
OLGA GUIRAO
LA LLAMADA

Primera edición: junio de 2011
© Olga Guirao, 2011
© Editorial Planeta, S.A.,
2011 Avda. Diagonal, 662-664, 7. a planta. 08034 Barcelona
Todos los derechos reservados
ISBN: 978-84-450-7832-7
Depósito legal: M. 20.027-2011
Fotocomposición: gama, sl
Impreso por Huertas Industrias Gráficas, S.A.
Impreso en España
Printed in Spain
A los amigos muertos
El cuervo dijo: «Nunca más».
DGAR LLAN OE, El cuervo
I
EL SILENCIO DE DIOS
ESE POCO DE ESPERANZA
QUE FLOTA SOBRE EL MIEDO
Ahora que de verdad se aproxima el fin, presiento que no seré capaz de resistirlo. No ceso de preguntarme si estaré a la altura de mis propias elecciones, incluidas las que parecen fruto del azar. Me duele reconocerlo pero, al principio, mis aspiraciones eran mucho más concretas. Todo el mundo me decía que tendría que conformarme con poder preservar la memoria de este lugar, pero yo no tenía bastante. Necesitaba llevarme de aquí algo más tibio que la sabiduría póstuma de los libros o el orden secreto de los genotipos; alguna cosa única de valor incalculable; una mujer, quizá; sólo una: mi adorada Gracia.
Sin embargo, la pura verdad es que ella no tiene ningún deseo de acompañarme: está demasiado horrorizada por todo lo que le he contado y además todavía le doy un poco de miedo.
Es natural, pobre Gracia, no puedo reprochárselo. Para ella todo empezó de una manera aterradora, la noche del pasado 28 de febrero, con la llamada de alguien que la citó a las afueras de Barcelona, en una pequeña plaza solitaria que hay frente a la calle de la Dalia, un sitio muy aislado y casi oculto del tránsito de la carretera.
Se da la circunstancia de que Gracia no es ninguna aventurera; en condiciones normales nunca hubiera aceptado encontrarse con un desconocido a las tres de la madrugada en semejante lugar, pero aquella noche pasó una cosa inexplicable que la arrastró hasta allí empujada por una turbia y siniestra curiosidad.
Parecía una noche como cualquier otra. Gracia estaba en su casa, más triste que nunca por la ausencia de su querido Gabriel, mientras observaba, al otro lado del patio interior, la ventana del piso vacío en el que Gabriel había vivido durante más de veinte años. Como de costumbre, soñaba que volvía a encenderse de nuevo la luz azulada de la mesilla de noche en aquella ventana oscura, cuando de pronto sintió todo el peso de la muerte de su amante en el interior de la garganta, igual que si una mano le oprimiese el cuello.
Fue como una especie de revelación: de improviso comprendió hasta el fondo que ya no le vería nunca más, que nunca más volvería a hablar con él y que por más que algún extraño alquilase de nuevo el piso y encendiera otra vez aquella misma lucecita azul, Gabriel seguiría muerto para siempre. Y por primera vez en todos aquellos días de vacío y perplejidad, se preguntó seriamente cómo haría para salir de aquella espantosa hendidura que comprometía incluso la propia continuidad de la vida.
Entonces, como en una pesadilla, el timbre del teléfono la sacó de sus tristes cavilaciones y una voz mecánica, sin matices, fría y exacta como una ecuación, le preguntó por Gracia Durán.
—¿De parte de quién? —inquirió ella.
—La verdad es que no nos conocemos, señora Durán —respondió la voz—, pero tengo que hablar con usted. Es urgente.
Conviene aclarar que pasaban de las dos de la madrugada.
—¿Sabe usted qué hora es? —preguntó Gracia irritada.
—Una hora excelente para quedar —le replicó el intruso sin inmutarse—. A fin de cuentas, usted no dormía, ¿verdad?
—Escuche, no estoy para tonterías...
—Ya lo sé, señora Durán; lo sé muy bien —la interrumpió aquella voz helada. Y muy lentamente, separando un poco las palabras para que produjesen el máximo efecto, añadió—: Sé que ahora mismo estaba usted mirando la ventana del piso de su compañero desaparecido cuando, de pronto, ha sentido toda la frialdad de la muerte en su interior.
Se hizo un silencio sobrecogedor mientras Gracia comprendía que, fuera quien fuese aquel intruso, estaba al corriente de lo que le ocurría, lo que la dejó sin aliento.
—¿Quién es usted? —dijo finalmente—. ¿Cómo sabe todo esto?
—Venga a verme y se lo explicaré.
—¿Qué es lo que me explicará?
—Todo, señora Durán: todo; el pasado, el presente, el futuro... La verdad.
—¡Madre mía! ¿Acaso es usted Dios? —el tono desafiante que empleaba se fundió a medio camino, arrebatándole la determinación. Y a continuación se hizo un silencio lleno de sombras al otro lado del auricular.
—¿No siente curiosidad? —preguntó por fin el desconocido—. Pues entonces quedemos... No debe temer nada de mí.
—Mire, qué quiere que le diga: no son horas, la verdad... —le respondió Gracia. Entonces, su mirada se detuvo un instante en un viejo cartel con la imagen de Poe que colgaba de la pared; parecía más triste y loco que de costumbre. Por alguna razón, aparentemente casual, le vinieron a la cabeza los versos de El cuervo y el texto repetitivo del escritor le llenó el corazón con su fragancia desolada.
Entonces el extraño, como si hubiera oído sus pensamientos, añadió:
—No se preocupe, señora Durán: yo no he venido para quedarme; sólo estoy de paso.
—Perdone, ¿cómo dice...?
—Le explicaba que sólo la molestaré un rato y después me iré; yo no tengo nada que ver con El cuervo.
Un escalofrío recorrió la espalda de Gracia.
—Pero ¿quién es usted? ¿Cómo puede saber lo que estoy pensando?
—Venga a verme y se lo explicaré.
—Primero tendrá que decirme quién es y qué quiere de mí.
—Prefiero decírselo personalmente.
—¿Por qué?
—Porque si se lo explico por teléfono pensará que estoy loco.
—¿Y si me lo explica en persona no lo pensaré? ¿Está seguro? —preguntó sarcástica.
—Totalmente. Créame: no tengo ninguna duda.
—Está bien, de acuerdo, no discutamos más. ¿Y cuándo quiere que quedemos?
—Ahora mismo sería un buen momento.
—¿Ahora...? Si son las tres de la madrugada...
—¿Y...?
—Que ya estoy en la cama.
—No es verdad —replicó el intruso, con mucha seguridad pero sin ninguna acritud, como quien hace una pequeña acotación.
—Está bien, como quiera —le respondió Gracia—. Acabemos de una vez por todas. Quedamos en la puerta del Ritz dentro de veinte minutos.
—No lo sé... ¿En el Ritz?
—Sí... ¿No le parece bien?
—No, no es buen sitio. Yo preferiría que quedásemos en el parque que hay delante del Pueblo Español, al otro lado de la carretera.
—¿En la Exposición...? ¡No me lo puedo creer! ¿Ahora quiere que quedemos a las tres de la madrugada en un parque de la Exposición...? Escuche, ¿acaso cree que soy imbécil? Nadie que esté en su sano juicio va allí por la noche.
—Justamente. Así no nos molestarán.
—¿Y usted cree que necesitamos tanta calma? ¿Qué quiere? ¿Descuartizarme, quizá?
—Le prometo que no le haré ningún daño. Se lo prometo.
—Perdóneme, pero no me basta con esto.
—¿Por qué? —preguntó el desconocido y, después de una extraña pausa, continuó—: ¿Qué teme perder? ¿La vida...? Francamente, no lo creo. De hecho, hace un instante le decía que, mientras miraba usted la ventana de la casa de Gabriel, ha sentido de pronto todo el frío de la muerte en la garganta; pero lo que no le he dicho, aunque usted lo sabe tan bien como yo, es que al peso de la ausencia de Gabriel a menudo se le añade el presentimiento de su propia muerte. En suma, los dos sabemos que usted ya no tiene fuerzas para continuar y que cualquier día se inyectará de un golpe toda la insulina que guarda en la nevera. Entonces, Gracia, dígame: ¿qué importancia puede tener si yo soy un loco, un asesino o las dos cosas a la vez? En el peor de los casos, sólo le ahorraría el trabajo, ¿no cree? Pero no se preocupe: yo no quiero hacerle ningún daño; muy al contrario, he venido para salvarle la vida.
—¿Y por qué? —le preguntó Gracia en un murmullo.
—La espero dentro de media hora en el parque que hay entre el Pueblo Español y la calle de la Dalia, en los bancos de dentro de la plaza. Venga y se lo explicaré todo. Venga, por favor —añadió.
Y después, sin esperar respuesta, colgó.
Durante un instante pensó en llamar a alguien para que la acompañase, pero ¿a quién? Ya no le quedaba nadie a quien poder recurrir a las tres de la mañana; por esa razón se sentía tan sola: porque lo estaba. No se trataba de ninguna sutileza; la exacta realidad era que todos aquellos que la habían amado de verdad estaban muertos: su madre, su padre, su amigo Miguel, que fue para ella como el hermano que no tuvo, y sobre todo Gabriel. En efecto, ya no había nadie para ayudarla de madrugada, de manera que si decidía acudir a aquella cita aterradora, no tendría más remedio que ir completamente sola.
Antes de salir cogió un cuchillo de cocina y se lo metió en el bolso; le temblaban un poco las manos pero le daba igual. Era preciso que fuera: tenía que encontrarse con aquel hombre.
Como es natural, trataba de imaginarse quién sería: seguramente alguien que la espiaba, alguien que quizá había entrado a escondidas en su casa, que había encontrado la nevera llena de insulina y se había dado cuenta de que la quería para matarse. En realidad no era tan difícil de deducir: cinco cajas de insulina son demasiadas, en especial cuando ni siquiera se es diabética. Pero ¿por qué? ¿Por qué había hecho todo eso? ¿Qué quería? ¿Quién era?
Además, estaba esa voz helada, sin ningún acento, sin ninguna entonación, absolutamente vacía, que le resultaba vagamente familiar. No era fácil advertirlo pero en la voz de aquel hombre, por alguna razón que ella no conseguía adivinar, había notado una singularidad única y prácticamente imperceptible, una especie de cadencia, casi un latido.
Ya dentro del coche, mientras se deslizaba por las calles de la ciudad dormida y desierta, se dio cuenta de que su estado de ánimo era bastante sorprendente: por un lado, aquella cita le producía un miedo elemental, desnudo y sin más vueltas, y por otro, una especie de recelo mucho más oscuro, con un cierto trasfondo literario. ¿Qué sentía exactamente? ¿Era posible que, bien oculta en el interior del miedo, también hubiera un poco de esperanza? ¿Tan mal estaba que cualquier cosa, incluida la posibilidad de una muerte violenta, le parecía preferible a aquella soledad espantosa que la aplastaba?
La pura verdad es que la respuesta a esta trágica pregunta permanecía bien fría, en la nevera, junto a la lechuga. Había llegado allí el pasado diciembre, igual que el invierno. Aquel día los hijos de Gabriel vaciaban el piso sin miramientos, se lo llevaban todo: los cuadros, los libros, las sillas. En el hospital y en el entierro habían presentado a Gracia a todo el mundo como «una amiga de papá», en un último y rabioso intento de hacerla desaparecer.
Meses después Gracia aún no había podido digerir su silencio de entonces, las lágrimas que la sofocaban; de hecho, no había encontrado fuerzas ni para sostenerles la mirada y, al final, había sentido que veinte años de su vida se desvanecían como sombras, igual que ladrones en la noche, sin dejar testigos.
Después, durante el saqueo, uno de aquellos hijos vengativos había atravesado el rellano de la escalera y había llamado a su puerta:
—Si quieres alguna cosa de recuerdo del piso de papá... —le ofreció.
Y Gracia, asqueada, respondió:
—Tráeme la insulina que hay en la nevera.
No fue la discreción el motivo por el que le trajeron las cinco cajas sin hacerle ninguna pregunta; tampoco fue el odio: más bien fue la pura estupidez. Pero desgraciadamente, a raíz de aquel sarcasmo envenenado, la insulina de Gabriel se quedó allí, en la nevera de Gracia, esperándola.
De hecho, todavía la espera: es su legado. Ya ni siquiera trata de rehuirlo: sabe que tarde o temprano abrirá la nevera y hará mutis definitivamente, sin ruido y sin tragedia, en la soledad de su apartamento.
La cuestión es saber por qué no lo ha hecho aún. ¿Qué la detiene? ¿No será lo mismo que la hizo salir de su casa para encontrarse con un desconocido en mitad de la noche? ¿Ese poco de esperanza que flota sobre el miedo? ¿O quizá una pequeña rendija de luz en la oscuridad más absoluta?
Es difícil de saber pero, en cualquier caso, la noche del 28 de febrero empezaba a llover cuando ella llegó a aquel pequeño y silencioso parque, frente al Pueblo Español.
UN REMEDO DE ABRAZO
INVEROSÍMIL
He de confesar que yo también tenía miedo, pero no del encuentro propiamente dicho, sino de verme obligado a tocarla o rozarla de algún modo y acabar contaminándome de gravedad a causa de ello. Me había entrenado a conciencia y confiaba en que bastaran las fuerzas de mi propio organismo para contener la contaminación, pero la verdad es que no estaba totalmente seguro porque en materia de contaminación siempre existe un riesgo irreductible, de manera que yo también estaba bastante nervioso cuando llegué a aquel solitario lugar.
Nunca podré olvidar la mirada de Gracia la primera vez que me vio. Se había resguardado de la lluvia bajo un árbol de aquel parque y, aunque no se atrevía a confesárselo, en el fondo esperaba la llegada de algún ser sobrenatural: quizá el Dios amigable de su infancia, el ángel de la muerte o el mismo diablo, no lo sé. De hecho, esperaba cualquier cosa; se lo esperaba todo menos a mí.
He de aclarar que yo había preparado muy cuidadosamente aquel primer encuentro. Consciente de que mi apariencia —y mi estatura— la asustarían mucho, me había vestido de una manera que pretendía resultarle familiar, pero a la hora de la verdad no me sirvió de nada: en cuanto me vio, echó a correr y, tal como había temido, no tuve más remedio que perseguirla y sujetarla.
Fue una experiencia brutal para los dos: su corazón latía a mil por hora entre mis brazos, que trataban de inmovilizarla sin hacerle daño, estrechándola fuerte contra mi pecho, mientras su miedo, desnudo, candente, me atravesaba de parte a parte.
Resultó ser una sensación casi insoportable que estaba más allá del dolor, en un registro de una intensidad desconocida para mí. Finalmente, comprendí que desfallecía pero no quise aflojar y acabamos los dos en el suelo, de rodillas, en un remedo de abrazo inverosímil.
Entonces me di cuenta de que se hacía el silencio en mi cabeza: de pronto había dejado de oírla. La proximidad abrumadora del contacto físico me ensordecía; por primera vez en mi vida estaba completamente sordo y, por más que los miraba, en sus ojos sólo podía ver un terror salvaje, impreciso: vacío.
De hecho, se trata de un efecto bien conocido: resulta que, de entrada, el contacto directo con los seres humanos inhibe todas las formas de comunicación inmanente, las anihila sin ninguna distinción. En especial, tocarlos es muy peligroso, porque la intensidad de sus sentimientos se adentra en nuestro córtex conector igual que un aguijón, sin restricciones, y acaba colapsándolo. Prácticamente es como un deslumbramiento; durante unos cuantos minutos no es posible captar nada en absoluto, ni tan siquiera las emociones más primitivas, de manera que sólo quedan las palabras —la ingeniería sencilla y elemental de sus idiomas fonéticos— para entenderse con ellos.
Siempre me había imaginado este fenómeno como una especie de sordera extrema, pero reconozco que nunca se me había ocurrido que también pudiera constituir una desgarradora forma de soledad. Hacía años que ansiaba encontrarme con Gracia; había pasado más tiempo aún aprendiendo su lengua, escuchándola de todas las maneras posibles e ingeniándomelas para establecer un pequeño contacto insignificante. De tanto en tanto la llamaba por teléfono fingiendo una equivocación; durante unos segundos hablaba con ella y después colgaba en seguida; era una manera de explorar su memoria sin que ella se diera cuenta; de hecho, tenía bastante con un instante —el tiempo de una frase breve y banal— para adentrarme en los recuerdos de su niñez, sus melancolías, sus deseos, de la misma manera que, mucho antes de esto, su música me había hecho comprender de una vez por todas la inefable moralidad de la belleza. Y ahora que por fin estábamos cara a cara, tal como había soñado tantas veces, Gracia me parecía tan impenetrable como una figura de mármol o como una muerta. Nunca me había sentido más solo que en aquel momento, mientras a ciegas, de noche, bajo la lluvia, me esforzaba por encontrar un tono sedante y seductor:
—No tengas miedo de mí, por favor, por favor... No tengas miedo —le pedí al oído. Y, de pronto, sin motivo aparente, todo cambió: Gracia levantó la cabeza y buscó mis ojos, los mismos que un instante antes rehuía aterrada. En su expresión, la simplicidad del miedo había dejado paso a una perplejidad absoluta.
Me quedé mirándola, conteniendo el aliento, sin atreverme a hacer ningún movimiento, abrumado por mi propia confusión. Me desesperaba no ser capaz de saber qué pensaba ni qué sentía; era como avanzar a oscuras, sin ninguna referencia, por un espacio ingrávido y desconocido.
Entonces Gracia, como si se lo dijera a sí misma —y como si no acabara de creérselo—, murmuró:
—Dios mío... Es usted el que me ha llamado.
—Sí —le respondí.
—Pero... no es un hombre...
—No, no lo soy... Aunque mi especie es tan civilizada como la suya, créame, si no más. No tenga miedo de mí, por favor, no le haré ningún daño, se lo prometo; se lo prometo solemnemente. Ahora la soltaré; espero de todo corazón que no huya pero, en cualquier caso, hay una cosa que quiero que entienda: si se escapa, esta vez no volveré a perseguirla; consideraré fallido el encuentro y me iré sin más.
Tal y como le había anunciado, me aparté de ella muy lentamente pero sin perderla de vista. Entonces Gracia dio un salto hacia atrás, retrocedió de espaldas un par de metros y se levantó; a continuación, arrancó a correr hacia el coche, se metió dentro y lo puso en marcha mientras un furioso diluvio se desataba sobre la ciudad.
Reconozco que en aquel momento lo di todo por perdido: los viejos sueños, la búsqueda interminable, en definitiva, el trabajo de toda una vida. Una última puerta acababa de cerrarse sobre aquel mundo sin salida y ya sólo restaba irse para no volver jamás.
Pero aquella noche yo no tenía ánimos ni para moverme, así que me quedé arrodillado en el suelo, bajo la lluvia, despidiéndome mentalmente de Gracia Durán. Lo cierto es que estaba muy decepcionado: habría jurado que su curiosidad sería más fuerte que el miedo, pero al parecer estaba equivocado. Seguramente ella habría necesitado tiempo —un tiempo que no teníamos— para comprender el alcance de aquel encuentro. Fuera como fuese, el esfuerzo de tantos años se había perdido en unos cuantos minutos y yo me sentía culpable por mi precipitación y mi debilidad. Era evidente que me había equivocado citándola en aquel parque de las afueras, pero ¿qué otra cosa podía hacer? ¿Quedar en el Hotel Ritz, tal como me había propuesto ella...?
En el fondo no quería dejarla ir; no quería que todo se acabase en aquel punto que vaciaba de sentido mi vida. De pronto me encontré fantaseando con la idea de presentarme en su casa. En realidad no era imposible: sólo hacía falta llegar hasta la azotea del edificio en mi transporte —una especie de ascensor, casi indetectable y totalmente silencioso que partía de la última plataforma de enlace—, y una vez allí, bajar por la escalera y llamar a la puerta del sexto segunda.
Era una idea descabellada y, sin embargo, quizá lo habría intentado aquella misma noche si finalmente no hubiera vuelto a oír, fuerte y clara, la voz de Gracia que gritaba a través de la cortina de agua:
—¿Quién es usted? ¿Qué quiere de mí?
En efecto, no se había alejado ni cuatrocientos metros cuando decidió volver. Si yo no hubiera estado sordo, lo habría previsto de inmediato, en cuanto subió al coche; me habría dado cuenta de que, con un poco de paciencia, acabaría por tranquilizarse. Porque en realidad Gracia quería saberlo todo, y no solamente quién era yo o qué pretendía, sino mucho más.
Pero, por desgracia, en aquel momento yo estaba totalmente sordo y sólo fui capaz de percibir la linealidad sencilla y descarnada de sus preguntas, el peso muerto y medio vacío de las palabras concretas: «¿Quién es usted? ¿Qué quiere de mí?». Y entonces sentí pánico. No quería precipitarme; me daba miedo cometer un error que pudiera estropearlo todo. Tenía que ganar tiempo como fuera: no podía contestar a ciegas a sus preguntas, en especial a la segunda de ellas —«¿Qué quiere de mí?»—; antes necesitaba saber qué estaba pensando Gracia, contar con la integridad de todos mis sentidos, o corría el riesgo de equivocarme y asustarla definitivamente, así que, mientras esperaba a restablecerme un poco de aquel maldito «deslumbramiento», decidí comenzar por la primera pregunta y tratar de explicarle quién era yo:
—Lo siento, pero me temo que no puedo presentarme como es debido —le dije—, porque mi nombre no tiene traducción posible ni puede formularse en su idioma; solamente tiene sentido en el contexto de un lenguaje inmanente, no sé si me comprende... —inquirí, pero Gracia no contestó—. No se preocupe, ahora mismo se lo explico, pero antes será mejor que nos pongamos a cubierto. ¿Qué le parece el almacén de los jardineros? Yo diría que está abierto... —le propuse, señalándole una casita que había en medio del parque.
—Prefiero continuar aquí —respondió Gracia.
—Está bien; como quiera. Volvamos a la cuestión de mi idioma: imagínese un lenguaje con una velocidad de comunicación vertiginosa, inmensa, que funcionase como una especie de superconductor capaz de transmitir una gran cantidad de información en un solo instante... Pues eso precisamente es un lenguaje inmanente: una forma de comunicación rapidísima y perfecta que se establece de córtex a córtex, sin voz y sin palabras... Una completa maravilla, aunque los nombres propios resulten absolutamente intraducibles, de manera que, para empezar, será mejor escogerme un nombre cualquiera... Puede llamarme como guste: Ferrer, Daniel, Ana... Tanto da.
Era muy consciente de que aquella clase magistral bajo la lluvia resultaba casi grotesca, pero tenía que ganar tiempo como fuera.
—¿Y bien? ¿Qué nombre le gusta más para mí?
Parecía que en esta ocasión tampoco iba a contestarme, cuando de pronto murmuró:
—Ana es un nombre de mujer...
—Sí, es verdad. Y yo no soy una mujer, pero es que en realidad tampoco soy un hombre: nosotros no tenemos género.
—¿Nosotros...? —inquirió en voz muy baja, casi inaudible.
—Sí; los míos y yo: nosotros.
—¿Y quiénes son ustedes?
—No sabría cómo explicarle... Quizá una suerte de epígonos: los últimos supervivientes de una especie muy antigua que hace miles de años ocupaba un pequeño planeta de esta misma galaxia.
—¿Y ahora están aquí?
Asentí con la cabeza y la dejé formarse una impresión equivocada de los hechos. Fue como decirle una mentira. Hasta entonces no lo había hecho nunca; en mi idioma no es posible mentir: la comunicación inmanente lo impide.
—Es increíble... ¿Entonces usted viene de otro mundo? —añadió atónita—. ¿Y cómo es que me conoce? ¿Cómo es que habla mi idioma?
—Ya me doy cuenta de que resulta muy chocante pero es que, precisamente, yo soy traductor. Antes, de joven, era traductor de francés, pero mi Maestro y mentor desapareció de pronto y yo no conseguía sobreponerme, así que cambié de idioma y me convertí en traductor de español. A decir verdad, usted tuvo mucho que ver con esa elección.
—¿Yo?
—Sí. Ahora mismo se lo explico, pero antes escúcheme, se lo ruego: yo puedo permanecer bajo la lluvia tanto como quiera, no me molesta nada en absoluto, pero usted está temblando... Entremos dentro de esa casita; dejaré la puerta abierta. No tenga miedo, por favor.
Gracia se quedó mirándome con una expresión llena de angustia y luego preguntó:
—¿Qué me espera allí dentro?
Y en ese preciso instante, por fin, se restableció mi conexión con ella y volví a oírla. La pura verdad es que estaba medio muerta de miedo y, sin embargo, había decidido acompañarme a donde fuera, así, sin motivo alguno, solamente porque yo era lo más parecido a la esperanza que se había encontrado en los últimos diez años.
¡Qué extraños son los seres humanos! Y que dura debe de ser su vida. Antes me parecía que lo sabía todo sobre su naturaleza, pero estaba equivocado: he tenido que experimentar la sordera humana para entender de verdad la soledad espantosa en la que viven.
En efecto, Gracia tenía razón; la elección de aquel cobertizo no era casual: unas horas antes yo había estado allí; había reventado la puerta y después la había dejado ajustada para que no se notase; había llenado de leña la estufa de hierro y, además, me había asegurado de que hubieran sillas. Sencillamente, yo quería disponer de un lugar caliente y tranquilo donde poder conversar con calma.
Como es natural, Gracia se había dado cuenta de que yo trataba de llevarla hacia allí y entonces se había imaginado que, detrás de aquella puerta desvencijada, la esperaba un infierno en forma de agujero negro o alguna cosa parecida.
Pero pese al miedo y al instinto de supervivencia, Gracia necesitaba tan desesperadamente encontrarle un sentido a su dolor y a su vida que estaba dispuesta a correr cualquier riesgo con tal de entender y saber.
—Allí dentro no la espera el infierno, señora Durán —le respondí muy conmovido—, ni tampoco agujeros de ningún tipo. Sólo hay una estufa de leña y un techo para guarecerse de la lluvia; nada más. Acompáñeme, por favor; estaremos mejor y más seguros.
En cuanto me oyó hablar de aquellos absurdos agujeros negros que sólo se ocultaban en su cabeza —y que ella no me había mencionado en absoluto—, se decidió a formularme una última pregunta antes de entrar:
—Usted puede leer mis pensamientos, ¿verdad?
—Es una manera de decirlo; un poco retórica quizá, pero sí: mi córtex conector puede establecer contacto con usted. De hecho, puede establecer contacto con cualquier ser, a condición, naturalmente, de que no sea demasiado elemental y disponga de algo equivalente a lo que aquí llamáis sinapsis cortical.
Por fin entramos en el almacén de los jardineros y yo me ocupé de encender la estufa mientras ella continuaba reflexionando sobre el hecho «espantoso» de que algún otro pudiese «leer sus pensamientos».
Una vez que hubo prendido la leña, dejé las puertas de la estufa abiertas para facilitar la combustión e iluminar un poco la habitación. Con un gesto, invité a Gracia, que temblaba de frío, a sentarse justo delante y después puse una banqueta lo bastante sólida para mí al otro lado.
Durante un buen rato nos quedamos sentados en silencio, escuchando el crepitar de la leña y escrutándonos en la oscuridad relativa del fuego. La tromba de agua no aflojaba y los pensamientos de Gracia continuaban girando alrededor de la misma idea.
—¿Sabe por qué le resulta tan ofensivo que yo pueda conocer sus pensamientos sin restricciones? —le pregunté por fin.
—Naturalmente que lo sé —me respondió ella.
—En cambio, yo diría que no, que se equivoca. Usted está pensando en su intimidad, pero eso que llama intimidad, en el mejor de los casos, sólo es una forma de aislamiento. La intimidad no es nada, o casi nada: no tiene un valor sustantivo; no es más que un mecanismo de defensa. Sus objeciones no están relacionadas con la intimidad sino con la desigualdad. El verdadero motivo de su irritación reside en el hecho de que yo puedo hacerlo, pero usted no: usted es sorda.
—¿Sorda?
—Quiero decir que usted no puede oír mis pensamientos.
—Sí, tiene razón, no puedo, aunque se trata de una habilidad bastante monstruosa; me parece que prefiero no tenerla.
—¿Está segura? Piense en un mundo donde no fuera posible decir mentiras, donde los seres tuviesen que justificarse, entenderse, argüir o defender razones auténticas, devenidas verdaderos hechos. Imagine que, además, estos hechos, emociones, sensaciones, deseos... tuviesen un significado preciso, nada aleatorio, concreto e igual para todo el mundo... Que el dolor se pudiese comunicar con la precisión de una cifra...
—No puedo imaginármelo; no tengo tanta imaginación.
—Pues no es más que una cuestión de lenguaje; sencillamente nuestros respectivos idiomas determinan el orden moral de nuestros mundos: el lenguaje inmanente lleva necesariamente a vivir en la comunión y en la verdad, mientras que la oscuridad de las palabras, es decir, los lenguajes fonéticos, comportan vivir en el aislamiento entre mentiras y simulaciones.
Por fin empezó a darse un poco de cuenta de su error, pero la noción de intimidad había sido tan capital en su vida que se resistía encarnizadamente a restarle importancia.
—¿Cómo puede decir que la intimidad no es nada? ¡En su mundo ideal yo me sentiría totalmente desnuda!
—¿Y...?
—¿Le parece poco?
—No, no, ni mucho menos, pero me gustaría saber cuál es la parte de usted que no puede exponerse ante los demás. Dígamelo, por favor. ¿Qué parte es tan perversa, monstruosa o deforme que se ha de mantener oculta? ¿Qué le da tanta vergüenza de su cuerpo o de su espíritu? ¿Sus amores secretos, quizá?
—¡Claro que no!
—Bien. Entonces, ¿sus funciones fisiológicas...? ¿Sus sueños...? ¿Qué?
No tenía respuesta, pero se negaba a reconocerlo. Repasaba entre sus recuerdos de juventud algunos momentos de intimidad furtiva en los que había sido feliz y, de pronto, por alguna razón, se encontró viéndolos bajo una nueva luz.
—No se crea —dijo al cabo—, yo también soy muy partidaria de la verdad a ultranza.
—Y, sin embargo, encuentra obscena la comunicación inmanente; le asusta la visión de un mundo donde todo estuviera al aire, donde no hubiera, donde no pudiera haber de ninguna manera otra cosa que la verdad desnuda.
—Sí, lo confieso: me asusta.
—Insisto: no es más que una cuestión de lenguaje.
—Es posible, pero seguro que ese lenguaje no estará al alcance de cualquiera.
—No, en efecto, no lo está.
—Habrá que ser muy especial, supongo... ¿Algo así como un ángel, quizá? —me preguntó enigmática.
Y en ese preciso momento la lluvia amainó de golpe y Gracia me sonrió por primera vez.
En seguida noté que aquella misteriosa pregunta no era tan casual como parecía; en el interior de su extenuada sonrisa se escondía un cuerpo extraño: por algún motivo, más bien oscuro, necesitaba creer que yo era una señal del más allá.
Cada vez se hacía más evidente que la muerte de Gabriel había desencadenado algún tipo de proceso místico en Gracia; una noción casi infantil de Dios se nutría de su desesperación e iba creciendo dentro de su cabeza igual que un tumor.
Me pregunto por qué subestimé tanto la potencia extraordinaria de aquel anhelo. No lo sé. No encuentro ninguna explicación. Puede que entonces aún no estuviera allí; quizá no pude percibirlo porque ni la misma Gracia era plenamente consciente de su alcance. Fuera como fuese, no me sirvió de nada ser un traductor experimentado: no me di cuenta de lo que pasaba hasta que fue demasiado tarde y ahora no puedo evitar sentirme culpable por haberle roto el corazón de esta manera tan estúpida, es decir, prácticamente sin darme cuenta.
En cualquier caso, ya no tiene remedio: ahora lo sabe todo y ha tenido que elegir entre la vida y la muerte sin trampas. Es su destino. Y también el mío. Pero durante nuestro primer encuentro yo no conocía aún la insidiosa naturaleza de mi enemigo y sólo trataba de responder a sus preguntas lo mejor posible:
—Explíqueme qué tengo yo que ver con su trabajo de traductor de español —me pidió Gracia.
—Verá: elegí esa lengua por su causa o, mejor dicho, por causa de su Sinfonía de los Valles.
—¿Conoce la Sinfonía de los Valles? —preguntó con incredulidad.
—Ya lo creo.
—No lo entiendo... Si no la conoce nadie. Pasó totalmente desapercibida, igual que las otras.
—Pero yo la oí por la radio hace muchos años. Aquel día éramos tres escuchando la emisión y los tres tuvimos el mismo espejismo: fue como ver de nuevo los valles vacíos y perdidos de nuestro mundo. Entonces pensé que aquella pieza era una forma primitiva de comunicación inmanente y me fascinó; todavía me fascina. La Sinfonía de los Valles es casi un milagro antropológico.
—Nosotros lo llamamos música.
—Nosotros también, Gracia, pero su música en particular es diferente: tiene una fuerza de evocación maravillosa.
—Todo el mundo dice que es anacrónica.
—Es posible: maravillosamente anacrónica, sí. En cualquier caso le estoy muy agradecido porque en aquella época necesitaba inspiración y su sinfonía fue providencial para mí: me dio fuerzas para aceptar la pérdida inexplicable de mi Maestro y me infundió esperanza para escoger un nuevo camino, es decir, una nueva lengua. Desde entonces soy traductor de español y trabajo solo.
—¿Y todo esto porque mi música le recordó los valles de su mundo...?
—Eso es.
—Cuénteme cómo eran.
—Me temo que no tenían nada que ver con los espacios gloriosos de su infancia, amiga mía. Nuestros valles eran estrechos y frágiles como puentes entre lagos profundísimos, mucho más profundos que el Baikal de la Tierra: lagunas abisales, bajo una lluvia casi continua, vacías de todo y oscuras como espacios sin atmósfera... Lo encuentra siniestro, ¿verdad? Tiene razón; en los mundos antiguos la biodiversidad es insignificante; en el mío ya no había más que lagunas prácticamente muertas y unas matas esponjosas y enanas, de un verde intenso, que lo cubrían todo. Pero a nosotros nos gustaba aquel paisaje inmóvil y silencioso: era nuestro hogar.
—¿Qué ocurrió?
—Fue destruido por una especie de cometa inmenso.
—¿Una especie de cometa...?
—Es una manera de decirlo para que me entienda; en realidad el Omnia es demasiado grande para ser considerado un cometa; más bien se trata de un destructor: su inmensa órbita puede sufrir alguna oscilación, pero en general delimita el confín de la zona muerta dentro de la Vía Láctea.
—¿El Omnia...? Nunca he oído hablar de él.
—No es extraño. La última vez que pasó cerca de aquí los seres humanos todavía no existían.
—Cuénteme lo que pasó.
—Por lo visto, mi pequeño planeta estaba mucho más cerca de ese confín de lo que todos creíamos, tanto que acabó siendo envestido por el Omnia y desapareció.
—¿Murió mucha gente?
—No, no, en absoluto. Pudimos evacuar a todo el mundo; recibimos mucha ayuda y los otros pueblos fueron muy hospitalarios con nosotros, pero nuestro planeta desapareció irremediablemente.
Mientras Gracia buscaba en mi rostro las señales emocionales de lo que le estaba explicando, de pronto dijo:
—Es extraño: sus ojos parecen en llamas.
—Es que en la oscuridad hacen un efecto como de espejo; es una cuestión de eficiencia: sirve para aprovechar mejor este poco de luz. Cerraré la puerta de la estufa y se apagarán —le respondí levantándome para hacerlo.
—No, no, por favor. No la cierre —me pidió—. Es hermoso el resplandor del fuego en sus ojos.
Ni se me había pasado por la cabeza la posibilidad de que me encontrara guapo y, no obstante, así era: contra toda lógica y a pesar de las enormes diferencias que había entre nosotros, Gracia reconocía en mi apariencia una forma posible de belleza viril. La circunstancia de que yo fuera un ser asexual de momento no tenía ningún significado para ella, que me percibía como un macho a pesar de todo.
Casi inmediatamente después de aquella pequeña digresión sobre mis ojos, prosiguió:
—Lamento mucho la pérdida de su mundo pero, con franqueza, no creo que aquí les acojan demasiado bien. Les verán como a invasores, harán todo lo posible por ahuyentarles... Diría que, llegado el caso, puede ser peligroso...
—Sí, yo también lo diría, pero da igual porque no tenemos ninguna intención de quitarles su tierra; no somos conquistadores. Por desgracia, lo que pasa es mucho más grave que todo eso. Si le parece bien, se lo diré sin rodeos.
—Adelante.
—El Omnia viene hacia aquí.
—¿El Omnia...? ¿El mismo que acabó con su planeta?
—En efecto, el Omnia, el viejo barrendero: el destructor de mundos.
—¡Dios mío! ¿Está seguro?
—Sí.
Hubiera podido desconfiar de mí, o de nuestros cálculos, pero curiosamente ni se le ocurrió que pudiera tratarse de un error.
—¿Y qué se puede hacer para detenerlo? —me preguntó a continuación.
—Nada.
—¿Nada? Alguna cosa se podrá hacer...
—Me temo que no. El Omnia no es solamente una entidad: arrastra una innumerable cantidad de restos de planetas, de antiguas colisiones... Es demasiado grande: no se puede hacer nada; cuando menos, no sin desencadenar cambios que a medio plazo podrían ser más peligrosos aún para la vida en el Cosmos que el mismísimo Omnia. Por otra parte, en cierto sentido, el Omnia también es una fuente de vida en el Universo... En fin, sea como fuere, existe un acuerdo antiquísimo que garantiza su salvaguarda, de manera que lo cierto es que no se puede hacer nada contra él.
—¿Y cómo es posible que aquí no sepan nada de todo esto? Se tendría que ver llegar una cosa así, ¿no?
—Nosotros creemos que hay algunos que ya lo han visto, pero todavía no entienden bien de qué se trata. En cualquier caso, pronto se habrá vuelto totalmente visible.
—Pero ¿no será demasiado tarde para tratar de sacar a la gente que corra peligro?
Era evidente que Gracia no terminaba de entenderlo; se imaginaba que una ola gigantesca engulliría la Costa Este de los Estados Unidos o que Europa desaparecería de un solo golpe bajo una enorme piedra. Sin saber por qué, me encontré tuteándola:
—Verás: sé que es difícil de asimilar, pero no te estoy hablando de un simple cataclismo, sino del fin de todo.
—¿Del mundo entero?
—De una buena parte del Sistema Solar, Gracia. El Omnia lo embestirá y le causará gravísimos daños. Después los restos, los pocos fragmentos que no se hayan desintegrado del todo, serán absorbidos por la masa gravitatoria del Omnia y lo seguirán. De la Tierra no quedará nada de nada.
Por un momento Gracia quiso preguntarme qué sería de los seres humanos, pero al final no se atrevió y yo, en mi fuero interno, le agradecí fervientemente su prudencia. Sin embargo, la brutalidad desnuda y febril de aquella pregunta se quedó entre los dos, flotando en el aire como un secreto indecente, hasta que el silencio se volvió insoportable.
—Me parece que estamos a la par —le dije por fin—: tú no te atreves a preguntármelo y yo no me siento capaz de responderte.
—No sé qué decir... No puedo ni imaginarlo siquiera... Es como una pesadilla —añadió—. Quizá nos despertaremos dentro de un rato, y yo estaré en mi cama y tú en tu nave, o allí donde sea que duermas, si es que duermes. Y nunca más volveremos a vernos, como no sea en sueños.
Gracia sentía el vértigo de quien mira directamente hacia el abismo y todo le resultaba irreal, más absurdo aún que aquella loca imagen surrealista de extraños que comparten la misma pesadilla.
—Escucha —me dijo después—: me temo que hay un error. No es a mí a quien debes dirigirte. Yo no soy nadie, ¿comprendes?, no puedo hacer nada, ni puedo ponerte en contacto con... —vaciló un instante—... con quien sea que deba saber todo esto. Yo sólo soy una infeliz que malvive de dar clases de piano a los niños: literalmente el último mono. No soy la persona indicada para recibir esta información.
—¿Con quién crees tú que debería hablar? ¿Con el presidente del gobierno? ¿Con el jefe del Estado Mayor? ¿Para qué, Gracia? Sigues sin comprenderlo: ¿qué sentido tendría hablar con tales sujetos, o con otros más poderosos aún, si en realidad no se puede hacer nada?
—¿Y qué sentido tiene hablar conmigo?
—¿Habrías preferido ignorarlo todo?
—No lo sé —me respondió con franqueza—. Pero me gustaría entender por qué estoy aquí. ¿Qué va a pasar ahora, qué esperas de mí?
Pensé que, aun a riesgo de equivocarme, había llegado el momento de corresponder a su franqueza con la verdad:
—Quiero persuadirte de que vengas conmigo. No temas: no me refiero a hoy ni a mañana. Aún tenemos tiempo. Nosotros seguiremos en nuestra Base mientras sea posible y luego, en el último momento, nos dirigiremos a otro lugar, lejos de la Vía Láctea.
Llegados a este punto, Gracia empezó a pensar en secuestros y se alarmó un poco, pero no dijo nada.
—No te asustes, Gracia, por favor —le pedí—. Nunca te llevaré conmigo contra tu voluntad. Te doy mi palabra de honor. Por otra parte, tampoco podría hacerlo aunque quisiera: repara en que mi mente está siempre en conexión con la tuya; hace un rato, no sé si te has dado cuenta, tu pánico casi me tumba: ha sido una sensación horrible, imposible de soportar. De hecho, he perdido la conexión durante unos minutos. ¿Lo has notado?
—No.
—Incluso en condiciones normales, tus emociones ya son demasiado intensas para mí, de manera que imagínate si le añadimos una situación de máximo estrés por tu parte... Para nosotros sería totalmente imposible convivir contigo en tales circunstancias. No tengas miedo, por favor: he venido para invitarte a acompañarme, pero solamente si lo deseas. Y doy por descontado que te costará formarte una opinión.
—Y esa invitación, ¿es sólo para mí? ¿Y los demás?
Recuerdo que pensé que era una pregunta muy propia de ella. En realidad la esperaba, aunque no tuviera ni idea de cómo contestarla.
Entonces me ocurrió algo imprevisible: de pronto me di cuenta de que me faltaba valor para contarle a Gracia toda la verdad y me quedé callado como un muerto, mirándola fijamente, hundido en un sentimiento de culpa y de vergüenza colosal.
Cómo, de qué modo, podía explicarle a aquella pobre mujer asustada e inerme que todos los integrantes de su especie, incluidos los enfermos y los niños, en una palabra, absolutamente todos, estaban condenados a desaparecer sin remedio; y que aquellos que podían paliar semejante tragedia la observaban con algo muy parecido al alivio, como si se tratara de una especie de curación natural; que los habitantes de las civilizaciones más antiguas —los auténticos árbitros morales del Universo—, con toda su enorme sabiduría a cuestas, habían hecho ingentes esfuerzos para impedir cualquier forma de auxilio a los seres humanos, y que, no obstante, lo habían hecho con un pesar inabarcable, infinito, plenamente conscientes de su responsabilidad y muy abrumados por ella. Y lo que es todavía peor: cómo iba a explicarle a Gracia Durán que no se les podía censurar por ello, puesto que acaso tuvieran razón y lo mejor, lo más cabal, fuera que los hombres desaparecieran del todo y para siempre.
GÉNESIS
Que sean inocentes —que lo son— es lo de menos: hay en sus orígenes una mácula trágica que anega su destino, el mismo que a la postre será definitivamente barrido por la furia ciega y mineral del Omnia. Pero lo cierto es que al principio de esta amarga aventura nadie presintió el riesgo que se cernía sobre este pequeño mundo doliente: en aquella época todo eran certidumbres y buenas intenciones. En realidad, sólo tratábamos de introducir mecanismos que contribuyesen a la salvaguarda de la biodiversidad en condiciones extremas o, lo que es lo mismo, a solventar el más endémico de nuestros problemas, estrechamente ligado a la propia antigüedad de nuestros mundos y a la vejez de sus estrellas.
La verdad es que habíamos hecho grandes hallazgos y había uno en particular que centraba la mayor parte de nuestros esfuerzos: tras décadas de experimentos fallidos, el material genético de ciertos arbustos había sido escindido en dos mitades y posteriormente reunido de nuevo, lo que aumentaba exponencialmente su plasticidad evolutiva.
El problema esencial para la supervivencia de aquellas pequeñas matas era la luz: las continuas nubes de polvo en la superficie del planeta enfermo del que provenían poco a poco habían dado cuenta de la práctica totalidad de las plantas; pero aquellas asombrosas cobayas vegetales finalmente consiguieron adaptarse a la falta de luz y después lograron sobrevivir en la hostilidad de su propio medio.
Fue un gran éxito y el comienzo de algo nuevo. La reproducción por partenogénesis, tanto química como natural, que había sido la norma en todos los planetas habitados del Universo, empezó a coexistir con otra forma de reproducción que, aunque mucho más impredecible e incluso menos fiable, facilitaba notoriamente la adaptación de las especies vegetales.
Con el tiempo, el mismo concepto de crecimiento aberrante se volvió discutible: ocurría a veces que ciertos frutos se fundían con otros pero, por lo general, ese extraño fenómeno solía presentar más ventajas que inconvenientes.
Poco a poco, dejamos de ser escrupulosos; la perfecta simetría de los pedernales boscosos, la pureza elemental y casi primigenia de los jardines acuáticos, acabó cediendo a la insidiosa potencia del caos y nuevas formas de vida se abrieron paso en unos pocos siglos; entre ellas, un diminuto organismo que incluso tenía un cierto perfil animal y que, para desventura de sus moradores, colonizó completamente las lagunas del sur, causando la completa mortandad de todas las especies autóctonas sin excepción.
Fue un claro aviso entre otros muchos, de menor intensidad, que se produjeron antes y después de aquel aciago suceso. Por fin, algunos de los representantes de los pueblos más antiguos empezaron a sostener que se había obrado con frivolidad y exigieron el final de todos los experimentos no sometidos a supervisión, que eran la mayoría.
La discusión se prolongó durante siglos porque los inconvenientes de la reproducción binaria no eran tan grandes como sus ventajas: en el fondo, no se trataba de saber, sino de elegir, de manera que las opiniones de unos y otros dependían estrictamente de la calidad vital de sus respectivas biosferas, es decir, de sus intereses.
La solución de compromiso llegó cuando ya parecía imposible y fue a nosotros a quien correspondió el dudoso honor de haberla hallado. En realidad, todo el mundo deseaba la prosecución de los experimentos de reproducción binaria; incluso los que se oponían a ellos por razones de seguridad, por desconfianza filosófica o por conservadurismo, no se atrevían a mostrarse completamente inflexibles: a su alrededor, la sólida perfección del Universo daba señales inequívocas de extenuación; era casi imposible hallar ecosistemas vertebrados por más de unas decenas de especies supervivientes; por todas partes multitud de parajes uniformes y helados daban exacta y desolada cuenta de la vejez de las estrellas.
Así pues, al margen de aquella cansina discusión, todo el mundo ansiaba encontrar la manera de insuflar vitalidad a los planetas más enfermos; no se trataba tanto de suspender completamente los experimentos, como de llevarlos a cabo en condiciones de absoluta seguridad, lo que quería decir en condiciones de completo aislamiento.
En suma: todo consistía en hallar un planeta geológicamente estable y no obstante todavía disponible, o sea, vacío, algo muy raro que, por su propia naturaleza, sólo podía existir dentro de la zona muerta de la Vía Láctea, es decir, en el interior de la funesta órbita del Omnia.
En efecto, el planeta en cuestión no fue otro que éste, nuestro magnífico Laboratorio, que millones de años después sería conocido como la «Tierra» por sus moradores.
La singular belleza del lugar provenía de la profusión de ejemplares de todo tipo, llegados de todas partes, que arraigaban con impresionante fecundidad. Nunca, en ningún lugar del Cosmos, ha habido ni habrá mayor cantidad de especies por metro cuadrado; era fascinante y también sobrecogedor; en algunos puntos de aquel joven planeta el aire resultaba tan denso que costaba respirar; y nadie que hubiera pisado el Laboratorio conseguía olvidar nunca más el penetrante perfume de su atmósfera.
Rápidamente construimos una base, ante todo por razones de seguridad —la vida en el Laboratorio era peligrosa y brutal—, pero también para interferir lo menos posible en el curso de los experimentos que se llevaban a cabo, tratando de darle a la vida binaria la oportunidad de hallar sus propias soluciones, a solas, en un paraíso natural.
Los demás pueblos hicieron otro tanto y las bases en torno al Laboratorio se multiplicaron. A los especímenes vegetales siguieron los microorganismos, los animales acuáticos y todo lo demás. Para activar al máximo la reproducción binaria entre los animales y garantizar su funcionamiento autónomo, diseñamos un mecanismo de compulsión química, asentado sobre dos patrones concretos muy perfeccionados y complementarios; en algunos casos, pero no en todos, introdujimos una suerte de recompensa neuro-sensorial. La reproducción binaria, transformada en reproducción sexual, tuvo un éxito formidable y convirtió el Laboratorio en un verdadero edén. Pero el desorden, como es natural, también acabó siendo enorme. Sin embargo, la previsible llegada del Omnia determinó que nadie se preocupase demasiado por ello: dimos por descontado que el viejo barrendero cósmico acabaría por un igual con los aciertos, los errores y las temeridades.
Una cosa llevó a la otra y todo siguió su curso natural salvo el Omnia que, por un azar loco y extraño —una carambola inverosímil—, pasó lejos de su última órbita causando daños insignificantes en el Laboratorio pero adentrándose peligrosamente en la zona habitada de la galaxia.
Nunca había ocurrido algo semejante, excepto como hipótesis teórica. Durante algún tiempo, millones y millones de seres escrutaron en el espacio la masa aterradora del Omnia, esperando lo peor. Luego pasó de largo, lo mismo que pasan los cometas, pero a partir de entonces nos supimos en peligro y nuestra existencia se llenó de funestos presagios.
Transcurrió muchísimo tiempo pero al final, de la integridad de nuestro planeta y su historia, de sus afanes, sus propósitos y sus sueños, sólo quedó la intangible proximidad de los recuerdos y nada más: el Omnia lo destruyó por completo, junto con otros dos planetas, ensanchando extraordinariamente el curso variable de su órbita.
El Laboratorio, en cambio, siguió girando alrededor del Sol, extrañamente intacto. Pero en su interior empezaron a tener lugar ciertos fenómenos que nadie acertaba a explicarse y que cada vez resultaban más alarmantes.
Tomamos conciencia de la tremenda gravedad de lo que ocurría cuando uno de los científicos más importantes de nuestra civilización, alguien de legendaria sabiduría, abandonó su viejo mundo para visitar personalmente el Laboratorio.
Hay que aclarar que la vida en el hermético planeta del que provenía es particularmente contemplativa; la antigüedad de sus moradores —su sensibilidad y su fragilidad— hacen de todo punto innecesarios e inconvenientes los viajes. La sola presencia de cualquiera de ellos en algún lugar fuera de su mundo constituye todo un acontecimiento, de manera que no es difícil imaginar la conmoción que nos causó ver al más venerable de todos —al equivalente de lo que aquí sería el Santo Padre o el Dalai Lama— emprender un viaje tan extenuante y peligroso para su naturaleza.
Hubo que adoptar miles de precauciones y realizar interminables preparativos; también se produjeron toda clase de intentos destinados a conseguir que delegara su cometido en cualquier otro o incluso en una comisión, pero el viejo sabio se negó sosteniendo que, si no podía volver, lo consideraría un merecido castigo. La mirada del Universo entero se volvió hacia el Laboratorio y se quedó como en suspenso, esperando un veredicto.
Pero nuestro pesar, si cabe, era aún mayor: nuestro planeta había sido destruido, nos habíamos disgregado en todas direcciones y, por si fuera poco, íbamos a asistir al juicio final de nuestro último tesoro. En especial, los que vivíamos en la Base, amábamos el Laboratorio por encima de todo y estábamos desolados; a fin de cuentas, aparte de nosotros mismos y nuestros recuerdos, ya no nos quedaba nada más.
Por desgracia, la memoria del viejo sabio se perdió completamente durante el camino de regreso, pero no fue el viaje lo que le mató: simplemente no pudo sobreponerse a la intensidad de lo que percibió en el Laboratorio.
Al parecer, él ya sabía lo que pasaba; lo había descubierto en los exploradores que volvían de allí: era poco más que un eco, el recuerdo de un sonido vago e informe que llegaba, como un parásito, instalado en la memoria de los viajeros.
Pese a hallarse a millones y millones de años luz de distancia, él fue el primero que lo notó: en su inmensa sabiduría, reconoció los balbuceos incipientes de una inteligencia sorda y aberrante. Y decidió viajar hasta el Laboratorio sólo para corroborarlo, aunque con la esperanza de haberse equivocado.
Bajo la luz llena de matices de un amanecer solar, todos los que le habían acompañado pudieron verle tambalearse y sintieron la violencia de su desgarramiento interior: lo cierto es que, por más que lo intentaba, no podía comprender cómo habíamos sido capaces de hacer algo semejante.
Nosotros tampoco acertábamos a explicárnoslo. Resulta que mientras indagábamos las potencias animales y sus posibilidades de comunicación, conscientes de que no podíamos, bajo ningún concepto, engendrar nuevas formas de vida inteligente y puesto que el lenguaje inmanente es su elemento esencial y determinante, habíamos alterado muy levemente la genética de ciertos homínidos con nuestra propia dotación, pero poniendo buen cuidado en inactivar por completo todas las capacidades relacionadas con la comunicación inmanente. Era una maniobra un tanto arriesgada, pero siempre se contaba con el Omnia como última medida de seguridad para garantizar que de todo ello no acabara surgiendo una forma de vida aberrante.
Fue un espantoso error de cálculo, aunque durante siglos y siglos apenas se notó. Hasta que un buen día aquellos homínidos hallaron un modo nuevo de protegerse, sirviéndose de unas ramas. Los murmullos inexplicables llegaron justo después. Propiamente, todavía no eran verdaderos pensamientos, por eso al principio nadie los reconoció: era como un ruido emocional, inarticulado y también violentísimo, tanto, que quedaba impresionado en la memoria de los viajeros.
Allí fue donde lo halló el sabio desaparecido que, poco antes de morir, nos anunció que esa potencia estremecedora encontraría la manera de salir fuera de sí misma y que, de una u otra forma, se transformaría en lenguaje.
Y así fue, en efecto: de aquella necesidad de comunicación, de aquel deseo ardiente, acabó surgiendo la laringe humana y, con ella, su civilización entera.
Pero aún nos llevó algún tiempo comprender del todo que, más que una especie inteligente propiamente dicha, lo que nosotros habíamos creado era una nueva forma de dolor.
Porque aquellos pequeños seres, incapaces de comunicarse de verdad, extraviados en la limitación de su lenguaje, vivían atrozmente solos y, al final, desaparecían sin más, como los animales; la integridad de su memoria, en una palabra, su personalidad, no podía ser transmitida a ningún otro, sino que simplemente se extinguía, de tal forma que con cada uno de ellos nacía y moría el mundo entero y esa certidumbre y ese miedo empapaban los contados días de su vida de una trágica y despavorida ansiedad.
No se puede expresar con palabras la vergüenza y el pesar que nos causó sabernos artífices de la inmensidad de ese dolor y de esa angustia que, en sí misma, también era una forma de locura moral. Pero lo cierto es que, por más que nos pesara y avergonzase, no podíamos volver atrás: las criaturas monstruosas y deformes que habitaban el Laboratorio —en adelante, la Tierra— eran inteligentes y, según el más viejo y terminante de todos nuestros códigos, ya no podían ser modificadas en modo alguno: tenían que ser respetadas en su integridad.
No obstante, hubo quien pensó —mi Maestro también lo creía— que, más que respetados, los hombres habían sido abandonados a su suerte, con la esperanza de que al final el Omnia resolvería el problema acabando con ellos y con su dolor.
Sea como fuere, después de todo aquello, las bases en torno al Laboratorio fueron cerradas y destruidas. Sólo nosotros nos quedamos, para hacer de intérpretes de los seres humanos, simplemente porque era necesario comprenderles; y allí seguimos desde entonces, ocultos en nuestra Base, más allá de los cinturones de Van Allen, a muy pocos kilómetros de distancia en realidad.
La verdad es que nuestro cometido no ha sido fácil. La comunicación con los hombres es abrasiva y sofocante, imposible de soportar para cualquiera que no esté bien entrenado, lo que, por sí mismo, ya constituye un obstáculo insalvable para cualquier forma de rescate colectivo.
Así pues, se acerca el fin para estas desdichadas criaturas que, desde su origen, viven como apestados, sin saberlo siquiera, a merced del Omnia, en esta tierra de nadie que se extiende fuera del Cosmos habitado.
Pero antes de que todo acabe yo quiero dejar constancia en su propio idioma de que la culpa no es suya; aunque sean suyos el dolor, la violencia y la brutalidad, ellos son inocentes. La culpa es nuestra y sólo nuestra; y el Universo entero —el mismo que los verá morir dentro de poco— lo sabe tan bien como yo.
EL PUÑO AMERICANO
Gracia Durán, en cambio, no tenía ni idea de toda esta historia que yo no era capaz de explicarle. Desde su punto de vista los seres humanos eran criaturas completas, creadas a imagen y semejanza de un Dios compasivo que los amaba; y la posibilidad de que todos ellos fueran a morir sin remedio en un holocausto monstruoso le resultaba sencillamente inconcebible.
—No puedo creerlo. ¿No vais a hacer nada por la gente de este planeta? —insistió.
—Eso me temo —le respondí sucintamente.
Pero en realidad no lo temía: lo sabía a ciencia cierta. Para ser exactos, me había costado lo indecible conseguir autorización para trasladar a Gracia a la Base, de manera que la posibilidad de llevar a cabo una evacuación general estaba absolutamente descartada.
—No lo entiendo —añadió.
—Ya me doy cuenta, Gracia, y lo siento mucho, pero sólo dispongo de un pasaje para ti, si lo quieres. No puedo ofrecer nada más.
—Pero tú mismo has dicho que cuando el Omnia chocó con vosotros os ayudaron a escapar...
—Esta vez no será así.
—Pero ¿por qué?
—Es una larga historia —respondí.
Me disponía a tratar de contársela de algún modo cuando ocurrió lo peor que podía pasar: dos policías que circulaban por la carretera observaron el resplandor de la estufa a través de la ventana y se detuvieron para ver qué sucedía.
Sentí su presencia cuando se encontraban a unos cien metros de distancia, mientras se dirigían hacia nosotros tanteando con la punta de los dedos los cierres sueltos de sus pistoleras; me puse en pie de un salto y el ruido de sus mentes me alcanzó de lleno, igual que la llama de un soplete.
Intenté sobreponerme a aquel contacto insufrible, pero a duras penas lo conseguí. Lo mejor que pude, encajé una silla bajo el pomo de la puerta tratando de atrancarla y me oculté tras ella. En la ventana brilló el resplandor de una linterna.
Gracia se levantó también:
—Es la policía —dijo.
Yo sabía mucho más que ella: había percibido con claridad el universo de violencia que hervía en la determinación de aquellos dos hombres que se acercaban vacíos como zombis, tan endurecidos que ya no eran capaces de sentir ni su propio dolor. En particular, había uno que daba miedo: bajo los guantes, en la mano derecha, llevaba un puño americano. Con una puerilidad absoluta ardía en deseos de probarlo, como si fuera un juguete, en la cara de cualquiera; estaba ebrio de rabia, sin otro motivo que aquel afán absurdo de pegarle a alguien.
Entrar en contacto de un modo tan estrecho, casi fundirse con aquel sujeto, era una experiencia nauseabunda; sin embargo, yo no podía eludirla porque percibir aquel monstruo estaba en mi naturaleza: era mi lenguaje, el mismo que después conservaría el recuerdo de aquel instante de violencia y acabaría esparciendo su fetidez sin remedio a través del espacio y del tiempo.
—¿Y ahora qué hacemos? ¿Qué pasará si te ven? —me preguntó Gracia en un susurro.
—Vete a saber... Si se asustan, hasta podrían pegarme un tiro.
—¿No llevas nada para defenderte?
—¿Un arma...? No.
—¿Y qué vas a hacer?
—Pues echar a correr, supongo.
En ese instante la puerta empezó a debatirse violentamente contra la silla que la atrancaba. Alguien gritó desde el otro lado:
—¡Policía! ¡Abran!
Gracia no podía verles a causa de la oscuridad, pero yo sentí que se disponían a entrar haciendo uso de toda su fuerza.
—Lo mejor será abrir —le dije—. Escúchame: yo me largaré en cuanto pueda, pero tú ten mucho cuidado, por favor. Esta gente es muy violenta —le pedí mientras me situaba a su izquierda, en la zona más oscura del cuarto.
Luego todo fue muy rápido; Gracia apartó la silla, abrió la puerta y preguntó:
—¿Qué ocurre?
—¿Qué hace usted aquí? Esto es una propiedad municipal.
—Sólo me guarecía de la lluvia; no hago nada en particular.
—¿Y ese fuego?
—Es la estufa.
—Su documentación, por favor —ordenó uno de los policías.
—Apártese de la puerta —añadió el otro.
Gracia sacó su monedero y les tendió el carnet de identidad, pero siguió obstruyendo la entrada con su cuerpo. Entonces percibí que había tenido la desatinada idea de tratar de ayudarme de algún modo.
—Apártese de la puerta —repitió el policía con una lentitud espeluznante, pero Gracia no se movió.
A la pobre no se le ocurría nada más que quedarse allí en medio, exasperando a la policía. No era una actitud razonable, de manera que me pareció necesario tratar de impedírselo:
—Hazle caso, Gracia: sal de la puerta —le ordené desde el ángulo ciego en el que me había ocultado y, lo más majestuosamente que pude, avancé hacia la luz.
El policía que sostenía el monedero de Gracia lo dejó caer al suelo y retrocedió estupefacto; el otro gritó:
—¡Hostia! —y se quedó mirándome paralizado de terror.
Pasé ante ellos sin volverme y sin correr, pero sin perder un instante. Para cuando se les ocurrió que podían echarse la mano al cinto, yo ya había llegado a la carretera. Curiosamente, ninguno de ambos corrió tras de mí. Mi transporte me alcanzó un instante después y la última cosa que percibí, justo cuando se iniciaba el ascenso, fue la voz furibunda de uno de ellos que clamaba:
—¡¿Se puede saber qué demonios era eso...?!
Sirviéndome del satélite, pasé las siguientes cuatro horas llamando a Gracia por teléfono y al final, a las siete de la mañana, hora de Barcelona, di por sentado que la habían detenido. Seguramente, sólo se proponían obtener alguna información sobre mí, pero la situación me resultaba muy angustiosa, en especial por culpa de algo que había percibido durante mi breve encuentro con los dos policías: resulta que aquella noche uno de sus jefes les había pedido que informasen por escrito sobre cualquier cosa fuera de lo común que observaran durante el servicio. Cuando intentaron que les concretase un poco más, no pudo hacerlo:
—Cualquier cosa fuera de lo común, sea lo que sea... —repitió el jefe.
—Pero ¿a qué se refiere? ¿Qué buscamos?
—No lo sé... —insistió—. No lo han dicho. Es una alerta indeterminada. No buscamos nada en especial. Se trata de que informen de inmediato sobre cualquier cosa que resulte extraordinaria.
Luego los dos policías habían bromeado mucho a costa de la alerta:
—Pues hoy me ha sonreído la del archivo. ¿Tú crees que tendríamos que informar por escrito?
Pero en el momento en que se hallaron frente a mí y me vieron pasar, ambos supieron en el acto que la «cosa extraordinaria» en cuestión era yo.
Todo resultaba sumamente inquietante: ¿De dónde había salido aquella alerta? ¿Y por qué? Estaba claro que últimamente habíamos sido muy descuidados. Todo el mundo deseaba bajar al Laboratorio, sólo por el placer de estar allí, para ver el mar, para nadar, para acercarse a una ciudad cualquiera y experimentar una vez más la ardiente aspereza de aquella proximidad humana. Nadie se contenía en lo más mínimo; incluso la recogida de especies vegetales —nuestro negocio de siempre— ahora se llevaba a cabo sin la menor precaución. Así pues, durante los últimos meses habían tenido lugar toda clase de incidentes y cientos de humanos nos habían visto. En suma, con la llegada del Omnia la situación había cambiado por completo: ser descubiertos ya no tenía ninguna importancia y todo el mundo quería aprovechar la ocasión para pasear una última vez por aquel espacio maravilloso que, a fin de cuentas, también había sido nuestro jardín.
Confieso que ni se me había ocurrido pensar que Gracia pudiera acabar pagando las consecuencias de tanto desbarajuste y, como no podía hacer otra cosa, seguí llamándola y llamándola ininterrumpidamente por teléfono durante todo un día, al cabo del cual estaba medio loco de angustia y dispuesto a hacer lo que fuera para liberarla.
Sin embargo, no fue necesario hacer nada en particular porque a las cinco en punto de la tarde Gracia cogió por fin el teléfono y entonces me enteré cumplidamente de todo lo que había pasado: en una pequeña parte, por la propia Gracia, y en otra, muchísimo mayor, a través de las personas que tenían el teléfono intervenido y que nos escuchaban en secreto.
En efecto, los dos policías del parque me habían visto y también me habían oído con toda claridad y, como era de temer, a aquella primera pregunta destemplada le habían seguido muchas más:
—Responda: ¿qué-demonios-era-eso? —repitió lentamente uno de ellos.
—No lo sé —contestó Gracia.
—No me venga con cuentos; usted lo conoce muy bien: él la ha llamado por su nombre.
—¿Cómo?
—La ha llamado Gracia —añadió el policía recogiendo el monedero, que seguía en el suelo, y consultando el carnet de identidad que había dentro—. Ha dicho: «Sal de la puerta, Gracia». Y usted se llama Gracia, ¿no?
—Pero no le conozco. No le había visto nunca hasta hoy.
—¿Y qué hacían aquí?
—Charlar a cubierto de la lluvia.
—¿Charlar de qué?
—Del fin del mundo.
—Ya veo. Pues tendrá que acompañarnos a comisaría. —Pero ¿por qué?
—Para identificarse.
—Me llamo Gracia Durán y ustedes tienen mi carnet. Esto es un abuso.
—Andando —replicó el guardia cogiéndola por el brazo—, que tenemos que hacer un bonito informe por escrito de todo esto.
Al final el informe resultó sumamente absurdo; de hecho, cuanto más se plegaba Gracia a la realidad, más irreal resultaba todo lo que contaba.
—Así pues, el extraterrestre la llamó por teléfono.
—Ya se lo he dicho: en mitad de la noche.
—Y ¿cómo es que tenía su número?
—No tengo ni la menor idea. Ya lo he explicado antes: es un admirador; yo soy compositora y él es un admirador. Habrá buscado mi número en la guía... ¡Yo que sé!
—¿No le parece un poco sorprendente, tratándose de un extraterrestre? Uno no se los imagina consultando la guía de teléfonos...
—Tampoco hablando un castellano perfecto y ya ve... Usted mismo lo ha oído.
—Sí... —musitó el guardia con una expresión extraña—. Lo he oído y lo he visto... Sus ojos... Estaban iluminados desde dentro, ¿verdad?
—Me parece que no. Seguramente sólo reflejaban la luz de la linterna que llevaban ustedes; es un efecto como de espejo que tienen para aprovechar la luz, según creo.
—Y usted, ¿cómo lo sabe esto?
—Porque él me lo contó. Verá: cuando se sentó ante el fuego sus ojos empezaron a reflejar las llamas de la estufa; era un efecto muy extraño y también muy hermoso, así que le hice un comentario y él me lo explicó.
—Pues a mí no me pareció nada hermoso, la verdad: yo lo encontré absolutamente aterrador —añadió el guardia con franqueza.
—No sé qué decirle... Al principio a mí también me asustó, pero después... Tengo la impresión de que es un ser inofensivo, como aquellos birbanos de Amadeo Astronauta... ¿recuerda?
—¿Cómo qué...?
—No, claro, no lo recuerda, usted es demasiado joven, pero cuando yo era niña había un cuento; Amadeo Astronauta se llamaba... Era un cuento maravilloso, ilustrado por Ferrándiz, con vespas voladoras y saturninos de color malva... Le hablo de la década de los sesenta; la carrera espacial estaba en su apogeo y los niños vivíamos aquello con mucho entusiasmo, como si de verdad fuera una anticipación de nuestro futuro... La perra Laika, Gagarin, el Apolo XI... Y luego nos hemos sentido muy frustrados el resto de nuestra vida, siempre esperando que lleguen los birbanos...
—¿Quiénes son los birbanos?
—Los habitantes de Birba... O sea, nadie en realidad, ya le digo, era un cuento de mi infancia.
—Amadeo Astronauta.
—Eso es.
—Pero aquel monstruo del parque no era un cuento...
—No, no lo era.
—Dígame: ¿Usted le ha creído? ¿Ha creído lo que le ha contado?
Gracia le miró directamente a los ojos y a continuación respondió afirmativamente con la cabeza:
—Sí. No sé por qué, pero le he creído. Estoy segura de que dice la verdad.
—Pues por la cuenta que nos trae, señora, yo espero de todo corazón que se equivoque —añadió el policía.
—¿Puedo marcharme ya?
—Mire, si no le importa —le pidió el guardia con su expresión más anodina—, yo preferiría que volviera a contármelo todo desde el principio una vez más.
Horas después, cuando Gracia extenuada pedía a voz en grito que la asistiese un abogado, apareció el comisario jefe con una media sonrisa:
—No hace falta llamar a un abogado, señora Durán, porque usted no está detenida —dijo.
—Entonces me voy.
—Todavía no, lo lamento. Resulta que necesitamos su colaboración. Está ocurriendo algo muy extraño y hay mucha gente interesada en llegar al fondo del asunto. En este momento viene hacia aquí alguien desde los Estados Unidos sólo para hablar con usted.
—¿Y no puedo esperarle en mi casa?
—Por favor, le ruego que tenga paciencia. Nos han pedido encarecidamente que la mantengamos aquí mientras llega. Ya no puede tardar.
—¿Y se puede saber con qué derecho piden tal cosa?
—Con el derecho que da la urgencia y la gravedad del asunto.
—Y con el deseo de complacerles a toda costa que tienen ustedes.
—También, no voy a negarlo, señora Durán —respondió el comisario con amargura—. ¿Está usted completamente convencida de que todo esto es lo que parece?
—¿Qué quiere decir?
—Bueno, también podría tratarse de un engaño, ¿no? Hoy en día se hacen maravillas... En el cine, por ejemplo.
—No era un disfraz; yo no tengo ninguna duda sobre eso.
—¿Ninguna en absoluto...?
—¿Qué opinan los policías que le vieron? —le preguntó Gracia.
—Pues ellos no sé —contestó el comisario con una mirada glacial—, pero yo opino que tendrían que haberle detenido y que no lo hicieron.
—Mire, es que se esfumó en un abrir y cerrar de ojos... Entró en una especie de cajetín de ascensor y desapareció.
—Y el ascensor ¿estaba allí, en mitad de la carretera?
—No... No creo; más bien le salió al paso. Yo diría que bajó de pronto, frente a él, pero no estoy segura. Fue muy rápido y estaba oscuro.
—También pudo ser un truco.
—Y que pudiera leer mis pensamientos, ¿cómo lo explica? ¿Cree que fue un truco?
—No —replicó el comisario—, eso más bien fue una apreciación personal suya.
—Lo que no entiendo es por qué me retienen aquí si creen que todo esto es un engaño o una... broma.
—Con franqueza, si dependiera de mí, ya la habría mandado a casa, pero resulta que, por alguna misteriosa razón, los americanos se han interesado mucho en este curioso asunto del marciano, de manera que aquí estamos todos, señora Durán, esperándoles de un momento a otro —añadió.
Y después, a modo de punto final, hizo una rara reverencia y le tendió a Gracia una lata de Coca-Cola light.
El norteamericano en cuestión llegó a primera hora de la tarde; parecía extenuado y se llamaba Walker Jones.
—Siento las molestias que haya podido causarle, señora Durán —se excusó en un español casi perfecto—. Me temo que me he precipitado al pedir que la retuvieran aquí, sobre todo porque seguramente no era necesario.
—¿Y por qué lo ha hecho entonces?
—No sé... Por precaución... Por hábito.
—¿Tiene usted el hábito del secuestro?
—Espero que no, señora Durán —replicó Jones sin acritud—; aunque puede que en ocasiones tienda a excederme un poco, lo reconozco. Seamos amigos, por favor, se lo ruego. Sé que he empezado mal y lo siento: le pido perdón.
—Y bien, ¿qué es lo que quiere de mí?
—¿Sabe que es usted la única persona que ha hablado con ellos?
—Aquí los hay que piensan que son un engaño.
—Lo sé. Y también sé que se equivocan.
—¿Se da cuenta de que, si estamos en lo cierto, es posible que se aproxime el fin del mundo?
—Sí: he leído sus declaraciones, con mucho detenimiento, en el avión.
—¿En el avión?
—La policía española ha tenido la amabilidad de mandármelas.
—Entonces ya sabrá que no sé dónde está ni tampoco cómo localizarle.
Walker Jones clavó sus fríos ojos azules en Gracia, que le sostuvo la mirada sin pestañear:
—No lo crea, señora Durán —le respondió tras un minuto de silencio interminable—. La está llamando por teléfono sin descanso desde hace horas.
—Entonces habrán localizado la llamada...
—Sí... Y no.
—¿Qué quiere decir?
—Sabemos que la llama a través de un satélite europeo, pero de una forma un tanto insólita.
—¿Insólita...? ¿Por qué?
—La llamada proviene del otro lado del satélite.
—No comprendo...
—Pues que al parecer la llama desde el espacio exterior.
—¿Me llama desde... su... su nave? —preguntó Gracia un poco perpleja.
—No es difícil en realidad; es una operación totalmente asequible: utiliza el satélite, igual que nosotros, poco más o menos.
—En ese caso, debería usted permitirme volver a casa para que pueda hablar con él.
—Podríamos arreglarlo para que conteste desde aquí mismo.
—Seguro que sí, pero a mí no me da la gana de contestar desde aquí. Estoy muy cansada, quiero irme a mi casa y no me apetece nada jugar a los espías con usted.
—No sea injusta, ¿quiere? —replicó Jones sin alzar la voz—; yo tampoco he dormido y estoy haciendo todo lo que puedo por ponerme en su lugar. Ahora, por favor, haga usted algún esfuerzo por ponerse en el mío: tengo la responsabilidad de tomar las decisiones más convenientes en esta situación, que es totalmente inaudita y que afecta gravemente a la seguridad; debo tratar de ponerme en contacto con los visitantes y no quiero cometer ningún error; no cuento con más información que la que usted nos ha proporcionado —mintió— y, para decirlo todo, no estoy seguro de que sea totalmente fidedigna.
—O sea, que no me cree.
—No es eso; sí que la creo, pero tengo la impresión de que no nos lo ha contado todo.
—¿Por qué?
—Veamos, señora Durán: ese ser se cita con usted, le expresa su entusiasmo por su música y le informa de que el mundo va a ser destruido... Bien, pero ¿por qué? ¿Para qué?
Gracia guardó silencio; en realidad, era lo único que había omitido: mi invitación.
Walker Jones tomó nota de aquel silencio y prosiguió:
—¿No le parece extraño? Venir hasta aquí sólo para decirle que vamos a morir sin remedio... No tiene sentido; incluso es cruel...
Gracia no quería mentir, pero se daba perfecta cuenta de que aquel salvoconducto inverosímil que tanto la aterrorizaba a ella podía llegar a constituir una valiosa mercancía, algo por lo que algunas personas matarían llegado el caso, así que continuó callada, notando cómo el silencio se iba llenando de una extraña electricidad.
—Vino a por usted, ¿verdad? —dijo de pronto Jones, y su mirada se incendió—. Es eso, ¿no? —insistió—: fue un encuentro privado... personal...
—No le comprendo —respondió Gracia.
—Si hubiera venido para contactar, para hablar con nosotros, no se habría dirigido a usted; habría elegido otra clase de interlocutor...
Gracia observó fascinada la metamorfosis que se había producido en el rostro de Walker Jones: había auténtica ansiedad, fuego azul, en sus ojos.
—Vino a buscarla, ¿verdad? —repitió Jones y la ferocidad de su mirada se volvió tan insoportable que Gracia tuvo que apartar la vista—. ¡Oh, vamos, por favor! ¡Dígamelo! —gritó.
—¿El qué...? —preguntó ella irritada.
—No tengo tiempo... ¡Necesito saber la verdad ahora mismo!
—Mire, lo siento, pero estoy harta; ya he dicho todo lo que sé y ahora me voy a mi casa —dijo Gracia poniéndose en pie—. Si me llamara de nuevo por teléfono, ¿quiere que... —titubeó un instante— le pregunte alguna cosa en particular?
Walker Jones se levantó a su vez: era la viva estampa de la impotencia y la desesperación, pero no trató de detenerla.
—Dígale que quiero hablar con él... que necesito verle... —musitó—. Acudiré a donde me diga; iré solo, si lo prefiere, en las condiciones que quiera... Sólo tiene que decir dónde y cuándo.
—Muy bien: si puedo, se lo diré en su nombre.
—Ayúdeme a conseguir una entrevista, señora Durán, por favor. Hágalo por su país, por su mundo... —suplicó Jones.
—Usted cree que yo tengo algún tipo de relación con él, ¿verdad? —inquirió Gracia.
Walker Jones se la quedó mirando fijamente, en silencio, y no contestó. Entonces Gracia cayó en la cuenta de que ésa era la razón por la que la habían tratado con respeto después de todo, la razón por la que ahora la dejaban marcharse sin más: se había convertido en una especie de embajadora y por el momento preferían mostrarse diplomáticos con ella. Se hacía evidente que si quería salir de allí en el acto, lo mejor era dejarles con la duda:
—Y dígame, ¿qué clase de relación cree usted que tenemos? ¿Algo físico quizá...? —continuó burlona—. Pues, mire, le advierto que no es feo en realidad...
Walker Jones encajó la burla y no respondió, aunque conocía de sobras nuestra apariencia: se había pasado la vida entera buscándonos y aún conservaba como un tesoro el secreto recuerdo de un encuentro asombroso que tuvo lugar en el verano de 1958, en algún lugar de la Guayana Venezolana.
En efecto, en la memoria de Walker Jones había algo inexplicable que me dejó muy intrigado; me encontré con ello de sopetón, sin previo aviso, a las cinco en punto de la tarde del primero de marzo, justo en el momento en que él se puso el auricular para escuchar la conversación telefónica que yo sostenía con Gracia.
—Tengo razones para creer que me han intervenido el teléfono —me advirtió ella nada más descolgar.
—Lo sé —le respondí.
—Ha venido un norteamericano... Me ha dicho su nombre, pero no consigo recordarlo... —se lamentó Gracia.
—Se llama Walker Jones —le aclaré.
—¿Le conoces? —me preguntó muy sorprendida.
—Verás, Gracia, el señor Jones es una de las personas que nos están escuchando a través del teléfono, de manera que sí: ahora ya le conozco.
Aunque consiga vivir mil años, nunca podré olvidar ese primer contacto con Walker Jones. ¡Fue tan interesante y dramático...! Los dos hombres que habían venido con él —y que también estaban escuchándonos— le tenían por un jefe impasible y escéptico, duro como una roca de basalto, pero aquella tarde no parecía estar en su papel; temblaba por dentro, igual que si volviera a tener seis años y se hubiera perdido de nuevo en un lugar extraño y desconocido: para ser exactos, allí donde el río Caroní se encuentra con el Orinoco.
Casi cinco décadas después, Walker Jones ya no podía recordar cómo fue que se cayó al agua; sólo sabía que llevaba muchas horas perdido cuando se acercó al río y se cayó. Eso fue todo. No tenía más que seis años pero, hasta cierto punto, comprendió de inmediato la gravedad de la situación y sintió un frío espantoso mientras le arrastraba la violenta corriente del Caroní.
La oscuridad era casi total, salvo por una minúscula porción de luna. Trató de gritar y empezó a tragar agua; con toda seguridad se habría ahogado sin remedio cuando algo le asió por debajo: volvió la cabeza y sólo alcanzó a distinguir el claro de luna en los ojos de una extraña criatura que le pedía, no en español sino en inglés, que se cogiera con fuerza a su cuello y que no se soltara por nada del mundo.
Pegado a su espalda sintió la fortaleza tremenda de aquel cuerpo tratando de alcanzar la orilla a nado y se aferró a él con tal violencia que se le agarrotaron los dedos. Más allá, en el interior de las tinieblas, resonaba cada vez más fuerte el fragor espeluznante del salto de agua de Cachamay.
Cerró los ojos y, cuando volvió a abrirlos, ya estaban de pie, entre la maleza de la orilla, y el extraño le observaba con el rostro iluminado por un rayo de luna que salía de sus ojos. Acusando el esfuerzo físico, le preguntó, en voz muy baja, si tenía frío; y el pequeño Walker Jones le contestó que no, tiritando de frío y de miedo.
Entonces el extraño, igual que lo habría hecho una mujer, le quitó la ropa mojada, lo depositó sobre su pecho y lo rodeó con sus brazos. Poco a poco la suavidad de aquella rara piel de resplandor metálico fue envolviendo a Walker lo mismo que una manta y después, como por encanto, le inundó una profunda calma y se quedó dormido.
Se despertó al rayar el alba y el extraño seguía allí, en la misma posición, mirándole fijamente.
—Tú eres el ángel de la guarda, ¿verdad? —le preguntó el niño en inglés.
Camila, la vieja criada venezolana que le cuidaba y que durante los últimos meses había tratado de suplir en lo posible la ausencia de su madre, le había hablado un poco del ángel de la guarda; pero el pequeño Walker no se lo imaginaba así, tan grande y extraño.
—Dime, ¿eres el ángel de la guarda? —insistió el niño.
—Sí —respondió el ángel por fin, también en inglés.
—¿Y las alas?
—No tengo.
—¿Por qué?
—Porque soy viejo y se me han caído... Con los años se caen, ¿sabes?
—No... No lo sabía. —En realidad, Walker no sabía nada de los ángeles de la guarda, salvo que vivían en el cielo, junto con sus abuelos paternos, y cuidaban de los niños pequeños—. ¿Y cómo volverás a tu casa si no tienes alas?
—Volveré a pie. Y nadando.
—¿Tú no vives en el cielo?
—No, ya no. Ahora vivo aquí, en la selva, con mis amigos.
—¿Y yo puedo ir también?
—Tú tienes que volver a casa, Walker.
—¿Por qué no puedo ir contigo?
—Porque tu papá se quedaría muy triste si te vas.
—Mi mamá también se fue.
—Ya lo sé, Walker —le contestó el ángel.
—¿Tú sabes si volverá mi mamá? —preguntó de pronto el niño.
—No, pequeño, no lo sé. Y tampoco sé por qué se fue. Pero, mira, ya que ha surgido el tema, hay algo que sí sé.
—¿Qué?
—Que no fue culpa tuya, Walker. Tu mamá no se fue por lo de la cama: eso no tiene ninguna importancia... Muchos niños se hacen pipí en la cama y su mamá no se va por eso.
—¿Y tú cómo lo sabes?
—Porque lo sé, Walker. Aquella mañana tu madre no se echó a llorar porque tú hubieses ensuciado la cama, sino porque sabía que se iba. Ella ya lo sabía y por eso lloraba: porque tenía que dejarte y estaba muy triste. Lo de la cama no tuvo nada que ver, Walker, tienes que olvidarlo; no está relacionado con todo lo demás.
—Pero se puso a llorar cuando vio la cama mojada —musitó el niño—; se puso a llorar mucho, mucho, mucho... Y cuando volví del colegio, ya se había ido.
—Walker, créeme —le dijo el ángel—: mamá no se fue por eso. No fue culpa tuya. Aunque aquella noche no hubieses ensuciado la cama, tu mamá se habría ido igual. Tienes que contarle a tu padre lo que pasó: él te lo explicará, Walker, y entonces verás que yo tengo razón, que tu mamá se fue por otras causas que no tienen nada que ver contigo. No debes seguir mortificándote con esa idea: tienes que contárselo todo a tu padre.
—¿Y si se enfada conmigo y se va también?
—Walker, mírame. Yo soy el ángel de la guarda y lo sé: papá no se enfadará; te lo prometo. Tú cuéntale lo que has estado pensando durante todo este tiempo y entonces él te explicará por qué se fue mamá. Hazme caso, Walker, por favor. Lo más probable es que hayan tenido problemas; los padres a veces se pelean y se separan. No ha sido culpa tuya, de verdad; te lo prometo, Walker.
—¿Estás seguro? —le preguntó el niño en un hilo de voz. Y luego se abrazó a su cuello y se echó a llorar.
Lamentablemente el padre de Walker no estuvo a la altura de las circunstancias y nunca condescendió a explicarle a su hijo algo que por lo visto le humillaba, de manera que Walker se enteró de lo esencial cuando ya era mayor, por la confidencia de un pariente lejano que le contó que su madre se había marchado con otro hombre y que había muerto de cáncer unos pocos años después.
Así pues, Walker nunca obtuvo respuesta a sus preguntas ni tampoco consiguió comprender del todo la enigmática deserción de su madre pero, gracias a la providencial intervención del ángel, pudo sobreponerse a aquella angustia secreta y devastadora que asfixiaba su niñez y seguir adelante.
En cuanto a su padre —que era ingeniero y que había llegado a Puerto Ordaz contratado por el gobierno venezolano para trabajar en la construcción de lo que, con el tiempo, llegó a ser Ciudad Guayana—, como buen hombre de ciencia, se negó rotundamente a concederle al incidente del río ningún perfil sobrenatural y acabó concluyendo que algún indígena había sacado a su hijo del agua, dando por sentado que todo lo demás era una pura invención del niño.
Pero para Walker no fue tan sencillo, ni mucho menos, porque aunque pronto dejó de mencionar aquel asunto por completo, en su fuero interno nunca se olvidó de lo ocurrido.
CONTAMINACIÓN
Y allí me lo encontré yo, bien enquistado en su memoria, cincuenta años después, mientras hablaba por teléfono con Gracia.
Me disponía a interpelarle cuando súbitamente me llegó un curioso mensaje del propio Jones. Él ya sabía —puesto que yo acababa de decírselo a Gracia— que había percibido su presencia a través del teléfono y por ese motivo trataba de comunicarse conmigo sirviéndose sólo de su pensamiento: «Escúcheme, por favor —repetía mentalmente—, soy Walker Jones; necesito hablar con usted en privado. El número de mi teléfono móvil es el 555306090; repito, el 555306090. Le ruego que me llame. En cuanto usted cuelgue, yo me dirigiré a mi coche y esperaré su llamada. Repito: soy Walker Jones; necesito hablar con usted en privado. El número de mi móvil es...».
A decir verdad, resultaba un tanto cómico, porque el pobre Walker repetía su mensaje una y otra vez, muy lentamente, como deletreando las frases en su cabeza: «Soy Walker Jones; necesito hablar con usted en privado. Mi número de teléfono móvil es el 555306090...».
Por supuesto, me habría bastado con no llamarle para dejarlo fuera de juego pero, por suerte o por desgracia —eso aún está por ver—, había algo entre sus recuerdos que yo tenía que explorar, algo que necesitaba saber.
Así pues, decidí despedirme de Gracia, que estaba demasiado cansada para charlar, y ponerme al habla con Walker Jones.
—Me alegro de oír tu voz —le dije a Gracia—. Estaba muy preocupado por ti. Tenemos pendiente una larga conversación pero ahora tengo que dejarte; debo llamar a alguien a su móvil. Es importante.
No pude evitar sentir la enorme impresión que mis palabras producían en Walker Jones: fue como si una descarga le recorriera la espalda de arriba abajo.
—No te preocupes, estoy bien —me respondió Gracia—, sólo necesito dormir un poco. Hasta pronto —se despidió sucintamente antes de colgar.
Entonces le concedí unos cuantos minutos más a Walker Jones y luego marqué el 555306090.
Cuando Walker descolgó el teléfono a duras penas le salía la voz; su corazón latía ciento ochenta veces por minuto.
—No sabe cómo le agradezco que me haya llamado —dijo en un susurro—. La verdad es que no creí que fuera a hacerlo.
—Me temo que no persigo complacerle, señor Jones; he accedido a llamarle por otra razón: hay algo en sus recuerdos que me interesa especialmente y que tiene que ver con lo que le ocurrió en el Caroní. ¿Le parece bien que hablemos de ello?
—Por supuesto... —respondió Walker.
—Usted ya sabe que aquel ángel era uno de los nuestros, ¿verdad?
—Sí, eso creo.
—La cuestión es que es posible que se trate de alguien que desapareció en 1956 y del que no hemos vuelto a saber nada desde entonces.
—Pero el encuentro al que usted se refiere tuvo lugar en 1958.
—Lo sé, señor Jones —le respondí—. En realidad estoy al corriente de la totalidad de sus recuerdos pero, por desgracia, desde 1958 ha pasado tanto tiempo que sus recuerdos ya no son lo bastante precisos ni visuales como para saber con exactitud quién le salvó.
—¿Y de qué modo puedo ayudarles yo?
—Verá, Jones: en su memoria, lo mismo que en las tumbas egipcias, hay una recámara. Allí se ocultan pequeñas tramas, fragmentos de recuerdos, pormenores que el tiempo ha debilitado pero que no ha conseguido eliminar del todo. Es como una especie de cajón de sastre donde se amontonan sin orden ni rango ni concierto los detalles sobrantes del relato que sostiene la memoria. Para que usted me comprenda, su memoria es como un buen escritor que hace lo que puede para mantener los hilos lógicos, las estructuras esenciales de su discurso, desechando cuanto los sobrecarga u oscurece, descartando lo banal, lo intrascendente e incluso lo contradictorio. Pero ese esfuerzo de síntesis, ese «jardín francés», por así decirlo, genera gran cantidad de residuos, escombros que a la postre van a parar a la recámara; allí se amalgaman los unos con los otros y sufren una desfiguración progresiva, de tal manera que en ocasiones es casi imposible hallarlos o reconstruirlos... Me pregunto si podría contar con usted para intentar indagar en su recámara, señor Jones.
—Por completo —me respondió sin dudarlo un solo instante.
Se hacía evidente que su valor era mucho más que una cuestión de carácter; nacía de una determinación obsesiva, inquebrantable: sencillamente se había pasado toda su vida buscándome y por fin me había encontrado. Todo lo demás era secundario para él.
No obstante, su sentido de la lealtad —y de la gratitud— le imponía un cierto resquemor:
—¿Por qué le buscan? —preguntó—. ¿Era... un prófugo?
—No, señor Jones, era alguien muy respetado y querido. La información que pueda proporcionarnos no le va a ocasionar el menor perjuicio a su salvador, no se preocupe por eso.
—En cualquier caso —dijo Jones como para tranquilizarse a sí mismo—, después de cincuenta años ya será muy viejo o habrá muerto.
—No —le contesté—, en absoluto; en su ciclo vital, cincuenta años no son más que un breve lapso de tiempo. Si, como yo creo, fue mi Maestro quien le salvó, estamos hablando de alguien que tiene miles y miles de años en su memoria —le expliqué yo simplificando mucho.
—¿Miles de años...? —repitió Walker atónito.
—En efecto, sí, aunque no hay nada de sobrenatural en ello, señor Jones; sólo es algo que tiene que ver con nuestro lenguaje. Creo que ya conoce usted los aspectos esenciales de la comunicación inmanente por las declaraciones de Gracia Durán que le ha mandado la policía española, ¿verdad?
—Sí.
—Y me consta, además, que durante su vuelo ha reflexionado mucho sobre esa cuestión.
—Sí, así es. La suya me parece una forma de comunicación fascinante.
A diferencia de lo que había ocurrido con Gracia, Walker Jones comprendía singularmente bien las implicaciones morales de nuestro lenguaje; y lo que es más, no sólo las comprendía en términos generales sino que también presentía todo su potencial, su verdadero alcance. A título de ejemplo sólo diré que, como homosexual, intuía perfectamente que un mundo suspendido bajo la luz cenital de la verdad, entre otras muchas virtudes, tendría la probidad de admitir y comprender aquello que era inevitable y en lo que no había más falta que la pura circunstancia de existir.
Ello no obstante, y pese a su notable imaginación, se había quedado corto en lo esencial:
—Pues bien —continué explicándole—: resulta que esa forma de comunicación también comporta la posibilidad de traspasar la completa totalidad de la memoria de un cuerpo a otro o, mejor dicho, dado que nosotros nos reproducimos por partenogénesis, a una nueva versión del mismo cuerpo.
—¡Santo Dios...! —musitó Walker.
—Veo que me comprende. Es como el volcado de la memoria de un ordenador en otro modelo idéntico; de manera que la vida puede proseguir así... indefinidamente.
—Entonces... —dijo Walker—, ¿ustedes no mueren nunca?
—No exactamente, señor Jones —proseguí—: hay accidentes... Y suicidios... La vida es arriesgada. Pero, en todo caso y sea como fuere, lo cierto es que nuestro fin no está necesariamente inscrito en nuestro destino, me comprende, ¿verdad?
—Ya lo creo —respondió Walker muy lentamente, tras una larguísima pausa—. Es... la inmortalidad.
—Y no sólo eso —puntualicé yo.
—No, claro; también es la comunión, la verdad... la sabiduría... —murmuró como para sí mismo.
No cabe duda de que Walker tenía una mente rápida, potentísima dentro de sus limitaciones y con una tremenda capacidad de abstracción.
—En una palabra, amigo mío —concluí yo—: es el Bien con mayúsculas.
—Nuestro lenguaje, entonces, ¿es el mal? —me preguntó de pronto. Y me dejó completamente consternado porque no supe qué contestar.
A fin de cuentas, ¿qué es el mal? ¿Dónde está? ¿En la criatura que, desde la fragilidad de su destino, no hace otra cosa que cumplir su naturaleza? ¿O en la frivolidad del creador que la engendró así, sorda, desamparada y mortal?
Sería fácil responder si esto no fuera más que una pregunta, pero son cientos: interminables circunloquios a propósito del sentido y el valor de la vida. ¿Dónde hay que trazar la línea? ¿Qué es lo que debe tomarse en consideración: la perfección o el sufrimiento...?
Para mi Maestro, el mal consistía en tratar de dejarlo todo atrás, abandonado a merced del Omnia, en la loca creencia de que tras el horror absoluto renacería la pureza original. Pero ¿cómo, de qué modo —se preguntaba él— puede el crimen devolverle la inocencia a un Universo que no tiene el don del olvido?
Estaba desesperado; durante siglos y siglos había hecho todo lo posible por hallar una salida para los habitantes del Laboratorio, pero había fracasado. Nadie le secundaba, ni siquiera yo.
Y he aquí que, medio siglo después, la formidable intuición de Walker Jones, aun a ciegas, había hecho un blanco perfecto al preguntarme si su lenguaje era el mal:
—Es posible —dije por fin— que en su lenguaje se encuentre el origen del mal, pero aun así ustedes son inocentes, puesto que no son responsables de ser como son.
Walker escrutaba mi respuesta con su mente analítica y con su deslumbrante intuición se interrogaba sobre el verdadero alcance de lo que acababa de oír, como si presintiera que, por debajo de aquella aparente obviedad, hubiera algo oculto y siniestro.
—¿Y por qué cree usted que Dios nos habrá hecho tan distintos e inferiores a ustedes? —inquirió.
—No me haga preguntas retóricas, Jones: yo sé que usted no cree en Dios.
—Discúlpeme —continuó—; me temo que con los años me he vuelto un manipulador; es por culpa de mi trabajo. Le ruego que me perdone; le aseguro que quiero ser franco con usted, pero es que deseo tanto saberlo todo...
—Ya me doy cuenta y le propongo un trato: usted me ayudará a descubrir si fue mi Maestro el que le sacó del agua y yo trataré de satisfacer su curiosidad.
—Trato hecho —respondió Jones con una especie de euforia.
—Profundizar en sus recuerdos es un procedimiento sencillo; ya verá que no entraña ningún riesgo para usted.
—No me importa el riesgo —dijo. Y era cierto; en verdad no le importaba; en algún sentido era como si volviera a ser un muchacho que observa las estrellas con la garganta oprimida por un deseo febril—. ¿Por qué es tan esencial para usted saber si era o no su Maestro? —preguntó a continuación.
—Cuando desapareció tuvo algún gesto muy autodestructivo y todo el mundo dio por sentado que se había suicidado. Desde entonces hemos vivido con el pesar de esa clase de ausencia... Hasta hoy.
—¿Qué es lo que le hace pensar que pudo ser él?
—¿Quién, si no? Para empezar, puesto que yo no tenía ni idea del incidente, tuvo que ser alguien que ya no vivía en la Base en la fecha en que tuvo lugar. Si le hubiera sacado del río uno cualquiera de nosotros, yo lo habría sabido; el lenguaje inmanente determina una suerte de existencia colectiva en la que nada se sustrae al conocimiento general, de tal forma que cuando alguien hace lo que no debe, los demás se enteran indefectiblemente. Y, sin embargo, en este caso no fue así. ¿Por qué? Muy sencillo, porque, fuera quien fuese su salvador, ya no vivía con nosotros en 1958.
—¿Cuando alguien hace lo que no debe...? —repitió Walker intrigado.
Para Walker era difícil entender que la generosidad de aquel sujeto —su heroísmo, si se toma en consideración la violencia del Caroní en aquel punto de su cauce— se pudiera considerar ni remotamente «algo indebido».
—Entiendo que su punto de vista sea otro —le contesté—, pero lo cierto es que su benefactor se saltó sin contemplaciones todas las instrucciones relativas al trato directo con humanos que, dicho sea de paso, estaba totalmente prohibido. Así pues, también tuvo que ser alguien acostumbrado a ir a su aire, un auténtico outsider, por así decirlo; alguien capaz de mentir incluso... Es evidente: tuvo que ser él.
—Concluyo por sus palabras que ustedes no mienten a menudo.
—Nunca, señor Jones. En nuestro mundo es un signo de delirio o demencia. Nadie miente; no tiene sentido mentir. Pero le confieso que no me cuesta nada entender que alguien que conviva con humanos acabe mintiendo copiosamente, por compasión o incluso porque aquí, en el Laboratorio, puede ser más fácil que decir la verdad... Yo, sin ir más lejos, lo he hecho varias veces por omisión en estos últimos días... Lo que me induce a creer que aquel ángel, que mentía con tantísima soltura, se relacionaba a menudo con seres humanos, o sea, que seguramente ya llevaba algún tiempo por aquí; quizá desde 1956 precisamente.
—Se me hace difícil entender que le censure usted por lo que hizo —replicó Walker Jones—; no sólo me salvó la vida, sino que me devolvió la serenidad. Yo no tenía más que seis años y la desaparición de mi madre me había hecho pedazos: sólo él se dio cuenta de la enormidad de mi angustia y trató de ponerle algún remedio. Verdaderamente fue como un ángel de la guarda para mí. Eso no es mentir...
—Veo que usted también le quiere y lo celebro, señor Jones, pero sí que mintió. Ya sé que desde su punto de vista esa mentira carece de importancia e incluso es digna de aplauso; pero desde la óptica de los que creen que el contacto con los seres humanos es muy contaminante, constituye una especie de corroboración.
—¿Y usted en particular qué opina?
—¿Yo? Pues que toda la hazaña en cuestión tiene el perfil del Maestro, no cabe duda. Él era así: osado, compasivo, indisciplinado también... Y mucho.
—¿En qué consistía su magisterio?
—Bueno, cuando yo entré en relación con él, ya era traductor: traductor de francés, para ser exactos. Pero mucho antes había sido un biólogo insigne, el equivalente de lo que aquí vendría a ser un gran genetista. Hizo enormes hallazgos, absolutamente maravillosos... En verdad era un genio, pero por desgracia en una ocasión cometió un gran error, un error terrible, monstruoso, y nunca pudo perdonárselo. Luego, con el tiempo, abandonó su profesión y se convirtió en traductor. Hay quien dice que el dolor por lo que había hecho acabó trastornándole y que por ese motivo se mató. Por mi parte, yo no creí nunca ni lo uno ni lo otro, así que ya puede usted imaginarse la loca alegría que me ha producido encontrarme de pronto en el Caroní con su ángel de la guarda.
—Sí, me lo imagino; ha tenido que ser toda una impresión... Y dígame: ¿qué clase de error cometió? ¿Qué fue lo que hizo?
—Es una larga historia, señor Jones. Se da la casualidad de que también me disponía a contársela a Gracia Durán cuando nos interrumpió la policía. ¿Qué le parece si esta noche, cuando ya hayan descansado un poco, se pasa usted por casa de la señora Durán y los dos esperan allí mi llamada? Tengo la impresión de que no lo nota a causa de la excitación, pero usted también está muy cansado.
—Sí, es verdad. Hace tres días que no duermo.
—Entonces seguiremos esta noche, por teléfono, a las doce más o menos, si le parece bien.
—Me parece perfecto.
—Antes de despedirme, quisiera pedirle algo.
—Dígame.
—Esta noche, cuando vaya a casa de Gracia Durán, ¿tendrá la bondad de quitar todos los micrófonos que ha instalado?
—Desde luego, no se preocupe.
—Y si es posible, empiece ahora mismo a tomar un relajante muscular: unos 600 mg de metocarbamol, por ejemplo, cada cuatro horas más o menos —sugerí con la mayor naturalidad, como si tal cosa, tratando de que pareciese una petición banal.
—¿Un relajante muscular?
—Sí, eso es. Me irá bien para indagar en su memoria. No lo olvide por favor —le pedí sucintamente.
Aquel modo de ocultar el filo de los hechos, omitiendo aspectos esenciales de la verdad, era incluso peor que mentir: me hacía sentir mal, como si me estuviera aprovechando de su sordera para conducirle, igual que a un ratón, a través de un laberinto de mi invención. Y Walker no se lo merecía: su valor y su inteligencia le ponían muy por encima de todos aquellos esfuerzos por dosificarle la información. Sin embargo, puesto que no quedaba otro remedio, concluí:
—Entonces, hasta las doce de esta noche, señor Jones. —Y después colgué en seguida, incluso con cierta precipitación, ante todo para no tener que seguir mintiéndole, ni siquiera por omisión.
La noticia de que el Maestro podía seguir vivo y encontrarse aún en el Laboratorio, detuvo en seco las operaciones de evacuación. De pronto, aquel profundo silencio que en los últimos meses se había ido depositando por todas partes como una fina capa de ceniza se transformó en una tremenda polvareda: todo el mundo parecía tener una opinión al respecto; hasta los ingenieros, que habían partido poco antes con las matrices de los invernaderos, aprovecharon las comunicaciones de rutina para hacer insólitas proposiciones de rescate. Y como es natural, tampoco faltaron los que se oponían alegando vivamente que aun en el caso de que el Maestro siguiera allí, con toda seguridad se negaría a ser rescatado.
Pero por encima y por debajo de las interminables discusiones sobre si su sentido de la expiación era más o menos insaciable, y más allá de los fundados temores de que, llegado el caso, por una u otra razón, no hubiera forma de hacerle abandonar el Laboratorio, saltaba a la vista que mi hallazgo había desencadenado cierta euforia: no se trataba sólo de la posibilidad de comprender por fin —y acaso remediar— la oscura desaparición de uno de los espíritus más significativos de nuestra civilización, también era una forma de distraernos un poco de la angustia de tener que dejar el Laboratorio, nuestro maravilloso jardín que, dicho sea de paso, también era el último pedazo de tierra firme que nos quedaba.
Mucho me temo que para un pueblo de botánicos, dedicados desde siempre al comercio de especies vegetales, no disponer de tierra propia suponía una tragedia nada desdeñable; y toda la generosidad de nuestros futuros anfitriones —que en verdad habían hecho grandes esfuerzos para acogernos lo mejor posible— no iba a cambiar el hecho incuestionable de que seríamos sus huéspedes.
En definitiva, era un alivio poder pensar en otra cosa, así que todos nos entregamos a aquel extraño asunto con una completa devoción, máxime porque además no admitía demora.
Lo primero y más esencial —en esto estaba todo el mundo de acuerdo— era confirmar mis suposiciones, para lo cual se contaba con la buena memoria de Walker Jones, aunque, por desgracia, a un poco más de medio siglo de distancia.
Por supuesto, siempre cabía la posibilidad de encontrar algo examinando su memoria en el propio Laboratorio, pero si a la postre no bastaba, no habría más remedio que llevarle hasta la Base por razones de seguridad para desencriptarlo absolutamente todo.
En cualquier caso, los riesgos para Walker serían mínimos y en su mayor parte debidos a la velocidad del viaje —lamentablemente, no disponíamos de tiempo para trasladarle en una nave, lo que nos obligaba a utilizar los transportes de las plataformas de enlace—. Pero para nosotros, en cambio, aquel procedimiento resultaba bastante peligroso y especialmente indeseable en términos de contaminación intelectual.
En efecto, Walker Jones no era como Gracia, y su vida había sido la propia de un hombre de acción: varias veces había estado a punto de morir y otras —pocas— había tenido que matar; en su juventud, había alcanzado a probar el nauseabundo sabor de la guerra en las junglas de Vietnam; estaba al corriente de la oscuridad del verdadero poder y también de los muchos recovecos de la codicia; conocía el secreto del miedo y del valor en ese momento justo en que confluyen; sabía cuanto hay que saber sobre la larga mano de la policía y el gusto de los hombres por la violencia y, por si todo eso fuera poco, tampoco ignoraba los ominosos placeres de la prostitución masculina.
Sorprendentemente, de entre todas sus faltas, estas últimas en especial eran las que más le pesaban. Durante toda la vida había sufrido lo indecible a causa de aquella particularidad de sus pulsiones —la homosexualidad—, tratando alternativamente de vencerla u ocultarla: de hecho, aquel mismo Walker Jones de valor lindante con el delirio que había saltado completamente solo sobre el Mekong; el mismo que había escapado de Praga con un ciclomotor, haciendo caso omiso de las balas y sin detenerse en el paso fronterizo, también había llorado de miedo e impotencia ante un policía militar que le había descubierto con otro hombre en un hotel de Saigón. Desesperado, se había arrodillado delante de aquel tipo y le había suplicado que no le delatase, sollozando y sabiendo de antemano que luego tendría que pasarse el resto de la vida conviviendo con semejante recuerdo.
No obstante, en términos generales, la culpa de todo esto no había sido sólo suya: Walker amaba profundamente su trabajo; en apariencia, lo había sacrificado todo a aquella pasión helada a la que se entregaba con el fanatismo y la dedicación absoluta que es propia de cualquier sacerdocio. O eso creía él: estaba convencido de que era su trabajo lo que le había impedido llevar una vida plena; sabía a ciencia cierta que, si llegaba a trascender que era homosexual, su posición en la Agencia se volvería insostenible. Por ese motivo se había arrodillado en aquel hotel de Saigón. Y, en efecto, estaba en lo cierto: era así o, cuando menos, así fue durante mucho tiempo. Lo que no era verdad, lo que ya no estaba tan claro en su tragedia personal, era el orden mismo de los efectos y las causas: ¿había tenido que renunciar a una vida afectiva a causa de su trabajo o había elegido amar ese trabajo infame y peligroso precisamente para no tener que afrontar la singularidad de sus deseos...?
Personalmente, yo creo que era tan cierto lo uno como lo otro, y que por esa razón había acabado viviendo en aquella tremenda soledad, sin otra compañía que su maldito trabajo, hasta tal punto que ya no le quedaba nada más.
En mi opinión, era mucho más digno de compasión que de censura. Sin embargo, tampoco se me ocultaba que fundirse con él —entrar en íntima relación con aquel vértigo de sus espantosos recuerdos, sus sentimientos y su dolor— con toda seguridad sería demasiado para cualquiera que no tuviera el hábito de tratar con humanos, y también para los que sí lo tenían.
Supongo que por esa razón no me sorprendí gran cosa cuando, poco después de las diez, hora de Barcelona, los representantes de nuestros anfitriones —una especie de oficiales de enlace que habían llegado poco antes para colaborar en el traslado— se negaron rotundamente a permanecer en la Base si admitíamos la presencia de Walker Jones.
Por supuesto no podían, ni querían, impedirnos hacer lo que estimásemos oportuno para obtener alguna información sobre el paradero del Maestro y, hasta cierto punto, comprendían nuestros esfuerzos por localizarle, pero lamentablemente no se sentían autorizados por su gente para pasar por semejante prueba.
Con toda la razón, opinaban que su mundo, que era sumamente delicado y que, por no tener, no tenía ni animales que no fueran invertebrados, no estaba preparado para entrar en contacto con la despiadada realidad de los Servicios Secretos de las sociedades humanas. Esa proximidad les daba un miedo atroz; estaban aterrados pensando que, a causa de aquel encuentro con Walker Jones, pudieran acabar siendo repudiados por los suyos o, alternativamente, obligando a su pueblo a tener que soportar para siempre la exacta fetidez de unos cuantos asesinatos políticos. O sea que creían —y estaban en lo cierto— que el contacto con el mal mancha irremediablemente.
En definitiva: se oponían en redondo a exponer su inocencia —y con ella su tranquilidad y su cordura— a un incierto experimento que podría expulsarlos a todos y para siempre del paraíso de serenidad en el que vivían.
En cierto sentido, era como si se negaran rotundamente a comer del Árbol de la Ciencia del Bien y del Mal, y lo que es más: llegado el caso, se mostraban mucho más inclinados a proscribir a los temerarios que a tolerarlos. Y no sólo porque, al aceptar aquella fruta prohibida, habrían transgredido las reglas que todos nos habíamos dado, desafiando con ello a los demás y a sí mismos, sino más bien por la sencilla razón de que manchaban.
Simplemente, no estaban dispuestos de ninguna manera a verse obligados por la fuerza de los hechos a vivir en la contaminación de aquel desafío, motivo por el cual le advertían a todo el mundo, y muy en particular a mí, que se marcharían de la Base para no volver en el mismo momento en que acordásemos recibir a Walker.
Y por último, también se sentían obligados a notificarme que, hasta que se resolviese la cuestión y mientras tanto, no tendrían más remedio que seguir reflexionando sobre la posibilidad de declararme persona non grata en todo caso.
Lo peor, con mucha diferencia, es que tenían toda la razón: por eso se mostraban tan implacables.
Ellos provenían de un mundo frágil, no muy grande, perdido entre apacibles lloviznas y nieblas incesantes. La suya era una sociedad antigua, suspendida en una atmósfera de orden, un poco inmóvil pero sumamente acogedora; allí no había armas, ni policías, ni cárceles; la fatalidad de que alguno de ellos matase deliberadamente a otro era algo que no podía ocurrir y que, de hecho, no había ocurrido nunca: una enormidad desconocida en aquel amigable universo de brumas.
Por ese motivo resultaba más que razonable preguntarse qué consecuencias tendrían las brutales experiencias de Walker Jones en la conciencia de aquellos seres de inmaculada palidez. ¿Qué grave perturbación —o qué cambio devastador— causaría en su perfecta inocencia la obscenidad del crimen y la tortura? ¿Qué efecto les produciría sentir en la garganta el gusto por la muerte, el sabor del odio, la brutalidad del placer, sucio y amargo, de hacer sufrir a los otros? ¿Qué ocurriría cuando comprendieran que después del primer asesinato, o del enésimo, ya no se siente nada, salvo un poco de hambre o de cansancio? Dicho de otra forma: ¿qué nefastas consecuencias no tendría sobre aquel mundo sensible la monstruosa impasibilidad de Walker Jones?
No tenía sentido protestar o quejarse por la reacción de los oficiales de enlace: todo cuanto había ocurrido aquella noche en la Base, incluidas las amenazas, estaba plenamente justificado.
Como es natural no se trataba de que nuestros anfitriones no supieran nada del Laboratorio, ya que, hasta cierto punto, tenían suficientes nociones de lo que allí ocurría; pero como esas nociones eran puramente abstractas, nunca les habían causado la menor inquietud. Sin embargo, a la hora de la verdad, la tremenda dureza de Walker Jones que nuestros visitantes apenas habían vislumbrado a través de mí, les había confundido y horrorizado lo indecible. Y eso a pesar de que sólo la habían percibido de una forma superficial puesto que, en una escala del 1 al 5, mi contacto telefónico con Walker no había llegado en absoluto al 2, o sea, que siempre había permanecido en el 1, lo que, sumado a la fuerza de bloqueo que me proporciona mi entrenamiento como traductor, había limitado extraordinariamente los daños, es decir, la contaminación.
Pero, en cualquier caso, tampoco cabía engañarse sobre el particular: estaba claro que para poder hurgar de verdad en la memoria de Walker Jones, seguramente sería necesario mantener contacto físico, lo que podía implicar subir hasta el 2 o incluso el 3: un auténtico descenso a los infiernos si se toma en consideración que el nivel 1 de contaminación es el máximo permitido en el Universo habitado y que si alguien lo supera se expone a padecer una suerte de exclusión a perpetuidad y hasta de muerte social definitiva.
Por esa razón precisamente era preferible hacer la desencriptación total de la memoria de Walker en la Base: porque aunque implicaba alcanzar el nivel 5 de contaminación, se habría llevado a cabo en condiciones de seguridad, es decir, entre varios traductores, de forma tal que, al final del proceso, ninguno de ellos hubiera recibido una contaminación superior a 1.
Con todo, hay que reconocer que se trata de una maniobra compleja y arriesgada donde las haya, que requiere la intervención de traductores muy experimentados en el control de daños y que, para colmo, tiene el gravísimo inconveniente de contaminar en el primer nivel a todos aquellos que se encuentren en la Base durante la operación.
No obstante, muchos de los integrantes de la Base —la práctica totalidad de los traductores, por ejemplo— ya estamos contaminados a ese nivel, lo que tampoco es completamente irremediable puesto que, en consideración al cometido de enlace con el Laboratorio que desempeñamos, existe un acuerdo provisional de tolerarlo en casi todas partes, gracias a lo cual podemos viajar y relacionarnos sin restricciones, siempre que, durante el viaje y la estancia de que se trate, pueda contarse con el apoyo de algún traductor con experiencia, o sea, de alguien capaz de bloquear de una manera solvente ese pequeño nivel de contaminación.
Desde luego, no se puede decir que tales inconvenientes hayan contribuido sobremanera a aumentar nuestra popularidad en el Cosmos, ni que todos los planetas se sientan encantados por un igual con nuestro cometido, pero de todas formas aún no somos parias; todavía podemos ir y venir a nuestro antojo y movernos con entera libertad pese a la contaminación.
Además, para decirlo todo y de una vez, nosotros somos fuertes en el sentido más trágico de la palabra y estamos bastante acostumbrados a andar por la cuerda floja. Pero nuestros futuros anfitriones, en cambio, son mucho más delicados, a lo que se suma que, si llegaran a contaminarse, aunque sólo fuera un poco, tampoco dispondrían de traductores propios con los que llevar a cabo los bloqueos necesarios para poder viajar y relacionarse. Eso por no hablar de la posibilidad de que se produjera un accidente y al final resultase una contaminación mayor de la prevista —posibilidad que, por motivos obvios, crece exponencialmente cuando de lo que se trata es de desencriptar a alguien como Walker Jones.
Así pues, diría que todos comprendimos —y por supuesto yo también— las razones que habían llevado a los oficiales de enlace a amenazarnos con irse —e incluso con prohibirnos la entrada en su mundo— si llevábamos a la Base a Walker Jones. Es más: por comprender, hasta comprendí que estuvieran pensando en no permitirme partir junto con los demás en vista de lo lejos que había ido en mi comunicación con él. Claro que lo comprendí. ¿Cómo no iba a comprenderlo? A fin de cuentas era fácil: tenían razón y punto.
Pero más allá del confort de las buenas razones, a modo de bisectriz entre la lealtad y el arrepentimiento, se abría a mis pies un notable precipicio: porque yo no me sentía demasiado razonable; para mí estaba claro que, a pesar de los pesares, yo no podría, aunque quisiera, dejar abandonado al Maestro a su suerte para que el Omnia le barriera, junto con sus pecados y sus sueños, mientras todos los demás salíamos corriendo en pos de un nuevo comienzo.
Supongo que, en mi interior, me negaba ferozmente a volverle a traicionar una vez más y, por desgracia, en aquel decisivo momento de nuestra vida, difícil y amargo como pocos, eso era lo único que contaba para mí y todo lo demás me daba igual.
Por esa razón hice los cálculos precisos y, sin perder un segundo, me encaminé al Laboratorio decidido a explorar a Walker allí mismo, en casa de Gracia, sin ayuda y por mis medios, al precio que fuera y costara lo que costase.
En honor de la verdad tengo que reconocer que nadie trató de impedírmelo, así que pude partir sin demora aunque dejando tras de mí una enorme consternación: desde todos los rincones de la Base me llegaban mensajes pidiéndome que recapacitara y que tomara en consideración los sentimientos de los demás, máxime en momentos tan difíciles para nosotros como los que se avecinaban; mis amigos en especial estaban desolados; sólo los oficiales de enlace extranjeros parecían algo aliviados, por no decir complacidos, con mi decisión de partir para explorar a Walker en solitario.
Por fin, en el último instante, cuando ya me dirigía a la plataforma de enlace, ocurrió algo que me impresionó profundamente: cinco traductores —con seguridad los mejores y más experimentados— se ofrecieron a asistirme durante la desencriptación de Walker Jones si la llevaba a cabo fuera de la Base. Aunque nunca antes se había hecho, se les había ocurrido que se podría intentar aquella desencriptación a bordo de una nave, en el espacio, de forma que si se producía un accidente y nos contaminábamos, los demás habitantes de la Base pudieran continuar con la evacuación.
Era una idea hermosa pero descabellada, así que no tuve más remedio que negarme; porque una desencriptación total requiere condiciones de aislamiento absoluto y un espacio hermético, es decir, una matriz totalmente impenetrable que sólo existe en la Base —la sala de desencriptación—, en la que explorar a solas al sujeto que, a su vez, debe permanecer sumido en un estado de inconsciencia profunda y sin sueños. La completa clausura de ese recinto es una medida de seguridad imprescindible, destinada a impedir que cualquier interferencia, por leve que sea, pueda romper el estado de concentración y por lo tanto el bloqueo mental que hace posible que el traductor mantenga la contaminación bajo control mientras se adentra por un tramo de memoria en concreto: sin esa precaución elemental —sin esa barrera física— un sonido cualquiera, un estímulo externo de la índole que sea, podría reducir la concentración desencadenando una contaminación en cadena. Por ese motivo no pude aceptar su ayuda, pero me conmovió lo indecible que mis compañeros estuvieran dispuestos a correr semejante riesgo por el Maestro y por mí.
Así pues, abandoné la Base muy confortado por todo aquel afecto pero completamente solo. Para colmo, al entrar en la cabina del transporte, vi la refracción de la luz en la pared y la imagen de ese delicado resplandor oblicuo me acompañó durante todo el descenso. ¿Sería aquel pequeño rayo de luz dorada el último recuerdo de mi hogar? ¿La última cosa que había visto el día que me fui para no volver...? Me costaba creerlo y, al propio tiempo, me parecía inevitable: todo estaba allí —el exilio, el Omnia, la muerte— visible y al alcance de la fatalidad.
A medida que aumentaba la velocidad del descenso, el peso de aquella certidumbre me dolía en el pecho y me dificultaba la respiración; era como si, en el interior de mi locura, hubiera alguien más tratando de detenerme. ¿Qué objeto tenía semejante sacrificio? ¿Por qué me exponía a la contaminación? Yo ya sabía —lo sabía de sobras— que el desconocido en cuestión era el Maestro, así que lo que yo me proponía en realidad no era corroborarlo sino hallar algún detalle en los recuerdos de Jones que me permitiese dar con él. A partir de ahí, todo lo demás era puro cálculo estadístico: ¿Qué posibilidades tenía de encontrar alguna información útil? Muy pocas en verdad. Y si daba con algo que me indicase dónde se hallaba el Maestro en 1958, ¿qué posibilidades tenía de que no hubiera cambiado de escondite en cincuenta años? Muchísimas menos aún. En todo caso, y aunque lograra encontrarle, ¿qué posibilidades habría, después de tanto tiempo en el Laboratorio, de que no se hubiera contaminado del todo e irremediablemente? Ésa ya era una pregunta definitiva y tenía una respuesta terminante: ninguna en absoluto.
Por lo tanto estaba claro de antemano que aunque el Maestro siguiera vivo, lo que resultaba bastante improbable, no habría forma de sacarle de allí para ponerle a salvo; en cualquier caso sería un exiliado; entonces: ¿Qué sentido tenía todo aquello? ¿Por qué lo hacía? ¿Qué demonios era lo que yo quería? ¿Decirle adiós? ¿Volver a verle una vez más, aunque fuera a costa de mi vida...?
No sabía qué contestar, no tenía respuesta. Sólo sabía que no podía abandonarle; simplemente no podía. En cierto sentido, era como si hallar al Maestro fuera mi destino y no tuviera más remedio que cumplirlo.
Poco después de medianoche mi transporte se detuvo en la azotea de la casa de Gracia, según lo previsto. La verdad es que se me hizo muy extraño descender en mitad de una ciudad; nunca antes lo había hecho; junto a mí —a mi alrededor— se oía el murmullo de cientos de conciencias, fragmentos de conversaciones, pulsiones sexuales, sueños, temores... Daba miedo y era un poco ensordecedor, como el infierno de Dante.
Al salir estaba tan cerca de la barandilla del terrado que no pude resistir la tentación de asomarme: abajo latía una bella ciudad costera; era espantoso pensar que pronto no quedaría nada en absoluto de todo aquello; allí, medio dormida, a mis pies, Barcelona todavía parecía una ciudad pero ya no lo era; en el fondo, ya no era nada más que un sueño.
Mientras trataba de abrir la puerta que daba acceso a la escalera procurando no hacer ruido, me imaginé el vacío y el silencio que sobrevendría después del último impacto —los vientos estelares ocupando el lugar de la vida— y de pronto, sin saber por qué, me sentí atrozmente solo entre aquella extraña multitud de condenados y tuve miedo.
Pero no era momento de flaquear porque el tiempo apremiaba; tenía que reventar aquella puerta y bajar hasta el sexto segunda. Durante mi breve conversación con Walker le había dicho que les llamaría por teléfono a las doce; lo había hecho para impedir que se le ocurriese tratar de capturarme de algún modo pero, cuando se lo dije, lo que yo me proponía en realidad era presentarme allí y llevarle conmigo a la Base. Por ese motivo le había pedido que retirara los micrófonos y que se tomara un relajante muscular: para evitar que sufriera alguna contractura durante el viaje.
Sin embargo, todas aquellas precauciones ya no serían necesarias puesto que no íbamos a ir a ninguna parte: al final nos quedaríamos todos allí, varados en aquel mundo fantasma, reventando de miedo e impotencia y esperando un milagro.
EL CREADOR
Y he aquí que el milagro tuvo lugar. Yo estaba parado ante la puerta del sexto segunda, tratando de adaptarme a la abrasadora proximidad de Walker Jones, sintiendo el peso de su ansiedad al otro lado de la puerta y sin decidirme a llamar al timbre o a marcharme, cuando el perro del sexto primera empezó a ladrar con tal saña que su dueño se tuvo que levantar para tranquilizarlo. Y como es natural, Walker también lo oyó y se puso a indagar por qué ladraba.
Tardó un segundo en descubrirme a través de la mirilla y otro en abrir la puerta de par en par: la impresión de encontrarse conmigo en aquel umbral fue tan grande que a duras penas pude bloquearla; de hecho, tras ese tremendo primer instante que fue como un encontronazo, pasé un par de minutos temiendo haberme contaminado gravemente.
Al final del pasillo, Gracia también me observaba atónita, preguntándose cómo demonios había podido llegar hasta la mismísima puerta de su casa sin que me detuvieran.
Me bastó volver a verla —oírla, sentirla, olerla— para comprender que lo más difícil de todo, precisamente, sería sacrificarla a ella; porque si yo me contaminaba y no podía regresar a la Base, Gracia tampoco podría escapar de allí y acabaría siendo víctima del Omnia, igual que todos los demás.
—Pasa deprisa, por favor —me pidió ella—, no sea que alguien te vea.
Obedecí en el acto y Walker se apartó para dejarme entrar; crucé frente a él y entonces ocurrió el milagro propiamente dicho: mientras Walker me miraba como hipnotizado, incapaz de asimilar el grueso de sus emociones, se dio cuenta de que entre mi rostro y el del ángel del Caroní había una gran diferencia, sólo que, por alguna razón, no conseguía recordarla: «Falta algo... —se decía mirándome fijamente—. Falta algo en su cara...», pero no sabía qué era.
Me produjo un extraño vértigo verlo retroceder hacia atrás en el tiempo en pos de aquella imagen huidiza; atravesar décadas de paisajes, de muertos, de miradas y ausencias tras el recuerdo de un semblante impreciso que, poco a poco, iba emergiendo ante mí.
Y de pronto —ya estábamos en el pequeño comedor, el uno frente al otro—, la ansiada imagen surgió clara y terminante: fue fascinante volver a ver al Maestro en la memoria de Walker Jones y descubrir al fin en qué consistía aquella misteriosa diferencia.
—Era una especie de tatuaje... —murmuró Walker como para sí mismo—. ¡Iba pintado como un yekuana!
Yo me sentía indeciblemente aliviado por aquel insólito hallazgo que había llegado hasta mí como un regalo, y Walker estaba asombrado de haber olvidado durante tanto tiempo aquel detalle absolutamente revelador que era casi como un mapa del tesoro. Se sentía perplejo; no podía comprenderlo: se había pasado la vida entera buscando a la extraña criatura del Caroní y hasta aquella misma noche había olvidado el único detalle que en verdad habría podido ayudarle a encontrarla.
—La memoria es caprichosa, amigo mío —le dije yo saliéndole al paso—. De hecho, su padre dio por sentado que se trataba de un indígena precisamente porque usted se lo dibujó con esa suerte de tatuaje en la frente.
—Sí... —añadió Walker—. Es curioso: ahora lo recuerdo perfectamente... Pero cuando le hice ese dibujo a mi padre yo era un niño pequeño y no tenía ni idea de que aquello era un ornamento yekuana... Y supongo que luego simplemente lo olvidé.
Entre tanto Gracia nos escuchaba muy intrigada por el sentido de aquella conversación incomprensible:
—¿Se conocían ustedes? —preguntó.
—Verás, Gracia —respondí—, el señor Jones y yo tenemos un amigo en común: resulta que uno de nosotros, quiero decir alguien de mi especie, un gran genetista y también excelente traductor, salvó al señor Jones de morir ahogado en 1958. Lo descubrí el otro día por teléfono mientras exploraba sus recuerdos y ahora acabo de corroborarlo: en efecto, fue mi Maestro quien le salvó hace más de cincuenta años. No pasaría de ser una formidable casualidad si no fuera porque ese mismo salvador había sido dado por muerto en 1956... Sin embargo, lo cierto es que dos años después de su desaparición, una noche de 1958, el Maestro sacó del río Caroní al señor Jones que entonces no era más que un niño, de manera que es evidente que seguía vivo a la sazón y que los que le dieron por muerto en 1956 estaban equivocados.
—Y no sólo me salvó la vida —añadió Walker—; también me ayudó mucho en un momento muy difícil de la niñez. Mi madre nos había abandonado y yo estaba como encerrado en mí mismo; aquella noche su capacidad para leer mis pensamientos le permitió auxiliarme con una precisión casi quirúrgica, como si yo fuera transparente para él; en suma: fue un ser totalmente providencial en mi vida.
—Tanto —añadí con ironía— que le tomó por el ángel de la guarda.
—Sí —sonrió Walker—, así es; hasta que crecí y comprendí que los ángeles de la guarda no existen. Desde entonces no ha pasado ni un solo día que no pensara en él y me preguntase por su origen y su paradero.
No había la menor exageración en lo que decía, era rigurosamente cierto: los últimos cincuenta años Walker se los había pasado espiando al cielo e interrogando en la noche a las estrellas; no se trataba de una vana sospecha: él sabía a ciencia cierta que había otros mundos más allá de aquella impenetrable oscuridad del espacio y se sentía depositario de un maravilloso secreto. Y ahora, por fin, se hallaba frente a mí, tan cerca que casi podía tocarme, y sentía un gozo y una emoción tan grandes que a duras penas podía contenerlos.
Fue muy conmovedor verlo allí, tragando saliva y tratando de impedir que se le saltasen las lágrimas. Hasta Gracia se dio cuenta de su turbación y, por primera vez desde que le conocía, sintió un poco de simpatía por él.
—¡Vaya! —exclamó Gracia con dulzura—. Veo que el señor Jones también tiene un Amadeo Astronauta en el corazón.
—Eso parece, sí —añadí yo—. Y por lo visto llevaba un curioso adorno yekuana, ¿verdad, señor Jones? Para ser exactos, el propio de un chamán.
—¿Un chamán es una especie de curandero indio, no? —preguntó Gracia.
—Sí —respondió Walker—, algo así. Es tan extraño... Lo más probable es que estuviera con algún pequeño grupo de indígenas, en la selva... Tuvo que ser un grupo muy aislado, oculto seguramente... Un chamán extraterrestre no es algo que pueda pasar desapercibido... ¿Qué cree usted que estaría haciendo allí? ¿Por qué le dieron por muerto en el 56?
—Fue una época muy difícil —respondí—. Empezaba a estar claro que esta vez el Omnia no pasaría de largo y que el Sistema Solar saltaría en pedazos. Los cálculos eran muy concluyentes y el Maestro quería encontrar una salida para los habitantes del Laboratorio; estaba convencido de que la había y sentía que el tiempo apremiaba... Pero los demás no estábamos de acuerdo con él. A la larga las discusiones se fueron volviendo dramáticas. Un día se marchó lleno de cólera: subió al transporte y se dirigió al Laboratorio, lo que tampoco era ninguna novedad puesto que solía hacerlo muy a menudo; le gustaba mucho la playa; nadar en el mar le calmaba, todo el mundo lo sabía... En ocasiones permanecía en el Laboratorio durante días y semanas, pero aquella vez dio la impresión de que volvía poco después; sin embargo, la verdad es que sólo volvió su baliza: se la había arrancado del pecho durante el descenso, se supone que sirviéndose de algún objeto punzante. Fue muy deprimente ver la baliza tirada en el suelo del transporte, en mitad de un amasijo de fibras nerviosas y musculares... De inmediato salimos en su busca; yo mismo le busqué durante meses, pero todo fue inútil. Y al final se le dio por muerto.
—¿Por alguna razón en particular? —preguntó Walker.
—Sobre todo por la cuestión de la baliza... La baliza es un vínculo prácticamente indestructible entre cada uno de nosotros y la Base. Pase lo que pase, la baliza sigue emitiendo; funciona aunque se haya producido la muerte del sujeto que la lleva; nos ha permitido recuperar cadáveres perdidos en las peores circunstancias, incluso entre la lava de un volcán... Pues bien: resulta que él se la arrancó del pecho... Fue como un corte, en todos los sentidos de la palabra, y no cabe duda de que tuvo que quedar muy mal herido después de aquello. Todo el mundo juzgó que era un gesto profundamente autodestructivo, algo que anunciaba su fin. Sin embargo, yo nunca lo creí.
—A mí más bien me parece el comportamiento de alguien que trata de esfumarse sin dejar rastro —dijo Walker.
—Es posible pero en cualquier caso no creo que fuera algo premeditado; tuvo que ser un impulso, porque yo vivía con él cuando desapareció y no percibí que tuviera ningún plan de huida ni nada por el estilo. Estaba furioso, sí, y se sentía solo y cansado, pero no tanto como para pensar en morir o en... marcharse.
—Quizá ahora podremos preguntarle qué pasó —dijo Walker.
—Sí, ahora tenemos una pista, pero aun así no será fácil dar con él.
Entonces Walker añadió:
—Yo puedo ayudarle mucho —y su mirada me interpeló abiertamente por primera vez.
Más que un ofrecimiento era una súplica; había llegado el momento de la verdad: en efecto, él podía ayudarme mucho. Para empezar, formaba parte de una de las organizaciones más poderosas y bien informadas del mundo y tenía contactos en el Consejo Indio Venezolano. Y por si todo eso fuera poco, conocía Venezuela a la perfección y el estudio de las tradiciones indígenas había sido una de sus pasiones de juventud. Sin la menor duda, su ayuda habría sido inestimable para mí si yo hubiera podido aceptarla, pero no podía.
Ese intercambio que implícitamente me proponía Walker carecía tanto de sentido que hasta resultaba ingenuo. Él quería venir con nosotros a toda costa y habría hecho cualquier cosa para conseguirlo. Tras ocultar a sus superiores sus contactos conmigo y después de inutilizar los micrófonos que habían sido instalados en casa de Gracia, sentía que estaba traicionando a su gente y a su patria pero le daba lo mismo. No se trataba sólo de escapar al Omnia: lo esencial para él era poder partir hacia aquel mundo desconocido que había ocupado sus sueños desde la niñez.
No obstante, la verdad es que en ese otro mundo él no tenía cabida; hiciera lo que hiciera y soñara lo que soñase, allí siempre sería considerado un monstruo, un engendro sordo, brutal e infeccioso: un veneno absoluto para el espíritu. Y yo no quería bajo ningún concepto utilizarle sirviéndome de sus sueños para acabar dejándole atrás como a un apestado; yo no podía engañarle hasta ese punto, entre otras razones —me decía— porque eso equivaldría a dejar que su naturaleza me invadiera.
Así pues, resolví no mentirle y de ese modo reduje mi dilema a una suerte de formalidad —a una simple cuestión de moral personal—, como si todo el dolor y la compasión que se iban a desatar en aquella tragedia cósmica al final pudieran disolverse en la pura futilidad de haberle dicho la verdad.
Pero, curiosamente, la peor parte de mi franqueza no se la llevó Walker sino Gracia. Yo quería acabar cuanto antes con aquel equívoco que me abrumaba: necesitaba hacerle saber a Walker que, hiciera lo que hiciera, no vendría conmigo en ningún caso, así que se lo dije sin rodeos:
—Yo, en cambio, no voy a poder ayudarle, señor Jones: mi gente nunca me dará autorización para llevarle con nosotros. Ni a usted ni a ningún otro hombre de este planeta.
—¿Por qué? —inquirió Walker.
Y de ese modo regresamos al mismo punto en el que estábamos la noche en que nos interrumpió la policía.
Sentado en aquel pequeño comedor, junto al piano, fui explicándoles sin prisa el origen de todo: las limitaciones adaptativas de la partenogénesis y los experimentos de reproducción binaria; los primeros aciertos y los grandes fracasos; la creación de un laboratorio experimental en uno de los planetas perdidos en la órbita del Omnia, fuera del espacio habitado de la Vía Láctea; el modo en el que su especie había surgido de temerarios experimentos, cargada con la mutilación de su sordera, hasta acabar convirtiéndose en un nuevo y horrendo escalón entre la vida superior y la animal; y, por último, también les expliqué en toda su crudeza el fenómeno de la contaminación y hasta qué punto, por esa misma causa, el Universo civilizado había decidido inhibirse ante el próximo holocausto de la especie humana.
Fue una explicación meridianamente clara y durante un buen rato todo transcurrió como cabía esperar: ambos me escucharon con la mayor atención, un poco atónitos primero, incrédulos después y, por último, absolutamente desolados. Pero mientras Walker, muy impresionado por la desnudez de los hechos, procedía a una rápida y deslumbrante elaboración de la información que acababa de recibir, en el interior de Gracia fue como si se apagara una llama.
En un primer momento me costó comprender qué era lo que le estaba pasando. Súbitamente, su serenidad interior se había transformado en vacío, hasta tal punto que se me hacía difícil oír sus pensamientos.
—Entonces —dijo ella haciendo una extraña pausa—... Resulta que Dios no existe.
No era ninguna pregunta y, no obstante, se quedó flotando en el aire, como en suspenso, lo mismo que una queja o un suspiro. Reconozco que no me di cuenta ni por asomo de todo lo que se contenía en aquel brevísimo aserto, hecho como al desgaire, y en el colmo de la estupidez aventuré una observación ridícula a modo de respuesta:
—Desde luego —le dije—, Dios no me parece una hipótesis plausible...
En ese preciso instante empecé a darme cuenta cabal de lo que ocurría y me detuve en seco, pero ya era demasiado tarde: sentada frente a mí, Gracia se tapó la cara con ambas manos, lanzó un breve gemido y rompió a llorar.
Hasta aquella misma noche, si alguien me hubiera preguntado si Gracia era una persona religiosa, yo habría respondido que sí con enormes reservas, acaso porque la ínfima calidad de su fe —ciertas convicciones insignificantes y un poco absurdas, asediadas por una ingente cantidad de dudas— encubría a la perfección la que es —ahora lo sé— la más profunda de las necesidades humanas: Dios como negación de la muerte, como paliativo espiritual de la ausencia, como consuelo de la soledad; en una palabra: como esperanza.
He aprendido más sobre los seres humanos en estos días de intensa proximidad que en toda una vida de estudio y reflexión. Yo ya conocía y había examinado con cuidado muchos de los textos que, de una u otra forma, ponen de manifiesto que la creencia en la divinidad es una constante de la historia humana, pero hasta aquella noche en casa de Gracia no comprendí que esa obstinación en la creencia, al mismo tiempo que expresaba una necesidad, también definía una parte esencial de su naturaleza, a saber: era la forma en la que los seres humanos habían conseguido mitigar la mutilación de su sordera o, dicho de otro modo, la impenetrable certidumbre de la muerte.
En realidad, la plausibilidad de Dios era lo de menos, puesto que no se trataba de eso: por mucho que Dios no exista o, mejor dicho, aunque no exista, lo que sí existe y es rigurosamente cierto —y lo ha sido siempre y siempre lo será— es la necesidad humana de esperanza frente a la muerte.
Aquella noche comprendí que esa necesidad era tan categórica que no había modo de eludirla: resultaba posible vivirla de forma colectiva —como expresión de religiosidad— o individualmente —como carencia y como angustia—, pero en cualquier caso constituía una cita obligada. Y el llanto de Gracia estaba allí para corroborarlo. Su pobre y escuálida fe hasta entonces le había bastado para proporcionarle un poco de esperanza. La primera noche en que la llamé por teléfono, ella había acudido a mi encuentro a pesar del miedo, con un deseo casi inconsciente de disolver todas sus dudas, tratando en suma de que la religiosidad se impusiera a la angustia. Pero yo, al igual que aquel desolador cuervo de Poe que tan premonitoriamente colgaba de su pared, a la postre le había devuelto la visita para acabar susurrándole: «Nunca más»; nunca más la voz de su madre; nunca más el amor, la amistad; nunca más Gabriel, ni Miguel; nunca más, nunca más: nunca más.
No debería haberme sorprendido que esa pizca de esperanza que flotaba sobre el miedo se hubiera acabado disolviendo como un azucarillo en un mar de angustia; sin embargo, la verdad es que me sorprendió mucho, tanto que me quedé sin habla, paralizado, soportando el peso de aquel llanto infranqueable mientras asistía impotente a la muerte de su Dios.
Entre tanto, aquella ingente tormenta de piedra y hielo que se cernía sobre nosotros, seguía avanzando a través del espacio. No había tiempo que perder y Walker también lo sentía mientras buscaba el modo de afrontar los sollozos de Gracia.
—No llore más, señora Durán —le pidió—. Tiene que calmarse: hay mucho que hacer.
Gracia se volvió y le miró como si estuviera loco:
—¿Hacer...? ¿Y qué es lo que quiere hacer? ¿No ha oído lo que le han contado? —replicó—. Vamos a desaparecer sin remedio, pero da igual, no tiene la menor importancia puesto que no somos más que cobayas... Simples cobayas inmundas, tan repugnantes que cuando saltemos por los aires, al parecer, uno de estos días, el Universo entero lanzará un enorme suspiro de alivio... ¡Un suspiro de alivio cósmico!
—Eso no es verdad —la interrumpí.
Me habría gustado decirle que ahora sabía que el Maestro tenía razón; que al final me había dado cuenta de que todo el dolor de este mundo condenado se quedaría para siempre en nuestra memoria a modo de castigo terrible e interminable, pero no pude continuar: su sufrimiento —y su rabia— eran tan intensos que me mareaban.
—¿Qué es lo que quiere que hagamos, señor Jones? —prosiguió ella alzando la voz—. ¿No lo ve...? No hay nada que hacer: desapareceremos y eso es todo. En realidad siempre ha sido así, lo que pasa es que no lo sabíamos. Nosotros no somos más que muertos: nunca fuimos otra cosa que futuros muertos... En el fondo —concluyó—, qué más da hoy que mañana, si al final del camino sólo está la muerte y nada más.
—Verá, señora Durán, por el momento nos ocurre lo mismo que a aquel raro Calígula de Camus: resulta que todavía estamos vivos.
—Sí, igual que una hormiga o una mosca; y todo lo que nos diferencia de ellas es que yo toco el piano y usted habla idiomas, poco más o menos.
—Sea razonable...
—¡Séalo usted, hágame el favor! ¿No lo entiende? ¿No se ha enterado aún? Nosotros no somos más que un experimento fallido y Dios... ¡Dios simplemente no existe!
—Se equivoca —replicó Walker—. Sí que existe. Lo que pasa es que no está en el cielo sino aquí, perdido en mitad de la selva venezolana.
No fue ninguna sorpresa para mí: yo ya sabía que él lo había adivinado todo, incluido el motivo de mi visita.
—¿Es así, no? —preguntó dirigiéndose a mí—. El Maestro fue el creador de los seres humanos, ¿verdad? Ese terrible error que cometió y que no conseguía perdonarse, fuimos nosotros, ¿no es cierto?
—Sí —le respondí sucintamente—. Así es.
—¡Pero qué horror...! —gimió Gracia.
—¿Horror...? ¿Por qué horror? —terció Walker—. Déjeme que le cuente algo, señora Durán, que quizá cambie su perspectiva.
—Le aseguro que, después de todo lo que acabo de oír, no hay nada que pueda cambiar mi perspectiva.
Walker la miró con amargura. Aunque no conseguía imaginarse la razón de mi interés, estaba convencido de que yo me proponía llevarme a Gracia conmigo y se preguntaba si ella lo sabía y hasta qué punto. Su prodigiosa intuición le advertía que Gracia era una pieza esencial en mis planes y que yo necesitaba que accediera a acompañarme, de tal forma que, si no lo hacía, ya no tendría ninguna razón para quedarme. En resumidas cuentas, sabía por instinto que tenía que calmarla como fuera y que, en consideración a mi presencia, sólo podía hacerlo sirviéndose de la verdad.
—Escúcheme, por favor —prosiguió—; no me alargaré mucho. En realidad quiero contarle algo un poco personal, pero creo que le interesará de todos modos. Tiene que ver con mi padre, que era un ateo convencido y muy beligerante que murió hace más de veinte años. Resulta que mi padre creía que la religión era una superchería propia de criadas analfabetas: una verdadera estupidez, muy poco viril por añadidura. Durante toda su vida hizo cuanto pudo por convencerme de que un hombre de ciencia no puede creer en Dios y seguir respetándose a sí mismo. Nunca perdía una oportunidad de ridiculizar ante mí los sentimientos religiosos y como era muy ocurrente e incisivo, sus burlas solían ser de una mordacidad memorable. Como es natural, tantos esfuerzos por persuadirme de que Dios no existe dieron su fruto y me convencieron del todo y para siempre: nunca he conseguido creer en nada, ni siquiera cuando lo he intentado con todas mis fuerzas porque me hacía falta... Me refiero a esos contados momentos en que la muerte te mira fijamente desde el cañón de una pistola, o te espera bien armada al otro lado de una puerta... Son momentos extraños y en cierto sentido decisivos, en los que acabas sabiendo de qué estás hecho, o sea, quién eres verdaderamente, en tu interior, cuando no tienes más testigo que tu propio miedo.
Gracia tuvo un cierto estremecimiento y Walker se interrumpió durante un instante:
—No se escandalice, señora Durán —continuó al cabo—; piense que yo no tengo la suerte de ser pianista como usted, sino que me gano la vida haciendo lo que sea por cuenta de mi patria, de manera que no me han faltado esa clase de ocasiones... Y otras muchas, incluso peores, en las que habría dado cualquier cosa por poder elevar una plegaria a un Dios improbable para pedirle perdón... Y créame cuando le digo que me habría bastado con saber que me escuchaba, aunque no pudiera perdonarme.
La profunda tristeza de su mirada subrayaba a la perfección la intensidad de aquel raro monólogo que empezaba a subyugarnos.
—Pues bien —continuó Walker—, en tales momentos yo siempre sentí que estaba solo, absolutamente solo, frente a la muerte. Sé bien que de ese sentimiento nacía mi valor, pero también mi cobardía. Y es que todos necesitamos a Dios, señora Durán, pero muy especialmente los que crecimos en la orfandad de su ausencia; porque los otros, de alguna manera, ya lo tienen: lo recibieron de niños, en casa o en el colegio, junto con la merienda, el alfabeto o las tablas de multiplicar. De un modo u otro, aunque no lo noten, Dios siempre está allí, con ellos, y pueden echar mano de Él cuando lo necesitan. Pero me temo que yo tuve una educación demasiado laica, verdaderamente castradora por lo que hace a ese inefable asunto de la fe. Mi padre, en cambio, aunque luego la rechazara con tantísima energía, de niño había recibido una educación religiosa; quizá por esa causa, una noche, cuando ya sabía que se moría, poco antes de caer en coma, me dijo que no sentía miedo sino curiosidad: «Ahora podré ver», me susurró, «qué hay al otro lado... Ha sido como vivir tras un muro gigantesco, ¿sabes? y ahora lo saltaré por fin y podré ver más allá...». Me dejó pasmado. Y con los años, mi estupor no ha dejado de crecer. ¿Qué clase de frivolidad pudo inducir a aquel hombre inteligente, que hablaba con soltura cuatro idiomas, a privarme del consuelo de un Dios al que acudir cuando lo necesitara...? Francamente no lo sé, pero le aseguro que si yo hubiera tenido hijos, les habría llevado a un colegio religioso en la esperanza de que allí les procurasen esa fe que yo no podía darles. En definitiva, yo habría preferido para ellos ese consuelo providencial al miedo y la angustia que me legó mi padre. Afortunadamente no tuve hijos y ahora puedo enfrentarme a todo esto con libertad, en la misma situación en la que he estado siempre, es decir, solo. Sin embargo, lo cierto es que por primera vez en mi vida no lo estoy; me siento aterrado pensando que quizá no podré partir, pero no me encuentro solo, porque sé que él lo sabe todo —dijo señalándome a mí—; sé que me escucha y que puede oírme, como lo haría Dios: ¡igual que lo haría Dios! Me gustaría explicarme mejor, pero no sé cómo hacerlo; nada más puedo decir que por fin me siento como mi padre aquella noche: tengo la impresión de haber vivido tras un muro gigantesco y sólo espero, sólo deseo ardientemente, con todas mis fuerzas, tener la oportunidad de saltarlo para poder ver qué hay más allá.
Fue, por así decirlo, como un humilde reverso desnudo y contemporáneo del monólogo de Hamlet: rezumaba vacío y soledad. Para Shakespeare, que aún sentía sobre sí el peso y la mirada de Dios —en una palabra, su presencia—, el problema había sido el temor de un algo después de la muerte; en cambio para Walker Jones, descreído y solitario hijo del siglo XX, el verdadero problema era la angustia de la extinción y el aislamiento. Tengo que reconocer que sus palabras me causaron una profunda impresión; en aquel preciso momento nada me habría complacido más que ser un Dios de verdad para poder perdonarle y llevarle conmigo, pero por mucho que me hubiera impresionado su alegato, esa posibilidad seguía totalmente fuera de mi alcance. Gracia, por su parte, también estaba muy conmovida; algo le decía que en la desesperación de aquel hombre había una suerte de pureza que le redimía.
—¿En serio quiere usted saber qué hay más allá del fin de su especie y de su mundo...? —le preguntó ella sin la menor displicencia, con verdadero asombro.
—Sí —contestó Walker en un susurro. Habría querido añadir algo más, pero no se atrevió por miedo a que se le quebrara la voz.
Entonces Gracia se volvió hacia mí y me dijo:
—Llévale en mi lugar.
—No puede ser, Gracia —le respondí.
—¡Oh, vamos! —gritó ella—. ¡Llévatelo a él! ¡Yo no quiero ir!
—No termináis de comprender la situación. En lo que concierne a este espantoso drama no sois intercambiables en lo más mínimo. Resulta que Walker es un soldado y ha hecho cosas terribles a lo largo de su vida, mientras que tú tienes el espíritu frágil y sutil de una artista. Has de saber que en poco más de veinte años tu música ha viajado entre las estrellas a una velocidad infinitamente superior a la de la luz; seres de todos los mundos la escuchan complacidos y la interpretan en cientos y cientos de formas distintas, con instrumentos que no conoces y que ni siquiera podrías imaginar... Por esa razón, al final me han concedido autorización para llevarte conmigo, pero no te creas que ha sido fácil: he tenido que luchar durante años para conseguirlo; he tenido que comprometer a mis colegas para que me ayuden a bloquear la contaminación; para empezar, se ha convenido que siempre tendrás que estar rodeada de un mínimo de veinticinco traductores que serán reemplazados por otros tantos, cada cinco o seis horas como máximo; y lo que es más, lo que es mucho peor, lo que es infinitamente más difícil: si pasara algo, si algo saliera mal, he tenido que prometer que yo mismo acabaría contigo.
Omití, por supuesto, que esa circunstancia también comportaría mi propia muerte —entre otras razones, porque carecía de importancia—, pero aun así Gracia me miró anonadada. La había emocionado muchísimo saber que su música existía más allá de los confines de su planeta, pero ni siquiera eso podía consolarla.
—No quiero que pienses que no te lo agradezco —me dijo—, pero yo no voy a acompañarte. Lo siento, no puedo; de verdad, no puedo... Llévate a Walker, por favor.
—No es posible, Gracia, no insistas más, te lo ruego. Aunque quisiéramos hacerlo, tampoco podríamos... Mucho me temo —concluí dirigiéndome a él— que no hay modo alguno de bloquear a alguien como usted, señor Jones, lo siento mucho.
—En cualquier caso —añadió Gracia—, yo no iré contigo. Lo sabes, ¿verdad?
—¿No quiere usted pensarlo un poco más? —terció Walker.
Incomprensiblemente, seguía luchando, igual que un soldado; temía que si Gracia rechazaba del todo mi oferta, yo partiría de inmediato dejándole atrás definitivamente, así que trataba de ganar tiempo como fuera.
Sin embargo, en esa ocasión estaba completamente equivocado porque yo ya no tenía la menor intención de marcharme. Me disponía a explicárselo con detalles cuando Gracia se puso en pie; con la mirada fija se dirigió hacia el piano; una vez allí tomó una pequeña fotografía y nos la mostró: varios muchachos, de diferentes edades, miraban sonriendo al ojo de la cámara.
—Todos estos niños —dijo haciendo esfuerzos por contener las lágrimas— han aprendido a tocar el piano aquí mismo, en este comedor, conmigo; la verdad es que ninguno de ellos lo hacía demasiado bien, pobrecillos, pero yo los he visto crecer, ¿sabes?, y no quiero sobrevivirles. Lo siento, pero yo prefiero quedarme aquí pase lo que pase. Trata de comprenderme —me pidió—: éste es mi hogar.
Walker se la quedó mirando fijamente, preguntándose por qué demonios quería seguir la desdichada suerte de aquel puñado de chiquillos que ni siquiera eran sus hijos, cuando tenía al alcance de su mano la salvación. A duras penas podía contenerse: le humillaba mucho verla rechazar así, casi sin pensarlo, algo por lo que él habría pagado cualquier precio —por lo que habría matado a quien fuera sin dudarlo— y, si cabe, todavía le humillaba más su generosidad: el modo en que ella había tratado de regalarle aquel prodigioso salvoconducto sin ningún motivo, solamente porque él lo deseaba con toda su alma.
Viéndolos allí, tan distintos, costaba creer que hubieran surgido de un mismo molde. El instinto de supervivencia de Walker era como una raíz, la parte más correosa y esencial de sí mismo, mientras que a Gracia, en el fondo, sobrevivir le parecía obsceno, tanto más en aquel momento en que el absurdo acababa de abatirse sobre ella, igual que una enfermedad, anegando sin matices su deseo de vivir.
En cuanto a mí, saltaba a la vista que me había comportado con superficialidad, pero ¿quién iba a sospechar que lo poco que quedaba de Gracia tras la muerte de Gabriel se sostuviera sobre aquella frágil y oscilante llamita de su fe? ¿Cómo iba a imaginármelo cuando ni ella misma lo sabía?
En cualquier caso y fuera cual fuese el monto de mis culpas, la situación resultaba sumamente angustiosa, porque a pocos metros de allí, en la nevera, aún seguía esperándola el venenoso legado de Gabriel: aquellas cinco cajas de insulina huérfana, heladas como la misma muerte.
—Lo comprendo, Gracia, de verdad, te lo prometo —le respondí—. De hecho, a mí también me resulta imposible abandonar a mi Maestro ahora que sé que no ha muerto, así que me quedaré aquí para buscarlo. Es una decisión absurda por partida doble puesto que seguramente no lo encontraré, y si lo encuentro, después de cincuenta años aquí, resultará que está contaminado sin la menor duda, de manera que no habrá modo de salvarle. Y aun así, no puedo hacer otra cosa, tengo que tratar de encontrarle: es inevitable.
—¿De cuánto tiempo dispone antes de la partida definitiva? —preguntó Walker.
—Tendré tiempo hasta la llegada del Omnia —le respondí—. Verá, lo que quiero decir es que yo no me voy: me quedo aquí. Por esa razón me temo que me hará falta un poco de ayuda y quizá también algún lugar donde esconderme... No voy a volver a la Base: no quiero que mi gente se entere de mis planes porque tratarían de ayudarme y pondrían en peligro su vida. Como no hay más remedio, me seguiré sirviendo de la última plataforma de enlace para moverme por aquí, pero no regresaré a la Base. Es curioso, ahora lo veo con toda claridad: ésta es la razón por la que desapareció el Maestro; él sabía que se contaminaría y quiso protegernos; comprendió que saldríamos en su busca y que a pesar de los pesares nunca le abandonaríamos; tuvo miedo de que no nos detuviera ni siquiera el aviso de contaminación y se aseguró de que no pudiéramos seguirle. Por eso se arrancó la baliza.
—Y si lo tiene tan claro —dijo Walker—, ¿no le parece que tendría que hacerle caso? ¿Qué ocurrirá si lo encuentra? ¿Se contaminará también?
—En efecto: en cuanto entre en contacto con él.
—Pero entonces ya no podrá escapar...
—Así es. Por eso creo que me hará falta un amigo. O tal vez dos.
—Puede usted contar conmigo para lo que sea —dijo Walker sin vacilar—; ya lo sabe, ¿verdad? Pero, francamente, creo que debería pensarlo mejor; es más, si las cosas son como usted dice, no creo que su Maestro apruebe lo que va a hacer.
—Ya lo sé, pero es inevitable. Y si se fija, en realidad él también lo sabía: sabía que yo trataría de seguirle por más que estuviera activado el aviso de contaminación; contaba con ello, y por eso se arrancó la baliza: para borrar cualquier rastro de su paradero.
—Así pues, ¿lo hizo por usted? —preguntó Walker.
—Es muy posible, sí.
—¿Qué es un aviso de contaminación?
—Una simple señal, una advertencia destinada a mantener a todo el mundo lo bastante alejado como para evitar toda forma de comunicación inmanente, incluidas las puramente accidentales. Se activa cuando se produce la contaminación y ya no puede desactivarse. A partir de entonces, las únicas comunicaciones posibles son las que remite la propia baliza a través de un conversor, lo que viene a ser como una especie de filtrado.
—Suena mal; recuerda a la campana de los leprosos...
—Sí, es catastrófico y, por muchas y diferentes razones, supone la muerte a medio plazo. Pero es un accidente muy infrecuente porque los contactos con humanos siempre son muy limitados; no obstante, si ocurre, no tiene arreglo.
—¿Cómo se produce la contaminación exactamente? —preguntó de nuevo Walker.
—En el caso de un traductor, que es alguien bien entrenado para el trato con humanos y que en general puede bloquear a cualquiera, es difícil que se contamine de gravedad si no hay contacto físico. Y si lo hay, pero es la primera vez, existe un cierto mecanismo de contención de daños; en concreto, la primera vez que tocas a un ser humano la descarga es tan intensa que el sistema se colapsa: es como un deslumbramiento; pierdes toda posibilidad de comunicar con el exterior, te quedas aislado, pero al propio tiempo las redes se mantienen limpias. Sin embargo, a partir de entonces, la conexión por contacto es indeleble.
—¿Qué quiere decir eso?
—Que no tiene remedio. Salvo en el caso de seres humanos especialmente seráficos, puede comportar una contaminación perniciosa, cuyo grado naturalmente dependerá de la persona de que se trate; por ejemplo, no es lo mismo el conocimiento cierto y personal de la violencia que tiene usted que la noción puramente abstracta que tiene Gracia.
—Me gustaría saber si usted lo ha hecho: ¿ha tocado alguna vez a alguien? —me preguntó Walker.
—Sólo una vez, hace muy poco: a Gracia precisamente.
—Sí —dijo ella, dirigiéndose a Walker—; me placó, igual que en el rugby. Me dio un susto de muerte y ahora resulta que era él el que estaba en peligro.
—Es verdad que fui muy impulsivo, pero fue un riesgo calculado porque era la primera vez y además yo te conocía muy bien —le expliqué—; en realidad, te he estado llamando por teléfono con toda clase de pretextos desde hace más de veinte años, así que te conocía tan bien como a mí mismo.
—Ya decía yo —sonrió Gracia— que tu voz me resultaba familiar.
—Estoy convencido —proseguí— de que Gracia no podría contaminar a ningún traductor por encima del primer nivel aunque la abrazase mil veces.
—Pero si le tocara yo —me interrumpió Walker— sería distinto, ¿verdad?
—Oh, sí, ya lo creo —le respondí sucintamente.
En un rápido gesto, Walker se metió ambas manos bajo las axilas y luego, con un ahínco propio del soldado que era, preguntó:
—¿Y si me pongo unos guantes de goma o de cuero grueso?
—Le aseguro que eso no limitaría ni un ápice este tipo de conductividad. Me temo que tendrá que tratar de no tocarme bajo ningún concepto, señor Jones. Pero no se angustie, por favor; en realidad ya da lo mismo: yo diría que nuestra suerte está echada.
—¿Y por qué? —preguntó Walker.
—Cuando llegue el Omnia, yo estaré aquí, igual que ustedes, ya sea porque no habré encontrado lo que busco o porque lo habré encontrado y me habré contaminado a consecuencia de ello; en resumidas cuentas, yo tampoco tengo futuro así que lo que me ocurra ya no tiene demasiada importancia.
—De todos modos usted todavía quiere encontrar a su Maestro, ¿no? —preguntó Walker.
—Sí, por supuesto.
—¿Y tiene algún plan?
—Yo no me atrevería a llamarlo plan. Mientras pueda, utilizaré la plataforma de enlace para moverme por aquí; descenderé en la selva y trataré de dar con él: ése es mi plan, poco más o menos.
—Suena a buscar una aguja en un pajar.
—Hombre, a cierta distancia, yo podría percibirle... —aclaré—. Lo ideal sería conseguir un globo aerostático para poder recorrer la selva por encima de los árboles.
—¿Y un helicóptero? —preguntó de pronto Walker.
—Sí, mejor aún, más rápido. La verdad es que sería perfecto, pero siempre y cuando no cometa usted ninguna infamia para conseguirlo —añadí.
—Esté tranquilo: tengo algo de dinero; lo guardaba para la vejez pero según parece ya nunca seré viejo, así que me compraré un helicóptero.
—¿Sabe usted pilotarlo? —le preguntó Gracia.
—Siempre que sea un poco antiguo... —respondió Walker. Y luego Vietnam se abatió sobre él: una nube de visiones sombrías se alzó como una columna de humo desde la profundidad de sus recuerdos; había una noche en particular, sofocante como una pesadilla...
»Hay que trazar un plan —continuó casi de inmediato, atropellando sus propios pensamientos con la determinación de un bulldozer—. ¿Me permite una sugerencia?
—Naturalmente —le respondí.
—Lo esencial es acotar la zona de búsqueda —prosiguió él—. Si dispongo de algún tiempo, no mucho, unos pocos días nada más, yo podría tratar de dar con algún indicio que nos permita reducirla al máximo. Entonces quizá tendríamos alguna posibilidad de encontrarle.
—Pero ¿sin violencia de ninguna clase? —le pregunté.
—Ni la más mínima, se lo prometo. Llegado el caso, yo le pondré a los tipos adecuados al teléfono y usted los explorará, eso será todo.
No sonaba demasiado bien pero tenía sentido. Y contra lo que cabía esperar, era un alivio verle tomar el mando.
—Mientras tanto —prosiguió Walker— es esencial que esté usted localizable. Me pregunto si podría quedarse aquí unos cuantos días —añadió.
Entonces vi la oportunidad y la cogí al vuelo; me horrorizaba la idea de dejar a Gracia sola aquella noche, con semejante estado de ánimo y sin más compañía que la insulina de Gabriel.
—No sé... ¿Podría? —pregunté a mi vez volviéndome hacia Gracia, y ella se me quedó mirando perpleja.
—Sí, claro —respondió al cabo de unos instantes—... Aunque me temo que no tengo camas de tu tamaño.
—No importa, no te preocupes; ya me apañaré —le contesté.
En efecto, todo lo que yo quería, todo lo que necesitaba, era algo de tiempo para permanecer a su lado un poco más; en realidad me proponía retroceder hasta el momento en que le dije que Dios no era una hipótesis plausible y volver a empezar.
Antes de marcharse, Walker me ayudó a apoyar una cama contra la pared de uno de los cuartos; después pusimos el colchón en el suelo y lo completamos con unos cojines para que resultara un poco más largo. Luego Walker se fue, prometiendo que llamaría a diario para mantenernos al corriente de sus pesquisas, y Gracia y yo nos quedamos solos al fin, observándonos mutuamente en mitad de aquel pequeño campamento improvisado.
—Te buscaré mantas... —dijo ella.
—No es necesario, Gracia; a decir verdad, desde mi punto de vista hace mucho calor.
—Por cierto... ¿Qué comes tú? —me preguntó de pronto.
—Proteínas vegetales por lo general, pero puedo comer cualquier otra cosa, da lo mismo.
—Bueno, si eres vegetariano podría darte un poco de fruta, si quieres; y mañana iré a comprar... ¿aguacates, por ejemplo?
—Eso estaría muy bien.
—¿Aguacates y qué más?
—Con los aguacates bastará.
—Desde luego, no se puede decir que seas muy exigente —sonrió Gracia contemplando el colchón en el suelo.
Pero por debajo de aquella amable sonrisa, más allá de la paciencia con que se disponía a hacerse cargo de su nuevo huésped, lo cierto es que estaba tristísima y enormemente cansada, tanto que ya ni siquiera tenía miedo de mí: en el fondo le daba lo mismo cuanto le pudiera ocurrir. Como si estuviera entrando en aquel infierno de Dante, a cuyas puertas había que abandonar toda esperanza, su alma parecía haberse vaciado y disuelto en el interior de un cansancio mortal.
La miré y pensé que era imposible reconocerla en aquella diminuta mujer extenuada; la luminosa artista que compuso la Sinfonía de los Valles —la gracia de aquellos compases que eran como una brisa entre las hojas— se había apagado por completo; y, aunque resultase muy doloroso, no había más remedio que aceptar la posibilidad de que hubiera muerto de pronto, muy sordamente, lo mismo que su Dios.
—Pues si no necesitas nada más, me voy a dormir —dijo entonces con una sonrisa entre frágil y amarga.
Pero a mí me urgía mucho reparar mi falta y no podía esperar:
—Antes he dicho una estupidez, Gracia —musité.
—¿A qué te refieres?
—He dicho que Dios no me parecía una hipótesis plausible y no sé por qué lo he dicho: ha sido un comentario frívolo y estúpido.
—¿De veras? —inquirió con enorme escepticismo.
—Para empezar, qué sabré yo lo que es plausible y lo que no...
—Yo en cambio diría que estás muy bien informado.
—No lo creas; es cierto que tengo una perspectiva más amplia que la tuya pero tampoco lo abarca todo, ni mucho menos; cuanto sé se limita al Universo en el que vivimos, que no es más que una cierta parte del total de lo que existe; porque resulta que más allá de ese mismo Universo se extiende algo que, en apariencia, se encuentra fuera del espacio físico. Se trata de un gran vacío, sin dimensiones de ninguna clase, conocido en casi todas partes como «la nada». Existen muchas hipótesis sobre su naturaleza; hay quien dice que, de algún modo, en otra forma de la realidad, es una prolongación de eso que vosotros llamáis materia oscura; los hay que creen que es una frontera infranqueable que garantiza un completo aislamiento entre universos diferentes; otros creen que se trata de un gran salto espacio-temporal, o sea, una aberración que también se da en otros muchos puntos del Cosmos aunque a una escala infinitamente más pequeña; tampoco faltan los que sitúan en la nada el origen de la vida, o su final... En suma, existen toda clase de teorías y opiniones al respecto pero, en cualquier caso, lo que cuenta es que de allí no ha regresado nunca nadie; ya sabes: «esa región ignorada cuyos confines jamás vuelve a traspasar viajero alguno...».[1] Te suena, ¿verdad?
—Por supuesto.
—Pues bien, entonces te ruego que consideres mi perspectiva como una muestra a escala de la tuya, nada más. Salta a la vista que vuestra «muerte» se parece extraordinariamente a nuestra «nada». ¿Qué es lo que habrá más allá de lo uno o de lo otro...? Quién sabe, Gracia, ¡quién sabe!
—Sin embargo —respondió ella tras una larga pausa—, podemos convenir en que resulta harto improbable que mi difunta madre se encuentre allí esperándome, ¿no crees?
No contesté; no tenía objeto hacer el ridículo: para ella el reencuentro con sus muertos era el verdadero quid de la cuestión.
—¿Recuerdas —prosiguió— lo que dijiste la primera noche, cuando me llamaste por teléfono? ¿Lo recuerdas...? Dijiste que no habías venido para quedarte y que no tenías nada que ver con El cuervo, pero no era verdad. Quizá no lo sepas, amigo mío, pero en realidad tú eres mi cuervo y, por muy lejos que te vayas, seguirás aquí para siempre, como en el verso, proyectando tu sombra sobre el suelo.
La precisión simbólica de aquella cita de Poe —su escalofriante exactitud— se quedó en el aire durante un instante igual que el eco de una nota; y entonces, con esa profunda intensidad que fluye del inefable poder de la poesía, comprendí que Gracia estaba irremediablemente rota y que su alma, fuera de esa flotante sombra, ya no se alzaría nunca más.[2]
A la mañana siguiente volví a intentarlo. Ni un solo día desde que estoy aquí he dejado de intentado de nuevo, pero todo ha sido inútil: no hay camino de regreso al paraíso, así que Gracia sigue perdida, sumida en un vacío impenetrable al que la luz no llega. Y cada día que pasa yo me siento un poco más culpable por ello.
En resumidas cuentas, ¿qué fue lo que hice mal? Muy sencillo: entre la realidad y la inocencia, elegí la realidad y me equivoqué. Ahora ya no tiene remedio; pero de noche, a esa hora en que todo el mundo duerme y las voces se apagan, me asalta el temor de que mi error o mi pecado sea aún más grave y profundo de lo que parece.
¿Y si, en el fondo, no hubiera elegido la realidad sino la mentira? ¿Y si estuviéramos equivocados? ¿Si en alguna parte hubiera un Dios observándonos y compadeciéndonos? ¿No tendría todo un significado diferente?
Hoy, al poner fin a esta breve crónica que ha llenado el vacío de las horas de espera, no dejo de preguntarme si sólo fue el azar lo que impulsó al Maestro a salvar a aquel niño humano que yo me encontraría cincuenta años después, justo cuando empezaba la evacuación de la Base; no ceso de preguntármelo y cada día que pasa me resulta más difícil creerlo. Bien pensado, Walker es como un mensaje dentro de una botella arrojada al inmenso océano del tiempo: la razón por la que estoy aquí, en este pequeño cuarto, preguntándome qué viento empuja las velas de mi nave y, sobre todo, en qué dirección, con qué propósito... Algo me dice que al final llegaremos a saberlo aunque no consigamos vivir para contarlo.
En Barcelona, a 27 de marzo.
II
EL PARAÍSO RECOBRADO
EN LA FRAGUA DEL EDÉN
Hoy, 29 de octubre, reemprendo mi relato donde lo dejé con el solo propósito de acabarlo, por si a la postre consiguiéramos escapar. Afortunadamente Walker sigue a mi lado, sosteniéndome con su enorme fortaleza; él es optimista; está convencido de que al final ocurrirá un milagro y puede que tenga razón. A fin de cuentas, ¿por qué no un milagro? ¿Acaso no hemos llegado hasta aquí para hacer realidad el sueño imposible de un profeta? En cualquier caso y pase lo que pase, está claro que Walker habrá sido una baza decisiva en esta partida que estamos librando contra la muerte; sin su inquebrantable determinación no estaríamos aquí, todos juntos, tratando de huir del temible coloso que se cierne sobre nosotros.
Porque lo cierto es que ya no es una cuestión de años ni de meses, sino de unas pocas semanas; finalmente ha llegado la hora de la verdad; el Omnia acude a su última cita con la Tierra y ya no cabe ninguna duda sobre lo que ocurrirá: en esta ocasión el pequeño planeta será literalmente embestido por la cabecera del Omnia, que lo destrozará, de manera que no habrá escapatoria posible para sus desventurados habitantes ni para nada ni nadie que se encuentre en sus proximidades.
Éstos son los hechos y Walker lo sabe de sobras; sin embargo, ni una sola vez, ni un solo instante, le he visto caer en la desesperación; tanto es así que resulta casi inevitable preguntarse por el secreto de su valor. Si se le interroga sobre el particular, siempre acaba asegurando que ha podido morir tantas veces a lo largo de su azarosa vida, que se ha familiarizado con la sensación, pero no es verdad: la auténtica razón de su misterio es deliciosamente humana y tiene mucho que ver con el amor.
En realidad data de los días que pasamos juntos en la selva, a bordo del viejo helicóptero, mientras tratábamos de hallar al Maestro en mitad de aquella jungla interminable.
Recuerdo que a pesar del espantoso calor, la humedad, el riesgo de tratar de aprovisionarse con los madereros, o de no poder encontrar un claro para aterrizar, en suma, a pesar de las horas y horas al timón de aquella maldita nave que hacía un ruido infernal, Walker siempre parecía eufórico.
Yo me daba perfecta cuenta de que, en el fondo, no abrigaba la menor esperanza de encontrar al Maestro, pero eso no le desmoralizaba lo más mínimo ni tampoco le inducía a escatimar esfuerzos. Había noches que al tomar tierra estaba tan agotado que se quedaba dormido con la lata de judías entre los dedos sin llegar a abrirla. Pero por alguna razón, que yo no terminaba de entender del todo, Walker parecía dichoso en aquella extraña y durísima situación.
Supongo que el Maestro habría sabido de inmediato lo que le ocurría, pero me temo que mi experiencia con los seres humanos es infinitamente más limitada, de manera que durante días y días ni siquiera se me ocurrió.
Hasta que una noche, mientras dormía, soñó que habíamos llegado a un río de aguas cristalinas y poco profundas. Al principio sólo jugábamos a lanzarnos mutuamente un balón, pero después el sueño empezó a evolucionar de una manera sorprendente; fue una secuencia de rápidas transiciones un poco confusas, al final de las cuales un Walker joven, de piel bronceada, empezó a perseguirme a través del riachuelo y, por último, me dio alcance.
Está fuera de toda duda que formar parte —en calidad de protagonista— de un sueño erótico humano constituye una experiencia impagable para un ser asexual como yo; pero lo mejor de aquel sueño no fue la información fascinante y de primera mano que me proporcionó; lo esencial fue que me iluminó sobre nuestra verdadera situación y, en definitiva, me hizo comprender que Walker me amaba.
Descubrir el rango que yo ocupaba en su vida, saber que todo lo que él quería era permanecer a mi lado el mayor tiempo posible y que no ansiaba nada más, me conmovió lo indecible, tanto que, en mi imaginación, le devolví aquel largo beso que me había dado.
Todo transcurrió a la extraordinaria velocidad de los sueños y, no obstante, fue una experiencia tan excitante y llena de fuerza que incluso pensé que era una pena que Walker no pudiera compartirla conmigo a causa de su sordera.
Me disponía a seguirle a través de su sueño tan lejos como me fuera posible, cuando de pronto, sin previo aviso y sin motivo aparente, mi propio personaje, es decir, mi alter ego en su cabeza, le apartó de un empujón.
—¡Pero qué haces, Walker! —le gritó furioso—. ¡Me has tocado!
En una centésima de segundo aquel delicioso sueño se transformó en pesadilla: Walker aterrado negaba con la cabeza mientras mi enfurecido trasunto seguía gritándole.
—¡Me has contaminado, Walker! ¿Te has vuelto loco? ¡Me has contaminado!
Entonces a Walker se le disparó el corazón en el pecho y una angustia sin límites se apoderó de él de una forma tan intensa y apremiante que se despertó. Y no era para menos; yo mismo estaba sobrecogido por aquella brutalidad que acababa de atravesarnos a los dos como un rayo.
—¿Estás bien, Walker? —le pregunté.
—Sí —me respondió—. Me temo que he tenido una pesadilla —añadió en un susurro, y después se dio media vuelta en su espartana cama de campaña dando por zanjada la cuestión.
No nos resultó nada fácil volvernos a dormir; en cierto sentido, era como si la pesadilla continuara: yo no me atrevía a añadir nada más por miedo a empeorar la situación y Walker se sentía tremendamente sucio y avergonzado, igual que si volviera a tener seis años y acabara de orinarse en la cama de su blanco dormitorio infantil.
A la mañana siguiente aquello seguía allí, entre los dos, dolorido y silente como un tumor. Pero poco después del mediodía, cuando ya creía que ese absurdo nubarrón iba a seguir sobre nosotros el resto de nuestra vida, ocurrió algo inesperado que arrasó con todo lo demás: de pronto, sobre mi mano derecha, se activó el aviso de contaminación.
—¿Qué demonios es eso? —preguntó Walker muy alarmado señalando el pequeño púlsar azul que había empezado a latir en mi muñeca.
—El aviso de contaminación —le respondí.
—¡Dios Santo! ¿Puede ser el Maestro?
—Me jugaría el cuello.
—Entonces, ¿está vivo? —preguntó incrédulo.
—Es evidente.
—¡No lo puedo creer...! —añadió temblando de pura emoción—. ¿Hacia dónde me dirijo? —preguntó.
—No lo sé; todavía no puedo percibirle. Pero estamos cerca. Ya sólo es una cuestión de tiempo.
—¿No puede tratarse de un error? Una avería del sensor o algo así...
—No, Walker, no: es él; sigue vivo y está muy cerca de aquí.
—¿Sabes? En el fondo estaba convencido de que no conseguiríamos encontrarle nunca —me confesó.
—Lo sé —le respondí.
—Y ahora, ¿qué pasará? —preguntó.
—De un momento a otro daremos con él.
—¿Y te contaminarás?
—Me temo que es inevitable; habrás visto que se ha activado el aviso de contaminación...
—Entonces es tu última oportunidad de dar media vuelta, ¿no? —inquirió.
—Eso parece, sí.
—¿Estás seguro de lo que haces?
—Totalmente, Walker. ¿Y tú? ¿Cómo estás?
—¿Yo...? ¡Por favor...! ¡Como nuevo! —se rió y, describiendo un profundo giro, se elevó sobre las copas de los árboles en dirección al sur.
Hice contacto con el Maestro el 25 de mayo, poco después de las seis de la tarde, hora local.
A menudo me había imaginado cómo sería contaminarse; me lo figuraba como una violenta sacudida o una suerte de quemadura, pero estaba muy equivocado: fue como sumergirse lentamente en una sustancia viscosa y tibia, un magma líquido que contenía todo el dolor y, al propio tiempo, toda la sabiduría del Universo. Sólo cerré los ojos y me dejé llevar por aquella suavidad extraña y palpitante que no era yo, ni el Maestro, ni tampoco la suma de los dos, sino algo mucho más denso e impersonal: un cierto espacio de tiempo indefinible; siglos y siglos comprimidos en un solo momento, suspendidos para siempre en la quietud de un instante eterno y silencioso.
A decir verdad hubo tan poca violencia en aquel reencuentro que no me di cuenta de su inconcebible intensidad hasta que empecé a sentirme mareado. Luego ya no recuerdo nada más, salvo quizá durante un instante, lejana y llena de angustia, la voz de Walker llamándome a gritos.
A renglón seguido me desmayé sobre el sillín, con la cabeza vencida hacia atrás, mientras Walker buscaba como un loco un claro donde aterrizar. Fue entonces cuando, nervioso y alarmado por lo que me ocurría, sufrió un inexplicable error de cálculo y acabó descendiendo en un espacio demasiado pequeño, tanto, que la hélice sufrió daños irreparables en el momento de tomar tierra.
Tras aquel aterrizaje catastrófico, se precipitó hacia mí lleno de ansiedad y sin preocuparse lo más mínimo del estado de la nave; nunca se había sentido más impotente que en aquel momento; quería ayudarme pero no sabía cómo hacerlo y no se atrevía a tocarme por miedo a contaminarme; entonces vio una botella de agua junto a su asiento, la cogió y la vació con suavidad sobre mi rostro, pero no sirvió de nada; luego se acordó del pequeño espejo del botiquín, lo buscó, lo acercó a mi boca, comprobó con horror que no se empañaba y me dio por muerto.
En realidad yo me encontraba en una forma de animación suspendida: cierto tipo de desvanecimiento muy intenso, propio de mi especie, destinado a salvar in extremis las funciones superiores. Pero Walker no lo sabía, así que, desesperado, me tumbó en el suelo lo más rápidamente que pudo y trató de reanimarme sin conseguirlo; empapado en sudor, estuvo practicándome la respiración artificial durante más de veinte minutos, hasta que cayó en la cuenta de que, en medio de aquel calor sofocante, yo estaba frío como el hielo; entonces se detuvo, se quedó mirándome fijamente y rompió a llorar.
Y por espacio de varios minutos lloró sin medida, a gritos, igual que un animal herido prendido en un cepo.
Mientras tanto el Maestro, que lo había percibido todo, incluido mi desvanecimiento y la desesperación de Walker, se dirigía hacia nosotros a marchas forzadas a través de la selva en compañía de cinco jóvenes yekuanas.
Estaba muy abrumado por lo que acababa de ocurrir; la circunstancia de que me hubiera contaminado por su culpa —y la certeza de que eso me costaría la vida—, le había dejado consternado. De hecho, cincuenta años atrás él mismo se había causado una auténtica carnicería en el pecho tratando de impedirlo; porque, para llegar hasta la baliza y sacarla con aquel punzón, el Maestro tuvo que atravesarse de un golpe seco la coraza ósea del tronco y las cápsulas musculares que la envolvían; sin embargo, a pesar del dolor insoportable y de la espantosa sensación de pérdida y desgarramiento moral que le supuso arrancarse la baliza, no había dudado un solo segundo en hacerlo para protegernos a todos, y muy especialmente a mí, que era el más joven.
Pero, a la postre, ni el dolor ni el exilio habían servido de nada porque, gracias a un azar increíble y maravilloso, allí estaba yo después de todo, a unas pocas horas de distancia, buscándole por la selva en compañía de aquel mismo Walker Jones que había conocido en el Caroní cincuenta años atrás, cuando no era más que un niño perdido.
A simple vista daba la impresión de que un círculo de fatalidad y de muerte estaba cerrándose sobre todos nosotros, pero la verdad es que muy al contrario de lo que hubiera cabido esperar y más fuerte, desnuda y violenta que cualquier otra cosa, estaba aquella loca alegría de volver a verme. Lejos de reprocharle a Walker que me hubiera llevado hasta allí, el Maestro le estaba inmensamente agradecido y encontraba insufrible oírle sollozar de aquel modo y no poder hacer nada para ayudarle, salvo correr y correr con todas sus fuerzas para acudir en nuestro auxilio cuanto antes.
Rayaba el alba cuando el Maestro llegó por fin al helicóptero accidentado. Walker estaba sentado en el suelo junto a mí y tenía apoyada mi cabeza en su regazo; es posible que una pequeña parte de él aún confiara en la llegada del Maestro, pero la otra parte —la que había naufragado en la soledad y el dolor de aquella noche interminable— le vio entrar como una aparición.
Sin perder un segundo, el Maestro se arrodilló a su lado:
—Tranquilízate, Walker, no está muerto —le dijo—, sólo se ha desmayado; pronto estará bien.
Walker le miró perplejo y luego se volvió lentamente hacia mí y me rozó la frente con la punta de los dedos; entonces reparó en su mano sobre mi rostro:
—Pues lo he... Lo he tocado —tartamudeó Walker como en un sueño.
—Ya no tiene importancia, Walker, no te preocupes por eso —le respondió el Maestro—. Anda, dame un abrazo —le pidió.
Y luego, mientras sonaba el luminoso canto del turpial al amanecer, limpio y exacto como un salmo, el Maestro le estrechó con fuerza contra su pecho. Entonces, como por arte de magia, los viejos recuerdos se abrieron paso en el corazón de Walker y le infundieron una profunda sensación de calma.
En apariencia eso fue todo y sin embargo, cuando concluyó aquel larguísimo abrazo, Walker se sentía completamente a salvo por primera vez en su vida; y es que allí, en aquel remoto rincón de la tierra, frente a aquella viejísima criatura que albergaba en su memoria la historia del mundo, comprendió de pronto que había vuelto a casa y que a partir de entonces, pasara lo que pasara, nunca más volvería a estar solo.
En cuanto a mí, me desperté inmediatamente después, en el suelo del helicóptero, junto a ellos dos. El Maestro, casi desnudo, tenía una angustiosa cicatriz en el pecho parecida a una boca deforme, con una oscura hendidura que evocaba vagamente un labio leporino; y su viejo rostro, pintado y reseco por la exposición continuada a la luz solar, estaba lleno de profundos surcos que le imprimían una sorprendente expresividad.
Fue sencillamente maravilloso volver a sentir su fuerte presencia —la potencia incomparable de su pensamiento, más libre aún, si cabe, que la última vez— y notar cómo se iba desplegando nuestra antigua intimidad, igual que un mapa, hasta restablecerse por completo; era como si aquellos cincuenta años de separación no hubieran tenido lugar: su amor por mí seguía intacto; mi amor por él casi me impedía respirar.
Lo cierto es que fue un encuentro de una intensidad asombrosa, algo absolutamente colosal, pero el pobre Walker, encerrado en su sordera, sólo percibió un simple intercambio de miradas y se sintió desconcertado. Supongo que esperaba gritos y abrazos y aquel silencioso encuentro le pareció extrañamente frío.
—Amigo mío... —le dije yo—. Te he dado un susto de muerte, ¿verdad?
Walker me miró y sonrió; durante un instante tuvo el impulso de acariciarme la cabeza pero en el último momento se contuvo; después hizo un breve gesto con los dedos a modo de saludo. Y entonces, sin pensarlo un segundo, yo cogí su mano y la apreté con fuerza entre las mías.
Fue una experiencia muy extraña porque aquel Walker que yo conocía —el superviviente, el desesperado, el salvaje— ya no estaba allí, y en su lugar, dentro de mi mano, había alguien muy cansado de sí mismo que había transformado todo su dolor en un hondo sentimiento de gratitud hacia la vida. Saltaba a la vista que su guerra personal había terminado: en cierto sentido estaba en paz y era casi feliz.
—Qué frías tienes las manos... —dijo al cabo, visiblemente emocionado por aquel inesperado contacto.
—En absoluto, Walker; es mi temperatura normal —le respondí.
—No me digas... Si es que no sé nada de ti... Mira que hace días y días que andamos tú y yo por ahí y todavía no sé ni cómo llamarte...
—¿Qué te parecería llamarme Cuervo? —le sugerí yo.
—¿Cuervo...? —preguntó muy extrañado.
—Ya sé que no es un nombre muy agradable —le respondí—, pero te aseguro que me lo tengo bien merecido: me lo he ganado a pulso.
—No te lo creas, Walker; está exagerando mucho —terció el Maestro—. Lo que ocurre es que aún es muy joven y hay muchas cosas que no sabe —concluyó.
Y por un momento, aunque sé que es imposible puesto que nosotros no disponemos de esa habilidad, tuve la impresión de que en los labios del Maestro se dibujaba una sonrisa.
—¿Eres muy joven? —me preguntó Walker sorprendido.
—Puede ser, sí, aunque tengo más de doscientos años —le respondí.
—A pesar de lo cual es el más joven de todos nosotros —replicó el Maestro dirigiéndose a Walker—: literalmente, el último de nuestra especie. Cuando él nació, por así decirlo, ya hacía miles de años que no se creaba a nadie ex novo. Mucho me temo que nosotros nunca fuimos muy fértiles que digamos, ni siquiera en los buenos tiempos, y después de la destrucción de nuestro mundo, no es que aplicáramos el viejo principio de crecimiento cero, es que ni siquiera sustituíamos a los que se morían por cualquier circunstancia: sus tareas eran asumidas por los demás o sencillamente abandonadas; así acabaron muchísimos proyectos de investigación extraordinariamente prometedores, en especial cuando empezaron a morir uno tras otro los artífices del Laboratorio...
Mientras escuchaba al Maestro, Walker quiso saber la causa de aquellas muertes, pero no se atrevió a interrumpirle para preguntar; no obstante, el Maestro le respondió de todos modos:
—Se suicidaron, Walker: no pudieron soportar el peso de lo que habíamos hecho y perdieron el deseo de vivir. Pues bien, resulta que tras una de aquellas terribles muertes, la Base entera entró en estado de shock; y entonces, tratando de sobreponernos, acordamos entre todos un nuevo nacimiento para celebrar el poder de la vida frente a la muerte e insuflar esperanza a los supervivientes. Y de ese modo llegó nuestro joven amigo a este extraño mundo: para honrarnos a todos con su buen corazón —concluyó el Maestro mirándome fijamente.
Y, por segunda vez en aquel día, volví a tener la insólita impresión de que sonreía.
Ignoro la razón por la que el Maestro omitió en su relato que la idea de mi nacimiento había sido suya y que el suicida en cuestión era su propio compañero: el ser con el que había compartido su larga vida y con el que había creado el Laboratorio; es decir, su aliado, su colaborador, su amigo; en una palabra: su amor.
De todos modos, el misterioso sentido del pudor del Maestro no le impidió a Walker comprender bastante bien la situación, porque recuerdo que me miró y se dijo: «Es su hijo», y, en cierto sentido, acertó de pleno.
Yo no existiría de no haber sido por la determinación del Maestro durante aquellos aciagos días en los que parecía que nuestro mundo iba a desmoronarse tras aquel espantoso suicidio.
Supongo que se trataba de alguien muy difícil de reemplazar; es verdad que no había nadie en la Base que ignorara la grave depresión que estaba atravesando, pero su personalidad, la valentía moral con la que, tiempo atrás, había hecho frente a los problemas, así como su insustituible carisma, convirtieron su muerte en una insondable tragedia colectiva, hasta tal punto que todos sintieron que aquella ausencia cambiaría para siempre sus vidas.
Como tantos otros, había ido madurando despacio sus propósitos suicidas y, por ese motivo, el Maestro trataba de no dejarle nunca solo; pero en aquella funesta ocasión se había producido un gravísimo accidente en la estructura de la bóveda central, así que la mayor parte de los almacenes tuvieron que ser evacuados y la práctica totalidad de la Base se aprestó a colaborar en el traslado. Pues bien, todo ocurrió durante la maniobra de evacuación: él estaba allí, junto a los otros, cuando de pronto se adentró por la pasarela auxiliar y, en un determinado momento, sin que nadie pudiera evitarlo, se arrojó sobre la turbina y murió en el acto.
Cuando el Maestro consiguió serenarse lo bastante como para mantenerse en pie, un círculo de silencio lo anegaba todo y la Base entera estaba sumida en un agujero sin fondo de tristeza.
A nadie se le ocultaba la magnitud de la pérdida y hasta la plácida vida de las plantas parecía perturbada por aquel silencioso desánimo que era como un siniestro prolegómeno de la muerte.
Entonces el Maestro, durante las honras fúnebres de su amigo, hizo un esfuerzo titánico por sobreponerse y pidió ardientemente a todos los habitantes de la Base que no aceptaran de ningún modo aquel hecho que mermaba su deseo de vivir; que no lo aceptaran de nadie, ni siquiera de aquellos a los que amaban; les pidió que, por muy grande que fuera su compasión, lo rechazaran con todas sus fuerzas, igual que rechazarían el mal. Y después, para asombro general, propuso que se volvieran a abrir las matrices primigenias de la vida —que llevaban cerradas miles de años— y que fuera creado un nuevo ser para sustituir al suicida.
Muchos pudieron verle, temblando ante lo que quedaba de su compañero, destrozado por el dolor pero dispuesto a tratar aquella debilidad que le había matado como si fuera imperdonable; y entonces los demás, impresionados por su absoluta determinación de seguir adelante, comprendieron que el Maestro tenía razón y que era totalmente necesario que yo naciera. Aunque todo estuviera perdido, o precisamente por eso —porque ya no teníamos nada más—, era forzoso hacer un acto de afirmación que volviera a comprometernos con la vida.
Y así se hizo: en el transcurso de una larguísima jornada ungida de una profunda solemnidad, volvieron a activarse uno a uno los protocolos de generación y, cuando todo ello hubo concluido, los habitantes de la Base regresaron a sus cometidos cotidianos muy aliviados, con la misteriosa placidez de una mujer en cinta.
Algo después llegué yo; de eso ya hace doscientos años: poco tiempo para alguien que tiene la edad de las piedras, pero, desde mi propio punto de vista, una auténtica eternidad.
Años lentos y amargos, una buena parte de los cuales han transcurrido sin mi Maestro, o para decirlo con palabras de Walker, sin mi Padre; años de profundo pesar —de orfandad— durante los que creí que ya no volvería a verle nunca, por más que yo siempre supe que no estaba muerto y que tenía que haber una razón para lo que había hecho.
Pues bien, allí estaba la razón por fin, ante mis ojos, tan maravillosamente cerca que casi podía tocarla: en efecto, eran los yekuana que habían acompañado al Maestro y que le esperaban fuera, curioseando en el maltrecho cadáver del helicóptero.
Me bastó prestarles un instante de atención para darme cuenta de que no eran humanos: su parte animal había sido completamente drenada; no quedaba en ellos ni el más pequeño vestigio del homínido del que descendían; a pesar de su sordera, eran seres superiores, con un nivel de perfección y pureza que no habría desmerecido en ninguna otra parte del Cosmos. Y, sin embargo, provenían del Laboratorio: habían nacido allí, ¡en la mismísima fragua del edén!
Tengo que reconocer que al final no fue ninguna sorpresa para mí saber que aquello era posible y que, contra toda lógica, el Maestro tenía razón: el cambio que habían sufrido aquellos jóvenes indígenas no tenía nada que ver con la genética, era puramente espiritual y, por lo tanto, no transgredía ninguna de las prohibiciones que impiden la manipulación de las especies inteligentes; aquellos muchachos eran totalmente sordos, tan sordos como Walker y como Gracia; nadie había cambiado su dotación; tenían exactamente la misma que sus antepasados, pero ellos eran distintos, acaso, porque desde su nacimiento habían gozado de un sorprendente y formidable privilegio: no estaban solos como los demás; no tenían que enfrentarse a la incertidumbre de su origen o su destino, ni tampoco se interrogaban sobre el sentido de la vida, que conocían de sobras; y sobre todo, por encima de todo, no tenían miedo y disfrutaban de una existencia tranquila, llena de valor y de confianza.
No obstante, no se trataba de ningún milagro; lo que ocurría era bien simple y tenía una explicación perfectamente natural: resulta que a aquellas criaturas sencillas y felices les había cabido la rara e inigualable fortuna de vivir toda su existencia en compañía de Dios.
Naturalmente, antes de convertirse en un demiurgo yekuana, el Maestro lo había intentado todo para salvar a los habitantes del Laboratorio; pero su empeño por eliminar la sordera humana mediante la progresiva inclusión de genes siempre colisionaba de frente con la prohibición de manipulación genética de los seres inteligentes; tanto es así que, cuando comprendió que nunca le autorizarían a alterar el lenguaje de los seres humanos, cambió resueltamente de estrategia.
Estaba convencido de que el problema no era el lenguaje sino la mentira, de tal forma que todo consistía en conseguir hacer un ajuste moral que la excluyera.
Durante siglos y siglos trató de convencernos a todos de que si aceptábamos vivir en el Laboratorio junto a sus habitantes, la posibilidad de mentir —y de mentirse— que abrumaba la existencia de los hombres a la larga desaparecería. Se trataba de que los moradores de la Base, devenidos en verdaderos epígonos de su mundo, sacrificaran su propia perfección para convertirse en árbitros de la verdad en este otro mundo joven e imperfecto: la tesis del Maestro era que merced a ese sacrificio, al final la verdad prevalecería y, con ella, el orden, la justicia y la dicha. Estaba convencido de que la inevitable secuela de la contaminación terminaría por ser un precio insignificante al lado del coste moral que supondría haber dejado morir a una especie entera sin haber hecho nada para impedirlo. En suma, el Maestro, como Mounier, era abiertamente partidario de ensuciarse las manos pero nunca el corazón.
Desgraciadamente, jamás consiguió convencer a nadie, ni siquiera a mí. Todos creíamos que su planteamiento era ridículamente ingenuo; estábamos seguros de que si alguno de nosotros se dejaba ver por aquel mundo salvaje, sería apresado y asesinado en el acto, a lo que el Maestro solía responder que, junto con la mentira, también habría que vencer el miedo, que es el padre natural del odio y la violencia.
Pero ¿cómo, de qué modo —me decía yo— puede vencerse el miedo en la existencia de unos seres cuyo destino inevitable es morir?
He tardado en comprenderlo, pero ahora lo sé; es mucho más sencillo de lo que yo creía: sólo hace falta fe.
Me pregunto si el Maestro también lo sabía o, mejor dicho, hasta qué punto lo sabía el día que abandonó la Base. ¿Qué le impulsó a hacer lo que hizo? ¿Trataba de demostrar la exactitud de su teoría o más bien quería sustraerse a la responsabilidad moral del holocausto que se avecinaba? No lo sé a ciencia cierta pero, en cualquier caso, no tengo ninguna duda de que también lo hizo por amor.
Estaba desesperado; los últimos cálculos confirmaban que la órbita del Omnia había vuelto a variar, de tal manera que la próxima vez que entrara en este cuadrante de la Vía Láctea, alcanzaría de lleno el Sistema Solar.
En la cabeza del Maestro ya había empezado a correr aquella larguísima cuenta atrás que iba a durar cinco décadas. Se sentaba durante horas y horas en el mirador a contemplar la Tierra, bellísima, llena de vida y completamente ajena al destino que le aguardaba. Todos le habíamos visto allí, inmóvil, con la mirada perdida en aquel pequeño planeta azul y nos habíamos dado cuenta de que no podría soportarlo.
Quizá por eso, cuando fue hallada su baliza en el fondo de un transporte, se temió lo peor. El transporte en cuestión regresaba de un punto concreto en el archipiélago japonés; de inmediato se organizó una partida de búsqueda, y luego otra y otra y otra...
Yo por mi parte le busqué durante años, pero fue inútil. No había ni rastro del Maestro en la isla de Hokaido ni en ningún otro lugar.
La razón era muy simple: aquel último día el Maestro había bajado al Laboratorio para obtener muestras de las capas más superficiales del glaciar de Monte Perdido. Es más que posible que, para entonces, aquella disparatada fuga ya hubiera tomado forma en su cabeza, aunque ni él mismo fuera plenamente consciente de ello.
Quizá por esa razón, en cuanto salió del transporte, quedó sobrecogido por la fragilidad fría y desolada de aquel paraje: era tan bello, blanco y silencioso que parecía un lugar sagrado; sobre la montaña se alzaba la bruma evanescente e imprecisa de las nubes; un frío penetrante y delicioso empapaba el aire y se deslizaba por la garganta con el vigor de un perfume de jengibre; y por debajo, en la tierra, casi podía oírse el sordo murmullo de las raíces bajo las piedras heladas...
Entonces, mientras escavaba en el hielo con aquel punzón que se había traído de la Base, se dejó llevar por la euforia y, en un momento de inspiración —o de locura— resolvió quedarse para siempre en el Laboratorio.
No es descabellado suponer que una parte de él ansiara poner en práctica sus denostadas y peligrosísimas teorías, pero seguramente, lo esencial de aquella decisión inexplicable fue el deseo de sumarse al destino de este mundo maravilloso —de compartirlo, fuera el que fuera— en un irrevocable acto de libertad.
A continuación, a una velocidad vertiginosa, concibió un plan infalible: en primer lugar, para impedir que algunos miembros de la Base —y muy especialmente yo— pudiéramos seguirle, sería preciso arrancarse la baliza del pecho, para lo cual contaba con la inestimable ayuda del punzón. Después, como sea que sin la baliza ya no podría volver a transportarse, sería necesario elegir el lugar más apropiado para la deserción: un lugar donde fuera factible establecer contacto con alguna tribu indígena, lo más aislada posible, y en un ecosistema donde pudiera ocultarse y pasar desapercibido, es decir, en la selva, en algún punto de las cuencas del Amazonas o del Orinoco.
La elección de aquella selva en concreto tenía que ver con el aceptable conocimiento de muchas de las lenguas Caribe —como el pemón, el yukpa o el yekuana— que le había proporcionado al Maestro el control sobre los puertos de la zona, los cuales, durante mucho tiempo, fueron de su exclusiva responsabilidad.
Resulta que antes de la radio, la televisión y sobre todo antes de Internet, toda la información que requería el estudio de las lenguas del Laboratorio y sus costumbres se obtenía mediante cierto tipo de transmisores, más conocidos como «puertos», de muy pequeño tamaño pero ingente autonomía y alcance, que eran colocados entre los grupos humanos y que no se distinguían en absoluto de las piedras comunes; tanto es así, que alguno de ellos incluso había sido inadvertidamente incorporado a la construcción de alguna obra pública —como el que pasó a formar parte del Coliseo romano y que todavía sigue allí, aunque ya no sea capaz de emitir.
Durante varios siglos el Maestro fue el responsable de los puertos de una buena parte de la Amazonia; de hecho, con su compañero, a menudo practicaba un divertido juego que consistía en introducir un puerto en el mismo corazón de una comunidad indígena sin que nadie se diera cuenta. Tratando de colocarlos dentro de los propios poblados, habían llevado a cabo toda clase de incursiones asombrosas; hazañas tales como esperar a la noche para descender hasta una churuata,[3] lanzar el puerto al interior de la casa sin llegar a bajarse del transporte y desaparecer en la oscuridad lo mismo que un sueño.
Poco se imaginaban ellos entonces, mientras estudiaban las voces, las emociones y la vida que llegaba a través de aquellos puertos, que cuando el conocimiento de esos frágiles lenguajes llegara a ser algo decisivo, uno de los dos ya estaría muerto y el otro permanecería exiliado en el Laboratorio, solo, contaminado y perdido.
Porque lo cierto es que, si todo transcurría como había previsto el Maestro, en cuanto llegara a la selva se contaminaría de inmediato, de manera que, además de aquellas otras precauciones, también sería necesario impedirnos a toda costa que pudiéramos encontrarle; así pues, no bastaba con haberse arrancado la baliza del pecho, también haría falta sobrevivir a la extracción y borrar cualquier rastro que pudiera acabar conduciéndonos hasta él. En definitiva, el Maestro pensaba que había que hallar el medio de mandar a los habitantes de la Base —y por supuesto también a mí— a una distancia lo bastante grande como para darle tiempo de alejarse y eliminar sus huellas.
Y todo eso tenía que hacerse allí mismo, en aquel lugar, porque, si regresaba aunque sólo fuera durante un breve instante, todo el mundo se enteraría de sus planes y ya no sería posible llevarlos a cabo en solitario, con el consiguiente riesgo para los que decidieran seguirle.
Tras una somera maduración, el Maestro se puso en marcha a las once y media, hora de la Base: en primer lugar llamó al transporte y, desde la propia cabina, le programó un itinerario interminable, con decenas y decenas de paradas sucesivas entre Asia, África y América —algo que se hacía con relativa frecuencia, sobre todo para recoger muestras, y que por lo tanto no iba a llamar la atención de nadie.
Como última parada de aquel larguísimo itinerario figuraba la isla de Hokaido —precisamente, estaba previsto que el transporte regresara a la Base desde allí—; como primera parada el Maestro había elegido los Alpes —acaso, para volver a verlos una última vez—; y después de cinco o seis paradas más, bien emboscadas para que pasasen desapercibidas entre las otras, unas determinadas coordenadas en la selva venezolana.
Se proponía arrancarse la baliza justo antes de llegar a la selva y, una vez allí, bajar y arrojarla en el interior de la cabina para que prosiguiera su viaje, de forma que, cuando el transporte regresara a la Base, todo el mundo creyera que el percance en cuestión había tenido lugar en Hokaido. Según sus cálculos, para cuando saliéramos de nuestro error y nos pusiéramos a reconstruir sus movimientos entre cada una de aquellas paradas absurdas, ya sería demasiado tarde y una pesada puerta infranqueable se habría cerrado tras él.
Cabe decir que su plan funcionó como un reloj, salvo por un pequeño detalle: al final, la herida que tuvo que causarse para arrancarse la baliza fue tan grave que, cuando el transporte se fue dejándole abandonado en mitad de la selva, ya no pudo ponerse en pie, y allí se quedó, desangrándose.
LOS ELEGIDOS
Quiso el azar —de nuevo aquel extraño y poderoso azar— que, a unos metros de donde cayó el Maestro, se encontrase pescando un viejo jowai[4] muy abrumado por sus propios problemas.
Formaba parte de un pequeño grupo —treinta individuos entre niños y adultos— que había llegado a aquel lugar huyendo de los colonizadores, mientras el grueso de su tribu, en un movimiento de signo totalmente contrario, había dado comienzo a una maniobra de gran envergadura de aproximación definitiva a los misioneros católicos.
Para aquel pobre anciano el problema de tan insidioso armisticio tras años y años de lucha encarnizada —sobre todo contra las bandas de reclutadores de la industria del caucho— no era la traición propiamente dicha, sino el riesgo: él sabía a ciencia cierta que los blancos siempre llevaban a la muerte en sus cestas; él mismo había podido olerla en dos ocasiones; estaba convencido de que todo lo que recibirían los yekuana a cambio de su cordialidad y su confianza sería la enfermedad, la esclavitud y la aniquilación. Por esa razón había elegido alejarse con los suyos remontando el curso del río hacia el interior.
La soledad no le daba miedo: estaba acostumbrado a ver como las aldeas se esparcían por la selva en forma de pequeños asentamientos para protegerse de los esclavistas del caucho; de hecho, ese movimiento de disgregación y huida formaba parte de la memoria colectiva de su pueblo: marcharse con los suyos hacia el interior de la selva siempre había sido el mejor recurso de un hombre libre.
Sin embargo, en aquella ocasión, había empezado a pasar algo terrible que le acobardaba: los niños morían al nacer, los fetos se malograban; y él no tenía ni idea de la razón de aquella siniestra e inconcebible tragedia.
Como es natural había tratado de conjurarla con toda la fuerza de su chamanismo; lo había intentado todo: el sagrado poder de la maraca, las danzas, los cantos, el ayuno, los ungüentos, las pócimas de hierbas, incluso las pequeñas dosis de veneno; también habían cambiado repetidamente de emplazamiento, pero no había servido de nada: Wanadi[5] se había mostrado sordo a todos sus ruegos y los niños habían seguido naciendo muertos o habían fallecido a las pocas horas de nacer.
Estaba desesperado y, de la mañana a la noche, no hacía otra cosa que buscar entre el cielo y la tierra una señal de Wanadi que le iluminara.
Hasta que cierto día, mientras pescaba, vio caer del cielo —o quizá surgir de la tierra, no podía asegurarlo— una grandiosa criatura de cuyo pecho manaba una suerte de sangre negra y viscosa.
En condiciones normales el viejo jowai no habría dudado un segundo en considerar a aquel monstruo gigantesco un enemigo del inframundo y habría tratado de darle muerte con su cerbatana. Pero, como ya he dicho, estaba desesperado y aquel hallazgo, aunque sumamente aterrador, no dejaba de ser algo insólito.
¿De dónde había venido aquello? ¿Sería Wanadi quien lo mandaba? Desde luego no parecía un hombre, pero tampoco un animal: sus ojos, apenas entreabiertos, resplandecían como rayos de sol en el agua clara. Saltaba a la vista que estaba muy mal herido; a decir verdad, demasiado para ser un espíritu.
Su experiencia de chamán le decía que, fuera quien fuese aquel ser y viniera de donde viniese, no tardaría en morir porque se estaba desangrando. Durante unos instantes se preguntó si no tendría que hacer algo para tratar de impedirlo, pero luego comprendió que nunca se atrevería a tocarle y simplemente se quedó allí, sentado a poco más de un par de metros de distancia, viéndole morir.
Entonces el Maestro, apurando sus últimas fuerzas, abrió los ojos y le pidió en yekuana que le ayudara.
El jowai se puso en pie de un salto: ¿Cómo era posible que aquel extraño conociera su lengua? ¿Sería un genio Mawaari de las profundidades del agua...?
—¿Quién eres? —le preguntó el anciano temblando de miedo.
—Ayúdame —repitió el Maestro en un hilo de voz.
Pero el jowai no sólo no se acercó, sino que retrocedió dos pasos:
—¿Te envía Wanadi o vienes del infierno? —preguntó de nuevo.
El Maestro hizo un esfuerzo desesperado por incorporarse sin conseguirlo y entonces el viejo asió con fuerza su cerbatana. Mientras la herida seguía sangrando, el Maestro comprendió que se moría. No se arrepentía de lo que había hecho; sólo estaba un poco perplejo por la extraña liviandad de aquella muerte absurda. El dolor ya empezaba a aflojar, lo mismo que la vida, pero es posible que aún le quedara ese último minuto que necesitaba.
—Tiene que ser el agua... —susurró—. O quizá los peces. No comáis más pescado. A veces, un movimiento de tierra hace que se filtre el arsénico... Y todo se envenena... Has de marcharte con tu gente lejos de aquí, lo más lejos que puedas... Márchate ahora y ten paciencia... Los niños tardarán en volver...
Un escalofrío recorrió la espalda del pobre viejo, que se arrojó a los pies del herido.
—Pero ¿volverán? —preguntó en un grito.
Y sin esperar la respuesta, hundió su mano derecha en la tierra húmeda de la ribera y taponó con ella la herida del Maestro haciendo presión con todas sus fuerzas.
A partir de aquel día ya no volvieron a separarse. Su amistad duró seis años, tanto como la vida del viejo chamán; y fue el Maestro quien, como un hijo, le acompañó durante aquella última noche en que murió. Consumido por la fiebre, a duras penas podía respirar, pero no tenía miedo: sabía que pronto descansaría entre los otros chamanes y se bañaría en el Lago Celeste, camino del octavo cielo. En el preciso instante de su muerte, mientras todo se borraba de su memoria, su serenidad seguía siendo infinita y tan limpia, profunda y perfecta como su fe.
Cabe decir que el Maestro jamás trató de apartarlo de aquella fe; nunca permitió de ningún modo que sus actos o sus palabras minaran las convicciones religiosas del anciano; y, por supuesto, la causa última de todo ello no fue el sentido común, como parece, sino el respeto.
Así pues, a diferencia de lo que me ocurrió a mí, entre la realidad y la inocencia, el Maestro escogió la inocencia y acertó de pleno. Quizá por esa causa nunca tuvo que arrepentirse de nada; junto a su pueblo adoptivo —aquel aislado y pequeño grupo de yekuanas— pudo disfrutar sin límites de un grandioso viaje de regreso a los umbrales de la vida y, a cambio de aquel fantástico regalo, él les dio algo de un valor incalculable; algo aparentemente sencillo, como el casabe,[6] pero de ardua y compleja consecución: el corazón del bien y, al propio tiempo, el alma de la dicha, es decir, nada más y nada menos que el amor por la verdad.
En realidad se trató de un milagro cotidiano que tenía lugar cada mañana en una minúscula escuela al aire libre: poco más que un espacio en el suelo, junto al Atta,[7] donde el Maestro enseñaba idiomas, matemáticas, física, biología y astronomía, a un nivel tan alto y de una manera tan asombrosa, que habría hecho enloquecer de envidia a los mejores cerebros de la NASA.
Y es que el Maestro, que en otra vida había sido el biólogo más eminente de toda una era y luego un traductor brillante y experimentado, al final encontró su verdadera vocación entre los muros inexistentes de esa diminuta escuela en la selva, junto a los niños que volvieron a nacer algún tiempo después del envenenamiento de los peces.
La verdad es que aquella escuela no se parecía a ninguna otra; no tenía laboratorio ni biblioteca, ni siquiera tenía una miserable bombilla con la que hacerle frente a la oscuridad cuando caía la noche; su tiza y su encerado no eran otra cosa que una sencilla ramita sobre una fina base de arena bien limpia, pero aun así, aquellos pequeños yekuanas, con poco más de doce años, habrían sido capaces de contarle a cualquiera —en un buen español e incluso en inglés— cuál era el umbral de reabsorción de la antimateria o la dinámica elemental de un salto cuántico.
Seguro que no faltará quien se pregunte cómo fue que Wanadi siguió formando parte de su acervo; muy sencillo: porque la misión de Wanadi no era explicar el mundo, sino dar sentido y esperanza a los hombres y hacerles saber que estaba allí. Por esa razón, su lenguaje nunca fue el de la exactitud y la ciencia, sino el de la poesía, o sea, el más sabio, profundo, atemporal e inefable de todos los lenguajes, con la sola excepción de la música.
Así pues, allí todos cumplían su misión: el Maestro les infundió a los niños su amor por la ciencia, mientras que ellos, por su parte, siempre aceptaron como lo más natural que el Maestro pudiera leer sus pensamientos, gracias a lo cual se acostumbraron a ser completamente francos con él. Después crecieron y fueron sustituidos por otros niños en aquella escuela casi imaginaria, pero siempre siguieron conversando con el Maestro en el estado de profunda intimidad de quien habla consigo mismo; y hasta es posible que, a la larga, semejantes charlas contribuyeran a volverles más pacientes y reflexivos.
Comprender que no podían mentir porque el Maestro siempre lo sabría —y que tampoco podían mentirse, porque él era demasiado viejo para no darse cuenta de ello—, cambió su modo de ver el mundo y terminó por convertir la mentira en un hecho aislado y ridículo. Y así fue como, poco a poco, casi sin sentirlo, el pequeño asentamiento yekuana se fue transformando en un verdadero paraíso.
No cabe duda de que el Maestro sacó fuerzas para esa hazaña de la pura alegría de los niños, que era casi como un bálsamo para aquella otra herida, jamás cicatrizada, de la nostalgia; pero a veces, en la noche, mientras trataba de explicarles el peso colosal de las estrellas o la ingente magnitud de las distancias siderales, su mirada se detenía de pronto en un punto concreto del cielo, cerca de los cinturones de Van Allen. Entonces el Maestro volvía a notar la ausencia de la baliza en el pecho y el dolor se le hacía insoportable, mientras el frío resplandor de la luna iba llenando sus ojos de reflejos como si fueran lágrimas.
En realidad, no sentía la menor inquietud por sí mismo; hacía siglos que sabía que el tiempo de su vida propiamente dicho había pasado ya; pero después de cincuenta años en compañía de aquellos seres humanos, no podía tolerar la idea de que fueran a desaparecer sin más.
No conseguía dejar de preguntarse quién recordaría su curiosidad —su dulzura— cuando todos hubieran muerto como animales. Y no podía soportarlo. Demasiado tarde se daba cuenta de que había calculado mal sus fuerzas, porque cuando decidió exiliarse en este pequeño planeta para seguir su trágico destino, no tuvo en cuenta que el amor —el viejo amor de siempre— le acompañaría dondequiera que fuese. Y ahora todo ese amor, transformado en impotencia, le abrasaba el corazón; sentir que no podía hacer nada, que ni siquiera podía comunicar con nosotros, sencillamente le volvía loco.
Se preguntaba una y otra vez si no habría conseguido, de serle posible formularnos una petición, que accediéramos a llevarnos a los niños por lo menos. No obstante, lo cierto es que ya no tenía su baliza y no podía comunicar con nadie. De hecho, incluso había perdido un poco la noción del tiempo: sabía que se aproximaba el fin, pero ya no estaba seguro de cuánto les quedaba. Por ese motivo trataba de disfrutar al máximo de aquel edén perdido y de saborear cada noche como si fuera la última; pero aunque lo intentaba con todas sus fuerzas, a duras penas podía conseguirlo, porque el presentimiento de la próxima extinción de lo que amaba lo aplastaba todo a su paso.
Hasta que aquel 25 de mayo, poco después de las seis de la tarde, hora local, el Maestro hizo contacto conmigo y todo le fue devuelto en el acto, incluida la loca esperanza de salvarnos.
Al principio, sólo pensó en mí y en ese encuentro que yo había perseguido con tanto ahínco y que al final me costaría la vida; pero de inmediato se le ocurrió que mi sacrificio también podía suponer la salvación de los niños. Y algún resorte en su interior se puso en marcha.
Mientras venía a nuestro encuentro a través de la selva, en compañía de los muchachos que le acompañaban, no podía dejar de pensar en mi baliza y en todo lo que diría para convencer a los habitantes de la Base de que se llevaran a los niños.
Pero cuanto más lo pensaba, más cuenta se daba de la espantosa dificultad de las decisiones que habría que tomar. Porque, caso de que la Base accediese a acoger a los niños ¿cuál sería la edad límite para partir? ¿Los doce? ¿Los quince? ¿Los diecisiete? ¿Y los demás? ¿Tendrían que morir? Seguramente, aunque lo cierto es que no había ninguna razón para ello, porque en su inmensa mayoría no estaban contaminados.
Ocurre que la existencia en la selva es dura y breve, de manera que ya quedaban muy pocas personas vivas que fueran adultas cuando él llegó allí, en 1956. ¿Entonces, se dijo, no sería más razonable llevarse a todos los que tuvieran menos de cincuenta años? Pero ¿y éstos? ¿Accederían a dejar a sus padres y sus abuelos...?
Fue así, paso a paso, como comprendió que su plan era inviable, además de una completa abominación, y se apresuró a descartarlo.
No obstante, puesto que disponíamos de una baliza, continuaba siendo necesario tratar de hacer alguna cosa y, a poder ser, que no helase para siempre con su crueldad el alma de los posibles supervivientes.
Por suerte, cuando el Maestro llegó al helicóptero accidentado ya tenía un plan. Era bastante incipiente y un tanto absurdo, pero era un plan al fin y al cabo: o sea, algo que hacer para tratar de burlar a la muerte —o, por lo menos, para impedir que nos encontrase ociosos cuando viniera a buscarnos.
En nuestro descargo cabe decir que ambos estábamos muy eufóricos y que la situación era bastante desesperada, de modo que no era cosa de ponerle reparos a un plan posible, por delirante que fuera. Así que, en cuanto recuperé la conciencia, me sumé de inmediato a la empresa con todo mi entusiasmo y, una vez que hube reconfortado un poco a Walker, me apresuré a contárselo:
—Walker, tengo excelentes noticias que darte —le dije—: el Maestro ha ideado un plan para sacarnos a todos de aquí.
—¿A todos? —preguntó Walker.
—Eso es: al grupo de yekuanas con los que vive y también a ti y a mí.
Walker, loco de alegría, no conseguía articular palabra.
—Por favor, Walker —terció el Maestro—, te ruego que no te hagas muchas ilusiones; en realidad es una idea descabellada. Nunca la pondría en práctica de no ser porque no tengo ninguna otra salida y todo me parece mejor que sentarme aquí a presenciar la hecatombe sin hacer nada.
—En cualquier caso —le contestó Walker— nunca podré pagarle de ningún modo todo lo que ha hecho por mí; siempre que me encuentro con usted, me da precisamente lo que necesito; en la niñez fue ayuda y consuelo; en la madurez ha sido esperanza. Me gustaría que contase con mi vida como si fuera suya, para todo lo que pueda hacer falta; nada me complacería más en este mundo o en el otro que poderle ser útil alguna vez.
Nosotros, a diferencia de los seres humanos, no podemos llorar por más que nos emocionemos porque nuestros ojos carecen de lágrimas; ésa fue la única razón por la que el Maestro parecía el de siempre cuando le abrazó.
—Y yo cuento contigo, hijo mío —le dijo—, tanto como conmigo mismo. Por eso tienes que saber toda la verdad sin subterfugios: para poder ayudar. En realidad, estamos perdidos —prosiguió—; pero resulta que, a un día de camino desde aquí, hay un poblado con ciento cuarenta y ocho personas entre adultos y niños que confían en mí y a los que quiero con locura; por los que haría lo que fuera... ¿Me comprendes? Así que voy a tratar de sacarlos como sea antes de que llegue el Omnia. En cualquier caso, la muerte en el espacio nunca será tan terrible y espantosa como la que tendrá lugar aquí.
—Cuénteme su plan —le pidió Walker. Y en aquel instante, como por arte de magia, ya volvía a ser el hombre de acción, el valeroso capitán que no conocía el miedo.
—Verás, los últimos habitantes de la Base se marcharán de un momento a otro y la destruirán. Pues bien: vamos a tratar de convencerles de que no lo hagan para que podamos abordarla y alejarnos con ella de aquí.
—¡Pero eso es fantástico! —exclamó Walker.
—No lo creas, Walker. Para empezar, la Base es prácticamente una reliquia de la ingeniería espacial; la única cosa relativamente moderna que tiene es el camuflaje y nada más. Para colmo, no está hecha para viajar; por supuesto puede moverse de aquí para allá, pero no ha sido concebida para afrontar ninguna clase de viaje; y no sólo porque se desplaza a una velocidad subluz, sino también porque nunca soportaría las presiones estructurales de un verdadero viaje. Es como una especie de balsa, para que me comprendas; algo sobre lo que subirse y poco más. No obstante, si pudiéramos alejarnos bastante del punto donde tendrán lugar los mayores impactos, es decir, de aquí, de la Tierra, quizá tendríamos alguna posibilidad de ser propulsados por la propia inercia desencadenada por la explosión sin ser destruidos... Es una posibilidad remota, pero es una posibilidad: todo depende de que consigamos salir del epicentro de la colisión, por así decirlo, de que consigamos alejarnos lo suficiente...
—Sigue pareciéndome una idea colosal... ¿Dónde está el problema?
—Pues en que no habrá modo de mover la Base, Walker. Ya sería dificilísimo con toda su tripulación de especialistas dentro, de manera que imagínate lo que será moverla con ciento cuarenta y ocho indios yekuana, un viejo biólogo medio loco, un escritor y, por último, un espía norteamericano... Habrá que verlo para creerlo, te lo aseguro —musitó el Maestro.
Tengo que reconocer que me encantó que aludiera a mí atribuyéndome la condición de «escritor», pero lo cierto es que la situación no podía ser peor de lo que era.
—Ya veo... —reflexionó Walker en voz alta—. En fin, yo tengo alguna experiencia como piloto de helicópteros antiguos... Aunque no demasiada, la verdad —concluyó contemplando con cierta angustia lo que quedaba de la hélice del aparato—. ¿Y si al final no pudiéramos moverla? ¿Todavía quedaría alguna posibilidad de sobrevivir por pequeña que fuera? —preguntó.
Entonces el Maestro bajó la cabeza y fui yo mismo el que le contestó:
—No, Walker, me temo que no; ninguna en absoluto; la explosión nos haría pedazos.
—En ese caso —sonrió Walker—, tenemos mucho trabajo. Pongámonos manos a la obra —sugirió.
Y así lo hicimos.
Naturalmente, lo primero era comunicar con los demás para explicarles nuestra situación y nuestros planes y también para pedirles que no destruyeran la Base al partir.
No es que fuera complicado pero, desde el momento de la contaminación, el único modo de establecer comunicación con ellos era el conversor de la baliza: se trataba de apretar repetidamente el púlsar del aviso a intervalos de unos quince segundos hasta que el piloto pasara del azul al rojo; a partir de ese momento la propia baliza empezaría a traducir las comunicaciones a un lenguaje convencional —y por lo tanto seguro—, para lo cual era bastante conveniente emplear pensamientos de carácter asertivo, todo lo breves, limpios y concisos que fuera posible.
Parecía fácil pero yo no lo había hecho nunca y me daba un poco de miedo equivocarme. Tengo que decir que al Maestro le pasaba lo mismo que a mí; estaba nervioso y me iba haciendo sugerencias concretas al respecto. Finalmente el mensaje en cuestión vino a ser poco más o menos así: «He localizado al Maestro», «ambos estamos contaminados», «necesitamos abordar la Base cuando os vayáis», «la abordaremos para tratar de huir con unos ciento cincuenta terráqueos», «esperamos autorización e instrucciones».
Una vez que hube concluido mi mensaje, oprimí de nuevo el púlsar a intervalos cortos hasta que el piloto rojo volvió a ser azul y quedamos a la espera de la respuesta.
Diez minutos después seguíamos esperando. Un poco antes, yo le había sugerido al Maestro que volviéramos a intentarlo, pero él me había disuadido de hacerlo y me había pedido que no me pusiera nervioso puesto que era comprensible que tuvieran que deliberar un mínimo.
Al cabo de veinte minutos fue el propio Maestro el que me pidió que volviera a repetir la comunicación. Estábamos tan nerviosos que hasta Walker se dio cuenta de nuestra ansiedad.
—Pasa algo, ¿verdad? —preguntó.
—Por el momento, no contestan —respondió el Maestro.
—¿Y eso qué puede significar?
El Maestro y yo nos miramos sin saber qué decir; al cabo de otro minuto interminable el Maestro respondió sucintamente:
—Puede significar cualquier cosa: que están deliberando; que han formulado una consulta al exterior y esperan respuesta... O incluso que no funciona la comunicación... No lo sé.
—Pero en cualquier caso no es muy buena señal, ¿verdad? —insistió Walker.
—No; no lo es —le contestó el Maestro.
En realidad estaba más que seguro de que aquella demora no tenía nada que ver con las comunicaciones y lo que más le angustiaba, precisamente, era la consulta al exterior.
En efecto, que no hubieran contestado de inmediato sólo podía significar que se estaban efectuando consultas, lo que, en definitiva, quería decir que quizá alguien de gran sabiduría, pero también muy lejano y mal predispuesto contra «nuestras peligrosas y temerarias irresponsabilidades», al final iba a acabar resolviendo de forma implacable sobre nuestra vida. O sobre nuestra muerte.
Los dos teníamos un nudo en la garganta del tamaño de un puño, y Walker, aunque no estaba tan al corriente de lo que ocurría como nosotros, lo percibía perfectamente gracias a su portentosa intuición.
De pronto aquella espantosa espera se volvió insoportable; cada nuevo minuto que transcurría pesaba un poco más que el anterior; en un gesto de agotamiento e impaciencia, el Maestro se restregó varias veces los labios con los dedos y entonces Walker y yo nos dimos cuenta de que le temblaban las manos.
Tengo que reconocer que aquello me impresionó muchísimo: era la primera vez en mi vida que veía un temblor en sus manos y empezaba a parecerme inconcebible que fueran capaces de torturarnos de aquel modo.
Walker, por su parte, también estaba muy conmovido, aunque hacía todo lo que podía para disimularlo.
«¿Y si ni siquiera nos contestan?», se me ocurrió de pronto. Me estaba hundiendo en semejante idea cuando se produjo una pequeña oscilación en la luz y, a renglón seguido, el piloto del púlsar pasó del azul al rojo.
El mensaje de la Base fue sumamente lacónico: «Estamos de acuerdo pero necesitamos un poco más de tiempo. Os avisaremos en cuanto estemos listos».
Al oírlo a través de mí, el Maestro se llevó las manos a la cabeza en un gesto de júbilo; después de haber estado un buen rato al borde de una sima profundísima, mirando directamente hacia el abismo, se sentía tan aliviado que le faltaba el aire; era como si se estuviera ahogando en aquella franca e inabarcable gratitud.
Sin embargo, observada desde fuera —a ciegas, por así decirlo— su reacción resultaba muy confusa.
—¿Qué ha pasado? —preguntó Walker con la voz serena pero helada de quien espera lo peor.
—Han accedido, Walker, no te preocupes —me apresuré a añadir.
—¿Entonces nos vamos? —preguntó Walker.
—Sí. Ellos nos avisarán cuando podamos subir.
Durante un par de minutos permanecimos en silencio, extenuados, paladeando el sabor de aquel milagro y conscientes de su incalculable valor. Después el Maestro propuso que nos dirigiéramos al poblado para hablar con los yekuana, de manera que salimos al encuentro de los muchachos que habían estado observándonos.
—¿Es el Omnia? —preguntó uno de ellos en yekuana adelantándose a los demás.
—Sí —le respondió el Maestro en español tomándolo por el hombro y estrechándolo fuerte y dulcemente contra su costado—, es el Omnia que ya está aquí. Pero no os asustéis: tenemos una nave.
Y entonces los muchachos empezaron a saltar, a dar alaridos de júbilo y a abrazarse unos a otros.
—¿Lo saben? —me preguntó Walker en un susurro, completamente atónito, saboreando a fondo la paradoja de que aquellos chiquillos, a diferencia de lo que le ocurría al Pentágono, estuvieran al corriente de semejante información.
—Lo saben todo desde hace décadas —le respondí yo al oído—; por lo visto el Maestro pensó que ocultárselo era menospreciarles... En cualquier caso, ellos siempre creyeron que Wanadi les ayudaría y, según parece, por el momento tienen razón...
—Así sea —concluyó Walker sonriendo y, a continuación, nos acercamos a los chicos para sumarnos sin reservas a su alegría desbocada.
Era evidente que todo estaba transcurriendo de la mejor manera posible dadas las circunstancias —mucho mejor, de hecho, de lo que yo me había imaginado en mis momentos de mayor optimismo— y, no obstante, en mi interior había un profundo pesar, algo de lo que seguramente nunca llegaría a reponerme del todo aunque lográramos escapar.
En efecto, era la ausencia definitiva e irreparable de Gracia Durán, que se había quedado en Barcelona, esperando sola una muerte cierta y espantosa, sin otro consuelo que sus viejos fantasmas, más inertes aún, si cabe, a causa de mi imperdonable estupidez.
Una y otra vez me preguntaba cómo demonios había podido decir aquello de que «Dios no me parecía una hipótesis plausible»... ¿Qué otro modo había de explicar la magia sencilla y misteriosa de todos aquellos acontecimientos? Además, era más que posible, me decía yo, que si no hubiera sido tan obtuso —tan frívolo para decirlo con toda exactitud—, Gracia hubiera acabado accediendo a venir con nosotros; y ahora estaríamos todos en aquel lugar, encarando juntos el destino que nos aguardaba, fuera el que fuese.
Cuanto más pensaba en ello, más indignado me sentía conmigo mismo. Y Walker, por su parte, no conseguía comprender del todo mi estado de ánimo; no entendía la clase de vínculo que me unía a aquella mujer. Yo había procurado explicárselo pero, al parecer, sin demasiado éxito. Una noche, el Maestro trató de hacerlo por mí:
—A menudo el afecto, Walker —le dijo—, no tiene ningún motivo; es un bien gratuito y casual, lo mismo que la vida. Gracia es importante para él, como mis amigos yekuanas lo son para mí. Supongo que cuando me fui y le abandoné necesitaba alguien en quien poder depositar parte de aquel amor que le dolía tanto; por lo que se ve, él tampoco supo hacerlo a beneficio de inventario; y ahora es demasiado tarde, porque ya no puede soportar la idea de dejarla atrás y está sufriendo de lo lindo.
—Lo siento tanto... —musitó Walker—. ¿No habría algún modo de persuadirla...?
—¿Cuál?
—No sé... Quizá podríamos ir y explicarle con cuidado y claridad lo que le espera.
—¿A una mujer que tiene la nevera llena de insulina...? No serviría de nada —le contestó el Maestro—. Mira, yo sólo la conozco a través de vosotros dos, pero estoy casi seguro de que a Gracia Durán la vida le da muchísimo más miedo que la muerte; y eso es muy peligroso, Walker, mucho en realidad —concluyó el Maestro con un gesto desolado.
Yo tenía la misma sospecha que él; constantemente me preguntaba si seguiría viva. Quizá por ese motivo había ido demorando el momento de ir a verla por última vez para pedirle que viniera conmigo o para despedirme de ella. Me aterrorizaba pensar que llegaría a aquella azotea polvorienta y que no podría sentir su presencia porque ella ya no estaría allí: era como una pesadilla recurrente y cuanto más avanzaba el tiempo y más se aproximaba el momento en que tendríamos que partir, más miedo me infundía aquella última visita.
Además, ¿qué le diría si la encontraba? ¿Qué podía ofrecerle? ¿Mi amor...? ¡Qué tontería! Ella no quería mi amor, ni quería nada de mí. Y yo, por más que la quisiera y lo intentara, nunca podría devolverle su esperanza.
Una mañana el Maestro se me acercó con una preciosa pequeña de poco más de un año de edad dormida entre sus brazos. Sucintamente me pidió que comunicase con la Base y les advirtiese de que íbamos a utilizar la última plataforma de enlace, para que adoptaran la precaución de despejarla del todo. Se proponía visitar a Gracia en su casa de Barcelona, para lo cual, puesto que él no tenía baliza, era preciso que yo le acompañase.
Lo más asombroso de todo es que no parecía tener una idea clara de cómo proceder; pensaba ir allí y pedirle simplemente que se viniera con nosotros... Eso era todo. Y por lo visto pretendía ablandarla con aquella minúscula criatura que iba primorosamente pintada, que llevaba su bonito pelo oscuro y lacio cortado a la manera tradicional yekuana y que, como mucho, sería capaz de decir veinte o treinta medias palabras.
Confieso que me pareció una especie de chiste; sobre todo cuando me sugirió que pidiera un transporte para cuatro por si al final Gracia se decidía a acompañarnos.
El transporte llegó puntualmente y poco después, a las doce y cuarto de la noche, hora de Barcelona, descendíamos los tres en la azotea de la casa de Gracia. Nada más salir del transporte sentí su adorable proximidad y entonces, con una cierta amargura que se fundió con aquella tremenda alegría de saber que seguía viva, me di completa cuenta de hasta qué punto la había echado de menos.
La pequeña, que había viajado dormida para mayor seguridad —aunque el riesgo de contracturas musculares que es propio de este tipo de transporte sólo es significativo entre las personas mayores—, seguía plácidamente instalada entre los brazos del Maestro, que también se sentía muy aliviado de saber que Gracia no había muerto.
Por un momento, hasta tuve la impresión de que ese hecho le había proporcionado cierta inspiración, pero en seguida volví a sumirme en el desconcierto cuando, tras abrir la puerta del terrado, el Maestro me pidió que le aguardase allí. A la vista de mi tremenda decepción, me prometió que, si no conseguía convencerla de que viniera con nosotros, luego sería él quien me esperaría en la azotea todo el tiempo que hiciera falta mientras yo bajaba a despedirme de ella, de manera que accedí y, con enorme aprensión, le vi partir escaleras abajo.
Y, por más increíble que pueda resultar, lo que pasó aquella noche fue exactamente esto:
El Maestro bajó por la escalera y llamó a la puerta del sexto segunda, con la pequeña dormida en sus brazos. Gracia abrió la puerta y se lo quedó mirando fijamente sin decir nada; entonces él le preguntó:
—¿Sabe usted quién soy?
Y ella, con una mirada de absoluto estupor, y hasta de miedo, asintió con la cabeza.
—¿Puedo pasar? —le preguntó el Maestro.
Gracia vaciló durante un momento y luego se apartó; entonces el Maestro cruzó el umbral y, sin cerrar la puerta, en el propio recibidor, le preguntó:
—¿Ve usted a esta niña? —Gracia la miró sólo un instante—. ¿La ve? Pues necesita una profesora de música —continuó el Maestro—; tiene que partir de inmediato para un largo y peligroso viaje durante el que es muy posible que se muera sin haber tenido tiempo ni de aprender a hablar; pero si no muere, si tiene suerte y sobrevive, con toda seguridad necesitará una profesora de música.
Gracia le miró como si no entendiera lo que le decía y luego miró de nuevo a la niña que seguía durmiendo completamente ajena a la situación.
En ese preciso momento —doy fe de ello— Gracia tenía la cabeza totalmente vacía de todo lo que no fuera mantenerse lo más alejada posible del Maestro.
Entonces él, claro y terminante, haciendo caso omiso de su perplejidad, se limitó a decir:
—Recoja algo de ropa, lo más imprescindible; la espero aquí. —Y como sea que Gracia no se movía, añadió—: Dese prisa, por favor —y se la quedó mirando directamente a los ojos.
Gracia, muy turbada, retrocedió de inmediato hasta su cuarto y se sentó en la cama durante dos largos minutos, en el transcurso de los cuales todo fue posible. Luego se levantó, se pasó la mano por el cabello, volvió a salir al pasillo y preguntó:
—¿Ropa de verano o de invierno?
Es curioso, ¿verdad? Eso fue todo: el Maestro le ofreció un empleo y ella sencillamente lo aceptó. Parece ser que era justamente lo que necesitaba: algo que hacer. Proceder de otro modo habría sido inútil: a Gracia el amor había dejado de interesarle en el mismo momento en que murió Gabriel; era de ese tipo de mujeres que aman una sola vez en la vida y que, después del amor, sólo obtienen un poco de alegría de la concreta impresión de sentirse verdaderamente útiles.
De manera que, gracias a la sabiduría del Maestro y a su profundo conocimiento del espíritu humano, al final pudimos partir aquella misma noche de regreso a nuestro edén; en sus brazos viajaba la niña, que no se había despertado ni un solo momento, y en los míos, un tanto adormecida a causa del somnífero que le pedimos que tomara y bastante tranquila después de todo, mi dulce y adorada Gracia.
Por último, un día como cualquier otro, a las cinco en punto de la tarde, llegó por fin el aviso de la Base de que podíamos abordarla cuando quisiéramos.
Todavía no habíamos conseguido decidir cómo llevaríamos a cabo el traslado del poblado y, para poder zanjar aquel asunto, era muy urgente examinar las naves que quedaban en la Base, por lo que nos aprestamos a subir sin demora.
La cuestión del traslado de la gente estaba resultando un tanto complicada; desde muchos puntos de vista, una nave parecía lo más aconsejable, pero ninguno de nosotros estaba seguro de ser capaz de pilotarla con un mínimo de solvencia, lo cual podía llegar a resultar decisivo caso de ser avistados o atacados por alguna de las defensas antiaéreas de la Tierra, incluidos ciertos aviones de combate muy temibles. El transporte ordinario, por otra parte, ralentizaría considerablemente la maniobra porque nos obligaría a subir en grupos de cuatro, como máximo, pero en muchos sentidos sería más seguro, aun cuando, eventualmente, pudiera resultar doloroso para los más mayores.
Enfrascados en este peliagudo dilema, a duras penas fuimos conscientes de la emoción que nos embargaba, en especial al Maestro, que llevaba ausente más de cincuenta años, hasta el preciso momento en que estuvimos dentro del trasporte y empezó el ascenso.
Ambos nos preguntábamos qué efecto nos produciría aquella vieja Base que había sido como una patria diminuta, ahora que estaba completamente vacía. Justo un poco antes de penetrar en el último hangar comprendimos que nunca lo sabríamos, pero era demasiado tarde: la contaminación, gravísima, se había producido ya.
En efecto, la Base no estaba vacía en absoluto: todos sin excepción se encontraban allí; sólo faltaban los muertos. Por lo visto, aquel tiempo que habían solicitado en su comunicación no era el que necesitaban para irse, sino el que les hacía falta para volver. Y no nos lo habían dicho para protegernos: para impedir que a la postre nos negáramos a subir.
En aquel momento, mientras la totalidad de la Base permanecía desvanecida a causa de la contaminación, yo me sentía tan atrozmente culpable que me parecía que me iba a morir. Entonces el Maestro me abrazó y me dijo que no me apenara por nuestros compañeros ni tampoco por los muertos que vendrían; que guardara toda mi compasión para los que, desde el mismo instante en que la Tierra fuera destruida, tendrían que vivir para siempre con el peso de aquel genocidio en su conciencia.
Una vez que todo el mundo se hubo restablecido, los habitantes del poblado fueron trasladados a la Base sin problemas, en una nave mediana comandada por pilotos de primera.
Y yo diría que al final ha resultado que el Maestro tenía razón: no sólo no nos sentimos desdichados sino que, en cierto sentido, somos mucho más felices; la Base rebosa de vida por todos sus rincones; uno de los almacenes vacíos ha sido transformado en oratorio; otro en escuela de música; y muy al contrario de lo que hubiera cabido esperar, la convivencia es fácil y tranquila.
Ahora todos nuestros esfuerzos se centran en tratar de llegar a tiempo a una determinada latitud, más allá de la cual, hasta cierto punto, es razonable suponer que la explosión ya no nos destruirá sino que nos impulsará hacia adelante.
Sin embargo, el Maestro se muere de miedo; permanece horas y horas en el mirador escrutando el espacio. Todos en la Base perciben su angustia y le compadecen; hasta el pequeño yekuana que siempre le acompaña se ha dado cuenta de lo que pasa y de vez en cuando le coge de la mano y se la aprieta con fuerza. Ayer, con toda la convicción de sus nueve años, le dijo suavemente:
—No temas nada; Wanadi nos ayudará.
Y yo estuve totalmente de acuerdo con él: está en lo cierto; así es. No sé cómo se llama el Dios que nos ayuda, pero ya no tengo ninguna duda de que a su manera sigue aquí, con nosotros, observándonos fijamente desde algún otro mirador.
Este archivo fue creado
con BookDesigner
bookdesigner@the-ebook.org
7 de mayo de 2012