
Philip K. Dick
Cuentos Completos (Volumen 6)
Índice
Nota del Editor Digital
Cantata 140 (Cantata 140 © 1964)
Adios, Vincent ( Goodbye, Vincent © 1988)
Si Encuentran Ustedes Este Mundo Malo, Deberían Ver Algunos de los Otros (Conferencia 1977)
Philip K. Dick: Temática de su Obra y Biografía
Bibliografía
Nota del Editor Digital
Tras publicar los 5 volúmenes recopilatorios de las historias cortas de Philip K. Dick quedan pendientes algunos relatos cortos (los que son base de novelas largas y por ello no fueron incluidos en ninguno de esos volúmenes) y otros dos que en principio no son base de ninguna novele larga y no se por qué no están en ninguno de esos volúmenes (Quizás fueron descubiertos después).
Los que son base de novelas largas no se si están traducidos al castellano, pero esos dos relatos no incluidos si lo están, por ello creo un volumen 6 de Cuentos Completos (No oficial) para incluirlos. Para completar añado una conferencia de Philip K. Dick y una reseña bibliográfica de la Wikipedia sobre el autor.
Ajoajo 15/07/2009
Cantata 140 (Cantata 140 © 1964)
1
La joven pareja -de cabellos negros, piel oscura, probablemente mexicanos o portorriqueños- permanecía de pie, presa de nerviosismo, junto al mostrador de Herb Lackmore y el muchacho, el marido, decía en voz baja:
- Señor, queremos que nos ponga a dormir. Queremos transformarnos en Bibs.
Dejando su escritorio, Lackmore caminó hasta el mostrador, y aunque no le gustaban los Cols (parecía que cada mes llegaban más a la sucursal del Ministerio de Bienestar Social Especial, en Oakland), dijo con un tono de voz como para tranquilizar a ambos:
- ¿Lo habéis pensado bien, muchachos? Es una decisión importante. Podríais quedar fuera de acción cerca de doscientos años. ¿Habéis consultado al menos a algún consejero profesional?
El muchacho, mirándola a ella, tragó saliva y murmuró:
- No, señor. Lo hemos decidido entre mi esposa y yo. Ninguno de nosotros puede encontrar trabajo y en cualquier momento nos desalojarán del dormitorio. Ni siquiera tenemos vehículo, y sin un vehículo no se puede hacer nada. No se puede ir a ninguna parte. No se puede ni buscar trabajo.
Lackmore pudo apreciar que no se trataba de un joven mal parecido. Debía de tener unos dieciocho años, y todavía usaba chaqueta y pantalones evidentemente militares. La joven tenía el cabello largo; era muy pequeña, de ojos negros y brillantes y rostro de rasgos delicados, casi de muñeca. No dejaba de mirar a su marido.
- Voy a tener un hijo -dijo abruptamente.
- ¡Oh, al diablo con vosotros dos! -exclamó Lackmore, enfadado-. ¡Salid de aquí al instante!
Bajando culpablemente las cabezas, el muchacho y su mujer se volvieron para regresar a la céntrica calle de Oakland, California, muy transitada desde las primeras horas de la mañana.
- ¡Id a ver a un especialista! -les gritó Lackmore, pese a que le irritaba darles el consejo. Le molestaba tener que ayudarles, pero alguien tenía que hacerlo. ¡En qué aprieto se habían metido! Porque, sin duda, vivían en una pensión militar del Gobierno y era obvio que, si la muchacha estaba encinta, los echarían de allí sin más dilación.
Tirando de la manga de su arrugada chaqueta en un gesto de duda, el joven Col preguntó:
- Señor, ¿cómo hacemos para encontrar a un especialista?
Era la ignorancia típica de los estratos sociales de piel oscura, no obstante las interminables campañas educacionales del Gobierno. No era de extrañar que sus mujeres quedaran preñadas.
- Consultad el listín telefónico -contestó Lackmore-. En la sección abortos, terapéutica… O si no, en consejeros. ¿Habéis entendido?
- Sí, señor. Gracias -asintió rápidamente el muchacho.
- ¿Sabes leer?
- Sí. He ido a la escuela hasta los trece años.
En el rostro del joven se notaba un orgullo fiero; sus negros ojos resplandecían.
Lackmore volvió a leer su periódico; no tenía más tiempo para regalar. No cabía duda de que querían convertirse en Bibs. Que se les mantuviera en conserva, inalterables, en un almacén del Estado, año tras año hasta que… ¿Mejoraría alguna vez el mercado de trabajo? Personalmente, Lackmore lo dudaba, y hacía tiempo que andaba en aquellas lides; tenía noventa y cinco años: era un veterano. En sus buenos años había puesto a dormir a cientos de personas, casi todas ellas jóvenes como aquella pareja.
Y… morenos.
La puerta de la oficina se cerró. La pareja se había ido tan silenciosamente como llegó.
Suspirando, Lackmore comenzó a leer de nuevo el artículo sobre el divorcio de Lurton D. Sands hijo, el suceso más sensacional del momento; y como de costumbre, leía ávidamentecada palabra.
Para Darius Pethel, el día había comenzado con llamadas videofónicas de airados clientes que se quejaban de que no les compusiera sus transcursores instantáneos. Les respondía de manera tranquilizadora, diciendo que en cualquier momento recibirían la visita de un técnico, y, a la vez, esperaba que Erickson hubiera comenzado ya su trabajo en la sección de reparaciones de Transcursores Instantáneos Pethel, Ventas y Reparaciones.
Apenas se desvaneció su imagen del videófono, Pethel buscó entre los papeles de su escritorio el ejemplar del día del Informe Nacional de Negocios; estaba al tanto de todo el desarrollo económico del planeta. Esto sólo bastaba para situarlo por encima de sus empleados; esto, su fortuna y su avanzada edad.
- ¿Qué dice el Informe? -preguntó su vendedor, Stu Hadley; había hecho una pausa en sus actividades y estaba de pie en la entrada de su oficina, con una escoba magnética en la mano.
Pethel leyó en silencio el mayor de los titulares:
LAS VENTAJAS DE UN PRESIDENTE NEGRO PARA LA ECONOMIA COMUNITARIA DE LA NACION.
Abajo había una fotografía tridimensional y móvil de James Briskin. Pethel oprimió el botón que se encontraba en uno de los bordes del retrato y la imagen cobró vida; el candidato Briskin sonrió. Los labios del negro se movieron bajo el oscuro bigote y sobre su cabeza apareció un globo, en el que se leían sus palabras:
"Mi primera tarea será encontrar una colocación adecuada para los numerosos millones de durmientes".
- Y descargar hasta el último Bib otra vez en la bolsa de trabajo -murmuró Pethel, soltando el botón que accionaba las palabras-. Si triunfa este tío, el país caerá en la ruina.
Pero era inevitable. Tarde o temprano habría un Presidente negro, después de todo desde los sucesos de 1993 había más Cols que Caúcs.
Abatido por este pensamiento, pasó a la segunda página, en busca de novedades sobre el escándalo de Lurton Sands; siendo tan funestas las noticias políticas, tal vez esto le alegrara. El famoso cirujano de trasplantes estaba metido en un complicado juicio de divorcio con su igualmente famosa esposa Myra. De ambos lados se hacían cargos y ya habían comenzado a filtrarse jugosos detalles. Según los periódicos, el doctor Sands tenía una amante; por este motivo, Myra había iniciado la querella, y con derecho. Pethel pensaba, recordando las décadas finales del siglo XX, que ya no era como en los días de antaño. Ahora corría el año 2080, pero la moral pública y privada había empeorado.
Se preguntaba por qué querría el doctor Sands una amante, cuando todos los días pasaba por allí el Satélite Salón de los Placeres. Decían que se podía elegir entre quinientas muchachas.
El mismo no había visitado nunca el Satélite Thisbe Olt. Como muchos veteranos, no estaba de acuerdo con él; era una solución demasiado radical para el problema de la superpoblación. En el 76 los ancianos se habían opuesto a través de cartas y telegramas a que el Congreso autorizara su creación, pero de todos modos la ley se había impuesto; probablemente, según creía Pethel, porque la mayoría de los senadores pensaba frecuentarlo. De hecho, ahora lo hacían con regularidad.
- Si todos los blancos nos muriésemos… comenzó a decir Hadley.
- Escucha -dijo Pethel-. Ya hemos perdido esa oportunidad. Si Briskin consigue que los Bibs se pongan de su lado, aumentará su poder; en cuanto a mí, no puedo dormir pensando en toda esa gente, en su mayoría muchachos, echados en los almacenes del Gobierno año tras año. Fíjate en el talento que se desperdicia. ¡Es… burocrático! Sólo un recalcitrante gobierno socialista hubiera soñado con esa solución.
Mirando con severidad al vendedor, le dijo:
- Si no hubieras conseguido este empleo conmigo, hasta tú podrías…
Hadley le interrumpió tranquilamente:
- Pero yo soy blanco.
Pethel continuó leyendo y vio que el Satélite de Thisbe Olt había rendido mil millones de dólares americanos en 2079. "Caramba -se dijo- es un gran negocio". Ante él había una foto de Thisbe; con su cabello blanco cadmio y sus pechos cónicos, un poquito altos, su aspecto era un deleite estético. La lámina la mostraba convidando a sus clientes del Satélite con un cóctel de tequila, aunque debía de tratarse de algún otro estimulante, ya que el tequila, por derivar de la planta del mescal, había sido declarado ilegal en la decorosa Tierra.
Pethel oprimió el botón de la lámina y acto seguido los ojos de Thisbe resplandecieron, su cabeza se volvió, y sobre su cabeza apareció otro globo con la siguiente leyenda:
Señor ejecutivo norteamericano, ¿tiene usted molestas urgencias personales? Siga el consejo de los médicos: ¡Venga al Salón!
Pethel pensó que aquello era un anuncio, no una noticia.
- Disculpe.
Había entrado un cliente y Hadley había ido a su encuentro.
"¡Dios mío! -se dijo Darius Pethel al reconocer al cliente-. ¿No habíamos reparado ya su transcursor?"
Se puso de pie, comprendiendo que sería necesaria su presencia para apaciguar a aquel hombre -era Lurton Sands-, que debido a sus recientes problemas hogareños, se había vuelto últimamente regañón y malhumorado.
- Sí, doctor -dijo Pethel-. ¿Qué puedo hacer hoy por usted?
Como si no lo supiera. El doctor Sands tenía suficientes problemas con tratar de desembarazarse de Myra y procurar que su amante no le dejara; necesitaba en verdad su transcursor instantáneo en buen estado. A diferencia de los otros clientes, sería difícil quitarse de encima a aquel hombre.
Tirando de su frondoso bigote en un acto inconsciente, el candidato presidencial Briskin dijo:
- Estamos en un círculo vicioso, Sal. Debería despedirte. Tratas de hacerme comprender el asunto de los Cols, cuando sabes muy bien que he pasado veinte años adulando a toda la estructura del poder blanco. Con franqueza, creo que tendríamos mejor suerte si intentáramos conseguir el voto de los blancos y no el de los negros. Sé cómo apelar a ellos; me he acostumbrado a hacerlo.
- Estás equivocado -arguyó Salisbury Heim, asesor de su campaña política-. Escucha esto y trata de entenderlo, Jim. Tú debes apelar al joven moreno y a su mujer, mortalmente asustados de que su única perspectiva sea concluir como Bibs en algún almacén del Gobierno. "Encerrados en una botella", como ellos dicen. Esta gente ve en ti a…
- Pero yo me siento culpable.
- ¿Por qué? -preguntó Sal Heim.
- Porque soy un embustero. No puedo clausurar los almacenes del Ministerio de Bienestar Social Especial. Tú lo sabes. Me has hecho prometerlo y desde ese momento no he cesado de devanarme los sesos pensando cómo podría hacerlo. Pero no encuentro modo alguno.
Echó una ojeada a su reloj de pulsera; disponía aún de un cuarto de hora antes de su discurso.
- ¿Has leído el discurso que me escribió Phil Danville? -preguntó, metiendo la mano en el bolsillo de su chaqueta.
- ¡Danville! -exclamó Heim, con el rostro convulso-. Creí que ya te habías librado de él. Dame eso.
Cogió las hojas dobladas y comenzó a leerlas.
- Danville es un imbécil. Mira -dijo, mientras agitaba la primera hoja frente a los ojos de Jim Briskin-. De acuerdo con esto vas a prohibir el tráfico desde los Estados Unidos hasta el Satélite Thisbe. ¡Eso es una locura! Si el Salón de los Placeres se cierra, la tasa de nacimientos volverá a crecer hasta donde estaba. Y entonces, ¿qué? ¿Cómo se las ingeniará Danville para contrarrestar este efecto?
Después de una pausa, Briskin comentó:
- El Salón de los Placeres es inmoral.
- Seguro -farfulló Heim-. Y los animales deberían llevar pantalones.
- Tiene que haber una solución mejor que ese Satélite.
Heim permaneció en silencio y continuó leyendo el discurso.
- Te hace defender esa anticuada técnica de recreación planetaria de Bruno Mini, totalmente desacreditada -observó, mientras doblaba los papeles y se los devolvía a Jim Briskin-. ¿Adónde quieres llegar? Apoyas un esquema de colonización planetaria ensayado y desechado hace veinte años; defiendes la clausura del Salón de los Placeres… A partir de esta noche vas a ser muy popular, Jim. Pero, ¿popular entre quiénes, si se puede saber? Tan sólo contéstame esto: ¿A quién te diriges con este discurso?
Hubo un silencio.
- ¿Sabes qué pienso? -insistió al poco rato-. Que ésta es una elaborada estratagema tuya para desligarte de la cuestión. Para mandar al diablo todo este asunto. Es tu modo de eludir responsabilidades. Te vi hacer lo mismo en la Convención, con aquel discurso apocalíptico que pronunciaste y que dejó a todos desconcertados, con una curiosidad morbosa. Pero, por fortuna, ya habías sido designado. Era demasiado tarde para que la Convención te repudiara.
Briskin se explicó:
- En ese discurso expresé mis convicciones reales.
- ¿Qué, que la civilización está condenada a causa de la superpoblación? ¡Buenas convicciones para el Primer Presidente Col!
Heim se incorporó y fue hasta la ventana; se quedó mirando hacia el centro de Philadelphia: los helicópteros a reacción que aterrizaban, los torrentes de autobuses y las rampas por donde los peatones iban y venían, entrando y saliendo de los rascacielos.
- A veces -dijo Heim en voz alta-, parece que crees que la civilización está condenada porque ha aceptado un candidato negro, que posiblemente resulte electo; creer eso, en cierta forma, es denigrarte.
- No -respondió Briskin tranquilamente.
Su largo rostro se mantuvo inmóvil.
- Te diré qué debes decir en tu discurso de esta noche -declaró Heim, de espaldas a Briskin-. Primero hablas una vez más de tu relación con Frank Woodbine, puesto que a la gente siempre le atraen los exploradores del espacio. Woodbine es un héroe, mucho más que tú o el otro, como se llame. Ya sabes a quién me refiero; a tu adversario, el candidato de los demócratas-conservadores.
- William Schwarz.
Heim asintió exageradamente.
- Sí, eso es. Y después de que hayas fanfarroneado con lo de Woodbine y hayamos mostrado algunas tomas en las que estéis tú y él juntos en varios planetas, haces una broma sobre el doctor Sands.
- No -se opuso Briskin.
- ¿Por qué no? ¿Acaso Sands es una vaca sagrada? ¿No puedes meterte con él?
Jim Briskin replicó lenta y concienzudamente:
- Porque Sands es un gran médico y los medios de información no tienen por qué ridiculizarlo como lo hacen.
- Claro, él debe de haber salvado la vida de tu hermano. Debe de haber encontrado un nuevo tipo de bazo en el momento preciso. O tal vez haya salvado a tu madre justo cuando…
- Sands ha rescatado a cientos, miles de vidas. Incluso de Cols. Tanto si podían pagarle como si no.
Briskin calló un instante y luego agregó:
- Además, he conocido a su esposa Myra y no me ha gustado. Años atrás fui a verla.
- ¡Bien! -interrumpió Heim con violencia-. Podemos usar eso en tu favor… Estando Nonovulid al alcance de cualquiera; eso demuestra que eres un tipo previsor, Jim. Usas la cabeza.
Golpeaba su frente mientras lo decía.
- Ahora me quedan cinco minutos -comentó Briskin mecánicamente.
Espió las páginas del discurso de Phil Danville y las devolvió al bolsillo interior de su chaqueta. A pesar de que el tiempo era aún caluroso, usaba un convencional traje oscuro. Eso y una resplandeciente peluca roja habían sido sus rasgos distintivos desde los días en que era locutor de noticiarios de televisión.
- Pronuncia ese discurso -opinó Heim-, y habrás muerto para la política. Pero si…
Se interrumpió. La puerta de la oficina se había abierto y su esposa Patricia había aparecido en ella.
- Disculpa que te interrumpa -dijo-, pero desde fuera se oyen perfectamente tus alaridos.
Heim echó entonces un vistazo al gran salón, atestado de adolescentes briskinistas: voluntarias uniformadas, que habían venido de todo el país para colaborar en la elección del candidato republicano-liberal.
- Lo siento -murmuró Heim.
Pat entró en el despacho y cerró la puerta tras ella.
- Creo que Jim tiene razón, Sal -observó.
Era pequeña y de cuerpo gracioso; en otra época había sido bailarina. Tomó asiento y encendió un cigarrillo.
- Cuanto más ingenuo, mejor parece Jim -manifestó, dejando escapar el humo gris por entre sus labios pálidos y luminosos-. Aún llevas a cuestas cierta reputación de cínico cuando, por el contrario, deberías ser otro Wendell Wilkie.
- Wilkie perdió las elecciones -señaló Heim.
- Y Jim también podría perderlas -dijo Pat, apartando de sus ojos un largo mechón de cabellos-. Pero si pierde podrá volver a presentarse y ganar la próxima vez. Para él lo importante es aparecer inocente y sensible, como una persona dulce que carga sobre sus hombros todo el sufrimiento del mundo, porque ésa es su forma de ser. No puede evitarlo; tiene que sufrir. ¿Te das cuenta?
- No sois más que aficionados -gruñó Heim.
Los segundos pasaban y las cámaras de televisión estaban listas para empezar; Jim Briskin podía disponer del tiempo necesario para su discurso. Se sentó ante el pequeño escritorio que utilizaba cada vez que se dirigía al público. Frente a él, cerca de su mano, yacía el texto de Phil Danville. Todavía no había resuelto qué haría con él y meditaba en su sillón, mientras los técnicos se preparaban para la grabación.
El discurso seria radiado a la estación retransmisora del Satélite del partido republicano-liberal y desde allí se difundiría repetidamente hasta alcanzar el punto de saturación necesario. Era probable que los intentos de interferencia de los demócratas-conservadores fallaran, ya que la fuerza de recepción del Satélite RL era enorme. El mensaje se llevaría a cabo a pesar del Acta de Tompkin, que autorizaba la interceptación de material político. Y simultáneamente se podría interferir el discurso de Schwarz; su emisión estaba programada para la misma hora.
Frente a Jim se hallaba sentada Patricia Heim, sumergida en una nube de nervios e introspección. Y en la cabina de control, Briskin pudo divisar a Sal, ocupado con los ingenieros de TV, cerciorándose de que la imagen fuera atractiva.
Por último, apartado por su propia voluntad en, un rincón, estaba Phil Danville. Nadie hablaba con Danville; los señores del partido, que entraban y salían del estudio, ignoraban astutamente su presencia.
Un técnico hizo una seña a Jim. Era tiempo de empezar el discurso.
- Le ha hecho popular en estos días -dijo Jim Briskin ante las cámaras de TV-, mofarse de los viejos sueños y esquemas para la colonización planetaria. ¿Cómo puede ser tan insensata la gente? Tratando de vivir en un medio ambiente del todo inhumano…, en mundos jamás proyectados para el Homo Sapiens. Es curioso ver cómo han tratado de alterar durante décadas este entorno hostil, procurando satisfacer las necesidades humanas… y han fracasado.
Hablaba lentamente, casi arrastrando las palabras; se tomaba su tiempo. Gozaba de la atención de toda la nación y se disponía a hacer buen uso de ella.
- Así, ahora estamos a la búsqueda de un planeta ya hecho, otro Venus, o con más exactitud, lo que Venus nunca fue específicamente. Lo que nosotros esperábamos que fuera: lozano, pródigo, sencillo y productivo; Jardín del Edén esperando que fuéramos a descubrirlo.
Patricia, en una actitud reflexiva, fumaba su selecto cigarro "El Producto", sin apartar su mirada de él.
- Bien -dijo Briskin-, nunca lo encontraremos. Y si lo encontráramos, sería demasiado tarde. Demasiado pequeño, demasiado lejano. Si queremos otro Venus, otro planeta que podamos colonizar, tendremos que construirlo nosotros mismos. Podemos reírnos de Bruno Mini hasta la muerte, pero el hecho es que él tenía razón.
Desde la cabina de control y presa de una densa angustia, Sal Heim tenía clavados los ojos en él. Lo había hecho. Había ratificado el abandonado proyecto de Mini de recrear la ecología de otro mundo. La locura reaparecería.
La cámara se apagó. Volviendo la cabeza, Jim Briskin vio la expresión que había en el rostro de Sal Heim. Le habían interrumpido desde la sala de control; Sal había dado la orden.
- ¿No vas a dejarme terminar? -preguntó Jim.
La voz de Sal tronó, amplificada:
- ¡No, maldita sea! ¡No!
Poniéndose de pie, Pat le ordenó:
- Tienes que dejarle. El es el candidato. Si quiere hundirse, déjale.
También de pie, Danville exclamó roncamente:
- Si vuelves a interrumpirle, lo difundiré públicamente. Diré que le manejas como a un títere.
Y acto seguido se encaminó hacia la puerta del estudio, decidido a irse. Era evidente que pensaba cumplir lo que había dicho.
Jim Briskin dijo:
- Es mejor que enciendas todo otra vez, Sal. Ellos tienen razón; debes dejarme hablar.
No estaba enojado; sólo impaciente. Su deseo era continuar, nada más.
- Vamos, Sal -agrego con calma-. Estoy esperando.
Sal Heim y una camarilla del partido conferenciaban en la cabina de control.
- Va a ceder -comentó Pat a Jim-. Le conozco.
No había expresión alguna en su rostro; ella estaba molesta por la situación, pero se había propuesto sobrellevarla.
- Tienes razón -convino Jim.
- ¿Verás luego la repetición del discurso, Jim? -preguntó Pat-. Por consideración a Sal, ¿sabes? Para estar seguro de que lo que has dicho era lo que te proponías.
- Desde luego -aseguró Jim-. De todos modos había pensado hacerlo.
La voz de Sal Heim bramó desde el altavoz de una pared:
- ¡Maldito sea tu negro pellejo Col, Jim!
Briskin esperó en su escritorio, con los brazos cruzados y una sonrisa burlona en los labios.
2
Después del discurso, la secretaria de Prensa Dorothy Gill detuvo a Jim Briskin en el pasillo, diciéndole:
- Señor Briskin, ayer me pidió usted que averiguara si Bruno Mini vivía aún. Y, en cierto modo, está vivo.
La joven examinó sus anotaciones y prosiguió:
- Ahora trabaja como vendedor para una compañía de frutos secos en Sacramento, California. Es evidente que ha dejado su carrera de recreación, pero posiblemente su discurso le haga volver a ella.
- No lo creo -dijo Briskin-. A Mini puede disgustarle que un Col recoja sus ideas y las difunda.
- Gracias, Dorothy.
A su lado, Sal Heim meneó la cabeza y declaró:
- Jim, no tienes el más mínimo instinto político.
Encogiéndose de hombros, Jim Briskin repuso:
- Es posible que tengas razón.
Ese era su estado de ánimo ahora; se sentía pasivo y deprimido. De todos modos el daño estaba hecho. El discurso había sido grabado y ya estaban transmitiéndolo al Satélite RL. La revisión que había hecho de él era, en el mejor de los casos, superficial.
- He oído lo que dijo Dorothy -comentó Sal-. Es decir, que tendremos a ese Mini por aquí; habrá que lidiar con él en medio de todos nuestros problemas. De todas maneras, ¿qué tal te vendría un trago?
- Aceptado -dijo Jim Briskin-. Donde tú quieras. Indica el camino.
- ¿Puedo ir con vosotros? -preguntó Patricia, apareciendo junto a su esposo.
- Seguro -repuso Sal, mientras la rodeaba con un brazo y la estrechaba contra sí-. Una copa bien grande, alta y llena de burbujillas caprichosas y refrescantes que duran todo el trago: como les gusta a las mujeres.
Cuando salieron a la calle, Jim Briskin vio a dos manifestantes que llevaban pancartas.
MANTENGA BLANCA LA CASA BLANCA
¡NO DEJE QUE AMERICA SE ENSUCIE!
ASEO
Los dos manifestantes, dos jóvenes Caucs, clavaron sus ojos en él; Sal y Patricia les miraron fijamente. Nadie habló. Varios fotógrafos dispararon sus cámaras; la luz de sus flashes iluminó por un instante la estática escena, y luego Sal y Patricia, seguidos por Jim Briskin, continuaron su camino. Los dos manifestantes siguieron su marcha.
- Malditos -murmuró Pat, mientras los tres se sentaban dentro de una cabina en la cafetería que quedaba frente al estudio de televisión.
Jim Briskin observó:
- Cumplen con su función. Evidentemente, Dios quiere que hagan eso.
El incidente no le molestaba de manera particular; de un modo u otro, esto había formado parte de su vida desde que tenía memoria.
- Pero Schwarz ha aceptado que las cuestiones de raza y religión quedaran fuera de la elección -protestó Pat.
- Bill Schwarz, sí -subrayó Jim Briskin-, pero Verne Engel, no. Y es Engel quien conduce ASEO, no Schwarz.
- Sé de sobras que el DC apoya económicamente ASEO -argumentó Sal-. Sin ese apoyo se vendría abajo en cuestión de horas.
- No estoy de acuerdo contigo -dijo Jim-. Creo que el odio se organizará siempre en torno a agrupaciones como ASEO y que siempre habrá gente que las apoye.
Después de todo, ASEO tenía un propósito. No querían que hubiera un Presidente negro; ¿no tenían derecho acaso a opinar así? Algunas personas eran de este parecer, otras no; era muy natural. "¿Y por qué -se preguntaba- debemos pretender que la raza no sea un factor de elección? Lo es, en realidad. Soy un negro. La posición de Verne Engel es objetivamente correcta". La verdadera incógnita era: ¿qué porcentaje del electorado sustentaba las ideas de ASEO?
Ciertamente, ASEO no hería sus sentimientos; no podían herirle: ya tenía una larga experiencia acumulada durante sus años de locutor de noticiarios. "En mis años de negro norteamericano", pensó ácidamente.
Un niño, blanco, llegó a la cabina, llevando consigo un lápiz y un bloc de papel.
- Señor Briskin -dijo-, ¿puede firmarme un autógrafo?
Jim garabateó su firma y el niño salió corriendo a encontrarse con sus padres en la puerta de la cafetería. La pareja, bien vestida, joven y obviamente de clase alta, le hizo señas alegremente.
- ¡Estamos con usted! -gritó el hombre.
- Gracias -contestó Jim, asintiendo con la cabeza y tratando sin éxito de parecer también alegre.
- Vaya humor que tienes -comentó Pat.
Briskin asintió en silencio.
- Piensa en toda la gente de piel blanca como las azucenas -observó Sal-, que va a votar a un Col. Hombre, es muy estimulante. Prueba que no todos los blancos hemos caído tan bajo.
- ¿Dije alguna vez que así fuera? -preguntó Jim.
- No, pero lo crees. No confías realmente en ninguno de nosotros.
- ¿De dónde has sacado eso? -inquirió Jim, enojado.
- ¿Qué vas a hacerme? -exclamó Sal-. ¿Cortarme en trocitos con tu rasuradora magnético-electrográfica?
Pat se interpuso tajantemente.
- ¿Qué haces, Sal? ¿Por qué hablas a Jim de ese modo? -y mirando alrededor nerviosamente, agregó-: Imagina que por casualidad alguien escuchara.
- Estoy tratando de sacarlo de su depresión -replicó Sal-. No me gusta verle ceder ante los otros. Esos manifestantes de ASEO le preocupan, pero él no quiere reconocerlo.
Miró a Jim.
- Te lo he oído decir varias veces -dijo-: "No pueden herirme". Por supuesto que pueden. Ahora mismo te han herido. Tú pretendes que todos te quieran, los blancos y los Cols, todos. No comprendo cómo has logrado ingresar en la política. Debiste haberte quedado como locutor, deleitando a jóvenes y viejos. Especialmente a los adolescentes.
Jim declaró:
- Quiero ayudar a la raza humana.
- ¿Cambiando la ecología de los planetas? ¿Lo dices en serio?
- Si me eligen para el cargo, estoy decidido a nombrar director del Programa Espacial a Mini, sin conocerle personalmente; voy a darle la oportunidad que nunca ha tenido, ni siquiera cuando…
- Si te eligen, podrías absolver al doctor Sands -sugirió Pat.
- ¿Absolverle? -dijo Jim, mirándola desconcertado-. No lo están juzgando; sólo está tratando de divorciarse.
- ¿No has oído los rumores? -preguntó Pat-. ¡Su mujer está a punto de desvelar un crimen que él ha cometido, y así podrá ganar el juicio y quedarse con todas las propiedades de ambos. Nadie sabe de qué se trata, pero ella ha dejado entender que…
- No quiero oírlo -objetó Jim Briskin.
- Puede que tengas razón -reflexionó Pat-. El divorcio de los Sands se está volviendo desagradable. Mencionarlo, como quiere Sal, podría volverse en tu contra. La amante, Cally Vale, ha desaparecido; probablemente la hayan asesinado… Tal vez no nos necesites, después de todo.
- Os necesito -concretó Jim-, pero no para que me embrolléis en los problemas matrimoniales del doctor Sands.
Tomó su bebida.
El técnico Rick Erickson, de Transcursores Instantáneos Pethel, Ventas y Reparaciones, encendió un cigarrillo e inclinó su banquillo hacia atrás, empujándose con sus huesudas rodillas contra la mesa de trabajo. Frente a él estaba la torrecilla principal de un transcursor defectuoso. Concretamente, el que pertenecía al doctor Lurton Sands.
Siempre había habido desperfectos en los transcursores. El primero que se había puesto en uso estaba fuera de servicio; eso ocurrió varios años atrás, pero desde entonces los transcursores no se habían modificado en lo esencial.
Históricamente, el primer transcursor defectuoso había pertenecido a un empleado de Investigaciones Terran, llamado Henry Ellis. Siguiendo una costumbre muy humana, Ellis no había comunicado el desperfecto a sus patrones… o, por lo menos, eso era lo que recordaba Rick. A la sazón, él no había entrado en la profesión, pero el mito subsistía, una leyenda increíble que aún circulaba entre reparadores de transcursores y según la cual, gracias al defecto de su aparato, Ellis -se hacia difícil creerlo- había compuesto la Santa Biblia.
Los transcursores se caracterizaban por hacer posible una forma limitada de viaje a través del tiempo. A lo largo del tubo de su artefacto -se decía- Ellis había encontrado un punto débil, una trémula luz dentro de la cual se podía ver una acción instantánea. Se había agachado y había observado un conglomerado de personas pequeñas que gemían con voces aceleradas, moviéndose precipitadamente en el mundo, al otro lado de la pared del tubo.
¿Quién era aquella gente? En un principio, él no lo supo, pero aun así había trabado relación con ellos; había aceptado unas hojas -sorprendentemente finas y pequeñas-, que contenían preguntas y las había llevado al equipo de decodificación de lenguaje que funcionaba en Investigaciones Terran y, una vez los extraños escritos de la gente pequeña estuvieron traducidos, los llevó a una de las computadoras grandes de la compañía para que contestara las preguntas.
Luego volvió al Departamento de Lingüística al caer la noche, retornó al tubo del transcursor para devolver a la gente pequeña -en su propio idioma- las respuestas a sus preguntas.
Evidentemente, si hay que dar crédito a esto, Ellis era un hombre caritativo.
Sin embargo, Ellis suponía que no se trataba de una raza terráquea, e insistía en que era un diminuto planeta de otro sistema. Estaba equivocado. Conforme a la leyenda, la gente pequeña pertenecía al propio pasado de la Tierra; el idioma, naturalmente, era hebreo antiguo. Rick no pretendía saber si la historia era o no cierta, pero, en todo caso, debido a alguna sospechosa infracción de las leyes de la compañía, había sido despedido de Investigaciones Terran, y desde entonces había desaparecido. Quizá había emigrado; ¿quién podía saberlo? ¿A quién podía importarle? La misión de Investigaciones Terran era descubrir la pequeña mancha del tubo y procurar que el efecto no reapareciera en los sucesivos transcursores.
De repente, en el extremo de la mesa de trabajo de Rick, sonó con estridencia el intercomunicador.
- Oye, Erickson -dijo la voz de Pethel-. El doctor Sands está aquí y pregunta por su transcursor. ¿Cuándo estará listo?
Con el mango de un destornillador, Rick Erickson golpeó fuertemente la torrecilla del artefacto de Sands. "Será mejor que suba y hable con Sands -pensó-. Esto me está volviendo loco. No es posible que funcione tan mal como para que se queje así".
De dos en dos escalones, Rick Erickson subió a la planta baja. Allí, por la puerta principal, salía un hombre; era Sands: Erickson le reconoció por las fotos de los periódicos. Se apresuró y le dio alcance al llegar a la calle.
- Oiga, doc. ¿Cómo dice usted que su aparato le traslada de golpe a Portland, Oregón y sitios por el estilo? No es posible… ¡No está preparado para eso!
Se quedaron mirándose el uno al otro. El doctor Sands, bien trajeado, enjuto y ligeramente calvo, de piel muy bronceada y nariz afilada, le miraba de un modo complejo, calculando la respuesta. Parecía inteligente, muy inteligente.
"Así que éste es el hombre sobre el que todo el mundo escribe -se dijo Erickson-. Sabe vivir mejor que cualquiera de nosotros; su traje es de piel de alacrán marciano". No obstante, se sintió irritado. El doctor Sands tenía modales suaves; bien parecido al frisar los cuarenta y cinco años, tenía aire de afabilidad bonachona y confundida, como si fuera incapaz de comprender o manejar los sucesos que le habían sobrecogido. Erickson lo notaba; el doctor Sands tenía una distinción trastornada, apabullada.
Mas no por ello dejaba de ser un caballero. En un tono calmoso y preciso dijo:
- Pues parece que eso es lo que hace. Me gustaría poder darle más detalles, pero la mecánica nunca ha sido mi fuerte.
Su sonrisa desarmó a Erickson, haciendo que se avergonzara de su rudeza.
- Bueno… -dijo Erickson, cambiando de actitud-. La culpa la tiene IT. Podrían haber eliminado hace años los defectos de los transcursores. Es una lástima que usted tenga un cacharro así.
"No pareces tan mal tío", reflexionó.
- Un cacharro así -repitió el doctor Sands- encima eso. Es mi suerte, ¿sabe? Todas mis cosas han andado igual últimamente.
Su expresión cambió; parecía divertido.
- Tal vez yo pudiera hacer que IT se lo cambiase por otro -comentó Erickson.
Sands meneó la cabeza con energía.
- No -dijo-. Quiero ése especialmente.
Su tono se había vuelto firme; lo decía en serio.
- ¿Por qué?
¿Quién podía querer quedarse con un verdadero cacharro? No tenía sentido. De hecho, todo el asunto olía de un modo extraño, que Erickson, con su aguda perspicacia, había detectado; en sus horas de trabajo había alternado con muchos clientes.
- Porque es mío -respondió Sands-. Lo elegí yo.
Continuó su camino, calle abajo.
- No pensará que voy a creerme eso -dijo Erickson, como para si.
Sands se detuvo y preguntó:
- ¿Qué?
Retrocedió un paso, ahora con el rostro sombrío. La afabilidad había desaparecido.
- Discúlpeme. No quise ofenderle -dijo Erickson, mirando a Sands fijamente.
No le gustó lo que vio. Bajo la suavidad del doctor Sands había una gran frialdad, algo estático y frío. No era una persona común, y Erickson se sintió incómodo.
- Arréglelo pronto -dijo Sands con sequedad.
Se volvió y se fue con grandes zancadas, dejando a Erickson perplejo.
"¡Diablos! -se dijo éste, silbando-. Pobre de mí, no querría tener líos con él". Caminó hacia el establecimiento. Bajando los escalones de uno en uno, con las manos hundidas en los bolsillos, pensó que lo mejor sería armar de nuevo el aparato y hacer un viaje en él. Se acordó otra vez del viejo Henry Ellis, el primer hombre que había recibido un transcursor defectuoso. Recordaba que Ellis tampoco había querido cambiarlo. Tenía sus buenas razones.
De vuelta al taller del sótano, Rick se sentó junto a la mesa de trabajo, cogió la torrecilla principal del transcursor instantáneo del doctor Sands y comenzó a unir sus piezas. Al cabo de poco rato había vuelto a colocarlo hábilmente en su lugar y lo había enganchado al circuito.
"Ahora -se dijo, mientras conectaba la energía motriz-, veamos adónde nos lleva". Pasó a través del aro brillante que rodeaba la entrada del artefacto y se encontró -como de costumbre-, dentro de un tubo gris informe, que se estrechaba en ambas direcciones. Tras él, enmarcada por la abertura quedaba su mesa de trabajo. Y frente a él… La ciudad de Nueva York. La visión inestable de una activa esquina de la calle a la que daba la oficina del doctor Sands. Y más arriba, el prisma triangular del enorme edificio de plástico -una mezcla de compuestos rexeroides de Júpiter-, con su infinidad de pisos, sus innumerables ventanas… y más allá los retropropulsores individuales despegando o llegando a las rampas, en las cuales los transeúntes se desplazaban en multitudes tan densas que parecían autodestructivas. La ciudad más grande del mundo, cuatro quintos de ella quedaban bajo tierra; lo que Erickson veía no era más que una escasa porción, sólo una traza de su extensión visible. Nadie, en toda su vida, ni siquiera un veterano, podía verla integra; la ciudad era demasiado extensa.
"¿Lo ves? -rezongaba Erickson para sí-. El transcursor funciona a la perfección; esto no falla, es exactamente lo que debe ser". Agachándose, deslizó su mano experta por la superficie de transcursor. ¿Qué buscaba? No lo sabía. Algo que justificara la insistencia del doctor en conservar especialmente aquel transcursor.
Se tomaría el tiempo necesario. No le corría prisa. Estaba decidido a encontrar lo que buscaba.
3
El discurso sobre recreación planetaria que había pronunciado Jim Briskin -grabado en las primeras horas del día y luego retransmitido por el Satélite RL-, había sido demasiado penoso como para que Salisbury Heim lo soportara. Por eso había decidido tomarse una hora de descanso y buscar alivio como lo hacían muchos hombres: subió a un taxi a reacción y en pocos instantes volaba hacia el Satélite Salón de los Placeres. "Deja que Jim se canse de hablar de ese chiflado programa de ingeniería de Bruno Mini -pensaba en el asiento trasero del taxi aéreo, gozando de aquella pausa en sus tareas-. Deja que él mismo se ahorque. Por lo menos yo no tengo por qué dejarme arrastrar en su caída. A veces me tienta la idea de desertar del partido poco antes de las elecciones y pasarme al lado de los demócratas-conservadores".
Sin lugar a dudas, Bill Schwarz le recibiría con los brazos abiertos. Heim ya había tanteado, a través de un contacto muy sutil, la posible reacción de la oposición. Schwarz había aprovechado estos tenues lazos para expresar su entera conformidad ante una eventual unión de fuerzas con él. Sin embargo, Heim no estaba preparado aún para hacer su jugada; no había desarrollado bien su plan.
Al menos no hasta entonces. Aquella inesperada y desoladora sorpresa… ¡Justo cuando el partido tenía tantos problemas por resolver!
El quid de la cuestión -sabía esto por los padrones electorales- era que Jim Briskin iba a la zaga de Schwarz, a pesar de contar con todos los votos de los Cols, que incluían también las razas no negras, tales como los portorriqueños de la costa Este y los mexicanos del Oeste. La diferencia era amplia. Pero, ¿por qué se rezagaba Briskin? Porque todos los blancos concurrirían a las elecciones, mientras que sólo un sesenta por ciento de los Cols se dejarían ver ese día. Se mostraban increíblemente apáticos con respecto a Jim. Tal vez pensaran -Sal lo había oído decir- que Jim se había vendido a los intereses de los blancos. Que no era, aun siendo Col, un autentico líder de la gente de su raza. Y en alguna medida era verdad. Porque Jim Briskin representaba tanto a blancos como a Cols.
- Ya hemos llegado, señor -le informó el conductor del taxi.
El vehículo aminoró la marcha y se posó sobre la superficie en forma de pechos de mujer, a unos diez metros del pezón rosado que hacia las veces señal de posición.
- ¿Usted es el asesor de Jim Briskin? -preguntó el conductor, que era Col, volviéndose hacia él-. Le he reconocido. Oiga, señor Heim; él no está vendido, ¿no es cierto? He oído a mucha gente discutir sobre eso, pero no creo que él sea de ésos, estoy seguro.
- Jim Briskin -dijo Heim, mientras buscaba su billetera- jamás se ha vendido a nadie. Y nunca se venderá. Puede decir eso a sus hermanos de raza, porque es verdad.
Pagó su viaje. Se sentía malhumorado. Condenadamente malhumorado.
- ¿Pero es cierto que…?
- Trabaja con gente blanca, si. Mi esposa y yo trabajamos con él. ¿Y qué? ¿Acaso van a desaparecer blancos cuando Briskin sea electo? ¿Es lo que queréis? Porque si queréis eso, no lo vais a conseguir.
- Creo que sé a qué se refiere -manifestó el conductor, asintiendo lentamente-. Usted opina que él esta a favor de toda la gente, ¿no es eso? Comparte intereses de la minoría blanca al igual que los de la mayoría Col. Os va a proteger incluso a vosotros, los blancos.
- Eso es -contestó Salisbury Heim, mientras abría la puerta del taxi-. Como usted dice, incluso a nosotros, los blancos.
Ya estaba de pie sobre el pavimento. "Si, incluso a nosotros -se dijo-. Porque lo merecemos".
- Hola, señor Heim.
Era una melodiosa voz de mujer. Heim se volvió.
- ¡Thisbe! -exclamó, complacido-. ¿Cómo estás?
- Feliz de verte y de que no te hayas quedado abajo sólo porque tu candidato no nos aprueba -dijo Thisbe Olt.
Arqueó graciosamente sus brillantes cejas, pintadas de color verde. En su rostro estrecho, como de arlequín, relucieron incontables puntos de luz pura, clavados en su piel; daban a su semblante misterioso la apariencia de la belleza siempre renovada. En verdad se había renovado a lo largo de varias décadas. Cimbreándose, esbelta, casi frágil, jugueteaba con las pequeñas borlas, hechas de una tela impregnada de piedras, que colgaban de su brazo desnudo; se había puesto ropas ligeras para salir a recibirle y él se sentía complacido. Ella le atraía mucho; hacía tiempo que le gustaba.
Cautelosamente, Sal Heim preguntó:
- ¿Qué te hace pensar que Jim Briskin tenga algún motivo de queja contra el Salón, Thisbe? ¿Alguna vez ha dicho algo al respecto?
Que él supiera, las opiniones de Jim sobre este punto nunca se habían hecho públicas; por lo menos, él había tratado siempre de que las mantuviera ocultas.
- Esas cosas se saben pronto aquí, Sal -explicó Thisbe-. Creo que deberías entrar y hablar de ello con George Walt. Están abajo, en su oficina del nivel C. Tienen un par de cosas que decirte, Sal. Lo sé porque les he oído discutirlas.
Molesto, Sal comenzó a decir:
- No he venido para…
¿De qué servía? Si los dueños del Salón querían hablarle, era conveniente que fuera.
- De acuerdo -contestó.
Siguió a Thisbe en dirección al ascensor.
Pese a sus esfuerzos por evitarlo, siempre que trababa conversación con George Walt se angustiaba. Eran una clase especial de mutantes; nunca había visto a nadie como ellos. No obstante su impedimento, George Walt habían alcanzado un gran poder económico en la sociedad. Se rumoreaba que el Satélite Salón de los Placeres era sólo una de sus posesiones, cuyo conjunto estaba vastamente diseminado en el mapa financiero del mundo moderno. Ellos eran una clase de mutantes gemelos, unidos por la base del cráneo, de modo que una sola estructura cefálica servía a ambos cuerpos separados. Era evidente que la personalidad George habitaba un hemisferio del cerebro y usaba un solo ojo: el derecho, según recordaba Sal. Y la personalidad Walt existía en el otro lado, distinta, con su idiosincrasia propia, sus tendencias y sus puntos de vista… y su ojo propio, desde el cual observaba el universo exterior.
Cuando las puertas del ascensor se abrieron en el nivel C, un sirviente uniformado, que hacía las veces de policía, detuvo a Sal.
- El señor George Walt quieren verme -arguyó éste-. O al menos eso me ha dicho la señorita Olt.
- Por aquí, señor Heim -rogó entonces el sirviente, llevando la mano respetuosamente hacia su gorra, mientras conducía a Sal a través del silencioso pasillo alfombrado.
Fue guiado hasta una espaciosa habitación. En ella estaban George Walt, sentados en un canapé. Los dos cuerpos se pusieron de pie a un mismo tiempo, sosteniendo la cabeza común. La cabeza, con las entidades de los hermanos bien separadas, hizo un gesto de bienvenida y la boca sonrió. Un ojo -el izquierdo- le miraba con fijeza, mientras el otro se extraviaba vagamente, como si estuviera preocupado.
Los dos cuellos se unían de un modo tal que la cabeza y el rostro quedaban algo inclinados hacia atrás. George Walt tendían siempre a mirar por encima de su interlocutor, no importaba quién fuera, y a esto se agregaba su singular expresión. Todo hacía que parecieran formidables, que fuera imposible atraer su atención. La cabeza era de tamaño normal, pese a todo, al igual que los cuerpos. El cuerpo de la izquierda -Sal no recordaba a quién pertenecía- llevaba ropas informales: una camisa de algodón, anchos pantalones y sandalias en los pies. El de la derecha, en cambio, llevaba un traje con una sola chaqueta, corbata y una capa corta abotonada de color gris. Las manos del cuerpo de la derecha estaban hundidas en los bolsillos del pantalón, postura que le daba un aire de autoridad cuando no de edad, ya que parecía notablemente mayor que su gemelo.
- Soy George -dijo con amabilidad la cabeza. ¿Cómo está, Sal Heim? Me alegro de verle.
El cuerpo de la izquierda extendió su mano, caminó hacia ellos y estrechó enérgicamente su mano. El cuerpo de la derecha no quiso estrechar la suya; la dejó en el bolsillo.
- Soy Walt -indicó luego la cabeza, con más afabilidad-. Queríamos discutir con usted sobre su candidato, Heim. Siéntese y tome un trago. Diga, ¿qué quiere que le prepare?
Los dos cuerpos se las arreglaron para ir juntos hasta el copero, en el que podía verse un bar bien provisto. Las manos de Walt abrieron una botella de aguardiente de maíz, mientras las de George preparaban hábilmente un Old Fashioned, mezcla de azúcar, agua y bítter en el fondo de un vaso. Juntos, George Walt terminaron de preparar el cóctel y se lo alcanzaron a Sal.
- Gracias -dijo Sal, cogiendo el vaso.
- Le habla Walt -dijo la cabeza común-. Sabemos que si Jim Briskin resulta elegido, dará instrucciones a su Secretario de Justicia para que encuentre el modo de clausurar el Satélite. Es un hecho ¿no?
Los dos ojos, ahora juntos, clavaron en él una mirada intensa y astuta.
- No sé dónde podéis haber oído una cosa así -replicó Sal, evasivamente.
- Le habla Walt -anunció la cabeza-. Hay un informante en su organización. Por eso nos enteramos. Usted se da cuenta de lo que esto significa. Tendremos que volcar nuestro apoyo en Schwarz. Sabe usted muy bien la cantidad de transmisiones que hacemos a la tierra día tras día.
El suspiró. El Salón mantenía una corriente ininterrumpida de shows de baja calidad, que llegaban a través de una gran variedad de canales, y aunque estaban dirigidos a los hombres, eran vistos por casi todo el país. Los shows, especialmente esa orgía en la que aparecía la misma Thisbe -con su famoso despliegue de músculos contrayéndose y extendiéndose- eran un poderoso impulso para la actividad del Satélite. Organizar una campaña en contra de Briskin sería muy sencillo: los publicistas del Satélite eran diestros profesionales.
Dejando el vaso, Sal se puso de pie y se encaminó hacia la puerta.
- Adelante. Poned vuestros shows en contra de Briskin. Ganaremos de todos modos las elecciones, y entonces sí podéis estar seguros de que él os clausurará. Es más, yo en persona os lo garantizo ahora mismo.
La cabeza parecía preocupada.
- ¡Eso sería abuso de poder! -bramó.
Sal se encogió de hombros.
- Yo sólo protejo los intereses de mi cliente; seréis vosotros los que comenzasteis con amenaza.
- Le habla George -señaló con rapidez la cabeza-. Esto es lo que yo creo que hay que hacer. Presta atención, Walt. Queremos que Jim Briskin venga hasta aquí y se fotografíe públicamente.
Walt mismo celebró la propuesta.
- Es una buena idea. ¿Entiende, Sal? Briskin llega, rodeado por todos los medios de difusión y besa a una de nuestras chicas; a él le conviene, pues aparecerá como un hombre normal, no como un cretino. De ese modo os beneficiáis vosotros. Unos elogios. Un buen toque final, aunque optativo. Por ejemplo, puede decir que los intereses de la nación tienen…
- Nunca lo hará -aseguró Sal-. Antes perdería las elecciones.
La cabeza dijo con acento lastimero:
- Le daríamos la mujer que quisiera; tiene quinientas para elegir.
- No tendréis suerte -dijo Sal Heim-. Si me hicieseis esa oferta a mí, yo aceptaría enseguida. Pero no Jim. Él es… chapado a la antigua. Es puritano. Hasta podría decirse que es un remanente del siglo XX.
- O del XIX -dijo venenosamente la cabeza.
- Decid lo que os parezca -apuntó Sal-. A él no le importa. El tiene sus convicciones; creedme, este Satélite es… una deshonra. El modo en que hacen las cosas aquí: bum, bum, bum…, todo mecánicamente, sin que haya contacto personal, sin que las relaciones personales tengan una base humana. Conducís esto como un autoservicio; yo no me opongo, ni la mayoría de la gente lo hace, porque ahorra tiempo. Pero Jim se opone, porque es un sentimental.
Los dos brazos derechos amenazaron a Sal mientras la cabeza decía a viva voz:
- ¡Al diablo con eso! Aquí arriba somos tan sentimentales como el que más. Ponemos música de fondo en todos los cuartos y las muchachas aprenden siempre el nombre de pila de todos los clientes y se les exige llamarlos por éste y no por ningún otro. ¿Cuánto más sentimentales quiere que seamos, por el amor de Dios? ¿Qué es lo que en realidad desea?
En tono aún más alto, casi rugiendo, agregó:
- ¿Una ceremonia de casamiento antes y un divorcio después para que sea un matrimonio legal? ¿Es eso? ¿O quiere que enseñemos a las chicas a planchar y a usar ropas de mamá y calzones y que los clientes paguen para verles los tobillos? Escuche, -su voz bajó de tono y se volvió siniestra, letal-. Escuche, Sal Heim -repitió-. Conocemos nuestro negocio. No se meta en él y nosotros no nos metemos en el suyo. A partir de esta noche, nuestros anunciadores insertarán un aviso a favor de Schwarz en cada transmisión que se haga a la Tierra; justo en medio de esa gloriosa obra de arte, usted sabe a qué me refiero, cuando las muchachas…, bueno, ya sabe. Quiero decir, en esa parte precisamente. Vamos a hacer una campaña acerca de esto; lo expondremos al público. Vamos a asegurar la reelección de Schwarz. Y asegurar que la derrota de ese Col sea completa, total.
Sal no dijo palabra. La amplia oficina alfombrada quedó en silencio.
- ¿No va a responder, Sal? ¿Va a quedarse de brazos cruzados?
- He venido hasta aquí para visitar a una chica que me gusta -declaró Sal-. Se llama Sparkey Rivers. Querría verla ahora -se sentía fatigado.
- Es diferente de todas las que he probado -agregó-. Pero en seguida, pasándose la mano por la frente murmuró-: No, estoy muy cansado ahora. He cambiado de idea. Me iré.
- Si es tan buena como dice -observó la cabeza- no le requerirá ningún esfuerzo.
Se rió festejando su ocurrencia, y mientras una de sus manos oprimía un botón en el escritorio, ordenando:
- Enviad aquí a una tal Sparkey Rivers.
Sal asintió con desgana. Después de todo, era eso lo que había ido a buscar. Ese antiguo y valioso medio.
- Usted trabaja demasiado, Sal -mencionó la cabeza-. ¿Qué ocurre? ¿Va perdiendo el RL? Temo que necesita nuestra ayuda, y mucho.
- ¿Ayuda? ¡Qué va! -repuso Heim-. Lo que necesito es un descanso de varias semanas, pero no precisamente aquí. Debería coger un taxi e irme a Africa a cazar arañas o lo que esté de moda ahora.
Con todos sus problemas había perdido contacto con la moda.
- Las arañas cavatrincheras están muy pasadas -le informó la cabeza-. Ahora se acostumbra de nuevo cazar polillas nocturnas.
El brazo derecho de Walt señaló la pared y pudo ver, expuestos detrás de un cristal, tres enormes cadáveres iridiscentes, cuyos numerosos colores brillaban bajo un haz de luz ultravioleta.
- Los he cogido yo mismo -dijo la cabeza, e inmediatamente se regañó-. No fuiste tú. He sido yo. Tú las viste, pero yo las metí en el tarro mortífero.
Sal Heim se sentó en silencio a esperar a Sparkey Rivers, mientras los dos habitantes de la casa discutían entre sí quién de ellos había atrapado polillas africanas.
El eficiente y costoso detective privado Tito Velli, de piel oscura, alcanzó a la mujer sentada frente a él, en su oficina de Nueva York, las conclusiones que, a partir de los datos suministrados, había extraído su computadora Altac 3-60. Era una buena máquina.
- Cuarenta hospitales -dijo Tito-. Cuarenta operaciones de trasplante este último año. Estádisticamente, es improbable que el Fondo de Reserva de Organos Vitales de la ONU dispusiera de tantos órganos en un lapso tan limitado, pero es posible. En palabras, la pista no nos sirve.
Myra Sands acarició su falda pensativamente y encendió un cigarrillo.
- Elegiremos al azar entre los cuarenta -indicó-. Quiero que investigue a cinco o seis de ellos, al menos. ¿Cuánto cree que le llevará hacerlo?
Tito calculó en silencio.
- Digamos dos días -contestó-. Eso sí, tengo que ir allí y hablar con la gente. Desde luego, si pudiera averiguarlo por videófono…
Le gustaba trabajar con el videófono. De ese modo podía quedarse cerca de la Altac 3-60 y si se le asaltaba alguna duda, podía colocar los datos en el aparato y obtener sin demora una decisión. Sentía respeto por la 3-60. Le había costado una fuerte cantidad de dinero un año atrás y no podía permitirse el lujo de dejarla ociosa; no si era posible evitarlo a veces.
Estaba en una situación difícil. Myra Sands no es de las que toleran la incertidumbre; para ella, las cosas debían ser esto o aquello, o A o No A. Hacía uso de la Ley de Aristóteles del Medio Ido, más que nadie que él conociera. La administradora era una mujer hermosa, extremadamente educada; tenía cabellos claros y frisaba los cuarenta. Su pose era erguida; su traje, de lana lunar amarillo chillón; sus piernas, largas y perfectas. Su mentón prominente dejaba ver -a Tito por lo menos- la fuerza inflexible de su personalidad. Myra, antes que nada, era una mujer de negocios; como de las más destacadas autoridades de la nación en el campo de la terapia especializada en genes tenía elevados ingresos y altos honores. Ella lo sabía muy bien. Al fin y al cabo, había trabajado muchos años en esto. Tito respetaba a los profesionales independientes; después de todo, él también era su propio patrón; no estaba sujeto a nadie, a ninguna organización que le subvencionara ni tampoco a una entidad económica. El y Myra tenían algo en común. Aunque, por supuesto, ella lo hubiera negado. Myra Sands era muy orgullosa; para ella, Tito Cravelli era más que un empleado a quien había contratado para averiguar -o mejor, para confirmar- cierta información sobre su marido.
Tito no podía imaginar por qué Lurton Sands se había casado con ella. Seguramente había habido un conflicto -psicológico, social, sexual, profesional- desde el principio.
No encontraba explicación para la química que unía a hombres y mujeres con lazos de odio y sufrimiento, a veces a lo largo de noventa años consecutivos. En su profesión Tito había visto mucho de todo esto, lo suficiente como para no olvidarlo en sus años de veterano.
- Llame al Hospital Lattimore de San Francisco -ordenó Myra, con voz firme y autoritaria-. En agosto, Lurton hizo allí un transplante de bazo a un mayor del Ejército. Creo que su nombre era Wall o algo parecido. Recuerdo que para esa época Lurton estaba, ¿cómo le diré? Había bebido un poco de más. Era de noche y estábamos cenando. Lurton hablaba de algo raro, maldiciendo. Decía algo como "pagar muy caro" por un bazo. Usted sabe, Tito, que los precios del FROV están estrictamente fijados por la ONU y no son altos; al contrario, son muy bajos. Por eso el fondo se queda tan a menudo sin reservas de algunos órganos. No es tanto por la falta de suministros como por el exceso de pedidos.
- Hum -murmuró Tito, tomando nota.
- Lurton siempre decía que si al menos el FROV aumentara los precios…
- ¿Está segura de que era un bazo? -interrumpió Tito.
- Si -repuso Myra, asintiendo bruscamente y exhalando un humo gris, que llegaba hasta la lámpara situada tras ella y que, formando una nube, se metió dentro de la pantalla. Afuera estaba oscuro: eran las siete y media.
- Un bazo -apuntó Tito, recapitulando-. En Agosto de este año. En el Hospital Lattimore de San Francisco. Un mayor del Ejército llamado…
- Ahora me parece que era Wozzeck -indicó-. ¿O ése es un compositor de óperas?
- Es una ópera -explicó Tito-. De Berg. Ya casi no la representan.
Cogió el receptor del videófono.
- Trataré de comunicarme con las oficinas del Lattimore: allá en la costa sólo son las cuatro y media.
Myra se puso de pie y vagó incansablemente por la oficina, restregándose las manos enguantadas en un gesto que irritaba a Tito, impidiéndole concentrase en la llamada.
- ¿Ha cenado ya? -le preguntó, mientras esperaba la conferencia.
- No. Pero nunca como antes de las ocho y media o nueve; es una barbaridad comer más temprano.
- ¿Puedo invitarla a cenar, señora Sands? Conozco un pequeño restaurante armenio que es maravilloso. La comida está preparada realmente por seres humanos.
- ¿Seres humanos? ¿Qué quiere decir?
- Sistemas autónomos de preparación de comidas -murmuró Tito-. ¿O es que usted no come nunca en restaurantes autoprep?
En realidad, los Sands eran ricos, era posible que siempre consumieran comida hecha por seres humanos. Tito agregó:
- Personalmente no soporto los autoprep. La comida es siempre igual, nunca está quemada, nunca -se interrumpió al ver que en la pantalla del videófono comenzaban a formarse, en miniatura, los rasgos de una empleada del Lattimore. Le dijo-: Señorita, pertenezco a la compañía Consultores para Investigación de los Factores de Vida de Nueva York. Le llamo para que me informe sobre una operación que se practicó a un mayor Wozzeck Olleck en el pasado mes de agosto; un trasplante de bazo.
- Espere -dijo Myra, súbitamente-. Ahora me acuerdo. No era de bazo… Era de islotes de Langerhans, esa parte del páncreas que regula la producción de azúcar en el cuerpo. Me acuerdo porque Lurton se puso a hablar de eso al verme poner dos cucharadas de azúcar en el café.
- Buscaré eso entonces -dijo la muchacha del Lattimore, que había escuchado a Myra.
Se volvió hacia el fichero.
- Lo que quiero averiguar -especificó Tito- es la fecha exacta en que se pidió el órgano al FROV de la ONU. Si usted pudiera facilitarme ese dato, por favor.
Esperó con su acostumbrada paciencia. Su posición requería esa virtud por encima de cualquier otra incluyendo la inteligencia.
Al cabo de unos instantes, la chica dijo:
- El doce de agosto de este año se efectuó trasplante a un coronel Weiswasser. Islotes de Langerhans, obtenidos el día anterior, once de agosto por FROV. La operación estuvo a cargo del doctor Sands, y, naturalmente, él certificó la utilización del órgano.
- Gracias, señorita -exclamó Tito, y cortó la comunicación
- Las oficinas del FROV están cerradas -informó Myra, cuando Tito volvió a marcar-. Deberá esperar hasta mañana.
- Es que conozco a alguien de allí -replicó Tito, mientras continuaba marcando el número.
Finalmente consiguió hablar con Gus Anderton, su contacto en el banco de órganos vitales de la FROV.
- Gus, te habla Tito. Fíjate, por favor, en agosto, islotes de Langerhans. ¿De acuerdo? Mira si el cirujano de quien te hablé activó unas en esa agencia.
El contacto retornó casi en seguida con la respuesta:
- Es correcto, Tito; todo coincide. Once de agosto, islotes de Langerhans. Transferidos por Saltamontes en Acción al Lattimore de San Francisco. Pura rutina.
Tito Cravelli cortó el circuito, exasperado. Después de una pausa, Myra, que seguía paseando sin cesar por la oficina, exclamó:
- ¡Pero estoy segura de que ha obtenido órganos ilegalmente! Nunca ha dejado morir a nadie, pero el sabe que jamás ha habido tantos órganos en banco de reservas; tiene que haberlos conseguido en algún otro lado. Lo mismo que ahora; estoy convencida.
- De decirlo a probarlo…
Volviéndose a él, Myra chasqueó los dedos, observando:
- Aparte del banco de la ONU, sólo hay otro lugar adonde podría acudir.
- De acuerdo -expuso Tito, asintiendo-. Pero como dice su abogado, debe tener pruebas antes de formular el cargo; si no él entablará juicio por calumnia, libelo, difamación y todas esas cuestiones. Es lógico; usted no le deja alternativa.
- Esto no le gusta a usted nada -comentó Myra.
Tito se encogió de hombros.
- No es necesario que me guste -explicó-. No es eso lo que cuenta.
- Pero piensa que estoy metiéndome en terreno peligroso.
- Sí, claro. Aun si fuera cierto que Lurton Sand lo hizo.
- No diga "aun si fuera cierto". Es un fanático y usted lo sabe muy bien. Lurton se identifica tan plenamente con su imagen pública de salvador de vidas, que esto ha provocado en él una ruptura psicológica con la realidad. Es probable que haya comenzado con poca cosa, con lo que le habrá parecido una situación especial, una excepción; necesitaría un órgano determinado y lo habrá tomado. Y la vez siguiente…, le habrá resultado más fácil. Y así, sucesivamente.
- Comprendo -dijo Tito.
- Creo que empiezo a saber qué es lo que debemos hacer -manifestó Myra-. Lo que usted deberá hacer. Comience por aquí: comuníquese con su contacto en la ONU y averigüe qué órganos faltan en este momento al banco. Luego será necesario producir otra situación de urgencia: busque en algún hospital a alguien que necesite un trasplante de ese órgano y haga que la persona pida que la atienda Lurton. Me doy cuenta de que esto va a costar un montón de dinero, pero estoy dispuesta a hacerme cargo de los gastos. ¿Entiende?
- Entiendo -dijo Tito.
"En otras palabras, tenderle una trampa a Lurton Sands -pensó-. Aprovechar su determinación por salvar la vida a un moribundo…, hacer de su humanitarismo el instrumento de su destrucción. ¡Vaya manera de ganarme la vida! El pan nuestro de cada día… No; no es algo tan puro, si se trata un asunto como éste".
- Sé que podrá conseguirlo -dijo Myra, con vehemencia-. Usted es de los buenos; tiene experiencia, ¿no es así?
- Sí, señora Sands -repuso Tito-. Tengo experiencia. Sí, posiblemente pueda atrapar a este hombre. Hacerle tragar el anzuelo. No debería costarme mucho.
- Asegúrese de que su "paciente" le ofrezca una fuerte suma -subrayó Myra, con voz amarga y tensa-. Lurton caerá, si ve que será bien retribuido. Eso es lo que le interesa, a pesar de lo que usted y el maldito público pueda creer. He vivido muchos casos con él y conozco sus pensamientos más íntimos.
Antes de continuar sonrió brevemente.
- Me parece vergonzoso que yo deba decirle como realizar su tarea -dijo-, pero es obvio que sé como hacerlo.
- Aprecio su ayuda -dijo Tito, con cierta torpeza.
- No, no es verdad. Usted cree que estoy haciendo algo malintencionado, por puro despecho.
- Yo no creo nada -arguyó Tito-. Yo sólo tengo hambre. Tal vez usted no cene antes de las ocho y media o nueve, pero yo tengo espasmos pilóricos y debo comer a las siete. Con su permiso. Voy a cerrar.
Se puso de pie empujando hacia atrás el sillón del escritorio. No repitió su invitación de llevarla a cenar.
Buscando con la mirada su abrigo y su cartera, Myra Sands preguntó:
- ¿Ha localizado a Cally Vale? ¿Dónde, en caso de que así sea?
- No he tenido suerte -dijo Tito, sintiéndose incómodo.
Myra lo miró fijamente.
- Pero, ¿por qué no puede localizarla? -repitió-. Tiene que estar en alguna parte.
No parecía estar muy convencida de su afirmación.
- Los funcionarios del tribunal tampoco pueden hallarla -señaló Tito-. Pero estoy seguro de que aparecerá para el juicio.
El también se preguntaba por qué su personal no había podido encontrar a la amante de Lurton Sands; después de todo, una persona no podía esconderse más que en un determinado número de lugares, y los instrumentos para detección y seguimiento de pistas, en especial durante las dos últimas décadas, habían alcanzado un nivel de eficiencia sobrenatural.
Myra exclamó:
- Comienzo a creer que usted no es tan bueno. Me pregunto si no debería confiar este asunto a alguien más eficiente.
- Usted decide -afirmó Tito.
Su estómago le dolía. Los espasmos pilóricos aumentaban. Se preguntaba si aquella noche tendría alguna oportunidad de comer.
- Debe encontrar a la señorita Vale -reiteró-. Ella conoce todos los pormenores de su actividad; es más, anda paseando por ahí la sangre del corazón que él le ha entregado.
- De acuerdo, señora Sands -declaró Tito. Internamente, su dolor aumentaba.
4
El joven negro, de cabellos muy oscuros, dijo con voz suave:
- Señora Sands, hemos venido a verla porque hemos leído sobre usted en el periódico. Decía que era muy capaz y también que atendía a los que no poseían mucho dinero. Nosotros no tenemos dinero ahora, pero quizá podamos pagarle adelante.
Bruscamente, Myra Sands exclamó:
- No os preocupéis por eso ahora.
Mirando de arriba abajo al muchacho y a la chica agregó:
- Veamos… Vuestros nombres son Art y Rachel, ¿no? Sentaos los dos y conversemos.
Sonrió con su cálida y profesional sonrisa de bienvenida, reservada sólo a los clientes; jamás al personal, ni siquiera a su esposo; o mejor dicho como pensaba ahora de Lurton, su ex esposo.
La muchacha, Rachel, dijo con voz suave:
- Tratamos de que nos convirtieran en Bibs, pero dijeron que primero debíamos consultar a un consejero. Estoy…, bueno, verá usted, de un modo yo… tenía que acabar embarazada. Lo siento.
Bajó la cabeza temerosamente avergonzada, al tiempo que sus mejillas se tornaban de color escarlata.
- Está muy mal que no le dejen a uno matarse como hace unos años. Porque eso sería la solución -murmuró.
- Esa ley no era buena -afirmó Myra-. Por perfecto que sea el sueño prolongado, sin duda es preferible al antiguo camino de la autodestrucción adoptada sobre la base individual. ¿Cuánto hace que estás encinta, querida?
- Un mes y medio, más o menos -respondió Rachel Chaffy, levantando apenas la cabeza.
Pudo hacer frente a la mirada de Myra; unos instantes al menos.
- Pues el proceso terapéutico no presenta dificultades -comentó Myra-. Es cosa de todos los días. Podemos quedar para hoy al mediodía y haber terminado esta tarde a las seis. En cualquiera de las muchas clínicas especializadas, gratuitas, que posee el Gobierno en la zona. Aguardad un momento.
Su secretaria había abierto la puerta del consultorio y le hacía señas.
- ¿Qué quieres, Tina?
- Hay una llamada urgente para usted, señora Sands.
Myra encendió el videófono de su escritorio. En la pantalla se formaron los rasgos de Tito Cravelli que resoplaba agitadamente.
- Señora Sands -dijo-. Discúlpeme por llamarla a su oficina tan temprano. Pero es que casi todos los aparatos de seguimiento que hemos venido utilizando han cumplido su horario de trabajo y están de vuelta en casa. Pensé que le interesaría saber que Cally Vale no está en ningún lugar de la Tierra. Está del todo comprobado; es definitivo.
Hizo una pausa, esperando que Myra hablara.
- Entonces, ha emigrado -opinó ésta, tratando de imaginarse la frágil y delicada señorita Vale en la geografía de Marte o Ganímedes.
- No -aseveró Tito, agitando la cabeza con energía-. Hemos investigado eso, por supuesto. Cally no ha emigrado. Parece ilógico, pero así es. Tengo duda de que progresemos; estamos enfrentados a una situación imposible.
No parecía muy feliz por ello. Su rostro se había ensombrecido.
- No está en la Tierra y no ha emigrado -recalcó Myra.
Era obvio. ¿Cómo no lo había pensado antes, apenas Cally Vale se perdió de vista?
- Ha ingresado en un almacén del Estado. Cally es una Bib -afirmó.
La única posibilidad que quedaba.
- Estamos buscando allí -anunció Tito, con muy poco entusiasmo-. Admito que es posible, pero no estoy muy convencido. Personalmente creo que debe haber pensado algo nuevo, algo más original. Apostaría todo lo que tengo a que es así.
El tono de su voz se había vuelto insistente:
- Pero de todos modos revisaremos los noventa y cuatro almacenes del Ministerio de Bienestar Social Especial. Eso por lo menos llevará dos días. -Y al ver a la pareja que esperaba en silencio, se interrumpió-: Mientras tanto… Quizá sea que lo discuta con usted más tarde; no corre prisa.
Tal vez lo que sugieren los periódicos haya ocurrido -pensó Myra-. Tal vez sea cierto que Lurton la ha matado. De ese modo, Frank Fenner no podrá acudir a declarar.
- ¿Usted cree que Cally Vale está muerta? -preguntó Myra, bruscamente.
Ignoraba por completo a los Chaffy; aunque estaban sentados frente a ella, no contaban en aquel momento: aquello era mucho más importante.
- No estoy en posición de… -comenzó a decir Tito.
Myra cortó la comunicación y la imagen de Tito se desvaneció.
- No estoy en posición de opinar -terminó de decir por él-. Pero, ¿quién lo está entonces? ¿Lurton? Tal vez ni él sepa dónde está Cally. Ella puede haberle abandonado. Puede haberse ido al Satélite Salón de los Placeres y haberse unido a ese ejército de chicas usando un nombre falso -pensó, imaginando a la amante de su marido convertida en una esas criaturas asexuadas, mecánicas y automáticas de Thisbe Olt-. ¿Cuál será Cally? ¿Una, dos, tres, cuatro? Sólo que la elección no depende de uno, depende de ellos. Siempre. Es allí donde debieras estar, Cally -decía Myra, interiormente, riendo-. Por el resto de tu vida. Por los próximos doscientos años.
Luego se dirigió a la pareja:
- Disculpad la interrupción -encareció-. Y continuad, por favor.
- Bueno -dijo Rachel Chaffy, turbada-. Art y yo sentimos que… hemos… pensado… no querer provocarlo. No sé por qué, señora Sands. Sé que deberíamos hacerlo. Pero no podemos.
Hubo un silencio.
- No sé para qué habéis venido a verme -exclamó Myra-. Si ya habéis tomado la decisión. Es obvio que estéis un poco asustados… Al fin y al cabo, sois muy jóvenes. Pero yo no voy a persuadiros. Una decisión de este tipo debe ser vuestra.
En una voz muy baja, Art puntualizó:
- No estamos asustados, señora Sands. No es eso. Queremos…, bueno, querríamos tener el niño. Es todo.
Myra Sands no supo qué decir. Nunca, en sus años de profesión, se había enfrentado a algo así. Estaba desconcertada.
Creía que éste iba a ser un mal día. Este caso y la llamada de Tito eran demasiado para ella. Y tan temprano. Aún no eran las nueve de la mañana.
En el sótano de Transcursores Instantáneos Pethel, Ventas y Reparaciones, Rick Erickson se preparaba, por segundo día consecutivo, a entrar en el tanscursor averiado del doctor Lurton Sands.
Aún no había encontrado lo que buscaba. Sin embargo, no tenía intención de darse por vencido. Intuía que estaba cerca. Que no tardaría en encontrarlo.
Detrás de él, una voz dijo:
- ¿Qué está haciendo, Rick?
Sobresaltado, Erickson miró en derredor. En la puerta del taller de reparaciones estaba parado su patrón, Darius Pethel, con todo su peso enfundado en un arrugado traje de lana marrón, de anticuado corte, veterano, que acostumbraba usar.
- Escuche -indicó Erickson-. Este es el transcursor del doctor Sands. Puede tomárselo en solfa, yo creo que tiene escondida a su amante en él.
- ¿Qué? -rió Pethel.
- Hablo en serio. No creo que esté muerta, y lo sé después de haber hablado con Sands lo suficiente como para saber que él podría matarla si lo creyera necesario; es esa clase de hombre. Además, nadie ha podido encontrarla; ni siquiera la mujer de Sands. ¡Naturalmente! No la pueden encontrar, porque Lurton ha dejado aquí su aparato, fuera de la vista. El sabe que está aquí, pero los demás no. Y no quiere que se lo entreguemos, pese a lo que diga: quiere dejarlo aquí, aquí mismo, en este sótano.
Mirándolo fijamente, Pethel exclamó:
- ¡Pedazo de alcornoque! ¿Es esto lo que has estado haciendo durante tu tiempo de trabajo? ¿Fantaseando historias de detectives?
- ¡Esto es importante! -replicó Erickson-. ¡Aunque no le rinda ningún beneficio! Y hasta puede que gane algo; si tengo suerte y la encuentro, tal vez usted pueda cambiársela por dinero a la esposa de Sands.
Después de una pausa, Pethel se encogió de hombros filosóficamente.
- De acuerdo -manifestó-. Si es así, búsquela. Si llega a encontrarla…
Detrás de él apareció el vendedor de la firma, Stuart Hadley.
- ¿Qué es lo que pasa, Dar? -preguntó jovialmente, tan alegre e interesado como siempre.
- Rick está buscando a la amante del doctor Sands -informó Pethel, señalando con el pulgar hacia el artefacto.
- ¿Es guapa? ¿Tiene buena figura? -interrumpió Hadley.
Parecía hambriento.
- Debes de haber visto sus fotos en los periódicos -dijo Pethel-. Es muy hermosa. ¿O crees que si no fuera algo excepcional el doctor hubiera arruinado su matrimonio? Ven, Hadley, te necesito arriba. No podemos quedarnos los tres aquí abajo. ¡A ver si alguien nos roba la caja registradora!
Comenzó a subir las escaleras.
- ¿Y está aquí dentro? -preguntó extrañado Hadley, mientras se inclinaba para espiar el interior del transcursor-. No la veo, Dar.
- Ni yo tampoco -farfulló Darius Pethel-. Y tampoco Rick, pero sigue buscando… ¡y en horas de trabajo! ¡Maldita sea! Escuche, Rick: si la encuentra ella es mi amante, porque usted está trabajando para mí.
Los tres se rieron de lo que había dicho.
- De acuerdo -aceptó Rick, que estaba apoyado en sus rodillas y su mano libre, mientras con el destornillador en la otra raspaba la superficie del transcursor-. Podéis reíros y yo convengo que es gracioso. Pero no me detendré. Naturalmente, la grieta no es visible. Si lo fuera, el doctor Sands no se hubiera atrevido a dejar esto aquí. Tal vez piense que soy un bruto, pero no tanto: la ha anulado y muy bien.
- Grieta -repitió Pethel, frunciendo el ceño y bajando de nuevo los escalones que le separaban del sótano-. ¿Quiere decir como la que años atrás encontró Henry Ellis? ¿Esa ruptura en la pared del tubo que conducía a la antigua Israel?
- Eso es -contestó brevemente Rick, sin dejar de raspar.
Su ojo experto, altamente entrenado, había descubierto de súbito una ligera irregularidad, una pequeña deformación. Inclinándose hacia delante, llevó su mano hasta allí.
Sus dedos pasaron a través de la pared del tubo y desaparecieron.
- ¡Demonios! -dijo. Intentó mover sus dedos invisibles, sin sentir al principio; luego tocó el borde superior dé la grieta.
- La he encontrado -exclamó-. ¡Darius!
Miró a su alrededor, pero Pethel se había ido.
- ¡Darius! -volvió a gritar, sin recibir respuesta, entonces se volvió hacia Hadley, diciendo-: ¡Maldita sea!
- ¿Qué cosa ha encontrado? -preguntó Hadley entrando con cautela en el tubo-. ¿A Cally?
Rick Erickson introdujo la cabeza en la grieta.
Extendió los brazos en busca de algo a que agarrarse; cayó pesadamente al suelo y maldijo. Al abrir sus ojos vio, hacia arriba, un cielo azul pálido unas pocas nubes tenues. Y a su alrededor, un prado. Había abejas, o algo más o menos parecido a las abejas, zumbando en torno a unas flores blancas del tamaño de un platillo y de tallos muy altos.
El aire olía dulcemente, como si las flores hubieran impregnado la atmósfera con su aroma.
"Estoy aquí -se dijo-. He conseguido llegar aquí donde Sands ha escondido a su amante, para evitar que testifique a favor de su esposa en el juicio o la audiencia o como quiera que se llame. -Se incorporó con cautela. Detrás de él descubrió un débil resplandor: el nexo con el tubo del transcursor que le conectaba al sótano del establecimiento de Kansas City-. No quiero perder la conexión -pensó precavidamente-. Si me pierdo, tal vez no sea capaz de regresar y eso puede ser malo".
"¿Dónde me encuentro? -se preguntó-. Debo averiguarlo… ahora. La gravedad es igual que en la Tierra. Debe de ser la Tierra, pues -decidió-. ¿Mucho tiempo atrás? ¿Mucho tiempo en el futuro? Descubre qué es esto; ¡al diablo con la amante de Sands. ¡Al diablo con él y sus problemas personales! Él no cuenta".
Miró desesperadamente a su alrededor buscando algún otro signo de vida; algún animal o ser humano, algo que le dijera qué época era, si pasada o futura.
"El período Trilobites, tal vez. No, no puede ser Trilobites: fíjate en esas abejas. Esta es la grieta que Investigaciones Terran ha tratado de descubrir hace treinta años -se dijo-. Pero el cretino que la encontró la utilizaba para sus viles propósitos, para el solo fin de esconder a su querida. ¡Vaya tarado!".
Erickson echó a andar lentamente, paso a paso. Tras de allí se movía una figura. Protegiendo sus ojos del resplandor del cielo, para descubrir qué era. ¿Un hombre primitivo? ¿Un Cro-Magnon o algo parecido? ¿Un majestuoso habitante del futuro, tal vez? Sus ojos bizquearon: era mujer; lo supo por los cabellos. Llevaba pantalones anchos y corría hacia él. "Cally -pensó-. La amante del doctor Sands viene hacia mí. Pensará que soy Sands". Presa del pánico, se detuvo. "¿Qué hago? -se preguntó-. Es mejor regresar y pensarlo bien".
Comenzó a volverse en la dirección en que había venido.
Por el rabillo del ojo vio que los brazos de la muchacha se levantaban peligrosamente.
"¡No! -pensó-. ¡No lo haga!"
Trató de alcanzar el pequeño y confuso aro del transcursor que conectaba los dos mundos, pero tropezó.
Sobre su cabeza pasó el brillo rojizo de un rayo láser dirigido a él.
"No me has dado". -pensó, aterrorizado-. "Pero…"
Araño el aire buscando la entrada, la encontró y comenzó a introducirse en ella
"Pero la próxima vez… -temió-. ¡La próxima vez!"
- ¡No dispare! -gritó sin mirarla.
Su voz resonó en el prado de flores donde estaban las abejas.
El segundo rayo láser le alcanzó en la espalda. Extendió la mano y la vio pasar a través de él desapareciendo por el otro lado. Se había salvado, pero él no. Ella le había matado; era demasiado tarde ahora, demasiado tarde para escapar.
"¿Por qué no habrá aguardado? -se preguntó- ¿Por qué no habrá esperado a ver quién era. Debía de estar asustada".
De nuevo el golpe seco del rayo láser. Esta vez le alcanzó en la nuca y eso fue todo. No había retorno para él, no podría regresar a la seguridad del tubo.
Rick Erickson estaba muerto.
Situado en el otro extremo del transcursor del doctor Sands, Stuart Hadley esperó nerviosamente hasta que vio aparecer los dedos de Rick Erickson a través de la pared cercana al piso; los dedos se crispaban como por algún dolor. Hadley se agachó y cogió a Rick por la muñeca.
"Trata de regresar", supuso y tiró del brazo con toda su fuerza.
Lo que consiguió arrastrar dentro del tubo fue un cadáver.
Se incorporó aterrado; vio los nítidos orificios y comprendió que Erickson había sido asesinado con un rifle láser, probablemente a distancia. Trastabillando a lo largo del tubo, alcanzó el mando del transcursor e interrumpió el paso de energía. La débil luz del aro de entrada se desvaneció en seguida y entonces supo -o así lo esperó- que ahora, quienesquiera que hubieran matado a Rick Erickson, no podrían venir tras él.
- ¡Pethel! -gritó-. ¡Venga aquí abajo!
Corrió hasta el intercomunicador que había en la mesa de trabajo de Rick.
- Señor Pethel -dijo-. Venga al sótano en seguida. Erickson está muerto.
Instantes después, Darius Pethel, junto a él, examinaba el cadáver del técnico.
- Debe de haber encontrado lo que buscaba, -murmuró Pethel, pálido y tembloroso-. Pero ha pagado cara su curiosidad; muy cara.
- Tendríamos que llamar a la policía -observó Hadley.
- Sí -admitió Pethel, anonadado-. Por supuesto. Veo que ha cortado la energía. Bien hecho. Será mejor que le dejemos solo. Pobre diablo; verdaderamente pobre diablo; mire lo que ha ganado por haberlo imaginado todo. Fíjese, tiene algo en la mano.
Se inclinó y abrió los dedos de Erickson. La mano agarraba un puñado de hierba.
- No hay trasplante que le salve -comentó Pethel-. Porque el rayo le dio en la cabeza. Alcanzó el cerebro. De todos modos, el mejor cirujano de trasplante es Sands y él no haría nada por ayudarle, puede estar seguro.
- Un lugar donde hay hierba… -murmuró Hadley-. ¿Dónde estará? En la Tierra, no. No ahora.
- Debe de ser en el pasado -señaló Pethel-. Es posible viajar muy atrás en el tiempo. ¿No es fantástico? -La aflicción transformó su rostro-. Vaya comienzo: un buen individuo muerto… -dijo-. ¿Cuántos le seguirán? Imagínese la importancia que tendrá para este hombre su reputación, hasta el punto de permitir una cosa así. O tal vez no esté enterado; tal vez le haya dado el arma a la chica para que se defienda. Digo en el caso de que los detectives de su mujer la encontraran. Por otra parte, no estamos seguros de que lo haya hecho ella; puede haber sido alguna otra persona, no Cally Vale. ¿Qué sabemos nosotros? Todo lo que conocemos es que Erickson está muerto. Y que en su teoría algo fallaba básicamente.
- Usted podrá concederle a Sands el beneficio de la duda, si quiere -apuntó Hadley-. Pero yo no.
Luego se puso de pie, suspiró estremecido e insistió:
- Llamamos a la policía, ¿no? Llame usted; no podría hacerlo. Llame usted, Pethel.
Con poca firmeza, Pethel caminó hacia el videófono que había en la mesa de Erickson, extendiendo su mano torpemente, como si su sentido del deber hubiera comenzado a desintegrarse. Cogió el receptor y se volvió hacia Hadley, diciéndole:
- Espere, es un error. ¿Sabe a quién debería llamar? A los fabricantes. Debemos informar esto en Investigaciones Terran; es lo que están buscando. Ellos tienen prioridad.
Mirándole muy serio, Hadley protestó:
- Yo… no estoy de acuerdo.
- Esto es más importante de lo que usted o yo pensamos -dijo Darius Pethel, comenzando a marcar el número-. Más importante que Sands y Cally Vale o cualquiera de nosotros. Aun habiendo muerto uno de los nuestros. Ni siquiera eso cuenta. ¿Sabe en qué estoy pensando? En la posible emigración. Usted vio la hierba en la mano de Erickson. Sabe lo que significa. Significa que la muchacha que hay al otro lado, o quienquiera que haya matado a Rick puede irse al diablo. Significa que cualquiera o todos nosotros juntos, nuestros sentimientos y nuestra vida si es necesario pueden emigrar.
Oscuramente, Stuart Hadley comprendió. O eso pensó.
Entonces dijo a Pethel:
- Pero es probable que la chica mate al próximo viajero.
- Deje que se ocupe IT de eso -indicó Pethel, lentamente-. Es problema de ellos. Tienen policía particular y guardias armados que usan en las patrullas de vigilancia; que los envíen primero a ellos.
Su voz continuó áspera:
- ¿Qué les supone perder un par de hombres? La vida de millones de personas está en juego ahora. ¿Se da cuenta, Hadley? ¿Comprende?
- Sí -respondió Hadley, asintiendo con la cabeza.
- Además -explicó Pethel, más calmado ahora-, el caso está legítimamente dentro de la jurisdicción de IT, porque ocurrió en uno de sus transcursores. Fue un accidente; piense que ha sido eso. Entre uno de entrada y otro de salida. Inevitable, tremendo. Como es natural, la compañía debe saberlo.
Volvió la espalda a Hadley, concentrándose en el videófono.
- Estoy tramando algo -informó Salisbury Heim al candidato presidencial Jim Briskin- que no le va a gustar. He estado hablando con George Walt.
En el acto, Jim Briskin exclamó:
- No hay trato. No con ellos. Sé lo que quieren y me opongo, Sal.
- Si no negocias con George Walt -afirmó Jim-, tendré que renunciar a ser tu asesor. Desde ese discurso de recreación planetaria, simplemente no aguanto más. Las circunstancias se presentan muy mal para nosotros, tal como están no podemos, encima, permitir que George Walt se pongan en contra nuestra.
- Aún no te has enterado -señaló Jim Briskin después de una pausa- de algo peor. Ha llegado un telegrama de Bruno Mini. Está encantado con tu discurso y viene hacia aquí, según sus palabras para aunar esfuerzos.
Heim insinuó:
- Pero todavía estás a tiempo de…
- Mini ya ha hablado con los corresponsales de los periódicos. Es demasiado tarde para echarse atrás. Lo siento.
- Vas a perder.
- De acuerdo. Perderé entonces.
- Lo que me saca de quicio -expresó Heim amargamente- es que, aún si ganas las elecciones no podrás hacer todo lo que te propones; un hombre no puede alterar tanto las cosas. El Satélite Salón de los Placeres continuará existiendo; los Bibs continuarán existiendo y también Nonovulid y consejeros de abortos: podrás hacer alguna que otra modificación, pero no…
Dejó de hablar porque Dorothy Gill había entrado buscando a Jim.
- Hay una llamada para usted, señor Briskin -anunció la joven-. La persona dice que es urgente, pero que no va a quitarle mucho tiempo. También dice que usted no le conoce, así que no ha dado su nombre.
Y agregó:
- Es Col. Si eso le ayuda a identificarle.
- Pues no -dijo Jim-. Pero le atenderé de todos modos.
Se alegraba de poder interrumpir la conversación con Sal; a su rostro asomaba el alivio.
- Traiga el videófono aquí, Dotty.
- Sí, señor Briskin.
Desapareció y al instante estuvo de vuelta con el aparato.
Jim le dio las gracias. Luego presionó un botón y al soltarlo, la pantalla del videófono se iluminó. En ella se formó el rostro moreno y agradable de un hombre de ojos penetrantes, bien vestido y evidentemente agitado.
- ¿Quién es éste? -se preguntó Sal Heim-. Yo lo conozco. He visto su fotografía en alguna parte. Luego identificó al hombre. Era el famoso investigador neoyorquino que trabajaba para Myra Sands; un hombre llamado Tito Cravelli, un individuo duro. ¿Para qué quería a Jim?
La imagen de Tito Cravelli comenzó a hablar:
- Señor Briskin, tengo mucho interés en almorzar con usted. En privado. Hay algo que quiero proponerle a solas que es de vital importancia para usted. Tan vital que nadie más debe estar presente.
"Puede ser un intento de asesinato -pensó Sal-. Algún fanático de ASEO enviado por Verne y su pandilla de petimetres".
- Es mejor que no vayas, Jim -recomendó en voz alta.
- Tal vez, pero de todos modos iré -declaró y mirando a la pantalla, preguntó-: ¿En dónde y a qué hora?
Tito Cravelli repuso:
- Hay un pequeño restaurante en el barrio bajo de Nueva York, en la manzana número quinientos en la Quinta Avenida; suelo comer siempre allí: la comida es hecha a mano. Se llama Scotty's Place. ¿Qué le parece? Digamos a las trece, hora de Nueva York.
- Aceptado -dijo Jim-. En Scotty's Place a las trece. He estado otras veces allí. Atienden bien a los Cols.
- Todo el mundo atiende bien a los Cols, estoy entre ellos -aseguró Tito, cortando la comunicación. La pantalla se oscureció.
- Esto no me gusta nada -manifestó Sal Heim.
- De todos modos, estamos en bancarrota -recordó Jim, sonriendo lacónicamente-. ¿No lo decías hace un minuto? Creo que ha llegado el momento de intentarlo todo. De probar cualquier cosa, incluso ésta.
- ¿Qué le diré a George Walt? Están esperando. Quedamos en que yo organizaría una visita tuya al Satélite dentro de las veinticuatro próximas horas o sea, antes de las nueve de esta noche.
Antes de continuar, Sal Heim sacó su pañuelo y se enjugó la frente:
- A partir de entonces…
- A partir de entonces -prosiguió Jim por él- emprenderán una campaña sistemática contra mí.
Sal asintió.
- Puedes comunicar a George Walt -dijo Briskin- que en el discurso que pronunciaré hoy en Chicago voy a comenzar abogando por la clausura del Satélite. Y si salgo elegido…
- Ya lo saben -mencionó Sal -. Hay un informante.
- Siempre hay un informante -puntualizó sin perturbarse en lo más mínimo.
Sal llevó la mano al bolsillo interior de su chaqueta y extrajo un sobre lacrado.
- Aquí tienes mi renuncia.
Hacía tiempo que la llevaba consigo.
Jim Briskin aceptó el sobre; lo guardó sin abrirlo.
- Confío en que escucharás el discurso de esta tarde, Sal -expresó-. Va a ser muy importante.
Sonrió tristemente a su ex asesor de campaña; la pena que le causaba la ruptura de aquella relación se reflejaba en los profundos surcos de su rostro, la escisión había tardado en producirse; pero estaba en la atmósfera desde sus primeras discusiones.
No obstante, Jim estaba dispuesto a continuar de todos modos. Y a hacer lo que debía ser hecho.
5
Mientras volaba en un taxi hacia Scotty's Place, Briskin pensaba:
"Por lo menos ahora no tengo que tomarle el pelo a Furton Sands; no tengo por qué seguir las indicaciones de Sal en ningún sentido, puesto que si ya no es mi asesor, no puede decirme lo que debo hacer". En cierto modo era un alivio. Pero a un nivel profundo, Jim Briskin se sentía muy infeliz.
"Voy a tener problemas desenvolviéndome sin la ayuda de Sal -comprendía-. No quiero seguir adelante sin él…".
Pero ya estaba hecho. Sal, con su esposa Patricia, había ido a su casa en Cleveland, a tomar un siempre postergado descanso. Y Jim Briskin, junto a su escritor de discursos, Phil Danville, y su secretaria de prensa, Dorothy Gill, viajaba en dirección opuesta hacia el centro de Nueva York, con sus pequeños comercios y restaurantes, sus viejos y decadentes edificios de apartamentos y todas sus anticuadas oficinas microscópicas, donde continuamente tenían lugar las transacciones más peculiares y ocultas; un mundo que intrigaba a Briskin, pero también un mundo que apenas conocía; había estado apartado de él la mayor parte de su vida.
Phil Danville, que estaba sentado a su lado, habló:
- Puede ser que regrese, Jim. Tú sabes cómo se pone Sal cuando está saturado de problemas, estalla y cae en pedazos. Pero después de haraganear una semana…
- Esta vez no será así -afirmó Jim-. La separación es irreversible.
- A propósito -comentó Dorothy-. Antes de irse, Sal me dijo quién es el hombre que va a encontrarse con usted. Sal le reconoció. ¿No se lo ha dicho? Es Tito Cravelli, el detective de Myra Sands.
- No lo sabía -repuso Jim.
Sal no le había dicho nada. El tiempo en que Heim le brindaba los beneficios de su experiencia había concluido.
Se detuvo brevemente en la sede republicana-liberal de Nueva York para dejar a Phil Danville y a Dorothy Gill, y luego siguió solo a encontrarse con Tito Cravelli.
Cuando llegó a Scotty's Place, Cravelli estaba esperándole, nervioso y algo fuera de sí, en una cabina al fondo del restaurante.
- Gracias, señor Briskin -dijo Tito Cravelli mientras Jim se sentaba frente a él. Apuró el resto de café que quedaba en su taza y explicó-: Seré breve; lo que pido a cambio de mi información es mucho. Quiero su promesa formal de que cuando le elijan presidente, porque gracias a esto le elegirán, me dará un puesto en su gabinete.
Luego quedó en silencio.
- Hombre -observó Jim, suavemente-. ¿No quiere nada más?
- Me lo he ganado -manifestó Cravelli-. Por haberle conseguido esta información. Tuve acceso a ella a través de alguien que trabaja para mí en…
Se interrumpió de súbito y especificó:
- Quiero el cargo de Secretario de Justicia. Creo que podré desempeñarlo bien… Creo que seré un buen Secretario de Justicia. Y si no, usted puede despedirme. Pero primero tendrá que darme la oportunidad de probar.
- Dígame cuál es su información. No puedo prometerle tal cosa sin saber de qué se trata.
Cravelli vaciló:
- Una vez que se la haya dicho… No, no es necesario. Usted es honesto, Briskin. Todo el mundo lo sabe. Bien, hay un camino para que pueda desembarazarse del problema de los Bibs. Puede ponerlos de nuevo en actividad, en plena actividad.
- ¿Dónde?
- Aquí no -respondió Cravelli-. En la Tierra no. Un hombre que trabaja para mí y que descubrió esto de un empleado de Investigaciones Terran. ¿Qué le sugiere eso?
Después de una pausa, Jim Briskin contestó:
- Que han conseguido abrir una brecha.
- Ellos no. Ha sido una pequeña firma. Un revendedor de Kansas City, mientras reparaba un transcursor instantáneo. La abrieron ellos; o mejor dicho, la encontraron, la descubrieron. El transcursor está ahora en IT; los ingenieros de la fábrica están estudiándolo. Se lo llevaron al Este sin perder tiempo apenas el revendedor les avisó. Sabían lo importante que era. Tan bien como usted o yo o mi hombre, el vendedor.
- ¿Adónde conduce la grieta? ¿A qué período?
- A ningún período de tiempo. Evidentemente, la conversión parece haberse dado en términos espaciales, según se ha podido determinar. Un planeta con una masa casi igual a la de la Tierra, atmósfera similar, fauna y flora bien desarrolladas, pero no es la Tierra: han conseguido una fotografía del cielo y sobre ella han realizado una lectura estelar. Dentro de unas horas habrán trazado una carta celeste exacta y sabrán a qué sistema pertenece. Aparentemente está a una distancia enorme de aquí. Demasiado lejos para que nuestras naves espaciales intenten llegar allí, por lo menos durante unos cuantos años. Esta grieta, este paso directo, tendrá que ser utilizado cuanto menos durante dos décadas más.
La camarera llegó en busca de la petición de Jim.
- Un Perkin's Syn-Cof -pidió éste, distraído.
La camarera se fue.
- Cally Vale está allí -dijo Cravelli.
- ¡¿Qué?!
- El doctor la llevó. Esa es la causa de que el vendedor se pusiera al habla conmigo; como usted sabrá, yo estaba contratado para encontrar a Cally y hacer que se presentara a declarar en el juicio. Es un lío; disparó con láser a un empleado del vendedor de Kansas City, su único y extraordinario técnico en transcursores. Había pasado al otro lado para explorar. Lástima por él. Pero en el marco de todas las cosas…
- Sí -concedió Jim Briskin. Cravelli tenía razón; era en realidad un precio mínimo. Estando en juego tantos millones de vidas y tantos otros millones potencialmente.
- Como era de esperar, IT ha declarado todo esto ultrasecreto. Ha extendido una amplia red de seguridad. Yo he sido muy afortunado al enterarme. Si no hubiera tenido desde antes a ese hombre allí…
Terminó la frase con un gesto.
- Le daré el cargo que me pide -prometió Jim- Secretario de Justicia. No me parece el más indicado, pero creo que es justo.
"Vale la pena -se dijo-. Cien veces. Para mí y para cualquier otro ser sobre la Tierra, Bibs y no Bibs todos por igual".
Desbordando alivio y regocijo, Tito Cravelli exclamó:
- ¡Maravilloso! ¡No puedo creerlo! ¡Es estupendo!
Extendió su mano para estrechar la de Jim, pero no se dio cuenta. Su mente estaba demasiado ocupada como para pensar en felicitar a Tito Cravelli. Pensó: "Sal Heim se fue demasiado pronto. Debía haberse quedado". Ahí la intuición política de Sal Heim; en el momento crucial le había fallado.
Sentada en su oficina, la consejera Myra Sands, leía una vez más el breve informe de Tito Cravelli. Pero ya, al otro lado de su ventana, la máquina de noticias de uno de los periódicos más importantes había dado la primicia de que Cally Vale había sido encontrada; la policía ya lo había hecho público.
"No creí que Tito lo lograra -se dijo Myra-. Estaba equivocada. Se ha ganado el sueldo, por alto que sea".
Enseguida se regodeó, pensando: "Será un gran juicio".
De una oficina cercana, probablemente la firma de corretajes de la puerta contigua, se escuchó amplificado el sonido de una voz de hombre, luego descendió a un volumen más razonable. Alguien había encendido el televisor y veía al candidato presidencial republicano-liberal pronunciar su último discurso.
"Tal vez yo también debiera escucharlo", pensó Myra, y se decidió a encender el televisor de su escritorio.
La pantalla se iluminó y en ella aparecieron los oscuros y acentuados rasgos de Jim Briskin. Myra hizo girar su silla en dirección al aparato, dejando de lado, por el momento, el informe de Tito. Al fin y al cabo, cualquier cosa que dijera James Briskin se había vuelto importante; fácilmente él podría ser el próximo presidente.
- …Una acción inicial de mi parte -decía Briskin-, y que muchos de vosotros podréis reprochar pero que es muy cara a mis sentimientos, será iniciar una acción legal en contra del Satélite llamado Salón de los Placeres. He reflexionado mucho sobre este propósito; la mía no es una decisión apresurada. Por el contrario, mucho más vital que eso, creo que veremos al Satélite Salón de los Placeres convertido en algo totalmente inocuo. Eso será lo mejor. El rol de la sexualidad en nuestra sociedad podrá retornar a su cauce biológico: como medio hacia la procreación antes que como un fin en sí mismo…
"¿De veras? -pensó Myra, jocosamente-. ¿Y como?"
- Voy a daros parte de una noticia, de la que ninguno de vosotros ha oído hablar -continuó Briskin-. Provocará en vuestras vidas un cambio fundamental tan grande, de hecho, que es imposible que alguien pueda prever su alcance en este momento. Finalmente, se abre para nosotros una nueva posibilidad de emigración. En Investigaciones Terran, la…
En el escritorio de Myra, el videófono comenzó a sonar. Myra, maldiciendo por la interrupción, bajó el volumen del televisor y tomó el receptor.
- Habla la señora Sands -dijo-. ¿Podría volver a llamar dentro de unos minutos, por favor? Gracias. Estoy terriblemente ocupada ahora.
Era Art Chaffy, el joven moreno.
- Queríamos saber qué ha decidido usted -farfulló en tono de disculpa, pero sin cortar la comunicación-. Es muy importante para nosotros, señora Sands.
- Sé que lo es, Art -arguyó Myra-. Pero si pudieras aguardar algunos minutos, tal vez media hora…
Se esforzaba por escuchar lo que James Briskin decía en el televisor. Apenas podía desentrañar el murmullo de palabras. ¿Cuál era la noticia? ¿Adónde iban a emigrar? ¿A una zona virgen? "Bueno, no podía ser de otro modo -reflexionó Myra-. Pero, ¿dónde es? ¿Va a extraer este mundo virgen de la manga, como por arte de magia, Briskin? Porque si es así, querría ver cómo lo hace, valdría la pena el espectáculo".
- De acuerdo -respondió Art Chaffy-. Llamaré más tarde, señora Sands. Y discúlpeme por haberla molestado.
Colgó.
- Deberíais estar escuchando el discurso de Briskin -observó Myra, a media voz, mientras hacía rodar su silla hacia el televisor, e inclinándose, movió el control del volumen-. Vosotros más que nadie. La voz de Briskin tenía ahora un nivel claramente mayor.
- …Y según los informes de que dispongo -decía gravemente-, tiene una atmósfera casi idéntica a la de la Tierra, a la vez que su masa es similar.
"¡Dios mío! -se dijo Myra, afligida-. En ese caso me quedaré sin trabajo. Nadie volverá a precisar a los agentes de mi especialidad. Pero francamente me alegro igual. Es una tarea que querría ver cumplida. De una vez por todas".
Con las manos tensas, escuchó el resto del trascendental discurso de James Briskin desde Chicago.
"¡Caramba! -exclamó para sí-. Este descubrimiento es un trozo de historia viva. Si es cierto. Si no es sólo un truco propagandístico".
En algún lugar dentro de ella, sabía que era verdad. Porque Jim Briskin no era la clase de persona que podía inventar algo así.
En la sucursal de Oakland, California, del Ministerio de Bienestar Social Especial, Herbert Lackmore también escuchaba el discurso del candidato presidencial Jim Briskin desde Chicago, transmitido por todos los canales de televisión desde el Satélite.
"Esta vez le elegirán -comprendió Lackmore-. Tal como temía, tendremos por fin un presidente Col. Y si lo que dice es cierto, esto de la emigración a un mundo virgen con fauna y flora similares a de la Tierra, significa que despertarán a todos los Bibs. De hecho -caía en la cuenta con un dejo de temor-, quiere decir que no habrá más Bibs. Ni uno más".
También significaba que el trabajo de Herb Lackmore llegaría a su fin. Y en seguida.
"Por culpa suya -dijo Lackmore para sí- quedaré sin trabajo; igual que todos los Cols que llegan aquí día y noche. Seré como uno de esos adolescentes mexicanos o portorriqueños que no tienen perspectivas ni ilusiones. Todo lo que he logrado en años y años de trabajo, desbaratado por esto. Completamente".
Los dedos temblorosos de Herb Lackmore buscaban en las páginas de la guía telefónica local.
Era el momento de hablar -y unirse- a la organización de Verne Engel, autodenominada ASEO.
Porque ASEO no se quedaría con los brazos cruzados ante una eventualidad de tal naturaleza; no si pensaban como él.
Era el momento de que ASEO interviniera. Y no necesariamente de un modo pacífico; era demasiado tarde para usar medios no violentos. Ahora se imponía algo más. Mucho más. La situación había dado un vuelco terrible y se hacía necesario rectificarla por medio de una acción rápida y directa.
"Y si ellos no quieren -pensó Lackmore-, lo haré yo. No tengo miedo; sé cómo hacerlo".
El rostro de Jim Briskin aparecía decidido cuando dijo desde la pantalla de televisión:
- …Proporcionará una solución natural a las presiones que ejerce la sociedad sobre cada uno de nosotros. Podremos elegir con libertad al menos…
- ¿Sabes lo que esto significa? -preguntó George a su hermano Walt.
- Sí, lo sé -respondió Walt-. Que ese imbécil de Sal Heim no consiguió absolutamente nada de lo que habíamos acordado. Tú sigue mirando a Briskin; yo hablaré con Verne Engel y concertaré ciertos arreglos con él. Es un sujeto en quien podemos confiar.
- De acuerdo -aceptó George, asintiendo con la cabeza compartida.
Mantuvo su ojo fijo en el televisor, mientras su hermano marcaba el número en el videófono.
- Todo ese cotorreo inútil con Sal Heim -refunfuñó Walt, callándose cuando su hermano le codeó señalándole que quería escuchar a Briskin-. La culpa…
Volvió su ojo a la pantalla del videófono.
En la puerta de la oficina apareció Thisbe con una túnica de piel de cervatillo que alternaba con franjas de magnífica transparencia.
- Ha regresado el señor Heim -informó a los hermanos-. Para veros. Parece abatido.
- No tenemos nada que hablar con él -señaló con ira George.
- Dígale que se vaya a la Tierra -agregó Walt-. Y a partir de este momento, el Satélite estará cerrado para él; no podrá visitar a ninguna de nuestras chicas, no importa lo que ofrezca. Hay que dejarle morir como un miserable, consumido por la frustración. No se merece otra cosa.
George le recordó ácidamente:
- Heim no necesitará venir a nosotros, si Briskin está diciendo la verdad.
- Claro que está diciendo la verdad -afirmó Walt-. Es demasiado tonto para mentir; no sabe hacerlo.
Su llamada se había conectado a un circuito privado. En la pantalla del videófono apareció la imagen de uno de los sirvientes personales de Verne Engel, vestido con el brillante uniforme plateada verde de ASEO.
- Póngame directamente con Verne -ordenó Walt, usando la boca común justo cuando George iba a añadir más advertencias a Thisbe-. Dígale que le habla Walt, desde el Satélite.
- Vete de aquí -dijo George a Thisbe, cuando Walt terminó de hablar-. Estamos ocupados.
Thisbe clavó su mirada en él y luego cerró la puerta tras de sí.
El rostro enjuto y vacilante de Verne Engel cobró vida en la pantalla.
- Veo que por lo menos la mitad de vosotros está siguiendo ese populachero sermón de Briskin -apuntó Engel-. ¿Cómo habéis decidido quién de vosotros me llamaba y quién escuchaba a ese Col?
Sus falsos rasgos se contrajeron en una mueca despectiva.
- Oiga, ya está bien de bromas -protestaron simultáneamente George Walt.
- Disculpadme. No quise ofenderos -adujo Engel sin cambiar su expresión-. Bueno, ¿en qué puedo serviros? Sed breves, por favor; yo también quiero escuchar esa perorata.
- Usted va a precisar ayuda -dijo Walt a Engel-. Si es que piensa detener a Briskin ahora. Este discurso lo va a encumbrar y no creo que las transmisiones que habíamos planeado para combatirle sean suficientes. El discurso es condenadamente inteligente. ¿No crees, George?
- No cabe duda -repuso George, con el ojo fijo en el televisor-. Y mejora a cada instante. Apenas está empezando; es muy persuasivo el maldito.
Con su ojo fijo en la pantalla del videófono, Walt continuó:
- Ha oído cómo nos ha atacado Briskin; debe haber escuchado esa parte… Es seguro que todo el país la ha oído. La recreación planetaria no era suficiente; también tenía que emprenderla con nosotros. Planes muy ambiciosos para un Col, pero es evidente que tanto él como sus asesores creen que puede cumplirlos. Veremos. El momento es crucial. ¿Qué piensa hacer usted, Engel?
- Tengo mis planes -aseguró Engel-. Tengo mis planes.
- ¿Aun piensa en la no violencia?
No hubo respuesta verbal, pero el rostro de Engel se contrajo sospechosamente.
- Venga al Salón -propuso Walt-, y aquí hablaremos. Creo que mi hermano y yo podremos hacer una donación a ASEO, del orden de unos diez millones, digamos. ¿Será suficiente? Con ese dinero debería poder comprar lo que necesita.
Pálido por la conmoción, Engel tartamudeó:
- Seguro, George o Walt, quienquiera que sea.
- Entonces, suba lo antes posible -indicó Walt y colgó, diciendo a su hermano-: Creo que él lo hará por nosotros.
- Un tarado así no puede hacer nada bien -objetó George, con amargura.
- ¿Qué diablos quieres que hagamos, entonces? -inquirió Walt.
- Haremos lo que se pueda. Ayudaremos a Engel, le incitaremos, le obligaremos, si hace falta. Pero no podemos cifrar nuestras esperanzas en él. No por completo, por lo menos. Debemos hacer algo por nuestra cuenta para asegurarnos. Es imprescindible asegurarnos; esto es muy serio. Ese Col está en verdad decidido a clausurarnos el negocio.
Ambos ojos se volvieron hacia la pantalla del televisor, y ambos, George Walt, se sentaron en su especialmente ancho canapé para escuchar el discurso.
En el lujoso apartamento que poseía en Reno, el doctor Lurton Sands escuchaba, absorto ante su televisor, el discurso que el candidato Col, James Briskin dirigía desde Chicago. Sabía muy bien lo que significaba para él. Sólo había un lugar al que Briskin pudiera referirse como "un mundo lozano y virgen".
Obviamente, Cally había sido hallada.
Lurton Sands fue hasta su escritorio, cogió una pistola láser y la deslizó en el bolsillo de su chaqueta.
"Me sorprende que pudiera hacerlo -pensó-. Beneficiarse a costa de perjudicarme: evidentemente le he subestimado. Ahora, todas las vidas que yo podría haber salvado se perderán. Por causa de esto. Briskin es el responsable…, me ha quitado de las manos el poder de curar, ha debilitado las fuerzas que trabajan por el bien del hombre".
Sands llamó por videófono a una compañía local de taxis a reacción:
- Quiero un taxi para ir a Chicago -pidió-. Lo más rápido posible.
Dio su dirección y salió apresurado hacia el ascensor.
"Myra, sus detectives y los periódicos tienen otro cómplice para asediarnos a Cally y a mí. Ahora se les ha unido Briskin. ¿Cómo ha podido ponerse de su lado? ¿No he demostrado claramente lo que soy capaz de hacer al servicio de las necesidades del hombre? Briskin tiene que estar al corriente; esto no puede ser mera ignorancia por su parte".
Sands, frenético ya, se preguntó:
"¿Será posible que Briskin quiera que los enfermos mueran? Toda esa gente que aguarda que yo acuda a ellos, que necesita de mi ayuda…, ayuda que después de mi muerte nadie más podrá brindarles".
Palpando la pistola láser que llevaba en el bolsillo, dijo en voz alta, sombrío:
- ¡Qué fácilmente te equivocas respecto a otras personas!
"Pueden engañarte con tanta facilidad -pensó- o desorientarte deliberadamente. ¡Deliberadamente, sí!"
El taxi a reacción llegó a toda velocidad, se detuvo junto al bordillo y sus puertas se deslizaron hacia atrás.
Cuando terminó su discurso, Jim Briskin se acomodó en la butaca y supo que esta vez, por lo menos, había hecho un excelente trabajo. Había sido el mejor discurso de su carrera política, y en algunos aspectos, el único en verdad decente.
"Y ahora, ¿qué? -se preguntó-. Sal se ha ido y junto con él, Patricia. He agraviado a los poderosos e inmensamente ricos hermanos George Walt por no mencionar a Thisbe. Y los de Investigaciones Terran, que tampoco son poca cosa, se pondrán furiosos por haber divulgado lo de la brecha. Pero nada de esto importa. Tampoco el hecho de verme obligado a nombrar a un conocido detective Secretario de Justicia; ni siquiera eso cuenta. Mi deber era pronunciar este discurso, apenas Tito trajo la información. Y es exactamente lo que hecho. Al pie de la letra. Pase lo que pase".
Llegando hasta él, Phil Danville le dio unas palmadas calurosas en la espalda.
- Fue un magnífico alboroto, Jim -le felicitó-. Te has lucido.
- Gracias, Phil -murmuró Jim.
Estaba cansado. Saludó con un gesto a los cámaras, y junto a Danville, marchó a reunirse con la camarilla del partido, que aguardaba al fondo del estudio.
- Necesito un trago -les dijo, mientras varios le extendían sus manos, deseosos de estrecharla-. Después de lo que he dicho…
"Me pregunto qué hará la oposición -se dijo- ¿Qué dirá Bill Schwarz? Nada, ¿qué puede decir? He corrido el velo de la cuestión y no voy a echarme atrás. Ahora que todos saben que hay un lugar al que podemos emigrar, el traslado se pondrá en marcha. Por multitudes. Gracias a Dios, los almacenes estarán vacíos. Como debieron estarlo desde hace años".
"Ojalá hubiera sabido esto antes de promocionar las técnicas de recreación planetaria de Bruno Mini. Podía haberlo evitado…, lo mismo que la ruptura con Sal. Pero de todos modos -se tranquilizó- seré elegido".
Dorothy Gill le dijo suavemente:
- Jim, creo que ha triunfado.
- Claro que sí -aseguró Phil Danville, sonriendo satisfecho-. ¿Qué tal, Dotty? Ya no estamos como hace un rato, ¿eh? ¿Cómo consiguió esa información sobre IT Jim? Debe de haberle costado…
- Ya lo creo -repuso Jim, brevemente-. Me ha costado mucho. Pero recuperaré el costo con creces.
- Y ahora, tomemos un trago -señaló Phil-. Hay un bar en la esquina; lo he visto cuando venía hacia aquí. Vamos.
Se dirigió hacia la puerta y Jim Briskin le siguió con las manos en los bolsillos.
Descubrió que la acera estaba atestada de gente. Una multitud que le saludaba y vitoreaba; devolvió el saludo, al tiempo que observaba que entre los entusiastas había tantos blancos como Cols.
"Buen síntoma", pensó, mientras el grupo se movía con lentitud hacia el bar que Phil Danville había mencionado, a través del camino abierto por la policía de Chicago entre la densa turba. Una muchacha pelirroja, muy pequeña, que llevaba un deslumbrante traje holgado propio de chicas del Salón de los Placeres, llegó con presteza hasta Jim, forcejeando y escurriéndose entre los presentes.
- Señor Briskin… -llamó.
Jim se detuvo con desgano, preguntándose que sería y qué querría. Era una de las chicas de Thisbe Olt, seguramente.
- Dígame -manifestó Briskin, sonriéndole.
- Señor Briskin -expuso la pequeña pelirroja-. En el Satélite corre un rumor; George Walt están tramando algo con Verne Engel, el sujeto de ASEO.
Cogió a Jim por el brazo, asiéndole con fuerza para detenerle.
- …Planean asesinarle, o algo así. Cuídese, por favor.
Su rostro estaba tenso por el temor.
- ¿Cómo se llama usted?
- Sparkey Rivers. Yo… trabajo allí, señor Briskin.
- Gracias, Sparkey -dijo Jim-. No te olvidaré. Tal vez algún día te dé un cargo en el gabinete.
Continuó sonriéndole, pero ella no devolvió la sonrisa.
- Sólo estoy bromeando -aclaró Briskin-. No estés tan preocupada.
- Creo que van a matarle -insistió Sparkey.
- Tal vez -repuso Jim, encogiéndose de hombros.
Era muy posible que lo hicieran. Se inclinó levemente hacia delante y besó a la chica en la frente.
- Cuídese usted también -agregó y continuó andando junto a Phil Danville y Dorothy Gill.
Después de unos instantes, Phil le preguntó:
- ¿Qué piensas hacer, Jim?
- Nada. ¿Qué puedo hacer? Esperar, nada más. Apurar mi trago.
- Debería buscar protección -insinuó Dorothy-. Si algo le ocurriera…, ¿qué haríamos nosotros? ¿Qué sería del resto de nosotros?
Jim declaró:
- La posibilidad de emigración quedará en pie, aún sin mí. Podréis despertar a los durmientes. Como la Cantata 140 de Bach, "Despierta, la voz nos llama". Esa debe ser vuestra consigna, de ahora en adelante.
- Este es el bar -señaló Phil Danville.
Frente a ellos, un guardia uniformado mantenía la puerta abierta. Entraron uno por uno.
- Fue maravilloso que esa muchacha me previniera -observó Jim.
Cerca de él, una voz masculina le interrogó:
- ¿El señor Briskin? Soy Lurton Sands hijo. Tal vez haya leído sobre mí en los periódicos.
- ¡Oh, sí! -respondió Jim, sorprendido, extendiendo su mano como bienvenida-. Me alegro de verle, doctor Sands. Querría…
- ¿Me permite hablar, por favor? -le cortó Sands-. Debo decirle algo. Por culpa suya se han dañado mi vida y mi trabajo humanitario de dos vidas. No conteste; no quiero discutir con usted. Sólo se lo digo, para que comprenda el porqué.
Sands echó mano a su bolsillo Ahora tenía la pistola láser directamente apuntada al pecho de Jim Briskin.
- No alcanzo a comprender -puntualizó- qué acto de mi dedicación a los enfermos ha podido dolerle, haciéndole volverse en contra mía; pero todos lo están, ¿por qué no usted?
Apretó el gatillo de la pistola. El arma no disparó; Lurton Sands bajó hacia ella sus ojos incrédulos.
- Myra, mi mujer -dijo, como disculpándose- Ha quitado la cápsula de energía. Sin duda ha creído que la usaría contra ella.
Arrojó la pistola a un lado.
Hubo un instante de silencio y luego Briskin dijo con sequedad:
- Bien, doctor, ¿y ahora qué?
- Nada, Briskin. Nada. Si hubiera tenido más tiempo, hubiera podido cerciorarme de que la pistola tenía su carga, pero tuve que apurarme para llegar aquí antes de que usted partiera. Su discurso ha sido en verdad heroico; ciertamente a mucha gente causará la impresión de que pretende aliviar los problemas de la humanidad… Desde luego, usted y yo sabemos que no es así. Dicho sea de paso…, sabe usted que no va a poder despertar a todos los Bibs, no podrá realizar del todo esa tarea, porque algunos están muertos. Yo soy el responsable de eso. Sobre cuatrocientos, aproximadamente.
Jim Briskin le miró asombrado.
- Así es -afirmó Sands-. He tenido acceso a los almacenes del MBSE. ¿Sabe lo que eso significa? Cada órgano que he tomado ha dado lugar a un hombre muerto…, o que no podrá vivir cuando le llegue el turno. Pero supongo que tarde o temprano debía ocurrir.
- ¿Sería capaz de hacer eso? -preguntó Jim Briskin.
- Ya lo he hecho -corrigió Sands-. Pero recuerde esto: sólo he matado potencialmente. Mientras que, en cambio, he salvado a los que sufren ahora, a los que están vivos y conscientes en el presente, a los que dependen en exclusiva de mi habilidad.
Dos hombres de la policía de Chicago se abrieron paso hacia él; el doctor Sands se apartó con brusquedad, irritado, pero los guardias le cogieron, llevándole entre ellos.
Blanco por el susto, Danville observó:
- Ahí lo tienes, Jim. Casi fue eso, ¿no? La historia se repite.
Durante el incidente, se había interpuesto entre él y Sands, protegiendo a Briskin.
- Sí -alcanzó a decir Jim.
Su boca estaba seca. Se sentía resignado. Si bien Lurton Sands no había podido asesinarle, llegado el momento, cualquier otro podría hacerlo. Era demasiado fácil. La tecnología de las armas se había perfeccionado asombrosamente en los últimos cien años; cualquiera lo sabía: el asesino ni siquiera tenía que estar en la zona. Igual que un acto de magia diabólica, podía hacerlo a distancia. Los instrumentos eran baratos y estaban al alcance de cualquiera… incluso, de acuerdo con la historia, de cualquier ignorante, de alguien insignificante y despreciable, sin amigos, dinero o un propósito fanático o convicción política que le justificara.
El episodio con Lurton Sands no era más que un mero presagio.
- Bien -murmuró Phil Danville, suspirando-. Creo que debemos continuar. ¿Qué quieres tomar?
- Un Black Russian -decidió Jim-. Vodka y…
- Sí, ya sé -interrumpió Phil. Su rostro estaba aún marcado por el temor y la conmoción cuando se dirigió al mostrador para pedirlo.
Jim se dirigió a Dorothy Gill:
- Si me mataran, habré cumplido ya mi tarea. No dejo de pensar en eso una y otra vez -dijo-. He puesto en público conocimiento la existencia de la brecha de IT y eso basta.
- ¿Piensa eso en realidad? -preguntó Dorothy, mirándole sin parpadear-. ¿Es tan pesimista respecto a sus posibilidades?
- Sí -afirmó Jim. Tenía sus buenos motivos.
"Tengo el presentimiento -pensó- de que no es época para que un negro llegue a ser Presidente".
Los planes secretos de ASEO le llegaron por medio de un individuo llamado Dave De Winter. De Winter había ingresado en el movimiento durante sus comienzos, proporcionando informes a Tito desde entonces. Ahora, presurosamente, De Winter contaba a su jefe la más reciente -y urgente- noticia.
- Lo intentarán esta noche a última hora. El hombre que lo va a hacer no es miembro del partido. Su nombre es Herb Lackmore o Luckmore, y con el equipo que van a proporcionarle no necesita ser un tirador experto. El equipo, al que llaman guijarro fue financiado por George Walt, esos dos mutantes dueños del Salón de los Placeres.
Tito Cravelli pensó:
"De esto depende mi cargo de Secretario de Justicia".
- Ya entiendo -dijo-. ¿Dónde puedo encontrar a ese tal Lackmore?
- En su casa de Oakland, California. Probablemente comiendo; son más o menos las seis allí.
Tito extrajo de su caja de caudales un rifle láser desmontable, de poderoso alcance y mira telescópica; lo dobló y lo ocultó en su bolsillo. Aquel rifle era estrictamente ilegal, pero poco importaba ahora; lo que Cravelli intentaba hacer iba contra la ley, con cualquier clase de arma que usara.
Pero ya era demasiado tarde para encontrar a Lackmore o Luckmore, o como se llamase. Cuando Lackmore hubiera salido en dirección al Este para interceptar a Jim Briskin; sus vuelos, el de Lackmore y el suyo, se cruzarían. Sería mejor localizar a Briskin, quedarse cerca de él y atrapar a Lackmore cuando apareciera. Claro está que Lackmore no tenía por qué aparecer en el sentido más estricto de la palabra, teniendo el tipo de arma que le habían dado los hermanos mutantes. Podía estar a quince kilómetros del lugar… y alcanzar a Briskin.
"George Walt tendrán que disuadirle -decidió Cravelli-. Es el único medio seguro…, pero es relativamente seguro. Debo ir al Satélite. Ahora. Si es que pretendo lograr algo".
Los gemelos George Walt no esperarían que fuera. No estaban al corriente de sus tratos con Jim Briskin; contaba con eso. Además, en el Satélite había tres personas que trabajaban para él; tres de las chicas. Esto le proporcionaba tres lugares distintos para esconderse mientras estuviera allí. Luego, después de haberse ocupado de George Walt, esos lugares podrían representar la diferencia entre salvarse o morir.
Claro está, eso sería si George Walt no quisieran llegar a un acuerdo con él, si prefirieran pelear. Si había lucha, perderían; Tito Cravelli era un tirador excepcional. Por otra parte, la iniciativa estaba de su lado.
¿Dónde se encontraba en aquel momento el Salón de los Placeres? Buscó en el periódico la página de entretenimientos y espectáculos. Si estaba, por decir un lugar, sobre la India, no había esperanzas; no podría alcanzarlo a tiempo.
De acuerdo con el horario que figuraba en el periódico, el Satélite Salón de los Placeres estaba parado sobre Utah. Podía alcanzarlo en menos de una hora.
Tenía tiempo suficiente.
- Muchísimas gracias -dijo a Dave De Winter que estaba de pie, incómodamente en el centro la oficina, vestido con el uniforme plateado y verde de ASEO-. Regresa junto a Engel. Yo me mantendré en contacto contigo.
Dejó la oficina a toda prisa, descendiendo las escaleras hasta la planta baja.
En cuestión de minutos viajaba en dirección al Satélite.
Cuando el taxi descendió sobre la plataforma del Salón de los Placeres, Cravelli se precipitó por la rampa, compró un billete a la rubia empleada desnuda y se lanzó velozmente hacia la entrada número cinco, buscando la puerta de Francy. Creía recordar que era la 705…, pero sus nervios le hicieron dudar. Quinientas puertas alineadas en un corredor tras otro… y alrededor suyo, por todas partes, los retratos animados de las muchachas, contoneándose y exhibiéndose, tratando de cautivar su atención, tentándole a disfrutar de mil placeres.
"Tendré que consultar el cartel indicador -decidió-. Me llevará un tiempo precioso, ¿pero qué otra solución me queda?"
Corrió febrilmente por un pasillo hasta llegar a un panel con indicaciones y señales luminosas con todos los nombres de las chicas, encendiéndose y apagándose, según los cuartos se ocupaban o quedaban libres de clientes.
Era el 507 y estaba desocupado.
Cuando abrió la puerta, Francy le saludó y se incorporó, parpadeando, sorprendida de verle.
- Señor Cravelli -exclamó insegura-, ¿ocurre algo?
Su cuerpo suave estaba apenas cubierto por una blusa pálida de tela delgada y barata. Dejó la cama y fue hacia Tito.
- ¿En qué puedo servirle? -murmuró-. ¿Está usted por…?
- No es por placer -le informó Tito-. Abróchate la maldita camisa y escucha. ¿Hay algún modo de que hagas venir aquí a George Walt?
Francy pensó un instante.
- Normalmente no visitan los cuartos -aseguró-. Yo…
- Supón que hubiera problemas. Un cliente que se niega a pagar.
- No, aparecería un fornido guardián. George Walt vendrían si creyeran que el FBI o alguna otra policía hubiera llegado hasta aquí y estuviera arrestándonos.
La joven señaló un pulsador oscuro que había en la pared.
- Están aquí para esas emergencias -informó-. Tienen una fuerte neurosis con esta cuestión de la policía, creen que vendrá inevitablemente, de un momento a otro…, deben tener un gran complejo de culpabilidad. El pulsador está conectado directamente con su oficina.
- Úsalo -dijo Cravelli.
Extrajo el rifle de su bolsillo y, sentándose sobre la cama de Francy, comenzó a montarlo. Pasaron los minutos.
Escuchando con atención junto a la puerta, Francy preguntó:
- ¿Qué es lo que va a pasar aquí, señor Cravelli? Espero que no…
- Calla -dijo Cravelli de modo tajante.
La puerta se abrió.
Los mutantes George Walt se detuvieron en la entrada, con una mano en el picaporte y las otras tres empuñando tres extraños trozos de metal tubular.
Tito Cravelli les apuntó con el rifle láser y anunció:
- No tengo intención de mataros a ambos, sólo a uno de los dos. Así dejaría al otro con medio cerebro muerto, un ojo muerto y un cuerpo en descomposición unido a él. No creo que eso os seduzca ¿Podéis amenazarme vosotros con algo igualmente desagradable? En verdad, lo dudo.
Hubo un silencio. Luego, uno de ellos -Tito no sabía cuál- inquirió:
- ¿Qué…, qué es lo que quiere?
El rostro estaba demudado, lívido; los dos ojos miraron atónitos uno a Tito y el otro a su rifle.
- Pasad y cerrad la puerta -ordenó Tito Cravelli.
- ¿Por qué? -preguntaron George Walt-. ¿Qué es lo que pretende?
- ¡Entrad! -exclamó Tito, y esperó.
Los mutantes entraron. La puerta se cerró tras ellos. Se quedaron mirando a Tito, asiendo aún los trozos de metal.
- Habla George -dijo entonces la cabeza- ¿Quién es usted? Seamos razonables; si está disconforme con el servicio que ha recibido de esta mujer… No, hombre, ¿no ves que es un asalto a mano armada?
La cabeza se había interrumpido al apoderarse el otro hermano del aparato vocal:
- Ha venido a robarnos -continuó-; ha traído el arma consigo, ¿comprendes?
- Vais a llamar a Verne Engel -indicó Tito-. Y él va a llamar a su pistolero, Herbert Lackmore. Todos vais a hacer que ese tal Lackmore deje lo que tiene entre manos y regrese. Lo haremos desde vuestra oficina; naturalmente, no podríamos llamar desde este cuarto. Tú, Francy ve delante de ellos; muéstrame el camino. De prisa, por favor; no nos sobra el tiempo.
En su interior, el esfínter pilórico comenzó a retorcerse por los espasmos; apretó los dientes y, por un instante, cerró los ojos.
Un trozo de metal pasó silbando junto a su cabeza.
Tito Cravelli disparó con su rifle láser a George Walt. Uno de los dos cuerpos se contrajo, herido en el hombro.
- ¿Veis? -observó Tito-. Sería terrible para aquel que sobreviviera.
- Sí -gimió la cabeza, meneándose torpemente, como una calabaza, de arriba abajo-. Haremos lo que nos diga, sea usted quien sea. Llamaremos a Engel; arreglaremos todo. Por favor.
Ambos ojos, cada uno fijo en un lugar distinto, parecían salirse de sus órbitas debido al miedo. El derecho, que estaba del lado que había recibido la herida del láser, se había vuelto opaco por el dolor.
- Así me gusta -dijo Tito.
"Aún puedo ser Secretario de Justicia", pensó, intimándoles con el rifle láser, encaminó a George Walt hacia la puerta.
El arma con que había sido provisto Herb Lackmore contenía una costosa réplica de la masa encefálica de James Briskin. Sólo era necesario colocar el instrumento a menos de tres kilómetros de Briskin, ensamblarle un manubrio y, por medio del conmutador, detonarla.
Lackmore había llegado a la conclusión de que era un mecanismo que causaba muy poca -o ninguna- satisfacción personal. No obstante, cumpliría su función; a la larga, era lo único que importaba.
Y sin duda le aseguraba la huida, o, por lo menos se la facilitaba considerablemente.
En aquel momento, las nueve en punto de la noche, Jim Briskin estaba en un cuarto del Galt Plaza Hotel, en Chicago, conferenciando con sus asistentes y consejeros; algunos piquetes de ASEO, que deambulaban frente al hotel de primerísima clase le habían visto entrar y habían dado parte a Lackmore.
"Me pregunto de dónde habrán salido los fondos para comprar este aparato -se decía Lackmore-. Porque estas cosas cuestan un montón de dinero".
Cuando minutos más tarde hacía los últimos preparativos, desde la acera en sombras surgieron unas siluetas macizas y erguidas que se acercaron al vehículo. Las siluetas llevaban uniformes verdes y plateados, que resplandecían tenuemente, como la luz de la luna.
Cautelosamente, con su aguzada suspicacia, Lackmore abrió la ventanilla de la micronave.
- ¿Qué queréis? -preguntó a los dos miembros de ASEO.
- Salga -dijo con brusquedad uno de ellos.
- ¿Por qué?
A Lackmore se le había helado la sangre. No se movió. No podía.
- Ha habido una alteración en los planes. Engel lo acaba de decir por el intercomunicador portátil. Tiene que entregarnos ese guijarro.
- No -dijo Lackmore.
ASEO se había rendido en el último momento. El no sabía con exactitud por qué, pero así era. El asesinato no se llevaría a cabo como estaba previsto: era todo lo que sabía, todo lo que le importaba. Rápidamente, comenzó a ensamblar el manubrio.
- ¡Engel ha dicho que no lo haga! -gritó el hombre de ASEO-. ¿Entiende?
- Entiendo -repuso Lackmore y tanteó, buscando el detonador.
La puerta de su vehículo se abrió de golpe. Uno de los hombres le cogió por el cuello, le sacó de un tirón del asiento y le arrastró, golpeándolo y pateándolo, desde la nave hasta la acera. El otro le arrebató el guijarro y, con mucha rapidez y pericia, desenroscó el detonador de la costosa arma.
Lackmore luchaba y se resistía. No se daba por vencido.
Más le hubiera valido hacerlo. El hombre de ASEO que tenía el guijarro ya había desaparecido en la oscuridad de la noche; se había esfumado con el arma. El guijarro y los acariciados proyectos de Lackmore se habían malogrado.
- Te mataré -resollaba inútilmente Lackmore intentando zafarse del corpulento hombre de ASEO.
- Tú ya no matarás a nadie -respondió el hombre, apretando cada vez más el cuello de Lackmore. No era una pelea igualada. Herb Lackmore estaba en desventaja. Había permanecido demasiados años con los brazos cruzados detrás de un escritorio y un mostrador del gobierno.
Lentamente, con evidente placer, el hombre de ASEO le hizo picadillo.
Para ser un supuesto devoto del culto a la no violencia, era sorprendente lo bien que lo hizo.
Desde la oficina de los mutantes, con su mullida alfombra de pelusa de escarabajo de Titán, Tito Cravelli llamó por videófono a Jim Briskin, al Galt Plaza Hotel de Chicago.
- ¿Cómo está? ¿Bien? -le preguntó.
Una de las enfermeras del Satélite Salón de los Placeres procuraba en vano curar al gemelo herido que trabajaba en silencio bajo la vigilancia de Cravelli, que sostenía su rifle láser, y de Francy que estaba junto a la puerta con una pistola que Tito había encontrado en el escritorio de los mutantes.
- Estoy perfectamente bien -respondió Briskin sorprendido.
Era evidente que podía ver a George Walt detrás de Cravelli.
Tito dijo:
- He cogido a una serpiente por la cola y no puedo dejarla escapar. ¿Se le ocurre alguna sugerencia? He evitado que le asesinaran pero, ¿cómo diablos voy a salir de aquí?
Había comenzado a preocuparse.
Después de meditarlo. Briskin contestó:
- Puedo llamar a la policía de Chicago…
- Olvídelo. No vendrían -observó Cravelli- no tienen jurisdicción aquí arriba; se ha comprobado cientos de veces: esto no forma parte de los Estados Unidos…, ni hablar, pues, de Chicago.
Briskin declaró:
- Está bien. Puedo enviar algunos voluntarios del partido para que le ayuden. Irán donde yo les diga. Tenemos algunos que vienen de enfrentarse con la gente de Engel en las calles; ellos sabrán qué hacer.
- Eso es más razonable -comentó Cravelli, aliviado.
Pero su estómago aún le estaba atormentando; apenas podía soportar el dolor y se preguntaba si habría algún modo de obtener un vaso de leche.
- La tensión me está venciendo -agregó-. Y no he podido cenar. Tendrán que venir muy pronto o, francamente, no resistiré. He pensado sacar a George Walt del Satélite, pero temo no poder llegar hasta la plataforma de despegue. Tendríamos que pasar a través de demasiados empleados del Salón de los Placeres.
- Está usted exactamente sobre Nueva York -informó Jim Briskin-. De modo que no llevará mucho tiempo mandarle la gente. ¿Cuántos quiere que vayan?
- Por lo menos un autobús completo. De hecho, todos los que pueda mandar. No querrá perder a su futuro Secretario de Justicia, ¿verdad?
- No especialmente.
Briskin parecía tranquilo, pero sus negros ojos brillaban intensamente. Tirando con suavidad de su gran bigote, reflexionó sobre la situación.
- Creo que yo también iré -anunció.
- Por qué?
- Para asegurarme de que usted se salve.
- Como usted quiera -advirtió Tito-. Pero no se lo aconsejo. Las cosas están un poco peligrosas por aquí. ¿Conoce alguna muchacha del Satélite que pueda guiarle hasta la oficina de George Walt?
- No -repuso Briskin y, al momento, cambiando de expresión, corrigió-: Aguarde. Conozco una. Hoy estaba aquí, en Chicago, pero tal vez haya vuelto subir.
- Es probable -opinó Cravelli-. Revolotean de aquí para allá como luciérnagas. Corra el riesgo si le parece. Le veré luego. Y cuídese.
Dicho esto, colgó.
Cuando se disponía a subir al gran autobús a reacción, ocupado por voluntarios del partido republicano-liberal, Jim Briskin se encontró frente a dos rostros familiares.
- No puedes ir al Satélite -le dijo Sal Heim, deteniéndole.
Patricia estaba detrás de él, visiblemente preocupada; llevaba un abrigo largo y temblaba de frío bajo el viento que llegaba de los lagos por la noche.
- Es muy peligroso -insistió Sal-. Conozco a George Walt mejor que tú, ¿recuerdas? Al fin y al cabo, fui yo quien te propuso que negociaras con ellos; pretendí que ésa fuera mi contribución.
Pat añadió:
- Si vas, Jim, no regresarás nunca de allí. Lo sé. Quédate aquí conmigo.
Se aferró a su brazo, pero Jim consiguió zafarse.
- Debo ir -le dijo-. Mi guardaespaldas está allí y debo salvarle; ha hecho mucho por mí, para no acudir en su ayuda.
- Yo iré en tu lugar -declaró Sal.
Bien mirado, era una buena oferta. No obstante Jim debía corresponder a Tito Cravelli por todo lo que había hecho; sea como fuere, debía encargarse de que Tito saliera sano y salvo del Satélite Salón de los Placeres.
- Gracias -respondió Jim-. Pero lo único que puedo ofrecerte es que vengas conmigo.
Lo había dicho en broma.
- De acuerdo. Iré contigo -afirmó Sal y, volviéndose a Pat, apuntó-: pero tú te quedas aquí abajo. Si regresamos, te veremos inmediatamente… y si no, nunca más. Vamos, Jim.
Subió los escalones del autobús, uniéndose a los que esperaban dentro.
- Cuídate mucho -rogó Pat a Jim.
- ¿Qué te ha parecido mi discurso? -preguntó Jim.
- Estaba bañándome; sólo he escuchado una parte. Pero, aun así, creo que es el mejor que has pronunciado. Sal también lo cree, y él lo ha escuchado íntegro. Ahora comprende que ha cometido un lamentable error; debió haberse quedado a tu lado.
- Es una lástima que no lo haya hecho.
- ¿No crees, después de todo, que es mejor tarde que…?
- Sí -dijo Jim-. Es mejor tarde que nunca.
Volviéndose, siguió a Sal, que entraba en el autobús.
Lo había dicho, pero no era cierto. Habían ocurrido demasiadas cosas; era demasiado tarde. El y Sal se habían separado para siempre. Y ambos lo sabían…, o más bien, lo temían. Y buscaban instintivamente un nuevo acercamiento, sin saber muy bien cómo lograrlo.
Cuando el autobús comenzó a girar, ascendiendo vertiginosamente, Sal se inclinó hacia Jim y comentó:
- Te has desenvuelto magníficamente desde la última vez que te vi, Jim. Déjame felicitarte. No es ironía, sino todo lo contrario.
- Gracias -contestó brevemente Jim.
- Pero nunca me perdonarás que te haya presentado mi renuncia cuando lo hice, ¿no es cierto? No puedo culparte.
Sal permaneció en silencio.
- Podrías haber sido Secretario de Estado -señaló Jim.
Sal hizo un gesto asintiendo.
- Así es la vida -se lamentó-. De todos modos espero que ganes, Jim. Sé que será así, después de ese discurso; sin lugar a dudas, fue una obra de arte el prometer el oro y el moro a todo el mundo. Además hay que decir que serás un gran Presidente. Alguien de quien todos nos enorgulleceremos.
Sonrió cálidamente y luego preguntó:
- ¿Te estoy dando la lata, Jim?
El Satélite Salón de los Placeres estaba frente a ellos; desde uno de los pechos que hacían las veces de plataforma, el pezón de luz rosada guió el descenso de la nave. Indudablemente era una invitación para todos los que llegaban. El principio Yin se cumplía en el espacio, aumentando en proporciones cósmicas.
- Es increíble que George Walt puedan caminar -comentó Jim- unidos por la base del cráneo como están. Debe ser tremendamente incómodo.
- ¿Qué quieres decir? -interrogó Sal, ahora tenso e irritado.
- Nada en especial -repuso Jim Briskin-. Parece lógico que uno de los hermanos hubiera sacrificado al otro por motivos prácticos.
- ¿Acaso los has visto alguna vez?
- No.
Jim ni siquiera había estado en el Satélite.
- Es que están encariñados el uno con el otro -indicó Sal.
El autobús a reacción comenzó a posarse sobre el campo de aterrizaje; el girar permanente del Satélite provocaba un flujo magnético constante, suficiente para atraer hacia sí los objetos más pequeños.
Jim Briskin pensó:
"Es aquí donde hemos cometido nuestro error. Nunca debimos permitir que este lugar se volviera atractivo…, en ningún sentido".
No se mostraba muy ingenioso, pero era lo más sagaz que podía pensar en aquellas circunstancias.
"Tal vez Pat tuviera razón -se decía-. Tal vez yo, ni igualmente Sal Heim, no regresemos de este lugar".
Hubiera preferido pensar en cualquier otra cosa; el Satélite Salón de los Placeres no era precisamente el lugar que hubiera elegido para finalizar sus días.
"Es irónico -concluyó- venir aquí ahora, por primera vez, en este momento de mi vida".
Las puertas del autobús se deslizaron hacia atrás apenas la nave dejó de girar.
- Aquí estamos -dijo Sal, incorporándose con rapidez-. Vamos allá.
Junto a los voluntarios del partido, caminó hacia la entrada más cercana. Transcurrido un instante, Jim Briskin les siguió.
La hermosa morena desnuda que estaba de servicio en la entrada, sonrió, mostrando sus blanquísimos dientes y dijo:
- Sus billetes, por favor.
- Somos todos nuevos -explicó Sal, sacando su billetera-. Pagaremos al contado.
- ¿Hay algunas chicas en particular a las que queréis visitar? -preguntó la empleada, guardando el dinero en la caja registradora.
Jim Briskin indicó:
- Una chica llamada Sparkey Rivers.
- ¿TODOS VOSOTROS? -exclamó la muchacha, parpadeando y encogiéndose de hombros luego, discretamente-. Está bien, caballeros. De gustibus non disputandum est. Puerta número tres. Id con cuidado y no os empujéis, por favor. Ella está en el cuarto 395.
Señaló hacia la puerta número tres y el grupo fue en esa dirección.
Al otro lado de la puerta número tres, Jim Briskin vio largas filas de puertas doradas y resplandecientes; sobre algunas de ellas había luces encendidas y comprendió que en ese momento deberían estar desocupadas de clientes. Y, sobre cada puerta vio curiosas fotografías animadas de las muchachas que estaban dentro. Las fotografías les llamaban, intentaban atraerles o lloriqueaban mimosas, a medida que cada uno de ellos se acercaba buscando el cuarto 395.
- ¡Hola, guapo!
- Ven, cariño…
- ¿Cómo estás, tesoro?
- Date prisa, simpático… Te estoy esperando…
Sal Heim informó:
- Es por aquí. Pero no necesitas ir, Jim, yo puedo llevarte directamente a la oficina.
"¿Podré confiar en ti?", se preguntó Jim Briskin.
- Está bien -dijo. Y esperó no haberse equivocado.
- Por este ascensor -indicó Sal-. Aprieta el botón C.
Entraron en el ascensor. El resto del grupo le siguió, apretujándose tras ellos. Más de la mitad quedó fuera, en el corredor.
- Vosotros seguidnos -ordenó Sal-. Lo más rápido posible.
Jim oprimió el botón C y la puerta del ascensor se cerró silenciosamente.
- Me siento deprimido -comentó a Sal-. No se por qué.
- Es el lugar. No es para ti. Pero si fueras vendedor de corbatas, o vajillas de plata o pieles de insectos, te gustaría. Vendrías todos los días, si la salud te lo permitiera.
- No lo creo -opinó Jim-. No importa cuál fuera mi profesión.
El lugar iba en contra de su forma de ser, de todos sus principios éticos… y estéticos.
La puerta del ascensor se abrió suavemente.
Sal marchó con Jim delante del grupo, a través del silencioso pasillo alfombrado. Al entrar en el despacho, saludó neutralmente:
- Hola, George Walt.
Los dos mutantes estaban ante su gran escritorio de madera de cerezo, sentados en el ancho sillón especialmente construido para ellos. Uno de los cuerpos colgaba del otro como un saco fláccido y un ojo, marchito y vacío, miraba sin ver.
Con voz chillona, la cabeza gimió:
- Se está muriendo. Incluso creo que está muerto; usted sabe que está muerto.
El ojo activo miraba recriminando malignamente a Tito Cravelli, que, con su rifle láser en la mano, se hallaba al otro lado de la habitación. Una de las manos con vida sacudió con desespero el brazo inerte del otro cuerpo.
- ¡Di algo! -exclamó histéricamente.
Con inmensa dificultad, el cuerpo ileso se puso en pie; entonces, su silencioso compañero chocó contra él. Con horror, George -¿o Walt?- apartó de sí el gravoso saco sin vida.
Un débil espasmo vital animó al saco colgante; no estaba del todo muerto. En el rostro de su hermano surgió una arrebatadora esperanza. De repente, la criatura se tambaleó de forma grotesca en dirección a la puerta.
- ¡Corre! -gritó la cabeza, al tiempo que el cuerpo procuraba escapar torpemente-. ¡Aún puedes hacerlo!
La impetuosa criatura doble rodó sobre los sorprendidos voluntarios que estaban en la puerta, cayendo todos al suelo en un confuso montón; el mutante gritaba aterrado, luchando por quitarse de encima el cuerpo herido que le oprimía en medio del desorden.
Jim Briskin, al ver que George Walt asomaba la cabeza, se zambulló para atraparle. Consiguió asir un brazo y tiró de él hacia arriba.
El brazo se separó del cuerpo.
Jim se quedó mirándolo, mientras George Walt saltaba sobre sus cuatro piernas, abalanzándose hacia el corredor.
Sin apartar su mirada, Jim alcanzó el brazo a Heim.
- Es artificial -dijo.
- Eso parece -asintió Sal, atónito.
Y, arrojando el brazo a un lado, se lanzó velozmente tras George Walt; Jim se unió a él y juntos persiguieron a los mutantes a través del corredor alfombrado. El organismo de tres brazos se movía con dificultad, con los dos cuerpos entrechocando y separándose continuamente. Al fin cayó al suelo con todos sus miembros extendidos y Sal se arrojó sobre el cuerpo derecho, cogiéndolo por la cintura.
El cuerpo íntegro quedó suelto: brazos, piernas y tronco. Pero sin la cabeza. El otro cuerpo -con la cabeza-, se las arregló de manera sorprendente para levantarse y seguir corriendo.
George Walt no era un mutante, sino un individuo normalmente constituido. Jim Briskin y Sal Heim le vieron irse; acompañaba con sus brazos el vigoroso movimiento de sus piernas.
Después de una larga pausa, Jim dijo:
- Vamos…, larguémonos de aquí.
- Eso es -asintió Sal, volviéndose a mirar a los voluntarios del partido, que habían llegado tras ellos. Tito Cravelli salió de la oficina, con el rifle en la mano; vio el cuerpo que había sido parte de los mutantes y comprendió instintivamente, levantó su mirada cuando el gemelo restante desaparecía tras una esquina del corredor.
- Ya no podemos atraparlos -dijo-. Jamás.
- Atraparlo -corrigió mordazmente Sal Heim-. ¿Quién de los dos sería el sintético, George o Walt? ¿Por qué toda esta farsa? No lo entiendo.
- Uno de ellos debió morir hace mucho tiempo.
Sal y Jim le miraron intrigados.
- Seguro -afirmó Tito-. Lo que ha ocurrido hoy, debe haber pasado antes. Eran mutantes de nacimiento, de acuerdo; pero luego, uno de los cuerpos debió fallecer y el sobreviviente se hizo construir otra parte sintética. No hubiera podido subsistir solo, porque el cerebro… Bueno, habéis visto como estaba el sobreviviente; sufría de un modo horrible. Imaginad cómo estaría la primera vez cuando…
- Sin embargo, ha sobrevivido -subrayó Sal.
- Mejor para él -dijo Tito sin ironía-. Francamente, me alegro de que así fuera; lo merecía. Se arrodilló e inspeccionó el tronco.
- Me parece que éste es George -comentó-. Espero que puedan restaurarlo a tiempo.
Luego se puso de pie y añadió:
- Ahora, volvamos a la plataforma; quiero irme de aquí. Y después quiero un vaso de leche descremada caliente. Un vaso bien grande.
Seguidos por los voluntarios del partido, los tres hombres avanzaron en silencio hacia el ascensor. Nadie los detuvo. El corredor, por fortuna, estaba desierto. No había siquiera fotografías que trataran de atraerles con sus encantos.
Cuando llegaron de nuevo a Chicago, Patricia Heim estaba esperándoles.
- ¡Gracias a Dios! -exclamó, echándose en brazos de su marido-. ¿Qué ha pasado? Me parecía que tardabais muchísimo, pero no ha sido tanto; sólo habéis estado fuera una hora.
- Te lo contaré más tarde -dijo bruscamente Sal-. Ahora sólo quiero descansar.
- Creo que dejaré de pedir la clausura del Satélite Salón de los Placeres -anunció Jim de pronto.
- ¿Qué? -preguntó Sal, perplejo.
- Creo que he sido demasiado rígido -dijo Jim-. Demasiado puritano. Preferiría no truncar su existencia: me parece que se la ha ganado.
Se sentía aturdido, incapaz de pensar en realidad en eso.
Lo que más le había impresionado, lo que le había hecho cambiar, no era la transformación de George Walt en dos entidades distintas, una artificial, otra genuina, sino la revelación de Lurton Sands sobre los numerosos Bibs mutilados.
Había estado pensándolo, tratando de hallar una solución. Si se despertaba a los Bibs mutilados, debería hacerse en último término. Y para ese momento tal vez hubiera suficientes órganos en el banco de la ONU. Pero había otra posibilidad en la que en ese momento reparaba. La existencia conjunta de los hermanos George Walt probaba la funcionalidad de los órganos totalmente mecánicos. Jim Briskin vio en esto una esperanza para las víctimas de Lurton Sands. Posiblemente se pudiera llegar a un trato con George Walt; se les dejaría en paz a cambio de que ellos, revelaran el nombre del fabricante de sus altamente perfeccionados órganos artificiales. Era muy probable que se tratara de una firma de Alemania Occidental; tales organizaciones estaban adelantadas allí en esa clase de experimentos. También podía tratarse de ingenieros contratados exclusivamente por el Satélite y que tuvieran residencia permanente en él. De todos modos, cuatrocientas vidas representaban una cantidad importante, y se justificaba cualquier esfuerzo por salvarlas. "Incluso -decidió-, el de persuadir a George Walt".
- Vayamos a tomar algo caliente -propuso Pat-. Estoy congelada.
Llave en mano, se dirigió hacia la puerta de la sede central del partido RL.
- Aquí podremos preparar un poco de café atóxico sintético.
Mientras esperaban que la cafetera se calentara, Tito sugirió:
- ¿Por qué no deja que el Satélite decaiga por si solo? Cuando comience la emigración, la demanda de sus servicios será cada vez menor. Usted dejó entrever algo de eso en su discurso desde Chicago.
- Como tú bien sabes, yo ya he estado arriba otras veces -recordó Sal-. Y no he muerto. Tito también ha estado allí y tampoco ha muerto o se ha degenerado.
- Está bien, está bien -dijo Jim-. Si George Walt no se meten conmigo, yo haré lo mismo con ellos. Pero si siguen persiguiéndome o si no me ayudan en este asunto de la construcción de órganos artificiales entonces será necesario hacer algo. En cualquier caso, el bienestar de esos cuatrocientos Bibs es lo principal.
- El café está listo -anunció Pat, comenzando a servirlo.
Después de sorber un trago, Sal Heim dijo:
- ¡Qué bien sabe!
- Tienes razón -asintió Jim Briskin. En verdad, esa taza de café sintético atóxico caliente, debía ser (sólo los Cols de clase baja que vivían en los dormitorios del Estado bebían café verdadero) exactamente lo que necesitaba. Le hizo sentir mucho mejor.
En noviembre, a pesar de las abusivas transmisiones de televisión enviadas desde el Satélite Salón de los Placeres, o tal vez a causa de las mismas, Briskin había conseguido sobrepasar la popularidad de Bill Schwarz y, por consiguiente, ganó las elecciones presidenciales.
De modo que, por fin, casi cien años más tarde de lo que se esperaba, Salisbury Heim podía decir "Los Estados Unidos tienen un Presidente negro. La nueva época del entendimiento humano ha comenzado al fin. O al menos confiemos en que así sea".
- Lo que necesitamos -dijo Patricia, pensativa, mientras ambos examinaban un duplicado de los últimos resultados del escrutinio- es celebrarlo con una fiesta.
- Estoy agotado para eso -repuso Sal-. Una cerveza, puede ser. Pero luego a casa, a dormir.
Fuera, una multitud de simpatizantes gritaba de alegría; el barullo se filtraba hasta el interior de la sede de la campaña. Sal Heim se dirigió hacia la ventana para observar.
"Un voto para Jim Briskin -pensó, recordando el lema de la campaña electoral- es un voto para la humanidad". Gastado ya y demasiado simplificado desde siempre, el lema encerraba en el fondo una verdad sustancial. De modo que, tal vez, sus riñas con Jim habían valido la pena.
Con sus grandes pies sobre el brazo del sofá, Danville dijo:
- Han sido mis espléndidos discursos los que te ha abierto el camino, Jim. ¿Cuál será mi recompensa ahora? -bromeó-. Estoy esperando.
- No hay nada en la Tierra que alcance a recompensar tal ayuda -respondió Jim Briskin, distraídamente.
- Míralo -dijo Danville a Dorothy Gill-. Ni siquiera ahora es feliz. Va a echar a perder la fiesta, Pat.
- ¡Qué va! Jamás lo haría -aseguró Jim, incorporándose, con su mayor predisposición.
Después de todo, los demás tenían razón; aquél era el gran momento. Pero para él, en verdad, el gran momento histórico había comenzado a diluirse y desaparecer, era demasiado inaprehensible, estaba tejido demasiado sutilmente en la trama de la realidad cotidiana. Además, los problemas que le aguardaban, hacían impedirle reparar en cualquier otra cosa. No obstante así debía ser.
Un guardia del Servicio Secreto se aproximó a él.
- Señor Briskin -le dijo-. Hemos interceptado en el vestíbulo a un hombre que quiere hablar con usted.
- Algún entusiasta -comentó Pat.
- Un asesino -exclamó Tito, buscando su arma en el bolsillo.
- No -afirmó el guardia-. Es un hombre que viene por negocios.
Jim abrió la puerta que daba al vestíbulo y miró hacia allí, intrigado. Tal como había asegurado el guardia, no era un entusiasta ni un asesino. El hombre que esperaba para hablar con él, que iba vestido con una antigua chaqueta, era Bruno Mini.
Extendiendo su mano, Mini expresó caluroso:
- Pues sí que me ha costado entrevistarme con usted, señor Presidente Electo. He tratado de conseguirlo a lo largo de toda su campaña.
Buscó en su alborotado portafolios y añadió:
- Usted y yo tenemos una cantidad de negocios vitales que tratar, señor. Ahora puedo revelarle que el planeta con el que he planeado comenzar, y no hay duda de que para usted será una sorpresa, es Urano. Tan al alcance de la mano como está y tan grande como es. Ahora bien; usted me preguntara, ¿por qué?
- No -respondió Jim-. No le pregunto por qué.
Estaba resignado. Tarde o temprano, aún después del descubrimiento del mundo virgen, en el que habían comenzado a trabajar los primeros exploradores de Terran, Mini tenía que entrevistarse con él. A fin de cuentas, era casi un alivio. Tales cosas estaban ya predeterminadas en la vida; podía verlo con claridad en la cara rubicunda y excitada de Bruno Mini, y en sus ojos saltones.
- Permítame describirle las ventajas de Urano -expuso Mini, rebosante de alegría. Y comenzó a entregar a Jim un abrumador fárrago de documentos, que extraía incansablemente de su portafolio lo más rápido posible.
"Serán cuatro años difíciles -pensó Jim Briskin estoicamente-. ¿Cuatro? No me extrañaría que fueran ocho".
Tal como marcharon las cosas, tuvo razón. Fueron ocho años.
FIN
Adios, Vincent ( Goodbye, Vincent © 1988)
El otro día estaba caminando rumbo a la Universidad y un tipo con un Mustang realmente nuevo me dio un aventón. Ninguno de los dos dijo nada durante un buen rato -ustedes saben como es el Universo- y entonces, percatándome de un pequeña y linda muñeca de plástico que tenía junto al túnel de transmisiones a su lado, comencé una de esas conversaciones sin forma, la clase de conversaciones que no tienen finalidad alguna sino mantener a raya el silencio. Le pregunté por la muñeca. Era una chica, con el cabello negro y corto, una cara plena, cálida y amistosa, bonita, dulce, con una corta minifalda… la muñeca tenía largas piernas, se veía sexy, la clase a la que las niñas le compran diferentes estuches de ropa para vestirlas de una u otra manera. La clase de muñeca a la moda y con estilo que preocupa a la mayoría de ellas todo el día, mientras se sientan sobre el piso frente al televisor.
- Esa es una muñeca Linda -dijo el tipo-. Hecha por Levy. Habrás visto su edificio al lado de la autopista cerca de Los Angeles. Están apenas por detrás de Mattel, y con el tiempo llegarán a superarlos. Esta muñeca tiene más personalidad en su rostro que la Barbie.
- Me gustaría conocer una chica real que se viera como ella -dije-, quiero decir, en la vida real. No una muñequita como esta, ¿sabes?
- Ese tiempo ya ha pasado -dijo el tipo de manera sombría mientras conducía su Mustang-. Quizá una vez, si lo que dicen es cierto. Acerca de los orígenes de la muñeca Linda. Podrías haberla conocido entonces, si realmente hubieras tenido suerte, pero no ahora. Aquellos deben haber sido tiempos maravillosos, por lo que he oído. Había realmente una Linda. Esa es la leyenda, de cualquier modo. Lo que en Levy dejaron salir, sin embargo, puede que no sea toda la verdad; tendrás que hacerte una idea con las pistas que han soltado de vez en cuando, usualmente en las respuestas a cartas que las niñas escriben. De cualquier manera, evidentemente había una chica llamada Linda, en efecto -en la vida real, como nosotros- y la gente de Levy consiguió una fotografía de ella o alguien en la fábrica la conocía… originalmente ellos trabajaban con carros usados, o algo así; no recuerdo. Así que verás, esta chica Linda, la real, era llamativa. Como la muñeca. Sólo que más aún. Realmente no puedes imprimirle a una muñeca todos los matices sutiles que encuentras en alguien en la vida real.
- Eso sí que es cierto.
- La gente solía verla vagando por los alrededores, perdida y triste, pero con esa maldita sonrisilla llena de diversión. Con sus ojos negros chispeantes. Llena de vitalidad y energía y así, realmente activa y alerta, diciendo cosas divertidas, zumbando por el pueblo y sobre la autopista en su Camaro.
- ¿Tenía nombre el Camaro?
- George.
- ¿Y tuvo un padre?
- Desde luego, el padre de George era… bueno, no lo creerías. Así que no te contaré sobre eso. Probablemente ahora es sólo un mito. Pero de cualquier modo, Linda creía en vivir la vida, pero era muy original… nadie nunca sabía lo que iba a decir o a hacer a continuación. No era predecible. Cuando contestaba el teléfono -la gente de Levy dice que era una operadora telefónica a veces- y entonces decía cosas extrañas y confusas. Y la mitad de las veces la gente que llamaba se enfurecía y colgaba. O quizá se reían. Todo dependía de si tenían sentido del humor. O, también, de si estaban vivos o no.
- Sí, dependiendo de dónde esté tu propia cabeza será la forma en que reacciones ante alguien super vivo.
- Sí, eso era lo que ella tenía; estaba super viva. Siempre estaba corriendo haciendo cosas, como un pequeño electrón. Pero gradualmente llegó a sentirse muy cansada. Comenzó a desgastarse. Ahora, se puede remplazar una muñeca. Siempre hay más en la línea de ensamblaje día tras día. Pero en el caso de una persona, sólo hay una. Así es como es esto. Creo que por eso la gente de Levy estaba tan ansiosa por duplicarla, de mantenerla lejos de…
- Hay una luz roja delante.
- Gracias. -El tipo frenó su Mustang hasta detenerlo, detrás de una camioneta VW-. Así se cansó mucho y empezó a sentir dolor por las noches, y ahí en su habitación tenía a todas estas muñecas, les pedía ayuda.
- ¿Qué hacía sus muñecas?
- Hacían lo que podían. Trataban de ayudarla. Nadie lo sabe de seguro, aparte de ella misma. En esas noches estaba sola ahí en la habitación con ellas.
- ¿Nadie más la ayudó? ¿No conocía a nadie más? ¿Alguien que la quisiera y le brindara una maldita ayuda, que se preocupara por ella y se preguntara cómo estaba de vez en cuando?
- Esa parte está empañada por la leyenda y el mito. Algunas veces los folletos de la gente de Levy parecen implicar que varios individuos de toda clase la amaban. Pero ella tenía muchas preocupaciones. Como andar sin sostén.
- ¿Perdón?
- De acuerdo a uno de los folletos, ella manejaba una ambulancia o algo así… de cualquier manera, estaba manejando su ambulancia un día, sin su brassiere, y los policías de Los Angeles la hicieron polvo. No recuerdo los cargos exactos. «Operar un vehículo de emergencia sin el debido respeto» o algo así. Y otra vez la atraparon vendiendo boletos para una autopsia. Cinco centavos por ver, diez por tocar… y cosas por el estilo. En cierto sentido, Linda era bastante peculiar. Pero la gente la amaba. Tenía una forma peculiar y melancólica de gritar, dicen. Cuando ponías tus brazos a su alrededor, ella gritaba de la manera más cautivadora y encantadora. Aunque dicen que siempre estaba rompiendo lo preestablecido.
- Aunque suena como si no fuera muy feliz.
- Pero seguro que lo intentaba. Nunca dejó de intentarlo, sin importar lo que pasara. Cuando se emborrachaba…
- Oh, ¿bebía?
- Siempre que era posible. En cada ocasión. Excepto, desde luego, en su trabajo. Particularmente en su último trabajo, el cual se tomó muy en serio. Pulir lápidas.
- ¿En serio?
- Le dieron un pequeño equipo, con piedra pómez y un trapo y cosas así. Y cada día en el camino de ida de Green Pastures en el Valle Feliz, ella haría su trabajo, untando piedra pómez en las lápidas y luego lijando y frotando y dando brillo industriosamente, día tras día, las pulía hasta que se veían más y más viejas. La gran ambición de Linda era envejecer todas las lápidas del mundo, empezando en el área de Los Angeles y trabajando hacia el norte.
- ¿Y así es como se marchó?
- Así es como se fue. Puliendo su camino hacia el norte, siendo empleada en todos los cementerios y panteones oficiales y también trabajando en las capillas funerales detrás de las estaciones de gasolina Chevron y detrás de las Pizza Huts, donde quiera que las encontrara. Linda hizo un buen trabajo; Linda siempre hizo un buen trabajo en todo aquello que intentó. Algunas veces, sin embargo, su ingenio salvaje daba lo mejor de sí, en esos casos pegaba un letrero en la tumba después de trabajar envejeciéndola, cosas como «Elección U.S.D.A.» Pero eso le ocasionó problemas con el Departamento de Agricultura, así que después de eso de vez en cuando colocaba etiquetas en las que se leía: «Frágil. Manéjese con cuidado». Finalmente, se volvió su marca. Indicaba que Linda había estado ahí. Podrías seguir sus pistas por todo California, así, y finalmente llegarías hasta Oregon y un poco más al norte. En algún lugar sobre la línea, evidentemente, se le terminaron las etiquetas. Y de cualquier modo, el rastro se acabó.
- Y ahora las tumbas han dejado de envejecer.
Dando vuelta hacia la derecha, el conductor del Mustang aparcó en un espacio en el estacionamiento, frenó y se detuvo. Permaneció sentado por un momento, luego estiró su mano y levantó la pequeña muñeca Linda dejándola descansar junto a él.
- Creo -dijo-, que todavía anda por ahí. Esperamos eso, cada uno de los que poseemos una muñeca Linda de la gente de Levy. Y, demonios, hay millones de nosotros… aunque creo que la mayoría son niños. Lo cual está bien. Seguro que es bonita, ¿verdad? -Sostuvo la muñeca y ambos la miramos.
- Hola, Linda -dije yo.
- Hola, Vincent -respondió la muñeca Linda.
- «Vincent» -protesté-. Mi nombre es Phil, no Vincent.
- La muñeca llama así a todo el mundo -dijo el conductor del Mustang mientras me abría la puerta-. Aquí está la Universidad. Buena suerte. Nadie sabe por qué la gente en Levy programó su muñeca para dirigirse a todos llamándolos «Vincent». Es uno de esos misterios que no puedes desentrañar, creo. Quizá había un Vincent en la vida real de Linda. O quizá por la canción…
- Parece triste -dije mientras salía del carro.
- Cuando retiren a Barbie del mercado se sentirá mejor -dijo el conductor del auto-. Está aguardando eso. Dile adiós a Phil, Linda.
- Adiós, Vincent -dijo Linda, la muñeca.
FIN
Si Encuentran Ustedes Este Mundo Malo, Deberían Ver Algunos de los Otros
Conferencia pronunciada en la convención de Ci-Fi de Metz (1977)
Debo decirles cuánto aprecio que me hayan pedido compartir con ustedes algunas de mis ideas. Un novelista suele llevar constantemente consigo aquello que la mayoría de las mujeres llevan en su bolso: muchas cosas inútiles, algunos utensilios esenciales, y también, para completar el peso, un montón de objetos que pueden situarse entre ambos extremos. Pero el escritor no transporta nada de esto físicamente: sus posesiones son mentales. Añade aquí y allá una idea nueva y completamente superflua; de tanto en tanto hace a regañadientes un poco de limpieza y, derramando algunas lágrimas sentimentales, echa a la basura las ideas más evidentemente sin valor. Pero, algunas pocas voces, cae por azar sobre una idea totalmente increíble que espera se les aparecerá a todos los demás tan nueva como se le aparece a él. Es esta categoría la que da dignidad a su existencia. Pero, a lo largo de toda esa existencia, el escritor transmitirá a los demás tan solo unas pocas de estas inapreciables ideas.
Aunque eso será suficiente: a través de ella habrá justificado su vida ante sí mismo y ante su Dios.
Un aspecto extraño de estas ideas raras y extraordinarias, un aspecto que siempre me ha sorprendido, es que revisten, para aparecer, el engañoso manto de la evidencia. Quiero decir que, una vez que las ideas han emergido o han aparecido o han nacido, sea cual sea la forma en que una idea nace a la existencia, el escritor se dice a sí mismo: «Pues claro. ¿Cómo me las he arreglado para no darme cuenta antes?» Pero observen la expresión «darme cuenta». Es la clave. Ha encontrado algo nuevo que al mismo tiempo estaba ya allá, en alguna parte, desde siempre. En realidad, la idea simplemente ha salido a la superficie. Porque siempre había estado ahí. No la ha inventado, ni siquiera la ha encontrado; de algún modo, es ella quien lo ha encontrado a él. De hecho, y esto es un poco inquietante, el escritor no ha inventado la cosa, sino que ha sido ella quien lo ha inventado a él. Es como si la idea le hubiera creado para sus propios propósitos. Creo que es por eso precisamente por lo que nos encontramos ante este fenómeno bien conocido algunas veces en la historia una nueva idea sensacional golpea exactamente al mismo tiempo a varios investigadores o a varios pen sudores. Entonces decimos «su tiempo había llegado», y arreglamos así las cosas, como si con ello lo hubiéramos explicado todo, desembarazándonos de esta forma de nuestra toma de conciencia de que las ideas son algo vivo.
¿Qué quiero decir al afirmar, a propósito de una idea o de un pensamiento, que está vivo? ¿El que aferra a los hombres y los utiliza a fin de aparecer en la corriente de la historia humana? Los filósofo presocráticos tal vez tenían razón: el cosmos es una vasta entidad pensante. Y que no hace otra cosa más que pensar. En este caso, una alternativa: lo que nosotros llamamos el universo es simplemente una forma o un disfraz que toma esa entidad; o dicho de otro modo, ella es en cierta forma el universo… Se pueden hallar muchas variaciones a este punto de vista panteísta, y de todas ellas la que prefiero es la que imita cuidadosamente el mundo que creemos percibir cada día, de modo que somos engañados constantemente por ella. Este es el punto de vista de la más antigua religión de la India; en cierto modo, es también la idea de Spinoza y de Alfred North Whitehead: el concepto de un Dios inmanente, de un Dios en el interior del universo, no el de una entidad trascendente que debido a ello no forma parte del mundo. Como dice la máxima sufí: ` invisible en su taller», donde el taller es el universo y el obrero es Dios.
Pero esta idea expresa además la noción teísta de un universo creado por Dios; por mi parte, yo digo: quizá Dios no haya creado absolutamente nada sino que simplemente exista. Y nosotros pasamos nuestras vidas en su interior, de él o de ella, o de «ello», si no tiene sexo que podamos definir, preguntándonos constantemente dónde podemos encontrarlo.
Me ha gustado seguir estas vías de pensamiento durante varios años. Dios está tan cerca de nosotros como la porquería que llena nuestro cubo de la basura..
para hablar con mayor exactitud, Dios es la porquería en el cubo de la basura.
Pero un día un pensamiento malévolo entró en mi espíritu… y era malévolo porque minaba mi maravilloso monismo panteísta del que estaba tan orgulloso.
¿Y si van a ver ustedes cómo este escritor de ciencia ficción en particular encuentra sus historias-, y si existiera una pluralidad de universos alineados a lo largo de una especie de eje lateral, en ángulos rectos con relación al fluir lineal del tiempo? Debo confesar que muy pronto me di cuenta de que había conjurado un enorme absurdo: diez mil cuerpos de Dios dispuestos como otros tantos trajes en un enorme cuchitril, con Dios llevándolos ya sea todos al mismo tiempo, la sea en un orden cualquiera, murmurándose a sí mismo: «Creo que hoy me pondré este e n el que Alemania y el Japón ganaron la Segunda Guerra Mundial», añadiendo en seguida: «Mañana llevaré este tan hermoso en el que Napoleón derrotó a los ingleses; uno de mis preferidos».
Esto parece absurdo, y la idea subyacente que hay en él parece insensata. Pero supongamos ahora que trabajamos esa hipótesis y decimos: ¿Y si Dios se prueba uno de esos trajes y luego, por una razón personal, cambia de opinión?» ¿Que decide, para seguir utilizando la metáfora, que el traje que lleva no es el que desea…? Entonces el cuchitril lleno de trajes se convierte en una especie de secuencia progresiva de mundos tomados utilizados un momento y luego arrojados en favor de otro mejor. Llegados a este punto, podemos preguntar: «¿Cómo se sentirá el traje rechazado de pronto, cómo se sentirá el universo así abandonado? ¿Qué experimentará?» Y aún más, y esto es muy importante para nosotros: ¿qué cambio experimentarán, si es que hay alguno, las formas de vida de este universo? Puesto que tengo el presentimiento secreto de que esto es lo que ocurre exactamente; y tengo también la intuición de que los miles de millones de formas de vida implicadas tendrán la impresión -falsa- de que nada ha ocurrido, de que nada ha cambiado. Formando parte ahora de un nuevo traje, imaginarán que siempre han sido llevadas… que siempre han sido iguales, con su bagaje completo de recuerdos que prueban la exactitud de sus impresiones subjetivas.
Nos hemos acostumbrado a pensar que todo cambio ocurre en el eje lineal del tiempo: del pasado al presente al futuro. El presente emerge del pasado y es diferente a él: el futuro derivará del presente y tampoco él será el mismo. Es difícil imaginar que pueda existir un tiempo ortogonal, un campo lateral en el que se sitúe el cambio… procesos que existan al lado de la realidad. ¿Cómo podríamos percibir el cambio lateral? ¿Qué sentiríamos? Si intentáramos comprobar esta extraña teoría, ¿qué especie de pruebas deberíamos buscar? En otras palabras, ¿cómo puede existir cambio fuera del tiempo lineal?
Bien, consideremos ahora uno de los temas favoritos de los pensadores cristianos: la Eternidad. Desde el punto de vista histórico, este concepto ha sido una de las grandes nuevas ideas aportadas por la cristiandad. Estamos casi seguros de que la Eternidad existe… de que la palabra «Eternidad" se refiere a algo real, en contraste por ejemplo con la palabra «ángel». La Eternidad es simplemente un estado en el cual se halla uno libre fuera del tiempo y por encima de él. No hay pasado ni presente ni futuro, hay simplemente una pura existencia ontológica. La Eternidad no es una palabra que signifique simplemente un período muy largo de tiempo; es esencialmente atemporal. Entonces, planteo la pregunta: ¿existe el cambio en este lugar fuera del tiempo? Porque si usted dice: «Sí, la Eternidad no es estática; en ella se desarrollan acontecimientos», entonces adopto mi sonrisa de suficiencia y le muestro que ha vuelto a introducir una vez más el elemento tiempo. El concepto de «tiempo» plantea simplemente una condición, un estado o un lugar en el cual opera el cambio. Si no hay tiempo, no hay cambio. La Eternidad es estática. Pero si bien es estática, no lo es en el sentido de una larga duración; lo es más bien como un punto geométrico que tiende infinitamente a la recta. Así, puedo defender mi teoría del cambio ortogonal o lateral diciendo: «Al menos es una idea intelectualmente mucho menos insensata que el concepto de Eternidad». Y todo el mundo habla de la Eternidad.
Déjenme presentarles otra metáfora. Supongamos que existe un amante del arte muy rico. Cada día, en la pared de la sala de estar, encima de la chimenea, los criados cuelgan un nuevo cuadro, cada día una obra maestra distinta, una tras otra, día tras dia, semana tras semana, mes tras mes: cada vez, la pintura «usada» es retirada y reemplazada por una nueva. Llamaré a este proceso «cambio a lo largo del eje lineal». Ahora, supongamos que los criados se hallan en la imposibilidad temporal de encontrar nuevos cuadros. ¿Qué harán entonces? No pueden contentarse con dejar colgado el de la víspera; su patrón ha decretado el cambio perpetuo de los cuadros. Entonces no dejan el antiguo, pero tampoco lo reemplazan; más bien harán algo muy inteligente. Mientras su patrón está ocupado en otra parte, los criados alteran hábilmente el cuadro que ya hay en la pared. Pintan un árbol a un lado; una manchita allá al fondo; añaden esto, supri. meo aquello; hacen de esta pintura algo distinto y en cierto modo nuevo. Pero, se darán ustedes cuenta, su novedad será distinta de la que emerge del reemplazo. El patrón entra en la sala de estar tras su desayuno, se sienta frente a la chimenea, y contempla lo que deberia ser un nuevo cuadro. ¿Qué es lo que ve? A buen seguro no lo que ya ha visto. Pero no parece completamente… Aquí debemos ser muy comprensivos hacia este hombre estúpido, ya que podemos ver casi los circuitos de su cerebro intentando comprender. Los circuitos dicen: «Si, es un nuevo cuadro, no es el mismo que ayer; pero al mismo tiempo es el mismo, creo, siento como una profunda intuición… tengo la sensación de que ya he visto esta escena. Pero me parece que debería haber un árbol ahí, y no hay nada.» Si extrapolamos ahora a partir de la confusión perceptual y mental de este hombre para llegar a mi proposición teórica sobre el cambio lateral, comprenderán entonces lo que quiero decir; y quizá puedan ustedes comprender en una cierta medida que si eso de lo que hablo es posible que no exista -si mi concepto puede resultar ficticio-, si podría al menos existir. Desde el punto de vista intelectual, no se contradice a sí mismo.
En tanto que autor de ciencia ficción, gravito hacia tales ideas aquellos que trabajan en el género conocen por supuesto esta hipótesis bajo el nombre de universos paralelos. Algunos de ustedes saben, estoy seguro de ello, que mi novela El hombre en el castillo utiliza este tema. En esta novela hay un mundo paralelo en el cual Alemania Japón e Italia ganaron la Segunda Guerra Mundial.
En un momento determinado, uno de los protagonistas, el señor Tagomi, es transportado a nuestro mundo, aquel en el cual las fuerzas del Eje perdieron.
Permanece en nuestro universo un lapso de tiempo muy breve, luego se ve proyectado a su punto de partida, aterrorizado, inmediatamente después de darse cuenta de lo que ha ocurrido… y evitará volver a pensar en ello ya que todo ha sido para él una experiencia profundamente desagradable. Como japonés, este encuentro ha sido con un universo peor que su mundo cotidiano. Para un judío, y por razones evidentes, el nuevo mundo sería infinitamente mejor.
En El hombre en el castillo no explico realmente por qué o cómo el señor Tagomi se ha deslizado a nuestro universo; simplemente, se sentó en un parque y estudió atentamente una joya moderna hecha a mano, con un diseño abstracto.
Concentró fuertemente su atención y cuando alzó de nuevo los ojos se hallaba en otro universo. Si no doy ninguna explicación a este acontecimiento es porque no tengo ninguna solución, y desafío a cualquiera, escritor, lector o crítico, a que den una. No puede existir ninguna por la simple razón de que todos sabemos muy bien que un tal concepto es tan solo una premisa de ficción; ninguna persona mentalmente sana pretenderá ni siquiera por un instante que una fantasía así pueda existir en la realidad. Pero pretendemos lo contrario por el simple placer del juego. Entonces, si los mundos paralelos existen, ¿cómo están conectados, si se descubre que están realmente conectados los unos a los otros? Si se trazara un mapa de estos universos, mostrando su localización, ¿a qué se parecería ese mapa? Por ejemplo (pienso que es una cuestión muy importante): ¿acaso están absolutamente desgajados los unos de los otros, o acaso se superponen? Porque, si existe superposición, entonces problemas tales como «¿Dónde existen?» y «¿Cómo se pasa del uno al otro?
admitirían posibles soluciones. Yo digo simplemente que si estos universos existen, si se superponen realmente, es posible que vivamos verdaderamente, literalmente, en varios mundos a la vez, en grados distintos, a cada momento del tiempo. Y aunque nos veamos los unos a los otros viviendo, caminando, hablando, algunos de nosotros quizá habiten porciones relativamente más grandes de lo que se podría por ejemplo llamar el Universo núm. 1; algunos otros de entre nosotros vivirían entonces una mayor porción del universo núm.
2, la pista núm. 2 si ustedes quieren, y así sucesivamente, y no serían simplemente nuestras impresiones subjetivas del mundo las que diferirían, sino que habría una mezcla, una superposición de varios mundos dando como consecuencia diferencias objetivas y no subjetivas. Las diferencias entre nuestras percepciones serían la resultante de este estado de hecho. Añadiré esta fascinante proposición: puede que algunos de estos mundos superpuestos se hallen en trance de morir, de remontar el eje lateral del que hablaba, mientras que otros se dirigen hacia zonas de mayor realidad. Estos cambios tendrían lugar simultáneamente fuera del tiempo lineal. Estamos hablando aquí de un proceso que es una transformación, una especie de Metamorfosis. Rematada de forma invisible pero muy real. Y muy interesante.
Si contempláramos esta posibilidad de una disposición lateral de los mundos, de una pluralidad de Tierras superpuestas, a lo largo de un eje de unión por el que alguien pudiera desplazarse -o por el que alguien pudiera viajar misteriosamente de peor a aceptable, a bueno, a excelente-, si la describiéramos en términos teológicos, quizá podríamos decir que comprendemos de pronto las afirmaciones elípticas de Cristo sobre el Reino de Dios, en particular sobre su localización. Parece haber dado respuestas contradictorias y turbadoras. Pero supongamos por un instante que la causa de nuestra perplejidad no se halla en un deseo cualquiera por su parte de sorprender o de disimular, sino en el carácter inadecuado de la cuestión. «Mi reino no es de este mundo, mi reino está en vosotros», o «está entre vosotros», estas son las palabras que se le atribuyen. Les planteo una idea que yo encuentro personalmente excitante: ¿acaso no rondaba por su cabeza la misma idea que yo presento como el eje lateral de los reinos superpuestos, que contienen entre ellos la paleta de aspectos que van de la indecible maldad hasta lo más maravilloso? Lo que Cristo repitió constantemente es que había varios reinos objetivos, unidos entre sí de alguna forma, hacia los cuales podría constituirse un puente por los vivos… no por los muertos; y también que el reino más maravilloso de todos era esta tierra de los justos sobre la cual reinaba El o Dios, o los dos juntos. No habló solamente de las distintas formas de ver el mundo a través de la subjetividad; su reino estaba y está aún en otro lugar, el extremo opuesto de un continuum cuyo punto de partida es la esclavitud y el sufrimiento absolutos. Su misión era enseñar a sus discípulos el secreto del paso entre los mundos ortogonales. No se contentó con informar de lo que había allá abajo. Transmitió el método que permitía ir hasta allí.
El secreto se perdió, y es una tragedia. El enemigo, la autoridad romana, lo destruyó. Por eso no lo poseemos nosotros. Pero quizá podamos volver a encontrarlo, puesto que sabemos que tal secreto existe.
Todo esto explicaría las contradicciones aparentes sobre la cuestión de saber si el Reino de los Justos se establecerá algún día sobre la tierra o si es un lugar, un estado, hacia el cual vamos después de la muerte. No es necesario que les diga lo fundamental -en tanto que no resuelta que ha sido esta cuestión durante toda la historia de la cristiandad. Tanto Cristo como San Pablo parecen decir con insistencia que las legiones divinas aparecerán de repente en nuestro mundo y durante nuestra duración. Tras algunas peripecias excitantes mil años de paraíso, se establecerá inmediatamente un reino legitimó… al menos para aquellos que han cumplido con su deber, que han llevado su carga y más generalmente se han dedicado a los demás… Aquellos que no se han dormido, como precisa una parábola. El Nuevo Testamento nos insta- constantemente a estar atentos, nos dice que para un cristiano cada día es el día, y que siempre estará la luz que le permitirá ver el acontecimiento cuando llegue el tiempo. Ver el acontecimiento. ¿Acaso no implica eso el que aquellos que duermen o están ciegos o no permanecen atentos no podrán ver nada de lo que llegue? Comprendan el significado de estas nociones. El Reino aparecerá aquí de pronto (esto es precisado siempre); aquellos que posean la verdadera fe lo verán, porque para ellos siempre es de día, pero los otros…
lo que parece expresado aquí es el paradójico y cautivador pensamiento (escuchen bien esto y reflexionen sobre ello) de que aunque el Reino existiera entre nosotros, aquellos que no forman parte de él no lo verán. En términos más modernos, propongo la idea de que algunos de entre nosotros emprenderán el viaje ortogonal hacia un mundo mejor, mientras que otros permanecerán fijos en el eje lateral, y así para ellos no llegará el día sobre su mundo paralelo. Y sin embargo, sí vendrá en el nuestro. De modo que todo puede ser y no ser al mismo tiempo. Es algo muy sorprendente.
¿Preguntan ustedes ahora cuál es el acontecimiento que señala el establecimiento o el restablecimiento del Reino? Por supuesto, no puede ser otra cosa más que la Parusía, el regreso del Rey. Si se sigue mi razonamiento sobre la existencia de mundos apilados sobre un eje lateral, se puede razonar así: «La segunda Resurrección no ha tenido evidentemente lugar todavía… al menos sobre esta pista, en este universo». Pero entonces es lógico especular:
Quizá esto ya ha ocurrido sobre otra pista, en medio de todas las demás. De hecho, quizá esto ha ocurrido exactamente como queda estipulado en el Nuevo Testamento: durante la existencia de aquellos que vivían en la era apostólica». Me gusta este concepto. Qué idea para una novela, una Tierra paralela en la cual tuvo lugar la Parusía. Digamos hacia el año 70; o más bien durante la Edad Media… ¿por qué no durante las Cruzadas cátaras? ¡Qué hermoso tema para una novela sobre los mundos paralelos! El protagonista es transportado de nuestro universo en el cual no ha tenido lugar la Segunda Resurrección, o no se ha hallado su lugar, y se encuentra en un mundo donde el acontecimiento ocurrió hace siglos.
Han seguido ustedes mis conjeturas, y se dan cuenta tan bien como yo de la posibilidad de que exista un número indefinido de mundos superpuestos. Quizá algunos vivamos en uno, otros en otro, otros aún en otro diferente, y todo acontecimiento de una pista no pueda ser percibido por los habitantes de otra pista. Entonces voy a decir lo que siento deseos de decir, y eso será bastante. Creo haber captado un día una pista en la cual el Salvador había vuelto. Pero fue una experiencia muy rápida. Ahora ya no existo en ese mundo.
Ni siquiera estoy seguro de haber estado jamás en él. Con toda seguridad es probable que no vuelva nunca allá. Llevo el luto de esa pérdida, pero sigue siendo una pérdida; de alguna forma hice un movimiento lateral y después volví a caer, y había desaparecido. Una montaña desvanecida un torrente. El sonido de campanas. Todo eso desapareció para mí, completamente.
Tanto en mis relatos como en mis novelas, hablo a menudo de mundos trucados, de universos semirreales, de pequeños mundos privados y locos que a menudo son habitados por una sola persona mientras que los demás personajes permanecen en su propio campo hasta el final o son aspirados a uno de los mundos extraños.
Este tema es constante en la totalidad de mis veintiséis años de escritor.
Durante todo este tiempo jamás he conseguido una explicación teórica consciente de mi interés hacia los pseudomundos pluriformes. Pero ahora creo comprender. Presentía la multitud de las realidades parcialmente formadas que rozaban aquella que nosotros llamamos real. Aquella que, por un consenso de la mayoría de entre nosotros, compartimos.
Al principio presumía que las diferencias entre estos mundos provenían tan solo de la subjetividad de los diversos puntos de vista, pero no necesité mucho tiempo para preguntarme si no había más que eso… si de hecho las realidades plurales no se superponían las unas a las otras como una serie de diapositivas. Lo que aún no comprendo es como una realidad entre la totalidad se actualiza a expensas de las demás. ¿O quizá no lo hace? ¿O quizá depende del hecho de que un número suficientemente grande de gente comparte el mismo punto de vista? Pero probablemente el mundo matriz, aquel que contiene el verdadero núcleo de la existencia, ya no debe estar determinado por el Programador. El (o «lo») articula -imprime, si puede expresarse así, la elección de las matrices y les da su sustancia. El corazón o la esencia de la realidad qué la recibirá, qué la esperará, y hasta qué punto-, he aquí el proyecto del Programador; selecciona y selecciona en el trayecto de su creatividad, de la construcción de los mundos que parece ser su tarea. Quizá intente resolver un problema, y nosotros formemos parte del proceso de resolución.
Creo que la metáfora del ajedrez podría servirnos mucho para comprender cómo puede hacerse -de hecho debe hacerse- la reprogramación de las variables a lo largo del eje temporal que conduce a la solución del problema. Frente al Programador/reprogramador se alza una contraentidad, lo que Joseph Campbell denomina el oscuro adversario. Dios, el Programador, no hace sus jugadas contra la materia inerte; debe enfrentarse a un enemigo astuto. Imaginemos que sobre el tablero de ajedrez - uestro universo espacio temporal el oscuro adversario ha efectuado su jugada; pone en acción una realidad. Como sea que él es el jugador maléfico, su deseo se orienta hacia lo que nosotros llamamos el mal: la degenerescencia, el poder de la mentira, la muerte y todas las formas de podredumbre, la prisión de las fuerzas inmutables de la causa y del efecto. Pero el Programador ha efectuado ya su respuesta; los movimientos de sus piezas ya se han pro. aducido. Lo que nosotros percibimos como acontecimientos históricos, el proceso de impresión, pasa por etapas de relaciones dialécticas, de tesis y de antítesis, mientras las fuerzas de los dos jugadores se enfrentan. Así se le presenta una síntesis al oscuro adversario, pero al mismo tiempo eso no es completamente cierto puesto que nuestro gran abo. godo ha seleccionado por anticipado variables cuyas sucesivas alteraciones le conducirán a la victoria. A cada secuencia que gana se lleva consigo a aquellos de nosotros que participaban en la batalla. Es por eso por lo que la gente reza de una forma instintiva: Libera me Domine, lo que puede decodificarse así: «extírpame, Programador, inclúyeme en el triunfo de tus sucesivas victorias. Llévame contigo a lo largo del eje lateral a fin de que no quede abandonado». Lo que quiere decir «ser abandonado» es permanecer bajo la jurisdicción del poder maligno, o caer bajo sus garras. Pero esta fuerza demoníaca, pese a todas sus artimañas, ha perdido ya la guerra, aunque gane una batalla, ya que de un cierto modo el adversario es ciego y el Programador posee así una ventaja.
El gran filósofo árabe medieval Avicena escribía que Dios no ve el tiempo como nosotros; es decir que para él no existe el pasado, el presente o el futuro.
Supongamos ahora que Avicena tiene razón, imaginamos una situación en la cual Dios, desde su punto de contemplación superior, decide intervenir en nuestro mundo espaciotemporal; es decir, sale de su Reino fuera del tiempo para echar un vistazo a la historia humana. Si para él no existe más que una realidad omnipresente, puede penetrar del mismo modo en lo que para nosotros es el pasado como en lo que para nosotros parece ser el presente o el futuro. Esto es exactamente similar a la posición de un jugador de ajedrez que observa el tablero; puede mover cualquiera de las piezas que desee.
Si seguimos el razonamiento de Avicena, podemos decir que Dios, en su deseo de desencadenar la Parusía, no necesita limitar este acontecimiento a nuestro presente o a nuestro futuro; puede cambiar el pasado de nuestra historia; puede hacer de modo que todo haya ya ocurrido. Y esto sería cierto con relación a no importa cuál cambio que deseara efectuar, tanto los grandes como los pequeños. Supongamos por ejemplo que una peripecia del año 1970 no coincide con lo que Dios ha previsto. Puede suprimirla o transformarla, mejorarla, puede hacer lo que quiera, incluso partiendo de un punto precedente del tiempo lineal. He aquí su ventaja.
Presumo que tales alteraciones, la creación o la selección de los calificados «presentes paralelos», llegan constantemente; y el simple hecho de que podamos comprender conceptualmente esta noción (considerarla como una idea) constituye la primera etapa que conduce al descubrimiento del propio proceso. Pero dado ser capaz de demostrar jamás realmente, probar científicamente, la existencia de tales cambios laterales. Todo lo que probablemente obtendríamos como prueba serían vestigios de recuerdos, impresiones fugaces, sueños, intuiciones nebulosas que nos revelarían que había algo diferente… no antes sino ahora.
Buscaríamos a tientas el interruptor del cuarto de baño para descubrir que está que siempre ha estado- en otro lugar distinto. Querríamos hallar la toma de aire de nuestro coche allá donde no está… un reflejo dejado por un presente anterior, aún activo a nivel subcortical. Soñaríamos con gente y con lugares que jamás habríamos visto, y eso de forma tan clara como si los hubiéramos conocido realmente. Pero no sabríamos qué hacer de estas sensaciones, ni siquiera aunque nos tomáramos el tiempo de reflexionar sobre ellas. Probablemente nos obsesionaría sin cesar una impresión muy clara, sin dejarnos jamás explicación: la sensación acerada, absoluta, de que un día hicimos aquello que estamos realizando ahora, que hemos vivido ya, por decirlo así, una situación o un momento particular… ¿pero cómo podría ser llamado esto «ya vivido», cuando tan solo hablamos del presente, y no del pasado?
Tendríamos la abrumadora impresión de revivir el presente, quizá en sus más pequeños detalles, de escuchar las mismas palabras, de pronunciar las mismas frases… Presumo que estas impresiones son válidas y significativas, y llegaré incluso a decir que tajes sentimientos son el índice de que en un cierto punto del pasado hubo una variable que cambió, fue reprogramada, y que así emergió un mundo paralelo, halló su realidad reemplazando a uno precedente, y que de hecho vivimos de nuevo exactamente esta porción particular del tiempo lineal. Una brecha, un cambio, ha tenido lugar, pero no en nuestro presente… ha afectado a nuestro pasado. Una tal transformación tendría por supuesto un extraño efecto sobre las personas implicadas; se verían por así decir retrocedidas una o varias casillas sobre el tablero del ajedrez que constituye su realidad. Esto podría ocurrir un número indefinido de veces, afectar a un número de gente en el tiempo donde serían programadas nuevas variables. Deberíamos revivir cada programación sobre la línea consecuente del eje temporal; pero para el Programador al que llamamos Dios…
para él los resultados de la reprogramación serían aparentes inmediatamente.
Puesto que nosotros nos hallamos en el interior del tiempo y él no. Esto es algo que podría explicar también la impresión que tienen algunas personas de haber vivido vidas anteriores. Quizá las hayan conocido, pero no en el pasado, no en vidas precedentes, sino más bien en el presente. En lo que es quizá una sucesión infinitamente repetida de presentes, somos como las agujas de un gran reloj barriendo eternamente el mismo circulo, arrastrados todos sin saberlo, y sin embargo portadores de un sordo conocimiento.
Puesto que al final de cada enfrentamiento de la tesis y de la antítesis entre el oscuro adversario y el Programador divino, emerge una nueva síntesis, puesto que cada vez puede ser procreado un mundo paralelo, y puesto que concibo que a cada síntesis el Programador consigue una victoria, cada nuevo mundo, cada vez, puede ser no solamente una mejora sobre el mundo precedente, sino también un progreso sobre todos aquellos que permanecen latentes. La nueva creación es mejor pero por supuesto no perfecta… es decir final. Es simplemente un estadio mejorado en el interior de un proceso. Veo claramente que el Programador utiliza perpetuamente los universos anteriores como una gigantesca reserva para las próximas síntesis; el universo anterior posee pues aspectos de caos, de anemia, en relación con el cosmos que emerge de él. Así se produce, de una cierta forma que nosotros no podemos percibir, el proceso sin fin de la secuencia de los mundos paralelos que emergen y se vuelven reales: este proceso es negentrópico.
En mi novela Ubik, propongo la noción de un movimiento sobre un eje entrópico retrógrado, en términos de forma platónica más que en los aspectos habituales de degradación y de regresión. Es posible que el movimiento hacia adelante normal a lo largo del eje alejándose de la entropía, la acumulación en vez de la pérdida, sea idéntico al eje que yo caracterizo como lateral, que llamo el tiempo ortogonal en oposición al lineal. Si esto es exacto, Ubik contiene por inadvertencia lo que podríamos llamar una idea más científica que filosófica.
Me permito aquí hacer suposiciones. Pero el autor de ficción puede que haya escrito mucho más de lo que cree saber.
Lo que nos impide ver la jerarquía de las formas que evolucionan a cada nueva síntesis es nuestra ceguera a los mundos inferiores, no actualizados. Y este proceso de interacción, que ve formarse continuamente de nuevo, anula a cada etapa lo que existía anteriormente. A cada instante presente poseemos el pasado de dos modos tan poco firmes el uno como el otro: retenemos las huellas externas y objetivas del pasado fijadas en el presente; retenemos también nuestros recuerdos internos. Pero ambos se hallan sujetos a las leyes de la imperfección, ya que simplemente son fragmentos de realidad que recuerdan la forma intacta. Lo que guardamos de ella tanto fuera como dentro no es pues más que señales inadecuadas para guiarnos. Eso se halla implicado en la simple emergencia de lo realmente nuevo; si es realmente nuevo, debe matar lo antiguo, la-forma-que-era-antes. Y muy especialmente lo que no estaba aún completamente dispuesto.
Ahora tenemos necesidad de localizar, de llevar al estrado de los testigos, a alguien que haya conseguido de la manera que sea retener recuerdos de un presente distinto, las sensaciones latentes de un mundo paralelo, de un lugar significativamente diferente al nuestro, al que es real en este momento. Según mis hipótesis teóricas, estos recuerdos fluidos serán muy seguramente los de un universo peor que este. Puesto que no resulta razonable pensar que Dios, el Programador/reprogramador, sustituiría una realidad por otra peor, ya sea en términos de libertad, de belleza, de amor, de orden o de salud, sea cual sea la referencia que tomemos para juzgarla. Cuando un mecánico repara su coche averiado, no lo destruye más de lo que estaba; cuando un escritor compone una segunda versión de un libro, intenta mejorarla, no degradarla. De una manera totalmente teórica, supongo que se podría argumentar que Dios es quizá malo o está loco y que cada vez sustituye sus mundos por otros peores que el anterior, pero francamente no puedo tomar esta idea en serio. Pasemos de largo sin hablar más de ella. Preguntémonos entonces: ¿alguien recuerda, aunque sea de una manera imprecisa, una Tierra del año 1977 que fuera más terrible que esta? ¿Han visto nuestros jóvenes, han soñado nuestros viejos en una tal realidad? ¿Han soñado muy exactamente esta pesadilla de un mundo de esclavitud y de maldad, de prisioneros y de carceleros, de policía ubicua? Yo lo he hecho. Yo he hablado de estos sueños novela tras novela, relato tras relato; para citar dos obras en las cuales el presente anterior es particularmente poco atractivo: El hambre en el castillo, y mi novela de 1974 sobre el Estado policial americano, Fluyan mis lágrimas, dijo el policía.
Ahora voy a exponerme francamente ante ustedes: he escrito estas dos novelas fundándome en recuerdos residuales fragmentarios de un mundo reducido a una tal esclavitud horrible… aunque quizá el término «mundo» esté mal escogido, y debiera decir «los Estados Unidos~, ya que en ambos libros escribía sobre mi propio país.
En Et hombre en el castillo hay un novelista, Hawthorne Abendson, que ha descrito un mundo paralelo en una novela donde Alemania, Italia y el Japón perdieron la Segunda Guerra Mundial. Al final de El hombre en el castillo, una mujer aparece en el porche y le dice a Abendson lo que este no sabía: que su novela es cierta; que el Eje ha perdido realmente la guerra. La ironía de este final Abendson que descubre que lo que él creía que era ficción surgida de su mente es un hecho real-, la ironía es la siguiente: que mi propio trabajo supuestamente ficticio, El hambre en el castillo, no es ficción… o más bien es ficción tan solo ahora, gracias a Dios. Pero ha existido un mundo paralelo, un presente anterior, en el cual esta pista temporal en particular se hizo real… luego fue suprimida por una intervención en su pasado. Estoy seguro de que mientras ustedes me están escuchando decir esto, no me creen realmente; ni siquiera creen que yo crea en ello. Pero es cierto pese a todo; he guardado el recuerdo de este otro mundo. Y es por ello por lo que lo hallarán descrito de nuevo en el libro más reciente Fluyan mis lágrimas, dijo el policía. El mundo de Fluyan mis lágrimas es actual (o más bien fue actual), y lo recuerdo con detalle. No sé quién más más compartirá este conocimiento. Quizá nadie. Quizá todos ustedes que están ahora aquí han estado siempre en este universo. Pero yo no. En marzo de 1974, empecé a recordar conscientemente, y no ya con mi subconsciente, este mundo de metal oscuro, este estado policial sembrado de prisiones. Cuando volvió mi memoria, no experimenté la necesidad de comunicarla a los demás porque se refería a un universo que siempre había descrito. Mi sorpresa fue sin embargo terrible, pueden imaginarla ustedes, al darme cuenta conscientemente y de pronto de que era así. Pónganse en mi lugar.
Novela tras novela, relato tras relato, durante veinticinco años, había estado describiendo constantemente ese decorado, ese paisaje terrible. En marzo de 1974 comprendí por qué mi escritura volvía siempre a la toma de consciencia de ese mundo particular. Tenía buenas razones para hacerlo. Mis novelas y mis relatos cortos eran autobiográficos, sin que yo me diera cuenta conscientemente de ello. El retorno de mi memoria fue la experiencia más extraordinaria de mi vida. Debería decir más bien de mis vidas, puesto que he vivido al menos dos, una allá abajo y luego otra aquí, donde nos hallamos en este momento.
Puedo incluso decirles lo que despertó mis recuerdos. A finales de febrero de 1974, me administraron pentotal sódico antes de extraerme una muela del juicio cariada. Más tarde aquel mismo día, una vez vuelto a mi casa pero aún profundamente bajo la influencia del medicamento, me vinieron los recuerdos en un relámpago tan breve como preciso. En un instante abracé toda la visión, y casi tan aprisa ya la había rechazado… rechazado pero no sin darme cuenta de que lo que había desterrado de mis recuerdos profundos era auténtico.
Entonces, a mediados de marzo, el cuerpo entero, intacto, de mi memoria comenzó a regresar. Son ustedes libres de creerme o no, pero les doy mi palabra de que no bromeo; esto es serio, y muy importante. Estoy seguro de que aceptarán ustedes al menos que es incluso sorprendente el que pueda proclamarles una tal experiencia. La gente pretende a menudo recordar vidas anteriores; yo creo más bien recordar un presente muy, muy diferente. No conozco a nadie que haya efectuado una declaración así antes que yo, pero tengo la sospecha de que mi experiencia no es única; lo que quizá sea único sea el hecho de que yo quiera hablar de ella.
Si me han seguido ustedes hasta aquí, quizá acepten avanzar un poco más lejos conmigo. Querría compartir con ustedes algo que encontré entre mis recuerdos vueltos a mí. En marzo de 1974 las variables reprogramadas se engranaron, y apareció el resultado de una alteración de una o varias variables en el pasado… probablemente a finales de los años cuarenta. Lo que ocurrió entre marzo y agosto de 1974 fue el resultado del cambio de al menos una variable una treintena de años antes que desencadenó un oleaje de fondo para culminar en lo que constituye un acontecimiento histórico único, de una importancia espectacular: la expulsión de su cargo de un presidente de los Estados Unidos, Richard Nixon, y de todos sus asociados. En el mundo paralelo que recuerdo, el Movimiento por los derechos civiles, la Facción para la paz de los años sesenta, había fracasado. Y por supuesto, Nixon se mantenía en su sitio.La fuerza que se oponía a él (si realmente existía algo que podía o hubiera podido hacerlo) no era bastante potente. Era necesario pues que uno o varios factores tendentes a la destrucción de las fuerzas tiránicas que se habían enquistado fueran introducidas retroactivamente para nosotros. Treinta años más tarde, en 1977, la balanza se inclinó del otro lado. Examinen el texto de Fluyan mis lágrimas, recordando lo que fue escrito en 1970 y publicado en los Estados Unidos en febrero de 1974; hagan el esfuerzo de reconstruir la serie de los acontecimientos anteriores que hubieran podido desembocar en el mundo descrito en el libro, tal como se desarrolla en nuestro próximo futuro.
Piensen también en lo que no habría tenido que llegar. Un tema menor pero crítico ha sido rozado dos veces (creo) en Fluyan mis lágrimas. Tiene que ver con Nixon. En el mundo futuro de Fluyan mis lágrimas, en el terrible estado de esclavitud que existe y con toda evidencia ha existido desde hace decenios, la gente recuerda a Richard Nixon como un líder brillante y heroico… de hecho, se habla de él como del «segundo hijo de Dios.. Este indicio y muchos otros muestran que Fluyan mis lágrimas no concierne a nuestro futuro sino al de un mundo paralelo. En el momento en que se inicia Fluyan mis lágrimas, los negros se han convertido en una rareza ecológica, protegidos «como lo son los patos salvajes». En la novela se ven raramente negros en las calles de los Estados Unidos, y sin embargo el año en que se desarrolla no está situado más que a once años de aquí: en octubre de 1988. Evidentemente, el genocidio fascista contra los negros comenzó en los Estados Unidos de mi novela mucho antes de 1977; varios lectores me lo han hecho notar. Uno de ellos me ha demostrado incluso que una lectura atenta de Fluyan mis lágrimas muestra no solamente que la sociedad descrita no podía per fenecer más que a un mundo paralelo, sino que misteriosamente también, al final de la novela, el protagonista Felix Buckman parece haberse deslizado en otro mundo, donde los negros no han sido sido exterminados. Al principio del libro se precisa que una pareja de color no es autorizada por la ley a tener más de un solo hijo; sin embargo, al final, el negro que trabaja en la gasolinera abierta durante toda la noche saca con orgullo su cartera y le muestra al jefe de policía Buckman las fotos de sus tres hijos. La forma tranquila con que el negro muestra sus fotos a un completo desconocido indica que por una razón tan extraña como inexplicada ya no es ilegal tener varios hijos para una pareja de su raza. En cierto modo, exactamente igual que el señor Tagomi cae por un instante en nuestro presente paralelo, el general Buckman de Fluyan mis lágrimas ha hecho lo mismo. Resulta también evidente en el texto cuándo y dónde se produce esto. Pasa exactamente antes de que aparque su vehículo volante en la gasolinera nocturna y encuentre -y de hecho se alegre de ello- al negro; el momento del cambio, aquel en el que el mundo absolutamente represivo de la mayor parte del libro desaparece, se sitúa durante el intervalo en que el general Buckman tiene un extraño sueño sobre un hombre viejo de aspecto real llevando una lanosa barba blanca, vestido con un manto suntuoso y un casco, y que avanza al frente de una procesión de caballeros vestidos del mismo modo… este rey y sus caballeros paseándose en el mundo real de granjas y de pastos donde el general Buckman había vivido cuando niño. Creo que este sueño era la retrascripción gráfica en el espíritu de Buckman de la transformación que se desarrollaba en el mundo objetivo; era una especie de análogo interno a aquello que ocurría fuera de él en el mundo entero.
Esto explica el cambio producido en Buckman, el jefe de la policía transformado que se posa en la gasolinera, dibuja un corazón atravesado por una flecha y se lo da al hombre de color en prueba de amor. El Buckman de la gasolinera no es el que aparece en los anteriores capítulos de la novela: la transformación es completa. Pero él no se da cuenta de ello. Solo Jason Taverner, aquel que fue un día un célebre presentador de televisión, para despertarse una mañana en un mundo que jamás había oído hablar de él… solo Taverner, cuando su popularidad misteriosamente desaparecida vuelve a él, comprende que existen varias realidades paralelas dos para una lectura rápida, al menos tres si se estudia cuidadosamente la conclusión-, solo Jason Taverner recuerda. Este es el tema del libro: una mañana Jason Taverner, actor de televisión y cantante popular, se despierta en un sórdido hotel lleno de pulgas y se da cuenta de que sus documentos de identidad han desaparecido; más grave aún, descubre que nadie le conoce… por alguna razón misteriosa toda la población de los Estados Unidos ha olvidado completa y colectivamente en un instante de tiempo lineal a un hombre cuyo rostro aparecía en la portada del Times y debería ser instantáneamente reconocido por todos los lectores. Digo en este libro: «Toda la población de un gran país, amplio como un continente, puede despertar una mañana y haber olvidado completamente una cosa que antes conocían todos; nadie extrae de ello ninguna lección». En la novela es un artista conocido a quien han olvidado; lo cual en realidad no tiene importancia más que para esa vedette o antigua vedette en particular. Pero mi hipótesis presentada aquí en una forma enmascarada es que si un país entero puede en una sola noche olvidar algo que conoce, puede también olvidar otras, más importantes; cosas terriblemente importantes. Hablo de una crisis de amnesia que afectara a millones de personas; recuerdos trucados que serían implantados. El tema de los recuerdos artificiales es un hilo constante que enlaza mis escritos a través de los años. Lo cual puede aplicarse también a Van Vogt. Y sin embargo, ¿puede considerarse esto como una posibilidad digna de atención, algo que podría realmente ocurrir? ¿Quién de entre nosotros se ha preguntado eso? Yo no lo he hecho nunca antes de marzo de 1974; me incluyo en esta pregunta.
Recordarán ustedes que cuando el general Buckman se desliza en un mundo mejor, cambia interiormente, de una forma que corresponde a las cualidades del nuevo lugar, más justo, más acogedor en el cual la tiranía de la policía ha comenzado ya a desvanecerse como una pesadilla cuando el durmiente despierta.
En marzo de 1974 cuando encontré de nuevo mis recuerdos olvidados (un proceso llamado en griego anamnesis, lo cual quiere decir literalmente la pérdida del olvido más que el simple acto de recordar)… cuando estos recuerdos penetraron de nuevo en mi consciencia, como en la del general Buckman, mi personalidad se transformó. De una forma fundamental y sutil. Era yo, y sin embargo ya no era yo. Me di cuenta de ello sobre todo por detalles ínfimos:
elementos de los que hubiera debido recordarme pero que se me escapaban; otros que yo recordaba (¡y qué elementos!) pero que no hubiera debido. Con toda evidencia eran los relentes de mi personalidad de lo que llamaré la pista A.
Quizá estén ustedes interesados por uno de los aspectos más sorprendentes de mis recuerdos reencontrados. En el presente anterior, en la pista A, el cristianismo era ilegal, como dos mil años antes, en su nacimiento. Se lo consideraba subversivo y revolucionario… y déjenme añadir que esta apreciación de las autoridades policiales era correcta. Tras el retorno de mis recuerdos, pasé casi dos semanas desembarazándome de la aplastante impresión de que debía velar con un secreto absoluto toda referencia a Cristo, todo acto sacerdotal. Históricamente, esto coincide con la estructura de una toma del poder fascista, particularmente la de tipo nazi. Ya lo han hecho con el cristianismo. Y si hubieran ganado la guerra, esta habría sido seguramente su política en la parte de los Estados Unidos que hubieran controlado. Los testigos de Jehová, por ejemplo, fueron pasados por las cámaras de gas por los nazis al mismo tiempo que los judíos y los gitanos; habían sido puestos a la cabecera de la lista. Y en ese otro Estado moderno totalitario, quiero decir en la URSS, son barridos por la misma razón y sus miembros son perseguidos.
Los tres grandes Estados tiránicos de la historia, aquellos que diezmaron su población cristiana-Roma, el Tercer Reich y la URSS- son, desde un punto de vista objetivo, tres manifestaciones de una única matriz. Las propias creencias personales de ustedes respecto a la religión no importan aquí; hablo de un hecho histórico, y les ruego pues que reflexionen objetivaemnte sobre lo que significa mi terrible miedo ante las confesiones de fe y los ritos cristianos. Nos da un indicio decisivo sobre la sociedad de la pista A. Nos dice lo radicalmente diferente que era. Si ustedes me han seguido, me gustaría que aceptaran también otras revelaciones procedentes de mi memoria abierta por el pentotal sódico: era una prisión; era horrible; la barrimos, del mismo modo que barrimos la tiranía de Nixon, pero era mucho más cruel, de una forma indecible; hubo una gran batalla y muchas pérdidas de vidas humanas. Déjenme añadir aún otro hecho que quizá sea muy importante pero que me interesa de todos modos. Fue en febrero de 1974 cuando mis recuerdos bloqueados de la pista A regresaron, y fue en febrero de 1974 cuando Fluyan mis lágrimas fue finalmente publicada en los Estados Unidos tras dos años de espera. Todo pasaba como si la publicación del libro, tanto tiempo retrasada, significara en un cierto sentido que yo tenía derecho a recordar. Y que hasta entonces era mejor para mí permanecer en el olvido. Por qué debía ser así es algo que no sé, pero tengo la impresión de que los recuerdos debían permanecer ocultos para preservar la crcencia del autor en el carácter ficticio de su obra hasta que esta hubiera sido publicada. De otro modo quizá me hubiera detenido y de este modo hubiera interferido con la eficiencia de estos libros… de cualquier efecto que tuvieran o pudieran tener. Ni siquiera pretendo haber premeditado esta eficacia; quizá ni siquiera tenía ninguna en absoluto. Pero en el caso en que hubiera tenido algún efecto-remarco la expre sión «en el caso este hubiera sido seguramente el de despertar los recuerdos subliminales de los lectores para hacerlos remontar a una vida crepuscular… no hacerles recordar conscientemente, no como yo hacerles estallar a la consciencia, pero sí ayudarles al recuerdo sordo y profundo, en los abismos de sus inconscientes, de lo que es una tiranía policial y de la necesidad vital de desembarazarse de ella ahora o mañana, en no importa qué lugar y para siempre.
En agosto, cinco meses más tarde, las intervenciones en el presente conocieron el éxito, aunque quizá fueran destinadas más bien a afectar un continuum futuro que al nuestro. Como he dicho ya al principio, las ideas parecen poseer una vida autónoma; se diría que aferrar a la gente y la utilizan. La idea que me aferró a mí hace veintisiete años, y que nunca me ha soltado, es esta: toda sociedad en la que la gente interfiere con la vida privada de los demás no es una buena sociedad; todo Estado en el que el Gobierno «sabe más que usted», como el de Fluyan mis lágrimas, es un Estado que debe ser derribado. Ya sea una teocracia, un Estado corporativo fascista, o un capitalismo monopolista reaccionario, o incluso un socialismo centralizante… no tiene importancia. Y no digo simplemente «esto puede llegar a ocurrir aquí» (queriendo decir los Estados Unidos), sino más bien «ha ocurrido aquí. Lo recuerdo. Yo he sido uno de los cristianos rebeldes que han luchado y han ayudado en una cierta medida a romper la tiranía». Y me siento muy orgulloso de ello: orgulloso de ese yo mismo de la pista temporal A. Pero, desgraciadamente, hay una oscura mancha que arroja su sombra sobre mi orgullo ante el trabajo realizado allá abajo.
Creo que en este mundo anterior yo no he vivido más allá de marzo de 1974. He caído, víctima de una trampa de la policía, de una emboscada, de una redada.
Afortunadamente, en este mundo que llamaré la pista B, y que es aquel en el que vivimos, he tenido más suerte. Pero hemos luchado aquí en esta línea de vida contra una tiranía mucho más benigna, mucho más estúpida. O quizá hemos tenido ayuda: el cambio de las variables históricas en nuestro pasado ha venido en nuestra ayuda. Algunas veces pienso (y es por supuesto para especulación, un fantasma feliz de mi alma) que puesto que hemos luchado allá abajo-puesto que lo hemos intentado, valerosamente-, a nosotros, que nos hemos visto indirectamente implicados, se nos ha dejado continuar viviendo aquí, pasado el punto terminal que había visto nuestra caída en ese otro mundo más duro. Este fue el efecto de una especie de bondad milagrosa.
Este don gratuito me sirve para delimitar algunos aspectos del Programador. Me permite comprenderlo según su comportamiento. Creo que no podremos saber lo que es, pero sí podemos sentir los efectos de su presencia y podemos preguntarnos: «¿A qué se parece?» No «¿Quién es?», sino más bien «¿Cómo es?» En primer lugar y sobre todo lo demás controla los objetos, los procesos y los acontecimientos de nuestro espacio/tiempo. Para nosotros este es el aspecto principal, aunque debe poseer intrínsecamente caracteres de una grandeza más vasta que nos concierne menos. He hablado de mí en tanto que variable reprogramada, y lo he descrito como el Programador/reprogramador. Durante un corto período de marzo de 1974, en el momento en que fui resintetizado, comprendí a través de mis sentidos-es decir de una forma externa-que él estaba ahí. En aquel momento no sabía lo que veía. Aquello se parecía a la energía plasmática. Tenía colores. Se movía rápidamente, ocupado en reunirse y en dispersarse. Pero lo que era aquello, lo que era él… ni siquiera ahora estoy seguro de ello, puedo solamente decirles que había simulado los objetos habituales y su proceso a fin de copiarlos de una forma tan perfecta que era invisible en medio de ellos. Aquellos que sigue el culto Veda dirían que era el fuego en el interior del sílex, la hoja en el estuche de la navaja.
Investigaciones posteriores me mostraron que en términos de experiencias culturales grupales, el hombre de Brahma es uno de los que ha recibido esta entidad omnipresente e inmanente. Cito un fragmento de un poema americano de Emerson que describe perfectamente mi experiencia:
Aquellos que me excluyen se equivocan; puesto que cuando vuelan yo soy las alas.
Yo soy el dolor y la duda, y el himno que canta el brahmán.
Quiero decir con eso que durante un tiempo muy breve -que ha durado algunas horas o quizá un día- no vi otra cosa más que al Programador. Todos los objetos que constituyen nuestro mundo pluriforme eran segmentos o porciones de segmento de su ser. Algunos estaban inmóviles, pero muchos se movían como porciones de un organismo en trance de respirar, de inhalar, de crecer, de cambiar, de evolucionar hacia un estado final que había elegido para sí mismo en su sabiduría absoluta. Lo sentí como autocreador no dependiendo de nada excepto de sí mismo, porque simplemente no había nada excepto sí mismo.
Mientras yo veía todo esto, sentía profundamente que todos los años de mi vida me habían dejado ciego; recuerdo haberle dicho a mi mujer, una y otra vez: a ¡He recuperado la vista! Puedo ver de nuevo». Me parecía que hasta entonces no había hecho más que intentar adivinar la verdadera naturaleza de lo real.
Comprendía que no acababa de adquirir una nueva facultad de percepción, sino más bien que había reencontrado una antigua. Durante un día me fue dado el ver como todos podíamos hace millones de años. ¿Cómo habíamos podido perder esta visión, este ojo superior? Los rastros morfológicos debían estar aún ahí en nosotros, latentes; no hubiera podido hacer otra cosa más que reencontrarla en algún u otro momento. Esto aún me intriga. ¿Cómo es que durante cuarenta y seis años haya podido pasar mi tiempo adivinando oscuramente la naturaleza del mundo, y que de pronto me haya sido devuelta la vista para serme inmediatamente retirada y encontrarme de nuevo en mi casi ceguera? El intervalo de mi visión coincide evidentemente con la intervención del Programador. Se había adelantado y se me había aparecido palpable, vivo, atento, hecho de materia terrestre; había salido de su escondite. Se dice que las religiones cristiana, judaica, e islámica, son cultos revelados. Nuestro Dios es el Deus absconditus: el Dios oculto. ¿Pero por qué? ¿Por qué es necesario que seamos engañados respecto a la naturaleza de la realidad? ¿Por qué se halla camuflado en una pluralidad de objetos heteróclitos y ha disfrazado sus movimientos en una serie de procesos debidos al azar? Todos los cambios, todas las permutaciones de la realidad que vemos son expresiones del desarrollo decidido de esta simple, esta única entelequia; es una planta, una flor, una rosa abriéndose. Es la zumbante colmena. Es la música, un canto.
Evidentemente he visto al Programador bajo su verdadero aspecto, tal como se comporta realmente, solo porque él tomó mi cuerpo para reconstruirlo, y es por ello por lo que afirmo «sé por qué lo he visto», pero no puedo decir «sé por qué ya no lo veo ahora, ni por qué los otros no tienen esta visión». Vagamos colectivamente en una especie de holograma láser, criaturas reales en un mundo manufacturado, una escena sobre la cual se hallan instalados artificios y criaturas en medio de los cuales se desliza un espíritu decidido a permanecer desconocido.
Un artículo periodístico sobre este tema podría titularse: UN AUTOR PRETENDE HABER VISTO A DIOS PERO NO PUEDE EXPLICAR LO QUE HA VISTO.
Si considero el término que utilizo para designarlo: el Programador y el reprogramador… quizá pueda hallar un inicio de respuesta. Lo llamo así porque esto es lo que le he visto hacer: habla programado ya antes las vidas de este mundo, pero estaba cambiando uno o varios factores capitales… todo ello a fin de completar una estructura o un proyecto. Razono de esta forma: un sabio que hace funcionar un cerebro electrónico deforma, tara, perjudica la finalidad de sus cálculos dejándose introducir como un factor más en sus computaciones. Un etnólo contamina sus descubrimientos participando en la cultura que estudia. Eso quiere decir que algunas veces, en algunos proyectos, es esencial que el observador se excluya de lo que observa. No hay nada malo en ello, no hay ningún siniestro engaño. Es simplemente necesario. Si hemos sido transportados realmente de forma colectiva a lo largo de un camino trazado hacia un desarrollo deseado, la entidad responsable de nuestro movimiento sobre esas líneas, esta entidad que no solamente desea este logro sino que lo exige… no debe penetrar en su proyecto de forma palpable bajo pena de verlo abortar. Debemos pues dirigir nuestra atención no hacia el Programador sino hacia los acontecimientos programados. Incluso si él permanece escondido, esos acontecimientos se nos aparecerán, nosotros formamos parte de ellos… somos de hecho los instrumentos que permiten que el proyecto llegue a su final.
No hay ninguna duda en mi espíritu respecto al propósito más vasto e histórico de la transformación que pagó unos dividendos tan espectaculares y gloriosos en 1974. En este momento estoy escribiendo una novela al respecto; se llama Sivainvi, y estas letras son las siglas de «Sistema de Vasta Inteligencia Viva». En la novela, un investigador del gobierno, muy dotado pero un poco loco, formula una hipótesis que declara que existe en alguna parte en nuestro mundo un organismo imitador de una gran inteligencia; reproduce tan bien los objetos naturales y su proceso que los humanos no perciben jamás su existencia. Cuando por azar y debido a circunstancias excepcionales un humano lo percibe, le llama simplemente «Di os››, y no intenta ir más lejos. En mi libro, de todos modos, el investigador está determinado a tratar a la gigantesca entidad imitadora del mismo modo como un sabio trataría no importa qué otra cosa que tuviera que observar. Hay por supuesto un problema; según su propia hipótesis, le es imposible detectar al ser… una experiencia muy frustrante para él.
Pero introduzco también en mi obra a otra persona, desconocida de la primera; ha conocido experiencias extrañas sobre las que no tiene ninguna teoría. De hecho, ha encontrado a Sivainvi, que está reprogramándola. Es esta última persona, que no es un sabio, con la que me identifico porque es, como yo, la que empieza a rcencontrar recuerdos olvidados de otro mundo, cosa que no puede explicar. Y no tiene ninguna teoría. Ninguna.
En la novela, aparezco yo mismo como personaje, bajo mi propio nombre. Soy un escritor de ciencia ficción que ha aceptado un sustancioso anticipo para un futuro libro y que debe ahora terminar la no. vela antes de una fecha fijada.
En el libro conozco a los dos hombres, Houston Paige, el investigador del gobierno con su teoría, y Nicholas Brady, que sufre las indescriptibles experiencias. Empiezo a servirme del material aportado por los dos personajes.
Mi finalidad es simplemente llegar a terminar mi obra en el tiempo señalado por el contrato. Pero, mientras continúo escribiendo sobre la teoría de Houston Paige y sobre las experiencias de Nicholas Brady, me doy cuenta poco a poco de que todas las piezas encajan las unas en las otras. Así tengo en mis manos, en la novela, tanto la llave como la cerradura, y soy el único en poder hacerlo.
Seguramente se darán ustedes cuenta de que es inevitable el que en uno u otro momento Houston Page y Nicholas Brady se encuentren. Pero esta entrevista tiene un efecto extraño sobre Houston Paige, el teórico. Cuando obtiene la confirmación de su teoría Paige sufre los efectos de una crisis psicótica completa. Podía imaginar, pero no podía creer. La teoría ingeniosa se halla disociada en su cabeza de la realidad. Y es una intuición en la cual creo firmemente: muchos entre nosotros creen en Sivainvi o en Dios o en Brahma o en el Programador, pero si alguna vez lo encontráramos realmente, no podríamos soportarlo. Seria como un niño vuelto loco por Papá Noel. Habría podido soportar la espera y la esperanza, habría podido rezar, habría podido desear habría podido suponer, imaginar e incluso creer; pero la manifestación real…
es demasiado para nuestros minúsculos circuitos. Y sin embargo, el niño crece, y he aquí el hombre. Y los circuitos crecen también. ¿Pero puede uno recordar un mundo diferente y rechazado?
¿Puede uno percibir el gran espíritu lleno de proyectos que consigue esta abolición, que llega a desenredar los hilos del mal?
Una cosa que me gustaría que supieran ustedes es que me doy cuenta de lo que afirmo. Pretendo haber desenterrado los recuerdos escondidos de un presente anterior y-haber captado al agente responsable de esta alteración… estas afirmaciones no pueden ser probadas ni siquiera presentadas de modo que parezcan racionales. He pasado más de tres años esperando el momento en el que pueda hablar a alguien que no sea un amigo muy íntimo de las experiencias que se iniciaron en el equinoccio de primavera de 1974. Una de las razones que me motivan a hablar finalmente en público, a hacer mis declaraciones al descubierto, es un reciente encuentro con una mujer,~que se parece a la experiencia de Hawthorne Abendson en El hambre en el castillo con Juliana Frink. Juliana ha leído el libro de Abendson sobre el mundo donde las fuerzas del Eje han perdido la guerra, y se siente obligada a revelarle lo que ella comprende del mismo. Esta escena final de El hambre en el castillo fue creo la fuente de un encuentro similar en mi historia más reciente La fe de nuestros padres, donde la hija Tania llega y desvela a los protagonistas la situación real… es decir que la mayor parte de su mundo es ilusorio, y que esta ilusión es deliberada. Durante varios años he tenido la sensación, creciendo en mi como una planta, de que un día una mujer completamente desconocida me contactaría, me diría que tiene informaciones que proporcionarme, aparecería inmediatamente a mi puerta, como Juliana apareció en la de Abendson, y me diría de la forma más grave posible exactamente lo que Juliana le dijo a Abendson… que mis libros, como los suyos, eran en una cierta forma reales, literal o físicamente, no ficción, sino verdad. Y eso me ocurrió recientemente. Hablo de una mujer que leyó atentamente todas mis novelas, del mismo modo que muchos de mis relatos. Vino; era completamente desconocida para mí; y me informó. Al principio se sentía curiosa por saber si yo era consciente de ello o al menos sospechaba la verdad. El juego del escondite entre nosotros, el período de las preguntas vacilantes, duró tres semanas.
Ella no me informó directa o inmediatamente, sino con mucha suavidad, vigilando bien cada paso sobre el camino de la comunicación, a fin de controlar mis reacciones. Fue una tarea solemne para ella conducir su coche durante seiscientos kilómetros para ir a visitar a un autor del que había leído numerosos libros: obras de ficción surgidas de la imaginación del escritor, para decirle que existen mundos superpuestos en los cuales vivimos, y no solo uno. Que estaba segura de que en un cierto modo el autor estaba implicado en al menos uno de estos mundos, uno de los que habían sido suprimidos en un momento del pasado, construido de nuevo y después vuelto a situar en su sitio. Luego ella le preguntaba también si el autor era consciente de la verdad. Fue un momento denso y feliz, aquel en el que ella pudo al fin hablar francamente; no se decidió a ello hasta que estuvo segura de que yo podía soportar la realidad. Pero yo hacía tres años ya que había adoptado la posición teórica de que mis recuerdos eran auténticos, era solamente una cuestión de tiempo antes de que se produjera un contacto, lento y lleno de precauciones. Una persona que hubiera leído mis libros y, por una u otra razón, hubiera deducido la verdad a través de ellos, tomaría la iniciativa. Habría comprendido cuales eran las informaciones significativas dadas por mi obra. Ella sabia, puesto que ella habla leído mis novelas, cuál era el mundo que yo había conocido, entre todos los mundos posibles; lo que ella no podía determinar hasta que yo se lo dijera, era que en febrero de 1975 yo habla pasado a un tercer presente paralelo que llamaremos la pista C. Y este último era un jardín de paz y de belleza, un mundo superior al nuestro en trance de nacer a la existencia. Pude así hablarle de tres universos, no de dos: el mundo prisión que había sido, nuestro mundo intermedio en el cual la guerra y la opresión existían aún pero había sido en gran parte vencidas, y un tercer mundo paralelo que un día, cuando las variables correctas de nuestro pasado hayan sido reprogramadas, se materializará para superponerse a nuestro presente. Ese es el mundo en el que me había despertado; cuando lo hagamos todos, será como si hubiéramos vivido siempre en él; el recuerdo del mundo intermedio, como el del universo prisión, habrá sido suprimido de nuestra memoria por una mano generosa.
Deben haber otras personas como esta mujer que han deducido de evidencias internas en mis escritos, del mismo modo que de sus propios vestigios de recuerdos, que el paisaje que describo como ficticio es o ha sido literalmente real, y que si una realidad sombría ha podido ocupar una vez el espacio que habitamos, es razonable pensar que el proceso de reparación del tejido no se detendrá ahí; este no es el mejor de los mundos posibles, como tampoco es el peor. Esta mujer no me dijo nada que yo ya no supiera, pero llegando por un camino independiente a conclusiones idénticas, me dio el valor de hablar, de revelar todo esto aún sabiendo que no conocía la forma de verificar mis afirmaciones. Lo mejor que puedo hacer, mientras espero, es representar el papel de profeta, de los viejos profetas y de los oráculos como la Sibila de Delfos, y hablar de un jardín maravilloso que se parece mucho a aquel en el que nuestros antepasados vivieron al parecer… de hecho, imagino a veces que este mundo es exactamente el mismo, que ha sido restaurado. Como si una falsa trayectoria pudiera un día ser corregido completamente y nos encontráramos una vez más allá donde estábamos hace miles de años, para vivir y ser felices.
Durante los cortos instantes en que rocé el suelo de ese jardín, tuve la impresión muy clara de que era el hogar legitimo que un día habíamos perdido.
No permanecí allí mucho tiempo… aproximadamente seis horas de tiempo real.
Pero lo recuerdo muy bien. En la novela que escribí con Roger Zelazny, Deus Irae, lo describo hacia el final, en el momento en que la maldición arrojada sobre el mundo es alzada por la muerte y la transfiguración del encolerizado Dios. Lo que más me sorprendió en ese mundo jardín, en esa pista C, son los elementos paganos que lo constituyen; no era lo que mi educación cristiana me había preparado a esperar. Incluso cuando empezó a desaparecer, seguí viendo el cielo. Vi la tierra y una enorme extensión de agua calmada y oscura, y muy cerca se hallaba una mujer muy hermosa, desnuda, a la que reconocí como Afrodita. En aquel momento, este otro mundo mejor había disminuido hasta no ser más que un paisaje percibido a través de una puerta de dorado umbral; los contornos de la entrada pulsaban con una luz láser, y por desgracia disminuyeron y desaparecieron finalmente de mi vista; la puerta se había devorado a sí misma hasta no ser nada, sellando lo que habla más allá. No he vuelto a verla luego, pero tengo la firme impresión de que era el próximo mundo… no el de los cristianos sino la Arcadia de los grecorromanos, algo más viejo y más hermoso que lo que mi propia religión puede conjurar para mantenernos en un estado de fe y de moral escrupulosas. Lo que vi era muy antiguo y muy hermoso. El cielo, el mar, la tierra, aquella mujer maravillosa, y luego nada, puesto que la puerta se habla cerrado y yo me había quedado prisionero aquí. La vi alejarse con una profunda sensación de pérdida… la vi partir, puesto que todas las cosas giraban en torno a ella. Cuando miré en mi Enciclopedia Británica para ver lo que podía aprender sobre Afrodita, descubrí que no solo era la diosa del amor erótico y de la perfecta belleza estética, sino también la encarnación de las fuerzas generativas de la propia vida; su origen no era además griego: al principio habla sido una divinidad semita, retomada más tarde por los griegos, que sabían tomar las cosas buenas cuando las veían pasar. Durante aquellas horas maravillosas, lo que vi en ella fue una belleza que le falta en comparación a nuestra religión cristiana: una increíble simetría, la armonía palintona de la que habla Heráclito: la perfecta tensión de las fuerzas que se equilibran en la lira que esta encorvada por la tensión de las cuerdas pero parece completamente inmóvil, completamente en reposo. Y sin embargo la tensión de la lira es un equilibrio dinámico, que permanece inmóvil tan solo porque sus tensiones internas se anulan absolutamente. Esta es la cualidad de la belleza según los griegos: una perfeción cuya dinámica es interior y que sin embargo parece inmóvil desde fuera. Contra esta armonía palintona, el universo opone el otro principio estético integrado en la lira griega: la armonia palintropa que caracteriza la oscilación de delante a atrás de las cuerdas al ser pulsadas. No vi a Afrodita como eso, y quizá el principio de oscilación continua sea el ritmo más profundo y más vasto del universo, el de las cosas que vienen a la existencia para desaparecer pronto; el del cambio por oposición a la estasis. Pero durante un momento vi la paz perfecta, el reposo total, un pasado que hablamos perdido y que regresaba a nosotros por efecto de una oscilación lenta, para presentarse a nosotros como nuestro futuro, aquel en que todas las cosas serán restauradas.
En el Antiguo Testamento existe un pasaje fascinante en el cual Dios dice:
«Puesto que modelo un nuevo paraíso y una nueva tierra, donde el recuerdo de las cosas desaparecidas no entrará en el espíritu y no turbará los corazones».
Cuando releo este pasaje, me digo: creo conocer un gran secreto. Cuando el trabajo de restauración estará terminado, no nos acordaremos de las tiranías, de la cruel barbarie de la Tierra donde habitábamos; puesto que el texto dice que nos será dado el olvido. Y si «nuestro corazón no debe ser turbado», es que el inmenso depósito del sufrimiento, del pesar y de la pérdida será borrado de nuestro interior como si jamás hubiera existido. Creo que este proceso se halla activo en este momento, que siempre ha estado activo en este momento. Y, gracias a Dios, hemos sido ya autorizados a olvidar lo que fue.
Entonces quizá esté equivocado, en mis novelas y en mis relatos, empujándoles a ustedes al recuerdo.
Philip K. Dick: Temática de su Obra y Biografía
Philip Kindred Dick (Chicago, Estados Unidos, 16 de diciembre de 1928 - Santa Ana, California, EE.UU., 2 de marzo de 1982), más conocido como Philip K. Dick, fue un prolífico escritor y novelista estadounidense de ciencia ficción, que influyó notablemente en dicho género. Aclamado en vida por contemporáneos como Robert A. Heinlein o Stanis #322;aw Lem, Dick obtuvo poco reconocimiento antes de su muerte. Tras ésta, sin embargo, la adaptación al cine de varias de sus novelas le dio a conocer al gran público. Su obra es hoy una de las más populares de la ciencia ficción y Dick se ha ganado el reconocimiento del público y el respeto de la crítica. Gran parte de sus muchas historias cortas y obras menores fueron publicadas por revistas pulp.
Temática de su Obra
Dejando a un lado el enfoque simplista y optimista del mundo frecuente en la "edad dorada" de la ciencia ficción, las obras de Philip K. Dick se caracterizan por una sensación de constante erosión de la realidad, explorando su naturaleza enigmática de forma sistemática y creando ambientes postmodernos y decadentes, adelantándose al subgénero cyberpunk. A menudo, los protagonistas descubren que sus seres queridos (o incluso ellos mismos) son sin saberlo robots, alienígenas, seres sobrenaturales, espías sometidos a lavados de cerebro, alucinaciones, o cualquier combinación de éstos; este rasgo de la obra dickiana refleja la obsesión del autor acerca de la frágil naturaleza que él consideraba que caracteriza la realidad perceptible. Sus historias a menudo se convierten en fantasías surrealistas a medida que los personajes van descubriendo que su vida diaria es realmente una ilusión construida por poderosas entidades externas (como por ejemplo en Ubik), por grandes conspiraciones políticas, o simplemente por las peripecias de un narrador no creíble.
Dick situó la acción de varias de sus novelas en el mundo anómico de California del Norte. Su aclamada novela El hombre en el castillo (1962, ganadora del Premio Hugo) es una obra pionera que mezcla los géneros de la ciencia ficción y la historia alternativa.
De acuerdo con el autor de ciencia ficción Charles Platt: "Toda su obra parte de la asunción básica de que no puede haber una única realidad objetiva; todo es una cuestión de percepción. La tierra puede temblar bajo tus pies. Un protagonista puede verse viviendo como sueño de otra persona, o entrar en un estado inducido por drogas que de hecho tenga más sentido que el mundo real, o aparecer en un universo completamente diferente".
Los universos alternativos y los simulacros son artificios argumentales habituales, presentando mundos ficticios poblados por personas normales y corrientes, en lugar de elites galácticas. Como indica Ursula K. Le Guin: "No hay héroes en los libros de Dick, pero hay actos heroicos. Uno se acuerda de Dickens: lo que cuenta es la honradez, constancia, amabilidad y paciencia de la gente ordinaria"
Dick no mantuvo en secreto que muchas de sus ideas y trabajos estuvieron fuertemente influidos por los escritos de Carl Gustav Jung, el fundador suizo de la teoría del psiquismo humano denominada psicología analítica (para distinguirla de la teoría freudiana del psicoanálisis). Durante su adolescencia, estuvo en tratamiento con un analista junguiano.[1] En los años 50, fue adquiriendo con devoción las obras completas de Jung, publicadas por la editorial Bollingen. Lo impresionaron especialmente sus Septem Sermones ad Mortuos, de inspiración gnóstica (Carrère 2007: 28). Jung, autodidacta experto en los fundamentos inconscientes y mitológicos de la experiencia consciente, opinaba que las experiencias místicas podían estar basadas en una realidad subyacente. Los modelos y construcciones junguianas que más afectaron a Dick parecen ser los arquetipos de lo inconsciente colectivo, las proyecciones y alucinaciones colectivas, las experiencias de sincronicidad y su teoría de la personalidad. Muchos de los protagonistas de las obras de Dick analizan la realidad y sus propias percepciones en términos junguianos.[2] Otras veces, el tema se refiere a Jung tan claramente que la conexión resulta obvia. La Exégesis de Dick también contiene muchas notas sobre Jung en relación con la teología y el misticismo.
Philip K. Dick experimentó con drogas psicoactivas, aunque siempre negó que hubieran influido en su obra. No obstante, el consumo de drogas fue tema importante en muchos de sus trabajos, como Una mirada a la oscuridad y Los tres estigmas de Palmer Eldritch. Dick consumió anfetaminas de forma habitual, y también experimentó brevemente con substancias psicodélicas, pero escribió Los tres estigmas de Palmer Eldritch, obra proclamada "la novela LSD por excelencia de todos los tiempos" por la revista Rolling Stone, antes de haber probado esa droga. Por otra parte, de acuerdo con una entrevista suya publicada en 1975 por la misma revista, Dick escribió todos sus libros publicados antes de 1970 bajo los efectos de las anfetaminas.
Biografía
Philip Kindred Dick y su hermana melliza, Jane Charlotte Dick, nacieron prematuramente seis semanas antes de lo normal, fruto de la unión entre Dorothy Kindred Dick y Joseph Edgar Dick en Chicago. El padre de Dick, un investigador de delitos económicos que trabajaba para el Departamento de Agricultura de los Estados Unidos, había contratado recientemente seguros de vida para la familia. La compañía de seguros envió a una persona al domicilio familiar el 26 de enero de 1929; al ver a Philip desnutrido y a Jane herida, el empleado llevó urgentemente a los niños al hospital. Jane falleció por el camino, con apenas cinco semanas de edad. La muerte de la hermana gemela de Philip lo afectó profundamente, tanto en su obra como en sus relaciones y en todos los aspectos de su vida, dando lugar al leitmotiv del "gemelo fantasma" en muchos de sus libros. Posteriormente, la familia se mudó al Área de la Bahía de San Francisco, en el estado de California. Cuando Philip cumplió los cinco años, su padre fue trasladado a Reno, en el estado de Nevada. Dorothy se negó a ir allí, de manera que ella y Joseph se divorciaron. Joseph peleó por la custodia de su hijo, pero finalmente no la consiguió. Dorothy, resuelta a criar a Philip sola, obtuvo un trabajo en Washington, D.C. y se mudó allí con su hijo.
Philip K. Dick cursó estudios básicos en la Escuela Primaria John Eaton desde 1936 hasta 1938, completando los cursos desde el segundo hasta el cuarto. Su peor nota fue un suficiente en redacción, a pesar de que uno de sus profesores comentaba que "demuestra interés y talento para contar historias". En junio de 1938, madre e hijo volvieron a California. Allí fue al instituto de enseñanza secundaria de Berkeley; él y Ursula K. Le Guin fueron alumnos de dicho instituto en la misma promoción, aunque no llegaron a conocerse. Tras terminar sus estudios secundarios pasó una breve temporada estudiando en la Universidad de California en Berkeley, pretendiendo especializarse en alemán, aunque abandonó estos estudios sin haberlos terminado.
Durante el tiempo que pasó en Berkeley, Dick trabó amistad con el poeta Robert Duncan y, según él afirmaba, fue presentador de un programa de música clásica de la emisora de radio KSMO en 1947. Desde 1948 hasta 1952 fue vendedor de discos, su único trabajo antes de publicar su primera historia corta en 1952. A partir de entonces, se dedicó a la escritura a tiempo casi completo, publicando su primera novela en 1955. Los años 50 fueron una época difícil para Dick, tanto que, como una vez dijo, "ni siquiera podíamos pagar las sanciones por atraso de la biblioteca". Se relacionó con la contracultura anterior a los 60 de California y simpatizaba con los poetas beat y las ideas de izquierda. Dick se opuso a la Guerra de Vietnam, por lo que el FBI le abrió expediente. De hecho, en 1955, Dick y su por entonces esposa, Kleo Apostolides, habían recibido una visita del FBI. La pareja creía que esto era el resultado de las ideas socialistas y actividades izquierdistas de Kleo. No obstante, ambos llegaron a entablar una amistad con uno de los agentes del FBI. Por otra parte, el propio Dick veía el comunismo como una forma de control similar al fascismo.
El reconocimiento de la crítica le llegó a Philip K. Dick en 1963, cuando ganó el Premio Hugo por su novela El hombre en el castillo. Aunque Dick fue entonces aclamado como un genio en el mundillo de la ciencia ficción, siguió siendo un desconocido para el resto del mundo literario, por lo que sólo pudo publicar sus libros en editoriales especializadas que pagaban poco. En consecuencia, aunque publicó novelas regularmente durante los siguientes años, siguió teniendo dificultades económicas hasta el final de sus días.
En su introducción a la recopilación de relatos cortos El hombre dorado (1980), Dick escribió: "hace varios años, cuando yo estaba enfermo, Heinlein me ofreció su ayuda, cualquier cosa que pudiese hacer, y no nos conocíamos; me telefoneaba para animarme y ver cómo me iba. Él quería comprarme una máquina de escribir eléctrica, que Dios lo bendiga -- era uno de los pocos caballeros de verdad en este mundo. No estoy de acuerdo con ciertas ideas que desarrolla en su obra, pero no importa. En una ocasión en la que yo le debía mucho dinero a Hacienda y no podía conseguirlo, Heinlein me lo prestó. Tengo muy buena opinión de él y de su esposa; a ellos les dediqué un libro como muestra de aprecio. Heinlein es un hombre bien parecido, realmente impresionante y muy militar en su postura; se puede decir que tiene una apariencia militar, incluso en su corte de pelo. Él sabe que soy un friki chiflado y aún así nos ayudaba a mí y a mi esposa cuando teníamos dificultades. Eso es lo mejor del ser humano; eso es a quien y lo que amo".
En 1972, Dick donó sus manuscritos y papeles a la Special Collections Library en la Universidad del Estado de California en Fullerton, donde fueron archivados en la Colección de Ciencia Ficción Philip K. Dick en la Biblioteca Pollak. En Fullerton fue donde Dick trabó amistad con los escritores de ciencia ficción K. W. Jeter, James Blaylock y Tim Powers.
La última novela dickiana publicada en vida del autor fue La transmigración de Timothy Archer. Por su carácter visionario, sus obras pueden compararse con las de William S. Burroughs, aunque Dick resulta menos mordaz y más filosófico.
Philip K. Dick se casó cinco veces y tuvo dos hijas (Laura e Isa) y un hijo (Christopher). Todos sus matrimonios terminaron en divorcio.
Wikipedia 13/04/2009
Bibliografía
Historias Cortas (Ordenadas por volúmenes recopilatorios)
Cuentos Completos - Volumen I
- Estabilidad, Stability © 1947
- Roog, Roog © 1953
- La pequeña rebelión, The Little Movement © 1952
- Aquí yace el Wub, Beyond Lies the Wub © 1952
- El cañón, The Gun © 1952
- La calavera, The Skull © 1952
- Los defensores, The Defenders © 1953
- La nave humana, Mr. Spaceship © 1953
- Flautistas en el bosque, Piper in the Woods © 1953
- Los infinitos, The Infinities © 1953
- La máquina preservadora, The Preserving Machine © 1953
- Sacrificio, Expendable © 1953
- El hombre variable, The Variable Man © 1953
- La rana infatigable, The Indefatigable Frog © 1953
- La cripta de cristal, The Crystal Crypt © 1954
- La vida efímera y feliz del zapato marrón, The Short Happy Life of the Brown Oxford © 1953
- El constructor, The Builder © 1953
- El factor letal, Medler © 1954
- La paga, Paycheck © 1953
- El gran C, The Great C © 1953
- En el jardín, Out in the Garden © 1953
- El rey de los elfos, The King of Elves © 1953
- Colonia, Colony © 1953
- La nave de Ganímedes, Prize Ship © 1954
- La niñera, Nanny © 1955
Cuentos Completos - Volumen II
- La viejecita de las galletas, The Cookie Lady © 1953
- Detrás de la puerta, Beyond the Door © 1954
- La segunda variedad, Second Variety © 1952 [Inspiró la película de 1996 Screamers (Asesinos Cibernéticos)]
- El mundo de Jon, Jon’s World © 1954
- Los cazadores cósmicos, The Cosmic Poachers © 1953
- Progenie, Progeny © 1954
- Algunas clases de vida, Some Kinds of Life © 1953
- Los marcianos llegan en oleadas, Martians Come in Clouds © 1952
- El abonado, The Commuter © 1953
- El mundo que ella deseaba, The World She Wanted © 1953
- Una incursión en la superficie, A Surface Raid © 1954
- Proyecto: Tierra, Project: Earth © 1953
- Problemas con las burbujas, The Trouble with the Bubbles © 1953
- Desayuno en el crepúsculo, Breakfast at Twilight © 1954
- Un regalo para Pat, A Present for Pat © 1953
- El fabricante de capuchas, The Hood Makers © 1953
- Sobre manzanas marchitas, Of Withered Apples © 1954
- Humano es, Human Is © 1955
- Equipo de ajuste, Adjustment Team © 1954
- El planeta imposible, The Impossible Planet © 1953
- Impostor, Impostor © 1953
- James P. Crow, James P. Crow © 1954
- Planeta de paso, Planet for Transients © 1953
- La maqueta, Small Town © 1954
- Un recuerdo, Souvenir © 1954
- Equipo de exploración, Survey Team © 1954
- Autor, autor, Prominent Author © 1954
Cuentos Completos - Volumen III
- Coto de caza, Fair Game © 1959
- El ahorcado, The Hanging Stranger © 1953
- Algunas peculiaridades de los ojos, The Eyes Have It © 1953
- El hombre dorado, The Golden Man © 1954
- Y gira la rueda, The Turning Wheel © 1954
- El último experto, The Last of the Masters © 1954
- El Padre Cosa, The Father-Thing © 1954
- Un paraíso extraño, Strange Eden © 1954
- Tony y los escarabajos, Tony and the Beetles © 1953
- Nul-O, Null-O © 1958
- Servir al amo, To serve the master © 1956
- Pieza de colección, Exhibit Piece © 1954
- Los reptadores, The Crawlers © 1954
- Campaña publicitaria, Sales Pitch © 1953
- La estratagema, Shell Game © 1954
- Sobre la desolada Tierra, Upon the Dull Earth © 1954
- Foster, estas muerto, Foster: You’re Dead © 1955
- La paga del duplicador, Pay for the Printer © 1954
- Veterano de guerra, War Veteran © 1955
- La barrera de cromo, The Chromium Fence © 1955
- Desajuste, Misadjustment © 1954
- Un mundo de talentos, A World of Talent © 1954
- ¡Cura a mi hija, mutante!, Psi-Man Heal My Child! © 1955
Cuentos Completos - Volumen IV
- Automación, Autofac © 1955
- Servicio de reparaciones, Service Call © 1955
- El cliente perfecto, Captive Market © 1955
- El modelo de yancy, The Mold of Yancy © 1955
- El informe de la minoría, The Minority Report © 1956
- Mecanismo de recuperación, Recall Mechanism © 1959
- La M no reconstruida, The Unreconstructed M © 1957
- Nosotros los exploradores, Explorers We © 1959
- Juego de guerra, War Game © 1959
- Si no existiera Benny Cemoli… , If There Were No Benny Cemoli © 1963
- Acto de novedades, Novelty Act © 1964
- La araña acuática, Waterspider © 1964
- Lo que dicen los muertos, What the Dead Men Say © 1964
- Orfeo con pies de arcilla, Orpheus with Clay Feet © 1964
- Los días de preciosa Pat, The Days of Perky Pat © 1963
- Cargo de suplente máximo, Stand-By © 1963
- ¿Que haremos con Ragland Park?, What'll We Do with Ragland Park? © 1963
- ¡Oh, ser un Blobel!, Oh, to Be a Blobel! © 1964
Cuentos Completos - Volumen V
- La pequeña caja negra, The Little Black Box © 1964
- La guerra contra los Fnuls, The War with the Fnools © 1969
- La jugada, A Game of Unchance © 1964
- El artefacto precioso, Precious Artifact © 1964
- Síndrome de retirada, Retreat Syndrome © 1965
- Una odisea en la Tierra, A Terran Odyssey © 1987
- Su cita será ayer, Your Appointment will be Yesterday © 1966
- Sagrada controversia, Holy Quarrel © 1966
- Podemos recordarlo todo por usted, We can Remember it for You Wholesale © 1964
- No por su cubierta, Not by its Cover © 1968
- Partida de revancha, Return Match © 1966
- La fe de nuestros padres, Faith of Our Fathers © 1967
- El cuento final de todos los cuentos de las antologías de Harlan Ellison, Ellison's Anthology Dangerous Visions © 1968
- La hormiga eléctrica, The Electric Ant © 1969
- Cadbury, el castor que fracasó, Cadbury, the Beaver who Lacked © 1987
- Algo para nosotros temponautas, A Little Something for Us Tempunauts © 1974
- Las prepersonas, The Pre-Persons © 1974
- El ojo de la Sibila, The Eye of the Sibyl © 1987
- El día que el Sr. Computadora cayo de su árbol, The Day Mr. Computer Fell out of its Tree © 1987
- La puerta de salida lleva adentro, The Exit Door Leads In © 1979
- Cadenas de aire, telaraña de éter, Chains of Air, Web of Aether © 1980
- Extraños recuerdos de muerte, Strange Memories of Death © 1984
- Quisiera llegar pronto, I Hope I Shall Arrive Soon © 1980
- El caso Rautavaara, Rautavaara's Case © 1964
- La mente alien, The Alien Mind © 1981
Cuentos Completos - (No incluidas en ninguno de los volumen anteriores)
- Time Pawn, © 1954 [Base de la novela Dr. Futurity]
- A Glass Of Darkness, © 1956 [Versión corta de la novela Muñecos cósmicos (The Cosmic Puppets)]
- All We Marsmen, © 1963 [Versión corta de la novela Tiempo de Marte (Martian Time-Slip)]
- Cantata 140, Cantata 140 © 1964
- The Unteleported Man, © 1964 [Versión corta de la novela homónima]
- Project Plowshare, © 1965 [Versión corta de la novela The Zap Gun (La Pistola de Rayos)]
- A. Lincoln, Simulacrum, © 1969 [Versión corta de la novela Los Simulacros (The Simulacra)]
- Adiós, Vincent, Goodbye, Vincent © 1988
Novelas (Ordenadas por Año de Publicación)
1955
- Lotería solar (Solar Lottery)
1956
- El tiempo doblado (The World Jones Made)
- Planetas morales (The Man Who Japed)
1957
- vOjo en el cielo (Eye in the Sky)
- Muñecos cósmicos (The Cosmic Puppets)
1959
- Tiempo desarticulado (Time Out of Joint). Inspiró la película El Show de Truman
1960
- Dr. Futurity
- El martillo de Vulcano (Vulcan's Hammer)
1962
- El hombre en el castillo (The Man in the High Castle). Ganadora del premio Hugo en 1963.
1963
- Torneo mortal (The Game-Players of Titan)
1964
- La penúltima verdad (The Penultimate Truth)
- Tiempo de Marte (Martian Time-Slip)
- Los simulacros (The Simulacra)
- Los clanes de la luna alfana (Clans of the Alphane Moon)
1965
- Los tres estigmas de Palmer Eldritch (The Three Stigmata of Palmer Eldritch)
- El doctor Moneda Sangrienta (Dr. Bloodmoney, or How We Got Along After the Bomb)
1966
- Aguardando el año pasado (Now Wait for Last Year)
- The Crack in Space
- The Unteleported Man
1967
- La pistola de rayos (The Zap Gun)
- El mundo contra reloj (Counter-Clock World)
- The Ganymede Takeover (en colaboración con Ray Nelson)
1968
- ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? (Do Androids Dream of Electric Sheep?). Inspiró la película Blade Runner.
1969
- Gestarescala (Galactic Pot-Healer)
- Ubik. Existen ciertas similitudes con Abre los Ojos
1970
- Laberinto de muerte (A Maze of Death)
- Nuestros amigos de Frolix 8 (Our Friends from Frolix 8)
1972
- Podemos construirle (We Can Build You)
1974
- Fluyan mis lágrimas, dijo el policía (Flow My Tears, the Policeman Said). Ganadora del premio John W. Campbell Memorial.
1975
- Confesiones de un artista de mierda (Confessions of a Crap Artist). Adaptada al cine en 1992
1976
- Deus irae (en colaboración con Roger Zelazny)
1977
- Una mirada a la oscuridad (A Scanner Darkly). Inspiró la película de mismo nombre. 2006
1981
- SIVAINVI (VALIS)
- La invasión divina (The Divine Invasion)
1982
- La transmigración de Timothy Archer (The Transmigration of Timothy Archer)
1984
- The Man Whose Teeth Were All Exactly Alike
1985
- Radio Libre Albemuth (Radio Free Albemuth)
- Ir tirando (Puttering About in a Small Land)
- En busca de Milton Lumky (In Milton Lumky Territory)
1986
- Humpty Dumpty in Oakland
1987
- Mary y el gigante (Mary and the Giant)
1988
- The Broken Bubble
- Nick and the Glimmung (novela infantil)
1994
- Gather Yourselves Together
2004
- Lies, Inc.
Obra Realista
Philip K. Dick no sólo escribió Ci-Fi, hay una pequeña cantidad de "Obra Realista" bastante desconocida por el público en general, entre esas obras con las que no tuvo éxito destacamos:
- En busca de Milton Lumky, novela que inaugura una serie de este autor editada por el sello Bibliópolis .
- Confesiones de un artista de mierda
- Mary y el gigante
- El hombre cuyos dientes eran todos idénticos
Adaptaciones al cine
Numerosas obras de K. Dick han sido llevadas a la gran pantalla, pues Hollywood parece haber encontrado un filón en sus historias futuristas repletas de protagonistas no del todo heroicos, pero llenos de determinación, así como en el magnetismo que desprende el halo de sufrimiento y autodestrucción de su obra autobiográfica.
- Blade Runner (Ridley Scott, 1982) basado en su novela ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? de 1968
- Desafío total (Paul Verhoeven, 1990) basado en el relato Podemos recordarlo todo por usted de 1966
- Asesinos cibernéticos (Christian Duguay, 1995) basado en su relato La segunda variedad de 1953
- Infiltrado (2004) (Gary Fleder, 2002) basado en su relato de 1953 Impostor
- Minority Report (Steven Spielberg, 2002) basado en el relato El informe de la minoría de 1956
- Paycheck (John Woo, 2003) basado en el relato homónimo La paga de 1953
- A Scanner Darkly - Una mirada en la oscuridad (Richard Linklater, 2006) basada en la novela homónima de 1977
- Next (Lee Tamahori, 2007) basado en su relato El hombre dorado de 1954
Se ha señalado también la huella de Dick en algunas películas que, sin basarse directamente en ninguna obra de éste, reelaboran algunos de los temas característicos del autor, como la naturaleza dudosa de la realidad y de nuestros recuerdos.[4] Entre ellas destacan:
- Abre los ojos (Alejandro Amenábar) (1997)
- El show de Truman (Peter Weir, 1998)
- The Matrix (Hermanos Wachowski) (1999)
- Olvídate de mí (Michel Gondry, 2004)
