Pat Frank
Ay, Babilonia
Titulo original aias, babylon
Traducción J.Moreno
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EDICIONES DRONTE ARGENTINA
Avda. Juan de Garay 1323
Buenos Aires — Argentina
Hecho-el depósito que marca la ley 11.723
PREFACIO
Tengo un conocido, fabricante retirado, hombre práctico, que recientemente siente preocupación por las tensiones internacionales, proyectiles dirigidos intercontinentales, bombas H y tal.
Un día, conocedor de que yo había escrito unas cosas sobre asuntos militares, me preguntó:
—¿Qué cree que ocurriría si los rusos nos atacasen mientras estamos distraídos..., ya sabe, como ocurrió en Pearl Harbor?
La cuestión quedó en mi cabeza. Había regresado yo recientemente de una misión de la revista en Oifutt field, cuartel general del Comando Estratégico Aéreo, varias bases de operaciones del C.EA. y el Centro de Pruebas de Proyectiles dirigidos en Cabo Cañaveral. Más aún, había discutido tal posibilidad con varios astutos altos jefes de Estado Mayor ingleses. Los británicos habían vivido bajo la sombra de cohetes nucleares más tiempo que nosotros. También tienen un recuerdo vivido de ciudades devastadas desde los cielos, como los alemanes y los japoneses.
Un hombre que se ha visto conmovido con una explosión de una bomba de dos toneladas tiene naturalmente un punto de referencia. Puede igualar el impacto de una bomba H con su. propia experiencia, aunque la explosión de la bomba H sea un millón de veces más potente que la sacudida que él experimentó. Para cualquiera que-jamás Sintió una bomba, bomba es una simple palabra La bola dé fuego de una bomba H es algo que uno ve en ¡televisión. No es algo que te incinera hasta convertirte en cenizas en la milésima parte de un— segundó. Así, pues, la bomba H queda más baja.en la imaginación de todos excepto unos cuántos americanos, mientras que los ingleses, alemanes y japoneses pueden comprenderla, aunque sea vagamente. Y sólo los japoneses tienen comprensión personal del calor atómico y de la radiación.
Era una gran pregunta. Le di una opinión muy chapucera, que resultó ser conservadora comparada con algunas de las predicciones oficiales publicadas más tarde. Yo le dije: «¡Oh! Creo que mataría a cincuenta o sesenta millones de americanos..., pero me parece que ganaríamos la guerra».
Pensó en esto y me contestó:
«¡Uf! ¡Cincuenta o sesenta millones de muertos! ¡Vaya un hueco que dejarían!».
Dudo que se diera cuenta de la exacta naturaleza y de la extensión del hueco..., por eso es por lo que escribí este libro.
Pat Frank
PARTE 1
I
En Fort Repose, una ciudad fluvial de Florida Central, se decía que enviar un mensaje por la Western Unión era lo mismo que radiarlo por toda la red combinada de emisoras. Eso no era del todo cierto. Es verdad que Florence Wechek, la gerenta, chismorreaba. Sin embargo, con todo juicio clasificaba el espionaje personal que fluía por debajo de sus regordetes dedos y mantenía una prudente censura sobre su lengua. Cortaba de su conversación todo lo escandaloso y embarazador. Fruslero, trivial e inofensivo es lo que trasladaba a sus amigos permitiéndose así derivar en parte el aburrimiento de su soltería. Si tu hermana se encontraba en un apuro y te enviaba un telegrama pidiendo dinero, el secreto estaba seguro con Florence Wechek. Pero si tu propia hermana daba a luz un niño ilegítimo, su sexo y peso no tardaría en saberlo toda la ciudad.
Florence despertó a las seis y media, como siempre, en un viernes a primero de septiembre. Pesada, rígida y sin gracia, salió de la cama y caminó en chancletas por la sala de estar entrando en la cocina. Se asomó al porche posterior, abrió en la puerta persiana una rendija y palpó en busca del cartón de leche sito en el umbral. Hasta que no se enderezó sus ojos azul china no comenzaron a discernir movimiento en el mundo aterciopelado y gris que la rodeaba. Una nerviosa ardilla saltó de la rama más larga de un árbol. Sir Percy. su enorme gato amarillo, se levantó del acolchado diván que constituía su pequeño dormitorio preparado por su ama cerca del calentador de agua, arqueó el lomo, sé desperezó y frotó los hombros con el extremo de la bata de franela de la mujer. Los tórtolos africanos oscilaron rítmicamente con las cabezas juntas en el columpio de su jaula. Ella les habló:
—Buenos días, Anthony; buenos días, Cleo.
Sus ojillos, espectacularmente anillados en blanco, como si estuviesen embutidos en salvavidas, la miraron parpadeantes. Anthony sacudió su plumaje verde y amarillo y carraspeó un saludo. Pero no dijo nada. Anthony era aventurero; Cleo, tímida. En ocasiones Anthony se ponía furioso e irascible. Florence lo soltaba a la ilimitada libertad exterior. Pero siempre, al anochecer, Anthony aguardaba en lo alto del escobillón, o encima del frangipani, ansioso de volar hasta su casa. Así como Cleo prefería la comodidad y la cómoda reclusión, Anthony sería un loro domesticado. Por eso le dijeron, cuando compró los pájaros en Mia— mi un mes antes, que no tuviese cuidado de que el macho escapara. Aparentemente eso era verdad.
Florence entró la jaula en la cocina y puso semillas frescas de girasol en el comedero. Llenó de leche la vasija de Sir Percy y desmenuzó un poquito de barquillo para los peces de colores de la pecera del trinchante. Regresó a la sala de estar y dio de comer s los diversos pececillos del acuario. Advirtió que ¿os dos peces gato en miniatura, de ordinario tranquilos, mostraban actividad. Revisaba la temperatura del tanque, su filtro eléctrico y calentador, cuando la cafetera silbó su llamada al desayuno. A las siete, exactamente, Florence conectó la televisión, sintonizando el canal 8. Tampa, y se sentó ante su jugo de naranja y sus huevos. Su rutina mañanera era invariable y eficiente. Lo único malo de ella lo constituía el cocinar para una sola y comer también a solas. Sin embargo, el desayuno no era su comida más solitaria, con Anthony parloteando y cantando, los seis pececi— tos dorados bailoteando un ensoñador ballet oriental con sus transparentes aletas. Sir Percy frotándose contra sus piernas por debajo de la mesa, y sus animosos amigos del espectáculo matinal, contratados, con grandes gastos, para informarla y entretenerla.
En cuanto veía el rostro de Dave, Florence podía notar si las noticias iban a ser buenas o malas. Esta mañana Dave parecía turbado y con toda seguridad, cuando empezó a dar las noticias resultaron malas. Los rusos habían lanzado otro Sputnik, el número 23,» y algo siniestro ocurrió en Oriente Medio. El Sputnik 23 era el mayor, aún, según el Instituto Smitsoniano y emitía continuas y elaboradas señales en clave.
—Hay motivos para creer —decía Frank— que los Sputnik de ese tamaño están equipados para observar la superficie terrestre inferior.
Florence se subió hasta el cuello su bata de franela rosada. Alzó la vista, aprensiva, por la ventana de la cocina. Todo lo que vio eran las hojas goteantes de humedad de la niebla matutina y un gris firmamento más allá. No tenían derecho a colocar Sputniks para espiar a la gente. Como si también lo pensara así, Frank continuó:
—El senador Holler, del Comité de Servicios de la Armada, se unió ayer con otros en un blocao de Mir Buets para ver cómo la Fuerza Aérea derribaría a todos los Sputnik capaces de espionaje militar si violaban el espacio aéreo de los Estados Unidos. "El Kremlin ya tenía algo preparado que decir sobre esto. Según el Kremlin, cualquier acción de esta clase sería considerada como un ataque a un navio o avión soviético. Kremlin señaló que los Estados Unidos tra— dicionalmente defendieron la doctrina de la libertad de los mares. Esta misma libertad, dice la declaración soviética, se aplica al espacio exterior.
El periodista se detuvo, alzó la vista y medio sonrió divertido ante esta complejidad. Volvió la página del papel que tenía delante.
«-Hay una media crisis en Oriente Medio. Un informe de Beirut, vía El Cairo, dice que tanques sirios del modelo ruso más moderno han cruzado la frontera jordana. Esto es una amenaza indudable a Israel. Al mismo tiempo Damasco acusa que las tropas turcas se están movilizando...'».
Florence cambió al canal 6, Orlando, y buscó música campestre. No comprendía, no podía interesarse en la política del Oriente Medio. Los Sputnik le parecían una amenaza más próxima y personal. Su mejor amiga, Alice Cooksey, la bibliotecaria, pretendía haber visto, una noche, un Sputnik durante el crepúsculo. Si uno podía verlo, entonces desde el aparato podían verte a ti, también Volvió a mirar por la ventana. Ningún Sputnik. Agrupó los platos y regresó a su dormitorio.
Mientras luchaba con sus enaguas, los pensamientos de Florence se volvieron hacia el comportamiento igualmente inquisitivo de Randy Bragg. Ajustó las persianas venecianas hasta que le permitieron mirar fuera. ¡Allí volvía a estar!
Se le veía descarado y modesto a la vez, con un pijama a cuadros rojos y negros, sentado en los escalones delanteros, las rodillas dobladas y unos binoculares apretados contra los ojos. Aunque quizás estaba a 75 metros de distancia, ella parecía segura de que la miraba directamente y que le podía ver a través de la persiana baja. Retrocedió apoyándose contra la pared del dormitorio, con las manos tapándose los senos.
Casi cada tarde durante las pasadas tres semanas, y buen número de mañanas, ella le había pillado. Al gunas veces él estaba en el vestíbulo, como ahora, otras en una ventana del segundo piso, y en ocasiones, muy alto, en la terraza. Solía barrerlo todo con sus anteojos, pretendiendo interesarse en alguna otra parte, pero más a menudo enfocaba a su casita. ¡Ran— dolph Rowzee Bragg un fisgón! ¡Era sorprendente!
Mucho antes que la madre de Florence se trasladase al sur y construyese la casita, los Bragg vivían ya en la casa grande, fea y monolítica, con altas ventanas victorianas y panzudas chimeneas de ladrillo. Una vez estuvo aquel edificio considerado como el más impresionante de River Road. Ahora, aparecía cochambroso y pasado de moda comparado con las bajas, largas y antisépticas ciudadelas de cristal, metal y ladrillo de color construidas por los ricos norteños qua durante los pasados quince años habían descubierto el río Timucuan. Sin embargo, la casa Bragg estaba chapada con ciprés del país y con un suelo de planchas de pino, duro como el hierro, que podría durar otros cien años. Su seto, en esta época como una capa llena de verde rebordeada de oro, recorría todo el patio trasero hasta la orilla del río, unos cuatrocientos metros. Y ella tenía que reconocerle ésto a Randy: sus jardines tan bien cuidados, brillantes de flores de todas clases, camelias, gardenias y enredaderas. Florence había conocido bien a la madre de Randolph, Rowzee Bragg, y de igual manera al juez Bragg. Vio cómo Randolph se graduaba, iba desde la bicicleta hasta el coche de segunda mano, desaparecía cierto número de años en una universidad donde estudiaba leyes, reaparecía con un descapotable, volvía a desaparecer durante la guerra de Corea y por último volvía a casa para siempre cuando el juez Bragg y la señora Bragg fueron enterrados el mismo año. Ahora que este Randy, uno de los jóvenes mejor conocidos del condado de Timucuan, aun cuando había salido con chicas de Pistolville y vivía demasiado, era un... buen partido, como lo llamaría cualquier francesa. Era una pena. La gente no podría imaginarse las cosas que ocurrían en las pequeñas ciudades. Florence se enfrentó al espejo del tocador, preguntándose hasta qué punto abría visto el joven de su desnudez.
Muchos años atrás un hombre le dijo que se parecía un poco a Clara Bow. Desde entonces, Florence se peinaba al estilo de la actriz y no se preocupaba demasiado por su regordeta figura. El hombre, un idealista imaginativo, se fue a Inglaterra en 1940, alistado en Jos comandos, y le mataron. Ella retuvo sólo una memoria vaga e inexacta de sus caricias, pero no podía olvidar cómo la comparó a Clara Bow, una estrella del cine. Seguía viendo cierto parecido, aunque para eso era preciso que metiese el estómago y levantase la barbilla para borrar las fieras arrugas de su cuello... excepto que su pelo ya no era tan largo como el de Clara. La cabellera se le había puesto escasa y desvaída hasta tomar un color rosa sucio. Apresuradamente hizo con sus labios el clásico puche— rito de Clara Bow y terminó de vestirse.
Cuando salió por la puerta principal, no sabía Florence si dar un escamón a Randy y no hacerle el menor caso. Allí estaba él en los escalones, los binoculares en su regazo. Agitó la mano, sonrió y gritó a través del jardín y de la calzada:
—Buenos días, señorita Florence —su pelo negro estaba alborotado, los dientes blancos, y parecía infantil, guapo e inofensivo.
—Buenos días, Randy —contestó Florence. A causa de la distancia, tuvo que gritar, así que su voz no era tan seria y frígida como había pretendido. —Está usted bonita y apetecible hoy — gritó él. Ella caminó hasta la portezuela del coche, la cabeza inclinada como evitando un mal olor, su porte rígido llevaba en sí una reprimenda y ninguna respuesta. Realmente el chico tenía iresvcura, allí sentado con aquel pijama vil, tratando de decirle cosas dulces. Todo el camino hasta la ciudad estuvo pensando en Randy. ¿Quién podría haber sospechado jamás que el muchacho era un degenerado con impulsos de vigilar cómo las mujeres se vestían y se desnudaban? Deberían arrestarlo. Pero si se lo decía al Scheriff, o a cualquiera, se le reirían en la cara. Todos sabían que Randy salía con muchas chicas y no todas ellas vírgenes. Ella misma le había visto con Rita Hernández, aquella menorquina dulce de Pistolville, p la que se llevaba a su casa y, sin duda, a su dormitorio, puesto que las luces se encendían en el piso superior y se apagaban en el inferior. Y habían habido otras, recientemente una rubia alta que conducía su propio coche, un Imperial nuevo con matricula de Ohio, y que se metió en el sendero circular y se detuvo ante los escalones principales como si fuese la dueña del lugar y de Randy. Nadie creería que encontraba desahogo a su sexualidad, a larga distancia, a través de los ópticos y binoculares. Sin embargo, resultaba extraño que no se hubiese casado. Era raro que viviese solo en aquel mausoleo de madera. Incluso tenía su despacho allí, en vez de en un edificio profesional como los otros abogados; era un ermitaño y un cursi, y un amante de los negros, y un pervertido. Dios sabe lo que hacía con aquellas chicas, en su cuarto. Quizás se contentaba con hacerlas desnudarse y vestirse mientras las miraba. Ella había oído de tales desviaciones. Y no obstante...
No podía creer que hubiese algo básicamente equívoco con Randy. Había votado por él en las elecciones primarias y se le mantuvo fiel en las reuniones del círculo Frangipani cuando aquellos pájaros de jardín querían hacerlo pedazos. Después de todo, era un Bragg, y un vecino, y además...
Con toda evidencia necesitaba ayuda y consejo. La edad de Randy, sabía ella, era de treinta y dos años. Florence tenía cuarenta y siete. Entre gente que pasase de los treinta y de los cuarenta la distancia en edades no era una brecha insalvable. Quizás necesitaba, decidió, un poco de comprensión y ternura de una mujer ya mayor.
II
Randy contempló cómo el Chevrolet de diez años de antigüedad, de Florence, disminuía de tamaño y desaparecía por el túnel de robles que cubría River Road. Le gustaba Florence. Podía ser una vieja solterona murmuradora, pero probablemente una de las pocas personas de River Road que había votado a su favor. Ahora actuaba contó si él fuese un desconocido que trataba de cobrar sin credenciales una orden de pago en efectivo. Se preguntó por qué. Quizás desaprobaba a Lib McGovern, que había entrado y salido de la casa muchas veces en las últimas semanas. Lo que Florence necesitaba, dedujo, era la única cosa que probablemente no conseguiría, un hombre. Se levantó, desperezó y miró la bronceada puerta del garaje. Apuntaba resueltamente hacia el noreste. Al igual que la veleta. Repasó un barómetro grande y marinero y a su termómetro gemelo, instalados en la puerta principal. La presión había subido bastante las últimas doce horas. La temperatura era normal. El día sería claro y cálido y la marea comenzaría a producirse dentro de poco en el extremo del muelle. Silbó y canturreó «¡Graff! ¡Eh, Graff-». Las hojas murmuraron en el macizo de azaleas y una larga nariz salió, seguida por una interminable extensión de perro basset. Graff, su mantita roja reluciente y agitando la cola, subió los escalones, ágil como una foca.
—Vamos, amigo de patitas cortas —dijo Randy y entró, los binoculares colgándole del cuello, para tomarse una segunda taza de café, la taza que tendría un poco de whisky, para darle mejor sabor.
Excepto la biblioteca, cubierta de libros de jurisprudencia de su padre, y el salón de caza, raramente utilizaba Randy el primer piso. Había convertido una ala de la segunda planta en un apartamento conveniente en tamaño para un solterón y según su propio gusto. Su gusto significaba vivir con el menor esfuerzo posible. Su ala contenía un despacho, una sala de estar, una combinación de bar y cocina y dormitorio y cuarto de baño. La decoración era tosca, designada para su comodidad, no para que disfrutase el ojo de su invitado. Asi dormía en un descomunal lecho de caoba importado de Nueva Inglaterra Ror algún remoto antecesor, pero equipado con colchones de espuma de goma y sábanas de nylon. Cuando, en su aburrimiento, desperdiciaba una noche preparándose toda una cena, comía en una vajilla de Starfordshire que llevaba el sello de los Bragg y utilizaba cubiertos de plata de Paul Storr, a la luz de candelabros; pero utilizaba el mostrador de fórmica del bar que separaba la sala de estar de la eficiente cocina. Ahora se sentó sobre un tamburete alto, en el mostrador, llenó su taza de una cafetera voluminosa emitiendo vapores, se colocó dos terrones de azúcar y completó la bebida con irnos dos centímetros de whisky. Sorbió el conjunto, con ansiedad, que le recalentó de arriba a abajo.
Randy no se acordaba, exactamente, de cuándo empezó a tomar un trago o dos antes del desayuno. Dan Gunn, su mejor amigo y probablemente el mejor médico al norte de Miami, decía que era una práctica poco saludable y que estaba en los umbrales del al—, coholismo. No es que Dan le hubiese regañado. Dan se limitó a aconsejarle que tuviese cuidado y que no lo transformarse todo en una costumbre. Randy sabía que no era alcohólico porque un alcohólico ansiaba licor. Jamás lo deseó. Sólo bebía por placer y la más agradable de todas las bebidas era la primera que se tomaba en una fría mañana de invierno. Además, cuando se la mezclaba con café formaba parte del desayuno y, por tanto, no era tan vicioso. Dedujo que empezó durante la guerra, cuando se vio obligado a cargar su estómago con cosas fritas, cosas asadas goteantes de grasa, con ostras a la brasa cocidas en la misma arena y bebiendo cerveza caliente y un crudo brebaje alcohólico. Después de tales noches, sólo el suave whisky podía aclararle la cabeza y prepararle para enfrentarse a otro día. El whisky le animó durante la guerra y ahora piadosamente le nublaba los recuerdos.
Pudo hab^r vencido a Porky Logan, ciertamente, pero hubo un pequeño error táctico. Randy pronunció su primer discurso en Pasco Creek, una ciudad vaquera del norte del país, cuando alguien gritó:
—Eh, Randy, ¿qué lugar ocupas en el Tribunal Supremo?
Se imaginó que esta pregunta se produciría, pero no tenía preparada la respuesta adecuada: el casi liberal y moderado sureño, el segregacionista modo de hablar que habría satisfecho a todo el mundo excepto a los exaltados, a los bocazas miembros del Klux y a los ratones de tribunal que hubiesen votado de todas maneras por Porky, y a los desperdicios de Georgia, Alabama, que se apiñaban con los menorquines buscando espacio vital allá en el barrio de Pistolville. La verdad era que Randolph Bragg se veía a sí mismo como roto por el problema, reconociendo sus peligros y complejidades. Tenia ciertas convicciones. Había luchado en Corea y Japón y conocía que la batalla por Asia se perdía en países y condados como el de Timucuan. Igualmente conocía que Pasco Creek no se preocupaba por Asia. Creía que la integración debería empezar en Florida, pero aún antes en las escuelas de párvulos y en los jardines de infancia y que ocuparía toda una generación. Todo esto era difícil de explicar, pero anunció su convicción ñnal, inelulible a causa de su herencia y su entrenamiento y los juramentos efectuados como votante y soldado. Dijo:
—Creo en la Constitución de los Estados Unidos...
Entre la multitud se oyeron,risitas y exclamaciones de desprecio y sus oyentes, excepto los periodistas de Tampa, Orlando, y del semanario del condado, se fueron. En los discursos posteriores, por lo demás, trató de explicar su posición, pero fue inútil. A su espalda se le llamaba estúpido y traidor a su Estado y a su raza. Randolph Rowee Bragg, cuyo abuelo fue senador de los Estados Unidos, cuyo bisabuelo fue elegido por el presidente Wilson como ministro plenipotenciario y enviado extraordinario en tiempo de guerra, cuyo padre fue elegido sin oposición, a media docena de empleos, Randolph estaba derrotado en la proporción de cinco a uno durante las elecciones democráticas primarias para ser nombrado a la legislatura del estado. Eso fue peor que una derrota. Fue humillación y Randy sabía que nunca podría solicitar un cargo público de nuevo. Volvió a llenar su taza, esta vez con más whisky que café, y Missouri, su doncella, apareció en el pasillo y llamó. El respondió:
—Entra, Mizzoo.
Missouri abrió la puerta, empujando un aspirador eléctrico, llevando un cubo lleno de latas, botellas y trapos. Missouri era la mujer de Tone Henry, vecina al mismo tiempo que mujer de limpieza. Era unos 15 centímetros más bajita que Tu Tone, que tenía casi la altura de Randy, pero Tu Tone decía que ella pesaba más que él lo menos cincuenta kilos. Si eso era cierto, el peso de Missouri tenía que ser descomunal. Pero esta mañana le pareció a Randy que había adelgazado un poco.
—¿Hace régimen, Mizzoo? —dijo.
-No, señor, no hago régimen. Estoy nerviosa.
¡Missouri siempre pareció sin nervios, sólida y plácida como un árbol profundamente enraizado!
-¿Tu Tone te está dando otra vez disgustos?
-No. Tu Tone se ha portado bien. Está ahora pescando en el muelle. A decir verdad, señor Randy, es la señora McGovern. Me sigue a todas partes con guantes blancos.
Missouri trabajaba dos horas cada mañana para Randy y el resto del día para la señora McGovern, que vivía a unos ochocientos metros más cerca de la ciudad. Los McGovern eran los Fluseor McGovern, la Central Tool y Pite McGovern, antiguamente de Cleveland y los padres de Liz McGovern, cuyo propio nombre era Elizabet.
—¿Qué quiere decir, Mizzoo? —preguntó, fascinado Randy.
—Después de quitar el polvo, ella me sigue con los guantes blancos para ver si limpié bien. Sé que hago las faenas a conciencia, señor Randy. —Seguro que sí, Mizzoo.
Missouri enchufó el aspirador, lo puso en marcha y lo volvió a parar. Tenía más que decir.
—Eso no es todo. Usted estuvo en esa casa, señor Randy. ¿Ha visto cuantos ceniceros?
—¿Qué hay de malo con los ceniceros? —Que ella no permite que hayan cenizas en ellos. Ese pobre del señor McGovern tiene que fumar sus cigarros fuera. Luego estuvo lo de la cucaracha. Una gran cucaracha en un cajón de la cómoda de plata. La señora McGovern abrió aquel cajón y vio la cucaracha y gritó como si la hubiese picado un escorpión. Me hizo repasar cr-da cajón de la cocina y del comedor y colocar papel nuevo. Fue esa cucaracha la que me envió al doctor Gunn, ayer. La señora McGovern no puede impedir que los gusanos y los lagartos verdes entren en su casa ni puede soportarlos fuera, por lo que no sale después de oscurecer por miedo a los reptiles. No creo que el señor McGovern esté con nosotros mucho tiempo, señor Randy, porque, ¿qué es Florida excepto gusanos, lagartos y reptiles? Creo que se marcharán en mayo, cuando empiece la época de los gusanos. Pero la señorita McGovern no querrá marcharse. Está emperrada en usted.
—¿Y qué es lo que te hace pensar en eso?
Missouri sonrió.
—Preguntas que ella hace. Como lo que usted toma para desayunar. —Missouri miró a la botella sobre el mostrador—. Y quién le cocina. Y si le visitan a usted otras chicas.
Randy cambió de conversación.
—Has dicho que fuistes a ver al doctor Gunn. ¿Qué te dijo?
—El doctor asegura que soy un caso complicado. Dijo que tengo la presión alta, porque estoy gruesa. Dice que es bueno que pierda peso, porque así me bajará la presión, pero el coger rabietas con los guantes blancos de la señora McGovern me perjudica la salud. Dice que sólo debo comer verduras. Que renuncie al cerdo, que coma pescado. Y me da comprimidos tranquilizantes para —tomar uno cada día antes de irme a trabajar para la señora McGovern.
—Hazlo, Mizzoo —dijo Randy y llevándose la taza subió al porche superior que daba al seto y al río. Pespués trepó por la estrecha escalera de mano tipo marina que conducía a la alta terraza, un rectángulo de cinco metros por dos y medio, firmes planchas y una barandilla alzándose en el inclinado tejado. Tenía la fama de ser éste el lugar más alto del condado de Timucuan. Desde él podía ver todas las haciendas de la orilla del río, muelles y lanchas y toda la ciudad de Fort Repose, a una distancia de cinco, kilómetros corriente abajo, abarcada por una curva del agua plateada en donde el Timucuan desembocaba al más amplio río San Yons.
Esta era su ciudad, o lo había sido. En 1838 durante las guerras seminólas, un teniente Randolph Rowzee Peyton, U.S.N., virginiano, fue enviado a esta confluencia fluvial con una fuerza y diez y ocho marines y dos pequeños cañones de latón. El teniente Peyton viajó, con una barcaza, al sur, desde Cows Fort, cuyo nombre fue cambiado más tarde por el de
Jacsonville. Las órdenes del general Clinch eran atacar y yugular las comunicaciones indias en los ríos, protegiendo así el flanco de las tropas que bajaban i por la costa este de Snt. Agustine. El teniente Peyton construyó un blocao de troncos de palmera en el lugar, sus cañones cubriendo el canal. Al cabo de dos años, excepto durante una expedición de alivio, más allá, hacia Nueva Esmirna, no peleó, ni en batallas ni en escaramuzas. Pero cazó y pescó para alimentar a la guarnición y estudió botánica y el cultivo de los cítricos. El clima suave, descrito en un diario que se conservaba ahora en la arqueta de roblt del despacho de Bandy Bragg, inspiraron al teniente el nombre de su puesto avanzado, Fort Repose.
Cuando terminaron las guerras, el fuerte fue desmilitarizado y el teniente Peyton destinado al servicio en el mar. Cuatro años más tarde regresó a Fort Repose con una esposa, una hija, y un título del gobierno abarcando cien acres. Había escogido aquel preciso lugar para su hacienda porque era el campo más alto de la zona, con una brusca pendiente hacia el río, ideal para plantar los naranjeros importados \ de España y del Lejano Oriente. La casa original de Peyton se incendió. El edificio actual había sido construido por su yerno, el primer Marcus Bragg, nativo de Filadelfia, y abogado enviado eventualmente al Senado. La atalaya o terraza fue añadida por el viejo teniente Peyton, de modo que con sus catalejos de latón pudiese observar lo que ocurría en la confluencia de los ríos.
Ahora las pertenencias de los Bragg habían disminuido hasta treinta y seig acres, pero treinta queda-? ban aún con cítricos primitivos... naranjas, mandarinas, valencias y temples... todos cuidados y vendidos en la temporada por la cooperativa del condado. Cada año Randy recibía cheques totalizando de ocho a diez mil dólares de la cooperativa. La mitad pasaba a su hermano mayor, Mark, el. de la Fuerza Aérea, de la j que era coronel destinado en Offutt Field, cuartel general de la fuerza del Comando Aéreo Estratégico, cerca de Omaha. Con su parte, más los dividendos de una fundación establecida por su padre y sus honorarios ocasionales como abogado, Randy vivía cómodamente. Puesto que conducía un coche nuevo y pagaba sus facturas sin retraso, el comercio de Fort Repose le consideraba bien acomodado. Los ricos recién llegados le clasificaban como un pobre gentilhombre.
Randy oyó música abajo y supo que Missouri había puesto en marcha su tocadiscos y que, por tanto, estaba fregando el piso. El método de Missouri era extender la cera, quitarse los zapatos, envolver sus pies en trapos y luego pulirla bailando. Esto era probablemente tan eficiente, y con certeza más divertido, que utilizar la enceradora eléctrica.
Se dejó caer en una hamaca y enfocó sus binoculares el acre, mucho antes de la primera inflación, condenado pájaro entre los pinos, palmas y hojas y ramas de robles. Los Henri habían vivido allí tanto como los| Bragg porque el primer Henri vino como esclavo y sirviente del teniente Peyton. Ahora los Henri poseían cuatro acres enclavados en el límite de levante de los bosques Bragg. El padre del predicador Henri lo compró del abuelo de Randolph a cien dólares sobre la casa del predicador Henri, buscando su cuando la tierra se valoraba sólo por lo que producía. El predicador estaba enganchando su mula, Balaam — la última mula del condado de Timucuan— a la carretela. En este mes el predicador cuidaba su maíz y centeno, mientras que su esposa, Jane, recogía y vendía tomates y efectuaba la labor de fabricar, conservas. Tenía que bajar y hablar al predicador sobre aquel condenado pájaro, pensó Randy. Si alguien era adecuado para observar y reconocer un periquito de Carolina volando por allí era el predicador, porque conocía a «todos los pájaros, sus costumbres y sus cantos. Enfocó con los anteojos el extremo del muelle desvencijado de Henri. Tu Tone tenia cinco cañas de bambú extendidas. El propio Tu Tone estaba reclinado de costado, la cabeza apoyada en la mano, para poder vigilar los corchos, sin esfuerzo. El hijo menor del predicador, Malachai, que era portero de Randy y tan de confianza como Tu Tone, no estaba por allí.
Randy oyó cómo sonaba el teléfono de su despacho. La música se detuvo y comprendió que Missouri estaba contestando. Al poco ella le llamó desde la terraza inferior.
—Señor Randy, es para usted. Es Wertern Union.
—Dígale que bajo en seguida —contestó Randy, saltando de la hamaca y bajando por la escalera, preguntándose quien le enviaba un telegrama. No era su cumpleaños. Si ocurría algo importante, la gente telefoneaba. A menos..., se acordó, que la Fuerza Aérea enviaba telegramas cuando— un hombre resultaba herido o moría. Pero no podía ser Mark, porque dos años llevaba su hermano sin volar, tras un escritorio. Sin embargo, Mark hacía prácticas de vuelo cada mes, a ser posible, tratando de cobrar una paga extra.
Tomó el teléfono de manos de Missouri y la apartó a un lado.
—¿Diga? —preguntó.
—Tengo un telegrama, Randy... en realidad es un cable... de San Juan, Puerto Rico. Está firmado por Mark. Es realmente muy raro.
Randy respiró, aliviado. Si Mark había enviado el mensaje, entonces Mark estaba bien.
El hombre no podía elegir a sus parientes, sólo a sus amigos, péro Mark había sido siempre amigo de Randy, además de hermano.
—¿Qué dice el mensaje?
—Bueno, se lo leeré —contestó Florence—, y luego usted me lo vuelve a leer para confirmarlo. Dice:— «Urgente que te reúnas conmigo en Base Ops McCoy a mediodía de hoy. Gerad y los chicos vuelan hacia Orlando esta noche. Ay, Babilonia» —Florence hizo
una pausa—. Eso es lo que dice «Ay, Babilonia». ¿Quiere que se lo repita todo, Randy?
—No, gracias.
—¿Qué es lo que significa «Ay, Babilonia»? ¿No está sacado de la Biblia?
—No lo sé. Me lo imagino. —Conocía muy bien lo que significaba. Sintió náuseas.
—Hay otra cosa más, Randy.
—¿Sí?
—Oh, no es nada. Se lo diré la próxima vez que nos veamos. Y espero que no vista usted esos llamativos pijamas. Adiós, Randy. ¿Seguro de que se enteró del mensaje?
—Seguro —contestó él y colgó, dejándose caer en una mecedora. Ay, Babilonia, era una señal particular de la familia. Cuando eran chicos, Marck y él solían deslizarse de la iglesia bautista del Primer Reposo Africano las noches del sábado para oír al predicador Henri evocar el fuego del infierno y la condenación sobre los pecadores de las grandes ciudades. El predicador Henri siempre sacaba su texto de la revelación de San Juan. Parecía ser que terminara cada verso con «¡Ay, Babilonia!», en una voz tan resonante que podía notársela si uno colocaba las yemas de los dedos en los tableros de pino de la iglesia. Randy y Mark se agazapaban bajo la ventana posterior detrás del público, fascinados y con los ojos muy abiertos, mientras el predicador Henri describía las aberraciones babilonianas, incluyendo la fornicación. Algunas veces el predicador Henri hacía que Babilonia pareciese Miami y otras veces Tampa, porque no sólo condenaba la fornicación —leyó la palabra sacándola de la Biblia— sino las carreras de caballos y las de perros. Randy casi podía oírle aún. «Y os digo ahora, todos los engañadores de esposas, los bebedores de whisky y los pervertidos lo conseguirán. Todos los que salen de esos palacios del pecado, de la playa, que llaman hoteles o moteles, cuando mujeres vestidas con abrigos de visón y joyas y no mucha más ropa, recibirán su castigo. Y los que viajan raudos en Cadillac y en llamativos vehículos, recibirán su castigo. Como se dice aquí en el Buen Libro, que la Gran Ciudad estaba forrada de fino lino y de púrpura y de escarlata cubierta de piedras preciosas y de perlas, esa Gran Ciudad fue borrada por el fuego, de la superficie de la tierra, en una hora. ¡Sólo en una hora! ¡Ay, Babilonia!
O bien el predicador Henri era demasiado viejo: o la congregación de Reposo Africano estaba cansada de sus calcinantes profecías, porque solamente predicaba aquellos domingos en que llegaba el nuevo ministro, un graduado de la universidad, de piel clara, que en aquellas fechas se dirigía a la ciudad. Randy y Mark nunca olvidaron la atronadora predicación de Henri y de ella sacaron su sinónimo privado de desastre verdadero, cósmico, pasado, o pasado a futuro. Si uno se caía del muelle, o perdía su dinero jugando al póker o llegaba tarde a una cita prometedora con alguna buena pieza de Pistolville, o anunciaba que un huracán o una helada se aproximaba, el otro se quejaba con un «¡Ay, Babilonia!».
Pero en este telegrama había un significado muy especial, exacto. Mark tuvo un permiso por Navidades y bajó con Gerad y los dos niños, Ben Franklin y Peyton para pasarse en la casa una semana. Durante su última noche en Fort Repose, después de que los demás estuviesen en la cama, Mark y Randy estuvieron sentados allí, en este despacho, mirando a la botella de whisky y con profunda ansiedad en sus corazones, tratando de adivinar el futuro. Las Navidades habían sido una época de tribulaciones, un tiempo de confusiones en casa y de tensiones en el extranjero, pero de toda su vida, Randy no podía recordar otra clase de épocas. Siempre hubo depresión, o guerra, o amenaza de conflicto bélico.
Mark estaba en el servicio de inteligencia de CAS, había recorrido el anticuado planeta tres veces por completo desde su casa en la bahía, de modo que lo conoció perfectamente. Ahora miraba el globo terráqueo, comprado por su abuelo, el diplomático, antes de la primera gran guerra, de modo que los países, algunos con nombres infamiliares, parecían singularmente garrapateados. Los continentes y mares eran los mismos, que es lo que importaba. Mientras Mark hablaba, su rostro se puso serio, casi fantasmal, y su dedo índice trazó grandes rutas circulares a través de la agrietada superficie... trayectorias de proyectiles dirigidos y de bombarderos. Luego trazó un tosco mapa, con dos lineas que se cortaban, la línea que continuaba hacia arriba después del cruce pertenecía a la Unión Soviética y el momento de intersección era el adecuado, entonces.
—¿Cómo sucedió? —había preguntado Rancy — ¿Dónde cometimos el resbalón?
—No fue falta de dinero —había sido la respuesta de Mark—. Fue un estado mental. Las mentalidades Chevrolet buscando alejarse de un mundo espaciona— ve. Las naciones son como las personas. Cuando se hacen ricas y gordas se convierten en conservadoras. Gastan su energía tratando de conservar las cosas tal y como están... y eso va contra la naturaleza. O, los servicios también tuvieron la culpa. Quizás incluso C.A.S. Nosotros diseñamos los bombarderos más hermosos del mundo y los construimos a millares. Hemos mejorado y perfeccionado cada año estos aparatos, como a los nuevos modelos de coches. No podemos soportar la idea de que los bombarderos a reacción por sí mismos puedan quedar pasados de moda. Ahora estamos en la posición de la Marina Federal, eon sus fragatas de vapor y de madera, contra los buques blindados confederados. Es un estado mental que el dinero a solas no curará.
-¿Y quién lo hará? —preguntó Randy.
-Hombres. Hombres como John Ericsson para in ventar un «Monitor» que se enfrente a un «Merrimac». Hombres valientes, osados, tenaces. Hombres impacientes y singulares como Rickover, aporreando escritorios, pidiendo su submarino atómico. Hombres implacables que disparan las cabezas de muerte de proyectiles incendiarios. Hombres rudos que guían a los poco imaginativos, a los indiferentes, a los hijos de perra que saltan sobre un ganso, al galope. Jóvenes, porque necesitamos volver a ser un país joven. Si conseguimos esa clase de hombres quizá lo logremos... Mientras el otro bando nos dé tiempo.
—¿Lo darán?
Mark había repasado la esfera terráquea y se encogió de hombros.
—No lo sé. Creo que el globo está a punto de subir y yo voy a enviar a Helen y a los chicos a esta casa. Cuando un hombre muere y su mujer y sus hijos mueren con él, entonces ha muerto por entero, sin de jai— nada atrás.
—¿Crees que estarán aquí más seguros que en Omaha? Después de todo tenemos aquí el complejo Jax Naval Air al norte nuestro, y Homestead y Mia— mi al sur y Eglin al noroeste y Machill y Tampa al suroeste y el Centro de pruebas de proyectiles dirigidos en Cabo Cañaveral al este y McCoy y Orlando casi a la puerta de la calle, a sólo sesenta y cinco kilómetros. ¿Te parece buen lugar?
—No hay ningún sitio que pueda considerarse absolutamente a salvo. Con las explosiones y la radiación, habrá suerte...según sea el tamaño y la configuración de las armas, la altitud de la bola de fuego, la dirección del viento. Pero conozco a Helen y los chicos y sé que no tendrán mucha posibilidad en Omaha. Los cuarteles generales del C.A.S. tienen que ser el blanco número uno para el enemigo. Apuesto a que tienen programada una bomba de cinco megato— nes para Offutt y puesto que nuestra casa queda a ocho millas de la base ninguna clase de Fuerte le salvaría... —Mark sacudió los dedos— No es que crea que eso haría mucho b.ien al enemigo... Bastaría dar automáticamente órdenes a otros centros de control y todas nuestras tripulaciones conocerían sus blancos. Pero ellos atacarán el cuartel general del C.E.S., esperando una parálisis temporal. Todo cuanto necesitan es un poco de retraso. Tendré que estar allí, en Offutt, en el agujero, pero por lo menos lo que se le permite hacer a un hombre es dar una oportunidad a sus hijos para que crezcan y creo que la tendrán mejor aquí en Fort Repose que en Omaha. Así que, ya veo lo que viene y éste es el momento, pero cuando el instante esté más próximo enviaré a Helen y a los chicos hasta esta casa. Y trataré de avisarte, para que puedas estar preparado.
Mark quiso saber:
—¿Cómo?
Mark sonrió.
—No te llamaré y te diré «Eh, Randy, los rusos están a punto de atacarnos». Los teléfonos no son seguros y no creo que mis jefes ni el Estado Mayor de la Isla lo aprobarían. Pero si tú oyes «Ay, Babilonia», sabrás que es el aviso.
Randy no había olvidado nada de esta conversación. Aproximadamente una semana más tarde, pensando en las palabras de Mark, Randy decidió meterse en política. Empezaría por una legislatura del estado y en pocos años estaría preparado para acudir al Congreso. Sería la clase de jefe que Mark quería.
No resultó así. Ni siquiera pudo vencer a Porky Logan, un tipo gordo cuyo voto podía ser comprado por cincuenta dólares, que fanfarroneó de no haber pasado del séptimo grado, pero que podía conseguir más carreteras nuevas y dinero estatal para el condado de Timucuan que cualquier radical medio crudo, indudablemente madurado por los cabezas huecas del N.A.C.P., y ni siquiera sabían que el Tribunal Supremo estaba controlado por Moscú. Así que el chasco de Randy fue inspirado por aquella noche y ahora podía dar luz a algo peor.
Se preguntó qué es lo que estaba haciendo Mark en Puerto Rico y por qué ese aviso había venido de allí. Debió proceder de Washington, Londres, Omaha, o Colorado Springs, más que de San Juan. Era verdad que el C.E.S. tenía una gran base, en Puerto Rico, pero... Era inútil deducir; lo sabría al mediodía. De una cosa estaba seguro, si Mark esperaba que se produjera, probablemente se produciría. Su hermano no era alarmista. Randy, a veces, se permitía que las emociones distorsionasen la lógica; Mark, jamás. Mark era capaz de calcular las probabilidades, en la guerra o en el poker, hasta la fracción decimal última, que por lo que había.sido era un Jefe Delegado del Servicio de Inteligencia en el C.E.S. y pronto tendría su estrella.
Randy sabía que había mil cosas que debería hacer, pero no pudo pensar en ninguna de ellas. Se dio cuenta. Ritmo de rumba en la sala de estar y al poco Missouri apareció a la vista, patinando, los pies envueltos en los trapos de encerar, los hombros y las caderas moviéndose con elegancia elefantina, fija en su pulimentar. La gritó:
—¡Misssouri!
—¿Diga, señor? —su movimiento hacia delante se detuvo, pero sus labios continuaron tarareando y sus pies moviéndose.
—Deja de forcejear y prepara tres dormitorios en la parte delantera. La familia del coronel Mark estará aquí mañana.
—¡Oh, qué estupendo! Igual que el año pasado.
—No, no igual que el año pasado. El no viene con ellos. Sólo la señora Bragg y Ben Franklin y Peyton.
Missouri le miró a través de la puerta.
-Míster Randy, no tiene buen aspecto. Esos telegramas sonóla muerte. ¿Tuvo usted malas noticias? ¿Le ha pasado algo al coronel Mark?
—No. Me iré en el coche hasta McCoy para reunirme con él a las doce.
—Oh, qué bueno. ¿Cómo es que a los niños del norte les permiten salir del colegio tan de prisa?
—No lo sé.
—Quitaré el polvo bien y prepararé las camas; pondré toallas y jabón en los cuartos de baño, como el año pasado.
—Gracias, Mizzoo, eso está bien.
—Caleb se alegrará de ver a Ben Franklin —dijo a Missouri. Caleb era el hijo de Missouri y precisamente de la edad de Ben, trece años. El año pasado Randy le permitió llevarse el bote por el río, pescando; igual que Randy, de niño, pescó con el tío de Caleb, Malachai, excepto que veinte años atrás el bote era un esquife, impulsado por músculos y remos, en lugar de un objeto de plástico con un motor de treinta caballos.
Missouri recogió sus cacharros de limpieza y dejó a Randy solo con su pesadilla. El joven sacudió la cabeza, pero no despertó; la pesadilla era real. Despacio obligó a su cerebro a que funcionase. Despacio se obligó a sí mismo a imaginar lo inimaginable...
Tenía que hacer una lista de cosas que Helen y los chicos necesitarían. Recordó que no había nada almacenado en la cocina grande del piso y poco en el cuarto trastero, excepto algunos filetes en el congelador y unas cuantas latas de conservas. Dios mío, si iba a haber una guerra necesitarían cantidades de todo. Miró su reloj de pulsera. Aún tenía que afeitarse y vestirse y tenía que permitirse hora y media para llegar hasta McCoy, a diez y seis kilómetros al sur de Orlando, al considerar que las carreteras y autopistas principales estarían atestadas de turistas y el tráfico exasperante de Orlando era capaz de entretener al más pintado, máxime siendo un día de cobro, a menos de tres semanas de Navidades. Decidió calcular en dos horas el viaje por carretera.
Sin embargo, pudo empezar la lista y había una cosa que tenia que hacer en seguida. Ben Franklin tomaba medio litro de leche al día y Peyton, su hermana de once años, todavía más. Telefoneó a Golden Dew Dairy y revisó su pedido diario alzándolo drásticamente. Ese fue el primer acto de Randy para enfrentarse a la emergencia y demostraría por lo menos su utilidad.
PARTE 2
I
Randy salió de casa a tiempo de ver a Missouri instalarse bajo el volante del Ford modelo A, de Henri, antiguo —así certificado con una etiqueta «Q» expedida por el estado—, pero conservando perfecto orden de marcha por la ingenuidad mecánica de Malachai.
—No he terminado, pero tengo que irme ahora — dijo ella—. La señora McGovern está pendiente del reloj conmigo. Volveré mañana.
El modelo A, inclinado por el peso de Missouri, traqueteó por el sendero de guijarros. Randy entró en su nuevo Bonneville. Era un coche dulce, compromiso entre uno deportivo y uno de capota dura, largo, bajo, muy rápido y muy divertido, aun cuando su motor de alta compresión consumiese el combustible en cantidades industriales.
A las once, acercándose a Orlando, en la Carretera 50, puso la radio para las noticias. Turquía había apelado a las Naciones Unidas en NU pidiendo una investigación de las penetraciones de Siria a su frontera. Siria acusaba a Israel de planear una guerra preventiva. Israel acusaba a Egipto de enviar aviones espía por encima de sus defensas. Egipto pretendía que sus navíos, destinados desde Mar Negro a Alejandría, estaban siendo retornados a los estrechos y culpaba a Turquía de haber roto la Convención de Montreux.
Rusia acusaba a Turquía y a los Estados Unidos de intrigar para aplastar Siria, y advertía a Francia, Italia, Grecia y España de que cualquier nación que tuviese bases americanas se vería envuelta en una guerra general y borrada del mapa.
El Secretario de Estado estaba en algún lugar del Atlántico marchando para conferenciar en Londres.
El embajador soviético en Washington había sido llamado para consulta.
Habían tumultos en Francia.
Todo sonaba mal, pero familiar como un disco viejo y rayado. Lo había oído antes, casi las mismas palabras, allá en los años 57 y 58. Así que ¿para qué oprimir el botón del pánico? Mark podía estar equivocado. No sabría, con seguridad, que el globo subía. A menos que tuviese noticias frescas, de algo que no apareciese en los periódicos ni fuera emitido por la radio.
II
Poco antes del mediodía, Florence Wechek colgó su cartel «Vuelvo a la una», en la puerta del despacho y bajó por Yules Street para reunirse con Alice Cooksey en el Pink Flamingo. Los viernes comían siempre juntas. Alice, delgada, vestida de negro y gris, un gorrión de mujer activo y colérico, se retrasó. Apresurose a llegar a la mesa de Florence y dijo:
—Lo siento. Acabo de tener una escaramuza con Kitty Offenhaus.
—¡Oh, querida! —repuso Florence—. ¿Otra vez?
Kitty era secretaria del PTA, ex presidenta del circulo Frangipani, tesorera del Club de Mujeres y miembro del consejo de administración de la biblioteca. También era esposa de Luther Bubba Offenhaus, Jefe Cola Retorcida del Lions Club, vicepresidente de la Cámara de Comercio, y delegado director de la Defensa Civil para todo el condado. Poseía el negocio más próspero de la ciudad, la Funeraria Offenhaus y un negocio gemelo de terrenos, el Parque Repose en Paz.
Alice cogió el menú, Tembló. Se sentó rápidamente y dijo:
—Sí, otra vez. Creo que tomaré ensalada de atún.
—Tendrías que comer más, Alice —le recomendó Florence, advirtiendo lo blanca y ajada que estaba la cara de su amiga—. ¿Qué pasó?
—Kitty vino y dijo que había oído rumores de que teníamos libros escritos por Cari Rowan y Walter White. Le dije que los rumores eran ciertos y que si ella quería pedir uno prestado.
—¿Qué te contestó? — Florence bajó el tenedor, ya no interesada en su gelatina de pollo.
—Dijo que eran subversivos y antisureños... ella es hija de la Confederación... y me ordenó que los quitase de las estanterías. Le contesté que mientras fuese biblotecaria allí se quedarían. Me dijo que iba a presentar la cuestión ante el consejo y si era necesario ir con Porky Logan. Se encuentra él en el comité de investigación de Tallahassee.
—i Alice, vas a perder el empleo! —Kitty Offenhaus era la persona de más influencia en Fort Repose, con la excepción de Edgar Quisenberry, que poseía y dirigía el banco.
—No lo creo. Le contesté que si pasaba algo así llamaría al «St. Petersburg Times» y al «Tampo Tri— bune» y al «Miami Herald» y que enviasen reporteros y fotógrafos. Dije: «Kitty, ¿no te imaginas la fotografía de la primera página y el encabezamiento... Esposa del enterrador quema libros»?
Estas eran las noticias más fascinantes que Florence había oído en semanas.
—¿Y entonces qué pasó?
—Nada en absoluto. Si me permites que tome prestado una expresión de uno de mis jóvenes lectores, ella se fue humeando por sus ocho cilindros.
—Pero tú realmente no avisarías los periódicos, ¿verdad?
Alice contestó con cuidado, comprendiendo plenamente que todo se repetiría pronto.
—¡Claro que sí! ¡Pero no creo que sea preciso! Mira, la publicidad bañaría el negocio de Bubba. Una tercera parte de los clientes de Bubba son negros y otro tercio yanquis que bajaron aquí a vivir de sus pensiones y acabar sus días tranquilos — alzó sus ojos brillantes y azules y añadió, como si repitiese uno de los mandamientos —: La censura y el control del pensamiento pueden existir sólo en la oscuridad y en el secreto.
—¿Y eso fue todo?
—Y eso fue todo. —Alice probó su ensalada—. ¿Qué has estado haciendo, Florence?
Florence no pudo pensar en ninguna aventura, ni siquiera en noticias captadas por el teléfono, que pudiesen competir con el relato de Kitty Offenhaus..., excepto su experiencia con Randy Braggs. Se había dicho a sí misma que no diría nada acerca de Randy a nadie, pero podía fiarse de Alice, que era prudente a pesar de su apariencia y que incluso, cuando joven, localizó también a un fisgón por sí misma. Así que Florence le contó lo de Randy y de sus catalejós y de cómo la había mirado aquella mañana, para concluir:
—¿Verdad que es casi increíble?
—Es increíble —dijo Alice, llanamente.
—¡Pero yo lo vi.
—No me importa. Conozco a los chicos de Bragg-
Incluso antes de que viniesen aquí, Florence, los conocía. Conocí al juez Bragg bien, muy bien.
Florence recordó vagos informes, de muchos años atrás, en los que Alice Cooksey se había entendido con el juez Bragg antes de que éste se casase con Gertrude. Pero eso no importaba para lo que ocurriese ahora en casa de los Bragg.
—Has de reconocer que esos chicos Bragg son un poco peculiares —dijo Florence—. Tendrías que haber visto el cable que Randy recibió de Mark esta mañana. Urgente que se reuniese en McCoy, hoy. Helen y los chicos volarían a Orlando esta noche..., ya conoces que esos chicos no pueden estar todavía fuera del colegio..., las últimas dos palabras no tenían sentido en absoluto. «¡Ay, Babilonia!». ¿No es vina locura?
—Esos chicos no están locos —dijo Alice—. Siempre han sido muy brillantes. Infernales, sí, pero por lo menos saben leer, que es más de lo que puedo decir de los chicos de hoy. ¿No sabes que Randy se había leído todas las historias de la biblioteca antes de cumplir dieciséis años?
—No creo que eso.tenga nada que ver con sus hábitos sexuales —repuso Florence. Se inclinó sobre la mesa y tocó el brazo de Alice—. Alice, ven a mi casa esta noche a pasarte el fin de semana. Quiero que te cerciores tú misma.
—No puedo. Tengo la biblioteca abierta los sábados. Es mi única posibilidad de captar a los jóvenes. Las noches y los domingos están paralizados por la TV.
—Yo también abro el sábado por la mañana, así que podemos venir juntas. Te recogeré cuando hayas terminado mañana por la tarde. Será un cambio para ti, estar en el campo, lejos de esa habitación atestada.
Alice dudaba. Sería hermoso visitar a Florence, pero le sabía mal aceptar favores que no podía devolver.
—Bueno, veremos —dijo.
III
Cuando Alice regresó a la biblioteca, tres veteranos, también viejos para pensionistas o para el Club de Boleras, estaban inclinados sobre la mesa de los periódicos. Como maniquíes, pensó ella, parcialmente desanimada. Uno de los maniquíes o momias se inclinó lentamente hasta que su nariz cayó dentro del pliego de «Cosmopolitan».
Alice se acercó a la mesa y se aseguró de que todavía respiraba. Le dejó que dormitase, sonrió a los otros dos y se metió en la sala de referencias, con sus pesados ficheros imponentes. En el primer casillero, estaban las obras religiosas y espirituales de frecuente consulta y así bajó la Biblia del Rey James. Creía que encontraría las palabras en Revelación y así lo hizo. Leyó dos versos, moviendo los labios, formulando las palabras en su garganta:
«7 los reyes de la tierra, que fornicaron y vivieron deliciosamente con ella, la llorarán y se lamentarán, cuando vean el humo de su cremación».
«Permaneciéndose lejos del miedo de su tormento, diciendo, Ay, ay, por la gran ciudad de Babilonia, por la poderosa ciudad. Porque dentro de una hora llegará tu juicio».
Alice devolvió la Biblia a su estantería, y caminó, la cabeza baja, hasta su rajado y viejo escritorio, el escritorio de una profesora de colegio instalado sobre la tarima, en el vestíbulo principal. Se sentó allí, mirando al secante verde, la antigua pluma y el tintero de vidrio, al fichero de madera lleno de tarjetas de lectores, a la pila de catálogos de publicaciones de primavera. Ella sola y todas las gentes de Fort Repose conocían a Mark Bragg lo bastante bien y habían absorbido bastante conocimiento de las debilidades mundanas mediante la palabra impresa para comprender que los libros que había pedido de aquellos catálogos quizá nunca pudieran ser entregados. Tenía poco miedo a la muerte y nada en absoluto del hombre, pero lo informe de lo que iba a venir la abrumaba. Siempre asociaba Babilonia con Nueva York y ahora deseaba estar viviendo en Manhattan, donde se podía morir en una brillante milésima de segundo, sin padecer, sin correr el riesgo de la indignidad del pánico.
Tomó el teléfono y llamó a Florence. Iría a pasarse el fin de semana, o incluso más tiempo, si Florence estaba de acuerdo. Cuando colgó el aparato Alice se sentía más tranquila. Si eso ocurría pronto, tendría una mano amistosa que retener. No estaría sola.
IV
El sargento de Policía Aérea en la puerta principal de McCoy interrogó a Randy y luego le dejó pasar para visitar al teniente coronel Paul Hart, comandante de escuadrilla y amigo de Mark. Hart había estado en Fort Repose para pescar lubinas, primero como huésped de Mark y más tarde, en diversas ocasiones, como invitado de Randy; así que era algo más que un conocido. Randy dijo que acababa de recibir un cable de Mark para que se reuniese con él a mediodía y Hart contestó:
—Envió un aviso aquí,ayer. No esperaba que regresase tan pronto. De todas maneras, vaya hasta la Base Ops. Y nos saldremos de la fila y nos reuniremos con él juntos. Déjeme que hable a la Policía del Aire. Le haré que le dejen pasar.
Conduciendo por la base, Randy notó un cambio desde su última visita, el año antes. Físicamente, McCoy parecía el mismo. Sin embargo, se notaba distinto. El interrogatorio de la Policía del Aire había sido más agudo y más serio. Esa no era la diferencia. Se dio cuenta de que faltaba algo; y entonces lo captó. ¿Dónde estarán todas las personas? McCoy parecía casi abandonado, con menos actividad, menos hombres y menos coches que hace un año. No vio a otros paisanos. No vio mujeres, y era en torno a los clubs y al BX. El área más congestionada de la base eran la escalinata y el césped delante de los cuarteles opuestos a la ala del estado mayor, en donde se encontraban los tripulantes, rígidos y tiesos con trajes de vacío, hablando y fumando. Camiones, las puertas posteriores bajas, retrocedían hasta el bordillo. Los conductores forcejeaban con sus volantes como si tuviesen prisa y presentaban aire de cansancio indicador, de que llevaban efectuando mucho tiempo las operaciones de conducir.
Marchó por Base de Operaciones y estacionó cerca de la valla que separaba la línea de vuelo. El año pasado vio B 47, cisternas y grandes transportes extendiendo' sus alas, de punta a punta, hasta cubrir toda la línea... varios kilómetros. Ahora, el número había disminuido. Contó menos de veinte B 47 y dedujo que el ala estaba en Africa, o España, o Inglaterra o con servicio por el extranjero por tres meses. Pero esto no podía ser así, porque Paul Hart, ganador de trofeos de bombardeo y navegación, un selecto comandante de aeronave, había dirigido el vuelo.
Hart, un hombre recio, zanquilargo, de nariz respingona, barbilla de luchador y una sonrisa fácil, le salió al encuentro a la puerta de Operaciones.
—Hola, Randy —dijo—. Anúnciese en la oficina. Mark bajará dentro de ocho minutos. ¿Qué tal va la pesca?
—Bastante mala —alzó la vista y miró la manga de aire—. Pero mejorará si esta alta presión aguanta y el viento se mantiene del este. ¿Qué es lo que está volando?
—No vuela nada. Cabalga suave y cómodamente en un C-135... es una versión de transporte de nuestro nuevo cisterna a reacción... con una buena cantidad de jefazos. De otros jefazos, es decir. Tengo entendido que pronto recibirá una estrella. El único ascenso que yo conseguiré es que me destinen a un B-58.
—La probabilidad para un piloto acalorado —comentó Randy—. ¿Qué pasa por aquí? Esto parece una ciudad fantasma. ¿Están ustedes cerrando la tienda?
—¿Es que no ha oído lo de la dispersión interina de S.AC.?
—Vagamente, sí, en alguno de los comentarios.
—Bueno, no lo voceamos a gritos. Tratamos de mantener la mitad del ala fuera de esta base, porque donde estamos ahora es uno de los primeros blancos. Hemos sacado nuestros aviones de los campos de combate y de la marina y hasta de los aeropuertos comerciales. Y tratamos de mantener el diez por ciento del ala volando todo el tiempo y si usted mira hacia el hangar de delante verá cuatro 48 plantados, cargados de bombas y preparados para despegar. Un modo condenadamente caro de dirigir la fuerza aérea.
Randy miró. Allí estaban, las alas caídas por tener llenos los tanques, unidos al suelo por esbeltos cordones umbilicales, los cables de salida.
—No me refería tanto a los aviones como a la gente — dijo Randy—. ¿Dónde está todo el mundo?
—Oh, eso — Hart frunció el ceño como si decidiese cuánto podría decir y qué palabras utilizar—. Los periódicos lo saben, pero no lo publican —dijo por último—. la gente en torno a Orlando debe conocerlo ya ahora, así que no puede ser ningún secreto. Hemos estado en una especie de alerta modificada durante cuatro o cinco semanas. Quizá debiera llamarlo evacuación silenciosa. Hemos despejado la zona de todo personal civil y no esencial y estamos animando a todo el mundo para que saque a su familia de la zona de explosión. Mira, Randy. no podemos esperar que hayan tres divisoras de aviso en ningún momento. Si tenemos suerte, podremos conseguir quince minutos.
Randy asintió. Advirtió los largos proyectiles dirigidos rojos colocados bajo las alas.de los posados B47. Los reconoció por las fotografías vistas en los periódicos como del tipo rascal, un proyectil portador de bombas H aire-tierra.
—¿Sirve de mucha ayuda ese cohetito rojo? —preguntó.
—Ese cohetito rojo —contestó Hart—, es lo que llamamos salvador de tripulaciones. Los rusos no son tontos. Tratan de contenernos con proyectiles aire de aire y sólo a aire, con rayos, con buscadores de calor,: con localizadores de sonido y, por cuanto sean olfateadores. No ha habido nada suave excepto con el Rascal... y algunos otros chismecitos... que nosotros' no hayamos escrito como si fuesen un cuerpo de camicaces. No tendremos que penetrar en sus zonas de defensa interior. Podemos localizar el blanco lejos de él y ver que ese cohetito rojo vuele. Ya sabe donde ir. ¿Sabe usted una cosa?
—¿Qué?
La sonrisa de Paul Hart había desaparecido y parecía más viejo y cuando habló lo hizo muy serio:
—Cuando suene el silbato, tendré posibilidades de sobrevivir si estoy en mi avión, derecho hacia el blanco, más que si me encuentro en casa sentado con, los pies en alto, bebiendo un whisky y con Martha espantándome los mosquitos... y nuestra casita en el lago queda a ocho kilómetros de aquí. Así que soy un hombre pacífico. Desearía que Martha y los chicos viviesen en Fort Repose.
Randy oyó el bajo chirrido de motores a reacción a potencia mínima y vio cómo un C-135 de forma de un cigarro marchaba en línea por la autopista girando hacia abajo. Al poco vio una brusca curva entrando en una zona de parada de taxis y frenó ante Operaciones. Una bandera, tres estrellas blancas en un campo azul, asomaba por la cabina, indicando que el teniente general iba a bordo y avisando a McCoy que preparase los honores propios de su rango.
El general de tres estrellas fue el primero en bajar por la rampa, su sonrosado ayudante pisándole los talones, como un perrito cariñoso. Mark fue el último en bajar. Randy agitó la mano y lo miró y Mark le devolvió el saludo, pero no la sonrisa. Al bajar por la rampa y cruzar el cemento, las rodillas al descubierto en un uniforme tropical, Mark parecía como una edición ligeramente mayor de Randy, dos centímetros y medio más alto, y un poquitín más corpulento. A diez metros parecían gemelos, con el mismo mechón de cabello, blancos dientes detrás de labios móviles, ojos hundidos e interrogadores, la misma forma de caminar e idéntico oscilar de hombros, hoyo en la barbilla y una nariz simpática con un puente huesudo saliente. A un metro, unas profundas arrugas aparecieron en torno a los ojos de Mark y su boca, en la cabellera había notas de gris, su mandíbula salía casi un centímetro extra, su rostro estaba más delgado. A un metro eran del todo diferentes y pareció como si Mark fuese mayor, más duro y probablemente más sabio.
Mark colocó una mano sobre el hombro de Hart y la otra en el de Randy y caminó con ellos hacia el edificio.
—Paul — dijo Hart —, será mejor que te pongas en contacto con el general Heycock. Tiene hambre y cuando está hambriento se pone furioso. ¿Qué te parece si ayudas a su asistente a preparar el transporte y llevarle al club 0?
—Aquí sólo tenemos pocas cosas. El despegue dentro de cincuenta minutos.
Hart alzó la vista y vio tres jóvenes de la Fuerza Aérea acercándose por el sendero.
—Ahí está el transporte del general —dijo y entonces, dándose cuenta de que Mark con tacto manifestaba que quería estar a solas con su hermano, añadió —. De todas maneras, iré hasta el Club 0 y pondré en danza al oficial encargado de la cantina —le estrechó la mano y dijo —: Te veré, Mark, la próxima vez.
—Seguro —dijo Mark. Se volvió a Randy—. ¿Dónde está tu coche? Tengo mucho que decir y muy poco tiempo para hacerlo. Podemos hablar en el coche. Pero primero beberemos algo dulce o por el estilo dentro de Operaciones. No pudimos cargar muchos almuerzos de vuelo en Ramey.
El asiento delantero del Bonneville era como un despacho particular cómodo y soleado. Randy formuló la pregunta esencial primero:
—¿A qué hora tienen que entrar Helen y los niños?
Mark sacó una agenda del bolsillo del pantalón.
—A las tres y media de mañana por la mañana, hora local en Orlando Municipal. Carmody... es comandante de Ala en Ramey... y un amigo en la oficina del Este en San Juan. Lo preparó todo para mí. El avión parte de Omaha esta noche a las siete y diez. Hay un transbordo, en Chicago.
—¿No sois un poco duros para Helen y los chicos?
—Podrán dormir durante el camino de Chicago a Orlando. Será tan duro como para ti salirles al encuentro. Lo importante es que obtuve la reserva. En esta época del año, me costó bastante trabajo.
—¿A qué tanta prisa? —preguntó Randy—. ¿Qué diablos ocurre?
—Contente, hijo —dijo Mark—. Voy a darte una instrucción completa.
—¿Se lo has dicho ya a Helen?
—También cableé desde San Juan, sólo diciéndole que tenía hechas reservas para esta noche. Ella comprenderá. — Miró parpadeante a los diales y mandos del salpicadero—. Tienes aquí algo muy cuco, Randy. No debe importarte nada. En cuanto a Helen, ella y yo hablamos de esto hace tiempo, pero no le gustó.
No le gustó en absoluto y menos le gustará ahora que ha llegado el momento. Pero la veré subir en ese avión aunque tenga que volverla del revés o enviarla encerrada en un cajón como carga aérea.
Randy no dijo nada. Simplemente tamborileó en el reloj del coche, recordando a su hermano la hora que era.
—Está bien —asintió Mark—. Te lo contaré. Primero, estrategia; luego, práctica. — Se metió en la boca una galletita salada con mantequilla, buscó su pluma y comenzó a dibujar en su bloc de notas. Trazó un mapa tosco, el de la zona mediterránea.
Mark no piensa bien hasta que tiene la pluma en la mano, pensó Randy, y puede ver un mapa. Probablemente se siente más cómodo, como si tuviese un tintero en la sala de estrategia de CAS.
—La clave es el Mediterráneo —dijo Mark—. Durante trescientos años los rusos han tratado de asomarse a los estrechos y desembocar en el Mediterráneo. Pedro el Grande, Catalina la Grande, el Zar Alejandro, todos lo intentaron. Ahora, más que nunca, el control del Mediterráneo significa el control del mundo.
Randy asintió. Los conquistadores siempre supieron esto o lo presintieron. César lo hizo; Jerjes, Napoleón. e Hitler, fracasaron.
—Si Jerjes hubiese ganado en Salamina —dijo—, todos hablaríamos persa... pero eso pasó mucho antes de la época de los Sputniks y de los ICBM. Creo que luchar ahora, en estos momentos, sería para controlar el espacio. Quien controla el espacio controla el mundo.
Mark sonrió.
—Lo mismo puede suceder de la oirá forma. Nosotros... con nosotros me refiero a la coacción de la NATO... no vamos a permitir que el tiempo nos alcance con ellos operando y mucho menos controlando el espacio. Ahora no me discutas. Tenemos su Plan de Guerra.
Randy aspiró profundamente y se sentó rígido.
—Por primera vez Rusia tiene cabeza de puente en el Mediterráneo... aquí, aquí y aquí... —Mark trazó óvalos en el mapa—. Tiene una flota en el Mediterráneo tan potente como la nuestra cuando uno opone su fuerza submarina contra nuestros transportes. Tienen cercada a Turquía por tres lados y pueden derrotar al gobierno turco y obligar a la cancelación del Bosforo y de los Dardanelos. Entonces habrían ganado la guerra, sin luchar. El Mediterráneo sería suyo, Africa quedaría cortada de Europa, la NATO desbordada por el Sur y uno a uno todos nuestros aliados —excepto Inglaterra, quedarían en su regazo o se declararían neutrales. Las bases del SAC en Africa y España serían insostenibles y se fundirían. La NATO se replegaría y los emplazamientos de hierro que planeamos nunca podrían terminarse.
—Ese fue su juego en el año cincuenta y siete, ¿verdad? —preguntó Randy.
—Tienes buena memoria, Randy, y eso es un símil bueno también. Los rusos son grandes jugadores de ajedrez. Raramente cometen dos veces el mismo error. Ahora, hoy, están haciendo movimiento. Es el mismo gambito..., pero con una diferencia tremenda. El año cincuenta y siete, parecía como si fuesen a hacer de Turquía otra Corea, advertimos al Kremlin de que no habría santuario dentro de Rusia. Echaron un vistazo al tablero y abandonaron la partida. Luego, en el cincuenta y ocho, después de que el rey del Irak fue asesinado, tomamos la iniciativa y desembarcamos marines en el Líbano. Llegamos allí de prisa. Vieroh que estábamos preparados y que no podía haber sorpresa. Se les pilló fuera de equilibrio y no se atrevieron a moverse. Esta vez es distintó. Están preparados para seguir adelante con ello, porque las probabilidades han cambiando.
—¿Cómo pueden saberlo?
—¿Recuerdas lo que leíste sobre el general ruso que se pasó en Berlín? Un general del aire, un tipo agudo, un ser humano. Nos trajo su Plan de Guerra, en la cabeza. Esta vez, no abandonarán la partida. Seguirán hasta ganar la guerra sin guerra, pero si efectuamos nosotros cualquier contramovimiento militar, vamos a recibirla.
Durante un momento ambos guardaron un silencio. En el otro lado de la cerca que separaba la línea de vuelo, tres tripulaciones de guerra estaban practicando que lo parase. Dos lanzaban —dijo el sargento, de construcción parecida a Yogi Berra, recogía: La base era un paquete amarillo de paracaídas. La bola chirrió y golpeó vivamente en aguante.
—Ese tipo alto lo hace bien —dijo Randy. Luego, de nuevo se sintió moverse entre miasmas de pesadilla. Pensó: «Algo va mal. O Mark no debería estar hablando así, o aquellos aviadores no debieran practicar que lo parase allí, bajo la calle del sol». Cuando fumó un cigarrillo, sus dedos volvieron a temblar.
—¿Pasaste mala noche, Randy?
—Particularmente, no. Estoy pasando un mal día.
—Me temo que empeore, pues. Aquí está la parte práctica. Saben que el único modo que tienen de hacerlo es derribar nuestra capacidad nuclear de un solo golpe... o al menos mutilarnos tan malamente que puedan aceptar cualquier poder de represalia que a nosotros nos quede. No les importa perder diez o veinte millones de personas, mientras barren el tablero, porque la gente, de por sí, son sólo peones de los que se puede prescindir. Así que su Plan... no fue sorpresa para nosotros... requiere un T.E.B. A escala mundial. ¿Lo entiendes?
—Seguro. Tiempo en el blanco. Uno lo dispara todo en el mismo instante. Y se dispara para que llegue sobre el blanco en el mismo momento.
Mark miró su reloj, luego alzó la vista hacia el gran reactor de transporte, aún cargando el combustible a través de cuatro mangueras de los tanques subterráneos.
—Correcto. No habrá Hora Cero, será Minuto Cero. No utilizarán aviones en la primera oleada, sólo proyectiles dirigidos. También intentarán matar cada base y cada emplazamiento de proyectiles en Europa y Africa y en el Reino Unido con sus T-2 y T-3 IR. Planean matar cada base de este continente y en el Pacifico con sus IC, más los proyectiles dirigidos lanzados desde el submarino. No utilizarán SUSAC... es lo que nosotros llamados su fuerza aérea estratégica... sino para terminar con la limpieza.
—¿Podrán salirse con bien?
—Hace tres años, no. Desde tres años a partir de ahora cuando teníamos nuestras propias baterías ICBM emplazadas, una giran flota de submarinos portadores de proyectiles dirigidos y Nike-Zeus y algún otro material perfeccionado, no hubieran podido. Pero ahora estamos en lo que podemos llamar la «Brecha». Tercamente se confían de que pueden hacerlo. Estoy seguro de que no... quizá tengamos alguna sorpresa para ellos..., pero no es esa la cuestión. La cosa estriba en que si creen que pueden salirse con bien, entonces hemos perdido.
—No te entiendo.
—LeMay dice que el único modo de que un general puede ganar una guerra moderna es no peleándo— la. Toda nuestra razón de ser era una fuerza impresionante. Cuando uno ya no les impresiona, uno pierde. Creo que perdimos hace tiempo, porque los últimos cinco Sputniks han sido satélites de reconocimiento. Han estado sacándonos mapas, infrarrojos y televisiones de transistores, midiéndonos para el puñetazo dominical.
Randy se sintió encolerizado. Se creía defraudado.
—¿Por qué nadie... casi nadie sabe todo esto?
Mark se encogió de hombros.
—Ya sabes cómo son-las cosas... todo lo que viene es estampillado como secreto o alto secreto o secreto cósmico o algo por el estilo y la única persona que se atreve a desclasificar alguna cosa son los peces gordos de lo alto y la gente de su clase mantiene conferencias y alguna dice: «Vamos, no nos apresuremos, no alarmemos al público». Así todo permanece secreto o cósmico. En persona creo que cada cual debía estar cavando o evacuando en este mismo instante. Quizás si el otro lado supiese que estamos creando refugios, si sabían que sabíamos, no intentarían seguir adelante.
—¿De veras crees que eso está muy cerca? —preguntó Randy—. ¿Por qué?
—Por dos razones. Primero, cuando salí de Puerto Rico esta mañana la marina trataba de rastrear tres submarinos no identificados... en el Caribe y otro en el Golfo.
—Cuatro submarinos no parecían fuerza bastante para causar gran daño —dijo Randy.
—Cuatro submarinos son muchos submarinos cuando no debe de haber ninguno-contestó Mark—. Es como sacudir un pajar y encontrarse cuatro agujas a tus pies. Las oportunidades son que el pajar esté lleno de agujas —se frotó los ojos con la mano, como si le doliese el resplandor y cuando volvió a hablar su voz era tensa—. ¡Tienen tantísimos! ¡CIA piensa que seiscientos! La marina se imagina que quizás sean setecientos cincuenta. Y unos dicen ya rampas de lanzamientos. Sólo dejan escapar al pájaro o le expulsan mientras son sumergidos. El propio océano es una mera rampá de lanzamiento.
—¿Y hay otro motivo? —inquirió Randy.
—Porque voy a volver a Offutt. Llegamos ayer en una misión muy importante... imaginaba una manera de dispersar el ala de Ramey. No hay bastantes campos en Puerto Rico y de todas maneras la isla es accidentada y no muy grande. Habíamos acabado de comenzar nuestro estudio general cuando recibimos un «zippo»..., es decir, un mensaje de gran prioridad... ordenando que volviésemos a casa. Y dos tercios llegaban a Ramey esparcidos con equipos de bolo para otro lugar. Entonces me decidí. Tenía tiempo tan sólo para conseguirme las reservas para Helen y enviarle los cables.
Mark habló más del general ruso, con quien había hablado largo y tendido y con el que aparentemente simpatizaba.
—No es un traidor, ni a su país ni a la civilización. Vino desesperado, confiando en que de algún modo pudiésemos detener a esos bastardos locos de ambición de la cumbre. No le gusta pensar que su Plan de Guerra resulte, como tampoco me gusta a mí. Demasiado riesgo para un error humano o mecánico. —Mark solía usar frases como «Máxima capacidad» y «Riesgo calculado», y «Aceptación de cualquier baja excepto de la gente importante», y «Descentralización de la industria y control, anunciando todo como una medida económica, pero cosa militar en realidad».
Randy escuchaba, fascinado, hasta que vio a los tres sedanes azules doblar la esquina cerca del cuartel general del Ala.
—Aquí viene tu grupo —dijo—. ¿Algo más que debiera saber?
Mark se sacudió de la pechera de la camisa los restos de galletitas y chocolate.
—Sí. También hay algo que tengo que darte —buscó una hoja pequeña de papel verde en su cartera y se lo entregó a Randy—. Míralo tú mismo.
Randy despegó el cheque. Era por cinco mil dólares.
—¿Qué debo hacer con esto? —preguntó.
—Cóbralo... si puedes, hoy. ¡No lo ingreses, cóbralo! Es una reserva para Helen, Ben Franklyn y Peyton. Pero guárdalo. No sé qué decirte que compres. Tú pensarás en lo que necesitaréis mientras os vayáis.
—Esta mañana empecé una lista.
Mark parecía complacido
—Estupendo. Demuestra que eres previsor. Yo no sabía si el dinero ayudaría a Helen o no, pero con efectivo en mano, en Fort Repose, será mejor que una cuenta en un banco de Omaha.
Randy siguió mirando el cheque, incómodo.
—¿Pero y si nada ocurre? Suponte...
—Gasta parte del dinero en una caja de buen licor — le interrumpió Mark—. Luego si no pasó nada tendremos juntos una maravillosa aunque cara velada y podrás reírte de mí. No me importará.
Randy se metió el cheque en el bolsillo.
—¿Puedo avisar a alguien más? Hay unas cuantas personas...
—¿Tienes novia?
—No sé si es novia o no. Trato de descubrirlo. No la conoces. Son gente nueva de Cleveland. Su familia ha edificado en River Road.
Mark dudaba.
—No veo ninguna objeción. Es algo que la defensa civil debería haber hecho hace semanas... hace meses. Lo dejaré a tu propio criterio. Ser discreto.
Randy advirtió que las alas del reactor de transporte estaban libres de mangueras. Vio a los tres sedanes azules detenerse ante Operaciones. Vio al teniente general Heycock salir del primer coche. Notó la mano de Mark en su hombro y buscó las palabras que él sabía que tenían que venirle.
Mark habló muy tranquilo.
—¿Te cuidarás de Helen?
—Cierto.
—No te diré que seas un buen padre para los niños. Te quieren y creen que eres bueno y que no podía haber mejor padre para ellos. Pero te diré esto, sé bueno con Helen. Ella es... —Mark encontraba dificultades en hablar.
Randy trató de ayudarle.
—Ella es una chica guapa y maravillosa y no tienes porqué preocuparte. De todas las maneras, no hables con tanta finalidad. Aún no estás muerto.
—Ella es... más —dijo Mark—. Es mi brazo derecho. Llevamos casados catorce años y casi la mitad de ese tiempo he estado en el aire y fuera del país y nunca me preocupé jamás de Helen. Ella tampoco tuvo que preocuparse por mí. En catorce años nunca dormí con otra mujer. Ni siquiera deseo a ninguna, realmente, no; ni aun cuando estaba de servicio en Tokio, Manila, o Hongkong, y ella quedaba a medio muiído de distancia. Helen ha sido cuanta mujer necesité. Era así: Cuando yo fui capitán y nos trasladábamos de apartamento alquilado a apartamento alquilado cada año. recibí una oferta impresionante de Helen. Ella sabía lo que yo quería. No tenia que decírselo. Me dijo: «Quiero que permanezcas en C.E.A. Me parece que es lo mejor. Creo que podrías llegar a ser general y que lo serás». Hay un viejo refrán que afirma que cada uno puede convertirse en coronel, pero se necesita una esposa para ascender a general. Creo que no hubo bastante tiempo, pero de haberlo habido, ella habría salido con la suya.
Randy vio como el teniente general Heycock salía del edificio de Operaciones dirigiéndose al avión.
—Llegó la hora, Mark —dijo.
Salieron del coche y caminaron rápidamente hacia la puerta y Mark pasó un brazo en torno a los hombros de Randy.
—Lo que quiero decir es que ella tiene tremenda energía y valor. Si se lo permites, te dará la misma clase de lealtad que me dio a mí. Permítaselo, Randy. Ella es mi mujer y ese es su destino, para eso fue hecha.
—No te preocupes —dijo Randy. No entendía del todo y tampoco sabía qué decir.
El ayudante de Heycock vino por el extremo de la rampa.
—Todo el mundo está dentro, coronel — dijo—. El general le buscaba durante el almuerzo. El general se preguntaba qué le habría pasado. Estaba muy ansioso...
—Veré al general en cuanto estemos en el aire — le atajó vivamente Mark.
El ayudante se retiró dos pasos rampa arriba, allí aguardó tozudo.
Se estrecharon las manos y Mark dijo:
—Será mejor que trates de dormir un poco esta tarde.
—Lo haré. Cuando vuelva a casa llamaré a Helen y le diré que estás en camino;
—No. De nada serviría. El avión despega a las cinco cincuenta. Para esa hora tú habrás vuelto a Fort Repose, nosotros estaremos al oeste de Mississipi —se miró las desnudas rodillas—. Parece que tendré que ponerme el uniforme real en el avión. Tendría un aspecto muy gracioso en Omaha.
—Hasta la vista, Mark.
Sin alzar la cabeza. Mark contestó:
—Adiós, Randy —dio media vuelta y trepó por la rampa.
Randy se alejó del transporte, entró en el coche y condujo despacio a través de la base. En la puerta principal entregó su pase de visitante. Se metió en un camino solitario al,exterior de la base, cerca del pueblo de Pinecastle y detuvo el coche en un lugar abrigado por pequeñas palmeras. Cuando estuvo seguro de que nadie le miraba y que ningún otro vehículo se acercaba por ambas direcciones, apoyó la cabeza en el volante. Reprimió un sollozo y cerró los ojos para impedir el paso de las lágrimas.
Oyó cómo el viento agitaba las palmas y el canturreo de los pájaros entre el follaje. Se dio cuenta de que el reloj del salpicadero, enturbiado, le miraba. El reloj decía que sólo tenia tiempo para llegar al banco antes de que cerrase si aceleraba bastante y tenía suerte de cruzar el tráfico de Or'ando. Puso en marcha el motor, salió en marcha atrás del camino y entró en la carretera y dejó que el coche corriese. Se daba cuenta de que no tenía tiempo que perder en lágrimas y que no volvería a tenerlo jamás.
PARTE 3
I
Edgar Quisenberry, presidente del banco, jamás perdía de vista su posición y responsabilidades como único representante de la comunidad financiera nacional en Fort Repose. Una estructura monolítica de piedra indiana construida por su padre en 1920, el banco se alzaba como una fortaleza gris a la esquina de Yulee y St. Johns. First National había aguantado el colapso de 1926 de la infracción de la tierra, no se conmovió por la caída del mercado del veintinueve y la depresión que siguió. «La única persona que tuvo éxito en cerrar el First National», solía fanfarronear a menudo Edgar, «fue Franklin D. Roosevelt, en el treinta y tres, y tuvo que cerrar todos los demás bancos del país para lograrlo. No volverá a ocurrir, porque jamás volveremos a tener otro hijo de perra como él».
Edgar, a los cuarenta y cinco años, había crecido hasta tomar un aspecto parecido al de su banco, achaparrado, sólido e impresionante. Era el único hombre en Fórt Repose que siempre llevaba chaleco y que nunca vestía ropas deportivas, ni siquiera en las partidas de golf. Cada año, cuando asistía a la convención de la Sucursal de la Reserva Federal, en Atlanta, se hacía dos nuevos trajes: uno azul, cruzado; otro grts, con finas listas; ambos diseñados para minimizar, o cuando menos dignificar, lo que él llamaba «mi corporación».
El First National empleaba dos vicepresidentes, un cajero, y un ayudante de cajero y cuatro contables, pero era banco de un solo hombre. Uno podía ingresar en cualquier ventanilla, pero antes de sacar como préstamo, o hacer efectivo un cheque de fuera de la ciudad, era preciso ver a Edgar. Todos los préstamos de Edgar estaban basados en el carácter, y el carácter se basaba solamente en el balance efectivo, en el valor de las posesiones no hipotecadas, en la propiedad de bonos y acciones y en valores del Estado sólidos. Puesto que Edgar era la única persona en la ciudad que podía, y lo hacía, mantener un índice mental de todas estas variables, se consideraba a sí mismo el único juez seguro del carácter. Se decía que se podía calibrar la cosecha de un propietario por el modo en que Edgar le saludaba en Yulee Street. Si Edgar le estrechaba la mano y charlaba, entonces el individuo acababa de recibir un gran precio por su fruto. Si Edgar hablaba, giraba la cabeza y agitaba la mano, el hombre era razonablemente próspero. Si Edgar asentía pero no hablaba, el pobre diablo estaba casi en la ruina. Si Edgar no le veía, es que su cosecha había quedado destruida por una helada.
Cuando Randolph Bragg entró en el banco cuatro minutos antes de las tres, Edgar pretendió no verle. Su antipatía por Randy estaba más profundamente enraizada que si el joven estuviese en la bancarrota. Inclinado sobre un escritorio como si examinase un documento legal, Edgard vio cómo Randy garrapateaba su nombra Al dorso del cheque, sonreía a la señora Estes, la contable decana, y pasaba el cheque por la ventanilla. Los modales de Randy, su atuendo, su actitud todo parecían conjuntar. Randy no tenía respeto para las instituciones, las personas, ni siquiera el dinero. Entraría de esta manera, en el último minuto, y exigiría el servicio tan deferente como si el banco fuese un bar. Era perezoso, insolente, con ideas políticas peligrosas, y jamás hacia el menor esfuerzo por invertir o ahorrar. Dos veces en los pasados años dejó seca su cuenta. La —gente llamaba a los Braggs «vieja familia». Bueno, también eran los menorquines vieja familia... más viejos, descendientes de isleños de un Mediterráneo que se habían instalado en la costa siglos atrás. Los menorquines eran inquietos y malos y los Bragg no mejores. Edgar sentía antipatía por Randy por todas estas cosas y por otro motivo secreto.
Edgar vio a la señora Estes abrir el cajón del dinero, dudar y hablar a Randy. Vio cómo Randy se encogía de hombros. La señora Estes salió de la cabina y Edgar supo que iba a preguntarle si daba el visto bueno al cheque. Cuando ella llegó a su lado la ignoró a propósito durante un momento, para hacer que Randy se diese cuenta de que el banco le consideraba de poca importancia. La señora Estes le dijo: —¿Quiere usted dar el visto bueno, por favor, señor Quisenberry?
Edgar sostuvo el cheque con ambas manos y a cierta distancia, examinándolo concienzudamante a través de la parte baja de sus lentes bifocales, como si se oliese a falsiñcación. Cinco mil, firmado por Mark Bragg. Si Randy irritaba a Edgar, Mark le ponía furioso. Mark Bragg invariablemente y de manera abierta le llamaba por su apodo escolar, «Ojo de pescado». Se alegró de que Mark estuviese en la Fuerza Aérea y raras veces en la ciudad.
—Diga a ese joven que venga —dijo a la señora Estes. Quizás ahora tendría oportunidad de pagar al juez Bragg la humillación de una partida de póker.
Cinco años antes, Edgar fue invitado a sentarse en la partida de cada sábado del St. Johns Country Club en San Marco, sede del condado y mayor ciudad de Timucuan. Sentóse enfrente del juez Bragg, un hombre delgado, erguido, anciano. Excepto por una pequeña cuenta de gastos, el juez operaba y negociaba en Orlando y Tallahassee, asi que Edgar apenas le conocía.
Edgar se enorgullecía de su póker astuto. La idea era ganar,¿no?
El juez Bragg jugaba al descubierto, sin trapacerías, como si disfrutara. En una ocasión se marcó un farol, según calculó Edgar, pero parecía tener bastante suerte ya que resultaba difícil saber si faroleaba o no. A la tercera hora se formó un gran «pot»... más de mil dólares. Edgard había abierto con tres ases y no mejoró con las dos cartas sacadas y el juez también pidió dos cartas. Después de esto Edgar apostó cien y el hombre que sólo pidió un naipe abandonó y se lo dejó al juez. El juez subió rápidamente el tamaño del «pot». Edgar dudaba, mirando a los divertidos ojos del juez y renunció. Mientras el juez retiraba toda la montaña de fichas, Edgar extendió la mano y descubrió su juego... tres sietes y nada más. El juez Bragg dijo, muy tranquilo: «No vuelva a tocar mis cartas otra vez, hijo de perra. Si lo hace, le romperé una silla en la cabeza».
Los otros cinco en el juego esperaron que Edgar hiciese o dijese algo, pero Edgar trató sólo de tomarlo a broma. A medianoche el juez cobró sus fichas y dijo: «Les veré la noche del próximo sábado... si ese montón de rancia grasa no está aquí. Es un cenizo y no sabe lo que es caballerosidad». Aquella ocasión fue la primera y la última que Edgar jugó en el St. Johns Club. Nunca lo había olvidado.
Randy entró en el recinto cerrado del despacho del banquero, preguntándose por qué Edgar quería verle. Edgar sabía perfectamente bien que el cheque de Mark era bueno.
—¿Qué ocurre, Edgar?
—¿No es un poco tarde para traer un cheque tan grande como éste y pedirnos dinero en efectivo?
El reloj marcaba las 3.04.
—No era tan tarde cuando entré —contestó Randy. Advirtió otros clientes todavía en el banco. Eli Blaustein, propietario de Tropical Clothing; Pete Hernández, hermano mayor de Rita y gerente del supermercado de Ajax; Jerry Kling, de la Estación Standard; Florence Wechek, con sus cheques de la Western Union y recibos. Era costumbre de ellos llegar al banco precisamente a las tres.
—Es lógico que la gente de negocios haga depósitos después de la hora de cerrar, pero creo que nosotros deberíamos poner más tiempo para resolver una cosa como esta —dijo Edgar.
Randy advirtió que Florence, después de terminar en la ventanilla del contable, se había acercado hasta donde podía oírles. Florence no se perdió mucho.
—¿Cuánto tiempo necesita usted para pagar en efectivo un cheque de cinco mil? —preguntó. Se daba cuenta de que su rostro se enrojecía. Se dijo a sí mismo que no debía perder el buen humor.
—No es esa la cuestión — afirmó Edgar —. El caso es que su hermano no tiene cuenta aquí.
—No me dirá usted que el cheque de mi hermano no sea bueno, ¿verdad? —Randy se sintió aliviado al encontrar que su voz, en vez de aumentar, sonaba más baja y tranquila.
—Vamos, no dije eso. Pero no sería buen procedimiento de banca para mi entregarle cinco mil dólares y esperar cuatro o cinco días hasta que llegue la remesa de Omaha.
—Lo endosé, ¿no? —Randy dejó caer los hombros y fiexionó dedos de manos y pies, miró fijamente al rostro de Edgar. Estaba a punto de estallar, como una patata.
—Dudo que esa cuenta lo cubra.
La cuenta de Randy estaba por debajo de cuatrocientos. Eso le preocupaba muy poco, con los cheques de sus naranjas teniendo que llegar a primeros de año. Ahora, considerando la urgencia de Mark, advertía que su cuenta estaba peligrosamente baja. Decidió hurgar la debilidad de Edgar. Dijo:
—Prudente en los céntimos, loco por las libras, ese es usted, Edgar. Usted pudo haber llegado a algo bueno. Devuélveme el cheque. Lo cobraré en St. Marco u Orlando mañana por la mañana.
Edgar se dio cuenta de que debía haber cometido un error. Era lo más extraordinario que alguien quisiese cinco mil dólares en efectivo. Eso indicaba alguna especie de rápido y beneficioso negocio. Debió haber descubierto para qué necesitaba el dinero.
—Vamos, no tengamos prisa — dijo.
Randy extendió la mano.
—Deme el cheque.,
—Bueno, si supiese exactamente para qué quiere todo este dinero con tanta prisa quizás pudiera hacer una excepción para saltarme por encima las normas bancarias.
—Vamos. No tengo tiempo que perder.
Los pálidos y salientes ojos de Edgar se posaron en Florence, que ya escuchaba francamente, y en Eli Blaustein, trasteando cerca, lleno de interés.
—Entre en mi despacho, Randolph — dijo.
Después de que Randy tuviese el efectivo, en billetes de cien, de veinte y de diez, dijo:
—Ahora le diré porqué lo quería, Edgar. Mark me pidió que hiciese una apuesta en su nombre.
—¡Oh, las carreras —exclamó Edgar—. Raras veces juego a las carreras, pero sé que Mark no apostaría tanto dinero a menos que no tuviese una noticia segura. Supongo que serán las que celebrarán mañana en Miami.
—No. No son las carreras. Mark simplemente apuesta a que los cheques dentro de poco no valdrán nada, dentro de muy poco, pero que lo efectivo, sí. Buenas tardes, «Ojo de pescado.» —Salió del despacho y cruzó el vestíbulo. Cuando la señora Estes abría la puerta del banco le cogió del brazo y murmuró con su voz rancia y femenil:
—¡Bien por usted!...
Edgar se metió en su silla, furioso. No era un motivo. Era un enigma. Repitió las palabras de Randy No tenia ningún sentido en absoluto, a menos que Mark esperase un gran cataclismo, como que cerrasen todos los bancos y, claro, eso era ridículo. Cualquier cosa que pasase, la estructura financiera del país era sólida. Edgar llegó a una conclusión. Le habían vuelto a tomar el pelo. Todos los Bragg eran granujas.
II
La primera parada de Randy fue en el supermercado Ajax. Realmente no era un supermercado, como se pretendía. La población de Fort Repose constaba de 3.422 habitantes, según el censo del Estado y esto incluía Pistolville y el Barrio Negro. La Cámara de Comercio pretendía que habían cinco mil, pero la cámara reconocía que contaba también los residentes de invierno en Riverside Inn y la gente que técnicamente quedaba fuera de los límites de la ciudad, como los que vivían en River Road. Así, Fort Repose había sido atraído por los grandes almacenes de las cadenas. Sin embargo, Ajax imitaba a los supermercados, tanto que uno tenía que empujar un carrito de aluminio y servirse mientras que la empresa vendía las mismas marcas y casi a los mismos precios ordinarios.
Randy odiaba ir de compras de comestibles. Nada de las inspecciones elaboradas y de los estudios hechos por él sobre la profundidad de los hábitos de compras de los americanos tenía una clasificación para Randolph Bragg. De ordinario cogía un carrito y marchaba a toda prisa al mostrador de la carne, en donde dejaba caer un pedido escrito. Luego corría
arriba y abajo por los pasillos, cogiendo latas y botellas y cajas y cartones de las estanterías y congeladores, aparentemente al azar, derribando a los niños pequeños y tropezando con las viejas y excusándose, hasta que en su salto final volvía a pasar por delante del mostrador de las carnes. Los carniceros habían aprendido a dar prioridad a su orden, porque si la carne no estaba cortada no se detenía, simplemente daba media vuelta de manera violenta y salía hacia la puerta. Cuando la cajera sumó su factura, Randy miró el reloj. Su record para llenar un cesto era de tres minutos cuarenta y seis segundos de puerta a puerta.
Pero en este día era completamente distinto, porque a causa de la longitud de su lista a la que había estado añadiendo las cantidades, y de las prisas de los compradores en la tarde del sábado, tardó bastante más. Después de haber llenado tres carritos y de que el pedido de la carne ya le había llenado uno de ellos, aún estaba a medias de la lista, pero se sentía física y emocionalmente exhausto. Le dolían los dedos de los pies y se había visto empujado, arrollado, con codazos en los ríñones y hasta patadas en las ingles. Le temblaban las piernas, las manos también y su ojo izquierdo había desarrollado un tic nervioso. Esperando en la línea de revisión, maniobrando dos carritos cargados hasta los topes uno delante y otro detrás maldijo lo diabólico del científico al inventar bombas H y supermercados, maldijo a Mark y juró que prefería morirse de hambre que volver a soportar esto.
Por último llegó al mostrador. Pete Hernández, actuando de inspector, se quedó boquiabierto:
—¡Santo Dios, Randy. —exclamó—. ¿Qué piensas hacer, dar de comer a un regimiento? —Hasta el año antes, Peter le llamó siempre el «señor Bragg», pero después de la primera cita de Randy con la hermana de Pete sus relaciones cambiaron, naturalmente.
—La mujer de Mark y los niños van a quedarse conmigo una temporada —explicó.
—¿Qué tiene ella... un equipo de fútbol?
—Los chicos comen mucho —explicó Randy. Pete era un hombre delgado, con pecho de pollo, la barbilla huidiza y las uñas sucias, completamente distinto de Rita, excepto los ojos negros y el tinte de la piel aceitunado.
Pete comenzó a jugar con la registradora utilizando dos dedos mientras el muchacho de los carritos, impresionado, llenaba las grandes bolsas. Randy se dio cuenta de que siete u ocho mujeres, en cola tras él, contaban sus compras, fascinadas. Oyó que una susurraba: «¡Quince latas de café... quince». La rencilla creció y se dio cuenta de un murmullo firme de queja. Inexplicablemente se sintió culpable. Notó que debería enfrentarse a aquellas mujeres: «¡A todas ustedes! ¡A todas ustedes! ¡Compren cuanto puedan!» No daría resultado. Pensarían que estaba loco.
Pete sumó el total y anunció en voz alta:
—¡Trescientos catorce dólares y ochenta centavos, Randy! ¡Vaya, ése es nuestro record
Por costumbre, Randy miró su reloj. Una hora y seis minutos. Eso, también, era un record. Pagó en efectivo, cogió un puñado de bolsas, hizo un gesto al chico de Pete que le siguiese y huyó.
Se detuvo en el bar de Bill Cullen, una especie de parrilla, almacén y pescadería, precisamente fuera de los límites de la ciudad. Había espacio para dos plazas en el asiento delantero, así que puso allí su suministro de whisky. Bill y su esposa, una mujer de pelo pajizo usualmente mareada y de lengua espesa, operaron todo este negocio en un cobertizo de dos habitaciones unido a una especie de muelle cubierto, sus mercancías amontonadas casi en confusión, dando frente al Timucuan. El olor a huevos fritos, a gasolina, a petróleo, a desperdicios de pescado, a cerveza rancia y a vino se filtraba a través de la tierra y del agua.
De ordinario. Randy compraba su whisky de dos a tres botellas cada vez. Hoy compró caja y media, acabando con las existencias de Bill de su marca favorita. Recordó que Helen, cuando bebia. prefería escocés. Compró seis botellas de esa clase de whisky.
Bill, inquisitivo, dijo:
—¿Planeando un gran barbacoa, una fiesta o algo por el estilo, Randy? ¿Tratas de probar suerte en política, de nuevo?
Randy encontró casi imposible el mentir. Su padre le había pegado sólo una vez en su vicia, cuando tenía diez años, pero fue una verdadera paliza. Había mentido y el juez subió escaleras arriba y regresó con su correa de afilar navajas más gruesa. Cogió a Randy por el cuello y le dobló a través de la mesa de billar, implantándole la virtud de la sinceridad a través del fondillo de sus pantalones y en la piel desnuda, hasta que gritó con terror y pena. Entonces Randy recibió la orden de subir a su cuarto, sin cenar y en desgracia. Horas más tarde, el juez llamó y entró y gentilmente le hizo dar la vuelta en la cama. El juez habló tranquilo. Mentir era el crimen peor, el cómplice indispensable de todos los demás y siempre merecería el* peor castigo. «Puedo perdonar cualquier cosa, excepto una mentira». Randy le creyó y mientras pudo intentarlo no logró acordarse de la mentira que había dicho, pero menos logró olvidarse del castigo. Inconscientemente, su mano derecha se rozó las nalgas, mientras pensaba una respuesta para Bill Cullen.
—Voy a tener visitantes —dijo Randy—. y Navidad está al venir. —Esto era verdad, aunque no la entera verdad. No podía arriesgarse a decir más a Bill. El apodo de Bill era «Bocazas» y su forma de hablar no se limitaba a la conversación vulgar sobre las presas cobradas ayer. Bill el «Bocazas» podía despertar el pánico.
Cuando giró por el sendero, Randy vio a Malachai y Henri utilizando un rastrillo de los macizos de camelias que formaban pantalla ante el garaje.
—¡Malachai! —llamó—. ¿Por qué no me ayudas a meter todo este género en la casa?
Malachai vino presuroso. Sus ojos se desorbitaron al fijarse en los cartones sacas y cajas que llevaba en el portaequipajes y se «.pilaban en los asientos.
—¿Todo esto ha de subir a su apartamento, señor?
—No. Irá a la cocina y a la alacena. La señora Bragg y los niños Vienen por avión desde Omaha, mañana.
Mientras descargaban, Randy pensó en los Henri. Era un problema especial. Eran negros y pobres, pero en muchas maneras más cerca suyo que cualquier familia de Fort Repose. Poseían su propia tierra y gobernaban sus vidas, pero en un sentido estaban a su cuidado. No podían ser abandonados ni que se les retuviese la verdad. Tampoco podía explicar a Missouri el aviso de Mark No lo entendería. Si se lo decía al predicador, lo que haría sería alzar el rostro, levantar los brazos y entonar: «¡Aleluya! ¡Que se haga la voluntad del Señor!». Si se lo decía a Tu Tone, éste lo consideraría como una excusa para emborracharse y permanecer así. Pero podía con toda confianza hablar a Malachai.
Con la carne atiborrando el congelador y todo lo demás almacenado en las estanterías y armarios, Randy dijo:
—Ven aquí, esta noche, Malachai, y te daré mi dinero —pagaba 25 dólares a la semana a Malachai por un trabajo de veinte dólares. Malachai escogía sus propios días para fertilizar, rastrillar y recortar el césped, días en que no tenía otro ingreso, reparando o haciendo empleos de jardinería mejor pagados en otra parte. Randy sabía que nunca le faltaba tiempo y Malachai conocía que podía siempre contar con aquellos veinticinco a la semana.
El rostro de Malachai estaba inexpresivo, pero Randy notó su aprensión. Nunca jamás antes le habia dicho a Malachai que subiese al piso de arriba para recibir su paga. En el despacho, Randy se dejó caer en el sillón giratorio de alto respaldo tapizado en cuero que había venido de las habitaciones de su padre. Malachai permaneció plantado, inseguro.
—Siéntate —le dijo Randy. Malachai cogió la silla más incómoda y el respaldo más vertical y se sentó, sin hacer el menor gesto de amilanarse.
Rañdy sacó su cartera y miró al retrato de su calvo abuelo, diplomático, con el lema que estaba estampado en oro pálido sobre el descolorido marco: «Las pequeñas naciones, cuando son tratadas como leales, se convierten en las aliadas más ñrmes».
Era difícil. Desde los años en que pescaron y cazaron juntos, siempre se había sentido muy cerca de Malachai. Antes iban a trabajar en el seto y discutían como amigos, del tiempo, de la cosecha de naranjas y de la pesca, pero no compartían nada personal, ningún asunto importante. No podían hablar de política, ni de mujeres ni de finanzas. Era extraño, puesto que Malachai resultaba muy parecido a Sam Perkins. Tenía tanta inteligencia como Sam, la misma cortesía instintiva y eran de igual tamaño, pesaban quizás lo mismo, color también exacto, pardo cordobán. Randy y Sam Perkins habían sido tenientes en una compañía 7.° regimiento de Lodres Kuster, de primero de caballería. Juntos, Randy y Sam se escondieron en la ribera de los ríos Jax y Chomchom y se enfrentaron a la misma impetuosa carga humana en Unsan y cubrieron los pelotones de cada cual eñ el avance y en la retirada. Habían dormido uno junto al otro en el mismo camastro, comido en el mismo plato, bebido de la misma botella, volado a Tokio de permiso juntos y juntos se apoyaron al mostrador del Hotel Imperial. Incluso (si se enteraban en Fort Repose él podría haberse condenado al ostracismo) fueron juntos a una casa de geisas para los oficiales y fueron saludados con ideal hospitalidad y favores. Asi que resultaba extraño que no pudiera hablar a Malachai, a quien conoció desde que tenía uso de razón, como hacía con Sam Perkins, en Corea. Es raro que un oficial y caballero igual por debajo del paralelo 38, pero no por debajo de la línia Macxon-Dicxon, era raro, pero éste no era el momento para introspección social. Su misión era decir a Malachai que luchase y se preparase él y su familia.
Randy sacó dos billetes de diez y uno de cinco de su cartera y se los empujó por encima del escritorio:
—Eso es por la semana.
—Gracias, señor —contestó Malachai, cogiendo los billetes y guardándolos en el pecho de su camisa a cuadros.
Quizás la diferencia estaba en que Malachai' no había sido un oficial, como Sam Perkins, pensó Randy. Malachai estuvo en servicios durante cuatro años, pero en el Comando de Defensa Aérea, sargento técnico cuidando motores a reacción. Quizás su forma de utilizar el idioma. Sam hablaba el inglés áspero y enérgico de Nueva York, pero cuando pronunciaba alguna palabra Malachai no era preciso mirarle para saber que era negro.
—Malachai —dijo Randy—, quiero hacerte una pregunta muy seria.
—Sí, señor.
—¿Qué diríais si yo te contase que tengo una bonísima información... la mejor que pueda conseguirse... de que antes de mucho vendrá una guerra?
—No me sorprendería ni pizca.
La respuesta sí sorprendió a Randy. Su silla giratoria quedóse casi rígida.
—¿Por qué dices eso?
Malachai sonrió, complacido por la reacción de Randy.
—Bueno, señor, estoy al corriente de las cosas; leo lo que puedo. Leo todas las revistas de noticias y periódicos de fuera del estado que caen en mis manos y algunos diarios especializados y muchas otras cosas.
—¿De veras? No estarás suscrito a todos esos, ¿verdad?
Malachai trató de controlar la sonrisa.
—Algunos los consigo por usted, señor Randy. Cuando acaba una revista la tira y Missouri la encuentra y la trae a casa en su cesto. Todavía ella recoge los periódicos y las revistas de negocios de casa de la señora de McGovern. Los lunes trabajo para el almirante Ajax. £1 me guarda «Miollor Tonest», los periódicos de Washington y el «Proferigs» del Instituto Naval y revistas técnicas. Además, escucho a todos los comentadores.
—¿De dónde sacas el tiempo? —Randy jamás se había dado cuenta de que Malachai leyese algo excepto «Sol de San Marco» («Brilla para el condado de Timucuan»).
—Bueno, señor; las noches de la semana son mucho para un hombre soltero que no bebe. Así que leo y escucho. Por eso sé que las cosas no van bien y tal como me lo imagino es que si la gente sigue fabricando bombas y cohetes cada vez en mayor cantidad, algún día alguien disparará una de ellas. ¡Entonces... PUM!
—Más de una —dijo Randy—, y pronto... quizás prontísimo. Eso es lo que cree mi hermano y por eso envía a esta casa a la señora Bragg y a los niños. Será mejor que te prepares, Malachai. Eso es lo que yo estoy haciendo.
La sonrisa de Malachai desapareció por entero.
—Señor Randy. He pensado mucho, pero no hay ninguna condenada cosa que pueda hacer. Nosotros tenemos que levantarnos esperando sentados aquí. No podemos disponer de mucho... —se palmoteo el bolsillo del pecho—. Estos veinte y cinco dólares, con lo que traiga Missouri esta tarde, forman nuestro ca— piul. Cuanto más de prisa lo ganamos, más pronto se va. Claro que no necesitamos mucho, si tenemos una cosa que casi apenas nadie tiene.
—¿Qué es eso?
—Agua. Agua corriente. Agua artesiana que no puede ser contaminada. Ustedes la emplean todos en el sistema de ñltrado y de cisternas, porque la mi a tiene un olor fuerte, y alguien dice, parecido a los huevos podridos. Pero el agua azufrada no es mala. Uno se acostumbra.
Hasta aquel momento, Randy no había pensado en absoluto en el agua. Su abuelo, en un año de gran sequía, a un coste carísimo, hizo perforar unos trescientos metros hasta encontrar la capa artesiana y regar la cosecha. Y su abuelo permitió que los hombres de la familia Henri se hiciesen cargo de la principal cañería; así éstos tendrían una fuente perpetua de agua, gratis, aunque era un líquido duro y con muchos minerales sueltos y a Randy no le gustaba, hasta el punto de regar el jardín con agua de la cisterna, incluso cuando había poca y el día era cálido y veraniego.
—Me temo que yo nunca me acostumbraría —dijo. Contó doscientos dólares en billetes de veinte y lanzó el dinero a través del escritorio—. Esto es para una emergencia. Compra lo que necesitéis.
Los nuevos billetes parecían resbalar en los dedos de Malachai.
—No sé cuándo se lo podré devolver.
—No te preocupes. No te pido que me los devuelvas.
Malachai plegó los billetes.
—Gracias, señor.
—Te veré la semana que viene, Malachai.
Malachai se fue y Randy se preparó un combinado. Uno abría el grifo y le venía el agua en cantidad, agua dulce y blanda, sin olor; bombeada, desde alguna cisterna subterránea por un sirviente silencioso y fiel, el pequeño motor eléctrico. En las familias de Biver Road, excepto los. Henri, sacaban su agua del mismo modo, teñiendo todos su bomba y pozo propios. Más importante que cualquier cosa que hubiese oído decir, era el— agua, libre de bacilos peligrosos, no tóxica por Venónos humanos, químicos o radioactivos. Agua pura es esencial para su fertilización, aceptada igual que el aire puro. En las grandes ciudades, donde un fallo en la explosión próxima produciría la ruptura de los depósitos, la demolición de los acueductos y el destrozar de las cañerías principales, sería un problema infernal carecer de agua. Las grandes ciudades se convertirían en trampas mortales como los desiertos y las junglas. Randy empezó a considerar lo. poco que sabía en realidad de los fundamentos de la supervivencia. El, dedujo, tendría nociones mucho más profundas. Se requería como materia importante en la educación de las esposas de miembros de la Fuerza Aérea. Decidió hablar con Bubba Offenhaus, que dirigía la defensa civil en Fort Repose. Bubba debía tener folletos de algo así que él pudiese estudiar.
En el piso bajo Graf comenzó a ladrar, con una alarma insistente y beligerante, anunciando que un coche extraño iba por el sendero. Randy fue al final de las escaleras, gritando:
—¡Cállate, Graf! —y esperó a ver quién llamaría. Nadie llamó sino que la puerta se abrió. Mirando, vio en el recibidor a Elizabeth McGovern; miraba sobre Graf, el rostro tapado por el cabello rubio que le caía hasta el hombro. Acarició los lomos de Graf hasta que agitó la cola en señal amistosa. Luego alzó la vista y llamó:
—¿Estás visible, Randy?
Algún día entraría así y él no estaría muy visible. La chica le azoraba. Era llamativa, impredecible y algunas veces incómoda, hablando.
—Sube —dijo. Como sonrisa era también la chica un problema especial.
Durante todo el verano y a principios de otoño, Randy había contemplado cómo la casa de los McGovern subía, mientras los obreros colocaban sus materiales en ordenadas filas y plantaban en el jardín las flores y matorrales requeridos. Una tarde triste de octubre, mientras buscaba lubinas en el canal, vio un par de piernas perfectas.y sin el menor defecto extendidas hacia el cielo desde el muelle de los McGovern. Puesto que ella estaba tumbada en una lona sobre las planchas, los tacones apoyados en un poste, sólo podía ver sus piernas desde aquel nivel del agua. Volvió la proa hacia la playa para descubrir a qué cuerpo pertenecían aquellas piernas tan hermosas y poco familiares. Cuando el bote estuvo casi debajo del muelle, habló:
—Hola, piernas.
—Puede llamarme Lib —contestó ella—. Usted es Randy Bragg, ¿verdad? Estaba esperando que viniese usted.
Cuando se convirtieron en algo más que amigos, aunque menos que amantes, él la acusó de cebarle con sus adorables piernas. Lib se rió y dijo:
—No sabía entonces, que eras un hombre aficionado a las piernas, pero me alegro de que lo seas. La mayor parte de los machos americanos tienen preferencia por las glándulas mamarias. Un síntoma maternal, me parece. Las piernas son para el placer del hombre; los senos, para los niños. Oh, eso son realmente cosas mías. Lo dije porque sabía que mis piernas eran mi único tesoro verdadero. Soy lisa y no muy desarrollada —técnicamente, la chica decía la verdad. No era ninguna belleza clásica cuando uno consideraba cada rasgo individualmente. Era sólo una belleza en su total, en el modo en que se movía y en que todo estaba reunido en un cuerpo.
Subió las escaleras y pasó un brazo desnudo en torno al cuello de Randy y le besó, un beso breve, de saludo.
—He estado tratando de ponerme en contacto contigo por teléfono todo el día —dijo ella—. Pensaba que había llegado a una conclusión importante. ¿Dónde estuviste?
—Mi hermano hizo una parada en McCoy por aire desde Omaha. Tuve que ir a reunirme con él. —La condujo hasta la sala de estar—. ¿Algo de beber?
—Ginger Ale, si es que tienes. —Se sentó en un tamburete en el mostrador, una pierna encima de la otra y la rodilla entre ambas manos. Llevaba una blusa turquesa sin mangas, de lino, pantalones cortos de gamuza y mocasines.
Randy puso hielo en el vaso y sirvió el Ginger Ale diciendo:
—¿Cuál es la conclusión importante?
—Te volverás loco, es acerca de ti.
—Está bien, me volveré loco.
—Creo que deberías ir a Nueva York o Chicago o San Francisco o cualquier ciudad con carácter y vitalidad. Tendrías que ponerte a trabajar. Este pueblo no es bueno para ti, Randy. El aire es como sopa y el agua es como sopa y la gente son persones sin ambiciones. Estás vegetando. Yo no quiero una verdura, quiero un hombre.
Al instante se puso furioso y entonces se dijo a sí mismo que por una buena cantidad de motivos, incluyendo el hecho de que el diagnóstico de ella era probablemente cierto, era una tontería enfadarse. Dijo:
—Si me fuese y te dejase aquí, ¿no te volverías tú en una chica sin ambiciones?
—Ya he pensado en eso. En cuanto tú tengas un empleo, te seguiré. Si quieres, iremos juntos una temporada. Si resulta bien, podremos casarnos.
Le examinó el rostro. Su boca, de ordinario ágil y graciosa, formaba una línea tensa e incolora. Sus ojos, que reflejaban sus estados de ánimo, como el río refleja al firmamento, eran grises y opacos. Bajo el suave bronceado proporcionado por el sol de invierno, su piel resultaba pálida. Ella hablaba en serio. Pensaba lo que decía.
—Demasiado tarde —contestó él.
—¿Qué quieres decir con «Demasiado tarde?».
Ayer podía haber cierto sentido y lógica en su cálculo y él hubiese aceptado este desafío, esta invitación, esta declaración. Pero desde aquella mañana, habían vivido en mundos divergentes. Sí, era necesario que la condujese a su propio mundo, aunque no demasiado bruscamente; pero sí, por lo menos, que viese y aprendiese el peligro futuro, y despertar su capacidad de pensar con claridad y de actuar inteligentemente.
—Mi cuñada y sus dos hijos vienen a quedarse conmigo —comenzó—. Lo harán esta noche..., bueno, realmente, de madrugada. A las tres y media.
—Estupendo —dijo ella—. Les conoceré, les pondré la casa patas para arriba y luego te escogeré una ciudad para ti..., una ciudad bonita, grande, viva. Que se queden en esta casa para ellos solos y mientras estén aquí no tendrás que preocuparte por el cuidado de tu hacienda. ¿Cuánto tiempo van a quedarse?
—No sé —contestó Randy. Quizás para siempre, estuvo a punto de añadir, pero no lo hizo.
—No importa, realmente, ¿verdad? Cuando se marchen puedes alquilar la casa. Si se van pronto conseguirías un buen precio para el resto de la temporada. ¿Qué tal es tu cuñada?
—No te he dicho la razón de su» venida. — Extendió la mano y cogió sus dos manitas. Los dedos largos, redondos, fuertes, hacían juego con su garganta femenina. Sus uñas tenían un tinte cobrizo y estaban cuidadosamente arregladas. Trató de enmarcar las pala bras adecuadas.
—Mi hermano cree...
Graf, apostado cerca del tamburete de Randy, se puso en pie, el pelo hirsuto, como un cerdo afeitado; la cola y las orejas en atención; luego, corrió hasta el pasillo y bajó las escaleras, ladrando frenético.
—¡Es el perro más escandaloso que conocí! —exclamó Lib—. ¿Quién se te va a comer ahora?
—Tiene radar en las orejas. Nadie puede acercarse a la casa sin que él lo sepa. —Randy bajó al piso inferior. Dan Gunn estaba en la puerta. Era un hombre anguloso, impresionante, de rostro triste y sombrío; llevando unas gafas de montura gruesa, torpes movimientos y parco en palabras. Entró en el pasillo, sin molestarse en mirar a Graf.
—¿Tienes a una mujer arriba, Randy? —dijo Dan—. Sé que sí porque su coche está aparcado en la puerta—. Se sacó la pipa de la boca y casi sonrió—. Me gustaría hablarle acerca de su madre. De su padre, también.
—Sube al apartamento, Dan —dijo Randy—. Yo daré un paseo por el patio. —Se imaginó que Dan acababa de hacer una visita profesional a los McGovern. La madre de Lib tenía diabetes. No sabía que su padre estuviese enfermo, pero si Dan iba a discutir la enfermedad familiar con Lib, sería mejor que se desvaneciera educadamente.
—No creo que a Elizabeth le importará que estés presente en esto — dijo Dan —. Prácticamente ya eres uno de la familia, ¿verdad?
Subiendo las escaleras Randy decidió que Dan, también, debería' conocer el aviso de Mark. Si era preciso que alguien lo supiese mejor que ninguno un médico. Y al mismo tiempo Randy se dio cuenta de que no había incluido medicinas en su lista y que el botiquín de la casa contenía poco más que unas aspirinas, gotas nasales y líquido para enjuague de boca. Viniendo dos niños tenía que haberlo planeado mejor. De todas maneras, Dan era el hombre que le diría qué conseguir y si era preciso le redactaría las recetas.
Randy preparó una bebida para Dan y dijo:
—Nuestro médico ha venido para verte, Lib, no a mí. Cuando haya terminado de hablar, tengo algo que deciros a los dos.
Dan le miró de manera singular.
—Parece como si estuvieses a punto de hacer un anuncio.
—Lo estoy, pero habla tú primero.
—No es nada urgente ni terriblemente importante. Es sólo que estaba efectuando el circuito de placebo... y me dejé caer para ver a la madre de Elizabeth.
—¿El circuito de qué? —preguntó Lib. Randy había oído a Dan emplear la frase, antes.
—Placebo, o circuito icosomático..., los retirados de mediana edad y los que no tienen nada que hacer si no sentirse solitarios y preocuparse por la salud. A la única persona a quien pueden llamar sin que eluda visitarles es a su médico. Así que, me llaman y me atiborran los oídos con sus síntomas. Les doy comprimidos de azúcar o tranquilizantes... cualquiera de los dos son igual de buenos. Les aseguro que van a vivir. Eso les pone felices. No sé porqué.
A los teinta y cinco años Dan era un idealista amargado. Después de estudiar medicina en Boston comenzó a ejercer en una ciudad de Vermont y en sus horas libres amplió estudios de doctorado en epidemiología. Su meta habían sido los continentes populosos y las grandes plagas: malaria, tifus, cólera, tifoidea, y buscaba un puesto en la Organización Mundial de la Salud... o un destino en el Punto Cuatro. Entonces se casó. Su esposa —Randy no sabía su nombre porque nunca Dan se lo dijo— aparentemente había sido una alcohólica extravagante nimfoma— níaca, con tendencias al juego. Ella retrocedió ante la idea de vivir en Africa Ecuatorial o en algún pueble— cito de algún delta de la India y le apremió para que abriese clínica en Nueva York o Los Angeles, donde había posibilidad de ganar mucho dinero. Cuando Dan se negó, a ella le dio por pasarse los fines de semana en Nueva York, su lugar favorito, para conquistar compañeros de cama, un bar allá por las calles Cincuenta. Así que él fue un caballero y le dejó que se fuese a Reno y consiguiera el divorcio. Cuando ella tuvo mala suerte regresó al Este, entabló demanda por alimentos y el juez le concedió cuanto pidió. Ahora vivía en Los Angeles y cada semana empujaba el dinero recibido para alimentos a las mesas de juego o a las máquinas tragaperras. La carrera de Dan terminó antes de haber empezado. El puesto en la Organización Mundial de la Salud o el salario del Punto Cuatro apenas serviría para pagar la pensión alimenticia y nada le quedaría, y un doctor no puede vivir del aire, ni hacer trapacerías, excepto si se mete en la tela de araña de prácticas ilegales de la medicina. Se fue a Florida porque el estado crecía y su trabajo y sus minutas serían mayores y pensó que eventual— mente tendría bastante dinero que ofrecerle en efectivo para ajustar y supurar la hemorragia financiera.
En Fort Repose, Dan compartía el edificio de las Artes Médicas de un solo piso con un hombre mayor, el doctor Bloomfield y dos dentistas. Vivía frugalmente en un conjunto de dos habitaciones de River— side Inn, en donde actuaba como médico de la casa para los huéspedes de edad durante la temporada de invierno. Sus mayores ingresos se doblaron. Mientras ponía en el mundo a niños en Pistolville y en Negro por 25 dólares, equilibraba esto con las visitas a diez dólares a las casas, en el circuito de placebo. En una sola vuelta de dos horas, River Road arriba, entregando tranquilizantes y buenas palabras, a menudo reunía cien dólares. No le sirvió de nada. Descubrió que se veía inexorablemente exprimido entre la pensión de su ex esposa y los impuestos. Los impuestos subían con los ingresos y la cláusula progresiva de la sentencia de la pensión de su ex esposa cobró efecto. Una vez, Randy y él calcularon que si sus ingresos subían más de cincuenta mil dólares al año se vería en la bancarrota. Dan no podía imaginar ninguna combinación de circunstancias que le permitiesen amasar bastante capital para comprar a su antigua esposa y verse libre para luchar contra las epidemias. Así que era un hombre amargado, pero, Randy le creía un hombre amable, quizás un gran hombre.
—¿No considerará nuestra casa como una parada en su circuito de placebo? —preguntó Lib.
—No —contestó Dan—, y sí. Su madre tiene dia— betis —hizo una pausa, para dejar que ella comprendiese que no era todo eso lo malo—. Me llamó hoy. Estaba muy transtornada. Se preguntaba si podría cambiar el tratamiento de insulina por la nueva droga oral. Usted le da una inyección de insulina cada mañana, ¿verdad?
—Sí —dijo Lib—. No puede soportar pincharse a sí misma y no quiere que mi padre lo haga. Dice que es demasiado brusco. Afirma que cuando papá la pincha disfruta.
Eso era algo que Randy no sabía.
—Quiere que la reorganice porque dice que usted habla de abandonarla —dijo Dan.
—Sí — contestó Lib —. Intento marcharme. Me voy a ir cuando Randy se vaya.
Randy empezó a hablar, pero se contuvo. Aún podía aguardar un momento,
Dan se limpió las gafas. Su rostro mostró una expresión triste.
—No sé nada acerca de los experimentos —anunció—. Su madre queda equilibrada con'setenta unidades de insulina al día. Una buena inyección. No quisiera quitarle la insulina. Tendrá que aprender a utilizar ella misma la aguja hipodérmica. Ahora, veamos lo de su padre.
—¡Mi padre! No hay nada malo con él, ¿verdad?
—Quizás nada, quizás todo. Se está convirtiendo en una especie de zombi, Elizabeth. ¿Acaso no tiene aficiones? ¿No puede empezar un negocio nuevo? Unicamente tiene sesenta y un años y, excepto un poco de hipertensión, está en buena forma, físicamente. Pero se muere más de prisa de lo que debiera. Cuanto mejor es un hombre en los negocios, peor es en la jubilación. Un día está dirigiendo una gran corporación y al siguiente, cuando no se le permite dirigir nada, excepto su propia casa, se desea la muerte a si mismo y, efectivamente, se muere.
Lib había estado escuchando con atención. Ahora dijo:
—Es todavía más duro con papá. Mire, no se retiró por su gusto. Le despidieron. Oh, todos lo llamamos jubilación y él recibe su pensión, pero el consejo de administración le dejó cesante... perdió una lucha financiera beneficiosa... y ahora no cree que sea de utilidad alguna para nadie, en absoluto.
—Me imaginé que era algo así —comentó Dan. Guardó silencio un momento—. Me gustaría ayudarle. Creo que vale la pena salvarlo.
Ahora Randy se dio cuenta de que era el momento de hablar.
—Cuando viniste, Dan, estaba a punto de decir a Lib que Mark me habló hoy, en McCoy. Tiene miedo... está seguro... de que estamos al borde de la guerra. Por eso Helen y los niños vienen a esta casa. Mark cree que los rusos" ya están preparados para todo.
Randy les vigiló. La primera que pareció comprender fue Elizabeth.
—¡Oh, Dios! —exclamó en voz baja. Entrelazó los dedos en el regazo y se quedó pálida.
La cabeza de Dan se sacudió, una especie de tem—; blor negativo. Miró a la botella y al vaso semivacío de Randy sobre el mostrador.
—No habrás estado bebiendo, ¿verdad, Rándy?
—La primera copa de hoy... desde el desayuno.
—No creí que estuvieses bebido. Era sólo una vana ¿ esperanza. —La cabeza masiva de Dan, con el pelo rojizo y áspero de sus sienes, se inclinó hacia delante, como si su cuello ya no pudiese sostenerle
—. Eso hace hipotético todo lo demás —dijo—. ¿Muy pronto?
—Mark no lo sabe y yo no puedo ni imaginarlo. Hoy... mañana... la semana que viene... el mes próximo... en cualquier momento.
Lib miró su reloj.
—Dan noticias a las seis — dijo. Una radio portátil, no mayor que una copa de coñac, estaba en un extremo del mostrador. Ella la puso en marcha.
Randy mantuvo el aparato sintonizado al V.S.MJF., la mayor estación comercial del condado. La música de baile se desvaneció y la voz de Hendrix, el comentarista de discos, anunció:
—Bueno, a todos vosotros, amigos, tengo que quitar la aguja del surco durante cinco minutos para que las personas serias puedan enterarse de lo que se cocina en tomo al globo terráqueo. Así que, empecemos con el tiempo. El termómetro del exterior de los estudios marca 16 grados y una décima y la predicción para Florida Central es de buen tiempo con viento suave y moderado del este durante él día de mañana y que no hay peligro de heladas en todo el martes. Va a ser un clima estupendo para pescar, amigos, y para demostrarlo, he aquí una historia de tabares, allá en el Lake Country. Joñas Corkle de Hyannir, Nebraska, pescó hoy un barbo de casi seis Icilos en Lake Dora, poniéndose a la cabeza del Torneo de Invierno de Lake Country. Utilizó anguila negra como cebo. Un parte de U.P. desde Washington dice que la marina ha ordenado acción preventiva contra aviones reactores no identificados que han estado sobrevolando a la Sexta Flota en el Mediterráneo Oriental. En Tropical Park hoy, Bald Eagle ganó él Coral Han— dicap por tres cuerpos, pagándose a once sesenta. Careless Lady fue segunda y Rumpus, tercero. Ahora, volviendo a las noticias de Wall Street, las acciones cerraron a diversos cambios, subiendo las de proyectiles dirigidos y ferrocarriles, pero de una manera moderada. Los porcentajes Dow-Jones..
Lib apagó la voz de Happy Hendrix.
—¿Qué significa eso? —preguntó.
Randy se encogió de hombros.
—Es asunto del Mediterráneo. Ha ocurrido antes. Me imagino que es uno de los peligros más graves. Nos hemos acostumbrado a las impresiones. Hemos sido acondicionados. Estar al borde de la guerra ha sido nuestra postura moral —se volvió a Dar—. Yo creo que deberíamos almacenar algunas medicinas... un equipo de emergencia. ¿Que recetarías para la guerra, doctor?
Dan rebuscó en el bolsillo de su americana y sacó un bloque de notas. Avanzó despacio y pareció muy cansado.
—Les daré a los dos algo —dijo, empezando a escribir—. Género que puedan utilizar por sí mismos, sin mi ayuda. Y en cuanto a su madre, Elizabeth, botellas extras de insulina. También pediré un poco de oranise de una farmacia en Orlando. La farmacia local todavía no lo tiene.
—Pensé que usted había decidido no experimentar la droga con mi madre —comentó Lib.
—La insulina —contestó Dan, continuando escribiendo—, requiere refrigeración.
Dan dejó las recetas sobre el mostrador.
—Buenas noches —dijo—. Tengo que ayudar a nacer un niño en la clínica, a las siete. Es una cesárea. La vida sigue. Por lo menos eso es lo que voy a creer hasta que se demuestre lo contrario. —Se levantó y salió de la habitación.
Lib dio la vuelta al mostrador.
—Abrázame —pidió.
Randy la abrazó, la estrujó, extrañamente, sin ninguna pasión excepto miedo por ella. De ordinario sólo tenía que notar su cuerpo próximo o pasarle los labios por encima del pelo y oler lo que ella llamaba «Mi perfume seductor», para sentirse excitado. Ahora sus brazos la arrollaban por completo en un sentido también por completo protector. Todo lo que pedía era que viviese ella y vivir también él y que las cosas permaneciesen igual por siempre.
^ La joven siguió rozando su suave cabeza contra la garganta de Randy. Ella no decía que no. Pedia y rogaba porque el reloj se quedase quieto, lo mismo que Randy; pero, como Mark dijo, eso iba contra la naturaleza.
La joven alzó la cabeza y gentilmente se apartó, diciendo:
—Gracias, Randy. Me das fuerzas. ¿No lo sabias? Ahora, ¿qué puedo hacer?
—Será mejor que vuelvas a tu casa y hables con tus padres.
—No creo que me crean. No prestan mucha atención a la situación internacional y a mamá no le gusta ni siquiera hablar de nada desagradable.
—Probablemente no te crean, pero después de todo, no conocen a Mark. Háblalo con tu padre, haciéndolo de manera que parezca una proposición comercial; dile que es como tomar un seguro; de todas maneras, procura que las recetas de Dan se cumplan.
—Mañana conseguiré las medicinas —contestó ella—. La comida no es problema. Nuestra alacena no está exactamente vacía. ¿Qué vas a hacer, Randy? ¿No sería mejor que descansases un poco si has de estar en el aeropuerto a las tres y media?
—Lo intentaré. —La cogió de nuevo entre sus brazos y la besó, en esta ocasión sin sentirse nada protector y ella respondió, sus temores contenidos.
Salieron de la casa cuando el sol rojo parecía distenderse y caer en el río allá donde se unía con el amplio St. Johns. Ella subió al coche. El la volvió a besar.
—Si me necesitas, llámame.
—No te preocupes. Lo haré. Te veré mañana, Randy.
—Sí, mañana.
III
A estas horas, cuando los cirros se extendían como cintas carmesí muy altos a través del firmamento suroeste, en una especie de oscuridad que ni siquiera permitía que la brisa agitase una hoja de musgo o las frondas de las palmeras, el día murió tranquilo y hermoso. Esa era la hora de Randy, ésta y el alba, tiempo de quietud y de paz.
Sus ojos quedaron atraídos por un movimiento en un macizo de turquesas a la otra parte del camino y de nuevo vio al condenado pájaro. Podía haber muy poca duda. Incluso a esta distancia, incluso sin binoculares, era capaz de distinguir los ojos ribeteados de blanco. Moviéndose despacio y en silencio, saltando de arbusto en arbusto, cruzó el césped.
Si atravesase el camino y el patio delantero de Florence y Alice Cooksey le vigilaban. Florence le una identificación positiva.
Florence y Alice Cooksey le vigilaban. Florence le había estado observando desde atrás de las persianas del dormitorio mientras él hablaba con la chica McGovern y la besaba despidiéndose, una exhibición pública desagradable. Ella le vigiló cuando estaba plantado en el camino, las manos en las caderas, solo, y durante largo rato, inmóvil. Luego, de manera incrédula, le había visto inclinarse y avanzar furtivo hacia ella y entonces fue cuando llamó a Alice.
—¡Ahí está! —dijo triunfante—. Ya te lo dije. Ven y cerciórate por ti misma. ¡No hay duda de que es un fisgón!
Alice, mirando a través de los visillos, dijo:
—Creo que acecha a alguien.
—Sí, a mí
Siguieron vigilantes mientras él cruzaba la calzada, poniendo los pies con cuidado como un hurón a punto de lanzarse sobre su presa.
—¡La víbora! —exclamó Florence.
Llegó al césped de Florence y durante un momento se escondió detrás de un macizo de lilas.
—Va a doblar este lado de la casa —anunció Florence—. Creo que será mejor que lo vigilemos desde el comedor. —Entró corriendo a la estancia, Alice siguiéndola.
Inclinado, casi doblado, Randy avanzó desde las lilas hacia las turquesas. De pronto se incorporó, lanzó un sombrero imaginario al suelo y Florence le oyó decir de manera clara:
—¡Oh, maldición!
Al mismo tiempo vio a Anthony que sacudió la jaula en el porche posterior. Anthony había regresado a su casa para pasar la noche. Luego oyó a Randy en la parte trasera. Anthony chirrió. Randy juró y gritó:
—¡Eh, Florence!
Ella abrió la puerta de la cocina y contestó:
—¡Mire, Randolph Bragg, no voy a consentir más que esté husmeando en torno a la casa y mirándome mientras me visto! ¡Debería sentirse avergonzado!
Randy, con la boca abierta, estupefacto, miraba a los dos pájaros. Anthony, al exterior de la jaula; Cleo, aleteando dentro.
—¿Es ése pájaro suyo? —preguntó. Señaló a Anthony.
—Con certeza que es mi pájaro.
—¿Qué clase de pájaro es?
—Oh, un tórtolo africano, claro.
Randy sacudió la cabeza.
—Soy un burro. Creí que era un periquito de Carolina. Mire, el periquito de Carolina es, o era, nuestro pájaro nacional. No se ha encontrado ningún ejemplar desde 1925. Suponen que la especie se ha extingi— do. Si éste no es uno, reconoceré que es verdad.
—¿Por eso ha estado usted espiándome? Le vi esta mañana, con anteojos.
—No la espiaba a usted, Florence. Espiaba a ese falso periquito de Carolina. —Se fijó en Alice Cooksey de pie tras Florence, sonriendo. Alice era una de sus personas favoritas. Realmente debería contar a Alica lo que Mark había predicho. Debía también decírselo a Florence, pero esta última le miraba todavía trastornada y furiosa. Por fin dijo —: Ahora, Florence, cálmese. Tengo algo importante que decirles.
—¡Admirador de pájaros! —gritó Florence. Le estrelló en las narices la puerta de la cocina y entró corriendo en la casa.
Randy se metió las manos en los bolsillos y caminó hasta su hogar. El mundo estaba realmente loco. Hablaría a Florence y Alice por la mañana, después de que la primera se hubiese calmado.
En su cocina, Randy se preparó un bocadillo caníbal Lib consideraba su costumbre de comer de esa manera, sazonándolo todo con salsas picantes y mostaza y poniendo la carne entre dos rebanadas de pan, como algo bárbaro. El la había explicado que era la comida más sencilla que podía preparar un soltero perezoso para hacer otra cosa y que además le gustaba.
Bajó trotando las escaleras y examinó las compras alineadas en las estanterías y apiladas en las alacenas. Parte resultaba bastante exótico para una emergencia. Quizás debería preparar un equipo de golosinas. Si ocurría lo peor, estas golosinas, más o menos encubiertas, podrían ser sus raciones de hierro en un momento desesperado. Si no pasaba nada, igual se conservarían. Seleccionó un tarro de extracto de buey inglés, un paquete hermético de cubos de caldo, un bote de chocolatines suizos y una lata de azúcar en terrones, un queso italiano en conserva y unas cuantas otras pequeñeces. Las colocó en un cartón, envolvió este cartón en papel de estaño y se lo llevó al apartamento. La cómoda de teca del despacho era un lugar estupendo para esconderlo y olvidarse. Rebuscó por entre el cajón, apartando viejos documentos legales, fajos abstractos de cartas, un paquete de dinero confederado, álbums de fotografías de desnudos. El diario del teniente Peyton y media docena de libros infantiles..., todos recuerdos de familia que no se creyeron de valor suficiente para ocupar un lugar en la caja fuerte, pero demasiado buenos, por otra parte, para ser echados a la basura... y así hizo espacio en el fondo para las raciones de hierro.
A las siete en punto escuchó las noticias. No había nada extraordinario. Se dejó caer en el diván del despacho, cogió una revista y comenzó a leer un artículo titulado: «¡Próxima parada... Marte!». Al poco las letras le bailaron entre los ojos y se durmió.
IV
Cuando son las siete de la tarde del viernes en Fort Repose son las doce en punto de la mañana en el Mediterráneo Oriental, en donde el Grupo de Ataque 6, 7 giraba hacia el Norte y se encaminaba a los estrechos mares entre Chipre y Siria. La forma del grupo de ataque era un óvalo gigante, su periferia señalada por las estelas de los destructores y de las fragatas de proyectiles dirigidos y de los cruceros. El centro del. Grupo de Ataque, 6, 7 y la razón de su existencia era el «U. S. S. Saratoga», una base móvil nuclear. En el Centro de Información de Combate del «Saratoga» dos oficiales contemplaban el brillante destello de un gran repetidor de radar. Parpadeaba una y otra vez, como un ojito verde abriéndose y cerrándose. Interrogado por un impulso amistoso de radar, no habia replicado. Era hostil. Durante treinta y seis horas, desde después de haber pasado Malta, el «Saratoga» se había visto ensombrecido. Este pitido luminoso era la última descubierta.
—Es inútil enviar un avión de combate nocturno — dijo uno de los oficiales—. Ese chisme es demasiado rápido. Pero un F-U-F podría capturarle. Así que será mejor que le dejemos que se acerque más. Quizás lo hará lo bastante para que un proyectil dirigido disparado del «Canberra» le alcance. Si no, al amanecer, lanzaremos el F-ll-F.
El otro oficial, un hombre mayor, capitán, frunció el ceño. No le gustaba arriesgar su navío en una zona de maniobras restringida bajo la observación del enemigo. Siempre pensaba que el Mediterráneo era una especie de saco, de todas maneras, y que se acercaban al fondo de dicho saco.
—Está bien —dijo—. Pero asegúrese de que le cazamos mediante el radar antes de que entremos en el golfo de Iskenderun.
PARTE 4
I
La batalla de Helen Bragg había pasado y ella la perdió. Los billetes estaban en su bolso. Su equipaje —'Mark les había hecho recoger casi todas las ropas que poseían y pagó una suma considerable por el exceso de peso— estaba apilado en la carretilla que ya giraba' por el cemento, pisoteando la fina nieve. Ella había perdido, y sin embargo quince minutos antes de la hora del despegue seguía protestando, no con la esperanza de que Mark cambiase de idea. Era simplemente que se sentía triste y culpable.
—Sigo sin creer que debo irme —dijo ella—. Me siento como una desertora.
Quedaron plantados juntos en el vestíbulo del terminal, una diminuta isla olvidada de los seres humanos que la rodeaban. Su mano enguantada se cogía al brazo de él, la mejilla de la mujer se apretaba contra el hombro del marido. El la oprimió la mano y dijo:
—No seas tonta. Cualquiera que tenga sentido común se alejará de una zona de blanco primario en un momento como éste. No eres la primera en marcharse ni tampoco serás la última.
—Eso no justifica las cosas. Mi lugar está aquí contigo.
El la hizo darse la vuelta para que le mirase, asi que su boca quedó a pocos centímetros de la de Mark.
—Eso es. Pero no puedes quedarte conmigo. Si se produce lo que tememos yo estaré en el Agujero, protegido por veinte metros de cemento y acero y de buena tierra apisonada. Ahí está mi lugar y en ése tú no puedes estar. Deberías quedarte en alguna parte de la superficie, expuesta. Si pudieses bajar al Agujero conmigo, entonces te quedarías, cariño.
Eso era algo que no había dicho antes, un hecho que ella no había considerado. De alguna manera la hizo sentirse algo mejor; sin embargo, siguió discutiendo, aunque desanimada.
—Continúo pensando que mi trabajo está aquí... Los dedos de él la silenciaron y cuando habló su voz era como una orden directa y llana.
—Tu tarea es sobrevivir porque si no lo haces los niños no sobrevivirán. Esa es tu misión. No hay otra. ¿Lo comprendes, Helen?
En el otro lado del triste terminal Ben Frahklin y Peyton recorrían el kiosco de periódicos, cada uno con un dólar para gastar en caramelos, chiclé y revistas. Sabían sólo que salían del colegio una semana antes y que iban a pasar las vacaciones de Navidad en Florida. Eso es todo lo que Helen les había dicho y en la ilusión de hacer las maletas y saludar a su padre, y luego hacer más maletas, no hubieron preguntas.
—Comprendo —contestó ella. Su cabeza cayó sobre el pecho de Mark—. Si este asunto estalla y se disipa vendrás directamente a casa, ¿verdad? —Seguro.
—¿Me lo prometes? —Ciertamente que te lo promete —Quizás podríamos regresar a casa antes de que empiece el colegio después de vacaciones.
—No cuentes con eso, cariño. Pero te llamaré cada día y en cuanto crea que la cosa está segura, te daré el aviso.
El altavoz anunció que el vuelo 714 para Chicago, con enlace a otros vuelos hacia el este y hacia el sur, estaba a punto de partir.
Los niños corren hasta ellos. Peyton llevaba un carcaj y un arco de flechas atravesado en su hombro; Ben Franklin un trompo, y una caña de pescar, esto último fue su regalo de Navidad de Bandy, en el año anterior.
Mark les acompañó hasta fuera, por la Puerta 3. Cogió a Peyton y la sostuvo alta un momento y la besó, desarreglándole su gorrita de punto roja.
—¡Mi pelo! —exclamó ella, riendo y su padre la dejó en el suelo.
Advirtió cómo otros pasajeros cruzaban la puerta. Se llevó aparte a Ben Franklin y le dijo:
—Pórtate bien, hijo.
Ben le miró, sus ojos pardos turbados. Cuando habló su voz resultó intencionalmente baja.
—Esto es una evacuación, ¿verdad, papá?
—Sí — era costumbre de Mark no decir nunca una mentira cuando respondía a una pregunta de sus hi jos.
—Me di cuenta nada más volver a casa, del colegio. De ordinario, mamá se muestra emocionada y feliz por viajar. Hoy, no. No quería hacer las maletas; así que lo comprendí.
—Me sabe mal enviaros lejos, pero es necesario. — Mirar a Ben Franklin era como mirar una instantánea de sí mismo en un viejo álbum de fotos—. Tendrás que ser el hombre de la familia durante una temporada.
—No te preocupes por nosotros. Estaremos bien en Fort Repose. Tú me preocupas. —Los ojos del muchacho se arrasaban de lágrimas. Ben Franklin era un niño de la era atómica, con mucho conocimiento.
—Estaré bien en el Agujero.
—No si... De todas maneras, papá, no tienes porque preocuparte por nosotros —repitió.
Llegó el momento. Mark les acompañó hasta la puerta; el guante de Peyton en su mano izquierda; Ben Franklin en su derecha. Helen se volvió y él la besó una vez más y dijo:
—Adiós, cariño, te llamaré mañana por la tarde. Esta noche tengo servicio y probablemente dormiré toda la mañana, pero nada más me levante te telefonearé.
Ella logró decir:
—Hasta mañana.
Les contempló caminar hacia el avión, un pequeño desfile, que parecía salir de su vida.
II
A las nueve, Randy se despertó, consciente de media docena de problemas acumulados en su subconsciente. El problema del transporte que había descuidado por entero. Con certeza debería tener una reserva de gas y petróleo. La mitad de su lista de verduras faltaba por comprar. No había cumplido con las recetas de Dan Gunn. Tenía, sin embargo, que visitar a Bubba Offenhaus y recoger folletos de la Defensa Civil. Entró en el cuarto de baño, encendió las luces y se lavó el sueño de los ojos. ¡Luces! ¿Qué pasaría si las luces se apagaban? Varias cajas de bolas, dos antiguas lámparas de petróleo y tres linternas estaban en una de las alacenas del piso bajo, previsión contra la temporada de los huracanes.
Tenía otra linterna en su dormitorio y otra en el coche; añadió velas, petróleo y baterías y pilas a su lista. Todo, excepto la gasolina, que tendría que esperar hasta mañana, de todas las maneras. Con Helen para ayudarle a llenar las brechas, seria fácil preparar todo lo esencial el sábado.
Se cambió de ropa, estremeciéndose. Las noches se hacian más frescas. Abajo el termómetro marcaba 16 grados y subió el termostato. La casa de los Bragg no tenia bodega... resultaban raras en Florida central... pero tenía una sala de calderas y estaban eficientemente calentadas por petróleo. ¡Petróleo!
Dudaba que tuviese que preocuparse por petróleo. El tanque de combustible se llenó en noviembre y hasta ahora el invierno fue suave.
En el garaje Randy encontró dos latas de gasolina vacías de veinte litros cada una. Las puso en el por— tamaletas del coche y marchó a la ciudad.
La estación de Jerry Kling estaba todavía abierta, pero Jerry había apagado ya el cartel luminoso y estaba haciendo arqueo de caja eñ la registradora. Jerry llenó el depósito y las dos latas extra y cuando, pensándolo mejor, pidió veinte litros de petróleo y cinco más de bencina, le sirvió.
Volviendo a River Road, Randy disminuyó la marcha al llegar a casa de los McGovern. Todas las luces estaban encendidas. Entró por el sendero. Eran las diez y media. No era necesario que partiese hacia el puerto de Orlando hasta las dos de la madrugada.
III
Casi amanecía en el Mediterráneo Oriental cuando el «Saratoga», aumentando la velocidad en las estrechas aguas entre Chipre y el Líbano, catapultó a cuatro F-ll-F Tigers, los más rápidos aviones de combate de su dotación. Para entonces, el reactor de reconocimiento que había sombreado al Grupo de Ataque 6, 7 a través de las horas de oscuridad había desaparecido de las pantallas de radar. El estado mayor del almirante estaba convencido de que otro ocuparía su lugar, como la mañana anterior, pero este día el fisgón recibiría una sorpresa. La misión primaria del Grupo de Ataque 6,7 era apostarse en el golfo de Iskenderun y animar a los turcos, que estaban sufriendo una pesada propaganda política. La seguridad de la fuerza armada quedaría en peligro si su formación peligrosamente próxima, en esta zona confinada, resultaba observada.
Del todo, con frecuencia, en las corrientes de la historia, la humanidad se veía influenciada o cambiada por el carácter y las acciones de un hombre. En este caso el hombre no era un oficial de Washington, o el almirante al mando del Grupo de Ataque 6,7, ni siquiera el capitán del Comando Aéreo del «Saratoga». El hombre era el alferez James Cobb, de apodo Peewee, el más joven y pequeño piloto del Escuadrón de Combate 44.
El alferez Cobb fue destinado a misión de servicio de patrulla en esta mañana del sábado simplemente porque le tocaba el turno. Tenía apenas uno sesenta y cuatro de altura, pesaba cincuenta y seis kilos y parecía más joven que sus veintitrés años. Bajo una pelambrera de corte militar, su cabeza roja parecía grande y desmesurada. Su rostro estaba salpicado de pecas. En presencia de las chicas, era tímido hasta casi el punto del pánico. En los maravillosos puertos de Nápoles, Niza y Estambul, se distinguía como único piloto del 44 que nunca encontraba motivos para pedir una noche de permiso en tierra.
Cuando se instaló en la cabina de su aeronave, todo el carácter de Peewee Cobb cambió, como de costumbre. Nada más sus manos y sus pies estaban en los mandos, era como si creciese y fuese más rápido que su avión de combate supersónico y más potente que el armamento del aparato. Como compensación para las deficiencias físicas externas tenía el don de reacciones soberbias y de una gran vista. Estaba considerado como superior en cohetes y artillería. Experimentaba una fiera emoción al lanzar a su F-ll-F a través del mach y hasta el límite de su capacidad. Podía adelantar a cualquiera de la escuadrilla, incluyendo al teniente andante que la mandaba y que una vez dijo:
—Peewee puede ser un ratón en el navio, pero es un tigre en un Tiger. Si lo envío arriba con órdenes de derribar la luna, lo intentaré.
Ahora, por primera vez, Peewee Cobb volaba CAP bajo condiciones de guerra, no habiendo combate armado con cohetes vivos y sí órdenes de interceptar y destruir a un fisgón si aparecía. Subiendo rápido en la oscuridad, rezó porque el intruso apareciese, que intentara penetrar en su sector. Si lo hacía, nadie se reiría de su tamaño, de su voz chillona, de su cara, o de su torpeza efectiva con las mujeres.
Peewee Cobb tenía un nombre en clave, Girasol 4, instrucciones de volar en órbita sobre una área del mar que iba desde Haifa hasta la proa del Grupo de Ataque 6,7. Si el avión reactor de reconocimiento hostil venía de una base de Egipto a Albania, estaría en posición de interceptarlo. Su aparato estaba armado con sidewinders. cohetes ingeniosos de una sola idea fija, localizadores de calor. El morro de un sidewinder era sensitivo a los rayos infrarrojos de cualquier fuente calorífica. Peewe había disparado dos en ejercicios de prácticas. No sólo había destruido los blancos, sino que sin equivocación se perdieron por las tuberías de escape de los cohetes enemigos, de las toberas de los cohetes.
A diez mil metros, Peewee juzgó que habían llegado a su punto y llamó pidiendo una fijación de radar. El crucero lanzaproyectiles dirigidos «Canberra», el navio más próximo de la formación, confirmó su posición. Mientras daba vueltas en círculo, el délo hacia el sureste se iluminó. Cuando el sol tocó las puntas de sus alas el mar abajo seguía oscuro. Entonces, gradualmente, la forma del color del mar y la tierra se hicieron evidentes. Se sentía por entero solo y parte de esta transformación, como si lo vigilase desde un planeta distinto. Revisó su mapa. Lejos, hacia el este, divisó Monte Carmelo y un río y más allá, estaban las colinas del elegido, también llamadas de Armagedó. Continuó en su órbita.
Sus auriculares crugieron y él reconoció la llamada del «Saratoga». La voz del controlador de combate dijo:
—Girasol 4, tenemos una señal. El está en los ángulos veinticinco, su velocidad quinientos nudos. Su curso e intercepción es de treinta grados. ¡A por él!
Así que el fisgón estaría al norte suyo y corriendo costa arriba, esperando alcanzar el flanco del grupo de ataque y observarlo por radar desde una posición cerca del territorio amigo de Siria. Peewee se encaminó hacia el lugar indicado y puso sus motores al noventa y nueve por cien de su potencia. Se deslizó por los mach con un ligero y emocionante temblor; cada quince o veinte segundos hacía pequeñas alteraciones de rumbo en, respuesta a las instrucciones del «Saratoga», que tenía en sus pantallas a ambos aviones.
Entonces lo vio, destello del sol sobre el metal, picando a gran velocidad.
Hizo bajar el morro del tiger y le siguió, informando:
—Me acerco al blanco.
Tocó el interruptor que armaba sus cohetes y otro que servía para el mando manual.
La caza le hacía bajar hasta tres mil metres y su adversario seguía perdiendo altitud. Era un reactor de dos motores, un IL-33, creía Peewee, y notablemente rápido a tan escasa altura. No había duda que el espía se había dado cuenta de que le perseguía, porque una aeronave de reconocimiento estaría equipada con radar. Se mantuvo firme al Mach 1,5, pero la proporción de su acercamiento disminuyó.
Muy lejos Peewe vio el puerto de Siria llamado Latakia, famosamente convertido en una importante base de submarinos rojos. Al cabo de pocos segundos estaría en agua territoriales sirias y unos pocos más le llevarían sobre el propio puerto.
En este punto Peewee debió haber abandonado la caza, porque tenía órdenes estrictas, en las instrucciones, de no violar las fronteras de nadie. Siguió adelante. Al cabo de otros pocos segundos...
El avión espía giró violentamente a la derecha, encaminándose al puerto y a sus baterías cohete y antiaéreas y quizás al santuario de un aeropuerto en las oscuras colinas y las dunas del más allá.
Peewee hizo volver al F-ll-F interiormente, acortando al instante la distancia.
Oprimió el botón de disparo.
El sidewinder, dejando unas débiles estelas de humo del tamaño de un lápiz, se precipitó al ataque.
Durante un momento el sidewinder pareció seguir certeramente el vuelo del espía. Peewee esperó a que se colocara siguiendo la estela de uno de los motores a reacción. Entonces el sidewinder— pareció agitarse en su rumbo.
Peewe creyó, aunque no podía estar seguro, que— el avión espía había cortado los motores y planeaba. Siguiendo al sidewinder, Peewee perdió de vista al otro aparato.
El sidewinder se lanzó hacia tierra, en dirección al muelle en su zona de Latakia.
Parecía como si persiguiese a un tren.
A aquel loco, pensó Peewee.
Hubo una llamarada y una hermosa bola de humo pardo y negros pedazos de cascotes subiéndole al encuentro. Peewee aceleró más y se alejó ascendiendo, comprimido dentro de su traje espacial y momentáneamente perdiendo la visión. Luego la onda expansiva le alcanzó por la parte de atrás y se vio de nuevo sobre el Mediterráneo. Pedía un vector para volver a su navio cuando otro destello se reflejó en su panel de instrumentos. Se volvió para mirar atrás y vio una nube negra, rojas llamas en su base, alzándose desde Latakia.
Quince minutos más tarde el alferez Cobb, las pecas destacando en su rostro pálido como manchas de tinta, estaba en presencia del almirante jefe del «Saratoga» tratando de explicar lo que había ocurrido.
IV
Randy Bragg se detuvo en el patio trasero de casa de los McGovern, preguntándose si debería entrar. No era estrictamente popular con los viejos McGovern, motivo por el cual Lib le visitaba más a menudo que él iba a casa de ella.
Cada vez que entraba en el hogar de los McGovern Randy se sentía como si se metiese en un enorme almacén y entrara directamente al escaparate. Toda la parte delantera de la casa, que daba al Timucuan, era de cristal sostenido por finas vigas de acero inoxidable y cada pieza de mueble parecía nueva, como si tuviese aún la etiqueta del precio y la garantía estuviera atada todavía a una de las patas. La propia familia McGovern había meditado el plan básico, colaborando con el arquitecto, y supervisó la construcción. El arquitecto, pretextando el encargo de construir un hotel en Miami, devolvió parte de sus honorarios y se ausentó de Fort Repose antes de que se acabara el edificio.
En su primera visita Randy no había podido soportar a Lavinia. Ella le llevó a lo que solía llamar «La gran vuelta», mostrándose orgullosa de las múltiples estufas que aseguraban una constante temperatura todo el año; la magnífica cocina con hornos eléctricos y hornillos operados desde un control central; los graciosos agujeros del techo que esparcían suave luz sobre la mesa del comedor, el bar, la mesa de bridge y estratégicamente el punto más íntimo y abstracto de ia vivienda; las pantallas de televisión incrustadas en las paredes de los dormitorios, sala de estar, comedor e incluso cocina; y el cuarto de baño principal sin bañera, con una especie de piscina que se extendía de pared a pared y un diminuto jardín interior. No había chimeneas que ella llamaba «productoras de estorbos y molestias», ni estanterías, que consideraba «Rincones de polvo». Todo era nuevo, moderno y funcional.
—Cuando vinimos aquí —decía Lavinia—, nos desembarazamos de todo lo que teníamos en Shaker Heights y empezamos de nuevo, completamente de nuevo. ¿Ve cómo he hecho que el río nos bañe los pies? —señaló el mirador de cristales—. ¿Qué le parece?
Randy trató a la vez de mostrarse sincero y prudente.
—Me recuerda una ilustración sacada de la revist? «El Hogar Moderno» pero...
—¿Pero? —preguntó Lavinia, nerviosa.
Randy, dándose cuenta de que trataban de ayudarle, destacó que los meses de verano los rayos directos del sol cruzarían por ^s paredes de cristal, y que el calor de la tarde sería insoportable por muy grandes y eficientes que fuesen los sistemas de aire acondicionado.
—Me temo que en verano tendrán que cerrar toda el ala suroeste de la casa —dijo.
—¿Hay algo más que le parezca mal? —preguntó Lavinia, su voz peligrosamente dulce.
—Bueno, sí. Ese cuarto de baño interior es encantador y original, pero en primavera será el camino libre para que entren los mocasines y las serpientes de agua. En las noches frescas se dejarán caer en el agua y nadarán o se arrastrarán hacia el interior de la casa.
En este punto Lavinia lanzó un grito y se cogió la garganta como si se ahogase, y su marido y su hija casi la tuvieron que llevar a rastras a su dormitorio. Al día siguiente los fontaneros y albañiles volvieron a remodelar la bañera, eliminando su característica exterior. Más tarde, Lib explicó que su madre tenía miedo a las serpientes y que era la única responsable del diseño de la casa. Randy nunca se sentía cómodo en presencia de Lavinia después de aquello. Y Lavinia, mientras trataba de ser graciosa algunas veces, se debilitaba al verlo llegar.
Las relaciones de Randy con Bill McGovern eran un poco mejores. En una ocasión, después de unas cuantas copas de más, estuvo en desacuerdo con el señor McGovern en cuestión política, social y económica. Puesto que Bill durante muchos años había sido presidente de una empresa fabricante que empleaba seis mil personas, muy pocos de los cuales estaban en desacuerdo con él en nada, se sintió ofendido y furioso. Consideró a Randy como un joven holgazán e insolente, un ejemplo de la decadencia en la que una vez puede caer una buena familia y un cabezota tristemente tozudo, por lo que tuvo que informar a su hija en tal sestido.
Así que Randy, sentado en su coche, dudaba. Estaba seguro de ser fríamente recibido. Lib no esperaba verle hasta el día siguiente, pero tuvo el presentimiento de que ahora la joven le necesitaba. Se imaginó una discusión considerable que tenía lugar dentro. Lib se vería verbalmente vencida por su padre y el aviso de Mark no tendría objeto. Randy bajó del coche.
Lib abrió la puerta norte antes de que llamase.
—Me pareció oir un coche en el patio —dijo— Me alegro que seas tú. Tengo dificultades.
Bill McGovern estaba de pie en la sala de estar, envuelto hasta los tobillos con una bata blanca, sonriendo como si todo fuese gracioso. Lavinia McGovern, los ojos hinchados y las mejillas de un rosa pálido, estaba en una mecedora, se llevaba un pañuelo a la nariz. Bill era calvo, cuadrado de hombros y bastante alto. Tenia la nariz curva y su barbilla prominente y fuerte.
En aquella especie de albornoz y con los pies metidos en sandalias de cuero, tenia el aspecto de un césar colérico.
—¡De modo que aquí viene nuestro local Paul Re— vere! —saludó a Randy—. ¿Qué trata de hacer, asustar a mi esposa e hija para que se mueran?
Randy lamentó haber entrado, pero ahora no veia ya manera de ser otra cosa que no fuese sincero.
—Señor McGovern... —dijo..., de ordinario se dirigía al padre de Lib llamándole Bill —, no es usted tan listo como yo creí. Si le di un aviso de buena tinta debió escucharlo. Y no me reñero a un aviso de compra de acciones o cosa por el estilo. Esto es mucho más importante. Creí que le hacía un favor —se volvió para marcharse.
Lib le rozó el brazo.
—¡Por favor, Randy, no te vayas!
—Elizabeth —cuando sus padres estaban presentes siempre la llamaba Elizabeth—, dejaré las cosas tal y como están. Si me necesitas, llámame.
Lavinia comenzó a olisquear audiblemente. Con voz preocupada Bill dijo:
—Vamos, no tanta prisa ni tanto amor propio, Randy. Lamento haber sido brusco. Hay ciertas cosas que usted comprende.
—¿Como qué? — preguntó Randy.
La voz de Bill era conciliatoria.
—Siéntese y le explicaré.
Randy continuó de pie.
—Soy dos veces más viejo que usted —dijo Bill—, creo saber más que usted lo que pasa en este mundo. Después de todo, conozco a unos cuantos hombres destacados... los mayores. Todas estas escaramuzas de guerra están provocadas por el Pentágono... no quiero ofender con ello a su hermano... para conseguir mayor presupuesto y tener más amistad con los países de Europa y en subir los impuestos. Es todo parte de la maldita política inflacionaria creada para engañar a la gente, rebajar las pensiones y aumentar desmesuradamente los impuestos. Ahora sé que su hermano cree que hace bien, y le agradezco que se lo dijese a Elizabeth. Pero lo más probable es que su hermano se haya visto engañado, también.
—¿Ha escuchado usted las noticias de los últimos días?
—Sí. Oh, reconozco que la cosa tiene mal aspecto en Oriente Medio, pero no me asusta. Quizá tengamos alguna escaramuza o una guerrita sin importancia, como la de Corea, claro. Pero ninguna conflagración atómica. Nadie utilizará bombas atómicas, como nadie utilizó el gas en la última guerra.
—Usted lo garantiza, ¿eh, Bill?
Bill entrelazó las manos a su espalda.
—No puedo garantizarlo, claro, pero el otro día estuve hablando con el señor Offenhaus. Debe conocerle. Dirige la defensa civil, aquí. Bueno, no está preocupado; dice que el único peligro real a que nos enfrentamos es vernos arrollados por la gente de Orlando y de Tampa. Ni siquiera cree que haya mucha posibilidad de eso. Fort Repose no está ahora en ninguna autopista importante. Pero dice que tendremos que cuidarnos de los turistas y mantenerlos bajo control.
Por favor, Bill! —exclamó Lavinia—. ¡Di la verdad, refiérete a los negros!
—¡Los negros, pues, infierno! Los morenos son propensos al pánico y al pillaje. Oh, los negros locales, como Daisy, nuestro cocinero, y Missouri, la mujer de la limpieza, son buenas personas. El señor Offenhaus hablaba de los trabajadores emigrantes, los que vienen a la cosecha de naranjas, etc. Así que, si el señor Offenhaus no está preocupado, yo tampoco lo estoy. El señor Offenhaus me parece un sólido hombre de negocios.
Randy sabía que Offenhaus fue nombrado para dirigir la Defensa Civil porque poseía las únicas dos ambulancias, que con la suma de contratista de trabajo para los negros, doblaba sus ingresos en Fort Repose.
—¿Le habló usted de una caída? —preguntó.
—Bueno, no lo hice —contestó Bill—. El señor Offenhaus dice que le han enviado más folletos de Washington, pero que no los entrega porque son demasiado engorrosos. Dice, ¿para qué preocuparse de algo que uno no puede ver, sentir, oír u oler? Dice que es tan malo asustar a la gente como matarla con radiaciones y yo debo añadir que estoy de acuerdo.
—Si eso viene —intervino Lavinia—, supongo que tendremos racionamiento como la última vez y toda clase de dificultades. Bill, ¿no crees que debiéramos...? no, no pensaría en ello. Por favor, no hablemos más de ese asunto. Es horrible. —Se secó los ojos intentando sonreír—. Randy, ¿cuándo llegue su cuñada no querrá traerla un día a cenar? Después de todo, podríamos jugar al bridge. ¿Le gustaría ahora echar una partidita de Ruber? Sé que tiene que quedarse para salir más tarde a recibir el avión y yo estoy demasiado excitada para dormir.
—Estoy convencido de que Helen se mostrará encantada de venir, a cenar — dijo Randy —. En cuanto al bridge, aceptaré en una tarde de lluvia. En casa me quedan unas cuantas cosas que hacer. Buenas noches, Lavinia. Siento haberla transtornado.
Lib le acompañó al coche.
—¿No fui muy lejos, verdad? —preguntó Randy.
—Hiciste que papá pensase y eso basta.
En el cielo percibió los motores de varios reactores. En aquella noche, la luna estaba en uno de sus cuartos, casi a punto de ser llena. Alzó los ojos y al no ver nada se dio cuenta de que los aviones eran militares, demasiado altos para que se les viesen las luces en contraste con el brillante cielo. Cualquier noche si escuchaba un ratito, podía oír a los B-52 y 47 y 58, pero en esta ocasión parecían haber más aparatos volando.
—¿De dónde son? —preguntó Lib—. ¿Qué están haciendo?
—Me imagino que son de McCoy y Eglin — contestó Randy —, y no creo que vayan a ninguna parte. Sólo están dando vueltas por ahí porque se encuentran más seguros en el aire que en tierra. Cuando se les oye flotar por los alrededores, a esa altrura, uno sabe que todo va bien.
—Comprendo —dijo Lib. Por segunda vez, la besó dándole las buenas noches.
V
Cuando llegó a casa era casi medianoche. Se acomodó y, bostezando, puso la radio sintonizando la emisora de Orlando para recibir el último boletín de noticias. Las palabras del locutor le despertaron súbitamente:
—«De WASHINGTON... LA RADIO OFICIAL Arabe, en una emisión de Damasco, dice que aviones de un portaaviones americano están conduciendo un violento ataque de bombardeo en la bahía de Latakia. Esta noticia llegó a Washington hace pocos minutos. El Pentágono no ha mostrado reacción, puesto que a esta hora dé la noche su personal es bastante reducido. Sin embargo, se informa que altos jefes del Departamento de Defensa... y de la Marina han sido convocados a una conferencia urgente. Daremos más detalles en cuanto los recibamos de nuestra redacción de Washington. He aquí el texto de la nota oficial árabe radiada: «Sobre las seis y media de esta mañana — por favor, recuerden que es por la mañana en el Mediterráneo Oriental, puesto que lleva siete horas por delante del Tiempo Medio de América Occidental—, un aparato reactor volando bajo, del tipo autorizado en los portaaviones de los Estados Unidos y llevando la insignia de dicha nación, brutalmente y sin previo aviso bombardeó la zona portuaria de Latakia. Se informa que las bajas civiles son altas y que muchos edificios arden.» «Este fue el texto del boletín árabe y cuantas noticias tenemos hasta el instante. Latakia es el puerto más importante de Siria. En los últimos años ha sido fortificado concienzudamente y se ha construido una base de submarinos bajo la dirección de técnicos rusos. Se le considera, generalmente, como una de las bases navales antioccidentales más potentes del Mediterráneo. Se sabe que unidades de la Sexta Flota de los Estados Unidos están ahora en el Mediterráneo Oriental y que estas unidades habían sido seguidas por aviones rápidos no identificados...»
El locutor siguió con otras noticias y el teléfono de Randy sonó.
Lo tomó, irritado. Era Bill McGovern.
—¿Oyó las noticias? —preguntó Bill.
—Sí. Estoy tratando de conseguir más detalles.
—¿Qué le parece?
—Todavía no tengo opinión. Quiero oír nuestra versión del incidente.
—Me parece como si estuviésemos empezando una guerra preventiva — afirmó Bill.
—Yo no creo eso ni un momento —contestó Randy—. No se previene una guerra empezándola.
Bueno, ya veremos lo que ocurre por la mañana.
VI
Mark Bragg se perdió él primer boletín de noticias de Latakia. En aquel momento estaba arreglando la casa antes de marcharse en coche a Offutt para asumir la dirección del análisis de Inteligencia en el Agujero. Había sido llamado desde Puerto Rico porque el «mandante en jefe del C.E.A., general Hawker, notaba en esta nueva crisis la necesidad de tener u su lado a los miembros veteranos de sus servicios de Operación e Inteligencia para que mantuviesen un servicio de vigilancia y guardia durante las veinticuatro horas del día. Ningún ataque se planea para ser realizado contra la víctima el quinto día, o a las cua—, renta horas de la semana; asi que Hawker dividió a sus oficiales de mayor experiencia en tres turnos cubriendo todo el día. Mientras el oficial de Inteligencia del C.EA., tercera categoría, empleaba el turno dos, junto con su delegado, ambos brigadieres al coronel Bragg, naturalmente, le tocó el turno más pesado...desde medianoche hasta las ocho de la mañana.
A las once de la noche, hora de Omaha, mientras la emisión de Damasco era repetida por todo el mundo, Mark se encontraba en la habitación de los niños, sintiéndose como un intruso. Era el silencio lo que le incomodaba. Se vio andando de puntillas, escuchando los sonidos inexistentes. La casa estaba tan quieta, como los bosques del norte en invierno, cuando todas j las criaturas se han ido.
El cuarto de Ben Franklin parecía como si hubiese sido saqueado por una bandada de monos más que porque un niño de trece años hubiese hecho las maletas. Mark cerró los cajones de la cómoda, recogió corbatas, perchas y desparejados zapatos y calcetines. Supuso que todos los chicos eran asi. La habitación de Peyton no parecía distinta de si aquel hubiera sido un día corriente, como si la muchacha hubiese sido invitada a una fiesta en casa de una amiga y tuviera que regresar por la mañana. Su cama estaba intacta, sin una arruga en la colcha y el peludo osito de juguete, en cuyo interior se guardaban sus pijamas, descansaba precisamente en el centro del lecho, como de ordinario. La niña se lo había olvidado. Su colección de muñecas, curiosamente puestas derechitas ocupando un tercio de las estanterías, formaban una especie de público silencioso. Ante su también silenciosa inspección. Peyton no había podido llevarse a Florida las muñecas. Quizás era ya mayor para esos juguetes. O quizás no se dio cuenta, al dejarlas, que podría ser para siempre. Su escritorio estaba limpio, los lápices alineados como un pelotón de soldados, los libros del colegio formando una pirámide. Los cogió y los bajó al piso principal. Los enviaría por correo desde Offutt por la mañana, después de salir de servicio. Peyton era una chica atenta y pensativa, que se parecía en carácter y temperamento, a su madre. La quería. Quería a los dos niños. Habian sido unos hijos muy satisfactorios. La casa, intolerablemente tranquila. En todo el hogar el único sonido el tictaquear de los relojes.
Conduciendo hacia Offutt y hacia su trabajo, Mark se sintió mejor. Cuando se metió en la autopista de cuatro vías que corría al sur hasta la base vio que eran las once y media y puso la radio del vehículo. Entonces se enteró de la acusación árabe sobre el bombardeo de Latakia por aviones americanos y, además, de una extraña afirmación de Washington: «Un portavoz del Departamento de Marina», anunciaba el locutor, «niega que haya habido ningún ataque intencional en la costa de Siria».
Mark pisó el acelerador y miró cómo la aguja del taquímetro pasaba del ciento veinte. Al dar una curva las ruedas posteriores patinaron. Hielo. Se esforzó para concentrarse en la conducción. Pronto conocería todo cuanto sabía la Inteligencia Americana y las redes radiofónicas de todo el mundo, por todas partes. Mientras era inútil imaginarse cosas, o terminar en una cuneta, siendo una baja inútil sin ningún Corazón Púrpura.
Veinte minutos más tarde Mark entró en la Sala de Guerra, a unos diez y seis metros por debajo de la superficie terrestre. Parpadeando ante la luz artificial brillante y sin sombras, miró a los paneles de los mapas. Nada sobresaliente. Entró en las oficinas de A-2, Inteligencia. En el despacho interno Dutch Klein, comisario A-2 e impetuoso general cuarentón, esperaba su relevo. Una cafetera eléctrica despedía vapores sobre el escritorio de Dutch. Dos ceniceros estaban llenos de aplastadas colillas. Dutch había estado atareado.
—Me imagino que has oído las noticias —dijo Dutch.
—Sí, por la radio. No es cierto, ¿verdad?
—¡Es fantástico! —Dutch tocó un manojo de mensajes descifrados en papel rojo, indicando su alta prioridad y puestos sobre el escritorio—. Hace dos horas la Sexta Flota lanzó aviones de combate para interceptar a un reactor espía. Un alferez del «Saratago»... fíjate, un alférez... divisó al enemigo y le persiguió por todo Levante. Se cerró sobre Latakia y disparó un pájaro. No ha quedado claro si fue un error humano o un cohete errante. De cualquier manera, todo estalló. —Dutch, un hombre muscular, en forma de barril con un rostro redondo y colorado, gruñó y se arrellanó en su sillón.
Automáticamente las fortificaciones de la zona portuaria de Latakia aparecieron claras en el cerebro de Mark.
—Grandes almacenes de minas convencionales, torpedos y munición —dijo—. De ordinario tienen de cuatro a ocho submarinos en los nuevos muelles y un par de cruceros y navios de escolta en el puerto — dudó, pensando en algo peor—. El fuego y la explosión han podido disparar armas nucleares, si estaban ya montadas y prestas para el combate. Eso pudiera ser. ¿Tú qué opinas?
—La peor locura de todo nuestro historial — dijo Dutcr—. Me alegro que la cometiese la Marina y no nosotros.
—Me refiero, ¿cómo te imaginas que reaccionarán los rusos? — Mark formuló la pregunta no porque pensase que Dutch podía dar respuesta, sino como una catálisis de su propia imaginación. La Inteligencia no era el interés principal de Dutch. Ascendiendo hasta las dos estrellas y al mando de una división aérea, Dutch se vio obligado a asimilar dos años de estado mayor, como parte de su instrucción. Para Mark, el trabajo de Inteligencia, con todas sus facetas políticas y sicológicas, era en si una carrera. Le gustaba, le agradaba la capacidad de agitar un puñado de prominentes hechos sin relación alguna hasta que congelaban en un sistema que apuntaba como una flecha al futuro.
—Quizás les haga perder el equilibrio —dijo Dutch.
—Puede que trastorne-su plan de operación cronométrico — asintió Mark—, pero me temo que no sea así. Puede que le dé a Greenwich un «Casus belli», una excusa.
Dutch se incorporó en la silla, levantándose.
—A ti te lo dejo. El comandante en jefe estuvo aquí hasta hace unos minutos. Dijo que se iba a dormir porque quizá mañana fuese todo más escalofriante. Si ocurren acontecimientos políticos importantes tienes que llamarle. Operaciones manipulará el estado de alerta, como siempre.
Durante treinta minutos Mark se concentró en la pila de informes recibidos de la NATO, Nápoles, Filipinas, Frontera Marítima Oriental y los sumarios del Comando de Defensa Aérea y del CIA. Cuando estaba al corriente de la situación cruzó de la Sala de Guerra a Control de Operaciones.
El oficial de servicio era Ace Atkins, un antiguo piloto de combate, y, como Mark, coronel de graduación. Le llamaban Ace (As) porque lo fue, en dos guerras. A causa de su valor demostrado y absoluta frialdad, estaba ocupando aquel escritorio, con el teléfono rojo a pocos centímetros de sus dedos. Una palabra cifrada en el teléfono rojo de Ace haría que dos mil bombarderos del C.EA. partiesen y que comenzase la cuenta inversa en los emplazamientos de proyectiles dirigidos. Se se pronunciaba otra palabra bien dicha por el general Hawker o con su autoridad, se provocaría el ataque.
Ace, ligero y delgado, alzó la vista y dijo: —Bienvenido al manicomium. —La Sala de Control, separada de la Sala de Guerra por un grueso vidrio, estaba profundamente en silencio.
—Estoy preocupado —contestó Mark—. Desearía que Washington hubiese dado a la luz una completa declaración. Tal y como están las cosas, la mayor parte del mundo creerá que atacamos Latakia deliberadamente.
—¿Y por qué los de Información de la Marina no ceden?
—Quieren. Necesitan soltarlo pronto. Pero son un escalón bajo y ya conoces Washington. —No muy bien.
Yo a la perfección —afirmó Mark—, y creo que
soy capaz de imaginarme lo que está pasando. Todo? el mundo quiere sacar tajada porque la cosa es im—, portante, pero por la misma razón nadie quiere ha eerse cargo de la responsabilidad. Los PIO de la Marina probablemente llamaron a un Secretario Ayudante, y el Secretario Ayudante llamó al Secretario y el Secretario con toda probabilidad llamó al Secretario de Defensa. Para ese tiempo la Agencia de Información y el Departamento de Estado estaban mezclados. Ahora cuanta más gente se levante, y se convoca a mayor número de personas —Mark miró a los relojes, por encima de la Sala de Guerra, más altos que los mapas, expresando la hora en todas las zonas desde Omsk a Guam—. Son las dos de la madrugada en Washington. Como cada cual da su visto bueno a la noticia y resulta que es preciso consultar con alguien más. Eventualmente sacarán de la cama al Secretario de Estado y luego al Secretario de Prensa de la Casa Blanca. Quizás despertarán al Presidente. Hasta que eso ocurra, no creo que se produzca ninguna declaración completa.
—¡Dios mío! —exclamó Ace—. Eso parece terrible.
—Lo es, pero lo que más me preocupa es Moscú.
—¿Qué dice Moscú?
.-Ni palabra. Ni un susurro. De ordinario radio Moscú estaría gritando muerte sanguinaria. Eso es lo que me preocupa. Mientras la gente habla no pelea. Cuando Moscú deja de hablar, me temo que lo hace porque está actuando. —Mark tomó un cigarrillo de los de su amigo y lo encendió—. Creo que las posibilidades están sesenta a cuarenta de que ya han empezado su cuenta inversa.
Los dedos de Ace acariciaron el teléfono rojo.
—Bueno — dijo —, nosotros estamos preparados como nunca lo estuvimos. El catorce por cien de la fuerza está en el aire ahora y el otro diez y siete por cien alerta. Estoy preparado para mantener la proporción hasta que nos releven a las ocho. ¿Qué tal te parece, Mark?
Como siempre la responsabilidad de actuar residía en los A-3. Mark Bragg. como A-2, sólo podía aconsejar.
—Es un lindo gran esfuerzo — dijo —. Uno no puede mantener a toda la fuerza en el aire o alerta a cada instante. Lo sé y, sin embargo... —se desperezó'—. Volveré a mi cueva y veré qué otra cosa más sucede. Comprobaré contigo dentro de una hora.
En su escritorio, Mark encontró copias de tres despachos más urgentes. Uno, del Agregado del Aire en Ankara, informando que un reconocimiento aéreo ruso estaba produciéndose en la frontera de Azerbaijan. Otro del Departamento de Marina, indicando haver divisado submarinos a doscientas millas de Seattle, definitivamente no propios. El tercero, recibido de Londres por el Departamento de Estado con clasificación del más alto secreto, decia que Downing Street había utilizado a la RAF para armar inmediatamente proyectiles dirigidos de.argo alcance, incluyendo el Thor, con cabezas nucleares de guerra.
Dentro de una hora el avión de Helen aterrizaría en Orlando. Al cabo de ciento veinte minutos, si el aparato llegaba a tiempo, Helen y los niños estarían en una zona de comparativa seguridad. Mark rezó para que durante las siguientes dos horas, por lo menos, no ocurriese rada más. Se agarró con fuerza al pensamiento de que. mientras no hubiese guerra, siempre había una posibilidad de paz. Al pasar los minutos y las horas y no llegar noticias de Moscú, sintió más y más seguro que un golpe de maza había sido ordenado. Diagnosticó esta inteligencia negativa como más ominosa que casi algo que pudiera haber ocurrido y decidió despertar al general Hawker, si persistía.
VII
A las tres y media de la madrugada Randolph Bragg esperaba en el terminal aéreo de Orlando el vuelo de Helen. Con sólo unos cuantos coches nocturnos, todos autobuses, que se dirigían a varias partes de Nueva York, más el que no tenía parada prominente de Chicago, el edificio estaba casi vacío, excepto por unas cuantas mujeres de limpieza. Cuando vio las luces de aterrizaje de un avión. Randy salió hasta la verja. En el otro lado del campo, cerca de los hangares militares utilizados por el Comando de Rescate Aire-Mar. divisó las siluetas de los B-47, parte del ala de McCoy, dedujo, utilizando este campo, de acuerdo con el plan dispersorio. Los hangares militares y el edificio de Operaciones estaban brillantes de luz, lo que a estas horas no era nada corriente.
El gran transporte llegó por su pista, acercándose a la parada de taxis, girando y deteniéndose ante él y apagando los motores. Vio. que bajaban sólo unas pocas personas. La mayor parte iría a Miami. Divisó a Peyton y a Ben Franklin bajando por la escalerilla. Ben, llevando incongruentemente un abrigo; Peyton, portando un arco, un carcaj de flechas sobre su hombro. Después vio a Helen y ella le agitó la mano y él corrió a su encuentro.
Randy alborotó el pelo de Ben Franklin. Los chicos tenían ojeras y parecían cansados. Se agachó, besó a Peyton y la alivió de la carga del arco y de las flechas.
—Es que estuvo viendo a Robin Hood —dijo Helen—. Se cree que es Maid Marión.
Helen llevaba un largo abrigo de cachemira y una capa de pieles sobre el brazo. Parecía fresca, como si empezase una jornada en vez de completarla. Era ligera —Mark a veces decía de ella que era «Mi Venus de bolsillo» —; sin embargo, nunca se dio cuenta Randy de eso excepto al verla completamente relajada. En todas las otras ocasiones su cuerpo parecía obedecer a la ley física más audaz que dice que la energía cinética incrementa la masa. Su abundante vitalidad la traspasaba de algún modo a los demás; así que, cuando Helen estaba presente, la sangre de todos corría más de prisa, como le pasaba ahora a Randy. Se puso ella de puntillas, le besó y dijo;
—Me siento diez veces loca y estúpida, Randy.
—No seas tonta —contestó él.
Caminaron hacia el terminal. Ella le entregó un manojo de etiquetas del equipaje.
—Mark me obligó a llevármelo todo. Vamos a ser un terrible estorbo. También me siento un poco cobardona.
—No lo estarás cuando te enteres de lo que acaba de pasar en el Mediterráneo.
Ben Franklin se volvió, súbitamente despierto, y preguntó:
—¿Qué pasó en el Mediterráneo, Randy?
Randy miró a Helen, inquisitivo.
—Está bien —dijo ella—. Los dos lo saben. No me di cuenta hasta que estuvimos en el avión. Los niños son muy precoces estos días, ¿verdad? Se enteran de los hechos de la vida antes de que una tenga oportunidad de explicárselos.
Mientras esperaron el equipaje, Randy les narró las noticias. Escucharon serios. Sólo Ben Franklin comentó:
—Parece como el saque inicial. Me imagino que papá sabía lo que se hacía.
Durante largo rato no se dijo nada más.
Randy se sintió aliviado cuando los suburbios de Orlando quedaron tras ellos y, con el escaso tráfico a estas horas, mantuvo una velocidad cercana a los ciento diez. Consideraba que sus aprensiones eran ilógicas. ¿Por qué iba a sentirse transtornado por la observación de un chiquillo de trece años? Cuando estuvo seguro de que los niños dormían en el asiento, trasero, dijo:
—Se lo toman con calma, casi como algo corriente, ¿verdad?
—Sí —contestó Helen—. Mira, todas sus vidas, desde que tienen uso de razón, las han vivido bajo la sombra de la guerra... la guerra atómica. Para ellos lo anormal se ha convertido en normal. En toda su existencia no han oído hablar de otra cosa y lo esperan.
—Están condicionados —afirmó Randy—. Un niño del siglo xix se volvería rápidamente loco de miedo. Creo, en el mundo de hoy que le pasaría eso. Debe haber sido muy maravilloso vivir en aquellos años entré 1870-1914. cuando la paz era la condición normal y la gente realmente se sentía abrumada por la idea de la guerra y creía que nunca se produciría un gran conflicto. Una guerra grande resulta imposible, solían decir. Costaría demasiado. Rompería el comer—. cío mundial y haría que todos se arruinaran. Incluso después de la Primera Gran Guerra Mundial la gente no aceptaba la cosa como normal. La llamaron Guerra que terminó con las guerras; de otro modo no hubiesen ido a luchar. Helen, ¿en qué nos hemos convertido?
Helen, atareada sintonizando la radio del coche, para escuchar las noticias de última hora, contestó:
—Eres un poco idealista, ¿no es verdad, Randy?
—Eso supongo. Fue un lujo muy caro; quizás algún día me acostumbre. Aceptaré las cosas como los niños.
—¡Escucha! —exclamó Helen. Había sintonizado una estación de Miami y el locutor decía que permanecería la emisión abierta toda la noche para proporcionar noticias de la nueva crisis.
—«Acabamos de recibir un boletín de Washington — dijo —. El Departamento de Marina acaba de dar a la publicidad una plena declaración sobre él incidente de Latakia. A primeras horas de hoy un portaaviones de la Marina hizo que despegase de su cubierta un avión de combate que disparó un solo cohete aire a aire contra un avión a reacción no identificado que había estado espiando las unidades de la Sexta Flota. Este cohete estalló en la zona portuaria de Latakia. La Marina considera esto como un lamentable error mecánico. Es posible que este cohete detonase sobre un tren de municiones e iniciara una explosión en cadena, reconoce la declaración. La Marina niega categóricamente ningún bombardeo deliberado. Les daremos a ustedes más noticias en cuanto las recibamos».
La estación de Miami comenzó a emitir un resumen de la segunda gran guerra con canciones patrióticas que Randy recordaba de su infancia. Una era: «Alabado sea el Señor y pásame las municiones». Sonaba como algo de mal gusto pero es que aquella estación de Miami se caracterizaba de ordinario por ese mal gusto.
—¿Lo crees? ¿Es posible? —preguntó Randy.
Helen no contestó. Miraba hacia adelante, como si estuviese hipnotizado por los faros y sus labios se movian. Randy se dio cuenta de que estaba muy distraída. No le había oído.
A las cinco y media, Randy los teñía a todos en sus habitaciones durmiendo. Le tocó subir todo el equipaje, incluso las maletas, al piso alto.
Se fue a su propio apartamento y se dejó caer en el diván del despacho. Graf saltó a su lado y se acurrucó bajo su brazo. Casi de inmediato, sin preocuparse en quitarse los zapatos y aflojarse el cinturón, Randy quedóse dormido.
Eran las cinco en Offutt Field, con el alba todavía a más de dos horas de distancia, cuando el general Hawker, sin aviso alguno, regresó al Agujero. Él general seguía la tradición de Vandenberg, Norstad y LeMay. Recibió su cuarta estrella cuando era cuarentón y ahora, a los cincuenta, consideraba parte de su trabajo permanecer esbelto y en excelente condición física. Antaño la guerra, excepto entre los salvajes incontrolados se luchaba durante las horas del día. Esto cambió en el siglo xx, hasta que ahora los cohetes y las aeronaves reconocían que ni la oscuridad ni el mal tiempo eran obstáculos, ni tampoco se veían contenidos por océanos ni montañas ni la distancia. Ahora, el factor crítico en tiempo de guerra era precisamente el tiempo, medido en minutos o segundos. Hawker había ajustado su vida a esta condición. En la pasada semana no durmió más que cuatro horas de un tirón. Se adiestró a sí mismo para pegar cabezadas en su despacho durante diez o veinte minutos, después de lo cual se notaba notablemente fresco.
Los ingenieros que proyectaron el Agujero habían preparado las cosas para que el comandante en jefe tuviese su puesto de mando en una galería cerrada por cristales, desde la que podía ver toda la Sala de Guerra con sus mapas y la actividad en el piso inferior y verse rodeado por su estado mayor.
En este momento el conjunto no operaba como tal. Hawker tenia los pies sobre el escritorio de la Sala de Control. Bebía café en un tazón gris verdoso de barata loza y leía rápidamente la pila de los despachos más importantes de Operaciones y de la Inteligencia. En ocasiones, el general disparaba una pregunta a alguno de sus dos coroneles, Atkins y Bragg.
Un sargento del Estado Mayor A-2 entró en la habitación con dos rojos papeles finos y los entregó a Mark Bragg. El general alzó la vista, inquisitivo.
—De la Frontera del Mar Oriental. — dijo Mark —. Aviones patrulla sobre el eje Argentino-Bermuda informan haber hecho tres contactos no identificados. Estos sumergibles se encaminan a la costa atlántica.
—Parece malo, ¿verdad?
—Me parece que este otro suena peor —afirmó Mark—. Todo el servicio de comunicaciones diplomáticas y noticias entre Moscú y los Estados Unidos están sin funcionar durante la última hora. Esto viene de USIA. Las agencias de noticias han estado llamando a sus corresponsales de Moscú. Lo único que dicen los operadores moscovitas es: «Lo siento. No puedo completar la llamada».
—¿Y no ha habido ninguna reacción de Moscú acerca de Latakia?
—Ninguna, señor. Ni un susurro.
El general sacudió la cabeza, lentamente; las cejas fruncidas, profundizándose las arrugas en torno a la boca y los ojos; su rostro sufriendo una transformación, haciéndose más viejo, como si en pocos segundos toda la tensión y fatiga de semanas, meses, años se hubiera acumulado y enmarcara su cara y le arqueara los hombros.
—Esta es la hora de las brujas, ya saben —dijo Hawker—. Esto es lo peor. Sus submarinos han tenido toda la noche para recorrer la costa si eso es lo que estaban haciendo. Estamos a oscuras. Pronto amanecerá. El alba es el mal momento. ¿Cuánto tiempo se tarda en que salga el sol en Nueva York y en Washington?
—El amanecer en Levante es a las 7.10 del tiempo normal Medio Oriental —dijo Ace Atkins. El reloj de Washington marcaba las 6.41.
El cerebro de Mark Bragg voló; si venía un ataque, no podían contar con una advertencia más larga de quince minutos. Si usaran cada uno de esos minutos con la máxima eficiencia, la represalia podría ser decisiva. Pero Mark temía un minuto, incluso dos, que se perdiera en una comunicación necesaria con Washington. Hizo una propuesta osada:
—¿Puedo sugerir, señor, que pidamos autorización para disparar nuestras armas?
Este era el único acto mandatorio y esencial que debía preceder a la terrible decisión del uso de las armas. Según la ley, el Presidente de los Estados Unidos «poseía» las bombas nucleares y las cabezas de guerra de los proyectiles dirigidos. El general Hawker tenía solamente su custodia. Antes de que el C.EA. pudiese utilizar las armas, debía asegurarse el permiso del presidente, o de su substituto o superviviente en la línea de sucesión. Si se procedía a sufrir un ataque ese permiso vendría casi al instante, aunque no del todo.
El general parecía algo asombrado.
—¿No cree usted que podemos esperar, Mark?
—Sí, señor, podemos esperar; pero si nos adelantábamos, eso nos podría ahorrar un minuto, quizás dos. El peligro, y la necesidad de no tener un corte en las comunicaciones, debe ser patente al Pentágono, o a la Casa Blanca, o allá donde esté el presidente, tal como están aquí las cosas.
—¿Usted qué piensa, Ace? —preguntó Hawker.
—Me gustaría haberlo pasado ya todo, señor.
El general cogió uno de los cuatro teléfonos del escritorio de Atkins, el que estaba conectado directamente con el Puesto de Mando del Pentágono. En aquel lugar, día y noche, había un oficial general de la Ftierza Aérea. Ese oficial de servicio nunca estaba sin comunicaciones con el Presidente, el Secretario de Defensa y el Jefe de la Junta de Altos Oficiales de Estado Mayor.
El general habló brevemente por teléfono y luego aguardó, manteniendo el aparato apretado contra su oído. El ojo de Mark siguió la segundera del reloj del escritorio. Esto era un experimento interesante.
—Sí, John —dijo el general—, soy Bob Hawker. No quiero disparar mis armas. —Mark sabía que ese «John» era el Presidente de la Junta de los Altos Jefes—. Si, espero —volvió a decir el general. Los segundos volaron. El general habló—: Gracias, John. Son ahora las 11.44, Zulu. ¿Lo confirmarás por teletipo? Adiós, John.
El general escribió en el diario de servicio de Ace Atkins: «Las armas entregadas al C.E.A. A las 11.44, Zulu». El diario de Operaciones según hora Greenwich.
—Lo cronometré —dijo Mark—. Un minuto y treinta y cinco segundos.
—Espero que no los necesitemos — dijo Hawker —. Pero me alegro de haber ahorrado ese tiempo. —Las arrugas de preocupación se hicieron menos conspicuas en torno a su boca y ojos. Su espalda y sus hombros se enderezaron. Ahora que la responsabilidad era suya, con complicaciones y enredos minimizados, la aceptaba lleno de confianza. Su conducta decía que si llegara el momento lucharía desde aquí y que por Dios ganaría, ganaría tanto como pudiera ganarse.
El general se sirvió otra taza de café. Ace Atkins le dijo:
Con su permiso, voy a esparcir el cincuenta por ciento de nuestros cisternas en Bluie West Uno, Thu— le, Limestone y Casüe. Allí serían un blanco seguro para los proyectiles dirigidos desde ios submarinos. Ahora están bajo el punto de mira. Necesitarán quince minutos. —El general asintió. Ace accionó dos conmutadores del intercomunicador y dictó una orden.
Junto al escritorio de Ace, un magnetofón giraba incesante, grabando las conversaciones telefónicas y las llamadas. El general lo miró de reojo y dijo:
—¿Se dan ustedes cuenta de que cuanto se ha hecho en esta habitación está siendo registrado para la posteridad?
Todos sonrieron^ En el conjunto de relojes pasó un minuto.
La línea directa desde NORAD, Defensa Aérea Norteamericana én Colorado Springs, zumbó. Ace cogió el aparato y dijo:
—Atkins, Operaciones del C.E.A. —Escuchó y volvió a decir —: Roger. Repito. Objeto, puede ser un proyector dirigido, disparado desde la base soviética de Anadyr Peninsular.
El teletipo de prioridad en emergencia desde NORAD comenzó a parlotear.
Es sólo uno, pensó Mark. Pudiera ser un meteoro. Podría ser un Sputnik. Debería ser algo.
La línea NORAD volvió a zumbar. Ace respondió y repitió un destello, como antes, para que el general lo apercibiera y el magnetofón le grabase.
—«DEW Line el radar de alta sensibilidad tiene ahora cuatro objetos en sus pantallas. La velocidad y la trayectoria indican que son proyectiles balísticos. Presque Isle y Homestead informan de otros proyectiles viniendo desde el mar. Estamos pasando el amarillo. Esto es su rojo de alerta.
El general dio una orden.
Mark es levantó y dijo:
—Creo que será mejor que vuelva a mi despacho. El general asintió y sonrió con debilidad.
PARTE 5
I
Al principio Randy creyó que alguien sacudía el diván; Graf, anidado bajo su brazo, gruñó y saltó al suelo. Randy abrió los ojos y se incorporó apoyándose en los codos. Se notaba en el vado entumecido por dormir con las ropas puestas. Excepto el perro, oreja y cola en posición de alerta, la habitación estaba vacía. De nuevo tembló el diván. El mundo exterior siguió dormido, pero advertía un movimiento en la habitación. Sus cañas de pescar, colgando por las puntas en toda la longitud de un perchero, inexplicablemente oscilaban con ritmo. Había oído que fenómenos tales acompañaban los terremotos, pero nunca se produjo un terremoto en Florida. Graf alzó el hocico y aulló.
Entonces llegó el sonido, un rumor largo, profundo, potente, subiendo en un crescendo hasta que las ventanas vibraron, las tazas bailotearon en sus plati tos y los vasos del bar rozaron sus bordes y tintinearon de terror. El sonido lentamente disminuyó, luego bramó hasta una potencia más fiera, más próxima.
Randy se encontró de pie; la garganta seca; el corazón latiéndole con fuerza. Esta no era la estación de las tormentas, ni se habían predicho tempestades en el boletín meteorológico. Y esto era un trueno. Subió al porche superior. A su izquierda, en el este, un esplendor naranja era preludio del sol. En el sur, a la otra parte del Timucuan y más allá del horizonte, un resplandor similar disminuía lentamente. Sus sentidos se negaron a aceptar un sol naciente y un sol poniente. Durante quizás un minuto el espectáculo le turbó sus reacciones.
Lo que había sobresaltado a Randy desde su sueño — tardaría bastante tiempo en conocer los hechos, muchísimo tiempo— eran dos explosiones nucleares, ambas de la categoría megatónica, las cabezas bélicas de proyectiles dirigidos disparados por submarinos. El primero calcinó la C.E.A. de Homestead, es decir, toda la base, e incidentalmente hundió y devolvió al mar una zona considerable de la punta de Florida. Ground Zero, el punto de explosión del segundo proyectil, era el Aeropuerto Internacional de Miami, no muy lejos del corazón de la ciudad. El diván de Randy se vio conmovido por las ondas de choque transmitidas a través de la tierra, que viajaron más de prisa que por el aire; así que se despertó y estaba con los ojos abiertos cuando la llamarada y el sonido llegaron un poco después. Mirando el resplandor, al sur, Randy fue testigo, tenía una distancia de casi trescientos y pico de kilómetros, de la incineración de un millón de personas.
La puerta se abrió de pronto. Ben Franklin y Peyton, descalzos y en pijama, entraron en el porche. Helen les siguió. La visión de la marca roja de nacimiento de la guerra en el firmamento les dejó sin palabras. Helen se cogió al brazo de Randy con ambas manos como si estuviera a punto de caerse. Vagamente, habló.
—¿Tan pronto? —era un gemido, no una pregunta.
—Me temo que aquí está —contestó Randy, su mente ardiendo entre todas las posibilidades, incluyendo sus propios peligros, buscando una pista de lo que hacer, de lo que hacer primero.
Helen llevaba kimono floreado y zapatillas de raña, botín de uno de los viajes de inspección de Mark por el Lejano Oriente. Su pelo color nogal estaba despeinado; sus ojos, un profundo e inquietante azul, se desmesuraban de aprensión. Parecía muy ligera, necesitando protección de penas mayor que su hija. Era, en este momento, una persona con menos ánimos que los niños.
Ben Franklin mirando al sur, dijo:
—No veo ninguna nube en forma de seta. ¿Es que no siempre dejan esa clase de nubes?
—Las explosiones se produjeron muy lejos —contestó Randy—. Probablemente una buena cantidad de bruma, u otras nubes, entre nosotros y el lugar que impiden ver las setas atómicas. Todo lo que vemos es una reflexión en el firmamento. Ahora se muere. Cuando salí era mucho más brillante.
—Comprendo —dijo Ben Franklin, satisfecho — ¿Qué piensas que destruyeron? Me imagino que Homestead y la base de la Marina en Boca Chica, en Cayo West.
Randy sacudió la cabeza.
—No creo que pudieran ser bombardeados desde distancia. Quizás dieron a Palm Beach y a Miami. Puede que fallasen y enviasen los dos proyectiles a las Glades.
—Quizás —admitió Ben, sin creer del todo en el fallo de los proyectiles.
Todo estaba muy tranquilo. Todo estaba equívocamente tranquilo. Temían oír sirenas o algo. Todo lo que Randy percibió fue el grito de un pájaro burlón entonando su aria mañanera.
II
Helen añojo su presión en el brazo de Randy. Sus pensamientos parecieron paralelos a los de él y dijo:
—No he oído aviones. Ni los oigo ahora. ¿No debiéramos escuchar el zumbido de los aviones de combate, o algo por el estilo?
—No lo sé —contestó Randy.
—Yo sí los oigo —dijo Ben Franklin—. Los oí. Eso fue lo que me despertó. Eran reactores... sonaban como B-47... ascendiendo. Iban hacia allá —mostró la dirección con un barrido de su brazo—. Es decir, suroeste a noreste, ¿no?
—Correcto —afirmó Randy y en aquel instante oyó el zumbido de otra aeronave, volando a plena potencia, siguiendo el mismo sendero. Todos escucharon—. Será uno de los de MacDill —decidió Randy—, cruzando el firmamento.
Antes de que el sonido se desvaneciese percibieron otro y luego un tercero.
Todos se agruparon ante la pantalla del porche, mirando a lo alto.
Muy arriba, en donde casi llegaba la luz del sol, vieron flechas de plata raudas en tres blancos penachos acuchillando osadamente el cielo azul, recién lavado de la mañana.
—¡Adelante, pequeños, adelante! —murmuró Ben Franklin.
El terror desapareció de los ojos de Helen.
—¿No podríamos subir a la atalaya del capitán? — preguntó—. Quiero verles. Son míos, ya lo sabes.
Ben y Peyton corrieron hacia la escalera de mano.
¡No! —exclamó Randy—. ¡Aguardad!
Ben se detuvo al instante. Peyton siguió corriendo. Su madre ordenó:
—¡Peyton! ¡Te mando que te detengas!
Peyton, la mano en la escalera, no siguió adelante.
—Cascaras —murmuró.
—Ya podéis comenzar a obedecer a vuestro tío Randy, como obedeceríais a vuestro padre, ahora mismito.
—¿Por qué no podemos subir hasta el tejado? — preguntó Peyton.
Randy había hablado por instinto. Encontró difícil traducir a palabras su objeción.
—Creo que es muy arriesgado —dijo—. Pienso que deberíamos estar en los sótanos, ahora; pero es que aquí no hay bodega y resulta demasiado tarde para empezar a excavar una.
—Tienes razón, Randy —dijo Ben Franklin—. Si ponían un huevo, cerca, arderíamos en un instante. Luego está la radiación. —El muchacho miró a la veleta sobre el empinado techo del garage —. El viento es del este, así que no debemos temer nada, por ahora. ¿Pero, y si ellos alcanzasen Patrick? Estamos exactamente casi al oeste de Patrick, ¿verdad? Patrick podría asarnos.
—¿De dónde oíste todo eso del peligro de la radiación y la dirección del viento? —preguntó Randy.
—Creí que todo el mundo lo sabía. —Ben frunció el ceño —. No creo que diesen a Patrick. Es un centro de pruebas, no una base de operaciones. Patrick no podría hacerles daño; pero MacDill y McCoy, sí. Y, hermano, se lo harán.
Randy, Helen y Ben Franklin miraban hacia el este, en donde estaban instaladas las rampas de pruebas de proyectiles dirigidos de Cabo Cañaveral y donde el grueso y rojo sol ahora asomaba por encima del horizonte. Peyton, con la nariz aplastada contra el cristal aún trataba de seguir las estelas de los B-47. Un fogonazo blanco y cegador envolvió su mundo.
Bandy notó el calor en el cuello. Peyton gritó y se› tapó la cara con las manos. Al suoeste; en dirección ae Tampa, San Petersburgo y Sarasota, otro sol antinatural había nacido, mucho mayor e infinitamente más fiero que el sol del este.
Automáticamente, como un buen jefe de escuadra haría, Randy miró a su reloj y anotó el minuto y segundo en su memoria. Esta vez sabría. el punto del impacto exactamente, utilizando el sistema del destello y del sonido aprendido en Corea.
Un grueso pilar rojo se alzó sobre sí mismo en el suroeste, teniendo como base el sol artificial.
La parte alta de la columna se abrió hacia fuera. Esta vez el hongo atómico estaba allí.
No hubo ningún sonido en absoluto excepto el sollozar de Peyton. Tenía sus puños apretados contra los ojos.
Un pájaro chocó contra el cristal y cayó al suelo, seguido por una lluvia de plumas revoloteantes.
Dentro de la columna y de la nube se desplegaron colores fantásticos. El rojo se convirtió en naranja, relució blanco, tornóse de nuevo rojo. Y los de verde y de púrpura se retorcieron hacia lo alto a través de la columna y extendieron tentáculos por toda la nube.
El alegre hongo atómico creció furioso con increíble velocidad, venenoso, maligno. Creció hasta que el borde de su sombrerete parecía la cresta de una ola gigante marina, negra, púrpura, naranja, verde; una especie de cancerosa avenida creada por el hombre.
Retrocedieron temblorosos.
—¡No puedo ver! —gritó Peyton—. ¡No veo, ma— maíta! Mamaíta, ¿dónde estás? —Sus ojos estaban desorbitados, su rostro mojado por las lágrimas, inválido. Los brazos extendidos, cruzaba el porche con pasitos rígidos, inseguros.
Randy la cogió en brazos. La niña parecía sin peso. Helen abrió la puerta y él se precipitó en la sala de estar. Le hablaba, diciendo: nándose a Fort Repose. El lechero pasaba siempre un poco tarde en sus entregas dominicales, puesto que los pedidos eran mayores que los días de entre semana. Apenas debía haber empezado su ruta cuando las primeras explosiones iluminaron el cielo del sur. Ahora volvía a casa con su esposa y sus hijos.
Cuando Randy alcanzó su vehículo oyó el bramido ondulante de la sirena de lo alto de la casa de los bomberos de Fort Repose. Algo redundante, pensó. Sin embargo, no hay sonido como el de una sirena gimiendo la alarma para agitar a la gente e impulsarla a una acción constructiva... o dejarla paralizada de miedo.
Randy alcanzó y pasó al camión lechero antes de dar la curva de la carretera. Un minuto después vio un sedán nuevo y grande volcado en la cuneta, las ruedas todavía girando. Disminuyó la marcha y vio que la parte delantera del coche estaba arrugada, su parabrisas hecha girones; llevaba matrícula de Nueva York. En el lomo del camino yacía una mujer, los brazos extendidos, una pierna desnuda grotescamente retorcida por debajo de su espalda. La carne pálida aparecía por debajo de los estrechos pantaloncitos cor tos azules y amarillos, a cuadros. Su rostro medio vuelto tenía una mancha roja y Randy consideró que estaba muerta.
En este segundo Randy tomó una decisión importante. Ayer se habría detenido, al instante. Sin la menor duda. Cuando se producía un accidente y se producía algún herido los hombres se detenían. Pero ayer era un período pasado en la historia, con leyes y normas arcaicas tan antiguas como las de Roma. Hoy las leyes habían cambiado igual que la ley romana cedió paso al barbarismo atávico cuando el imperio cayó ante los hunos y los godos. Hoy el hombre se salvaba a sí mismo y a su familia y al infierno con los demás. Ya debían haber muertos por millones y otros millones de mutilados, o condenados a la muerte contra el diván, murmurando, tranquilizadora, palabras maternales. Randy advirtió que Ben Franklin no estaba en el cuarto. El estampido y la honda sonora los sorprendió, sumergiéndolos a todos, impidiéndoles captar cualquier otro sonido y sensación. De nuevo la vajilla y las baterías de la cocina, vasos y porcelana, bailotearon. Un jarrón delicado de cristal vienés se hizo polvo sobre la repisa de la chimenea. El cristal que protegía una acuarela delicadamente pintada por Lee Adams, se pulverizó en su marco con gran estampido.
Helen, mirándole atentamente, acariciaba el cuerpo tenso de Peyton con sus dedos, mirándole y comprendiéndole, también, dijo:
—¿Qué fue?
—MacDill —contestó Randy—. Seis minutos y quince segundos. Esto da una distancia de ciento veinte kilómetros, precisamente la que nos separa de MacDill.
—MacDill está en Tampa —dijo Helen.
—Y San Petersburgo. ¿Os encontraréis bien hasta que vuelva?
—Nos encontraremos bien.
Randy se tropezó con Ben Franklin en la escalera.
—¿Dónde estuviste?
—Abriendo las ventanas y puertas del piso bajo. Lo hice a tiempo. No se ha roto ni un solo cristal.
—Chico listo. Ahora sube y ayúdale a tu madre a cuidar ¿i Peyton. Voy en busca del doctor.
—Randy...
—¿Di?
—Voy a llenar todos los cubos, pilas y bañeras de agua. Se supone que hay que hacer esas cosas.
—No lo sabía. — Randy puso la mano en el hombro de Ben—. Pero si es lo que debe hacerse, adelante y hazlo.
Randy salió corriendo a tiempo de ver el camión de Golden Dew Dairy pasar por River Road.
—Calma, Peyton, ¡tesoro! ¡Calma! Deja de frotarte los ojos. Cierra log párpados —extendió la niña en el diván.
Helen estaba a su lado, una toalla húmeda en las manos. Colocó la tela sobre los ojos de su hija.
—Nena, esto te hará sentirte mejor.
—¿Mamaíta?
—Sí. —Esta era la primera vez desde que cumplió los seis años que Peyton utilizó la palabra mamaíta en vez de la de madre.
—Todo lo que puedo ver es una gran pelota blanca. La veo con los ojos cerrados. Me duele, mamaíta. Me duele por toda la cabeza.
—Seguro, como una lámpara grande de magnesio iluminada de pronto. Estate quieta, Peyton, te pondrás bien. —Ahora, con miedo por la vista de su hija, suplantando todos los otros temores, Helen se calmó. De nuevo apareció compuesta, capaz, eficiente y conoció al momento que el pánico no volvería. Habló a Randy, tranquila —: ¿No sería mejor que llamases a Dan Gunn?
—Claro. —Randy entró corriendo en su despacho. Dan tenía dos teléfonos en sus habitaciones de River— side Ind. Randy marcó el número particular. Comunicaba. Marcó el del establecimiento. De nuevo oyó la impersonal señal de poderse establecer la comunicación. La pensión tenía centralita. No podían estar ocupadas todas las líneas. Probó el edificio de la clínica, aunque se daba cuenta de que era improbable que Dan, o cualquiera, estuviera allí a estas horas. Comunicaba. Marcó la central de la población. El mismo pitido sonó en su oído. Una vez más, Randy probó el número particular de Dan. La señal de comunicando persistía enojadora. Renunció, anunciando:
—Tendré que ir hasta la ciudad y traer a Dan.
En aquel momento la onda conducida por el suelo hizo tambalearse la casa.
Peyton gritó, en su ciego terror. Helen la apretó por la radiación, porque si el enemigo estaba alcanzando Florida, apenas fallarían las bases del C.E.A., los emplazamientos de proyectiles dirigidos en las zonas más densamente pobladas. Con certeza no ahorrarían del sacrificio a Washington y Nueva York, los puestos de mandos y centro de comunicaciones de toda la nación. Y la guerra tenía menos de media hora. Así que una desconocida en la cuneta no significaba nada, particularmente con una niña medio ciega, sangre de su sangre, dependiendo de su misión. Con el uso de la bomba de hidrógeno la era cristiana acababa de morir y con ella fallecía la tradición del buen samaritano.
Y, sin embargo, Randy se detuvo. Oprimió los frenos y quemó el neumático, jurando y considerándose a sí mismo blando y estúpido. Retrocedió, salió del coche y examinó los restos del otro vehículo. La mujer estaba muerta, el cuello roto. Viajaba sola. Examinando las señales de los neumáticos y una destrozada palmera, dedujo que viajaba a gran velocidad cuando tuvo lugar la explosión en MacDill —aún podía ver una zona anaranjada en el suroeste, probablemente tempestades de fuego, consumiendo Tampa y St. Petersburg—, enervándola o cegándola. Ella daría un giro y chocaría contra el árbol y saldría catapultada por el parabrisas. En el coche habían varias maletas de piel de cerdo, las cerraduras rotas por el impacto y un libro de bolsillo. No tocó nada. Informaría del accidente a cualquier patrullero o comisario del Scheriff, si encontraba uno y en el tiempo adecuado.
Randy continuó adelante, aunque a menor velocidad, porque la vista de un accidente fatal siempre provoca la precaución temporal. El incidente era importante sólo porque era autorevelatorio. Randy sgtbía que tendría que jugar con las viejas normas. No podía despojarse de su código, o escabullirse de su era.
Con una pizca de ansiedad por lo que ocurría más allá de su propia vista y alcance de oído, puso en marcha su radio, sintonizando la frecuencia COME— LAAD, 640, y puso el aparato a la máxima potencia.
Todo lo que oyó fue un distante e incoherente balbuceo.
Probó la otra frecuencia, 1240. Oyó un zumbido seguro y luego la voz familiar de Happy Hendrix, el comentarista de discos de la VSMF, de San Marco.
—Esta es una misión de la Defensa Civil. Escuchad con cuidado, porque se nos permite emitir durante treinta segundos, después de lo cual habrá dos minutos de silencio. Un despacho de la AP desde Jack— sonville afirma que se cree que el país está sufriendo un ataque. Desde ese momento, ha habido interrupción de comunicaciones entre Jacksonville y el norte. — La voz de Happy, de ordinario animosa y alegre, sonaba sobresaltada y entrecortada, y parecía encontrar dificultades en leer—. Obedezcan las órdenes de su director local de la Defensa Civil. No usen el teléfono excepto en casos de urgencia. Recibirán más instrucciones dentro de breves momentos. Esta estación estará en el aire en el plazo de dos minutos.
Randy volvió a sintonizar la 640. De nuevo oyó muchas voces, lejanas e indistinguibles. Sabía que en el sistema con RAP todas las estaciones estaban requeridas para operar a baja potencia. Dedujo que lo que oía era una emisión de Orlando u Ocala, pero con interferencias de estaciones de otras ciudades próximas, quizás Daytona, o Leesburg y Eustis, no muy lejos en Lake Country. Con cada estación confinada a dos frecuencias limitadas a operar en baja potencia, la confusión era comprensible.
Un año antes, Mark le advirtió que el sistema Conelrad era engañoso ó podía no funcionar en absoluto. Mark dijo, además, que el enemigo no dependía de las emisoras de radio caseras para encontrar sus blancos.
—Conelrad —fueron las palabras de Mark—, es tan anticuado como los B-29. Ni los proyectiles dirigidos ni los aviones reactores equipados con radar moderno y guia de inercia pensarían apuntar contra un rayo de la radio. En primer lugar, Conelrad se va a convertir casi en algo inútil, me temo, excepto para instrucciones locales. Las noticias que se consigan serán tan frescas y seguras como las que vengan por los teletipos de las estaciones locales. Esas noticias fluyen de las agencias nacionales. Cuando sus circuitos de teletipo queden sin funcionamiento —lo que ocurrirá inmediatamente cuando estallen las grandes ciudades— cada estación y agencia quedará aislada. Probablemente no se sabrá nada basta la Fase Dos... que es el período de barrido pasado el primer ataque. En la fase Dos el gobierno utilizará estaciones de ca nales claros, limpios, para decir lo que ha pasado
Mark aparentemente tuvo razón sobre lo inservi ble de Conelrad, como en casi todo lo demás. Se pre guato si Mark también estaba en lo cierto en su predicción de que Offutt y el Agujero serían uno de lo? úlancos primeros. Randy se preguntó si Mark aún vivía y cuánto tiempo tardaría en saber noticias suyas.
III
Al borde de la ciudad comenzó a encontrar tráfico, más denso que de ordinario y extraordinariamente errático. La gente empuñaba los volantes con la.elisión de corredores de competición automovilística, aun cuando marchasen a velocidad normal, las bocas apretadas, los ojos ñjos, cada uno sufriendo su crisis personal. Unos cuantos obedecían las señales d$ circulación. Otros marchaban como si nadie estuviese en el volante.
Una docena de automóviles se alineaban ante la estación de servicio y gasolinera de Jerry Kling, bloqueando la acera. Jerry estaba plantada, junto a una de las bombas, llenando un depósito y al mismo tiempo, escuchando a tres hombres, todos gesticulantes, todos exigiendo evidentemente prioridad de servicio. Uno de los individuos tenía una billetera en la mano y agitaba el dinero ante los ojos de Jerry.
El pánico se infiltraba por doquier...
Randy rebordeó Marines Park, una zona verde triangular; sus tapias rebordeadas de altas palmeras; su vértice encastado en las aguas del Timucuan y del St. Johns. Aquí, la confluencia de los ríos, el teniente Randolph Rowzee Peyton erigió el original Fort Repose. Los troncos de las palmeras del fuerte se habían desintegrado hace tiempo, pero permanecían reliquias, dos pequeños cañones de latón. Estaban montados sobre el cemento y flanqueados por el templete de la orquesta. De ordinario, en las brillantes mañanas sabatinas, los campos de tenis estaban ocupados, así como las boleras y demás centros de esparcimiento. Pero hoy el parque estaba abandonado, excepto por dos jóvenes decaídos en un banco.
Giró al norte por Yulee Street y, tres manzanas más allá, entró en Riverside Ind, con todos sus jardines ocupados por un bloque que se enfrentaba al St. Johns. El Riverside Ind era un conjunto de edificios pequeños entre los que se contaban otros hoteles pequeños de la competencia y pabellones, ocupados por veraneantes, viudas, viudos y parejas ancianas, que vivían de anualidades y pensiones y dividendos pasándose los veranos en Nueva Inglaterra o en Poconos y cada noviembre emigraban a Florida con todos sus achaques y equipajes.
Randy aparcó y entró en el establecimiento, cuyo ordenado régimen había estallado con el primer proyectil.
Los huéspedes se arremolinaban en torno al vestíbulo como los pasajeros de primera clase de un transatlántico que acaba de chocar con un iceberg, y sospechando que podían hundirse en cualquier momento. Algunos revoloteaban en torno a los botones y al ayudante del gerente, formulándoles preguntas y peticiones.
—He estado esperando en el comedor quince minutos y no he visto ni un solo camarero... ¿Está usted seguro de que puede conseguirme una reserva en el Champion que sale de Orlando mañana para Nueva York?... ¿Me gustaría saber qué avería hay en el servicio de teléfonos? Si mi hija no tiene noticias mías, se pondrá frenética... La televisión de mi cuarto no funciona. ¿Es que no hay emisión alguna en estos momentos? ¡Tiene gracia, esto tiene que ser realmente serio!... Soy huésped de este hotel durante veintidós temporadas y es esta la primera vez que pido algo especial... ¿Hay algún motivo para que la furgoneta del hotel no pueda llevarnos a Tampa?... Por favor, no me considere tímido, pero me gustaría saber la situación del próximo refugio... Fue ese maldito Roosevelt, en Yalta... ¿Cree que las líneas de avión estarán mucho tiempo interrumpidas?... ¿Quiere usted decir que nuestros cocineros se han marchado todos a su casa? ¡Jamás oí tontería así! Deberían detenerlos. ¿Cómo, pues, vamos a comer?... Mi marido resbaló en la ducha... No puedo levantarle...
Un general retirado, de uniforme y exhibiendo todas sus cintas, salió del ascensor.
—¡Atención! —gritó—. ¡Todo el mundo, atención! Pongamos orden aquí. Tengan la bondad de guardar silencio. ¡No hay motivo para la alarma!
Nadie le hizo caso.
Un tipo de piernas arqueadas, con pantalones cortos y una gorrita de un rojo vivo, la bolsa del golf pendiendo de un hombro llevando dos maletas, me abrió paso hasta la entrada. Le seguía una mujer llevando abrigo de pieles por encima del pijama. También iba cargada con otra bolsa de golf y tenía un joyero bajo un brazo y un equipo de maquillaje bajo el otro. Esos dos tenían un refugio y medios de llegar allí, por lo menos eso creían. Pero para la mayoría de los demás no había lugar a donde ir. Eran gentes sin raices. Si se hundía Riverside Ind se hundirían ellos con el navio.
Las habitaciones de Dan Gunn estaban en el segundo piso Randy no hizo caso al ascensor y subió las escaleras de dos en dos.
El cuarto de Dan estaba vacío y no estaba tampoco el maletín-médico que empleaba. Probablemente habría salido a atender alguna llamada de urgencia o se encontraría en la clínica del Edificio de las Artes Médicas. Randy probó el teléfono particular de Dan. No daba señal de marcar, sólo ruidos de parásitos. Tomó el teléfono del cuarto. La centralita del hotel no respondió.
Randy oyó voces en el vestíbulo y en el pasillo, de tono alto y furiosas. Abrió la puerta.
Con los pies separados y braceando, una mujer delgada, con la curva en su vientre de un embarazo adelantado, se apoyaba contra la pared. Sus brazos huesudos servían para sujetar el abdomen y estaba jadeando. En el centro del pasillo discutían dos hombres. El mayor era Jennings, gerente de Riverside Ind; el otro, John García, un guía pescador menor— quino. Randy reconoció a la mujer como la esposa de García.
—No puede tener a su hijo aquí, en el hotel —decía Jennings—. Ya hay mucha confusión. ¡Ustedes tendrán que marcharse!
García, un hombre pequeño, de rostro moreno y curtido por el sol, dio un paso atrás. Se llevó la mano al bolsillo de la cadera y sacó un cuchillo corto y curvado, apropiado para cortar cables, o abrir las panzas «le los peces para limpiarlos.
Randy se interpuso entre ellos.
—Guarde eso, John —dijo a García—, iré por el doctor—. Se volvió a Jennings—. ¿Dónde está el doctor Gunn?
—Tiene trabajo —contestó Jennings—. Tiene mucho trabajo con uno de nuestros huéspedes. Un caso cardiaco. Diga a estas gentes que se vayan a la clínica y que esperen.
—¿Dónde está él?
—Eso no importa. Esos individuos no pertenecen al hotel y no tienen porque...
La mano izquierda de Randy cogió la solapa de Jennings. Dio una bofetada terrible al gerente cruzándole la cara. Le hizo eso sin pensarlo conscientemente, excepto el considerar que era necesario para despertarle de la histeria y que le permitiese localizar al doctor Dan Gunn.
—¿Dónde está? —repitió.
Las rodillas de Jennings se le doblaron y Randy le tuvo que apoyar contra la pared.
—¡Suelte! iMe ahoga! ¡Gunn está en el dos 44! Randy le soltó. El lado izquierdo del rostro de Jennings estaba rojo como un tomate y un reguerito de sangre le salía de la comisura de los labios. Randy estaba asombrado. Era la primera vez en sus años adultos que golpeaba a alguien, según podía recordar, excepto a un traidor norcoreano. Jennings retrocedió, murmurando que avisaría a la policía y desapareció escaleras abajo.
—Entra tu esposa ahí —dijo Randy a García—. Que se acueste en la cama. Voy a por el doctor Gunn.
Randy siguió pasillo abajo y entró en el cuarto 244 sin molestarse en llamar. Era una habitación sencilla. En la cama yacía un montón de carne gris, un hombre corpulento, de más de mediana edad, muerto. Randy no sintió ninguna sorpresa e impresión. Se familiarizó con la muerte en Corea. Esta familiaridad había quedado en él, en su interior, escondida, como un lenguaje extranjero olvidado rápidamente una vez se deja el país en donde se hablaba. Ahora regresaba, como la lengua extranjera se vuelve a adquirir con rapidez en su tierra natal.
Dan Gunn salió del cuarto de baño, secándose las manos.
—Tienes más problemas esperándote en tu cuarto — dijo Randy —. Una mujer que va a dar luz, o está a punto. La esposa de García.
Dan dejó caer la toalla al pie de la cama y subió la sábana tapando el cadáver.
—Todo el mundo propenso a tener un infarto de miocardio ha debido tenerlo ya —dijo—, y supongo que toda mujer que está esperando dar a luz en los próximos dos meses lo estará haciendo ahora. ¿Qué te pasa a ti, Randy?
—Peyton está ciega. Te acordarás de ella del año pasado, ¿verdad? La pequeña de Helen..., bueno, no tan pequeña..., once años. Sé que tienes mucho trabajo, Dan, pero...
Dan alzó sus inmensamnte largos y peludos brazos y exclamó:
—¡Oh, Dios! ¿Por qué? ¿Por qué esta criatura?
Parecía y sonaba como un rebelde profeta del viejo testamento. Parecía y sonaba como loco. Lo peor que podía imaginar Randy en aquel momento era que Dan Gunn perdiese su equilibrio mental.
—Eso nada tiene que ver — dijo Randy —. Eso fue estrictamente obra del hombre. Del que dejó caer la bomba sobre MacDill, o en algún lugar de la zona de Tampa. Peyton miraba hacia allá cuando estalló.
—Oh, el loco, destructor, asesino de niños, bastardo... ¡Esos hombres diabólicos, esos diabólicos y traicioneros individuos! ¡Dios los maldiga!
Utilizó la expresión como un juramento sincero y terrible y entonces los brazos de Dan cayeron y su cólera se esfumó. Visiblemente salió de aquel ataque de locura.
—Parece ser que se trata de una quemadura por destello de la retina —dijo—. Para el ojo humano es el equivalente de una película fotográfica con exceso de luz. Sus ojos se recuperarán.
Miró la forma del lecho.
—No puedo hacer mucho por los cardíacos. Este fue el tercero, aquí en el hotel. Quizás vivan los otros dos, durante una temporada. Es el miedo lo que les mata y el peor miedo es que tendrán un ataque y no i podrán llegar hasta un médico. Compadezco a todos los cardíacos de aquí, sin teléfono. Les compadezco, i pero no puedo ayudarles. Uno no tiene que preocuparse mucho de que las mujeres den a luz niños. Los tendrán esté o no presente yo y las posibilidades de que tanto la madre como el niño salgan con bien.
Ycogió el codo de Randy
—Echemos un vistazo a la mujer de García y después veremos a Peyton Salieron de la habitación dejando al muerto, solitario.
Marie García dijo que los dolores le sobrevenían con intervalos de cuatro a cinco minutos.
—Será mucho mejor si puede dar a luz en su casa —contestó Dunn—. También para mí más fácil. Este v hotel no es sitio adecuado para tener a un niño. ¿Cree que podrá llegar?
Marie miró a su marido y asintió.
—¿Nos seguirá, doctor? —preguntó García.
—Iré tras de ustedes —prometió Dan. Ayudó a Marie a ponerse en pie. Apoyándose en John García salió ella, los labios apretados, aguardando la próxima arremetida de dolor, pero sin miedo.
Dan se metió en el cuarto de baño y salió con una botellita.
—Gotas para los ojos —dijo—. Cada tres horas. —Las metió en su maletín y entregó a Randy una caja de comprimidos—. Sedante. Un comprimido cada cuatro horas. Y dale un par de aspirinas en cuanto llegues a casa. Que se quede en una habitación oscura. Mejor aún, vendarla los ojos con un trapo negro. Mientras sepa que no puede ver, no esforzará los ojos. Y eso tampoco la asustará demasiado. Lo que da miedo es abrir los ojos y no ver. —Vas a venir, ¿no? —preguntó Randy.
—Seguro. En cuanto pueda. Tengo que ayudar a nacer a ese niño y después he de revisar la clínica... Dios sabe lo que me espera allí... y ver a Bloomfield. Sea como sea hemos de coordinar lo poco que podemos hacer. Pero en cuanto pueda iré a ver a Peyton. Realmente nada es posible que pueda hacer en su bien que tú no lo hagas ahora mismo. Y. Randy...
—¿Sí?
—¿Compraste lo que había en las recetas?
—No. No tuve tiempo.
—No te preocupes. Yo te lo daré. Llevaré el género cuando vaya a tu casa.
Salieron juntos del hotel. Una mujer gimoteante, la peluca rojiza torcida en su cabeza y con una boina mal puesta, se cogió al brazo de Dan. El se libertó. Ella trató de apoderarse del maletín. El la alejó y echó a correr.
Se separaron fuera. Randy cruzó la ciudad. El tráfico crecía. Los almacenes y tiendas que abrían temprano, los sábados, estaban atestados y habían grupos esperando a la puerta de otras tiendas y en las escaleras del banco. Todavía no se presentaba el desorden. Era una precipitación en comprar, como en la víspera de Navidad. En la esquina de St. Johns y Yelee vio a Cappy Foracre, jefe de policía de Fort Repose dirigiendo el tráfico. Se detuvo y gritó:
—Cappy, hay una mujer muerta en un accidente de River Road.
—Eso queda fuera de los límites de la ciudad —respondió con otro grito £appy—. No puedo hacer nada. Ya tengo bastante jaleo aquí.
Randy siguió adelante, sintonizando su radio a las frecuencias Conelrad, tratando de pillar noticias. Como antes, el canal 40, tenía soló un murmullo incoherente de voces lejanas, pero Happy Hendrix seguía radiando en la VSMF, de San Marco, en la sintonía 1240, aunque, obedeciendo las normas Conelrad no mencionaba el nombre de la emisora. El teletipo de la AP desde Jacksonville hablaba de una batalla mar y aire en la costa. El gobernador había dado a la publicidad una orden desde Tallahasse... todas las ciudades que pudieran ser objetivo de los enemigos tenían que ser evacuadas de inmediato; en las ciudades incluía Orlando y Jacksonville. No se hablaba de Miami ni de Tampa.
Randy se preguntó porque la orden de evacuación se producía en Tallahasse, en vez de salir del Cuartel General de la Defensa Civil. De la situación nacional no se daban noticias en absoluto. Hasta ahora parecía como si Florida pelease sola la guerra. Más que cualquier cosa Randy quería noticias... verdaderas noticias. ¿Qué había pasado? ¿Qué ocurría por todas partes? ¿Se había perdido la guerra? Si seguía luchándose, ¿quién ganaba?
En River Road adelantó a una docena de convictos, hombres blancos, con su uniforme azul y la tira blanca en la pernera del pantalón. Marchaban hacia Fort Repose. Dos de los convictos llevaban escopetas. Otro portaba una pistola metida en su cintura. Eso era malo. Pandillas de bandidos en la carretera en vez de guardias armados. Pero es que no habían guardias. No resultaba difícil imaginar lo que pasó. Algunos de los guardias eran hombres sádicos y tenebrosos, expertos en castigos extraordinarios y degradantes. Era probable que cualquier disposición de la autoridad del gobierno hubiera iniciado una revuelta de los prisioneros lanzándolos contra sus guardianes. Había un campo de trabajos forzados entre Fort Repose y Pasco Creek. Randy imaginó que aquellos prisioneros estaban siendo transportados por camión a la zona de confinamiento cuando se produjo el ataque nuclear. Al darse cuenta del caos, se revelarían y quizás asesinaron a los guardias obrando de manera casi instantánea.
Pasó por delante del coche siniestrado. El cuerpo de la mujer yacía junto a la carretera. El equipaje había sido saqueado. Vestidos, zapatos y ropa interior relucían en la cuneta. Un pijama de seda rojo colgaba de una baja palmera, triste gallardete para marcar el ñnal de unas vacaciones.
Cuando Randy llegó a su casa, el Chevrolet de Florence Wechek salió de su jardín. Le gritó:
—¡Eh, Florence!
Florence frenó. Alice Cooksey la acompañaba en el coche.
—¿Dónde van? —preguntó Randy.
—A trabajar —contestó Florence—. Llego tarde.
—¿No saben lo que ha pasado?
—Claro que sí. Por eso es muy importante que abra mi oñcina. La gente tendrá que enviar toda clase de mensajes. Esto es una emergencia, Randy.
—Seguro que sí —afirmó Randy—. Camino de la ciudad se encontrarán con algunos convictos. Están armados. No se detengan.
—Tendré cuidado —prometió Florence. Alice sonrió y agitó la mano. Reanudaron la marcha.
IV
El viernes por la noche Florence y Alice habían abierto una botella de jerez, un gesto desacostumbrado, permaneciendo levantadas hasta pasada la medianoche, intercambiando confidencias, opiniones y murmuraciones. Como resultado, Florence se olvidó de poner el despertador y las dos mujeres se durmieron. Las explosiones lejos hacia el sur las despertaron, pero hasta algún tiempo más tarde, cuando vieron el resplandor en el firmamento, no se le ocurrió a Alice poner la radio y por último comprender por las noticias lo que estaba sucediendo.
De inmediato, Florence quiso salir para su despacho. No teniendo parientes cercanos y acercándose a una edad más allá de la que no podía esperar razonablemente una propuesta de matrimonio ni siquiera que la mirasen dos veces ni los viudos solitarios o los solterones maduros; toda su vida la centraba en la oficina. Western Union no esperaba que abriese la estación hasta las ocho, pero llegaba de ordinario un poco temprano. Por las tardes ella temía el descenso brusco de las últimas horas del día, que al final, sobre las cinco, guillotinaba su jornada de trabajo. Después de esa hora nada la aguardaba excepto los tórtolos, los pececitos de colores y el precario viaje de regreso a siglos más románticos mediante el vehículo de las novelas históricas. En el despacho era parte de un mundo atareado y excitante, un lazo necesario de comunicación en los negocios de gran importancia de los demás. En este día de crisis, ella tenía que ser la persona más importante de Fort Repose.
Sin embargo, dejó que Alice la convenciese para no partir en seguida. Para ser una mujer tan avispada Alice parecía notablemente valiente y fría. Alice destacó que Florence debería de soñar antes porque necesitaría de todas sus fuerzas y pudieran pasar muchas horas antes de que tuviese oportunidad de comer. Y Alice se ofreció voluntaria para acompañarla a la ciudad, aunque Florence insistió en que no era necesario.
—¿Quién va a leer, hoy? —preguntó—. ¿Quién va a molestarse en ir a la biblioteca?
—Quizás muchas buenas personas deseen leer —.ontestó Alice—, una vez descubran que los folletos de la Defensa Civil están almacenados en la biblioteca. No es que probablemente sea de mucha ayuda esa literatura ahora para ellos, pero quizás si les sirva de algo. Bubba Offenhaus decía que ocupaban mucho espacio en su oficina. Así que me ofrecí para guardarlos.
—Fuiste previsora.
—¿Eso crees? Cuando dos navios van en rumbo de colisión y los timoneles infiexivamente mantienen ese rumbo, habrá choque. No es preciso ser previsora para darse cuenta.
Y Alice sugirió que sería prudente para ellas utilizar su tiempo y recursos en comprar provisiones mientras estaban en la ciudad.
—Conservas será lo mejor, me parece —dijo—, porque si la luz eléctrica desaparece, no habrá refrigeración posible.
—¿Y por qué tendría que suspenderse el suministro eléctrico? —preguntó Florence.
—Porque la energía de Fort Repose viene de Orlando.
Florence no entendió por entero este razonamiento. No obstante, siguió el consejo de Alice, poniendo en la lista elementos esenciales que necesitarían, llenando cubos y la bañera de agua, antes de marcharse.
Florence y Alice pasaron por delante de la mujer muerta y del saqueado coche, en su camino a la ciudad. Eso las asustó. Pero, cuando más adelante, Florence vio el grupo, de convictos y a dos de ellos armados, colocándose en el centro del camino para indicarle que parase, pisó el acelerador. El coche se lanzó en una velocidad que en su vida la mujer se había atrevido a emplear nunca. En el último segundo los dos individuos se pusieron a salvo y los otros sacudieron los puños, moviendo la boca, pero sin que pudieran oír sus maldiciones. Florence no disminuyó la marcha hasta llegar a Marines Park. Dejó a, Alice en la biblioteca. Aparcó detrás de Western Union, que ocupaba una fachada de seis metros en un bloque de tiendas de un solo piso de Yulee Street. Sus dedos temblaban y notaba torpes las piernas. Pasaron varios segundos antes de que su corazón recobrase el ritmo normal y encontrase valor bastante para entrar en su despacho. Catorce o quince hombre y mujeres, algunos de ellos forasteros, se agruparon tras ella.
—¡Un momento! ¡Sólo un momento! —dijo Fio— rence y se atrancó tras la protección relativa del mostrador.
Era la primera mañana en muchos años que llegaba tarde y asi, hoy, precisamente, esperando a la puerta, había más clientes de los que podía esperarse por costumbre en todo el día. Además, los sábados, Gaylord, su repartidor negro, tenía el día libre. Su bicicleta estaba en la parte trasera de la oficina.
—Ahora tendrán que esperar —volvió a decir—, mientras abro las líneas.
Fort Repose era una de las docenas de pequeñas ciudades de circuito local que se originaba en Jacksonville y terminaba en Tampa. Florence puso en funcionamiento su teleescritor y anunció: «AQUI FR VOLVIENDO AL SERVICIO».
Al instante la máquina respondió desde JX, que era el indicativo de Jacksonville: «ESTA USTED LIMITADO ACEPTAR Y TRANSMITIR SOLO MENSAJES DE URGENCIA OFICIAL DE DEFENSA. HASTA OTRO AVISO. NO SE ACEPTAN MENSAJES PARA PUNTOS AL NORTE DE JACKSONVILLE».
Florence acusó recibo y preguntó a Jacksonville: «¿ALGO RECIBIDO?».
JX dijo con sequedad: «NO. FI TAMPA ESTA AFUERA. HA SIDO ORDENADA LA EVACUACION DE JX, PERO SEGUIREMOS HASTA QUE LA DEFENSA CIVIL LLEGUE».
Florence se volvió a sus clientes de detrás del mostrador, empezó a hablar y se vio abrumada por las demandas:
—Estoy esperando un giro de Chattanooga esta mañana. ¿Dónde está?... Quiero que envíe esto a Nueva York en seguida... ¿No puedo mandar un telegrama desde aquí? Mi marido está en Londres y cree que yo me encuentro en Miami y no es verdad. ¿Cómo se llama esta localidad?... Esto es un mensaje muy importante. Traté de telefonear a mi agente y todas las líneas están cortadas. Es una orden de venta y quiero que la envíe en seguida. Le daré una buena propina... Ni siquiera puedo telefonear a Mount Dora. ¿Puedo enviar un telegrama desde aquí a Mount Dora?... Si pido dinero a Chicago, ¿cuánto cree que tardará en recibir respuesta?...
Florence levantó las manos.
—Por favor, silencio..., así está mejor. Lo siento, pero no puedo tomar nada, excepto mensajes oficiales de urgencia, de defensa. De todas maneras, nada puede llegar más lejos que Jacksonville.
Vio la transformación de sus rostros. Habían estado ceñudos, decididos, irritados. De pronto sólo estaban asustados. La mujer cuyo marido estaba en Londres murmuró:
—¿Nada al norte de Jacksonville? Oh, eso es terrible. ¿Cree usted que...?
—Acabo de decir cuanto sé —anunció Florence—. Lo siento. No puedo tomar mensajes. Y no ha venido nada para nadie —les compadeció—. Vuelvan dentro de unas pocas horas. Quizás las cosas vayan mejor.
V
A las nueve menos cuarto Edgar Quisenberry, presidente del banco, entró en el despacho de la Western Union. Tenía el rostro colorado y afeitado, vestía un traje nuevo azul, el pañuelo blanco asomando por el bolsillo superior de la americana y lucía también una correcta corbata azul oscuro. Sus modales eran briosos, confiados y comerciales, tal y como debería comportarse un banquero en tiempo de crisis. En la mano llevaba un telegrama, ya pasado a máquina en el banco.
—Buenos días, señorita Wechek —dijo y sonrió.
Florence se quedó sorprendida. El banco era su mejor cliente y. sin embargo, apenas veía a Edgar Quisenberry, en persona, y jamás le vio antes sonreír.
—Buenos días, señor Quisenberry —contestó.
—Realmente no se puede decir que sea muy bueno — anunció Edgar—. Me recuerda el día de Pearl Harbor. Ese rebaño de Washington ha sido pillado dormitando de nuevo. Me gustaría que enviase este mensaje... —lo pasó por encima del mostrador—. El teléfono parece estar averiado, temporalmente, o de otro modo habría hecho una llamada personal.
Florence recogió el telegrama. Estaba dirigido a la sucursal de Atlanta el Federal Reserve Bank y decía: «Necesito urgentemente instrucciones sobre cómo resolver la situación actual».
—Acabo de recibir órdenes de no aceptar ningún mensaje, excepto los de los oficiales de defensa en casos de emergencia, señor Quisenberry —dijo Florence.
La sonrisa de Edgar desapareció.
—Es que no hay nada más oficial que el Federal Reserve Bank, señorita Wechek.
—Bueno, eso no lo sé, señor Quisenberry.
—Será mejor que se entere, señorita Wechek. No sólo esto es un mensaje oficial, sino que en una emergencia de defensa no hay nada más importante que mantener la integridad financiera de la comunidad. Usted enviará en seguida este mensaje, señorita Wechek. — Miró el reloj—. Son ahora las nueve menos cuarto. Voy a exigir un informe, exactamente, de la rapidez de esta transmisión.
Florence estaba colorada. Conocía que Edgar Quisenberry podía causarle muchas molestias. Sin embargo, Atlanta quedaba muy al norte de Jacksonville.
—No tenemos ninguna comunicación con puntos más allá de Jacksonville, señor Quisenberry —dijo.
—¡Eso es ridículo!
—Lo siento, señor Quisenberry.
—Muy bien. —Edgar le arrebató el telegrama y revisó, corrigiéndola, la dirección—. Tome. Envíelo a la sucursal de Jacksonville.
Dudosa, Florence cogió el impreso y dijo:
—Veré si lo aceptan, señor Quisenberry.
—Lo aceptarán. Espero.
Ella se sentó ante la máquina, llamó a JX y escribió: «TENGO UN MENSAJE PARA LA SUB-SU— CURSAL EN JX DEL FEDERAL RESERVE. REMITE EDGAR QUISENBERRY, PRESIDENTE DEL FIRST NATIONAL BANK. ¿QUIEREN USTEDES ACEPTARLO?».
JX replicó: «ES UN PARTE OFICIAL DE DEFENS...?».
Florence parpadeó. Durante un instante pareció que alguien había reflejado con un espejo la luz del sol en sus ojos. Al mismo tiempo el mensaje de JX cesó.
—Tiene gracia —exclamó ella—. ¿Vio usted algo, señor Quisenberry?
—Nada, excepto un pequeño destello de luz. ¿De dónde vino?
El teletipo volvió a funcionar. «PK A CIRCUITO. GRAN EXPLOSION EN DIRECCION JX. PODEMOS VER EL HONGO RADIOACTIVO». PK significaba Palatka, un pueblecito en el St. Johns al sur de Jacksonville.
Florence se levantó y se acercó al mostrador con el mensaje de Edgar.
—Lo siento muchísimo, señor Quisenberry —dijo—, pero no puedo enviar esto. Jacksonville ya no existe en el mapa.
La estructura financiera de Fort Repose se derrumbó en un día.
Durante la temporada de invierno el First National abría las mañanas de los sábados de nueve hasta las doce y Edgar vio que no había motivo para que una guerra interfiriese con las horas de oficina. Como cada cual, se despertó por el rumor de las primeras lejanas explosiones y sintió un escalofrío de miedo cuando la sirena de los bomberos empezó a bramar la alarma. Apremió a su esposa, Henrietta, para que le hiciese el desayuno en seguida mientras trataba de llamar por conferencia a Atlanta. Cuando su teléfono hizo ruidos extraños y el operador no quiso responder, escuchó las escuetas emisiones locales durante treinta segundos, enterándose de las noticias. Al no oir nada que pareciese alarmante de inmediato para Fort Repose, recordó a Henrietta que cuando Pearl Harbor no ocurrió nada drástico. El lunes, después de la catástrofe de Pearl Harbor no hubieron ni corridas ni pánico lío obstante, no pudo terminar su tocino y sus huevos. Salió para el banco quince minutos más pronto que de costumbre.
Pero en el banco nada iba bien. Los teléfonos tampoco funcionaban y a los ocho y media, cuando su personal debía presentarse en el trabajo, la mitad no había aparecido. Casi al mismo tiempo advirtió que una cola de cuentacorrentistas se formaba en la entrada principal y eso fue lo que le hizo decidirse a enviar un telegrama al Federal Reserve. Nunca había recibido instrucciones sobre qué hacer en una emergencia de esta clase y, de hecho, jamás había considerado posible que se presentara.
El fracaso de la Western Union de enviar su telegrama preocupó en cierto modo a Edgar, pero se dijo a sí mismo que era imposible que el enemigo pudiese haber bombardeado todas las grandes ciudades a la vez. Era probablemente alguna especie de avería mecánica que pronto sería reparada, en cuanto los obreros la localizasen, de modo que Fort Repose con su sistema telefónico no tardaría en funcionar normalmente.
Cuando las puertas del banco se abrieron a las nueve la gente aparecía bastante ordenada. Era verdad que cada cual retiraba moneda efectiva y que nadie ingresaba nada. Edgar no estaba muy preocupado. Tenía todavía un cuarto de millón en efectivo a mano, una cantidad de dinero más alta que lo que se requería en cualquier sábado ordinario, pero siguió firme en sus principios conservadores.
Al cabo de diez minutos el optimismo de Edgar se tambaleó. La señora Estes, decana de las cajeras, se volvió sobre la caja fuerte y al contable y después de hablar unas palabras entró en el despacho del director.
—Señor Quisenberry —dijo—, la gente no me retira dinero en la cantidad ordinaria. Esas personas lo sacan todo... cuentas de ahorro y todo.
—No hay motivo para eso —respondió Edgar—. Deberían saber que el banco es sólido.
—¿Puedo sugerir que limitemos los pagos? Que saquen sólo lo bastante para que cada familia pueda comprar lo que necesiten en esta emergencia? De ese modo podremos seguir abierto hasta mediodía y no habrá pánico alguno. También protegerá a los comerciantes.
Edgar se sintió inflamado por las palabras de su empleada, que prácticamente significaban insubordinación.
—Cuando usted sea presidente de este bando — dijo—, entonces tomará tales decisiones. Pero déjeme decirla algo, señora Estes. El único modo de detener un pánico en el banco es pagar en efectivo. Mientras usted lo haga, la gente recobrará la confianza y cesará de insistir en sacar fondos.
—Hoy es por entero diferente, señor Quisenberry. ¿Es que no lo comprende? Es preciso que se asuma alguna especie de jefatura o se producirá el pánico.
—Señora Estes, tenga la bondad de volver a su caja. Yo dirijo el banco.
Ese fue el primer error de Edgar y quizás su error vital.
Corrigan, el cartero, entró y dejó caer urt paquete de cartas en el escritorio del secretario. Edgar se animó al ver a Corrigan. El viejo gobierno de los Estados Unidos seguía funcionando.
—Aunque llueva o nieva, de noche y de día... — murmuró Edgar, sonriendo.
—Esta es mi última entrega — dijo Corrigan—. Ni los aviones ni los trenes funcionan y el camión de Orlando no vendrá esta mañana. Esta saca es de anoche. No podemos aceptar correo para fuera porque no garantizamos cuando saldrá, si es que sale.
Corrigan se fue, se colocó en la cola, situándose ante una de las ventanillas de pagos.
La parálisis del correo de los Estados Unidos fue una impresión enorme para Edgar Quisenberry, más que cualquier otra cosa ocurrida hasta entonces. Por lo menos, se confesó para si, ésta es la imposible realidad del día. El darse cuenta no se produjo de inmediato. No podía, porque su mente rehusaba asimilarlo. Trató de aceptar la probabilidad de que la Tesorería en Washington, Wall Street y los bancos de la Federal Reserve por todas partes, eran ahora cenizas radioactivas. Ya no existían casas de cambio ni bancos corresponsales. Se sintió enfermo al comprender que una gran parte de sus propias acciones —es decir, las acciones de su banco— ya de nada servían. ¿Qué utilidad tendrían los bonos del Tesoro y los billetes cuando no había Tesorería? ¿Para qué servían los bonos municipales de Tampa, Jacksonville y Miami cuando no habían ya municipalidades? ¿Quién enderezaría todo esto y cómo, y cuándo? ¿Quién se lo diría? ¿Quién lo sabría? Con todas las comunicaciones cortadas no podían ni siquiera conferenciar con compañeros banqueros de San Marco. Empezó a sudar. Sacó la pluma estilográfica y comenzó a escribir cifras en un pedazo de papel. Si podía reducirlo todo a números, recobraría el equilibrio. Siempre ocurría así.
El cajero de Edgar entró en el despacho y dijo:
—No vamos a pagar en efectivo cheques de otras ciudades, ¿verdad, señor Quesenberry?
—¡Claro que no! ¿Cómo podrás pagar cheques de otras capitales cuando no sabemos si todavía existen esas ciudades — Edgar parpadeó, recordando que únicamente ayer pagó un gran cheque para Randolph Bragg sobre un banco de Omaha. Ciertamente, Omaha, precisamente en el centro del condado, debía estar segura. Edgar nunca pensó mucho en ello ni tampoco en lo que se hablaba de cohetes, proyectiles dirigidos y tales, siempre se enorgullecía de pisar firmemente el suelo y examinar los hechos de una manera práctica y tozuda. Y los hechos, como afirmó públicamente, eran que Rusia intentaba derrotar a los Estados Unidos asustándoles y provocando la inflación, la depresión socialista y no mediante el empleo de proyectiles. El campo era sólido básicamente y los rusos nunca atacarían un país de tanta solidez. Y sin embargo, habían atacado; si podían alcanzar Florida igualmente podían hacerlo con Omaha... o cualquier otro lugar.
Su cajero, el señor Pennyngton, un hombre delgado con nariz llorosa y estómago nervioso, dado a asustarse por los detalles, crispó las manos como para impedir que sus dedos se le escaparan volando por el espacio. Con voz entrecortada hizo otra pregunta:
—Señor Quisenberry, ¿qué hay de los cheques de viajeros? ¿Los pagamos?
—¡No, señor! Los cheques de viajeros se suelen redimir de ordinario en Nueva York (y, entre usted y yo), creo que no quedará mucho de Nueva York.
—¿Y qué hay de los bonos del gobierno, señor? Hay gente en la cola que quiere hacerlos efectivos.
Edgar dudaba. Negarse a pagar en efectivo bonos de ahorro del gobierno era un sacrilegio financiario tan terrible que jamás en su cerebro se le ocurrió que existiese tal remota posibilidad de dudarlo. Sin embargo, allí estaba, enfrentándose al problema.
—No —decidió—, no pagaremos los bonos. Diga a esos individuos que no pagamos ningún bono hasta que descubramos donde se sienta el gobierno..., si es que se asienta.
La noticia de que el First National se negaba a acceptar hasta los cheques de los viajeros y los bonos del gobierno se extendió por la pequeña barriada comercial de Fort Repose en pocos minutos. Los comerciantes, tenderos, drogueros, propietarios de tiendas especializadas y de estaciones de gasolina, dedujeron que si los cheques de viajeros y los bonos del gobierno no valían nada, pronto los demás cheques dejarían de tener valor. Desde que abrieron las puertas aquella mañana, todos los records de venta fueron derribados. Cada cual compraba lo que se le ponía por delante, cosa que alegraba a los tenderos al mismo tiempo que les asustaba. La mayor parte de ellos, desde el principio, se mostraron precavidos, rehusando aceptar cheques de fuera de la ciudad, excepto, claro, los correspondientes a las pagas por nómina y a las pensiones del gobierno, que todo el mundo presumía eran tan buenos como el dinero efectivo. Cuando actuó el banco, su primera reacción fue rechazar todos los papeles excepto la moneda, considerándolos probablemente como sin valor.
Su siguiente reacción fue correr al banco e intentar convertir su papel sospechoso en moneda efectiva.
Mirando a través de la puerta del despacho. Edgar contempló las colas en el vestíbulo, esperando que desaparecieran. En su lugar, crecieron. Llamó al señor Pennyngton y juntos revisaron las existencias en efectivo. Increíblemente, en una sola hora se había reducido a 145.000 dólares. Si continuaba a este paso, el banco se vería sin dinero a las once y media y Edgar dedujo que la proporción de los pagos sólo incrementaría.
Edgar Quisenberry tomó su decisión. Entró eú las cuatro ventanillas y una a una vació los cajones de efectivo y transportó el dinero a la caja fuerte. Entonces cerró con llave la caja. Volvió hacia el vestíbulo, subió a una silla y alzó las manos.
—Silencio, por favor —pidió.
En aquel momento habían unas sesenta personas en las colas. Habían estado murmurando. Se quedaron mudas.
—En beneficio de todos los depositantes, me he visto obligado a ordenar que el banco cierre temporalmente — dijo Edgar.
Todos le miraron. Se sentía aliviado al ver a Cappy Foracre, jefe de policía, y a otra gente, apartando a la gente de la puerta. En apariencia presintieron que podía haber jaleo. Sin embargo, Edgar no vio amenaza alguna en los rostros de los que estaban en el interior. Parecían confusos y sin comprender, torpes e inefectivos como el ganado encerrado en el establo al caer la noche.
—Este cierre temporal —continuó—, ha sido ordenado por el gobierno como una medida de emergencia — eso era una estupenda mentira. Estaba del todo seguro de que podría ponerse en contacto con el Federal Reserve, y que de haberlo hecho antes se le hubiera dado este consejo.
Sus depositantes continuaron mirándole con fijeza, como si esperaran algo más.
—Puedo asegurarles —dijo—, que sus ahorros están seguros. Recuerden, todos los depósitos hasta de diez mil dólares están asegurados por el gobierno. El banco es sólido y reabrirá sus puertas en cuanto haya pasado esta emergencia. Gracias.
Bajó de la silla y regresó a su despacho, teniendo cuidado en mantener una actitud digna y comercial. La gente chilló. Mantuvo el orden y salió. Edgar conservó á su personal atareado hasta pasado el mediodía, haciendo balance de cuentas y libros. Cuando todo estuvo en orden, dio por anticipado a cada empleado el salario de una semana, en efectivo, y les informó que se pondría en contacto con ellos cuando fueran necesarios sus servicios. Con todo lo que quedaba, y estando por entero solo, se sintió aliviado. Había salvado al banco. Su posición seguía siendo liquida. Los dólares eran buenos y el banco tenia dolares. Puesto que él era el banco y el banco era suyo eso significaba que poseía el efectivo necesario para sobrevivir personalmente en un período indefinido de caos económico.
Los cálculos de Edgar no eran correctos. Se había olvidado de la ley implacable de la escasez.
Como la mayor parte de las pequeñas ciudades, los alimentos de Fort Repose y el suministro de medicinas dependía de las entregas diarias o trisemanales de los almacenes de las urbes mayores. Cada día camiones tanque llenaban las gasolineras. Para todas las demás mercancías se dependía de los embarques por correo, ferrocarril y fletes de carretera, de los transportistas y fabricantes de otras plazas. Con Alerta Rojo, todos estos servicios se suspendieron por entero y de inmediato. Como miles de otras ciudades y pueblecitos y no directamente afectados por la guerra, Fort Repose se convirtió en una isla. Desde aquel momento, sus habitantes tendrían que subsistir en lo que estuviese dentro de sus posibilidades y alcances, más lo que pudiesen extraer del campo circundante.
Las provisiones y los suministros se evaporaron en las estanterías. La gasolina se secó en las bombas. Cerrando el First National fracasó en evadirse del ansia compradora. Antes de cerrar, había inyectado unos cien mil dólares extra en efectivo en la economía, desigualmente destruida. Y aparecieron forasteros, ansiosos de comerciar con lo que había en sus carteras, adquiriendo lo que necesitaban en el momento y en el futuro.
La gente de Fort Repose no tenía forma de saberlo, pero los establecimientos de las autopistas que formaba la red arterial de costa a costa y los de los
cruces entre las grandes ciudades, habían sido despojados rápidamente de sus existencias.
Para cuando se produjo la Alarma Roja las autopistas estaban atascadas con caravanas de refugiados, buscando asilo sin saber dónde. Las setas radioactivas de las explosiones atómicas de Miami vaciaron Hollywood y Fort Lauderdale. Los turistas se encaminaron instintivamente al norte por la carretera número uno y A1A, como pájaros asustados en busca de sonido. Al anochecer, se detenían al exterior de los escombros radioactivos de Jacksonville. Algunos huyeron hacia el oeste en dirección a Tampa, para descubrir que Tampa les estallaba en la cara. La evacuación de Jacksonville, parcialmente realizada antes de que los proyectiles dirigidos buscasen el complejo Marina-Aire, envió a parte de su gente hacia Savannah y la Atlanta. Ninguna de las dos ciudades existía. Otros marcharon raudos al sur, hacia Orlando, para encontrarse con los evacuados de Orlando que se precipitaban hacia el holocausto de Jacksonville. Cuando las autoridades en Tallahasse sospecharon que la avalancha de Jacksonville, la avalancha de polvo radioactivo transportado por el viento oeste, ensabanaría la capital del estado, ordenaron la evacuación. Algunos desde Tallahassee marcharon al sur por la carretera 27, hacia Tampa, sin saber que Tampa ya no existía.
Este caos no resultó de una rotura de Defensa Civil. Fue simplemente que la Defensa Civil, como una burbuja realista contra la guerra termonuclear, no existió. Las zonas de evacuación para ciudades enteras nunca se habían anunciado públicamente lo suficiente, por el miedo de «extender la alarma». Sólo las familias del personal militar sabían qué hacer y dónde ir y reunirse. El secreto militar prohibía la identificación por radio de aquellas ciudades destruidas, puesto que esto era dar información al enemigo.
En Florida sólo, varios cientos de miles de familias estaban en movimiento, pocas con provisiones para más de un día y algunas con nada en absoluto, excepto un coche y dinero. Asi por necesidad eran voraces y consumían todo como un ejército de hormigas. Las tiendas de carretera, restaurantes, gasolineras, bares y quioskos que se extendían a lo largo de las autopistas de cuatro circulaciones por dirección se vieron desnudadas de existencias o colocaron un cartel así afirmándolo. Sólo los establecimientos dedicados a la venta de recuerdos, con sus inútiles flamencos rosados y conchas de colores, se salvaron del saqueo. Por eso es por lo que los forasteros, viniendo de las carreteras ya vaciadas, invadieron Fort Repose y otras pequeñas ciudades apartadas de las corrientes principales de tránsito.
Aquellas personas en Fort Repose que recordaban el racionamiento de la Segunda Gran Guerra recordaron la carencia de mercancías, allá en los años 42 y 43 y compraron subsiguientemente. Acapararon cámaras, cubiertas, café, azúcar, cigarrillos, manteca, carne de buey y medias de nylón. Algunas propietarios, dándose cuenta de que esas mercancías se esfumaban, instituyeron sus propios sistemas de razonamiento.
Las esposas más atentas y sensatas llevaban radios portátiles con que compraron repuestos de baterías, velas, lámparas de petróleo, fósforos, líquido para encendedores y piedras, botiquines y grandes cantidades de jabón y de papel higiénico.
Cuando se extendió la noticia de que convictos armados, escapados de los batallones de trabajóle vieron cerca de la ciudad, el almacén de Beck vendió rifles, escopetas, pistolas y casi todas sus municiones.
Para mediodía las registradoras de Fort Repose estaban atiborradas de dinero, pero muchas estanterías y mostradores estaban desnudos y a otros poco les faltaba. Por la tarde la viva escasez había degradado el dólar hasta hacerlo despreciable. Al cabo de unos pocos días más, el dólar, en Fort Repose, había desaparecido por entero como medio de cambio, al menos durante largo tiempo.
Sentado a solas en su despacho, Edgar Quisenberry no se daba cuenta de ninguno de estos hechos, no podía en su imaginación anticipar la caída del dólar, ni tampoco pudo haberse pensado en la desolación de la Tesorería y del Sistema de Reserva Federal en el espacio de una sola hora. Metódicamente leyó el último correo. No había nada de gran importancia, excepto animadores párrafos en la carta Kiplinger prediciendo otro aumento de los negocios e hipotecas y mejores beneficios en el sur durante la temporada de Navidad. Y también, desde Detroit había una noticia de que el dividendo de las acciones de un diez por ciento en automóviles había sido abonado en su cuenta corriente personal. Ciertamente no se equivocó en la solidez de aquello, pensó. Confiaba que nada le pasase a Detroit, pero tenía el inquietante presentimiento de que si ocurriría o ya habría ocurrido.
A las dos, como siempre, los sábados salía del banco, primero ajustando la cerradura del tiempo de la caja fuerte para las ocho y media de la mañana del lunes. Su coche era un Cadillac negro, de tres años de antigüedad. Recordó que durante la última Gran Guerra la producción de automóviles se suspendió. Decidió que el lunes, o quizás aquella misma tarde, iría hasta San Marco y vería si podía adquirir un nuevo Cadillac a cambio del viejo. Henrietta se alegraría y eso serviría de valla para una larga disrupción de la economía.
Cuando puso en marcha el motor vio que tenía poca gasolina y en el camino de su casa se detuvo en la estación de servicio de Jerry Kling. Se quedó sorprendido al ver que no habían filas de coches esperando, como ocurrió a primeras horas de la mañana. Luego advirtió el gran cartel pintado a mano con unas escuetas letras rojas: LO SIENTO. NO QUEDA GASOLINA.
Edgar hizo sonar el claxon y Jerry salió del despacho, con aspecto cansado y triste.
—¿Diga, señor Quisenberry? —le preguntó Jerry.
—Eso es para alejar a los turistas y forasteros, ¿verdad? — dijo Edgar.
—No, señor. No sólo me quedé sin gasolina. Vendí todos los neumáticos, bujías, baterías, aceite pesado, equipos de vulcanización, bebidas y caramelos y me queda muy poco de todo lo demás.
—Necesito gasolina. Estoy casi con el depósito vacía.
—Debía haber puesto el cartel una hora después de abrir. ¿Sabe qué, señor Quisenberry? Vendí a precio normal las cubiertas antes de pensar que yo necesitaría también un equipo completo. Me dejé encantar por el sonido de la registradora. ¡Qué loco fui! Ahora sólo tengo dinero.
—No sé si llegaré a casa — dijo Edgar.
—Pues a mí me parece que todos no tardaremos en tener que caminar, señor Quisenberry —suspiró Jerry—, Le voy a decir lo que haré. Usted es un viejo cliente. Tengo un bidón en el almacén. Le daré unos quince litros. Baje su coche por la rampa, para que nadie le vea.
Cuando tuvo sus quince litros, Edgar sacó la cartera y dijo:
—¿Cuánto?
Jerry soltó la carcajada y levantó las manos en un gesto de repugnancia.
,s-¡Guárdelo! No quiero dinero. ¿Para qué diablos sirve? No se puede ir en coche y no se puede comer ni siquiera sirve para arreglar un pinchazo. El dinero es una inutilidad en este tiempo.
Edgar condujo despacio, reclinado sobre el volante. Vagamente sabía que en la Segunda Gran Guerra los dragmas griegos y los pengos húngaros quedaron sin valor. Y en la Guerra de la Revolución los chelines del Congreso Continental no darían nada, según la frase británica, siendo unos desperdicios continentales. Pero nada asi había ocurrido jamás al dólar. Si el dólar carecía de valor, todo carecía de valor. Había una frase que oyó cantidad de veces: «el fin de la civilización como nosotros sabemos». Ahora comprendía el significado de la frase. Quería decir que se acababa el dinero.
Cuando Edgar llegó a casa faltaba el coche de Henrietta. Encontró una nota en la bandeja en la mesita del recibidor. Decía:
«1-30.
"Edgar... traté de llamarte durante toda la mañana pero el teléfono sigue sin funcionar. La radio no dice nada, pero tengo miedo. No obstante, voy a salir de compras. Espero que no haya mucha gente en las tiendas. Me parece que de aqui en adelante compraré los martes o viernes en vez de los sábados.
"¿No seria mejor que llenásemos de gasolina los depósitos de los dos coches? Puede que haya escasez. Recuerda cómo pasó la última vez, con aquéllas tarjetas estúpidas de razonamiento clase A y B.
"No dejaste mucho dinero cuando saliste precipitadamente esta mañana, pero siempre puedo pagar con cheques. Será difícil durante una temporada, pero la vida proseguirá
Henrietta
Edgar subió al dormitorio de matrimonio y se sentó al borde de la cama. Qué estúpida era ella. Decía que la vida proseguiría. ¿Cómo podía seguir la vida adelante sin ninguna Federal Reserve, sin Tesorería, sin Wall Street, sin bonos, sin bancos?
Henrietta no le entendía en absoluto. ¿Cómo podía seguir la vida si los dólares eran inútiles? ¿Cómo podría vivir nadie sin dólares, sin crédito, sin ambas cosas? Ella no entendía que el banco se había convertido sólo en un montón de piedra lleno de papel sin valor, de que su crédito no sería mejor que el de otro cualquiera. Si los dólares eran despreciables nada podrían comprar. Ni siquiera un billete, digamos, a Sudamérica incluso si se podía, ¿cómo se podría llegar a un aeropuerto? ¡Vaya ir de compras! ¿Cómo podrían comprar durante una semana, o un mes a partir de ahora?
Henrietta era estúpida. Esto era el fin. La civilización terminaba. De una cosa estaba seguro de pillar. No se vería arrollado por la multitud. Había sido un banquero toda la vida y así seguiría siendo hasta morir, banquero. No se dejaría humillar. No quedaría reducido a mendigar gasolina o comida y verse arrastrado al nivel de un contable sin trabajo. Pensó en todas las notas sobresalientes que ahora nunca se pagarían y de cómo sus desvelos estarían riéndose. Despreció a los imprevisores y ahora lo mismo valdría el improvisor que el cuidadoso, el sólido que el quebrado. Bueno, les dejaría que tratasen de seguir adelante sin dólares. No aceptaría tal mundo para sí.
Encontró el viejo y niquelado revólver, comprado por su padre muchos años atrás, estaba en el cajón superior de su escritorio. Edgar jamás lo disparó. Las balas estaban verdes de cardenillo y el percutor oxidado. Apoyó el cañón en su sien, preguntándose si funcionaría. Funcionó.
PARTE 6
I
Siempre antes, los acontecimientos importantes y las fechas de interés se marcaban en la memoria con etiquetas definidoras, no sólo los días como el Día de Acción de Gracias, el de Año Nuevo y el Nacimiento de Lincoln, sino el Día de Pearl Harbor, el Día D, el Día VE, el Día VJ, el Día de los Impuestos. Este sábado decembrino, siempre después, se conoció simplemente como El Día. Con eso bastaba. Cada cual recordaba con exactitud lo que dijeron o hicieron en El Día. La gente inconsciente se decantó por dividir el tiempo en dos nuevos períodos, antes de El Día y después de El Día. Así se solía decir: «Antes de El Día yo era comerciante en automóviles. Ahora vendo sedales para pescar». O una madre podía murmurar: «Oh, sí, Oscar salió bien de los exámenes. Claro que eso fue antes de El Día». O una mamá joven decía: «Hope nació después de El Día, por eso me preocupan sus dientes».
El invento semántico no fue del todo original. Varias generaciones de sureños se habían referido a antes y después de «La Guerra» sin que nadie les pidiera que explicaran a qué guerra se referían. Pareció incongruente llamar guerra a El Día — guerra ruso-americana, Este-Oeste, o Tercera Guerra Mundial.— porque la guerra en realidad terminó en ui^a sola jornada. Además, nadie en el hemisferio occidental vio jamás el rostro de ningún enemigo humano. Poquísimos realmente contemplaron un avión o submarino enemigo y los proyectiles dirigidos aparecieron tan sólo en las pantallas de radar más sensibles. La mayoría de los que murieron en Norteamrica no vieron nada en absoluto, puesto que fallecieron en la cama, pasando en una milésima de segundo del sueño a la eternidad. Así que el forcejeo no fue contra una naturaleza humana o por la victoria. La lucha, para quienes sobrevivieron a El Día, fue por sobrevivir al siguiente.
Esta verdad no fue asimilada rápida o fácilmente por Randy Bragg. aunque estaba mejor preparado que la demás gente. Quedaba por entero fuera de su experiencia y sin precedente en la historia.
En El Día en sí, cualquier otra cosa que él pudiese estar haciendo, jamás se encontraba más allá del sonido de alguna radio, esperando las noticias que debían acompañar a la guerra —noticias de victorias o derrotas, movilización, proclamaciones, declaraciones, algún mensaje del Presidente, palabras de la jefatura, dando ánimos, fomentando la unidad. En total habían varios receptores de radio en la casa: Todos estaban conectados, sintonizados, excepto el que a la vez era reloj despertador del cuarto de Peyton, en donde la niña con los ojos lubricados y vendados, dormía ayudada por los sedantes de Dan Gunn.
Incluso cuando subía o bajaba la escalera, o descubría deberes imperativos en el exterior, Randy se llevaba su pequeño transistor portátil. Dos veces abandonó los jardines. Una para una misión de compras en la ciudad, otra para visitar brevemente a los MacGovern. El ventanal panorámico del lado del río de la casa se rajó durante la concusión y esto, más otras implicaciones mayormente terribles Del Día tuvieron un efecto traumático en Labinia. La dieron comprimidos para dormir y la acostaron. Lib y su padre se portaban bien, hasta valientemente. Randy sintió alivio. No podía eludir su primer deber, que era atender a su propia familia, la esposa de su hermano y sus sobrinos. No podía dedicar su mente y su energía a la protección de dos casas al mismo tiempo.
Hasta mitad de la tarde Randy sólo oyó el murmullo y los poco informativos treinta segundos de las emisiones de la WSMF.
Ahora estaba en el piso bajo, en el comedor con Helen. Ella había hecho un inventario de las cosas necesarias en la casa, descubriendo un sorprendente número de mercancías que se consideraban esenciales, con guerra o sin guerra, pero que a Randy le habían pasado por alto completamente. Ahora él comía un filete con verduras —Helen; desaprobando sus bocadillos caníbales, insistió en cocinar— y ayudaba a tragarlo con un vaso de jugo de naranja. Arrellado en el imponente y maltrecho sillón del capitán se relajó por primera vez desde el alba. Un cansancio le subió desde las doloridas piernas. Había dormido dos o tres horas solamente en el pasado día y medio y sabía que cuando terminara de comer la fatiga se apoderaría de todo su cuerpo y se vería en la necesidad de tumbarse de nuevo. A la otra parte de la mesa circular y pulimentada, con aspecto fresco y competente, Helen tomaba un poco de whisky con agua y revisaba lo que ella llamaba su lista imprescindible.
Uno de nosotros —decía—, tiene que hacer otro viaje a la ciudad. Necesito detergentes para la máquina lavaplatos y la de lavar ropa, jabón en polvo, servilletas de papel, rollos de papel higiénico. Necesitaríamos tener más velas y quisiera poder echar mano a una de esas antiguas y viejas lámparas de petróleo. Y, Randy, ¿qué hay de municiones? No quisiera asustarte, pero...
La radio, en un intervalo de silencio entre las emisiones locales Conelrad, gritó de repente con una onda extraña y potente. Oyeron una voz nueva.
—Aquí el Cuartel General de la Defensa Civil... Las patas delanteras del sillón de Randy chocaron contra el suelo. De nuevo estaba despierto completamente. La voz era familiar, era la voz de un noticiario radiado, uno de los más conocidos de Nueva York o Washington, pero aún famoso. Una voz fuerte y bien venida que conectaba con ellos mientras el mundo más allá de la frontera del condado de Timucuan parecía no existir. El locutor prosiguió:
- "Todas las estaciones locales Conelrad, por favor que salgan del aire ahora y cualquiera que oiga esta señal que haga lo mismo. Se trata de una llamada clara de emergencia por el canal también de emergencia. Si la señal sale errante, no cambien de estación. Es porque la señal gira entre un número de transmü sores en orden de impedir el bombardeo de cualquier euronave enemiga. La próxima voz que oirán será la del Jefe ejecutivo en Activo de los Estados Unidos, la señora Josephine Vanbrucker-Broum
Randy apenas podía creerlo. La señora Van Bruuker-Brown era Secretaria de Salud, Educación y Conducta en el Gobierno del Presidente o lo había sido hasta hoy.
Luego oyeron su voz con el peculiar acento educado de Boston. Era sin duda, la señora Van Bruuker— Brown. Decía:
"Amigos conciudadanos como todos sabréis ahora, al amanecer de la mañana de hoy este país y nuestros aliados en el mundo libre fueron atacados sin aniso con armas atómicas y termonucleares. Muchas de nuestras grandes ciudades han quedado destruidas. Otras están contaminadas y su evacuación en proceso. La siega de víctimas inocentes hecha en este nuevo y sombrío día de infamia no puede todavía calcularse."
Estas primeras frases se oyeron claras y valientemente dichas. Ahora su voz se quebró, como si encontrase difícil decir lo que era necesario anunciar.
"El hecho mismo de que os hable como Jefe ejecutivo de la nación ya debe significaros mucho."
La oyeron sollozar.
—No hay presidente —murmuró Helen. —No hay Washington — dijo Randy —. Me imagino que estaba en su casa, fuera de Washington, o que habla desde alguna otra parte en que vive...
Randy se calló. La señora Van Bruuker-Brow volvía a hablar:
"Nuestra acción de represalia fue rápida y, según los informes que nos han llegado a este puesto de mando, efectiva. El enemigo ha recibido un castigo terrible. Varios centenares de sus proyectiles dirigidos y sus bases aéreas, desde la península Chukchial Báltico y de Vladivostok y Mar Negro, ciertamente, han sido destruidas. La Marina ha hundido o averiado por lo menos a cien submarinos en las aguas norteamericanas.
"Los Estados Unidos han sido gravemente afectar dos, pero bajo ningún concepto derrotados.
"La batalla sigue, nuestras represalias continúan.
"Sin embargo, debemos esperar más ataques enemigos. Hay razón de creer que las fuerzas aéreas enemigas todavía no han sido destrozadas totalmente.
Debemos prepararnos a soportar pesados golpes. Como Jefe ejecutivo de la Defensa de los Estados Unidos y Comandante en Jefe de las fuerzas aéreas declaro un estado de emergencia nocional ilimitada hasta que se proceda a una nueva elección y se renueve él Congreso."
"Si las zonas devastadas y en otras áreas en donde las funciones normales del gobierno no pueden ser llevadas a cabo, yo declaro la Ley marcial, que será administrada por el Ejército. Nombro al teniente general George Hunnker, Jefe de Estado Mayor del Ejército y Director de la Ley Marcial en la zona del interior lo que significa dentro de los cuarenta y nueve estados.
"Han habido grandes dislocaciones de comunicaciones, de las funciones industriales, económica y financiera. Declaro, desde este momento, una moratoria en él pago de todas las deudas, alquileres, impuestos, intereses, hipotecas, demandas de seguros y bonos y premios, y de todas y cualquier otra funcional obligación durante la duración de esta emergen da.
"De vez en cuando, Dios mediante, utilizaré estos poderes y facilidades para llevarles más información, tal y como se reciba, y para impartir más decretos a medida que se hagan necesarios. Llamo a todos para que obedezcan las órdenes de sus directores locales de la Defensa Civil, autoridades del estado y municipales, y del ejército. Que na cunda el pánico.
"Algunos de ustedes han debido imaginarse cómo ha sucedido todo. Yo. a la cabeza del Gobierno, en sus devartamentos más jóvenes y mujer, me he visto obligada a asumir los deberes y responsabilidades del Jefe ejecutivo del Estado en este día de la historia, el más terrible de cuantos conocimos.
"Uno de los primeros blancos del enemigo fue Washington.
"Hasta ahora hemos sido capaces de descubrir con pesar que ni el presidente, ni el vicepresidente, ni ningún otro miembro del Gobierno, ni los presidentes del Senado o de la Cámara han sobrevivido. Parece seguro que sólo un porcentaje pequeño de los miembros del Congreso escaparon. Yo sobreviví sólo por casualidad, porque esta mañana me encontraba en otra ciudad en un viaje de inspección. Ahora estoy en el puesto de mando militar en relativa seguridad. He designado este puesto de mando como Cuartel General de la Defensa Civil, al igual que sede temporal del Gobierno."
La señora Van Bruuker-Brown tosió y pareció sofocarse, se recobró y continuó:
"Con dolor de corazón, pero con la decisión de dirigir a la nación hasta la victoria y la paz, les dejo a ustedes durante unas horas "
La radio zumbó durante un segundo, la onda portadora se cortó y se produjo un silencio.
—Lo que yo me esperaba, pero resulta terrible oírlo — dijo Randy.
—Sin embargo, hay gobierno — afirmó Helen.
—Me imagino aue éso consuela algo. Me pregunto aué ha quedado. Quiero decir, qué ciudades aún existen.
Helen miró a Randy. Miró más allá de a lo lejos, con la vista perdida y distante. Sus manos se unieron en la mesa y sus dedos se entrelazaron; cuando habló fue en su suave voz femenina, casi inaudible, como si sus pensamientos fueran tan frágiles que temieran verse destrozados por algo más que un susurro.
Crees aue es posible... aue el puesto de mando militar desde el aue ella habló fuese Offutt Fleld?
Crees aue tniede estar en lo avie llamamos el Agujero. en el Cuartel General del C.E.A.? Si ella está en el C.EA... ya sabes lo que quiere decir.;. verdad?
—Sí. Que Mark se encuentra bien. Pero. Helen...
Randy no creyó probable que la señora Van Bruuker-Brown hablase desde Omaha. Tenia las probabilidades en contra. Habían muchos cuarteles generales y el primero que el enemigo trataría de destruir, después del propio Washington, era el del C.EA. Mark así se lo temió y él también.
—No creo que debiéramos confiar, mucho en eso — dijo.
—No confío. Rezo. Si Mark... esté vivo... ¿Cuánto tiempo crees que pasará antes de que tengamos noticias suyas?
—No me lo puedo ni imaginar. Pero sé que podemos hacer un cálculo aproximado. Mejor, dicho, quien puede hacérnoslo. El almirante Hazzard. Vive al otro lado de casa de Henri. Escucha la onda corta y se mantiene al corriente con todo lo que sucede. Sirvió en la O.N.I. y más tarde estuvo en el Estado Mayor de Inteligencia y en la junta de jefes... creo que fue su última misión antes de retirarse. Así que si alguien de los alrededores sabe los que está ocurriendo, ese alguien tiene que ser el viejo Sam Hazzard.
—¿Podríamos verle?
—Pues claro que sí. Cuando queramos. Queda sólo a unos cuatrocientos metros. Pero no podemos dejar sola Peyton y yo no tengo idea de cuándo llegará Dan Gunn —tenía los brazos como de madera y doloridos, la cabeza demasiado pesada para que la sostuviese su cuello. Notó cómo la barbilla caía sobre su pecho—. Y estoy condenadamente cansado, Helen. Creo que si no duermo un par de horas, perderé el juicio. Si no descanso no serviré de mucho aquí y Dios sabe lo que ocurrirá esta noche.
—Lo siento, Randy —contestó Helen—. Naturalmente que estás cansado. Sube y duerme. Yo iré a la ciudad. No tenemos muchos cosas de las que nos hacen falta.
—¿Y si Peyton llama? No me despertaré...
—Ben Franklin estará aquí. Le diré que te despierte si ocurre algo grave.
—Está bien. Ten cuidado. No te detengas por nadie, camino a la ciudad —Randy subió al piso alto, cada paso le costó un esfuerzo. Era verdad, pensó, que las mujeres tenían más resistencia que los hombres.
Randy decidió no desnudarse ni meterse en la cama porque una vez se hubiese tapado se sentiría incapaz de levantarse. En su lugar, se quitó los zapatos y se dejó caer sobre el diván de la sala de estar. Miró al armero de la pared opuesta. Hasta años muy recientes las armas formaron una parte muy importante en la vida del Timucuan. Randy se imaginó que podrían volver a ser importantes de nuevo. Tenía todo el arsenal. Allí estaba el largo y anticuado 3040 Krag, con punto de mira deportivo; la carabina que llevó en Corea, desmantelada, desmontada y traída a casa, de contrabando; dos rifles 22, uno equipado con visor telescópico; un automático calibre doce y otro ligero, mejor dicho, escopeta, del 20, perfectamente equilibrada, de doble cañón. En el cajón de la mesita de noche había un automático 45 y una pistola del 22 de tiro al blanco colgada en su funda armario.
Munición. Tenía más de la que jamás necesitaría para el gran rifle, la carabina y las escopetas. Pero sólo le quedaban un par de cajas del 22 y deducía que ese calibre podía ser el más útil de todas las armas que poseía, si el caos económico duraba largo tiempo, se producía escasez de carne y era necesario salir de caza para comer. Se levantó y fue al pasillo y gritó por el hueco de la escalera:
—¡Helen!
—¿Sí? —su cuñada contestó desde la puerta de la calle.
—Si tienes ocasión déjate caer por la ferretería los hábitos de compras de los americanos tenía una de Beck y compra unas cuantas cajas de cartuchos del calibre 22.
—Aguarda un momento. Lo apuntaré en mi lista. Cartuchos del calibre 22. ¿Cuántos?
—Diez cajas, si es que las tienen.
—Lo intentaré —contestó Helen— Ahora, Randy, a dormir.
Volviendo al diván, cerró los ojos, pensando en las armas y en la caza. En la juventud de su padre, aquella parte de Florida fue un paraiso de los cazadores, con codorniz, paloma, pato y ciervo en abundancia e incluso osos negros y una especie rara de panteras. Ahora la codorniz era escasísima, tres bandadas recorrían los setos y la maleza de detrás de casa de Henrri. Randy no había disparado contra la codorniz durante los últimos doce años. Cuando los visitantes advertían su armero y preguntaban por la caza de dicha ave siempre se reía y decía:
—Esas escopetas son para matar a la gente que trate de acabar con mis codornices.
Las codornices eran algo más que pájaros favoritos. Eran amigos y maravillosos para contemplarlos desfilando por el césped y la carretera a primeras horas de la mañana.
Sólo había abundancia, en esta zona, de patos y estaban protegidos por la ley federal. De vez en cuando disparaba contra alguna víbora en el seto, o a una serpiente mocasín cerca del muelle. Esa era toda su cacería. Sin embargo, habían conejos y ardillas y así la munición del 22 podía ser útil. Hacía muchísimo tiempo —no podía tener él más que catorce o quince años— recordaba cazar el ciervo con su padre y haber disparado a su primer venado con perdigones del doble-20. Su primero y su último, porque el ciervo no murió al instante y le inspiró compasión y lástima verlo retorcerse entre las palmas, hasta que su padre lo remató con la pistola. Aún se lo imaginaba y veía aquellos lunares redondos, de rojo brillante, en las verdes frondas. Se estremeció y se durmió.
II
Randy despertó en la oscuridad. Graff estaba la— drando y oyó voces en el piso bajo. Encendió la luz. Eran las nueve y media. Había dormido casi cuatro horas. Se sintió fresco y bien para cualquier cosa que pudiera suceder por la noche. Se estaba poniendo los zapatos cuando se abrió la puerta y entró Helen en el apartamento, seguida por Ben Franklin y Dan Gunn.
—Precisamente iba a despertarte — dijo Helen —. Dan ha venido para mirar a Peyton.
Los ojos de Dan estaban hinchados y su rostro surcado por las grietas del cansancio.
—¿No has comido nada hoy, Dan? —le preguntó Randy.
—No lo sé. Me parece que no.
—Comerá, doctor, nada más haya visto a Peyton — dijo Helen—. ¿Quiere que les haga compañía?
—Randy y usted pueden venir conmigo. Pero no digan nada. Yo hablaré.
Entraron en la habitación de la niña. Randy encendió la luz del techo.
—Eso no —dijo Dan—. Al principio quiero una luz mortecina— encendió la lámpara del tocador.
Las manos de Peyton salieron de debajo de la sábana y se tocaron los vendajes de los ojos.
—Hola —dijo, su voz débil y asustada.
—Hola, hija —contestó Helen—. El doctor Gunn ha venido a verte. Recuerdas al doctor Gunn del año pasado ¿verdad?
—Oh, sí. Hola, doctor.
—Peyton, voy a quitarte el vendaje de los ojos — anunció Dan—. No te sorprenda si no ves nada. No hay mucha luz en la habitación.
Randy se dio cuenta de que contenia el aliento— Dan quitó el vendajé diciendo:
—Ahora, no te frotes los ojos.
Peyton trató de levantar los párpados.
—Los tengo pegados —dijo—. Los siento inmovilizados.
—Claro —afirmó Dan. Humedeció algodón en una solución de bórax y con suavidad limpió los ojos de Peyton—. ¿Así está mejor?
Peyton parpadeó.
—¡Eh, puedo ver! Bueno, un poco. Todo aparece borroso —Helen avanzó y Peyton dijo—: ¿Verdad que eres tú, mamá?
—Sí. Yo.
—Vuestras caras parecen como un globo, pero puedo distinguiros.
Dan sonrió y Randy asintió. Se pondría bien, sin duda.
Buscó en su maletín y sacó un equipo pequeño, una botella, un cuentagotas y un tubito.
—Peyton —ordenó—, ya no tienes por qué preocuparte. No te quedarás ciega. Dentro de una semana quizás verás estupendamente. Pero hasta entonces tienes que mantener en descanso tus ojos y hemos de tratarlos. Va a escocerte un poco lo que te voy a poner.
La mantuvo los párpados abiertos y con sus enormes manos, seguras y dúctiles aplicó gotas y una pomada.
—Una sulfamida —dijo—. Queda fuera de mi especialidad, pero recuerdo que el sulfato de butino era lo que utilizaba la patrulla de rescate Mar-Aire en los aviadores con lesiones oculares. Después de estar flotando en una balsa durante dos o tres días el resplandor les cegaba igual que está Peyton cegada ahora. Así se curaban y por tanto el procedimiento debe ser lo mismo con ella —Dan se volvió a Helen—. ¿Vio usted cómo lo hice?
—No me perdí detalle.
—Trataré de venir, por lo menos, una vez al día, pero si no lo consigo, tendrá que hacerle la cura usted misma.
—No tendré dificultad alguna. Peyton es muy valiente.
—Mamaíta no lo soy —interrumpió Peyton—. No soy nada valiente. He estado asustada todo el tiempo. ¿Todavía no hay noticias de papá? ¿Creeis que papá se encuentra bien?
—Seguro que está perfectamente, querida —contestó Helen—. Pero no podemos esperar tener noticias inmediatas. Todos los teléfonos están sin funcionar y supongo que el de papá también.
—Tengo hambre, mamá.
—Ahora te subiré algo — contestó Helen.
Apagaron la luz. Helen bajó. Dan entró en las habitaciones de Randy. Se quitó la arrugada chaqueta y se dejó caer en un sillón, diciendo:
—Ahora aceptaría un trago.
Randy preparó un doble de Borbon. Dan se bebió la mitad de un golpe y dijo, sorprendido:
—¿Es que no bebes, Randy?
—No. No me apetece.
—Esa es la primera buena noticia que recibo en todo el día. He visitado a dos individuos que bebían constantemente desde que amaneció. Tú podías haber sido el tercero.
—¿De veras?
—Bueno no del todo. Reaccionas delante de la crisis de la manera correcta. ¿Recuerdas lo que decía Toynbee? Su teoría del desafío y de la respuesta se aplica no sólo a las naciones, sino a los individuo?, también. Hay naciones y personas que se funden en el calor de la crisis y se evaporan como la mantequilla en la sartén caliente. Otros se enfrentan al desafio y se endurecen. Creo que vas a endurecerte.
—En realidad no soy un tipo muy duro —dijo Randy, mirando a través de la habitación a sus armas y pensando, singularmente, en el joven ciervo al que disparó cuando niño y de cómo nunca fue capaz de volver a disparar contra otro venado desde aquel dia. Para cambiar de conversación, dijo:
—Has debido tener un día muy atareado.
Dan apuró la segunda mitad de su borbón y agua.
—Tuve un día como jamás creí posible que ocurriese. Siete cardíacos han muerto y un par más no llegarán a mañana. Tres abortos y una de las mujeres falleció. No sé qué la mató. Puse «miedo» en el certificado de defunción que fue uno de los pocos que tuve tiempo de redactar. Tres suicidios... uno de ellos Edgar Quisenberry.
—¿Edgar... por qué? —preguntó Randy.
Dan frunció el ceño.
—Es difícil decirlo. Aún tenía tanto como cualquiera o más. Orgánicamente no estaba enfermo. Vuelvo a citar a Toynbee. Incapacidad para enfrentarse a un cambio súbito en el medio ambiente. Nadaba en un mar de dinero y cuando el dinero se convirtió en papel se quedó boquiabierto y confuso y murió. Has leído la historia de la crisis del veintinueve, ¿verdad?
—Sí.
—Docenas de personas se suicidaron por el mismo motivo. Crearon y vivieron en un medio ambiente de beneficio de papel y cuando este papel se convirtió en simple papel se suicidaron, al no darse cuenta de que su medio ambiente era antinatural y artificioso. Pero no son los adultos los que me preocupan, Randy, son los niños. Sírveme otra copa, pequeña.
Randy lo hizo.
—Ocho niños hoy, tres prematuros, tengo los prematuros en el Hospital de San Marcos. No sé si sobrevivirán o no. El hospital es un caos. Camas de extremo a extremo en todos los pasillos. La mayor parte son casos de accidente, unas cuantas heridas de perdigones, y todo esto. Fíjate, con sólo tres bajas causadas directamente por la guerra... tres casos de envenenamiento radioactivo.
—¿Radiación? —preguntó Randy—. ¿Por aquí? — de pronto la palabra tenía un nuevo e inmediato significado. Era ahora un vocablo siniestro de muerte acechante, como el cáncer.
—No. Refugiados de Tallahaasse. Me imagino que estuvieron marchando en coche por zonas gravemente afectadas. Calculamos en el hospital que recibieron de cincuenta a cien roentgens. De todas maneras, una dosis muy alta, pero no fatal.
—¿Recibimos radiacción, según tu criterio?
Dan meditó.
—Indudablemente, algo. Pero no creo que sea una dosis peligrosa. No hay ni un Geiger en la ciudad, pero sí hay un dosímetro en el hospital de San Marco y me imagino que recibimos lo que recibe San Marco. La mayor parte de las partículas radioactivas pierden poder rápidamente. Ya lo sabes. No es el cesio y el estroncio 90 o el cobalto o el carbono 14. Esos estarán siempre con nosotros.
—Por fortuna el viento sopla del este —dijo Randy y entonces quedó sorprendido por sus palabras. El peligro de la radiacción seguía allí y podía aumentar. Antes de que pasase este día los científicos habían estado preocupados con pruebas de armas nucleares, aún cuando efectuadas en áreas sin habitar y bajo rígidos controles. Ahora el peligro evidentemente resultaba muchísimo mayor, pero puesto que habían otros peligros más inmediatos —peligros que uno podía ver, sentir y oír— la radiacción se había convertido en cosa secundaria. No pensaba en su efecto sobre las generaciones futuras. Le preocupaba el presente. No estaba ejercitado con la caída boqueando de Tallahaasse por el ataque de Jacksonville. Se preocupaba por Fort Repose. Se imaginaba que se necesitaba un ajuste mental necesario para ayudar a la auto preservación. Como un nadador cansado. luchando por llegar a la playa, no se preocupaba por morirse de hambre, después.
Cuando Helen llamó, bajaron y se sentaron en la mesa del comedor que. bajo tales circunstancias, parecía incongruente. La cena consistía sólo de sopa, ensalada y bocadillos, pero Helen había puesto la mesa con tanto cuidado como si Dan Gunn hubiese aceptado quedarse a cénar en una noche ordinaria. Cuando Ben Franklin se sentó. Helen dijo:
—¿No te lavas las manos?
—No. mamá.
La madre replicó:
—Bueno, pues, hazlo.
Y Ben desapareció y regresó con las manos lavadas y peinado. Escucharon la radio mientras comían, oyendo sólo las emisiones locales de San Marco a intervalos de dos minutos. Sus oídos eran sordos a los anuncios repetidos y sin importancia y a las prevenciones. como los que viven junto a la costa dejan de oír al mar. Pero cualquier noticia nueva, o interrupción de la rutina, instantáneamente les ponía alerta y les hacía callar.
Varias veces oyeron un breve boletín: "Las autoridades de la Defensa Civil del Condado avisan a todo el mundo que no beba leche fresca que pueda haber estado expuesta a la caída de partículas radiactivas. La leche enlatada, o la leche entregada esta mañana antes del ataque, puede considerarse como inocua.
Dan Gunn explico que esta precaución probablemente era un poco prematura. Primariamente estaba diseñada para la.protección de los niños. El estreñido 90, con toda seguridad el más peligroso de todos los materiales caídos, destruía al calcio. Producía el cáncer de los-huesos y la leucemia.
—Dentro de una semana o así la cosa será bastante difícil —dijo—. Todavía no puede serlo, porque las vacas no han tenido tiempo de ingerir en su forraje bastante estroncio 90. Sin embargo, cuando más pronto estos peligros sean anunciados, más gente se dará cuenta de ellos.
—¿Qué pasará con los niños? —preguntó Helen
—La leche evaporada o condensada en latas es la respuesta... mientras dure. Después, la loche materna.
—Eso será un poco anticuado, ¿no?
Dan sonrió, asintiendo.
—Pero las madres tendrán que tener cuidado con lo que comen. —Miró la lechuga—. Por ejemplo, nada de verduras, ni lechuga, si su huerto ha recibido cenizas radioactivas. Lo malo es que uno no lo sabe, realmente, cuando su tierra o su comida es sana o no. Por lo menos sin un contador Geiser. Todos tendremos que vivir lo mejor que podamos día a día.
Ben Franklin miró hacia el techo, escuchando.
—¡Escuchen! —dijo.
Los otros lo oyeron, muy débil.
—Un reactor — dijo Ben —. Creo que do combate.
El sonido se desvaneció. Randy se dio cuenta de que había estado conteniendo la respiración.
—Creo que sigue adelante — afirmó.
Helen dejó el tenedor sobre el plato Había comido muy poco.
—Tengo aue saber lo que pasa —dijo—. Es preciso. ¿No podríamos ir a ver a tu almirante retirado esta noche. Randy?
—Claro, podemos verle. ¿Pero qué hay de Peyton? No podemos dejarla sola.
Helen miró a Ben Franklin y el niño dijo:
—¡Eso es el lo que voy a convertirme... en un cuidador de niños, profesional?
Dan Gunn se levantó.
—Tengo que volver a la ciudad. He de pasar por la clínica y luego dormir un poco.
—¿Por qué no te quedas aquí esta noche, Dan? — le invitó Randy.
—No puedo. Me esperan en la clínica. Y, Randy, te traje este equipo de emergencia— —se volvió a Helen—. Ha sido una cena estupenda. Gracias. Tenía tanta hambre que me sentía débil. Pero no me daba cuenta.
Randy le acompañó hasta el coche.
—Esa pobre chica — dijo Dan.
—¿Peyton?
—No, Helen. La incertidumbre es lo peor. Se encontraría mejor si supiese que Mark estaba muerto. Te veré mañana, Randy.
—Sí. Mañana —volvió a la casa y se detuvo en el porche para mirar al termómetro y al barómetro. Este último estaba fijo, muy alto. La temperatura había bajado a trece grados. Esta noche haría más frío. Quizás marcase cinco grados de madrugada. Desde la otra parte del río, lejos, oyó el sonido de disparos. En esta quietud, y por la noche, y a través del agua, las detonaciones se oían kilómetros y kilómetros. No podía decir de dónde venía el sonido. Ni imaginar por qué, pero los disparos le recordaban a un centinela nervioso en su puesto disparando su carabina. Sonaba como una carabina, o una pistola automática.
Entró en la casa, con la cabeza baia y subió a su dormitorio y se nuso un jersey. Llamó a Ben Franklin a la sala de estar y Ben entró, seguido de su madre.
—Ben —dijo Randy—. ¿has disparado alguna vez una Distola?
—Sólo una, en el campo de tiro de Offutt.
—¿Y rifle?
—Disparé un 22. Soy bastante bueno en puntería.
—Está bien —dijo Randy—. Te voy a dar lo que es tu especialidad.
Se dirigió al armero. El Mossberg tenía adaptado un teleobjetivo de seis aumentos y un teleobjetivo no era bueno para disparar con viveza y difícil de usar por la noche. Bajo el Remington de palanca, un arma con punto de mira abierto, regalo de su padre cuando cumplió los trece años. Se lo entregó a Ben.
El muchacho lo tomó, complacido, hizo funcionar la palanca y miró dentro de la recámara.
—No está cargado ahora —anunció Randy—, pero desde este momento todas las armas de la casa estarán.cargadas. Espero que no tengamos nunca que utilizarlas, pero si se presenta un caso de emergencia no quisiera que nos faltase tiemoo oara cargar.
—Me olvidé decírtelo, Randy —dijo Helen—. No pude traer las diez cajas de municiones que querías, oero sí conseguí tres. Están en la cocina. Más tarde las traeré.
—Gracias —contestó Randy. Sacó un paquete de cartuchos de su caja de municiones y se lo. entregó a Ben—. Carga el rifle, Ben —dijo—. Es tuyo ahora. No aountes jamás a un hombre a menos que trates de disparar contra él y nunca dispares si no piensas matar. ¿Comprendes eso?
Los ojos de Ben estaban desorbitados y su rostro muy serio.
—Sí, señor.
—Está bien, Ben. Ahora puedes cuidar a tu hermana. Volveremos dentro de una hora.
III
Cuando el contraalmirante Hazzard se retiró, se embarcó en lo que solía llamar «Mi segunda vida».
El y su esposa se habían preparado con cuidado para el retiro. Querían tener un huerto de naranjos como suplemento de su pensión y una cantidad grande de agua a la que mirar y en la que pescar. Mientras era todavía un oficial localizó aquel lugar en el Timucuan y lo compró por un precio razonablemente bajo. El agente de terrenos explicó con cuidado que el bajo precio incluía «negros por vecinos», refiriéndose a los Henri. Al mismo tiempo el agente gruñó renegando de los Bragg, que habían permitido a los Henri comprar su propiedad al borde del agua, en primer lugar, rebajando por tanto los valores a todo lo largo del río, según dijo.
Los Hazzard primero plantaron el huerto. Años más tarde construyeron un chalet cómodo de seis habitaciones y empezaron a arreglar los jardines. Después vivieron en la casa un mes cada año, cuando Sam recibía su permiso anual, ajustando las cosas de manera que la comodidad más perfecta se hizo su ambiente veraniego.
Al cumplir los sesenta y dos años Sam Hazzard se retiró, para alivio de cierto número de sus compañeros almirantes. Habían rivalidades dentro de los servicios militares. En la Marina la rivalidad antaño fue entre el navio de combate y los buques que transportaban a los almirantes siendo navios insignia. Cuando la rivalidad se produjo entre los submarinos atómicos y los superportaviones, Hazzard a menudo habló en favor de los submarinos. Puesto que antaño mandó una fuerza de ataque en portaviones y nunca fue submarinista, los demás almirantes de su ramo le miraban como una especie de traidor. Aún peor, durante años voceó que la amenaza más peligrosa de Rusia era la combinación terrible de submarinos equipados con proyectiles dirigidos y armados con cabezas de guerra nucleares. Tal teoría, si no se combatía, obligaría a la Marina a gastar una gran parte de su energía y dinero en la guerra antisubmarina. Después de esto, de por si estaba la defensa y, ya que la entera tradición naval era tomar la ofensiva, Hazzard se pasó sus últimos años de servicio desgantando un escritorio.
Dos días después de su retiro murió su esposa, de manera que nunca vivió ella en la casa del Timucuan. Y jamás compartió físicamente la segunda vida de su marido. Sin embargo, a menudo parecía estar cerca, cuando Sam recortaba un matorral que ella plantara, o cuando en las tardes se sentaba sólo en el patio y extendía la mano para tocar el brazo de la mecedera de su lado.
El almirante descubrió que no habían horas bastantes en el día para hacer todas las cosas necesarias y que deseaba realizar. Estaban los cítricos, los jardines, experimentos con variedades exóticas de banana y de papaya, ensayos que tenían que escribirse para el Instituto de Procedimientos Navales de los Estados Unidos y artículos no tan discretos para revistas de circulación general. Sam Hazzard encontró que los Henri eran vecinos extraordinamente convenientes. Malachai cuidaba del jardín y ayudaba a diseñar y a construir el muelle. Tuo Tone, cuando estaba de humor, arruinado y sereno, trabajaba en el huerto. La mujer Henri limpiaba y lavaba la ropa. El predicador Henri era el guía privado de pesca del almirante, lo que significaba que el almirante ostensiblemente capturaba peces en más cantidad y mayores que ninguno más en el Timucuan y posiblemente en toda Florida Central.
Pero el pasatiempo principal de Sam Hazzard era escuchar la radio en onda corta. No era un experto operador. No tenía transmisor. Escuchaba. No charlaba. Exploraba las frecuencias militares y las trndas extranjeras y, con su enorme respaldo de conocimiento militar y político, se mantuvo al paso deL inundo exterior en Fort Repose. Algunas veces, quizá, se adelantaba una pizca al resto de la gente.
Eran las once menos diez cuando Randy llamó a la puerta del almirante Hazzard. Se abrió de inmediato. El almirante era un hombre aseado, tenso, que pesó cincuenta y nueve kilos cuando boxeó en la academia y que pesaba cincuenta y nueve kilos ahora. Vestía un suéter blanco de cuello cerrado, pantalones de franela y botas. Un halo de pelo algodonoso circulaba por su cogote calvo. Por otra parte, ño tenía ninguna santidad. Su nariz quedó aplastada en alguna pelea ya olvidada en Port Said o Marsella. Sus ojos grises, resaltados por gruesas cejas pardas, estaban enrojecidos y coléricos. Para el almirante aquel fue un día de frustración, desamparo y odio... odio hacia los estúpidos, ciegos y faltos de imaginación que no le creyeron y frustración porque en este día de supremo peligro y necesidad, toda su vida de adiestramiento y experiencia no era ni podía ser útil a nadie.
—Vi los faros del coche viniendo por el camino — dijo el almirante—. Entren —miró parpadeando a Helen.
—Mi cuñada, Helen Bragg —presentó Randy.
—Mal día para recibir a una mujer hermosa — dijo el almirante, su voz sorprendentemente tierna y educada en contraposición con su rostro anguloso y duro—. Vengan a mi lugar de combate y escuchen la guerra, si tal matanza puede llamarse guerra.
Les condujo a su cubil. Un banco de trabajo de madera gruesa corría a lo largo de la pared bajo las ventanas que daban al rio. En este banco había un gran receptor negro, de aspecto profesional, de onda corta, una cafetera hirviendo, y libretas de notas y lápices. La radio chillaba a toda potencia, oyéndose las interferencias naturales de la estática y en ocasiones palabras en casi todos los lenguajes inentiligibles, en conflicto.
En las otras dos paredes, forradas de corcho, habían mapas clavados con chinchetas... en una pared la porción polar y la zona euroasiática, en la otra un mapa militar de los Estados Unidos.
Una voz áspera se destacó del ruido de la estática.
"Aguí Adelaide 6-5-1. Estoy sentado en los restos de un Alfa Romeo Cuatro. Sentado en restos de Alfa Romeo Cuatro."
Una voz diferente replicó de inmediato:
—Adelaide 6-5-1, aquí Adelaide. Manténgase.
Hubo silencio durante un instante y luego la segunda voz continuó:
"Adelaide 6-5-1, aquí Adelaide. Manténgase."
"Adelaide 6-5-1... Adelaide. ¿Ha enviado ya un mensaje a Héctor? Está atareado pero quedará libre dentro de quince minutos, sigue sentado en ese despojo y espera a Héctor."
"Adelaide 6-5-1. Chaley."
Helen se sentó. Por primera vez en todo el día mostraba señales de fatiga.
—¿Café? —preguntó el almirante.
—Le agradecería una taza —contestó ella.
—Sam —intervino Randy—. ¿Qué pasa en la radio? ¿Parte de guerra?
El almirante sirvió el café antes de responder.
—Para nosotros buena parte de ello. Ahora he sintonizado a una frecuencia de la Marina y de la Aviación O A.S. en la banda de cin?o megaciclos.
—¿G.A.S.?
—Guerra antisubmarina. Lo traduciré. Un super— Connie de la Marina con equipo de radar ha localizado a un despojo... un submarino enemigo... en las coordinadas Alfa Romeo Cuatro. Ocurre que ese está a unos quinientos kilómetros de distancia de Norfolk. El equipo de radar ha llamado a su base... Adelaide... y Adelaide envía a Héctor para hundir al submarino. Héctor es uno de nuestros cazas submarinos. Pero Héctor tiene trabajo ahora. Cuando esté libre, se comunicará directamente con Adelaide 6-5-1 El avión
dará a Héctor el rumbo y cuando esté dentro del al— calce Héctor soltará un torpedo dirigido y eso será el fin del sumergible. Esperemos.
—¿Quién gana? —preguntó Randy, dándose cuenta de que era una pregunta ridicula.
—¿Quién gana? Nadie gana. Las ciudades se mueren y los navios se hunden y los aviones caen, pero nadie gana.
Helen formuló la pregunta que vino a hacer.
—¿Oyó hace un rato a la señora Van Bruuker— Brown en la radio?
—Sí.
—¿De dónde cree que hablaba?
El almirante cruzó la habitación y miró al mapa de los Estados Unidos. Estaba cubierto de una lámina de plástico transparente y diez o doce ciudades tenían un anillo trazado con lápiz rojo de modo que la posición de una unidad se señalaba en el mapa de infantería. El almirante se rascó el pelo blanco de su barbilla y dijo:
—Me parece que desde Denver. Hunneker, el general de tres estrellas nombrado Jefe de Estado Mayor era representante del ejército en NORAD, Colorado Springs. Hay posibilidades de que estuviera en Denver esta mañana o que ella se hallase en Colorado Springs cuando llegara la noticia de que Washington había sido atomizado.
Helen dejó en la mesa su taza de café. Le temblaban los dedos.
—¿Está seguro de que no pudo hablar desde Omaha?
—¡Omaha! —exclamó el almirante—. ¡Ese es el último lugar desde el que hubiese hablado! Fijaos que cuando he, oído una emisión de cualquier clase, que me permitiese identificar una ciudad, la marqué en el mapa. No he oído emisiones de aficionados de Omaha y tampocó oí al C.E.A. desde el ataque. Ordinariamente puedo coger al C.EA. en seguida. Siempre hablan con sus transmisores de una sola banda a las bases del país. Su señal de llamada era «Gran Cerca». No he oído esas palabras en todo el día en ninguna frecuencia. Y el enemigo odia y teme al C.E.A. más incluso que a toda la Marina, he de reconocerlo. Descartemos Omaha.
Sam Hazzard advirtió al efecto de sus palabras en la expresión de Helen; se acordó de que el hermano de Randy, el marido de la mujer aquélla, era coronel de la fuerza aérea y se dio cuenta de que se había mostrado con poco tacto.
—Su marido no estará en Omaha, ¿verdad?, señora Bragg.
—Es nuestra base.
—Siento terriblemente haber dicho nada.
Una lágrima caída por la suave mejilla. La primera que la veía, pensó Randy. Se sintió embarazado por cuenta de Sam.
—No hay nada de que lamentarse, almirante — dijo Helen—. Mark esperaba que Omaha fuera alcanzada y yo también. Por eso estoy aquí con los niños. Pero aún cuando su Omaha ha desaperecido, Mark puede seguir viviendo por ahí, sin novedad. Tenía servicio esta mañana. Estaba en el Agujero.
—Oh, sí —contestó el almirante—. El Agujero. Jamás estuve, pero oí hablar de él. Un impresionante refugio, muy profundo. Posiblemente estará perfectamente a salvo. Con toda sinceridad así lo espero.
—Me temo que no —dijo Helen—, puesto que no ha escuchado ninguna señal del C.E.A.
—Pueden haber cambiado el sistema de comunicaciones o las palabras en clave de los indicativos — el almirante miró sus mapas—. Además, es sólo una deducción. Juego conmigo mismo, tratando de limitar una guerra que no tiene informes de acción ni de espionaje. Lo hago porque no tengo otra cosa que hacer. Me limito a hurgar por ahí y a mover chinche— tas y hacer marcas en los mapas y a tratar de impedirme pensar en Sam, hijo. Es teniente de la Sexta Flota del Mediterráneo, si es que la Sexta Flota sigue navegando por el Mediterráneo. No creo que exista ya tal flota. Para los rusos ha debido ser tan fácil aniquilarla como coger pececitos de una pecera —se volvió de nuevo a Helen—. Estamos viviendo en el mismo purgatorio, señora Bragg, en el oscuro nivel de la ignorancia.
—¿Qué dicen los rusos? —preguntó Randy — ¿Puede coger Radio Moscú?
—Cojo una estación que se llama a sí misma Radio Moscú en la banda de veinticinco metros. Pero no es Moscú. Todas las voces en las emisiones en inglés son distintas de modo que podemos estar segurísimos de que Moscú ya no existe. Sin embargo, todos los jefes rusos parecen estar vivos y bien, emitiendo la clase de declaraciones que uno esperaría. El mismísimo hecho de que estén vivos indica que se cobijaron perfectamente antes de que todo empezase. Probablemente no están en absoluto cerca a ninguna área de objetivos.
—¿Y nuestro presidente no podría haber escapado?
—Probablemente tuvo su aviso con quince minutos de antelación. Pudo tomar un helicóptero y largarse. Pero él en esos quince minutos tenía que tomar las grandes decisiones y deduzco que deliberadamente eligió permanecer en Washington, bien en su despacho de la Casa Blanca o en el Puesto de Mando del Pentágono. Lo mismo se aplica a los Altos Jefes y probablemente a los Secretarios de Defensa y Estado. En cuando a los demás miembros del gobierno, probablemente recibieron el aviso mientras dormían o se estaban levantando. ¿Quiere oír algo raro? —el almirante cambió la onda de su receptor. Dijo:
—Escuche ahora.
Todo lo que Randy oyó fueron los ruidos atmosféricos.
—No se oye nada, ¿verdad? —preguntó el almirante—. Ahora, en esta banda, debería oírse la BBC, París y Bonn. En todo el día no he oído a ninguna de las ciudades. Lo más seguro es que Europa haya sido destruida.
—¿Entonces piensa usted que estamos acabados? —dijo Randy.
—En absoluto. El C.EA. puede haber sido capaz de mantener en vuelo el cincuenta por ciento de sus aviones, contando con los aparatos que siempre están volando. Y recuerde que la Marina tiene unos cuantos submarinos con proyectiles teledirigidos y portaviones que deben estar aún intactos. También estoy completamente seguro de que el enemigo no ha sido capaz de destruir todas nuestras bases del C.E.A., incluyendo las auxiliares. Por todo lo que sé, quizá el enemigo este acabado.
—Eso no me anima exactamente. Las luces de la habitación se apagaron, la radio murió y al mismo tiempo el mundo exterior quedó iluminado como si fuese de día. En aquel instante, Randy, de cara a la ventana retuvo para siempre como una fotografía en color impresa en su cerebro, lo que vio... Un zorro rojo sacrificado teniendo como fondo el verde césped del jardín del almirante. Era el primer zorro que veía en muchos años.
El fogonazo blanco se redujo a una bola roja al sudeste. Todos sabían lo que era. Fue Orlando, o la base MacCoy, o ambas cosas. Era la central de suministro de energía del condado de Timucuan.
Así se apagaron las luces y en aquel momento la civilización de Fort Repose se retiró un centenar de años.
De esta manera terminó El Día.
PARTE 7
I
Cuando las bolas de fuego nucleares consumieron a Orlando y a las centrales de energía que servían al Condado de Timucuan, se acabó la refrigeración, lo mismo que el guisar con cocinas eléctricas. Los hornos de ptróleo, encendidos por la electricidad, se apagaron. Todos los aparatos de radio quedaron inútiles excepto los de baterías o de automóviles. Las máquinas de lavar, secadores, lavaplatos, freidoras, tostadoras, aspiradores, máquinas de afeitar, calentadores, batidoras... todo quedó inútil. Lo mismo pasó con los relojes eléctricos, las sillas vibrantes, las planchas eléctricas, los rizadores para el pelo.
Las bombas eléctricas se detuvieron y cuando las bombas paraban el agua se paraba y cuando el agua se paraba los cuartos de baño dejaron de funcionar.
No hasta el segundo día después de El Día comprendió del todo Randy Braggs y aceptó los resultados de la pérdida de la electricidad. La pérdida de energía, temporal, no era n.ueva en Fort Repose. A menudo, durante las tempestades del equinoccio, los postes y los árboles caían y las líneas conductoras de electricidad quedaban cortadas. Esa condición apenas duraba más de un día, porque los camiones de reparación salían en cuanto el viento disminuía y las carreteras quedaban franqueables.
Era difícil darse cuenta de que esta vez las centrales eléctricas habían desaparecido. No podía haber duda. El domingo y la noche del domingo un número grande de superviiventes de los suburbios de Orlando cruzaron en coche Fort Repose, suplicando y mendigando comida y gasolina. No podían estar seguros de lo que había pasado, excepto de que la zona de la destrucción se extendía a doce kilómetros a partir del aeropuerto de Orlando, incluyendo Callege Park y Rol— lins College y otra explosión se centro sobre la base de la fuerza aérea de MacCoy. Las estaciones Conelrad de Orlando habían advertido de un ataque aéreo poco antes de las explosiones, así que se presumía que este ataque no vino de proyectiles dirigidos lanzados por submarino o ICBM, sino de bmobarderos.
Randy no volvió a oír a la señora Van Bruuker Brown, ni apenas tuvo noticias o instrucciones de las otras estaciones que emitían en un canal de ondas ni el domingo ni el lunes. Oyó a la V.S.M.F. anunciar que estaría en el aire sólo dos minutos cada hora puesto que operaba con electricidad auxiliar. Sabía que el HosDÍtal de San Marco poseía un generador auxiliar Diesel. Dedujo que esta fuente de energía estaba siendo explotada, de hora en hora, para hacer funcionar la estación de radio.
Cada sesenta minutos la estación del condado Conelrad repetía avisos... hiervan toda el agua de beber, no tomen leche fresca, no usen el teléfono y, la mañana del domingo horas después de la destrucción de Orlando, avisos de que se cobijasen y se protegieran contra la caída de polvo radiactivo y la radiacción directa. No se entregó leche y los teléfonos no funcionaban desde aue la primera seta atómica floreció en el sur: no habían en la actualidad cobijos en Fort Repose. Todo el domingo insistió Randy en aue Helen y los chicos se quedasen en casa. Sabía aue cualquier cobijo, incluso un tejado inclinado, aislamiento, paredes y techo, era mejor que nada. No había tiempo de escavar. £1 tiempo de escavar El Día. Tras lo de Orlando, fabricar galerías parecía perder el tiempo. De todas maneras, habían muchísimas otras cosas que hacer, cada crisis menor exigía atención, al instante. Mientras la radiación fuese un peligro, que no podía ser visto ni notado, y hubiesen otros peligros, más visibles, estos parecerían más imperativos.
II
A las dos de la tarde del lunes Helen estaba en el apartamento de Randy y escuchaban la sombría emisión Conelrad cuando entró Ben Franklin y anunció:
—Casi estamos sin agua.
—¡Eso es imposible! —dijo Randy.
—La culpa es de Peyton —contestó Ben Franklin—. Cada vez que va al water tira de la cadena. La bañera del cuarto de baño está vacía y ella ha estado sacando agua también del cuarto de mamá.
—Peyton es una niña fastidiosa —dijo Helen—. Después de todo, una de las primeras cosas que aprende una criatura siempre es tener limpio el water. ¿Qué vamos a hacer?
—Por ahora —contestó Randy—, Ben Franklin y yo iremos hasta el muelle y traeremos cuantos cubos, bañeras, jofainas y demás queden junto al río, no se puede beber agua fluvial sin hervirla, pero servirá para la limpieza. Y de ahora en adelante Peyton... todos nosotros... no podremos ser tan condenadamente limpios. Lavaremos los cuartos de baño sólo dos veces al día. Me parece que será necesario que construyamos letrinas en el seto porque no podré estar siempre sacando agua del rio. Es cuestión de gasolina.
Randy miró hacia el seto, advirtiendo una débil capa de polvo en los ojos. Había sido un día muy seco. Las jornadas finas, claras frescas y con baja humedad eran maravillosas para la gente, pero malas para la cosecha de naranjas. Tendría que duchar a los Arboles...
Dio un puñetazo en el mostrador del bar y gritó:
—¡Soy un estúpido del diablo! ¡Tenemos el agua que deseamos!
—¿Dónde? —preguntó Helen.
—¡Allí fuera! —Randy agitó los brazos—. ¡Agua de un pozo artesiano, sin limites!
—Pero eso es en el huerto, ¿no?
—Estoy convencido de que podemos canalizarla hasta dentro de la casa. Después de todo, es la misma agua que los Henry usan cada día. Creo que hay unas cuantas tuberías grandes en el garaje y Malachai sabrá cómo hacerlo. Vamos, Ben, vayamos a ver a los Henri.
Randy y el muchacho bajaron por el viejo sendero de grava y arcilla que iba del garaje, por el huerto, hasta el rio. Las naranjas Navel de Randy habían sido recogidas, pero las Valencia seguían en los árboles. Este año no se recogerían. Acompasando sus zancadas con las de Randy, Ben Franklin dijo:
—Se me acaba de ocurrir algo.
—¿Sí?
—Ya no tendré que ir más al colegio.
—¿Y qué te hace pensar que no tendrás que ir más al colegio? En cuanto las cosas vuelvan a la normalidad, regresarás al colegio, amiguito. ¿Quieres hacerte mayor siendo un ignorante?
Ben Franklin dio una patada a una piedra, mirando de reojo a Randy y sonriendo.
—¿A qué colegio?
—Oh, al colegio de Fort Repose, claro, hasta que puedas volver a Omaha, o a donde destinen a tu padre.
Ben se detuvo.
—Sólo un momento, Randy. No quiero engañarme Nadie volverá a Omaha, quizás jamás. Y no creo que volvamos a ver nunca a papá. El Agujero no era un lugar seguro, ya lo sabes. Quizá así lo pienses. Sé que mamá lo considera. Pero no quiero engañarme, Randy. y no trates de hacerlo tú.
Randy puso las manos sobre los hombros del niño y le miró a la cara, midiendo la profundidad del valor detrás de aquellos ojos pardos, encontrándolo cuando menos tan hondo como el suyo propio.
—Está bien, hijo, seré sincero contigo. Me pondré a tu nivel y tendrás que hacer tú lo mismo conmigo. Creo que Mark ha muerto. Me parece que de ahora en adelante eres tú el hombre de la familia.
—Eso es lo que papá decía.
—¿De veras? Bueno, eres un hombré que aún debe ir al colegio. No sé dónde, o cómo. Pero nada más un colegio abra las puertas en Fort Repose, o en cualquier lugar próximo, irás. Quizá tengas que andar.
—¡Cielos, Randy, andar! ¡Hay cinco kilómetros hasta la ciudad.
—Tu abuelo solía ir andando al colegio en Fort Repose. Cuando tenía tu edad no habían autocares para los alumnos. Si no lograba que lo llevasen en tartana, o en unos de los primitivos automóviles, andaba — Randy rodeó con su brazo el hombro del muchacho—. Adelante. Creo que los dos tendremos que volver a aprender a caminar.
Anduvieron muelle abajo y luego siguieron un sendero que les condujo a través del denso cañizar hasta el claro en donde estaban las tierras de Henri.
La casa de los Henri estaba dividida en cuatro partes, representando cuatro distintos periodos de su fortuna e historia. La sección más vieia había sido originalmente una cabana de madera de una sola habitación. Era la única estructura superviviente de lo oue antaño fue el aDosento de los esclavos y Randy recordaba aue su abuelo siempre se refería a casa de los Henri nombrándola como «las viviendas». En años recientes la cabaña había sido apuntalada, poniendo unos cimientos de cemento por debajo de los recios troncos de ciprés. Los troncos, originalmente cubiertos de arcilla roja, estaban atados con cuerdas y ligados con blanco mortero. Eso era ahora la sala de estar de los Henri.
A últimos del siglo XIX una cabaña de dos habitaciones de pino se añadió a la construcción anterior. Por los años veinte otro cuarto y un baño, más firmemente construidos, se adjuntaron. En los años cuarenta, después del matrimonio de Tuo Tone con Missouri, la casa fue ampliada con un dormitorio y una cocina nueva, hecho todo con bloques de cemento labrados. Era un lugar confortable, su fealdad oculta bajo toda una masa de enredaderas rojas y verde claro. Una parra cubría el porche llegando hasta la orilla del río y el muelle. En el corral trasero había un gallinero, y una corraliza hecha de alambre para los cerdos y en el antiguo establo de ciprés sin pintar apoyado cansinamente contra el tortuoso tronco de un cerezo, se conservaban los animales de tiro. Allí estaba Balaam, la mula, el coche modelo A y una carnada de conejos blancos.
A unos cincuenta metros ladera arriba, Henri y Balaam labraban solemnemente la tierra, moviéndose en silencio y con uniformidad, como si se comprendiesen perfectamente uno a otro. Caleb estaba tumbado panza abajo al final del muelle, mirando las sombreadas aguas tras un montón de inquietos gusanos para pescar. Tuo Tone se sentaba en el porche, meciéndose lánguido y llevándose una lata de cerveza a los labios. Desde la cocina llegaba la voz profunda y rica de una mujer cantando un espiritual. Debería ser Missouri, lavando los platos. Un humo negro y cálido de piñas piñoneras salía de las dos chimeneas de ladrillo. Parecía un lugar pacífico en tiempos de paz.
Ben Franklin gritó:
—¡Eh, Caleb!
El rostro de Caleb se volvió.
—Hola, Ben — respondió —. Ven acá.
—¿Qué estás pescando?
—No pesco, sólo juego.
—Si quieres puedes hacerlo hasta el muelle. — dijo Randy —. Pero, Ben, probablemente dentro de un momento necesitaré tu ayuda.
Ben le miró sorprendido.
—¿Mía? ¿Necesitarás mi ayuda?
—Sí —dijo Randy—. El hombre de la casa tiene que hacer el trabajo del hombre.
Preache Henri dejó caer las riendas y gritó:
—¡Soop! —y Balaam se detuvo. Preache cruzó el polvoriento campo, donde en febrero plantaría maíz, para salir al encuentro de Randy. Malachai salió del establo. Había estado debajo del modelo A. Tuo Tone dejó de mecerse, puso en el suelo la lata de cerveza y salió del porche. Dentro, Missouri cesó de cantar.
Randy caminó hacia la puerta trasera y los Henri convergieron sobre él, sus rostros aprensivos.
—Hola, señor Randy —dijo Malachai—. Espero que todo vaya bien.
—Tan bien como permiten las circunstancias. ¿Y por aquí?
—Como siempre. ¿Cómo esta la pequeña? Missouri me dijo que estaba casi ciega.
—Peyton va mejor. Ahora ve y dentro de pocos días podrá salir otra vez fuera. No quedará lesión permanente.
—¡Alabado sea el Señor! —exclamó Preacher Henri —. El Señor nos ha perdonado la vida, por ahora. Yo sabía lo que tenía que venir, porque todo estaba escrito. «¡Ay. Babilonia!» —los ojos de Preacher giraron hacia el cielo. Preacher era corpulento, como Malachai. pero ahora los músculos se le habían hundido en torno a los huesos y 'la edad, y las preocupaciones arrugaron y ensombrecieron profundamente su rostro.
Randy se dirigía a Preacher, porque Preacher era el padre y cabeza de familia.
—No tenemos agua en casa. Quisiera poner unas m cañerías para sacarla del huerto y conectarlas al sistema artesiano.
—¡Sí, señor, señor Randy! Dejaré de arar y les ayudaré.
—No. siga con su trabajo, Preacher. Pensé que quizás Malachai y Tuo Tone podrían ayudarme.
Tuo Tone, al que se le llama así «Dos Tonos», porque el lado derecho de su cara era dos tonos más claros que el lado izquierdo, parecía impresionado.
—¿Se refiere ahora? —preguntó.
Malachai sonrió.
—Ya oíste al hombre, Tuo Tone. Se refiere a ahora.
Los tres, con Ben Franklin y Caleb para ayudarles, necesitaron dos horas para levantar las cañerías y conectar la conducción al pozo artesiano en la ca— r samata de la bomba extractora.
Fue el trabajo más duro que Randy pudo recordar,, desde ascender y cavar trincheras en Corea. La palma de la mano derecha estaba despellejada de rozar i contra la tubería y le habían salido ampollas, algunas de las cuales se reventaron. Estaba exhausto y sudoroso a pesar del frío de la tarde. Se sintió agradecido cuando Malachai se ofreció a llevar las herramientas al garaje.
—Gracias. Malachai —dijo—. ¿Te acuerdas de los doscientos dólares que te presté?
—Sí. señor.
—Pues considera cancelada la deuda.
Ambos sonrieron.
Randy v Ben Franklin volvieron al interior de la casa. Randy abrió el grifo de la pila de la cocina.' Borbotó, tosió, escupió y luego dejó pasar el agua.
—;.No es hermoso? exclamó Helen.
Randy se lavó la suciedad de las manos, con el agua j escociéndole en los arañazos y llagas. Llenó un vaso.
El agua artesiana seguía oliendo a huevos podridos. Dio un sorbo. Tenia un gusto maravilloso.
Poco después de amanecer en la tercera jornada después de El Día un helicóptero flotó sobre Fort Repose y luego giró hacia la parte superior del Timucuan. Randy y Helen, al oírlo, subieron a la atalaya del tejado. Pasó muy cerca y distinguieron la insignia de las Fuerzas Aéreas.
Este fue también el dia de la desastrosa superabundancia.
Aquella mañana, cuando Helen aprensivamente abrió la puerta del congelador, encontró varios centenares de elegida y bien empaquetada carne flotando en un mar nocivo de helado fundido y de manteca licuada. Como cualquier ama de casa haría en tales circunstancias, lloró.
El desastre era perfectamente predecible, comprendió Randy. Había sido un estúpido. En vez de comprar carne fresca, debió adquirir carne enlatada para el caso. Había una cosa que ciertamente debió prever, era la falta de electricidad. Incluso de haber escapado Orlando, la electricidad hubiese muerto al cabo de pocas semanas o meses. La electricidad era creada por quemar petróleo en las fábricas de Orlando. Cuando se agotara la gasolina, no se podría reponer en todo el caos de una guerra. Ya no había sistema de ferrocarriles ni centros ferroviarios, ni cisternas yendo de costa a costa en misiones de suministro civil. Deducía Sam Hazzard que pocos puertos importantes habían escapado. Después de la primera oleada de proyectiles dirigidos de los submarinos, podían ser alcanzados por torpedos atómicos, bombas atómicas, minas atómicas o proyectiles desde aeronaves. Deducía Sam Hazzard que habían sido los grandes puertos transformados ahora en enormes cráteres llenos de agua. Incluso aquellas partes del país que escaparon por entero a la destrucción se quedarían sin luces. Su energía duraría sólo mientras durasen las existencias de combustible a mano.
Se quedaron mirando al congelador, Helen lloriqueando, Randy como atontado, Ben Franklin fascinado. Ben hundía el dedo en una charca de chocolate líquido y se lo lamió.
—Tiene buen sabor, pero no está fresco —dijo—. ¡Todo es helado de vainilla! Pude pasar el día de hoy comiéndolo, igual que Peyton.
Helen dejó de llorisquear.
—La carne durará otras veinticuatro horas. Voy a salvar lo que pueda.
—¿Cómo? —preguntó Randy.
—Hirviéndola, salándola, conservándola, ahumándola. Tengo unas docenas de jarras de cristal en el armario. Debe de haber más en alguna parte. Quizás puedas conseguir otras tantas en la ciudad, Randy.
—Ir a la ciudad y volver significa gastar cinco litros de gasolina — dijo Randy.
—Valdría la pena, si pudiesen encontrar tarros. Y necesitaremos más sal.
—Está bien, lo probaré. Puede que encuentre jarros en la ferretería, si Beck la mantiene abierta.
Helen sacó dos filetes del congelador, de casi cinco centímetros de grueso y un peso de dos kilos. Volvió a repetir la operación con otros más, más gruesos.
—Filetes, filetes. Por todas partes filetes. ¿Cuántos filetes puede comerse Graff esta noche? ¿Le gustan a Graf los filetes asados?
Graf, tumbado en el umbral de la cocina y de la alacena, las orejas tiesas y alerta al sentir su nombre, alisqueó la maravillosa aroma de carne madura en abundancia.
—Le gustan a él y me gustan a mí —dijo Randy —, tenemos unos cuantos sacos de carbón en el garage. Así que celebremos una fiesta. Una fiesta de filetes para terminar con todas las fiestas de filetes. Invitaremos a los Henri y a los McGovern.
—Siempre he sido partidista de mezclar gentes de diferentes clases en mis fiestas — dijo Helen—. ¿Pero qué hay de mezclar colores?
—Todo irá bien. Invitaré al mismo tiempo a Florence Wechek, Alice Cooksey, Sam Hazzard y a Dan Gunn, si le puede encontrar. Y rebuscaré por los alrededores más carbón. Será una especie de alivio el cocinar en la chimenea.
—No te olvides de la sal —le recomendó Helen—. Vamos a necesitar mucha para salvar esta carne.
En este tercer día después de El Día, el carácter de Fort Repose había cambiado. Todos los edificios seguían en pie, ningún ladrillo había quedado desplazado, sin embargo todo estaba alterado, especialmente la gente.
Temprano Randy había advertido que algunas de las vidrieras de los escaparates estaban rajadas por las ondas expansivas de Tampa y Orlando. Ahora las ventanas de muchas tiendas estaban del todo destrozadas y los cristales cubrían las aceras. Desde los callejones venía el olor agrio de las basuras sin recoger.
La mayoría de los aparcamientos en Yule y St. Johns estaban incongruentemente ocupados, pero los coches vacíos y varios habían sido despojados de sus ruedas.
No había comercio. Se veían pocas personas. Sin embargo, Randy divisó sólo cuatro o cinco coches en movimiento. Los que no andaban escasos de gasolina cargaban lo que quedaba en sus tanques guardándolo para futuras emergencias más graves.
Los peatones que vio parecían aprensivos, marchando presurosos en misiones particulares y vitales, los hombros caídos, los ojos fijos delante. No se veían mujeres en las calles y los hombres no caminaban aparejados, solos y alerta. Randy vio a varios conocidos que debieron reconocer su coche. Ninguno le sonrió ni le saludó con la mano.
Cuatro jóvenes forasteros holgazaneaban delante de la farmacia. Los escaparates estaban rotos, pero Randy vio el rostro sombrío y desgraciado del viejo Hockstatler, el droguero, a la puerta. Miraba a los jóvenes y ellos deliberadamente le ignoraban. Esperaban algo, presintió Randy. Aguardaban como buitres. Esperaban a que se fuera el viejo Hockstatler.
Randy se metió en el aparcamiento de la fachada de Ajax, el supermercado. Aparentemente estaba vacío. La puerta principal cerrada con llave, pero Randy penetró por un escaparte roto. El interior parecía haber sido saqueado. Todo lo que quedaba de los géneros, advirtió de inmediato, eran platos, objetos de plástico, cacharros en las estanterías de utensilios para el hogar. Significativamente nadie se molestó en comprar o llevarse cordones eléctricos, fusibles o bombillas. En cuanto a la comida, no parecía haber quedado nada.
Randy intentó recordar dónde había estado el mostrador de la sal, pero la sal es un producto que todo el mundo compra sin pensar, como las hojas de afeitar o la pasta de los dientes, sin molestarse ni preocuparse por ella hasta que se necesita. Pensó en las hojas de afeitar. Andaba escaso de ellas. Por último leyó los carteles de guía que colgaban en las vacías estanterías. Vio: «Sal, Harina, Estropajos, Azúcar», en una pared a su izquierda. El espacio en donde debieron estar estos artículos estaba vacío. No quedaba ni un solo saco de sal.
Cuando Randy se volvía para marcharse oyó un ruido, como madera rascando en el cemento en el almacén de la parte posterior de la tienda. Abrió la puerta y se encontró mirando al cañón de un pequeño y brillante revólver. Detrás del arma estaba el rostro aceituna y flaco de Pete Hernández. Pete bajó el arma y se la guardó en el bolsillo de la cadera.
—Hola, Randy —dijo—. Creí que era algún maldito granuja que volvía para limpiar el resto del local
—Lo que necesitaba era sal.
—¿Sal? ¿Ya no tiene sal?
—Queremos sal para sazonar un poco de carne. Pensamos que podríamos salvar así la que nos quedaba en el congelador —Randy vio el camión de las verduras colocado en el andén de carga detrás de la tienda. Estaba a medio llenar de cajas y Pete había estado bajando otros bultos por la rampa. De modo que Pete había salvado algo—. ¿Qué ocurrió aquí? — preguntó Randy.
Vendimos casi todo a la hora de cerrar ayer. Cuando traté de echar las puertas abajo no querían marcharse y tampoco quisieron pagar. Empezaron a armar alboroto y a reírse y a robar. Me encerré en la trastienda y es así como me quedé solo — Pete guiñó el ojo—. Pero puedo conseguir un buen precio por estas judías en lata dentro de un par de semanas.
Randy se dio cuenta de que Pete, quizá porque jamás tuvo mucho, aún ansiaba dinero.
—Te pagaré muy bien la sal ahora mismo —dijo.
Los ojos de Pete miraron de reojo. Había una carretilla en un rincón. Estaba llena de sacos... azúcar y sal.
—Apenas tengo sal para mi casa —dijo Pete—. Estamos en el mismo apuro. El congelador lleno de carne. Quizás Rita deseé salar un poco, también.
Randy sacó la cartera. Pete la miró. Pete parecía codicioso.
—¿Cuánto me cobrarás por dos sacos de diez kilos de sal?
—Es que no me queda mucha sal.
—Te pagaré a diez dólares la libra de sal.
—Eso significa cuatrocientos dólares. Suyo es, está bien.
Randy le dio el dinero. Pete palpó los billetes.
—¡Diez dólares por una libra de sal! —exclamó—. ¡Eso es algo!
Randy se cargó dos sacos bajo cada brazo.
—Será mejor que salga por la parte de atrás — indicó Pete—. No diga a nadie dónde lo ha conseguido y, Randy...
—¿Sí?
—Rita se pregunta cuándo irá a verla. Todo el tiempo habla de usted. Cuando se fija en un individuo no lo suelta con facilidad. Ya conoce a Rita.
Randy rechazó la fácil excusa. Una de las cosas que no le gustaba de Rita era su posesibilidad. y otra era su hermano. El estaba irritado porque se colocó en situación de verse obligado a discutir cuestiones personales con Pete.
—Rita y yo hemos terminado — dijo.
—Eso no es lo que dice Rita. Rita dice que la otra chica... la rubia yanqui... no le parecerá tan buena ahora. Rita dice que la guerra nivela a las personas al igual que a las ciudades.
Randy sabía que era inútil hablar de Rita, o de cualauier cosa, con Pete Hernández.
—Hasta la vista. Pete —dijo y salió de la tienda.
La ferretería de Beck seguía abierta y el señor Beck, con aspecto cansado y azorado, presidía filas y filas de estanterías vacías. En El Día mismo todo lo que podía ser útil inmediatamente, desde linternas y baterías hasta velas y lámparas de petróleo, se desvaneció. En consiguiente pánico adquisitivo, casi todo lo demás se había liquidado.
—El único motivo de que esté aquí — explicó el señor Beck— es porque venía toda la semana durante los últimos veintidós años y no sé qué otra cosa hacer.
En el almacén. Beck encontró una caía de cartón polvorienta con tarros de cristal herméticos.
—La gente no hace muchas conservas caseras hoy en día —dijo Beck—. Ya se me había olvidado aue los tenía.
—;. Cuánto?-preguntó Randy.
—Beck sacudió la cabeza.
—Nada, esa caja fuerte está hasta los topes de dinero. Es todo lo que me queda... dinero. ¿No tiene gracia... nada excepto dinero? —el señor Beck soltó una carcajada—. ¿Sabe qué? Podría retirarme.
III
Randy condujo el coche hasta el edificio de las Artes Médicas. Aquí había esperado encontrar actividad. No encontró ninguna, pero vio el coche de Dan Gunn en el aparcamiento.
Se veían manchas de pardo rojizo en la acera y en los escalones de cemento. El vidrio de la puerta principal estaba destrozado y la hoja misma se abrió con facilidad. La sala de espera se encontraba ominosamente vacía. No había nadie en la recepción. Randy poseía un agudo sentido del olfato. Ahora captó muchas aromas alarmantes... desinfectante, éter, drogas desparramadas, sangre, orina estancada.
—¡Dan! —llamó—. ¡Eh, Dan!
—Estoy aquí atrás. ¿Quién es?-la voz de Dan salió apagada y despertando ecos por el corredor.
—Yo... Randy.
—Ven hacia la parte posterior. Estoy en mi despacho.
En la oscuridad del pasillo, Randy tropezó con un par de pies y se hizo atrás, estremecido. Un cuerpo yacía en el umbral de la clínica, las piernas en el corredor, el dorso dentro del cuarto, boca arriba, los brazos extendidos. Tenía el rostro medio volado, pero al fijarse en un informe resultaba identificable como Cappy Foracre, jefe de policía de Fort Repose.
Randy siguió adelante, presurqso. Una puerta a prueba de incendios pendía locamente de un gozne. Había sido abierta a golpes de hacha. Detrás estaba el laboratorio y el almacén de drogas. El olor de productos químicos que venía del laboratorio era sofocante y abrumador. Dentro Randy vio un montón de jarros y botellas rotos. La clínica había sido destruida, loca y deliberadamente.
Constituyó un alivio encontrar a Dan Gunn de pie, en su despacho. El rostro de Dan estaba más profundamente sombreado de fatiga y por una barba de dos días; tenía la camisa rota y parecía sucio, pero no tenía aspecto de estar herido. Dos maletines médicos estaban abiertos en su escritorio. Se hallaba examinando frasquitos y botellas.
—¿Qué pasó? — preguntó Randy.
—Una bandada de adictos... desesperados... vino anoche, mejor dicho, sobre las tres de esta madrugada. Jim Bloomfield estaba aquí, durmiendo en el diván de su oficina. Nos habíamos dividido el servicio. El montaba guardia una noche, yo la siguiente. Mira, sin teléfonos la gente no sabe otra cosa que hacer que venir a la clínica en caso de emergencia. De todos modos, los adictos... eran seis, armados,., entraron y despertaron a Jim. Querían drogas. El pobre viejo Jim tenía mucho de puritano. Si les hubiesen dado la droga se habría desembarazado de ellos.
Dan cogió una jeringuilla hipodérmica y lentamente apretó el émbolo con sus tremendos dedos.
—Yo se la hubiese dado, sin duda... tres granos de morfina y habría acabado con ellos —Dan dejó caer la jeringuilla en uno de los maletines y sacudió la cabeza—. Probablemente no hubiese sido muy inteligente, tampoco. Tres granos matarían a un ser humano, pero no a un adicto. De todos modos, Jim les dijo que se fuesen al infierno. Le pegaron. Vaciaron estos maletines y encontraron lo que buscaban. No bastaba. Tomaron el hacha y rompieron la puerta del laboratorio entrando en él y en el almacén de drogas. Nos dejaron sin narcóticos... se llevaron todo, no sólo la morfina sino también los bar— bitúricos y el Mitral Sódico, el Fentotal y estimulantes como Bencedrina y Dexedrina. Lo que no se llevaron lo destruyeron.
—¿Y qué pasó con Cappy Foracre? —preguntó Randy.
—Vinieron unas mujeres y oyeron el ruido y corrieron en busca de Cappy. Dormía en la casa de los bomberos. Cappy y Bert Anders... ya sabes, aquel chaval que era su ayudante... vinieron, gritando, aqu‹Gritando literalmente, haciendo funcionar su sirena, los muy estúpidos. Así que los cabezotas estaban preparados. Hubo una batalla. Me imagino que más que un tiroteo fue una emboscada. Cappy recibió un escopetazo en la cara. Anders otro en el vientre. Cuando llegué, Cappy estaba muerto y eso que vine unos quince minutos más tarde.
—¿Y el viejo doctor Bloomfield? —preguntó Randy.
Dan se tambaleó y apoyó las palmas de las manos en el escritorio. Dobló la cabeza. Cuando habló lo hizo en un tono monótono.
—Llevé a Anders y a Jim Bloomfield al hospital de San Marco. Aquí no podía operarles. No hay anestesia. Ni siquiera podría esterilizar mis instrumentos. Todo está contaminado. El joven Anders murió al llegar allí. Jim seguía vivo. Pensé que sobreviviría. Tenía una paliza. Quizá un par de costillas rotas, muchos golpes, conmoción. Sin embargo, fue capaz de decirme, con toda coherencia, lo que había pasado. Luego se me escapó de entre los dedos. No sé por qué. Había vivido mucho tiempo y después de ocurrir esto quizá ya no quería seguir existiendo más tiempo. Puede que no quisiera pertenecer a la raza humana, que estuviera avergonzado de ella. Dimitió. Se murió.
—¡Los bastardos! —exlama Randy—. ¿De dónde venían? ¿Dóndé se fueron?
Dan Gunn se estremeció. La noche había sido fría y sólo hizo algo de calor durante el día y, claro, en el edificio no existía calefacción. Agitó la cabeza y se puso rígido poco a poco. Como un gran navio azotado por la tormenta que ha estado oscilando en el caos del mar, pero sin hundirse.
—¿Que de dónde venían? —dijo, poniéndose la americana—. Quizá escaparon del hospital del estado. Pero lo más probable era que viniesen de San Luis o Chicago, marchando hacia Miami o Tampa para pasar la temporada invernal. Probablemente eran adictos a las drogas al mismo tiempo que incitadores. La guerra les dejó sin fuentes de suministro. Así que la noche pasada estaban furiosos por deseo de droga y el modo más rápido de obtenerla era apartarse un poco de la ruta principal hasta cualquier pueblecito pequeño como éste y asaltar la clínica. En cuanto a dónde iban, no me importa, mientras sea lejos de aquí.
Randy decidió no abandonar jamás la casa a menos de ir armado.
—Debieras llevar una pistola, Dan. Desde ahora lo haré yo.
—¡No! —protestó Dan—. No, no quiero llevar armas. He pasado demasiado años aprendiendo cómo salvar vidas para empezar ahora a disparar contra la gente. No me preocupa el castigo a esos adictos. Viven dentro de una cámara propia de torturas. Eventualmente... yo diría que dentro de unas cuantas semanas... por más personas que maten no encontrarán drogas. Después del gran ataque padecerán bastantes malestares físicos. Espero que morirán horriblemente —Dan cerró los dos maletines—. Así termina también la clínica de Fort Repose. ¿Puedes llevarme hasta el hotel, Randy? Creo que se me acabó la gasolina.
—Te llevaré al hotel solamente para que puedas hacer la maleta — contestó Randy—. En River Road tenemos comida, agua buena y chimenea de leña. En el hotel no tienes ninguna de esas cosas —cogió uno
de los maletines—. Ahora no me discutas, Dan. No empieces a hablar de tu deber. Sin comida, agua y calor nada puedes hacer ni siquiera esterilizar un escalpelo. No tendrás fuerzas bastantes, de todas maneras, para cuidarte de nadie. Ni siquiera para cuidarte de ti mismo.
Cuando entraron en el hotel, Randy lo olió en seguida, pero hasta que no llegaron al segundo piso no identificó con seguridad el olor. Como las canciones, los olores son catalizadores de la memoria. Percibiendo los hedores, de Riverside Inn, Randy recordó el olor punzante de los camiones de carga llenos de carne de cañón para los campos de Corea. Randy habló de esto a Dan y Dan contestó:
—He tratado de hacerles excavar letrinas en el jardín. Y no quieren. Se han ilusionado a sí mismos en la creencia de que las luces, el agua, las doncellas, el teléfono, el.servicio de comedor y el transporte se reanudarán dentro de un día o dos. En su mayoría tienen pequeños depósitos de alimentos en conserva, dulces y caramelos. Comen solos en sus habitaciones. Cada mañana despiertan diciendo que las cosas volverán a la normalidad al anochecer y cada noche se acuestan pensando que la normalidad quedará restaurada por la mañana. Ha sido un gran sobresalto para esas pobres personas. No pueden enfrentarse a la realidad.
Dan había estado hablando mientras hacía la maleta. Cuando dejaron el hotel, cargados de maletas y libros, Randy dijo:
—¿Qué les pasará?
—No lo sé. Habrá una gran cantidad de enfermedades. No puedo impedirlo porque no quieren prestar atención a mis consejos. Me es imposible detener una epidemia si se produce. No sé lo que les pasará.
Dan se instaló en la casa de River Road, aquel día. Después durmió en la cama turca, el único lecho de la casa que podía acomodar confortablemente su corpachón, instalada en el apartamento de Randy, mientras que Randy ocupaba el diván de la sala de estar.
Aquella noche, después, se recordó como «La noche de la orgía de filetes». Sin embargo, no fue por el rico gusto de la carne bien cocinada por lo que Randy se acordó de la fecha. E¡1, el almirante y Bill McGovern cocinaron los filetes fuera y luego los llevaron hasta la sala de estar. Unos gruesos leños ardían en la gran chimenea y una cafetera hervía sobre los calientes ladrillos. A los pocos minutos antes de las diez, Randy puso su radio de transistores y todos escucharon. Lib McGovern estaba sentada en la alfombra cerca de él, con el hombro tocándole el brazo. La habitación estaba caliente y cómoda y en cierto modo, segura.
Oyeron el zumbido de la onda portadora y luego la voz del locutor por el canal claro de la estación en algún lugar del corazón del país.
"Aquí, el Cuartel General de la Defensa Civil. Tengo que hacer un anuncio importante. Escuchen con cuidado. No se volverá a repetir esta noche. Se repetirá, si las circunstancias lo permiten, a las once en punto de mañana por la mañana."
Randy notó cómo los grandes dedos de Lib rodeaban el antebrazo y le apretaban. En torno al grupo instalado ante el fuego, todos los rostros estaban ansiosos, los de los blancos, en la fila primera, los de los negros, con ojos desorbitados, detrás.
"Una exploración aérea preliminar del país acaba de ser completada. Por orden del Jefe Ejecutivo actuante, señora Van Bruuker-Brown, ciertas áreas han sido declaradas Zonas Contaminadas. Queda prohibido a la gente entrar en esas zonas. Queda prohibido llevar material de cualquier clase particularmente metal o recipientes metálicos, sacados de las zonas nombradas.
"Las personas que salgan de las Zonas Contaminadas deben primero ser examinadas en los puntos de investigación que están siendo establecidos ahora. La situación de estos puntos será anunciada por sus estaciones locales Conelread.
"Las zonas contaminadas son:
"Los Estados de Nueva Inglaterra."
Sam Hazzard. sentado en una mecedora de madera de cerezo que como Sam. nació en Nueva Inglaterra. contuvo el aliento.
El locutor continuó:
"Todo el estado de Nueva York al sur de la linea Ticonderog, bahía de Saketts.
"Los Estados de Pensilvania, Nueva Jersey. Delatare y Maryland.
"El distrito de Columbio.
"El este de Ohio a partir de línea Sanduskv-Chi— llicotne. También el Ohio. la ciudad de Columbía y FUS suburbios.
"En Michigan. Detroit y Dearbom y en las zonas de un radio de ochenta kilómetros de esas ciudades. También el Michigan, las ciudades de Flint y Grand Rapids.
"En Virginia, toda la cuenca del río Potomac. Las ciudades de Richmond y Norfolk y sus suburbios.
"En Carolina del Sur, él puerto de Charleston y todo el territorio dentro de un radio de cincuenta kilómetros de Charleston.
"En Georgia, las ciudades de Atlanta, Savannah. Augusta y sus suburbios.
"El Estado de Florida."
Randy se sintió furioso e insultante. Comenzó a ponerse en pie.
—¡No todo el estado —gritó, dándose cuenta al mismo tiempo de que su protesta era completamente irracional.
—¡Chisst! —le dijo Lib y le obligó a volver a la alfombra.
La voz prosiguió, contando Mobile y Birmingham, Nueva Orieans y Lake Charles.
Entró en Tejas anulando Fort Worth y Dallas y todo en un radio de ochenta kilómetros de esas dos ciudades y Abilene, Houston y Corpus Christi. Volvió a subir hacia el norte: "En Arkansas, Little Rock y sus suburbios, más una zona de treinta y cinco kilómetros de Little Reck."
Missouri, durante toda la noche no había dicho nada, excepto respondiendo preguntas; ahora intervino.
—¿Por qué bombardearon Little Rock? —Hay una gran base del C.E.A. en Little Rock... o la había — contestó el almirante.
La voz subió hasta Oak Ridge, en Tennessee, y luego habló de Chicago y de lo que rodeaba Chicago en Indiana del norte y siguió por la costa del oeste por el lago Michigan hasta Milwaukke y los suburbios de la ciudad. Inexorablemente, murmuró los nombres de Kansas City, Wichita y Topeka. La voz prosiguió:
"En Nebraska, Lincoln. También en Nebraska, Omaha y todo el territorio dentro de una radio de ochenta kilómetros de Omaha."
Randy pensó que con eso acababa toda su esperanza acerca de Mark. Más de un proyectil dirigido para Omaha. Probablemente tres, como esperó Mark. Desde el momento del alba doble de El Día, supo que la cosa era probable. Ahora tenía que aceptarla como así segura. Miró al círculo, a los tres rostros bañados por la luz del fuego. La cara de Peyton estaba medio escondida contra el pecho de su madre. El rostro de Helen inclinado y sus brazos en torno a los hombros de Peyton. Ben Franklin miraba con fijeza las llamas, la barbilla recta. Randy pudo ver el sendero de las lágrimas por la cara de Helen y asomando éstas en los ojos de Ben.
Los anuncios prosiguieron, la voz anulaba porciones de estados y ciudades, Seattle, Hanford, San Francisco, toda la costa del sur de California, Elena, Cheyenne... pero Randy lo oyó sólo a medias. Todo lo que podía percibir, con claridad, eran los agudos sollozos de la garganta de Peyton.
El corazón de Randy voló hacia ellos. Pero nada dijo.
¿Qué se podía decir? ¿Cómo decir a una niñita que uno siente que ya no tenga padre?
Cerca suyo, Lib se agitó y habló, dos palabras sólo, dirigidas a Helen.
—Lo siento.
Randy había advertido, aquella noche, una tensión entre Helen y Lib. No se decían nada y sin embargo, había una vigilancia, una hostilidad, entre ellas. Así que se alegró de que hablara Lib. Quería que se quisieran una a otra. Le molestaba que no fuese así.
Entonces pasó. La radio calló. Más que nunca Randy se sintió aislado. Florida era zona prohibida y Fort Repose un sector diminuto aislado dentro de aquella zona. Podía apreciar por qué todo el estado había sido señalado Zona Contaminada. Habían muchísimas bases, muchísimos blancos alcanzados, con la consiguiente contaminación. Habían tenido una gran suerte en Fort Repose. El viento les favoreció. Habían recibido sólo un residuo de lluvia radioactiva de Tampa y Orlando y nada en absoluto de Miami y Jacksonville. Incluso un arma razonablemente limpia en Patrik hubiese hecho llover partículas radioactivas sobre Fort Repose, pero el enemigo no se había molestado en anular Patrik.
De pie, al otro lado de la habitación, el predicador Henri había estado escuchando, pero no entendió por entero la designación de'zonas contaminadas ni comprendió sus implicaciones. Había notado y comprendido la sorpresa y la pena que la emisión produjo en los Braggs y notó que había llegado el momento de marcharse. Dio un codazo a Malachai, tocó la grupa de Tuo Tone con la punta del pie,, llamó la atención de Hannah y Missouri y dijo, con dignidad:
—Nos vamos, ahora. Gracias, señor Kandy por la estupenda cena. Espero que algún día podamos pagarle cuanto hizo.
Randy se puso en pie y contestó:
—Buenas noches, predicador. Ha sido agradable tenerlas a ustedes en casa.
IV
El cuarto día después de El Día. Randy, Mala— chai y Tuo Tone extendieron el sistema de agua artesiana hasta las casas del almirante Hazzard y Florence Vechek. El extender la cañería a través del seto hasta la mansión del almirante fue sencillo, pero proporcionar agua para Florence Vechek y Alice Cooksey obligó a excavar a través del asfalto de River Road con picos y palas.
V
La noche del sexto día ardió Riverside Inn. Sin agua en los algibes. con el sistema de riegos del hotel inoperante, el departamento de bomberos nada pudo hacer. 'Sólo aparecieron unos cuantos bomberos de la reserva y una sola bomba entró en acción, utilizando agua del río. Fue un esfuerzo inútil y tardío. La vieja y resinosa estructura de madera ardía brillantemente antes de que el primer chorro de agua tocase las paredes. Pronto el calor apartó a los bonlberos. Pocos minutos después se oyó el último grito procedente del tercer piso.
Avisaron a Dan una hora más tarde y Randy le llevó hasta la ciudad. Para entonces, no se podía hacer otra cosa que ocuparse de los supervivientes. Eran poquísimos. Algunos murieron intoxicados por |el humo o por el miedo... resultó difícil de diagnosticar... dentro de las siguientes horas, Los con quemaduras fueron llevados a San Marco en las escasas ambulancias de Bubba Offenhaus. Los ilesos se alojaron en la escuela de Fort Repose. No había calefacción en el edificio, ni comida, ni agua. Era un simple cobijo, menos cómodo que el hotel y al cabo de pocos días mucho más escuálido.
Dan Gunn sospechó que el fuego se inició en un cuarto donde los huéspedes utilizaban combustible en conserva en un. intento de hervir agua. Quizás alguien construyó alguna artesana chimenea de leña. Eso era. según la opinión de Dan. inevitable.
VI
En el noveno día después de El Día, murió Lavinia MgGove'rn. Esto, también, había sido inevitable desde que se apagaron las luces y cesó la refrigeración. Puesto que Lavinia McGovern "sufría diabetes, la insulina la mantenía viva. Sin refrigeración, la insulina se deterioraba rápidamente. No sólo Lavinia, sino todos los diabéticos de Fort Repose, que dependían de la insulina, murieron casi en el mismo periodo en que la droga perdió su potencia.
Randy y Dan hicieron cuanto pudieron por salvarla. Fueron hasta el hospital de San Marco esperando encontrar insulina refrigerada, o la nueva droga oral.
Habían unos treinta kilómetros hasta San Marco. Incluso conduciendo a la velocidad más económica en aquel potente coche. Randy calculó que el viaje consumiría doce litros de gasolina. Calculó que le quedaban sólo diécinueve en total dentro del depósito, más una lata de otros diecinueve en reserva.
Randy tomó una decisión difícil. Para entonces, la casa Bragg estaba enlazada con las casas del almirante Hazzard, Florence Vechek y los Henri no sólo por un sistema arterial de cañerías alimentadas por la presión natural, sino también por otras necesidades comunes. El modelo A de los Henri no era ni hermoso ni cómodo, pero su motor resultaba el triple económico que el lujoso coche deportivo de capota dura de Randy. El auto de Sam Hazzard tragaba gasolina con tanta rapidez como el de Randy, y el de Dan estaba vacío. El modelo A era incluso más económico que el viejo Chevrolet de Florence. Dan decidió que desde entonces el modelo A proporcionaría el transporte para la comunidad. Así fue que en tal modelo Randy y Dan hicieron el viaje a San Marco.
El viaje fue un fracaso. El hospital ya no poseía insulina ni sustitutos. Como las farmacias, el hospital adquiría sus suministros en cantidades pequeñas y dependía de las entregas semanales o bisemanales de los almacenistas de las grandes ciudades. Su insulina ya desapareció por la demanda en su propia comunidad. Además, el generador auxiliar del hospital funcionaba sólo durante las horas de la tarde para operaciones de emergencia y unos pocos minutos cada hora para suministrar energía a la WSMF. Era necesario economizar combustible y a menos que el generador funcionase continuamente resultaba inadecuado para la refrigeración.
Volviendo a Fort Repose en el modelo A, Dan gruñó:
—El lugar en donde podríamos haber encontrado almacenes estaba bien adentro del país, como Tami— cuan. Los almacenes ya no iban a ser muy útiles a las ciudades después de El Día porque no quedarían ciudades en pie. ¿Pero dónde estaban los almacenes? Naturalmente que en las ciudades. Era más fácil.
Así que Lavinia McGovern murió cuarenta y ocho horas después de pasadas en coma.
Alice Cooksey estaba a su cabecera después de media noche del noveno día, cuando expiró Lavinia. El marido de Lavinia y su hija, ambos exhaustos por el esfuerzo de mantener la casa en orden, dormían. Alice no les despertó ni a ellos ni a nadie hasta la mañana. Continuó sola la vigilia, dormitando en una silla. Nadie podía ayudar a Lavinia, pero todo el mundo necesitaba descanso.
Alice llevó las noticias a la casa Bragg, por la mañana. El fuego ardía en el comedor, que olía agradablemente a tocino y café. Randy, Helen, los niños y Dan Gunn estaban desayunando... un desayuno exactamente igual al que hubieran consumido diez días antes, sin ninguna excepción importante. Había allí jugo de naranja, recién exprimida, huevos frescos del corral de los Henri, tocino y café. No habían tostadas, porque carecían de pan. Randy ya empe zaba a echar de menos el pan. Se preguntaba por qué no pensó en comprar harina. Para cuando Helen co locó la harina en su lista las estanterías estaban y¿ vacías en toda la ciudad. Sospechó que las amas de casa mayores de Fort Repose, recordando cuando le gente cocinaba su propio pan en lugar de comprarlo empaquetado, hecho rabanadas, con vitaminas, había limpiado los almacenes de toda la harina durante El Día. Resolvió que, cuando pudiera, haría combalaches y otras cosas por sacos de harina. Se tendría que llegar a junio para poder preparar pan de centeno, de la cosecha del predicador Henri.
Alice vino en bicicleta desde la casa de los McGovern. Antes de que cerrase la oficina de la Western Union, Florence Vechek se apoderó de la bicicleta del recadero. Era una posesión valiosa, ahora que toda la gasolina que les quedaba estaba unida para hacer funcionar un coche; la bicicleta era el transporte primario para Alice y Florence. Alice vestía.
por primera vez en su vida, pantalones, cosa necesaria para ir en bicicleta. Aceptó café y contó la muerte de Lavinia. Bill McGovern y Elizabeth, dijo, se lo habían tomado bien, pero no sabían qué hacer con el cadáver. Necesitaban ayuda para el entierro.
—Iré a ver en seguida a Bubba Offenhaus — ofreció Dan—, y trataré de preparar el entierro. Tengo que hablar con Bubba de todas maneras. No parece impresionado de la importancia de enterrar a los muertos lo antes posible. De pronto es como si odiase su profesión.
—Eso no es propio de Bubba —dijo Alice Cooksey—. Bubba fanfarroneaba siempre de que era el funerario más efectivo de Florida. Solía decir: «Cuando los jubilados empezaron a venir a Fort Repose encontraron una funeraria con todas las comodidades modernas».
—Eso es lo malo —contestó Dan—. Bubba aborrece los funerales que no sean suntuosos. Casi lloró en cuanto insistí en que los pobres diablos que murieron en el incendio fuesen enterrados en una sola fosa. Tuvimos que utilizar una excavadora. Bubba dice que su negocio ha quedado arruinado para siempre.
Randy había permanecido en silencio desde,que Alice les dio la noticia. Ahora habló, como si hubiese estado callado luchando consigo mismo hasta que llegara a una conclusión.
—Tendrán que vivir aquí. Helen bajó su taza de café.
—¿Quién tendrá que vivir aquí?
—Deberemos pedir a Lib y a Bill McGovern que se queden con nosotros.
—¡Pero no tenemos habitación! ¿Y cómo les daremos de comer?
Randy estaba turbado y asombrado. Jamás pensó que Helen fuese una mujer egoísta y sin embargo no quería a los McGovern.
—Tenemos sitio en abundancia —dijo—. En el piso alto hay un dormitorio vacío. Que lo ocupe Bill, y Lib podrá dormir contigo.
—¿Conmigo?
Se dio cuenta de que Helen estaba furiosa
—Bueno, en tu cuarto tienes dos camas, Helen. Pero si te opones en serio, Bill dormirá en mi apartamento... hay otro diván... y Lib ocupará el cuarto.
—Después de todo, es tu casa —dijo Helen.
—De hecho, Helen, la casa es la mitad de Mark, lo que quiere decir que es la mitad tuya. Así que la decisión te corresponde tanto a ti como a mí. Lib y Bill no tienen agua ni calor ni les queda mucha comida porque toda su reserva estaba en el congelador. Ni siquiera tienen chimenea. Han estado cocinando e hirviendo agua en un hornillo de carbón del cuarto de Florence.
Helen se encogió de hombros y dijo:
—Bueno, creo que tendrás que pedírselo. Elizabeth puede dormir conmigo. Pero espero que no sea algo definitivo. Después de todo, nuestra provisión de alimentos es limitada.
—Es limitada —afirmó Randy—, y va a ser peor. Estén o no aquí los McGovern, tendremos que apretarnos el cinturón muy prontito.
Dan se levantó y dijo:
—Será mejor que me vaya.
Randy le siguió. Había cultivado la costumbre de dejar su automática del cuarenta y cinco en la mesa del vestíbulo y de guardarla en el bolsillo al salir de la casa, como cualquiera haría con su sombrero colocándoselo en la cabeza. Puesto que él jamás tuvo sombrero y nunca llevó un arma, excepto en el ejército, aún tenía que hacer un esfuerzo consciente para acordarse.
Cuando estuvieron en el coche Randy dijo:
—Fue un extraño comportamiento el de Helen. No sé qué es lo que le pasa.
—Nada de extraño —afirmó Dan—. Sólo humano. Tiene celos.
—¡Esto es ridículo!
- No. Helen es una mujer fieramente protectora... protectora de sus hijos. Sin Mark, tú y la casa sois su seguridad y la seguridad de sus niños. No quiere compartir con otros tu protección. Es cosa de auto— preservación, nada de espejismo.
—Comprendo —dijo Randy—, o, por lo menos, creo que comprendo.
VII
Llegaron hasta la puerta principal de la casa de los McGovern.
—Es inútil que entremos los dos —dijo Randy—. Tú nada puedes hacer ahí. Mientras vas en busca de Bubba Offenhaus, les diré que tienen que trasladarse y haré que preparen el equipaje.
—De acuerdo —contestó Dan—. Economía de esfuerzo y de fuerzas. Siempre fue una buena norma de guerra.
Randy caminó hasta la casa, preguntándose un poco sobre sí mismo. Sin darse cuenta, había empezado a dar órdenes en los pasados días. Incluso dio órdenes al almirante. Había asumido la jefatura de la diminuta comunidad unida por las cañerías de agua que salían del pozo artesiano. Puesto que nadie pareció protestar, imaginó que había hecho lo más adecuado. Era como... bueno, no era lo mismo, pero sí parecido como mandar a un pelotón. Cuando se tenía la responsabilidad, también se tenía el derecho a mandar.
La casa de los McGovern estaba húmeda y fría. Conservó el frescor de la noche. Lib, llevando pantalones de paño y un grueso jersey azul de cuello alto, le saludó en la puerta.
—Oí el coche y supe que eras tú — dijo —. Gracias por venir, Randy.
Le tendió las manos y él las besó. Notó frío en las palmas y cuando las miró vio que sus uñas, siempre tan cuidadas, estaban rotas y llenas de suciedad. Sin embargo, tenía los ojos secos y parecía tranquila. Las lágrimas que derramó por su madre estaban ya secas.
—Alice nos lo dijo —empezó Randy—. Todos lo sentimos mucho, cariño —se dio cuenta de que sus palabras no sonaban sinceras, aunque lo eran. Con tantos muertos —muchísimos amigos en quienes él todavía no tuvo tiempo de pensar—, la muerte de una mujer, cuya personalidad él no admiraba mucho y con quien nunca se sintió identificado, resultaba algo trivial. Quizás teniendo la mitad de la población del país, muerta, muerta en sí misma, se necesitaba algo muy apegado e íntimo para dejar de pertenecer a la categoría de lo trivial.
—Entra y hablarás con papá —dijo ella—. Está preocupado acerca del entierro.
—Ya estamos arreglando eso — contestó Randy y la siguió al interior de la casa.
Bill McGovern estaba sentado en la sala de estar, mirando hacia el río. No se había molestado en vestirse ni en afeitarse. Sobre el pijama y el batín se había puesto un abrigo. Randy se volvió a Lib.
—¿No habéis desayunado ninguno de los dos?
Ella negó con la cabeza.
Bill habló sin volverse.
—Hola, Randy. En esta época de crisis no soy ningún triunfador, ¿verdad? No,puedo dar de comerla mi hija ni a mí mismo, ni siquiera enterrar a mi mujer. Desearía tener valor suficiente para tirarme al canal y hundirme.
—Esto dé nada serviría a Lavinia y nada serviría tampoco a Elizabeth ni a nadie. Usted y Lib se vendrán a vivir conmigo. Las cosas irán mejor.
- Randy, no voy a imponerle mi presencia. Eso si que puedes comprenderlo. Estoy acabado. Ya sabes, paso de los sesenta. ¿Y sabes lo que es peor? Central Tool y Píate. Pasé toda mi vida edificándolas. ¿Qué son ahora? Las posibilidades son de que formen ahora una masa de metal retorcido y quemado. Chatarra. Asi es mi vida y lo que soy yo. No puedo volver a empezar. Central Tool y Píate es sólo chatarra y yo también soy chatarra.
Kandy se adelantó y se plantó entre Bill y la rajada ventana, para asi poderle mirar a la cara.
—Podría usted dejar de compadecerse a sí mismo — dijo —. Usted va a tener que volver a empezar. Eso o morir. Es preciso que se enfrente a la realidad. Lib rozó el hombro de su padre. —Vamos, papá.
Bill ni se movió ni respondió. Randy notó que en su interior la cólera crecía. —¿Quiere usted saber para qué sirve? Eso signi— nifica lo que sirve con respecto a los demás, no para usted mismo, ¿verdad? Si usted no es bueno para nadie creo que será mejor que se eche al río: Usted conoce un poco sobre maquinaria, ¿verdad?
McGovern se irguió en su silla. —Sé tanto sobre máquinas y herramientas como cualquier hombre en América.
—Yo no dije máquinas y herramientas, dije maquinaria. Baterías, motores de gasolina, género sencillo como ése.
—No empecé en Central Tool como presidente, o miembro del consejo de administración. Comencé en la tienda, trabajando con las manos. Claro que sé de maquinaria.
—Estupendo. Usted puede ayudar a Malachai y al almirante Hazzard. Hemos sacado las baterías...de mi coche y el del almirante y las hemos unido al aparato de onda corta del almirante para poder descubrir lo que ocurre en el mundo. Sólo que no funciona bien... algo va mal con el circuito... y las baterías se gastan y no sé cómo recargarlas.
—Facilísimo —dijo Bill—. Tomen energía del modelo A. Funcionará mientras tengan gasolina.
—Estupendo — dijo Randy — Ese es su primer trabajo, Bill, ayudar a Malachai.
—¿Malachai? ¿No es el hermano de la mujer de la limpieza, Missouri? ¿Su jardinero?
—El mismo. Un mecánico de primera clase.
Bill McGovern sonrió.
—¿Así que yo seré mecánico de segunda clase?
—Eso mismo.
Bill se levantó.
—Está bien. Trato hecho. Me vestiré y luego... —se interrumpió—. Oh, Señor, se me olvidó. Pobre Lavinia. Randy, ¿qué voy a hacer con su... —dudó como si la palabra fuese cruda, pero no pudo encontrar otra— cadáver?
—Ya nos ocupamos de eso —contestó Randy—. Dan Gunn se ha ido en busca de Bubba Offenhaus. Espero que Bubba se encargue del entierro. Mientras, creo que usted y Lib será mejor que empiecen a hacer la maleta. Tendremos que hacer tres o cuatro viajes, me imagino. ¿Cuánta gasolina le queda en su coche?
Lib contestó:
—Me parece que no llega a los ocho litros.
—Eso bastará para hacer el traslado y después ya no tendrá necesidad del coche. Utilizaremos la batería para el aparato de onda corta de Sam Hazzard.
Mientras recogieron las cosas, Randy rebuscó por la casa tratando de encontrar cosas útiles. En una alacena de la cocina descubrió un viejo puchero de hierro labrado de tremenda capacidad y. olvidando la presencia de la muerte en la casa, lanzó un grito de alegría.
Lib entró corriendo, preguntándose el motivo del grito. El le enseñó el cacharro.
—Apuesto a que caben ocho litros —dijo—. ¡Vaya hallazgo!
—Es sólo un viejo puchero que mamá compró cuando estuvimos un verano en Nueva Inglaterra. Una antigüedad. Creyó que resultaría estupendo con una planta. Se equivocó de medio a medio. Porque parecía horrible.
—Estará precioso colgado en la chimenea del comedor — dijo Randy—, lleno de potaje.
El viejo cacharro fue el objeto más útil, es más, resultó uno de los pocos objetos útiles que encontró en casa de los McGovern.
Veinte minutos más tarde regresó Dan Gunn, solo y preocupado.
—Bubba Offenhaus no puede ayudarnos —dijo—. A Bubba le gustaría enterrarse a sí mismo; tiene disentería. Se marcha por ambos extremos. El Kiti estaba segura de que era envenenamiento por la radiación. Ya sabes que los síntomas son muy parecidos. Ambos estaban presos del pánico. Se recuperarán dentro de pocos días, pero eso de nada nos sirve ahora.
—¿Y qué haremos? —preguntó Randy.
Dan miró a Bill McGovern, ahora vestido del todo, pero sin lavarse ni afeitarse porque no había agua en la casa excepto un jarro, para beber, que Randy les trajo el día anterior.
—Creo que es cosa tuya decidir, Bill —dijo Dan.
—¿Qué hay que decidir? —preguntó Bill.
—O enterrar a su esposa aquí o en el cementerio. Ustedes no tienen nicho en «Repose-en», pero estoy seguro de que no le importará a Bubba. De todas maneras, nada puedo hacer y puede usted arreglar las cosas más tarde.
Bill McGovern se volvió a su hija.
—¿Qué te parece, Elizabeth?
—Bueno, claro que creo que mamá se merece un funeral adecuado en el cementerio. Me parece que es lo último que podemos hacer por ella. Y, sin embargo... —se volvió a Randy— No estás de acuerdo, ¿verdad, Randy?
Randy se alegró de que se lo preguntaran. Intervenir en aquel asunto privado y personal era brutal, pero necesario.
—No, no estoy de acuerdo. Hay diez kilómetros hasta el cementerio. Tendríamos que hacer el viaje en dos coches por causa... por causa de Lavinia. Eso significa gastar cuarenta kilómetros de gasolina, en viaje de ida y vuelta, y eso no podemos soportarlo. Tendremos que enterrar a Lavinia aquí, en el jardín.
—¿Pero cómo...? —comenzó Lib.
—¿Dónde guarda usted las palas, Bill?
—Hay un cobertizo de herramientas en el garaje.
Mientras entregaba una pala a Dan seleccionaba otra para sí. Randy examinó las demás herramientas. Había un hacha nueva. Sería útil. Habían también horcas, azadas, una hoz, una guadaña,.una carretilla. Traería a Malachai antes de que se hiciese de noche y se llevaría las herramientas de los McGovern. Todo lo que hacía era localizar y prever las necesidades del futuro.
Entre la casa y el río, en una azalea de forma creciente, franqueando el borde oriental de la propiedad de McGovern, con la hierba azul oscura cuidadosamente cuidada y respaldada al máximo del sol de la tarde por un gran roble más viejo que Fort Repose, encontró el lugar adecuado. Randy no vio otro lugar más conveniente para una tumba. Se alejó dos metros y señaló un rectángulo dentro del montículo. El y Dan comenzaron a cavar.
A los pocos minutos Randy se quitó el jersey. No iba a ser un trabajo fácil. Dan se detuvo y se examinó las palmas de las manos.
—Se me están haciendo manos de enterrador — dijo—. Cosa mala para un cirujano.
Continuaron cavando, con firmeza, hasta que resultó difícil trabajar desde la superficie. Randy se metió dentro Jé la fosa. Hicieron un descubrimienio. Una tumba destinada a acomodar a una persona debía ser excavada por una persona sola.
Cuando Randy se detuvo, sin aliento, Bill McGovern entró y tomó la pala, diciendo:
—Te relevaré.
Desde arriba Lib miraba. Al poco dijo:
—Eso basta, ya, para ti, papá. Recuerda la presión sanguínea. No quiero perderte a ti, también —salló dentro del agujero y se hizo cargo de la pala.
Después de que su padre saliese, jadeado y pálido, la muchacha metió la pala con furia en la tierra. Mientras cavaba, a los ojos de Randy su estatura se incrementó. Ella era como una fina espada, esbelta y flexible, pero de acero; una mujer de valor. No era caballeroso, pero Randy le permitió cavar, reconociendo que el esfuerzo físico era una vía de escape para sus emociones. Cuando su ritmo disminuyó, él se dejó caer dentro de la tumba y le quitó la pala.
—Basta. Dan y yo terminaremos. Será mejor que tu padre y tú volváis a la casa y sigáis haciendo las
maletas.
—No quieres que te ayudemos a sacarla, ¿verdad.?
—Creo que será mejor que no lo hagáis.
Dan se agachó y la sacó del agujero.
Cuando la tumba estuvo terminada envolvieron el cuerpo flaco de Lavinia en sus sábanas. Su ataúd fue una manta eléctrica y su carro fúnebre la carretilla. La bajaron al agujero, de metro y medio de profundidad, y amontonaron la arena en forma de montículo, después, dejando un desnivel insignificante. Randy comprendió que cuando viniese la primavera aquel montículo quedaría aplanado por las lluvias, la hierba lo cubriría rápidamente y para junio habría desaparecido por entero.
Randy llamó a los McGovern. No hubo servicio fúnebre, no se habló palabra.
Todos permanecieron silenciosos durante un momento y luego Bill McGovern dijo:
—No tenemos siquiera una señal de madera que indique dónde está, ni un pedazo de piedra, ¿verdad?
—Sacaremos algo de la casa —sugirió Randy—. una estatua o un jarrón: cualquier cosa.
—No es necesario —anunció Lib—. Toda la casa será el panteón monumental de mi madre.
Esto era verdad. Volvieron de la tumba y regresaron a su trabajo.
VIII
Aquella noche Bill McGovern. con alguna ansiedad. caminó hasta casa de los Henri y habló con Malachai. Juntos recorrieron la orilla del río hasta la vivienda de Sam Hazzard y conferenciaron con él de un plan para suministrar energía para el receptor de onda corta del almirante.
Dan Gunn fue en el coche hasta Fort Repose para visitar a los sin hogar, algunos de ellos enfermos o con quemaduras, alojados en la escuela.
Randy y Lib McGovern estaban sentados solos en el porche delantero, utilizando como asiento los escalones, los codos de Lib sobre sus rodillas, la barbilla sujeta entre sus manos, los brazos de Randy dándole vuelta en torno a los hombros. Ella hablaba de su madre.
—Estoy segura de que nunca comprendió lo que ocurrió en El Día. y nunca hubiera podido. Quizás estoy sólo racionalizando, pero creo que su muerte fue un acto de piedad.
Randy oyó que alguien corría sendero arriba y luego vio una figura y reconoció a Ben Franklin.
—¡Ben! —llamó—. ¿Qué pasa?
Ben se detuvo sin aliento, y dijo:
—¡Algo le ha pasado a la señorita Wechek!
Randy se levantó, preparado para ir en busca de su pistola.
—¿Qué fue?
—No lo sé. Caminaba junto a su casa y oí que alguien gritaba. Creo que era la señorita Wechek. Luego la oí llorar.
—Será mejor que echemos un vistazo. Lib —dijo Randy—. Quédate aquí, Ben.
Una luz amarillenta de vela lucía en la cocina de Florence. Entraron por la puerta posterior. Florence lloriqueaba y Randy entró sin molestarse en llamar.
Cuando abrió la puerta pintada de verde, una serie de plumas amarillas revoloteó en torno a sus pies. La cabeza de Florence descansaba sobre sus brazos en la mesa de la cocina. Vestía una acolchada bata color rosa. La acompañaba Alice Cooksey llevando agua hasta una olla a presión para hervirla.
—¿Cuál es la dificultad? —preguntó Randy.
Florence alzó la cabeza. Su pelo rosado, desaliñado, estaba húmedo y pegajoso. Tenía los ojos hinchados.
—¡Sir Percy se comió a Anthony! —dijo. Se puso a llorar.
—La pobre ha tenido un día fatal —anunció Alice—. Trato de hacer té. Se sentirá mejor después de que se tome una taza.
—¿Qué es lo que ha pasado? —volvió a preguntar Randy.
—En realidad, empezó ayer —dijo Alice—. Cuando despertamos por la mañana el pez Angel estaba muerto. Ya sabes el frío que hizo la noche pasada y claro, sin electricidad, no hay calefacción para el acuario. Y esta mañana los demás peces habían muerto. De hecho, nada vive en el tanque excepto el pequeño pez gato y unos cuantos bichitos más. Y luego, esta tarde...
—¡Sir Percy, asesino! —interrumpió Florence.
—Calma, querida —la dijo Alice—. El agua hervirá dentro de un momento —se volvió a Randy—.
Florence no debería echar la culpa, en realidad, a Sir Percy. Después de todo, no tenía leche y carecía de casi todo lo demás. Y de hecho, llevábamos sin ver a Sir Percy tres o cuatro días... supongo que cazaba para comer... pero hace unos minutos, cuando Anthony voló a casa. Sir Percy estaba en el porche.
—Una emboscada para el pobre Anthony — dijo Florence—. Estaba al acecho. Le mató y se lo comió, ahí. en el porche. Pobre Cleo.
—¿Dónde está Sir Percy, ahora? —preguntó Randy.
—Se ha vuelto a marchar — contestó Alice —. Será mejor que no vuelva.
Randy se quedó pensativo. Los gatos cazadores serían un problema. ¿Y qué ocurriría con los perros? Todavía tenía unas cuantas latas de comida para Graff, pero no podía prever el t4empo en que los humanos pudiesen dejar de considerar la comida para perros como una golosina. Dijo en voz alta, pero hablando para sí más que para los demás:
—Supervivencia de los más aptos.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Lib.
—Los fuertes sobreviven. Los frágiles mueren. Los peces exóticos mueren porque en el acuario no hay calor. Los peces vulgares viven. Lo mismo le pasa al pez-gato. Y el felino de la casa se vuelve cazador y se come al pajarito mascota. Si no lo hiciese, moriría de hambre. Así es la ida y así tiene que ser.
Florence había dejado de llorar.
—¿Se refiere usted a los humanos? ¿Quiere decir que nosotros vamos a tener que volvernos salvajes, como Sir Percy? Bueno, no puedo soportarlo. No quiero vivir en esa clase de mundo, Randy.
—Vivirá, Florence —dijo Randy.
Volviendo a su propia casa. Randy anunció:
—Florence es un pez vulgar, un agradable pez vulgar. Por ello sobrevivirá.
—¿ Y qué hay de ti y de mi? — preguntó Lib —Tendremos que endurecernos. Tendremos convertirnos en peces vulgares.
PARTE 8
I
Una mañana de abril, cuatro meses después de El Día, Randy Bragg despertó y contempló cómo un rayo de sol bajaba por la pared. Al pie del diván, Graff se agitó y luego salió de debajo de la manta. Durante el frío mes de enero Randy descubrió un nuevo uso para Graff. El perro hacía de calienta-pies más que satisfactoriamente, era móvil, automático y funcionaba con un mínimo de combustible que de todas formas tendría que consumir. Randy se quitó la manta y colocó sus piernas en el suelo. Tenía hambre Siempre estaba hambriento. No importaba lo mucho que cenase la noche anterior, siempre se sentía desmayado por la mañana. Jamás comía grasas bastantes, ni dulces, ni golosinas y la mayor parte de cada día se pasaba de ordinario en un esfuerzo físico de cualquier clase. Abajo, Helen y Lib estarían preparando el desayuno. Antes de que Randy lo consumiera se ducharía y se afeitaría. Esos eran lujos penosos, casi la única rutina permanente desde El Día.
Randy se acercó al mostrador del bar y comenzó a suavizar su navaja. La navaja era un cuchillo de caza de quince centímetros de largo. Afiló la hoja vigorosamente en un pedazo de piedra de afilar y luego la suavizó con la correa clavada a la pared. Un afeitado limpio, suave, indoloro era una de las cosas que mas echaba de menos, pero no lo más imprescindible.
Echaba de menos a la música. Había pasado mucho tiempo desde que oyó música por última vez. El tocadiscos y su colección de microsurcos eran inútiles, claro, sin electricidad. De todas maneras la música ya no se radiaba. De igual modo su segundo y último juego de pilas para la radio de transistores perdía fuerza. Prontísimo ya no tendría ni linternas ni medios de recibir radios excepto a través del aparato de onda corta del almirante. VSMF en San Marco ya no funcionaba. Algo ocurrió al grupo electrónico diesel del hospital que proporcionaba energía a la estación de radio y resultaba imposible encontrar recambios. Esta era la noticia que llegó de San Marco, a treinta kilómetros de distancia. Tardó dos días en llegar a Fort Repose.
Echaba de menos los cigarrillos, pero no demasiado. Dan Gunn todavía tenía unas cuantas libras de tabaco y le prestó una pipa. Randy encontraba más placer en una pipa después de la comida y en otra antes de acostarse, que el que halló jamás en todo un cartón de cigarrillos. Con el tabaco tan limitado, una pipa era un lujo, relajador y maravilloso.
No notaba en absoluto la falta de whisky. Desde El Día apenas había bebido nada ni halló necesidad de hacerlo. Ya no miraba el whisky como bebida. El whisky era el anestésico de emergencia de Dan Gunn. El whisky, el que quedaba de su suministro, se empleaba para uso médico y para comerciar.
Lo que más echaba de menos era el café de la mañana. Habían pasado, calculó, seis o siete semana:; desde que tomó café por última vez. El café era más preciado que la gasolina e incluso que el whisky. El tabaco podía cultivarse e indudablemente se cultivaba en una zona del noroeste de Florida, hasta en Mary— land y Florida; en las zonas rurales aún habitables. El whisky se podía fabricar, con el equipo adecuado y los ingredientes. Pero el café venía de Sudamérica.
Randy probó su navaja en un pedazo de papel. Estaba tan afilada como podía conseguirse. Entró en el cuarto de baño y se duchó. El agua fría ya no le impresionaba como ocurrió en enero y febrero. Se había acostumbrado. El jabón lo utilizaba con miramientos. La reserva de la casa había quedado reducida a tres largas pastillas.
Se secó y subió a la balanza. Sesenta y nueve kilos. Eso era exactamente lo que pesó, a los dieciocho, cuando entró en la universidad. Incluso después de tres meses en el frente de Corea sólo bajó a setenta y uno. Había perdido una media de medio kilo por semana durante el pasado mes y medio, pero ahora, advirtió, su pérdida de peso era más lenta. Se había mantenido en los sesenta y nueve durante los últimos tres días. Estaba más flaco y más duro y, a decir verdad, se sentía mejor que antes de El Día.
Llamaron a la puerta de la sala de estar. Sería Peyton. Se puso los pantalones cortos y dijo:
—Adelante.
Peyton entró, llevando cuidadosamente el pequeño bote de agua hirviendo que se le concedía para su afeitado matutino Colocó el bote ante el mostrador como si fuese un cacharro de cristal lleno de flores.
—Toma —dijo—. ¿Puedo mirarte esta mañana mientras te afeitas, Randy?
La vista de Peyton enriquecía las mañanas de Randy. Era llamativa y alegre, oscilando como un corcho de brillantes colores en un torbellino, sin hun dirse y sin miedo alguno.
—¿Por qué te gusta verme afeitar? —preguntó.
—Porque pones unas caras muy graciosas ante el espejo. Debieras verte.
—Ya lo hago.
—No, tú realmente no te ves. Todo lo que miras es el cuchillo, como si tuvieras miedo de cortarte la garganta.
Dan Gunn salió del dormitorio, vestido con pantalón de montar y una camisa deportiva a cuadros azules. Hasta El Día, Dan utilizó maquinilla eléctrica. Ahora, antes que aprender a afeitarse con un cuchillo o con cualquier cosa que fuese asequible, prefería no afeitarse en absoluto. Su barba había florecido espesa y de un rojo flameante. Parecía un minero de Klondike. O Paul Bunyan plantado en el trópico. En los raros días en que su barba estaba recién recortada y se vestía formalmente con camisa blanca y corbata, parecía un médico, modelo 1890, pero de tamaño grande.
—No puedes mirar hoy —dijo Randy a la niña—. Tengo que hablar con el doctor Gunn. —Vertió su agua caliente en la jofaina y devolvió el bote a Peyton. La muchacha sonrió a Dan y se fue.
Randy mojó y enjabonó su cara.
—¿Sabes que Einstein jamás usó jabón de afeitar? — dijo —. Einstein utilizaba jabón corriente como éste. Einstein era un hombre listo y lo que era bueno para él, también lo es para mí —se rascó la barba, parpadeó y dijo —: Einstein debía tener cada día una hoja nueva de afeitar. O una navaja estupenda. Apuesto a que Einstein jamás se afeitó con un cuchillo de caza.
—Anoche tuve un sueño terrible — anunció Dan —. Soñé que se me había olvidado pagar mis impuestos y que me había retrasado en la entrega de la pensión por alimentos y que los agentes del Tesoro y un par de comisarios del sheriff me perseguían por el patio, con escopetas. Finalmente me acorralaron. Discutían entre enviarme al presidio federal o a una prisión del Estado. Traté de escabullirme. Creo que me dispararon. De todas maneras, me desperté, tembloroso. Todo lo que pude pensar es que realmente no he pagado mis impuestos ni tampoco la pensión de mi ex-mujer. ¿Qué día es hoy?
—No sé el día, pero sí la fecha. Catorce de abril.
Dan sonrió a través de su roja barba.
—Mañana es día de pago de los impuestos. Y no tengo que devolver la ficha, Rand. No hay impuestos. Ni pensión alimenticia Contemos nuestras bendiciones. Nunca creí que vería un día como éste.
—No hay café —dijo Randy—. Pagaría con gusto mis impuestos mañana por recibir una libra de café. Dan, si vas a la ciudad hoy quiero acompañarte. Deseo hacer algún cambio por si consigo café.
Dan había desarrollado un sistema de trastrueques por sus servicios. Canjeaba cuatro litros de gasolina, si el paciente la tenía, por las visitas domiciliarias. Muchas familias habían logrado obtener y conservar unos cuantos bidones de bencina. Era su enlace con un pasado móvil, el seguro de movilidad en alguna emergencia futura. La enfermedad y las heridas eran emergencias por las que alegremente disminuirían su reserva de líquido. Dan ganaba poco. Quizás la mitad de sus pacientes eran capaces de pagar voluntariamente con gasolina. Con esto, logró mantener siempre el depósito del modelo A casi lleno y en sus vueltas continuamente cargaba las baterías. Bill McGovern había instituido un sistema rotor de utilizar las baterías del coche. Por turno, las baterías cargadas daban energía al receptor de onda corta del almirante Hazzard. No sólo era el transporte por coche el medio utilizado por el grupo de familias enlazadas por el agua de Randy, sino que resultaba necesario mantenerse a la escucha del mundo exterior. Y no es que ese mundo, precisamente, dijera mucho.
—Claro, Randy —contestó Dan —; pero me llevará toda la mañana. Hay una situación mala en la ciudad.
—¿Cuál es la dificultad?
Desde abajo oyeron la voz de Helen:
—¡El desayuno!
—Ya te lo contaré más tarde —dijo Dan.
Randy fue el último en llegar al comedor. Había un gran vaso de jugo de naranja en su sitio y un jarro grande también con jugo en el centro de la mesa. Cualquier cosa podía faltar menos jugo cítrico. Sin embargo, incluso el zumo de naranja desaparecería eventualmente. A últimos de jimio o a primeros de julio exprimirían las últimas naranjas Valencia y utilizarían los últimos frutos. Desde entonces la nueva cosecha de naranjas tempranas maduraría en octubre, por lo que los cítricos estarían ausentes de su dieta, durante aquel tiempo.
Vio que esta mañana había un solo huevo hervido, y una pequeña porción de pescado también hervido que quedó de la noche anterior.
—¿Dónde está mi otro huevo? —preguntó.
—Malachai sólo trajo ocho huevos esta mañana — contestó Helen—. Los Henri han estado perdiendo gallinas.
—¿Qué quiere decir con perderlas?
—Se las roban.
Randy dejó en la mesa su vaso de jugo de naranja. Cítricos, pescado huevos eran sus puntos fuertes. Una falla en el suministro de huevos era grave.
—Apuesto a que es algo interior —dijo—. Me imagino que ese inútil de Tuo Tone ha estado cambiando gallinas por licor.
—Malachai opina que son los gatos salvages —intervino Lib—, es decir, los gatos domésticos que se han convertido en salvajes.
—Eso no es lo peor —dijo Helen—. Falta uno de los cerdos de Henri. Lo oyeron gritar, sólo una vez. Predicador cree que un lobo se lo llevó. El predicador dice que encontró rastro de lobos.
—No hay lobos en Florida —dijo Randy—. No hay lobos de cuatro patas.
La pérdida de las gallinas era grave, pero la pérdida de los cerdos desastrosas. La marrana de Henri había parido unas crias que en pocas semanas añadirían verdadera carne a la dieta de todo el mundo. Incluso ahora pesaban de cinco a siete kilos. Cada tarde, todos los residuos de comida de los Bragg, Wechek y Hazzard eran llevados a casa de los Henri para ayudar a alimentar a los cerdos y a los pollos. Cada día, Randy tenía que discutir con Helen y Lib para reservar un poco de comida a Graff. Randy se daba cuenta de que los Henri suministraban más que ellos su parte de alimentos en beneficios de todos. Cuanuo el maíz del predicador madurare en junio e¿la (imparidad sería todavía más grande. Y había sido Tuo Tone de todas las personas quien sugirió que cultivasen caña de azúcar y luego exploró las riberas en la barca plana y llena de vías de agua de los Henri hasta que encontro caña silvestre. Buscó esquejes, la plantó y la cultivó. Gracias a los Henri todos podían mirar hacia el l'uturo, un día en que un desayuno de pan de maíz, jarabe de caña tocino seria casi un lujo. Estaba seguro de que encontrarían el medio de convertir el maíz en comida, aun cuando tuvieran que molerlo mediante piedras.
—Me parece que no hacemos bastante por los Henri — dijo —. Tendremos que darles más ayuda.
—¿Qué clase de ayuda? — pi'egunló Bill McGovern.
—De momento, ayudarles a vigilar los animales. Mantener a raya a las bestias de presa... gatos, lobos, humanos o lo que sea.
—¿No pueden hacerlo los Henri por sí mismos? — preguntó Helen—. ¿No tienen armas?
—Tienen una escopeta... vieja, maltrecha, de un sólo cañón y calibre doce... pero carecen de tiempo. No puedes esperar que el predicador y Malachai trabajen tan duro como cada día y luego estén en vela toda la noche. Yo no me fiaría de Tuo Tone. Se dormiría. ¿Alguien se ofrece como voluntario?
—!Yo¡ —exclamó Ben Franklin.
El primer impulso de Randy fue decir que no. que eso no era tarea para un niño de trece años. Sin embargo Ben comía tanto como un hombre o más, tendría que hacer el trabajo de un hombre.
—¿No ibais Caleb y tú a buscar leña hoy?
Puedo hacer leña y montar guardia también.
—Será mejor que yo me ocupe de la primera nuche — dijo Bill McGovern—. No quisiera que le» pasase nada a esos cerdos — Bill estaba más delgado como todos, y sin embargo parecía haberse quitado años de encima al mismo tiempo que peso. Con el tenedor tocó el pedazo de pescado del borde de su plato—. Mirad, durante años ansié pasar mis vacaciones en un país de lubinas. Por eso construí una casa en el Timucuan cuando me retiré. Pero ahora casi no puedo ni mirar a una lubina''a la cara. Quiero carne... verdadera tarne roja.
Randy tomó su decisión.
—Está bien, Bill, usted estará de vigilancia esta noche y después.todos nos turnaremos. Estoy seguro de que el almirante también aceptará cumplir con su turno.
—¿Me concederéis una noche? — preguntó Ben Franklin. Sus ojos brillaban, suplicantes.
—La tendrás, Ben. Redactaré un plan de servicios y lo pondré en el tablón de anuncios.
El tablón de anuncios en el pasillo, con los trabajos asignados, se había convertido en una necesidad. En esta nueva vida no había placer. Si todo el mundo trabajaba tan duro como podía hasta la puesta del sol, cada día, entonces se podría comer, aunque no demasiado bien. Cada día comportaba una crisis de una clase u otra. Se presentaron carestías de las cosas más triviales pero necesarias, ¿quién habría previsto comprar suministro suficiente de aguja y de hilo? Florence Vechek poseía una bonita y nueva máquina de coser, eléctrica e inútil, claro. Florence, Helen y Hannah Henri cosían para la comunidad de Randy. Ayer Florence rompió una aguja y vino a Randy, casi llorando, como si fuese un desastre mayor, cosa que era en realidad. Y todo el mundo no pensó en ahorrar cerillas, así que ahora carecían de ellas. Aún tenía piedras de mechero y una lati— ta pequeña de fluido piara encendedores. Por fortuna, su antiguo mechero del ejército podía arder con gasolina, pero las piedras eran inapreciables e imposibles de encontrar. Dentro de pocos meses sería necesario mantener el fuego del comedor día y noche a pesar del desagradable calor y del trabajo que eso costaría. Tampoco su suministro de leña duraría siempre. Tendrían que explorar más y más lejos en busca de madera utilizable. Cargarla constituiría un problema mayor. Cuando Dan ya no pudiese cobrar sus minutas en gasolina y el tanque del modelo. A que se quedase seco, su vida tendría que cambiar drásticamente y en peor.
Mirando a su plato pensó en todo esto.
—Randy, acábate el pescado —dijo Lib— y será mejor que te bebas otro vaso de jugo de naranja, mejor que tebebas otro baso de jugo de naranja. Tendrás hambre antes de almorzar, si Helen y yo podemos preparar el almuerzo.
—¡Odio el jugo de naranja! — exclamó Randy y se sirvió otro vaso.
II
Dan condujo. Randy se sentó a su lado. Hacía calor y Randy se sentía cómodo con los pantalones cortos, las botas y una camisa de punto. Llevaba su pistola enfundada en la cadera. La pistola se había convertido en una parte de sí mismo, sin peso, ahora. Había tratado de disparar sin cápsulas mil veces hasta que ejercitó perfectamente la mano, también la utilizó para matar una serpiente de cascabel en el seto y dos mocasines en el muelle. Disparar contra los reptiles era gastar municiones pero ahora confiaba en la puntería de la pistola y en la seguridad de su mano. En el regazo de Randy, envuelta en una bolsa de papel, estaba la botella de whisky escocés que confiaba cambiar por café. Fumaba sus pipas mañaneras.
—¿Dan, cuál es esa situación mala de la ciudad? — preguntó Randy.
—No he dicho nada aun —contestó Dan—, porque aún no he podido llegar hasta el fondo y no quiero asustar a nadie. Tengo tres casos graves de intoxicación por radiación.
—¡Oh, Dios! — exclamó Randy, en realidad, no fue una exclamación, sino una plegaria. Esta era la espada que había estado pendiendo sobre todos ellos. Si un hombre se mantenía lo bastante atareado, si sus dificultades y problemas eran inmediatos y numerosos, si siempre tenía hambre, podía entonces por algún tiempo apartarse de esta cosa, olvidarla y creer que vivía en un país que no había sido oficialmente catalogado como zona contaminada. Era capaz de olvidar al implacable enemigo, insidioso e invisible, aunque no para siempre.
—Esto es extrañísimo —dijo Dan—. No puedo, creer que sea causado por la lluvia caída retrasada. Si así fuese, tendría trescientos casos, no tres. Esto se parece más a una quemadura de radio o de rayos ; X. Todos tienen las manos quemadas además de los síntomas corrientes, náuseas, dolor de cabeza, diarrea, caída de cabello...
—¿Cuándo comenzó? — preguntó Randy.
Porky Logan fue el primero en sufrir. Su hermana me alcanzó en la escuela hace tres semanas y me rogó que le visitara.
—¿No estaba Porky en alguna parte de la zona sur del Estado, El Día? ¿No pudo haberse contagiado de la radiación, entonces?
—Porky estaba perfectamente bien cuando regresó aquí y desde entonces no ha recibido más radiación que el resto de nosotros. Los otros dos no abandonaron Fort Repose. Porky es un caso imposible. Cada vez que le veo está borracho. Pero la radiación le mata más deprisa que el licor.
—¿Quién más está enfermo?
—Bigmouth Bill Cullen... nos detendremos en su campamento pesquero camino de la ciudad... y Pete Hernández.
—No puede ser una especie de epidemia, ¿verdad? — preguntó Randy.
—No, no puede serlo. La radiación no es ningún, germen ni un virus. Uno puede comer o beber materias radioactivas, como estroncio 90 en la leche. Puede caer sobre uno, al llover. Puede contaminarse una persona en el polvo, o en partículas que no se ven en un día en apariencia perfectamente claro. Lo puedes llevar hasta la casa en los zapatos, o cogerlo por manipular cualquier metal o materia inorgánica que haya sido expuesta a la radiación. Pero no se puede pillar besando una chica, a menos, claro, que tenga dientes de oro.
En el recodo de River Road alcanzaron a Alice Cooksey, montada en la bicicleta de Western Unión requisada por Florence. Alice era la única persona de Fort Repose que continuaba su trabajo regular. Cada mañana dejaba la casa Vechek a las siete. A menudo, ignorando los imprescindibles peligros de la carretera, no regresaba hasta que era de noche. Desde El Día, la demanda de sus servicios se había multiplicado. Disminuyeron la marcha cuando la alcanzaron, la gritaron un saludo y agitaron las manos. Ella devolvió el gesto y siguió pedaleando, era una figura pequeña, valiente y atareada.
Viendo cómo el coche la adelantaba, Alice se acordó, de que aquella noche debía traer nuevos libros para Ben Franklin y Peyton. Era una sorpresa y un encanto ver cómo los niños devoraban los libros. Sin darse cuenta estaban recibiendo una educación. Alice nunca lo admitiría en voz alta, pero por primera vez en sus treinta años de Fort Repose se sentía útil e incluso importante.
No había sido fácil ni remunerativo continuar como bibliotecaria en Fort Repose. Recordó cómo cada año durante ocho el consejo del Ayuntamiento de la ciudad rechazó su solicitud anual pidiendo que instalasen aire acondicionado. Decían que era un lujo muy caro. Pero sin aire acondicionado, ¿cómo podía una biblioteca competir? Las tiendas de refrescos, bares, restaurantes, cines, el club de campo de St. Johns en San Marco, el vestíbulo de Riverside Inn, los teatros.y la mayoría de las casas tenían aire acondicionado. No podía esperar que la gente se sentase en una calurosa biblioteca durante el húmedo verano de Florida, que comenzaba en abril y no terminaba hasta octubre, cuando podían estar tranquilamente instalados en una sala de estar con aire acondicionado fresca y contemplando el poco complicado problema que planteaba la televisión. Alice instaló una máquina para refresco y pidió donativos de viejos ventiladores, pero fue una batalla perdida.
En treinta años su asignación para libros fue elevada en un diez por ciento, pero el coste de las ediciones se había doblado. Su presupuesto para revistas seguía inmutable, pero el coste de estas se triplicó. Así que mientras Fort Repose crecía en población, los préstamos de libros disminuyeron. Habían aparecido tantísimas distracciones nuevas, teatros al aire libre, atracciones en las playas y manantiales para los fines de semana, la himnosis en masa de juventud, de cada noche, y finalmente la locura por el esquí acuático y los deportes náuticos. Ahora todo esto había terminado. Todo entretenimiento, toda diversión, todavía de escape, toda información volvía a centrarse en la biblioteca. El hecho de que la biblioteca no tuviese aire acondicionado ya no importaba ahora. No habían sillas bastantes para acomodar a sus lectores. Se sentaban en los escalones de la entrada, en los marcos de las ventanas, en el suelo con la espalda apoyada en las paredes o en las estanterías. Lo leían todo, incluso los clásicos. Y los niños venían a ella, cuando estaban libres de sus tareas, y ella les guiaba en su elección 'de lecturas. Y había una investigación útil que hacer. Randy y el doctor Gunn no lo sabían, pero como resultado de sus buscas podían comer mejor después. Era raro, pensó, mientras pedaleaba con firmeza, que se necesitase un holocausto para hacer que su propia vida valiese la pena de vivirla.
III
En los límites de la ciudad, Dan entró por el camino que conducía al campamento pesquero de Bill Cullen. con su café y su bar. Los jardines estaban más estropeados y sucios que nunca. Las estanterías de licor se encontraban desnudas. Los mostradores de la tienda de artículos de pesca se veían vacíos. Ni una caña, ni una mosca o anzuelo quedaba. Bigmoth Bill lo vendió todo meses antes. Su esposa, de pelo pajizo y forma de barril, salió de la vivienda, Randy olisqueó. Ella hoy apestaba a vino rancio. Simplemente olía a suciedad. De todas las personas que Randy había visto, aquella mujer era la única que ganó peso después de El Día. Randy imaginó que tenía ocultos sacos de provisiones y que vivía confortablemente con esas provisiones y con pescado frito.
—Está ahí dentro, doctor —dijo ella.
Dan no entró de inmediato.
—¿Ha mejorado? —preguntó.
—Está peor. Le sale pus de las manos.
—¿Cómo se encuentra usted? No ha tenido ninguno de los síntomas de su marido, ¿verdad?
—¿Yo? No me siento distinta. Me siento peor —sol— tó una risita, mostrando sus podridos dientes—. ¿No toma usted de vez en cuando un trago, doctor? Es para cuando me siento peor. Ahora mismo desearía empeorar ya que una vez empeorada con un trago mejoraría pronto. ¿Lo entiende, doctor? —se acercó más a Dan y bajó su voz—. No se morirá, ¿verdad?
—No lo sé.
Será mejor que no se me muera ahora ese viejo truhán. No me deja nada, doctor. Ni siquiera es dueño total de este sitio. Ni tampoco ha hecho nunca testamento. Nada tiene para mí, doctor. Se lo digo. Poseía seis cajas escondidas después de El Día. Pretende que se las vendió las seis, a Porky Logan. Pero no me enseñó el dinero. ¿Sabe usted qué, doctor? ¡Me parece que sigue teniendo escondidas las seis cajas!
Dan la apartó a un lado y entraron en el cobertizo. Bill Cullen yacía en una maltrecha cama de hierro, una manchada sábana le cubría hasta la cintura. A la luz que se filtraba por la persiana veneciana de la única ventana, de buen principio parecióle irreconocible, a Randy. Estaba gastado, los ojos hundidos, los globos oculares amarillos. De un costado le habían caído mechones de cabello, descubriendo la piel rojiza de la cabeza. Sus manos, descansando atravesadas en el estómago, estaban hinchadas, ennegrecidas, y llenas de grietas.
—Hola doctor, —gruñó— ¡Maldito sea... si es Randy! —, añadió al ver a Randy.
El hedor era demasiado para Randy. Carraspeó y dijo:
—Hola, Bill y salió. Se apoyó en la barandilla del muelle, tosiendo y sofocado, hasta que pudo respirar profundamente el dulce viento del río. Cuando Dan salió, volvieron en silencio, juntos, al coche. Todo lo que dijo Dan fue:
—Ella tenía razón. Está peor. Juraría que ha recibido una dosis fresca de radiación desde que le vi por última vez.
Llegaron en el coche hasta Marines Park. El Park se había convertido en el centro comercial de Fort Repose.
—¿Quieres venir conmigo hasta la escuela? —Preguntó Dan.
—No, gracias —contestó Randy. Se alegró de no ser médico. Un doctor necesitaba un coraje especial que Randy sabía no poseer.
—Te recogeré aquí, dentro de una hora. Luego, veremos a Hernández y Logan y volveremos a casa.
—Está bien —Randy bajó del coche.
—No lo cambies por menos de dos libras. El whisky escocés es cosa tan escasa como el café.
—Haré el mejor trato que me sea posible —prometió Randy. Dan se alejó.
Randy se metió la botella bajo el brazo y caminó hacia el kiosco de la banda, una estructura de madera' en forma octogonal, su plataforma se elevaba un metro por encima de lo que una vez fue un césped tan verde como un campo de golf, pero que ahora estaba sin arreglar, lleno de hierbajos y de hoyos. Una docena de hombres, las piernas colgando, estaban sentados en la plataforma y en los escalones. Otros marchaban por el alrededor, con la sonrisa alerta y sin humor de los comerciantes. Tres huesudos caballos estaban trabados y atados a la barandilla del kiosco. Como Randy, algunos de los hombres llevaban fundas con pistolas en el cinturón. Unas cuantas escopetas y un antiguo Whinchester aparecían apoyadas contra las planchas. Los hombres habían venido del campo; era todo un riesgo.
La tercera parte de los comerciantes de Marines Park, en este día, eran negros. La economía del desastre impuso una tregua a los perjuicios raciales.
Las leyes del hambre y de la supervivencia no podían eludirse y no establecían distinciones de ningún color en la piel. Una gallina criada por un negro tenía tan buen gusto como los pavipollos de Carleton Hawes, el acomodado reaccionario que era vicepresidente del Consejo de Ciudadanos Blancos del Condado, y había más carne en la gallina del negro, Randy vio a Hawes, con una brazada de pollos colgando de su cinturón, bebiendo agua de la cantimplora de un negro. Habían dos fuentes para beber en Marines Park. Una señalada: «SOLO BLANCOS», la otra: «SOLO GENTE DE COLOR». Puesto que ninguna funcionaba, los carteles no significaban nada. Hawes vio a Randy, se secó la,boca y llamó:
—Eh, Randy.
—Hola, Carleton.
—¿Qué piensas-cambiar?
—Una botella de Whisky escocés. Los ojos de Hawes se clavaron en la bolsa de papel y se acercó a Randy, precavido como un perro de caza señalando la presencia de la presa. Randy se acordó de las noches sabatinas de St. Johns Club y de que el Whisky escocés era la bebida favorita de Hawes.
—¿Cuál es tu precio? —preguntó Hawes.
—Dos libras de café.
—Te daré estas dos aves. Las dos son gallinas jóvenes. ¿Ves lo gordas que están? Nunca habrás comido nada mejor.
Randy soltó la carcajada.
—Siendo tú, te diré lo que haré. Tengo huevos en casa. Añadiré un par de docenas de huevos. Te los traeré aquí, mañana. Palabra. Si no me crees, llévate los pájaros ahora, como prenda.
—El precio que pido —dijo Randy—, sigue siendo el precio de venta. Dos libras de café. Me es igual la marca.
Hawes suspiró.
—¿Y quién tiene ca£é? Hace lo menos tres meses de la última vez que bebí Whisky. Déjame por lo menos mirar la botella ¿quieres?
Randy le enseñó la etiqueta mientras avanzaba.
Los cuadros que soportaban al tejado se habían convertido en un sustituto del semanario del condado, especialmente de su sección de anuncios y también de los que antaño metia la radio. Randy leyó los avisos, algunos manuscritos, otros con letra de imprenta, unos pocos mecanografiados, clavados a la madera.
CAMBIARE ULTIMO MODELO DE CADILLAC, COUPE DE VILLE, RADIO, CALEFACCION, AIRE ACONDICIONADO, LA BATERIA BAJA PERO INTACTA, POR DOS BUENAS GOMAS DE BICICLETA DE VEINTIOCHO PULGADAS Y UNA BOMBA DE HINCHAR.
SE NECESITA DESESPERADAMENTE leche evaporada, tetilla de goma y seis imperdibles. Venga a ver nuestra casa y haga su propio trato.
LLEVESE UN PEQUEÑO JAMON ENLATADO, necesito una gran cafetera, enciclopedia británica, cartuchos del número siete calibre doce y pasta de dientes.
Randy cerró los ojos. Se imaginaba probar aquel jamón. Tenía una cafetera extra, la enciclopedia, los cartuchos y la pasta de dientes. Pero también tenía perspectivas de jamón fresco, pues podían mantener libres de merodeadores, lobos, o lo que fuese, a los jóvenes cerdos de Henry. De todas maneras, era un precio demasiado grande por un pequeño jamón.
SE NECESITAN tres anzuelos 2/0 a cambio de una caña de lujo, carrete, cebos surtidos.
Randy soltó una risita. La pesca deportiva ya no existia. Los pescadores ahora se dedican de lleno a la pesca para comer.
CAMBIARE Motor fuera bardo 50 HP., con juego completo de herramientas, abrigo de cachemira, por media libra de tabaco y un hacha.
Randy advirtió un aviso que era distinto:
SERVICIO RELIGIOSO DE PASCUA.
Un servicio mixto al amanecer del dia de Pascua se celebrará en Marines Park el sábado diecisiete de abril. Están invitados a asistir todos los ciudadanos de Fort Repose, sea cualquiera su credo religioso.
Firmado,
Rev. John Carlin, primera Iglesia Metodista.
Rev. M. F. Kenny, Iglesia de San Pablo.
Rev. Fred Born, Iglesia Bautista de Timucuan.
Rev. Noble.Watts, Iglesia Bautista del Reposo El nombre del Rector de la Iglesia Episcopal de St. Thomas, de la que fueron siempre feligreses los Bragg, faltaba: doctor Lucius Somerville. Un hombre gentil de cabello blanco, compañero de infancia del juez Bragg, estaba en Jaksonville en la mañana de El Día y por tanto ya no regresaría jamás a su parroquia.
Randy no era muy aficionado a ir a la iglesia. Había contribuido a las necesidades del culto regularmente, pero no con su tiempo o con su persona. Ahora, al leer este aviso, sintió una inesperada emoción. Desde El Día, había vivido en el presente imperativo, sin atreverse a planear más allá de la siguiente comida o del próximo día. Este pedazo de papel adosado a la descascarillada pintura blanca bruscamente aumentaba su perspectiva, como si, tambaleándose cruzando un negro túnel, viese, o creyera ver, un fragmento de luz. Si el Hombre tenía fe en Dios, él también podría tener fe en el Hombre. Recordó palabras que durante cuatro meses no había oído, leído o murmurado, las palabras más hermosas del lenguaje... Fe y esperanza. Había echado de menos esos vocablos como echó de menos otras cosas. Si era posible, asistiría al servicio religioso. Sábado, diecisiete. Hoy era catorce, y, por tanto, miércoles.
Subió a la plataforma. Los hombres allí descansaban; algunos conocidos, otros forasteros, calculaban la forma y el bulto de lo que contenía la bolsa que llevaban, como un futbolista, bajo el brazo. Sucios, barbudos, el cabello alborotado, o tontamente cortado a rape, parecían tipos de una ciudad fantasma en una película del oeste, excepto que no estaban tan bien alimentados como los extras de Hollywood, y sus ropas, floreadas camisas deportivas, pantalones cortos de verano, gorras de diversas formas, resultaban incongruentes. John García, vestido de guía de pesca neoyorquino, hizo la regular pregunta inicial:
—¿Qué quieres cambiar, Randy?
—Tres cuartos de litro de escocés... de docé años... lo mejor.
García emitió un silbido.
—Debes estar bien duro. ¿Qué pides?
—Dos libras de café.
Varios hombres de la plataforma cambiaron de postura. Uno rezongó. Nadie habló. Randy se dio cuenta de que aquellos hombres no tenían café, para comerciar ni para vender. Por muy bien provistas que estuvieran sus cocinas o que lo hubiesen estado, o por mucho que hubiesen comprado o saqueado en El Día y en el período cáustico de inmediatamente después, cuatro meses fueron bastantes para agotarlo todo. La comunidad de Randy era muchísimo más afortunada con los huertos productivos, los peces mordiendo el cebo lealmente, los industriosos Henry y su corral y alguna rara caza pequeña... ardillas, conejos y en ocasiones, muy raras, algún venado.
John García quería cambiar dos ristras de pescado: en la una, un pez-gato de casi dos kilos y una pequeña lubina; en la otra, una perca y una trucha. La piel, parda y curtida por los elementos, de García se había cogido en su ligero esqueleto hasta que parecio tener sólo huesos mal /envueltos en un cuero seco. El sol calentaba cada yez más. Con su dedo del pie García empujó a los peces para meterlos en una zona de sombra.
—No querrías cambiarla por pescado, ¿verdad, Randy? — preguntó, sonriendo.
—Tenemos pescado —contestó Randy.
—Vosotros los de River Road os las arregláis bien, solos, ¿verdad? —dijo un forastero—. Si se tiene licor escocés, se tiene todo. Nosotros nada tenemos —el forastero quería cambiar una sierra, dos cinceles y una bolsa de clavos. Randy dedujo que era un carpintero ambulante instalado en Pistolville.
Randy le ignoró e hizo la segunda pregunta inevitable en Marines Park:
—¿Qué oís por ahí?
El viejo Hockstatler, que quería cambalachear bo— tecitos pequeños de aspirina y de tranquilizantes, salvados de su asaltada farmacia, dijo:
—He oído que los rusos piden que nos rindamos.
—No, no, se equivoca de medio a medio —intervino Eli Blaustéin—. La señora Vanbruuker-Brown exigió a los rusos que se rindieran. Ellos contestaron que no y que éramos nosotros quienes teníamos que rendirnos.
—¿Dónde lo oísteis? —preguntó Randy.
—A mi mujer se lo contó una chica cuyo marido tiene un receptor de batería que aún funciona —dijo Blaustein. Blaustein trataba de cambiar pantalones de trabajo y un par de sueters blancos y pedía queso o carne en conserva. Randy supo que cuando el sol ascendiese más alto, el precio que John García pedía por sus peces bajaría. Al mismo tiempo el hambre de Blaustein aumentaría, o se pondría a pensar en su familia carente de proteínas. Antes de que el pescado empezase a hacer olor, se acercarían las voluntades. John García tendría un par de pantalones nuevos de trabajo y Blaustein alimentos.
—Lo que me gustaría saber es quién lo dijo — pregunto el viejo Hockstatler—. ¿Y quién gana la guerra? Nadie lo dice. No entiendo en absoluto esta guerra. No es como la Guerra Mundial número uno o la número dos o como las otras guerras de las que tengo noticias. A veces pienso que deben estar ganando los rusos. De otro modo las cosas habrian vuelto a la normalidad. Luego pienso que no, que ganamos nosotros. Si no hubiésemos ganado, los rusos seguirían bombardeándonos, o nos invadirían. Pero desde El Día no he visto aviones por ninguna parte.
—Yo sí —dijo García—. Les vi mientras pescaba la otra noche. No, eso no es verdad. Oi uno, ahí, hace un par de noches.
—¿De qué bando? —preguntó Blaustein.
García se encogió de hombros.
—Que me aspen si lo sé.
Sabia Randy que esta discusión continuaría todo el día. La cuestión de quién ganaba la guerra, o si la guerra continuaba, quién iba venciendo, habría reemplazado al tiempo, como materia de especulación inagotable. Cada día se podían oír nuevos rumores, de ordinario sin base y siempre alterados. Uno se enteraba de que las naves de desembarco rusas estaban arrimadas en la playa de Daytona o de que platillos volantes marcianos estaban descargando tropas de refresco y relevo1 en Pensacola. Randy no creía nada excepto lo que él mismo veía u oía, o aquellos escasos granos de información sacados de las ondas por Sam Hazzard. Randy había estado apoyado en la barandilla del kiosco. Se incorporó, se desperezó y dijo:
—Creo que daré una vuelta por los alrededores y buscaré a alguien que. tenga café.
—¿Vas a venir al servicio de Pascuas, Randy? —preguntó John García.
—Eso espero. Confío en venir y traer a la familia. — Mientras bajaba del kiosco volvió a mirar a las
dos inútiles fuentes para beber. Había algo importante en ellas que no podía recordar. Eso le irritaba, como cuando el nombre de un viejo amigo se desvanece caprichosamente de la memoria. Las fuentes para beber le produjeron comezón en su cerebro.
Vio a Jim Hickey, el apicultor, con un cesto bajo sus largas y estiradas piernas, descansando en un banco. Antes de El Día, Jim alquilaba sus colmenas a los propietarios de huertos que querían fecundar árboles jóvenes. Antes de El Día, el negocio de Jim era una fuente secundaria de ingresos; «Densa» la llamaba. Ahora, la miel era oro líquido y la cera con la que podían hacerse velas otra mercancía valiosa para el cambalache. Jim Hickey, que era de la edad de Mark, había aprendido apicultura en el Colegio de Agricultura de Gainesville. Nunca le haría rico, le previnieron, y hasta El Día fue verdad. Ahora se le consideraba un hombre afortunado, rico en comodidades altamente deseables producidas infinitamente por decenas de millares de felices y voluntarios esclavos.
—¿Qué quieres cambiar? —saludó a Randy.
—Una botella de escocés. ¿Tienes café?
—No. Yo también trato de buscar café. No encuentro por ninguna parte. Todo lo que tengo es miel — levantó la tapa del cesto—, un jarabe estupendo, ¿verdad?
Era magnífico. Randy pensó en Ben Franklin y en Peyton, cuya necesidad y deseo de dulces no podía totalmente ser saciada por el azúcar que contenían las naranjas. Pasarían semanas antes de que la caña de Tuo Tone madurase. Randy se preguntó si estaba siendo egoísta al buscar café. Era verdad que compartiría el café con los demás adultos de River Road, pero los niños no lo bebían. No habían calorías o vitaminas en el café y resultaba inútil para ellos. Se obligó a sí mismo a ser juicioso. Cuando se examinan los hechos razonablemente y se pregunta qué propor— donaría más bien para el mayor número, sólo podía haber una respuesta. El café proporcionaría sólo una gratificación temporal y personal. Dijo:
—Jim, quizás me podrías convencer a que lo cambiase por miel.
—Lo siento, Randy. Somos adventistas. Ni bebemos whisky ni comerciamos con él.
Esa contingencia Randy no se la había imaginado jamás. Medio en voz alta exclamó:
—Bueno, lo intenté.
—Supongo que querías la miel para los hijos de Mark —dijo Hickey.
—Sí. Es verdad.
Hickey metió la mano en el cesto y sacó dos panales cuadrados y bien envueltos de miel.
—No me gustaría que los niños de Mark pasasen sin esto —dijo—. Toma. Te daría más, pero tengo pocas existencias. Hay algo equívoco con mis abejas esta primavera. La mitad está loca; llena los panales de larvas muertas. Al principio pensé que era lo que nosotros llamamos una epidemia o un fracaso de la reina. He estado en la biblioteca leyendo y ahora me pregunto si no podría ser la radiación. Hemos debido tener lluvia radioactiva después de El Día... Todo el estado está contaminado y así se considera como zona... y quizás afectó a algunas de mis reinas y zánganos. No sé qué hacer. Eso es algo que no nos enseñaron en la universidad.
Randy sacó la botella de su bolsa de papel, la colocó bajo el brazo y llenó la bolsa con los panales. Estaba abrumado. Sabia que Mark y Hickey fueron compañeros de colegio, pero nunca amigos íntimos. Hickey no era más que un conocido. Vivía en una manzana de cemento con cinco habitaciones, aseada, color verde mar, muy adentro de la carretera a Pasco Creek. Randy, antes de El Día, apenas le veía y entonces sólo se saludaban.
—Jim — dijo Randy —, ésta es la cosa más bonita y generosa que puedo recordar. Espero solamente poderte pagar el favor de alguna manera, algún día.
—Olvídalo —dijo Hickey—. Los niños necesitan miel. Mis hijos la toman a cada comida.
Randy oyó la bocina del modelo A, ronca como un ganso furioso, y vio cómo se detenia ante el bordillo. Caminando hasta el coche, advirtió que era un día claro y hermoso de primavera, mejor que el de ayer. Las esporas de la amabilidad, lo mismo que las de la C, sobrevivían en este suelo ácido.
Randy se instaló en el coche y mostró la miel a Dan y explicó cómo se la habían regalado.
—El mundo cambia —dijo Dan—. La gente no. Sigo teniendo una vieja solterona en la escuela que cuida y recorta las camelias y siembra los macizos con flores. No son camelias suyas y a nadie le importan las flores ya, excepto a ella. Adora las plantas y no se preocupa de dónde se encuentra o lo que ocurre mientras se cuida de ellas. Esta misma vieje— cita... la señora Satterborough, ha estado pasando sus inviernos en Riverside Inn durante años... cada mañana coge el teléfono de la oficina principal y marca Wester Union. Cree que algún día el teléfono funcionará estupendamente y que podrá enviar un telegrama a su hija. Está segura. Su hija vive en Indiana.
—No comprendo cómo esas personas ancianas siguen vivas — dijo Randy. Sabía que Dan les traía naranjas y Randy les enviaba pescado cuando la pesca había sido abundante.
—La mayoría no lo hace. La muerte puede ser piadosa, especialmente para los viejos y enfermos. Estaba a punto de decir viejos, enfermos y arrumados, pero ya no importa nada más si uno está arruinado. Sólo viven cinco, ahora, de Riverside Inn. Quizás tres pasarán el verano. Me parece que ninguno de ellos durará después del invierno.
Marchando hacia el norte por Yuleo, el barrio comercial, desierto ahora, no parecía más maltratado ‹jue el mes anterior, o que sesenta días antes. Unos pocos tenderos optimistas prudentemente tapiaron sus escaparates, rajados por la explosión de El Día, o rotos por los saqueadores, después, impidiendo que el agua y el viento entrasen en el interior. En las dos manzanas principales de comercio el cristal había sido barrido de las aceras. Coches abandonados, sin ruedas, baterías, radios y bujías, se oxidaban a montones como cadáveres sin enterrar de gigantescos escarabajos.
Salieron de Yulee y entraron en Agustine Road, con su pavimento roto y residencias respetables pero en decadencia. Rebotearon por el camino a lo largo de la manzana y entonces Randy olió Pistolville. Otra manzana y se encontraron allí.
No se había recogido la basura desde El Día. En Pistolville cada choza o casa agazapada en un montón de sus propios excrementos... embalajes rotos y cartones, latas de conservas vacías, enmohecidas, botellas rotas, pilas de mondaduras de naranjas pudriéndose, huesos de las aves, peces y animales pequeños. Una chica de rostro enjuto y unos seis años de edad, vistiendo la chaqueta de un hombre, con una camisa abierta, se agazapaba en el bordillo, vaciando sus entrañas en el polvo. Gritó agudamente y agitó la mano cuando el modelo A pasó por su lado. Un hombre de pelo largo y barbudo salió de un umbral y recorrió la calle sobre sus piernas arqueadas, pelando y comiéndose un plátano, volviendo la cabeza como si esperase que le siguieran. En la esquina un escuálido muchacho de dieciocho años orinaba contra una farola, sin molestarse en levantar los ojos ante el sonido del coche. Buitres, arrogantes, posados en los robles y que se alimentaban de los desechos, vigilaban la escena. De los perros vagabundos, de los lechones en libertad, de las gallinas y pillones —todos impedimentos normales para la navegación por las calles de Pistolville— no quedaba rastro.
Una vez antes en su vida, el Suwon, inmediatamente después de su recaptura y ante el gobierno militar la gente había empezado a limpiar, Randy había visto la degradación de esta clase. Pero esto era América. Era su ciudad, fundada por sus antecesores.
—Tendríamos que hacer algo acerca de esto — dijo.
—¿Sí? —contestó Dan—. ¿Qué? —No lo sé. Algo.
—Antorchas y gasolina —dijo Dan—, excepto que no queda bastante gasolina. De todas maneras, estos pobres diablos están tan bien en sus propias casas como estarían en los bosques, o en cuevas. No mejor, fíjate. Por lo menos tienen un techo.
—En cuatro meses hemos retrocedido cuatro mil años —apuntó Randy—. Más quizá. Cuatro mil años atrás los egipcios y los chinos estaban más civilizados que lo está ahora Pistolville. No sólo Pistolville. Creo que deberíamos seguir por estas partes del país en donde no tienen frutos, ni caza ni peces.
Cuando se acercaron al final de Augustine Road las casas aparecieron más nuevas y mayores, construidas de ladrillos de cemento en vez de toscas tablas de pino. Entre estas casas la hierba crecía alta, luchando contra las malas plantas en busca de luz solar, y despacio para echar raíces. Había menos suciedad, o por lo menos quedaba oculta por el verdor, y el olor resultaba soportable. En esta atmósfera más aireada vivía la clase superior de Pistolville, incluyendo Pete y Rita Hernández y Porky Logan, representante del condado de Timucuan en la legislatura del estado.
—¿Hace mucho tiempo que no ha visto a Rita? — preguntó Dan.
—Desde antes de El Día... bastante antes. —¿Sabe Lib su existencia?
—Lo sabe todo. Dice que Rita no le molesta, porque Rita es parte del pasado, como Mayoschi en Tokio. ¿Sabes lo que preocupa a Lib? Helen. Imagínatelo.
Estaban en casa de los Hernández. Dan detuvo el coche.
—Sí que me lo imagino. Lib es una mujer extremadamente sensible —contestó Dan—. En ciertas cosas tiene más sentido que tú, Randy. Y ahora todas las normas de conducta están descartadas.
Randy no quería escuchar. Rita había salido a la puerta. En Hawai, Randy había visto chicas con mezcla de sangre caucasiana, polinesia y china, que movían las caderas como si latiesen al ritmo de la isla incluso cuando simplemente cruzaban la calle, chicas que le recordaban a Rita. Ella no era como ninguna de las chicas de Fort Repose. Era una criatura del Mediterráneo y del Caribe, pareciendo extraña; y, sin embargo, con toda certeza americana. Entre sus antecesores se incluía un soldado español cuya carabela llegó a Matanzas antes que los peregrinos encontrasen su peñón y las mujeres indias del Caribe y los menorquinos que se extendieron tierra adentro desde Nueva Esmirna en el siglo XVIII. No había ido al colegio, pero era inteligente y viva. Tenía un matrimonio con un alumno de la escuela secundaria, anulado, y un aborto, a sus espaldas. Ya no cometía tales estúpidos errores. Su pasión eran los hombres. Los recogía como muestras, los disfrutaba, al igual que otras muchachas coleccionan violetas africanas, porcelana de Limoges o cucharillas de plata. Era profesional en su vocación; no dejaba ir nunca a un hombre sin beneficio, aunque no fuese material, necesariamente; jamás cambiaba uno por otro a menos que ella pensase que mejoraba su colección.
Bajo cualquier circunstancia Rita era una mujer sorprendente. Llevaba el cabello cortado en tiras largas para formar un marco de ébano a los rasgos acusados como una máscara malaya en un antiguo dije de marfil. Podía aparecer y comportarse como una reina egipcia de la dinastía XVIII o como una criolla salida de Nueva Orleans. Esta mañana llevaba unos pantalones cortos color agua marina y cinturón. Acunada bajo su brazo derecho había una ligera escopeta de repetición. Fumaba un cigarrillo e incluso desde el camino Randy pudo ver que era verdadero, fabricado con filtro, y no de tosca construcción casera, liado a mano con papel higiénico.
—Hola, doctor Gunn. Entre —llamó ella. Luego reconoció al pasajero y grito—: ¡Eh! ¡Randy!
Dan se metió las llaves del coche en el bolsillo y contestó:
—Será mejor que cojas el whisky y la miel, Randy. Yo jamás dejo género en el coche cuando hago una visita en Pistolville.
Mientras que miraba hacia la casa Randy se fijó en el camión Atlas de las verdulerías y en un gran Sedan nuevo en el garaje de los Hernández y un Jaguar XK-150 deportivo junto al bordillo. Tras el garaje habían excavado una letrina parcialmente cubierta, para que no se la viese desde la carretera, por una tosca cerca de. tablas. Rita abrió la puerta.
—Perdonarán la artillería —dijo—. Los vecinos de la parte baja de la calle son envidiosos. Cuando oigo un coche o algo cojo un arma. Mataron a mi perro. Era un caniche negro, Randy. Se llamaba Poupée Vivant. Nombre francés que en inglés quiere decir «Muñeca viviente». Le fracturaron el cráneo con el mango de un hacha mientras Pete estaba enfermo y yo había salido a por agua. Encontré el mango del hacha pero no el cuerpo. ¡Condenado rebaño de salvajes! Me imagino que se lo comieron.
Randy pensó lo que sentiría.si alguien mataba y devoraba a Graff, Sintió náuseas. Sin embargo, era cuestión de modales y costumbres. En China, durante siglos, los hombres habían estado comiento perros rellenos de arroz. Lo mismo ocurría en otros países asiáticos donde reinaba el hambre. El ejército le hizo pasar un curso de supervivencia, una vez, y le enseñó que en caso de emergencia podía comer sin peligro alguno gusanos pulposos encontrados debajo de las cortezas. Lo mismo podía ocurrir aquí. Si un hombre era capaz de comer gusanos igualmente podía hacerlo con perros. Pistolville tenía hambre de carne, y. como Dan dijo, las leyes y las costumbres estaban descartadas.
—Lo siento. Rita —fue lo que logró decir Randy.
Randy cruzó la puerta y se detuvo, asombrado. Las dos habitaciones delanteras de casa de los Hernández parecían como escaparates de una tienda de subastas en Miami. Contó tres servicios de té, de plata, dos ar— cones también de plata, tres aparatos de televisión, y se sintió azorado por el despliegue de estatuas, candelabros de plata, carísimas maletas de cuero, botellas vacías de crital labrado, encendedores de mesa, porcelana china, óleos con marcos suntuosos y aguadas, algunas muy buenas, cubrían una pared. Relojes de mesa y de pared alzaban sus manecillas y marcaban horas distintas.
—¡Santo Dios! —exclamó Randy—. ¿Acaso vosotros os habéis dedicado al negocio de la chatarra?
Rita soltó la carcajada.
—No— es chatarra. Son mis inversiones.
—¿Cómo está Pete, Rita? — preguntó Dan.
—Creo que un poco mejor. Ya no se le cae el pelo, pero aún sigue débil.
Dan llevaba su maletín negro. Contenia poco, excepto instrumentos, ahora.
—Iré a la parte trasera y la veré —dijo.
Dan cruzó el vestíbulo y Randy se quedó a solas con la muchacha. Ella ofreció un cigarrillo. El perfume de la mujer abría las puertas del recuerdo... las películas en Orlando, las cenas y el baile en el hotel de Winter Park, el aislado Motel al sur de Cabo Cañaveral, la mañana en que encontraron una caleta íntima detrás de las dunas y se vieron sorprendidos por un avión ligero y de cómo el piloto casi se mete en el mar al intentar pasar por encima de ellos y mirarles con más detenimiento, y más que nada su apartamento. Eso parecía ocurrido hacía muchísimo tiempo, como si sucediese mientras estaba en el colegio, antes de Corea, pero no era tanto, un año tan sólo.
—Gracias, Rita —dijo—. El primer verdadero cigarrillo que he fumado desde hace muchísimo tiempo. Debes ir viviendo perfectamente bien.
Ella miró la botella.
—No me traerías un regalo, ¿verdad. Randy? —las comisuras de su boca temblaron, pero no sonrió del todo.
El se acordó de las noches en que vino a esta casa, una botella a su lado en el asiento de la que luego bebieron juntos; y las veladas en que trajo botellas en paquetes, de resfalo, obsequios discretos para su hermano. y las noches en el apartamento, compartiendo una botella de licor trago a trago porque ella adoraba el alcohol. Se dio cuenta de que era precisamente eso de lo que la muchacha quería hacerle acordar. Era experta en conseguir ponerle incómodo.
—No Rita —dijo—. Es para comerciar. He estado en Marines Park. Intentando cambiarlo por café.
—¿Acaso a tus nuevas mujeres no les gusta el escocés, Randy? He oído que ahora tienes dos mujeres en tu casa. ¿Con cuál de las dos te acuestas. Randy?
De pronto ella fue una desconocida y la miró como a tal. Examinado esto, con indiferencia, la chica parecía ridicula, con altos tacones y un enjoyado atuendo junto con los pantalones cortos y el cinturón. a aquella hora de la mañana y en época de penalidades. Su piel de marfil oscuro, antañamente tan satinada, aparecía seca y ajada. Su cabello no brillaba y el ansia de sus ojos reflejaba sólo cólera desdeñosa. Parecía usada y tirada.
—Ahora no puedes darme zarpazos —dijo tranquilo. — No los noto. Mi piel es más dura.
Ella chasqueó los labios. Ertaban hinchados y pardos.
—Eres más duro. No eres el mismo. Randy. Creo que estás madurando.
Randy cambió de conversación.
—¿Dónde conseguiste todo este género? —miró en torno al cuarto.
Comerciando.
—Jamás te vi en Marines Park.
—No vamos allí. Vienen a nosotros. Saben que seguimos teniendo comida. Incluso café.
Se dio cuenta de que la chica quería la botella. Sabía que le proporcionaría café, pero nunca jamás comerciaría con ella, por nada del mundo.
—Dijiste que esto era tu inversión —anunció Randy—. ¿Crees que los aparatos de televisión son una buena inversión cuando no hay electricidad?
—Miro hacia el futuro. Randy. La guerra no durará siempre y cuando haya pasado tendré todo lo que nunca tuve antes y mucho, además, quizá, para vender. Vo era sólo una niña después de la última gran guerra pero recuerdo cómo mi padre tuvo oue pagar el oro y el moro por un viejo coche. ¿Sabes lo que ese Jaguar me costó? —soltó una carcajada—. Una lata de judías, tres botellas de salsa de tomate y seis latitas de jamón picante. ¡Pero un Jaguar! Mira, cuando las cosas vuelvan a la normalidad esos tres aparatos de televisión valdrán su peso en oro.
—¿De veras crees que las cosas volverán a ser normales?
—¡Claro! Siempre ocurre. ¿No es verdad? Puede que pase un año. incluso dos. Puedo esperar. Mira esas grandes casas nuevas de River Road. ¿Quién construyó la mitad de ellas? Las guerras. Los beneficios sacados de las guerras. Esta vez voy a conseguir lo mío.
Se dio cuenta de que la chica creía y que era inútil discutir. Sin embargo, estaba intrigado.
—¿Es que no te das cuenta de que esta guerra es distinta?
Extendió su mano izquierda para que el sol reluciese en el anillo que llevaba en el dedo anular.
—¡Claro que es diferente! ¡Mira este!
Randy miró la gran piedra y con ella a un millar de lucecitas azules y rojas de sin igual valor y pureza.
No era bisutería, como se imaginó. No era cristal rodeado por pasta verde. Era un diamante montado con esmeraldas alrededor.
—¿Dónde lo conseguiste? —preguntó, impresionado. y luego miró a sus pendientes y vio que ellos, también sin lugar a dudas, estaban hechos de diamantes.
Rita extendió el anillo, dando vueltas a su muñeca. No contestó en seguida. Disfrutaba de su reacción.
—Seis quilates —dijo—. Perfecto —se lo quitó del dedo y se lo entregó a Randy.
El joven lo tomó automáticamente pero no lo miraba. Miraba el dedo de ella. Aquel dedito estaba marcado por un círculo negro, como si el anillo fuese de latón sucio o en su interior hubiese porquería. Pero el anillo era de brillante y limpio oro.
Dan entró en la habitación, llevando su maletín y frunciendo el ceño.
—No sé cómo, exactamente... —miró el rostro de Randy y no terminó su frase.
Con el ceño fruncido, Rita miró la zona oscura.
—Escuece — dijo y se rascó. Un poco de piel ennegrecida se desprendió, dejando debajo la carne viva.
—Te pregunte dónde conseguiste esto, Rita —dijo Randy, con tono de orden.
Antes de que abriese la boca se imaginó la respuesta.
—Porky Logan —contestó ella.
El anillo cayó al suelo, rebotó, rodó y se paró en la esquina de una alfombra china de seda azul.
—Vaya, ¿qué pasa? — dijo ella—. ¡Te comportaste como si quemara!
—Creo que quema — dijo Randy.
—Bueno, si piensas que Porky lo robó, te equivocas. Era propiedad abandonada. Cualquiera podía llevársela.
Dan la tomó la mano y se ajustó las gafas para poder examinar el dedo con atención. Habló, con voz profunda, forzosamente tranquila.
—Estate quieta, Rita, quiero ver ese dedo. Creo que lo que Randy quería decir es que el anillo ha quedado expuesto a la radioactividad y es ahora radioactivo. Me temo que tenga razón. Esto parece como una quemadura... una quemadura de radio. ¿Cuánto tiempo llevas usando este anillo?
—Quitándomelo y poniéndomelo, imagino que un mes. Nunca lo llevo al salir, sólo en casa —dudó—, pero esta semana pasada lo llevé puesto todo el tiempo. Nunca me fijé...
Lo miraron, sus facetas destellando desde la suave seda azul, como si estuviese en un escaparate. Parecía hermoso.
—¿Dónde lo obtuvo Porky, Rita? —preguntó Dan.
—Bueno, sólo sé lo que me dijo. Estaba pescando, durante el día y claro, empezó a volver en seguida. Es listo el tal Porky. Dio un gran rodeo en torno a Miami. Bueno, pasó por Hollywood o Boca Ratón o por uno de esos lugares de la Costa Dorada y estaba vacío y entrando en la sala principal vio el establecimiento de una joyería, ya sabes, una sucursal de alguna tienda de la Quinta Avenida, y los escaparates estaban destrozados. Dijo que el género estaba por todas partes, anillos y alfileres, relojes y brazaletes, como maíz caído de una saca rota. Así que lo recogió. Luego vació su cesta de pesca de sedales, anzuelos y demás cacharros, entró en la tienda y llenó el cestillo con las joyas. Porky dijo que en aquel momento pensaba en el futuro. Se imaginaba que el dinero no valdría nada pero que los diamantes y el oro era cosa distinta. Nunca pierden valor, no importa lo que suceda.
—Impregnado de radiación —murmuró Dan—. Suicida.
Rita alzó las manos hacia su cuello y Randy advirtió una marca ovalada en el hueco de su garganta, como si allí la piel hubiese sido pintada más oscura. Luego las manos de la joven volaron a sus oídos. Los pendientes de diamantes cayeron a la alfombra junto al anillo.
—¡Oh, Dios! —gimió la muchacha.
—¿Qué diste a Porky por esos diamantes? —preguntó con suavidad Randy.
—Por el anillo, apenas nada. Por el resto le entregamos carne en conserva y cigarrillos y café y chocolate y cosas por el estilo. Ya sabes lo que come Porky. ¡Por Cristo, doctor, qué va usted a hacer acerca de esto! —se miró al dedo.
—¿Qué más os dio Porky aparte de los diamantes?
—Toda clase de género. Nos dio un doble puñado de relojes por una caja de judías y cerdo. Pete tiene... — miró hacia el pasillo y exclamó —¡Pete! —y les condujo a su habitación.
Pete Hernández no parecía tan malo como Bill Cullen, pero sí bastante grave, su. calva con limares como arrancados violentamente, el rostro lleno de una erupción y las manos hinchadas. Se incorporó en las almohadas, asombrado, al verlos entrar.
—Pete, quítate esos relojes — dijo Rita.
—¿Estás loca? —Pete llevaba un reloj de oro absurdamente colocado en cada flaco brazo. Les miró a la cara y dijo—: ¿Por qué me he de quitar mis relojes?
Dan se agachó y se los arrancó y los lanzó sobre la mesa. Las flexible» cadenas de oro habían dejado una marca negra.
—Son radioactivos. Ese oro es venenoso, es un oro isótopo. Te ha estado envenenando. Mira.
Pete miró.
—Es sólo suciedad. Es el calor Estuve sudando.
Randy formuló la pregunta.
—¿Dónde están las demás joyas de Porky. Pete?
Pete miró a Rita, sus ojos negros y mate inseguros y suplicantes.
—Quieren llevarse nuestro oro y nuestras piedras, Rita — dijo.
—Randy no miente, Pete, y no creo que el doctor Gunn quiera robar nada a nadie.
Pete dobló su brazo para buscar debajo de la almohada.
—¡Oh, Santo Dios! —exclamó Dan, compadeciéndole.
Desde debajo de la almohada Pete sacó una envoltura de plástico.
—Abrelo — ordenó Dan.
Pete quitó la cremallera. Estaba lleno de pulseras de reloj, retorcidas y dobladas como si fuesen serpientes de oro.
—¿Es eso todo? —preguntó Dan.
No. eso son sólo los relojes —dijo Rita—. Pete se divierte admirándolos y dándoles cuerda cada día. Además quedan en mi cuarto un par de collares... un — broche de rubís y otro de diamantes y... bueno, toda clase de chatarra.
—Pete.— dijo Dan—, tira todo eso a un rincón, allí. Rita, no toques nada de lo que puedas tener en tu dormitorio. Es inútil que absorbáis una nueva fracción de radiaciones. Tenemos que encontrar un medio de sacar de aq.uí ese género y desembarazarnos de él sin perjudicarnos nosotros. Volveremos.
Rita les acompañó hasta la puerta, sollozando. Se cogió a la manga de Dan.
—¿Qué va a ocurrir? ¿Me moriré? ¿Se me caerá el pelo?
—Usted no ha absorbido tanta radiación como su hermano — dijo Dan —. Ño sé exactamente lo que pasará porque la enfermedad de esas radiaciones es muy traicionera.
—¿Qué hay de Pete? ¿Qué haría yo sin Pete...?
—Me temo que Pete está abocado a la leucemia —contestó Dan.
—¿Cáncer de la sangre?
—Sí. Me temo que será mejor que se prepare usted misma.
La mano de Rita cayó del brazo de Dan. Randy la vio disminuirse, todo su porte, toda su brabuconería desapareciendo, dejándola más pequeña y como una criatura.
—Rita —dijo en voz baja—, será mejor que guardes esto aquí. Lo necesitarás.
La dio la botella de whisky escocés. Al oprimir el puesta en marcha, Dan preguntó:
—¿Por qué la diste el whisky?
—Me dio lástima —no era sólo la única razón. Le debía algo desde antes, ahora estaba en paz. Habían liquidado su cuenta. Preguntó —: ¿se pondrá bien?
—Creo que sí, a menos que la quemadura de su dedo degenere en algo maligno. Es improbable, aunque posible. Sí, se pondrá bien mientras no reciba más radiacción. La dosis que absorbió está localizada. Pero después de que muera su hermano se encontrará sola. Y ya no irán las cosas bien.
—Encontrará un hombre — dijo Randy —. Siempre lo encuentra.
IV
La casa de Porky Logan se alzaba al extremo de Augustine Road, en un huerto que subía por la colina a espaldas de la casa. Era de dos pisos y de ladrillo el edificio mayor de Pistolville. según se decía. La
hermana de Porky y su sobrina le habían estado cuidando, pero vivía sólo. Su esposa y los hijos se fueron de Pistolville diez años atrás.
Encontraron a Porky en el piso segundo. Estaba sentado en la cama, sin afeitar, la barbilla descansando en su peludo y desnudo pecho. Entre sus rodillas había una lata de cerveza llena de joyas. Tenía las manos enterradas hasta el antebrazo en su tesoro.
—¡Porky! —exclamó Dan.
Dan se acercó hasta la cama, reclinó el cuerpo de Porky contra las almohadas y le cerró los párpados.
—Salgamos de aquí —dijo Dan—. Tiene un horno en su regazo.
Randy trató de no respirar mientras bajaba las escaleras. No era sólo el olor del cuerpo de Porky lo que le apremiaba.
—Tenemos que impedir que la gente entre en esta casa hasta que enterremos a Porky y a ese material peligroso —dijo Dan—. ¿Qué podríamos hacer?
—¿Qué te parece un cartel? Podríamos pintarlo.
Encontraron una lata de pintura amarilla sin abrir y un pincel en el garage de Porky. Dan escribió con letras mayúsculas en la puerta de la calle de Porky:
«¡PELIGRO! ¡NO ENTRAR! ¡RADIACION!».
—Será mejor que pongas otro allí — dijo Randy —. Además yo aclararía las cosas. Hay mucha gente que no sabe aún lo que significa radiación.
—¿De veras?
—Estoy seguro. Nunca la han visto ni la han notado. Han oído hablar, pero no creo que estén convencidos de su existencia. No pensaron que podían morir antes de El Día... si es que llegaron a pensar en la muerte... y no creo que crean en la radiación ahora. Será mejor que añadas algo que puedan comprender como «VENENO».
Y así bajo «RADIACION», Dan escribió: «VENENO».
—Aun hay otro — dijo —. Bill Cullen.
Bigmauth Bill estaba como le dejaron, excepto que tenía una botella de ron barato en sus maltrechas manos y había estado bebiendo. Randy se asomó a la puerta, de modo que pudo escuchar pero sin sumergirse en los hedores anteriores.
—Bill —dijo Dan—, hemos descubierto qué es lo que le pone enfermo. Está usted absorbiendo radiacción de las joyas que Porky le cambió por whisky. La joyería de Porky arde. Es radiactiva. ¿Dónde las tiene?
Bill soltó una carcajada salvaje. Empezó a maldecir, metódicamente sin imaginación, como Randy oyó maldecir a los soldados en Corea. El chorro de sus obcenidades aumentó, se sofocó, tosió y dio un trago de la botella de ron.
—¡Joyería! —gritó, sus ojos amarillos girando—. ¡Joyería! ¡Diamantes, esmeraldas, perlas, brazaletes, todo quema, todo radioactivo! ¡Eso es riqueza!
—¿Dónde están, Bill? —la voz de Dan era aguda. —
Pregúntaselo a ella. ¡Pregúntaselo a esa perra! Ella lo tiene... se llevó todo el botín.
—¿Qué quieres decir?
—Tenía escondido el género, imagiándome que si caía en sus manos lo cambiaría por una botella de vino. Las joyas en una bota, el oro en la otra. Créalo o no, esto es lo último que me queda — volvió a beber de la botella.
—Adelante —dijo Dan.
—Guardaba las botas, estas botas aquí... —señaló a un par de botas de caza —, escondidas bajo la cama. En un lugar seguro, de acuerdo. Mire, rni mujer jamás limpió nada, especialmente nunca barrió debajo de la cama. Bueno, cuando se fue hace un rato pensé echar un vistazo al botín. Ya sabe, es bonito tenerlo en las manos y soñar en qué harás cuando las cosas vuelvan a la normalidad. Pero ella estaba vigilándome por la ventana. Ha estado tratando dé cogerme con las manos en la masa y precisamente lo consiguió hace un rato. Entró, sonriendo. Creí que iba a decirme que había terminado la guerra o algo por el estilo. Entró y buscó debajo de la cama y se llevó la bota. Todo lo que dijo al cruzar la puerta fue: «Espero que te ahogues, cochino bastardo. Yo me vuelvo a Apalachicola».
Randy preguntó fascinado:
—¿Y cómo piensa llegar a Apalachicola?
—Tenía... tenía Plymouth en el garage. Estaba casi lleno el depósito de gasolina, y tenía más en una lata escondida entre las estanterías. Ojalá se estrelle.
Dan recogió su maletín. Sus enormes hombros estaban hundidos. Tenía el* rostro infeliz tras la roja barba.
—¿Tienes todavía aquella pomada que te di?
—Sí —Bill volvió la cabeza hacia la mesita de noche.
—Siga usándola en las manos. Le producirá alivio.
—Puede, pero más esto —Bill agitó la botella y bebió hasta que le faltó aliento.
Volviendo a River Road, Randy dijo:
—¿Sobrevivirá Culler?
—Lo dudo. No tengo ni drogas ni antibióticos ni transfusiones de sangre para él —extendió la mano y acarició su maletín—. Ya no me queda casi nada aquí, Randy. He de tomar decisiones, ahora. Tengo drogas sólo para aquellos que valga la pena salvar.
—¿Y qué hay de la mujer?
—No creo que muera enferma de radioacción. Me parece que no conservará ese oro y esa plata y el pía— y tino lo bastante tiempo. O lo cambiará por bebida, con su estupidez, o se meterá tontamente en una de |las autopistas principales.
—Creo que los salteadores se apoderarán de ella si se dirige hacia Apalachicola —dijo Bandy.
Era extraño, aquella palabra de salteadores, había recobrado todo su arcaico y verdadero sentido. Estos no eran los bandidos románticos y caballerosos de Inglaterra, que se apostaban en los caminos durante los siglos XVII y XVI. Eran ahora salteadores implacables y diabólicos que últimamente habían estado segando el pequeño cordón umbilical de las comunicaciones y del comercio entre ciudades y pueblos, en su mayoría, según la palabra que se filtró hasta Fort Repose, operaban en las carreteras y autopistas principales como la de Turnpike y las número 1, 441, 17 y 50. Por eso se llamaban salteadores.
Pasaron por delante de la casa vacía de los McGovern. La hierba había crecido de manera desmedida.
—Mira —dijo Dan—, dentro de unos cuantos meses más la jungla lo ocupará todo.
PARTE 9
I
Enterraron a Porky Logan el viernes por la mañana. Fue un trabajo penoso y agotador. Randy tuvo que sacar su pistola para conseguir que se hiciera.
Primero, fue necesario obtener la colaboración de Bubba Offenhaus. Eso resultó bastante difícil. La funeraria de Bubba estaba cerrada y vacía y no se le veía en la ciudad a su propietario. Puesto que era Director delegado de la Defensa Civil al mismo tiempo que enterrador, una aparición pública le exponía a toda clase de peticiones y problemas que le asustaban y en los que no podía hacer nada. Así Bubba y Kitty Offenhaus sólo podían ser encontrados en su gran casa nueva como una rara combinación de moderno y clásico, construida principalmente en cristales de colores entre columnas griegas de antes de la guerra.
Cuando Randy halló a Bubba sentado en su terraza parecía un globo deshinchado. Los pantalones le caían por delante y por detrás y pliegues dé su piel casi le tapaban la boca. Dan le explicó lo de Porky. Bubba no se impresionó.
—Entiérrenle en Pistolville —dijo—. Métanle en un hoyo de su corral.
No se puede hacer eso —contestó Dan—. Porky es un peligro y la joyería es mortal. Bubba, lo que tenemos que hacer, es preparar un ataúd forrado de plomo. Enterraremos con él su tesoro.
—Sabes muy bien que sólo tengo uno en el almacén-dijo Bubba—. En realidad es el único ataúd que me queda y probablemente el último que hay en Timucuan. Es modelo de lujo, con asas de bronce forjado y acolchonado, con los bordes reforzados. Garantizado para toda la eternidad y que me maten si voy a regalárselo a Porky Logan.
—¿Para quién lo guarda, para usted? —preguntó Randy.
—Ño veo por qué has de mostrarte insultante, Randy. Ese ataúd me costó doscientos cuarenta y cinco dólares C. O. V. y además el impuesto de quinientos más. ¿Quién lo pagará? En realidad, ¿quién me reembolsará de los ataúdes y todo lo demás que he regalado desde El Dia?
—Estoy seguro que lo hará el gobierno, algún día— contestó Dan.
—¿Creen ustedes que el gobierno restaurará el parque «Repose en Paz»? ¿Piensan que me pagarán todos estos servicios que presté gratis? Muy divertido. ¿Acaso también querrán que enterremos a Porky en «Repose en Paz»?
—Esta es la idea general —afirmó Dan.
—¿Y esperan ustedes que utilice mi coche para llevar el cadáver?
—Alguien tiene que hacerlo, Bubba, y es usted el único que tiene lo adecuado y además está en la Defensa Civil.
Bubba gimió. La cosa más estúpida que había hecho en su vida fue aceptar el empleo de la Defensa Civil, En aquel momento le pareció todo un honor. Su nombramiento apareció en los periódicos de Orlando y Tampa y ocupó toda una página, con fotografía en el tSoutheast Notitian». Era indudable una cosa mayor que tener un despacho en la Cámara de Comercio. Su categoría aumentó, incluso ante su esposa. Kitty era de una vieja familia sureña, mientras que él se crio al sur de Chicago. Ella jamás le perdonó por entero su cuna, ni su profesión. En secreto, consideró la Defensa Civil como un enchufe, como una manera de gastar el dinero de los contribuyentes y despistar a los estados enemigos, al igual que se hacía construyendo cohetes y cosas por el estilo. Jamás se imaginó que hubiese guerra. Era verdad que después de El Día, Kitty y él fueron capaces de conseguir suministros en San Marco, que no hubieran tenido si él no hubiese estado en la Defensa Civil. Por una cosa, pudo conseguir gasolina del garage del condado. Pero los depósitos ya estaban secos desde hacía tiempo. Todos los demás suministros oficiales, agotados.
—Sólo tengo una carreta fúnebre que funciona — dijo—, y sólo unos cinco litros de gasolina. Lo guardo para una emergencia.
—Esto es una emergencia —contestó Dan—. Tendrá que emplearla ahora.
Bubba pensó otro obstáculo.
—Se necesitarán ocho hombres para llevar ese ataúd con Porky dentro, aun cuando haya adelgazado como yo.
—Los conseguiremos —contestó Randy—. Hay muchos hombres fuertes en Marines Park.
II
En el parque subieron al estrado de la orquesta. —¡Atención, todo el mundo! ¡Acérquense! —gritó Randy.
Los comerciantes improvisados se acercaron, extrañados.
Bubba pronunció un discursito. Bubba estaba acostumbrado a hablar en Jas comidas del club y en las reuniones típicas, pero este público, aunque muchos de los rostros resultaban familiares, no era igual. Ni se mostraba atento ni cortés. Habló de espíritu comunal y de cooperación y de unidad. Les recordó que enviaron a Porky Logan a la legislatura del estado y que sabía que Porky era amigo de la mayor parte. Ahora pidió voluntarios para ayudar a enterrar a Porky. Ninguna mano se levantó. Unos cuantos de los presentes rezongaron.
Bubba se encogió de hombros y miró a Dan Gunn.
—Es en su propio interés — dijo Dan —. Si dejamos sin enterrar a los muertos, comenzaremos una epidemia. Además, en este caso tenemos que desembarazarnos del material radioactivo que puede ser peligroso para quien lo encuentre.
—Bubba es el enterrador, ¿no? —gritó alguien—. Pues que lo entierre él.
Unos cuantos se rieron. Randy vio que estaban aburridos y que pronto se irían. Era necesario que actuase. Se colocó delante de Dan, levantó la tapa de su funda y sacó el 45. Sosteniéndolo con indiferencia, de manera que fuese una amenaza, pero para nadie en particular y sin embargo separadamente para cada uno de los presentes, montó el percutor. Con el índice señaló a los rostros de cinco hombres, todos corpulentos.
—Tú, Rusty, y tú, Tom, y usted, acaban de ofrecerse voluntarios como ayudantes de enterrador.
Le miraron confusos. Durante largo tiempo, nadie les había mandado nada. Durante largo tiempo no había jefatura alguna a la vista. Nadie se movió. Algunos de los «comerciantes» llevaban pistolas en la cadera o en fundas. Otros tenían escopetas apoyadas o rifles contra los bancos o la barandilla del kiosco. Randy vigiló cualquier movimiento. Dispararía contra el primer individuo que tratase de sacar un arma. Asi lo tenia decidido. No le importaban las consecuencias de su acción. Habiendo tomado la decisión y estando seguro de llevarla a cabo, se sentía tranquilo. Se dio cuenta de que los demás lo comprendieron. Bajó del estrado mirando a los cinco voluntarios.
—Está bien, vamos — dijo.
Los cinco le siguieron y Randy enfundó su pistola.
III
Así enterraron a Porky Logan. Con él sepultaron el botín contaminado de Porky y el sacado de la casa de Hernández. También iban en el ataúd las tenacillas con las que Dan Gunn manejó las joyas. Cuando la tumba estuvo llena alguien dijo:
—¿Es que nadie rezará por ese pobre bastardo?
Todos miraron a Randy.
—Que Dios acoja su alma —dijo Randy y añadió, sabiendo que las palabras circularían de boca en boca —: Y que Dios ampare a quien le desentierre para conseguir esas joyas. Le matarían lo mismo que mataron a Porky.
Dio media vuelta y se alejó despacio, la cabeza baja, hasta el coche, pensando. La autoridad se había desintegrado on Fort Repose. El alcalde. Alexander Getty. que era también presidente del congreso administrativo de la ciudad, estaba encerrado en su casa, sitiado por temores imaginarios e irracionales de que los rusos habían invadido América y trataban de capturarle. torturarle y violar a su esposa e hija. El jefe de policía había muerto. Los otros dos agentes abandonaron su trabajo público no pagado para luchar por sus familias. Los departamentos de incendios y de sanidad. con su equipo inmovilizado, ya no existían. Bubba Offenhaus estaba asustado, azorado y era incapaz de acción alguna o decisión. Por eso Randy tuvo que exhibir su pistola en aquel vacío. Había subido a la jefatura y no estaba seguro del por qué. Ya resultaba bastante molesto mantener viva la colonia de River Road. Sintió una soledad no extraña. Era como dirigir un pelotón en el ejército de Corea para ocupar algún puesto enemigo aislado. El mando, bien fuese de un pelotón o de una ciudad, er.a un estado de ánimo.
IV
Cuando a mediodía regresaron a River Road, las botas de Randy estaban secas de la arcilla del cementerio. Estaba limpiándoselas en los escalones de la puerta principal, cuando un movimiento en el follaje tras la casa de Florence Wechek le llamó la atención. Alice Cooksey y Florence estaban plantadas bajo una alta palmera, sujetando una escalera. En lo alto de la escalera de mano, la cabeza y los hombros ocultos por las frondas, estaba Lib. Se preguntó qué hacía ella allá arriba. Deseó que sé hubiese quedado en el suelo. Corría demasiados riesgos. Podía lastimarse. Disminuyendo las medicinas —Dan ya se había visto obligado a utilizar la mayor parte dp su reserva—, todos tenían que tener cuidado. Cada cual tenía su misión y si uno se hería significaba añadir cargas, incluidos los cuidados, a los demás. Una simple fractura hubiese resultado un desastre terrible.
Bill McGovern, Malachai y Tuo Tone Henri doblaron la esquina de la casa. Bill llevaba unos pantalones de franela gris cortados a tijera por encima de las rodillas, zapatos de tenis y nada más. Su mano derecha asía un manojo de herramientas. La grasa le manchaba la cabeza calva y la estupenda barba blanca. Ya no parecía un César, sino un desaliñado Júpiter armado con sus relámpagos. Antes de que pudiese hablar, Randy preguntó:
—¿Bill, qué hace su hija arriba de esa palmera? —No quiere decirlo — contestó Bill —. Ella y Alice y Florence están preparando alguna especie de sorpresa para nosotros. Quizás ha encontrado el nido de un pájaro. No lo sé.
—¿Y a qué viene esta delegación? —preguntó
Randy.
—Es idea de Tuo Tone —dijo Bill—. Habla, Tuo Tone.
—Señor Randy —dijo Tuo Tone—, ya sabe usted que mi azúcar estará alta y dulce y que el maíz de papá estará listo en junio.
—¿Y...?
—Maíz y caña de azúcar significan whisky de maíz. Quiero decir que podemos prepararlo si usted da el visto bueno. Papá y el señor Bill, aquí presente, dicen que es cosa suya. Yo sugiero que se haga la prueba. Podíamos comerciar con el licor.
—Naturalmente que tú no beberías nada, ¿verdad, Tuo Tone?
—¡Oh, no, señor!
Randy comprendió que pedían de él algo más que el permiso. Sin embargo, si podían fabricar whisky de maíz, eso sería como haber encontrado granos de café. El whisky era una moneda muy negociable. En esta clima húmedo, tanto el maíz como la caña de azúcar se deteriorarían rápidamente. El whisky de maíz era distinto. Cuanto más se le guardaba, más valor tenía. Además, sólo quedaban una^ cuantas botellas de bor— bón y de escocés, y el borbón era estrictamente medicinal. el anestésico de Dan.
Randy dijo:
—Si tenéis permiso del predicador, por mí está bien. El maíz es del predicador.
—Yo ya he contribuido con mi Imperial —anunció Bill.
—¿Usted, qué?
—He contribuido con las tripas de mi Imperial. Mire, para hacér alambique tendremos que precisar una buena cantidad de tuberías de cobre. Hemos de construir espirales condensadores y se necesita instalar una tubería entre la caldera y el condensador, etcétera.
—¿Lo que usted quiere decir es que desea que contribuya con los conductos del gas de mi Bonnme— ville — dijo Randy despacio.
—Cierto. Las tuberías de mi coche no son lo bastante largas. También necesitaremos la apisonadora del jardín. Mire, antes que nada hemos de construir un molino para moler la caña. Tendremos que obtener jugo y hervirlo junto con la melaza antes de que se pueda hacer whisky, o por lo que importa, utilizarlo como jarabe. Balaam, la muía, caminará en círculo, con un arnés y una palanca a su lomo para hacer girar la apisonadora sobre losas de cemento. Eso será el molino. Así se hacía hace un par de cientos de años. He visto dibujos.
Randy sabia que resultaría.
—Está bien — dijo con tristeza —. Entren en el garaje. Pero yo no quiero mirar.
Había sido un coche hermoso. Se acordó de la predicción casual de Mark de que no le serviría para nada. Mark se equivocaba. Parte del coche iba a resultar útil.
El almuerzo se componía de pescado, con media lima. Jugo de naranja, todo el que se quisiese. Un pedacito de panal de miel. Dan y Helen estaban en la mesa. Los demás habían terminado ya. Helen siempre le esperaba, advirtió Randy. Ella estaba tan solícita que en ocasiones resultaba embarazador.
Dan miró a su plato y dijo
—Una estupenda dieta para adelgazar. Si todos en el país hubiesen seguido este régimen antes de El Día, la cantidad de muertos por ataque al corazón hubiese quedado reducida a la mitad.
—¿Y de qué les habría servido? —preguntó Randy. Separó la miel y la probó, haciendo girar los ojos—. Tenemos que comerciar más con Jim Hickey. Hemos de averiguar qué es lo que necesita Jim.
Randy recordó lo que Jim le había dicho sobre que la mitad de sus abejas se habían vuelto locas después de El Día y de cómo Jim sospechaba que la culpa la tenía la radiación. Contó a Dan y a Helen lo que Hickey le dijera.
Dan miró con fijeza su plato, turbado. Cortó el panal, lo probó.
—Delicioso —dijo, pero su mente estaba en otra parte. Al fin levantó la vista y habló muy serio—. No debiéramos sorprendernos. ¿Quién puede decir cuánto Cesio 137 cayó en El Día? ¿Cuánto subió a la atmósfera y ha estado suspendido allí desde entonces? Los geneticistas nos previnieron del daño a futuras generaciones. Bueno, las abejas de Hickey están en una generación futura.
Helen parecía asustada. Randy se dio cuenta de que esto era un asunto más grave para las mujeres que para los hombres, aunque aterrador para cualquiera.
—¿Significa eso... que afectará a los humanos? — preguntó ella.
—Con toda certeza algún daño genético en la humanidad puede esperarse —contestó Dan—. Lo que ocurrirá en los nacimientos es pura deducción. Y, sin embargo, es la única manera natural de proteger a la raza. La naturaleza sigue la ley de Darwin de la selección natural. La abeja defectuosa, incapaz de reaccionar en su medio ambiente, es rechazada por la naturaleza antes de nacer. Creo que esto será cierto con el hombre. Se ha dicho que la naturaleza es cruel. No lo creo. La naturaleza es justa e incluso piadosa. Por selección natural, la naturaleza tratará de deshacer lo que el hombre ha hecho.
—Lo dices de manera consoladora —anunció Helen.
—Sólo es una opinión, basada casi en la ausencia de pruebas. Dentro de seis o siete meses sabré más. Pero para evaluarlo todo puede que se necesite un millar de años. Así que no te preocupes. Por ahora tenemos otras preocupaciones, como las cubiertas. Los neumáticos del modelo A están listos, Randy, y he de hacer un par de visitas fuera, en el campo. ¿Tienes alguna sugerencia?
—Ya pensé en las gomas —contestó Randy—. Las ruedas del viejo Chevrolet de Florence irán bien al modelo A. Dos son casi nuevas. Vamos a efectuar el cambio.
V
Era costumbre de Randy y Dan reunirse en el apartamento a las seis de cada tarde, escúchar las estaciones claras que pudieran oírse a aquella hora y, si estaban cansados y los rigores del día cumplidos, tomar un trago juntos. A las seis de aquella tarde del viernes, Dan todavía no había vuelto de sus visitas, así que Randy se sentó a solas en el bar con el pequeño transistor portátil. Las últimas baterías estaban muriendo. Temía el día en que ya no podrían recoger ni siquiera la señal más fuerte, o emitir ningún sonido, un día que no podía estar muy lejos. Asi, con la fuerza que le quedaba en las baterías que cuidadosamente racionaba, aquella tarde esperó oír algo. El receptor de Sam Hazzard a toda onda, funcionando con las baterías de automóvil recargadas, era realmente su única fuente de información de confianza. Puso la radio, sintió alivio al oír ruidos y trató de captar las frecuencias Conelrad.
Inmediatamente oyó una voz familiar, delgada y grave aunque puso todo el volumen: «...Contra las viudas».
Randy se dio cuenta de que se había perdido la primera parte de las noticias. Luego oyó:
"Han habido informes aislados de desórdenes y de criminalidad en varias de las zonas contaminadas. Como resultado, la señora Van Bruuker-Brown, Presidente Actuante, en su capacidad de Comandante en Jefe de las Fuerzas Armadas, ha autorizado a todos los oficiales de la reserva y de la Guardia Nacional, no en contacto con sus comandantes o Cuarteles generales, a tomar acciones independientes para Reprimir la perservidad pública de aquellas zonas en donde la Defensa Civil se haya derrumbado o donde no existan unidades militares organizadas. Estos oficiales actuarán de acuerdo con su criterio tras proclamar la ley marcial. Cuando sea posible, llevarán el uniforme en caso de ejercer autoridad. Repito esta noticia.
La señal zumbó y desapareció, ftandy apagó el aparato. Aun cuando empezaba a asimilar el significado de lo que acababa de oír, se daba cuenta también de que Helen estaba de pie al otro lado del mostrador. En sus manos tenía un par de tijeras, un peine y un espejo con mango de plata. Sonreía.
—¿Oíste eso? —preguntó.
—Sí — contestó ella —. Hoy te toca cortarte el pelo, Randy. Es viernes —Helen le cortaba el pelo y la barba de Bill McGovern cada viernes y arreglaba también a Dan y a Ben Franklin los sábados.
—Ya sabes que estoy en la Reserva —dijo Randy—. Soy legal.
—¿Qué quieres decir?
—Tuve que sacar esta mañana mi revólver para conseguir enterrar a Porky Logan. Yo no tenía autoridad. Ahora la tengo legalmente —sus pensamientos de la proclamación, de momento, no fueron más adelante.
—Estupendo. Ahora siéntate en la silla.
Entró en su despacho. A causa del sillón giratorio era también la barbería. Helen ató una toalla en torno a su cuello y comenzó a cortar diestra y rápidamente. Era toda una mujer, pensó Randy. Bajo cualquier condición, ella mantenía la casa funcionando estupendamente En diez minutos el trabajo resultó hecho.
Con la mano alisó y luego peinó su cabello. El podía notar los senos femeninos, redondos y cálidos, apretados contra sus paletillas.
—Te están saliendo canas, Randy —dijo ella. El tono de su voz era más profundo que de ordinario.
—¿Y a quién no?
Ella le dio un masaje en las sienes. Sus deditos comenzaron a frotarle la nuca.
—¿Te gusta esto? —susurró ella—. A Mark le encantaba. Cuando venía a casa, tenso y preocupado, yo siempre le frotaba las sienes y la nuca de esta manera.
—Es estupendo —contestó Randy. Deseó que su cuñada no hablase así. Le ponía nervioso. Puso las manos en los brazos del sillón y empezó a levantarse.
Ella le obligó a sentarse e hizo girar el asiento para que la mirase. Los ojos de Helen estaban redondos. Podía ver puntitos de sudor en las aletas de su nariz y en la frente.
—Tú eres Mark — dijo ella—. ¿No me crees? ¡Toma, mira! —cogió el espejo de encima del escritorio y se lo colocó ante la cara.
El miró, preguntándose cómo podría escapar de aquel momento, preguntándose qué había de malo en ella. Era verdad que su cara, más flaca y más dura, se parecía a la de Mrrk.
—Sí, tengo un cierto párecido —admitió—. ¿Pero por qué no? Soy su hermano.
Los brazos de ella le sujetaron con fuerza inesperada, le besó frenética, como si su boca estuviese sedienta y pudiera dominarle, moldearle y cambiarle.
Las manos de él encontraron las muñecas de ella y la obligó a echarse atrás. El espejo cayó y se rompió.
—¡No! —gritó ella—. ¡No me apartes! ¡Eres Mark! ¡No puedes negarlo! ¡Eres Mark!
Forcejeó por salir de la silla, cogiéndola siempre de las muñecas, tratando de no lastimarla. Sabía que estaba como enloquecida y luchó para controlar el pánico dentro de sí mismo.
—¡Basta! —se oyó gritar—. ¡Basta, Helen! ¡Yo no soy Mark! ¡Soy Randy!
—¡Mark! —gritó ella.
La puerta estaba entreabierta. A su través llegó la voz de Lib, alta y bien recibida.
—¿Randy, estás listo? Si Helen ha terminado, venid. Quiero enseñaros algo.
Soltó las muñecas de Helen. Ella se apoyó contra el escritorio, la cabeza vuelta, los hombros temblando, con una mano conteniendo los sonidos que se le escapaban de la boca.
—Por favor, Helen... —dijo Randy con suavidad. Le tocó el brazo. Ella se le apartó. Randy huyó vergonzosamente a la sala de estar.
Lib estaba plantada a la puerta del porche, su rostro muy serio, calculando.
—Subamos al tejado — dijo a Randy —, donde podamos hablar.
Randy la siguió, sabiendo que Lib tenía que haber oído lo ocurrido y agradeciéndole su interrupción. De todas maneras era algo que tendría que decir a Lib. También se lo contaría a Dan. Aquella ruptura emocional podía derrumbar toda la casa. Era cosa de un médico.
En la atalaya, Randy se dejó caer cuidadosamente en una hamaca. La lona se pudriría antes del fin del verano. Le temblaban las manos.
—¿Lo oíste?
—Sí. Todo. Y también vi algo. No hace falta que ella lo sepa.
—¿Qué le pasa? —era una protesta más que una pregunta.
Lib se sentó al borde de la hamaca y puso sus manitas dentro de las de él.
—Deja de temblar, Randy. Sé que estás confuso. Era inevitable. Sabía que vendría esto. Te haré el diagnóstico lo mejor que pueda. Es una forma de fantasía.
Randy guardaba silencio, preguntándose por qué aquella frialdad indiferente de Lib.
—Es —prosiguió ella— la clase de transferencia que uno encuentra en los sueños... la sustitución de los sueños de una persona por otra. Helen se ha permitido caer en un sueño. Creo que es una mujer completamente honrada. Lo es, ¿verdad?
—Estoy seguro, o lo estaba.
—Sin embargo, es una mujer que necesita amor y que está acostumbrada a tenerlo. Durante muchos años un hombre fue la mayor parte de su vida. Así que sufre este conflicto... intensa lealtad a su marido y, sin embargo, necesidad de un hombre que reciba su abundancia de amor y de afecto. Trató de resolver el conflicto de manera irracional. Tú te convertiste en Mark. Fue una alucinación.
—Hablas como una profesional, Lib.
—No soy profesional. Desearía poder serlo. Hice estudios de sicología, ¿recuerdas?
Era algo que ella le contó, pero que había olvidado, porque le parecía incongruente y de la más mínima importancia. Lib parecía una niña que hubiese madurado practicando ballet y esquí acuático en Miami más que sicología en Sara Laurence. Sabía que trabajó durante un año seguido en una clínica de Cleveland y que abandonó el empleo sólo por la enfermedad de su madre. Cuando hablaba de este año, que era raras veces, lo hacía con nostalgia, como algunas chicas hablan de un año pasado en Europa o en el teatro. Sospechó que debió ser el año más compensador de su vida y ciertamente debió haber en él un hombre, u hombres.
—¿Lib, no creerás que está loca? —preguntó Randy.
—Helen no es sicótica. Está bajo una tensión terrible. Ella se ha dejado ir, pero sólo durante un momentó. Se permitió una fantasía temporal. Ahora ha pasado. Ahora estará avergonzada de sí misma. Lo mejor que puedes hacer es fingir que no ha ocurrido. Algún día ella te lo mencionará, quizás indirectamente, y se excusará. Eventualmente comprenderá por qué lo hizo y el sentido de culpabilidad la abandonará. Un día, cuando seamos mejores amigas, la haré comprenderlo. Tú sabes que hay un hombre en la casa para Helen... un hombre perfectamente estupendo. Voy a hacer de eso mi proyecto especial.
Randy se sintió aliviado. Miró hacia el río, contemplando su ignorancia de mujeres y la paz de la tarde. Al final del muelle Ben Franklin y Peyton estaban pescando. Tenía entendido que cualquiera, niño o adulto, podría ir a pescar antes del desayuno o después de realizar las tareas asignadas. Pescar no era sólo un recreo, sino una cosecha necesaria diaria de alimentos providencialmente nadando a sus pies. Al poco la campana de latón de un navio que estaba en el porche sonó con su clara y aguda nota marina. La campana era un recuerdo del teniente Randolph Rowzee Peyton, de sus aventuras y viajes en los barcos. Era la misma campana que la madre de Randy utilizaba para llamarles a él y a Mark y que volviesen del río, se lavasen y comieran. Allí había paz y continuidad en el sonido de la campana. La campana anunció que la comida estaba en la mesa y una mujer en la cocina. Así que no era sólo un mensaje para los niños, sino que también para Randy. Helen se había serenado. Miró cómo Ben y Peyton, seguidos por Graff, subían por el sendero del huerto. Graff todavía compartía el diván de Randy, pero durante el día seguía como una sombra al muchacho. Eso estaba bien. Todo chico necesita un perro. Todo chico también necesita un padre.
Cuando los niños estuvieron cerca de la casa, Randy les gritó:
—¿Qué pescasteis?
Ben alzó una ristra de percas.
—Dieciséis —gritó—, con gusanos y grillos. Yo pesqué quince, ella sólo uno.
Peyton se agitó indignada, su voz fina y aguda casi estalló:
—¿Y a quién le importa el pescado? ¡Cuando sea mayor no pienso ser pescadora!
Helen les llamó desde la ventana de la cocina. Los niños desaparecieron.
—¿Has oído alguna vez a una niñita decir «Cuando sea mayor»? —dijo Randy.
—No, nunca en ese sentido. Porque Peyton significaba «Si llega a ser mayor». Me produce escalofríos.
—La culpa no es suya —dijo Randy—, sino nuestra.
—¿Querías tener hijos, Randy?
Consideró la cuestión. Pensó en las abejas de Hickey y en el «Si» de Peyton y en la leche de una vaca con la que uno no se atrevería a alimentar a un niño en una zona contaminada, aunque tuviese la vaca y muchas otras cosas.
Lib aguardó largo rato una respuesta y luego se inclinó por encima de la hamaca, le besó y dijo:
—No intentes responder ahora. Tengo que bajar y ayudar a servir la cena. Tarda en bajar unos cuantos minutos, Randy. Te tenemos preparada una sorpresa.
VI
A las siete, consciente de que no había oído regresar a Dan, Randy bajó. La mesa estaba puesta como para un banquete... mantel blanco, dos velas nuevas; plato hondo para ensalada y otro plano en cada lugar. Una ensaladera de caoba haitiana estaba en el centro del mantel. Guarneciendo el plato de pescado hervido había un collar de setas. Era delicada, variada y estupenda.
—¿Quién inventó esto? —preguntó. Hacía meses que no probaba las verduras.
Helen no le había mirado a los ojos desde que entró en el comedor.
—Alice Cooksey —dijo—. Alice encontró un libro en el que hablaba de las palmeras comestibles, hierbas y demás. Lib hizo la mayor parte de la elección.
—¿Qué hay en todo esto?
—Corazones de helechos, cogollos de palmera, cebollas silvestres, algunos de los pepinillos de adorno del almirante y los primeros tomates sacados del jardín de Hannah Henri.
—Espera que pruebes las setas —dijo Lib—. Eso fue idea de Helen. Tiene gracia; durante la última semana han estado corriendo por todas partes, ante nuestros ojos, y sólo Helen las reconoció como alimenticias.
—Supongo que no serán venenosas — inquirió Randy.
Helen sonrió y por primera vez le miró directamente.
—¡Oh, no! Alice también pensó en eso. He estado recorriendo el bosque con un libro ilustrado en una mano y un cestillo en la otra.
Ahora que podía ver que él consideraba el incidente de su despacho como algo que no había sucedido. recuperaba el control de sí misma.
—Helen —dijo Randy—, has de. tener cuidado en ese bosque. Y, Lib, no te subas a las palmeras. No queremos ni mordeduras de serpientes ni piernas rotas. Dan ya tiene bastantes dificultades —bajó el tenedor—. ¿Dónde está Dan?
Nadie lo sabía. Dan volvía a casa de ordinario antes de las seis. En ocasiones llegaba tan tarde como ahora o más, siempre que se hallaba ante una emergencia. Sin embargo, resultaba imposible no preocuparse. En ocasiones como aquélla era cuando Randy echaba de menos sinceramente el teléfono. Sin comuncaciones, la más simple avería mecánica podía convertirse en una pesadilla y en un desastre. Acabó el pescado, las setas y la ensalada, pero sin apetito.
VII
Randy estuvo remoloneando hasta las ocho y luego dijo:
—Voy a ver al almirante. Quizás Dan se quedó allí a cenar.
Sabía que esto era improbable, pero trataba en todo momento de visitar a Sam Hazzard cada noche y de verle peinar las frecuencias de su aparato de radio. Habían otros motivos. Se detuvo en casa de la Wechek y en la vivienda de los Henri. como el comandante de un regimiento revisando sus puestos avanzados. Eso lo hacía siempre. Dormía intranquilo a menos que supiese que todo iba bien en el perímetro a su cargo. Más impulsiva, Lib solamente le acompañaba. Era su oportunidad de estar un poquito a solas. Resultaba paradójico que aunque viviesen en la misma casa, comiesen codo con codo, durmiesen a menos de seis metros uno de otro, apenas tuvieran tiempo de estar a solas.
—Espera que recoja la escopeta, Randy —dijo Ben Franklin—. Iré contigo. Esta noche me toca guardia.
Y echó a correr escaleras arriba.
—¿Crees que de veras debes permitirle que lo haga, Randy? —preguntó Helen.
—Le destrozaría el corazón si no lo hiciese. Me parece que todo irá bien. Caleb le hará compañía. Malachai estará cerca. Malachai duerme con un ojo abierto.
—¿Y por qué le dejas que se lleve la escopeta?
—Porque si ocurre algo en torno al corral de los Henri quiero que dispare y acierte, no que asuste a lo que sea y lo haga huir por la oscuridad con ur 22. Le he enseñado cómo manejar la escopeta. Va car gada con perdigones del número 2. Lo hará bien.
Ben salió al porche llevando el arma.
—¿Me invitáis? —preguntó Lib.
—Seguro —dijo Randy. Se volvió a Bill McGovern—. Si aparece Dan, toquen tres campanadas, ¿quieren?
Tres golpes de campana significaban vuelta a casa, pero no era una señal de emergencia. Cinco campanadas era la alarma. La campana podía oírse en dos kilómetros de distancia a lo largo de la playa y a la otra parte del río.
Una lámpara amarilla y pálida lucía en las ventanas de los Henri. Randy llamó a Missouri, que, casi esbelta con la nueva cintura adquirida, abrió la puerta.
—Señor Randy. Me imaginé que era usted. Quiero darle las gracias por la miel. Estaba muy buena. ¿Quiere tomar un poco de té?
—¡Té! — Randy vio una tetera humeando sobre el horno de ladrillo de la chimenea.
—Lo llamamos té. Cultivo menta en la parte baja de la casa y la seco hasta que se hace polvo. Así que tenemos té de menta.
—Lo dejaremos estar esta noche, Missouri. Vine a colocar a Ben Franklin en su paranza. ¿Está listo Caleb?
El hijo de Missouri salió de las sombras, cabeza y dientes y ojos reluciendo. Increíblemente, llevaba una lanza de dos metros.
—Déjame ver eso —dijo Randy. La sospesó. Vio que estaba hecha con el mango roto de un rastrillo de jardín, la hoja afilada y reducida hasta formar un estrecho triángulo. Pesaba, estaba bien equilibrada y era mortífera.
—Me la hizo el tío Malachai —dijo orgulloso Caleb.
—De acuerdo, es una buena arma —contestó Randy y se la devolvió al muchacho.
—Me imaginé que si Ben Franklin fallaba con la escopeta, Caleb debía tener un arma para la defensa próxima, si es un verdadero lobo, como dice el predicador — dijo Malachai.
Randy estaba seguro de que lo que hubiese robado las gallinas y el cerdo de los Henri no era un lobo, pero quería impresionar a Ben Franklin con la gravedad de su guardia.
—Probablemente no es un lobo —dijo—, pero podría ser un jaguar... una pantera. Mi padre solía cazarlas cuando era joven. Habían muchas panteras en el condado de Timucuan hasta que vino la primera oleada de población. Ahora que no hay tanta gente habrán más panteras.
Caminaron hacia el establo de la cansada Balaam. La muía rezongó e hizo rechinar los tableros de su pesebre.
—Soy yo, Balaam —dijo Malachai—. ¡Balaam, tranquilízate!
Balaam se tranquilizó.
Randy señaló al banco que se extendía a lo largo del establo.
—Esa es tu paranza, Ben —Bill McGovern había puesto allí el banco la noche anterior, montando guardia no vio nada.
—¿Paranza? —preguntó Ben Franklin. —Así se le llama en la caza mayor. Cuando yo tenía tu edad mi padre solía llevarme a cazar y me colocaba en una paranza. Hay un par de cosas que quiero que recuerdes, Ben. Todo depende ti... y de ti, Caleb... depende de que os estéis absolutamente quietos. Lo que sea que esté ahí fuera, está mejor equipado que vosotros. Puede ver mejor, oír mejor y olfatear mejor. Todo lo que tenéis son sesos. Vuestra única posibilidad de vencerle es oírle antes dé que él os oiga a su vez. —Randy miró al cielo. Habían sólo estrellas. Más tarde, habría un cuarto de luna —. Lo más probable es que lo oigáis antes que lo veáis. Pero si habláis, o efectuáis algún sonido, nunca lo veréis porque os oirá primero y se irá. ¿Comprendido?
—Sí, señor —contestó Ben.
—Tendréis frío y os sentiréis cansados. Así que cuando os plantéis en la paranza, podréis moveros todo lo que queráis, al principio, para calcular hasta cuán lejos se puede avanzar sin hacer ningún ruido. ¿Tienes cartuchos en la recámara?
—Sí, señor, y otros cuatro más en el bolsillo.
—Sólo necesitarás lo que hay en la escopeta. Si no le alcanzas con dos cartucnos, no le alcanzarás en absoluto. Y, Ben...
—Sí, señor.
—Apunta tranquilo y no falles, es preciso que nos desembaracemos de esa amenaza o alguien tendrá que estarse aquí sentado cada noche hasta quién sabe cuándo.
—Randy, ¿y si es un hombre? —preguntó Ben.
Desde el principio esta posibilidad había estado inquietando la mente de Randy y no quiso mencionarla, pero puesto que acababa de salir a la conversación dio la respuesta ineludible.
—Sea lo que sea, Ben, dispara. Y, Caleb, si falla, confío en que no falles tú — se volvió a Malachai —. Gracias por darnos luz. Ahora nos vamos a casa del almirante Hazzard. Buenas noches, Malachai.
—Buenas noches — contestó Malachai —. Señor Randy, tengo el sueño ligero.
Lib le tomó la mano y caminaron por la orilla del río y por el sendero que conducía hacia el único cuadrado de luz anunciando que Sam Hazzard estaba en su cubil. Randy soltó una risita, pensando en la lanza de Caleb.
—Acabamos de presenciar un acontecimiento histórico — dijo.
—¿Qué quieres decir?
—La civilización norteamericana vuelve a la edad neolítica.
—No creo que tenga gracia —contestó Lib—. No me gusta el modo en que le hablaste a Ben Franklin. Fue brutal.
—En el neolítico —dijo Randy—, o un muchacho crecía de prisa o no crecía en absoluto.
El cubil de Sam Hazzard estaba atestado como la cabina del capitán de un barco., con género para un largo y solitario viaje. Estaba llena de recuerdos de su servicio. espadas ceremoniales y de Samurai, instrumentos náuticos, cartas, mapas, libros en las estanterías y. amontonados en los rincones, legajos atados de "Proceedings". "The Foreign Affairs Quarterly" y los "Analesf de la academia americana de ciencias políticas y sociales. El escritorio en forma de L del almirante se extendía a lo largo de dos paredes. Un lado estaba ocupado por el receptor de aspecto profesional de onda corta y el diario de su radio. La radio estaba puesta pero cuando Randy y Lib entraron en el cuarto todo lo que oyeron fue un zumbido bajo.
Sam Hazzard no era tan alto como Lib y su piel curtida estaba tensa en torno a los huesos. En zapatillas y un batín con dragones bordados —sus implacables ojos grises sombreados y ablandados por el brillo indistinguible de las gafas de montura de concha, el pelo algodonoso como un halo— parecía frágil. Un engaño. Era tan duro como una figurita antigua de marfil que hubiese soportado las vicisitudes de los siglos y que aún pudiera soportar más.
—Hagamos sitio para que se siente la dama — dijo. Tomó un modelo en plástico del portaviones Wasp... el viejo Wasp citado por Churchill por dar dos buenos golpes en el Mediterráneo y luego hundirse torpedeado... hasta el extremo lejano del escritorio—. Aquí — ordenó a Lib—. en donde pueda ser usted propiamente admirada. Y tú, Randy, quita esos libros de esa
silla. Con cuidado, por favor. Bien venidos a bordo los dos.
—No habrá visto a Dan Gunn, ¿verdad? —preguntó Randy.
—No. Hoy no. ¿Por qué?
—No ha vuelto a casa.
—¿Perdido, eh? Eso no suena bien Randy.
—Si vuelve mientras estemos fuera, Helen o Ben harán sonar la campana. ¿Se oye desde aquí dentro?
—Claro que sí mientras esté la ventana abierta. Siempre me sobresalta.
Randy vio que el almirante había estado trabajando Escribía algo que llamaba sin presunción, «Notas al pie de la Historia». Una máquina de escribir portátil estaba en el centro de un anillo de libros. Investigaciones. supuso Randy. Reconoció el libro "César y Cristo", de Durán; "Declinación y Caída", de Gib— bon y "Vom Kriege" por Clausewitz, señalando comentarios a la antigua historia.
—¿Alguna noticia esta noche? —preguntó Randy.
—Supongo que oísteis la emisión de la Defensa Civil
—En parte. A mitad, mis baterías expiraron silen— cionsamente.
El almirante prestó atención a la radio. Giró el mando que cambiaba las ondas.
—He estado escuchando una estación en la banda de 31 metros. Pretende estar en Perú. La oí por primera vez. anoche. Emitía unas noticias verdaderamente. sobresalientes. Parece que no radia aún, así que probaremos más tarde. Acabo de cambiar a 5.7 megaciclos. Es la frecuencia de la aviación en la que algunas veces oigo algo. Tú nunca la has escuchado, Randy. Interesante, pero ininteligible.
El altavoz chirrió y silbó.
—El transmisor de alguien está abierto —interpretó el almirante—. Algo se oirá.
Una voz bramó con sorprendente "potencia en la pequeña habitación:
"Reina del Cielo, Reina del Cielo. No conteste. No conteste. Aquí Gran Peña. Aquí Gran Peña. Aguardiente de manzanas. Repita, Aguardiente de manzanas. Compruebe Rayo X."
Lib habló excitada.
—¿Qué es? ¿Qué significa?
Hazzard sonrió:
—No lo sé. No conozco ni el código ni la jerga de la Fuerza Aérea. He oído esa llamada de Reina del Cielo un par o tres de veces el mes pasado. Reina del Cielo podría ser un bombardero, o un avión patrulla, o toda una escuadrilla o una división aérea. Gran Peña, sea lo que fuere, podría estar emitiendo a Reina del Cielo, también sea lo que fuere, una gran cantidad de cosas. Diríjase hasta el blanco, dé la vuelta, continúe de patrulla, vuelva a casa, todo está perdonado. Ni siquiera me lo puedo imaginar con bases. Sin embargo, sé esto. Fue una llamada americana y esto significa que seguimos en acción —la sonrisa se amplió—. Por otra parte, también indica que el enemigo está actuando.
—¿Cómo se lo imagina? —preguntó Randy.
—Esa frase «no conteste». ¿Por qué ordena Gran Peña a Reina del Cielo que guarde silencio? Porque si Reina del Cielo acusa la llamada, quizás alguien podría localizarla por radio, calcular la velocidad y el rumbo y los sectores de combate... o disparar cohetes tierra a aire y derribarla.
Randy pensó en esto.
—Quizás entonces Reina del Cielo está husmeando por encima del territorio enemigo.
—Buena deducción, pero de la que no podemos estar seguros. Lo único que sabemos es que Reina del Cielo puede estar persiguiendo a un submarino, lejos de Daytona. Me pone frenético escuchar a esa maldita Fuerza Aérea... por favor, perdóneme, Lib...
Pero si el enemigo está escuchando esta frecuencia, también deben ponerse frenética s. Lib preguntó:
—Qué significa eso de «compruebe autenticidad del rayo X»?
—El rayo X es una clave internacional de la letra X. Me imagino que antes de cada emisión cambian la letra identificativa para que el enemigo no pueda ocupar esa frecuencia y emita falsas instrucciones para el Reina del Cielo o la dirija a un rumbo equivoco.
—Mire, me alegro de enterarme de eso —dijo Lib—. Me proporciona una hermosa sensación. Como un sólido acento del mediano oeste.
Sam Hazzard movió la vela para que la luz alumbrase mejor los mandos.
—Gran Peña no volverá a radiar esta noche —dijo —. Nunca la oí más de una vez cada noche. Hace su llamada y eso es todo. Probaré otra vez en la banda de los 31 metros.
A la luz de la vela las manos de Hazzard brillaban con la sedosa y trasluciente pátina del tiempo y sin embargo, eran notablemente diestras. Descubrieron un chirrido fascinante. Sus dedos trabajaron con el mando ampliador de banda delicadamente como el experto ladrón violando una caja fuerte y apretó el rostro hacia delante como si esperase oír algún chasquido indicando que el mecanismo se abría. Muy despacio una débil voz sustituyó al grito. Aumentó la potencia. Oyeron, en inglés, pero con un acento indefinido:
—"Continuamos con las noticias para Norteamérica...
"El representante de Argentina ha informado a la Federación Sudamericana que dos barcos de trigo han zarpado hacia Niza, al sur de Francia, respondiendo a las llamadas por radio de esta ciudad. Las llamadas de Niza dicen que varios centenares de miles de refugiados están acampados en improvisados albergues de la Costa Azul. Muchos padecen hambre. El casino de Monaco y el palacio del principe han sido convertidos en hospitales.
"En la emisión en español escuchada hoy, radio Tokio anunciaba que los Tres Grandes se han reunido en Nueva Delhi y han aprobado planes preliminares para enviar por aire las vacunas necesitadas desesperadamente y las antitoxinas para las ciudades no contaminadas de Europa, Norte América y Australia".
—¿Los Tres Grandes! ¿Quiénes son los Tres Grandes?
—¡Chist —dijo el almirante— Quizá lo averigüemos.
El locutor prosiguió:
"China, en donde el sentimiento de primero salvar Asia es más fuerte, urgió que debiera darse primera prioridad en los embarques aéreos en la vacuna en— viándola a la Unión Soviética, a sus provincias marítimas, en donde se han presentado epidemias de tifus. India y Japón creyeron que la epidemia de viruela en la Costa Oriental de los Estados Unidos, Canadá y México debiera recibir la misma prioridad. La escasez universal de aviación y de gasolina de aviación hará que sea difícil la rápida ayuda, sin embargo..."
El zumbido aumentó introduciéndose en la voz y apagándola. Hazzard acarició el mando amplificador de la banda.
—La atmósfera está como loca desde El Día — bruscamente preguntó a Randy—: ¿Lo crees?
—Es fantástico —contestó Randy—. Quizás sea propaganda negra soviética pretendiendo ser una estación sudamericana, emitiendo para confundirnos e iniciar rumores. Reconozco que estoy confuso. Yo creí que los chinos habían intervenido, en el otro bando.
A los chinos jamás les gustó el interés ruso por el Mediterráneo —dijo Hazzard— Quizás han optado por salirse, lo que sería una prueba de su inteligencia. No podría haber nada más sencillo. Si no tenían capacidad nuclear no nos molestaríamos en atacarles duante El Día y sin armas nucleares tampoco se atreverían a meter las narices en una verdadera guerra. Si así fue, han tenido suerte.
—He notado que esa estación citaba Tokio. ¿Cómo es que usted no escucha Tokio?
—Nunca pude captar ninguna estación asiática. Solía coger Europa estupendamente... Londres, Moscú, Bonn, Berna, Africa, también, especialmente la Voz de América transmitida desde Tánger. Ya no pesco más. No desde El Día. La señal se aclaró. Oyeron: —...pero puesto que los Tres Grandes son incapaces de establecer la comunicación con Dimitri Torgatz. Según radio Tokio, Torgatz dirije él gobierno soviético mientras la capital de la unión soviética está en Ulan Bator, Mongolia Exterior. La estación de onda media funcionando en Ulan Bator ya no se capta".
—Eso nó me suena a propaganda soviética —dijo Randy—. ¿Quién es Dimitri Torgatz?
El almirante miró una serie de obras de referencia. Seleccionó un libro delgado, "Directorio de Jefes Comunistas": encontró el nombre y leyó:
—Torgatz Dimitri. nacido en.Leningrado en 1903. Casado, no está el nombre de sU esposa; no está el de sus hijos; director de la propaganda activista de Leningrado desde 1.946 a 1.949; miembro candidato del presidium 1950-53; director de las obras fluviales Mar Naryan. Siberia, desde la caída de Malenkov»...
—Parece como si hubiesen recibido una buena paliza — dijo Randy—. Han tenido que buscar y encontrar entre los individuos de menor categoría hasta hallar un jefe burocrático.
—Sí. Es sorprendente que Torgatz gobierne Rusia — admitió el almirante—, pero hay que considerar que una mujer, la última en la lista de los miembros del gobierno, dirige los Estados Unidos.
Randy se dio cuenta de que Lib no escuchaba. Miraba la panoplia con una espada colgada detrás de la cabeza de Randy los labios entreabiertos, sin parpadear. Los pensamientos de ella, descubrió él con frecuencia, se adelantaban a los suyos o caían por senderos rápidos, oscuros y fascinantes. Cuando se concentraba de esa manera abandonaba todo lo demás.
—Viruela —murmuró ella.
Sin comprender que Lib, mentalmente ya no estaba en el cuarto con ellos, Sam Hazzard preguntó:
—¿Qué hay de la viruela?
—¡Oh! —Lib sacudió la cabeza— Creo que la viruela es algo salido de la Edad Media, como la plaga Negra.— Es verdad que a menudo aparece, pero siempre la combatíamos con facilidad. ¿Qué pasa ahora con las vacunas? ¿Qué hay de la difteria y de la fiebre amarilla? ¿Volverán a presentarse? Sin penicilina y DDT, ¿dónde estamos? Todas las cosas buenas nos venían automáticamente. Nacimos con cucharillas de plata en la boca y lavadoras eléctricas para mantener las cosas saludables y limpias. Nos relajamos, ¿verdad? ¿Qué nos ha pasado, almirante?
Sam Hazzard desconectó las baterías de la radio y giró su sillón para mirarles a los dos.
—He intentado encontrar la respuesta — señaló con la cabeza a su máquina de escribir y los libros apilados en su escritorio—. He intentado ponerlo en letras y transmitirlo. Hasta ahora, no hay manera. Todo lo que he descubierto está donde yo mismo... y mis compañeros de profesión... fracasamos. Me explicaré.
Abrió un cajón, sacó una carpeta.
Llamo a esto «Notas al pie de la Historia». Miren, estuve en el Pentágono cuando tuvimos las grandes preocupaciones sobre papeles y misiones y se me ocurrió que podía ser uno de los pocos supervivientes que conocieran el interior de lo que pasaba y cómo se tomaban las decisiones y creí que los futuros historiadores podían mostrar interés. Así que tomé nota de los hechos. A parte todos los argumentos entre los almirantes de los portaviones y de los aviones atómicos y los generales del ICBM y de las divisiones super blindadas y los generales de los bombarderos pesados y proyectiles dirigidos tripulados. Conté cómo finalmente llegamos a lo que pensamos que era un equilibrio estable. Cuando terminé de releerlo comprendí que era todo una farsa.
Arrojó el manuscrito sobre el escritorio como si lo tirase a la basura y no valiese ni el papel en que estaba escrito.
Continuó diciendo:
—Miren, confundí la táctica con la estrategia. Creo que lo hicimos todos. La verdad es esta. Una vez ambos lados tenían la máxima capacidad de bombas de hidrógeno y medios eficientes de lanzarlas, ya no había ninguna cuerda alternativa de paz.
«Cada máxima de guerra resultaba arcaica. Las normas Clausewitz, Mahón, todas ellas quedaba'n tan anticuadas como el código de los duelos. La guerra ya no era un instrumento de política nacional, sino sólo un instrumento del suicidio nacional. La guerra en si resultaba anticuada. Así que mis «Notas» tratan de antiguallas, tácticas de ninguna importancia verdadera. Igual podíamos haber estado jugando en la alfombra con soldaditos de plomo».
El almirante se levantó y enderezó la espalda.
—Creo que la mayoría de nosotros presintió esta verdad, pero no pudimos aceptarla. Miren, no importa cuán bien comprendiésemos la verdad, era necesario que el Kremlin la entendiese igualmente. Se necesitan dos para firmar una paz, pero sólo uno para hacer una guerra. Así que lo único que pudimos hacer, mientras jurábamos no dar el primer golpe, era poner en fila nuestros soldaditos de plomo.
—¿Eso fue todo lo que pudieron hacer? —preguntó lab.
—Todo. La respuesta no estaba en el Pentágono, ni siquiera en la Casa Blanca. Yo la estoy buscando por todas partes. Un lugar, aquí —dio unas palmaditas sobre el Tomo de Gibert—. Aqui hay extrañas similitudes entre el fin de la Pax Romana y el fin de la Pax Americana, heredera de la Pax Británica. Por ejemplo, los precios pagados por un alto oficio. Cuando fue corriente gastar un millón de dólares en eiegir senadores desde estados moderadamente poblados, creo que aquello debió servirnos de aviso. Por ejemplo, diversiones gratis para las masas. Pan. y circo. Espectáculos romanos y nuestras espectaculares campañas electorales. Largueza de los procónsules conquistadores y regalos abundantes de la televisión donados por el rey triunfante de los lápices de labios. Para comprender el presente hay que conocer el pasado, sin embargo, eso es sólo una parte de la respuesta. Yo nunca descubriré el total. Me faltan años.
Randy vio que el almirante estaba cansado.
—Será mejor que volvamos —dijo—. Gracias por una velada tan entretenida.
—La próxima vez que vengas —dijo Hazzard—. Quiero que eches un vistazo a mi invento.
—¿También usted inventa algo? Todo el mundo se dedica a inventar.
—Sí. Se llama barca de vela. Es un medio de propulsión que reemplaza el motor de gasolina. Sacrifiqué el asta de mi bandera y el tejadillo del patio para conseguirlo. El cortado y el cosido fue hecho por Florence Wechek, Missouri y Hannah Hénri. Ahora puedo recomendártelas como cosedores de velas expertas.
—Gracias, Sam —sonrió Randy—. Es un invento maravilloso y se hará popular. Sé que me proporcionaré una barca de esas ahora mismo y utilizaré su misma empresa de constructoras de velas.
VII
Caminaron por el sendero a lo largo de la orilla del río. Volviendo la cabeza, Randy vio el pequeño crucero compacto del almirante con sobrecubierta, el motor inútil desmontado, un esbelto mástil apuntando a la multitud de estrellas. Habían muchas embarcaciones de vela en los lagos de Florida, pero Randy había visto poquísimas en las aguas superiores del St. Johns, o en el Timucuan.
—Adoro al almirante —dijo Lib—, me preocupa. Me pregunto si tiene bastante que comer.
—Los Henri dicen que sí que come. Y Missouri le conserva la rasa limpia. Los Henri también le aprecian.
—Mientras tengamos hombres como ese, no creeré que estamos en decadencia. No nos pasará como a Roma, ¿verdad?
Randy no contestó. La hizo darse vuelta para que le mirase y la rodeó la cintura con las manos. Sus dedos casi se unieron; ella era muy delgada.
—Te amo —dijo—. Me peocupo por ti. Me pregunto si te he dicho bstantes veces cuánto te amo y te quiero y te necesito y cómo sin ti no valgo nada y tengo miedo cuando no estás conmigo y cómo me multiplico cuando te tengo a mi lado.
La rodeó con los brazos y notó cómo su cuerpo se arqueaba moldeándose contra su persona.
—Nunca parece haber tiempo bastante —dijo—, pero esta noche sí. Cuando lleguemos a casa.
—Si, Randy —dijo ella.
Siguieron caminando, él cogiéndola por la cintura.
—Es mala época para el amor —dijo ella—. Oh, no me refiero a esta noche, me refiero a los tiempos que vivimos. Cuando uno quiere a alguien, debería pensar en esa persona la mayor parte del día, ser primera en que pensase al despertar por la mañana y la última cosa antes de dormirse por la noche. Antes de £1 Dia así pensaba en ti ¿No lo sabías? Lo pri«mero en la mañana, lo último en la noche.
Randy lo sabía, sin que ella se lo tuviera que decir, que tenía que ser lo mismo para ella como le pa— saba a él. Al término del día un hombre estaba cansado... física, mental, emocionalmente. Cada sol era preludio de una nueva crisis cada noche se acostaba con viejos e inquietos temores. Se despertaba pensando en comida y se dejaba caer en su diván por U noche aún hambriento, su cabeza dándole vueltas a problemas no resueltos y a peligros no sobrepasados. Los alemanes, en sus años de locura metódica, habían descubierto en sus campos de concentración que cuando la dieta de un hombre caía por debajo de las mil quinientas calorías sus deseos y capacidad para emociones disminuían. Randy deducía que él lograba consumir casi mil quinientas calorías diarias en pescado y frutas, sólo. Su vigor se gastaba en la supervivencia, decidió. Eso, y la preocupación por las vidas que dependían de él. Incluso ahora, no podía apartar la inquietud por Dan Gunn de su mente.
La silueta achaparrada de la casa de los Henri asomó ante ellos en la oscuridad. Estaban a cincuenta metros del establo y Ben Franklin se hallaba en algún lugar de aquellas sombras, la escopeta sobre las rodillas, guardando silencio, alerta para disparar contra cualquier cosa que se moviese; y ellos se movían, silueteados contra el rio tachonado de estrellas. Se detuvo y sujetó de prisa a Lib.
—¡Ben! —llamó—. ¡Ben Franklin! No contestes. Soy Randy. Volvemos a casa. Siguieron caminando.
—Mira, hablabas como la radio en la frecuencia de la fuerza aérea — dijo Lib.
—¿Verdad que sí? —sonrió en la oscuridad, chasqueó los dedos y dijo —: Creo que ahora sé lo que pasaba. No era como pensó Sam, era precisamente a la inversa. Gran Peña, era el avión y Reina del Cielo, la base. Gran Peña estaba en algún lugar y volvía a casa y estaba diciendo a Reina del Cielo que no disparase, lo mismo que yo le dije a Ben Franklin.
—Quizás tengas razón.
—No es que nos importe ahora. Los he oído en las noches tranquilas, pero nunca lo bastante para que se les vea. El almirante les escucha hablar por la radio pero nunca nos dirigen una palabra. Quizás nos han olvidado. Quizás se han olvidado de todas las zonas contaminadas.Estamos sucios. Eso me hace sentir solitaria y, bueno, no deseada. ¿Verdad que es una tontería? ¿Sientes tú lo mismo?
—Volverán —contestó él—. Tienen que hacerlo. Seguimos formando parte de los Estados Unidos, ¿verdad?
Llegaron al camino que conducía a través del huerto desde la casa al muelle.
—Salgamos al muelle — dijo Lib —. Me gusta estar allí. No se oye ruido ni siquiera el de los grillos. Sólo el agua murmurando en torno a las pilastras.
—De acuerdo.
Volvieron hacia la izquierda en lugar de tomar por la derecha. Cuando sus pies tocaban las planchas, habló la campana del barco. Sonó tres veces rápidamente, luego dos veces más. Siguió sonando.
—iOh, maldito sea el infierno!
Randy la cogió por la mano y empezaron a correr hacia la casa, colina arriba, casi un kilómetro en la arena y en la oscuridad. Al cabo de cien metros, ella le soltó y se quedó atrás.
Para cuando llegó a los escalones posteriores, Randy apenas pudo subirlos. Jadeaba y se le doblaban las rodillas, pero antes de El Día no pudo haber corrido ni siquiera la mitad de la distancia Se detuvo, respirando fuerte y aguardó a Lib. El modelo A no estaba ni ante la puerta ni en el garage. Decidió que Dan no había regresado y que algo terrible había ocurrido a Helen, Peyton, o a Bill McGovern.
Se equivocaba. Le había pasado a Dan. Dan estaba en el comedor, un montón en ruinas de hombre so— bresaliendo del sillón del capitán, las manos colgáis do, las piernas extendidas, la camisa empapada de sangre, la barba con manchones sanginolentos, también. Donde debía haber estado su ojo derecho emergía una hinchazón azulada tan grande como media manzana. Su nariz estaba retorcida y alargada, su ojo izquierdo era sólo una rendija entre la hinchazón de carne descolorida. Se estrelló en el coche, pensó Randy. Salió despedido por el parabrisas y dio de narices contra el suelo.
Helen puso una toalla húmeda sobre los ojos de Dan. Peyton, el rostro pálido y alterado, estaba tras su madre con otra toalla. Goteaba. A excepción de la entrecortada respiración de Dan, el goteo era de momento el único sonido de la estancia.
Dan habló. Las palabras salieron lentas y espesas, cada una. un esfuerzo de voluntad.
—¿Eres tú, Randy quien entró?
—Soy yo, Dan. No hables todavía — «Shock», pensó Randy, y probablemente lesiones. Se volvió a Helen—. Le acostaremos. Tendremos que subirlo hasta el piso alto.
—No sé si podrá moverse —dijo Helen—. Apenas pudimos traerle hasta aquí —el vestido de Helen y los brazos de Bill McGovern estaban con manchas de sangre.
—Bill, con tu ayuda yo le subiré. —Así, descargando la mayor parte del peso sobré sus hombros llevaron a Dan al piso alto y lo extendieron en la cama turca.
—Me siento enfermo —dijo Bill.
Les dejó. Helen trajo nuevas toallas húmedas. El cuerpo de Dan se estremeció y tembló. Su piel se hizo más pálida. Estaba padeciendo de escalofríos. Randy le alzó la gruesa muñeca y al cabo de un momento localizó el pulso. Era débil, desigual y rápido. Esto era «Shock», sin duda, y peligroso.
—¡Whisky! —pidió Randy.
Helen contestó:
—Yo me encargaré de esto, Randy. Nada de whisky. Mantas.
Respetó el criterio de Helen. En un caso tal de urgencia como éste, Helen funcionaba. Para eso había nacido. Encontró más mantas en el armario. Ella tapó a Dan y desapareció. Regresó con un vaso de líquido, lo llevó a los labios de Dan y dijo:
—Bébete esto, bebe cuanto puedas.
—¿Qué le das? —preguntó Randy.
—Agua con sifón y sal. Para un «shock» es mejor que el whisky.
Dan bebió, tragó y bebió más.
—Sigue dándole —ordenó Helen—. Voy a ver lo que queda en el botiquín.
—Casi nada —contestó Randy—. ¿Dónde está su maletín? Todo estaba dentro.
—Se lo llevaron... con el coche.
—¿Quién se lo llevó?
—Los salteadores.
Debía imaginarme que no había sido un accidente. Dan era un conductor cuidadoso y raramente se veían [dos coches en la misma carretera. El tráfico ya no (constituía problema. En su interés por Dan, no pensó [inmediatamente eh lo que significaba esto para todos fellós.
Helen encontró peróxido y vendas. Esto, con aspiritnas, era casi lo que quedaba de su reserva de medicinas. Ella trabajó en el rostro de Dan rápida y eficientemente, como una enfermera profesional.
Randy sintió náuseas, no al ver las heridas de Dan, las había visto peores, sino por el disgusto ante bestias que en un arranque de perversa crueldad habían golpeado y destruido la dignidad humana en aquel hombre tan desinteresado. Sin embargo, no resultaba nada nuevo. Así fue en el mismo punto en cada civilización y en cada continente. Habían chacales humanos para cada desastre humano. Flexionó los dedos deseando tener entre ellos una garganta. Entró en otra sala.
Lib tenía la cabeza apoyada en los brazos y sobre el mostrador del bar. Estaba llorando. Cuando alzó la cara estaba extrañamente desencajada, como cuando^ la cara de una niña pierde su forma por el pánico o por un dolor inesperado. Dijo:
—¿Qué vas a hacer con respecto a eso, Randy?
La rabia de él era como una pelota dura y fría en su estómago, ahora. Cuando habló lo hizo con voz monótona, la voz de otra persona.
—Voy a ejecutarlos.
—Sigue adelante, hazlo.
—Sí. En cuanto descubra quién fue.
IX
A las once Dan Gunn salió del «shock», se relaje y durmió durante unos cuantos minutos. Despertó diciendo que tenía hambre. No parecía mejor, estaba dolorido, aunque evidentemente se hallaba fuera de peligro.
Randy se sintió desalentado al pensar en Dan, y su condición, teniendo que cargar su estómago con caldo frío y pescado, jugo de naranja y los restos de la ensalada. Lo que necesitaba para salir del «shock» era el caldo caliente, nutritivo, de cebolla o de gallina. En ocasiones, cuando Malachai o Caleb descubrían el agujero de un topo y Hannah Henri convertía a su habitante en sopa, o cuando Ben Franklin con éxito mataba a una ardilla o conejo, se tenía asequible tal carne, pero esta noche no.
El pensamiento de un caldo sustancioso disparó su recuerdo.
—¡Las raciones de hierro! —gritó y corrió a su despacho. Abrió el cajón del cofre marino de teka y empezó a rebuscar.
Lib y Helen se plantaron tras él y lo miraron, perplejas.
—¿Qué te ocurre ahora, Randy? — preguntó Helen.
—¡No le deis nada de comer hasta que veáis lo que tengo? —estaba seguro de que había guardado el cartón envuelto en papel de estaño en el rincón más cercano del escritorio. No estaba allí. Se preguntó si es que lo había soñado, pero al concentrarse le pareció el hecho muy real. Había sido antes de El Día, después de su conversación con Malachai. En la cocina recogió unas cuantas cosas nutritivas, enlatado o cerrado herméticamente, las catalogó, raciones de hierro y las guardó para un tiempo desesperado. Ahora el momento era desesperado y no podía encontrarlas.
Halló el cartón en el cuarto rincón por el que buscó. Lo sacó, arrancó el papel de estaño y descubrió su contenido para que ellas lo vieran.
—Lo guardé para una emergencia. Se me había olvidado.
—Es precioso — susurró Lib. Examinó y casi acarició las latas y los tarros.
—Hay concentrado de buey aquí dentro... y otras cosas — les entregó el cartón —. Dadle lo que necesite.
Dan sorbió el caldo y masticó los caramelos. Randy quería interrogarle, pero Helen se lo impidió.
—Mañana — dijo ella —, cuando esté más fuerte. Helen y Lib estaban todavía en el dormitorio cuando Randy se tumbó en el diván de la sala de estar. Graff subió de un salto y se preparó una cama bajo el brazo de Randy, y hombre y animal se durmieron.
Randy despertó con un eco de disparos en los oídos, y Graff, rechinando, forcejeando por libertarse de su brazo. Oyó un segundo disparo. Era de la escopeta del 20, estaba seguro, y venía de la dirección de Ja casa de los Henri. Se puso los zapatos y corrió esca— leras abajo, Graff siguiéndole. Cogió el 45 de la mesa del recibidor y cruzó la puerta delantera. Ahora era el momento, deseó tener todavía pilas para las linternas.
La luna había subido, así que no resultó demasiado difícil el camino, corriendo por él. Por la altura del satélite dedujo que debían ser las cuatro o las tres de la madrugada. Entre los árboles vio el centelleo de una lámpara. Esperó a que Ben Franklin no hubiese disparado a las sombras.
Sin embargo, no estaba preparado para lo que vio en el establo de los Henri.
Les vio de pie allí, en círculo: Malachai con la lámpara en una mano y con la otra la antigua escopeta de un solo cañón que algunas veces disparaba; Ben con la escopeta abierta, extrayendo los cartuchos vacíos; el almirante en pijama; el predicador en camisón; Caleb, con los ojos desorbitados mostrando suj zona blanca, hurgando tentativo con su lanza a una forma oscura en el suelo.
Randy se unió al círculo y colocó la mano en elí hombro de Ben Franklin. Al principio pensó que era: un lobo. Luego se dio cuenta de que era el perro pastor alemán más grande que había visto jamás, sus fauces tremendas abiertas en un blanco gesto de desdén mortal. Llevaba collar. Graff, agitando la cola, olisqueó r al perro muerto, gruñó y se retiró.
Randy se inclinó y examinó la plaquita de latón del collar. Malachai acercó la linterna.
—Lindy —leyó en alta voz Randy—. Señora de H. G. Cogswell, Rochester, Nueva York. Hillside cinco tres siete nueve.
—Ese perro ha recorrido mucho trecho desde su casa aqui —dijo el predicador.
—Probablemente sus propietarios estaban de visita por nuestra comarca, de vacaciones —dedujo Randy.
—Bueno — afirmó Malachai —, comprendo por qué he estado perdiendo gallinas y ese cerdo. Era un perro grande y poderoso, muy poderoso. Cuando sea de dia me desembarazaré de él, señor Randy.
Caminando para casa Ben Franklin no dijo nada. De pronto se detuvo, entregó a Randy la escopeta, se tapó la cara con las manos y sollozó. Randy le apretó cariñosamente el hombro.
—Cálmate, Ben — Randy pensó que era la reacción después de los momentos tensos, de excitación y quizás de terror.
—Hice exactamente lo que me dijiste —murmuró el muchacho—. Le oí venir. No me atrevía a respirar. No disparé hasta no darme cuenta de que era imposible fallar. Cuando cayó patas para arriba y pensé que iba a levantarse, le hice fuego a bocajarro. No lo hubiera hecho si hubiese sabido que se trataba de un perro. Randy, creí que era un lobo.
Randy se colocó delante y le dijo:
—Mírame, Ben.
Ben obedeció, las lágrimas brillando a la luz de la luna.
—Era un lobo —dijo Randy— Había dejado de ser un perro. En tiempos como éste los perros se convierten en lobos. Hiciste muy bien, Ben. Toma, te devuelvo tu escopeta.
El muchacho tomó el arma, se la colocó debajo del brazo y siguieron caminando.
PARTE 10
I
Randy estaba teniendo un insistente y agradable sueño de antes de El Día. Se despertaba en un hotel de Miami Beach y una camarera con cofia blanca le traía el café del desayuno en una mesita con ruedas. A veces la camarera se parecía a Lib McGovern y otras veces a una chica, de nombre olvidado, que conoció en Miami. Era camarera por la mañana, pero por la noche se convertía en una azafata de aviación y cenaban juntos en un pequeño restaurante francés en donde él la dejaba perpleja comiéndose seis tazones de chocolate con croissants. Ella decía, como siempre:
—Tu café, Randy querido. —El podía oírselo decir e incluso oler el café. Alzaba las rodillas y descolgaba los hombros y hundía más profundamente la cabeza en la almohada para no estropear el sueño.
Ella le sacudía por el hombro y Randy abría los ojos, oliendo café, para volverlos a cerrar en seguida.
La oyó decir:
—Maldita sea, Randy; si no despiertas y te tomas el café, me lo beberé yo.
Abrió los ojos del todo. Era Lib, sin cofia. Increíblemente, le estaba presentando una taza de café. El extendió la cara y lo probó. Le quemaba deliciosamente la Jengua. No era sueño. Puso los pies en el suelo y tomó taza y plato.
—¿Cómo? —preguntó.
—¿Cómo? Tú mismo lo hiciste, monstruo distraído. ¿No te acuerdas que guardaste un tarro de café en lo que JJamabas tus raciones de hierro? —No.
—Bien, lo hiciste. Un tarro de café instantáneo de media libra. Leche en polvo. Y, créelo o no, una libra de terrón de azúcar. Verdadero azúcar, en cuadritos: Te puse dos. Todo el mundo te bendice.
Randy alzó la taza, la niebla del sueño desaparecida por completo.
—¿Cómo está Dan?
—Muy dolorido y rígido, pero más fuerte. Se ha tomado dos tazas de café y un par de huevos y, claro, jugo de naranja.
—¿Ha tomado todo el mundo café?
—Sí. Florence y Alice vinieron para desayunar...: son las diez, has de saber... y llené otra jarra y se la llevé a los Henri. El almirante había salido a pescar. Le daremos su parte más tarde. Helen preparará el caldo y los hervidos para Dan hasta que mejore; y los caramelos serán para los niños.
—No os olvidéis de Caleb.
—No lo olvidamos.
De nuevo había dormido vestido y se sintió un poco molesto.
—Voy a ducharme — dijo, y entró en el cuarto de baño.
Al poco salió, una toalla en torno a su cintura, y empezó el desesperanzador proceso de suavizar el cuchillo de caza.
—¿No sabes? — dijo—. Sam Hazzard tiene una navaja de afeitar. Siempre la utiliza. Por eso su cara es tan rosada, limpia y sin cortes. Después de hablar con Dan iré a ver a Sam.
—¿Por qué?
—Es un militar y necesito ayuda para una operación militar.
—¿Puedo acompañarte?
—Cariño, eres mi brazo derecho. Donde yo voy, puedes venir tú... hasta cierto punto.
Ella le contempló mientras se afeitaba. Todas las mujeres, pensó, desde las más niñas hacia arriba, parecían fascinadas por sus penas y agonías.
Dan estaba sentado en la cama, la espalda apoyada en almohadas, su ojo derecho y el lado correspondiente a la cara ocultos por vendajes. Su ojo izquierdo enrojecido, pero no tan hinchado como antes. Helen se sentaba en una silla de respaldo alto cerca de las almohadas. Había estado leyéndole. De entre todas las cosas, ella leyó el diario del teniente Randolph Rowzee Peyton, que sacaron del cajón del arcón de teka durante la búsqueda de la noche anterior de las raciones de hierro.
—Bueno, estás vivo —dijo Randy—. Cuéntamelo todo. Empieza por el principio. No, empieza antes del principio. ¿Dónde has estado y dónde ibas?
—Si la enfermera me permite una taza más de café... sólo una... hablaré —dijo Dan. Habló con claridad y sin dudas. No había rastro cerebral nervioso de la grave prueba sufrida.
II
Cada día, cuando terminaba sus visitas, era costumbre de Dan Gunn detenerse en el kiosco de la orquesta de Marines Park. Una de sus columnas se había convertido en boletín especial, tablero de anuncios, en el que los habitantes de Fort Repose clavaban avisos, llamando al médico cuando había una emergencia. Ayer leyó una de tales noticias. Decía:
«Dr. Gunn
»Esta mañana (viernes) dos de mis niños se han puesto muy enfermos. Kathy tiene una temperatura de 41 grados y desvaría. Por favor, venga. Envío esta nota mediante Joe Sánchez, que tiene un caballo.
»Herbert Sunbury».
Sunbury, como Dan, era nativo de Nueva Inglaterra. Había vendido una floristería, en Boston, seis años antes, para emigrar a Florida y abrir una pequeña clínica. Adquirió tierras, construyó una casa y plantó diversas especies vegetales en el Timucuan, a casi diez kilómetros corriente arriba de casa de los Bragg.
Dan llevó el modelo A hasta River Road. Más allá del edificio Bragg la carretera se convertía en una serie de curvas, siguiendo el aserpentinado curso del río. Dan había ayudado a nacer a los últimos dos niños de los cuatro hijos de los Sunbury. Le gustaban los Sunbury. Eran animosos, trabajadores y atentos. Sabía que a menos que la emergencia fuese real y acuciante.
Herb no hubiese puesto la nota.
Era verdadera. Tifus. Era el tifus que Dan se estaba esperando y temiendo por completo durante semanas, meses. El tifus era el más desagradable y diabólico desastre de todas las calamidades en las que el suministro de agua quedaba destruido o envenenado y atender a las necesidades normales de los hombres resultaba difícil o imposible...
Bétty Sunbury dijo que los dos niños mayores habían estado con dolor de cabeza y fiebre durante varios días, pero hasta el viernes por la mañana, a primeras horas, no se pusieron violentamente enfermos, un tinte rosado como deducción desarrollándose en sus torsos, i Por fortuna, Dan pudo hacer algo. Aspirina y compresas frías para reducir la fiebre, terramicina, que estaba muy cerca de ser un específico para la tifoidea, hasta vencer la enfermedad; y aún poseía terramicina.
Buscó en su maletín y sacó la botella, guardada para ¡ este momento. Pudo haber utilizado centenares de veces el antibiótico para curar a pacientes y otras enfermedades, pero siempre se las arregló con otra cosa, guardando esta simple botellita como un conjuro contra el mal diabólico. Ahora probablemente salvaría a los niños de Sunbury. Además, tenía bastantes vacunas para inocular a los mayores Sunbury, el niño de cuatro años y los pequeñitos, y aún le quedaría para Peyton y Ben Franklin, cuando regresase a casa. El proceder corecto sería vacunar a toda la ciudad.
Dan interrogó estrechamente a los Sunbury. Habían tenido mucho cuidado. El agua que bebían venía de un manantial claro y limpio que burbujeaba entre las piedras de un terreno alto a la otra parte del camino. Aún así, la hervían. Toda su comida, excepto los cítricos, la cocinaban.
Dan miró al río que se deslizaba lentamente cerca. Estaba seguro de que allí estaba la causa.
—¿No habéis comido pescado crudo, o crustáceos?
—Oh, no —contestó Herb—. Claro que no.
—¿Y qué hay de bañaros? ¿Nadáis en el río?
Herb miró a Betty.
—No —dijo Betty—. Pero Kathy y Herbert hijo han estado nadando en el rio desde marzo.
—Me imagino que eso es — dijo Dan —. Si los gérmenes están en el rio, con un solo sorbo de agua que se tome basta.
En algún lugar, cerca de las fuentes de Timucuan, o en los grandes y misteriosos pantanos que cruzaban las esbeltas corrientes en dirección al St. Johns, un portador del tifus había vivido, sin ser detectado. Quizás un eremita, o una respetable beata viviendo en una comunidad pequeña. Cuando fallaron las facilidades sanitarias para esta persona, las heces cargadas de gérmenes llegaron hasta los ríos. Así Dan reconstruyó el hecho, mientras volvía hacia la ciudad por el serpenteado camino.
Dan estaba tan absorto en sus deducciones y presentimientos que dejó de ver a la mujer sentada en el borde del camino hasta que casi estuvo a su altura.
Pisó los frenos con dureza y el coche se detuvo.
La mujer llevaba pantalones y camisa de hombre. Terna la rodilla derecha levantada casi hasta su barbilla y se sujetaba el tobillo con ambas manos, su cuerpo estremeciéndose de dolor. Un mechón de rubio pelo metálico le tapaba el rostro. Dan pensó al prin. cipio que la mujer se había torcido el tobillo; después, que podía ser el señuelo para una emboscada. Sin embargo, los salteadores rara vez operaban en carreteras poco frecuentadas y por tanto escasamente beneficiosas para su negocio, y nunca supo que estu. vieran tan cerca de Fort Repose. La mujer alzó la vista, suplicante. Rápidamente y con facilidad Dan pudo haber cambiado la marcha y alejarse, pero era médico, y se llamaba Dan Gunn. Apagó el motor y bajó del coche.
En cuanto sus pies tocaron el pavimento advirtió, por la expresión de ella, que se había metido en una trampa. Lo que expresaba su rostro no era dolor. Cuando los ojos de ella se desviaron y sonrió, Dan comprendió que su representación acababa de terminar. Tras él habló un hombre: —Está bien, hermano, no avances más. Dan giró en redondo. El hombre que había hablado era uno del grupo de tres, todos raramente vestidos y armados. Habían salido de detrás de los palmerales a un lado de la carretera. El jefe era bajito y llevaba una gorra de golf a cuadros y pantalones cortos tipo Bermuda. Tenía los brazos anormalmente largos, con manos enormes. Llevaba una metralleta y la manejaba como si fuese un juguete. Su cuerpo tenía una panza enorme por encima de la cintura. Debía comer bien.
—Mire, soy médico —dijo Dan—. Soy el médico de Fort Repose.
—No tengo nada de lo que ustedes quieren.
El segundo hombre avanzó sobre Dan. Iba con la cabeza descubierta, con una camisa deportiva listada, y empuñaba un bate de pelota base con ambas manos.
—¿Te das cuenta de eso, Mick? —dijo—. iNo tiene nada de lo que queremos! ¿Verdad que tiene gracia?
El tercer hombre no era un hombre en absoluto, sino un niño con pelusa en la barbilla. El muchacho llevaba pantalón vaquero, un sombrero de ala ancha, botas de tacones altos y dos fundas pistoleras colgadas, bajas. Permanecía apartado de los demás, las piernas extendidas, empuñando un revólver de largo cañón en cada mano. Parecía como una imitación verde de un bandido del oeste asaltando la diligencia de la Wells Fargo, pero parecía superexcitado y Dan dedujo que era el más voluble y peligroso de los tres.
La mujer, sonriendo, entró en el coche, arrojó al suelo el asiento trasero y encontró las dos botellas de bourbón que Dan guardaba escondidas allí.
—Lo que oíste, Buster — dijo —. Este médico tiene un bar ambulante.
—Es mi anestésico — dijo Dan.
Sin mirar a la mujer el jefe anunció:
—Deja el licor dentro del coche, Rumdum. Nos lo llevaremos todo como está. Empieza a caminar, doctor.
—Por lo menos denme mi maletín —dijo el doctor —. Todos mis instrumentales y medicinas están ahí dentro.
El muchacho soltó una risita.
—¿Por qué no me dejas que le quite las penas, Mick? Es demasiado ignorante para vivir.
El de la metralleta dio dos pasos a un lado. Dan supo el por qué. El tanque de gasolina del coche estaba en su línea de fuego.
La metralleta se movió.
—En marcha, doctor.
Dan pensó en todo cuanto guardaba en su maletín, incluyendo las inyecciones antitíficas para Peyton y Ben Franklin. Dio un paso hacia el coche. Vio cómo el mazo de pelota base giraba y trató de acercarse al bandolero, dándose cuenta, sin embargo, de que era una locura, sabiendo que él era un hombre torpe y iento. La maza ie dio en la cara y Dan se tambaleo y cayó. Al tratar de levantarse vio como la bota de altos tacones del muchacho ie venia hacia los ojos y ei del bate bailando hasta a un lado, preparado para volver a golpear. Le pareció que la cabeza le estallaba. En una fracción de segundo, final de concierto, pensó, me muero.
Se despertó mareado, casi ciego por entero, y fue incapaz de determinar si le habían disparado, si le habían dado una paliza o qué otro daño le habían causado. Esperaba morir y quería hacerlo. Cuando no murió, se sentó durante largo rato tratando de decidir hacia qué dirección se encontraba su casa. Necesitó un gran esfuerzo para concentrarse en cuestión tan sencilla. Hubiera preferido quedarse donde estaba y dejarse morir. Pero la vista de hormigas girando excitadas en torno a la sangre fresca en el camino le produjo asco. Si moría allí las hormigas se ocuparían del cuerpo y acabarían con él antes de que lo encontraran. Sería mejor fallecer en casa, con limpieza. El sol se ponía. La casa de los Sunbury estaba al Este de Fort Repose. Por lo tanto, tenía que ir hacia el Oeste. Con eso anaranjado como guía, empezó a arrastrarse. Cuando llegó la oscuridad descansó, se mojó la cara en una charca de agua y bebió, también, y trató de caminar. Quizás pudo caminar un centenar de metros antes de que el camino pareciese ir a su encuentro. Luego tuvo que arrastrarse. Así, andando y arrastrándose, llegó finalmente a los escalones de la casa de los Bragg.
III
Cuando Dan terminó, Randy dijo: —Tenia que venir, claro. Los salteadores han agotado los viajes en las carreteras principales y ahora han empezado en las primeras ciudades y las carreteras secundarias. Pero en este caso, Dan, parece que te estaban esperando personalmente. Creo que sabían que eras médico y que ibas más allá de River Road hasta casa de los Sunbury y, con toda seguridad, la mujer conocía que llevabas un par de botellas de Bourbon en el coche.
—Todo lo que tuvieron que hacer — dijo Dan — fue estar por los alrededores de Marines Park, mirar los avisos del kiosco y hacer preguntas. No conocía a ninguno de ellos, pero me parece que al jovencito sí que lo tengo visto. Creo que vagaba en torno a la droguería de Hockstatter antes de El Día.
—¿No llevaban coche?
—No.
—Me imagino que lo que más deseaban era un medio de transporte.
—No consiguieron mucho. Sólo quedaban ocho o diez litros en el depósito — añadió, casi excusándose —. Lo siento, Randy. Fui un descuidado. No debí haberme parado. Hemos perdido nuestro medio de transporte, nuestras medicinas y mi instrumental.
Inclinado sobre la cama, los dedos de Randy se crisparon entrelazándose. Se esforzó inconscientemente hasta que los tendones del antebrazo parecieron cables tensos.
—No te preocupes —dijo.
—Lo peor de todo —continuó Dan— es que perdí mis gafas. Creo que se me rompieron cuando aquel individuo me pegó con el bate. De nada serviré sin gafas.
Randy sabía que Dan veía muy mal. Se veía obligado a llevar siempre gafas. Era muy miope.
—¿No tienes otro par? —preguntó.
—Sí... en el maletín. Siempre llevaba mis gafas de recambio en el maletín porque tenía miedo de perder o romper el par que llevaba puestos durante alguna visita —se sentó en la cama, el rostro desencajado—. Randy, jamás podré conseguir otro par de gafas.
Randy se Incorporó.
—He de trabajar en esto, Dan.
—¿Qué vas a hacer?
—Encontrarles y matarles —dijo con aire casual, como si anunciase que iba a bajar a la ciudad para comprobar el hinchado de sus ruedas en la época anterior a El Día.
- Me temo que te vas a equivocar, Randy —dijo Dan —. Matar a los salteadores es cosa secundaria. Lo importante es el tifus del río. Si uno piensa que las cosas ahora van mal, que espere hasta que tengamos el tifus en Ford Repose. Y no es sólo Fort Repose. Va del Timucuan hasta St. Johns y río abajo llegando a Sanford, Palatka y a las demás ciudades. Si es que aún existen.
—Todo lo que puedo hacer con respecto al tifus es avisar a la gente, cosa que ya has hecho tú y que yo repetiré. No puedo disparar contra los gérmenes. Ahora me interesan los salteadores, en este instante. Después empezarán a atacar las casas. Es tan inevitable como el hecho de que han abandonado las carreteras principales y autopistas y te prepararon una emboscada en River Road. El tifus es malo. Pero igual lo es el asesinato, el robo y las violaciones. Yo soy oficial de la reserva. Legalmente estoy designado para mantener el orden cuand la autoridad normal se ha derrumbado. Lo que es el caso de aquí. Y lo primero que tengo que hacer es ejecutar a los salteadores para mantener el orden. Eso está perfectamente claro. Te veré más tarde, Dan.
Randy se volvió a Helen.
—Cuídale. Dale de comer — dijo, en tono de orden. Caminando a su lado hacia casa del almirante, Lib encontró difícil mantener el paso. Jamás había visto a Randy con un aspecto y una forma de hablar y un modo de comportarse como el de estos momentos. Ella se cogía a su brazo y sin embargo, sentía como si Randy estuviese muy lejos de su persona. No parecía ansioso de hablar, de confiarse a ella, de pedirla su opinión, como de ordinario. Se había trasladado al mundo augusto del hombre de batallas y violencias, cuya entrada ella la tenía pohibida. Se agarró con más fuerza al brazo varonil. Tenía miedo.
El almirante, recién afeitado y con el rostro lleno de color, estaba en su cubil, dando aceite de ballena al mecanismo de una escopeta automática.
—Me preguntaba —dijo a Randy, si ibas a venir tú o tendría que venir a verte. ¿Cómo está Dan?
—Se pondrá bien. Hemos perdido el coche y las medicinas y lo último de bourbon que teníamos, pero conservamos nuestro doctor. Lo más importante es que hemos perdido sus gafas. Es muy miope.
—Te olvidas algo —dijo el almirante, sin apenas levantar la vista de su trabajo. No sólo hemos perdido el transporte sino también las comunicaciones. Ya no tenemos medio de recargar las baterías. Esta que tengo ahora... —señaló con la cabeza la radio—, quizás durará otras ocho o diez horas. Después... —alzó la vista—, nada. Silencio. ¿Qué piensas hacer?
Tengo intención de matarles. Pero no sé cómo hallarles. Vine a hablar con usted sobre ello. Lib dijo:
—¿Me permiten interrumpir? No me mires así, Randy. No trato de meterme en tus asuntos. Yo sólo quería decir que traje el café al almirante. Mientras habláis, me pondré a hervir agua y le prepararé una taza.
—La cafetera está en la chimenea —dijo el almirante, distraído.
La joven entró erf la sala de estar. Era una tontería. Pero en ocasiones el almirante le irritaba. El almirante la hacía sentirse como un ordenanza.
Sam Hazzard dejó la escopeta automática del 16, gentilmente sobre el escritorio.
—Desde que me he enterado, estuve pensando — dijo —. Es preciso que los captures. Ellos no vendrán a ti. No sólo eso, quizá estén a doscientos kilómetros de aquí por ahora.
—Pienso que siguen en los alrededores — dijo Randy—. Uno de los de la pandilla era uno de esos vaqueros que se dejaban caer por la farmacia local, pero ahora lleva dos verdaderas pistolas. Y no tienen gasolina suficiente para ir muy lejos. Creo que tratarán de dar unos cuantos golpes más antes de trasladarse. Aun cuando se hayan ido, vendrán otros. Tendremos el problema, bien sea con esta banda, en particular, o con cualquier otra. Voy a formar una compañía provisional.
—¿Vigilantes?
—No. Una compañía bajo la ley marcial. Por lo que sé soy el único oficial activo de la Reserva del Ejército de la ciudad, así que creo que me toca a mí organizarlo.
—¿Entonces qué vas a hacer? Lib regresó y colocó una taza junto a cada uno de ellos. Encontró un espacio libre en el extremo lejano del escritorio, se sentó e intentó aparecer insconpicua.
—¿Y si organizo una patrulla a pie? ¿Instalo barreras en las carreteras? —sugirió Randy.
—Los salteadores están movilizados, tienen vehículo, tú no —contestó el almirante—. Si ven una patrulla armada, o una barrera en el camino, se marcharán por otra parte.
—Bueno, no podemos quedarnos sentados y esperarles — dijo Randy.
—Todo eso lo pensé —reconoció el almirante—. También pensé en los barcos que empleamos en la Gran Guerra.
Lib empezó a hablar pero decidió que sería poco prudente. Fue Randy quien dijo:
—Recuerdo, vagamente, haber leído sobre los barcos Q, pero mi memoria no me da bastantes datos. Acláramelo, Sam.
—Los barcos Q eran fragatas auxiliares o trampas gastadas, blancos para los que un capitán de submarinos alemán no quería desperdiciar un torpedo sino que preferiría hundir a cañonazos. Oculta bajo una falsa toldilla había una batería detrás de pantallas que aparecían cajones de mercancía. El objeto era vigilar las idas y venidas de los submarinos, sin escolta y con apariencia indefensa. El submarino veía ese barco tan poco peligroso y salía a la superficie. En ocasiones la nave Q tenía una patrulla llamada «Del pánico» que se lanzaba a las lanchas. Era lo mejor de la comedia. En cuanto el submarino abría fuego con el cañón de superficie, el navio alzaba la bandera y desenmascaraba la batería. ¡Hum! Era muy efectivo.
—Muy ingenioso. ¿Pero qué tiene que ver con los salteadores?
—Nada en absoluto, a menos que puedas colocar un navio Q de cuatro ruedas por las caminos en torno a Fort Repose.
Randy se encogió de hombros.
—No estamos movilizados. Hay muchos coches que podríamos utilizar... por ejemplo, el suyo, Sam... pero la gasolina prácticamente no existe. Podríamos tener que estar marchando días y días antes de que nos localizasen. Quizá me fuera posible requisar cuatro o cinco litros de gasolina en un sitio u otro, pero entonces correría la voz y estarían vigilándonos.
Lib tenía que hablar.
—¿Me permitís una sugerencia? Me parece que Rita Hernández y su hermano deben tener gasolina. Son los mayores comerciantes de la ciudad, ¿no es cierto?
Randy había tratado de borrar a Rita de su cabeza. Estaban en paz, nada se debían uno a otro. No quería absolutamente nada de Rita nunca jamás.
—Es verdad que si alguien tiene gasolina, esa es Rita —dijo.
—No sólo eso —añadió Lib—, sino que tienen el camión de las verduras. ¿Se imaginan algo más inofensivo y tentador para un salteador que un camión de reparto? Se imaginarán que está lleno de comestibles, claro, aunque comprendan que no del todo; de todas maneras sicológicamente sería irresistible.
Sam Hazzard sonrió con sus ojos, como si la luz interior traspasase el gris opaco.
—¡Ahí lo tienes, Randy! ¡Muy bien pensado, hija!
—También —dijo ella—, creo que sería una buena idea si yo condujera. Se imaginarían que es muy fácil meterse con una mujer indefensa.
—¡Tú conducirás, y un cuerno! —exclamó Randy—. Te quedarás en casa y guardarás la familia, tú y Ben Franklin.
Los dos hombres siguieron hablando y planeando, como si ya poseyeran el camión con el depósito lleno y a ella la dejaron fuera de la conversación de nuevo. Por lo menos, pensó Lib, si daba resultado, habría contribuido en algo.
El almirante destacó que lo que tuviera que hacerse debía ser hecho con rapidez y silencio. Randy decidió que no podía ir a casa de los Hernández hasta después de oscurecer. No era imposible que los salteadores estuviesen escondidos en Pistolville, o tuvieran contactos allí. Si Pistolville le veían marcharse en el camión de Rita, la noticia recorrería la ciudad al cabo de unas pocas horas. Por último, el almirante hizo la pregunta crucial...
—¿Cooperaría Rita? ¿Era discreta?
Rita quiere conservar lo que tiene —dijo Randy—. Rita quiere vivir. Es realista.
Había algo más que tenía que hacer antes de marcharse de casa del almirante. Se sentó ante la máquina de escribir y redactó las órdenes.
ORDEN NTJM. 1 — CUIDAD DE FORT REPOSE
1. — De acuerdo con la proclamación de la señora
Josephine Van Bruuker Brown, Presidente Actuante de los Estados Unidos, y la declaración de Ley Marcial, asumo el mando de la ciudad de Fort Repose y sus alrededores.
2. — Todos los reservistas del Ejército, la Marina y la Aviación, y todos los miembros de la Guardia Nacional, junto con cuantos tengan experiencia militar, se concentrarán en el kiosco de la orquesta a las doce del miércoles, 20 de abril. Me propongo formar una compañía mixta para proteger esta ciudad.
ORDEN NUM. 2
—Dos casos de tifus han sido diagnosticados en la familia Sunbury, en la parte superior de River Road. Deberá presumirse que tanto el Timucuan como el St. Johns están infectados.
—Toda agua será hervida antes de bebería. No se coma ni frutas ni verduras que hayan sido lavadas en agua sin hervir.
ORDEN NUM. 3
—El doctor Daniel Gunn, nuestro único médico ha sido golpeado y robado por los salteadores.
—La pena para el robo o pillaje, o por esconder a los salteadores, o por no proporcionar información concerniente a sus movimientos o situación, está penada con la horca.
Firmo todas estas órdenes: "Teniente primero Randolph Rowzee Bragg, ejército de los E.U.A. (Reserva).
IV
Había cierto número de medios por los que Randy pudo haber viajado los cinco kilómetros hasta Marines Park y luego los otros tres y pico hasta casa de los Hernández en el extremo exterior de Pistolville. El almirante se había ofrecido a llevarle hasta el muelle de la ciudad en su crucero fuera borda, ahora convertido en embarcación de vela. Pero Sam Haz. zard todavía no había añadido un timón adicional al bote, así que la navegación hubiera sido irregular y lenta. Sam podía llevarle hasta Marines Park, de acuerdo, pero en el viaje de regreso quizá no pudieran dirigirse hacia delante hacia la corriente y el viento, y tendría que quedarse atascado. Randy podía haber pedido prestada a Alice Cooksey la bicicleta pero decidió que eso le señalaría demasiado en Pistolville. También pudo cabalgar en Balaam, la muía, pero si conseguía convencer a Rita que le dejase el camión y la gasolina, ¿cómo volvería a casa Balaam? Balaam no cabía dentro de la caja del camión. Además, él no estaba seguro de que debiese arriesgarse Balaam a salir lejos de los campos y del establo de los Henri. La única muía de Timucuan Country era inapreciable. Al fin, decidió caminar.
Partió después de oscurecer. Lib le acompañó hasta la curva de la carretera. Ella había pegado firme mente los avisos a un trozo de madera cuadrado que él clavaría en la columna del quiosco. Así, explicó le chica, no se perderían o desaparecerían entre las ofertas de cambio de anzuelos o de piedras de encendedor y las súplicas por gasolina, petróleo-o cafeteras. En lo alto del tablero ella escribió: «BOLETINES OFICIALES».
Randy llevaba pantalones de faena manchados, viejas zapatillas de pesca y un sombrero desmadejado que le prestó. Encajó la pistola oculta en un bolsillo interior. Cuando se encaminaba por Pistolville de noche él quería parecer como si fuese uno de los de allí.
Cuando le dijo a Lib que era la hora de volverse, ella le besó.
—¿Cuánto tardarás, cariño? —preguntó la joven.
—Depende de si consigo el camión. Contando con la parada en el parque para poner las órdenes, debería llegar en menos de dos horas. Después, no sé. Depende de Rita.
—Si no has vuelto a medianoche — dijo ella—. Iré a buscarte. Con una escopeta —le decía medio en serio. En las últimas pasadas semanas se había mostrado con él más tierna, con embarazadoras solicitudes y cuidados por su seguridad, más celosa del tiempo que empleaba en sus cosas. Era posesiva, cosa natural. Eran enamorados, cuando había tiempo y lugar e intimidad, y a pesar de la fatiga y el hambre y de los peligros y de las responsabilidades del día.
Caminó solo bajo el arco de robles ocultándose de la luz de las estrellas, seguro en el manto aterciopelado de la noche y sin embargo, caminando en silencio, ojos, oídos incluso la nariz, alerta. Así había aprendido, en las paranzas de la oscuridad de cuando de niño iba de caza, y las negras montañas cuando el hombre caza al hombre. Antes de El Día, excepto en la caza o en la guerra, un paseó de ocho o diez kilómetros hubiera sido algo inaudito. Ahora era rutina para todos excepto para Dan y cuando se levantase de la cama también tendría que acostumbrarse. Pero todos los zapatos estaban gastándose. Dentro de un mes o dos Ben Franklin y Peyton tendrían que ir descalzos por completo. No sólo era que los chiquillos caminaban o corrían por todas partes, sino que sus pies inconsiderablemenie continuaban creciendo, tirando de la lona y del cuero. Randy se dijo que debia descubrir si Blaustein seguía guardando zapatos. Se daba cuenta de lo que Blaustein quería... comida.
Marines Park estaba vacío. Cuando clavó el tablero con sus órdenes un animalejo se escurrió de debajo del quiosco. Al principio creyó que era un conejo pero al verle silueteado contra la luz de las estrellas en el río advirtió que se trataba de un armadillo.
Caminando por el barrio comercial, se preguntó
si los armadillos eran buenos de comer. Antes de El Día oyó decir que habían unos setecientos mil armadillos en Florida. Esto era raro, porque antes del fio. recimiento turístico no se veían armadillos en abso. luto. El padre de Randy le relató la historia. Algún promotor de ventas de terrenos en la Costa Este importó dos de Tejas para un zoo que se instalaba junto a la carretera. No conociendo nada de las costumbres de los armadillos, aquel individuo los encerró detrás de la tela metálica de una especie de gallinero. Al hacerse de noche, los armadillos, al instante, se escaparon y al cabo de pocos años sus descendientes estaban minando los campos de golf y desgajando naranjos desde Santá Agustine a Palm Beach. Se habían extendido por todas partes, al no tener enemigos naturales en el estado excepto los automóviles. Puesto que los coches habían sido casi exterminados por la bomba de hidrógeno, la población de armadillos ciertamente se multiplicaba. Pronto habrían más armadillos que habitantes humanos en Florida.
Era sábado por la noche, pero las manzanas comerciales de Yule y St. Johns no mostraban luz ni se veía tampoco ningún ser humano. En la zona residencial quizás media docena de casas mostraban débiles retazos luminosos, pero raramente más de un cuarto. No había visto ni un vehículo moviéndose desde que salió de casa y hasta que llegó a las pinadas y a los chaletitos de Pistolville tampoco vio a persona alguna. Esas gentes eran sombras, desaparecían rápidamente detrás de alguna puerta entreabierta o asomándose a una ventana oyendo sigilosa de casa a casa. Era de noche y Fort Repose tenía miedo.
Se sintió aliviado cuando vio las luces de casa de los Hernández. Cualquier cosa pudo haber sucedido desde que él y Dan hicieron su parada allí. Pete podía haber muerto y Rita marchado; o que la hubiesen matado, la casa saqueada y todo lo que poseía, incluso el camión y la gasolina, robados.
Llamó a la puerta.
—¿Quién es? —preguntó la voz de Rita. Ran$y se dio cuenta de que la muchacha tendría preparada la escopeta.
—Randy.
Ella abrió. Llevaba una escopeta, como se imaginó. Le miró su traje.
—Entra. ¿ Buscas refugio?
—En cierto sentido, sí.
—¿Qué pasó? ¿Tus dos mujeres huyeron?
Mientras ella dejaba la escopeta, la quemadura de su anillo se hizo todavía notable.
—¿Cómo está Pete? —preguntó él.
—Más débil. ¿Y el doctor Gunn?
—¿Entonces te has enterado?
—Claro. Me entero de todas las malas noticias inmediatamente. hoy por hoy. Solemos llamarle la radio bucal.
La noticia llegó a la ciudad, dedujo Randy, vía Alice Cooksey, a primeras horas del día. Precisamente como Alice traía a River Road las noticias de la ciudad, del mismo modo ella llevaba al pueblo noticias de River Road. Una vez dichas en la biblioteca, las noticias se extendían por Fort Repose, calle a calle y casa a casa.
—Ya sabes que el doctor Gunn perdió su maletín con todos sus instrumentos y las medicinas que le quedaban y sus gafas —dijo él—. Asi que, si podemos, hemos de capturar a esos salteadores y por eso vine a ti, Rita.
—No son de Pistolville —dijo ella—. Estos granujas de Pistolville apenas tienen sesos bastantes para robarse uno a otro. Ahora que sí que les hice escribir el nombre de uno de los bandidos... el joven de las dos pistolas... era probablemente Leroy Seatle, un tipo que vivía al otro lado de la ciudad. Su madre sigue viviendo allí, creo. Quizás si acechas su casa podrás dispararle.
—No le quiero a él en particular —dijo Randy—. Los quiero a todos. Los necesito y a todos los que son como ellos.
Y contó sus planes con exactitud y por qué necesitaba la gasolina y el camión de la verdudería, si es que ella aún tenia combustible. Sabía que tenía que confiar en la chica por entero o no decirla nada en absoluto.
Ella le escuchó sin abrir boca.
—Si te quedas sola aquí, Rita —dijo—, con toda la comida en conserva y el otro género que tienes, te vas a convertir en un blanco para los salteadores. Cuando hayan limpiado lo que quede en los caminos, empezarán con las casas.
—Ya me adelanté a ti —los ojos de ella se clavaron en los suyos. Le estaba evaluando todas las posibilidades, todas las probabilidades. Tomó su decisión —. Creo que puedes salir adelante con ello, Randy.
—¿Entonces, tienes gasolina?
—Claro que tengo gasolina. Unos sesenta litros bajo los escalones posteriores. Puedes llevártelos y el camión. Lo que no uses espero qué me lo devuelvas.
Randy se levantó.
—¿Qué dirás a la gente cuando se den cuenta de que se te llevaron el camión?
—Les diré que me lo robaron. Les diré que estaba cargado de exquisitas mercancías comerciales y que mientras estaba en el dormitorio, cuidando de Pete, alguien hizo un puente en el encendido y lo robó. Y para que suene bien empezaré a disparar con esta escopeta cuando te marches tú por la callé. La noticia circulará de prisa, no te preocupes. Llegará hasta los salteadores y se pondrán a la búsqueda del camión. Eso te servirá de ayuda, ¿verdad?
—Sería perfecto.
—Sal por detrás. Carga las latas en silencio en la parte trasera del camión. Hay bastante gasolina en el depósito para llevarte a River Road. Dispararé las salvas cuando llegues a la calle.
—Eres una chica lista, Rita —dijo Randy.
Ella repuso:
—¿Lo soy? —extendió la mano izquierda para mostrar el negro círculo dejado por el anillo de diamantes radioactivo—. Tengo un anillo de boda. Me casé con una bomba H. ¿Lograré libertarme, Randy?
—Seguro —contestó él, esperando que «sí sucediera —. Dan te conseguirá el divorcio cuando se encuentre mejor.
Cruzó el pasillo de la cocina y salió a la oscuridad. Encontró las tres latas debajo de los escalones, arbió las puertas traseras del camión y silenciosamente cargó la gasolina. Subió y dio al estarter. El motor giró, protestando. Rita había sido descuidada, dedujo, y se olvidó cargar la batería con agua destilada, por'lo que estaba casi agotada. Probó de nuevo y el motor prendió. Empleó el estrangulador de aire hasta que funcionó lisamente, salió del muelle de carrera de los Hernández y bruscamente giró en el patio, cambió de marcha y salió a la calle. Vio la silueta de Rita en el umbral, y llevándose la escopeta al hombro y por un terrible instante creyó que le estaba apuntando. Una llamarada roja salió del cañón. En la primera esquina cortó alejándose de Agustine Road y siguió polvorientas calles sin asfaltar llenas de surcos hasta que se vio lejos de Pistolville. No advirtió ningún otro coche en movimiento, de regreso a casa.
Eran las once tocadas cuando metió el camión en el garaje y cerró las puertas para que ningún transeúnte casual o visitante lo viera. Las luces en casa de FÍorence estaban apagadas y en su propia casa sólo se veía un pequeño punto luminoso, en la ventana de su despacho. Sería Lib, esperándole levantada.
Había apremiado a las mujeres para que se acostasen a su hora ordinaria o antes, porque planeaban ir todos al amanecer del día de Pascua a asistir al servicio religioso en Marines Park.
Esto era bueno. Era bueno que fuesen todos allí, para que nadie se imaginase actividad desusada fuera de River Road. Por lo menos era también un punto de partida del que se sentía satisfecho. Era, en realidad, una sorpresa para su anticipación y entusiasmo. Habían pasado muchas cosas en los últimos días y sin embargo, su conversación siempre volvió a los servicios religiosos de Pascua. La gente no había sido así antes de El Oía. No podía imaginarse a ninguno de ellos levantarse voluntariamente antes del amanecer y luego caminar cinco kilómetros con el estómago vacío para levantarse con el sol, cantar himnos y escuchar sermones aunque fuesen cortos. Deseó acompañarles. No podía. Era preciso que se quedase allí para completar sus planes con Sam Hazzard y también trabajar en el camión. Caminando hacia la casa, se preguntó por este cambio en las personas y concluyó pensando que el hombre era una criatura naturalmente gregaria y que todos estaban muertos de hambre por compasión y por la vista de caras nuevas. Marines Park sería su iglesia, su teatro, su salón de sesiones. El hombre tomaba fuerzas del contacto de codos con su vecino. Esos eran los motivos, quizás, que explicaban el éxito de los veteranos Chautau— quas. Podía ser eso y algo más... el descubrimiento de que la zona había muerto bajo las bombas y proyectiles dirigidos.
Ella no estaba arriba. Le esperaba en la oscuridad del porche. Dijo:
—Te vi entrar con el coche. Es hermoso. ¿Conseguiste también gasolina?
—Un total de sesenta y cinco litros incluyendo lo que hay en el depósito. Podemos viajar un día o dos si tenemos cuidado. ¿Estás cansada, cariño? —No demasiado.
—Si has de levantarte a las cinco con los demás, debieras estar acostada.
—Te esperaba, Eandy. Estoy preocupada. En realidad no me siento muy cansada.
Caminaron por el huerto hasta el muelle.
El rio murmuraba, la luna creciente mostraba su perfil, las estrellas se movian. Ella so tumbó de espaldas, la cabeza descansando entre sus dedos entrelazados, mirando hacia el firmamento.
Los ojos de Randy la midieron... larga, esbelta, curvada como para la pelea, la piel cobriza, el pelo plateado por la noche.
—Eres una posesión hermosa —dijo—. Desearía que tuviésemos un hogar propio para conservarte en él. Deseo que tengamos una habitación para nosotros mismos. Tengo ganas de que nos casemos.
Al instante ella contestó:
—Acepto.
—No estoy segura de cómo lo haremos. Las últimas noticias que tuve fue que el juzgado de San Marco no funcionaba. Durante un tiempo fue un cobijo de emergencia como nuestra escuela. No sé para qué lo usarán, ahora, pero ciertamente no será para expedir licencias de matrimonio. Y el empleado ha desaparecido. Me enteré en el parque que cogió a su familia y se dirigió hacia una zona no contaminada en Georgia donde solía vivir.
Sin mover la cabeza ella dijo:
—Randy, bajo la ley marcial, ¿qo puedes tú promulgar tus propias leyes?
—No había pensado en eso. Supongo que sí.
—Bueno, promulga una.
—No lo dirás en serio, ¿verdad?
—Pues claro que sí. Puede que sea anticuada, que parezca una actitud de antes de El Día, pero si voy a tener niños, me gustaría casarme antes.
—¿Niños? ¿Vas a tener un niño? —al pensar en las dificultades, peligros y complejidades de tener un hijo, bajo las presentes circunstancias, se sintió abrumado.
—No lo sé. No puedo decir que sí, pero tampoco puedo decir que no, ¿verdad? Me gustaría casarme contigo mañana, antes de que partas en busca de los salteadores —se volvió de lado, para mirarle—. No es ningún convenio, realmente. Sólo que te amo muchísimo y que si algo te pasase... no es que tenga malos presentimientos, querido, pero tú y yo ya sabemos que algo malo puede ocurrir... bueno, si algo pasara, quisiera que mi hijo tuviese tu nombre. Tú también, ¿verdad?
—Sí —contestó Randy—. Lo querría muchísimo. No meter el camión en la carretera hasta última hora de la tarde... que es cuando los salteadores atacaron a Dan... así quedará tiempo.
—Estupendo —exclamó ella—. Será magnífico casarse el Domingo de Pascua.
La tomó de las manos, la levantó y la abrazó. Por encima de su hombro vio un par de ojos verdes y una sombra oscura deslizándose corriente abajo más allá del borde del muelle. Era primavera y los lagartos y caimanes salían de sus agujeros. Había oído en alguna parte que los seminólas comían carne de caimán. Convertían sus colas en filetes. Era una fuente de alimentos que debería investigar. Sabía que nadie debiera pensar en comer en este momento, pero volvía a sentir hambre.
PARTE 11
I
Elizabeth McGovern y Randolph Bragg se casaron al mediodía del Domingo de Pascua. La novia llevaba el mismo traje de seda blanco que empleó en el servicio religioso de amanecer en Marines Park. Se mostraba insegura con tacones altos, porque desde El Día no había llevado esa clase de calzado.
El novio vestía su uniforme Clase A con las insignias de la Primera División de Caballería sobre el brazo y las cintas de la Guerra Coreana y la Estrella de Bronce en el pecho, junto con la insignia azul de la infantería de combate. Llevó el uniforme no por la boda, porque se requería en las?rdenes radiadas que en los reservistas se incorporaron al servicio ac tivo, ocupándose en reprimir los asaltos y el bandida je, cosa que tenía intención de hacer al presente.
A la novia la entregó su padre, W. Foxworth McGovern, el retirado fabricante de Cleveland. BiM McGovern, que había estado ayudando a Malachai a cortar aspilleras en los delgados costados de plancha y puertas traseras del camión, vestía pantalón de trabajo grasiento. El cincel sé le escapó y una de sus manos sangraba.
El padrino fue el doctor Daniel Gunn. Vestía un batín a listas que parecía la carpa de un circo. Sonriendo a través de su barba roja, la cabeza vendada, un parche cuadrado cubriéndole el ojo derecho, tenía el aspecto de un pirata del Mediterráneo.
Entre los invitados estaba el contraalmirante Samuel P. Hazzard (retirado de la Marina de los Estados Unidos) y llevaba pantalones cortos color caqui, cazadora del mismo color y durante la ceremonia mantuvo la gorra de plato cga adornos dorados a la altura de su estómago.
La primera dama de honor fue la señora Helen Bragg, presunta viuda del coronel Mark Bragg. Ella proporcionó el anillo de boda, quitándoselo de su propio dedo.
La ceremonia tuvo lugar en el alto salón de la casa de los Bragg. El matrimonio fue celebrado por el Reverendo Clarence Henri, pastor egregio de la Iglesia Bautista del Afro-Reposo.
Randy estaba seguro de que resultaba perfectamente legal. Se realizó bajo su Orden Número 4, redactada aquella mañana en casa de Sam Hazzard.
Malachai y Bill McGovern habrían estado trabajando en el camión y Randy desayunaba con Dan Gunn, cuando las mujeres y los niños regresaron de Marines Park. La función religiosa había sido maravillosa, dijeron, pero traía noticias terribles. Durante la noche los salteadores habían atacado la casa aislada de Jim Hickey, el apicultor, en Pasco Creek Road. Habían matado a Jim y a su esposa. Los dos niños caminaron hasta Fort Repose y encontraron la casa de su tía. Si era la misma banda que golpeó a Dan Gunn era cosa que no se sabía. Los hijos de Hickey estaban impresionados e histéricos de miedo.
Randy, rabioso de una venganza inmediata, corrió a casa del almirante con las noticias. La experiencia del almirante en enfrentarse al impredecible y las hazañas brutales de la guerra le evitaron una acción prematura o imprudente.
—¿No era esto exactamente lo que esperábamos? — preguntó Sam Hazzard.
—Supongo que si, pero, maldición...
—No creo que debiéramos cambiar nuestros planes ni por un minuto. Si salimos ahora con el camión, quemaremos combustible para nada. Esa gente opera como bestias, Randy. Habiéndose atiborrado por la noche duermen durante el día, quizás toda la jornada completa.
Randy reconoció el sentido de esto y se calmó. Hablaron de la boda y de los problemas legales concernientes a la ley marcial y el almirante le ayudó a dar forma a la Orden Núm. 4. Decía:
Hasta que las oficinas del condado reanuden las operaciones y se restablezcan las comunicaciones normales entre esta ciudad y el condado de Timucuan en la sede, las siguientes reglas regirán los matrimonios y nacimientos en Fort Repose.
1— Los matrimonios podrán realizarse por cualquier ministro ordenado. La licencia de matrimonio y certificados de sanidad quedan suspendidos.
2— Los certificados de matrimonio serán emitidos por el ministro celebante, y serán válidos cuando sean firmados por las partes contratantes, el ministro y dos testigos.
3— Para que pueda conservarse un registro permanente, una copia del certificado quedará en la biblioteca de Fort Repose. Designo a la bibliotecaria Alice Cooksey como custodio de estos registros. Designo a la señorita Florence Wechek, como subco— misario.
4— Los registros de nacimiento, firmados por el médico o la comadrona asistentes al parto, o por la madre y cualquier testigo de atención médica asequible, serán depositados de la misma manera.
Una copia de esta orden se guardará con los registros en la biblioteca. Esta orden es retroactiva hasta El Día, así que cualquier nacimiento o matrimonio ocurrido desde El Día serán adacuedamente registrados.
Randy signó la Orden Núm. 4 y dijo:
—Bueno, cuando las leyes están suspendidas hay que hacer las propias.
—Esta es buena —dijo Sam Hazzard—. ¿Cómo se las arreglarán en otras partes?
—¿Otras partes?
—Deben de haber centenares de ciudades en el mismo caso que nosotros... la autoridad local colap— sada o inoperante, las comunicaciones suspendidas. Me imagino que en otras partes no lo hacen tan bien.
—¿Y cómo podría hacerlo peor? —Randy pensaba en lo que pasó a Dan Gunn y a los Hickey.
—Es posible —dijo el almirante positivamente.
Randy fue después a ver al Predicador.
—Predicador —dijo—, usted es un ministro ordenado, ¿verdad?
—Seguro que sí —dijo el predicador—. No estoy sólo ordenado, sino que en mi iglesia puedo ordenar a otras personas.
—¿Le importaría casarnos a la señorita McGovern y a mí? No tenemos las normales licencias judiciales de matrimonio, naturalmente, pero ya lo he solucionado para hacer la ceremonia legal bajo la ley marcial.
—La señorita McGovern me dijo que iban casarse, señor Randy. Seré muy feliz efectuando la ceremonia. No necesita papeles. He casado a miles de parejas durante mi vida. Algunos tenían documentos, otros no. Algunos aguantaron, otros no. Los papeles no importan. Es la gente, no los documentos.
Así se casaron, en una habitación llena de flores de la temporada y muebles de siglos menos amargos y gente de todas las edades.
Randy extendió el certificado y cuando el predicador lo firmó lo hizo: «Reverendo Clarence Henri», y Randy se dio cuenta por primera vez que acababa de enterarse del nombre completo del predicador, a pesar de que siempre estuvo allí, como vecino suyo.
II
Randy había encontrado en su escritorio un mapa del condado a gran escala y planearon sus movimientos con tanto cuidado como el 'capitán de un barco Q trazaría el rumbo de su navio a través de un paraje transitado por los submarinos. Habían cuatro carreteras que partían de Fort Repose. River Road se extendía hacia el este al lado del Timucuan hasta que giraba hasta entrar en autopista hacia las playas. Pasco Creek Road marchaba hacia el norte. San Marco Road hacia,;el este, desde el puente a través del St. Johns. Un camino estrecho y axiliar seguía el curso del St. Johns hacia sus fuentes.
El mapa, con dos cruces para marcar donde los salteadores— detuvieron a Dan Gunn y mataron a los Hickey. estaba en el suelo del garaje. Se inclinaban sobre él, Randy trazando la ruta que tomarían. Los salteadores podían estar en cualquier parte. Podían ser una banda, o dos, o más. Hasta podían haberse marchado por entero. Todo eran deducciones y. sin embarco resultaba necesario planear la ruta tanto como para cubrir la mayor parte del territorio utilizando la mínima porción de gasolina.tcomo para preveer dónde,se quedaría el camión sin gasolina, que sería el final de la algarada. Allí no había reserva, ni en ninguna parte. Tomarían River Road primero porque era la carretera más próxima. Después de hacer millas un camino vecinal poco usado les conduciría a Pasco Creek y recorrerían el trecho hasta Pasco Cieek v mego cortarían por un atajo a Fort Repo: se. Asi, utilizando los.senderos de arcilla laterales y las torrenteras podrían evitar retroceder por la misma ruta y ahorrar unas cuantas millas.
A cuatro patas, con la gorra marina echada hacia atrás sobre su rosada cabeza, el almirante murmuró:
—Dadme un navio rápido porque intento meterme en un buen jaleo, Paul Jones. Recuerda, Randy, esto debería ser un navio muy lento. Cuanto más despacio vayamos se empleará menos gasolina y más oportunidades habrán que nos localicen.
Randy iba a conducir. Malachai, Sam Hazzard y Bill McGovern estarían ocultos en lo que fue el camión.
—No me gusta conducir despacio pero si puedo hacerlo —dijo Randy—. Creo que unos treinta kilómetros por hora será bastante. Más despacio despertaría recelos.
Revisó las armas. Se llevaban cuanto tenían a mano, el 16 automático para el almirante y la escopeta del 20 para Bill McGovern. Malachai utilizaría la carabina. El gran Krag, largo como un rifle de Kentucky de caza mayor y casi tan poco manejable, quedaría en reserva. Por la descripción de Dan de cómo actuaron los salteadores, Randy se imaginó que la primera pelea, cuando se produjera, sería desde muy cerca y las escopetas de mayor valor que los rifles. El mismo, sólo tras el volante, tendría únicamente la automática del 45 en el asiento de su lado. Eso, y el cuchillo de caza que estaba casi tan afilado como una navaja de afeitar, aunque no tanto, enfundado en su cinto.
Randy recorrió el camión dándole el vistazo final. Pensó que hacía algo que le resultaba familiar y luego se acordó de que había visto a los comandantes de los aviones efectuar una inspección de ese estilo antes del despegue. Examinó las gomas. Estaban en buen estado. El agua de la batería había sido rellenada y la propia batería recargada mediante el corto recorrido. Malachai y Bill hicieron un buen trabajo con las aspilleras, disimulándolas dentro de las grandes letras pintadas: «SUPERMERCADO AJAX». A cada lado, una tronera en la J y otra en la N. Camuflaje. Las agujeros de las puertas traseras por debajo de las diminutas ventanas de vidrio, resultaban más conspicuos. Randy salió y regresó con un puñado de barro. Lo extendió en los bordes de las aberturas, borrando el brillo del metal recién cortado.
Eran las cuatro, la hora de salir.
—Ya conocéis vuestros puestos — dijo —. Sam, usted tiene el lado de estribor. Bill ocupará la portezuela de babor. Malachai, la popa. Si veo que el fuego de ustedes no puede se efectivo desde dentro, gritaré: ¡«Fuera»! Y todo el mundo deberá salir lo más de prisa posible mientras yo les cubro.
Entonces, en el último segundo, se produjo un cambio.
Malachai sugirió:
—Señor Randy. quiero decir algo. Me parece que no debería usted conducir. Creo que sería mejor que lo hiciese yo.
Randy se puso furioso, pero se contuvo y bajó la voz.
No estropeemos las cosas ahora. Entra, Malachai.
Malachai no se movió.
—Señor, es el uniforme. No vaya al volante.
—No lo verán hasta que nos detengan —dijo Randy-% Entonces será demasiado tarde. De todas maneras. toda clase de gente lleva vestidos de diversas procedencias. Apuesto a que veremos salteadores de uniforme si logramos ponerles las manos encima.
—Eso no es todo, señor —dijo Malachai—. Es su cara. Es blanca. Es más probable que traten de atacar a un negro que a un blanco. Ellos verán mi cara y dirán: «ajá, aquí viene algo blando y probablemente desarmado». Así se confiarán. Quizás nos dé ese segundo extra que necesitamos, señor Randy.
Randy dudó. Tenía confianza en la manera de conducir de Malachai y en su criterio y valor. Pero era el conductor quien tendría que hablar, si es que se hablaba, y debería mantener las manos lejos de la pistola. Eso sería lo más difícil.
El almirante intervino, hablando con cuidado.
—Vamos, Randy, no trato de traicionarte. Tú eres el capitán. Tú mandas y las decisiones son tuyas. Pero creo que Malachai tiene razón. Pantalán de trabajo y el rostro de un negro son mejores que un uniforme y la cara de un blanco.
—Está bien —admitió Randy—. Tienes razón. Tú conducirás. Malachai... Llévate la pistola delante. Mantenía fuera de la vista. Sólo hay una cosa que recordar. Cuando nos detengan todos te estarán vigilando. No sabrán que estamos aquí Te mirarán y te matarán si tratas de empuñar la pistola. Así que déjala en paz hasta que comencemos nosotros el tiroteo.
Malachai sonrió y dijo:
—Sí, señor —y entraron en el vehículo y partieron.
Mirando a través del cristal de la puerta trasera, Randy vio a su esposa y a Helen y a Dan en el porche. Agitaban las manos. Peyton también estaba allí, pero no hacía el menor ademán. Tenía el rostro enterrado en el vestido de su madre.
Marcharon hacia el este por River Road. Al cabo de unos cuantos kilómetros Randy dijo a Malachai aue buscase señales del lugar en donde Dan Gunn fue engañado y golpeado. Encontraron un solo signo. Puesto que ya nadie se preocupaba del cuidado de las carreteras la hierba había crecido alta en las cunetas y en ningún lugar se veía pisoteada. Cerca de la cuneta, descubrieron pedacitos de cristal roto. Luego hallaron la montura retorcida de las gafas de Dan. La montura era inútil y sin embargo, Randy la cogió y se la guardó en el bolsillo. Un gesto de abogado, pensó. Pruebas.
Siguieron adelante, pasaron por casa de los Sunbury. Randy estuvo tentado de parar y preguntar por los chicos aquejados del tifus. A Dan le gustaría saberlo. No paró. Los Sunbury eran buenas personas y confiaba en ellos, pero el camión era un secreto, secreto militar, y era insensato descubrirlo.
River Road estaba limpio. Nada se movía en River Road. Tomaron el lateral hacia el norte. Incluso aun que Malachai evitaba los baches peores condujo con exasperante precaución; fue un mal viaje. Sacudió a Bill McGovern y a Sam Hazzard. Eran mayores y se cansaron más.
Cerca de Pasco Creek pasaron junto a un grupo de cabañas deshabitadas.
Al acercarse, Malachai avisó a los de atrás:
—¡Gente!
Randy se volvió y echó una ojeada por encima del hombro de Malachai. Desde detrás del asiente trasero podía mirar sin ser visto. Vio a dos niños salir, al exterior y en otro lugar a un hombre barbudo agazapado tras un montón de leña, apuntando con un arma al camión. No hizo ningún movimiento hostil, pero el cañón le siguió. Era evidente que poca gente viajaba por aquella carretera y aquellos que lo hacían no eran bien recibidos.
Randy se sintió aliviado al meterse en un camino mejor hacia Fort— Repose. Para entonces todos estaban envarados, porque era imposible mantenerse de pie en la caja del camión. El almirante y Bill podían sentarse con las piernas cruzadas en el suelo y ver el panorama a través de sus troneras, pero Randy tenía que estar casi en cuclillas para ver por las ventanillas traseras. Cuando el camión llegó a un terreno más alto, en donde la carretera era recta y podían ver a quienes se acercaban desde casi dos kilómetros, dijo a Malachai que se detuviese.
—Nos tomaremos diez minutos —dijo.
Abrió las puertas traseras y salió, gimiendo, sintiéndose permanentemente dolorido. Caminó, agitando los brazos y flexionando las rodillas. Bill McGovern bajó a la carretera, con la espalda encorvada. El almirante trató de enderezarse y una juntura o un tendón crujiendo audiblemente. Soltó una maldición. Malachai sonrió.
—Ahora veo por qué querías conducir —exclamó Randy. Miró en varias direcciones. Nadie venía. Volvio al camión y encontró el termo que Lib le había dado. Todavía esperando encontrar agua. Era café—. ¡Mirad! —dijo—. ¡Mirad lo que Lib... mi esposa les preparó!
Se dio cuenta que era el único café que quedaba en el tarro.
Había una taza para cada uno, pero decidieron beberse sólo la mitad, ahorrando el resto para el final de la tarde, cuando pudieran necesitar más.
Volvieron al camión y continuaron la patrulla, pasando por delante de la casa de los Hickey, vacía, la puerta abierta, las ventanas fantasmalmente rotas. Jim Hickey, con tan valiosas mercancías para el cambio como la miel y la cera, debía conservar gasolina. El coche del apicultor advirtió Randy que faltaba. En el pasado mes cualquiera hubiera cambiado gasolina por miel. El objetivo de los salteadores era probablemente el coche y la gasolina, dedujo Randy, más que la miel. Esta conclusión le desanimó. Los salteadores podían estar a centenares de kilómetros de Fort Repose, ahora.
Acercándose a Fort Repose — ellos debieron evitar ser vistos en la ciudad— tomaron por un camino vecinal serpenteante y alto que recorrieron unos cuatro kilómetros hasta un antiguo puente que cruzaba el St. Johns. Una vez a la otra parte del río, quedarían hacia el sur y poco después se encontrarían en la carretera a San Marco.
Trasteando por la calzada de arcilla, apenas parecía que valía la pena seguir la vigilancia desde la trasera y sin embargo, Randy lo dijo. De pronto advirtió que le seguían. No habia visto ningún coche en Pasco Creek Road antes de dar la vuelta. No pasaron ningún otro vehículo en el camino lateral del camino de arcilla, ni tampoco casas. El coche estaba simplemente allí, siguiéndoles a respetable distancia, sin hacer el menor esfuerzo por alcanzarles y sin quedarse atrás tampoco. Recordó el abandonado cobertizo almacén de naranjas de la curva. Debia haber estado oculto allí. Randy habló para que Malachai pudiera oírle con claridad:
—Tenemos compañía... a unos trescientos metros atrás.
Esforzó los ojos a través de las polvorientas ventanillas traseras. Era difícil enfocar la visión, como intentar apuntar un revólver desde un traquetreante jeep y casi era de noche. EJra un último modelo de gris claro, techo duro descapotable o sedán y Jim Hickey poseyó un coche de esas características, aunque indudablemente habían muchas posibilidades de que existiesen montones de coches parecidos incluso que no fuesen grises sino castaño claro o sucios por el polvo de modo que se confundieran. Dijo a Malachai:
—Aumenta un poco la marcha. Veremos qué ocurre.
Malachai aumentó la velocidad hasta sesenta y cinco o setenta kilómetros. El coche de detrás mantuvo su distancia, exactamente, como si le remolcaran. Esto no demostraba nada. Sería un procedimiento normal de un ciudadano honesto siguiendo a un camión extraño por un camino solitario y poco frecuentado. No querría acercarse demasiado, pero probablemente tenía prisa por volver a casa antes de oscurecer. Así que si el camión aumentaba la marcha, también lo haría él.
—Vuelve a treinta —ordenó Randy.
El camión disminuyó la marcha. El coche hizo lo mismo. De nuevo esto sólo demostraba una cosa, pre» caución.
Randy se volvía a Sam Hazzard y Bill McGovern.
—Ese tipo de detrás o es un transeúnte inocente o nos está conduciendo.
—¿Conduciéndonos? —preguntó Bill.
—Conduciéndonos hasta el revólver o escopeta de› alguien amigo suyo que esté por delante —llegaron a una zona lisa de camino y Randy pudo ver a dos hombres en el coche. Pensó que la parte de atrás estaba vacía, pero no podía estar seguro —es una pareja. Hombres los dos.
Continuaron en silencio. Esto era enteramente distinto de una patrulla en la guerra cuando uno proseguía lleno de miedo y a pesar de su temor, esperando no encontrar ningún disgusto. Su único miedo era que fallasen de encontrar a los enemigos, que gastaron la gasolina en un viaje inútil y perdiesen su mejor oportunidad de barrerlos por completo. Esto era un asunto personal y cuestión de supervivencia. Era como tener un nido de serpientes de coral debajo de la casa. Era preciso ir a por él y matarlas, o con toda seguridad algún día matarían a un niño o a tu perro. En una cuestión como esta, la importancia de la propia vida disminuía. Así que rogó porque los hombres que le seguían fuesen salteadores.
Al cabo de un minuto o dos supo que lo eran, porque el extremo opuesto del estrecho y cubierto puente estaba bloqueado. Eran conducidos a un callejón sin salida y la situación táctica había cambiado y el plan resultaba inútil. Vería el campo de fuego desde las troneras laterales del camión. La pelea tendría que hacerse enteramente desde delante y atrás.
—Sigue en marcha — dijo —Tenían que metérse de cabeza en la encerrona. Si salían antes de llegar al puente y se precipitaban para pelear a distancia, entonces los salteadores podrían disparar y huir. Era necesario disparar desde cerca.
Malachai mantuvo la marcha.
—Sam, usted y Bill ocúpense de los de detrás — dijo Randy—. Yo ayudaré a Malachai delante. Olvídense de los laterales.
El almirante y Bill se arrastraron hasta la parte trasera.Randy se agazapó tras la espalda de Mala— chai. Repasó la carabina. Estaba preparada. Se metió otro cargador en el bolsillo de la camisa donde estuviera más a mano.
Lo que bloqueaba el extremo opuesto del puente era su modelo A, su perfil cuadrado inconfundible. Un hombre esperaba en cada mojón. Uno podía atacar el coche, pero no atropellar a los hombres de manera que su táctica no resultaría buena. Randy le reconoció por la descripción de Dan. El de los brazos de gorilla y la metralleta estaba delante. El arma era una Thompson. El hombre del bate ocupaba el otro lado. También llevaba una pistola enfundada, pero de la manera en que sostenía el palo, como un bateador a punto de entrar en la plancha, aquello parecía su arma favorita. Cuatro hombres, entonces, en vez de tres. Ninguna mujer. Comprensible. El personal de estas bandas probablemente cambiaba de día a día.
—Hacia ellos —dijo a Malachai—. Acércate.
Las ruedas pisaron las primeras planchas del puente y Malachai disminuyó la marcha. Randy vio el cañón de la Thompson levantarse. Ese era al que tenía que alcanzar. Se colocó la culata de la carabina y avisó a Bill McGovern.
—Déjenles que se acerquen —dijo—. Permítales que vengan.hacia nosotros cuanto quieran. Tenemos dificultades en la parte delantera.
Bill asintió. El rítmico batir de las gomas en las planchas cesó. Estaban a unos seis metros del Modelo A: El del bate avanzó hacia la izquierda del camión. El de la metralleta se quedó donde estaba. A esta luz Randy dudaba que pudiesen ver nada en la caja del camión, pero no se movió. Estaba tan inmóvil como un saco. Susurró.
—Haz que ese hijo de perra de la metralleta venga hasta nosotros. Oblígalo a moverse, que venga.
El del bate estaba a un metro de Malachai y a metro y medio del cañón de la carabina. Si miraba hacia la caja, Randy tendría que dispararle y en ese caso el de la metralleta Thompson podría matarles a todos. No sabía nada más que Randy pudiese hacerle decir. Ni siquiera susurrar. Ahora la cosa quedaba en manos de Malachai
El hombre golpeó con el bate violentamente contra la puerta.
Preguntó:
—¿Qué tienes ahí dentro, muchacho?
—No tengo nada, patrón —rechinó Malachai. Desde su puesto en el hombro derecho, Randy supo que Malachai empuñaba el 45, pero actuaba y hablaba como un tonto, que era la mejor manera de comportarse.
El de la metralleta dio un paso más hacia delante y dos a la derecha para poder observar a Malachai.
—Vamos, Casey —dijo—. ¡Saca ese tipo de ahí!
El del bate intervino:
—¡Baja, bastardo negro!
Randy sabía que aquel tipo no podría utilizar el palo mientras Malachai estuviese en el camión y rogó porque Malachai esperara. Miró al del arma de fuego. Por favor, Dios, que dé un paso más, así no tendré que tirar por el parabrisas. Un disparo a través del cristal fallaría casi de seguro a causa de la refracción de la luz o del desvío de la bala. Sería una locura desesperada y no quería hacerla.
—Sácale o rómpele la cabeza — dijo el de la metralleta—. No me importa lo que haga.
Malachai pareció temblar y lloriquear.
—¡Por favor, patrón! —el miedo en su voz resultaba real.
El del bate puso la mano en la manivela de la puerta.
En aquel instante la giró, Malachai saltó, lanzándose a través de la puerta y sobre el bandido, empuñando la pistola.
El de la metralleta dio dos rápidos pasos y la Thompson comenzó a brincar y a bramar. La gruesa cintura de aquel individuo estaba en el punto de mira de Randy y apretó el gatillo una y otra vez, una y otra vez antes de que el cañón de la Thompson descendiera y el bandido se doblase y comenzara a caer. Cuando estuvo de bruces en el suelo aún se retorció y empuñó el arma y trató de levantarla hacia Randy para disparar, pero Randy volvió a oprimir el gatillo, con cuidado, apuntándole a la cabeza.
Apenas había oído las escopetas pero cuando Randy salió por el asiento delantero y bajó del coche, buscando otro blanco, la batalla había terminado. Muy cerca detrás del camión dos figuras yacían, brazos y piernas retorcidos en un garabato torpe y mortal. El almirante estaba plantado sobre el hombre que empuñó el bate, la escopeta a un palmo de la cabeza.
Malachai estaba doblado, como durmiendo, la cabeza apoyada contra el neumático delantero izquierdo. Todo había tenido lugar en menos de siete segundos.
Malachai tosió y Randy se puso de rodillas a su lado y le incorporó y le levantó la cabeza. Malachai volvió a sofocarse y Randy le giró la cabeza de manera que la sangre hubiese salido de la boca y no meterse por su laringe. Abrió la camisa de Malachai. Había un agujero grande como una moneda de dos centavos debajo del plexo solar. En este pozo redondo la sangre oscura latía y manaba rítmicamente, con 'una pequeña y amenazadora inundación.
—¿Acabó con esta escoria? —preguntó el almiarante.
—Aguarde un momento —dijo Randy. Cogió el bate e hizo un esfuerzo por pensar con cordura. Primero, Malachai. Había que llevar a Malachai a casa a toda prisa para que Dan pudiese hacer algo si es que era posible ayudarle. Dan no tenia instrumental, ni tampoco veía mucho. Pudo haberlo hecho con un ojo si poseyera las herramientas de su oficio que aquellos hombres le robaron. Randy corrió hasta el modelo A. Estaba vacío. El maletín del doctor no se encontraba dentro.
Volvió al camión donde Sam Hazzard seguía plantado sobre su cautivo. Un lado de la cara de aquel tipo estaba en carne viva. El salto de Malachai y el golpe hicieron que aquel individuo cayera de frente sobre las planchas del puente.
—¿Dónde está el maletín del doctor?
El hombre no dijo nada. Randy vio que su mano derecha se movía. Continuaba teniendo una arma enfundada. Randy le pegó en la nariz con el bate.
—Estate quieto —el almirante se inclinó, desabrochó la funda y tomó el arma. Era un 38 especial de la policía.
—Habla — ordenó Randy.
—No sé nada — dijo el hombre.
Randy le pegó otra vez con el bate, con más fuerza, el individuo gritó.
—¿Dónde está el maletín negro? —preguntó Randy.
El hombre contestó:
—Ella se lo llevó. Rundum se lo llevó.
—¿Y dónde está ella?
—No lo sé. Se fue con alguien anoche... y no fue esta mañana... no sé... se fue con algún bastardo que tenía una botella.
—¡Bill — llamó Randy—. ¿Dónde está Bill?
Bill McGovern estaba al otro lado del camión.
—Aquí, Randy —contestó.
Bill, mire en ese coche a ver si encuentra el maletín de Dan. Y asegúrese de que esos dos de allá están bien muertos.
Malachai volvió a toser. Randy trató de ponerle de costado, pero empezó a sangrar más de la herida del estómago, así que tuvo que dejarlo como estaba.
—No creo que este nos haga ningún bien —dijo Sam Hazzard—. Simplemente nos retrasa. Creo que deberíamos convocar ahora mismo un tribunal militar y ejecutar la sentencia. Voto porque sea ejecutado.
—Yo también contestó Randy—, pero quiero ahorcarle. Si causa dificultades, le mataremos, Sam, pero prefiero tenerle vivo.
Bill volvió con una caja de cartón.
—No había nada en este coche, excepto esto. Hay un poco de comida. Unas cuantas latas de sardinas y de buey y una caja de cerillas y un par de cajas de municiones. Eso es todo. Ni rastro del maletín de Dan. Y el solar está acabado. Se puso en nuestra línea de fuego y parece ahora un cedazo habiéndole atravesado todos los perdigones. Hay gasolina por toda la carretera.
Randy puso en marcha el modelo A y miró el manómetro del combustible. Señalaba casi vacío Le hizo retroceder del puente, se guardó la llave en el bolsillo y lo dejó.
—Pondremos a Malachai dentro del camión y reanudaremos la marcha —dijo—. Primero recogeré sus armas y municiones.
Pensaba con anticipación. Habrían otros salteadores y esto era armamento para su compañía.
—¿Qué hay de esto? —preguntó Bill, señalando con la escopeta a los cadáveres.
—Déjelos —alzó la vista. Los buitres habían acudido—. Volveré mañana o enviaremos a alguien. Lo que quede de ellos... lo echaremos al río —y volvió a mirar a los negros pájaros que revoloteaban dando vueltas por encima de sus cabezas.
Uno de los salteadores que le siguió había sido Leroy Settle, el vaquero de la farmacia. Cuando Randy examinó sus dos pistolas quedó sorprendido al encontrar que eran sólo del calibre 22, réplicas ligaras, excepto en sus funciones, de los grandes Colt del 45 modelo frontera. La pistola de su compañero en apariencia había caído al río, porque no estaba en el puente aunque llevaba municiones en el bolsillo.
Entonces Randy se inclinó sobre el jefe. Vio que sus disparos habían sido bien dirigidos, tres en el vientre agrupados, casi cortándole en diagonal. Cuando cogió la Thompson, el brazo del muerto sorprendentemente se levantó con el arma, colgado como si sus dedos estuviesen pegados a la culata. Randy tiró con fuerza y vio que en realidad estaban pegados, con una especie de pegamín. Las manos del hombre estaban manchadas de miel casi seca.
III
Fue después de oscurecer cuando Randy embocó hasta los escalones delanteros de la casa. Cuando cortó el motor oyó los ladridos de Graff. Todas las ventanas del piso bajo mostraban luz. Lib salió por la puerta y bajó corriendo la escalera, le vio ante el volante y se plantó allá con los brazos abiertos y los labios jugosos antes casi de que pudiera bajar.
El predicador Henri apareció, y Tuo Tone, Florence Wechek y Alice Coocsey, Hannah y Missouri, los niños, Dan Gunn salió el batín revoloteando, llevando una lámpara. Todos habían estado esperando.
El almirante y Bill estaban en la parte trasera con el prisionero y Malachai. Bill bajó, empuñando una pistola y luego lo hizo el hombre, llamado Casey, con la punta del cañón de la escopeta de Sam Hazzard en la espalda. Sam bajó y sólo quedó en el coche Malachai. Malachai tras el primer kilómetro perdió el conocimiento. Hasta que llegaron a Fort Repose, la carretera había sido malísima.
—Matamos a tres, cogimos a este — dijo Randy —Hirieron en la cintura a Malachai. Mírale, Dan. ¿Sigue con vida, Sam?
—Lo estaba hace un minuto. Agonizando —dijo el almirante.
—Ben Franklin, trae vendas —ordenó Randy—. También cuerda.
—¿Vamos a ahorcarle ahora? — preguntó Ben, no con indiferencia sino como si se lo esperase.
—No. Lo ataremos.
Dan entró en el camión. Alzó la lámpara, sacudió la cabeza exasperado y luego se arrancó el parche de su ojo derecho. Lo tenía todavía hinchado pero no del todo cerrado y cualquier ayuda a su ojo izquierdo sería bien acogida. Salió y dijo:
—Está en coma, y no debiéramos moverlo, necesita una transfusión. Pero tenemos que trasladarle, si tengo que hacer algo con él. ¿Sobre qué?
Había una puerta abandonada en el almacén. La trasladaron utilizándola como camilla.
Pusieron a Malachai en la mesa de billar de la sala de juegos y luego reunieron lámparas y velas para que Dan tuviese luz.
—Tengo que hacerle reaccionar —anunció Dan—. Tiene una hemorragia interna masiva. Tengo que cortarla o no habrá posibilidad de sobrevivir. ¿Cómo? ¿Con qué? —dio una palmada al borde de la mesa, tambaleándose, no de fatiga o debilidad sino de agonía y frustración. Gritó—: ¡Oh, Dios!
Dan dejó de tambalearse.
¿Un cuchillo, Randy?
—El mío de caza. ¿Te va bien ese que es con el que me afeito? Está tan afilado, como una navaja de afeitar.
—No. Demasiado grande, demasiado grueso. ¿Qué hay de los cuchillos de mesa?
—Claro, cuchillos de mesa.
Las cortas hojas de acero de los cuchillos parecían casi como lancetas. El juez y la madre de Randy trajeron todo el juego danés de su viaje por Europa en el año 44. Eran los cuchillos más finos y afilados que Randy usó jamás. Los encontró en el cajón de la plata y gritó:
—¿Cuántos?
—Dos.
Desde el comedor se oyó la voz de Helen:
—He puesto agua a hervir... un gran cacharro.
El fuego del comedor había estado encendido. Helen colocó troncos gruesos de modo que ahora estaba en su esplendor y Dan tendría pronto medios de esterilizar sus instrumentos.
Randy los colocó dentro del cacharro para que hirvieran. Después de eso, siguiendo órdenes de Dan, metió sedales y anzuelos de pesca. Florence Wechek cruzó la carretera para traer agujas de coser. Lib encontró pinzas de metal para el pelo capaces de obturar una arteria. El sedal de Randy del carrete de la caña de pescar serviría para las suturas. Había jabón bastante para que Dan se lavase las manos.
Dan entró en el comedor, castañeteándole los dientes, esperando a que hirviese el bote de agua con sus instrumentos. Sabía que era desesperanzados A pesar de todo tenían que esterilizar lo inevitable, pero ahora estaba el coma y la hemorragia que él no podía derrotar. Se preguntó si sería posible preparar una solución salina para hacer dicha transfusión. Tenía los ingredientes, sal, y fuego; y, en algún lugar, ciertamente, un tubo de goma. No renunciaría a luchar por Malachai. Quería salvar a Malachai hombre capaz, silencioso y fuerte, más de lo que quiso salvar a nadie en sus años de médico. Había mucha gente que moría por nada. Malachai moría por algo.
En la sala de juego, Helen trabajaba rápida y competente. Había encontrado la última botella de whisky escocés, a excepción de lo que podía quedar en la botella de vidrio labrado que tenía Randy en su apartamento y estaba limpiando con el licor la herida.
Randy y Lib-se plantaron a su lado. El charco de sangre del agujero redondo fluyó y no volvió a alzarse.
El agua hervía en el gran cacharro de hierro cuando Randy entró en el comedor y tocó el hombro de Dan.
—Lo siento —dijo—. Me temo que haya muerto.
En un oscuro rincón del cuarto en donde ella pensó que no molestaría a nadie. Hannah Henri estaba sentada en una antigua y vetusta mecedora. La mecedora comenzó a moverse en una lenta cadencia y ella gimió al compás por el muerto, los brazos plegados sobre sus pechos vacíos como si tuviesen a un niño, excepto que donde debía haber estado el niño, no había nada.
Dan Gunn entró en la sala de juegos y vio que Randy tenía razón, que Malachai había muerto. Los hombros le cayeron pesadamente. Se dio cuenta de que le dolía la cabeza y que le escocían los ojos. No. había nada más que hacer excepto vaciar el improvisado esterilizador con sus ridículas y también improvisadas herramientas. Lo hizo en el sumidero de la cocina. Sin embargo, cuando vio los cuchillos y las pinzas del pelo y los plegadores despidiendo vapor, se dio cuenta de que no eran en realidad tan ridículos. Si mostraba mucho cuidado y pericia podría arreglarse con tales herramientas. No habían salvado y probablemente tampoco habrían podido hacerlo en el caso de Malachai. Sin embargo, podían salvar a otras personas. Un siglo atrás las herramientas no eran mejores y el conocimiento infinitamente inferior. Fuera de la muerte, la vida; una verdad inmutable. Helen estaba a su lado.
—Gracias, Helen —la dijo—, por intentarlo. Eres la mejor enfermera no diplomada del mundo.
—Lamento de que de nada sirviera.
—Quizá no fue un sacrificio inútil. Conservaré esto y trataré de mejorarlo. ¿Y no podríamos encontrar un pequeño maletín en alguna parte? Un bolso de viaje serviría.
—Tengo uno. Un maletín de tren.
—Lo meteremos aquí, pues, y prepararemos otro equipo —le dolían los ojos. ¿Quién en Fort Repose podría fabricarle otro par de gafas, o proporcionarle ojos nuevos?
IV
A las' nueve en punto de aquella noche, las rodillas de Randy empezaron a temblar y su cerebro se negó a trabajar más y exigió el descanso, una ración, sabía, a la lucha en el puente y lo que ocurrió antes y después y a la falta de sueño. Sin embargo, era su noche de bodas. Se había casado a medio día, lo que parecía increíble. Medio día quedaba a una eternidad atrás.
Pero ahora que estaba casado, pensó que él y Lib tenían una habitación para ellos y la intimidad consiguiente a una pareja de recién casados. Todo el espacio de dormitorios estaban ocupados y le sabía mal trasladar a nadie. Después de todo, eran sus invitados. Sin embargo, resultaba inevitable que las camas y los cuartos sufrieran alteraciones, la victima tendría que ser Ben Franklin, puesto que Ben era el hombre más joven. Ben tendría que dar su cuarto y ocupar el diván del apartamento de Randy y el señor y la señora de Randolph Bragg se trasladarían al cuarto de Ben.
Estaba sentado en el diván, tratando de dominar sus temblorosas piernas, la cara en las manos, pensando en esto. Lib se sentaba tras del mostrador, tomando zumo de naranja caliente. Ella también pensaba en el problema pero no se mostraba ganosa de mencionarlo, dándose cuenta de que era obligación del marido y que tenía que dejarle que tomase sus decisiones.
Entro, su padre. Un delgado y descolorido César con sus sandalias y su túnica blanca. Bill McGovern había estado montando guardia ante el prisionero atado, preguntándose si después de haber matado a un hombre aquel día no sentía remordimientos ni ahora ni después. Era como pisar una cucaracha. Se sintió aliviado cuando Tuo Tone Henri le relevó, ya había dejado la casa del duelo para cumplir con su deber. Bill preguntó por Dan. Randy alzó la cabeza y le dijo que Dan. agotado por estar demasiado tiempo en pie. dormía.
—Bueno, te lo diré, entonces, pero no creo que sirva de nada esta noche.
Habló directamente a su hija.
—No sabía qué darte como regalo de bodas. Elizabeth. Hay una buena hacienda en Cleveland, pero supongo que ahora no valdrá mucho. Hay bonos y acciones en nuestra caja fuerte de Fort Repose y el dinero efectivo bueno, el dinero confederado del arcén de Randy debe valer poco más o menos lo mismo. Puedes quedarte con la casa y la propiedad del camino. si quieres, pero no creo que nadie pueda vivir allí a menos que vuelva a haber electricidad. ¿Qué podría dar a Lib y a Randy? Lo hablé esta mañana con Dan. Hice una sugerencia y decidimos ofreceros un regalo juntos, del padrino y del padre de la novia.
Bill miró de uno a otro y vio que estaban interesados.
Os vamos a regalar este apartamento entero. Dan se trasladará a vivir conmigo.
—¡Eso es maravilloso, padre! —exclamó Lib.
—Sólo que —empezó a decir Bill, dudoso—,...si Dan está dormido no creo que debiéramos molestarle, ¿verdad?
—No, esta noche no —contestó Lib. Besó a su padre y besó a su marido y cruzó el pasillo hasta su antigua habitación. Randy se dejó caer en el diván y se durmió. Al poco, Graff saltó a su lado y se acomodó bajo el brazo.
V
Al medio día del lunes, el hombre del bate fue ahorcado desde la vigueta más alta del tejado del kiosco de Marines Park. Todos los comerciantes normales y un número grande de forasteros estaban en el parque. Randy ordenó que no se bajase el cadáver hasta la puesta del sol. Quería que los forasteros, se quedasen impresionados y llevasen la noticia más allá de Fort Repose.
Mientras que él no lo había planeado, aceptó en este día los primeros alistamientos de lo que resultó ser la Tropa de Bragg, aunque en sus órdenes le llamase Compañía Provisional de Fort Repose. Siete hombres se presentaron voluntarios aquel día, incluyendo a Fletcher Kennedy, que fue piloto de combate de la aviación y Link Haslip, cadete de West Point, que estaba de permiso en su casa por navidades en El Día. Les nombró tenientes provisionales de infantería. Los otros cinco eran todavía más jóvenes... chicos que habían terminado sus seis meses de reserva de instrucción después de la escuela superior o que formaron parte de la Guardia Nacional.
Después de la ejecución, Randy clavó avisos que había escrito a máquina antes y que llevó al parque en el bolsillo de su uniforme.
El primero decía:
"El 17 de abril los siguientes salteadores fueron muertos en el puente cubierto: Mickey Cahane, de Las Vegas y Boca Ratón, jugador y pandillero; Arch Fleggert, de Miami, de ocupación desconocida; Leroy Settle, Fort Repose.
"El 18 de abril, Thomas "Casey" Killinger, también de Las Vegas y cuarto miembro de la banda que asesinó al señor y la señora James Hikey y que robó y asaltó al doctor Daniel Gunn, fue colgado en este lugar."
El segundo aviso era más breve:
"El 17 de abril, el sargento técnico Malachai Henri (de la RESERVA de la aviación de los Estados Unidos) murió de una herida recibida en el puente cubierto, mientras defendía a Fort Repose".
PARTE 12
I
A primeros de mayo, una lámpara de la radio del almirante se fundió cortando toda comunicación con el mundo exterior. Mientras estas comunicaciones habían sido siempre algo precarias y la información magra y confusa, el hecho de que desapareciesen por entero, resultó un golpe para todos. El receptor de onda corta del almirante había sido su única fuente de noticias de confianza. Era también una fuente de esperanza. Cada noche que la recepción era buena algunos se reunían en el cubil del almirante y escuchaban mientras él exploraba las longitudes de onda, esperando noticias de paz, de victoria, de socorro, de reconstrucción. Aun cuando jamás se oían tales noticias, siempre podían esperar con ansia que se recibiesen la noche siguiente.
Tras consultar con el almirante y los Henri. Randy colocó un aviso en su boletín oficial de Marines Park. Pedía un recambio para la lámpara y ofrecía un buen pago: un cerdo y dos pollos, o una colección de cinco años de viejas revistas. Nunca le ofrecieron la válvula adecuada. Antes de El Día el almirante se había visto obligado a pedir válvulas de recambio directamente de la fábrica de Nueva Jersey, así que no se mostraba muy optimista.
Aun cuando pudieran adquirir una nueva válvula, la radio no podía funcionar mucho tiempo, porque las baterías de automóvil estaban agotadas y fue en mayo cuando la gasolina se acabó por entero.
II
En junio, la cosecha de maíz del predicador Henri maduró, las dulces mazorcas oscilaban en el aire y los primeros tallos de la caña de azúcar de Tuo Tone cayeron ante los machetes. Junio fue el mes de la abundancia, el mes en que comieron mazorcas de maíz e hicieron pasteles con melaza. En junio todos engordaron.
Fue en junio, también, cuando cosecharon su primera garrafa de licor, gracias al alambique construido por Bill McGovern y Tuo Tone. Fue todo un acontecimiento. Luego de que una serie de piñas ardieran durante tres horas debajo de la caldera de diez litros, el líquido empezó a gotear por el serpentín. Tuo Tone cogió estas primeras gotas en una taza y se las entregó a Randy. Randy olfateó aquel género incoloro. Olía horriblemente. Cuando se enfrió un poco lo probó. Sus ojos se llenaron de lágrimas y su estomago le rogó que no lo tragase. Sin embargo, logró engullir un poco. Era horripilante.
—¡Maravilloso! —jadeó y rápidamente pasó la copa a los demás.
Después de que todos los hombres se hubiesen tomado un trago y adecuadamente felicitaran la invención de Tuo Tone y el mecanismo construido por Bill. Randy dijo:
—Claro que resulta un poco crudo. Al envejecer, será más suave.
—Debiera envejecer en madera — dijo Bill—, ¿Podríamos conseguir un barril?
—Será todo un problema — contestó Randy —Cualquiera que tenga un barril de Whisky, lo cambiará por un par de litros del licor después de que haya envejecido.
Pero para Dan Gunn, el whisky de maíz resultó inmediatamente útil. Mientras que no se atrevía a utilizarlo por anestesia, calculó como muy alto su contenido alcohólico. Sería un excelente repelente para las moscas, un linimento y un antiséptico preparativo para la piel.
III
Un día de julio, Alice Cooksey trajo a casa cuatro libros sobre hipnotismo y se los presentó a Dan Gunn.
—Si puedes aprende hipnotismo —sugirió ella—, podrías utilizarlo como anestesia.
Dan sabía que buena cantidad de doctores y de dentistas, también practicaban comúnmente el hipnotismo; siempre le pareció un sustituto lento y poco eficiente del éter y de la morfina, pero ahora se aferró a la idea como si Alice le hubiese ofrecido un específico contra el cáncer.
Cada noche, Helen le leía. Ella insistió en leer para así no cargar los ojos del médico. Ya no tenían velas ni petróleo pero sus lámparas y linternas quemaban aceite pesado extraído de los tanques subterráneos con una bomba de mano. Era verdad que el aceite pesado olía de manera horrible y producía una luz amarillenta y poco efectiva. Pero era luz.
Pronto Dan hipnotizó a Helen. Luego hipnotizó o intentó hipnotizar a todos en Kiver Road. No logró triunfar con el almirante en absoluto. Consiguió un hipnotismo parcial en Randy, con pobres resultados, incluyendo mareo y dolor de cabeza. Randy trató de cooperar pero no pudo dejar su mente en blanco ni un solo instante.
Los niños resultaron excelentes sujetos. Dan les volvía a hipnotizar una y otra vez hasta que le bastaba sólo con hablar unas cuantas frases en la jerga del hipnotizador, chasquear sus dedos y ellos caían en un trance maleable. Randy se preocupó de esto hasta que Dan le explicó.
—He estado adiestrando a los niños para que sean sujetos rápidos, porque en una emergencia, tengan una posibilidad fácil de anestesia.
—¿Y si tú no estás cerca?
—Helen también estudia hipnotismo —se quedó pensativo—. Se está haciendo toda una experta. Mira, Helen podría haber sido médico. Helen no es feliz a menos que cuide a alguien. Se preocupa por mí.
Una semana más tarde, Ben Franklin tuvo dolor de vientre que le obligó a levantar su rodilla derecha encogiéndose cuando trataba de acostarse. El dolor siempre estaba allí y a intervalos se convertía en un pinchazo agudo que le recorría el cuerpo en oleadas. Dan decidió que el dolor de Ben no era producido por comer demasiados plátanos. Era imposible hacer un recuento de glóbulos rojos pero el chico tenía algo de fiebre y Dan sabía cuál era su mal.
Dan operó en la mesa de billar de la sala de juegos, después de someter a Ben en un profundo trance. Dan utilizó los cuchillos de carne, las agujas de coser, los rizadores del pelo y el hilo de nylón, todo esterilizado adecuadamente y quitó un apéndice inflamado y a punto de perforarse.
A los cinco días, Ben se levantaba y trabajaba. Después de aquello, Randy con cierta aprensión se refirió a Dan como: «Nuestro brujo particular y hechicero».
IV
En agosto agotaron el último maíz, exprimieron las últimas naranjas tardías, las valencianas, y consumieron las últimas deliciosamente dulces uvas de las parras. En agosto se quedaron sin sal, los armadillos destruyeron la cosecha de ñame y los peces dejaron de picar. Aquel terriblemente cálido agosto fue el mes del desastre.
El final del maíz y el agotamiento de la cosecha de cítricos había sido inevitable. Los armadillos en los ñames fue mala suerte, pero soportable. Pero sin pescado y sal su supervivencia resultaba dudosa.
Randy tuvo cuidado en racionar la sal desde que se vio sorprendido, en julio, al descubrir las pocas libras que quedaban. La sal era un artículo de primera necesidad, no simplemente los granitos blancos que uno dejaba caer sobre los huevos. Dan utilizaba soluciones salinas para media docena de propósitos. Los niños empleaban sal para limpiarse los dientes. Sin sal, la matanza de los cerdos de Henri, habría sido un desperdicio terrible. Planeaban curtir la piel de uno dé ellos para confeccionarse mocasines que necesitaban con urgencia y sin sal, esto resultaba imposible.
En cuanto se quedaron sin sal pareció que casi todo lo que tomaban necesitaba salarse, más que nada el cuerpo humanó. Día tras día, el termómetro del porche marcaba 35 o más y cada día todos —tenían trabajos manuales que hacer y kilómetros que caminar. Sudaban a raudales. Perdían la sal al sudar y se debilitaban y enfermaban. Y todos los de Fort Repose se debilitaron y enfermaron porque no había sal por ninguna parte.
En julio, Randy fue a casa de Rita Hernández y ella ie cambió veinticinco libras del sal por tres grandes lubinas, un cajón de Valencias y cuatro cartuchos de perdigones. No cambiaban por regla general sus productos por estas cosas, creyó Randy, pero a causa de que él la ayudó a preparar un entierro decente para Peter y la proporcionó mano de obra para llevarle ai cementerio Én Fort Repose, accedió. Desde julio, le fue imposible encontrar sal en ningún lugar. En Marines Park, una libra de sal valdría cinco de café, si es que alguien tenía café. No se podía comprar sal ni con licor de maíz potente aunque sólo ligeramente envejecido.
En agosto, los comerciantes de Marines Park, iban como zombies por falte de sal. Y por la primera vez en su vida, Randy sintió una extraña intranquilidad que se convirtió casi en locura cuando se secó el sudor de la cara y luego lamió la sal de sus dedos. Ahora comprendía el ansia animal hacia la sal, entendía por qué un jaguar y un ciervo compartían lamiendo el mismo terrón salino en un esfuerzo por mantener una tregua que les impidiera morir por falta de sal.
Pero aún más importante que la sal, era el pescado, porque los peces del río eran su plato fuerte, como las focas para los esquimales. Había sido muy sencillo, hasta agosto. Sus cañas de bambú, con mangos de metal o de madera, colocadas a extremos y lados de los muelles, cada noche proporcionaban bastante pescado para el día siguiente. Por la mañana, alguien no tenía más que acercarse hasta el muelle y recoger lo que se había enganchado en los anzuelos durante las horas de oscuridad. Si la pesca automática nocturna era magra, o se necesitba pescado extra para comerciar, alguien recibía permiso para abandonar sus tareas ordinarias y pescar por la mañana, o al oscurecer cuando las lubinas picaban con furia. Las cañas crecían en macizos, tenían sedales en abundancia, anzuelos bastante para durar años (el pescar había sido el deporte, antes de El Día, de Bill McGovern y Sam Hazzard, lo mismo que de Randy) y todas clases de cebos... gusanos, grillos, saltamontes, renacuajos, moscas, etc., y, además, todos eran capaces de utilizar una red, o simplemente las manos.
Randy tenía más de un centenar de cebos artificiales y cucharillas y quizás casi la mitad de moscas y gusanos de la lubina. Los compró sabiendo que la mayor parte de los cebos están diseñados para engatusar a los pescadores más que a los peces. Sin embargo en ocasiones, la lubina se volvía loca por lo artificial y en la primavera las moscas falsas podían ser suplementadas por mosquitas de verdad y por diminutas cucharillas. Así que pescar no resultó nunca un problema, hasta que los peces dejaron de picar. Yel problema fue grave.
Cuando cesaron, cesaron de pronto y todos juntos. Incluso con su red circular, vadeando a pies descalzos en las hondonadas, Lib a su lado llevando esperanzada un cubo, Randy no pudo ver ni un pececito de ninguna clase. Randy, se consideraba un buen pescador y sin embargo, reconoció que no comprendía por qué los peces picaban o no picaban. Agosto jamás fue un buen mes para la lubina negra, es cierto, pero aquel agosto resultó extraño. Sólo durante las tormentas se veía agua en el río. Un sol calcinador se levantaba, se hacía rojo, blanco y se hundía colorado y fundente, y el río estaba fantasmalmente quieto y sólo agitado como pudiera estarlo el acuario de Florence. Incluso al amanecer o en el crepúsculo vespertino, ningún pez nadaba ni saltaba. Eso era malo. Y además terrible.
En la tercera semana de agosto, cuando todos estaban débiles y medio enfermos, Randy contó sus temores a Dan. Era por la tarde. Randy y Lib acababan de venir del seto. Durante una hora estuvieron agachados juntos bajo un gran roble, esperando a que bajasen a comer las grandes ardillas grises. Todo estaba en profundo silencio y las ardillas habían armado su bullicio y Randy disparó matando a dos o tres con su doble 20, un uso vergonzoso de su insustituible munición para tan poca carne. Sin embargo, tres ardillas no eran suficientes para dar sabor a carne al potaje de aquella noche. Lo que tomarían para desayunar, si desayunaban, nadie lo sabía. Encontraron a Dan en el despacho de Randy, con Helen recortándole el pelo. Randy, le habló de las ardillas y luego dijo:
—Dan, he estado pensando en los peces. Nunca vi tan mala la pesca, antes. ¿Podría haber ocurrido algo grave y permanente? ¿Es posible que la radiación los haya barrido a todos?
Dan se rascó la barba y Helen le apartó la mano diciendo:
—Estate quieto.
—Los pescados —comentó Dan—. Déjame pensar en los pescados. Dudo que les haya ocurrido algo. Si el río hubiese quedado empozoñado por la radiación después de El Día, los peces muertos habrían subido a la superficie. El rio hubiese quedado alfombrado de cadáveres. Entonces no sucedió y tampoco ha ocurrído desde aquél día. No, dudo de que haya habido una i matanza general de peces.
—Eso me preocupa —dijo Randy.
—La sal me preocupa más. La sal no crece ni se cría ni se siempra. O se tiene o no se tiene.
Helen hizo girar la silla. Dan estaba frente al cofre de teca. De pronto abandonó su asiento, se dejó caer de rodillas, abrió el arcón y empezó a hurgar.
—¡El diario! —gritó—. ¿Dónde está el diario?
—Aquí. ¿Por qué?
—¡Ahí sale en el diario! Recuerdo cuando Helen me lo leía después de la paliza que me dieron los salteadores. Se hablaba de sal. ¿Te acuerdas, Helen?
Randy no había mirado el diario del Teniente Randolph Rowzee Peyton durante años, pero ahora se j acordaba. Los Marinos del teniente Peyton, también j tuvieron escasez y necesidad de sal y de algún modo i la obtuvieron. Se puso de rodillas junto a Dan y rápidamente encontró el diario. Repasó las páginas. El teniente Peyton, tal y como se acordaba, se quedó sin sal durante su segundo año. Encontró la partida. Pechada el 19 de agosto de 1839:
"Una lancha de suministros de Cow's Fort, se retrasó mucho y a mis tropas les falta sal y sufren mu cho por el calor, el seis de agosto, envié a mi leal guia Creek, Bill Longnose, hasta St. Johns (a veces llamado río Mayo) para descubrir la causa del retraso. Hoy ha vuelto con la información de que nuestra lancha de suministros, subiendo corriente arriba, tuvo que amarrar en Mandarín (una ciudad llamada así en honor a la nación oriental de la que se importaron sus naranjos). Por mala suerte, aquella noche los semino— las atacaron Mandarín, matando a gran número de los habitantes y quemando las casas. El patrón de la lancha de suministros, un paisano, y su tripulación, consistente en un hombre blanco y dos esclavos, escaparon a los bosques y llegaron más tarde a St. Agustino. Sin embargo, la lancha fue saqueada y quemada.
"Todas las demás privaciones pueden ser soportadas por mis hombres excepto, la falta de agua y la falta de sal".
La siguiente partida estaba fechada el 21 de agosto. Randy la leyó en voz alta:
"Bill Longnose hoy trajo al fuerte a un seminóla, un joven recio y de ojos turbios, que se hacia llamar Kyukan, que se ofreció a llevarnos al lugar en donde hay sal suficiente para llenar diez veces este fuerte. Eso dice. Como pago pidió tres litros de ron. Aun cuando sea ilegal vender licor a los seminólas, nada dice la ley sobre darles bebidas. Por consiguiente, ofrecí al indio una jarra de un litro y él aceptó".
Randy volvió la página y dijo:
—Aquí está. Abril 23: "Hoy regreso a Fort Repose en la segunda lancha, trayendo doce grandes sacos de sal. Era cierto. Pude haber llenado el fuerte diez veces."
"El lugar está cerca de las fuentes del Timucuan, unas 22 millas náuticas, calcularía, subiendo por ese tributario. El nombre indio significa "Laguna del Cangrejo Azul". La laguna en si es Icara como el cristal, como Silver Springs. Pensé que estaba rodeada por una blanca playa, pero descubrí luego, que lo que yo creía que era arena resultó simplemente pura sol. Fue del todo increíble. En esa laguna habían cangrejos azules, como los que se encuentran sólo en el océano, sin embargo, el agua queda a muchos kilómetros tierra adentro y a más de trescientos kilómetros de la boca del St Johns o del Mayo.
Randy cerró el diario, sonrió y dijo:
—Ya he oído hablar de la Laguna del Cangrejo Azul, pero nunca estuve allí. Mi padre solía ir cuando era niño, a pescar congrejos. Nunca mencionó la sal. Creo que esa sal no impresionó a mi padre. Siempre había en la cocina. Teníamos en abundancia.
A la mañana siguiente la flota de Fort Repose zarpó veloz, cinco barcos al mando de un almirante cuya última vez que estuvo en el mar también mandó cinco navios... un super portaviones, dos cruceros y dos destructores.
Para agosto, la mayoría de las lanchas de Fort Repose habían sido provistas de velas cortadas de toldos, cortinajes e incluso de sábanas de nylón, colocadas en las ligeras embarcaciones fuera borda y con proas y flotadores laterales y con timones hechos a mano. Para la expedición Timucuan arriba, Sam Hazzard eligió lanchas de capacidades excepcionales y de buenas condiciones navegables. La barca ligera de fibra de vidrio de Randy no era conveniente, asi que Randy tuvo que unirse a la tripulación del almirante. Con el viento sur soplando cálido y firme, teniendo intención de llegar a la laguna del Cangrejo Azul antes de la noche y volver a Fort Repose a medio día de la siguiente jornada, porque su velocidad sería el doble a su regreso, siguiendo la corriente.
En los cinco botes iban trece hombres, todos bien armados. Esa sería la primera noche que Randy tendría que pasar separado de Lib desde su matrimonio y ella parecía en cierto modo, apenada. Pero Randy no temía por su seguridad, o por la seguridad de Fort Repose. Su compañía tenía ahora treinta hombres. Controlaba' los ríos y los caminos. Sabienéo esto, los salteadores se mantenían lejos de Fort Repose. La frase «Fuerza de castigo» había sido popular antes de El Día y efectiva mientras esa fuerza fue inconfundiblemente superior. La compañía de Randy era la fuerza más eficiente con toda seguridad de la Florida Central y él tenía intención de conservarla así.
Sentado en el timón, la gorra dorada bien encasquetada en la cabeza, el viento silbando a través de las jarcias, el almirante parecía haberse quitado diez años de encima.
—Mira —dijo—, cuando yo estaba en la academia insistieron en que era preciso navegar a vela antes que a vapor. Solían colocarnos en balandros y hacernos navegar una y otra vez por el Severa y aprendíamos nudos y el manejo de los cordajes y su instalación. Creí que era una tontería. Aún sigo creyéndolo, pero resulta divertido.
Llegaron a una curva del río y Randy vio cómo la atalaya de su tejado desaparecía detrás de los cipreses y de las palmeras. Era divertido, pensó, tranquilo. En un bote de vela un hombre podía pensar. Pensó en el pescado y en lo que había ocurrido a la pesca, porque tenía el estómago vacío.
Peyton Bragg estaba aburrida, disgustada y furiosa. Había ayudado a Ben Franklin a planear la caza. Incluso había caminado hasta la ciudad con Ben y le ayudó a localizar los libros en la librería que hablaban sobre armadillos. El armadillo, según se enteraron, era un animal nocturno que se escondía durante el día en hoyos profundos. Por la noche excava como un topo por debajo de la superficie, localizando y comiéndose las raíces tiernas y los tubérculos, en este caso los ñames de los Henri. Lo más emocionante que aprendieron fue que en América Central el armadillo era considerado como un plato exquisito. El armadillo era comestible.
Luego, cuando llegó el momento de la caza, Ben se negó a llevarla. Una chica no podía estar toda la noche en el bosque, dijo Ben. Era demasiado peligroso. Hubiera querido la muchacha presentar su caso a Randy para que este juzgase, pero Randy se había ido con el almirante y su madre estaba de acuerdo con Ben.
Así que Ben se fue aquella tarde con Caleb y Graff. Era presunción de Ben que Graff era primordial para la caza del armadillo y así se demostró. En Alemania, el perro lebrel fue criado originalmente como cazador de armadillos, o bichos por el estilo, lo que significaba que podía excavar como un loco y sin miedo y perseguir tenazmente al animal por debajo del suelo.
Ben iba armado con un machete y su rifle del 22, pero fue la lanza de.Caleb lo que resultó ser el arma efectiva contra los armadillos. Recorrieron el sembrado de ñames a la luz de la luna. Toda la zona estaba llena de agujeros de los armadillos. Bill introdujo a Graff por una abertura y el perro olisqueando y comprendiendo de inmediato, se abrió paso dentro del suelo. Al poco se oyó un grito terrible y un gruñido desde un rincón del sembrado. Localizando al armadillo por los sonidos de Graff. Caleb hurgó con la lanza y el animal salió. Fue tan repentino que pilló a Ben por sorpresa y disparó. A los demás, los decapitaron con el machete.
Por la mañana cinco armadillos fueron colocados en el establo de los Henri. Tuo Tone y el predicador los limpiaron y Peyton comió armadillo para desayunar. Se hubiese atragantado de asco, excepto que resultó tierno y delicioso y que tenía mucha hambre. Ben Franklin fue felicitado por descubrir una nueva fuente de alimentos y resultó ser un héroe. Peyton
era sólo una chica apta para coser, lavar cacharros y hacer las camas.
Peyton se tiró sobre la cama y se quedó mirando al techo. Quería que se la felicitase y que se fijaran en ella. Quería ser heroína. Recientemente había estado hablando a Bill de sicología, una materia fascinante. Había leído uno de los libros de Lib.
Me veo rechazada — se dijo en voz alta a sí misma.
Si quería ser una heroína, el mejor medio era coger algún pescado. Se puso a pensar en el problema: ¿por qué no picaban los peces? Ella había oído decir al almirante que— el mejor pescador del río era el predicador Henri y, sin embargo, sabía que Randy no habló con el predicador sobre la falta de pescado. Si alguien podía ayudar, sería el predicador. Se levantó, alisó la cama y bajó por las escaleras posteriores. Era su día de barrer dichas escaleras. Terminaría de hacerlo cuando volviese.
Peyton encontró al predicador a la sombra de su porche delantero meciéndose en la mecedora. El predicador se hacía muy viejo. Casi no hacía otra cosa que mecerse. El predicador era la persona más vieja que Peyton había visto jamás. Ahora tenía una barbita blanca y parecía un profeta salido de la Biblia.
—¿Predicador, puede usted decirme algo? —preguntó Peyton.
El predicador se quedó sobresaltado. No la había visto acercarse y su voz le interrumpió su sueño. Empezó a levantarse y volvió a dejarse caer en la silla.
—Claro, Peyton —dijo—. ¿Qué quieres saber?
—¿Por qué no pican los peces?
El predicador soltó una risita.
—Pican. Pican cuando tienen que comer.
—Vamos, predicador. ¿Por qué no me dice cómo puedo pescar un poco?
—Para pescar, es necesario, pensar como los peces. ¿Puedes tú pensar como un pececito, nena?
Peyton se sintió insultada, al oírse llamar nena, pero tenía su dignidad y fue con dignidad como respondió:
—No, no puedo. Pero sé que usted sí. Debe hacerlo, porque es un gran pescador. El predicador asintió:
—Fui un gran pescador, ahora soy demasiado viejo para pescar. Nadie me cree gran pescador. Sólo piensan qué soy un viejo inútil. Tú eres la primera en preguntarme por qué no pican. Así que te lo diré. Peyton aguardó.
—Si hiciese muchísimo calor, como ahora, el máximo calor que recuerdo jamás y tú fueses un pez, ¿qué harías?
—No lo sé —contestó Peyton —. Sé lo que hago yo. Me doy duchas, tres o cuatro al día. Al exterior, sin nada puesto.
El predicador asintió.
—Los peces también quieren estar frescos, y no se acercan a la orilla, por ahí... —su brazo giró para indicar las riberas del río-...se van al centro. El agua cerca de la orilla está caliente. Mete la mano y notarás como si fuese caldo. Pero en el centro del río, donde está más hondo, se está bien y fresco. Ahí viven los peces animadamente y tienen hambre y comen cuando se les ponen buenos cebos.
—¿Las lubinas?
—Sí. Las grandes lubinas, muy adentro.
—¿Y cómo llegaría hasta ellas? Nadie ha sido capaz de hacer picar con las redes a las lubinas... no hay forma...
—Eso es lo malo —dijo el predicador—. Los pescaditos tienen también calor y así que se meten también en el centro, donde son perseguidos por los grandes peces, como siempre.
—¿Se comería la lubina a los peces dorados?
El predicador la miró receloso.
—¡Claro que sí! Se lo zamparían en un segundo, si se le ofreciese! Pero va contra la ley pescar con peces dorados. Aunque si yo tuviese peces dorados, y no fuera contra la ley, y tuviera que pescar en la zona más honda, entonces no utilizaría otro cebo. Colocaría un poco de peso cerca del anzuelo para que el pez dorado se hundiese hasta el fondo, donde se agazapa la gran lubina.
—Gracias, predicador —dijo Peyton, y se alejó, no deseando incriminarle más, si realmente era cierto que la pesca con peces dorados resultaba ilegal.
Volvió a casa, encontró un cubo en el porche posterior y luego cruzó River Road para hablar con Florence Wechek. Ella y Florence eran buenas amigas y a menudo conversaban largo y tendido, pero sobre cosas sencillas, tales como remendar y coser.
Florence no estaba en casa, probablemente se encontraría en la ciudad ayudando a Alice en la biblioteca, pero sí los peces dorados. Los vio nadar ensoñadores, mirándola en su inútil complacencia.
—Estoy con vosotros —dijo la muchacha y vació peces y agua en el cubo. Tomó prestada la caña de Ben Franklin y el carrete y se dirigió al muelle. Le habían prohibido salir sola en la barca de Randy, pero puesto que estaba ya mezclada en un acto criminal, igual podía arriesgarse a otra infracción.
A medio día Randy no había regresado y Elizabeth McGovern Bragg subió hasta la atalaya donde podía estar a solas con sus temores y su ansiedad. Su padre y Dan Gunn habían caminado hasta la ciudad aquella mañana. Con algunos voluntarios de la Tropa de Bragg habían empezado a limpiar y reparar la clínica. Así que no había ningún hombre en la casa y ella temía por su marido. El la había dicho que no había peligro pero en esta nueva vida de tribulaciones, los peligros se presentaban de imprevisto y eran mortales. Mantuvo la cara vuelta hacia el este, en donde la listada vela hecha del toldo del almirante aparecería en el primer recodo del Timucuan.
Se dijo a si misma que era una tontería, que Ran dy y los demás, si encontraban el lugar, podían enredarse allí durante horas. Indudablemente se darían un banquete de cangrejos y no se lo podía censurar. Incluso podían encontrar difícil cargar la sal. Cualquier incidente podría retrasarles.
Desde la hierba de detrás de la cocina, Helen llamó:
—¡Lib!
Ella se inclinó por la barandilla.
—¿Si?
—¿Está Peyton contigo?
—No. No la he visto.
—¿Está en el muelle?
Lib miró al muelle y vio que faltaba la lancha de Randy. Antes de decírselo a Helen escrutó el río. No se veía nada en ninguna parte; Randy había zarpado en el crucero del almirante y la lancha pequeña debería estar allí.
A las cinco de la tarde, la flota de Fort Repose divisó la casa de Randy. No había duda de que el viaje era triunfal. Los cinco botes estaban repletos de sal, los trece hombres atiborrados de cangrejos hervidos, sazonados con exageración, de modo que todos se veían más fuertes y se notaban mejor y en cada lancha habían cubos y tinas llenas de cangrejos vivos.
El almirante condujo su bote a lo largo del muelle de Randy y lo volvió contra el viento.
—Descargad aquí la sal que necesitáis —dijo Sam Hazzard—, y esa tina de cangrejos; yo volveré con la parte de los Henri y la mía.
Randy descargó. Esperaba que Lib bajase al muelle para saludarle, o que estuviera vigilando desde la atalaya. Volver a casa con tan rico cargamento y no ser bien recibido resultaba descorazonador. Levantó la tina hasta el muelle y luego dos grandes sacos de sal. Por lo menos, cincuenta libras, pensó. Duraría varios meses y cuando se acabara había un suministro ilimitado esperando en las playas de la Laguna del Cangrejo Azul. Dijo:
—Hasta luego, Sam. Le veré esta noche.
El almirante se apartó del muelle y Randy recogió la tina, derramando deliberadamente parte del agua que había mantenido vivos a los cangrejos, y caminó hasta la casa.
La cocina estaba vacía, excepto cuatro grandísimas lubinas en la pila. Sospesó la mayor. Estimó que pesaría unos cinco kilos. Era la lubina mayor que había visto en un año. Resultaba increíble.
Había una bandeja en la mesa de la cocina con un montón de carne asada. Parecía cordero. La probó. No tenía el gusto del cordero. No se parecía a nada de lo que probase antes, pero sabía bien. Pensó en los cangrejos y su valor quedó reducido al de entremeses.
Fue entonces, cuando oyó desde arriba, los primeros sollozos y pensó en ellos y entonces una voz distinta se oyó histérica en otra parte de la casa. Temeroso, cruzó el comedor.
Tres mujeres se hallaban en la sala de estar. Todas lloraban. Lib, silenciosamente. Florence y Helen, en alta voz. Lib le vio y echó a correr para echarse a sus brazos y secó las lágrimas en su camisa.
—¿Qué pasó —preguntó él.
—Creí que no volverías nunca a casa — dijo Lib —. Tenía miedo y han habido muchas cosas malas.
—¿Qué? ¿Quién se ha lastimado?
—Nadie, excepto Peyton. Está arriba, llorando. Helen le dio irnos azotes y la mandó a la cama.
—¿Por qué?
—Se fue de pesca.
—¿Cogió Peyton esas grandes lubinas?
—Sí.
—¿Y Helen le dio azotes?
—No es por eso. Helen le pegó porque se llevó tu lancha y se dejó marchar corriente abajo. No sabíamos lo que le había pasado hasta que vino remando
hace una hora. Dijo que no podía navegar a vela.
Randy miró a Helen.
—¿Y qué hay de malo contigo?
- Estoy trastornada. Todo el mundo se trastorna, se ha de pegar a sus hijos.
Florence gimió y dejó caer su cabeza entre los brazos.
—¿y qué le pasa a Florence?
—Alguien o algo vino y se le comió sus peces dorados. Florence alzó la cabeza.
—Pienso que ha debido ser Sir Percy. Estoy segura. Quería a ese gato y ahora, miren cómo se comporta.
Se puso a llorar de nuevo.
—¿Es que no me va a preguntar nadie si hemos conseguido sal? —dijo Randy.
—¿Trajiste sal? —preguntó Lib.
—Sí. Cincuenta libras. Y si vosotras, las mujeres, la queréis, llevad la carretilla hasta el muelle y traedla.
Entró en la cocina para limpiar las hermosas lubinas y colocar a los cangrejos en la gran cacerola. Todo era ridículo y estúpido. Cuanto más aprendía acerca de mujeres, más se daba cuenta de que lo único que había averiguado de verdad con respecto a ellas es esto: «todas necesitan tener a un hombre cerca».
Entonces encontró a un maltrecho pez dorado en el estómago de una lubina. Lo examinó con cuidado, sonrió y lo dejó caer por el sumidero. No lo mencionaría. Ya habían habido bastantes disgustos y confusiones, entre todas estas mujeres.
Asi terminó el hambriento agosto. La cuarta semana, el calor disminuyó y los peces comenzaron de nuevo a picar.
En septiembre comenzó el colegio. Resultaba poco práctico reabrir el edificio escolar de Fort Repose...
no había calefacción ni agua. Randy decidió que la responsabilidad para enseñar debía residir temporalmente en los padres. Los maestros regulares estaban esparcidos o se habían ido y no había forma de pagarles. Los libros de texto seguían en la escuela, para cualquiera que los necesitase. La biblioteca del juez Bragg se convirtió en aula en casa de los Bragg, con Lib y Helen dividiéndose la enseñanza. Cuando Caleb Henri llegó a clase con Peyton y Ben Franklin, Randy se quedó algo sorprendido. Vio que Peyton y Ben lo esperaban y entonces se acordó de que antes en más de dos tercios de las ciudades de América los niños negros y blancos no se habían sentado en las éscuelas unos junto a otros durante muchos años sin armar escándalo.
¡Cómo cambiaban las costumbres! Y ¡cómo cambiarían todavía!
En octubre, la nueva cosecha de naranjas tempranas comenzó a madurar. El jugo sabía sabroso y refrescante después de haberse pasado meses sin él.
En octubre comenzaron a escasear los armadillos en la zona de Fort Repose, pero las gallinas de los Henri habían aumentado y la cerda parió de nuevo. También, los patos llegaron en número enorme desde el norte... más de los que Randy había visto jamás. Los pavos salvajes, que antes de El Día habían sido cazados hasta casi exterminarlos en el condado de Timucuan, de pronto resultaron comunes. Randy se fabricó un seriodo para pavos y disparó matando a unos dos cada semana. La codorniz apareció en los setos, campos y patios, en grandes bandadas. No utilizó sus cartuchos en caza tan insignificante. Pero Tud Tone sabía cómo prepaíar cepos y enseñó a los muchachos, asi que para desayunar comían codorniz, junto con huevos.
Una tarde, cerca de finales de mes, Dan.Gunn regresó de su clínica, sonriendo y silvando.
—Randy —dijo—. ¡Acabo de ayudar a nacer a mi primer niño después de El Día! ¡Un chico, unos cuatro kilos, brillante y sano!
—¿Y qué hay de maravilloso en que nazca un niño? —preguntó Randy—. ¿Tenías a la madre hipnotizada?
—Sí. Pero eso no es lo fantástico —la sonrisa de Dan desapareció—. Mira, este ha sido el primer niño vivo, después de los nueve meses de su gestación. Tuve otros dos embarazos que terminaron prematuramente. La naturaleza tiene un modo de proteger a la raza, creo, aunque no sé llegar a una conclusión estadística con base de sólo tres embarazos. De todas maneras, ahora sabemos que habrá raza humana, ¿verdad?
—Jamás pensé que no pudiera haberla.
—Yo sí —afirmó en voz baja, Dan.
En noviembre, un alto pino, hendido por un rayo durante el verano dejó caer sus pardas agujas y murió y Randy y Bill lo derribaron con una sierra y una hacha. Era el momento. Así, aun cuando Randy echaba de menos a Malachai, realizaron la tarea y recortaron las ramas más gruesas. La madera era valiosa, porque se acercaba otro invierno.
Randy se fue temprano a la cama aquella noche, exhausto. Despertó de pronto con un raro sonido en sus oídos, como música, casi. Miró el reloj. Era un poco antes de la media noche. Lib dormía tranquila a su lado. Tuvo miedo. La despertó con unos codazos. Ella levantó la cabeza y abrió los ojos.
—Tesoro —dijo—, ¿oyes algo?
—Ponte'a dormir —contestó ella, y dejó caer su cabeza en la almohada. De pronto se volvió a levantar y exclamó—: ¡Sí, oigo algo! Parece música. Claro que no puede ser música, pero suena como si lo fufera.
—Me siento aliviado —contestó Randy—. Creí que era una ilusión mía —escuchó con atención—.Juraría Que es «En forma». Si pudiera ser, juraría que es el disco dé Glenn Miller.
Ella le apremió.
—¡ Levántate! ¡ Levántate!
Randy saltó de 1a cama y abrió la puerta que daba a la sala de estar del piso superior, encendió una lámpara del mostrador. Rebajó la mecha. Era necesario mantener fuego en la casa porque no tenían ni cerillas ni piedras de encender, ni combustible. Randy pensó, debe ser la radio de transistores, animada de pronto pero al mismo tiempo supo que eso era imposible porque hacía tiempo que había tirado a la basura las baterías gastadas. No obstante cogió la radio y escuchó. Estaba muda pero la música persistía.
—Viene del vestíbulo —dijo Lib.
Abrieron la puerta y entraron en el pasillo. El ritmo era más fuerte pero el pasillo estaba vacío. Randy vio una rendija de luz bajo la puerta de Peyton.
—¡El cuarto de Peyton! —exclamó.
Puso la mano en la empuñadura de la puerta, pero decidió que sería más caballero llamar primero. Después de todo, Peyton ya tenía doce años. Llamó.
La música cesó de pronto. Peyton dijo, con voz baja y asustada:
—Entre.
El cuarto de Peyton estaba iluminado por una lámpara que Randy jamás había visto antes. Peyton no tenía lámpara "propia. En el escritorio de Peyton, había un antiguo fonógrafo de cuerda con su sobresaliente bocina. A su lado se veía un álbum de discos.
—Ponlo otra vez, Peyton —dijo Randy en voz baja.
Peyton se entretuvo en cerrarse la parte delantera del pijama, un arreglo de uno viejo de Ben Franklin, al igual que los pijamas de Ben, eran también pijamas de los desechados por Randy dado que los niños crecían muy de prisa. Empezó el disco, desde el principio. AI oírle, Randy se dio cuenta de lo mucho que echaba de menos la música, de lo mucho que la música sazonaba su civilización. En casa de los Henri, Missouri cantaba a menudo, pero en casa de los Bragg, apenas nadie sabía entonar una melodía, ni siquiera tararearla.
Por encima del ritmo, Randy susurró:
—¿Dónde lo sacaste, Peyton? ¿De dónde vino?
—Del ático. Subí por la escalera de mano del cuarto posterior. Mamá se pondrá furiosa. Me dijo que no subiese nunca porque las vigas estaban podridas y yo podría caerme.
—Tu madre estuvo en el ático hace unos meses. No vio nada.
—Lo sé. Yo me escondí detrás del gran baúl y vi una puerta, una puerta de tablas que cerraba parte de la pared La abrí y había otro cuarto, más pequeño.
—¿Por qué lo hiciste, Peyton? —preguntó Randy. —No lo sé. Me sentía sola y no había otra cosa que hacer y jamás había estado ahí arriba, ya sabéis cómo son las cosas. Cuando una no ha estado nunca en un lugar, quiere ir.
Randy abrió uno de los álbums.
—Viejos discos de 78 revoluciones —dijo, con voz casi reverente—. Clásico Jazz. Escucha esto. Tony Dorsey... «Que venga la lluvia o salga el sol», «Polvo de Estrellas», «Chicago». Carmen Caballero en «Tiempo borrascoso», también, «Cuerpo y alma». Interpretaciones de Artie Snaw. Todo lo mejor de lo mejor. Me imagino estoy seguro, que esto era la colección de papá. Jamás vi esta máquina antes, pero me acuerdo de los discos. v
«En forma», terminó.
—Ponlo otra vez, Peyton — dijoMtandy —. No. Pon este otro.
—¿No estás enfadado, Randy? — preguntó Peyton.
—¡Enfadado! ¡Diría que no!
—Encontré otras cosas ahi arriba también.
—¿Como qué?
—Bueno, esta antigua máquina de coser... de las que se manejaban con los pies. Hay unas cuantas lámparas de petróleo, de las que se cuelgan. También encontré esta del escritorio. Luego hay una antigua estufa y mucha tubería de hoja de lata. Oh, y cantidades de chatarra. Lo dejé porque quería probar el tocadiscos. Es la única cosa que bajé y la traje para ti y para Dan, Randy. Está ahí encima de la cama.
Randy cogió el negro maletín de cuero. Le resultaba familiar. Lo había visto antes. Lo abrió y vio dos navajas de afeitar que habían pertenecido a su padre.
—No te preocupes por lo que te diga tu madre — la dijo—. Yo lo arreglaré todo. Si tuviese medallas que dar, te regalaría una, Peyton, ahora mismo.
De este modo, Peyton se convirtió en heroína.
PARTE 13
I
Una mañana en noviembre, cuando Randy estaba desayunando temprano y a solas, Dan Gunn bajó por la escalera recién afeitado, su barbilla con una singular palidez en contraste con la bronceada frente, la nariz, óvulos y cuello.
—Buenos días —dijo Randy—. ¡Juraste que no te volverías a afeitar! ¿Por qué?
—Bueno —dijo Dan con aire arrepentido—, tenía la navaja y parecía una vergüenza no utilizarla después de que Peyton me la regalase. Después estaba el jabón.
En las pasadas semanas, barras de jabón casero habían aparecido en Marines Park, fabricadas por la señora Estes, que había sido decana de las cajeras del banco y dos antiguas compañeras de trabajo. Todo el mundo estuvo de acuerdo de que sería pronto un negocio próspero y compensador.
—¡La verdad, Dan! —exclamó Randy.
—Helen me lo pidió. Dijo que se había cansado de recortarme la barba.
—Oh, eso es distinto. Será mejor que vuelvas a casa a la hora de cenar esta noche. John García, ha hecho otro viaje hasta la Laguna de Cangrejo Azul y nos traerá toda una tina de cangrejos. A cambio'de un cuarto de combustible.
—Le tengo mucho cariño a Helen —dijo—. No sé qué haría sin ella.
—¿Y por qué hacer algo sin ella?
Randy, quiero casarme con Helen.
Randy se levantó de la mesa, se inclinó y dijo:
¡Os daré mis bendiciones!
—Eso no tiene gracia.
—El matrimonio rara vez tiene gracia.
—Ella no quiere casarse conmigo.
—¿Entonces por qué te afeitaste la barba?
—Maldita sea, Randy, la quiero. Y ella me ama. Lo reconoció. Quiere casarse conmigo. Pero no quiere. Piensa que hay una posibilidad de que Mark siga vivo. Teme de que si nos casáramos y luego Mark apareciese vivo nos veríamos envueltos en uno de esos terribles líos de que todos hemos oído hablar o leído. Como cuando se informaba qué hombres habían muerto en las Filipinas o Corea y luego aparecían después de la guerra en una prisión enemiga. Volvían a casa y encontraban a sus esposas felizmente casadas con otros hombres. Algunas veces habían niños por medio. Siempre resultaba un lío.
—Sucedió —admitió Randy—, pero en este caso no creo que haya la menor probabilidad. ¿Quieres que hable con ella?
Dan se frotó la cara allá donde había estado la barba.
—Me siento desnudo. No, Randy, gracias. No creo que Helen quisiera discutir este asunto. Por lo menos todavía no. Ella acaba de tener esa sensación y me temo que tendrá que vaciarse a sí misma de prejuicios.
Fue en aquel mes cuando el primer avión, volando bajo les asustó y les emocionó.
En períodos irregulares antes se informó del paso de aviones, pero siempre reactores, volando muy altos, de ordinario no más que una manchita plateada en el firmamento, o contra las nubes, de día y sólo un sonido por la noche.
Pero en la segunda semana de noviembre, un gran avión de transporte de cuatro motores rugió por encima de Fort Repose a trescientos metros. Llevaba las insignias de la Fuerza Aérea. En Marines Park todo el mundo gritó y agitó las manos. El aparato ni siquiera osciló en sus alas, sino que siguió adelante, hacia el sur. Dan Gunn, que estaba en la ciudad, le vio pasar por encima de la cabera. Randy lo oyó y lo vio desde River Road. El almirante, que estaba en el río, en su barco, fue capaz de Observarlo por los binoculares.
Aquella noche, Randy, Lib, Dan y Helen, fueron a casa de Sam Hazzard para saber su opinión.
—Advertí dos cilindros colgados debajo de las alas — dijo —. No eran tanques de combustible extra. Sigo pensando que eran trampas aéreas. Creo que debían estar tomando muestras de la radiacción.
Una semana más tarde, el mismo avión, u otro parecido, volvió a cruzar por encima. Esta vez dio la vuelta a Fort Repose y un chorro de lo que parecía confeti, desde lejos, cayó de su panza y voló hasta las riberas del río y dentro de la ciudad.
Randy estaba en Marines Park, en aquel momento, discutiendo un sistema de alarma con los oficiales de su compañía. Campanas de iglesia fueron utilizadas en Inglaterra durante la Segunda Gran Guerra Mundial y allí estaban las campanas de las iglesias católica y episcopal. Era posible preparar un código sobre el que sus subordinados pudiesen comprender el tipo y situación de la emergencia. El avión pasó una y otra vez y todo el mundo gritó, como si desde arriba pudieran oírles. Luego los pasquines cayeron. Decían:
NO SE ALARMEN.
"Este pasquín viene de un avión de la Fuerza Aérea de los Estados Unidos efectuando inspecciones atmosféricas en las Zonas Contaminadas.
*Dentro de poco inspección más precisa será realizada por helicópteros.
"En caso de que un helicóptero tenga que aterrizar cerca de su comunidad, no interfieran, por favor, con las actividades del personal de a bordo. Prestadles su cooperación si es necesario.
"Esta actividad es esencial y preliminar para llevar ayuda a las Zonas Contaminadas".
En cierto modo, era desalentador. Pero sólo en cierto modo. Ya era algo que uno pudiese asir con las manos, que uno pudiera notar algo apremiante del exterior. Era prueba de que el gobierno de los Estados Unidos seguía funcionando. Era también un papel higiénico muy útil. Al día siguiente, con diez pasquines, se compraba un huevo y con cincuenta, una gallina. Era papel y por tanto dinero.
En diciembre, vino el helicóptero. Dio una vuelta temerosa por encima de Fort Repose. En diversos espacios abiertos, incluyendo Marines Park, bajó y dejó caer de su panza un largo cable, con un cilindro pequeño al extremo del cable que tocó eventualmente el suelo. Era como un gusano gigante, tratando de libar la miel.
Subió hasta el Timucuan y dio la vuelta a casa de los Bragg.
Los niños estaban en el muelle; Helen y Lib en casa Randy visitaban a Sam Hazzard.
Dio cuatro vueltas. Las dos mujeres subieron a la atalaya. Desde allí lo veían mejor. Agitaron los brazos y luego Helen se quitó el delantal rojo y lo agitó también.
Dentro del helicóptero vieron rostros y el piloto abrió una ventanilla y respondió al saludo. Luego se fue, Timucuan arriba.
—En cinco minutos, Randy, el almirante y los niños, todos sin aliento, estaban en la casa.
Helen estaba llorando.
—¡Nos saludó! —exclamaba— ¡Nos saludó! ¡Precisamente a nosotros! ¡Estoy segura de que vino a vernos sólo!
—Vamos no te excites demasiado — dijo Randy —. Puede ser que buscase simplemente gente... no a nadie en particular... y que viese a los niños en el muelle y luego diera la vuelta a la casa para enimarnos c infundirnos valor.
Helen se secó la cara con al delantal.
—Oh. deseo que vuelva —dijo—. Por favor Dios mío. haz que vuelva.
En aquel momento, le oyeron volver.
Los niños subieron corriendo al tejado. Randy, salió y se sentó en los escalones del porche. Seguía sin aliento y no quería subir corriendo la escalera. Si el maldito helicóptero quería verle, tendría que bajar aquí. El no iría a su encuentro. Sam Hazzard se sentó a su lado.
Randy aguardó. Por el sonido supo que estaba dando vueltas de nuevo. Bajó por encima de los árboles y pareció decidido a posarse en el césped. Todo lo demás estaba sobrecrecido de maleza y ahogado con malas hierbas y hojas, excepto aquella simple zona entre la casa y el camino, donde Randy mantenía el césped. Era una de las tareas de Ben Franklin, cortar la hierba una vez a la semana, y resultaba una especie de eslabón de enlace entre la casa y la época de antes de El Día, como afeitarse.
Bajó lentamente, parecía inmovilizarse.
—¡Está aterrizando! —exclamó Randy. Se puso en pie para recibirlo.
Sus ruedas tocaron el suelo, los motores se pararon y las palas bajaron y disminuyeron su velocidad. Peyton bajó corriendo los escalones y Randy la cogió.
—¡No te acerques hasta que las palas paren! —Te arrancarían la cabeza!
Ahora que estaba en el suelo el helicóptero, parecía enorme y feo. Lo tríbulabah cinco hombres.
Las palas se detuvieron. Esperaron en silencio tan completo que podían oír los crujidos de goznes cuando se abrió la portezuela. Una escalera de metal cayó de un lado y dos hombres bajaron. Cascos de plástico les cubrían las cabezas y vestían también un plástico plateado y transparente, con tanques de oxígeno a la espalda. Como buzos, pensó Randy, o quizás como hombres del espacio. Peyton y Ben Franklin, habían salido corriendo al césped. Ahora se echaron atrás. Uno de los hombres, riendo en silencio dentro de su casco, extendió la mano en un gesto de «Esperad».
Los dos hombres llevaban máquinas que parecían aspiradores en miniatura, un morro cilindrico en una mano, una caja negra en la otra. Dejaron que las boquillas olisqueasen la tierra y la hierba.
—Contadores Geiger —dijo a Sam Hazzard—, Quizás estemos contaminados. Uno de los hombres se les acercó, dudó y eligió a Randy. Se inclinó y dejó que la boquilla olisqueara el último par de botas de Randy, el dedo gordo saliendo por la punta, las suelas reforzadas con piel de cerdo. La boquilla investigó los deshilacliados pantalones cortos, el cinturón y, por.último, el pelo de Randy. En cada punto, la cabeza dentro del casco llevaba el manómetro de la caja. Fue todo muy eficiente.
El hombre se quitó el casco, dio una palmada en el hombro de Randy como felicitándole y se volvió a llamar al helicóptero.
—Está bien, coronel. El suelo está limpio y ellos también. Ya puede bajar. Dándole la espalda, un hombre descendió. Llevaba traje de vuelo con cremallera azul de la Fuerza Aérea con las águilas de coronel en las hombreras.
Cuando se dio la vuelta y avanzó, Randy no le reconoció de inmediato, de tan cambiado que estaba.
Hasta que el hombre extendió la mano y habló, Randy no se dio cuenta de que era Paul Hart, que había sido coronel provisional, de pelo pajizo en vez de gris, de rostro animoso y pecoso en vez de envejecido y surcado de arrugas, cuando le vio por última vez. Randy no pudo decir otra cosa que:
—Entra, Paul y trae a tu gente. Estábamos a punto de sentarnos para comer.
—¡La codorniz! —gritó Lib, echó a correr hacia la casa, dejando que la puerta se cerrase con estrépito.
—Mi mujer —explicó Randy—. Le toca hacer la comida hoy.
—¿Tu mujer? Felicidades. Mi esposa... bueno, te lo diré más tarde.
Randy advirtió que los hombres de los contadores Geiger se habían quitado sus trajes plásticos.
—¿Quieren tomar una copa antes de almorzar! — sugirió, pensando que era lo más adecuado para decir, hacía mucho tiempo, y que aún seguiría siendo lo más conveniente.
—¡Oh, estaré encantado! —exclamó Paul—. No he tomado una copa desde... —hizo la pregunta—: ¿Vosotros no habréis estado ahorrando licor todo este tiempo, verdad?
—Oh, no. Es género nuevo. Bueno, un poco envejecido. En un barril con carbón. Creemos que es buenísimo.
Les condujo hasta su apartamento y mezcló jugo de pomelo con el whisky de maíz. Luego llegaron las presentaciones. Allí estaba un tal capitán Bayliss, un teniente Smith, el primer piloto y el segundo radiólogo en jefe, y los dos sargentos técnicos. Todos consideraron el licor muy bueno y Paul dijo:
—Es imposible encontrar nada, que beber, ni siquiera en Bember. No hay ni cerveza. Escasez de granos ya se sabe. Nadie se atrevería a fabricar su propio whisky en las aonas limpias. Le meterían en la cárcel. La gente mayor dice que es peor que durante la prohibición.
Habían mil preguntas que Randy quería formular, pero en aquel momento sólo tuvo tiempo para una, porque Lib les llamó desde abajo. La comida estaba servida. Todos los hombres llevaban brazaletes con las letras D. C. en el brazo derecho.
—¿Qué es eso? —preguntó Randy, tocando el brazalete de Paul—. ¿Distrito de Columbia?
—Oh, no —contestó Paul—. Ya no hay ningún distrito de Columbia. Bember es la capital si se quiere decir así. Comando de descontaminación. Es el comando mayor, actualmente y en realidad el único que importa. La primavera pasada me designaron al D. C. Pedí que me destinasen a una Zona Contaminada, en seguida, y solicité que esta fuese Florida, la alegre.
Paul Hart pensó que la sopa era maravillosa y dijo que nunca había probado nada igual antes y Randy replicó que no le sorprendía. Siempre mantenían un gran cacharro de sopa junto al fuego y todo iba dentro.
—Esta sopa particular —explicó—, es una especie de combinación de armadillo, ardilla terrera y hueso de pavo.
Lib trajo una docena de codornices y habían más cociéndose y colocó jarros de jugo de naranja delante de ellos y todos bebieron el zumo con ansia. El capitán Bayliss permaneció murmurando que se sentía como si estuviese imponiendo su presencia y que todos tenían raciones alimenticias en el helicóptero y que esperaba encontrar a la gente de la Zona Contaminada muerta de hambre, porque en otras partes del país, muchísimos lo estaban. Pero también siguió comiendo.
—¿Cómo sucedió que nos encontraron? —preguntó Randy a Hart.
—¿No has tenido noticias de mi esposa, Marta, verdad? — contrapreguntó Hart.
Randy sacudió la cabeza, con un no, comprendiendo la tragedia de Paul.
—Claro que por eso pedí que me destinasen a esta zona contaminada. Quería saber lo que le pasó a Marta y a los niños —alzó la vista—. Fue hace un año, ¿verdad? cuando te conocí en Operaciones McCoy. ¿No fue el día antes al Día H?
—¿Día H? Nosotros le llamamos simplemente El Día.
—Día del infierno, o Día del Hidrógeno o El Día, es lo mismo.
—Sí. Esa fue la última vez que te vi.
—También fue la última vez que vi a Marta, excepto para darla un beso de despedida a la mañana siguiente. Después del ataque nos fuimos a Kenya, en Africa. Cuando volví a este país me enteré de inmediato, claro, que McCoy recibió un ataque. Pero no fue hasta que volé sobre Orlando la semana pasada cuando abandoné toda esperanza. Supongo que saben lo que le pasó a Orlando.
—¡Oh, no! —contestó Randy—. ¡Nadie ha ido tan lejos!
—Es como si nadie hubiera vivido allí. Incluso.las formas de los lagos han cambiado y hay un yaur de lagos que no existían antes. ¿Encontrar a mi egposa? Ni siquiera podría decir dónde.se alzaba mi casa— Creo que deben haber dejado caer —yn proyectil de cinco megatones en McCoy.yotíó en el municipio dé Orlando. No hay nada en pié Todo se incendió y sigue radioactivo. Es el maldito C-14 el Que lo mantiene así.
—¿C-14?
—Carbono radioactivo. Su vida media se extiende más allá de los cinco mil años. Eso y el U-238, el cobalto y el estroncio, eso es lo que hace imposible la reconstrucción en las ciudades C. D... totalmente destruídas. Se han de empezar en otra parte, aquí por ejemplo. ¿No saben que están viviendo en el centro de la Zona Limpia mayor de toda el área contaminada?
—No, no lo sabía, pero me alegro de enterarme.
Helen había estado aguardando, tenía, para hacer la pregunta que debía, conociendo sin embargo, la respuesta antes de formularla; porque de haber habido otra contestación, Paul se la hubiese dado antes.
—Paul — dijo ella —, supongo que no hay nada sobre Mark.
—Lo siento, Helen. Nada. Hubieron unos cuantos supervivientes de Omaha, pero Mark no era uno de ellos. Después de todo, era la zona un blanco primario, con el Cuartel General del C.E.A., Offut Field en sí mismo más importante, y el mayor complejo ferroviario entre Chicago y la costa, todo junto. No creo que descubramos nunca exactamente lo que pasó.
Helen asintió.
—Por lo menos ahora estoy segura. Eso es importante... el saberlo —ninguna lágrima, pensó Randy. Miró de reojo a los niños. Ben Franklin seguía firme, la barbilla saliente, los músculos tensos, conteniendo sus emociones. Pero Peyton, los ojos bajos, se escabulló a la otra habitación.
Luego, durante largo rato, Hart y el teniente radiólogo interrogaron a Randy y a Sam Hazzard, sobre los acontecimientos en Fort Repose, tomando notas y mostrando notable interés en los detalles de cómo se solucionaron las emergencias.
—Naturalmente, nos hace falta todo —dijo Randy—, pero la ciudad podría marchar estupendamente si al menos tuviésemos electricidad, porque si tuviese energía, tendría agua. No sería necesario hervirla ni acarrearla desde los manantiales, como hacen ahora.
—Pasará mucho tiempo, muchísimo tiempo —dijo Hart—. Incluso las ciudades mayores que no fueron tocadas... ciudades de las zonas limpias, perdieron su electricidad después del Día H y todavía no la han recobrado. Las únicas poblaciones que han tenido energía sin interrupción eran aquellas suministradas por plantas hidroeléctricas, siempre y cuando dichas plantas no hubiesen sufrido daños y los acueductos permaneciesen intactos. No son muchas.
—¿Qué hay de las demás ciudades en las zonas limpias? —preguntó Randy. Advirtió lo rápidamente que uno captaba la jerga de la época por El Día. Era como entrar en un medio ambiente totalmente nuevo, como alistarse en el ejército.
—Para tener luz —contestó Paul—, es preciso tener o agua o combustible. La mayor parte de las ciudades tenían suministros para un mes poco más o menos. Después de eso, oscuridad. Algunos de nuestros mayores campos.petroleros siguen ardiendo todavía. Las regiones carboneras de Pensilvania y Virginia Occidental fueron saturadas con la lluvia radioactiva. Pero el problema de transporte es lo que realmente más nos apabulla. Piensa en lo que pasó con las conducciones petroleras, los ferrocarriles, los puertos, nuestra gran esperanza es la energía atómica. Gracias al cielo que tenemos una gran existencia de combustible nuclear.
El radiólogo y los dos sargentos técnicos se excusaron. Iban al río para tomar muestras del agua.
Randy dijo que si el río estaba contaminado, todos tendrían que estarlo porque desde El Día habían estado viviendo de la bondad del río.
Hart dijo que aparentemente el río estaba bien y esto resultaba esperanzador.
—Si tenemos que poner esta zona contaminada otra vez en marcha, creo que se podrá empezar por esta comarca. Claro, comprende, Randy, que antes que podamos ser de mucha ayuda para las zonas contaminadas, tendremos que dejar el país en una forma decente —se sacudió la cabeza—. Algunos de núes— tros científicos piensan que se necesitarán mil años para restaurar las zonas contaminadas más saturadas, como Florida y Nueva Jersey, y llevarlas algo próximas a lo normal, y eso descontando las ciudades totalmente destruidas.
Habió de las urbes que quedaban en pie y de las escaseces y epidemias y la suerte que habían tenido viviendo'en Fort Repose. Durante el siguiente año el gobierno iba a efectuar un censo, incluyendo si era posible las zonas contaminadas.
—Es inútil tratar de engañarnos —prosiguió—. Ahora somos una potencia de segunda clase. De tercera, sería mucho más indicado. Dudo que tengamos la población de Francia... O mejor, una población tan numerosa como Francia solía tener.
Habló de Zonas granjeras improductivas durante un período indefinido, de cómo las naciones sudamericanas habían empezado a enviar embarques de préstamos y arriendos al continente del norte, de cómo Thailandia a Indonesia, contribuían con arroz. Even— tualmente, se esperaba que el petróleo venezolano aliviase la escasez de combustible para el transporte, aunque dudaba que durante toda su vida volvería a ver la gasolina a la venta para los ciudadanos particulares.
Le escucharon, los ojos vidriosos como si estuviesen impresionados.
II
Los técnicos volvieron del río. Paul Hart miró su reloj y dijo que tenían que despegar. Era necesario que se dejasen caer a un campo pequeño cerca de Brunswick, Georgia, antes de oscurecer. Actualmente era su cuartel general pero en pocos años planeaba reconstruir la base de la Fuerza Aérea en Patrik, Cabo Cañaveral, y trasladarla allí. El enemigo se había pasado por alto Patrck, quizás deliberadamente puesto que era una base de pruebas y no de operaciones, quizás porque el proyectil destinado se perdiese en otro rumbo. Nunca lo sabrían. Hart se quedó pensativo durante un momento. Luego habló a Randy:
—Tú sabes que vosotros y toda la gente vuestra no contaminada puede salir si quiere. Claro que tendría que sufrir un reconocimiento físico y médico muy estricto y oficial, pero me parece que no tendríais ninguna dificultad en pasarlo. Volveré dentro de una semana. Estamos ahora escasos de helicópteros, pero podría sacarte a ti y a los tuyos, dos o tres, cada vez.
Esta era la ciudad de Randy y aquellos eran sus paisanos y sabía que nunca les dejaría. Y sin embargo, no tenía derecho a tomar a solas aquella decisión. Miró a Lib sin encontrar necesario tener que hablar. Ella, sabiendo lo que él pensaba, simplemente sonrió y parpadeó.
—Creo que me quedaré, Paul —dijo Randy.
—¿Y los demás?
Randy deseó que Dan estuviese con ellos y sin embargo, tenía la seguridad que podría hablar por el doctor.
—Aquí tenemos nuestro médico, Dan Gunn. Si no fuese por Dan, me parece que ninguno de nosotros podría haber sobrevivido. Salvó esta ciudad y estoy seguro de que no querrá marcharse ahora —se volvió a Helen—. ¿Crees que querría?
—i\i yo ni él tampoco — contestó Helen, con tranquilidad.
—Pero hay algo que debes hacer, Paul. Traer suministros para nuestro médico.
—¿Qué necesita?
—Todo. Todo lo que necesita un hospital. Pero más que nada necesita un nuevo par de gafas.
—Eso se lo podría requisar y traer, creo, si tuviese su receta.
—Sé donde está —dijo Helen—. ¡No te marches, Paul! ¡No te atrevas a irte! —dejó la estancia y subió escaleras arriba corriendo.
—¿Y usted, Almirante Hazzard? —preguntó Paul—. ¿Qué hay de los niños? ¿Qué hay de las dos mujeres que viven a la otra parte de la carretera... la bibliotecaria y la telegrafista?
Sam Hazzard soltó una carcajada.
Coronel, tengo una flota a mi mando. Si el departamento de marina me diese una flota, le acompañaría. De otro modo, no.
—Ya no tenemos flota —contestó Paul Hart—. Todo lo que nos queda son los submarinos nucleares. Esos nos salváron," me imagino. Ltís submarinos y los cohetes de combustible sólido y algunos de los proyectiles dirigidos lanzados desde el aire.
—Alice Cooksey y Florence Wechék están en la ciudad — dijo Lib —, pero hablaban de" la posibilidad de irse hace unas cuantas noches. Las dos quieren quedarse. Mire; están'terriblemente Ocupadas. Nunca trabajaron tanto, organizaron tanta cantidad de cosas en todas sus vidas. Y no sé qué haría Fort Repose sin ellas. Son prácticamente nuestro total sistema de educación y conservan todos los registros.
—¿Nadie quiere marcharse? —preguntó Hart.
—¡Yo no! —contestó Ben Franklin.
Peyton, que había vuelto en silencio a la reunión, habló:
—Yo tampoco.
Helen bajó la escalera con la receta para las gafas de Dan. Salieron todos al porche y Randy acompañó a Paul hasta el helicóptero. Se estrecharon las manos:
—Señor Paul, una cosa más —preguntó Randy—. ¿Quién ganó la guerra?
Paul se llevó los puños a las caderas y sus ojos se contrajeron.
—¡Estás de broma! ¿De veras que no sabes?
—No. No lo sé. Nadie lo sabe. Nadie nos lo dijo.
—Nosotros ganamos. ¡Realmente los destrozamos! — los ojos de Hart cayeron lo mismo que sus brazos. Añadió —: no creo que sea eso lo que importe.
El motor se puso en marcha y Randy se alejó dispuesto a enfrentarse a aquella noche de mil años.
FIN