Aparece un cadáver en el principal depósito de agua potable de Nueva York. Corre el año 1808, y John Tonneman, ya sexagenario, empieza a plantearse la jubilación. Sin embargo el hallazgo de dicho cadáver y, posteriormente, de un cráneo enterrado treinta años atrás, junto con la súbita desaparición de su hijo mayor, arrastran a John a una nueva investigación.

Maan Meyers

El policía honrado

Dutchman III

Para Rita y Lenny,

Más que una familia

Agradecimientos

Gracias a Linda Ray, Ann Bushneil, Chris Tomasino, Dr. William Gottfried, Dra. Ira Golditch y Dr. Ludwig Leibsohn, así como al personal de la biblioteca de la Historical Society de Nueva York.

Mi más sincera gratitud a nuestra editora, Kate Burke Miciak, cuyas palabras de aliento apreciamos.

***

NUESTRA SITUACIÓN NO SÓLO ES INQUIETANTE, SINO REALMENTE ALARMANTE. EL EMBARGO IMPUESTO RECIENTEMENTE SOBRE NUESTROS BARCOS NOS IMPIDE NO SÓLO HACERNOS A LA MAR, SINO TAMBIÉN GANARNOS LA VIDA EN TIERRA FIRME. ASÍ PUES, LE PREGUNTAMOS HUMILDEMENTE CÓMO PROCEDER EN ESTA SITUACIÓN, Y LE ROGAMOS QUE NOS PROPORCIONE MEDIOS DE SUBSISTENCIA PARA PASAR EL INVIERNO SI EL EMBARGO NO ES ABOLIDO DE INMEDIATO. ¿DE QUÉ VA A ENORGULLECERSE ESTADOS UNIDOS SI NO ES DE SU AGRICULTURA Y SU COMERCIO? LA DESTRUCCIÓN DE LO UNO SERÍA LA RUINA DE LO OTRO.

YA HEMOS GASTADO LA MAYOR PARTE DE LAS PAGAS QUE NOS DEBÍAN DE NUESTRAS ÚLTIMAS TRAVESÍAS, Y PEOR AÚN, HEMOS CONTRAÍDO DEUDAS POR NUESTRO HOSPEDAJE.

¿CÓMO ESPERAN QUE PAGUEMOS? SI SAQUEAMOS O ROBAMOS, ACABAREMOS SIN DUDA EN LA PRISIÓN ESTATAL.

EN UN COMUNICADO DE ESTA MAÑANA TRATABA DE DISUADIRNOS DE NUESTRO PROPÓSITO, MENCIONANDO QUE HABÍA TOMADO MEDIDAS EN PREVISIÓN DE LAS GENTES DIGNAS DE COMPASIÓN. AÚN NO LO SOMOS, PERO NO TARDAREMOS EN SERLO SI NO HACE NADA POR AYUDARNOS. SOMOS HOMBRES SANOS, ROBUSTOS Y HONRADOS QUE PREFIEREN CUALQUIER CLASE DE EMPLEO A VIVIR DE LA BENEFICENCIA. PERO LE ROGAMOS HUMILDEMENTE QUE NOS PROPORCIONE MEDIOS PARA SUBSISTIR, O LA CONSECUENCIAS SERÁN NO SÓLO FATALES PARA NOSOTROS, SINO RUINOSAS PARA EL FLORECIENTE COMERCIO DE ESTADOS UNIDOS, YA QUE NOS VEREMOS OBLIGADOS A PARTIR A BORDO DE BARCOS EXTRANJEROS.

Presentado al alcalde de Nueva York por un grupo de marineros reunidos en el ayuntamiento en la mañana del sábado 8 de enero de 1808.

Prólogo

Viernes, 22 de enero

El halcón se posó sobre uno de los abruptos montículos de barro y escombros que rodeaban el embalse, ladeó la cabeza y observó la actividad que se desarrollaba abajo. Tenía hambre y en su nido aguardaban cuatro bocas. No quitaba el ojo de encima al cerdito que correteaba a los pies de los carreteros y jornaleros cinco metros más abajo, deteniéndose sólo para mordisquear las raíces que sobresalían del suelo helado. Por encima del halcón unas nubes gris pizarra cruzaban raudas el cielo impulsadas por el recio viento del norte.

El halcón, una sombra marrón oscura, llevaba todo el día acechando a su presa, elevándose en el cielo para a continuación descender en picado. Los hombres le habían gritado y arrojado piedras. Era su comida y no iban a permitir que un pajarraco escuálido la tocara. Lo habían ahuyentado de un extremo del montículo, pero los sobrevoló en círculo y se posó en el otro extremo, clavando sus garras amarillas una vez más en el duro suelo. Al cabo de un rato se habían cansado de perseguirlo. El halcón sólo tenía que esperar. Sabía que la oscuridad pondría fin a la actividad de los hombres, porque sin fuego no veían. La noche le pertenecía a él.

El halcón extendió las alas y las dobló contra los costados, encrespando las plumas color crema del cuello. La paciencia era su punto fuerte. Se apoyó en la otra garra, arrojando tierra helada hacia abajo.

Los jornaleros iban y venían, sacando barro del agua fría y cargándolo en carros para llevarlo lejos. Estos carros regresarían rebosantes de tierra que verterían en lo que quedaba del embalse, donde tan bien había comido el halcón en otro tiempo.

Cayó la noche. Cuando los carreteros empezaron a echarse la pala al hombro, el halcón encaramado en su promontorio se preparó, aferrándose con las garras al inestable montículo y estirando el cuello. El azulado garfio de su pico apenas se distinguía contra el azul cada vez más oscuro del cielo. Extendió las alas y alzó el vuelo. En ese preciso instante un águila cayó en picado por su lado y atrapó con sus afiladas garras al cerdito. La aterrorizada criatura chilló; ofendido por tan arrogante piratería, el furioso halcón emitió un largo y escalofriante grito.

La sangre del cerdito llovió sobre los indignados hombres, salpicándolos, mientras agitaban en vano sus puños hacia el cielo.

Esa noche el águila cenaría bien, a diferencia del halcón y de los hombres que trabajaban en el Collect.

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New-York Evening Post

Enero de 1808

1

Viernes, 22 de enero. A media tarde

Golpeó el suelo con los pies para sacudirse la nieve de las botas y entró a hurtadillas en la cocina, decidido a evitar a su padre, pues estaba seguro de que habría otra pelea. Ya oía su voz reprobadora:

«Falta una hora para que anochezca. ¿Por qué sales del trabajo en pleno día? ¿Por qué no te tomas en serio las cosas serias? ¿Qué clase de hijo eres? -Le palpitaría la vena de la frente-. Mi padre era médico, y yo soy médico. ¿Qué pecado he cometido para que mi hijo no lo sea?»

Entonces su madre saldría en su defensa, y estallaría la guerra por y en torno a él.

Micah, la sirvienta, se hallaba inclinada recogiendo el hollín de la chimenea, sujetándose con los dientes el bajo del delantal de guinga a cuadros para no mancharlo. Silbaba débilmente y no lo oyó entrar. Se acercó a la criada con sigilo y, agitando los brazos, exclamó:

– Oooohhhh.

– ¡Aaaah! -Micah cayó desplomada, y la cofia de muselina se le resbaló sobre un ojo. Al verlo de pie a su lado, carcajeándose, soltó una risita-. Va a matarme, Peter Tonneman. Y sus padres se enfadarán mucho.

– Lo siento, Micah. -Todavía riendo, Peter la ayudó a levantarse y le tendió la escobilla de paja que había caído al suelo-. No he podido evitarlo.

Entre risas, Micah se colocó bien la cofia y agitó un dedo hacia él.

– Será mejor que se comporte, o se lo diré a sus padres cuando vuelvan del servicio.

Oh, cielos, había vuelto a olvidarlo. Un motivo más de irritación para su padre.

– ¿Por qué no has ido? -preguntó a la sirvienta.

– Porque soy tan buena judía como usted. Si puedo barrer y servir la comida los viernes, no asisto al servicio.

Esta vez él se había propuesto ir. Era como si hiciera vida aparte. ¿Por qué era el único que ignoraba cuál era su lugar en el mundo?

Salió de la cocina pensando en que era un marginado y en la amarga decepción que había supuesto para la familia Tonneman. Si su hermano David hubiera vivido…, las cosas habrían sido diferentes.

Tenía un pie en el primer peldaño cuando oyó un estrépito seguido de un grito ahogado. Había alguien en la consulta de su padre. Se encaminó rápidamente hacia allí.

Una pequeña figura se hallaba inclinada sobre el viejo maletín negro de instrumentos quirúrgicos, que se encontraban desparramados por el suelo.

– ¿Qué haces aquí, niña? -preguntó Peter, imitando lo mejor posible el tono de su padre, lo que se le daba muy bien.

Tal vez debería ser actor.

Su hermana Leah se volvió aterrorizada hacia él antes de deshacerse en lágrimas. Sólo tenía diez años, y le fascinaba la consulta de su padre. Dios actuaba de forma misteriosa, solía afirmar su madre. Y era una gran verdad.

– Lee.

Peter se arrodilló a su lado y le habló con delicadeza. La quería muchísimo. Eran totalmente opuestos; Leah tenía los ojos negros y el cabello oscuro de los judíos españoles Mendoza, y apenas medía un metro veinte, mientras que él, con el cabello rubio y los ojos azul oscuro de sus antepasados holandeses, superaba el metro ochenta.

– Peter. -La niña se secó las lágrimas en el abrigo de terciopelo verde de su hermano-. Sólo quería tocarlos. ¿Por qué no puedo?

– Yo no tengo inconveniente, pero ya conoces a papá. -Le enjugó las lágrimas con su pañuelo de lino antes de recoger del suelo los escalpelos y otros instrumentos quirúrgicos- ¿Por qué no has asistido al servicio?

– Me dolía la barriga. Papá me preparó un té de frambuesa y dijo que podía quedarme en casa.

– ¿Te dolía la barriga o simplemente te apetecía toquetear sus cosas?

– A ti te deja tocarlas. -Era casi una acusación.

– Lo sé. Le alegraría mucho que fuera como tú.

Mientras Leah lo observaba sorbiendo con la nariz,cl termino de introducir el instrumental en el maletín. Luego sentó en la mesa a la pequeña, que lucía un vestido de tafetán azul que había pertenecido a su hermana mayor, Gretel. Peter le colocó bien las cintas de la amplia faja rosa.

Leah le arrojó los brazos al cuello.

– ¡Eres el mejor hermano del mundo!

Tal vez fuera el mejor hermano, pero desde luego que no el mejor hijo, se dijo Peter mientras dejaba a Leah en Ja cocina con Micah.

Sus padres y su hermana Gretel no tardarían en regresar del servicio del sábado, y no quería estar allí para volver a oír cuánto había decepcionado a la familia.

Salió sin saber adónde ir. Entonces se le ocurrió que tal vez encontraría a George en la taberna White Horse, tomando unas cervezas, y hacia allí encaminó sus pasos.

HUMOR – UN CHISTOSO OBSERVÓ HACE UN PAR DE DÍAS QUE SI SE LEE LA PALABRA «EMBARGO» AL REVÉS, SE OBTIENE «O GRAB ME!». [1]

SE CREE QUE MUCHOS SENTIRÁN LA INFLUENCIA DE TAL AGARRE.

New-York Herald

Enero de 1808

2

Viernes, 22de enero. Por la noche

Las furiosas palabras penetraron la densa niebla que envolvía su mente. Apenas si podía levantar su dolorida cabeza para averiguar de dónde procedían, aunque sabía muy bien quién las pronunciaba. Joseph Thaddeus Brown -a quien había apodado Tedioso, por lo que se consideraba muy ingenioso-, delegado de vías públicas e inspector de la Collect Company, tenía una voz atronadora.

– No pienso permitirlo -bramaba.

Hubo un murmullo en respuesta en que distinguió las palabras «elección» y «cuestión».

– ¿No tengo elección? -preguntó Brown a gritos-. Ya lo veremos.

Peter se tapó los oídos con las manos y se volvió, arrojando al suelo papeles, plumas y tintero. Sólo entonces se percató de que se hallaba sentado ante su escritorio. La puerta de la calle se cerró de golpe, pero Tedioso siguió protestando. Apenas si se oían los cascos de los caballos al pasar, amortiguados por las fuertes pisadas en la habitación contigua.

Peter entornó los ojos. Estaba a oscuras. Debía de llevar mucho rato dormido, porque la vela se había consumido totalmente. La buscó a tientas. Tal vez la había volcado.

– ¡Qué estúpido! Podría haberme quemado el trasero -murmuró.

Riendo, trató de incorporarse, esparciendo aún más papeles relacionados con su decorativo cargo de secretario de Tedioso.

La habitación danzaba alrededor. Le subió por la garganta un terrible sabor, y tragó saliva, gimiendo débilmente y con los ojos cerrados. Buscó a tientas un punto de apoyo y encontró la botella de brandy. Ah, Dios era clemente. Echando hacia atrás la cabeza, se la llevó a los labios con la esperanza de que el divino licor le aliviara el dolor de cabeza. ¡Maldita sea, la botella estaba vacía! La arrojó al suelo y se hizo añicos.

Estupendo, Tedioso descubriría que se encontraba allí y le soltaría una nueva diatriba contra los peligros de la bebida.

Casi al instante la puerta se abrió de par en par, y apareció Tedioso, un triste esqueleto cuáquero con su sombría chaqueta de cachemir, pantalones informes y ese maldito sombrero negro de ala ancha y copa baja que jamás se quitaba. Sostenía en alto una lámpara, a la luz de la cual se asemejaba a esos profetas judíos de la Biblia que la madre de Peter siempre llevaba consigo. Éste entornó los ojos y alzó las manos para protegerse del desagradable resplandor.

Tedioso inició su invectiva con las injurias habituales.

– Debí suponerlo, despreciable borracho. Lamento el día que me cargaron con usted.

– ¡Agárrame! -murmuró Peter.

Deseó que la habitación dejara de dar vueltas de esa forma tan enloquecedora. El sermón proseguía, pero el joven ya no escuchaba. Pisó trozos de vidrio roto y se agachó para recoger el cuello de la botella.

– Estás acabado, muchacho -sentenció Tedioso-. Mañana sin falta hablaré con tu padre.

A Peter le hervía la sangre.

– ¿Qué le ocurre? ¿Ya no me trata de «usted», farsante pomposo? El mundo debería saber que no es el devoto Amigo [2] que finge ser.

Joseph Thaddeus Brown no respondió. Salió con paso airado de la habitación, llevándose consigo su sacra luz.

Las palabras de Tedioso hicieron mella en Peter, quien sintió el flujo de la humillación como un baño que le despabilaba de la borrachera. Tedioso se proponía contárselo a su padre. Peter se movió con tal rapidez que se sorprendió. Abandonando el caos que lo rodeaba, abrió la puerta de la habitación contigua, donde Brown tenía su oficina. Éste se hallaba de espaldas, seleccionando el material de su escritorio. Un triste fuego ardía en el hogar.

– Disculpe, señor. -Al no obtener respuesta alzó la voz-. Disculpe, señor.

Brown se volvió con una expresión desdeñosa y un fajo de billetes en la mano; Peter observó que tenía la caja fuerte de la Collect Company abierta.

– No me venga con ésas. -Escondió el contenido de la caja-. Ha tenido ocasión de prosperar aquí. Ahora me desentiendo de usted.

El joven se sintió de pronto muy cansado. Le escocían los ojos y le pesaban los hombros. Era inútil. Se encaminó hacia la puerta.

– No tan deprisa, ladronzuelo. Quiero que devuelva el dinero que ha estado sisando -exclamó Tedioso.

Peter se volvió y lo observó, tambaleándose, demasiado embriagado y perplejo para hablar.

– Entonces no hay nada que hacer -bramó Tedioso-. Su padre va a oírme.

– ¡No!

Peter estaba confuso. No había robado nada. Sin embargo, la situación era desesperada. Su padre había amenazado con expulsarlo de casa por beber y holgazanear. Podía acusársele de muchas cosas, pero no de ladrón. No obstante, en cuanto Tedioso se lo insinuara a su padre…

– Escuche, Thaddeus, nunca he robado un céntimo… Lo juro.

– Claro -espetó Tedioso, cerrando la caja fuerte de golpe.

El joven se acercó con paso vacilante a su torturador y alargó inesperadamente el brazo, rozándole apenas la mandíbula. Su grito de borracho estuvo a la altura del de Thaddeus.

– Escúcheme bien, Ala Ancha. [3] Le repito que no he robado nada.

El hombrecillo no se movió.

– Es usted un embustero y un tramposo, además de un borracho…

Ratatatatat. El sonido procedía de la gran ventana situada detrás del escritorio de Brown; Peter lo ignoró. Al errando el cuello del hombre con una mano, lo levanto del suelo, mientras con la otra seguía sujetando el cuello de la botella rota. Retorciéndose como una lombriz, Brown arañó el aire.

Felizmente la razón se impuso en el embriagado cerebro de Peter, quien dejó a Tedioso en el suelo y arrojó el trozo de vidrio. No obstante, con la mano derribó al desdeñoso cuáquero, quitándole el sombrero. Brown yació en silencio en el suelo mientras empezaba a brotar sangre de su afilada nariz.

Horrorizado, Peter se acercó al hombre con la intención de ayudarlo a levantarse, pero perdió el equilibrio y se estrelló contra el escritorio, volcándolo y arrojando la caja fuerte, junto con un revuelo de papeles, al suelo. Tendría que responder de ello al día siguiente. Al comprender lo que había hecho, se serenó.

– Dios mío, lo he matado. -Se arrodilló junto al cuerpo inmóvil de Brown-. Perdóname, Tedioso.

Brown gimió. Tal vez al oír su horrible apodo había resucitado.

– Estúpido. -Con gran esfuerzo, el cuáquero apartó al joven de un empujón. Limpiándose la nariz sangrante con la manga de la chaqueta, añadió-: Déjame. Largo de aquí.

Vacilante, el joven se puso en pie y tropezó con los grandes zapatos de Brown. Unos papeles le hicieron resbalar, y volvió a caer, esta vez llevándose consigo una jarra azul que se hizo añicos, desparramando los confites que contenía. Oyó un ruido a sus espaldas y, al volverse, el resplandor de una luz le cegó. La cabeza parecía a punto de estallarle. Cubriéndose los ojos con el brazo, se levantó tambaleándose. La habitación giraba en torno a él.

– ¿Qué ocurre aquí?

El joven intentó apartar la luz de un manotazo, pero ésta apenas retrocedió. El vigilante, una mole de carnes enfundadas en un gran abrigo marrón, movió la luz para examinar el desorden.

– Nada -respondió Peter con fingida firmeza.

– Muchas cosas. -Brown se llevó el pañuelo a la nariz para detener la hemorragia.

– Permítame… -se ofreció Peter.

La botella rota, la caja fuerte y los papeles esparcidos por el suelo no le pasaron por alto al guardia nocturno.

– ¡Agárrame! -exclamó-. ¿En qué puedo ayudarle, delegado Brown? William Tice, a su disposición.

– ¿Cómo dice? -inquirió Brown, recogiendo la caja fuerte.

– ¿En qué puedo ayudarle, señor?

– ¡Se lo diré! -exclamó Brown, con la caja firmemente sujeta bajo el brazo derecho. Se frotó la nariz y sus ojillos de ratón y, sentándose, buscó su sombrero de ala ancha, que se encasquetó en la cabeza-. Llévese a este excremento de vaca…

– Agárrame, Tedioso -bromeó Peter, con la esperanza de aplacar la furia del hombrecillo-. Ésa no es forma de hablar. Y ha vuelto a tutearme.

– Dios me perdone, pero quiero ver esta sabandija encerrada cien años.

– Si así lo quiere, señor Brown -respondió el guardia, pensando que esos tipos ricos no sabían valorar lo que tenían.

– ¡No! -A Peter volvía a dolerle la cabeza. Eso destrozaría a sus padres.

– ¡Largo de aquí, ladrón! -Con ayuda de Tice, Brown se levantó del suelo.

La indignación de Peter era equiparable a la de Brown. De haberse tratado de una pelea cuerpo a cuerpo, podría haberse defendido y vencido. Dada la situación, no había nada que hacer.

– No soy un ladrón, señor. No he robado nada a nadie.

El vigilante abrió la boca despacio, enfocando con la linterna y observando a los dos hombres enemistados.

Brown echó a reír, con el rostro ensangrentado y deformado por la cólera y la luz de la linterna.

– Esta vez de nada le valdrá acudir a su madre -amenazó-. Mañana mismo el alguacil mayor será informado.

Eso fue todo. Alisándose el cabello muy rubio, el embriagado Peter Simón Tonneman se irguió y respondió con serenidad:

– Hágalo, Tedioso, y le prometo que no vivirá para contarlo.

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New-York Herald

Enero de 1808

3

Sábado, 23 de enero. Muy de mañana

Los temores de Ludwig Meisel se habían visto confirmados. La tormenta no había tardado en estallar, zarandeando el carruaje Concord y a sus pasajeros. El viento despiadado le rasgaba las ropas como un cuchillo helado.

El coche tirado por cuatro caballos del hacendado británico del siglo XVIII se había convertido en medio de transporte público en Estados Unidos. Con un asiento adicional, permitía que nueve pasajeros se apiñasen en el interior de la estructura de madera. Estos coches carecían de muelles porque los accidentados y abruptos caminos rompían las espirales. Y eran ligeros, por lo que resultaba más fácil vadear las corrientes. En aquel país los puentes eran tan raros como los huevos de rocho.

– Scheise… Ratte… Mierda -gruñó Meisel a los exhaustos caballos.

Los había forzado en un intento por adelantarse a la tormenta, el día anterior desde Filadelfia y ese día desde Princeton, donde solían proporcionarle caballos frescos. Desafortunadamente había tenido problemas con el segundo tiro, y uno había empezado a cojear.

Así pues, se veía obligado a avanzar más despacio y procurar que los animales no se desviaran del camino, que desaparecía rápidamente bajo los montones de nieve acumulada que el viento arrastraba de un lado a otro. Detrás de él, encaramado en el portaequipaje, el joven Tom luchaba con las distintas correas, tratando de impedir que las maletas salieran volando por los aires. El cochero, el aprendiz y el baúl de viaje ya estaban cubiertos de nieve.

El cielo encapotado no auguraba nada bueno cuando abandonaron Princeton al amanecer. Meisel sabía que nevaría y así lo dijo, pero ese tal Longworth era un tacaño y despreciable teufel.

– No te pago para que te sientes junto a la lumbre -replicó Longworth, sin hacer caso de la preocupación de Meisel.

Maldiciendo a los ingleses, Meisel ordenó al muchacho que afianzara el equipaje y enganchara los caballos mientras él examinaba los ejes de las ruedas para comprobar si estaban engrasadas y equilibradas, y se cercioraba de que el saco de arena que guardaba a los pies del asiento estaba seco.

Longworth se mostró tan insultante con los pasajeros como con el cochero.

– Moveos -vociferó-. Va a nevar. Si salimos ahora, podremos llegar a tiempo a Nueva York.

Como corderos, los tres adultos y los dos niños que se dirigían a Nueva York subieron al coche y se envolvieron en las mantas.

Meisel hizo una última objeción, señalando hacia el este.

– No veo el sol. Es un mal augurio.

Longworth no estaba para tonterías.

– Vamos, vamos -ordenó, dando una palmada en la grupa de uno de los caballos.

– Si el tiempo empeora -exclamó Meisel en medio de los rugidos del viento-, me detendré en Hoboken y esperaremos a que pase la tormenta.

¿Le había oído Longworth? Lo ignoraba, y le traía sin cuidado. Bueno, en realidad sí le importaba. Longworth pagaba dinero extra por los trayectos en invierno, y él tenía esposa y seis bocas que alimentar.

En aquellos momentos, con la tormenta sobre ellos, la nieve le acuchillaba los ojos. No distinguía el camino y, que Dios le ayudara, dependía por completo de los caballos, sin duda las criaturas más necias del Señor. Le habría gustado detenerse a un lado del camino y esperar a que terminara esa calamidad, pero eso significaría una muerte lenta. Acabarían enterrados vivos, sin posibilidad de ser rescatados ni siquiera después de que cesara la tormenta. Avanzando a aquella velocidad, si los caballos se estrellaban contra un árbol o caían en una zanja, al menos la muerte sería rápida.

El coche se inclinaba y balanceaba precariamente de un lado a otro. En cualquier momento podrían über Arsh gehen.

– ¡Eh, cochero!

¿De dónde procedía aquel débil grito? En medio de aquel torbellino, ¿quién podía saberlo? Si se trataba de algún caminante, ya debía de estar tres metros atrás. De pronto oyó unos golpes secos a su espalda.

– Cochero. -Ludwig Meisel apenas lo oyó. ¿Era Applegate?-. Busque una posada donde sea. Estamos congelados y destrozados por las sacudidas.

– Estúpido loch, ¿qué cree que haría si viera lo bastante para divisar una posada?

En el interior del coche, el rostro normalmente subido de color del comerciante Carl Applegate palideció. Su rolliza esposa, sus dos hijos, Edward y Margaret, y la frágil joven de Filadelfia vestida de luto, estaban cada vez más aterrorizados con cada brusca sacudida del vehículo.

El caballo delantero exterior tropezó, derribando a su compañero, y los de detrás resbalaron y chocaron contra los que les precedían. Meisel tiró de las riendas.

Los espantados pasajeros contuvieron el aliento cuando el vehículo se detuvo de pronto y oyeron los rugidos del viento y los relinchos de los aterrorizados caballos que resbalaban. Entonces el carruaje se precipitó cuesta abajo, astillándose y arrojando a los pasajeros como un montón de muñecos de trapo al barranco cubierto de nieve.

RECIÉN LLEGADO DE WASHINGTON Y A LA VENTA POR MATTHIAS WARD, EN EL NÚM. 149 DE PEARL STREET, A 1 DÓLAR 50 CENTAVOS, EL VOL. I DEL JUICIO DEL CORONEL AARON BURR, ACUSADO DE TRAICIÓN ANTE EL TRIBUNAL DEL DISTRITO DE ESTADOS UNIDOS, CELEBRADO EN RICHMOND (VIRGINIA), EN MAYO DE 1807, Y QUE INCLUYE ALEGATOS Y FALLOS.

New-York Herald

Enero de 1808

4

Lunes, 25 de enero. A media mañana

Maurice Jamison abrió sus ojos legañosos. La fulana se había marchado, dejando atrás un olor almizclado. Stevens le había llevado chocolate recién preparado y brandy francés, junto con el agua y los utensilios de afeitado. También había atizado el fuego.

Después de un lucrativo viernes, Jamie -como lo llamaban sus amigos- se había dedicado únicamente a disfrutar del sábado y el domingo. Y, por supuesto, había hecho acto de presencia en Saint Paul's Chapel, pero sin la fulana.

Nada le satisfacía más que las ganancias y los placeres. Apuró el brandy de un trago y tomó un sorbo de chocolate, que paladeó antes de tragar.

– Excelente.

El gato gris que dormía a sus pies entornó los ojos, le lanzó una mirada lánguida y volvió a cerrarlos.

Jamie vertió el agua caliente de la jarra en la palangana, afiló la navaja en la tira de cuero que colgaba de la mesa y bebió otro sorbo de chocolate antes de empezar a afeitarse.

El espejo le devolvió la imagen de un hombre maduro cuya sonrisa revelaba una dentadura amarillenta, pero completa, algo de lo que podían jactarse pocos hombres, incluso más jóvenes que él. Como en su juventud, Jamie tenía la naturaleza apasionada y los hombros redondeados de un erudito consagrado. Su nariz escocesa conservaba su fuerza aguileña, y la palidez de su piel le confería un aspecto frágil. A pesar de sus sesenta y nueve años, era decididamente fornido. Su abundante melena, antaño de color cobrizo, raleaba, y se la teñía de rojo.

Y su virilidad era la de un muchacho. De pronto recordó cuando John Tonneman y él habían llegado a Nueva York muchos años atrás en el… ¿cómo se llamaba el barco? Ajá, el Conde de Halifax, de Faulmouth.

La ciudad de Nueva York poseía entonces un encanto puro y sin refinar, así como un aire de frescura, incluso en la comunidad de prostitutas próxima a King's College, ahora la Universidad de Columbia. Jamie había osado llevar una fulana a la casa de Tonneman de Rutgers Hill, riéndose en la cara de la vieja Gretel, la piadosa y necia ama de llaves de su amigo.

¿Qué le había llevado a pensar en Gretel y su mirada censuradora? Se hallaba en su casa de Richmond Hill y podía tirarse a tantas fulanas como quisiera. Y a veces casi lo hacía.

Le encantaba aquella casa, desde sus majestuosas columnas y elegantes balcones hasta las alfombras turcas, los sofás tapizados de terciopelo o la estatua de Venus del dormitorio. Sólo la fábrica que manufacturaba cola a partir de pezuñas de cerdos estropeaba la perfección de su existencia. La ley establecía que tales instalaciones, a causa de los nocivos olores que emanaban, se levantaran más allá de los límites de la ciudad. El hedor era muy fuerte en Richmond Hill, pero como se trataba de una de las numerosas empresas rentables de Jamie, éste prefería no prestarle atención.

Había comprado a precio de saldo esa espléndida finca de Richmond Hill al coronel Aarón Burr, que se había distinguido en la guerra. Burr era uno de los fundadores de la Tammany Society, organización de que formaban parte los miembros más influyentes de la ciudad de Nueva York, fundada con el propósito de realizar obras sociales. Jamie también había sido uno de los miembros fundadores.

Aunque Burr había obtenido los mismos votos que Thomas Jefferson en las elecciones de 1800, perdió el voto de la Cámara y tuvo que conformarse con la vice- presidencia. Su enemistad heredada con Alexander Hamilton lo había llevado a batirse en duelo con él cuatro años más tarde, en Weehawken, Nueva Jersey. Aquel día puso fin a la vida de Hamilton y a su carrera política.

El año anterior, después de haber sido absuelto de la acusación de traición por haber conspirado para separar el territorio de Luisiana de Estados Unidos y convertirse en su presidente, Burr se había marchado a Francia.

Para Jamie, que se había establecido en Estados Unidos siendo un leal y vociferantetory, constituía un enorme placer ser el propietario de la casa de Burr. Prácticamente se la había robado a ese necio que había tenido tantas prisas por vivir en Paree.

Jamie rió satisfecho de sí mismo; un hombre de sesenta y nueve años que copulaba como un toro. Y vivía en Estados Unidos, en aquella casa, mientras que al antiguo e intrigante propietario le eran negados los placeres del gran país. Rió con tantas ganas que tuvo que beber el chocolate de un largo trago para calmarse. Esta vez el gato no abrió siquiera los ojos.

Gretel. Jamie sonrió. No había pensado en esa vieja entrometida en treinta años. ¿Por qué la recordaba ahora? Se encogió de hombros y siguió afeitándose. Últimamente los recuerdos del pasado empezaban a salir a la superficie con mayor claridad.

Un recuerdo más reciente era su negocio con Burr. La Collect Company era una filial de la Manhattan Company de Burr, y ésta había sido el sueño de toda la vida de Jamie.

En 1789 Aarón Burr, con el firme apoyo de Alexander Hamilton, el hombre a quien más tarde mataría en un duelo, había convencido a la asamblea legislativa de que participara en la fundación de la Manhattan Company, una central depuradora municipal privada. Bajo toda la palabrería legal de ese proyecto de ley había una cláusula especial. La cláusula bancaria.

Y que más adelante se promulgue que es y puede ser legal que dicha compañía emplee el capital sobrante que le pertenece o ha acumulado en la compra de títulos públicos o de otra clase, y en cualquier otra transacción monetaria u operación que no se oponga a la constitución y las leyes estatales de Estados Unidos, en provecho único de la compañía.

Debido a esta cláusula, la Manhattan Company tenía autorización para invertir sus ganancias en la fundación de un banco, una compañía de seguros o comercial y una inmobiliaria.

Ése había sido el objeto de Burr desde el principio; un banco controlado por él y sus secuaces, los antifederalistas. El 2 de abril de 1799 el gobernador John Jay firmó el proyecto de ley Manhattan, y Aarón Burr tuvo su kineo, que constituía la base financiera del nuevo imperio.

Burr no había logrado hacer realidad sus sueños de poder a través del banco, pero Jamie estaba seguro de que no cometería los mismos errores. Primero terminaría la construcción del canal que drenaba el embalse Collect y con las ganancias abriría su propio banco. Mientras tanto continuaría comprando tierras. Algún día sería dueño de un buen pedazo de Nueva York y el resto de Estados Unidos estaría esperándolo.

Se acarició el rostro en busca de zonas ásperas y volvió a afeitárselas. Le complacía su rostro. Y se vanagloriaba de que, salvo un ligero aumento en la zona del vientre, estaba físicamente igual que tres décadas atrás, cuando había llegado por primera vez a Nueva York.

Una vez afeitado, se roció generosamente el rostro, el cuerpo y el pañuelo con el agua de colonia que había encargado en Newport, y delante del hogar se puso la muda limpia, la camisa blanca y los pantalones azul marino que Stevens le había preparado. Sólo entonces hizo sonar el timbre de plata.

Stevens apareció casi de inmediato con otro brandy y otra taza de humeante chocolate.

– Buenos días, señor.

Abrió en silencio las persianas venecianas para dejar entrar el sol invernal. Retiró rápidamente los utensilios del afeitado, así como la taza y el vaso sucios, porque sabía que su señor era un hombre meticuloso que castigaba el desorden con el dorso de la mano.

Tras apurar el segundo brandy de la mañana, Jamie bebió el chocolate recién servido. Stevens regresó, esta vez sin ser llamado. Se trataba de un joven delgado que poseía el porte y los modales de alguien entrenado para atender a un heredero de la familia real. Arregló rápidamente el cabello de Jamie, luego le ayudó a ponerse sus botas de cuero de serpiente gris, el chaleco amarillo bordado y la americana escarlata sin cruzar de cuello alzado. La última prenda fue el aromático pañuelo amarillo en la manga izquierda.

Satisfecho, Jamie se miró en el espejo del alto tocador francés. Sí, todavía podía pasar por un hombre mucho más joven.

Joan, la fulana, había hecho un buen papel. Volvería a solicitar sus servicios. A pesar de sus sesenta y nueve años, su apetito sexual seguía siendo considerable. Pero ya estaba bien de regodearse en los placeres de la carne. Un asunto urgente reclamaba su atención, y había llegado el momento de atenderlo.

NÚMEROS DE LOTERÍA.

SE VENDEN ALGUNOS A SEIS DÓLARES Y MEDIO EN EL NÚM. 10 DE WALL STREET.

PREGUNTAD POR PETER BURTSELL.

New-York Herald

Enero de 1808

5

Lunes, 25 de enero. Al mediodía

Entre los marineros, ostreros, jornaleros y oficinistas mal pagados, los carniceros formaban la elite. Eran los que apostaban en las carreras, bebían y disfrutaban armando jarana.

Sin embargo, la gran afición de los carniceros eran las corridas de toros y perros.

La elevación de terreno entre Mott y Broadway, en Grand, se llamaba Bunker Hill debido al fuerte construido durante la guerra de la Independencia para defender al general Howe y sus tropas británicas.

Después de la contienda, la colina se convirtió en el escenario favorito para duelos y reuniones multitudinarias. A comienzos del nuevo siglo el gran Ned Winship, el carnicero del Fly Market, compró el terreno, derribó lo que quedaba del fuerte y lo cercó. Mandó erigir allí un estadio con capacidad para dos mil espectadores. La gente acudía incluso en el crudo invierno; no tantos como cuando hacía calor, pero si se les ofrecía un buen espectáculo y se les prometía sangre, acudían.

Esa era la plaza de toros del carnicero Ned, su orgullo y su deleite. Y le traía sin cuidado que la iglesia Presbiteriana escocesa se hallara a tres manzanas. Que se ocuparan de sus asuntos, que él se ocuparía de los suyos.

En el centro del ruedo, para entretenimiento de sus colegas carniceros y una multitud de amigos, una docena o más de hambrientos terriers cruzados de cincuenta a sesenta centímetros de altura, con el hocico delgado y las orejas caídas, eran colocados sobre un toro pura sangre encadenado a una anilla giratoria que apenas le permitía moverse e impedía que escapara.

El carnicero Ned lo encontraba terriblemente divertido. Pero la vida no era todo diversión, sino también un negocio. Así pues, Ned controlaba con precisión las apuestas, y seis de sus aprendices, jóvenes rudos y eficientes, se paseaban recogiendo las apuestas sobre cuáles y cuántos perros sufrirían una fuerte cornada antes de que el toro muriera, o cuánto tiempo tardaría la jauría en derribar y matar al toro.

Hacia allí encaminó sus pasos Maurice Jamison cierta mañana que se levantó con espíritu de apostar. En cuanto apareció, Ned el Carnicero apartó al gentío que solía congregarse en la plaza de toros para que el caballero realizara sus apuestas sin recibir codazos.

Con sus casi dos metros, Ned era apenas un poco más alto que Jamie. Competían en inteligencia y astucia, y Ned lo sabía. Jamie aceptó un trago de.la botella de ron que el carnicero le ofreció, luego lo siguió a la tercera grada, donde lo esperaban un banco y un almohadón. El toro ya había sido atado a la arena, y acababan de soltar a los enloquecidos terriers. Jamie asintió en señal de aprobación cuando los cinco perros atacaron a la vez. Se abrazó ante una repentina ráfaga de viento y se acomodó para observar el sangriento espectáculo.

No tardó en llevarse a la nariz el pañuelo amarillo pálido que guardaba en la manga. Ese lugar era odioso, con aquel intenso olor rancio a animales muertos putrefactos. Y los muertos eran sólo un poco peor que los vivos, porque éstos también apestaban, ya fueran hombres o animales. Aspiró el aroma del agua de colonia, logrando por sólo unos instantes enmascarar el hedor que lo rodeaba.

El toro exhalaba vaho al resoplar, pataleando contra el suelo helado. El hecho de estar atado lo enfurecía aún más. Entre bramidos convirtió rápidamente a sus escandalosos adversarios en cadáveres empapados en sangre.

Cuando terminó el tiempo, sólo quedaba un perro en pie, lo que convirtió a Jamie en ganador. Este miró alrededor en busca de Ned. El toro y los perros constituían un buen pasatiempo, pero había acudido a ese lugar para tratar de un asunto. Cuando finalmente lo localizó junto al puesto donde se vendían los números de lotería, volvió a arrugar la nariz, aunque no a causa del fétido olor, sino porque su sobrino político y protegido, el joven George Willard, conferenciaba con el gran Ned. ¿Qué podía estar diciendo tan impetuosa y furiosamente al carnicero de Fly Market? Jamie conocía la respuesta tan bien como a su sobrino. Éste era aficionado a las apuestas y, para mortificación de Jamie, se interesaba menos por las mujeres que por el vino y el juego.

Jamie sólo veía de George la mandíbula apretada entre la chistera ladeada, la camisa blanca inmaculada y el frac color vino que llevaba. Observó también que tenía los puños cerrados. El gran Ned se frotó la nariz, una patata bulbosa en su seboso rostro de carnicero.

Escuchaba a George Willard con una expresión de total desdén.

Jamie se acercó todo lo posible a los dos hombres sin ser visto. Ned el Carnicero alzó la mano derecha y chasqueó los dedos. Detrás de George apareció un hombre achaparrado con unos brazos semejantes a troncos. Debía de ser Charlie Wright (que nunca hacía nada malo), [4] uno de los matones de Ned. Aferrando a George de los fondillos de los pantalones color gamuza y del cuello de terciopelo negro, Charlie lo sostuvo en alto y se encaminó hacia la puerta de Broadway.

– ¡No ensucies su bonito atuendo, Charlie! -exclamó Ned el Carnicero-. Es un buen cliente.

BILLETES DE BANCO BILLETES DE BANCO DE VIRGINIA Y MARYLAND CON DESCUENTO DEL I POR CIENTO SI LA CANTIDAD ASCIENDE A MÁS DE 100 DÓLARES. CANTIDADES MENORES A PRECIO MÁS ALTO. BILLETES ORIENTALES Y SEPTENTRIONALES TAMBIÉN CON DESCUENTO A PRECIO MÓDICO.

PREGUNTAD POR G. Y R. WAITE, EN NÚM. 64 Y 30 DE MAIDEN LANE.

New-York Spectator

Enero de 1808

6

Lunes, 25 de enero. Tarde

El deshielo de finales de enero había derretido la mayor parte de la nieve, y en el río flotaban trozos de hielo. Peter Tonneman había decidido no volver a casa. En lugar de ello se dirigió a Richmond Hill; necesitaba que su padrino Jamie lo asesorara. Sólo él podía resolver su conflicto con Tedioso y mediar en sus continuas disputas con su padre.

Era Jamie quien había convencido a John Tonneman de que su hijo Peter no tenía vocación de médico, y quien había proporcionado a éste el puesto de secretario de Thaddeus en la Collect Company. Ahora había demostrado que tampoco tenía inclinación para los negocios. ¿Qué iba a hacer para ganarse la vida y mantener a una esposa y una familia?

Jamie, que siempre lo había apoyado, sabría cómo proceder.

Broadway rebosaba de carruajes y carros pesados. Desde que la habían pavimentado, se formaba en ella poco barro, salvo por una ligera mezcla de polvo y nieve derretida. En las cunetas, los vendedores pregonaban sus mercancías. Un joven con pantalones sucios y el rostro tiznado había colocado un cubo sobre uno de los pozos de la ciudad. Peter detuvo a Ophelia y le compró por medio centavo una patata tostada y crujiente, sacada de un cubo de rescoldos.

– ¿Quiere agua para acompañarla?

– La bomba debe de estar congelada -respondió Peter con la boca llena.

– No si se ponen encima trozos de carbón calientes -repuso el muchacho entornando los ojos.

Vestía un harapiento frac gris cuyas colas arrastraba por el suelo.

Peter bebió un trago de la jarra de loza como pretexto para dar al muchacho otro medio centavo, aunque era casi el último que le quedaba.

– ¿Te sobra un poco para mi caballo?

– Sí, señor. -El muchacho vació un cubo de madera lleno de ramitas y levantó la tapa del pozo.

El agua estaba helada. Peter agradeció el calor de la patata a través del guante mientras masticaba la piel achicharrada y saboreaba la carne blanca. Ofreció el último bocado a Ophelia, la cual, ocupada en beber del balde y estirar la cabeza en busca de avena, lo desdeñó poniendo los ojos en blanco.

– Como quieras, amiga -dijo Peter.

Tras acabar la patata, reanudó el camino. Al llegar a los Lispenard Meadows el adoquinado terminaba; a partir de allí Broadway se convertía en un auténtico cenagal que hizo más lento el avance deOphelia. La nieve se amontonaba sobre los pantanosos prados como excremento blanco de vaca. Peter vio alrededor del embalse a los trabajadores, que exhalaban vaho al respirar. Condujo a Ophelia hacia Lispenard Street y se dirigió hacia el norte de Varick. El deshielo había dejado la calle llena de barro. En cuanto el sol bajó, tuvo I río; si no se equivocaba, pronto habría niebla.

Más allá de Lispenard Meadows se alzaba la imponente mansión de cuatro plantas de Maurice Arthur Jamison, Richmond Hill, una enorme estructura de madera con columnas y balcones que dominaban el río Hudson, pues así llamaban allí el North River.

Situada entre Varick y Charlton Street, Richmond Hill era una de las propiedades privadas más hermosas de Nueva York. Los jardines bien cuidados se extendían hasta el prístino río. La historia de Richmond Hill estaba vinculada a los orígenes del país, pues había sido el hogar de John Adams cuando Nueva York era la capital. Y antes de eso, durante la guerra, George Washington lo había utilizado como cuartel general.

Peter dejó aOphelia en manos de Bill, el mozo de cuadras de Jamie.

– Dale una manzana después de la avena.

El muchacho asintió agitando sus guedejas.

– El señor no está. -A continuación recitó con fría normalidad-: Informaré a Stevens de su presencia, señor.

– No es preciso, Bill. Lo haré yo mismo.

Stevens esperaba en la puerta. Parecía poseer un sexto sentido que le avisaba de la llegada de un visitante antes de oír el aldabón.

– El señor Jamison ha salido -dijo.

Tras ayudar a Peter a quitarse las botas embarradas, el gabán y los guantes de cuero, lo instaló en el salón, en un elegante sofá tapizado de terciopelo de un intenso color cerceta. Un hermoso fuego mantenía la habitación a una agradable temperatura. Stevens le sirvió chocolate y galletas. Decidido a esperar, Peter se sorprendió dando una cabezada. Al abrir los ojos vio sus botas junto a la puerta, limpias y brillantes. Al cabo de lo que le parecieron unos breves momentos, mientras Stevens echaba al fuego otro leño, la puerta se abrió de par en par, y un despeinado y enfurecido George Willard irrumpió en el salón, seguido de dos agitados sirvientes.

Tenía las botas cubiertas de barro y el cuello rasgado. Faltaban dos botones a su chaqueta cruzada, y la chistera abollada le daba aspecto de payaso. Stevens indicó a los criados que se retiraran y aguardó:

– ¿Qué diablos haces aquí? -preguntó George a Peter.

Se acercó a la chimenea, y Stevens le ayudó a despojarse de la capa salpicada de barro.

Apenas tres años mayor que Peter, George Willard siempre lo había tratado con desdén. Era sobrino y ahijado de Jamie, mientras que él sólo era ahijado. También trabajaba para la Collect Company.

Peter sabía que lo consideraba un palurdo por ser un secretario insignificante. George Willard era topografo. A pesar de los aires que éste se daba, Peter había oído a Tedioso quejarse con bastante frecuencia a Jamie de que su sobrino realizaba la mayor parte de la inspección de un extremo a otro de la plaza de toros de Ned el Carnicero.

George se derrumbó en un sillón de orejas de brocado azul y alzó las botas hacia Steven, que se apresuró a quitárselas.

– Trae un ron caliente y la botella. ¿Dónde está mi tío?

– El señor Jamison estará de regreso antes del anochecer. -Steven abandonó la habitación con el abrigo y las botas del recién llegado.

Peter miró a George procurando no reflejar su hostilidad. Medía una cabeza menos que él y era de constitución robusta. Tenía la barbilla frágil y, según había comprobado con los años, el carácter petulante de un bravucón.

La madre de George, Abigail Willard, había crecido en la vecina hacienda de Rutgers Hill, y Peter sabía que había mantenido amistad con su padre antes de que éste conociera a su madre, quien, por otra parte, solía montar en cólera ante la mera mención del nombre de Willard. Tal reacción inclinaba a Peter a pensar que entre su padre y Abigail Willard tal vez había existido cierto vínculo que iba más allá de la amistad. El porqué no dejaba de asombrarlo. Quizá Abigail Willard había sido bella en su juventud, jamás podría compararse con su madre, que era realmente hermosa.

Stevens regresó con el ron caliente de George y la botella. Cuando se hubo retirado del salón, Peter se preguntó si había meneado la cabeza. Y si así era, ¿se trataba de un temblor o un gesto censurador dirigido a George? Éste había apurado la copa de un trago y la llenaba de nuevo de la botella.

– ¿Dónde se ha escondido el viejo Tedioso?

– ¿Escondido?

George obsequió a Peter con una sonrisa astuta.

– Eres muy hábil. No lo esperaba de ti. -Bebió otro largo trago, y el líquido le goteó por la barbilla.

– ¿De qué estás hablando? -preguntó Peter con impaciencia.

Se levantó y se acercó al hogar. ¿Qué entretenía a Jamie? Empezaba a plantearse la posibilidad de regresar a casa, pero no podía hacerlo. Antes debía recuperar el empleo, y Jamie era el único capaz de conseguirlo. Impaciente, dio una patada a un tronco.

George echó a reír.

– ¿Dónde está el dinero?

– ¿Qué dinero?

– Ya sabes. El dinero.

Sin duda George estaba borracho. Peter lo observó con perplejidad. Para disimular su confusión se terminó el chocolate.

– ¿El dinero? -casi canturreó George.

– ¿El dinero?

George meneó la cabeza.

– ¿No sabes hacer otra cosa que repetir lo que digo estúpido? -Se levantó y dio varios pasos vacilantes ha eia Peter-. Mierda, todo el mundo sabe que tú y Tedioso robasteis el dinero.

EN SUBASTA

EL LUNES, A LAS 11 DE LA MAÑANA, DELANTE DE LA CAFETERIA TONTINE, C. MCEVERS, JUN. SUBASTARÁ 100 CAJAS DE PASAS FRESCAS.

New-York Evening Post

Enero 1808

7

Sábado, 30 de enero. Muy de mañana

El hombre vestido de negro era de baja estatura y robusta constitución. Retrocediendo ante la oscuridad que lo rodeaba y la de sus propios pensamientos, apuró el café. Tenía las manos tan grandes que la taza de peltre parecía de juguete en ellas. En el hogar ardía un precario fuego que contribuía a crear el ambiente sombrío del Tontine.

Ese día sólo había diez clientes en la cafetería Tontine. Es verdad que eran las siete de la mañana, y apenas si acababa de amanecer, pero el año anterior, a la misma hora, el Tontine había estado lleno a rebosar, con su asidua clientela de aseguradores, corredores de bolsa, comerciantes, vendedores y políticos, que se acorralaban mutuamente para sonsacarse información, ansiosos por enterarse de las noticias a fin de comprar, vender o asegurar; todos concentrados en un mismo cometido: hacer dinero.

Ese año, gracias al señor Jefferson, a quien Dios bendijera, y a su embargo, dicho cometido se había visto frustrado. El dinero escaseaba, y había pocas posibilidades de prosperar. La ciudad, con sus casi setenta mil almas, sufría audiblemente, pues los neoyorquinos nunca temían protestar.

El hombre corpulento tenía la tez morena, los ojos azul pálido, que brillaban bajo unas cejas pobladas, y una gran nariz con una curva conocida como hebraica. Lucía un sombrero de piel de castor firmemente encajado en su gran cabeza, y en la mano derecha sostenía un grueso bastón de roble. Al salir al balcón del Tontine se quitó con la izquierda el sombrero, dejando al descubierto una calva rodeada por una orla de cabello castaño claro ligeramente rizado. Se enjugó el sudor de la frente con la mano y volvió a calarse el sombrero. A pesar del frío invernal raras veces usaba gabán. Debajo del chaleco llevaba una sencilla camisa de lino blanco, y alrededor del cuello, su emblema: un pañuelo de seda blanco brillante.

Desde aquel lugar estratégico que daba a la cafetería Slip dominaba todo el puerto, que en aquellos momentos se hallaba sumido en un misterioso silencio y presentaba un aspecto sórdido, sobre todo alrededor de Coenties Slip.

– El embargo del señor Jefferson es terrible. -El tabernero, Lemual Wilson, salió al balcón- Si esto sigue así, me marcharé a Filadelfia.

– ¿Qué le hace pensar que allí les va mejor? -preguntó con su voz grave el hombre vestido de negro.

– No les va mejor, lo sé.

Los dos hombres permanecieron en silencio, contemplando cómo los copos de nieve empezaban a caer.

– ¿Podría hacerme un favor? -preguntó finalmente Wilson.

– Adelante.

– El joven Tonneman se ha desplomado en una de las habitaciones traseras.

El hombre vestido de negro golpeó el suelo con el bastón. Tenía entendido que Tonneman había vuelto a desaparecer; ese joven disoluto ya lo había hecho otras veces y, lamentablemente, volvería a hacerlo.

– Me ocuparé de él. Mi cochero lo llevará a casa.

– Gracias. Bueno, parece que la ciudad vuelve a estar en pie de guerra.

– ¡Agárrame! -exclamó el hombre de negro, sabiendo cuán cómico resultaba que alguien de su temperamento utilizara tal expresión, que había arraigado en la ciudad, cautivando a todo el mundo, jóvenes y viejos, ricos y pobres-. Si el embargo no termina con nosotros, lo hará el Señor en Su impaciencia por nuestros pecados. Soy demócrata republicano antifederalista, pero ¿dónde está Aarón Burr cuando más lo necesitamos?

El posadero asintió.

– No he sido feliz desde que depusieron a De Witt Clinton y nombraron alcalde al sapo de Willett.

– De clintoniano a clintoniano, estoy de acuerdo. Si en estas elecciones Clinton sale reelegido, recuperará su posición y creará empleo en la ciudad.

– Y todo gracias a que habremos ganado en el primero, segundo y noveno distritos -se jactó el posadero, un demócrata convencido-, Pero eso no ocurrirá hasta el próximo 22.

– Los molinos de Dios van despacio, pero a veces los de los hombres son como tortugas en comparación. De cualquier modo, el embargo debería proporcionarnos dinero federal para levantar fortificaciones. Este conflicto con los ingleses podría llevarnos a una guerra.

El propietario del Tontine asintió y volvió a entrar.

A pesar de su estado de ánimo, el hombre de negro bajó con garbo por las escaleras del Tontine, golpeando cada escalón con su bastón de roble, cuyo puño dorado sostenía en su manaza derecha. Con la otra metida en el bolsillo del chaleco blanco, buscó con la mirada los rostros de aquellos que mejor estarían entre rejas y, por tanto, los más inútiles. Los criminales lo temían. Ése era su poder, y su arma: el miedo.

Lo llamaban «el viejo» Hays, aunque en mayo cumpliría treinta y seis años. Así pues, se trataba de Jacob Hays, primer alguacil mayor de la ciudad de Nueva York, jefe de las fuerzas del orden público.

Toda su persona evocaba las espectrales visiones y ecos de esa ciudad en otro tiempo bulliciosa. La nieve que caía contenía fantasmas: subastadores subidos a una cabeza de puerco de azúcar o un barril de ron, exhortando a los clientes a pujar por las mercancías que el concurrido puerto recibía cada día, expuestas en el balcón o la escalinata del Tontine u otras cafeterías.

A Jake le preocupaba que las hordas de gente que solían pujar o atender a los distintos subastadores del año anterior ya no se reunieran allí. Para él también había sido una época ajetreada y fructífera, en que había atrapado a muchos de los descarados carteristas que merodeaban por las calles.

¿Qué le ocurría? ¿Realmente echaba de menos a los carteristas?

Habló con Noah, su cochero, acerca del joven Tonneman.

– Será mejor que lo lleves a Rutgers Hill.

– Sí, señor.

– No te molestes en venir a recogerme.

– Es la primera nevada del año.

Noah se quitó el gorro rojo de lana para rascarse la cabeza. Tenía la tez morena y el cabello castaño salpicado de gris.

– Lo sé.

– Va a caer mucha. Lo siento en los huesos, igual que Copper.

Noah señaló el caballo castrado castaño rojizo que tiraba del carruaje.

– ¿Temes que acabe sepultado bajo un alud?

– No, pero es hora de sacar el trineo.

– Mañana. ¿Algo más?

– No, señor.

Jake Hays despidió a su cochero con un movimiento del bastón antes de iniciar su ronda, golpeando con el extremo de éste los irregulares guijarros a su paso.

Los muelles, Water Street y Wall Street, donde se hallaba el Tontine y la cafetería Slip y donde el año anterior se habían levantado barricadas de carruajes, carros pesados, carretillas y caballos que apenas habían dejado espacio suficiente para que pasara la gente, se encontraban desiertos. La ronda lo llevaba por Wall Street, Front y South Street hasta llegar al agua. Apenas ciento cincuenta años atrás, el río discurría a escasa distancia de Pearl Street. Las estrechas calles al este de Pearl -Water, Front y South- habían sido construidas con tierra, piedras y montones de otros materiales que procedían de un lugar y se arrojaban en otro, lo mismo que se hacía en las obras de drenaje que se realizaban ahora en el Collect, embalse que antaño había suministrado agua pura a la ciudad, un dulce néctar. Pero ya no. Nueva York estaba cambiando, y no siempre para mejor.

Los pocos hombres que merodeaban aquel día exhibían rostros que reflejaban angustia y horror. Habían desaparecido la vitalidad y el espíritu optimista que habían sido parte integrante de la Nueva York de Hays.

De vez en cuando un mendigo harapiento salía de las sombras al ver al viejo Hays y pedía una moneda.

Los barcos se hallaban perfectamente alineados en el muelle, al menos los que se encontraban a la vista. No se obtenía ningún beneficie» de las embarcaciones desmanteladas en diques secos durante el largo invierno. Todas las cubiertas aparecían vacías, y las escotillas, atrancadas. Y no se veía a casi ningún marinero a bordo. Estaban en las calles, buscando trabajo en tierra firme, o peor aún, buscando algún incauto en su misma situación a quien robar.

Muchas oficinas de contabilidad, en otro tiempo centro de la bulliciosa ciudad, también estaban atrancadas. Y el alguacil mayor no vio barriles, toneles, cajas o balas amontonados en los muelles vacíos a lo largo de South Street, que, desprovista del antiguo bullicio y tumulto, se había convertido en un barrio mucho más peligroso. Un hombre hambriento era peligroso, pero un criminal hambriento era aún peor.

AVISOS PÚBLICOS

APARECE LA EXPRESIÓN «AGÁRRAME», [5] «EMBARGO» LEÍDO AL REVÉS, ¿UNA PALABRA QUE CAUSA TERROR INCLUSO A LOS NIÑOS GRANDES? EL SIGUIENTE PASO SERÁN LAS SÍLABAS EN ORDEN INVERSO, [6] UN MANDATO PARA PROTEGERSE DEL PELIGRO. ANALIZAD A LA SEÑORITA EMBARGO, OS ASEGURO QUE SI NO SE LA LLEVAN PRONTO, EL PUEBLO MONTARÁ EN CÓLERA. ESCOGIÓ EL PAPEL DE LA POBRE MAGDALEN,

¡EL D… SE LA LLEVE!

Y LUEGO TE DICEN: «¡VE Y SÉ LADRÓN O MENDIGO!»

New-York Herald

Enero de 1808

8

Sábado, 30 de enero. Mañana

Duffy detestaba su trabajo en tierra firme, aunque en verdad tenía más suerte que la mayoría, y era mucho mejor que morir de hambre. A pesar de que con los cinco centavos que ganaba al día difícilmente podía vivir a cuerpo de rey, aquél era mucho mejor que el último empleo, sumergido hasta la cintura en el agua helada para sacar ese resbaladizo barro del maldito embalse de agua dulce, bautizado Collect, que no era sino una masa estanca de lodo que lamía las orillas.

Costaba creer que la gente se había bañado y había pescado alguna vez en ese barro. Decían que antes crecían árboles alrededor, pero los habían talado para leña.

Duffy también había oído explicar que uno de los Royals había jugado allí antes de la guerra; que había aprendido a patinar en él y se había divertido arrojando monedas de oro en el resbaladizo hielo y riéndose mientras los patinadores las perseguían. El Embalse de Agua Dulce lo llamaban. Y tan dulce.

Tres años antes, un maldito comité encargado de estudiar el estado del embalse había informado que estaba lleno de cadáveres de animales y Dios sabía qué más. Y que era peligroso para la salud pública. Menuda sorpresa.

Los que apoyaban la construcción de un canal para vaciar las aguas del embalse en el North River se alegraron cuando se hizo público el informe. Esa pandilla de propietarios y demás peces gordos también afirmaron que el embalse estaba repleto de mosquitos y era un foco de enfermedades contagiosas.

Los que se oponían alegaron que el embalse proporcionaba buena pesca y era un buen lugar para patinar.

Finalmente ganaron los partidarios del canal.

Por lo que a Duffy se refería, el temor a los mosquitos era una necedad. Cualquiera con dos dedos de frente sabía que los chupadores de sangre frecuentaban las aguas estancadas y, por tanto, hallarían en el canal un nuevo hogar.

Escupió y se cerró bien el grueso tabardo verde para protegerse del viento. Al menos había dejado de nevar. Alguien, desde luego él no, se enriquecería con las obras. Constituía un negocio seguro. Se frotó las manos y dobló los dedos, deseando llevar guantes.

Había pasado la semana limpiando la zona rellenada del maldito embalse, donde habían descargado montones de barro mezclado con turba que apestaba a pescado para cubrirla de tierra sacada de las colinas que antes rodeaban el embalse y habían sido allanadas hasta desaparecer.

Tenía órdenes de arrojar ramas y todo cuanto encontrara a la zona rellenada y apilar los escombros de gran tamaño para que se los llevara el siguiente carro. Se mantenía atento por si encontraba algo que vender; como el día anterior, cuando había descubierto un viejo chelín inglés. Gracias a Dios el barro estaba congelado, pues de lo contrario el trabajo sería aún más repugnante.

El plan consistía en excavar un canal de doce metros de ancho para drenar el hediondo embalse. El canal iría del North River -o el Hudson, como lo llamaban algunos- al East River a través del embalse y se extendería poco más de kilómetro y medio.

Habían prometido que al otro lado del canal harían una avenida arbolada y que un puente cruzaría el canal en Broadway. ¡Ja! Duffy estaba seguro de que esos zopencos jamás lo harían, y le traía sin cuidado. Era un empleo, lo que significaba dinero y, por tanto, comida.

Le habían asegurado que al llegar el deshielo conduciría el carro lleno de tierra en lugar de deslomarse cavando todo el maldito día. Y le pagarían cinco centavos por cargamento de tierra recogido y arrojado al embalse.

Tal vez con ayuda de la Virgen Santísima, al llegar el deshielo, se encontraría lejos de esos rufianes, respirando una vez más el dulce aire del mar y llevando la vida de marinero que Dios le había otorgado.

Se detuvo y miró más allá de los Lispenard Meadows, que se extendían desde Broadway hasta North River. En realidad eran tierras pantanosas casi congeladas en aquella época del año, que crujían al pisarlas y se hallaban cubiertas de ramas, hojas, trapos, carretas inservibles y palas oxidadas. ¡Menuda pandilla de desgraciados!

De nada servía impacientarse. En cuanto terminara podría entrar en busca de calor. Volvió a frotarse las manos antes de levantar un carro volcado. Se apoyó en el rastrillo y olió el aire. A pesar del hedor del embalse y el omnipresente olor a malta de la cervecería de Coulter, en las orillas del Collect, cerca de Orange Street, percibió que volvería a nevar.

Le rugían las tripas; aquel día sólo había comido una sopa clara de cebada al mediodía. En fin, tenía que seguir moviéndose, o la sangre se le congelaría en las venas. A unos sesenta metros vio a Fred Smithers de pie, contemplando el sol invernal como si éste pudiera calentarlo.

El rastrillo quedó enganchado en una rama que salía del suelo helado. Profiriendo un juramento, se agachó para sacarlo.

– ¡Santo Dios!

Se santiguó tres veces. No era una rama, sino la mano de un hombre.

SE ALIVIAN Y CURAN LOS OJOS ESCOCIDOS, FIEBRE AMARILLA Y DISENTERÍA, EN ANCIANOS Y JÓVENES, ASÍ COMO TRASTORNOS BILIARES, CON MEDICINAS INDIAS QUE PREPARA Y VENDE LA SEÑORA CHARITY SHAW, EN LA ESQUINA DE HESTER STREET CON BOWERY LANE.

New-York Spectator

Enero 1808

9

Sábado, 30 de enero. Por la mañana

La habitación se hallaba helada. Debajo de la pesada colcha, Mariana Tonneman supo que estaba muriendo. Mientras yacía rígida junto a su marido dormido, el corazón le daba brincos como un cervatillo asustado.

De pronto tuvo calor. Un terrible fuego parecía brotarle de las entrañas, y se puso frenética; sudaba profusamente por debajo del mentón y en la nuca.

La primera vez que había experimentado esa oleada de calor, Mariana creyó estar en estado, pero la hemorragia mensual no se había interrumpido.

Para empeorar las cosas, últimamente perdía los estribos sin motivo aparente y regañaba a las niñas, a John, y ahora al pobre Peter.

Su querido hijo había desaparecido toda una semana. Cuando a primera hora de la mañana lo habían devuelto a casa en un estado terrible, la mujer se alegró profundamente de que su marido siguiera con Da Ponte. Lo había metido en cama y regresado a la suya. John había vuelto mientras ella dormía agitadamente.

Se estremeció. Como siempre, tras la oleada de calor experimentaba un frío que le penetraba en los huesos. El viento azotaba los postigos, logrando que el intenso frío traspasara las paredes de la vieja casa y agudizara el dolor de su espalda. Era preciso reparar el tejado, porque había goteras cuando llovía, pero su esposo siempre parecía tener algo más importante que hacer, aunque había reducido las horas de consulta y sólo visitaba a unos pocos viejos pacientes. Sin embargo, como delegado de sanidad, siempre andaba ocupado en otra parte.

El cochero del alguacil mayor, Noah, había llevado casi a rastras al pobre Peter del Tontine a casa. Lo que faltaba. Y ella había perdido la cabeza; primero había chillado para luego romper a llorar histérica, culpando a John por estar ausente una vez más cuando lo necesitaba.

El signore Da Ponte, que últimamente estaba muy preocupado por la inauguración de su compañía de ópera, había enviado el día anterior a un criado en busca de su marido, quien había acudido para atenderlo. El signore no estaba enfermo en realidad; desde 1805, año en que el escritor y ex tendero había llegado a Nueva York procedente de Italia, era uno de los mejores clientes y amigos de John y no quería otro médico.

De hecho, si John no hubiera conocido a Da Ponte, las niñas nunca habrían tenido la oportunidad de aprender italiano. Una vez a la semana, Gretel y Leah asistían a la clase que el obispo Moore había organizado en la casa parroquial de Saint Paul para que Da Ponte enseñara a los jóvenes de buena cuna de Nueva York. Estudiar italiano con el signore Da Ponte constituía el nuevo toque de distinción.

Mariana estaba muy impresionada. Y como entre los alumnos de Da Ponte se contaban los hijos de los Livingston, Hamilton, Schuler, Duer, Duane y Beekman, sus hijas se codeaban con ellos.

John había regresado finalmente a casa y se había desplomado en la cama sin dirigirle una palabra de cortesía. Miró al hombre con quien estaba casada desde hacía tres décadas y lo odió con toda su alma. El corazón volvió a palpitarle con violencia.

Apartó la ropa de cama, tendió la mano para coger el chal y se puso las zapatillas en sus pies fríos e hinchados. De haber sido ciega, habría sabido moverse por aquella habitación sin problemas. Descorrió las cortinas con la intención de que los rayos de luz invernal que se colaban por los viejos postigos cerrados despertaran a John. Era inútil. Todo estaba viejo y gastado, incluida ella. Movió los leños, pero John no despertó. Gruñó y, dando media vuelta, se tendió en la cama.

Al sentir el calor del fuego comenzó a sudar de nuevo. Se dirigió presurosa a la cómoda donde descansaban la jarra y la palangana y sumergió las manos en el agua helada para refrescarse y lavarse el rostro y el cuello febriles. Debería haber supuesto que cometía un error, porque de pronto empezó a tiritar de frío. Asqueada de su estado y su marido, abrió la puerta del dormitorio.

Todos dormían; Peter, en la habitación que había ocupado John de niño, y las crías, Gretel y Leah, en el piso superior. Oyó a Micah, la sirvienta, trajinar en la cocina.

La vieja casa de Rutgers Hill había sido el hogar del padre y el abuelo de John. La ciudad se desplazaba hacia el norte, y Mariana se preguntaba si, cuando John y ella hubieran muerto, sus hijos la mantendrían o la abandonarían.

Las escaleras crujieron, y la casa vibró azotada por el viento. Con un suspiro se ciñó aún más el chal sobre el camisón de lana y se encaminó hacia la biblioteca de John. Volvería a leer los libros de medicina, como tantas veces había hecho en el pasado, cuando ella y su esposo trabajaban codo con codo… Con John durmiendo a pierna suelta, podría hacerlo sin interrupciones.

Fiebre reumática. ¿Era ésa su enfermedad? Su madre la había padecido.

Al abrir la puerta de la biblioteca encontró a Micah arrodillada, con el vestido de algodón de rayas marrones y el delantal de muselina sin blanquear enrollados por encima de las rodillas, exhibiendo unas gastadas enaguas de bombasí blanco lleno de remiendos. Mariana las reconoció como unas de las de Gretel, demasiado deshilachadas para que Leah las llevara.

La joven recogía la nieve que había entrado por el marco de la ventana. Ya había atizado el fuego. Al verla, la flacucha quinceañera se levantó de un salto y se estiró la ropa.

– Oh, señora, no sabía que estaba levantada.

Mariana asintió distraída. Cogió un libro encuadernado en cuero del estante y se sentó en la butaca de John para abrir el tomo por la descripción de «fiebre reumática». Se suponía que esa enfermedad era más grave en la infancia, como la fiebre amarilla, que le había arrebatado a David en la epidemia del 98. Fiebre fuerte, garganta siempre dolorida… Sin embargo, David no había tenido las articulaciones hinchadas y doloridas, y ella tampoco.

Tan absorta estaba que apenas si advirtió que Micah había abandonado la habitación y regresado con una tetera y una taza.

Mariana se examinó las articulaciones. No sentía dolor ni molestias. Entonces ¿qué provocaba aquellas repentinas fiebres? ¿Qué enfermedad padecía?

Cerró el libro, sirvió el té negro en la taza y, sosteniéndola con ambas manos, inhaló el vapor. El señor Ellis, el tendero, le había advertido que pronto escasearía el té debido al embargo del señor Jefferson, de modo que se había provisto bien. Aunque los temores del hombre habían resultado infundados, pues había llegado una generosa remesa de Canadá, los precios subieron, de modo que se alegraba de haberlo comprado antes y más barato. Meneó la cabeza. Sería terrible sufrir de nuevo las provocaciones del año 75 y los años de guerra. Inexplicablemente le invadió otra oleada de calor. ¿Acaso se debía al té?

Ese verano cumpliría cuarenta y siete. Una anciana. John cumpliría en marzo sesenta y dos. Llevaban juntos treinta y dos años. Su primer hijo, un hermoso varón, había nacido muerto, y el segundo, David, que en paz descansara, llevaba diez años enterrado. Lo habían llamado así por el padre de Mariana. Las lágrimas le resbalaban por las mejillas al recordar. David había sido un niño encantador, y John lo había llevado a todas partes. Habría sido médico como su padre.

John se había culpado de la muerte de David. Aquel horrible año habían fallecido mil quinientas personas, y una de ellas había sido su gozo, su David. Muchos neoyorquinos se habían marchado apresuradamente al campo, desesperados por escapar del azote de la fiebre. Los Tonneman se habían quedado. John trabajaba noche y día para salvar las vidas de amigos y desconocidos y, cuando por fin dormía, luchaba contra las Furias que le reprochaban que había dejado morir a su hijo.

Después, durante un tiempo, John quiso alejarse de la maldita ciudad de Nueva York y su agua ponzoñosa, convencido de que la causa de la fiebre era la contaminación del Collect. Mariana se habría marchado de buen grado. Su hermano Ben le había pedido que se reunieran con él en Princeton, Nueva Jersey, donde dirigía un periódico. Sin embargo, John cambió de pronto de parecer. Se había prometido que no cejaría hasta encontrar agua potable para la ciudad, de ahí que se hubiera presentado para el cargo de delegado de sanidad y se hubiera involucrado con la Collect Company.

Mostró tal entusiasmo y buena voluntad que incluso cuando los federalistas recuperaron el control de Nueva York tras las elecciones de Chartes de 1806, John Tonneman conservó el cargo. Y continuó desempeñándolo después de que el consejo municipal de Albany expulsara a De Witt Clinton, y Marinus Willett reemplazara al señor Clinton en la alcaldía.

Mariana no era caritativa. También había culpado a John de la muerte de David. Y nunca lo había perdonado. Desde aquella tragedia ya no eran los mismos.

Su único consuelo era que Leah había nacido diez meses después de que David fuera enterrado en el viejo cementerio judío de Saint James Street; una nueva vida que querer, aunque no para John, ya que Leah sólo era una niña.

Aquel fatídico año Peter cumplió nueve años, y Gretel cuatro. Dos hijos perdidos. Todavía le quedaba Peter, pero por desgracia no era David.

David siempre había enternecido a su padre sólo por ser David. John Tonneman saltaba de alegría cada vez que el solemne niño anunciaba con gravedad que él también sería médico. El aprensivo Peter se mareaba al ver sangre y, a causa de la insistencia de su padre en que se dedicara a la medicina, se había dado a la bebida. Ese muchacho representaba la gran desilusión de la vida de Tonneman.

A Mariana nunca le había gustado el amigo de John, el doctor Maurice Jamison, un despreciable monárquico que se había casado con Grace Greenaway -una viuda con simpatías monárquicas-, por su considerable fortuna. Grace y Jamie se habían congratulado de pertenecer al singular círculo de los que conocían al rey. Habían repartido su tiempo entre Nueva York y Londres. Por desgracia para Grace, una de las temporadas que pasó en Nueva York fue en el año 98, por lo que se convirtió en miembro de otro grupo singular: el de las mil quinientas víctimas que se había cobrado la fiebre amarilla.

Tras la muerte de Grace, Jamie se había instalado en Nueva York, llevando la vida de un terrateniente acaudalado. El dinero de Grace le había permitido abandonar la profesión y dedicarse de lleno a la especulación de tierra. Además, Jamie era un directivo de la Collect Company.

En honor a la verdad se había brindado a rescatar a Peter de la colera de John, proporcionándole el cargo de secretario de Thaddeus Brown, el delegado de vías públicas que se encargaba del proyecto Collect.

– Vamos, John, no todo el mundo tiene vocación de médico -lo había tranquilizado Jamie.

Cierto, pensó Mariana. No todos la tenían. Pero la veía arder en los ojos de su hija menor, Leah, como había ardido en los suyos cuando no era mucho mayor. Algún día se permitiría a las mujeres asistir a las clases del Columbia, estaba segura. Se enjugó las lágrimas y se levantó para dejar el libro en su sitio. De pronto se detuvo. Las mujeres. Mariana volvió a sentir náuseas y fiebre. Dejó caer el chal y se abanicó con la mano. Se sentó y volvió a abrir el libro, hojeándolo en busca de las referencias a las mujeres. Ah, reproducción femenina. Cesación de la menstruación… Empezó a leer.

«Climaterio. Período de reducción de la capacidad reproductiva.»«Hystericus (histeria). Explosión incontrolable de emoción, temor, risa, llanto, característico de las mujeres y causados por trastornos en el útero.»

Así pues, su enfermedad era ser mujer.

RECIÉN PUBLICADO

Y A LA VENTA POR GEORGE JANSEN,

EN EL NÚM. 116 DE BROADWAY, FRENTE AL HOTEL CITY, EL HIJO ABANDONADO O LA GUARIDA DE LOS BANDIDOS, UNA NOVELA DE REGINA MARÍA ROCHE, AUTORA DE LOS NIÑOS DE LA ABADÍA, ETC.

New-York Spectator

Enero de 1808

10

Sábado, 30 de enero. Por la mañana

¿Cambiaba eso algo?, se preguntó Mariana. Había regresado a su dormitorio y se vestía mientras John seguía dormido. Lo miró con resentimiento. Yacía de espaldas, emitiendo breves ronquidos.

Se abrochó el corsé, preguntándose qué había sido de la joven de antaño. «¿Dónde estás, Mariana, joven patriota, que, vestida con la ropa de tu hermano, enloquecías con la libertad de un muchacho, decidida a conquistar todo el ejército británico y el mundo entero?»Como era sábado, se puso su vestido más nuevo, de algodón morado con tiras de punto. El corpiño era muy recatado, con un volante de muselina blanca alrededor del cuello y mangas ampulosas a la altura de los hombros y largas y estrechas hasta las muñecas. La falda, suave y brillante, se recogía por detrás con una borla y le cubría los tobillos.

Aunque su cabello oscuro no había perdido el brillo, exhibía mechones blancos a lo largo de la raya y en el moño de la nuca, pero no en los rizos que le enmarcaban el rostro.

Unos gritos ahogados y el sonido de pasos le anunciaron que las niñas estaban levantadas. Sonrió. Sin duda habían descubierto que su hermano había regresado.

Salió al pasillo. Oyó risitas agudas y un desagradable gruñido procedentes de la habitación de Peter. Abrió la puerta y encontró a Leah y Gretel zarandeando a su hermano, que yacía boca abajo, con la cabeza tapada con una almohada. Mientras que Peter era rubio -un Tonneman casi puro con aspecto de cristiano-, las niñas tenían la tez oscura y el cabello de su familia, los Mendoza de Judea y España.

– ¡Mira, Lee! -exclamó Gretel-. El hijo pródigo ha vuelto y está durmiendo. Debe de haber ingerido otra vez la pócima mágica.

Peter emitió otro gruñido ahogado.

– No molestéis, niñas. Vuestro padre llegó tarde y está dormido.

Las niñas no se detuvieron.

– Si no dejáis de torturar a vuestro hermano y armar jaleo, llamaré al viejo Hays.

Ésa era la señal de que la paciencia de su madre se había agotado.

– Sí, mamá -respondieron al unísono.

Mariana agitó un dedo aleccionador antes de volverse hacia su hijo.

– Largo; dejadme en paz. -Peter sentía la cabeza tan grande como un mojón del camino, y dos veces más pesada.

– Bajad, niñas. Micah ya ha preparado vuestras gachas de avena.

Gretel puso los brazos en jarras. Sus ojos, oscuros como los de Mariana, centelleaban.

– ¿Podemos ir al circo, mamá?

– Pregúntaselo a tu padre.

– Pero si tú…

– Vamos, obedeced.

Sumisas, y conteniendo a duras penas la risa, las niñas salieron de la habitación de su hermano en medio de un revuelo de tafetán de brillantes colores y bajaron con gran estruendo por las escaleras.

Peter se volvió y apartó la almohada de sus ojos inyectados en sangre.

– ¿Se han ido? -gruñó.

La ropa con que se había acostado estaba arrugada. Sin responder, Mariana le apartó los mechones rubios que le caían en la frente.

– ¿Dónde te habías metido? Tu madre ha pasado toda la semana suspirando por su pequeño héroe.

– «Villanos» sería un término más apropiado.

John Tonneman, el patriarca, se hallaba en el umbral, envuelto en su bata, con el cabello cano enmarañado, la frente surcada de arrugas y una expresión de enojo.

– Señor. -Sobresaltado, Peter trató de incorporarse, para volver a caer sobre la almohada con un gemido.

Mariana le acarició la mejilla y lo arropó.

– Descansa.

Exhausto, el joven volvió a quedarse dormido.

Tonneman padre bufó. Sostenía un cigarro en una mano.

– ¿Tienes que tratarle así? -preguntó Mariana.

John Tonneman se llevó a la boca el cigarro sin encender. Mariana posó la vista en el rostro macilento de Peter.

– Es tan joven aún…

Tonneman miró furioso a su hijo dormido.

– Es un adulto de diecinueve años, y tú lo malcrías. Debería dejarse de chiquilladas y actuar de acuerdo con su edad.

– Oh, John.

– No empieces con tus «oh, John». Lo has malcriado toda su vida y, cada vez que trato de enderezarlo, sueltas un «oh, John».

Peter gimió y volvió a cubrirse la cabeza con la almohada.

Tonneman necesitaba golpear algo. Su hijo le habría servido muy bien, pero se conformó con el guardafuego, que levantó del suelo después de haberlo volcado con gran estruendo. Peter se movió.

– Esta vez ha estado toda una semana fuera. ¿Te parece una bobada?

– Oh, John.

Deslizando el dedo índice por la cicatriz irregular de su ceja izquierda, John Tonneman miró a su esposa por encima de las gafas. Después de treinta y dos años de matrimonio seguía amándola. Por desgracia Mariana tenía una debilidad: Peter. Era la niña de sus ojos, y lo mimaba en exceso. Se había convertido en el centro de su mundo tras la muerte de David. Bueno, Peter ya no era un crío. Debía estar a la altura de su apellido. Su padre era un médico respetado, delegado de sanidad y responsable del proyecto Collect junto con Thaddeus Brown, delegado de vías públicas.

Después de que Jamie hubiera encontrado a Peter empleo como secretario de Brown, John Tonneman confiaba en que su hijo no tardaría en convertirse en directivo de la compañía y labrarse un porvenir. Sin embargo, si no abandonaba aquella vida disipada y continuaba comportándose como un tunante, desapareciendo cada dos por tres Dios sabía dónde, terminaría sus ideas alcoholizado.

En aquellos momentos a John Tonneman le preocupaba además el paradero de Thaddeus Brown, cuya desaparición con la caja fuerte de la Collect Company había coincidido con la de Peter. Ahora que éste había regresado, ¿dónde demonios estaba Brown?

Tonneman se acercó a la cama y sacudió a su hijo agarrándolo por los hombros.

– ¡Peter!

El muchacho tenía la sensación de que la cabeza iba a estallarle de dolor.

– Déjame -gimió.

El viejo Tonneman insistió.

– Si vuelves a hacerlo, te mataré, Tedioso -gruñó su hijo.

Horrorizado, John retiró la almohada y pellizcó la nariz de su hijo.

– ¡Ay! -chilló Peter, despertando por completo-. ¿Qué haces?

– ¿Dónde diablos has estado? -Le temblaban las manos. ¿Era la cólera, o volvía a sufrir esos malditos temblores?

– No digas palabrotas, John -susurró Mariana.

John sintió deseos de sacudir a su esposa. En lugar de ello, sacudió a su hijo.

– Explícate, joven.

El muchacho se inclinó sobre la cama. Su madre se apresuró a sacar de debajo de la cama el bacín, y Peter vomitó en él.

– Mira qué has logrado -exclamó Mariana.

Asqueado, John Tonneman salió de la habitación de su hijo.

A lo largo de los años había mantenido la consulta abierta. Al casarse con Mariana Mendoza, había estudiado y aprendido lo elemental del judaísmo. Aunque admiraba la filosofía de esa religión, no era muy practicante. Al morir su suegro, David Mendoza, siguió asistiendo a los servicios del viernes por la noche en la sinagoga de Mili Street, pero se negó a acudir a los del sábado. Aunque ya no pisaba la sinagoga aquel día, la consulta permanecía abierta sólo para urgencias. Con los años sus viejos pacientes habían ido muriendo, y prácticamente ya no ejercía la profesión.

El viejo Tonneman terminó su aseo personal y bajó. Todavía se oía un murmullo de voces en la habitación de su hijo. En la cocina Micah pelaba patatas mientras las niñas hablaban atropelladamente, eternizándose con las gachas de avena. Al verlo entrar, se les iluminó el rostro.

Micah dejó el cuchillo y se acercó al fogón en busca de la cafetera. El fogón de Ben Franklin hacía tres años que lo habían instalado; por lo demás, la espaciosa cocina de amplias vigas se conservaba como en tiempos del padre de John. La casa había sobrevivido milagrosamente al incendio del 76, y en el 78 el fuego no la había alcanzado.

Habían cambiado el suelo de ladrillo hacía quince años, pero la chimenea y el horno eran los mismos. John Tonneman había echado su primer incisivo sobre la gran mesa de roble. Más tarde colocaron dos mesas más y crearon un espacio para la despensa. La familia solía reunirse en aquella agradable estancia.

– Buenos días, hijas.

– Buenos días, papá.

– Buenos días, Micah.

– ¿Desea desayunar, doctor Tonneman?

– Sólo café.

Al entrar en el salón, oyó a sus hijas discutir sobre quién le llevaría el café.

– Lo haré yo.

– No, me toca a mí.

Se sintió complacido. Se volvió cuando Leah se presentó ante él con la resistente taza Delf azul que había pertenecido a su familia desde que tenía memoria.

– Gracias, Leah.

Su hija menor hizo una reverencia y sonrió.

– De nada, papá.

Detrás de ella, Gretel hizo un mohín.

Tonneman dejó la taza en la mesa del desayuno y alargó los brazos.

– Venid aquí, mis queridas niñas.

Después de abrazarlas, acarició la cara de Gretel.

– ¿Te gustaría hacer algo por mí?

– Sí, papá. ¿Nos dejarás ir al circo?

– No intentes comprarme. Debes hacer lo que te pido sin poner condiciones.

– Sí, papá.

– Se está acabando el agua ferruginosa. ¿Sabéis cómo preparar más?

– Yo le enseñaré -respondió Leah.

– Ya sé hacerlo -replicó Gretel, fulminando con la mirada a su hermana menor.

– Es fácil -explicó Leah. Y se apresuró a añadir-: Sólo tienes que sumergir unos clavos en el agua…

Entonces las dos recitaron, alto y fuerte:

– Los clavos se oxidan, y el óxido se diluye en el agua…

Gretel pisó a su hermana menor y, mientras ésta gritaba, continuó:

– Y papá tiene un estíptico para detener las hemorragias.

– Eso es todo, chicas.

John tenía poca paciencia con sus hijos ese día. Le preocupaba el futuro del proyecto Collect. El delegado de vías públicas, Brown, había desaparecido al mismo tiempo que Peter y la caja fuerte. Cualquiera podía llegar a la conclusión lógica de que Brown y Peter, o uno de los dos, habían robado la caja fuerte y el dinero que contenía. También estaban los libros de contabilidad y esa maldita nota. Peter tenía muchas explicaciones que dar. Si algún día Jake Hays hincaba su dentadura de terrier en ese asunto, se verían en un aprieto. Peter quedaría desacreditado, y el proyecto se resentiría.

Las hermanas retrocedieron hasta la puerta de la cocina. Observaron con los ojos como platos cómo su padre se acercaba a la repisa de la chimenea. Sobre ella descansaba una caja de madera con la leyenda «Encendedor instantáneo» grabada en cursiva y pintada de escarlata. John Tonneman cogió una de las varillas de madera que contenía otra caja sobre la repisa; no eran sino fósforos tratados con una composición de clorato potásico, azúcar y cola arábiga. La introdujo en la caja en que había una botella de ácido sulfúrico, y al retirarla prendió.

– ¡Oh! -se maravillaron sus hijas.

Sonriendo satisfecho, John Tonneman encendió el cigarro. Las niñas siempre lo observaban con gran curiosidad. Aunque aquella caja del encendedor llevaba más de un año en la casa, su funcionamiento nunca había dejado de ser un misterio. Después de todo, los demás utilizaban un yesquero corriente que constaba de pedernal y eslabón. Como el encendedor instantáneo era peligroso en manos inexpertas, su padre era el único que lo empleaba.

Tonneman agitó el cigarro a fin de que el olor acre de las hojas al arder perfumara la casa y disimulara el hedor del estómago revuelto de su hijo.

Oyó los ligeros pasos de Mariana, que bajaba por las escaleras, seguidos de un estrépito en el piso superior.

– Oh, cielos. -Los pasos de Mariana se interrumpieron.

– Déjalo -ordenó Tonneman-. Seguramente ha roto el bacín.

Era lo que el propio John Tonneman solía hacer en su juventud, cuando vivía en Londres y llevaba una vida disoluta, bebiendo y yendo con rameras por la noche y estudiando medicina por el día. Tonneman dio una calada al cigarro, pensativo. Jamie lo había sacado de esas costumbres infernales, razón por la cual le confiaba la vida de su hijo.

– Micah -llamó Mariana-. Averigua si mi hijo necesita ayuda. -Se volvió hacia sus hijas-. Vamos, niñas, ayudadme a preparar el desayuno a vuestro padre y vuestro hermano.

Momentos más tarde, Peter apareció en el salón, avergonzado.

– He roto el bacín.

– ¡Agárrame! -exclamaron las hijas de Tonneman al unísono.

– Repugnante -añadió Gretel.

– Dignidad -pidió Mariana entrando en la cocina.

Micah asintió y fue a buscar el cubo y los trapos.

John Tonneman lanzó una mirada furibunda a su hijo.

– ¿Dónde demonios has estado, muchacho?

– No es asunto tuyo.

– Soy tu padre, y sigues bajo mi techo -replicó Tonneman exasperado-. ¿Y dónde está Brown?

Peter, en mangas de camisa, se secó la frente con el brazo. Estaba sudando.

– ¿A qué te refieres?

– Nadie lo ha visto desde el pasado viernes. Los dos desaparecisteis al mismo tiempo. Al principio pensé que os habíais fugado juntos.

Peter rió con disimulo.

– ¡Y un carajo!

– Esa boca -reprendió Mariana al regresar de la cocina.

– Sí, madre. -El joven sonrió.

Su padre continuó observándole con expresión sombría.

– Luego deseché la idea.

Peter aplaudió a su padre.

– Te lo agradezco.

Mariana había portado un frasco de esencia de hierbabuena y un plato de loza que depositó sobre la repisa de la chimenea. Vertió parte de la hierbabuena en él y dejó el frasco cerca. La habitación olía a menta y tabaco de Virginia.

Tonneman señaló el plato.

– ¿Lo has puesto por el cigarro de tu marido o por el vómito de tu hijo?

– ¡Agárrame! -exclamaron las niñas a coro.

Mariana y Tonneman se miraron con hostilidad. Éste se volvió hacia su hijo.

– El asunto es grave, muchacho. He pasado por la oficina de Brown y he visto el estado en que se halla, pero no logro imaginar qué ocurrió. Ya me he acostumbrado a tus escapadas, pero esto pasa de la raya.

– Es asunto mío. -Peter mantuvo la cabeza alta, desafiando nuevos comentarios.

– El caso de Brown es otro cantar. Por su cargo, es responsable del dinero de la Collect Company.

– Cargo que debería haber desempeñado yo. -El joven hizo una mueca y cerró los puños para disimular sus temblores- Necesito beber algo, papá.

– ¿No podría tomar una copa? -intervino su madre.

Indignado con su hijo y su esposa, pero incapaz de discutir, Tonneman se encogió de hombros.

Mariana sirvió medio vaso de brandy. El muchacho la observó ansioso. Antes de tendérselo, su madre eligió con toda parsimonia una nuez de la fuente del aparador de madera de cerezo. Con la misma parsimonia, cogió el cascanueces George Washington rojo, blanco y azul, colocó la nuez entre las enormes fauces del general y la partió. Una vez pelada, se la ofreció a su hijo.

– Primero se come y después se bebe.

– Oh, mamá -exclamó Peter.

Obedeció. Masticó rápidamente la nuez, luego cogió el vaso de cristal y bebió el contenido con avidez. Irritado por la expresión de desdén mal disimulado de su padre, deseó vengarse.

El viejo Tonneman se sentía tan irritado como su hijo. Era demasiado pronto para beber, pero en vista de lo que estaba haciéndole pasar el muchacho, decidió que también merecía una copa. Se sirvió una generosa dosis de brandy.

– He revisado los libros.

Sonriendo, Peter miró a su padre por encima del canto del vaso.

– ¿Qué ocurre, padre? ¿Ya no confías en Tedioso?

– Han sido magistralmente falsificados.

La arrogante sonrisa de Tonneman hijo se hizo aún más amplia.

– Te lo advertí. Siempre he dicho que yo era la persona adecuada para ese trabajo.

John Tonneman metió la mano en el bolsillo del chaleco y sacó un folio doblado. Lo desdobló despacio y se lo tendió a su hijo con brusquedad.

– Por desgracia, también ha dejado una nota para explicar que eres tú quien se ha dedicado a robar dinero y falsificar las cuentas.

La sonrisa de Peter se desvaneció.

– Oh, no, papá. Maldita sea.

– Esa boca…

Los dos Tonneman miraron a Mariana. Ninguno sabía cómo explicarle la gravedad del asunto. Peter estaba a punto de llorar.

– ¿Qué voy a hacer, papá? ¿Qué voy a hacer?

Mariana corrió hacia su hijo y, estrechándolo entre sus brazos, dijo lo único que se le ocurrió:

– Dignidad, Peter. Siempre dignidad.

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New-York Herald

Enero de 1808

11

Sábado, 30 de enero. Por la mañana

John Tonneman fulminó a su hijo con la mirada.

– ¿Dónde demonios has estado? Peter negó con la cabeza. Todo danzaba alrededor, y los pensamientos se le arremolinaban. ¿Dónde?

Exactamente una semana atrás, en medio de una repentina tormenta de nieve, mientras cabalgaba por el camino prácticamente inexistente del sur hacia Princeton, Peter Tonneman creyó oír el ulular de una lechuza por encima del susurro del viento.

– ¿Con este temporal? -había murmurado, borracho, por debajo de la bufanda- ¡Buenos días, lechuza de las nieves! No te veo. ¿Me ves tú? ¿Cómo voy a verte? Con tu plumaje blanco moteado de marrón te confundes con el follaje. Hoo, hoo, hoo.

Al instante el ululato del embriagado joven se convirtió en un temible grito. Su caballo resbaló y se tambaleó.

– ¿Qué diablos…?

Sólo el hecho de avanzar despacio salvó a Peter de precipitarse por el barranco que había a los pies de la yegua, además de la fuerza bruta del animal, que relinchó frenético y clavó los cascos en la nieve, que le cubría hasta los estribos. Peter se inclinó para acariciar el cuello de su montura y buscó la cantimplora en las alforjas.

La nieve se arremolinaba en torno a él, y los helados y afilados fragmentos le cortaban el rostro. Sujetándose con fuerza el sombrero de castor, bebió un largo trago de la pequeña cantimplora de cuero; demasiado largo para la pequeña cantimplora, porque la vació. Últimamente le ocurría con mucha frecuencia.

Una señal. Su madre le había enseñado que el mundo era un lugar místico. Escapar de la muerte de ese modo era sin duda un augurio. Había convertido su vida en un fracaso, pero la providencia lo había salvado. ¿Con qué objeto?

Después de la disputa con Tedioso y las amenazas que equivalían a su perdición, Peter había comprendido que no tenía nada que hacer en Nueva York. Su tío Ben, de Princeton, tal vez podría ayudarlo ofreciéndole un puesto en su periódico. La única certeza que tenía era que había vuelto a deshonrar a su familia.

De nuevo oyó el grito; esta vez supo que no era de lechuza u otra ave. Peter guardó la cantimplora en la alforja. Ophelia relinchó, exhalando vaho que se confundió con la nieve. Echó hacia atrás las orejas y golpeó el suelo con los cascos hasta abrirse un espacio delante de ella.

En alguna parte más abajo sonó otro grito. No provenía de una lechuza. El joven Tonneman se cubrió los ojos con la mano derecha y se asomó al barranco.

Volvió a oír el chillido y creyó ver movimiento unos diez metros más abajo. ¿Se movía algo contra el fondo blanco?

– ¿Hay alguien ahí abajo? -exclamó, haciendo bocina con las manos.

El viento rugió, y sus palabras se perdieron. Tal vez se había equivocado.

– ¡Socorro! -replicó una débil voz.

De nuevo percibió movimiento en el mismo lugar. Distinguió una pequeña figura negra, muy difuminada tras la nieve que se arremolinaba. Una mujer, pensó. Trataba de encontrar algo donde aferrarse en la resbaladiza pendiente del barranco. Frenética, tendía las manos en busca de un punto de apoyo. Finalmente alcanzó una rama y se asió de ella.

Peter desmontó y tropezó con una roca oculta bajo la nieve. Profiriendo una maldición, ató las riendas de Ophelia a un escuálido abeto cercano. Sentía unos deseos irresistibles de beber, pero no era el momento. Además, la cantimplora estaba vacía. Recorrió con firmes pisadas el resbaladizo sendero hacia la oscura silueta. La mujer lo observó descender con el rostro tan blanco como la nieve.

– Deme la mano -indicó al acercarse a ella.

La mujer tenía el rostro pequeño y pálido, y los labios morados. Con la cabeza descubierta, los congelados mechones de su cabello oscuro le azotaban la cara. Peter se aferró a una rama.

– La mano -repitió, tendiéndole la suya.

Sus manos se rozaron brevemente. A continuación volvieron a tocarse, y esta vez él no la soltó, sujetándola con tal fuerza que la mujer gritó de dolor. La pequeña mano enguantada parecía esculpida en hielo. Peter tiró hacia sí.

– El coche -jadeó ella-. La nieve… resbaló… cayó… rodando… -Temblaba toda ella- Los niños.

Santo cielo, pensó Peter. La diligencia procedente de Filadelfia.

– No hable. No malgaste sus energías -aconsejó, percatándose de que era apenas una niña.

Cogidos de la mano ascendieron con dificultad por la empinada cuesta, resbalando y deteniéndose para recuperar el aliento. La furia de la tormenta convirtió el aire en un velo de nieve. De repente apareció ante ellos la noble cabeza de Ophelia, manchas blancas sobre fondo negro. Peter Tonneman la asió de las crines y las riendas y, arrastrando consigo a la joven, subió el último tramo del barranco.

Ophelia relinchó y azotó la nieve con la cola. Sólo entonces Peter examinó bien a la mujer. Menuda y pálida como un fantasma, tenía los ojos azules y el cabello oscuro. La ropa de luto que llevaba estaba rígida. Tiritando, se acurrucó contra el hombre, quien la estrechó entre sus brazos, sintiéndose por una vez fuerte y orgulloso, enternecido por el lamentable estado de la joven. ¿Para eso lo había salvado la Providencia?

– Mi hijo…

La mujer se desmayó en los brazos de Peter. Éste quedó perplejo. ¿Se había perdido el niño en la nieve? Paseó la mirada por el lugar. Era una locura demorarse allí. No lograría encontrar nada en toda aquella extensión blanca.

A pesar de haber prestado poca atención a las enseñanzas de su padre, Peter sabía que la joven había sufrido una conmoción. Además de la terrible palidez, tenía el rostro húmedo, y el olor agridulce que desprendía hendía el aire frío. Sudaba copiosamente, y los latidos de su corazón eran débiles.

Peter la envolvió en su capa azul y la levantó en brazos. Ophelia no se alteró cuando montó con su carga.

Pese a que cada minuto era crucial, se obligó a rodear el barranco con la esperanza de encontrar otra señal de vida; tal vez del niño desaparecido. Pero no había ninguna. Impaciente por guarecerse de la tormenta, Ophelia tiraba de las riendas. Finalmente, helado y cegado por la nieve, Tonneman cedió ante el sentido común de la yegua y regresó de mala gana por donde había venido, en dirección a Hoboken. Limpió la nieve y el sudor helado del rostro de la joven, se quitó el sombrero de castor y se lo puso. La posada de Rawls era la más cercana. La llevaría allí.

Peter Tonneman había olvidado que estaba huyendo.

Una hora después dejó a la joven al cuidado de la señora Rawls y se unió a la partida de búsqueda encabezada por Fred Rawls, el tabernero. El viento del norte no había amainado, y seguía nevando. El abeto donde había atado a Ophelia había quedado sepultado. Creyó poder reconocer el lugar donde había rescatado a la joven, pero no estaba seguro. No había rastro del coche de Filadelfia. El barranco era un valle blanco ininterrumpido. Intentar bajarlo antes de que pasara la tormenta habría sido tentar al destino. Así pues, la partida de búsqueda regresó a la posada.

La señora Rawls ansiaba explicarles la información que había sonsacado a la joven, llamada Charity Boenning. Una familia de cuatro miembros, el cochero y su aprendiz habían perecido sin duda en medio de la tormenta. Por la gracia de Dios Charity Boenning había salido despedida del coche, y sus faldas habían quedado enganchadas en una rama que le salvó la vida. La nieve había suavizado la caída. Era un milagro que la pobrecilla no hubiera perdido el niño que llevaba en las entrañas.

Exhausto, el joven Tonneman se desplomó en una silla junto al fuego y tomó varios sorbos del ponche caliente que la señora Rawls le había ofrecido. De la taza emanaba un fuerte olor a clavo. Aspiró el acre aroma y recordó el olor de Charity Boenning antes de entregarme a un sueño profundo.

El señor Rawls lo despertó poniéndole la mano en el hombro con suavidad.

– Pregunta por usted.

Tonneman se atusó el cabello y se colocó bien el chaleco y el cuello mientras subía por las escaleras precedido por la señora Rawls. La alegre mujer hablaba agitando las manos, y la vela proyectaba sombras titubeantes.

– Le hemos preparado una habitación, señor Tonneman. Sólo el diablo saldría con esta tormenta.

Lo condujo por un oscuro y estrecho pasillo. Peter casi rozaba el bajo techo con la cabeza. La posadera se detuvo y llamó a la puerta.

Una criada ataviada con un gastado vestido de calicó verde y un basto chal marrón alrededor de los flacos hombros les franqueó la entrada. La pequeña chimenea proporcionaba un poco de calor a la habitación.

– Oh, señor. Le espera.

– Gracias, Flora. La joven necesita descansar, señor Tonneman, de modo que no se entretenga. -Atizando con determinación el fuego, la señora Rawls añadió-: Y usted también lo necesita, a juzgar por su aspecto. Le subiremos la cena en una bandeja.

Asintió distraído al tiempo que se aproximaba a la cama, donde el menudo cuerpo de la joven apenas si abultaba bajo las mantas. Costaba creer que estuviera en estado. Sólo entonces, al acercarse, reparó en el anillo dorado que lucía. A pesar de los cardenales del rostro, era muy hermosa. Tenía los ojos muy grandes, de un azul oscuro. Llevaba la abundante y pelirroja cabellera recogida en trenzas. Desprendía aquel olor que él relacionaba con el incienso, aunque resultaba más dulce.

– Por favor, siéntese -invitó ella, dando unas palmaditas en el lecho-. ¿Es usted el señor…?

La señora Rawls carraspeó y colocó una butaca de pino detrás de Peter, quien sin embargo permaneció de pie.

– Tonneman. Peter Tonneman.

– Charity Boenning.

Le tendió una mano pequeña, de piel casi transparente y finas venas azules. Tras rozarla brevemente, Peter se sentó en la butaca. Se sentía incómodo.

– Es usted uno de los hombres más valientes que he conocido. Quiero darle las gracias por salvarme la vida. -Los ojos de la joven se llenaron de lágrimas-. Esa pobre gente…

– Sólo hice lo que habría hecho cualquiera, señora -replicó él atropelladamente.

– Tengo entendido que es de Nueva York, señor Tonneman. -La señora Boenning, cuyas mejillas aparecían ligeramente sonrosadas, no apartaba la mirada del hombre.

– Sí, señora.

– Yo me dirijo allí para reunirme con un pariente. Confío en que nos haga una visita para que podamos darle las gracias debidamente.

Peter Tonneman asintió al tiempo que se levantaba. ¿Qué debía hacer?

– Si me disculpa.

Retrocedió hasta la puerta, turbado. Huía de un escándalo que avergonzaría a sus padres y arruinaría su vida, y en ese preciso momento conocía a la joven de sus sueños y estaba casada y en estado.

Se detuvo ante la puerta.

– ¿Se encontraba su marido en el coche?

A la joven se le empañaron los ojos, pero no derramó ni una lágrima.

– No, señor Tonneman -contestó-. Mi marido se ahorró esta catástrofe. Murió hace un par de meses en Filadelfia.

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New-York Herald

Enero de 1808

12

Sábado, 30 de enero. Muy de mañana

El rescate de la viuda Boenning habría de cambiar la vida de Peter. Lo de menos era dónde había estado. La cuestión era con quién.

Al día siguiente los Rawls habían invitado a sus huéspedes a asistir al servicio dominical en el salón de la posada, pero Peter había preferido permanecer en su habitación. El día transcurrió despacio y monótono; había nevado hasta bien entrada la noche y resultaba imposible, e incluso peligroso, viajar. Aunque aburrido, Peter se alegró de estar en un lecho caliente.

Aunque no era persona intelectual, trató de entretenerse con los dos libros que encontró en un estante junto a la estrecha cama. Uno era la Biblia cristiana, con los dos Testamentos. Hojeó el tomo deseando tener una copa en su lugar. Le llamó la atención una palabra, pero ya había pasado la página, y por mucho que lo intentó durante casi una hora, no logró encontrarla de nuevo. Sin duda se trataba de otra señal, porque la palabra había sido «viuda».

El otro libro era de Tomás Moro y estaba escrito en latín. Peter nunca había destacado en las lenguas clásicas, de modo que dejó a un lado el volumen. Como no había nada más en la habitación con que entretenerse, y desde luego nada de alcohol, volvió a coger la Biblia. Trató de localizar la palabra «viuda» de nuevo, luego hojeó el Antiguo Testamento en busca de las historias que su madre solía contarle. Los numerosos «engendró» sólo consiguieron provocarle sueño. El Nuevo Testamento, con sus distintas versiones de la misma historia, resultaba igualmente aburrido y más confuso. A Peter no le interesaban ni la religión ni la lectura.

Tomó de nuevo el segundo volumen, Utopía. Aunque había estudiado latín, no distinguía un amo de un amat. Por fortuna, el anterior lector había escrito notas en los márgenes, de manera que poco a poco logró desentrañar la historia. Así pues, se enteró de que la Utopía ficticia era una isla de cincuenta y cuatro ciudades situada en Sudamérica. Esa república, que había sido un reino, era propiedad común, y el bien general era lo más importante. Sus habitantes se asombraban mucho al oír que el oro, en sí mismo inútil, era tan preciado en todas partes y que incluso el hombre, para quien el oro había sido hecho y quien le había dado su valor, se consideraba menos valioso que dicho metal.

Peter abrió mucho los ojos ante tan ridícula creencia. Reprimiendo la tentación de arrojar el libro contra la pared, volvió a dejarlo en el estante junto con la Biblia.

Seguía nevando. El viento cambió, las temperaturas ascendieron y, como consecuencia, empezó a diluviar. El viento azotaba los postigos, arrojaba ramas contra ellos y hacía tambalear la posada.

A media tarde, cuando la Biblia y el señor Moro casi lo habían vuelto loco, llamó a la sirvienta Flora para pedir agua caliente. Se afeitó y vistió antes de bajar. Se alegró de encontrar a Charity Boenning casi restablecida y cómodamente instalada en el salón. La señora Rawls servía té y bizcochos de semillas de amapolas.

Aceptó encantado la invitación de Charity de sentarse a su lado. Cuando ella sonrió, Peter se reveló una vez más incapaz de pronunciar palabra. La señora Rawls jugueteaba con las servilletas, esperando oír lo que Peter iba a decir. Sorprendida por la ausencia de conversación, se retiró.

El silencio se prolongó. Flora apareció con la taza de Peter, contempló unos instantes a la pareja y decidió retirarse. Peter se levantó de un salto, nervioso.

– ¿Le sirvo?

– Sí, por favor. Disculpe, pero todavía me tiemblan las manos -respondió Charity, aturdida-. No logro olvidar a esa pobre gente que murió.

– No me extraña. Fue un milagro que usted sobreviviera. ¿Leche?

Ella asintió.

– Usted es mi milagro, señor Tonneman.

Clavó la vista en las ventanas cerradas con postigos, que impedían ver el diluvio.

– La señora Rawls me ha informado de que ha dejado de nevar.

Peter, que sostenía con cuidado la jarra de peltre para no derramar el líquido, musitó:

– Con la lluvia.

– La señora Rawls ha pedido un coche para que mañana mismo reanude el viaje hasta Nueva York, si los caminos están transitables.

Se la veía tan frágil… Peter se echó más azúcar que de costumbre. No se atrevía a mirarla a los ojos por temor a disolverse como el azúcar.

– ¿Está lo suficientemente recuperada para viajar, señorita Boenning?

– Oh, sí. Estoy impaciente por finalizar mi viaje.

Peter le acercó una fuente.

– ¿Un bizcocho?

Ella negó con la cabeza. Peter advirtió cómo se balanceaban sus oscuros rizos.

– Ha dicho que vivía en Nueva York -dijo ella con un hilo de voz-. Entonces ¿volverá conmigo, señor Tonneman?

– Oh, no. Me dirijo a Princeton. Mi tío Ben publica un periódico allí, The Guardian.

– ¿De veras?

Se produjo otro largo silencio mientras bebían el té.

– ¿De dónde ha salido la expresión «agárrame»? -preguntó de pronto la joven.

Él soltó una sonora carcajada; el primer gesto natural que hacía en toda la mañana.

– ¿No se emplea en Filadelfia? Se ha extendido por toda Nueva York. Viene de la palabra «embargo».

Charity reflexionó unos instantes y dejó la taza.

– Por el embargo del señor Jefferson… -aclaró Peter.

La joven lo miró con los ojos brillantes.

– No es preciso que me lo explique. No soy completamente boba. Ya sé qué es un embargo.

– Mil disculpas. No era mi intención ofenderla, señora Boenning.

– Y no lo ha hecho. ¡Agárrame! Me gusta. ¿Regresará pronto a Nueva York? -Volvió a clavar en él su aterciopelada mirada.

A decir verdad, Peter Tonneman había olvidado su firme determinación de abandonar la ciudad desde el momento en que se había topado con Charity Boenning y le había salvado la vida. En aquellos instantes estaba a punto de desistir de su propósito, lo que no le convenía en absoluto.

– Señora Boenning, iré con usted a Nueva York. Ahora que la he conocido, no podría dejar de hacerlo.

– ¡Agárrame! -exclamó Charity Boenning, ruborizándose con coquetería.

Al día siguiente la tormenta había seguido su curso. La lluvia caía formando una gran cortina y llevándose la nieve consigo. Habían acordado que escoltaría a la señora Boenning hasta Nueva York y la dejaría en manos de su pariente. Mientras la esperaba, se sentó ante el fuego del salón de la posada, barajando las posibilidades que tenía ante sí.

Charity Boenning lo había hechizado. Era viuda y, tras el período de luto, quedaría libre para volver a casarse. Vestía unas ropas de luto muy sencillas. ¿Significaba eso que era modesta o que carecía de dinero? Y estaba en estado. Una viuda pobre y embarazada.

Nada de eso desalentó a Peter. Decidido a convertirla en su esposa, se proponía comunicar al pariente de Charity sus intenciones.

Si deseaba contraer matrimonio, debería primero recuperar su puesto en la Collect Company. Se transformaría en un nuevo Peter Tonneman, un hombre de quien su padre se enorgullecería, capaz de mantener una esposa y un hijo.

Sólo un hombre podía ayudarle a recuperar su empleo: su padrino, Jamie.

Peter se levantó de un salto cuando la señora Rawls, con un gran abrigo azul bajo el brazo, descendió por las escaleras. Detrás, con su vestido negro y un sombrero azul prestado, bajaba Charity Boenning. Tenía las mejillas sonrosadas. ¿Era a causa de su estado, la aventura, o la presencia de Peter? Éste se apresuró a reunirse con las mujeres al pie de las escaleras y esperó a que la señora Rawls pasara para ofrecer el brazo a Charity.

– Cuídese y cuide del bebé -aconsejó la posadera, envolviendo a Charity en el abrigo-. Envíemelo una vez se haya instalado.

– Ha sido tan amable… -respondió Charity-. Pero ¿qué se pondrá usted entonces?

– El abrigo de los domingos. Lo confeccioné yo misma.

Miró a ambos jóvenes unos instantes, esperando un comentario, pero estaban absortos contemplándose el uno al otro. La señora Rawls esbozó una amplia sonrisa. Aquella muchacha no permanecería mucho tiempo viuda. Cogió un paraguas del colgador situado junto a la puerta y se lo ofreció a Peter.

– Hemos enviado un mensaje a su pariente de Nueva York para que vaya a recogerla al transbordador -informó dirigiéndose a Charity.

Fuera, una triste Ophelia los aguardaba bajo la fría lluvia, atada a la parte posterior del coche que los llevaría hasta el transbordador de Hoboken y desde allí hasta Manhattan. Peter cubrió a ambas mujeres con el paraguas mientras corrían hacia el vehículo.

El señor Rawls se hallaba sentado en lo alto de un carro con montones de cuerdas y cadenas. El y cuatro hombres a caballo se disponían a partir en busca de los cadáveres de los demás viajeros de la diligencia de Filadelfia.

– ¡Buen viaje hasta Nueva York! -deseó la señora Rawls a voz en grito mientras la partida de rescate se alejaba por el camino embarrado.

Todos sabían que no había esperanzas de encontrarlos vivos, pero, en palabras de la señora Rawls, «al menos recibirán un entierro cristiano».

En cuanto Charity se hubo instalado en el interior, la señora Rawls le colocó en el regazo una cesta de mimbre cubierta con un trapo.

– Un poco de comida para el viaje -dijo con una amplia sonrisa.

Peter se sentó delante de Charity, y partieron.

El trayecto hasta el transbordador que había de llevarlos a Nueva York fue arduo. Peter tuvo que bajar del vehículo en más de una ocasión para empujarlo porque las ruedas se habían encallado en el barro. Agradeció la cesta de la señora Rawls, que la pareja compartió.

Al llegar a la terminal, encontraron un harapiento grupo de personas empapadas, dos caballeros -comerciantes o banqueros-, de aspecto elegante, y cuatro mujeres vestidas de forma estrafalaria. Charity las miró boquiabierta. Peter sonrió.

– Te entrarán moscas.

– ¿Son…?

– Sí.

La joven se ruborizó.

Poco después del mediodía embarcaron en el transbordador con destino a Nueva York. El deshielo de finales de enero había derretido la nieve, y los enormes trozos de hielo flotaban libremente por el North River. La lluvia había cesado por fin, y el reflejo del sol del mediodía sobre el hielo los deslumbraba. Peter y Charity disfrutaron de sus débiles rayos mientras observaban el avance de la embarcación entre las ciénagas de Nueva Jersey y la espléndida confusión de Manhattan. Al cabo de un rato bajaron al camarote, revestido de resistente madera de arce. Peter ayudó a Charity a sentarse y permaneció de pie a su lado.

– ¡Castañas! ¡Castañas recién asadas! -canturreaba un hombre de color, agitando la sartén ennegrecida.

Peter compró un cucurucho de periódico y las compartió con Charity. Al otro lado de las ventanas, Nueva York aparecía mágica; el fabulado Gotham de Washington Irving.

Peter Tonneman bajó la vista hacia su compañera.

– Es una ciudad muy hermosa -comentó.

Regresar a casa le producía una extraña emoción. La joven aceptó el brazo que Peter le ofreció, y salieron a la estrecha cubierta. La fresca brisa resultaba balsámica. En su nerviosismo Peter empezó a divagar.

– ¿Conoce el barco de vapor del señor Fulton? El Clermont. Dicen que navega a cinco millas por hora. En agosto subió este mismo río. Fulton's Folly lo bautizaron. Podríamos subir juntos algún día… -Se detuvo. ¿Había ido demasiado deprisa, demasiado lejos?

Charity asintió, impertérrita. Al cabo de un rato dijo:

– Es una ciudad muy hermosa.

– Mire -señaló Peter, soltando un suspiro de alivio.

Nueva York apareció ante ellos tan clara como un aguafuerte en una lámina de cobre. Gotham, el país de las hadas, la tierra de los mitos.

– ¡Oh, cielos! -musitó la joven, protegiéndose los ojos con la mano. Luego levantó la vista hacia Peter Tonneman y añadió-: Mi marido decía… Había viajado mucho, incluso había llegado hasta China; me explicó que los chinos tienen una costumbre según la cual, si salvas la vida a una persona, te haces responsable de ella para siempre.

Peter le cogió la mano y, ruborizándose, la soltó.

Ella echó a reír.

– No tema, señor Tonneman. Le eximo de la obligación.

– No lo comprende -se apresuró a replicar él-. No deseo que me exima. -Contemplando la ciudad, cada vez más próxima, Peter se sintió nacer de nuevo, restablecido en cuerpo y alma. Estaba enamorado.

Charity respiró hondo. Tal vez, pensó. Tal vez. Las lágrimas le rodaban por las mejillas cuando el transbordador atracó en el muelle Peck.

– Me alegro tanto de estar aquí.

Los mozos subieron a bordo para bajar el equipaje y el cargamento. Un hombre fornido con una gorra marrón se acercó a ellos cojeando.

– ¿Señora Boenning? -Al ver que ella asentía, el hombre prosiguió-: He venido a recogerla. ¿Dónde está su equipaje?

Ella le entregó la cesta del almuerzo vacía con una sonrisa. A continuación recorrió el muelle con la vista.

– ¡Allí está! -exclamó excitada.

– ¿Dónde? -preguntó el joven enamorado.

– Allí. El caballero de negro. ¿Lo conoce?

Peter quedó boquiabierto. Resultaba difícil ser de Nueva York y no conocer al hombre vestido de negro. El pariente de Charity Boenning era nada menos que el alguacil mayor de Nueva York, Jacob Hays.

AVISO

SE RUEGA A TODAS LAS PERSONAS QUE TENGAN RECLAMACIONES CONTRA LA PROPIEDAD DEL DIFUNTO NICHOLAS CARMER PRESENTEN SUS LIBROS EN EL NÚM. 4 DE VESEY STREET, Y QUE LOS ENDEUDADOS PAGUEN DE INMEDIATO A ELIZABETH CARMER, ADM.

New-York Evening Post

Enero de 1808

13

Sábado, 13 de enero. Del amanecer al anochecer

La nieve reapareció de pronto. Caía deprisa y en abundancia, y el viento azotaba la cara de Duffy. Su hallazgo no tardó en quedar sepultado. Apartando la nieve con la punta de la bota, observó que había más que una mano tendida hacia él; el resto del cadáver se hallaba enterrado en la tierra casi helada.

Duffy oyó los murmullos ahogados de sus compañeros alrededor del embalse. Los llamó a voz en cuello, pero la nieve se tragó sus palabras. Era como estar en alta mar en una tempestad; tan cerca, pero tan lejos. Buscó con la mirada a Fred Smithers; si permanecía allí, no lo veía.

Bill Duffy no era un hombre supersticioso, o eso se dijo. Sin embargo, no tenía intención de esperar a que todos los demonios del infierno sacaran la mano de la maldita tierra para aferrarlo. Echó a correr por Chapel Street, medio cegado por la nieve.

Había oído decir que el alguacil mayor solía frecuentar la cafetería Tontine, entre Pearl y Wall Streets, cerca de la cafetería Slip. Un largo trecho.

Tan repentinamente como había empezado, la nevada cesó, y Bill Duffy se paró. Correr como un pollo decapitado no era la solución. ¿De qué tenía miedo? ¿De un cadáver? Cuando alguien le acompañara, le mostraría lo que había descubierto. Mientras tanto realizaría su trabajo para recibir la miserable paga y llenar sus rugientes tripas. Dio media vuelta y regresó a Lispenard Meadows para reanudar su tarea.

Nada había cambiado. Sus compañeros continuaban trabajando, cada uno en su zona, la mayoría cargando el barro del embalse en los carros que los esperaban. Fred Smithers había desaparecido. Y a su derecha no había nadie, ni siquiera un mirón. Estos siempre aparecían cuando no los necesitaba. Duffy recogió el rastrillo y con sus raídas botas arrancó la capa de hielo que lo cubría. Esquivó la mano.

Al cabo de unos minutos de rastrillar con energía, aflojó el ritmo hasta detenerse. ¿Qué hacía? La capa de nieve que cubría el suelo era tan gruesa que no se distinguían los escombros de la tierra. Como para contradecirlo, el rastrillo dio con algo. Se agachó y recogió una almeja. ¿Comestible? Olió el molusco. A pesar de estar medio congelado y un poco abierto, parecía en buenas condiciones. Se santiguó y se lo comió.

Ahora deseaba una docena más. Y un largo trago. De ron. Y un cigarro sería, oh, tan agradable. Cerró los ojos unos momentos.

– ¿Para esto te pagamos? ¿Para que duermas de pie como un caballo?

Ante él había un hombre enorme. Sobre el rostro casi oculto por la larga bufanda anudada alrededor de la cabeza, llevaba un anticuado bicornio. En la parte superior del tabardo verde tenía prendida una estrella de cinco puntas de latón.

– Es usted la persona que buscaba, alguacil. He encontrado un cadáver.

– No soy yo. -La bufanda amarilla se abrió, revelando tres papadas bajo un grueso rostro-. Este es el distrito quinto, y yo soy del tercero. De todos modos se lo comunicaré a Cobre en cuanto lo vea.

Por muy nuevo que fuera Duffy en Nueva York, sabía que Cobre era el sargento que llevaba la estrella de cobre. El rollizo alguacil se alejó caminando por la nieve tan deprisa como el sebo se desliza por el lomo de un pato. Si pertenecía al tercer distrito, ¿qué demonios hacía en el quinto? Probablemente nada bueno. Duffy escupió, y el viento helado le devolvió el escupitajo en el rostro. No se molestó en limpiárselo. A Duffy no le gustaban los alguaciles de esa ciudad. Mezquinos e incompetentes, no se ganaban el sueldo que cobraban. Sólo Dios sabía qué era peor, si ellos o los criminales, que según tenía entendido abundaban.

De pronto Duffy sintió náuseas y vomitó el molusco, la sopa de cebada y lo que quedaba en su estómago del conejo que había tomado el día anterior. No había duda de que se trataba de un día funesto.

Se limpió la boca con la manga del tabardo verde. Sólo cabía concluir esa jornada y rezar para ingerir algo caliente. Se abrochó mejor el cuello del tabardo corto y cruzado, clavó una estaca de madera cerca de la mano y siguió trabajando.

Al caer la noche corrió a cobrar a Collect Street y devolvió el rastrillo y la carretilla. Decidió mencionar el cadáver al pagador, pero cuando levantó la vista el tipo había desaparecido. Maldiciendo Nueva York, el embargo y al señor Thomas Jefferson, Duffy recorrió cansinamente las nueve manzanas que lo separaban de los límites de la ciudad y la casa de beneficencia deChambers Street. Las afueras eran de un lugar muy transitado.

En Chambers Street se hallaba el depósito de la Compañía Manhattan, un edificio de aspecto extranjero con columnas en la fachada y una gran estatua de Neptuno en lo alto, como había visto en uno de esos países orientales, había olvidado en cuál.

Era allí donde estaban construyendo el nuevo ayuntamiento y donde, según advirtió, ya habían duplicado las viejas horcas, postes de flagelación y picotas. Duffy silbó. Dos horcas siempre eran mejor que una.

En el edificio de piedra gris recibió su escasa ración de grano de avena y sopa de patata y engulló las gachas aguadas. ¿Debía comentar al africano que servía la sopa que había encontrado una mano en el Collect? Al negro no podría importarle menos.

Duffy sonrió con desdén y salió a la calle. Advirtió que aquel día no se trabajaba en el nuevo ayuntamiento. Una vez satisfecho su delicado estómago, podía pensar con claridad. Tenía entendido que los trabajadores del ayuntamiento obtenían una buena paga. ¿Con quién debía entrevistarse para conseguir ese empleo? Acudiría allí a primera hora del lunes, decidió.

La casa de beneficencia se encontraba a una manzana del nuevo ayuntamiento. Al oeste del nuevo edificio se hallaba la prisión, y al este, la cárcel municipal. Al otro lado se extendía un gran parque donde Duffy había dormido más de una vez cuando no había tenido un techo bajo el que cobijarse. Decidió ir a la cárcel y explicar su descubrimiento.

La cárcel estaba construida con la misma piedra gris que la casa de beneficencia. En un escritorio, un hombre calvo con la cabeza apoyada sobre los brazos dormía ruidosamente.

Duffy se encaminó hacia él.

– Disculpe, señor.

El tipo despertó de golpe, resoplando. Lucía una estrella de cobre.

– ¿Qué? -Estaba enfadado-, ¿Qué quieres? Habla, hombre.

– Le ruego me perdone, sargento.

– ¿Qué quieres?

– Creo que he descubierto un cadáver.

– ¿Crees? ¿No lo sabes?

– Bueno, sé que encontré una mano.

– ¿Eres un bufón?

– No, señor.

– Es una broma de Simons, ¿verdad?

– No, señor.

– Dile que Alsop no la encuentra divertida. Largo de aquí.

– Pero, señor, la mano…

– Como digas una sola palabra más sobre esa maldita mano te encierro.

Duffy se dio por enterado. Ya había anochecido. En fin, el cadáver no iría a ninguna parte. Había sido un día realmente funesto.

Se encaminó pesadamente hacia Anthony Street, hacia su catre de crines de caballo, en la habitación que compartía con otros ocho marineros desamparados.

La mayoría de las noches de aquel horrible invierno de 1808, las calles de la maldita ciudad de Nueva York eran oscuras como boca de lobo. Las farolas de aceite de ballena proyectaban una luz tenue, pues en los cristales se acumulaba el hollín; nadie se molestaba en limpiarlos o recortar las mechas. ¿Qué cabía esperar de un maldito país protestante?

Aunque sus tripas casi vacías seguían gruñendo, Duffy se permitió una sonrisa. Las nubes de nieve se habían elevado en el cielo, y por encima del horizonte flotaba una luna en forma de gajo. Iluminaba con tanta fuerza que se podría leer a su luz; si se tenía algo que leer y se sabía leer, claro. Entre la nieve y la delgada pero luminosa luna, la ciudad brillaba con una luz misteriosa.

Más adelante oyó risas y divisó a dos guardias nocturnos. El que debía de ser el capitán se mantenía alerta mientras su compañero encendía una farola. Un perro blanco empapado que se perseguía la cola rodeando la farola amenazaba con derribar la escalera del guardia.

No parecía un trabajo duro. Duffy había oído comentar que ganaban unos setenta y cinco centavos por noche. Con eso podría comer un mes entero. Y los capitanes cobraban el doble. Duffy había solicitado incorporarse al cuerpo, pero no tuvo suerte. Al parecer era preciso conocer a alguien. No iban a ofrecer los mejores empleos a unos marineros irlandeses en paro sólo porque lo solicitaban. Se estremeció y se acercó a los dos hombres en el preciso instante en que el de la escalera encendía el farol. Alabados fueran los santos; el que estaba en el suelo sonreía. Duffy no pensaba que los americanos tuvieran tales modales.

– Bonita noche -comentó el capitán saludando a Duffy.

– Para algunos -replico Duffy-. No para el hombre que he encontrado en el Collect.

– ¿Por qué no?

– Estaba muerto.

El capitán retrocedió y esbozó una sonrisa, divertido.

– ¿Tenía algo que decir en su defensa?

– Poca cosa. Tenía la boca llena de tierra. Estaba enterrado y sólo se le veía una mano.

– ¿Y me lo cuentas a mí? ¿Por qué no hablas con un agente?

– Ya lo he hecho, y respondió que ése no era su distrito. Entonces traté de explicárselo a un sargento de la cárcel, pero amenazó con encerrarme.

– ¿Lo oyes, Staub? -preguntó el capitán al hombre encaramado en la escalera-. Muy propio de esos holgazanes.

– Oigo.

Staub bajó, y el perro lo recibió dando brincos.

– Me llamo Keller -se presentó el capitán-. ¿Y tú quién eres?

– Bill Duffy. -El marinero señaló una casa gris a sus espaldas y añadió-: Vivo allí.

– ¿Dónde está el pobre cadáver?

– A este lado del Collect. Entre Church y Broadway, en Lispenard Meadows. He señalado el lugar para que podáis encontrarlo.

Keller negó con la cabeza.

– No pensarás que voy a echarle un vistazo ahora, ¿eh? ¿Has oído, Staub? Quiere que me dedique a recoger cadáveres a la luz de la luna.

– He oído.

Duffy no replicó. Muerto de frío y hambriento, sólo podía pensar en su estómago dolorido y el escaso confort que lo aguardaba en su gélida habitación.

– No irá a ninguna parte -dijo Staub, sujetando al perro que se proponía derribar la escalera.

Riendo, Staub y Keller echaron a andar por Anthony Street hasta la siguiente farola. El perro avanzaba dando tumbos en la nieve.

Un ligero ruido de cascos sobre la helada calzada de Anthony Street los llamó la atención, y todos se detuvieron, incluido el perro. Ante ellos apareció la silueta de una cabra negra recortada contra la luz de la luna creciente.

– ¿Agárrame? -susurró Staub con voz ronca.

El perro empezó a ladrar furioso, con el empapado pelo erizado.

Duffy se emocionó tanto que también habría ladrado. De acuerdo con la ley, una cabra que paseara suelta pertenecía a quien la atrapara.

Olvidando todo excepto el delicioso sabor de un buen asado de cabra, Duffy comenzó a perseguir al animal.

– ¡Allá voy, Belcebú!

Acercándose despacio y con cautela a fin de no espantar al animal, se abrió el abrigo para sacar el cuchillo que llevaba al cinto, preparado para matar a la bestia y comer su carne cruda.

Sin respetar los derechos de Duffy, el perro se abalanzó sobre la cabra, que golpeó furiosa el duro suelo con la pata, exhalando vaho por el morro. Duffy habría jurado que también vio fuego. Con un aullido el perro escondió el rabo entre las patas y se escabulló. La cabra baló furiosa y se alejó dando brincos por el pantano helado en dirección al río.

Adiós al guisado, pensó Duffy con tristeza. Sí, era un día realmente funesto. Rozó algo cálido y húmedo con los dedos y bajó la vista. El perro le lamía la mano, como pidiéndole perdón. Duffy le acarició la cabeza, y el animal no tardó en volver a bailar alrededor, ejecutando una danza de victoria que lo proclamaba vencedor del encuentro tras haber ahuyentado a la feroz cabra.

– Atrapar a esa cabra habría sido como atrapar al diablo por detrás -proclamó Keller.

Duffy se pasó la lengua por los labios.

– Habría rezado un Ave María y disfrutado de un maravilloso banquete.

– Una farola más y podremos comer, capitán.

Keller asintió.

– Gracias, Duffy. Comunicaré lo del cadáver al viejo de la comisaría. Buenas noches.

– Buenas noches -respondió Duffy.

Éste se encontraba ya ante la puerta de la casa de huéspedes cuando Keller ventoseó con la fuerza y el estrépito de un cañón.

– Maldita sea, el estómago me tiene atormentado. La salchicha y el pan de centeno están revolviéndome las lripas. ¿Quieres? Salchicha y pan.

A Duffy se le hizo la boca agua. No sabía qué responder; su estómago lo hizo por él con un rugido casi tan sonoro como la ventosidad de Keller.

– Eh, ése es mi… -exclamó Staub.

El perro empezó a ladrar.

– Calla, Staub. Y tú también, perro. ¿Qué dices, Duffy? ¿Quieres comer con nosotros?

Duffy sonrió y asintió con vigor. Después de todo, había resultado un buen día.

ADIVINANZA

¿EN QUÉ SE PARECE EL EMBARGO A LA DECISIÓN DE MOLLY BROWN DE DORMIR TRES NOCHES EN SÁBANAS MOJADAS PARA RECUPERAR A SU MARIDO? EN QUE LA POBRE MOLLY MURIÓ EN EL EXPERIMENTO.

New-York Herald

Enero de 1808

14

Domingo, 31 de enero. Por la mañana

Jake Hays estrechó con energía la mano del reverendo Todd.

– Un gran sermón, reverendo.

A su derecha se hallaban su esposa, Katherine, con un bebé en brazos, y sus dos jóvenes hijos, junto con una pálida joven vestida de luto.

– Le presento a una pariente de Filadelfia -susurró Jake al reverendo-. Se ha quedado viuda y ha venido a vivir con nosotros. Charity Boenning.

– ¿Cuánto tiempo hace que enviudó, señora Boenning? -preguntó el sacerdote.

– Dos meses.

– ¿El nombre cristiano del difunto? -Philip.

– ¿Tiene hijos?

– El que espero.

– La tendré presente en mis oraciones.

– Gracias -respondió Charity, inclinando la cabeza.

– Un servicio muy bonito, reverendo.

– Señora Hays. Bienvenida a Nueva York, señora Boenning.

Katherine Hays asintió en dirección a su marido, luego reunió a sus hijos y Charity, y todos juntos se encaminaron hacia donde Noah y Copper los esperaban con el trineo para llevarlos a casa. Como era la costumbre, el día del Señor cerraban las calles que daban a la iglesia con unas gruesas cadenas de hierro, a fin de desviar el tráfico y mantener silenciosas y tranquilas las vías públicas adyacentes. Charity Boenning, Katherine Hays y su prole cruzaron al otro lado de las cadenas en Bowery Road y subieron a uno de los trineos y carruajes.

Jake Hays miró con afecto a su esposa y su familia antes de abandonar la iglesia Presbiteriana Escocesa y echó a andar por Grand Street, contemplando el mundo de Dios.

Había abierto su corazón y su hogar a su pobre prima Charity, una Etting de Filadelfia; en primer lugar porque se llamaba como su hermana menor, más importante aún, porque la madre de Jacob Hays, Esther, había sido una Etting.

Charity se había casado fuera de la fe judía. En realidad el padre de Jacob era judío de nacimiento, pero el Señor había conquistado su corazón, y se había convertido en un piadoso presbiteriano. Jake era el único de sus hermanos que había entrado en la iglesia presbiteriana siguiendo los pasos de su padre.

Cuando Charity se casó con el artista y cristiano Philip Boenning, su familia renegó de ella, como había hecho la de la madre de Jake cuando ésta abrazó el cristianismo.

Philip Boenning había muerto trágicamente, pisoteado por un caballo desbocado. Y Charity y el hijo que esperaba casi habían perdido la vida en un accidente camino de Princeton, apenas una semana atrás. Jake Hays no podía sino ofrecer su hogar a la joven y su futuro hijo.

Había dejado de nevar a primera hora de la mañana, pero no había comenzado el deshielo, de modo que el bosque de árboles de hoja perenne de detrás de la iglesia estaba cubierto de blanco y destellaba al sol como un millar de diamantes. Las calles presentaban casi un palmo de nieve. El corazón de la ciudad se hallaba hacia el sur de Grand Street; en las otras direcciones había bosques, campos abiertos y granjas.

La ciudad de Nueva York se había extendido un kilómetro y medio al norte de Wall Street, su primera frontera. Wall Street, así llamada por la muralla construida en tiempos de los holandeses para mantener alejados a los pieles rojas, era la avenida por donde la pequeña burguesía paseaba a diario. La ciudad era en muchos sentidos una gran urbe con numerosas zonas verdes. Muchas de las calles eran arboladas, y abundaban los jardines y terrenos sin construir, donde era posible coger frutas y bayas. Broadway, la principal vía pública, era impresionante. Ancha, hermosa, adoquinada y, salvo en invierno, muy verde a causa de los árboles, empezaba en Battery y llegaba hasta el mojón que señalaba las dos millas. A partir de allí se convertía en un camino vecinal sin pavimentar.

Sin embargo, era una ciudad mundana. Sus habitantes se enorgullecían del teatro Park, en Chatham Street, con sus hermosas arañas de cristal que colgaban del alto techo. El teatro congregaba a un elegante y sofisticado público, al menos en los palcos.

En los ríos -en realidad estuarios que se alimentaban del océano- los pescadores lanzaban sus redes en busca de toda clase de peces. En las aguas habitaban sábalos, caballas, cachos, percas, grandes lucios del norte y sollos pequeños. También era posible encontrar esturiones o salmones del Atlántico, en la estación apropiada, almejas y ostras.

Hacia el norte, por suerte y por desgracia, se hallaba la fábrica de cola, producto elaborado con pezuñas de cerdo. La ley la había confinado a las afueras de la ciudad, y gracias a dicha ley y a Dios los domingos no despedía su fétido olor. Más al norte se extendían terrenos no transitados, donde las rocas y el tupido bosque de robles, nogales y arces habían permanecido cientos de años.

Jake seguía reflexionando sobre la homilía del predicador. Cualquier hombre bien tratado por la vida y el Señor tenía el deber cristiano de hacer extensivo tan considerado trato a los menos afortunados. Y en aquellos momentos se le brindaba la oportunidad de hacerlo.

Jacob Hays vestía de negro cada día de la semana, excepto el domingo, cuando se ponía su levita azul oscuro y un chaleco de corte recto por delante, con el interior de color gris y el exterior blanco. Llevaba los pantalones remetidos en los borceguíes negros, altos hasta la rodilla y de suela gruesa con un gran pliegue gris.

Blandió el bastón al aire, se estiró el pañuelo blanco que llevaba anudado al cuello y se colocó el sombrero alto de castor en el ángulo apropiado. Complacido con Dios, consigo mismo y con el mundo, echó a andar por la calzada de Grand Street, sepultada bajo la nieve. Se detuvo para dejar paso a la familia Anderson y saludó sonriente, aunque distraído, pendiente de un hombre enjuto con un tabardo verde, un poco más joven que él, que se hallaba de pie al otro lado de la puerta de la iglesia, sin hablar con el predicador ni con nadie. Jacob Hays lo había visto en el interior de la iglesia. Un forastero, no necesariamente un proscrito; aquel rostro no le resultaba familia.

Jake respiró el aire vigorizante. Tenía la costumbre de dar una vuelta rápida por la ciudad para ver si el domingo era respetado y tranquilo, y terminar con una taza de café en el Tontine.

– ¿Señor?

Hays se volvió y vio al hombre enjuto aproximarse a él.

– ¿Sí?

– Lamento molestarle en domingo, señor. Se trata de un cadáver.

Jake miró con los ojos entornados a aquel hombre de aproximadamente su misma estatura.

– ¿Un cadáver?

– Se supone que le espera un mensaje en su oficina, donde quiera que esté, pero no he pegado ojo en toda la noche angustiado por el alma de ese pobre diablo.

Jake frunció el entrecejo.

– Disculpe mi lenguaje, señor.

Jake agitó la mano derecha.

– No importa.

Grand Street estaba atestada de feligreses que volvían a sus trineos.

– Cenaremos juntos, Jake -dijo una mujer- No te retrases.

El alguacil mayor la despidió con la mano.

– Acompáñame -pidió al hombre del tabardo verde-. ¿Dónde se encuentra?

– ¿Cómo dice?

– El cadáver.

– Al otro lado del Collect. En Lispenard Meadows.

Los dos hombres se encaminaron hacia el Bowery. Jake iba delante. El domingo era el único día de la semana en que su ayudante, Noah, no le acompañaba. Tal cambio de rutina permitía a éste asistir a la reunión baptista africana de Stone Street después de dejar en casa al señor Hays y su familia.

A Jake le encantaban los domingos. Ese día advertía que todo marchaba bien en el mundo. Hasta que el primer problema se cruzaba en su camino. Y por desgracia ya parecía haberse cruzado, y aún no había transcurrido ni medio día.

– Hace un par de siglos todo era desierto, hasta que los holandeses empezaron a cultivar las tierras.

El hombre enjuto gruñó. Le costaba seguir el paso del alguacil mayor, sobre todo por los resbaladizos tramos de madera.

– Me gusta la vida urbana -prosiguió Jake meneando la cabeza-. Pero el domingo, el día del Señor, prefiero el campo. -Respiró hondo-. Soy un auténtico campesino, con mis árboles, manzanas y melocotones. Me asombra el modo en que la ciudad crece. ¿Te has fijado en que están construyendo el nuevo ayuntamiento en Chambers Street?

– Sí, señor.

– En las afueras de la ciudad. ¡Ja! En pocos años Nueva York será el doble de grande. Recuerda mis palabras. No habrá un solo rincón donde respirar. Cada día perdemos más bosques, pájaros y animales. -Se interrumpió-. ¿Eres marinero?

– Sí, señor. ¿Cómo lo sabe?

– El abrigo te delata. Y tu forma de andar. También las manos; los callos de los marineros son distintos a los de los hombres de tierra firme.

– Sí, señor.

– ¿De dónde eres? No me lo digas. Irlandés, ¿verdad?

Por simple que fuera, hasta Duffy sabía que no era una gran proeza adivinar su tierra natal. Sonrió y respondió con acento irlandés:

– ¿Cómo lo sabe?

– ¿Católico?

Duffy se ofendió. ¿Iba a tener problemas? A juzgar por el rostro del alguacil, no. Su religión tampoco era difícil de adivinar.

– Me ha pillado.

El alguacil mayor frunció el entrecejo.

– Te he visto en la iglesia.

Duffy asintió.

– ¿Qué opinas de nuestros servicios?

– Muy bonitos -respondió el marinero, educado-. Pero dejan cantar a cualquiera, y algunos no saben. -Adoptó una expresión de desagrado.

– Es posible, pero al menos entendemos qué decimos cuando rezamos -replicó Jake-. No como vosotros, con vuestros galimatías en latín.

El marinero optó por no responder. De nada servía discutir de religión, y menos siendo él el católico.

– Sí, señor.

El alguacil mayor le tendió la mano.

– Jake Hays.

Cohibido, Duffy se la estrechó.

– Bill Duffy.

– ¿No tienes unos buenos guantes?

– No, señor.

El alguacil mayor meneó la cabeza.

– ¿Qué hay de ese cadáver?

Paciente, Duffy se lo explicó.

– Trabajaba entre Church y Broadway, limpiando los alrededores del embalse, cuando vi que algo sobresalía de la tierra. ¡Que me maten si no era una mano humana! -Se santiguó-. Y estaba pegada a un brazo.

– ¿Estás seguro?

– Reconozco una mano cuando la veo. Señalé el lugar con una estaca de madera para que pueda usted encontrarlo.

Oyeron el feroz estruendo aun antes de girar a la derecha al salir del Bowery y adentrarse en Pump Street.

– ¡Jesús, María y José! -exclamó Duffy.

El lugar donde había colocado la señal era una rabiosa maraña de dientes y pelo; un grupo de perros salvajes aullaba y gruñía.

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New-York Herald

Enero de 1808

15

Domingo, 31 de enero. Por la mañana

Sin inmutarse, Jake Hays se interpuso entre los voraces perros, tratándolos como si fueran simples ciudadanos revoltosos y abriéndose paso a bastonazos.

– ¡Fuera! ¡Marchaos!

Los perros retrocedieron, pero no se marcharon. Gruñendo y babeando, mostrando su dentadura desigual y amarilla, avanzaron de nuevo.

Jake se irguió y, alzando el bastón, bramó:

– ¡Por Jehová, largo de aquí!

Por fin se alejaron.

Duffy miró con admiración al representante de la ley mientras los animales salvajes huían presas del terror, gimoteando y con el rabo entre sus esqueléticas patas.

– ¡Pobres bestias muertas de hambre! -exclamó Jake, chasqueando la lengua y bajando el bastón.

Duffy observó la mano que los perros habían desgarrado.

– Hemos llegado en el momento oportuno. Un minuto más tarde, y habrían devorado hasta el hueso. -Meneó la cabeza-. De todos los ultrajes, sólo ser enterrado en tierra no sagrada me parece peor que esto. Es terrible. -Comprobó la estaca que había clavado. Seguía firme. Golpeó el suelo con el pie-. Está demasiado duro para cavar.

Jake se agachó para examinar la mano, luego se levantó.

– Puede esperar hasta mañana…

– Pero los perros…

– Pondré vigilancia. Anímate, Duffy; este hombre se ha reunido con su Creador. Y por desgracia, no es el único. Si me dieran cinco centavos por cada cadáver abandonado en el suelo de Gotham, sería Creso.

– ¿Perdón, señor?

– No importa. Con este aire helado, no habrá mucho trabajo en el Collect hasta el deshielo de la primavera. ¿Te interesa otro empleo?

– ¿Cómo dice?

– El ayuntamiento te pagará un dólar por quedarte aquí, vigilando que los perros no vuelvan a abalanzarse sobre el cadáver. Pero antes iremos al Tontine para disfrutar de un copioso almuerzo, para que resistas lo que será un largo día. Me ocuparé de que un guardia nocturno te releve al anochecer.

Duffy vaciló.

– ¿Qué es lo que no te gusta? ¿El trabajo? ¿El almuerzo?

– ¿Estará a salvo la mano de los perros mientras estoy fuera?

– No hay forma de saberlo. Seguramente no, pero nada es perfecto. Es todo cuanto podemos hacer. Vamos. Rezar me abre el apetito, y ahuyentar perros, aún más. Mañana tendrás otro trabajo. Quiero que saques de allí a ese desgraciado, o lo que queda de él. -El alguacil mayor se quitó el pañuelo blanco del cuello, lo ató a la estaca y lo observó ondear al suave viento, como una bandera de rendición.

Un halcón voló muy bajo, contemplando la escena. Duffy se estremeció, recordando el episodio del halcón, el cerdo, el águila y la lluvia de sangre, ocurrido hacía más de una semana.

– Muévete -apremió el alguacil mayor, que ya había avanzado varios pasos.

Delante de un almacén desierto de Pump Street, llamada así por la bomba que se utilizó hasta que se contaminó el agua, un par de mendigos ateridos de frío asaban castañas en teteras abolladas sobre un triste fuego.

El muchacho, de tez oscura y delgado como un palillo, llevaba un fino abrigo y la cabeza descubierta. Aparentaba nueve o diez años. El embargo y el frío implacable habían dejado a la ciudad plagada de niños hambrientos, la mayoría huérfanos.

– Cinco a un centavo, señor.

Jake sacó la billetera y dejó una moneda en la mano del muchacho. Los inapropiados guantes que cubrían sus rojas manos tenían más agujeros que tela. El anciano que lo acompañaba era aún más delgado. No llevaba abrigo, y tenía los pies y las manos envueltos en trapos. Se apoyaba en un bastón que sostenía con la mano derecha; Jake, que entendía de bastones, reconoció en éste un arma idónea. No aceptó las castañas que le ofrecieron envueltas en un trozo de papel periódico. En lugar de ello entregó otro centavo al vejete.

– Gracias, señor. -El anciano se tiró de las canosas greñas que escondía bajo un gorro desproporcionado.

El muchacho, sin dejar de moverse para combatir el frío, sonrió a Jake.

– Si me enseña la mano, le diré la buenaventura, señor.

Jake negó con la cabeza.

– Recibirás otro centavo si vas a Lispenard, entre Church y Broadway. Hay una estaca en el suelo con un pañuelo blanco para señalar el lugar. Quiero que mantengas alejados a los perros.

– Hecho, señor.

El anciano llamó su atención, sosteniendo el bastón contra el costado como si se tratara de un mosquete.

– Tengo mi bastón. El muchacho cogerá unas rocas mientras yo enciendo un buen fuego. Con eso bastará. Combatí en la guerra al servicio del general Green y sé ahuyentar perros e ingleses. -Rió-. Todos son unos hijos de perra.

El anciano se irguió cuanto su vieja espalda le permitía.

– Cabo James Smith. Y el muchacho es mi nieto. Danny.

El niño sonrió al oír su nombre, luego echó a correr hacia el almacén y salió con una carretilla que contenía tierra. Entre él y el anciano colocaron en ella los pedazos de carbón y las teteras, y se encaminaron hacia el embalse.

– ¡Esperad! -exclamó Jake.

Se detuvieron.

– Duffy acudirá allí dentro de un rato con vuestra paga. No me importa si tenéis que golpear y prender fuego a esos perros, pero sobre todo que no se acerquen.

El anciano y el muchacho se alejaron despacio con la carretilla.

La casa de Jacob Hays se hallaba a sólo tres manzanas al sur de Lispenard Meadows, en Sugarloaf. Aunque sabía que a Katherine no le molestaría que invitara a Duffy en casa, pensó que sería mejor almorzar con él en el Tontine.

Duffy ya se veía comiendo pollo asado y patatas.

Tuvo que correr para alcanzar el alguacil mayor, que ya había echado a andar. Sintió una punzada en el costado, y le rugían las tripas cuando llegaron a la esquina de Wall y Water Streets. Por fin, pensó. Hays no sudaba siquiera. Parecía animado tras el paseo.

En el tejado del Tontine ondeaban las quince estrellas y quince barras de la bandera americana. Se trataba de un edificio alto de tres plantas, de las cuales la que se hallaba al nivel de la calle sobresalía del resto. El tejado consistía en un balcón con una sola barandilla que rodeaba todo el primer piso. El Tontine no había cambiado desde los tiempos coloniales; sin embargo, desde que el café molido había entrado en el mercado y estaba a la venta, la mística que había envuelto a la cafetería se había desvanecido. Lo que quedaba era una taberna, casa de huéspedes y sala de subastas.

Estos locales ya no eran lugares de reunión para discutir de política y hacer negocios. Dichas actividades se habían trasladado a los edificios municipales, las Bolsas y las casas de campo. No obstante, las tabernas-cafeterías seguían siendo establecimientos acogedores donde comer y beber.

Duffy nunca había soñado siquiera con entrar en la cafetería Tontine. Las tripas le rugían de forma tan audible que sin duda moriría antes de entrar. Delante del local, media docena de hombres demacrados -marineros a juzgar por su aspecto-, mendigaban y vociferaban amenazas.

– ¡Eh, los de dentro! ¡Dadnos un poco o romperemos los cristales!

– ¿O qué? -bramó Jake, avanzando hacia ellos como la cólera de Dios.

– ¡O romperemos el escaparate y os partiremos la cabeza! -exclamó un tipo menudo de rostro curtido y patizambo, que lucía una incongruente chistera.

Junto a él había un monstruo de un metro ochenta que debía de pesar ciento treinta kilos.

– ¿Te gustaría empezar por la mía? -preguntó Jake con una sonrisa siniestra.

Su renombrado bastón hendió el aire para arrancar la chistera de la cabeza del hombrecillo.

– ¡Cuidado! -advirtió Duffy a sus espaldas al observar que el monstruo alzaba el puño como si se tratara de un martillo.

Pero se movió con demasiada lentitud. Y Jake, que era tan rápido como diestro, agitó el famoso bastón de puño dorado y golpeó al robusto hombre en su amplio vientre.

Entretanto, el hombrecillo de rostro curtido se agachó para recoger el sombrero, tal y como Jake esperaba. Éste sonrió a Duffy antes de propinar al tipo un fuerte bastonazo en las nalgas. Todavía sonriendo, estudió a los cuatro mendigos restantes y, una vez convencido de que no le plantarían cara, dijo:

– Está bien, muchachos; ya sabéis que lo que hacéis no está bien. Id a la casa de beneficencia de Chambers Street para pedir un plato de sopa.

– Está cerrada -se quejó el de la cara curtida, frotándose las nalgas-. Ya no queda sopa.

– La han cerrado.

– Se han ido todos.

– Tengo hambre, señor -gruñó el que pesaba ciento treinta kilos, levantándose dolorido.

– Pues no lo parece -repuso Jake.

– Usted es el viejo Hays, ¿verdad? -preguntó el de la cara curtida.

– El mismo.

El monstruo propinó un bofetón a su compañero.

– Calla, imbécil.

– Id a la cocina y pedid un plato de sopa. Si se niegan, decid a Lem Wilson que venga a verme.

– Sí, señor.

Los seis frustrados criminales se encaminaron hacia la puerta trasera del Tontine mientras Jake Hays y Duffy subían por la escalinata de la entrada.

Poco después Duffy rebañaba los retos del cocido de conejo con una gruesa rebanada de pan de levadura química. Hays, que comía al mismo ritmo que andaba, ya había dado cuenta de la mayor parte de su plato. Sacó una pitillera de cuero del bolsillo interior de la chaqueta, extrajo un puro cortado por ambos extremos y lo encendió con la vela de la mesa.

A Duffy le lloraban los ojos a causa del espeso humo del tabaco; sin embargo, al percibir el dulce olor, deseó que el viejo Hays le ofreciera uno. Cuando éste lo hizo, Duffy sonrió, lo olió y encendió inmediatamente.

Hays se estiró satisfecho. Luego se levantó y se acercó al tabernero Lemual Wilson, que dormía su siesta dominical detrás del mostrador.

– Un millón de perdones por interrumpir tu siesta, Lem, pero necesito un cordel o una cuerda.

Duffy prestó poca atención. Aún le quedaba un pedazo de pan y se disponía a introducirlo en la boca cuando reparó en los trozos de patata y nabo ocultos en una espesa salsa marrón en el plato del alguacil mayor. Duffy lo miró con disimulo, cambió su plato rebañado por el más tentador de Hays y comenzó a rebañar de nuevo.

– Ah -murmuró, por fin saciado.

Recostándose en la gran silla de roble, volvió a coger el cigarro. En el otro extremo de la habitación, dos hombres con aspecto de viajeros -comerciantes lo más probable-, se hallaban sentados, fumando sus respectivas pipas.

– Es cuanto puedo ofrecerte -dijo Wilson, entregando a Hays un ovillo de lana amarilla-. Y mi mujer se enojará cuando repare en su falta.

– Servirá. Muchas gracias -respondió Hays.

Dio una palmada a Duffy en la espalda y le entregó el ovillo de lana, una rebanada de pan, una jarra de loza y una botella.

– Aquí tienes. Y… -Sacó de la cartera un billete de un dólar y dos centavos, y añadió-: El pan, el cocido, el agua, y los centavos son para nuestros amigos menos afortunados.

– ¿Para qué es la lana amarilla? -preguntó Duffy-. ¿Para tejer guantes?

El alguacil mayor soltó la carcajada.

– Eres un tipo divertido. Me propongo cercar con ella el terreno que rodea la mano. Quiero que la zona permanezca cerrada hasta que sea examinada. Acudiré allí a las nueve de la mañana. No quiero que se remueva la tierra hasta que se presente el juez de instrucción.

– ¿El juez de instrucción? -repitió Duffy, a quien la comida caliente le infundía coraje para preguntar.

El viejo Hays asintió.

– John Tonneman.

20 DÓLARES DE RECOMPENSA

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New-York Evening Post

Febrero de 1808

16

Lunes, 1 de febrero. Por la mañana

Duffy, levantado desde antes del amanecer, salió con un pico y una pala, un cubo de carbón caliente y una carreta cargada de madera. Hacía tanto frío que los mocos se le helaban.

No encontró ningún guardia nocturno velando la mano. ¡Menudos tipos! Por fortuna tampoco había perros, y la mano presentaba tan buen aspecto como la última vez que la había visto, si podía calificarse de «bueno». Los dedos grises y mordisqueados emergían del barro congelado. Hacia el este, por encima de Brooklyn, un tímido sol salía sigiloso.

Siguiendo las instrucciones del viejo Hays, el día anterior, después de la copiosa comida, había acordonado la zona con la lana amarilla. La lana seguía allí, rodeando la mano, que parecía suplicar. Duffy se santiguó dos veces.

Los trozos de carbón que había portado consigo no bastaban para la tarea. Tendría que procurarse más.

Tardó un buen rato en encender un fuego cerca de la mano. Y transcurrió aún más tiempo hasta obtener suficientes rescoldos que colocar alrededor de la mano a fin de ablandar la tierra. Entonces se vio obligado a alejarlos, porque si bien la emblandecían, también amenazaban con asar los congelados dedos, lo que suponía no complacería al viejo Hays.

Como era su costumbre, el alguacil mayor había echado a andar seguido por su cochero, Noah, que ese día iba en un trineo rojo oscuro cuyas campanillas de latón anunciaban alegremente su paso.

– Buenos días, Duffy -saludó Hays, entregando al marinero un par de guantes gastados, pero en buen estado.

Duffy no cabía en sí de alegría. Parecían de piel de conejo. Se los puso. Tenían tacto de conejo.

– Gracias, señor…

El alguacil mayor agitó el bastón. Bajó la vista hacia la tierra ablandada y la mano suplicante, luego examinó el terreno acordonado y lo recorrió trazando un círculo cada vez más amplio.

Apartó de su mente pensamientos extraños. No había nada evidente a la vista, pero sabía por experiencia que no debía suponer nada.

Duffy esperó, satisfecho con el descanso pero triste por el frío que sentía cuando no trabajaba, sin dejar de observar el extraño comportamiento del alguacil mayor. Finalmente éste se acercó de nuevo a la mano.

– Está bien, Duffy, puedes empezar a cavar.

El día había amanecido despejado y frío como la nieve que crujía bajo las botas de John Tonneman. Este ató su bayo castrado a un triste abedul.

Los alrededores del Collect casi habían desaparecido al ser rellenados, confundiéndose con los Lispenard Meadows. Las zonas más conocidas de su ciudad comenzaban a desaparecer con alarmante regularidad. Sus nietos vivirían en una monstruosa y espléndida metrópolis; Gotham, como la había apodado Washington Irving, la tierra de los sabios necios.

El terreno descendía con suavidad. Al verlo acercarse, Jake Hays, que supervisaba la excavación, salió a su encuentro. Tonneman sentía un gran respeto por él, como la mayoría de ciudadanos honrados de Nueva York, y muchos de los menos honrados.

– ¿Qué tenemos aquí?

– Un cadáver, según todos los indicios -respondió Hays con un cigarro apagado entre los dientes-. Este tipo está cavando para nosotros.

Tonneman vio detrás de Hays una zona acordonada con lana atada a unas estacas de unos treinta centímetros de altura. En el centro sobresalía algo. Una mano. Bueno, ya sabía el motivo de su presencia allí.

Alrededor de la mano la tierra era un barro espeso y cubierto de cenizas que amenazaba con congelarse de nuevo. El trabajador tenía que cavar deprisa.

Los dedos desgarrados parecían salir de la tierra. En los años que llevaba ejerciendo de cirujano y juez de instrucción, así como durante la guerra, Tonneman había visto cientos de cadáveres, enteros o por partes. Sin embargo, su amplia experiencia no impidió que en aquellos momentos el pánico se apoderara de él.

Hacía más de treinta años, el mismo día que llegó a Nueva York procedente de Inglaterra, le habían pedido que echara un vistazo a otro cadáver descubierto no muy lejos de aquel lugar. Y poco después Gretel, la mujer que lo había cuidado en la infancia, había sido brutalmente asesinada por un demente.

Él y Mariana habían llamado a su primera hija Gretel en su memoria, cumpliendo un voto.

– ¿Qué tal está tu hijo? -preguntó Jake Hays en voz baja.

Tonneman no respondió. Se limitó a asentir con la vista clavada en la tierra.

– Los negros enterraban a veces a sus muertos alrededor del Collect.

Hays se cambió el cigarro al otro lado de la boca.

– Éste es tan blanco como tú y yo.

Duffy jadeaba mientras cavaba, gruñendo y arrojando la nieve al aire. De vez en cuando se detenía para colocar más trozos de carbón y avivar el fuego. Por fortuna, el cadáver no era muy voluminoso. A juzgar por la ropa -el abrigo gris, los pantalones holgados y los zapatos anchos- había sido cuáquero. Y, lo que era extraño tratándose de un cadáver enterrado, seguía teniendo el sombrero de ala ancha y copa baja bien encajado en la cabeza.

– ¡Dios mío, esta vez los mansos han heredado la tierra! -exclamó Hays.

Atado al árbol, el caballo de Tonneman relinchó asustado. Asombroso, pensó éste a pesar de haber visto antes semejante fenómeno. El cuerpo no despedía ningún hedor, pues hacía demasiado frío, pero por alguna razón el animal había percibido la muerte, y no le gustaba la idea de permanecer cerca. A Duffy tampoco. El viejo rocín que éste había tomado prestado de la Collect Company mordisqueaba plácidamente la crujiente capa de nieve que cubría el suelo.

Tras haber terminado de cavar, Duffy extendió una lona en el suelo y, cogiendo el cadáver por debajo de los brazos, lo sacó del hoyo con un fuerte tirón y lo dejó caer sobre la lona.

Tonneman se acercó a la zona acordonada. Primero echó un vistazo al hoyo poco profundo y después al cadáver al que pertenecía la mano. Jake Hays se reunió con él. El cadáver estaba rígido. Agachándose, Tonneman estudió la mordida mano derecha.

– Perros -musitó Duffy.

Tonneman tocó la otra mano. Estaba medio cerrada y contenía un puñado de tierra congelada. Temeroso de quebrar los rígidos dedos, decidió que la abriría en su consulta; en cualquier caso, lo que la mano mordisqueada parecía indicar, la entera lo confirmaba, al igual que el puñado de tierra y las uñas rotas.

– Mi maletín. Está en la silla -ordenó el médico.

– Sí, señor -respondió el excavador, apresurándose a buscarlo.

– ¿Irlandés?

Hays asintió.

– Duffy. Pero es buen hombre. Marinero.

Duffy regresó con el maletín y lo entregó a Tonneman, quien sacó unas tiras de tela y limpió con delicadeza el cadáver de barro, inspeccionando la tela tras cada pasada.

Duffy se ajustó aún más los guantes nuevos.

– Déjeme que le ayude -se ofreció, disponiéndose a enderezar el cadáver.

– Espera -ordenó Tonneman, moviendo ligeramente el cuerpo.

– ¡Jesús, María y José! -exclamó Duffy, cerrando los ojos y santiguándose.

Hays se inclinó para verlo mejor. Adherido a la parte posterior del cadáver, con los dientes hincados en el abrigo del muerto como si le mordiera las nalgas, había un cráneo humano.

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New-York Examiner

Febrero de 1808

17

Lunes, 1 de febrero. Por la mañana

Intrigado, Tonneman sostuvo el cráneo en las manos, examinándolo. De pronto le asaltó un pensamiento. Era como si conociera esa horrible sonrisa… Los incisivos salidos. Había visto antes esa dentadura…

– ¿Lo que cuelga es el hueso del cuello? -preguntó Duffy, lívido.

Tonneman asintió.

– Lo que queda de él.

– Me pregunto dónde está el resto de este tipo -dijo Duffy secamente.

A Jake Hays le inquietó la complicación que entrañaba el descubrimiento de aquel extraño cráneo. Continuamente se encontraban cráneos junto con otros viejos huesos, ya que la ciudad, en su desplazamiento hacia el norte, se construía sobre antiguos cementerios.

– No tardará en aparecer, y si no, no importa. ¿Podemos volver al asunto que tenemos entre manos?

– Por supuesto -respondió Tonneman concentrándose en el cadáver más reciente, cuya identidad había conocido en cuanto lo había visto.

Colocando a un lado el molesto cráneo, retiró del cadáver el sombrero aplastado y cubierto de barro y sangre endurecida para dejar al descubierto una cabellera castaña enmarañada y apelmazada a causa de la sangre. El rostro también aparecía cubierto de sangre seca que limpió con delicadeza.

Carraspeó y, bajando la voz para que Duffy no lo oyera, dijo:

– Hay algo que debes saber, Jake. Conozco a este hombre.

– Yo también. -El alguacil mayor asintió-. Es Joseph Thaddeus Brown. Mantengamos su muerte en secreto de momento, John. Creo que el señor Clinton preferirá nombrar a su nuevo delegado de vías públicas sin que el señor Marinus Willett se entrometa.

Tonneman se encogió de hombros.

– No entiendo de política.

Jake asintió. Todo el mundo sabía que John Tonneman procuraba mantenerse al margen de la lucha política. ¿Eso lo convertía en un hombre mejor o peor? Jake Hays no lo juzgaba por ello. En cambio, le molestaba que tratara de ocultarle algo. Por esa razón no podía evitar juzgarlo. ¿Qué secreto guardaba John Tonneman acerca de la relación de su hijo, Peter, con la muerte de Thaddeus Brown? ¿Y hasta qué punto estaba implicado el propio John Tonneman?

El doctor volvió a examinar las manos y el resto del cuerpo. Meneó la cabeza.

– El obstinado Ala Ancha ha conservado el sombrero puesto aún en la sepultura. Me temo que así son los Amigos. -Sonrió-. Como los judíos. Bueno, algunos.

Jake gruñó ante el humor autorreprobatorio de Tonneman.

– ¿Cuánto lleva muerto?

– Ocho días como mucho.

Jake escupió y se colocó de nuevo el cigarro entre los dientes.

– El tiempo que llevaba desaparecido.

Tonneman observó al alguacil mayor. Muy pocas cosas escapaban a su escrutinio, y la ausencia del delegado de vías públicas no había sido una de ellas.

– Si hiciera más calor, podría ser más específico. Sé por experiencia que la rigidez propia de la muerte no dura más de cuatro días. Pero estando congelado el cadáver… -Se encogió de hombros-. No obstante hay algo más.

– ¿De qué se trata?

– Aunque los perros le arrancaron el pulgar y le destrozaron el índice de la mano derecha, se observa en los demás dedos y la mano izquierda que las uñas están rotas y llenas de la misma tierra mezclada con turba en que fue enterrado y sobre la que ahora nos encontramos.

– ¿Qué significa eso?

– Que la mano no salió a la superficie a causa del viento, sino a base de arañazos. La única herida que he descubierto hasta ahora es el golpe en la frente. Se partió el cráneo y sangró profusamente. ¿Ves la sangre? Le empapó el sombrero, el pelo y el cuello, mezclándose con la turba. Me atrevería a decir que seguía sangrando cuando lo enterraron.

Jake entornó sus ojos severos.

– Y continuó haciéndolo hasta que murió.

– Sí. El tono grisáceo de su piel lo confirma. Lo enterraron vivo.

CONSIDERANDO QUE MI ESPOSA, MARY, SE HA COMPORTADO DE MODO MUY DESHONESTO CONMIGO, ADVIERTO A TODO EL MUNDO QUE SE ABSTENGA DE CONCEDERLE CRÉDITO EN MI NOMBRE, YA QUE ESTOY DECIDIDO A NO PAGAR LAS DEUDAS CONTRAÍDAS POR ELLA.

WILLIAM JEFFERS.

New-York Evening Post

Febrero de 1808

18

Lunes, 1 de febrero. Por la mañana

El sol se cernía sobre sus cabezas, triste como un fuego extinguido.

Con gran pesar, Duffy se disponía a cumplir las órdenes de Jake de remover toda la tierra de la zona acordonada. Jake quería que el juez de instrucción la examinara en busca de alguna prueba.

Duffy aspiró una bocanada de aire frío.

– Supongo que después querrá que cave un poco más hasta encontrar el cadáver que corresponde al cráneo.

Jake esbozó una sonrisa.

– Querrás decir esqueleto. No es preciso. Estas tierras están llenas de huesos de unos ciento cincuenta años de antigüedad, si no más. No hay modo de averiguar cuántos años tiene el cráneo. Limítate a remover la tierra de la zona acordonada. -Al ver la expresión amarga de Duffy, añadió-: Anímate, tengo otro trabajo para ti. ¿Qué te parece convertine en miembro de la guardia de vigilancia?

Una amplia sonrisa apareció en el rostro rubicundo de Duffy.

– No sé cómo agradecérselo, señor…

– Ve a la cárcel cuando hayas terminado. Asumirás tus funciones al anochecer.

John Tonneman condujo su caballo castrado hacia el trineo de Hays, en Church Street, después de acordar que Duffy llevaría a su consulta los restos mortales de Brown, el cráneo de dientes salidos y un cargamento de la tierra excavada.

– Este irlandés es un buen tipo -comentó, cinchando su montura.

Jake asintió.

– Bueno, John, tu tarea y la de Duffy ha terminado. -Se volvió hacia el irlandés, que golpeaba con rabia el suelo helado, torciendo el gesto en lo que Tonneman interpretó como una sonrisa-. Bueno, no exactamente. En cualquier caso el mío acaba de empezar. -Se le ensombreció el rostro-. Considero una afrenta personal que un ciudadano honrado sea asesinado de forma tan horrible en mi ciudad. ¿Tienes alguna sospecha de quién fue o por qué lo hizo?

– Ignoro quién pudo hacerlo, pero lamento decir que el porqué está claro -respondió Tonneman-. Después de que el Amigo Brown desapareciera hace ocho días, descubrí que faltan cincuenta mil dólares de la Collect Company.

Hays removió la tierra con el bastón. Permaneció unos instantes en silencio y luego clavó en el juez de instrucción una de sus célebres miradas penetrantes.

– Brown siempre me pareció un tanto irritable para tratarse de un Amigo.

A Tonneman le extrañó que Hays no hiciera ningún comentario acerca del dinero desaparecido.

– Eso no lo convierte en ladrón.

– No. Más bien parece que se repiten los hechos del año 1803.

Tonneman frunció el entrecejo.

– ¿Te refieres al hombre de Livingston que robó esos fondos?

Aludían a los tiempos en que el alcalde de Nueva York, Livingston, había caído enfermo durante otra epidemia de fiebre amarilla, y su agente monetario se había apropiado de cerca de cuarenta y cinco mil dólares del gobierno federal. Cuando Livingston se recuperó, se vio obligado a dimitir, y el gobernador George Clinton nombró alcalde a su sobrino De Witt Clinton.

– Era dinero federal -gruñó Hays-. Estamos hablando de dinero de Nueva York, con que se pretende convertir esta ciudad en un lugar mejor. -Se quitó el cigarro de la boca, lo examinó y, tras decidir que ya no le gustaba, lo arrojó a la nieve. Clavó su mirada penetrante en Tonneman- Habría sido un detalle que me hubieras informado de la desaparición de Brown y el dinero, John.

– Esperaba resolver el problema yo solo.

– ¿Y dónde estuvo Peter durante el tiempo que el hermano Brown permaneció desaparecido?

Tonneman se irguió. El viento le levantó la bufanda, que le azotó el rostro.

– ¿Qué insinúas?

– No intentes embaucar a un embaucador, John. Tengo entendido que tu hijo mantuvo una violenta discusión con Brown y que éste terminó ensangrentado en el suelo.

Tonneman se subió al caballo para evitar la mirada censuradora del alguacil mayor.

Se despidieron con una inclinación de la cabeza, yTonneman se dirigió apesadumbrado hacia su casa de Rutgers Hill. El caballo castrado conocía bien el camino, de modo que dejó volar la imaginación. Al instante, y sin proponérselo, recordó el extraño compañero de Thaddeus Brown en la muerte, el cráneo con los incisivos salidos. Había visto muchas dentaduras semejantes a lo largo de los años que había ejercido de odontólogo. ¿Era el cráneo de un hombre o una mujer? No lo había examinado con detenimiento, pero la intuición le decía que se trataba de una mujer. Y raras veces se equivocaba.

De pronto sonrió. Con una excepción. Aquella vez, hacía muchos años, en que tomó a Mariana por un muchacho. Eso había ocurrido cuando, tras el fallecimiento de su padre, regresó a Nueva York, su ciudad natal, sin haberse repuesto por completo del daño que le había causado Abigail al casarse con Richard Willard.

Se enamoró de Mariana Mendoza, una asombrosa y apasionada joven que vestía como un muchacho y quería ser médico. A través de ella se había involucrado en la causa revolucionaria. Fue una época maravillosa. Nunca había vuelto a sentirse tan vivo.

Oh, Mariana. ¡Qué tristes rumbos han tomado nuestras vidas!, pensó.

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New -York Evening Post

Febrero de 1808

19

Lunes, 1 de febrero. Por la mañana

Antes de llegar a su casa, John Tonneman ya estaba rojo de furia.

– ¡Peter! -bramó al entrar.

El muchacho se hallaba en el salón, con una botella de brandy en la mano.

– ¿No puedes esperar al menos a que se ponga el sol? -censuró John.

– No estoy bebiendo.

– ¿Ah, no?

– Sólo miro la botella.

– Bah, otra de tus mentiras pueriles. Levántate cuando te hablo.

– Por favor, papá.

– Basta de «por favor». Ya he tenido bastante de ti y tus hazañas el día de hoy.

Peter obedeció con un suspiro.

– ¿Qué he hecho ahora?

– ¡Qué extraño que tú y Joseph Thaddeus Brown desaparecierais el mismo día! Y luego apareces tú, y encuentran muerto a Brown.

El muchacho sofocó un grito, como si le hubiera golpeado en el estómago.

– No puede ser.

– ¿Es todo lo que tienes que decir? Hay además un informe de uno de los hombres de Jake Hays en que se explica que tú y Brown os peleasteis el viernes por la noche, y que él sangraba.

– Es cierto, pero…

– ¡Dios mío! ¿Lo mataste, Peter?

En aquel momento Mariana irrumpió en la habitación y se abalanzó sobre su esposo como una gata furiosa.

– ¿Cómo te atreves a hacerle semejante pregunta? Es nuestro hijo.

– Pero el viejo Hays…

Lágrimas de cólera resbalaban por las mejillas de la mujer.

– ¿Das la espalda a tu hijo basándote en un… rumor? Todo el mundo sabe que Jake Hays cuenta con un despreciable grupo de confidentes, todos ellos borrachos y ladrones, capaces de contar cualquier chisme a cambio de dinero.

– Pero ¿por qué huyó Peter?

– No huyó. Simplemente se marchó. Es un adulto y tiene todo el derecho a ir a donde quiera.

– Pero ¿dónde está el dinero?

– ¿Cómo voy a saberlo? -Mariana echaba chispas por los ojos-. ¿Por qué crees que lo robó él? Probablemente lo hizo Brown o uno de los guardias nocturnos. No son de fiar. O tal vez tu querido Jamie.

– No; Jamie no. Él jamás…

– Oh, con qué rapidez sales en defensa del honor de tu amigo, en lugar de proteger el de nuestro hijo. ¿Sería demasiado pedir que lo apoyaras en estos momentos difíciles? -Alzó la voz como no lo había hecho en más de treinta y dos años-. ¿Por qué no desempeñas el papel que te corresponde y defiendes a tu hijo en lugar de acusarlo?

El motivo de la discusión subió a su habitación, llevándose consigo la botella de brandy. Ni siquiera advirtieron su ausencia.

La comida del mediodía, a base de manzanas, queso y carne con biscotes que John Tonneman solía saborear, le provocó náuseas. Él estaba furioso, Mariana taciturna, Peter ausente, y las niñas calladas, pero nerviosas. Duffy escogió ese preciso momento para entregar su cargamento. Agradeciendo la distracción, Tonneman acudió enseguida a la consulta, con gran disgusto de Mariana, que no consideraba zanjada la discusión.

Dos pacientes ancianos lo esperaban. La acusación de su esposa acerca de su actitud hacia su hijo seguía resonando en sus oídos mientras ponía a hervir agua en la estufa Franklin, atendía un corte en un dedo y abría un furúnculo al primer paciente, y diagnosticaba una gastritis al segundo.

¿Tenía razón Mariana? ¿Había dado la espalda a su hijo? No lograba apartar a Thaddeus Brown de sus pensamientos. Su muerte y el robo del dinero podían destrozar la vida de Peter y la reputación de la familia, tal vez durante generaciones. Debía resolver aquel caso.

Entregó al segundo paciente un paquete de hierbabuena y lo despidió. Tonneman alejó de su mente los problemas personales para dedicarse a sus obligaciones como juez de instrucción. Dejó a un lado el cráneo que continuaba intrigándolo y desnudó el cadáver depositado sobre la mesa. En los bolsillos del cuáquero encontró un billete de diez dólares y dos de tres del banco de Manhattan, una moneda de oro de dos dólares y medio, otra de plata de diez centavos y cuatro de cobre de medio centavo, además de un pañuelo de algodón y un delgado devocionario encuadernado en cuero.

Echó un vistazo a la tetera; el agua aún no hervía. Colocó los doce cubos que Duffy había llenado de tierra en dos hileras de seis. Al enderezarse sintió un pinchazo. Su vieja espalda ya no toleraba esa clase de ejercicio. No obstante, se arremangó la camisa, se arrodilló y examinó con detenimiento seis cubos, pasando la tierra por un improvisado tamiz. No encontró nada salvo hormigas y una larva de escarabajo.

Una vez hubo bullido el agua, procedió a lavar con trapos mojados el cadáver, empezando por la mano derecha, que sostenía el puñado de tierra. Cuando los trapos calientes devolvieron la flexibilidad a los dedos, abrió la mano y retiró la tierra firmemente apretada. En ella se veía aún la marca de los dedos del finado.

Arrojó el puñado de tierra en el cubo número siete y terminó de lavar el cadáver para a continuación cubrirlo con una lona.

Un débil destello hizo que centrara su atención en el séptimo cubo. El montón de tierra procedente de la mano de Brown se había desintegrado, revelando un trozo de metal. Tonneman recogió el interesante hallazgo y lo limpió. Ante él, unido a un fragmento de cadena de oro, había un pequeño camafeo de ónice con el perfil de una mujer grabado.

– Podría haberme ahorrado la molestia de colar toda esta tierra -gruñó de buen humor.

Limpió el camafeo y lo dejó en la mesa de la biblioteca, decidido a ocuparse más tarde de él. A continuación subió pesadamente a su habitación, donde Mariana dormía o fingía dormir.

Maldita sea. Estaba seguro de que cuando despertara se empeñaría en reanudar la discusión. Y aún tenía que asistir a la ópera del signore Da Ponte.

BAILE PÚBLICO

JOHN HAMILTON HULETT INFORMA RESPETUOSAMENTE A SUS AMISTADES Y DEMÁS CIUDADANOS DE QUE SU BAILE TENDRÁ LUGAR EL MIÉRCOLES DÍA 10 DE FEBRERO, EN EL UNIÓN HOTEL, WILLIAM STREET. VENTA DE ENTRADAS EN EL MOSTRADOR Y A TRAVÉS DEL SEÑOR HULETT EN EL NÚM. 15 DE CEDAR STREET.

New-York Evening Post

Febrero de 1808

20

Lunes, 1 de febrero. A media tarde

Algo amortiguado por la nieve, el ruido de las ruedas de los carruajes, trineos y carros pesados, así como el sonido de los cascos de los caballos contra los adoquines llenaron el aire. Y en medio del estruendo, los vendedores pregonaban sus mercancías.

– ¡Castañas aquí, señora!

– ¡Afile sus cuchillos!

– ¡Patatas asadas! ¡Al rojo vivo! ¡A sólo medio centavo!

Seguía nevando. Tal vez al día siguiente no habría nada que hacer, de modo que ese día se dedicaba a ganar dinero. Si lo había.

A causa de la nieve amontonada subieron primero hasta Broadway. Luego pasaron por delante de Saint Paul Chapel, cuya torre se erguía orgullosa por encima de los demás edificios, y al llegar a Chatham Street doblaron hacia la derecha.

El ruido de cascos de caballos y los gritos de los vendedores no contribuían a aliviar la jaqueca del viejo Tonneman, a quien no apetecía en absoluto asistir a la ópera esa noche.

Habría preferido quedarse en la consulta, con su hijo al lado, compartiendo con él sus conocimientos médicos. Deseaba dejar de preocuparse por Peter y lo que éste hacía o dejaba de hacer. Cielos, quería quedarse en casa con ese maldito cráneo. Algo pugnaba por salir a la luz. ¿El pasado? Se mordió la lengua ante su propio dolor. ¿Corporal, mental o espiritual?

Aun en ese estado de ánimo, era imposible que Tonneman no advirtiera que la ciudad estaba llena de mendigos hambrientos y sin hogar.

– Dame unas monedas para comprar un poco de pan.

A ambos lados de la calle había hogueras encendidas para dar calor a los vagabundos. El guardia nocturno los controlaba para evitar que una chispa errante prendiera fuego a la ciudad entera.

Ataviada con su mejor vestido de tafetán color albaricoque, ribeteado de seda, Mariana observaba a su esposo con una expresión cargada de reproche. No habían hablado desde que Duffy había dejado en casa el cadáver de Brown con el cráneo.

Las niñas, rígidas dentro de sus mejores trajes de noche, también permanecían calladas. Sabían que algo no marchaba bien en su hogar. Sólo Peter hablaba con nerviosismo. Se había sacado de la manga un nuevo tema, el matrimonio, y no cesaba de preguntar a su madre si estaba preparado para el matrimonio o con qué clase de joven debía casarse. Absorta en alimentar la cólera que se había apoderado de ella, Mariana sólo daba a su hijo respuestas lacónicas.

En Chatham Street, delante del teatro Park, se apearon de otros vehículos hombres elegantemente vestidos y mujeres con sombrero, chales y guantes, capas de terciopelo forradas de piel y manguitos, todas bien abrigadas para combatir el intenso frío.

La atracción de esa velada era la óperaDon Giovanni; música de Mozart. Sin embargo, lo más importante para los aficionados a la ópera de Nueva York era que el libreto era de Lorenzo da Ponte, residente en la ciudad desde 1805 y promotor, aunque débil, de la ópera italiana en el Nuevo Mundo.

Mariana Tonneman había planeado esa salida desde que vio el anuncio en el Evening Post. Su entusiasmo había aumentado cuando el signore Da Ponte había ofrecido a John entradas especiales. A pesar de los apuros de Peter y la cólera que le provocaba la actitud de su marido, no estaba dispuesta a perderse el acontecimiento.

Habían retirado la nieve de la acera y se aproximaban al teatro cuando ante ellos apareció un hombre de color, de cabello entrecano y vestido a la última moda.

– Disculpe, señor Tonneman. ¿Me recuerda?

– Me temo que no -respondió el doctor, entornando los ojos.

Era tan ancho como la viga de una casa y tan alto como el mismo Tonneman.

– ¡Por supuesto! -exclamó Mariana con una amplia sonrisa que contenía un nuevo reproche hacia su esposo-. Quintín.

– Así es, señora.

El africano vestía una capa negra sobre una chaqueta de terciopelo verde y un chaleco de cuello alto y forrado de verde, muy distinguido. Sostenía en la mano un sombrero de piel de castor. Una considerable cicatriz cruzaba su terso rostro por encima de la ceja derecha.

– Quintin Brock. Ahora trabajo de peluquero con Pierre Toussaint, y el signore Da Ponte nos ha contratado para ayudarle con las extravagantes pelucas.

– Oh, eso está muy bien -farfulló Tonneman.

Quintin ahuecó una mano en torno a su oreja derecha.

– ¿Cómo dice? Lo siento, no le he oído.

Tonneman asintió. El hombre de color había quedado medio sordo a consecuencia de la explosión de la maldita bomba colocada por Hickey muchos años atrás.

– Que eso está muy bien -repitió alzando la voz.

– Sí, señor. ¿Podría visitarle mañana, si no le molesta?

– Sí, sí -murmuró Tonneman, con las sienes palpitantes.

Ansiaba fumar un último cigarro antes de verse obligado a permanecer sentado durante toda una interminable ópera.

– Mañana en mi consulta. A las nueve. ¿Sabes dónde está?

– Sí, señor -respondió Quintin, complacido-. ¿Cómo iba a olvidarlo? La casa de Rutgers Hill.

Hizo una reverencia y retrocedió hasta desaparecer.

En los altos candelabros de la fachada del teatro ardían velas. En el vestíbulo, un hombre de edad que caminaba muy seguro de sí mismo acudió al encuentro de los Tonneman. Visto de cerca, se apreciaban venitas rotas en su rostro bien afeitado.

Su forma de vestir reflejaba aún más que se trataba de un hombre seguro de sí mismo y delataba su procedencia londinense; camisa almidonada de cuello alto, fular y chaleco con cuello, todo ello rematado con una capa de terciopelo azul celeste sin cruzar, con cuello y solapas, pantalones beige y unos escarpines negros y lisos con polainas.

Se trataba del mejor amigo de John Tonneman, Maurice Arthur Jamison, conocido por todos los de su clase como Jamie. Había sido cirujano en Londres y se había trasladado a Nueva York con Tonneman en 1775 para desempeñar el cargo de rector en la nueva Facultad de Medicina de King's College. Al estallar la guerra, Jamie se había casado con la hermana viuda y acaudalada del coronel Richard Willard.

Un delgado muchacho de color vestido como un colono entregó a cada uno una hoja de un centavo con la lista de actuaciones.

– Ah, un programa -exclamó Jamie lanzándole una moneda.

Los aficionados a la ópera, vestidos en todos los estilos, entraron a raudales en el vestíbulo. Algunos caballeros aún preferían los anticuados calzones hasta la rodilla, las medias y las pelucas a los pantalones de moda y las chisteras.

La planta baja albergaba el patio de butacas, con el escenario al fondo, y en el segundo piso había palcos dispuestos en un semicírculo, donde se sentaba la pequeña aristocracia de Nueva York.

El teatro Park, inaugurado en 1798 con una representación de As You Like It, era tan bonito como los más renombrados de Londres. Había costado la elevada suma de ciento treinta mil dólares, y tenía cabida para mil doscientas personas. La butacas del patio costaban cincuenta centavos; los asientos de los palcos, un dólar. El teatro contaba con un repertorio de Shakespeare, algunos autores ingleses contemporáneos como Richard Sheridan y, como aquella noche, la visita ocasional de una compañía de ópera.

El público del patio era en su mayoría masculino, artesanos y jornaleros de la ciudad. Y en opinión de quienes ocupaban los palcos, todos unos camorristas.

– Quiero hablar contigo, John -dijo Jamie a Tonneman.

– Y yo contigo.

Tonneman indicó con señas a Peter que condujera a la familia al palco.

– Tu hijo… -empezó Jamie.

– Ha habido… -empezó Tonneman.

Educados, ambos esperaron a que el otro continuara. La gente que entraba en tropel los zarandeó. Agitando su pañuelo de seda amarillo cargado de perfume, Jamie trató de entablar una conversación intrascendente.

– ¿Asististe a algún espectáculo la temporada de teatro italiano organizada por Da Ponte el año pasado? Manfredi y su compañía de bailarines sobre cuerda. -Le guiñó un ojo- Había un tableau romano con escenas que nunca se habían visto en Nueva York. ¿Viste Los rivales la semana pasada?

– No -respondió Tonneman.

El perfume que despedía el pañuelo de Jamie le agudizó el dolor de cabeza, y arrugó la nariz, consternado.

– Un olor divino, ¿no? -continuó Jamie-. Número 6 de Caswell-Masey. Es el favorito del marqués de Lafayette, ¿lo sabías?

A pesar de sí mismo y su dolorida cabeza, Tonneman se esforzó por sonreír.

– Eres único, Jamie.

– Y has tardo mucho tiempo en darte cuenta. -Jamie no cesaba de pasear su penetrante mirada en busca de la oportunidad de entablar conversación con algún personaje importante- ¡Ajá! -exclamó, ondeando el pañuelo amarillo como una bandera-. Nuestro antiguo y futuro alcalde.

A menos de seis metros de distancia se hallaba De Witt Clinton, el ex alcalde de Nueva York que no tardaría en recuperar el cargo. Hablaba con Washington Irving, Lorenzo da Ponte y el amigo de éste, el profesor Clement Moore. Era evidente que Jamie quería ver y ser visto por esos cuatro hombres de posición en Nueva York.

Tonneman se dijo que debería detenerse a la salida para felicitar al italiano, aun cuando no comprendía una palabra de italiano, odiaba la ópera y la cabeza estaba a punto de estallarle.

Los espectadores de butacas baratas pasaban por su lado buscando asientos y llamándose a voz en grito. Jamie hizo una mueca.

– Los pobres siempre están con nosotros.

El estrecho pasillo estaba bien alumbrado por numerosas velas estratégicamente colocadas. Para reforzar la iluminación había espejos en las paredes y recipientes con agua colocados en mesas y repisas.

Jamie y Tonneman, empujados y saludados sucesivamente, acabaron por renunciar a hablar en medio de aquel barullo de voces, pasos e instrumentos que eran afinados. Se retiraron a la dudosa tranquilidad de los palcos cercados con una barandilla. Detrás de la cortina de terciopelo rojo descubrieron al viejo compañero de Tonneman, Daniel Goldsmith, y a su esposa, Molly, hablando con Mariana.

Aunque sólo un año mayor que Tonneman, aquel hombre achaparrado aparentaba diez más. La calva en la coronilla constituía una adquisición bastante reciente. El ex alguacil tenía el rostro descolorido y la piel tirante a causa de antiguas cicatrices dentadas, recuerdos de aquella noche en que había estallado una bomba cerca de Bayard -la misma que había dejado sordo a Quintin-, rociándolo de alquitrán en llamas. Con los años se habían tornado aún más siniestras.

Molly, la ex ramera judía de Church Street y esposa de Goldsmith, ya no era tan rolliza como antaño. Sus tersos senos se habían arrugado, y el cabello sedoso y negro se había vuelto gris. Vestía a la última moda y era conocida por sus grandes sombreros, que ella misma confeccionaba y exhibía con orgullo. El de aquella noche, escarlata brillante con largas plumas de avestruz, estaba adornado como un pastel nupcial.

Jamie habló de nuevo, pero sus palabras se perdieron en el murmullo confuso de voces y el sonido más organizado procedente de la orquesta. Todos cuantos se hallaban de pie comenzaron a discutir por un asiento.

– Quédate, Molly -invitó Mariana-. Y tú también, Daniel. Aquí hay sitio de sobra. Peter, niñas, abajo. Podéis estar de pie durante el primer acto.

– ¡Agárrame! -exclamaron las niñas al unísono antes de abandonar alegremente el palco.

Peter las siguió igualmente encantado. De pronto, un bramido proveniente del patio hendió el aire. Detrás de las butacas baratas, dos espectadores empezaron a discutir a gritos.

– ¡Estás bebiendo mi cerveza, cara de mono!

Se oyó un sonoro eructo.

– Demasiado tarde. Se acabó.

– ¿Cómo convertirías a un yanqui en un holandés? -vociferó el otro.

– Rompiéndole la mandíbula y aplastándole el cerebro -fue la respuesta.

Y comenzó la pelea.

Mientras los vigilantes nocturnos irrumpían en el local para ayudar de mala gana y con torpeza a los empleados del teatro en su intento por sofocar la refriega, Tonneman decidió aprovechar la ocasión para hablar con su amigo.

– Jamie.

Éste salió del palco precedido por Tonneman. Junto al palco, tras otra cortina roja, había una pequeña galería que también daba al escenario. El doctor se apresuró a conducir a Jamie hacia allí.

– ¿Puedes venir mañana a primera hora a mi consulta?

– ¡Ja! Por fin has reconsiderado unirte a mi asociación de inversores inmobiliarios.

– Nada de eso. No he cambiado de parecer.

– ¿Entonces?

– Thaddeus Brown ha muerto.

– ¿Cómo?

– Han descubierto su cadáver enterrado cerca del Collect. Y eso no es todo. -Tonneman advirtió que la cortina de terciopelo rojo se movía ligeramente.

Jamie carraspeó.

– Amigo mío, me temo que he estado ocultándote algo. Traté de decírtelo antes.

Tonneman frunció el entrecejo. Antes de que pudiera hablar, se oyó un grito procedente de abajo; en lugar de zanjar la pelea, los guardias nocturnos y los empleados del teatro no habían hecho más que prolongarla.

– ¿Cómo convertirías a un holandés en un yanqui? -exclamó alguien.

– Imposible. No tiene suficiente linaje -fue la respuesta.

La pelea se había extendido por el patio de butacas, hasta el extremo de que resultaba imposible continuar la representación.

De pronto, en medio de la refriega, apareció Jake Hays, quitando sombreros y golpeando nalgas con el bastón.

– Es el viejo Hays.

– Es Jake.

La pelea terminó tan deprisa como había empezado.

– Al parecer se produjo una discusión -explicó Jamie a Tonneman. Se interrumpió para aclararse la voz- Y Peter y Thaddeus llegaron a las manos.

Tonneman sintió como un hachazo en su cabeza ya dolorida, a pesar de que Hays ya le había comentado el incidente. Tal vez en el fondo había albergado la esperanza de que fuera una exageración.

– ¿Cómo lo sabes, Jamie?

La orquesta empezó de nuevo la obertura; una música muy triste, en sintonía con el estado de ánimo de Tonneman. La cortina roja volvió a moverse.

– Me he informado -respondió Jamie.

La cortina se separó, y Goldsmith salió del palco. ¿Había estado escuchando?

– En tu consulta a las nueve -gruñó Jamie.

Pasó junto a Goldsmith y entró en el palco. Tonneman arqueó las cejas.

– Daniel.

Hizo ademán de seguir a Jamie, pero Goldsmith le puso una mano temblorosa en el brazo. Ya no era tan robusto como en su juventud.

Tonneman le dio unas palmaditas en los hombros hundidos.

– Los años se hacen notar, ¿verdad?

– No son los años, sino Gretel, su vieja sirvienta alemana -replicó ásperamente Goldsmith-. Ha vuelto a perseguirme en sueños. Cada vez que me duermo aparece su cabeza ensangrentada y machacada.

Desde el palco, Molly se asomó por encima de la barandilla y silbó a su marido, que se hallaba en la galería. El hombre no hizo caso. La música se tornó más ligera y alegre.

Terminó la obertura, y hubo una gran ovación. El director de orquesta hizo una reverencia y se abrió el telón.

– Gretel me atormenta -continuó Daniel Goldsmith, desesperado-. Viene por la noche y me susurra hasta que despierto bañado en sudor frío.

– Dios mío. ¿Y qué te dice?

La respuesta de Goldsmith se perdió cuando el criado de Don Giovanni, Leporello, entonó su bajo.

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The Spectator

Febrero de 1808

21

Martes, 2de febrero. Muy de mañana

El espectro goteaba sangre de la herida que le separaba la cabeza del cuerpo.

– Johnny… -El ronco susurro brotó a través de los labios hinchados.

De la cabeza ensangrentada cayó una gota roja que salpicó un bulto situado debajo: el cadáver de su hijo Peter.

– Johnny… Johnny…, abre los ojos -gimoteó el espectro.

– Habla -exclamó Tonneman-, Dime…

Despertó. La cabeza iba a estallarle de dolor. Maldito Goldsmith. Por su culpa él también había soñado con Gretel, quien solía llamarle Johnny, y con Johnny había soñado.

– Abre los ojos -murmuró.

Una amarga sonrisa se dibujó en su rostro. Permanecerían abiertos el resto de la noche, seguro.

Y con Peter. Había soñado con Peter muerto.

John Tonneman abandonó la caliente cama y se apresuró a ponerse la bata. No se quitó el gorro de dormir porque la habitación estaba helada. Se acercó al fuego, lo atizó y echó un leño. Mariana gimió y apartó el edredón.

– ¿Mariana?

No respondió. Desde hacía un tiempo, incluso antes de los conflictos de Peter, su mujer se comportaba de forma muy extraña, nada propia de ella. ¿Qué demonio le ocurría?

Mientras mezclaba polvos de corteza de sauce con agua sobre la cómoda, volvió a evocar a Gretel. Se remontó a tres décadas atrás, hacia 1776, el año de la Declaración, el año del nacimiento de Estados Unidos; el mismo en que Gretel había sido brutalmente asesinada por un demente que se proponía matar a George Washington.

Tonneman encendió una vela en el fuego del hogar y se la llevó a la consulta. El nuevo examen del cadáver de Brown no reveló nada nuevo. El hombre había muerto desangrado; si no habría perecido asfixiado bajo la tierra.

Volvió a cubrir los restos y cogió el cráneo. Deslizó los dedos por los huesos mastoides, las prominencias de la base del cráneo detrás de las orejas, y dentro y alrededor de las órbitas.

Con el cráneo en la mano, entró en la biblioteca, cerrando la puerta de la consulta tras de sí. Se sentó y observó detenidamente la cara sonriente de dientes salidos.

Se trataba de un cráneo humano, no cabía duda. A juzgar por el tamaño de la mandíbula, ese humano pesaba unos cuarenta y cinco kilos. La dentadura pertenecía a un adulto joven, de edad comprendida entre quince y veinte años. El tamaño del cráneo, los pequeños huesos mastoides y las órbitas muy marcadas permitieron a su mente analítica confirmar su anterior intuición; se trataba de una mujer, y joven.

A continuación examinó las siete vértebras cervicales que seguían unidas al cráneo. Se soltaron mientras lo hacía.

– Oh, tanto tiempo juntas y se han separado por culpa de mis torpes manos.

Examinó las vértebras con la lupa. El corte de la quinta vértebra cervical era fascinante.

El cráneo sonreía obscenamente, y los dientes salidos lo torturaban aún más que el dolor de cabeza. No era propenso a las pesadillas. Éstas eran más propias de Goldsmith, quien, según recordó, había descubierto el cadáver de Gretel. Y más tarde le había comentado que el ama de llaves se le aparecía en sueños para pedirle venganza. En cualquier caso, hacía mucho tiempo que el asesino había sido arrestado y ahorcado. Suspirando, Tonneman se recostó en la butaca. El dolor de cabeza remitió, y no tardó en quedarse dormido.

Micah lo despertó al amanecer. Con un chal alrededor de los hombros, atizó el fuego hasta que volvió a arder, propagando una agradable oleada de calor. Tras tomar una taza de té negro caliente, el doctor abandonó el enigma del cráneo y las vértebras para regresar a su habitación, donde encontró a Mariana vestida, luchando por dominar su cabello.

En aquel momento se apoderó de él un deseo incontenible de acariciar su abundante y negra melena, como solía hacer, y hundir en ella el rostro para inhalar su perfume. Apenas la hubo rozado, Mariana se apartó de él y, sin decir palabra, salió de la habitación.

Estaba furiosa con él a causa de Peter. Y por otros motivos desconocidos, si no se equivocaba. Suspiró. Le dolía la espalda y volvían a temblarle las manos.

Desanimado, se lavó, afeitó y vistió. Parecía haber pocas probabilidades de exculpar a su hijo. De todas formas, Mariana tenía razón. Hablaría con él.

Con gran sorpresa comprobó que su hijo ya estaba en pie; mientras bajaba por las escaleras, lo oyó repasar la lección con sus hermanas.

– Buenos días, Peter, hijas mías.

Los ojos oscuros de Leah se iluminaron al verlo. Era su madre en miniatura, la viva imagen de Mariana cuando la conoció.

– Papá. -Se levantó de un salto, su pequeño cuaderno cayó al suelo, junto con unas hojas sueltas.

– ¡Agárrame! -Gretel palideció-. Eres horrible, Lee.

– Las autopsias no son para las damas relamidas -replicó su padre alzando la barbilla de Leah-. Micah, sírveme un café en la biblioteca, por favor.

– Sí, señor -respondió Micah inclinando la cabeza.

– Tal vez Peter quiera quedarse a observar -aventuró Tonneman, haciendo una petición especial a su hijo.

El muchacho se volvió y contestó:

– No, papá.

A Tonneman se le encogió el corazón. Debía aceptar la cruda verdad; él sería el último de una larga estirpe de médicos.

– Déjame mirar, papá. -Leah le cogió del brazo-. Por favor.

– Ay, Lee. -El anciano doctor se arrodilló para abrazar a su delgada hija-. Eres exactamente igual que tu madre.

– ¿Qué es esto? -preguntó Peter, recogiendo del suelo el cuaderno de Leah junto con unas hojas sueltas.

– ¡Es mío! -exclamó Leah desprendiéndose del abrazo de su padre y tratando de recuperar los papeles.

Peter, deseoso de fastidiar, como siempre, lo sostuvo por encima de la cabeza, riendo.

– Papá, dile que me lo dé.

John Tonneman se levantó con un chasquido de las articulaciones de las rodillas y, olvidando el dolor que le producía el rechazo de su hijo, sonrió.

– ¿Qué tienes ahí, Peter? Vamos, devuélveselo a tu hermana.

El joven permaneció inmóvil y en silencio, con la mirada fija en las hojas que sostenía en la mano.

Leah echó a llorar. Conmovido, Peter hizo ademán de entregársela, pero la niña lo apartó de un empujón y salió corriendo de la habitación. Se oyó cómo sus diminutos pies subían por la escalera.

– Dámelo a mí -ordenó su padre con severidad, alargando el brazo como si se tratara de una espada.

Peter tendió a su padre el dudoso trofeo.

¡Asombroso! En la primera hoja aparecía un dibujo intachable del cadáver de Joseph Thaddeus Brown.

– Voy a ver a Leah, papá -anunció Gretel lanzando una mirada altiva a su hermano antes de abandonar la habitación.

– No quería ofenderla, papá…

– Lo sé, Peter. Pero las mujeres son criaturas sensibles y debemos protegerlas.

Mientras hablaba, John se asombró de sus propias palabras. Todas las mujeres que había conocido bien -Gretel Huntzinger, que lo había criado desde la infancia; la fulana Molly, antigua ama de llaves de los Tonneman y en la actualidad esposa de Goldsmith, y Mariana-, eran mujeres de singular mérito y con gran fuerza de voluntad. Sólo una, con quien se había prometido y quien no había esperado a que él regresara de Londres, Abigail Willard -entonces Abigail Comfort-, podía considerarse una criatura frágil. E incluso ésta había regresado de Londres con sus cuatro hijos y los había sacado adelante ella sola tras la muerte de su marido.

En la biblioteca lo aguardaba una taza de café. Estaba tan absorto en sus pensamientos que no había visto a Micah pasar por su lado.

Dejando el cuaderno de Leah sobre el escritorio, colocó los papeles encima y estudió los dibujos hasta que se le cerraron los párpados.

Despertó cuando Quintin Brock llamó a la puerta. A la cicatriz sobre la ceja derecha se habían unido un desagradable corte en la nariz y otro aún más profundo en la frente.

– ¿Qué te ha ocurrido en la cara?

– No es la primera vez, doctor Tonneman. Volvieron a atacarme ayer a la salida del teatro, después del espectáculo.

– Pasa a la consulta -ordenó Tonneman-. ¿Te robaron? Las bandas de Nueva York que se reúnen alrededor de Bunker Hill y los Lispenards se internan cada vez más en la ciudad.

– No fue eso. -Quintin se quitó el sombrero y el abrigo grises.

– Entonces ¿qué?

Como si se hallara en trance, Quintin clavó la mirada en el cadáver envuelto en la lona que yacía sobre la mesa.

Tonneman lo zarandeó por los hombros para llamar su atención. Miró al negro a la cara y vocalizó las palabras:

– ¿Por qué te hicieron eso?

– Sin ningún motivo.

– No seas estúpido.

Tonneman cogió el sombrero y el abrigo para colgarlos junto a la puerta. A continuación ayudó al hombre a quitarse la chaqueta de color vino. Llevaba una camisa de lino fino que parecía recién lavada y planchada. Había medrado.

– ¿Por qué había de hacerte daño alguien sin ningún motivo?

– Porque tengo la piel negra -respondió Quintin, impaciente ante la ingenuidad de Tonneman.

– Y magullada -añadió el doctor, tirándole de la camisa-. Quítatela.

Quintin obedeció. Si Tonneman no recordaba mal, el negro no contaba más de sesenta años. Parecía estar en buen estado físico para un hombre de su edad. A diferencia de mí, pensó con los huesos doloridos.

– Las costillas parecen estar bien. No hay cortes, sólo contusiones en el pecho. Pero tienen mal aspecto. Ponte hielo encima esta noche. Te daré corteza de sauce para aliviar el dolor.

Tonneman limpió las heridas del rostro de Quintin con agua ferruginosa antes de cubrirle la nariz y las laceraciones de la frente con gasas y esparadrapo. Retrocedió para que el hombre pudiera leerle los labios.

– En esta civilizada ciudad la gente de color tiene casi los mismos derechos que los blancos -murmuró mientras trabajaba-. Ahora bien, en el Sur…

– ¿Por qué «casi los mismos» en lugar de los mismos? Soy un hombre libre.

Tonneman miró por encima del hombro, como si temiera que alguien los oyera.

– No hables así.

– ¿Por qué no?

– Así es la vida. Así con las cosas.

– ¿Y eso las hace justas? -El negro se puso la camisa y la chaqueta; después se encasquetó el sombrero.

Tonneman suspiró.

– Dios, en Su infinita sabiduría, decidió crear muchas razas.

– ¿Por qué cuando los blancos quieren salirse con la suya, citan a Dios y hacen caso omiso de las Escrituras? «No hagas al prójimo…» He reflexionado sobre ello toda la noche e incluso mientras usted me curaba.

¿Quiere saber por qué me rompen la cara por lo menos una vez a la semana?

Tonneman, que le preparaba un paquetito con polvos de corteza de sauce y una pastilla de su espléndido jabón duro, le prestó toda su atención.

– Porque hay un blanco interesado en mi tierra, por eso. Y se trata nada menos que del carnicero Ned Winship. Mañana podría estar tan muerto como ése. -Señaló el cadáver de Brown-. Todo el mundo en la ciudad sabe lo que le hicieron.

Tonneman posó una mano sobre la de Quintin.

– ¿Quiénes?

Quintin lo miró enigmático y le apartó la mano. Tras dejar un cuarto de dólar en una bandeja, cogió el abrigo y, murmurando algo ininteligible, abandonó la consulta.

UNIVERSIDAD DE COLUMBIA

EL DÍA 8 DE FEBRERO SE INICIARÁ EL CICLO DE CONFERENCIAS SOBRE BOTÁNICA Y MEDICINA DEL DOCTOR HOSACK.

The Spectator

Febrero de 1808

22

Martes, 2 de febrero. Muy de mañana

Tonneman regresó a la biblioteca arrastrando los pies. El café ya estaba frío. Incluyó en su libro de pacientes el nombre de Quintin y luego garabateó una nota para acordarse de comentar al viejo Hays la visita del negro. Sin esas notas le costaba recordar las cosas. Cerraba el libro cuando llegó Jamie.

La habitación parecía de pronto más fría por la presencia de Jamie, como si éste hubiera traído consigo todo el frío del mundo exterior.

– ¡Pero esto es extraordinario! -exclamó Jamie, aceptando la taza de café caliente de las manos de Micah al tiempo que miraba fijamente el dibujo que Leah había realizado del cadáver de Brown-. ¿Dónde lo has conseguido?

– Leah.

– Un talento asombroso para una chica. Debes cultivarlo.

Tonneman asintió, y en sus labios se atisbo una tenue sonrisa.

– Se siente atraída por la medicina. Es una lástima. Sería médico si el mundo se lo permitiera.

Aburrido, Jamie dejó caer el dibujo sobre el escritorio de Tonneman.

– Es posible, John. En fin, volviendo a la actualidad, se ha extendido por toda la ciudad la noticia de que se ha hallado el cuerpo de Brown.

– Está tendido en mi camilla, bajo una lona. Por esa razón te pedí que vinieras.

– Me importa un comino Brown. Alguien se apropió de nuestro dinero y quiero recuperarlo.

– Yo también.

Jamie se frotó la punta de los dedos.

– La cuestión es, ¿dónde puede estar nuestro dinero? Más concretamente, ¿quién lo tiene? -Entornó los ojos. Como Tonneman no hizo ningún comentario, añadió-: Ayer te comenté que Peter y Thaddeus llegaron a las manos el pasado viernes por la noche.

Tonneman había estado muy angustiado a causa de ello. Había intentando hablar del asunto con Peter después de que Hays se lo hubiera mencionado, pero, como siempre, había perdido los estribos. Dejaría que Jamie le explicara toda la historia antes de enfrentarse de nuevo a su hijo.

– ¿Cómo te has enterado?

– Uno de los vigilantes los encontró; le he untado la mano para que no hable.

Tonneman no sintió más que desesperación.

– Gracias, amigo mío. Ha sido un gesto amable, pero inútil. Hays ya está al corriente de ello y me lo ha comentado. El vigilante debió irse de la lengua… Resultará más difícil exculpar a mi hijo ahora que Hays cuenta con un testigo. ¿Qué sugieres que haga?

Jamie se encogió de hombros.

– Encontrar el dinero, por supuesto.

Reparó en el cráneo y las vértebras que Tonneman había colocado en un estante entre los libros. Cogió el cráneo y lo acunó en la palma de la mano.

– ¡Oh, pobre Yorick! [7] -declamó. Poniéndose serio, agregó-: ¿Qué tenemos aquí?

– Un enigma. Lo encontramos enterrado con el cuáquero Brown.

Su amigo esbozó una cínica sonrisa, y sus ojos azules se iluminaron. Con un movimiento delicado de la mano, deslizó un esbelto dedo por la dentadura salida.

– Ahhhh.

– Echa un vistazo a las vértebras -sugirió Tonneman. Jamie las cogió y las hizo rodar en su mano-. Fíjate en el corte de la quinta vértebra cervical.

– Ya veo. -Los ojos de Jamie resplandecieron-. Por fin un problema para ejercitar la mente. Empiezo a hartarme de la rutina diurna.

– Mientras te enriqueces cada vez más.

La sonrisa de Jamie se hizo más amplia.

– ¿Acaso no inventasteis este país para eso?

– De ningún modo.

– Bueno, pues para eso lo utilizamos. -Dejó el cráneo y las vértebras en el escritorio-. América es un lugar maravilloso para hacer dinero. ¿Y sabes para qué sirve el dinero? -Ni siquiera hizo una pausa para permitirle responder-. En palabras de George Washington, tierra, tierra, tierra.

Tonneman no pudo evitar sonreír.

– Qué divertido. Un viejo monárquico como tú citando a George Washington.

– Es absurdo, ¿verdad?

– Hay más cosas en la vida aparte del dinero y las tierras, Jamie.

Jamie rió.

– ¿Quién lo dice? ¿Qué demonios crees que se proponía Tom Jeff al comprar toda esa tierra a los franceses? Desde el río Misisipí a las Rocosas, desde Canadá al golfo de México. La compra de Luisiana no fue un asunto político… sino de tierra. Con una sola transacción, tu Jefferson duplicó la extensión de este país. Y su embargo no tiene nada que ver con los marineros. También es cuestión de tierra. Por supuesto, hay más cosas en la vida que el dinero y la tierra. También están el vino y las mujeres. -Volvió a reír. Luego, acariciando la chaqueta de terciopelo marrón de Tonneman, añadió-: Me atrevería a decir que no eres un indigente.

Tonneman rechazó el comentario con un gesto.

– No puedo dejar de pensar en este cráneo. Sigo creyendo que hemos olvidado algo…

Jamie se llevó el dedo índice a los labios.

– Ése es el problema. Que no piensas.

Tonneman lo escudriñó.

– Conozco esos aires de superioridad. Sabes algo, ¿verdad?

– Y tú también. Sin embargo, has dejado que tu cerebro se oxidara todos estos años, hasta el punto de no saber qué sabes. Está tan claro como el sol en el cielo estival, amigo mío.

– En mi cerebro es invierno.

Jamie entornó sus ojos azules.

– ¿Cuánta gente con la dentadura salida has conocido en tu vida?

– Bastantes pacientes, pero ninguno relevante.

– Pobre Grace. Mi querida y difunta esposa, fallecida hace apenas unos años y tan rápidamente olvidada.

– No seas ridículo. ¿Cómo iba a olvidar a Grace? Pero ¿qué tiene que ver…? Oh… -Recordó de pronto-. ¡Emma! -A su mente acudió con toda claridad la imagen de la hija de Grace; cabello pelirrojo, tez pálida y llena de manchas, risa nerviosa-. Tenía los dientes tan salidos que casi se superponían. Pero, que yo recuerde, Emma Greenaway se fugó con un hombre… ¿a Filadelfia? ¿O fue a Richmond?

– Filadelfia. Sólo sabemos que la vieron subir al autobus de Princeton.

– ¿Qué te induce a pensar que este cráneo pertenece a Emma? Carece de sentido.

Los ojos de Jamie brillaron, y los de Tonneman se iluminaron en respuesta.

– ¿Y si Emma no abandonó nunca la ciudad?

– Eso está mucho mejor, amigo mío. Y aquí tenemos todas esas encantadoras vértebras. -Las hizo rodar delicadamente por la palma de su mano-. Ambos sabemos que esta cabeza no se separó sola del cuerpo después de tantos años bajo tierra. La cortaron.

– Hasta aquí, conforme.

– ¿Y si fueras aún más lejos?

Tonneman frunció el entrecejo, retrocediendo en el tiempo.

– ¿Hickey?

– Exacto. Hickey y su obsesión por las mujeres pelirrojas.

– Pero las víctimas de Hickey no me dan ninguna pista. ¿Insinúas que Emma fue una de sus víctimas? ¿Que Hickey la decapitó?

– Exacto.

ADIVINANZA

¿EN QUÉ SE PARECE EL EMBARGO A UN VIENTO VIOLENTO?

EN QUE NINGUNO LLEVA A BUEN PUERTO.

New-York Herald

Febrero de 1808

23

Martes, 2 de febrero. De la tarde al anochecer

El primer alguacil mayor de la ciudad de Nueva York, Jacob Hays, era el gallito del lugar y desempeñaba el papel a la perfección. Este hombrecillo agresivo y valiente tenía unos andares peculiares; era el ciudadano más célebre de Nueva York y se esforzaba por estar a la altura de su fama.

Se trataba de un hombre de extraordinaria resistencia que recorría su ciudad noche y día, desde que salía el sol hasta que se ponía. Aquel día Jake Hays ya llevaba en pie, como de costumbre, desde el amanecer; unos minutos antes de las siete había salido de su casa de Sugarloaf Street, a la altura de Broadway, en el distrito quinto. Divertirse y dormir eran actividades secundarias para él. Se había ganado una reputación internacional entre los representantes de la ley como capturador de ladrones y el «terror de los malhechores».

A pesar de que existían las denominadas fuerzas del orden público, si Jacob Hays no realizaba el trabajo, éste quedaba por hacer. Dichas fuerzas se componían de dos alguaciles por cada distrito, y había nueve desde el extremo de la isla hasta más allá de Chambers Street, donde terminaba la ciudad. Los alguaciles se elegían anualmente, y era bien sabido que todos eran unos holgazanes que hacían poco más que llevar una estrella para defender la ley. A menos que practicar el chantaje se considerara hacer algo.

Al caer la noche los capitanes supervisaban un cuerpo especial de guardias nocturnos integrado por ciudadanos que de día ejercían otro oficio. Estos guardias a menudo sufrían asaltos si osaban penetrar en lo que las bandas consideraban su territorio, que por la noche no era sino toda la ciudad de Nueva York.

Con su bastón de roble en una mano, Hays era un contrincante temible, capaz de derribar a hombres que le doblaban en tamaño. Cada día, seguido de Noah, recorría a pie Broadway hasta Chambers al menos una vez, haciendo determinadas paradas en las calles laterales. Aparte de esos lugares específicos, cada día trazaba la ruta a su antojo y según su inspiración, encaminando sus pasos hacia donde su instinto le indicaba había problemas. Y éste raras veces se equivocaba.

Y aquella fría tarde de febrero del año 1808, Broadway se hallaba, como era habitual, llena de gente y caballos que se desplazaban en todas direcciones.

Unos gatos se paseaban con aire majestuoso entre los escombros amontonados en mitad de la calle. Los tres barrenderos, con los peculiares andares de los marineros, retiraban con poco entusiasmo el estiércol. Los gatos ignoraban a los hombres, que a su vez ignoraban a los gatos. La gente y Walter Dalton, uno de los dos alguaciles del distrito quinto, ignoraban tanto a los gatos como a los barrenderos.

– Buenas tardes, alguacil mayor.

El alguacil Dalton, que llevaba una estrella de latón, se irguió al saludar. Mostraba al mundo un rostro más afable cuando el viejo Hays se encontraba cerca. De no ser por Jake Hays, los alguaciles ni siquiera lucirían las estrellas que los distinguían. Había sido él quien había organizado las fuerzas del orden, entregando a sus miembros estrellas de cinco puntas, de latón para los patrulleros, de cobre para los sargentos, de plata para los tenientes y capitanes, y dorada para el alguacil mayor y sus delegados.

Jake asintió brevemente hacia Dalton.

– Buenas tardes, Jake -lo saludó un ciudadano.

– Lo mismo digo -contestó Hays.

– Buenas tardes, alguacil mayor -lo saludaban otros al pasar.

Jake saludó a cada uno llevándose el bastón al sombrero de castor.

A las cuatro y media Jake hizo un alto en la taberna de Pine Street para tomar un pastel de carne y un café. A esa hora del día ya había ingerido tal cantidad de café que estaba a punto de reventar, de modo que la parada no era tanto para cenar como para hacer sus necesidades. Nunca cenaba en casa salvo los domingos, día que solía reservar a su familia.

Después de cenar, Hays divisó a Cyrus el Gigante, quien cada día colocaba un tronco de lado a lado de Broadway y exigía un peaje de un centavo a todo aquel que fuera sobre ruedas o a caballo, y medio centavo a quienes iban a pie. Algunos pagaban por caridad, otros por miedo, ya que cuando estaba muy borracho Cyrus podía mostrarse agresivo. Jake lograba dominarlo.

Aquel día Cyrus sólo estaba ligeramente ebrio.

– ¿Estás bien, Cyrus?

El gigante, que disfrutaba haciendo ruidos con la garganta, respondió con uno.

– Awk, Jake.

– Aparta el tronco de la calle.

El gigante agachó la cabeza, cubierta con un mugriento gorro con una pluma de pavo, y obedeció, desparramando monedas al hacerlo. Llevaba una combinación de dos gabanes cosidos juntos, uno marrón y otro verde. Las mangas de este último habían sido arrancadas por los hombros.

– Guárdatelas en el bolsillo.

– Awk.

– ¿Cuánto has recaudado?

– Todo esto. Awk, awk.

Cyrus le enseñó la mano llena de monedas de cobre y al sonreír reveló una enorme boca de dientes podridos.

– Gástalo en comida en lugar de en alcohol. ¿Me has oído?

– Awk.

– ¿Eso significa que sí?

El gigante asintió con vigor.

– Espera aquí.

– Awk, Jake.

Cyrus movió los pies dentro de sus botas improvisadas, de las que asomaban los dedos envueltos en trapos.

Jake entró en la taberna de Leonard.

– Leonard, despierta a Tom.

Un joven alto se levantó de un salto, vertiendo su cerveza.

– Estoy despierto, Jake. -Era el alguacil Thomas Burton, del distrito segundo.

– Lleva a Cyrus a la cárcel para que duerma bien por una noche.

– Sí, señor.

– Y eso también va por ti.

Burton saludó y, seguido de un dócil Cyrus, emprendió la larga caminata hacia la cárcel municipal de Chambers Street.

Jake Hays entornó los ojos bajo el sol del atardecer. Debían de ser las cinco pasadas. Los pequeños aristócratas se dirigían o ya estaban cómodamente instalados en sus casas. Tal vez reaparecieran más tarde, en familia o en parejas, camino del teatro; o los hombres solos, en busca de la camaradería de los cafés o las tabernas. Muchas criadas que ya habían servido la cena a la pequeña aristocracia regresaban penosamente a sus casas cargadas de comida que habían comprado o trocado, o bien habían obtenido por las buenas o por las malas de las despensas de su señora para alimentar a sus familias.

A continuación Jake solía echar un vistazo al Collect. Tras dar una vuelta completa a lo que quedaba del Embalse de Agua Dulce, se detenía en la cervecería Coulter, en el distrito sexto. El edificio de cinco plantas se alzaba en lo que hasta hacía poco habían sido las orillas del Collect, en la intersección de Orange, Cross y Anthony. Allí, Dirk Heinlein hacía salir a un aprendiz con dos cervezas, una para Jake y otra para Noah. Era la forma de terminar la ronda y siempre era bien recibida.

Heinlein solía tener dos o tres aprendices que trabajaban con un contrato corriente, firmado ante un juez. El maestro se comprometía a darles de comer, vestirlos, lavarles la ropa, alojarlos y, al finalizar el contrato, entregarles una nueva muda. Según la ley, el aprendiz recibía a cambio lecciones de lectura y escritura. Y debía dar su palabra de que, cuando más tarde ejerciera el oficio aprendido, lo haría a una distancia segura y conveniente del establecimiento de su maestro.

Mientras bebía a sorbos la cerveza, Jake contempló las colinas de Nueva Jersey al otro lado de North River. Nueva York estaba creciendo demasiado. Tal vez debería trasladarse con su familia al otro lado del río. No, era una idea absurda. Le gustaba su ciudad.

– ¿Está pasando un buen día, señor Hays? -preguntó Noah.

– Brillante como el sol.

– Pero…

Jake Hays hizo una mueca que pretendía ser una sonrisa.

– Ese asunto de Brown es un hueso duro de roer.

– Lo roerá.

– Con el tiempo. En cualquier caso, no se trata de un simple golpe en la cabeza. A ese hombre lo enterraron vivo.

– Eso es horrible.

– En efecto. Y ciertos asuntos relacionados con el difunto deben ser investigados. Tengo entendido que ha desaparecido dinero.

– Hay tipos en esta ciudad que matarían por diez dólares.

– Nueva York puede llegar a ser un lugar horrible -asintió Jake-. Esta vez hay en juego más de diez dólares. Y Brown trabajaba para el ayuntamiento y la Collect Company.

Noah asintió.

– Eso debería darle un montón de ideas.

Jake puso los ojos en blanco.

– ¿Cuánto dinero se destina al canal y cuánto va a parar a bolsillos particulares?

– ¿A mí me lo pregunta, señor? Yo sólo conduzco un carruaje.

Jake se levantó el sombrero para enjugarse la frente.

– ¿Quieres que intercambiemos nuestros empleos?

– No, gracias, señor. -Noah sonrió. Era una conversación que ambos se permitían a menudo.

– ¿Qué hay de ti, Noah? ¿Estás pasando un buen día?

– No me quejo.

Noah entregó la jarra vacía al aprendiz que esperaba. Jake apuró la suya y lo imitó mientras Noah regresaba al carruaje.

– Buenas noches, Jake -se oyó desde el interior de la cervecería.

Una mujer en un carro bajaba por Orange Street en dirección a ellos. Sólo tenía veinte años, pero aparentaba el doble. Sus cuatro hijos iban sentados en lo alto del carro, y un terrier cruzado no paraba de subir y bajar de un salto. Los niños miraron a Jake con sus ojos hundidos.

– Buenas noches, Meg.

– Buenas noches, Jake. -Uno de los pequeños, un chiquillo de unos seis años, se apeó del carro y comenzó a hurgar en las basuras desparramadas por el suelo en busca de comida.

– ¿Qué sabes?

– ¿De qué?

– ¿Qué has oído sobre Joseph Thaddeus Brown?

Una niña de siete u ocho años saltó del carro con un jarro y se encaminó hacia la cervecería. Meg Doty la observó unos instantes.

– ¿El delegado de vías públicas que también trabajaba para la Collect Company?

Jake asintió.

– Muerto, ya sabes. -Puso los ojos en blanco.

Jake hizo una mueca. Meg se creía graciosa.

– ¿Robaba dinero de la Collect Company?

– Unos dicen que sí, otro que no.

– Eres una gran ayuda, Meg.

– Lo intento, señor.

– Encontramos su cadáver el lunes cerca del Collect. Supongo que llevaba allí diez días… Fue visto por última vez dos viernes antes en la oficina. Quiero averiguar si alguien lo vio la noche de ese viernes o después.

Meg se rascó los descoloridos rizos rubios que le asomaban bajo la gorra de lana negra.

– Eso sería el 22 de enero, viernes. ¿Por la noche?

– Así es. ¿Sabes algo?

– Me temo que no. ¿Puedo ayudar más a la ley?

– Sí, y de esto no digas ni pío. ¿Conoces a Peter Tonneman?

– ¿El hijo del viejo Tonneman? Es aficionado al alcohol. A él y al joven Willard, el sobrino del todopoderoso Jamie Jamison, les gusta empinar el codo. ¿Qué hay del joven Tonneman?

– Querría saber dónde estaba ese viernes.

– ¿Hay alguna conexión entre él y el difunto Brown? Sé que trabajaba para ese hombre.

– Lo ignoro. No menciones eso cuando formules preguntas acerca de Peter. No quiero arruinar su reputación si no tiene nada que ver.

– Estaré atenta y preguntaré por allí.

Jake le entregó una moneda de cinco centavos, y Meg la inspeccionó con expresión sombría antes de guardarla en la bolsa de cuero que le colgaba de la muñeca.

El hombre esperó a que se frotara la nariz y dijera las palabras de costumbre.

Meg se frotó la nariz.

– Ahora que pienso, creo recordar…

– ¿De qué se trata?

– Brown aceptaba sobornos.

Jake asintió. Ya había contemplado tal posibilidad.

– De contratistas, carreteros y demás. De todos cuantos quieren sacar tajada del Collect.

Jake se llevó la mano al bolsillo del abrigo.

– ¿Algo más?

Los dos niños que permanecían en el carro se disputaban un trozo de pan.

– He oído comentar -continuo Meg, observando plácidamente la discusión- que iba a medias con un socio.

– ¿Quién podría ser?

La joven miró al alguacil mayor con los ojos muy abiertos. A continuación silbó a los niños, que se detuvieron de inmediato y miraron a su madre precavidos.

– ¿Quién, Meg?

– No he dicho que lo sepa.

– ¿Cuánto?

– Pongo a Dios por testigo que lo ignoro. Si lo supiera, le pediría la luna, y me llevaría a mis hijos al campo y me dedicaría a labrar la tierra.

– ¿Quién mató a Brown?

La joven sorbió por la nariz y se la limpió con la manga del abrigo remendado.

– No lo sé. Tan sólo he oído decir que se cobró y se pagó por asesinarlo.

– ¿Quién pagó?

– No son más que rumores que corren por ahí, ya sabe. -La mujer sonrió al ver salir del Coulter a su hija con la jarra llena de cerveza.

Jake sacó dos monedas de cuarto de dólar.

– Habla. ¿Quién pagó para que mataran a Brown?

Meg quedó sin habla al ver las dos monedas de plata. Tendió una mano medio enguantada y con las uñas negras y, una vez estuvieron en su poder, respondió:

– John Tonneman.

RECOMPENSA DE TREINTA DÓLARES

AYER TARDE UN MARINERO SE CRUZÓ CON UNO DE NUESTROS REPARTIDORES EN LA ESQUINA DE NEW SLIP Y WATER STREET Y LE PIDIÓ UN PERIÓDICO. CUANDO ÉSTE SE LO NEGÓ, LANZÓ SOBRE ÉL UN ENORME PERRO, QUE LE MORDIÓ LA PIERNA, ATRAVESÁNDOLE DE FORMA ASOMBROSA LA BOTA. ROGAMOS A LOS SUSCRIPTORES QUE VIVEN ENTRE FLY MARKET Y NEW SLIP TENGAN LA BONDAD DE PRESCINDIR DE LOS REPARTOS POR EL MOMENTO. SE PAGARÁ LA RECOMPENSA MENCIONADA MÁS ARRIBA A TODA PERSONA QUE FACILITE INFORMACIÓN PARA IDENTIFICAR AL VILLANO.

New-York Herald

Febrero de 1808

24

Martes, 2 de febrero. Por la noche

– No hay un rufián en esta ciudad que yo no conozca -comentaba Jake.

Noah asintió; ya lo había oído antes. Pronto darían las ocho, y hacía casi dos horas que Meg Doty había mencionado a John Tonneman. Habían seguido a la mujer. En opinión de Jake, el mejor método para averiguar detalles acerca de un crimen consistía en seguir al criminal.

Y Meg los había obligado a subir por un camino, bajar por otro y adentrarse en callejones, algunos sin salida. Había revuelto entre las basuras, apartando de una patada lo que juzgaba inservible; se había detenido en una taberna tras otra, animando la persecución como si supiera que la seguían.

Finalmente había dejado el carro con sus hijos y el perro saltarín en una casa gris de Mott Street. A partir de ahí, Jake y Noah la habían seguido hasta Mulberry, donde ahora vigilaban. Y esperaban.

Todas las farolas de dicha calle estaban apagadas bien por negligencia de la guardia nocturna, bien por obra de los matones de Ned Winship, quienes veían en cada farola encendida un desafío; además, proyectaban demasiada luz sobre sus actividades. Los árboles desnudos que habían dado nombre a la calle se alzaban como silenciosos centinelas en un cementerio no sagrado. [8]Jake no pudo evitar preguntarse cuántos cadáveres anónimos se hallaban enterrados bajo aquellos morales. Tales pensamientos le condujeron a Thaddeus Brown. ¿Por qué el cadáver de éste era más importante que cualquiera de los anónimos? Muy sencillo; a causa del dinero.

Meg, que había entrado en la taberna de Ned Winship, tardaba demasiado en salir.

– Espérame aquí -indicó Jake.

Noah miró con cautela el establecimiento.

– ¿Acaso no lo hago siempre?

Jake acababa de cruzar la calle cuando la puerta de la taberna se abrió de golpe y un cuerpo salió volando por los aires. El elegante caballero no debería haber entrado en semejante local. Jake observó cómo el tipo se arrastraba hasta la puerta, la abría con la cabeza y volvía a entrar.

– ¿Dónde está mi sombrero? -rebuznó.

Volvió a salir como antes, seguido de su sombrero. Una vez más se acercó a rastras a la puerta.

Jake le dio una palmadita en el hombro.

– Creo que no te quieren ahí dentro, amigo.

Con los ojos vidriosos, el hombre miró a Jake.

– Supongo que no -replicó con excesiva dignidad.

Jake recogió el sombrero del suelo embarrado y lo sacudió antes de tender la mano al hombre para ayudarle a levantar.

– ¿Puedes andar?

El individuo negó con la cabeza y se detuvo de golpe.

– No debería. Estoy mareado… -Y se desplomó.

– Si quieres, puedes dormir en la cárcel.

Al oír estas palabras, el borracho se incorporó al instante.

– Cielos, no. -Poniéndose rígido como un palo, cogió el sombrero de las manos de Jake y, tras encasquetárselo sobre sus rizos apelmazados, desapareció con paso vacilante en la oscuridad de Mulberry Street.

Jake hizo una señal a Noah con el bastón, que luego utilizó para abrir la puerta de la taberna. La larga y estrecha estancia estaba llena de humo y olía a col, tabaco y sudor. El suelo aparecía cubierto de serrín, trozos de vidrio y otros desperdicios. Junto a la pared derecha había un mostrador ligeramente inclinado, y el resto del local estaba repleto de mesas de madera de pino, mal labradas y poco estables.

La taberna era un hervidero de humanidad depravada, empezando por el propietario. Detrás de la barra, el carnicero Ned Winship acariciaba a un gato atigrado acurrucado en su codo sobre el mostrador, mientras hacía un solitario con una baraja nueva. Cada vez que él tiraba una carta, el gato le tocaba el hombro con la pata; Ned le rascaba, y el gato ronroneaba. A la izquierda de la puerta, cinco hombres jugaban a cartas.

Al ver a Jake, los cinco jugadores quedaron inmóviles, al igual que el resto de la clientela, que observó con ojos legañosos cómo el alguacil mayor se acercaba al mostrador. El corolario de la afirmación de Jake también era verdad; no había rufián en esa ciudad que no lo conociera.

Observaban no sólo a Jake, sino también su bastón.

Todos sabían cuán perverso podía ser éste cuando su dueño se lo proponía. Y nadie deseaba convertirse en el blanco. A menos de metro y medio de Jake, en una mesa de tres, se hallaba sentado un hombre temerario que no prestaba atención ni a Jake ni a su bastón. Tampoco reparó en Wicked Polly, la morena prostituta que, sentada delante de él, le hacía señas arqueando sus espesas cejas negras. Estaba demasiado absorto cortando con su afilada navaja el bolsillo de su dormida víctima.

Tampoco advirtió que el gato atigrado se había encaramado de un salto a la mesa y lo observaba con tanta intensidad como Jake y el resto de los presentes en la taberna.

Concluida la tarea, el ladrón dobló la navaja y se la guardó en el bolsillo junto con la cartera envuelta en el bolsillo cortado de la víctima. Jake se aproximó a él.

– ¿Y bien, Pockets?

El ladrón no se inmutó.

– Buenas noches, alguacil. ¿Puedo ofrecerle una cerveza para refrescar el gaznate? Invito yo.

– Sabes que no bebo en compañía de escoria.

Pockets esbozó una sonrisa perversa.

– Déjalo en la mesa.

– ¿Qué, señor?

Jake golpeó la mesa con el bastón. Siseando, el gato bajó de un salto al suelo cubierto de serrín. La vela se tambaleó y parpadeó. Los tres vasos de ron que había sobre la mesa dieron un brinco, pero sólo uno se volcó, rodó y cayó al suelo con un ruido sordo. El gato se alejó corriendo y volvió casi de inmediato para olisquear el ron derramado. De pronto la víctima abrió los ojos, parpadeó y se revolvió para volver a dormirse.

– Está bien -gruñó Pockets, arrojando sobre la mesa la cartera.

– La navaja.

Torciendo el gesto, Pockets obedeció, y dejándola junto a la cartera.

– ¿Puedo irme ya?

Mientras se levantaba, cogió al gato y lo lanzó a Jake. Éste se limitó a levantar la mano izquierda para esquivar al desagradable felino, que subió al mostrador sacando las garras, listo para encargarse de Pockets en cuanto Jake hubiera terminado con él.

De la funda de la espalda de Pockets salió una segunda navaja desdoblada que fue directa al vientre de Jake. El bastón de éste entró en acción y, ¡zas!, golpeó al ladrón en la muñeca. Con otro bastonazo, esta vez en la sien, Pockets se desplomó en la silla, soltando la navaja, que cayó ruidosamente al suelo. Jake la recogió y la clavó en la barra.

En el otro extremo del mostrador, Charlie Wright (que nunca hacía nada malo) soltó una carcajada. Ned Winship golpeó la barra con un tazón, y el gato atigrado empezó a lamerse.

Charlie Wright era nuevo en la ciudad, otro regalo del embargo del señor Jefferson. El alguacil mayor había oído hablar de él por primera vez hacía un mes, un día después de que elLucy Belle lo hubiera dejado en tierra, junto con la mayoría de la tripulación, para zarpar con rumbo a Canadá.

Charlie había sido primer oficial en elLucy Belle, y un marinero que había navegado a sus órdenes decidió vengarse de él por sus continuos abusos. Según los confidentes de Jake, Charlie casi lo había matado a golpes. Tres días después que desembarcara, Ned Winship le había dado empleo, y poco más tarde, tras haber demostrado su valía, Charlie se había convertido en su principal guardaespaldas. Al igual que Ned el Carnicero, era una espina clavada en el costado de Jacob Hays.

La expresión «que nunca hacía nada malo» se había incorporado a su nombre porque siempre que alguien lo acusaba de algo, casi lo mataba a golpes para a continuación anunciar que era «Charlie Wright, que nunca hacía nada malo» y desafiar a quien fuese a llevarle la contraria.

Era la primera vez que el alguacil mayor se topaba con él. Le habían desagradado los informes que le habían llegado de él, y lo que vio le gustó aún menos.

– Bien hecho -aprobó Ned con voz áspera.

Jake lo fulminó con la mirada y volcó la silla de Pockets, quien cayó al suelo.

– Abre la puerta, Polly.

Polly obedeció.

Jake agarró a Pockets por el cuello y lo arrojó a la calle.

– ¡Noah! -llamó a voz en grito-. Hazte cargo de este cortador de bolsillos.

Regresó al lado de la víctima, que dormía despreocupada, sin enterarse de nada.

– Polly, acompaña a este pobre diablo fuera y vigilalo hasta que yo salga.

– Sí, señor.

Con gran habilidad levantó al hombre inconsciente. Se disponía a pasarle el brazo por los hombros, cuando Ned empezó a cantar:

– «A los jóvenes que se deleitan en el pecado, les contaré algo que ha ocurrido…»

Charlie Wright se unió a él, moviendo las manos para animar a cantar a los presentes en la taberna llena de humo.

Se trataba de una canción religiosa procedente de Rhode Island, de donde Polly había recibido su mote. A excepción de Jake y la prostituta, todos comenzaron a cantarla. Las voces estridentes amenazaban con hundir el techo; o a Polly, porque la canción, aunque trataba de un pecador de Rhode Island, constituía en realidad una advertencia para Polly: la prevenía de mostrarse demasiado solícita con la policía. Como todos sabían, las últimas palabras eran: «Para que no mueras en pecado como hizo Polly.» La ramera palideció, y no se quedó para escuchar el final de la canción, apremiando a la víctima a salir.

Jake esperó paciente a que terminaran de cantar.

– «Para que no mueras en pecado como hizo Polly» -resonó por toda la habitación, seguido de carcajadas.

Jake permaneció impertérrito. Las carcajadas se apagaron poco a poco, y los distintos matones desviaron la mirada para eludir los ojos penetrantes de Jake Hays.

– Vamos, invita la casa -anunció Ned. La gente se acercó en tropel al mostrador.

– ¿Una cerveza, señor?

Jake asintió. Pockets y esa canción le habían provocado sed. Vació la jarra de un largo trago y se inclinó para acariciar al gato. Luego dejó dos centavos en la barra y, en un arrebato, añadió medio más.

– Esto por la canción.

– Aquí no queremos su dinero -replicó Ned.

El alguacil mayor ignoró el comentario. Paseó la mirada por la estancia en penumbra en busca de Meg, sin encontrarla.

– Una noche fría -comentó Ned con una sonrisa forzada.

Jake no se molestó en responder. Deteniéndose sólo para encender su cigarro en una de las velas del mostrador, salió a la calle. Polly y la víctima del cortador de bolsillos lo aguardaban en el carruaje. Apoyado contra la parte posterior, con las manos firmemente atadas, encontró a un sumiso Pockets.

La víctima vivía cerca de Crosby Street. Después de dejar al hombre y su cartera sanos y salvos en su casa, se dirigieron a la cárcel municipal; Jake y Polly dentro del vehículo, Noah llevando las riendas, y Pockets atado a la parte trasera, dando traspiés.

– Maldita sea, esto no está bien -gruñó Pockets.

– Teniendo en cuenta tu profesión, estoy seguro de que sabes mucho acerca de lo que está bien, Pockets -replicó Jake. Volviéndose hacia Polly, añadió-: Dame una buena razón para no encerrarte con Pockets.

– Porque dentro de la cárcel Ned no tardaría en acabar conmigo, y usted no querrá que mi vida pese sobre su conciencia, ¿verdad? Déjeme marchar y abandonaré esta misma noche la ciudad.

– ¿Por qué debería hacerlo?

– Porque puedo hablarle de la amiga de Thaddeus Brown.

– ¿Sí? -Jake saboreó su cigarro-. Continúa. No sabía que tuviera ninguna.

– Bueno, no sé el nombre. Sólo sé que Ala Ancha disfrutó de su compañía el año pasado. Al parecer ganó dinero… -Polly hizo una pausa y miró a Jake de reojo, esperando que hablara. Como no lo hizo, se apresuró a agregar-: Creo que era francesa. Una chica rolliza que trabaja en una casa en Duane Street y tiene una pequeña cicatriz, como un trozo de luna, con ambos extremos terminados en punta.

– ¿Una medialuna?

– Eso es, una cicatriz en forma de medialuna en la mejilla izquierda, donde su hombre la golpeó una vez.

– ¿Y quién era su hombre?

– No lo sé, pero hay quien dice que fue él quien mató a Brown.

AVISO

FAMILIA FRANCESA OFRECE ALOJAMIENTO A UNO O DOS CABALLEROS DESEOSOS DE PERFECCIONAR SU FRANCÉS.

PREGUNTAD EN ESTA OFICINA.

ATENCIÓN: TAMBIÉN SE IMPARTEN CLASES.

New-York Evening Post

Febrero de 1808

25

Miércoles, 3 de febrero. Por la mañana

Después de pasar una noche en una fría, húmeda e incómoda celda, Pockets se sentía ansioso por hablar. Se acercó a Jake.

– Odio las ratas -confesó.

Apestaba a orina y ajo.

– Apuesto a que tú tampoco le gustas a ellas -replicó Jake.

Se encontraban en una habitación poco mayor que la celda. El único mueble era un taburete bajo.

– Excepto como desayuno. Por cierto… -Pockets fingió que le llegaba el olor a comida procedente del pasillo-, mis tripas me dicen que ya es hora de ingerir algo. Pan caliente y té mezclado con un poco de sidra estaría muy bien, gracias.

– Siéntate.

– Oh, no, señor. Sólo hay un taburete. Siéntese usted.

– Siéntate.

Pockets obedeció.

– Primero hablaremos, y luego comerás.

– Lo suponía.

– No me hagas perder más tiempo, Garrit. ¿Qué sabes?

El cortador de bolsillos abrió mucho los ojos.

– ¿Garrit? Nadie me ha llamado así desde que murió mi madre.

– Bueno, pues no soy tu madre, te lo aseguro. ¿Qué sabes?

Pockets miró a Jake de soslayo.

– ¿Qué desea saber?

– El viernes 22 de enero, por la noche, Joseph Thaddeus Brown, delegado de vías públicas, fue golpeado en la cabeza por uno o varios hombres y enterrado vivo en las tierras pantanosas del Collect. Quiero averiguar quién lo hizo.

– Mierda. Si lo supiera, podría esperar un banquete y unas monedas de oro.

– Si tienes suerte, te ganarás un mendrugo de pan duro y una buena patada que te saque de aquí. ¿Qué sabes?

– Poca cosa -gimoteó-. ¿Puedo tomar té con sidra ahora?

Jake lo derribó del taburete de un puntapié.

– Habla.

El ladrón se levantó y trató de sacudirse el polvo.

– No sé si tiene algo que ver con lo que pregunta; el caso es que nuestro Ned se ha metido ahora en el negocio de las excavaciones y la construcción. ¿Por qué cree que tardan tanto en terminar el edificio del ayuntamiento? ¿Piensa que usted o el alcalde, el antiguo o el nuevo, gobiernan esta ciudad? -Pockets meneó la cabeza-. Es el gran Ned. Y a él le gustan el canal y las excavaciones. Roba suministros del ayuntamiento para venderlos a los bobos que dirigen esta ciudad. Amenaza a todo aquel que se cruza en su camino y les obliga a pagar si quieren permanecer en el juego. «Páganos o no podrás trabajar.» O bien: «No puedes vender comida aquí.» Así es Ned. Da una orden, y la gente se apresura a cumplirla. Si alguien pretende cavar hoyos, rellenarlos, transportar algo en carro o poner ladrillos…

El sargento Albert Alsop entró con un tazón de té negro y un folio de papel que entregó al alguacil mayor. Pockets se rebulló al instante, frotándose el rostro y rascándose la cabeza.

Ignorándolo, Alsop se volvió hacia el alguacil mayor y dijo:

– Acabamos de recibir esta nota para usted.

Jake la leyó y asintió. Pockets tosió, y el sargento lo miró. Jake advirtió la mirada venenosa de éste. ¿Se trataba de simple odio hacia los criminales o había algo más? Finalmente Alsop salió de la habitación.

Jake quería oír lo que Pockets tenía que decirle. En tiempos de la ocupación británica, gran parte de la ciudad había sido destruida por los incendios del año 76 y 78, que dejaron a miles de personas sin techo. En el 83, al terminar la guerra, más de la mitad de Nueva York había sido reconstruida. Y desde entonces, la gente como Ned se había dedicado a explotar la ciudad.

– Sigue -instó Jake.

Pockets se encogió de hombros.

– Las excavaciones, el transporte en carro y todas esas actividades… Tienes que obtener el visto bueno de Ned el Carnicero para evitar una reprimenda de Charlie Wright.

– ¿Cómo?

– ¡Agárrame! Lo sabe tan bien como yo. Usted no es de Nueva Jersey.

Jake lo apuntó con un dedo.

– Lo siento, pero ya sabe a qué me refiero. -Pockets se sonó la nariz con la mano, arrojó los mocos al suelo y se la limpió en el pantalon.

– No. Explícamelo.

– Pues depende. Un puñetazo en la nariz, una patada en los huevos o un navajazo en las tripas. Lo mismo le da a Charlie Wright, quien, como todos sabemos, nunca hace nada malo.

Tras releer la nota que Alsop le había entregado, Jake echó a andar hacia el ayuntamiento. Se hallaba a una docena de manzanas del número 26 de Wall Street, en Nassau, donde desde 1747 se levantaba el ayuntamiento. Se trataba del antiguo ayuntamiento federal donde el presidente Washington había prestado juramento el 30 de abril de 1789, cuando Nueva York seguía siendo la capital del país. Y se convertiría en el antiguo ayuntamiento en cuanto terminaran el nuevo en Chambers, cuando quiera que eso fuera.

El antiguo ayuntamiento era un imponente edificio de ladrillo con tres plantas y un sótano. En lo alto de una breve escalinata se alzaban columnas y tres arcos. En el tejado había dos grandes chimeneas y en el centro una sofisticada cúpula sobre la cual una veleta en forma de gallo contemplaba sus dominios.

Una de las grandes salas albergaba la Historical Society de Nueva York, fundada cuatro años antes y exenta de alquiler. Tanto Jake como el hombre con quien iba a reunirse eran miembros. Mientras Jake se acercaba, un hombre corpulento y de asombrosa estatura abandonó la Historical Society y se encaminó hacia la sala de pintura. Jake aceleró el paso para no hacerlo esperar.

Tenía un cráneo bien moldeado, la frente amplia, la nariz de corte griego, el cabello castaño y rizado, los ojos castaños claros y la tez tan tersa como la de una mujer. Superaba a Jake Hays unos veinte centímetros en estatura.

– Buenos días, señor.

El hombre se aproximó a la puerta, la abrió y, tras mirar a ambos lados del pasillo, la cerró y regresó junto a Jake, quien contemplaba al presidente Washington.

– Ya hace tres días que encontraron el cadáver.

Jake asintió.

– Lamento decir que continuamente encontramos cadáveres en esta ciudad.

– Pero éste es un caso político; se trata del delegado de vías públicas, Brown. No puedo tardar tres días en enterarme de esta clase de noticias.

Jake suspiró. Era un hombre práctico, pero, al igual que a John Tonneman, le traía sin cuidado el juego de la política.

– Sí, señor.

– Asuntos de esta clase deben serme comunicados de inmediato. El período entre hoy y el 22 es extremadamente delicado. Quiero a uno de mis hombres en esta investigación.

– Sí, señor.

– Y le agradecería enormemente que el imbécil federalista de Willett no se enterara.

– No se lo diré, pero la noticia está extendiéndose por toda la ciudad, señor.

El corpulento hombre se tiró del lóbulo derecho.

– Ya lo sé. Es inútil que me preocupe. El día 22 encargué a John Hunn este asunto. En cualquier caso, quiero que me mantenga informado de sus progresos. Gracias por venir.

Jake asintió y abandonó la sala de pintura. Witt Clinton era un buen hombre y un buen alcalde. Y probablemente algún día sería un buen gobernador y, en el mejor de los casos, un buen presidente. Sin embargo, aquel día no era más que otro político que le incordiaba.

Repentinamente malhumorado, el por lo general alegre alguacil mayor hizo una insólita excepción y fue a comer a casa.

RECIÉN PUBLICADA Y A LA VENTA EN M. & W. WARD, EN EL NÚM. 149 DE PEARL STREET, A 1 DÓLAR 25 CENTAVOS:

CORINNA O ITALIA,

DE MADAME DE STAEL HOLSTEIN.

DESDE QUE SE TRADUJO, ESTA NOVELA HA SIDO EDITADA VARIAS VECES EN INGLATERRA Y RECIBIDO GRANDES ELOGIOS DE LA CRÍTICA.

New-York Herald

Febrero de 1808

26

Miércoles, 3 de febrero. A primera hora de la tarde

Embutida en un vestido de damasco azul y con los pequeños pies enfundados en unas zapatillas y apoyados sobre un escabel, Abigail Willard leía la última novela de la señorita Owenson, The wild Irish girl. Dejando a un lado el libro, se levantó de la butaca Sheraton tapizada de seda dorada para ir al encuentro de Tonneman y besarlo en la mejilla. Un niño dormía plácidamente en una cuna cerca de la chimenea, cuyo gran fuego, junto con la tenue luz de muchas lámparas, hacían la habitación acogedora y agradable.

– Qué agradable sorpresa, John. -Se llevó el dedo índice a los labios.

Tonneman asintió. Hablaría en voz baja. Siempre se sorprendía al ver a Abigail. Su rostro se había redondeado, pero apenas si había envejecido; conservaba el mismo aspecto que unos años atrás: las mejillas con hoyuelos y los ojos de color aciano vivo, en contraste con la pálida tez y el cabello plateado. Ah, el cabello, ésa era la diferencia, el único perjuicio que la edad había causado en su belleza. Como Mariana nunca había simpatizado con los Willard, ni éstos con ella, Tonneman en solitario visitaba con asiduidad a Abigail desde que había enviudado, doce años atrás.

La mujer se acercó a la puerta y tiró tres veces de la cinta de encaje de la campana que colgaba junto a las jambas.

Tonneman se dejó caer en un sillón de orejas ancho, consciente de la sensación de serenidad que se apoderaba de él. Todo lo contrario de la disensión y el caos de su hogar. O de su matrimonio.

Tras una tímida llamada a la puerta, ésta se abrió, y la doncella entró e hizo una reverencia.

– Sí, señora -susurró.

– He llamado tres veces, lo que significa té -reprendió Abigail con amabilidad.

– Sí, señora.

Cuando la doncella se retiraba, el niño gorjeó.

– Es la hija menor de Elizabeth, Mary. -Abigail volvió a acomodarse en la butaca y meció la cuna suavemente con la punta de su zapatilla de terciopelo-. Ha venido de Albany para que las criaturas pasaran quince días con su abuela. Se ha llevado a los otros tres al circo.

– ¿Abuela? -John rió. Le costaba creer que Abigail fuera abuela.

– Lo que oyes, John. Ya tengo doce nietos, y pronto serán catorce. Y las esposas de Harold y Charles también… Pareces cansado, John.

– Lo estoy. Me hago viejo.

– No eres el único, querido.

Conversaron un rato con tono afable hasta que la doncella regresó portando una bandeja con una tetera de porcelana de Wedwood bajo una cubierta, dos tazas, servilletas de hilo bordadas, cucharillas de plata y una fuente de pequeñas tortas.

– Muy bien, Nancy, gracias. -Abigail sirvió el té y ofreció una taza a Tonneman, quien la aceptó con un hondo suspiro.

Desde que ella le había plantado, hacía tantos años, para casarse con Richard Willard, Tonneman no estaba seguro de qué sentía exactamente por Abigail. De pronto decidió que ya lo sabía: envidia. Todo parecía tan sencillo para Abigail…

– ¿Sabías que con el tiempo tu casa se ha convertido en un refugio para mí?

– Lo sé, John. Para mí también lo es a veces, cuando sólo estamos George y yo, lo que ocurre en contadas ocasiones. -Sonrió-. Y George puede mostrarse muy violento. En fin, ha salido a su padre. Gracias a Dios que cuento con Jamie.

Tonneman bebió un sorbo de té.

– Sí, gracias a Dios que tenemos a Jamie. Peter también es un motivo constante de preocupación.

– ¿Cómo están las niñas?

– Gretel está hecha toda una dama. Y Lee… -Sonrió-. Si Lee fuera un chico, sería médico y me sucedería. A mí y a mi padre.

– ¿Se encuentra bien Mariana? -Abigail tendió a su huésped la fuente de tortas y observó cómo escogía una y le daba un mordisco.

– Delicioso. -Ella esperaba su respuesta-. Mariana está espléndida. -Rehuyó la mirada escrutadora de Abigail.

– ¿Ocurre algo, John? ¿Está enferma?

– Nunca se ha recuperado de la muerte de David. Se culpa de ella. Demonios, yo también me culpo… -Dejó la taza en una mesilla auxiliar-. Consiente demasiado a Peter, y ese muchacho es ingobernable. Quien bien te quiere te hará llorar.

– Es una madre, querido… -Abigail cogió una torta.

– Se pasea por la casa todo el día y siempre está furiosa conmigo.

Abigail masticó la torta con expresión reflexiva, escuchando con atención. Alterado, Tonneman negó con la cabeza.

– Soy médico, Abigail, pero no sé qué le sucede.

– Pues está muy claro. ¿No lo sabes? Son problemas propios de la mujer. -Abigail se ruborizó-. Ha alcanzado cierta edad que yo superé hace tiempo.

Sobre la mesa descansaba un abanico francés verde y negro. Lo tomó, lo desplegó con estilo y se abanicó con deliberada altanería. Daba la impresión de que las palabras que acababa de pronunciar nunca habían salido de sus labios. Tonneman la miró fijamente. Se levantó y apoyó el codo sobre la repisa de la chimenea.

– ¿Cómo he podido ser tan necio? -Se palpó los bolsillos en busca de un cigarro-. ¿Te importa si fumo?

– Adelante.

Torció el gesto, sorprendido. Había algo más en el bolsillo. Sacó el camafeo en lugar del cigarro. Había olvidado que era el principal motivo de su visita.

– ¿Qué tienes ahí?

Lo depositó en la palma de la mano de Abigail sin decir palabra, y se vio recompensado con un grito proferido por la mujer.

– Lo conoces.

Abigail recorrió con el dedo el perfil de ónice y a continuación la cadena rota.

– Pertenecía a mi sobrina, Emma Greenaway. ¿Dónde lo has encontrado?

Se puso muy nerviosa al recordar la cólera de su marido cuando su sobrina desapareció. Dejó el camafeo cerca de la bandeja del té y se levantó. Pálida, se apresuró a abanicarse, humedeciéndose los labios.

– ¿Ha vuelto Emma?

– En cierto sentido. -Tonneman tomó las suaves manos de Abigail entre las suyas-. Encontramos este camafeo junto con lo que creemos los restos de Emma al desenterrar el cadáver de Joseph Thaddeus Brown en el Collect el lunes por la mañana.

Horrorizada, Abigail dejó caer el abanico.

– Oh, no. ¿De modo que Emma nunca salió de Nueva York?

Él asintió.

– Era pelirroja, Abigail. Murió del mismo modo que las otras víctimas de Hickey.

– Dios mío. Cuando creía que Emma seguía viva, aceptaba la situación, su fuga. Pero ahora que me he enterado de que murió de esta forma tan espantosa… Necesito saber quién lo hizo.

– Yo diría que Thomas Hickey.

– Pero ¿estás seguro?

– No.

– Entonces debes averiguarlo. Hazlo por mí.

Abigail se dejó caer en el sofá y desplazó la novela, que cayó al suelo con estrépito. La pequeña Mary despertó y empezó a llorar.

Aturdida por la terrible noticia, Abigail corrió a la cuna y cogió en brazos a la pequeña envuelta en pañales.

John Tonneman se inclinó para recoger el libro y lo hojeó distraído.

– ¿Recuerdas a aquella criada tuya que prestaba su ropa a Emma? ¿Betsie…, Bessie…, Betty?

– Vamos, vamos, cariño -canturreó Abigail a la sonrosada niña-. Betty.

– La enviaste con sus padres después de que Richard y Grace…

Tonneman se interrumpió. No era preciso añadir más. Ambos recordaban demasiado bien cómo los dos hermanos, Richard Willard y la madre de Emma, Grace Greenaway, habían estado a punto de matar a palos a la criada.

– Debemos encontrar a Betty, si sigue viva.

– Lo está, John. -Abigail besó a su nieta, meciéndola en sus brazos y jugueteando con su diminuto gorro bordado de encaje-. Ésta es mi pequeña Mary…

A Tonneman se le aceleró el pulso.

– ¿Y dónde está? -preguntó, excitado.

– Le pedí que volviera después de la muerte de Richard. Betty es quien ha preparado estas tortas.

SE NECESITA BUEN COCINERO,

QUE SERÁ BIEN REMUNERADO.

PREGUNTAD EN ESTA OFICINA.

New-York Herald

Febrero de 1808

27

Miércoles, 3 de febrero. A primera hora de la tarde

La Betty que se presentó ante Tonneman con una cortés y respetuosa reverencia no se parecía en nada a la frágil y terriblemente apaleada joven a quien había atendido hacía tanto tiempo, justo al estallar la guerra. Betty era una pequeña bola con una diminuta barbilla oculta en una papada; tenía el cabello veteado de gris bajo una cofia blanca y almidonada, y una nariz prominente manchada de harina.

Saltaba a la vista que se había quitado un gran delantal, porque una buena parte de su vestido de basto y resistente algodón aparecía inmaculado, mientras que el resto presentaba manchas de harina y grasa. Se frotó las manos como para aliviarlas, y Tonneman advirtió los nudos de la artrosis.

– ¿Recuerda al doctor Tonneman, Betty? -preguntó Abigail.

La criada de regordetas mejillas abrió mucho los ojos.

– Por supuesto, señora.

Haciendo una reverencia, miró de reojo al viejo Tonneman. Para tranquilizarla, éste esbozó lo que esperaba fuera una agradable sonrisa.

– Tienes buen aspecto, Betty. Pareces contenta.

– Lo estoy, señor. La señora Willard me trata bien.

– Betty, al doctor Tonneman le gustaría formularte unas preguntas sobre…

– Sí, señor. -Volvió a inclinarse.

– Emma Greenaway -dijo Tonneman.

Betty retrocedió como si la hubieran golpeado. Lo miró fijamente, con el rostro del mismo color que la harina que le cubría la nariz.

– John… -dijo Abigail con un tono de ligera reprimenda.

– He de vigilar el bizcocho. Está en el horno, y la sirvienta no sabe…

Betty salió de la habitación aferrándose los bordes del vestido y cerró la puerta. La brusca despedida sorprendió a Tonneman y Abigail. Antes de que alguno de los dos tuviera oportunidad de hablar, se oyó un gran estruendo, y de pronto la habitación se vio invadida de niños. Los gimoteos de Mary se unieron al barullo. Tonneman se apresuró a despedirse, no sin antes pedir permiso a Abigail para salir por la cocina.

La mujer asintió con una sonrisa distraída mientras sus nietos se apiñaban alrededor de ella.

Para acceder a la cocina de la mansión de los Willard había que bajar por unas escaleras. El viejo médico tuvo que arrimarse a la pared para descender por los estrechos escalones y en una ocasión se golpeó la cabeza con el techo. De la puerta cerrada emanaba el dulce olor del azúcar mezclado con mantequilla, que le torturó los sentidos.

Abrió la puerta y entró en la espaciosa estancia. Sobre una gran lumbre borboteaban diversos calderos y ollas, y cuatro pollos se asaban en un espetón. Al percibir el olor a la crujiente piel de pollo, se le hizo la boca agua. En una amplia mesa se amontonaban latas, botes y recipientes, y una cesta de huevos descansaba en el suelo.

Betty llevaba un enorme y engalanado delantal blanco que le cubría el torso. Removía una espesa mantequilla en un enorme recipiente de loza amarilla.

Al otro lado de la cocina, una niña encaramada aun banco se inclinaba sobre un profundo fregadero, con las manos sumergidas en agua humeante.

Tonneman se situó junto a Betty y observó cómo removía la mantequilla para a continuación arrojarla sobre la mesa cubierta de harina, espolvorearla de más harina y comenzar a amasarla. El procedimiento era entretenido y muy relajante, supuso, una actividad con que tal vez él disfrutaría. Betty soltó un sollozo, y el doctor levantó la vista. Las lágrimas le rodaban por las mejillas y caían en su voluminoso pecho, donde eran absorbidas por el delantal.

– Betty -susurró.

– ¿Señor? ¿Quiere una taza de té…?

Tras cubrir la masa con un trapo, Betty cogió de la mesa un bol limpio, y seis huevos de la cesta del suelo. Los cascó, y, arrojándolos al bol, comenzó a batirlos furiosamente con una cuchara de madera, añadiendo azúcar de vez en cuando.

– Betty.

Con un suspiro, la cocinera dejó la cuchara de madera sobre la mantequilla y se enjugó las lágrimas con el borde del delantal.

– La señorita Emma era una niña muy dulce. ¿Por qué no se sienta, señor?

Señaló una vieja silla contra la pared. Estaba medio torcida, y Tonneman se preguntó si se rompería bajo su peso. De todos modos se sentó, porque le dolían los huesos y su artrítica rodilla izquierda empezaba a resentirse.

– ¿Una niña, Betty? Tenía tu misma edad. ¿Dieciséis o diecisiete?

– Dieciséis. -La cocinera se limpió las manos enharinadas en el delantal y sacó un pañuelo de su manga enrollada. La mancha de harina seguía en su nariz, tal vez más grande-. Su madre era mala. Tenía celos de la señorita Emma y siempre le compraba los vestidos más horribles. Y no paraba de regañarla, ya sabe.

Tonneman evocó aquella ocasión, poco después de que él y Jamie llegaran de Londres, en que cenaron por primera vez en esa casa situada en la antigua Crown Street, que, con la independencia, pasó a denominarse Liberty Street. Aquella noche conoció a la viuda Grace Greenaway y su hija, Emma. Y a Richard, el marido de Abigail.

Betty tenía mucha razón. La pobre Emma había lucido un vestido espantoso en aquella velada. Tan alta y desgarbada, carecía de atractivo y tenía una nariz enorme en un rostro mofletudo y lleno de manchas. Como su madre, tenía mucho pecho. Sin embargo, todo lo que en Grace era hermoso, en su hija resultaba ordinario. Y tenía los dientes salidos.

En el transcurso de aquella velada Grace la había ofendido. La pobrecilla se había visto humillada delante de él y Jamie, dos completos desconocidos. Tonneman la había compadecido, al igual que Jamie, quien se había mostrado cortés con ella.

Tonneman sonrió al recordar cómo Richard Willard había tratado de emparejarlo con Emma. Carraspeó.

– ¿Viste alguna vez al hombre con quien se fugó Emma?

Betty negó con la cabeza. Volvió a coger la cuchara y mezcló el azúcar con los espumosos huevos.

– ¿Te dijo su nombre?

Betty negó de nuevo con la cabeza.

– Seguro que te contó algo de él -insistió Tonneman.

La mujer suspiró mientras removía la masa.

– La señorita Emma se vistió con mis ropas la primera vez que salió sola. Se conocieron ese día. Al principio él la tomó por una criada.

– ¿Y después?

– No sé si llegó a enterarse de la verdad. -Betty hundió un dedo en la masa, la probó y añadió un chorro de leche de una jarra en que flotaba una caña de vainilla.

– Trata de recordar. ¿Qué te explicó de él?

– Sólo que era un caballero.

– Entonces no era un vulgar soldado.

– Oh, no; de eso nada.

¡Tanto culpar a Thomas Hickey!

– Tal vez un oficial.

– No lo creo, señor. -Betty frunció el entrecejo-. Aunque es posible. Tenía que tratarse de un hombre a quien su madre no aprobara. Para escarmentarla, ¿sabe? La señorita Emma se sentía muy orgullosa de su caballero.

Tonneman se levantó con lentitud.

– Gracias, Betty.

– De nada, señor.

Para ponerse a prueba, Tonneman subió deprisa por las escaleras y salió por la puerta. La cabeza le bullía de preguntas mientras se encaminaba hacia su caballo. Había aprendido hacía tiempo a aplicar el método socrático de formular preguntas a fin de desarrollar las ideas latentes y establecer hipótesis.

«¿Qué tenemos?»

«Un viejo cráneo.»

«¿De quién?»

«De Emma Greenaway.»

«¿Dónde lo encontrasteis?»

«En el Collect.»

«¿Cómo murió?»

«Decapitada.»

Del mismo modo que Hickey había asesinado a sus víctimas aproximadamente treinta años antes. Betty había descrito al amigo de Emma como un caballero, lo que no descartaba necesariamente a Hickey como sospechoso, aunque tal vez otro hombre había cometido el crimen. ¿Quién era ese caballero con quien Emma se proponía huir a Filadelfia? ¿Quién era el amante de Emma?

¿Y por qué a Filadelfia? ¿Quién había mencionado Filadelfia? No se acordaba. Divagaba sin llegar a ninguna conclusión. El interrogatorio socrático no funcionaba con una sola persona. La clave de aquel método estribaba en formular preguntas cuya respuesta se desconociera. Necesitaba un compañero, alguien como Jamie. Solían practicar ese procedimiento en su juventud. Así habían logrado resolver los asesinatos de esas mujeres pelirrojas.

Tonneman desató las riendas de su caballo bayo y se disponía a montar cuando un niño andrajoso con el cabello negro, la tez morena y los ojos negros azabache de un español le tiró del abrigo.

– Un centavo y le digo la buenaventura.

El demacrado muchacho de apenas diez años vestía una chaqueta deshilachada cuyas colas grises se arrastraban por el suelo, y no llevaba sombrero. Eso bastó para que Tonneman le entregara un centavo.

El mozalbete se precipitó sobre la moneda y se la guardó en el bolsillo.

– Su mano, señor.

Tonneman se quitó el guante y tendió la mano. Por fin un entretenimiento con que amenizar la larga jornada.

El niño ahuecó la voz.

– Aquel que escapó del león tiene la respuesta del pasado. -Soltando la mano de Tonneman, el chico se escabulló, impaciente por encontrar un nuevo cliente.

– ¡Espera! -exclamó Tonneman.

El niño no hizo caso.

Contrariado, el médico montó en el bayo castrado.

– Está bien, Sócrates, pronto estaremos en casa. Di, mi sabio griego, ¿de qué diablos hablaba el niño? Bah, ¿por qué pierdo el tiempo con estas supercherías?

Tras sacudir la cabeza y relinchar, el caballo emprendió la marcha esquivando los excrementos esparcidos por la calle adoquinada.

De pronto Tonneman comprendió.

– Gracias, amigo equino. ¿Quién escapó del león? Daniel, por supuesto.

Lo asaltaron pensamientos contradictorios. ¿Cómo él, un hombre de ciencia, iba a prestar atención a las palabras de un pilluelo español? Sin embargo, no podía ignorar esa señal.

Daniel Goldsmith vivía en Garden Street con Wall Street, a sólo cuatro o cinco manzanas de distancia. Pasaría por su casa.

Su compañero en ese diálogo socrático no sería Jamie, sino Daniel. Entonces recordó que no había sido Jamie, sino Daniel Goldsmith quien le había ayudado a descubrir a Hickey. Tonneman cabalgó con el espíritu levantado. Con la ayuda de Daniel tal vez lograría internarse en el sangriento pasado y hallar algunas respuestas.

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New-York Evening Post

Febrero de 1808

28

Miércoles, 3 de febrero. A primera hora de la tarde

Sugarloaf era una bucólica calle arbolada de modestas casas con jardín que discurría al oeste de Broadway. Se hallaba en los límites de la ciudad, muy alejada del centro, motivo por el cual Jacob Hays había optado por vivir en ella. Le recordaba la granja de Bedford, en el condado de Westchester donde había nacido y pasado su infancia ayudando a su padre en el almacén.

El hogar del alguacil mayor era una gran casa blanca de madera rodeada de robles y encinas. Contaba con una cochera bien construida y un establo de cuatro cuadras. La cochera podía albergar un par de carruajes y un trineo, y en el piso superior se alojaba el cincuentón Noah Douglas, viudo desde hacía diez años.

Detrás de la casa, en el otro extremo del jardín, había un huerto de árboles frutales que daba manzanas, peras y melocotones en primavera, verano y otoño.

En la casa vivían entonces Jake, su esposa, Katherine, sus tres hijos, una criada llamada Anna que también cocinaba y, desde hacía poco, la prima segunda de Jake, Charity Etting Boenning. Ésta había escandalizado a la comunidad judía de Filadelfia al escapar de casa para contraer matrimonio con un viudo cristiano que le doblaba en edad, un artista a quien había conocido mientras pintaba un retrato a sus padres.

Jacob Hays se sentía tan orgulloso de su herencia judía como de su fe cristiana; en cualquier caso, no había acogido a su prima Charity por esa razón. Llevaba su misma sangre y se hallaba en apuros, lo que era suficiente motivo.

– Daré avena a Copper, señor Jake -anunció Noah mientras conducía al establo el caballo y el carruaje.

Jake estaba distraído; acababa de vislumbrar una mancha azul al otro lado del camino. Frunciendo el entrecejo, se frotó su gran nariz y fijó la vista en el tronco de un enorme roble que se levantaba en un claro donde la mayoría de árboles habían sido talados para hacer sitio a la nueva casa de Cornelius Philips y su familia.

¿Había alguien detrás del árbol, espiándolo, vigilando su casa? Tal posibilidad lo indignó. Parte de las tácticas policiales de Jake consistían en seguir a los ladrones a sus guaridas, casas y tabernas, a fin de obtener información sobre sus camaradas. No le hacía ninguna gracia la idea de que algún sinvergüenza le volviera las tornas.

Noah ya estaba dentro del establo. Él solo se ocuparía del asunto. Fingiendo entrar en la casa, la rodeó, se dirigió al huerto de frutales y, ocultándose en él, avanzó hacia el oeste. Cruzó el camino con sigilo y se adentró en el bosque. Allí completó la vuelta hasta salir detrás del roble.

Como sospechaba, un hombre con un abrigo azul observaba su casa. Menudo descaro. Nadie espiaba a Jake Hays.

Silencioso como un gato, se acercó al delincuente y le aferró el brazo. Tenía mucha fuerza, de modo que, aunque el hombre era más alto que él, no logró soltarse. Jake le obligó a volverse.

El hombre hizo una serie de gestos confusos con el brazo libre, primero tirando de su sombrero, luego cubriéndose el rostro y finalmente dejándolo caer, resignado.

– Caramba, Peter Tonneman. Precisamente el hombre que andaba buscando. Acompáñame. Tenemos que hablar. -Jake precedió a Peter hasta su casa- Las botas -dijo ante la puerta lateral, señalando el limpiabarros que descansaba en el último de los tres escalones.

Peter se las limpió a fondo. Lo último que deseaba era darle más motivos para reprenderlo.

– Suficiente -dijo finalmente Jake.

Entonces se limpió meticulosamente las suyas, cubiertas de barro endurecido, y ambos hombres entraron en la cocina, donde Anna trajinaba con un montón de ollas y teteras. Dos tartas de manzana recién sacadas del horno reposaban en una fresquera, y la cocina emanaba olores maravillosos. Sentado en un banco junto a la lumbre, Noah levantó la vista de su sopa, sorprendido.

Peter Tonneman, abatido, con frío y hambriento tras la vigilia matinal, se sintió abrumado por el calor y el olor de la cocina y se dejó caer agradecido en la silla de respaldo de listones que Jake le acercó. Éste hizo señas a la joven, que interrumpió su tarea para servir a cada uno un tazón de sidra caliente.

Sentándose frente a Peter en la larga mesa de arce, Jake dijo:

– Explícate. ¿Qué hacías agazapado como un ladrón?

Peter tomó un sorbo de sidra caliente y suspiró.

– Disculpe, señor. Esperaba ver a su pariente, la señorita Boenning.

– ¿Verla?

– En realidad hablar con ella.

– ¡Santo cielo! ¿Qué hay de malo en llamar a la puerta principal y dar tu nombre?

– Temía que me arrestara.

Jake se ablandó, adoptando la expresión que mostraba a sus hijos.

– ¿Por qué? ¿Has hecho algo malo?

– Sí, señor. Me emborraché y golpeé al delegado Brown.

– ¿Algo más?

– No señor. Se lo juro ante Dios.

Jake frunció el entrecejo.

– No tomes el nombre de Dios en vano.

– No señor. Juro que no tuve nada que ver con la muerte del señor Brown.

– Eso lo dices tú.

– Si se refiere a la caja fuerte, la última vez que la vi fue el viernes por la noche. Brown estaba cerrándola y me acusó de haber robado dinero.

– ¿Y era cierto?

– No, señor. Por eso lo golpeé.

– Ha desaparecido la caja fuerte.

– Yo no me la llevé.

– ¿Y el otro dinero?

– Lo siento, señor. No sé de qué me habla.

– Los sobornos.

El muchacho se encogió de hombros.

– Lo siento, señor. No sé a qué se refiere.

Jake había arrojado el anzuelo, pero Peter no había picado. Bueno, merecía la pena intentarlo. Tomó un sorbo de sidra antes de continuar.

– Me alegro de haber mantenido esta breve charla, muchacho. Ayuda a esclarecer el caso.

– Gracias, señor.

De pronto Jake se endureció, adoptando la expresión que exhibía ante los criminales.

– Sin embargo, estás en mi lista. Si no hubieras acu dido a mí, yo habría ido a ti. Explícame otra vez que ocurrió aquella noche, cuando golpeaste a Brown.

Ruborizado, Peter se irguió en la silla.

– Señor, yo no maté a Thaddeus Brown. Discutimos…

– Y lo golpeaste.

– Sí. Me acusó de robar.

– ¿Habías robado algo?

– No, ya se lo he dicho. Aseguró que se proponía hundirme y perdí los estribos.

– Nunca se remedia nada con ello.

– No, señor. Lo golpeé, es cierto, pero cuando me marché seguía lo bastante vivo para amenazar a mí y mi reputación. Pregunte al vigilante que vino a investigar.

– ¿Y el dinero?

– Ya se lo he dicho. Estaba en la oficina cuando me marché. Tal vez se lo llevó el vigilante. O el otro hombre.

Jake saltó de alegría. Por fin nueva información.

– ¿Qué otro hombre?

– Antes de que Tedioso… que el señor Brown y yo tuviéramos unas palabras…

– Y lo golpearas.

– Bien, antes de eso, oí al delegado Brown discutir con otro hombre.

– ¿Quién era?

– No lo sé. Yo estaba en una habitación, y ellos en otra. Había bebido mucho y dormitaba sobre mi escritorio.

– Tengo entendido que gracias a ti y George Willard las tabernas prosperan.

– Eso era antes. He cambiado, señor. -La expresión de Peter era solemne-. Créame, he cambiado.

– Mi prima afirma que le salvaste la vida.

Peter se llevó la mano al cuello, repentinamente acalorado.

– ¿Se lo dijo Charity, esto, la señorita Boenning?

– Por esa razón no estás entre rejas, con ratas que te mordisquean el trasero. -Jake se quitó el pañuelo del cuello y lo dejó en la mesa-. Mi familia y yo estamos en deuda contigo.

En aquel momento la puerta que daba al comedor se abrió, y Katherine Hays, con un bebé en brazos y un niño aferrado a sus faldas, entró en la cocina.

– Ah, estás en casa. ¡Qué agradable sorpresa! Enseguida te daré de comer. -Dirigiéndose a la lumbre, revolvió con la mano libre una cazuela y probó el contenido-. Falta sal.

Anna tendió el salero a la señora de la casa, que tomó un puñado y lo esparció generosamente.

– Te presento a Peter Tonneman, Katherine. Comerá con nosotros. -Jake se volvió hacia el niño-. ¿Por qué estás tan triste, Aarón?

Katherine miró a su marido por encima de la cabeza del pequeño.

– Le duele la barriga.

Jake levantó a su hijo por los aires.

– Cuidado la barriga -advirtió Katherine.

– ¿Cómo te encuentras ahora, señor Aarón Burr Hays?

El niño rió.

– Bien, papá.

– Así me gusta. Ahora fuera.

– Sí, papá.

Y el niño salió alegremente de la cocina.

– ¿Ha llamado a su hijo Aarón Burr? -no pudo evitar Peter preguntar.

– Sí, fue el señor Burr quien me consiguió mi primer empleo de alguacil. Todo lo que soy y espero ser algún día, se lo debo a Aarón Burr. Era un gran demócrata. Y no era un traidor, nunca lo fue.

– Sí, señor.

– Bienvenido a nuestro hogar, señor Tonneman. -Katherine era una mujer atractiva con un gran sentido del humor, lo que no le venía mal para tratar a su marido, hombre nada convencional-. Sólo hay sopa de cebada y judías, además de tarta de manzana, pero se quedará a comer, ¿verdad?

– Sí, señora. Gracias.

Katherine asintió hacia su marido y se retiró llevándose consigo al bebé.

– Explícame qué impresión te causaba Brown -pidió Jake, volviendo de inmediato al asunto que los ocupaba.

Peter arqueó una ceja. Nadie le había preguntado nunca nada así. Disimuló su alegría; el viejo Hays le pedía su opinión.

– Bueno, Brown no siempre se comportaba como se supone deben hacerlos los Alas Anchas.

– ¿Por ejemplo? -Jake tamborileó con los dedos en la mesa.

– A menudo acudía a una reunión fuera de la oficina, o eso afirmaba, y regresaba oliendo a perfume y con el cuello de la camisa manchado de carmín.

– Tal vez iba a casa a ver a su mujer.

Peter negó con la cabeza.

– No era la señora Brown. Ella sí es una verdadera cuáquera. Una mujer menuda, como un ratoncillo.

– Eso sí es divertido, Peter.

– ¿Cómo dice?

– No importa. Dices que el cuáquero tenía una querida. ¿Alguna idea de quién era?

– No, señor. En un par de ocasiones me mandó llevar un paquete a una mujer que vivía en Duane Street.

Una combinación de inspiración y memoria impulsó a Jake a formular la siguiente pregunta:

– ¿Tenía una cicatriz en forma de medialuna en la mejilla izquierda?

– Sí. ¿Cómo lo sabe?

– No importa. ¿En qué número de Duane?

– Treinta y nueve.

– Buen muchacho. ¿Qué más?

– Era muy grande, si se refiere a eso.

Los ojos de Jake brillaron, y arrugó la nariz. Era el lobo que iba tras su presa.

– ¿Alta o gorda?

– Las dos cosas. Y creo que era francesa.

– Sí, sí, sí. Mejor que bien. Perfecto.

– ¿Cómo ha sabido de ella?

– La gente me cuenta cosas. Tal información, sumada al poder de observación que Dios me ha dado… En mi trabajo se precisa tener los ojos y los oídos bien abiertos. Y utilizar el cerebro.

Peter estaba intrigado.

– Nunca pensé que el trabajo de un alguacil pudiera ser tan interesante.

El instinto indicó a Jake que el muchacho no estaba involucrado en la muerte de Brown. El joven Tonneman procedía de buena familia. Sin embargo, el instinto no bastaba. Necesitaba hechos. Hasta que dispusiera de pruebas, lo mantendría vigilado. ¿Y qué mejor modo de vigilarlo que ofreciéndole un empleo? Jake estaba seguro de que una hermosa joven como Charity no permanecería mucho tiempo viuda, y ésta había elogiado más de una vez el valor y las buenas cualidades del joven Tonneman. Jake sopesó esos argumentos contra el hecho de que Peter fuera sospechoso de asesinato. Tras unos instantes de reflexión, decidió que tal vez no ayudaría, pero tampoco estorbaría.

– Debe haber un empleo para ti en una gran ciudad como Nueva York. Y si lo hay, lo encontraré. Pásate más tarde por la cárcel y seguiremos hablando… después de que hayas presentado tus respetos a la señorita Boenning, por supuesto.

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Febrero de 1808

29

Miércoles, 3 de febrero. A primera hora de la tarde

La casa de Goldsmith de Garden Street se hallaba a menos de cinco manzanas de aquel destartalado cuchitril con goteras donde había vivido de joven con su difícil primera esposa, Deborah. Tonneman lo había conocido poco antes de la guerra, y juntos habían seguido la pista a Hickey, el asesino de pelirrojas.

Deborah y su dominante madre, la siempre virtuosa Esther, habían fallecido durante la epidemia de fiebre amarilla del año 98, que también se había llevado al hijo de Tonneman, David, y Grace Greenaway. Las hijas de Goldsmith, Ruth y Miriam, habían crecido y se habían casado. Residían en Albany y le habían dado ocho nietos.

Tras la muerte de Deborah y las bodas de sus hijas, Goldsmith se había visto por fin libre para casarse con Molly, quien después de la guerra había montado un rentable negocio de sombrerería.

La pequeña vivienda de Goldsmith era más sencilla que la de Tonneman en Rutgers Hill, y sin duda muy modesta al lado de la mansión de Jamie en Richmond Hill. Y no podía ni compararse siquiera con las casas de los Livingston, Hamilton, Schuyler, Duer, Duane y Beekman.

La estrecha casa de dos plantas estaba recién pintada de blanco, con los postigos verdes brillantes. Sobre la puerta principal, un sombrero de madera con una pluma anunciaba el oficio de sombrerera de Molly. Pocos recordaban que antes de la guerra la judía Molly había sido una de las numerosas prostitutas que vivían y ejercían el oficio en el barrio conocido como «tierra sagrada», cerca de lo que entonces era el King's College. Después de la revolución, éste se había convertido en la Universidad de Columbia. Y al crecer la ciudad y llegar cada vez más estudiantes, «tierra sagrada» fue engullida y borrada del mapa.

Goldsmith, que había recuperado su cargo de alguacil tras la guerra, se había retirado al casarse con Molly. En la actualidad se pasaba el día en casa, ocupado en bagatelas y estorbando a Molly. De hecho disfrutaba enormemente del ocio y de la lectura del Tora, porque había empezado a estudiar hebreo con su inquilino, Joseph Lancaster. Molly y Daniel ocupaban el primer piso y alquilaban la mitad del segundo al viudo maestro de escuela.

Tonneman encontró a Molly en mitad del salón, rodeada de encajes, rollos de tela y plumas de distintos colores, tamaños y texturas. Prendía unas plumas en un sombrero de terciopelo de color vino. En los pequeños soportes de madera que había sobre la mesa de trabajo se hallaban otros sombreros en distintas fases de fabricación. Alrededor había lápices y hojas de papel con esbozos.

– ¿Qué tal le va a Peter? -murmuró Molly.

Sacándose dos alfileres de entre los labios, alisó el encaje en su regazo y empezó a prenderlo en el ala del sombrero.

– Peter -repitió Tonneman.

No dijo más. Resultaba mortificante pensar en una respuesta adecuada. Contrariado, debía reconocer que era incapaz de resolver la difícil situación de su hijo.

– John, Peter te necesita -insistió Molly.

Malhumorado, Tonneman rechazó esas palabras con un gesto y, gruñendo, escribió una nota para Daniel con un lápiz. Convencido de que la astuta Molly la leería y decidido a no hablar con ella de Emma Greenaway, se limitó a escribir:

Goldsmith, ven a verme cuanto antes, por favor.

He descubierto algo interesante acerca del pasado.

Tonneman dejó el lápiz. Le temblaban las manos.

La mirada penetrante y la intuición aún más penetrante de Molly le comunicaron que John Tonneman estaba muy preocupado. Éste se marchó bruscamente, murmurado:

– Tengo cosas que hacer.

Mientras cabalgaba por Garden Street en dirección a Rutgers Hill, su mente erró del pasado al presente. El cráneo, Emma, la guerra, Hickey…, la difunta Gretel y la joven Mariana.

La consulta estaba cerrada aquel día, de modo que los pacientes no lo interrumpían. Podría distraerse profundizando en todas las publicaciones médicas que aún no había leído, y los panfletos de Londres que había recibido en noviembre, antes del embargo. Sabía por experiencia que si no daba vueltas al asunto, la solución se presentaría por sí sola.

La casa de Rutgers Hill -que había pertenecido a su padre y a su abuelo- era de tres plantas y estaba revestida, siempre lo había estado, de madera de pino blanco. Alrededor de la casa y el cobertizo se alzaban robles y olmos que llevaban allí desde la época en que esas tierras pertenecían a los indios. El cobertizo también se hallaba donde siempre, en el extremo opuesto a la consulta. Sin embargo, no era el mismo que el que se levantaba en tiempos de su padre. Aquél se había derrumbado veinte años atrás en un gran vendaval, y lo habían sustituido por otro.

A esas alturas también habían cambiado las tejas, pero habían vuelto a aparecer goteras, y Mariana le insistía a menudo en que reparara el tejado.

Se hallaba fuera del cobertizo, cepillando a Sócrates, distraído, cuando apareció Micah con un chal de punto alrededor de sus delgados hombros.

– He encendido el fuego, señor -anunció, alzando la voz en deferencia al oído deteriorado del anciano.

– ¿Cómo dices? -Entornó los ojos en un intento por aclarar la vista, ligeramente borrosa. Como eso no funcionó buscó en los bolsillos las gafas que había mandado hacer recientemente, pero no las encontró.

– El jabón, señor.

– Sí, claro.

¿Cómo podía haberlo olvidado? Aquella mañana había pedido a Micah que preparara cuarenta y cinco litros de agua, cinco libras de cal viva, diez de bicarbonato sódico, siete de grasa pura, ocho onzas de colofonia y diez de agua de rosas. Una vez al mes fabricaban jabón.

Se alejaron del cobertizo, y al llegar a la casa la criada abrió la puerta y le ayudó a quitarse el abrigo y el sombrero.

– ¿Quiere comer algo? -preguntó, colgando el abrigo en el perchero de arce de la pared, cerca de la puerta principal.

– Sí -respondió él.

El hombre cogió el delantal de lona de otra percha y entró en la biblioteca. Se detuvo en el umbral. Mariana, la desagradable mujer que últimamente le hacía la vida imposible, se hallaba sentada ante su escritorio, con las gafas nuevas de su esposo puestas, leyendo uno de sus libros de medicina. El débil brillo de los últimos rayos del sol de la tarde bañaba la esc.ena, que era una delicia para sus ojos ancianos. Parecía la joven que había sido cuando la vio por primera vez con el cabello suelto. Se le hizo un nudo en la garganta y trató en vano de tragar saliva.

– ¿Tiene alguna pregunta mi alumna?

– Hummm. -Mariana siguió leyendo o fingiendo que lo hacía.

Tonneman volvió a intentarlo.

– Deberías preguntar a tu marido. Creo que es médico.

Mariana levantó la cabeza.

– Mi marido está demasiado ocupado buscando sus propias respuestas a enigmas.

– La vida es un enigma.

Ella se quitó las gafas y las dejó en el escritorio.

– Eso dice él.

Tonneman le cogió la mano y la hizo levantarse.

– Tú eres mi enigma más difícil.

– John.

La estrechó entre sus brazos y notó cómo se le aceleraba el pulso. La besó.

– Te quiero, Mariana.

– Lo sé. Y yo a ti, John Tonneman. Los días que no te odio.

– No comprendes que te entiendo.

– ¿Cómo?

– Lo que estás pasando.

– Me hago vieja.

– No exageres. Yo sí estoy viejo, pobre de mí.

Mariana se apartó de él.

– Las niñas no tardarán en volver del instituto.

Gretel y Leah asistían al instituto de Chatham Street. Ciento cincuenta alumnos acudían al instituto número uno, que había abierto en abril del año anterior. El maestro Joseph Lancaster impartía clases a los alumnos mayores, que a su vez enseñaban a los más jóvenes. Esto satisfacía particularmente a Gretel, quien como alumna mayor también era maestra y transmitía las enseñanzas del señor Lancaster.

Micah llamó tímidamente a la puerta, entró y dejó en el escritorio una bandeja con un panecillo, pollo frío y una taza de té negro. Mariana aprovechó la interrupción para escabullirse. Micah hizo una reverencia y se retiró también.

Tonneman se acarició el mentón, que aún tenía barba. No se había afeitado bien. Se afeitaba de tarde en tarde, y no lo hacía debidamente.

– Mariana…

Pero se había ido. Se encogió de hombros. Mujeres. Había creído que, siendo médico, la comprendería mejor que los demás hombres, pero se había equivocado. No importaba. Tenía trabajo que hacer. Prescindiendo de la cena, bebió el té. Luego, murmurando para sí, salió al jardín.

Detrás de la casa Micah ya había hervido el agua y vertido la cal en el profundo caldero de hierro.

Mientras esperaban a que el agua se enfriara ligeramente, Micah le informó de que habían recibido una caja de hierbas de los Jardines Elgin del doctor David Hosack.

Uno de los legados del padre de Tonneman habían sido las recetas de hierbas medicinales, aprendidas tanto de los europeos como de los indios y transmitidas durante generaciones. Como su elaboración resultaba mucho más interesante que la fabricación de jabón, John sintió tentaciones de interrumpir esa tarea para empezar a triturar y preparar sus preciosas hierbas. Sin embargo, desconfiaba de su concentración. Una cosa detrás de la otra.

Envuelto en vapor, Tonneman removió el contenido del caldero, absorto en sus pensamientos. De pronto recordó nítidamente el día que ahorcaron a Hickey; el sol resplandeciente, la multitud, el bullicio. Como si se hallara de nuevo en la escena, vio a Mariana exclamar: «¿Por qué a Gretel? ¿Por qué mataste a Gretel?» Hickey había torcido el gesto y preguntado: «¿Cuál de ellas era Gretel?»

Tonneman se estremeció. Hickey nunca conoció a Gretel, de eso estaba seguro. Y de algo más; Hickey no había matado a Gretel. Tal revelación lo dejó perplejo. Si no fue Hickey, ¿quién?

Hizo memoria. Estaba volviéndose viejo, o loco. Cómo envidiaba al doctor Hosack. Estaba seguro de que su existencia era casi perfecta; vivir en una extensión de ocho hectáreas, a ocho o nueve kilómetros al norte, donde Hosack había plantado sus jardines en el año 1801. Era famoso por su renombrada colección de plantas medicinales, así como por su flora americana y extranjera. Y Tonneman estaba convencido de que también era feliz. Por supuesto que lo era; no tenía mujer.

Suspiró. Lo primero era lo primero. Disolvió el bicarbonato en el agua enfriada. Más tarde desempaquetaría las hierbas.

Observado por Micah, vertió el agua con cal en el agua con bicarbonato.

– Mañana retira todo el agua que encuentres en la superficie -ordenó Tonneman a la joven- Procura no desperdiciar el sedimento.

– Sí, doctor Tonneman.

– Recuerda que lo que obtendrás será lejía, que puede producir graves quemaduras. Ten cuidado y ponte guantes.

– Sí, señor Tonneman.

– ¡Hola! ¿Dónde está la gente? -Daniel Goldsmith dobló la esquina de la casa, cojeando.

– ¿El reúma ha vuelto a hacer de las suyas? -preguntó Tonneman, agradeciendo la distracción. Secándose las manos en un trapo, añadió-: Vamos.

Los dos hombres entraron en la casa por la cocina.

– ¿Un oporto, Daniel?

– No me importaría.

Goldsmith dejó el abrigo en una silla y no se quitó el sombrero porque la calva se le enfriaba en los meses de invierno. Una gran broma de Jehovah, pensaba el ex alguacil. Daniel Goldsmith, el irreverente judío, permaneció con el sombrero puesto dentro de la casa, como su padre y el padre de su padre.

Una vez se hubieron acomodado en la biblioteca de Tonneman, calentando sus viejos huesos en la chimenea, mordisqueando queso y pan y bebiendo oporto, Goldsmith suspiró satisfecho. Luego estudió a su viejo amigo con perspicacia.

– Pareces preocupado.

Tonneman asintió.

– Mi mundo se derrumba alrededor. Thaddeus Brown ha muerto, los fondos de la Collect Company han desaparecido, y Jake Hays sospecha que Peter está involucrado.

– Peter es tu hijo, John. Me niego a creer que cometiera algo más que una travesura de borracho. ¿Para eso querías verme?

– No, hoy he visitado a la señora Willard.

– ¿Y?

Daniel conocía el rumor de que décadas antes Tonneman y Abigail Willard habían sido novios. Los clientes de Molly comentaban que volvían a serlo, pero Daniel no lo creía.

– El cráneo que descubrimos.

– Sí, he oído hablar de él.

– ¿De quién supones que es?

Goldsmith abrió mucho los ojos.

– ¿Me lo preguntas a mí? ¿Cómo quieres que lo sepa?

– Trata de adivinarlo.

– Por el amor de Dios, John. -Tras emitir una especie de silbido, añadió-: De Benedict Arnold. [9]

– No te burles.

– Esto es absurdo. ¿De quién?

– De Emma Greenaway.

Goldsmith lo miró con fijeza.

– ¿Lo sabes o lo crees?

Tonneman clavó la vista en el vaso antes de responder.

– Lo sé.

– Lo poco que recuerdo de esa joven es que huyó… -Daniel frunció el entrecejo.

– No lo creo. Encontré un camafeo en la tierra donde hallamos el cráneo. Abigail… la señora Willard lo reconoció como perteneciente a su sobrina.

– ¿No fue Richard Willard quien informó de que Emma se había fugado a Filadelfia? ¿Qué hacía su cráneo en Nueva York?

– La decapitaron.

– Oh… -Daniel empezaba a comprender.

– Con la misma clase de espada que mató a Gretel; la dentada que robaron a Sam Fraunces.

– Santo cielo, otra vez no.

Goldsmith palideció. Durante la sucesión de asesinatos ocurridos entre los años 75 y 76, habían encontrado la espada dentada de Sam Fraunces cerca de la casa de Tonneman, pero no habían descubierto de quién era la sangre que la cubría. Se suponía que el alguacil Hood la tenía a buen recaudo, pero volvió a desaparecer y la utilizaron para asesinar a Gretel. Hood, temeroso de su situación, había acusado a Goldsmith de extraviarla, lo que había costado a éste su puesto de alguacil. Finalmente habían encontrado la desaparecida espada en el almacén de brea con la cabeza de Gretel Huntzinger empalada en ella. El recuerdo le hizo estremecer. Dejó el oporto; ya no le apetecía.

– Anoche volví a soñar con Gretel.

– En la ópera me comentaste…

– Sí, hace unos días volvieron a empezar las pesadillas. Viene hacia mí y siempre repite lo mismo. -Comenzaron a temblarle las manos. Tomó el vaso de vino y lo apuró de un trago.

Sombrío, Tonneman volvió a llenarlo.

– Tranquilo, Daniel. ¿Qué te dice Gretel?

Goldsmith se llevó a los labios el vaso y deseó recordar la bendición que se pronunciaba antes de beber vino.

– A lo largo de estos treinta y dos años me ha repetido una y otra vez: «Véngame, véngame.»

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New-York Spectator

Febrero de 1808

30

Miércoles, 3 de febrero. A primera hora de la tarde

Con más sospechosos de los que precisaba, Jake Hays aceptó el desafío sin vacilar. Averiguar quién había cometido el crimen le exigía un montón de trabajo tedioso, pero era un hurón nato.

Su método en cada caso consistía en interrogar a todo el mundo. Partía de observaciones incongruentes, mentiras y fantasías salpicadas de unos pocos hechos ciertos. Una vez eliminadas las estupideces y especulaciones, quedaba la verdad. Ésa era ahora su tarea: eliminar las incongruencias, mentiras y fantasías.

Primero, Meg Doty aseguraba que John Tonneman era responsable de la muerte de Thaddeus Brown.

Segundo, Polly había afirmado que Brown tenía una amiga francesa gorda y con una cicatriz en forma de medialuna en la mejilla izquierda y que el otro amante de la mujer había asesinado a Brown.

Tercero, el joven Peter no sólo confirmaba la versión de Polly, sino que aportaba el número de una casa de Duane Street.

Así pues, los dos sospechosos eran John Tonneman y el amante desconocido de la prostituta francesa. Tal vez.

El carnicero Ned Winship requería especial atención, lo que no constituía una novedad; Ned era un corrupto, y los hombres como él formaban parte de la vida de Nueva York.

Cuarto, la confesión de Pockets sólo establecía una débil conexión entre Ned el Carnicero y Brown. Probablemente ambos estaban involucrados en lo que Jake sospechaba eran chanchullos relacionados con la Collect Company. Llevaba mucho tiempo vigilando a Ned, pero si Pockets tenía razón, no había estado lo bastante atento. Y se proponía rectificar.

Peter Tonneman también requería atención. Si había dejado inconsciente a Brown, ¿cómo había logrado trasladarlo en carro hasta el embalse y enterrarlo allí sin ser visto? ¿Le había ayudado alguien? Le gustaba ese muchacho, pero todavía debía probar su valía.

Jake iniciaría la investigación interrogando a la mujer francesa de Duane Street, sobre todo porque la calle se hallaba a cuatro manzanas de su casa.

En el número 39 de Duane Street se alzaba una casa baja y gris, deteriorada por el tiempo y con la pintura desconchada. En lugar de emplear el aldabón de bronce en forma de herradura, Jake aporreó la puerta con el bastón. Estaba convencido de que alguien lo observaba desde la ventana de la derecha, aun cuando no había visto mover la cortina. Había una sombra, y Jake se vanagloriaba de tener vista de lince. Golpeó la ventana, y esta vez la cortina sí se movió. Casi inmediatamente se abrió la puerta.

– ¿Sí?

El rostro de la mujer era uno de los más hermosos que Jake había visto, únicamente desfigurado por la profunda y curva cicatriz en la mejilla izquierda. Tenía el cabello tan negro que parecía untado en tinta. Y era tan grande como Peter Tonneman la había descrito, en todas direcciones. El vestido azul claro que lucía era muy escotado, pero su forma de llevarlo y conducirse indicaban que era una dama. Muchas prostitutas exhibían ese mismo comportamiento, y el de ésta casi lo engañó.

– ¿En qué puedo ayudarle?

La dulce voz armonizaba con su rostro, y su acento era marcadamente francés.

– Soy Jacob Hays, alguacil mayor de la ciudad de Nueva York.

– ¿Sí? -Se ciñó la estola de seda roja ribeteada de flecos alrededor de los hombros, sin molestarse en ocultar sus voluminosos pechos.

– ¿Y usted es?

– Soy Simone Aubergine, residente mayor de la ciudad de Nueva York. -Sonrió.

Jake le devolvió la sonrisa. Estaba encantado.

– ¿Es usted la Simone Aubergine amiga del difunto Joseph Thaddeus Brown?

– La misma. -Mostraba indiferencia. ¿O tal vez era hastío?

– ¿Qué clase de amistad les unía?

– Era cuáquero.

– ¿Y usted?

– Yo no.

– ¿Eran amantes?

– No amo a nadie, ni siquiera a mí misma.

Jake se maravilló de aquella mujer que daba respuestas tan ingeniosas. De haber sido hombre, habría amasado una fortuna como comerciante. Era la mejor interlocutora con quien se había enfrentado jamás.

– Me gustaría formularle unas preguntas.

– Creía que eso estaba haciendo.

– Ha dado en el clavo -replicó él.

Hizo una reverencia, reconociendo estar, si no derrotado, al menos en tablas. Ella retrocedió.

– Pase, por favor.

Una alfombra india de intensos tonos rojos y azules cubría el suelo del vestíbulo, y a ambos lados del estrecho pasillo había un espejo con cupidos y ninfas desnudas, tallados en pan de oro, de modo que al mirarte en uno te veías reflejado en el otro.

La mujer pasó junto a él, rozándolo con sus abundantes carnes. Jake la observó en uno de los espejos. Sonreía. Lo condujo a un salón atestado de muebles franceses de patas esbeltas. Las lámparas brillaban, y el resplandor se reflejaba en los demás espejos. Más alfombras indias cubrían el suelo. La repisa de la chimenea era de mármol con vetas oscuras, y un gran fuego, junto con las pesadas cortinas azules, conferían un ambiente acogedor a la estancia.

– ¿Puedo ofrecerle… algo? -La mujer arqueó las cejas, provocativa.

Él enarcó las suyas en respuesta.

– ¿Café, chocolate, té, ron? ¿Algunabiscotti? Tengo un bollo. Podríamos calentarlo y contemplar cómo se derrite la mantequilla. -Se pasó la lengua por los labios.

– No, gracias.

– Siéntese, por favor.

Señaló un sofá cubierto de satén rosa y ribeteado de flecos, con numerosos cojines, cada uno bordado con perlas diminutas y más flecos. En el suelo, al pie del sofá, había una alfombra de encaje de aguja con flores rojas y amarillas sobre un fondo verde.

Jake se sentó en elbergere de enfrente. Con la sonrisa todavía en los labios, la mujer se acomodó en el sofá.

– ¿En qué puedo ayudarlo?

– Tengo entendido que mantiene amistad con otro caballero.

– Tengo amistad con muchos caballeros.

– Tal vez me refiero al que le hizo esa cicatriz.

La mujer se llevó la mano a la mejilla izquierda, sin molestarse en disimular su horror.

– Ha desaparecido de mi vida, gracias a Dios.

– ¿Cómo se llamaba?

Simone se acarició su cabello rizado.

– Preferiría no contestar.

Jake se encogió de hombros.

– ¿Por qué ha desaparecido de su vida?

Se produjo un largo silencio.

– Porque me asustaba -respondió ella finalmente.

– ¿Y ahora no?

– Todavía lo hace.

La mujer fijó la mirada en el fuego, como si hubiera olvidado que había alguien más allí. Jake carraspeó. Simone Aubergine se volvió de nuevo hacia él.

– ¿Es celoso?

– Es una de las cualidades que lo definen.

– ¿Cree posible que matara a un hombre por usted?

– Le creería capaz de matar a un hombre por cualquier motivo. O por ninguno.

– ¿Cree que fue él quien asesinó a Thaddeus Brown?

– Prefiero no pensar en él. Si lo hiciera, no dormiría por las noches. En cualquier caso, no consigo dormir sin láudano.

Jake chasqueó la lengua y repitió la pregunta:

– ¿Cree que fue él quien mató a Thaddeus Brown?

La mujer dejó que la estola le resbalara por los hombros para revelar la suave y rosada piel por encima del pronunciado escote y una gargantilla de oro de la que pendía un pequeño rubí.

– Sí.

Lejos de ofenderse por el truco de la madura prostituta, Jake lo encontró divertido.

– Le ruego que me diga cómo se llama ese hombre.

– No puedo.

– Si no lo hace, tendré que encerrarla.

– Si lo hago, me matará.

– La cárcel no es muy agradable.

– C'est la vie. -Simone agitó las manos y se encogió de hombros. Sus carnes temblaron suavemente.

Jake suspiró. No debería haber dicho lo que no se proponía hacer.

– No era una amenaza, sino una posibilidad.

La mujer volvió a rodearse los hombros con la estola de flecos.

– ¿Nos vamos?

Jake se levantó.

– En otra ocasión. ¿Hay algo más que quiera decirme?

– No. -La mujer se dejó caer en el sofá de satén, cogió un pequeño libro encuadernado en cuero, lo abrió y comenzó a leer.

– Entonces buenos días.

– Buenos días, señor. No es preciso que lo acompañe, ¿verdad?

Había transcurrido menos de un cuarto de hora cuando Noah dijo:

– Señor…

– Ya lo veo.

Se hallaban en el carruaje de Jake, en la esquina del número 39 de Duane Street. Simone Aubergine, con una capa morada y la cabeza cubierta con una elegante capucha, pasó de largo en un pequeño vehículo verde tirado por un vigoroso burro. Era evidente que guardaba al animal y el carro detrás de la casa. Observaron cómo la prostituta cruzaba rápidamente la desierta Tea Water Pump y avanzaba hasta donde Duane se convertía en Thomas Street.

Jake hizo una señal a Noah con la cabeza, y la siguieron.

El carro verde rebasó los límites de la ciudad por Bowery Road, un camino sin pavimentar que seguía siendo la principal vía que conducía a las afueras. Al girar hacia el oeste, Jake se percató de que se hallaban cerca del cementerio cuáquero. Ordenó a Noah detener el carruaje a un lado del camino, junto a un bosquecillo, detrás del carro de Simone. Desde allí tenían una buena perspectiva del cementerio.

Cerca de un grupo de pinos se hallaba un viejo amigo.

– ¿Ves lo mismo que yo?

Noah rió.

– Sí, señor. Esperaba que usted también lo viera.

Jake se apeó.

– Pronto anochecerá. Será mejor que enciendas las lámparas del coche.

Noah asintió.

– Lo habría hecho sin que me lo ordenara -murmuró.

Jake no lo oyó porque ya se encaminaba hacia el pinar.

– Viejo pícaro -dijo al hombre que permanecía de pie, observando la marcha fúnebre-. Tiene que haber un motivo para que un anciano como tú decida presenciar cómo entierran a J. Thaddeus Brown.

– Simple curiosidad, señor.

– Sí, claro.

– Se hace tarde. -Daniel Goldsmith hizo ademán de marcharse-. No quisiera que mi esposa se inquietara.

Jake sonrió.

– Oh, sí. Es de las que se inquietan. -Jake sabía que Molly no era de ésas-. Salúdala de mi parte.

– Así lo haré. Buenas noches.

– Buenas noches, Daniel.

Jake observó que Goldsmith lanzaba una última mirada al féretro antes de alejarse.

Algo rondaba por la mente de ese anciano. Bueno, ya se enteraría de qué se traía entre manos.

MANUMISIÓN DE LA ESCLAVITUD

MAÑANA, A LAS 6 DE LA TARDE, EN LA SALA DE LA NEW YORK SOCIETY, EN CLIFF STREET, TENDRA LUGAR UNA REUNIÓN PARA PROMOVER LA MANUMISIÓN DE ESCLAVOS Y PROTEGER A QUIENES HAN SIDO O PUEDEN SER LIBERADOS.

THOS. COLLINS. VICESECR.

ATENCIÓN, TAMBIÉN SE CELEBRARÁ LA ELECCIÓN ANUAL DE REPRESENTANTES.

New-York Evening Post

Febrero de 1808

31

Miércoles, 3 de febrero. A primer hora de la tarde

George Willard amartilló la pistola y apuntó al escuálido negro que, entre combate y combate, limpiaba el ruedo de la plaza de toros de Bunker Hill.

– Vamos, gallina -se mofó Charlie Wright-, Haz tu hazaña.

George se mordió el labio inferior. Hacía suficiente calor para que la nieve se derritiera, pero no tanto como para sudar como lo hacía. Olía su propio sudor. ¿Lo percibía también Charlie? En realidad eso no le importaba. Él sí apestaba como un establo; un establo que George no podía derribar. Basta, se dijo. La cuestión era: ¿podía realizar ese disparo sin fallar?

– Hazlo o páganos los dos dólares -exclamó Charlie con su voz áspera y grave.

Podía hacerlo. Un tiro a los pies del negro, lo bastante cerca para hacerlo bailar. Pero no debía darle. ¿Y si lo hacía? No era más que un negro, pero acertarle significaba perder la apuesta, y no tenía esos dos dólares.

Ése era el primer día que Ned y Charlie le permitían volver a la plaza. Había sido una suerte encontrar esos ciento cincuenta dólares en el escritorio de su tío. George había pagado los cien que debía y había gastado en alcohol y apuestas los otros cincuenta. Si apostaba y no podía pagar, Charlie se enfadaría mucho. Y nadie en su sano juicio quería ver a Charlie Wright enfadado.

George rió de puro miedo antes de disparar la pistola. ¡Zas! La bala se incrustó en el blando suelo, levantando la tierra barrosa. Y el negro bailó y aulló como un perro enloquecido.

George sopló el humo que salía del cañón. No volvería a hacer un disparo como ése; no en cien años. Pocos eran capaces. Pero él, George Willard, lo había logrado. Riendo, se volvió hacia Charlie con la mano extendida.

– Págame.

Charlie sonrió.

– No pienso. Digamos que ya lo he hecho.

George se encogió de hombros. Nadie discutía con Charlie.

– Ya he tenido bastante. Vamos.

– ¿Adónde? -preguntó George.

– Vamos. -Charlie no acostumbraba dar explicaciones. Se encaminó hacia la puerta y montó su enorme rucio-. ¿Vienes?

George desató con torpeza su yegua de la cerca. Era la primera vez que Charlie lo incluía en un plan.

Cabalgaron sin descanso por Broadway y cruzaron Chambers Street. Al cabo de casi media hora, después de haber recorrido Broadway y dirigirse hacia el este por caminos embarrados a causa de la nieve derretida, Charlie tiró de las riendas. Se hallaban junto a un pequeño cementerio situado en un claro. Una docena de carruajes y caballos ocupaban el camino, y al otro lado, en el interior del recinto, había un corro de gente. Enfrente se encontraba la entrada de los Jardines Elgin del doctor David Hosack.

Charlie se irguió en su montura y observó al grupo del cementerio. Se celebraba un entierro cuáquero, y la mayoría de los reunidos vestían de oscuro; las mujeres con capas grises; y algunos hombres con pantalones bombachos o calzones de color oscuro y medias. Semejaba un mar de sombreros de ala ancha. A George le recordaron un rebaño de ovejas.

– ¿De qué demonios va todo esto? -se quejó, limpiándose la boca y mirando alrededor en busca de un pozo o un arroyo para calmar la sed.

– Quería venir para presentar mis respetos al Amigo Brown. -Charlie sacó una cantimplora de las alforjas, bebió y volvió a guardarla sin ofrecerle a George-. Bien, aún no han terminado. Mira a todos esos Alas Anchas hablando junto a la tumba, como si fueran predicadores. -Sin embargo, parecía complacido, porque en su rostro se dibujó una sonrisa de satisfacción.

De pronto, entre los grises y marrones de los cuáqueros, apareció una mancha de color. Una mujer de considerables proporciones envuelta en una capa morada se unió a los congregados para presentar sus respetos al difunto. Una capucha le cubría el rostro.

La sonrisa de Charlie se tornó amenazadora.

– Lo sabía. Esa bruja mintió al decir que amaba a Ned, no a ese monigote. ¿Por qué, si no, había de acudir a su funeral?

Cuando Charlie montaba en cólera, George deseaba estar sentado en el Tontine. Se sentía intrigado. Nunca lo había visto tan furioso.

– ¿Quién es?

– Simone Aubergine, una mujer que juró fidelidad aNed. -Su voz se convirtió en un bramido-: ¡Y mira encima de quién pone sus infieles manos ahora!

George miró hacia donde señalaba el dedo de Charlie. Simone Aubergine había cogido del brazo a Peter Tonneman.

ADIVINANZA

¿EN QUÉ SE PARECE EL EMBARGO A UN VIEJO MOSQUETE?

EN QUE LOS VIEJOS MOSQUETES SE LAS INGENIAN PARA ERRAR EL TIRO, Y AUNQUE APUNTEN BIEN A UN PATO O UN CHORLITO, SE DESVÍAN DEL BLANCO Y LES SALE EL TIRO POR LA CULATA. M. FINGAL.

New-York Herald

Febrero de 1808

32

3 y 4 de febrero. Del miércoles noche al jueves por la mañana

Eran las doce en punto de la noche. No había luna, y South Street se hallaba silenciosa y desierta, como una ciudad fantasma, debido a la hora, el frío y el embargo del señor Jefferson.

Jamie había acudido al puerto para recoger un cargamento. El barco, un carcamán en que ondeaba la bandera española, bautizado acertadamente Exile en consideración a su pasajero especial, no atracó, sino que permaneció a poca distancia de la costa.

Antes del embargo, embarcaciones procedentes de todo el mundo habían ocupado los numerosos y espaciosos muelles de Manhattan, y sus mercancías habían llenado hasta rebosar los nuevos y enormes almacenes.

Los comerciantes y consignatarios tenían sus oficinas en la planta baja de dichos almacenes. Ese conjunto de edificaciones y muelles partía del Battery y se extendía a lo largo de los ríos Hudson y East, a ambos lados de la ciudad. Los barcos desembarcaban sus mercancías, cargaban otras y zarpaban y el puerto de Nueva York estaba continuamente rodeado de los mástiles de cientos de barcos.

Recientemente se había puesto en marcha una nueva clase de negocio. A Estados Unidos seguían llegando mercancías procedentes de Europa y Oriente, aunque eran más escasas. Y el transporte resultaba más caro porque las naves debían cruzar Canadá y descargar los productos furtivamente.

Si las mercancías debían guardarse en los almacenes, se trasladaban de noche, cuando no había testigos. Por lo general se depositaban en cuevas y cobertizos situados en los bosques, o las acarreaban a otras partes tierra adentro.

Así pues, el embargo no había frustrado a los hombres de negocios emprendedores. Todo lo contrario, los hombres como Jamison se dedicaban al contrabando desde diciembre de 1807, cuando Tom Jefferson había declarado su maldito bloqueo.

Aquella noche, como otras tantas, a la luz de unas débiles lámparas, llevaron a tierra firme el cargamento en una lancha. Se componía de vino, aceite, frutos secos y lozas. Jamie haría un buen negocio.

El cargamento incluía a un hombre. El pasajero que trasladaron a la costa en el último viaje de la lancha podía abrir infinitos cofres de riquezas. Juntos, él y Jamie podrían convertirse en los dueños de Estados Unidos.

Un pasajero rondaba los cincuenta y medía metro sesenta y siete. Un sombrero flexible ocultaba su espléndido rostro romano, de barbilla prominente, nariz aguileña y frente alta. Los ojos castaños también quedaban ocultos en la oscuridad de aquella noche sin luna. Si por lo general era un hombre elegante y seguro de sí mismo a quien las mujeres encontraban extremadamente atractivo, aquella noche lucía un traje marrón de basta tela tejida en casa y una bufanda para ocultar la parte inferior de su rostro.

A la luz de una de las antorchas que sostenía un trabajador, Jamie habló brevemente con el encargado de los almacenes. La mayoría de cargamentos se trasladarían al almacén número cinco, frente a Catherine Slip. Antes de que finalizara la semana esas mercancías se habrían convertido en oro.

El pasajero gruñó al poner un pie en Nueva York. Aun a la tenue luz, sus ojos sagaces no pasaron por alto el elegante atuendo de Jamie bajo la capa de terciopelo oscura; el frac de terciopelo granate sin cruzar, el cuello alzado, el chaleco de seda de color ante y la chistera negra.

La elegancia de Jamie contrarió al normalmente elegante recién llegado, vestido con un vulgar traje de paño. No se oponía a los disfraces; al contrario, los consideraba muy útiles. Sin embargo le disgustaban los que le hacían parecer vulgar.

En cualquier caso, había asuntos que atender y un trato que firmar.

– ¿Has alquilado un carruaje? -preguntó.

– En Front Street.

Jamie lanzó una tintineante bolsa al capitán Paul, dueño del Exile, que lo aguardaba. Observó y esperó a que la lancha, que apenas se veía, regresara al barco silenciosamente.

Sin apresurarse, Jamie y su visitante se alejaron de los muelles. Las calles estaban desiertas. Un carruaje los aguardaba junto a la taberna de Edgar, que estaba cerrada y oscura. El cochero roncaba en el pescante.

El hombre del traje de paño soltó una estridente y sonora carcajada antes de subir al carruaje mientras Jamie despertaba al cochero y se acomodaba frente a él.

– Me alegro de volver a verte, Jamie -comentó el pasajero del Exile, desanudándose la bufanda. Jamie sonrió.

– Lo mismo digo, Aarón.

SE NECESITA JOVEN OBSERVADOR Y CON BUENA CALIGRAFÍA

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New-York Evening Post

Febrero de 1808

33

Jueves, 4 de febrero. Por la mañana

El tiempo se había vuelto más benigno, como a menudo sucedía antes de otra oleada de frío. Micah se alegró de estar sola. No le importaba salir a trabajar al jardín en un día de invierno. Aunque el aire seguía siendo frío, le encantaba estar sola.

El caldero colgaba de una pesada barra de metal sobre un fuego apagado. Micah se arremangó el viejo gabán del doctor Tonneman, en cuyo interior cabían tres como ella, y tiró hacia sí del caldero. Se detuvo en seco al recordar: «Cuidado, es lejía. No querrás quemarte.» Asintiendo, se enfundó unos voluminosos guantes de lona de cirujano en sus pequeñas manos.

Con cuidado para no desperdiciar el sedimento, vertió el líquido claro que cubría el jabón en una gran jarra de boca ancha. El líquido contenía los sedimentos de la cal y el bicarbonato. Mezclado con ocho litros de agua se convertiría en el detergente en que sumergiría y herviría la colada, después de haberlo dejado reposar un par de días.

A pesar de su cuidado, se le derramó un poco de líquido, y se quebró la capa de nieve endurecida, se filtró en la helada tierra como la orina de un perro o un niño. Sonrió.

De pronto una voz más grave se hizo eco de aquellas palabras de advertencia:

– Cuidado, es lejía. No querrás quemarte.

La criada reprimió una carcajada. El anciano había salido de la casa y permanecía detrás de ella.

– Despacio, niña.

– Sí, doctor Tonneman.

La joven sabía lo que hacía. ¿Acaso no le ayudaba a elaborar jabón desde que había empezado a trabajar para ellos hacía tres años? Lo preparaba tan a menudo que podría hacerlo con los ojos vendados. Últimamente el médico, que parecía no tener nada en qué ocuparse, no dejaba de repetir las cosas.

– Estoy esperando una cataplasma de olmo rojo para el culo de Arnos Fink.

– Doctor Tonneman. -La joven meneó la cabeza. Ese anciano cada día estaba peor.

Tonneman observó cómo Micah encendía el fuego con un pedernal. La madera seca ardió casi de inmediato, y la joven atizó la llama, disfrutando del calor. Luego movió la barra para que la olla quedara encima de las llamas. Sólo entonces Tonneman regresó a su consulta.

La joven puso a hervir la grasa y la colofonia en la lejía hasta que la primera desapareció. Vertió el agua de rosas en la mezcla y estaba removiéndola cuando llegó la señora.

– Yo lo haré, Micah. Entra y ocúpate de las demás tareas. La cena siempre se retrasa. -Mientras hablaba, Mariana echó la mezcla en la caja del jabón. Al día siguiente, una vez endurecido, lo cortarían en pastillas.

Micah entró. Había colgado de las patas un pollo decapitado para que se secara y puesto dos ollas de agua a hervir. Observó el agua; estaba lo bastante caliente. Examinó el pollo; había sangrado bien. Cogiéndolo por las patas, lo sumergió tres veces en una olla con agua hirviendo.

Arrancó con destreza las plumas escaldadas y las puso a secar sobre un trozo de lona para utilizarlas más tarde. Destripó el pollo, lo lavó, lo cubrió de sal y lo colocó sobre la tabla de madera. Entonces subió a hacer las camas y vaciar los bacines. Mientras lo hacía, pensó alegremente en su breve descanso al sol y el frío aire. Si la dejaran en paz, todo iría sobre ruedas. Micah, que era huérfana y judía de nacimiento, aunque no sabía una palabra de su religión, había vivido en la calle hasta aquel día, hacía ya tres años, en que el viejo médico la había encontrado medio helada en su cobertizo. La habían instalado en una habitación de la buhardilla. Ocuparse de dos ancianos y sus tres hijos, quienes, salvo Leah, eran mayores que ella, era un buen empleo para Micah. Por desgracia los tres vástagos estaban terriblemente consentidos.

En la consulta, Tonneman había lavado con jabón rosa el glúteo izquierdo del enorme trasero de Arnos Fink.

– La cataplasma te lo ablandará, pero tendré que abrirlo.

– No me dolerá, ¿verdad? -gimoteó Amos.

– Por supuesto que sí, bobo.

Tonneman clavó una aguja caliente en el desagradable furúnculo morado. ¡Plof! El furúnculo se vació limpiamente. Tonneman untó la herida con ungüento de raíces de romero y diente de león antes de cubrirla con gasas y esparadrapo.

– Te daré un poco de este ungüento. Quiero que te lo apliques y bebas infusion de raíz de ruibarbo cada día, hasta el sábado, antes de acostarte. La raíz de ruibarbo te limpiará los intestinos y hará que te sientas mejor.

Más tarde, fumando en pipa en la biblioteca, Tonneman anotó el furúnculo de Fink, mientras su pobre cabeza seguía dando vueltas a lo que había bautizado como «el enigma de Emma». ¿Cómo había muerto Emma Greenaway? ¿Quién la había matado? No era un enigma tan difícil; más o menos como el de Zenón sobre Aquiles y la tortuga. Cuando Aquiles llega al punto de partida de la tortuga, ésta ya ha avanzado un poco, y así sucesivamente hasta el infinito. Así se sentía Tonneman, como si tratara de alcanzar a la anciana tortuga y quedara estancado en la paradoja de Zenón; cuando más cerca se hallaba, más camino tenía por delante.

Tonneman oyó crujir el suelo de tablas del piso de arriba bajo el ligero peso de Mariana o Micah. Ésta se encontraba fuera, preparando el jabón, recordó. O al menos debería estarlo. Contrariado, se apresuró a salir. El fuego estaba apagado, y el jabón guardado en las cajas. No había nadie a la vista. Entró en la casa por la puerta de la cocina. Mariana echó hortalizas en una olla colgada sobre la lumbre y las removió. El hombre percibió el olor a grasa de pollo.

Entró y, colocándose detrás de su esposa, le puso las manos en los brazos y a continuación en las caderas, recordando aquel día en que eran jóvenes, al principio de la guerra. Había acompañado a Mariana Mendoza a su casa de Maiden Lane y la había rodeado con los brazos, sujetando las riendas con ambas manos. Ahora, como entonces, ella se apoyó contra él y se volvió. Entonces, como ahora, él la besó.

Sus respiraciones se acompasaron mientras aspiraban el tibio y agradable olor de la verdura cocida.

Los pasos de Micah en las escaleras rompieron el hechizo. Se separaron, y Mariana se acercó a la lumbre mientras su esposo se dirigía a la otra pared para inspeccionar las hierbas puestas a secar en el estante.

La joven pasó entre ambos con un bacín y se encaminó hacia el agujero que habían perforado en un tilo del bosque situado detrás del cobertizo. Los miró de reojo. Debían de haber discutido de nuevo… o… No, eran demasiado viejos para eso.

Mariana removía la verdura en silencio. Sobre la mesa de roble descansaba un pollo limpio y salado. Tonneman cogió un cuchillo del estante que había encima de su cabeza y procedió a cortarlo. Nunca lo había considerado una tarea femenina y disfrutaba exhibiendo su pericia de cirujano aun con un pollo. En cuanto hubo terminado, Mariana cogió los pedazos y los echó a la olla junto con más agua hirviendo. Ella y Tonneman trabajaban bien juntos, como lo habían hecho al principio de su matrimonio.

Mariana lloraba en silencio.

– Oh, querida. -Tonneman la estrechó entre sus brazos y advirtió cómo la sacudían los sollozos-. ¿Qué te ocurre?

Ella se desprendió de su abrazo, enojada una vez más.

– ¿Cómo puedes preguntármelo? Tú y Daniel os sentáis para hablar del muerto, el cráneo y el pasado, abandonando a los vivos. ¿Qué hay de tu hijo? Debes hacer algo.

Tenía razón. Sin embargo, cada vez que pensaba en Peter y sus apuros, se sentía confuso.

– Buenos días.

En ese preciso instante su hijo apareció ante ellos recién afeitado y bien vestido.

Mariana lo observó, atónita.

John Tonneman se aclaró la voz.

– Quiero hablar contigo, Peter.

Mariana sirvió a su hijo una taza de té negro.

– Tengo bastante prisa -replicó Peter, bebiendo el té a sorbos y cortando un trozo del pan puesto a enfriar en el alféizar de la ventana.

Se mostraba tan alegre que sus padres se miraron perplejos. Lo siguieron hasta la puerta principal, donde cogió el sombrero y la capa y se los puso.

– ¿Adónde vas con tantas prisas? -preguntó el anciano Tonneman.

– Tengo un nuevo empleo -respondió con una nota de emoción en la voz y el rostro resplandeciente de orgullo.

– ¿Jamie…?

– No ha sido el tío Jamie, sino el viejo Hays.

Tonneman meneó la cabeza sin dar crédito a sus oídos.

– ¿Qué clase de empleo podrías desempeñar para Jacob Hays?

Peter echó a reír.

– Voy a ser alguacil.

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Febrero de 1808

34

Martes, 4 de febrero. A primera hora de la tarde

El gran Ned Winship vivía entre los morales de Mulberry Street. Primero, porque allí se hallaba su taberna; segundo, porque le gustaba aquella calle arbolada, y tercero, porque se encontraba cerca de Bunker Hill. Citado a menudo como uno de los peores vecindarios de la ciudad, Bunker Hill era un lugar muy popular entre las vendedoras de mazorcas de maíz calientes; lo cierto era que vendían más que mazorcas. Y el carnicero Ned Winship era su socio.

El gran Ned nunca descansaba, y tampoco Bunker Hill. Si un hombre tenía sed en Nueva York, no importaba la hora del día o la noche, sabía dónde calmarla: en la taberna de Ned el Carnicero, en Mulberry, local donde además podían romperte la cabeza o rajarte el cuello.

Los habitantes de esa parte de la ciudad eran muy variopintos: prostitutas, mendigos y ladrones de todas clases. Había mugrientos cuchitriles de putas, tabernas con el suelo cubierto de serrín y peligrosos fumaderos de opio. Ned no quería participar en negocios relacionados con el opio. Lo había probado en una ocasión, y lo había trastornado de tal modo que mató a su mejor amigo. Después de aquello no volvió a tener nada con él. Le bastaba con la plaza de toros, el prostíbulo y la taberna, que aun en aquellos malos tiempos le proporcionaban ganancias. A pesar de vivir hacinados en casas de vecindad y sin apenas tener qué comer, los trabajadores deseaban apostar, beber y echar un polvo.

Ned era además un hombre muy influyente. Para encontrar un empleo, nada mejor que hablar con él. Más de la mitad de los obreros que construían el nuevo ayuntamiento, drenaban el embalse y cavaban en el canal debían sus empleos al gran Ned.

A decir verdad, era un hombre con una gran variedad de intereses. Si alguien te pisaba en Nueva York y querías castigarlo por sus malos modales, podías pagar para ello; Ned el Carnicero era el hombre a quien acudir. Un puñetazo en la cara costaba cincuenta centavos; con dos cincuenta, le rompían la nariz y la mandíbula. Por cinco dólares le fracturaban un brazo o una pierna. Una puñalada en cualquier parte del cuerpo o un tiro en la pierna resultaba más caro, unos seis dólares y veinticinco centavos. Por supuesto, cuanto más violentos y dolorosos eran los ataques, más elevados eran los precios. La tarifa del asesinato ascendía en aquellos momentos a veinticinco dólares.

Y alguien acababa de pagarlos.

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New-York Evening Post

Febrero de 1808

35

Martes, 4 de febrero. Por la noche

La guardia nocturna se encargaba de mantener el orden al caer la noche en Nueva York, alerta ante posibles incendios, robos y violencia de cualquier clase. Sin embargo, más de un ciudadano podía dar fe de que sus miembros se limitaban a acurrucarse en sus casetas de vigilancia, resguardándose de la intemperie o las bandas de rufianes que vagaban por las calles.

En los dominios de Ned el Carnicero eran sus matones, liderados por Charlie Wright (que nunca hacía nada malo), quienes mantenían el orden. O lo rompían, según se les antojaba.

A ambos lados de las calles de Nueva York había farolas de aceite de ballena, la mayoría empañadas de humo y hollín, o peor aún, apagadas. Aun cuando los guardias nocturnos eran lo bastante osados o emprendedores para cumplir con su deber y encenderlas, eranNed y Charlie quienes decidían cuáles debían permanecer encendidas y cuáles no.

Duffy sostuvo la escalera mientras Keller pasaba a Staub el aceite, y éste rellenó el depósito e intentó encender la farola con el aceite todavía en la mano.

Keller puso los ojos en blanco.

– Primero dame el aceite, Staub.

Su compañero se lo entregó y prendió la mecha a la primera.

– ¿Has visto qué fácil? -exclamó Keller.

– Muy gracioso -respondió Staub, bajando por la escalera.

Duffy rió. No era un mal empleo; disfrutaba de días libres para realizar otros trabajillos, y la mayoría de los guardias eran tan buenos camaradas como los marineros, sobre todo Keller y Staub. Duffy nunca había conocido a un oficial como Keller, que trataba a sus subordinados como iguales.

– ¡Las diez en punto y sereno! -anunció Staub.

Se hallaban en Chapel Street y se dirigían a Murray, donde pretendían calentarse un poco en la caseta de vigilancia antes de continuar la ronda.

La niebla se desplazaba alrededor de ellos como si fuera humo; los adoquines estaban resbaladizos por el lodo del último deshielo. Cuando Duffy volvió la vista hacia la manzana donde acababan de encender una farola, no vio más que una brumosa luz. De pronto les llegó un olor rancio.

– Sus señorías.

Una anciana apareció en medio de la niebla como un fantasma. Duffy se estremeció y se santiguó dos veces.

– Mi calle está completamente a oscuras cuando la farola está apagada -se quejó la mujer. Tosió y escupió- Mi marido tropezó con la boca de incendios de la Manhattan Company hace menos de una hora y a punto estuvo de romperse la pierna.

– ¿Dónde vive? -preguntó Keller.

La mujer señaló hacia el este.

– En Church Street.

– Duffy, ve a la caseta a ver cómo le va a McIntosh. Staub vendrá conmigo. -Keller levantó el sombrero hacia la anciana-. Usted primero, señora.

– Pega una buena patada a McIntosh -exclamó Staub a Duffy-. Eso lo despertará enseguida.

– Como si nunca durmieras estando de guardia -replicó Keller.

Duffy aún oía sus risas cuando echó a andar hacia Murray Street. Cuando miró hacia atrás, los dos guardias nocturnos habían desaparecido como si se hubieran arrojado por la cubierta de un barco.

Dejó de silbar al oír un estruendo y un grito, seguidos de una gran carcajada.

– Virgen santísima, ¿qué ocurre ahora?

Le llegó otra carcajada, y encaminó sus pasos hacia el lugar de donde procedía. Al llegar a Murray Street, observó que la caseta de vigilancia había desaparecido. Se frotó los ojos y miró alrededor, perplejo. Creyó ver en Church Street el contorno de la caseta, que se movía en dirección a Broadway. Las carcajadas se hicieron más sonoras y el ruido que armaba aquel insólito vehículo era ensordecedor. Tenía que ser McIntosh quien se encontraba en el interior, gritando con todas sus fuerzas.

Duffy advirtió que las carcajadas provenían de un grupo de hombres que habían atado la caseta con cuerdas y tiraban de ellas. Detrás de las ventanas cerradas de las casas a ambos lados de la calle empezaron a encenderse luces, pero no se oyó ningún sonido ni nadie se ofreció a ayudar. Echando a correr tras los granujas, Duffy vociferó:

– ¡Largo de aquí, por orden de la guardia!

Los rufianes -cinco o seis en total- se desternillaban de risa.

– ¿Tú también quieres dar una vuelta? -preguntó un hombre de aproximadamente la misma edad que Duffy, con aspecto de un oso hambriento. Debajo de la gorra asomaba una cabellera oscura y piojosa.

– ¡Socorro! -exclamó McIntosh desde la caseta.

– Cállate.

Uno de los bribones propinó una patada a la caseta, arrancando otro grito aterrorizado del pobre McIntosh. Las carcajadas se hicieron más fuertes.

– Demos a éste un garbeo -propuso un hombre con el rostro cubierto de furúnculos mientras se acercaba a Duffy.

Éste se volvió, listo para echar a correr, pero al instante se abalanzaron sobre él. Asestó puñetazos y patadas hasta que lo inmovilizaron contra el suelo. Sabiendo que iban a darle una paliza, se ovilló, cubriéndose la cabeza con las manos.

– ¿Qué ocurre aquí? -La voz atronadora hendió el aire.

Duffy levantó la cabeza y miró.

– ¿Quién quiere saberlo?

De la niebla emergió una conocida figura con sombrero.

– ¡El alguacil mayor, malditos rufianes! -tronó la voz grave.

– ¡Dispersaos, amigos! Es el viejo Hays.

En un abrir y cerrar de ojos Duffy se encontró fuera de peligro. De la banda sólo oía el eco de sus pasos. Se levantó con dificultad. Le llegaron los gemidos de McIntosh en la caseta, medio muerto de miedo, y el ácido olor de la orina. Miró alrededor. ¿Dónde estaba el alguacil mayor?

– ¿Señor Hays?

Un hombre salió del callejón. Aun en la oscuridad y en medio de la niebla, Duffy observó que no se trataba de Jake Hays; ese individuo era más alto que el alguacil mayor. Mientras se aproximaba, Duffy vio que se trataba de un muchacho. El impostor sacó una navaja del bolsillo del abrigo, la desplegó e, inclinándose sobre la caseta de vigilancia, cortó la cuerda. La puerta cayó estrepitosamente al suelo, con McIntosh detrás.

Duffy recorrió la corta distancia entre ambos.

– ¿Quién eres? Hablabas como él.

Peter Tonneman sonrió.

– No ha estado mal la actuación. -Al hablar con su propia voz, se hizo evidente que estaba borracho.

– Mejor que eso.

Entre los dos ayudaron a McIntosh a levantarse, pero Peter Tonneman cayó de bruces. Duffy y McIntosh lo ayudaron a ponerse en pie, y esta vez fue McIntosh quien se desplomó. Desesperado, Duffy alzó las manos y comenzó a caminar trazando un círculo, confiando en que los dos hombres se las arreglaran por sí solos. Y así fue.

– Es la segunda vez que me asaltan -gimió McIntosh-. Me retiraría, pero necesito el dinero…

Entre los tres arrastraron la caseta de vigilancia hasta la esquina de Murray y Church. Había algo en el suelo.

– ¿Qué es eso? -preguntó McIntosh.

– Parece un montón de trapos -respondió Peter Tonneman, tosiendo.

Dio una patada, con tan mala suerte que resbaló sobre los mojados adoquines de la calle y volvió a caer de bruces.

– Debe de haber caído de un carro -aventuró Duffy-. Apártalo de una patada para hacer sitio a la caseta.

El joven Tonneman le propinó un puntapié, resbaló y volvió a caer de bruces. Arrodillándose trabajosamente, miró boquiabierto el montón.

– ¡Oh, Dios!

– ¿Qué ocurre? -preguntó Duffy.

Peter Tonneman se sereno de inmediato y meneó la cabeza. Observó de nuevo el montón de trapos y lo tocó. Al apartar la mano, la tenía húmeda y pegajosa.

– ¿Qué pasa? -gimió McIntosh-. Quiero entrar. Tengo frío.

Peter Tonneman sintió que se le revolvía el estómago.

– Hay un cadáver.

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Febrero de 1808

36

Viernes, 5 de febrero. Muy de mañana

– Quintin ya había sido asaltado por lo menos en dos ocasiones, Jake -señaló John Tonneman compungido. Cerró la puerta del salón, como si así pudiera dejar fuera la tragedia-. Me temo que sabía que acabaría por ocurrir.

Miró de reojo a su hijo, que se hallaba de pie al lado de Hays y otro joven.

– ¿Te explicó por qué? -preguntó Hays, frotándose la nariz y entornando los ojos.

Tonneman estaba ocupado con su encendedor instantáneo. El ritual le permitía poner en orden sus pensamientos. Extrajo de una caja de la repisa una pequeña varilla, la introdujo en otra y la mostró como si fuera un prestidigitador de circo. El fósforo se encendió al instante. Duffy quedó debidamente impresionado. Tonneman inclinó la cabeza hacia él y utilizó la llama para encender una lámpara y su cigarro.

Menuda estupidez -pensó el alguacil mayor-. Podría haberlo encendido en el hermoso fuego de la chimenea. Cualquier día prenderá fuego a toda la maldita ciudad con ese artilugio.

– No has respondido a la pregunta.

– ¿Cómo dices? -inquirió Tonneman, que aún no había tomado su té matinal y estaba algo atontado.

– ¿Te dijo por qué?

La puerta del salón se abrió, y apareció Mariana, ya vestida, con un tazón de té en la mano.

– ¿John? ¿Peter? ¿Qué ha sucedido? -preguntó mirando a Jake.

Tonneman cogió el tazón de sus trémulas manos.

– Han matado a golpes a Quintin, Mariana. El cadáver está en mi consulta.

– ¿Quintin? ¿Quintin Brock? ¿Nuestro Quintin? -Se le demudó el rostro. Su marido la rodeó con el brazo para atraerla hacia sí, y ella lloró contra su pecho.

– Durante la guerra -explicó el doctor a Jake-, cuando éramos jóvenes, Quintin trabajó aquí como mayordomo.

Mariana se desprendió del abrazo de su marido.

– Era un hombre bueno. ¿Quién lo ha asesinado? ¿Por qué? -Clavó la mirada en su hijo-. Estás pálido, Peter. Has vuelto a trasnochar, ¿verdad?

– Duffy y yo encontramos a Quintin, madre.

– En paz descanse -murmuró Mariana-. Creo que les apetecerá una taza de té, caballeros.

– Sí, madre.

– ¿Señor Hays?

– Me sentará muy bien, señora Tonneman. Quiero que usted y su marido sepan que Peter se ha convertido en un extraordinario alguacil eventual…

Mariana y John resplandecieron. Enjugándose las lágrimas, la mujer salió de la habitación.

Jacob Hays sabía ser diplomático cuando quería.

– Y no quisiera pasar por alto el trabajo de un extraordinario guardia nocturno, William Duffy, a quien también he ascendido a alguacil eventual.

Eufórico, Duffy ejecutó unos pasos de baile.

John Tonneman arqueó las cejas.

– ¿Puedes hacerlo, Jake? Me refiero a que los alguaciles deben ser elegidos, y con Peter ya has rebasado el cupo.

Jake curvó sus finos labios en su versión de sonrisa.

– Soy Jacob Hays y puedo hacer lo que se me antoje en lo que a mis hombres se refiere. Si puedo nombrar a Peter alguacil eventual, ¿por qué no voy a poder hacer lo mismo con el joven Bill Duffy? Maldita sea, John, realizan su labor mejor que cualquiera de los alguaciles de que dispongo. Serán mis ayudantes personales y no estarán confinados a un distrito, sino que podrán recorrer la ciudad a su aire, como hago yo. Tal vez en pareja. -Consideró la idea que acababa de presentar, y le gustó.

Mariana regresó.

– El desayuno está listo en la cocina. ¿Por qué matarían a Quintin?

Jake se estiró la nariz.

– Eso tratamos de averiguar, señora Tonneman.

– No sigas -replicó Tonneman-. Quintin vivía a orillas del embalse. Me comentó que Ned Winship, el carnicero, codiciaba su tierra.

– Y sé por qué -añadió Jake-. El consejo está a punto de sancionar la revalorización de las propiedades del Collect, es decir, de los terrenos que el ayuntamiento necesita para la construcción de Canal Street.

Tonneman asintió.

– Hace apenas tres días, Quintin señaló el cadáver de Brown tendido en la camilla de mi consulta y dijo: «Mañana podría estar tan muerto como él.» Insinuó que sus asaltantes estaban implicados en la muerte de Thaddeus Brown.

– Habría sido un detalle que me informaras de ello, John.

Cohibido, el doctor clavó la vista en su cigarro.

– ¿A quiénes se refería?

– Se lo pregunté, pero no contestó. Aseguró que era del dominio público.

– Del mío no.

– Supongo que se refería a Ned el Carnicero.

– Yo también. Y Ned será mi próxima visita.

Micah asomó la cabeza por la puerta.

– El desayuno, señora.

– Estoy segura de que ese hombre podrá esperar -repuso Mariana como una niña.

Jake asintió. Era un hombre práctico. Lo habían llamado sin ceremonias en mitad de la noche y le apetecía desayunar.

– Quintin me comentó que poseía cierta propiedad por la zona del canal -explicó John Tonneman mientras seguían a Mariana a la cocina.

– Entiendo -respondió Jake. Estaba haciendo progresos-. Ahora comamos.

Se sentaron a la gran mesa de roble y se abalanzaron con apetito sobre el pastel de pollo, el pan, el té y el café.

– ¿Le registrasteis los bolsillos? -preguntó Jake.

Peter trataba de evitar a su madre, que le sonreía y no cesaba de acariciarle el cabello. Duffy sólo tenía ojos para Micah, quien parecía servir toda la comida en su plato.

– ¡Oh, cielos! -exclamó la joven criada, batiendo palmas por algo que le había dicho Duffy.

Una mirada de Mariana bastó para aplacarla.

– ¡Chicos! -bramó Jake de buen humor-. ¿Le registrasteis los bolsillos?

Peter y Duffy se volvieron hacia él y asintieron. Éste se metió una mano en la chaqueta y la tendió para mostrar un elegante peine de carey.

– Sólo encontramos esto.

– Quintin trabajaba de peluquero para el señor Toussaint -apuntó Mariana.

Jake examinó el peine y lo guardó en el bolsillo del chaleco.

– ¿No llevaba dinero o un libro?

– No, señor -respondió Peter.

Duffy asintió en conformidad.

Jake rebañó el plato con un trozo de pan, se lo llevó a la boca y lo tragó con un sorbo de té.

– Eso es todo, muchachos. Vámonos. -Volviéndose hacia Mariana, añadió-: Gracias por el exquisito desayuno. -A continuación se dirigió a John Tonneman-: Pediré a Noah que avise a Robert Dillon para que recoja a Quintin y le dé un entierro cristiano decente.

Fuera lo esperaban los dos alguaciles eventuales. Duffy comenzaba a parecer un sonámbulo, con el cuerpo inclinado y los ojos medio cerrados.

– ¿Y ahora, señor?

Peter estaba tan exhausto como su compañero, pero no tenía intención de demostrarlo. Y le molestaba que su madre hubiera notado su profundo cansancio. Si era lo bastante avispado, aprendería mucho del viejo Hays. Y tal vez seguiría sus pasos.

– Duffy, ve a casa y duerme -ordenó Hays-. Nos reuniremos en la cárcel.

Duffy asintió con expresión somnolienta y se alejó con paso vacilante.

Jake se volvió hacia Peter.

– ¿En qué piensas, muchacho?

– En lo que ha explicado mi padre. Quintin le comentó que los mismos hombres que andaban tras él habían asesinado a Brown.

– Ya lo sospechaba yo. Y eso resta importancia a la cuestión de si tuviste algo que ver con la reciente muerte de Thaddeus Brown. -El alguacil mayor lanzó a Peter una mirada fulminante.

– Señor, no puede…

A Jake le habría gustado satisfacer su curiosidad acerca de la asistencia de la prostituta Simone y Peter al funeral de Brown, pero cada cosa a su debido tiempo. Indicó a Noah con una seña que se acercara con el carruaje.

– Di a Robert Dillon que recoja el cadáver de Quintin Brown -ordenó Jake-. Averigua en qué iglesia se celebrará el funeral.

Acto seguido subió al coche murmurando a Noah algo que Peter no oyó. Ante un gesto de impaciencia del alguacil mayor, el joven también subió.

Tras una breve parada en la funeraria de Dillon, subieron por Broadway. Durante el trayecto, Hays observó el terreno y la gente en silencio. Al aproximarse a Mulberry, Peter comprendió adonde se dirigían. Cuando el carruaje se detuvo ante la taberna del gran Ned, en Mulberry Street, Jake, que hasta entonces había permanecido callado, habló:

– Escucha bien, hijo. Debes seguir una rata para atrapar a las demás. Formula preguntas y luego déjate guiar por el instinto.

Claro que si tuviera un instinto como el del viejo Hays no resultaría fácil, pensó Peter, que tosió para disimular una sonrisa.

Encontraron a Ned el Carnicero en su alcoba. Apestaba a alcohol, perfume y sobre todo sudor. Había ropa esparcida sobre la cama deshecha. El resto del mobiliario se componía de dos sillas de madera tosca, una mesa Chippendale sorprendentemente bonita y un arcón de marinero. Encima de la cama colgaba un triste espejo. La habitación quedaba iluminada por el fuego que ardía en la pequeña chimenea, una única vela en la mesa y los rayos del sol que lograban abrirse paso por la sucia y estrecha ventana encima del arcón. Una joven rolliza con una blusa blanca muy escotada y una combinación de bombasí que había sido blanca afeitaba a Ned. Mientras le pasaba la navaja por la mejilla, Ned le cogió uno de sus generosos pechos.

– Para o acabarás con un corte en el cuello -advirtió ella, sin detenerse.

Ned sonrió. Ni él ni la joven se habían inmutado al ver entrar a los dos alguaciles.

Peter miró a Jake parpadeando. Este permaneció impertérrito.

Después de cada pasada, la joven enjuagaba la navaja en un bol cubierto de espuma en que flotaban pelos. Cuando hubo terminado, le secó y empolvó las mejillas. Por último recogió el bol.

– ¿Quieres mirarte? -Señaló el espejo de la pared.

– No. Buenos días, Jake. Eres muy amable al hacerme una visita. -Ned colocó sus manazas en el trasero de la joven- Largo, Amy. -Apretó una nalga y propinó un cachete en la otra. El agua se derramó del bol, empapando a la muchacha.

– ¡Mira lo que has hecho! -La joven se enfadó y tuvo la mala ocurrencia de demostrarlo.

El gran Ned cerró el puño. Encogida de miedo, la chica se llevó un dedo a los labios y retrocedió.

– Buenos días, Jake -saludó, educada como una criada, haciendo una reverencia.

– Buenos días, señorita Wiggins -respondió Jake, superándola en cortesía.

La había ahuyentado de las calles muchas veces a lo largo de su carrera de prostituta en Nueva York. La joven dedicó una reverencia a Peter.

– Buenos días, señor. -Recogiéndose las faldas, bajó presurosa por las escaleras.

Winship se levantó, se limpió el resto del jabón de las orejas y encendió un cigarro con la vela de la mesa.

– ¿Qué puedo hacer por ti, Hays?

Jake indicó con una seña a Peter que permaneciera cerca de la puerta. Luego se paseó por la habitación, removiendo cosas aquí y allá con el bastón.

– ¿Conoces a Quintin Brock?

– Es posible. -Ned cogió una camisa de un montón de ropa que había sobre la cama y la olió antes de ponérsela. Luego se la remetió en los pantalones.

– Haz memoria.

– Era un viejo negro, ¿no?

– ¿Era?

– Era o es, ¿qué carajo importa? Sólo es un negro. -Ned echó a reír y, dando la espalda al alguacil mayor, empezó a revolver en un cajón.

– Importa porque ayer noche lo mataron a golpes.

– Oh, qué tragedia. Las calles de nuestra ciudad no son seguras.

– Pensé que tal vez Quintin Brock tenía algo que te interesaba. Como un terreno en la ruta del canal.

– Bueno, ahora que lo mencionas… -Ned sacó un papel del escritorio y lo alisó-. Yo y ese negro hicimos un trato ayer. -Sonrió-. Me vendió su terreno del embalse por quinientos dólares; cuatrocientos en billetes del Manhattan Bank y cien en diez águilas. [10] Alguien debió de matar a ese estúpido cabrón para arrebatarle el dinero.

– ¿Por qué «estúpido»? -inquirió Peter.

– El cachorro sabe ladrar -se burló Ned. Entornó sus desagradables ojos y añadió-: Porque le propuse que Charlie lo acompañara a su casa y me torció su negro morro.

– ¿Y dónde tuvo lugar la venta? -prosiguió Peter.

– En la taberna. Cinco hombres y dos mujeres pue den atestiguarlo.

– El señor Brock vivía junto al Collect.

– ¿Señor? -repitió con desdén Ned el Carnicero-. ¡Y un cuerno!

– Encontraron su cuerpo entre Murray y Church, lejos del embalse. ¿Por qué iba a salir de aquí con todo ese dinero, pasar de largo su casa y terminar en el sur de la ciudad?

Ned tendió las manos.

– Como he dicho, era un negro estúpido.

Peter carraspeó.

– Hay un buen trecho desde aquí. ¿No es ésa la zona que se considera sus dominios por estar bajo la protección de sus matones?

Ned negó con la cabeza con fingido asombro.

– ¿Has oído al chico, Jake? ¿Mis dominios? ¿Mi protección? Esas calles forman parte de la ciudad de Nueva York, y todo el mundo sabe que la ciudad de Nueva York se halla bajo la protección de Jacob Hays.

Jake lanzó una mirada aprobadora al joven Peter.

– Te crees muy chistoso, ¿verdad, Ned?

– Lo que tú digas, Jake. Apuesto un ron contra una cerveza a que no encontraste ni un centavo en los bolsillos del negro.

– Es cierto.

El alguacil mayor cogió el folio de las manos de Ned. Se trataba de una escritura de venta firmada por Ned Winship. Junto al nombre de Quintin Brock había una gran «X» torcida. Jake se la enseñó a Peter Tonneman. Luego, sin pronunciar palabra, dejó la escritura en la mesa y salió a grandes zancadas de la habitación. Peter dedicó una sonrisa a Ned antes de echar a correr tras su nuevo jefe.

– Ese cabrón mató a Quintin Brock -murmuró Jake mientras bajaba por las escaleras.

– Eso está claro, señor.

– Ahora sólo nos queda demostrarlo.

– Eso también está claro, señor. Y podemos hacerlo.

Jake se detuvo bruscamente.

– Desembucha, muchacho. ¿Cómo?

– Quintin era un buen amigo de mi familia. Hacía años que no lo veíamos, pero cuando yo era niño nos visitaba con frecuencia y a veces jugaba conmigo…

– Al grano, chico.

– Y me ayudaba a leer el libro del señor Bunyan. Quintin Brock sabía leer y escribir.

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Febrero de 1808

37

Viernes, 5 de febrero

El piso superior de la casa de Daniel Goldsmith en Garden Street se hallaba dividido en dos. Alquilaban una mitad a Joseph Lancaster, el maestro de escuela, y la otra mitad era el refugio de Goldsmith.

Aunque dicho «refugio» era un espacio bastante grande, resultaba casi imposible caminar, sentarse o permanecer de pie, debido a los montones de correspondencia, papeles y documentos, libros y periódicos de que a lo largo de los años se había rodeado el ex alguacil.

– ¡Mierda!

Exasperado, Daniel arrojó sobre el escritorio el fajo de papeles de la Collect Company que John Tonneman le había entregado; las hojas ocultaban los libros de cuentas del negocio de Molly.

Como alguacil retirado, llevaba años observando a Jacob Hays, y si algo había aprendido era que los criminales solían dejar un rastro. Por desgracia no había descubierto el ensalmo que permitía encontrar siempre el rastro.

Le moqueaba la nariz, y la habitación estaba fría y húmeda. La chimenea resultaba demasiado pequeña, y el fuego necesitaba combustible, que, con su habitual distracción, siempre olvidaba portar consigo. Se envolvió bien con la bufanda de lana marrón que Molly había tejido, se sonó la nariz con un pañuelo de hilo y tomó un sorbo de chocolate frío.

Otro callejón sin salida. Al enterarse del asesinato de Brown y la posible participación de Peter, le había intrigado comprobar si como ex alguacil era capaz de resolver el misterio. Al desentrañarlo limpiaría el nombre de Tonneman hijo y saldaría su deuda con John Tonneman, quien hacía años había creído en él.

Sin embargo, empezaba a albergar ciertas dudas. Sólo era un anciano, y su cerebro ya no funcionaba con la misma agilidad que en su juventud. ¿Qué podía descubrir él que Jake Hays no supiera? Mientras bebía el chocolate reflexionó sobre el funeral de Brown. Por lo visto, Peter tenía amistad con la gruesa prostituta Simone. Averiguara lo que averiguara a ese respecto, tendría que actuar con delicadeza para no preocupar a John. En cualquier caso, éste no era estúpido y también había sido joven. Ambos lo habían sido.

Llamaron a la puerta. Antes de que pudiera responder, John Tonneman irrumpió en el interior, chocando contra una pila de Evening Posts y Heralds, además de Examiners, la cual se inclinó peligrosamente sin llegar a caer.

– Buenos días, John -saludó Daniel.

Apartó varios papeles de un rincón para dejar al descubierto un estante lleno de botellas de jerez seco. Seleccionó una cubierta de polvo y la limpió con la manga de la gastada americana negra que siempre llevaba cuando se encerraba en su habitación privada. Apuró el chocolate y limpió el tazón con un trozo de encaje que había ido a parar al piso superior. Descorchó la botella de jerez con facilidad.

– ¿Te apetece probarlo?

Tonneman frunció el entrecejo antes de asentir. Sin pronunciar palabra se quitó el gabán gris y buscó un lugar donde dejarlo. Al no encontrar ninguno lo dobló y colocó sobre un tambaleante montón de papeles. Los innumerables fajos que, atados con cintas de colores o cuerdas, atestaban la habitación eran de varios tamaños. El polvo se había instalado en todas partes y se levantaba en pequeñas nubes cuando se rozaba una superficie.

Goldsmith encontró un vaso lleno de lápices y portaplumas. Vació el contenido en el escritorio y lo limpió con el trozo de encaje. Alzando el vaso y el tazón, preguntó:

– ¿Qué prefieres, chocolate o lápices?

– Lápices.

Daniel sirvió el jerez, y ambos bebieron con gran ceremonia un sorbo de vino español y asintieron con aprobación.

– Sorprendentemente bueno -reconoció Tonneman-. Teniendo en cuenta cómo está servicio. ¿Por qué lo guardas aquí? Debería estar en la bodega.

– Imposible -exclamó Goldsmith-. Molly guarda todo el material de sombreros allí.

Tonneman meneó la cabeza.

– Deberías almacenar aquí los tejidos; en la bodega se pudrirán.

– ¿Y dónde quieres que guarde mis papeles? Me gustan las cosas tal como están, gracias. Resérvate tus opiniones científicas, por favor. -Goldsmith encendió un cigarro con la lámpara que había en la mesa. Al tender la mano para ofrecer otro a su visitante, casi derribó la pila de correspondencia-. ¿Fumas?

– No, gracias. Me temo que ha empezado la conflagración. -Se acercó a la chimenea y atizó las moribundas ascuas-. ¿Qué has averiguado?

– Del señor Brown y sus amigos, nada. Del pasado, tal vez. -Daniel se sonó la nariz-. Si lo que he averiguado es importante, es otra historia. La cuestión esencial es por qué asesinaron a Emma.

– En mi opinión tiene prioridad quién lo hizo.

– Hummm. Una mente científica. -Goldsmith sacudió el polvo de varios papeles, haciendo estornudar a Tonneman-. Salud. El móvil podría conducirnos al autor. Centrémonos en dos hechos de aquella época: la guerra y Hickey.

– ¿Crees que la muerte de Emma estuvo relacionada de algún modo con el complot para asesinar al general Washington?

– No tengo ni idea, pero creo que vale la pena investigarlo. Tengo el presentimiento de que si Emma Greenaway no murió a manos de Hickey, el asesino debió de ser alguien a quien ella conocía. Te diré más, alguien a quien probablemente tú también conoces. Por supuesto, no podemos descartar a gente que no conocemos.

– Así pues, ¿has reducido los sospechosos a las veinte mil almas que vivían en Nueva York por aquel entonces?

Goldsmith sonrió.

– Espero que podamos hacer algo mejor. -De pronto se puso serio-. Partimos de la hipótesis de que quien mató a Emma también asesinó a Gretel. Han transcurrido veintidós años desde que encontramos cerca de tu casa la espada dentada, sin que lográramos descubrir a quién pertenecía la sangre que la cubría. Entonces no sabíamos que la sangre era de Emma.

– Tampoco lo sabemos ahora -repuso John Tonneman.

– Estoy seguro de que lo era. Hood y yo perdimos esa maldita espada, que luego fue utilizada para decapitar a Gretel. Si no la hubiéramos extraviado, ¿habría muerto Gretel? Llevo años preguntándomelo.

– Deja de torturarte. El asesino habría empleado otra arma.

– ¿Y el asesino era Hickey u otra persona?

Tonneman se impacientó. Goldsmith ponía tanto empeño que le resultaba molesto. Suspiró hondo.

– Otra persona… -De pronto recordó algo. La espada había aparecido envuelta en una fina seda blanca, también ensangrentada.

Goldsmith también estaba absorto evocando el día que reapareció la espada. La había encontrado en el almacén de brea de Quintin, junto a la cabeza de Gretel. A diferencia de los demás asesinatos de Hickey, en aquella ocasión habían dejado la cabeza a la intemperie, como un desafío, en lugar de esconderla como las demás. Se estremeció, apuró el jerez del tazón y volvió a llenarlo.

– Pido humildemente perdón al alma de la pobre Emma Greenaway, pero llevo tanto tiempo tratando de descubrir al asesino de Gretel que parece una eternidad. Tal vez su muerte guardaba alguna relación con la de Emma. -Carraspeó, cogió un fajo de papeles del escritorio y, desatando la cuerda que los sujetaba, procedió a enumerar los nombres de su lista-. Primer sospechoso, Maurice Jamison.

– ¿Por qué demonios Jamie?

– ¿Por qué no? ¿Por qué no tú y yo?

– ¿Por qué no George Washington?

– No nos dejemos llevar por la imaginación -replicó Goldsmith un poco enojado-. El doctor Jamison se casó con la madre de Emma, con lo que obtuvo una considerable fortuna. -Se enfadó al observar que Tonneman no valoraba el esfuerzo que había realizado para recopilar esa información- Segundo, David Matthews.

Lo encerraron en Connecticut e iban a ahorcarlo por traidor, pero logró escapar disfrazado de mujer. Como recordarás, regresó cuando los monárquicos se hicieron cargo de Nueva York y lo nombraron delegado de chimeneas. -Consultó su lista-. Matthews murió el 26 de julio de 1800, en Sydney, Cabo Bretón, Nueva Escocia, donde había vivido desde el 85 y ejercido como abogado.

Tonneman puso los ojos en blanco.

– Me apuesto el cuello a que Matthews nunca tuvo ningún contacto con Emma o Gretel.

Goldsmith pasó por alto sus palabras.

– Tercero, James Rivington. El pobre diablo terminó sus días alquilando instrumentos musicales. Murió un domingo, el 4 de julio de 1802, pocos días antes de cumplir setenta y ocho años. Una ironía.

– Rivington tampoco conoció nunca a ninguna de las dos mujeres. ¿Cuál podría ser el móvil?

– Cuarto, Sam Fraunces. La espada dentada era suya. Falleció en Filadelfia el 12 de octubre de 1795.

– Basta, Daniel.

– Quinto, David Bushnell. -Goldsmith buscó en el fajo de papeles y sacó una carta escrita con letra pequeña e indescifrable-. Cambió su nombre por Bush a secas y se hizo médico. Vive en Georgia. Tengo entendido que escribe cartas a todo el mundo para quejarse de que Robert Fulton está tratando de atribuirse la invención del submarino. -Le tendió la carta.

Tonneman no la cogió y contuvo un bostezo.

– Bueno, supongo que lo que haces tiene algún sentido. Nombrar a esa gente forma parte de nuestro cometido. Eliminando a quienes no son pertinentes, tal vez los que queden nos ayuden a resolver este enigma ocurrido hace treinta y dos años. -Arqueó las cejas y añadió con cierta ironía-: Has olvidado a mi primo, Oso Bikker.

– Será el número seis -murmuró Goldsmith, anotan do el nombre- ¿Oso es su verdadero nombre?

– No; William.

– ¿Qué fue de él?

Tonneman meneó la cabeza con tristeza.

– Después de sobrevivir a la guerra sin un rasguño, murió en Yorktown dos días antes de que Cornwallis se rindiera ante Washington. En su última carta, Oso explicaba que en un asalto había estado a apenas tres metros de Washington. Probablemente la escribió el mismo día que falleció. Justo antes de ese asalto, Washington dijo: «Esto es una bonita cacería de zorros, muchachos.»

Goldsmith asintió.

– Un hermoso pensamiento, si crees en la guerra. -Volvió a su lista-. Séptimo, el alcalde Whitehead Hicks. Fue…

– ¡Sube una visita! -exclamó Molly desde el piso inferior.

– ¿Quién es? No estoy…

Tonneman le puso la mano en el brazo.

– Me he tomado la libertad de enviar una nota a ese hombre para pedirle que se reúna aquí con nosotros. No deseaba recibirlo en mi casa. A decir verdad, no quería que Mariana se entrometiera.

Goldsmith asintió. Todas las mujeres eran iguales. Se oyeron unos pasos pesados por las escaleras, seguidos de una llamada a la puerta.

– Adelante.

Un hombre robusto y de baja estatura apareció en el umbral. Vestía un elegante sombrero de castor marrón y un gabán del mismo color sobre una americana de terciopelo verde oscuro. El alto cuello de su camisa de seda blanca quedaba a la vista, al igual que el chaleco blanco ribeteado de verde. Llevaba en la mano una cartera de cuero amarilla. Parecía un elegante caballero, salvo por el color de su piel; era negro.

– ¿Pierre Toussaint? -preguntó Tonneman.

El negro asintió.

– John Tonneman. Fui yo quien le pidió que viniera. Le presento a mi amigo Daniel Goldsmith. No he tenido ocasión de decírselo.

– ¿Decirme qué?

– Daniel, esta mañana, a primera hora, varios hombres asaltaron a Quintin y lo asesinaron.

– ¡Dios nos proteja! -exclamó Daniel con lágrimas en los ojos.

– Que así sea -respondió el señor Toussaint, santiguándose.

Tonneman quedó sorprendido. No había esperado que Daniel reaccionara así. Había sido un necio al olvidar la camaradería que se había establecido entre Daniel y Quintin cuando ambos resultaron heridos al estallar la bomba que Hickey había colocado en los hoyos de brea a comienzos de la guerra.

– Quintin trabajaba para el señor Toussaint. Pensé que podría arrojar alguna luz sobre por qué querría alguien asesinar a Quintin.

Daniel apuró el jerez y tendió la mano hacia la botella.

– ¿Señor Toussaint?

– No, gracias -respondió el recién llegado con acento isleño.

Daniel se enjugó las lágrimas con la punta de los dedos, luego apartó unos fajos de papeles del escritorio y dejó a la vista un par de sillas, que ofreció con un gesto. Se sentaron. Sin quitarse ni el sombrero ni el abrigo, Toussaint se puso la cartera amarilla en el regazo.

Los tres hombres hablaron largo rato, pero Toussaint no quiso o no pudo ayudarlos.

– Así pues, ¿no tiene nada que añadir, señor Toussaint? -preguntó finalmente Daniel, poniendo fin a la infructuosa conversación.

– Nada, señor Goldsmith -respondió el peluquero con su melodica voz- Quintin poseía un terreno, y cierta gente andaba detrás de él para que se lo vendiera. Si lo hizo fue sin mi conocimiento, pero tampoco habría necesitado mi autorización. Era su casa, su tierra. Yo me gano la vida peinando mujeres, y Quintin era mi ayudante, además de mi amigo. Sus dos hijos son hombres libres que se han abierto camino. A Louise, su viuda, nunca le faltará nada mientras yo viva. -Sacó un reloj de plata del bolsillo del chaleco- Si me disculpan, señores. Una clienta me espera.

– Por supuesto -respondió Goldsmith distraído-. Gracias por su tiempo.

El negro se detuvo en el umbral.

– Sólo una cosa, señor Goldsmith, señor Tonneman. Si bien visto con elegancia, y confío en tener los modales de un caballero, aunque de color, dudo de que mi declaración tuviera mucho peso legalmente.

– ¿Por qué? -preguntó Tonneman.

– Por si lo ignora, caballero, le diré que soy propiedad del señor John Berard. Sigo siendo un esclavo. -Pierre Toussaint esbozó una sonrisa sombría y, llevándose la mano al bonito sombrero de castor marrón, salió.

Goldsmith dio una calada al cigarro y se encogió de hombros. Otro callejón sin salida. Se frotó las manos.

– ¿Alguna otra idea?

– Me temo que no -respondió Tonneman levantándose.

Seis sospechosos de las muertes de Emma y Gretel, la mayoría muertos. Y todos ellos absurdos. Goldsmith estaba embotado, o tal vez senil.

– Bueno, quizá no consigamos desentrañar el presente, pero tal vez logremos esclarecer el pasado. -Daniel retiró otro montón de papeles de una estantería, levantando más polvo-. Séptimo -añadió, levantando la vista.

Tonneman ya bajaba por las escaleras.

SE VENDEN PAÑALES DE PAÑO Y PAÑUELOS DE COLORES.

PREGUNTAD POR JAMES CUMMING & CO.

EN EL NÚM. 28 DE WALL STREET.

New-York Evening Post

Febrero de 1808

38

Domingo, 7de febrero. A primera hora de la tarde

El hermoso contorno de una exquisita flor brillaba ante los ojos de Charity Boenning, apareciendo y desapareciendo cada vez que asentía con la cabeza sobre el bordado. Ropa para su bebé.

Casi como en respuesta sintió un débil temblor en su hinchado vientre, como el aleteo de un pájaro. Entonces el rostro de su difunto marido flotó ante ella, un busto de mármol que podría haber esculpido él mismo. Pero no, la obra de Philip era apasionada, y aquel busto aparecía frío, con los ojos hundidos, sin vida; su larga y brillante melena negra se había helado en la muerte, y el fular de seda que se anudaba al cuello parecía tallado en piedra helada.

La había cortejado y conquistado con sus dramas y poemas, sus esbozos y cartas de amor. La llamaba su «niña mujer». Y aunque Philip era mayor que el padrede Charity, que rondaba los cincuenta, la muchacha se había escapado de casa y casado con él, confiando en que Dios los bendijera, ya que no lo habían hecho sus escandalizados padres.

¿Por qué no se le aparecía el alma ardiente y vibrante de ese hombre? Suspiró. Con la gracia de Dios tal vez aparecería en su hijo, porque estaba segura de que sería un varón.

Se sentía muy confusa. Desde la tragedia de la diligencia, todos los recuerdos de su marido se habían petrificado. Horrorizada, no podía dejar de evocar los hermosos rasgos y cabello del impetuoso joven que la había rescatado: Peter Tonneman.

Su prima Katherine le había comentado que procedía de buena familia, lo que Charity ya había adivinado por sus modales impecables. Peter la había visitado varias veces y le había hablado de sus hermanas y sus padres, demostrando cuánto los quería.

También le había confesado que no le interesaba la medicina, algo que a su padre le había costado aceptar. Al hablar de ese tema, alrededor de sus ojos se formaban unas pequeñas arrugas. Ella deseaba acariciarlas hasta hacerlas desaparecer, apartarle el rebelde mechón rubio que le caía sobre la frente y abrazarlo. Un tierno deseo, semejante y, sin embargo, muy diferente al que había sentido por su difunto marido se apoderó de la joven.

Peter Tonneman se interesaba por ella, la necesitaba.

¿Como lo había calificado su primo Jacob? ¿«Arcilla inmoldeable»? Sin embargo, Charity sabía que apreciaba al muchacho por el modo en que le sonreían los ojos, desmintiendo la brusquedad de sus palabras. Claro que lo apreciaba. ¿Por qué, si no, iba a ofrecerle un puesto?

Sus reflexiones se vieron interrumpidas por el sonido del aldabón de la puerta principal. Oyó a Anna murmurar su discurso favorito sobre la gente que no utilizaba la puerta trasera mientras acudía a abrir arrastrando los pies. Charity sonrió y cambió de postura para aliviar el dolor de espalda y de sus pechos hinchados. Cogió una vez más el bordado. Al cabo de un rato entró en el salón Anna, seguida de Peter Tonneman.

Deseaba dar un paseo con la señora Boenning, si a ésta le apetecía. Y había llevado un regalo.

– El primer viernes de cada mes preparan jabón en casa. ¿Puedo ofrecerle una pastilla del Espléndido Jabón Duro Tonneman? Como a mi padre le gusta decir: «Úselo a diario por higiene y salud.» -Peter le dedicó una amplia sonrisa.

Ella se la devolvió. Le había atraído desde el primer momento que lo había visto, un enviado de Dios de pie en lo alto del precipicio cubierto de nieve. Y últimamente le atraía aún más. Desde que el primo de Jake lo había nombrado alguacil, Peter rebosaba de buen humor. La infelicidad que había percibido en él había desaparecido. Y hablaba sin cesar de su familia, lo que gustaba a Charity, pues creía en la familia y echaba mucho de menos a la suya de Filadelfia. Su prima Katherine también le había informado de que Peter procedía de una antigua familia judía, descendiente del primer sheriff de Nueva York. Ojalá…

Delante de la casa se hallaba el gracioso tílburi de un solo tiro que Peter había pedido prestado a su padre. Ophelia relinchó al ver que la pareja se acercaba. Como montura de silla, no solía realizar esa clase de trabajos, a pesar de lo cual lo asumió con su habitual serenidad.

Charity acarició la yegua negra y contuvo el aliento cuando Peter casi la levantó en brazos para sentarla en el coche. Ambos se sintieron avergonzados, ella por necesitar ayuda, él por haberla cogido con semejante familiaridad. ¿Habían olvidado que él la había rescatado, y cómo la había abrazado con ternura, como si fuera una niña, en el trayecto hasta la posada Rawl?

Permanecieron en silencio mientras bajaban Broadway hasta el ayuntamiento. El aire invernal era tibio, casi primaveral.

Unas damas, con elegantes sombreros y manguitos, paseaban despacio con sus acompañantes masculinos. Charity creyó percibir en sus pasos una energía subyacente, una forma de andar característica de Nueva York. Al parecer ni siquiera el frío extremo de las últimas semanas había logrado disuadir a la gente de dar su paseo.

Al llegar al ayuntamiento de Wall Street, Charity exclamó:

– Oh, me encantaría caminar.

Cada vez más encariñada con esa ciudad, deseaba formar parte de ella. Filadelfia era tan formal y estirada… Y allá todo el mundo se inmiscuía en los asuntos ajenos.

– ¿Está segura de que puede? -Peter se mostraba preocupado.

– No soy una inválida, alguacil Tonneman -respondió con los ojos brillantes. Luego ruborizándose, añadió-: Tendrás que acostumbrarte a mi temperamento. Resulta difícil impedir que me salga con la mía y consiga lo que quiero una vez he decidido qué quiero.

Así fue como Charity dio a entender a Peter Tonneman que aprobaba su cortejo. Sacando su pequeña mano del manguito de piel de conejo, se asió del brazo de Peter. Se apearon del coche y se reunieron con los demás paseantes. Había salido tanta gente para disfrutar del buen tiempo que resultaba difícil avanzar por las concurridas aceras. Todos parecían querer detenerse para hablar con amigos.

Otras mujeres sin acompañante, obviamente de clase inferior, caminaban con mayor determinación, acarreando cestas y fardos. Los hijos de la alta burguesía, respetuosos con las normas de comportamiento de sus mayores, ardían en deseos de imitar a sus primos más pobres, que corrían y gritaban, patinando en la nieve semiderretida y lanzándose bolas de barro más que de nieve.

El alguacil Gurdon Packer, uno de los dos responsables del primer distrito, paseaba por Broadway, saludando a sus superiores con indiferencia. Al ver a Peter Tonneman, le guiñó el ojo y siguió su camino silbando. Los perros ladraban y se perseguían entre sí, y las ruedas de los carros y carruajes que pasaban lograban milagrosamente no atropellados. Los vendedores ofrecían patatas asadas. Una joven les vendió pan caliente de jengibre con especias.

Caminaban despacio, y la mirada de Charity se desplazaba en todas direcciones, admirando la hermosa avenida, mientras Peter le señalaba los edificios de interés. ¡Había tanto que ver! A diferencia de las otras vías públicas de Nueva York, más estrechas y a menudo tortuosas, Broadway era una avenida amplia y recia, bordeada de álamos, que ascendía airosamente a medida que viraba hacia el norte.

Al llegar a los límites de la ciudad se detuvieron para contemplar la estructura de lo que algún día sería el nuevo ayuntamiento. Peter compró bollos calientes, dos por un centavo, y los comieron en silencio, sonrientes. Las vacas mugían, vagando por los campos abiertos y embarrados en busca de hierba. Los cerdos, más agresivos que las vacas, encontraban más interesante la basura de las calles. Un macho cabrío negro siguió un rato. Los cerdos y se alejó cuando dos harapientos vecinos comenzaron a acecharlo.

Dos carros de reparto provocaron un gran estruendo al avanzar a toda velocidad sobre los adoquines, compitiendo entre sí. Recibirían una buena reprimenda si sus jefes se enteraban de que salían en domingo. Una muchacha andrajosa vendía peras hervidas que guardaba en una destartalada cesta.

Las imágenes, los ruidos y los olores de esa ciudad le resultaban tan exóticos que Charity se sintió como transportada al extranjero. La excitación le infundió fuerzas, de modo que no estaba en absoluto cansada cuando regresaron al vehículo.

Más adelante, en la esquina de Wall y Broad Street, un grupo de gente se había apiñado frente a lo que muchos denominaban ya el «viejo ayuntamiento». Sobre un estrado improvisado, una banda emitía pitidos y trompetazos irregulares, animada por los congregados.

– Debería llevarte a casa -dijo Peter.

– No, por favor. Me encanta todo esto. Quiero ver, oír.

El joven sonrió ante su entusiasmo infantil, y se unieron al alegre grupo dominical.

El director de la banda musical tenía las manazas embutidas en guantes blancos y unos pies gigantescos. Se llamaba Kasper y era conocido por su trabajo en el circo. La banda tocaba canciones alegres y simples, al tiempo que sus miembros producían ruidos extraños y hacían muecas. Las tonterías eran bien recibidas y provocaban la hilaridad de los espectadores.

Luego entonaron con voz ronca una canción de los viejos tiempos coloniales. La melodía se acompañaba de más silbidos y redobles de tambor, mientras los músicos se golpeaban mutuamente con vejigas de cerdo. La letra aludía a tres granujas -un molinero, un tejedor y un sastre-, que se metían en líos por no saber cantar. El público prorrumpió en carcajadas.

A medida que avanzaba la canción, el molinero se ahogaba, y el tejedor era ahorcado. El terrible final de cada uno se remarcaba con pitidos, trompetazos y azotes con las vejigas de cerdo.

Cuando se descubrió la muerte del tejedor, Kasper señaló las horcas de la plaza, frente a los postes de flagelación y las picotas, y con mímica representó que tenía una cuerda alrededor del cuello y otra encima de la cabeza. Se agachó poco a poco hasta que pareció que se ahogaba, y todo el mundo rió. A esas alturas la banda había dejado de tocar, y todos señalaban a Kasper, desternillándose de risa.

Charity palideció y se aferró al brazo de Peter, quien le acarició la mano asintiendo hacia el estrado, donde en el último momento la cuerda imaginaria del director se rompió y el hombre cayó al suelo despatarrado. Hubo más risas entre los espectadores. Los niños gritaban y saltaban entusiasmados.

El director se levantó de un salto e hizo una reverencia, mientras el público lo aclamaba. Entonces el payaso se cruzó los labios con un dedo para pedir silencio, señaló a la banda y, al bajar bruscamente el brazo, los músicos empezaron a tocar y cantar.

En la última estrofa, el sastre caía en las garras del diablo. Todos aplaudieron.

El director giró delicadamente sobre sus alargados pies hacia la entusiasmada multitud congregada frente al ayuntamiento y al hacer una profunda reverencia recibió una nueva ovación.

Aún no había acabado la diversión. Kasper alzó una mano y comenzó a estirarse el rostro, que se alargaba en una y otra dirección como si fuera una masa. Cada vez que cambiaba de mueca, se acercaba a una esquina del pequeño escenario para exhibirla ante los recién llegados, andando de forma extraña, como un pato o un caballo. Los reunidos reían entusiasmados sin dejar de aplaudir. El director escogió ese momento para desplomarse de espaldas, y la multitud prorrumpió en carcajadas.

Entonces la banda empezó a tocar, y los platillos amortiguaron el estruendo de un carro de dos ruedas que pasó a toda velocidad.

Peter volvió la cabeza de forma instintiva. Los dos carros de reparto descendían fuera de control por Broad Street, directos hacia la desprevenida multitud. Por un instante quedó petrificado; luego exclamó:

– ¡Cuidado con los carros!

Cogiendo a Charity en brazos, la apartó del peligro.

La muchedumbre, que ahora gritaba de terror, se dispersó, mientras los carros sin conductor se estrellaban contra el estrado.

Peter dejó a Charity en el tílburi y corrió hacia el estrado. Los caballos, uno gris y el otro bayo, parecían más desconcertados que heridos y deambulaban arrastrando las riendas.

– ¡Maisie!

Un repartidor vestido de blanco corrió hacia los caballos y, al ver que su animal había resultado ileso, sonrió y lo abrazó.

El director, que giraba como una peonza desde el comienzo del desafortunado incidente, se desplomó. Levantándose trabajosamente, pataleó sobre el estrado para demostrar su resistencia y asintió; luego se golpeó la cabeza y negó. Algunas personas que todavía se sacudían el polvo, rieron débilmente.

Kasper meneó la cabeza ante las vicisitudes de la vida y una vez más se encaró a su pequeño grupo de músicos, que para entonces se mostraban tan tranquilos, como si el choque de los carros fuera un incidente cotidiano. Cuando el director movió sus grandes manos enguantadas en blanco, la banda comenzó a tocar de nuevo.

El repartidor se alejó con su rucio, pero no demasiado. El alguacil Harry Lannuier, compañero de Gurdon Packer, había oído el tumulto y se acercó corriendo.

– ¿Qué ha pasado?

Peter se lo explicó sin apartar la vista de Charity, que había perdido el color. Finalmente los dos hombres se saludaron, y Peter se reunió con Charity mientras el alguacil Lannuier se rascaba la cabeza e indicaba al repartidor que se alejara.

– Gracias por un espléndido día, Peter -dijo Charity, ya ante la puerta de la casa de Jacob Hays.

La joven le estrechó la mano y, poniéndose de puntillas, lo obsequió con un delicado beso para desaparecer antes de que él tuviera tiempo de reaccionar.

Jake lo encontró sentado en el carruaje frente a la casa, con una sonrisa de oreja a oreja.

– ¿Alguna novedad, Tonneman?

– Sí, señor. Digo, no señor.

– Entonces te sugiero que vuelvas a casa.

– Sí, señor.

El joven Peter Tonneman casi flotaba mientras avanzaba sobre la nieve derretida hacia John Street y su casa de Rutgers Hill. Cumpliría veinte años en septiembre, había encontrado su vocación y se casaría con Charity Boenning. Sin embargo, en aquellos momentos ardía en deseos de comer una de las galletas azucaradas de su madre y beber un vaso de suero de manteca.

Los pensamientos de Jacob Hays eran de carácter más serio. Esperaba sinceramente que su instinto no se equivocara y que Peter Tonneman no fuera el asesino de Thaddeus Brown.

FALLECIÓ

AYER NOCHE EL CAP. ISAAC BERRYMAN,

A LA EDAD DE TREINTA Y CINCO AÑOS.

SE COMUNICA A SUS AMIGOS Y CONOCIDOS

QUE EL FUNERAL TENDRÁ LUGAR EL DOMINGO EN SU CASA,

EN EL NÚM. 303 DE WATER STREET, A LAS CUATRO DE LA TARDE.

SUS HERMANOS MASÓNICOS ESTÁN INVITADOS AL FUNERAL DE SU HERMANO DIFUNTO, QUE SE CELEBRARÁ

MAÑANA A LAS TRES DE LA TARDE EN SAINT JOHN HALL.

New-York Evening Post

Febrero de 1808

39

Lunes, 8 de febrero. De la mañana a primera hora de la tarde

– O pagas o tendremos que enviar a tu madre los pantalones agujereados de balas de su hombrecito.

Mientras hablaba, Charlie Wright (que nunca hacía nada malo) hizo ademán de estrechar la mano a George Willard; en su lugar le inclinó el dedo meñique hacia atrás.

George gritó de dolor y cayó de rodillas al barro cubierto de excrementos.

– ¡Calla! -gruñó Charlie, doblándoselo hacia adelante de un brusco tirón.

George volvió a chillar.

– ¡Calla, gusano! -ordenó Charlie, sujetándolo por el cuello.

El mundo se tornó gris ante los ojos de George, que agitó los brazos. Charlie se disponía a levantarlo del suelo, asiéndolo aún del cuello, cuando el gris se volvió negro, y George perdió el conocimiento.

Cuando volvió en sí, yacía de bruces, respirando con dificultad en medio del hedor de los excrementos. Le dolía terriblemente el dedo meñique. Se levantó trabajosamente, profiriendo maldiciones, e intentó sacudirse la porquería, pero sólo logró empeorar las cosas.

Miró alrededor. A varios pasos de él pasó una diligencia que salpicaba barro con las ruedas, en dirección a Broadway.

Por alguna razón Charlie le había dejado su caballo pío. Tupper. Enfadado después de permanecer tanto tiempo atado, tiraba de las riendas que lo sujetaban a un poste y relinchaba.

– Me siento igual, Tupper -gimió George, acercándose con paso vacilante al caballo pío.

Maldita sea, se encontraba realmente mal. El cuello le dolía terriblemente, y el meñique aún más. Ignoraba cuánto tiempo había yacido en el barro. Observó que el sol estaba alto en el cielo. ¿Mediodía? Había permanecido inconsciente cerca de una hora. ¿De dónde iba a sacar tanto dinero? Ya había más que dilapidado su herencia.

George Willard montó en su semental blanco y negro y cabalgó hasta Richmond Hill, sintiéndose furioso, agotado y humillado. De pronto el camino se vio obstruido por un enorme carro que desprendía un fuerte hedor a cabra, conducido por uno de esos robustos extranjeros barbudos. El cochero no respondió a la seña de George de que se hiciera a un lado (y dejara pasar a sus superiores). Para colmo de desgracias, el viento arrastraba el fétido olor de la fábrica de cola, que sumado al del barro y el estiércol que lo cubría, le produjo náuseas. Vomitó, vaciando sus doloridos intestinos junto a un boj del jardín de Jamie.

– El señor está en Litchfield -le informó Stevens en la puerta principal, mirando con desagrado las fétidas luidlas que George dejaba en la alfombra francesa de la entrada.

– Necesito cambiarme -gruñó George.

– Me atrevería a decir que algo más -repuso Stevens, frunciendo su arrogante nariz.

– Sírveme un brandy. -George pasó ante el criado. Le molestaba que lo hicieran esperar ante la puerta de la casa de su padrino como si fuera un mendigo-. Y agua caliente. Quiero bañarme.

– Sí, señor.

A medida que subía por las escaleras de caracol, George se quitaba su ropa contaminada. Se sentía humillado por su aspecto y agradeció que su padrino no estuviera para comentar su ignominia.

El agua caliente alivió su cuerpo dolorido; incluso el meñique mejoró. Al salir de la bañera de cobre colocada detrás del biombo de encaje de aguja en que aparecían sátiros persiguiendo a ninfas desnudas a través de cañadas, se enfureció porque Stevens no se había dignado ayudarlo ni encender el fuego. Prescindiendo de la Inaila que colgaba del biombo, George avanzó goteando hasta el armario de Jamie y se envolvió en una de sus luías de seda. Se disponía a cerrarlo cuando vio una moneda. Stevens no era tan pulcro como se creía. Era un cuarto de águila.

Satisfecho, George lo guardó en su bolsa, que se lidiaba sobre la cama. La moneda tintineó al chocar contra dos solitarios centavos. El joven cogió la toalla y frotándose la cabeza con vigor, salió de detrás del biombo. Una joven criada colocaba ropa limpia en la majestuosa cama de Jamie, que un agente le había comprado en la finca saqueada de un marqués francés decapitado durante la revolución.

George vislumbró un bonito perfil y un pecho prominente. Una muchacha apetecible, pensó, sabiendo que a su tío le gustaban inocentes y virginales.

George sonrió con lascivia. Sus grandes ambiciones en la vida consistían en amasar la fortuna del viejo pícaro y fornicar más que él. Se abrió la bata y agarró a la joven por detrás. Ella tendió las manos hacia atrás para acariciarle los testículos; George no cabía en sí de alegría, que se convirtió en horror cuando la bruja comenzó a apretárselos y retorcérselos para después apartarlo empujándolo con el trasero. Por segunda vez aquel día, George Willard perdió el conocimiento. La joven salió corriendo de la habitación.

Permaneció unos instantes inmóvil, a la espera de que se le despejara la vista, y al enfocarla, la clavó en un curioso objeto. Deslizó la mano bajo la cama y se disponía a sacar una caja metálica negra cuando oyó ruido de pasos. Se apresuró a levantarse. Tal vez la joven había cambiado de opinión.

Era Stevens, que entró en el dormitorio con una botella de brandy y un vaso. George se sirvió una copa, deseando que el hombre se retirara. Por desgracia el necio insistió en ayudarlo a vestir, y George se vio obligado a abandonar la habitación de su tío sin explorar el contenido de la caja metálica de debajo de la cama.

Una hora más tarde, George salió de Richmond Hill con ropa limpia y un cuarto de águila junto con dos centavos en la bolsa.

El sol de la tarde se había escondido detrás de las veloces nubes. Sobre las tierras pantanosas se alzaban volutas de neblina que amenazaban con espesarse cuando el joven entró en la ciudad.

De pronto el bullicio de la urbe cayó sobre él como un martillo. El toque de corneta de un errante afilador de tijeras y cuchillos sonó como el cuerno de Gabriel convocando a un ejército… de demonios, maldita sea. Y las campanillas de los traperos se sumaban al alboroto, mientras los vendedores de almejas y ostras pregonaban sus mercancías, compitiendo codiciosamente con los proveedores de pescado frito, pan de jengibre y bollos calientes.

Al oler el pescado frito se le revolvieron las tripas, y pasó del hambre a las náuseas.

Los deshollinadores, con la tez permanentemente tiznada, vagaban por las calles con las ropas cubiertas de ceniza y carbonilla, ofreciendo sus servicios. Los cerdos gruñían, y los perros ladraban a los vehículos que transitaban por las calles adoquinadas.

De todos modos, el estrépito de Nueva York constituía la menor de las preocupaciones de George. Incluso el dolor del meñique carecía de importancia al lado de su problema: ¿cómo demonios conseguiría esos doscientos dólares? La imagen de la caja metálica bajo la cama de su tío acudió a su mente. Maldita sea, debería haber encontrado el modo de descubrir el contenido.

Debía obtener ese dinero como fuera. Viajaría a Canadá. No, mejor a Londres. Ese último pensamiento resultaba agradable.

Su tío Jamie era un anciano. ¿Cuánto tiempo más viviría? A su muerte, George heredaría la fortuna de los Greenaway, que se había cuadruplicado bajo la administración de Jamie.

Ante la puerta del Tontine, un niño resfriado repartía el Evening Post, elogiándolo a voz en cuello. Pensó que era importante que todo el mundo leyera los artículos sobre la marina, el nuevo arsenal y la resolución del consejo de pagar mejores precios por las tierras que se requerían para la construcción de Canal Street.

George desmontó, ató el caballo pío a la cerca y arrojó un centavo al niño. Éste tendió la mano, sin lograr alcanzar la moneda, que aterrizó sobre un montón de humeantes excrementos de caballo. Hizo una mueca de cólera y decepción. George lo fulminó con la mirada, desafiándolo a protestar, lo que por supuesto no hizo. El chico se limitó a arrodillarse para buscar la moneda. Con el Evening Post bajo el brazo, George entró en el Tontine. El humo era espeso, como una niebla invernal, y los piratas tosían, escupían y fumaban. Fumaban, tosían y escupían. Y fumaban. El olor del café, junto con el del tabaco y el alcohol, le abrieron el apetito. Le rugían las tripas, y le apetecía beber una cerveza negra.

George se sentó a una mesa y pidió su cerveza negra. Abrió el Post y echó un vistazo a los anuncios. Sabía qué buscaba, pues había comprado el periódico por esa razón. A menudo la prensa le inspiraba ideas brillantes.

No le interesaban demasiado ni la letra impresa ni la política. Las noticias locales rezumaban política, y la ciudad de Nueva York hervía como una olla borboteante. En lo que a George Willard respectaba, podían colgar tanto a federalistas como a demócratas.

Su máximo problema estribaba en conseguir doscientos dólares. Y cuanto antes. La Providencia siempre le había favorecido, y sabía que saldría de aquel aprieto.

Llegó la jarra de cerveza oscura. A través de la neblina, George reconoció la figura de Ethan Cameron, un cajero del Manhattan Bank. ¿Quién podía pasar por alto su cabello rojo? George y Peter Tonneman lo habían conocido cuando estudiaban en la Universidad de Columbia y pasaban más tiempo en la taberna que en clase.

Peter Tonneman. Últimamente Peter se había reformado. George rió y golpeó la mesa. ¡Oh, no era tonto! Primero golpeaba a un cuáquero y después se convertía a su religión. Era muy astuto. Había golpeado a Brown y robado el dinero, para a continuación convertirse y aceptar el empleo de alguacil. Y perseguía a la prima viuda de Jake Hays. Estaba claro que la cortejaba. Era una joven muy bonita y probablemente tenía una buena posición; tal vez no dinero, pero a Peter le bastaba. Muy astuto.

– Otra cerveza negra -vociferó.

El cuarto de águila desaparecería en un abrir y cerrar de ojos. ¿Y adonde iría? Borracho en el Tontine y sin fondos. Demonio, había pasado antes por esto. Tan sólo necesitaba que le favoreciera la Providencia.

Quizá acababa de hacerlo. Se acercó a la mesa de Cameron con la intención de que éste le pagara unas rondas. El pobre diablo estaba demasiado ebrio.

– Me alegro de verte, amigo. -George le dio unas palmadas en la espalda y casi lo derribó de la silla. Un grueso morral de cuero cayó del regazo de Cameron, que se movió con dificultad para recogerlo.

George se le adelantó. ¿Había cambiado su suerte? Eso estaba por ver, pero George se mostraba optimista respecto a su porvenir y la generosidad de la Providencia. George depositó el morral sobre la mesa, entre ambos.

Cameron miró a George con expresión atontada.

– Te conozco. -Tenía la boca llena de gachas-. Peter… Tonneman.

– Exacto -respondió George Willard.

Cuando le sirvieron la cerveza negra, pidió otra ronda. Con toda naturalidad introdujo la mano en la bolsa de Cameron y pagó con un billete de cincuenta dólares del Manhattan Bank que sacó de un gran fajo. Pidió de inmediato otra ronda, y luego otra. Ya no le dolía el dedo.

Y cuando Cameron perdió el conocimiento, George se hizo con toda la bolsa.

– Peter Tonneman te da las gracias -dijo y, tras lanzar una risotada, salió del Tontine.

El porche del local le brindaba una clara perspectiva del tráfico confuso a lo largo de Wall y Water Streets. Un viejo trapero con cerca de veinte sombreros en la cabeza avanzaba con paso vacilante y esquivó por poco los barriles que descargaban delante del Tontine. ¡Tanto hablar del embargo de Jeff! George se dispuso a montar su caballo pío.

– ¡Al ladrón! ¡Tonneman! ¡Alguacil! ¡Necesito un alguacil! Nunca están cuando los necesitas. ¡Al ladrón!

George quedó completamente inmóvil al oír las palabras, con un pie en el estribo y el otro en el suelo. Ese necio de Cameron se había recuperado demasiado pronto. George subió a su montura y se encasquetó el sombrero. De pronto Cameron se abalanzó sobre él, aferrándole la pierna y el estribo.

– ¡Dámelo, Tonneman! ¡Alguacil! ¡Socorro!

A esas alturas una curiosa y poco solícita multitud se había congregado para observar la escena.

– ¡Aquí vienen! -exclamó alguien.

La muchedumbre se dispersó, y dos alguaciles se abrieron paso a empujones.

– ¿Qué ha ocurrido?

– Me llamo Ethan Cameron, y ese hombre me ha robado la bolsa. El dinero del banco. Perderé mi empleo.

El segundo alguacil reconoció el distinguido caballo blanco y negro antes que al jinete.

– ¿George?

Éste se levantó el sombrero y esbozó una sonrisa encantadora. Meneó la cabeza con tristeza.

– Borracho inocentón. Menudo jaleo. Me pidió ayuda porque estaba demasiado embriagado para ocuparse del dinero él mismo. -Diciendo esto, arrojó la bolsa al suelo, como si lo denigrara-. Ahí tienes; cógelo. Me está bien empleado por hacer de buen samaritano con este borracho.

– Es un embustero -exclamó Cameron, aferrando la bolsa embarrada y apretándola contra el pecho como si se tratara de un bebé rescatado. Golpeó el suelo con el pie, salpicando a sí mismo y los demás de barro-. Embustero. Se llama Peter Tonneman y es un embustero.

– Yo soy Peter Tonneman -intervino el segundo alguacil- Este hombre es George Willard.

Boquiabierto, Cameron se mesó el cabello.

– No, es…

El otro alguacil era Bill Duffy.

– Baja, Willard -ordenó-. Tienes que dar unas explicaciones. -Permaneció delante del caballo pío, sujetándolo por las bridas.

George clavó los talones en los flancos de Tapper, que se puso de manos. Duffy retrocedió tambaleándose, pero no lo bastante deprisa, y los poderosos cascos cayeron sobre él, derribándolo al suelo.

– ¡Apártalo, George, maldita sea! -Peter trató de aferrar la rienda del caballo pío para detener el horror, sin conseguir evitar que el espantado Tapper siguiera pisoteando a Duffy.

George Willard logró finalmente dominar al animal. Le hizo dar media vuelta y se alejó al galope, mientras Duffy se retorcía y desangraba en la calle embarrada.

Peter se arrodilló al lado de su compañero, de cuya coronilla manaba sangre. Sus agonizantes gritos interrumpieron los murmullos de los mirones.

– ¡Que alguien avise a un médico! -vociferó Peter, deseando por primera vez en su vida serlo.

De pronto Duffy dejó de chillar y, con voz clara y un fuerte acento irlandés, exclamó:

– ¡Eh, barlovento! ¡Liberadme de este infierno!

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New-York Evening Post

Febrero de 1808

40

Lunes, 8 de febrero. A primera hora de la tarde

El viejo médico no tardó en llegar al Tontine. Había asistido a una reunión de la junta directiva de la Canal Company en el ayuntamiento. Al salir a la calle, había oído un alboroto procedente de Water Street y, montando en Sócrates más deprisa de lo que creía poder, se había dirigido hacia allí a galope tendido. Tumultos como ése a menudo significaban accidentes donde sin duda se precisaba un médico.

Cuando Tonneman llegó, sólo la presencia de Jake Hays bastó para que la morbosa multitud se apartara y lo dejara pasar.

– ¿Qué ocurre?

El alguacil mayor estaba a punto de llorar.

– Ha caído un alguacil.

Al anciano Tonneman se le paró el corazón. Aferró las riendas deSócrates con firmeza, sintiendo una gran opresión en el pecho.

– ¡Oh, Dios mío! Peter.

– No; no es Peter.

Tonneman cogió el maletín de cuero negro de la silla de montar y siguió el sombrero de Jake Hays hasta Peter Tonneman, que se encontraba arrodillado junto al cuerpo ensangrentado de su compañero.

– ¡Padre, gracias a Dios que estás aquí!

– Apártate. -Tonneman ofreció la mano a su hijo, quien la rechazó.

Jake Hays posó una mano sobre el hombro del joven Tonneman para alejarlo un poco de la víctima.

El médico se arrodilló y examinó el cuerpo destrozado de Bill Duffy.

– Haz algo -exclamó Peter-. Puedes salvarlo, lo sé.

John Tonneman sabía que la única ayuda que podía recibir ese hombre era de Dios. Era evidente que estaba muerto. Meneó la cabeza. Noah se adelantó para ayudar al doctor a levantarse.

– Está bien, Peter. ¿Qué ha ocurrido? -preguntó el alguacil mayor.

– Fue terrible, señor. Lanzó su caballo a propósito sobre Duffy. Todo el mundo lo vio.

– Me robó la bolsa -intervino Cameron, repentinamente sobrio.

Peter se secó las manos en los pantalones. Tenía el rostro desfigurado por la angustia.

– Iré tras él.

– ¿Tras quién? -preguntaron John Tonneman y Jacob Hays al unísono.

– Peter Tonneman -respondió Cameron.

– Por última vez, yo soy Peter Tonneman.

– Pero él dijo…

– ¿Quién era, hijo?

– George Willard, padre.

Jake Hays se hizo cargo de la situación.

– ¿Qué conclusión podemos sacar de ese hecho, Peter?

– Una poco fundada, señor.

– Explícate.

– Si George Willard no ha dudado en matar a un hombre, podría haber matado a otros.

Hays asintió con vehemencia.

– Sigue.

Peter habló despacio, con cierto temor.

– Thaddeus Brown.

– ¿Y?

– Luego robó la caja fuerte.

John Tonneman regresó a Rutgers Hills muy cansado e invadido por diversas emociones: amor y orgullo hacia su hijo; envidia de la relación entre éste y Jacob Hays; miedo por su seguridad. Además lamentaba la muerte del joven alguacil.

Estaba tan absorto en sus pensamientos que al principio no reparó en que tenía una visita. Atado a la cerca, fuera del cobertizo, había un rucio desconocido y una reluciente calesa negra. Sócrates y el rucio intercambiaron roncos relinchos mientras Tonneman conducía el bayo castrado al cobertizo.

Aunque le intrigaba la identidad del visitante, desensilló a Sócrates con calma y lo cepilló. Por último llenó el cubo del agua del barril.

Entró en la casa por la consulta. Tenía el abrigo manchado de la sangre de Duffy. Tras colgarlo, se lavó las manos y el rostro. Tomaban el té cuando entró en la sala. Sus hijas, muy hermosas, no cesaban de ofrecer al visitante pastas de té mientras Mariana hablaba con él. Las niñas gritaron al ver a su padre en el umbral. Gretel vestía como una dama, con un chal de seda alrededor de los hombros.

El huésped se puso de pie. Entornando los ojos, Tonneman reconoció al joven Isaac de Groat, el hijo del viejo Cornelis. Al morir éste el año anterior, Isaac había empezado a ejercer la abogacía por su cuenta.

– Señor.

El joven, alto y ancho de hombros, había heredado el cabello rubio y el color de tez de sus antepasados holandeses. Permaneció de pie, observando a Gretel con interés cuando ésta, con las mejillas sonrosadas, entregó a su padre la pipa.

– ¿Qué te trae por aquí, Isaac?

Tonneman encendió la pipa con el encendedor instantáneo. Isaac quedó debidamente impresionado. Tonneman miró a Mariana, que tampoco había pasado por alto el interés de Isaac por Gretel.

– Dirk Onderdonk, señor.

Tonneman frunció el entrecejo.

– ¿Dirk Onderdonk? Está muerto. Yo mismo le cerré los ojos no hace ni tres semanas.

– Sí, señor. Y le ha legado su casa y sus bienes.

– ¿Qué casa y qué bienes? Vivía en Hanover Square, encima de la imprenta de Nicholas Milly.

– Cierto. Y era propietario de una granja de seis hectáreas en Greenwich Village, con casa y cobertizo. Se lo ha legado a usted. No tenía parientes vivos.

– John. -El rostro de Mariana se iluminó-. Una granja en el campo. -Comenzó a dar saltos batiendo palmas.

John Tonneman la observó. La amaba muchísimo cuando se comportaba así, como la niña que había conocido.

– ¿Dónde está exactamente la propiedad, Isaac?

– La he señalado en el mapa. -El abogado sacó un folio de su elegante chaleco verde-. ¿Lo ve? Aquí, cerca del cruce de Christopher con Hudson. Puedo llevarlos ahora, si quieren.

– No; no se preocupe. Iré yo solo mañana, si el tiempo se mantiene.

Mariana chasqueó la lengua. John Tonneman la ignoró, satisfecho con la noticia y aún más con lo que veían sus ojos: Isaac de Groat había quedado prendado de su hija, y viceversa. Disimuló una sonrisa. Así son las cosas, pensó.

– Sí, mañana iré a echar un vistazo a la propiedad.

– Y yo te acompañaré -dijo Mariana.

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New-York Spectator

Febrero de 1808

41

Lunes, 8 de febrero. De la mañana a primera hora de la tarde

George galopó hacia el norte por West Street a lo largo de los muelles del río Hudson, salpicando a todo aquel que se cruzaba en su camino, esquivando a los carros repartidores que avanzaban a toda velocidad conducidos por jóvenes vestidos de blanco. Primero la cólera y después el miedo alimentaban su desafuero.

Tenía que llegar a un lugar seguro. Su madre lo encubriría, pero le formularía demasiadas preguntas. Además, la casa de Liberty Street sería el primer lugar donde Hays buscaría.

Dinero. Necesitaba dinero para huir de Nueva York y volver a empezar. ¿Canadá? Tal vez Nueva Orleans. En cualquier caso, primero debía refugiarse en un lugar seguro para recuperar fuerzas y pensar. Iría a Richmond Hill, pero su tío Jamie se hallaba en Litchfield. De todos modos, debajo de la cama se encontraba aquella caja que ni siquiera había abierto; tal vez estaba llena de oro o billetes de banco.

Charlie Wright (que nunca hacía daño a nadie) sabría qué hacer en semejantes circunstancias. Ned el Carnicero ejercía un gran poder en esa ciudad, y Charlie trabajaba para él. Era incluso su amigo, si alguien podía ser amigo de Ned. Por mucho que deseara contar con otras alternativas, George decidió recurrir a Charlie y se dirigió hacia la plaza de toros del Bunker Hill.

Con el buen tiempo se había congregado bastante gente en la plaza, tanto clientes de pago como aquellos a quienes gustaba permanecer cerca y charlar, deseosos de ver el espectáculo, pero no dispuestos o capaces de pagar la entrada.

Ese día, la plaza embarrada haría aún más vulnerables a los perros. Era una lástima perderse la inevitable carnicería y no compartir la diversión, pero George no disponía de tiempo para entretenimientos. Presuroso, ató a Tapper a la cerca y entró en la plaza. Vio a Charlie y a Ned hablar y observar a los espectadores que entraban. George esperó, apoyándose en una pierna, luego en la otra, sudando profusamente.

Ned sólo echó un vistazo a George antes de alejarse.

– ¿Tienes lo que nos debes? -exigió Charlie sin apartar la vista de la puerta delantera y haciendo conjeturas sagaces acerca de cada cliente que llegaba en coche, carro, a caballo o a pie, calculando cuánto recaudarían ese día.

– No, necesito tu…

– Largo.

– Pero Charlie…

– Largo o te mataré.

Charlie se volvió y se encaminó hacia la plaza. George lo siguió suplicante.

– He matado a un hombre. Un alguacil. Necesito dinero y un sitio donde esconderme.

Charlie se detuvo y se volvió con una sonrisa enigmática en los labios.

– ¿Necesitas dinero y ayuda? No sigas buscando. Romperemos tus pagarés. Incluso te entregaremos veinticinco.

Le dio una bofetada en la mejilla que pretendía ser amistosa, pero George percibió la amenaza que nunca abandonaba a Charlie. El ligero golpe lo hizo tambalear, pero se cuidó de demostrarlo.

– ¿Para qué están los amigos? -prosiguió Charlie, burlándose de la cobardía y necedad de George. Sólo que… -Ladeó la cabeza.

– ¿Qué?

– Tendrás que hacernos un pequeño favor.

– Lo que sea. Dime.

– No es gran cosa. -La sonrisa de Charlie se hizo aún más amplia-. Tendrás que matar a alguien.

En el tumulto que siguió a la muerte de Duffy, Peter había pedido un caballo a todo aquel que veía hasta que finalmente Lemual Wilson, del Tontine, le había prestado su yegua castaña. Con la bendición del alguacil mayor, Peter se hallaba sobre la pista de George Willard. Partiendo de la base de que a George no se le ocurriría acudir a la casa de su madre de Liberty Street, Peter creyó posible que se hubiera dirigido a Richmond Hill para ver a su tío Jamie.

Peter había recorrido todo el camino hasta el terraplén del canal, donde comenzaría Canal Street, cuando el sentido común reemplazó al entusiasmo y comenzó a preguntar a los transeúntes si habían visto el caballo pío.

El quinto «no» a su pregunta, pronunciado por una encorvada mujer negra que acarreaba cubos de agua, le bastó. Volviendo sobre sus pasos, cruzó en zigzag la ciudad. Aunque frustrado y cansado, estaba decidido a no parar hasta dar con George.

En Chambers se detuvo en la cárcel y sólo encontró al sargento Alsop dormido en su escritorio. Peter no se entretuvo, temiendo que George escapara.

Más allá de Chambers Street y los límites de la ciudad, había menos construcciones. Desmontó y condujo a la yegua de Lemual Wilson, la cual inclinaba la cabeza, tirando de las riendas.

– Quieres volver al Tontine, ¿verdad? No me extraña.

Había gente alrededor. Algunos se dirigían a la plaza de toros de Bunker Hill. Peter se detuvo de pronto, y la yegua le clavó el morro en el hombro. La plaza de toros era el lugar a que con toda probabilidad acudiría George. Y un mal lugar para un aguacil solo. Se quitó la estrella de cinco puntas de latón y se la guardó en el bolsillo del abrigo; luego se caló el sombrero hasta las cejas.

Como sospechaba, el caballo pío se hallaba atado a la cerca. Dejó el castaño de Wilson lejos del pío y esperó. De la arena llegaba el murmullo confuso de voces, pero ningún grito, y supuso que aún no había empezado el espectáculo.

Al cabo de un rato Peter decidió que aquélla no era la mejor forma de proceder. De haber visto a otro alguacil, le habría pedido que fuera a avisar a Jake, o corriera a la cárcel de Chambers en busca de refuerzos. Pero no había ninguno. Se encontraba solo en el territorio del gran Ned.

Se planteó la posibilidad de interrogar al primer ciudadano que pasara, pero en aquel vecindario era como pedir a gritos que te rajaran el cuello.

Se acercó despacio a la montura de George.

– Calma, Tupper. -Desató al animal y le dio una palmada en la grupa. Cuando el caballo pío se alejó por Mott Street, exclamó-: ¡Caballo desbocado!

Otros repitieron el aviso:

– ¡Caballo desbocado! ¡Caballo desbocado!

Como esperaba, George acudió corriendo.

– ¡Mi caballo! -exclamó.

– ¿Qué me importa tu jodido caballo? -bramó Charlie Wright detrás de él-. Tenemos un trabajo que hacer.

– Mi caballo -gimoteó George. Temeroso de perder a Charlie, se adentró tras él en Mott Street-. Tal vez lo alcancemos -murmuró.

– Calla.

– Yo sólo…

– Calla.

Era mediodía cuando los dos hombres se aproximaron al número 39 de Duane Street. Charlie observaba a cierta distancia cómo George, siguiendo sus concisas instrucciones, se encaminaba hacia la puerta de la casa gris y tocaba el aldabón de bronce en forma de herradura. El joven miró las cortinas de la ventana lateral. ¿Se habían movido? Se volvió hacia Charlie, y sus gestos amenazadores bastaron para aterrorizarlo de por vida.

Al cabo de un rato se abrió la puerta, y apareció una mujer bastante hermosa de rostro, salvo por la cicatriz. El cabello largo y negro le caía suelto sobre los hombros, como estaba de moda; por alguna razón, en aquella mujer dicha moda resultaba lasciva. No importaba, la prostituta era una masa de carnes, y George detestaba las mujeres gordas. Maldita sea, iba a ganarse su paga.

– ¿En qué puedo ayudarle?

Tenía acento francés. Se daba aire con un abanico rojo y negro, aunque no hacía calor. Lucía un vestido rojo muy escotado y una estola de seda negra brillante alrededor de los hombros, y de su grueso cuerpo emanaba un fuerte aroma húmedo.

– ¿Eres Simone Aubergine?

La mujer asintió, sonriendo provocativa.

George respondió con su mejor sonrisa.

– Tengo entendido que no te opones a las visitas de una tarde.

Ella ladeó la cabeza, deslizando despacio los dedos por su ondulado cabello.

– ¿Y quién te lo ha dicho?

– Un amigo.

– ¿Un amigo tuyo o mío?

– Espero que de ambos.

– Très charmant! Bien dicho, monsieur. Y tú eres joven y atractivo. Pasa, por favor.

Simone le franqueó la entrada. Su reflejo en los espejos a ambos lados del pasillo lo sobresaltó; estaba pálido como un muerto. La mujer lo invitó a pasar a un salón lleno de muebles afrancesados de patas delgadas. Ardía un gran fuego, lo que supuso un alivio, porque de pronto George tenía mucho frío. Se sentó en el borde de uno de los sofás de satén rosa con flecos. La fea alfombra de cañamazo con flores verdes, rojas y amarillas bordadas que descansaba delante del sofá parecía un vómito.

– ¿Puedo ofrecerte… algo? -Se pasó la lengua por los gruesos labios pintados.

– Sólo a ti.

Simone plegó el abanico y le golpeó la muñeca con él.

– Travieso. -Le acarició la mejilla-. No tardaré. Debo despedirme de otro amigo y enseguida me reuniré contigo, miétalon.

El joven la oyó recorrer el pasillo. Cuando se levantó para echar un vistazo, ella ya había hecho salir a la otra visita.

Se hallaba de nuevo sentado en el sofá cuando la mujer regresó a la sala. Sin pronunciar palabra le cogió de la mano y lo condujo a la parte posterior de la casa.

La cama estaba cubierta de seda dorada. Simone señaló la mesilla. Al ver que él no se movía, le golpeó con el abanico.

– La, sé generoso. Te haré muy feliz. -Dobló el edredón y se tendió de espaldas en el lecho, recogiéndose la falda roja y estirando las piernas. No llevaba ropa interior-. Vamos, cariño. No tengo todo el día. Pronto llegarán otros.

Aquellos temblorosos muslos y el blanco vientre repugnaron a George, pero había pagado su dólar -el de Charlie- e iba a sacarle todo el jugo. Mientras se colocaba sobre la montaña de carne, pensó que ella no pondría objeciones cuando lo recuperara.

Cuando estaba a punto de quedar satisfecho, le rodeó el cuello con las manos y apretó, lo que aceleró su placer. Sin embargo, la mujer era tan gruesa que no logró estrangularla.

– No, querido -susurró ella dulcemente al principio.

Al ver que él insistía, enrojeció, y sus ojos oscuros reflejaron temor. Se debatió con todas sus fuerzas. De pronto él oyó un chasquido; la bruja había vuelto a partirle el dedo meñique. Gritando de dolor, George la abofeteó.

– ¡Asesino! ¡Asesino! -vociferó la fulana. Consiguió apartarlo y bajó al vestíbulo, sujetándose las faldas por encima de la cabeza y exclamando-: ¡Asesino!

George se subió los pantalones y salió tras ella, repasando mentalmente lo que Charlie le haría si las cosas salían mal. Le temblaba la mano. La puta llegó hasta la puerta y la abrió. En cuanto saliera, estaría perdido.

– ¡Socorro! -exclamó Simone al hombre que se hallaba al otro lado de la puerta-. Intenta matarme.

– Y no lo consigue, ¿verdad? -replicó Charlie Wright (que nunca hacía daño a nadie).

Y sonrió mientras hundía el cuchillo justo debajo de los generosos pechos de Simone Aubergine.

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New-York Spectator

Febrero de 1808

42

Lunes, 8 de febrero. A primer hora de la tarde

El estrecho y sinuoso callejón conducía de Jay Street al patio situado detrás de la casa de Duane Street.

Peter había seguido a George y Charlie hasta allí. El primero había entrado mientras Charlie aguardaba delante de la casa.

Muy poca gente, salvo los visitantes asiduos de Simone, sabía de la existencia de ese callejón. Habiendo sido un visitante asiduo, al principio a petición de Tedioso Brown, después por voluntad propia, Peter conocía bien el callejón, el patio, la casa y la mujer que la habitaba. También sabía que el pequeño carro verde y el burro marrón atado ante la puerta trasera pertenecían a la prostituta.

Había actuado con extrema cautela, temiendo que George hiciera daño a Simone y Charlie decidiera inspeccionar la parte posterior de la casa y lo sorprendiera. Pero el grito aterrorizado de Simone lo obligó a abandonar toda cautela.

Irrumpió en el interior de la puerta trasera y recorrió el pasillo. La puerta de la calle estaba abierta de par en par. Vio un charco de sangre oscura y reciente en el umbral y en el camino de entrada. Habían matado a Simone. George, que siempre había sido un bravucón cobarde, se había convertido en un asesino.

Peter miró alrededor. La calle estaba desierta. ¿Dónde se habían metido?

Volvió al salón; no había nada ni nadie. El perfume de la mujer aún flotaba en la estancia. Aspiró el aroma con tristeza. Había acudido a ella siempre que había necesitado un amigo. Y ahora la habían asesinado. Pero ¿dónde estaban los criminales y la víctima?

Se disponía a regresar a la puerta delantera cuando advirtió que el suelo del salón aparecía desnudo. La extravagante alfombra bordada en cañamazo ya no estaba en su lugar habitual, delante del sofá rosa. Ella la apreciaba mucho porque, según explicaba, era un recuerdo de París. Peter dudaba de que hubiera estado alguna vez en París; probablemente en Montreal, o tal vez en Nueva Orleans.

Se asomó a la puerta delantera. Como antes, no había nadie a la vista, salvo unos niños en Thomas Street; los pequeños chapoteaban en el barro haciendo rodar arandelas de barril, y sus voces resonaban en la calle silenciosa.

Peter permaneció bajo el brillante sol invernal y aguzó el oído. Ruedas y cascos de caballo. Juraría que había oído protestar a George. Sigiloso, entró de nuevo en la casa y recorrió el pasillo hasta la puerta trasera. Llegó a tiempo de ver cómo George y Charlie se llevaban la alfombra de Simone enrollada. A juzgar por el bulto, la mujer estaba dentro. Era evidente que habían regresado por el callejón mientras él corría de la puerta trasera a la delantera.

Tuvo que recurrir a todo su autodominio para no gritar. Simone estaba muerta, y no había nada que hacer. Su deber consistía en seguir a George y Charlie para averiguar si le conducían a alguien más. Ése era el modo de proceder de Jake. Y tenía que ser el suyo.

En efecto, George se quejaba del peso de Simone. Peter sabía que ésta habría apreciado la ironía.

Maldita sea. Los dos villanos habían descubierto el carro y el burro. Dejaron caer la alfombra y su contenido en el carro y se pusieron en marcha. Peter los siguió de cerca.

El vecindario de ese triste barrio se componía de personas sin hogar, marineros sin empleo, borrachos y golfillos que se guarecían en edificios deshabitados o construían sus nidos en barriles vacíos. Nadie prestó atención al carro y sus dos pasajeros.

El vehículo no se alejó demasiado. Al llegar a la orilla del Hudson en West Street, George y Charlie arrojaron al muelle la alfombra enrollada. El primero se disponía a propinarle un puntapié para que rodara hasta el río cuando el segundo le asestó una bofetada. George cayó de espaldas, sorprendido.

– ¡La alfombra vale dinero, idiota! -bramó Charlie.

Un vecino que dormitaba a menos de tres metros de distancia gruñó en sueños. Otros se apiñaron en el muelle, pero no representaban una amenaza para George y Charlie. Y por esa misma razón, nunca brindarían su ayuda a Peter.

George desenrolló la alfombra, y apareció Simone. Peter no podía apartar la vista.

– Ahora -ordenó Charlie.

Al instante George hizo rodar a Simone hasta el río. El cuerpo levantó mucha espuma antes de desaparecer.

Charlie permaneció junto a George mientras éste enrollaba la alfombra.

– Vamos -dijo, arrojando la alfombra ensangrentada al carro.

George se levantó vacilante.

– Vamos -repitió Charlie, dirigiéndose esta vez al burro, que no se movió.

Después de más órdenes a voz en grito y dolorosas patadas al burro, Charlie decidió abandonar el carro. Furioso, cogió la alfombra y, cargándosela al hombro, echó a andar hacia el norte. Dócil, George lo siguió, meciéndose el dedo dolorido.

Peter esperó a que se hallaran a una manzana de distancia para seguirlos. Jake le había enseñado que el mejor método para atrapar criminales consistía en seguir a otros; sólo que Jake los llamaba ratas. Peter miró hacia el agua y murmuró una oración. En aquel instante Simone emergió a la superficie agitando los brazos. ¡Dios mío, estaba viva! Peter se quitó las botas, arrojó el abrigo y se zambulló en las frías aguas del Hudson.

El vecino se despertó y, al ver a Peter, exclamó:

– ¡Hombre al agua! -Luego volvió a dormirse.

Algunos de sus compañeros despertaron al oír el aviso y se levantaron con dificultad para ver qué sucedía. Demostraron ser más serviciales de lo que Peter había supuesto. Sin su ayuda y la escalera del embarcadero, el joven alguacil jamás habría logrado sacar el pesado cuerpo de Simone de las heladas aguas.

El viejo Tonneman había enseñado bien a su hijo. Vació el agua de los pulmones de la mujer mientras ésta yacía en el muelle como una ballena varada. Cada vez que le presionaba el pecho, manaba sangre.

Al verla los vecinos se esfumaron.

– Me han asesinado -farfulló Simone.

– De momento no has muerto.

Peter se quitó la empapada americana y se arrancó la camisa, que utilizó para restañar la herida de Simone. Finalmente le puso el abrigo sobre los hombros y la llevo prácticamente a rastras hasta el carro. Su padre sabría qué hacer, pero Rutgers Hill se hallaba demasiado lejos. I o más sensato era ir a la cárcel municipal. A pesar de su aletargamiento, el sargento Alsop sin duda conocería el domicilio del médico más próximo.

SE ALQUILA OFICINA EN PLANTA BAJA DE WALL STREET,

EL MEJOR LOCAL DE LA CIUDAD PARA UN NOTARIO,

OCUPADO EN ESTOS MOMENTOS POR EL SEÑOR GEORGE LUDLOW.

New-York Herald

Febrero de 1808

43

Lunes, 8 de febrero. A primera hora de la tarde

– Disculpe, madame. Lamento molestarla, pero me veo obligado. -Jake Hays llevaba la cabeza descubierta, después de haber dejado el sombrero y el bastón en manos del mayordomo de Abigail Willard.

– Señor Hays.

Abigail escudriñó el rostro del alguacil mayor. Parecía inquieto, a pesar de su tono indudablemente autoritario y su imponente presencia.

– Por favor, siéntese. ¿Quiere una taza de té?

– No, gracias, señora. -Hays se sentó, incómodo.

¿Qué había hecho George esta vez? Lo bastante para que el alguacil mayor en persona acudiera a su casa. Abigail se tranquilizó y esperó a que el representante de la ley hablara. Este era todo cabeza, y su cuerpo, bajo y fornido, parecía incómodo confinado a una silla.

– Se trata de su hijo -empezó Hays.

– ¿Sí? -Lo que se temía.

– ¿Está aquí?

Hays fijó su penetrante mirada en los ojos de Abigail. De pronto ésta comprendió que la razón de la visita era más grave que de costumbre. Le faltaba el aire y apenas podía hablar.

– ¿Qué ha ocurrido? -inquirió con cautela.

Hays no respondió. Mantenía la vista clavada en Abigail. A la mujer empezaron a temblarle las manos, y las enlazó sobre su regazo.

– No; no está aquí.

– ¿Vino por aquí ayer?

– No -contestó Abigail. Oía ajetreo en la casa; una entrega en la puerta trasera, el crujir del suelo del piso superior mientras la doncella realizaba sus tareas, incluso las campanas de los traperos al pasar por la calle. Se le llenaron los ojos de lágrimas- Señor Hays, debe explicarme qué ha sucedido.

– Señora Willard, no es la clase de noticia que me gustaría comunicar a la madre de su hijo. Creo que un té…

Abigail tiró tres veces de la banda de encaje para pedir el té. Esperaron.

– Señor Hays.

El alguacil mayor sabía que Abigail Willard vivía sola con George, su hijo menor, y que los otros hijos estaban casados y a su vez tenían hijos. Bajo su hosca apariencia, Jake Hays era un verdadero cristiano, un hombre bondadoso. Comprendía los sentimientos de un padre hacia su vástago, aun cuando éste hubiera cometido un asesinato.

– Señora Willard, ¿tiene a alguien, algún pariente, que pueda quedarse con usted?

– Por el amor de Dios, señor Hays… ¿Ha muerto George?

– No, señora.

Abigail suspiró aliviada. Conseguiría solucionar lo que quiera que fuera, siempre que George no estuviera muerto.

Nancy apareció con la bandeja de té. Abigail le hizo una señal, y la joven salió de inmediato. Hays y su anfitriona permanecieron sentados en silencio mientras ella realizaba el ritual de servir el té. Le tendió una taza, que él depositó sobre la mesa junto a su silla.

Después de haber tomado un primer sorbo, la mujer también la dejó en la mesa.

– Estoy preparada para oír lo que tenga que decirme, señor Hays. -Apretó los labios con firmeza.

– Lamento tener que decírselo, señora Willard…

Oh, Dios mío, ese hombre horrible había mentido. George estaba muerto.

– Su hijo, George Willard, ha matado a un hombre.

Abigail profirió un grito ahogado. Un duelo, por supuesto. Después del escándalo de Burr y Hamilton en 1804, los jóvenes deberían haber comprendido que la sociedad desaprobaba esos ridículos gestos masculinos y que la práctica del duelo ya no estaba de moda.

– ¿En un duelo? ¿Una cuestión de honor?

Más bien de deshonor, pensó Jake, pero se lo calló.

– Me temo que no. Mató a uno de mis hombres y huyó.

Al advertir la repentina palidez de Abigail, el alguacil se levantó de inmediato. Aunque parecía a punto de desvanecerse, la mujer meneó la cabeza y declaró con firmeza:

– Mi hijo jamás haría una cosa así, señor.

– Tengo la palabra del alguacil Peter Tonneman, que ha salido tras él.

Ella parecía oír sólo lo que quería.

– ¿Peter? Estupendo. Peter se hará cargo de él. Son amigos desde la infancia y siempre se han cuidado mutuamente. Para eso están los amigos, después de todo.

– Debo marcharme, señora Willard. Por favor, comunique a su hijo que se presente ante mí.

Compasivo pero severo, Hays se despidió.

– No lo ha visto -dijo a Noah al salir.

– Las madres mienten por sus hijos.

Jack negó con la cabeza.

– Creo que ha sido sincera.

– ¿Ha registrado la casa?

– No estaba allí.

– ¿Qué piensa hacer ahora?

– Esperar a que el joven Tonneman haga su trabajo. Mientras tanto, Gutschenritter y Dick vigilarán la casa. Willard podría ser lo bastante estúpido para regresar.

En el interior de la casa, Abigail se enjugó las lágrimas y escribió una nota. La dobló y cerró con el sello y cera de su marido. Luego tiró dos veces de la campana para llamar a Oliver.

– Infórmeme enseguida si mi hijo regresa -ordenó al mayordomo cuando éste acudió-. Entretanto -garabateó el nombre en la nota sellada- encárguese de que se entregue en mano esta nota al señor Jamison en Richmond Hill.

Abigail Willard estaba decidida a impedir que le arrebataran a su hijo.

Jake esperó fuera de la casa de los Willard. Después de atar su caballo a un olmo, el alguacil Gutschenritter se apostó en la esquina, tratando de pasar inadvertido. Para ello tendría que perder la mitad de peso, pensó Jake, que no dejaba de reflexionar sobre su conversación con la señora Willard. Lo más revelador era lo que había dicho de su hijo y Peter Tonneman. «¿Peter? Estupendo. Peter se hará cargo de él. Son amigos desde la infancia y siempre se han cuidado mutuamente. Para esto están los amigos, después de todo.»

Jake seguía absorto en sus pensamientos cuando el lacayo de Abigail Willard salió del establo a lomos de un caballo y partió. El alguacil mayor hizo señas a Gutschenritter, quien montó a su vez y lo siguió.

PROYECTO PARA RECAUDAR DE 200 A 300 MIL DÓLARES DE IMPUESTOS A LOS CIUDADANOS, EN BENEFICIO DE LOS ACCIONISTAS DE LA MANHATTAN CO.

PROYECTO DE NUEVOS IMPUESTOS…

TENEMOS ENTENDIDO QUE LA CORPORACIÓN HA PUESTO EN MARCHA EL PROYECTO PARA COMPRAR LA PLANTA DEPURADORA DE AGUA MANHATTAN Y QUE INCLUSO SE HA NOMBRADO UN COMITÉ PARA QUE SE REÚNA Y CONFERENCIE CON EL COMITÉ DE LA MANHATTAN COMPANY CON EL FIN DE SOLICITAR CONJUNTAMENTE A LA ASAMBLEA LEGISLATIVA PERMISO A UNO PARA VENDER Y AL OTRO PARA COMPRAR. COMO DICHA PLANTA DEPURADORA ES BIEN CONOCIDA COMO UN IMPORTANTE FONDO DE AMORTIZACIÓN, DEBEMOS PREVENIR A LA CORPORACIÓN SOBRE CÓMO PIENSA DESPLAZAR LA CARGA DE LA COMPAÑÍA A LA CIUDAD. POR OTRA PARTE, EN SU ESCRITURA DE CONSTITUCIÓN, LA COMPAÑÍA SE COMPROMETIÓ A SUMINISTRAR «AGUA PURA Y SALUDABLE» A LA CIUDAD EN LOS PRÓXIMOS DIEZ AÑOS A PARTIR DE LA FECHA. EL PLAZO CASI HA EXPIRADO Y EL COMPROMISO NO SE HA CUMPLIDO; ADEMÁS QUISIÉRAMOS SABER POR QUÉ EL MANHATTAN BANK NO HA SIDO EXIMIDO DE DICHA OBLIGACIÓN.

New-York Herald

Febrero de 1808

44

Lunes, 8 de febrero. A primera bora de la tarde

En la cárcel municipal, Alsop seguía dormitando sobre el escritorio. Jake y Noah se hallaban sentados a una mesa, esperando. En las celdas había tres prisioneros. Garrit Ellis Pockets no era uno de ellos. Jake podría haberlo llevado ante el tribunal por su intento de robo en la taberna de Ned, pero había juzgado oportuno dejarlo libre esta vez, en premio a la información que le había facilitado. Conociendo a Pockets y sus hábiles dedos, Jake podía estar seguro de que regresaría.

Había sido una mañana ajetreada. Después de que Peter hubiera emprendido la persecución de George y de la visita a Abigail Willard, Jake no tenía nada que hacer, aparte de la ronda habitual.

Mientras el alguacil del distrito, Thomas Dick, vigilaba la casa de Willard, Gutschenritter había seguido al lacayo hasta la mansión de Maurice Jamison, donde había entregado algo que parecía una carta. Pero Gutschenritter solía equivocarse, de modo que Jake albergaba ciertas dudas respecto a ese episodio.

Noah sirvió café en los tazones, que Jake acabó de llenar con el brandy de la botella que había en la mesa entre ambos. Bebieron. El alguacil mayor sacó entonces su pitillera de cuero del bolsillo interior, seleccionó un par de cigarros, ofreció uno a Noah, y ambos lo encendieron con la vela que descansaba sobre la mesa. La otra luz en la estancia provenía de la lámpara del escritorio del sargento. Dieron la primera calada al cigarro, saboreándolo.

– ¿Son de los que empapa en brandy? -preguntó Noah al cabo de un rato.

Jake asintió.

– ¿Te gusta?

– No está mal.

– Resumamos -propuso Jake escupiendo tabaco.

– ¿Para qué? Lo mire por donde lo mire, Ned Winship es el hombre que busca. Sus amenazas a Quintin Krock así lo indican. Tiene esta ciudad en el bolsillo, extorsionando y sobornando a la gente.

Jake emitió una especie de gruñido y asintió con expresión sombría.

– De acuerdo. Winship mató a Quintin. O mandó que lo mataran.

– Y mató a Brown, o mandó a Charlie Wright matarlo, tanto por lo que contenía la caja como por esa tal Aubergine.

Jake reflexionó.

– ¿Crees que su otro amante era Ned?

– ¿Qué quiere decir con «otro»? Esa mujer tenía quinientos amantes. Era su oficio.

– Me refiero a su amante especial.

– Si era tan especial, no se habría acostado con una puta.

Jake arqueó sus espesas y negras cejas, y bebió un sorbo de café.

– Charlie podría ser el amante.

Noah negó con la cabeza.

– Ese hombre no conoce el amor, ni siquiera el carnal. Es un animal. Peor, es el arma con que se mata.

En aquellos momentos la puerta de la cárcel municipal se abrió de par en par. Ante ellos apareció Peter Tonneman, con el rostro y la ropa goteando sangre y agua. Se tambaleaba bajo el peso del cuerpo inerte de Simone Aubergine.

POR ORDEN DEL HONORABLE SEÑOR DON MATURIN LIVINGSTON, JUEZ MUNICIPAL DE LA CIUDAD DE NUEVA YORK: POR LA PRESENTE SE NOTIFICA A TODOS LOS ACREEDORES DE PETER BRANNON, DEUDOR INSOLVENTE DE LA CIUDAD DE NUEVA YORK, QUE ADUZCAN ARGUMENTOS CONVINCENTES, SI LOS TIENEN, ANTE DICHO JUEZ, EN SU OFICINA DE LIBERTY STREET DE LA CIUDAD DE NUEVA YORK, EL DÍA 8 DEL PRÓXIMO MES DE MARZO A LA UNA DE LA TARDE, SOBRE POR QUÉ NO DEBE REALIZARSE UNA CESIÓN DE LOS BIENES DE DICHO INSOLVENTE Y ANULAR LA ORDEN JUDICIAL, DE ACUERDO CON EL ACTA TITULADA «ACTA DE AYUDA EN CASO DE INSOLVENCIA»,

APROBADA EL 3 DE ABRIL DE 1801.

FECHADO EL 22 DE FEBRERO DE 1808.

LINDSEY &ANDERSON, ABOGADOS.

New-York Evening Post

Febrero de 1808

45

8 y 9 de febrero. Del lunes por la noche al martes muy de mañana

La brillante luz lo cegó. Todo parecía familiar y, sin embargo, no lo era. Las farolas ardían delante de cada edificio. Sabía que el joven, eficiente y amable guardia nocturno informaba infaliblemente de las farolas apagadas, porque éstas eran encendidas de nuevo casi inmediatamente.

El ruido de cascos de caballos sobre los adoquines resonó en los oídos de John Tonneman. Le parecía estar en Crown Street, pero ya no se llamaba así. Esa calle había existido en su juventud, cuando los británicos gobernaban Nueva York. De pronto se encontró delante de un edificio de ladrillo flanqueado por dos brillantes lámparas. El tejado con balaustrada de la casa de tres plantas también estaba iluminado. La deslumbrante luz mostraba un amplio sendero con una vista panorámica de North y East Rivers, así como de la bahía de Nueva York. Ya había estado antes allí. Era como si hubiera abandonado su cuerpo y se observara a sí mismo cuando era más joven.

El jinete que se hallaba al lado de Tonneman murmuró algo que éste no logró entender. Mirándolo bajo la cegadora luz, tampoco distinguió de quién se trataba. Desmontaron. Un mozo cogió las riendas de Tonneman y su compañero misterioso. Era evidente que los esperaban.

Entraron en un gran vestíbulo. Más adelante había una espléndida y amplia escalinata con pasamanos y balaustrada de caoba. Un mayordomo con peluca y sin rostro, vestido con calzones de satén blanco, chaqueta a juego y pechera de volantes, los condujo por un espacioso pasillo central hasta una estancia a la izquierda. Ésta se hallaba iluminada por elegantes candelabros de cobre y una gran chimenea con repisa de mármol. Detrás de la pantalla ardía un gran fuego. Cuando el mayordomo abrió las puertas dobles, las llamas parpadearon, proyectando sombras siniestras sobre las relucientes cortinas de damasco dorado, los escotados vestidos de tafetán y seda de vivos colores de las damas, el terciopelo, satén y seda de los atuendos de los caballeros, así como sobre los rostros extraños y malevolentes que lo miraban expectantes. Tonneman no podía distinguir los rasgos de los presentes, aunque tenía la sensación de haber estado allí antes.

El mayordomo los anunció con voz profunda. Una vez más, Tonneman no entendió las palabras.

Él y su compañero fueron saludados por un fornido y autoritario hombre. Movían los labios, pero de ellos no brotaba ningún sonido; el doctor sólo oía el tintineo de los vasos, los susurros del viento y el crepitar del fuego en la enorme chimenea.

Un lacayo pasó con una bandeja, y todos tendieron las manos en busca de vasos.

Las alfombras bajo sus pies eran francesas, y los sólidos muebles estilo Chippendale. Las paredes, empapeladas con un estampado de diseño francés que describía escenas nemorosas con alegres damas y caballeros, se hinchaban como si no tuvieran mucha sustancia. Tonneman distinguió varias piezas de plata y porcelana, pero no acertaba a discernir los rostros.

Una mujer vestida de azul se acercó a él. Aunque no podía ver sus facciones, sabía que tenía los ojos azules; azul lavanda. Le embargó una gran tristeza, como si hubiera sufrido la muerte de un ser querido.

Su compañero hablaba con otra dama. Tonneman no podía verla, pero percibía un halo de cabello rojo alrededor de su brillante rostro, y debajo, unas grandes lunas blancas por pechos. Los diamantes colgaban de sus lóbulos y relucían en sus dedos.

A su lado, una mujer más joven vestida de amarillo, agitaba las manos, como si pidiera socorro. La muchacha también tenía unos pechos voluptuosos. Grandes perlas rosas colgaban de sus lóbulos y su grueso cuello. Su rostro, como el de los demás, era una esfera de luz blanca, dentro de la cual distinguió una boca abierta. Al hacerlo oyó el bramido del viento. No oía sus palabras, pero sabía que decía: «Voy a morir. Ayúdame.»

La imagen de su compañero parpadeó; el vaso de jerez que sostenía tembló y de pronto se hizo añicos en su mano, de la que comenzó a manar más y más sangre.

– ¡Jamie! -exclamó Tonneman.

La sangre goteó sobre él. Estaba fría.

Despertó en su cama, solo y empapado. Oyó cómo la lluvia azotaba la casa. A la tenue luz de la mañana y el resplandor del fuego vio que el techo estaba mojado y goteaba. No se atrevió a imaginar cómo estaría el tercer piso. Debería haber cambiado esas tejas cuando Mariana se lo había pedido.

Se levantó del lecho aturdido por la pesadilla. Mariana no estaba, lo que no le extrañó. Le habría gustado contarle el sueño, pero habían discutido por la noche, hasta que ella se había cubierto la cabeza con las mantas y le había dado la espalda.

¿Jamie? ¿Realmente creía que Jamie podía haber sido el amante desconocido de Emma Greenaway hacía tantos años? No, por supuesto que no. Pero ¿por qué no? Tonneman sonrió. Era una mujer; saltaba a la vista. Jamie, siendo Jamie y pensando con la entrepierna, habría seducido a Emma antes de conocer a su madre Grace. Había creído que Emma era una criada.

Jamie habría comprendido enseguida que Emma se interponía en el camino de una fabulosa fortuna. No podría casarse con Grace si Emma lo desenmascaraba, de modo que ésta tendría que desaparecer. De pronto su atesorada amistad con Jamie quedó reducida a cenizas.

Prefirió apartar tales pensamientos de su mente. Tras vestirse con ropa de viaje, abrió la ventana y los postigos. Había dejado de llover, y el sol asomaba por detrás de las nubes. Las goteras del techo podían esperar otro día.

Tonneman bajó con sigilo a la silenciosa cocina, donde encontró a Micah preparando un paquete de comida mientras un niño con un gorro atizaba la lumbre.

CUCARACHAS – EN UN GRAN EDIFICIO DE VARIOS APARTAMENTOS, AMUEBLADOS PARA DISTINTOS PROPÓSITOS, CUYOS HABITANTES NO VIVEN HACINADOS, Y EN EL CLIMA APROPIADO, LEVANTA UNA ALFOMBRA O CUALQUIER OTRA CUBIERTA QUE HAYA SERVIDO PARA ESCONDER CUCARACHAS. A MEDIDA QUE LA LEVANTAS, OBSÉRVALAS CON ATENCIÓN. FÍJATE EN SUS CABEZAS Y PATAS.

¡CÓMO SE APRESURAN A DESAPARECER DE TU VISTA!

New-York Evening Post

Febrero de 1808

46

Martes, 9 de febrero. Muy de mañana

Tonneman se frotó los ojos. El niño se volvió. Mariana. El hombre rió, tanto que se le saltaron las lágrimas y tuvo que sentarse.

– Oh, vamos, John Tonneman. ¿Qué es tan gracioso? -Su esposa se puso en pie con las manos en las calleras; la indignación emanaba de ella como el vapor de una tetera.

Todavía riendo, él le cogió los brazos.

– Tú. Nosotros.

Ella lo miró sorprendida, sin tratar de apartarse.

Micah echó a reír y se apresuró a taparse la boca con la mano, temiendo la reprimenda de su señora. Pero no llegó.

– El camino estará embarrado -dijo Tonneman-, tal vez intransitable.

– No importa; te acompañaré.

Él asintió.

– Nuestros hijos pronto se casarán, y volveremos a estar tú y yo solos. ¿Te fijaste en cómo miraba a Gretel el joven De Groat?

– Sí. Parece un joven agradable, pero no es de los nuestros.

– Recuerda que yo tampoco lo era. No importa. Si llegara a suceder, no haríamos lo que los parientes de Jacob Hays hicieron a su joven prima. Tu padre…

– Bendito sea su nombre -susurró Mariana.

– …no se interpuso en nuestro camino.

Micah dejó el café y los boles de avena en la mesa, y Tonneman soltó a su mujer.

– A Lee le gustaría ser médico -dijo Mariana.

– Lo sé. Es una lástima que no sea posible.

– En la Biblia aparecen mujeres médicos.

– No vivimos en tiempos de la Biblia.

– Los tiempos cambian, John.

– Es cierto. -Tonneman sonrió-. Tal vez algún día las mujeres se dejen crecer barba y lleven pantalones.

Ella se sentó al otro lado de la mesa, frente a él.

– No creo que el futuro de tu hija deba tomarse a risa.

Comieron en silencio hasta que Tonneman dejó la cuchara en la mesa.

– George Willard asesinó ayer a un hombre, y están buscándolo. -No sabía cómo decírselo, de modo que lo soltó sin rodeos.

– ¡Dios mío! ¿A quién? -preguntó Mariana, asombrada, compadeciéndose de Abigail.

– Al muchacho que vino aquí con Peter y Jake Hays. Le invitaste a desayunar.

– ¿El joven alguacil?

Tonneman asintió.

– Duffy.

– Oh, John, ¿y si hubiera sido Peter? -Le aferró la mano.

Por prudencia y cobardía, John Tonneman se abstuvo de mencionar que su hijo se había encargado de la persecución de George.

– No debes preocuparte por él. Ya es un hombre y tomará las decisiones oportunas. Parece haberse adaptado a su nueva profesión. Lo lleva en la sangre, como yo llevo la medicina en la mía.

– Pero John…

– Lo cierto es que la muerte de Duffy lo ha afectado, como es natural. Tal vez le ha infundido más coraje. Creo que el viejo Hays confía en él.

Mariana negó con la cabeza.

– Es un trabajo peligroso ahora que la ciudad está atestada de gente. De todos modos, mientras no vuelva a acusársele del asesinato del señor Brown y le guste su nueva profesión, me sentiré contenta. -Arrugando la frente, añadió-: John, ¿en qué circunstancias mató George al alguacil Duffy? No; no me lo digas. Tengo una pregunta más urgente. Si George Willard fue capaz de asesinar al alguacil Duffy, ¿crees que también pudo matar al señor Brown? -Sin esperar la respuesta, suspiró y, dejando a un lado el bol vacío, le tendió la mano-: Echemos un vistazo a nuestra casa de verano.

Ya había salido el sol cuando partieron hacia Greenwich Village, Tonneman a lomos de Sócrates y Mariana en la yegua de Peter, Ophelia.

Apenas había viento, y las gotas de lluvia brillaban sobre los adoquines y las aceras de ladrillo. La luz del sol, el calor impropio de la estación y el barro marcaron el trayecto.

Broadway, una amplia y elegante avenida que comenzaba en el Battery, se convertía en un camino vecinal más allá del mojón que señalaba los tres kilómetros al norte. Llegaron al puente de piedra que cruzaba los Lispenard Meadows, sobre el cual se habían posado numerosos totíes. Estos guardianes emplumados se dispersaron indignados cuando Tonneman y Mariana pasaron. Un halcón alzó el vuelo desde la copa de un árbol, chilló y se elevó hasta desaparecer en el cielo.

Para Tonneman, la felicidad de aquel día se vio menoscabada por el recuerdo de su pesadilla y su preocupación por Abigail. Debería haberla visitado, en lugar de comportarse como un cobarde y huir con Mariana al campo.

El hedor de la fábrica de cola al otro lado de Richmond Hill lo devolvió a la realidad. Mariana se había llevado el pañuelo a la nariz. Tonneman la miró. Estaba encantadora cabalgando a su lado. Ardía en deseos de contarle su sueño, pero se contuvo.

– ¿Te inquieta algo más, John?

Él suspiró.

– Te enfadarás…

Ella lo miró fijamente. Ahora me hablará de Abigail Willard, pensó. Espoleando al caballo con las rodillas, se adelantó, se volvió y esperó a que la alcanzara.

– Dime.

– Nunca te ha gustado Jamie, ¿verdad?

Jamie -pensó ella-; Jamie, no Abigail. Se sintió de nuevo contenta.

– No. Sólo piensa en sí mismo y sus intereses. Es capaz de pisotearte a ti y todos nosotros con tal de conseguir lo que quiere. Siempre ha sido así, John, pero te niegas a verlo.

Tonneman reflexionaba sobre esas palabras cuando divisaron las chimeneas de Richmond Hill. Salvo por las lánguidas espirales de humo, no había señales de vida. Pasaron por delante de la suntuosa mansión de Jamie en silencio, Mariana contenta por no hablar más de él, Tonneman absorto, evocando la pesadilla con todos los estremecedores detalles.

– Me temo que fue Jamie quien mató a Emma Greenaway, tal vez porque los sorprendió juntos, también a G retel.

– Oh, John. -Mariana guardó silencio unos instantes. Luego agregó-: Hickey, ¿recuerdas?, dijo: «¿Cuál de ellas era Gretel?»A Tonneman se le llenaron los ojos de lágrimas que no trató de ocultar. Su congoja conmovió a Mariana.

– Todo ocurrió hace mucho, querido.

– Lo sé, pero debo esclarecerlo.

– Tienes buen corazón.

El sonrió con el rostro todavía surcado de lágrimas.

– Si no fuera por el hedor que nos rodea, podríamos detenernos aquí…

– Tengo otra propuesta -respondió Mariana con los ojos brillantes-. ¿Te animas a galopar, muchacho?

El percibió el destello de los ojos de su esposa.

– Contigo, cualquier cosa.

Pasaron a toda velocidad por delante del achaparrado edificio de piedra cuyas dos enormes chimeneas expulsaban un humo grasiento y verdoso. Al oeste de la gran construcción se alzaba la casa del matarife de caballos. También se sacrificaban cerdos allí, y el grito de las aterrorizadas criaturas llegó a los oídos de los jinetes.

Alrededor de la estructura de piedra trabajadores con el rostro oculto bajo la suciedad se movían despacio, al igual que sus caballos, que tiraban de carros.

El horrible hedor no tardó en disminuir, y los Tonneman pasaron del galope al trote.

– Ha sido… -dijo él, jadeando.

– Maravilloso -finalizó ella, resollando también.

Mientras recobraba el aliento, Tonneman advirtió encantado que ya no sentía la familiar opresión en el pecho. Todavía había vida en él. Miró a su esposa; cuánto la amaba.

Encontraron fácilmente el sendero hacia Greenwich Village que Isaac de Groat había descrito. Los cálidos rayos de sol los envolvieron mientras cruzaban los campos abiertos. Tonneman sabía que en verano esos caminos aparecerían cubiertos de hierba alta. De vez en cuando se topaban con terrenos parcialmente cercados, pero sin viviendas. Tenían la impresión de que se hallaban solos en ese rústico mundo.

El sendero se desviaba hacia el este justo al sur del Manetta Water. En ese punto descubrieron sorprendidos un pequeño pueblo. Los nombres de las calles estaban escritos en letreros claveteados en troncos de árboles o en rocas pintadas a un lado del camino. En Herring Street se levantaban tres casas, delimitadas por vallas bajas.

No tardaron en encontrar Christopher Street, un camino señalado por un árbol en que se alzaban otras pocas casas de dos pisos, terrenos cercados, cobertizos y edificios auxiliares.

Se detuvieron para dejar pasar a un muchacho negro y delgado seguido de un rebaño de ovejas y un perro amarillo. Mariana sujetó a Ophelia. El pastor, al ver que era una mujer, la miró con cautela.

– ¿La casa de Onderdonk? -preguntó Tonneman, sonriendo ante la confusión del muchacho.

– Al final del camino, pero no hay nadie. El señor Onderdonk ha muerto.

– Yo soy el nuevo propietario. John Tonneman, doctor en medicina y cirugía.

– Se lo diré a mi madre. Se alegrará. -El chico sonrió y ladeó su sombrero de piel hacia ellos antes de conducir el rebaño al otro lado del camino. El perro, que cerraba la marcha, mordió la cola de una oveja rezagada.

Mientras Mariana se adelantaba corriendo, John desmontó. Estaba atónito por el cambio que había efectuado su esposa. Se la veía tan llena de alegría, incluso de esperanza.

La mujer abrió la verja de la casa de la esquina. La cerca y la casa pedían una mano de pintura; el edificio ilo ladrillo con postigos verdes conservaba la mayoría de lejas y parecía firme.

Los vestigios invernales de un jardín y varios árboles grandes, ahora con las ramas desnudas, rodeaban la vivienda. Tonneman ató su montura a un poste fuera de la cerca. Encontró la llave donde De Groat le había indicado, en una pequeña vasija de arcilla al final del sendero del jardín.

Mariana ya había entrado, pues habían dejado la puerta abierta. Tonneman oyó las exclamaciones de satisfacción de su esposa mientras la seguía.

No podría haber estado más encantado. Se trataba de una casa grande, más de lo que aparentaba por fuera. El mobiliario era escaso, pero funcional. En el salón había hermosas estanterías empotradas que contenían volúmenes encuadernados en cuero, y en la esquina descansaba un asombroso armario bajo, de color amarillo pálido, con la superficie de concha tallada. Tonneman había oído decir que Onderdonk había sido un gran ebanista, y a juzgar por su casa era cierto.

Crujieron las vigas por encima de su cabeza, y oyó a Mariana subir a toda prisa por las escaleras.

– ¿Dónde estás? -exclamó, de pie en medio de la espaciosa cocina. El gran hogar y el horno de ladrillo eran bastante más nuevos que los de Rutgers Hill. Tonneman se encaminó hacia el pasillo central, donde una escalera hermosamente tallada conducía al segundo piso.

Encontró a su esposa en un gran dormitorio. Ésta abrió los postigos, y el sol entró a raudales en la habitación por las cuatro amplias ventanas.

En el centro había cama con dosel, cubierta con una vistosa colcha. Mariana se sentó en ella, con el rostro encendido y radiante a causa del sol. La estancia resultaba sorprendentemente acogedora.

Él se sentó a su lado y la rodeó con los brazos.

– Bienvenida a casa. -La besó con cierta urgencia, y Mariana respondió.

Comieron los frutos secos, el pan y el agua que habían cargado en las alforjas. Poco después emprendieron el viaje de regreso a la ciudad.

– No hay consultorio -comentó Mariana.

– Tal vez ha llegado el momento de dejar la profesión -repuso, pasando por alto el hecho de que en los últimos años su clientela había disminuido considerablemente- Me gustaría escribir. Como por lo visto he heredado la parálisis de mi padre, es posible que necesite un amanuense, alguien con caligrafía clara y bonita. -Sonrió a su esposa, recordando que había ayudado a su padre a anotar sus casos.

Mariana lo miró con recelo. ¿Se burlaba de ella?

– ¿Y sobre qué piensas escribir?

John Tonneman reflexionó unos instantes. Hasta entonces no había considerado retirarse. O escribir, la verdad. Aminoró el paso.

– Tal vez una historia de la familia… empezando con mi antepasado Pieter Tonneman.

Habían dejado atrás la fábrica de cola y se aproximaban a Richmond Hill cuando un jinete con mucha prisa los hizo salir del camino, salpicándolos de barro.

– ¿Adónde demonios vas a tal velocidad, estúpido? -exclamó Tonneman al jinete, que parecía dirigirse a la casa de Jamie.

El doctor lo observó con los ojos entornados mientras él y su esposa se sacudían el barro de la ropa.

– ¿Qué decías, John? ¿La historia de la familia?

Tonneman asintió, perplejo. Había reconocido al jinete; alguien a quien no esperaba volver a ver en Estados Unidos. Aarón Burr.

EXTRAORDINARIA FECUNDIDAD.

LA SEÑORA IRISH, ESPOSA DE DAVID IRISH, DE WESTFIELD (WASH.),

DIO A LUZ A CINCO HIJOS VIVOS.

New-York Evening Post

Febrero de 1808

47

Martes, 9 de febrero. Por la mañana

La lluvia que había caído durante toda la noche cesó tan rápidamente como había empezado.

Sentado ante su escritorio, Alsop se frotó los ojos, preocupado. Como había estado dormitando, se había perdido todo el revuelo. Ignoraba qué ocurría.

Sabía que el joven Peter Tonneman se hallaba en una celda con esa gorda prostituta llamada Simone. El día anterior lo había ayudado a llevarla, totalmente empapada y ensangrentada. Tras muchas protestas, Jerry el Tuerto había consentido finalmente en cederle su camastro y contentarse con una esquina de la sala donde Alsop se hallaba sentado. En esos momentos los ronquidos de Jerry el Tuerto le impedían volver a dormirse. Por no mencionar a Bosco y Higgins, dos de los rufianes más irritantes que había tenido la desgracia de encerrar jamás. Se trataba de dos ladronzuelos esmirriados que apenas si equivalían a un solo hombre y tenían que trabajar juntos para sobrevivir. Se habían comportado bien hasta la llegada de esa zorra; desde entonces no dejaban de armar ruido, entonando una estúpida canción. Sólo los golpes contra la pared de la celda y las amenazas lograban acallar a ese par de desgraciados. En cuanto el alguacil mayor se marchara, Alsop les daría una lección. Por lo menos en esos momentos dormían.

Apenas si había pasado ese pensamiento por su cabeza cuando esos dos insignificantes tipos empezaron a cantar de nuevo.

– ¡Silencio! -bramó Alsop, dirigiéndose hacia las celdas con la porra en la mano.

Los malditos tipejos fingieron dormir.

– Cuando el viejo se vaya, os enteraréis -murmuró Alsop.

Regresó a su escritorio y cerró los ojos, esperando conciliar el sueño.

El hombre negro del viejo Hays, Noah, había salido para comunicar a la señora Hays que su marido se encontraba bien, y a la señora Tonneman que su hijo, el maldito alguacil especial, también estaba bien. ¡El viejo Hays y sus ideas! Miró a Jerry el Tuerto con irritación. Al menos los condenados ladronzuelos estaban callados. Se rascó el delgado vientre y volvió a entregarse al sueño.

Jake se despedía del doctor Heller en el umbral.

– Es una mujer afortunada. Con tanta tela y tantas capas de grasa, el cuchillo simplemente cortó un poco de carne sin llegar a alcanzarle una costilla. Una mujer delgada habría muerto. En cualquier caso necesita descansar. No quisiera que la herida se infectara.

– Gracias, doctor.

Aunque de la misma edad que Jake, Heller parecía más joven. Era uno de los cirujanos licenciados por la Universidad de Columbia que demostraban que los médicos educados en Estados Unidos ya no juzgaban necesario trasladarse a Londres para completar su formación.

– Si me envía una factura, me ocuparé de que se la paguen de inmediato.

Jake le dedicó una sonrisa y observó cómo se alejaba por las calles embarradas. Tras cerrar la puerta principal, lanzó una mirada censuradora a Alsop. Por último se encaminó hacia las celdas para reunirse con Tonneman y Simone.

A pesar de todo por lo que había pasado, la voz de la prostituta era firme. Se deshacía en elogios dedicados a Peter.

– Eres un muchacho extraordinario.

– Ya me lo has dicho.

Simone yacía en el camastro como una enorme masa bajo un montón de mantas. Con el cabello negro envuelto en una toalla a modo de turbante, semejaba un grueso señor de Berbería. Estaba cogiendo la mano a Peter cuando vio a Jake Hays.

– Ah, Jake. Tú también eres extraordinario.

El alguacil mayor asintió. No le gustaban los halagos ni los halagadores. Hizo una señal al chico.

– Peter.

Jake salió al pasillo, y el joven se reunió con él.

– Repasemos lo ocurrido ayer. Viste a George Willard y Charles Wright arrojar a esta mujer al Hudson ayer por la tarde. Y tras un examen posterior, sumado al testimonio de Simone, hemos descubierto que fue acuchillada bajo el pecho izquierdo.

– Sí, señor. Sé que me enseñó que debo seguir una rata para atrapar a las demás, pero consideré que salvar una vida era importante.

Jake asintió.

– Y necesitaba a Simone -añadió Peter tímidamente-.

Es mi coartada. Permanecí a su lado desde que dejé a Tedioso después de nuestra pelea hasta que encontré a Charity.

– Actuaste correctamente. Hablemos con ella. -Regresaron a la celda. Jake se volvió hacia Simone y dijo-: Estoy listo para escuchar su versión.

– He visto la luz -declaró la prostituta con gran sinceridad-. He comprendido que mi protector ya no ama.

– ¿Tu protector? -inquirió Peter.

Jake resplandeció. Buen chico, pensó, pero no lo dijo. Aprobaba la iniciativa de su nuevo alguacil, que se adaptaba con gran rapidez a su nuevo empleo.

Simone vaciló.

– Moriré si…

– Ya lo ha hecho -repuso Jake-. Es usted Lázaro, el resucitado. De no haber sido por este joven… -Se interrumpió.

Simone clavó la vista en Jake, luego la desplazó hasta Peter y asintió.

– Me amaba tanto que quería verme muerta.

– ¿Quién? -preguntó Jake, conociendo perfectamente la respuesta.

– Ned el Carnicero.

Jake asintió.

– Un hombre peligroso.

– ¡Si lo sabré yo! -repuso ella muy seria-. ¿Por qué cree que lo llaman «el Carnicero»? No por los filetes y costillas de cerdo que corta y vende, sino por los cadáveres que yacen en el fondo del Collect y los dos ríos.

Una vez hubo empezado, Simone no pudo contenerse. Entre lágrimas y juramentos de venganza, explicó que había sido amante de Thaddeus Brown; que había conocido a Peter porque éste le entregaba pequeños regalos de Brown y que habían trabado amistad.

– Sólo amistad -repitió ella.

En sus gruesas mejillas se formaron unos hoyuelos, y miró a Jake de hito en hito, desafiándolo a contradecirla.

– ¿Por qué querría Ned verla muerta?

– No le gustaba que estuviera con otros hombres.

– Pero usted es una prostituta.

Ella se encogió de hombros.

– Ned sentía celos de Thaddeus, y del joven Peter, aquí presente, aunque no tenía motivos. Para Thaddeus yo sólo era un entretenimiento pasajero. Se habría hartado de mí o vuelto a la religión. Y Peter y yo sólo somos buenos amigos.

– ¿Es posible que Ned crea que sabe demasiado de sus asuntos?

– ¿Por qué había de creerlo? Nunca he prestado atención a sus negocios. No, todo se debe a su naturaleza apasionada -proclamó ella con orgullo-. Ned prefiere verme muerta a que otro hombre me posea.

Jake cerró los ojos un instante. Luego dijo:

– Hábleme de la tarde que el joven Tonneman, aquí presente, discutió con Thaddeus Brown.

Simone suspiró.

– Alguien habló del gran Ned a Thaddeus, que montó en cólera y se empeñó en que le devolviera sus regalos… Lo visité aquella noche. Le sangraba la nariz, eso era todo. Me echó con cajas destempladas, profiriendo toda clase de improperios. Cuando regresé a Duane Street, encontré a Peter dormido en el sofá de mi salón; ya sabe, mi precioso sofá rosa…

– Sí, lo recuerdo -interrumpió Jake-. Siga.

– Me acuerdo muy bien de aquella noche porque nevaba mucho. Peter pasó la noche conmigo y partió en plena ventisca antes del amanecer.

– Ese mismo día encontré a Charity en Nueva Jersey.

Jake se llevó un dedo a los labios. Le gustó que el muchacho no hubiera dicho que la había rescatado. La humildad era una gran virtud cristiana y Jake la admiraba.

– Continúe, Simone.

– No puedo asegurar que Ned matara a Brown. -De nuevo se le dibujaron hoyuelos en las mejillas-. Pero sí que tenía celos de él.

– Siga -En mi opinión, Ned siente celos de todos, como ya he comentado.

– No me extraña, teniendo en cuenta su oficio.

En sus mejillas volvieron a formarse hoyuelos; la mujer no hizo ningún comentario.

– Sin duda un hombre como Thaddeus, un cuáquero, no podía representar una amenaza para Ned el Carnicero a la hora de disputarse su… cariño.

Peter, que escuchaba con atención, se preguntó adonde quería ir a parar Jake.

– Usted no lo comprende -protestó Simone-. Hasta ese horrible malentendido, yo era el verdadero amor de Ned, y él era el mío.

– ¿Y usted era el único motivo de la enemistad entre Ned y Brown?

– Oh, habían mantenido varias discusiones tontas acerca del negocio de construcción de Ned. Thaddeus amenazaba con contar algo a alguien, no sé a quién, si Ned no le pagaba un montón de dinero.

– ¿Contar qué? -Jake habló con voz serena.

– Algo acerca de la construcción del nuevo ayuntamiento y el canal. Pero no sé nada de eso. Nunca presté mucha atención a esas cuestiones.

– ¿Eso es todo?

– ¿Qué quiere decir?

– ¿Quién más, aparte de Ned, estaba involucrado en el negocio de la construcción?

– ¿Se refiere a alguien como Charlie?

– Sí, ¿quién más? ¿Tiene Ned algún socio?

– Oh, no. Ned nunca tiene socios. -De nuevo habló con orgullo, como si nunca la hubieran acuchillado y arrojado al río- Él es el mandamás. Jake se frotó la nariz. -Me pregunto si es así.

AVISO

EL MARTES, DÍA 26 DEL MES CORRIENTE, POR LA NOCHE, SE CELEBRARÁ EN LA FACULTAD UNA REUNIÓN DEL COLEGIO DE ABOGADOS. SE RUEGA PUNTUALIDAD A LOS MIEMBROS. POR ORDEN DE W. T. MCCOUN, SECRETARIO.

New-York Evening Post

Febrero de 1808

48

9 y 10 de febrero. Del martes por la tarde al miércoles por la mañana

Peter salió de la cárcel municipal a primera hora de la tarde, cumpliendo la orden del alguacil mayor de que regresara a casa para dormir un poco. Se reuniría con él en la prisión a la mañana siguiente. Noah se encargaría de devolver el caballo a Lemual Wilson.

Al aproximarse al único hogar que había conocido, la casa de Rutgers Hill le pareció poco sólida y destartalada, como una camisa deshilachada. Faltaban tejas, y la vieja veleta en forma de gallo estaba inclinada y había perdido un trozo de la cola.

Si Charity consentía en ser su esposa, necesitaría un nuevo hogar para ella y el hijo; los hijos. Mientras rodeaba la casa hacia la consulta de su padre, Peter decidió que jamás exigiría a sus vástagos que ejercieran la misma profesión que él había elegido.

Se sentía satisfecho de sí mismo. Estaba convencido de que entre todos los alguaciles capturarían a George, así como a Ned y Charlie, y que se resolverían los asesinatos de Thaddeus Brown y Quintin Brock. Y sabía que así sería porque había hecho bien su trabajo.

También sabía que sería feliz con Charity y que ella le daría muchos hijos. Había comenzado un nuevo siglo, y con ayuda de Dios viviría para ver más de la mitad.

De la puerta de la consulta colgaba un letrero. Peter reconoció la letra temblorosa de su padre. «Cerrado hoy.» Sonrió. Últimamente lo estaba casi cada día.

Abrió la puerta y entró. La sala estaba inmaculada, como siempre, y no había rastro del anciano. Peter cruzó la casa hasta la cocina. Micah dormitaba junto a la cesta de ropa por zurcir. En la mesa había una bandeja de galletas puestas a enfriar. Cogió tres y dejó el abrigo manchado de sangre y la camisa en la silla junto a Micah, quien no se movió. ¿Dónde estaban sus padres?

Arriba, en la habitación de sus padres, encontró huellas de una gotera producida por la lluvia del lunes por la noche. Micah la había limpiado; de todas formas, el suelo del tercer piso estaría hecho un desastre. Prefirió no subir a verlo.

Su dormitorio estaba como una patena, y la cama hecha y abierta. Se despojó del resto de la ropa y, tras arrojarla al suelo, se tendió bajo las sábanas limpias.

Por desgracia no logró conciliar el sueño. Le escocían los ojos, y no cesaba de repasar la conversación entre Simone y Jake. La cabeza le daba vueltas con las preguntas sorprendentemente sencillas del alguacil mayor. Y con las respuestas de Simone. Cada vez que él le había repetido una pregunta, la contestación de ella había cambiado, con un añadido aquí, una floritura allá.

¿Quién, aparte de Ned, participaba en el negocio de la construcción?

El gran Ned supuestamente se dedicaba a construir edificios… como el nuevo ayuntamiento. Estaba muy involucrado en los trabajos de drenaje del Collect para la construcción de Canal Street. Ésa era la preocupación de la Collect Company, así como del comisario de vías públicas.

Finalmente Peter se entregó a un sueño agitado. Sólo despertó al oír movimiento en la casa. Se lavó y se puso ropa limpia. Oyó las voces de sus hermanas en el piso inferior, luego la de su madre.

Bajó a la biblioteca de su padre y permaneció en el umbral. John Tonneman se hallaba sentado ante el escritorio, con una botella de brandy y un vaso delante de él. El fuego estaba apagado, y sólo la lámpara del escritorio iluminaba la estancia. La tenue luz le mostró a su padre no sólo como el «viejo» que solía ver en él, sino como un hombre realmente anciano.

El doctor levantó el vaso lleno de líquido dorado y lo bebió saboreándolo. Sonrió.

– Señor.

– Peter, hijo, pasa y siéntate.

El joven quedó perplejo ante la efusión del saludo. ¿Había perdido el juicio?

John escudriñó a su hijo de la cabeza a los pies.

– Tienes buen aspecto.

– ¿Por qué no iba a tenerlo? -Peter se sentó ante su padre.

¿Qué pasaba por la cabeza del anciano? ¿Se enzarzarían en una nueva discusión? ¿O le soltaría otro sermón para criticar su decisión de no dedicarse a la medicina?

– Tu madre y yo hemos ido a Greenwich. Al regresar encontramos un mensaje de Hays para informarnos de que estabas con él, cumpliendo con tu deber.

– Así es.

Aunque el día en Greenwich Village con Mariana lo había transformado, a Tonneman seguía preocupándole el comportamiento de George Willard. El hijo de Abigail no podía ser un asesino; debía haber una explicación. ¿Qué estaba ocurriéndole a su mundo? El nuevo siglo apenas si había comenzado su octavo año, y ya se sentía totalmente abrumado por los recientes sucesos.

– ¿Es cierto que George es un asesino?

– Sí. Lo vi con mis propios ojos. Mató a Duffy con tanta sangre fría como si hubiera utilizado una pistola o un cuchillo. Lo encontré en la plaza de toros de Bunker Hill. -Peter se levantó y empezó a pasear por la pequeña habitación, imitando, sin darse cuenta, la costumbre de su padre.

– Bunker Hill -repitió John Tonneman, meneando la cabeza- Los dominios de Ned Winship. Nunca he comprendido por qué Jamie hace negocios con él. -Bebió otro sorbo de brandy- ¿Está George detenido?

– No, señor. Se produjeron otros hechos difíciles de explicar.

John Tonneman apuró el vaso de un sorbo y se sirvió otro.

– Tu padrino disentirá, pero todo el mundo sabe que Ned el Carnicero es la plaga de esta ciudad.

– Seguí a George y Charlie Wright hasta una casa de Duane Street.

– ¿La de la fulana francesa?

Peter notó que se ruborizaba.

– ¿La conoces?

El médico también se ruborizó.

– Es una celebridad en esta ciudad. Y soy médico. ¿Cómo se llama?

– Simone Aubergine. -Esta vez el anciano lo había sorprendido. Aun sabiendo que debía cambiar de tema, Peter no pudo evitar preguntar-: ¿De qué la conoces?

Tonneman echó a reír al ver el horror reflejado en el rostro de su hijo.

– Vamos, muchacho, no nací ayer. -Agitó la mano y se dispuso a servir otra copa; de pronto se detuvo.

– La acuchillaron y arrojaron al Hudson. La creyeron muerta. Yo la rescaté, y ahora está en la cárcel. Un tal doctor Heller la atendió, y ahora se encuentra bien.

Tonneman asintió vigorosamente.

– Conozco a Lawrence Heller. A decir verdad, me enseñó anatomía. Un buen hombre, con muchas ideas nuevas. -Se sentía orgulloso de Heller. Y de su hijo.

– Tuve que dejar escapar a George, pues de lo contrario Simone se habría ahogado.

– Hiciste bien. ¿Simone? ¿La conoces personalmente?

– Estaba con ella cuando Brown fue asesinado, señor.

Se produjo un silencio.

– Dudé de ti, hijo, pero realmente nunca creí que hubieras matado a Brown y robado la caja fuerte.

– ¿Habrías creído que George Willard es un asesino?

El viejo médico reflexionó unos instantes.

– Del hijo de Abigail, jamás había sospechado; del hijo de Richard Willard, tal vez. Pobre Abigail, le costará encajarlo. George le alegraba la existencia.

– Tal vez consiga escapar, pero…

– Aun cuando lo hiciera, es terrible vivir con ese peso. Yo la consolaré; además cuenta con el apoyo de Jamie.

– ¿Quién cuenta con el apoyo de Jamie? -La pregunta procedía de Mariana, de pie en el umbral. Hacía años que su marido no veía tanto fuego en sus ojos.

– Abigail. Hablábamos de lo que ha hecho George.

– Es muy triste, pero nunca me han gustado los Willard y no fingiré que los aprecio ahora que están en apuros. Peter, te repetiré la pregunta que he formulado a tu padre: ¿crees posible que George matara a Thaddeus Brown?

Peter, que nunca había visto a su madre, ni a ninguna mujer, con pantalones, trató de no mirarla fijamente.

– Tal vez, madre.

– ¿Qué has hecho con tu ropa? -inquirió ella-. Está destrozada.

– Es una larga historia, madre.

– Me la contarás durante la cena -dijo, volviendo a la cocina- Ya está en la mesa. No dejéis que se enfríe.

– Un momento, papá -dijo Peter cuando el viejo médico se levantaba para seguir a su esposa-. ¿Has dicho que Jamie tiene tratos con Ned el Carnicero?

– ¿Lo he dicho? No sé. Jamie fundó un sindicato y lleva años especulando con la tierra. Ha insistido muchas veces en que participe en el negocio, pero… -Se encogió de hombros-. Pero no soy jugador, hijo.

– ¿Tierra? ¿Te refieres a la tierra que rodea el Collect?

– Entre otras. A Jamie le han ido bien las cosas… -Tonneman se interrumpió al recordar de pronto las palabras de Quintin. ¿Por qué no había establecido la relación antes?

Poco antes del amanecer Peter salió a hurtadillas de la casa. Las farolas de aceite de ballena de la calle proyectaban una tenue luz, y hacía más frío. Envolviéndose en su capa, echó a andar a paso ligero hacia la cárcel.

Jerry el Tuerto roncaba espatarrado en la entrada. Otro alguacil dormía en la silla de Alsop, ante el escritorio alto. Saltando por encima de Jerry el Tuerto, pasó por delante del alguacil dormido, cogió la lámpara de la mesa y se encaminó hacia las celdas.

– ¿Quién anda ahí? -inquirió Simone con voz áspera y algo temerosa.

– Soy yo, Peter. -Se iluminó el rostro con la lámpara.

– Gracias a Dios. -Simone se hallaba sentada en el camastro-. Volverán a por mí.C'est la vie. Debo salir de este lugar infernal.

Peter negó con la cabeza.

– Aquí estás a salvo. Creen que estás muerta en el fondo del río. Jake te ayudará, pero tendrás que explicar todo al juez.

– Me matarán. -La mujer se tendió en el camastro, asustada y cansada-. Si no muero de esta herida.

Peter se arrodilló junto al jergón.

– Simone, ¿alguna vez oíste a Ned mencionar el nombre de Maurice Jamison?

– ¿Jamison? -La mujer frunció el entrecejo-. ¿Jamison? -repitió. Luego negó con la cabeza.

– Jamie.

– Jamie. -Simone volvió a negar con la cabeza; de pronto se le formaron hoyuelos en las mejillas-. Oh,-exclamó-. Miento. He oído ese nombre. Una vez. Ned me llevó a echar un vistazo a un terreno cerca de la finca Stuyvesant. Afirmó que algún día valdría mucho. De regreso nos detuvimos en una casa de Richmond Hill. Eso fue el pasado julio. -Suspiró-. Nueva York es peor que París en julio. Me hizo esperar en el coche. -Esbozó una sonrisa y continuó-: No me gustaba esperar ahí dentro; además, hacía mucho calor. Así, pues, bajé para dar una vuelta.

»Había una ventana abierta. La gente hablaba y, por supuesto, escuché. En mi oficio nunca sabes qué puede serte útil. Oí a Ned decir: "Es nuestro por una bicoca, Jamie»

AVISO

MINTURN & CHAMPLIN, QUE HAN TRASLADADO SU OFICINA POR EL MOMENTO DEL MUELLE FRANKLIN AL NÚM. 21 DE ROBINSON STREET, TIENEN A LA VENTA 1500 BARRILES DE HARINA EXTRAFINA.

New-York Herald

Febrero de 1808

49

Miércoles, 10 de febrero. Por la mañana

La servidumbre de los Willard ya estaba en pie. Una joven con un holgado abrigo barría con vigor los senderos. Tonneman ataba aSócrates a la cerca cuando Betty se apeó de un carro y dio instrucciones a un muchacho para que llevara a la cocina lo que había comprado en el Fly Market.

– Rápido, Justin -ordenó-. ¡Oh, doctor Tonneman! -Se llevó las manos a la boca-. Me ha dado un susto.

Las palabras de la cocinera se perdieron con el toque de corneta del afilador de cuchillos, que entró en Liberty procedente de Greenwich Street empujando su carro.

Abigail Willard había madrugado. Para ella había sido una larga noche de insomnio. George no había regresado y no había tenido noticias de Jamie. En aquellos momentos tomaba su segunda taza de té en el pequeño salón contiguo a su dormitorio. Le dolía la cabeza, y se sentía bastante débil. Tal vez todo era por su culpa. George era su hijo menor. De haber vivido, el coronel habría enseñado disciplina al muchacho. Oh, sí, pensó, a base de latigazos.

Ante el escritorio, atendía la correspondencia y las facturas con desgana. George y su horrible problema seguían acaparando todos sus pensamientos.

¿Dónde estaba Jamie? Le había enviado un mensaje inmediatamente después de que se hubiera marchado Jacob Hays. Si no fuera por su cuñado, que había sido como un padre para George…

En los últimos años había acudido a Jamie en busca de fuerzas y consejo. Teniendo en cuenta la acusación del alguacil mayor, no le extrañaba que George no hubiera regresado a casa la noche anterior. De todos modos, éste no parecía necesitar ningún pretexto para no dormir en casa, una práctica cada vez más habitual en los últimos años.

Siempre que expresaba su preocupación a Jamie, éste la tranquilizaba diciendo que George a menudo pasaba la noche en Richmond Hill. Abigail rezaba para que estuviera allí, para que Jake Hays no lo encontrara y para que no hubiera cometido ese espantoso crimen.

Abigail había albergado la esperanza de casar a George con una hija de los Livingston, Schuyler o Beekman. Eso jamás ocurriría ya, pensó, permitiéndose una sonrisa irónica. Su hijo había rechazado todo lo que se asemejara a una profesión, había dilapidado su herencia y no se había comportado bien en la ciudad de Nueva York.

Tendría que esperar a la muerte de Jamie para heredar la fortuna de los Greenaway. Y una vez se hubiese olvidado ese horrible asunto, tal vez podría casarlo bien en Filadelfia. O en Baltimore.

En aquel momento le llegó la tarjeta de Tonneman, acompañada del sonido de su voz procedente de la planta baja. A pesar del dolor y las lágrimas, a Abigail se le iluminó el rostro. John Tonneman siempre había ejercido ese efecto en ella. Había sido su primer amor. De haberse casado con él…

Indicó con un gesto a la criada Sara que lo hiciera pasar.

– John -exclamó, dirigiéndose a su dormitorio-. Sube.

Sólo entonces leyó lo que había escrito en la tarjeta con trazos delgados e inseguros: «Es urgente que te vea.»Ya en su alcoba, se examinó el peinado en el espejo plateado de mano. Un esfuerzo innecesario, ya que todos los cabellos estaban en su lugar. Su rostro era el de una dama entrada en años, pero se enorgullecía de su tez y sus ojos. Resultaba extraño cómo los breves y dolorosos momentos de congoja de su vida se habían presentado junto con John Tonneman para interrumpir su autocomplacencia. Le habría gustado recibirlo sentada en el salón, pero ella era demasiado lenta, y él demasiado rápido. Lo encontró de pie en el umbral, con los hombros hundidos, como si cargaran con todo el peso del mundo. ¿Cómo podía haberlo olvidado? Su hijo Peter también era sospechoso de asesinato.

Sin embargo, Peter perseguía a George. La vida se había tornado demasiado confusa.

Tonneman la cogió del brazo.

– Abigail, tengo algo que decirte.

– Lo sé. El alguacil mayor me visitó ayer.

Tonneman disimuló su alivio. Había sido un cobarde por no haber acudido antes para comunicarle la noticia.

– No puede ser cierto -añadió Abigail con calma.

El viejo médico no respondió. Le sostuvo la mano y la ayudó a sentarse.

– Tengo entendido que Peter ha salido tras él. Me alegro. Un desconocido podría hacerle daño. Tu hijo no haría daño a su amigo. Cuidará de él, ¿no crees?

– Mi hijo cumplirá con su deber.

– Es todo cuanto podemos pedir -replicó con la vista perdida.

– Perdóname por importunarte en tu dolor… -empezó Tonneman.

Ella le apartó la mano y le ofreció una tensa sonrisa.

– He olvidado mis modales. ¿Quieres café o té?

Él negó con la cabeza.

– Necesito preguntarte por Emma. Y por Gretel.

– ¿Emma? ¿Qué demonios tiene que ver Emma con tu hija?

– No, no. -Era cruel presionarla en aquellos momentos, pero necesitaba saberlo-. Gretel Huntzinger. Llamamos a nuestra hija así por ella. Era el ama de llaves de mi padre, y después la mía. Todos pensamos que la había asesinado Hickey.

Abigail se estremeció. La mano le temblaba cuando se la llevó al cabello.

– Por supuesto. ¿Cómo puedo haberla olvidado? Eran unos tiempos tan apabullantes y espantosos… Emma había huido. Richard… todos estábamos comprometidos con el rey y nos disponíamos a partir hacia Princeton…

– No todos, Abigail. Tú y Richard. Grace y Jamie.

Abigail asintió y volvió a acariciarse el pelo. La mano le temblaba aún más.

– Grace y Jamie planeaban casarse.

– Sí, Jamie y Grace -repitió Tonneman, absorto en sus pensamientos. ¿Estaba traicionando a su mejor amigo? ¿O su mejor amigo lo había traicionado hacía ya tantos años y, desde entonces, día tras día, había vivido en aquella mentira?

Negó con la cabeza, como si pretendiera disipar las sospechas que habían surgido. ¿Había perdido el juicio? No, debía interrogar a Abigail. Tal vez ella recordara mejor que él.

– Abigail, ¿recuerdas la cena que ofreciste? Yo aia baba de regresar a Nueva York con Jamie, después de la muerte de mi padre.

A Abigail se le llenaron los ojos de lágrimas.

– ¿Cómo iba a olvidarla, querido? Eras tan joven, atractivo y valiente que volví a enamorarme perdidamente de ti.

Él hizo una pausa para recrearse en esas palabras. Aquella mujer lo había amado. Pero él amaba a Mariana. Sin embargo, no podía negar que también había amado a Abigail, y en cierto sentido siempre lo haría.

– Mi querido Richard tenía muchos celos. Envidiaba tu juventud, nuestra amistad…

Tonneman, acosado por los recuerdos, estaba olvidando el motivo de su visita. Se paseó por la pequeña habitación.

– ¿Recuerdas la copa de vino que se hizo añicos en la mano de Jamie aquella noche?

Abigail cerró los ojos.

– Sí. Le vendaste la herida con tu pañuelo.

– ¿Por qué se rompió el vaso?

Ella lo miró atónita.

– A veces ocurre.

– Tal vez lo apretó demasiado fuerte.

– ¿Por qué iba a hacerlo? Que yo recuerde, estaba tranquilo y tan encantador como siempre.

Tonneman seguía paseando por el pequeño espacio.

– Sí, Jamie siempre se mostraba encantador, a diferencia de mí.

Abigail chasqueó suavemente la lengua.

– Si el vaso se rompió porque lo apretaba demasiado, eso significa que estaba furioso o preocupado por algo. -Tonneman meneó la cabeza- No es propio de él revelar de ese modo sus emociones.

– Sí, entonces no lo conocía, pero tienes razón.

– Algo ocurrió en aquellos primeros momentos que estuvimos en tu casa.

De pronto Abigail se ruborizó. Bajó la vista y tomó un sorbo de té frío.

– Tú y Richard. Jamie y yo. Grace y Emma. Los Apthorpe.

Abigail retrocedió en el tiempo.

– Era una herida horrible. Jamie tenía un corte profundo, y Emma palideció al ver la sangre, pobrecilla.

– Tal vez estaba pálida antes de verla.

– No te sigo, John.

– Betty me explicó que Emma tenía un amante. Un caballero. Jamie era un calavera.

Abigail volvió a reír suavemente.

– Perdona, pero le gustaban todas las criadas y fulanas jóvenes. -Al ver el dolor reflejado en los ojos de Abigail, Tonneman se interrumpió. Luego añadió despacio, con deliberación-: Betty comentó que Emma salía a la calle sin acompañante y vestida con su ropa. ¿Y si Jamie conoció a Emma y la tomó por una criada…?

– Oh, John. No puedo creerlo…

Él dejó de pasear y la miró.

– Escúchame con atención, Abigail. Jamie siempre deseó ser rico. Grace carecía de atractivo, pero era una viuda acaudalada, capaz de proporcionarle la vida que ambicionaba. Nunca conseguiría casarse con ella si ya había abusado de Emma.

Abigail había enmudecido.

– Oh, cielos, no, John -exclamó-. Sin duda te equivocas.

Tonneman pensó sorprendido en lo extraño de la situación. Habían olvidado el presente y a George para hablar de las muertes de Emma y Gretel, sumergiéndose en el pasado, como si éste fuera más importante que el presente. Bueno, tal vez lo fuera.

– ¿Quién dijo a Richard que había visto a Emma con un caballero en el coche de Filadelfia?

– No me acuerdo. Se investigó con discreción. A Richard le preocupaba el escándalo tanto como a Grace. Creí que Jamie les había ayudado. Grace estaba frenética.

Un recuerdo asaltó a Tonneman; las espadas africanas de filo dentado de Sam Fraunces. Jamie había admirado la colección en la taberna de Sam, tanto que la había elogiado ante Tonneman. Lo recordaba tan claramente como el hecho de que Jamie y Gretel nunca habían congeniado.

– John, no puedes hablar en serio acerca de Jamie y Emma. -A Abigail se le quebró la voz de la emoción-. Jamie es un querido miembro de mi familia, y tú eres su mejor amigo. -Posó una mano sobre su brazo, invitándolo a recapacitar-. Por favor, hazlo por mí; no revuelvas el asunto.

Él observó en silencio a la mujer que había amado y, en cierto modo, seguía amando. Sin embargo, ¿cómo podía querer a Abigail? Ella representaba a la elite, como siempre. Mariana jamás habría dicho: «No revuelvas el asunto.» Habría reaccionado con ardor ante la injusticia, habría insistido en que debía enmendarse.

¿Y él? ¿Cómo podía ignorar el horrible problema que tenía Abigail con su hijo a fin de esclarecer un misterio que había transcurrido treinta años atrás? ¿Debía dejar correr el asunto cuando éste encubría una traición y un asesinato?

Educado, Tonneman hizo una reverencia y se retiró, preguntándose si volvería a entrar en aquella casa de Liberty Street.

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Febrero de 1808

50

Miércoles 10 de febrero. A primera hora de la tarde

A John Tonneman sólo le quedaba un sitio adonde ir. Hacía tiempo que todos los caminos lo conducían hacia allí, pero había sido demasiado ciego, o estúpido, para verlo.

Si hubiera acudido a Abigail para reivindicar o incluso exigir su ayuda en su investigación, con toda seguridad se la habría negado. Sin embargo, había concedido validez a sus pensamientos con sólo pronunciarlos en alto. Jamie había sido el amante de la pobre Emma. Ésta había desaparecido. Jamie se había casado con la madre de Emma y heredado toda su fortuna. Tal vez no era la conclusión correcta, pero sí una hipótesis razonable: Jamie había asesinado a Emma para quedarse con el dinero de Grace. Había empleado la espada dentada que había utilizado poco después para matar a Gretel, probablemente porque ésta había descubierto de algún modo su secreto o los había visto juntos. ¿Y quién decía que una hipótesis no era una conclusión? A decir verdad, lo era.

Sócrates demostraba su cansancio a cada paso. Tonneman comprendía muy bien cómo se sentía.

El barro que cubría la calle hasta Greenwich Street era tal que apenas si se podía transitar. En Greenwich viraron hacia el norte, y se levantó viento procedente del Hudson. Unas nubes de color metálico oscurecieron el sol.

Tan absorto estaba en sus torturadores pensamientos que no reparó en el carruaje que cruzaba la calle hasta que a punto estuvo de derribarlo. La rueda trasera se había encallado en el espeso barro, y el cochero había pedido a un hombre harapiento ayuda para enderezar el vehículo. Tonneman lo reconoció. Era el marinero a quien recientemente había curado de una inflamación causada por la cola.

Dos mujeres elegantemente vestidas permanecían a un lado del camino, temblando de frío, con los cuellos de los abrigos alzados, las manos en manguitos y los pies manchados de fango. Compungidas e impacientes, esperaban a que repararan el coche. Ajenos a la actividad, tres gruesos cerdos se afincaron a los pies de las mujeres, estorbando en la reparación.

Nadie había resultado herido, y no era asunto suyo, de modo que Tonneman pasó de largo y continuó su camino.

Enfiló Duane hasta Hudson Street, que parecía lo bastante seca y transitable. Se dirigió hacia el norte por un camino de carro que discurría entre campos de manzanos y pastos. Las vacas pacían a su antojo, a veces en mitad del camino, y sus débiles mugidos rompían el silencio que rodeaba a todo aquel que osaba salir de los límites de la ciudad.

Mientras cruzaba el puente que atravesaba el arroyo, Tonneman meditaba sobre cómo se enfrentaría a su viejo amigo Jamie.

El hedor de la fábrica de cola le indicó que casi había llegado a la casa de Jamie antes de verla; allí estaba, Richmond Hill.

Desmontó, se sacudió la ropa, se colocó bien el sombrero y se irguió cuanto sus viejos huesos se lo permitieron Ató a Sócrates a la cerca y se encaminó hacia la puerta principal.

– Comunique al señor Jamison que estoy aquí -dijo cuando Stevens le abrió.

– Está reunido, señor.

El rostro de Stevens no revelaba ninguna emoción, pero a Tonneman no le pasó por alto un ligero temblor en el párpado del mayordomo. Algo flotaba en el aire.

– Infórmele.

– Pero, señor…

– Oh, demonio. -John Tonneman apartó de un empujón al atónito Stevens y entró en el salón, donde le esperaban diversas sorpresas. La habitación deslumbraba, pues por todas partes había velas y lámparas encendidas que se reflejaban y contrarreflejaban en los diversos espejos. Tonneman se protegió los ojos. Sobre los muebles y por el suelo yacían numerosas botellas que habían contenido o contenían licor o vino.

En la mesa de mármol francesa, uno de los bienes más preciados de Jamie, vio algo que conocía muy bien: la caja de caudales de la Collect Company. A su lado descansaba un estuche que contenía un par de pistolas bañadas en plata.

Jamie cargaba con torpeza una de ellas. La introdujo en el estuche y cogió la segunda. Estaba en mitad de un relato y no había advertido la presencia de Tonneman.

– …francés y un holandés están en el país de los simios. El francés adula a los simios, elogiando su inteligencia y belleza. Éstos lo recompensan generosamente con oro y diamantes. El holandés revela a los simios la terrible verdad; que son feos. Y éstos le dan muerte. El holandés tiene una muerte honrosa. Pero muere.

Los otros cuatro hombres presentes en la habitación, el sobrino de Jamie, George Willard, el célebre Ned Winship, y el aún más célebre Charlie Wright (que nunca hacía nada malo), no rieron. Todos parecían muy embriagados. El cuarto hombre representaba el mayor enigma: Aarón Burr.

Jamie miró a sus cuatro compañeros.

– ¿No lo encontráis divertido?

– No mucho -repuso Burr con voz grave-. ¿Qué sentido tiene?

– Muy sencillo. Hoy en día el dinero vale más que el honor. Deberías saberlo.

Burr lo miró ceñudo.

Jamie lucía una chaqueta color rojo vino sin cruzar y con el cuello alzado, un chaleco de ante y pantalones oscuros. Burr vestía exactamente igual que él y, si estaba borracho, no lo parecía.

– Debéis ser gemelos -intervino Tonneman, sin sonreír-. Tíñete el pelo de castaño, Jamie, y serás idéntico a él.

– Difícilmente -gruñó Burr.

– Lo siento, señor… -El mayordomo inclinaba la cabeza repartiendo disculpas.

– Largo, Stevens.

– Señor. -El mayordomo se apresuró a retirarse.

Aquel día el hedor de la fábrica de cola era especialmente fuerte. Tonneman se preguntó distraído si Jamie era el propietario. ¿Por qué, si no, había de tolerar aquel olor?

– Qué alegría verte, John. -A Jamie le divertía la sorpresa reflejada en el rostro de Tonneman-. ¿Sabes qué tengo aquí? Una pareja de pistolas, de Hawkins, Londres. -Le tendió una, apuntándole el pecho con el cañón- Fíjate en el delicado grabado del unicornio y el león. Un hermoso trabajo. Y son armas precisas. El señor Burr acaba de regalármelas.

Aarón Burr frunció el entrecejo.

Nada detendría a Jamie, a quien el alcohol hacía arrastrar las palabras.

– El general Washington se las entregó al señor Burr. ¿Y sabes qué? Una de ellas se utilizó para matar a Hamilton aquel aciago día de julio de hace cuatro años.

– Jamison, eres un estúpido -espetó Burr con calma-. Guarda esas pistolas, viejo borracho, antes de que alguien resulte herido. No te las he regalado, y no es la misma pistola.

– Eso lo dices tú. Ah, ahora ya están cargadas las dos. Aarón nos ayudará a escenificar el duelo de aquel gran día en Weehawken. Él se representará a sí mismo, y yo desempeñaré el papel de Hamilton.

– Bah -exclamó Burr- Ya estoy harto de esta farsa.

– Con algunas diferencias -continuó Jamie. Apuntó a Burr con el arma y sonrió-. Hamilton no disparó.

– Él disparó antes -gruñó Burr.

– Y yo, por supuesto, sí lo haré. No quiero morir como Hamilton. -Jamie hizo una reverencia, y la pistola del duelo destelló en su mano-. Daré doce pasos. Después de eso, las armas deben ser cargadas y entregadas. Pero yo me he adelantado. George, conoces tu papel, ¿verdad?

– Caballeros aquí presentes -masculló George, ebrio.

– Burr levanta su arma.

– No, maldita sea. Hamilton la alzó primero -insistió Burr.

– Eso lo dices tú. Como prefieras. -Jamie guiñó un ojo a Tonneman-. Hamilton disparó antes. Es una pieza de excelente factura, ¿no te parece, John? -Jamie acarició la pistola, luego apuntó bruscamente a Tonneman.

Apretó el gatillo, y el martillo cayó con un inofensivo chasquido-. ¡Ja! He mentido. La segunda pistola no está cargada, pero lo estará enseguida.

Tonneman estaba empapado en sudor, y el corazón le latía con fuerza.

Con movimientos teatrales, Jamie cargó la segunda pistola y la dejó en el estuche con su pareja. A continuación la introdujo en la caja fuerte y en broma comenzó a arrojar billetes a su sobrino, Ned el Carnicero y Charlie Wright. Cuando se disponía a hacer lo mismo a Burr, éste lo fulminó con la mirada.

El corazón de Tonneman seguía latiendo con fuerza. Se había metido en la guarida del león, y éste estaba borracho… y tenía el poder. Había acudido allí para preguntar a Jamie acerca del pasado, y el presente lo había golpeado en la cara.

– Entonces ¿fuiste tú? -preguntó Tonneman con voz ronca a causa de la congoja y la cólera.

Jamie rió.

– Por supuesto. -Bebió un largo trago de una botella de vino; luego miró la etiqueta-. Del 83. Excelente año en París, pero no en Nueva York. Delicioso. -Tendió la botella a Tonneman-. ¿Un trago?

– No.

– ¿Qué hay del dinero? -preguntó Jamie, arrojando al aire billetes de la caja fuerte. A continuación metió unos pocos en los bolsillos de Tonneman.

– Ése dinero pertenece a la Collect Company.

Jamie rió.

– El dinero es de quien lo tiene, John. Llevo treinta años tratando de enseñarte esta lección, pero nunca la aprenderás. ¿Y sabes por qué? Porque eres simple.

George rió nervioso.

– Tu madre está preocupada por ti -dijo Tonneman al joven.

– ¿Qué haces tú aquí? -preguntó Ned el Carnicero.

– No tengo nada contra ti -replicó Tonneman-. Sólo con él.

El gran Ned se limpió la boca con el dorso de la mano y rompió el cuello de la botella contra la repisa de mármol de la chimenea.

– Tengo el presentimiento de que a la larga tendrá que ver conmigo.

Estas palabras aterrorizaron a Tonneman, que se esforzó por no demostrarlo.

– Soy un anciano que ha vivido mucho. -Su declaración iba dirigida a Ned, y también a Jamie. Debía aclarar un asunto con él-. ¿Mataste a Brown? -preguntó.

Jamie se limitó a sonreír a su viejo amigo. Tonneman se encolerizó.

– ¿Por qué? ¿Por el mísero contenido de la caja? Tienes mil veces más dinero. E ibas a permitir que colgaran a Peter por ello.

– Nunca viene mal un poco más de dinero -murmuró Jamie-. Tienes razón, John. Thaddeus Brown no murió por el contenido de esa caja, sino por su alma codiciosa. El estúpido Ala Ancha tuvo la osadía de amenazarme con acudir a ti y a Jake Hays para hablaros de los cincuenta mil que faltaban si no le pagaba mil dólares. ¡Gusano insolente! Me llevé la caja fuerte en un arrebato.

– Así pues ¿lo mataste?

Jamie sonrió con suficiencia.

– Ya no mato a nadie. Pago a otros para que lo hagan por mí, del mismo modo que contrato a gente para que me limpien las botas o la mierda del establo. Ned, aquí presente, hizo los honores.

– Dices que ya no matas. ¿Acaso lo has hecho alguna vez? ¿Has matado a alguien?

– Suponía que a estas alturas ya lo habrías adivinado; la espada dentada y todo eso. Pero está claro que no. -Jamie suspiró y buscó su copa con la mirada-. No eres tan inteligente como presumía, John.

– Y tú ¿te consideras muy inteligente?

– Por supuesto. Y rico. Tengo hombres que matan por dinero. Y puedo pagar ese dinero y mucho más. Tú estás solo aquí, acusándome de todos los crímenes cometidos desde la Crucifixión. Sí, soy inteligente. Y tú, John, eres un maldito imbécil.

Tonneman retrocedió como si lo hubiera golpeado.

– Tienes razón, Jamie. Soy un estúpido. Un estúpido por llamarme amigo tuyo, por no haber comprendido que fuiste tú quien mató a Emma.

– Bravo. No has utilizado la lógica socrática, pero si es preciso servirá. Maté a Emma con la espada dentada. ¿Ergo…?

De pronto Tonneman se sintió profundamente cansado.

– Asesinaste a Gretel Huntzinger.

– Exacto. Qué listo te has vuelto con los años. Tuve que matar a esa vieja bruja porque me vio con la joven bruja.

– Pero Gretel no conocía a Emma.

Jamie se encogió de hombros. John Tonneman no sabía si quería estrangular a su viejo compañero o hincarse de rodillas y llorar. Se volvió y se encaminó despacio hacia la puerta.

– Ned -dijo Jamie.

– Charlie -dijo Ned.

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Febrero de 1808

51

Miércoles, 10 de febrero. A primera bora de la tarde

Simone despertó muy agitada. Alguien se hallaba de pie junto a su cama.

– ¡Oh, Dios mío! -exclamó santiguándose.

No era su cama. Entonces el dolor la hizo recordar. Era un miserable camastro de la cárcel municipal. Y la figura que la había asustado era Jake Hays.

Le dolía la herida. Posó una mano debajo del pecho izquierdo para aliviar el dolor y -como era natural en ella- coquetear.

– Buenos días, Jake. ¿Ha dormido bien en su propia cama?

– Sí.

– Ojalá pudiera decir lo mismo. Me gustaría tanto estar en la mía…

– También podría estar muerta -replicó Jake-. Aquí, al menos, Noah y yo la vigilamos.

– Bah, usted y Noah están fuera la mayor parte del tiempo. Sólo tengo a ese gruñón y viejo sargento Alsop, que se pasa la vida durmiendo. -Suspiró-. Me pica la herida. ¿Le importaría rascármela?

Jacob Hays negó con la cabeza.

– Debe de estar sufriendo en extremo para malgastar su aliento tratando de tentar a un ardiente presbiteriano como yo.

Simone lo escudriñó unos instantes.

– ¿No puede ser tentado?

– Por usted no.

– Oh, eso duele. -La cicatriz en forma de medialuna desapareció en el hoyuelo de la mejilla izquierda-. La herida también me duele. Un poco de brandy ayudaría…

– Luego.

– Si me da brandy, le contaré todo acerca de Peter Tonneman.

Jake suspiraba por el día que se libraría de esa mujer. Estaba harto de sus artimañas. ¿Y dónde se hallaba el joven Tonneman? Ya debería haber llegado.

– ¿Qué hay de Peter?

– Bueno, tal vez no de Peter. Aunque… ha venido y se ha ido…

Jake Hays, que jamás había pegado a una mujer, sintió la tentación de golpear a ésta.

– ¿Ha venido y se ha ido? ¿Qué le dijo?

Simone se encogió, creyendo que el alguacil mayor iba a abofetearla. Sin embargo, no se asustó. Había sido la amante de Ned Winship y estaba viva para contarlo.

– Expliqué a Peter que Ned me había llevado una vez a Richmond Hill…

– ¡Noah! -bramó Jake.

– …y que lo había oído hablar con un tal Jamie acerca de comprar un terreno. ¿Es importante?

Para entonces Jake ya había salido de la cárcel.

La bruma del alcohol se despejó poco a poco en el cerebro de George. Sacó del estuche una de las pistolas de duelo y disparó a Charlie. La bala le entró por la nuca y le reventó el rostro. George quedó perplejo. Nunca había efectuado un disparo tan bueno. No sabía siquiera por qué lo había hecho, salvo porque John Tonneman era amigo de su madre.

Ned extrajo de su bota un afilado cuchillo de carnicero y lo hundió en la garganta de George, cuya yugular explotó, empapando de sangre la cara alfombra persa que Aarón Burr había comprado hacía años, cuando era uno de los hombres más importantes de Estados Unidos. Maurice Jamison se había vanagloriado de ser su propietario. Siempre había creído que, al poseer la casa y propiedades de Aarón Burr, él también era importante. De pronto Richmond Hill despedía un hedor más nauseabundo que la fábrica de cola.

El viejo Tonneman se volvió a tiempo de ver cómo George se desplomaba. Nadie podía sobrevivir a una herida así. Consciente de que él sería el próximo, echó a correr.

Jamie lo miró burlón.

– ¡Qué desperdicio! Después de todos los años que he dedicado a este muchacho… De tal palo, tal astilla… Su padre no era de buena pasta.

Aarón Burr se acercó a la ventana, distanciándose de la carnicería. En el pasado solía pensar con rapidez, y había llegado el momento de hacerlo de nuevo.

Ned observó cómo la sangre de George manchaba la alfombra. Limpió el cuchillo en el cuerpo del muchacho y salió detrás de John Tonneman.

– Toma la otra pistola -sugirió Jamie.

Ned rió.

– Para ese anciano me basta con este cuchillo.

Anciano, pensó Jamie divertido. Él también lo era, pero un anciano acaudalado.

John Tonneman montó a Sócrates. Algo, tal vez el olor de la sangre, hizo enloquecer al animal, que con un agudo relincho arrojó a su jinete al barro y se alejó al galope. Tonneman permaneció unos instantes perplejo y sin aliento, después se levantó trabajosamente y echó a correr con todas sus fuerzas. El barro que empapaba sus botas amenazaba con tirarlo al suelo. Se adentró a toda prisa en el bosque. Había menos lodo allí, pero las raíces y las ramas, las hojas mojadas y las piedras resbaladizas de musgo le hacían tropezar.

El corazón le palpitaba con fuerza. Nunca se había sentido tan asustado, ni tan vivo. No estaba preparado para morir. Y menos en esos momentos, cuando tenía tantos motivos para vivir.

Ned el Carnicero no se apresuró. No era preciso. Sabía que el anciano no tardaría en salir corriendo; entonces lo atraparía. A Ned le encantaba esa parte; la cacería, la expectativa. Por algo lo llamaban Ned el Carnicero.

Peter cabalgó sin descanso a lomos deOphelia. George Willard se hallaba en Richmond Hill. Peter lo había sospechado mucho antes, y ahora estaba seguro. Resultaba asombroso cómo obraba un breve descanso; cómo despejaba la cabeza. Su amistad de la infancia era una farsa. A Peter nunca le había gustado George. Ese hijo de perra siempre había sido un bravucón.

Ned se detuvo al oír un caballo acercarse. Un solo jinete. Quienquiera que fuera, no le supondría una gran molestia. Al parecer el señor Jamison tendría dos matanzas por el precio de una.

John Tonneman había corrido trazando un círculo. Entre jadeos de cansancio, salió tambaleándose del bosque para encontrarse una vez más ante la casa de Jamie bañada por el sol invernal. Un blanco perfecto. Respiró hondo. Si pudiera regresar al bosque antes de que lo vieran… Parecía que el corazón iba a estallarle. Necesitaba detenerse y descansar. Oyó los cascos del caballo. El dolor se agudizó. Ned lo había alcanzado. «Oh, Dios. Ahora no. Aún no.»

Noah conducía a Copper a toda velocidad. Avanzar tan deprisa por un camino repleto de charcos significaba herir y destrozar al caballo. Y tal vez acabar con el carruaje encallado en una zanja llena de barro.

En el interior del vehículo, Jacob Hays, el alguacil mayor de la ciudad de Nueva York, mordisqueaba un cigarro apagado, concentrado en Maurice Jamison.

Peter sabía que cabalgaba demasiado deprisa, pero confiaba en que Ophelia cuidaría de ambos. Ante él se alzaba Richmond Hill. Un halcón volaba en círculo por encima de su cabeza y, como si lo guiara, se desplazó hacia la casa para posarse en el tejado.

El sol asomó entre las nubes.

Dios mío, había alguien tendido en el camino. Peter tiró con brusquedad de las riendas y se detuvo antes de pisotear el cuerpo. Desmontó de un salto y, antes de volverlo, supo quién era.

– ¡Papá! -Sostuvo entre los brazos el cuerpo inmóvil-. No te mueras. No puedes morir, viejo estúpido.

El viejo Tonneman se movió y, sin abrir los ojos, murmuró:

– No es respetuoso llamar a tu padre «viejo estúpido».

Peter echó a reír, aliviado. Su padre no estaba muerto.

– ¿Te encuentras bien? ¿Estás herido?

– Herido no, sólo viejo. Y sin aliento. Y… -Se llevó la mano al pecho y añadió-: El reloj no hace tictac como debería.

– Me alegra saber que seguirás un tiempo por aquí. Hay una boda a la que quiero que asistas. -Abrazó a su padre.

– Será un placer.

– ¿No es encantador?

Ned avanzó hacia ellos. Podría haber saltado y rajado una garganta tras otra en un abrir y cerrar de ojos, pero pensó que sería más divertido deshacerse de los dos hombres al mismo tiempo. ¿Y para qué estaba la vida, sino para divertirse? Y para disfrutarla. El cuchillo destelló al sol.

– ¡Corre, papá, corre!

Peter se abalanzó sobre las piernas de Ned. Éste trató de alcanzarlo con el cuchillo y falló, pero con la bota izquierda dio con carne y huesos; se oyó un sonido gratificante, como el de una rama al partirse. Estaba seguro de haber roto las costillas de al menos uno de los cabrones. Allí estaba, tendido de espaldas, esperando el cuchillo.

El viejo Tonneman lo golpeó con todas sus fuerzas. La roca no cayó sobre la cabeza de Ned, sino sobre sus enormes hombros, antes de rebotar. El golpe había sido débil, pero bastó para que Ned soltara el cuchillo. Éste arrojó al anciano al barro con un revés y luego agarró a Peter por el cuello.

Noah vio a los tres hombres pelear en el barro delante de la casa de Jamie. Consciente de que no tenía otra elección, condujo a Copper a toda velocidad hacia ellos. Dos hombres yacían en el barro, y sólo uno permanecía de pie, tambaleándose.

Copper, resoplando y exhalando vaho, volvió la cabeza y retrocedió para esquivar el cadáver. Jake y Noah se apearon del carruaje, y este último tranquilizó al caballo con palmadas y susurros.

Jake echó un vistazo al cadáver del gran Ned. Después pasó por encima de él moviendo el cigarro entre los dientes.

– Jamie está allí dentro -informó Tonneman señalando la casa- Con Charlie Wright. Charlie ha muerto, y también George Willard. Jamie pagó para que mataran a Brown y Quintin.

Jake observaba el cadáver destrozado de Ned.

– Me lo figuraba.

– Yo también.

– Y a Emma Greenaway y Gretel Huntzinger -prosiguió Tonneman. Meneó la cabeza- No importa; eso pertenece al pasado. Debería estar enterrado.

– Acompáñame, alguacil -ordenó Jake-. Es el momento de entrar y arrestar al asesino.

– ¡Un momento! -exclamó Tonneman-. Hay alguien más con Jamie.

– ¿Quién?

– No lo creerás… Aarón Burr.

El alguacil mayor quedó tan sorprendido que partió el cigarro por la mitad y se mordió la lengua.

Jake aporreó con el bastón la puerta principal y ésta se abrió.

– ¿Señor? -preguntó Stevens con cautela.

Jake entró a grandes zancadas, seguido de Peter.

Noah, que raras veces los acompañaba, también los siguió. No quería perderse el espectáculo.

Jake pasó por encima del primer cadáver. John Tonneman aseguró que era Charlie Wright, a pesar de que la sangrienta masa en que había quedado convertida su cabeza era irreconocible. El otro cadáver pertenecía al joven George Willard. Tonneman lo sintió en el alma por la pobre Abigail.

– Maurice Arthur Jamison. -Jake recorrió con la vista la carnicería, horrorizado-. Quedas detenido por planear los asesinatos de Thaddeus Brown y Quintin Brock. ¿De qué te servirá ahora el dinero? No escaparás de la soga.

Jamie contempló su imagen en un deslumbrante espejo, se echó hacia atrás un mechón de cabello suelto y se ajustó la corbata. Alzando el vaso hacia Tonneman y Jake Hays, bebió y lo arrojó a la chimenea. Se hizo añicos con un tintineo y un susurro. Acariciando con los dedos la segunda pistola, sonrió.

– Para Maurice Jamison, la pistola que mató a Alexander Hamilton servirá. -Se llevó el cañón a los labios-. En fin, después de todo, moriré como él murió. -Se metió el cañón en la boca y apretó el gatillo.

Burr paseó cauteloso entre los cadáveres, la sangre y la materia fecal. Examinó el arma junto a la mano de Jamie.

– No era ésta, sino la otra pistola, Jamie. Siempre fuiste imbécil e irritante.

Se produjo un profundo silencio.

John Tonneman clavó la vista en el cuerpo destrozado de su viejo amigo.

– Ah, Jamie, ni siquiera el divino perfume de Caswell-Massey número 6 puede disimular ahora tu infame olor.

Aarón Burr se volvió hacia Jake Hays.

– Me alegra volver a verte, alguacil mayor.

Jake inclinó la cabeza, cortés.

– Señor…

– ¿Cómo están tu encantadora esposa y tus hijos?

– Muy bien, señor.

– ¿Y mi joven tocayo?

– Estupendamente, señor.

– Bueno, entonces la Providencia ha sido generosa contigo, Jacob.

– Le debo toda mi vida de trabajo, señor. Estoy en deuda con usted. Sin embargo, he dado mi palabra de defender la ley.

– Tu reputación se conoce incluso en Francia, alguacil.

– Hay muchas cosas que hacer aquí. Si mientras estoy de espaldas, usted desapareciera, ¿qué podría hacer yo? ¿Y quién me creería si asegurara que usted se encontraba aquí? -diciendo esto, Jacob Hays, alguacil mayor de la ciudad de Nueva York, volvió la espalda al hombre cuyo nombre había puesto a su hijo.

Aarón Burr inhaló el fétido olor, miró desesperado la alfombra persa y el hermoso par de pistolas que lo habían llevado a la ruina y… sonrió. Era demasiado ridículo para no hacerlo.

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Febrero de 1808

52

Miércoles, 10 de febrero. Inmediatamente después del atardecer

Dos guardias nocturnos encendían las farolas de Broadway. Tonneman se sentía impaciente por regresar a casa. Empujó suavemente al tranquilo Sócrates, que lo esperaba ante la entrada de Richmond Hill. El animal resopló y movió la testuz en un gesto equino de asentimiento, ensanchando los ollares.

Tonneman cabalgaba por John Street en dirección a su casa, cuando un caballo desbocado, tirando de un carro que había perdido una rueda, pasó galopando por su lado en dirección a Broadway. Si había un conductor, Tonneman no lo vio. De pronto se oyeron las campanas de incendio.

Se trataba de un sonido estridente que resultaba aún más terrorífico por el inconfundible olor del fuego y el silencio que siempre seguía a la primera alarma.

Entonces empezaron los gritos. La brigada de bomberos, compuesta por ciudadanos voluntarios, apareció corriendo; en los muelles, otros voluntarios llenaban cubos de agua en East River y los depositaban en el carro.

Un miedo cerval se apoderó de Tonneman al ver qué dirección tomaba la brigada de bomberos. Rutgers Hill. Espoleó a Sócrates para que avanzara más deprisa. El caballo relinchó, tan asustado como el jinete. El humo llenó el aire y cubrió el cielo cada vez más oscuro.

A medida que se aproximaba a su casa, las cenizas caían sobre él como granizo caliente, chamuscándole la ropa y quemándole la piel. Se detuvo, desmontó y se apresuró a atar a Sócrates a la barandilla de los Bernhardt. No lo ató muy fuerte; no quería que, si las cosas no iban bien, el caballo muriera abrasado.

Un grupo de mujeres y niños se había congregado delante de la casa de Bernhardt; las mujeres montaban guardia con cubos de agua, los niños con bolsas para rescatar del fuego todo cuanto fuera posible, y trapos húmedos para apagar las ascuas. Volvieron a sonar las campanas de incendio.

Como cuando Tonneman era joven, aún se pedía a los neoyorquinos que guardaran cubos de cuero y bolsas de trapo en los vestíbulos de sus casas. La ley indicaba que, si estallaba un incendio, los ciudadanos debían acudir corriendo con sus cubos llenos de agua y bolsas de trapos, a fin de ayudar a rescatar la propiedad de las víctimas.

– ¡Gracias a Dios que está usted aquí, doctor! -exclamó la señora Bernhardt en medio del repique de las campanas.

El resplandor de las llamas que se elevaban de la casa de Tonneman iluminó la colina.

– ¿Mi esposa? ¿Mis hijas? -vociferó él.

– No las he visto. Tal vez…

Tonneman no esperó a escuchar el resto.

El sudor corría por su rostro manchado de hollín. No reconocía a ninguna de las personas que atestaban la calle y los alrededores. Por suerte los carros de incendio se movían tirados por caballos; no eran las reliquias arrastradas por hombres de su juventud. Y con el deshielo tan impropio de la estación, el agua no se congelaría. Tal vez…

Había creído que volvía a ser el joven doctor Tonneman hasta que sintió el familiar dolor que le oprimía el pecho. Aminoró el paso y trató de respirar en medio del humo. Impotente, observó cómo la cocina de su casa era engullida por las llamas. Le caían ascuas ardientes, mofándose de él. Los hombres gritaban y corrían de un lado a otro.

Los bomberos apuntaron las dos mangueras al tejado, y las llamas rugieron cuando el agua las golpeó. Tonneman seguía buscando a su familia. Le escocían la nariz y la garganta a causa del humo, y le lloraban los ojos.

– ¡Mariana! -llamaba una y otra vez.

– ¡Papá!

Con el rostro negro de hollín, Leah estaba casi irreconocible. Se hallaba al otro lado del camino, sana y salva. Corrió hasta ella tan deprisa como pudo, alegre y temeroso a la vez. ¿Dónde estaba Gretel? ¿Y Mariana?

La calle aparecía casi tan iluminada como en pleno día debido a las lámparas y el fuego voraz. Al acercarse a su hija menor, vio que la muchacha frotaba con suavidad el brazo de Micah. A pesar del humo, el olfato, antes que la vista, le indicó que Leah restregaba grasa de pollo derretida en la quemadura que la criada presentaba en el brazo. Ésta lloraba.

– Estate quieta, Micah -ordenó Leah, severa. Su pequeña doctora, pensó Tonneman. Las dos jóvenes se hallaban sentadas en un par de sillas de la cocina, como si aún se hallaran en esa estancia.

Tonneman examinó el brazo de Micah.

– ¿Dónde está tu madre? -preguntó a su hija-. ¿Y Gretel?

– Mamá…

– Yo no quería… -balbuceó Micah. La joven había perdido la mayor parte del cabello, las pestañas y las cejas. La quemadura del brazo no era grave, pero sí las ampollas que presentaba en el rostro.

– Leah,Sócrates está atado delante de la casa de los Bernhardt -explicó Tonneman-. Ve a buscar mi maletín. Es preciso que le apliquemos ungüento de pamplina en la cara y el brazo.

Su hija entornó los ojos y, limpiándose las grasientas manos en la chamuscada falda, preguntó:

– ¿Lo he hecho mal?

– No, lo has hecho divinamente. Pero hemos de hacerlo aún mejor. ¿Y tu madre? Dime.

– No estábamos en la casa cuando estalló el fuego -respondió Leah.

Tonneman dejó escapar el aliento que ignoraba había contenido. El dolor de su pecho se atenuó.

– Ahora corre.

Mientras su hija se apresuraba a cumplir sus instrucciones, Tonneman se volvió para recorrer con la mirada a la multitud. Las quemaduras debían ser lavadas primero con té frío, pero hacía lo que podía. De pronto recordó las palabras de Micah.

– ¿No quería qué? -preguntó distraído, buscando con la vista, al tiempo que envolvía a la muchacha en una mugrienta manta gris que encontró a sus pies-. ¿Dónde está la señora Tonneman? ¿Dónde está Gretel? ¿Están bien?

Antes de que la joven pudiera responder, se oyó un grito entre la multitud cuando una gran lengua de fuego se extendió de la casa al cobertizo. Los voluntarios lograron contener la nueva amenaza, y el cobertizo se salvó. Por el momento.

Una mirada hacia el norte tranquilizó a Tonneman. Su hija Gretel se hallaba a menos de seis metros en compañía del abogado Isaac de Groat, que la rodeaba con el brazo de manera protectora.

Tonneman empezó a inquietarse por Leah. Había desaparecido entre la muchedumbre y el humo. Comenzaba a preocuparse de verdad cuando la niña apareció a su lado.

– Aquí tienes, papá. -Le entregó el maletín negro.

– Bien -respondió él, hurgando en su interior-, ¿Dónde está tu madre? ¿Se encuentra bien?

– Oh, sí, papá. Todos estamos bien.

Él se tranquilizó. Lo primero era lo primero. Aplicó el ungüento en el rostro y el brazo de Micah. Una vez atendida la paciente, se volvió hacia su hija menor con los brazos extendidos. Ella corrió hacia él, que la levantó en volandas y la balanceó en el aire, ignorando el crujido de sus huesos y el dolor en su pecho. La muchacha rió, con los dientes blancos como la nieve en su rostro tiznado. La risa duró sólo unos momentos.

Las llamas alcanzaron el tejado de la casa y devoraron la veleta en forma de gallo.

Tonneman dejó a su hija en el suelo, y juntos observaron en silencio cómo el fuego se propagaba despacio, casi con consideración, por el resto del edificio.

Tonneman suspiró.

– Cuida a Micah, Lee -indicó, echando a andar.

¿Dónde estás, Mariana?, pensó.

– ¿Dónde está tu madre? -preguntó, acercándose a su hija mayor.

Isaac de Groat condujo a Gretel hacia su padre.

– ¿Qué? -exclamó la joven por encima del estruendo de voces, llamas y agua.

– Tu madre -repitió Tonneman cuando su hija llegó a su lado.

– No lo sé -respondió ella, besándolo, no como su hija pequeña, sino como una jovencita.

– ¿La has visto?

– Sí, claro.

– Estaba aquí hace un momento -intervino Isaac.

– ¡Gracias a Dios! -exclamó Tonneman, sudando profusamente.

– Comentó algo de una caja -explicó Gretel.

– Quédate aquí con tu hermana.

De pronto Tonneman imaginó la terrible escena de Mariana entrando en la casa en llamas. ¿Para qué? Se abrió paso entre los hombres con cubos y mangueras. La ansiedad se apoderó de él.

De repente comprendió qué caja buscaba su esposa; la que contenía los recuerdos de los antepasados holandeses de su marido, Pieter Tonneman, y de la esposa de éste, Racqel.

¿Dónde demonios se había metido su esposa?

– ¡Mariana! -llamó-. Mariana…

No podía imaginar vivir sin ella. La llamó de nuevo por su nombre cuando oyó un grito. El dolor del pecho se agudizó. Dos voluntarios sacaron los restos de un cadáver de la casa devastada. En el aire flotaba el olor a carne quemada.

– ¿Dónde está el carro?

– Que me cuelguen si lo sé.

Los hombres continuaron discutiendo sobre el paradero del carro. Tonneman lo sabía -había visto el caballo que tiraba de él hacia Broadway- pero le faltaron las fuerzas para decírselo. Cerró los ojos, se tambaleó y, apoyándose contra la verja, que seguía milagrosamente entera, rezó al Dios de Abraham y a Jesucristo, a quienes conocía muy superficialmente, ya que había crecido en el seno de la Iglesia Reformada holandesa.

– ¡Es Will Griswold! -exclamó una voz-, ¡Pobre desgraciado! Ha quedado totalmente carbonizado. -El aire se tornó más frío.

– Tonneman.

El doctor abrió los ojos y se encontró frente a Thomas Floy, un hombre fornido y achaparrado con unos fuertes antebrazos, como revelaban las mangas enrolladas de su chamuscada chaqueta. Floy era el capitán de los bomberos voluntarios y el propietario de la herrería de Pearl Street.

– ¿Qué?

– Traía encargos a su padre.

Tonneman lo miró fijamente.

– Jonathan Griswold. -El herrero tenía el rostro manchado de hollín y ceniza. Bajó la voz hasta casi susurrar-: Esta semana vendía sidra.

Tonneman asintió. Recordaba que Micah había comentado algo de un barril de sidra.

– Sí.

– Tu criada estaba enseñándole sus cerillas.

– Oh, Dios mío. El encendedor instantáneo.

– Eso es. -Floy meneó la cabeza-. Ese bastardo se prendió fuego a sí mismo y a toda la casa.

– Pobre chico. ¿Ha visto a mi esposa?

– Estaba fuera con sus hijas cuando se declaró el incendio. Es una verdadera heroína, un auténtico Ethan Allen [11] con faldas. Entró corriendo y rescató a la criada. Luego se empeñó en volver a entrar como una loca. Disculpe mi lenguaje.

Tonneman hizo un gesto, incapaz de hablar.

– Pero no se lo permitimos -continuó Floy, limpiándose la cara y logrando sólo manchársela más.

– Mi esposa…

– Está por aquí. Tal vez con algún vecino.

– Entonces ¿todo ha terminado? ¿Dónde demonios está Mariana?

– Ha terminado. Todo está completamente empapado. Pero no queda gran cosa. Lo siento mucho.

– No importa. Era una casa vieja.

Despacio, reacios a abandonar el espectáculo, los ciudadanos y bomberos se marcharon. Tonneman cruzó la calle para reunirse con sus hijas, Isaac y Micah. Leah sostenía una gran caja plateada y deslustrada.

– ¿Dónde está tu madre? -preguntó al ver la caja.

– ¿No la has visto? -inquirió Gretel-. Estaba aquí mismo. Afirmó que esta caja era todo cuanto necesitábamos para volver a empezar.

Tonneman esbozó una sonrisa cansina.

– Muy propio de ella -dijo a sus perplejas hijas.

– La he encontrado, papá. -Leah atravesó corriendo la calle, que era un mar de barro y madera chamuscada-. ¡Mamá! -Desapareció detrás de la casa en ruinas.

Tonneman la siguió. Su consulta parecía intacta, y las llamas apenas si habían tocado el cobertizo. Se preguntó cuánto costaría reconstruirlo. Oyó que Leah lo llamaba y siguió la voz.

– Oh, papá…

– ¿Qué?

Leah levantó la vista y sonrió.

– No lo creerás.

– ¿Qué?

– En el roble. Mamá está allá arriba.

La joven señaló el árbol que se alzaba delante de la habitación de sus padres; el viejo roble que John Tonneman había escalado de niño y le había dado sombra cuando se sentaba solo a pensar o a leer, o más tarde en compañía de Abigail. Pero sobre todo era el árbol de Mariana. La había visto por primera vez encaramada a él, hacía treinta y dos años.

– ¡Oh! -exclamó.

Leah frunció el entrecejo, preocupada.

– Mamá nunca había hecho nada semejante.

Tonneman echó hacia atrás la cabeza y rió. De pronto comprendió todo.

– Sí; sí lo ha hecho. Reúnete con tu hermana.

Las ramas del árbol desnudo brillaban a la luz de la luna. En la que rozaba la ventana de lo que había sido su dormitorio, vio el contorno de una esbelta figura. Tonneman se acercó al roble.

– ¿Piensas quedarte ahí toda la noche? -inquirió.

– No si tengo una razón para bajar -fue la contestación.

Suspiró, deseando ser poeta. Pero al pobre no le llegó la inspiración.

– ¿Soy un motivo suficiente?

No hubo respuesta.

– He preguntado si soy…

– Ya te he oído, viejo. Estoy pensándolo.

– Maldita sea, anciana, baja ya. Te necesito.

Mariana se deslizó para arrojarse a sus brazos.

EL CONSEJO MUNICIPAL HA SIDO INFORMADO DE QUE «LOS TRABAJADORES CONTRATADOS PARA LA EXTRACCIÓN DE BARRO DEL COLLECT FUERON DESPEDIDOS EN EL CURSO DE LA SEMANA PASADA».

LOS GASTOS CORRESPONDIENTES AL TRABAJO DE ESTAS TRES SEMANAS ASCIENDEN A 576,55 DÓLARES, APARTE DE LAS COMIDAS DIARIAS QUE RECIBÍAN EN LA CASA DE BENEFICENCIA. ESE MISMO DÍA JOHN MEGHAN RECIBIÓ 500 DÓLARES PARA PAGAR A LOS CARRETEROS EMPLEADOS EN EL COLLECT.

New-York Evening Post

Febrero de 1808

EPÍLOGO

Martes, 22 de febrero. Por la mañana

Jacob Hays, alguacil mayor de la ciudad de Nueva York, se hallaba al pie de la escalinata del ayuntamiento, contemplando la multitud reunida. Sus ojos de lince no perdían detalle. En la mano derecha sostenía su resistente bastón, cuyo puño dorado destellaba al sol. Con su cuerpo achaparrado y el sombrero de castor sobre su cabeza desmesuradamente grande, ofrecía, como de costumbre, un aspecto imponente.

El cielo era un campo azul celeste salpicado de nubes esponjosas. Se trataba de un día insólitamente cálido para ser mitad de invierno, y una riada de ciudadanos ansiosos se adentraba en Wall Street procedentes de todas direcciones.

Muchos llevaban allí cuatro horas. Kasper, el payaso de grandes manos y pies que no paraba de caer al suelo, había amenizado la larga espera.

Kasper había empezado el espectáculo encaramado sobre las horcas de la plaza. Descolgándose como un mono, se detuvo en mitad de descenso, sacó de su abrigo rojo brillante un paraguas y lo abrió. Luego saltó y, para sorpresa y júbilo de los presentes, flotó hasta aterrizar en el suelo sin un rasguño. Eran bobadas que divertían a los congregados preparándolos para escuchar las palabras serias que les aguardaban.

Soplaba una suave brisa que ponía en entredicho la estación. Jacob Hays esbozó una sonrisa. Podía decirse que se respiraba un decidido optimismo en el ambiente. A Jake le gustó la frase, y se dijo que la anotaría en su diario aquella noche.

Tras un breve lapso debido a los caprichos de los políticos y el gobierno de Nueva York, los antifederalistas recuperaban el poder de la ciudad. Ese día, De Witt Clinton reclamaba oficialmente el puesto de alcalde.

La vista de lince de Hays localizó a Peter Tonneman de pie junto a su sobrina, Charity, John y Mariana Tonneman y sus dos encantadoras hijas. El abogado Isaac de Groat y los Goldsmith se hallaban a su lado. El joven Tonneman sostenía la mano de Charity con fuerza, y el viejo Tonneman resplandecía.

Otros dignatarios de la ciudad se reunieron con el alguacil mayor en la escalinata del ayuntamiento. En ese hermoso y prematuramente cálido día, Hays no era el único que no llevaba ni capa ni abrigo, como era su costumbre.

La multitud componía un animado cuadro, incluso con las sombrías manchas marrones, grises y negras de los cuáqueros. Sus sombreros de ala ancha y copa baja se mezclaban con los gorros, unos pocos bicornios anticuados aquí y allá, y los sombreros de copa alta de piel de castor.

Hays entornó los ojos y escudriñó a la multitud.

– Guárdame el bastón -pidió el juez Luke Finn, arrojándoselo a las manos y colándose entre la gente como un diligente perro pastor en su rebaño.

Al cabo de un momento se encontraba junto a Gray Moe Daly. La aguda vista de Jake había distinguido la tez y el cabello grises de Gray Moe. Aunque se cubriera la cabeza, Jake no podía pasar por alto ese color de piel y esas cejas. Además, hacía demasiado calor para llevar un gorro de lana. Y más aún tan calado.

Agarrando al ratero, que ya tenía una cartera en una mano y otras cuatro en el abrigo, hizo señas al juez Finn para mostrarle su presa. A continuación condujo al sinvergüenza al alguacil Gurdon Packer, quien se encargaría de llevarlo a la prisión municipal. Con el juez Finn como principal testigo en el juicio, esta vez Gray Moe disfrutaría de una larga estancia entre rejas.

Jake se unió con otras celebridades en la escalinata del ayuntamiento en el instante en que el renombrado alcalde, De Witt Clinton, concluía su discurso triunfal. El atractivo Clinton se llevó la mano derecha al pecho, alzó su bien moldeada cabeza para que le diera el sol en la cara y la gente pudiera admirarlo bien, y se aclaró la voz.

La multitud se acercó aún más para escuchar las últimas palabras del gran hombre.

Clinton retiró la mano derecha del pecho para señalar hacia el público.

– Algún día de este mismo siglo -declamó-, las construcciones de Nueva York se extenderán desde el Battery hasta el extremo norte de la isla.

La multitud guardó silencio, sorprendida. ¿Habían puesto a un loco en el cargo? Entonces se oyó un silbido, y se elevaron muchos más entre la multitud.

Un cuáquero al pie de la escalinata del ayuntamiento tiró de la pernera de Jake.

– ¿No le parece que a nuestro amigo Clinton se le ha metido esa idea entre ceja y ceja?

El alguacil mayor sonrió con educación. Pero no compartía su opinión. No la compartía en absoluto.

***