En 1990, extraños informes al azar de muertes inexplicables empiezan a filtrarse en las noticias de todo el mundo. La destrucción llueve del cielo en forma de mortíferas bolas de fuego. ¿Qué son realmente? ¿Meteoritos? ¿Rayos? ¿Armas secretas soviéticas? ¿Y de dónde proceden? Ni siquiera los grandes cerebros del gobierno pueden descubrirlo.

Cuando toda una ciudad del medio oeste norteamericano desaparece en un holocausto de llamas, las superpotencias se preparan para la guerra. Hasta que un desilusionado e iconoclasta experto en fenómenos astrofísicos estadounidense, exiliado en el norte de Inglaterra a causa de rivalidades personales, deduce, con la colaboración de una colega disidente rusa, la increíble verdad. Pero, ¿cómo detener a un mundo que está al borde del pánico y evitar la catástrofe?

Bola de Fuego

Paul Davis

1987

 

Prólogo

El hechicero permanecía acuclillado en el centro de la casa comunal, el rostro apenas visible en la penumbra. Se balanceaba lentamente hacia delante y hacia atrás, cantando la letanía de su tribu. El grupo de ancianos permanecía reunido a su alrededor, estaban sentados contra las paredes, inquietos y aprensivos.

¿No había sido transmitido desde tiempos inmemoriales que su pueblo sucumbiría a la perversidad de los intrusos? ¿Acaso los hombres malvados del lugar que llamaban la ciudad no estaban corrompiendo ya a los jóvenes, arrojando conjuros sobre ellos?

Ningún hombre entre los ancianos dudaba de que llegaría el día del juicio en el que todos pagarían por sus maldades. Y ninguno temía más el juicio que aquel al que llamaban Biame, porque había cometido la peor de las traiciones. Empujado por una mezcla de duda y curiosidad, Biame había ido al lugar que llamaban la Misión, donde vivía el hombre blanco que llevaba la cruz y hablaba de cosas maravillosas que ocurrían en un país muy lejano. Biame se había vuelto de espaldas a los antiguos espíritus de la tribu, e incluso ahora llevaba secretamente el símbolo de la cruz, oculto bajo la bolsa de piel de serpiente que colgaba de su cuello.

El hechicero gimió y arañó el aire, como sumido en un paroxismo de agonía. Los ancianos en la casa comunal se echaron hacia atrás, dominados por el miedo y la expectación, mientras contemplaban la solitaria figura luchar contra las fuerzas del mal que les asaltaban a todos. Cada uno sabía que el hechicero tenía el poder de abatir a cualquiera de ellos simplemente marcando su signo en la entrada de su choza, o señalándole con el hueso atado a su cinturón. Pero ninguno esperaba el terrible castigo que se produjo entonces.

La suave semioscuridad de la casa comunal empezó a enrojecer y a hacerse más brillante. Lanzas de luz rosada atravesaron la penumbra. El hechicero cantó con voz más fuerte, los ojos apretadamente cerrados, el rostro contorsionado por la concentración.

Los ancianos volvieron sus cabezas hacia la fuente de la luz, y sus ojos se desorbitaron por el terror y la sorpresa. Estaban contemplando un demonio.

El globo rojo silbaba amenazadoramente mientras se agitaba por el suelo de la casa comunal. Su intensa luz abrasaba los ojos, pero todos permanecían clavados en ella, excepto los del hechicero, cuyo frenético canto había alcanzado ahora un tono febril.

El globo-demonio flotó inmóvil por un momento, luego empezó a oscilar lentamente de uno a otro lado, como un péndulo. De pronto se alzó, derivó hacia un lado, luego se dejó caer como a propósito hacia uno de los temblorosos ancianos. Biame.

Un solo grito de inexpresable horror resonó por todo el poblado. En la casa comunal, los ancianos se acurrucaron como niños, temblando de impresión y miedo. En medio de ellos estaba tendido el cuerpo de Biame, con su desnudo pecho horriblemente quemado por la feroz esfera ahora desaparecida. Y, en el centro de la quemadura, una cruz de metal brillaba a la media luz, proclamando la traición que había invitado a su terrible visitante.

El hechicero permanecía sentado en silencio e inmóvil, con los ojos clavados en los ancianos de la tribu. Nunca había sido testigo de un portento así. Nunca el terrible destino predicho por sus antepasados se había visto confirmado con un signo tan claro y visible.

Ahora lo sabía seguro. El fin estaba próximo.

El rugir de los motores del cohete resonó estruendoso a través de las heladas estepas rusas. Nadie vitoreó mientras el colosal aparato se alzaba lentamente en un fiero esplendor. El titán se abría camino hacia el cielo por encima de las extensiones cubiertas de nieve que rodeaban el cosmódromo, adquiriendo progresivamente velocidad, hasta que se redujo a un resplandeciente punto de luz en el brillante dosel azul sobre sus cabezas.

En la sala de control solamente había dos hombres, ambos cuidadosamente seleccionados y de confianza. Alzaron la cabeza y miraron al cielo hasta que el cohete se perdió de vista. El más viejo, grueso y canoso, con amplios pómulos rusos, se volvió hacia su compañero.

—Ya está hecho, Alexei Petrovitch.

El más joven, alto y de piel más oscura, mantuvo los ojos clavados en el cielo. Finalmente dijo:

—Es cierto, Viktor; ¿y ahora qué?

—No nos corresponde a nosotros juzgar tales asuntos, amigo mío. Somos científicos, no políticos.

—Pero el derroche...

—Es peligroso cuestionar las decisiones de los líderes.

—Por supuesto. —Alexei bajó los ojos, casi reluctante, y sonrió a su compañero—. ¿Somos realmente los únicos que lo sabemos?

—Fuera del grupo de Rogachev, sí. Los únicos.

—¿Los técnicos, los ingenieros de propulsión?

El más viejo sacudió la cabeza.

—Entonces nos llevaremos un enorme secreto a la tumba, camarada.

Justo en aquel momento se abrió la puerta y entró un soldado de la guardia personal del Secretario General. Iba vestido de pies a cabeza con uniforme militar, y en la mano sostenía una pistola de reglamento. El soldado cerró suavemente la puerta a sus espaldas. Los dos científicos le miraron sin comprender.

—He venido a transmitiros personalmente la felicitación del Secretario General, camaradas —dijo el recién llegado.

Sonaron dos disparos en el aire inmóvil. Los dos científicos se arquearon hacia atrás, con un limpio orificio redondo de bala en cada frente.

Informe científico

Times de Londres, 17 de febrero de 1990

Astrónomos de varios países, incluido un cierto número de aficionados, informaron de la aparición, el 14 de febrero, de un penacho de materia que emanó del brillante borde oriental de la Luna. Desgraciadamente, la fuente de la erupción parece hallarse justo más allá del borde, y en consecuencia fuera de la observación directa desde la Tierra. Las especulaciones acerca de si la erupción fue de origen volcánico renovarán sin duda las controversias acerca de la estructura interna de la Luna.

La posibilidad de vulcanismo lunar quedó supuestamente descartada hace muchos años, cuando se estableció que los cráteres de la Luna fueron causados por impactos meteoríticos. Es una creencia ampliamente difundida entre los científicos que no existe una actividad tectónica significativa en la Luna, una conclusión apoyada por la ausencia general de fenómenos sísmicos sustanciales (lunamotos).

Los planetólogos desearán estudiar muy cuidadosamente los datos de la erupción del 14 de febrero antes de revisar su vieja teoría de que el interior de la Luna es frío. La cantidad y distribución de la materia eyectada fue al parecer completamente distinta de las erupciones volcánicas terrestres, y los científicos no descartan la posibilidad de que en el fenómeno se halle implicado un nuevo proceso. El acontecimiento recuerda la observación fortuita en 1979 de una erupción particular en la superficie de Io, una de las muchas lunas de Júpiter, durante el paso por sus inmediaciones de una sonda Voyager norteamericana. En aquella ocasión, algunos científicos achacaron la responsabilidad del fenómeno a una serie de inusuales efectos electromagnéticos.

En ausencia de una observación directa de la superficie de la Luna, parece probable que la causa de la erupción siga siendo un misterio.

1

Andrew Benson vio desaparecer su equipaje en la cinta transportadora con un profundo sentimiento de depresión. Ahora ya no había vuelta atrás. Se apartó del mostrador de confirmación de billetes de las líneas aéreas y vagó sin rumbo fijo por la terminal. Miró su reloj. Toda una hora que matar.

Benson odiaba el aeropuerto Kennedy. De hecho, odiaba todos los aeropuertos. Pero el viajar era un mal necesario, que todo científico en activo tenía que soportar. Formaba parte del trabajo: volar a esta o esa otra conferencia, y luego volver. Excepto que, esta vez, él no iba a volver. Nunca.

Algo hizo recordar a Benson las palabras de su padre, pronunciadas solemnemente hacía más años de los que le interesaba recordar, en aquella ocasión en que habían ido a pescar al Maine.

—Andy —le había dicho su padre—, la vida es lo que tú haces de ella, sólo que hacerla es condenadamente mucho más fácil en los Estados Unidos de América que en algunos otros lugares que conozco. Ésta es la tierra de las oportunidades, dicen. No dejes que esas oportunidades pasen de largo por tu lado. —Bien, eso era lo que él había hecho. Pero, luego, todo se había ido al diablo.

Benson se dirigió hacia la sala de embarque y pidió un bourbon con hielo en el bar. Se dejó caer desconsoladamente en una silla de mimbre y miró al vacío. Una voz le sobresaltó.

—Es usted un hombre difícil de atrapar, doctor Benson.

Observó a un hombre robusto, vestido con un traje barato.

—Bueno —respondió.

—¿Puedo? —El hombre señaló la banqueta que había a su lado y le tendió una tarjeta de visita: «Henry B. Foster, director adjunto (secciones especiales), revista Time». Benson asintió con la cabeza, rechazó el ofrecimiento de una copa y aguardó mientras Foster pedía una para él.

—Impulsor Transcontinental, ¿eh? —dijo Foster al menú—. Me pregunto por qué se molestan en poner esos nombres. Me decidiré por una cerveza.

Benson no dijo nada; aguardó a que el otro fuera al asunto.

—Espero que no le importe la intromisión, pero, como no respondió usted a mis llamadas, pensé en atraparle aquí antes de que se fuera. —Le tendió una carpeta de plástico—. Supongo que sabía que estábamos preparando un perfil biográfico de usted.

—Algo había oído.

—Estas son las pruebas de las páginas. El artículo está previsto para nuestro próximo número.

Benson abrió la carpeta y contempló una fotografía de él mismo. Era de hacía tres años, de cuando había recibido la Medalla Einstein. Ahora parecía diez años más viejo.

—Nuestra política —dijo Foster— es mostrar nuestros perfiles a los sujetos de los mismos antes de su publicación.

—¿Por si acaso el sujeto decide demandarles?

—Estar avisado anticipadamente es estar armado anticipadamente. Le enviamos una copia por correo, pero, puesto que usted no contestó... —Dejó que las palabras colgaran en el aire mientras Benson se concentraba en la lectura.

Hubo un momento de silencio. Luego, Foster dijo:

—¿Y bien? ¿Qué piensa de él?

—«Aspirante al Premio Nobel» —respondió Benson—. ¿Están ustedes seguros?

—Tenemos contactos en Estocolmo.

—Bien, bien —dijo suavemente Benson.

Foster se inclinó hacia él.

—Confío en que todo sea exacto. Nos enorgullecemos de nuestra exactitud.

Benson se encogió de hombros y leyó en voz alta:

—«El carácter de Andrew Benson no le permite sufrir de buen grado a los estúpidos. No hay ni una huella de político en él, lo cual es a la vez una fuerza y una debilidad. Sus colegas dicen que ve la vida desde un pináculo de excelencia, y en consecuencia no vive en el mundo real». —Alzó la vista al periodista—. Suena como si quien hablara fuera Hendricks.

—Lo entrevistamos.

—Pero no lo están citando.

—La mayoría de nuestros entrevistados insisten en el anonimato.

—Sí —dijo Benson—. Por supuesto.

—¿Y bien? —prosiguió Foster—. ¿Pone usted alguna objeción?

—No me gusta el título: «Genio en el exilio».

—¿No le gusta que le llamen genio?

—No me gusta la palabra «exilio». Exilio significa que me he visto obligado a irme.

—Bueno, así es como nosotros...

—No —Benson se inclinó hacia delante, bruscamente amenazador—. Nadie me ha obligado nunca a hacer nada. Me marcho porque no quiero trabajar en un sistema que coloca a gente como Hendricks en posiciones de poder.

Forter se echó involuntariamente hacia atrás.

—¿Exilio autoimpuesto, entonces? —ofreció.

—Si quiere. Pero me suena torpe cuando lo dice alguien de quien se supone que es un experto en semántica. Simplemente, emigro.

—De acuerdo, doctor Benson —concedió Foster, y ahora había un tono afilado en su voz.

Le miró en silencio durante unos instantes.

—Supongo que no soy yo el más adecuado para decirlo, pero creo que no está usted emigrando. Está usted huyendo.

—Quizá.

—Así que, ¿cuáles son sus planes para el futuro? Seguro que esta, ¿cómo la llaman?, universidad británica «recién fundada» no será lo que tiene usted en mente, Benson.

—Tengo algunos libros que escribir.

—Bien. Eso es algo. —Miró a su alrededor—. ¿No ha venido nadie a despedirle?

—Como usted dijo, no vivo en el mundo real.

Foster sonrió y le dio a Benson una palmada en el hombro.

—Están llamando su vuelo —indicó.

Benson alzó la vista hacia el monitor de televisión. Ya era hora de irse.

Benson supo instintivamente que algo iba mal. El ululante zumbido de los motores había cambiado de una forma sutil, y miró presa del pánico por la ventanilla. Las estrellas eran una confusión. Buscó en vano las constelaciones familiares, pero el cosmos era una anarquía y, desde las profundidades del universo, el hinchado rostro de Hendricks le miraba acusadoramente, acompañado por un coro de risas...

Despertó con un sobresalto. El avión cruzaba alguna turbulencia. Una voz metálica anunció que se trataba de algo temporal.

Benson bostezó y se frotó los ojos. Cómo odiaba volar. Miró su reloj y calculó que todavía quedaban tres horas antes de alcanzar Heathrow, observó la cabina, una escena de tedio familiar: los pasajeros se recostaban unos contra otros intentando dormir, o contemplaban con ojos vacuos la película, mientras azafatas de aspecto anónimo se deslizaban entre ellos con vasos de plástico llenos de bebidas también anónimas y las atormentadas madres se ocupaban de sus niños.

Una mujer hablaba silenciosamente en la película de la pantalla; los auriculares de Benson habían caído a un lado. Los recuperó, volvió a ponérselos, y trasteó con el control. Tras varios cambios de canal que no produjeron más que estática los dejó a un lado, disgustado, se levantó y echó a andar por el pasillo.

Una guapa azafata estaba llenando vasos con coca-cola. Unos años antes, Benson hubiera probado sus posibilidades allí. Alto y delgado, con una densa mata de pelo rubio y penetrantes ojos azules, una amiga lo había descrito en una ocasión como escabrosamente apuesto. Desde entonces, había degenerado; sus ojos estaban velados por el mucho beber y una cínica desilusión hacia la vida. Su apariencia general, en su tiempo seductoramente desaliñada, era ahora positivamente descuidada. Una nariz rota no hacía nada por aumentar su atractivo. La azafata le tendió una coca-cola sin apenas dirigirle una segunda mirada.

Benson volvió a dejarse caer en su asiento con un suspiro. Miró a la mujer que tenía a su lado. Estaba riendo distraída a la pantalla, absorta en algún noticiario unido al final de la película. Benson contempló con aire ausente la pantalla, sin el beneficio de los auriculares, y vio a un hombre de pie en medio de las humeantes ruinas de una casa, apuntando con inquietud al cielo. El entrevistador de la CBS le era familiar. Los rótulos de un camión que pasaba por detrás sugerían que se trataba de algún lugar en Kansas.

—Bolas de fuego, y un cuerno —dijo la mujer al lado de Benson.

—¿Qué?

—Bolas de fuego —repitió ella; se inclinó hacia él y se quitó los auriculares—. En las noticias. —Hizo un gesto con la cabeza hacia la silenciosa pantalla.

Benson no comprendió, y tampoco estaba interesado. Nunca seguía las noticias.

—¿Ha oído usted alguna vez el chiste de la mujer de Oklahoma? —siguió la mujer—. Cree haber visto un platillo volante aterrizar en su patio de atrás. El sheriff local le pregunta cómo sabe que era un platillo volante, y ella responde: «Porque llevaba las letras OVNI pintadas en su costado, tonto».

Le sonrió, y él le devolvió la sonrisa.

—Muy bueno —dijo.

La mujer le miró por unos instantes, masticando en silencio un chicle.

—¿Va usted de vacaciones?

—Emigro —respondió Benson.

—No me diga. ¿Por qué? ¿No le gusta vivir en los Estados Unidos?

—Mi trabajo.

—Oh —dijo ella, y pensó en ello por unos instantes—. ¿A qué se dedica?

—Soy científico.

—¿De veras? Qué interesante.

Benson fue a coger sus auriculares, pero ella dijo:

—Hay algunos lugares realmente encantadores en Inglaterra. Yo hice una gira turística el año pasado. Por cierto, soy de Boston. Yo...

—Disculpe —cortó Benson. Se puso firmemente los auriculares y estudió con intensidad la pantalla. La mujer se encogió de hombros, se apartó y abrió un libro de bolsillo de llamativa cubierta. Al cabo de un momento, Benson deslizó una mirada a la primera línea: «El astrónomo no era un hombre religioso. Cuando miraba a través del telescopio veía el cielo, no los cielos».

Se reclinó en su asiento, «...el cielo, no los cielos». De ahora en adelante, su exploración del cielo o de los cielos había terminado, su carrera estaba en ruinas. Todo lo que le quedaba era enseñar en una pequeña y poco importante universidad y asistir a alguna que otra conferencia ocasional para estar al corriente de los descubrimientos de los demás. Cerró los ojos y derivó hacia un sueño irregular, lleno de imágenes amenazadoras y de paisajes desolados.

Cuando volvió a despertar, una azafata estaba repartiendo las tarjetas de aterrizaje.

Benson sacó su pasaporte; vio la carta de Stratton doblada dentro. El hombre había insistido en escribirla, a fin, dijo, de que le ayudara en Inmigración.

Era una sola frase, escrita, parecía, con una vieja máquina, en una hoja de papel de notas con el membrete de la universidad, dirigida al Oficial Jefe de Inmigración del aeropuerto de Heathrow e informando que el doctor Andrew Benson llegaría el 15 de mayo para ocupar su puesto como Profesor de Física en la Universidad de Milchester, y solicitando que le fuera prestada toda la ayuda posible.

La voz del capitán llegó de nuevo a ellos, anunciándoles que dentro de poco iniciarían el descenso hacia Heathrow, que la temperatura era de 15 grados y que llovía intensamente. Un grupo de ingleses vitoreó.

—Haga retroceder cien años su reloj —murmuró su vecina de asiento.

Era un chiste viejo, y Benson no rió.

Mil metros más abajo, Charlie Pike maldijo salvajemente. Pocos trabajos eran mejor pagados pero menos apreciados que el de soldador de oleoductos para una compañía petrolífera. Para quienes lo realizaban, la peor de todas las tareas es conocida como «el arrastrarse». Los oleoductos son soldados en secciones preparadas por anticipado, principalmente desde el exterior, e inspeccionadas sistemáticamente a medida que el oleoducto crece en longitud. De tanto en tanto, sin embargo, una sección de la tubería muy lejos del extremo abierto, sufre alguna tensión accidental, y algún infortunado individuo tiene que arrastrarse por su interior hasta llegar a la sección sospechosa para examinarla.

Fue una pura desgracia que Charlie Pike tuviera que arrastrarse aquel día, porque no era su turno. Su compañero, el que hubiera debido meterse en el tubo, había caído con gripe. Así pues, entre muchas maldiciones y resentimiento, Pike estaba tendido de espaldas en el interior del tubo de acero de un metro de diámetro, a cincuenta metros del extremo abierto, inspeccionando una soldadura chapucera con ayuda de una linterna eléctrica. Los grandes oleoductos tienen pequeños dispositivos de arrastre en su interior para facilitar el paso, pero, en un espacio tan restringido como aquel en el que trabajaba Pike, el único recurso era emplear manos y rodillas, un procedimiento primitivo mejorado un poco por el uso de grandes almohadillas esponjosas.

Tras golpear, hurgar y maldecir al azar durante un rato, Pike llegó a un pronóstico aceptable e inició la ardua y lenta tarea de arrastrarse de espaldas por el tubo hacia el extremo abierto. Fueron los gritos y exclamaciones que resonaron en la carcasa de metal del tubo que le rodeaba los que le hicieron mirar hacia el extremo abierto. El corazón de Pike se saltó un latido. Parecía como si la entrada del tubo estuviera incendiada. La brillante abertura, blanca a la luz del día, había adquirido una ominosa coloración amarillo anaranjada.

Gradualmente, el resplandor pareció avanzar, hasta que Pike pudo ver claramente que el fuego había entrado en el tubo. Nerviosamente, empezó a arrastrarse de nuevo hacia delante. El resplandor siguió avanzando. Pike se arrastró más aprisa, pero la misteriosa bola de fuego parecía ganar terreno, casi como si le estuviera persiguiendo. Gritó alarmado, pero nadie podía oírle..., no iba a conseguir ninguna ayuda ahí dentro.

Se arrastró más y más aprisa, hasta que le sangraron las manos, la carne salvajemente desgarrada por las franjas de metal dentado e irregular de las juntas del tubo. Pero la bola de fuego seguía ganando terreno. Pike gritaba ahora sin control; podía ver con claridad el opaco resplandor anaranjado iluminar la oscura profundidad ante él. Sabía que no había ninguna escapatoria por aquel lado..., la otra salida del oleoducto estaba a tres kilómetros de distancia.

De pronto, sintió que un chamuscante dolor envolvía sus piernas, y se volvió, impotente, para enfrentarse a todo el horror de aquella feroz cosa. Una enorme bola resplandeciente llenaba el interior del tubo. El fuerte y dulzón olor del ozono invadió el aire. El grito aferró su garganta, y sólo pudo observar, con paralizado terror, cómo la bola lo envolvía con lentitud en una pesadilla de hirviente agonía.

2

—Son las 8:12 del martes 27 de mayo, y el Embankment es un caos —dijo una voz alegre por la radio.

—Completamente —admitió John Maltby.

—En Kings Road y Fulham Road embotellamientos también. De modo que, si está usted en alguna de ellas, rechine los dientes y resista.

—Gracias —respondió Maltby.

—Así que adiós desde el Ojo Volante.

La música estalló en los dos altavoces gemelos del pequeño Porsche convertible, y Maltby canturreó siguiendo el compás. Era una mañana cálida, con una suave brisa procedente del río que dispersaba los humos de los tubos de escape de los coches. Había peores lugares en los que verse metido en un embotellamiento que el Embankment en una hermosa mañana de verano. Mientras aguardaba a que cambiaran los semáforos del puente de Chelsea, Maltby se desperezó. Partes de su cuerpo aún le dolían de los ejercicios de la última semana de vacaciones, de excursión en el Lake District.

Los semáforos cambiaron y el tráfico avanzó lentamente hacia el este. Necesitó casi diez minutos para alcanzar el siguiente semáforo, en el puente Vauxhall.

Un jeep rojo hizo chirriar sus frenos al detenerse a su lado y le obligó a alzar la vista. Vio un delicado pie en el freno del jeep. La muchacha tendría quizá dieciocho años, pelo rubio pajizo, el lápiz de labios del mismo color que el jeep. Apartó un mechón de pelo de su rostro y se volvió para observar cómo la estaba mirando; le dedicó una rápida inspección de pies a cabeza, y luego se volvió de nuevo y frunció los labios al semáforo. Cuando éste cambió, aceleró bruscamente y giró el jeep hacia la izquierda, hacia Vauxhall Bridge Road, con un gesto de saludo de su mano por encima del hombro. Maltby sonrió y contempló el jeep ganar velocidad, luego soltó el embrague y se reclinó en su asiento. Diez años antes, cuando aún estaba en su veintena y perseguía a las chicas así, ella hubiera sido una Amanda o una Claire o una Lucinda. Ahora los nombres habían cambiado, pero la nueva generación era idéntica a la antigua: arrogante, ruidosa y deliciosamente promiscua.

A su derecha, sobre el río, un helicóptero de la policía batía sus aspas en dirección norte, enviando una brusca tos de estática a su radio. Metió el Porsche por un hueco del tráfico y empezó a cantar, convencido aquella mañana, como lo habían estado su padre y su abuelo y su bisabuelo, de que haber nacido inglés era el premio gordo en la lotería de la vida.

Quince minutos más tarde entraba en el aparcamiento del Ministerio de Defensa y aguardaba ante la barrera al guardia de seguridad. Maltby extrajo una tarjeta computerizada con una banda magnética codificada. Aunque Maltby era bien conocido del guardia, el hombre insistió en pasar por el ritual diario de introducir la tarjeta en el ordenador para obtener la autorización de paso. El ordenador necesitó sólo unos segundos para identificarle, luego la barrera se alzó y penetró en las profundidades subterráneas del edificio. Los más antiguos contaban ocasionalmente historias nostálgicas en el pub local acerca de los días pre-ordenador en los que había porteros en el Ministerio de Defensa con nombres como Bert y Bob, cuando el IRA era aún un chiste y tenías que recurrir a un mapa para localizar Libia. Los buenos viejos días quizá, pero Maltby prefería trabajar en la era de la alta tecnología; más complicada, pero más profesional.

Maltby abrió la puerta de su oficina y cruzó la habitación hasta su escritorio. El lugar no era más que un agujero cúbico, con sólo su escritorio, algunas estanterías y un par de sillas, con una ventana que daba al pozo de un patio interior. Las estanterías estaban repletas con informes oficiales y archivadores llenos de memorándums. Había un montón de télex y memorándums en la bandeja de entradas. Los revisó brevemente. No había nada que le proporcionara ningún indicio acerca de por qué le habían hecho interrumpir sus vacaciones, nada que oliera a urgencia.

El intercomunicador zumbó. Sir William ya había llegado, y deseaba verle inmediatamente. Maltby se puso en pie y se enderezó la corbata en el espejo.

Sir William Peebles era el funcionario más antiguo del Ministerio, había visto entrar y salir a multitud de ministros, y los había tratado a todos con un mismo desdén patricio. No era apreciado, pero la popularidad no le preocupaba. Lo único que preocupaba a Sir William era el buen nombre del Ministerio y la reputación de los sucesivos ministros. Había servido a ocho y, decían los rumores, los ocho se habían sentido aterrorizados ante él.

La puerta de Sir William no tenía ningún nombre ni número en su madera de caoba, sólo una pequeña luz roja encajada en la esquina superior izquierda. Maltby llamó y aguardó hasta que la luz roja se puso verde, entonces entró. Su superior estaba de pie junto a la ventana, con su metro noventa de estatura, su delgada figura rebanada por las cuchillas de luz solar que penetraban por las persianas venecianas. Maltby murmuró:

—Señor —y aguardó. El viejo llevaba puestas todas sus condecoraciones en el uniforme, blanco sobre gris, camisa blanca, cuello lleno de estrellas y corbata Eton; casi una caricatura en esta época, aunque nadie de los que pensaban así se atrevería nunca a sugerírselo.

—Lamento haberle hecho volver, Maltby —dijo, y señaló con la cabeza hacia su escritorio—. El dossier de piel se lo dirá todo.

Maltby cruzó la estancia y tomó el dossier. Sir William se sentó en su silla giratoria tras su enorme escritorio y buscó algo en un cajón invisible. Maltby se preguntó qué iba a sacar el viejo, pero sólo fue una pipa y toda su parafernalia. Sir William miró escéptico la cazoleta de la pipa, luego la rascó con una deteriorada navajita. Finalmente la llenó con una hierba de aspecto malsano, la atacó concienzudamente y prendió una cerilla. Tras una serie de bocanadas y toses que pareció interminable, Sir William consiguió finalmente encenderla. Maltby miró en silencio.

—Bien, no se quede ahí, Maltby. Siéntese, por el amor de Dios.

—Gracias, señor. —Maltby carraspeó—. ¿De qué se trata, señor?

Sir William se reclinó en su silla y lanzó varias bocanadas al techo en silencio. Luego dijo:

—Ha estado ocurriendo algo extraño en un cierto número de nuestras instalaciones.

—¿Extraño?

—Muy extraño. —Sir William clavó su mirada en el joven—. Maltby, usted es un hombre de educación clásica, ¿no?

Maltby asintió.

—Balliol, señor.

—Bien. ¿Qué le dice la palabra «plasma»?

—¿Algo en la sangre...?

—Plasma ionizado.

Maltby hizo una mueca.

—Física..., electricidad.

—Hummm. Abra el dossier en la página cuatro.

Maltby depositó el dossier sobre el escritorio y observó un conjunto de fotografías. El equipo era familiar: una instalación submarina de comunicaciones en Cumbria. Un anillo de antenas como algún monstruoso Stonehenge de la época moderna. Una de las columnas sustentadoras ocupaba un primer plano: un tubo vertical hueco. Algo había practicado un agujero de unos cinco centímetros en el acero.

—Según los testigos, este agujero fue hecho por algún tipo de bola de fuego —aclaró Sir William.

—¿Un mal funcionamiento? ¿Una descarga accidental? Utilizan a veces voltajes más bien altos.

—La bola de fuego vino del cielo.

Maltby alzó la vista y miró a su jefe.

—Pase ahora a la página cinco.

Maltby lo hizo, y encontró varias fotografías de una sala de control de algún tipo, con una consola de equipo destruida.

—La estación de prealarma de Fylingdales. El personal de seguridad describió una bola resplandeciente que flotó cruzando la sala de control y estalló cuando tocó el panel. Uno de ellos juró haber visto la bola descender de las nubes.

Maltby estudió las imágenes durante unos momentos. Luego dijo:

—¿Ha informado alguien más de cosas así? ¿O es sólo en las estaciones del M.d.D.?

Sir William agitó la cabeza.

—Ha habido un número considerable de otros casos informados por el público. Los periódicos llevan varias semanas difundiendo este tipo de historias.

—Ahora que lo menciona, creo recordarlo. Pensé que eran simplemente las habituales locuras veraniegas.

—No lo creo así. Sea como sea, su trabajo será averiguarlo. Quiero que se ocupe de esto como de un asunto de la más alta prioridad. Cuando haya leído el dossier, contacte con Malone en Washington.

—¿Quiere decir que los norteamericanos también han recibido bolas de fuego?

—Oh, sí. Y se están tomando en serio la amenaza.

—¿La amenaza?

La pipa de Sir William se había apagado, y se dedicó al ritual de encenderla de nuevo. Cuando terminó, volvió a la pregunta sin responder de Maltby.

—En algunos medios hay la creencia —Sir William no aclaró a qué medios se refería— de que esas bolas de fuego no son un acto de Dios.

—¿Quiere decir que las controla alguien? Pero seguramente...

—¿Controlarlas? No lo sé. Causarlas, quizá.

—¿Los rusos?

—No somos nosotros.

—¿Hay alguna prueba de que los rusos estén involucrados?

—Sólo circunstanciales. Tienen un enorme proyecto de investigación sobre armas de plasma en Novosibirsk. Más algunas coincidencias relativas al personal. Todo está en el dossier.

Hubo un momento de silencio. El joven se levantó para irse.

—Oh, Maltby. Preste mucha atención al aspecto seguridad. No deseamos que la prensa huela que los militares están preocupados por esos informes sobre bolas de fuego, ¿verdad?

—Por supuesto que no, señor.

Sir William se puso en pie y siguió con su contemplación de Whitehall desde la ventana. Su cuerpo ya no estaba cebrado por la luz del sol. Unas nubes de tormenta habían avanzado desde el este y, mientras Maltby salía, la lámpara en el escritorio del viejo se encendió automáticamente.

Maltby se reclinó en su silla e intentó dejarse empapar por todo aquello. Su actitud seguía oscilando entre el escepticismo y la alarma. En un mundo acostumbrado a la Guerra de las Galaxias, la idea de armas de energía dirigida ya no parecía tan fantástica. Sin embargo, era escasamente creíble que los rusos hubieran desplegado realmente tales armas en tiempo de paz. ¿Quién sabía a qué podía conducir todo aquello?

Quizás hubiesen soltado aquellas bolas de fuego, y perdido luego el control. Ciertamente, los rusos habían permanecido inusualmente silenciosos últimamente. O quizás estuviesen apostando a la posibilidad de que, a partir de la existencia simultánea de informes civiles, las bolas de fuego pasaran por ser algún extraño fenómeno atmosférico.

Especulaciones.

El dossier no ofrecía ninguna explicación física de las bolas de fuego, sólo que variaban de tamaño desde un centímetro a un metro, producían muy poco o ningún ruido, y generalmente eran de color amarillo o anaranjado. Su vida podía ser de unos pocos segundos hasta un par de minutos. O se desvanecían inofensivamente en la nada, o estallaban con violencia al contacto con objetos metálicos. Las bolas de fuego habían sido vistas tanto al aire libre como en el interior de edificios, y ocasionalmente observadas caer del cielo. Parecían moverse por voluntad propia, a menudo a poca velocidad, con un curioso movimiento bamboleante. Cinco personas habían muerto y diecisiete habían resultado heridas tras entrar en contacto directo con bolas de fuego durante el último mes.

El dossier contenía un resumen del proyecto de investigación norteamericano, crípticamente denominado C7, que había sido establecido para investigar el aluvión de informes de bolas de fuego y evaluar las implicaciones de seguridad. En su mayor parte, el personal estaba compuesto por científicos civiles, profesores universitarios y gente así, principalmente físicos y químicos. Maltby no reconoció ninguno de los nombres.

Miró su reloj. Demasiado pronto para telefonear a Washington. Lo dejaría para después de comer. Mientras tanto, pasaría la lista del C7 por el ordenador del M.d.D. para obtener algunos antecedentes.

Cuando se dirigía al ascensor tropezó con un joven llamado Brook, de la oficina de prensa.

—Ha vuelto pronto de las vacaciones, ¿eh?

—Ajá.

—Nada de lo que preocuparse seriamente, espero.

—Tranquilo —dijo Maltby, mientras se abrían las puertas del ascensor—. Usted será el último en saberlo.

La sala de datos estaba casi vacía, sólo un par de técnicos con batas blancas delante de sus monitores. Maltby los saludó con la cabeza, se sentó ante una consola, tecleó un número de seguridad e introdujo el primer nombre: Stanley Hendricks.

Aparecieron los datos, con las palabras persiguiéndose de izquierda a derecha, línea tras línea: artículos publicados, comités presididos, premios ganados.

—Un chico atareado —murmuró Maltby. El archivo de Hendricks terminó al fin, y Maltby tecleó el segundo nombre de la lista, luego el tercero, y así hasta llegar al último. Se echó hacia atrás en su silla, con algo hormigueando en la parte de atrás de su cerebro, un nombre que faltaba, alguien que debería haber estado allí, pero no consiguió que le viniera a la memoria. Era como los juegos a los que jugaba cuando joven, con sus amigos, en el bar, intentando recordar quién había jugado en qué equipo de fútbol este o aquel otro año, intentando recitar las alineaciones de los equipos más famosos. El problema había parecido estar siempre en el número seis. ¿Quién era el número seis que faltaba en este equipo de estrellas científicas? Aquello no iba a conducirle a ninguna parte. Ya era hora de comer. Se hacía de rigor una visita al pub.

El día se había estropeado. El sol había desaparecido, y una ligera llovizna cayó sobre él mientras cruzaba Whitehall y se refugiaba, en la esquina de King Charles Street, en la entrada del Ministerio del Interior. Los peatones pasaban apresuradamente junto a él, cada uno con su paraguas, las cabezas y los hombros encajados en un semicírculo de tela, como setas andantes.

Miró a través del cristal de la puerta principal a los uniformados hombres de seguridad. No conocía a ninguno de ellos. Los guardianes del Ministerio del Interior, del Ministerio de Defensa y, más allá en aquella misma calle, el Ministerio de Asuntos Exteriores, formaban un clan aparte, bebían en otros pubs, mantenían un sentido de rivalidad, del mismo modo que los paracaidistas no bebían con los de la marina ni un regimiento del cuerpo de guardia con otro. Sólo un enemigo común podía unirlos.

Maltby se estremeció en el húmedo aire y se sintió repentinamente hambriento. Un trozo de pastel y una pinta de cerveza, y luego ya sería hora de despertar a Washington.

Una hora más tarde estaba de vuelta ante su escritorio. El pastel parecía haber revuelto su estómago, y notó los primeros espasmos de la acidez. Miró su reloj. Malone empezaba temprano. Seguramente ya debía de estar en su oficina.

Respondió una máquina, y Maltby dio su nombre. Un momento más tarde Malone estaba en la línea.

—Hola —gruñó, con una voz como la de Louis Armstrong.

—Bolas de fuego —dijo Maltby.

—Hubiera debido sospecharlo.

—Sir William me puso a trabajar en ello.

—Entonces mucha suerte, John; la va a necesitar.

—Parece que hay como un toque de ansiedad en torno a todo el asunto.

Malone se echó a reír.

—La buena y vieja comprensión británica. Apuesto a que sí.

—Sí, bueno, parece que hemos empezado a recibir algunos golpes más bien estratégicos.

—Eso he oído. Así que ha acudido usted al Tío Sam en busca de ayuda.

—Correcto. He leído el dossier. Es largo en descripciones, corto en explicaciones. ¿Qué es lo que ocurre, Sam?

—Maldito si lo sé.

—¿Hay algo nuevo que yo deba saber, algo que no esté en el dossier?

—Otra pérdida. Un petrolero en el océano índico; simplemente estalló. Podrá oírlo en las noticias. Lo que no oirá es que una bola de fuego se metió dentro de uno de los tanques, comprimiéndose por uno de los conductos, y prendió el gas acumulado.

—Caramba. ¿Por qué lo llama una pérdida?

—Listamos todos los casos civiles como pérdidas. Sólo los informes militares se anotan en la columna de ataques.

—¿Qué hay acerca de ese C7..., sus científicos de primera línea? ¿No han llegado a nada concreto?

—No, pero siguen insistiendo en la explicación comunista. Eso tiene asustado hasta el tuétano al Presidente. Piensa que los rojos pueden haberlo aventajado en las apuestas del SDI. Supongo que ha visto el informe de seguridad.

—Lo tengo aquí delante.

—Bien. Las apuestas se decantan hacia las mininucleares o los plasmas controlados. ¿Sabe de qué estoy hablando?

—He oído hablar de las mininucleares.

—De acuerdo. Hendricks, el cerebro tras nuestro pequeño equipo, se inclina por las mininucleares.

—¿Y los plasmas? ¿Qué hay de ellos?

—Es más complicado. Le enviaré un fax con algunos antecedentes.

—Gracias, Sam.

—¿Alguna otra cosa que pueda hacer por nuestros amigos ingleses?

—Creo que no. Por el momento. Apenas estoy empezando. Me han dicho que organice una unidad aquí.

—Olvídelo —dijo Malone—. No tienen ustedes a nadie lo bastante cualificado. Este es uno de esos malditos temas en los que nadie parece saber demasiado. Es lo que podríamos llamar un área especulativa.

—Sam, ¿no cree que todo el mundo está reaccionando un poco excesivamente al respecto? Quiero decir, han sido sólo unas cuantas explosiones extrañas...

—No lo crea, John. —El tono despreocupado desapareció cuando Malone prosiguió—: Me parece que esto puede ser más serio de lo que ninguno de nosotros comprende aún. El efecto de una de las bolas de fuego grandes golpeando una planta química o una instalación nuclear es algo en lo que es mejor no pensar. Y, entre usted y yo, nadie aquí tiene aún la menor idea de lo que son esas cosas, y mucho menos de cómo detenerlas. Hasta ahora no hemos conseguido nada.

—Supuse eso leyendo entre líneas el dossier. ¿Algo con los rusos?

—Nada, amigo. Esos bastardos ni siquiera se han movido. La línea caliente se ha vuelto de pronto tan fría como el hielo.

Justo en aquel momento una luz destelló en la memoria de Maltby. No sabía nada de física, y mucho menos de físicos, pero en una ocasión, hacía tiempo, cuando estudiaba en Oxford, había asistido a una conferencia de un joven mago de la física procedente de California. Maltby había formado parte del comité que había votado concederle al conferenciante algún tipo de premio. Aunque no había comprendido ni una palabra de su conferencia, la recordaba bien porque el hombre se llamaba igual que el primo de Maltby. Y el tema de la conferencia era... los plasmas.

—Sam. ¿Por qué no han puesto también a Andrew Benson a trabajar en esto?

—¿Ese loco bastardo?

—¿Se supone que no es bueno?

—Quizá sea un genio. Pero no querrá saber nada con nosotros, o con nadie, todo sea dicho de paso. Odia a los militares. Sea como sea, se enfadó con nosotros y se metió enfurruñado en su tienda.

—¿Le importa si hablo con él?

—Adelante; aunque quisiera, no puedo detenerle. Está en su jurisdicción, muchacho.

—¿Eh?

—Sí. Acaba de emigrar a Gran Bretaña. Va de camino para allá, a trabajar en alguna universidad al norte de Inglaterra.

—¿De veras? —dijo Maltby, sorprendido—. ¿Puede recordar cuál?

—Milchester, creo.

—Bien, que me aspen.

El edificio de Física de la Universidad de Milchester estaba situado en las afueras de la ciudad, muy cerca del centro del campus. Era un rectángulo parduzco de cemento y cristal, encajado en el suelo a veinte metros del aparcamiento, con una pequeña carretera de servicio en la parte de atrás. Se rumoreaba que el edificio había ganado un premio de arquitectura al ser inaugurado, en los años sesenta, lo cual decía mucho acerca de los arquitectos británicos.

Benson bajó del taxi y pisó directamente un charco. Por un momento permaneció inmóvil junto a la acera, contemplando sus empapados zapatos, luego al sendero de grava mojado por la lluvia que partía en dos un césped lleno de hierbajos frente al edificio. Echó a andar por él, con el ceño fruncido. Desde que era un muchacho y su familia se había trasladado al sur de California había dado el buen tiempo por sentado. Ahora, a las pocas horas de su llegada a Milchester, sus zapatos rezumaban agua.

Empujó la puerta de cristal y entró. La zona de recepción estaba pintada de un color verde mate que daba al portero una apariencia ligeramente nauseabunda. Era un hombre robusto de aspecto truculento, que miró a Benson con desdén.

—¿Señor?

—Me llamo Benson.

—Por supuesto.

—Esperaba que alguien acudiera a recibirme.

El portero se puso unas gafas en forma de media luna y estudió un gran bloc de notas.

—¿El profesor Benson?

—El mismo.

El hombre tomó un teléfono y habló brevemente por él.

—Siéntese, profesor. Dentro de unos momentos acudirá alguien.

Benson declinó el ofrecimiento y paseó por la zona de recepción, leyendo ociosamente el cartel que proclamaba los últimos descubrimientos hechos por el personal de investigación del Departamento.

Finalmente, apareció una figura alta y calva, con una chaqueta deportiva verde, irradiando cordialidad.

—Mi querido amigo, lamento tanto haberle hecho esperar.

El hombre estrechó la mano de Benson como si se tratara de un hermano perdido hacía mucho tiempo.

—Soy Ken Stratton, Jefe del Departamento. Estaba esperando su llegada.

Benson murmuró algo educado y siguió al efusivamente gesticulante Stratton, que alabó líricamente las virtudes de la vida en el norte de Inglaterra en general y en su Departamento en particular.

Pronto llegaron a un animado pasillo de oficinas del personal, donde los ruidos familiares de la vida académica les envolvieron.

—Ha elegido usted el peor día para llegar, mi querido amigo —dijo Stratton—. Acabo de tener una reunión de la Facultad a las diez, y luego debo acudir a un comité del Consejo de Investigación en Londres después de comer, así que me temo que voy a perderme su recepción esta tarde. Creo que le voy a decir al joven Quenby que se ocupe de usted. Fue uno de los estudiantes graduados del pobre viejo Ramshaw.

El pobre viejo Ramshaw era el predecesor de Benson, que había tenido que abandonar la Cátedra de Física algo prematuramente tras sufrir un ataque cardíaco mientras estaba en la cama con la esposa de un vecino. Al menos, ésa era la historia que había oído Benson. Sin duda, Benson iba a hererar los estudiantes del viejo tonto, pero, por desgracia, no sus amantes.

Quenby apareció procedente de una oficina lateral: con gafas, barbudo y tumultuoso. Parecía ansioso por proporcionarle a Benson una visita guiada completa por todo el Departamento.

—Sólo mi despacho por ahora, si no le importa.

Quenby le hizo subir un tramo de escaleras, dejando atrás a un Stratton que murmuraba disculpas. En ellas tropezaron con una muchacha pecosa, de unos veinticinco años, que aferraba un fajo de papeles. Estrechó blandamente la mano de Benson y enrojeció.

—Esta es Sally —explicó Quenby con una sonrisa—. Es su secretaria. Hará cualquier cosa por usted, ¿no es así, Sallv?

Sally enrojeció aún más y se alejó apresuradamente.

La habitación de Benson estaba en la parte de atrás del edificio, mirando al norte, hacia el espectáculo de una deteriorada fábrica. De pie junto al escritorio era posible ver las oxidadas grúas cerca del viejo muelle de carga.

—Ya sé que no es como el Caltech —dijo Quenby, como disculpándose—, pero la región es muy hermosa.

—Eso me han dicho.

La habitación parecía triste y atestada. Una de las paredes estaba ocupada por archivadores vacíos, otra enteramente dedicada a estanterías para libros. Había sido instalada una nueva pizarra en honor de Benson. Sobre una mesa, cerca del escritorio, había un terminal de ordenador, que, según aseguró Quenby, estaba conectado al ordenador principal. Las cajas del equipaje de Benson habían sido apiladas en medio de la habitación, ligeramente machacadas tras el largo viaje y con un aspecto extrañamente solitario.

—Ha tenido usted suerte —dijo Quenby—. Llegaron la semana pasada. Supongo que habrá oído un montón de historias acerca de robos y extravíos.

Benson se echó a reír.

—Cualquiera que esté lo bastante interesado en robar esto puede hacerlo, y que le aproveche.

Quenby sonrió tentativamente mientras Benson recorría la habitación y echaba un vistazo al video-televisor en una esquina. Quenby siguió su mirada.

—Lo instalamos especialmente para usted —dijo—. Oímos hablar de su...

—¿Excentricidad? —ofreció Benson. Aquélla era una de sus peculiaridades. Siempre trabajaba con la televisión encendida, una costumbre que había adoptado cuando era estudiante y que nunca había abandonado. Apenas prestaba atención a ella pero, si no estaba conectada, lo notaba y se sentía incómodo.

—Papel de pared audiovisual —dijo Quenby—. Eso es lo que escribieron en la revista Time.

Benson bufó, fue a la ventana y contempló un desierto de edificios de una sola planta en descomposición, algunos con las ventanas tapiadas. No había ningún signo de vida.

—El nuevo polígono industrial —dijo Quenby—. Sólo que las nuevas industrias nunca llegaron.

Benson sintió un repentino y abrumador deseo de estar a solas, lejos de aquel parloteante acólito. Sacudió la cabeza, luego estrechó de nuevo la mano del estudiante y le dijo que esperaba volver a reunirse con él de nuevo aquella tarde, para la recepción. Quenby se fue, caminando de espaldas, tropezando con el escritorio, la clásica combinación de mente despierta y cuerpo no coordinado.

La silla giratoria tras el escritorio era vieja, y chirrió irritantemente cuando Benson se sentó e intentó hacerla girar. Permaneció sentado, inmóvil, contemplando con aire miserable la atroz vista. La lluvia formaba riachuelos en los cristales de la ventana.

Así que ya estaba en ello. Había iniciado una nueva carrera. Jesús.

Pensó en la avenida flanqueada de palmeras fuera de su antigua oficina en el Caltech, en el enorme y despejado laboratorio a su disposición, en el agradable paseo en coche hasta la playa de Santa Mónica o Malibú...

Se puso en pie, bajó las persianas venecianas y las cerró, y encendió la luz. Luego fue al televisor y lo encendió también, cortando el sonido. A partir de ahora, se prometió, nunca volvería a mirar aquella terrible vista.

Tomó un trozo de tiza y cruzó hasta la pizarra. Movido por un repentino impulso, escribió una obscenidad en grandes letras mayúsculas. La tiza chirrió su protesta.

Luego se sentó en la gruñente silla giratoria, puso los pies encima del escritorio y aguardó, sintiéndose como un pequeño animal al inicio de un largo período de hibernación.

Samantha enjabonó sus esbeltas piernas. No estaban mal, pensó. Sus piernas y sus pechos eran sus mejores atributos; en lo que a los hombres se refería, el resto parecía de menor importancia. Se sumergió satisfecha en la caliente agua del baño.

La última noche había sido mejor que sus sueños más alocados. Había sospechado por la suave voz al otro lado del teléfono que su cita a ciegas era..., ¿cómo decirlo?..., superior. Cuando vio el deslumbrante coche, las flores y el traje de carísimo corte, apenas pudo contener su excitación. Esta vez no sería una velada barata para dos en el decrépito cine local y un viaje a la tienda de patatas fritas de vuelta a casa.

Cenaron extravagantemente en Esters, en Mayfair, luego fueron a «un pequeño lugar» que él conocía, que resultó ser un discreto club nocturno para la gente «in» del rico West End londinense. Bailaron y bebieron y bebieron y bailaron hasta al menos las tres, y él le explicó pacientemente los intrincados vericuetos del mercado de valores, y ella burbujeó acerca de su vida en la agencia de viajes donde trabajaba por un sueldo de miseria. Cuando finalmente volvieron al piso de ella, siguió todo el ritual de la rutina café-copa-sofá-cama sin apenas segundos pensamientos. Al final, había acertado.

Samantha sonrió para sí misma y agitó los dedos de los pies. La radio cerca del baño aullaba una canción llamada «¡Te agarré!», y pensó que era de lo más adecuado. Sumida en sus ensoñaciones, no se dio cuenta del suave resplandor anaranjado que se difuminaba lentamente por su pequeño cuarto de baño. Fue el irritante chasquido de la estática en la radio lo que primero llamó su atención. Maldiciendo, tendió un correante brazo por encima del borde de la bañera, y se inmovilizó.

A no más de quince centímetros de su mano flotaba una extraña bola que irradiaba un fuerte color naranja. Samantha nunca había visto nada parecido. Parecía un extravagante objeto surgido de las profundidades de su subconsciente. Su superficie era difusa y pulsante, y el interior un torbellino de movimiento. Pudo sentir su calor abrasar su brazo desnudo. La radio crepitaba y silbaba.

Instintivamente, Samantha retiró el brazo. La bola de fuego lo siguió, como si apuntara deliberamente hacia ella. Gritó alarmada e intentó ponerse en pie, resbaló y cayó chapoteando en el agua, enviando surtidores por encima de los bordes de la bañera. Tragó saliva, impotente, por un momento, mientras la resplandeciente bola se inmovilizaba encima de ella, luego contempló alucinada como descendía poco a poco.

Cuando la bola de fuego tocó el agua hubo un furioso sonido siseante, y una voluta de vapor ascendió delante de su rostro. Sintió el ardiente agitar del agua contra sus piernas, sus hermosas piernas. ¡Oh, Dios! Iba a ser hervida viva.

Su siguiente grito se oyó desde la calle. Un limpiaventanas que pasaba por allí golpeó sin resultado la puerta de entrada del piso de Samantha durante un minuto, luego observó la ventana abierta. Apoyando su escalera en la pared, trepó diestramente hasta el dormitorio de la joven. Diez segundos más tarde encontró a Samantha, derrumbada, desnuda, en el baño. Horribles quemaduras rojas desfiguraban sus piernas, estómago y pecho, como si alguien hubiera derramado agua hirviendo sobre todo su cuerpo. Su rostro estaba contorsionado por el terror. Estaba muerta.

3

La recepción fue horrible, con todo lo que Benson más detestaba. Nunca había sido una persona muy social, y le desagradaban particularmente las ocasiones formales, sobre todo las celebradas en su honor. No podía conseguir mostrarse educado, así que simplemente fue de un lado para otro, gruñendo y sonriendo estúpidamente a medida que una al parecer interminable sucesión de gente se presentaba a sí misma.

Benson se armó con una copa y una salchicha para evitar los apretones de manos, y contraatacó ante todas las preguntas con una referencia al tiempo, dentro de la buena tradición inglesa. Pareció funcionar.

La figura clave, que, por razones que Benson no llegó a comprender, era el vicecanciller antes que el canciller, resultó ser un avuncular general retirado del ejército con un fino bigote y una esposa en consonancia. A Benson le desagradó instintivamente, pero se obligó a sí mismo a ser educado. Al menos, el tipo le había conseguido un trabajo, pensó.

El vicecanciller hizo un corto discurso de bienvenida, durante el cual Benson permaneció rígido, sintiéndose estúpido. Luego, las charlas se reanudaron a medida que los vasos de la gente eran vueltos a llenar. Benson bebió demasiado, como de costumbre, y empezó a molestar a la gente con observaciones poco delicadas. No le importó demasiado. Al fin y al cabo, era un fracasado pese a todo.

Una mujer se le acercó. Era bajita y morena, con unos penetrantes ojos castaños, largo pero bien cuidado pelo, y unos rasgos delicados que recompensaban un escrutinio más atento. También había una sutil pero inconfundible cualidad sensual en ella. Se preguntó por qué no había reparado antes en su presencia.

Puso otra copa en su mano.

—Es bourbon con hielo —dijo, con voz suave y confiada.

—¿Cómo lo ha sabido? —preguntó Benson.

—He leído el Time. Decía que el bourbon y la física son sus dos únicas pasiones.

—No las únicas. —La miró fijamente.

La muchacha bajó momentáneamente los ojos. Luego dijo:

—No parece usted el huésped de honor. Quiero decir que no parece demasiado feliz de estar aquí.

—Es la lluvia —respondió él—. Una vez recorrí en avión las Islas de Barlovento, con todo el mundo cantando y bailando y bebiendo ron. Excepto en Dominica. Parece que había una especie de tiempo raro allí. El lugar estaba siempre nublado. En Dominica, todo el mundo se estaba pegando. Constantemente.

—Melatonina —dijo ella.

—¿Eh?

—Se receta para combatir el cambio de horario en los viajes largos en avión. Es una hormona producida por la glándula pineal. Cuando hace mal tiempo, y los días son cortos, la pineal produce menos de esta hormona..., lo cual hace que uno se sienta deprimido. Luego, en primavera, recibimos más cantidad de ella. La savia sube, por decirlo así.

—¿De veras?

—Conozco estas cosas. Soy bioquímica. Me llamo Tamsin Bright.

Se estrecharon la mano.

—Bioquímica, ¿eh? ¿Otra de la Facultad de Coleccionistas de Sellos?

Los labios de ella se apretaron en una fina línea.

—Al menos, no huyo de mi tema —respondió ácidamente.

—Touché. —Benson exhibió una desarmante sonrisa y alzó su vaso. Le gustaban las mujeres que sabían mantener su territorio—. ¿Qué la hizo dedicarse a la bioquímica, doctora Bright? ¿Un ansia hacia la bata blanca y el tubo de ensayo?

—Es el tema del futuro, profesor. ¿No lo sabía? —Sonrió dulcemente, revelando una sorprendente hilera de blancos dientes—. ¿Qué le hizo a usted dedicarse a la física?

—Se lo contaré durante la cena.

—¿En el refectorio?

Benson negó con la cabeza.

—En su casa.

—Tiene usted buenos nervios.

—Sí, doctora Bright. Eso me dicen, al menos.

Fueron hasta la casa de ella en un pequeño Fiat rojo. Ocupaba el piso superior de un viejo edificio Victoriano de ladrillo rojo, con enormes chimeneas. La decoración era de buen gusto, femenina y poco recargada. En un rincón de la sala de estar, un tanque de cristal encarcelaba a dos tortugas pequeñas, cuyo único propósito en la vida parecía ser una fútil lucha por escalar los lados de su prisión. Benson simpatizó con ellas.

Mientras cenaban, Tamsin le contó que se había graduado en Oxford, había obtenido su doctorado a los 24, había pasado dos años en América, otros cuatro de vuelta en Londres, y había obtenido su puesto actual como profesora de bioquímica para cinco años.

—Muy bien —dijo Benson—. Y, ahora, la cuestión sexista...

—Divorciada —interrumpió ella con una sonrisa—. El dilema clásico. Él es ingeniero de ordenadores, muy brillante, muy ambicioso. Siempre hacia arriba. Hace tres años, le ofrecieron un trabajo en Alemania. Yo no podía trabajar allí, y no tenía ninguna intención de convertirme en una hausfrau, así que... —Sonrió pensativamente—. Ahora es su turno: siento curiosidad por saber cómo un hombre de su reputación ha terminado en un sitio así.

—La cagué.

—¿Cómo?

—Digamos que precipité una especie de crisis.

—¿Personal o profesional?

—Ambas cosas.

—¿Quiere hablar de ello?

Benson se encogió de hombros.

—Demonios, ¿por qué no? ¿Sabe?, lo tenía todo muy bien montado en el Caltech: un par de postdoctorados, tres técnicos a mi disposición, esa subvención de la Fundación para la Ciencia de quinientos mil al año. Yendo más a lo concreto, estábamos avanzando, ya había conseguido unos resultados realmente claros sobre tormentas magnéticas. Entonces efectué un gran descubrimiento sobre el confinamiento del plasma que insuflaba nueva vida al programa de fusión controlada. Todos nos sentíamos excitados al respecto. Ya sabe, como si estuviéramos lanzados de cabeza hacia el Premio Nobel o algo así. Entonces fui y lo eché todo a rodar.

Tamsin le miró en silencio.

—Estaba ese tipo, Hendricks, Stanley Hendricks, un físico de primera en el Fermilab. Supongo que debe conocerlo.

—Sí... Es consejero del Presidente para la defensa o algo así.

—Ajá —dijo hoscamente Benson—. Ése es el tipo. En realidad su especialidad es la física de partículas, pero también está metido en astrofísica, plasmas y Dios sabe qué más. Un gran cerebro, y muy bien situado en el sistema de los Estados Unidos de América. Tira de muchos hilos.

—¿Incluidos los presupuestarios? —aventuró Tamsin.

—Correcto. Sea como sea, hace un par de años, Hendricks apareció con su teoría acerca de los rayos cósmicos y las inversiones geomagnéticas.

—Ahora lo recuerdo —dijo ella—. Hubo mucha publicidad al respecto en los medios de comunicación. Algo que tenía que ver con la muerte de los dinosaurios.

—Bueno..., eso era sólo un detalle espectacularmente marginal. Lo importante es que la idea esencial de Hendricks era algo así como un bombazo. Él, obviamente, estaba muy satisfecho consigo mismo; nadie más había deducido el mecanismo que él había descubierto.

»Oí sobre ello por primera vez en una conferencia en Baltimore. Una cosa organizada por la Sociedad de Física Americana. Hendricks le había puesto un título rimbombante a su conferencia, así que todo el mundo sabía que tenía algo importante que decir. El lugar estaba atestado. Cuando escribió su resultado principal en la pizarra, pensé para mí mismo: “Cristo, Hendricks la acaba de cagar”.

—¿Quiere decir que no le creyó?

—No sé lo que creí en aquellos momentos. El problema es que Hendricks es un conferenciante torpe, y había planteado una argumentación bastante confusa, de modo que uno no podía decir hacia dónde se dirigía realmente. Simplemente, dejó caer su bombazo en medio de un batiburrillo de aspecto dudoso.

»Bueno, al final de la conferencia, todo el mundo aplaudió con entusiasmo al gran hombre. El presidente cerró el acto con algunos comentarios de agradecimiento hacia la exposición de aquel nuevo y revolucionario descubrimiento, y la mayor parte de la audiencia se quedó completamente desconcertada.

»Vi que Hendricks se había metido un poco en mi territorio y que había algunas cuestiones más bien básicas en su resultado que habían quedado sin responder. Como por ejemplo la estabilidad, y las condiciones límite, y todo eso. Así que me puse de pie durante el turno de preguntas y dije que creía que sus resultados parecían entrar en conflicto con las leyes de la termodinámica, y que parecía haber algo un tanto misterioso en lo relativo a sus condiciones límite.

»Bueno, supongo que nunca podré llevarme bien con esa gente de Chicago. Son tan condenadamente arrogantes. Sea como sea, evidentemente Hendricks se tomó como un insulto el que su gran resultado fuera cuestionado en público. Desechó las preguntas con la altanería que lo caracteriza, y unas cuantas personas me lanzaron miradas aceradas.

—¿Y eso hizo que le echaran? Seguro que no.

—No. Hay más. Aquella tarde fui a dar un paseo por los muelles, encontré un pequeño restaurante especializado en pescados. Había unas cuantas caras que reconocí de la conferencia, y una mujer sola. Una morenita deliciosa. Hablamos. Finalmente, fuimos a bailar. Bailaba apretándose mucho contra mí. Yo había bebido mucho vino, y la besé, y ella no puso ninguna objeción.

—Puedo imaginarlo —dijo Tamsin.

—En aquel momento descubrí algo. Cuando un hombre está besando a una mujer, es completamente vulnerable a un gancho de izquierda. No lo vi. Estaba besando a una hermosa mujer, y de pronto me encontré tumbado en el suelo, mirando a un tipo realmente furioso.

—¿Hendricks?

—Hendricks.

—¿Era la chica de Hendricks?

—Era la esposa de Hendricks.

Durante unos segundos, ella le miró seriamente, luchando por mostrar una expresión de simpatía sin conseguirlo. Finalmente se echó a reír, primero sólo una risita ligera, luego una auténtica carcajada, finalmente una disculpa.

—No se preocupe —dijo Benson—. Son cosas que pasan. Supongo que puede imaginar el resto. Cuatro artículos rechazados consecutivamente. No más invitaciones a las grandes conferencias. Para rematarlo todo, finalmente la teoría de Hendricks resultó ser correcta. Toda la maldita comunidad física se puso a trabajar sobre ella. Actualmente cada universidad parece tener a alguien ocupándose del asunto.

—¿Y un tal Andrew Benson fue dejado fuera en medio del frío?

—Ajá. Al cabo de un año, aproximadamente, se hizo evidente que mi equipo de investigación se estaba haciendo pedazos. No podíamos conseguir ningún postgraduado, la mayoría de los buenos estudiantes graduados en nuestro tema se iban a Chicago. Luego mi director empezó a insinuar que, a menos que consiguiera pronto algo espectacular, mi puesto iba a verse en peligro. Imaginé que estaba a punto de ser barrido discretamente a un lado. Mi trabajo iba rodando rápidamente colina abajo. Supongo que en realidad perdí interés por él. No es fácil mantenerse firme con una reputación que se está desintegrando.

—¿Qué le hizo elegir Milchester?

Benson se encogió de hombros.

—Oh, sabía que tenían un buen grupo de física ionosférica aquí. Habían hecho algunas cosas interesantes sobre plasmas. Cuando quedó vacante la cátedra, pensé que tenía una posibilidad. De modo que aquí estoy.

—¿Lo lamenta?

Benson se encogió nuevamente de hombros.

—Todavía es demasiado pronto para decirlo.

—Quizá su ataque a Hendricks haya sido cuestión de autoconservación.

Benson frunció el ceño.

—¿Eh?

—Dicen que el cerebro sólo puede funcionar equis años a pleno rendimiento. Quizás, inconscientemente, usted se estuviese protegiendo a sí mismo. Se preparó un retiro temporal, si entiende lo que quiero decir.

Benson la miró con los ojos entrecerrados. Nunca había pensado en ello desde aquel ángulo. Quizá tuviera razón. Valía la pena meditarlo sobre un buen vaso de bourbon, algún día.

Se puso de pie para marcharse.

—Gracias por la cena.

—Ha sido un placer. —Sonrió voluntariosamente—. ¿Quiere que le lleve a alguna parte?

—Oh, no, gracias. Cogeré un taxi.

—¿Dónde se aloja?

—En un hotel cerca del aeropuerto.

—Cuando piense en establecerse más permanentemente, le ayudaré a encontrar algo, si quiere. Conozco muy bien la zona.

—Por supuesto. Gracias de nuevo.

Ella le tendió la mano, y él se la estrechó torpemente y se fue.

Estaba lloviendo de nuevo.

En un día claro, la vista desde lo alto de la torre Eiffel es impresionante. En aquel tormentoso día, sin embargo, Marcel Dubois solamente alcanzaba a ver hasta los suburbios de la gran ciudad..., un cuadriculado fríamente iluminado allá donde la luz del sol penetraba por entre los densos cúmulos, entremezclado con un sombrío gris.

Pero su atención no estaba dirigida al panorama. Dubois estaba mucho más preocupado por las exigencias del trabajo que tenía entre manos. Para los visitantes de la parte superior de la torre, parecía poseer unos nervios tan recios como el armazón al que estaba atado. Pero trabajar a grandes alturas no presentaba ningún problema de ansiedad para Dubois. Desde hacía veinte años no había dejado de trepar, había escalado y se había colgado de todo tipo de rascacielos, torres y puentes, sin siquiera pensar en ello. Las cuerdas de nilón reforzado que aseguraban su arnés eran completamente fiables, de modo que Dubois trabajaba tranquilamente, concentrado sólo en su tarea.

Hay una historia clásica en Francia que dice que la torre Eiffel está siendo pintada constantemente, porque el trabajo toma tanto tiempo que, cuando se ha completado una capa de pintura, ya es necesaria otra. De hecho, la compañía de Dubois era contratada sólo una vez cada diez años para realizar el trabajo, y con las modernas pistolas vaporizadoras de alta velocidad el trabajo ocupaba sólo unos dos meses. Empezaban por arriba, que era donde Dubois estaba trabajando ahora, como una araña en una pared. Iba vestido con un grueso mono, y su cabeza estaba encajada en un capuchón de cloruro de polivinilo soldado a una máscara facial de perspex. De su espalda colgaban dos pesados cilindros de acero llenos de pintura presurizada.

La fuerza de la pistola era traidora, y era necesario tomarse largos descansos entre las sucesivas aplicaciones. Fue durante uno de esos obligatorios interregnos que Dubois se dio cuenta de la poco usual inmovilidad del aire..., una atmósfera opresiva, ominosa. En la distancia pudo oír la retumbante queja de una tormenta en preparación. Sabiendo que una fuerte lluvia obligaría a un abandono completo del trabajo, Dubois regresó a él con renovada dedicación.

Dubois disfrutaba pintando la torre Eiffel; era un gran símbolo nacional. Con una sensación de orgullo, podía alardear por las noches ante sus amigos en el Café Rouens de estar contribuyendo a la conservación del más renombrado monumento de Francia.

Cuando el extraño resplandor naranja se reflejó en la húmeda pintura sobre el entramado de acero frente a él, el primer pensamiento de Dubois fue que el sol se había abierto camino entre las oscuras nubes. Sólo cuando sintió el abrasador dolor en su codo se dio cuenta de que algo iba mal. Terriblemente mal.

Soltó la pistola rociadora, que quedó dando tumbos al extremo de su cable, con un grito de alarma. Se dio la vuelta, y se enfrentó a una bola de fuego luminosa de un siseante rojo, de aproximadamente un metro de diámetro, que rodaba lentamente a lo largo del poste horizontal, hacia la sujeción donde estaba asegurado su arnés. Apenas su sorprendida mente hubo registrado la presencia de aquel aterrador objeto, la cuerda derecha de su arnés se fundió, y él cayó hacia atrás para quedar colgando precariamente de la única cuerda restante. Presa del pánico, Dubois manoteó frenéticamente en busca de un asidero, justo en el momento en que la bola se fuego fundía la otra cuerda. Con un agudo grito de dolor y miedo, observó impotente cómo la feroz forma se deslizaba sobre sus desnudas manos y su carne empezaba a incinerarse. El siguiente trueno ahogó su grito de desesperación, mientras Dubois caía del entramado de hierro al abismo de la nada desde las alturas de la ciudad.

Tamsin observó desde la ventana de su oficina el rectángulo de la Universidad. Era un hermoso día de principios de verano. La lluvia de la semana anterior había dejado paso a un claro y brillante sol, y los estudiantes permanecían echados sobre el césped, descansando entre exámenes. Aquélla era una ley que conocían todos los estudiantes: el clima es siempre cálido y soleado durante los exámenes.

Uno de los estudiantes la saludó con la mano; un muchacho turco llamado Kemal. Medio sonrió para sí misma y se retiró a su escritorio. En una ocasión, Kemal había intentado unos discretos avances con ella. Afortunadamente, ella había conseguido pararle los pies sin dañar su ego.

Un montón de exámenes se apilaban sobre su escritorio, listos para ser corregidos. Tamsin suspiró intensamente y se sentó para iniciar su tarea. Pronto se descubrió canturreando alegremente, pese al tedio. ¿Era sólo la luz del sol? No. Era Andrew Benson. Su presencia la había afectado de la manera más peculiar. Resultaba claro para todo el mundo que Benson era rudo, arrogante e intolerante, con una actitud a menudo altanera hacia todo y hacia todos. Se mostraba abiertamente despectivo con respecto al país, la Universidad y su personal. También era el cerdo macho chauvinista arquetípico. Y, sin embargo...

Aquella velada había sido algo completamente distinto a cualquier otra velada que hubiera pasado con un hombre. Había en torno a Benson una energía eléctrica que la enervaba. No era sexual; definitivamente, no. Intelectual. Hacía que su cabeza girara; un delicioso tipo de borrachera intelectual. Y todo ello hundido bajo aquel terriblemente tosco exterior. Fascinante.

Tamsin no podía sacarse a Benson de la cabeza. Sabía que terminarían siendo amantes. Aunque sólo lo conocía desde hacía unas pocas horas, había una compulsiva inevitabilidad en ello. Se sentía atraída hacia él como si fuera un imán, pero en busca de gratificación mental antes que física. Sería una experiencia interesante.

Al cabo de una hora, aproximadamente, el hambre invadió sus pensamientos. Normalmente, Tamsin tomaba unos bocadillos en su habitación a la hora de comer, pero hoy su rutina estaba completamente alterada. Tendría que hacerlo en el refectorio de la Universidad. Encontró una mesa vacía cerca de la ventana y comió mecánicamente, con la mente en otras cosas.

—¿Le importa si me uno a usted?

Era uno de los estudiantes graduados de física..., el que había estado flotando alrededor de Benson en la recepción. Creía recordar que se llamaba Quenby. La sonreía desde detrás de una poblada barba.

—Tenía intención de sermonearla un poco por secuestrar a nuestro nuevo profesor, doctora Bright.

—Oh, bueno, en realidad, fue él quien me secuestró a mí —respondió ella. Los ojos de Quenby la miraron parpadeantes—. ¿Qué es lo que opina usted de él? —preguntó—. Es un tanto rudo, ¿no?

—Bueno, estábamos preparados. Sé de él desde hace un par de años. En un científico de ese calibre, uno puede disculpar alguna rudeza. Podemos estar muy contentos de haberlo conseguido.

—¿Qué es lo que sabe de él? Esa inagotable energía...

—Esa es la clave de sus logros, creo —aventuró Quenby—. ¿Sabe?, la mayoría de las personas se dedican a la investigación porque se sienten intrigadas por los temas que se les presentan. Les gusta resolver acertijos y hacer nuevos descubrimientos. Es como un juego, la caza del tesoro, buscar indicios, encajar información, anticipar el estremecimiento de un descubrimiento nuevo. Con Andrew Benson es diferente. Ataca un proyecto de investigación con despiadada eficiencia. Para él, un problema no resuelto es como un dolor de muelas: no puede descansar hasta que consigue aliviarlo. Cuando otros científicos completan un trabajo, van a la ciudad y se relajan. Benson simplemente sigue con el siguiente problema.

Quenby ensartó una patata con su tenedor y la masticó reflexivamente.

—De acuerdo, es rudo y taciturno. Eso forma parte de él. Algo lo empuja. No le gusta la investigación, simplemente es un adicto a ella, del mismo modo que los misterios del universo son un desafío personal. Se ve a sí mismo como un hombre enfrentado a los secretos de la Madre Naturaleza, y no intenta seducirlos: ¡con Benson, es una violación!

Tamsin alzó bruscamente la vista, y Quenby enrojeció.

—Parece conocerlo muy bien.

—En realidad, todo lo que he dicho es sacado textualmente de la revista Time. Incluyeron un perfil suyo esta semana.

—Lo sé. Yo también lo he leído.

Tamsin se disculpó y regresó a su oficina. Violar a la Madre Naturaleza. Había olvidado ese detalle.

Oyó sonar el teléfono mientras recorría el pasillo, y buscó torpemente su llave. Cuando consiguió abrir y entrar, el teléfono dejó de sonar. Se sentó. El teléfono sonó de nuevo, y cogió el auricular. Una voz familiar dijo:

—Tamsin, soy John. John Maltby. ¿Me recuerdas?

—Por supuesto. ¿Cómo podría olvidarlo? —Había conocido a Maltby cuando ambos estudiaban en Oxford, y durante un tiempo habían salido juntos. Luego, un día, mientras paseaban en barca, un exceso de entusiasmo (o de pasión) para con ella hizo que la barca volcara, y los dos se encontraron en el agua. Desde entonces, empezó a salir con un entusiasta del ajedrez.

—He oído que ahora estás en el Ministerio de algo.

—En el M.d.D., sí.

—¿Es esto una llamada social?

—Me temo que estrictamente de negocios. Deseo entrar en contacto con un hombre llamado Andrew Benson...

4

El deprimente despacho había llevado a Benson casi al borde de la desesperación. Dios, pensó, nunca me acomodaré aquí. Contempló melancólicamente la vacía pizarra. Luego, en un acceso de frustración, garabateó otra obscenidad y arrojó la tiza al suelo.

—Tres días —murmuró para sí mismo—, y ya estoy harto.

Tras la recepción de bienvenida, Benson había sido dejado discretamente de lado. Lo cual ya le iba bien. Pero cualquier esperanza de que el cambio radical de entorno realimentara de alguna forma su deseo de seguir trabajando se desvanecía rápidamente. La Universidad de Milchester iba a ser frustrante; más valía que se hiciera a la idea de ello. Lo único bueno que tenía el lugar era la mujer a la que había conocido aquella primera tarde. No era excesivamente bonita, y quizá fuese un poco demasiado mayor para sus gustos; pero había algo en ella, algo justo por debajo de la superficie. Había causado en él un efecto de lo más peculiar. Aquella velada había sido especialmente diferente de cualquier otra velada que hubiera pasado con una mujer.

Una llamada a la puerta interrumpió sus pensamientos. Una cabeza barbuda asomó, insegura. Quenby. Benson hizo una mueca.

—He conseguido un ejemplar del artículo mío en la Revista de Física que le mencioné. ¿Le gustaría echarle un vistazo? Pensé que...

—Estoy ocupado —restalló Benson.

Quenby miró hacia la pizarra y vio las obscenidades en grandes letras mayúsculas.

—Ya veo —dijo. El rostro barbudo se retiró.

Benson dejó escapar un gruñido.

—¡Ya basta! —se dijo a sí mismo, y abandonó el edificio, completamente abatido. Después de esperar cuarenta minutos bajo la inevitable lluvia la llegada de un al parecer inexistente autobús, llamó un taxi y volvió a su hotel. Encendió el televisor y se echó en la cama. Tenía que hallar algún lugar permanente donde vivir. ¿Una casita de piedra arriba en las colinas quizá? Hermosa y aislada. Con césped. Empezaría a buscarla mañana. De veras.

Cerró los ojos. La voz de la televisión era como un zumbar de abejas. Un locutor estaba entrevistando a un francés en la base de la torre Eiffel. Algún tipo de accidente.

Benson se quedó dormido.

Despertó lentamente dos horas más tarde y miró su reloj. Apagó el televisor, se lavó y se cambió, y pensó en Joe. En aquellos momentos, Joe debía de estar lavando vasos abajo. En menos de una semana, Joe se había convertido en un buen amigo, tan bueno que a Benson estaba empezando a aburrirle. Pero era un buen barman, no se preocupaba demasiado por aquellas estúpidas cosas dosificadoras de acero en el cuello de las botellas puestas boca abajo. Benson aún no había conseguido acostumbrarse a las cosas que Joe llamaba ópticas; no tenían sentido para él, pero tampoco tenían sentido para él muchas otras cosas de Inglaterra; se necesitaba tiempo para conocer un país que colocaba boca abajo sus botellas de licor.

Joe le sonrió cuando entró y dijo:

—Un tiempo agradable para los patos.

Benson gruñó y miró a su alrededor. Sólo había otro cliente, un hombre más joven que él sentado en una esquina, con el pelo rizado y una sonrisa agradable y la complexión de un peso medio. Llevaba camisa de tenis y botas de béisbol y estaba leyendo el periódico de la tarde.

Más tarde, al pensar en ello, Benson no pudo recordar quién habló primero. Fue algo inocuo, uno preguntándole al otro si estaba en el hotel, unos momentos de charla intrascendente antes de que el joven se presentara; un intercambio de nombres: Ándrew Benson, John Maltby. Su apretón de manos era firme y seco, y hablaba con los claros y bien modulados tonos de la escuela privada inglesa. Sus primeras palabras, tras la presentación, sorprendieron a Benson.

—Oí una conferencia suya en una ocasión. Cuando era estudiante. Hará diez u once años de ello. En Oxford.

—¿De veras? —Benson aceptó un cigarrillo y le miró con los ojos fruncidos—. ¿Y qué opinión sacó?

—Me dejó más bien desconcertado.

—¿Yo o el tema?

—Ambas cosas.

Benson sonrió.

—No soy muy buen conferenciante.

—Quizá no sea su punto fuerte —admitió Maltby.

—En ello no hay ningún maldito quizá.

Hubo una pausa, mientras Benson aguardaba a que Maltby continuara. No era de la Universidad: demasiado seguro de sí mismo. Benson tuvo la sensación de que el hombre quería algo de él. Alzó la guardia.

—¿Es usted periodista?

—No —respondió Maltby, con una sonrisa: el hombre era rápido, pensó, y esperó poder mantener su disfraz intacto. Maltby había discutido largo y tendido consigo mismo respecto de cómo abordar a Benson, si atacar por el lado «humano» o jugar con las debilidades del profesor, presentarse como una posibilidad para Benson de pasarle a Hendricks la mano por la cara. Finalmente había decidido presentar directamente el asunto como un rompecabezas intelectual. Había reconstruido los datos para eliminar en lo posible los aspectos militares, realzando los incidentes civiles. Ahora vería si sus suposiciones habían sido acertadas.

—Soy funcionario del Ministerio del Interior, Departamento de Justicia para usted.

—Felicidades. Supongo que desea verme para algo concreto. ¿Por qué no concertó una cita? ¿Llamó por teléfono?

Maltby se inclinó hacia delante y dio unos golpecitos al vaso de Benson.

—Bourbon con hielo —dijo Benson.

Una pausa, mientras Joe traía las bebidas.

—Salud —dijo Maltby.

Benson asintió pero no dijo nada.

—El asunto —dijo Maltby— es que conozco unos cuantos periodistas. Ocasionalmente tengo tratos con ellos. Una cosa que he aprendido de ellos es a no concertar nunca una cita por teléfono si crees que la otra persona puede mostrarse, digamos, poco entusiasta. —Sonrió—. Es terriblemente fácil colgar un teléfono.

—¿Y yo hubiera colgado?

Maltby asintió.

—Su reputación, dicen, viaja por delante de usted.

Benson duplicó su sonrisa.

—¿Quién lo dice? ¿Y quién es exactamente usted? —preguntó suavemente.

La sonrisa de Maltby se hizo más amplia.

—Ellos son simplemente contactos. Yo soy lo que llaman un oficial de enlace superior, mi misión es unir lo que la ciencia desune.

—Que le aproveche.

—Es un buen trabajo.

—¿Usted es el que decide quién recibe qué?

Maltby negó con la cabeza.

—Oh, no. Simplemente hago recomendaciones. —Hizo una pausa—. Espero que quizá pueda interesarle a usted...

—No imagino cómo.

Maltby abrió un maletín negro y extrajo un dossier. Hizo una pausa hasta que el barman se hubo trasladado a un lugar desde el que no podía oírles.

—Déjeme aclarar una cosa desde un principio —señaló Benson—. No pienso dejarme involucrar en ningún tipo de ciencia militar. En lo que a mí respecta, la investigación sobre armamento es una perversión de la ciencia.

Maltby sonrió con aire de disculpa y dijo:

—No, no, no se trata de nada de eso. —Tosió ligeramente como introducción, luego explicó—: Hará unas cinco semanas, una instalación de comunicaciones por radio en Cumbria sufrió una repentina, aunque pequeña, avería. El daño en sí no fue serio, pero las circunstancias fueron, por decirlo suavemente, peculiares. Una columna de metal que sostenía un cable de alta tensión fue fundida de lado a lado, dejando un agujero de unos cinco centímetros de diámetro.

Se inclinó de nuevo hacia su maletín y extrajo un juego de fotografías en blanco y negro de los daños, luego varias ampliaciones. Benson las estudió con evidente escepticismo.

—Probablemente un rayo —murmuró, rascándose la nariz.

—Posiblemente. Excepto que tres semanas más tarde ocurrió exactamente lo mismo en otro lugar, sólo que los daños fueron más extensos. —Tendió a Benson otro juego de fotografías, esta vez de una cubierta de metal que albergaba algún tipo de mecanismo de control. La hundida hoja de metal había sido fuertemente doblada y rasgada en su centro.

—Un rayo puede golpear dos veces, ¿sabe?

—Pero esta vez hubo un testigo. Un ingeniero electrónico. Informó haber visto una bola luminosa anaranjada, aproximadamente del tamaño de un pomelo, descender lentamente desde la base de una nube, zigzaguear unas cuantas veces sobre el dispositivo de la antena, y luego zambullirse bruscamente hacia el mecanismo de control, donde estalló con un ruido sordo.

Benson se mordisqueó el labio por unos momentos, recordando vagamente los informes de bolas de fuego en las noticias, luego volvió a examinar las fotos y frunció el ceño.

—¿Un rayo en bola?

—Quizá. La descripción recuerda la de un rayo en bola..., una esfera resplandeciente que estalla al contacto con un objeto sólido, el movimiento errático y todo lo demás. Sin embargo, dos veces en el mismo lugar parece extraño.

—Los rayos en bola no son tan raros como mucha gente supone —indicó Benson—. ¿Cómo eran las condiciones climáticas?

—Tiempo tormentoso en la primera ocasión, pero sólo ligeramente nublado la segunda vez.

—Bien, ¿qué piensan ustedes de ello? —preguntó.

—Francamente, profesor Benson, no lo sabemos —dijo—. Si esos dos incidentes fueran los únicos, probablemente los inscribiríamos como un fenómeno atmosférico extraño. Pero se ha informado de otros extraños acontecimientos similares durante los últimos dos meses, y eso nos ha preocupado. Por ejemplo, el 18 de abril, una estación rastreadora de satélites en Nueva Zelanda quedó inutilizada durante veinticuatro horas por una explosión en la propia antena. Luego, hace cinco días, dos estaciones de preaviso de radar del ICBM informaron de que bolas luminosas habían estallado cerca de sus cables de control principales. —Hizo una pausa—. Eso es serio.

Benson no parecía convencido.

—Usted no sabe que todos estos acontecimientos estén relacionados. Dios mío, los maníacos militares han esparcido suficiente basura por el mundo como para que algo vaya mal en alguna parte cada semana.

Maltby ignoró aquellas palabras y dijo:

—Cualquier posibilidad de una amenaza al sistema de comunicaciones occidental, por remota que sea, debe ser tomada en serio, profesor Benson.

—¿Qué es lo que desea usted de mí? Realmente, no veo cómo...

—Según mis fuentes, es usted un experto. Si acepta examinar las pruebas, quizá sea capaz de aconsejarnos si debemos tomar en serio o no la amenaza de las bolas de fuego.

Los ojos de Benson se abrieron ligeramente más de lo normal.

—¿La amenaza de las bolas de fuego? ¿Qué es exactamente lo que da vueltas por su cabeza?

—Algunos de los nuestros ven a los rusos detrás de esto.

Benson pareció consternado.

—Oh, vamos, Maltby. Su gente está paranoica.

—La idea de armas de plasma controlado no es en absoluto una tontería, profesor, se lo aseguro. Nuestro servicio de Inteligencia ha confirmado que se están realizando experimentos con bolas de plasma en al menos tres laboratorios secretos rusos, y tenemos un cierto número de informes de intentos a bordo de aviones militares. Créame, si han hallado una forma de producir rayos en bola artificiales de modo que puedan estabilizar y dirigir plasma controlado a distancia, la balanza del poder se puede inclinar drásticamente en favor de los rusos.

Los ojos de Benson se entrecerraron.

—Usted no pertenece al Ministerio del Interior. Usted es del Departamento de Estado, ¿no? —dijo acusadoramente.

—Aquí lo llamamos Ministerio de Defensa.

—Jodido bastardo tortuoso.

—Si, bueno, confiaba en dejar a un lado los aspectos militares de esto hasta haber conseguido su atención.

Benson se levantó para irse.

Maltby se puso también en pie, sin mostrarse en absoluto avergonzado.

—Creemos que es usted el hombre para este trabajo, profesor. De hecho, está idealmente dotado para él. —Empezó a enumerar puntos, señalándoos con los dedos de su mano izquierda—. Cuando aún no había cumplido los veinticinco años, había adquirido ya una reputación internacional en el campo de la termodinámica ionosférica. Resolvió como parte de su tesis doctoral uno de los principales problemas relativos a la transmisión de energía a través de la atmósfera superior durante las tormentas magnéticas. Luego cambió a la propagación de las ondas de radio de baja frecuencia durante las tormentas, descubrió una técnica completamente nueva para estudiar la atmósfera de Júpiter...

—Lo crea usted o no, soy consciente de todo ello. —Benson se volvió para marcharse.

Maltby siguió, impertérrito:

—Pasó usted dos años trabajando en plasmas atmosféricos y astrofísicos. Luego formó un grupo de investigación de diez personas en el Instituto de Tecnología de California para estudiar los efectos de la interacción del viento solar con la atmósfera. Llegó al umbral de importantes progresos relativos al confinamiento del plasma para la fusión controlada, cuando... —Maltby hizo una pausa y sonrió— ...enredó terriblemente las cosas con un colega mayor y más importante que usted. ¿No fue así?

Benson miró a Maltby con ojos furiosos. Acababa de tocar un nervio sensible, y Maltby tenía intención de explotarlo.

—Profesor Benson. Usted sabe más que nadie acerca de plasmas y física atmosférica. Durante semanas, nuestra gente, aquí y en los Estados Unidos, ha estado investigando todos los elementos disponibles sobre el misterio de las bolas de fuego. Informes de testigos oculares, mediciones en el lugar de los hechos y análisis de datos. Se han hecho algunos progresos.

Maltby miró fijamente a Benson a los ojos.

—El problema es que varios de los fenómenos relativos a las bolas de fuego siguen siendo desconcertantes. De hecho, me atrevería a decir que son alarmantes. Me siento tremendamente ansioso de obtener su opinión como especialista.

Maltby sonrió de nuevo.

—Créame, profesor. Comprendo enteramente sus sentimientos acerca de la ciencia militar. Para ser honesto, comparto su repugnancia hacia la lunática carrera de armamentos. Sin embargo, debo señalarle que el misterio de las bolas de fuego no forma parte del programa de armamentos occidental. Lo que nos preocupa es una posible amenaza exterior a nuestro sistema de comunicaciones. —Bajó la voz e hizo su llamada—. Supongo que no es irrazonable esperar que un hombre contribuya a la seguridad nacional.

Benson le miró con ojos llameantes, exasperado.

—No me cuente toda esta mierda patriótica —restalló—. Ya gastan bastante dinero público en sus infernales máquinas de matar. Y ahora acuden a mí, esperando que les dé consejo gratis, porque creen que el otro lado se les ha subido encima. Bueno, olvídelo. —Se dirigió a la puerta—. Déjeme tranquilo, ¿quiere? Tengo alguna ciencia auténtica de la que debo ocuparme.

La historia salió a la luz pública por casualidad. Si el joven de Ohio llamado Gregor hubiera estado más acostumbrado a beber y hubiera dominado mejor su licor la noche antes, no hubiera hablado cuando no debía. Si no hubiera roto con su chica de Washington y venido a visitar a unos amigos en Nueva York, no hubiera estado en el mismo restaurante, sentado a la mesa contigua a la de Peter Chalmers.

Gregor había sido presentado a una joven que había aceptado salir con él a cenar. Al tercer martini, la joven había lamentado su decisión. El había salido con el viejo chiste acerca de los martinis y los pechos de las mujeres: uno no es suficiente, tres demasiados, y había reído como si se lo acabara de inventar.

En aquel momento ella había pensado en marcharse; luego decidió: qué demonios, se quedaría. Podía comer tres buenos platos con él y luego simplemente dejarle. Pidieron la cena. Pero, con el segundo plato y la segunda botella de vino, él empezó a hacerle confidencias. A ella no le importaban en absoluto las bolas de fuego. Ni siquiera escuchó.

Como tampoco lo hizo, al principio, Peter Chalmers. Si hubiera estado más interesado en la mujer que se sentaba frente a él, al otro lado de la mesa, y en lo que estaba diciendo, no hubiera prestado ninguna atención a Gregor; pero la mujer que estaba ante él era su esposa. Llevaban casados ocho años y se querían el uno al otro, pero esta noche ella no decía nada que él no hubiera oído ya diez veces antes.

—Mira —estaba susurrando Gregor—, todo esto no es más que una enorme tapadera.

—¿De veras? —dijo su acompañante, sin mirarle.

—Ajá. No debería decírtelo, por supuesto. He prestado juramento y todo eso.

—¿Sí?

—Ajá. —Rebuscó en su chaqueta y extrajo una tarjeta de plástico. La luz de las velas parpadeó en unas letras plateadas y atrajo la atención de Chalmers. Miró hacia la izquierda, reconoció el pase de seguridad, y se sintió inmediatamente interesado—. Hace que el viejo Watergate parezca puros meados de cerveza —decía Gregor.

—Claro.

—Muy claro. Esas bolas de fuego. No quieren que la gente lo sepa. No quieren que el mundo se entere de que han habido más de trescientos informes sobre ellas desde abril.

—¿De veras?

Chalmers murmuró a su esposa que iba a los servicios de caballeros, se puso en pie, tropezó, derribó un vaso sobre la mesa contigua, se disculpó profusamente mientras secaba la mesa y leía el nombre en el pase y memorizaba el número. Durante el resto de la noche, tomó cuidadosa nota de todo lo que decía el joven.

A la mañana siguiente, Chalmers tuvo un problema. Llevaba diez años como periodista independiente; algunos habían sido buenos años, otros no tanto. Aquél era uno de los años menos buenos. Podía remontarse sacando algo de dinero de aquello, y al principio pensó en las revistas de supermercado, las de Florida que trataban de historias de OVNIs y curas para el cáncer; pero eso era demasiado bueno para ellas. Eso era material para el Washington Post, pero había perdido su contacto allí. Y, además, una vez lo tuvieran en sus manos, se ocuparían ellos mismos del asunto y sólo le darían unos pocos pavos. Así que se decidió por Larry, que trabajaba para el New York Times.

A las diez de aquella mañana estaba sentado en un O'Lunneys Bar and Grill, intentando hacer un trato con Larry.

—Te daré lo que he conseguido —le dijo— siempre que me incluyas en la historia. Déjame trabajar en ella contigo.

Larry sacudió la cabeza. Confía en nosotros, o ve a los chicos de Florida.

Chalmers dio un largo sorbo a su cerveza, tomó su decisión, y empezó a hablar. Diez minutos más tarde, Larry pasaba la historia a su director de reportajes especiales. Requirió mucho tiempo convencer al hombre, pero Larry tenía un nombre y un número en el Departamento de Estado. Si lo comprobaban, tenían una historia.

Lo comprobaron.

El director sostuvo una conferencia de redacción al mediodía y escuchó al jefe de Larry. Escuchó atentamente, luego se echó hacia delante en su silla y arqueó los dedos. Era buena señal: significaba que estaba interesado.

—De acuerdo, conseguid todas las historias de bolas de fuego que podáis —dijo finalmente.

—¿Incluso las locas? —preguntó el jefe de Larry.

—Todas.

Alguien mencionó una historia de París, Francia, acerca de un tipo que había resultado muerto en la torre Eiffel. Alguien más apuntó el acertijo de la explosión del petrolero. Quizá dos más dos pudieran sumar ocho después de todo. Luego, el hombre más viejo de la habitación, un veterano de los días del plomo fundido y la ética profesional, un hombre que rechazaba constantemente todas las ofertas de retirarse anticipadamente, dijo:

—Esto puede crear pánico.

Se rieron de él, y se encogió de hombros. Hubiera debido saberlo. El pánico vende periódicos; un buen asomo de histeria, y quizá pudieran vender más ejemplares que el Daily News.

Entonces Larry llamó, asomó la cabeza por la puerta y vino con el remache. El Departamento de Estado ni confirmaba ni negaba los números de Chalmers. El que no pudieran confirmarlos ni negarlos significaba simplemente que no podían negarlos, lo cual, como todos ellos sabían, significaba que la historia era cierta.

Al cabo de cuatro horas, las calles de Nueva York estaban llenas de historias de bolas de fuego; primera página y reportaje central, incluso un suelto en las sagradas páginas de deportes con la noticia de bolas de fuego en campos de golf. Los titulares gritaban a los transeúntes: «La tapadera de las bolas de fuego».

La historia, finalmente, había salido a la luz.

5

Benson despertó a la mañana siguiente con un humor de perros. Pulsó los botones del televisor de junto a su cama y miró con aire ausente la parpadeante pantalla. Al principio, creyó estar contemplando una grabación de un concierto de rock. Miles de rostros contemplaban arrobados a alguien sobre una plataforma, mientras la cámara se paseaba entre ellos. Pero no podía tratarse de un concierto de rock. Había demasiados niños y ancianos. Escuchó mientras el comentarista explicaba que se estimaba que unas cincuenta mil personas habían convergido en el Central Park la noche anterior, después de la publicación de las historias sobre la no explicada actividad de las bolas de fuego en el New York Times. El hombre que había reunido a aquella gente era el predicador Harry K. Leveridge.

La cámara lo enfocó, un hombre de ojos alocados, el mentón salpicado de corto y recio pelo blanco, los brazos extendidos mientras rugía: «¡Fuego y azufre!», dejando que la última sílaba creara ecos en la realimentación amplificada. Benson buscó el control remoto y subió el sonido.

—Esas bolas de fuego son una advertencia de Dios —rugía Leveridge—. La plaga conocida como SIDA ha destruido a los sodomitas. ¡Ahora llega la ira de Dios en su más virulenta...!

Benson gruñó e hizo desaparecer a Leveridge de la pantalla.

Una hora más tarde entraba en una calle de casas victorianas de tres pisos adosadas y llamaba a la puerta del número 56. Había dos timbres. Pulsó el de arriba y aguardó un minuto completo, preguntándose si se habría equivocado. Luego el interfono chasqueó y oyó una voz femenina decir:

—Suba. —Lo sentía, pero la había pillado en la ducha. No pudo dejar de preguntarse, mientras subía las escaleras, qué aspecto tendría en la ducha.

La puerta estaba abierta. Ella le gritó desde el cuarto de baño que estaría con él en un minuto. Fue a la sala de estar y miró a su alrededor. Era una habitación grande y brillante, con las paredes pintadas de gris pálido. En la mesita de café había una botella de vino entre un montón de revistas. Sobre la chimenea, encima de una hornacina para los troncos, una botella de jerez acompañaba a una botella más familiar..., bourbon, sin desprecintar.

Se dirigió hacia su área de trabajo: una pared de estanterías y un escritorio con un caro procesador de textos. En las estanterías, los libros científicos estaban colocados al azar entre obras de ficción. Graham Greene tenía media estantería para él solo. Mailer estaba al lado de Gore Vidal; Thomas Pynchon, Kurt Vonnegut y algunos otros escritores que no conocía. Tomó un libro de bolsillo: Erótica, de Anais Nin. Lo abrió al azar, un billete de autobús cayó al suelo. Se inclinó para recogerlo, volvió a meterlo donde estaba y leyó.

—Interesante elección.

Se volvió, y la vio de pie en la puerta. El largo pelo castaño estaba húmedo. Iba descalza, llevaba unos tejanos y una camiseta de fútbol americano suelta, verde y blanca, con el número 64 en el pecho.

—New York Jets —dijo—. Pensé que le haría sentir como en casa.

Benson volvió a dejar el libro.

—Soy de los Giants —respondió—. Pero gracias por intentarlo.

—De acuerdo —dijo ella, y tomó un puñado de folletos de propaganda inmobiliaria—. Encontremos algún lugar donde esconderle.

Tamsin lo llevó fuera de la ciudad en el Fiat rojo, en busca de un tranquilo rincón rural que encajara con el antisocial estado de ánimo de Benson. El sol brillaba con fuerza, y las colinas mostraban un verde intenso. En las tierras altas las ovejas pastaban libremente, contentas. El contraste con la tensa ciudad era sorprendente.

—Es hermoso —dijo—. No esperaba esto.

Recorrieron campos cultivados cercados por setos y muritos de piedra seca. De tanto en tanto, un faisán o una perdiz alzaban el vuelo ante el paso del vehículo. Finalmente se detuvieron en un pequeño pueblecito, sólo unas cuantas casas apiñadas en torno a un pub y una iglesia. Tamsin consultó los datos proporcionados por el agente inmobiliario.

—Es ésa de ahí —dijo, señalando una casa de aspecto decrépito que parecía un claro candidato a la demolición.

Recorrieron el sendero que cruzaba el jardín para echar una mirada desde más cerca. La casa era de piedra, con un techo de pizarra y un porche de madera, con la madreselva creciendo incontrolablemente en él. El lugar parecía llevar meses desocupado. Enormes manchas de humedad eran visibles en la pared norte. El jardín era una jungla de hierbajos.

—Más bien no —dijo él firmemente, y siguieron viaje hasta el siguiente lugar. Era aún peor. Empezaron a sentirse cada vez más deprimidos.

—Será mejor que lo dejemos para otro día —concluyó él mientras regresaban.

—Pero usted tiene que salir de ese hotel.

—¿Por qué? Me gusta.

—No puede vivir en un hotel.

—Uno conoce gente muy interesante en los hoteles. Ayer por la noche, por ejemplo... —Ella le lanzó una aguda mirada, pero no dijo nada—. ¿Se creerá que un tipo del gobierno me abordó en el bar?

—¿Oh? ¿Y qué quería? —preguntó ella con voz llana.

—Tenía unas cuantas ideas locas respecto de esas bolas de fuego que están empezando a asustar a la gente. Al parecer creía que yo podía ayudarle. Deseaba alistarme en el servicio secreto británico o algo así. Se lo aseguro, fue realmente extraño.

—¿Qué le dijo usted?

—Le dije más o menos que se fuera a que lo jodieran.

Ella pareció irritada.

—¿Cree que fue prudente?

Benson se encogió de hombros.

—Por supuesto. ¿Por qué no? No quiero verme mezclado con los militares. Esos tipos son paranoicos. Siempre que ocurre algo extraño, le echan la culpa a los rusos.

Ella guardó silencio unos instantes, luchando con la ventosa carretera. Luego dijo:

—¿Puede realmente ayudar, Andrew? Quiero decir, esos informes sobre bolas de fuego..., me parecen genuinos. Uno no puede encogerse de hombros ante ellos. ¿No es su especialidad?

—Sólo es histeria. La gente ve constantemente bolas de fuego. Se han escrito libros sobre ellas. Se conocen como rayos en bola, un fenómeno perfectamente natural.

—Pero ha muerto gente. Hubo un soldador atrapado dentro de un oleoducto...

—Mire, Tamsin. Ocasionalmente, alguien resulta muerto por un rayo en bola. Es un fenómeno muy desagradable. Una bola de fuego que flota..., lo único que tiene que hacer es prender sus ropas o estallar en su rostro...

—¿Pero por qué, de repente, se producen tantos incidentes?

—Es cosa de los periódicos. Ya sabe, como las oleadas de OVNIs. ¿Ha oído alguna vez el chiste de la mujer de Luisiana, que dijo que la habían llevado a dar una vuelta por el sistema solar en un platillo volante? La policía le preguntó cómo sabía que era un platillo volante, y ella dijo: «Porque llevaba la palabra OVNI pintada en un costado, tonto».

Ella no rió.

—Si esas bolas de fuego sólo son vulgares rayos en bola, ¿por qué está interesado el Ministerio de Defensa?

—¿Cómo sabe que es el Ministerio de Defensa?

Ella parpadeó.

—Bueno, es lo lógico, ¿no? Son los que deben ocuparse del asunto, asegurarse de que no hay ningún riesgo. Por lo que usted ha dicho respecto a ese extraño hombre en el hotel, suena como si estuvieran preocupados.

—No. Sólo están inquietos porque una o dos de sus preciosas instalaciones han resultado dañadas.

—De todos modos, es preocupante, ¿no? —insistió ella.

—Yo no estoy preocupado. ¿Está usted preocupada?

—Sí, Andrew. No puedo limitarme a olvidarlo, como usted. Creo que debería ponerse en contacto con ese hombre y ofrecerle su ayuda.

—Olvídelo, Tamsin. Nada me inducirá a colaborar con esos bastardos militares.

Los ojos de la mujer brillaron débilmente cuando le miró.

—¿Qué es lo que tiene contra los militares? ¿Por qué esa actitud de soy-más-bueno-que-vosotros? Alguien tiene que defender la nación.

El no respondió inmediatamente. Sus ojos estaban fijos en el paisaje que desfilaba por su lado.

—He visto demasiada gente buena pervertida por la ciencia militar, seducida por el trabajo seguro y el buen sueldo. Se absorben tanto en los detalles técnicos de su trabajo que olvidan que su finalidad es matar a otra gente.

—¿Está seguro de que la gente sólo resulta muerta cuando hay una guerra?

Aguardó, pero él no hizo ningún intento por responder. Sus palabras quedaron suspendidas entre ellos en el tenso silencio hasta que llegaron a la siguiente casa. Como las demás, era vieja y húmeda, y necesitaba urgentemente una restauración. Por un instante, por la mente de Tamsin pasó la imagen de Andrew vestido con un mono, preparando yeso y haciendo agujeros en las paredes. La desechó con una sacudida de cabeza.

—Supongo que tendré que instalarme en un apartamento en la ciudad —dijo él con resignación.

—Un piso.

—¿Un qué?

—Un piso. Aquí los llamamos pisos.

—Oh. ¿Hemos agotado ya la lista de casas?

—No. Todavía queda una. Suena como lo que está buscando. Dice: «El hogar ideal para el retiro».

—¿Hay algo malo en retirarse?

—No. Sólo que esperaba algo más de usted.

Él la miró, pero ella se limitó a cambiar de marcha y subir por la carretera.

—Esperaba —continuó— a alguien que estallara de ideas y energía, alguien que violara los secretos de la Madre Naturaleza.

Benson rió secamente.

Siguieron en silencio por un tiempo; luego, él dijo:

—¿Conoce un lugar llamado «El Ranchero Blanco»?

—Sí. —Ella se volvió y le miró—. Es caro.

—La invito a comer.

Era una vieja cochera, con la fecha 1633 grabada en una viga encima de la puerta. Tamsin detuvo el coche en el aparcamiento y salieron. Benson sonrió. Aquello encajaba más con él. Era el tipo de lugar que estaba buscando..., si su sueldo fuera el doble el que era.

Entraron a un salón que olía a encerado. Las vigas eran viejas y de madera de roble, los techos bajos, los sillones de brazos de la sala de recepción de cuero, y tenía un bar bien surtido. El televisor en el rincón parecía claramente fuera de lugar. Benson lo miró; nunca antes había pensado en un televisor como en algo fuera de lugar. Siempre había habido alguno a su alrededor, fuera donde fuese, a lo largo de toda su vida. Pero en «El Ranchero Blanco» parecía algo incongruente.

Se sentaron en el bar ante unas copas y examinaron el menú. Un enorme perro alsaciano se les acercó, y Benson lo acarició maquinalmente. Intentó hablar de cosas intrascendentes con Tamsin, pero la atención de ella estaba fija en el televisor, con los ojos entrecerrados.

—¿No es obsceno? —declaró de pronto, con tono de disgusto.

El se volvió y vio escenas de un tumulto. Era oscuro, de noche, y la escena estaba iluminada por los focos de la policía.

—¿De qué se trata?

—Del mitin de la otra noche de la Campaña pro Desarme Nuclear en Hyde Park. Pacífico hasta que fueron atacados. Mire, la policía no hace nada.

Se estremeció cuando la pantalla mostró a una mujer joven recibiendo los puñetazos y las patadas de dos hombres, luego miró a Benson. Su rostro era tranquilo y serio.

—Esto no le afecta, ¿verdad? —dijo.

—Demasiado remotamente.

—¿Y esa chica?

—Una lástima —dijo él, desapasionadamente.

La escena cambió a Ginebra; imágenes de furiosos rusos abriéndose paso por entre los periodistas fuera de un hotel y entrando en sus coches, la voz del comentarista afirmando que la reunión se había roto entre violentas escenas sin precedentes en la historia de las conversaciones de reducción de armamento.

—Estuve en la Campaña pro Desarme Nuclear durante un tiempo —dijo Tamsin—. En Oxford. Pero no mucho tiempo.

—¿Por qué?

—Estaba de acuerdo con la política, pero no con la gente. Eran demasiado ansiosos. Demasiado café descafeinado, si entiende lo que quiero decir. —Palmeó su brazo, hizo desviar sus ojos de la televisión—. Hay un mitin en Milchester el lunes por la noche. Yo voy a ir. ¿Quiere acompañarme?

—¿Por qué?

—Podría ser mi caballero guardián.

Él frunció el ceño. La expresión no le sonaba familiar.

—Mi guardaespaldas —aclaró ella.

—El antiviolador a su servicio —dijo él sarcásticamente.

El tren InterCity 125 salió de la estación de Peterborough en el último tramo de Edimburgo a la terminal de King's Cross en Londres. El tiempo era cálido y tormentoso, y los pasajeros que subieron en Peterborough se sintieron agradecidos por el aire acondicionado en los vagones.

Las poderosas locomotoras diésel gemelas adquirieron pronto una velocidad superior a los 150 km/h, de modo que, cuando llegó la lluvia, lo hizo en ráfagas horizontales a lo largo de las ventanillas. En la cabina del conductor, Percy Bilton dio un mordisco a su bocadillo de carne y fue aumentando poco a poco la velocidad. El tren estaba diseñado para viajar a 200 km/h, pero esta velocidad sólo podía conseguirse en los tramos relativamente rectos. Iban con ocho minutos de retraso, y Percy se sintió satisfecho de tener la posibilidad de recuperar el tiempo perdido. La British Rail se había vuelto muy exigente con los horarios desde la privatización.

Puso los limpiaparabrisas al máximo de velocidad, pero incluso así les costó trabajo dominar el diluvio que golpeaba con fuerza la superficie de cristal lanzada a toda velocidad. Eso, con las pesadas nubes y el parabrisas inundado, era todo lo que Percy podía hacer para distinguir la vía allá delante.

El tren entraba en un estrecho desfiladero. Al otro extremo estaba el puente que hacía cruzar la B1091 por encima de la vía. Había un conjunto de señales a aproximadamente kilómetro y medio más allá, y Percy miró automáticamente, anticipándolas: estar atentos a las señales es una acción refleja para los conductores de trenes.

De pronto, sus ojos se entrecerraron. Aquello era extraño, pensó. Parecía como si el sol se reflejara en algo que venía hacia él. Pudo ver el brillante resplandor amarillo enmarcado en el oscuro ladrillo del puente que se acercaba. Su primer pensamiento fue que se trataba de un tren que avanzaba en dirección norte por la vía paralela, con el sol reflejándose en la cabina del conductor..., hasta que se dio cuenta de que el sol no brilla desde el norte ni siquiera cuando el cielo no está ennegrecido por nubes de tormenta.

El tren se acercaba rápido. Percy miró más atentamente, y llegó a la impresionada conclusión de que había algo que brillaba directamente debajo del puente. Un brillante globo como de medio metro de diámetro parecía colgar del techo del túnel. Aquélla era una sección de vía que había sido electrificada para utilización dual. Los trenes eléctricos cogían la energía de los cables de alta tensión colgados encima de la vía. A medida que la distancia se reducía, Percy pudo ver que la bola de fuego se aferraba al cable, y se dio cuenta de que debía de tratarse de un fallo eléctrico, algo que estaba causando una descarga y una corona.

Era obligatorio informar de inmediato de tales incidentes, y Percy tendió la mano hacia el micrófono de la radio. El tren estaba ahora a unos cincuenta metros del puente. En aquel instante la bola de fuego empezó a moverse, como si captara la locomotora que se acercaba. Asombrado, Percy observó cómo la pulsante bola amarilla empezaba a rodar a lo largo del cable en dirección sur. Cuando el tren pasó por debajo del puente, la bola de fuego ya se había alejado treinta metros.

Mientras estudiaba el misterioso espectáculo, la sorpresa de Percy se convirtió en alarma. La bola de fuego se había desprendido del cable superior y ahora flotaba suavemente hacia abajo. Su corazón perdió un latido mientras veía avanzar el tren a toda velocidad hacia la resplandeciente esfera. Dejó caer el micro y alzó instintivamente el brazo libre hacia su rostro, esperando que el parabrisas se hiciera pedazos en cualquier instante cuando la bola de fuego colisionara contra él.

No ocurrió nada. Alzó la vista, consternado, para ver la llameante esfera pegada a la parte frontal de la locomotora, corriendo con ella a 200 km/h. Percy observó el brillante objeto, alucinado. Lentamente, rodó hacia un lado de la cabina y luego, sin advertencia, voló de pronto hacia el lado de la vía. El ruido del tren ahogó el seco bang que produjo la bola de fuego al estallar contra el cableado de baja tensión cerca del nivel del suelo.

Tremendamente nervioso por su extraña experiencia, Percy recuperó el micrófono, que colgaba de su cable flexible. Accionó con mano temblorosa el interruptor para transmitir, pero no consiguió comunicación. Probó de nuevo, pero el transmisor no funcionaba. En la excitación del momento, olvidó por completo que acababa de pasar el primer conjunto de señales al sur del puente, y que la señal estaba roja.

Veintidós kilómetros al sur, en la gran sala de control de Huntingdon, Ted Armitage había pulsado el botón para detener el expreso 1.28 InterCity de York a Londres en Holme. Este tren llevaba cuarenta minutos de retraso, y había perdido su franja de tiempo para pasar por una corta sección de vía donde se estaban realizando trabajos de mantenimiento. El siguiente tren en la parte de arriba de la vía era el InterCity de Edimburgo a Londres, que tenía que ser detenido por las luces de señales justo al sur del puente B1091 para evitar que entrara en el mismo sector que el tren de York. Cuando la luz de advertencia en el panel de control empezó a parpadear, Ted fue tomado completamente por sorpresa. Evidentemente, el tren de Edimburgo había pasado de largo la señal en rojo.

Ted se sintió desconcertado pero no preocupado; aquél era precisamente el tipo de incidente que había sido entrenado para afrontar. Sabía que había un segundo juego de luces a seis kilómetros al sur del puente B1091, y las comprobó rápidamente. Con un sobresalto, vio que el sistema registraba un mal funcionamiento. En una décima de segundo, conectó el circuito de emergencia. Nada. Algo se había cargado los dos circuitos. El sistema de señales no funcionaba en ninguna de sus partes.

Con un pánico creciente, Ted cogió el micrófono de la radio. A 200 km/h, el tren de Edimburgo tenía aproximadamente un minuto y medio antes de embestir contra la parte de atrás del expreso de York. Conectó el transmisor y ladró una rápida advertencia por el micrófono, luego la repitió más lentamente, pidiendo confirmación. Pasó a recepción. Del altavoz sólo brotó estática. Su voz era ahora aguda por la ansiedad. Volvió a repetir su advertencia, una y otra vez.

En la cabina del tren de Edimburgo, Percy se estaba recobrando de la sorpresa de su experiencia con la bola de fuego. Recordaba vagamente haber leído algo acerca de acontecimientos similares en los periódicos. ¿Quizás había sido testigo de algo importante? Se sentía muy excitado: esto podía ser un relato interesante con el que regalar los oídos de sus compañeros en el pub aquella noche. Quién sabe, quizás incluso el periódico local estuviera interesado en la historia. Podía terminar con su foto en la prensa.

Con una amplia sonrisa, conectó el intercomunicador que enlazaba la cabina de la locomotora delantera con el guardia en la locomotora trasera. Al menos, ese circuito parecía funcionar bien.

—¿Sí, Percy? —le llegó la voz metálica del guardia por el intercomunicador.

—Alf, acabo de presenciar la cosa más extraña, muchacho.

—¿Qué fue, Percy? ¿Un par de bragas colgadas del tendido? —Alf se refería a una historia, ahora famosa, relativa a un conductor de la región de Eastern despedido por haberse emborrachado estando a cargo de un tren.

Percy empezó a describir la bola de fuego, mientras mantenía los ojos fijos en la vía que tenía delante. El tiempo había empeorado, y la lluvia era tan intensa que la visibilidad desde la cabina se había reducido a cincuenta metros. La luz de la segunda señal, de haber funcionado, hubiera podido todavía advertir a tiempo a Percy del bloqueo en la línea, pero, dadas las malas condiciones y la preocupación de Percy por relatarle a Alf el incidente de la bola de fuego, el tren pasó rugiendo junto a ella sin que ni el conductor ni el guardia le dirigieran una segunda mirada.

A toda velocidad, un InterCity 125 necesita aproximadamente ochocientos metros para detenerse, utilizando toda la potencia de sus frenos de emergencia. Cuando la parte trasera del tren parado emergió ante él, a unos setenta metros, Percy supo que era hombre muerto. Sus reflejos se ocuparon de los frenos, pero, pese a lo instantáneo de su reacción, el tren iba todavía a ciento veinte cuando embistió contra el expreso de York.

6

El conductor del taxi que llevó a Benson a su trabajo la primera mañana de su segunda semana era del tipo charlatán. Benson lo había tomado ya antes, así que cerró de forma automática su mente a él.

—Maldita libertad esa, ¿eh?

—Seguro.

—Diabólica, diría. Quiero decir, si al menos el gobierno nos dijera lo que está pasando, pero no. Todo excusas. Y ustedes no están mejor, ¿verdad?

—Peor —dijo Benson.

—Mi vieja dice que es cosa de Dios.

—Probablemente.

—Está cansado de todos nosotros. Eso es lo que ella dice.

Benson miró fuera. Las calles parecían más vacías aquella mañana. Casa tras casa, de todas las ventanas de las salas de estar salía una débil luz azul, como si todo el mundo estuviera viendo la televisión.

—¿Qué opina usted pues, profesor?

—¿Sobre qué?

—¿Sobre qué va a ser? Sobre las bolas de fuego.

—Jesucristo —murmuró Benson—. Usted también, no.

—Sí. Tome ese incendio forestal cerca de Melbourne. ¿No lo vio en la tele?

—No.

—Fue terrible, sí. Todas esas casas.

—Han habido incendios forestales en Australia antes.

—Sí, quizá. Tal vez tenga usted razón en eso.

Benson se alegró de salir del taxi. Trabajó toda la mañana leyendo un trabajo escrito por uno de los estudiantes graduados.

A la hora de comer se dirigió al refectorio, pidió un bocadillo y se sentó en una mesa de un rincón, pero allí tampoco pudo librarse de las bolas de fuego. Todo el mundo hablaba de ellas. La conversación le produjo indigestión. Huyó a su cuarto, cerró la puerta por dentro, tomó un libro de bolsillo y se pasó toda la tarde leyendo. Hacia las cinco sonó el teléfono. Era Tamsin; sonaba extrañamente alegre cuando le recordó su cita. A las seis en «La Rosa y la Corona», luego al mitin. Lo había olvidado por completo.

El pub había sido decorado para que pareciera un castillo medieval: espadas de plástico, bolas y cadenas, hachas y arcos decoraban las paredes. La barra estaba enmarcada por torretas y almenas de cartón piedra. Tamsin estaba sentada en un taburete ante un vaso de vino tinto.

—¿Consiguió cruzar el foso? —le preguntó.

Él asintió.

—Horrible, ¿no?

—Debería ver «Los Alegres Bebedores». Está tan lleno como una coctelería de Manhattan.

Benson sacudió la cabeza.

—¿Qué les ocurrió a los barriles de ale y a los tipos con guardapolvo?

—Pronto pensarán en ello también —dijo ella—. ¿Cerveza?

Asintió. Llegó la cerveza, e hicieron sonar los vasos.

—¿Ha oído lo del choque de trenes? —preguntó ella.

—No. ¿Qué choque de trenes?

—El InterCity 125 de Edimburgo a Londres se empotró contra la parte de atrás de un tren parado cerca de Peterborough. Salió en las noticias.

—Nunca veo las noticias. ¿Qué hay de nuevo en ello?

—Murieron setenta y ocho personas, eso es lo que hay de nuevo —dijo ella ásperamente.

—Lo siento. Pero constantemente se producen accidentes, ya sabe.

—Causados por bolas de fuego, no.

—Oh, Cristo. No puede dejar de pensar en ellas.

—Andrew, las cosas se están poniendo cada vez peor.

—Histeria.

—¡No es cierto! Ese hombre de la televisión era el guardia del tren. Describió lo ocurrido. No puede usted conformarse con dejar a un lado esos incidentes.

Hubo un incómodo silencio mientras ambos contemplaban sus bebidas.

—¿Ha tenido usted algún otro contacto con ese hombre del M.d.D..., el Ministerio de Defensa? —aventuró, nerviosa.

—No. ¿Por qué debería? —gruñó él—. Le dije que me dejara en paz, ¿recuerda? ¿Por qué le preocupa?

—Pensé que tal vez hubiera cambiado usted de opinión, aceptado ayudar.

—¡Maldita sea, no, no he cambiado de opinión!

Había alzado repentinamente la voz, y eso atrajo algunas miradas de los demás clientes. Tamsin enrojeció.

—Mire, en lo que a mí respecta —continuó él, en voz más baja—, esas bolas de fuego no son otra cosa que unos cuantos incidentes de rayos en bola que la prensa ha tomado por su cuenta y ha sacado de proporción. Se trata sólo de un fenómeno raro. Ya sabe, no me sorprendería que los militares hubieran montado toda esa historia de las bolas de fuego como una tapadera para sus propias pruebas de armamento.

—De acuerdo, de acuerdo —dijo ella con voz suave—. Cambiemos de tema.

—Muy bien. Hábleme de este loco mitin suyo.

La plataforma había sido instalada sobre la húmeda hierba en el parque local. Había dos hombres y una mujer sentados en sillas plegables de lona frente a la pancarta de fabricación casera de la Campaña pro Desarme Nuclear, contemplando a una variada multitud de unas doscientas personas. En su mayor parte, los asistentes parecían ser estudiantes o madres jóvenes. Algunas llevaban niños en cochecitos o colgados de arneses a sus espaldas. Tamsin eligió un lugar en la parte de atrás.

El tiempo era desapacible y húmedo, con la amenaza de truenos en el aire, y Benson lamentó haberse dejado arrastrar hasta allí. Encontró los discursos banales hasta más allá de todo lo imaginable, llenos de muy gastados clichés y exhortaciones familiares. Ahora era el turno de la mujer, al parecer la secretaria de la rama local. Se puso nerviosamente en pie, delgada y de rostro gris, como una caricatura de una bibliotecaria solterona. Benson pudo ver lo que Tamsin había querido decir acerca del café descafeinado.

Los temblorosos tonos de la mujer hacían la competencia a la estática de los altavoces. Sus argumentos eran sinceros, pero la forma en que los desgranaba era horrible. Benson recordó los mesiánicos rasgos del reverendo Harry K. Leveridge y la adoración de su público. Qué contraste. Cuando se trata de cruzadas públicas, decidió, no es suficiente tener razón, también necesitas tener Razón. Lo que le hacía falta a la Campaña pro Desarme Nuclear era un Leveridge.

Tamsin le miró e hizo una mueca.

—¿Ya ha tenido bastante? —preguntó él.

Ella asintió, y se dieron la vuelta para marcharse justo en el momento en que se iniciaban las notas de la primera canción. Un coro burlón, horriblemente desafinado. Tamsin había oído aquellos mismos sonidos antes, en la televisión: en los tumultos en el fútbol, las líneas de piquetes, las marchas del Frente Nacional.

La obscena canción iba acompañada de rítmicas palmadas.

Entonces los vieron. Unos cincuenta jóvenes, idénticos en su pelo cortado a cepillo, sus ropas de dril y sus pesadas botas, avanzaban por el césped hacia la reunión, algunos dando palmadas, otros con las manos ominosamente a la espalda. No se veía ningún policía.

—Oh, Dios mío —murmuró Tamsin, y sujetó el brazo de Benson.

La delgada mujer de la plataforma pareció completamente desconcertada. Interrumpió su tedioso monólogo y empezó a implorar a todo el mundo que permaneciera tranquilo. Aquélla era una situación que ponía a prueba la auténtica fuerza de su resolución.

El resultado fue el pánico. El grupo estaba ya a sólo cincuenta metros, y se acercaba rápidamente. Ahora los jóvenes hacían girar amenazadoramente palos y cadenas de bicicleta y corrían hacia la multitud lanzando penetrantes gritos, como un puñado de gorilas enloquecidos, con la luz reflejándose en las punteras metálicas de sus botas. A medida que se acercaban se escindieron en grupos, y empezó la caza. Hombres, mujeres y niños se dispersaron en todas direcciones, buscando desesperadamente un camino de escape, las mujeres gritando, los niños llorando alarmados. Benson observó, asqueado, cómo era volcado un cochecito de niño y el bebé rodaba por la hierba.

Entonces se oyó un grito, agudo y penetrante, amplificado por los altavoces. La mujer de la plataforma chillaba y apuntaba hacia el cielo. Los ojos de Benson siguieron la dirección del dedo de la mujer. Allí, a unos sesenta metros sobre sus cabezas, había una resplandeciente bola amarilla, que descendió lentamente de las tormentosas nubes. Flotaba directamente encima de la confusión del parque, y durante un momento la lucha se detuvo, al entrar en ella el elemento de lo inesperado.

La bola de fuego osciló y se bamboleó suavemente durante unos segundos sobre sus cabezas; luego, como si obedeciera a alguna orden invisible, derivó repentinamente hacia el oeste, hacia una hilera de árboles, donde desapareció de la vista tras el montículo.

—¡Vamos! —gritó Benson, tirando del brazo de Tamsin hacia los árboles—. Echemos una mirada.

—¡No! —respondió ella enfáticamente, y sacudió la cabeza. Él se volvió y vio que el rostro de la mujer había perdido todo color—. ¡Quiero salir de esta pesadilla!

Benson miró de nuevo hacia los árboles, y luego a su alrededor, a la extrañamente interrumpida refriega. En aquel momento les llegó un coro de sirenas de la policía, e instantáneamente la gente empezó a dispersarse.

—De acuerdo, vámonos —dijo.

Era sólo un corto paseo hasta el piso de Tamsin, y ella guardó silencio durante todo el camino. Una vez dentro, se sentó rígidamente en el sofá, con el rostro ceniciento. Benson se dio cuenta de que estaba tremendamente impresionada, y buscó un poco de coñac. Llenó a medias un vaso, y ella bebió un largo trago.

Benson fue a la ventana y miró en dirección al parque. Una delgada columna de humo se alzaba de detrás de los árboles.

—Será mejor que la deje para que se recobre —dijo.

—No, Andrew. No haga eso. Por favor, quédese.

Él se volvió, regresó junto al sofá y se sentó al lado de ella, las caderas tocándose.

—¿Ha ayudado algo el coñac?

Ella asintió y consiguió esbozar una leve sonrisa.

—Lamento haberme mostrado tan patética.

—¿Patética? Cristo, ahí fuera estuve a punto de mearme en los pantalones. ¿Le importa si tomo también un poco de coñac? —Ella le tendió lo que quedaba del suyo. Lo apuró de un solo trago. Luego la miró directamente a los ojos y, por primera vez en años, sintió un destello de auténtico afecto hacia otro ser humano.

George Todd había embarcado en el vuelo 702 de Alitalia en Milán. Había cambiado su itinerario en el último minuto, tras terminar sus asuntos un día antes de lo previsto. Ansioso por regresar a su casa en Londres, tomó un taxi hasta el aeropuerto con la esperanza de conseguir un billete, y había llegado cinco minutos antes de la hora de despegue. Eran las nueve de la noche.

Siempre inquieto ante los vuelos, su ansiedad no se vio calmada en absoluto cuando el pasajero de su lado, un diminuto siciliano con bigote, se santiguó aparatosamente en el momento del despegue. Todd pidió un escocés doble para calmar sus nervios e intentó relajarse. Se distrajo a sí mismo con fragmentadas fantasías acerca de las muchachas en la playa de Alassio.

Hacía como una media hora que habían abandonado Milán cuando Todd se vio bruscamente arrancado de su ensoñación por un grito de alarma procedente del compartimiento de primera clase. Inclinó el cuello para mirar. Un extraño resplandor naranja emanaba de la cabina frontal. «¡Un incendio!», pensó Todd, mientras la adrenalina empezaba a bombear automáticamente en sus arterias. Pero no podía ver, debido a que una azafata bloqueaba su vista. La gente gritaba y agitaba los brazos.

La azafata retrocedió lentamente por el pasillo, con el rostro crispado en una máscara de terror. Ahora, Todd pudo ver. La fuente de la luz era una bola de unos treinta centímetros de diámetro que giraba rápidamente sobre sí misma, al tiempo que derivaba lenta y silenciosamente por el centro de la cabina, a medio metro del suelo.

Cuando la aterrorizada azafata llegó a su altura, la inercia mental de Todd se rompió; agarró a la muchacha por la cintura y tiró de ella sin ceremonias hasta sentarla sobre sus rodillas. La bola de fuego pasó amenazadoramente por su lado.

Una segunda azafata estaba directamente en el camino de la bola. Intentó apretarse contra un lado, pero el resplandeciente objeto rozó su blusa, e instantáneamente sus ropas se prendieron. Gritó cuando las llamas la envolvieron, y cayó retorciéndose al suelo.

Los horrorizados pasajeros se lanzaron a un frenesí de actividad. Dos italianos se pusieron de pie de un salto e intentaron desesperadamente apagar las llamas. Una mujer empezó a chillar y a tirarse del pelo como si se hubiera vuelto loca.

Un hombre de negocios inglés de mediana edad, pulcramente vestido con un traje de corte militar, se levantó de su asiento, caminó serenamente hacia la zona de servicios en la parte de atrás del avión, y salió de ella con una gran bandeja de metal. Aguardó en medio del tumulto hasta que la bola de fuego se deslizó por su lado, y entonces la golpeó con la bandeja como si fuera una pelota.

Hubo una explosión ensordecedora y las luces se apagaron. El hombre fue arrojado de espaldas, y el avión empezó a inclinarse de modo alarmante. La azafata que se encontraba sobre las rodillas de Todd perdió el equilibrio y cayó entre ambos asientos; luego, se deslizó impotente en el estrecho hueco entre sus piernas y el asiento delantero.

El avión giró y giró, con los motores rugiendo por encima de los gritos de los histéricos pasajeros. Perdían altura rápidamente.

Todd se sintió paralizado por el terror. Todas sus peores pesadillas acerca de volar se hacían realidad. Iban a estrellarse. Estaban sobre los Alpes. Todo montañas, ningún lugar donde posarse. Eso era el fin. Una horrible y dolorosa muerte. ¡Oh, Dios!

Un colosal impacto envió su onda de choque a través del fuselaje, arrojando pasajeros y equipaje por toda la cabina. Todd quedó atontado, y durante unos segundos, que le parecieron horas, sus sentidos fueron una confusión sin significado. Cuando finalmente consiguió controlarlos de nuevo, su primer y distorsionado pensamiento fue que había caído de su yate anclado en Devonport. Su rostro estaba mojado. ¡Sangre! No, agua. Definitivamente, agua. El avión debía de haber caído a un lago. Aún estaba vivo.

Repentinamente, su euforia se convirtió en renovado miedo. El avión se había partido en dos por el impacto, y las llamas devoraban rápidamente el extremo abierto del fuselaje. No había escapatoria.

Entonces se dio cuenta de que el agua cubría sus pies, y notó que el fuselaje se inclinaba lentamente hacia atrás. Se estaban hundiendo. ¡Estaba atrapado entre el fuego y el agua!

Todd intentó aclarar desesperadamente su confuso cerebro. Si el avión se estaba hundiendo, eso quería decir que había un agujero en alguna parte..., allá atrás.

Intentó levantarse, pero no pudo. Algo lo anclaba contra su silla. La azafata. Agarró sus ropas e incluso su pelo y tiró frenéticamente de ella. La azafata dejó escapar un grito de dolor.

—¡Levántse, por el amor de Dios! —le gritó él, sin resultado. El siciliano estaba derrumbado en su asiento, con el rostro convertido en una masa de sangre. Ninguna ayuda por aquel lado.

Todd miró a través de la parpadeante luz de las llamas a la tendida muchacha. Su pierna estaba encajonada debajo del asiento de delante; probablemente rota. Tenía que sacársela de encima.

El fuselaje se había inclinado ya unos veinte grados, y el agua helada ascendía lentamente a su alrededor. Todd bajó los brazos y agarró la pierna de la muchacha, tiró fuertemente de ella, negándose a escuchar sus gritos, su mente dominada únicamente por la autoconservación. Las llamas ya lamían su rostro.

Consiguió liberar la pierna. Apartó a la azafata de sí y consiguió salir de su asiento, envuelto por el pánico. Vio a uno o dos pasajeros avanzar por el agua, en dirección a la cola. Vio el dentado agujero a la luz de las llamas, y el agua, negra como tinta, penetrar por él en un perezoso remolino.

Algo se aferró a su tobillo. Bajó la vista. Era la azafata. Le suplicaba algo en italiano. Intentó librarse de ella, pero su presa era desesperada.

Maldiciendo incontrolablemente, tiró de la tendida figura hacia el pasillo.

—¡Arriba! —ladró. La muchacha consiguió ponerse dolorosamente en pie, con su pierna colgando inútil. Todd la empujó sin contemplaciones hasta la parte de atrás del avión, que se hundía rápidamente. Ella tropezó y cojeó patéticamente, aferrándose desesperada a los asientos y a los pasajeros muertos.

Estaban metidos en el agua hasta la cintura.

—¡Adelante! ¡Adelante! —gritó Todd. La muchacha bloqueaba su camino. El fuselaje se hundía con rapidez. Al cabo de unos segundos el agujero estaría por debajo del agua. Nunca lo encontraría. ¡Su único medio de escape estaría perdido!

La empujó violentamente por la espalda. La muchacha cayó de bruces en el agua, se lastimó salvajemente el estómago en el dentado metal, y desapareció.

Todd no perdió más tiempo. Se dirigió hacia la abertura, cada vez más debajo del agua, puso cuidado en evitar los afilados bordes, y se metió bajo la superficie. Su muslo golpeó dolorosamente contra algo, pero por lo demás consiguió pasar sin ningún esfuerzo por la abertura.

Varios pasajeros se debatían en el agua en torno al avión, tosiendo y chapoteando. Todd pudo ver las luces de una ciudad al borde del lago. No pasaría mucho tiempo antes de que llegara ayuda, pensó, un bote para recogerles.

Nadó suavemente en la oscuridad, alejándose del aparato, notando que su mente se aclaraba poco a poco. Había escapado de milagro. No había duda al respecto. Mañana probablemente los periódicos se lanzarían sobre él. «Londinense en un dramático accidente aéreo». Podía ver ya los titulares. Si sabía jugar bien su baza, incluso podía sacarle un buen dinero a la historia. Después de todo, en realidad era casi un héroe, salvando a la azafata y todo lo demás; siempre suponiendo que la estúpida muchacha no se hubiera ahogado tras sus esfuerzos...

—Una sorprendente escapatoria —diría más tarde el entrevistador.

—Cuestión, únicamente, de conservar la serenidad —respondería Todd, como si no tuviera la menor importancia.

Cuando despertó, había oscurecido, y Benson se preguntó por un momento dónde estaba. Luego sintió el calor del cuerpo de ella a su lado.

Permaneció tendido en la cama durante un rato, sintiéndose extrañamente incómodo. Había ocurrido todo tan bruscamente. La forma en que ella había hecho el amor había sido intensa, frenética, una explosiva liberación de la tensión. Él no había estado realmente al control, y aquello lo había desconcertado. Benson no estaba acostumbrado a ser manipulado, ni siquiera en asuntos de sexo. Pero eso era menos inquietante para él que los sentimientos que estaban aflorando en su mente. Le importaba realmente aquella mujer, una mujer que, de hecho, aún seguía siendo casi una desconocida para él.

En una ocasión, hacía muchos años, le había importado una mujer, le había importado mucho más de lo que jamás hubiera creído que fuera posible. Habían vivido juntos durante tres años, y durante aquel tiempo él efectuó su investigación más importante. Luego, ella tuvo un accidente...

Se deslizó fuera de la cama y empezó a vestirse en silencio. Todavía no estaba preparado para hablar de intrascendencias ante la mesa del desayuno. Fue de puntillas a la sala de estar, miró a su alrededor en busca de un bloc de notas, encontró uno junto al teléfono. Tomó un lápiz, y estaba a punto de escribir una disculpa en la primera hoja cuando observó a la media luz de las farolas de la calle que ya había escrito algo allí: un número de teléfono de Londres, con la palabra «John» debajo. Algo le hizo poner tenso. Movido por un impulso, alzó el auricular y marcó el número. Al cabo de unos segundos, una voz dijo:

—Ministerio de Defensa.

Benson colgó el auricular y maldijo salvajemente. Arrojó el lápiz sobre el escritorio y se marchó.

7

Tamsin llamó a la puerta de la oficina de Benson y entró. Las persianas estaban completamente cerradas, dejando fuera la brillante luz del sol veraniego, y la televisión encendida, con el sonido cortado. Había cajas de embalaje por todas partes. La pizarra estaba vacía, excepto por dos obscenidades escritas con grandes letras mayúsculas. Benson estaba sentado tras un escritorio lleno de papeles y vasos de café de plástico desechados. Sus ojos eran hostiles.

—¿No ves que estoy trabajando? —dijo con voz áspera, ignorando la expresión dolida y de indignación en el rostro de ella.

—Te traje unas flores —dijo Tamsin con voz llana, sujetando patéticamente un puñado de violetas—. Para darte las gracias.

—¡Guárdalas para tu amigo!

—¿Quién?

—El del Ministerio de Defensa.

Tamsin se puso pálida.

—¿Te llegó a pagar para que me metieras en tu cama, o lo hiciste simplemente por razones patrióticas? —dijo Benson hoscamente.

Tamsin le abofeteó fuertemente y arrojó las flores, dispersándolas sobre el escritorio. Benson se quedó tan sorprendido que fue incapaz de decir nada.

—¡Jesucristo, eres un asqueroso bastardo! —le gritó ella, con sus oscuros ojos llameando furiosamente—. No pretendo saber quién o qué ha envenenado tu mente, pero si alguna vez alguien puede penetrar en esa farisaica torre de marfil tuya, será mejor que te recuerde que existe gente auténtica ahí fuera, gente con sentimientos. ¡Puede que seas un científico listo, pero eso no te da derecho a jugar a ser Dios!

Se apartó su largo cabello del rostro.

—¿Y qué si resulta que conozco a John Maltby? Y sí, yo lo dirigí a ti. ¡Eso no me hace una puta!

—¡Me vendiste, maldita sea! —Benson temblaba de rabia.

—De hecho, maldito profesor sabelotodo, creí que te gustaría enfrentarte a un nuevo proyecto. Ya sabes, como empezar de nuevo en otro país y toda esa mierda. Ahora desearía no haberme molestado nunca. ¿Cómo iba a saber que te considerabas tan por encima de los militares?

—¡No te metas en mis asuntos, ¿quieres?!

—Oh, no te preocupes. Eso haré.

Cerró tras ella de un portazo, y Benson permaneció sentado en un extraño silencio, mirando sin ver la parpadeante pantalla del televisor. Una serie de imágenes entremezcladas se perseguían a través de su mente: un predicador loco, una multitud presa del pánico, una bola de fuego bajando de las nubes. Tamsin aferrada a él. Tamsin gritando mientras hacían el amor. Katy gritando mientras... ¡No! Cerró fuertemente los ojos y se golpeó la cabeza con los puños.

Abrió los ojos y se echó hacia atrás, impresionado. Un rostro familiar le miraba acusadoramente, formulando duras palabras. ¡Hendricks! Benson se recobró y conectó de un manotazo el sonido del televisor.

...quiero asegurar al público que las bolas de fuego desaparecerán tan pronto como cese este periodo inhabitual de actividad de las manchas solares.

Benson se quedó boquiabierto por la consternación. ¡Actividad de las manchas solares! ¿Qué demonios estaba diciendo aquel estúpido bastardo?

El entrevistador preguntó qué se podía hacer para proteger al público mientras tanto.

—Estamos investigando un cierto número de contramedidas —entonó Hendricks—. Expertos de todas partes de los Estados Unidos han estado cooperando en un intento de comprender las propiedades de las bolas de fuego y diseñar una protección adecuada. No hay ninguna necesidad de alarmarse.

—Es una tapadera —murmuró Benson para sí mismo.

La entrevista terminó, y el programa regresó a los estudios de Londres.

—Y ahora, más detalles del accidente de aviación de la pasada noche en Suiza; adelante, Peter Crowe, desde Ginebra.

El periodista estaba de pie delante del lago, entrevistando a un desaliñado hombre de unos treinta años que era a todas luces uno de los supervivientes del accidente.

—Al principio pensé que era un incendio, sólo pude ver un resplandor naranja. La gente se puso a gritar. Entonces vi aquella bola luminosa, flotando por el centro del pasillo del avión...

El ceño de Benson se frunció; apartó la vista de la pantalla mientras el hombre se dedicaba a describir sus heroicidades.

—¿Cómo demonios consiguió meterse dentro del maldito avión? —se dijo para sí mismo Benson.

Permaneció allí sentado, inmóvil, durante unos buenos diez minutos; luego se puso bruscamente de pie, cerró la puerta por dentro y empezó a rebuscar entre las cajas medio abiertas sembradas por la habitación. Le tomó una hora encontrar la carpeta con las amarillentas notas escritas a mano que había tomado hacía tantos años. Entonces sólo había rozado el tema. Los rayos en bola nunca habían sido un asunto respetable...

El tablero de detrás de su escritorio se fue llenando lentamente a medida que clavaba en él papeles, fotografías y fórmulas. Había un grabado de la muerte de un tal doctor G.W. Richmanm de San Petersburgo en 1752, golpeado en la cabeza por un rayo en bola mientras experimentaba en su laboratorio; luego, un diagrama de un barril de agua golpeado por una bola de fuego: quince litros de agua hirvieron por el impacto, y el agua permaneció demasiado caliente como para ser tocada durante veinte minutos; una mujer quemada en su casa por una bola de diez centímetros que fundió su blusa de poliéster e hizo que su anillo de oro se calentara hasta el punto de quemar su dedo; una desagradable fotografía de una mujer quemada hasta tal punto que sólo la parte inferior de su torso y sus piernas eran reconocibles, y cuya muerte fue atribuida a un extraño fenómeno conocido como combustión espontánea. Benson garabateó encima «rayo en bola» y le puso un signo de interrogación. Luego, otra serie de fotografías de un rastro de hierba quemada de diez metros de longitud que terminaba en una bombilla fundida y agujerada bajo el alero de una casa, con una perforación de poco más de cinco milímetros de diámetro.

Siguió trabajando, clavando foto tras foto hasta que el tablero estuvo cubierto, luego estableció una lista de nombres del fenómeno: Kugelblitz, globes du feu, tonnerre en boule, coup de foudre en boule, sharovoyi molnii, globus igneus...

Hubo una llamada en la puerta. Benson gritó:

—¡Adelante!

Alguien agitó el picaporte, y la voz de Quenby murmuró:

—Está cerrada.

Benson abrió y se echó a un lado mientras Quenby entraba en la habitación.

—Lamento molestarle —dijo, mirando con curiosidad las flores esparcidas sobre el escritorio y los papeles clavados en el tablero.

—No importa —respondió Benson con tono seco—¿Qué ocurre?

—El ordenador ha vuelto a estropearse, así que pensé que podía darle un empujón a ese problema del que le hablé el otro día, ya sabe, lo del viento solar.

—Sí.

—Le eché una mirada a ese coeficiente sospechoso, pero me he encallado en una integral. No puedo encontrar nada en Gradshteyn y Ryzhik.

—¿Ha probado el libro ruso?

—Sí, también. Déjeme mostrarle...

—Olvide la integral, Nigel —interrumpió Benson—. Estoy trabajando en algo nuevo ahora, y puede que necesite su ayuda, ¿de acuerdo?

—Por supuesto. —Quenby se irguió y su rostro se iluminó. Benson tuvo la impresión de que el hombre se ponía realmente en posición de firmes.

—Puede que eso signifique muchas horas.

—No importa. ¿Qué es lo que quiere que haga?

—Por el momento, nada. —El rostro de Quenby se hundió—. Ya le avisaré, ¿de acuerdo?

—De acuerdo.

Cuando Quenby se hubo ido, Benson tomó el teléfono y llamó al Departamento de Bioquímica. Una voz dijo:

—Bright.

—Soy yo.

El teléfono quedó mudo. Volvió a marcar.

—Mira, lo siento, ¿de acuerdo?

—¡Una disculpa de parte de Andrew Benson! Hubiera debido grabarla —respondió ella ácidamente.

—Quiero que contactes con Maltby. Necesito algunos datos.

Hubo un largo silencio.

—No me dirás que has cambiado de opinión.

—No voy a trabajar para esos bastardos militares, si es eso lo que quieres decir, pero necesito los datos. ¿Vas a ayudarme o no?

—No veo por qué debería hacerlo.

Colgó.

Cinco minutos más tarde sonó el teléfono. Una suave voz femenina le informó de que el señor Maltby viajaba en el avión de las dos, y que estaría en la oficina de Benson antes de las cuatro.

Maltby le observó cautelosamente.

—¿Debo dar por sentado que está usted dispuesto a cooperar después de todo?

—No —respondió Benson—. No voy a trabajar para ustedes. Ustedes van a trabajar para mí. Necesito todos los datos de que dispongan para poder imaginar cómo demonios una bola de fuego puede entrar en un avión.

—Entonces, ¿acepta que hay algo extraño en las bolas de fuego?

—No acepto nada.

—¿Concede al menos que es posible que esos objetos no tengan un origen natural?

—Mire, Maltby, la gente ha estado intentando producir sin éxito durante años rayos en bola en el laboratorio. Si los rusos pueden crear bolas de plasma dirigibles y pueden meterlas en un avión a cientos de kilómetros de distancia, tienen que ser unos genios científicos. Merecen heredar la Tierra.

Maltby dudó unos instantes, luego dijo:

—¿Conoce el nombre de Nicola Tesla?

—Por supuesto. Soy físico. El tesla es la unidad internacional de la intensidad del campo magnético.

—Lo que pocos científicos saben —continuó Maltby— es que, aunque Tesla efectuó sus trabajos hará casi un siglo, muchos de sus experimentos con campos electromagnéticos intensos no han sido repetidos nunca. Llevó a cabo las hazañas más notables de ingeniería eléctrica, muy por delante de su tiempo, y también realizó experimentos secretos con descargas de energía muy alta..., rayos artificiales si lo prefiere. Creía haber descubierto un nuevo tipo de fuerza capaz de transmitir energía directamente de un lugar a otro de la Tierra sin cables.

Benson hizo una mueca.

—Seguro que usted no cree todas estas tonterías.

—No creo las explicaciones de Tesla de sus descubrimientos, pero pienso que pudo hallar una forma de controlar los campos magnéticos de alta intensidad y de manipularlos a distancia.

—¿Qué tiene que ver todo esto con los rusos? Tesla era yugoslavo.

—En 1955, el físico ruso Piotr Kapitsa, el hombre que ganó un Premio Nobel por su trabajo sobre superconductividad, publicó un notable estudio sobre los rayos en bola. Intentó demostrar que las ondas electromagnéticas de una frecuencia correcta pueden verse atrapadas entre las nubes y el suelo en un esquema de ondas estacionarias. A medida que se proporciona más y más energía al campo, la intensidad crece. En unos ciertos puntos críticos, los antinodos de la onda, la fuerza puede hacerse lo suficientemente grande como para ionizar el aire y crear una bola de plasma.

Benson bostezó.

—Por supuesto —dijo Maltby—, supongo que usted ya conoce todo esto.

—No veo cómo Tesla y Kapitsa se relacionan con una amenaza procedente de Rusia. Sólo por el Hecho de que Kapitsa sea ruso...

—Hará unos cuatro años, la CIA recibió un informe de que un agente ruso estaba planeando infiltrarse en un establecimiento de la Defensa altamente secreto en Maryland que trabajaba en la DECPE.

—¿Qué demonios es eso? —preguntó Benson.

—Destrucción de las Comunicaciones por Pulsos Eléctricos —recitó Maltby.

—¿Quiere decir hacer saltar los circuitos del otro lado con un destello electromagnético dirigido?

—Exactamente.

—Bien, bien, ¿qué es lo que sabe al respecto? —La voz de Benson estaba llena de sarcasmo.

—Aproximadamente un mes después del informe, un hombre fue atrapado con las manos en la masa fotografiando un artículo no publicado de Tesla sobre rayos electromagnéticos dirigidos. El artículo se hallaba secretamente en posesión del gobierno de los Estados Unidos desde los años treinta, pero hasta muy recientemente los científicos de la defensa no lo habían tomado en serio. Bajo interrogatorio, el agente admitió que había intentado conseguir información sobre los experimentos secretos de Tesla para utilizarla en el trabajo sobre plasma controlado en Novosibirsk, que es el principal centro soviético de desarrollo de armas de rayos de alta energía, armas de plasma e investigación sobre la DECPE. Y el director del laboratorio de Novosibirsk es un tal Boris Vasiliev, antiguo estudiante de Piotr Kapitsa.

Benson seguía pareciendo escéptico.

—Todo esto es completamente circunstancial, ¿no? Quizá los rusos trabajen en plasmas controlados. Quizás incluso sean lo bastante crédulos como para sondear en las desacreditadas ideas de Tesla. Pero, de todos modos, sigue habiendo un largo camino hasta una explicación de esas bolas de fuego. Por todo lo que sabemos, las instalaciones de defensa soviéticas pueden estar sufriendo exactamente el mismo fenómeno que la OTAN. Después de todo, no creo que hagan mucha publicidad del hecho, ¿no?

—¿Pero está de acuerdo en que ocurre algo?

Benson suspiró fuertemente.

—Mire, puede tratarse simplemente de una oleada anormal de fenómenos de rayos en bola. Ya sabe, como ocurren también oleadas anormales de granizo o de tornados. No hay ninguna prueba de que estas bolas de fuego estén bajo algún tipo de control.

—De acuerdo —dijo Maltby inesperadamente—. Ése es mi trabajo. Descubrir si esas cosas son simplemente algún tipo de broma natural o algo más amenazador. Desgraciadamente, los datos no ayudan demasiado. No parece haber ningún esquema significativo ni en el espacio ni en el tiempo.

»Por supuesto —prosiguió—, hay una gran selección de los efectos porque solamente recibimos informes a través de canales restringidos. Como usted dice, no nos llega nada del bloque oriental. Ni tampoco hay muchos informes oceánicos, o de las regiones relativamente deshabitadas, como la Antártida o el Sáhara.

—¿Qué hay respecto de las horas del día? —preguntó Benson.

—Lo mismo. Ningún esquema significativo.

—¿Quién es responsable de clasificar los datos a medida que llegan nuevos informes?

—La base Wright-Patterson de las Fuerzas Aéreas en Dayton, Ohio, lleva un registro hasta el último minuto. Tengo acceso directo a la base de datos vía LINKNET. —Maltby se refería a la red de conexiones de comunicación entre los grandes centros de ordenadores de los Estados Unidos y europeos—. Se lo mostraré. —Le tendió a Benson una hoja de papel, un listado de los últimos casos de bolas de fuego.

—Cristo —dijo finalmente Benson—. ¿Son todos nuevos?

—La fecha se halla en la columna de la derecha.

—¡Eso significa cinco o seis informes diarios, sólo a través de los canales militares! Sus amigos deben de sentirse abrumados.

Maltby sonrió.

—Como intenté decirle, éste es un asunto de seguridad nacional, profesor.

—¿Qué hay acerca de la dependencia de la altitud?

—¿Qué quiere decir con eso?

—Bueno —explicó Benson—, según esto, tenemos trescientos cuarenta y ocho informes en total, con ochenta y uno procedentes de aviones. Por la forma en que veo las cosas, hay mucha más gente en el suelo que en el aire. ¿Correcto?

Maltby asintió.

—De modo que la pregunta es: estadísticamente, ¿por qué tantos casos aéreos?

Maltby no ofreció ninguna opinión.

—La explicación es obvia, Maltby. Evidentemente, hay muchas más bolas de fuego arriba que abajo.

—¿Quiere decir que son activadas en las capas superiores de la atmósfera?

—Quiero decir que es mucho más probable que ocurran a grandes altitudes. Sólo eso.

—¿Ayuda esto en algo?

—Por supuesto. Lo que yo haría sería meter un montón de equipo dentro de uno de esos aparatos experimentales de gran altitud, y hacerlo subir tanto como fuera posible. Ver si una de esas bolas de fuego se deja ver. Eso simplificaría considerablemente las cosas.

Maltby asintió lentamente.

—De acuerdo. Suena bastante fundamental. Veré lo que puedo hacer.

—No se limite a verlo, Maltby. Hágalo. Estoy interesado. Quiero conocer las respuestas.

—Haré todo lo que pueda —asintió Maltby—. Como ha dicho muy bien, trabajo para usted.

El rascar desde el tanque se hizo frenético.

—Me pregunto —dijo John Maltby— qué tiene de atractivo el mundo de fuera como para lo que ansíen tanto.

—Las tortugas son animales instintivos —explicó Tamsin—. Todo este frenesí no forma parte de una estrategia racional.

—Suena como el M.d.D. Temo haberte metido sin querer en este asunto de Benson, Tamsin.

—Nada cambia, ¿eh? —respondió ella, con la imagen de un jugador de fútbol, dejando caer la pelota y chutándola, en la mente—. ¿Debo entender que va a jugar? ¿Va a darle a la pelota? ¿O, mejor dicho, a la bola de fuego?

—Ha dejado de mostrarse altaneramente distante, si es eso lo que quieres decir. Evidentemente, algo lo ha convencido de que se trata de un auténtico rompecabezas. Su curiosidad científica natural ha derrotado a su cinismo..., al menos temporalmente. Son una gente curiosa, esos científicos. Exceptuándote a ti, por supuesto —se apresuró a añadir.

—¿Sabes que fue testigo personal de la aparición de una bola de fuego?

—Buen Dios, no. ¿Cuándo ocurrió?

—Ayer. Estábamos en un mitin de la Campaña pro Desarme Nuclear —Maltby gruñó desaprobadoramente, pero ella lo ignoró—, y hubo una especie de tumulto, una pandilla de idiotas fascistas intentando romper la reunión. Sea como fuere, en mitad de todo aquello una bola brillante y amarilla bajó del cielo. Pensé que iba a caer directamente encima de nosotros, pero en el último minuto se desvió. Todo el episodio fue algo así como una pesadilla.

—Puedo imaginarlo. ¿Crees que el incidente hizo que Benson cambiara de opinión?

—No lo sé. Es un hombre tan extraño.

—Es un tipo asqueroso.

—No, John. No es tan simple como eso. La investigación científica de primera línea impone tensiones peculiares en la gente; distorsiona su comportamiento social normal. Es algo tan competitivo, y sin embargo tan abstracto. Estoy convencida de que debajo de ese abrasivo exterior hay una personalidad sutil y sensible.

—¿Dentro de cada físico hay un ser humano luchando por salir? —Maltby contempló el último y fútil intento en el tanque de cristal—. Lo único que puedo hacer es esperar que tenga más éxito que tus tortugas.

—Probablemente se hubiera mostrado más cooperativo si tú no trabajaras para el M.d.D. Realmente, es un fanático antimilitarista. Considera a los de la Campaña pro Desarme Nuclear como un puñado de lloricas.

—Supongo que es comprensible, teniendo en cuenta lo que le ocurrió a su esposa.

Tamsin abrió mucho los ojos.

—No sabía que estuviera casado.

—No lo está. ¿No lo sabes? Su esposa trabajaba para Delremo, el gigante de los productos químicos que posee todos los contratos importantes de la defensa de los Estados Unidos. Al parecer, estaban experimentando con gases neurotóxicos, y hubo alguna especie de accidente. Nadie sabe realmente lo que ocurrió. Sea como fuere, algo del gas escapó, y cinco trabajadores murieron de una forma más bien horrible. Katy Benson era uno de ellos.

8

La reunión con Sir William era para las cinco y media, y Maltby tenía algunos minutos libres. Se sentó con los pies encima de su escritorio, contemplando el techo, luego cogió un libro del estante a sus espaldas. Era pesado. Andrew Benson le miró con el ceño fruncido desde la parte de atrás de la sobrecubierta, el pelo revuelto, de pie con los brazos cruzados ante una pizarra llena de garabatos, una foto cliché del académico en su madriguera. Al menos podría haber sonreído, pensó Maltby, en vez de mirar furiosamente a la cámara como si ésta le estuviera arrebatando todo lo que le quedaba de su alma.

Maltby retiró la sobrecubierta y leyó la solapa. Era casi ininteligible para él. Quizá sólo un par de docenas de personas en el mundo estaban calificadas para leer el libro y comprenderlo enteramente. Maltby contempló de nuevo la foto. «La soledad del distante genio», murmuró para sí mismo. Cuanto más descubría Benson acerca de su especialidad, más gente dejaba atrás, hasta que finalmente hablaba sólo para sí mismo. Quizá sólo pudiera sentirse a gusto con un par de americanos, uno o dos europeos, un japonés y un ruso.

Se puso de pie, movido por un impulso, cogió dos chinchetas, cruzó la habitación y clavó la sobrecubierta en el tablón para notas junto a la puerta, luego volvió a su escritorio y rebuscó en su cajón hasta encontrar su juego de dardos. Los había conservado desde sus días de estudiante, y le habían hecho ganar unas cuantas libras. Eran pesados, de acero al tungsteno, y las aletas estabilizadoras llevaban los colores de su facultad. Por unos momentos sopesó uno en su mano, luego lo arrojó a la foto. Se clavó, estremecido, en el ojo izquierdo de Benson, y Maltby sonrió.

—Vamos, Benson —dijo—. Consigue algo, bribón.

El segundo dardo se clavó en el tablón tras la cabeza de Benson, y estaba a punto de lanzar el tercero cuando sonó el teléfono. Era la secretaria de Sir William, para decirle que le esperaban ahora, y que debía reunirse con Sir William en el aparcamiento. Maltby colgó el auricular, cogió su chaqueta, fue hacia la puerta, luego lanzó el último dardo. Se clavó en el ojo derecho de Benson.

—Buen tiro —dijo Maltby, y salió, cerrando la puerta a sus espaldas.

Sir William le aguardaba en el asiento de atrás de su Bentley, y le saludó con la cabeza cuando Maltby se sentó a su lado; una indicación al conductor, y el coche se deslizó hacia la rampa y la luz del sol.

—Ha perdido usted el bronceado, Maltby —dijo Sir William—. Es buena señal. —Buscó a su izquierda, tomó un montón de periódicos y los esparció por el piso del coche. Maltby los miró. Cada titular parecía una afrenta personal, estridentemente mudos, pero todos formulando la misma pregunta, deseando saber qué estaba ocurriendo.

—Esto no es bueno, Maltby —dijo Sir William.

—No, señor.

—He leído sus informes. Parece que no vamos muy deprisa, ¿verdad?

—Es un fenómeno nuevo, señor. Con reglas nuevas. Sin precedentes.

—Y está matando gente.

Maltby asintió y no dijo nada.

—No creo que esa idea de las manchas solares arraigue —dijo Sir William, agitando una mano hacia los periódicos.

—Es lo mejor que han encontrado los norteamericanos hasta ahora.

—Pero quizá no sea lo bastante bueno.

La afirmación era en realidad una pregunta, y Maltby no tenía ninguna respuesta, así que siguió sentado en silencio.

—Y estoy viendo signos de pánico, Maltby. Un pánico tranquilo, contenido, como siempre ha sido el pánico en Whitehall, pero pánico a fin de cuentas. —Tomó un ejemplar del Daily Star y lo dejó caer como si estuviera contaminado—. Y Washington —prosiguió—. Parece que el Presidente ha vuelto a sentirse feliz de apretar botones, dispuesto a jugar con sus nuevos juguetes.

—Sí, señor. El problema es que los científicos de allí se inclinan hacia la teoría de las mininucleares...

—Lo cual, dado el ensordecedor silencio de nuestros amigos soviéticos, es una conclusión completamente razonable.

—Y aterradora, señor.

—Sí, Maltby. Considerablemente.

El Bentley se encaminaba hacia el norte, hacia Bayswater Road, y por un momento permanecieron sentados, contemplando el tráfico de la hora punta.

—Estamos en un buen apuro, ¿no, Maltby?

—Miremos donde miremos, señor.

—Quizá Dios, en los cielos, haya perdido la paciencia con nosotros.

—No le culparía, señor.

—Pero no podemos asumir este escenario, ¿no cree?

Maltby agitó la cabeza y miró fuera.

—¿Cree que nuestro profesor puede sacarnos de esto?

—Con eso cuento.

—Es un tipo extraño, por lo que parece.

Maltby hizo una mueca.

—Malone dice que sufre del síndrome de Oppenheimer. Yo lo diría de una forma más sencilla. El hombre es un avestruz..., un C.I. de miles y una edad mental de ocho años.

Sir William asintió.

—Los genios, como los clérigos, no son de este mundo, Maltby. Ha hecho usted bien poniéndole a trabajar para nosotros.

—Gracias, señor. El problema es que él no cree que se trate de una amenaza.

—¿De veras? ¿Un avestruz ingenuo?

—Quizá.

—No quizá, Maltby. —Le dio una palmada en el hombro—. Pero nos dirá lo que resulte de todo esto, ¿no? No se lo guardará para sí mismo.

—Sinceramente, espero que no, señor.

—Yo también, Maltby, y le corresponde a usted ver que coopere totalmente. ¿No es así?

—Sí, señor.

—Así que mantendrá un ojo atento a él.

—Por supuesto.

—Quiero decir que, si descubre que los plasmas pueden ser controlados, si consigue convencerse a sí mismo de que esas malditas bolas de fuego son una amenaza militar, no va a echar a correr y meter la cabeza en un cubo de arena, ¿no?

—Espero que no, si yo puedo hacer algo.

Sir William se volvió y miró a Maltby por primera vez. Maltby deseó apartar la vista, pero luchó por sostener su mirada.

—Necesitamos algo más que esperar, Maltby —dijo el viejo—. No se le paga para que sólo tenga esperanzas.

—Estoy seguro de poder manejar al profesor Benson, señor.

—Eso es. —Sir William desvió la mirada y asintió—. Ese joven, Quenby, es útil, ¿no?

—Hasta cierto punto.

—Así que va usted a viajar al norte de nuevo.

—Sí, señor. Quiero más datos de Malone.

—¿Y la mujer con ese extraño nombre?

—Ayudará en todo lo que pueda.

—Bien.

El coche había alcanzado Kensington Palace Gardens, y Sir William ordenó al chófer que avanzara con lentitud. Mientras pasaban junto a la embajada rusa, contemplaron la multitud de rostros de detrás del cordón de policías. Maltby calculó una cifra de doscientos, quizá más, rostros furiosos y voces furiosas gritando algo a coro, pero no pudo oír nada dentro del insonorizado vehículo.

—No podemos culparles, ¿no cree, Maltby? —dijo Sir William—. Quiero decir, si esta maldita cosa es un fenómeno natural como cree su Benson, entonces ocurriría también allí, ¿no? No guardarían silencio, ¿verdad?

—No lo sé, señor.

—No. Y yo tampoco. —Se inclinó, recogió los periódicos y se los metió bajo el brazo—. Ya casi hemos llegado —dijo—. ¿Va a volver o qué, Maltby? Diga dónde quiere que le dejemos.

—En el pub más cercano, señor.

—Sabia decisión. Pero no atonte su cerebro, ¿quiere? Necesita estar despierto y atento.

—Sí, señor.

El Bentley se detuvo. Maltby bajó y lo observó alejarse. Despierto y atento. Maltby había percibido pánico en Sir William. Estaba bien controlado, pero estaba allí, pese a todo. Hizo que Maltby se sintiera aún más inquieto. Maldito Benson. ¿Por qué no podía tener los sentimientos y las reacciones de la gente normal? Por todo lo que él sabía, Benson no sentía ni la más ligera ansiedad respecto de aquellas bolas de fuego.

Maltby necesitaba aquella copa, desesperadamente.

El servicio de limpieza había vuelto a abrir las persianas. Benson las cerró de golpe y conectó la televisión. Luego le pidió a su secretaria que le trajera a Nigel Quenby y una taza de café. La mujer respondió que era una secretaria de universidad, no una camarera, así que él le contestó con una maldición.

Cinco minutos más tarde entró Quenby, llevando el café.

—Esas bolas de fuego, Nigel...

—Parece que no puede usted librarse de ellas.

—Me intrigan. Un buen físico de plasma debería ser capaz de imaginar lo que está ocurriendo, si es que está ocurriendo algo. Pensé que podíamos hacer un intento.

El rostro de Quenby se iluminó.

—Estupendo. ¿Por dónde empezamos?

Benson le tendió una lista de referencias.

—Sospecho que nos enfrentamos a rayos en bola o algo relacionado de cerca con ellos. Aquí hay una lista de publicaciones. Quiero que vaya a la biblioteca de la universidad y las compruebe. Haga fotocopias de todo lo que crea que vale la pena. Y vea si tienen el libro de Barry.

—Correcto. —Quenby tomó la hoja y se volvió para irse.

—Oh, y, Nigel...

—¿Sí?

—Las autoridades creen que son los rusos.

—¿Qué? Eso es una tontería.

—Completamente. Pero habrá una tapadera de seguridad si deseamos acceso a los datos del M.d.D. Así que mantengámoslo todo a un nivel discreto, ¿de acuerdo?

Quenby se mostró adecuadamente conspirativo, asintió y se fue. Benson se volvió a su escritorio, tomó una foto del conductor del tren muerto en el reciente choque, y la estudió contemplativamente. Luego volvió al dossier de Maltby. Un párrafo había sido marcado con un rotulador amarillo fluorescente.

«Las bolas de plasma han sido generadas y mantenidas en condiciones de laboratorio durante aproximadamente un segundo, tras el cual la inestabilidad se apodera de ellas. Ahora parece ser, según los informes de los testigos, que algunos plasmas de mucha más vida conteniendo una energía considerablemente mayor pueden ser utilizados eficazmente contra blancos militares».

—Blancos militares —gruñó, contemplando la foto del conductor muerto—. Percy no era ningún blanco militar.

Benson había llenado sus estanterías al azar con libros, y seleccionó cuidadosamente unos cuantos. Ya había decidido que no servía de nada intentar revisar la bibliografía en busca de una rápida explicación de la reciente actividad de bolas de fuego. Primero tenía que elaborar un cuadro preciso de lo que estaba ocurriendo, luego necesitaba revisar toda la física que pudiese tener alguna relación con el tema. Trabajó durante una hora, leyendo una monografía estándar sobre las investigaciones de confinamiento del plasma, hasta que regresó Quenby con un puñado de fotocopias. Benson las hojeó.

Se levantó de detrás de su escritorio y empezó a pasear de un lado para otro.

—Lo que tenemos que descubrir, Nigel, es si esta reciente proliferación de informes sobre bolas de fuego implica algún tipo de rayo en bola, ¿correcto?

—Correcto —admitió Quenby, asintiendo estusiasmado. Sabía que en realidad Benson estaba hablando para sí mismo, utilizándole a él como una especie de cámara de eco, pero no puso ninguna objeción.

—Si es así, ¿por qué ese incremento en número y severidad?

—Si las condiciones climáticas anómalas... —tartamudeó Quenby, y se detuvo a media frase. Benson lo ignoró.

—Realmente, necesitamos conocer los detalles de las condiciones climáticas de cada caso.

La televisión pasaba una película de horror, en la que una starlet semidesnuda corría por entre los bosques, tropezaba con la inevitable raíz, y sus pechos se agitaban sensualmente, lista para ser atacada por lo que fuera que iba tras ella.

Benson cerró los ojos y pensó en el peligro. El problema con el rayo en bola era que no se parecía en nada a los rayos normales. Los pararrayos no eran ninguna defensa. Si había que proteger al público, el primer paso debía de consistir en comprender cómo eran creadas las bolas de fuego y cuál era su fuente de energía.

En la televisión, la starlet chilló. Benson abrió los ojos y cortó la banda sonora antes de dirigirse a la pizarra. Lo único que se podía hacer era olvidar todo lo que se había escrito y empezar desde cero, construir una imagen teórica de los principios básicos.

Borró todo lo que había en la pizarra y escribió las ecuaciones del campo básico electromagnético que tenía grabadas en su cerebro. Luego trazó un círculo. Los informes decían que las bolas de fuego eran redondas, así que había que empezar con un modelo de simetría esférica.

Después de eso, probó con una estructura toroidal.

Una vez hecho esto, dibujó un posible esquema de líneas de campo, llenando el diagrama con flechas y líneas en una variedad de colores. Retrocedió unos pasos y contempló la pizarra, con Quenby a su lado.

—Parece un mapa del metro de Londres —dijo Quenby.

Benson asintió.

—Ahora todo lo que tenemos que hacer es resolver las ecuaciones.

—Supongo que sí. —Quenby sabía que había muy poco más que él pudiera hacer. Benson había ido ya muy por delante de él. Al menos, pensó, podía ir a buscarle café.

Benson trabajó durante todo el día, deteniéndose únicamente para pasear de un lado para otro por la habitación. Su secretaria llamó dos veces, y la ignoró. Deslizó notas por debajo de la puerta. Quenby las recogió. Benson lo ignoró todo excepto el problema.

Era realmente un enigma. Recorrió callejones sin salida, y regresó de ellos. El asunto empezaba a tomar la apariencia de un juego de Serpientes y Escaleras, excepto que no podía encontrar ninguna escalera. La pizarra era una jungla de serpientes.

Aquella noche tomó un taxi a la una y media, y se durmió tan pronto como se dejó caer en la cama del hotel.

Al día siguiente empezó a emerger una imagen. Algunas de sus fórmulas encajaban con el trabajo hecho por dos italianos hacía unos cuantos años. Las líneas generales de las propiedades de una bola de plasma atmósferico confinada electromagnéticamente empezaron a hacerse evidentes.

Pero el problema básico subsistía. ¿Cómo podía confinarse tanta energía de una forma tan estable tan sólo mediante campos electromagnéticos?

El problema le miró desde la pizarra.

Según su modelo, la bola debería desintegrarse en menos de un segundo; sin embargo, algunas de las bolas de fuego duraban minutos.

La única respuesta era que la energía tenía que proceder de fuera de la bola. Sabía de los intensos campos eléctricos que podían generarse de forma natural en la atmósfera, pero, ¿cómo podía concentrarse la energía y luego ser mantenida en la bola?

Y, primero y primordial, ¿cómo nacía la bola a la vida?

Benson se volvió hacia la pizarra y borró metódicamente todo lo que había en ella. Luego escribió un conjunto de ecuaciones ligeramente modificadas, cambiando las condiciones límite para tener en cuenta una variedad de campos eléctricos externos, tanto estáticos como dependientes del tiempo. Pronto descubrió que ya no podía resolver con exactitud las ecuaciones, ni siquiera para las casos de simetría esférica o axial. Tenía que resolverlas por aproximación numérica, utilizando el ordenador.

Durante los dos días siguientes Benson trasteó con el software. Sólo necesitó seis horas para escribir el programa, pero él y Quenby emplearon otras veinte para depurarlo y empezar a obtener respuestas significativas. Utilizó el terminal de su habitación, totalmente absorto, sin darse cuenta del zumbar de la universidad a su alrededor.

Los primeros resultados dados por la máquina parecieron decepcionantes. Luego Benson cambió algunos de los parámetros y empezó a obtener resultados alentadores. Daba la impresión de que un campo eléctrico con ligeras variantes respecto de la frecuencia correcta pudiera conducir a un plasma convenientemente confinado en un bucle de realimentación no lineal, creando un tipo de comportamiento matemático conocido como solitón. Benson sabía poco acerca de los solitones, así que pasó otras seis horas en la biblioteca, aprendiendo sobre ellos. Cuando terminó, empezó a convencerse de que estaba en el buen camino. Las bolas de fuego eran alguna especie de solitones electromagnéticos conducidos por campos eléctricos externos del tipo asociado con las tronadas..., pero de alguna forma dependientes del tiempo...

A medida que Benson trabajaba, extrayendo penosamente los detalles, su moral se fue elevando. Incluso se descubrió canturreando una o dos veces, algo que no le había ocurrido desde antes... de los problemas.

Era aproximadamente la medianoche del quinto día cuando Quenby descubrió un error, un asunto elemental. Habían olvidado un factor 4ji en una cantidad magnética al convertir las unidades que habían estado empleando para utilizar un antiguo libro de texto.

Eso lo cambió todo.

Benson había estado preocupado desde un principio por la forma peculiar en que las bolas de fuego entraban en los edificios, incluso en los aviones. La superficie de un avión es un conductor perfecto, más o menos, y protegía el interior de los campos eléctricos externos que Benson necesitaba para proporcionar energía a la bola de fuego. Intentó eludir aquel obstáculo utilizando campos temporalmente variables, creando una especie de efecto de guía de onda que propulsara la bola de fuego hacia el interior del avión. El truco había sido suficiente para conseguir la energía suficiente dentro del aparato sin distorsionar la forma de la bola de fuego o hacer que se desintegrara. Estos resultados iniciales indicaban que tal ver fuera posible. Sin el factor 4ji, no había esperanza.

Fracaso.

Agotado y hundido, Benson cogió una grabación de la entrevista con George Todd, la metió en el vídeo y retrocedió unos pasos, observando y escuchando mientras el hombre contaba una vez más la historia del accidente del aparato de Alitalia. Benson la pasó dos veces, luego se volvió de nuevo a los libros de referencia.

—«El fenómeno ha sido observado en el interior de un avión —leyó en voz alta—. Ver Jennison 1969 y 1971 y Uman 1968. El hecho de que el rayo en bola haya sido observado en el interior de recintos metálicos es un problema más serio, puesto que su existencia dentro de recintos metálicos no es compatible con una fuente de energía externa».

Era el único obstáculo. Pero era fatal. Benson no podía modelar una bola de fuego que invadiera el interior de un avión. Punto.

¿Y ahora qué?

Dormir.

¿Y luego?

No podía abandonar ahora. No ahora. El problema de la bola de fuego se había metido en su sangre. No descansaría hasta que lo resolviera.

Pero estaba encallado.

¿Podía alguien ayudarle?

Quizá. Pero, ¿quién?

Los faros del coche se reflejaban en el terreno empapado por la lluvia, empañando la visión de Tamsin mientras avanzaba por la carretera de servicio que discurría desde el edificio de Bioquímica. Estaban casi a mediados de verano, y en esas latitudes nunca oscurecía del todo; apenas si las pesadas nubes de tormenta reducían el anochecer a un resplandor fantasmal a las diez de la noche.

Estaba cansada. Había sido un día particularmente agotador, trabajando en el laboratorio hasta las siete y luego aguardando en el terminal del ordenador en espera de espacio. Tras un par de horas delante de la pantalla, había encontrado un fallo en el programa, y había tenido que borrar todo lo hecho. Luego se había visto obligada a pasar otros cuarenta minutos llenando una solicitud de subvención para investigación que casi con toda seguridad iba a ser rechazada.

Metió el coche en la carretera principal del campus y pasó por delante del bloque de Física, atisbando en la semioscuridad.

Estuvo a punto de atropellarle. Apareció mirando en la dirección equivocada.

—¡Maldito estúpido, Andrew! —gritó—. ¿Acaso todavía no sabes que en este país conducimos por la izquierda?

Parecía agotado. Tenía los ojos clavados en sus órbitas, el pelo revuelto y los hombros hundidos. Llevaba una maltratada cartera bajo un brazo.

—¡Sube! —dijo—. Antes de que te maten.

Lo condujo a su hotel en silencio, con el único sonido del chapotear de los neumáticos en los charcos de la carretera. Las calles estaban desiertas.

—¿Te apetece tomar una copa conmigo? —dijo él—. Necesito relajarme un poco.

Ella vaciló.

—De acuerdo. Una rápida.

Joe el barman miró a Benson con el ceño fruncido, sirvió un par de bourbons y no dijo nada. Encontraron una mesa en el rincón del bar. Benson alzó su vaso.

—Por John Maltby —proclamó—. Está trabajando para mí, ¿sabes?

—¿De veras? —dijo ella con tono desinteresado.

—Pobre tipo.

—¿Oh?

—No debe de resultarle fácil, trabajar para alguien tan asqueroso como yo.

—No eres asqueroso.

Benson alzó las cejas.

—No me digas que tengo un fan en el Departamento de Bioquímica.

Tamsin ignoró el sarcasmo.

—¿Cómo va el proyecto?

Benson frunció el ceño.

—Arriba y abajo. Sobre todo abajo.

—Me gustaría poder ayudar —dijo ella melancólicamente.

—Puedes.

—No consigo imaginar cómo.

—Vente a la cama conmigo.

Ella apretó los labios.

—Supongo que estás bromeando.

El se encogió de hombros, vació su vaso, pidió otro.

—Por Piotr Kapitsa —dijo esta vez—. Un físico malditamente mucho mejor que yo.

—Creí que tú eras el mejor —respondió ella.

—Kapitsa está muerto.

—Así que estás solo en tu lucha, ¿no? El gran Benson contra la Madre Naturaleza. Sólo que hasta ahora gana ella.

—Tú lo has dicho.

—¿Nunca has pensado en buscar colaboración? Ya sabes, dos cabezas son mejor que una, y todo eso.

—Tengo a Quenby.

—En serio. ¿No hay nadie?

—Sí. Hendricks. ¿Lo recuerdas? El tipo listo con la muñequita de mujer —dijo Benson con denso cinismo. Luego, tras una pausa—: Y el pobre viejo Burkov, supongo.

—¿Quién?

—Burkov. Leonid Burkov. Un ruso..., lo siento, georgiano. Trabajamos juntos en una ocasión. Antes de que los tipos de las botas recias vinieran a por él.

—¿Quieres decir que está en la cárcel?

—Sí. No. Está en algún psiquiátrico, o donde meten allí a la gente que no sigue la línea del partido. Jesús, qué mundo.

Tamsin guardó silencio unos instantes. Luego Benson se levantó para marcharse.

—Bien, me voy a la cama —anunció—. Aunque tú no quieras venir conmigo. —Varios clientes se volvieron para mirar.

—Olvidas tu cartera —dijo ella; se inclinó para recogérsela. Un libro cayó fuera. Plasmas astrofísicos, por Andrew Benson—. Bien, bien, la gran obra. —La tomó brevemente entre sus manos y la abrió por la primera página. Estaba en blanco excepto las palabras: «Para Katy».

Tamsin las miró unos instantes, con la mente dando vueltas, sobresaltada.

Él arrancó el libro de sus manos y volvió a meterlo en la cartera.

—Ya nos veremos —dijo, y la dejó sentada allí.

9

Nathan Franks se había considerado siempre un fotógrafo afortunado. Por supuesto, sabía tomar buenas fotos, pero lo mismo podían hacer cada uno de sus colegas y rivales. También era listo, pero no más que la mayoría. Era su suerte la que lo hacía destacar. Siempre parecía estar en el lugar correcto justo antes de que ocurriera algo. Era esta suerte la que lo había hecho rico. Haber nacido afortunado era mejor que haber nacido guapo.

La segunda semana de junio tuvo sus primeras vacaciones en dos años, y se dedicó a disfrutarlas. Tras la fotografía, su gran amor era el esquí, y había que subir muy alto en junio para encontrar buena nieve, incluso en las Rocosas. La forma de hacerlo era el heliesquí, simplemente subir hasta arriba con un helicóptero y dejarse caer sobre la nieve en polvo virgen y descender por donde nadie había descendido antes. Había estado en los Alpes franceses y había hecho dos viajes a Aspen, pero una vez has conocido la nieve en polvo virgen, no hay forma de volver a las pistas organizadas. Tal y como Nathan Franks lo veía ahora, carecía de toda emoción.

Aquella mañana había estado a punto de matarse, al acercarse demasiado a una hondonada que no había visto. Ahora se estaba relajando en el Bar de Harry, cerca del helipuerto, a dos mil metros de altitud. Su torrente sanguíneo estaba lleno de adrenalina, sus pulmones de oxígeno de alta calidad, e iba a verter un poco de coñac en su garganta cuando sonó el teléfono. Harry respondió y se puso blanco.

Nathan se le acercó y le preguntó qué ocurría. Pasó todo un minuto después de colgar antes de que Harry pudiera hablar, y lo que dijo hizo que Nathan cogiera rápidamente su cámara.

—Hey, Harry, préstame unos zapatos.

—¿Por qué?

—Necesito unos zapatos. No puedo andar con esas cosas —señaló sus botas de esquí de trescientos dólares.

—¿Qué número calza?

—No importa. Simplemente dame algo para los pies. Rápido.

Harry extrajo un par de zapatillas de lona con suela de caucho de detrás de la barra. Nathan se quitó las botas, se metió las zapatillas y salió rápidamente, dejando su coñac en la barra. Harry se lo tomó por él. Lo necesitaba. A menos que su primo se hubiera vuelto loco, estaba a punto de empezar algún tipo de guerra. Pero no tenía sentido: ¿Por qué desearía alguien bombardear un lugar como Patterson Creek?

Un piloto joven llamado McGovern estaba llenando el depósito de su helicóptero cuando llegó Franks, jadeante, y sujetó su brazo.

—¿Está listo para irse? —preguntó.

—Seguro. Pero, ¿dónde están sus botas, hombre? ¿Y sus esquíes? ¿Piensa bajar corriendo la montaña?

—Quiero que me lleve abajo —dijo Franks—. ¿Conoce Patterson Creek?

—Por supuesto. Pero yo sólo hago la montaña. Para eso me pagan.

—¿Tiene autonomía para llegar hasta Patterson Creek?

—Supongo que sí, pero...

Franks extrajo una tarjeta de visita, garabateó algo en ella y se la tendió.

—Aquí tiene mi pagaré. Mi periódico lo respaldará.

McGovern silbó suavemente entre dientes.

—Creo que debería aclarar esto con el jefe.

—No hay tiempo, McGovern. Vámonos.

—No tengo suficiente combustible para volver.

—¿Y?

Durante diez segundos McGovern se lo pensó, mientras Franks subía al asiento del pasajero, se ataba el cinturón, comprobaba su cámara y veía cuántos rollos de película le quedaban. Hoy tenía suerte. Había estado tomando fotos de la montaña. Ayer había dejado la cámara en el hotel.

—De acuerdo —decidió McGovern; subió al helicóptero y lo puso en marcha. El pequeño aparato se alzó y se alejó, hacia el sur y hacia el este, hundiéndose profundamente en los valles, siguiendo el viejo sendero indio por encima de los riscos. Cuando remontaron el cuarto vieron el humo, y ambos hombres jadearon a la vez.

Franks se inclinó hacia fuera, notó el viento en su pelo y la reconfortante sensación del visor de la cámara en su ojo izquierdo. Lo único en que pudo pensar en aquel momento fue en la delantera que les llevaba a todos los demás. McGovern contemplaba con ojos desorbitados el humo, intentando calcular su altura y lo que podía haberlo causado, y dando gracias a Dios de que su forma no fuese la de una seta.

Comprobó el altímetro. Volaban a ciento cincuenta metros. En un par de minutos estarían en medio de él.

—¿Qué es lo que quiere que haga? —preguntó, pero no obtuvo respuesta. Miró a su izquierda y vio al fotógrafo colgado a medias fuera del aparato, retenido por su cinturón, tomando fotografías como un loco. Se preguntó que había de malo en tomarlas a través del parabrisas, pero por supuesto él, Jack McGovern, era sólo un piloto de helicóptero, no un fotógrafo de noticias.

Ahora alcanzaba a oler el humo, y los controles empezaron a adquirir vida propia cuando el helicóptero se metió en una repentina turbulencia. Luego Franks estuvo a su lado, chillándole al oído, diciéndole que se acercara más.

—¡No puedo! —respondió, también chillando.

—¡Hágalo, por el amor de Dios!

McGovern negó con la cabeza y señaló. Allá delante, dos helicópteros del ejército habían aparecido de la nada y estaban haciéndoles señales.

—Observe lo que dicen —indicó.

—Ignórelos —gritó Franks.

—Son los malditos militares. Nos hacen señales de que bajemos.

—Ignórelos.

—No por dos mil pavos.

—Le doblo la cantidad.

—Ni por el doble, ni por el triple. No quiero ir a parar a la primera página de su periódico.

—¿Qué pueden hacernos? —chilló Franks—. ¿Derribarnos a tiros?

—Eso es exactamente lo que harán. Entonces usted aparecerá también en su periódico, puede estar seguro de ello. En las necrológicas.

—No lo harán.

Pero McGovern se había alejado y ya estaba perdiendo altura.

—Acérquese todo lo que pueda y déjeme bajar —decía Franks.

—Apueste a que sí. Se me está acabando la gasolina.

Había la elección de la franja azul de una angosta carretera o los campos de maíz. Si elegía el maíz, quizá Franks tuviera que pagarle compensaciones al dueño del campo. McGovern todavía pensaba racionalmente, como si lo que había ocurrido frente a él no tuviera la menor importancia, como si hubiera alguien capaz de reclamar compensaciones, como si lo que había allá delante no fuera un cráter que Dios sabía cuántos metros tenía de diámetro.

Franks estaba fuera y alejándose antes de que el helicóptero hubiera acabado de posarse, tropezando en el maíz, ya casi de medio metro de altura, agitando los brazos, intentando correr. Cuando alcanzó la carretera, siguió corriendo hacia el humo al tiempo que intentaba evaluar la extensión de los daños, con su mente llena de preguntas. Luego, en medio del humo, vio el coche de la policía, un gran Buick. Patrulla del estado. Se detuvo en seco, tomó un par de fotos, luego siguió avanzando lentamente. No había nadie por los alrededores, sólo el coche bloqueando la carretera, con la portezuela del conductor abierta. Pudo oír el crepitar de la radio. Se dirigió a ella directamente. Con los ojos ardiéndole por el humo, se metió en el coche y aplicó el oído a la radio. La estática la dominaba. Oyó solamente una o dos frases, pero fue suficiente. Luego, una voz a sus espaldas lo sobresaltó.

—¿Quién cree que hizo esto? —Era McGovern. Estaba mirando al frente y temblando, como en estado de shock.

—Quién sabe, pero este lugar está lleno de polis, y no van a hacer ningún caso de las tarjetas de prensa. Volveremos si podemos, pero en estos momentos quiero que me lleve a un lugar llamado Pacatello. ¿Lo conoce?

—Seguro. Siguiendo esta carretera.

—¿Sabe dónde está el hospital?

—Seguro.

—¿Tiene bastante combustible?

—Justo.

—Entonces vamos.

Cinco minutos más tarde el helicóptero se posaba en el aparcamiento del supermercado de Pacatello. El hospital estaba a trescientos metros carretera abajo, un enorme edificio de cuatro plantas. Franks se encaminó hacia allá, dejando que McGovern se ocupara de procurarse más combustible. Caminó lentamente, tomó un par de fotos de la puerta principal y el cartel que anunciaba que era el Hospital del Condado. Había un grupo de gente junto a la puerta, hablando con dos hombres de uniforme. Franks aguardó hasta que se volvieron hacia otro lado, enfrascados en su conversación, se deslizó por su lado sin ser observado y subió el corto camino de grava hasta la entrada principal. Había dos policías en la puerta. Giró a la izquierda, siguiendo las flechas hacia Urgencias. En el aparcamiento de las ambulancias los vehículos estaban estacionados al azar. Franks contó cinco. Apoyó la mano en el capó de la más cercana. Estaba caliente. Había un hombre de seguridad uniformado en las dobles puertas. El lugar estaba sellado, pero Franks conocía los hospitales. Se había aventurado en ellos muchas veces. Sabía cómo entrar. Incluso había estado en Bellevue en una ocasión. Siempre había una puerta a la lavandería en alguna parte.

Cinco minutos más tarde la encontró, y estuvo dentro.

El lugar era un caos. Vio a un médico correr por un pasillo como si le persiguiera el diablo. Se echó hacia atrás para dejar pasar una camilla y tuvo el atisbo de un rostro viejo, blanco, arrugado, que parecía muerto. Luego comprobó los indicadores, siguió las flechas hacia Recepción, dobló una esquina y se encontró en el vestíbulo principal. En el mostrador de recepción, una multitud clamoreaba ante tres empleados. Detrás de esos empleados había un policía estatal de pie. Los teléfonos debían de estar sonando en todas partes, y se preguntó cómo se las estarían arreglando sus colegas con el secretario del hospital. Les daría largas, les diría simplemente, con toda su amabilidad, que por el momento no podía hacer ninguna declaración. Pero Nathan Franks estaba dentro, con la cámara bien doblada y oculta dentro de su parka. En los viejos días, cuando empezaba, era un problema ocultar una buena cámara, pero ahora ya no.

Unos minutos más tarde, en el primer piso, encontró lo que andaba buscando. Los vestuarios estaban vacíos, y la suerte le acompañaba una vez más. Cerró la puerta a sus espaldas y fue probando los armarios. El tercero estaba abierto. Sacó una bata blanca y se quitó la parka. La bata le venía un poco pequeña, pero nadie se daría cuenta. Se contempló a sí mismo en el espejo y soltó el clip de la tarjeta de identidad de la solapa izquierda: Dr. M.L. Harris. La bata olía a morfina, y se preguntó cuál sería la especialidad del doctor Harris. O quizá fuese una doctora Harris. Se metió la tarjeta en el bolsillo y registró el armario. Bingo. Un estetoscopio. Era un recurso vulgar, pero serviría como maquillaje para el actor Nathan Franks. Se lo pasó por el cuello, cogió su parka, la embutió detrás del radiador, luego salió al pasillo.

Nadie reparó en él mientras se abría camino por el hospital, ni personal ni pacientes. Conocía la protección del uniforme. La gente aceptaba lo que quería ver. Se sentía invisible y, ahora que era invisible, sabía dónde ir a continuación.

La cafetería del personal estaba llena de movimiento. Se puso en la cola, tomó un café y miró a su alrededor. Había tres enfermeras sentadas juntas en un rincón y, desde donde él estaba, las veía profundamente absortas en su conversación, agitando las manos, juntando las cabezas como pajarillos. Había sitio en la mesa contigua a la de ellas. Su suerte le seguía acompañando. Estaban hablando del desastre. Ni siquiera tuvo que beberse el café. Apenas se había sentado cuando ya estaba de nuevo en pie y se encaminaba hacia la sección de Cuidados Intensivos.

En su camino hacia arriba, siguiendo los indicadores, palmeó la cámara en su bolsillo. La había adaptado a la iluminación del pabellón del hospital, e iba a tener que confiar de nuevo en su suerte, porque sólo tendría una oportunidad. No habría una segunda.

Se detuvo un momento ante la puerta que deseaba. Había una mirilla a la altura de los ojos. Atisbo por ella y vio a una enfermera al otro lado, sentada ante un escritorio. Tras ella había una puerta de cristal. Opaca. Iba a tener que ganarle a la enfermera. Ahora Nathan Franks empezó a sudar. Estaba muy cerca, pero la enfermera era una mujer grande y robusta. No deseaba que nada fuera mal ahora. Lo último que necesitaba era despertar alguna sospecha.

Abrió la puerta y entró. La enfermera alzó la vista y le saludó con la cabeza. Franks se detuvo ante el escritorio y miró hacia la puerta de cristal.

—¿Están ahí dentro los supervivientes, enfermera?

Ella frunció el ceño.

—¿Perdón?

—Los de Patterson Creek.

—No. —El ceño se hizo más profundo; señaló el techo con su pluma—. Han sido trasladados a Aislamiento.

—De acuerdo, gracias. —Se dio la vuelta y salió. La enfermera le observó marcharse, luego se puso en pie. Había algo extraño en aquel hombre. Ningún médico utilizaría la palabra «superviviente». Estaba fuera de lugar. Pacientes, sí; víctimas, sí; supervivientes, nunca; y no llevaba ninguna tarjeta con su nombre. Se dirigió a la puerta y miró a través de la mirilla. El hombre caminaba demasiado aprisa. Observó su calzado y la parte inferior de sus pantalones: unos extraños pantalones de caucho, como unos pantalones de esquí, y estaban mojados, y las zapatillas llenas de barro. Las indicaciones de la supervisora, hacía media hora, saltaron a su mente. La prensa llegaría de un momento a otro, les había indicado. Nadie debía decirles nada.

Regresó a su escritorio y cogió el teléfono.

Nathan Franks corrió escaleras arriba, chocó con una enfermera y se disculpó. ¿Por qué Aislamiento? Aislamiento significaba algo malo. Se sentía tenso y excitado. Afortunado Nathan Franks. Todas sus terminaciones nerviosas hormigueaban, y se dijo que estaba delante de algo grande. Y él era el único ahí dentro.

La puerta tenía un cartel indicador, pero lo hubiera adivinado de todos modos. Un policía gordo estaba de pie en la parte de fuera, mascando chicle, con una pistola y un intercomunicador al cinto. Franks frenó su marcha, intentó parecer relajado y se detuvo frente a él. El aliento del hombre olía a menta. Dijo:

—Disculpe, agente.

—Doctor —dijo el policía.

Se apartó a un lado, y Franks pasó junto a él a una pequeña zona de recepción. A través de una puerta de cristal pudo ver cuatro camas, y contó diez doctores y enfermeras. Avanzó los cinco pasos hasta la puerta, su cámara en la mano ahora, ajusfando el objetivo, tan centrado en la escena del otro lado que no vio la señal internacional de advertencia en la pared. Contuvo el aliento, abrió la puerta y entró, la cámara en automático, captando las expresiones de sorpresa y furia, y el llanto de la niña pequeña, y el viejo tendido, con la boca muy abierta como un cadáver, y las tres enfermeras en torno a otra cama. Hubiera deseado tomar una foto del bebé, pero había demasiados cuerpos en el camino, así que se dio la vuelta jugando con los porcentajes, volvió a salir antes de que nadie pudiera detenerle e intentar hacerle algo feo e irremediable a su cámara.

Cruzó rápidamente el área de recepción, mientras oía los primeros gritos ultrajados a sus espaldas. En la puerta el policía estaba de espaldas a él, luchando por arrancar el zumbante intercomunicador del cinto. Se le había atascado. La legendaria buena suerte de Franks seguía de su lado, y había alcanzado las escaleras antes de que el policía se diera cuenta de que se había marchado. Ahora avanzaba a toda velocidad, tan rápido como podía sin atraer la atención, hacia el aire libre y el teléfono más cercano.

Los golpes contra su puerta eran insistentes. Benson luchó contra ellos durante tanto tiempo como pudo, luego fue a la puerta, furioso, y la abrió de un tirón.

Su secretaria retrocedió un paso, y sus ojos recorrieron involuntariamente su figura de pies a cabeza: la barba de un día, los ojos medio cerrados, las ropas arrugadas. Era fácil deducir que había dormido en su oficina.

—¿Qué ocurre? —murmuró Benson.

—Lo siento, profesor —dijo ella—. Ya sé que me dijo que no se le molestara.

—Exacto. —Benson parpadeó, se miró a sí mismo y se restregó las manos, temblando—. Bueno, ya que está aquí, pase. —Acabó de abrir la puerta y se hizo a un lado, pero ella negó con la cabeza.

—Sólo quería recordarle que la fiesta de verano del vicecanciller es esta tarde.

Benson la miró con la boca abierta.

—Debe asistir —aclaró ella.

—Mierda.

—Si falta, será bajo su responsabilidad —aclaró la muchacha.

Benson se ablandó un poco.

—De acuerdo. Gracias por decírmelo.

—En realidad, fue la doctora Bright —explicó ella—. Me telefoneó y me dijo que sería mejor que se lo recordara.

—Oh, ella.

—¿No cogió mis notas? Se las pasé por debajo de la puerta.

Él negó con la cabeza.

—Y tengo cinco días de correo para usted.

Benson estaba ya completamente despierto. Se miró a sí mismo y se estremeció de nuevo.

—¿Así que irá?

—Pensaré en ello. No me gustaría poner en peligro mi carrera.

—Hasta entonces, pues.

Se volvió y se alejó por el pasillo. Benson la contempló marcharse, luego cerró la puerta, se apoyó en ella y se echó a reír. Si falta, será bajo su responsabilidad. Sólo los británicos podían organizar una fiesta y hacer obligatoria la asistencia. No era extraño que se estuvieran yendo por el desagüe. De todos modos, Tamsin estaría allí. Quizá una pausa le desbloqueara. Quizá lo que necesitaba fuese un par de horas alejado del problema.

El extraño atardecer subártico bañaba el desolado paisaje con un resplandor irreal. Bosques y lagos se extendían hasta tan lejos como el ojo podía ver. La parte superior de la torre de observación de madera proporcionaba una vista dominante sobre todo el paisaje a su alrededor, y era posible divisar las luces de Låmpsa muy lejos al sur.

—Vaya lugar perdido de la mano de Dios —murmuró Maltby.

—Pero discreto —respondió el capitán del ejército británico, sin apartar ni un momento los ojos del intensificador de imagen. Tras una pausa, dijo—: Ya distingo el Landrover.

Maltby transmitió la información al aparato transmisor-receptor.

—Espero, por el amor de Dios, que se mantengan entre las banderas rojas —dijo, paseando de un lado para otro por el reducido espacio de la plataforma.

El capitán cambió ligeramente de posición.

—Deje de preocuparse. Las autoridades finlandesas aseguran que se ha hecho así varias otras veces antes.

Aproximadamente a kilómetro y medio al este, el Landrover se detuvo en el lugar señalado en un claro.

—¿Qué ocurre? —preguntó Maltby.

—Nada —respondió el capitán—. Están esperando. —Una suave brisa agitó el silencioso bosque a su alrededor.

Maltby se dio un seco manotazo en la cara.

—¡Malditos mosquitos!

Pasaron cinco minutos, luego un sedán negro sin marcas distintivas emergió de un sendero forestal, avanzó lentamente hasta el claro y se detuvo a unos veinte metros del Landrover. Ninguno de los dos vehículos utilizó las luces.

—Ya están aquí —anunció el capitán, escrutando con ojos entrenados el claro en busca de cualquier indicio de juego sucio. Pero sólo vio el borde del bosque desierto en la media luz amplificada del visor.

—Contacto —dijo Maltby al transmisor-receptor, y reanudó su ansioso caminar.

El capitán pudo ver las dos figuras que salieron del sedán, un soldado alto con uniforme de combate y un hombre bajo y encorvado con un traje civil que le venía demasiado grande. El conductor permaneció tras el volante.

Simultáneamente, un hombre bajó del asiento del pasajero del Landrover. Llevaba una maleta y un maletín, y caminó confiado y con rapidez hacia el coche negro, sin casi dirigir una mirada al otro hombre cuando se cruzaron.

El hombre bajo tropezó. Nadie se movió para ayudarle. Se recobró, caminó temblorosamente hacia el Landrover y subió a él. En el coche negro, el soldado mantuvo la puerta de atrás abierta para el hombre con la maleta y el maletín y subió tras él. El coche dio entonces la vuelta y se metió de nuevo lentamente en el bosque. Transcurrió todo un minuto antes de que el Landrover se pusiera en marcha, dando cuidadosamente la vuelta en tres maniobras. Luego se alejó con lentitud hacia el este por entre las banderas, hasta desaparecer de la vista del capitán.

—Hecho —dijo el capitán, alzando la vista hacia Maltby. El hombre del Ministerio asintió y habló brevemente por el transmisor-receptor.

Hubo un pálido destello al sur, y al cabo de unos momentos el bajo retumbar de un trueno rodó por encima del bosque. Maltby observó nerviosamente el cielo.

—Será mejor que salgamos de aquí —dijo.

Era una hermosa tarde de verano, con la fuerte y clara luz del sol penetrando por entre los olmos. La fiesta se celebraba en el jardín de la residencia del vicecanciller, justo en las afueras de la ciudad. Benson caminó sin rumbo fijo por el césped, admirando los rododendros que lo flanqueaban y llenaban el aire con el aroma de sus flores. La escena estaba dominada por el tintinear de los vasos y el suave zumbido de las educadas conversaciones.

Varios de los invitados observaron suspicazmente a Benson.

—Hubiera podido afeitarse para la ocasión —murmuró alguien.

—Está sufriendo el shock cultural, pobre tipo —observó otro—. Hablemos un poco con él.

Pero el vicecanciller se les adelantó.

—Estupendo que haya venido, profesor Benson —dijo con voz zalamera—. No conoce a mi esposa Hilda, ¿verdad?

Benson dedicó una inclinación de cabeza a la mujer e intentó pensar en algo que decir.

—¿Cómo se va adaptando? —preguntó ella, con un exagerado acento inglés de clase alta.

—Me gusta el lugar —respondió simplemente Benson.

—El clima es ligeramente distinto del de California, imagino.

—No me había dado cuenta.

Benson divisó la llegada de Tamsin con el rabillo del ojo. Llevaba una blusa crema y unos pantalones azules, y su aspecto era impresionante. Fue directamente hacia ellos.

—Ah —dijo el vicecanciller—. No sé si conoce a la doctora Bright, una de nuestras..., esto, jóvenes bioquímicas más brillantes, si me disculpa el chiste, Tamsin.

—Nos conocemos —dijo ella; luego, inclinándose hacia Benson—: John Maltby desea verte. Ahora.

—Dile que se vaya a que lo jodan —siseó Benson. El vicecanciller y su esposa los miraron con la boca abierta y se volvieron en busca de otros invitados.

—¡Siempre tienes que ser tan ofensivo! —ladró Tamsin. Rebuscó en el bolsillo de sus pantalones y sacó una hoja de papel—. Me dijo que te diera esto.

Benson miró la hoja, luego alzó bruscamente la vista.

—¿Dónde lo consiguió? —preguntó. Tamsin se encogió de hombros.

Benson examinó de nuevo la hoja de papel, y sus ojos bailaron sobre las familiares ecuaciones. Al fondo de la página una fórmula había sido enmarcada con un trazo grueso. El cerebro de Benson corrió alocadamente mientras comprobaba si la fórmula encajaba realmente con las ecuaciones. Encajaba. No había ninguna duda. Uno de los más difíciles problemas de su carrera —hallar una solución exacta a las ecuaciones de campo de Einstein para una estrella de neutrones triaxial— estaba resuelto ante sus ojos.

Pero era imposible...

Fueron en el pequeño Fiat bajo el suave sol del atardecer, a toda velocidad, cruzando cuidados campos, hasta las colinas de más allá de la ciudad. Al cabo de unos kilómetros, giraron hacia un camino de granja, cruzaron una verja para el ganado y descendieron a un valle. Había una pequeña casita de piedra medio oculta entre un bosquecillo de pinos. Delante había estacionado un coche de la policía. Tamsin se detuvo tras él. Maltby salió de la casita.

—Espero que disculpe mi pequeño melodrama, profesor, pero hay alguien aquí que me gustaría presentarle.

Bajaron del coche justo en el momento en que un viejo despeinado y ojeroso salía por la puerta de la casita.

—Hola, Andrew —dijo, con un enorme acento ruso.

Benson lo miró boquiabierto.

—Pero, no es posible..., ¡destruyeron tu mente!

—Casi. Pero no del todo.

Benson observó asombrado el aspecto de su viejo amigo. Burkov parecía muchos años más viejo. Estaba casi calvo, y su rostro se veía descolorido y lleno de manchas rojas. Sus ropas parecían viejas y colgaban por todos lados, como si pertenecieran a alguien mucho más robusto. Sólo su voz era idéntica a como Benson la recordaba, profunda y melodiosa, como si el hombre estuviera constantemente al borde de la risa.

—¿Te gusta mi solución a nuestro viejo problema?

Benson abrazó al viejo, lo mantuvo fuertemente apretado contra sí, sintiéndole temblar como jalea entre sus brazos, como si no hubiera huesos en él.

—Con cuidado, Andrew —silbó—. Me estás descoyuntando.

—Tienes un aspecto terrible, Leonid. ¿Qué te hicieron esos bastardos?

—No fue agradable —admitió el ruso, y sonrió, y sus ojos desaparecieron entre pliegues de piel.

Benson retrocedió unos pasos y contempló el rostro del viejo, pensando en la última vez que se habían visto, hacía cinco o seis años, en un seminario en Praga. Leonid era delgado entonces, con la cabeza llena de pelo y unos recios pómulos que hacían gimotear a las mujeres, y ahora ahí estaba aquel hombre pequeño, calvo y gordo, y todo lo que quedaba de él era su sonrisa: Leonid Burkov, el mayor astrofísico de su generación, ahora un tembloroso testimonio de la inhumanidad del hombre con el hombre.

Burkov sonrió a Tamsin y volvió al interior de la casita. Se dejó caer suavemente en una silla, y luego alzó la vista hacia Benson.

—¿Sabes lo que me apetecería ahora, Andrew? —dijo.

Benson le sonrió, recordando los extraños gustos de su amigo con las bebidas.

—¿No será un coñac con Babychamp?

—Acertaste —dijo el ruso, y se echó a reír, y Benson vio que no le quedaba ni un solo diente en la boca...

—Esto es lo que llaman una «casa segura» —explicó Tamsin cuando los otros se hubieron ido—. Hay un ama de llaves que pertenece al SIS, el Servicio Especial de Inteligencia, y una presencia permanente pero discreta de la policía fuera. El intercambio ha sido efectuado en secreto por ambos lados.

—¿Intercambio?

—Han cambiado a Leonid por algún espía.

—Oh.

—Todo fue muy repentino —explicó Burkov—. En un momento estaba en casa, y al momento siguiente era conducido a algún remoto lugar cerca de la frontera finlandesa. No fue una orden, ¿sabes? Me preguntaron si me gustaría hacer un pequeño viaje a Inglaterra. No supe por qué, no hasta que vuestro míster Maltby vino a mi encuentro y me contó lo de esas bolas de fuego. —Se encogió de hombros—. Un fenómeno interesante, una conclusión ridicula.

—Completamente —dijo Benson, y asintió vigorosamente, feliz de poner conversar al fin con alguien que hablaba su mismo lenguaje.

—De modo que aquí estoy. —Burkov se echó a reír, un sonido zumbante que hizo temblar sus hombros, hasta que empezó a toser. Cuando se recobró, se secó los ojos y pidió otra copa—. Parece que no le gustas mucho a tu amigo Maltby —observó.

—Me preocuparía si fuera de otro modo —respondió Benson.

—Dijo que estabas interesado en el fenómeno, pero que tenías ciertas reservas. Dijo que eras como la mayoría de la gente académica. Dijo que estabas en cierto modo enclaustrado.

—¿Enclaustrado?

—Sí. Por esa palabra, deduje que le habías estado diciendo que lo sodomizaran.

Benson sonrió y apoyó sus manos sobre las de Burkov. Estaban frías y parecían fláccidas, y Benson sintió una oleada de afecto hacia él y de disgusto hacia lo que le habían hecho.

Burkov sonrió.

—¿Pero finalmente te hizo cambiar de opinión?

—Despertó mi curiosidad.

Burkov asintió.

—Éste es un hermoso lugar, ¿no crees? —dijo, contemplando por la ventana el atardecer sobre las colinas—. Gana ciertamente a la psijuska.

—¿La qué?

Benson nunca había oído aquella palabra, de modo que Burkov se lo explicó.

—Empezó poco después de la última vez que nos vimos..., ¿recuerdas?; fue en Praga, el seminario sobre los pulsars. Estuvimos discutiendo durante días. Fue una reunión interesante. Por aquel entonces no podíamos pensar en otra cosa. Nunca discutimos de política, ¿verdad? La política era irrelevante. Era para otra gente. Era otra parte del cerebro, no tenía nada que ver con nosotros. El cómo la humanidad organizaba sus asuntos social o económicamente, si al estilo del Este o del Oeste, era algo que siempre nos pareció sublimemente sin importancia. Vosotros tenéis un dicho acerca de vivir en torres de marfil. Supongo que nosotros lo hacíamos. Veíamos las cosas de modo distinto que los demás. Otras personas se preocupan por lo que ocurre a su alrededor, no por lo que ocurre dentro de sus cabezas. Y pensar que a veces nos sentíamos superiores...

»Yo sabía que la gente de seguridad desaprobaba mi forma de pensar y de actuar. Todo era anotado: lo que bebía, quiénes eran mis amigos, incluso mi afición por lo que ellos llamaban música reaccionaria. Tan absurdo. Tan irrelevante.

»De todos modos, fue Galina quien me involucró, indirectamente, por supuesto. Ya sabes que siempre ha sido una mujer política, y durante años he condescendido con ella, le he dado palmaditas en la cabeza, he transigido con ella, le he dicho vamos, vamos. Ocasionalmente, incluso llegaba a escuchar lo que tenía que decir, pero cuando venían los otros, los del Movimiento Democrático, siempre encontraba alguna excusa e iba a mi estudio. Eran tan emocionales, ¿sabes? Ninguno de ellos podía sostener mucho tiempo una argumentación lógica. Siempre caían en la emoción, siempre se perdían en eslóganes y anécdotas.

»No presté atención hasta el día en que vinieron dos hombres a mi laboratorio y hablaron acerca de Galina. Dijeron que estaba actuando como una estúpida y que iba a meterse en problemas. Mencionaron lo que ellos llamaron sus escritos antisoviéticos. Ya sabes, el samisdat. Pero pronto resultó claro que no estaban interesados en mi esposa. Ella no planteaba ninguna amenaza para ellos. Iban a por mí. Sería una buena cosa para ellos que yo denunciase la política de Galina. Como buen marxista, dijeron que debería sentirme satisfecho de hacer lo que me pedían. Y, para mi eterna vergüenza, debo reconocer que al principio estuve mentalmente de acuerdo en hacerlo, una vez se lo hubiera explicado a Galina, por supuesto. Si eso les hacía felices, si hacía que dejaran de incordiarme, estaba dispuesto a firmar todo lo que quisieran. Como he dicho, aquellos días la política me parecía algo tan insignificante. No era más que una charada representada por intelectos mezquinos. ¿Qué importaba, al fin y al cabo, la política dentro del gran esquema de las cosas? Recordarás que por aquel entonces estábamos a punto de elaborar un tratamiento totalmente relativista del problema del arracimamiento de las galaxias.

»Aquella noche fui a casa y le dije a Galina lo que había ocurrido. Intenté razonar con ella. Le hablé de la escena al final de Casablanca, cuando Humphrey Bogart le dice a Ingrid Bergman que los problemas de la gente pequeña no merecen que nos preocupemos por ellos en el contexto de este gran mundo. Me gustaba esa frase. No merecen que nos preocupemos. Pero Galina no me escuchó. Dijo que, si hacía lo que ellos me pedían, la estaría traicionando a ella. Intenté explicarme de nuevo, hacerle ver que todo aquello no era más que un estúpido juego infantil, pero ella no quiso escucharme. Nos peleamos. Mejor dicho, ella se peleó conmigo, y yo escapé a mi estudio. Me gritó a través de la cerradura, pobre Galina. Al día siguiente vinieron los hombres, y volvieron a sus amenazas de jardín de infancia si yo no firmaba. Estaba siendo atacado desde todos lados. Hubiera sido muy fácil firmar, pero al final no lo hice. Algún tipo de primitiva testarudez me lo impidió.

»Finalmente, cuando se rindieron, recurrieron a sus libros de leyes y a sus psiquiatras. Les dije que mi trabajo era más importante que sus pequeños juegos insignificantes, pero no me escucharon. Mi trabajo se resintió. No podía concentrarme. Escribí al Jefe de la Academia, pero mis cartas no fueron contestadas. Le telefoneé, pero nunca conseguí pasar más allá de la centralita.

»Luego vinieron a buscarme, una tarde, no como en las películas, llamando a la puerta en mitad de la noche. Dijeron que yo estaba actuando irracionalmente. Ya conoces la lógica. Si el sistema social es perfecto, cualquiera que lo critique o, como en mi caso, no denuncie a aquellos que lo critican tiene que ser anormal.

»Finalmente, un panel de psiquiatras decidió que yo era un esquizofrénico con rasgos paranoicos, y fui enviado a un centro para ser curado. Más tardé fui acusado, en mi ausencia, de organizar conversaciones antisoviéticas. Se sacaron de la manga un agent provocateur del Movimiento Democrático que dijo que yo me pasaba horas discutiendo con Galina y otros en mi casa. Pero tú ya sabes todo esto. Sé que fuiste uno de los que firmaron una carta de protesta en mi beneficio, y te doy las gracias por ello.

»Al principio, mientras aguardaba a ir al hospital, el psijuska, me sentí más irritado que asustado. No creía las historias que oía. Luego, cuando vi el lugar, supe que la palabra hospital no era la adecuada. Los hospitales no tienen altos muros ni alambradas de espino. Los hospitales no tienen guardias con metralletas ni perros salvajes para mantener dentro a los pacientes. Los hospitales no tienen criminales convictos como enfermeros. No usan tu vejiga como arma..., debo explicar este último punto. Las visitas a los lavabos tienen que ser ganadas. Los enfermeros se hallan al control. Utilizan las visitas a los lavabos como una moneda de cambio. Les gusta ser sobornados. Si no eres un buen paciente, te retiran tus privilegios. Tienes que mear y cagar allá donde estás. No es agradable.

»Muchos de los internos son criminales comunes. Luego están los que intentaron cruzar la frontera; luego los políticos. Yo era un político. Al cabo de un tiempo, cosas aparentemente triviales adquirían una enorme importancia, como el período de tiempo que se te permitía sacar tu colchón al patio y sacudirlo para echar las pulgas de él. El colchón se convierte en algo muy importante, y si por cualquier razón no tienes la oportunidad de sacudirlo periódicamente, quizá porque estás demasiado enfermo o estás marcado por el castigo, entonces puedes caer en la trampa de la desesperación, cosa que ellos desean porque hace su trabajo mucho más fácil.

»Y es difícil luchar con ellos debido a las drogas. Utilizaban amobarbital sódico, que afecta al sistema nervioso central, una especie de droga de la verdad. Y haloperidol, que induce convulsiones y era utilizado como castigo. Y trifluoperazina, que es un sedante. Una combinación de ésos detiene tu funcionamiento. Al cabo de un tiempo no puedes ni comer ni leer, ni siquiera moverte. Pero el azufre es el peor. El azufre duele. Eleva la temperatura a cuarenta grados Celsius y te provoca hemorroides. No puedes soportar el caminar, y es una agonía el tenderte. A veces te atan a la cama. El azufre era lo peor. Era la principal droga de castigo. ¿Sabes que puedes oír penetrar la aguja? No sé si es real o una alucinación, pero el efecto y el recuerdo de él es lo mismo. Podías sentirlo arrastrarse en tu vena como fuego, luego difundirse por todo tu cuerpo. No, no era agradable.

»No tenían espejos en el psijuska, y ahora pienso que era un error. Podías ver deteriorarse tu cuerpo, por supuesto. Podías ver cómo se volvía flojo y la piel colgaba. Y sabías cuándo empezaban a caérsete los dientes. Pero no podías ver tu rostro. Y luego, cuando Galina me visitó, comprendí. Cuando vi la reacción de mi esposa, intentando ocultar su horror ante mi vista..., entonces comprendí. Más tarde me dijo que mi rostro hinchado, el sarpullido de las erisipelas, ya eran bastante malos de ver, pero que lo peor era el hecho de que no hubiese expresión en mis ojos. Eran turbios y sin vida. Pero Galina era fuerte. Ver mi condición le hizo luchar más fuerte aún por mi liberación, lo cual fue una suerte porque, durante el último año, pude hacer muy poco por mí mismo. No podía hallar las palabras necesarias con las que atacarles. Incluso ahora debo luchar conmigo mismo cuando pienso en una palabra sencilla, como por ejemplo ventana, y no consigo recordarla. Desde el psijuska, la vida es un constante crucigrama.

»Y, así, su profecía termina cumpliéndose. Dicen que eres un esquizofrénico, luego te administran drogas que producen los síntomas de la esquizofrenia, y dicen: Ya te lo dijimos. Luego te dicen que tan pronto como admitas que estás enfermo, habrás dado el primer paso hacia tu recuperación. Creo que en un momento determinado estuve de acuerdo con ello. No lo sé. No puedo recordar. Ciertamente, pensé mucho en el suicidio, pero entonces ellos hubieran ganado. El suicidio justifica todo lo que están haciendo, prueba que has estado loco todo el tiempo, y así luché contra el deseo. Ahí gané.

»Mientras tanto, Galina escribía cartas a todo el mundo. El Tribunal Internacional de Justicia se vio implicado, y Amnistía Internacional, y por supuesto todos mis colegas de todo el mundo. ¿Te he dado las gracias por ello?

»Finalmente, todas las presiones dieron resultado. No recuerdo mucho de ello. Todo lo que sé es que hoy estaba en mi celda, y al día siguiente estaba de vuelta a casa, en Georgia. A veces me descubría mentalmente de vuelta a mi celda, pero eso eran alucinaciones. Durante meses, el tiempo no fue más que un revoltijo. Incluso ahora sufro accesos retrospectivos, pero cuando ocurren sé que son un sueño, y eso los hace aceptables.

Finalmente hizo una pausa, y Benson sujetó de nuevo sus manos.

—Te escribí a Georgia hará cosa de un año. La noticia de tu liberación llegó a través de Amnistía. Supongo que no recibiste la carta.

—Por supuesto que no. Tampoco me dejaron viajar, no hasta ahora. Fue una especie de arresto domiciliario, supongo, pero al menos era mejor que el psijuska.

Benson sacudió lentamente la cabeza.

—No sé cómo aún sigues cuerdo —murmuró.

—¿Cómo sabes que lo estoy? —dijo Burkov, y empezó a reír de nuevo, con aquel sonido sibilante suyo.

A medianoche, Tamsin dejó a Benson en el hotel. Él apenas recordaba haberle mencionado alguna vez a Burkov. Sonrió. Burkov era un auténtico regalo, incluso un Burkov mentalmente impedido era una delicia a su alrededor. Habían decidido las reglas básicas que establecerían. Utilizarían todas las pruebas que pudiera proporcionarles Maltby y, juntos, resolverían el problema de las bolas de fuego. Sería una gran alegría presentar los resultados a Maltby, mostrarle que era algo natural y no obra del Kremlin. Estaba ansiando que llegara ese día.

—Gracias, Tamsin —dijo simplemente, y le dio un beso en la boca. Ella no se resistió, y él no lo explotó. Quizá más adelante. Ya había tenido más que suficiente para un solo día.

10

Dan McGuire pisó a fondo el pedal del acelerador y se metió en el carril de circulación rápida de la autopista de Arlington. Ser piloto de pruebas de las Fuerzas Aéreas garantizaba algunos privilegios, pero la no puntualidad no se contaba entre ellos. Condujo deprisa, pero relajadamente, con su robusto cuerpo encajado en las líneas del sedán como si formara parte del diseño. Así era como se veía a sí mismo, el hombre fundido a la máquina..., una sutil empatia con la tecnología, algo que distingue a un piloto excepcional de uno simplemente bueno. En el X-17, contemplaba el avión como una extensión de su propio cuerpo..., de su propia psique: mente y cuerpo sintonizados finamente con cada tensión, con cada fuerza diminuta.

Con el codo de Dan apoyado en la ventanilla abierta, el aire acondicionado libraba una batalla perdida contra las oleadas del cálido y húmedo aire a 32º que penetraban en el automóvil. Pero a McGuire no le importaba el calor; se había criado en Atlanta. Hijo de un camionero, Dan había pasado gran parte de su juventud ayudando a su padre a cargar y descargar gigantescos camiones Dodge. El viejo McGuire había transportado sobre todo madera o tabaco, y ocasionalmente ganado. Era sólo un pequeño negocio, pero daba beneficios. Sobre todo, a Dan le encantaba viajar en la cabina con su padre, muy por encima de la carretera, montado en la monstruosa máquina. Todavía podía sentir el pulso del gigantesco motor y oler el aceite quemado y el penetrante diésel del tubo de escape.

El estremecimiento de la energía manipulable nunca había abandonado a Dan y, cuando firmó para las Fuerzas Aéreas a los dieciocho años, supo que aquél era su destino. Le llevó otros siete años llegar a la cumbre, la suprema tecnología aeronáutica, el avión experimental X-17. Pilotando el avión cohete X-17, McGuire había volado más alto y más rápido de lo que podía haber hecho con cualquier otro aparato existente. Por supuesto, hacía tiempo que el Programa Espacial había quitado todo significado a su récord, pero para McGuire el vuelo espacial estaba reservado para los afeminados.

—Yo hago volar mi avión —aseguraba a sus compañeros—, no me siento sobre mi culo, escuchando el control de la misión. —Y, a 35.000 metros y a 6.500 km/h, hacer volar un avión no era tarea sencilla.

La base Andrews de las Fuerzas Aéreas ocupa un enorme campo de aviación situado a unos quince kilómetros de Washington. McGuire operaba tanto desde Andrews como desde Wright-Patterson en Dayton, Ohio, pero los vuelos del X-17 no eran un tranquilo paseo semanal. El avión en sí tenía que ser llevado hasta el aire sujeto a un enorme bombardero B-52, como un bebé mono agarrado al vientre de su madre. Los motores cohete consumían combustible a una velocidad tan prodigiosa que sólo eran practicables vuelos de unos pocos minutos de duración. McGuire había hecho volar por última vez al hijo de puta en el mes de marzo anterior, y no esperaba otro vuelo hasta octubre.

McGuire recibió la orden de presentarse a su oficial al mando, un tranquilo tejano de nombre Lennox, con excepcional premura.

Cruzó la puerta del edificio de máxima seguridad y se sentó en la esquina del escritorio de la secretaria de Lennox.

—Hola, Cindy. ¿Qué hay de nuevo?

Cindy, veintidós años, rubia, pecosa y de dientes prominentes, enrojeció ligeramente.

—El capitán Lennox está con alguien en estos momentos, pero le diré que está usted aquí. —Habló brevemente por el intercomunicador.

—Veo que te has peinado de modo distinto —dijo Dan. Cindy enrojeció un poco más.

—El capitán dice que puede entrar directamente, señor.

Dan le hizo un guiño, se dirigió a la puerta, llamó brevemente y entró. Dentro encontró a Lennox charlando con un hombre de mediana edad, robusto, sudado, de pelo escaso y traje demasiado holgado. Lennox lo presentó como Malone.

—Tenemos un trabajo para usted, Daniel —anunció Lennox.

A 25.000 metros de altitud, el horizonte se halla a casi seis mil quinientos kilómetros de distancia, pero al ser de noche todo lo que Dan podía discernir en medio de la negrura de tinta de la costa oriental era el delicado encaje de luces de una docena de importantes ciudades industriales. El cielo encima de su cabeza era aún más negro, excepto hacia el norte, donde, incluso a medianoche, persistía el leve resplandor del anochecer de verano. El X-17 se estremeció y vibró cuando Dan impuso a los titánicos motores cohete el máximo de velocidad. Saboreó la sensación de las fuerzas g en su espalda mientras el aparato rugía hacia arriba en un ángulo de casi sesenta grados, arañando el liviano aire, trepando a una velocidad fenomenal.

El altímetro ascendía los metros del mismo modo que el velocímetro de su sedán ascendía los kilómetros... Sus percepciones estaban tan sintonizadas con la máquina que incluso podía sentir el ligeramente alterado ajuste causado por la reorganización instrumental que había sido necesaria para acomodar el equipo de Malone.

Dan miró la oscuridad que le rodeaba. El morro al rojo del avión cohete brillaba débilmente en el aire nocturno. Tras él, las dos alas —apenas algo más que diminutas aletas para un aparato que era más un cohete que un avión— eran completamente invisibles en la oscuridad.

Veinticinco kilómetros más abajo, en el Campo Andrews, Malone y Lennox observaban ansiosamente el avance del X-17 en una pantalla de radar.

El equipo de Malone era monitorizado automáticamente desde la torre de control, y los datos en bruto introducidos directamente en un ordenador en Washington. McGuire se comunicaba sólo esporádicamente, ofreciendo en tono lacónico información técnica acerca de las características de manejo del avión. Cuando el aparato superó los 30.000 metros, el piloto dejó escapar una seca exclamación. Con el rabillo del ojo, Dan había visto durante un instante una luminosa bola blanca cruzar a toda velocidad su estela. Hizo inclinar ligeramente el aparato, pero el objeto, fuera lo que fuese, debía de hallarse ya a kilómetros de distancia. A los 32.000 metros McGuire empezó a nivelar la trayectoria del avión. Con el morro apuntado hacia delante, su cuerpo se sentía casi ingrávido a medida que la aceleración ascendente disminuía. El morro parecía resplandecer con más brillo ahora, mientras lo observaba, adquiriendo una extraña especie de luminosidad que nunca antes había visto. La estructura del avión parecía poseer dos colores distintos, el familiar rojo oscuro del metal sobrecalentado, pero aumentado ahora por una especie de brillante resplandor naranja. Preocupado, McGuire observó cómo el resplandor crecía en tamaño y empezaba a brotar de la parte frontal del avión. Al cabo de unos segundos se había hinchado hasta formar una semiesfera de unos treinta centímetros de diámetro y empezaba a deslizarse amenazadoramente por el morro del aparato, hacia la portilla delantera de observación. Horrorizado, Dan contempló la bola llenar la pequeña ventanilla frente a su rostro. Por un instante pudo ver un torbellino de feroz actividad..., luego estalló.

A 6.500 km/h, el estallido de una ventanilla a medio metro del rostro de uno tiene un efecto devastador. La cabeza de McGuire desapareció, y el delicado equipo instalado detrás de su cuerpo se desintegró. El aparato, sin piloto, se inclinó violentamente a estribor y empezó a girar lentamente sobre sí mismo.

En el suelo, Malone observó que el intercomunicador quedaba muerto y contempló el rastro del radar, sin comprender, mientras el avión empezaba a caer en picado hacia el este. Lennox pulsó furiosamente varios botones y salió corriendo de la sala de control. Tres minutos más tarde, el X-17 se estrellaba contra una fábrica de plásticos en Harrisburg y abría un cráter de diez metros de profundidad.

Lo primero que hizo Burkov al entrar en la oficina de Benson fue abrir las persianas.

—No es una vista muy agradable —dijo Benson.

—Cualquier vista es agradable —respondió Burkov mientras las persianas golpeaban contra el techo. Luego miró fuera—. Entiendo lo que quieres decir.

—Y está lloviendo.

Burkov permaneció de pie con las manos en las caderas, mirando fuera.

—No es exactamente Pasadena, pero es mejor que trabajar en una celda. —Luego se volvió y sonrió—. De acuerdo, muéstrame las bolas de fuego.

No tomó mucho tiempo informarle a Burkov de todo el trabajo que ya había hecho. Le mostró el dossier, las copias de impresora del ordenador y los garabatos en la pizarra. Burkov no dijo nada, no hizo preguntas, se limitó a absorberlo todo en silencio.

Finalmente, Benson le mostró su intento de construir un modelo teórico de la estructura de la bola de fuego.

Burkov asintió y pasó sus dedos por la pizarra.

—Parece impresionante —dijo Benson—. El único problema es... que no funciona.

—¿Demasiada poca energía? —preguntó Burkov—. ¿Problemas de estabilidad?

—Correcto. Y la dificultad de hacer que las bolas penetren dentro de cavidades conductoras.

Burkov asintió de nuevo, luego efectuó un corto recorrido por la habitación. Guardó silencio durante todo un minuto, luego sonrió.

—¿Recuerdas nuestro trabajo sobre las estrellas de neutrones?

—Por supuesto.

—Allí también estábamos desconcertados con respecto a la fuente de energía, la estabilidad y las condiciones límite correctas, ¿no?

Benson asintió.

—¿Cómo resolvimos aquel problema? —preguntó Burkov.

—Volviendo a lo básico —dijo Benson—. Olvidando todas nuestras preconcepciones. Recuerdo que dijiste: «No demos nada por sentado. Volvamos atrás y listemos todas las posibilidades concebibles».

—Ajá. Hagámoslo.

—De acuerdo. Empezaremos con la fuente de energía. Tiene que ser alguna forma de campo electromagnético. La cuestión es dónde puede...

—¿Por qué? —la palabra penetró como un cuchillo en la concentración de Benson. Parpadeó.

—Bien, es seguro que aquí nos enfrentamos a un problema electromagnético —dijo—. ¿Qué otra fuente de energía concebible puede existir?

—La energía puede venir de muchas formas, Andrew. El hecho de que los efectos de la bola de fuego sean electromagnéticos no quiere decir que su fuente tenga que serlo también. —Se dirigió a la pizarra, partió un trozo de tiza y lo lamió—. De acuerdo —dijo—. ¿Qué es lo que tenemos?

Escribió: gravitación.

Luego: electromagnetismo, nuclear, químico, mecánico.

Luego garabateó una lista más larga, subdividiendo las cinco categorías en sus diferentes formas.

Benson avanzó tras él y miró por encima de su hombro.

—Podemos tachar la gravitación —dijo—. Demasiada poca masa.

—De acuerdo.

—Y esas cosas difícilmente pueden ser mecánicas.

Burkov le sonrió, y Benson prosiguió:

—Eso deja la nuclear y la electromagnética. Mi suposición es que la energía química sería a la vez inadecuada e inestable. La fuerza que las sostiene es más bien fuerte.

—¿Y la nuclear? Seguramente no.

—La temperatura es demasiado baja —admitió Benson.

El ruso guardó silencio unos instantes, luego golpeó la pizarra con la tiza.

—Supongamos, simplemente supongamos, que la fuente de energía reside después de todo dentro de las bolas. ¿Cómo afecta eso al equilibrio de la entropía?

—Buena pregunta —dijo Benson.

Durante dos horas siguieron trabajando en la termodinámica de la bola de fuego, absortos en las matemáticas. Era exactamente igual que en los viejos días, con Benson yendo en nuevas direcciones, Burkov orientándole suavemente hacia las más fructíferas. Trabajar con Burkov era construir un cuadro enteramente nuevo, un enfoque distinto, de la estructura de la bola de fuego, utilizando las ideas del flujo de calor y el equilibrio radiactivo en lugar del tratamiento de la teoría de campo.

La conclusión era que la energía de la bola de fuego era demasiado grande para ser electromagnética. Tenía que ser alguna otra cosa.

Pero, ¿qué?

Frustrado, Benson escribió una ecuación sin terminar para la energía en la pizarra: E =?

Luego se dejó caer en su silla giratoria y miró malhumorado la pizarra.

—¿Qué es lo que hubiera escrito Einstein? —preguntó.

Burkov respondió escribiendo: mc2, y ambos se echaron a reír.

Sonó el teléfono. La secretaria de Benson dijo que tenía a un tal señor Maltby en la línea. Benson alzó las cejas.

—¿Debo decirle que se largue, Leonid? —Luego se levantó, sobresaltado, cuando notó la fuerte presión de la mano del ruso sobre su brazo, una presa fuerte pese a la frágil condición de Burkov.

—Recuerda al poeta Donne —jadeó al rostro de Benson—. «Ningún hombre es una isla». ¿Qué derecho tenemos a ignorar al resto del mundo?

Benson fue cogido por sorpresa y tartamudeó una disculpa.

—Pásemelo —le dijo a su secretaria.

—Hay alguien de Washington con quien me gustaría que hablara usted —explicó Maltby—. Voy a pasarle con él.

Hubo una serie de clics, luego una voz dijo:

—¿Doctor Benson? Me llamo Malone. Sam Malone. Maltby me dijo que trabaja usted para él.

—El trabaja para mí.

—Como quiera. Soy el responsable de un equipo denominado C7, que fue establecido para investigar el asunto de las bolas de fuego. Está encabezado por Hendricks. ¿Lo conoce?

—Por supuesto.

—En primer lugar: ¿Tomaría usted en consideración unirse a nosotros?

—¡Trabajar con ese mierda! —saltó Benson.

—Es la respuesta que esperaba. De todos modos, pensé que le gustaría saber que efectuamos el pequeño experimento que usted sugirió.

—¿Experimento?

—Con el avión cohete. Perseguir bolas de fuego a gran altitud.

—Oh, ya. ¿Alguna suerte?

—Encontramos una. Sólo que se acercó demasiado. Se metió dentro del aparato. Este se halla ahora esparcido por media Pensilvania.

—Oh. Lástima.

—Sí. En especial para el piloto. Le enviaré los datos que conseguimos, por lo que valen. Pero eso no es todo.

—¿Oh?

—También perdimos Patterson Creek.

—¿Qué?

—Patterson Creek. Una pequeña ciudad en Idaho.

—¿Perdida? ¿Qué quiere decir con perdida?

—Perdida. Aniquilada. Barrida del mapa por una enorme bola de fuego, ayer por la tarde.

—Jesús.

—Sólo hay cuatro supervivientes, pero no van a durar mucho. Se están muriendo, Benson, de una forma muy característica. A causa de las radiaciones...

El teléfono quedó en silencio, pero Benson permaneció junto a él, en asombrado silencio, sujetando aún el auricular.

—¿Malas noticias? —preguntó Burkov.

—Apuesta a que sí.

11

Benson no podía dormir. Las malditas bolas de fuego se estaban apoderando de él. La bomba acerca de las radiaciones que le había lanzado Maltby lo había alterado por completo.

Apartó las sábanas, se levantó de la cama y se puso a pasear por el dormitorio en la oscuridad, dando vueltas y vueltas al mismo viejo razonamiento. Las bolas resplandecientes significaban energía electromagnética, confinada de alguna manera. Benson admitía que sabía tanto como cualquiera acerca de ese fenómeno. También sabía que ningún esfuerzo de su imaginación podía hacer que los campos confinados fueran lo suficientemente fuertes como para producir radiaciones peligrosas.

Sin embargo, algo seguía mordisqueándole en lo más profundo de su subconsciente, una asociación medio olvidada. Bolas de fuego y radiación. Radiación y bolas de fuego. ¿Qué era todo aquello?

Miró desconsolado desde la ventana del hotel a la calle vacía. Un gato merodeador la cruzó con paso sinuoso y saltó una verja baja.

De pronto, tuvo una idea.

Se vistió rápidamente, tomó su cartera, telefoneó pidiendo un taxi y se encaminó al Departamento.

Estaba desierto, sumido en la oscuridad. El guardia nocturno de seguridad asintió brevemente con la cabeza cuando Benson utilizó su propia llave para acceder al edificio. No se detuvo en su despacho, sino que fue directamente a la biblioteca de Física utilizando de nuevo su llave para entrar.

Encendió las luces, y parpadeó ante el fluorescente resplandor.

Se dirigió rápidamente al terminal de ordenador que almacenaba la base de datos de la biblioteca, se sentó y conectó la pantalla. Tecleó unas cuantas instrucciones sencillas y se reclinó en su silla para esperar.

El programa era una rutina directa de búsqueda de palabras clave. Identificaba y mostraba todos los artículos de investigación publicados con las palabras especificadas en su título. Benson había especificado: «bolas de fuego» y «radiaciones».

Simple.

Maldijo en voz baja. La pantalla empezó a llenarse con centenares de referencias, con títulos tales como: «Radiaciones inmediatas procedentes de bolas de fuego nucleares».

No estaba interesado en las bombas-H.

¿Cómo reducir la búsqueda?

Probó «rayos en bola» en vez de «bolas de fuego». El efecto fue el opuesto. Al cabo de medio minuto el ordenador le dijo que no tenía ningún listado.

Benson se frotó los ojos y suspiró.

Luego recordó que la base de datos estaba restringida a publicaciones posteriores a 1980. ¿Quizás hubiera algo anterior a eso?

Unas cuantas instrucciones más conectaron el ordenador de la biblioteca a una red de datos nacional, y de ahí a la base de datos de la Biblioteca Nacional. La máquina pidió un número de cuenta de cargo para el cobro del importe de la búsqueda.

Benson se lo dio.

Unos segundos más tarde, ocho referencias aparecieron en la pantalla. El pulso de Benson se aceleró.

Sus ojos recorrieron la lista. Una referencia llamó al instante su atención: «Radiaciones gamma de los rayos en bola». Un artículo en Nature, 1972.

Benson se dirigió a las estanterías de periódicos y revistas y buscó el número entre los volúmenes de Nature. El que le interesaba descansaba inocentemente en su lugar. Lo extrajo, buscó la página. El artículo estaba allí.

Benson examinó rápidamente su contenido, para hacerse una idea global. Entonces la frase vital saltó de la página: «confirmando la teoría de la antimateria de Ashby y Whitehead». Los circuitos de su cerebro se conectaron finalmente.

Antimateria.

La idea de la antimateria, recordó Benson, se proyectaba hasta principios de los años 1930, cuando Paul Dirac halló algunas soluciones no explicadas a su ecuación para los electrones. Al principio Dirac pensó que las soluciones intentaban describir los protones, pero pronto se hizo evidente que representaban algo totalmente nuevo —una partícula subatómica desconocida hasta entonces—, como el electrón, pero con propiedades opuestas. Una especie de imagen en un espejo del electrón. Un antielectrón.

Uno o dos años más tarde, Carl Anderson descubrió los antielectrones de Dirac, o positrones, como pasaron a llamarse, en los rayos cósmicos.

Aquello fue sólo el principio. Resultó que cada partícula conocida poseía su propia antipartícula: antiprotones, antineutrones, antineutrinos, y así.

Todo aquello se aceptaba ahora con los ojos cerrados.

La teoría planteada en el artículo que tenía ante él iba más allá de eso. Mucho más allá...

Burkov distó mucho de sentirse complacido al ser despertado a las seis de la madrugada, pero la voz de Benson sonaba insistente, casi histérica, al teléfono.

—Leonid, creo que lo tenemos.

El ruso gruñó, soñoliento.

—Escucha, Leonid. ¿Puedes venir aquí inmediatamente?

—¿Dónde es «aquí»?

—Al Departamento.

—¿A las seis de la madrugada?

El teléfono guardó silencio.

Una hora más tarde estaban sentados en la habitación de Benson, bebiendo un líquido inconcreto extraído de la máquina automática y calumniosamente designado como café.

—Tranquilo, tranquilo, amigo mío —suplicó Burkov, frenando el frenético monólogo de Benson—. Empecemos por el principio. Mi cerebro funciona un poco lento a estas horas de la mañana.

Benson calmó conscientemente su excitación.

—Veamos —dijo el ruso—. Todo el mundo conoce las antipartículas. Nos las enseñan en la escuela. Los físicos de partículas juguetean con ellas cada día. Pero simplemente son partículas subatómicas. Esas bolas de fuego...

—No estoy hablando de partículas subatómicas —cortó Benson—, sino de auténticas masas..., bueno, fragmentos microscópicos, de antimateria.

—¡Eso es absurdo!

—¿Por qué?

—Porque, mi querido Andrew, las partículas son altamente inestables. Tan pronto como encuentran algo de materia, ¡bang! —Burkov agitó expresivamente los brazos—. Aniquilación mutua. De modo que, ¿cómo pueden auténticas masas de antimateria flotar simplemente en la atmósfera?

Benson hizo una mueca exasperada. Miró sarcásticamente a Burkov, como si fuera un simple niño.

—Primer hecho —dijo, enumerando con los dedos— Cada tipo conocido de partícula posee su antipartícula.

Burkov asintió gravemente.

—Segundo hecho. Los antiprotones, antineutrones y antielectrones existen, y en principio pueden unirse para formar antiátomos.

—En principio, amigo mío, en principio.

—Tercer hecho. Una gran cantidad de antiátomos puede crear antimateria, cuyo aspecto sería idéntico al de la materia normal. De hecho, las leyes de la física son simétricas entre la materia y la antimateria. No distinguen...

—Falso —interrumpió esta vez Burkov—. Las grandes teorías unificadas...

—No llevan a ninguna parte —cortó Benson.

—Eso es un asunto de opinión. —Burkov parecía dubitativo—. Los experimentos con desintegración de protones... ¿Quién sabe?

—De acuerdo, Leonid. Dejemos eso. ¿Recuerdas este libro?

Benson le tendió un delgado volumen. Su título era Mundos-Antimundos.

—Por supuesto, amigo mío. De un famoso Premio Nobel, Hannes Alfven.

—Entonces —continuó Benson—, conocerás su teoría de que el universo contiene cantidades iguales de materia y de antimateria. Algunas galaxias, como la nuestra, están hechas de materia, otras de antimateria. No podemos decir cuáles limitándonos a mirar.

El ruso parecía incrédulo.

—¿Acaso estás sugiriendo que esas bolas de fuego proceden de otra galaxia?

—No, por supuesto que no. Simplemente estoy estableciendo el hecho de que la idea de la existencia de masas de antimateria no es simplemente un vuelo de la imaginación, sino una teoría científica respetable, con amplia base.

Burkov no parecía convencido.

—Tenía entendido que esas cosmologías de materia-antimateria recibieron un duro golpe en la cabeza en los años 1970. Nadie pudo explicar por qué se separaron tras el big bang.

Benson estaba fuera de su especialidad allí. Había sido educado como físico de plasmas. Aunque había hecho algunos buenos trabajos en astrofísica, la cosmología no era su campo. Y Burkov sabía más de física de partículas que él.

Hizo una pausa, luego cogió el teléfono y marcó mecánicamente un número. Respondió una voz adormilada.

—Hola, Ben. Aquí Andy. Andy Benson.

—Buen Dios, Andy —llegó la respuesta—. Acabo de meterme en la cama.

—Lo siento, Ben. Olvidé que vosotros los chicos de Berkeley os retiráis temprano.

—Creí que te habías marchado a Inglaterra después de todo aquel asunto con Hendricks.

—Lo hice. Ahí estoy.

—¿Y qué es lo que pasa?

—Simplemente, necesito una opinión profesional rápida, brotada de tu ilustre cabeza.

—¿De veras? ¿A esta hora de la noche?

—Es urgente, Ben.

—¿Hasta qué punto?

Benson no respondió, pero siguió presionando.

—¿Cuál es el estado actual de las cosmologías simétricas materia-antimateria?

—Oh, demonios, Andy. No lo sé. Fue una idea muy popular en los años 60, supongo. Un tipo francés llamado Omnés organizó un buen barullo con ellas. Pero siempre hubo problemas con el asunto de los rayos gamma.

—¿Oh?

—Sí. Mira, incluso en el espacio, las cosas no dejan de chocar unas contra otras. A veces galaxias enteras. Cualquier contacto entre materia y antimateria tiene que causar una aniquilación completa con una enorme emisión de rayos gamma. Repartido por todo el universo, eso tendría que producir un flujo más bien intenso que, evidentemente, debería de ser detectado.

—Pero seguramente, si la materia y la antimateria estuvieran lo bastante separadas, la aniquilación sería más bien despreciable.

—Seguramente, Andy. Pero, ¿cómo separarlas? Cabe esperar que todo lo que salió del big bang se halle más bien revuelto.

—Sí, supongo que sí. ¿Qué hay acerca de esas grandes teorías unificadas?

—Ese fue el último clavo del ataúd. Antes de eso, nadie sabía cómo elaborar materia sin antimateria. Las grandes teorías unificadas rompieron la simetría y propusieron la posibilidad de que el big bang hubiese escupido un ligero exceso de materia. Luego, a medida que el universo se enfriaba, toda la antimateria fue aniquilada y convertida en rayos gamma, y los rayos gamma terminaron como el fondo de microondas que ahora todos conocemos y amamos.

—¿Es realmente así? —preguntó Benson.

—Nada es nunca realmente así, Andy. En realidad, las grandes teorías unificadas son un callejón sin salida. Eran estupendas sobre el papel, y explicaban muchas cosas. Pero nadie consiguió ninguna prueba experimental convincente de que seguían el camino correcto.

—¿Quieres decir que la teoría relativa a la materia-antimateria no está completamente hundida?

—No. Aunque su nivel siga siendo más bien bajo.

—Gracias, Ben. ¿Cómo está la familia?

—Durmiendo, Andy.

—Oh, sí. Claro, Ben. Bueno, gracias, muchacho. Ya nos veremos.

Benson se volvió hacia Burkov.

—Era Schumacher. No es un fanático de las cosmologías antimateria, pero no las descarta completamente. Dice que las grandes teorías unificadas son hermosas, pero que no han sido probadas.

Burkov se encogió de hombros.

—Bien, pues abramos nuestro propio camino. Sigo sin ver qué tiene que ver todo esto con las bolas de fuego.

—Durante todo el tiempo, el problema ha sido comprender cómo esas cosas pueden confinar electromagnéticamente tanta energía, ¿correcto? No importa cómo modeles la configuración del campo, simplemente no puedes conseguir que las bolas conserven la suficiente energía y permanezcan estables.

Burkov asintió.

—Otro problema con el modelo electromagnético es cómo demonios las bolas de fuego pueden meterse en edificios, y no digamos aviones. Son unos conductores malditamente perfectos.

Benson hizo una pausa.

—Pero lo que realmente me convenció de que las bolas no podían ser energizadas electromagnéticamente fueron las radiaciones. No hay forma alguna en que puedas conseguir ese nivel de actividad en un plasma atmosférico. Tenía que existir alguna fuente de energía mucho más allá de cualquier disposición electromagnética.

—¿Y diste con la idea de la antimateria para proporcionar energía a las bolas de fuego?

—No fue idea mía, Leonid. Un par de tipos ingleses llamados Ashby y Whitehead sugirieron la antimateria como una explicación para los rayos en bola allá en los años 1970.

Burkov seguía mostrándose extremadamente escéptico.

—Pero esto es una locura, Andrew. Aunque, y es un gran aunque, existiera antimateria en grandes cantidades ahí fuera en alguna otra galaxia, primero: ¿Cómo ha llegado hasta aquí? Segundo: ¿Por qué simplemente no resulta aniquilada tan pronto como toca la atmósfera? ¿Cómo puede sobrevivir hasta el nivel del suelo?

—Todavía no conozco la respuesta a la primera pregunta, pero tengo algunas ideas respecto a la segunda.

Benson se dirigió a la pizarra y empezó a trazar un diagrama.

—Ésta es la forma del potencial entre las moléculas de hidrógeno. Ahora supón que una de las moléculas es de antihidrógeno. Eso alteraría los términos del intercambio, ¿no? Y probablemente obtendrías algo parecido a esto. —Benson dibujó otro diagrama.

Burkov los estudió un momento y luego dijo:

—¿Quieres decir que se producirá una repulsión?

—Sólo una fracción de un electronvoltio, quizá. Todavía tengo que efectuar los cálculos correspondientes. Y esto es sólo para el hidrógeno. Necesitaremos examinar muchos otros casos. El hierro, por ejemplo. No tenemos ni idea de qué elementos de antimateria puede contener.

—Déjame ver si lo entiendo bien —dijo Burkov—. Estás afirmando que una masa de antimateria puede permanecer relativamente estable en la atmósfera de la Tierra debido a que se halla escudada de la materia que la rodea por una pequeña barrera de potencial electromagnético.

—Exacto. Por supuesto, esto sólo funciona con masas pequeñas. Pero sólo necesitamos una minúscula cantidad de antimateria para desencadenar una enorme cantidad de energía.

Burkov examinó pensativamente la pizarra durante un rato.

—¿Y qué es lo que desencadena al final la aniquilación?

Benson se encogió de hombros.

—No es necesario mucho. Una tronada quizá. O el impacto contra un objeto sólido. Posiblemente incluso el campo eléctrico de una estructura metálica, como un avión o una antena de radio. En realidad, cualquier cosa.

—Evidentemente, esto explicaría por qué las bolas de fuego tienden a aparecer cerca de instalaciones militares —concedió el ruso.

—También explicaría el efecto de altitud —dijo Benson—. Si esos gránulos de antimateria provienen del espacio, es de esperar que la mayor parte se aniquilen en la parte superior de la atmósfera. Sólo una pequeña fracción alcanzará el nivel del suelo.

Burkov estrujó su taza de plástico y se acarició por unos instantes la barbilla.

—Pero, ¿por qué ahora? ¿Por qué esas cosas aparecen de repente..., literalmente de la nada?

—No lo sé, Leonid. Pero, si tengo razón, es importante descubrir si cabe esperar que la Tierra intersecte cantidades sustancialmente mayores de antimateria. El poder destructivo puede ser impensable.

Hubo un ansioso silencio mientras los dos hombres meditaban acerca de las desagradables consecuencias.

—Al menos, esto acaba con la teoría de la Amenaza Roja —dijo Burkov alegremente—. Una buena en el culo para tu señor Maltby. Si es que te cree.

—Me creerá —dijo Benson hoscamente.

El vuelo a Londres iba casi vacío. El temor a las bolas de fuego había golpeado duramente a las líneas aéreas. Benson hojeó ociosamente un periódico, cuyas páginas rezumaban alarma. Unos estremecidos titulares contaban la historia de un mundo sumido en el pánico por la amenaza de las bolas de fuego. La catástrofe de Patterson Creek ocupaba toda la página central, ilustrada con espeluznantes fotografías, incluida alguna tomada dentro del cercano hospital donde los supervivientes morían a causa de las radiaciones. El artículo iba acompañado por la inevitable y premonitoria conclusión: LA PRÓXIMA, ¿LONDRES?

El peligro de las radiaciones había hallado también su camino en los periódicos, alimentando la especulación de que las bolas de fuego eran bombas mininucleares, y de que los responsables eran los rusos. «Ya es hora de mostrarnos firmes», retumbaba un editorial. La historia tapadera de las manchas solares, evidentemente, se había hecho añicos. En un comunicado oficial, un portavoz de la Casa Blanca acusaba abiertamente a la Unión Soviética de utilizar medios encubiertos para sembrar las semillas del pánico en Occidente. Por su parte, los soviéticos acusaban al presidente norteamericano de fomentar la guerra y de utilizar las bolas de fuego como pretexto para incrementar la presión militar sobre el Pacto de Varsovia.

Benson dejó a un lado el periódico, desesperado.

—Hola —dijo una vocecita aguda. Un niño pequeño le miró desde el asiento de delante.

—Hola.

El niño desapareció, y Benson oyó a su madre decirle que se estuviera quieto y dejara de molestar a los demás pasajeros. El niño transfirió su atención a la ventanilla y empezó a estudiar las nubes.

—¿Vamos a ver a Dios, mamá? —preguntó en un susurro.

—Chitón —respondió la mujer.

—¿Lo veremos, mamá?

—Estáte quieto, ¿quieres?

El rostro apareció de nuevo por encima del asiento.

—¿Veremos a Dios, señor?

Benson sonrió y envidió la simple inocencia del niño.

—Quizá —respondió—. Tú sigue mirando por si acaso.

El capitán anunció su próximo descenso sobre Heathrow. Benson intentó dormir un poco, pero estaba demasiado nervioso. Luego oyó al niño decir:

—¿Qué es esa luz, mamá?

—¿Dónde? —preguntó secamente la mujer, estirando el cuello para ver por la ventanilla.

—Esa luz amarilla, mira. ¡Ahí delante!

Otros pasajeros le habían oído también, y miraron ansiosos por las ventanillas. Benson sintió que su pulso se aceleraba. Miró por su ventanilla, pero no vio nada fuera de lo normal. Estaban descendiendo lentamente sobre el centro de Londres, acercándose al aeropuerto.

—¡Ahí! ¡Miren! —oyó exclamar a alguien—. ¡Es una de esas bolas de fuego!

En unos segundos el avión se convirtió en un rugir. Los pasajeros estaban de pie. Una mujer gritó, presa del pánico. Dos azafatas entraron corriendo en la cabina, intentando calmar los ánimos. La situación era como si alguien hubiera gritado «¡Fuego!» en un cine, sólo que peor. En este caso no había ninguna salida de emergencia. Benson notó la boca seca, y una imagen de McGuire, enfrentado a una bola de fuego en el reducido espacio de su carlinga, llameó en su mente.

Una voz metálica llenó bruscamente la cabina.

—Les habla el capitán. Por favor, no se alarmen, no hay ningún peligro. Es posible que algunos de ustedes hayan visto otro avión acercándose desde el sur con sus luces de aterrizaje conectadas. Es visible por la izquierda de nuestro aparato como una brillante luz amarilla justo por debajo de la base de las nubes. Estamos a punto de aterrizar en Heathrow. Por favor, asegúrense de abrocharse sus cinturones y de mantener los respaldos de sus asientos en posición vertical hasta que hayamos tomado tierra.

Benson desdeñó un taxi y tomó el metro hasta el centro de Londres, aferrando fuertemente su cartera con el informe pulcramente encuadernado de su teoría sobre la antimateria. Llovía de nuevo. Caminó desde la estación del metro hasta la dirección que le había dado Maltby, que resultó ser un edificio de aspecto anónimo en una calle lateral junto a Whitehall. No había ninguna indicación de que formara parte del Ministerio de Defensa. Era última hora de la tarde.

La zona de recepción estaba pintada de un color pardo mate. Benson dio su nombre a un oficial de mirada apagada —que tomó un teléfono y se puso a hablar por él—, y se paseó por el lugar mientras aguardaba. Finalmente, el hombre dijo:

—El señor Maltby le recibirá tan pronto como pueda en «Las Plumas», señor.

—¿«Las Plumas»?

—El pub al otro lado de la calle. —Hizo un gesto general en dirección a Trafalgar Square.

—Entiendo.

¿Un pub? Lo último que esperaba Benson era encontrarse con Maltby en un pub.

«Las Plumas» era un diminuto agujero frecuentado por una clientela bien relacionada, demasiado lleno ya con hombres bien trajeados y turistas americanos. Benson pidió un zumo de naranja; quería tener la cabeza despejada. No había asientos libres, así que permaneció de pie contra una pared festoneada de surtidas fotos victorianas.

Pasó media hora antes de que finalmente apareciera Maltby.

—Bien, bien, bien —dijo—. Así que la montaña viene a Mahoma.

—No podemos hablar aquí —se quejó Benson—, entre toda esta multitud.

—Tengo un coche fuera.

Salieron a un Rover negro aparcado de forma desafiante en las dobles líneas amarillas, con un chófer impertérrito al volante. Benson y Maltby subieron a la parte de atrás. Un cristal insonorizado les separaba del uniformado chófer.

—Tengo una reunión en Pimlico —explicó Maltby, mientras se metían en el tráfico—. Adelante, suéltelo.

Benson abrió su cartera y extrajo el dossier, pero no hizo ningún intento de entregárselo.

—¿Ha oído hablar usted de la antimateria, Maltby?

Maltby le miró por unos instantes.

—Vagamente. He leído un poco de ciencia ficción. Algo que tiene que ver con los electrones positivos, ¿no?

—Más o menos, excepto que es un hecho científico.

—¿Qué tiene que ver esto con las bolas de fuego?

—La principal característica de la antimateria es que es la fuente de enormes cantidades de energía; un gramo de esa materia podría suplir las necesidades eléctricas de todo Londres durante una semana entera. Hace que la energía nuclear parezca primitiva. Estoy convencido de que la antimateria es la fuente de energía de las bolas de fuego.

Maltby miró a Benson con una mezcla de escepticismo y consternación.

—¿Está diciendo que esas bolas están hechas de antimateria?

—¡No! —Benson hizo girar los ojos—. Se necesita sólo la más pequeña chispa de antimateria para proporcionar la energía de una bola de fuego del tamaño de una pelota de fútbol. Así es como pueden meterse en los aviones, ¿entiende? Sólo un grano microscópico de polvo de antimateria, y sin embargo con todo ese halo de energía a su alrededor.

Maltby seguía pareciendo confundido.

—Tome —dijo Benson, y le tendió el dossier—. Aquí está la teoría completa.

Hubo un corto silencio mientras Maltby echaba un vistazo al contenido del dossier, deteniéndose ocasionalmente, con el ceño fruncido, en alguna página. Finalmente, cerró el dossier y alzó los ojos.

—Así —dijo— que están fabricando la cosa, ¿eh?

Benson le miró boquiabierto, y Maltby le sonrió.

—El arma definitiva, ¿eh?

—¿Qué? —jadeó roncamente Benson—. Está usted loco, Maltby. Completamente loco. He venido hasta aquí para decirle que las bolas de fuego tienen un origen natural, y usted supone inmediatamente que los rusos están detrás. ¡Su estupidez no tiene límites!

—Bien, ¿de dónde sugiere usted que procede esta antimateria?

—Del espacio, por supuesto.

Los ojos de Maltby se abrieron ligeramente, y una semisonrisa flotó en sus labios.

—Oh, vamos, profesor, seguro que usted no espera que yo...

—¡Déjeme bajar! —Benson sujetó la manija de la portezuela.

—Muy bien, amigo. —Maltby dio unos golpecitos en la partición de cristal e hizo un gesto al conductor—. Confieso que había esperado algo mejor de usted, Benson, en especial después de todas las molestias que nos tomamos para traer a su amigo Burkov. Quizás haya estado trabajando demasiado. ¿Por qué no se toma un descanso, eh?

El coche se detuvo junto a la acera, y Benson saltó fuera y cerró tras él de un portazo. Maltby bajó la ventanilla.

—Envíeme su nota de gastos, ¿quiere? Le remitiremos un cheque.

Benson se volvió en redondo hacia el funcionario.

—Espero que la próxima bola de fuego les caiga encima a usted y a su jodido Ministerio, señor —dijo furiosamente.

—No creo que ocurra, Benson. ¿No se ha enterado? Las bolas de fuego han desaparecido. No ha habido ningún informe sobre ellas en las últimas cuarenta y ocho horas. ¡Ciao!

—¡El arrogante bastardo! ¡Me hubiera gustado retorcerle su maldito cuello! —bufó Benson.

—Eso no hubiera servido de nada, amigo mío —respondió Burkov—. Recuerda, estás tratando con un burócrata, no con otro científico. Piensan de modo distinto. Créeme, lo sé. Soy georgiano.

Los dos hombres meditaron aquello en silencio durante un rato, mirando lúgubremente la pizarra de Benson, decorada con un tumulto de símbolos matemáticos. Finalmente, Burkov volvió unos ojos interrogativos a su camarada.

—Así que las bolas de fuego han desaparecido ¿Y ahora qué?

—Voy a tomarme un descanso, Leonid. Ha sido demasiado desde que llegué a este jodido lugar. Necesito despejarme un poco. Hay una conferencia de astrofísica la semana que viene en Trieste. Creo que voy a ir.

—¿Y luego? ¿Vas a instalarte realmente en Milchester, a convertirte en un académico inglés?

—No hay nada más.

—Eso no puedo creerlo. Eres el mejor.

—Cuéntale eso a la Fundación para la Ciencia Nacional.

—¿Y qué hay de esa joven dama que siempre conduce el coche? ¿Es tu amante?

—Ella cree que no.

El viejo ruso se inclinó hacia delante y miró gravemente a Benson.

—En Rusia tenemos un dicho: No des de comer al cordero antes de encender el fuego.

Benson parpadeó sin comprender ante aquella críptica máxima.

—¿Qué vas a hacer tú, Leonid? Supongo que te concederán asilo político o algo así. Puedes conseguir un puesto universitario en cualquier parte.

Burkov suspiró profundamente y extendió las manos abiertas.

—No tengo prisa por ir a ninguna parte. Después de todos esos años en la psijuska, tengo que ponerme al corriente de muchas cosas. Chaikovski, por ejemplo. Además, mis guardianes de aquí aún están preocupados por el KGB. Hay lugares peores donde verse confinado que Lanbrock Moor; en verano al menos. —Miró su reloj—. ¡Oh! Ya son las cinco y media. El conductor estará impaciente. Mi ama de llaves ha planeado una comida especial para hoy. Carne asada con algo llamado «pudin Yorkshire». ¿Sabes lo que es?

—Sí. Pura mierda.

—Mi querido amigo. No puedes saberlo, no puedes saberlo. Ya nos veremos.

Benson permaneció sentado durante una hora, profundamente sumido en sus pensamientos. Luego cogió el teléfono y llamó al Departamento de Bioquímica.

—Soy yo.

—Hola, Andrew —respondió Tamsin—. He oído que las bolas de fuego se han ido.

—Eso dicen. Tamsin, ¿te apetecerían unas vacaciones?

—¿Contigo? ¿Crees que soy masoquista?

—Escucha. Hay una reunión de astrofísicos en Trieste la semana próxima. Había planeado hacer luego un poco de turismo, ver unas cuantas ruinas antes de que acaben de hacerse pedazos y todo eso. Realmente, me gustaría ir contigo.

—Oh, Andrew. Realmente, no creo...

—Di que lo pensarás.

—De acuerdo..., bueno..., sí.

—¿Sí que lo pensarás, o sí que vendrás?

—Sí que vendré. Supongo que me he vuelto loca.

—¡Tamsin, eso es estupendo! Ahora la mala noticia.

—Oh, no.

—Conducirás tú.

—¡Sinvergüenza!

Tomaron el ferry de medianoche en Dover, y al día siguiente llegaron en el coche hasta Suiza. Benson orientó a Tamsin hasta un pequeño hotel en las afueras de Lausana. Reservaron una habitación con dos camas gemelas, y luego encontraron un restaurante que dominaba el lago. Después, al oscurecer, pasearon cogidos del brazo por la orilla del lago.

—Supongo que fue aquí donde cayó el avión —dijo Benson, contemplando el agua.

Tamsin se estremeció.

—Gracias a Dios que ya ha pasado todo. ¿Publicarás tu teoría cuando se hayan calmado las cosas?

—¿Para qué? Nadie la va a creer.

—Pero no deja de tener un interés científico, ¿no?

Benson se encogió de hombros y cambió de tema.

—Compremos un reloj de cuco. Sólo como recuerdo.

Ella sonrió.

—¿A esta hora de la noche?

—Hay una pequeña tienda ahí arriba que aún está abierta. —Señaló una estrecha calle lateral entre algunas viejas casas.

—¿Cómo lo sabes? ¿Has estado aquí antes?

—Sí. Vine en mi... —se interrumpió.

—¿Luna de miel? —terminó ella por él.

El rostro de Benson pareció hundirse.

—Sí.

Caminaron lentamente en silencio durante un rato.

—Andrew —dijo ella suavemente—. ¿Cómo era... tu esposa?

Por un momento, creyó que no iba a responder. Finalmente dijo:

—Medía metro sesenta de estatura, tenía el pelo rojo y largo y la mejor colección de conchas marinas de toda California. La gente la consideraba atractiva. Yo creía que era una diosa.

Se detuvieron y miraron en silencio al lago. Una brisa cálida agitaba suavemente la superficie del agua, fragmentando los reflejos de la luna creciente en una miríada de danzantes puntos plateados. En algún lugar en la distancia sonó la campana de una iglesia. Ella sujetó suavemente su mano y dijo:

—Llévame a la cama.

El Octavo Simposio Europeo de Astrofísica Relativista se celebraba en el Centro Internacional de Física Teórica de Miramare, a unos ocho kilómetros al oeste de Trieste. Los alojamientos estaban en el cercano Hotel Lido. Las bebidas eran gratis en la recepción.

Benson fue torpemente de un lado para otro, intentando evitar al menos a la mitad de los participantes. A cada conferencia las cosas se ponían peor. Había gente a la que conocía y con la que no quería hablar, y había aquellos otros a los que recordaba vagamente pero no estaba seguro. Al final se vio reducido a ir por las distintas salas con una especie de semisonrisa estúpida en el rostro que, con un poco de buena voluntad, podía ser interpretada como un cálido saludo. O quizá simplemente parecía un poco bebido.

Divisó a una mujer alta de pelo oscuro vestida de verde abriéndose decididamente camino hacia él a través de la multitud. Intentó retroceder al balcón. Virginia Wetherell era más de lo que podía soportar a aquella hora de la tarde.

—¡Andrew Benson, viejo bribón! —exclamó, llamando aún más la atención de los que la rodeaban—. Me encanta verte aquí. Creí que habías desaparecido por un agujero negro en alguna parte de Europa. He estado buscando tu necrológica por todas partes.

—Hola, Virginia.

—¿Dónde trabajas ahora? ¿Qué ocurrió en el Caltech?

Benson miró a su alrededor, presa del pánico, buscando una forma de escapar. Su corazón dio un vuelco cuando vio a Tamsin abriéndose camino hacia él.

—Estoy en Milchester.

—¿Dónde?

—La Universidad de Milchester. En Inglaterra.

La mujer frunció profundamente el ceño.

—¿Por qué, por el amor de Dios? ¿Qué hay allí?

Benson notó a Tamsin junto a su codo.

—Tiene un excelente Departamento de Física —dijo Tamsin—. ¿No lo sabías?

Virginia se volvió a Tamsin con las cejas enarcadas.

—Ésta es..., hum..., la doctora Tamsin Bright, Virginia. Es bioquímica. De Milchester.

—Oh —dijo ella, en un tono de débil sorpresa— Éste no es realmente tu campo, ¿verdad?

—No, realmente —respondió Tamsin con una dulce sonrisa.

Virginia se fundió entre la multitud. Benson besó ligeramente a Tamsin en la frente.

—Salgamos de aquí —dijo.

La conferencia estaba organizada en torno a sesiones plenarias por la mañana y sesiones paralelas más cortas o más especializadas después de comer. Benson no tardó en cansarse de las charlas de revisión, y tendía a dormirse en las sesiones especializadas. Hallaba difícil mantener un cierto entusiasmo por el tema, y evitaba ser arrastrado a discusiones detalladas con los demás participantes. Al cabo de un tiempo, los demás captaron el mensaje, y Benson fue dejado a solas, una figura hosca y desinteresada.

Tamsin pasaba los días viendo cosas o descansando en la pequeña playa cerca del hotel. Por las noches iban a la ciudad a probar distintos restaurantes. Tamsin resultó ser una buena conocedora de la cocina italiana.

Al cuarto día, Benson estaba decidido a hacer las maletas y marcharse. Arregló las cosas para reunirse con Tamsin después de la última sesión.

—Es una charla sobre la astronomía de los rayos gamma que da George Harrison —explicó—. Es un viejo amigo. Se daría cuenta si no asistiera. Y Dios sabe que debo conservar los pocos y preciosos amigos que me quedan.

Benson entró en el salón de conferencias con los demás participantes y encontró un asiento en la parte de atrás para una rápida salida una vez Harrison hubiera terminado. Las luces disminuyeron y apareció una diapositiva sobre la cabeza de Harrison.

—Hay doce razones por las cuales es una buena idea estudiar los rayos gamma cósmicos —empezó el orador. Benson bostezó y se puso a contar números primos. Era un ejercicio mental que reservaba para el aburrimiento de las salas de conferencias.

Harrison siguió hablando acerca de un proyecto de satélite en el que colaboraba..., algo llamado GANU o JAMU o algo parecido. Sea como sea, Harrison parecía muy paternalista al respecto. Los datos parecían buenos. Y suficientes como para mantener atareados a los teóricos.

Diapositiva tras diapositiva fueron pasando por la pantalla. La sala parecía opresivamente llena y calurosa. Benson había alcanzado el 3979 y estaba ya casi dormido cuando de pronto Harrison hizo una observación que lo arrancó bruscamente de su ensoñación.

—...aniquilación de positrones para producir este intenso estallido de rayos gamma —estaba explicando Harrison—, absolutamente sin precedentes. Registramos el acontecimiento a las 14:24 GMT del 14 de febrero. Pueden verlo claramente aquí. —Harrison señaló la pantalla con un puntero de tres metros. Benson miró intensamente.

»El estallido principal, aquí —prosiguió el orador—, es seguido en los siguientes minutos por esas crestas secundarias —Harrison señaló un gráfico que mostraba un enorme pico seguido por otros menos intensos y erráticos.

»El suceso fue registrado también por el satélite aponés ISPEG, lo cual nos permite obtener una localización bastante exacta de las coordenadas celestes. —Harrison escribió las coordenadas en una pizarra, y Benson tomó nota de ellas en el dorso de un sobre que sacó del bolsillo de sus pantalones.

»Es difícil clasificar un acontecimiento de este tipo —siguió Harrison—. La intensidad de la radiación gamma es tan enorme que sólo puedo pensar en describirla como una explosión de rayos gamma producida por la aniquilación de positrones en algún objeto extragaláctico. Pero es muy arriesgado decir cuál puede ser la fuente de la antimateria.

La conferencia terminó, y Benson salió para ir en busca de Tamsin. Caminó hasta el hotel profundamente sumido en sus pensamientos. Una explosión de rayos gamma. Aniquilación de antimateria el 14 de febrero..., justo antes de que empezaran las bolas de fuego. Pero no tenía sentido; no podía haber ninguna conexión. El satélite de Harrison había estado escrutando las profundidades más lejanas del universo. Estaban estudiando las fuentes de rayos gamma a millones de años luz de distancia en el espacio...

—Hola. ¿Has olvidado ya mi aspecto? —Era Tamsin. Había pasado por su lado sin verla.

—Oh, lo siento. Estaba pensando.

—Eso veo. ¿Algo interesante en la charla de Harrison?

—No. —Le sonrió—. Vámonos.

Pagaron la cuenta del Lido y se encaminaron a Venecia. El viaje era largo, y Benson pasó la mayor parte de él mirando pensativamente por la ventanilla. Tamsin desistió de iniciar una conversación. Cuando llegaron a la ciudad y hallaron un hotel ya era casi de noche.

Comieron en un pequeño bistró cerca del Gran Canal, y luego pasearon un poco, cogidos de la mano, por las estrechas calles, rodeados por una decadente elegancia. Cuando llegaron a la plaza de San Marcos la cruzaron hasta el agua y miraron a través del Adriático. El Château Cipriani, en la isla de Gindecca, parecía como arrancado de un cuento de hadas a la brillante luz de la luna.

Tamsin suspiró.

—¿No es encantador, Andrew?

—Hummm.

Ella alzó la vista hacia él.

—¿Qué tienes en la cabeza?

—Oh, nada, de veras. Sólo algo que dijo Harrison.

—¿Acerca de la astronomía de los rayos gamma? Creí que sólo habías asistido a la conferencia por educación.

—Eso hice.

—No es nada conectado con las bolas de fuego, ¿verdad?

—¿Qué te hace decir eso?

—Te conozco mejor de lo que crees, Andrew.

—Es difícil ver cómo la astronomía de los rayos gamma puede tener alguna relación con las bolas de fuego.

—Pero sigues sin estar seguro.

Él se agachó, recogió una piedra del suelo y la lanzó a la oscura agua. La observaron desaparecer con un plop. Una ruidosa multitud de turistas pasó junto a ellos, riendo y empujándose. Cuando hubieron desaparecido, Benson dijo:

—Parece que un par de semanas antes de que empezaran las bolas de fuego hubo un enorme pulso de radiación gamma captado por un par de satélites. Los datos indican que pudo haber sido producido por aniquilación de antimateria.

—¿Una coincidencia? —aventuró Tamsin.

—Tiene que serlo. Esas fuentes de rayos gamma están a miles, incluso a millones de años luz de distancia en el espacio.

Tamsin se acercó más a él.

—Mira, Andrew, las bolas de fuego son algo del pasado. Te estás obsesionando. Déjalas correr. Se supone que estamos de vacaciones, ¿recuerdas?

Le sonrió.

—Por supuesto.

Tamsin inspiró satisfecha el cálido aire del Adriático.

—Esto es hermoso. Mira la luna, Andrew. Está casi llena.

La luz lunar bañaba toda la ciudad con un resplandor plateado, y captaba la fosforescencia de la distante estela de un barco. Benson alzó la vista hacia la luna, y en aquel instante algo encajó dentro de su cerebro.

—¿Ocurre algo, Andrew? —Benson parecía transfigurado, sin poder apartar los ojos de la luna—, ¡Andrew!

Consiguió mirarla, con los ojos muy abiertos.

—Oh, Dios, Tamsin. Creo que sé lo que ocurrió.

—¿De qué estás hablando?

—Vamos —dijo él—. Tengo que encontrar un teléfono.

—¿Por qué, por el amor de Dios? ¿Que es lo que ocurre?

Benson tiró de ella.

—No hay tiempo para explicarlo —dijo, y echó a correr.

12

—Dios mío —dijo Burkov cuando entró en la oficina de Benson—. Tu aspecto es horrible.

Benson estaba más caído que sentado tras su escritorio: despeinado y sin afeitar, con círculos rojos en torno a sus ojos. Tres tazas de plástico de café, vacías, ocupaban la superficie del escritorio, junto con un desordenado montón de papeles.

—He estado despierto toda la noche —respondió Benson—, aguardando el primer vuelo de vuelta desde Italia.

—¿Y qué ha ocurrido, si se me permite preguntarlo, con la joven dama?

—¿Tamsin? Oh, ha seguido viaje en coche hacia Roma, o Nápoles, o no sé dónde. ¿Comprobaste las cosas que te pedí cuando te telefoneé, Leonid?

Burkov cogió una silla y se sentó delante de Benson.

—Me tomó la mitad de la noche. Mi ángel guardián del SIS se mostró de lo más suspicaz. —Burkov tendió a Benson una hoja de papel—. Aquí lo tienes.

Benson estudió las cifras escritas en la hoja y asintió gravemente.

—¿Te importaría decirme qué ocurre, Andrew?

—Mientras estaba en Italia me dejé caer por el Octavo Simposio Europeo de Astrofísica Relativista en Trieste. En recuerdo de los viejos tiempos. Ayer, Harrison dio una conferencia sobre astronomía de los rayos gamma..., algún nuevo satélite o algo así. Sea como sea, estaba casi dormido cuando de pronto empezó a hablar de aniquilación de positrones. Al parecer, todos están desconcertados por un extraño acontecimiento registrado el último 14 de febrero y que produjo un enorme estallido de gammas de 511 keV... —Benson se refería a la energía característica de los rayos gamma procedentes de la aniquilación de positrones—. El estallido principal fue seguido por una cierta actividad secundaria, más o menos al azar. —Rebuscó en su bolsillo y extrajo el arrugado sobre en el que había garabateado los datos. Burkov los estudió en silencio.

»El 14 de febrero fue sólo una o dos semanas antes de que empezaran las bolas de fuego, según la gente de Maltby. Sigo teniendo la sensación de que ha de existir una conexión, por loco que parezca. Las fuentes de rayos gamma están muy lejos de la galaxia. Sabía que las coordenadas que dio Harrison correspondían a algún lugar en la dirección de la constelación de Virgo. Eso no significaba nada. Es decir, hasta ayer por la noche.

—¿Qué ocurrió ayer por la noche? —quiso saber Burkov—. Si no resulta poco delicado preguntarlo.

—Tamsin y yo estábamos en Venecia, contemplando la luna.

—Muy romántico. ¿Y?

—La Luna, Leonid. Esa es la conexión.

—¿Qué? —El ruso pareció perplejo.

—Los rayos gamma. ¿No lo ves...? ¡Proceden de la Luna! Ocurrió en la región de Virgo, el 14 de febrero. Por eso quería que comprobaras las tablas lunares.

—¿Estás diciendo que hay antimateria en la Luna? Eso es ridículo.

—Estoy diciendo que la antimateria golpeó la Luna..., el 14 de febrero.

Burkov seguía confuso todavía.

—¿No captó Harrison la conexión lunar?

—¡No! —Benson agitó una mano—. Es cosmólogo. Los cosmólogos ignoran todo lo que hay a este lado de Andrómeda. —Se levantó de detrás del escritorio y empezó a pasearse por la oficina—. Déjame contarte mi teoría, Leonid. Ahora estoy convencido de que las bolas de fuego fueron causadas por polvo de antimateria procedente del espacio. El problema durante todo este tiempo era explicar el origen de ese polvo. El error que cometimos fue suponer que la antimateria estuvo siempre en esa forma.

»Supón, sin embargo, que una cantidad de anti-materia entra en el sistema solar, no como una nube de polvo, sino de una forma más integrada.

—¿Una roca?

—Quizá. Tal vez se originó como un solo trozo de material, pero se fue fragmentando a medida que cruzaba el espacio interestelar. Después de todo, cada vez que golpeaba un micrometeorito de materia debía de producirse un bang infernal.

Burkov parecía incrédulo.

—¿Una roca de antimateria..., volando a través del espacio interestelar? No lo comprendo, Andrew. ¿De dónde pudo proceder una roca así?

—De otra galaxia, por supuesto.

—¿Qué?

—Ya sé que es algo pasado de moda, Leonid, pero no podemos estar seguros de que todas las galaxias estén hechas de materia. Por todo lo que sabemos, también pueden existir galaxias de antimateria. A nuestros ojos, ambas parecerían idénticas. No sabremos nunca de qué están hechas. Y tiene que haber ocasiones en que algunos restos se desprendan de ellas..., incluso estrellas completas.

Burkov siguió tercamente incrédulo.

—Sea como sea, fue simplemente un asunto de mala suerte que, mientras esta flotilla de restos de antimateria cruzaba el Sistema Solar, la Luna se metiera en su camino. Mi suposición es que esa materia golpeó la Luna con un estallido incidental. La explosión resultante debió de vaporizar la mayor parte de la antimateria, pero algo de ella sobrevivió, mezclada con la roca lunar soliviantada. En particular, los fragmentos cercanos a la periferia debieron de ser arrojados de vuelta al espacio por la misma explosión antes de que tuvieran oportunidad de ser aniquilados por completo. La violencia debió de alterar drásticamente su trayectoria, atrapando los restos sobrevivientes en una órbita en torno al sistema Tierra-Luna.

Benson hizo una pausa, buscando alguna reacción en su compañero. El ruso se limitó a permanecer sentado allí, con aspecto pálido. Luego dijo:

—Hay una forma de comprobarlo.

—¿Lunamotos?

Burkov asintió.

—Ya lo he hecho. Envié un telex a Goddard tan pronto como estuve de vuelta. —Benson cogió la respuesta del telex de encima de la mesa, escrita sobre papel de ordenador, y se la tendió a Burkov.

—«Confirmamos violenta actividad sísmica 2-14 en inmediaciones cráter Vestine. Sigue fax detalles acontecimiento principal y secundarios. Acontecimiento acompañado por importante penacho en horizonte lunar muy informado por prensa en su momento» —leyó en voz alta.

El ruso miró fijamente a Benson.

—¿Un penacho? ¿Informado en la prensa?

—Lo fue. Lo comprobé en el Times de Londres..., la biblioteca principal conserva los números atrasados. Publicaron un corto artículo el 17 de febrero. Lo atribuyeron a una erupción volcánica.

—Así que el estallido de rayos gamma, el lunamoto, y esta... erupción, ¿todo coincide?

—Exacto.

—¿Y nadie más ha visto la conexión?

—No por todo lo que sé.

Burkov guardó silencio durante un rato, sumido en sus pensamientos. Al final dijo:

—Si tienes razón, Andrew, y esta antimateria se halla realmente atrapada en una órbita en torno a la Tierra, y tengo que confesar que las pruebas señalan en esta dirección..., sabes lo que significa, ¿verdad?

—Sí —dijo Benson—. Volverán. Algún día, pronto. Bolas de fuego, peores y más grandes.

Fue necesario otro día para asimilar completamente todo el impacto del descubrimiento de Benson. Luego, dos cosas adquirieron gran importancia. En primer lugar, tenían que calcular la órbita excéntrica de los restantes fragmentos de antimateria. A continuación, necesitaban una estimación de la cantidad total de materia involucrada. El temor era que las bolas de fuego, hasta la fecha, fueran únicamente el resultado del roce de la Tierra contra el borde de una nube de polvo de antimateria altamente difusa. Si sus componentes se acercaban más a cada paso, las consecuencias eran imprevisibles.

Por el lado práctico, Benson dispuso que su secretaria Sally consiguiera un par de literas de campaña, para que ellos dos pudieran dormir en su despacho si era necesario. Esta sugerencia planteó enormes objeciones del agente del SIS de Burkov, que insistía en permanecer fuera del edificio de Física en un Rover azul sin señales distintivas siempre que Burkov estaba allí. La presencia de Burkov en Occidente no era algo que a Benson le gustara dar a la luz pública en aquellos momentos. Lo último que deseaba era que la prensa empezara a husmear en torno a ellos mientras intentaban trabajar. Quenby y Stratton ya estaban empezando a mostrarse curiosos acerca del ruso de aspecto peculiar que no dejaba de entrar y salir del Departamento a horas intempestivas. Benson les contó una historia ridicula acerca de un antiguo colega de California y se quitó a Quenby de encima encargándole la resolución de un ultrajantemente difícil problema de teoría de campo que lo mantendría ocupado varios meses si era necesario. Luego se pusieron a trabajar activamente. Se dedicaron a buscar las respuestas a los problemas de órbita y estimación de la masa con obcecada furia, sin apenas salir de la oficina de Benson.

La forma evidente de ocuparse de la primera pregunta consistía en analizar los datos acumulados sobre bolas de fuego para ver si había algún indicio de comportamiento periódico. El problema era que el índice de informes no era un indicador muy preciso de la incidencia real de las bolas de fuego, puesto que resultaba distorsionado por factores tales como la excitación de los medios de comunicación y las actuaciones de la seguridad nacional. Ciertamente, el brusco cese de las bolas de fuego que se había producido el mes anterior no tenía precedentes.

Benson y Burkov trabajaron intensamente en el terminal de ordenador, manipulando los datos e intentando extraer alguna especie de tendencia sistemática. La técnica básica consistía en utilizar el análisis de Fourier, un modo de fraccionar una distribución en componentes de diferente periodicidad. Pero, se organizaran como se organizaran los datos, ningún esquema en particular parecía destacar por encima de los demás.

Tras muchas horas de agotador y absorbente trabajo, se vieron obligados a admitir su derrota.

—No vamos a ninguna parte —dijo Benson, dejándose caer, vencido, en su silla giratoria—. Si esta materia está orbitando la Tierra, tiene que existir una periodicidad. Pero, ¿dónde está?

Burkov tamborileaba con los dedos, y sus frágiles rasgos parecían más tensos y macilentos que nunca por la falta de sueño y el terrible sentimiento de responsabilidad que repentinamente había caído sobre ellos.

—Quizá nos estemos precipitando demasiado, Andrew. Pensemos con serenidad durante un momento.

Sirvió otras dos tazas de café, y permanecieron sentados, bebiéndolo en silencio, hasta que el ruso resumió:

—Se supone que somos físicos, ¿no?

Benson se encogió de hombros y no dijo nada.

—Así que pensemos como físicos y no como brujas del ordenador.

—Brujos.

—Sí, brujos. Bien, hemos admitido que la antimateria se ha dispersado en un enjambre o una nube, y que está siguiendo una órbita excéntrica que la acerca más a la Tierra a cada paso. ¿Correcto?

—Correcto —admitió Benson.

—Así pues, ¿qué ocurre cuando llega la materia?

—Tenemos bolas de fuego.

—Tenemos bolas de fuego —repitió el ruso—. Pero no simplemente así. De alguna forma, el polvo permanece estable por un tiempo, filtrándose lentamente hacia el nivel del suelo, antes de que algo como un campo eléctrico o una tormenta lo desencadene. Entonces, bang.

Benson asintió cansadamente.

—Excepto que las partículas más grandes probablemente hagan bang tan pronto como golpeen la atmósfera. ¿Qué hay acerca de esa grande que alcanzó Patterson Creek? ¿Cómo alcanzó intacta el nivel del suelo?

Lo consideraron durante un rato.

—Puede que haya alguna especie de efecto de escudo —sugirió Burkov—. A medida que la superficie de la materia empiece a aniquilarse, radiará lejos, con fuerza, las moléculas de aire que la rodean. Eso formará un escudo protector. Cuando golpee un objeto sólido, sin embargo, todo el conjunto estallará en un momento.

—Quizá.

—Pero la mayor parte de los datos hacen referencia a los primeros incidentes con bolas de fuego..., las pequeñas. Así que limitemos nuestra atención al polvo fino. ¿Qué podemos decir acerca de su comportamiento? ¿Cuánto tiempo necesita para derivar hasta el suelo?

—¿Quién lo sabe? Unos cuantos días, supongo. Depende del tamaño de los granos y de las condiciones meteorológicas.

Burkov asintió.

—Así que una repentina inyección de granos de antimateria en la atmósfera superior no conduce inmediatamente a un brusco estallido de bolas de fuego. El efecto al nivel del suelo se ve considerablemente prolongado en el tiempo.

—Ajá. Lo cual hace que nuestras gráficas sean totalmente confusas.

—Así pues, el índice de informes sobre bolas de fuego no es, después de todo, un indicador exacto del momento del encuentro de la Tierra con los restos orbitales.

—Admitido —dijo lentamente Benson—. A menos que...

—A menos que dejemos a un lado todos los informes referentes al nivel del suelo y restrinjamos el análisis a los casos aéreos —interrumpió ansiosamente Burkov.

Sin más discusión, dieron rápidamente instrucciones al ordenador para que reorganizara los datos, conservando solamente los casos sucedidos a gran altitud. Luego entraron esos datos en el programa Fourier de análisis. Unos segundos más tarde, la pantalla se llenó de símbolos.

El ciclo de 36 días se hizo innegable.

Benson dejó escapar una exclamación de alegría.

—Cristo, Leonid, ¿cuándo debe empezar entonces el próximo ciclo de bolas de fuego?

—La próxima inyección de antimateria está prevista, déjame ver, hacia mediados de la semana próxima. Concedamos tres, quizá cuatro días, para que deriven hacia el suelo; yo diría que vamos a volver a tener informes a mediados de julio.

—Me gustará ver la cara de Maltby.

—¿Qué te parece si lo celebramos con unos bocadillos de tocino? —sugirió Burkov.

—Aunque en realidad no tenemos mucho que celebrar, ¿no crees?

—No, supongo que no.

—Y luego, a dormir un poco.

—Sí, a dormir un poco.

Los dos hombres se dejaron caer en las literas de campaña y durmieron durante todo el resto del día. Se levantaron al anochecer, cansados y deprimidos a causa del peso muerto de la ansiedad creada por la inminente amenaza de las bolas de fuego, una amenazada que sólo ellos apreciaban en su totalidad.

La más urgente prioridad en aquellos momentos consistía en intentar estimar la masa total de antimateria en órbita en torno a la Tierra.

—Las características orbitales no nos son de ninguna ayuda —dijo Benson cansadamente—. El único asidero que tenemos respecto de la masa son los datos de los rayos gamma. Podemos efectuar una estimación aproximada de la energía total liberada en el impacto lunar.

—Eso no nos servirá de nada sin saber la velocidad del impacto —respondió el ruso.

—Digamos diez kilómetros por segundo.

—¿Por qué?

Benson se encogió de hombros.

—Es la velocidad estelar relativa típica en los brazos en espiral de la galaxia.

—Supongamos que la antimateria es extragaláctica. ¿No crees que es más probable?

—Entonces la velocidad sería mayor.

—Infernalmente mayor.

—Sí. Como para esperar que la materia se aplaste contra el punto de impacto, no salpique por todo el sistema solar.

—Tiene que haber alguna incidencia de rebote..., sólo mira la superficie lunar.

—Quizá.

—De todos modos, admitamos este modelo —sugirió Burkov—. Los datos de Goddard deberían ayudarnos a confirmarlo.

Trabajaron en ello durante toda la noche siguiente, moviéndose en medio de una enorme masa de ecuaciones sobre la pizarra y en el ordenador sobre el escritorio de Benson. En dos ocasiones tuvieron que sacar de la cama a colegas distantes para hacerles cautelosas preguntas acerca de los datos sobre rayos gamma del satélite, a fin de poder relacionar la intensidad de los estallidos de energía liberada con la antimateria que había golpeado la Luna.

Aunque los datos con los que debían trabajar eran desesperadamente fragmentarios, pronto resultó claro que la masa total de los restos de antimateria en órbita tenía que exceder con mucho de la cantidad que había caído ya sobre la Tierra. La horrible verdad de que la amenaza de las bolas de fuego podía ser de colosales proporciones empezó a abrirse camino hasta ellos.

—Lo que hemos tenido hasta ahora ha sido sólo una primera sesión —dijo Benson—. Todavía falta proyectar la película principal del programa. No necesito decirte lo que ocurrirá si una partícula de antimateria del tamaño de un guisante cae sobre Europa central.

—La Tercera Guerra Mundial.

—Y cómo. Puedes estar seguro de que si la antimateria no te alcanza, las superpotencias lo harán. Mierda. Vaya forma estúpida de que desaparezca el homo sapiens.

—Quizá nos hayamos equivocado en nuestros cálculos, Andrew. Deberíamos buscar alguna especie de comprobación independiente de la cantidad de materia que tenemos ahí arriba.

—Sí. Pero, ¿cómo?

—Si la masa de restos es lo bastante grande, ¿no deberíamos poder verla? A través de un telescopio, quiero decir.

—Infiernos, Leonid, no lo sé. Presumiblemente nadie lo haya hecho, o de otra forma lo sabríamos.

—¿De veras? ¿Cuál sería su aspecto a través de un telescopio?

—Supongo que una nube. Alguna especie de cometa quizá.

—¿Quién puede saber algo al respecto?

—Muchos cometas son descubiertos por astrónomos aficionados. Supongo que la Real Sociedad Astronómica debería saberlo.

Benson telefoneó a la RSA y pidió por el secretario. Al cabo de un momento consiguió la comunicación.

—Soy el profesor Andrew Benson. Estoy intentando averiguar si se ha descubierto algún nuevo cometa recientemente. Quiero dar una conferencia sobre cometas.

—Evidentemente, usted no lee los periódicos, profesor.

—¿Eh?

—Lea el Times de hoy. Le dará todos los detalles que tenemos hasta el momento.

El secretario colgó.

Benson pulsó furiosamente los botones del teléfono.

—Sally. Tráigame el Times de hoy.

—Pero, profesor Benson, en estos momentos iba a irme a...

—Tráigamelo. ¡Ahora mismo!

Colgó el receptor.

Diez minutos más tarde Sally llamaba con unos tímidos golpes a la puerta y asomaba tímidamente la cabeza en la habitación. Parecía una pocilga. Había papeles y libros esparcidos por todo el suelo, un montón de tazas de plástico usadas formaban un facsímil de la Torre Inclinada de Pisa, y un bocadillo de tocino a medio comer asomaba por entre unas mondaduras de naranja. El lugar olía como la cabaña de un trampero.

Sus dos ocupantes no eran menos ofensivos. El rostro de Benson estaba cubierto por una barba de varios días, y tenía los ojos horriblemente inyectados en sangre. El ruso parecía estar a las puertas de la muerte, con su ya de por sí deteriorado cuerpo positivamente cadavérico, sus ropas sucias y arrugadas.

La muchacha miró a Benson con los ojos muy abiertos cuando éste le arrancó el periódico de un tirón.

—Esto, profesor... —tartamudeó—. Voy a estar fuera un par de semanas. En Grecia.

—¿Por qué? —preguntó Benson, sin comprender.

—Vacaciones.

Benson se limitó a mirarla con expresión vacía mientras se retiraba y cerraba la puerta, evidentemente aliviada de alejarse de la locura que se estaba desarrollando allí, fuera cual fuese.

Benson abrió apresuradamente el periódico extendido en el suelo y examinó las columnas, mientras Burkov miraba expectante por encima de su hombro. Pronto lo encontraron.

«Un estudiante descubre un misterioso objeto en el espacio», proclamaban los titulares. Benson leyó el artículo en voz alta:

—Un estudiante de 17 años de Southampton puede pasar a la historia como el descubridor de un nuevo tipo de objeto astronómico. Mark Stanhope, un entusiasta astrónomo aficionado y alumno de la St Cedric's Comprehensive School, en Southampton, estaba observando la Nebulosa del Cangrejo a través de su reflector de 12 pulgadas de fabricación casera, cuando divisó una extraña mancha de luz.

«“Comprobé mi atlas estelar, y pronto me di cuenta de que no había galaxias en esa posición”, explicó el señor Stanhope. “Pensé que debía de tratarse de un cometa. Pero luego observé el parpadeo...”

Benson se detuvo, y los dos hombres se miraron en asombrado silencio, conscientes al instante de las implicaciones.

Benson siguió la lectura en tono bajo.

—«En el centro de una mancha de luminosidad parecía haber una intensa luz parpadeante».

»Un portavoz del Real Observatorio de Greenwich dijo la pasada noche que, debido a las condiciones meteorológicas adversas, todavía no se habían podido confirmar las observaciones del señor Stanhope. De todos modos, admitió que era muy improbable que un cometa pudiera mostrar el fenómeno parpadeante descrito por el estudiante.

»El señor Stanhope, que iniciará sus estudios superiores el año próximo...

Benson se interrumpió, se levantó y miró hoscamente por la ventana. Estaba lloviendo de nuevo.

—Una fuente de luz parpadeante en el centro sólo puede significar un gran objeto sólido.

—Estoy de acuerdo —respondió roncamente el ruso.

—De forma irregular, y girando sobre sí mismo, con la luz del sol reflejándose al azar en sus desiguales superficies.

—Parece una nube de restos, y en el centro una roca.

—Una roca malditamente grande.

—De antimateria.

—Jesucristo.

Ambos hombres guardaron silencio ante la enormidad del descubrimiento.

Finalmente, Benson dijo:

—Bien, al menos esto confirma nuestra teoría. Evidentemente, la roca no se rompió por completo cuando golpeó la Luna. Me pregunto cuál será su tamaño.

—Para que sea visible a esta distancia con un telescopio de 12 pulgadas, tiene que tener al menos un centenar de metros de diámetro —aventuró Burkov.

—Diez millones de toneladas de antimateria —murmuró Benson, incrédulo—. Y sólo se necesita una tonelada para devastar todo un planeta.

—No sabemos si la roca va a colisionar contra la Tierra. Hasta ahora, parece que sólo hemos rozado la cola de los restos.

—Pero con cada ciclo se acerca más.

—Hasta ahora, sí. Sin embargo, necesitamos calcular la órbita exacta antes de poder estar seguros de que la tendencia va a continuar. Sospecho que el polvo se halla disperso por muchos miles de kilómetros, de modo que no podemos deducir mucho sobre la órbita de la roca en sí por los datos de las bolas de fuego.

Benson se restregó los ojos, repentinamente abrumado por la fatiga y el desánimo.

—¿Cuán fácil será calcular la órbita, Leonid?

El ruso pensó durante unos instantes.

—A partir del ciclo de 36 días, sabemos que la órbita va hasta más allá de la Luna, así que se ve afectada simultáneamente por los campos gravitatorios de la Tierra, de la Luna y del Sol. Puede ser muy complicada. Necesitaremos como mínimo varios días de observaciones meticulosas, y luego un buen programa de ordenador.

—No disponemos de estos recursos aquí —dijo Benson—. Tendremos que buscar ayuda de alguna otra parte.

—Ahora que la historia ha salido a la luz, tal vez los astrónomos profesionales se ocupen de ella.

—¿No crees que puedan hacer la misma conexión con las bolas de fuego que hiciste tú?

—Es más bien improbable. No disponen de los datos para deducir el ciclo de 36 días, aunque alguno de ellos sospechara una relación.

—Así pues, ¿qué hacemos ahora? ¿Vamos a hablar con Maltby?

—Creo que no, amigo mío. No hará más que rechazar el descubrimiento de la roca como una coincidencia. Nuestras pruebas son aún demasiado fragmentarias.

—Pero no podemos quedarnos sentados aquí e ignorar el hecho de que, a unos pocos miles de kilómetros ahí arriba, la antimateria suficiente como para desintegrar todo un planeta está girando en torno a nosotros en una órbita excéntrica.

—Me temo que en este estadio no vamos a conseguir nada recurriendo a los canales gubernamentales. Son unos estúpidos, tanto los orientales como los occidentales. Sus mentes son demasiado estrechas. Tendremos que seguir el camino que ambos conocemos muy bien. Tratar el fenómeno como algo estrictamente científico, y utilizar nuestra influencia en la comunidad científica. Influencia que, al fin y al cabo, no deja de ser considerable.

—Será la tuya, Leonid. Yo eché abajo mi carrera, no lo olvides.

El ruso sonrió suavemente.

—Estoy seguro de que aún puedes tirar de unas cuantas cuerdas.

—Hilos.

—Sí, hilos.

Benson se volvió cansadamente hacia el teléfono, consultó un bloc de notas y marcó un número de Arizona.

—Probaré con Ed Tarling, en Kit Peak. Me debe un favor.

Al cabo de unos minutos, Benson estaba en contacto con Tarling. Cortó en seco los saludos.

—Ed, necesito urgentemente tu ayuda.

—Cuenta con ella —fue la rápida respuesta—. Siempre que no me pidas que interrumpa mi programa de observaciones. Hemos conseguido unos datos fotométricos realmente buenos de M46...

—Ed, esto es realmente importante. Puede ser un descubrimiento de primera magnitud.

—Oh, ¿de veras? No me digas que esos británicos te han entrenado como astrónomo observador.

—Estoy hablando en serio, Ed. He estado efectuando un trabajo teórico con Leonid Burkov.

—¿No bromeas? Creía que Burkov estaba atrapado por los cojones.

—Lo tengo aquí a mi lado.

—Jesús. ¿Cómo se encuentra?

—Recuperándose.

—¿De veras? ¿Así que se trata de una gran teoría, Andy?

—¿Has oído hablar de ese chico estudiante inglés que ha descubierto un misterioso objeto?

—¿Eh? Oh, vamos, Andy, no me vengas con tonterías. Aquí somos unos astrónomos serios.

—Estoy siendo serio. Leonid y yo predijimos su existencia.

—¿Se trata de alguna especie de broma?

—Mira, Ed, los dos estamos terriblemente cansados, y necesitamos tu ayuda para acabar de atar todos los cabos de esto. Puede ser algo enorme para todos nosotros. Por favor, deja de decir tonterías.

Benson hizo al astrónomo un rápido resumen del informe del periódico, junto con algunas vagas observaciones acerca de asteroides errantes y algún nuevo proyecto que estaba supuestamente en marcha para comprobar los efectos gravitatorios en el Sistema Solar. Cuando terminó, Tarling dijo:

—No creo ni una palabra de eso. Pero, de todos modos, ¿qué es lo que quieres que haga?

—Consigúenos su órbita exacta.

—Cristo, Andy, ¿con qué te piensas que me gano la vida? ¿Dirigiendo un circo cósmico? Sólo hemos conseguido trescientas horas de tiempo de observación esta temporada. No puedes esperar que empiece a efectuar observaciones no previstas en un equipo tan caro como éste.

—No necesitas utilizar el telescopio grande, Ed. Haz que uno de tus estudiantes graduados se ocupe de ello en el de 50 pulgadas.

—Ya resulta bastante difícil conseguir que esos perezosos bribones ayuden en el proyecto principal.

—Entonces eso significará un ligero alivio para ellos. Apuesto a que saltarán como locos ante la posibilidad de hacer algo nuevo.

Hubo unos instantes de silencio, luego un largo suspiro.

—Supongo que te debo un favor, Andy.

—¿Así que lo harás?

—Déjalo en mis manos. Pero no me hagas prometer nada.

—Gracias, compañero. Hay una cosa más.

—Oh, Cristo, ¿de qué se trata ahora?

—¿Dispones del software necesario para calcular la órbita?

—No aquí. Pero podemos hacerlo en la red general de Los Ángeles.

—Estupendo. Aprecio realmente tu ayuda, Ed.

—Sí, bueno. Estaré en contacto contigo.

—Y, Ed. Esto puede ser algo realmente grande, así que manténlo en familia, ¿quieres?

—Lo que tú digas. Adiós.

Benson se volvió hacia Burkov.

—Lo hará —dijo. Pero el ruso se había quedado dormido.

Cuando Tarling telefoneó, tres días más tarde, su actitud era notablemente distinta.

—¿Sabes, Andy?, realmente has desencadenado algo aquí. Tengo a un par de estudiantes volviéndose locos con ese misterioso objeto tuyo. ¿Qué es lo que dijiste que era? ¿Un asteroide errante? No parece en absoluto un asteroide. Claro que yo no sé reconocer uno si lo veo. Todos esos asuntos del Sistema Solar los dejo a los chicos del Smithsoniano. Pero ese hijo de madre tiene una cola. Como un cometa, sólo que no es un cometa, por la forma en que está curvada. ¿Lo creerás? ¡Tiene la forma de un bumerang! Cuando vi por primera vez...

—Ed —cortó secamente Benson—. ¿Cuál es la órbita? —Lo más crucial era la órbita.

—Oh, esto..., ahora iba a decírtelo. Está realmente cerca. La mitad del tiempo dentro de la órbita de la Luna. Muy excéntrica. De hecho, la próxima vez que pase junto a nosotros no nos alcanzará por poco.

—¿Estás seguro de eso, Ed? ¿No nos alcanzará?

—No, no estoy seguro. Creo que no nos alcanzará por algo así como treinta mil kilómetros. Pero eso es malditamente cerca para un asteroide, o lo que sea. ¿Sabes una cosa? Tenías razón, amigo. Esto puede ser algo grande. ¿Cómo demonios lo predijisteis tú y Burkov?

—Es una larga historia. Mira, tenemos que asegurarnos respecto de la órbita, y puede que un pase no sea suficiente. Necesitamos efectuar una extrapolación completa.

—Temes que nos golpee, ¿no es eso? Sería un buen impacto. Vaya, primero todo ese asunto de las bolas de fuego, y luego el impacto de un meteoro. Cristo. Podría ser serio.

No sabes cuán serio, pensó Benson.

—¿Cuándo tendremos una proyección a largo plazo, Ed?

—Se necesitarán unos cuantos días más de observación si deseas obtener dos períodos. La órbita es un auténtico lío. ¿No crees que sería mejor anunciarlo? ¿Obtener alguna confirmación sobre la órbita?

—No, Ed. Ningún anuncio —dijo Benson firmemente.

—Supongo que es tu bebé. Pero, si hay algún peligro, ¿no crees...?

—Nosotros nos ocuparemos de ese aspecto.

—De acuerdo. Lo que tú digas. ¿Qué quieres que haga?

—¿Puedes conseguir que nosotros efectuemos el análisis desde aquí?

—Supongo que sí. Puedes entrar en la red de Los Ángeles a través de Londres o Edimburgo, imagino. Podemos seguir enviándote los datos por la línea desde aquí.

—Gracias.

—¿Seguro que no deseas hacerlo público? Tal vez haya algún otro tipo comprobando ese informe del periódico.

—Lo dudo. Sigue manteniéndolo en silencio hasta que estemos seguros, Ed.

—De acuerdo. Ah, mis saludos a Burkov.

Benson y Burkov habían utilizado sabiamente los tres días de espera para recuperar algo del sueño perdido, adecentar un poco la oficina y adecentarse ellos mismos, y comprobar una vez más todos sus cálculos. Ninguno de los dos tenía ahora la menor duda acerca de la exactitud básica de su teoría. Con la amenaza de las bolas de fuego aparentemente terminada, el tema estaba desapareciendo lentamente de los titulares. No se había recibido ni iniciado ningún nuevo contacto por parte de Maltby ni de Malone. Ahora todo dependía de los datos mejorados de la órbita. Si futuras perturbaciones gravitatorias iban a volver a empujar la antimateria lejos de la Tierra, entonces la amenaza disminuiría.

Si no...

Trabajaron durante dos días en el problema orbital, conectados al gran ordenador de la Universidad de California, tras la debida autorización académica. Los progresos eran lentos. Pero cada nuevo juego de datos de observación mejoraba la exactitud de su extrapolación.

La ansiedad los estaba consumiendo a ambos, y Burkov tenía que tomarse largos descansos en su retiro campestre. Benson había empezado a beber mucho y comer poco. Sus colegas de la Universidad lo habían calificado evidentemente como loco. Sus persianas permanecían siempre cerradas y su puerta bajo llave. Pero a nadie le preocupaba.

Había establecido el análisis orbital para obtener una predicción de su «perigeo», un término técnico referido a la distancia de mayor aproximación de la roca con la Tierra. Todo dependía de que el perigeo fuera lo más amplio posible. Al principio el margen de error era demasiado grande como para tener confianza en los cálculos, pero a medida que eran introducidos más y más datos al ordenador desde Kit Peak, los errores iban disminuyendo, y las esperanzas de Benson disminuían con ellos.

El índice probable de valores para el perigeo convergía firmemente hacia cero.

La roca iba a golpear contra la Tierra en un período de diez días.

13

Caminaron en silencio durante unas horas por las colinas de más allá de la ciudad, perdidos en el horror de lo que habían descubierto. Finalmente, Burkov se detuvo, agotado, y se sentó en un murito de piedra seca, tembloroso, jadeando que no podía seguir.

Benson miró a su alrededor, consciente por primera vez de lo que le rodeaba y de la hora del día que era. Era primera hora de la tarde. Olía a aulaga. La ciudad quedaba oculta en el valle. Era como si se hubieran alejado de la humanidad y llegado a algún lugar que existía ya antes de que la Tierra fuera contaminada por el hombre.

—Casi te hace sentir alegre de estar vivo —dijo.

Burkov alzó la vista hacia él.

—El problema es que Maltby, evidentemente, no servirá de nada. Tal vez Malone escuche. Por supuesto, podemos seguir el camino tradicional, ofrecer una conferencia, publicar un artículo.

—¿Una conferencia para quién, publicar dónde? Para entonces todos habremos saltado ya, reducidos a átomos —dijo Benson.

Burkov agitó la cabeza.

—Tenemos que pensar —dijo, y en aquel momento la frustración de Benson se convirtió en ira. Se inclinó y tiró del viejo, obligándole a ponerse en pie, apretando fuertemente su hombro, haciéndole daño.

—¿Para qué preocuparse, Leonid? Nos hallamos en un estadio terminal. Somos los últimos testigos. ¿Cómo infiernos podemos detener diez millones de toneladas de roca? Aunque pudiéramos imaginar una forma, necesitaríamos recursos globales. ¡Vaya chiste! Occidente piensa que son los rusos. Los rusos piensan que es Occidente. Así que al infierno con todos. Tú y yo podemos sentarnos tranquilamente y contemplar cómo la humanidad desaparece en medio de su propia estupidez. Estamos agotados, amigo mío, y eso es un hecho.

—Bonito discurso. Ahora suéltame. Me haces daño.

Benson dejó caer sus manos y retrocedió un paso.

—Piensa en ello.

Se miraron intensamente el uno al otro, dos hombres con unos antecedentes y unos estilos de vida tan distintos, unidos por la ciencia y ahora por un secreto compartido de horrendas proporciones.

—¿Qué hay aquí que valga la pena salvar? —exclamó Benson.

El ruso sonrió débilmente y dijo:

—Yo.

La extraña visión de un viejo despeinado subido a los hombros de un excursionista que silbaba átonamente atrajo las miradas de sorpresa de todo el mundo en el lugar. Benson silbaba todavía cuando entraron en la ciudad. Se detuvieron ante el primer pub que vieron, y Burkov se deslizó al suelo.

—Tengo sed —dijo.

—¿Tienes sed? —dijo Benson—. Entonces tú invitas.

Era un lugar pequeño, sólo tres mesas, una de ellas ocupada por dos viejos. Un barman gordo limpiaba vasos. Los diseñadores de cervecerías habían pasado de largo por allí. De no ser por un joven con tejanos que jugaba en una máquina tragaperras, el bar hubiera podido pertenecer al siglo XIX.

Burkov pidió dos cervezas y Benson asintió con la cabeza al viejo, que le sonrió torpemente.

Burkov se sentó. El lugar estaba en silencio excepto por el tintineo de la máquina tragaperras y el ocasional rat-a-tat cuando el joven ganaba unas cuantas monedas.

—Así que, ¿cuáles son nuestras posibilidades? —dijo Burkov. Dio un largo sorbo a su vaso, luego empezó a dibujar algo sobre la mesa—. Supongamos que Whitehall y Washington quedan descartados. Ya hemos hecho todo lo posible con ellos.

Benson asintió, escuchando sólo a medias. Mentalmente estaba de vuelta en su despacho, contemplando las fórmulas matemáticas garabateadas en la pizarra, revisando una vez más las ecuaciones, comprobándolas en busca de errores.

—...y estamos de acuerdo —siguió Burkov— en que no hay tiempo de seguir el proceso normal...

Benson cerró los ojos para visualizar mejor la pizarra, luego se estremeció y se sobresaltó cuando a máquina tragaperras resonó como una metralleta y el joven lanzó un grito de victoria. La máquina siguió sonando durante medio minuto mientras el joven recogía sus monedas, bailaba por todo el bar, pedía una cerveza y se sentaba en un taburete, sonriendo, haciendo chaquear los dedos, siguiendo un ritmo imaginario con los pies. La máquina tragaperras interpretaba unos compases de una conocida y apropiada canción: «Congratulations».

—Conclusión —dijo Burkov—. Vamos a Moscú.

La canción de la máquina tragaperras terminó.

—¿Moscú? —repitió Benson, y la palabra resonó en el repentino silencio. El joven le miró, luego volvió a mirar al barman.

—No el propio Moscú —dijo Burkov—. No geográficamente. Por delegación, podríamos decir.

—¿La Embajada?

Burkov sonrió.

—Por fin, amigo mío, me escuchas.

Permanecieron sentados en silencio durante unos instantes, mientras Benson pensaba, intentaba configurar las consecuencias de la sugerencia de Burkov. La idea de acudir a la Embajada rusa le hacía estremecer, la idea de que, una vez dentro, no podría volver a salir, o de que, si lo hacía, sería acusado de espionaje o algo parecido, porque seguramente el MI5 o alguien estaría vigilando a cualquiera que intentara entrar... Luego pensó en Burkov.

—¿Irías allí, después de todo lo que te han hecho?

—Me dejaron salir. No me quieren de vuelta. No me harán más daño.

—¿Pero escucharán? ¿Tienes alguna credibilidad con ellos?

Burkov se encogió de hombros.

—¿Cómo quieres que lo sepa? Como tú, soy un científico. Estoy fuera de este mundo. Encerrado en mi claustro particular. No sé cómo funcionan esas cosas. Ni siquiera puedo seguirle el hilo a un libro de Le Carré.

Benson sonrió y palmeó el brazo del viejo. Era el momento de tomar otra cerveza, y luego volver a casa. En la barra, fue consciente de pronto de la repentina quietud del lugar. Lugo se dio cuenta: el joven se había ido; debía de haberlo hecho de puntillas.

Durante media hora meditaron acerca de sus limitadas posibilidades, adustos y ansiosos. Benson recordó haber leído en una ocasión un artículo sobre las conversaciones de bar. El tema favorito, después del sexo y el fútbol, era salvar el mundo. Ahora estaban en ello, un ruso decrépito y un científico americano en desgracia, interpretando el papel en la realidad. Sonrió pese a sí mismo.

Empezaba a oscurecer cuando salieron. La calle estaba desierta y Burkov cansado. Necesitaba un taxi. Había una parada de autobús a unos pocos cientos de metros, pero nadie sabía cuánto iban a tener que esperar. Luego repararon en el sedán azul estacionado en la acera de enfrente. Un hombre robusto estaba sentado al volante, leyendo un periódico. El guardián de Burkov. Benson lo había olvidado. El estúpido idiota debía de haberlos estado siguiendo por las colinas.

Se dirigió hacia él y dio unos golpecitos en la ventanilla. El hombre bajó el cristal.

—¿Puede llevarnos de vuelta? Su protegido está en las últimas.

El hombre giró el torso y miró a Burkov. Luego abrió la portezuela de atrás, y los dos científicos subieron.

—El SIS a su servicio —dijo, y puso en marcha el motor.

Al día siguiente, en el despacho de Benson, organizaron sus ideas. Contactarían con los rusos. Se lo contarían todo. Luego irían a ver a Maltby, y se lo contarían también. Una vez volvieran las bolas de fuego, tendrían que ser tomados en serio.

—¿No hemos olvidado algo, Leonid? —dijo Andrew—. Tu guardián. No podemos meternos en la Embajada soviética con él a los talones. No nos lo permitirán.

—Bueno, nos desharemos de él de alguna forma —respondió el ruso.

Benson pensó por unos instantes, luego tomó el teléfono. La voz familiar tuvo un extraño efecto en él.

—Tamsin, soy Andrew —dijo simplemente—. Necesitamos tu ayuda.

—¿No vas a preguntarme si tuve unas buenas vacaciones pese a tu brusca partida?

—Me alegra que hayas vuelto.

—Para poder ayudar, ¿no? —Sonaba distantemente helada.

—Escucha, Tamsin. Lamento lo de Italia, pero topamos con algo realmente grande... y desagradable. ¿Puedes venir aquí ahora mismo? Te lo explicaré todo.

Los dos hombres observaron a Tamsin ponerse progresivamente pálida mientras le relataban el descubrimiento de la conexión lunar, el flujo de antimateria en órbita, y luego la existencia de la roca y su encuentro previsto con el planeta Tierra.

—Así que queréis contactar con los rusos para ver si ellos pueden ayudar a detener la roca —concluyó.

—Probablemente sea una esperanza inútil —respondió Benson—. Pero sí, algo parecido. Maltby es inútil. Los rusos pueden ser nuestra única esperanza.

—No veo cómo puedo seros de alguna ayuda.

—Quiero que nos lleves a Londres; a la Embajada.

—¿Eso es todo?

—Por supuesto.

Ella pareció inquieta.

—¿No deberíamos hablar primero con Maltby? Quiero decir: Implicar en esto a los rusos...

—No hay tiempo para sutilezas diplomáticas. Nos encaminamos a un desastre global. Necesitamos alguna acción drástica.

—De acuerdo. ¿Cuándo nos vamos?

—Ahora. Trae tu coche a la entrada de servicio de la parte de atrás del edificio.

—¿Por qué la entrada de servicio?

—Necesito pararme unos momentos en la sala de ordenadores —mintió—. La entrada de servicio está más cerca.

El pequeño Fiat rojo les estaba aguardando cuando se deslizaron por la parte de atrás del edificio de Física. Benson miró brevemente a ambos lados de la entrada y no vio señales de nadie. Subieron al coche, Benson delante, junto a Tamsin, Burkov detrás, sujetando un maletín.

Condujeron durante una hora hasta llegar a la autopista M1 en dirección sur. Mientras Tamsin aceleraba, Benson repasó una vez más toda la saga de las bolas de fuego: la antimateria, la colisión lunar, el descubrimiento de la roca, los cálculos. Todo encajaba..., malditamente bien. Contempló los coches que pasaban por su lado, los verdes campos más allá, las ocasionales casas. La abrumadora normalidad de todo aquello contrastaba ridiculamente con la asombrosa amenaza a la que se enfrentaban. Antes de un mes, pensó lúgubremente Benson, todo aquello podía dejar de existir. Toda aquella gente de ahí fuera vivía sus vidas cotidianas benditamente ignorantes de la amenaza que se cernía literalmente sobre sus cabezas...

—Nos sigue alguien. —La voz de Tamsin arrancó con un sobresalto a Benson de sus deliberaciones. Se volvió en redondo. Un sedán azul se mantenía a su misma velocidad, un centenar de metros tras ellos. Maldijo para sí mismo.

—Eres aguda —dijo—. Debe de ser el guardián de Leonid. Tenemos que librarnos de él.

Ella se volvió y miró a Benson con ojos furiosos.

—Así que es por eso por lo que salisteis por la parte de atrás del edificio. Toda esa tontería acerca de la sala de ordenadores era sólo para mantenerme ignorante. Y has tenido el maldito valor de meterme en esto. Podemos terminar todos en la cárcel.

—¡Terminaremos vaporizados si no hacemos algo! —llameó él—. ¡Por el amor de Dios, Tamsin, esto es demasiado serio para empezar a preocuparnos acerca de la seguridad nacional y toda esa mierda!

—¡De acuerdo! ¡De acuerdo! No me atosigues. Esperaremos hasta llegar a Londres, luego intentaré sacármelo de encima en los suburbios. Tomaré un camino alternativo por el East End. Ya estará oscuro cuando lleguemos allí.

Siguieron el viaje en silencio, con Tamsin comprobando regularmente el espejo retrovisor. El sedán azul permanecía pegado a ellos como una lapa.

Finalmente llegaron al final de la autopista y se unieron al denso tráfico suburbano. Una o dos veces, Tamsin creyó haberse desembarazado del guardián, pero éste siempre volvía a aparecer a su cola, siguiendo cada una de sus vueltas. Benson empezó a ponerse nervioso.

—No podemos simplemente ir a la Embajada soviética y entrar. Ese tipo, Maltby, va a organizar una escena. ¿No puedes saltarte un semáforo en rojo o algo así?

—¿Y matarnos todos?

Benson se volvió. El sedán azul estaba allí, a dos coches de distancia. Estaban cruzando una parte destartalada de la ciudad, llena de casas deprimentes entremezcladas con ruinosos almacenes y sucias fábricas.

—¿Sabes por dónde vas? —preguntó Benson.

—Viví aquí cuando niña.

—No bromees. ¿En este estercolero?

—No era tan malo entonces. Ha sido muy golpeado por la recesión. Los ricos se han mudado, dejando el barrio en su mayor parte a los inmigrantes y a los parados. No es extraño que el crimen sea incontrolable.

—La degradación del interior de las ciudades. Es lo mismo en todo el mundo.

De pronto, el coche dio un brusco giro. Benson se agarró a la manija de la portezuela, y Burkov cayó de costado en el asiento trasero. Tamsin había girado por una calle estrecha entre dos almacenes, y aceleraba frenéticamente. Tomaron la siguiente curva a cincuenta y rugieron por una calle adoquinada flanqueada de camiones. A la media luz, Benson apenas pudo ver un par de enormes puertas de acero al final de la calle.

—¡Es un callejón sin salida! —exclamó, volviéndose bruscamente para ver aparecer el sedán azul en la intersección tras ellos.

—¡Sujetaos fuerte! —gritó Tamsin mientras aceleraba hacia las puertas. Bruscamente, giró el volante hacia la derecha, y se metieron por una oculta abertura al final de un almacén. Había un sucio canal a su izquierda, con la orilla llena de viejos maderos y muebles desechados. Rebotaron y saltaron locamente a lo largo del roto cemento que avanzaba paralelo al canal, evitando apenas los agujeros y los coches abandonados. El motor chilló cuando Tamsin cambió de golpe a una marcha inferior y giró de nuevo a la derecha.

Salieron a un espacio despejado donde había sido demolido un almacén, cuyo suelo se había dejado tal cual para que sirviera como aparcamiento temporal. El pequeño Fiat botó por la irregular superficie, arrojando a sus ocupantes de un lado a otro. Por un momento Benson estuvo convencido de que Tamsin había perdido el control del coche, pero ella permanecía fuertemente sujeta al volante, cambiando las marchas en furiosa sucesión.

Finalmente salieron a una calle normal, vacía de coches. Tamsin la tomó, y la siguiente, a más de cien, luego redujo la marcha, giró a la izquierda para cruzar un puente metálico y, tras aproximadamente un centenar de metros, se salió de la calzada y detuvo el coche en el aparcamiento de un pub. Eligió un lugar justo al final, fuera de la vista de la calle, detrás de un enorme camión, y apagó el motor. Todos guardaron silencio por un momento.

—Retiro todo lo que he dicho siempre acerca de las mujeres conductoras —dijo Benson—. ¿Estás bien, Leonid?

El ruso parecía claramente enfermo, pero asintió.

—Ninguna señal de nuestro amigo —observó Tamsin—. Sugiero que nos paremos a tomar algo.

—Realmente, después de esto lo necesito —respondió Benson.

Hallaron una mesa libre en un andrajoso local lleno de jóvenes con ropas de cuero y viejos de aspecto desastrado con rostros enrojecidos y ojos vacíos. Benson ignoró sus miradas cuando se sentaron con sus bebidas para planear el siguiente movimiento.

—No sirve de nada ir a la Embajada a esta hora —dijo Benson—. Lo mejor es que busquemos algún hotel barato en alguna parte y telefoneemos para concertar una entrevista.

—¿Qué vas a decirles, Andrew? —preguntó Burkov—. ¿Que deseamos solicitar su ayuda para evitar el fin del mundo?

—Habla tú con ellos, Leonid. Diles que has sido retenido contra tu voluntad por los británicos y que deseas volver a Rusia. Diles que tienes información importante que comunicarles, secretos militares o algo. Cualquier cosa, con tal de que se nos permita entrar en la Embajada.

Terminaron sus bebidas y se levantaron para irse. Varios ojos les siguieron mientras cruzaban el bar y salían al aparcamiento. Ya se había hecho de noche, y el cielo volvía a estar cubierto. Benson miró en la penumbra en busca de señales del sedán azul, pero el aparcamiento estaba casi vacío. Se mantuvieron en las sombras mientras avanzaban hacia el gran camión.

Benson oyó un ligero sonido como un roce y se volvió en redondo. Una luz de la calle lo deslumbró; la parte de atrás del pub estaba completamente a oscuras. De pronto le llegó una aguda risita, casi un cloqueo, luego otra y otra.

—¡Corred hacia el coche! —gritó Benson, pero era demasiado tarde. Media docena de jóvenes, casi invisibles en sus ropas de cuero negro, brotaron de las sombras y les rodearon.

—Mirad lo que tenemos aquí —dijo el líder—. Un puñado de pisaverdes.

—Será mejor que estén llenos de dinero —dijo un segundo.

El pulso de Benson se aceleró.

—Mirad, podéis quedaros con todo nuestro dinero si dejáis que nos marchemos tranquilamente —dijo, intentando sonar razonable—. Tenemos algo importante que hacer... —Inmediatamente se dio cuenta de su error. Hubo una seca risita, y vio el destello de la hoja de un cuchillo frente a su rostro.

—¿Habéis oído eso? Dice que son gente importante. —El rostro del líder estaba a pocos centímetros del de Benson, y pudo ver claramente sus sonrientes rasgos animales en la oscuridad—. ¿Importante para quién? —El joven escupió las palabras con voz gutural teñida de puro odio. Benson retrocedió, presa de revulsión—. No para nosotros, amigo.

Tamsin dejó escapar un seco jadeo.

—La pollita tiene buenas tetas —rió uno de los otros. Benson observó incrédulo cómo un joven con el cráneo afeitado agarraba a Tamsin por el pelo y empezaba a manosearla.

—Quítale las ropas —croó otro, con la voz distorsionada por el alcohol.

—¡No! ¡Por favor! —chilló ella, mientras una multitud de manos la agarraban por todas partes.

El líder se apartó brevemente de Benson para contemplar el espectáculo. En aquel momento, Benson alzó su pie y lo estrelló contra la espalda del joven, enviándolo de bruces contra el grupo que se apelotonaba en torno a Tamsin. Siguió un chirriar de obscenidades, y un rugido de dolor cuando Burkov se lanzó en medio del tumulto enarbolando un pesado palo de madera que había recogido del suelo.

—¡Animales! —gritó furiosamente el ruso, agitando despiadamente el palo en torno a su cabeza.

Benson agarró a Tamsin y tiró de ella, liberándola, al tiempo que hundía su puño, lleno de miedo y odio, en el rostro del joven que sujetaba su pelo.

—¡Ve al coche! —gritó—. ¡Corre!

Una bota le golpeó la cadera y lo envió contra el suelo. Sintió una aguda puñalada de dolor cuando alguien le dio una patada en el estómago, luego otra en las costillas. A través de un velo de náusea, sólo pudo ver la patética figura de Burkov, doblando las piernas, abatido en medio de una lluvia de golpes.

Bruscamente, toda la loca escena se inmovilizó en medio de una cegadora luz blanca cuando Tamsin condujo directamente hacia ella, con las luces largas encendidas. Se detuvo con un chirrido de frenos a pocos centímetros de la caída figura de Burkov e hizo sonar estridentemente el claxon. El aire se llenó con su aullido, y los jóvenes se dispersaron a toda prisa.

Benson tosió agónicamente, se obligó a alzarse sobre manos y rodillas y se arrastró hacia su caído camarada. Burkov estaba tendido en el suelo, retorciéndose, y un hilillo de sangre brotaba de su boca. Murmuró algo en ruso.

—¡Leonid! —dijo Benson con voz estrangulada.

El ruso abrió los ojos y miró fijamente a Benson.

—Vas a tener que salvar el mundo sin mí, Andrew —dijo, y su cuerpo se relajó.

14

Los chillidos de Tamsin penetraron hasta lo más profundo de su alma. Contempló, desesperadamente impotente, su cuerpo desnudo, abierto de brazos y piernas, clavado al suelo por unos punks locos de deseo que le miraban y le sonreían despectivamente. A su lado estaba sentado Leonid, contemplando con ojos vacuos la violación y cantando suavemente en ruso.

Tamsin volvió la cabeza para mirarle, suplicando que la ayudara, pero él no podía moverse. Alguien sujetaba sus brazos. Gritó, pero la presa sólo se hizo más fuerte.

—¡Por el amor de Dios, intente estarse quieto! —la oyó decir.

—¿Qué?

—Estése quieto. Se está haciendo daño.

Benson frunció los ojos y miró sin comprender a la enfermera que intentaba conseguir que volviera a echarse. Todo su cuerpo estaba bañado en dolor.

Entonces recordó. El aparcamiento, los jóvenes vestidos de cuero, Tamsin siendo asaltada, y Leonid...

—¡Burkov! —gritó, e hizo una mueca ante el dolor en su pecho—. ¿Dónde está Leonid?

—Todo a su tiempo, profesor Benson. Intente relajarse. Lo ha pasado mal. —La enfermera era una hermosa morenita de intensa mirada y actitud firme.

—¿Dónde estoy? Tengo que ir...

—Está en el hospital, y no va a ir a ninguna parte.

Benson miró a su alrededor. Era una habitación espartana, de tres por tres, paredes blancas, suelo embaldosado, una mesita de noche colgada, y desprovista de muebles excepto por su cama, un pequeño armario y un carrito lleno de equipo médico. Una sola y brillante lámpara ardía intensamente sobre la cama. Una típica habitación de hospital.

Pero, ¿lo era? Algo iba mal, y en su brumoso estado mental Benson necesitó un tiempo para decidir lo que era. Había barrotes en la ventana.

Intentó sentarse.

—Había una mujer conmigo —dijo—. ¿Está bien?

La enfermera le miró severamente.

—Le hemos dado sedantes. Se pondrá bien. Ahora estése quieto mientras le doy algo. —Lo empujó para que se tendiera de nuevo y tomó su brazo. Sintió el agudo pinchazo de una aguja.

—¡No quiero nada! ¡Usted no comprende, no queda mucho tiempo! ¡Tengo que salir de aquí! Yo...

La enfermera se dio la vuelta y, sin una palabra más, abandonó la habitación. Mientras cerraba la puerta, Benson oyó el girar de una llave. Esto no es un hospital, pensó. Es una prisión. Y volvió a sumirse en la inconsciencia.

Cuando volvió a despertar estaba solo. No sabía la hora que era; le habían quitado el reloj. Le dolía horriblemente el pecho y tenía dificultades para mover una pierna, pero, aparte de esto, sus heridas no parecían demasiado serias.

Permaneció tendido durante largo rato, reconstruyendo lentamente los acontecimientos de los dos últimos días e intentando encontrar sentido a su situación. Miró a su alrededor, buscando un timbre de alarma o algo parecido, pero no vio nada. Tampoco había ningún signo de sus pertenencias personales. A sus oídos no llegaba ningún sonido del exterior. Finalmente, intentó levantarse de la cama. Se puso de pie, tembloroso, junto a ella y cojeó unos cuantos pasos por la pequeña habitación. Probó cuidadosamente todos sus músculos. No estaba tan mal como había temido, pensó.

La puerta se abrió de golpe. Un hombre de unos cuarenta años con una bata blanca se detuvo en el umbral. Benson supuso que era un médico.

—¡Vuelva inmediatamente a la cama! —ordenó—. No está en condiciones de levantarse.

—¿No soy yo quien debe decidirlo?

El hombre sujetó a Benson por el hombro. Benson lo apartó de un empellón y volvió a la cama por su propio pie.

—Exijo saber dónde estoy y qué les ha ocurrido a mis amigos —restalló.

—No está usted en situación de exigir nada.

—¿Por qué estoy encerrado?

—Esto es un hospital de alta seguridad —respondió el médico—. Es mantenido aquí por su propio bien.

—No puede retenerme contra mi voluntad. Se supone que éste es un país libre.

—No para aquellos que quebrantan la ley, profesor.

—¡Yo no he quebrantado ninguna ley! —protestó Benson.

—Secuestrar a un extranjero que se halla bajo la protección del gobierno británico, eludir a un oficial de guardia, conspirar para cometer traición..., sin mencionar causar un altercado. Diría que todo esto es un serio quebrantamiento de la ley.

—¡Secuestro! ¡Traición! ¿Está usted loco? Escuche, tengo una información de la mayor importancia y urgencia. Debo contactar inmediatamente con las autoridades. —Benson se sentía demasiado débil para luchar.

—Nosotros somos las autoridades.

—Oh, Jesús. ¿Quiere ponerme en contacto con John Maltby? Trabaja para el Ministerio de Defensa.

—Ya estoy aquí —dijo una voz familiar. Benson se volvió para ver a Maltby de pie en la puerta—. Bien, profesor, ¿a qué nos dedicamos ahora, eh? ¿A jugar a los espías? Lástima que todo haya ido mal. Sobre todo para su pobre camarada ruso.

Benson se quedó mirando fijamente a Maltby.

—Está muerto, ¿verdad? —Era una afirmación, no una pregunta.

—Sí. —Maltby avanzó hacia la cama—. Muy lamentable, diría. Después de todo lo que hicimos por él. Espero que su conciencia no le despierte a usted por las noches demasiado a menudo.

—¡No fue culpa mía! Fuimos atacados.

—¿No fue culpa suya? ¿Pretende decir que no fue idea suya correr hacia la Embajada rusa?

—No. Si quiere saberlo, fue de Leonid. ¿Y cómo sabe que íbamos allí?

—Tamsin me lo ha contado todo.

—Así que sabe lo del regreso de las bolas de fuego, y la conexión lunar, y la órbita...

Maltby alzó la mano en un gesto de protesta.

—Ahórreme toda esa palabrería, Benson.

—¡Es cierto, maldito sea! ¡Tengo los datos que lo prueban! ¿No se da cuenta, hombre, de que va a producirse un desastre? No tenemos mucho tiempo. ¡Debemos implicar a los rusos, movilizar todos los recursos! Le explicaré...

—Se está poniendo histérico. Déle otra inyección —dijo suavemente Maltby al médico.

El hombre agarró el brazo de Benson y blandió un inyectable.

—¡No me está escuchando! ¡Maltby! ¡Por el amor de Dios, sea razonable!

Benson luchó desesperadamente por eludir la aguja, pero fue dominado con facilidad por la fuerza de los dos hombres. En menos de medio minuto la habitación empezó a dar vueltas ante sus ojos y luego desapareció.

Cuando volvió de nuevo en sí se limitó a permanecer tendido, hirviendo con fría furia. Pensó en Leonid y en todo lo que había pasado y en la antimateria orbitando en torno a la Tierra y en cómo habían ido juntando lentamente la horrible historia pieza a pieza. Pensó en su desesperado intento de eludir el impacto de la roca y en la súplica del pequeño ruso, diciendo que él, al menos, merecía ser salvado.

¡Qué ironía! Burkov debió de haber pasado años en habitaciones como aquélla, sometido a inyecciones de productos químicos cada vez que dejaba traslucir una chispa de independencia. ¿Y qué había conseguido en su gran cruzada para salvar el planeta? Burkov había muerto de todos modos, y ahora él, Benson, estaba encarcelado en una institución del mismo tipo de la que Burkov había escapado. Las últimas palabras del hombrecillo no dejaban de resonar en la cabeza de Benson. «Vas a tener que salvar el mundo sin mí, Andrew». ¡Lo estaba haciendo muy bien!

En aquel momento tomó una decisión. Se deslizó fuera de la cama y miró a través de los barrotes de la ventana. Impresionado, vio que el hospital estaba en el campo, una mansión reconvertida entre extensos terrenos. Abajo, en el jardín, guardias uniformados patrullaban con perros.

Benson se volvió y empezó a examinar la habitación. Miró debajo de la cama y en la pequeña mesita de noche. Luego empezó a rebuscar entre las cosas del carrito. Nada. Finalmente, abrió el armario. Estaba vacío, excepto por unos cuantos colgadores. Empezó a cerrar la puerta, luego cambió de opinión. Sacó un colgador de madera y examinó el gancho de metal. Pasaba a través de un agujero en la curvada madera y estaba fijado al otro lado con un travesaño. Benson sujetó firmemente la madera y empezó a mover y sacudir el gancho de metal hacia uno y otro lado hasta que el travesaño se partió y cayó. Luego extrajo el gancho. Seleccionó una sección adecuada de la pared de cemento y afiló rápidamente el dentado extremo de metal hasta formar una púa aguzada. La probó suavemente contra la piel de su antebrazo. Satisfecho, volvió a meterse en la cama y puso el gancho bajo la almohada.

Aguardó durante una o dos horas más. Nada alteró el completo silencio. Empezó a sentir hambre. Pensó en gritar pidiendo comida, pero decidió no hacerlo. Mejor no dejarles saber que se sentía mejor.

Transcurrió otra hora. Luego, una llave giró en la cerradura y entró la enfermera, cargada con una bandeja.

—Le traigo algo de comer —dijo simplemente, colocando la bandeja sobre la mesita de noche al lado de la cama. Benson gimió lastimeramente. La enfermera se inclinó hacia él y le miró con ojos profesionales. Él aguardó hasta que su cabeza estuvo lo bastante cerca, y entonces saltó.

Echando a un lado las sábanas, pasó un brazo por la nuca de la enfermera y apretó su rostro contra la cama. Ella emitió un ahogado chillido de alarma. Apelando a todas sus fuerzas, Benson se colocó encima de ella, utilizando su peso para dominar su frenético debatir. Metió la mano izquierda bajo su rostro, cubriendo su boca, y tiró de su cabeza hacia atrás para que pudiera respirar de nuevo. Simultáneamente, extrajo el gancho de debajo de la almohada y apretó la punta contra la piel de su garganta.

—¡Quédese quieta! —jadeó en su oído—. O le clavaré eso directamente en la tráquea. Puede que no sea una buena arma, pero seguiré clavando y clavando hasta alcanzar algo vital. —La muchacha dejó bruscamente de debatirse—. Ahora, ¿cómo puedo salir de este lugar? —Retiró la mano de su boca pero la mantuvo firmemente sujeta por la barbilla, forzando su cabeza hacia atrás y manteniendo la presión del gancho.

—¡Está usted loco! —siseó ella con los dientes apretados.

—Cierto, corazón. Loco de remate. ¿Cuál es la sentencia por asesinato en este país? ¿Más o menos la misma que por traición? No tengo nada que perder, muchacha. Será mejor que lo crea. Ahora responda a mi pregunta, antes de que empiece a perder la paciencia.

Con gran alivio de Benson, la muchacha no hizo ningún intento de resistirse.

—No puede escapar de aquí. Es un hospital de alta seguridad. Hay guardias por todas partes.

—¿Qué hay en el pasillo de fuera?

—Otras habitaciones.

—¿Y guardias? ¿Vigilancia por control remoto?

—No, no aquí.

—Será mejor que me esté diciendo la verdad. —Pinchó ligeramente su garganta con la punta el gancho para reforzar el mensaje.

—¡Créame! —siseó ella—. No hay guardias, no hay cámaras.

—Necesito una bata blanca. ¿Dónde puedo conseguir una?

—Hay un cuarto para la ropa al extremo del pasillo.

—Lléveme allá. Y recuerde, cualquier truco, y se encontrará con esto clavado en la tráquea. —Benson intentó sonar amenazador, pero su corazón latía incontroladamente y su voz parecía remota, irreal. Sólo esperaba que la enfermera interpretara su temblor como un signo de locura antes que como efecto de la debilidad.

Salieron juntos al pasillo. Estaba desierto. Benson buscó cámaras montadas en la pared a la dura luz de las hileras de lámparas del techo, pero no se veía ninguna. Se abrieron camino lentamente hasta el extremo del pasillo, Benson con la mano cubriendo firmemente la boca de la muchacha y el gancho en su garganta. La enfermera respiraba afanosamente. Benson cojeaba mucho, pero ése no era un impedimento muy grave.

La puerta del cuarto de la ropa no estaba cerrada con llave. Benson empujó dentro a la enfermera e hizo que encendiera la luz. El cuarto estaba equipado con estanterías metálicas donde se apilaba ropa de cama, vendas y batas. El cuarto olía a humedad, y Benson empezó a sentirse desfallecer. Tenía que apresurarse antes de que le fallaran las fuerzas.

Obligó a la muchacha a dirigirse a un estante lleno de vendas.

—Átese los tobillos con una de éstas —indicó, pasando el gancho a un lado de su cuello. La muchacha hizo lo indicado, terminando con un doble nudo. Sólo entonces relajó Benson su presa sobre ella. Tomó un segundo rollo de vendas y ató rápidamente las muñecas de la muchacha tras su espalda, luego ató las muñecas al puntal de una de las estanterías para mayor seguridad. Satisfecho, se inclinó sobre ella y apretó una vez más el gancho en el centro de la garganta de la aterrorizada muchacha hasta que notó que la piel se desgarraba ligeramente. Un fino hilillo de sangre resbaló por su cuello.

—Quiero algunas respuestas, muchacha, y las quiero rápido. ¿Ha entendido?

La enfermera le miró con ojos desorbitados e intentó asentir sin empalarse la laringe.

—Bien —siseó Benson, tan salvajemente como pudo—. ¿Dónde consigue la comida?

—La cocina está en el pasillo 3 —gimió ella, sin apartar ni un momento los ojos del rostro de él—. Si sigue este pasillo hasta el final y luego vuelve a la derecha, llegará finalmente al pasillo 3. Hay una puerta cerrada y un guardia en la unión en forma de T. Luego gire a la izquierda. La cocina está a unos pocos metros a la derecha.

—¿Cámaras?

—Encima de la puerta.

—¿Cómo se llama usted?

—Grey. Enfermera Grey.

Benson observó fijamente el rostro de la muchacha.

—¿Cómo sé que me está diciendo la verdad? —preguntó.

—¡Por favor! —chilló ella—. ¡Se la estoy diciendo, se lo juro!

Benson retiró el gancho y abrió otro rollo de venda. Luego lo enrolló una y otra vez en torno al rostro de la muchacha para hacer una fuerte mordaza, cuidando de que pudiera respirar libremente.

Registró rápidamente el cuarto hasta que localizó una bata blanca, que se puso sobre su pijama. Halló un par de zapatos negros de limpieza en un rincón y se los probó. Le venían demasiado pequeños, pero podía caminar con ellos. Su aspecto no resistiría un examen de cerca, pero tendría que servir por el momento. Finalmente cogió un par de rollos más de venda y miró a la joven enfermera, atada e impotente, los ojos aterrados. Una imagen parpadeó en su cerebro: Tamsin sufriendo los abusos de un grupo de punks.

—Lamento haberla asustado —dijo simplemente, y se deslizó al pasillo.

La dura luz y la completa ausencia de sonido, combinadas con su neblinoso estado mental, conspiraron para proporcionar al entorno de Benson una cualidad surrealista. Parecía como si la esquina del pasillo no fuera a llegar nunca. Cuando finalmente la alcanzó, miró con precaución al otro lado. Era como lo había descrito la enfermera. Podía ver la puerta de barras de hierro en la unión en forma de T, a unos veinte metros de distancia. Había un guardia sentado en un taburete al otro lado, leyendo un periódico. Sobre él, una cámara monitorizaba el largo pasillo.

Benson se detuvo y consideró su siguiente movimiento. De alguna forma, tenía que cruzar aquella puerta. ¿Y luego qué? Paso a paso, decidió. Inspiró profundamente y dobló la esquina. El guardia permaneció inmóvil, enfrascado en su periódico. Benson intentó actuar como si tuviera prisa, ocultando de la mejor manera posible su cojera. Cuando llegó a unos diez metros del guardia, éste alzó la cabeza.

—¡Rápido! —le gritó Benson—. Se trata de la enfermera Grey. ¡Ha sufrido un accidente! —Hizo frenéticos signos con la cabeza y se retiró, doblando la esquina de vuelta hasta su celda, dejando la puerta abierta de par en par. Rezó para que el guardia no hubiera observado los pantalones de su pijama asomando por debajo de la bata, ni se detuviera a cuestionar su identidad. Aliviado, oyó al guardia abrir la puerta y correr por el pasillo hacia él. Un momento más tarde entraba en tromba en la habitación. Benson estaba aguardando: golpeó al guardia directamente a la mandíbula. El hombre se derrumbó en el suelo sin sentido.

Benson sabía que sólo tenía unos pocos minutos antes de que los guardias de seguridad que estaban al otro lado de los monitores de televisión sintieran curiosidad y acudieran a investigar. Rápidamente, despojó al hombre de sus ropas y se vistió con ellas, echando a un lado el pijama. Luego se puso la bata blanca de nuevo, sobre el uniforme del guardia. Nada le iba a la medida, pero a primera vista podía pasar. Buscó en el bolsillo de la chaqueta y se sintió satisfecho al descubrir una cartera con tarjetas de crédito y dinero.

Utilizó los vendajes para atar y amordazar al inconsciente guardia, luego se metió la pistola del hombre en el gran bolsillo de la bata blanca. Volvió al pasillo, cerró la puerta de la celda, y se apresuró hacia la puerta abierta. La lente de la cámara le miraba acusadoramente. Benson mantuvo la cabeza baja; esperaba que en cualquier momento el atento ojo del vigilante de seguridad le reconociera y activara la alarma.

Cruzó la puerta sin incidente y la cerró con suavidad a sus espaldas. Le llegó sonido de voces desde la cocina. Benson se apresuró. Podía oír el entrechocar de los cacharros y el zumbar de los utensilios. Llegó frente a un par de grandes puertas dobles y se detuvo. La cocina. ¿Y ahora qué?

Antes de que tuviera tiempo de pensar, las puertas se abrieron de golpe y casi chocó contra un enfermero, derribando el carrito lleno de comida que llevaba.

—¡Vigila por donde andas! —exclamó el enfermero.

—Lo siento —murmuró Benson. El enfermero le miró de una forma extraña durante un momento, luego siguió su camino por el pasillo, empujando el carrito frente a él y murmurando furioso.

Benson empujó las puertas basculantes sin pensárselo más. La zona de la cocina tenía forma de L, con paredes blancas y superficies de trabajo de acero inoxidable. De una serie de enormes cubas brotaba vapor, y había cuatro enormes hornos montados contra la pared del fondo. Hombres vestidos con monos color gamuza iban de un lado para otro. Pudo oír el clamoreo de una puerta se servicio fuera de su vista, más allá de la esquina.

—¿Quién le dio a la enfermera Grey esa comida? —gritó a todo pulmón. Una docena de pares de ojos se volvieron hacia él. Nadie dijo una palabra. Dios, pensó Benson, notando que le fallaban los nervios. ¿Y si nadie me contesta?—. ¡Puede que sea nuevo aquí, pero cuando pido una comida sin gluten para uno de mis pacientes espero una comida sin gluten! —gritó, de una forma tan convincente como pudo—. ¿Quién es el responsable?

—Nadie dijo nada de una comida sin gluten.

Benson se volvió en redondo. Un hombre robusto de unos cincuenta años, con una densa barba y unos furiosos ojos rojos, salió de una pequeña oficina. Iba vestido con un traje oscuro. Benson lo identificó como el encargado de las cocinas.

—¿Está usted a cargo de esto? —preguntó Benson.

—¿Quién es usted? —contraatacó suspicazmente el hombre.

Benson se dio cuenta de que se hundía en el pánico. Tenía que mantener la iniciativa. Miró desesperadamente a su alrededor, en busca de un medio de escape. Cerca de la oficina del hombre había una ancha puerta con paneles de cristal. Un almacén. Una luz brillaba al otro lado.

—¡Venga conmigo, idiota! —ladró Benson al hombre—. Tendré que enseñárselo yo mismo. —Se dirigió hacia el almacén, con el fornido hombre a sus talones, protestando con un uso liberal de obscenidades. Benson se apoyaba en la combinación de shock y confusión para llevar adelante su plan. Estaba funcionando.

Una vez en el almacén, Benson se dio la vuelta hacia el oficial, extrajo la pistola de su bolsillo y clavó el cañón en la sien del hombre.

—Ni un solo sonido —siseó—, o le vuelo los sesos. —Los ojos del hombre se abrieron enormemente, llenos de miedo, pero no hizo ningún intento de gritar—. ¿Dónde está la entrada de servicio?

Los ojos del oficial se desviaron hacia la izquierda. Al extremo del almacén había un ascensor de servicio con una puerta de tela metálica. Benson transfirió la pistola a la espalda del hombre y lo empujó hacia allá. Abrió la puerta de tela metálica con la mano libre y empujó al hombre dentro. Luego cerró de nuevo la puerta y pulsó el botón de la planta baja. No ocurrió nada. Benson tragó saliva. En cualquier momento alguien podía entrar en el almacén y verles en el ascensor. Pulsó el botón de nuevo y se produjo un seco clonc. El ascensor empezó a bajar lentamente.

Benson alzó de nuevo la pistola a la cabeza del hombre.

—¿Qué hay en la planta baja? ¡Dígamelo rápido!

—La entrada de carga para vehículos —dijo el hombre, con voz inesperadamente temblorosa.

—¿Vigilada?

—Los guardias están fuera. Hay unas puertas plegables en la entrada.

El ascensor se detuvo con una sacudida. Estaban en una pequeña zona de carga débilmente iluminada. Había dos camionetas azules estacionadas contra un muelle de carga de cemento. Grandes cajas de madera y montones de cajas de cartón estaban apiladas contra las paredes. No se veía ningún signo de vida. Benson empujó al hombre fuera del ascensor con la pistola.

—¿Cómo se abren las puertas?

—Un botón rojo en la pared, ahí. —El hombre señaló con la cabeza a la derecha de las camionetas.

—¿Sabe conducir una camioneta?

—No.

—¡Embustero! —Benson clavó la pistola en la nuca del hombre.

—¡Sí!

—¿Las llaves?

—En el contacto.

—Suba a una.

Subieron a la camioneta más próxima a la entrada. Benson se agachó detrás del asiento del conductor, fuera de la vista.

—Cuando crucemos las puertas, quiero que siga conduciendo hasta que alcancemos la salida principal, ¿ha entendido? —El hombre asintió—. Si hace algún truco, le volaré la cabeza sin vacilar. Ahora pulse ese botón.

El hombre se asomó por la ventanilla y pulsó el botón rojo. Hubo un sonido zumbante, y las puertas empezaron a correrse hacia los lados. La luz del día entró en la zona de carga. Benson pudo ver el camino principal, flanqueado de árboles hasta un par de enormes puertas de hierro forjado, a unos doscientos metros de distancia.

—¡Vamos!

El oficial puso en marcha la camioneta y salió de la zona de carga. Nadie les detuvo cuando enfilaron el camino de salida.

—Cuando lleguemos a las puertas, actúe normalmente. Si se ponen a discutir, dígales que se trata de una emergencia. Dígales que ha habido un brote de salmonella en el hospital, y que usted mismo está llevando unas muestras de la comida al laboratorio.

La camioneta frenó la marcha y se detuvo. Un guardia uniformado con un perro se acercó a la ventanilla del conductor. Benson se acurrucó detrás del asiento, oculto en la semioscuridad de la parte de atrás del vehículo. El conductor tendió un pase; no se pronunció una sola palabra. Benson contuvo la respiración y aguardó.

Las puertas se abrieron. La camioneta las cruzó.

En aquel instante el aire se llenó con el aullar de sirenas. Benson maldijo furiosamente.

—¡Siga conduciendo! —gritó—. ¡Rápido!

La camioneta aceleró. Benson vio que estaban en una serpenteante carretera comarcal, flanqueada por bosques llenos de maleza. Miró hacia atrás. No les seguía ningún vehículo.

—¡Más deprisa!

La camioneta aceleró, con los neumáticos chirriando en cada curva. Al cabo de un par de kilómetros, Benson le dijo al hombre que se detuviera.

—Fuera —ordenó. El hombre obedeció sin una palabra, casi contento, y se quedó de pie en la carretera. Sin dejar de apuntarle con la pistola a través de la portezuela abierta, Benson subió al asiento del conductor.

—Gracias por el viaje —dijo alegremente, y puso el vehículo en marcha.

Al cabo de otro centenar de metros llegó a un cruce. Un pequeño indicador señalaba lugares tales como Pequeño Esto e Insignificante Aquello..., pequeños pueblecitos ingleses con nombres absurdos.

No había tráfico en las estrechas carreteras. Benson eligió una de ellas al azar y siguió adelante, y finalmente llegó a una colección de casitas y una vieja iglesia de piedra. La carretera se bifurcaba allí. Otro indicador señalaba Bedford. Benson lo siguió.

Al cabo de un par de kilómetros alcanzó la carretera principal y se unió a la corriente del tráfico. De pronto se dio cuenta de que estaba riendo histéricamente. ¡Nunca había llegado a creer que pudiera conseguirlo! Pero la suerte de los condenados, combinada con la desesperación de quien no tiene nada que perder, habían vencido. Sólo entonces se dio cuenta de lo agotado que estaba, de la forma en que le temblaban las manos.

Estacionó la camioneta en una calle lateral de Bedford, echó a la parte de atrás la bata blanca y la pistola, y fue caminando hasta el centro de la ciudad. Al cabo de unos minutos encontró lo que buscaba..., una destartalada tienda de ropas de segunda mano. Por unas cuantas libras compró un impermeable gris desteñido que ocultaba espléndidamente el uniforme del guardia de seguridad demasiado pequeño. Luego se encaminó a la estación.

Benson había decidido ya que no serviría de nada intentar ir directamente a la Embajada rusa. La seguridad británica estaría vigilándola. Además, no tenía nada que mostrarles a los soviéticos. No tenía la menor idea de lo que había sido del maletín lleno de datos que Burkov llevaba consigo. Su única esperanza de convencer a las autoridades rusas era presentar pruebas documentales. Eso significaba que tendría que volver a Milchester, a su despacho. En cualquier caso, pensó Benson, su propio despacho sería el último lugar donde esperarían encontrarle Maltby y su gente.

15

Era ya de noche cuando Benson llegó a Milchester. La comida en el tren le proporcionó unas muy necesarias fuerzas, y el viaje la oportunidad de pensar en su próximo movimiento. Tenía pocas dudas acerca de que se daría una alerta general sobre él. Escapar de la custodia de Su Majestad no era una ofensa que pudiera tomarse a la ligera. Tendría que ser muy cauteloso.

Se mezcló con la multitud en la estación de Milchester y subió a un taxi. En vez de ir directamente al edificio de Física, le dijo al conductor que le dejara justo pasado el campus, y luego retrocedió a pie, acercándose al edificio por detrás. El aparcamiento estaba vacío, y tampoco había vehículos estacionados en la carretera de servicio. El edificio se hallaba sumido en una completa oscuridad, y por todo lo que podía ver el lugar estaba desierto.

Rodeó el edificio hasta la entrada principal y llamó a la puerta de cristal. El portero de noche estaba viendo la televisión tras su mostrador. Alzó la vista, luego salió a abrir la puerta.

—Lo siento —dijo Benson—. Olvidé la llave.

El portero regresó a su mostrador con un gruñido y volvió a sentarse delante del televisor.

—¿Alguien ha preguntado por mí?

—No.

—¿Puede prestarme su llave maestra, por favor..., para abrir mi despacho?

El portero le lanzó una mirada de Dios-nos-sal-ve-de-todos-los-académicos y le tendió a Benson una llave.

—Gracias.

Subió las escaleras hasta el segundo piso. El pasillo estaba oscuro. Tanteó el camino hasta su oficina, abrió la puerta, cruzó la habitación y cerró las persianas. Luego conectó el televisor, con el sonido apagado, para proporcionar un poco de iluminación. No quería que nadie pudiera ver una luz desde fuera.

La habitación estaba tal como la había dejado. Empezó a reunir rápidamente papeles, dossiers, listados de ordenador..., todo lo que pudiera dar credibilidad a su historia. Luego conectó el terminal del ordenador sobre su escritorio y tecleó unas cuantas órdenes. Necesitaba los últimos datos orbitales de Kit Peak. En la pantalla apareció un mensaje de error. Maldijo, y lo intentó de nuevo. Las mismas palabras.

Irritado, llamó un programa matriz estándar de inversión, e inmediatamente fue invitado a especificar su input. Evidentemente, la red funcionaba correctamente. ¿Cuál era el problema? Intentó una vez más el acceso a los datos de Kit Peak. Nada.

Frustrado, cogió el teléfono y marcó el número directo de Tarling.

—El doctor Tarling está de vacaciones, señor —dijo una alegre voz femenina.

—¿Dónde?

—Me temo no poder decírselo. ¿Puedo pedirle su nombre, por favor?

—No, no puede.

Benson colgó el teléfono, furioso, y miró con ojos llameantes la pantalla del ordenador. En aquel momento, la luz de la habitación se encendió, y una voz dijo:

—Así que el fugitivo ha vuelto a su madriguera. Tal como pensamos.

Benson se volvió en redondo en su silla, y su corazón se hundió cuando Maltby entró en la Habitación, acompañado por dos fornidos policías de uniforme. Cerró los ojos y suspiró profundamente, derrotado. Maltby recorrió la oficina, recogiendo los diversos papeles que Benson había reunido.

—Así que pensaba ir a ver a sus amigos soviéticos, ¿eh? —dijo, sonriendo—. No tiene confianza en la democracia occidental, ¿eh?

—¡Ésa sí que es buena! ¡Habla usted de democracia, después de mantenerme encerrado en aquel campo de prisioneros! —aulló Benson—. Son todos unos hijos de puta, tanto en el Este como en el Oeste.

—Vamos, vamos, profesor. Esas palabras son muy serias.

—Exijo ver a un abogado.

—No será necesario.

—¡Tengo derecho, maldita sea!

—Retiramos todas las acusaciones contra usted.

—¿Qué? ¿Quiere decir que puedo marcharme?

—Es una forma de hablar.

—¿Que significa...?

—Creo que le debemos una disculpa, profesor Benson.

—No le entiendo.

Maltby frunció el ceño. Luego se dirigió al televisor y conectó el sonido. Benson miró la pantalla. Mostraba la planta química de una fábrica en llamas.

—...posiblemente muertos —decía el locutor—, y en España se informa que al menos cincuenta personas han resultado heridas a consecuencia de la explosión de una bola de fuego en las inmediaciones de una base naval. Y, en nuestro país, el Primer Ministro, en una sesión de emergencia...

Maltby apagó el aparato.

—Tenía usted razón, Benson. Las bolas de fuego están de vuelta, y la cosa es peor que nunca.

Viajaron durante dos horas a toda velocidad en el coche de la policía, con la luz azul destellando furiosa, siguiendo la autopista hacia el sur. Finalmente, tomaron una carretera comarcal. Tras unos kilómetros, el coche se detuvo en un bloqueo de carretera. Benson pudo ver soldados con rifles.

—¿La ley marcial? —preguntó.

—Todavía no —respondió Maltby—. Pero no creo que tarde mucho.

En la distancia se veía confusamente la forma de un enorme vehículo en la cima de una colina, acompañado por motoristas. Misiles de crucero..., estaban siendo instalados. El estómago de Benson dio un vuelco.

—Todavía siguen creyendo que son los rusos, ¿no?

—Bueno, ciertamente, no se trata del Ejército de Salvación.

Benson sabía que era inútil discutir. La carretera ante ellos se despejó en un instante, y el coche de la policía cruzó el punto de control. Un par de kilómetros más allá pasaron junto a los restos de lo que había sido en su tiempo un campamento pacifista. Estaba desierto, sin duda sus ocupantes se hallaban ya en aquellos momentos en prisión. Tras una curva, llegaron a la entrada de una base militar de los Estados Unidos. Soldados con metralletas en posición de disparo convergieron hacia el coche. Los pases fueron examinados cuidadosamente, luego la barrera fue alzada y se permitió que el coche pasara.

—Debería sentirse usted en casa, profesor —dijo Maltby—. Un pequeño trozo de Inglaterra que sigue siendo América.

El coche se detuvo junto a un búnker de cemento. Mientras salían, un reactor silbó en la cercana pista de despegue y se alzó bruscamente en el aire. Benson contempló su partida con una creciente inquietud.

Maltby abrió camino hacia el centro de mando, muy bajo tierra. Iban acompañados por dos soldados norteamericanos completamente pertrechados. Cruzaron una serie de puertas de acero, y finalmente llegaron a lo que parecía una sala universitaria de seminarios..., sin ventanas. Había una enorme mesa, una pantalla, una docena de sillas y una máquina de café. Cinco hombres estaban sentados, enfrascados en profunda conversación.

Uno de los hombres, un norteamericano gordo y calvo de enormes manos, se puso en pie cuando entraron y los miró con los ojos fruncidos.

—¿Es usted Benson? —preguntó.

—Sí. ¿Y usted es?

—Malone.

Benson paseó sus ojos por la estancia. Las paredes estaban cubiertas con mapas. Sobre la mesa había dispersas varias enormes fotografías en blanco y negro. Se envaró cuando las reconoció.

Maltby captó su reacción.

—¿Se da cuenta, Benson? No es usted el único que ha descubierto la importancia de esa cosa en el cielo.

Benson recordó los datos borrados en el ordenador y la repentina desaparición de Tarling. De pronto todo se hizo claro. Los militares estaban actuando por cuenta propia, ocultándolo todo. La siguiente observación de Malone fue predecible:

—Esperamos que esté dispuesto a cooperar con nosotros, profesor.

—¿En qué condiciones? —preguntó cautamente Benson.

—Términos mutuamente aceptables, por supuesto.

Benson miró a Maltby, que se limitó a sonreír. Malone siguió hablando:

—¿Reconoce usted esto? —Cogió una gran fotografía en blanco y negro que mostraba una mancha de luz rodeada por un denso halo brillante.

—Por supuesto —respondió Benson.

—Fue tomada por nuestro equipo de vigilancia hará un par de semanas. Lo bautizamos como el Desconocido.

—Un tanto espectacular, ¿no cree?

Malone se encogió de hombros.

—Al principio nos sentimos inquietos, pero no alarmados. Luego, un tipo listo en Wright-Patterson halló una relación con las bolas de fuego. Algo que tenía que ver con la periodicidad de la órbita. Ahora estamos preocupados, profesor. Muy preocupados.

—Así que trastearon un poco con sus ordenadores, y descubrieron que yo había llegado a las mismas conclusiones.

—Ajá.

—Espero que hayan tratado bien a Tarling.

—Está disfrutando de unas muy necesarias vacaciones en Hawai. En un campo de vacaciones especial.

—¿Qué es lo que quieren que yo haga? Parece que tienen todas las respuestas.

—Uno o dos de nuestros científicos en Wright-Patterson están convencidos de que vale la pena comprobar su teoría de la antimateria, por muy alocada que pueda parecemos en un principio.

Benson no dijo nada. Uno de los tipos del ejército se sonó ruidosamente.

—Pero todavía tenemos que convencer al Presidente y a sus principales consejeros. En particular, tenemos que convencer al jefe de personal del Departamento de Defensa si queremos obtener los recursos necesarios para combatir esa cosa.

—¿Qué tiene que ver todo esto conmigo?

—Tengo prevista una reunión con él en el Pentágono para mañana por la tarde. Quiero que usted me acompañe y me respalde en la parte técnica del asunto.

Benson aguardó impasible, sopesando mentalmente los nuevos desarrollos. Su antagonismo natural hacia los militares y su resentimiento por haber sido puesto fuera de circulación se vieron atemperados por el alivio de que al fin las autoridades estaban empezando a comportarse razonablemente, aceptando su hipótesis básica. Sabía que quedaba poco tiempo, no podía ignorar lo desesperado de la situación. Quizá, con todos los recursos militares de los Estados Unidos a su disposición, pudiera hacerse algo. Pero no iba a ceder fácilmente. Aquellos bastardos llevaban semanas poniéndole las cosas difíciles.

—¿Por qué debería ayudarles?

—Su país se halla en un grave peligro.

—¡No me venga con esa mierda patriótica!

—Entonces, considérelo un gesto en memoria de su amigo Burkov. Eso es lo que él hubiera deseado.

Benson tuvo que admitir que aquello era cierto. Se mordió el labio. Varios pares de ojos le miraban expectantes.

—De acuerdo, Malone. Veré a ese tipo de la Defensa mañana, y le mostraremos las pruebas. Luego veremos que acepte que nosotros nos ocupemos del problema. Pero con una condición.

—¿Oh?

—Quiero a la doctora Bright conmigo.

Malone frunció el ceño.

—¿Quién?

—La doctora Bright, de la Universidad de Milchester —explicó Maltby—. Es bioquímica.

—¿Para qué necesitamos a un bioquímico, por el amor de Dios? —bufó Malone.

—Porque es amiga mía, simplemente —dijo Benson.

Malone alzó los ojos.

—Además, tiene derecho a estar ahí. Ha estado metida en esto desde un principio. No veo por qué ahora debemos dejarla de lado.

—Está bien, lo que usted diga, Benson.

—Yo lo arreglaré —dijo Maltby, y se dirigió hacia la puerta.

—Un momento, Maltby —indicó Benson—. Nada de sus habituales tácticas de secuestro, ¿entiende? Si ella no quiere venir, que no venga.

—Oh, vendrá —dijo Maltby. Y salió.

El jefe de personal del Departamento de Defensa de los Estados Unidos era Bud Zweiger. No era que se hubiera ganado ese sobrenombre[1]. Sus padres lo habían bautizado con él.

A Bud le gustaba el nombre de Bud, e incluso el Presidente le llamaba Bud. Todos los demás le llamaban «señor», incluido su hijastro de 32 años.

Zweiger era delgado, fibroso, de apariencia casi ociosa. Pero no hubiera alcanzado su puesto de no haber sido razonablemente rápido en la toma de decisiones y haber aprendido a reconocer la amenaza de un enemigo cuando la veía. Desde el inicio del asunto de las bolas de fuego, Bud había captado la paranoia del Presidente acerca de la Amenaza Roja, y había respaldado enteramente la continuación del Estado de Alerta por parte de su superior. La fiebre bélica se había apoderado del mundo occidental, y Bud estaba decidido a que, si se acercaba el holocausto, no le pillara con los pantalones bajados.

No era que importara mucho. Fuera cual fuese el motivo por el que se desencadenaran los arsenales nucleares, el efecto general iba a ser el mismo. Pero Bud era un soldado profesional. No sentía el menor deseo de echarlo todo a perder cuando se encontraba en el punto culminante de su carrera, aunque el fin de ésta representara el fin de todo lo demás. Si Bud seguía al mando, sería una buena y limpia aniquilación.

Y los papeles extendidos ante él en su enorme escritorio convencieron a Zweiger de que la aniquilación estaba un paso más cerca.

—¿Está seguro de que no se trata de uno de los nuestros, mayor?

Malone contrastaba enormemente con Zweiger en apariencia. Demasiado gordo y calvo, sus inteligentes ojos no dejaban de moverse ni un momento de un lado para otro, como los de un gorrión que sospechara el inminente ataque de un gato.

—Sin ninguna duda, señor —respondió Malone a la pregunta de Zweiger—. Mantenemos controles sobre todo nuestro equipo, y el europeo también, hasta el último transistor.

—Entonces tienen que ser los soviéticos. ¿Tras de qué van ahora esos bastardos?

Benson, silencioso hasta entonces, estuvo a punto de estallar. Intentó intervenir, pero Malone le hizo señas de que se estuviera quieto.

Zweiger contempló sin comprender el fajo de fotografías de observación y las páginas carentes de significado de los datos técnicos.

—Demonios, mayor —prosiguió—, no puedo comprender toda esta basura. Deletréemela para mí.

—Ésas son fotos normales de observación, señor, de ocho de nuestras estaciones satélite rastreadoras. —El mayor mostró a Zweiger las estaciones señaladas en un mapa. Luego indicó una débil línea blanca irregular contra un fondo negro uniforme en una de las fotografías—. Éste es el rastro del Desconocido. Su órbita es realmente extraña, señor, y lo lleva más allá de la Luna.

—Suena como una sonda planetaria soviética que se hubiera extraviado.

—Negativo, señor. No tienen ninguna razón para mantener en secreto una misión científica.

Zweiger miró escéptico al mayor. No confiaba en que los rusos hicieran nada honesta y públicamente.

—¿Está diciendo usted que este nuevo satélite representa una amenaza para nuestra seguridad? ¿Que deberíamos destruir la maldita cosa?

—No me corresponde recomendar respuestas estratégicas, señor. Pero considero este objeto como algo hostil, aunque confieso que ignoramos completamente su operativa.

—¿Quiere decir que es un arma secreta soviética?

Benson hizo girar los ojos, pero Malone siguió ignorándole.

—Quiero decir que tenemos pruebas, pruebas estadísticas, de que este objeto está asociado con las bolas de fuego —dijo.

—¿Qué? —Zweiger dio un puñetazo contra su escritorio y miró boquiabierto a Malone; por unos momentos pareció un pez fuera del agua. El mayor extrajo algunos papeles más de su maletín y los extendió sobre la mesa. Luego dijo:

—El período orbital del objeto es de 36 días. Esto es un análisis de los informes militares de bolas de fuego a lo largo de los últimos cuatro meses, y ésos son los casos exclusivamente de aviones.

Malone siguió con su dedo la gráfica de picos y valles.

—Si observa esta escala, señor, verá que se produce una periodicidad de 36 días. Demasiado para una coincidencia, ¿no cree?

Zweiger observó con atención los papeles, repasando mentalmente una lista de actuaciones. Había que hacer creer a los soviéticos que se estaban saliendo con bien del asunto. Desde un principio había estado convencido de que eran ellos quienes se hallaban detrás de todo el tinglado. Ahora que tenían auténticas pruebas, podían actuar.

—Mayor, ¿cómo produce esta cosa las bolas de fuego, por el amor de Dios?

—No lo sabemos seguro, señor. Pero el satélite principal parece emitir una enorme nube de gas o polvo o algo, a lo largo de miles de kilómetros. Supongo que esta materia alcanza la Tierra, y de alguna forma da nacimiento a las bolas de fuego.

—¿Cómo?

—Este es un aspecto en el que creo que el doctor Benson puede ayudar, señor.

Zweiger miró fríamente a Benson.

—¿Oh?

Malone carraspeó y explicó el trabajo que había realizado Benson con Burkov en Inglaterra, cómo habían estado estudiando las bolas de fuego a instigación del Ministerio de Defensa británico, y cómo habían descubierto de forma independiente la periodicidad de 36 días. Dejó fuera la muerte de Burkov, no mencionó su origen ruso ni el hecho de que las relaciones de Benson con el Ministerio de Defensa fueran más bien tensas, por decirlo de una forma suave.

Cuando Malone terminó, Benson cogió rápidamente el turno.

—Puede usted olvidar a los soviéticos, señor Zweiger. No son responsables ni de las bolas de fuego ni de este objeto en el espacio.

El rostro de Zweiger adquirió una intensa tonalidad rosada, y se alzó visiblemente de su silla.

—Espere un momento, ¿qué demonios...?

—Sé lo que causa las bolas de fuego —interrumpió Benson.

La mandíbula de Zweiger colgó inerte, pero Benson no le dio tiempo de hablar.

—Es la antimateria.

—¿La anti... qué?

—Antimateria.

Zweiger se limitó a parpadear, así que Benson le proporcionó los detalles, al menos los más esenciales, los suficientes como para edificar lo que esperaba que fuese un caso convincente. Cuando Benson llegó al extremo del poder explosivo de la antimateria, los ojos de Zweiger se desorbitaron considerablemente; aquello era algo que el hombre podía apreciar.

Cuando Benson hubo terminado, Zweiger le miró escéptico.

—¿Por qué debería creer todas estas estupideces?

—Porque este ciclo de bolas de fuego es el último, señor Zweiger. Luego recibiremos un impacto directo. Y si estoy en lo cierto, la explosión hará que todas sus preciosas armas nucleares parezcan meros fuegos artificiales. Será la aniquilación total..., y quiero decir total.

Zweiger hizo una pausa por unos instantes, inseguro. Luego se volvió hacia Malone.

—¿Es esto cierto, mayor? ¿Que el Desconocido chocará contra la Tierra?

—A menos que cambie de trayectoria, sí.

—Parece como si quisiera usted decir que está fuera de control.

—No sabemos lo suficiente al respecto, señor.

—¿Pueden haber puesto los rusos esa cosa ahí arriba como parte de su programa SDI, y luego haber perdido el control sobre ella? ¿Desencadenado esas malditas bolas de fuego por error?

Malone se encogió de hombros.

—¡Piensa usted con el culo, Zweiger! —estalló Benson, dando un fuerte puñetazo contra el escritorio del jefe. Zweiger se puso pálido como un muerto. Nadie, pero nadie, le había hablado nunca de aquella manera—. Este..., este Desconocido, como lo llaman cariñosamente ustedes, es tan grande como un superpetrolero —siguió Benson, sin preocuparse por nada excepto lo que estaba diciendo—. ¿Cree que los rusos pueden haber enviado al espacio algo así? Bien, ¿lo cree?

Zweiger no dijo si lo creía o no. Se limitó a permanecer sentado, desconcertado, mirando a Benson con una expresión de absoluta sorpresa.

Malone intervino rápidamente:

—Se trata de un aspecto técnico, señor. Sabemos que el Desconocido es grande, pero el tamaño no significa necesariamente masa. Los soviéticos pueden haber lanzado una nave normal, y luego desplegado membranas de extensión para cubrir una gran área superficial. Quizá para células solares, ¿quién sabe? Hasta que podamos echarle una buena mirada a esta cosa, su peso real es asunto de meras especulaciones.

Zweiger consiguió apartar su mirada de Benson y miró al otro hombre.

—¿Qué sabemos de sus lanzamientos más recientes, mayor? —preguntó roncamente.

—Bien, eso es muy significativo, señor. Verá, los rusos lanzaron inesperadamente una sonda espacial muy grande desde su cosmodromo militar de Baikonur, el 12 de febrero. Eso fue exactamente dos semanas antes del primer informe fiable de una bola de fuego. La misión fue mantenida en alto secreto.

—¡Lo hicieron, por Dios! —exclamó Zweiger—. ¿Y adonde se dirigía?

—No pudimos rastrearla todo el camino, señor —respondió Malone. Y entonces miró fijamente a Benson—. Pero nuestras estimaciones son que se dirigía a la Luna.

La llana afirmación de Malone estalló en el cerebro de Benson como una bomba. ¡La Luna! Durante todo el tiempo la conexión lunar había sido el elemento clave de su teoría respecto de las bolas de fuego. Y ahora ahí estaba Malone, anunciando que los rusos habían enviado una sonda a la Luna en el momento mismo en que había llegado la antimateria. Era demasiado para ser una coincidencia, pero, ¿qué infiernos significaba?

—Y eso no es todo, señor —prosiguió Malone—. Un par de días más tarde, de hecho, aproximadamente en el momento en que su sonda pudo llegar a su destino, fue detectada una enorme explosión en o cerca de la superficie lunar. Una enorme emisión de materia fue observada justo al otro lado del horizonte lunar. Incluso apareció en los periódicos.

»Y, aquel mismo día, nuestros instrumentos sísmicos en la Luna detectaron un lunamoto aproximadamente en aquella zona.

Y un estallido sin precedentes de radiaciones gamma, pensó Benson, pero dejemos esto por el momento.

Era suficiente para Zweiger.

—Todo encaja, mayor —concluyó—. Será mejor comunicárselo al Presidente. —Empezó a enumerar los puntos con los dedos—. Los rusos lanzan una sonda militar secreta a la Luna. Son desplegadas enormes membranas para proporcionar grandes cantidades de energía solar. Se produce un estallido, accidental o planeado, y es liberada materia. Todo el sistema se sitúa en una órbita que intersecta la Tierra y, por algún mecanismo aún desconocido, que implica posiblemente el uso controlado de esta anticosa, se crean las bolas de fuego en la atmósfera de nuestro planeta. —Se echó hacia atrás en su silla y silbó suavemente—. Los hijos de puta.

Benson cerró los ojos, abrumado, y maldijo para sí mismo. Zweiger se puso en pie.

—De acuerdo, Benson, puede marcharse. Nos sentimos muy agradecidos por su opinión científica. Ahora tenemos asuntos militares que discutir. Mi ayudante le acompañará hasta la salida del edificio. Buenos días.

Abrumado, Benson se levantó, se dio la vuelta y, sin una palabra más, abandonó la habitación. Los dos hombres le vieron marcharse. Cuando la puerta se cerró, Zweiger dijo:

—Ese tipo es un patán, Malone. No quiero verle de nuevo, ¿de acuerdo? —El tono de Zweiger cambió bruscamente cuando echó fuera de sus pensamientos a Benson y sus abstractas ideas y se concentró en asuntos más prácticos, cosas con las que estaba acostumbrado a tratar. Como la amenaza rusa—. Lo que tenemos que decidir, mayor, es si este satánico dispositivo está fuera de control. Según nuestra Inteligencia, los soviéticos están recibiendo también su cuota de bolas de fuego. Por supuesto, puede ser una pantalla..., esos tipos son capaces de no detenerse ante nada. Si recibimos la mayor parte de nuestros golpes contra blancos militares, eso dará a los bastardos una maldita ventaja cuando se produzca el primer ataque. ¡Y, mientras tanto, los ataques civiles están causando un pánico tan grande que nos veremos con todas nuestras fuerzas ocupadas en mantener la ley y el orden! ¡Jesús! Y el ataque principal aún no ha empezado. Cuando este hijo de madre choque contra la Tierra, ¿cree que realmente recibiremos alguna bola de fuego allá donde ellos no quieran que la recibamos? ¿Cuándo dice usted que chocará?

—El próximo viernes —respondió Malone—. El viernes trece.

—¡Apuesto a que los soviéticos lo han tenido todo planeado desde el primer golpe! Dígame, mayor, ¿debemos atacar inmediatamente al Desconocido con armas nucleares? ¿Estropear un poco sus planes?

—Yo no recomendaría eso, señor. —Malone pareció dudar.

—¿Por qué no, por el amor de Dios?

—Si su premisa básica es correcta, y los rusos se hallan al control de esta cosa, no dejarán que el aparato principal se estrelle contra la Tierra a menos que haya completado su función. En cuyo caso atacar al Desconocido es una pérdida de recursos y sólo servirá para alertarles. Por otra parte, si se halla fuera de control, con hacerlo pedazos no se conseguirá más que empeorar las cosas..., de otro modo, ellos ya lo hubieran hecho estallar, ¿no? En cualquier caso, lo que hagamos es inútil.

—Pero suponga que eso es precisamente lo que ellos desean que creamos. Quizá cambien su órbita en el último minuto, y nos obsequien con una dosis realmente mala de bolas de fuego para acompañar su primer ataque.

—Entonces podremos atacarlo cuando cambie de curso.

—Sigo opinando que deberíamos destruirlo con armas nucleares ahora mismo.

Malone parecía incómodo.

—Hay otra razón por la que aconsejo no hacerlo, señor.

—¿Oh?

—Hay una posibilidad de que Benson esté en lo cierto, que este objeto pueda estar compuesto por restos de antimateria de alguna especie procedentes de fuera de la galaxia.

—¿Qué? ¿La locura de ese bastardo? Supongo que no estará sugiriendo seriamente que hay algo de cierto en esa ridicula teoría, ¿no? Quiero decir, ¡Cristo!

—Admito que es más bien descabellada, señor, pero suponga simplemente que fuera correcta. El efecto de golpearla con toda una carga nuclear sería catastrófico. No sólo obtendríamos un estallido nuclear, sino una aniquilación total de toda su masa, con una liberación de energía equivalente a miles de explosiones nucleares. El Desconocido se vería dispersado por todo el espacio, y nunca conseguiríamos librarnos de sus fragmentos, que caerían sobre nosotros. Y cuando lo que quedase nos golpeara...

—¡Está diciendo cosas sin sentido, mayor! Si esta cosa estuviera hecha enteramente de antimateria, como usted sugiere, ¿qué importancia tendría que nos golpeara en una sola pieza o en muchos fragmentos?

—Si es una roca de antimateria, entonces sólo tenemos una esperanza: intentar desviarla lejos de la Tierra.

Zweiger pareció exasperado.

—¿Y cómo podemos conseguir eso, por el amor de Dios?

—Tendríamos que golpearla con diminutos fragmentos de materia, apuntados con mucha exactitud, para producir una serie de explosiones controladas a pequeña escala. Sería un asunto terriblemente aleatorio, pero es lo único que podemos pensar por el momento.

—Esto es una locura, Malone. ¿Cómo podemos preparar algo así para el viernes trece?

Malone se mostró claramente incómodo.

—Nuestra única posibilidad es utilizar el KEW.

El KEW era la forma más simple de defensa de la Guerra de las Galaxias. Consistía en una plataforma orbital desde la que podían ser disparados proyectiles con extrema exactitud hacia misiles enemigos. Destruían los misiles por la fuerza bruta..., el simple efecto del impacto de una gran energía. El sistema había sido diseñado para ser utilizado en una guerra nuclear total, de modo que tenía capacidad para ser empleado una sola vez.

Zweiger le miró, incrédulamente boquiabierto.

—Está usted loco, Malone. El Presidente nunca malgastaría un elemento clave de nuestra defensa en vísperas de un esperado ataque soviético sólo porque ese lunático de Benson pudiera tener razón al fin y al cabo.

—Siempre podría golpear a los soviéticos primero..., y reservar el KEW para el Desconocido.

Zweiger sonrió secamente al mayor.

—Seguiríamos necesitando el KEW para cortar su ataque de represalia.

—¿Tomará en cuenta al menos, señor, plantearle al Presidente la posibilidad de dejar abierta por el momento la opción de utilizar el KEW contra el Desconocido..., pendientes de futuras investigaciones?

—¿Investigaciones?

—Sí, señor. Hay una forma en la que podemos comprobar la teoría de Benson, pero necesitaremos la aprobación del Presidente. Si podemos enviar una pequeña sonda al Desconocido, acercarnos lo suficiente a él como para obtener buenas imágenes, podremos ver si se trata de una roca o de un aparato espacial.

—¿Tenemos la posibilidad de lanzar una sonda así inmediatamente?

—No, señor. Pero tenemos el equipo ya en el espacio en estos momentos. Sería factible efectuar las correcciones orbitales necesarias para interceptar al Desconocido a medida que se acerca hacia nosotros.

—¿Qué equipo, mayor?

—Hay dos opciones. Podemos reorientar un satélite meteorológico. El problema es que la resolución óptica será pobre. Eso no importaría si pudiéramos lanzarlo directamente contra el Desconocido, pero apenas el satélite toque un fragmento del halo de antimateria que lo rodea se verá automáticamente aniquilado. Lo mejor es utilizar un satélite espía de alta resolución.

—Pide usted mucho, mayor.

—Lo sé, señor.

Los dos hombres permanecieron sentados en silencio durante un rato, mientras Zweiger pensaba en ello. Luego dijo:

—De acuerdo, Malone. Hablaré de su proposición con el consejero científico del Presidente; veremos lo que él piensa acerca de ese tipo Benson. No quiero molestar al Presidente con esto hasta que estemos seguros. Ya tiene bastantes cosas entre manos en estos momentos, intentando mantener el país en una sola pieza. Ahora ocúpese de sus cosas. Me pondré en contacto con usted tan pronto como lleguemos a una decisión.

—Gracias, señor —dijo Malone.

Zweiger aguardó hasta que el mayor se hubo ido, luego cogió el teléfono.

—Póngame con Stanley Hendricks.

El aullido de las sirenas se mezcló con una estremecedora cacofonía. Desde la ventana de su hotel, Tamsin podía ver columnas de humo al otro lado de la ciudad, aunque era incapaz de decir dónde se habían iniciado las bolas de fuego o los tumultos. Realmente, no parecía importar.

—Todo se está haciendo pedazos, ¿no? —dijo.

Benson se reunió con ella en la ventana. Miraron a la calle, allá abajo. Había sido cortada por las tropas del Estado tras barricadas de acero para proteger el hotel de los VIPs: diplomáticos extranjeros, funcionarios esenciales del gobierno, científicos. Mientras observaban, una dispersa multitud apareció en el siguiente bloque, quizá cuarenta o cincuenta jóvenes alborotados. Sólo había un coche aparcado en la manzana. Pronto estuvo volcado e incendiado. Luego la multitud empezó a destrozar los enormes cristales de los escaparates de las tiendas, apoderándose de cosas que evidentemente no podían llevarse..., una absurda orgía de codicia. Repentinamente sonó una ráfaga de disparos: las tropas del Estado estaban disparando al azar contra los saqueadores. La multitud se dispersó. Varios quedaron tendidos y sangrando en la calle. Nadie hizo ninguna tentativa de auxiliarles.

Tamsin se apartó disgustada de la ventana. Si era así en Washington, sólo Dios sabía lo que estaría ocurriendo en Los Ángeles o Liverpool o Lanchow. Conectó la televisión, buscando con dificultad algún canal que aún funcionara. Desde el inicio de la última oleada de bolas de fuego, muchas de las emisoras habían sido destruidas, puesto que sus transmisores parecían ser particularmente atractivos para el estallido de las bolas de plasma. Finalmente halló una emisora que aún funcionaba. La programación había sido olvidada en favor de un noticiario continuo intercalado con avisos gubernamentales de que la gente permaneciera tranquila, se mantuviera dentro de sus casas y aguardara instrucciones. Por lo que podía verse en Washington, esas recomendaciones eran espectacularmente ineficaces.

Los locutores habían abandonado desde hacía tiempo todo intento de presentación coherente a medida que las noticias de desastre tras desastre llegaban rápida y continuamente: ciudades destruidas, bosques, refinerías petrolíferas, fábricas incendiadas, aviones estrellados, problemas en la distribución de alimentos, tumultos, asesinatos, violaciones... Se habían producido conflictos armados en docenas de los puntos sensibles del planeta a medida que los fanáticos aprovechaban el caos universal para plantear sus reivindicaciones. Parecía como si a lo largo de todo el mundo la civilización se estuviera haciendo pedazos. ¿Excepto quizás en el Bloque Oriental? Nadie lo sabía; Este y Oeste habían interrumpido por completo sus comunicaciones.

Y, en medio de toda aquella confusión, ambos bandos se preparaban inexorablemente para la guerra. Las fuerzas se ponían en alerta máxima, había sido declarada la ley marcial, los misiles estaban preparados, los submarinos enviados a sus estaciones de batalla.

Tamsin contempló hipnotizada la pantalla, las escenas de caos y destrucción que la abrumaban. Bruscamente, la imagen desapareció. Maldijo furiosa y apagó el aparato.

—¿Por qué te molestas? —dijo Benson lúgubremente.

—La humanidad lanzándose al suicidio colectivo —murmuró ella—. Estoy preocupada. Las cosas están fuera de control ahí fuera.

—¿Y qué importa? Dentro de unos días vamos a saltar en pedazos de todos modos.

Ella se volvió hacia él con una expresión desesperada.

—¿No hay ninguna posibilidad de que Malone convenza a Zweiger?

—Estamos tratando con lunáticos, Tamsin. Esos tipos tienen mentes unidireccionales. Zweiger me echó fuera de su despacho sin siquiera pensárselo dos veces. El concepto es demasiado grande para él.

—Podrías intentar llegar directamente al Presidente. Apelar a ese intelecto del que tanto alardea.

Benson bufó despectivamente.

—Aunque lo intentara, nunca conseguiría llegar hasta él. Probablemente se halle en un refugio en alguna parte, haciendo flexiones del dedo con que debe apretar el botón.

De la calle de abajo llegó un fuerte ruido de choque. Tamsin corrió a la ventana. Un enorme Chevrolet gris había embestido contra un árbol, presumiblemente en un intento de eludir los cuerpos tirados en medio de la calle. Observó horrorizada cómo la multitud convergía sobre él, arrastraba a una mujer fuera del asiento del conductor, e inmediatamente empezaba a desgarrarle las ropas.

—¡Haced algo! —gimió—. ¡Oh, por favor, haced algo!

Sonaron varias ráfagas cuando los soldados dispararon al aire, intentando dispersar a la multitud, pero no consiguieron ningún efecto. Tamsin pudo ver al oficial al mando agitar los brazos, lanzar órdenes. Las barricadas fueron apartadas, y una docena de hombres salió por la abertura, blandiendo sus armas en dirección a la frenética multitud.

Bruscamente, un cóctel molotov aterrizó en el camino de los soldados, luego otro en medio de ellos. Dos soldados cayeron al suelo y empezaron a rodar frenéticamente sobre sí mismos. Otros dos cócteles se estrellaron tras las barricadas. Una multitud de hombres que agitaban estacas, cuchillos y pistolas, brotó de una calle lateral y cargó hacia el hueco en las defensas. Los soldados empezaron a disparar alocadamente, presas del pánico. La gente cayó y fue pisoteada sin piedad. La multitud alcanzó los escalones de entrada del hotel, y Tamsin pudo oír el sonido de cristales rotos mezclado con el de disparos.

—¡Andrew! —gritó. Benson corrió a la ventana. La multitud allá fuera había aumentado a un par de cientos de individuos que cantaban y gritaban, histéricos. El humo brotó de la planta baja cuando fueron arrojadas más bombas incendiarias al interior del edificio.

—¡Estamos atrapados! —gritó Tamsin, aferrándose a él.

Benson cogió el teléfono. No funcionaba.

La mente de Tamsin giraba alocadamente. Si utilizaban la escalera de incendios, serían despedazados por la multitud. Si se quedaban allí, serían quemados vivos.

—Vayamos al tejado. Ven. —Benson tiró de ella.

—¡Espera! —gritó ella de pronto.

Desde allá abajo en la calle les llegó el profundo resonar de vehículos pesados, luego el firme staccato de armas automáticas. La multitud se dispersó en medio de la confusión. La gente empezó a correr en todas direcciones, algunos cayeron ante el fuego. Desde ambos lados de la calle, transportes blindados convergieron sobre el tumulto, con sus ocupantes disparando indiscriminadamente. Mientras observaban, un semioruga avanzó directamente hacia un grupo de manifestantes, arrollándolos sin piedad. Un grupo de soldados en traje de combate saltó de los vehículos, disparando alocadamente contra las figuras que huían. Un pequeño destacamento corrió hacia la entrada del hotel.

Tamsin se apartó de la ventana, profundamente estremecida. Benson fue al minibar en una esquina del dormitorio y llenó hasta el borde dos vasos de coñac. Los bebieron ansiosamente, luego aguardaron.

Hubo una frenética llamada en la puerta. Benson la abrió con precaución. Un soldado les ordenó que bajaran inmediatamente al salón del hotel, luego tachó sus nombres de una lista. Benson agarró sus pequeñas maletas y corrieron hacia las escaleras..., los ascensores eran demasiado peligrosos.

En el salón, la confusión era total. Mujeres histéricas, extranjeros gritando en una docena de idiomas, perros ladrando, humo. Con una oleada de alivio, Benson vio a Malone, buscándoles en medio del tumulto.

—¡Gracias a Dios! Ya iba a subir a su habitación —dijo Malone—. ¡Vengan conmigo!

Siguieron al militar fuera del hotel y subieron a la parte de atrás de un vehículo blindado, junto con media docena de soldados. Malone se metió tras ellos, cerró de golpe la portezuela, y el vehículo se puso en marcha.

—¿Adónde vamos? —preguntó Benson.

—Al Campo Andrews —respondió Malone—. Hay un reactor de las Fuerzas Aéreas aguardándonos para llevarnos a Arizona.

—¿Arizona? —dijo Tamsin—. ¿Qué hay en Arizona?

—Un lugar seguro.

16

Al transeúnte despreocupado, el conjunto de edificios en medio del desierto de Arizona le hubiera parecido sin lugar a dudas una fábrica de microchips. El transeúnte hubiera acertado: era una fábrica de microchips. Lo que no hubiera sabido era que ciento veinte metros por debajo de su inocua superficie se hallaba uno de los varios centros de mando altamente secretos desde los cuales podía ser desencadenada en paz y tranquilidad la Tercera Guerra Mundial.

Benson permanecía sentado a solas en una pequeña y funcional habitación designada oficialmente como área de relajamiento, aunque la forma en que se esperaba que alguien se relajara, en las circunstancias para las que había sido construido el centro de mando, era algo que desafiaba la imaginación. Ciertamente, Benson no se hallaba de humor como para sentirse relajado. Habían transcurrido cuarenta y ocho horas desde su desastrosa reunión con Zweiger, y aún no había llegado ninguna noticia respecto de la activación del satélite espía. Con sólo cuatro días de margen para el impacto, el tiempo se agotaba a ojos vistas.

Tamsin se había cansado de su mal humor y de sus cínicas observaciones, y había abandonado el área de relajación por la dudosa comodidad de su aposento compartido: una pequeña celda de cemento de tres por tres metros, con dos camas gemelas, un lavabo y una ducha, y un monitor de televisión de circuito cerrado.

Benson estrujó la vacía taza de plástico de su quinto café de aquella mañana y la arrojó salvajemente contra la puerta en el preciso momento en que ésta se abría. La taza golpeó a Malone en el pecho. Bajó la vista en breve sorpresa, luego ocupó un asiento opuesto al de Benson.

—¿Y bien? —dijo el científico—. ¿Sigue sin haber ninguna noticia de ahí fuera?

—Acabo de recibir una llamada de Zweiger. —Malone miró fijamente a los ojos de Benson—. El satélite es nuestro.

Benson se envaró en su asiento.

—¡Bien, que me condene!

—Pero hay una condición.

—¿Oh?

—Sólo podemos efectuar una pasada, y desde tan lejos como sea practicable para identificar al Desconocido. El Presidente desea el satélite de vuelta en su lugar para la acción principal.

—Mierda. No nos ofrecen mucho, ¿no?

—Tenemos que trabajar deprisa, Benson. Tengo aquí a la mayor parte del equipo del C7, y en estos momentos están calculando la corrección orbital. Estamos conectados con el Centro de Vuelos Espaciales Goddard; gracias a Dios, aún queda allí un esqueleto de personal, así que podemos controlar el satélite a tiempo real desde la sala de mando de aquí. También estamos conectados con la Casa Blanca para que el Presidente pueda ver directamente las imágenes y haga sus propias evaluaciones, si es necesario.

Benson se puso en pie de un salto, agradecido de tener algo que hacer. Malone apoyó una mano en su hombro, conteniéndole.

—No se deje llevar por el entusiasmo. Recuérdelo: basta con un diminuto átomo de antimateria en el camino de ese satélite...

—¿Quieres decir que Hendricks lo ha aprobado realmente? —dijo Tamsin asombrada, mirándole fijamente a los ojos.

Benson estaba tendido en la cama, el rostro gris por el agotamiento, los ojos rojos por la falta de sueño. Contemplaba sin ver el liso techo.

—Bueno, al menos no lo bloqueó.

—Sorprendente. Así que, ¿qué va a ocurrir ahora?

—Hemos elaborado una corrección orbital que lanzará al satélite espía en una trayectoria de intersección con la roca..., esas cosas fueron fabricadas para ser maniobrables, ¿sabes? Eso significa utilizar todas sus escasas reservas de combustible, pero son suficientes, gracias a Dios. El problema principal es que el Presidente lo quiere de nuevo de vuelta en su sitio después del encuentro, si sigue intacto, por supuesto..., así que necesitamos reservar algo de combustible para el viaje de regreso.

—Necesita el satélite para el caso de que se desencadene la guerra, ¿no?

—Supongo que sí.

—Entonces, evidentemente no están convencidos de que la roca sea realmente de antimateria, ¿no? De otro modo sabrían que la guerra es el menor de nuestros problemas. Todos seremos aniquilados de cualquier modo.

Benson inspiró profundamente, se volvió de lado y la miró.

—Creo que les he convencido de que las bolas de fuego son producidas por la antimateria, pero ni siquiera Malone está dispuesto a admitir que la roca también lo es. Estamos tratando con mentes militares, Tamsin, desde el Presidente hacia abajo. Ven a los rusos detrás de las bolas de fuego a cada paso del camino. En lo que a ellos se refiere, la roca es un arma espacial rusa.

—Entonces, ¿por qué no enfrentan a los rusos con la evidencia, o simplemente la hacen estallar, en vez de dejar que nos deslicemos a un holocausto nuclear?

—Hasta que la sonda obtenga algunas buenas imágenes del objeto no hay ninguna evidencia. Los rusos pueden simplemente negarlo todo; ¿y entonces qué? Y hacerla estallar no servirá de nada. Si es un artefacto ruso, un acto así será interpretado como hostil, y sólo servirá para precipitar la guerra nuclear. Y si estoy en lo cierto, y esa cosa de ahí arriba es una roca de antimateria, hacerla estallar lo único que conseguirá será empeorar las cosas.

—Lo que estás diciendo es que nadie cree en tu teoría, pero que, mientras su estrategia y la tuya no entren en conflicto, están preparados para seguir la corriente —concluyó con brutal franqueza.

—Más o menos sí, Tamsin. Lo único que tenemos que hacer es ver cómo se resuelven las cosas.

Ella se sentó en su cama y meditó por unos instantes.

—Cristo, vaya elección —murmuró—. Si resulta que ellos tienen razón, y la sonda muestra que esta cosa es un artefacto espacial ruso, lo más probable es que lancen un ataque sin pensárselo dos veces, dada la devastación general que están causando las bolas de fuego. Si tienes razón, y la roca no puede ser detenida, seremos aniquilados con aún mayor eficiencia.

—A menos que el Presidente apruebe utilizar el KEW.

—¿El qué?

—El KEW. Kinetic Energy Weapon..., un arma de energía cinética. Podríamos decir que es un lanza-pelotas orbital..., parte del proyecto de la Guerra de las Galaxias. Mortalmente simple. Se limita a arrojar pequeños proyectiles contra los misiles rusos, con una extremada precisión. El impulso del impacto a velocidades orbitales es suficiente para derribarlos. El KEW es la única cosa con la que podemos tener una remota posibilidad de desviar diez millones de toneladas de antimateria sin fragmentarla.

—¿Quieres decir que un pequeño proyectil no explosivo golpeando contra la roca causará una explosión lo bastante grande como para echarla a un lado, pero no lo suficientemente grande como para fragmentarla?

—Exactamente. Si podemos conseguir una sucesión de blancos bien dirigidos, puede funcionar. ¿Quién sabe? ¿Tienes alguna idea mejor?

—Te lo haré saber si la tengo —murmuró ella. Luego—: ¿Cuáles son las principales incertidumbres?

Benson se frotó los ojos.

—Oh, una dificultad es que no podemos imaginar realmente el esquema exacto de la explosión cuando golpee el proyectil. La esperanza es que el punto de impacto empiece a aniquilarse y vaporice el resto del proyectil, esparciéndolo un poco por la superficie..., dispersando así la fuerza de la explosión. Es un poco como intentar empujar un huevo. Si le das un golpe con un trozo de algodón la cosa funciona, pero si lo golpeas con una aguja lo rompes. La energía de transferencia puede ser la misma, pero si se halla concentrada se produce una fragmentación. El problema es que nadie lo sabe exactamente; nunca hemos tenido ninguna experiencia con grandes masas de antimateria. Todo lo que podemos hacer es teorizar sobre modelos.

Se sentó en la cama y cogió su vaso de bourbon.

—Luego está el problema del giro. La roca gira locamente sobre sí misma. Tenemos que calcular exactamente el momento, o la transferencia del impulso será errónea. El KEW está diseñado para actuar en décimas de segundo, pero sin una detallada información sobre la distribución de la masa no tenemos más que una idea muy vaga de en qué parte golpear. —Hizo una pausa mientras bebía un poco de bourbon—. Aparte de esto, deberíamos conseguirlo.

Le ofreció la botella a Tamsin, pero ella negó con la cabeza.

—¿Para cuándo está previsto el encuentro?

—Para mañana por la noche. Eso le deja al Presidente doce horas para evaluar las imágenes y decidir si soltar o no el KEW. Después de eso, será demasiado tarde. La roca estará demasiado cerca para que alguien pueda hacer algo al respecto.

—Pero, ¿qué posibilidades hay de que se decida a desviar un componente tan vital de su defensa estratégica?

Benson se encogió de hombros.

—Más bien pocas, diría. Exigirá unas pruebas absolutas antes de ceder su juguete favorito. El auténtico problema es que se trata de un sistema de un solo uso. No es sólo un asunto de desviarlo por unos momentos, podríamos decir. Una vez lo hayamos usado contra la roca, no podrá ser usado contra los rusos.

Ella sopesó el lúgubre pronóstico.

—Creo que voy a cambiar de opinión respecto de ese trago —dijo, y se sirvió un vaso—. ¿Hay algo que yo pueda hacer? Me siento más bien inútil.

—Como yo —dijo él cansadamente—. Puedes intentar rezar un poco.

—¿Para que nos concedan el KEW?

—Si quieres. O para que yo esté equivocado.

—¿Andrew Benson equivocado? Eso sí sería algo grande. Hasta ahora has acertado en todo, ¿no?, pese a que nadie te creía al principio. Además, aunque estuvieras equivocado, eso no importaría mucho tampoco. Seremos igualmente aniquilados en un holocausto nuclear.

—Bueno, si tiene que haber un holocausto nuclear, al menos estás en el mejor lugar. ¿No te alegras de haber venido?

—Francamente, no. No deseo seguir viviendo si no queda nada del mundo de ahí fuera.

—Ya no queda mucho ahora, por lo que he oído. ¿Sabes que Bombay sufrió el impacto directo de una bola de fuego que hace que Patterson Creek palidezca en la insignificancia? Calculan que su energía fue equivalente a la de la bomba de Hiroshima. Dios sabe cuánta gente resultó muerta. Si eso hubiera ocurrido en Londres o en Washington, probablemente ya estaríamos metidos en la guerra.

Ella se estremeció y volvió a llenar su vaso. Benson tomó la botella y la imitó.

—Entonces también tenías razón..., acerca de que el siguiente ciclo de bolas de fuego sería peor.

—La Tierra está más cerca del centro de los restos eyectados esta vez. Están cayendo algunos granos de tamaño más bien apreciable. Recibimos explosiones de proporciones nucleares por todo el mundo. Es horrible.

—¿Incluso en Rusia?

—Apuesta a que sí. Pero Zweiger y sus secuaces lo consideran una tapadera. ¡Jesús, qué mentalidad!

Ambos se dejaron caer en sus camas y pensaron durante largo rato. Finalmente, ella se volvió hacia él.

—Andrew, si salimos con bien de todo esto...

Pero él se había quedado dormido.

John Maltby conducía su Porsche a 160 km/h por la autopista M62. Aquello estaba mucho más allá de la velocidad límite, pero no le importaba. Casi no había circulación, ni, por supuesto, ningún policía de tráfico para hacer cumplir la ley.

El sol brillaba en un claro cielo azul, pero esta vez ninguna música brotaba de la radio. El tampoco cantaba; no había nada a lo que cantar. Comprobó nerviosamente la aguja del combustible. Había llenado el depósito justo al salir de Londres, en la única estación de servicio que permanecía abierta en la M1, y sólo después de darle una espléndida propina, casi un soborno, al encargado.

Eran las 11:30; había salido de Londres a las seis de la mañana, llamando tan poco la atención como le fue posible. Le había tomado toda una eternidad cruzar los dos controles militares antes de llegar a la carretera en sí, pero una vez hubo entrado en la autopista había hecho un buen promedio.

Maltby sonrió sardónicamente. Sir William debía de pensar sin duda que, en aquellos momentos, estaba camino de Glamorgan.

—Dispersión —había sido el término utilizado—. Todo el personal vital de Defensa debe dispersarse a centros regionales hasta que termine la emergencia. —Simplemente así. Casi como si hubiera alguna fuga de gas en la oficina o algo parecido, antes que la inminencia de una guerra nuclear.

El hombre del Ministerio se había preparado desde hacía años para aquella eventualidad. Después de todo, conocía los planes del gobierno para los civiles en caso de ataque nuclear y, francamente, dejaban mucho que desear. Eran algo horrible. El plan de Maltby se basaba en el hecho de que su hermano era propietario de una casita de vacaciones en la Isla de Man, situada en lugar seguro allá fuera, en el mar de Irlanda. Cuando Sir William le hubo comunicado a Maltby sus instrucciones de que hiciera las maletas, abandonara la capital y se metiera en alguno de los escondites galeses preparados para los funcionarios, supo que había llegado el momento de activar el plan A.

El hermano de Maltby era un contable que vivía en un elegante suburbio de Liverpool. Como todos los demás, nunca se había tomado en serio la amenaza de una guerra nuclear, y siempre se había sentido feliz de intercambiar una promesa de compartir su casita por la promesa de un aviso anticipado. Ahora que la pesadilla se estaba acercando, Maltby no pudo cumplir el trato. Intentó telefonear a su hermano desde Londres para lanzar la pelota, pero inevitablemente los servicios telefónicos habían sucumbido al incesante bombardeo de las bolas de fuego. La única posibilidad de contacto directo era a través de los canales de radio gubernamentales, y no podía intentarlo por obvias razones.

Una señal le dijo que Liverpool estaba a sólo diez kilómetros. Bien por ahora. Si todo iba como tenía planeado, dentro de un par de horas habría recogido a su hermano, a su cuñada y a su sobrino, más las llaves de la casita, y estarían todos de camino hacia el muelle para tomar uno de los pocos ferrys que quedaban.

Entonces vio la barrera. Había sido erigida precipitadamente: dos Landrovers aparcados cruzando la calzada y un poste de algún tipo. Un soldado con casco le hizo señas de que se detuviera. Maltby buscó su pase del M.d.D.

—Lo siento, amigo, pero la carretera está cortada —dijo el soldado, sin mirar siquiera el pase.

—¿Cuál es el problema? —preguntó Maltby. Entonces vio el humo.

—Una bola de fuego grande en Toxteth —explicó el soldado—. Calles enteras arrasadas. Y ahora unos disturbios que no hay quien los pare. Toda la zona es como un campo de batalla. ¿Adonde iba?

—A Norris Green.

—Entonces lo mejor que puede hacer es retroceder hasta la M57 y entrar por el norte. Es decir, si puede pasar. Han ocurrido algunas cosas más bien malas por ese lado.

—Gracias, sargento —dijo Maltby con un rastro de ansiedad—. ¿Le importa si cruzo por la medianera?

—Por mí haga lo que quiera.

Maltby pasó al carril contrario y regresó a toda velocidad hasta la intersección con la M57. Tras unos kilómetros, tomó el desvío a Norris Green. Nadie le detuvo. Cuando llegó a la zona residencial pudo ver que habían clavado tablones en los escaparates y ventanas de las tiendas y de algunas casas. Un par de jeeps del ejército y una ambulancia se cruzaron con él yendo en dirección contraria. No había autobuses ni otros coches, pero eso no le sorprendió, porque la circulación de vehículos privados había sido prohibida excepto para asuntos oficiales. Como en su caso. A su izquierda un telón de humo colgaba sobre la ciudad, bloqueando el sol.

Contemplaba tan intensamente el humo que casi chocó con el siguiente control. Esta vez no parecía tan amistoso. Un soldado le apuntó con su arma y se inclinó hacia él mientras bajaba la ventanilla.

—No puede pasar de aquí.

Maltby sacó su pase. El soldado lo tomó y lo sostuvo delante de su rostro.

—Son las órdenes. No puede pasar estrictamente nadie. Hay pandillas de merodeadores por todas partes.

—Mire, amigo... —empezó a decir Maltby.

—Tendrá que dar media vuelta —dijo el soldado.

—Pero estoy en misión oficial para el Ministerio de Defensa, maldita sea. Es importante que pase. Ahora, sea buen chico...

—Órdenes son órdenes, amigo. ¿Tengo que echarle por la fuerza?

Maltby maldijo salvajemente para sí mismo. Luego rebuscó en su bolsillo. La vista de cinco arrugados billetes de diez libras fue todo lo que necesitó para que el soldado entrara en razón, pese a que el papel moneda pronto no valdría nada. La barrera fue alzada.

El suburbio era como una ciudad fantasma. Calle tras calle estaban o quemadas o llenas de barricadas. No había ningún signo de vida. Giró a la izquierda, hacia un camino residencial. Un grupo de perros se había congregado en torno a un objeto oscuro en el suelo. Maltby miró mientras pasaba lentamente por su lado, y sintió cómo el vómito ascendía por su garganta al ver de qué se trataba.

—¡Dios santísimo! —murmuró para sí mismo—. No creía que hubiéramos llegado a esto.

Reconoció el camino que llevaba a casa de su hermano por la tienda de coches y estación de servicio de la esquina. Ahora era un cascarón quemado, sin ningún coche. A todo lo largo de la calle no se veía a nadie. Había unos cuantos coches viejos estacionados en los caminos o junto a la acera. Se detuvo ante el número 28.

Bajó del Porsche y echó a andar por el familiar sendero, lleno de creciente ansiedad. El césped recién cortado y los macizos de flores primorosamente podados desmentían el enfermante caos que lo rodeaba todo. Llegó a la puerta delantera e hizo sonar el timbre. No hubo respuesta. Llamó de nuevo.

Entonces vio las manchas de sangre en el porche. Empujó la puerta: estaba abierta.

Dentro, el lugar había sido completamente saqueado. Había ropa, juguetes, comida, esparcido por todas partes. Las cortinas habían sido arrancadas de las ventanas, los muebles volcados, la vajilla destrozada. Maltby recorrió la casa, luchando con el desconcierto y las náuseas. Registró todas las habitaciones, luego el ático. No había ninguna señal de su hermano ni de su familia; se habían desvanecido.

Volvió a salir al porche delantero y se detuvo en seco. Tres jóvenes, un alto matón blanco con una llamativa camiseta y dos jovenzuelos negros de unos 16 años estaban apoyados en su coche, haciendo balancear en sus manos bates de béisbol. El alto sonreía.

—Siempre he deseado uno de estos coches —dijo simplemente.

Maltby no dijo nada, no hizo nada.

—Pensar en meterme en uno de ellos me hace dar vueltas la cabeza, ¿sabes? Un rico bastardo como tú no lo echará en falta durante unas cuantas horas, ¿verdad? —Hizo dar vueltas al bate varias veces por encima de su cabeza para reforzar sus palabras—. El único problema es que no tengo las llaves.

Maltby tragó saliva con dificultad y metió la mano en el bolsillo de su chaqueta. Avanzó unos pasos y tendió el brazo, con las llaves colgando entre sus dedos. El joven blanco sonrió y avanzó. Cuando tendió la mano hacia las llaves, Maltby le lanzó una feroz patada a las ingles. El joven jadeó de dolor y se dobló sobre sí mismo. Maltby clavó su rodilla en el rostro del muchacho, enviándolo de espaldas contra un macizo de flores.

Cogió rápidamente el bate de béisbol y cargó contra los dos jóvenes negros. Instantáneamente echaron a correr. Temblando como una hoja, subió al Porsche y partió a toda velocidad, haciendo chillar los neumáticos en el asfalto calentado por el sol.

El muelle estaba atestado de patrullas militares. Para alcanzarlo Maltby tuvo que dar un rodeo por media ciudad, eludiendo tanto pandillas que lanzaban piedras como controles militares, volviendo sobre sus pasos al menos media docena de veces. Utilizó su pase especial del M.d.D. para conseguir acceso al embarcadero, donde buscó el ferry para la Isla de Man. Las operaciones normales de la terminal marítima se habían interrumpido, todo estaba bajo control de la policía o del ejército. No había carteles indicadores por ninguna parte.

Al cabo de media hora de infructuosa búsqueda, Maltby se dirigió a la aduana, cuya entrada estaba custodiada por dos soldados con uniforme de batalla. Utilizó de nuevo su pase para entrar. Había un sargento de guardia detrás del mostrador.

—Tengo que cruzar a la Isla de Man —dijo Maltby con tono casual, como si hablara de ir a un picnic campestre.

—Que tenga suerte, amigo —respondió el Sargento.

—¿Cuál es el problema, teniente?

El sargento reprimió una sonrisa.

—Un pequeño asunto de ley marcial, ése es el problema.

—Pero estoy en misión oficial para el M.d.D. Es urgente. —Maltby extrajo su pase.

El sargento examinó atentamente el pase e hizo una mueca.

—No hay ningún servicio regular —dijo.

—Pero alguien tiene que cruzar. ¿Provisiones?

El sargento se frotó la mandíbula.

—Hay un barco especial con provisiones que parte a las dos, pero no puedo dejarle subir sin autorización.

Maltby consideró la situación durante un instante.

—Telefonee a Whitehall —dijo—. El número está en el pase.

—Debe de estar usted bromeando, amigo. Los teléfonos llevan días sin funcionar. De todos modos, si tienen un poco de sentido común, a estas alturas ya no habrá nadie allí, ¿no cree?

Maltby se agitó, sintiéndose culpable. Luego sacó su cartera. El truco funcionó de nuevo, aunque esta vez el precio fue de 150 libras. Se volvió para irse.

—Por cierto, ¿cómo ha venido hasta aquí? —preguntó el sargento.

—En coche.

—Tendrá que abandonarlo —dijo el hombre—. Sólo hay sitio para una persona de pie.

Maltby sonrió irónicamente, se encogió de hombros, y fue hacia el barco.

El sol de la tarde llameaba en un cielo azul sobre un mar calmado. La escena parecía tomada directamente de un folleto de propaganda turística. El barco «especial» resultó ser un ferry regular Sealink capitaneado por la Royal Navy, y cargado con productos de primera necesidad y equipo médico para la gente de la Isla de Man. Maltby se quedó junto a la barandilla, contemplando la costa que se alejaba. Se dio cuenta con un sobresalto de que aquélla podía ser la última vez que la viera, al menos en su forma actual.

—¿Le apetece una copa?

Se volvió para ver a un marinero joven que hacía oscilar una botella de cerveza.

—El bar está bien provisto. Ya nadie se preocupa de las regulaciones sobre la venta de alcohol —explicó.

—No, gracias —dijo Maltby.

—Como quiera. ¿Qué está haciendo entonces en este barco?

—Asuntos del M.d.D.

—¿Eh?

—Del Ministerio de Defensa.

—Oh. Entonces es que va a haber una guerra nuclear, ¿eh?

—Parece que sí. De todos modos, quizá las potencias que pueden desencadenarla recobren a tiempo el buen sentido.

—Sí. Mi compañero dice que esas bolas de fuego no tienen nada que ver con los rusos, de todos modos. Dice que es algún trasto de la Guerra de las Galaxias yanki que se ha estropeado. ¿Es posible eso? ¿Usted qué cree?

—Quizá no sean ni del Este ni del Oeste —dijo Maltby.

El joven marinero frunció el ceño.

—Bueno, tiene que ser de un lado o del otro, ¿no? Creo que voy a buscar otra cerveza. ¿Seguro que no quiere una?

—Completamente seguro, gracias.

El marinero fue abajo.

Maltby contempló la cremosa estela del barco mientras éste giraba hacia el nordeste, con una docena de gaviotas planeando sobre ella. Miró su reloj: las 3:50. Podría alcanzar la casa antes de anochecer..., si hallaba transporte al otro lado. Se volvió para ir abajo.

La deslumbrante luz blanca llamó su atención apenas se volvió. El corazón de Maltby se paró por unos instantes. Allá arriba, en el cielo, por occidente, parecía haber salido un segundo sol, sólo que más pequeño. Mientras él lo miraba, paralizado por el terror, el feroz resplandor blanco se hinchó y trazó un lento arco hacia el cénit. Pudo ver un resplandeciente rastro naranja detrás de la cosa, como los dibujos animados de las cápsulas espaciales en su reentrada.

Maltby se aferró con una mano a la barandilla y miró con la boca abierta a la aterradora entidad llameante mientras ésta seguía avanzando, surgida del azul de Dios de más allá, creciendo y haciéndose más brillante, hasta que le dolieron los ojos por el resplandor. Pero siguió con la mirada fija en la bola de fuego.

El objeto no producía ningún sonido; sólo el decidido, amenazador, inexorable avance hacia abajo.

Maltby gritó. Un chillido patético, hueco, inútil.

Se dejó caer boca abajo sobre cubierta y se cubrió la cabeza con los brazos. La intensa luz que se derramaba sobre él era casi perceptible, sus manos desnudas registraron el abrasador calor radiante. Sin embargo, siguió sin oír ningún sonido.

La bola de fuego golpeó contra el mar a gran velocidad, a aproximadamente un kilómetro de distancia. La masa de antimateria, escudada por la intensa radiación durante su buceo por la atmósfera, se vio aniquilada casi instantáneamente, con la fuerza de una pequeña explosión nuclear. La onda de choque resultante reventó los remaches del lado de babor del barco y los tímpanos de Maltby, dejándole atontado y desconcertado.

Tendido aún boca abajo, alzó la cabeza y miró por encima de la barandilla de babor. Allá donde hubiera debido haber un cielo azul vio en cambio una furiosa pared de agua que avanzaba. En una absoluta impotencia, Maltby contempló la monstruosidad líquida alzarse muy por encima del barco.

Los ferrys Sealink están construidos para cruzar las salvajes tormentas del mar del Norte y del mar de Irlanda, pero no están construidos para resistir un maremoto. El ferry rodó sobre sí mismo y volcó inmediatamente cuando la enorme masa de agua se estrelló contra su casco por el lado de babor.

Maltby fue arrojado limpiamente del barco, hacia el maelstrom. Toneladas de agua cayeron sobre él. Mientras sus pulmones se llenaban con el líquido salado, su último pensamiento fue hacia lo extrañamente caliente que estaba el agua.

17

La sala de mando bajo el desierto de Arizona era circular, con las paredes llenas de consolas, cada una atendida por una silla giratoria. Fuertes luces blancas ardían en el techo. La estancia estaba empapada por el claro y opresivo olor de los instrumentos electrónicos.

El comandante de la base se paseaba de un lado para otro, con ansiedad de propietario, mientras los científicos supervisaban la aproximación final del satélite. Por fortuna, la roca se hallaba en el extremo más alejado del flujo de antimateria, de modo que, mediante una juiciosa elección de la corrección orbital, se había conseguido aproximar la sonda hasta una distancia de unos pocos cientos de kilómetros sin que se produjera ningún desastre. Los datos fueron introducidos inicialmente en Goddard. El personal de allí había dejado la red de comunicaciones intacta, y luego se había encaminado a los refugios. Desde Goddard, los datos iban automáticamente hasta Arizona, donde eran procesados en su ordenador, y luego las imágenes resultantes se exhibían en un gran monitor.

Benson y Malone examinaron la parpadeante imagen en blanco y negro con intensa concentración. El momento de la verdad estaba ahí delante. Ambos hombres sabían que todo gravitaba sobre el resultado del encuentro de la sonda con el objeto desconocido en el espacio. La tensión iba creciendo a medida que la sonda se acercaba, con su trayectoria curvándose suavemente en el campo gravitatorio de la Tierra para alcanzar una exacta curva intersectora con el blanco. Los pequeños chorros reorientadores habían sido activados durante unos pocos minutos hacía treinta y seis horas, empujando al satélite hacia arriba, hasta una órbita más alta y excéntrica. Las leyes de Newton del movimiento habían hecho el resto.

La resolución era decepcionante. La luz del sol dispersada por la nube de antimateria interfería con el sistema. La rápida rotación del objeto hacía difícil el análisis, mientras que la reproducción a movimiento lento carecía del detalle necesario. La sala de mando estaba en completo silencio, salvo por el suave zumbar de los instrumentos. Nadie decía nada.

La imagen se iba ampliando gradualmente en el monitor, pero seguía siendo desconcertante, indistinta. Benson se agitó nervioso. El tiempo se estaba acabando.

—Cinco minutos, Keeley —anunció Malone al único otro hombre en la habitación.

—De acuerdo —respondió el joven ingeniero de enrojecido rostro. Keeley era el responsable de mantener el enlace con Goddard y programar las correcciones orbitales para el satélite. Permanecía sentado, mirando fijamente un monitor de ordenador decorado con un complejo arabesco de cifras.

—Nos estamos acercando a la aproximación máxima permitida, Benson. Luego, el Presidente desea el satélite de vuelta, antes de tomar el control.

—Aumente la amplificación —restalló Benson.

Keeley tecleó unas cuantas órdenes. Poco después, la imagen de la pantalla saltó más cerca.

—¡Es una roca, Malone! —gritó Benson—. ¡Eso no son extensiones ni membranas! ¡Mire!

—Yo..., no sé. No sabría decirlo.

—¡Por el amor de Dios, hombre! ¿Se parece esto a un artefacto espacial ruso? ¡Es enorme, y es sólido!

—No podemos estar seguros de eso, Benson. No estoy preparado para efectuar una recomendación positiva al Presidente sobre la base de esta imagen.

—¡Entonces, acerquémonos más!

—No podemos. ¡Lo tenemos prohibido! Keeley, programe las correcciones orbitales. Saque esa sonda de ahí dentro de dos minutos.

—¡Sí, señor! —Keeley empezó a teclear.

Malone cogió un teléfono. Benson permaneció rígidamente de pie mientras el hombre hablaba directamente con la Casa Blanca. Los nudillos de Malone estaban blancos mientras sujetaba el auricular. Finalmente lo depositó con suavidad sobre su horquilla.

—El Presidente dice que el juego ha terminado, Benson. El KEW seguirá firmemente apuntado a la Unión Soviética.

Benson permaneció inmóvil, sumido en un asombrado silencio. Sobre su cabeza, las reconstruidas imágenes de la roca parpadeaban sin que nadie se fijara en ellas.

Así que era esto. El fin del camino. Las últimas palabras de Leonid Burkov cruzaron por su mente. Vas a tener que salvar el mundo sin mí, Andrew. Bien, le había fallado. Lo siento, viejo camarada.

Malone se volvió al comandante de la base.

—Gracias, señor. Un minuto o dos más, y el espectáculo será suyo. —Luego miró a Benson, que seguía de pie, rígido, contemplando las consolas—. Vuelva a su habitación, Benson. Aquí está en medio del paso.

Como un zombi, Benson salió de la sala de mando arrastrando los pies.

No podía aceptar que todo había terminado, simplemente así. Todo el trabajo, las batallas con las autoridades, las esperanzas y la angustia, la sangre, el sudor y las lágrimas..., ¿todo en vano?

Benson se volvió, mareado, y observó al comandante de la base emerger de ia sala de mando con Malone, enfrascados en animada conversación. La relación mutua entre mentes militares. Se alejaron en dirección opuesta, hacia la oficina del comandante.

Movido por un impulso, Benson regresó sobre sus pasos y entró de nuevo en la sala de mando. Estaba vacía excepto por Keeley, enfrascado en sus cálculos. Benson se detuvo detrás del joven, lo sujetó por el cuello y le hizo ponerse en pie de un tirón.

—¿Qué demon...?

Benson arrojó salvajemente a Keeley al otro lado de la habitación. Su cabeza se estrelló contra una consola y rodó al suelo, inmóvil. Casi presa del pánico, Benson estudió la pantalla del ordenador, analizando los datos. ¡Quedaban treinta segundos!

Empezó a teclear furiosamente nuevas instrucciones, anulando las correcciones orbitales de Keeley. Se equivocó dos veces, y tuvo que utilizar el comando EDIT. Con sólo unos segundos de margen, las instrucciones de Keeley fueron anuladas. La sonda se dirigía ahora en un rumbo de colisión directa con la roca.

De pronto la habitación se llenó con el chirriante aullar de las alarmas. Benson alzó la vista para ver entrar en tromba al personal militar.

—¿Qué demonios ocurre? —gritó al jefe.

—¡Es la guerra!

Entonces el hombre vio a Keeley tendido en el suelo. Miró fijamente a Benson.

—Se cayó —dijo Benson—. La alarma lo sobresaltó; se golpeó la cabeza. Será mejor que lo lleven a la enfermería.

Se dio la vuelta y huyó a sus aposentos.

La imagen de un monstruoso objeto sólido creció lentamente en la pantalla monitora, con sus rasgos blancos y negros fluctuando..., el nítido contraste del espacio. Ahora podían distinguir el detallado esquema del movimiento, una caótica mezcla de sombras cambiantes a medida que la luz del sol se reflejaba en las caras irregulares. La sonda se acercaba a toda prisa. No podrían seguir viendo mucho tiempo más, sólo un atisbo antes del impacto y la aniquilación.

Benson se inclinó hacia delante y ajustó el contraste del monitor. Su calidad era inferior a la del de la sala de mando.

—¿Cuáles son las posibilidades? —preguntó Tamsin.

—Mínimas. Pero no tenemos nada que perder, ¿no?

—El Presidente ha perdido su satélite espía.

—La guerra está empezando, Tamsin. No lo necesita.

—Si la sonda llega hasta la misma roca, ¿qué ocurrirá entonces? Seguramente su masa es demasiado grande para una explosión controlada.

—La liberación de energía será más o menos equivalente a un millar de bombas de hidrógeno. Eso es suficiente para vaporizar la mayor parte de la antimateria, y fragmentar el resto. Será un caos infernal, pero es imposible decir cuánto de todo ello caerá a la Tierra. Hay tantos factores desconocidos. No deseaba hacerlo de este modo.

—¿Cuánto falta para que la sonda golpee la roca?

—Se acerca más bien lentamente en este punto de su órbita. Diría que el impacto se producirá dentro de unos veinte minutos.

—¿No van a darse cuenta de que la sonda no ha sido retirada? ¿Qué ocurrirá cuando Keeley recobre el conocimiento?

—Esta será la más pequeña de sus preocupaciones. Ahora se hallan en alerta total. Están sacando los misiles. De todos modos, siempre puedo decir que falló el ordenador. Keeley no recordará mucho.

Permanecieron sentados durante algunos minutos, contemplando la pantalla, intentando extraer algún sentido de cada detalle. La cámara a bordo de la sonda y la transmisión de datos seguían funcionando automáticamente sin ningún fallo.

—¿Cuáles son las posibilidades de que la sonda recorra todo el camino hasta la roca? —preguntó Tamsin.

—Diría que un cincuenta por ciento. No hay mucho polvo de antimateria en este punto del flujo.

—¿Y si no lo consigue?

—Entonces la roca seguirá avanzando. Hemos calculado que entrará en la atmósfera mañana por la noche, a unos 34.000 km/h y en un ángulo de 45 grados desde el este..., encima de Nueva Guinea.

Esta vez fue Tamsin quien adelantó la mano hacia el bourbon. Llenó los dos vasos.

—Dime, Andrew. Supongamos que la roca sigue avanzando. ¿Qué ocurrirá exactamente? Es decir, si no hubiera bajas ya a causa de la Tercera Guerra Mundial.

—Será mejor que no pensemos en ello.

—Quiero hacerlo. Quiero saber cómo será.

Benson se mordió el labio unos instantes.

—Si la roca estuviera hecha de materia normal, como un meteoro muy grande o un asteroide pequeño, se hundiría directamente hacia el suelo, vaporizándose en su superficie, pero reteniendo la masa suficiente como para abrir un gran agujero. Estas cosas han ocurrido ya otras veces: todavía existen los cráteres. Sería un acontecimiento sin precedentes para los tipos que estuvieran debajo, pero nada comparado con un impacto de antimateria. Con la antimateria, la aniquilación empezará en el momento mismo en que la roca toque la atmósfera superior. La liberación de energía es tan enorme que desintegrará la roca antes de que alcance el suelo..., incluso a esa velocidad. La explosión será equivalente a la de cien millones de bombas de hidrógeno. Eso es suficiente para barrer toda la atmósfera de la Tierra y remodelar los rasgos de su superficie. Los océanos, simplemente, desaparecerán. Y las radiaciones gamma a través del hemisferio oriental serán increíbles. Nada podrá sobrevivir.

Tamsin contempló la pantalla de la televisión, esperando que la imagen muriera en cualquier instante.

—¿Terminará todo rápidamente... para nosotros? —preguntó con voz ronca.

—Aquí estamos en el hemisferio opuesto, así que lo primero que recibiremos será la onda de choque. Seremos pulverizados al instante.

Ella se estremeció involuntariamente. Benson se dirigió a un armarito pequeño y tomó otra botella de bourbon. Volvió a llenar los vasos y le tendió a Tamsin el suyo. Estuvieron en silencio, pensando, durante un rato.

—Andrew —dijo ella—, ¿por qué nosotros? ¿Por qué, en todo este enorme universo, tiene que ser nuestro planeta el que incurra en la ira de los dioses?

—Soy físico, no filósofo.

—Sin embargo, ¿no consideras extraño que la Tierra haya orbitado en paz en torno al Sol durante miles de millones de años, pero tan pronto como el hombre aparece en escena nuestro pobre viejo planeta se vea borrado de un plumazo?

—Te estás poniendo mística. —Benson volvió a llenar su vaso—. Supongo que no estás sugiriendo que esto estaba escrito.

—No, por supuesto que no. Pero si esta roca es realmente un fragmento de antimateria en bruto de Dios sabe dónde, resulta más bien lamentable encontrarse precisamente en su camino.

—En realidad, fue la Luna la que se metió en su camino, recuérdalo.

Ella se encogió de hombros.

—¿Y qué diferencia hace eso?

—Eres una científica, Tamsin. Sabes que no pueden extraerse conclusiones estadísticas de un solo acontecimiento.

Ella seguía sin estar convencida.

—¿Así que estás absolutamente seguro de que esta cosa es un fenómeno natural?

—¡Por supuesto que es un fenómeno natural! La única producción controlada de antimateria en la Tierra ha sido en forma de rayos de positrones o antiprotones. Aun cuando alguien pudiera imaginar cómo unirlos para formar una masa grande, luego estaría el problema de confinar la antimateria en un vacío, sin mencionar la pequeña dificultad de lanzarlo todo al espacio.

—¿Por qué no puede haber sido producida desde un principio en el espacio, para evitar el problema del confinamiento?

—Necesitarías un enorme laboratorio ahí arriba...

—¿Un laboratorio de diez millones de toneladas?

—¿De qué demonios estás hablando?

Ella se mostró repentinamente muy animada.

—¿No lo ves, Andrew? No tienes ninguna auténtica prueba de que la llamada roca esté hecha realmente de antimateria. Tú mismo has dicho que la materia y la antimateria parecen iguales. Obviamente, los granos de antimateria están asociados de algún modo con este objeto...

—¡No seas absurda! —cortó Benson—. ¿Por qué querría alguien construir una estación espacial para fabricar antimateria?

—¿El arma definitiva?

—¡Cristo, eres como todos los demás!

—De acuerdo, entonces para obtener energía, propulsión, impulsar una nave, calentar una estación espacial. ¡No lo sé! ¡Pueden haber razones de todo tipo!

—¿Como estrellarse contra la Luna?

—¿Un accidente? Quizá algo fue mal, liberó la antimateria cuando no debía. Quizá...

—¡Tamsin, te estás aferrando a simples pajas! —La voz de Benson era estridente, alterada por los efectos del bourbon—. ¡No hay ninguna potencia en la Tierra que pueda construir una estación espacial de diez millones de toneladas!

—¡Eso ya lo sé! Ninguna potencia en la Tierra.

Por un breve instante se miraron el uno al otro. De pronto la puerta se abrió de un golpe. Era Malone.

—¡Tengo la Casa Blanca en la línea! Ha ocurrido algo. ¡Vengan, rápido!

Echaron a correr tras Malone hacia la sala de mando. Estaba atestada de personal militar que manejaba las consolas, supervisando el despliegue de los misiles. El comandante de la base parecía tenso, su rostro gris y lleno de arrugas. Malone accionó algunos interruptores, y un crujir de estática llenó la habitación.

—El Presidente ha estado en la línea caliente con el Kremlin, intentando evitar la guerra en el último minuto —explicó Malone—. Una acción de última hora. —Se secó el sudor de la frente con la manga del uniforme—. ¡Al parecer, los soviéticos han admitido al fin su responsabilidad sobre las bolas de fuego! ¡Dicen que fue una especie de accidente!

Benson escuchó, incrédulo.

—Han ido a buscar a un tipo llamado Rogachev para que dé una explicación completa.

—¿Rogachev, el científico?

—Ese. El que está a cargo de su programa espacial. El Presidente nos hizo llamar para que escuchásemos lo que tiene que decir.

En aquel momento, una voz con un terrible acento ruso dijo en inglés por los altavoces:

—Señor Presidente, éste es Vladimir Rogachev, de la Academia de Ciencias soviética.

—Le escucho, doctor Rogachev. —La voz familiar del Presidente de los Estados Unidos, llena de tensión y suspicacia, llenó la sala de mando. Nadie movió un músculo.

—Señor Presidente, mi Camarada Presidente me ha permitido entablar un diálogo franco relativo a asuntos de preocupación mutua.

—Se lo agradezco, doctor Rogachev —respondió el Presidente.

Rogachev carraspeó ruidosamente.

—Como ambos sabemos, durante varios meses todas las naciones se han visto afectadas por la periódica aparición de ciertas peligrosas bolas de plasma..., bolas de fuego creo que las llaman ustedes. Evidentemente, han descubierto ustedes que ese alarmante fenómeno se halla asociado con un objeto muy grande en el espacio, que en estos momentos avanza hacia la Tierra a gran velocidad. Sin duda sus especialistas se han estado interrogando acerca de la identidad de este extraño objeto...

—¡Apueste a que sí! —susurró ácidamente Benson.

—Tengo que decirle, señor Presidente, que sabemos de la existencia de este objeto desde hace un tiempo considerable. En noviembre pasado, nuestro radiotelescopio cerca de Kiev empezó a recibir algunas señales muy extrañas desde una fuente desconocida. Tras cuidadosas investigaciones, nuestros astrónomos descubrieron que las señales emanaban de un objeto en órbita en torno a la Luna. Pronto los astrónomos fueron capaces de verlo a través de un gran telescopio óptico. Resultó claro que estábamos observando una enorme estructura artificial de origen extraterrestre.

Rogachev hizo una pausa. Tamsin miró a Benson, luego a Malone. Ambos hombres parecían visiblemente impresionados.

Entonces el Presidente dijo:

¿Se refiere usted a un artefacto alienígena?

—Sí, señor Presidente. Un artefacto alienígena. Todo lo que pudimos dilucidar acerca de él nos convenció de que era el producto de una tecnología cientos de años más avanzada que la nuestra..., una perspectiva fascinante, pero aterradora. Un pequeño grupo de científicos se reunió en Moscú para decidir nuestra respuesta. Algunos argumentaron que debíamos intentar inmediatamente entrar en contacto con los intrusos. Otros tenían la sensación de que debíamos anunciar el descubrimiento al mundo y dejar que las Naciones Unidas decidieran al respecto. Sopesamos cuidadosamente todos los riesgos y ventajas. Al final, resultó claro que sólo había un curso de acción sensato. Teníamos que destruir el artefacto.

—¿Qué?

La aguda exclamación del Presidente resonó por toda la sala de mando. Benson jadeó, asombrado, y un murmullo impresionado recorrió el personal reunido. Sólo el comandante de la base permaneció impasible.

—Teníamos que destruirlo antes de que él nos destruyera a nosotros —prosiguió Rogachev—. Supongo que comprende usted eso, señor Presidente.

—¡No puedo comprender nada! —estalló el Presidente—. ¿Qué les da derecho...?

—¡La humanidad estaba amenazada! Teníamos una grave responsabilidad. La historia de este planeta muestra muy claramente que, cuando una cultura desarrollada se encuentra con una cultura más primitiva, la primitiva desaparece muy pronto.

—Doctor Rogachev... —la voz del Presidente temblaba de emoción—. Las naciones del mundo les juzgarán muy severamente por este injustificable y unilateral acto de asesinato. Han tomado por sí mismos la decisión de destruir una oportunidad única de que toda la humanidad participara en un acontecimiento de... de gran significado cósmico. La llegada de este artefacto hubiera podido presagiar el inicio de una nueva era para nuestro planeta, trayendo beneficios jamás soñados a toda la humanidad. Me siento abrumado por su insensibilidad hacia esas importantes cuestiones.

—Señor Presidente, habla usted de asesinato, de grandes ideales. No se trata de ningún asesinato; esos intrusos no eran humanos. ¡No representaban la salvación de la humanidad, sino su destrucción! Creemos que, de haberse hallado en la misma posición, usted hubiera actuado de una forma similar.

—¿Lo cree, por el amor de Dios?

—Naturalmente, lamentamos habernos encontrado en la necesidad de proceder a esta acción preventiva.

—¿Y las bolas de fuego, lamentan también eso?

—Eso fue algo que no previmos, señor Presidente. Planeamos destruir limpiamente el artefacto alienígena, con un solo golpe. El pasado febrero lanzamos una nave espacial hacia la Luna conteniendo un potente dispositivo nuclear, que hicimos detonar cuando estuvo cerca del objeto orbital. Lo que no sabíamos, ni podíamos saber, era que en las entrañas de ese colosal artefacto había una cantidad apreciable de antimateria, evidentemente una fuente de energía. Las ondas de choque de nuestro dispositivo nuclear debieron de hacer que la antimateria entrara en contacto con la materia normal del casco del artefacto. La explosión resultante fue de proporciones sustancialmente más grandes de las que habíamos previsto. Impulsó los restos del artefacto alienígena lejos de la órbita lunar y los instaló en una órbita excéntrica en torno a la Tierra. En la confusión que siguió, algo de la antimateria debió de escapar y esparcirse por su alrededor. Por todo lo que podemos decir, la mayor parte de ella cayó inofensivamente a la Luna, produciendo una gran erupción y un enorme estallido de radiaciones gamma. Sólo diminutos fragmentos permanecieron en el espacio, algunos de los cuales han hallado lamentablemente su camino hasta la Tierra y causado esas bolas de fuego.

—¿Está usted diciendo, doctor Rogachev, que no hay ningún peligro procedente de los restos del artefacto en sí, cuando éste golpee mañana la Tierra?

—Los restos del artefacto poseen una enorme masa, señor Presidente, y viajan a gran velocidad. Golpeará nuestro planeta en algún lugar en las inmediaciones de Nueva Guinea. El impacto será extremadamente violento, ocasionando un enorme cráter y una onda de choque que puede generar una gran destrucción en aquella zona. Hemos alertado ya a las autoridades de Nueva Guinea del peligro al que se enfrentan. Los daños, sin embargo, serán limitados.

—¿Y las bolas de fuego?

—Seguirán durante un tiempo. Pero los restos del artefacto se hallan cerca del extremo del flujo de antimateria. El ciclo actual de bolas de fuego está terminando ya, y nuestros cálculos sugieren que las perturbaciones gravitatorias desviarán el material restante lejos de la Tierra.

Hubo una larga pausa en la conversación. Finalmente, el Presidente dijo:

—Doctor Rogachev, le doy las gracias por su franqueza, pero sólo debido a que ha evitado que el mundo se embarcara en un holocausto nuclear. No puedo aceptar sus excusas. Sin duda tendrán que responder ustedes ante todos los consejos del mundo por lo que han hecho.

—Que así sea, señor Presidente.

La línea quedó en silencio. Nadie en la sala de mando habló durante al menos un minuto. Luego, Benson dijo en voz muy baja:

—Qué desperdicio. Qué inconmensurable pérdida. ¿Se librará alguna vez la humanidad de la mentalidad militar?

—¿Tan equivocados estaban los rusos? —respondió el comandante.

Tamsin apoyó suavemente una mano en el hombro de Benson.

—¿Qué deseaban esos alienígenas, Andrew?

Benson se encogió de hombros.

—¿Quién sabe? Quizá simplemente estaban recorriendo la galaxia en busca de amigos.

—O de un hogar...

Malone alzó la vista, y sus ojos se posaron en el monitor. En medio de toda la excitación, no se habían dado cuenta de que el satélite espía seguía avanzando hacia su cita con lo que había sido el Desconocido. No preguntó por qué la órbita no había sido cambiada. Su atención estaba fija en la imagen en la pantalla. Los demás alzaron los ojos también.

Un monstruoso objeto llenaba la pantalla con un danzante esquema de luz. La sonda se acercaba muy aprisa, y la imagen se amplió rápidamente mientras observaban. Durante un brevísimo instante captaron una girante masa retorcida: el pecio del artefacto.

Bruscamente, la pantalla se llenó de nieve.

Epílogo

El hechicero permanecía sentado inmóvil, rodeado por los huesos, las corrompidas entrañas y los guijarros que eran los instrumentos de su oficio. Durante tres días y tres noches completos había permanecido sentado así, olvidado de los sonidos de la jungla, moviéndose tan sólo para tomar un poco de agua o disponer de nuevo sus sagrados dientes de cerdo.

Durante toda su vida se había preparado para aquello, para la llegada final. Durante cinco generaciones sus antepasados habían transmitido el secreto, en la forma críptica conocida sólo por aquellos educados en los misteriosos artes de la tribu. Ahora el momento había llegado. El hechicero tenía que prepararse adecuadamente.

Había cubierto cuidadosamente su piel con el aceite de kuwala, y se había afeitado la cabeza y los sobacos. La larga letanía de sagrados cánticos había sido metódicamente ejecutada. Sólo quedaba aguardar...

Cayó la noche.

El hechicero meditó acerca la perversidad de su pueblo. De cómo los jóvenes se habían alejado de las leyes tradicionales de la tribu, siguiendo el malvado espíritu blanco de la ciudad en la embocadura del río Najimba, imitando sus corruptas costumbres, llevando sus malignas ropas. De cómo las mujeres ya no seguían los códigos de sus antepasadas, aceptando extrañas píldoras y lociones del malvado hombre que se atrevía a llamarse a sí mismo doctor.

Durante doscientos años, la caída de su pueblo había sido predicha, en las enigmáticas historias de sus predecesores, llenas de oscuros y ocultos significados y sutiles advertencias. ¡Cómo había luchado por conservar el auténtico camino para la tribu! ¿Acaso no había denunciado la maldad allá donde aparecía para destruirles?

Ahora, con las antiguas profecías a punto de cumplirse, con la justicia final al alcance de la mano, le habían abandonado, llamándole loco.

El viejo escrutó el cielo nocturno con los ojos llenos de lágrimas, con el peso de la maldad de su pueblo concentrado de alguna forma en su cuerpo y alma.

Sabía que los espíritus enviarían un mensaje antes de la transformación final, de modo que fue con una ligera sonrisa de expectación que el hechicero observó la nueva y brillante estrella en el este, procedente de la dirección del antiguo reino de los espíritus.

¡En qué extraña forma parpadeaba!

Mientras seguía su avance, más y más alta en el cielo, su parpadeante brillo creció en intensidad. La estrella-espíritu parecía acercarse directamente, como si captara su presencia, como si le buscara.

¡Era tal como habían predicho los cantos sagrados!

Finalmente, el hechicero pudo observar claramente el movimiento del llameante objeto contra el fondo del cielo salpicado de estrellas. Inclinó la cabeza hacia atrás para mirar hacia arriba y contemplar su descenso final y la realización de su destino definitivo.

La estrella-espíritu crecía visiblemente, y su brillo, cada vez mayor, ardía en los ojos del viejo. Sin embargo, su mirada siguió clavada en el cielo, con el corazón latiendo en anticipación.

Luego fue como si la estrella se extendiera por todo el cielo, convirtiendo la noche en día, mientras dedos de blanco calor irradiaban hacia los cuatro rincones de la Tierra.

El viejo hechicero se estremeció en el terror del conocimiento absoluto, mientras veía su universo convulsionarse ante él.

Las llamas y la luz parecieron envolverle. La agonía en su pecho se hizo insoportable...

Cuando el primer frente de la onda de choque le golpeó, momentos más tarde, el hechicero ya estaba muerto.

Nota del autor

Los acontecimientos de Bola de fuego son, por supuesto, ficticios en su mayor parte. Sin embargo, están basados en hechos científicos. En particular, el alarmante fenómeno de los rayos en bola sigue siendo un enigma científico, incluso después de muchos años de cuidadosas investigaciones. Los lectores interesados pueden consultar dos libros que tratan del tema en profundidad: Ball Lightning and Bead Lightning de James Dale Barry (Plenum, 1980) y The Nature of Ball Lightning de Stanley Singer (Plenum, 1971).

El rayo en bola se comporta más o menos como se describe en este libro. Esferas luminosas, cuyo tamaño va desde un centímetros a unos pocos metros, y normalmente de color anaranjado o amarillo, aparecen de la nada y flotan durante unos segundos o incluso minutos antes de desaparecer, a veces explosivamente. Aunque esas bolas son asociadas con frecuencia a condiciones de tormenta, y ocasionalmente son llamadas piedras de rayo, esto no es necesariamente así; de ahí la expresión inglesa bolt of de blue, rayo inesperado o caído de la nada, para designar un suceso, principalmente una desgracia, que se produce repentina e inesperadamente. A este respecto, el nombre «rayo» es más bien inadecuado.

Quizá el aspecto más aterrador del rayo en bola sea su curiosa atracción hacia los espacios interiores. El fenómeno es observado a menudo dentro de edificios e incluso de aviones. No es necesario decir que hay muchos ejemplos registrados de heridas producidas por tales encuentros. Las experiencias de George Todd en el Capítulo 6 son una dramatización de un incidente real informado por R.C. Jennison en Nature, volumen 224, página 895, 1969. (El personaje de ficción de Todd no guarda ninguna relación, por supuesto, con el profesor Jennison.)

Los intentos de producir rayos en bola en el laboratorio han sido en su mayor parte infructruosos. Campos eléctricos intensos producirán ocasionalmente descargas en corona, fuegos de San Telmo y otros efectos luminosos, pero bolas coherentes y libres parecen peculiarmente difíciles de crear. Las bolas que han llegado a aparecer han tendido siempre a desvanecerse casi inmediatamente.

Algunas de las primeras investigaciones experimentales sobre el rayo en bola fueron realizadas en el cambio de siglo por Nicola Tesla, un yugoslavo más bien enigmático que trabajó principalmente en los Estados Unidos. El diario de Tesla de 1899 ha sido publicado recientemente, y contiene relatos fragmentados de la producción de bolas de fuego en laboratorio. Tesla se ha convertido en una especie de mística figura de culto en algunos sectores, aunque su categoría científica sigue manteniéndose alta. Como informa Maltby, Tesla creía realmente haber hallado una forma de transmitir energía electromagnética sin cables; Benson se muestra enteramente correcto al expresar escepticismo.

Los estudios teóricos sobre el rayo en bola se enfrentan al desafío de explicar la fuente de una cantidad tan grande de energía, y cómo esa cantidad de energía puede ser encapsulada de una manera estable durante la vida más bien larga de una bola típica. Las teorías se dividen en dos categorías, según la fuente de energía sea interna o externa. Las tormentas pueden desplegar enormes cantidades de energía eléctrica, y algunos teóricos han intentado construir escenarios en los que esta energía es canalizada o concentrada de algún modo.

Quizás el intento más famoso sea el debido al físico ruso y premio Nobel Piotr Kapitsa. En la teoría de Kapitsa, el suelo y las nubes actúan como superficies parcialmente reflectantes para las ondas largas de radio que son producidas por las descargas de rayos ordinarias. Con esta configuración, es concebible que puedan crearse esquemas de ondas estacionarios, en los que un campo electromagnético es atrapado entre las nubes y el suelo, casi de la misma forma que la onda estacionaria de una cuerda de guitarra pulsada. Bajo esas circunstancias, la fuerza del campo en las posiciones de máxima amplitud (los antinodos de la onda) pueden ser lo suficientemente grandes como para ionizar el aire y producir una bola resplandeciente. La energía sería introducida en la bola de forma continua desde la onda, y la bola tendería a derivar a medida que las nubes se mueven. Fue este tipo de modelo el que ocupó la atención del profesor Benson al inicio de sus investigaciones.

Entre los intentos de explicar el rayo en bola por una fuente interna de energía están los que apelan a las reacciones químicas, condiciones físicas inusuales, e incluso procesos radiactivos, que siguen al golpe de un rayo convencional. En el caso de la última de estas teorías, publicada en Nature, volumen 228, página 545, 1970, puede producirse un serio caso de peligro de radiación.

Finalmente, está la teoría de D.E.T.F. Ashby y C. Whitehead, que propusieron la posibilidad de que el rayo en bola sea producido por micrometeoritos de antimateria. Esta idea fue publicada en Nature en 1971 (volumen 230, página 180), y atrajo una cierta cantidad de comentarios. Los autores avanzaron algunas pruebas experimentales en favor de su teoría, en la forma de varios casos no comunes de estallidos de rayos gamma como consecuencia de la aniquilación de un electrón-positrón en la atmósfera cerca de su equipo detector. Aunque no se vio ninguna bola (el aparato estaba monitorizado automáticamente), Ashby y Whitehead consideraron que el origen de los rayos gamma no tenía ninguna explicación convencional. Me sentí interesado por primera vez en esta teoría como consecuencia de una visita, por aquel entonces, al Culham Laboratory en Berkshire, donde estaba trabajando el doctor Ashby. Quiso la suerte que aquel día fuera tormentoso, y le recuerdo muy bien corriendo de un lado para otro, ocupándose de su equipo. La idea de utilizar el fenómeno del rayo en bola como base para una novela me fue propuesta más tarde por el doctor David Robinson, del King's College de la Universidad de Londres.

El concepto de antimateria, tan crucial para la teoría del profesor Benson, es un hecho científico bien establecido. Los antielectrones, o positrones, como son más conocidos, fueron predichos por primera vez por el físico británico Paul Dirac sobre las bases de sus trabajos matemáticos, efectuados a finales de los años 1920 y dirigidos a amalgamar la teoría cuántica con la teoría de la relatividad especial. Dirac observó que la teoría tenía un lugar para los electrones, pero también para unas misteriosas partículas desconocidas que son, en cierto sentido, la imagen en un espejo de los electrones. Esos antielectrones poseen la misma masa que los electrones, pero una carga eléctrica opuesta.

En 1932, el físico norteamericano Carl Anderson anunció el descubrimiento de los antielectrones de Dirac a partir de sus observaciones de los rayos cósmicos. En años posteriores, los físicos descubrirían que todas las partículas de materia poseen sus correspondientes antipartículas: así, hay antiprotones, antineutrinos, etc. En su conjunto, la unión de las antipartículas constituye la «antimateria». Hoy, la producción de antipartículas en el laboratorio es pura rutina. En el laboratorio del CERN, cerca de Ginebra, por ejemplo, se crean y retienen grandes cantidades de antiprotones, que son almacenados en un confinamiento magnético para ser usados en experimentos de colisiones de alta energía en los aceleradores de partículas.

¿Tenía razón Benson al rechazar la conclusión de Maltby de que los rusos estaban construyendo y desarrollando armas de antimateria? Quizá no. Un estudio de 1986 de la Rand Corporation norteamericana llegaba a la conclusión de que es completamente posible que la antimateria sea utilizada para los motores cohete, las armas de rayos y los láseres de rayos X (Nature, volumen 322, página 678, 1986). Estableció una escala de tiempo de sólo cinco años para el desarrollo de tales sistemas. Observando que el CERN recoge y almacena algo así como cien mil millones de antiprotones diarios para propósitos experimentales, la Rand enfocó el problema de la creación y almacenaje de antimateria en bruto en cantidades «militarmente interesantes», que calculó en diez miligramos al año. La estimación fue que el proceso de fabricación consumiría 4 gigavatios de energía..., caro, pero no absurdo. Sobre las bases del informe Rand, las Fuerzas Aéreas de los Estados Unidos han iniciado en la actualidad un programa de investigación sobre la antimateria.

¿Qué hay acerca de las implicaciones astronómicas de la antimateria? En su discurso de recepción del Premio Nobel en 1933, Dirac afirmó que es simplemente «un accidente» que el sistema solar esté formado por una preponderancia de la materia sobre la antimateria. «Es totalmente posible —opinó Dirac— que para algunas estrellas sea completamente a la inversa». En consecuencia, físicos y cosmólogos empezaron a deliberar sobre la cuestión de si el universo contiene cantidades iguales de materia y antimateria. Si estudiamos el asunto, las leyes de la física para la materia y la antimateria son enteramente simétricas, de modo que, ante cualquier proceso que haya producido materia, tiene que haber algún proceso correspondiente que haya producido una cantidad igual de antimateria. Ciertamente, ambas han sido producidas simétricamente en el laboratorio.

El problema es que los astrónomos pueden decir que casi toda nuestra galaxia está hecha de materia. Cuando la materia y la antimateria se encuentran, se aniquilan mutuamente en un gran estallido de radiaciones gamma de una energía característica. Debido a los encuentros entre las estrellas, se producen frecuentemente gases y polvo en la galaxia, y, si ésta contuviera cantidades sustanciales de antimateria, podría detectarse un fondo significativo de claras radiaciones gamma. Los satélites de rayos gamma no consiguen detectar en abundancia tales radiaciones, por lo cual uno debe llegar a la conclusión de que la antimateria es muy rara dentro de la Vía Láctea.

La posibilidad de que otras galaxias enteras puedan estar compuestas por antimateria ha sido tomada muy en serio. Las galaxias son entidades autónomas separadas por millones de años luz de espacio vacío, y las colisiones galácticas son raras, así que la ausencia de radiaciones gamma a causa de aniquilaciones puede no ser un problema en este caso. Se dedicó mucha atención a modelar esta teoría en los años 1970.

La idea perdió todo su favor por dos razones. La primera era la ausencia de algún mecanismo convincente que pudiera causar el que la materia y la antimateria se separaran a gran escala; presumiblemente estuvieron entremezcladas cuando fueron producidas por el big bang que marcó los orígenes del universo. La segunda era que, a mediados de los años 1970, un cierto número de teorías que apuntaban a unificar la fuerza del electromagnetismo con las fuerzas nucleares ganó credibilidad. Las llamadas Grandes Teorías Unificadas, o GTU, imaginan una decantación innata entre materia y antimateria, rompiendo así la simetría esencial sobre la que se basaban los modelos cosmológicos simétricos materia-antimateria. Por primera vez era posible concebir un universo compuesto casi exclusivamente por materia.

Pese a su atractivo, las GTU no se han visto confirmadas aún por la experimentación, y algunos físicos permanecen abiertos a la posibilidad de existencia de grandes cantidades de antimateria en el universo. Experimentos con globos sonda han detectado cantidades inusuales de antiprotones de baja energía procedentes del espacio, para los que resulta difícil dar una explicación. Se han establecido planes para lanzar un detector de antimateria a mediados de los años 1990. Este detector, llamado Astromag, buscará antinúcleos compuestos como el antihelio, que sólo puede producirse en las antiestrellas.

Si existen las antiestrellas y las antigalaxias, entonces es seguro que de tanto en tanto eyectarán al exterior materia que, finalmente, entrará en contacto con una galaxia hecha de materia ordinaria. Cualquier encuentro directo entre la antimateria eyectada y la materia de la galaxia receptora conducirá a efectos dramáticamente espectaculares, como los descritos en Bola de fuego.

En 1965, el químico nuclear W.F. Libby (también ganador de un Premio Nobel) publicó con algunos colegas un curioso artículo en el que eran estudiados los efectos de una antirroca que penetrara en la atmósfera de la Tierra. Los autores tenían la teoría de que un acontecimiento así había ocurrido ya en la realidad..., el 13 de junio de 1908. En aquella fecha se produjo una enorme explosión, equivalente a la detonación de una gran bomba de hidrógeno, en la remota región del río Tunguska, en Siberia. Una expedición a la zona en 1927 reveló extensos daños a causa del calor y de la explosión, pero ninguna huella de cráter. El suceso del Tunguska se ha convertido en un famoso misterio. Si implicara un gran meteoro normal, ¿por qué no hay cráter en el lugar del impacto ni se ha encontrado materia meteorítica? Libby y sus colegas argumentaron que el responsable era un meteorito de antimateria. El artículo fue publicado también en Nature, volumen 206, página 861.

Por supuesto, las posibilidades de un encuentro así con una antirroca eyectada al azar desde un lejano sistema astronómico son extremadamente remotas, y Tamsin estaba completamente justificada al cuestionar la teoría de Benson por este motivo: una gran masa de antimateria es más probable que se origine, quizá, en una astronave alienígena. De hecho, como fuente de energía para el viaje espacial, la antimateria no tiene parangón. En el espacio, puede ser acomodada en aislamiento sin dificultad, y representará una impresionante fuente de energía de una masa desestimable..., ideal, de hecho, para proporcionar energía a una «nave arca» que recorra la galaxia como un ecosistema autónomo. ¿Quién sabe? Puede que haya alguna de esas arcas paseándose en estos momentos por el Sistema Solar...

La Universidad de Milchester y su personal son enteramente ficticios. Cualquier parecido entre los personajes de Bola de fuego y personas reales es pura coincidencia.

Datos de la Publicación

PAUL DAVIES

BOLA DE FUEGO

CronoS

8

Colección dirigida por Domingo Santos

Titulo original: Fireball

Traducción: Domingo Santos

© Paul Davies 1987

© Ediciones Destino, S.A.

Consell de Cent. 425. 08009 Barcelona

Primera edición: octubre 1989

ISBN: 84-233-1802-8

Depósito legal: B. 34.846-1989

Impreso por Limpergraf, S.A.

Carrer del Riu, 17. Ripollet del Valles (Barcelona)

Impreso en España-Printed in Spain

Este libro se acabó de imprimir en Limpergraf, S.A.

en Ripollet del Vallés (Barcelona)

en el mes de octubre de 1989

inche.