegar a los tripulantes de las naves de guerra. Salió cuando sostuve el fuego…
—Tú… ¿Ella te forzó a poner la mano en el fuego?
—Nadie me forzó. Simplemente extendí la mano y lo recogí en mi mano. Sabía que podía hacerlo, así que lo hice.
—Tienes ese poder… —dijo Lyra, maravillada—. Es como el poder de un hechicero. Pero, ¿por qué estás tan perturbada? ¿Es por lo que significa esa marca?
—No. No sé qué significa. Pero sé de dónde ha venido el poder, y no es de una bruja de An ni un hechicero de Lungold. Es de Ylon, que otrora fue rey de An, hijo de una reina de An y cambiaforma. Su sangre corre en la familia de An. Yo tengo su poder. Su padre fue el arpista que trató de matar a Morgon en tu casa.
Lyra la miró atónita. La luz de la sala de mapas se apagó súbitamente, dejando sus rostros en la oscuridad; alguien encendió las farolas de proa. Raederle, volviendo el rostro hacia el agua, oyó que Lyra intentaba decir algo y callaba. Minutos después, aún inclinada contra la borda al lado de Raederle, comenzó de nuevo y calló. Raederle esperó a que Lyra se fuera, pero no se movió. Media hora después, cuando ambas comenzaban a tiritar en la brisa nocturna, Lyra aspiró otra bocanada y al fin encontró las palabras.
—No me importa —murmuró con vehemencia—. Eres quien eres, y te conozco. Lo que dije aún se mantiene. Lo he jurado, y es la misma promesa que le habría hecho a Morgon si no hubiera sido tan terco. Es tu honor, no tu falta de él, lo que te aleja de An. Y si a mí no me importa, ¿por qué le importaría a Morgon? Recuerda quién es la fuente de la mitad de su poder. Ahora vamos abajo, que aquí nos congelaremos.
Llegaron a Kraal casi antes que las nieblas de la mañana cubrieran el mar. Las naves atracaron; sus pasajeros desembarcaron con alivio y se quedaron mirando cómo descargaban el cargamento mientras Bri iba a buscar la nave y los marineros de Mathom para cargar de nuevo sus cosas.
—Si nunca vuelvo a pisar un barco en mi vida —murmuró fatigosamente Kia—, me sentiré feliz. Si nunca veo una extensión de agua mayor que las piscinas de pescado de la morgol…
Bri regresó con los marineros y los condujo al largo y majestuoso buque que se mecía en su amarradero. Después de la chalana y el lanchón, parecía inmenso y confortable; lo abordaron con gratitud. Bri, mirando la marea, ladraba órdenes satisfecho desde la proa, mientras otros marineros aseguraban las provisiones que necesitaban, guardaban los caballos, trasladaban la carga desde los lanchones y lo cargaban todo de vuelta. Al fin la gran cadena del ancla salió rechinando del mar; soltaron amarras, y las majestuosas velas azules y moradas de An ondearon orgullosamente sobre el tráfico fluvial.
Diez días después atracaron en Hlurle. La guardia de la morgol les salió al encuentro.
Lyra, bajando de la planchada con cinco guardias detrás, se detuvo al ver el grupo silencioso y armado en el muelle. Una de las guardias, una muchacha alta de ojos grises, murmuró:
—Lyra…
Lyra sacudió la cabeza. Dócil y obediente, alzó su lanza y la sostuvo en sus manos abiertas, como una ofrenda.
—¿Llevarás mi lanza a través de Herun, Trika, y se la entregarás en mi nombre a la morgol? —dijo—. Renunciaré cuando llegue a Ciudad Corona.
—No puedo.
Lyra escrutó en silencio el rostro de Trika y de las catorce guardias que estaban detrás. Se movió levemente.
—¿Por qué? ¿La morgol te dio otras órdenes? ¿Qué quiere ella de mí?
Trika alzó la mano, tocó la lanza brevemente y la bajó. Detrás de Lyra, las cinco guardias escuchaban alineadas e inmóviles en la planchada.
—Lyra. —Trika hizo una pausa para escoger las palabras con cuidado—. Tienes veinte testigos de que estabas dispuesta, en aras del honor de la guardia de la morgol, a entrar desarmada en Herun. Sin embargo, creo que será mejor que conserves tu lanza. La morgol no está en Herun.
—¿Dónde está? Por cierto no estará aún en Caithnard.
—No. Regresó de Caithnard hace más de un mes, llevó consigo a seis de nosotras a Ciudad Corona, y dijo que el resto te esperásemos aquí. Ayer Feya regresó con la noticia de que ella ya no estaba en Herun.
—Si no está en Herun, ¿adonde fue?
—Nadie lo sabe. Simplemente partió.
Lyra apoyó la lanza con un chasquido a su costado. Irguió la cabeza. Eligió a una guardia ágil y pelirroja con los ojos.
—Feya, ¿qué significa que se fue?
—Se fue, Lyra. Una noche estaba allí cenando, y a la mañana siguiente se había ido.
—Le debe haber dicho a alguien adónde iba. Nunca hace cosas así. ¿Se llevó criados, equipaje, guardias?
—Se llevó su caballo.
—¿Su caballo? ¿Eso es todo?
—Me pasé el día interrogando a toda la casa. Es todo lo que se llevó. Ni siquiera un caballo de carga.
—¿Por qué nadie la vio partir? ¿A quién custodiabais, pues?
—Bien, Lyra —dijo alguien razonablemente—, ella conoce nuestros cambios de guardia tan bien como nosotras, y nadie cuestionaría sus movimientos en su propia casa.
Lyra guardó silencio. Bajó de la planchada, se apartó del camino de los marineros curiosos que empezaban a descargar sus cosas. Raederle, observándola, pensó en el rostro calmo y bello de la morgol mientras cabalgaba hacia el colegio, los ojos dorados y alerta mientras los maestros se reunían alrededor de ella. Una pregunta se deslizó en su mente; Lyra, frunciendo el entrecejo, la hizo abruptamente:
—¿Morgon de Hed habló con ella?
Feya asintió.
—Vino tan sigilosamente que nadie lo vio, salvo la morgol. Se fue con igual sigilo, aunque nada fue muy apacible en Herun después de su partida.
—¿Ella dio órdenes? —preguntó Lyra. Junto a Raederle, Tristan se sentó pesadamente al pie de la planchada, se apoyó la cara entre las manos.
Feya asintió nerviosamente.
—Dio órdenes de que las fronteras del norte y del oeste cerraran el paso al arpista del Supremo, y de que nadie en Herun le diera alojamiento ni asistencia. Cualquiera que lo viera en Herun debía prevenir a la guardia o a la morgol. Y nos dijo por qué. Envió mensajeros a todas partes de Herun para avisar a la gente. Luego partió. —Lyra miró más allá de ella, más allá del gris y gastado apiñamiento de tejados de almacenes que bordeaban los muelles, hacia las colinas fronterizas tocadas por un verdor delicado y transitorio bajo el sol de fines de primavera.
—Deth —susurró.
Trika se aclaró la garganta.
—Pensamos que podría haber ido a buscarlo, Lyra. Ninguna de nosotras entiende cómo pudo haber hecho la cosa terrible de la que lo acusó el Portador de Estrellas, cómo pudo haberle mentido a la morgol. No parece posible. ¿Cómo es posible que no amara a la morgol?
—Quizás la ame —dijo lentamente Lyra. Detectó la rápida mirada de Raederle y añadió defensivamente—: Ella lo juzgó como Danan, como Har, sin siquiera escucharlo, sin darle el derecho de autodefensa que daría al más simple aldeano de los marjales de Herun.
—Tampoco lo entiendo a él —declaró Raederle—. Pero Deth admitió su culpa cuando hablé con él. Y no presentó ninguna defensa. No tenía ninguna.
—Nadie parece haber pensado, ni siquiera Morgon, que quizá Ghistelwchlohm tenía a Deth en su poder, igual que a los hechiceros, y lo obligó a llevarle a Morgon a él y no al Supremo.
—Lyra, Ghistelwchlohm es… —Raederle calló, sintió la caricia del viento marino entre ambas como una distancia imposible. Notó la impaciencia de Lyra, y concluyó fatigosamente—: Estás diciendo que el Fundador es más poderoso que el Supremo, y manejó al arpista contra su voluntad. Por mi parte, estoy convencida de que nadie, ni siquiera el Supremo, podría obligar a Deth a hacer algo que él no deseaba.
—Entonces tú también lo has condenado —dijo Lyra sin rodeos.
—Él se condenó a sí mismo. ¿Piensas que quiero creerlo? Les mintió a todos, traicionó al Portador de Estrellas, a la morgol y al Supremo. Y me cubrió con su capa para que yo no tuviera frío mientras dormía, esa noche en los páramos. Es todo lo que sé. —Raederle se enfrentó con impotencia a la mirada oscura y meditabunda de Lyra—. Pregúntale a él. Es lo que deseas, ¿verdad? Encuéntralo y pregúntale. Tú sabes dónde está: en los páramos, dirigiéndose a Lungold. Y sabes que ahí debe de ser adonde la morgol se dirige.
Lyra calló. Se sentó en la planchada junto a Tristan, cediendo a una lánguida y vulnerable incertidumbre.
—No tenemos instrucciones de quedarnos en Herun —dijo Goh al cabo de un momento—. Nadie debería viajar a solas por los páramos.
—Me pregunto si ella miró más allá de Herun y lo vio solo. —Aspiró impulsivamente, como para dar una orden, luego cerró la boca abruptamente.
—Lyra —dijo serenamente Trika—, ninguna de nosotras sabe qué hacer, no tenemos órdenes. Sería un alivio para todas si postergaras tu renuncia.
—De acuerdo. Ensillad los caballos y vamos a Ciudad Corona. Por muy secretamente que saliera de Herun, aun la morgol debió dejar algún rastro.
Las guardias se dispersaron. Raederle se sentó junto a Lyra. Callaron mientras un marinero bajaba por la planchada, conduciendo el caballo de Lyra y silbando suavemente.
Lyra, apoyando la lanza en las rodillas, le dijo súbitamente a Raederle:
—¿Crees que hago bien en seguirla?
Raederle asintió. Recordó el rostro demacrado del arpista, perfilado en la lumbre con un inusitado aire burlón mientras bebía, hablando con una ironía que antes no estaba en su voz.
—Sí —susurró—. Ella te necesitará.
—¿Qué harás tú? ¿Vendrás?
—No. Regresaré a Caithnard con Bri. Si Morgon se dirige al sur, quizás vaya allí.
Lyra la miró de soslayo.
—Irá a An.
—Quizá.
—¿Y adónde irá luego? ¿A Lungold?
—No lo sé. Adonde esté Deth, supongo.
Del otro lado de Lyra, Tristan irguió la cabeza.
—¿Crees que irá a Hed antes de eso? —preguntó con inesperada amargura—. ¿O planea matar a Deth y luego ir a casa para contárselo a todos? —La miraron. Tristan tenía los ojos cargados de lágrimas, la boca tensa. Añadió al cabo de un instante, mirando la cabeza de los tornillos de las planchas—: Si no se moviera tan rápido, quizá podría alcanzarlo, persuadirlo de venir a casa. Pero, ¿cómo puedo hacerlo si no se queda quieto?
—Al final irá a casa —dijo Raederle—. No puedo creer que haya cambiado tanto que Hed no le importe más.
—Ha cambiado. En un tiempo era el terrarca de Hed, y habría preferido matarse antes que matar a otro. Ahora…
—Tristan, lo han herido, quizá más profundamente de lo que podemos comprender…
Tristan asintió convulsivamente.
—Puedo entenderlo con la cabeza. Hay gente que ha matado a otra gente en Hed, por furia o por celos, pero no… no así. Hostigar a alguien como un cazador, arrinconándolo para matarlo. Es lo que haría otra persona, no Morgon. Y si eso sucede, y luego regresa a Hed, ¿cómo nos reconoceremos?
Callaron. Un marinero que llevaba un tonel de vino sobre los hombros sacudió la planchada con sus pasos lentos, pesados, persistentes. Detrás de ellos, Bri Corbett gritó algo que se perdió como el graznido de una gaviota en el viento. Raederle se movió.
—Él lo sabrá —murmuró—. En lo profundo de sí mismo. Que tiene todas las justificaciones para hacer esto menos una. Que el único hombre que podría condenarlo por ello sería él mismo. Quizá deberías confiar un poco en él. Irte a casa, esperar y confiar en él.
Oyeron otro paso detrás de ellas.
—Eso es lo más racional que he oído en todo este viaje —dijo Bri Corbett, mirándolas—. ¿Quién se va a casa?
—A Caithnard —dijo Raederle.
—Bien —suspiró él—, no está mal para empezar. Quizá pueda buscar trabajo allá, si tu padre decide que no quiere ver mi cara en An después de esto. Pero si tan sólo logro que este barco y tú regreséis al puerto de Anuin, me sentiré satisfecho aunque él me maldiga hasta dejarme calvo.
Lyra se levantó. Abrazó a Bri de repente, torciéndole la gorra con la punta de la lanza.
—Gracias. Dile a Mathom que fue culpa mía.
Él se enderezó la gorra y se sonrojó, sonriendo.
—Dudo que eso lo conmueva.
—¿Has tenido noticias de él? —preguntó Raederle—. ¿Ha regresado a casa?
—Nadie parece saberlo. Pero… —Bri se interrumpió, frunciendo el entrecejo, y ella asintió.
—Han pasado casi dos meses. Él ya no tiene que cumplir su juramento, pues Morgon está vivo, y no tendrá una casa a la cual regresar si no vuelve a An antes de que se produzca un levantamiento.
Las guardias rodearon el muelle en dos líneas rectas. Kia llevó su caballo a Lyra. Raederle y Tristan se pusieron de pie, y Lyra les dio un abrazo rápido y tenso.
—Adiós. Id a casa. —Sostuvo la mirada de Raederle un instante antes de soltarla, e insistió suavemente—: Vuelve a casa.
Giró, montó y saludó solemnemente, blandiendo la lanza como una antorcha de plata. Luego volvió grupas, tomó su lugar junto a Trika a la cabeza de las filas y condujo a las guardias fuera de los muelles de Hlurle sin mirar atrás. Raederle la siguió con los ojos hasta que la última guardia desapareció detrás de los almacenes. Al volverse, vio la planchada vacía. Subió lentamente, encontró a Bri y Tristan observando el centelleo de lanzas en la distancia.
—Será un viaje tranquilo —suspiró Bri—, sin nadie que use la botavara para tirar al blanco. Terminaremos de obtener nuestras provisiones y navegaremos frente a Ymris hasta Caithnard. Haciendo —añadió hoscamente— el mayor desvío posible alrededor de Ymris. Prefiero al mismísimo rey de An frente a mi bauprés que a Astrin Ymris.
No vieron a ninguno de ambos en el largo viaje a Caithnard, sólo una ocasional nave mercante que avanzaba con prudencia por la soliviantada costa de Ymris. A veces las naves se acercaban para intercambiar noticias, pues la historia de la nave errante de An se había propagado por doquier. Las noticias eran siempre las mismas: la guerra de Ymris había llegado a Tor y al este de Umber; nadie sabía dónde estaba Morgon; nadie tenía noticias de Mathom de An; y una noticia sorprendente de Caithnard: el antiguo colegio de maestros de enigmas había despedido a sus estudiantes y cerrado sus puertas.
El largo viaje terminó cuando la fatigada nave remontó la ondeante marea vespertina en el puerto de Caithnard. Hubo ovaciones y diversos comentarios en la orilla mientras arriaban la oscura vela y Bri acercaba la nave al amarradero. Bri ignoró la algarabía con una templanza nacida de la experiencia.
—Estamos haciendo agua —le dijo a Raederle—. La nave necesitará reparaciones y provisiones antes de seguir viaje a Anuin. Quizá nos demoremos un par de días. ¿Quieres que busque alojamiento en la ciudad?
—No importa. —Ella organizó sus pensamientos con esfuerzo—. Sí, por favor. Necesitaré mi caballo.
—De acuerdo. —Tristan se aclaró la garganta—. Y yo necesitaré el mío.
—¿De veras? —preguntó Bri—. ¿Para qué? ¿Piensas cabalgar por las aguas hasta Hed?
—No iré a Hed. Lo he decidido. —Ella resistió su mirada severa—. Iré a aquella ciudad… La ciudad de los hechiceros, Lungold. Sé dónde está. He mirado en tus mapas. El camino sale de…
—¡Por los curvos colmillos de Mediodía de Hegdis, muchacha! ¿No tienes una pizca de sensatez? —estalló Bri—. Es un viaje de seis semanas por una tierra de nadie. Es sólo porque tengo una sentina cubierta de agua que no te llevé directamente a Tol. ¡Lungold! Con Deth y Morgon yendo hacia allá, y el Fundador y quién sabe cuántos hechiceros acudiendo como espectros desde los túmulos funerarios de Hel, esa ciudad se desmoronará como madera carcomida por los gusanos.
—No me importa. Yo…
—Tú…
Ambos callaron cuando Tristan miró más allá de Bri y dio un paso atrás. Raederle se volvió. Un joven de rostro oscuro y cansado, vagamente familiar, subía por la planchada. Algo, su ropa sencilla, su ascenso vacilante a la nave de Bri, despertó un recuerdo en su mente.
El joven miró a Raederle, luego a Tristan, y se detuvo, cerrando los ojos.
—Tristan —suspiró—, por favor ven a casa antes que Eliard parta de Hed para buscarte.
Algo se disipó en la expresión revoltosa y consternada de los ojos de Tristan.
—Él no haría eso.
—Claro que sí. Lo hará. Un mercader que bajaba de Kraal localizó esta nave en Hlurle y dijo que tú venías al sur. Eliard estaba dispuesto a partir, pero lo derroté en una lucha y dijo que sólo se iría de Hed si yo regresaba sin ti. Está calado de preocupación hasta la médula, y su paciencia es corta como pico de gallina. Es imposible vivir en la misma isla con él, ebrio o sobrio.
—Cannon, quiero ir a casa, pero…
Cannon Master cambió de postura en la cubierta.
—Lo diré de este modo. Te lo he pedido cortésmente, y lo pediré de nuevo. La tercera vez, no te lo pediré.
Tristan lo miró fijamente, irguiendo la barbilla. Bri Corbett permitió que una lenta sonrisa de satisfacción le cubriera la cara. Tristan abrió la boca para replicar; luego, bajo el peso de la mirada severa e impaciente de Cannon, cambió visiblemente de táctica.
—Cannon, sé dónde está Morgon, o dónde estará. Si tan sólo esperas, si le dices a Eliard que espere…
—¿Decirle qué? Una vez le dije que era una bonita mañana y me arrojó un cubo de agua de fregar. Date cuenta de una cosa, Tristan: cuando Morgon quiera regresar, se las apañará para regresar. Sin nuestra ayuda. Tal como se las apañó para sobrevivir. Sin duda aprecia que te intereses en tratar de averiguar qué le sucedió.
—Podrías venir conmigo.
—Ya necesito todo mi coraje para plantarme aquí con esa agua sin fondo entre Hed y yo. Si quieres que él regrese a casa, regresa tú en primer lugar. En nombre del Supremo, dale algo por lo cual él desee regresar.
Tristan calló mientras el agua murmuraba contra el casco y la sombra negra y delgada del mástil se extendía como una barra a sus pies.
—De acuerdo —dijo, y dio un paso adelante. Se detuvo—. Iré a casa y le diré a Eliard que estoy bien. Pero no prometo quedarme. No lo prometo. —Dio otro paso, se volvió hacia Raederle y la estrechó con fuerza—. Ten cuidado —murmuró—. Y si ves a Morgon, dile… sólo dile eso. Dile que regrese a casa.
Soltó a Raederle, fue lentamente hacia Cannon. Se pasó una mano por el cabello, se apoyó en el joven y al cabo de un momento le rodeó la cintura con el brazo. Raederle observó cómo bajaban por la planchada y se abrían paso por el caótico y agitado muelle. Sintió añoranza por Anuin, por Duac y Elieu de Hel, por Rood con sus ojos de cuervo, por los sonidos y olores de An, el roble con aroma de sol y el susurro de la incesante trama de la historia en las honduras de la tierra.
—No estés triste —murmuró Bri Corbett a sus espaldas—. Dentro de una semana olerás el viento de tu propio hogar.
—¿De veras? —Ella miró la marca blanca de su palma, que no tenía nada que ver con An. Pero, para despreocuparlo, añadió en tono más leve—: Necesito bajarme de esta nave. ¿Puedes pedir que traigan mi caballo?
—Si esperas, te escoltaré.
Ella le apoyó una mano en el hombro.
—Estaré bien. Quiero estar sola un rato.
Atravesó los muelles, recorrió las ajetreadas calles comerciales de la ciudad, y si alguien la molestó, ella no lo notó. La tarde evanescente dibujaba una red de sombras en su camino cuando Raederle cogió la silenciosa carretera que conducía al colegio. Notó que ese día no había visto estudiantes, con sus togas brillantes y sus mentes inquietas, en ninguna parte de Caithnard, y no había ninguno en el camino. Tomó el recodo final para ascender a la cima y vio la extensión desierta del terreno del colegio.
Se detuvo. Las oscuras y antiguas piedras, con sus ventanas vacías, parecían albergar una oquedad, una traición de la verdad, tan amarga y terrible como la traición de Erlenstar. La sombra de aquella montaña había oscurecido el reino hasta llegar al corazón de los maestros, cuando ellos descubrieron el máximo engaño dentro de sus propios muros. Podían despedir a los estudiantes pero, aunque se cuestionaran a sí mismos, nunca cuestionarían la trama y ordenamiento constante y esencial de la maestría de enigmas.
Desmontó ante la puerta y llamó. Nadie acudió, así que la abrió. El angosto pasillo estaba vacío y oscuro. Lo recorrió despacio, mirando a través de las puertas abiertas las pequeñas cámaras, que antes habían albergado un lecho, libros y juegos interminables a la luz de velas goteantes. No había nadie abajo. Cogió la ancha escalera de piedra, subió a la planta alta y encontró más hileras de puertas abiertas, habitaciones donde sólo se veía un mudo retazo de cielo. Al fin llegó a la puerta de la biblioteca de los maestros. Estaba cerrada.
La abrió. Ocho maestros y un rey, interrumpiendo sus murmullos de deliberación, se volvieron sorprendidos hacia ella. Los ojos del rey, antiguos, azules como el hielo, ardieron mientras la escrutaba con súbita curiosidad.
Uno de los maestros se levantó.
—Raederle de An —dijo suavemente—. ¿Te podemos ayudar en algo?
—Eso espero —susurró ella—, porque no tengo otro sitio adonde ir.
Capítulo 8
En medio de un silencio atento y gentil, les habló de la cambiaforma que la había visitado en casa de Danan, y de su huida de Isig. Les habló de la piedra que Astrin había hallado en el Llano de la Boca del Rey y les mostró la marca que tenía en la palma. Les habló de la fogata en la noche vacía de los páramos, de la copa de vino del arpista del Supremo centelleando bajo su luz. Les contó la historia de Ylon, nacido de An y el efusivo mar, sabiendo que ellos la conocían, pero contándola por derecho de pesadumbre y heredad, y vio en sus ojos cómo se unían las hebras de los enigmas. Cuando concluyó, el atardecer había invadido la habitación, desdibujando las silenciosas siluetas de toga oscura, los viejos pergaminos y los inapreciables manuscritos con goznes de oro. Un maestro encendió una vela. La llama reveló las fatigadas arrugas de su rostro, y más allá, el semblante severo y austero del rey de Osterland.
—Hoy en día todos nos cuestionamos a nosotros mismos —dijo el maestro.
—Lo sé, y sé con cuánto rigor. No habéis cerrado las puertas sólo porque aceptasteis al Fundador de Lungold como maestro. Sé quién estaba allí para recibir a Morgon cuando Deth lo llevó a la montaña de Erlenstar.
La vela que sostenía el maestro chisporroteó y se estabilizó.
—También sabes eso.
—Lo sospechaba, y Deth me lo confirmó.
—Parece que no te ha ocultado nada —dijo Har con voz seca e impersonal, pero su expresión tenía huellas de la furia y confusión que el arpista había desencadenado en el reino.
—No pedí que me lo ocultara. Quería la verdad. La quiero ahora, por eso he venido aquí. Es un lugar donde empezar. No puedo regresar a An con esto. Si mi padre estuviera allá, quizá podría. Pero no puedo regresar fingiendo ante Duac, Rood y los señores de An que pertenezco a An tanto como las raíces de los árboles y los viejos túmulos funerarios de los reyes. Tengo poder, y lo temo. No sé qué podría desencadenar en mí misma sin proponérmelo. Ya no sé cuál es mi lugar. No sé qué hacer.
—La ignorancia es mortífera —murmuró el rey lobo.
El maestro Tel se movió y su toga raída susurró en el silencio.
—Ambos vinisteis en busca de respuestas; tenemos pocas para daros. A veces, sin embargo, el matiz de una pregunta se convierte en respuesta, y tenemos muchas preguntas. Ante todo, en lo concerniente a los cambiaformas, aparecieron imprevistamente en cuanto el Portador de Estrellas comenzó a realizar su destino. Conocían su nombre antes que él; conocían la existencia de la espada que portaba sus estrellas en lo hondo de la tumba de los hijos de los Amos de la Tierra en Isig. Son viejos, más viejos que la primera urdimbre de historia y enigmas, sin origen, sin nombre. Es preciso darles un nombre. Sólo entonces conocerás los orígenes de tu propio poder.
—¿Qué más debo conocer acerca de ellos, excepto que han intentado destruir linajes de reyes en An e Ymris, que cegaron a Astrin, que casi mataron a Morgon, que no tienen misericordia, piedad ni amor? Dieron vida a Ylon, luego lo arrastraron a la muerte. No tienen compasión, ni siquiera por los suyos. —Raederle se interrumpió, evocando los desconcertantes e imprevistos matices de la voz de la cambiaforma.
—¿Has descubierto una incongruencia? —murmuró uno de los maestros.
—No compasión, sino pasión… —susurró ella—. Así me respondió la cambiaforma. Y luego tejió su fuego con tanta belleza que sentí hambre de su poder. Y ella me preguntó qué había impulsado a Ylon a regresar a ellos, si eran tan terribles. Me hizo oír el arpa que Ylon oyó, y me hizo comprender la añoranza que él sentía. Y me contó que Morgon había matado al arpista. —Hizo una pausa en medio del silencio de los ancianos, un mutismo practicado, el corazón de la paciencia—. Me ofreció ese enigma —dijo con voz neutra—. Esa incongruencia. Como la amabilidad de Deth, que quizá fuera sólo un hábito… y quizá no. No lo sé. Nada parece conservar su vieja forma, ni el Supremo, ni este colegio, ni el bien ni el mal. Por eso necesitaba tanto a Morgon. Al menos él conoce su propio nombre. Y un hombre que se puede nombrar a sí mismo puede nombrar otras cosas.
Bajo la luz fluctuante de las velas, los rostros parecían tallados en sombra y memoria, tan quietos estaban cuando su voz se diluyó.
—Las cosas son ellas mismas —dijo al fin el maestro Tel—. Tu propio nombre aún está dentro de ti, un enigma. El Supremo, sea quien fuere, es todavía el Supremo, aunque Ghistelwchlohm haya usado su nombre como una máscara.
—¿Y qué es el arpista del Supremo? —preguntó Har.
El maestro Tel calló un instante, refugiándose en un recuerdo.
—Él también estudió aquí, hace siglos… Me resulta increíble que un hombre que recibió la Toga Negra haya traicionado a tal punto las disciplinas de la maestría de enigmas.
—Morgon se propone matarlo —dijo bruscamente Har, y el maestro alzó los ojos con un respingo.
—Yo no había oído…
—¿Eso es traicionar la maestría? El sabio no persigue su propia sombra. En él no hay instinto de la ley de la tierra para detener su mano; no hay un terrarca, incluida la morgol, que no acate sus deseos. Somos sus cómplices; cerramos las puertas de nuestros reinos tal como él requiere. Y esperamos su traición definitiva, la traición a sí mismo. —La implacable mirada de Har se movió de rostro en rostro como un desafío—. El maestro es amo de sí mismo. Morgon cuenta con libertad absoluta, pues ya no está constreñido por la ley de la tierra. El Supremo no se manifiesta en ninguna parte, salvo en la manifestación de su existencia. Hasta ahora Morgon ha sometido su destino a los principios de la maestría de enigmas. También posee un poder inmenso que no fue puesto a prueba. ¿Existe en las listas de los maestros un enigma que permita al sabio vengarse?
—Juzgar… —murmuró uno de los maestros, con ojos consternados—. ¿Quién posee la facultad de juzgar y condenar a aquél que ha traicionado al reino entero durante siglos?
—El Supremo.
—En vez del Supremo…
—¿El Portador de Estrellas? —Har retorció el silencio como una cuerda de arpa, y lo rompió—. ¿El hombre que arrebató su poder a Ghistelwchlohm porque nadie, ni siquiera el Supremo, le prestó ayuda? Está resentido, se vale por sí mismo, y con sus actos cuestiona incluso las elusivas restricciones de la maestría de enigmas. Pero dudo que él vea siquiera eso en sí mismo, porque dondequiera que mira está Deth. Su destino es resolver enigmas, no destruirlos.
—¿Le dijiste eso? —le preguntó Raederle, sintiendo que algo se liberaba en su mente.
—Lo intenté.
—Tú accediste a sus deseos. Deth dijo que tus lobos lo expulsaron de Osterland.
—No quería encontrar siquiera la huella de Deth en mis tierras. —Har hizo una pausa. Su voz perdió su dureza—. Luego vi al Portador de Estrellas. Le habría dado las cicatrices de mis manos. Él dijo muy poco sobre Deth o sobre Ghistelwchlohm, pero dijo… lo suficiente. Más tarde, cuando empecé a comprender qué se proponía, cuán lejos parecía estar de sí mismo, me preocuparon las implicaciones de sus actos. Siempre fue obstinado…
—¿Vendrá a Caithnard?
—No. Me pidió que refiriese su historia y sus enigmas a los maestros, que en su sabiduría decidirían si el reino podía soportar la verdad acerca de aquél a quien hemos llamado el Supremo por tanto tiempo.
—Por eso cerrasteis vuestras puertas —le dijo Raederle al maestro Tel, y él asintió, con el primer rastro de fatiga que ella jamás le había visto.
—¿Cómo podemos llamarnos maestros? —preguntó él—. Nos hemos recluido en nosotros mismos no por horror, sino por la necesidad de reconstruir la estructura de aquello que llamábamos la verdad. En la urdimbre misma del reino, su establecimiento, sus crónicas, sus sagas, sus guerras, sus poemas, sus enigmas… Si hay una respuesta allí, una forma coherente de la verdad, la descubriremos. Si los principios de la maestría de enigmas carecen de validez, también lo descubriremos. El señor de Hed, con sus actos, nos lo indicará.
—Él logró salir de esa oscura torre de Aum… —murmuró Raederle.
—¿Crees que puede salir de otra torre, de otro juego mortífero? —intervino Har—. Esta vez él tiene lo que siempre quiso: una opción. El poder para crear sus propias reglas del juego.
Ella pensó en esa gélida y derruida torre de Aum, elevándose como un enigma solitario en el robledal verde y oro, y vio a un joven sencillamente vestido que se demoraba largo tiempo frente a la puerta carcomida por los gusanos bajo la luz del sol. Luego él alzó la mano, abrió la puerta y desapareció, dejando el aire suave y la luz del sol a sus espaldas. Raederle miró a Har, como si él hubiera planteado un enigma y algo vital dependiera de su mera respuesta.
—Sí —dijo, y supo que la respuesta venía de un sitio que estaba más allá de toda incertidumbre y confusión, más allá de la lógica.
Él calló un instante, estudiándola. Luego dijo, con voz tan suave como la nieve arremolinada en el aire quieto y brumoso de su tierra:
—Una vez Morgon me contó que estaba a solas en una vieja taberna de Hlurle, durante su viaje a la montaña de Erlenstar, y esperaba una nave que lo llevara de regreso a Hed. En ese instante sentía que tenía una opción en cuanto a su destino. Pero una cosa le impidió ir a casa: el conocimiento de que nunca podría pedirte que fueras a Hed si él no te brindaba la verdad de su nombre, de sí mismo. Así que concluyó su viaje. Cuando lo vi llegar a mi casa, hace no tanto tiempo, con la sencillez de cualquier viajero que busca refugio para pernoctar, al principio no vi al Portador de Estrellas. Sólo vi la terrible e implacable paciencia en los ojos de un hombre, la paciencia nacida de la soledad absoluta. Por ti, él entró en la torre oscura de la verdad. ¿Tienes el valor para darle a él tu propio nombre?
Ella cerró las manos con fuerza, apretando el dibujo anguloso de su palma. Un nudo firme como un puño se deshacía lentamente en su interior. Asintió con la cabeza, pues no confiaba en su voz, y abrió la mano, que fulguró a la luz de las velas con un conocimiento secreto.
—Sí —declaró—. Juro por mi nombre que transformaré los poderes de Ylon que yo haya heredado en algo valioso. ¿Dónde está él?
—Sin duda atraviesa Ymris, en su camino a Anuin, y luego irá a Lungold, pues parece que obliga a Deth a ir allá.
—¿Y adonde después de eso? ¿Adónde? No podrá regresar a Hed.
—No. No podrá si mata al arpista. No habría paz para él en Hed. No lo sé. ¿Adónde va un hombre para escapar de sí mismo? Se lo preguntaré cuando lo vea en Lungold.
—¿Irás allá?
Har asintió.
—Quizás él necesite un amigo en Lungold.
—Por favor, quiero ir contigo.
Ella vio la protesta tácita en el rostro de los maestros. El rey lobo juntó las cejas.
—¿Adonde irás tú para escapar de ti misma? ¿A Lungold? ¿Y luego? ¿Hasta dónde puede ir un árbol para escapar de sus raíces?
—No trato de… —dijo ella, y se interrumpió, sin mirarlo.
—Vuelve a casa —murmuró él.
—Har —dijo sombríamente el maestro Tel—, ese consejo también vale para ti. Ni siquiera para ti es prudente ir a esa ciudad. Allí los hechiceros buscarán a Ghistelwchlohm; el Portador de Estrellas buscará a Deth; y si los cambiaformas también se reúnen allí, ninguna criatura viviente estará a salvo en la ciudad.
—Lo sé —dijo Har, y la sonrisa se profundizó levemente en sus ojos—. Cuando pasé por Kraal, varios mercaderes me preguntaron adónde creía que habían ido los hechiceros cuando desaparecieron. Eran hombres sumamente astutos, y evaluaban la situación para ver si valía la pena arriesgar la vida comerciando en una ciudad condenada. Los mercaderes, como los animales, tienen cierto instinto para el peligro.
—También tú —dijo el maestro Tel con severidad—, pero sin el instinto para eludirlo.
—¿Adónde sugieres que vayamos para estar a salvo en un reino maldito? ¿Y cuándo, en el hiato entre un enigma y su resolución, hubo alguna vez otra cosa que peligro?
El maestro Tel sacudió la cabeza. Abandonó la discusión al comprender que se había vuelto unilateral. Luego se levantaron para la cena, cocinada por un puñado de estudiantes que no tenía más familia que los maestros, ni más hogar que el colegio. Pasaron el resto de la noche en la biblioteca, mientras Raederle y el rey lobo escuchaban, comentando los posibles orígenes de los cambiaformas, las implicaciones de la piedra hallada en el Llano de la Boca del Rey, y el extraño rostro que contenía.
—¿El Supremo? —sugirió el maestro Tel en un momento, y la garganta de Raederle se cerró con un miedo inefable—. ¿Es posible que pudieran estar tan interesados en encontrarlo?
—¿Por qué tendrían más interés en el Supremo que él en ellos?
—Quizás el Supremo se oculta de ellos —sugirió alguien.
Har, sentado tan quedamente en las sombras que Raederle casi se había olvidado de él, irguió la cabeza súbitamente, pero no dijo nada. Otro maestro cogió el hilo de ese pensamiento.
—Sí el Supremo vivía atemorizado por ellos, ¿por qué no Ghistelwchlohm? La ley del Supremo en el reino no ha sido perturbada; él parece indiferente ante ellos, más que asustado. No obstante, él es un Amo de la Tierra; las estrellas de Morgon están inextricablemente unidas con el fatal destino de los Amos de la Tierra y sus hijos; parece increíble que no haya reaccionado ante esta amenaza a su reino.
—¿Cuál es exactamente la amenaza? ¿Hasta dónde llegan sus poderes? ¿Cuáles son sus orígenes? ¿Quiénes son? ¿Qué quieren? ¿Qué quiere Ghistelwchlohm? ¿Dónde está el Supremo?
Las preguntas caracoleaban por la habitación como humo de antorcha; macizos volúmenes eran extraídos de los estantes, examinados y apartados mientras la cera de las velas se amontonaba en sus márgenes. Raederle vio que abrían varios libros de hechicería, oyó los nombres o frases que destrababan las invisibles ligaduras de hierro, bronce u oro; vio la escritura negra y presurosa que nunca se desleía, las páginas blancas que revelaban sus escritos como un ojo abriéndose lentamente ante el contacto del agua o del fuego, o ante un verso irrelevante. Al fin las anchas mesas quedaron tapadas por libros, pergaminos polvorientos y velas consumidas; y enigmas irresueltos parecían arder en los pabilos, reposar en las sombras de sillas y repisas. Los maestros guardaron silencio. Raederle, luchando con la fatiga, aún creía oírles deliberar, con reflexiones que convergían, divergían, cuestionaban y desechaban, más allá del silencio. Har se levantó con rigidez, fue hasta uno de los libros abiertos y volvió una página.
—Me carcome la mente una vieja historia que quizá no valga la pena tener en cuenta. Es originaria de Ymris, y figura en la compilación de leyendas de Aloil. Creo que contiene una alusión al cambio de forma…
Raederle se levantó, sintiendo un remolino de pensamientos deshilachados. Los maestros la miraron con expresión remota y vagamente sorprendida.
—Estoy medio dormida —se disculpó ella.
—Lo lamento —dijo el maestro Tel, apoyándole la mano en el brazo, y la condujo hacia la puerta—. Uno de los estudiantes tuvo la previsión y amabilidad de ir al muelle para avisar a tu capitán que estabas aquí; él te trajo tu equipaje. Habrá una habitación preparada en alguna parte. No estoy seguro… —Abrió la puerta y un joven estudiante que leía ociosamente junto a la pared se enderezó abruptamente y cerró el libro. El joven, de rostro macilento y oscuro y nariz ganchuda, saludó a Raederle con una sonrisa tímida. Todavía usaba la toga de su rango: un iniciado en la maestría; las largas mangas estaban manchadas en los bordes, como si hubiera ayudado a cocinar la cena; agachó la cabeza después de sonreírle y le dijo tímidamente al piso:
—Te preparamos una cama cerca de los aposentos de los maestros. Traje tus cosas.
—Gracias.
Raederle se despidió del maestro Tel y siguió al joven estudiante por los silenciosos pasillos. Él no dijo nada más, la cabeza todavía agachada, el rubor de la timidez en las mejillas. La condujo a una de las pequeñas y austeras cámaras. El talego de Raederle estaba en la cama; había jarras de agua y vino en una mesilla, bajo un ramaje de velas encendidas. Las ventanas, incrustadas profundamente en la piedra tosca, estaban abiertas al aire oscuro y salado que se arremolinaba sobre los peñascos. Ella repitió las gracias y fue a mirar fuera, aunque sólo podía ver la vieja luna con una estrella perdida entre sus puntas. Oyó que el estudiante daba un paso incierto a sus espaldas.
—Las sábanas son toscas… —Cerró la puerta y añadió—: Raederle.
La sangre se le congeló en las venas. En la luz tenue y fluctuante de las velas, el rostro del joven era un borrón de líneas y sombras. Era más alto de lo que ella recordaba; la manchada toga blanca, que no había cambiado con el cambio de forma, estaba arrugada y tensa sobre los hombros. Una ráfaga de viento agitó la luz de las velas, impulsó las llamas hacia él, y Raederle le vio los ojos. Se llevó las manos a la boca.
—¿Morgon? —exclamó sobresaltada. Ninguno de los dos se movió; una pétrea cuña de aire parecía separarlos. Él la miró con ojos que habían escrutado sin cesar los negros recovecos de la montaña de Erlenstar, las grietas y oquedades del cerebro de un hechicero. Raederle se adelantó, atravesó la cuña que los separaba, tocó y sostuvo algo que parecía atemporal como el viento o la noche, poseedor de cada forma y de ninguna, tan gastado como un guijarro martillado por el agua, abandonado durante un milenio en el fondo de una montaña. Él se movió levemente, y ella recobró el conocimiento de su forma. Sintió la mano de Morgon, leve como aliento, agitándole el pelo. Luego se distanciaron de nuevo, aunque ella no supo cuál de ambos se había movido.
—Habría ido a verte en Anuin, pero estabas aquí —dijo Morgon con voz profunda, consternada, desgastada. Se movió pesadamente, se sentó en la cama. Ella lo miró sin palabras. Él devolvió su mirada, y su rostro, el rostro de un extraño, flaco, descarnado, exánime, cobró una dulzura repentina y seductora—. No quise asustarte.
—No me asustaste. —Raederle sentía que su propia voz era remota, como si hablara el viento. Se sentó junto a él—. Te he buscado.
—Lo sé. Lo oí decir.
—No pensé… Har dijo que no vendrías aquí.
—Vi el barco de tu padre frente a la costa de Ymris. Como Tristan estaba contigo, sospeché que haría escala aquí. Y aquí vine.
—Quizá ella aún esté aquí. Cannon Master vino a buscarla, pero…
—Se han ido a Hed.
El tono contundente de su voz hizo que ella lo estudiara un momento.
—No querías verla.
—Todavía no.
—Me dijo que te pidiera esto si te veía: ten cuidado.
Él calló, aún mirándola a los ojos. Ella comprendió lentamente que él tenía el don del silencio. Si lo decidía, parecía irradiarlo, el silencio corroído de los árboles viejos o las piedras que permanecían inmóviles durante años. Congeniaba con su respiración, con sus manos quietas y cubiertas de cicatrices. Morgon se movió abruptamente, sin un sonido, y el silencio lo acompañó mientras giraba para plantarse donde ella había estado y mirar por la ventana. Raederle se preguntó si podría ver Hed a través de la noche.
—He oído historias sobre tu viaje —dijo él—. Tristan, Lyra y tú juntas en la nave de Mathom, saliendo clandestinamente de Caithnard, cegando siete naves de Ymris con una luz semejante a un pequeño sol, remontando el Invierno en una chalana hasta el umbral de la morada del Supremo para hacerle una pregunta… Y tú me pides que tenga cuidado. ¿Qué fue esa luz que cegó incluso a Astrin? Dio pie a fabulosas especulaciones entre los mercaderes. Hasta yo sentí curiosidad.
Ella iba a responderle, pero se contuvo.
—¿A qué conclusión llegaste?
Él giró, se le acercó de nuevo.
—Que quizá fuera obra tuya. Recordé que podías hacer ciertas cosillas…
—Morgon…
—Espera. Deseo decirte que, al margen de lo que haya ocurrido o haya de ocurrir, fue importante para mí saber que hacíais ese viaje mientras yo descendía de Isig. Oía tu nombre, mientras me desplazaba, el de Lyra, el de Tristan, como lucecillas distantes, inesperadamente.
—Ella se desvivía por verte. ¿No pudiste…?
—Todavía no.
—¿Cuándo entonces? —dijo ella con impotencia—. ¿Cuándo hayas matado a Deth? Morgon, ¿matarás a otro arpista?
El rostro de él no cambió, pero sus ojos se apartaron de ella, hacia un recuerdo.
—¿Corrig? —preguntó, y añadió al cabo de un momento—: Lo había olvidado.
Ella tragó saliva, como si esa simple declaración hubiera vuelto a insertar la cuña de distancia entre ambos. Él se valía del silencio como un escudo, impermeable e impenetrable; ella se preguntó si ese silencio protegía a un completo extraño o a alguien tan familiar para ella como el nombre de él. Él parecía leerle los pensamientos. Extendió la mano a través de la distancia, la tocó fugazmente. Entonces otro recuerdo, impreciso, terrible, se hinchó en la quietud en sus ojos; él volvió el rostro levemente hasta que se difuminó.
—También tendría que haber esperado para verte a ti —murmuró—. Pero yo sólo… quería mirar algo muy bello. La leyenda de An. El gran tesoro de las tres partes. Saber que todavía existías. Lo necesitaba.
La acarició de nuevo con los dedos, como si ella fuera frágil como un ala de mariposa. Ella cerró los ojos, apretó la palma de la mano contra ellos.
—Oh, Morgon —susurró—, ¿qué crees que hago en el colegio, en nombre de Hel?
Bajó las manos y se preguntó si al menos habría llamado la atención de Morgon, aunque él se encerrara en su armadura de soledad.
—Sería eso para ti, si pudiera —exclamó—. Sería muda, bella, inmutable como la tierra de An para ti. Sería tu memoria, sin edad, siempre inocente, siempre esperando en la casa blanca del rey, en Anuin… Lo haría por ti, aunque no lo haría por ningún otro hombre del reino. Pero sería una mentira, y no haría sino mentirte… Lo juro. Un enigma es un relato tan conocido que ya no lo ves; simplemente está allí, como el aire que respiras, los antiguos nombres de los reyes resonando en los rincones de tu casa, la luz del sol en el rabillo del ojo, hasta que un día lo miras y en tu interior algo sin forma y sin voz abre un tercer ojo y lo ve como nunca lo vio antes. Entonces te quedas con el conocimiento de la pregunta innombrable en ti, y el relato no sólo cobra sentido sino que es lo único en el mundo que tiene algún sentido. —Calló para recobrar el aliento; él le había aferrado la muñeca con brusquedad. Su rostro era finalmente familiar, inquisitivo, incierto.
—¿Qué enigma? Tú viniste aquí, a este lugar, con un enigma.
—¿Adónde más podía ir? Mi padre se había ido; traté de encontrarte y no pude. Tendrías que haber sabido que no había nada en el mundo que no cambiase…
—¿Qué enigma?
—Tú eres el maestro. ¿Acaso debo explicarte aun a ti…?
Él cerró la mano.
—No —dijo, y se entregó en silencio a un juego más dentro de esas paredes. Ella esperó, y su propia mente analizó el enigma con él, contrastó su propio nombre con su propia vida, con la historia de An, siguiendo un hilo de pensamientos sin salida tras otro, hasta que al fin él tocó una posibilidad que encajaba con otra y con otra y con otra. Ella notó que él movía los dedos. Morgon irguió la cabeza despacio, la miró a los ojos, y ella deseó que el colegio se disolviera en el mar.
—Ylon —dijo él, y dejó que el silencio engullera esa palabra—. Nunca lo vi, pero siempre estuvo allí. —La soltó abruptamente, se levantó y escupió una antigua maldición hacia las sombras. Cubrió el vidrio de la ventana de rajaduras semejantes a una telaraña—. Te han tocado incluso a ti.
Ella miró aturdidamente el lugar donde él había puesto la mano. Se levantó para marcharse, sin saber adónde iría. Él la detuvo y la obligó a darse la vuelta.
—¿Crees que me importa? —preguntó incrédulamente—. ¿Eso crees? ¿Quién soy yo para juzgarte? Estoy tan cegado por el odio que ni siquiera puedo ver mi tierra ni a la gente que antes amaba. Persigo a un hombre que nunca portó armas en su vida, para matarlo cuando me encare con él, contra los consejos de cada terrarca con quien he hablado. ¿Qué has hecho en la vida para que sienta por ti nada salvo respeto?
—Nunca hice nada en mi vida.
—Me diste la verdad.
Raederle calló, en el duro apretón de sus manos, viendo su rostro más allá de su cáscara de silencio —amargo, vulnerable, indómito—, la marca de la estrella en su frente bajo el cabello desaliñado. Alzó las manos y las cerró sobre los brazos de él.
—Morgon, ten cuidado —susurró.
—¿De qué? ¿Para qué? ¿Sabes quién estaba en la montaña de Erlenstar para recibirme, aquel día en que Deth me llevó allá?
—Sí, lo adiviné.
—El Fundador de Lungold se ha sentado en el ápice del mundo durante siglos, dispensando justicia en nombre del Supremo. ¿Adónde puedo ir para exigir justicia? Ese arpista no tiene tierras, no está ligado a la ley de ningún monarca; el Supremo parece indiferente a nuestros destinos. ¿A alguien le importará si lo mato? En Ymris, y aun en An, nadie lo cuestionaría…
—Nadie cuestionará nada de lo que hagas. ¡Tú eres tu propia ley, tu propia justicia! Danan, Har, Heureu, la morgol… te darán lo que pidas en aras de tu nombre, y la verdad que tú solo has portado. Pero, Morgon, si creas tu propia ley, ¿adónde iremos los demás, si alguna vez lo necesitamos, a pedir retribución por tus actos?
Él la miró con un destello de incertidumbre en los ojos. Sacudió la cabeza, lenta y tercamente.
—Sólo una cosa, sólo esto. Alguien lo matará al fin… Un hechicero, quizás el mismo Ghistelwchlohm… Pero yo tengo el derecho.
—Morgon…
Él cerró las manos dolorosamente. Ya no la veía a ella sino un horror negro e íntimo en su recuerdo. Ella vio el sudor que le perlaba la frente, la convulsión de los músculos en su semblante rígido.
—Mientras Ghistelwchlohm estaba en mi mente —susurró él—, nada más existía. Pero a veces, cuando él me dejaba en paz y yo descubría que aún estaba con vida, en las vacías y oscuras cavernas de Erlenstar, oía el arpa de Deth. A veces él tocaba canciones de Hed. Me dio algo para lo cual vivir.
Ella cerró los ojos. El rostro elusivo del arpista afloró en su mente, se desdibujó; ella sentía el nudo duro y tortuoso de la desconcertada rabia de Morgon y el engaño del arpista como un enigma incesante e insoluble que ningún corolario podía justificar, y ningún maestro en su silenciosa biblioteca podía descifrar. El tormento de Morgon le dolía; su soledad parecía una vasta oquedad en la cual las palabras caían y desaparecían como guijarros. Comprendió por qué le bastaba una breve palabra para cerrar una corte tras otra, un reino tras otro, mientras él seguía su trayecto dificultoso y secreto.
—Te daría las cicatrices de mis manos —susurró Raederle, repitiendo las palabras de Har. Él la soltó al fin. La miró largo rato antes de hablar.
—Pero no me concedes ese derecho.
Ella sacudió la cabeza.
—Lo matarás —dijo con esfuerzo—, pero aun muerto él te roerá el corazón hasta que lo entiendas.
Él bajó las manos. Se apartó de ella, fue de nuevo hacia la ventana. Tocó el vidrio que había agrietado, se volvió abruptamente. Ella apenas podía verle el rostro en las sombras. Su voz sonaba áspera.
—Tengo que partir. No sé cuándo te veré de nuevo.
—¿Adónde vas?
—A Anuin. Para hablar con Duac. Me habré ido antes de que tú llegues. Es lo mejor para ambos. Si Ghistelwchlohm supiera cómo valerse de ti, yo estaría impotente. Le entregaría el corazón con ambas manos si me lo pidiera.
—¿Y luego adonde?
—A encontrar a Deth. Y luego, no sé… —Calló abruptamente. El silencio lo aureoló mientras él escuchaba; parecía desdibujarse en el linde de la lumbre. Ella también escuchó, pero no oyó nada salvo el viento nocturno entre las llamas trémulas, los enigmas sin palabras que llegaban desde el mar. Avanzó un paso hacia él.
—¿Es Ghistelwchlohm? —Calló ante el silencio de Morgon. Él no respondió, y ella no supo si él le había oído. Un temor batió súbitamente en su garganta—. Morgon —susurró.
Él volvió el rostro, y ella le oyó contener el aliento. Pero él no se movió hasta que ella se le acercó. Entonces él la recibió lenta y fatigosamente en su silencio, apoyándole el rostro en el cabello.
—Tengo que irme. Iré a verte a Anuin. Para que me juzgues.
—No.
Él sacudió levemente la cabeza, aquietándola. Ella sintió, mientras sus manos se apartaban de él, la tensión extraña e imprecisa del aire donde él pudo haber portado una espada bajo la toga. Él dijo algo que ella no pudo oír, con una voz que concordaba con el murmullo del viento. Ella vio una sombra cruzada por las llamas, y luego un recuerdo.
Se desvistió, permaneció despierta largo rato antes de caer en un sueño inquieto. Se despertó horas después, y escrutó la oscuridad con alarma. Los pensamientos se agolpaban en su mente, una tumultuosa trama de nombres, añoranzas, recuerdos, furores, una marmita hirviente de acontecimientos, impulsos, balbuceos. Se incorporó, preguntándose qué mente de cambiaforma la había invadido, pero presintiendo un conocimiento que nada tenía que ver con ellos, que volvía su rostro inequívocamente hacia An, como si pudiera ver a través de las paredes de piedra y la noche. Su corazón palpitaba aceleradamente, y sentía el tirón de las raíces: su heredad de tumbas cubiertas de hierba, torres ruinosas, nombres de reyes, guerras y leyendas, arrastrándola hacia un caos que la tierra, que había permanecido sin ley demasiado tiempo, desencadenaba lentamente. Se levantó, pasándose las manos por la boca, comprendiendo dos cosas al mismo tiempo. Toda An se alzaba al fin. Y la senda del Portador de Estrellas lo conduciría directamente a Hel.
Capítulo 9
Salió de Caithnard al amanecer, y medio día más tarde estaba en el vasto robledal que bordeaba Hel, esforzándose, como nunca lo había hecho, para desencadenar todo el poder y la consciencia de su mente. Mientras cruzaba el bosque había detectado el movimiento casi imperceptible de alguien que la precedía, con una prisa y un sigilo que era como un aroma tenue e impreciso. Y de noche, desvelada y alerta, por un momento aterrador había entrevisto, como el contorno de una bestia enorme contra el claro de luna, una mente implacable, potente, furibunda, concentrada en un solo pensamiento de destrucción.
Se preguntó, mientras oteaba las tierras de Hallard Blackdawn, qué forma tomaría Morgon en ellas. Los pastos, que bajaban en suave declive hacia el río que corría junto a la casa de ese señor, parecían apacibles, pero no había ningún animal en ellos. Oyó sabuesos que ladraban a lo lejos, un gañido ronco y salvaje que no paraba nunca. No había hombres trabajando en los campos detrás de la casa, y ella no se sorprendió. Ese rincón de Hel había sido el último campo de batalla en las guerras medio olvidadas entre Hel y An; había resistido en una interminable serie de combates feroces y desesperados hasta que Oen de An, atravesando Aun seis siglos atrás, había arrasado con desdén el último baluarte y había decapitado al último rey de Hel, quien se había refugiado allí. Esa tierra era un hervidero de leyendas; el filo de un arado aún podía exhumar una antigua espada carcomida por los siglos o el asta de una lanza rota con listones de oro. En tantos siglos, el rey Farr de Hel, despojado de su cabeza, había tenido mucho ocio para meditar sobre sus rencores y, si se liberaba de la tierra, no tardaría mucho en levantarse de los campos de Hallard. El caos de voces que Raederle había oído dos noches atrás se había disipado en un silencio espeluznante: los muertos estaban sueltos, alerta y conspirando.
Mientras cabalgaba por los pastos superiores de Hallard, Raederle vio un grupo de jinetes que salían del bosque a un prado que estaba en su camino. Frenó el caballo, con el corazón palpitante, hasta reconocer la silueta ancha y pelinegra de Hallard Blackdawn irguiéndose sobre sus hombres. Estaban armados, pero ligeramente; había una sugerencia de futilidad en sus cabezas desnudas y las espadas cortas que llevaban al costado. Ella intuyó, inesperadamente, su exasperación e incertidumbre. Hallard volvió la cabeza mientras ella observaba; no pudo verle los ojos, pero sintió que el nombre de ella surgía con un brinco en la mente de él.
Raederle alzó las riendas con las manos, titubeando, mientras él se aproximaba. No deseaba discutir, pero necesitaba noticias. Así que no se movió, y él frenó frente a ella, fornido y oscuro, sudando en la tarde tórrida y silenciosa. Por un instante buscó palabras a tientas.
—¡Alguien tendría que flagelar a ese capitán! —estalló al fin—. Después de llevarte de ida y vuelta a Isig, te deja cabalgar sin escolta desde Caithnard hasta aquí. ¿Has tenido noticias de tu padre?
Ella meneó la cabeza.
—Ninguna. ¿Son malas?
—Malas. —Él cerró los ojos—. Estos sabuesos han estado así dos días enteros. Falta la mitad de mi ganado; mis trigales parecen roturados por ruedas de molino, y algo que no es humano ha abatido los antiguos montículos funerarios de los campos del sur. —Hallard abrió los ojos. Estaban inflamados por la falta de sueño—. No sé cómo será en el resto de An. Ayer envié un mensajero al este de Aum, a Cyn Croeg. No pudo atravesar la frontera. Regresó desvariando sobre árboles susurrantes. Envié otro a Anuin. No sé si llegará. Y si logra llegar, ¿qué puede hacer Duac? ¿Qué se puede hacer contra los muertos? —Aguardó una respuesta con aire suplicante, meneó la cabeza—. Maldito sea tu padre —dijo sin rodeos—. Tendrá que librar nuevamente las guerras de Oen si no se anda con cuidado. Yo arrebataría la monarquía a la tierra misma, si supiera cómo.
—Bien —dijo ella—. Quizá sea eso lo que quieren. Los reyes muertos. ¿Has visto a alguno?
—No. Pero sé que están ahí. Pensando. —Miró reflexivamente las franjas boscosas que lindaban con los pastos—. ¿Para qué quieren mi ganado, en nombre de Hel? Los dientes de estos reyes están desperdigados por doquier en mis campos. La calavera del rey Farr ha sonreído sobre mi hogar de la gran sala durante siglos. ¿Con qué piensa comer?
Raederle dejó de mirar los bosques para escudriñar el rostro de Hallard.
—¿Su calavera? —Una idea chispeó en el fondo de su mente.
Hallard asintió con desgana.
—Presuntamente. Algún rebelde temerario le robó la cabeza a Oen, según cuentan, después de que Oen la coronase y la clavase sobre una lanza en el muladar de su cocina. Años después reapareció aquí, con la corona tallada y soldada sobre el hueso. Mag Blackdawn, cuyo padre había perecido en aquella guerra, aún estaba tan enfadada que la clavó como un emblema de batalla, con corona y todo, sobre el fuego del hogar. Después de tantos siglos, el oro se había pegado al hueso; no se puede tener una sin la otra. Eso es lo que no entiendo —añadió tangencialmente—. ¿Por qué perturban mis tierras, si son mis ancestros?
—Aquí también murieron señores de An —le recordó Raederle—. Quizá sean los que están en tus trigales. Hallard, quiero esa calavera.
—¿Qué?
—Quiero la calavera de Farr.
Hallard la miró de hito en hito. Ella vio que luchaba consigo mismo, procurando devolver a Raederle el lugar que ella ocupaba en el mundo que él conocía.
—¿Para qué?
—Sólo dámela.
—¿Para qué, en nombre de Hel? —gritó él, luego calló y cerró de nuevo los ojos—. Lo lamento. Empiezas a parecerte a tu padre.
Tiene la virtud de hacerme perder la paciencia. Ahora bien, tratemos de ser racionales…
—Nunca estuve menos interesada en ser racional en toda mi vida. Quiero esa calavera. Quiero que entres en tu gran sala y la bajes de la pared sin dañarla y la envuelvas en terciopelo y me la entregues en tu…
—¡Terciopelo! —estalló él—. ¿Estás loca?
Ella reflexionó por una fracción de segundo.
—¡Quizá! —gritó a su vez—. ¡No me importa! ¡Sí, terciopelo! ¿Te gustaría ver tu propia calavera en un trozo de estameña?
El caballo de Hallard corcoveó, como si él le hubiera dado un tirón involuntario. Hallard entreabrió los labios, y Raederle oyó su rápida respiración mientras él buscaba palabras. Luego él tendió la mano lentamente y se la apoyó en el antebrazo.
—Raederle —dijo, como si el nombre fuera un recordatorio para ambos—, ¿qué piensas hacer con ella?
Ella tragó saliva. Se le secaba la boca cuando pensaba en sus intenciones.
—Hallard, el Portador de Estrellas está cruzando tus tierras.
—¿Ahora? —preguntó él, de nuevo alzando la voz incrédulamente.
Ella asintió.
—Y detrás de él… detrás de mí, siguiéndolo a él, hay algo… Quizá sea el Fundador de Lungold. No puedo proteger a Morgon de él, pero quizá pueda impedir que los muertos de An delaten su presencia.
—¿Con una calavera?
—¿Quieres bajar la voz?
Él se frotó la cara con las manos.
—¡Por los huesos de Madir! El Portador de Estrellas puede cuidar de sí mismo.
—Aun él se encontraría en un brete si tuviera que enfrentarse al Fundador y las fuerzas desatadas de An al mismo tiempo. —Raederle bajó la voz—. Él se dirige a Anuin. Quiero cerciorarme de que llegue allá. Si…
—No.
—Si tú no…
—No —insistió Hallard, meneando la cabeza—. No.
—Hallard. —Ella le sostuvo la mirada—. Si no me entregas esa calavera, lanzaré una maldición contra tu umbral para que ningún amigo jamás lo cruce, contra los portones, las poternas y las puertas de los establos para que nunca vuelvan a cerrarse, contra las antorchas de tu casa para que nunca ardan, contra las piedras de tu hogar para que nadie que esté de pie bajo los ojos huecos de Farr vuelva a sentir calor. Lo juro por mi nombre. Si no me entregas esa calavera, levantaré yo misma a los muertos de An, en tu tierra y en nombre del rey de An, y cabalgaré con ellos a la guerra en tus campos contra los antiguos reyes de Hel. Lo juro por mi nombre. Si tú no…
—¡De acuerdo! —Su grito furioso y desesperado resonó en sus tierras. Su rostro estaba pálido bajo su bronceado; la miró, resollando, mientras unos mirlos echaban a volar de la arboleda y sus hombres se movían inquietos en sus monturas a lo lejos—. De acuerdo —susurró—. ¿Por qué no? Todo An es un caos, ¿por qué no deberías cabalgar con la calavera de un rey muerto en las manos? Pero, mujer, espero que sepas lo que haces. Porque si sufres daño, echarás una maldición de pesadumbre y culpa a través de mi umbral, y hasta que muera ningún fuego de mi hogar será suficiente para calentarme.
Volvió grupas sin esperar respuesta; ella lo siguió por los campos y a través del río hasta los portones de la casa, sintiendo los latidos de su sangre asustada en los oídos.
Esperó, sin desmontar, mientras él entraba. Podía ver el patio vacío a través de los portones abiertos. Ni siquiera el fuego de la forja estaba encendido; no había animales sueltos, ni niños gritando en los rincones, sólo el incesante ladrido de los sabuesos. Hallard reapareció poco después, con un objeto redondo entre los pliegues de un paño de fino terciopelo rojo. Se lo entregó sin decir palabra; ella entreabrió el terciopelo, echó una ojeada al hueso blanco fundido con el oro.
—Y deseo algo más —dijo.
—¿Y si no es la cabeza de Farr? —preguntó el, observándola—. Las leyendas se urden con muchas mentiras.
—Esperemos que lo sea —susurró ella—. Necesito un collar de cuentas de vidrio. ¿Puedes encontrarme uno?
—Cuentas de vidrio. —Hallard se cubrió los ojos con los dedos y gruñó como los sabuesos. Alzó las manos con impaciencia y se volvió de nuevo. Esta vez tardó más en regresar, y su expresión era aún más colérica. Le ofreció un pequeño círculo de cuentas redondas y claras, un collar sencillo que un mercader podría haber regalado a una chiquilla o a la esforzada esposa de un granjero—. Lucirán bien resonando entre los huesos de Farr. —Cuando ella bajó la mano para coger el collar, él le volvió a asir la muñeca y susurró—: Por favor, ya te di la calavera. Ahora entra en mi casa, a salvo del peligro. No puedo permitir que atravieses Hel a caballo. Ahora está tranquilo, pero al caer la noche ningún hombre se mueve más allá de estas puertas atrancadas; estarás sola en la oscuridad con el nombre que llevas y el siniestro odio de los viejos señores de Hel. Los pequeños poderes que has heredado no serán suficientes para ayudarte. Por favor…
Ella se apartó, hizo retroceder el caballo.
—Entonces tendré que poner a prueba los poderes de otra heredad. Si no regreso, no importará.
—¡Raederle!
El eco de su nombre reverberó en los campos, resonó en los profundos bosques y lugares de reuniones secretas. Se alejó rápidamente de la casa antes de que él pudiera seguirla. Fue río abajo hasta los campos meridionales, donde el trigo joven yacía aplastado y revuelto y las antiguas tumbas de los antepasados de Hallard, antaño túmulos lisos y verdes cuyas puertas se habían hundido en la tierra, estaban partidas como huevos. Frenó frente a ellas. A través del suelo oscuro y removido y las piedras rotas de los cimientos podía ver el destello pálido de armas suntuosas que ningún hombre viviente se atrevía a tocar. Irguió la cabeza. Los bosques estaban inmóviles; un despejado y apacible cielo estival se extendía sobre An, salvo hacia el oeste, donde el azul se diluía en una franja oscura e intensa sobre los robles. Volvió grupas, miró los campos desiertos y susurrantes.
—Farr —murmuró al viento—, tengo tu cabeza. Si quieres que repose con tus huesos bajo la tierra de Hel, ven a buscarla.
Pasó el resto de la tarde recogiendo leña en el linde de la arboleda que se erguía sobre los túmulos funerarios. Mientras caía el sol, encendió una fogata y sacó la calavera de su envoltura de terciopelo. Estaba descolorida por la edad y el hollín; el listón de oro de la ancha frente estaba fusionado con el hueso. Los dientes estaban intactos en las mandíbulas apretadas; las profundas cuencas oculares y los pómulos anchos y salientes daban una idea de cómo era el rey cuya cabeza fiera e indómita había mirado el muladar de Oen. La luz de la fogata hacía ondear las sombras en las cuencas oculares, y a Raederle se le secó la boca. Extendió la tela brillante, puso la calavera encima. Sacó el collar de cuentas de vidrio del bolsillo, y en su mente ligó su nombre a una imagen del collar. Arrojó las cuentas al fuego. Un círculo luminoso de lunas enormes y chispeantes abrazó la calavera, la fogata y el inquieto caballo de Raederle.
Al despuntar la luna, oyó que el ganado del establo de Hallard comenzaba a mugir. Los perros de las pequeñas granjas que estaban allende los árboles elevaban un coro constante de ladridos ásperos y sobresaltados. Algo que no era el viento suspiró entre los robles, y Raederle bajó los hombros cuando pasó sobre su cabeza. Su caballo, tendido junto a ella, se puso de pie, temblando. Ella trató de calmarlo, pero las palabras se le atragantaron. Un gran fragor estalló entre los árboles distantes; animales que hasta entonces descansaban en silencio comenzaron a escapar de esa presencia. Un venado que huía a ciegas corcoveó y bramó al toparse con el círculo llameante, dio media vuelta y salió disparado hacia los campos abiertos. Cervatos, zorros y comadrejas se levantaron en la noche, pasaron en desesperado silencio frente a ella, perseguidos por la quebradura de ramas y malezas, y un bramido extraño y siniestro que se estrellaba una y otra vez contra los árboles. Raederle, tiritando, con las manos heladas y los pensamientos desperdigados como paja al viento, añadió una rama tras otra a la fogata hasta que las llamas enrojecieron las cuentas de vidrio. A fuerza de voluntad se abstuvo de quemar toda la leña de inmediato, y se irguió, con las manos sobre la boca para contener su corazón palpitante, esperando que esa pesadilla emergiera de la oscuridad.
Lo que emergió fue el gran Toro Blanco de Aum. El enorme animal, al que Cyn Croeg amaba como Raith de Hel amaba sus piaras, surgió de la noche y se dirigió a las llamas, azuzado por jinetes cuyas monturas color amarillo, óxido, negro, eran escuálidas y de ojos malignos. Moviendo las cabezas a los costados, mordisqueaban al toro mientras corrían. El toro, moteado de sangre y sudor, su cara chata y maciza enloquecida y aterrada, pasó por el círculo de Raederle, tan cerca que ella pudo verle los ojos inflamados y oler el almizcle de su pavor. Los jinetes rodearon al toro mientras giraba, y todos la ignoraron menos el último, que la miró con rostro burlón, mostrándole la cicatriz del rostro, que terminaba en un ojo blanco y marchito.
Todos los sonidos circundantes parecieron encogerse en un punto dentro de su cabeza; se preguntó, vagamente, si iba a desmayarse. El lejano mugido del toro le hizo abrir los ojos de nuevo. Gigantesco y ceniciento bajo el claro de luna, el animal corría a trompicones, bajando la testuz, por los campos de Hallard. Los jinetes, con armas cuyos destellos azules parecían relámpagos, se empeñaban cruelmente en lanzarlo contra los portones cerrados de Hallard. Allí lo dejarían, comprendió ella con súbito espanto, como una dádiva ante el umbral de Hallard, una mole muerta por la cual él debería rendir cuentas al señor de Aum. En esa fracción de segundo, Raederle se preguntó cómo estarían los cerdos de Raith; entonces su caballo relinchó a sus espaldas y ella giró, jadeando, para enfrentarse al espectro del rey Farr de Hel.
Era, como ella se imaginaba, un hombre robusto y vigoroso, de cara granítica. Tenía barba y cabellera cobrizos; usaba anillos de duro metal en cada nudillo, y su espada, que pendía sobre una de las lunas de cristal, era tan ancha en la base como la longitud de su mano. No perdió tiempo con palabras; hendió el aire tenue e ilusorio con una estocada, y casi se cayó del caballo. Se enderezó y trató de avanzar, pero el caballo reculó con un relincho de dolor y una mirada frenética. Él retrocedió para tratar de saltar; Raederle cogió la calavera y la sostuvo sobre las llamas.
—La soltaré —advirtió sin aliento—. Y luego la llevaré a Anuin, ennegrecida de ceniza, y la arrojaré de vuelta al muladar.
—No vivirás —dijo él, con una voz que estaba en la mente de Raederle; entonces ella vio el cardenal desparejo y morado de la garganta. Él la maldijo con voz ronca y hueca, íntegra y metódicamente, de la cabeza a los pies, en un lenguaje que ella nunca había oído usar a ningún hombre.
A Raederle le ardía el rostro cuando el rey concluyó; sostuvo la calavera sobre las llamas, insertando un dedo en una cuenca ocular.
—¿Quieres esto o no? —preguntó con firmeza—. ¿La uso para avivar el fuego?
—Tu leña se agotará hacia el alba —dijo la voz implacable—. Entonces la cogeré.
—Nunca la cogerás. —La voz de Raederle, transida de furia, sonaba con una certidumbre absoluta que ella casi sentía—. Créeme, tus huesos se pudren en los campos de un hombre que ha jurado lealtad a An, y sólo tú recuerdas qué tibia y qué hueso del cuello te pertenecen. Si recobras esta corona, podrás tener la dignidad del recuerdo, pero nunca me la arrebatarás. Si así lo decido, te la daré. Por un precio.
—No regateo con ningún hombre. No me someto a ningún hombre. Y menos a una mujer nacida de los reyes de An.
—He nacido de algo peor que eso. Te daré tu calavera sólo por un precio. Si te niegas una vez, la destruiré. Quiero una escolta de reyes para un hombre que atraviesa Hel con rumbo a Anuin…
—¡Anuin! —La palabra reverberó dolorosamente en el cráneo de Raederle y ella torció el gesto—. Nunca…
—Te lo pediré una sola vez. El hombre es un forastero en An, un cambiaforma. Se desplaza a través de An temiendo por su vida, y quiero que goce de amparo y protección. Lo sigue el mayor hechicero del reino. Él intentará detenerte, pero no te someterás. Si en el camino a Anuin el hechicero daña a este hombre, tu cráneo coronado se perderá. —Hizo una pausa, añadió apasionadamente—: No me importa lo que hagas en tu trayecto por An, mientras ese hombre esté protegido. Te entregaré la calavera en la casa de los reyes de An.
Él guardó silencio. Súbitamente Raederle notó que la noche había enmudecido; aun los sabuesos de Hallard Blackdawn callaban. Se preguntó si todos estarían muertos. Y se preguntó, casi distraídamente, qué diría Duac cuando encontrara los espectros de los reyes de Hel en su casa. La voz de Farr se introdujo en sus pensamientos.
—¿Y después?
—¿Después?
—Después que lleguemos a Anuin. ¿Qué exigencias, qué restricciones nos impondrás en tu propia casa?
Ella aspiró aire, y no encontró más coraje para exigencias.
—Si el hombre está a salvo, ninguna. Si lo habéis protegido. Pero sólo quiero una escolta de reyes de Hel, no una reunión del ejército de los muertos.
Hubo otro largo silencio. Ella arrojó una rama al fuego, vio el destello calculador en los ojos de Harr.
—¿Quién es ese hombre? —preguntó inesperadamente el rey.
—Si no conoces su nombre, nadie puede quitártelo. Tú conoces las formas de Hel: árboles, animales, la tierra. Tú les perteneces, estás en sus raíces. Encuentra al forastero cuya forma externa es de An, cuya médula no tiene nada de An.
—Si no tiene nada de An, ¿qué representa para ti?
—¿Qué crees tú? —preguntó ella fatigosamente—. Estoy sentada a solas aquí por causa de él, en la tumultuosa noche de Hel, regateando con un rey muerto por su calavera.
—Eres una necia.
—Quizá. Pero tú también estás regateando.
—Yo no regateo. An me despojó de mi corona, y An me la devolverá. De un modo u otro, te daré mi respuesta al alba. Si tu fogata se extingue antes de entonces, cuídate. No te mostraré más misericordia de la que Oen de An me mostró a mí.
Él se dispuso a esperar. Su rostro siniestro e impávido se recortaba en la oscuridad sobre los vidrios ardientes. Raederle quiso gritarle que ella no tenía nada que ver con sus reyertas ni su muerte, que él había muerto siglos atrás y su venganza era un asunto insignificante en medio de acontecimientos turbulentos que iban más allá de An. Pero el cerebro de él sólo vivía en el pasado, y los largos siglos debían de parecerle el paso de una sola noche en Hel. Ella se sentó frente al fuego, con la boca reseca. Se preguntó si, al despuntar el alba, él se proponía matarla o negociar con Duac por ella como ella había negociado por la calavera.
La casa de Hallard Blackdawn, con todas sus ventanas iluminadas a esa hora, más allá de dos campos y el río, parecía lejana como un sueño. Mientras ella la miraba con impotencia, el estrépito se reinició en los campos, un sonido nuevo esta vez: el escalofriante entrechocar de armas en una batalla nocturna en el pasto de Hallard. Los sabuesos alertaron sobre el peligro con ladridos roncos y perentorios como cuernos de guerra. Los ojos del rey, firmes e implacables, miraron a los de Raederle por encima del fuego ilusorio. Ella miró la fogata y vio el pequeño círculo ardiente, el núcleo de la ilusión, las cuentas que crepitaban lentamente en el abrazo de las llamas.
Los gritos se retiraron a un rincón de su mente. Oyó el crujido de la leña, el lenguaje sibilante de las llamas. Abrió la mano, tocó un ángulo flamígero y observó cómo se reflejaba en su mente. El reflejo buscó a tientas la forma de Raederle mientras ella lo sostenía con la mente y la mano; ella acalló sus pensamientos y se refugió en un silencio profundo mientras el reflejo crecía despacio. Lo dejó crecer largo tiempo, quieta como los antiguos árboles que la rodeaban, la mano alzada, abierta a las llamas que lamían la figura de doce lados de su palma. Entonces una sombra sobrevoló su mente, extinguiendo el fuego en ella; otra mente recorriendo la noche, un vórtice que examinaba a los vivos y los muertos de An. Pasó como grandes alas oscuras que bloqueaban la luna y la arrojó de vuelta a la noche, trémula y desamparada. Ella cerró la mano rápidamente sobre la pequeña llama y alzó la vista. Por primera vez vio un destello de expresión en los ojos de Farr.
—¿Qué fue eso? —crujió la voz del rey en su cabeza.
Raederle le exploró la mente y supo que ella también comenzaba a intimidarlo.
—De eso protegerás al Porta… al forastero.
—¿De eso?
—De eso. —Y Raederle añadió al cabo de un momento—: Extinguirá tu espectro como una vela si comprende lo que estás haciendo y nada quedará de ti, salvo tus huesos y un recuerdo. ¿Aún quieres tanto tu calavera?
—La quiero —dijo él hoscamente—. Aquí o en Anuin. Bruja, haz tu elección.
—No soy una bruja.
—¿Qué eres, pues, con esos ojos llenos de fuego?
Raederle pensó en ello.
—No tengo nombre —dijo, mientras una amargura que superaba toda pesadumbre le rozaba la boca. Se volvió de nuevo hacia el fuego, le echó más leña, siguió el vuelo frenético de cada chispa hasta ver que se extinguía. Cubrió de nuevo la fogata, esta vez con ambas manos, y lentamente empezó a darle forma.
Fue interrumpida muchas veces durante la noche interminable: por la estampida del ganado robado de Hallard Blackdawn, mugiendo de terror en los trigales; por los hombres armados que se congregaron alrededor de Farr mientras el rey esperaba, y el bramido de furia que lanzó el rey cuando se rieron de él; por el tintineo de espadas que le siguió. Una vez Raederle irguió la cabeza y sólo vio los huesos desnudos del rey sobre el caballo, desdibujados por el fuego; en otra ocasión, vio su cabeza como un yelmo en la curva del brazo, su expresión inmutable mientras ella buscaba una forma encima del muñón del cuello. Cerca del alba, cuando descendió la luna, ella se había olvidado de él, se había olvidado de todo. Había impuesto a las llamas un centenar de formas diversas, flores que se abrían y se disolvían, aves enardecidas que echaban a volar desde sus manos. Había olvidado hasta su propia forma, y sus laboriosas manos parecían otra forma del fuego. Algo indefinido, inesperado, ocurría en su mente. Vislumbró atisbos de poder y conocimiento, elusivos como el fuego, como si hubiera despertado recuerdos de su heredad. Rostros, sombras que se estiraban hasta diluirse, surgían y se esfumaban bajo su sondeo; plantas extrañas, susurros de idiomas marinos más allá de su oído. Un vacío en la hondura del mar, o en el corazón del mundo, abrió un hueco en su mente; ella lo escrutó sin temor, con curiosidad, demasiado sumida en su propia labor para preguntarse de quién era ese pensamiento negro. Encendió una distante estrella de fuego en ese yermo. Al ver que se movía, comprendió que no era un vacío sino una maraña de recuerdos y poder al borde de la definición.
Ese conocimiento la hizo regresar a tientas al caos más simple de An. Reposó como un viajero fatigado dentro de sí misma. Las nieblas del amanecer se extendían sobre los campos de Hallard; la mañana color ceniza colgaba entre los árboles sin un sonido que la recibiera. De la fogata sólo quedaban ramas carbonizadas. Se movió rígida y soñolientamente, y vio, por el rabillo del ojo, la mano que se extendía hacia la calavera. La hizo llamear con un fuego ilusorio de su mente. Farr retrocedió. Raederle recogió la calavera y se incorporó para encararlo.
—Estás hecha de fuego —susurró él.
Ella lo sentía en los dedos, bajo la piel, en las raíces del cabello.
—¿Te has decidido? —preguntó, con voz quebrada por la fatiga—. Aquí nunca encontrarás a Oen. Sus huesos yacen en el Campo de los Reyes, ante Anuin. Si puedes sobrevivir al viaje, podrás tomar tu venganza allí.
—¿Traicionas a tu propia familia?
—¿Me darás una respuesta? —exclamó ella con irritación. Y él calló a regañadientes. Antes que el rey hablara, Raederle notó que cedía, y le susurró—: Júralo por tu nombre. Jura por la corona de los reyes de Hel. Que ni tú ni nadie más me tocará a mí ni esta calavera hasta que hayáis transpuesto el umbral de Anuin.
—Lo juro.
—Que no le dirás a nadie lo que has jurado hacer, salvo a los reyes de Hel.
—Lo juro. Por mi nombre, en nombre de los reyes de Hel y por esta corona.
El rey, a pie en la luz del alba con el sabor de la sumisión en la boca, casi parecía vivo. Ella soltó un suspiro jadeante.
—De acuerdo. Yo juro en nombre de mi padre, y en nombre del hombre que escoltarás, que cuando lo vea en la casa del rey en Anuin, te entregaré esta calavera y no te exigiré nada más. Todo vínculo entre nosotros terminará. La única otra cosa que pido es que me hagas saber cuándo lo encuentres.
Él asintió lacónicamente. Posó los ojos en la mirada negra, hueca y burlona de la calavera. Luego giró y montó. La miró un instante antes de partir, y ella vio la incredulidad en sus ojos. Luego echó a andar, silencioso como hojarasca bajo los árboles.
Al salir del bosque, Raederle encontró a Hallard Blackdawn y sus hombres aventurándose afuera para contar las vacas muertas en los campos más bajos. Él la miró fijamente, y al fin habló con voz lánguida.
—Por la mano derecha de Oen. ¿Eres tú o un fantasma?
—No lo sé. ¿Ha muerto el toro de Cyn Croeg?
—Lo sangraron hasta agotarlo. Entra en la casa. —Mientras Hallard se recobraba de su estupor, sus ojos mostraban una emoción ambigua, entre preocupación y miedo. Alzó la mano con vacilación, la tocó—. Ven. Pareces…
—Lo sé. Pero no puedo. Iré a Anuin.
—¿Ahora? Espera, te daré una escolta.
—Ya tengo una —dijo Raederle, y notó que él miraba la calavera montada en el pomo de la silla.
—¿Vino a buscarla? —preguntó Hallard, tragando saliva.
Raederle sonrió levemente.
—Así es. Regateamos un poco.
—Por la mano derecha de… —Hallard tiritó sin vergüenza—. Nadie ha regateado con Farr. ¿Por qué? ¿Por la seguridad de Anuin?
Ella aspiró.
—No exactamente. —Sacó el collar del bolsillo y se lo devolvió—. Gracias. No podría haber sobrevivido sin él.
Mirando hacia atrás una vez, mientras bajaba la mano para abrir un portón, ella lo vio de pie e inmóvil junto al toro muerto, aún mirando ese indigno puñado de cuentas rajadas por el fuego.
Atravesó Hel hasta llegar a las tierras de Raith con una creciente e invisible escolta de reyes. Los sentía en derredor, y hurgó en sus mentes hasta que le dieron sus nombres: Acor, tercer rey de Hel, que mediante la fuerza y la persuasión había sometido a los últimos señores que guerreaban entre sí; Ohroe el Maldito, que había visto a siete de sus nueve hijos caer uno tras otro en siete batallas consecutivas entre Hel y An; Nemir de los Puercos, que había hablado el idioma de los hombres y el de los cerdos, que había criado al marrano Mediodía de Hegdis y tenía como porquera a la bruja Madir; Evern el Halconero, que adiestraba halcones para que combatieran contra los hombres; y otros, todos reyes, como Farr había jurado, que se unían a él, el último rey, en su viaje hasta el baluarte de los reyes de An. Ella rara vez los veía; los sentía cabalgar delante y detrás, las mentes unidas en una red de pensamientos, leyendas, conspiraciones, recuerdos de Hel que abarcaban su vida y su muerte. Aún estaban ligados a la tierra de An, más de lo que creían; sus mentes entraban y salían fácilmente de diferentes formas con las cuales sus huesos se habían entrelazado: raíces, hojas, insectos, animalillos. Raederle sabía que a través de esta percepción profunda de An, de este entendimiento sin palabras, reconocían al Portador de Estrellas, el hombre cuya forma no tendría nada de la esencia de An.
Lo habían encontrado rápidamente. Farr rompió el silencio para avisarle; ella no preguntó qué forma había cobrado él. Los reyes lo rodeaban mientras se desplazaba: quizás el ciervo que huía a brincos por un campo iluminado por la luna, aterrorizado ante esas presencias; el ave que echaba a volar sobresaltada; el ratón de campo que correteaba entre fardos de heno. Supuso que no se atrevería a conservar una forma durante mucho tiempo, pero le sorprendía que los reyes jamás le perdieran el rastro. Eran un señuelo para la potente mente que ella vislumbraba ocasionalmente mientras escrutaba esa tierra. Ningún hombre de An podría haber pasado inadvertido entre ellos, y menos un forastero; el hechicero, sospechó, debía escrutar a cada hombre que encontraban. También le sorprendía que él no la amenazara mientras ella cabalgaba a solas por la tierra perturbada; quizá pensaba, viendo la calavera en su silla, mirándola dormir de noche en el bosque, inmune al tumulto que la rodeaba, que estaba loca.
Raederle eludía a la gente, así que ignoraba la magnitud de la perturbación, pero una y otra vez vio campos vacíos al mediodía, cobertizos y establos cerrados y custodiados, señores que viajaban con cortejos armados hacia Anuin. El acoso constante les debía haber agotado la paciencia; con el tiempo convertirían sus casas en pequeñas fortalezas armadas, se recluirían y pronto no confiarían en nadie, ni vivo ni muerto. La desconfianza y la furia contra el rey ausente de An degeneraría en conflicto abierto, un gran campo de batalla de los vivos y los muertos, que ni siquiera Mathom podría controlar. Y ella, al llevar a los reyes de Hel hacia Anuin, quizá lo precipitara.
Pensó mucho en ello, mientras permanecía despierta de noche con la calavera al lado. Trató de prepararse, de explorar sus poderes, pero no tenía experiencia que le sirviera de guía. Apenas conocía sus facultades, los poderes intangibles como sombras que acechaban en su mente, poderes que ella aún no podía aprehender y dominar. Haría lo que pudiera en Anuin; Morgon, si podía arriesgarse, la ayudaría. Quizá Mathom regresara; quizá los reyes, sin contar con un ejército, se retiraran de Anuin. Quizás ella pudiera encontrar algo más para negociar. Esperaba que Duac, en cierta medida, comprendiera. Pero lo dudaba.
Llegó a Anuin nueve días después de partir de las tierras de Hallard. Los reyes habían empezado a aparecer antes de cruzar las puertas, escoltando como un séquito taciturno y pasmoso al hombre que custodiaban. Las calles de la ciudad parecían bastante tranquilas; muchas personas salían para mirar con inquietud y asombro al grupo de jinetes con sus monturas nerviosas y malvadas, sus cabezas coronadas, sus brazaletes y broches de oro, sus armas y vistosos atavíos que abarcaban casi toda la historia de esa tierra. Entre ellos, con capa y capucha en el día cálido, cabalgaba el hombre que habían custodiado. Parecía resignado a su escolta sobrenatural; sin mirarla siquiera, atravesó al trote las calles de Anuin, trepando la suave cuesta que conducía a la casa del rey. Los portones estaban abiertos; entraron en el patio sin que nadie los detuviera. Desmontaron, para confusión de los palafreneros, que no tenían la menor intención, ni siquiera bajo el peso de la colérica mirada de Farr, de tomar esos caballos. Raederle, al entrar sola detrás de ellos, vio que seguían al hombre encapuchado por la escalinata. El titubeo de los palafreneros le hizo comprender que pensaban que quizás ella también fuera un espectro, hasta que uno se adelantó con vacilación para sostenerle las riendas y estribos mientras ella se apeaba. Ella cogió la calavera y la llevó al salón.
Encontró a Duac a solas en el salón, mirando atónito y boquiabierto a ese grupo de reyes. Cuando Raederle entró, Duac la miró y cerró la boca con un chasquido audible. La sangre abandonó su rostro, dejándolo del color de la calavera de Farr. Ella se preguntó, mientras se dirigía al hombre encapuchado, por qué no se volvía para hablarle. Él se volvió entonces, como si hubiera sentido sus pensamientos, y fue ella quien quedó boquiabierta. El hombre a quien los reyes habían seguido y protegido por Hel no era Morgon sino Deth.
Capítulo 10
Ella se paró en seco, mirándolo con incredulidad. Deth tenía la piel tensa y blanqueada contra los huesos del rostro; acechado durante nueve días por los espectros de Hel, no parecía haber dormido mucho.
—Tú —jadeó Raederle. Miró a Farr, quien echaba una mirada calculadora a las vigas y rincones de la casa. Duac reaccionó y se le acercó con cautela a través de esa selección de reyes. Guardaban un silencio expectante, y la ardiente luz de las ventanas rebotaba en sus extraños escudos orlados con animales sin nombre. El corazón de Raederle martilleó súbitamente. Al fin logró hablar, y Farr volvió bruscamente la cabeza—: ¿Qué haces aquí? Cuando te dejé en los páramos, te dirigías a Lungold.
La serena voz de Deth sonó ronca, casi ahogada.
—No deseaba encontrar a la morgol ni a sus guardias en los páramos. Navegué por el Cwill hasta Hlurle, y abordé un barco que se dirigía a Caithnard. No me quedan muchos lugares en el reino.
—¿Y viniste aquí?
—Es el último lugar.
—Aquí. —Ella aspiró aire y le gritó con súbita y furiosa desesperación, deteniendo a Duac en su camino—: ¡Viniste aquí, y por tu causa he permitido que todos los reyes de Hel entraran en esta casa! —Oyó el rezongo hueco de la pregunta de Farr en su cerebro, y se volvió hacia él—. ¡Os habéis equivocado de hombre! ¡Ni siquiera es un cambiaforma!
—Lo encontramos con esa forma, y él optó por conservarla —respondió el sorprendido Farr, a la defensiva—. Era el único forastero que se desplazaba secretamente por Hel.
—¡No es posible! ¿Ésa es manera de respetar un trato? ¡Habríais tenido que buscar en todos los callejones y muelles del reino para encontrar a un hombre a quien deseara ver menos!
—He respetado mi juramento. —Por la expresión de Duac, Raederle notó que él también sentía en la mente la reverberación de esa voz áspera y sobrenatural—. La calavera es mía. Nuestro vínculo ha concluido.
—No. —Raederle retrocedió un paso, cerrando los dedos tiesos sobre la mirada ciega y sonriente de la calavera—. Dejaste al hombre que juraste custodiar en alguna parte de Hel, para ser acuciado por los muertos, para ser descubierto por…
—¡No había nadie más! —Ella vio que aun Deth torcía el gesto ante ese grito exasperado. El rey avanzó hacia ella, con un destello en los ojos oscuros—. Mujer, estás ligada por tu nombre a tu juramento, al trato que me hizo trasponer el umbral que Oen traspuso con esa calavera, llevándose con ella mi última maldición, para coronarme rey de su muladar. Si no me das ese cráneo, juro por…
—No jurarás nada. —Ella recogió luz de los escudos, la encendió con la mente y la extendió frente a él como un barrote amarillo—. Y no me tocarás.
—¿Puedes dominarnos a todos, bruja? —rezongó él—. Inténtalo.
—Esperad —intervino Duac. Alzó una palma en el aire, mientras la mirada maligna de Farr se volvía hacia él—. Esperad. —Su voz, en la que resonaba la autoridad de la desesperación, contuvo momentáneamente a Farr. Duac sorteó cautamente la luz del piso, llegó a Raederle y le apoyó las manos en los hombros. Al mirarlo, ella vio brevemente el rostro de Ylon, las cejas pálidas y angulosas, los ojos de color fluctuante. Sus hombros se estremecieron ante el súbito contacto humano, pues no había hablado con nada humano en nueve días, y vio la angustia que irrumpía en los ojos de Duac. Él susurró—: ¿Qué te has hecho a ti misma y a esta casa?
Devolviéndole la mirada, ella quiso narrarle toda aquella enmarañada historia, hacerle entender por qué su cabello colgaba lacio y sucio hasta la cintura, por qué discutía con un rey muerto acerca de su calavera y podía transformar el aire puro en llama. Pero ante el furor de Farr no se atrevía a revelar nada.
—Farr y yo hicimos un trato… —dijo rígidamente.
—Farr —jadeó Duac, casi sin pronunciar la palabra, y ella asintió, tragando saliva.
—Le pedí a Hallard Blackdawn que me diera su calavera. Permanecí despierta toda la noche durante el levantamiento de Hel, rodeada por el fuego, trabajando con el fuego, y al alba tuve poder para negociar. El Portador de Estrellas viajaba de Hel a Anuin; Farr juró reunir reyes para protegerle, a cambio de la calavera. Juró por su propio nombre y el nombre de los reyes de Hel. Pero no cumplió su parte del trato. Ni siquiera intentó hallar a un cambiaforma, sino que custodió al primer forastero que encontró viajando a través de Hel…
—El forastero no se opuso —interrumpió la voz glacial de Evern el Halconero—. Lo perseguían, y aprovechó nuestra protección.
—¡Claro que lo perseguían! Él… —Entonces Raederle comprendió la magnitud del peligro que había llevado a su casa. Susurró, los dedos helados contra el hueso que sostenía en las manos—: Duac…
Pero Duac no la miraba a ella sino al arpista.
—¿Por qué viniste aquí? El Portador de Estrellas aún no ha llegado a Anuin, pero debes de haber sabido que los mercaderes nos contarían su versión de la historia.
—Pensé que tu padre podría haber regresado.
—¿Qué esperabas que te dijera mi padre, en nombre de Hel? —preguntó Duac, más asombrado que enfadado.
—Muy poco. —Deth adoptó una actitud seductora y familiar, pero había preocupación en su rostro, como si escuchara algo que estaba más allá de la audición. Raederle tocó el brazo de Duac.
—Duac —dijo con voz trémula—, he traído a Anuin algo más que los reyes de Hel.
Él cerró los ojos, suspiró.
—¿Y ahora qué? Desapareciste de Caithnard hace dos meses, capturaste el barco de nuestro padre y dejaste que Rood regresara solo sin la menor idea de tu paradero. Ahora apareces de improviso, sin siquiera una advertencia, acompañada por los reyes de Hel, un arpista renegado y una calavera coronada. Las paredes de esta casa podrían derrumbarse sobre mi cabeza, y creo que no me sorprendería. —Hizo una pausa, le apretó el hombro—. ¿Te encuentras bien?
Ella sacudió la cabeza.
—No —susurró—. Oh, no. Duac, intentaba proteger a Morgon de Ghistelwchlohm.
—¿Ghistelwchlohm? ¿Él está…? ¿Siguió a Deth por Hel?
La expresión murió en su rostro. Miró a Deth, apartó las manos del hombro de ella como si levantara piedras.
—De acuerdo. —No había esperanza en su voz—. Quizá podamos…
—El Fundador no está en An —interrumpió el arpista con voz tensa.
—¡Yo lo sentía! —exclamó Raederle—. Estaba detrás de ti a las puertas de Anuin. Sentí que su mente escrutaba todos los rincones de Hel; irrumpía en mi mente como un viento negro, y yo sentía su odio, su furor…
—Ése no es el Fundador.
—Entonces, ¿quién…? —Raederle calló. Los hombres, vivos y muertos, estaban inmóviles como piezas de ajedrez. Ella sacudió la cabeza lentamente, calló de nuevo, sosteniendo la calavera con un dedo.
—Yo nunca habría escogido este lugar —dijo el arpista con inesperada vehemencia—. Pero no me diste opción.
—¿Morgon? —susurró ella. Recordó entonces la sigilosa prisa con que Morgon se había ido de Caithnard, la mente feroz que la había encontrado pero nunca la había amenazado—. ¿Te traje aquí para que él pudiera matarte? —El rostro de él, desesperado y exhausto, le dio la respuesta. Se sintió convulsionada por algo que era tanto un grito como un sollozo de pena y confusión. Miró a Deth, jadeando tensamente, sintiendo la calurosa hinchazón de las lágrimas detrás de los ojos—. Hay cosas que no vale la pena matar. Malditos seamos todos por esto: tú, por transformar a Morgon en aquello en que se ha transformado; él, por no ver en qué se ha transformado; y yo, por facilitar vuestro enfrentamiento. Lo destruirás incluso aunque estés muerto. Ahí tienes la puerta. Coge un barco y lárgate de Anuin.
—¿Adónde?
—¡A cualquier parte! Al fondo del mar, si no hallas otra. Ve n tocar el arpa con los huesos de Ylon. No me importa. Sólo lárgate, tan lejos que él olvide tu nombre y tu recuerdo. Vete…
—Demasiado tarde —dijo él, casi con afabilidad—. Me has traído a tu casa.
Ella oyó un paso a sus espaldas y se volvió. Pero era Rood, agitado y desgreñado de cabalgar, quien entraba precipitadamente en la sala. Posó los ojos color cuervo en la asamblea de espectros arrancados de sus tumbas por un sueño de venganza, armados como el rey de An se había armado durante siglos. Se paró en seco; Raederle vio, mientras él palidecía, el destello de reconocimiento en sus ojos. Ohroe el Maldito, cuyo rostro estaba cubierto de cicatrices rojas de la sien a la mandíbula, por la herida de su muerte, cogió a Rood por el cuello de la túnica y lo echó hacia atrás. Su brazo, forrado de cota de malla, se cerró con fuerza sobre la garganta de Rood; un cuchillo destelló en su otra mano; la punta pinchó la sien de Rood.
—Ahora negociemos de nuevo —dijo sucintamente.
Los aterrados pensamientos de Raederle ardieron a través de la hoja del cuchillo y saltaron a los ojos de Ohroe. Él jadeó, soltando el cuchillo. Rood le hundió el codo en las costillas, al parecer sin efecto, pero el brazo que le cerraba a garganta se aflojó cuando Ohroe se llevó la mano a la cabeza. Rood se zafó, cruzó el salón y se detuvo para descolgar una antigua espada que pendía allí desde la muerte de Hagis. Se unió a Duac.
—Deja esa espada —dijo serenamente Duac—. Lo último que quiero es una batalla en esta casa.
Los reyes parecieron unirse sin sonido. Entre ellos, el arpista, con la cabeza levemente agachada como si su atención sólo se concentrara en el movimiento que lo rodeaba, era conspicuo en su quietud, y Rood hizo un ruido gutural. Empuñó la espada con más firmeza.
—Díselo a ellos. Al menos, cuando nosotros también seamos espectros, podremos luchar en nuestros propios términos. ¿Quién los trajo aquí? ¿Deth?
—Raederle.
Rood volvió la cabeza abruptamente. Entonces vio a Raederle, detrás de Duac. Miró su rostro demacrado y la calavera que ella sostenía en la mano, y la punta de la espada tocó el piso con un tintineo. Ella vio que él tiritaba.
—¿Raederle? Te vi y ni siquiera te reconocí. —Arrojó la espada al piso y fue hacia ella. Tendió los brazos como había hecho Duac, pero no llegó a tocarla. La miró, y Raederle vio que en lo hondo de él, algo aletargado, desconocido para él, luchaba con la percepción de su poder.
—¿Qué te sucedió? —jadeó—. ¿Qué le sucede a la gente que trata de llegar a Erlenstar?
Ella tragó saliva, apartó una mano de la calavera para tocarlo.
—Rood…
—¿Dónde obtuviste semejante poder? No es como el que tenías antes.
—Siempre lo tuve.
—¿De dónde viene? Te miro y ni siquiera sé quién eres.
—Tú me conoces —susurró ella, un ardor en la garganta—. Soy de An…
—Rood —dijo Duac, con una voz aprensiva que obligó a Rood a volverse. Duac miraba la puerta; buscó a tientas a Rood—. Rood, mira eso. ¿Quién es? Dime que no es quien creo que es.
Rood giró. Cruzando el umbral, sin sonido, sin sombra, en una gran montura negra cuyos ojos tenían el color de los ojos del cráneo de Farr, cabalgaba un hombre con una gema roja como sangre en el círculo de oro de su cabeza. Era oscuro, nervudo, poderoso; la empuñadura del puñal y la espada eran de oro trenzado; la vistosa chaqueta que cubría la cota de malla tenía bordado el antiguo emblema de An: un roble cuyas ramas verdes sostenían un rayo negro. En el umbral dejó una vibración que nacía en los campos y huertos que rodeaban Anuin. Más allá, a través de las puertas abiertas, Raederle pudo ver a los guardias y criados desarmados de Duac luchando para abrirse paso. Era como luchar contra una muralla de piedra. El hombre coronado provocó una reacción inmediata en los espectros del salón: todos desenvainaron la espada. Farr se adelantó, blandiendo la enorme espada, y su rostro pálido e inexpresivo estaba lívido sobre el tajo del cuello. Los ojos del rey muerto, ignorando a Farr, moviéndose lentamente sobre los presentes, se posaron en Duac. El caballo negro se detuvo.
—Oen —murmuró Rood.
El rey lo miró un breve instante y se volvió nuevamente hacia Duac. Inclinó apenas la cabeza.
—Sea la paz para los vivientes de esta casa —dijo con voz desapasionada pero inflexible—, y que ninguna deshonra entre en ella. Para quienes poseen honor. —Hizo una pausa, fijando los ojos en el rostro de Duac mientras reconocía el secular instinto de la ley de la tierra, junto con algo más. Soltó una carcajada seca—. Tienes un rostro salido del mar. Pero tu padre es más afortunado. De mi heredero llevas poco más que su recuerdo…
El consternado Duac logró hablar al fin.
—Paz —dijo con voz trémula, tragando saliva—. ¿Traerás paz al entrar en esta casa y la dejarás al irte?
—No puedo. He prestado un juramento. Más allá de la muerte. —Duac cerró los ojos, moviendo los labios en una maldición breve e inaudible. Oen volvió el rostro hacia Farr; sus ojos se encontraron a través de la sala por primera vez fuera de sus sueños en seis siglos—. Juré que mientras los reyes gobernaran Anuin, Farr de Hel gobernaría el muladar del rey.
—Y yo he jurado —rezongó Farr— que no cerraría los ojos en mi tumba hasta que quienes gobiernan Anuin estén en la suya.
Oen enarcó las cejas.
—Ya perdiste la cabeza una vez. Oí que una mujer de Anuin sacó tu calavera de Hel para traerla aquí, y para su vergüenza abrió las puertas de esta casa a los muertos de Hel. He venido a limpiarla del hedor del muladar. —Miró de soslayo a Raederle—. Dame la calavera.
Ella quedó desconcertada ante el desdén de esa voz, de esos ojos, los ojos oscuros y calculadores que habían presenciado la construcción de una torre con barrotes de hierro junto al mar, una torre destinada a su heredero.
—Tú —susurró— traes palabras vacías a esta casa. ¿Qué has sabido de paz? Hombre de mente mezquina, contento con tus batallas, al morir dejaste un enigma que era mucho más que un rostro color mar. Tú quieres pelear con Farr por este cráneo como un perro por un hueso. Piensas que yo traicioné a mi casa. ¿Qué sabes tú de traición? Te has despertado para la venganza. ¿Qué sabes tú de venganza? Creíste terminar con los extraños poderes de Ylon cuando lo encerraste en su torre tan eficientemente, con tan poca comprensión y tan poca compasión. Debiste haber sabido que no puedes encadenar una pena o un furor. Has aguardado seis siglos una batalla con Farr. Bien, antes que alces tu espada en esta sala, tendrás que luchar conmigo.
Arrancó luz de los escudos, los brazaletes, las coronas enjoyadas, las losas, trazó un círculo de fuego alrededor de Oen. Buscó una llama en la habitación, pero ni siquiera había una vela encendida, así que se contentó con extraer de su memoria el elemento amorfo y fluctuante que ella había dominado bajo la mirada ominosa de Farr. Extendió esa ilusión alrededor de las ilusiones de los muertos. Abrió la mano y les mostró las formas que podía imprimirle, moldeándola en el aire, creando olas chispeantes que rompían contra su voluntad. Formó un círculo alrededor de los reyes, así como había formado un círculo para protegerse, y notó que se apiñaban intimidados. Bruñó los escudos con llama, los vio caer al piso, silenciosos como flores. Rodeó las coronas con fuego, y observó que los reyes arrojaban al aire esos aros de metal flamígero. Oyó voces lejanas e indistintas, voces de aves, la fragmentada voz del mar. Luego oyó el mar mismo.
Su rumor entraba y salía de las formas que urdía. Reconoció su lento vaivén, el viento hueco que gemía entre barrotes de hierro roto. El arpa dejó de tocar; la torre estaba vacía. Volvió a concentrarse en Oen; cegada por el pensamiento del fuego, lo veía sólo como una sombra, encorvado en su caballo. Y una furia que no le pertenecía a ella sino a Ylon, heredero del rey, comenzó a crecer en ella como una enorme ola que podría haber arrancado la torre de cuajo para arrojarla al mar.
La furia le dio un oscuro atisbo de extraños poderes. Le susurraba cómo partir una losa sólida en dos, cómo transformar la grieta delgada y negra en una vasta ilusión de vacío que succionaría el espectro de Oen, sin nombre y sin memoria. Le mostró cómo sujetar las ventanas y puertas de su propia casa, encerrar en ella a los vivos y los muertos; cómo crear la ilusión de una puerta que se abría constantemente a una ilusión de libertad. Le mostró cómo separar la desesperanzada esencia de la pesadumbre que ella recibía del mar, del viento, del recuerdo del arpa, para insertarla en las piedras y las sombras de la casa de tal modo que ninguno de sus moradores riera jamás. Sintió que la agitación de su dolor y furor, que habían encendido la luz, se mezclaba con un dolor y furor más antiguos contra Oen, hasta que apenas pudo distinguirlos; apenas podía recordar que Oen era para ella sólo un recuerdo de An, y no la figura viviente, terrible y despiadada del recuerdo de Ylon.
Se sintió perdida, ahogándose en la fuerza del odio de otro. Luchó contra él, ciega y aterrada, sin saber cómo liberarse del implacable impulso de destrucción dirigido contra Oen. Su terror cedió ante una furia impotente; estaba encadenada, como Oen había encadenado a Ylon, por el odio, por la falta de compasión, por la incomprensión. Entendió, antes de destruir a Oen, antes de liberar algo ajeno a la ley de la tierra de An en la casa de sus reyes, que tenía que obligar al espectro de Ylon, que había despertado en ella, a ver claramente por primera vez la heredad que ambos compartían, y al rey que había sido simplemente un hombre ligado a las imposiciones de esa heredad.
Uno por uno, con un esfuerzo imposible, trazó el rostro de los reyes con la luz del fuego. De ese oscuro vacío de rabia y pena, arrancó nombres para ellos, historias, dijo sus nombres mientras, sin armas, sin corona, mudos, la miraban de nuevo a través de la colina: Acor, Ohroe, maldecidos con la pesadumbre por sus hijos, Nemir que hablaba el lenguaje de los puercos, Farr que había acatado su voluntad para obtener un cráneo de seiscientos años; Evern, que había muerto con sus halcones, defendiendo su hogar. El fuego menguó alrededor de ellos, se convirtió en luz del sol sobre las losas. Vio de nuevo al arpista del Supremo entre los reyes. Vio a Oen. Él ya no estaba sobre el caballo, sino que había desmontado y apoyaba el rostro en el lomo del animal. Luego vio la grieta negra e irregular que se extendía de un extremo al otro de la losa, a los pies del rey.
Raederle dijo su nombre. El nombre pareció devolverle la perspectiva: el atemorizado espectro de un hombre muerto que siglos atrás había sido rey de An. El odio de ella despertó sólo débilmente contra él, contra el poder de su mirada. Despertó de nuevo, luego se vació como una ola agotada. La dejó libre, mirando la piedra agrietada, preguntándose qué nombre portaría ella durante el resto de su vida en ese salón.
Temblaba tanto que apenas podía tenerse en pie. Rood alzó la mano para sostenerla, pero él tampoco parecía tener fuerzas; él no podía tocarla. Vio que Duac miraba la losa. Él volvió la cabeza lentamente, la miró. Un sollozo ardía en su garganta, pues tampoco él tenía nombre para ella. Su propio poder la había dejado sin lugar, la había despojado de todo. Desvió los ojos hacia una franja de oscuridad que se extendía en el piso entre ellos. Comprendió lentamente que esa oscuridad era una sombra en un salón lleno de muertos sin sombra.
Giró. El Portador de Estrellas se erguía en el umbral. Estaba solo; el séquito de Oen se había desvanecido. Él la observaba; ella supo, por la expresión de sus ojos, cuánto había visto él, y lo miró con impotencia.
—Raederle —murmuró él.
No era una advertencia ni un juicio, sólo su nombre, y ella pudo haber llorado ante el reconocimiento que ello implicaba.
Al fin Morgon traspuso el umbral. Vestido con sencillez, al parecer desarmado, caminó sin trabas entre los reyes silenciosos, que uno por uno se volvieron para mirarlo. El oscuro retorcimiento de dolor, odio y poder que los había llevado hasta Anuin ya no era la espantosa sombra de la hechicería, sino algo que todos reconocían. Morgon posó los ojos de rostro en rostro, hasta encontrar los de Deth. Se detuvo; Raederle, con la mente abierta y vulnerable, sintió los recuerdos que lo sacudían hasta la médula. Morgon echó a andar de nuevo, despacio; los reyes se movieron en silencio, alejándose del arpista. Deth, con la cabeza gacha, parecía estar escuchando los pasos finales del largo viaje que para ambos había comenzado en la montaña de Erlenstar. Cuando Morgon llegó a él, irguió el rostro, cuyas arrugas resaltaban sin piedad a la luz del sol.
—¿Qué corolarios de justicia extrajiste en Erlenstar del cerebro del Supremo? —preguntó Deth sin inmutarse.
Morgon alzó la mano, cruzó la cara del arpista con una bofetada furiosa que hizo pestañear aun a Farr. El arpista recobró el equilibrio con esfuerzo.
—Aprendí lo suficiente —replicó Morgon, la voz áspera de dolor—. De vosotros dos. No me interesa discutir sobre la justicia. Me interesa matarte. Pero como estamos en el salón de un rey y tu sangre manchará el piso, sería cortés explicar por qué la derramaré. Me harté de tus melodías.
—Rompían el silencio.
—¿No hay nada en este mundo que rompa tu silencio? —Estas palabras se despedazaron contra los altos rincones—. En aquella montaña debo de haber chillado lo suficiente para romper cualquier silencio menos el tuyo. Fuiste bien adiestrado por el Fundador. No hay nada de ti que yo pueda tocar. Salvo tu vida. Y ni siquiera sé si la valoras.
—Sí, la valoro.
—Nunca suplicarías por ella. Yo supliqué la muerte a Ghistelwchlohm. Él me ignoró. Ése fue su error. Pero tuvo la prudencia de huir. Tú debiste empezar a huir el día que me llevaste a esa montaña. No eres necio. Debiste haber sabido que el Portador de Estrellas podía sobrevivir a aquello que el príncipe de Hed no resistiría. Pero te quedaste a tocar canciones de Hed hasta que sollocé en mis sueños. Pude haber partido las cuerdas de tu arpa con un pensamiento.
—Lo hiciste. Varias veces.
—Y no tuviste la sensatez de huir.
En el silencio absoluto del salón, parecía existir una extraña ilusión de intimidad entre ambos. Los reyes, con el rostro fatigado por la batalla y arrugado por la amargura, parecían tan embelesados como si mirasen un segmento de su propia vida. Duac aún se resistía a admitir que el Fundador hubiera estado en Erlenstar; Rood había dejado de resistirse. Su cara estaba despojada de toda expresión. Sólo observaba, tragando el grito o las lágrimas que le presionaban la garganta.
El arpista hizo una pausa antes de hablar.
—No, no soy necio. Quizás apostaba a que tú perseguirías al amo e ignorarías al criado. O que aun entonces te atendrías, ya que no pudiste conservar la terrarquía, a ciertos principios de la maestría de enigmas.
Morgon cerró las manos, pero las mantuvo quietas.
—¿Qué tienen que ver los estériles principios de un colegio vacío con mi vida o tu muerte?
—Quizá nada. Fue un pensamiento pasajero. Como mis melodías. Una cuestión abstracta que un hombre que porta una espada rara vez se detiene a meditar. Las implicaciones de la acción.
—Meras palabras.
—Quizá.
—Tú eres un maestro… ¿Qué corolario fue suficientemente fuerte para mantener tu adhesión a los principios de la maestría de enigmas? El primer corolario del Fundador de Lungold: el lenguaje de la verdad es el lenguaje del poder… Verdad de nombre, verdad de esencia. Tú hallaste la esencia de la traición más de tu gusto. ¿Quién eres para juzgarme si encuentro el nombre de la venganza… u homicidio, justicia, el nombre que quieras ponerle… más de mi gusto?
—¿Quién es nadie para juzgarte? Tú eres el Portador de Estrellas. Mientras me perseguías por Hel, Raederle te confundió con Ghistelwchlohm.
Ella lo vio retroceder.
—Morgon —resolló Rood con aliento entrecortado—, con principios o sin ellos, si no lo matas, yo lo haré.
—Es como decía, una cuestión abstracta. La idea de la justicia de Rood tiene mucho más sentido —declaró Deth con voz seca, cansada, vencida.
—¿Qué quieres de mí? —exclamó Morgon con una mueca de dolor y una voz que debió reverberar en las negras cavernas de Erlenstar. Movió la mano al costado, y la gran espada con estrellas cobró forma. Se elevó, centelleó en sus manos. Raederle sabía que los vería trabados para siempre de ese modo: el arpista desarmado, impasible, su cabeza erguida ante la espada que hendía la luz del sol, el tenso vigor de los músculos de Morgon mientras movía la hoja en un mandoble que la puso en equilibrio en el ápice de su ascenso. El arpista posó los ojos en el rostro de Morgon.
—Se les prometió un hombre de paz —susurró.
La espada, revoloteando extrañamente, anudó mechones de luz de las ventanas. El arpista estaba bajo el crudo filo de su sombra con una quietud familiar que de pronto le pareció a Raederle, en sus implicaciones, más terrible que cualquier cosa que ella hubiera visto en sí misma o en Morgon. Lanzó un gemido, una protesta contra el atisbo de esa paciencia, y sintió que la mano de Duac tiraba de ella. Pero no podía moverse. Una luz vibrante resbaló por la hoja. La espada cayó, se estrelló contra el piso con un estallido de chispas azules. Con el rebote, la empuñadura quedó con las estrellas hacia abajo.
No había ni un sonido en la habitación, salvo la espasmódica respiración de Morgon. Encaró al arpista, con las manos apretadas a los flancos; no se movió ni habló. El arpista, mirándolo, se movió un poco. La sangre volvió repentinamente a su rostro. Sus labios se movieron como si estuviera a punto de hablar, pero la palabra tropezó contra el implacable silencio de Morgon. Dio un paso vacilante hacia atrás. Luego agachó la cabeza, se volvió cerrando las manos, caminó rápida y silenciosamente entre los reyes inmóviles y salió de la sala, con la cabeza sin capucha encorvada bajo el peso del sol.
Morgon miró sin ver la asamblea de vivos y muertos. El torbellino irresuelto y explosivo que había en él colgaba como un hechizo peligroso sobre el salón. Raederle, de pie junto a Rood y Duac, inmovilizada por esa turbulencia amenazadora, se preguntó qué palabra traería los pensamientos de Morgon de vuelta de las negras y sofocantes cavernas de piedra, y del ciego rincón de verdad al cual lo había llevado el arpista. Parecía un extraño que no reconocía a nadie, peligroso con su poder; pero mientras ella se preguntaba qué forma cobraría ese poder, comprendió que ya la había cobrado, y que él ya les había revelado su nombre. Lo dijo suavemente, dudando, conociendo y no conociendo al hombre a quien pertenecía.
—Portador de Estrellas.
Morgon se volvió hacia ella; el silencio se disipó entre sus dedos flojos. La expresión que regresaba a su rostro la atrajo hacia él a través del salón. Oyó que Rood farfullaba a sus espaldas, hasta estallar en un sollozo seco y áspero, mientras Duac murmuraba algo. Ella se plantó ante el Portador de Estrellas, lo arrancó con una caricia de la opresión de sus recuerdos.
—¿A quiénes se les prometió un hombre de paz? —murmuró.
Él tiritó, estiró la mano hacia ella. Ella lo abrazó, apoyando la calavera en el hombro de Morgon, como una advertencia contra cualquier interrupción.
—Los niños…
Ella sintió un temblor reverencial.
—¿Los hijos de los Amos de la tierra?
—Los niños de piedra, en esa caverna negra. —Él la estrechó con más fuerza—. Él me dio esa opción. Y aunque él estaba indefenso, yo tendría que… tendría que haber recordado qué armas mortíferas podía forjar con palabras.
—¿A quién te refieres? ¿Al arpista?
—No sé. Pero sé lo siguiente: quiero que reciba un nombre. —Calló largo rato, ocultando el rostro contra ella. Al fin se movió, dijo algo que ella no pudo oír; ella retrocedió un poco. Él sintió el hueso contra la cara. Alzó la mano, cogió la calavera. Siguió con el pulgar el trazo de una cuenca ocular, miró a Raederle. Su voz ronca estaba más calma—. Te observé, aquella noche en las tierras de Hallard Blackdawn. Estaba cerca de ti cada noche, mientras te desplazabas por An. Nadie, ni vivo ni muerto, te habría tocado. Nunca necesitaste mi ayuda.
—Yo te sentía cerca —susurró ella—. Pero creí… creí que eras…
—Lo sé.
—Entonces… ¿qué suponías que yo intentaba hacer? —Raederle elevó la voz—. ¿Creíste que intentaba proteger a Deth?
—Es exactamente lo que hacías.
Ella lo miró atónita, pensando en todo lo que había hecho en esos extraños e interminables días.
—¿Y aun así te quedaste conmigo… para protegerme? —estalló.
Él asintió.
—Morgon, te dije lo que soy. Tú viste el poder oscuro que yo estaba despertando en mí… tú conoces sus orígenes. Sabías que soy pariente de esos cambiaformas que trataron de matarte, creíste que yo ayudaba al hombre que te había traicionado… ¿Por qué confiaste en mí, en nombre de Hel?
Las manos de Morgon, que rodeaban la corona de oro de la calavera, se cerraron con súbita fuerza sobre el metal gastado.
—No sé. Porque lo escogí. Entonces y para siempre. ¿Es ése el tiempo que te propones llevar esta calavera?
Ella meneó la cabeza, muda de nuevo, y tendió las manos para recobrarla y entregársela a Farr. El dibujo anguloso, pequeño y rubio de su palma relució bajo la luz. Morgon le cogió la muñeca.
—¿Qué es eso?
Ella resistió el impulso de cerrar los dedos sobre la marca.
—Surgió la primera vez que sostuve el fuego. Usé una piedra del Llano de la Boca del Rey para eludir a las naves de guerra de Ymris con una ilusión de luz. Mientras estaba ligada a la piedra, mirándola, vi a un hombre que la sostenía, como si mirase un recuerdo. Estaba a punto de conocerle. Entonces sentí la presencia de un cambiaforma en mi mente, buscando su nombre, y el vínculo se rompió. La piedra se ha perdido pero… su dibujo quedó tallado en mi palma.
Él aflojó la mano, la apoyó con extraña dulzura en la muñeca de Raederle. Ella lo miró; el temor que vio en el rostro de Morgon le heló el corazón. Él la abrazó de nuevo con la misma dulzura, como si ella pudiera disiparse como niebla y sólo una esperanza ciega pudiera retenerla.
El raspar de metal sobre las piedras los hizo girar a ambos. Duac, que había recogido la espada con las estrellas, le dijo aprensivamente a Morgon:
—¿Qué es lo que tiene ella en la mano?
Él meneó la cabeza.
—No lo sé. Sólo sé que durante un año Ghistelwchlohm hurgó en mi mente en busca de un conocimiento, revisó una y otra vez cada momento de mi vida, buscando cierto rostro, cierto nombre. Quizá fuera eso.
—¿El nombre de quién? —preguntó Duac.
Raederle, transida de espanto, apoyó el rostro en el hombro de Morgon.
—Él nunca se molestó en decírmelo.
—Si quieren la piedra, pueden encontrarla ellos mismos —dijo Raederle con aturdimiento. Él no había respondido la pregunta de Duac, pero luego le respondería a ella—. Nadie… El cambiaforma no pudo aprender nada de mí. La piedra está en el mar, con la corona de Peven. —Irguió la cabeza súbitamente, y le dijo a Duac—: Creo que nuestro padre lo sabía. Acerca del Supremo… y quizás acerca de mí.
—Yo no lo pondría en duda —dijo Duac. Y añadió fatigosamente—: Creo que él nació sabiéndolo todo. Salvo cómo volver a casa.
—¿Está en apuros? —preguntó Morgon. Duac lo miró sorprendido un instante. Sacudió la cabeza—. No lo creo. No lo siento así.
—Entonces sé adónde pudo haber ido. Lo encontraré.
Rood cruzó la sala para reunirse con ellos. Su rostro estaba empapado de lágrimas; ostentaba la conocida y austera expresión que llevaba consigo a sus estudios y sus batallas.
—Yo te ayudaré —le dijo a Morgon.
—Rood…
—Es mi padre. Tú eres el máximo maestro del reino. Y yo soy un aprendiz. Que me sepulten en Hel junto a Farr si te veo salir de este salón tal como entraste: solo.
—No estará solo —dijo Raederle.
Duac protestó, bajando la voz.
—No podéis dejarme solo con estos reyes, Rood. Ni siquiera conozco la mitad de sus nombres. Los que están en esta sala han sido sometidos por un tiempo, pero, ¿cuánto? Aum se rebelará, y el oeste de Hel. Quizás haya cinco personas en An que no serán presa del pánico, y tú y yo estamos entre ellos.
—¿De veras?
—Ningún espectro volverá a entrar en esta casa —dijo lacónicamente Morgon. Sopesó el cráneo en su mano, mientras lo miraban, y se lo arrojó a Farr. El rey lo atajó en silencio, un poco sorprendido, como si hubiera olvidado a quién pertenecía. Morgon escrutó a esa silenciosa asamblea de fantasmas y les dijo—: ¿Queréis una guerra? Os daré una. Una guerra de desesperación, por la tierra misma. Si perdéis, podéis errar en pena de un extremo al otro del reino sin hallar un sitio de reposo. ¿Qué honor podéis encontrar en perseguir al toro de Cyn Croeg… si a los muertos les interesa el honor?
—Está la venganza —sugirió ácidamente Farr.
—Sí, está la venganza. Pero sellaré esta casa contra vosotros, piedra por piedra, si es preciso. Haré lo que me obliguéis a hacer. Y a mí tampoco me preocupa el honor. —Hizo una pausa y añadió lentamente—: Ni las amistades y enemistades de los muertos de An.
—No tienes tal poder sobre los muertos de An —protestó Oen. Era una pregunta. Algo duro como las raíces de la montaña de Erlenstar asomó en los ojos de Morgon.
—Aprendí de un maestro —dijo—. Podéis librar vuestras insignificantes batallas hasta caer en el olvido. O podéis luchar contra quienes dieron a Oen su heredero, y que destruirán Anuin, Hel, la tierra que os vincula, si los dejáis. Y eso debería interesaros a ambos.
—¿Tenemos opción? —preguntó Evern el Halconero.
—No sé. No lo creo. —Morgon cerró súbitamente las manos y susurró—: Juro por mi nombre que os daré una opción si puedo.
Callaron de nuevo, los vivos y los muertos. Morgon se volvió a regañadientes hacia Duac. Duac, en cuyo instinto resonaban las palpitaciones de la tierra, comprendió su pregunta tácita.
—Haz lo que quieras en esta tierra —dijo bruscamente—. Pídeme lo que necesites. No soy maestro, pero puedo aprehender lo esencial de lo que has dicho y hecho en esta casa. Hay cosas que no entiendo. No sé cómo puedes tener poder sobre la ley de la tierra de An. Tú y mi padre, cuando lo encuentres, podéis discutir sobre ello más tarde. Sólo sé que el instinto me aconseja confiar en ti a ciegas. Más allá de la razón, y de la esperanza. —Alzó la espada en sus manos, se la entregó a Morgon. Las estrellas irradiaron una belleza inesperada a la luz del sol. Morgon miró a Duac sin moverse.
Quería hablar, pero no pudo. Se volvió súbitamente hacia el umbral vacío; Raederle se preguntó qué vería él más allá del patio, más allá de los muros de Anuin. Al fin Morgon cerró la mano sobre las estrellas, empuñó la espada.
—Gracias.
Entonces vieron que en su rostro perturbado asomaba tenuemente la curiosidad, y un recuerdo que no parecía albergar dolor. Alzó la otra mano, tocó el rostro de Raederle y sonrió.
—No tengo nada que ofrecerte —dijo con un titubeo—. Ni siquiera la corona de Peven. Ni siquiera la paz. Pero, ¿podrás esperarme un poco más? Ojalá supiera cuánto tiempo. Necesito ir a Hed, y luego a Lungold. Trataré de… Trataré…
Raederle dejó de sonreír.
—Morgon de Hed —declaró—, si traspones ese umbral sin mí, echaré una maldición sobre cada uno de tus pasos siguientes, para que dondequiera que vayas tu camino te traiga de vuelta a mí.
—Raederle…
—Puedo hacerlo. ¿Quieres comprobarlo?
Él calló, luchando entre su anhelo y su temor por ella.
—No —dijo abruptamente—. Está bien. ¿Me esperarás en Hed? Creo que puedo lograr que ambos lleguemos a salvo hasta allí.
—No.
—¿Entonces…?
—No.
—De acuerdo. Entonces…
—No.
—Entonces, ¿vendrás conmigo? —susurró él—. Porque no soportaría abandonarte.
Ella lo rodeó con los brazos, preguntándose qué extraño y peligroso futuro había escogido. Él la estrechó, ya no con dulzura sino con ferviente y aterrada determinación.
—Menos mal —dijo Raederle—. Porque juro, en nombre de Ylon, que jamás me abandonarás.