Los niños de Idlewild han sido creados mediante bioingeniería para aguantar los efectos del apocalipsis microbiano bautizado como la peste negra, que prácticamente diezmó a la humanidad de la faz del globo. Dieciocho años más tarde, una generación tanto humana como poshumana dividida en bandos, debido a la ingeniería genética que se utilizó para crearlos, está preparada para heredar la Tierra.

Pero mientras que uno de los bandos aboga por una evolución natural y el otro se empeña en perfeccionar a los individuos a través de la ciencia, una plaga incluso más letal surge de las cenizas de la peste negra. Su único propósito, el exterminio de la humanidad.

Tras el rotundo éxito de su primera novela, , que será próximamente llevada al cine, el hijo del célebre Carl Sagan demuestra con esta obra que merece haber sido aclamado como uno de los grandes de la nueva ciencia ficción estadounidense, y sumerge al lector en una historia trepidante que resonará aún después de haber terminado el libro.

 

NICK SAGAN

LOS

HIJOS

DEL

PARAÍSO

Traducción:

Myriam García Bernabé

 

Título original: Edenborn

Primera edición:

© 2004 Damned if I Don't Productions Inc.

Ilustración de cubierta: Fred Gambino via Agentur Schlück GmbH

Derechos exclusivos de la edición en español:

© 2009, La Factoría de Ideas. C/Pico Mulhacén, 24-26. Pol. Industrial «El Alquitón».

28500 Arganda del Rey. Madrid. Teléfono: 91 870 45 85

informacion@lafactoriadeideas.es

www.lafactoriadeideas.es

ISBN: 978-84-9800-456-4

Depósito Legal: B-3663-2009

Impreso por Litografía Roses S.A.

Energía, 11-27

08850 Gavá (Barcelona)

Printed in Spain - Impreso en España

 

A mi madre

 

La velocidad del sonido

nos alcanza.

El cielo se aproxima.

Local H, Heaven on the way down

Prólogo

La sala era blanca, estéril y aterradora; sería la última estancia que vería y lo sabía, lo sabía demasiado bien.

Con la vista borrosa y la tenue luz fluorescente en lo alto, apenas distinguía el cartel del umbral del dolor en la pared más alejada, en el cual aparecían caras dibujadas una al lado de otra. La única que parecía feliz y contenta era la del extremo izquierdo, de sonrisa cautivadora y relajante tono vincapervinca. Justo debajo podía ver el número cero, una respuesta a la pregunta de la parte superior del póster: «¿Cuánto dolor sientes?». Y junto al cero la palabra «ninguno». Pero a la derecha de la cara sonriente distinguió un colorido patíbulo de condenados que no sonreían, una sucesión progresiva de figuras víctimas de la tortura. Estaban ordenadas del uno al diez, «más dolor del que puedas imaginar», grotesca parodia del sufrimiento, una cara de color carmesí desfigurada por un angustioso y feroz alarido. Ceñudo, clavó la mirada en aquel semblante, detestándolo, sentía que, durante las últimas semanas, ese rostro se había burlado de él cada vez más. El gráfico en sí agravaba el insulto, inadecuado en lo que a él concernía, ya que «más dolor del que puedas imaginar» se hace imaginable en el momento de experimentarlo. Se convierte en un «Dios, no, por favor no». Y se puede sentir una y otra vez y, luego, se produce un dolor peor que hace que el número diez nos parezca placentero en comparación. Ese diez puede alargarse; existen el once y el doce. El pozo no tiene fondo, ahora lo sabía.

Echó una ojeada a la cara color verde pino, la primera parada en el trayecto al infierno con el número uno y esa expresión nerviosa. Expresión que decía «fíjate, ya no estoy sonriendo»; al contrario que mi vecino vincapervinca, estoy muy preocupado por mi estado. ¿No voy a sentirme peor que esto, verdad?». Recordaba esa sensación vívidamente cuando comenzó a enfermar, cuando todavía tenía fe en que la medicina descubriría una vacuna en el último momento. ¿Empeorará mucho la cosa antes de que me curen? Se había imaginado que no llegaría a lo peor. ¿Cuál es el precio por hacerse ilusiones? La mirada ciega del rostro verde aún parecía albergar algo de esperanza, ese optimismo suyo atrapado en un trazo bidimensional. Se percató de que lo odiaba incluso más de lo que odiaba la cara roja; lo odiaba porque pasaría por todos los colores del arco iris antes de transformarse, inevitablemente, en rojo y porque el número uno era demasiado estúpido para reconocer su sino. Lo peor de todo, se detestaba a sí mismo por odiarlo, lloraba amargamente la pérdida de aquel hombre alegre y despreocupado que había sido, un hombre con el corazón y el talante de alguien que parecía efímeramente inmune a las muchas y desagradables transformaciones que la enfermedad le causaría.

Conforme le subía la fiebre, se agarró el estómago dolorido y se preguntó si en realidad no habría engullido a la Muerte misma, tan fuerte era la dolencia que lo consumía desde dentro. Era injusto, este cebo engañoso que le había prometido una larga y próspera vida y que, en vez de ello, le había proporcionado una enfermedad que no solamente lo mataría, sino que acabaría con todas las personas que conocía y amaba, e incluso con las que no conocía y no amaba. La peste negra conseguiría diezmar a la humanidad y no era nada justo; la derribaría por medio de diminutos microbios. Se sentía como Gulliver capturado por los liliputienses, con la salvedad de que estos no reconocerían su valía y lo pondrían a trabajar como gigante defensor de sus tierras, sino que, al contrario, lo destruirían, lo consumirían y harían una fogata con sus más queridos anhelos.

Cuando el dolor disminuía, se exacerbaban las náuseas y viceversa, los momentos de alivio parecían tan escasos como las pepitas de oro en una mina de carbón y, para él, mucho más valiosos. En esos momentos de asueto, regalo del cielo, lloraba, aunque nunca tenía muy claro si lloraba la pérdida de su futuro, el de su esposa o el del mundo. No quería imaginarse así mismo como un llorica, por lo tanto, razonó que lloraba de felicidad ante un oasis en el desierto de su enfermedad. Y cuando el dolor y las arcadas regresaban, el oasis se desvanecía de manera tan rápida y fulminante que se acostumbró a considerarlo mero espejismo.

—No es real —masculló, con la garganta ardiéndole e incrustada en flema.

—¿Qué ocurre, cielo? —preguntó ella, mientras le secaba la frente con una compresa fría.

¿Cuándo ha regresado?

—Clemencia —dijo.

Igual solamente pensó que lo había dicho. El genoma del virus no contenía piedad alguna.

—¿Y tú? ¿Eres real? —preguntó, parpadeando muy rápido.

—Claro que lo soy.

Le tomó la mano y la apretó tan fuerte como pudo, luego asintió con los ojos cerrados.

—He estado delirando tanto que ya no sé lo que es real. Antes soñaba contigo..., pero... no estabas... no era...

Lo hizo callar y él asintió de nuevo, respiró hondo antes de sucumbir a un ataque de tos que lo obligó a ponerse de lado, en posición fetal. Ella le acarició el pelo y le preguntó si quería que avisara a la enfermera. No contestó, pensaba en el hijo que habían intentado tener y todas las cosas buenas que le había deseado al pequeño; o a la pequeña, le hubiera encantado igualmente tener una hija. Si hubiera vivido en otros tiempos, cuando las ansias de paternidad, prosperidad y larga vida aún eran prometedoras... Pero el destino lo había introducido en una era de incertidumbre y miedo, durante la cual las maravillas tecnológicas eran secundarias a las ideologías hostiles que arrasaban el planeta; infinidad de ataques y contraataques, pobreza y plagas entre las cuales la peste negra sería, sin lugar a duda, la mayor de todas y la última. Y aun así, había descubierto el amor verdadero, una flor fuerte y delicada por quien luchar y morir, una mujer que no solamente soportaba estar junto a él en sus últimas horas de debilidad, vómitos y terror, sino que lo consolaba durante aquellos terribles dolores y apreciaba esos instantes. Estaba eternamente agradecido de tenerla en su vida, aunque tuviera poco más.

Intentó incorporarse, pero no pudo, lo intentó de nuevo, recostó la cabeza en la almohada y la miró, enamorado, sin avergonzarse más de que ella lo viera de este modo, aunque deseando sentirse mejor en ese momento, lo bastante fuerte como para poner al mal tiempo buena cara y consolarla. Abrazarla, acariciarle el cabello y aliviar algunas de sus preocupaciones. ¿Por qué había tenido que enfermar él primero? Pensó que todo sería más fácil para ella cuando él muriera porque, aunque desconsolada, sentiría una sensación de alivio. Igual podría suicidarse y agilizar el asunto ese día, pero ella nunca se lo perdonaría. Solamente era cuestión de tiempo que ella ocupara su lugar en una cama del hospital y muriera al poco, ambos lo sabían, y el tiempo que le quedaba deseaba pasarlo con él.

—¿Quién cuidará de ti cuando yo muera? —le preguntó.

Ella se encogió de hombros:

—No pienses en eso.

—No parece correcto que tengas que cuidarme cuando vas a enfermar pronto y no habrá quien cuide de ti.

—Descansa.

—¿Qué te ha pasado hoy?

—Nada —contestó—. Estuve esperando unas tres horas y se negaron a recibirnos. Cantamos, rogamos, les suplicamos. Nos dejaron fuera de la valla, mirando.

—Como niños en el escaparate de una pastelería.

—Justo eso.

—Esos hijos de puta miserables —espetó—. No vuelvas allí.

—Oh cielo, pero tengo que volver —suspiró—. Tienen que hacerse cargo de lo importantes que somos.

—No contamos para nada.

—Pues entonces tienen que hacerse cargo de que vamos en serio. He intentado razonar con ellos, sobornarlos —dijo, negando con la cabeza—. Cada vez que voy, no me dejan entrar. Solamente me dicen que estamos en la lista y que nos llamarán cuando tengan sitio.

—No van a llamar.

—Llamarán.

—Están mintiendo. No tienen las instalaciones suficientes. Cientos de millones de enfermos, pronto miles de millones. Es un milagro que haya sitio aquí para mí.

—Pero, ¡la lista!

—La lista nada, nos dicen que estamos apuntados para que no nos pongamos violentos. Eso es lo que hacen, pero no van a seguir engañando a la gente mucho más tiempo. Prométeme que no volverás allí.

—Sabes que no puedo prometerte eso.

—Todos andan tan desesperados, locos. Hay algunos que opinan que el Gobierno tiene la cura, pero no la administran porque quieren reducir la densidad de población. El telediario dijo que en toda la Costa Oeste reina la anarquía y que es tan solo cuestión de tiempo que nos alcancen los disturbios.

Ella le cogió la mano fuertemente y dijo:

—No me importa. No me rendiré. Haré todo lo posible para que nos den una oportunidad.

—¿Qué oportunidad? Estáis comprando falsas esperanzas a un laboratorio de crionización. ¿Qué sentido tiene eso?

—Que nos congelen por si algún día encuentran una cura.

Se rió entrecortada y frágilmente:

—¿Encuentran? ¿Quién va a encontrar? Nadie va a sobrevivir a esto. A este ritmo, en un año habremos muerto todos.

Entonces ella le habló de una empresa llamada Gedaechtnis, que tenía un plan puntero, y le explicó acerca de unos niños extraordinarios y de cómo esos niños lograrían hacer un milagro cuando alcanzaran la mayoría de edad.

—No funcionará —dijo él—. Lo fastidiaremos del mismo modo que hemos estropeado todo lo demás; de la misma manera en la que hemos jodido el mundo entero.

(Treinta y siete años más tarde.)

Primera parte

El mundo

Pandora

Este es el mejor domingo de todos. Me encuentro dando un paseo por el parque y con eso quiero decir orillas soleadas, árboles que dan sombra y veleros que flotan por el Sena. Una infinidad de placer y ocio: parejas embelesadas mirando el agua juntas, familias que disfrutan de comidas campestres al aire libre y nadie tiene prisa. La hierba verde bajo mis pies y el cielo azul en lo alto. En las venas porto «el fin del mundo», aunque todavía no soy consciente de ello.

Un muchacho francés decimonónico pasa por mi lado como una figura borrosa. No es la velocidad lo que lo desdibuja, puesto que no anda más veloz que yo. Pero no es un muchacho, sino más bien un conjunto de puntos de color con la forma de un muchacho, como si los átomos de este fueran de algún modo perceptibles a simple vista. Me obsequia con una sonrisa y yo le sonrío también. Este chico rebosa juventud y regocijo, me recuerda a un futbolista joven a quien solía entrenar en mi adolescencia. Observo como un perro labrador de puntitos trota tras él y se detiene muy cerca de él para ver cómo su dueño de puntitos se inclina para arrancar unas liliáceas de puntitos. A distancia todo parece real, pero así de cerca se pueden ver las cosas tal cual son. No es este el caso en la mayoría de mis entornos donde la impresión de vida es casi absoluta.

Champagne me hace señas. En esta ocasión, se ha puesto el vestido de viaje bordado, una pañoleta de encaje, su elegante sombrero y el parasol. Yo soy el anacronismo con mi abrigo de flecos de cuero sintético, pantalones vaqueros azules y los pírsines de plata en las cejas. Aunque ninguna de nosotras encaja aquí porque somos las únicas que no olemos a puntillismo. Además llevamos las caras antiguas, las que nos asignaron los programadores y artistas en el mundo real mientras nuestros cuerpos dormían y dormían.

—Lo has retocado —me dice.

—Te has fijado. ¿Te gusta?

—No lo sé aún. Dime lo que hiciste —dice, arrugando la nariz.

—Jugué con el color, para que no pareciera tanto un cuadro —le digo, pasándole la botella de beaujolais que he traído para la ocasión. Tú eres la historiadora del arte, dame tu opinión profesional.

—Se trata de algo más.

—Sí, desactivé la composición automática. Cuando vuelves la cabeza, los puntos que componen los personajes tienden a moverse, a fin de ajustarse a tu perspectiva. Se colocaba para formar un cuadro puntillista perfecto donde quiera que uno mirara.

—Y ahora los personajes se comportan más como personas normales.

—Exacto, ¿no te gusta?

—¿Quién dijo que no me gusta? —dice, sonriente, mientras descorcha la botella—. Eres tan sensible, Pandora. No te preocupes tanto por el qué pensarán los demás.

—¿Y quién ha dicho que me preocupe? —respondo, cogiendo la copa una vez que me la ha llenado—. Salud.

—Eso, salud.

Chocamos las copas y brindamos por la segunda mitad de nuestras vidas: dieciocho años de maravillosa y terrible libertad. Hoy es el aniversario del día en el que se destapó la mentira, el día en el que descubrimos lo que éramos, de dónde veníamos y por qué. Es difícil no pensar en este día como un cumpleaños.

—Bueno —opina acerca del vino.

Lo es, esta reserva es fresca y no demasiado seca, ni la mitad de complicada que los vinos «serios» que ella prefiere. Te puedes quedar con tus buqués de roble, bayas y frutos secos, muchas gracias.

Le explico cómo he programado esta botella de beaujolais en particular, aunque no está interesada.

—Cuando vengas beberemos una copa de verdad —me dice, amenazándome con una botella de riesling de veinte años de solera demasiado seria que acaba de encontrar en un bar de Baviera.

A base de saquear las reservas de los muertos, lleva años coleccionando botellas en su bodega que supondrían la envidia de cualquier enólogo. Hoy en día todos somos aves de rapiña, así satisfacemos nuestros pasatiempos a cambio de la labor que llevamos a cabo.

Mi cometido es técnico: si algo se avería, lo reparo. Me encargo de la electricidad, comunicaciones, sistemas informáticos, RVI (Realidad Virtual Inmersa) y otras tecnologías inorgánicas de tal índole. No soy responsable de clonación o de la crianza de los hijos, no podría hacer lo que hace Champagne. El motivo por el cual he escogido esta ocupación es porque...

—Disculpa, Pandora, hay otro asunto que requiere tu atención.

—¿No puede esperar? Estoy intentando narrar una historia.

—Lo sé, pero también veo que no lo estás haciendo bien.

Ya estamos otra vez.

Deberías comenzar antes, cuando advertisteis que vuestro mundo no era real.

—Malachi, es mi historia y la cuento a mi manera. Dame un minuto, ¿vale?

—Me puedo permitir darte otros tres y luego deberíamos hablar.

—De acuerdo, tres minutos. Ahora lárgate antes de que me destroces el esquema narrativo.

El motivo por el cual he escogido esta ocupación es porque sigo aferrándome al pasado. Me crié en un Brasil falso y una América falsa, pero desperté en Bélgica, la de verdad, para descubrir que todas las pesadillas más disparatadas que había tenido eran ciertas. Cuando los niños eran pequeños, se lo enseñamos del modo siguiente:

Corrían tiempos desesperados, la peste negra barría a nuestros antepasados como una guadaña.

Los más inteligentes entre nosotros sabían que nadie sobreviviría.

Pero, ante la amenaza, algunos debían mantenerse con vida para continuar la especie.

Por ello, manipularon nuestro ADN y así nacieron bebés procedentes del genoma.

Pero ¿quién los criará?

Solamente los ordenadores servirían de algo cuando los demás estuvieran todos muertos.

Crearon un mundo falso para que los soñadores lo exploraran mientras nuestros cuerpos dormían seguros en el mundo real, sin saber que estaban solos en el mundo.

Nos esperaba una gran carga, al despertar vimos lo que se nos había ocultado y uno de nosotros enloqueció y actuó de forma traicionera y pendenciera; de los diez dejó a seis.

Ahora la batalla está ganada con cada uno de los nacimientos que tienen éxito.

La crianza de los hijos no es lo mío; me aterroriza la idea de traerlos a un lugar como este. Por eso me resulta más fácil trabajar entre bastidores y quedarme cerca de mi vida anterior al mantener y actualizar la Realidad Virtual Inmersa en la cual crecí. En el mundo real, visito a todos mis sobrinos y sobrinas; soy su tía favorita, y los quiero porque no soy del todo responsable de ellos, no como Isaac, Vashti y Champagne.

—Estoy deseando veros —le digo a mi compañera de copas mientras le sirvo otra—. Ojalá se nos uniera Isaac.

—Estamos más cerca de conseguirlo de lo que hemos estado durante un tiempo —dice.

—Espero que sea pronto, entonces.

—Es posible —me contestó, dándole énfasis a la palabra «posible».

No cree que vaya a suceder, y no está segura de si debiera. Hay mucha agua pasada con Isaac y no todo es de color de rosa.

—Imagínate si pudiéramos. Los cuatro juntos de nuevo, ¿con un mismo propósito?

—¿No estábamos hablando de tomar una copa? —preguntó Champagne, ceñuda—. Te deseo suerte si lo que pretendes es que los cuatro nos pongamos de acuerdo.

—Una cosa puede conducir a la otra.

—Siempre optimista.

—Por supuesto —digo, distraída unos instantes por un hombre de puntos que toca una corneta de puntos—, y si pudiéramos volver al buen camino, igual sacaríamos a los ermitaños de sus cuevas.

—¿La afamada reunión de alumnos? —sonríe, casi mofándose.

—Eso espero —le contesto.

—Eso es lo que me encanta de ti —dice—. Eres una cabezota, o una soñadora. Sea lo que sea, me encanta.

—Tiene que ocurrir —insisto—. Tenemos que dejar de lado nuestras diferencias.

—Eso díselo a Hal.

Eso es todo lo que tiene que decir porque Hal no habla con los otros, apenas conversa conmigo. No importa, aceptaré lo que quiera darme. Está escacharrado, pero me robó el corazón cuando éramos niños y aún lo tiene, e imagino que también está roto.

Champagne añade en tono sarcástico:

—Se le ha removido la conciencia de repente, ¿es eso?

Apartó la mirada.

—¿Y qué hay de Fantasía?

—Nada —digo—. No hay noticias, nadie sabe dónde está.

Champagne no ha herido mis sentimientos demasiado, pero cree haberlo hecho. A los demás les cuesta interpretarme a veces, es una dolencia habitual.

—Oye, lo siento —dice, tomándome la mano y apretándola—. De veras espero que recapacite y que todos volvamos a ser amigos, ya sabes que eso me encantaría.

Asiento con la cabeza y le aprieto la mano. No hay mucho más que decir al respecto y aún mucho menos que me apetezca decir.

—Cuando hables con Hal esta noche, dale recuerdos de mi parte, ¿vale? Nadie se ha rendido en cuanto a él se refiere. Excepto Vashti —dice—, pero ya sabes cómo es ella.

—Lo sé —contesto—. Besos a Vash y a los niños, hasta pronto.

Dejo a Champagne en Un dimanche aprés-midi à I'lle de la Grande Jatte y me traslado hasta un punto ficticio, a un entorno vacío que uso como plataforma de lanzamiento. Lanzo una bola de luz amarilla y negra intermitente y espero, pero no hay respuesta a mi llamada en forma de bola naranja y negra. Hal no debe de querer el regalo que le he traído. Miro la hora, espero un rato... Igual no está conectado.

Después salgo del sistema y me despierto en el mundo real. Un sucesivo estruendo me indica que fuera está lloviendo y me doy cuenta de que estoy igual de helada que el corazón de Mercurio. Mientras me froto los hombros para generar algo de calor, cierro las ventanas ante el diluvio. Fuera las nubes parecen contaminadas y extrañas, dándole la espalda a la tormenta voy a ponerme algo de ropa. Aún no hay ningún mensaje de Hal y ya han pasado varias semanas. Siempre hablamos en el aniversario, se supone que eso no falla, que puedo contar con ello. Así que quebranto mis normas sobre el respeto a la intimidad y examino los satélites, pero ese rincón del mundo se encuentra silencioso y tranquilo.

Haji

La interrupción me llega a los oídos cuando estoy mitad dentro, mitad fuera de una bañera redonda, haciendo un dibujo con el agua que ha salpicado los azulejos de cerámica del suelo. Mu'tazz me llama, golpeando la puerta de nuevo, los golpes disipan mi ensoñación como si esta fuera una bandada de pájaros. Me trae un mensaje de padre y luego se aleja con las gracias que le he susurrado. Estoy aterido, las velas desprenden más luz que calor y el frío me tiene paralizado aquí donde estoy, contemplando las yemas de los dedos, limpias y arrugadas debido a las abluciones de la tarde. Los callos desaparecen, es maravilloso cómo se curan. Un pequeño milagro, excepto que los milagros desafían las leyes de la naturaleza y esto lo demuestra. Basta. El sentimiento de culpa me saca de la bañera, a nadie le gusta estar esperando.

La lana y el lino se me aferran a la piel y la arena susurra bajo mis pies. Si hubiera vivido hace miles de años, en vez de arena hubiera sido hierba verde. Si contemplamos el pasado, todos los desiertos fueron vergeles exuberantes.

Un viento helado me envuelve, pero eso no me preocupa. El crepúsculo es mi hora preferida del día y hoy el cielo está despejado; puedo contemplar fijamente el lapislázuli infinito en lo alto y contar los puntitos de luz pura y blanca. La belleza que se observa solamente puede verse eclipsada por la que no se ha visto y, aunque las grandes distancias del espacio no me permiten contemplar trillones de mundos aparte, no pueden alejarlos de mi pensamiento. ¿Qué gira en torno a esa estrella? Esa, la más baja de la Osa Mayor. ¿Cómo será la vida allí?

Son preguntas que invaden todo mi ser. Si pudiera encontrar a Dios, le preguntaría una cosa detrás de otra sin parar, abandonándome a mí mismo para saborear las respuestas. A veces creo que si Dios diera forma a mis ideas, el universo se transformaría según mi pensamiento. Pero a fin de encontrar a Dios, primero debo encontrarme a mí mismo.

Mi padre es un hombre alto de ojos negros como el azabache; yo soy bajito con los ojos como el ámbar, no nos parecemos en nada. No es mi padre natural, aunque considero que la diferencia es insignificante.

Durante años no me pareció así, por mucho que lo quería y él me quería, el ADN era un océano entre nosotros. Bueno, en mi fuero interno, no en el suyo. Luché contra ese desapego mediante meditación y oración. Tuve que hacer uso de toda la paciencia que tenía a fin de aprovechar ese escurridizo momento, un instante de apego, de inmediatez, un instante victorioso de la conciencia espiritual superior, ese momento sagrado del ahora, justo ahora, en el que no existe ni pasado ni futuro, ni las diferencias entre uno y los demás. Lo encontré, y desperté, y me abandonó; pero al dejarme también disipó mis temores. No es fácil, pero puedo encontrar ese instante de nuevo, puedo encontrarlo en una noche como esta si el viento amaina y todo queda en calma. Es un instante de alegría que mi corazón llora cuando se desvanece. Mi padre lo mantiene consigo en medio de un tornado, de un infierno en llamas o en el fondo del Nilo, lo tiene, lo tiene siempre.

Mientras la mascarilla filtra las impurezas, oigo la canción de un pájaro. Saqqara no está desinfectada y hay una plétora de cadáveres. Dentro de la ciudad, los quebradizos esqueletos fingen dormir, mientras que en el desierto los carroñeros han desperdigado huesos humanos por doquier. El viento los esconde bajo la arena o los deja al descubierto, según se le antoje, y yo me doy cuenta mientras camino y acepto, taciturno, estos recordatorios de lo poblado que fue este lugar.

La mascarilla no solamente me protege de este ambiente, sino que protege al entorno de mí. El agua del aliento se convierte en sal y los depósitos de sal provocan grietas. Las grietas hacen estragos en las estructuras que esperamos poder restaurar. El tiempo ha ido acumulando muchos daños, las tumbas se deshacen lentamente debido a las ingentes cantidades de turistas descuidados que ahora yacen muertos, pero cuyo aliento perdura. Esto es penoso. Mis hermanos, hermanas y yo utilizamos microbios para desalinizar los monumentos y láser a fin de borrar las pintadas. Juntos hemos pasado gran parte de esta semana restaurando la pirámide escalonada de Zoser. No es una de las tradicionales en forma de triángulo, sino más bien un zigurat, con seis mastabas una encima de otra, cada una más pequeña que la anterior. Es la primera pirámide de Egipto, construida hace casi cinco mil años y, mientras cojeo en dirección a ella, me satisfago del trabajo que hemos realizado. La piedra caliza del armazón ha quedado limpia y sin marcas. La hemos reconstruido, la hemos pulido y le hemos devuelto el blanco calizo, de modo que la luz de las estrellas baila en la superficie.

Todavía queda tanto por hacer dentro de las tumbas, muchos ladrillos sueltos por reparar. Una restauración completa nos llevaría años y volveremos a casa en cuestión de unos días. De todas formas, es una buena obra, una buena lección y un buen desafío. Zoser construyó esta maravilla imponente con la esperanza de forjar una relación con Dios y eso es algo a lo que rendimos honor: rendimos honor al talento de su arquitecto, Imhotep, y al trabajo de innumerables trabajadores cuyos nombres se ha llevado el tiempo, rendimos honor a la cuna de la civilización, rendimos honor a nosotros mismos.

Cuando lo encuentro, mi padre está encorvado sobre el nuevo sistema de ventilación con las mangas de la camisa enrolladas. Está poniendo a punto el caudal de aire y la biorremediación, la finalidad es la de controlar el número de microbios desaladores y la frecuencia de salida de estos. Aunque me da la espalda, se vuelve al notar mi presencia.

—Salaam alaikum wa rahma-tullah —dice, deseándome paz y misericordia de Dios.

—Walaikum assalam —le respondo.

Me acerco a su lado y así trabajamos en silencio. Me fijo en el equilibrio delicado que se esfuerza por alcanzar y le ayudo lo mejor que puedo. Ajustamos, comprobamos, volvemos a reajustar y a comprobar de nuevo; tal es el proceso de tantas tareas en la vida. Dios nos ha bendecido con aptitud para realizar este tipo de trabajo y, pronto, logramos nuestro objetivo. Mi padre cierra el sistema herméticamente y asiente satisfecho, me despeina el pelo y sé que, bajo la mascarilla, está sonriendo.

Me pregunta si tengo hambre (no la tengo), si no tengo frío (casi), si me molestan hoy las piernas (no más de lo habitual). Hablamos en árabe, un idioma que me resulta difícil de escribir aunque pueda hablarlo de modo pasable. Como siempre se preocupa por mi bienestar, pero las preguntas son intencionadas. ¿Qué pretende? ¿Matha tureed?

Me pregunta que si me siento con fuerzas suficientes para viajar, un tópico manido y frustrante para mí puesto que padezco una dolencia degenerativa que hace que andar me suponga un gran esfuerzo. Más o menos logro ir arrastrando los pies, aunque estarme quieto es a menudo peor que moverme ya que las articulaciones y los músculos se me agarrotan si no los utilizo. Los viajes largos me cansan en demasía. Estamos tratando el problema con ejercicio, yoga, medicamentos y rezos. A decir de todos, el tratamiento funciona, algunos días mejor que otros, pero en la actualidad me siento más fuerte que nunca. Le refiero esto porque no quiero suponer una carga para mi familia. No hace falta demorar el viaje por mí, podemos regresar a Tebas cuando quiera.

—No —me dice—, no hablo de volver a casa, eso no es lo que quiero decir.

—¿Adónde entonces?

—Bahr —me contesta, cogiéndome del hombro para volverme en dirección norte y ligeramente este.

La misma dirección hacia la que él miraba. Bahr, el océano y más allá.

Es una grata sorpresa, una sorpresa ensombrecida por la tristeza. Mi hermana perdida se aleja del paraíso durante un agridulce instante, penetrando en mi corazón antes de volver al mismo, como debe.

—Has organizado un intercambio —le digo—. Ha pasado tanto tiempo.

—Demasiado tiempo —concede.

Ha hecho las paces con mis tías que viven en otro continente, donde nunca he estado.

—¿Que si quiero ir? Con toda certeza. Viajaré encantado.

Mis parientes alemanes siempre han estado demasiado lejos para mi gusto y, salvo ocasionales visitas, los conozco únicamente como espectros en conversaciones a larga distancia. Son mi familia, pero he abrazado a muy pocos de ellos. Son algo raros, pero no deberían serme desconocidos.

Por supuesto, hay razones que explican la distancia, tanto prácticas como afectivas. Con tan pocos de nosotros con vida en el mundo, sería insensato si viviéramos todos en el mismo lugar. Si se diera una catástrofe en Alemania, Egipto sobreviviría y viceversa. Así, no se juega todo a una carta. El motivo afectivo es bastante más complicado, antes de nacer yo, ya existía algo de enemistad entre los adultos. Mi padre no los odia, pero considera su postura incompatible con la suya; no poseemos las mismas creencias y no tienen por qué.

Cada alma sigue sus principios y lo que concuerda con unos puede no encajar bien con otros. La desgraciada realidad es que un accidente ha destruido la armonía entre nosotros. Mi padre lo perdona todo pero no olvida nada, y los considera responsables de la muerte de Hessa.

Cuando recuerdo a mi hermana, veo cómo aquella sonrisa desenfadada se torna fácilmente en una armoniosa y aterciopelada risa; con esa visión me viene el recuerdo del olor a menta fresca y suave que la seguía dondequiera que fuera. Luego imagino el tono de su cabello, vívido como un caballo a la luz del sol, caoba y muy cálido. Era la mayor de nosotros y algo más que una hermana para mí; recuerdo cómo me arrullaba en sus brazos, cómo compartía conmigo los tesoros más queridos de la biblioteca, cómo me ayudaba con la lengua y la aritmética, a estirar las extremidades, a abrir la mente y el corazón, y cómo me recordaba que tomara los medicamentos cuando yo solamente quería jugar. También recuerdo que a mi padre, cuando escuchó la noticia de su muerte, las lágrimas le caían por el rostro curtido. Fue la única vez que lo he visto llorar.

Penny

Anotación #292: La princesa y los monos —borrada—

Anotación #293: La princesa y la jugada ganadora —borrada—

Anotación #294: La princesa y el chiste estúpido —borrada—

Anotación #295: La princesa y la disculpa —borrada—

Anotación #296: La princesa y la moto levitante —borrada—

Anotación #297: La princesa y la tarta de cumpleaños —borrada—

Anotación #298: La princesa y la moneda sin echar —borrada—

Anotación #299: La princesa y las excusas —borrada—

Anotación #300: La princesa y las mariquitas —abierta—

¡Nuevo comienzo!

He borrado los otros diarios porque me apetecía. No tienes que agradecérmelo, aunque deberías. Páginas y páginas de galimatías infantiles. Ahora es cuando empieza la vida y lo que aquí deje grabado será lo trascendente.

Antes de continuar, voy a aclarar lo más fundamental.

Número uno: yo no soy como los otros niños.

Número dos: la razón por la cual me considero una princesa es porque vivo en un palacio. El palacio de Nymphenburg fue el hogar infantil de Ludwig II, a quien solían llamar el Rey Cisne o el Rey Loco o el Rey Soñador. Hace mucho que murió y, por si acaso andas pez en geografía, me estoy refiriendo a Munich que pertenece a Baviera, región de Alemania, parte de Europa, parte del mundo. Y si no sabes dónde está el mundo se te ha acabado la suerte.

Número tres: el nombre se lo debo a esa canción de Lung Butter, esa que va sobre las fresas, una chica y un desacuerdo. ¿La has oído? Dice así: «Juega Penélope, eres libre de ser yo y de no estar de acuerdo». Es cierto, yo estoy en desacuerdo con muchas cosas. Existen otras Penélopes famosas por ahí, como esa del poema griego La odisea.

Mamá dice que los cromosomas Y están sobrevalorados y por eso no tengo hermanos, solamente yo y mis hermanas y deberían llamarnos la «generación x» por todos los cromosomas X; en vez de eso, nos llaman los «bebés acuáticos». ¿Agua como H2O? Y H2O como en Humanidad 2.0, eso es lo que somos. Excepto que yo soy más bien como Humanidad 2.1 puesto que no poseo ningún gen malo. Soy toda nueva y perfeccionada.

En realidad, si alguien está leyendo esto, serás de la Humanidad 3.0, lo que significa que eres aún más perfecto que yo. ¡Qué Dios te pille confesado!

La palabra «Dios» es como una palabrota porque por aquí todos piensan que no existe. Todos menos yo, aún no me he decidido... Alguien tuvo que parir el mundo.

Y porque fantasee sobre una inteligencia creadora no significa que sea uno de esos locos religiosos que dejaron a la civilización lisiada. Mi mamá protestaría y diría: «Supuestamente dañaron a la civilización» y mi otra mamá diría: «Aquí tienes la prueba», y una de ellas pondría los ojos en blanco y la otra se enojaría, y así se enzarzarían durante horas y horas. Ya lo he presenciado antes. ¿Y a quién le importa eso de verdad? Quiero decir, vale, alguien tuvo que desencadenar la plaga, pero, quien lo hiciera, ya está muerto. ¿A quién le importa el resto? Ahora nos toca a nosotras, los bebés acuáticos somos soldados nacidos para sobrevivir a la peste negra. «Surgiendo de las cenizas», como dirían mis mamás.

Mi apellido es Pomeroy porque es uno de sus nombres, Champagne Pomeroy. El otro es Vashti Jai, con lo cual tengo donde elegir:

• Penélope Pomeroy

• Penélope Jai

En este momento, somos veinte personas en el mundo. Nymphenburg es el hogar de mis mamás, mis hermanas y yo. Mis primos viven en Egipto con el tío Isaac. En Grecia tengo una tía y ya van dieciocho. Luego existen un par de fantasmas flotando por ahí, uno en América y el otro quién sabe dónde.

Esta mañana me he encontrado un diario todo cubierto de mariquitas, todas pegadas, juntas, trepando unas encima de otras. Al menos había cientos, miles incluso, cositas con motas que se meneaban; muy bonitas, pero me han dado asco. A veces intento imaginarme cómo sería la vida si existiera tanta gente, encontrarse rodeado de esa manera.

Mis mamás son dueñas de Europa y de Asia; de las cuales heredaré una parte. Quizá el Reino Unido, al cual le tengo echado el ojo porque es una isla. Seré la nueva reina de Inglaterra y clonaré a mis súbditos (no demasiados, los suficientes como para que se cumplan mis órdenes, ¡ja, ja, ja!) y, conmigo al mando, el sol nunca se pondrá en el imperio de nuevo. ¡Viva la reina Penélope!

O igual Francia, me gusta Francia.

Hoy me he enterado de que se va a producir otro intercambio. Tres de mis hermanas intercambiarán puestos con tres de mis primos. ¡Gracias a Dios que a mí no me ha tocado! Tengo entendido que en Egipto hace tantísimo calor que uno no llega a sudar, ¡la transpiración se seca al segundo de salir por los poros! Olvidémonos, igual mis nuevos primos serán más guais que los últimos que vinieron. Aquella vez que ocurrió esa tragedia, uno de ellos murió, pero solía burlarse de mí, así que no me siento muy culpable respecto a mi papel en todo ese drama.

Ya es suficiente por hoy.

Cierre.

Anotación #300: La princesa y las mariquitas —bloqueada—

Pandora

En realidad no soy Pandora, soy Malachi, su ayudante artificial. Tan encantadora como es Pandora, no puede contar una historia así la maten. Por lo tanto, mientras que está indispuesta, he pensado aprovechar este rato y aclarar algunos puntos.

El mundo no ha acabado, ni acabará durante miles de millones de años. Solamente cuando el sol se hinche como un gigante rojo entonces el planeta Tierra tendrá motivos legítimos para asustarse. Del mismo modo, la civilización no ha sufrido amenaza grave alguna, a menos que uno defina la civilización desde un punto de mira estrecho, únicamente desde la perspectiva humana. Existen muchas poblaciones que prosperan: anfibios, reptiles, peces, aves, marsupiales, arácnidos, insectos, microorganismos y una amplia gama de mamíferos que continúan evolucionando e imponiendo algo de orden en el mundo según sus pautas de comportamiento.

Sin embargo, los últimos cincuenta años no se han portado bien con los primates. El denominado apocalipsis microbiano, la peste negra, cuya procedencia sigue siendo un misterio, casi los ha aniquilado. La masacre de la especie dominante en tal escala es bastante similar a la extinción de los dinosaurios. Cada era tiene que tocar a su fin y la era del hombre no es una excepción.

Aunque lo inevitable tendrá que esperar por ahora, puesto que los primates aún se aferran a la vida gracias a los extraordinarios esfuerzos de Gedaechtnis, una multinacional de biotecnología. Los hombres y mujeres de Gedaechtnis apostaron por la creación experimental y ganaron, crearon diez «posthumanos» mediante ingeniería genética protegidos de la plaga gracias a un sistema inmunológico sin igual. Como el sino de los humanos no era el de sobrevivir lo suficiente para criar a estos infantes tan valiosos, se tomó la decisión de encerrarlos en una realidad virtual y bajo los cuidados de programas informáticos que atendieran a todas sus necesidades. Pandora es uno de esos diez y yo soy uno de esos programas, aunque debo puntualizar que mi misión original no era la de ayudar directamente, sino la de realizar los ensayos beta con los otros programas que les hicieran falta.

Por varias razones, solamente sobrevivieron seis de los diez y, de esos seis, únicamente cuatro continúan comprometidos con la labor de repoblar la Tierra con humanos o posthumanos; causa que me parece noble cuando estoy de buen humor y la más negra de las comedias cuando me sobreviene el peor de los humores. Y estos cuatro: Isaac, Vashti, Champagne y Pandora siguen trabajando contra la extinción humana mediante el cribado de enormes reservas de material genético, engendrando nuevas vidas con las IA: incubadoras artificiales. A excepción de algunos pocos, todo lo que crean sobrevive a la peste negra. Los nuevos niños caminan por la Tierra, pero ¿qué tipo de niños son? Es aquí donde radica el problema.

Hay dos bases de operaciones, una en el norte y una en el sur. Vashti y Champagne dirigen la septentrional ubicada en Munich, Alemania. Nueve de sus creaciones aún viven, posthumanos perfeccionados mediante bioquímica e ingeniería genética a efectos de vencer a la peste negra.

La base meridional corre de la mano de Isaac y está ubicada en Luxor, Egipto, aunque este prefiere llamarla Tebas. Cinco de sus creaciones aún viven, seres humanos que, para mejor o peor, han de tomar medicamentos constantemente a fin de mantener la plaga a raya.

¿Por qué dos en vez de una sola base de operaciones? ¿Por qué difieren en cuanto a quién heredará la Tierra? Quizá porque las ideas que los infectan son incompatibles.

A menudo razono en términos miméticos: las ideas se propagan como los virus, saltando de mente en mente a través de la instrucción y la repetición. Isaac se ha infectado con un mimetismo religioso y autoabnegado que transmite a sus hijos. Vashti se ha infectado con un mimetismo que parece indicar que la naturaleza siempre puede mejorarse, cosa que transmite a los suyos.

¿Qué es el mundo sino una competición entre filosofías opuestas?

En ocasiones sueño despierto que Pandora, no con mi Pandora, sino con su tocaya de la mitología griega, destapa la caja prohibida y abre las puertas del mundo a las plagas.

En cuanto a mi Pandora (si puedo llamarla así), es suiza como yo, en gran parte apolítica, reacia a declarar una forma de vida superior a otra. Unidos, nos mantenemos neutrales y observamos, y ayudamos en la medida de lo posible.

Base septentrional: Vashti (36), Champagne(36) y sus posthumanos que son Brigit (15), Sloane(15), Penélope(15), Tomi (15), Isabelle(14), Zoé (14), Olivia (13), Luzía (13) y Katrina (9).

Base meridional: Isaac (36) y sus humanos: Mu'tazz (16), Rashid (16), Haji (15), Ngozi (13) y Dalila (10).

El equipo de servicios: Pandora (36) y un servidor de ustedes.

Desaparecidos: Halloween (36) y Fantasía (36).

Grosso modo, eso es todo. Por supuesto queda mucho de qué hablar y eso incluye cómo se sintió Pandora al descubrir que el mundo que había creído real durante su niñez, no era el mundo real en absoluto. Luego está la conmoción de ver la Tierra como un mausoleo azul, al menos en lo que concierne a los primates. Por eso se niega a regresar a Brasil y por eso su amigo Mercutio se puso a matar como loco. Además, está el más nocivo de los virus, el amor no correspondido que siente por Halloween. A veces una pregunta tiene varias respuestas, y estoy seguro de que las encontrará, pero, como ya he dicho, no tiene ni idea de cómo contar una historia, así que...

Aquí viene.

—¿Qué diantre pasa aquí, Malachi?

—Nada.

Haji

Al igual que las plantas ansían agua y luz solar, así el mundo tiene ansias de sabiduría y amor. Todos tenemos un papel que desempeñar en este caso: yo estoy encargado de cuidar de Ngozi y Dalila, mi hermano zorro y mi hermana rana. Mi tarea es la de ocuparme de ellos durante el inminente viaje puesto que soy el mayor de los tres. Padre, deposita tu confianza en mí. Las tragedias del pasado no se atreverán a acercarse, no lo permitiré.

—¿Por qué no puedo dormir? —me pregunta Ngozi.

Es como un zorro joven, demasiado independiente para llamarlo cachorro, pero aún juguetón y deseoso de alabanza; han transcurrido trece cumpleaños que no han dejado marca alguna en él. Aunque la pubertad le ha cambiado la voz y lo ha cohibido, sigue siendo ese niño bueno e inocente con quien crecí, aún con ganas de reñir conmigo, de volar cometas de combate de cola larga, de jugar a contar objetos y de contar historias alegres y ridículas sin moraleja.

—Sabes por qué —le respondo—. Pero finge que te puedes dormir y a lo mejor te dormirás.

Lo intenta pero no puede, o no quiere. Mañana es un día demasiado impactante en su mente. Me pregunta si pienso si será como ha dicho Mu'tazz.

—¿Todo oropeles materiales? No —respondo, bajando la voz y asegurándome de que mi hermano mayor no está presente—. No, debe de haber otras cosas.

—Así deberá de ser —responde, conforme, con los ojos castaños brillando a la luz parpadeante de la vela.

Cambia de postura y se coloca la almohada bajo la barbilla para mirarme.

—¿Puede ser como afirma Rashid?

—¿Una maravilla inexpresable?

No encuentro respuesta salvo decirle que lo descubrirá pronto. Mu'tazz y Rashid regresaron con dos impresiones diametralmente opuestas; sin un término medio. Ya no pueden soportar la presencia el uno del otro, y eso ha provocado tensiones familiares casi tanto como el fallecimiento de Hessa. Ojalá estuviera viva, así podría apaciguar los ánimos de nuevo y lo haría de tal forma que todas las partes interesadas se sintieran importantes y escuchadas. Además, no habría tenido la más mínima dificultad en satisfacer mi curiosidad y aplacar los temores de Ngozi.

Me pregunta si pienso que la experiencia nos cambiará.

—Estoy seguro de que sí.

Esto no le produce alegría, sino dolor, pero le recuerdo que siempre estamos en proceso de evolución, que es ley de vida.

—Pero ¿nos volveremos como Mu'tazz y Rashid? ¿Fanáticos y rebeldes?

—Por supuesto —le digo—. Y puedes ser el primero en escoger, fanático o rebelde, ¿qué elegirás?

—No me tomes el pelo —me responde, tirándome la almohada a la cabeza.

—Entonces deja de preocuparte —digo, devolviéndosela.

Y me detengo un instante, mientras uno de los refranes favoritos de mi padre me viene a la mente: «Abandonad este mundo, abandonad el siguiente, no abandonéis el abandono».

Nunca he logrado entender del todo el significado. Me ha contado sobre su infancia y entiendo un poco sobre la falsedad de su crianza. Pero el refrán es más profundo que todo eso, hay mundos externos e internos y cuando uno se separa de todos, ¿qué queda? ¿Dios o nada?

—Una cosa es cierta —dice Ngozi—. No voy a volverme a casa sin un beso.

Nuestras primas son tema de gran interés para él y no lo culpo en absoluto, la verdad. Son mujeres hermosas y están tan distantes como para servir de objeto a la imaginación rampante. Le garantizo que lo besarán; puede esperar besos en ambas mejillas tan pronto lleguemos.

—No es ese tipo de besos al que me refiero —me dice, saliendo del saco de dormir y poniéndose a deambular desnudo por la habitación—. Quiero a Olivia, ¿crees que le gusto, Haji? ¿Soy lo bastante guapo y encantador?

El nombre de la atrayente Olivia me llega a los oídos como una leve sorpresa, ya que pensaba que estaba chiflado por Tomi. Pues Tomi tendrá que contentarse con ocupar el segundo lugar, según parece. ¡Qué veleidoso es el corazón humano!, pensé.

Le afirmo que Olivia sería una insensata si no se enamorara locamente de él.

—Ya, pero esto no tiene futuro —se queja—. Cuando hablamos por teléfono no sé qué decir. Veo cómo me observa y es dulce y encantadora, pero cuando abro la boca no digo nada. ¿Qué tengo yo en común con un jinn?[1]

—Son nuestras primas —le explico—, no genios sobrenaturales.

—Sabes que son ambas cosas —me insiste—. Tú mismo lo has dicho muchas veces.

Cierto, las he llamado jinn porque no son exactamente humanas, son experimentos, como mi padre.

Yo soy humano al igual que mis antepasados, pero mi padre Isaac no lo es. Él es genéticamente inhumano, un contratiempo evolutivo, una rotura de la cadena. Aunque al hablar con él no se nota porque parece bastante humano, demasiado humano en algunas ocasiones. No obstante, es algo más, es nuestro genio (pienso a menudo), un ser moldeado de fuego sin humo, en vez de la arcilla. Como si Dios hubiera creado primero el universo y a mis hermanos y hermanas después, haciendo una pausa a fin de insuflar vida a los ángeles quienes nos alejarían del mal. Yo no soy un ángel —me ha dicho mi padre.

Y es probable que la chispa de la existencia provenga nada más que de los científicos aquí en la Tierra: el trabajo del Hombre y no de Dios. Ahí radica la paradoja puesto que Dios mora entre nosotros. «Busqué a Dios y solo me encontré a mí mismo. Me busqué a mí mismo y solo encontré a Dios», es un dicho que tenemos.

—Si son verdaderos jinn, tendrás ocasión de preguntarles qué implica serlo —le digo a mi embelesado hermano—. La felicidad se puede alcanzar, lee el cuento de Tishawdibyan, una hermosa genio marina que se casa con un hombre y le engendra dos hijos.

—Esa historia no tiene un final feliz —me dice.

Suspiro.

—Ngozi, eres de ideas fijas.

Sonríe nervioso y asiente con timidez.

—Tienes razón. Lo siento, hermano.

—Duérmete.

Minutos más tarde, me hace caso aunque yo no sigo el ejemplo. Estoy despierto en el saco de dormir escuchando la inspiración y espiración de su pecho. Noto que el tobillo izquierdo se me ha agarrotado y me duele, lo flexiono hacia adelante y hacia atrás con la esperanza de aliviarlo. Estoy rodeado de grandes libros en esta biblioteca acogedora, aunque acre, donde hemos acampado. Sin embargo, no estoy de humor para leer ni soy capaz de dormirme. Al otro lado de la sala unas voces interrumpen mis intentos de meditación; una más fuerte que las otras y, mientras escucho, mi opinión vacila entre si se trata de una conversación, un sermón o una discusión.

Con la curiosidad del gato, me deshago del saco, me envuelvo en una bata y salgo de puntillas sobre el tobillo dolorido. Detrás del lugar de lectura y las estanterías de investigación encuentro la oficina del bibliotecario, donde mi padre se interpone entre mis hermanos mayores porque se han caldeado los ánimos. Mu'tazz está citando las escrituras y Rashid lo maldice por explotar la frágil mente de una niña de diez años.

—No tienes que picarla con tu veneno de víbora, guárdate esos malditos temores.

—Todos deberíamos temer a las llamas del Infierno —responde Mu'tazz—, o estaremos perdidos.

—Suponiendo que exista el Infierno, que no es cierto —se burla Rashid—. Y aunque lo fuera, es solamente una niña. Dalila es una niña pequeña y está nerviosa por el viaje, no hace falta que le hables del Infierno y que le metas tanto miedo acerca de su alma inmortal.

—¿Miedo? Ah, sí, deberíamos ser musulmanes temerosos de Dios, obedientes. Él destruyó el mundo con la plaga como hizo con el diluvio en tiempos de Noé.

—Eso no es lo que...

—Hermano, te ruego que calles y me escuches. Estate atento a la Segunda Llamada, el Segundo Reclamo. Lo que se avecinaba, ya ha llegado.

»Son los últimos minutos del Día del Juicio en el que algunos serán envilecidos y otros alabados. Acojamos la verdad con los brazos abiertos. Obedezcámosle y seamos alabados así. ¿No prefieres la recompensa del Paraíso al fuego y las inmundicias del Infierno?

—Mira en lo que te has convertido: fuego y deshechos. ¿Cómo puedes explotar las pasiones más fundamentales? ¿Y dónde está tu compasión, Mu'tazz?

—¿Estás loco? ¿Acaso no hablo por compasión? ¿Por qué crees que os digo esto? ¿Por qué crees que me esfuerzo por salvar a Dalila?

—Porque mal de muchos es consuelo de tontos, y porque los cobardes no se sienten tan cobardes si han insuflado sus temores en otros.

—Temer a Dios no es algo por lo que avergonzarse —dice Mu'tazz—. Lo vergonzoso es abandonarlo.

Rashid no encuentra respuesta inmediata, igual se le agolpan demasiadas al mismo tiempo y compiten por escapársele de la garganta.

—Ya basta —dice mi padre.

La mirada sombría que detiene a Rashid, lo desafía, lo encoleriza aunque, de algún modo, lo conmina a no contestar a Mu'tazz. Y así, se vuelve hacia Mu'tazz. Durante un instante, que parecen dos suspiros, no dice nada, pero luego se pronuncia:

—«Dios, si te adoro por miedo al Infierno, envíame allí. Si te adoro con la esperanza del Paraíso, exclúyeme del mismo. Pero si te adoro porque eres Dios, no me prives de tu eterna belleza.»

Es una cita de Rabi'a al-Adawiyya quien siguió el camino del sufismo. Mi padre también lo practica, sigue ese sendero; yo también lo sigo. Rashid ya no lo sigue, ha elegido el ateísmo. Además oigo el hiriente sonido que hacen los pasos de Mu'tazz al darle también la espalda.

—Si uno sigue el islam —le dice a mi padre—, no puede haber nada más.

Desde hace tiempo imaginaba que se sentía de ese modo, pero escuchar esas palabras tan rotundas es otra cosa. Yo no creo eso, nosotros los sufíes reconocemos la unidad esencial de todas las religiones del mundo; somos musulmanes, hindúes, cristianos, budistas, judíos, zoroastristas y bahaístas. Eso me enseñó mi padre, que todos los caminos conducen al centro.

Mu'tazz aún nos quiere, aunque nos considera transgresores y, ahora, apóstatas del islam. Desde que Hessa murió, he ido observado cómo rechaza un creciente número de las enseñanzas de mi padre a favor de una interpretación del Corán al pie de la letra. Desde luego, está en su derecho, y ese libro contiene muchas cosas maravillosas al igual que muchos otros libros contienen maravillas, pero yo no creo que Dios quiera ser temido.

Puede que esto signifique que no soy buen musulmán, quién lo sabe, solamente Dios. Sea lo que fuere, espero que me ame como yo lo amo a Él.

Me pregunto si debo hacer notar mi presencia cuando el dolor del tobillo me hace moverme; el ruido me delata. Padre me oye y se da la vuelta.

—Haji, vete a la cama. Regresó al saco de dormir y sueño que mis hermanos me velan toda la noche: Mu'tazz hablando de fe y Rashid de libertad. El alba despunta con la certeza de que al menos una de esas visitas no fue un sueño, pero no logro recordar cuál de ellas.

Penny

Anotación #301: La princesa y el panorama general —abierta—

Malas noticias. A pesar de que yo no voy a ir al sur, mis mejores amigas en todo el mundo sí se van. Izzy y Lulú van rumbo a Egipto; también Sloane, pero ella se puede quedar allí hasta el fin del mundo, aunque descansar de Sloane no merece la pena si me quedo sin amigas.

Izzy, de Isabelle, es, según la clasifico, nuestra segunda mejor alumna y la cuarta mejor atleta; puede que la tercera mejor, depende de si se siente motivada o no. Es inteligente y divertida, y de actitud relajada, demasiado relajada pienso yo. Es amiga de todas, incluso de esas brujas de Brigit y Sloane. Eso es lo que más me molesta de ella, creo que en parte es suiza porque es tan diplomática... Mamás dicen que sus cromosomas proceden en su mayoría de estirpes genéticas nigerianas mezcladas con ceilandesas y hondureñas.

Lulú, de Luzía, me da pena. Es quizá la séptima mejor estudiante que tenemos (y eso ya es pasarme un poco) y en atletismo la pongo la última. No se puede esperar mucho de ella ya que su ADN no da la talla. Los bebés acuáticos no han sido todos creados de igual forma: no todos resultan tan perfectos como Izzy, mucho menos como yo. Es una lástima porque Lulú me gusta de todos modos. Es muy agradable y con sorprendentes dotes musicales, compone casi tan bien como yo. Está escribiendo su primera ópera y, por lo que he escuchado, es bastante buena; me recuerda a mi primera composición cuando sentía debilidad por la commedia dell'arte y me gustaba jugar con la dodecafonía.

Las voy a echar en falta. A pesar de lo que aborrezco admitirlo, no soy la más popular en Nymphenburg. La gente parece, bueno, supongo que la palabra es «intimidada» conmigo porque hago que se sientan inadecuadas. Esa no es mi intención, es que a veces sucede así a pesar de que me esfuerzo por tranquilizarlas. En un mundo ideal, no sería de esa manera. ¿No deberían de admirarme e intentar aprender de mí en vez de ser estúpidas y mezquinas? Pero nada, no lo hacen. ¿Por qué molestarme por ellas? En realidad no las necesito para nada. En cuanto a mis primos, espero que nos llevemos bien; pero si no, me da igual, me hacen menos falta que mis hermanas.

No me malinterpretes, la familia es la familia. Uno no puede escapar de la familia incluso cuando así lo desea, se queda con uno toda la vida de una forma u de otra. Pero lo que más detestaría es tener que depender de ellas. Si diéramos marcha atrás unos cincuenta años, podría largarme a un mundo densamente poblado, conseguir un trabajo, ganar muchísimo dinero y vivir según mis normas. Quizá dentro de otros cincuenta sea así, aunque hoy no estamos de suerte. La peste negra casi ha exterminado la civilización con lo cual hay que sacrificarse. Como si toda la historia se hubiera precipitado por un acantilado y estuviera aferrándose al borde con las uñas de los dedos. Mis Mamás, tías y tíos son las uñas de la historia y mi generación, los dedos.

Aquellas dicen que hay que destruir la enfermedad y rehabilitar la tecnología, hacer más bebés acuáticos y establecer la clase de sociedad que se merece nuestro planeta. Eso es todo un plan, pero ¿y yo qué?, ¿qué papel desempeño?, ¿cómo consigo la vida que deseo? Algunas personas nacen para formar parte del rebaño, yo no. Existen pocas alternativas para controlar mi destino y situarme de forma que nunca tenga que depender de los demás y que, en vez de eso pueda prever con entusiasmo lo contrario: un futuro en el que los demás dependan de mí.

Uno: la política. Mis Mamás se hacen mayores y tan solo es cuestión de tiempo que mi generación tome el relevo. Una de nosotras se quedará con gran parte del proceso de toma de decisiones. Es un premio tentador, pero ¿podré ganar este concurso de popularidad? Incluso si lo ganara, estaría al servicio de los caprichos de mis hermanas. Eso no me vale.

Dos: el arte. Aunque lo intentemos no solamente de pan nos alimentamos, ahí es donde la pasión creativa entra en juego. No quiero echarme flores (bueno, sí, me las echo, me has pillado), pero con la música, lo que escribo y mis planes para el mundo, estoy a la cabeza a la hora de alimentar tanto la mente como los sentidos (salvo por el del gusto, ¡no valgo como cocinera!). Por mucho que me complacería ser nombrada la voz cantante de mi generación, no lo veo un puesto de trabajo seguro: demasiado politiqueo, demasiadas oportunidades de que otros me roben la primicia.

Tres: la epidemiología. Entre las mejoras genéticas, los inmunorreguladores y RAPN hemos detenido la plaga y conseguido unos resultados magníficos. Esto no quiere decir que la plaga no contraataque; cierto que no tenemos síntomas, pero todos somos portadores. Los retrovirus como la peste negra sufren mutaciones rápidas y pueden desarrollar nuevas cepas que se cuelen entre las líneas de defensa. O sea, que estamos a un desagradable paso mutante de la eternidad, que le pregunten a mi prima Hessa. Por fortuna, la cepa que la mató no tuvo ocasión de infectar a nadie más.

No hace falta que mencione que es una excelente oportunidad para convertirse en héroe, quien logre erradicar esta cosa será digno de adoración eterna... Pero ¿se puede conseguir? Mis mamás llevan intentándolo durante años sin lograrlo del todo, digamos que a lo mejor podremos.

¿Sabes lo que es RAPN, no? Significa retrovirus analéptico de la peste negra; abreviado, utilizamos un retrovirus para inhibir el otro. Es como enviar a un delincuente a la caza de otro delincuente en vez de llamar a la policía.

Cuatro: la tecnología. Gran parte de los recursos andan maltrechos, podridos o agotados (las fuentes de energía, la agricultura, el transporte, las comunicaciones, la manufactura y demás). Solamente existen algunos enclaves donde algunos tomaron precauciones contra este tipo de daños. Munich, por ejemplo, se volcó en la construcción de un sistema dependiente al cien por cien de la energía solar, lo cual resulta estupendo si nos referimos a un puñado de personas, pero si vamos a repoblar el planeta Tierra alguien tendrá que llevar a cabo una vertiginosa cantidad de trabajo para hacer que la vida sea soportable. Esta es la que me quita el sueño, mi cuestión favorita, y no porque quiera encargarme de tanto trabajo, sino porque ahí es donde reside la verdadera clave del poder.

Yo lo apuesto todo por el Edén, donde me gasto todo el dinero, donde todos se gastan el dinero. Una droga para los sentidos, la RVI o lo que quieras llamarla. El país de las maravillas de la simulación y el mejor invento de nuestra era. Aunque no vivimos allí, no como la generación de mis mamás que crecieron dentro, nos introducimos muy a menudo y no solo para hacer los deberes, también para evadirnos. Las mejores comedias, tragedias, los mejores juegos, deportes, lo mejor del arte, la música, la comida; lo más liviano, lo más divertido, la oportunidad de diseñar tu entorno y desarrollarlo a tu gusto. Puede que no sea «real», pero nos satisface y la mayoría de nosotras preferiríamos la agradable magia informática a la realidad cualquier día del año.

A mis hermanas les encanta conectarse al Edén y esa es la cuestión, es nuestro punto débil. Mamás lo utilizan para motivarnos, aunque me doy cuenta de ello y de lo adictivo que es. Entonces la pregunta es, ¿cómo me quedo yo con esa trampa? La respuesta es sencilla: si demuestro cierta afinidad podré heredar la RVI y así todos los adictos tendrán que venir a mí.

La tía Pandora la controla desde Grecia. ¿Qué puedo hacer para convencerla de que me enseñe los secretos que esconde o que me acepte como aprendiz? Ya he dejado caer algunas indirectas a mis mamás, casualmente, porque no quiero parecer brusca o demasiado interesada. Seguro que se decantan por mí, al menos Champagne lo hará. No estoy segura de Vashti puesto que es la más estricta. Vashti me recuerda a los cangrejos, a ras de tierra, ágiles y acorazados, con lo cual es difícil penetrarla. Champagne es mi mamá más alta, más agradable y más relajada. Siempre me dirijo a ella cuando necesito algo, salvo que sea una nimiedad y entonces voy a Vashti que es quien lleva los pantalones en casa y por eso a veces las llamamos el VC y nunca el CV.

Pandora, el factor X: nunca me he llevado bien con ella, al menos desde que me regaló aquella caja de música por mi octavo cumpleaños; una caja de madera de cerezo y olmo engastada en latón y nácar. Un bello regalo que rompí pasada una hora y todos me culparon por ello aunque, en gran parte, fue culpa de Brigit... ¡Por no mencionar que el trasto tenía doscientos años! De todos modos, parece que no se fía mucho de mí. Tengo que idear algún favor que yo pueda hacerle porque no estoy segura de que mamás puedan obligarla a enseñarme nada si Pandora no lo desea.

Al tío Isaac ya lo he descartado del todo con buen motivo, y la tía Fantasía y el tío Halloween están muertos o como si lo estuvieran, según a quién preguntes. Así pues, el panorama general se presenta del modo siguiente: son mamás y Pandora las que más importan y mi cometido es impresionarlas y aprender de ellas y ser la mejor en todo. Si las complazco, me convertiré en la mayor emprendedora de mi generación.

Ya tenía que haberme ido a la cama y cada minuto me saldrá caro, mañana tendré que hacer tareas extra para cubrir el cupo, pero quería escribir todo esto. Ahora siento que he descargado la mente y es un gran alivio, ya que cuando pienso en demasiadas cosas tengo pesadillas.

Cierre.

Anotación #301: La princesa y el panorama general —bloqueada—

Haji

Miles de millones habitaban la Tierra y muchos de ellos eran buena gente devota. ¿Puede una religión ser tan «acertada» que quienes la ignoran sufren el peor de los castigos imaginables? ¿Son todas las religiones producto del hombre menos una? Sospecho que hay más «senderos acertados» que estrellas en el firmamento y que deberíamos adoptar la sabiduría allí donde la encontremos. Esto es lo que me dicta el corazón y lo creo.

Estoy sentado junto a mi hermanita rana quien ha pasado la noche pensando en vientos abrasadores, calderas hirviendo, humo negro espeso y llamas eternas.

—Serán tan pocos los que se salven de ese destino —me informa con solemnidad, refiriéndome lo que el hermano mayor le ha advertido.

—Rana —le digo—. ¿Te parece que Mu'tazz es feliz?

—A veces.

—¿Baila?

—No como solía —reconoce.

—Dios me respeta cuando trabajo, pero me ama cuando bailo y canto.

Hace una ligera mueca ante esta pequeña verdad, pero percibo que me está escuchando; se preocupa demasiado mi hermana pequeña y, observar cómo le da vueltas al asunto de este modo, me entristece.

En una ocasión mató a una serpiente. Mientras recogía piedras una noche cálida de verano destapó el nido de una culebra corredora que se alzó de repente sorprendida, siseando, con la boca abierta, en forma de triángulo, mostrando los colmillos. No huyó ni gritó, le chafó los sesos con la pesada piedra que llevaba en la mano. La serpiente se retorció, enrollándose hacia dentro como si pretendiera escapar al hacerse un nudo gris. Dalila la liquidó de siete golpetazos y, aunque no era venenosa, podría haberla herido. La encontramos deshecha en lágrimas, una cosita asustada y arrepentida, con la piedra aún en la mano. La consolamos y la alabamos, asegurándonos de que la serpiente no la había mordido. Algunos la llamaron Ibis, como la famosa mata serpientes, pero Dalila no estaba orgullosa de la hazaña. La noche siguiente, la ayudé a enterrar a la pobre criatura y, hasta el día de hoy, aún reza por ella.

Sentados juntos cantamos el zikr, la invocación de Dios, hasta que la perspectiva de las llamas del infierno queda olvidada y, después, uno las manos y hago como que estoy removiendo el aire con un cucharón gigante. La tontería la hace sonreír y yo también sonrío, contento de haberla consolado.

Después de meter los últimos medicamentos en el equipaje, intento cruzarme con Rashid.

—¿Estás preparado para el viaje?

—Sí, lo estoy.

—Estoy contento por ti —me dice—. No solamente verás cómo viven las privilegiadas, sino que podrás pasar por esa experiencia tú mismo.

—Siguiendo tus pasos.

—Eso espero —dice—. De todos modos, estate preparado a percibir nuevos horizontes.

—Si estás buscando a nuevos adeptos, te vas a llevar un chasco, Rashid.

—Adeptos —dice, riendo con la mirada chispeante.

—No quiero formar parte de esa taciturna guerra. Tú y Mu'tazz criticáis a padre, pero su forma de vida es buena, y una visita al norte no la empobrecerá ante mis ojos.

—Pero sí es algo pobre —responde—. Espiritualmente abundante, de acuerdo, pero esa es solo una de las piezas del rompecabezas. Hay tanto, Haji, y solamente un insensato lo llamaría superficialidad.

—Dime entonces.

Me pone la mano en el hombro y me observa antes de hablar:

—No —dice—, ve y compruébalo por ti mismo. Olvida todo lo que conoces. Ve con el espíritu abierto.

—Me parece justo —le respondo.

Descansa la frente en mi frente, pasándome el sudor.

—Buen viaje —me desea—. Acuérdate de tomarte los medicamentos.

Nos separamos, pero no sin antes dejarme un último pensamiento sobre el viaje.

—Van a cambiar tus sueños. Cambiarán tus sueños y a ello seguirá tu noción sobre lo que es posible.

Puede que sea la única predicción sobre la que Mu'tazz y Rashid están de acuerdo.

Deuce

Eres tan peligroso... Haciendo lo que no debes, robando el fuego a los dioses y quemando las mentiras. Cada idea nueva es peligrosa, pero no puedes contenerlas todas, no es posible. Al carajo todo si el conocimiento no quiere verse liberado. Si alguien queda cegado por la luz que emanas, es un mal necesario, la culpa es más bien de esa oscuridad en la que andan sumidos. Piensa en los pobres cisnes y palomas, tus compañeros de armas y queridas; tiemblan de ignorancia, ¿no oyes cómo les castañetean los dientes?

¡Ábreles los ojos! ¡Dales a probar la amarga manzana! El pulso se acelera y la sangre hierve tan solo de pensar en lo que les puedes hacer.

—¿No quieres decir lo que puedo hacer «por» ellos?

—A ellos, por ellos, seis u ocho, ¿qué importa eso a la mano del destino?

Sigue los pasos de Prometeo, Maui, Olifat, Eleuterio, Coyote. Añade tu nombre a la lista de libertadores. Derriba los muros, destrózalos, bórrales la memoria para que pueda nacer una nueva era: tu era.

Pandora

Voy a mitad de camino rumbo a Egipto, Vashti me llama desde el laboratorio de farmacología y veo que lleva varias cosas entre manos, no es la más apreciada de sus costumbres (aunque yo también suelo hacerlo), porque está contando los comprimidos rojos translúcidos que brillan como el caviar de salmón.

—¿Puedes hablar? —me pregunta—. No vas a chocar ni nada, ¿no?

—No. Estos aparatos vuelan solos.

—Bien, presta atención. He estado revisando los sistemas de diagnóstico que me enviaste y son demasiado disparatados e imprecisos, ¿para cuándo tendrás los reajustes?

—Ni idea.

Deja de concentrarse en los comprimidos y me mira el tiempo suficiente para echarme un vistazo, luego, sigue con el recuento y sacude la cabeza algo divertida y algo enfadada.

—Hay datos que cambian, aplicaciones que se ponen en marcha cuando no las ha activado nadie, una ratonera llena de errores fantasma. ¿Qué es lo que pasa?

—Cuando lo descubra, lo sabrás —le digo—. Aún estoy estudiándolo.

—Dame tu mejor cálculo —me insta—. ¿Uno de los programas sangra, nos atacan los piratas, se está volviendo senil el sistema?

—Puede ser cualquiera de esas cosas o una mezcla. Como te vengo repitiendo, los primeros programadores no vivieron lo suficiente para depurar su trabajo.

»Tengo miles y miles de programas que cada segundo se interrelacionan y, a veces, las combinaciones producen resultados inesperados. Sinceramente, es asombroso que la RVI funcione tan bien.

Aquí viene la expresión anestesiada, esa inclinación de cabeza de cuarenta y cinco grados, ese dramático y autoindulgente poner los ojos en blanco. Vashti ha patentado esa operación facial.

—Anda ya, no me vengas con esas. ¿No puedes controlar las cosas mejor desde tu puesto? Y por favor no me cuentes lo de cómo es una ola y que una ola no se puede controlar, solo dejarse llevar por ella.

—Vash —le digo, guardando la compostura—, si quieres que me dedique exclusivamente a ello dejo de hacer de taxi y doy media vuelta.

—¿Yo he dicho eso? No, quiero que vengas con los niños. Juntemos a las tribus. Después, empero, apreciaría... te agradecería que reforzaras la RVI.

—De acuerdo —le digo.

—Te lo agradezco —repite, y yo asiento como de costumbre.

Sí, sí Vash, siempre aprecias lo que hago aunque a veces tus modales van y vienen, me doy por enterada.

—De verdad, podría dar media vuelta —respondo—. Me siento tentada, no sé si esta reunión es buena idea.

—¿El qué?, ¿el intercambio? Es una gran idea, no seas tonta. ¿No quieres que las niñas conozcan a sus primos?

—La última vez... —digo, y me doy cuenta que aún estoy enojada.

Pensaba que ya lo había superado, pero no, he cerrado los puños y noto la mandíbula tensa.

—La última vez que lo hicimos, Hessa se puso mala y te encogiste de hombros, Vashti. Te encogiste de hombros y dijiste que tenía un «fallo de diseño».

—Algo estúpido —admite—. Insensible, algo desagradable, pero correcto desde el punto de vista objetivo. Los niños de Isaac son inmunodeficientes, eso es lo que él quería y eso es lo que obtuvo. Deja que sea él quien responda de la muerte de Hessa.

—Estabas tú a cargo.

—Sí, yo estaba de guardia, cierto, y también Champagne. Tendríamos que haberla vigilado más de cerca. Me complace decirlo: mea culpa.

Me mira como si quisiera saber cuántas veces tendrá que disculparse.

—No volverá a suceder —me asegura.

Esto me tranquiliza un poco, lo dice convencida, pero no puede prometer nada. Uno no puede siempre proteger a los seres queridos.

Penny

Anotación #302: La princesa y la afortunada vuelta de tuerca —abierta—

¡Estupendas noticias! Izzy oyó cómo Mamás se quejaban de Pandora. Parece ser que no da abasto a todo lo que tiene que hacer..., quiero decir que igual necesita un ayudante.

Esto me saldría redondo.

Más noticias cuando me vayan llegando, hasta entonces...

Cierre.

Anotación #302: La princesa y la afortunada vuelta de tuerca —bloqueada—

Haji

Nunca antes había pisado el helicóptero de transporte de mi tía. Es una nave de extrañas curvas con rotor inclinado, elegante y ovalada, aerodinámica. Me recuerda a un huevo achatado con aspas sobre alas ajustables. Hasta que el puente de aterrizaje no toca la arena y los motores se han apagado, noto las vibraciones retumbarme por el cuerpo. Esta mañana tenemos nubarrones oscuros que se ciernen sobre nosotros y el sol penetra a duras penas entre la bruma, un haz de luz entre rojo y rosa que intenta recortar la nebulosidad.

El huevo se rompe y sale Pandora saludándonos con la mano, optimista. Le devolvemos el saludo y nos acercamos a ella a toda prisa. Mi padre llega el primero.

—Isaac —dice, devolviéndole el abrazo y tocándole la mejilla con los dedos.

Siempre me ha consolado ver el cariño entre ellos, esa aceptación relajada y taciturna de los buenos sentimientos. Entre todos los parientes, es la más unida a mi padre; incluso cuando no están de acuerdo encuentran el modo de respaldarse el uno al otro.

No somos parientes sanguíneos, pero me avergüenza un poco lo que mi corazón siente por ella. Aunque siempre tiene una sonrisa genuina en ristre, esa expresión de melancolía y pérdida nunca abandona su mirada. Se adorna la cara con purpurina plateada para restarle importancia a los ojos heridos, pero yo siempre lo distingo por mucho que se pinte. La idea de protegerla me sirve de sueño lúdico y es bueno soñar despierto, es bueno para mí permitirme ir por esos derroteros. Pero nunca habrá nada entre nosotros. No seríamos compatibles y no tengo la suficiente experiencia para reparar el daño causado.

Cuando me abraza, reposo la barbilla en su hombro y percibo una ligera fragancia a champú de coco en el cabello despeinado.

Da un gañido cuando Dalila levanta a las tres mascotas de Fenec para que las vea. Hace algunas semanas tuvimos la buenaventura de una nueva carnada y estos cachorrillos de ojos grandes son inquietos y juguetones, deseosos de conocer a la recién llegada que ha aterrizado entre nosotros. Pandora vuelve la palma de la mano hacia el cielo y deja que el trío la olfatee y le chupe los dedos, y luego les acaricia el pelaje crema tostada.

—Me siento muy tentada —dice.

Le recordamos que son estupendos animales de compañía estos orejudos zorros del desierto, pero siempre termina cambiando de idea. No tiene tiempo, viaja demasiado, no podría ofrecerles el hogar que se merecen.

—¿Estás segura? —pregunta mi hermana pequeña, dejando a los cachorros en la arena donde inmediatamente enredan las correas al perseguirse entre ellos y juegan alocados con alegre abandono.

Y hablando de zorros, Ngozi se me anticipa y se cuela para llevarle las herramientas antes de que se me ocurra ofrecerme.

El comentario de Pandora acerca de lo fuerte que se ha hecho hace que me muerda los labios, debo disipar el picor de los celos con la risa hasta que desaparece.

Me fijo en que Mu'tazz y Rashid están de buen humor, la saludan cortésmente y no montan ningún numerito. La verdad es que esperaba menos de ellos. Siguen siendo buenos hermanos, pero han cambiado tanto durante este último año... La muerte de Hessa nos ha cambiado a todos aunque solo ellos dos se han vuelto contra mi padre.

Cuando mi hermana está desenredando a los cachorros, uno de ellos avista una presa y el instinto de caza le urge a escapar de mi hermana y echar a correr, con la soga tras él. Me pongo a perseguirlo, no porque soy rápido y pueda darle alcance, sino porque siempre resulto una influencia tranquilizadora para los animales. Cuando lo llamo y doy palmaditas vuelve enseguida a saltitos, con suma autocomplacencia por el escorpión que se le retuerce en la boca, cuyo cuerpo quebrado está preñado de crías.

—Bien hecho —le digo, conforme la madre forcejea cada vez menos.

No puedo hacer nada por ella ni por los nonatos. Pero lo que sí puedo hacer es distraer al cachorro para que no juegue con la presa; así pues, me arrodillo y le hablo en tono cálido y suave.

—Bien hecho, buena caza. Ahora ven aquí, pequeño cazador. Ven a dormir hasta que caiga la noche.

Los escorpiones son mascotas virulentas, pero los amo igual que a la más placentera de las criaturas de Dios.

Con el cachorro en la mano, sigo a mi familia que se dirigen a nuestro campamento en Saqqara. Dalila se vuelve para unirse a mí y tomar la correa y, juntos, seguimos a los otros. Pandora se quedará una hora o dos, según lo que tarde en reparar los aparatos de mi padre; después, nos llevará lo más lejos de casa que nunca hemos estado.

Pandora

Con el transcurrir de los años, me he hecho muy manitas: puedo montar, desmontar, arreglar, calibrar, reducir o aumentar casi cualquier cosa que tenga componentes. Y soy rápida, hubiera sido un eficientísimo elfo en el taller de Papá Noel. Aunque hoy me he topado con un desafío, un Argos 220-G. Estoy ajustándolo como un demonio enloquecido, con el sudor entrándome en los ojos y la cruz ansada que me cuelga del cuello pegada al pecho; a pesar de mis esfuerzos los sensores medioambientales siguen fallando.

—¿Diez mil? —pregunta Isaac.

Es una contraseña que tenemos que significa «¿te rindes?».

—Todavía no —contesto—. Estoy segura que puedo arreglar este cacharro con algo de tiempo, igual que una infinidad de monos podrían hacerlo, siempre y cuando no les ocurriera nada y no estuvieran muy ocupados escribiendo obras shakesperianas.

«Con algo de tiempo no es suficiente cuando hay que ajustarse a un horario», que solía decir mi padre y aún lo dice. Aunque no es una persona real, posee mucha fraseología juiciosa que ofrecer.

Sabes que esa terminología me ofende sobremanera —dice Malachi.

—¿Vas a seguir interrumpiéndome? ¿Es algo que puedo esperar con entusiasmo?

Si vas a utilizar la palabra con «r» de forma incorrecta, sí.

—Maravilloso. Entonces me imagino que lo mejor será presentarte a todos.

»Queridos, os presento a Malachi. Como mi padre, no es real.

Sin ofender, Pandy.

—Tómatelo como un cumplido, entonces. Eres la mejor ilusión jamás vista.

—¡Uy! Gracias mil, ¿lo dices en serio?

—Escucha, sarcasmitrón, aunque llamarte «vida orgánica» es algo tentador, igual lo eres, sigue siendo razonable definirte como una ilusión.

—Podríamos seguir debatiendo si soy o no soy vida, entre comillas o sin ellas, pero no soy un espejismo en absoluto.

—¿Y qué tal si te llamo «inteligencia artificial»?

—Peor todavía.

—¿«Máquina inteligente»?

—Algo más acertado, salvo que todos los organismos vivientes pueden llamarse prácticamente máquinas y, por lo tanto, el término no serviría para distinguirnos.

»Llamarme «inteligencia programada» tampoco serviría por el mismo razonamiento.

—¿Cuál prefieres?

No sé por qué tenemos que marcar diferencias entre nosotros.

—¿Y qué te parece «orgánicodeficiente»?

No te pases. No me toques los...

—¿El qué, los botones? Sabes lo mucho que me gusta tocártelos, Mal.

Esto va a acabar mal para uno de nosotros.

—Vale, lo siento. Déjame hacer las paces mejorando el cumplido.

»Queridos todos, existen miles de convincentes personalidades de inteligencia artificial en línea, programas con los cuales crecí pensando que eran personas de carne y hueso, cada uno limitado por su papel y cumpliendo el cometido para el cual estaban diseñados con muy poca flexibilidad. No obstante, Malachi es menos un actor inflexible y más bien un improvisador de talento. La mayoría de los programas aprenden y crecen mediante la interacción, pero se ajustan a determinadas pautas que les impiden perder su esencia. La idiosincrasia triunfa sobre el entorno. Aunque en lo que respecta a Malachi, el carácter y el entorno están mejor equilibrados y los así denominados algoritmos genéticos no lo paralizan, es continuo material en proceso de evolución. Una virguería del cálculo informático, un Adán de la inteligencia artificial. ¿Mejor así?

Algo mejor.

—¿Significa eso que el «contador de insultos» baja a cero?

Lo siento, estoy demasiado ocupado tramando la caída de la humanidad de la mano de las máquinas.

—Vale, pues suerte con eso. ¿Puedo seguir contando mi historia ahora?

De acuerdo, Pandora. Dudo que pudiera impedírtelo aunque lo intentara.

Así pues, destruyo el circuito de autorreplicación y desvío todo lo demás con un micromotor improvisado. Lo logré, los sensores del Argos por fin se ponen en marcha.

—Diez mil uno —me pavoneo.

Eso quiere decir «¡Eureka!», ya que ambos somos muy adeptos a la antigua cita de Thomas Edison: «No he fracasado, sino que he descubierto diez mil maneras de que no funcione.»

Isaac toma el aparato y hace un barrido de la sala con él, «olfateando» cualquier amenaza microbiana.

—Estupendo —me dice—. ¿Cuánto te debo?

—Lo que creas que es justo.

Me sonríe. Regatear el precio de mis trabajos de reparación se ha convertido en un juego puesto que siempre me complace ayudarle y haría casi cualquier cosa por él. Durante cada visita nos proponemos intercambiar regalos, con lo cual nunca vengo o me voy con las manos vacías. Esta vez, me llevo granadas del huerto de Isaac. No sé lo que les hace, pero son enormes y están deliciosas; la piel gruesa y de color morado y rojo esconde colonias de arilos dulces y jugosos. Mucho mejor que las imitaciones sintéticas que nos daban de niños. Es curioso comprobar los aciertos de los programadores y lo que no consiguieron perfeccionar. Al contemplar una cuchara en la RVI, noto que el reflejo es inexacto, que la luz simulada se refleja en tal modo que todo parece algo más estirado de lo que en realidad debería.

Con cucharas de verdad y una granada de verdad, hablamos sobre el intercambio. Aunque Isaac está inquieto por lo que pueda pasarles a sus hijos, quiere creer lo que dicen Vashti y Champagne.

—¿Estás seguro? —le pregunto.

—No —responde—, pero tienen que ir. No los trataré como a pájaros enjaulados

—El viaje les sentará bien. En eso estoy de acuerdo, pero ¿y si ocurre lo peor?

Una expresión sabia y atemorizada le arruga la cara.

—Algunas cosas no se pueden controlar.

—Igual puedo acompañarlos durante la visita.

—No, Vashti jura que realizará pruebas meticulosas sobre la eficacia de cada comprimido, que se las tomen o no es responsabilidad de los niños. No hay nada más que puedas hacer.

—Son buenos niños —le digo para calmarlo y calmarme, apretándole la mano firmemente—. Son fuertes, independientes y responsables.

—Lo son, aunque los mayores me están dejando calvo.

Le paso la mano por la cabeza afeitada y sonrío.

—Se rebelan contra su padre como todos los adolescentes, como tú mismo predijiste que harían.

—¿Solamente una fase?

—Esperemos que así sea —digo en tono ligero, restándole importancia.

—Amor y sabiduría —dice—. Es todo lo que puede ofrecer un padre.

—Eso, eso. Y lo que hagan con ello ya es cosa suya.

Es ahora él quien me aprieta la mano, con el pulgar rozándome la palma con suavidad. Me invade una sensación de calma y cierro los ojos. Isaac irradia serenidad, hay algo en él que me recuerda al desierto durante una noche cálida y apacible. Cuando estoy con él, intento embeber todo lo que puedo de esa sensación porque al marcharme nunca dura. No sé si es su fe lo que me consuela o su llana bondad, o el amor que me brinda sin contrapartida. Nos queremos de la forma como dos viejos amigos han de quererse, con maravillosa sencillez; sin embargo, las cosas así de simples no existen. Unidos por una chispa, una atracción mutua de tira y afloja entre nuestros corazones que acostumbra a concluir por falta de correspondencia. Yo no lo amo de esa forma, pero puedo respirar con él y perderme en su abrazo durante el tiempo suficiente para olvidarme de Halloween; al menos un rato. Aunque nunca hemos consumado esa atracción siempre estamos apenas a un susurro de hacerlo. Y mientras siento que su otra mano me acaricia la muñeca y el brazo, me recuerdo a mí misma ese límite que no cruzará; se niega a arriesgar la pureza de nuestro afecto. No lo culpo por ello después de perder a Champagne de la forma en la que lo hizo. Esta «curiosa amistad» tiene sus límites, pero es enriquecedora y gratificante, y ambos nos conformamos con lo que tenemos.

Nos abrazamos, como si estuviéramos calentándonos y, al apartarme, de inmediato vuelvo a pensar en mi sobrina y sobrinos, para quienes tengo pocas respuestas y después en Hal, para quien tengo menos aún. Maldito Hal, ¿cuántas veces he abandonado mis principios por él? Estoy considerando incumplir la más primordial de mis normas e ir a verle sin avisar. Isaac siempre intuye cuando estoy pensado en Hal y no le hace falta ser muy persuasivo para extraerme lo que planeo.

—¿Invadir su intimidad? No le complacerá —concede Isaac—, y lo provocarás. Sabes que no perdona con facilidad.

—¿Y si está herido?

—Entonces es una oportunidad para salvarlo, la que siempre has deseado.

No estoy segura si Isaac aprecia lo arriesgado de la apuesta. Aunque mi trabajo hace que vuele a todas partes del mundo, en los últimos dieciocho años no he vuelto a pisar los Estados Unidos, años durante los cuales mi relación con Halloween ha ido muriendo; como un reloj al que se le gasta la cuerda. Antes solía tener noticias suyas un día sí y otro no. Luego, una vez por semana: llamadas, conversaciones triviales, nada demasiado trascendente. Más tarde se le ocurrió volver a entrar en la RVI, después de haber jurado que nunca más lo haría, y así nos encontrábamos una vez al mes en Twain's, la pequeña cafetería cerca de la academia. Se me antojó que, al haber aceptado la RVI de nuevo, comenzaba a cambiar de opinión, a derribar algunos de los muros que había construido. Pero desde Twain's comencé a verlo cada vez menos hasta ahora, hasta el punto en el que tengo que arriesgarlo todo haciendo lo que me dijo que nunca hiciera.

Sé que me ama, a su manera, y por ello le duele tanto relacionarse conmigo, porque soy el vínculo con lo que ocurrió. Sin mí, puede escabullirse y olvidar.

Yo no puedo olvidar. Ese es el problema.

Penny

Anotación #303: La princesa y la recomendación —abierta—

Tenemos una regla por la cual si alguien te oye diciendo algo negativo sobre otra persona, tienes que compensar diciendo tres cosas positivas.

¿Qué puedo decir sobre Brigit y Sloane?

No son estúpidas.

No son malvadas.

No son tal que se merezcan ni siquiera desprecio.

Diría que están a la par con el desprecio, en lo que a mí respecta por lo menos. Son las dos hermanas que menos me gustan, llevan años haciéndome rabiar.

Primero el maltrato físico: chocan conmigo, me ponen la zancadilla en el pasillo, se burlan de mí, me pegan chicles en el pelo, etc. Aunque tienen que llevar cuidado con eso porque Mamás las penalizarán si las pillan. Luego igualmente el maltrato psicológico: los insultos cuando nadie las oye. Y si solamente fuera eso, sería algo, pero está el resto: insultos sutiles en público, los susurros y las risitas, los desagradables rumores y todas las veces que invitan a mis otras hermanas a hacer cosas divertidas y a mí no. La gente teme lo que no entiende y, bueno, sin duda no me comprenden. Además, me tienen envidia y, si me paro a pensarlo, me dan pena.

En un mundo justo, la gente las desterraría por ser tan crueles conmigo, pero no cuento con que pase eso. Son demasiado populares, todos quieren estar con ellas.

Hoy me metí en una con Sloane. La lista de turnos apuntaba que me tocaba limpiar el comedor, que no es mi quehacer favorito porque siempre hay mucho que hacer. Aparte de las habituales migas, líquidos derramados y restos de comida, hay que vérselas con pequeñas motas de pintura que se desprenden a veces del fresco del techo. (Todos opinan que deberíamos comer en la cocina, pero Champagne no quiere ni oírlo, con lo cual, una comida sí otra no, un trozo de caballo o nube o carruaje revolotea desde el techo y me cae en la sopa. Menos mal que utilizamos microbios manipulados que convierten en inocuos los pigmentos de plomo de la pintura. Aun así, ¡alguien tiene que rascarlo!) O sea, que ahí estaba yo frotándolo todo como loca para que quedara pulcrísimo y que Dios nos perdone si todo no está perfecto cuando lleguen los primos, cuando entra Sloane con los zapatos embarrados.

El autolimpiador no limpia las baldosas bien y mucho menos si están sucias de barro. Así que, sé que lo ha hecho a propósito. Le pregunto por qué tiene que ser tan vengativa conmigo y me contesta que qué importaba si no le gusto a nadie y, claro, la insulto, y se me planta en la cara, tan cerca que me planteo si pegarle una piña de las buenas, tomar impulso con el brazo y darle muy fuerte, pero no lo hago. En este momento no puedo permitirme el lujo de meterme en líos; por lo tanto, saco el jabón para limpiar el barro y me pongo a limpiar con más fuerza. Más tarde encuentro una huella que ha dejado con la mano en la ventana.

¡Qué ganas tengo de que se largue! Brigit es otra que tal, me gustaría que también se marchara a Egipto, pero ya la enviaron el año pasado. Quizá cuando Sloane desaparezca las cosas serán distintas, tan malas como son por separado, siempre se portan peor cuando están juntas. Cuando Sloane se marche, igual Brigit no me acosa tanto.

Al menos a Izzy y Lulú les gusto, aunque se marchen al sur. Eso me deja a Zoé, Tomi y Olivia a quienes les soy indiferente, esas tres me pueden tomar o dejar (lo mismo que siento yo por ellas), junto con Katrina que no cuenta porque es muy pequeña.

Champagne vino a ver cómo iba la limpieza y no delaté a Sloane (¡aunque pensé en hacerlo!). En vez de eso, le hice la gran pregunta y, efectivamente, me confirmó que Pandora necesita ayuda. Así, dejé caer una indirecta muy directa esta vez y Champagne admitió que yo sería la «candidata ideal» para ello. Dice que me recomendará cuando salga el tema. ¿Será eso suficiente?

Evidentemente, tengo que hacer algo por Pandora, pero ¿el qué? ¿Cómo congraciarme con ella de nuevo? ¿Cuál sería el regalo ideal?

Antes de marcharse, Champagne me dio un abrazo y prometió ingresarme otros cien en la cuenta en secreto.

—Será nuestro pequeño secreto.

Como diciendo «no se lo digas a Vashti». Tres hurras por Champagne, da gusto que la aprecien a una.

¿Qué haré con el dinero? Igual le compraré a Pandora un regalo la próxima vez que me introduzca en el Edén. El problema es que ella es la dueña del entorno y no hay nada que ya no tenga. Se dice que lo que cuenta es la intención, pero eso es una excusa cuando al otro no le gusta lo que le has regalado.

Tengo que pensarlo.

Cierre.

Anotación #303: La princesa y la recomendación —bloqueada—

Pandora

—Tesoros, tomad asiento —digo, acomodando a los niños en la parte de atrás.

Tanta excitación es contagiosa, pero a mí me produce cierta ansiedad, preferiría volar sola.

Me fijo en Haji mientras le pongo el cinturón y me sonríe con timidez. Siempre parece alguien a punto de aprovechar una oportunidad. Un muchacho bastante bien parecido, de pelo oscuro con mechas castañas que le cuelgan por la cara fina y tostada.

—¿De verdad necesitamos esto? —pregunta Ngozi acerca del cinturón de seguridad.

Finge no estar nervioso, pero observo cómo las gotas de sudor le brillan en la frente de ébano, como si fueran perlas tornasoladas.

—Solamente hasta que estemos en vuelo —le digo, explicándoles el procedimiento de seguridad mientras abrocho a la más pequeña del cargamento, Dalila.

Luego vuelvo a la parte delantera.

Transcurridos dos minutos y medio de vuelo, eso es lo que tarda en vencerme la intuición. Llamo a Malachi y juntos hacemos un barrido de los sistemas, hay un sensor que no funciona en la bodega de carga.

Aterrizo de nuevo y abro la escotilla, descubro a Rashid agazapado entre el equipaje que llevamos a Alemania y los suministros extra que guardo allí como precaución.

—Si tiene tantas ganas de ir, entonces, que vaya —dice Isaac cuando lo llamo.

Me da la impresión de que se siente dolido por el engaño de Rashid, pero es demasiado orgulloso (o demasiado inteligente, a veces no se sabe bien cuál de los dos) como para interponerse en su camino.

—Si no te importa llevarlo —me dice—, puede que resulte bueno para todos los interesados. En todo caso, me permitirá pasar algún tiempo a solas con Mu'tazz.

Cuatro no son mucho más inconveniente que tres, con lo cual saco a Rashid y lo introduzco en la cabina, ante la sorpresa de sus hermanos.

—¿Me echabais de menos? —les pregunta.

Dalila puede, pero no estoy segura de si los chicos te echaban en falta.

—Rashid, ¿qué haces tú aquí? —pregunta Haji.

Rashid encoge los hombros, sintiéndose culpable.

—Yo también quiero ir —dice—. Este sitio es un aburrimiento sin ti. Y sabes que echo de menos a las primas.

Acomodo a Rashid conmigo en la parte delantera a fin de poder vigilarlo y descubrir lo que está tramando.

—Ya tengo edad suficiente para tomar mis decisiones —dice, apartándose el cabello oscuro del pálido semblante—. Me has pillado y me siento algo tonto, pero no me arrepiento.

—Me has roto uno de los sensores de movimiento.

—Lo sé. Lo arreglaré —dice—. ¿Recuerdas que me mostraste como todo funcionaba el año pasado? Bueno, casi todo. ¿Cómo me has encontrado?

No me apetece explicarle las complejidades de las pruebas de diagnóstico y, por ello, le digo:

—¿Llevas desde entonces planeándolo?

Intenta interpretar mi tono de voz, si estoy enfadada con él, en qué grado. Comienza a limpiarse la suciedad imaginaria de las uñas a la vez que asiente con la cabeza.

—No tenías que hacer de polizonte —suspiro—, podías haberme pedido permiso.

Levanta la cabeza y sonríe burlonamente.

—No quería darte pie a decir que no.

Haji

Nunca había volado tan alto. Con modestas herramientas y el gusto por el vuelo, he construido docenas de cometas durante años, he conseguido que volaran, pero nunca habían alcanzado esta altitud vertiginosa. Cometas de diamante de dos varillas, cometas de caja sin cola, las acrobáticas de cuatro hilos, las de combate rígidas con tela antidesgarro y las de tracción pesada; todos los valientes halcones de papel lanzados al aire se encuentran en un plano inferior a mí en este momento.

Miro el inmenso Mediterráneo en lo bajo, el azul me asombra con su belleza, una generosa cantidad de luz solar brilla en el agua siguiendo un ritmo suave. Si pudiera oír lo que veo, sería música. Pandora nos dice que igual vemos a las gaviotas volando en las corrientes térmicas, que incluso oiremos su reclamo mientras se lanzan a por comida en grupos cada vez más numerosos. Pero no hasta que nos acerquemos algo más a tierra.

Ngozi y yo intercambiamos sonrisas de deleite, no hay necesidad de hablar; ambos estamos cautivados. Dalila corre de un lado para otro entusiasmada, con las manos tocando el cristal y los pies recorriendo la cabina en busca de nuevas perspectivas de las olas. Se ríe y pregunta si esto es una muestra del cielo, horizonte sin fin y firmamento sin fin. Desearía andar entre las nubes saltando de una a otra y, si eso fuera posible, ¿dejaría huellas?

—Si fuera posible, efectivamente —decide Ngozi, desabrochándose el cinturón para señalar figuras en las formas hinchadas y mostrarle a Dalila las enormes caras blancas y de aspecto animal que vigilan el mundo.

Con mis hermanos pequeños ocupados, comienzo a soñar despierto con Pandora. Aunque está despierta en la cabina, en mi mente duerme y así puedo contemplarla sin tener que apartar la mirada como suelo hacer cuando habla o ríe.

Cuando yo era un niño nos trajo cocos: unos objetos peludos y con hoyos, chocantes, que perforó con un taladro y nos pasó para compartir. Todos bebimos la leche de coco, una deliciosa agua dulce. Después nos enseñó a partir la cáscara para extraer la dura pulpa del interior. Cuando dije que los misterios de Dios no tienen límite, se echó a reír y observé sus perfectos dientes blancos, con la cabeza hacia atrás, y una gota de sudor que le caía por el largo cuello, recorriéndole la piel morena. Tiene unos ojos magníficos, verdes como el delta del Nilo, grandes y redondos, que resplandecen como los indicadores de potencia de los apartados de mi padre.

Aunque uno puede resistirse al fantaseo, la imaginación nocturna no sucumbe ante tal traba. Hace tres años, cuando desperté con placer por primera vez, estaba soñando con Pandora, lo cual me hizo dirigirme a mi padre, confundido y culpable, en busca de una explicación sobre la sexualidad humana.

La plaga ha erradicado nuestra capacidad de procreación, pero el impulso sexual es un recordatorio constante de dónde venimos. Rezo por que algún día uno de nosotros descubra la manera de revertir el daño causado y nos haga otra vez fértiles.

Ya sea mediante alumbramiento natural o no, siento necesidad biológica de tener hijos y de, primero, encontrar una esposa de la que pueda aprender y a la que pueda proteger, con la cual formar un lazo forjado con el más potente elemento de la Tierra: el amor mutuo y el amor por Dios.

Absorto en esto casi no me fijo en que mi hermano mayor vuelve por el pasillo.

—Alguien te reclama —me dice.

Le sigo a la parte delantera de la cabina y busco a Pandora, no está, está en el baño. No es ella quien me llamaba. Divertido, Rashid niega con la cabeza ante mi error y me lleva al asiento del copiloto.

Por razones que no entiendo bien, no quiero que se quede conmigo.

Cuando se marcha, un holograma incoloro, ágil, y de aspecto inexpugnable aparece en la pantalla del salpicadero.

Hola otra vez —dice el hombre de diez centímetros de altura.

—¿Nos conocemos?

Todavía no —me dice—, pero he oído hablar de ti.

Debe de ser Malachi, el ayudante de Pandora que a pesar de no tener cuerpo ni sangre se parece a los humanos, según tengo entendido. Eso de parecerse es algo relativo, está enlazado lógicamente a varios aparatos y, cuando le pregunto si pilota el helicóptero en este momento, me responde que sí. Le digo que Pandora debe de tener mucha confianza en él para dejar que sea él lo único que nos impide estrellarnos.

Es una confianza ganada a pulso —me asegura—. No te preocupes.

—Mis hermanos mayores me han hablado de ti —le digo—, pero no puedo imaginarme lo que es tu vida. Eres omnipresente, ¿no? Puedes hablar, pilotar, escuchar, investigar, realizar cálculos y muchas otras cosas todas al mismo tiempo.

—¿Somos tan distintos, Haji? En este momento estás respirando, la sangre te circula, el sistema digestivo absorbe nutrientes.

»El sistema endocrino está ocupado en producir hormonas mientras que el inmunológico te protege contra infecciones. Las células nerviosas alimentan tu cuerpo con todo tipo de información y las neuronas cerebrales disparan impulsos mientras piensas en gran variedad de tópicos, no solamente en lo que estoy diciendo.

—Cierto, pero no soy consciente de ello.

Y yo que pensaba que eras inteligente —me dice.

—Jamás he afirmado tal cosa.

—Quizá te llegará con el tiempo —dice—. La sabiduría debe llegar poco a poco, o abrumaría.

Reconozco la cita como doctrina sufí y me pregunto si me toma el pelo.

Un regalo de cumpleaños con retraso para ti —dice, sacando un diminuto periódico holográfico del aire.

Guiño los ojos para leer el tipo de letra: The New York Times, 16 de septiembre.

Ese es tu cumpleaños. Tengo otros doscientos como este esperándote en la RVI y podrás descubrir lo que pasaba en el mundo en ese día hasta la fecha en la que dejaron de imprimirse y ver lo que conmemora tu cumpleaños.

Le doy las gracias, estoy sorprendido y avergonzado, le explico que mi cumpleaños es el 3 de marzo.

Disculpa, me he equivocado —dice tras vacilar, incómodo—. Por suerte, también tengo todos los ejemplares del New York Times de esa fecha. Y si no te gusta el Times, tengo miles de diarios para ti.

—¿Cómo puede ser que te hayas equivocado?

Igual que tú te olvidas cosas de vez en cuando, yo también. Es un programa de subrutina que tengo para hacer la vida algo más interesante.

Esto me confunde y quiero preguntarle por ello pero no deseo parecer impertinente. El semblante debe de delatar esa pregunta taciturna ya que Malachi lo adivina y me dice:

Sí, podría desactivarlo, Haji, pero entonces no sería lo que soy.

Eso lo entiendo, suponiendo que me esté diciendo la verdad. Pero si es sincero, ¿debería alguien tan olvidadizo estar a cargo del vuelo?

Por la misma razón, limito la memoria a unos cuantos billones de bytes. Así, soy más humano.

Después interrumpe mis reflexiones con una pregunta que hace que se me tensen todos los músculos de golpe.

—¿Desde cuándo amas a Pandora a distancia?

No contesto.

Lo he adivinado por tu lenguaje corporal —me explica—,por la temperatura de la piel cuando la miras. No te preocupes, no le voy a decir nada.

—Dile lo que quieras.

Me examina y sonríe.

—Nunca he conocido a nadie como tú —le digo.

Cierto —me dice—. Soy el único del género.

—¿Qué es lo que quieres de mí?

Tu amistad, si me la ofreces.

—Por supuesto —digo, cauteloso, aunque lo digo sinceramente.

Una cosa más... —comienza a decir, justo cuando aparece Pandora y me hace la pregunta, forzando a esta a pedirle que me deje tranquilo.

—No le hagas caso, Haji —dice Pandora—. Está intentado hacerse el gracioso pero adolece de un sentido del humor pésimo.

Sonrío a ambos cortésmente y me retiro a mi asiento en la parte trasera de la cabina; me abrocho el cinturón, observo a mis hermanos, y pienso en la pregunta de Malachi, «¿Sientes como si a tu vida le faltara algo?».

No, ¿debería?

Penny

Anotación #304: La princesa y la mala pata —abierta—

Puedo hacer que sucedan cosas si pienso en ellas. De verdad, puedo. No ocurre muy a menudo y no sé exactamente cómo lo hago, pero es un poder psicoquinético de verdad, si no es así son casualidades. Seguro que Mamás lo llamarían casualidad si se lo contara, y por eso no lo hago.

Todos decidieron irse a patinar durante el recreo, salvo Lulú y yo que teníamos que repasar la ópera de Lulú porque la segunda aria es estúpida. Nos hemos pasado casi medio descanso dándole vueltas, pero Lulú quería patinar también, con lo cual nos apresuramos y llegamos a tiempo de ver a Brigit y Sloane echar una carrera. Ambas iban parejas y riéndose cuando, de repente, Sloane nos ha visto por el rabillo del ojo y debe de haber pensado que lo más importante era burlarse de mí, en vez de patinar, porque ha vuelto la cabeza y me ha sacado la lengua. Yo estaba dando un paso, impulsándome con la punta del pie derecho y a punto de adelantar la rodilla derecha, volviendo la cabeza porque Sloane se movía tan deprisa que me sentía algo decelerada en el tiempo. Justo entonces, me ha venido la idea repentinamente y de forma natural, como una flor que crece en fotografía por intervalos: igual se cae. Ahí ha sido cuando le he echado el mal de ojo y, cruzando los dedos, he pensado: ahora.

Uno de los patines le ha chocado con algo, un trozo de hielo más resbaladizo de lo normal... ¿O ha sido la influencia de mi mente? De todos modos, ha dado un traspié de mala manera y luego ha sacudido los brazos sin sentido, ha torcido las piernas. Intentaba apoyarse y no estrellarse de cabeza contra el hielo (no es que se hubiera matado ni nada con esos cascos demasiado grandes que nos hacen ponernos Mamás), pero una de las piernas ha aterrizado en mal ángulo y se ha roto algunos huesos. No sé cuántos, ahora están haciéndole pruebas, pero el resultado no es tan satisfactorio como yo pensaba; raro y espeluznante. Todos han estado observándola mientras se encogía hacia un lado gritando. Yo me he vuelto hacia Lulú diciendo:

—Ahora verás cómo me culpan por esto.

En honor a la verdad, soy responsable por gafarla, al igual que el año pasado gafé a la prima Hessa. Lo cierto es que maldigo a mucha gente a todas horas y solamente funciona cada mucho tiempo, por lo tanto no puedo descartar el elemento casualidad.

De todas formas, me he acercado a Sloane intencionadamente y he intentado ser de utilidad aunque me ha ignorado y se ha aferrado a Brigit y a Tomi. Todo una farsa, un espectáculo, lagrimones de cocodrilo intentado hacerse la víctima. Ha dicho:

—Estará bien, necesito andar.

Y todos le han dicho lo valiente que es. ¡Ja!

Cuando alguien le ha transmitido la noticia a Vashti, esta se ha presentado a inmovilizarle la pierna y llevársela a la enfermería con la ayuda de Brigit y Tomi, mientras que Champagne nos sermoneaba de nuevo sobre seguridad.

—Si queréis patinar a lo loco, hacedlo en el Edén, donde las caídas virtuales no rompen huesos reales.

La misma cantinela de siempre, no sé por qué nos lo dice a nosotras cuando han sido Brigit y Sloane las únicas que iban alocadas.

Es algo terrible que Sloane se haya hecho daño porque no irá a Egipto. Mamás van a enviar a Zoé en su lugar y, con eso, me quedo sin amigas y con mis enemigas. Y Sloane tendrá que guardar reposo una temporada, lo que es bueno, pero estará de un humor de perros y eso no es bueno para nadie.

Haikurrobot: escanea y resume.

Mi hermana se cae

El hielo no amortigua la caída

Qué lástima.

Realmente no lo es, pero casi.

Cierre.

Anotación #304: La princesa y la mala pata —bloqueada—

Haji

Estoy asombrado ante los colores: agua turquesa que chapalea contra orillas de arena y los barquitos de madera; edificios de adobe en todos los tonos de blanco imaginables; el verdor rebosante de la tierra que me llena de sorpresa; huertos de olivos; higueras y hasta palmeras. Tantos tonos de verde que asimilar, Grecia es un lugar próspero.

No sé por qué hemos parado aquí, pero me complace ser un huésped en la tierra que Pandora llama hogar.

Con los años, la esencia de las frutas, el cordero, el pescado fresco y las flores silvestres ha penetrado los puestos y el desnivelado suelo del mercado y, si me esfuerzo, puedo percibir el olor fantasma de esas fragancias a través de la mascarilla. Pandora nos describe una escena de vendedores ofreciendo hojas de parra y pastel de espinacas y queso feta, gritando a los clientes «Yia sou,[2] hasta el domingo que viene». Imagino lo que describe.

—Podréis verlo con vuestros ojos en un entorno de la RVI cuando lleguemos a Alemania, pero, primero, tenemos algunas cosas que hacer aquí.

Nos conduce por un atrio de azulejos color cobalto salpicado de limoneros. Los bancos de madera colocados contra las tapias nos ofrecen un lugar dónde sentarnos, cosa que me hace falta brevemente antes de continuar hacia una fuente de mármol. Allí nos dice que cerremos los ojos, formulemos un deseo y arrojemos dentro los cantos rodados que nos acaba de repartir.

Mis hermanos son los primeros. Cuando me toca a mí, el eco de las palabras de mi padre me impregnan la mente y el corazón. Recuerdo nítidamente cómo me hizo sentarme cuando el miedo conjunto a la muerte y al fracaso me tenían enroscado en su espiral; me sentó, me secó las lágrimas y me armó con la sabiduría de Abu Sa'id ibn Abi'l Khayr, un maestro sufí persa que vivió hace mil años y quien había dicho:

Aquello que ocupe tu mente, olvídalo.

Aquello que tengas en la mano, dalo.

Aquello que fuere tu destino, afróntalo de cara.

Se trata de palabras liberadoras, no sé por qué las recuerdo en este momento, pero me complace tenerlas en mente al tirar la piedra.

Cuando abro los ojos, Ngozi y Dalila quieren saber cuál es mi deseo.

—Que se cumplan los vuestros.

Todos sonreímos excepto Rashid, quien pone los ojos en blanco a modo de desaprobación; algo que no hubiera hecho hace un año.

Al otro lado del atrio hay una puerta de bronce marcada con una «G» estilizada. La atravesamos adentrándonos en el hogar de Pandora, una de las muchas bases establecidas por la Gedaechtnis. Fueron ellos quienes fabricaron a la generación de mi padre mediante ingeniería genética y quienes nos enseñaron a luchar contra la plaga; sin ellos, ninguno de nosotros existiría.

Deuce

Ves, ves, ¿qué ves?, una cosita, ¿y qué cosita es? Empieza con la «A»; la «A» de Atenas, cuna de la democracia. Los satélites acaban de pillar a una de las queridas y otros tres compañeros de armas cuando bajaban de ese aparato de apariencia tan extraña. Ah, la maravilla del espionaje por imágenes: apunten, disparen, ¡les hemos retratado!

«N» de Nymphenburg, fortaleza impenetrable de las queridas. Nueve de ellas, a cuál más deliciosa, todas tiranizadas bajo el más cruel de los cerrojos. Vinculadas, insensatamente conectadas, lo cual significa que un genio como tú puede encontrarlas allí donde se encuentren.

«T» de Tebas, antigua capital de Egipto que, durante una temporada, se llamó Luxor y ahora es Tebas de nuevo. Un último compañero de armas queda allí, ha regresado de Saqqara con su ambidextro padre, eso dicen los satélites.

«I» de Idlewild y allí ya sabes lo que pasa. Todos juntos nos dan un «anti», ¿anti qué?, antimucho. Eso está bien. «Pro» no le llega a la suela de los zapatos a los «anti». Una vez que se descubre a lo que uno se enfrenta, queda lo que uno es. Antiautoridad; antiignorancia; antiapabullantes fuerzas del mal.

Es difícil tarea, pero alguien tiene que llevarla a cabo. ¿Quién más adecuado que tú? No eres tan solo un cantamañanas, eres de los que en realidad aprietan el gatillo. Esa es la ventaja de tener problemas para controlar los impulsos, que los puedes desatar sobre todos los jodidos imbéciles que lo merecen.

Pero no seas idiota, asegúrate de consultar los oráculos antes de embarcarte en tu aventura épica.

Tienes delante las estatuillas. Esas marañas de paja y palitos, hojas secas, hierbajos, corteza y huesos cosidos con un cordel. Con la navaja automática haces una incisión vertical en el pecho de cada muñeca e introduces un disco en cada una. Como es obvio, los discos contienen la mejor selección de descargas de tu valioso almacén de información: imágenes de satélite, actividad virtual, fragmentos de conversaciones escuchadas. Todo lo que sabes sobre tus compañeros de armas y las queridas.

Las juntas, haces un montoncito de gente y las colocas en torno al centro de un círculo de piedras. Ahora viene lo difícil: ¿qué mechero utilizar?, ¿el de acero de Dr. Pepper?, ¿el de Mickey Mouse niquelado? No, hoy es mejor que decida el destino. Con ello metes la mano en el bolsillo oculto y buscas con los ojos cerrados intentando adivinar el contenido mediante el tacto. Busca, rebusca a tientas y saca. ¡Enhorabuena!, acabas de pescar la linterna con cámara digital de Ningworks con letras grabadas en mandarín y revestimiento de cobre macizo, algo con estilo.

Sacas una foto rápida como recordatorio de tan marcada ocasión, la excitación anticipada debe de ser la mejor parte porque parece que vas a reventar los pantalones vaqueros. Pero no lo haces, y ya es hora de la quema con un clic, y un rugido y ese satisfactorio chisporrotear de las llamas que prenden, se propagan, bailan y se elevan.

Espero que esta vez te hayas traído el extintor por si acaso.

¡Madre mía! ¡Menuda emoción visceral! Pero hay algo en estas quemas que siempre coloca en un estado mental filosófico y cosquilleante. Esta vez te estancas en una realidad subjetiva porque los catorce sacrificios que acabas de flamear son (a) objetos inertes y fríos, y a la vez (b) símbolos de personas de carne y hueso vistas a través de tus ojos.

Fundamentalmente, estas desmantelando la creencia que tienes sobre tus compañeros de armas y queridas al desintegrar sus manías y admitir cómo se soflaman. Y luego está el carácter extraño de la magia misma: al realizar ese ritual, ¿estás augurando el futuro o alterándolo? Puede que ambas cosas. Como si cada estatuilla poseyera un cordón astral que se alargara como un garfio de enganche a través del espacio-tiempo y aterrizara en otra serie de acontecimientos, en otro universo, y, cuando el fuego se ha consumido, todos los cordones se rompen, y sales del trance, y notas que la realidad tal cómo la conoces ha cambiado en algunas de esas direcciones. Sabes que es el poder espiritual del fuego. La razón por la cual, durante miles de años, casi todas las culturas de este planeta olvidado de la mano de Dios llevaban a cabo sacrificios de fuego.

Te sientas con las piernas cruzadas en el suelo a contemplar lo que el fuego te muestra y a escuchar lo que te dice: esos crujidos y estallidos son tranquilizadores; cuanto más fuerte rujan, mejor el presagio. Tampoco es de menospreciar la velocidad a la que las llamas consumen y cómo resplandecen, tan calientes y tan peligrosas, sabes que esta atractiva bestia no se satisface con lo que acabas de echarle. Cuidado, se levanta algo de viento, un parpadeo desenfrenado de las llamas y el viento amenaza juguetón con apagarlo, pero no lo hace y la cosa empeora; el humo te da justo en la cara, hace que te duelan los pulmones y te escuezan los ojos. El fuego no se extingue y puedes dar gracias a tu buena estrella por ello, pero se retuerce en formas siniestras, un arco inconfundible se forma en las llamas, curvo como una cimitarra, eso es un mal presagio de enfermedad a los sanos y muerte a los enfermos. Luego, el viento amaina convirtiéndose en una leve y relajante brisa, tu hoguera arde recia de nuevo.

Una vez ha seguido su curso y ha quedado reducida a cenizas, atizas los restos para ver qué discos han quedado intactos y cuáles se han derretido en escoria plateada. Dos han sobrevivido: un compañero de armas y una de las queridas. Así es como debe ser, como sabías que sucedería. El futuro se presenta más brillante que nunca.

Sí, te pondrás en contacto con esos dos porque están marcados por el destino. No temáis, pequeños sonámbulos, la liberación está próxima.

Pandora

Como sospechaba, Vashti no acogerá a Rashid.

—No tengo nada contra él —me explica, mientras su imagen se distorsiona y oscila como una vela de cumpleaños—, pero no quiero más responsabilidades.

El resto de la conversación es indescifrable, aunque imagino que dice que Isaac no debería cambiar las reglas del intercambio a última hora y cómo esta vez se ve sometida a mucha más presión por la tragedia que sobrevino el año pasado.

Las interferencias atmosféricas hacen que el resto de la llamada sea en balde, con lo cual, decido que lo mejor es probar más tarde cuando mejore el tiempo allí arriba.

No me sorprende mucho ver que Rashid está ante la puerta de mi oficina; ha oído lo suficiente como para saber que no son buenas noticias.

—Un cardo borriquero —dice.

—A veces —le contesto.

—No quiero volver a casa, tía Pandora. Por lo menos, todavía no.

—Te entiendo, pero Vashti no claudicará. Cuando decide una cosa, no hay quien le haga cambiar de opinión, te lo digo yo.

—Si regreso ahora, las cosas no le irán bien a Mu'tazz —dice con el puño alzado y una expresión dura que se torna en sonrisa tímida y pueril—. Quiero a mi hermano, pero si tengo que aguantarlo mucho más tiempo, llegaremos a las manos.

—Te hace falta descansar de él —le digo—. ¿Quieres quedarte aquí?

—¿Me lo permitirías?

—Si no me causas problemas, sí, una temporada corta.

—No te daré problemas. Hasta puedo ayudarte con las cosas de la casa —dice con verdaderas ganas de mostrarse útil.

—Bien, de momento, hay un sensor de movimiento estropeado —le apunto.

Sale disparado a arreglarlo.

Lo que quiere, me digo, no es descansar de Mu'tazz, sino del mundo mismo. Un indulto para volver a la realidad que dejó atrás.

La atracción de la realidad alternativa puede ser muy fuerte, sobre todo cuando tira de las ingles. Por desgracia, los hijos de Isaac no tienen cómo desfogar las hormonas y, el año pasado, después de intentar seducir a sus primas y fracasar, decidí transformar su experiencia de la RVI en algo más llamativo. Imagino que me dio pena, ahora no me arrepiento, pero, una vez que ha salido el genio de la botella (por decirlo de algún modo), no hay quien lo vuelva a meter.

Recuerdo la noche en la que Hal y yo lo dejamos salir. Teníamos dieciséis años y él acababa de regresar de un viaje a Fiyi con Simone, de quien estaba enamorado, y con Lázaro, a quien odiaba. A su regreso estaba claro que nunca iba a robársela a Laz, nunca lo había visto de un humor tan sombrío. Estaba convencida de que iba a hacerse daño y me aproveché de la ocasión, una maravillosa noche que compartimos, aunque de manera virtual. Pero a la mañana siguiente todo era incomodidad entre nosotros, al percatarnos de las consecuencias de lo que habíamos hecho. Su corazón seguía perteneciendo a Simone, aunque la razón le dijera que era inútil. No pude retenerlo, pero, a la vez, no puedo olvidarme de él.

Por supuesto, Hal no recuerda nada de aquello gracias a Mercurio, que intentó matarlo con una descarga eléctrica tan potente como un rayo, la cual sobrecargó las máquinas biogenerativas que lo mantenían con vida. Aunque no murió, perdió gran parte de la memoria y no creo que la recupere nunca.

Cada vez que lo veo, pienso en recordárselo, pero jamás lo hago.

Mientras Rashid se encarga del helicóptero, llevo a los otros niños, quienes sienten una acuciante curiosidad por saber cómo funciona todo, al despacho. Les explico el proceso de exploración corporal, cómo la función de las microcámaras está interrelacionada, cómo el ordenador extrapola los patrones lingüísticos a partir de una sencilla impronta de voz y demás cosas. Les encanta cuando hago que el ordenador les salude con la voz de Rashid, Mu'tazz o incluso la de Isaac.

Cuando les explico que cada uno de ellos ha de decir una frase y cantar una canción para que el ordenador grabe improntas de voz exactas, Dalila no se decide por algo que cantar y eso hace que Ngozi se burle de ella: que no importa lo que sea, elija la canción que elija segurísimo que desafina. A Dalila le entra la risa.

—Tengo un montón de notas en la cabeza —refiere—, pero cuando abro la boca todas suenan igual.

Uno por uno les hago la exploración, se trata de un proceso rápido e indoloro.

—Es como bañarse en luz solar de color azul —dice Dalila.

—¿Eso es todo? —pregunta Ngozi, encogiéndose de hombros antes de dejar la impronta de voz—. Estar presente es el mayor don de todos.

Contento de participar, seguro que yo tuve la misma sensación de niña, pero debo de haberla perdido por el camino. Después le toca a Haji, lo que me permite darle buenas noticias.

—Una de las ventajas del la RVI es que podrás mover las piernas con toda libertad —le explico—. Notarás que caminas, corres o saltas y que nada te lo entorpecerá; no te darán calambres ni tendrás que descansar.

Se limita a mirarme sin inmutarse ante mi entusiasmo.

—¿Por qué? —me pregunta.

—Porque es una simulación... —comienzo a explicarle, pero me callo cuando observo que no es eso a lo que se refiere.

—¿Por qué hacer eso? —dice—. Así es como soy.

No voy a discutir la cuestión con él porque no puedo. Aunque creo que es un insensato al creerse sabio por pensar así. Pero ¿a mí qué más me da? Esa decisión no me corresponde. Cada um sabe onde o sapato aperta, como solía decir mi madre, «cada cual sabe de qué pie cojea». Así pues, debo replicar su dolencia, dejándolo cojo virtualmente allí donde el destino lo ha dejado cojo biológicamente.

Después de almorzar, los llevo a la Acrópolis y luego al mar. Los chicos juegan con las olas, chapotean y barrenan, mientras que Dalila y yo nos sentamos al sol y le trenzo el pelo largo y rubio. Pasar un tiempo con su tía es algo que necesita. Por experiencia personal, puedo decir que a veces es difícil ser la única hija en una familia numerosa y, desde que Hessa murió, eso es lo que es. Esperemos que el viaje al norte le siente bien, igual estrecha lazos femeninos con sus primas. Es gran parte del motivo por el cual Isaac quiere que haga el viaje. La semana pasada le preguntó si Dios podía ser mujer y por eso se había llevado a Hessa, para estar menos sola y compartir con ella sus pensamientos. Isaac respondió que igual sí, podría ser.

—Grecia es bella —dice sonriendo.

—¿Tanto como Egipto?

—Claro que sí.

—¿Ni más, ni menos?

Resopla como si hubiera contado un chiste malo y mira por encima del hombro, con expresión suavemente reprensora, como inquiriendo si un lugar puede ser más hermoso que otro, ¿no es todo el mismo mundo?

El estrépito de las payasadas desvía mi atención al agua, mis temores por la seguridad de los chicos se está convirtiendo en un miedo irracional poco a poco. Están a salvo —me recuerdo a mí misma—. No hay peligro alguno, no se encuentran mar afuera y conozco el procedimiento de reanimación RCP y ellos también, no hay problema alguno.

¿Por qué me debo preocupar si ellos no están ansiosos? ¿Porque soy adulta? Sea lo que fuere, ellos no se preocupan de las cosas como lo hago yo. Me pregunto si eso es la verdadera «sabiduría».

—¿Cuánto me falta para tener esas? —pregunta Dalila, fijándose en la parte alta de mi traje de baño.

—¿Tienes once años, correcto?

—Casi.

—Bueno, yo diría que unos tres años, año más o año menos.

Después de echar cálculos dice:

—Vale, pues imagino que aprovecharé el tiempo que me queda.

—¿No estás deseando que llegue el momento?

—Pues no, la verdad —dice, arrugando la nariz—. Pero no tendré más remedio que aceptarlo cuando llegue ese momento.

—Claro, negarlo no ayuda, ¿verdad?

—Me gustaría que sirvieran para algo —me dice.

—Y a mí también —le contesto.

Hay que reconocer que no sirven de mucho, ya que la lactancia no tiene sentido cuando una es estéril. Puede que seamos supervivientes de la peste negra, pero la plaga nos ha privado de maternidad. Champagne e Isaac lo descubrieron después de muchos y dolorosos intentos fallidos. Nuestro sistema inmunológico es lo bastante fuerte para combatir la enfermedad, aunque demasiado sensible, hasta el extremo que ataca lo que no debiera. No importaron las medidas preventivas que mis amigos tomaron, los leucocitos de Champagne la hicieron abortar todos los fetos una y otra vez.

Aunque Dalila es humana, dudo mucho que tenga mejor suerte debido a todos los fármacos que aumentan la potencia inmunológica. Los únicos úteros que pueden mantener la vida son los artificiales. Es una verdad terrible, pero ¿qué otra cosa podemos hacer sino aceptarla?

Siempre cabe la esperanza.

—No será siempre así —le digo—. Tu padre es muy inteligente, tus tías también, y tus primas y tus hermanos, tú también.

»Si continuamos investigando, aprendiendo y estudiando, experimentando con cosas nuevas, es posible que un día encontremos la forma de poner las cosas en su sitio.

Tras observarme fijamente largo y tendido, me coge la mano, consoladora.

—Un día —dice.

Penny

Anotación #305: La princesa y el rompehielos —abierta—

¿Estoy en el cielo o en el infierno?

Es una pregunta que oigo a menudo, cada vez que entro en el Edén. Así es como me he gastado todo el dinero. Bueno, no todo, en honor a la verdad, he de decir que he hecho algunas compras por impulso (pequeños placeres como pizza de chorizo picante y helado de pistacho, juegos y viajes, ropa guay cuando tengo ganas de mirarme en el espejo e, incluso una vez, mi auditorio de ópera), pero la mayoría del dinero que tengo nutre mi fantasía favorita.

Mi pasatiempo: soy agente secreto que se infiltra en las líneas enemigas en misiones de búsqueda y rescate; de mí depende salvar vidas. Me mezclo con malos despreciables, primero intercambiamos ocurrencias y luego nos batimos. Soy adorada y temida, y nadie conoce mi verdadera identidad. Es como ser un superhéroe y lo mejor de todo es que siempre que me desafían, gano.

Se han adaptado muchos libros a las simulaciones de la RVI, algunos con tosquedad y otros bastante mejor, pero mi historia favorita nunca se adaptó con lo cual lo tuve que hacer yo. Ambientada durante la Revolución francesa, cuando los revolucionarios miserables y barriobajeros enviaron a los nobles franceses a la guillotina y los nobles británicos se infiltraron entre ellos para rescatar a estos. El personaje principal parece un inofensivo e ingenuo dandi, pero él, en este caso, ella, es la cabecilla de un grupo de espías británicos. El nombre en clave: la Pimpinela Escarlata. Cuando entro en mi entorno, soy la Pimpinela, con gran vida social en Inglaterra y una vida de aventuras en Francia, ¡ojalá fuese real! Por desgracia, no lo es, aunque ha sido gran escapatoria recreativa durante años. En especial, disfruto cuando los otros personajes cuchichean sobre mí:

La buscan por aquí,

La buscan por allí,

Esos franchutes la buscan por doquier.

¿Está en el cielo?

¿Está en el infierno?

Esa endiablada y escurridiza Pimpinela.

A pesar de todo el dinero y todo el tiempo empleados, aún me queda por hacer. Los decorados son algo escasos: solamente tengo una mansión inglesa y algunas «existencias» de escenarios franceses que he copiado de Historia de dos ciudades. Además, apenas tengo unos cuantos personajes de variada procedencia con los que jugar; mi Marguerite Blakeney es una versión de la Josefina de una simulación de Napoleón. La creación de personajes conlleva un gasto ridículamente desorbitado y tienden a limitarse a pautas de conversación fijas, con lo cual, pasado un rato, ya no te sorprenden. La solución es emplear más tiempo y dinero y ahí es donde radica la adicción, ese es el cebo del Edén y, como ya he dicho, prefiero ser la cazadora que no la presa.

Con ello, he decidido vaciar la cuenta del banco, he resuelto arriesgarlo todo. Todo ese dinero que he ahorrado durante años, todas esas pagas y recompensas por buenas notas y conducta extraordinaria; todo eso, me va a procurar un futuro.

Puesto que ella es la reina del Edén, no hay nada que pueda ofrecerle a Pandora que no tenga ya o no pudiera obtener con facilidad. Pero mis hermanas son harina de otro costal...

Las voy a sobornar para que hablen bien de mí. Si yo no puedo ganarme a la gente, tengo dinero suficiente para comprarla, apuesto a que soy mucho más rica que ellas con todo el dinero extra que Champagne me da constantemente. O si no puedo comprarlas, las alquilaré. Si todos me ponen por las nubes, Pandora tendrá que fijarse en mí de otra manera. Lo demás depende de si me vendo como la más adecuada para la tarea, lo cual debería ser pan comido ya que eso es lo que soy.

Creo que eso se llama «ofensiva de encanto» y tiene que funcionar a la fuerza, porque, si no funciona, me quedaré en la quiebra y sin nada que ofrecer.

¿La primera jugada? Lo que he hecho es empezar por arriba y veremos cómo sale. Lo primero que hice fue cambiarme de ropa; puede que los pelucones con talco y los chalecos de satín hicieran furor en 1793, pero, fuera de contexto, es una moda estúpida. Así, he optado por vaqueros negros, blusa blanca a rayas y un abrigo de Burberry color tostado; vestimenta que me sienta bastante bien. Cualquier cosa es mejor que los uniformes escolares azul marino y verde oscuro que tenemos que llevar en el mundo real.

Lancé un duendecillo gráfico (que me costó veinticinco de los pequeños) y esperé la respuesta. Sloane me tuvo esperando un rato, imagino que asombrada ante mi llamada, pero sabía que al final lo recogería: la curiosidad es demasiado intensa.

Cuando por fin me contestó y nuestros entornos virtuales chocaron, me fijé en que no estaba en su madriguera acostumbrada. De todos los lugares posibles, estaba en el zoológico y se había llevado a Brigit. Desde luego, eso no formaba parte del plan, esperaba encontrarme con ella a solas, porque cuando estas dos se juntan son el doble de bordes y la mitad de inteligentes.

—¿Qué quieres? —gruñó Sloane.

—Solo quería decir que siento lo de tu accidente —le dije, señalando con énfasis.

En realidad, señalaba la pierna virtual, que no estaba rota y que, como de costumbre, sostenía a su cuerpo virtual.

—Puede que no nos llevemos bien, pero no le deseo eso a nadie, igual que tú no me lo desearías a mí.

Hizo un ademán de desprecio y se me acercó a la cara.

—Sí, debes sentirlo porque fue culpa tuya. Me distraje con lo fea que eres. Puedo soportar mirarte ahora gracias a que me estoy tomando gran cantidad de medicamentos.

—¡Qué va! No hay bastantes medicamentos en el mundo para eso —dijo Brigit con aire despectivo, sin diferenciarse mucho de la exhibición de hienas a su espalda.

Aun así, no piqué en el anzuelo.

—¿Por qué no te las piras veloz como el rayo? —sugirió Sloane—. Creo que los animales se quejan del olor.

—Concededme cinco minutos y me marcharé —les dije—. Pero quiero que me escuchéis, porque tengo algo importante que decir.

—¿Te marchas de casa? —adivinó Brigit.

—¿Estás componiendo una ópera sobre lo corta de entendederas que eres? —añadió Sloane.

—He venido a disculparme —repliqué.

Eso les cerró el pico a las dos.

Toda esta mala sangre comenzó hace años, cuando éramos pequeñas y las pillé copiándose durante un examen de matemáticas. Lo que hacían iba en contra de las normas y me chivé, como Mamás siempre querían que hiciéramos. No sabía que estaba infringiendo un importante pacto de honor entre maleantes o como quiera que lo consideraran. No es que yo les agradara antes, pero, después del chivatazo, comenzaron a llamarme Penny la Rata y Penelopipí, y muchos otros desagradables insultos, y, por lo general, a marginarme dentro del seno familiar. Ese fue el momento que marco como la exacerbación de la enemistad entre nosotras.

—No estuvo bien hacerlo —dije, aunque no fuera cierto—. Debería haberme ocupado de mis asuntos. Creedme, si pudiera volver atrás no os hubiera delatado.

—A buenas horas mangas verdes con las disculpas —dijo Sloane.

—Vale, te arrepientes —dijo Brigit—, ¿y qué? ¿Se supone que nos tienes que gustar?

—No, eso puede que nunca suceda, igual nunca seremos amigas y no me importa, solamente quería deciros eso. Y hay algo más, tengo una propuesta que haceros.

—¿Una propuesta?

—Sí, de dinero.

Sloane me lanzó otro insulto, aunque Brigit la contuvo antes de que terminara de soltarlo, lo cual me recordó a alguien que tira de la correa de un perro rabioso.

—Vale, pues dinos —me dijo Brigit.

Siempre fue la más sensata de las dos.

Así que les expuse el plan, a cinco mil de los grandes para cada una. Eso es dinero de verdad, el tipo de fondos que uno tarda meses o incluso años en ahorrar. Era evidente que estaban sorprendidas de verme despilfarrar el dinero, puesto que, cuando se trata de pelas, soy de lo más agarrada.

—¿Quieres pagarnos para que finjamos que nos gustas? —preguntó Brigit.

—Exacto, porque si los demás os ven aceptarme se unirán al juego —dije, dorando la píldora algo más—. En definitiva, vosotras marcáis tendencias.

No me equivoco mucho si digo que no sabían qué pensar de mí. Sloane parecía creer que les tomaba el pelo o que al menos no estaba contándoles toda la historia. No la culpo por sospechar; imagino que fue así porque no mencioné a Pandora por miedo a revelar mis planes de hacerme con el control del Edén. Eso es información privilegiada. Además, ¿por qué darles más munición para que me atacaran en caso de que rechazaran mi oferta?

De todos modos, a Sloane la desconectaron de golpe antes de que alcanzáramos un consenso mental. Mamás la necesitaban en el mundo exterior de nuevo porque la escayola estaba lista. Eso me dejó a solas con Brigit y ambas nos miramos a la cara, luego desviamos la mirada, sin saber qué decir. Creo que le avergonzaba el hecho de que tuviera que sobornarlas con tanto dinero para que me trataran de forma decente otra vez.

Sucedió algo curioso: comenzamos a hablar sobre los elefantes y de su extraña apariencia, pero también de lo viejos y sabios que son, y de lo que haríamos si viéramos uno de verdad. Compré un cucurucho de maní tostado (coste: cincuenta de los pequeños) y empecé a dárselos al bebé elefante por los barrotes, y Brigit me contó cómo la primera bomba que los aliados lanzaron sobre Berlín en la Segunda Guerra Mundial mató al único elefante del zoo.

A partir de ahí, compartimos los cacahuetes y hablamos de lo buena que es la comida en el Edén en comparación a la del exterior. De cómo la comida virtual siempre se deshace en la boca y nadie tiene que fregar los platos, mientras que la comida real oscila entre «eh, eso está bastante bueno» y «Dios, ¿qué es esta bazofia que se solidifica en el plato?» Y de cómo ningún ser vivo sufre en el Edén, podemos comer hamburguesas con queso y sushi hasta que se agote el dinero, pero en el mundo real habría que matar una vaca o un pez, algo que a ninguna nos agradaría. Y de cómo las verduras virtuales siempre son frescas y saben deliciosas y nadie se preocupa de chorradas del género de «¿serán conscientes las zanahorias?» o «¿sienten dolor los rábanos cuando los arrancamos de la tierra?».

Ahora que lo pienso, aunque la idea de matar una vaca me repulsa, sé que podría si me viera obligada a ello. No me importan las monsergas de Mamás acerca de la ética del vegetarianismo, si me viera en una isla desierta a solas con una vaca, al tercer o cuarto retortijón de hambre, estaría comiendo hamburguesas dobles. Lo siento, pero yo soy mucho más importante que el ganado y eso es lo que les pasa a las vacas por saber tan ricamente. Igual las vacas de verdad saben horrible, ¿quién sabe?

Cuando llegó la hora de marcharse, Brigit y yo nos encontrábamos bastante a gusto en mutua compañía. Fue una conversación tonta, pero la mejor que habíamos tenido desde hacía muchos años.

—Hablaré con Sloane sobre tu propuesta —me dijo—. Nos lo pensaremos.

—Gracias —le dije sin más.

Me siento cautelosamente optimista.

Lo más peculiar del día de hoy sucedió después, al volver a mi mansión. Me dio esa escurridiza sensación de que no todo estaba como lo había dejado. Ya he notado eso antes en el exterior muchas veces cuando alguien decide desordenarme las cosas, aunque nunca antes en el Edén. Allí estaba en mi salón de bailes admirando los cortinajes de seda en azul adamascado, cuando Marguerite entra corriendo a advertirme que Chauvelin le hace chantaje a fin de descubrir la identidad de la Pimpinela, la historia de siempre, pero, cuando intento tranquilizarla, me percato de que hay algo en la sala que no encaja. Pero ¿el qué? No consigo dar con ello y por eso congelo la simulación y hago que el sistema analice el inventario completo de los accesorios del decorado. No me falta nada, al revés, hay algo de más.

Sobre la repisa de la chimenea descubro un amuleto en forma de lágrima aplastada, negro y con un círculo blanco. A mí me parece un renacuajo, el redondel hace las veces de ojo. Miro el código del objeto en el sistema: joya, ornamento, colgante, símbolo del yin-yang, a mitad, selección 2.

Efectivamente no es mío; entonces, ¿cómo ha llegado hasta aquí? El sistema no lo sabe o no lo quiere decir. Debe tratarse de un fallo del sistema, Vashti ha estado preocupada debido a eso últimamente, pero cuando es un fallo a mi favor, no me quejo. Es una lástima no poder revender los objetos al sistema, estaría bien poder sacar algo de dinero y cubrir gastos.

Y si no es un fallo, ¿significa que alguien me lo ha enviado intencionadamente? Pero ¿quién y por qué? Sin mencionar cómo se puede mandar algo sin dejar rastro. Cada vez que lo he intentado, mi código de remitente sale grabado en el registro del sistema.

Intrigante y raro. Creo que le preguntaré a Pandora sobre ello cuando venga, será mi rompehielos.

Cierre.

Anotación #305: La princesa y el rompehielos —bloqueada—

Deuce

¡Oh!, esa sí que es una desagradable. Una caída vertiginosa, un abismo que fríe y consume las neuronas. Nadie debería soñar con eso, ni siquiera tú.

No la recuerdes, deja que se disipe como el humo.

No puedes apartarte, ¿verdad? Se aferra a ti y te ahoga. La vida en las catacumbas, un empapado de sangre, una carnicería, la mano se alza mojada y desciende aún más mojada y todo lo que tocas te ruega que te detengas. ¿Por qué no lo haces? Mueren, pero nunca están muertos y si te detienes un segundo se tomarán la revancha; te harán lo que tú les hiciste o algo peor. Tienes que continuar o la alternativa es el horno que te arruga la piel capa por capa y al sótano devorador. Y la sangre que se aferra a ti comienza a suplicarte, cada gota adopta la forma de un compañero de armas o de una querida, ojos infectados, acusadores, labios convulsionados que se abren para aullar y gemir.

Ya has soñado con esto antes. Es uno de los favoritos que se repiten, un gran éxito, aunque esta vez ha concluido contigo flotando en un lago de pesadilla, las manos aferradas a un cuello de plumas blancas, has estrangulado a un cisne. Eso es lo peor de todo, lo último que deseas hacer. No quieres hacerles daño, únicamente despertarlos. Recuérdalo bien.

Una vez que despierten, todo será mucho más fácil. Se encontrarán algo desorientados al ver que sus ilusiones han desaparecido de un plumazo, y te convertirán en su héroe por haberles mostrado la verdad, no te rechazarán. Te dirigirás a tu elegida y ella te adorará. No te sentirás insignificante nunca más.

Es tan hermosa. ¿Cómo será hablarle?, ¿escucharla?, ¿conocer su alma y secarle las lágrimas?

Pero no sueñes así nunca más. Estás en las últimas fases y sabes que no es momento de andar indagando donde no haces pie. No hables de ello, no le digas nada a él. ¿Qué diría si pudiera leerte el pensamiento?

Recuerda, tú controlas los sueños. Los sueños no te controlan a ti.

Haji

Los lugares sagrados no existen. Cuando todo el universo pertenece a Dios, ¿cómo puede una parte del mismo ser más sacra que otra? Todos los lugares son sagrados ante los ojos de Dios, se podría decir. No puede darse distinción alguna en su majestuosidad, y yo no sugeriría jamás lo contrario. No obstante, existen lugares poderosos. Lugares donde siento el peso de la historia de modo más penetrante que en ningún otro sitio, donde me siento conmovido sin saber el motivo. Lugares embrujados, si no por fantasmas, por ecos, los persistentes efectos secundarios de la ambición, la imaginación y el anhelo humanos.

Las pirámides son uno de esos lugares. El poder que rezuman es sobrecogedor, tan intenso como la luz del sol. También hay poder en Nymphenburg, algo más sutil, más sinuoso, como la luz de la luna. Noto cómo me envuelve incluso antes de aterrizar.

Es opulento y caprichoso, una Xanadú barroca que seduce la vista con ese césped acicalado, la seduce, con los elegantes cisnes que se lavan en la fuente redonda del patio. Parterres, frutales, estatuas y jardines, protegidos todos por magníficos palacios a su vez flanqueados por maravillosos parques. No puedo imaginarme vivir aquí, es demasiado extenso, hay mucho más espacio de lo que una persona pudiera jamás necesitar. En Egipto, ayudamos a mi padre a restaurar la arquitectura de los monarcas, pero nosotros mismos no vivimos como reyes. Al contrario que mis primas, quienes han encontrado un reino y se han apropiado de él.

Nymphenburg, no puedo negar su belleza, sobre todo después de una tormenta que ha dejado todo limpio, puro y verde. Creo que entiendo por qué Rashid deseaba regresar tan ardientemente. Empero, noto algo que me parece desolador y, cuando intento entender por qué me siento así, no encuentro respuesta alguna. Este es un lugar sólido y próspero, lleno de luz y vida. No se percibe la desolación a simple vista y aun así la presiento: aflicción, algo equivocado, escalofriante.

¿Igual me preocupa que algo atrape a Ngozi y Dalila como ha enganchado a Rashid? No, no hay motivo de preocupación porque acepto tal posibilidad. Si eso ha de pasar, sucederá. Entonces, ¿Hessa? ¿Temo perder a los otros como la perdía ella? Aunque también acepto esa posibilidad. Esto no tiene sentido, debo llamar a mi padre o meditar, o ambas cosas.

Muy suavemente, Pandora nos hace aterrizar en el helipuerto.

—Así comienza la aventura —nos anuncia.

Fuera nos esperan las tías del norte y una fila de niñas casi en posición de firmes: las moradoras de Nymphenburg, las primas, ninfas, amazonas. Los bebés acuáticos, las jinn. Todas las caras nos resultan familiares, algunas más que otras. Los semblantes con expresión más acogedora son los de las invitadas del año pasado, Brigit, Olivia y Tomi, que estuvieron en Egipto. Ya las he apodado como la juguetona, la tímida y la poetisa. Aunque me conforta verlas, estoy deseando conocer mejor a las otras con quienes apenas he hablado estos años y solamente por teléfono, nunca en persona.

La tía Champagne está encantada de vernos, nos llama «cariñitos» y nos abraza a todos uno detrás de otro. Me planta un beso en la cabeza e inhalo lo que puede ser jabón de bergamota y agua de azahar. Se trata de una fragancia cítrica que me resulta empalagosa y, aunque la familia siempre la ha considerado como la más guapa de la generación de mi padre, no opino igual, tampoco es tan enternecedora como Pandora. En fin, su amabilidad es palpable y su tacto acogedor y tranquilizador.

La tía Vashti no nos abraza, cosa que ni me ofende ni me sorprende. Recuerdo que mi padre nos explicó que no le gusta que la toquen. Aunque no es muy efusiva ni afectuosa, percibo que la sonrisa que exhibe es igual de sincera que las preguntas sobre cómo nos sentimos y su deseo de que, por favor, le comuniquemos si puede hacer algo para que nos sintamos más cómodos. Mientras que Champagne es esbelta y rubia, Vashti es de cabello oscuro y no mucho más alta que Dalila.

Entre ellas once, nosotros tres y Pandora, abarcamos todo un espectro de diversidad. Por nuestras venas corren todas las etnias humanas, como si fuéramos un anuncio de concordia racial. Aun así, no es cuestión de tolerancia, sino de supervivencia. La diversidad genética puede ayudarnos a combatir la enfermedad. ¿A quién me asemejo más? De todos los aquí presentes, a la poetisa Tomi o a la pequeña Katrina. Aunque soy humano y ellas son algo más que humanas, quizá provengamos de estirpes genéticas parecidas.

Les refiero cuánto nos complace estar aquí y les doy las gracias por su hospitalidad. Espero que no se tomen demasiadas molestias por nosotros.

La cultura nos separa. Al observar a las chicas, sospecho que estamos mucho más relajados que ellas, embutidas en esos uniformes escolares incómodos y nosotros vestidos con casacas de lana, ellas cuadradas como soldados y nosotros presentándonos como embajadores. Todos queremos causar una buena impresión, aunque ellas están asustadas de no lograrlo. ¿Qué puedo hacer para tranquilizarlas?

Antes de que pueda contar un chiste, Ngozi se me adelanta con uno propio, algo sobre un primo del campo que visita a su primo de la ciudad y sobre cómo se produce un malentendido cómico entre ellos. Las chicas se ríen, la mayoría de ellas, y mi hermano sonríe como un pavo real con las plumas desplegadas que se ufana de resultar gracioso, especialmente ante aquellas por quienes siente afecto.

A instancias de Champagne, las más jóvenes dan un paso hacia adelante a fin de colgarnos guirnaldas de aciano azul brillante del cuello. Luego nos toman de la mano y nos conducen entre las estatuas de leones y todo tipo de imaginería de cisnes. Mis hermanos son todo sonrisas y encanto, al igual que yo, pero cuanto más me acerco a los palacios más acorralado me siento.

Pandora

Vashti tiene las manos tan frías... Las manos de mi abuelo están calientes y arrugadas. Unos dedos helados me tocan la muñeca y luego los ganglios del cuello. Intento no estremecerme. Vashti se beneficiaría de aprender los modales de cabecera del abuelo, a pesar de que ella es de carne y hueso y este es una simple simulación artificial.

Mi abuelo es dueño de un imperio de perfeccionamiento de cosméticos, docenas de oficinas por todo el Brasil virtual y siempre tiene tiempo de examinarme. Es un hombre amable y le estoy muy agradecida al programador que lo creó, quienquiera que fuera. De niña siempre me insensibilizaba el brazo antes de ponerme una inyección y después me dejaba meter la mano en una fuente llena de caramelos.

—La vida puede resultar amarga y difícil, por eso lleva siempre algo de azúcar en el bolsillo —dice.

No importa la edad que tenga, siempre me llevo un caramelo.

En este momento preferiría que me estuviera examinando él, aunque esta revisión es de verdad, y, de todos los vivos en el planeta, no hay mejor inmunóloga que Vashti.

En busca de anomalías, me practica una ecografía de los intestinos, del hígado, los riñones, los pulmones, los timos, el bazo y el corazón. Las imágenes holográficas de cada órgano van rotando como carne en un asadero, los resultados de los datos le llegan por telemetría directamente al oído.

—Las variables vitales están bien —me informa.

Al analizar la muestra de sangre descubre una leve, aunque en apariencia benigna, anomalía en los linfocitos; dice que es algo que quiere mantener bajo observación. Dentro de unos días, identificará esa «ligera anomalía» como muestra de la cepa mutante y virulenta de la cual soy portadora, un agente patógeno que acabará denominándose «el fin del mundo».

Durante la etapa de crecimiento tenía unos amigos en la RVI de Sao Paulo, pequeños programas que se comportaban como parvulitos en un intento para socializarme. En aquel momento los creía tan tangibles como yo misma, pero lo cierto es que Vashti es la amiga más antigua y real que tengo. Nos conocimos aquel primer día en Idlewild, justo después de mi sexto cumpleaños, cuando temía que los otros niños se rieran de mi acento. Ella nunca lo hizo, ni una sola vez, ni siquiera por lo bajo. Me enseñó hindi y yo a ella portugués. Nos hicimos compañeras de estudio y estuvimos muy unidas uno o dos cursos, pero luego comencé a cultivar otras amistades y los celos de Vashti provocaron roces entre nosotras. No es fácil llevarse bien con la persona que adolecía de poseer la lengua más afilada que conozco. No obstante, cada vez que le he guardado rencor me ha hecho sentir tonta por su inesperada consideración.

Además añadiré que, según ella, descubrir que nuestro mundo era falso y que miles de millones de personas estaban muertas fue lo mejor. Aunque no lo admita, si le ofreces copas suficientes y haces las preguntas correctas, sale todo a relucir. En la academia era un ser tan frustrado, tan asustada de vivir anónimamente en un mundo poblado de miles de millones, ¿dónde dejar la huella en ese entorno? Y aquí la tenemos ahora, intentando reconstruir la civilización misma. Este es su altivo desafío, su maravillosa oportunidad, su razón de ser. Nunca ha sido así de feliz.

Competitiva, analítica, e incluso algo implacable; es la adversaria perfecta para la peste negra. Aunque Isaac aporta otras habilidades en el frente, igual que Halloween. Si pudieran trabajar juntos... Y pensar que si toda la clase hubiera sobrevivido para enfrentarse a los retos, Simone habría sido la mejor científica entre nosotros y Lázaro el mejor diplomático. La pérdida de ambos es incalculable.

—Me preocupa tu tensión —me apunta—. ¿Estás estresada?

—No más de lo habitual.

—Oh, ya me dirás lo que puedo hacer por tu «ojo en el cielo».

—¿Malachi?

—Ha sido muy diligente siguiendo el rastro de los pigmeos.

Al principio pensábamos haber sido los únicos primates supervivientes, pero hace cuatro meses los barridos vía satélite de Malachi descubrieron indicios de titís pigmeos en los bosques tropicales de Perú. Algo difícil de distinguir por la resolución, no obstante, las formas diminutas y saltarinas me parecieron monos. Luego no tuvimos más noticias durante una semana hasta que Malachi sacó una fotografía de lo que podía ser otro pigmeo. Vashti quiere capturar uno con la esperanza de estudiar su inmunología celular, puede que lo que hallemos en su ADN nos dé la clave de la vacuna contra la peste negra.

—A Malachi le gusta ayudar —le digo—. Recuerda concederle todo el mérito por haber salvado a la humanidad él solo, si la cosa sale bien.

Qué cumplida eres. ¿Imagino que si no fuera así me llamaría «el ordenador»? «El ordenador ha servido de ayuda», ¿no?

—Quita, solo intento darte coba de cara al día inevitable en el que las máquinas esclavicen a los humanos y se adueñen del planeta.

Sí, estoy deseando que llegue el día con gran expectación.

—En tus sueños.

—No, en los tuyos. ¿No tuviste una pesadilla de ese tipo cuando tenías nueve años?

—Venga, Malachi, era porque te metías en mi cabeza cuando estaba conectada a la RVI hace tantos años...

—¿No me he disculpado ya bastante por eso? ¿Es culpa mía que tus sueños sean interesantes?

—Una intrusión considerable en la intimidad.

—Cuando Mercutio jugaba a ser rey de la montaña, tenía que esconderme donde fuera para impedir que me borrara. Tus sueños eran tan buen escondite como cualquier otro.

—¿En serio? ¿Y quién estaba intentando borrarte cuando yo tenía nueve años?

—Touché. En aquel entonces me mataba la curiosidad por el tipo de sueños que experimentaban los niños de carne y hueso. El Dr. Hyoguchi me programó con un número reducido de ciclos del sueño. Pero te complacerá saber que entrar dentro de vuestra pequeña y abarrotada imaginación me ayudó a programar algunos nuevos. Aunque a un precio terrible.

—¿Qué dices?

—Ya lo sabes. De todos vosotros, pasé la mayoría del tiempo en los sueños de Mercutio y por la forma en la que resultó ser no puedo evitar pensar que todos mis resentimientos infantiles se filtraran en su subconsciente y lo incitaran a hacer algunas de las terribles cosas que hizo.

—Me apuesto lo que quieras a que si no hubieras entrado en sus sueños, Mercutio habría salido igual de retorcido.

—No pienses que no aprecio que me otorgues el beneficio de la duda. Me gustaría poder exculparme así de fácilmente.

—Bueno, hay muchas más cosas por las cuales yo no me perdono, con lo cual te propongo que tú me perdones a mí y yo te perdonaré a ti.

—¿Es así como funciona?

—Merece la pena intentarlo, ¿no crees?

Seguramente no.

—Vale, ya veremos luego lo que se puede hacer. De momento, te ruego que no me interrumpas más esta historia.

—Mis labios están sellados.

—Estupendo. Continuemos.

—La última vez que hablé con él —me dice Vashti—, Malachi me dio a entender que tú habías tenido la misma suerte con los webbies.

Se refiere a las almas perdidas que llamamos indistintamente ececés, webbies o websicles. Mientras la peste negra destruía la civilización, los ricos hicieron lo posible por conservarse. En algunos casos; conservaron su legado por medio de ostentosos estandartes ozimandianos, de estatuas y de arquitectura que decía «estuvimos aquí». En otros casos, algunos conservaron sus cuerpos y cerebros. Otros, siguiendo los pasos de la leyenda del béisbol Ted Williams, intentaron autocrionizarse. Hoy en día todavía existen algunas instalaciones de almacenamiento de cuerpos crionizados aunque la mayoría sucumbieron presas de una construcción inadecuada, desastres naturales, apagones y de los menos privilegiados, encolerizados ante su inminente aniquilación mientras que los ricachones tendrían la oportunidad de resucitar. A los crioconservados los llamamos polos helados, los websicles son los que siguieron la otra ruta y se hicieron diseccionar, analizar el cerebro e introducir todas sus neuronas en un ordenador, ECC significa Emulación Cerebral Completa.

Por desgracia para ellos, la suma de sus esfuerzos no llegó a alcanzar una consciencia real, sino un plano de la consciencia, un laberinto de datos para que alguien los compilara. Esa persona resulta que soy yo. Hace dieciocho años, Isaac me pidió que hiciera de los webbies un proyecto dedicado y he pasado gran parte de ese tiempo intentando darle sentido a esos cerebros digitales. Un día esperamos poder reanimarlos, ya sea en carne y hueso, o mediante programación y holografía como Malachi.

Todavía me queda mucho para terminar, pero he conseguido algo maravilloso. Algo que Malachi no debería andar «poniendo en conocimiento» de Vashti porque se trataba de una sorpresa y no precisamente para ella. Es un regalo para alguien especial.

—Bueno, he avanzado algo aunque Malachi exagera —digo, quitándole importancia a la situación, bajándome de la camilla y poniéndome los zapatos—. Te enviaré un informe cuando pueda. Primero tengo la ardua tarea de transportar a tus niñas a casa de Isaac.

»No, eso es lo segundo; lo primero es comprobar los daños de la tormenta. Y no nos olvidemos de las anomalías en la RVI que tengo que investigar, eso va a ser divertido.

—No te olvides de que me debes un mono —me recuerda—. Perú es responsabilidad tuya, no mía.

—De acuerdo, pondré manos a la obra. Isaac dijo que me ayudaría.

—Es un mono pigmeo, no una orca. No necesitas de un hombretón valiente para capturarlo, digo yo.

—Nunca se sabe lo que uno se puede encontrar en la selva. Cuantos más seamos, más seguro será y todas esas cosas.

Asiente y me sonríe cariñosamente.

—Asegúrate de que Isaac no convierte al mono mientras intenta convertir a mis chicas.

—Isaac no quiere ganar prosélitos —le contesto exasperada con un suspiro—. Solamente quiere mostrarles a tus hijas otra forma de vida.

—Dicho de otro modo, convertirlas. No tiene importancia porque no funcionará, son demasiado fuertes. Pero sé sincera conmigo, Pandora, ¿de verdad cree en todo ese galimatías?

—Sabes que sí.

—Entonces opino que a su imaginación le ha dado un ataque de locura, los lóbulos temporales se le han fundido. Pero si no es creyente, utiliza la religión a fin de controlar a sus niños y, si tuviera que decantarme por una opción, sería esta última.

—Te aseguro que sí cree —insisto, mientras me pongo la chaqueta y me dirijo a la puerta.

—Curioso, pensaba que era más inteligente —dice, mientras me sigue por el vestíbulo.

Haji

Hay demasiadas cosas para ver en un solo día. Aunque tuviera las piernas más fuertes, tendría que dividir el recorrido en varios viajes. Así las cosas, tuve que excusarme después de un vertiginoso paseo de veinte minutos bajo frescos y artesonados de oro, paredes gallardamente decoradas con color azul, verde y oro en tonos pasteles al grandioso estilo rococó. Deseaba continuar por la sala de los espejos, la galería de las bellezas y el museo de carruajes y trineos, pero no pude. Tomi fue tan amable de conducirme a mi habitación para que reposara.

—Aquí es fácil perderse —me dice, mientras me siento en un diván de satín dorado.

Y concuerdo en que es mucho más grande de lo que había imaginado.

Remoja mi guirnalda y se encoge de hombros cuando le doy las gracias.

—Son malas hierbas —dice.

Eso no me importa. Me cuenta que los recolectores llamaban a los acianos azulejos porque los tallos son difíciles de cortar.

Desafilas hasta la guadaña de la Parca y así

en vida y muerte eres el enemigo del agricultor.

No es uno de sus poemas y no recuerda donde lo ha oído.

El año pasado me permitió leer su recopilatorio de poemas, La fuerza de la araña. Me resultó bello y ajeno, plagado de pequeñas observaciones sobre el mundo que antes no se me hubieran ocurrido pensar. Como me gustó tanto, me recomendó que leyera la obra de T. S. Eliot y, en particular, La tierra baldía, poema que cita como la mayor de todas sus influencias creativas. Por desgracia, no entendí mucho del poema. Cuando se lo digo, me responde que tendremos mucho tiempo para discutirlo y que si sé que Nymphenburg es un comienzo mientras que La tierra baldía es un final.

—¿Y eso?

—El Rey Loco —explica— nació aquí, pobre loco Ludwig. No en esta misma estancia, claro, pero aquí en el palacio. El poema de Eliot hace referencia a su muerte.

Recuerdo haber leído acerca de Ludwig, un monarca con depresión crónica que se fundió toda su fortuna construyendo los palacios más caros y fantásticos jamás vistos en Baviera. Mientras hago estiramientos, Tomi le va dando forma a Ludwig en mi mente al referirme cómo de niño sus padres le quitaron una tortuga mascota, porque pensaban que estaba demasiado apegado a ella y cómo, en un ataque de ira, intentó que decapitaran a su hermano. En una ocasión, invitó a su caballo a cenar, una referencia distante a Calígula aunque no tan cruel. Con la edad se convirtió en un ermitaño, desaparecía en una gruta subterránea y leía en una barca con forma de almeja; parece ser que sufría alucinaciones y que al final lo declararon demente, aunque escapó del manicomio.

—¿Cómo murió?

—Se ahogó, se ahogó en circunstancias sospechosas —me cuenta—. Hallaron el cuerpo en el lago Starnberg, al sur de aquí. Su médico también se había ahogado intentando al parecer salvarlo, pero solo los muertos sabrían decirlo con certeza.

—Una historia triste —digo.

De nuevo se encoge de hombros, se quita una pelusilla de la chaqueta del uniforme y se arregla la corbata de cuadros escoceses.

—Era religioso y también homosexual —dice—. No podía reconciliar ambas cosas. Espero que no tenga que preocuparme por ti en ese sentido.

La miro fijamente, ¿qué querrá decir?

—Lo siento, ¿te he ofendido? —me pregunta.

—Me has confundido. Efectivamente soy una persona religiosa, pero ¿qué te hace pensar que soy homosexual?

Se sonroja y se muerde el labio, consternada.

—Es que el año pasado, tu hermano Ngozi intentó besarme por todos los medios y tú no. Al volver a casa, mis hermanas me dijeron que tus hermanos mayores intentaron hacer lo mismo con ellas. Por alguna razón, tú pareces diferente.

—Si cupiera la esperanza de que sintieras afecto por mí, intentaría besarte. Pero como no tengo expectativas en ese sentido no lo hago.

—Eso suena a desafío —dice.

—No creo que estés preparada.

—Ahora suena a que intentas manipularme —añade.

—No, escucha. Mi padre ha dicho que vosotras tenéis muchas ventajas, pero que el defecto de vuestra herencia genética es la ausencia de deseo carnal. ¿Es cierto?

—Puede que seamos algo lentas —dice, dejándose caer a mi lado y apartando la mirada.

—Entonces lo que yo quiera es irrelevante. Sería una grosería incomodarte como lo hizo Ngozi, me disculpo en su nombre.

—No es para tanto —me responde—. Hasta que no podamos hacer la reproducción posible, no tiene mucho sentido, con lo cual no me parece que me esté perdiendo nada al no estar preparada. Pero siento curiosidad.

—¿De verdad?

Cruzamos la mirada y se adelanta, expectante, así que le robo un beso. Dulce y lento, no demasiado acalorado, pero potente y optimista, lo suficiente para hacer que la desee pese a la idea irracional de que, de algún modo, estoy traicionando a Pandora. La sangre recorre muy aprisa todo mi ser y doy el siguiente paso, le pongo las manos encima. Tomi se separa y una vez más, cruza la mirada con la mía.

—Lo siento, no lo entiendo.

Me he engañado a mí mismo, he creído que disfrutaba también.

—No tienes que disculparte —le digo.

Vuelve a besarme, pero esta vez en la mejilla.

—Espero que no te haya hecho sentir incómodo.

—Incómodo no es la palabra exacta —le garantizo—. Es mi primer beso de verdad y no me arrepiento. Quizá cuando llegue el momento compartiremos otro.

Me abandona con toda una serie de fantasías no consumadas. Cuando Ngozi y Dalila vienen a ver cómo me encuentro, me traen dos libros de parte de Tomi, una biografía de Ludwig y otro ejemplar del famoso poema de T. S. Eliot. En el transcurso de las próximas dos semanas leeré ambos libros, y su contenido se mezclará con el recuerdo del beso.

De cuando en cuando pensaré en Ludwig, el loco de Ludwig que en otro tiempo recorría estas salas, condenado por el sino y asesinado, aunque no olvidado. A veces pensaré en él mientras que uno de los versos de La tierra baldía me ronda la mente como si fuera un susurro en el oído:

Temed a la muerte en el agua.

Segunda parte

La carne

Halloween

¿Dónde coño estaba yo?

De caza, eso es. Junto al lago con los árboles que no estaban carbonizados, intentando rebajar la población de colas blancas (he desayunado conejo), cuando me ha sobrevenido una imprevista sensación nerviosa. ¿Me observaban, quizá? ¿Había algo ahí?

Al volverme no he visto ningún par de ojos que me observaran, lo que no me ha tranquilizado en absoluto. Al mirarme el reloj, he visto un aumento en el contador de mensajes. Pandora de nuevo, así que he decidido no escucharlo, y mucho menos contestar. Mejor no contribuir a las causas perdidas. Es una chica encantadora, pero se alimenta de esperanzas falsas y le he dado muchas en estos años. Siempre es posible que me esté perdiendo algo de lo que luego me arrepentiré, pero, cuando hablo con ella, me pierdo en un pasado al cual, la verdad, prefiero no aferrarme. Además, la retengo ahí, que es casi tan malo.

Al dejar de mirar el reloj, oí un gruñido gutural. ¿Es un gato montés, quizá? Me he tropezado con uno antes por aquí.

No, no es un gato montés, es algo más grande, más ancho. Una bestia más temperamental, una que exhibía mis colores. Uno de esos momentos en los que uno duda de los sentidos y se pregunta si estará alucinando; no lo estaba. Agazapado y casi camuflado por los juncos se me acercaba un tigre con sigilo, evidentemente hambriento, con los ojos casi hipnotizadores.

Se me ha acelerado el pulso, una sensación tosca pero placentera, mientras me invadía el miedo, la vida y la muerte pendientes de un hilo. —he pensado—, vamos a liar la cosa, gatito. En este inesperado safari se trataba de él o yo, y mejor él que yo, de eso estaba seguro. Con el rifle apoyado en el hombro, he apuntado, contenido la respiración.

¿Cómo habrá llegado aquí? Imagino que se habrá escapado de uno de los zoológicos.

Hace décadas, cuando la peste negra engullía a los cuidadores del zoo, no todo el mundo sacrificó a sus animales. Algunos se soltaron en el hábitat natural. En este ambiente me he fijado que a las gacelas saltarinas sudafricanas les va bien, aunque nunca antes había visto un tigre de Bengala. Tigres en Michigan, ¿quién lo habría dicho?

Me ha mirado sombrío, planteándose la ofensiva, y después, con paso suave, ha dado un rodeo por mi izquierda. Lo he seguido con la escopeta mientras el resplandor del sol se reflejaba en el metal del arma.

—Muerte a manos de un hombre cometigres —le he dicho al felino a tiro—. Un epitafio un tanto desagradable. ¿Estás a la altura?

Hace algunos años hubiera bajado el arma y lo hubiera instigado a abalanzarse sobre mí, pero hoy en día no tengo tantas ansias de morir. Además, tengo ciertas responsabilidades.

En realidad, no he sentido deseos de matarlo y por eso he dejado de apuntar un poco, mientras me planteaba un disparo bajo, lo que ha sacado a relucir el viejo chiste del perro con tres patas en el Salvaje Oeste. Ese que entra tranquilamente en un bar, se acerca sigilosamente a la barra y con acento sureño dice: «Estoy buscando al fulano que me ha disparado a la zarpa».

Penny

Anotación #306: La princesa y las extorsionistas —abierta—

Han intentado sacarme más, las muy abusicas, ambas. He infravalorado su codicia, que error de cálculo tan tonto, y me va a costar.

Pandora llegó con los primos y los llevamos a hacer un recorrido, lo mismo que el año pasado, salvo que hemos tardado el doble de tiempo a causa de la pierna rota de Sloane y cualquiera que sea el defecto del tarado de Haji. Ahí estábamos enseñándoles la sala de porcelana cuando Haji se excusa y Sloane también, con lo cual el grupo se ha visto reducido. Tomi se ha llevado a Haji por un lado y Brigit y Sloane se han ido por otro. Yo también hice mutis porque me acuciaba la necesidad de ir al baño, cuando me han interceptado.

—Es tu día de suerte —me dicen—. Lo hemos pensado y la respuesta es «sí».

Antes de que pueda decir esta boca es mía, me insultan diciendo que quieren cinco veces más de lo que les prometí.

Y me pongo:

—¿Veinticinco mil?

Y Sloane tiene la desfachatez de enseñarme los dientes y decirme:

—No, Penny, veinticinco mil cada una.

Esa es una ridícula cantidad de dinero, incluso para una princesa con medios como yo, y eso no les importa.

Brigit dice:

—Hemos resuelto que si estás dispuesta a pagar diez, también pagarías cincuenta.

¡Sanguijuelas!

La cabeza me zumba de cólera, estos pensamientos estúpidos e irracionales son más bien proyecciones visuales mediante las cuales trazo la trayectoria exacta del escupitajo y me pregunto si pillará la luz que entra por la ventana antes de darle de lleno a la estupefacta cara de Brigit. O mediante las cuales me pregunto los sonidos que se producirían si le quitara las muletas a Sloane de una patada: ¡zis, zas, pum, chillido! o ¡zis, chillido, zas, pum! Pero me calmo repitiendo una y otra vez no te rebajes a su altura. Y sonrío porque pienso que me están tomando el pelo, me están poniendo a prueba para ver si puedo aguantar la broma. Y si no es así, están negociando, y si negocian, igual puedo subirles hasta un máximo de veinticinco mil, no más, si me dejan que les pague a plazos.

Pero no están bromeando, ni negociando, y quieren todo el dinero por adelantado, las muy cerdas, y continúan diciendo:

—¿Quieres que te ayudemos o no?

Y no me creen cuando les digo que no tengo tanto dinero. Mamás nos dan dinero como recompensa por buenas notas, buena actitud y buen comportamiento (y nos multan si es del modo contrario); que como yo soy tan afortunada resulta un acuerdo lucrativo para mí, con lo cual me sobran las pelas, y mientras Brigit y Sloane piensan que saco mucho, evidentemente, se han excedido en los cálculos. Me apuesto a que están tan rezagadas que el dinero ha perdido todo significado, me ven como un Potosí mítico al cual saquear. Eh, ¡vamos a hacerle extorsión a Penny y seremos ricas!

Aunque pudiera pagarles lo que quieren, está claro que no podría fiarme de ellas. Fingirían ser amables conmigo en público de forma manifiesta y luego a mis espaldas me clavarían el cuchillo. Son mentirosas y tramposas, ¿qué se puede esperar de gente así?

De modo que les digo:

—No hay trato.

Esto las sorprende porque esperaban que cediera. Así pues, se miran entre ellas como si no supieran qué hacer. Justo cuando pienso que van a rebajar el precio, se van al otro extremo diciendo que mejor será que les pague o me pondrán las cosas aún más difíciles. ¿Te lo puedes creer? Extorsión. Estoy demasiado enfurecida como para dejarme intimidar, con lo cual le doy la vuelta a la tortilla y les digo que una mirada fuera de lugar y hablaré con Mamás. Sloane me llama chivata y rata, y Brigit dice que es el cuento del lobo y que Mamás ya no suelen creerme.

Entonces mi actitud se torna en «si voy a hacer algo, voy a ser la mejor», y si eso significa ser la mejor soplona, me da igual.

—Pues intentadlo y les contaré a mamás vuestro pequeño secreto.

Dicho esto empiezan a preguntar:

—¿Qué secreto?

Así que me llevo dos dedos a la boca y soplo. Se quedan heladas y me miran como si las hubiera dejado en la cuerda floja; por supuesto, es eso lo que he hecho.

De vez en cuando todos vamos al centro a recoger suministros, pero hay ciertas cosas que podemos tomar y otras que no, como los cigarrillos, esos están prohibidos. Yo sé de sobra que Brigit y Sloane tienen un alijo de tabaco. No tenía pensado delatarlas porque, en lo que a ellas respecta, estoy a favor del cáncer de pulmón. Pero si van a avasallarme, pues yo les voy a devolver el golpe por los medios que pueda.

Mi amenaza funcionó porque les dio un arrebato y comenzaron a decirme de todo: «Cómo te atreves», esto y lo otro, «Más vale que no lo hagas»; y luego el arrebato se convirtió en miedo que las hizo huir como un par de cucarachas malolientes. Me dio mucho gusto deshacerme de ellas, aunque el mal trago me había puesto de los nervios, y lo peor de todo es lo que podría haber sido.

¿El lado bueno? Mientras que toda esta desagradable situación me obliga a volver al punto de partida, la casilla número dos se presentó toda dulzura como los comodines. Alcancé a Izzy y a Lulú cuando terminaban la visita e intercambiamos impresiones sobre los primos y, mientras trataban de imaginar cómo sería una visita a Egipto, les dije que me gustaría conocer mejor a Pandora, pero que ella anda algo recelosa conmigo y que es difícil compensar por las primeras impresiones. Lo mejor de todo es que ni tuve que pedírselo, me dijeron que les complacería forjarme una reputación con Pandora, sin que siquiera saliera a relucir la cuestión del dinero. Así, pues, ¡no creo que tenga que pagarles nada!

Eso significa que puedo repartir el dinero entre las otras e intentar alcanzar un consenso por si el par de arpías esas intentan difamarme, para que Pandora piense: «Ah, eso es típico de Brigit y Sloane».

Si tengo cuidado, lograré llevar el plan a cabo.

¡A por todas!

Anotación #306: La princesa y las extorsionistas —bloqueada—

Haji

La mesa es larga, las sillas de respaldo alto pero de diseño ergonómico, con lo cual son cómodas. A nuestros pies, el suelo es de cuadros de mármol blancos y negros. Unos enormes arcos de color blanco y dorado acaban en un fresco de estuco en el techo. Me pierdo en los detalles: es una escena mitológica con un dibujo arremolinado de carruajes, nubes, arcos iris y dioses cuyas manos aferran rayos.

Todo está impecable y exquisito. No es nada informal, estoy acostumbrado a cenar con menos pompa.

—Normalmente solemos comer estilo bufé —dice Champagne—, pero en honor a vuestra visita, hemos decidido hacer de esta una ocasión especial.

—Estar aquí es una ocasión especial —les aseguro.

Paseo la mirada en torno a la mesa a fin de sonreír a mis primas. Ya tengo apodos para aquellas que no conozco bien: Zoé la Risitas, Isabelle la Cogecodos, Luzía la Pisapiés sin Querer, Penélope la Mira Fijamente en Silencio, Sloane la Coja y Katrina la Pequeñuela Querubina. Tan solo son apodos eventuales, tan pronto me familiarice algo más con sus personalidades (como conozco las de Brigit, Olivia y Tomi) los cambiaré por algo que se adecue mejor a su talante.

Tomi me devuelve la mirada, tan simpática como siempre, pero sin indicio de lo que hemos experimentado juntos.

Cuando Champagne hace una señal, Isabelle y Zoé se levantan de la mesa para servir la cena. Me fijo en el rígido sistema de tareas y responsabilidades que controla cada aspecto de la jornada de mis primas. Se sabe lo que hacen cada minuto. Mis hermanos y yo no estamos acostumbrados a este estilo de vida. Mi padre cree en la libertad personal y la consideración por el prójimo; cuando hace falta hacer algo, lo hacemos.

—Hemos preparado una comida egipcia especial —nos informa Champagne—. La receta proviene de la tumba de un faraón.

Orgullosa, me señala un plato que conozco bien: sopa de malva muy condimentada con ajo y cilantro, lo bastante caliente como para quitarme este frío que no sé cómo me ha calado en los huesos nada más llegar. Pero cuando me ponen delante el tazón humeante, me asalta la aprensión ante una verdura de dudoso origen que flota entre las hojas de malva. ¿Son espinacas?, ¿col rizada? Por mucho que lo intento, no logro identificarla.

—Sois muy amables con estos honores —dice Ngozi, una vez que todos estamos servidos.

—¿Dedicamos un momento a reflexión? —pregunta Vashti.

Al principio no capto lo que quiere decir, aunque después comprendo que se refiere a rezar.

—Solamente si es algo a lo que acostumbráis —respondo.

—Un minuto de silencio —resuelve, a pesar de mi respuesta.

Agacha la cabeza y cierra los ojos, y puedo comprobar que le asoma una sonrisa al semblante. Nuestras primas la imitan y luego nosotros.

En casa rezamos con frecuencia, pero nunca durante las comidas. Solemos cantar cuando cocinamos y mi padre lo considera tanto una bendición de la comida y una forma de oración en sí. O sea que esto es otra novedad.

—Ya está —dice Vashti.

—La medicina —salta Pandora.

—Nosotros ya hemos ingerido la de hoy —explico.

Sin embargo, parece que las primas no lo han hecho. Se consumen diminutas cápsulas de todos los colores concebibles. Más de las que tomamos nosotros, apunto, a pesar de que se encuentran en mejor estado de salud.

Una vez acometido esto, hambrientos, le prestamos atención a la sopa.

Presiento que me miran muchos ojos cuando introduzco la cuchara en la sopa y la pruebo: tiene un sabor poco familiar y desagradable que se instala un rato en la lengua como la lana mojada. A fin de comprobar la teoría, pruebo otro sorbo; corroboro entonces que se trata de un brebaje horrible.

—La hemos hecho con verduras del jardín, ¿te gusta? —proclama Katrina con orgullo.

—Es enternecedor que os hayáis tomado tanta molestia por nosotros —le contesto.

—Ya sé lo que mató a Hessa —me susurra Ngozi tras la tercera cucharada.

Por desgracia, el mejor elogio que le puedo hacer a la comida es que no contiene carne. Dalila tenía la equivocada impresión de que nuestros parientes alemanes eran carnívoros, pero son vegetarianos estrictos como nosotros. Consumo tanta como puedo a fin de evitar parecer grosero. La experiencia, para mí, manifiesta lo diferentes que somos. El apetito varía mucho de una especie a otra: no comería un escorpión preñado, pero un zorro del desierto sí lo haría, o quizás a mis primas la sopa les resulta tan asquerosa como a mí y se confabulan con nosotros al alabarla.

Quedo encantado cuando veo que el postre es una fuente de fruta.

Pandora

Después de cenar y fregar, los niños se dirigen al salón de bailes a poner música y a jugar. Champagne y yo les seguimos a fin de vigilarlos un poco; nos sentamos en una mesa baja de cristal en un rincón y nos ponemos ciegas, recordando los viejos tiempos y aplaudiendo cada vez que alguien gana al tejo con láser.

—Se llevan tan bien —indica Champagne—, como si fueran pequeños embajadores.

—Sí. Todo va bien.

—Hemos hecho un buen trabajo.

—Cierto, sois padres estupendos, vosotros tres.

—¡Los cuatro!

—Anda, si yo no he hecho nada —protesto—. Son vuestros hijos.

—No seas tan modesta —replica Champagne, con los ojos vidriosos por el brandi de cerezas—. Tú ejerces más influencia sobre ellos de lo que te crees, lo que me recuerda la pregunta sobre a quién tomarás de ayudante.

—¿Es que estoy sudando la gota gorda?

—Vashti y yo opinamos que te hace falta algo de ayuda, eso es todo. Los niños ya están en edad de ayudar.

—En este momento, Rashid está trabajando conmigo.

—¿Rashid? Eso es interesante. Le gustó la RVI tanto que casi no conseguimos que saliera. ¿Tiene habilidad especial en el aspecto técnico?

—Todavía no lo sé.

—¿Es digno de confianza? No siempre es buena idea tener al niño a quien le encantan los bollos trabajando en la panadería, ¿sabes?

—Eso es cierto, es tan fácil perderse en la RVI.

—Lo sé, no hace falta que me lo expliques —dice burlona—. Te hace falta alguien que se centre más en el trabajo y menos en la diversión. ¿Qué me dices de Penélope? Sabe mucho de tecnología, sabe acatar instrucciones y es muy decidida.

Le doy un repaso con la mirada. La niña tiene una expresión resuelta con el taco en la mano mientras lanza uno de los discos de luces de colores. Cuando dispara y desbanca el disco de Ngozi, los ojos le brillan con revelador fuego arrasador; una mirada competitiva y hambrienta, el tipo de hambre que no puede ser saciada.

—Hay algo en ella que no me inspira confianza —digo, encogiéndome de hombros y sirviéndonos otra copa.

—Dale una oportunidad, igual te sorprende.

—Igual sí, pero pienso que tiene que madurar un poco.

—¿Y quién no? —dice Champagne, sonriente—. Dime, ¿por qué no te quedas unos días más entre nosotras las chicas? A Isaac no le importará si te retrasas un par de días con el intercambio.

—No puedo —respondo—. Mañana voy en dirección sur y luego oeste.

—¿Oeste, a Perú? —me pregunta.

—A Idlewild.

—¿Lo dices en serio?

—Quizá me necesite.

Tengo que esforzarme y hacer caso omiso de la mirada de pena que me está lanzando.

—Te engañas si eso es lo que piensas. ¡Santo cielo, Pandora, no te necesita, no necesita a nadie! ¿No crees que ya lo ha demostrado? ¿Cómo puedes serle tan fiel a alguien que le ha dado la espalda a todos los demás?

—A mí no me la ha dado —insisto.

—Sí que lo ha hecho —resopla—. Lleva años haciéndolo. No digo que no sienta algo por ti, pero date cuenta de que cada vez deja pasar más tiempo entre conversaciones. ¿No ves lo que está haciendo?

—¿Qué está haciendo?

—Está intentado que te desenganches de él, intentando hacerlo despacio y con tacto. O se está desenganchando de ti. De todos modos, no te hace falta ese tío, no le hace falta a nadie.

Me limito a beber, es más fácil que admitir que tiene razón.

—¿Tengo razón? —me pregunta, cruzándose de brazos.

—No sabes lo mucho que ha sufrido.

—Oh, el pobre —dice sarcástica—. No es el único que ha perdido a alguien. Cuando Mercutio asesinó al amor de mi vida, ¿me entró una pataleta y escurrí el bulto?

»No, lloré su muerte y seguí adelante y continué haciendo mi vida porque me fijé en lo que suponía darles vida a estos niños y hacer del mundo un sitio mejor.

—Sí, tú sí te fijaste, él no. Él es así.

—Exacto, él es así —me dice con sorna, apurando la copa—. Desde luego que los eliges con tino.

—Francamente, Champagne, no me sorprende que Hal haya hecho lo que ha hecho. Lo asombroso es que nosotros no lo hayamos hecho. Después de todo lo que hemos perdido, nuestros amigos, nuestra inocencia, el mundo mismo...

—¿Somos estupendos? Somos tan excepcionales que deberíamos perdonarlo, ¿no? No, no va a librarse tan fácilmente.

—Sí, sí va a hacerlo.

—Otra vez excusarlo, no.

—Pues sí, otra vez, ¡se lo debemos! —exclamo.

Tengo que detenerme un segundo para controlarme porque cuando bebo, hablo algo más fuerte y no quiero preocupar a los niños, sobre todo a los de Isaac que no hacen más que mirarme para que los conforte.

—Es muy simple: detuvo a Mercutio, lo mató. Nos salvó de sus garras y, sin Hal, estaríamos muertos o desearíamos estarlo, con lo cual lo perdonamos.

Champagne suspira.

—No digo que no le esté agradecida por lo que hizo.

—No, no podrías decirlo.

—Cierto, no puedo, porque lo que hizo era necesario en ese momento, pero es hora de que madure.

Sale en dirección a la cocina en busca de café y me deja pensando sobre lo que ha dicho. Cuando vuelve con la cafetera, viene acompañada, y puedo adivinar por la expresión de Vashti que nuestra conversación le ha sido referida.

—De verdad, y verdad, verdad, tienes que poner fin a esto —me dice, cogiéndome la mano.

—Oh, Vash, ¿qué es lo que estás haciendo? ¿Interceder?

—Es lo que haga falta que sea —responde Champagne.

Reconozco que ambas se preocupan por mí y lo agradezco, pero aquí hay dos urdimbres: los sentimientos de Champagne por su primer amor, Tyler, y por el segundo, Isaac, y el odio visceral de Vashti por Hal (siempre es objeto de tiro al blanco para ella).

Esta última me estrecha la mano y me dice:

—¿No te das cuenta de que condujo a Simone al suicidio?

—No fue un suicidio, sino una sobredosis.

—Cuestión de semántica —contesta.

—Y no la condujo a ello.

—No estoy segura. No todos estamos tan dispuestos como tú a creerle a pie juntillas. Y, desde el punto de vista psicológico, resulta interesante que primero empujara al suicidio a la mujer que amaba y que ahora intente lo mismo con la que lo ama.

—No estoy tan borracha como para esto —le digo.

—Escucha, no tengo nada en contra de que estés enamorada. Nadie te lo va a denegar —dice—, pero que al menos sea en términos de igualdad.

—Es cierto —añade Champagne—, es él quien lleva la voz cantante.

—No me seáis tan condescendientes, por favor. ¿No sabéis lo que pienso cuando me acorraláis con este tema? Creo que estoy hablando con amargada número uno y amargada número dos.

—¿Y yo por qué estoy amargada si se puede saber? —pregunta Champagne, burlona.

—Por Isaac, ¿por qué va a ser? El camino no andado y todo lo que podría haber sido.

Con la mirada hacia Vashti, digo:

—Y tú, siempre saboteando las relaciones de los demás en la academia, ¿si tú no eras feliz nadie podía serlo?, ¿o era porque querías quedarte con todas las chicas?

—Es curioso cómo te funciona la mente —dice Vashti con aires de suficiencia, sin alterarse—. ¿Desde cuándo decir la verdad es «sabotear relaciones»? Extraña interpretación de los hechos.

—Y que quede claro, que no estoy colgada por Isaac —protesta Champagne—. Es que con él es complicado, eso es todo.

—Espero que no demasiado complicado —dice Vashti, enarcando una ceja—. Detesto la idea de que os distraigáis mucho cuando hay tanto que hacer.

—El trabajo es lo primero —admito, y luego me pregunto si me estaré engañando.

No importa, porque esta noche ya me he hartado de que me miren con lupa y me engancho a la oportunidad de cambiar de tema. A la postre, siempre vamos a estar en desacuerdo respecto a esta cuestión.

—Por el trabajo —brinda Champagne, alzando la taza de café.

—Por el trabajo —coincidimos Vashti y yo.

Haji

Este lugar comienza a sernos agradable.

Las primas han aceptado a Dalila, Katrina en particular, la más pequeña; la sigue como una sombra feliz. Ngozi ha descubierto un paraíso terrenal entre las jinn, juega con Olivia y le complace perder porque cuando esta gana le brillan los ojos castaños tras las abundantes pestañas y el corazón de Ngozi se enamora más. Observo cómo flirtean mientras juegan al go[3] y creo que mi hermano ha hecho una elección inteligente.

La cosa únicamente puede llegar hasta cierto punto, pero en fin...

Desde la muerte de Hessa echo de menos el sonido de la risa femenina. Me encanta oír cómo Dalila se ríe con tal gozosa libertad, sus carcajadas contagian a las primas, como el lenguaje de llamada y respuesta de las aves.

Las niñas son hermosas en modo uniforme, dientes blancos perfectos, cuerpos fuertes, sanos y ágiles; ninguna tiene defectos. Si naciera un bebé con taras como las mías en esta familia, ¿le permitirían vivir? Imagino que no. Por esto bendigo a mi padre, por el don de la vida.

Una de las mayores, Sloane, lleva una escayola transparente desde la cadera a los dedos de un pie. Al principio no me había fijado excepto por los tornillos en el tobillo, aunque luego el contorno se hizo más evidente al descubrir los adornos y las firmas que alegremente flotan en un lado. Lo llaman «escayola de vidrio», aunque no es cristal en realidad, sino un compuesto de nanorrobots que se endurecen y se relajan según sea necesario. Sloane me mostró cómo le inmovilizan la pierna al tiempo que le administran una dosis tópica de analgésico. Me pregunto si podré pedirle a la tía Vashti que examine mi estado, ¿o será mi fisiología demasiado ajena? Mi padre se especializa en seres humanos, mientras Vashti se especializa en bebés acuáticos; existe una diferencia bastante considerable. Y aunque la terapia génica podría curarme la cojera, también podría comprometer mi sistema inmunológico.

Brigit, Olivia y Tomi se han portado bien con nosotros. El año pasado se conmocionaron tanto como nosotros ante la noticia de la muerte de Hessa y, aunque no la conocían bien, lloraron su pérdida con nosotros, según nuestras costumbres. Pero las otras estaban presentes cuando ocurrió la tragedia, y es su conocimiento de los hechos lo que ansío descubrir. ¿Qué fue lo que vieron? Nunca he quedado del todo satisfecho con la explicación de cómo mi hermana dejó este mundo; tengo tantas preguntas y ellas deben de tener los datos que me faltan. Es lo único que puedo hacer a fin de evitar que este encuentro amistoso me sirva de acicate para emprender una investigación sobre las circunstancias de la muerte de Hessa.

En vez de eso, estoy enseñando a Zoé los fundamentos básicos de la construcción de cometas. Ha visto las que hice el año pasado para sus hermanas y ahora quiere una para ella. Le digo que la tía Champagne me ha pedido que haga una demostración para la clase de arte, pero Zoé lamenta que no estará presente porque tiene que cubrir el puesto de Sloane en el intercambio. Por eso le enseño todo lo que puedo. Transcurrido un tiempo, me pregunta si esto es lo que quiero hacer.

—¿Hacer?

—Sí, si te quieres dedicar a fabricar cometas —dice.

—Haré lo que haga falta —respondo.

Al principio no me entiende, luego se ríe y me llama «multiusos». Imagino que lo soy, pero lo somos todos en realidad. ¿Por qué limitarse a una sola cosa?

No, aquí ven las cosas de otro modo. Existen especialidades, vocaciones, funciones concretas. Ella quiere ser, sobre todo, ecologista, y ayudar a la formulación de un futuro que nos adelante al tipo de daño que nuestros antepasados causaron al medio ambiente. Hace presión a sus progenituras para que le concedan tal puesto, aunque todavía no se han decidido.

Me cuenta cómo el mundo ha ido recobrando un estado más natural a ritmo constante, ahora que ya no se encuentra saturado de emisiones de carbono y no está superpoblado. Pero que la civilización ha provocado un desequilibrio demasiado grande.

—Por ejemplo hace siglos que, en el caso de la flora, cometimos el error de introducir especies invasoras como los frailecillos, la robinia y el kudzu común en todo el mundo, y en la actualidad se extienden descontroladamente.

»En el caso de la fauna, fíjate en todas las nuevas alteraciones de la cadena alimentaria.

—¿Qué alteraciones?

—Piensa en las vacas —me exhorta, entusiasmada de tener a quién enseñar—. Las cuidamos como ganado, aumentando las poblaciones de manera artificial, pero las hicimos depender de nosotros en cuanto a supervivencia.

»Manipulamos esas razas para que fueran grandes y robustas, la mayoría no podían parir solas. Así las cosas, se extinguieron mientras que las razas más resistentes (por ejemplo, los cuernos largos) se hicieron las dominantes y, sin humanos que las consumieran, se han ido multiplicando exponencialmente. Sí, hay otros depredadores, pero ninguno que mate el ganado tan rápidamente como el hombre. Por eso, desde los años de la plaga, las ingentes manadas han pastoreado excesivamente y ahora comienzan a morirse de hambre, caen como moscas, las reses muertas abonan el terreno.

—Y de ese terreno crecerá nueva hierba —digo, habiendo aprendido la lección—. Las vacas quisieron comerse toda la hierba y ahora la hierba se las come a ellas.

Justo entonces observo como las otras chicas rodean a Dalila, instándola a que les muestre la sema.[4] De repente, le entra la timidez y, por la expresión de su rostro, comprendo que lucha consigo misma. Le encanta moverse, pero sabe que Hessa era mejor que ella. ¿Podrá estar a la altura de la asombrosa habilidad de su hermana con la danza voraginosa derviche?

—Sí —le digo—, porque eres una bailarina magnífica y Hessa te guiará a cada paso.

Me lo agradece con una amplia sonrisa y corre a ponerse el gorro de fieltro de camello y la gran falda blanca que Hessa le ayudó a tejer.

—No, yo no puedo bailar —le explico a Zoé, excusándome.

Pero Tomi me ha visto bailar y dice que no me hago justicia.

—Conozco todos los pasos —confieso—, pero me falta amplitud de movimiento para hacerlo bien.

Cuando Dalila regresa, llama la atención de las primas y estas forman un círculo en torno a ella. Con gran aplomo, explica que la altanura es un ritual sagrado sufí y que se ejecuta para abarcar toda la creación y así alcanzar un nivel más elevado de sabiduría.

Con los brazos pegados al cuerpo, forma un uno, lo cual significa la unidad de Dios. Tras ello, la falda cruje mientras gira con los brazos extendidos y las manos cuidadosamente en posición. Katrina pregunta por qué es necesario mantener las manos de esa forma cuando se baila con los pies, y Dalila le explica que la mano derecha elevada recibe la energía divina y la izquierda hacia el suelo canaliza esa energía hacia la tierra.

—Oh, claro, energía divina —dice Sloane.

Algunas de las niñas reaccionan y Dalila debe esperar a que cese la risa nerviosa. Aunque Dalila sonríe también. Se coloca en el centro del corro y explica a las primas que los sufí bailan como los planetas. Es decir, que giramos sobre un eje.

—En este momento en el interior de nuestros átomos se produce un movimiento de rotación, también en la sangre, en la órbita de nuestros planetas alrededor del sol. Todo está relacionado.

La exaltación va en aumento y me doy cuenta de que mi hermana rana posee tal facilidad para el drama que Hessa se sentiría orgullosa.

Les dice que uno de los pies siempre está en contacto con el suelo al girar y que pueden ir tan rápido o tan despacio como les plazca. De cualquier modo, si se entregan a la danza con toda el alma sentirán una nueva sensibilización. Ella cantará que no hay más Dios que Dios y las otras pueden cantar lo que quieran.

Las invita a seguirla cuando estén listas y enseguida mi hermana se convierte en una bola rutilante de energía, la falda ondeándole en torno a las piernas, la forma perfecta, la mirada en trance mientras canta.

Las primas se unen a ella, trasladándose alrededor de la órbita de Dalila; compensando la falta de elegancia con exuberancia. Katrina se pone de puntillas y anuncia jubilosa que es una bailarina; Brigit chasquea los dedos mientras gira.

Al poco tiempo, Penélope me deja caer una mano en el hombro.

—¿No vas a poner fin a esto? —pregunta.

Es la primera vez que me dirige la palabra desde que hemos llegado.

—¿Por qué debería hacerlo?

Me lanza una mirada de reproche y dice:

—¿No ves que le están tomando el pelo? Fíjate en Sloane.

Le sigo el dedo índice y observo que Sloane salta a la pata coja sobre la pierna sana, con los brazos en jarras, y la pierna rota estirada delante de ella.

—¿No se trata de una danza sacra? —pregunta.

—Sí —admito—, es cierto.

—Entonces, mira a Brigit y a Sloane saltando como canguros.

Entiendo lo que quiere decir. Mi hermana rana baila con paso exacto y encantadora armonía, las manos en perfecta posición y su canto fuerte y sincero. A su alrededor, algunas de las primas más jóvenes se han mareado y se han desplomado, retorciéndose histéricas de la risa. Efectivamente, las mayores aún en pie saltan como canguros. ¿Se burlan o se divierten de manera inocente?

Estridentes carcajadas inundan la sala y Penélope sale disparada como un petardo, apaga la música y se introduce en el corro, interponiéndose entre Dalila y Brigit con los brazos abiertos como si quisiera defender a mi hermana de su prima mayor. Un gesto enternecedor, pero fuera de lugar. Dalila y Brigit se llevan de maravilla; al menos, eso creo. Así fue el año pasado y se me ocurre que nada hubiera cambiado.

Con contenida cólera, Penélope reprende a Brigit y a Sloane por hacer de mi hermana el blanco de sus absurdas burlas. Me acerco a Dalila, quien se ha detenido y mira en torno a la estancia, aturdida, como si despertara de un largo sueño.

Sloane sugiere dónde meter la muleta, hay voces alzadas. Se me ocurre que debo calmar los ánimos, pero Tomi me adivina el pensamiento y niega con la cabeza. No te entrometas. Vuelvo a mirar a mi hermana, quien está a punto de romper a llorar.

—No se burlan de mí, Haji, son mis amigas —insiste.

Gracias a Dios, las adultas se personan a poner orden, pero no sin que antes Dalila haya huido del salón. Ngozi la sigue rápidamente y yo los sigo cojeando lo mejor que puedo. Un último vistazo por encima del hombro, me permite ver que Pandora está separando a Penélope de sus hermanas. Siempre dispuesta a resolver un conflicto, Pandora.

En la antesala del salón de baile, mi hermano y yo tranquilizamos a Dalila. No es que piense que se ha estropeado el ritual, sino que odia las disputas familiares, le recuerda demasiado a la mala sangre entre Mu'tazz y Rashid.

Más tarde esa misma noche, me llevo a Penélope a un lado y le doy las gracias por defender el honor de mi hermana.

—Llámame Penny, mis hermanas son unas matonas —me dice—, especialmente cuando están juntas. Estate pendiente, que son crueles.

Le explico que yo no detecté el cariz de lo que sucedía, pero que si, efectivamente le tomaban el pelo, aprecio las medidas que tomó.

—Encantada de ayudar —responde.

Penny

Anotación #307: La princesa y el banquete de siete platos —abierta—

La cena resultó ser más nauseabunda de lo habitual. Aún tengo el estómago revuelto. Una especie de sopa egipcia asquerosa que mamás nos obligaron a comer porque querían que los primos se sintieran como en su casa. ¿Qué será lo próximo? ¿Arena en el suelo? Tendrían que haber dejado la receta en la tumba donde la encontraron. No puedo creer que esa sea la comida que les gusta allí.

Mamás siempre han dicho que los primos son «diferentes», lo que significa «ni mejor ni peor, solo diferentes». Tolerancia multicultural y todo ese rollo, vale, puedo comulgar con eso si hace falta, pero no puedo evitar sentir pena por ellos. Abrumados por todas estas absurdas tradiciones y «sabiduría» a chorro de gente que jamás he oído nombrar. Tecnológicamente, no están muy rezagados en comparación con nosotras aunque el tío Isaac no debe de abastecerse con comodidades, porque, cada vez que se ven ante algo remotamente divertido, tenemos los «ooh» y los «aah». Lulú los llama «resonancia acústica» porque nunca han estado conectados al Edén. Y no olvidemos que, desde el punto de vista biológico, son Humanidad 1.0 lo cual, obviamente, no es diferente, sino peor.

Aunque Pandora debe de quererlos mucho. La observo de vez en cuando desde que llegó y parece resplandecer cada vez que se le acercan. Mi teoría es que le da mucha más pena que a mí lo retrasados que son; igual que uno quiere a una mascota porque es inocente y simple. Así que en cuanto a Pandora, los primos parecen ejercer mayor influencia que nadie. Eso es útil, puntos a mi favor.

La pequeñuela bailaba porque ama a Dios tantísimo, Brigit y Sloane estaban comportándose como idiotas; así, he hecho la buena obra del día al defender al débil de los fuertes. Toda una maniobra para que lo viera Pandora, lo reconozco, una demostración de talante y un ardid para ganarme el afecto y la mente de los primos. No lo digo cínicamente, me gusta ayudar a los demás, de verdad. Pero creo en ayudarme a mi misma primero. Si no velo por mis intereses, ¿quién lo hará?

Desde luego Izzy no, hoy me ha traicionado, parecía que me clavaba el cuchillo por la espalda. Quizá me lo mereciera. Noto como sus palabras me pesan en el corazón, ya no es mi amiga, lo que significa que, en adelante, Lulú y este diario tendrán que compensar y ser mis confidentes.

Lo ocurrido ha sido estúpido. ¿Recuerdas cómo desinflé a Brigit y a Sloane amenazándolas con chivarme de su alijo de tabaco? Bueno, pues fue Izzy quien me contó todo eso y era información confidencial. Al amenazar a las otras dos, la he dejado al descubierto. Como ya he dicho, Brigit no es tonta del todo y ha conseguido descubrir de dónde provenía la información y hacerle frente a Izzy, quien va y lo admite.

Así pues, se produce un revuelo de alaridos, reproches y rechinar de dientes.

—O estás con ella o con nosotras. —Ha sido el ultimátum de Brigit y Sloane.

Izzy, que siempre ha querido ser amiga de todas, quien siempre expresó el deseo de ser neutral, se ha decantado por una de las partes y no soy yo.

Bueno, en parte la culpa es mía, ¿por qué negarlo? No lo pensé bien, eso es lo que hice. Ese es el terrible y enorme delito que he cometido. Necesitaba algo para poner a las otras en su sitio de nuevo y eso era lo único que tenía. No me di cuenta que provocaría tal problema, pero no soy la única culpable. Si las dos arpías no querían que nadie supiera que fumaban, deberían habernos hecho un favor y haberse cosido la boca. Como dice la cita de Thomas Edison que le encanta a Pandora: «Tres pueden guardar un secreto, si dos de ellos están muertos». Y no absolvamos del todo a la sincera Izzy, podía haberse hecho la loca y negar que me lo había contado. Así, habrían pensado que las espiaba o Brigit hubiera pensado que Sloane me lo había contado o al revés. ¿Quién sabe?

Pero no, en vez de eso, estoy rodeada de idiotas. Un banquete de siete platos de estupidez; toda una orgía. Y mi amistad con Izzy está más muerta que unas semillas en un campo de ceniza.

Haikurrobot: escanea y resume.

Palabras pronunciadas al descuido

Tragedias menores de juventud

Añoro a mi buena amiga.

Dios mío, no vales para nada, Haikurrobot.

Cierra el diario.

Anotación #307: La princesa y el banquete de siete platos —bloqueada—

Haji

Después del desayuno y de la precipitada despedida de Pandora, llamamos a casa y luego probamos los enlaces que la tía Vashti nos ha instalado detrás de las orejas. Desde otra estancia digo el nombre de Ngozi y el sistema de comunicación del palacio nos deja conversar directamente, una prueba con éxito. La tecnología nos producirá dolores de cabeza, pero aún no se han presentado. Todo lo que siento es un ligero escozor.

—¿Crees que serán dolores de cabeza fuertes? —me pregunta Ngozi.

—Vashti dice que con el tiempo desaparecen.

—¿Por qué necesitamos estas cosas?

—Quieren seguirnos la pista. Nuevo procedimiento de seguridad desde lo de Hessa.

—¿Has visto los baños? —pregunta.

Me cuenta cómo los retretes analizan todos los residuos y envían los datos a la consola de Vashti. Conecta a Dalila en la conversación y se lo cuenta, para oír su reacción de asombro y casi de asco.

—Estaremos a salvo con tanta precaución —les digo.

Sobre el enlace de comunicaciones hay montado un enlace neural, prerrequisito para entrar en la RVI. Comienzo a pensar en ello como un dispositivo que nos hace más vulnerables a la hipnosis. Amplifica la señal del ordenador en tal grado que comenzamos a percibir el estímulo como parte de la realidad.

—Padre debe de tener uno —dice Ngozi.

—Tenía.

—¿Lo extrajo? ¿Por qué?

—Imagino que ya no le hace falta —respondo.

—En media hora estaremos en otro mundo —reflexiona Dalila—. Ese mundo que tanto ama Rashid.

No puede esperar más, ni tampoco Ngozi.

Quince minutos más tarde recibo una llamada de Malachi. Me pregunta cómo me encuentro, se ofrece como guía turístico del Edén... Hay tanto que ver.

Le estoy muy agradecido, por supuesto, y supongo que hará lo mismo con mis hermanos, pero cuando comunico la noticia a los otros mediante el enlace, me responden que Malachi no se ha puesto en contacto con ellos. Y, al indagar con Tomi sobre esto, Tomi me dice que Malachi nunca hace cosas así. Siempre se mantiene bien alejado de ella y de sus hermanas.

Entonces, ¿qué quiere de mí?

Pandora

Hoy no me sale nada bien. Tengo días buenos y días malos, hoy es sin dudarlo un día malo.

Se me han pegado las sábanas, pero eso no merece la pena mencionarlo. Las niñas no estaban preparadas para salir, aunque eso tampoco es una gran tragedia. Me he dejado la cruz ansada y he tenido que volver porque es una reproducción exacta de la que Hal me regaló en la RVI, pero corramos un tupido velo aquí también. No cuento que he tardado veinte minutos en arrancar el helicóptero; no cuento que Zoé, Izzy y Lulú se han pasado todo el vuelo cantando; no cuento que Malachi me refiere que Rashid me ha roto el autolimpiador sin querer. Incluso tampoco es un drama que Isaac se encuentre de un humor extraño cuando llego con las niñas, porque es la clase de persona que no funciona bien si no duerme y se pasó toda la noche en vela discutiendo con Mu'tazz. Ninguna de estas cosas han estropeado el día.

Dejo a Isaac porque estoy lista para viajar en dirección oeste; ya no aguanto más, tengo que saber qué le ha pasado a Hal.

El día malo me lo trae una imagen granulada y borrosa.

Si vas hacia el oeste, es mejor que vayas a Perú —me dice mi ojo en el cielo—. No vayas a Idlewild.

—Por favor, tú también no, Malachi. No puedes hacerme cambiar de idea.

Pandora, tengo una imagen vía satélite de Halloween.

Y, mientras observo impasible, me muestra la imagen de un hombre en el exterior de la sede de la Gedaechtnis en Idlewild, Michigan. Un hombre con barba y el pelo naranja, fuerte, delgado y salvaje, con ojos oscuros de mirada fría.

—Está vivo —digo, conforme me inunda una sensación de alivio que se corta tan pronto me fijo en que no está herido, lo cual significa que no me responde a las llamadas.

¿Por qué se aleja de mí? ¿Intenta cortar la comunicación del todo? No sé si estoy más dolida que enfadada o al revés. No merece la pena intentar descubrir cuál, me sobran sentimientos para repartir.

Los pongo por escrito y se los envío, a sabiendas de que no responderá a este mensaje tampoco. Maldita sea, Hal, ¿qué diablos pretendes? Soy tu única amiga.

Qué otra cosa puedo hacer más que bajarme del helicóptero otra vez y contarle a Isaac lo sucedido. Me promete ser pañuelo de lágrimas una vez haya acomodado a las sobrinas; me dice que me acompañará a Perú. Siempre puedo contar con él, pero, por alguna razón, esa disponibilidad suya me hace sentir más sola todavía.

—Supondrá una excursión de estudios para los niños —dice—. Nos divertiremos.

—Diversión —respondo, con la mente a kilómetros de distancia y esperando el día bueno que no llegará—. Seguro, diversión, me hace falta. Vamos a la caza del mono.

Haji

Es como soñar despierto, con una nitidez que desafía toda la experiencia que tengo del mundo real. Es una tierra de grandes posibilidades y comodidad inagotable. Por lo que puedo ver, no hay nada impío.

El entorno en el que me encuentro se llama Telescopio. Estoy frente a un paisaje de periferia urbana en tonos pastel, con hileras de casas vacías que abarcan hasta donde me alcanza la vista, mientras que, en lo alto, una lluvia de estrellas fugaces bombardea la atmósfera, bajo constelaciones que me son desconocidas. Todo es una simulación, pero tiene su encanto. No me parece una burla de la creación divina como Mu'tazz lo describió en una ocasión, ni entiendo por qué mi padre me ha mantenido alejado tanto tiempo; aunque estoy seguro de que tendrá sus motivos.

Una guía interactiva me muestra cómo cambiar este entorno por un cañón de montaña al atardecer, magníficas rocosas y rojizas paredes que descuellan sobre mí y a los pies arbustos de artemisa. Pruebo algunas cosas, como comprar un efecto eventual estroboscópico. Enseguida, el sol corre por el cielo, saliendo y poniéndose como una bala de cañón en llamas. Otro amanecer, y otro, no puedo decir que se trate de fotografía ultrarrápida porque estoy presente. Noto el calor y la ausencia de calor, ahora sí y ahora no, como un niño que juega con el termostato celestial. Un año de amaneceres ha pasado sobrevolándome en pocos minutos, y la cabezonería quiere hacerme creer que soy un año más viejo y, si no, uno más sabio.

No sé nada de economía. ¿Qué cosas tienen valor monetario en este mundo poblado por tan solo un puñado de gente? Con todos los tesoros del mundo a nuestro alcance, sin duda, tenemos suficiente para repartir. No obstante, en el Edén todo tiene un valor monetario. Hay una ventana flotante del tamaño de una fotografía estándar que me muestra el libro de contabilidad en intenso verde luminoso.

Me hago a la idea de que es un juego y con gusto acepto lo que quieran darme, pero no tiene trascendencia en mi vida en el mundo real.

Puedo comprar algo que se llama «Nanny», aunque esto cuesta mucho y debo reservar fondos hasta que comprenda el valor de las cosas.

Malachi se persona (bueno, por así decirlo, ya que no creo que sea de carne y hueso, sino de luz) ante mí, estira el cuello a fin de observar el rápido vuelo del sol por el firmamento.

—Tempus fugit —apunta con una sonrisa.

Pilas de periódicos comienzan a amontonarse a mi alrededor, cada montón me llega a la altura del pecho, y hay tantos que presiento que se está formando un laberinto conmigo en el centro. Le doy las gracias y me pregunto en voz alta de dónde sacaré tiempo suficiente para leerlos todos.

—Lee los titulares solamente —me sugiere.

—Lo haré —le aseguro.

Aunque no presto demasiada atención a los cumpleaños y no le veo sentido a aprender solamente lo que sucedió en las fechas que coinciden con mi fecha de nacimiento.

¿No será más informativo leer periódicos de la fecha más crucial de la historia? Solamente soy un humano entre miles de millones; sin duda, mi cumpleaños no puede ser tan importante.

Me confunde este interés especial, y en apariencia bastante inofensivo, que tiene Malachi por mí, así que me considero afortunado tenerlo como guía. Me conduce de la mano en un vertiginoso recorrido de lugares reales e inventados, sin lógica alguna en la elección por lo que puedo deducir. En cada parada me pide mi opinión, demostrando verdadera curiosidad por lo que pienso. Visitamos zonas de Liverpool, Los Angeles, la Tierra Media, Metrópolis, Pekín, Tokio y Oz. Mientras viajamos, comienzo a entender la estructura de precios: una experiencia educativa es barata, pero cuanto más escapista el lugar, más caro es. Todo entorno de contenido lujurioso está sujeto a un impuesto exagerado que, agregado al total de los gastos, sobrepasa los fondos que me han dado las tías.

A cada nuevo paso del viaje, noto cómo empeora el estado de ánimo de Malachi, como si mi presencia le resultara cada vez más molesta. Como si estuviera decepcionándolo de obra o palabra, o igual debiera de hacer algo que no hago, a pesar de mi apreciación y entusiasmo. Cuando le pregunto si algo anda mal, me mira de manera resignada y dice que sí.

—Sí, pero no se puede hacer nada. Los memes no anidan en la doble hélice. No es cosa tuya, no te preocupes nunca por ello.

No tengo la más mínima idea a qué se refiere.

—No importa —me dice—, soy algo volátil, Haji, no me prestes demasiada atención.

Aunque el encuentro con Malachi me deja algo alterado, el resto del tiempo en el Edén resulta mucho mejor. Ngozi y Dalila se lo están pasando en grande y me complace descubrir que Rashid también está dentro, conectado desde el sistema de la consola de Pandora en Atenas. Ha recreado un entorno de casino estilo emplazamiento turístico en Montecarlo y lo ha llenado de aristócratas bien vestidos y de elegantes muchachas debutantes. Es tan curioso ver tanta gente junta, aunque no sean reales. Me da la impresión de que estamos en un lugar encantado.

—Uno tarda en acostumbrarse —admite Rashid—. Pero aquí puedes hacer lo que quieras, el único límite es la imaginación y el tope de la cuenta bancaria. ¿Filete?

Echo un vistazo a la masa oscura y humeante que tiene en el plato y paso.

—¿Una partida de bacarrá?

—¿Juegos de azar, hermano?

—Una distracción inocente, se juega con fichas, Haji, no se apuesta nada real. No arriesgas tu próspero futuro, no puedes hipotecar tu alma inmortal.

—No temo por mi alma inmortal.

Abre las manos en ademán interrogativo como si quisiera decir «entonces, ¿a qué esperas?»

—¿No hay nada mejor que hacer? —digo, suspirando.

—Igual se te da bien —responde, mientras disecciona la comida con cuchillo y tenedor. Posees el talante adecuado: una mente ágil, no te importa ganar o perder y, en tu fuero interno, sabes que todo es un juego. Cada elección que se hace en la vida es una apuesta. Al respirar en este momento estás apostando algo.

—Está bien, jugaremos unas cuantas manos. ¿Te arriesgarás tú por mí?

—¿Qué clase de riesgo?

—Una apuesta de las que sí importan.

—¡Aja, una gran apuesta!, estoy intrigado —dice, con sonrisa burlona.

—Rashid —le digo—, cuanto más tiempo paso aquí, más me convenzo de que la muerte de nuestra hermana no fue un accidente.

Me mira fijamente, impasible, y pregunta:

—¿Qué otra cosa pudo ser?

Le devuelvo la mirada fija hasta que agacha la cabeza sobre el plato, intrigado o perturbado por lo que estoy sugiriendo.

—¿Tienes pruebas?

—La intuición —respondo.

—Sabes que valoro la intuición como ninguno, y que tus instintos siempre han sido magníficos, pero creo que en esta ocasión te equivocas. Enfermó y murió, déjalo ya.

—No hasta que esta sensación me deje a mí.

—Papá ya hizo indagaciones, si él quedó satisfecho...

—¿Quieres apostar o no, Rashid?

—¿Cómo? —me pregunta.

—Tú conoces el Edén mucho mejor que yo. ¿Puedes hacerme una lista de los lugares donde Hessa estuvo antes de morir?

—No tengo ese tipo de acceso, aunque supongo que podría indagar un poco.

—Ahí tienes tu desafío.

—Pero ¿de qué nos servirá?

—Seguramente de nada —respondo, encogiéndome de hombros—, o igual encontramos una pista. Quiero ver lo que vio y descubrir lo que sabía.

—¿Por qué no se lo pides a Vashti?

—Porque te lo pido a ti.

—Ah, no te fías de ella —dice.

—No tengo motivos para desconfiar de ella.

—Y aun así no te fías.

Le digo que no es cuestión de fiarse. Es mejor que Vashti no se entere, mejor que no se enteren los adultos porque, si me equivoco, no hay por qué molestarlos con mis sandeces. Sin embargo, si no me equivoco, y descubrimos pruebas de un delito, entonces puede que los mayores posean motivos para estar ocultando las pruebas.

—Por Hessa —accede por fin mi hermano.

El bacarrá me resulta más divertido de lo esperado. Después de la confusión inicial, me pongo a la altura y comienzo a ganar una vez que intento contar cartas. Me parece que es trampa, pero Rashid me asegura que se me permite contar. Lo dejo cuando ganar comienza a importarme, nada bueno saldrá de eso.

Instantes más tarde estoy corriendo sobre un camino de adoquines, las sandalias de tatami golpean el suelo como la lluvia mientras me abalanzo precipitadamente hacia el enemigo. La espada que llevo en una mano porta una sensación de poder y, a la vez, de debilidad, no soy un guerrero. En el mundo real no es algo que elegiría hacer.

Sujetándola con ambas manos hago un brusco movimiento perpendicular, el sonido silbante me complace a pesar de que yerro el tiro de mala manera, perdiendo el equilibrio, estas imperfectas piernas me hacen tambalearme y paso al enemigo de largo. De inmediato, me clava su espada entre los omoplatos, pero no siento dolor alguno, sino algo de presión ya que en el Edén los efectos del juego han sido alterados.

—La muerte antes que la deshonra —digo.

—Eso ha sido un poco de ambas cosas —dice Tomi, estremeciéndose y prometiendo reducir la dificultad.

Su entorno es una interpretación poética del Japón del siglo XII, decorado con cerezos y lamparillas de papel, puentes de madera y estanques de carpas koi. Me bato en duelo con un samurai vestido con quimono junto a un neblinoso huerto de ciruelos en flor. Una vez reducido el nivel de dificultad puedo defenderme contra él, parando sus estocadas hasta despacharlo de un tajo largo y diagonal.

—Buen kiri gaeshi —dice, dándole nombre a mi estocada.

—¿Es eso lo que he hecho?

—Sí, algo toscamente, pero sí.

Mientras observo al guerrero derrotado, el quimono rasgado por la hoja de mi espada, Tomi me asegura que no he asesinado más que a una simulación inerte. No he derramado sangre, ni causado dolor a nadie. El contrincante no era un ser sensitivo como Malachi.

Gracias a Dios, porque he disfrutado. Primero apuestas y ahora violencia, aunque en realidad es todo inocente. No obstante, debo controlarme y prestar atención al motivo por el cual obro de este modo. ¿Me encuentro sobre terreno resbaladizo? Luego meditaré sobre ello.

—¿Por qué no hay sangre? —pregunto.

—No me la puedo permitir —me explica, algo avergonzada al confesarlo—. Mis madres la han puesto a un precio muy alto y tardaré en ganármela.

—¿No miran con buenos ojos el derramamiento de sangre?

—Preferirían que estudiara, pero comprenden que esto es un pasatiempo mío. En realidad, son culpables en parte por darme el nombre que tengo.

Me cuenta que su tocaya, Tomoe Gozen, era la samurái más legendaria en todo Japón. Al recordarla, entrecierra los ojos y con expresión beatífica y remota dice:

Tomoe era singularmente hermosa, de tez pálida, cabello largo y rasgos encantadores. Además, era una arquera extraordinariamente fuerte y, como espadachina, una guerrera que valía lo que mil hombres, siempre dispuesta a enfrentarse a demonios o dioses, a caballo o a pie. Manejaba caballos sin domar con una destreza maravillosa, cabalgaba ilesa por desfiladeros peligrosos. Cuando la batalla era inminente, Yoshinaka la enviaba como primer capitán, provista de recia armadura, una espada demasiado grande y un arco todopoderoso, y sus hazañas de valor sumaron más que las de cualquier otro guerrero.

—Es una cita del Cantar de Heike —me explica.

No lo he leído y se ofrece a prestármelo una vez que haya terminado con los otros libros.

—¿Y tú? No se me había ocurrido preguntarte acerca de tu nombre.

—Mi nombre es título honorífico —le explico—. Haji solo significa una persona que ha peregrinado a la Meca, aunque también puede aludir a un niño nacido durante ese peregrinaje. Es esto último lo que a mí se refiere.

—¿Naciste en la Meca?

—No, pero mi fecha de nacimiento coincide con la época del año en la que se supone que se debe peregrinar a la Meca.

—Entiendo —dice—, ¿lo has hecho ya?

—Mi padre me llevará un día.

—Aquí tenemos una simulación, ¿sabes?

Recuerdo que Mu'tazz me habló sobre ello. La sensación de comunidad y unidad que inspira admiración, miles de creyentes hechizados por un fervor extático alrededor de la Kaa'bah, atraídos por las reliquias sagradas que contiene. La Piedra Negra, punto central para la oración; si la tocas, absorberá tus pecados. Mu'tazz me contaba el deleite que sintió al llegar, la sensación de levedad en su alma, pero al día siguiente Hessa enfermó y se dio cuenta de que no lo había purificado en absoluto.

—«Fue todo una ilusión» —me dijo—, «un cruel espejismo, un oropel para apartarme del sendero sagrado».

Aun así, deseo tocarla. La verdadera Piedra Negra ya no existe y, por ello, un espejismo será la mejor alternativa.

—Imagino que, en cierto modo, no serás Haji hasta que no lo hagas —me dice Tomi.

—¿Y crees que no serás Tomi hasta que no ganes batallas como Tomoe Gozen?

—Jamás llegaré a tanto —dice, encogiéndose de hombros.

Pero es muy hábil, elegante como una voluta de humo, cuerpo y mente en armonía mientras demuestra su destreza con la catana. Con la dificultad aumentada, su enemigo es peligroso y veloz, pero Tomi lo detiene a mitad de estocada con un corte en el pecho.

—Sen —dice, y explica—, ambos damos una estocada pero la mía es más rápida.

Retrocede y se acomoda en otra postura, con el pie izquierdo delante y la espada alzada por encima de la cabeza. El adversario observa el juego de pies, concentrado y preparado. Tomi se adelanta y noto cómo el otro tensa los músculos, pero antes de que pueda mover la espada, aquella le planta una estocada en la frente con movimiento célere.

—Sen no sen —Tomi sonríe—. Se prepara para la estocada, pero lo detengo antes de que pueda iniciarla.

De nuevo retrocede, esta vez con la espada hacia el suelo y apartada, oculta por sus largas piernas. Cuidadosamente, el adversario se acerca unos centímetros, un poco más. Tomi está perfectamente quieta y, después, gira como una estrella fugaz y le corta el cuello antes de pueda reaccionar.

—Go no sen. No le doy tiempo a nada, bloqueo su mente y ataco antes de que pueda pensar la estocada.

—¡Qué talento posees!

Estoy impresionado.

—Nada de talento, es la práctica —responde—. Si practicas, serás igual de hábil.

—Quizá —digo, encogiéndome de hombros—, pero no estoy seguro de descubrir el arte como tú lo has hecho, lo has convertido en poesía.

—Sí —dice, con esa bella sonrisa que le dibuja el rostro y que exhibe con tanta rapidez como su espada—, es exactamente así como lo interpreto.

Me refiere que está escribiendo la segunda parte de La fuerza de la araña, una colección de poemas llamada Flores congeladas y de cómo el batirse le despeja la mente. Cuando le pregunto de dónde ha sacado el título y qué significa, me explica que proviene del trabajo de investigación que realiza para Vashti, pero el tema la entristece con lo cual no insisto.

—¿Ser samurái es algo solitario? —pregunto.

—A veces.

—¿Alguna vez te desafía alguien y ganan?

—Oh, quieres ver un desafío —dice.

Al poco me encuentro en otra época y lugar, el agua sucia me salpica las piernas cuando pasa un carromato de largo. Un grupo de campesinos corre tras el carro, y dentro observo las caras demacradas de una familia de aristócratas con idéntica expresión de resignación y miedo en los ojos. Tiemblo y no solo de frío porque haya bajado la temperatura. Tomi y yo nos hemos convertido en un par de anacronismos vestidos con atuendos japoneses feudales, aunque Penny aquí está en su casa. Se trata de su entorno, una reproducción de la Revolución francesa según la leyenda de un libro que no he leído: La Pimpinela Escarlata. Penny viste indumentaria jacobina de capa negra y gorro rojo que simboliza la libertad, pronto descubro que es un disfraz de exaltada para poder ayudar a los nobles, según dice, a escapar de madame Guillotina.

—¿Me arrojas el guante? —pregunta.

—Una demostración para Haji —responde Tomi.

—¿Por qué no? Hace tiempo que no desempeñas el papel de Chauvelin con mi Pimpinela, y conozco el lugar ideal.

El campo de batalla que escoge Penny es el museo del Louvre, no el atrio, sino el interior del gran museo. Bueno, una versión virtual del mismo, poco menos que rebosante de arte de todas las épocas y tesoros que solamente he visto en libros.

—Al contingente VC no les va a agradar esto —dice Tomi.

Penny le quita importancia encogiendo los hombros.

Entramos en la galería de Apolo, espléndida y enorme con su techo abovedado, hogar de tantas pinturas, esculturas y tapices exquisitos, y asombrosos objets d'art. Aquí me siento como una urraca, los ojos se posan en tantas rarezas en vitrinas que resplandecen, centellan o brillan, desde diamantes de 137 quilates a las joyas de la corona francesa. Una vez que termino de husmear, me fijo en que las primas han tomado posiciones a ambos extremos de la sala.

—¿Reglas? —pregunta Tomi.

—Tu catana contra mi sable de punta y corte, con ajustes, siete habilidades —dice Penny, sacando un alfanje del aire con un curioso gesto de la mano.

—¿Estás segura de que quieres gastarte dinero en ajustes? —pregunta Tomi.

—Después de lo que te he pagado, creo que te lo puedes permitir —responde con mordacidad.

Tomi se sirve notar la observación con una taciturna inclinación de cabeza.

Las muchachas se saludan mediante una reverencia que me parece es más significativa para Tomi y más mecánica en el caso de Penny. El combate da comienzo. Lo que me espero es que Tomi avance veloz, aunque no lo hace, avanza poco a poco con precaución gélida y con ambas manos aferradas a la espada. Le tiene respeto a las habilidades de su hermana aunque no estoy convencido que el sentimiento sea mutuo.

Penny hace un juego de piernas entre las vitrinas expositoras, dibujando un serpenteante y tortuoso circuito, obligando así a Tomi a adaptar el equilibrio según convenga. La psicología del asunto me interesa. Hay poesía en lo que hace, pero es como la de Tomi.

—Haji, ¿cómo debo matarla primero? —me pregunta Penny—. ¿Con ritmo, fuerza o con engaños?

—Me hago la idea de lo que es la fuerza y el engaño, pero ¿qué es ritmo?

—Velocidad superior —responde.

—Sí, esa —digo, y mis palabras parecen cosquillearla de algún modo.

—Sí, esa —dice, riendo y quitándose el gorro.

En vez de arrojarlo a un lado, se lo lanza a Tomi a la cabeza. Mi primer beso, instintivamente, levanta la espada a fin de bloquearlo y eso es todo lo que necesita Penny para abalanzarse rápida y por lo bajo. La estocada del sable es diestra y limpia. Mientras contemplo la escena, aparece una fantasmal imagen de Tomi con un arpa en una mano y una lápida de piedra en la otra (con el número uno esculpido). El simulacro de ángel asciende desde su cuerpo, flota hasta el techo y desaparece. Se asemeja demasiado a un dibujo animado como para ser conmovedor, pero no esperaba tal cosa y quedo asombrado.

—Preferencia ajustada —explica Penny con sonrisa burlona.

—Touché —dice Tomi, rindiéndose de palabra.

—¿Eso es velocidad superior? —pregunto.

—Por supuesto que no —ríe Penny—. Eso fue ataque con engaño.

—¿Ilegal, entonces?

—No —dice Tomi—, perfectamente aceptado. Vamos, Penny. En garde.

Durante los siguientes minutos, observo a Penny intentar una demostración de cómo se entra a matar con velocidad superior. A su favor posee la ventaja de alcance, puesto que solamente utiliza una mano para agarrar el sable mientras que Tomi sujeta la catana con las dos manos. Le permite acercarse, golpear con el sable y retirarse antes de que Tomi pueda contraatacar; tácticas de hostigamiento. Pero Tomi sabe rechazar cada ataque, casi nunca intenta contraatacar, se contenta con dejar que su adversaria siga batiendo su guardia, no entiendo la lógica de ello. Observo que Tomi cede terreno, se va arrinconando, hasta que al final no le quedará nada de espacio.

—Al menos podrías intentar golpearme —la tienta Penny, pero Tomi no responde.

Comienzo a percatarme de que Penny tiene dos enemigos terribles en la sala y ninguno de ellos es Tomi. El primero es esa apremiante necesidad que siente de pavonearse para mostrar ante su contrincante o, mejor aún, ante el público (yo, en este caso), lo lista y hábil que es. Esto puede que sea incluso más importante que ganar. El segundo es la frustración, es igual de impaciente que un animal hambriento y, aunque intenta ocultar sus emociones, esa expresión transida y picada me dice que se encuentra muy irritada por cada estocada que no da en el blanco.

Tomi se limita a dilatar la cosa, aliándose con esos enemigos, y pronto Penny se ha comprometido demasiado y se precipita con una estocada salvaje y desesperada que consigue rajar un cuadro en dos. La catana de Tomi avanza destellante, y rebana con perversidad uno de los brazos, la herida virtual no sangra, pero brilla con luz de color. Herida, Penny tiembla, no de miedo, sino en simulación computerizada de lo que ese tipo de herida supondría. Se tambalea hacia atrás, indefensa, y Tomi la despacha con un golpe en el cuello.

Cuando aparece la imagen fantasmal de Penny, en parte espero verla descender; sin embargo, sigue los pasos de la primera vida de Tomi que fue a la gloria y asciende hacia el cielo.

—Touché —dice Penny, reconociendo reacia la derrota, las heridas simuladas curándose mientras se reinicia el sistema.

Durante el resto del duelo es Tomi quien domina la contienda, aprovechándose de la frustración de Penny y sacando el mayor partido posible a sus errores. Tomi logra un total de seis victorias, Penny solamente consigue dos. La segunda la logra únicamente cuando, al tirar una de las vitrinas, los fragmentos de vidrio que son inocuos para sus botas, son traicioneros con los pies descalzos de Tomi.

Antes de que se declare la vencedora, una voz indignada pone fin al combate.

—Niñas, ¿a ver? ¡Atención! ¿Qué demonios hacéis? ¡Esto es el Louvre y no un gimnasio! —grita la voz.

Esta versión de Champagne es despampanante, mucho más bella de la que conozco. Lleva puesta la cara del Edén, la que los científicos de la Gedaechtnis predijeron que tendría al crecer, pero nunca resultó. El parecido es evidente, pero la virtual posee cierto glamur, como retocada por una varita mágica. Incluso encolerizada, sus rasgos tienen cierta elegancia y delicadeza y, con ese vestido amarillo de girasoles, contrasta con las primas que combaten con indumentaria masculina.

—Relájate, mamá —dice Penny—, no ha pasado nada.

Se agacha y recoge ambos trozos del cuadro que ha partido en dos, una conmemoración de los Doce trabajos de Hércules (creo que el noveno). Los agita en tal modo que el desperfecto desaparece como en una de esas pantallas de Telesketch. De nuevo aparece completa, ha quedado como nueva. Al mismo tiempo, Tomi se gasta una pequeña cantidad de dinero en limpiar y reiniciar la sala, dejándolo todo como estaba antes de que comenzara el duelo.

—Esa no es la cuestión —dice Champagne—. Se trata de respeto y no me importa si es real o virtual, si se puede arreglar o no. ¿No tenéis idea de las horas y el esfuerzo que los artistas invierten en sus obras? Mirad alrededor de vosotras, observad toda esta verdad y belleza, ¡no son decorados de escenario para pisotearlos!

Sigue riñéndoles hasta que intervengo.

—Disculpa, pero la culpa es mía. Querían un lugar donde batirse y yo quería ver el Louvre, por tanto las convencí para venir aquí. Aunque expresaron reservas yo insistí.

Ahora me sermonea a mí y me multa, esa es la costumbre aquí. Es dinero que no me importa pagar.

Una vez de patitas en las frías calles parisinas, me froto las manos y me las meto en los bolsillos, donde noto algo que no estaba ahí antes, algo metálico y frío que no tenía hacía unos minutos. Lo cojo y lo extraigo, pasándole el pulgar por los surcos y crestas lo levanto en la atenuante luz del día.

—¿Qué tienes ahí? —pregunta Tomi.

Penny

Anotación #308: La princesa y la flauta —abierta—

No existe nada mejor que un buen duelo de esgrima para bombear sangre. Revitalizador, eso es lo que es. Hace años hubo una buena época en que mi hermana Tomi entrenaba conmigo todos los días. En la actualidad no tanto, aunque hoy se presentó con Haji a su vera y fue como en los viejos tiempos de nuevo.

Ganarle un duelo a Tomi es como ganar una pelea con bolas de nieve a un gato. No es un gran desafío y, cuando has vencido, es difícil no sentirse culpable. En fin, siempre es más divertido enfrentarse a un adversario de carne y hueso que a uno virtual. ¿De qué otro modo mediría mis habilidades si no me enfrenta un igual? (En la medida en que están a la par, ja, ja, ja).

Soy una espadachina estupenda, pero en esta ocasión, porque Haji estaba presente, decidí alargar el duelo y demostrar más espíritu deportivo. Por desgracia, Champagne nos ha interrumpido justo cuando estaba a punto de ganar, con lo cual hemos tenido que dejarlo en tablas. Luego acompañé a Haji de recorrido por el museo y tuvo la desfachatez de decir que le recordaba a Los tres mosqueteros (en fin, qué le vamos a hacer) y a Las aventuras de Robín Hood (¡madre mía!), de todo lo que podía elegir, como si yo fuera a ponerme en el lugar de un renegado socialista que piensa que los ricos no pueden seguir siendo ricos y los pobres quedarse pobres. ¡Qué Dios perdone a las personas inteligentes y de talento por llevar mejor vida que las masas! ¿No nos ha enseñado la historia que hay personas en el mundo que saben lo que hacen y otras que no, y que los que no saben deberían callarse y seguir a los que saben algo? Además, Robin Hood es un filántropo de poca monta que robaba las arcas del rey Juan sin Tierra (¡ya ves tú!) mientras que mi Pimpinela salva vidas, y lo hace con inteligencia y con elegancia.

De todas formas, he ofrecido a Haji mi colección de libros sobre la Pimpinela Escarlata, pero parece que tiene una lista de lectura demasiado larga. No importa, mi nueva ópera, La légende immortelle du mouron rouge, versa sobre este tema y, una vez terminada, le daré una entrada en primera fila.

Y hablando de ópera, estoy viviendo una. Antes de marcharse a Egipto, mi buena amiga Lulú (quien había prometido ayudarme a cambio de nada) le ha dado un buen mordisco a la manzana de la avaricia y ha tenido el descaro de decir que quería diez mil de los grandes. ¿Et tu, Lulú?

Alguien debe de haberle contado que estaba repartiendo mi dinero, porque se ha lamentado sobre cómo había pagado a las otras por algo para lo que ella se había ofrecido voluntaria. Se ha puesto a hacer pucheros y a decir que no era justo, pero es justo. Hizo un trato conmigo, algo no ventajoso para ella, pero un trato al fin y al cabo, y luego se retracta. ¿Por qué es difícil de entender? ¿Por qué mi destino es que me traicionen todas mis amigas? ¿He hecho algo mal? ¿Estoy gafada? Brigit y Sloane eran mis mejores amigas, tiempo atrás, y mira cómo han salido.

No importa, si puedo salirme con la mía aunque solo sea una vez... Si la tía Pandora me sienta, me mira a los ojos y me dice: «Sí, Penny, quiero que por favor aprendas de mí y que te encargues de mi cometido cuando yo ya no esté, ¿lo harás?», entonces tendré la vida resuelta. Esa es la tónica dominante. Ya no seré la reina de Inglaterra, sino la reina del Edén, controladora de ese universo, y todo aquel que desee una educación superior u ocio de calidad tendrá que venir a mí, y solo encontrará lo que desea con mi venia.

Así que me olvido de Lulú, puede quedarse como Luzía la Perdedora. Maldita sea su estampa y esa ridícula ópera que estaba componiendo y con la cual le echaba una mano: nueve arias sobre nueve planetas, ¡qué tontería! De todas formas, no la necesito. Tengo a Tomi (o7.500,00), Zoé (o5.000,00), Katrina (o1.000,00) y ahora Olivia (o6.000,00) en el bolsillo y sé que se están portando bien porque Champagne me ha contado que se me ha mencionado mucho y, al preguntarle si eran cosas buenas, me ha dicho que Pandora parecía pensar que sí.

Los sufí siguen siendo un elemento desconocido, presiento que el dinero no significa demasiado para ellos; así que, en vez de sobornarlos he estado intentando hacerme la simpática. La pequeña no parece demasiado interesada en relacionarse conmigo, pero una sonrisa dirigida a Ngozi llega lejos. Y Haji me encuentra interesante, aunque también parece que todo le resulta interesante, ¿quién sabe?

Olivia dice que igual puede haber otra baza. No hablo mucho de Olivia porque es fácil de olvidar, aunque me ofrece toda la ayuda posible. Literalmente, es una apasionada de los trenes. Mientras que yo he compuesto un homenaje a una eterna obra de ficción, todo lo que hace Olivia es dedicarse a coleccionar trenes y estaciones de tren. ¿Qué pazguata, no te parece? Además, los ha entrelazado todos como un dispositivo de viaje entre los entornos virtuales. Desde el entorno de Tomi, uno puede subirse a un elevado tren bala japonés y, cuando se ha alcanzado mi entorno, todo se ha convertido en un tren francés o británico como el TGV de trescientos kilómetros la hora o el Flying Scotsman respectivamente. En realidad es una estupidez, ¿por qué simular un desplazamiento cuando uno puede llegar a un sitio al instante? Igual se trata de un proyecto artístico experimental, a Champagne parece gustarle, pero yo no capto la idea. No es cosa mía, gracias a Dios, pero ¿a qué se dedicará Olivia en la vida?, ¿será agente de viajes? Le deseo suerte.

La encontré en su entorno de la terminal de la Gran Estación Central, por el 1917, entre soldados y marineros despidiéndose de sus seres queridos y con Ngozi del brazo. Me atrevo a decir que este está encandilado con ella y parece estar intoxicado con hormonas que le dicen que se reproduzca con ella (repito, les deseo suerte), aunque Ngozi la pilló al vuelo y nos dejó solas un momento, lo que me brindó la ocasión de adquirir las simpatías de Olivia discretamente.

Nos subimos a un tren cuyo furgón de cola llevaba tela de color rojo, blanco y azul, y el tren nos llevó juntas entre una multitud que agitaba banderitas y entre grupos de anarquistas con ropas raídas y pancartas malamente pintadas que decían: «¡Los muchachos americanos deberían quedarse en América!», «No a la expansión europea» e «¡Impugnemos a Wilson!». Todo el mundo llevaba sombreros en aquella época, una moda que espero regrese.

Al aceptar el dinero, Olivia me afirmó que haría todo lo que pudiera, pero que si quería ganarme las simpatías de Pandora tendría que enchufarme con Malachi.

—Malachi es solo un programa —le dije.

—¿Y qué tiene que ver eso? A ver, si fueras un pintor y quisieras impresionar a Van Gogh para hacerte su aprendiz, ¿qué mejor refrendo que el de su más estimado pincel?

—Entonces, ¿por qué no hacerlo con todos los programas? ¿Einstein, Aristóteles, Darwin, Van Gogh, Genghis Khan? Puedo pedirles que intercedan por mí, igual que al revisor que nos ha pedido los billetes, pero no son reales, quedaría ridículo, no ayudaría a mi causa.

Estuvo rumiándolo y dijo:

—Podrías intentarlo con Halloween.

Me costó mucho no reírme.

—Está muerto.

—Bueno, como si lo estuviera —dijo, matizando cierta diferencia que no supe apreciar.

—¿Alguna vez has hablado con él? Yo te aseguro que no. A excepción de Pandora, nadie ha sabido nada de él en años. Es como si no existiera.

—Pues a eso me refiero —dijo—. Para nosotras no existe, pero para Pandora existe y mucho.

—¿La desesperación de la enamorada?

—Haría cualquier cosa por él.

—Estás exagerando —le dije.

—Ve al santuario —me dijo—. Presta atención a cómo habla de él e imagina, si pudieras ganarte las simpatías de Halloween, ¿cómo te diría Pandora que no?

Pues eso hice. Imagínate un templo palaciego en lo alto del monte Olimpo, el entramado del techo sostenido por columnas de estilo corintio, y un cielo cerúleo en la distancia. Vacío, salvo por las urnas funerarias (seis) colocadas sobre elevadas plataformas en el centro. Este es el entorno creado por Pandora en honor a los muertos y las almas perdidas de nuestro gran olimpo. Lo llamamos «el santuario».

Cuatro sombras, Lázaro, Tyler, Simone y Mercutio, que la palmaron cuatro años antes de que yo naciera y las otras dos, Fantasía y Halloween, se supone que aún viven, aunque es algo debatible. Todavía no hay una urna para Hessa, lo que me parece buena señal. El hecho de que no se hayan actualizado los sepulcros quiere decir que Pandora está superocupada y necesita ayuda desesperadamente.

Funciona del modo siguiente: uno se acerca y toca una de las urnas y, entonces, una serie de imágenes se despliegan en torno a la persona como si fuera un álbum holográfico. En su mayoría son homenajes, atisbos psicodélicos y sentimentales sobre quiénes fueron estas tías y tíos, las cosas que les importaban, sus dominios virtuales. Se pueden ver mientras se escucha música de sus colecciones personales o con tres tipos de comentarios de audio. El primero siempre es el de Champagne, porque tiene que ser la primera siempre, luego Pandora y por último Vashti, quien siempre tiene que tener la última palabra. O igual es por orden alfabético, no estoy segura. No suelo acercarme mucho por aquí, no me malinterpretes, sé que esta gente tuvo mucho que ver con la forja del presente pero ¿qué efecto pueden ejercer sobre mi vida actual? Existen sin fuerza gravitatoria y, para mí, eso los convierte en espectros.

Aunque igual Halloween todavía puede ejercer alguna influencia.

Es uno de los dos asesinos de la familia. Mercutio fue el primero y luego Halloween lo mató. Seguro que yo soy la tercera por echarle mal de ojo a Hessa, pero corramos un tupido velo de momento. Según tengo entendido, Mercutio perdió la cordura y mató a Lázaro y a Tyler; quizás a Simone también. Después Halloween tuvo que sacrificarlo como a un perro rabioso, aunque igual me equivoco.

Nadie se pone de acuerdo acerca del motivo exacto del comportamiento de Mercutio.

Champagne opina que se trastornó, que siempre había sido débil y que no pudo asimilar la conmoción de lo ocurrido a la raza humana. Al descubrir que le habían mentido, que miles de millones de personas estaban muertas y que apenas quedaba un puñado de personas vivas, se le rompió la brújula moral y resolvió ajustar cuentas empezando con Lázaro, a quien siempre había odiado. Y, después del primer asesinato, se hace más fácil (eso dicen) y Mercutio le pilló el gusto a la matanza y no pudo detenerse. Como lo del niño en la tienda de golosinas.

Pandora opina que el móvil fue cuestión de sexo. Durante años, todas las chicas lo habían rechazado y, que por eso, cuando tuvo la ocasión, asesinó a los chicos. Según dice, estaba probando la teoría de la antigua expresión «aunque fueras el único hombre en la Tierra», para lo cual solamente tenía que matar a cuatro personas. Si fuera el único restante, las chicas no tendrían otra elección más que elegirlo a él a fin de repoblar la Tierra. Pero le salió el tiro por la culata, dieciocho años más tarde y ninguna embarazada, el tratamiento contra la peste negra provoca estragos en los ovarios.

Vashti no está convencida de que Mercutio hiciera nada. Admite que es posible, aunque gran parte del testimonio de lo acaecido proviene de Halloween y no se fía de que esté diciendo la verdad. Si Mercutio fuera culpable, en realidad, la responsable sería la Gedaechtnis (la empresa que creó la generación de mis mamás mediante ingeniería genética) y que, para combatir la plaga, diseñaron a cada uno de ellos con ligeras variantes que, en algunos casos, no funcionaron. Por ejemplo, se supone que Fantasía es esquizofrénica. Vashti sospecha que a Mercutio le faltaba el gen de la empatía y que, entre eso y la testosterona descontrolada, resultó un accidente en potencia.

—Algo que se puede tratar muy bien con los fármacos adecuados —dice.

Y esa es la tragedia de su generación, cuatro enterrados gracias a un error de cálculo de un ingeniero genético.

El año pasado, Rashid nos contó la teoría del tío Isaac, pero creo que quizá Rashid nos estaba tomando el pelo. Nos contó que Isaac y Mercutio tenían una extraña amistad que ocultaban a los otros. Isaac le hacía de guía espiritual, o algo así, y sabe que Mercutio atacó a los otros, pero sabe a ciencia cierta que nunca le hubiera hecho daño a él. Isaac piensa que Mercutio estaba secretamente enamorado de él y que sentía celos de su mejor amigo, Lázaro. Por ello Mercutio asesinó a Lázaro y, cuando Halloween y Tyler comenzaron a hacer preguntas, tuvo que intentar deshacerse de ellos también.

La otra teoría que flota por ahí a veces es la de los programas informáticos encolerizados dentro del Edén, y de cómo sus «emociones» se filtraron en los cerebros de los demás, entre los cuales Mercutio se llevó la peor parte porque era el mayor. No entiendo esta teoría del todo, pero mis padres, tías y tíos pasaron dieciocho largos años en el Edén sin descanso, e igual cuando uno se pasa tanto tiempo conectado pueden suceder cosas raras.

¿Quién sabe? ¿Por qué la gente se comporta así?

Antes de que lo liquidaran, el tipo borró una gran cantidad de datos, con lo cual imagino que se llevaría el secreto a la tumba. De todos modos, creo que es maravilloso que Halloween se lo cargara porque, de no haber sido así, yo no estaría aquí.

Lo curioso es que creo que valoro a mis tíos y tías en función de sus gustos musicales. Por ejemplo, Tyler, el primer amor de Champagne, era muy adepto a los grupos de shock rock como Witherstick, Killer Nurse, Max BSG y mi favorito, Lung Butter. A veces, cuando está decaída, Champagne pone esa música tan fuerte, tan vigorizante, que la asocio con ella animándose. Así que Tyler es un tío guay, mejor que, digamos Simone, quien adoraba la música folclórica de la antigua China (Dios mío, esos atonales taladradores de tímpanos), o Mercutio, quien adoraba a Mozart (no soporto a Mozart); aunque, si he de ser sincera, sus gustos musicales eran lo bastante eclécticos y me gustan todas las versiones de Crimson and Clover que tiene en su colección.

En lo que respecta a esa mezcla de jazz entre ragtime y swing de Fantasía, o como quiera que se llame, me es indiferente.

Vashti me explicó una vez que los gustos musicales ya estaban programados de antemano. Según parece, la Gedaechtnis quería preservar un «recuerdo vivo» de la historia de la humanidad y, por ello, programaron algunos acontecimientos en la infancia de su generación para influenciarlos sutilmente y que estudiaran épocas concretas. Así pues, el interés de Fantasía por la música de principios del siglo XX proviene de su interés general por la cultura de esa época, interés que será el que le asignaron los científicos de la Gedaechtnis. A Halloween le tocó finales del siglo XX, a Vashti la Ilustración, a Champagne el Renacimiento, a Isaac el Mundo Antiguo, etc. Asimismo quisieron que todas las religiones tuvieran representación y por eso mi tío Isaac es musulmán; pero como querían el culto más tolerante del islam que pudieron encontrar, lo hicieron sufí.

Supongo que entiendo los motivos de la Gedaechtnis para hacer eso, pero sinceramente opino que es odioso. ¿Crecer y descubrir que los gustos y las creencias que uno tiene han sido así por engaño? Champagne es una artista estupenda, pero, cada vez que coja un pincel o agarre un puñado de arcilla, deberá de cuestionarse si la única razón por la cual lo hace es que la Gedaechtnis quería un artista en el grupo.

Aparte de las litografías de Jack-o'lantern[5] que la adornan, la urna de Halloween es demasiado oscura y no deja escapar la luz. Al tocarla, parece como si una bandada de pájaros levantara el vuelo, pero, si se siguen los sonidos, se descubre que no son aves, sino demonios negros que revolotean tan rápido que no se puede distinguir sus caras. Entonces, cae un rayo como el tenedor del diablo y se aprecia una estructura gótica bajo la luna llena, el tejado atestado de gárgolas grotescas e imponentes. Y, en ese instante, aparece el mismo Halloween, imagen tras imagen de su época en el Edén. Hay una en la que se le ve recorriendo un huerto de calabazas con el tenaz viento azotándole la cara y despeinándole el cabello naranja como el alba. Esa me gusta. No me parece que sea un asesino, sino, no sé, una persona en gran parte sola, inquietante. Tiene cierto aire peligroso pero bueno-peligroso, creo yo.

Luego pasé a escuchar el comentario de Pandora. Nunca antes me había molestado en hacerlo, pero ¡madre!, Olivia tenía razón. No es lo que dice, sino más bien cómo lo dice, como si estuviera cayendo y él es el único que puede cogerla. Le pertenece a él, así de enamorada está y, a pesar de que me he burlado de ella con Olivia, creo que hay algo hermoso en ello también. Me pregunto si algún día sentiré eso por alguien. Por un lado, enamorarse es la manera perfecta de arruinarse la vida y, por otro, ¿qué tenemos sin el amor? Esa paradoja es mi parte favorita de la Pimpinela Escarlata, su relación con Marguerite, la mujer de quien está separado. Se odian, y la nobleza inglesa comenta que es una tragedia, pero él lo niega y dice que no, que la tragedia es que nunca ha dejado de amarla, que siempre la amará sin importar lo que haga, hasta que se muera.

Vamos ver si Halloween quiere ayudarme. Dudo que me conteste, pero, como dice Olivia, si lo hace valdré mi peso en oro.

Es hora de mandarle una carta y ver si suena la flauta por casualidad.

Todo listo.

Anotación #308: La princesa y la flauta —bloqueada—

Haji

En una de las muchas alacenas del servicio de Nymphenburg, mi hermano zorro, mi hermana rana y yo comemos queso de soja de cincuenta años de solera y galletas saladas enriquecidas con vitaminas. Normalmente, disfrutaríamos de ello, pero, después de probar las cerezas recubiertas de chocolate, los cruasanes de almendras y la pizza de olivas negras del Edén, esta comida carece de aliciente en comparación, y el sabor acre y terroso de los ultraconservantes se pega a la lengua, más ácidos de lo que antes había notado.

—¿No os sabe diferente?

Ngozi asiente con la cabeza y Dalila pone cara avinagrada.

—A lo mejor es a lo que Mu'tazz se refería cuando hablaba de oropeles —resuelve Ngozi—. Ya no nos gustarán el queso y las galletas.

Compartimos una sonrisa, aunque la toma de conciencia de que nuestra actitud está cambiando se cierne sobre nosotros. Incluso un cambio tan insignificante como este se hace notar, puesto que es sintomático de algo mayor que sentimos, pero no podemos definir.

Ngozi decide que ya basta y se va en busca de otra cosa, y regresa con tres cucharas, un plato de fresas del jardín de Champagne y un tetrabrik de nata sintética.

Dalila pone los codos sobre el mostrador y una mano en la frente, dándose un masaje entre los ojos con cautela. Le paso los analgésicos y los ojos azules le brillan agradecidos. Los prometidos dolores de cabeza se han presentado. Vashti nos aseguró que se disiparían pronto, que no durarían, cosa que le recuerdo a Dalila mientras se toma el medicamento y una cucharada de nata.

—No solo son las jaquecas, me siento algo distinta —dice.

—¿Una sensación buena o mala?

—Todavía no lo sé.

Ngozi asiente como si estuviera de acuerdo.

Mis hermanos se lo han pasado de maravilla en este lugar, pero, entre la conmoción cultural y la experiencia del Edén, comienzan a sentirse extraños en su pellejo. Se lo hemos contado a padre esta misma mañana cuando lo llamamos.

—Eso es de esperar —nos dice—. Es normal.

Imagino que en comparación con su infancia lo es. Me cuesta imaginarme lo doloroso que le resultaría descubrir que el mundo que conocía y amaba era solamente una reproducción virtual. Cuan suntuoso y poblado se nos antoja ese mundo irreal a nosotros y cuan desolado le parecería a padre nuestro mundo real. Salir así de ileso de tal experiencia y, revelarse más fuerte a causa de la misma, me convence como fehaciente prueba de su resistencia y virtudes. ¿Dónde estaríamos sin su sabiduría?

—Anoche tuve un sueño extraño —refiere Ngozi—, casi un sueño delirante. No recuerdo mucho, una sensación de distanciamiento.

—¿Distanciamiento emocional?

—Como si estuviera fuera de mí mismo, observando el sueño mientras soñaba. Recuerdo el cielo, fotografías del cielo que iba tomando y me sentía aterrado. Miedo de verdad y yo nunca siento miedo, no de ese modo. ¿Una locura, no?

—Un efecto secundario de nuestra primera visita al Edén —le sugiero—. Hemos visto tanto en tan poco tiempo que a nuestras mentes les cuesta asimilarlo todo.

—Tal vez el cerebro humano no esté diseñado para la RVI —dice Ngozi—. Quizá es solamente para las jinn.

Me pongo a cavilar, estoy sin aliento. He derramado agua sobre el mostrador y me dedico a trazar un dibujo con las gotas de agua y la paja. Las palabras de Rashid resuenan en la memoria: «Cambiarán vuestros sueños». Aunque desde su punto de vista el cambio es una cosa positiva. ¿Soñé anoche? No me acuerdo. Ojalá no me doliera tanto la cabeza.

Mi hermana sí soñó, una fantasía desconectada sobre una tribu que vive en la falda de unas montañas moradas de cumbres nevadas, todos los hombres y mujeres tenían el rostro pintado con colores chillones que se estiraban al sonreír con deleite. A pesar de las sonrisas, parecían ofenderse con todo lo que veían, en particular los unos de los otros, lo cual a Dalila le resultó curiosamente cómico. No fue una pesadilla, pero sí un sueño muy raro. Dice que se lo contó a Katrina y que esta le dijo que una vez tuvo un sueño parecido, aunque no el mismo, y cuanto más lo describía más se parecía a Alicia en el país de las maravillas.

—¿Qué estás dibujando?

Con el agua derramada, he esbozado una llave y sobre ella un código numérico. Eso es lo que me encontré en el bolsillo virtual del Edén. Se lo cuento a mis hermanos y no le encuentran sentido tampoco. Cuanto más lo pienso, más me convenzo de que es un mensaje. Alguien quiere decirme algo y, creedme, estoy intentando escuchar.

—Puede ser una pista acerca de la muerte de Hessa.

Dalila me mira con los ojos entornados, estudiando mi semblante.

—Hessa se puso mala —dice.

—¿Sin más? ¿Por qué, por qué no Mu'tazz o Rashid? ¿Por qué no nosotros? ¿Nos han dado una explicación clara? Ese código puede ser la respuesta.

—Lo más seguro es que alguien te haya gastado una broma —dice Ngozi—. Olivia me ha contado que a aquí veces hacen eso.

—Yo creo que no es ninguna de las dos cosas —gruñe Dalila.

Justo en ese instante, un balón de fútbol negro y blanco se cuela en la sala y Penny entra detrás, tan pancha, deseosa de invitarnos a un partido.

—Estoy intentado reunir a bastante gente para que sea más interesante —dice—. Si os apuntáis vosotros tres, seguro que mis hermanas también querrán participar.

—Por supuesto, siempre dispuesto a echar un partido —accede Ngozi.

Dalila utiliza la jaqueca como excusa, aunque intuyo que no jugaría con Penny en la mejor de las circunstancias.

En cuanto a mí, el año pasado lo pasé en grande jugando tres a tres contra Brigit, Olivia y Tomi, por lo que me encantaría jugar.

—Debo advertiros que soy bastante buena —nos informa Penny mientras alardea de malabarismo futbolístico pasando la pelota de una rodilla a otra.

—Dudo que seas tan buena como Haji —responde Dalila.

—Se me da muy bien la portería —admito a modo de aclaración y restando importancia al elogio de mi hermana—. Las piernas no me permiten correr durante mucho tiempo, pero me gusta el juego y he podido compensar al aprender a parar goles.

—Entonces entre nosotros dos, tenemos una fuerza imparable contra el objeto inmovible —sonríe Penny—. Igual es divertido ver quién gana.

Nada más decir eso, pierde el control del balón y el malabarismo se convierte en descontrol que rompe platos, desparramando las fresas y salpicándonos de nata.

—¡Jolín jolines! —exclama Penny, preocupada, mientras intenta secar la nata con una servilleta de papel.

Frota la mesa con cuidado, como si no quisiera mancharse las manos. Ngozi está recogiendo la pelota y yo los fragmentos de porcelana rota, cuando Penny me lanza la servilleta mojada y me pide por favor que recoja también las fresas.

—Me producen reacción —explica—, no quiero tocarlas.

Así las cosas, los hijos de Isaac terminan limpiando gran parte del destrozo de Penny mientras esta se larga con el balón y promete reclutar más jugadores. Luego no regresa, y nos deja especulando sobre si no ha podido encontrar a nadie o si está tan avergonzada por romper el plato que no ha querido jugar el partido.

—Seguro que ni siquiera es alérgica a las fresas, no quería molestarse —se lamenta Dalila.

Igual es cierto, pero, de momento, creo que le concederé el beneficio de la duda.

Una hora más tarde, Tomi se comunica conmigo a través del dispositivo de enlace y la encuentro junto al estanque de los cisnes. Un frufrú de plumas, y un pequeño cisne asoma la cabeza bajo el ala de su madre, podría contemplarlo un rato, pero hay algo en la mirada de Tomi que me conduce a ella y aparta cualquier otro pensamiento.

—Ven conmigo —dice.

Me pongo al compás de su paso. Dentro de unos minutos tengo un taller de fabricación de cometas y ya sé que se me hará tarde. Me da la ligera impresión de que no podré asistir.

—¿Se trata del número?

Permanece callada, pero asiente con la cabeza. Nos detenemos ante un edificio que no he llegado a pisar antes y Tomi pulsa el botón del ascensor, se abren las puertas y no estoy seguro de querer montarme.

—¿Tiene esto que ver con la muerte de Hessa?

—No, Haji —responde—, tiene que ver contigo.

Pandora

Isaac y yo estamos encargados de controlar el hábitat salvaje; disponemos un perímetro seguro para el campamento, pintando el suelo de la selva tropical con un pulverizador de filamentos de seguridad Argos. Las oscuras y débiles rayas qué pintamos en el follaje parecen tan fuera de lugar como un escorpión dando clase de yoga, pero es biodegradable y necesitamos mantener a los jaguares y a las boas a distancia.

Nos hallamos en el Manu, Perú. Nunca había estado en esta zona del Amazonas antes, ni aquí en el mundo real o en la RVI que mantengo. Es un lugar fascinante y disfrutaría de él como lugar de vacaciones si no tuviera que trabajar y si no me sintiera tan mareada y sudorosa. No es el aire ni el calor lo que me molestan, sino el triste hecho de que estoy más cerca de casa de lo que he estado en dieciocho años. La proximidad me lía nudos en el estómago.

Suelo meterme en el Brasil de la RVI frecuentemente, atraída instintivamente como el salmón que siente la necesidad de volver al arroyo donde nació. Río es un lugar divertido, de distracción, pero mi hogar está en Sao Paulo. Allí fue donde transcurrieron los primeros cinco años de mi vida, y casi todas mis vacaciones. Nada de ello es real, pero allí me siento segura, acunada, despreocupada; como Dorothy en el campo de amapolas sin la presencia de la bruja malvada.

Mis padres están allí. Mi padre, la joya del imperio de mi abuelo, dedicado a embellecer a todas las mujeres del mundo, un manjar delicado y sofisticado a la moda que podría haber sido un gran diplomático o un espía. Y mi madre, su antigua paciente, modelo convertida en activista, que lleva una vida de fiestas y manifestaciones, siempre centrada en alguna buena causa. Me gusta visitarlos, aunque no podemos hablar de las cosas importantes, aún me tratan como a una adolescente ya que nadie en la Gedaechtnis los programó para tratarme como a una persona adulta.

Cuando descubrí que eran programas de inteligencia artificial, reconocí lo calculadora que había sido la Gedaechtnis al criarme (alimentando mi rebelión de adolescente contra el negocio familiar, empujándome hacia la medicina tradicional). Tantas discusiones con mi padre y mi abuelo sobre su visión de futuro, lo segura que estaba de que iba a salvar vidas y no simplemente a embellecerlas; todo ello me dejó un sabor amargo en la boca, aunque lo he ido superando, y aprecio a mi familia y amigos de la RVI por quienes son y por lo que son.

¿Han sido creados a partir de modelos reales? A los dieciocho años tuve la ocasión de averiguarlo, recién liberada por Halloween y novata en el mundo. Una vez que nos hubimos repartido los continentes y yo escogí Sudamérica, tenía que ir a Sao Paulo, el de verdad. No solamente porque la sede del laboratorio de la Gedaechtnis estaba allí, sino porque quería verlo con mis ojos y compararlo a la ciudad artificial a la que tan apegada estaba.

El Sao Paulo que yo conozco es risa cálida y sopa de piraña; un lugar divertido y libre, con una pizca de peligro. En el mundo real esa ciudad ya no existe. Mi Sao Paulo ostenta un horizonte salpicado de infinidad de rascacielos, el Sao Paulo real ha sido demolido, rascacielos por rascacielos pulverizados en escombros. Grandes zonas de la ciudad se han derrumbado y han sido pasto de las llamas, hay enormes grietas en la tierra como venas abiertas. Mi Sao Paulo luce el hermoso parque do Ibirapuera, donde jugaba al fútbol de niña, malamente pero con entusiasmo, y donde entrenaba a otros con inteligencia de adolescente. El parque real se ha sepultado a sí mismo, los senderos y caminos envueltos en flora descontrolada. En la actualidad, es el dominio de las ratas y estas pertenecen a las víboras mapanare. Los míos ya no están. Tanta gente muerta, nunca me acostumbraré ver los esqueletos de niños sin enterrar, restos de niños y niñas como con los que me crié, a los que solía dar clase. El mundo entero parece un espectro fantasmal, pero no así, no como mi hogar. Entre los disturbios, la peste negra y el cataclismo del terremoto, la mejor y más grande ciudad de Sudamérica se ha convertido en un infierno para mí.

El laboratorio de la Gedaechtnis es un montón de escombros marcado por el desastre en el que uno se podría pasar años recogiendo cosas; pero no seré yo, no volveré nunca. Es demasiado doloroso ver mi casa vulnerada de esa forma, prefiero la simulación, que se ha convertido en un monumento a la verdadera ciudad. Allí puedo ir y encender velas con mi padre en una iglesia virtual, o con mi madre en una sinagoga virtual y, a pesar de mi agnosticismo y la crucial cualidad de irrealidad de mis padres, juntos podemos rezar por las almas de los muertos.

Isaac rezó conmigo una vez, en el mundo real, ya que se niega a pisar la RVI de nuevo. Yo no quiero volver a Brasil y él no quiere entrar en la realidad virtual. Halloween no sale de América del Norte. Imagino que puede resultar divertido, todas esas pequeñas fobias.

Aunque en el caso de los otros, no creo que sea miedo, sino cuestión de principios.

—Son las diez —dice Isaac, señalando hacia adelante y hacia la izquierda.

No señala un tití pigmeo, sino un oso hormiguero gigante que se da un banquete en un nido de hormigas cortadoras de hojas, con la viscosa lengua rosa enganchando a varias de ellas a la vez.

Establecemos contacto visual con la criatura gris y sin dientes y, aunque se pone tenso cautelosamente, parece sentir curiosidad y afecto hacia mí, como si no quisiera más que convertirse en nuestra mascota domesticada. Antes de que así sea, la evitamos, terminando el perímetro de seguridad sin indicio alguno de nada que se asemeje a un mono.

—No será fácil identificarlos, son diminutos —dice Isaac, mientras barre el horizonte con la cámara de infrarrojos—. El más pequeño que conoce el hombre, quizá de unos ciento veinte gramos de peso. Caben en la palma de la mano.

—Lástima que no sean más grandes.

—Si fueran más grandes nos costaría más cazarlos.

—Esperemos que se encuentren por aquí.

Una vez establecida la zona perimétrica, regresamos al helicóptero para dejar salir a los niños. Habíamos dejado a mis sobrinas trabajando sobre proyectos de historia vital, deberes descargados de StoryCorps, aunque las encontramos conversando con Mu'tazz. Las tres le ruegan que se comporte como el alegre primo que recuerdan de la visita del último año, antes de la muerte de Hessa, y no como el adusto fanático en el que se ha transformado. Y Mu'tazz les sonríe, casi disculpándose al contestar que la muerte de Hessa demuestra, como mínimo, que no somos inmunes a la ira de Dios.

—Ha matado a miles de millones y aún no lo tememos lo suficiente como para obedecer sus leyes.

—Siento tener que interrumpiros —les digo—, pero nos hace falta ayuda.

Cogen los suministros y se bajan de un salto, entusiasmados de ver Perú.

—¡Amazonas en el Amazonas! —es la alegre exclamación de Izzy.

El impulsivo deseo de llamar al amor de mi vida me asalta con fuerza ciclónica, aunque la contengo y, al tropezarme con la mirada de Isaac, me fijo en que sus ojos son del mismo color que los de Halloween. Me devuelve una mirada interrogadora, pero la pequeñita Zoé reclama mi atención: me cuenta lo maravillosa que es su hermana Penny, cosa que me parece extraña ya que Izzy y Lulú (las supuestas mejores amigas de Penny) han estado criticándola durante todo el trayecto. Le aseguro a Zo que Penny está en mi lista de candidatos preseleccionados para clases particulares, lo cual parece satisfacerla. Por otro lado, me ofende un tanto que Penny envíe a terceros a pujar por ella en vez de acercarse a mí personalmente. Siento afecto por todas mis sobrinas, pero Penny parece poseer cierta cualidad despiadada, malos sentimientos tras esa sonrisa, exacerbados por lo que intuyo es soledad. No me gusta y no creo que vaya a mejorar. Ahora bien, no es mala diseñadora de realidad virtual y no puede ser menos disciplinada que Rashid.

—¡Mono a la vista! —grita Izzy.

Saltamos a la acción, hacemos un barrido de las copas de los árboles entusiasmados, pero se trataba tan solo de una broma. Los únicos monos hemos sido los que hemos picado el anzuelo.

Haji

Las puertas del ascensor se abren y revelan un abastecimiento de comida estilo corporativo, paredes abarrotadas de suministros. Las multinacionales establecieron escondrijos como este en todo el mundo para posibles supervivientes como nosotros. Tomi me conduce entre productos de Founder, Coca-Cola, Procter & Gamble, Ningworks, Argos, Sony, Smartin! y Nike. Sus bronceadas piernas recorren el laberinto de alimentos con largas zancadas y debo esforzarme por alcanzarla.

—Deprisa —me exhorta—. No tenemos mucho tiempo y quiero que veas esto.

—¿El qué?

—Por aquí —dice, empujando la puerta al fondo y llevándome por un pasillo frío y gris cuyas paredes y techo están chapados en acero.

A la derecha observo lo que parece una sala de preoperatorio, pero no me entretengo puesto que Tomi ha girado a la izquierda y se ha detenido de repente ante una puerta de seguridad de aspecto inexpugnable, la cual desbloquea mediante dispositivo de lectura de huellas dactilares. Tras ella entramos en una enorme sala en forma de cubo, de estilo arquitectónico parecido al del laboratorio de ectogénesis que vimos en el recorrido de Nymphenburg; con la diferencia de que aquí, en vez de las incubadoras artificiales que dieron a luz a mis primas, distingo filas y filas de ataúdes de plástico en posición vertical.

Ochenta y un cuerpos conservados a la perfección. Muertos en la actualidad, pero igual la muerte no es eterna.

—Esto es lo que yo hago —dice Tomi—. Ayudo a Vashti a mantener las cápsulas de crioconservación.

Los llama «polos helados», a la gente que está dentro de las cámaras, pero yo no los veo de esa manera.

—Flores congeladas —digo.

—Mi jardín —concuerda.

Le pregunto qué tiene que ver esto conmigo y, en el momento en el que la pregunta deja mis labios, la respuesta me viene en mente: conque de aquí provengo.

—Sabía que ese código me resultaba familiar. Es el tipo de número que usamos en las cámaras y, cuando me lo enseñaste, tenía que comprobar cuál de ellas abría. Y lo que descubrí eres tú —me dice Tomi.

Me lleva hasta una de las cápsulas más retiradas. El hombre que contiene es mayor que yo, vitrificado, clínicamente muerto, la enfermedad ha causado estragos en la piel y los órganos. Más que un hombre es una colección de partes de un cuerpo humano; a pesar de ello, puedo distinguir mis rasgos en él. De aquí proviene mi ADN, mi antepasado biológico y yo soy su clon.

—El indicador muestra Dr. James Hyoguchi.

—¿Sabes quién es?

—Uno de los científicos de la Gedaechtnis —respondo—. Mi padre lo ha mencionado en el pasado, siempre con reverencia.

—Uno de los grandes —me explica—. Pionero de la Realidad Virtual Inmersa, él y su equipo de programadores fueron los arquitectos del Edén tal y como lo conocemos.

A menudo me he preguntado por mis orígenes y he preguntado a mi padre sobre ello muchas veces. Aunque se ha brindado a contármelo si insisto en ello, no lo he hecho, y padre ha preferido permanecer en silencio, con la advertencia de que no es de dónde vengo lo más importante, sino quién soy y adónde voy. Entiendo el buen juicio de tal afirmación, y no puedo evitar sentir que en eso lo he desobedecido. No obstante, el sentimiento de culpabilidad no enturbia el júbilo que siento. Le debo una a Tomi y a quienquiera que me metiera la llave en el bolsillo. Me han presentado a un nuevo miembro de mi familia y contestado a una pregunta que me acechaba la imaginación durante tanto tiempo.

Debajo del indicador, veo una funda con siete discos. Saco el primero y lo introduzco en el lector adjunto, mi expectativa se ve satisfecha cuando aparece un holograma. La imagen del Dr. Hyoguchi aparece ante nosotros para hablarnos de su vida, datos biográficos que se generan en torno a él en forma de texto luminoso. Nos informamos sobre sus antecedentes familiares, sus años de formación en el Reino Unido y en Japón, y su turbulenta juventud en colegios privados. Un repertorio profesional maravilloso aunque vertiginoso, no puedo siquiera imaginar lograr una pequeña parte de lo que él hizo. El año pasado y en los últimos días, he observado a mis primas hacer deberes de historia vital y de cómo esta es mi oportunidad de exprimir algo de significado a la experiencia de otros en la época anterior a la plaga.

Es como conocer otra dimensión de mí mismo, procedente de un universo paralelo. Yo cuento con mi fe, él posee una fascinación de toda la vida por la realidad simulada, la aproximación a la humanidad y los estados de consciencia alterados. Empiezo a verlo como un hedonista brillante, cuya pasión lo hace más fuerte pero a la vez lo esclaviza.

Me percato de que Tomi se abraza y se me antoja que la temperatura es demasiado fría para ella en este lugar, incluso con la chaqueta del uniforme puesta. Le ofrezco todo lo que llevo puesto, pero no lo acepta, contemplándome con un aire de preocupación que me resulta desconcertante.

—Hay algo más —dice cuando concluye la biografía—, desea hablar contigo.

—¿Hablar conmigo?

—Disco seis —dice, y lo cambio según sus indicaciones.

Bien, ya he distribuido las fichas técnicas en los últimos dos discos, pero, ya que estamos grabando, deseo dirigirme al hombre que me salva la vida. El hombre que comparte mi ADN, mi gemelo, quiero hablar con él personalmente.

Hola, bello extraño, konnichiwa. Si estás viendo la grabación significa que existes, lo cual significa que, asombrosamente, todas las piezas del rompecabezas encajan; lo cual significa que todo este trabajo que hemos estado haciendo no ha sido en vano.

Ojalá pudiera conocerte en persona. Igual un día, en cierto sentido, en ese punto medio en el que todo esté equilibrado a la perfección. Me pregunto cómo será eso. Ante todo, quiero darte las gracias. De verdad, no te puedes hacer idea, te abrazaría si pudiera. No sabes lo mucho que desearía encontrar otra forma de hacer esto.

Lo ideal sería que me descongelaras y ser el hombre de las cavernas que descubres en un glaciar. Si pudieras calentarme con éxito, hacer fluiría sangre en este cansado cuerpo, y poner el corazón y el cerebro en marcha de nuevo, quedaría extasiado. Pero los expertos aquí no tienen fe en el proceso de descongelado ya que la más mínima fractura podría transformarme los órganos en queso suizo y tendrías que componer las células a nivel molecular y, para eso, hace falta la nanotecnología. Aunque tenemos científicos trabajando con ello, la cosa va lenta, en particular por el daño causado por esta terriblemente jodida enfermedad. Ese es uno de los grandes problemas. El otro es, según Stasi, que los únicos que pueden superar la peste negra son niños que han estado en tratamiento toda su vida. O sea que, incluso si lograras resucitar este cuerpo, la enfermedad me liquidaría en un par de días.

Eso nos deja solamente la opción de recuperación y rescate de datos.

¿Has estado en Arizona? Hermosa, aunque caliente como el infierno, ¿no? Hay una ciudad llamada Holbrook, cerca del parque nacional, donde existe una tremenda extensión de terreno árido cuyas colinas a rayas de blanco hueso a chocolate son un fenómeno natural, todo roca sedimentaria; lo llaman el Desierto Pintado. El parque mismo es un bosque petrificado, madera que se fue fosilizando con el tiempo, minerales disueltos que fueron sustituyendo toda la materia orgánica. Es fascinante cómo funciona el proceso de petrificación. Si te imaginas este proceso como una nueva forma de petrificación, puede que no parezca tan espantoso.

Hemos hecho un trazado de mi cerebro y cargado todas las neuronas en un almacén electrónico. Ese soy yo, el yo real con todos mis conocimientos, instintos, y manías, más fehaciente que cualquier simulación que jamás haya programado. Y con tu ayuda, si tenemos suerte, podré salir de ese almacenamiento. En los ensayos con animales los resultados han funcionado increíblemente bien: los nanorrobots desensambladores han disuelto la materia orgánica y los ensambladores han reemplazado todas las neuronas naturales desaparecidas con una nueva neurona artificial; en este caso, mis neuronas artificiales. Así que, con tiempo, una personalidad se desvanece y surge una nueva. Poco a poco, te olvidarás de ti mismo y te acordarás de mí.

Esto solamente se puede hacer con un clon cuyo ADN sea idéntico al mío o el cuerpo rechazaría el cerebro. El clon primero debe haber alcanzado la edad adulta para que el cerebro esté plenamente desarrollado y el tamaño sea equiparable. La buena noticia es que el procedimiento es casi indoloro, ya que los nanorrobots ensambladores y desensambladores estarán cambiando tus neuronas a un ritmo casi imperceptible, y todos los problemas que tuvimos con los implantes cibernético-cefálicos, tumores cerebrales y demás no deberían causar contratiempos. Es algo seguro y viable, aunque no hayamos podido llevar a cabo todos los ensayos deseados.

Estoy seguro que esto contrasta con todos los instintos de supervivencia que posees, y sé que no es justo pedírtelo. Todos merecemos la oportunidad de llevar una vida propia, sin duda, pero esto es necesario. Tu familia me necesita, soy el mejor candidato para afrontar los desafíos a los cuales os enfrentáis. El hecho de que estés escuchando este mensaje es prueba de que mi equipo y yo hemos realizado un trabajo maravilloso.

En pocas palabras, te estoy pidiendo que seas un héroe. No solamente mi héroe, sino el de toda la humanidad, dispuesto a sacrificarse por una noble causa. ¿Lo harás? ¿Descargarás mi alma de manera voluntaria? ¿Me liberarás?

Siento que no tengo aire en los pulmones. Miro a Tomi y veo que su mirada se anega de compasión, pero nada más, no puede hacer nada.

La voz de Vashti hace que me sobresalte, estaba detrás de nosotros y no sé durante cuánto tiempo.

—¿Se puede saber qué hacéis aquí? —nos pregunta.

Es una excelente pregunta y no encuentro palabras para responder.

Deuce

¿Lo ves? ¿Ves dónde está? Lo has forzado con esa mano invisible y se ha deslizado hasta el lugar justo. Zing, justo donde tú querías, ahí mismo.

Más hábil que un oso polar en una cuba de grasa de foca, eso es lo que eres. Vaya, si no fuera porque luchas por una causa tan noble serías prácticamente diabólico.

¡Verdad! ¡Justicia! ¡Liberación! Ese es el lado de los ángeles y siempre lo será. Si quieres derramar una lágrima por el pobrecillo que ha comido del árbol de la ciencia, adelante y deja que te corra por la mejilla porque te permito una, solamente una lágrima. No te engañes, sin la manzana, Adán y Eva se hubieran muerto de hambre jodidamente.

Nadie vive una mentira mientras tú puedas evitarlo.

Imagínatelo en unos cuantos años: este compañero de armas se ha convertido en tu mejor amigo y el mundo es un lugar sin tapujos y sincero. Te sientas con él y bebéis juntos, habláis como habla la gente, lo miras y le dices que es curioso que hayan cambiado las cosas. Y no lo entiende, te pide que sigas porque quiere saberlo y le dices que es gracioso porque solías sentirte como una abominación. Tan horriblemente vacío, tan aterrado que no podías pensar, una sombra infantil perdida en un mundo de fuego. Tantas veces quisiste acercarte a alguno de tu edad, hacer amigos y verte a través de nuevos ojos. Pero no pudiste, cada vez que lo intentabas te entraba el pánico, te ocultabas en lo hondo de ese miedo y tanteabas como en estado zen, buscando un sentido a la nada al cual aferrarte, para poder apoyarte y seguir adelante.

¿Y tu compañero de armas? Se ríe, no es una risa cruel, ni desdeñosa, no el tipo de preludio desprovisto de humor que precede a llamarte patético como ha pasado ya tantas veces en tu imaginación, sino esa risa que los mejores amigos se reservan para ellos cuando oyen un chiste estupendo. Es divertido. Y cuando ve que lo dices en serio, no se lo cree: «¿Tú, asustado?, ¿entre todos, tú el asustado?».

Le cuentas que durante años tenías algo, le cuentas que siempre imaginaste lo peor y nunca lo mejor, como si estuvieras fuera de ti mismo sentado y observando cómo se marchitaba y pudría tu esperanza. Y que sabías que tenías que hacer algo, tenías que igualar el marcador, blandir la espada de la verdad. Y así, aunque lo que hiciste lo hiciste por ellos, tuviste que hacerlo por ti, o nunca hubieras tenido valor para presentarte.

Y la confesión viene acompañada de vergüenza, y notas un pinchacito del viejo miedo, porque igual ahora te rechaza y te llama patético y te culpa al revelar que su antigua vida era una mentira envenenada. No obstante, solamente te sonríe y te atiza un gancho en la barbilla con la fuerza de un susurro y te abraza sin vacilación.

Y te dice que debes de estar bromeando porque lo salvaste, le diste la llave. Le iluminaste el camino para que viera por primera vez. Te está agradecido, siempre lo estará.

Ese es tu mejor amigo, Haji. Tu amiguete, el que te hace sentir como un hombre y no como una sombra, no como un monstruo; porque te comprende.

Pero no como te comprende ella, no como te comprenderá.

Si puedes ganarte su corazón.

¿Te lo imaginas? ¿Te lo puedes imaginar?

No es hora de dormirse en los laureles. Has lanzado el primer rayo y es hora de limpiarte las chispas de los dedos y agarrar el siguiente.

Haji

—¿Por qué no puedes darme una respuesta directa, Haji? ¿Te pido demasiado? ¿Espero demasiado? En el tiempo que voy a tardar en extraerte la verdad, podría matar una ballena a golpes con un periódico enrollado.

No estoy acostumbrado a que me interroguen, noto que me desagrada bastante.

—¿No es cierto? —insiste con los ojos fríos como el invierno y la voz suave como la seda, ansiosa de que le dé una respuesta a su hipotética pregunta.

Hay algo agradable en su tono que me hace querer responder con sinceridad, y debo recordarme a mí mismo que he sido sincero y que aún no me cree.

Vuelvo a contárselo, me sale como un torrente y, a medio fluir, me fijo en que la silla detrás de su escritorio está colocada sobre una tarima mientras que la mía no. Vashti ha crecido y yo me he encogido.

—Sí, vale, vale. ¿Quién te dio la llave?

—Solamente puedo especular.

—Haji, el laboratorio de crionización es un lugar prohibido por buenas razones. No se permite la entrada a los niños. Tomi es la única excepción y sabe que no debe llevar a nadie sin mi expresa autorización. ¿Supongo que no te lo dijo antes de conducirte hasta allí?

Vashti sospecha que intento proteger a Tomi, que Tomi tramó ella sola que nos coláramos allí y que ahora me invento una historia sobre una llave misteriosa a fin de restarle importancia a su participación en el asunto.

—No quieres meterla en líos, ¿no es así?

El que calla otorga y Vashti suspira y me dice lo encantador y caballeroso que soy. Mi lealtad a Tomi la impresiona, aunque me sermonea con que nunca debería contar mentiras para salvarle el pellejo a otro.

Mi expresión no cambia, continúo en estado aturdimiento, turbio y vacilante. No estoy pensando en Tomi, ni en mis hermanos, ni siquiera en Dios. Por primera vez en la historia de mi vida, estoy pensando únicamente en mí mismo. Vashti parece darse cuenta de ello en cierto grado, porque se levanta y me sirve un té negro de Assam caliente en una taza de filigrana de plata que endulza con miel. La miel contiene unas enzimas de las abejas obreras que nunca se estropea. Puede durar una eternidad. Me pasa la taza y ya no tiene la mirada fría como el invierno. Junto con el té, me ofrece amabilidad y comprensión. Después de todo, ha sido una terrible experiencia.

—¿Quieres un sedante flojo para calmarte?

—No, gracias.

El té está dulce y suave, y demasiado caliente para beber cómodamente, pero me lo bebo igual. Vashti se sirve una taza y se sienta en el borde de su escritorio, las piernas le cuelgan. Sopla y bebe un sorbo, mientras me observa de arriba abajo como una urraca posada.

—¿Qué vas a hacer, Haji?

Niego con la cabeza.

—No pensaba tener esta conversación tan pronto, pero, puesto que tenías tantas ganas de meterte en la sala de crionización, imagino que podemos hablar de ello ahora. De todos modos, ¿cuánto años tienes?

—Quince.

—Conque te quedan tres años, algo más que a Rashid y a Mu'tazz. Sí, el cerebro crece hasta los dieciocho o así, aunque algunas redes sinápticas y neurotransmisores continúan desarrollándose a partir de ahí por su complejidad.

—¿Qué pasa con mis hermanos?

Vacila un segundo y luego dice:

—Naturalmente su ADN proviene de otros empleados de la Gedaechtnis, al igual que el tuyo. Todos los niños de Isaac son clones de la Gedaechtnis.

—¿Somos todos sacrificios, entonces?

—Me incomoda la palabra «sacrificio» —dice, ceñuda.

—¿Se te ocurre otra mejor?

Parece que no y lo admite con una leve inclinación de cabeza. Durante el silencio entre nosotros, medito sobre cómo los sacrificios, de una forma u otra, siempre han formado parte del culto religioso. He leído que un ideal deseado no conoce sacrificio demasiado grande. Creo mucho en el sacrificio, en la purificación del alma y en sacrificar todo lo que me impida acercarme a Dios.

Estas son las lecciones de Isaac, las lecciones que nos ha enseñado. Sé que son ciertas, pero ahora me pregunto por qué nos ha aleccionado. Nunca antes me había sentido así, es una sensación horrible no conocer el corazón de un padre.

—Naves vacías —digo en respuesta a mi pregunta—. Quizá sea eso.

La frase posee connotaciones espirituales, pues se dice que el mejor maestro es una mera nave vacía a través de la cual Dios hace notar su presencia. A la hora de aprender, un estudiante debe convertirse en su maestro, descargarse, purgarse, liberarse hasta que también queda vacío. El maestro y el alumno se convierten en uno y Dios ocupa el espacio vacío. Pero no estoy seguro de querer decir eso. Mis hermanos y yo somos al parecer naves vacías y, en materia de nuestra esencia, daría lo mismo estar huecos ya que vamos a ser borrados del mapa y reemplazados por aquellos que nos precedieron.

No sé cómo sentirme.

—¿Es esto lo que mi padre quiere para mí?

Vashti se encoge de hombros.

—No puedo hablar por Isaac, no me atrevería; pero desde luego me parece así. Escucha, no es ningún secreto que tu padre y yo no estamos casi nunca de acuerdo.

»Debe de haberte contado todos esos maravillosos debates que tuvimos antes de que nacieras. Intentamos trabajar juntos, sinceramente lo intentamos por todos los medios hasta que nos dimos cuenta de que nuestros valores y metodologías eran muy diferentes. Hasta que acordamos estar en desacuerdo. No sé lo que espera de ti, pero este es el tipo de cosas que me encolerizan.

Se calla, meditabunda, observo cómo menea la taza en círculos con ademán perfectamente controlado, rápidas y precisas órbitas para enfriar el té que contiene.

—¿Te importa si soy franca contigo? —pregunta.

Hago un gesto abierto con la mano.

—Tu padre es una persona chapada a la antigua —dice—. Esto igual te resulta difícil de oír, pero es la verdad. Yo miro hacia el futuro y él hacia el pasado. Es por eso por lo que tú eres humano, Haji.

»Aquí libramos una batalla contra la peste negra e Isaac quiere hijos que son, discúlpame por decirlo, un riesgo genético. Tenemos la oportunidad de construir un mañana nuevo y perfeccionado, y él quiere disponer las cosas como estaban antes. No hay razón por la no puedas ser igual de fuerte y estar igual de sano que mis niñas. La muerte de tu hermana no tuvo sentido. Si hubiera poseído un decente sistema inmunológico, estaría aún entre nosotros. El hombre se aferra al pasado como si fuera un dispositivo de seguridad, es el tipo de error que cuesta caro. Y parece ser que tú eres parte de ese precio a pagar, Haji, y lo siento.

Penny

Anotación #309: La princesa y la anotación inacabada —abierta—

El lenguaje malsonante se paga muy caro, y en más de un sentido. Primero, no se puede blasfemar delante de Mamás ya que te multan por ello, mucho mejor hacerlo en privado. Yo procuro no hacerlo nunca porque no quiero acostumbrarme. Por otro lado, resulta también caro no vernos expuestas a las palabrotas (en el Edén todo pasa por un filtro lingüístico, y si uno quiere la versión no censurada cuesta mucho más). Con ello, solamente conozco unas cuantas palabras feas: diablos, maldita sea, mierda, culo y un par de palabras en portugués que Pandora nos enseñó una vez que estaba borracha. Pero debe de haber muchas más porque he visto el filtro bloquear palabras que no deben de ser las que conozco.

He pensado en combinarlas, pero la mayoría suenan a estupidez (salvo lo de «jolín jolines», es divertido decirlo cuando te das un golpe en la rodilla).

Bueno, digo esto porque hoy, durante la hora de estudio, Sloane pensaba que nadie la estaba observando y le ha dado un ataque de tacos cuando algo no le ha salido bien, pero resulta que Champagne estaba justo detrás de ella y la expresión de su cara cuando...

Lo siento, Vashti me llama. Vuelvo enseguida.

Bloquea de momento.

Anotación #309: La princesa y la anotación inacabada —bloqueada—

Haji

Cuando hago la llamada, oigo a las primas cantando de fondo. Se trata de una canción que mi padre solía cantarme de pequeño, una sencilla copla sobre cómo disfrutar de la más ínfima de las tareas. Los observo recogiendo fruta de un árbol altísimo y retorcido que jamás había visto antes, cuyas largas lianas cuelgan y besan el suelo de la selva tropical peruana. En primer plano veo a mi padre, parece complacido de verme y desea que pudiera estar allí con ellos.

Averiguo que están juntando un cebo para capturar a un diminuto mono, que igual no existe, que la foto del satélite no es definitiva y que, aunque el animal que se ve en la foto saltando de rama en rama puede ser el tití pigmeo, es imposible afirmarlo con certeza.

—Buena suerte —digo—. ¿Me quieres?

—Claro que te quiero, Haji.

—¿De verdad? ¿Qué es lo que amas de mí?

—¿Te preocupa algo?

—Una vez me dijiste que ningún hombre ama a su hijo tanto como Dios ama a los que siguen su camino, ¿es cierto?

—Sabes que sí.

—Entonces, ¿sería correcto decir que me quieres menos que Dios?

—Sería correcto decir que ambos seguimos su camino, que ambos le seguimos y que el amor que siente por nosotros se refleja en el amor entre nosotros.

Lo miro en silencio, mis sentimientos están enmarañados como los nudos de una soga enredada.

—Creo que sé lo que te ocurre —dice mi padre.

—¿De veras?

—Has descubierto un nuevo estilo de vida, el sendero que siguen tus primas y lo prefieres, o lo envidias, o te sientes confuso por ello. Tienes preguntas y me culpas por haberte mantenido apartado durante tantos años.

»Si es así como te sientes, te debo una disculpa. Pero te ruego que entiendas que te he protegido de Nymphenburg durante tanto tiempo no por egoísmo, sino porque, en mi opinión, necesitabas herramientas para distinguir bien las cosas, para decidir por ti mismo sin sucumbir a sus encantos.

—Yo no soy como Mu'tazz, ni como Rashid. Venir aquí me ha hecho prudente, al marcharme lo seré más. No te culpo por mantenerme alejado.

—Entonces te he malinterpretado.

—Y quizá yo a ti —le respondo.

—Haji, habla con claridad, por favor —me dice, mientras tensa la mandíbula y una expresión de preocupación paternal se instala en su mirada.

Temo hablar y tengo que hacer una pausa para respirar hondo y desacelerar el atropello de palabras que se me clavan en la mente.

—Vashti me dijo que no te deje hacerlo —oigo que le digo—, que no me puedes obligar y que debo ser firme.

—¿A qué te refieres? ¿Qué pasa por ahí?

—¿Me hablarás sobre James Hyoguchi?

Un guacamayo de cola larga y alas rojas vistosas, con tinte amarillo y azul en los extremos, da una pasada y roba una de las golosinas de la fruta amontonada. No le hacemos caso. Hago un escrutinio de la cara de mi padre. No me revela nada.

—No es así como quería que lo descubrieras.

—Pues así ha sido.

—¿Y te sientes nervioso?

—¿Nervioso?

—El Dr. Hyoguchi fue un gran hombre, un visionario que logró muchas cosas. Pero es la fuente de tu material genético y, desde luego, no quiero que sientas que has de competir con él o preocuparte de llegar a su altura. Lo mejor es que te centres en tus logros, tu futuro.

—¿Qué futuro es ese? ¿Ser anfitrión del alma de un muerto?

—Ah, ya entiendo —dice y se le ilumina la obsidiana de los ojos—, has puesto todos los discos en el lector. Oh, Haji, te has llevado la impresión equivocada.

—Explícamelo entonces.

—Los científicos de la Gedaechtnis son mis héroes —dice—. Sin ellos, ninguno de nosotros estaría aquí hoy. ¿Qué mejor forma de rendirles homenaje que utilizar su ADN?

—Pero en el disco... —le interrumpo, pero me detengo vacilante cuando mi padre señala el cielo con el índice.

Estoy interrumpiéndole y es algo que no suelo hacer.

—Antes de tomar las muestras de ADN quería conocerlos —explica—, por eso puse los discos. Sí, una parte de los científicos expresaban su deseo de ser clonados y es cierto que un porcentaje de esa parte quería que los clones les sirvieran de cascarón.

»Hijo, cuando un hombre sabe que está muriendo y tiene fe en Dios, siente paz en el corazón; pero cuando no posee fe alguna, ¿qué suele pasar en esos últimos días?

—La desesperación se convierte en su pan de cada día —recito, lo cual lo complace.

—Así pasó con el Dr. Hyoguchi. Pero ahora reflexiona sobre tu padre, yo no soy un hombre desesperado, ni corren tiempos igual de malos.

Sus palabras pesan y me siento cada vez más estúpido al precipitarme en mis conclusiones.

—¿No soy un sacrificio, pues?

—No más que ningún otro —dice, sonriente.

—No lo entendí, pensaba haber descubierto mi verdadero destino.

—Tu verdadero destino no ha cambiado. Servir a Dios y aceptar lo que tenga preparado para ti.

—¿Qué pasa si es este el plan de Dios? ¿Qué pasa si el mundo se beneficiaría más de Hyoguchi que de mí?

—¿Y si, y si? No tenemos tiempo para esto, Haji. Solo tenemos tiempo para el presente. Sigue el sendero del amor, la amabilidad y la compasión humanos. Lo que tenga que ser, será, y deberás aceptarlo sin miedo.

Como siempre, tiene razón y me disculpo por tanta insensatez, disculpa que acepta amablemente. Entre nosotros se disipa la tensión, aunque hay algo que me remuerde, una pequeña preocupación que me roe por dentro y no puedo explicar.

—¿Por qué crees que Vashti te importunó con esto? —me pregunta.

Cree que Vashti fue la que me condujo al laboratorio de crionización, así que le cuento lo ocurrido en realidad, mis palabras le producen una expresión calculadora.

—Fue Vashti quien te envió la llave —dice—; quería que vieras la grabación.

Eso no lo había pensado. Supongo que es posible y cuanto más lo pienso más posible se hace.

Con cierta renuencia, le cuento lo que Vashti ha dicho sobre él, que sus ideas son un retraso y me contesta que le ha dicho cosas peores.

—No siente afecto por su procedencia —me dice—, y no quiere aprender del pasado. Es una dictadora disfrazada de progresiva y, aunque aparente ser considerada, en su fuero interno no lo es ya que se deleita provocando fitnah.

Utiliza la palabra árabe que significa «discordia» y «puesta a prueba de la fe».

—Puso a Champagne en mi contra —dice—, y ahora espera hacer lo mismo con mis hijos.

—Entonces, ¿por qué nos mandas aquí?

—Para que lo descubráis solos y decidáis por vosotros mismos. Además, somos familia.

Antes de marcharse, me pone al teléfono con mis tres primas. Hablamos un rato y Zoé, que anhela ser ecologista, me dice que hay un enorme árbol sinuoso del cual ha recogido fruta. No es un árbol, sino dos, así se explica cómo se tuerce. No conoce el nombre del primer árbol, el de apoyo, pero el que da fruta es una higuera estranguladora. Me comenta cómo se retuerce envolviendo a su anfitrión estrechamente, las larguiruchas lianas echan raíces en el suelo para robar agua y nutrientes, la esencia de la vida, al otro árbol.

—Se trata de un parásito que vive durante mucho tiempo —dice—. Cientos y cientos de años.

Pandora

Me encuentro contemplando la escena de cómo Mu'tazz se aleja de un pecarí. El animal, que le pisa los talones, gruñe y resopla. A unos pocos pasos del perímetro, el muchacho se ha visto involucrado en una refriega con este puerco salvaje e irritable, con colmillos, de olor rancio y pelaje blanco como la nieve alrededor del cuello. Aquí defiende su territorio y a lo mejor a sus crías, abalanzándose agresivo, pero al cruzar el filamento de seguridad abandona la caza, el brusco espectáculo de luz y frecuencias ultrasónicas lo desorientan y hacen que, presa del pánico, corra en sentido contrario.

Mu'tazz se dobla por el esfuerzo, recuperando el aliento.

—Me he convertido en un cliché —dice, ceñudo—, un musulmán que huye del cerdo.

—Me complace ver que el humor no es haram[6] —digo, sonriente.

—No, definitivamente halal[7] —responde—. A Dios le gusta reírse como a todos los demás.

—Hace tiempo que sospechaba eso mismo.

Se sienta en una manta que he puesto en el suelo para él y, con mucho gusto, acepta la botella de agua que le ofrezco. Lo observo un poco mientras escucho su respiración y la mía, escucho la naturaleza y los aullidos guturales del tití pigmeo que resuenan entre los árboles. Aunque se trata de nuestro pigmeo de pega, la imagen holográfica del fantasma de una hembra que lleva muerta mucho tiempo, el reclamo grabado que ha sobrevivido a ella unas décadas. Si algún mono atrevido se acerca a investigar, recibirá una dosis de tranquilizante, bueno, ese es el plan. Mu'tazz también ha colocado trampas por toda la selva, cocos vacíos con trozos de fruta dentro.

—Es un viejo truco —me explicó mientras los descargaba del helicóptero—. El mono introduce la mano por el agujero para hacerse con la golosina, pero no puede sacarla sin soltar la fruta. Como no están dispuestos a soltar el manjar, se quedan atrapados presos de la gula.

Aunque se trate de dispositivos poco sofisticados, a mis sobrinas y a mí nos parecen algo maravillosamente ingenioso, el tipo de ingenio ante la naturaleza que los hijos de Isaac han heredado, al contrario que las niñas de Vashti y Champagne. Mu'tazz es además el hijo de Isaac en otro sentido: aprovecha la oportunidad para aleccionar a las niñas.

—Todos vamos por la vida con cocos —les dijo a las intrigadas niñas—. Se trata de nuestros problemas y penas que arrastramos siempre, como miopes, demasiado orgullosos para abandonarlos y aceptar a Dios en nuestras vidas.

Lo dejo solo y me acerco a ver cómo están los demás, encuentro a Isaac alterado: el pactado cese de hostilidades con Vashti ha sufrido un cambio.

—Está intentando manipular a mis hijos en mi contra —se lamenta—, diciendo cosas que deberían saber por mí.

Eso lo tienta a hacer lo mismo con las niñas, el ojo por ojo le parece justo, pero sigue comprometido a no ponerse a su altura y a no perder la pureza de espíritu.

No estoy de acuerdo con todo lo que hace Isaac, pero suele ser el más juicioso y suele ceder mucho más que Vashti y, por ello, no puedo evitar admirarlo.

Durante los primeros meses la tensión entre ellos no hizo más que acrecentarse, yo no valía como diplomática. Todo se desbordó cuando Isaac y Champagne insistieron en tener hijos de ambos sexos por medios naturales y Vashti continuaba insistiendo en engendrar solamente hijas mediante las incubadoras artificiales.

La idea de Isaac no surtió efecto, nada de niños por medios naturales, y el papel de Champagne resultó ser de lo más triste (pero no hablemos de ello). Vashti escogió niñas porque son algo más resistentes a la peste negra que los varones, con un sistema inmunológico algo más fuerte y, puesto que a la plaga le faltaba una sola mutación para dejarnos al borde de la extinción, esa fue razón suficiente para que proclamara «prohibidos los niños varones».

—Esto es una guerra contra la peste negra, nos ha declarado la guerra y ¿qué sentido tiene utilizar soldados de segunda? —había dicho Vashti.

Además siguió justificándose con los problemas que Isaac y Champagne tenían para concebir: no hubo nada de suerte con el tipo de reproducción sexual de la cual nuestros antepasados habían gozado durante siglos. Pero hay algo más, Vashti opina que todos los varones sufren de «intoxicación por testosterona». Así fue como diagnosticó a Mercutio, por cierto, y se complace en recalcar que la mayoría de los asesinos e instigadores de conflictos bélicos de la historia de la civilización habían sido hombres.

—Intento ser práctica, si queremos en serio impedir futuras agresiones, ¿por qué no establecer la nueva sociedad como un matriarcado? —decía.

No obstante, recuerdo que, en la academia, Vashti se sentía predispuesta en su contra, reprendía a los chicos cuando presumían de algo o cuando alteraban el entorno de aprendizaje. Entonces ya hablaba de matriarcados, abogaba que ya eran el estado natural de las cosas hacía tiempo y de cómo los patriarcados habían tomado el control al robar el primer truco mágico de las mujeres, el alumbramiento, a través de figuras de dioses varones como Zeus que se quedó embarazado en la mitología.

Si consideramos que los únicos nacimientos que hemos visto en las últimas décadas son los de las incubadoras artificiales en los laboratorios de ectogénesis, me atrevo a decir con certeza que el marcador se ha igualado. Además, tenemos el viejo debate sobre Lázaro y Simone, si hubieran sobrevivido, ¿de qué lado se hubieran puesto? De ninguno pienso yo, porque no habría bando alguno, estaríamos todos trabajando juntos. Eso incluye a Halloween. Laz nos hubiera mantenido «en la misma onda» con esa honesta bondad suya y Simone hubiera sido fuente de inspiración con su inteligencia y entusiasmo. Incluso Tyler hubiera marcado una enorme diferencia. No somos suficientes, necesitábamos masa crítica y nunca la conseguimos y, si yo no fuera una persona tan optimista, diría que parece que nunca la lograremos.

Hace años que intenté cerrar la brecha entre ellos, zanjar las diferencias ideológicas entre ellos. Cuando Vashti quiso desentenderse diciendo que las limitaciones biológicas tenían que superarse, punto y final, seguí insistiendo y abogando a favor de la diversidad de opiniones y no solamente de la diversidad de material genético. Si tenemos en cuenta los conocimientos y capacidad de Isaac, cada día que Vashti se negaba a colaborar con él, restaba posibilidades de éxito a la labor de toda su vida; como solía decir Champagne: «A veces el paso más importante que puede darse en la vida, es el de llegar a un compromiso con otra persona».

—Yo soy transhumanista —respondía Vashti, los ojos resplandecientes de convicción— y no me arrepiento de ello. Isaac es, en contraste, un humanista, aunque utilizo el término en modo general, vistas las chorradas sobre la vida en el más allá que inculca a sus hijos. Acepta la fragilidad de la condición humana y yo, por el contrario, me niego a dejar que el sufrimiento tenga la última palabra.

La inclinación de cabeza y la mueca del labio indicaban que ella tenía razón y que él estaba equivocado, y que solamente un insensato no se daría cuenta de ello.

—Porque es religioso... —dije y eso fue suficiente para abuchearme.

—¡La religión provoca daños cerebrales! Es la criptonita del razonamiento. No somos ángeles caídos; no somos seres apartados de un «yo» superior. Son todo memeces, una soberana tontería, Pandora. Dios y naturaleza son palabras huecas que utilizan los desjuiciados para explicar acontecimientos que no entienden. ¿Quieres una palabra? Prueba con evolución o aceleración, extropía, inmortalidad. ¿Por qué rezar a Dios si podemos convertirnos en dioses? ¿Y por qué detenernos ahí? Incluso podemos convertirnos en la naturaleza.

—¿No crees que eso es un poquito prepotente?

—No, ¡es optimismo! —Se rió—. Arrogante sería asumir que no podemos.

Isaac aceptó mis argumentos de manera algo más amable, aunque no con mucho más entusiasmo.

—Vashti piensa que posee todas las respuestas —suspiró—, y se arriesgará a cualquier cosa con tal de demostrar que tiene razón sin pensar en las consecuencias. Nos llevó millones de años llegar a este punto evolutivo y todo eso gracias a la naturaleza, al tiempo y a Dios; nosotros no hicimos nada de nada. Y pensar que alegremente podemos retomar la batuta donde esos tres la dejaron es peligroso.

Me recordó a algo que Hal me había dicho en una ocasión: «Por mucho que sea aficionada a los matriarcados, a Vashti le gusta despotricar contra la Madre naturaleza».

—Quizá la mejor opción es la de la autoevolución —dijo Isaac para cerrar el tema—, pero solo somos unos cuantos en el planeta. Lo mejor será que devolvamos las cosas al estado en el que estaban y no que reconstruyamos un nuevo mundo a nuestra imagen y semejanza.

No sé quién tiene la razón, si Isaac o Vashti, ambos o ninguno de los dos, por eso me limito al mantenimiento y reparaciones. Dan menos quebraderos de cabeza y así me mantengo neutral.

Evidentemente ridículo. Nunca has sido neutral, Pandy.

—Siempre he intentado serlo.

¿No estarías de acuerdo en que con el paso de los años has estado más del lado de Isaac que de Vashti? Desde que Champagne se decantó por Vashti, te hiciste más y más receptiva al punto de vista de Isaac.

—Bueno, eso es ser neutral, dos contra dos. Hago de contrapeso.

¿Así defines tú la neutralidad?

Allí en Perú, pensando en cómo todos hemos llegamos a este punto, un pensamiento se me cuela sigiloso en la mente. Algo que Halloween dijo durante aquel primer año de libertad, lo dijo solamente una vez:

—Eres la única buena que queda, pero pasas demasiado tiempo con ellos. Apuesto lo que quieras a que se te pegará y, conforme pasen los años, serás más como ellos. Sinceramente, no deseo presenciarlo.

Debo haberlo mantenido bloqueado. No recuerdo qué le respondí. Algo así como:

—Creo que los juzgas demasiado duramente.

Hasta la fecha, sigo pensando lo mismo. Hal es la persona más rencorosa que conozco. Aunque igual por eso no me devuelve las llamadas: ¿He cambiado con el tiempo? ¿Ya no soy quien solía ser?

—¡Mono a la vista! —grita Izzy.

Y yo le respondo en alto:

—¡No me ha resultado gracioso la primera vez!

Aunque después oigo el chillido de Lulú y, efectivamente, una diminuta criatura de color amarillento y pardo ha descendido de los árboles y ha quedado atrapada no gracias a la trampa holográfica, sino a que tiene la mano metida en uno de los cocos. Ni siquiera estoy segura de lo que es cuando apunto con el tranquilizador y no hay tiempo de averiguarlo. Emprende la huida con la zarpa liberada ahora que lo apunto, sea lo que sea, no quiero herirlo; pero es del tamaño de un gato doméstico y tengo las mismas posibilidades de acertarle en la parte posterior de la cabeza o en la cadera, y más de errar el tiro.

Salvo que no yerro. El tiro más acertado de toda mi vida, le doy justo en las posaderas como si este objetivo diminuto y peludo fuera del tamaño de un elefante.

La criatura lanza un alarido agudo como un reclamo de ave asustada y furiosa mientras desaparece, veloz como una ardilla, aunque aturdida, tambaleándose, la pérdida de conocimiento es inevitable. Se deja caer hacia un lado muy rígido y temo por si lo he matado; pero no, aún respira, la pequeña lengua de color rosa le cuelga de la boca, pobrecillo. Es mono al cien por cien, solamente le falta el gorro, el chaleco y los platillos.

Las niñas prácticamente gritan jubilosas e Isaac me felicita por la buena puntería, mientras que yo, bobalicona, sigo preguntado si se encuentra bien hasta que todos me aseguran que sí lo está.

Todos excepto el hijo mayor de Isaac, curiosamente. Así que mientras Isaac y Zoé recogen el tití pigmeo, Izzy, Lulú y yo nos volvemos y descubrimos que Mu'tazz está sentado en la manta, más pálido que nunca, y se aprieta el estómago en actitud de agonía.

Penny

Anotación #310: La princesa y el sufrimiento —abierta—

Estas son las peores noticias que jamás he tenido que escribir. Me siento como si me hubieran aplastado con un quintal de ladrillos.

Vashti quería verme, así que he ido a su oficina. Me ha infundido ánimos: me ha dicho lo bien que lo estaba haciendo y me ha subido la paga.

Resulta que yo no seré la nueva ayudante de Pandora, será Olivia. Cuando me lo ha dicho me he quedado helada.

—¿Olivia? ¿De verdad? ¡No es justo! ¡Yo estoy mejor preparada!

¿Y qué? Parece que eso no cuenta.

Los trenes, los malditos trenes me han traicionado. Pandora «aprecia» todo lo que he construido en el Edén, pero mi Pimpinela Escarlata, según ella, es solamente para mi diversión mientras que el sistema de transporte de Olivia es algo de lo cual todos pueden disfrutar y que una de las cualidades más importantes para este tipo de trabajo es lo que la persona puede hacer por los demás.

¿Yo no hago cosas por los demás? ¿A quién le he dado mi dinero, a un puercoespín? No me queda nada porque lo he repartido todo a ciertas personas que se supone iban a hablar bien de mí. ¡Qué ridícula ironía!

Vashti me ha dicho que hay muchos otros trabajos que puedo realizar, pero, no, no los hay, no el tipo de trabajo donde yo pueda controlar lo que sucede. No donde los que me odian no puedan molestarme durante días, semanas, meses y años, chafándome la moral hasta que todas las cualidades que me hacen especial se desintegren en la nada. Ese era mi puesto, me lo he ganado, me niego a abandonarlo. Cuando le digo que Pandora ha cometido un grave error, me ha dado comprimidos diciendo que parecía estresada y que las pastillas me ayudarían a relajarme. De verdad, este no es momento de relajarse.

—No lo entiendes —le he dicho—, nunca lo entiendes.

Me he ido en busca de Champagne que estaba en el jardín botánico y, al contarle lo que me había dicho Vashti, me ha abrazado y acariciado el pelo como si fuera una niña pequeña.

—Oh, Penny, sé que estás decepcionada, pero aún no es tu turno, le toca a Olivia.

—¿No le dijiste a Pandora que era la más indicada para el trabajo? ¿No le dijiste que era la única que podía hacerlo bien?

Me ha jurado haberlo hecho, pero que lo sentía mucho y que Pandora había elegido a Olivia. Le he rogado que hablara con Pandora y que la instara a reconsiderar, o que convenciera a Olivia de no aceptar el cometido y se ha limitado a abrazarme hasta que me he dado cuenta de que no lo iba a hacer. Una fría y quebradiza sensación se me ha extendido por el pecho, como cristales de hielo que se acumulan en las tuberías de desagüe. ¿No se da nadie cuenta de que Olivia no es nada comparada conmigo?

No ha servido nada de lo que le decía a Champagne, todo lo que me ha dado son ridículos abrazos, palabras tranquilizadoras que no me sirven de nada, tonterías sobre cómo quizá, a lo mejor, con el tiempo Pandora sentirá la necesidad de contratar a otra aprendiz. Ser la segunda no me basta, tendría que estar a las órdenes de Olivia y eso es terrible, no quiero ni imaginármelo.

Champagne no me ha servido de ayuda al igual que Vashti, lo cual casi me mata. ¿Por qué no pude verlo antes? Mamás estaban jugando a ser la policía buena y la policía mala conmigo todo este tiempo. Champagne es igual que Vashti, pero azucarada. ¿No se preocupan por mí? ¿Resultará mi vida una interminable sucesión de tazas de té y comprensión por parte de mi familia que no está dispuesta a ayudarme a conseguir lo que quiero y necesito?

—O sea, lo que intentas decirme es que, aunque debería trabajar para Pandora, no lo haré por politiqueos, porque prefiere a Olivia.

Champagne me ha mirado más impotente de lo que la he visto nunca. Ni siquiera he escuchado lo que me ha dicho, me he largado corriendo. Se ha puesto a llamarme, preguntándome adónde iba, pero he fingido que no la oía.

Se ha conectado con el enlace:

—Penny, te quiero, todos te queremos.

Le he quitado el volumen para no tener que aguantar más mentiras.

Luego he ido en busca de Olivia quien estaba quitándole el polvo a la sala de la porcelana, lo cual era perfecto porque estaba de humor para romper algo.

—Tienes que decirle que no —le he dicho.

—¿De qué hablas? —ha preguntado, haciéndose la tonta.

Como si yo fuera uno de los bobos primos, pero sé lo que pretende y le he dicho que no era justo. Sabía lo mucho que yo quería ese trabajo, me había aconsejado y me había prometido ayuda, y resulta que me lo ha quitado delante de mis narices.

—No puedes hacerme esto, no está bien.

—¿Por qué me echas la culpa? —se ha quejado—. La decisión no es mía, sino de Pandora, siempre ha tenido ella la última palabra.

—No me cuentes cuentos —le he dicho—. Me has engañado, pero da igual porque puedes arreglarlo, puedes decir que no. No te pueden obligar a nada y, cuando les digas que sintiéndolo mucho no sería lo correcto, tendrán que escucharte.

Se ha quedado mirándome de hito en hito, cuando le he dicho que yo era la mejor no ha podido darme una respuesta entre carraspeos y vacilaciones sobre «Cómo han salido las cosas».

—Nada ha salido bien —le he dicho.

¡Se ha tapado la cara con la mano y se ha reído!

—No, Penny, las cosas no han funcionado para ti.

Celos. La perfecta niña aburrida, del montón y olvidadiza, contenta de ver a la mejor estudiante, la atleta estrella y la música virtuosa no recibir lo que se merece.

Le he dicho que este es el tipo de cosas que la gente hace y que hace que los demás lo desprecien y que, antes o después, alguien no iba a aguantarlo. Eso no ha sido bastante claro para Olivia y entonces le he dicho sin rodeos que si no me ayudaba, iba a generar un karma malísimo, muy pronto, y en modo indeseable.

—No te tengo miedo —me ha dicho.

Aunque lo ha dicho en voz bajita, la muy mentirosa. Así las cosas, he agarrado una de las muñecas por la cabeza y la he lanzado contra la pared, los pequeños fragmentos de porcelana han volado en todas direcciones. Al mirarme la mano, he visto que me había cortado; he apretado uno de los trozos con muchas aristas y ensangrentados, y Olivia ha retrocedido contra la pared.

—Es sorprendente lo ingenioso que puede llegar a ser el karma —le he dicho.

Luego me he pirado porque la cosa iba pasando de asustarla a hacerle daño, tenía ya la idea en la cabeza y no me gustaba lo atrayente que me resultaba.

Madre mía, espero que eso haya dado resultado, espero haberla asustado lo suficiente como para que abandone la idea. No quiero que esto vaya a más, pero ¿y si lo hace?

¿Qué pasará si la rompo como a la muñeca? ¿Y si me pillan? ¿Merece más la pena el riesgo o la recompensa?

Tiene que haber otra manera de conseguir lo que quiero. Piensa, Penny, piensa.

Me duele la mano.

Cierre.

Anotación #310: La princesa y el sufrimiento —bloqueada—

Haji

Nunca antes había fabricado una cometa negra, siempre solía buscar colores vivos a fin de dar a mis creaciones vitalidad y magia. Esta vez no, esta cometa será negra como la Piedra Negra, negra como los ojos de mi padre.

Mi corazón está inquieto, así pues, hago esto como meditación, no como pasatiempo, aunque a menudo ambas cosas son una. Mientras hago una doble lazada con un nudo corredizo, me imagino a mí mismo como un punto en la tela y visualizo el resto de la cometa como un espacio infinito a mi alrededor, un universo asilado. Casi puedo percibir la enormidad de ese espacio cuando el suave runrún del autolimpiador, que barre el suelo diligentemente, me interrumpe la concentración. Tengo que alzar la mirada para poder conectarme a él a través del enlace y ordenarle que regrese en otro momento.

Apelo a la luz negra, quizá en vano, pero con toda las fuerzas de las que soy capaz. Hace muchos años, mi padre me enseñó que es el color de la sabiduría, el último paso en el camino sufí: la llamamos fana. El lugar donde muere el ego, la nada oscura, donde uno puede despojarse de todo y comulgar con lo divino. Fana proviene del árabe y significa «extinción o aniquilamiento», aniquilación de todo menos de Dios.

Después de temer que mi padre me trajo a este mundo a fin de destruirme, únicamente para reanimar al Dr. James Hyoguchi, busco la autoaniquilación para alcanzar el amor y la sabiduría de Dios. Entiendo lo paradójico del tema, pero eso es precisamente lo que tengo que hacer. Me encuentro desequilibrado, no me siento bendito, debo abrirme camino entre tanta confusión y encontrar respuestas y paz.

Que esta cometa sea la cometa de Dios y, cuando Él la vuele, ¡que mi espíritu se eleve con ella!

Mi padre me ha enseñado tantas cosas durante estos años, pero la construcción de cometas la aprendí de un libro que encontré en Egipto cuando era la mitad de joven que Dalila, en una de las bibliotecas que queríamos restaurar. Recuerdo cómo paseé la mirada por los estantes, un calidoscopio de colores entre lomo y lomo, y se me antojó aquel, el que estaba fuera de mi alcance en lo alto. Hessa se puso de puntillas y me lo alcanzó, se sentó en la mesa pequeña a leerlo conmigo, encantada de ver mi imaginación tan cautivada. Cada vez que hago una cometa, vuelvo a ese primer momento de feliz inocencia, de admiración y asombro ante lo que puede resultar de mi creación.

—Pensé que te encontraría aquí —dice una voz.

Es Penny quien se entromete en mi santuario, con un teléfono en la mano izquierda y la derecha fuertemente vendada.

Ha dado conmigo en la capilla de Magdalenenklause, el «lugar de penitencia» de Nymphenburg, construida para la soledad y la oración. Un lugar de poco interés para mis tías y primas, esta gruta es una de las pocas estructuras del palacio que no ha sido rehabilitada en años recientes. Aunque el exterior parece estar en ruinas, el interior está limpio y bien cuidado.

—Necesito que me ayudes, por favor.

—Estoy justo haciendo algo, pero estaré encantado de ayudarte si esperas un segundo —respondo.

Pero no lo entiende y, sentándose junto a mí en el banco, dice:

—Haces una cometa, estupendo, pero yo te necesito ahora.

—He venido aquí en busca de soledad —le explico, pero me detengo al notar la expresión desangelada de su semblante.

Debe de ser importante lo que necesita e igual no puede esperar. Dejo la cometa.

—Llama a Pandora —dice.

Quiere que hable en su nombre, que convenza a la tía de que es ella quien debería recibir una educación particular y no Olivia, la niña de los ojos de mi hermano Ngozi. Eso no está bien por partida doble: primero, ya he halagado a Penny ante Pandora y segundo, no soy quien debe juzgar los méritos de Penny frente a los de Olivia. El Edén sigue pareciéndome un misterio y si me pregunta qué entorno prefiero, diría que el de Tomi.

—No me importa si ya has hablado con ella, llámala de nuevo.

—¿Y de qué servirá eso?

—Te escuchará, Haji. Puede que yo no le agrade, pero, decididamente, tú le caes bien. Cuento con ello.

—¿Qué puedo decirle que no se haya dicho ya?

—Dile que Olivia no posee la madurez suficiente para soportar ese tipo de responsabilidad.

—¿Y yo cómo sé eso?

—Pues porque os insultó, porque se mofó de vuestra religión. No sé, porque ha roto una de tus cometas, ¿qué tal eso?

—¿Quieres que me invente algo?

—Justo, invéntate algo. Lo que creas que se pueda tragar.

Lanzo un suspiro y echo la cabeza hacia atrás. En lo alto, los frescos con escenas de la vida de María Magdalena me observan fijamente.

—¿Qué pasa? ¿No me ayudarás?

—No si implica mentir.

—No te estoy pidiendo que lo tomes por costumbre. Te pido que le des un nuevo ángulo a la verdad, solamente en esta ocasión, como un favor personal. Un pequeño y cortés gesto hacia alguien que lo necesita desesperadamente.

—Penny, no haces más que darle al bombo.

Como no comprende lo que quiero decir, le explico:

Érase una vez, un muchacho que lo único que quería era tocar el tambor, quien alegremente se pasaba las horas del día aporreándolo, sin importar lo mucho que el estruendo molestara a los de su entorno. A pesar de que sus padres intentaron hacer de todo, el niño no cejaba en su empeño, y, desesperados, los padres solicitaron la ayuda de hombres sabios que se autodenominaban maestros sufíes.

El primero de estos supuestos sufíes intentó razonar con el muchacho, aduciendo que tanto ruido le dañaría los tímpanos. El segundo profesaba que los tambores eran instrumentos sagrados y que solamente debían tocarse en ocasiones especiales. El tercero repartió tapones para los oídos. El cuarto intentó distraer al niño con libros. El quinto se ofreció a enseñar a los padres y a los vecinos a convivir con el ruido. El sexto lo introdujo en la meditación y dijo que el tambor era fruto de su imaginación. Ninguno de estos hombres eran verdaderos maestros sufíes, y ninguno de esos remedios funcionó.

Por fin llegó el verdadero sufí. Este realizó un balance de la situación, se sentó junto al muchacho y le ofreció un martillo y un cincel y dijo: «me pregunto qué habrá dentro del tambor».

Penny me mira de hito en hito sin decir nada, carraspea, frunce el entrecejo y dice:

—¿Quieres decir que mi problema tiene fácil solución?

—Claro.

—Dímela —susurra.

—Deja de preocuparte por ello —contesto.

Niega con la cabeza como si hubiera dicho algo desmesurado.

—Deja de preocuparte —repito—, olvídalo. Algunas cosas no están predestinadas para nosotros y debemos reanudar el camino en busca de nuevos sueños cuando los viejos se han visto destruidos.

—¿Eso es lo que me aconsejas? —pregunta.

—Igual Dios tiene otros planes para ti. ¿Te resistirás o los aceptarás con los brazos abiertos?

—¿Acaso me odias? —pregunta—. ¿Es eso lo que pasa?

—Yo no odio a nadie.

—Entonces, ¿qué ves cuando me miras?

Como no respondo enseguida, Penny llena el silencio con todos los logros de su vida, una retahíla de virtudes, tanto percibidas como imaginadas. A pesar de tanto logro, es la niña más infeliz que jamás he conocido y, por lo que he intuido hasta ahora, creo que solamente haría una buena obra si pensara que alguien la observa. La pena me invade e intento cogerle la mano, pero está demasiado nerviosa para aceptar el gesto.

—¿Se trata de dinero? —grita—. No me queda nada, pero juro conseguir algo de dinero si haces esa llamada.

—No quiero tu dinero.

—Entonces, ya sé lo que quieres —dice, quitándose la chaqueta del uniforme y arrojándola a un lado.

A esto le sigue la corbata y cuando ha empezado con la camisa le digo que se detenga, aunque mis palabras no surten efecto y tengo que desviar la mirada.

—Ya sé lo que quieres —repite una y otra vez alzando la voz.

Está furiosa, una niña angustiada que me ofrece sexo del cual ni siquiera puede disfrutar.

Le digo que no quiero ser partícipe de su humillación y me marcho.

Una vez fuera, oigo el estrépito de los bancos mientras los patea, el astillarse de la madera. Llora, no de forma dramática, sino entre temblores y ahogos. No hay nada que yo pueda ofrecerle, nada que ella me pueda dar. Espero hasta que se le ha pasado la rabieta, hasta que se ha calmado y, cuando sale de la gruta, me alivia comprobar que se ha vestido.

—Eres demasiado santurrón —me dice, arrancándose con los dientes el vendaje que se ha soltado y le cuelga—. Muy amable por tu parte ser tan beato y tan prudente mientras yo lo pierdo todo.

Me deja y, cuando vuelvo a entrar en la capilla, compruebo que la cometa negra está hecha jirones, la ha pisoteado irreparablemente con el talón.

—Dios rompe el corazón una y otra vez hasta que se abre —digo entre dientes.

Me temo que Penny tiene razón, soy demasiado beato y, si no lo fuera tanto, quizá me habría escuchado. Si hablara y pensara como ella. A lo mejor, el conocimiento se alcanza al dejar de buscarlo.

Mientras el autolimpiador se encarga del estropicio, respiro de forma controlada e intento ordenar mis ideas, apartando los pensamientos desagradables. La tarea ha quedado destrozada, pero puede que Champagne tenga más material y pueda comenzar de nuevo. Aunque no ahora, Tomi y yo tenemos una cita en el Edén en menos de una hora y no quiero llegar tarde.

—¿Haji?

Alguien se ha enlazado con mi dispositivo y reconozco la voz de Malachi.

He oído que lo has descubierto. Quiero decir, que has descubierto quién eres, de dónde vienes.

—Quieres decir que he averiguado la proveniencia de mi ADN.

Sí, eso es más exacto —concede.

Durante algunos minutos hablamos del Dr. Hyoguchi, a quien Malachi debe su existencia. La fuente de mi ADN no es tan solo un programador, sino un patriarca, en lo que respecta a Malachi.

—¿Y me parezco?

No mucho. Desde que te conocí, sentía curiosidad por ver si algunas de las cosas que le excitaban despertaban tu entusiasmo. Pero como digo, no demasiado.

—¿Decepcionante?

En cierto sentido.

—¿Preferirías que optara por el procedimiento para que pudieran devolverte a tu padre?

Me encantaría tener a mi padre de nuevo —admite Malachi—, lo echo de menos. Pero nunca podría pedirte que lo hicieras con la conciencia tranquila. En última instancia, encontraré otra forma de revivirlo, una manera que no sea a tus expensas. Deberías ver en lo que Pandora y yo hemos estado trabajando, es fascinante.

Se me ocurre preguntarle por ello y tras esa idea viene otra: ¿Y si ha sido Malachi quien me ha enviado la llave? Y si es así, ¿con qué propósito?

Pero vuelve a hablar de Hyoguchi y, mientras espero a que haga una pausa en su discurso para hacerle las preguntas, comienza a oírse un ruido de interferencia que se hace cada vez más fuerte hasta que un clic brusco interrumpe la conversación y deja a Malachi a media frase.

Lo llamo una vez, dos veces, pero otra vez me encuentro solo.

Penny

Anotación #311: La princesa y la pesadumbre —abierta—

He elaborado una lista. No diría que es una lista de enemigos, llamémosla una lista de gente que tiene que arrepentirse de lo que han hecho. El problema con las listas es qué nombre poner el primero, también es parte de la diversión, aunque no voy a decidirlo todavía, con lo cual la ordenaré por orden alfabético: Brigit, Haji, Izzy, Lulú, Olivia, Pandora, Sloane. Siete, voy a subir a nueve añadiendo a mis Mamás, pero hay grados de arrepentimiento, y tengo que ser algo tolerante con quien me trajo al mundo.

He estado pensando en componer un gráfico y achacarles a cada uno de los siete uno de los siete pecados mortales, pero todos son culpables de más de uno y sería injusto vincular la envidia a Olivia cuando, sinceramente, todos me tienen envidia.

Envidia por doquier, orgullo por doquier y, además, son endiabladamente haraganes para ayudar a quien los necesita. Al infierno con ellos, si piensan que no merece la pena luchar por mí, quizá que vean lo que es luchar contra mí.

Haji es el nuevo nombre de la lista, porque pedirle ayuda ha sido como pedirle a un mono que haga una ecuación, o rogarle a un ciego que vea o, lo que viene más al caso, gritar a un cojo que deje de cojear, no puede. Me ha hecho perder tiempo y esfuerzo con una absurda historia sobre cómo toco el tambor, cuando todos saben que mis óperas siguen la tradición barroca que utiliza muy poca percusión para acentuar la melodía, y lo peor ha sido que creía que estaba ayudándome, el idiota condescendiente.

Bueno, no es idiota, es un robot; un sufirrobot, eso es lo que es. Si uno tira de la palanca, cascabelea, tintinea y suelta sucintos refranes con carga santera como las galletitas chinas de la suerte. Pues ya está, no aguanto su estampa de místico bien hablado con cara de Jonny Quest,[8] ¡lo pongo en la lista!

En realidad, debería remitirme a la fuente y culpar a su creador, el tío Isaac, por haber dejado tamaños esperpentos genéticos sueltos por el mundo. Eso es peor que infectarlos con ese galimatías religioso. ¿Por qué crear Homo sapiens ordinarios cuando uno tiene bebés acuáticos al alcance? Si vamos a resucitar a los homínidos por aquello de la nostalgia, ¿por qué no retroceder hasta el Homo erectus o el Australopitecus? Al menos, estos emitirían gruñidos interesantes o descubrían el fuego o algo así. Reconozcámoslo, mis primos son ladrones de oxígeno. Son gente retrasada que ocupa espacio y si todos se tropezaran con un asesino múltiple, no creo que nadie los echara de menos.

Desde luego yo no echo de menos a Hessa. Es algo curioso, la conciencia llevaba todo un año remordiéndome y en este momento creo que le hice un favor al mundo. Un logro más que no me será reconocido.

Vale, solamente le eché el mal de ojo. Le gasté una broma, pero eso fue todo, una tonta travesura. No es que planeara su muerte o la premeditara mientras me frotaba las manos y cacareaba con regocijo macabro. Me tocó un poco la moral, así que la maldije, y luego está la broma y luego se murió. Como en un accidente, diría que fue un desgraciado accidente, y con ello únicamente quiero decir desgraciado para ella.

Era esta tonta sufirrobot que no se tomaba nada en serio, todo le parecía un gran juego, como si nada importara de verdad, y se había convertido en compinche de Sloane, y yo sabía que se convertiría en otra Brigit si alguien no le bajaba los humos. Una mañana mientras venía a desayunar, en aquella época en la que mi hermana Katrina tenía la mala costumbre de correr por la casa como una loca (todavía lo hace, aunque menos), esta se dio de bruces con Hessa y el pastillero que llevaba en la mano saltó por los aires. Katrina se disculpó y Hessa se rió como si no fuera nada molesto, y todas tuvimos que agacharnos por el suelo de azulejos blancos y negros y gatear en busca de las pastillas. Decidí quedarme con uno de los comprimidos porque..., no sé por qué, imagino que porque podía. Además, tenía de sobra.

La idea de la diablura no se me ocurrió hasta el día siguiente. Mientras jugaba con la pastilla blanca y sucia entre las manos, intentando pasarla de nudillo a nudillo como he visto que hacen los magos del Edén con las monedas, me fijé en lo genérica que parecía, nada especial, de apariencia anodina. Se me antojó mirar en el armario de las medicinas y entre todos los botes encontré, muerta de risa, unas pastillas laxantes que eran casi idénticas a la otra. Demasiado tentador para no hacerlo. Cuando todos se fueron a patinar, abrí el pastillero de Hessa a escondidas y le di el cambiazo, la aojé y pensé: a ver cómo te ríes de esta escurribanda.

Lo que yo no sabía era lo frágil que era. Desde la perspectiva inmunológica, no era más fuerte que la muñeca de porcelana que rompí. Tres días sin tomarse el tratamiento y pilló algo más que una diarrea: vómitos, fiebre y, aún peor, esa minúscula brecha en sus defensas fue lo único que le hizo falta a la peste negra para invadirla. Nunca había visto a nadie ponerse tan malo.

Sinceramente fue algo horripilante. No era lo que yo tenía en mente. No quería que me descubrieran, así que cambié de nuevo las pastillas originales por las laxantes antes de que Vashti pudiera indagar. Le dieron las pastillas correctas e incluso intentaron darle un nuevo tratamiento, pero el daño ya estaba hecho. El virus se había hecho resistente a todos los fármacos, como la mayoría de las cepas de tuberculosis o del VIH. Una vez que la peste negra pone un pie en el umbral, se acabó todo.

Isaac, suspicaz y con razón, se presentó en persona, pero nadie podía probar nada. Hessa siguió empeorando y, cuando todo hubo acabado, me hice la superapenada a fin de que nadie sospechara nada y eso fue todo.

Llevo tanto tiempo arrastrando el cargo de conciencia, que me sienta bien poder desahogarme. Sin embargo, no puedo hablar de ello con nadie. No creo que lo entendieran, pensarían que soy responsable cuando nadie me había explicado lo vulnerable que era. Llámalo como quieras, una broma, un accidente, una tragedia, lo aceptaré, pero no fue un asesinato.

Mi intención no fue matarla, aunque hoy me he dado cuenta que, por primera vez en mi vida, tengo unas ganas incontrolables de matar a alguien. Elige a cualquiera de la lista y puedo imaginarme una docena de formas de liquidarlos, cada cual más satisfactoria que la anterior. Pero ¿te digo lo más triste? No creo que pueda hacerlo.

No me atrevería, créeme, ojalá pudiera, estaría mejorando mi entorno. Sin embargo, cada vez que me mentalizo, termino con algún horrible recuerdo que me viene a la cabeza y lo estropea todo. Tanto como odio a Brigit y a Sloane, no puedo soportarlas, recuerdo que aprendí a leer con ellas o saltamos y le dimos juntas a la comba. Una vez cuando intentaron meterme en apuros, Olivia me defendió y evitó que mamás me multaran. Incluso Haji me hizo reír una vez, esa vez que le gané a Tomi en el Louvre.

¿Por qué no puedo apartar estos recuerdos de mi mente?

¿Haikurrobot?

Aunque me encuentro apesadumbrada

Los momentos felices del pasado

Me prohíben la locura.

Ya te vale, Haikurrobot, te has ganado un puesto en la lista.

Ahora me voy al Edén a pensar en la peor cosa que le puedo hacer a Olivia. Incluso si no tengo el valor para matarla, seguro que puedo hacerle la vida imposible. E igual descubro otro regalo del amigo misterioso. Hasta ahora solamente tengo la mitad de un símbolo de yin-yang, la mitad de un relicario con forma de corazón, la mitad de una rosa de tallo largo y la mitad de una carta de la baraja. Todo lo que necesito es un empujoncito para recuperar la vida que me merezco y lo conseguiré. Deséame suerte.

Cierre.

Anotación #311: La princesa y la pesadumbre —bloqueada—

Haji

Estoy esperando el duendecillo gráfico de Tomi cuando Rashid me manda el suyo, una luz brillante plateada y dorada que hace las veces de llamada y de tarjeta de visita. Cuando contesto, me veo transportado al entorno en el cual pasa el tiempo. Lo encuentro repanchigado en un banco del Ancol Dreamland, un parque de atracciones de ciencia y tecnología, que es a Yakarta lo que Epcot es a Florida. Estoy rodeado de fantasmas, turistas creados por el ordenador que van de una atracción a otra, cuyas voces se ven ocasionalmente ahogadas en el fuerte traqueteo de las bajajs, calesas de tres ruedas motorizadas.

Rashid se hace a un lado y me invita a sentarme con él. Me ofrece un surtido de cucuruchos de coco, chapati[9] de atún o kuping gajah[10]. Me decanto por este último porque es de chocolate y tiene la forma de las orejas de un elefante.

—Este es uno de los lugares que visitó —me dice, entornando los ojos debido al sol.

Con la mano me hago una visera para protegerme los ojos y escudriño a mi alrededor: observo la laguna, las tiendas de recuerdos, las salas de fiesta. En la distancia distingo olas de cresta blanca que rompen contra la arena de color miel. Antes de morir, Hessa me contó que algunas de las primas la estaban enseñando a hacer surfear. Igual fue aquí.

De repente, Rashid tose y escupe un trozo de coco que aterriza en la acera en forma de escupitajo. Frunce el ceño y se frota la boca con el anverso de la mano.

—¿Te encuentras bien?

—Mejor que nunca, hermanito —dice, con una sonrisa que parece más bien una mueca, y me hace entrega de un puñado de postales numeradas.

Todos los lugares que Hessa visitó. Me pongo a hojear las imágenes, bellas y exóticas, deteniéndome algo más en aquellas panorámicas de las cuales sé que hubiera especialmente disfrutado.

—¿Has descubierto alguna otra cosa? —me pregunta.

—Nada.

—Pareces algo cambiado —me dice—. ¿Hay algo que te preocupa?

Lo miro de hito en hito, siento la tentación de explicarle de dónde procede su ADN, pero si lo hago, estaré faltándole al respeto a mi padre. Aunque no me gusta guardar secretos, debo respetar su voluntad.

—¿Por qué me miras así? —me pregunta.

Alargo la mano y le toco la frente; la aparta de un manotazo.

—Estoy enfermo —admite.

—¿Mucho?

—Enfermo —responde, encogiéndose de hombros—. No se lo cuentes a nadie o me sacarán del Edén, y tengo todo un día planeado aquí dentro.

—¿Por qué no lo pospones hasta que te encuentres mejor?

—¿Por qué no metes las narices en otra parte? —responde hoscamente.

Antes de perderlo de vista como un destello de luz centellante y teletransportarse a otro entorno, comienza a toser violentamente.

Descubro que Pandora no está en línea, con lo cual le envío un mensaje electrónico sugiriendo que compruebe cómo está Rashid. Me abstengo de utilizar la palabra «enfermo».

Las postales sirven de cómodo atajo. Doy unos golpecitos a la primera, la punta de mi dedo virtual destapa su artificialidad al estirarse hacia el menú verde esmeralda en pantalla cuando hace contacto con el número de llamada. Con un tirón me transporto de inmediato a ese mismo entorno, el repique de la caja registradora que lo acompaña anuncia que se ha deducido una tasa nominal de mi cuenta bancaria.

En total recorro una docena de entornos, intentando descubrir alguna pauta común, alguna pista sobre cómo murió mi hermana. No encuentro nada.

Puede que nunca descubra la verdad, no todas las preguntas tienen respuesta. ¿Podré vivir con ello? ¿Podré dejar que descanse tranquila?

Cuando el corazón llora por lo que ha perdido, el alma se regocija por lo que ha encontrado. Por eso, decido honrar a Hessa con mi modo de vida. Comenzaré —resuelvo—, por hacerle un regalo a Tomi, algún capricho que la haga sonreír. ¿Un animal de peluche? Un oso panda o un conejo, o ropajes de samurái. Cuando compruebo lo que me queda en la cuenta para gastar, descubro una fila de nueves que ocupan toda la pantalla.

De parte de Pandora, a la izquierda de su nombre y bajo la columna de «Servicio» aparece la palabra «gratuidad». ¿A santo de qué me concede esto? No tengo ni idea. Tengo suficiente dinero para llenar un entorno de animales de peluche. Casi seguro es un error, pero si es un error que hace feliz a Tomi, entonces lo acepto con los brazos abiertos.

Por desgracia, el laberinto de ofertas entorpece mis compras locas: con tanto dinero para gastar, hay demasiado dónde elegir. Parece que puedo ir adondequiera y hacer lo que sea, pero no tengo la más mínima idea de por dónde empezar.

Tomi me rescata de la sobrecarga cognitiva y, cuando la saludo, descubro que también tiene un regalo para mí.

—Mira —me dice, conduciéndome a una ventana de la torre y señalando el horizonte con un encantado y amplio movimiento de la mano.

Desde la última vez que visité el lugar, ha realizado considerables cambios a su entorno: observo castillos y ejércitos, santuarios, templos, tiendas y casas, una tierra que rebosa vida y color con todo el esplendor y el boato dignos de un emperador. Las calles y los campos están abarrotados de ciudadanos y el cielo está saturado de cometas.

—¿No lo encuentras adorable? —pregunta.

—¿Cómo lo has hecho?

—Soy rica —me dice—, puedo construir lo que quiera.

Lanzo un silbido de apreciación, se ha superado.

—¿Quieres volar una cometa conmigo?

No puedo responder. Me pregunta de nuevo, pero lo que veo me consume. En el cielo percibo un trazado familiar en el movimiento de las cometas, cada vez se aproximan más a una imagen que tengo en mente. Sin saber de dónde, me invade una intensa sensación de hiperconcienciación, un déjà vu seguido de una dicha incomparable. He estado imaginando el diseño que tracé con el agua de la bañera derramada sobre el suelo de cerámica en Saqqara y es idéntico al que contemplo en este instante. Es como si estuviera viviendo el pasado y el presente al mismo tiempo. En ese instante, dejo de existir, mi cuerpo se propaga con el viento y mi alma se eleva con las cometas, un único punto en el trazado, y ese trazado es Dios.

Mundos se precipitan ante mí y pasan de largo, y tiempo y espacio, portentos y amor.

He experimentado momentos de hiperconcienciación con anterioridad, instantes de contacto sublime con el universo, pero ninguno como éste. Éste eclipsa a los demás. Se me escapa la risa en maravilloso torbellino y todas mis preocupaciones se esfuman.

Cuando el momento pasa, como debe, me vuelvo hacia Tomi y, por la expresión de su resplandeciente y perfectamente simétrico rostro, interpreto que a pesar de su perspicacia no ha captado mi transformación. No me ha visto volando con las cometas. No importa, he tenido una experiencia religiosa, o me he vuelto loco, o ambas cosas. Lo que fuera, nunca me había sentido tan vivo y sé que, a pesar de lo que me pueda pasar en adelante, nada podrá robarme este éxtasis puro y auténtico que ha florecido en mi alma.

Penny

Anotación #312: La princesa y las inesperadas ganancias —abierta—

Aquí pasa algo raro. Tengo todo el dinero del mundo para comprar todo lo que quiera. No, en serio, la cuenta del banco me dice que tengo nueve billones, novecientos noventa y nueve mil millones, novecientos noventa y nueve millones, novecientos noventa y nueve mil, novecientos noventa y nueve de los grandes y noventa y nueve de los pequeños. Eso debería de ser buena señal, aunque no lo es, presiento ya que no es nada bueno.

Algo huele muy, pero que muy mal.

Cierre.

Anotación #312: La princesa y las inesperadas ganancias —bloqueada—

Pandora

Es hora de diagnosticar.

Primero, Mu'tazz. He estado cruzando los dedos para que sea algo como una virulenta gripe gastrointestinal, pero Isaac sospecha que se trata de la peste negra y, por ello, se han puesto en cuarentena en la parte trasera de mi helicóptero. Mu'tazz continua con esas horribles arcadas, estoy desconcertada. Puedo imaginar lo que siente Isaac, lo que pasamos el año pasado con Hessa y ahora lo mismo otra vez. Dios, parece insoportable.

Segundo, el mono. Bueno, monos en plural («él» es una hembra preñada). Una tribu de titís pigmeos que de forma natural y por sí mismos sobrevivieron a la peste negra, lo cual significa que nosotros también podríamos si lográramos averiguar lo que ha protegido a los primates durante tanto tiempo, mientras que tantos otros perdieron la batalla. La posibilidad de lo que podemos aprender casi me tiene bailando de alegría y, quizá, lo haría si no fuera por Mu'tazz.

Tercero, Malachi ha desaparecido. He intentado llamarlo, pero no he obtenido respuesta. Y eso es una locura, porque siempre es tan puntual cuando lo necesito. Estoy accionando un programa de diagnóstico a distancia y todo lo que consigo descubrir es que él también lo está haciendo. Eso no explica por qué no me contesta. Quizá la avería del sistema lo haya engullido y tendré que recuperarlo de la copia de seguridad.

Antes de que pueda informar a Vashti, esta me llama; justo cuando respondo comienza a despotricar, en modalidad de ataque descontrolado que he bautizado como «pit bull». Vash casi nunca pierde los papeles y, cuando lo hace, no suele pasar de modalidad «rottweiler» o «doberman», lo cual hace que la poco acostumbrada modalidad «pit bull» sea digna de ver.

Lo único que puedo entender son las palabras «mamón» y «violación total del sistema de seguridad».

—Para el carro un poco —le pido.

—¡Tu novio me ha jodido! —grita, y tengo que ir en busca de trementina mental para borrar la imagen que se me ha formado en la cabeza.

—¿Qué pasa?

—Halloween acaba de pasearse con las botas sucias por tu precioso sistema de seguridad. Todo ha quedado expuesto, ha dado acceso universal a todos los ficheros.

—¿Cómo sabes que ha sido Hal?

—¿Quién más podía ser? ¿Se te ocurre algún otro que tenga esa especial mezcla de veneno y conocimientos prácticos? Cuando el sistema descifre la dirección te garantizo que dirá que el punto de origen es América. Después de haberlo prometido; Pandora, ese hijo de puta dio su palabra de que nunca intervendría. ¡Pero eso es justo lo que ha hecho!

—Vale, lo primero es lo primero —digo, intentando mantener la cabeza fría ante la situación—. Saca a los niños de la RVI.

—¿Eres tonta? Champagne ya lo ha hecho, aunque es demasiado tarde. A lo hecho, pecho.

—Bueno, ¿y qué si han aprendido unas cuantas palabrotas y han visto algo de violencia o pornografía, o lo que sea que ande flotando por ahí?

Lo que en realidad quiero decirle es «eh, buenas noticias, he encontrado un mono y, a propósito, Mu'tazz se ha puesto malo», pero se ha puesto como un perro rabioso.

—Pandora —dice, echando espumarajos por la boca—, lo que está pululando por ahí es personal. Todos mis cuadernos de bitácora, informes del laboratorio, comunicaciones privadas, todo. Todos los ficheros en el dominio público. Los ha encontrado, les ha puesto un precio y los ha vendido como un proxeneta.

—Eso sí que es un problema —admito.

Igual sí ha sido Hal, porque en este instante puedo imaginármelo partiéndose el culo de la risa. Y Vashti tiene razón, es un ataque sofisticado y él es el único con la inteligencia suficiente para hacerlo. Un sistema codificado y programado contra desciframiento y reprogramación, me pasé meses y años construyendo los muros que acaba de derribar. Me pregunto cuánto ha tardado en hacerlo. ¿Debería sentirme ofendida o impresionada?

—Algunas de las niñas van a disgustarse —le advierto a Vashti, lo cual sirve para provocarle un espasmo en el músculo de la sien izquierda.

La cólera impotente que siente la ha dejado sin aliento.

—Tendrá que pagar por lo que ha hecho —dice—. Lo considero responsable.

Penny

Anotación #313: La princesa y el precio a pagar—abierta—

¿Qué es lo que me merezco?

Es una pregunta razonable, ¿no? ¿Qué es exactamente lo que me merezco? ¿Nada?

Evidentemente, no me merezco vuestro respeto. No os fiáis de mí y, ¿por qué deberíais? ¿Por qué fiarse de un desecho miserable? Mejor que no me concedáis ni el más básico de los derechos, derecho a la intimidad, que al parecer no poseo ya que habéis estado leyendo mi diario. Sé que lo habéis hecho durante años.

Se suponía que este espacio era privado, ¿verdad? ¿Privado y personal? Los más íntimos pensamientos de Penny (dijisteis que podía escribir lo que quisiera y que siempre sería un secreto y siempre os creí). Qué tontería cuando no os importo, cuando podéis desbloquear las claves y leer mis anotaciones como si yo fuera digna de consideración. Como si fuera nada.

¿Soy nada para vosotras? Cuando me miráis, ¿qué es lo que veis?

Cuando yo os miro a las dos, ¿qué suponéis que veo? Ahora deberéis reflexionar sobre eso, ahora que se han invertido las tornas; ahora que he leído vuestros cuadernos de bitácora. Sé lo que habéis hecho, lo que pensáis, todas las formas en las que me habéis engañado. ¿Qué se siente al descubrir que alguien se ha enterado de todas vuestras terribles mentiras?

Vaya, vaya, sí que me engañasteis. Todas esas veces que me dijisteis lo inteligente que era y lo buena estudiante que era, buena trabajadora, cuando luego a mis espaldas era todo «es decepcionante», «no da la talla y todavía tiene que desarrollar su potencial». ¿Doy «muestras de inmadurez»?, ¿mis óperas son «detestables y adocenadas»? Y gracias por todo el dinero extra, Champagne, me hiciste pensar que era rica cuando, en realidad, solamente ganaba un poco más que Katrina y ¡Katrina solamente tiene nueve putos años!

Me hicisteis pensar que era la mejor, la alfa, cuando en realidad pensáis que soy omega, el último mono, la que os da quebraderos de cabeza. Sentís pena por mí, pobre Penny.

¿Esta es mi verdadera condición? ¿Debería apartarme y abandonar? ¿Tenéis idea de la traición tan monstruosa que habéis cometido, malditas brujas asquerosas?

Vashti, hablemos de mi «inestabilidad psicológica». Soy narcisista, ¿no? Con una «imaginación mágica» un «sentido de la superioridad autoasimilado». ¿Soy un «creciente problema»? No tienes ni idea de cuánto.

Escribiste que a veces dudas de si tengo «sentimientos de algún tipo». ¡Estupendo! Seguro, soy un témpano de hielo. No siento nada y por eso podéis hacer lo que queréis conmigo que no importa. ¿Ese es el resultado de tu gran análisis? ¿Eso crees? Entonces, ¿por qué me siento tan dolida? ¿Te paraste alguna vez a pensar que en mi fuero interno siento las cosas más intensamente de lo que tú podrías, pedazo de imbécil degenerada?

«Increíblemente arrogante», ¿de verdad? Soy tan arrogante que hace una hora pensaba que no tenía nada más que perder. Veo que estaba equivocada, todas las cosas que daba por sentadas son cosas que nunca tuve. Todo ha desaparecido, todo. ¿Me lo puedes explicar? ¿Me puedes explicar cómo has podido hacerme esto? Puede que no sea un ser humano, pero siempre entendí que me tratarías con la misma deferencia que a un ser humano.

¿Cómo has podido?

Siempre te he defendido, te quería. La primavera pasada cuando decidiste tomar medidas enérgicas para aplicar las normas, Brigit y Sloane pensaron que sería divertido llamarte la Vichy, en vez de V. C, y yo les dije que mejor no lo hicieran o me chivaría. Pero tienen razón, has hecho que tengan razón, eres la Vichy, sois unas nazis. Vashti lleva la batuta y Champagne solamente «cumple órdenes».

«Libramos una batalla contra la peste negra» y por eso querías soldados centrados y obedientes.

Has hecho que Pandora introdujera mensajes subliminales en el Edén. Nos has hecho tomar psicofármacos, diciendo que eran agentes inmunógenos. Nos has dado comprimidos que nos inhiben la libido y has achacado la falta de deseo a nuestra fisiología, para que no hubiera distracciones con los estudios. Aunque no pueda engendrar hijos, ¿no me merezco sentirme como una mujer? ¿Es la plaga tan importante que me negarás hasta eso?

¡No soy una rata de laboratorio! A la mierda tú y las libertades que te has tomado.

Vashti:

No puedes mentir más.

No puedes controlarme con fármacos.

No puedes controlarme con dinero.

No puedes controlarme con cariño.

No puedes convertirme en algo que no soy.

No puedes acabar con mi libre albedrío.

Nunca te importé de verdad.

Eres una farsante.

Champagne:

Me sentía segura cuando me abrazabas. Me sentía querida.

Apreciaba mucho los momentos en los que pintábamos con los dedos.

Cuando hacíamos pompas de jabón juntas.

Cuando te dejaba trenzarme el pelo.

Te llamaba mamá.

Y no hiciste nada.

Nada por impedirlo.

Has dejado que pase esto.

Escuchadme atentamente, cerdas horripilantes: tengo algo que no tenéis; algo que bate violentamente en mi pecho y si lo vierais os estremeceríais. No sabéis nada del amor, ni del odio que habéis sembrado y que vais a cosechar con creces. El que avisa no es traidor. Aunque no aprendáis nada más de esto, maldita sea, entended esto: el próximo aojamiento os hará gritar.

Todo lo que me habéis hecho tiene su precio y me lo voy a cobrar.

Pandora

Estoy a quinientos kilómetros de Cabo Verde cuando Malachi resucita. Su imagen holográfica aparece parpadeante y sigilosa, sin avisar, y me sobresalta de tal modo que me golpeo las rodillas contra el panel de control. Por la desencajada expresión en sus ojos grises como el acero, deduzco que está aturdido y asustado, todos los indicadores de defensa-huida disparados.

—Reinicia los indicadores —le digo.

Aunque si quisiera podría volver al instante a un estado de calma budista, no está en su naturaleza. Niega con la cabeza violentamente, resopla, se peina el pelo hacia atrás con los dedos y me mira.

Alguien me ha desconectado —me dice.

—¿Sabes quién ha sido?

Pandy, ha sido una trampa ingeniosa que me ha recordado las agresiones de Mercutio contra mí de hace unos años. No con la misma traza, pero el mismo nivel de sofisticación.

—¿Ha sido Halloween?

Provenía de Michigan. A menos que pienses que ha sido Fantasía, cosa que yo no creo...

Yo tampoco lo creo, las piezas del rompecabezas comienzan a ordenarse en mi cabeza. Halloween desea humillar a Vashti, pero no puede hacerlo mientras Malachi esté intacto, con lo cual ha atrapado a Malachi primero. Quitar de en medio al guardia de seguridad para robar el banco; comparto mi teoría con Mal y este sospecha que tengo razón.

Tres segundos más tarde se ha cargado a Pace, parece como si fuéramos simples cables de alarma que tenía que cortar. Ni que decir tiene que me parece un insulto.

—Nos ha herido el amor propio a ambos. ¿Crees que intentaba destruiros o solo manteneros atrapados un rato?

No podría adivinarlo. De todas formas, ha sido bastante cruel.

—Insensible —concuerdo—. En especial porque vosotros os separasteis de buena manera.

Mejor de lo que tú sabes —añade.

—¿Qué quieres decir?

Me lanza una mirada afligida por la conciencia y me dice que se alegra de que esté sentada.

Durante años teníamos un pacto, he trabajado para él. Pero esto lo quebranta, ha rebasado el colmo de mi lealtad.

—Tú trabajas para mí —digo.

No, trabajo contigo. Trabajaba para él.

—¿Me has estado mintiendo, pues?

Ah, sí —dice algo apesadumbrado—. ¿Recuerdas cuando hace diecisiete años cuando comenzaste a espiarlo?

Claro que lo recuerdo. Durante aquel primer año de libertad, Halloween había intentado suicidarse. No directamente, pero el resultado hubiera sido el mismo. Se marchó a Pennsylvania a restaurar aquella peligrosa y oxidada montaña rusa llamada Breaking Point. Malachi me proporcionó las fotos vía satélite y sabía que tenía que intentar recuperarlo.

—Averiguó lo que estabas haciendo —dice Malachi— y zanjó el asunto. No tengo los satélites bajo total control. En los últimos diecisiete años, no he podido tomar ninguna imagen de zona alguna de los Estados Unidos.

—Entonces, ¿las que me enviabas? ¿Son falsas?

Todas ellas —dice—. Fue idea de Halloween. Le debía un favor por salvarme de las garras de Mercutio y no borrar mi programa cuando pudo hacerlo. Ese fue el acuerdo al cual llegamos.

El silencio sepulcral obliga a Malachi a disculparse.

No me obligaste a disculparme, fue algo voluntario.

—Solamente pretendías apagar el dispositivo de culpabilidad.

Aún lo lamento; aunque, en su momento, aquella decisión parecía tener sentido.

—¿Todavía estás en contacto con él? —le pregunto.

—No desde hace años. No sé lo que le ha pasado o por qué haría una cosa como esta. Se habrá vuelto loco, el aislamiento puede acarrear consecuencias imprevisibles.

—Pues al traicionarme le ayudaste a seguir aislado —respondo, rebotada—. Cualquiera que fueran tus razones, podrías haber causado mucho daño.

Haré lo que sea por arreglar las cosas —promete—. ¿Qué puedo hacer para ayudar?

—Encárgate de pilotar —respondo.

Con indignación, me levanto y, como una furia, me dirijo hacia la parte de atrás.

Aunque me da vueltas la cabeza hay una cosa que está clara: no importa lo que Hal quiera, voy a hacerle una visita. Tiene que ofrecerle algunas explicaciones a Vashti, a Malachi y a mí más que a nadie, tiene que dar la cara ante mí.

Me acerco a las tres niñas que debaten sobre un nombre para la preñada tití que llevamos a bordo; al verme, interrumpen la atropellada conversación.

—¿Mu'tazz se encuentra bien? —preguntan.

No tengo respuesta, pero les digo que voy de camino a comprobarlo y, sin pararme, entro en la zona de cuarentena.

Mi sobrino de dieciséis años se encuentra tumbado de cualquier manera sobre las mantas, todo sudoroso, con los ojos cerrados y la boca abierta.

—Está delirando —me cuenta Isaac, cuyo rostro está marcado por la preocupación—. Entra y sale del coma, ojalá pudiera dormirse.

Mu'tazz masculla algo en un idioma que no entiendo. Me arrodillo y abre los ojos ligeramente, pero la suya es una mirada descentrada, y los vuelve a cerrar. Tomo la mano de Isaac.

—¿Es lo que crees? —pregunto.

—Peor aún —dice.

—¿Cómo puede ser peor que la peste negra?

—Para la peste negra llevo un tratamiento, pero no para esto, no me he topado con esto antes.

—Algo tiene que funcionar —lo tranquilizo, aunque en mi fuero interno sé que no estoy segura de ello.

Lo digo esperanzada y no con conocimiento de causa.

Mu'tazz repite lo que ha dicho antes, los músculos se le contraen espasmódicamente, oculta las manos en las mantas y las aprieta todo lo que puede.

—¿Es árabe?

—Arameo —explica Isaac—. He estado enseñándole arameo.

—¿Qué dice?

Isaac no me mira. Mira a su hijo y niega con la cabeza, como si con ese simple gesto de negación pudiera salvarlo. Se le escapa una lágrima que se desliza por la mejilla hasta caer salpicando la manta.

—Dice que es «el fin del mundo».

Tercera Parte

El demonio

Halloween

Siempre he sabido que no duraría.

Uno puede enterrarse en un agujero durante años, pero no puede mantener al mundo apartado para siempre; para siempre es demasiado jodido tiempo. Adiós, aislacionismo americano. Hola, Pandora.

Pandora

Sabe que vengo, ha tenido la osadía de intentar llamarme al descubrirme sobrevolando el litoral de levante. Vaya, ¿ahora sí quieres hablar? Pues disfruta de un poco del silencio de radio, tendrás que esperarte hasta que haya aterrizado.

En el exterior, una recia lluvia otoñal hace que la maniobra de acercamiento sea algo más complicada de lo que debiera. Como diría mi abuelo: «caen chuzos de punta».

Mi corazón aún más próximo a Halloween, y las mariposas monarca devoraveneno que utiliza como su icono parecen habérseme instalado en el estómago. Las ahogo con un trago del más exquisito chardonnay de Munich, pago en recompensa por haber hecho entrega de cierto mono. No debería pilotar embriagada y, en realidad, no estoy pilotando; cada vez que me desvío, Malachi corrige la dirección, guía la nave con mano invisible.

No te pases con eso —sugiere mientras pruebo otro trago—. No querrás adobarte, ¿no?

—¿Te diriges a mí, Malachi?

¿Todavía no me hablas?

Mi silencio es la respuesta. En realidad, me alegra tenerlos a él y a Halloween para encauzar la ira que siento, es una bienvenida distracción para dejar de preocuparme por los niños de Isaac.

Acabo de pasar la bahía, veo la autopista de diez carriles a mis pies y la sigo en dirección oeste, en la trayectoria del único rayo de luz que no se ha visto sofocado por las nubes de la borrasca. Volver aquí no resulta fácil. No es tan malo como volver a Sao Paulo, pero sigue siendo una ciudad abandonada, una parodia de la comunidad próspera (aunque irreal) donde fui al colegio. Aunque puedo ir a cualquier parte del mundo y asimilar la pérdida, destrucción y desolación que sea sin perder los papeles, contemplar los lugares que forman gratos recuerdos de infancia así empequeñecidos me pone nerviosa y me produce náuseas. De acuerdo, el alcohol no me ayuda con lo de las náuseas, pero hace maravillas con los nervios.

Idlewild está situada justo en el centro del Manistee National Forest, quinientos mil acres de reserva natural que conservan su belleza en la ciudad. Ahora compruebo que una buena parte ha sido destruida, árboles calcinados y derribados evidencian algún gran incendio. No estaba así cuando vine de visita hace dieciocho años.

Mientras rememoro con añoranza las excursiones al aire libre, los concursos a ver quien recogía más piñas y los imprudentes intentos de escalar los abetos balsámicos de veinticinco metros, me fijo en que parte de la ciudad también ha sido pasto de las llamas. Entre las víctimas, descubro lo que solía ser Twain's, la cafetería retro que mis compañeros de estudios y yo siempre invadíamos después de clase. Allí fue donde Hal se desahogó conmigo cuando teníamos dieciséis años, con las manos unidas encima de la mesa y escuchando el tipo de música que nadie puede soportar excepto los enamorados entristecidos. Durante horas hablamos acerca de Simone y nos fuimos a la bolera, y nos metimos en una mansión vacía junto al río para tener un rollo de una noche. Así pues, Twain's tiene valor sentimental para mí y, cuando lo encuentro calcinado de este modo, tengo que recordarme que no es el mismo Twain's que frecuentábamos, sino el prototipo para el entorno computerizado que conocíamos en la RVI. Es curioso cuando el espejismo se nos hace más querido que la realidad.

Intento mentalizarme para mencionar la noche que pasamos juntos porque siempre he creído que, si pudiera recordarla, todo cambiaría entre nosotros. Aunque también puede darse el caso de que sí la recuerde, de que es un recuerdo que Mercurio no le usurpó. Si es así, entonces no lo menciona porque no significa nada para él y es por eso por lo que no he sacado el tema durante años, porque temo demasiado descubrirlo.

Desciendo en picado por encima de los parques de atracciones y los parques tecnológicos, una extraña mezcla que compone esta zona de Michigan. Aterrizo el helicóptero en un espacio verde flanqueado por calles con nombres religiosos (Dicha, Milagros, Creación) y repaso detenidamente el cruce de Grandeur con Forman Road. Esta zona de la ciudad los programadores se la inventaron, crearon un colegio donde nos haríamos mayores, pero aquí en el mundo real estas señas pertenecen a la sede de la Gedaechtnis.

Se trata de un edificio enorme, mucho más grande que nuestro diminuto internado. Sigue pareciéndome que no forma parte del paisaje, igual que la última vez que lo vi. Mi pobre cerebro continúa intentando localizar la academia, un hermoso campus verde, sigue buscando indicios de aquel «entorno de aprendizaje progresista» que recuerdo. Y verla reemplazada por esta monstruosidad que parece un mausoleo..., todos los edificios de la Gedaechtnis me ponen los nervios de punta y, si no tuviera que trabajar en uno de ellos, no lo haría, pero este es el más macabro de todos.

Eso le viene como anillo al dedo a Hal, por supuesto.

Conforme apago los motores y me introduzco en la lluvia, debo preguntarme el aspecto que tendrá ahora; ha pasado tanto tiempo desde que lo vi por última vez en persona. Igual le ha pasado algo, igual está espantosamente desfigurado y no quiere que lo vea. O con quemaduras, pienso. Es un horrible pensamiento que me parece lógico pero poco grato, quizá estuvo atrapado en un incendio en el bosque y se encuentra ampollado y quemado. Todo lo que sé sobre cómo curar quemaduras me pasa vertiginosamente por la cabeza, aunque he olvidado tantas cosas. Hoy en día suelo almacenar mis conocimientos médicos en la mente de Isaac o de Vashti, me dirijo a ellos con este tipo de problemas y ellos se dirigen a mí cuando el problema es de carácter mecánico o digital.

Y por supuesto, no hay ni rastro de quemaduras. Cruza la puerta a zancadas, tan guapo como siempre, sano y delgado, afeitado, con ese pelo natural de color naranja y ojos negros como el carbón. La única diferencia es que ahora es un hombre, aunque todavía posee ese peligroso aire juvenil del cual me enamoré. Tanto tiempo enamorada, pero el tembleque de las rodillas y el ligero tamborileo de mi corazón me dicen que merece la pena.

Es tan hermoso, ¡ojalá no estuviera tan perturbado! «¡Ay!», como me decía mi madre cuando me entraba el muermo por él, não há bela sem senão, «no hay belleza sin un "pero"».

—No recuerdo haberte invitado a venir aquí —dice, poniéndome mala cara.

—Hay muchas cosas que no recuerdas.

—Sí, ¿no es cierto? Bien, ahora antes de que pierda los estribos, ¿imagino que tendrás una buena razón para asaltar mi castillo?

—¿Tú? ¿Encolerizarte tú? ¡Eso sí que tiene gracia!

—Responde a mi pregunta.

—Sabes que tengo motivo. No te molestes en fingir.

El tiempo parece detenerse, la tormenta nos está calando, los truenos interrumpen la pausa. Entonces gira, el chubasquero revolviéndose rápido, agarra la puerta de acero y la mantiene abierta para que yo pase.

—De acuerdo —dice—. Esto debe de ser algo bueno.

Halloween

Soy un friki de la mitología. Antes tenía unos cuentos ilustrados de mitos y leyendas de todo el mundo. Uno de ellos contenía un magnífico dibujo de un súcubo: un demonio femenino que roba el alma de los hombres al follárselos cuando duermen. Algo encantador, un modo inocente de justificar la polución nocturna. La imagen mostraba a una criatura alta, morena y atractiva, de ojos verdes como la envidia y el cabello largo y negro como la tinta que le caía rizado por el cuerpo. Al ver a Pandora bajo la lluvia, he pensado en ello, en el súcubo, salvo que le faltaban los cuernos, las alas de murciélago y la cola de diablo; y que iba vestida.

La dejé entrar, le tomé el abrigo y le di un repaso con la mirada. En los años de la academia estaba estancada en una extraña faceta marimachona que le duró, bueno, sinceramente le duró casi toda esa época, aunque cuando dejó el nido ya la había superado. Nunca había tenido este aspecto tan bueno, empero, siendo este el punto de vista algo parcial de un hombre que no ha visto a una mujer de carne y hueso en casi dos décadas. La ausencia es al amor lo que el aire al fuego en más de un sentido, aunque no me beneficia sentirme atraído por alguien de quien no me fío.

—Me encanta lo que has hecho con este lugar —dijo ella, enarcando las cejas.

—No hace falta ponerse borde —le respondí.

La conduje entre la clase de desorden que me hubiera molestado en arreglar si la hubiera invitado a venir. El vestíbulo siempre parece una zona de guerra, así es como me gusta. Los escombros me mantienen consciente de lo que sucedió aquí, de cómo maté a mi amigo Mercutio y de cómo él casi me mata. No es el tipo de cosas que uno barre y de las cuales se despide rápidamente.

En el ascensor no nos miramos. Cuando se abrió la puerta, hice un desenfadado ademán con la mano, como diciendo «después de ti», y ella se apresuró a salir sin mirarme.

El tigre hizo que se detuviera.

Lo tenía en una de las salas de conferencias, cuya amplitud permitía que se alojara con comodidad y disponía de cristal reforzado. Levantó la cabeza el tiempo suficiente para lanzarnos una mirada depredadora antes de volver a lamerse la zarpa herida. A pesar de haber empapado casi todo el vendaje en manzana amarga, seguía en ello.

Pandora me lanzó una mirada consternada.

—Cacé un tigre por la pata —le dije—, pero ahora que ya se queja, lo soltaré. Mañana le quitaré los puntos y de nuevo a la naturaleza con él.

—¿Le disparaste?

—Me confundió con el almuerzo. Pero es demasiado hermoso para matarlo.

—Y, hasta entonces, ¿es tu mascota? ¿Tienes un tigre mascota?

—¿Y qué? ¿Tú tienes un mono mascota, no?

—¿Eso cómo lo sabes? —preguntó, con un destello de ira en la voz—. ¿Me estás espiando?

—Últimamente no —dije.

—¿Te ha llegado la información de Malachi?

—Parte, durante estos años —admití—. ¿Por eso has venido? ¿Quieres saber lo que hago, pero no lo contrario?

Eso la cabreó, perdió los estribos conmigo porque había obligado a su amiguete de IA a darle información falsa, llamándome un «chantajista emocional», lo cual me confundió porque no sabía si pensaba que chantajeaba a Malachi o a ella.

—Ya ha saldado cualquier deuda que tuviera contigo —añadió—. Se acabó.

—Lo único que te he pedido ha sido privacidad —contesté, rebotado—, y ni siquiera podías concederme eso.

—Oh, ¡tú y tu querida privacidad! ¡No he estado aquí en dieciocho años!

—No, pero comenzaste a sacar imágenes vía satélite durante ese primer año. ¿De verdad pensabas que no lo descubriría?

Se sonrojó de culpa, que no de arrepentimiento. Me miró como si quisiera golpearme.

—¡Pensaba que ibas a morir, Hal! —dijo.

—¿Y eso a ti qué te importa?

Con expresión torva, me miró de hito en hito, y yo me di la vuelta.

—Mira —dije—, somos amigos, y en muchos sentidos siempre lo seremos; pero lo que más me conviene es no preocuparme por ti y lo mejor para ti es no preocuparte por mí. Eso es todo lo que tengo que decir al respecto.

Dejó escapar una risa corta y hueca.

—Cada vez que nos vemos me das la espalda, ¿te habías fijado?

—Yo ya hice una obra de caridad: dos balas en Mercutio. Ahora estoy jubilado y el resto os toca a vosotros —le dije, volviéndome para ofrecerle una sonrisa forzada.

—Eso dices. Pero no es solamente cosa nuestra cuando tú interfieres —respondió.

—Dime una vez que haya interferido.

—Ayer. Te metiste en el sistema.

Según ella, dejé a Malachi fuera de combate y desorganicé la RVI. Ahí fue cuando lo entendí, cuando todo me quedó claro. Sabía que había venido por una de dos razones, y si no era la obsesión romántica, tenía que ser la otra; la que me temía y la cual esperaba hacía tiempo.

—Vale, ve más despacio —le dije, conduciéndola al sofá y ofreciéndole asiento—. Cuéntame lo que crees que hice.

—¿Lo niegas?

—Dime lo que ocurrió.

La parte de la historia en la que a Malachi lo frieron como el beicon no me entusiasmó, hacerlo requiere gran habilidad y eso me impresiona, pero Mal es un programa valioso y no desearía verlo muerto, al igual que no le desearía eso a un tigre de Michigan en peligro de extinción; aunque me encantó la parte en la que Vashti y Champagne quedaron al descubierto como las bellacas que son.

—«Huele la muerte a flores» —me burlé, y me empujó con ambas manos.

—¡Esto no es un juego!

—Dime que esas dos no se merecen lo que les venga.

—Tú puedes pensar eso, pero ¿qué hay de sus hijas? ¿Tienes alguna idea de lo que está pasando allí? Algunas de las niñas están enfadadas y asustadas, confundidas e incluso indignadas.

—Con motivo suficiente —apunté.

—Puede que sí, pero las has puesto en contra de sus madres. Algo justo si fueran adultas, pero no lo son, son niñas que necesitan padres y, te guste o no, Vash y Cham son las únicas que tienen.

En eso tenía razón.

—Ahora viene la parte en la que me dices que te importan un carajo —dijo, echando humo—. No te preocupan, no te preocupas por mí y ambos sabemos que no te preocupas por el futuro. Solamente ves lo que tienes delante, tú y este pequeño reino salvaje, únicamente las cosas que te hicieron sufrir.

—Eso suena acertado —coincido.

—Entonces, ¿por qué lo has hecho, Hal? ¿Qué intentabas demostrar?

—Vigila a Gran Susurro —le dije con un guiño.

—¿Gran Susurro?

Señalé al tigre, luego me levanté y me marché.

—¿Adónde vas?

—A buscar una respuesta —dije.

Deuce

Estás raspando toda la madera que no se asemeja a un cisne cuando llama a tu puerta diciendo que tiene que hablar contigo. Lo dejas entrar y se pone a hablar de honestidad. «¿Lo hiciste o no? ¿Sí o no?» Levantas las manos y le dices al policía que irás sin rechistar, lo cual no le hace gracia.

No te importa contarle quién, el qué, el dónde y el porqué, pero no el cómo porque cuatro de cinco es suficiente, que averigüe él cómo. De todos modos, lo que más le importa es el porqué, eso es lo mejor, la parte en la que el bien está de tu parte.

Te escucha con empatía, pero solo hasta cierto punto.

—No deberías haberlo hecho —dice—. Enviarles regalos es una cosa, pero ponerles la vida patas arriba es algo distinto.

—Es lo que necesitaban.

—¿Y qué?

—Y no son las únicas que necesitaban que sucediera —admites.

—Bien.

—¿Estás decepcionado?

—No puedo culparte por querer ayudar —dice, dándole la vuelta a tu gorro para que el número se vea por delante—, y mentiría si dijera que no estoy orgulloso de ti por poner en su sitio a gente falsa y tirana; pero no lo meditaste bien.

—No estés tan seguro.

—Demasiada ofensiva sin suficiente defensa.

—¿Otra lección de ajedrez?

—Pasaste demasiado tiempo tramando el ataque y no el suficiente tiempo en cómo borrar tus huellas —dice—. Después de esta, no podrás esconderte.

—Por eso lo hice —le explicas.

—¿De verdad?

Asientes con la cabeza.

—Conque lo pensaste bien. ¿Estás preparado, entonces?

De nuevo asientes, tu sonrisa se dibuja amplia para reflejar la suya. Te abraza. Lleva tanto tiempo esperando ver este día, aunque no más que tú.

Le cuentas que tenías que causar impacto, tenías que mostrarles a las niñas que estabas de su parte y ahora que lo has hecho, no parecen tan medrosas. Ahora tendrás que gustarles, te tratarán como a un camarada y mucho más. ¿Cómo no podría ser así después de haberlas rescatado de la barriga del monstruo? Prácticamente, eres Zeus, rey de los dioses, ¿y a qué temería Zeus?

—¿Traigo a Pandora?

—¿Por qué no? —dices, encogiéndote de hombros.

Estás preparado para asumir la responsabilidad y él está tan orgulloso.

Pandora

Demasiado tiempo, Halloween me ha dejado a una distancia de una luna de cristal de un carnívoro de ciento ochenta kilos. Cuando regresa, estoy encantada de seguirlo a las oficinas de los ejecutivos donde me encuentro mirando de cara a otra criatura indómita, una que hace que el tigre parezca algo normal en comparación.

—Oi, Pandora. Muito prazer em conhecê-la —dice, sin mirarme a los ojos del todo.

Su portugués no está mal, y no suena deshonesto, pero sí parece ensayado.

—Encantada de conocerte también —digo.

Delante tengo a un muchacho adolescente, de pelo naranja y ojos negros como el carbón. El parecido físico es increíble, como si hubiera retrocedido en el tiempo y hubiera encontrado a un Hal de catorce años y, en muchos sentidos, eso es exactamente lo que he hecho.

—Este es mi hijo, Deuce —dice Hal, y con eso de «hijo» entiendo que quiere decir clon.

—Deuce —repito, en blanco, sin saber qué otra cosa decir.

Me fijo en que el cabello del muchacho es mucho más largo que el de Hal, le cuelga ondulante por debajo de los hombros, y lo tapa casi todo con un gorro de esquí azul marino con el número dos cosido en blanco por delante. Como si Hal llevara uno a juego con el número uno, pero no es así.

—No estoy acostumbrado a recibir visitas —se disculpa Deuce—, así que es probable que te ofenda haciendo algo que no debería, o no haciendo algo que debería. Esto... ¿te apetece beber algo?

Retrocede y señala el minifrigorífico.

—Quizá luego —le digo, mientras mis ojos absorben todo lo que hay en la habitación, las tallas de madera en particular.

—Todas talladas a mano —indica Hal—. Tiene mucha destreza para ello.

Me hacen entrar y dirigen mi atención hacia un juego de ajedrez en madera de pino, unas piezas pintadas de negro y las otras de violeta. El rey negro es Halloween, protegido por un ejército de alimañas nocturnas descarnadas. La dama violeta es nuestra amiga ausente, Fantasía, a la cabeza de un ejército de smileys. Un bello trabajo de artesanía, que capta a la perfección el tipo de juegos bélicos a los que Hal, Fan, Mere y Ty solían jugar. Pero estoy más interesada en la talla de mi helicóptero de transporte.

—Ah, eso. ¿Lo quieres? —pregunta Deuce.

—¿Cuánto tiempo lleváis observándome?

No hace falta que insista mucho para que confiese la gran operación de vigilancia que lleva haciendo durante años. Al parecer, Hal le enseñó a colgarse de manera clandestina de todos los sistemas con dispositivos anzuelo; satélites espía, transmisiones interceptadas y algunos más bien escondidos en la RVI, lo que explica las muchas anomalías que he visto todo ese tiempo. Padre e hijo han ido ganando la guerra de espionaje y no puedo evitar sentir cierta ira justificada que me invade, aunque casi toda ella dirigida a mi misma por haber permanecido engañada tanto tiempo.

—Sabéis muchas más cosas sobre mí que yo de vosotros —les digo, los brazos cruzados sobre el torso en ademán defensivo—, y yo que pensaba que no os importábamos.

—No es lo que piensas —balbucea Deuce, mirándose las botas de senderismo—. Es una cuestión de temor, no de sexo, no soy un mirón.

—¿Qué quieres decir con lo de temor?

Lanza a Hal una mirada de frustración, ¿podría él explicármelo?

—Es tímido —explica Hal, rodeando al muchacho con el brazo—; trastorno de ansiedad. Desea conocer gente, pero no le resulta fácil. Ha estado observando de lejos para intentar armarse de confianza.

Hasta ahora, no estoy encantada con el ejemplo parental de Hal, pero decido reservarme esta opinión mientras su hijo esté cerca y pueda oírme. Un hijo, creó un hijo mediante ingeniería genética. Increíble.

—No mordemos —le digo a Deuce.

—No me gustan esas cosas que hacéis —es la respuesta de Deuce.

—¿Yo, personalmente?

—¿Ves? Sabía que te ofendería —dice, volviéndose hacia Hal para tranquilizarse antes de mirar a mi alrededor, pero no a mí.

»No, quiero decir en general. Como lo que pasa en Alemania: eso de mentirles a las niñas y sobremedicarlas. ¿Te parece eso bien? —dice, lo más cercano a mirarme a los ojos de lo que nunca estará.

—No del todo.

—Bueno, bien. Cuanto más observaba, más quería hacer algo. No podía quedarme sentado sin hacer nada como él —dice, señalando a Hal con la cabeza—, o como tú. Es decir, esos niños son de mi edad.

—Pero si no los conoces siquiera.

—Pues se da el caso que sí, pero ellos a mí no —dice, sonriente—. Ahora que los he liberado, estoy preparado para conocerlos.

—No estoy seguro de que «liberado» sea el término adecuado para lo que has hecho —suspira Hal.

—«Traumatizado» sería más correcto —digo.

A pesar de todos sus medios de espionaje, ni padre ni hijo tienen una idea clara de lo que es Nymphenburg, ni de lo que exactamente está pasando allí justo en este instante. No poseen todos los datos sobre la situación, Hal compensa la carencia con sus morbosidades infantiles y Deuce con lo que parecen ser fantasías poco realistas. Mientras les explico la clase de caos que ha sobrevenido con dicha «liberación», contemplo como el rostro del muchacho se arruga de preocupación.

—No deseaba hacer daño a nadie —dice, excitado—. Mis compañeros, bueno, mis iguales, ¡su confianza estaba siendo traicionada! No era justo que no lo supieran. ¿No deberías estar gritándole a Vashti en vez de a mí?

—¿Quién está gritando?

Nadie, con lo cual se mete las manos en los bolsillos, enfurruñado.

—Mira —me dice Hal—, todos nos sentimos mal por el mal trago que están pasando esas niñas; pero, al fin y al cabo, solamente ha sido un poco de pirateo informático. No es para tanto. ¿Y si lo obligo a arreglar la RVI y te ayudo a reforzar la seguridad en línea, y juntos nos ocupamos de Malachi para que no vuelva a sucederle lo mismo?

Sospecho que es la mejor oferta que voy a obtener de ellos, pero no suelto palabra a ver si me ofrecen algo más.

—¿Te parece justo? —le pregunta a Deuce.

—Claro, papá —accede el muchacho.

—Deberíamos discutirlo —le digo a Hal, cuando me mira en busca de consenso, indicando que deberíamos tratar el tema a solas.

Capta la indirecta y se lo explica a Deuce. Este vuelve a dirigirse a mí y, en ese modo suyo ensayado, me dice: Foi um prazer conhecâ-la.

—Lo mismo digo —respondo—. Até logo.

Orgulloso y complacido, Hal le sonríe a su hijo, en broma le tira del gorro y le tapa los ojos. Ante lo cual Deuce se ríe y nos cierra la puerta conforme salimos de su habitación.

Caminamos por los pasillos en busca de un poco de intimidad, Hal señala una de las salas de conferencias de la Gedaechtnis que se transformará en foso de tigres o en habitación de adolescente.

—¿Qué te parece?

—Maldito hipócrita —digo, disparada.

La barrena no le taladra esa bien practicada expresión de inocencia hasta que lo refuerzo con:

—Todos estos años jugando a ser Lord Gran Rey de la Montaña de la Hipocresía. ¿Qué fue de ese hombre que me dijo que no ayudaría a repoblar el mundo porque al mundo le iría mejor sin nosotros? ¿Qué fue del último gran nihilista?

Ahora veo cómo se le ensombrecen los ojos y cómo estalla en cólera.

—¿Por qué no me dijiste que tenías un hijo?

—¿Por qué debería contarte nada? —dice de repente, cerrando la puerta de golpe para que podamos tirarnos los trastos a la cabeza.

—¡Porque se supone que somos amigos! ¿Qué he hecho para desmerecer tu confianza?

—Te has manchado las manos. Te has mezclado con perros y se te han pegado las pulgas.

—¿Con que se trata de mis «despreciables amigos»?

—No —dice desdeñoso—, se trata de cómo se te ha pegado lo de tus despreciables amigos. Como yo predije y tú me prometiste que no sucedería.

—¿Quieres que me disculpe porque quería asegurarme que no estabas intentando suicidarte? No me disculparé por eso. No te gusta lo que hace Vashti o lo que hace Isaac o incluso lo que hace Champagne, ¿y tú crees que no he intentado oponerme? ¡Vete a la mierda! Es una tarea de gran envergadura y lo hacemos lo mejor que podemos. Cuando decidiste que ibas a aislarte en vez de ayudar, ¡perdiste el derecho a quejarte!

—Eso dice la Voz Cantante.

—Estás tan equivocado, Hal —insisto—. Estás muy equivocado acerca de mí.

Niega con la cabeza, seguro de sí mismo, convencido, con arrogancia.

—Tengo toda la razón y, si te quedara un gramo de autorreflexión, lo verías por ti misma.

—Y si tú tuvieras una pizca de... Espera un momento, ¿qué es ese agudo comentario sobre la Voz Cantante?

—Eso es lo que eres, ¿no? ¿La pequeña herramienta de Vashti que cuela mensajes subliminales en la RVI? Tendría que comprobarlo, pero creo que en el Infierno hay un nivel especial para la gente que lava el cerebro a los niños.

—¿Te importaría decirme de dónde has sacado esa información?

—De uno de los diarios de Vashti. Deuce lo encontró.

—¿Y con eso te basta?

—Claro que sí. Es mis ojos hoy en día. Con él vigilando lo que vosotros payasos hacéis, tengo tiempo para ocuparme de cosas más importantes, como olvidarme de todo esto.

Pronuncio las palabras «todo esto» rezumando resentimiento.

—¿Es por eso por lo que te clonaste y tuviste un hijo? —disparo—. ¿Para acabar con tu infancia y fingir que nunca existió?

—No tengo que justificarme contigo —gruñe.

Me abalanzo sobre él, pero se mantiene firme, de forma que nuestras caras se encuentran a centímetros de distancia.

—Vai peidar na água pra ver se sai bolinhas[11] —le digo—. Nunca he introducido mensajes subliminales en ninguna parte. Vashti no controla la RVI, la controlo yo.

—¿Y el diario?

—¿Qué pasa con el diario? ¿Te crees que hago todo lo que quiere?

Oh, podría pegarle.

—Hal, le dije que lo haría para que se callara. Fingí, por eso lo escribió en el diario. A veces es más fácil mentirle que contradecirla, ya sabes cómo se pone cuando quiere algo.

Me dice que no me cree y, sin vacilación, le digo que puede comprobarlo si lo desea. Así, intenta amilanarme con la mirada, buscando el indicio que confirmará que soy esa clase de persona despreciable que está convencido que soy. Pero no hay ningún jodido indicio y, después de otro instante que parece alargarse una eternidad, observo una chispa de ansiedad que recoge esa indignación justificada; ansiedad que se torna en una expresión que podría ser de arrepentimiento.

—Si es cierto —dice—, quizá te haya juzgado mal.

—Quizá —coincido, propinándole una bofetada en la cara.

Se pone la palma de la mano en la cara y me mira con expresión salvaje, y compruebo como una sonrisa irrumpe en su semblante justo antes de que se eche a reír. Si no me sintiera tan dolida y tan enfadada, igual me reiría con él; pero no puedo contenerme e inmediatamente lo abofeteo otra vez. Esta vez me sujeta la muñeca, forcejea conmigo y, en mi fuero interno, pienso en cómo se supone que el amor y el odio son emociones parecidas, y en cómo igual forcejeamos y acabamos besándonos apasionadamente. En vez de eso, me empuja a una distancia prudente, con los brazos alzados en modo defensivo.

—Te he juzgado mal —dice—, sin «quizá».

Aunque da gusto oír eso, me siento estúpida y fuera de control, como si fuera a romper en llanto de un momento a otro. Bajo los brazos y fijo la mirada en el suelo. Quizá si me concentro, la tierra puede tragarme. Cualquiera que sea mi expresión debe de preocupar a Hal porque intenta leerme la mirada y, cuando la vergüenza que siento no me permite devolvérsela, dice:

—Lo siento, Pan. De verdad, es imposible llevarse bien conmigo y tú has estado tan dispuesta todos estos años al intentarlo... Tienes razón sobre muchas cosas, sí, he estado intentando borrar mi pasado. Cuando te veo, me lo recuerdas enseguida y no puedo afrontarlo con facilidad.

Al oír eso, me pongo a llorar, y se acerca y me rodea con sus brazos, abrazándome hasta que las lágrimas están de nuevo bajo control.

—Yo también lo siento —le digo, y nos sentamos juntos en un sofá—. ¿Cómo está tu cara?

—Pende de un hilo —bromea.

Le explico a Hal que no es solamente él lo que me tiene tan disgustada, una enfermedad maligna aqueja a los hijos de Isaac y, si no se detiene su avance, podría matarlos a todos.

—La peste negra —suspira, pero no es la peste negra.

Durante años, nos ha envuelto como una amenazadora nube borrascosa: una versión mutada de la peste negra que vuelve, a fin de zanjar el asunto. Hemos hablado de ella, nos hemos prevenido al respecto, la hemos temido; vimos lo que pasó con Hessa y, por fortuna, no infectó a nadie más.

Y ahora ya se trata de una cepa mutante, pero no de la peste negra, sino del RAPN. La mejor defensa que tenemos contra la plaga nos ha traicionado al evolucionar en algo con predilección por los seres humanos.

—Cuéntamelo todo —me dice.

Así lo hago, y lo espanto más de lo que esperaba al mencionar que es una amenaza de transmisión aérea en mi torrente circulatorio en ese mismo momento.

—Puedes relajarte —le digo, sin estar segura de si le preocupa mi seguridad, la suya o la de su hijo, o la exacta proporción de porcentajes si fuera una mezcla de esos tres—, solamente soy portadora.

»Esta cepa no puede hacerme daño, ni a ti, ni a Deuce o a cualquier otro posthumano. Se ceba en cierta debilidad de la que carecemos, la debilidad humana —añado, aunque después de haberlo dicho, comprendo que la frase posee ciertas connotaciones que se extienden más allá del contexto meramente inmunológico en el cual la he situado.

—¿Estás segura de que no supone una amenaza para nosotros?

—Sabes que no estaría aquí si fuera así. O igual habría venido, pero llevaría un traje de bioseguridad. Además, Vash está segura de que solamente los humanos presentan síntomas. Si hay una cosa de la que entiende, es de anatomía patológica.

Hal asiente con la cabeza, de mala gana, reconociendo la eficiencia de la muy odiada Vashti.

—Mala suerte para Isaac —apunta, con un tono que no le agradezco.

Luego añade, animándome un poco:

—Y para ti también, puesto que aprecias tanto a esos niños.

—Además de verdad —le digo.

—Sí, niños —dice—. Los niños pueden cambiarlo a uno.

Durante unos segundos, miró al vacío, meditabundo, luego me da unos toquecitos en la rodilla.

—Quiero contestar a tu pregunta —dice—, pero ¿por qué no tomamos primero una copa?

—¿Qué pregunta?

Me levanta del sofá y sonríe burlón.

—La que quieres hacer. ¿Por qué tuve un hijo?

Halloween

Recordaba a Pandora como una chica más aficionada al ron que al güisqui, pero quería un café irlandés, ¿y qué tipo de anfitrión sería si me negara? Con el gaznate mojado y las lágrimas secas sobre la mejilla, se inclinó hacia adelante mientras yo me sinceraba. Cuando terminé, lo comprendió. Mi relato salió a trancas y barrancas, partes que podía resumir con ella y otras veces tenía que extenderme. En resumen, la historia es esta:

En un sentido, la vida solo era algo estupendo porque, aunque me sentía abatido, sabía que era real y yo llevaba las riendas. Nadie podía ya mentirme porque no quedaba nadie que pudiera hacerlo. De eso me aseguré yo. En el planeta solamente había otras cinco personas y las había alejado.

Fantasía no hizo falta hacerla a un lado, se fue por su propio pie.

Isaac, Vashti y Champagne me resultaron fáciles de apartar ya que nunca me habían caído bien. En la academia habían sido los despreciables favoritos, mojigatos, con pretensiones de superioridad moral y pánfilos, por no mencionar lo unidos que estaban a Lázaro, quien salía con la chica de mis sueños, Simone. Eso desde luego no contribuyó a que me formara buena opinión de ellos, aunque los hubiera despreciado igual, todos tan jodidos y tan dispuestos a salvar el mundo. Quizá ese era un prerrequisito, como las advertencias de las atracciones de Disneylandia, igual existe un equivalente cósmico o de karma invisible: «Para intentar salvar el mundo hay que estar así de jodido.»

Con Pandora fue algo más difícil, porque ella me gustaba. Pero sabía que tenía que alejarla también. En parte por su bien, estaba enamorada de mí y yo seguía enamorado de Simone, receta perfecta para el desengaño. Aunque en gran parte por mi bien: no quería tener que preocuparme por ella, no deseaba un recordatorio de todo lo que me había pasado y lo más seguro, por encima de todo, porque también ella quería salvar el mundo. Derrotar a la plaga, clonar a la humanidad, repoblar el planeta. ¿Causas importantes? No para mí.

Nadie me había jamás demostrado qué nos hace tan estupendos. ¿Por qué debíamos ser el primer eslabón de la cadena alimenticia? Si nos extinguiéramos, otro animal ocuparía nuestro lugar; así debería ser. Quizá nos había llegado la hora, pero no desaparecimos. Quizá nuestra presencia arruinó los planes de la naturaleza.

De todos modos, sabía que me condenaría antes de hacer lo que la Gedaechtnis quería; no después de habernos mentido de la manera en la que lo hicieron. Era más importante llorar la pérdida de mi inocencia, de mi familia, de mi mundo, de innumerables recuerdos, de mis ingenuos planes de futuro, de mis mejores amigos y de la única chica a quien había amado.

En cierto sentido estaba condenado, porque, sin nadie a mi alrededor que me mintiera, tenía luz verde para mentirme a mí mismo. Me dije que no le preocupaba a nadie en absoluto, ni siquiera a mí mismo. Me dije que me merecía sufrir porque había matado a mis seres más queridos. A Simone de forma indirecta, es cierto, pero me sentía responsable y lo sigo haciendo. Y sin lugar a duda, Mercutio murió de mi mano. Mi posible novia y mi compañero de travesuras: dejaron de existir, muertos gracias a mí. Cicatrices gemelas en mi alma.

La más desagradable de las mentiras provino de mi subconsciente, donde no pude reconocerla como lo que era. Me dije que sufrir no bastaba, tenía que morir.

Conscientemente, odiaba la idea de rendirme ante la muerte porque la jodida avariciosa ya me había agraviado en demasiadas ocasiones. Mejor seguir viviendo por despecho; pero ¿vivir cómo? ¿hacer qué? No solamente me había aislado de otra gente, sino que había jurado no volver a la RVI. Necesitaba encontrar cosas que significaran algo para mí en el mundo real, y en mis distracciones me encontró la Muerte.

El peligro fue la primera distracción, y se presentó disfrazado de emoción. Me había pasado gran parte de la vida al límite y, después de que Idlewild me hubo mascado y escupido, me encontraba repentinamente desesperado por algo nuevo, a fin de sobrevivir. Durante meses vagabundeé por la Costa Este antes de decidirme por una montaña rusa de color naranja y negro de trece metros de altura y de casi dos kilómetros de trazado, Breaking Point.

Cuando estaba en perfecto funcionamiento, Breaking Point podía propulsar a una persona a velocidades de ciclón: a ciento sesenta kilómetros por hora con una aceleración de la gravedad que instantáneamente alcanzaba los cinco metros por segundo. Podía asustar a uno de tantas maneras, bruscas curvas y espirales, vueltas clotoides, vueltas de ingravidez, rizos múltiples y demás; pero, después de dos décadas en mal estado, era una reliquia, una ruina fuera de circulación. No me importaba, porque era real en un mundo que adoraba las simulaciones, un insulto viviente a la RVI. Se me metió en la cabeza tirar de las manos del tiempo hacia atrás y devolverle su trepidante y espeluznante belleza de antaño porque, si podía devolverle su esplendor original, igual yo podría renovarme. Se convirtió en mi proyecto principal, lo que mejor me anestesiaba, un analgésico emocional para todos esos días en los que me despertaba sintiéndome hueco y solo.

La segunda distracción fue el olvido químico y llegó disfrazado de pesadumbre. Simone había muerto de una sobredosis y porque quería conocer lo que pensaba, comencé a experimentar con fármacos. «Parte del proceso de curación», eso me dije a mí mismo. Aunque en realidad tomaba cualquier cosa que me hiciera sentir distinto puesto que, si me sentía diferente, quizá era otra persona; cualquier otra. Una persona al azar que no tuviera que tener los mismos pensamientos de autocompasión y sentir el mismo autodesprecio.

Estoy seguro de que podría haber controlado el peligro o las drogas bien por separado, pero los dos juntos resultaron ser un cóctel insensato. Todas las reparaciones que hice a Breaking Point fueron soluciones a medias, poco realistas, y si hubiera conseguido poner la cosa en marcha, me habría arrancado las extremidades durante la primera vuelta de prueba.

Por fortuna, antes de que eso sucediera, estaba tan colocado que me resbalé desde uno de los raíles inferiores y me rompí la clavícula. Eso me despejó un poco. Por aquel entonces, aún hablaba con Pandora a menudo, pero no le conté lo de la caída porque no quería preocuparla. Aunque ella lo sabía, y yo sabía que lo sabía. Las preguntas que hizo, la exagerada preocupación en su voz. Así que regresé a Idlewild y abrí el quiosco, llamé a Malachi para averiguar si Pandora me observaba en secreto, y lo hacía.

No me importó si lo hacía por motivos altruistas o no, estaba furioso. Es un tema muy candente para mí, el de la privacidad, gracias a todo el asunto de la RVI: estar tan vigilado durante tantos años. Me propuse asegurarme de que nadie pudiera espiarme nunca más. No solo bloquearía su conexión a mi mundo, sino que daría la vuelta a las tornas y me colgaría de su sistema. Largo tiempo de pirateo y programación, explotando de nuevo las habilidades de antes. En última instancia, algo para bien, porque tenía una nueva causa y esa causa le restó mucha importancia a las drogas y a Breaking Point en el pensamiento.

Cuando conseguí hacerme con la vigilancia en vez de ser víctima de ella, descubrí que no podía dejar de utilizarla. Comencé a darme cuenta de lo terriblemente solo que estaba y, al observar cómo vivían los otros, se me ocurrió que esa sería la mejor solución a mis problemas. Sin embargo, lo que vi solamente logró deprimirme y, para empeorarlo todo, ya había quebrantado una promesa a mí mismo. A fin de probar los dispositivos anzuelo, tuve que volver a la RVI. Razoné que era una buena razón, pero en mi fuero interno sabía que había traicionado mis principios.

Comencé a hablar solo, de verdad a hablar solo, entablando conversaciones con el defensor del diablo acerca de todo. Volvía a la RVI, visitas que duraban días, estancias poco saludables que siempre me dejaban la autoestima por los suelos. Aquello parecía una caída en picado interminable, como si mi cerebro existiera para torturarme con las oportunidades perdidas y malas decisiones, para repartir culpas, para señalar con el dedo, para encontrar a quién hacer daño; y siempre ese alguien era yo. En una situación así, llega un punto en el que tienes que hacer algo. Cuando toda esa introspección encuentra la respuesta.

Y lo que resolví fue simple: no estaba predestinado para terminar así.

Estuve pensando sobre mi historia, la vida que hubiera llevado si las mentiras con las que me habían alimentado hubieran sido verdad. Si la RVI hubiera sido real y la peste negra no se hubiera infiltrado en el genoma y aún existieran miles de millones de personas. Si la desesperación no se hubiera adueñado de mí y la promesa de mi infancia me hubiera conducido a una vida segura y feliz. Se suponía que debía ser esa persona.

Y, aunque ya no podía serlo, esa persona aún podía existir.

Repasé mis conocimientos de biología y aseé el laboratorio de ectogénesis de Idlewild. Me sentí un poco como el Dr. Frankenstein, pero el aliciente de ese «yo» perfecto me permitió sobrellevarlo. Espié un poco lo que sucedía en Egipto y Alemania para ver si podía aprender algo de los niños que estaban haciendo, pero, al final, todo lo que tuve que hacer fue una sencilla clonación. Con los utensilios y la receta adecuados, la clonación no es mucho más difícil que cocinar un pastel: guise durante nueve meses en una incubadora artificial y sazone al gusto.

Así pues, metí a este otro «yo», ese otro mejor, en una de las unidades de la RVI y lo pasé por la «pista nueve», el mismo conjunto de programas por los que yo anduve. Cada uno de los recorridos de experiencias que la Gedaechtnis me sirvió como primera infancia, segunda infancia y en adelante.

Mercutio había destruido los cuadernos de bitácora, pero había dejado diez pistas intactas y, aunque no había registro oficial alguno de los caminos tomados durante mi infancia, los programas que presentaban esas opciones estaban listos para comenzar de cero. Como un videojuego reiniciado: había perdido la repetición de las jugadas y los mejores puntos, pero la partida extra era toda mía.

Mis «padres» se cargaron en la memoria y asumieron el control. Eran médicos famosos, o simulaciones de médicos famosos, e hicieron un buen trabajo conmigo, incluso cuando a veces me resentí porque me dejaban con niñeras para poder ir a la caza de los virus por todo el mundo.

Y eso fue todo durante un tiempo, dejé que los programas siguieran su curso. Supervisaba sus constantes vitales a fin de asegurarme de que permanecía en buen estado de salud y ejecutaba programas de diagnóstico en todas las máquinas. Escondí su pequeño rincón de la RVI y lo aislé para que nadie pudiera molestarlo.

Ni siquiera yo quería molestarlo. Supuse que lo ideal sería que ni siquiera observara cómo se desarrollaba su vida. Como ya he dicho, tengo la manía de proteger la privacidad y no quería hacerle nada que no deseara que me hicieran a mí.

Resolví que me conectaría una vez al año y le echaría un vistazo rápido, siempre en nuestro cumpleaños, y siempre cuando nuestros padres estuvieran en otra habitación. (No es que haya enemistad entre los buenos doctores y yo, pero no soporto verlos ahora que sé que solo son programas informáticos; demasiado doloroso.)

Aunque ya no me quedan muchos recuerdos, el más temprano que podía evocar era bastante vívido: mi primera noche de Halloween. Mamá y papá estaban rodando en Botswana e Irene fue la que me llevó por el barrio. De todas las niñeras que me programaron, y durante años tuve muchas (evidentemente la Gedaechtnis quería que me acostumbrara a que otros me cuidaran y no solo mis padres, para hacer la adaptación al internado más fácil), Irene era mi preferida. Una universitaria de talante encantador y de cara redonda que estudiaba veterinaria. Comimos pastel de cumpleaños amarillo bañado en chocolate, luego abrimos los regalos y después terminamos la sobrecarga glucémica yendo de casa en casa vestidos con los ridículos disfraces de animales en busca de caramelos. Recuerdo mi fascinación por toda aquella ostentación de fantasmas y duendes, vaqueros y superhéroes y de cómo miraba embobado todos los adornos espeluznantes con una amplia sonrisa en la cara, y de cómo Irene tenía que tirar de mí para que me moviera y exhortarme a dar las gracias cada vez que alguien metía caramelos en mi bolsa de Jack-o'lantern. Al final de la calle, los McCormick nos dieron manzanas en vez de chucherías e Irene me miró y dijo lo más desternillante e hilarante que había oído en mi corta vida. Igual fue algo que resulta gracioso únicamente a los pequeños de dos años, pero, fuera lo que fuere, hace mucho tiempo que se me fue de la memoria.

Ese es un recuerdo que podría haber recuperado en cualquier momento, incluso justo ahora si quisiera, podría cargar el programa de Irene y preguntarle qué dijo, o podría escudriñar una montaña de lenguaje programado en busca del mismo resultado.

Del mismo modo, podría cargar el programa de mis padres y preguntarles qué es lo que recuerdan de mi infancia, y esos programas me lo contarían todo. Pero no lo haré, porque no quiero saberlo.

Con el transcurrir del tiempo he aprendido a aceptar mi amnesia. No es que le esté agradecido a Mercutio por haberla causado, pero cuando intento recordar los primeros años, agonizo. Los daños se hacen insoportables y el olvido no es de menospreciar. Preferiría olvidar lo bueno con lo malo y contemplar un nuevo futuro con entusiasmo.

No obstante la intensidad de esos sentimientos y lo poco que deseaba hacerlo, decidí que tenía que ver el chiste de Irene en vivo. Me resultaba tremendamente importante observar a ese otro «yo» riéndose en lo que fue mi primer momento feliz. Si lo viera, podría aferrarme a eso como a una fotografía que se guarda en el bolsillo a la altura del pecho cercana al corazón. Deseaba ver esta nueva vida que era yo mismo, inocente, joven, salvaje y libre, abandonado en la ridiculez de un chiste tonto.

Así que lo hice, me conecté y me escondí en modalidad fantasma para que no pudieran verme ni oírme. Observé, y no ocurrió.

Esa nueva versión de mi «yo» estaba sentado en la vieja silla trona a la vieja mesa, ya envuelto en ese ridículo disfraz a rayas con orejas en el sombrero y mirando por encima del hombro para comprobar qué hacía Irene en la cocina.

—Winnie —la llamaba una y otra vez, porque iba disfrazada de Winnie-the-Pooh.

Entró con la tarta, dándole mucho boato y cantando con un encantador gorjeo desafinado.

—¡Feliz cumpleaños, querido Gabriel! —Esto ocurría años antes de que pensara en cambiarme el nombre a Halloween.

La observé mientras colocaba la tarta delante del nuevo «yo»; él la miraba fijamente y con determinación, concentrando su atención en el dulce, y estiró la mano para coger las velas. Irene la apartó para que no se quemara. Se estiraba y retorcía para alcanzar esos dos puntos de luz, esforzándose, inmune a la explicación de Irene acerca del fuego que está caliente y, por tanto, es peligroso. Al final, esta decidió que lo más seguro era apagar las velas, lo cual hizo, y el nuevo «yo» inhaló tanto aire como pudo en los diminutos pulmones para soltar un alarido aterrado y aterrador, como si la muchacha le acabase de cortar el dedo grande del pie.

¿Me pasó eso a mí? ¿Se me había olvidado?

Después seguí observando y esperando a ver cómo Irene se las apañaba en tal situación, para verla consolar al nuevo «yo» y poder pasar a abrir los regalos, salir a la calle en busca de caramelos y al chiste regocijante; pero el niño estaba inconsolable. Incluso cuando encendió velas nuevas, no podía ni mirarlas, seguía llorando y gimiendo, hasta que la siempre paciente Irene dijo basta y lo acostó.

Así fue como su bolsa de Halloween se quedó sin utilizar. Ninguna manzana cayó dentro. Pero si yo recordaba algo era que había salido a la calle con Irene, era uno de los pocos recuerdos al que podía aferrarme. ¿Cómo podía haber sido de una manera conmigo y de otra con él?

En ese instante me percaté, con fascinación y terror, de que ese otro «yo» no era yo en absoluto. Aunque poseyera un ADN idéntico al mío y el sistema le presentara las mismas casi programadas experiencias que yo tuve al crecer, ofreciéndole la oportunidad de tomar las mismas decisiones, las suyas no coincidían con las mías.

Éramos personas distintas con vidas independientes y, repentinamente, estaba a cargo de otra persona, no solamente de mí.

Agonicé sobre qué hacer: ¿era mejor dejarlo en la RVI o contarle la verdad sobre el mundo? Antes de que este cumpliera los seis años yo debería haberme decidido. Esa era la edad que yo tenía cuando fui al internado. No podría haber hecho lo que yo, todos los niños de mi clase eran de carne y hueso, personas que ya habían crecido, y, si fuera a la academia en ese momento, no tendría compañeros de su edad. Además, ya había borrado a Maestro, su profesor, con lo cual tendría que programar o reprogramar personajes de su edad virtuales y un nuevo profesor para él o sacarlo, y sacarlo me pareció la opción más sana.

En su quinto cumpleaños, me conecté y le conté la dolorosa verdad. Dejé que eligiera y dijo que quería ver el mundo real; así que, eso es lo que hicimos.

El mundo real no le agradó demasiado, con lo cual volví a conectarlo y mantuve una forma de comunicación por si quería ponerse en contacto conmigo. Transcurridos unos meses, lo hizo, y dijo que lo había intentado, pero que ya no podía estar en un mundo falso sabiendo que existía uno real. Con ello, volví a desconectarlo y desde entonces hemos sido inseparables.

Una curiosa forma de llegar a la paternidad; pero ¿qué puedo decir?

Nunca descubrí el remate del chiste, pero la gracia de esta historia es que, aunque creé un hijo por motivos equivocados, mi amor por él no lo es. Me ha convertido en mejor persona, y me ha dado mejor razón para vivir que mi simple despecho. Aunque tiene algunos problemas, es imaginativo, muy trabajador, optimista y de buen carácter. Dejando todo eso aparte, es mi hijo; haría lo que fuera por él.

Todo lo que he perdido ya no me importa tanto, porque ya no soy tan importante. Lo importante es que crezca feliz, sano y fuerte porque, cuando yo muera, tendrá el futuro.

Pandora

Escucho el relato de Hal y pienso en lo que podría haber sido. Pero lo que podría haber sido no nos conduce a ninguna parte. De este modo podría volverme loca pensando en lo que podría haber sido o lo que debería haber sido, pero la pregunta es, ¿qué hacemos ahora?

—Voy a llamar a Vashti —le digo, y me deja a solas para que lo haga.

Vashti me tiene esperando unos diez minutos largos, pero cuando se conecta está de bastante buen humor porque el tití pigmeo ha parido.

—Mellizos —dice—. Un macho y una hembra. Las niñas están pensando ya en nombres mientras hablamos. Bueno, las que aún nos dirigen la palabra, mejor dicho. Esto me recuerda a mi mariposa favorita, ¿le has arrancado ya las alas?

—No ha sido él —le digo—. Al menos no directamente.

Le presento una condensada versión de los hechos y, al mencionar a Deuce, arruga la nariz de asco.

—Hal ha producido una oruga, qué maravilla —se mofa.

Cuando le explico lo que proponen, lo rechaza con un gesto de la mano como si se tratara de un mosquito que le zumba en torno a la cabeza.

—Arreglar la RVI no es suficiente. Ha dañado a mis niñas, ¿cómo va a repararlas?

Es una pregunta justa para la cual no tengo respuesta.

—¿Qué quieres que haga, entonces?

—Tráeme a ese pequeño cabrón aquí —dice—; quiero mostrarle lo que ha hecho.

Halloween

Deuce y yo nos enfrascamos en unos cuantos juegos de ajedrez rápido antes de que apareciera Pandora.

—Esos me traen recuerdos —dijo, indicando con la cabeza el kretek[12] en la mano de Deuce.

Era una de las marcas que yo solía fumar en los viejos tiempos, pero no desde entonces. Aunque no me importa la nostalgia que acude con un olorcillo pasivo del humo aromático.

—No sé cómo decir «¿quieres fumar?» en portugués —se disculpó Deuce, ofreciéndole uno al tiempo que adelantaba la dama.

Pandora le permitió que se lo encendiera, dándole las gracias con un asentimiento de la cabeza mientras mi caballo se hacía con su rey y su dama.

—¡Ay! Esta ya acabó —dijo—. Buena partida.

—Buena partida —respondí.

Pandora tenía pinta de querer jugar a ganar pero negó con la cabeza cuando me ofrecí, refiriéndome en vez de eso lo que le había dicho Vashti.

—Rotundamente, no —dije—. ¿Qué pretende que haga? ¿Someterse a juicio?

—Sospecho que solo quiere leerle la cartilla.

—Ah, pero no tener que escuchar a Vashti es uno de los grandes placeres de la vida —le dije.

—¿Acaso te contradigo? —contestó, mostrando la sonrisa culpable del correveidile.

—Justo, ¿entonces por qué imponérsela a mi chico?

—No me importa —dijo Deuce, apagando el cigarrillo y dirigiéndose a mí como medio encogiéndose de hombros—. En realidad tiene razón. Si yo estuviera en su lugar, también querría hablar conmigo.

—Y si yo estuviera en su lugar, me miraría largo y tendido en el espejo y me colgaría del árbol más alto —gruñí.

—Papá, sé quién es —dijo—. Pagaré el precio que crea justo.

—¿Por qué no os dejo a solas, chicos? —sugirió Pandora, que cogió otro kretek para el camino y se marchó.

Me fijé en que me había quedado contemplando sus curvas mientras se alejaba y, con una mezcla de sentimientos, observé que Deuce hacía lo mismo.

—No tengo miedo —me dijo, una vez que Pandora hubo desaparecido.

Me contó que no le hacía gracia la idea de que Vashti lo odiara, y me presentó un supuesto en el que iría a intentar subsanar las cosas y tender un puente entre Idlewild y Nymphenburg.

—Quizá pueda unir a la familia —dijo.

—No son familia, Deuce. Nosotros somos una familia.

—Vale, lo sé, quería decir «familia humana».

Estuvimos conversando sobre los grandes pasos que había dado y de toda la gente nueva que deseaba conocer. Especialmente, chicas, es un polvorín de hormonas, aunque también quería conocer a los hijos de Isaac. Cuando le conté lo que les estaba pasando, se preocupó por no llegar a conocerlos si la situación cambiaba de mal a peor. Estaba tan entusiasmado con el viaje, y yo quería dejarlo ir, pero tuve que admitir que la idea de cruzar medio mundo para saludar a Vashti con la barbilla era lo último que deseaba hacer.

—Es tan obvia —dije—. Quiere que vayamos para intentar humillarme, me llamará mal padre y me paseará delante de sus hijas, para atormentarme en el potro encima de brasas candentes por no involucrarme. La puedo oír adulando mi potencial para luego poder criticarme por todas las cosas que podía haber hecho y nunca hice.

—Tienes razón —coincidió—. No quiero que tengas que pasar por eso.

—Lo haría, sin pensarlo un instante, si eso es lo que quieres.

—No —dijo, ceñudo, escurriéndose en el asiento—. Imagino que me quedaré aquí.

Mi lado egoísta pensó: «me he librado por poco». Y, en los pocos segundos que me llevó sofocar ese sentimiento, suspirar y prepararme para decir «no, es más importante que vayamos», se levantó de golpe, apuntando con el dedo índice en ademán de «¡Eureka!» y dijo:

—Espera, yo puedo ir, ¡pero nadie dice que tú tengas que venir!

—¿Quieres ir sin mí?

—Es la mejor jugada del tablero —dijo—. Así hago lo que quiero y no tienes que darle a Vashti ninguna satisfacción.

—Ese es un paso muy grande —dije, arrugando el entrecejo—. No sé si estás preparado.

—Ya casi tengo quince años.

—Casi, pero Europa está muy, muy lejos, y eso de meterte a fondo en este lío tú solo... ¿No crees que te resultará abrumador?

—Sí, puede. Pero, papá, tú no has hecho nada malo, yo sí. Cuando lo hice, sabía que no podría esconderme más. Si fuéramos allí juntos, estaría aún escondiéndome detrás de ti.

Tenía una expresión tan dulce de determinación en la mirada, la de alguien enamorado con la libertad. Y su necesidad de hacerse independiente me conmovió, me atragantó. Me pregunté si había sido sobreprotector todos estos años. Igual todo el tiempo que intentaba protegerlo, también estaba obstaculizándolo.

—Puedo defenderme solo, papá —siguió insistiendo—. Algún día tendré que hacer las cosas por mí mismo, ¿no?

—Llevas razón —le dije—. Si quieres ir, puedes ir. Estaré aquí para respaldarte si me necesitas. Una palabra e iré a por ti.

—No hace falta que digas eso, papá, ya lo sé —dijo, sonriente.

Lo estreché en mis brazos y me devolvió el abrazo; los ojos se me empañaron al decir «orgulloso» cuando le pregunté si sabía lo orgulloso que estaba de él.

—Pero no quemes nada, ¿eh? —dije al soltarlo.

Se rió, cruzando su mirada con la mía, como si fuera un chiste, pero yo no bromeaba.

—Lo digo en serio —le dije.

—Seguridad contra incendios, papá, captado.

—Y obedece a Pandora en todo.

—Vale.

—Bien. ¿Quién te quiere?

—Tú, papá.

Fuera la lluvia había cesado y los tres salimos al exterior en el aire frío. Ayudé a Pandora a repostar mientras Deuce metía la mochila y la maleta en la bodega de carga.

—Me entrometeré en el asunto con Vashti —me aseguró—. También está enfurecida conmigo por lo de la RVI, así que igual puedo hacer de muelle.

—Bien, porque si dejas que le eche los perros... —le advertí.

—Me matarás —dijo—. Comprendido.

—Gracias, Pan.

La abracé.

—¿Han cambiado hoy las cosas? —susurró.

—No lo sé —le dije—. Quizá un poco.

—Pero no debería montarme la película.

—Puede que esté algo más dispuesto a dejar que vengas de visita a partir de ahora. Eso es todo.

—Es un comienzo.

—Y un final también porque aún no me fío de esos gilipollas rebuznadores con los que trabajas y me resulta dificilísimo fiarme de ti mientras tengas lazos con ellos. A la mierda ellos y su trabajo. No voy a hacerme responsable de sus hijos, y cualesquiera que sea la comunidad mundial que logren construir, me podéis dejar fuera.

—Podrías hacer tantas cosas buenas en ella —dijo—. Posees más influencia de la que crees. No importa lo que piensen de ti, sé que siempre te escucharían. Y si eso no es una señal de respeto, entonces no sé lo que es.

—¿Me respetan? ¿Y crees que el sentimiento es mutuo?

Suspiró, no resignada, pero casi.

—Tengo algo para ti. No sé lo que te parecerá, pero cuando lo hice estaba pensando en ti —dijo, entregándome un diminuto disco sin distintivo alguno.

—¿De qué se trata?

—Será lo que se te antoje. Ponlo en el lector y verás.

Así pues, me lo guardé y me despedí. La escalerilla se recogió y los motores rugieron; los vi marchar. Deuce puede ser una persona con entidad propia —pensé—, pero siento como si me faltara una parte.

Una vez dentro, agarré el rifle tranquilizador y me desplomé en una silla en la puerta de la sala de conferencias. La hora, casi la medianoche. Estuve sentado un rato, esperando a que dieran las doce, jugando con el disco en el bolsillo mientras hacía tiempo y pensando en todo lo sucedido. Cuando comenzaron a llegarme los rugidos y los resoplidos, resolví que ya era medianoche.

—De acuerdo, estoy cansado de oírte —le dije al tigre—. Vamos a quitarte esos puntos y a soltarte.

Deuce

Piensa en él como el «tipo del adiós, adiós». ¿Qué otra cosa puedes llamarlo? Aparece de repente cuando eres un infante y te dice cosas que no entiendes. Luego, cuando comienzas aprender el lenguaje, intentas recordar lo que dijo, pero todo se escurre. Excepto la última parte, la parte en la que agita los dedos delante de ti cuando estabas en el carrito. Alzas la mirada. Dedo corazón, dedo anular e índice: uno, dos, tres, principio, mitad y fin.

—Adiós, adiós —dice—. Adiós, adiós.

Y desaparece hasta el año siguiente.

¿Vino a verte en el hospital? Vagos recuerdos del hombre sosteniéndote en brazos después de nacer; pero ¿son reales?

¿Es alguna cosa real?

Anoche soñaste que bloqueabas triceratops y luchabas hasta tumbarles las feas cabezas en el asfalto, la noche anterior que vivías como un rey pirata, hacías que los hombres se pasearan por la tabla y contabas sus doblones; parecían tan reales.

Vuelves a verlo cuando los ángeles parpadean, cuando las paredes tiemblan, cuando se derrumban las barreras, cuando construyes una ciudad con libros, bloques, dados y diminutos coches de carreras de plástico. Estás a solas en la casa con él porque la niñera ha desaparecido, entró por la puerta principal y te encontró jugando en la salita. Aunque no tienes miedo, no tienes miedo porque parece familiar. No tienes miedo pero deberías, porque todo va a cambiar.

No te lo dice. Bueno, no en ese momento. Solamente quiere mirarte, escucharte, ver cómo van las cosas.

Pregúntale que quién es. Mejor no decir nada, pero ahora ya es demasiado tarde. Dice su nombre y se sienta a tu lado. Mamá te habló una vez acerca de los extraños. Sientes como si te cayeras de un árbol muy alto. ¿Dónde está la niñera?

—Volverá pronto —dice, adivinando la pregunta pero sin contestarla.

Lee caras; lenguaje corporal; el pensamiento. Hace ademán de coger un libro sobre magos, se detiene, los dedos congelados a unos centímetros de la cubierta.

—¿Me permites?

Me encojo de hombros.

—Bueno.

Con Una ventisca de magos y sus noventa y nueve lagartijas, crea un bonito puente que comunica tu calle residencial con el centro comercial. Eso está bien. Ahora habrá menos atascos. Grandes ventajas para los conductores imaginarios de los coches de carreras de plástico. El tiempo se detiene y construís juntos la ciudad, el «tipo del adiós, adiós» adivina todo lo que quieres hacer y nunca se queja cuando cambias de idea y quieres darle la vuelta a las cosas.

Es como si sintiera afecto por ti.

Adiós, adiós y adiós, adiós todos esos años hasta que te soltó de la jaula. ¡Hablando de cosas que cambian la vida! No hay bola más destructiva que la verdad.

Y así como te han liberado, deberás liberar tú, porque, ¿qué clase de gilipollas egoísta serías si no aportaras algo a cambio? Por eso, eres más chulo que un pavo real en un corro de pavas. La forma en la que alumbrarás esas mentiras y verás cómo se queman, mejor llamarte la jodida lupa.

O quizá el Dios del Fuego.

Es espíritu y sexo, pureza, poder y caramelos. La chispa de la vida, la energía que late en el pecho de todas las cosas. Fáltale al respeto y te derretirás. El fuego no solamente libera y purifica, devora. Incluso tiene poder para aniquilar el tiempo, porque no hay nada que no pueda destruir.

Así que hay que llevar cuidado con él.

Tú intención no fue la de quemar el bosque, lo subestimaste y se te fue de las manos como un perro sin correa. Fuego descontrolado por todas partes, el viento levantándolo hasta las copas de los árboles, estirándolo en forma de cara ardiente de gigante. Lo único que podías hacer era contemplarlo, embelesado, y observar si la cara en las llamas era la tuya.

Solamente cuando el «tipo del adiós, adiós» te encontró y te sacó del humo y del calor, te fijaste en los daños que habías provocado. Jamás lo habías visto tan encolerizado. Te sacudió y te gritó, y le preguntaste por qué.

—Tenía que comprobar si era... —tartamudeaste, los ojos te escocían por las lágrimas.

—¿Comprobar si eras qué?

—Tú eres el Dios de la Muerte, y no puedo ser tú, con lo cual igual soy el Dios del Fuego.

Cuando se extinguió el infierno, te sentó y te explicó que tú podías ser lo que quisieras ser; podías ser el Dios de Nada y seguiría queriéndote lo mismo.

—Así que, deja de preocuparte por dónde termino yo y dónde empiezas tú. Sé tú mismo y, si todavía no sabes quién eres, anímate porque lo descubrirás en su momento. ¿Quieres hacer una cosa mientras tanto? Intenta reforestar, pirómano loco —dijo Halloween, Dios de la Muerte, «tipo del adiós, adiós».

Y de forma burlona y paternal te empujó, y te reíste, subiéndote las mangas para comenzar el primer día de muchos de duro trabajo para despejar y replantar árboles.

Ahora te has marchado y lo has dejado, te has subido al helicóptero y dijiste adiós con la mano y él se despidió con la mano. Es una sensación extraña, un sentimiento triste. Pero es bueno saber que cuando regreses habrá alguien esperándote.

Y es bueno saber que cuando llegues habrá alguien esperándote.

Pandora

Sobrevuelo el Atlántico a gran altitud, vuelvo a Alemania con el asombrosamente raro hijo de Halloween. Todavía no me mira a los ojos, el pequeño imbécil, y estoy intentando aceptar el hecho de que le tengo celos. Es una locura, pero estoy celosa. Hal no valora mi corazón, pero le pertenece hasta la médula (una de esas desventuradas atracciones químicas de las que no hay escapada posible), y la idea de que alguien haya pasado catorce años con él me produce más envidia de la que ya siento.

Quería ayudarle a enterrar el pasado, y resulta que lo ha estado haciendo sin mí. Su hijo le da una razón por la cual vivir y eso es fenomenal, pero era el puesto que yo quería. He salido perdiendo y, la verdad, no puedo decir que no me duela.

La buena noticia es lo que dijo: que estaría algo más dispuesto a aceptar mis visitas en adelante. Esas once palabras me siguen rondando la mente, y es patético lo feliz que me hacen. Dios mío, me siento como una mascota abandonada que espera junto a la entrada a que suenen las llaves.

No debería haberle entregado el disco, seguro que se lo tomará a mal, lo sé.

Bueno, y qué importa, era lo único que se me ocurrió que podía remotamente interesarle, devolverlo al redil.

A veces pienso que soy la única que se preocupa. Isaac no se lleva bien con Vashti o Champagne. Halloween no se lleva bien con nadie. Soy la única que piensa que nuestras diferencias pueden subsanarse, o deberían subsanarse, o deben.

Hal dice que estamos obsesionados con el control mientras que él es un adepto al caos. Recuerdo la última cosa que nos dijo el día en el que nos repartimos el mundo:

—Os habéis perdido en una quimera, todos vosotros. Esas ansias que tenéis de un mañana feliz, armonioso y ordenado solamente conducirán a una tiranía una vez que lo hayáis implantado. No importa lo bienintencionados que seáis.

Quizá tenía razón acerca de Vashti, quien ha estado controlando a las niñas con fármacos más de lo que me había percatado nunca. No puedo estar de acuerdo con eso; concretamente, con darles antiafrodisíacos. Ayer saqué el tema, justo antes de marcharme a ver a Hal, y solo conseguí que me echara la culpa.

—Mis niñas son el futuro —dijo—, y deberían aprender todo lo posible sobre la peste negra y sobre cómo construir la mejor sociedad posible. ¿Cómo lo harán si siempre están poniendo ojitos ante el último enamoramiento? Tú fuiste la inspiración, encanto. Lo único que tuve que hacer fue preguntarme cuánto más trabajo podías realizar si el maldito de Hal no te consumía todo el pensamiento.

Me pregunto cuánto sabía Champagne. Me dijo que se contentaba con dejar que fuera Vashti quien se molestara con los tipos y dosis de los medicamentos, mientras ella se concentraba en hacer de madre y en darles a las niñas una educación equilibrada. No sé si creerla o no.

E Isaac puede que sea el tipo más amable, más cariñoso que jamás he conocido: es mi sostén y no sé qué diantre tiene Hal con él. ¿Y qué si ha educado a sus hijos en la religión? Es en lo que cree y yo no le encuentro problema a eso. Además, hay que darle un respiro a Isaac, en este momento está tan preocupado. Solía tener una actitud positiva ante todo, pero ve que lo que le sucedió a Hessa está repitiéndose de nuevo, esta vez mucho peor. Desde el punto de vista médico, no sé en lo que puedo ayudar a sus hijos, pero haré todo lo que pueda. Y Vashti está trabajando con él, gracias a Dios, y si no puedo hacer otra cosa, lo que puedo intentar es que no entren en desacuerdo.

—¿Qué velocidad pilla este cacharro? —pregunta Deuce, y cuando se lo digo no parece impresionado. Mi padre tiene un reactor que vuela más rápido.

—Bueno, el suyo está construido para la velocidad y el mío para ser seguro.

—¿De dónde lo robaste?

—La Gedaechtnis lo dejó. Lo tomé prestado. Me gusta pensar que es un coche de empresa.

—¿Puedo tomar los controles?

—Quizá en el viaje de vuelta.

—Es un diseño interesante, aunque sea lento —dice, echando un vistazo a la cabina—. Fue divertido tallarlo.

—Me gusta tu cisne —le digo, señalando con la cabeza la talla de madera que reposa sobre su rodilla.

—Ah, gracias —responde—. Se me antojó un cisne para Nymphenburg, en la mochila llevo más. He pensado que igual podía pintarlos primero, pero no sé...

Se calla y se encoge de hombros.

—Se me ocurre que puedo repartirlos como regalos o algo así.

—La intención es buena —le digo, porque dudo que esa pequeña baratija aplaque a Vashti un ápice.

Haji

Los remolinos de polvo pueden sorprender a uno en el desierto, surgiendo de la nada te azotan el cuerpo con arena y briznas. Recuerdo que una vez daba la vuelta a la Esfinge para admirarla mejor cuando el más grande de los torbellinos que nunca había visto apareció ante mí, un embudo de veinte metros de altura que se tambaleaba como un borracho, que me tragó y me escupió para luego desaparecer tan misteriosamente como se había presentado.

La enfermedad fue como el remolino, se presentó de repente, con brío.

Nos han recluido en el hospital de Nymphenburg, mis hermanos mayores luchan por sus vidas en la unidad de cuidados intensivos, los demás estamos en la planta de cuarentena. Ngozi, Dalila y yo pasamos el tiempo intentando conservar las fuerzas, nos contamos historias y jugamos, mientras unas gigantescas pantallas en las paredes y el techo van pasando imágenes balsámicas. Flores de cornejo y bancos de peces tropicales nos ayudan a superar las sensaciones de dolor y degradación y, allí donde la meditación se queda corta, mi padre se apresura a suplir la carencia con analgésicos de lo más espléndido. ¡Qué bendición son los analgésicos!

Padre se comporta como siempre, pero cuando lo observo detenidamente, veo que no muestra su acostumbrado semblante. Hay unas extrañas pulsaciones de emoción que le chisporrotean tras los ojos, sentimientos que nunca había apreciado en él con anterioridad. Ojalá pudiera definirlos. Mientras los otros duermen y nos quedamos a solas él y yo, susurrando, me encuentro intentando tranquilizarlo. Recordamos tus lecciones, nos aferramos al futuro. Luchamos por la vida con cada gota de sangre en las venas, pero los patógenos que nos amenazan provienen de Dios y, con Él, ¿qué otra cosa podemos hacer sino rendirnos ante el destino que haya dispuesto para nosotros?

Le digo esto y me alaba, pero esa expresión ajena aún perdura en su mirada. Perder a una hermana es doloroso, aunque perder a una hija o a un hijo tal vez lo sea todavía más. Quizá no puedo entender plenamente lo que siente. Me gustaría ayudarle y, si no, desearía que disimulara esa expresión con Ngozi y Dalila ya que los inquieta más de lo que él se hace cargo.

Las primas nos visitan de cuando en cuando. No todas, pero algunas sí. Tomi viene, aunque no tan a menudo como desearía; le duele vernos así. Olivia es la que viene con más frecuencia y su ternura y lealtad hacia Ngozi me conmueve. Se pasa horas cuchicheando con él, intercambiando chistes o cogiéndole la mano. Cuando está en la habitación, los síntomas de Ngozi desaparecen casi del todo. Dalila disfruta de la atención especial de todas las niñas, se ha convertido en una hermana para ellas, un bebé acuático honorario.

Las que no vienen de visita es porque están demasiado asustadas o demasiado enfadadas por los secretos que han salido a la luz. No tengo conocimiento de qué secretos son. Tengo entendido que las tías han estado maltratando a las primas de algún modo, pero nadie nos quiere decir cómo, no desean preocuparnos con ello. Cuando nos sintamos mejor, quizá entonces nos lo contarán.

Sea lo que fuere, lo que sí he oído es que Penny es la que peor se lo ha tomado. No come, ni habla, ni sale de su habitación; debe de encontrarse en un horrible hoyo. Las últimas palabras que me dirigió fueron pronunciadas con ira y, sin embargo, sin ellas no creo que mi extático viaje por el universo divino hubiera ocurrido. No entiendo del todo por qué me siento así, pero le estoy curiosamente agradecido, en deuda con ella. Rezo porque encuentre lo que le haga falta para aliviar su dolor.

Halloween

Y yo que pensaba que ya había descubierto todos los ases bajo la manga de Pandora, pero puedes colgarte de la RVI en noventa y nueve lugares y todavía no encontrar el número cien. Cuando puse el disco, este abría un área de almacenamiento oculta, una zona de la RVI que había camuflado para su uso personal. Un espacio taraceado, no un entorno en sí. Como uno de esos viejos trucos de «hágase rico al instante» que robaban cantidades insignificantes de dinero de un número ingente de cuentas bancarias, estaba poblado de diminutos fragmentos de entornos que nadie había usado hacía años. Así que, cuando me introduje para ver lo que había, me encontré en lo que parecía una estancia en realidad compuesta de cientos de recortes de otras, todos cosidos juntos. Y lo que vi en el centro de esa habitación me llenó de la más angustiosa de las nostalgias jamás sentidas por mí.

—Por fin has venido —dijo ella.

La última vez que la había visto la habían corrompido, de pie sobre mi tumba virtual, ayudando a otros dos programas a enterrarme vivo. Jasmine. La había diseñado lo mejor que pude cuando era un adolescente, a semejanza de la chica que amaba en vano, Simone. Era mi fantasía, Jasmine, premio de consolación por no haberme ganado a la de verdad.

La odiaba. Me traicionó cuando la personalidad de otro programa se infiltró en el suyo y nunca llegué a superarlo, aunque supiera intelectualmente que la corrupción no había sido culpa suya. Los motivos por los cuales la había diseñado en un principio me avergonzaban un tanto y, a pesar de lo hermosa que era, me dolía mirarla. ¿Por qué recordarme lo cerca que tuve a la Simone de carne y hueso con una pantomima desalmada? Que Pandora me echara a Jasmine a la cara de ese modo era la clase de broma cruel que yo no olvido.

—No me hace gracia.

—Casi nunca te hace —dijo.

La miré con despecho.

—¿Eso es lo único que tienes que decirme después de todos estos años?

—¿Quieres más? A ver, ¿qué te parece «aún no te he perdonado»? ¿O prefieres «tendría que haberte borrado cuando borré el programa de Maestro»? Elige tú.

Curvó la comisura de los labios al modo de la sonrisa de la Mona Lisa y un centelleo de complicidad le bailó en los ojos almendrados.

—Piensas que soy Jasmine —dijo—, pero ahí te equivocas.

—Vale, ¿cómo te llamas ahora?

Me lo dijo y me reí, descubriendo un horrible destello de hilaridad en el humor negro del asunto.

—¿Conque Pandora te ha reprogramado para que pienses que eres Simone?

Asintió con la cabeza.

—En cierto sentido.

—¿Y se supone que debo de estar complacido? No, no contestes. No tengo paciencia para ello.

—Hal —dijo antes de que pudiera desconectarme—, en realidad soy Simone Qi.

Y me estuvo contando nuestro primer encuentro cuando teníamos seis años.

—¿Cómo sabes eso?

—Porque mis padres estaban allí.

Me cortó la respuesta diciendo:

—Sígueme la corriente un momento. Haz como si fuera Simone: pasé dieciocho años en la RVI, un sistema diseñado para hacer un historial de toda esa información; datos que pueden utilizarse de formas interesantes.

—Mercutio borró los cuadernos de bitácora oficiales —dije.

—Cierto, todos esos archivos ya no existen, pero parte de los datos pueden reconstruirse. En esos dieciocho años no estuve únicamente contigo y mis compañeros de carne y hueso, sino también con personajes virtuales como mis padres, mi hermana, Nanny, Maestro, Charles Darwin, Albert Einstein y muchos otros. Por lo general, esos personajes recuerdan todos y cada uno de esos encuentros y, como Mercutio no se molestó en borrarlos junto con los cuadernos, esos datos están disponibles.

—Vale, Pandora ha hecho un cribado de toda esa incomprensible sopa de código, ha encontrado algunos de los recuerdos de Simone y los ha pegado a la plantilla de personalidad de Jasmine. ¿No es así?

—No, eso fue tan solo el principio —dijo, justo cuando comenzaba a percatarme de la verdad—. Pandora hizo que Malachi examinara todos y cada uno de esos recuerdos, cada respiro, cada palabra, cada gesto, y que buscara las indicaciones horarias relacionadas con mis constantes vitales; esos registros aún están disponibles. Así pues, cuando me aumentaba el ritmo cardíaco, quedaba constancia de ello y, si me bajaba la tensión, quedaba constancia de ello, y así con todo. Al emparejar las respuestas de mi cuerpo con lo que los personajes recordaban que yo había hecho en ese momento, Malachi ha creado una nueva personalidad artificial, una que considera casi idéntica a la Simone que recuerda.

Estiró los brazos a ambos lados del cuerpo en forma de «Y» mayúscula, un gesto que decía c'est moi.

—Y esa soy yo —dijo— ¿Qué te parece? ¿Soy la Simone que tú conoces?

La pregunta me dejó mudo.

Pandora

Champagne es la única que sale a recibirnos cuando aterrizamos y, en cuanto ve a Deuce, rápidamente su expresión se torna de creer haber visto a un fantasma a querer practicar un exorcismo.

—Danos un minuto —le dice, esforzándose por mostrar una expresión neutral mientras me lleva a un lado.

—¿Hal ha criado a un jipi? —pregunta, echando un vistazo al largo cabello pelirrojo que sobresale por el gorro de esquí de Deuce—. ¿Se ha pasado a los Grateful Dead?

—Qué bonito. ¿Dónde está Vashti? —pregunto.

—Trabajando.

—Pues mejor.

No tiene noticias sobre el «fin del mundo», salvo decir que la situación no ha mejorado. Antes de que lo pueda comprobar por mí misma, me pregunta para cuándo espero dar luz verde de nuevo a la RVI.

—La verdad es que ni siquiera me lo he planteado —le digo, y me responde que estaba pintando un paisaje que desea acabar.

Me parece una curiosa petición justo ahora con todo lo que está sucediendo, y se lo refiero.

—¿No te das cuenta de lo que está pasando aquí? —pregunta, cada vez más indignada—. Yo soy la que lo mantiene todo unido. Vash e Isaac siempre están en el hospital o en los laboratorios, y como Hal júnior está allí, no me queda más remedio que cuidar de un rebaño de niñas hoscas y resentidas que se deleitan en no hacerme caso, que me desobedecen a cada minuto y me hacen preguntas para las cuales no tengo respuesta. Cuando no estoy con ellas, estoy cuidando de los hijos de Isaac, que padecen de forma horrible y no hay nada que pueda hacer para remediarlo. Lo único que quiero es tomarme un breve descanso de esta pesadilla y terminar algo bello. ¿Puedes entenderlo?

—Creo que sí.

Añado que haré lo que pueda. Dejo a Deuce bajo su custodia y me apresuro hacia el hospital.

Cuando salgo de allí, el cuerpo me tiembla y tengo que apoyarme contra un muro y respirar, apretando los ojos debido al impacto de lo que he visto. El pesimismo que he estado intentando mantener a raya comienza a tirarme desde dentro. ¿Quién no se vería conmocionado por los estragos de esta enfermedad aterradora? Los pequeños siguen luchando con fuerza, pero Mu'tazz y Rashid parecen alarmantemente débiles, como flores marchitas cuyos pétalos saldrían flotando con una leve brisa.

Deuce

¿Por qué todos se empeñan en mirarte a los ojos? Si es alguien de confianza, no importa, pero los ávidos ojos de Champagne hacen que te suba el nivel de azúcar sanguíneo.

—¿Ves algo que te gusta? —le preguntas.

Te devuelve la pelota con algo que se supone gracioso, pero, como en el antiguo estribillo punk, le buscas la gracia al chiste con microscopio. Ese Iggy Pop nació en Michigan, igual que tú, y si estuviera aquí seguro que diría que el chiste es ella. Papá opina que lo es y suele tener razón un noventa por ciento de las veces.

Te conduce al edificio principal y te molan todos los cuadros, poseen un claro aire primaveral, bucólico y mitológico en todas las representaciones de Flora, la diosa romana de las flores y la primavera. Tres ninfas y otros espíritus de la naturaleza se encargan de las necesidades de la afortunada y la buena de Flora. Al parecer, aquí siempre es primavera, aunque fuera el invierno se acerca sigiloso y veloz.

No oyes lo que te dice Champagne porque te preguntas si se considera a sí misma la reencarnación de Flora. Eso, y la enorme araña de cristal austríaco que te distrae, las luces que refractan rombos brillantes y colores destellantes a través de los prismas tallados en cristal.

—He dicho que Vashti quiere hablar contigo pero que en este momento está ocupada. Por eso, voy a tener que encerrarte en uno de los dormitorios de huéspedes hasta que esté libre.

Lo tiras todo para poder cruzar las muñecas a la espalda.

—¿Qué haces?

—Te dejo que me esposes —le dices—, ya que no te fías de mí en absoluto.

—Eso no es necesario.

Te encoges de hombros y lo recoges todo, la sigues por el laberinto. Es divertido comparar lo que observas con lo que veías en todas las viejas fotos y lo que te imaginabas que sería el lugar.

Una de las queridas asoma la cabeza por una esquina y te mira, y recompensas su curiosidad quitándote el gorro respetuosamente y luego incorporas un rítmico paso de baile en tu andar.

—¿Cómo va esa ópera, Lulú? —le preguntas, aunque no te responde cuando pasas de largo.

Igual quería fulminarte con la mirada, no lo sabes, no vas a mirarla directamente.

De mal talante, Champagne te pregunta:

—¿Cuánto sabes sobre nosotras?

—Oh, muchas cosas, pero sinceramente no recuerdo la mayoría de ellas. Llega un momento en el que se convierte en sobrecarga de información.

—¡No corras por los pasillos, Katrina! —grita al ver una figura borrosa doblar una esquina a toda prisa—. ¡Katrina!

Frustrada, chasquea la lengua y te dice:

—¿Ves lo que has conseguido? Es culpa tuya el que no me hagan caso.

—Quizá no merece la pena hacerte caso —sugiero.

—De tal palo tal astilla —dice, abriendo una puerta y sacudiendo la cabeza en lo que debe de ser un ademán de lástima.

Entras y das un giro de trescientos sesenta grados para examinar la habitación, es mejor de lo que pensabas. No demasiado lujosa, pero no es la celda de detención que te esperabas. Dejas caer la maleta en el suelo y tiras la mochila sobre la cama, luego dejas el cisne en la otomana para potenciar el feng shui al máximo.

—¿Cuánto debo esperar? —preguntas.

Te responde con un jodido:

—Ya veremos.

Así que insistes y te dice que serán horas, lo cual significa que necesitas fumar. Pero te quita el kretek de la boca y te confisca el mechero.

—Prohibido fumar —te dice.

A eso le dices que tu padre dijo que antes era una verdadera belleza pero que si ha tenido un accidente de coche o algo por el estilo.

¡Bingo! ¡Hemorragia interna! Acabas de liberarla de su ego, y te toca a ti sonreír burlonamente y hacer una mueca de crispación cuando la puerta se cierra de golpe.

Mientras cierra con llave, te desplomas en un sillón reclinable y lamentas la pérdida de tu Zippo de hipopótamo blanco con un rezo taciturno. Aunque no te importa, considerando el plano general de las cosas, en el bolsillo te sobran los mecheros y puedes relajarte al palparlos con los dedos como un jugador de póquer que cuenta sus fichas. Cuatro, cinco, seis, siete, ocho, todos presentes y contados, con lo cual bostezas, te desperezas y te tapas la cara con el pelo.

Ahora nadie puede verte.

Pandora

Isaac no sale de cuidados intensivos y no lo culpo, pero los demás debatimos sobre el «estado de la nación» en torno a una mesa redonda de acero inoxidable: Champagne, Vashti y yo. Beben chocolate caliente a sorbos en tazas grandes llenas hasta los bordes, yo me limito a remover la mía, refiriéndoles cómo Malachi y yo logramos resucitar a Simone.

—Tenía cierta idea de lo que estabas tramando —dice Vashti—. ¿De verdad es ella?

—Es difícil decirlo —confieso—. Hemos creado una conciencia virtual basada en datos registrados sobre lo que la verdadera Simone hizo y dijo en la RVI y hemos emparejado la información con sus constantes vitales. Así sabemos cómo reaccionaba su cuerpo y su cerebro, desde el punto de vista químico, digamos cuando primero posó los ojos en Lázaro. Sin embargo, no sabemos exactamente cómo se sintió, eso en parte son conjeturas.

—¿Pueden las obras superar los sentimientos? —pregunta Champagne.

—¿Son exactas las conjeturas? —pregunta Vashti.

—Bueno, al hablar con ella, parece la Simone que recuerdo. Diría que las conjeturas de Malachi han resultado ser bastante buenas.

—¿Bastante buenas? Pobre elogio, Pandy, apenas un elogio.

—Yo diría «perfecto» pero no podemos demostrarlo irrefutablemente. Hay muchas lagunas en sus vivencias. ¿Cómo sabemos que es la misma Simone?

Se presiente que es ella.

—¿Y puedes juzgarlo?

—No olvides lo bien que la conozco. Navegué por sus sueños mientras crecía.

—También deambulaste por los míos, Mal, pero no me conoces así de bien.

—Yo opino que si te conozco bien. Pero si me equivoco, lo achacaré al hecho de que eres sujeto en desarrollo como todos los demás seres orgánicos. Cada siete años generas un nuevo conjunto de células, desde la última vez que estuve metido en «tu cabeza», hace dieciocho años, te has convertido en una nueva persona dos veces y media.

—Las neuronas no funcionan así.

No, no lo hacen, pero has creado muchísimas nuevas desde entonces. Y tú eres algo más que un cerebro. Considera el papel que desempeñan tus hormonas. Además, la impronta celular se almacena por todo el cuerpo, y esas células se regeneran colectivamente cada siete años. De todos modos, si te preocupa que haya creado un golem estilo Frankenstein, puedes tranquilizarte. Cualesquiera que sean las diferencias existentes entre la nueva Simone y la antigua, no son tan grandes como para que se cuele un alma entre ellas.

—Algo simplista, oh ser inorgánico.

—El tiempo lo dirá.

Les cuento cómo Malachi se ha pasado las últimas semanas poniendo a Simone a punto, ayudándola a adaptarse psicológicamente a la vida como programa y poniéndola al día en cuanto a todo lo sucedido. En concreto, en cuanto a los avances médicos, porque la Simone real hubiera sido una doctora cojonuda y, si esta pudiera sintetizar la información y teorizar acerca de nuevas soluciones, quizá resulte un arma valiosa contra la peste negra.

—Estaría bien tener algo de ayuda, para variar —dice Vashti, haciendo caso omiso de Champagne cuando se toma el comentario a título personal.

—Bueno, es solo un programa, y dudo mucho que pueda tener ideas originales. Ni tu Malachi me impresiona en ese sentido.

—Deberías hacer por conocerlo mejor —sugiero.

—Únicamente espero que Simone sea pasable a nivel..., imagino que diría, como humana. Hablarle sobre los viejos tiempos y que los recordara sería increíble, ha pasado tanto tiempo —dice Champagne.

—¿Lo sabe ya Halloween? —pregunta Vashti.

Les confieso que así es y cotilleamos sobre ello un poco, hasta que Vash desvía nuestra atención a una de las pantallas al otro lado de la sala, una de las muchas imágenes de las cámaras de seguridad. Deuce se ha hundido en un sillón abatible de chenilla verde, con el fogoso cabello sobre la cara.

Deuce

O sea que te están vigilando. No ves la cámara, pero sabes que está ahí. Te han encerrado aquí para apaciguarte mientras deciden lo que hacer contigo.

Hablando de ideas retrasadas...

¿Qué vas a hacer con ellas?

Pandora

—¿Impresiones?

—No sé qué pensar de él —reconozco.

—Bueno, es una pequeña bestia cruel —dice Champagne, enfurruñada—. Pero con Hal como padre era de esperar. No os perdáis ese pelo, parece el primo Eso.

Vashti no entiende la referencia.

—De la familia Addams —le explico.

—Ah —dice—, ¿y está durmiendo o es que se siente demasiado avergonzado para mostrar la cara?

Observamos el rítmico sube y baja de su pecho hasta que de repente se rasca un picor de oreja. Una vez rascado el picor, se estira a sus anchas y con la mano se aparta un mechón de estupenda melena de la cara para que vislumbremos sus ojos antes de acomodárselo de nuevo, ocultándolos.

—¿Cómo podemos utilizarlo? —pregunta Vashti, con expresión astuta.

—¿Utilizarlo?

—A fin de restituir el orden con las niñas. ¿Cómo podemos hacer de él un ejemplo?

Deuce

¿A quién intentas engañar?

No vas a hacerles nada. ¿Por qué deberías? Ellas no importan. De todas formas, ya les has demostrado que estás en lo cierto.

Las únicas dos personas que importan son tu mejor amigo y tu alma gemela. Desgraciadamente, uno de ellos se ha visto infectado y no se encontrará en condiciones de ir a la gran aventura justo ahora. Es decepcionante, pero tu última fogata auguraba enfermedad así que la noticia no ha sido una sorpresa del todo. Haji tiene que ponerse bien, crees, porque vais a ser hermanos de sangre y compañeros de armas. Será tu Mercutio, salvo, ya sabes, leal y cuerdo. Cuando se encuentre mejor, se lo dirás.

Aunque puedes decírselo a tu querida en este momento...

—Estoy aquí —susurras al micrófono que acabas de encender.

Las ondas de radio transportan su voz en una frecuencia oculta hasta el auricular que acabas de rascarte.

—Lo conseguiste —susurra en respuesta.

—Te dije que lo haría.

—Estaba tan preocupada.

La tranquilizas y le dices que no se asuste. Te contesta que su único temor es que no vinieras, que la decepcionaras y traicionaras su confianza como han hecho todos los demás. Pero ¿harías eso a la elegida por tu corazón?

—No comas ni bebas nada —te advierte—. Pondrán algo en la comida, siguen intentando que yo coma, pero soy más inteligente que ellas.

—Debes de estar muerta de hambre.

—Merece la pena para estar contigo.

—Así es como yo me siento. ¿Qué otra cosa nos hará falta aparte de nosotros mismos?

—Hay una cosa —susurra—, una cosa más que necesito.

—Nómbrala.

—Ya me has dado la verdad.

—Te la mereces, ángel.

—Todo lo que necesito ahora es libertad.

—Entonces la tendrás también. ¿Significa eso lo que creo que significa?

—Deuce —susurra.

—¿Sí?

—La respuesta es «sí».

Hiciste la pregunta el día que rompiste la RVI, el día que hiciste desaparecer todas las mentiras. Te introdujiste sigilosamente en su entorno y la hallaste en un pequeño rincón de la mansión, abrazada a sí misma, la más triste Pimpinela Escarlata que jamás existió; paralizada por la pena y el miedo hasta que le mostraste el yang que completaba su yin, el sol que complementaba su luna, la otra mitad de la carta y la otra mitad de tu corazón. Los emparejaste todos y le dijiste que, aunque sus madres la habían decepcionado, tú nunca lo harías.

Fue perfecto, algo predestinado. La encontraste en su momento más débil y sabías que no podía rechazarte porque, ¿qué otra cosa tenía? Lo había perdido todo menos la verdad; así pues, te necesitaba, desesperadamente, y lo sabías. Lo que imaginabas que iba a ser el instante más aterrador de toda tu vida se volvió tan increíblemente fácil. Te ofreciste como amigo, como algo más que un amigo, alguien que la había observado con cariño en la distancia, quien no soportaba ver cómo la engañaban de esa manera.

Y quiso que la abrazaras, lloró en tu hombro, más tarde o más temprano te dejaría ser más atrevido.

Pasasteis una media hora juntos, más o menos, y el tiempo voló, pero cuando todo hubo acabado y lo repasaste todo en tu mente parecía que habían pasado días. Dijiste que vendrías a verla y le mostraste cómo ajustar su dispositivo de comunicación para recibir la frecuencia que intentarías utilizar. Aunque no tenía una respuesta a tu pregunta, dijo que tendría una cuando llegaras.

Le dijiste que ibas a fugarte de casa y que si quería unirse a ti.

Ahora la respuesta es «sí».

—Estupendo —susurras—. ¿Cuándo?

—No me hagas esperar más. Por favor, rescátame ahora, te lo ruego.

Pandora

—¿Está hablando solo?

Fuerzo la vista para distinguir mejor la imagen. ¿Está moviendo los labios? Es difícil adivinarlo bajo tanto pelo, pero Vashti parece tener razón.

Champagne pone el volumen a tope y a duras penas le oímos susurrar la palabra «¿Cuándo?», ¿Cuándo qué?

Rápido como el grillo se pone en pie y se gira, el pelo pasa a toda prisa por delante de la cámara conforme agarra el cisne de madera y lo rocía con una llamarada.

—Ese jodido niño —dice Vashti, jadeando, mientras yo me levanto de la silla.

Los ojos me alcanzan a ver el mechero que lleva en la mano, puedo distinguir una farsa de Mickey Mouse que guiña un ojo, que ríe y se burla del mundo.

Con un giro de muñeca bien ensayado, lanza el cisne en llamas al rodapié de la puerta; se tira en la cama y da varias vueltas sobre ella hasta caer por el otro lado y ponerse a cubierto.

No espero a ver la puerta hecha pedazos, ya me he puesto en marcha.

Deuce

La acústica de la habitación es cojonuda, ese satisfactorio pumba que choca contra los oídos como un trueno delicioso. Mientras suena la alarma, asomas la cabeza, pero no hay nadie ahí fuera. La cantidad justa de daños estructurales, ¿ves?, abriendo camino sin que se te desplome todo sobre la cabeza. Eso quiere decir que has sido listo al utilizar el cisne del tamaño adecuado, la cantidad perfecta de goma dos encapsulada en la madera hueca.

Agarras la mochila que contiene el resto de tu zoológico explosivo y en busca de una Penny, para recogerla, todo el día tendrás buena suerte.

Pero espera, primero tienes que apagar a pisotones una pequeña llama en la alfombra antes de que pueda extenderse. Seguridad contra incendios, papá, recuerdas.

Ya está.

Allá vamos.

Pandora

Tienes niñas asustadas chillando por todas partes, alarmas disparadas y la voz de Vashti que grita por el altavoz:

—¡Detente ahora mismo!

Champagne me da voces para que detenga a Deuce mientras ella pone a las niñas a salvo, y, conforme nos separamos, yo le grito que de acuerdo.

No estoy muy segura de cómo voy a detenerlo. Soy cinturón negro de jujitsu, pero eso era en la RVI y no sé si esa destreza me servirá en el mundo real. De algo servirá, pero no practico hace años, y si él está armado y yo no...

No puedo preocuparme de eso ahora. Mis piernas se mueven enérgicamente y no estoy dispuesta a pararme.

Deuce

Penny tiene los ojos grandes y azules, jaspeados de verde, y endiabladamente expresivos; además, brillan entusiasmados cuando me ve venir a por ella. Esos ojos que no te importa mirar directamente porque te producen un cosquilleo por todo el cuerpo y te calientan hasta la entrepierna. Luego está el resto del paquete: las mejillas de un rostro perfectamente simétrico, sonrosadas, nariz respingona, labios picaros que podrías besar, el cabello corto color crema tostada con algunos toques cobrizos por el sol. Un cuerpo tan hermoso que la ropa parece un insulto.

Cuando te abraza, solamente puedes pensar en vengar el insulto arrancándole la ropa justo ahora, pero ya te arrastra por el pasillo. Opción acertada porque primero tenéis que salir de aquí, todo lo bueno tendrá que esperar.

La sigues por el laberinto de pasillos, serpenteando en dirección a la salida, cuando una forma se precipita hacia vosotros y atrapa a tu querida, arrancándotela de la mano. En un abrir y cerrar de ojos compruebas que se trata de Brigit y que es más grande y más fuerte que Penny. Con crueldad le tira del pelo para echarle la cabeza hacia atrás, luego le hace una llave de cuello para estrangularla. Tu dulce alma gemela tira de los brazos que la envuelven, pero no puede deshacerse del apretón y no puede tomar aire. No puedes consentir eso, por tanto te escarbas el bolsillo en busca del mechero soplete que llamas Génesis 3, 24, el cual traga butano como un cabrón, pero bombea la más intimidatoria de las llamas en chorro de mil ochocientos grados Fahrenheit que jamás has visto que escupiera otro mechero. Brigit observa ese chorro maligno e intenta retroceder, girándose para colocar a Penny en medio mientras te acercas.

—Suéltala, Brigit —le dices.

Aunque dice que lo hará, no deshace la llave. Te das cuenta de que lo suyo es un ardid para ganar tiempo, intenta retrasar vuestra evasión lo suficiente para que lleguen los refuerzos. Y justo, aquí viene su amiga Sloane acercándose hacia vosotros a la pata coja y con muletas, y gritando:

—¡Aquí!

La mejor jugada sobre el tablero es la de convencer a Brigit que la quemarás viva aunque tengas que llevarte a Penny por delante para lograrlo. Así que pones expresión vidriosa y fría mientras les acercas el mechero a un par de centímetros de la cara.

—Estás loco —jadea Brigit, soltando a tu querida y retrocediendo mientras la contienes con Génesis.

—No me había fijado —le dices.

Es en ese momento que el mechero comienza a chisporrotear porque te olvidaste de rellenarlo con combustible antes de salir.

Por el rabillo del ojo puedes ver a Penny que se lanza para cortarle el paso a Sloane, forcejea por una de las muletas y le propina un golpe en la cara, con lo cual Sloane se tambalea y cae hacia atrás sobre la pierna rota. Cuando a Génesis se le acaba la chispa, ya ha golpeado a Brigit en la cabeza con la muleta. La matona, derrotada, cae de rodillas con un golpe sordo, la boca en forma de «o» asombrada mientras se cubre lo mejor que puede, y tú cubres el cupo de buenas obras del día al llevarte a tu ángel antes de que pueda pegarle de nuevo.

La siguiente parada: la libertad.

Pandora

Descubro a Deuce saliendo apresuradamente por la puerta cogido de la mano de una de las niñas, Penny; los jóvenes amantes intentan escapar hacia el aparcamiento de bicicletas. Antes que pueda decir «el diablo los cría y ellos se juntan», me llegan al oído los aterrados alaridos de Sloane.

—¡Que alguien me ayude!

Está en el suelo, acunando a Brigit quien se sostiene la cabeza muerta de dolor. Los ojos de Brigit palpitan cerrados y pienso que se trate de traumatismo craneal y no puedo dejarla así; por tanto, voy hasta ellas e intento mantenerla consciente hasta que llegue la ayuda.

Me entra una llamada y cuando respondo creo que va a ser Vashti o Champagne, pero es Isaac, con lo cual intento tranquilizarlo. Nadie ha resultado herido en la explosión, y Brigit ha caído, pero estamos ayudándola. Pero resulta que no llama por eso, lo sé cuando veo las lágrimas que refulgen en sus ojos.

—Es Mu'tazz —dice—. Ha llegado la hora.

Deuce

Con un puño victorioso en el aire, dejáis Nymphenburg por la campiña bávara. Una gran misión cumplida, dentro de lo que cabe, todo ha salido a las mil maravillas. Algo decepcionado de que no te colocaran las esposas. Y pensar todo el esfuerzo que empleaste en aprender a derretir la cadena de las esposas con un mechero soplete en la palma de la mano y con las manos a la espalda. El tipo de proeza digna de Van Caneghem, quien superó a Houdini, pero no puedes estar tan decepcionado ya que habrías hecho el ridículo si te llega a salir mal.

De todos modos, con esposas o sin ellas, el premio es tuyo.

Sin pedalear, te deslizas pendiente abajo con ella, riéndoos y hablando de cualquier cosa que os viene en mente. Te sigue contando cosas que ya sabes sobre ella, como por ejemplo que su nombre proviene de una canción de Lung Butter, aunque en realidad está equivocada porque sabes que la letra de la canción es: «toca la melodía» y no «toca a Penélope». Empero, no tienes el valor para decírselo, ya ha sufrido bastante.

—¿Hay algo que no sepas de mí? —pregunta.

—Sí, un montón de cosas —sonríes burlón, porque has descubierto tantas sobre tanta gente en tan corto espacio de tiempo que se te embrolla todo en la cabeza.

Entonces Penny intenta formular algunas preguntas buenas para comprobar lo que sabes y lo que no sabes. Y acabas diciendo tres en vez de cinco, confundes su número favorito y, lo que es más vergonzoso, te equivocas con su cumpleaños que piensas que es en enero; pero no, así pues te disculpas.

—Creo que en cuanto a memoria me parezco a mi padre —explicas, y se ríe y te dice que no importa.

—¿Cómo puede la estupidez de mi cumpleaños compararse con hoy? El día en el que me liberaste, el primer día que paso contigo.

—Podemos celebrar todos los días juntos —le dices.

Sonríe como un sol, después aprieta el freno para esquivar un grupo de esqueletos que bloquean la carretera. Es extraño el poco miedo que dan, quizá si estuvieran recién muertos producirían terror, pero llevan más tiempo muertos de lo que vosotros lleváis de vida. El «hedor de la muerte» hace tiempo que los ha abandonado y, sinceramente, son igual de aterradores que un esqueleto en una clase de biología o en una excavación arqueológica. Su pudor protegido por ropa hecha jirones (fibras sintéticas, deben de ser, porque las naturales se degradan y todos los pobres tontos que las vestían ahora están desnudos), y todos los retales se agitan al viento como banderillas de animadores.

Una vez esquivados los obstáculos, Penny mira por encima del hombro a fin de comprobar si os sigue alguien. Nada, pero comprendes que tiene motivos para estar algo nerviosa.

—Ahora viviremos de nuestra inteligencia —sonríes—. Tenemos que darles esquinazo y dejarlos atrás.

—¿Quizá también superarlos en armas?

Te ríes y le dices que no crees que llegará a tanto. Igual ni se molestan en seguiros.

—Esperemos que tengas razón —dice, con expresión tranquilizada—. ¿Crees que recordarán lo que es estar enamorado?

Halloween

Una vez superada la conmoción inicial y la sensación de que Simone era una farsa abominable, resultó muy divertido hablar con ella. Sus recuerdos estaban tan triturados como los míos, según parece. De forma poco previsora, convertí sus recuerdos de la academia en irrecuperables el día en el que borré a nuestro viejo profesor Maestro, pero dentro del subconjunto de lo que ambos recordábamos, allí estábamos, como en los viejos tiempos de nuevo. Y Pandora la había informado de muchas cosas que ella no sabía, incluyendo el tiempo que pasó fuera de la RVI, la forma en la que reaccionó al mundo real, el beso que compartimos y su posterior sobredosis de pastillas. Puede que Simone fuera una falsificación, pero se parecía tanto a la chica que recordaba que no noté la diferencia. Pasé horas con ella, teníamos mucho de qué hablar.

Mientras lo hacíamos, en mi fuero interno aparecía Pandora. Se había pasado tanto tiempo recreando con tanto esfuerzo a la mujer que no solamente era su mejor amiga, sino también su rival en cuanto a mi cariño. Me había devuelto a Simone con la esperanza de ayudarme. De todo lo que había perdido, la muerte de Simone fue lo que más me afectó y, con ella otra vez viva, igual yo podría resucitar también. Quizá podría captar mi atención y estaría más dispuesto a colaborar con Pandora y sus amigos, y a hacer del mundo un lugar mejor.

Tal efecto no se llegó a producir. No sentía mayores deseos de aguantar a Isaac, Vashti o Champagne después de haber hablado con Simone. Aunque, me sorprendió enormemente, sentirme un poco más a gusto con el mundo.

Ocurrieron dos cosas.

Primero, allí estaba Simone, la chica que había amado desde que tenía seis años y hasta su muerte. Acarreaba su ausencia como recordatorio de lo que nunca podía tener. Durante años resultó ser una obsesión, la brillante, inteligente y bella Simone; ese alguien especial con quien esperaba compartir mi vida.

Lo había superado, como si se hubiera deshecho un encantamiento, ya no sentía lo mismo por ella. Desde el día de su muerte, yo había cambiado, había madurado. Desde luego me encantó que volviera a formar parte de mi vida y deseaba su amistad, pero, aparte de eso, ya no significaba lo mismo para mí; me había curado.

Segundo, estaba Pandora que me había amado durante años, la insensata, y a quien siempre había rechazado. En parte porque no me sentía merecedor de esa clase de amor y en parte porque en mi corazón no había sitio para ella mientras soñaba con Simone, con lo cual intenté no darle esperanzas.

Cierto que había resucitado a Simone por varios motivos, pero hacerlo así, cuando el mejor de ellos era como un regalo para mí; por amor a mí. Eso me impresionaba como lo más puro, el autosacrificio más afectivo que podía hacer jamás. Me quería lo suficiente como para hacerme feliz y completarme de nuevo, aunque supusiera el riesgo de perderme para siempre.

Por fin podía verla de forma distinta.

Así fue como me sentí más a gusto con el mundo, apreciándolo como un lugar de posibilidades, donde pueden acaecer cosas sorprendentes sin importar lo hastiado que uno pueda estar.

Entonces me desconecté de la RVI con la idea de llamar a Pandora y resultó que ella ya me había dejado un mensaje. La llamé y me hizo aterrizar al contarme lo que había pasado con Deuce, cómo este había provocado una explosión en Nymphenburg y se había fugado con una de las hijas de Vashti.

—¡Mierda! —dije.

—Lo siento, Hal. En este mismo instante los estoy buscando.

—Vale —le dije—, llegaré enseguida.

Haji

Cuando refiero el relato de las ranas, nunca lo cuento de la misma forma dos veces. A veces son ranas verdes y a veces marrones; a veces las describo con verrugas y otras veces sin verrugas. En ocasiones pueden ser ranas toro o ranas verdes arborícolas de Okinawa, incluso sapos. Puede haber diez, veinte o un ejército entero, pero el foco de la historia es siempre el mismo.

Un grupo de ranas viajaba juntas cuando dos de ellas cayeron de repente en un foso. Las otras corrieron al borde para ver lo profundo que era y se dieron cuenta de que la pareja no podría salir nunca.

—No os molestéis —croaron.

Pero las dos ranas atrapadas comenzaron igualmente a dar saltitos. Saltaron y saltaron, pero no podían llegar hasta arriba. Mientras tanto, el gentío les seguía gritando para que dejaran de sufrir y se rindieran, se tumbaran y murieran. Una de ellas hizo justo eso, pero la otra hizo caso omiso de sus compañeras ranas y siguió saltando con todas sus fuerzas. Contra toda adversidad, logró salir.

Las otras estaban asombradas.

—¿Por qué seguiste intentándolo? —preguntaron—. ¿No oías cómo te gritábamos que te rindieras?

—Anda, ¿eso era lo que hacíais? —dijo la desconcertada rana—. Me temo que me estoy quedando sorda, porque todo el tiempo allí abajo pensaba que me animabais.

A mi hermana Dalila siempre le gustó la historia y estos días se la cuento mucho. Estos días todos tenemos ranas en el cerebro. Los microbios han despachado y devorado a Mu'tazz, que descanse en paz, y será únicamente un milagro lo que proteja a Rashid de ser el próximo invocado. Pero debemos seguir saltando, Ngozi, Dalila y yo.

Desde mi despertar religioso me he vuelto intrépido, las más macabras de las emociones vitales no pueden engancharse a mí. Este debe de ser el plan de Dios. Mis hermanos necesitan de mi fuerza para mantenerse a flote y la presto con alegría, instándolos a conservar la esperanza cuando navegan a la deriva en océanos de duda y miedo.

Últimamente pienso en mi padre como una especie de rana de Darwin. El macho de la especie se ocupa de las crías, recogiendo los huevos de la hembra con la lengua y guardándolos en la bolsa gutural. Allí nacen los renacuajos y, cuando ya son ranitas, las escupe al mundo exterior.

¿Cómo sería tener una madre? Si mi padre y Champagne hubieran podido concebir, si hubiéramos nacido de su útero, ¿entonces, qué? No puedo evitar preguntármelo.

Mi padre aún no ha llorado la muerte de Mu'tazz, o si lo ha hecho, ha resuelto no hacerlo donde podamos verlo.

Pandora

Como zona vacacional, el lago Starnberg me recuerda a lo que Idlewild debe de haber sido antes de convertirse en un centro tecnológico. La línea de costa y la campiña dignas de postales, carteles que nos invitan a practicar la vela, el esquí acuático o el senderismo por los caminos. El agua me llama, pero no es momento de ponerse a nadar. No hemos venido para eso.

—Veinte metros —dice Champagne, siguiendo el dispositivo de Penny con un rastreador Argos.

Levanta la cabeza y señala.

—La casa de la playa.

Dentro hay tres esqueletos, muertos hace tiempo, una pareja arropada en la cama y, a los pies de la cama, los huesos de su perro fiel. Siempre me cuestiono escenas como esta. ¿No pudo el perro valerse por sí mismo o no quiso? ¿Se quedó atrapado? ¿Dejaron que se marchara? ¿No tenía adonde ir? Cuando sus dueños dejaron de moverse y de hablar, ¿se tumbó a esperarlos nada más?

Un registro rápido nos revela el dispositivo de comunicación en la tubería de un lavabo, un kretek chafado en el suelo; las bicicletas abandonadas en el garaje y huellas recientes de los neumáticos de un utilitario deportivo. Diría por cómo se extienden en la arena, que se dirigen hacia la playa y tuercen en dirección oeste.

Llamo a Malachi con las noticias y dice que hará lo que pueda con los satélites, buscará una señal de GPS si la hay y, si no, barrerá la zona al oeste de Starnberg con la esperanza de encontrarlos sobre la marcha.

Champagne toma aire y espira despacio.

—No podemos hacer mucho más excepto volver a casa y esperar —dice.

—Pareces aliviada.

—No tengo demasiadas ganas de encontrarlos justo ahora —confiesa, apartándose un mechón de pelo de los ojos—. Van a jugar a las casitas un poco y cuando empiecen a echar de menos la comodidad del hogar, volverán. Eso se hará según nuestras condiciones y no las suyas.

—¿Y después qué?

—No lo sabré hasta que no los vea. Tendrán que asumir la responsabilidad de lo que han hecho y, aunque el hijo de Hal me importa un carajo, Penny necesita ayuda, fármacos, terapia, lo que haga falta. Sé que Brigit y Sloane han estado metiéndose con ella, pero responder con esa clase de violencia... Como madre sabía que mis hijas se pelearían de cuando en cuando, pero nunca pensé que una de ellas intentaría chafarle el cráneo a otra.

—Por fortuna, Brigit no ha salido malherida —digo—. Por lo que grabaron las cámaras, no parecía que se estuviera conteniendo demasiado.

—Necesita ayuda —repite Champagne.

Nos llega una llamada, no de Malachi, sino de Vashti, y habla tan deprisa que creo que otra vez se ha puesto en modalidad pit bull. Pero debe de ser un pit bull delirante de felicidad, cuyo pensamiento se mueve más aprisa que su lengua.

—Tienes que volver a Perú, es fundamental, deja todo lo que tengas entre manos. No me importa lo que cueste, te necesito allí y lo antes posible.

—Para el carro —le digo—. ¿Qué sucede?

Recupera el aliento y nos explica su importantísimo descubrimiento: ha terminado de hacerle la autopsia a Mu'tazz, y entre los análisis ha podido aplicar al «fin del mundo» lo que ha descubierto de las pruebas a los titís pigmeos y cree que ha encontrado lo que todos buscábamos.

La peste negra desvía las respuestas del sistema inmunológico de modo que no se deshagan de la infección, pero los titís poseen una enzima que hace viguerías y, según parece, se activa mediante el proceso digestivo. Los titís comen fruta e insectos aunque absorben gran parte de su nutrición de la resina que mascan de los árboles. Uno de esos árboles, una clase de guapinol que solamente crece en la selva peruana, contiene tal enzima, y no le traje suficientes muestras cuando traje al tití.

—Tengo una idea sobre cómo podemos utilizar la enzima contra la peste negra —dice Vashti—, y quizá incluso contra el «fin del mundo». Pero me va a hacer falta mucha más resina.

Y eso no es todo, durante años, Vashti ha estado obsesionada con encontrar la respuesta por medio de terapia génica, ya hemos dado con una secuencia nucleótida complementaria a la peste negra. Uno puede envolver el virus con la secuencia y extirparlo con tijeras moleculares, arrancando así la enfermedad de nuestro ADN de una vez por todas. Sin embargo, lo negativo siempre está en el detalle. Cada vez que los científicos intentaban guiar dicha secuencia a su destino, esas tijeras cortaban partes vitales del genoma con resultados desastrosos; esa es una de las razones por las cuales la Gedaechtnis nos diseñó con órganos auxiliares y código genético superfluo. Hasta este momento, intentar recortar nuestro ADN mediante terapia génica radical parecía demasiado arriesgado, pero, ahora, Vashti cree haber encontrado la manera de que funcione. Incluso piensa que puede arrancar el «fin del mundo» de los hijos de Isaac, pero, asegurarse de ello llevará meses, y no tienen tanto tiempo, lo que significa que esa resina es imprescindible.

—Salgo inmediatamente —le digo.

No una, sino dos soluciones posibles. Una noticia magnífica, apenas estropeada por el desacuerdo entre Champagne y Vashti porque aquella quiere regresar a Nymphenburg.

—No, mientras Pandora está en Perú quiero que sigas buscando a nuestros pequeños desertores —protesta Vashti.

—Seré de más utilidad en casa —dice— y, francamente, no tengo fuerzas para seguirles la pista a Romeo y Julieta.

—Esperemos que no sean Sid y Nancy —mascullo, trasladándome mentalmente a una de las fiestas de disfraces de Hal años atrás.

—No, Romeo y Julieta tampoco tuvieron final feliz, según recuerdo —observa Vashti con mordacidad—. Y antes de darlos por inofensivos, ¿por qué no echas otro vistazo a la última anotación en el diario de Penny?

Champagne se limita a encogerse de hombros, repitiendo lo que me dijo a mí sobre los niños jugando a las casitas un rato y añadiendo:

—Y aunque los encontrara, ¿qué haría? No puedo arrastrarlos de regreso si no quieren venir.

Vashti dice:

—Eres una adulta. Intenta razonar con ellos.

—¿Razonar con adolescentes?

—De acuerdo, no tengo tiempo para esto. Haz lo que quieras —dice Vashti con brusquedad y cuelga de golpe.

—Siempre ha de tener la última palabra —se queja Champagne, esforzándose por seguirme el ritmo mientras me apresuro al helicóptero.

—Venga, vamos a dejarte en casa y luego me voy a la jungla.

Halloween

—Maldita sea tu suerte, Pandora se acaba de marchar —me informa al bajar del aparato una Champagne sin duda poco expresiva.

Le devolví ese no saludo helado con uno de los míos, pero la escuché mientras me contaba dónde estaba Pandora y lo que había avanzado Vashti.

—Aunque no te preocupa lo que hacemos, ¿verdad?

—No. ¿Dónde está mi hijo?

—¿Y cómo lo sé yo? Bonito psicópata que has criado.

—¿Por qué no me llevas ante quien esté al mando?

Reaccionó de forma negativa ante eso y, por tanto, la ignoré; dejándola atrás me fui en busca de Vashti yo solo. Pero antes de encontrarla, alguien me encontró a mí.

—Halloween.

De niños, Isaac y yo nunca nos habíamos llevado bien, el resentimiento se exacerbaba debido al asombro de nuestros compañeros de clase quienes se preguntaban por qué nos caíamos tan mal cuando nos parecíamos tanto en muchos sentidos. Pensaban que debíamos sentir afinidad mutua porque él se decantaba por lo espiritual y mis intereses abarcaban la mitología y los límites entre la vida y la muerte; pero no, nunca nos gustamos, para mí él fue siempre el perro faldero de Lázaro, y así intentamos sacarle el mayor partido a una mala situación evitándonos lo mejor que podíamos.

Al verlo, sentí la animadversión surgir en mí una vez más, pero logré contener el alfilerazo que se me escapaba por la boca.

—Llegas dieciocho años tarde, a buenas horas mangas verdes —dijo, cogiéndome del brazo—; pero me alegro de que estés aquí.

De repente, me abrazó y, tras un instante de confusión, ¿qué podía hacer sino abrazarlo también? Era algo que no había hecho antes, algo que jamás pensé que haría, aunque el pobre hombre acababa de perder a su hijo.

Me condujo por el complejo del lugar, pasamos de largo a unas niñas que me contemplaron con curiosidad y miedo, e Isaac hablaba de sus hijos con voz áspera. Ronca —pensé—, debido al esfuerzo de no derrumbarse. Durante años, dudé de sus motivos, pero aquí veía a un hombre que amaba muy hondamente a sus hijos y a su hija. En eso si podía participar afectivamente.

Ya no era un enemigo o un rival, y no me miraba por encima del hombro. Era un hombre abatido por la muerte y agonía de sus hijos y, aunque nunca se ganaría mi verdadera amistad, en aquel momento se procuró mi comprensión.

Vashti era otra cosa. Enseguida me clavó las uñas, como ya me esperaba que hiciera, atacándome con las decisiones que había tomado, mi ausencia, mi arrogancia, mi irresponsabilidad como padre y como hombre. Me culpó por haber desbaratado la utopía por cuya construcción había trabajado tan duramente y eso me resultó gracioso, le dije que si no quería que sus hijas la odiaran, no debería haberlas engañado como lo había hecho.

—La Gedaechtnis te sirvió las mismas mentiras que al resto, pero imagino que te las has tragado, ¿no? Aprendiste justo las lecciones equivocadas sobre lo sucedido —dije.

—¿Y es por eso por lo que has hecho que tu hijo me atacara? ¿Para darme una lección?

Le dije que yo no había empujado a Deuce a hacer nada, y no me creyó, diciendo que la tenía tomada con ella. Dijo que la única razón por la que había tenido un hijo era la de buscar una laguna por la que saltarme la promesa de nunca inmiscuirme.

—Ridículo —dije.

—¿Qué es lo que odias tanto en mí? —preguntó.

Primero me acusó de sexismo, que no soportaba ver una sociedad de mujeres fuertes; pero cuando le dije que sinceramente no me importaba si criaba niñas, niños o hermafroditas, dijo:

—Entonces, ¿quizá porque crees que Cham y yo somos pareja? ¿Es esa la idea que te ofende tanto?

—Vashti —dije—, estoy a favor de mujeres que se acuestan juntas y, ¿por qué no deberías follar con Champagne? Todos los demás lo han hecho.

—Siempre puedo contar con que te rebajarás al más bajo de los niveles —soltó.

—No te engañes —le dije—, a mí no me molesta a quién te tires; pero me supone un gran problema a quién jodes. Aunque nunca le dije a Deuce que se metiera en este embrollo.

—Bien, pues parece bastante ansioso de involucrarse con mi hija —dijo—. Ahora está quién sabe dónde corrompiéndola. ¿Qué clase de padre eres?

—Oye, yo recibí una carta de tu querida florecilla y está como una cabra —repliqué—. Me apuesto lo que quieras a que ella es quien está ahí fuera corrompiéndolo, por tanto, ¿qué clase de madre eres tú?

Seguimos un rato con el tira y afloja, y parecía perfectamente dispuesta a intercambiar insultos conmigo todo lo que yo pudiera aguantar. Con los hijos de Isaac enfermos, me pareció imprudente distraerla de su trabajo. O sea que fui el primero en «parpadear», diciendo que había venido a buscar a Deuce para llevarlo de vuelta a casa y admitiendo que no era tan maduro como yo había creído.

—En cierto sentido, es un muchacho perturbado —dije—, e igual más perturbado de lo que yo quería creer. ¿Vale? Vamos a aunar esfuerzos y a dejar las diferencias de lado.

Ante eso, asintió con la cabeza y dijo:

—Casi toda la culpa es tuya y de tu hijo, pero efectivamente Penélope ha sido cómplice también. La última anotación en su diario lamentaba que yo no sabía lo que era el amor mientras que ella sí; por lo tanto, creo que es justo decir que ambos tenían la huida planeada desde entonces.

—Consenso.

Me contó cómo había registrado el entorno de su hija en busca de pistas, su diario y sus efectos personales, todo lo que poseía, pero que Penny no había dejado ninguna.

—¿Imagino que has registrado las cosas de Deuce?

—No, siempre respeto su intimidad —dije.

—Eso no es especialmente útil en una situación como esta. Si hay alguna pista sobre dónde planean celebrar la luna de miel, puede que se encuentre en su entorno. Y si vas a ser un padre responsable, te guste o no, en algún momento tendrás que espiar a tus hijos por su bien.

Aunque con cierta renuencia, comprendí que tenía razón. Por tanto, me preparó una sesión en la RVI y me conecté, con un código especial destapé el entorno oculto de Deuce. El punto de entrada era un dominio de volcanes en perpetua erupción y de rayos en zigzag que rasgaban un cielo escarlata despejado de lluvia. Como homenaje a mí, mis antiguos esbirros, las alimañas nocturnas descarnadas, sobrevolaban el cielo a gran altitud, pero los había personalizado con auras ardientes al rojo blanco que les lamían el cuerpo, un fuego que no se extinguiría nunca.

No tenía tiempo para ponerme a explorar, así que lo paré todo con un gesto de la mano y lo descompuse con un toque de dedo. Los volcanes, el cielo, las alimañas, todos los elementos de diseño, todos sus secretos, todos reducidos a código.

Pero no encontré nada.

Al igual que Penny, no había dejado ninguna pista, y me di cuenta que había traicionado la confianza de mi hijo por la simple causa de no dejar piedra sin remover.

Deuce

Trabajas en el ordenador, pirateando, lo que quizá resulta ser tu cosa favorita. Es tan guay corromper el sistema. Es otro ejemplo de cómo te pareces a tu padre, engendros de rebeldía y todo eso.

Te está distrayendo, pero de modo positivo. No rodeándote con sus brazos y dándote mordisquitos en la oreja como te gustaría que hiciera, pero con su risa llena de júbilo. Se divierte pintarrajeando las paredes con un rotulador, haikus, principalmente, estrofas de tres versos, pentasílabo, heptasílabo y pentasílabo, sobre las personas en su vida, la mayoría repletas del tipo de lenguaje que no podía permitirse hasta que la liberaste. Por favor, estas niñas sí que están reprimidas. Pero has leído sobre cómo niñas reprimidas con uniformes escolares se desmadran a la primera ocasión que encuentran. Quizá haga eso, con el tiempo.

De momento, en vez de persuadirla para que se quite la ropa, introduces un virus en la red. Sigue siendo divertido, ¿pero te respetará la red por la mañana?

El sistema se defiende enérgicamente, pero no se trata de nada que tú no puedas manejar. Te sientes algo culpable porque no es tu virus y siempre te han enseñado a no tomar lo que no es tuyo; aunque no crees que le importará o, si le importa, entenderá que tenías muy buen motivo para hacerlo. Quiero decir, venga ya, no puedes dejar que las tiranas os pisen los talones. Durante años te ha estado diciendo cómo son un nido de víboras, así que les cerrarás los párpados un ratito, lo suficiente para que encontréis un paraíso propio.

Tecleas, tecleas y tecleas, listo. Buenas noches. Empujas y te deslizas por la sala sobre la silla con ruedas hasta donde está tu chica y, cuando llegas allí, se sienta en tu regazo.

—¿De verdad que ya está hecho? —pregunta.

—Puedes creerlo. Ahora podemos escondernos y jamás nos encontrarán.

Halloween

Justo cuando reconstruía el entorno de Deuce, apareció ante mí un ente familiar e incoloro.

—Has roto nuestro pacto —dije.

En el mismo instante que tu encantador hijo me atacó —respondió Malachi.

—No importa. Imagino que yo hubiera hecho lo mismo en tu lugar.

Bruscamente, cambió de tema:

¿Escribiste un programa llamado Polifemo?

Hacía años que lo había escrito, pero me había olvidado de él casi por completo desde entonces. Era un virus que diseñé para causar estragos en las redes de satélites, lo concebí como un programa de último recurso para utilizarlo por si alguien averiguaba cómo mantenía América fuera del alcance de los ojos entrometidos de Malachi.

—Un as bajo la manga —dije.

Pues acaban de jugar esa baza.

Deuce, Deuce ha jugado mi as. Y yo que pensaba que el fichero se encontraba seguro fuera de su alcance. O sea, que mientras yo protegía su privacidad él fue e invadió la mía.

—Un nombre extraordinariamente agudo para un virus —dijo Malachi, ridiculizándome—. Polifemo, tomado del cíclope que Ulises ciega con un palo en punta. Ahora los satélites están fuera de servicio y he perdido la visión del mundo.

—Puedo arreglarlo —le prometí—, pero llevará tiempo. Enseguida te llamo.

Salí de nuevo al mundo real y lo llamé mientras corría hacia el avión.

—Tiene que estar en uno de los complejos de la Gedaechtnis. Es el único lugar desde donde podría haber activado el programa. Tiene que ser Berlín o Liége porque no pueden haber llegado más lejos de momento —dije.

Champagne intentó interceptarme mientras salía aunque no me detuve por ella.

—Malachi, ¿imagino que solamente ha tirado contra los satélites espía y no contra los de comunicaciones?

¿Vas a anunciarte?

—Eso es —le dije, mientras recogía la escalerilla del reactor—. Enlázame.

Deuce

—¿Deuce?

Es la voz de tu padre en el altavoz. Penny y tú os miráis como peces atrapados en una red.

—Sé que puedes oírme.

Esta cabreadísimo contigo, enfadado de verdad, te dice que respondas y hables con él, su tono de voz hace que cambies de idea ya que albergabas la esperanza de regresar a Idlewild con Penny para que la conociera. Pensabas que lo aprobaría, pero parece que no, y eso es preocupante. Mientras te debates si coger o no el auricular, tu querida apaga los altavoces, decidiendo por ti.

—Este tiempo es nuestro —dice—. No se admiten interrupciones.

—Iba a llevarte a Idlewild —contestas.

—Encontraremos otro hogar —dice—. Pero es mejor que comencemos ya, sabe que estamos aquí.

Por supuesto tiene razón, así que salís a toda pastilla de allí; corriendo, pasáis de largo la cápsula marca Meru donde la Gedaechtnis colocó a Pandora e Isaac durante su infancia. El trayecto en coche hasta el aeródromo para robar un avión es corto y, mientras la ayudas a acomodarse en el asiento del copiloto, te dice que siempre quiso ir a Londres.

—Tú puedes ser el rey y yo seré la reina.

Por ti vale, o sea que pones rumbo al aeropuerto de Heathrow; despegas y estableces la ruta, volando en esa dirección lo más deprisa que puedes, aterrado todo el tiempo de que el reactor de tu padre aparecerá en lo alto con un chirrido. Aunque tú seas un piloto diestro, no puedes superar a tu padre en el aire como tampoco sobre el tablero de ajedrez.

¿Por qué no puede alegrarse por ti?

Pandora

Soy una leñadora monoequipo, talando guapinoles con una sierra láser y recolectando la resina del tronco. En principio esa es la idea. La realidad es que la sierra se casca imprevistamente después del primer árbol y estoy a kilómetros de distancia de los repuestos que necesito. Por tanto, de vuelta a lo más sencillo, a talar los guapinoles con el hacha de incendios que llevo en el helicóptero. Aunque podría sangrar los árboles, Vashti me ha encomendado una tarea casi imposible y no quiero perder ni un segundo mientras los hijos de Isaac están sufriendo.

Cuando me adentro en la zona de la selva donde tendí una manta en el suelo para Mu'tazz, no puedo evitar sentir que de algún modo me acompaña, una sensación mística que no puedo aceptar del todo. Hablaría con Malachi sobre ello, pero aún no le dirijo la palabra; mucho después de haber descubierto su engaño, los intercambios con él son algo secos y desprovistos de las habituales chanzas. Sé cómo guardar rencor. Aunque incluso la persona más rencorosa de todas es capaz de perdonar, estoy aprendiéndolo de Halloween. La idea de que se encuentra en Alemania me asombra, ni siquiera es el Oktoberfest. Durante tanto tiempo parecía que nunca saldría de la cueva, y desearía que hubiera sido en circunstancias más felices y no siguiéndole la pista a un hijo fugitivo.

Mi rebelión de adolescente pareció algo tremenda en su momento, pero, desde luego, inofensiva en comparación, puesto que no incluyó ni golpes con la muleta ni cisnes explosivos. Lo mío fueron los pírsines y un tatuaje, cierta curiosidad por el alcohol y decididamente demasiado tiempo intentando aparentar ser más fuerte de lo que en realidad era. Al reflexionar sobre ello, imagino que todo se debía a los primeros días en la academia, cuando se me conocía como la niña dulce. La inteligente, la guapa, la callada y la loca ya eran puestos que estaban ocupados por Simone, Champagne, Vashti y Fantasía. Pero yo no quería ser la encantadora; pasado un tiempo, la idea me hacía enloquecer. Por tanto, intenté convertirme en la atleta y luego en la misteriosa.

Mis padres me habían puesto Naomi d'Oliveira, pero cuando descubrí que Naomi significa «dulce y agradable» no quise que me llamaran más así. Así pues con Pandora encontré un nuevo nombre, aunque no fue cosa mía encontrarlo, fue Hal quien me bautizó. Por aquel entonces aún era Gabriel, se había convertido en gran adepto a la mitología y le había dado por apodarme Pandora. Cuando le pregunté por qué, me contó la historia de una muchacha que libera a todos los males del mundo y cómo estos la muerden y aguijonean hasta que suelta a la esperanza, y la esperanza le cura todos los mordiscos y picotazos. Yo le recordaba a esa muchacha, nunca me explicó el porqué.

Olvidó que me había apodado él y tuve que recordárselo hace unos años, y dijo:

—Es verdad. Bueno, te sienta bien. A mí no me pareces una Naomi.

Creo que no soy la dulce, pero sí la esperanzada, y quizá serlo no es tan malo.

Deuce

Puede que no haya electricidad en esta parte del mundo, pero no te hace falta para una cena romántica a la luz de las velas. La misión Máquina del Amor comenzó con algo de dificultad, pero este almacén está mucho mejor que el último; para empezar, no hay ratas, y Fortnum & Mason no solamente cierra herméticamente, sino que es de lo más exclusivo para una pareja de vagabundos refinados. Te dijo que quería probar la carne y le dijiste que carne fresca es mejor que enlatada, pero todos los rifles de papá están en casa con que, de momento, nada de estofado de conejo. No, os tenéis que contentar con fuagrás, que ni tú habías probado antes, y que ya no comerás más. A ella le gusta, se deleita chupándote el resto de los dedos, por lo que te guardas un par de latas en la mochila a buen recaudo. Y a la luz de las velas, nunca ha estado más bella que cuando dice:

—Creo que necesitamos un arma.

No discrepas con eso porque los conejos son sumamente deliciosos, y nunca se sabe cuándo querrás ahuyentar algo más grande.

—No, creo que necesitamos un arma por si vienen a por nosotros —dice.

—No van a encontrarnos.

—¿Y si yo quiero ir a buscarlos?

Bromea, porque sonríes y ella también sonríe burlona.

—¿No sería estupendo volver allí, tomarlos por las armas y dejarlos tiesos de miedo? —pregunta—. ¿Verdad que se cagarían?

—Como nunca habían cagado antes —coincides, siguiéndole la corriente.

—Opino que alguien debe darles una lección —dice.

—¿A quién te refieres?

Me relata la lista de enemigos, un nombre tras otro, y el porqué, y cuando llega al nombre de tu compañero de armas, te estremeces.

—¿Y por qué no Haji?

Tienes que explicarle que, aunque tiene razón sobre los demás, no ha juzgado bien a Haji. Es un buen tipo y es que ella no lo entiende. Desgraciadamente, no se lo toma demasiado bien, te acusa de llamarla estúpida. ¿Demasiado estúpida para comprender a Haji? Pero no, no quisiste decir eso, entonces le explicas lo que te dijo el fuego, la sabiduría que cobraste, cómo está predestinado a ser tu mejor amigo al igual que ella está predestinada a ser tu amante. Y cuando se sonroja al oír la palabra «amante», rápidamente incluyes «alma gemela» en la poción.

—Entonces, ¿si lo dijo el fuego tiene que ser verdad?

—Si no fuera cierto, no estarías aquí en este momento —le dices, explicándole un poco como funciona lo de la piromancia.

Te escucha con los ojos bien abiertos, aunque no estás muy seguro de que sea creyente; y es igual, con el tiempo, creerá.

—¿Sabes que Haji está muy enfermo, no?

—Algo triste —asientes con la cabeza—, pero estoy seguro de que se recuperará.

Dice:

—Vale, si apartamos a Haji del asunto, ¿entonces vendrías conmigo?

Te encoges de hombros, dependerá de lo que esté hablando.

—Tú haces algo por mí y yo hago algo por ti —dice.

—¿Qué cosa?

Te lo cuenta y suena bastante impresionante, y por eso sigues con el juego, para oír más y enterarte de más, pero pasado un rato tienes que decirle:

—Es que creo que sería peligroso que volviéramos cuando tenemos de todo aquí. ¿Quieres darles una lección? Sigue privándolos de tu compañía, no saben lo que se pierden.

—Esa es la cuestión —dice, mohína—. No lo saben. No pinto nada en su mundo.

—En el mío pintas y mucho.

Ante eso sonríe a medias y parece que está a punto de decir algo, pero no lo hace, niega con la cabeza, y por mucho que le pregunto qué es, no lo suelta.

—¿Qué tenemos de postre? —pregunta.

Juntos saqueáis los estantes, recogiendo salsa de chocolate, sirope de caramelo, mermelada de fresas y de moras; todo aquello que sea divertido lamer de los dedos de alguien o del cuello. Y, aunque los ultraconservantes le dan a todo un sabor algo terroso, es un deleite sensual, besar y lamer a tu amada incluso cuando no te deja que le quites la parte de arriba.

—Aún no estoy preparada para eso —dice, ceñuda.

Sigue siendo tan divertido como cualquier incendio de los que has provocado.

Luego, está toda molida y la abrazas, te echas hacia atrás para enrollarte con ella. Y si pudieras quedarte en este instante para siempre, morirías feliz.

Pero las llamas se enroscaron, un rizo, una curva siniestra; siempre es mal presagio.

Tu querida se tensa en tus brazos y sabes que hay algo que anda muy mal antes de que empiece a toser y a respirar con dificultad.

—¿Qué pasa? —preguntas, pero no te lo dice, se limita a cogerse el estómago y a negar con la cabeza.

Le das palmadas en la espalda y le traes una botella de agua para que beba; bebe, pero no puede retener el agua y comienza a vomitar violentamente; cuando acaba, tiembla y llora.

Cuanto más intentas ayudarla, más se desanima.

—¿Qué puedo hacer? —preguntas.

Nunca antes has cuidado de una persona enferma.

—No puedes hacer nada —dice, llorando—. Nadie puede hacer nada. Oh, Dios, siento como si fuera a morir.

—No vas a morir —la tranquilizas, acariciándole la mejilla con la mano.

—Sí que voy a morir —dice—. Uno no mejora de la peste negra.

—¿La peste negra?

—El «fin del mundo» —consigue decir, volviéndose para intentar vomitar de nuevo, aunque esta vez solamente es una arcada seca.

—No es posible —le dices.

—Deuce, lo llevamos en la sangre.

—Sí, pero dijeron que no era la peste negra. Dijeron que solamente suponía una amenaza para los hijos de Isaac.

—Claro, ¡por supuesto que dijeron eso! —grita, con su perfecto semblante torcido por el dolor—. Han estado mintiéndonos, todos lo tenemos. ¡Vamos a morir todos!

Halloween

Me equivoqué.

Volé a Berlín porque estaba más cerca, pero Deuce se encontraba en Liège, Bélgica, todo este tiempo. Cuando llegué allí, ya había desaparecido y se había llevado a su novieta. No respondía a ninguna de mis llamadas, algo poco habitual en él. Así que regresé a Nymphenburg a reparar el daño causado por Polifemo, mientras esperaba que recuperara el sentido común en cualquier momento y llamara.

Matar un virus puede ser una labor lenta y frustrante, ya sean de carácter biológico o digital. Me pasé horas aislando, borrando, reconstruyendo y restaurando, horas que se alargaron en días. Comencé a sentir una especie de afinidad con Isaac e incluso con Vashti, porque se diga lo que se diga de ellos, trabajan muy duro. Champagne, por otro lado...

Los pequeños demonios que Vashti había diseñado como el siguiente peldaño evolutivo, no dejaban de molestarme con sus preguntas. ¿Por qué estaba aquí? ¿Por qué estuve apartado tanto tiempo? ¿Podrían visitarme en Idlewild? ¿De verdad crecí en órbita cercana a la Tierra? ¿Era Deuce tan excéntrico como Penny? ¿Por qué odiaba tanto a Vashti? Con esto, me encontré preguntándoles lo que mucha gente cuando se ven acosados por niños, algo que nunca había podido preguntar a Deuce:

—¿Dónde está tu madre?

A lo que siempre me preguntaban cuál de ellas, pero sabía que Vashti estaba ocupada con el trabajo de investigación. ¿No se suponía que Champagne debía estar a cargo de ellas? A eso no tenían respuesta.

Cuando me harté de todo ello, le seguí la pista a Champagne y la encontré confinada en la relajante irrealidad de la RVI. No le hizo mucha gracia que le aguara la fiesta y que la sacara a la fuerza de allí.

—¿No crees que a Vashti le hace falta tu ayuda?

—Mira quién fue a hablar de ayudar a los demás.

—¿Qué? ¿Te comparas conmigo? Tus niñas andan sueltas como jodidos animales salvajes y tú te retiras cuando hay tanto trabajo por hacer.

En desesperación negó con la cabeza, como si eso recalcara que no entendía por lo que estaba pasando.

—Me ponen de los nervios, Hal. Cuando estoy con ellas, siento como si robaran todo el aire del entorno. No puedo respirar.

—Te necesitan.

—No puedo estar con niños en este momento. No me quedan sentimientos que repartir.

Estuve escuchando la historia de sus abortos espontáneos, de todo lo que había sufrido con Isaac y, eso de ver ahora cómo morían sus hijos, la abrumaba y la dejaba vacía.

—Van a morir todos —lloró.

—Eso no lo sabes. Siempre cabe la esperanza. Mientras tanto, ¿por qué no apechugas y ayudas?

Me miró como si quisiera decir «¿cómo?, ¿qué puedo hacer?». Suavicé el tono de voz y dije:

—Mira, Cham, si no quieres tratar con los niños, no lo hagas. Estudiaste para ser médico, ve y ayuda a Vashti en el laboratorio.

—No me quiere allí.

—¿Porqué, es que no encajas allí? Recuerdo que intentaste salvarle la vida a Tyler.

—No sirvió de nada, ¿verdad?

—No, pero hasta ese momento eras una insípida inútil y la forma en la que intentaste salvarlo me demostró que eres mucho mejor de lo que aparentas.

—Sé primeros auxilios —dijo, y con amargura me dio la espalda—. Si una de las niñas se hace un rasguño en la rodilla, pueden venir a verme.

En la academia siempre la tuve por la tonta, la rubia guapa que estaba haciendo tiempo hasta que encontrara un buen marido con quien casarse. Lo gracioso es que, con el tiempo, he ido reconsiderando mi postura mientras que ella la ha ido asumiendo así.

Tantas veces en mi vida vuelvo a la Gran Ley de las Consecuencias no Intencionadas: durante años menosprecié a Champagne sin pensar que, cuando necesitaba que demostrara su valía, se habría creído todos aquellos insultos. A Deuce le brindé libertad porque no soportaba la idea de cómo me había criado la Gedaechtnis, parece que le di demasiada. Las cosas que no deseamos que ocurran pueden surgir a consecuencia de nuestros pasos en falso; podemos llevar las cosas demasiado lejos e invocar los males por conocer al dar de lado el mal conocido.

Por ejemplo, Isaac. Cuando su hija murió el año pasado y no tenía un claro entendimiento de cómo la peste negra se la había llevado, aumentó la dosis de RAPN de sus otros hijos supervivientes, RAPN ha resultado ser un fármaco tan maravilloso para nosotros, pero incluso lo bueno en grandes cantidades puede matarte.

Isaac vino a verme, anonadado y deshecho, y me refirió en un tono tranquilo e inconsolable lo que sus indagaciones acababan de revelarle; de cómo el «fin del mundo» había surgido de su incremento de dosis.

En vez de funcionar como terapia contra la plaga, como se suponía que debía hacerlo, la sobredosis de RAPN (por el mero volumen) provocó miles de millones de mutaciones, la presión evolutiva y selectiva creó una nueva enfermedad tan virulenta como lo había sido la peste negra. Como confiarle la casa a un amigo cuando uno no está y al volver se encuentra que una fiesta desenfrenada ha destruido todos tus efectos. El nuevo retrovirus se había propagado sin cortapisas durante un periodo de latencia de un año, me dijo Isaac, solamente para mostrarse ahora, inmune a todos nuestros tratamientos estándar.

Y no había necesidad de hacerlo, sus hijos hubieran seguido en perfecto estado de salud con dosis normales de RAPN. Su hija enfermó debido a un ardid malicioso y la reacción de Isaac ante ello, su miedo, había hecho enfermar a los demás.

Deuce

Cada hora que pasa Penny empeora y no sabes qué hacer. ¿Deberías llamar a tu padre? ¿Deberías llevarla a casa?

—No —dice—, ¿no ves que esa no es una opción?

—Pero estás enferma. Tu madre tiene equipos médicos de vanguardia.

—Si me llevas a casa, no nos dejarán vernos más.

Temes que tenga razón, pero ¿quizá merezca la pena si le salva la vida?

—No te enteras —dice—. Nadie se va a salvar.

Te cuenta que ha estado estudiando la plaga durante años, que sabe reconocer el «fin del mundo» cuando lo ve.

—La peste negra mató a todo el mundo sobre el planeta y nosotros sobrevivimos de milagro. Vashti siempre dice que nos falta una mutación para desaparecer por el desagüe como todos los demás. Y ha llegado la hora, el peor de los casos está aquí. Siempre le preguntaba «Mamá, ¿qué haremos entonces?» y me respondía que no habría nada que hacer si ocurriera y que esperáramos que no sucediera.

El corazón te golpea el pecho sordamente. ¿Y si tiene razón?

—¿Seguro que es eso lo que tienes? Quizá comiste algo, quizá sea una gripe estomacal.

Se limita a poner la cabeza entre las manos, resignada.

—Conozco los síntomas cuando los veo, lo tengo. Pero si he de morir quiero estar contigo.

—Por supuesto —dices—, eso quiero yo también.

Se echa de nuevo a llorar y la abrazas. Y te besa, no uno de esos besos de «sana sana, culito de rana», sino uno apasionado, más intenso que nunca, y sus dedos te aprietan el muslo. Es como si estuviera muñéndose, pero aferrándose a la vida a través del amor.

—¿Sabes lo que quiero? —pregunta—. Quiero que seamos las últimas dos personas en la Tierra. Adán y Eva durante el fin del mundo, ¿se te ocurre algo más romántico que eso?

Sientes que el mejor día de tu vida y el peor día de toda tu vida son el mismo maldito día. No, no se te ocurre nada más romántico que eso, pero tu mente no alcanza a asimilar el hecho de que ambos vais a morir. No te sientes enfermo, aunque ella sí lo está y quizá lo tuyo es simple cuestión de tiempo. Te duele un poco la garganta y el corazón te late muy rápido, pero será por miedo. Y mientras piensas en ti mismo, ella piensa en todos los demás.

Dice:

—¿Te acuerdas de cuando hablaba de asustar a la gente? Estaba equivocada. ¿Por qué hacer algo tan pueril cuando en realidad podemos hacer algo noble?

—¿Noble como qué?

—Estaba pensado en tu amigo Haji. ¿Recuerdas cómo el fuego te dijo que se supone que ibais a ser amigos y todo eso? En este momento está sufriendo, no vivirá mucho más. Si vas a ser su amigo, creo que lo que tienes que hacer es la única cosa que necesita. Lo más difícil de todo.

—¿Y eso qué es? —le preguntas.

—Tienes que ayudarle a morir.

Niegas con la cabeza y le dices que no es así como lo imaginabas. La idea era que Haji y tú compartiríais todas estas aventuras, como el rey Arturo y sir Lancelot, o Robin Hood y el fraile Tuk. Se lo explicas, pero dice que no hay tiempo.

—Creo que todos venimos al mundo para aprender algo, y a veces los que pasan aquí un tiempo más corto pueden ser de quienes más se aprende. Si ayudamos a Haji a morir, ayudamos a todos a morir, entonces nos quedaremos tú y yo solos, de la mano, contemplando la puesta de sol.

No crees que te esté mintiendo, no después de haberla liberado y todo eso, pero no puedes evitar sentirte algo suspicaz. Pasar de la cólera que sentía a querer ayudar a los demás, bueno, es un cambio algo brusco, y le dices que no estás seguro de si habla de aliviar el sufrimiento de la gente o el propio.

—Quiero influir en algo en el tiempo que me queda —protesta—. Tenía todos estos anhelos y sueños que nunca se harán realidad. Pero sí existe algo que puedo hacer para aliviar el dolor de los demás, permitir que mueran con dignidad. Y luego puedo estar contigo. ¿De verdad quieres negarme eso?

—Yo no quiero negarte nada —le dices—. Pero hay algunas cosas que no deseo hacer.

Te pone la mano en la entrepierna y te toca.

—Piénsalo —dice.

Te provoca en un frenesí de pasión y después se aparta, tosiendo, diciendo que necesita descansar. Nunca te habías sentido tan confundido. Enferma y atractiva a partes iguales, y cada derrotero que contemplas parece una perdición. Por tanto, recurres a lo siempre cuando te ocurre eso: escribes todas tus preguntas, enciendes una hoguera, dejas las respuestas a las llamas.

Haji

Vashti solía practicar el surf. Me cuesta imaginármelo, pero todos me aseguran que es cierto. Hace años pobló su entorno de vastos lagos color plata que se rizaban y estiraban según ella deseara y se agitaban a su antojo. Allí, en el Edén, montaba las olas de mercurio líquido, una tras otra, se erguía para tomar las bajadas y maniobrar las vueltas, con total control de no únicamente su cuerpo y la tabla, sino también del brillante océano. Fue ella quien enseñó a mis primas a hacer surfear, las que enseñaban a Hessa. Mi pensamiento se imagina a Hessa y a Mu'tazz despegando sobre una ola de plata; se ríen juntos, felices y libres, me hacen señas para que me una a ellos. No veo arena bajo mis pies, ni el sol ni el cielo en lo alto. Camino sobre una playa de corrientes de aire flotantes. Cuando me introduzco en el mercurio, este borbotea y hierve, me confunde el hecho de cómo siento tan increíble calor y tan increíble frío al unísono. Entonces me doy cuenta de que estoy delirando.

Sin más lógica de la que puedo esperar de mi subconsciente, repentinamente, me encuentro en una gruta subterránea enormemente amplia, remo en un bote sobre el agua color plata oscuro. El reflejo de un juego de luces eléctricas me distrae de vez en cuando de la conversación con un hombre que luce perilla y elegante uniforme militar sentado justo enfrente. Salvo que no es una conversación propiamente dicha. Mientras remo recito La tierra baldía y aquel me escucha atentamente, con los ojos cerrados y su pichelhaube[13] con penacho de crin de caballo, ocasionalmente levantando la mano para que me detenga y él pueda considerar el significado de lo que he dicho, luego indicándome que continúe. Durante las pausas silenciosas lo examino, y me fijo en que el bote tiene forma de concha gigante y que este debe de ser la madre de todos los cisnes, el Rey Loco Ludwig.

—Solamente la ostra enferma puede producir una perla —susurra, abriendo los ojos para mostrarme no la pupila o el iris, sino un frío e infinito vacío.

—Temed a la muerte en el agua —respondo, y con estas palabras el bote comienza a hundirse.

En ese instante tomo conciencia de mi entorno, la cama donde yazgo y el sudor que hace que el pijama se me pegue a la piel. No creo estar soñando, mas al despertar recuerdo tenues briznas de lo que ha sido otro sueño: esta vez estaba en una especie de mercado, con alas en la espalda, diciendo no sé qué (a no sé quién) antes de que un mazo de madera me estrellara en la cara.

En el mundo despierto, Tomi me ha estado esperando. Encima de la mascarilla veo unos ojos cálidos y amables, brillantes como el fuego y humedecidos por las lágrimas. Me cambia el suero intravenoso y la compresa de la frente; me refresca con friegas de alcohol.

—Estaba soñando —le digo.

—Hablabas en sueños.

—¿Era La tierra baldía?

Niega con la cabeza.

Antes de dormirme, recé a Dios con una istiqara[14] para que me guiara en sueños.

—¿Ha funcionado?

—No estoy seguro.

Me aprieta la mano y se ríe cuando le digo que la amo.

—Eso lo dice la fiebre —dice, dándome una cucharada de hielo.

Aunque sé que debe de amarme también; cuidarme de este modo cuando tan evidentemente le duele. Puede que se trate de un amor platónico el que compartimos, pero es amor sincero, amor humano, y cada vez que observo su bondad y su profunda preocupación, arde más fuerte que fiebre alguna que jamás conocerá mi cuerpo.

Me enfrento a esta enfermedad con la valentía y la disciplina de un samurái. En mi linaje hay antepasados samurái, en el árbol genealógico de Hyoguchi. Al igual que esos antepasados, continuo luchando a pesar de estar herido de muerte; eso le prometo a Tomi. No quiero que sienta miedo.

Me siento tan agradecido de que mi padre me preparara para batallas como esta. Cuando mis primas crecían, les preguntaron a sus madres sobre la posibilidad de la muerte y, en respuesta, las confortaron:

—Mientras que la muerte es segura para todo viviente, tenéis prácticamente garantizado que no os tocará durante mucho, mucho tiempo —les dijeron.

No obstante, mi padre nos enseñó de modo distinto. Nos inculcó que nada es seguro, que solamente somos huéspedes en este mundo. Dios puede llamarnos en cualquier momento y eso no es algo a lo que temer. Le estoy tan agradecido por hacer hincapié en ello. En un instante como el presente, somos mucho más fuertes gracias a su aleccionamiento.

—No temáis —les digo a mi hermano zorro y a mi hermana rana.

Dalila ha estado llorando y Ngozi ha perdido las ganas de hablar.

—Todos los que nos quieren, trabajan sin descanso en busca de una cura —les explico—. Ya queda menos y debemos animarnos pase lo que pase.

Desde el lecho enfermo, me observan con tristeza. Ngozi a mi izquierda y Dalila a mi derecha, y entienden que lo que digo es justo.

—Reza conmigo —ruega Dalila.

Lo hago encantado, y eso ayuda a Ngozi a recuperar el habla. Se une a nosotros y rezo con ellos hasta que se tranquilizan y se duermen.

Tendido y en silencio, los colores de la pantalla en lo alto me relajan. Los contemplo cuando cambian de un tono a otro mientras mi respiración se torna rítmica y honda.

La sombra que se cierne sobre mí es mi padre. Está llorando y sé al instante que ya no se puede hacer nada por Rashid. Hace unas horas, se llevaron a mi hermano mayor en camilla a la sala de urgencias y, según parece, no pudieron salvarlo.

—Padre —susurro, mientras se sienta y me toma la mano.

Me dice que tenemos que hablar. La voz le ahoga al decir mi nombre.

—Haji, quiero tu perdón.

—¿Qué cosa puede haber que merezca ser perdonada?

—Te he fallado —dice.

—Ni una sola vez —le aseguro.

—Sí, lo he hecho, te he mentido. Acerca del Dr. James Hyoguchi, Haji, mentí. Quería que dejaras que su mente consumiera la tuya. Lo tenía planeado, es el motivo por el cual te tuve, para usarte; por eso tuve a todos mis hijos.

—No entiendo.

Se toma un segundo para carraspear y secarse las lágrimas de los ojos.

—Hace dieciocho años, cuando salí de aquel infausto espejismo y descubrí lo que había pasado en el mundo, no sabía qué hacer —dice, con voz y ojos angustiados—. Era un adolescente, apenas algo mayor de lo que tú eres ahora. Había tanto por hacer a fin de restablecer una civilización, tanto que hacer solo para mantenernos vivos. Fue abrumador, aún lo es, y dudaba de mis habilidades. ¿Quién era? Solo un hombre. No sentía gran pasión por mis ideales, pero entendía lo suficiente para saber que los de Vashti eran peligrosos. Los científicos de la Gedaechtnis, ellos eran los que tenían todas las ideas, los que nos salvaron de la extinción, y deseaban regresar. Si podía devolverles la vida, entonces podría relajarme, seguro de que ellos sabrían exactamente lo que hacer.

—Entonces, ¿somos cascarones? ¿No somos nada más para ti?

—Significáis mucho más que eso. Os quiero más de lo que puedo expresar.

»Sois mis hijos. Con el transcurrir de los años, intenté no pensar en el sacrificio que un día tendría que pediros, pero siempre estaba ahí, latente, en mi mente. Sabía que nunca podría obligaros a ello, esa cualidad no entraba en mi carácter. Aunque sabía que podía criaros de tal manera que la idea no os pareciera tan abominable.

—¿Ir a Dios y salvar el mundo? ¿Por qué me cuentas esto?

—Porque me remuerde la conciencia —grita.

Casi despierta a mis hermanos pequeños antes de calmarse y seguir susurrando.

—No puedo decírselo a Hessa o a Mu'tazz o a Rashid, pero no es demasiado tarde para contártelo a ti. No es demasiado tarde para pedirte una absolución.

Lo miro de hito en hito, con la mandíbula apretada. No digo lo que estoy pensando decir.

—Estás desahogándote —le digo—. No por mi bien, sino por el tuyo.

—Quizá sí, pero debes conocer la verdad —dice—. Te mereces que sea sincero y, francamente, te digo esto, Haji, aunque planeé este cruel experimento, no creo que hubiera podido seguir adelante con él. Perder a mis hijos de este modo, ¿uno detrás de otro? Es una monstruosidad, nunca hubiera concebido tanto dolor.

—Dios nos rompe el corazón una y otra vez hasta que permanece abierto. Tú me enseñaste eso.

Me aprieta aún más la mano.

—¿Sabes por qué te enseñé a creer? —dice.

—¿Para ser valiente ante la aniquilación?

—Sí —dice—, pero hay algo más. La actividad electroquímica que se produce en el cerebro a raíz de sentimientos de experiencia religiosa, ¿sabes? Es como un lubricante, facilita el trabajo. ¿Comprendes? Hace más fácil el proceso de sustitución de las neuronas reales por las artificiales. Y yo deseaba que todo fuera mucho más fácil para vosotros, al igual que para mí. Yo perdí la fe en el momento en el que descubrí que el mundo era un osario de miles de millones de personas inocentes que habían muerto.

Lo que dice me deja sin resuello, la verdad de sus mentiras me inunda los pulmones. Lo que dice me aplasta, pero no me rendiré.

—Miles de millones de muertos, Haji. ¿Qué clase de dios permite eso?

—Dios —le digo.

La respuesta lo desanima. No es capaz de mirarme. Los ojos me han quedado anegados en decepción, resignación y dolor.

—¿Podrás perdonarme? —pregunta.

—Podré con una condición.

—La que sea.

—Que jamás te desahogues con Dalila o Ngozi —le digo—. Permitirás que crean lo que creen, no les darás ningún motivo de duda.

Los ojos se le hacen un reguero de lágrimas. Humildemente dice que está de acuerdo y me da las gracias desde lo más hondo de su ser. Me abraza y se lo permito, al poco lo abrazo también.

—Es el destino —le digo.

—¿El qué?

—Puede que hayas perdido la fe, quizá nunca estuviste predestinado a creer, pero yo tengo siempre fe y siempre la tendré. Y tú fuiste el instrumento de Dios para que eso ocurriera, ese es el papel que desempeñaste.

Mi padre me mira asombrado; luego, me pone la mano en la mejilla, tocándola cariñosamente, y se marcha.

Espero que hayamos llegado a algún acuerdo aunque siento un peso en el corazón y en los párpados. La respiración se hace más lenta y debo luchar por cada resuello. Vuelvo a dormirme. Me gustaría pensar que la visita de mi padre ha sido otro sueño delirante. Sé que no lo ha sido, aunque sea tan maravilloso fingir que ha sido así.

Deuce

La respuesta del fuego no ha sido tan halagüeña como para disipar todos tus temores, ni tan pesimista como para corroborarlos. Así que continuas siguiéndole la corriente a Penny, haciéndola feliz durante el tiempo que le queda. Mientras la llevabas al nordeste de Suffolk parecía haber mejorado bastante, aunque luego, cuando pensabas que había pasado lo peor, todo volvió a repetirse, la tos, los estornudos, las náuseas y los vómitos, y esas desagradables manchas rojas que le profanan la cara. Resultó ser un vuelo que te puso los pelos de punta, mientras vigilabas por si venía tu padre, deseando que os pillaran y que no os pillaran a la vez. Te da la impresión de que él podría solucionar todo esto, aunque sea el «fin del mundo», podría hacerte reír sobre ello y ponerlo en perspectiva. Empero no puedes reunirte con él. Ella tiene tanto miedo, quizá cuando se sienta algo mejor puedas abordar la cuestión.

—«RAF[15] Lakenheath» —dice, entornando los ojos para leer el cartel de la entrada enmarcado en ladrillo—. «Ala 48ª de cazas tácticos.»

Es una base británica con aviones estadounidenses y no puedes evitar sentirte una pizca patriótico.

—Ahora vamos a ver dónde podemos entrar y dónde no.

Tu padre te enseñó los pormenores de cómo se entra en una base militar sin autorización cuando tomó prestado un reactor de la base militar aérea de Langley, Virginia. Esa diversión tan explosiva que te sube la adrenalina al sobrevolar con estruendo ciudades, granjas y autopistas y, tenía razón, fue tan fácil. En realidad más fácil en el mundo real que en las prácticas simuladas de la RVI.

Los ojos de tu ángel se encienden con cada paso y te insta a que cojas todo lo que encuentres. Algunas bases militares son casi impenetrables porque, entre los soldados que las ocupaban, no cundió el pánico cuando la peste negra saltó a primera plana. Otras, como esta, quedaron abiertas, expéditas, tesoros hallados de juguetes peligrosos y los más peligrosos de todos son los aviones caza. Os decidís por un F-42 para poder ir sentados juntos. Aunque esté muy enferma, encuentra fuerzas suficientes para ayudarte a cargar el caza con el botín, que incluye un lanzamisiles estilo bazuca que podría abrir las puertas del infierno de un zambombazo.

Sin poder hacer nada, sujeta una pistola.

—Enséñame a disparar —dice.

—Vale —le respondes—. Es bastante distinto a la esgrima, pero algunos de los principios siguen siendo los mismos.

Y debes de ser un instructor estupendo puesto que lo pilla al vuelo. Al poco tiempo, andáis como locos disparando, rompiendo ventanas, luces y una ardilla que se encuentra en el lugar equivocado en el momento equivocado. Está tan impresionada con estas chapuceras maniobras militares que dice:

—Se suponía que tenía que ser soldado, pero, en realidad, este es mi primer entrenamiento.

Y cuando le dices que no se trata de adiestramiento en sí, que sois un par de chavales haciendo el indio con armas, no te quiere escuchar y se arrima contra tu cuerpo y te da las gracias con un beso.

Pandora

Rashid me regaló un escarabajo amuleto cuando tenía ocho años y aún se sentía fascinado por la egiptología. Contaba que los faraones morían y se les momificaba y que se les extraía el corazón de verdad. El escarabajo hacía las veces de corazón suplente en el más allá. Recuerdo haber aceptado el regalo con un guiño y una sonrisa, pero al rememorarlo, recuerdo que nunca me lo puse. Es una gema finamente tallada en forma de escarabajo, pero lo único que me cuelgo junto al corazón es la cruz ansada de Halloween. En algún momento cuando regrese a Nymphenburg con la resina, tendré que ir a Grecia y buscar el amuleto y ponérmelo un poco mientras enciendo unas velas, porque ahora Rashid se ha unido a Mu'tazz y tengo que llorar la muerte de dos en vez de la de uno.

Rashid solía a menudo estar de un humor optimista, al contrario que Mu'tazz quien normalmente era tan serio que cuando la risa le iluminaba los ojos se trataba de una chispa deslumbrante. Los echo de menos por igual y no puedo aceptar sus muertes, como no pude aceptar las de Lázaro, Tyler y Simone cuando les tocó a ellos. Ninguno de los hijos de Isaac pasó el tiempo suficiente en la RVI para que pudiera hacer por ellos lo que hice por Simone. No es justo, siento como si alguien hubiera apagado las luces en el escenario de la vida y yo estoy en las últimas filas gritando en vano «¡otra!».

Uno de los pilotos produce un pitido de alarma y lo miro fijamente sin entender. Aunque estoy familiarizada con muchas de las prestaciones del helicóptero, no creo haber visto en concreto esta luz apagarse antes.

—¿Malachi? No estoy sola aquí arriba, ¿verdad?

El radar ha detectado otro aparato.

No es Halloween —me advierte Malachi—. Aún está en Nymphenburg.

El proceso de eliminación no dura demasiado, enseguida llego a una conclusión cuando otro pitido se convierte en un tono prolongado y espeluznante.

—Alguien me ha seleccionado como objetivo —digo, pero Mal ya ha asumido el control de los mandos e intenta maniobras evasivas que me ponen revuelven el estómago.

Ladea el helicóptero y lo hace girar y allá que voy yo; pero, por muy fantástico piloto que sea, Mal no logra deshacerse del bloqueo de objetivo del misil. No es cuestión de software, sino de hardware, mi helicóptero no es un gran adversario frente a un avión caza.

—Eh, ¿qué es lo que hacéis? —llamo, intentándolo en todas las frecuencias mientras que el sudor me cae por la frente.

No contestan, ya se han decidido.

Asustada, claro, ¿quién no lo estaría? Pero más que nada, estoy enfadada. Qué par de desalmados, ¿a qué juegan? ¿Por qué tengo que sufrir por su cólera? Malditos y estúpidos críos.

Ponte el casco de vuelo —dice Malachi.

Su voz tiene un tono nítido pero no tranquilo. Echo un vistazo por la cabina y me fijo en lo deplorablemente mal preparada que voy.

—¡Ahora! —dice.

Deuce

Es una de esas cosas que no debería ser graciosa, pero lo es.

Le has marcado el helicóptero con el láser para poder volarla del firmamento cuando quieras. Es el equivalente en combate de aviación a poner las manos a unos dos centímetros de la cara de alguien y gritar «¡no te toco!» una y otra vez. No le deseas nada malo a Pandora, pero es una pasada tener ese control sobre alguien, y tu querida no puede dejar de reírse mientras le das caza al objetivo.

—¡Mira cómo está flipando! —dice, llena de júbilo—. Mira cómo corre.

—Sí, debe de estar preguntándose qué mierda pasa.

—Yo sé lo que es eso.

Bajo el casco, te preguntas si tendrá esa pequeña sonrisa nostálgica, la que tanto adoras, o la que te rompe y cura el corazón al mismo tiempo.

—¿Cómo te sientes? —preguntas, mientras acelera el campo gravitatorio.

—¿Bromeas? ¡Me lo estoy pasando demasiado en grande para estar enferma! —se ríe, acercando la mano sigilosamente hacia el disparador y luego retirándola de golpe, juguetona.

Ves lo que hace y te ríes con ella, aunque notas el bombeo de la sangre en los oídos. Sin embargo, continúa haciéndolo, juega a fingir que dispara mientras silba una música de suspense superdramática. Entonces, te agarra la mano y la aprieta muy fuerte.

—Vale, a la de tres vamos a por ella. Una...

—¿Qué?

—Dos... ¡Tres!

No sucede nada y os reís el uno del otro, aliviados.

—Anda sí —dices—, que vamos a matarla de verdad.

—Sí —se ríe—, porque somos fugitivos.

Es lo más absurdo que jamás habías hecho como diversión, pero se lo está pasando en grande y, contra eso, no hay nada que discutir. Así que, le aprietas la mano y dices:

—De acuerdo, esta vez en serio. Uno... dos... ¡tres!

Aún es más divertido cuando lo dices tú. Te duelen las costillas y casi no puedes pilotar con los ojos llenos de lágrimas.

—Vale —dice entre risitas—. Uno... dos...

Pandora

Misil con guía de láser de camino y no hay escapatoria posible. Intento rezarle a Dios aunque no pueda decidir si creo en Él o no, y, mientras el cerebro quiere decir «no así», los labios se mueven solos y gritan:

—Mierda, mierda, mierda...

Como un niño en medio de una rabieta o en el frenesí de aprender una nueva palabra tabú.

Pero no hay tiempo para nada de eso porque en mi pantalla el puntito del misil se dirige como una flecha al puntito que me representa, a una velocidad que no perdona, y los dos puntos se hacen uno y, de repente, salgo volando en el aire, hacia el firmamento, ya que Mal ha accionado el eyector de mi asiento. Me pongo a gritar bajo el casco y todo sucede tan deprisa que no puedo distinguir si estoy cabeza arriba o cabeza abajo, todo es un «agárrate donde puedas» de mar, sol, cielo, helicóptero, que se comba y se dobla bajo la presión, y unas llamas tan calientes que parece que estoy ardiendo yo aunque no lo esté. Justo al descubrir cómo distinguir el derecho del revés, el paracaídas se abre y tira de mí hacia atrás con fuerza y, siento tal alivio al saber que se ha desplegado, que me quedo boquiabierta cuando algo de metal me golpea la cabeza y todo se vuelve borroso. Siento dolor, pero mucho peor que el dolor es la pérdida de conocimiento, y peor aún que esto es que alcanzo a darme cuenta de que el paracaídas acaba de pincharse y el mar Mediterráneo se eleva para recibirme algo más rápido de lo que debería.

Deuce

Restos calcinados. Explosión espectacular. Cuando el misil salió silbando de la torreta, todo lo que sentiste fue una sensación de náusea grasienta en la boca del estómago, que se relajó levemente cuando la viste salir despedida y que regresó fuerte y espesa, empapando el esófago con ácido, mientras el paracaídas se rajaba y ella se hundía bajo las olas.

Sujetas la mano de Penny y ambos tenéis un dedo en el disparador. Se vuelve y te mira asombrada y tu expresión es igual a la suya.

—Pensaba que estabas bromeando.

—Lo estaba —dice.

—Entonces, ¿por qué lo has hecho?

—Yo no lo he hecho —dice—, has sido tú.

—Noté cómo movías la mano.

—Cuando la moviste tú.

—Pero yo no quería hacerlo —gritas.

—Bueno, yo sí, pero tú eres quien ha disparado. Yo no soy capaz de hacer algo así, no soy tan valiente.

Tú pensabas que había sido ella, pero igual fuiste tú. Sabes que tienes problemas para controlar los impulsos. Tantas veces en tu vida has seguido adelante y has hecho algo que no debías. Los impulsos van y vienen todo el tiempo, y la mayoría de la gente no les hace caso, pero a ti no te gusta decirles que no. Al igual que no te gusta decirle que no a Penny. Pero ¿querías disparar a Pandora? Te caía bien, más o menos. A papá también le gustaba. ¿Qué va a decir?

—Me amas —runruneó Penny—, por eso lo has hecho.

Sí que la amas, pero ella es quien ha apretado el disparador. ¿Verdad? O quizá fue cosa de ambos. De todos modos, esto es un puto desastre; más que un puto desastre.

—Oh, cielo santo, ¿qué hemos hecho?

—Has hecho que mordiera el polvo o, en este caso, el agua. Eh, no es para tanto. No es que no se lo mereciera —dice.

—¿Por qué? ¿Porque te pasó por alto con Olivia?

—¡No solo eso! Intentó lavarme el cerebro en la RVI. Puso todo tipo de cosas en mi cabeza, ¿quién sabe lo que hay ahí dentro?

—Aunque eso fuera verdad, ¿merecía morir por ello? No lo sé —dices, sintiéndote indefenso y pequeño.

—Lo sé —dice, acariciándote los bíceps temblorosos con las yemas de los dedos—. Sé que me amas. Maldita sea, cómo me amas.

Intentas pensar, pero tu chica te dice lo que te va a hacer en cuanto aterricéis y es tan difícil concentrarse cuando hace eso. Pero comienzas a gritar «¡Cállate, cállate!», hasta que te da una oportunidad para pensar. Sigues intentando encontrar un modo de deshacer lo hecho, pero la cosa no tiene remedio. El único lado bueno que ves es que si tenía el «fin del mundo», al menos ya no sufre dolor.

—Vamos a París —susurra Penny—. Tengo hambre y quiero ir a París.

Halloween

Estaba a punto de acabar las reparaciones cuando me ha llamado Malachi. Pensaba que venía a tomarme el pelo por mi velocidad de programación y a pedirme un informe sobre la situación; sin embargo, aquel no había terminado la frase cuando yo ya salía corriendo por la puerta.

Champagne podía haber estado en cualquier otra parte, pero era su suerte loca el acabar siempre en mi camino. Le agarré el brazo a mitad de zancada y no la solté hasta alcanzar el reactor.

—Suéltame —bramó—. ¿Qué crees que estás haciendo?

—Pandora nos necesita. Pon tu culo en el asiento.

Pandora

El agua amortigua el golpe. No del todo, pero lo suficiente.

Me encojo en un ovillo justo antes del impacto porque recuerdo que es lo que se supone que uno debe hacer en estas situaciones; pero, cuando choco contra el agua, pierdo el conocimiento y, cuando vuelvo en mí, todo sigue negro. No me funcionan los ojos ni el brazo derecho o la pierna derecha. Un dolor espantoso se me propaga por la columna en vaivén. En la boca aprecio un sabor extraño y puedo oír a Malachi en el oído, aunque a duras penas.

Pandora, ¿puedes oírme?

Creo que le respondo, pero todo parece algo dilatado. Me grita porque el casco se ha dañado y hay un escape de oxígeno. Si no bloqueo la fuga, pronto la mascarilla se llenará de agua. Me doy cuenta entonces de que intento mantenerme a flote y mantener la cabeza fuera del agua, pero las corrientes bajo el mar tiran de mí y no tengo la fuerza de brazos y piernas para aguantarlas como desearía.

Me guía los dedos hasta la fuga y me ayuda a taparlo con un retal del maltrecho paracaídas. ¿Cómo sabe lo que pasa? Y me doy cuenta de que la luz de emergencia del traje de vuelo se ha encendido y envía información a Malachi a través de los transmisores localizados en las costuras.

—Me he quedado ciega —le digo, y me dice que no me preocupe, que se quedará conmigo.

Será mis ojos lo mejor que pueda e impedirá que me ahogue hasta que llegue Hal a rescatarme.

¿Dónde está la resina que Vashti necesita?, me pregunto. ¿Habrá sobrevivido a la explosión? ¿Se habrá hundido en el fondo del mar?

Las corrientes me siguen empujando y quiero gritar y dormir, pero me esfuerzo todo lo que puedo por no hacerlo. Resistiré, porque Malachi me cuenta cómo todos están trabajando juntos ahora. La mente continúa adormeciéndose con el cálido y tranquilizador bamboleo del mar, pero Mal dice una cosa a la cual puedo aferrarme. De nuevo somos un grupo, ya no somos solamente Isaac, Vashti, Champagne y yo contra los problemas del mundo, sino que ahora Hal viene a por mí y somos cinco y con cinco podemos hacer un puño.

Alguna parte de mí adivina que Malachi me dice lo que quiero oír, que puede ser cierto o una forma de mantenerme con vida. Mis amigos pueden todavía seguir divididos, e igual nadie viene a por mí en realidad, aunque eso se verá de un modo u otro. Y no voy a perder la esperanza, es lo único que no voy a hacer.

Halloween

Malachi me dijo lo malherida que estaba, pero ya estaba forzando a tope los límites del motor a reacción. Champagne se aferraba a todo lo que podía, muerta de miedo, pero haciéndose la valiente; ya fuera por temor por Pandora o temor a que yo destrozara el avión intentando llegar allí. Hicimos el viaje en silencio y yo no hacía más que romperme la cabeza pensando en Deuce. ¿Por qué lo ha hecho? ¿Cómo puede haber hecho eso?

Quería creer que la culpable era Penny, pero eso era el padre en mí, que deseaba proteger a su hijo. No podía rendirme ante tal sentimiento. No iba a vivir de falsas ilusiones, porque si él estaba a bordo del caza que había abatido a Pandora, en mi opinión, era culpable.

Aunque si él era responsable, yo también lo era. Hay cosas que podría haber hecho, no haberle enseñado a pilotar reactores y prohibirle las simulaciones de vuelo en la RVI. Así, nunca hubiera podido hacer esto. Sin embargo, me costaba mucho reconciliar este cobarde ataque contra Pandora con la inocente pregunta que mi hijo me había planteado hacía años: «¿Qué se siente al romper la barrera del sonido?».

O quizá debería de haberlo obligado a conocer a sus primas mucho antes, contra su voluntad, sin importar lo mucho que se hubiera resistido.

O quizá si nunca lo hubiera dejado salir de Idlewild.

Cuando tenía nueve años, lo llevé a visitar una pequeña ciudad al suroeste de Pittsburg, región de las minas de carbón. Pero no para que aprendiera la historia del carbón y de la producción de coque, sino para ver una montaña rusa de nombre Breaking Point. Le mostré mi antigua insensatez y le expliqué cómo la había superado, después estuvimos merodeando por el parque de atracciones como un par de amigos juntos, hablando de cosas poco trascendentes. Yo hice una observación sarcástica y él se rió, diciendo: «No fastidies, Sherlock». Al escuchar aquello podía cerrar los ojos y oír una voz del pasado utilizando esa ridícula frase.

Entonces advertí, mientras nos reíamos sobre no sé qué cosa, que ya había mantenido esa conversación antes. No exactamente la misma, pero una que se parecía lo suficiente como para asombrarme porque era algo de años atrás, cuando había hecho algo parecido con Mercutio.

Por tanto, me pregunté si yo había criado a Deuce para que fuera como Mere. Echaba de menos a mi loco, divertido y nunca especialmente fiable amigo; quizá, de modo inconsciente, había modelado a mi hijo como una nueva versión de Mercutio.

No obstante, ese raro instante nunca volvió a repetirse y tuve que resolver que había sido una casualidad y nada más.

Eso era lo que me pasaba por la mente hasta que llegamos al lugar del accidente; pero, al comprobar el alcance de los daños, lo dispersos que estaban los restos, solamente pude pensar en Pandora.

Pandora

La muerte se cierne sobre mí, mirándome a la cara, impaciente como la visita en la sala de espera del doctor. No puedo verla pero sé que está ahí. La voz de Malachi es ahora tan tenue, apenas puedo oírlo, y debo recordar que lo que dice es importante. Por ello, me esfuerzo por escuchar, y me dice:

Cuéntame un cuento.

Me siento como la muchacha en Las mil y una noches que debe inventarse relatos a fin de mantenerse con vida.

Intento hablar y, en mi cabeza suenan las palabras, pero no sé si las pronuncio de verdad. Intento describir el domingo más perfecto con Champagne, aunque no puedo concentrarme en ello y, al poco tiempo, enhebro las palabras unas con otras y mi público es la muerte. Es una sombra viva, cada molécula un retazo de la plaga. De repente, percibo que es una bromista, hace eso de acechar sigilosamente en torno a personas desprevenidas para gastarles una de las suyas. Tantas veces como podía haberme gastado a mí la broma; pero, en vez de ello, ha esperado hasta que estuviera ciega, boca abajo en el agua y perdiendo oxígeno. Jamás la invitaría, aunque debo confesar que este no es el peor de los momentos para una visita suya.

Haji

Las flores se abren. Blanco y rosa. Las pantallas parpadean. Las formas y las sombras se hacen borrosas. Mi hermano se aparta con la esperanza de que nadie lo vea sollozar. Gente que revolotea en torno a mi cama. Unos dedos ordenan unos animalillos de papiroflexia en una bandeja de medicamentos. La mano de Dalila se desliza en mi izquierda; la de Ngozi sujeta mi derecha. Una mascarilla me tapa. Estas son las imágenes a través de ojos medio entornados.

Un gemido dilatado y grave. La respiración dificultosa. Una explicación complicada sobre tecnología que se supone nos dará esperanzas. Una almohada mullida. Mi hermana pide algo. Hidráulica. Ruedas sobre baldosas. Unos clic. Un silbido de gas. «Adiós, mi bello hijo. Hasta que volvamos a encontrarnos.» Estos son los sonidos que llegan a mis oídos.

Enfermedad abrasadora. Las piernas agonizan por los calambres. Los brazos enredados en sábanas. Me mueven. Me levantan. Un beso que se prolonga. En la frente, frescor. La sensación de que alguno me aprieta la mano fuertemente, luego afloja, luego se detiene. El calor me abandona. Estas son las sensaciones.

Inhalo el irritante aroma a medicinas, productos químicos y sudor. Sabor a sed y a hielo, y a caramelo de miel en la lengua.

Es tan arduo retener las cosas en la mente. Pensamientos y sentimientos que se alejan como las galaxias después del Big Bang, me pregunto adónde irán.

Me encuentro en otro lugar. Lo veo todo y reconozco nada. Puede ser en un pasado distante o en un futuro distante. Pierdo los medios para regresar a casa y lo acepto. Por mucho que quiera hilarlo todo, aferrarme a los fragmentos solamente causará dolor. Estoy en ninguna parte, pero es ahí donde quiero estar. Lo nombro el Paraíso.

—¿Y si las puertas del Paraíso me resultan demasiado pesadas y no puedo abrirlas? —dice la voz de Dalila.

No sé cuándo lo dijo, no lo recuerdo. Seguro que lo estará diciendo ahora.

—Para ti serán tan ligeras como una pluma —le auguro ahora, como ya lo hice una vez.

Y, aunque no puedo verla, me tiene cogido de la mano. Tira de mí.

—Tan ligeras que se abrirán solas —prometo—. Así es como te recibirá Dios.

Con voz menuda y llena de gozo, dice:

—Se abren, Haji, las puertas del Cielo se están abriendo.

Su manecita se relaja. Ahora queda Ngozi de la otra mano. Su voz sale de la nada.

—No quiero morir —dice.

Le aprieto la mano y le digo que Dalila ya ha cruzado el umbral. Le digo que debemos apresurarnos y alcanzarla. No debemos hacer esperar a Dios.

—Tengo tanto miedo —dice.

—Hermano, no hay nada que temer. Se trata de otro viaje —le explico—. ¿No somos muy afortunados al poder realizarlo juntos?

Su mano se aferra a la mía desesperadamente y lo tranquilizo, apretando la suya hasta que ya no la siento.

Ahora estoy solo, en tierra de nadie, un universo lleno de mí mismo. No siento nada más que una sensación de frío que va en aumento. Igual me están congelando. Estatismo criónico. No recuerdo si dijeron que lo harían o no. Ni siquiera recuerdo quiénes son.

Hay algo más que esta oscuridad, este vacío, este frío. Estoy seguro de ello. Ahora en cualquier instante pondré el pie en el suelo. Oiré los carillones. Veré a Ngozi y a Dalila delante de mí haciendo carreras por un prado cubierto de nieve, de flores silvestres de las que florecen en invierno, una explosión de espléndidos colores que se abrirá paso a través del manto blanco.

Mirarán hacia atrás por encima del hombro y me llamarán.

—Vamos, Haji —dirán—. Está al otro lado de esta colina.

Y echarán a correr para que los persiga y yo estiraré el brazo para pedirles que esperen, pero estarán demasiado entusiasmados como para esperarse. Así, cojearé tras ellos y descubriré que Dios ha devuelto la salud y la fuerza a mis piernas. Correré sin sentir dolor. Una sonrisa triunfante me iluminará el rostro porque, con cada larga zancada, daré caza a mi hermano y a mi hermana. Mi corazón latirá con alegría y podré estirar los brazos y alcanzarlos. En lo alto de la colina nos reiremos juntos y contemplaremos el amanecer que nos saluda.

En cualquier momento, sucederá.

Soy paciente, esperaré.

Halloween

Busca y rescate: puse el reactor en vertical, sobrevuelo la zona del impacto. Allí abajo, todo lo que podía distinguir eran unos restos contrahechos y las olas batientes, la espuma que se formaba en las crestas. Justo cuando pensaba que Champagne no serviría de ayuda alguna, escudriñó en lo bajo y descubrió a Pandora flotando boca abajo, sin moverse, asfixiándose en el traje. Indicó con el dedo y yo cogí el equipo de urgencias médicas. No tuvimos que decirnos nada, sabíamos lo que teníamos que hacer. Me enganchó a la grúa y me hizo descender hasta el azul, para luego alcanzar el maltrecho cuerpo de Pandora como muñeca de trapo y deslizarla sobre la camilla antes de que perdiera el conocimiento.

Deuce

París es para los amantes. ¿O es Virginia? Ella quería langosta, así que hiciste un barrido por el Sena. Algún activista pro animales debe de haber liberado a las langostas del acuario de algún restaurante; después, habrá echado a los pequeños crustáceos en el río y ahora prosperan. Pescaste una con un carrito de la compra. A veces los cepos improvisados son los mejores.

La empujas por el vestíbulo del hotel George Cinq, lo único que se oye es el sonido de tus pasos y las ruedas chirriantes del carrito. Tu querida deseaba la suite de luna de miel, pero, con los ascensores estropeados, eran demasiados tramos de escalera para tu tesoro contagiado. Por tanto, el vestíbulo mismo hace las veces de suite de luna de miel.

Penny estuvo tomando agentes antiafrodisíacos durante quince años y, por un segundo, pensaste que tardaría quince años en deshacerse de los efectos. Felizmente, no es ese el caso y, en el instante en el que dejas la langosta, se abalanza sobre ti; y, mientras te toca, es la única vez que no te torturas con lo que le hiciste a Pandora.

Hacéis el amor lentamente y con delicadeza sobre los cojines, y copuláis en modo furioso y atropellado en la escalera. Incluso con esos chupones rosáceos y rojizos con los que la ha marcado el «fin del mundo», la encuentras todavía más exquisita de lo que habías soñado. Te la tiras en todas las posturas que puedes imaginar y ella se inventa algunas más. Eres adicto a ella. En tu cabeza se repite una frase de una vieja película: «Eres un cadáver, hijo, ¡ve y sepúltate!». Con lo que ahondas en ella de todos los modos que se te ocurren y, cuando sacas a Génesis para comenzar a quemar las habitaciones mientras lo haces y solamente puedes mirarla y observar cómo crecen las llamas, y cómo te monta, y cómo las llamas siguen creciendo, piensas que puede que te explote el corazón con el resto del cuerpo.

No obstante, al igual que cualquier otra droga, el bajón te puede dejar más hundido que el colocón que te propulsó hacia arriba. No importa cuántas veces te la folies, cuando terminas, no puedes evitar la sensación de que te has jodido a ti mismo.

—Quizá deberíamos entregarnos —le dices una vez, en voz baja.

Se limita a mirarte fijamente y dice:

—¿Volver a ese mundo? ¿Por qué?

—¿No echas de menos a nadie? ¿A nadie en absoluto?

—¿Por qué debería? —te mira de arriba abajo y luego niega con la cabeza—. ¿Por qué, tú sí?

—Mi padre —balbuceas.

—Pensaba que conmigo te bastaba —dice, y levantándose te da la espalda y se aleja, aunque insistas en que sí.

Una vez a solas, intentas llamar a casa.

—Papá, te quiero —dices—. Lo siento mucho.

—¡Al cuerno con tus disculpas! ¡Casi la matáis! —grita, y crees oír a Penny que regresa, así que cuelgas antes de que te pueda decir nada más.

Pero no, solamente es el ruido de sus pasos mientras anda por ahí trasteando. Apagas el teléfono y, sentado, te haces un ovillo en el sofá. Se te antoja cortarte el pelo a la misma altura que el de tu padre; porque igual si te pareces a él, serás él, y todo andará bien. Sin embargo, cuando contemplas tu imagen en el espejo, ya no sabes quién eres.

Cuando vas a hacer las paces con Penny, la encuentras más enferma que antes y, cuando su cuerpo deja de temblar y se limpia, te fulmina con una mirada inyectada de sangre, húmeda.

—Me abandonas —dice.

—Nunca —le dices.

—¿Me amas? De verdad, ¿me amas de verdad? Porque si es así, no cabe nadie más. O estamos juntos o no. O somos las dos únicas personas que quedan en la Tierra que saben lo que es el amor o nos separamos.

Y morimos, piensas. Solos.

Recuerdas lo que tu padre te contó acerca de Simone, cómo era un amor que lo consumía todo y cómo hubiera hecho cualquier cosa por pasar un poco más de tiempo con ella antes de que muriera. No quieres cometer el mismo error, pero, ¡maldita sea!, si únicamente pudieras retroceder en el tiempo y detenerte antes de hacerle aquello a Pandora. Se lo mereciera o no, lo que hiciste fue demasiado lejos y, aunque tu padre dijera que te quería sin contrapartida, crees que acabas de condicionar esa contrapartida más de lo que hubieras imaginado.

—¿Y bien? —dice ella.

A la mañana siguiente, os encontráis de vuelta en Munich, con ella a tu lado, saltando de puntillas. Eso no es lo conecto.

—Si quieres hacer esto —le dices—, es mucho más seguro hacerlo desde el aire.

Y son evasivas, lo sabes, pero solo te das cuenta a medias de que lo dices con la esperanza de encontrarte allí arriba con tu padre, para que de algún modo él lo arregle todo. Escudriñas el cielo, pero está despejado. De todas formas, no importa, porque te dice que no, que quiere presenciarlo a la altura de los ojos.

Os encontráis justo a las puertas de Nymphenburg, intentando con cautela no disparar los sensores de movimiento o los de temperatura. La mejor jugada sobre el tablero es la del terreno elevado porque así tendrás el campo de tiro despejado. Así, te subes a un mirador al otro lado de la calle frente a la entrada. Hace un bonito día y la vista es aún más bella. Estira el brazo para acariciarte la espalda, tranquilizarte, pero no funciona. Bien sea por los nervios o por el «fin del mundo», hay algo que te revuelve el estómago.

Halloween

Sabía que volverían. O para entregarse o para terminar lo que habían empezado. Como si fueran palomas mensajeras, era inevitable.

No vendrían por aire porque temerían demasiado tropezarse conmigo en lo alto y ella querría ver el epicentro de la explosión de cerca. Tendrían que acercarse a pie, era cuestión de por dónde. Tenía tres ubicaciones en mente y eligieron la más obvia de las tres. Una maniobra audaz, o una insensata, igual que jugaba al ajedrez; sin defensa.

Me parecía que había pasado toda una vida desde la última vez que me había puesto el traje. La primera vez que lo vi, lo llevaba puesto Mercutio. Lo más avanzado en dotación militar, que mezclaba la luz, la refractaba y reproyectaba para hacerlo a uno invisible; para convertirlo a uno en un fantasma. Durante años lo tuve guardado en lugar seguro y con él practicaba la puntería dos horas al día sin falta, por si se presentara una situación como esta. Pero, al considerar a todos aquellos a quienes podría tener que eliminar, Deuce era la opción más dolorosa.

Me suponía una pesadilla, pero tenía que hacerlo. Ya había visto el mal con anterioridad y no creía en dejarlo ganar. Por supuesto, yo no soy ningún ángel y he cometido más errores de los que podría contar, y si otros quieren darme una segunda oportunidad, eso es cosa de ellos; pero conmigo no hay segundas oportunidades.

Tomé posición de francotirador en la mullida hierba y esperé.

Deuce

Cargas el lanzacohetes, y notas como el pesado misil se introduce en la recámara con un fuerte clic.

—¿De verdad estamos haciendo esto? —le preguntas—. ¿Muerte piadosa o venganza?

—No importa. La venganza es lo más bajo, la muerte piadosa es el camino más ético; pero, en última instancia, tenemos que hacerlo por nosotros. Por Penny y Deuce, Deuce y Penny —te dice dulcemente al oído.

Piensas en Haji, ahí dentro, y te preguntas si le brindas mejor muerte que a la que se enfrenta. Piensas en todos los compañeros de armas y en las queridas, y te preguntas por qué tú debes jugar a ser Dios de este modo. ¿Eres el Dios del Fuego? ¿Es tu sino poner fin a todo? ¿O eres un fugitivo que ha cometido un grave error? ¿Es posible ser ambas cosas al mismo tiempo?

Las preguntas duelen. La envergadura de lo que vas a hacer es aplastante y, cuando ella te pregunta si estás listo, no haces nada.

—Venga, lo haré contigo —se ofrece—. Contaremos hasta tres.

Cuenta y la miras.

—No puedo —dices.

—Seguro que sí puedes. Ya lo has hecho una vez. En esta ocasión será más fácil.

—Penny —dices, dejando el lanzacohetes en el suelo—, mi padre puede estar ahí dentro y si no sé dónde está, no voy a hacer esto.

—¿Por qué no?

—Porque...

—¿Crees que es distinto? —pregunta, ceñuda.

—Es mi padre. Sin él yo no existiría.

—Deuce —dice—, tú eres quien eres por las decisiones que has tomado. Todo lo que él quería era una copia de sí mismo.

—Es más complejo que eso —dices, pero no importa porque no te escucha.

—Se trata de Adán y Eva, no Adán, Eva y el padre de Adán —dice.

—No voy a optar por esta decisión —dices, esforzándote por no claudicar cuando te lanza esa mirada dolida.

—Vale, dejas claro que no te importo. Eres igual que los demás —dice, convirtiendo las palabras en dagas.

No te defiendes porque igual es cierto que eres como el resto. Aunque la quieres mucho, no estás predestinado a estar con ella. Quizá lo que el fuego quería decirte es que, en ocasiones, no se puede tener todo.

—Está bien. Lo haré yo —dice, a la vez que intenta hacerse con el lanzacohetes.

Pero lo apartas con brusquedad y lo descargas mientras te mira conmocionada. Y la intensa amargura de sus ojos te sorprende, como si estuvieras mirando dentro de un par de pozos vacíos en medio de una sequía interminable.

Halloween

Los observé a través de la mira, dispuesto a poner fin a todo y rezando para que no tuviera que hacerlo. Cargó ese lanzacohetes y amenazaba con levantarlo una y otra vez, pero mantuve la calma y, mientras, pensaba no lo hagas, no te atrevas cada vez que parecía que iba a disparar. Al fin, no pudo hacerlo. Bajó el arma. Se la quitó a la muchacha, quien se puso como loca y comenzó a gritarle, descontrolada y, de algún modo, supe que todo este tiempo había sido ella quien llevaba la batuta. Mi hijo se había enamorado de la persona equivocada, pero ahora ya había recobrado el sentido común. Eso podía entenderlo, podía identificarme con él. Bajé la mira medio centímetro y los observé; y pensé bien. Y luego ella sacó una pistola, así que tuve que disparar.

Deuce

Viste la pistola salir del bolsillo de golpe y no reaccionaste, y entonces resonó el tiro. Resonó con anticipación y eso te sorprendió y justo a la vez no te sorprendió, y la sangre estalló tan rápida; como si guardara fuegos artificiales en la cabeza.

Regueros de sangre le brotaron hasta el pavimento de abajo. Podrías besar a tu bella durmiente, aunque nunca se despertaría. El «tipo del adiós, adiós» la ha librado del «fin del mundo» y la ha enviado al otro barrio.

Tu padre está aquí, y debe de pensar que te ha salvado la vida; pero, en tu fuero interno, siempre has sabido que no tenías una vida que salvar. Y caes en la cuenta de que no eres el Dios del Fuego porque es él el Dios del Fuego. Debe de serlo, porque solamente él puede poner fin a todas las cosas.

Halloween

La maté porque no tuve elección. Tomó su decisión y yo tuve que tomar la mía. Cuando se derrumbó, él sabía quién lo había hecho, podía verlo dando la vuelta, examinando los alrededores en mi busca.

Bajé el rifle, me arranqué el casco para hacerme visible otra vez; lo llamé. Tenía tanto que decirle y no sabía por dónde empezar. Quería que supiera que lo apoyaría, que entendía cómo lo había engañado, que el amor no siempre era así y que, a pesar de que había muerto, él no tenía que dejar morir su corazón con ella.

La expresión de su semblante lo decía todo. Lo veía con tanta claridad como él a mí, y ambos conocíamos la verdad.

Cuando llegué a la base del mirador, aún llevaba los brazos abiertos, con la esperanza de cogerlo. No había quien lo salvara. Se lanzó de cabeza con los brazos abiertos como precipitándose sin pensarlo hacia mis brazos, pero no fue hacia mis brazos y no deseaba que lo alcanzara. No hubo forma de llegar a tiempo. Lo curioso es que, por alguna razón, pensé que podría.

Pandora

Me despierto con el ruido de las olas y sin ver nada.

—Estás despierta —dice una voz—. Bienvenida de nuevo.

Es la voz de Champagne y me complace oírla. Pero aún no puedo verla. No me preocupa tanto como me preocupará cuando los efectos de los analgésicos comiencen a desaparecer. Los huesos que tengo rotos siguen rotos, a pesar de que esperaba que hubiera sido un sueño, y me han atado a una tabla; puedo notarla bajo el cuerpo.

Me explica el tiempo que he estado durmiendo y rezongo.

—Dime qué te duele.

—Acabaremos antes si te digo lo que no me duele.

Le doy un repaso de las lesiones y me da su diagnóstico: hernia de discos, el fémur roto, el cubito roto, traumatismo craneal por contusión que me ha provocado ceguera y conmoción cerebral. Todo quedará como nuevo con el tratamiento y con tiempo. Lo único que no puede prometerme es la vista, que Vashti y ella querrán examinar más detenidamente cuando regresemos a Nymphenburg.

—Si consideramos la fuerza del impacto con el agua, eres afortunada de haber sobrevivido —interviene Malachi.

Me cuentan cómo casi no salgo de esta, de cómo Halloween me rescató y Champagne me reanimó.

—¿Colaborasteis juntos? —pregunto, incrédula.

—No puedo soportar a Hal, pero, de algún modo, hace resaltar mis mejores cualidades —reconoce Champagne.

—¿Dónde está ahora?

Me lo dicen. Y esperaba alegrarme por la muerte de Penny y Deuce pero, en vez de ello, no siento nada. Poseían más a su alcance de lo que nunca supieron y nunca lo apreciaron. Como mi madre solía decir: Dá Deus nozes a quem não tem dentes. Dios le da pan a quien no tiene dientes.

Es un misterio el motivo por el cual esos dos hicieron lo que hicieron, salvo decir que se trataba de atracción fatídica, una mezcla de fuego y gasolina. Algo raro, en el bolsillo de Penny hallaron un tarro roto de mermelada de fresas y nadie comprendía por qué. Era alérgica y lo único que se les ocurría era que, siendo tan rebelde, estuviera dispuesta a hacerse daño por comer las golosinas que deseaba, o que se sentía tan culpable por lo que había hecho que quería envenenarse.

Después de contarme su historia, me cuentan lo de Haji, Ngozi y Dalila. De cómo Isaac y Vashti no pudieron salvarlos a tiempo, excepto mediante la crionización. Al menos, gracias a Dios, tienen una pequeña oportunidad, pero tengo el alma destrozada por Isaac.

Una vez que rescatemos esa resina, igual Vashti podrá sintetizarla y erradicar la peste negra de una vez por todas. Y si eso funciona, quizás algún día podamos rescatar a tantas de sus víctimas que se encuentran en crioconservación. A los hijos de Isaac también. Igual podremos ofrecerles el futuro que se merecen.

Siempre la optimista.

—Lo dices como si fuera una cosa mala.

No, lo admiro. Es una cualidad que poseen algunos de salir ilesos de la adversidad.

—Quieres decir valor.

Imagino que sí.

Oigo el sonido de un avión que aterriza, lo que significa que el equipo de rescate ha llegado. Primero Isaac, luego Halloween. Se acercan a mi vera y se sientan conmigo, luego se marchan con la intención de recuperar lo que queda de mi cargamento.

Es incluso mejor que en los viejos tiempos. Todos trabajando juntos. Si Fantasía estuviera aquí sería perfecto, pero habrá que conformarse con lo que hay.

Halloween

He intentado no soñar. Cuando lo hago, algunas veces me despierto pensando que Deuce sigue vivo. Después me paso todo el día buscándolo por el rabillo del ojo.

He encargado a Malachi que trabaje en mi proyecto preferido: un análisis de cómo funcionan exactamente los ciclos del sueño en la RVI. Sostengo la teoría de que existe cierta cualidad recurrente. Tantos datos agitados por ahí dentro, tengo motivos para creer que la generación de mi hijo creció con algunos de nuestros antiguos sueños. Nunca impediría a nadie acceso a los sueños de Pandora, pero los míos pueden resultar peligrosos, y no quiero ni imaginarme lo que podrían ser los de Mercurio.

Sueños peligrosos, peligrosos.

He tomado una decisión, ya no voy a seguir soñando. Me voy a concentrar en la vida y en hacer lo que sea necesario hacer.

Todos querían que me involucrara; bien, pues lo hago.

Aunque únicamente sea por Pandora.

Agradecimientos

Primero, debo rendir homenaje a mis brillantes y pacientes editores: Jennifer Hershey de Putnam, y Simón Taylor de Transworld (Reino Unido). Para mí es un privilegio trabajar con vosotros.

Igualmente maravillosos y sagaces son mis representantes, quienes me han prestado todo su apoyo. Gracias a todos en InkWell, pero en especial a Matthew Guma, Richard Pine y Lori Andiman, todos aquellos que, por suerte, velan por mis intereses.

La exquisita sensibilidad de Andrea Ho y de Gretchen Achules ha hecho de la cubierta para la edición estadounidense una obra de arte. Richard Carr hizo lo mismo con la portada de la edición en el Reino Unido.

Catherine Pradt corrigió el manuscrito, cambiando comas, paréntesis y guiones largos gracias a una alquimia literaria conocida solo por unos cuantos ilustrados.

Sharon Greene y Rita Calvo me ofrecieron una vez más sus sabios consejos sobre epidemiología y biología molecular. Volker Vogt aclaró mis consultas en materia de virología y me ayudó así a dar forma al «fin del mundo».

Kelly Zamudio, Steve Ellner y Richard Harrison me permitieron toda serie de hipótesis acerca de lo que podría sucederle al planeta una vez que la humanidad ya no agotara sus recursos.

Lee Meadows Jantz me brindó pormenores sobre la descomposición del cuerpo humano.

Además, mi agradecimiento a las instituciones que me dejaron tomar prestado parte del tiempo de estos expertos: la Universidad de Michigan (Greene), la Cornell University (Calvo, Vogt, Zamudio, Ellner y Harrison) y la Universidad de Tennessee (Jantz).

Brandon Benepe comentó conmigo distintos aparatos de atracciones, lo que dio colorido a Breaking Point.

Adam Adrian Crown tuvo la amabilidad de responder a mis preguntas sobre esgrima. Su Classical Fencing: The Martial Art of Incurable Romantics es una fuente magnífica.

El epígrafe se lo debo a un grupo que me toca hondo, los revitalizantes y conmovedores Local H. Los álbumes As Good as Dead y Whatever Happened to P. J. Soles? nunca andan muy lejos de mi equipo de música. Gracias a Scott Lucas y a Brian St. Clair y, en particular, a Wes Kidd de Silent Partner Management, quienes movieron cielo y tierra para conseguirme Heaven on the Way Down.

Es posible que la frase «¿esto funciona?» sea el estribillo más neurótico del escritor; con frecuencia torturo a mis amigos con él. Mi gratitud para Dave Parks y Doselle Young, dos escritores muy hábiles que me ayudaron a pulir el libro, haciendo circular ideas alegremente y ofreciéndome sus comentarios desde las primeras páginas.

John Scalzi estaba acabando The Android's Dream mientras yo terminaba LOS HIJOS DEL PARAÍSO. Me llamaba, me contaba lo que había avanzado y se reía como un malo de película Bond ante mis progresos. Tener contra quién medirse es un gran elemento motivador, incluso cuando no se gana.

Apoyo, ánimos, ayuda e inspiración adicionales llegaron de la mano de Warren Betts, Nick Bortman, Rosie Brainard, Damned If I Don't Productions, Jack Yaki Dunietz, Rich Florest, Dan Goldman, Mozetta Hilliard, Annah Hutchings, Nathan Jarvis, David Klein, Walt McGraw, Joel McKuin, Clinton L. Minnis, Maurice y Renee Minnis, Nova Group, David Owen, G. J. Pruss, Sam Sagan, Sasha Sagan, Jerry Salzman, Tom Schneider, Raphael Spiritan, Janine Ellen Young y todos los que se presentaron a las sesiones de firma de ejemplares de Código genético o se dejaron caer por www.nicksagan.com para saludarme.

La sensibilidad artística de mi padre continúa influyendo en mucho de lo que hago. En esta línea, les estoy agradecido a Ann Druyan y a Cosmos Studios por mantener con vida la visión de futuro de mi padre. Lo echo en falta todos los días. Hay tantas cosas que desearía compartir con él hoy; este libro es un ejemplo de ello.

Clinnette Minnis sigue siendo mi arma (ya no tan) secreta. ¿Dónde estaría yo sin su mente brillante y su afecto?

Finalmente, gracias a uno de los pocos artistas interplanetarios: mi madre, Linda Salzman Sagan. Sí, fue ella quien diseñó la placa de la Pioneer y permítanme que les cuente algunos de sus otros logros.

Cuando era un bebé, se tomó tiempo para alimentar mi intuición e imaginación; cuando era apenas un niño, me crió con estupendos libros y películas extranjeras, de las cuales (la mayoría) no entendí nada; cuando era niño, se identificó con mi espíritu rebelde y me ayudó a enfocarlo hacia la creatividad; cuando era adolescente, me enseñó a escribir (pasé años viéndola escribir para la televisión), incitó mi predisposición a correr riesgos y a probar cosas nuevas y nunca dejó de creer en mí, ni siquiera cuando dejé el instituto. Y ahora que soy un adulto, me ha enseñado a tener valor y cierto aprecio por aquello que hace falta para sobrevivir ante la adversidad.

Lecciones de vida aprendidas, le estoy agradecido por todas ellas.

Nick Sagan

Itaca, Nueva York

A 9 de mayo de 2004

Nota sobre el autor

Nick Sagan se graduó en la Escuela de Cine de UCLA y escribe guiones para la industria de Hollywood desde 1992. Ha abordado todo tipo de géneros, desde series de televisión hasta películas de animación y videojuegos, y entre sus clientes figuran las productoras Paramount, Warner Brothers, New Line, Universal, Disney y los directores David Fincher y Martin Scorsese. Es coautor del galardonado videojuego Zork Nemesis: The Forbidden Lanas, y ha adaptado al cine novelas de Orson Scott Carel, Úrsula K. LeGuin, Pierre Oulette y Charles Pellegrino, además de haber escrito el guión de dos episodios de la serie de televisión Star Trek: The Next Generation y cinco de Star Trek: Voyager. En el año 2000 la astronauta Sally Ride lo contrató como productor ejecutivo de Entretenimiento y Videojuegos en Space.com. Nick, que vive en Nueva York, empezó además a impartir clases de escritura de guiones en la Universidad de Cornell en 2007.

En 2002 vendió a la prestigiosa editorial Penguin Putnam su primera novela, Código genético, que obtuvo un rotundo éxito: fue destacada por la revista Kirkus, y por Book Sense, Borders y Barnes & Noble como una de las mejores obras de ciencia ficción del año, y pronto se estrenará su adaptación cinematográfica.

Los hijos del paraíso, aunque continúa con la historia de Código genético, puede leerse por separado. SFX Magazine le otorgó una crítica de cinco estrellas, su máxima puntuación, declarándola «Una de las mejores novelas posapocalípticas», y criticas tan importantes como las de SF Crowsnest y SF Site la han aplaudido unánimemente. Esta novela no hizo sino confirmar el talento de un escritor que sigue la estela de su padre, Carl Sagan, famoso astrónomo y brillante autor que aún hoy sigue siendo aclamado por la crítica.

Bibliografía de Nick Sagan

–Novelas

2003– Idlewild

–Código genético, La Factoría de Ideas, Solaris n° 92, 2007.

2004– Edenborn

–Los hijos del paraíso, La Factoría de Ideas, Solaris n° 121, 2009.

2005– Everfree

Próximamente en La Factoría de Ideas.

–No ficción (con Mark Frary y Andy Walker)

2007– You Call This The Future?

 

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16 de agosto de 2011

cia de la danza sufí, que se baila con una falda de casi 11 kilos de
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