Lisa, editora de una revista de moda londinense, se cree genial. Lo tiene todo: un novio fotógrafo guapísimo, se viste de Prada, solo va a los sitios fashion… Pero de repente la mandan al fin del mundo, a lanzar una nueva revista en Dublín, donde ni siquiera habrá una tienda de Versace, ni de Moschino, ni de nadie que valga la pena. Primero se pone furiosa y luego se deprime, pero Lisa no es una perdedora.
Su nuevo jefe es bastante atractivo pero al parecer tonto, ya que no le hace caso. Prefiere, aunque parezca inconcebible, a su ayudante Ashling, modesta, trabajadora, buena chica, sufridora de primera categoría, la que siempre quiere ayudar a todos…
Como muchos libros, Sushi para principiantes trata de la búsqueda de la felicidad.
Marian Keyes
Sushi Para Principiantes
Sushi for Beginners, 2000
1
Desde hacía semanas se respiraba una atmósfera extraña en la revista Femme, una sensación de que algo no funcionaba bien. Finalmente estallaron las especulaciones cuando se confirmó que Calvin Carter, director ejecutivo de la empresa, había sido visto deambulando por el último piso, buscando el lavabo de caballeros. Por lo visto acababa de llegar a Londres procedente de la oficina central, ubicada en Nueva York.
Por fin. Lisa apretó los puños, emocionada. ¡Por fin! Sabía que tarde o temprano llegaría este momento.
Recibió la llamada aquel mismo día. ¿Podía subir un momento a ver a Calvin Carter y al director ejecutivo de la delegación en Gran Bretaña, Barry Hollingsworth?
Lisa colgó bruscamente.
– ¡Pues claro! -gritó.
Sus colegas no le prestaron atención. En la redacción de la revista era habitual que la gente colgara el teléfono de un porrazo y se pusiera a gritar. Además, estaban todos atrapados en el Infierno del Día de Cierre: si al anochecer no tenían listo el número de aquel mes, la impresión se retrasaría y su rival por excelencia, Marie Claire, volvería a adelantárseles. Pero a Lisa ya no le importaba, porque a partir de mañana tendría otro empleo. Tendría un empleo mucho mejor en otro sitio.
Lisa tuvo que esperar veinticinco minutos fuera de la sala de juntas. Al fin y al cabo, Barry y Calvin eran hombres importantes.
– ¿La dejamos entrar ya? -le preguntó Barry a Calvin cuando creyó que ya llevaban un buen rato matando el tiempo.
– Solo hace veinte minutos que la hemos llamado -observó Calvin, malhumorado. Era evidente que Barry Hollingsworth no se había dado cuenta de lo importante que era él, Calvin Carter.
– Lo siento, creía que era más tarde. ¿Por qué no me enseñas otra vez lo que tengo que hacer para mejorar mi swing?
– Claro. A ver, agacha la cabeza y quédate quieto. ¡Quieto! Los pies firmes, el brazo izquierdo recto. Y ahora, ¡dale!
Cuando finalmente dejaron entrar a Lisa, Barry y Calvin estaban sentados detrás de una mesa de nogal que medía aproximadamente un kilómetro. Su aspecto era intimidante.
– Siéntate, Lisa. -Calvin Carter inclinó con elegancia su canosa cabeza.
Ella se sentó. Se alisó el cabello de color caramelo, exhibiendo al máximo sus reflejos gratis de color miel. Gratis, porque Lisa nunca se olvidaba de incluir al salón de belleza en la sección «Imprescindibles» de la revista.
Se puso cómoda y cruzó pulcramente los pies, luciendo sus zapatos Patrick Cox. Aquellos zapatos le iban pequeños: a pesar de que había pedido infinidad de veces a la oficina de prensa de Patrick Cox que le enviaran el número seis, ellos siempre le enviaban el cinco. De todos modos, unos zapatos de tacón de aguja de Patrick Cox gratis eran unos zapatos de tacón de aguja de Patrick Cox gratis. ¿Qué importancia tenía que le produjeran un dolor insoportable?
– Gracias por venir -dijo Calvin, sonriente.
Lisa decidió devolverle la sonrisa. Las sonrisas eran una mercancía, como todo lo demás, y solo se ofrecían a cambio de algo útil; pero ella creyó que en este caso valía la pena. Al fin y al cabo, no todos los días te trasladaban a Nueva York y te nombraban directora adjunta de la revista Manhattan. Así que estiró los labios y mostró sus dientes, blancos como perlas (gracias al lote de pasta de dientes Rembrandt donada para un concurso celebrado entre las lectoras, pero que Lisa consideró que resultaría más útil en su cuarto de baño).
– ¿Cuánto tiempo llevas en Femme? ¿Cuatro años? -Calvin consultó unas hojas grapadas.
– El mes que viene hará cuatro años -murmuró Lisa con una estudiada mezcla de deferencia y seguridad.
– Y eres directora desde hace casi dos años, ¿no es así?
– Así es. Dos años maravillosos -confirmó ella, conteniendo el impulso de meterse los dedos en la garganta y vomitar.
– Y si no me equivoco, solo tienes veintinueve años -añadió Calvin, admirado-. Pues bien, como ya sabes, aquí, en Randolph Media, recompensamos a la gente a la que no le asusta trabajar.
Lisa no se inmutó ante aquella escandalosa mentira. Como muchas empresas del mundo occidental, Randolph Media recompensaba a la gente a la que no le asustaba trabajar con un sueldo miserable, un volumen ingente de trabajo y continuos descensos de categoría y despidos sin previo aviso.
Pero Lisa era diferente. Había cumplido con Femme, y había hecho sacrificios que ni siquiera ella se había propuesto hacer: empezar a trabajar a las siete y media casi todas las mañanas, trabajar doce, trece y hasta catorce horas diarias, y luego, cuando finalmente apagaba el ordenador, asistir a fiestas para la prensa. No era raro que fuera a trabajar el sábado, el domingo o en días festivos. Los porteros la odiaban, porque eso significaba que cuando decidía ir a la oficina, uno de ellos tenía que ir a abrirle las puertas, y por lo tanto tenía que renunciar al partido de fútbol del sábado o a su excursión con la familia a Brent Cross un día de fiesta.
– En Randolph Media hay un puesto vacante -dijo Calvin dándose importancia-. Sería un reto fabuloso para ti, Lisa.
«Ya lo sé -pensó ella con fastidio-. Corta el rollo y vayamos al grano.»
– Implica el traslado al extranjero, lo cual a veces puede resultar problemático para la pareja.
– Estoy soltera -dijo Lisa con brusquedad.
Barry frunció la frente, sorprendido, al recordar las diez libras que había tenido que aportar para el regalo de bodas de un empleado, unos años atrás. Habría jurado que el regalo era para Lisa, pero quizá se equivocaba, quizá ya no estaba tan al día como en otros tiempos…
– Estamos buscando un editor para una nueva revista -prosiguió Calvin.
¿Una nueva revista? Lisa se sobresaltó. Pero si Manhattan se publicaba desde hacía setenta años. Cuando todavía estaba lidiando con lo que aquello significaba, Calvin hizo el comentario definitivo:
– El puesto implicaría tu traslado a Dublín.
El impacto de aquellas palabras le produjo un débil zumbido en la cabeza, como si se le hubieran tapado los oídos. Una confusa sensación de alienación. La única realidad que percibía era el súbito dolor de los magullados dedos de los pies.
– ¿Dublín? -repitió con un hilo de voz que no parecía su voz. A lo mejor… a lo mejor se referían a Dublín, Nueva York.
– Dublín, la capital de Irlanda -añadió Calvin Carter, como si hablara desde el otro extremo de un largo túnel, destruyendo con esas palabras su última esperanza.
«No puedo creer que esto me esté pasando a mí.»
– ¿Irlanda?
– Esa isla lluviosa que hay al otro lado del mar de Irlanda -aportó Barry.
– Donde la gente bebe tanto -dijo Lisa con voz casi inaudible.
– Y donde hablan como cotorras. Exacto. Una economía en auge, una gran población de gente joven… Los estudios de mercado indican que el país está a punto para una nueva y batalladora revista femenina. Y queremos que tú la pongas en marcha, Lisa.
Calvin y Barry la miraban con expectación. Ella sabía que la costumbre era que se atrancara, se emocionara e hiciera comentarios sobre lo mucho que apreciaba que hubieran depositado su confianza en ella y que esperaba no decepcionarlos.
– Hummm… bueno, pues… gracias.
– Nuestra oferta en Irlanda es impresionante -se jactó Calvin-. Tenemos Novias Hibernianas, Salud Celta, Interiores Gaélicos, Jardines de Irlanda, El Consejero Católico…
– No, El Consejero Católico está a punto de cerrar -le interrumpió Barry-. Las cifras de ventas han caído en picado.
– …Punto Gaélico… -A Calvin no le interesaban las malas noticias-. El Automovilista Celta, Patatas (esa es nuestra revista sobre gastronomía irlandesa), Bricolaje Irlandés y El Hib In.
– ¿El Hib In? -se esforzó en decir Lisa. Era aconsejable seguir hablando.
– Hib in -confirmó Barry-. Es la abreviación de «hiberniano in». Una revista para hombres. Una mezcla entre Loaded y Arena. Tú tienes que lanzar una versión femenina.
– ¿Cómo se va a llamar?
– Hemos pensado llamarla Colleen. Joven, batalladora, moderna, sexy… así es como queremos que sea. Sobre todo sexy, Lisa. Y no demasiado intelectual. Olvídate de esos artículos deprimentes sobre la ablación de las mujeres en Afganistán. Ese no es nuestro público lector objetivo.
– Lo que queréis es una revista para bobas, ¿no?
– Veo que lo has captado -repuso Calvin, esbozando una sonrisa radiante.
– Lo que pasa es que yo nunca he estado en Irlanda, no sé nada del país.
– ¡Exacto! -exclamó Calvin-. Eso es precisamente lo que queremos. Nada de ideas preconcebidas, sino un enfoque fresco y sincero. El mismo sueldo, una generosa ayuda para el traslado, y empiezas dentro de dos semanas.
– ¿Dos semanas? Pero si ni siquiera me va a dar tiempo para…
– Tengo entendido que tienes una capacidad organizativa excelente -la atajó Calvin-. Impresióname. ¿Alguna pregunta?
Lisa no pudo contenerse. Normalmente, sonreía mientras todavía le estaban clavando el puñal, porque se imaginaba lo que vendría después. Pero ahora estaba conmocionada.
– ¿Qué hay del puesto de directora adjunta de Manhattan?
Barry y Calvin se miraron.
– Se lo hemos asignado a Tia Silvano, del New Yorleer -admitió Calvin de mala gana.
Lisa asintió con la cabeza. Tenía la sensación de que todo había terminado. Se levantó, dispuesta a marcharse.
– Bien, tendré que pensármelo -dijo-. ¿Cuándo tengo que contestar?
Barry y Calvin volvieron a mirarse.
Finalmente fue Calvin quien respondió:
– Ya hemos cubierto tu puesto actual.
Lisa se dio cuenta de que aquello era un hecho consumado, y tuvo la impresión de que todo se movía a cámara lenta. No tenía elección. Se quedó paralizada, gritando mentalmente, y tardó varios largos segundos en comprender que no podía hacer otra cosa que salir de la sala de juntas.
– ¿Te apetece un partidito de golf? -le preguntó Barry a Calvin cuando Lisa se hubo marchado.
– Me encantaría, pero no puedo. Tengo que ir a Dublín y hacer las entrevistas para cubrir los otros puestos.
– ¿Quién es actualmente el director ejecutivo de Irlanda? -preguntó Barry.
Calvin arrugó la frente. Se suponía que Barry tenía que saberlo.
– Un tipo llamado Jack Devine -contestó.
– Ah, ya. Un poco díscolo, ¿no?
– No lo creo. -A Calvin no le hacían ninguna gracia los rebeldes-. O por lo menos, más le vale no serlo.
Lisa intentó disimular. No quería admitir que estaba desilusionada, sobre todo teniendo en cuenta lo mucho que se había sacrificado. Pero la realidad era inapelable: Dublín no era Nueva York, se mirara por donde se mirase. Y el «generoso» paquete de ayudas para el traslado era de juzgado de guardia. Lo peor, sin embargo, era que tendría que devolver el móvil. ¡Su móvil! Era como si le hubieran amputado una extremidad.
Ninguno de sus compañeros de trabajo lamentó excesivamente su partida. Lisa nunca dejaba tocar a nadie los zapatos Patrick Cox, ni siquiera a las chicas que calzaban el número cinco. Y su costumbre de hacer comentarios personales venenosos y falsos había hecho que se ganara el apodo de Viperina. Con todo, el último día de Lisa en la oficina, el personal de Femme se reunió en la sala de juntas para realizar la despedida de rigor: vasos de plástico de vino blanco tibio que habría podido servir de quitaesmaltes, una bandeja con un desordenado despliegue de patatas fritas y ganchitos, y el rumor, nunca confirmado, de que estaban a punto de llegar las salchichas de cóctel.
Cuando todo el mundo iba por el tercer vaso de vino y por lo tanto podía esperarse que la gente hiciera gala de algún entusiasmo, alguien pidió silencio y Barry Hollingsworth hizo su clásico discurso, dándole las gracias a Lisa y deseándole suerte. Todos estuvieron de acuerdo en que lo había hecho muy bien. Sobre todo porque no se había equivocado de nombre. La última vez que despidieron a un empleado, Barry había pronunciado un conmovedor discurso de veinte minutos elogiando el extraordinario talento y la valiosa aportación de una tal Heather, mientras Fiona, la chica que se marchaba, escuchaba muerta de vergüenza.
A continuación le entregaron a Lisa los vales de Marks & Spencer por valor de veinte libras y una enorme postal con un hipopótamo y el texto «Te echaremos de menos». Ally Benn, la antigua secretaria de Lisa, había elegido cuidadosamente el regalo de despedida. Había cavilado mucho sobre los gustos de Lisa, y al final había llegado a la conclusión de que los vales de M &S le darían más rabia que ninguna otra cosa. (Ally Benn calzaba un cinco.)
– ¡Por Lisa! -concluyó Barry.
A esas alturas estaban todos colorados y exaltados, así que alzaron sus vasos de plástico, tirándose vino y trozos de corcho por la ropa, y mientras reían por lo bajo y se daban codazos, gritaron:
– ¡Por Lisa!
Lisa no se quedó más de lo imprescincible. Llevaba mucho tiempo soñando con aquella despedida, pero siempre había creído que cuando se marchara lo haría montada en una ola de éxito que la llevaría en volandas hasta Nueva York. En lugar de partir hacia lo que, en el mundo de la prensa femenina, equivalía al exilio en Siberia. Era una pesadilla espantosa.
– Tengo que irme -les dijo al grupo de chicas que habían trabajado a sus órdenes en los dos últimos años-. He de acabar de hacer el equipaje.
– Claro -dijeron ellas, coreando alegremente sus despedidas-: Buena suerte, pásatelo bien, disfruta de Irlanda, ten cuidado, no trabajes demasiado…
Cuando Lisa llegó a la puerta, Ally gritó:
– ¡Te echaremos de menos!
Lisa asintió y cerró la puerta.
– Y una mierda -añadió Ally por lo bajo-. ¿Queda vino?
Se quedaron hasta que no quedó ni una gota, hasta que desapareció la última miga de patata de la bandeja; entonces se miraron unos a otros y se preguntaron, con un ánimo peligrosamente subido de tono:
– ¿Qué hacemos?
Bajaron al Soho e irrumpieron en los bares pidiendo tequila, una verdadera horda de oficinistas afectados por la fiebre del viernes por la noche. La pequeña Sharif Mumtaz (redactora adjunta) se separó del grupo, y la acompañó a casa un chico muy amable con el que se casó nueve meses más tarde. Un individuo le compró a Jeanie Geoffrey (colaboradora de moda) una botella de champán y le aseguró que era «una diosa». A Gabbi Henderson (salud y belleza) le robaron el bolso. Y Ally Benn (la nueva directora) se subió a una mesa en uno de los pubs más concurridos de Wardour Street y bailó como una loca hasta que se cayó y se hizo diversas fracturas en el pie derecho.
Dicho de otro modo: fue una noche fabulosa.
2
– ¡Ted! ¡Llegas en el mejor momento! -Ashling abrió la puerta de par en par y, por una vez, no pronunció su frase más habitual, a saber: «Mierda, es Ted».
– ¿En serio? -Ted entró con precaución en el piso de Ashling. Normalmente no recibía una bienvenida tan calurosa.
– Necesito que me ayudes a elegir la chaqueta.
– Lo haré lo mejor que pueda. -El oscuro y delgado rostro de Ted adoptó una expresión aún más intensa-. Pero ten en cuenta que soy un hombre.
No exactamente, pensó Ashling con aflicción. Era una lástima que la persona que había alquilado el piso de arriba seis meses atrás, y que al instante había decidido que Ashling era su mejor amiga, no fuera un hombre alto y guapo de esos que te aceleran el pulso, sino Ted Mullins, un funcionario necesitado, aspirante a cómico, menudo, enjuto y propietario de una bicicleta.
– Primero la negra. -Ashling se puso la chaqueta encima de la blusa de seda blanca «para entrevistas» y de los mágicos pantalones negros que le quitaban tres kilos.
– ¿De qué se trata? -Ted se sentó en una silla y enroscó las piernas alrededor de las patas. Era huesudo y anguloso, de hombros y rodillas puntiagudos, como un boceto de sí mismo.
– Tengo una entrevista de trabajo. A las nueve y media.
– ¿Otra entrevista? ¿Para qué es esta vez?
Ashling se había presentado para varios trabajos en las dos últimas semanas, desde un empleo en un rancho del Lejano Oeste en Mullingar al de recepcionista en una empresa de relaciones públicas.
– Directora adjunta de una revista nueva que se llama Colleen.
– ¡Ostras! ¿Un trabajo de verdad? -El saturnino rostro de Ted se iluminó-. No entiendo por qué te presentaste para los otros. No eran dignos de ti.
– Tengo muy poca autoestima -le recordó Ashling componiendo una amplia sonrisa.
– Yo todavía tengo menos -replicó Ted, decidido a no dejarse superar-. Así que una revista femenina -prosiguió-. Si te lo dan, sería un buen corte de mangas para los de Wonzan's Place. ¡La venganza es un plato que se sirve frío! -Echó la cabeza atrás y soltó una sonora carcajada imitando a Vincent Price-: ¡IIIIaaaajjjj, aaaajjjj, aaaajjjj!
– La venganza no es ningún plato -le interrumpió Ashling-. Es una emoción. O algo así. Y no me interesa.
– Pero después de lo mal que se portaron contigo… -dijo Ted con asombro-. ¡Tú no tuviste la culpa de que a aquella mujer se le estropeara el sofá!
Ashling había trabajado muchos años para Woman's Place, una revista femenina irlandesa. Había sido redactora de ficción, redactora de moda, redactora de salud y belleza, redactora de bricolaje, redactora de cocina, redactora del consultorio sentimental, correctora y consejera espiritual, todo a la vez. Aunque no era un trabajo tan pesado como podría parecer, porque Woman's Place se hacía de acuerdo con una fórmula muy estricta y controlada.
Cada número incluía un patrón (que casi siempre era el de un cobertor de rollos de papel higiénico con forma de traje de sureña). Luego estaba la página de cocina, donde te explicaban cómo comprar piezas de carne baratas y disfrazarlas de otra cosa. También había un relato en que aparecían un niño y una abuela que al principio se odiaban y acababan haciéndose íntimos amigos. Estaba la página de «Problemas», por supuesto (donde nunca faltaba la carta en que una suegra se quejaba de su descarada nuera). Las páginas dos y tres eran una selección de historias «graciosas» protagonizadas por los nietos de las lectoras y las chorradas que habían dicho o hecho. En la contraportada interior había una carta llena de tópicos, presuntamente escrita por un sacerdote, pero que siempre redactaba Ashling quince minutos antes del plazo para entregar los textos a la imprenta. Luego estaban los «Consejos de las Lectoras». Y uno de esos consejos fue, curiosamente, el instrumento de la caída de Ashling.
Los consejos de las lectoras los enviaban las típicas marujas para provecho de otras lectoras. Casi siempre explicaban cómo ahorrar y conseguir cosas gratis. La premisa general era que no necesitabas comprar nada porque podías hacértelo todo tú misma con elementos que ya tenías en casa. El zumo de limón era una de las estrellas de la sección.
Por ejemplo, ¿para qué gastar dinero en champús caros si podías hacerte tu propio champú con un poco de zumo de limón y lavavajillas? ¿Te gustaría hacerte mechas? Lo único que tenías que hacer es exprimir un par de limones sobre tu cabeza y sentarte al sol, durante un año. ¿Y para quitar una mancha de zumo de arándanos de un sofá beige? Una mezcla de zumo de limón y vinagre: infalible.
Pero no funcionó, al menos en el sofá de la señora Anna O'Sullivan del condado de Waterford. Todo salió mal: la mancha de zumo de arándanos se hizo aún más visible, y ni siquiera el Stain Devil pudo con ella. Y pese a una generosa aplicación de Glade, toda la habitación apestaba horriblemente a vinagre. La señora O'Sullivan, que era una buena católica, creía en el castigo divino. Amenazó con demandar a la revista.
Cuando Sally Healy, la directora de Woman's Place, inició una investigación, Ashling admitió que se había inventado aquel truco. Aquella semana en particular las aportaciones de las lectoras sobre el tema habían sido escasas.
– Pensaba que nadie se creía esas cosas -susurró Ashling en su defensa.
– Me sorprendes, Ashling -repuso Sally-. Siempre me has dicho que no tienes imaginación. Y la «Carta del Padre Bennett» no cuenta, porque ya sé que la copias de El Consejero Católico, que por cierto (no digas nada de momento) está a punto de irse a pique.
– Lo siento, Sally, te prometo que no volverá a pasar.
– La que lo siente soy yo, Ashling. Voy a tener que despedirte.
– ¿Por un simple error como ese? ¡No puedo creerlo!
Ashling tenía razón. El verdadero motivo era que la junta directiva de Woman's Place estaba preocupada por el descenso de las ventas, había decidido que la revista daba muestras de «cansancio» y andaba buscando un cabeza de turco. El lío que había organizado Ashling no podía llegar en mejor momento. Ahora podrían despedirla y no tendrían que soltarle una indemnización.
Sally Healy estaba consternada. Ashling era la empleada más fiel y trabajadora con que uno podía soñar. Se encargaba de todo mientras Sally llegaba tarde, se marchaba antes de hora y desaparecía los martes y los jueves por la tarde para ir a recoger a su hija a la escuela de ballet y a sus hijos al entrenamiento de rugby. Pero la junta lo había dejado muy claro: o Ashling o ella.
Como concesión por los largos años dedicados a la empresa, a Ashling le permitieron seguir en su puesto hasta que encontrara otro trabajo. Lo cual, si todo salía bien, iba a ser pronto.
– ¿Y bien? -Ashling se alisó la chaqueta y se dio la vuelta para que Ted la examinara.
– Muy bien. -Ted encogió sus huesudos hombros.
– O ¿te gusta más esta? -Ashling se puso otra chaqueta, que a ojos de Ted era idéntica a la anterior.
– Muy bien -repitió.
– ¿Cuál?
– Cualquiera de las dos.
– ¿Cuál me marca más la cintura?
Ted hizo una mueca de desesperación.
– Otra vez no, por favor. Estás obsesionada con tu cintura.
– Eso es imposible. No puedo obsesionarme con algo que no tengo.
– ¿Por qué no te quejas del tamaño de tu trasero, como hacen todas las mujeres normales?
Ashling tenía muy poca cintura, pero, como ocurría siempre con las malas noticias que se referían a ella, había sido ella la última en enterarse. No hizo aquel impactante descubrimiento hasta los quince años, cuando Clodagh, su mejor amiga, suspiró: «Qué suerte tienes de no tener cintura. La mía es tan pequeña que solo hace que mi trasero parezca aún más grande».
Mientras sus compañeras se pasaban la adolescencia plantadas ante el espejo intentando discernir si tenían un pecho mayor que el otro, Ashling se concentraba más abajo. Finalmente se compró un huía hoop y se puso a practicar con entusiasmo en el jardín de su casa. Durante un par de meses practicó día y noche, contoneándose sin parar, con la lengua asomando fuera. Todas las mamás del barrio la miraban por encima de los muros del jardín, con los brazos cruzados, asintiendo con la cabeza y diciéndose unas a otras: «Esa se va a matar de tanto darle al hula hoop».
Pero el gira que gira no había servido para nada. Incluso ahora, dieciséis años más tarde, a la silueta de Ashling seguía faltándole aquella ondulación a la altura de la cintura.
– No tener cintura no es lo peor que le puede pasar a uno -dijo Ted para animarla.
– Ya lo sé -repuso Ashling con una jovialidad inquietante-. También puedes tener unas piernas horribles. Y quiso la suerte que yo las tuviera.
– No es verdad.
– Sí. Las he heredado de mi madre. Mientras no haya heredado nada más de ella… -añadió Ashling, risueña-. Supongo que no estoy tan mal.
– Anoche estaba en la cama con mi novia… -Ted estaba deseando cambiar de tema- y le dije que la Tierra era plana.
– ¿Con qué novia? Y ¿qué es eso de que la Tierra es plana?
– No, no va así -murmuró Ted para sí-. Anoche se la estuve metiendo a mi novia…, y le dije que la Tierra era plana. ¡Ja, ja, ja!
– Ja, ja. Muy bueno -dijo Ashling sin convicción. Lo peor de ser amiga de Ted era tener que hacer de conejillo de Indias de sus nuevos chistes-. Pero ¿me dejas que te haga una sugerencia? Escucha: anoche se la estuve metiendo a mi novia y le dije que siempre la amaría y nunca la abandonaría… ¡Ja, Ja! -añadió con ironía.
– Se me hace tarde -dijo Ted-. ¿Te llevo a algún sitio?
Ted solía llevar a Ashling al trabajo en la bicicleta, de camino hacia el Ministerio de Agricultura.
– No, gracias. No te va de camino.
– Suerte con la entrevista. Ya vendré a verte esta noche.
– No tenía ninguna duda -dijo Ashling por lo bajo.
– ¡Por cierto! ¿Cómo va tu infección del oído?
– Mucho mejor. Ya puedo lavarme el pelo yo sola.
3
Finalmente Ashling se decidió por la chaqueta número uno. Creía haber detectado una ligera entrada entre sus pechos y sus caderas que para ella ya era suficiente.
Tras meditar un buen rato sobre el tipo de maquillaje que le convenía, se decidió por uno discreto, para no dar impresión de chica frívola. Pero para no parecer demasiado sosa, cogió su bolso blanco y negro de piel de poni. Luego frotó su Buda de la suerte, se metió el amuleto en el bolsillo y se quedó mirando con pesar su gorra roja de la suerte. ¿Cómo iba a ponerse una gorra roja con borla para ir a una entrevista de trabajo? De todos modos no la necesitaba: según su horóscopo, aquel iba a ser un gran día. Lo mismo decía el oráculo de los ángeles.
Bajó a la calle, y tuvo que pasar por encima de un individuo profundamente dormido junto al portal. Puso rumbo a las oficinas de Dublín de Randolph Media, caminando a buen paso por las embotelladas calles del centro de la ciudad, repitiendo mentalmente, una y otra vez, siguiendo los consejos de Louise L. Hay: «Voy a conseguir este trabajo, voy a conseguir este trabajo, voy a conseguir este trabajo…».
Pero no pudo evitar preguntarse: «¿Y si no lo consigo? Pues no importa, pues no importa, pues no importa…».
Aunque había conseguido guardar la compostura, Ashling estaba destrozada por el incidente con el sofá de la señora O'Sullivan. Tan destrozada que había tenido otra infección de oído de esas que siempre tenía cuando estaba estresada.
Perder el empleo era algo terriblemente infantil, no era propio de una persona de treinta y un años, titular de una hipoteca. Se suponía que ella ya había superado esa etapa, ¿no?
Para impedir que su vida se viniera abajo, Ashling se había puesto a buscar trabajo con verdadera pasión, y se había presentado a cualquier cosa que pareciera factible. No, no sabía echarle el lazo a un semental desbocado, había admitido en la entrevista para el rancho del Lejano Oeste de Mullingar (en realidad ella creía que la estaban entrevistando para cubrir un puesto administrativo), pero estaba dispuesta a aprender lo que hiciera falta.
En todas las entrevistas a que se presentaba, repetía aquello de que estaba dispuesta a aprender lo que hiciera falta. Pero de todos los puestos solicitados, el de la revista Colleen era el único que de verdad le interesaba. Le encantaba trabajar en una revista, y en Irlanda no abundaban los empleos en revistas. Además, Ashling no era periodista: sencillamente era una buena organizadora, y muy detallista.
Las oficinas de Randolph Media estaban en el tercer piso de un edificio de oficinas de los muelles. Ashling se había enterado de que Randolph Media también era propietaria de la pequeña pero creciente cadena de televisión Channel 9, y de una emisora de radio muy comercial; pero al parecer esas empresas tenían su sede en otro local.
Ashling salió del ascensor y echó a andar por el pasillo hacia recepción. Había mucha actividad, y la gente iba de un lado para otro llevando papeles. Ashling sintió una oleada de emoción que casi le produjo náuseas. Cerca del mostrador había un hombre alto con el cabello enmarañado conversando con una menuda chica asiática. Hablaban en voz baja, y a Ashling le dio la impresión de que les habría gustado poder gritar. Ashling siguió su camino; no le gustaban las peleas, ni siquiera las de los demás.
Cuando vio a la recepcionista se dio cuenta de cuánto se había equivocado con respecto al maquillaje. Trix (así se llamaba la recepcionista según la insignia que llevaba) tenía el aspecto reluciente y pringoso de una adepta a la escuela «cuanto más mejor». Llevaba las cejas depiladas hasta la mínima expresión, su perfilador de labios era tan grueso y oscuro que parecía que tuviera bigote, y llevaba la rubia melena recogida con un centenar de diminutos clips de colores, cuidadosamente repartidos. «Debía de necesitar tres horas para arreglarse», pensó Ashling, impresionada.
– Hola -masculló Trix con voz ronca, como si fumara cuarenta cigarrillos diarios (que eran precisamente los que fumaba).
– Tengo una entrevista a las nueve y me…
Ashling se interrumpió al oír un fuerte grito a sus espaldas. Giró la cabeza y vio al hombre del pelo enmarañado sujetándose el dedo índice.
– ¡Me has mordido! -exclamó-. ¡Me has hecho sangre, Mai!
– Espero que estés vacunado contra el tétanos -dijo la chica asiática riendo con sorna.
Trix chascó la lengua, puso los ojos en blanco y murmuró:
– Son un par de gilipollas, siempre están igual. -Y añadió-: Siéntate. Voy a avisar a Calvin.
Trix desapareció por una puerta, y Ashling se sentó en un sofá, junto a una mesita llena de revistas. Al verlas, su sistema nervioso se disparó. Se moría por aquel empleo. El corazón le latía muy deprisa y su estómago producía dosis masivas de jugos gástricos. Ashley se puso a girar distraídamente su piedra amuleto. Pese a que el nerviosismo le impedía concentrarse en lo que ocurría alrededor, vio cómo el individuo que había recibido el mordisco entraba en el lavabo y cómo la chica asiática iba dando zancadas hacia el ascensor, haciendo oscilar su larga melena negra.
– El señor Carter te está esperando.
Trix había vuelto, y no había podido ocultar su sorpresa. Llevaba dos días viéndoselas con nerviosas candidatas que se quedaban esperando media hora junto a su escritorio. Durante ese tiempo, Trix había tenido que dejar de telefonear a sus amigas para contestar las suplicantes preguntas de las candidatas sobre sus posibilidades de conseguir aquel empleo. Y por si fuera poco, ella sabía que lo único que estaban haciendo Calvin Carter y Jack Devine en la sala de entrevistas era jugar a rummy.
Pero en esta ocasión Jack Devine había dejado solo a Calvin Carter, que se estaba aburriendo como una ostra. Para no hacer nada, era mejor entrevistar a otra candidata.
– ¡Pase! -gritó cuando Ashling llamó tímidamente a la puerta.
Calvin le echó un vistazo a la joven morena del traje pantalón negro y decidió que no le interesaba. No era lo bastante elegante para Copeen. Él no entendía mucho de peinados femeninos, pero le parecía recordar que solían ser algo más elaborados que el de aquella chica. ¿No se suponía que tenía que notarse que te habías hecho algo en el pelo? No lo dejabas colgar sobre los hombros como si nada, y menos aún si lo tenías castaño. Y aquel aire lozano no estaba mal para una lechera, pero si aspirabas al puesto de directora adjunta de una revista femenina…
– Siéntese. -No pensaba dedicarle más de cinco minutos.
Ansiosa por hacerlo bien, Ashling se sentó en una silla frente a Calvin, sentado al otro lado de la mesa.
– Estoy esperando a Jack Devine, nuestro director ejecutivo en Irlanda -explicó Calvin-. Ya no puede tardar. Antes que nada -añadió consultando el currículum de Ashling-, me gustaría que me dijera cómo pronuncia su nombre.
– Ash-ling.
– Ash-ling. Ashling. De acuerdo. Muy bien, Ashling, veo que durante los últimos ocho años ha trabajado en varias revistas…
– En una revista. -Ashling oyó una risita nerviosa y se dio cuenta de que era suya-. Solo en una.
– Y ¿por qué deja Woman's Place?
– Busco un nuevo desafío -contestó, nerviosa. Era lo que Sally Healy le había aconsejado que dijera.
Se abrió la puerta y entró el individuo que había recibido el mordisco.
– Hola, Jack. -Calvin Carter frunció las cejas-. Te presento a Ashling Kennedy.
– ¿Qué tal?
Jack tenía otras cosas en que pensar. Estaba de mal humor. Se había pasado gran parte de la noche negociando con los técnicos del canal de televisión y, casi simultáneamente, con una cadena norteamericana a la que intentaba convencer de que no vendiera su premiada serie a RTE sino a Channel 9. Y por si todavía no tenía suficiente trabajo, le habían encargado lanzar aquella estúpida revista femenina. ¡Como si en el mundo no hubiera ya demasiadas! Pero tenía que admitir que la verdadera fuente de su sufrimiento era Mai. Aquella mujer lo volvía loco. La odiaba. La odiaba con toda su alma. ¿Cómo se le había ocurrido pensar que le gustaba? No pensaba volver a contestar sus llamadas. Nunca más, era la última vez, la última…
Se colocó detrás de la mesa, intentando concentrarse en la entrevista. El viejo Calvin se hacía unos líos tremendos con aquellos asuntos. Jack sabía que en cualquier momento tendría que preguntar algo que sonara vagamente relevante, pero en lo único que podía pensar ahora era en si podía desangrarse. O quizá contrajera la rabia. ¿Cuánto tardabas en empezar a echar espuma por la boca?
Columpiándose sobre las patas traseras de la silla, levantó el dedo herido y lo examinó. No podía creer que Mai le hubiera mordido. Otra vez. La última vez le prometió… Apretó más fuerte el improvisado vendaje de papel higiénico, y la sangre traspasó el papel.
– Hábleme de sus virtudes y defectos -pidió Calvin.
– Para ser sincera, he de decir que donde estoy más floja es en la redacción de artículos. No tengo problemas con las entradillas, los títulos ni los artículos breves, pero en cambio no tengo mucha experiencia en artículos largos. -La verdad era que no tenía ninguna-. Mis virtudes más destacadas son que soy meticulosa, organizada y trabajadora. Soy un buen número dos -prosiguió con seriedad, citando al pie de la letra a Sally Healy. Entonces hizo una pausa y dijo-: Perdone, ¿quiere una tirita para el dedo?
Jack Devine levantó la cabeza, sorprendido.
– ¿Quién? ¿Yo?
– No veo a nadie más sangrando -dijo Ashling, esbozando una sonrisa.
Jack Devine negó con la cabeza.
– No, gracias -añadió hoscamente.
– ¿Por qué no? -intervino Calvin Carter.
– Estoy bien -dijo Jack haciendo un gesto con la mano buena.
– Coge la tirita -insistió Calvin-. Te irá bien.
Ashling se puso el bolso sobre el regazo y, sin apenas rebusca en él, extrajo una caja de tiritas. Eligió una y se la pasó a Jack. -Creo que esta es del tamaño adecuado.
Jack se quedó como si no tuviera ni idea de qué tenía que hacer. Calvin Carter tampoco hacía nada para ayudar.
Ashling contuvo un suspiro, se levantó de la silla, le arrebató la tirita a Jack y retiró el papel encerado.
– Déjeme el dedo.
– Sí, señorita -dijo Jack con sorna.
Ashling le puso la tirita con rapidez y eficacia. Sorprendiéndose a sí misma, y con el pretexto de asegurarse de que la tirita estaba bien puesta, le dio un pequeño apretón en el dedo a Jack Devine, y sintió una ignominiosa satisfacción al ver su mueca de dolor.
– ¿Qué más lleva en el bolso? -preguntó Calvin Carter con curiosidad-. ¿Aspirinas?
Ashling asintió con cautela y dijo:
– ¿Quiere una?
– No, gracias. ¿También lleva papel y bolígrafo?
Ella volvió a asentir.
– ¿Y…? Ya sé que es pedir demasiado, pero… ¿lleva un costurero?
Ashling hizo una pausa y adoptó una expresión tímida; luego soltó una risita.
– Pues sí -admitió.
– Es usted una persona muy organizada -terció Jack Devine, haciendo que aquel comentario sonara como un insulto.
– Alguien tiene que serlo. -Calvin Carter había cambiado de opinión sobre ella. Era una chica encantadora, y aunque tenía los dientes manchados de lápiz de labios, al menos llevaba lápiz de labios-. Gracias, Ashling. Ya la llamaremos.
Ashling les estrechó la mano a los dos, aprovechando una vez más la ocasión para darle un doloroso apretón a Jack Devine.
– Me ha gustado -dijo Calvin Carter, riendo.
– A mí no -repuso Jack Devine, malhumorado.
– He dicho que me ha gustado -repitió Calvin Carter, que no estaba acostumbrado a que le llevaran la contraria-. Es formal y tiene recursos. Ya puedes darle el puesto.
4
Clodagh despertó temprano. Eso no suponía ninguna novedad. Clodagh siempre despertaba temprano. Cuando tenías niños, pasaba eso. Si no pedían a gritos que les dieras de comer, se metían en tu cama, entre tu marido y tú, o entraban en la cocina a las seis y media un sábado por la mañana y se ponían a hacer un ruido ensordecedor con las cacerolas.
Esta mañana tocaba ruido ensordecedor con las cacerolas. Después Clodagh descubriría que Craig, su hijo de cinco años, le estaba enseñando a Molly, su hija de dos y medio, a hacer huevos revueltos. Con harina, agua, aceite de oliva, ketchup, salsa de carne, vinagre, coco, velas de cumpleaños y, por supuesto, huevos. Nueve huevos para ser exactos, con cáscara incluida. Clodagh sabía, por el tipo de ruido, que estaba pasando algo terrible en el piso de abajo, pero estaba demasiado cansada, o demasiado no sé qué, para levantarse e intervenir.
Con la mirada perdida, se quedó escuchando cómo los niños arrastraban las sillas por el suelo nuevo de piedra caliza, abrían y cerraban los armarios SieMatic recién instalados y maltrataban las cacerolas Le Creuset.
A su lado, todavía profundamente dormido, Dylan cambió de postura y le puso un brazo encima. Clodagh se le arrimó un momento, buscando alivio. Entonces, al notar la erección de él contra su estómago, la invadió un sentimiento automático de rechazo y se apartó con cautela.
Sexo no. No lo soportaba. Ella necesitaba cariño, pero cada vez que se acercaba al cuerpo de él en busca de consuelo, él se excitaba. Sobre todo por la mañana. Y Clodagh se sentía culpable cada vez que lo rechazaba. Pero no lo bastante culpable como para ceder.
Dylan tenía más posibilidades por la noche, sobre todo cuando ella se había tomado unas cuantas copas. Clodagh nunca lo mantenía a raya más de un mes, porque temía lo que eso podía significar. Así que cuando se acercaba el plazo siempre organizaba algún tipo de embriaguez y cumplía con él; en esas ocasiones, su entusiasmo y su inventiva estaban en proporción directa con la cantidad de ginebra que hubiera consumido.
Dylan volvió a acercarse a ella, y Clodagh se deslizó hacia el otro lado de la cama con una habilidad resultado de varios meses de práctica.
De pronto se oyó un estruendo alarmante en el piso de abajo.
– Malditos enanos -murmuró Dylan, adormilado-. Van a destrozar la casa.
– Voy a decirles algo. -Lo más prudente era levantarse.
Más tarde, cuando llegó Ashling, el descalabro de los huevos revueltos ya no era más que un lejano recuerdo, superado con creces por las atrocidades ocurridas en la mesa del desayuno.
Cuando Clodagh fue a abrir la puerta, estaba enfrascada en alguna complicada negociación con Molly, la niña de aspecto angelical y cabello rubísimo, relacionada con una rebeca.
– Hola, Ashling -dijo Clodagh distraídamente; acercó la cara a la de Molly e insistió, exasperada-: Esa rebeca te va pequeña, Molly. La llevabas cuando eras un bebé. ¿Por qué no te pones la rosa?
– ¡Noooo! -Molly intentó escabullirse.
– Tendrás frío. -Clodagh la sujetó por el brazo.
– ¡Noooo!
– Vamos a la cocina, Ashling. -Clodagh la arrastró por el pasillo-. ¡Craig! ¡Bájate de ahí!
Craig, el niño de aspecto también angelical y cabello también rubísimo, había trepado al armario de la esquina de la cocina y se estaba columpiando en el estante móvil, recostado contra los paquetes de pasta y de arroz.
Ashling encendió la tetera. De niñas, Ashling y Clodagh vivían en la misma manzana, y eran amigas íntimas desde la época en que para Ashling era más seguro estar en casa de Clodagh que en la suya.
Había sido Clodagh la que le había dado la noticia de que no tenía cintura. Y también la había iluminado sobre otros aspectos de su persona diciendo: «Qué suerte tienes de tener esa personalidad. Yo, en cambio, lo único que tengo es mi físico».
Eso no quiere decir que Ashling se sintiera ofendida. Clodagh no era malintencionada, sino sencillamente franca, y por otra parte habría sido una pérdida de tiempo negar su singular belleza. Era bajita y bien proporcionada, con la tez muy clara y una larga, rubia y reluciente melena. Una belleza, en fin, que colapsaba el tráfico. Aunque eso no tenía excesivo mérito en Dublín, donde de todos modos el tráfico siempre estaba colapsado.
Ashling tenía una noticia trascendental.
– ¡Tengo trabajo! -exclamó.
– ¿Desde cuándo?
– Me enteré hace una semana -admitió Ashling-, pero he tenido que trabajar hasta medianoche todos estos días, dejándolo todo preparado para la persona que me tiene que sustituir en Woman's Place.
– Ya me extrañaba que no me hubieras llamado. Venga, cuéntamelo todo.
Pero cada vez que Ashling lo intentaba, Craig se empeñaba en leerle un poco, con el libro del revés. En cuanto dejaba de ser el centro de atención, aunque fuera solo durante un segundo, el niño volvía a reclamar su protagonismo.
– Sal al jardín a columpiarte un rato -le sugirió su madre.
– Pero si está lloviendo.
– Eres irlandés. Tienes que acostumbrarte. ¡Venga! ¡Al jardín!
En cuanto Craig hubo salido, Molly pasó a primer plano.
– ¡Quiero! -declaró señalando el café que estaba tomando Ashling.
– No, cariño, eso es de Ashling -le explicó Clodagh-. No puedes bebértelo.
– Si quiere… -creyó oportuno decir Ashling.
– ¡Quiero! -insistió Molly.
– ¿No te importa? -dijo Clodagh-. Ya te preparo otro.
Ashling le acercó la taza a la niña, pero Clodagh la interceptó antes de que Molly la alcanzara; inmediatamente, la niña se puso a aullar.
– Solo voy a soplar un poco -la tranquilizó Clodagh-. Para que no te quemes la lengua.
– ¡Quiero! ¡Quiero! ¡Quiero!
– Está demasiado caliente, cielo. Te vas a quemar.
– ¡Quiero! ¡Quiero! ¡Quiero!
– Está bien. Pero bebe despacio, sin tirarlo.
Molly acercó los labios al borde de la taza, y luego dio un respingo gritando:
– ¡Pupa! ¡Caliente! ¡Buaaaa!
– Me cago en todo -masculló Clodagh.
– Cago en todo -repitió Molly con claridad.
– Eso -dijo Clodagh con una ferocidad que sorprendió a Ashling-. Me cago en todo.
Al oír los gritos de Molly, Dylan entró corriendo en la cocina.
– ¡Ashling! -Sonrió y se apartó un mechón rubio de la cara con una manaza-. Qué guapa estás. ¿Hay alguna noticia en el frente laboral?
– ¡Ya tengo trabajo!
– ¿Dónde? ¿En Mullingar, enlazando sementales desbocados?
– No, en una revista femenina.
– ¡Bien hecho! ¿Te pagan más?
Ashling asintió con orgullo. El sueldo que le habían ofrecido no era espectacular, pero al menos superaba la miseria que le habían pagado durante ocho años en Woman's Place.
– Y ya no tendrás que escribir aquellas horribles cartas del padre Bennett. Por cierto, ¿te has enterado de que El Consejero Católico ha quebrado? Lo leí en el periódico.
– Sí, la verdad es que al final he salido ganando -dijo Ashling, satisfecha-. Aquella lectora, la señora O'Sullivan de Waterford, me ha hecho un gran favor.
Dylan sonrió, pero de pronto se sobresaltó, pues había estallado una gran conmoción en el jardín. Craig se había caído del columpio y, a juzgar por sus gritos y aullidos, se había hecho un daño considerable. Ashling ya estaba revolviendo en su bolso en busca del remedio adecuado para ella.
– ¿Puedes ir tú? -dijo Clodagh mirando a Dylan con gesto de hastío-. Yo los tengo toda la semana. E infórmame de la gravedad de las heridas solo si es estrictamente necesario.
Dylan fue a investigar.
– ¿Quieres que vaya a ver qué le ha pasado a Craig? -preguntó Ashling, nerviosa-. Tengo tiritas.
– Yo también -repuso Clodagh, exasperada-. Cuéntame lo de tu trabajo, por favor.
– De acuerdo. -Ashling lanzó una última mirada de pesar hacia el jardín-. Se trata de una revista femenina, mucho más elegante que Woman's Place.
Cuando llegó a lo de la acalorada discusión de Jack Devine con aquella chica asiática que al final le había propinado un buen mordisco, Clodagh empezó a animarse.
– Sigue, sigue -dijo; le destellaban los ojos-. No hay nada que me ponga de mejor humor que oír a otros peleándose. Un día, la semana pasada, salía del gimnasio y vi a un hombre y una mujer metidos en un coche aparcado, pegándose unos gritos de miedo. ¡No te puedes imaginar cómo se gritaban! Y eso que tenían las ventanillas cerradas. Pues aquella escena me subió los ánimos para el resto del día.
– Yo no lo soporto -reconoció Ashling-. Lo encuentro muy desagradable.
– ¿Por qué, mujer? Ya, bueno, supongo que con tu… experiencia… Pero a la mayoría de la gente le encanta. Se dan cuenta de que no son los únicos que lo pasan mal.
– ¿Quién lo pasa mal? -preguntó Ashling, y adoptó una expresión de consternación.
Clodagh se abochornó un poco.
– No, nadie. Pero te envidio, de verdad. -Ya no podía contenerse-. Soltera, con un empleo nuevo… Tiene que ser muy emocionante.
Ashling se quedó muda de asombro. Para ella, la vida que llevaba Clodagh era el no va más. Un marido guapo y fiel con un negocio próspero; la elegante casa eduardiana en la distinguida población de Donnybrook. Nada que hacer en todo el día salvo calentar platos de pasta precocinados en el microondas, hacer planes para pintar unas habitaciones que no necesitaban que las pintaran y esperar a que Dylan llegara a casa.
– Y seguro que anoche saliste de marcha -añadió Clodagh con tono casi acusador.
– Sí, pero… Solo estuve en el Sugarclub, y volví a casa a las dos. Sola -añadió poniendo énfasis en aquel detalle-. Lo tienes todo, Clodagh. Dos niños maravillosos, un marido maravilloso…
¿Maravilloso? Clodagh se dio cuenta, sorprendida, de que hacía tiempo que no se le ocurría pensarlo. Admitió, con cierto recelo, que para tratarse de un hombre de treinta y tantos años, Dylan se conservaba bien: su estómago no se había convertido en un bulto cónico y fláccido a causa del exceso de cerveza, como les ocurría a la mayoría de los de su edad. Todavía se preocupaba por la ropa (más de lo que ella se preocupaba ahora, la verdad). Y se cortaba el pelo en una buena peluquería, no en el barbero del barrio, del que todo el mundo salía pareciéndose a su padre.
Ashling siguió protestando:
– … ¡y estás fantástica! Con dos hijos tienes mejor tipo que yo, y eso que yo no he tenido hijos, ni creo que vaya a tenerlos si no cambia pronto mi mala suerte con los hombres. ¡Ja, ja, ja!
Ashling estaba deseando que Clodagh sonriera, pero lo único que dijo su amiga fue:
– Es que lo tengo todo tan visto. Sobre todo a Dylan.
Ashling buscó desesperadamente algún consejo que darle.
– Solo tienes que recuperar la magia. Intenta recordar cómo era todo cuando os conocisteis.
¿De dónde había sacado aquello? Ah, sí, lo había escrito ella misma en Woman's Place, dirigiéndose a una mujer que se estaba volviendo loca porque su marido se había jubilado y lo tenía siempre pegado a las faldas.
– Ni siquiera me acuerdo de cuándo nos conocimos -confesó Clodagh-. Ah, espera. Claro que me acuerdo. Tú lo llevaste a la fiesta de cumpleaños de Lochlan Hegarty, ¿te acuerdas? Madre mía, parece que hayan pasado cien años.
– Tienes que esforzarte por conservar la ilusión -prosiguió Ashling, citándose a sí misma-. Organizar cenas románticas, incluso marcharon un fin de semana. Yo puedo quedarme a los niños cuando quieras. -Sintió cierta alarma después de hacer aquella precipitada promesa.
– Yo quería casarme -dijo Clodagh, como si hablara sola-. Dylan y yo parecíamos la pareja ideal.
– Creo que diciendo eso te quedas corta.
Ashling recordó el escalofrío que recorrió a todos los invitados en el momento en que Clodagh y Dylan se miraron por primera vez. Dylan era el chico más guapo de su grupo, e indudablemente Clodagh era la chica más guapa del suyo, y la gente afín siempre tiende a juntarse. Cuando Dylan y Clodagh intercambiaron aquella mirada fatal, Ashling tenía una cita con Dylan (la primera y la última). Pero aquella mirada acabó con ella. Ashling nunca se lo había echado en cara a ninguno de los dos. Estaban hechos el uno para el otro, y lo mejor que podía hacer ella era ser comprensiva y aceptarlo.
Clodagh chascó la lengua y dijo:
– La verdad es que no me puedo quejar. Al menos no podré quejarme cuando haya pintado el salón.
– ¿Otra vez?
No hacía nada que Clodagh había cambiado la cocina. Es más, también hacía nada que había pintado el salón.
Por la tarde, cuando volvía a casa, Ashling entró en un Tesco a comprar comida. Metió en la cesta un montón de paquetes de palomitas de maíz para preparar en el microondas y se dirigió a la caja para pagar.
La mujer que tenía delante en la cola ofrecía un aspecto tan impecable y con tanto estilo que Ashling no pudo evitar inclinarse un poco hacia atrás para admirarla mejor. Llevaba un pantalón de chándal, como Ashling, zapatillas de deporte y una rebeca, pero a diferencia de Ashling, todo tenía un aspecto lustroso y deseable. Como la ropa antes de que la laves por primera vez y pierda el lustre de lo recién estrenado.
Llevaba unas zapatillas Nike rosa que Ashling había visto en una revista, pero que todavía no se vendían en Irlanda. La mochila de nailon hacía juego con la espuma rosa del interior del talón de las zapatillas. Y tenía un cabello precioso: brillante y suelto, grueso y lustroso, como ella nunca conseguiría tenerlo.
Ashling, fascinada, se fijó en el contenido de la cesta de aquella mujer. Siete latas de batidos acalóricos de fresa, siete patatas, siete manzanas y cuatro… cinco… seis… siete tabletas de chocolate individuales. Ni siquiera había puesto las tabletas de chocolate en una misma bolsa; era como si las considerara siete compras individuales.
Un misterioso e irresistible instinto le dijo a Ashling que aquella mísera compra constituía la compra semanal de aquella mujer. O eso, o estaba abasteciendo un piso franco para Gruñón, Sabio, Mudito, Feliz y como quiera que se llamaran los otros tres.
5
El sábado por la tarde, cuando el avión de Lisa aterrizó en Dublín, estaba lloviendo a mares. Al despegar de Londres, Lisa pensó que no podía sentirse peor, pero el primer vistazo a Dublín bajo la lluvia le hizo comprender que se había equivocado.
Dermot, el taxista que la llevó al centro, no hizo más que empeorar su estado de ánimo. Era un individuo parlanchín y amable, y Lisa no estaba para taxistas parlanchines y amables. Pensó con nostalgia en el psicópata armado con un Uzi que podría haber conducido su taxi si estuviera en Nueva York.
– ¿Tiene usted familia aquí? -le preguntó Dermot.
– No.
– ¿Un novio, entonces?
– No.
Como Lisa se resistía a hablar de ella, el taxista decidió hablar él.
– Me encanta conducir -le confió.
– Qué bien -repuso Lisa con maldad.
– ¿Sabe qué hago cuando tengo fiesta?
Lisa lo ignoró.
– ¡Voy a dar un paseo en coche! Sí, señora. Y no crea que voy solo hasta Wicklow, por ejemplo. Me voy lejos, lejos. Hasta Belfast, o Galway, o Limerick. Un día llegué a Letterkenny, que está en Donegal. Es que me encanta mi trabajo.
No paró de hablar durante todo el trayecto por las sucias y mojadas calles de Dublín. Cuando llegaron al hotel, situado en Harcourt Street, el taxista la ayudó a entrar sus bolsas y le deseó una feliz estancia en Irlanda.
El aparthotel Malone pertenecía a un extraño y nuevo género de hospedaje: no tenía bar, ni restaurante ni servicio de habitaciones; de hecho no tenía nada, salvo treinta habitaciones, cada una con una pequeña zona de cocina. Lisa tenía reserva para dos semanas, y confiaba en encontrar algún sitio donde vivir antes de que hubiera transcurrido ese tiempo.
Aturdida, colgó un par de cosas, miró por la ventana, que daba a una calle gris y congestionada, y luego bajó para inspeccionar aquella ciudad que se había convertido en su hogar.
Ahora que ya estaba allí, el impacto la sacudió con fuerza inaudita. ¿Cómo había podido torcerse tanto su vida? Debería estar paseando por la Quinta Avenida, en lugar de por aquel poblacho empapado.
Según la guía que había comprado, solo hacía falta medio día para recorrer Dublín y ver todos los lugares importantes. ¡Como si eso fuera algo de lo que enorgullecerse! Efectivamente, le bastaron dos horas para localizar los puntos de interés (es decir, de compras) al norte y al sur del río Liffey. Era peor de lo que se había imaginado: nadie vendía productos La Prairie, zapatos Stephane Kélian, Vivienne Westwood ni Ozwald Boeteng.
«¡Qué desastre! Esto es un pueblo de mala muerte», pensó al borde de la histeria.
Quería irse a casa. Añoraba tanto Londres, y entonces, a través de la neblina, distinguió algo que le levantó el ánimo: ¡un Marks & Spencer!
Por lo general, Lisa no pisaba las tiendas Marks & Spencer: la ropa era demasiado sosa, la comida demasiado tentadora; pero hoy se precipitó hacia la entrada como una disidente perseguida en busca de asilo en una embajada extranjera. Contuvo el impulso de apoyarse, jadeando, contra la cara interna de la puerta. Pero si lo hizo fue únicamente porque la puerta era automática. A continuación se sumergió en la sección de alimentación, porque allí no había ventanas, de modo que podía dar rienda suelta a sus fantasías.
«Estoy en la tienda de High Street Kensington -se dijo-. Dentro de nada voy a salir y voy a pasar por Urban Outfitters.»
Se paró ante los expositores de fruta fresca. «No, mejor aún -decidió-. Estoy en la tienda de Marble Arch. En cuanto termine aquí iré a South Molton Street.»
Le producía un curioso consuelo saber que las ensaladas de melón que tenía delante formaban parte de la diáspora de ensaladas de melón de todas las tiendas de Londres. Apretó ligeramente la tensa tapa de celofán de uno de los envases y tuvo cierta sensación de reconocimiento, débil pero real.
Cuando se hubo tranquilizado entró en un supermercado normal y corriente e hizo la compra de la semana. La rutina la ayudaría a no volverse loca; al menos, la había ayudado otras veces en el pasado. Luego fue caminando hacia casa, con la capucha de la rebeca puesta para proteger su cabello de la lluvia que había empezado a caer de nuevo. Sacó las siete latas de batido de fresa y las colocó ordenadamente en el armario; las patatas y las manzanas las puso en la pequeña nevera, y las siete tabletas de chocolate en un cajón. Y ahora, ¿qué? Sábado por la noche. Sola en una ciudad que no conocía. Sin nada que hacer más que quedarse en casa viendo… Entonces reparó en que no había televisor en la habitación.
El golpe fue tan tremendo que rompió a llorar como una Magdalena. ¿Qué iba a hacer ahora? Ya había leído el Elle, el Red, el New Woman, el Company, el Cosmo, el Marie Claire, el Vogue y el Tatler de aquel mes, y las revistas irlandesas con las que a partir de ahora tendría que competir. Supuso que podía leer un libro. Si lo tuviera. O un periódico, pero los periódicos eran tan aburridos y deprimentes… Al menos tenía ropa que colgar. Así que, mientras las calles se llenaban de jóvenes que iniciaban una noche de borrachera, Lisa fumó, desdobló vestidos, faldas y chaquetas y las colgó en las perchas, alisó rebecas y tops y los guardó en cajones, ordenó botas y zapatos formando una hilera casi militar, colgó bolsos… De pronto sonó el teléfono, sacándola de aquella balsámica rutina.
– ¿Diga? -E inmediatamente lamentó haber contestado-. ¡Oliver! -Mierda-. ¿De dónde has…? ¿Cómo has conseguido este número?
– Me lo ha dado tu madre.
Por qué no se meterá en sus asuntos.
– ¿Cuándo pensabas decírmelo, Lisa?
Nunca, la verdad.
– Pronto. Cuando hubiera encontrado un apartamento.
– ¿Qué has hecho con nuestro piso?
– Lo he alquilado. No te preocupes, recibirás la parte que te corresponde.
– Y ¿por qué Dublín? Creí que querías ir a Nueva York.
– Dublín me interesaba más profesionalmente.
– Qué dura eres, Lisa. Bueno, espero que seas feliz -dijo con un tono que significaba que esperaba precisamente todo lo contrario-. Espero que todo haya valido la pena.
Y colgó.
Lisa miró a la calle y se puso a temblar. ¿Había valido la pena? Ya podía asegurarse de que sí. Convertiría Colleen en la revista de mayor éxito del país.
Dio una honda calada al cigarrillo, y lo encendió de nuevo porque creyó que se le había apagado. No se había apagado; lo que pasaba era que ya no aliviaba su dolor. Necesitaba algo. El chocolate la llamaba desde el cajón, pero Lisa se resistió. El hecho de que estuviera fatal no era excusa para superar las mil quinientas calorías diarias.
Al final cedió. Se acurrucó en una butaca, retiró lentamente el envoltorio y pasó los dientes por el borde de la tableta, desprendiendo finas virutas, hasta que se lo terminó. Tardó una hora.
6
Ashling oyó un tintineo de botellas en la puerta, que anunciaba la llegada de Joy.
– Ahora sube Ted, deja la puerta abierta. Joy puso una botella de vino blanco en la encimera de la pequeña cocina de Ashling.
Ella se animó.
– Phil Collins -dijo Joy con un destello malicioso en la mirada-, Michael Bolton o Michael Jackson. ¿Con cuál de los tres te acostarías? Y no vale decir que con ninguno. Ashling hizo una mueca de asco.
– A ver, con Phil Collins ni hablar, con Michael Jackson ni loca, y con Michael Bolton tampoco.
– Tienes que elegir uno. Joy buscó el sacacorchos y se dispuso a abrir la botella de vino.
– Madre mía. -El semblante de Ashling denotaba una profunda repugnancia-. Supongo que con Phil Collins, hace tiempo que no lo elijo. Bueno, ahora te toca a ti. Benny Hill, Tom Jones o… a ver, ¿quién hay que sea verdaderamente asqueroso? Paul Daniels.
– ¿Sexo completo o solo…?
– Sexo completo -dijo Ashling, inflexible.
– En ese caso, Tom Jones. Joy suspiró y le pasó una copa de vino a Ashling-. A ver, enséñame qué te vas a poner.
Era sábado por la noche, y Ted había conseguido un espacio de prueba en una función de cómicos de micrófono. Era la primera vez que actuaba ante un público que no estaba formado solo por amigos y parientes, y Ashling y Joy iban a acompañarlo para darle ánimos, y de paso colarse en la fiesta que iba a celebrarse después.
Joy vivía en el piso de abajo del de Ashling. Era bajita, redondita, con el cabello rizado y peligrosa por su prodigioso apetito de alcohol, drogas y hombres, combinado con su misión de convertir a Ashling en su compinche.
– Ven a mi dormitorio -dijo Ashling, y una vez allí explicó-: Voy a ponerme estos pantalones de faena de color crema y este pequeño top-. Ashling se volvió demasiado deprisa del armario y pisó a Joy, que pegó un brinco y se golpeó el codo contra el televisor portátil.
– ¡Ay! ¿No estás harta de vivir en una caja de zapatos? -refunfuñó Joy, frotándose el codo.
Ashling negó con la cabeza y dijo:
– Me encanta vivir en el centro, y no se puede tener todo.
Rápidamente Ashling se puso la ropa de salir.
– Yo estaría ridícula con esa ropa-. Joy se quedó contemplando a Ashling con nostalgia-. ¡Es terrible tener forma de pera!
– Pero al menos tienes cintura. Mira, he pensado que podría hacerme algo en el pelo…
Ashling había comprado varios clips de colores después de ver el precioso peinado que Trix se había hecho con ellos. Pero cuando se los puso, apartándose con ellos el cabello de la cara, comprobó que el efecto no era exactamente el mismo.
– ¡Estoy ridícula!
– Desde luego -concedió Joy-. Oye, ¿crees que el Hombre Tejón irá a la fiesta?
– Podría ser. Lo conociste en una fiesta a la que fuiste con Ted, ¿no? Creo que es amigo de algunos de los humoristas.
– Hummm -murmuró Joy con aire soñador, asintiendo con la cabeza-. Pero de eso hace semanas, y no he vuelto a verlo desde entonces. ¿Dónde se habrá metido ese misterioso Hombre Tejón? Coge las cartas del tarot y veamos qué va a pasar.
Fueron dando traspiés hasta el diminuto salón; Joy sacó una carta de la baraja, se la enseñó a Ashling y dijo:
– Diez de espadas. Es mala, ¿verdad?
– Malísima -confirmó Ashling.
Joy agarró la baraja y pasó rápidamente las cartas hasta que encontró una que le gustaba.
– La reina de bastos. ¡Esta sí! Ahora te toca a ti.
– Tres de copas. -Ashling levantó la carta-. Comienzos.
– Eso significa que tú también vas a conocer a un hombre.
Ashling soltó una carcajada.
– Ya hace una eternidad que Phelim se marchó a Australia, ¿no? -preguntó Joy-. Ya va siendo hora de que lo olvides.
– Ya lo he olvidado. Fui yo la que puso fin a la relación, ¿te acuerdas?
– Sí, pero porque él no hacía lo que correspondía. Hiciste bien. En cambio yo, aunque no hagan lo que corresponde, no consigo darles el pasaporte. Tú sí que eres fuerte.
– No se trata de ser fuerte. Si lo mandé a paseo fue porque no soportaba la tensión de esperar a que se decidiera. Pensé que me iba a dar un ataque de nervios.
Phelim y Ashling habían sido novios durante cinco años, con algunas interrupciones. Habían tenido épocas buenas y épocas no tan buenas porque Phelim siempre perdía el valor en el último momento, cuando llegaba la hora del compromiso auténtico y maduro.
Para hacer que la relación funcionara, Ashling se pasaba la vida evitando grietas de la acera, saludando a urracas solitarias, recogiendo monedas del suelo y consultando su horóscopo y el de Phelim. Llevaba siempre los bolsillos llenos de amuletos, cuarzo rosa y medallas milagrosas, y frotaba tanto su Buda de la suerte que casi le había quitado toda la pintura dorada.
Cada vez que se reconciliaban, el pozo de la esperanza se agotaba un poco más, y al final el amor de Ashling se apagó por tanto titubeo de él. Como todas las rupturas, la definitiva estuvo desprovista de aspereza. Ashling dijo sin alterarse: «Te pasas la vida diciendo que no soportas estar atrapado en Dublín, y que te gustaría ver mundo. Pues adelante, hazlo».
Incluso ahora mantenían un débil contacto, pese a que los separaban veinte mil kilómetros. Phelim había ido a Dublín en febrero, para la boda de su hermano, y la primera persona a la que fue a ver fue Ashling. Se abrazaron y se quedaron así mucho rato, con lágrimas de emoción en los ojos.
– Capullo -dijo Joy con vehemencia.
– No digas eso -insistió Ashling-. Él no podía darme lo que yo quería, pero eso no significa que lo odie.
– Yo odio a todos mis antiguos novios -dijo Joy, orgullosa-. Estoy deseando que el Hombre Tejón se convierta en uno de ellos; entonces dejará de ejercer tanto dominio sobre mí. ¿Y si nos lo encontramos esta noche en la fiesta? Tengo que parecer inasequible. Ojalá… no, un anillo de compromiso sería exagerado. Creo que bastará con un chupón.
– ¿Un chupón? Y ¿quién te lo va a hacer?
– ¡Tú! Mira, aquí. Joy apartó una masa de rizos de su cuello-. ¿Verdad que no te importa?
– Pues sí.
– Por favor.
Y como era una chica complaciente, Ashling se tragó sus reparos, acercó la boca al cuello de Joy y, a regañadientes, le dio un chupón.
Cuando estaba en plena faena, alguien exclamó: «¡Oh!». Ashling y Joy miraron hacia arriba, detenidas en una postura altamente comprometedora. Ted estaba allí plantado, mirándolas con gesto de disgusto.
– La puerta estaba abierta… No sabía que… -Entonces se recompuso y añadió-: Espero que seáis muy felices.
Ashling y Joy se miraron y prorrumpieron en carcajadas, hasta que Ashling se compadeció de él y se lo explicó todo.
Ted vio las cartas del tarot encima de la mesa y se apresuró a coger una.
– El ocho de bastos, Ashling. ¿Qué significa?
– Éxito en los negocios -contestó Ashling-. Esta noche vas a triunfar con tu número.
– Sí, pero ¿qué me dices de las chicas?
Ted se había hecho cómico de micrófono con un único propósito: ligar. Había visto cómo las mujeres se echaban en brazos de los humoristas que actuaban en los locales de Dublín, y creía que tenía más posibilidades de ligar así que acudiendo a una agencia matrimonial. Aunque jamás se le habría ocurrido acudir a una agencia matrimonial de verdad. La única que utilizaba era la agencia Ashling Kennedy: Ashling siempre intentaba encontrarles novio a sus amigas solteras. Pero la única amiga de Ashling que a Ted le había gustado era Clodagh, y desgraciadamente ella no estaba disponible.
– Coge otra carta -le propuso Ashling.
Ted eligió el Ahorcado.
– Va a ser una gran noche, te lo aseguro -le prometió Ashling.
– ¡Pero si es el Ahorcado!
– No importa.
Ashling sabía que cuando pones a un hombre sobre un escenario, por feo que sea (tanto si rasguea una guitarra, se pasea encorvado con jubón y calzas moradas, o comenta que puedes esperar el autobús durante horas, y que luego llegan tres a la vez), puedes estar seguro de que las mujeres lo encontrarán atractivo. Aunque se trate de una polvorienta y desvencijada tarima en una habitación minúscula, asume inmediatamente un glamour extraño y seductor.
– He decidido cambiar mi número e introducir una nota surrealista. Voy a hablar de búhos.
– ¿Búhos?
– Los ha utilizado mucha gente -dijo Ted poniéndose a la defensiva-. Y si no, mira a Harry Hill, o a Kevin McAleer.
Dios mío, pensó Ashling, desalentada.
– Venga, vámonos ya.
Cuando salíañ del piso hubo un pequeño choque en el vestíbulo, porque los tres querían frotar el Buda de la suerte.
La función se celebraba en un club abarrotado y bullicioso. A Ted le correspondía actuar hacia la mitad del programa, y aunque antes que él lo hicieron otros cómicos consagrados, muy ingeniosos, Ashling no consiguió relajarse y disfrutar con sus chistes. Estaba demasiado preocupada por cómo le iba a ir a Ted.
Y no en vano, a juzgar por cómo le estaba yendo al otro cómico que se estrenaba aquel día. Era un chico de aspecto extraño, velludo, cuyo número consistía casi únicamente en imitar a Beavis y Butthead. El público fue implacable con él. Al oír los abucheos y gritos de «¡Basta, eres un desastret», Ashling sufría enormemente por Ted.
Entonces le llegó el turno a Ted. Ashling y Joy se dieron la mano, como unos padres orgullosos pero justificadamente nerviosos. Pasados unos segundos, tenían las palmas tan sudadas que tuvieron que soltarse.
Bajo el único foco del escenario, Ted ofrecía un aspecto frágil y vulnerable.
Se frotó la barriga, distraído, levantándose la camiseta y mostrando brevemente la cintura de sus calzoncillos Calvin Klein y el oscuro vello que cubría su vientre. A Ashling le gustó aquel detalle: quizá interesara a las chicas.
– Un búho entra en un bar -empezó Ted. El público lo miraba expectante-. Pide un vaso de leche, una bolsa de patatas y un paquete de cigarrillos. Y el camarero mira a su amigo y dice: «Mira, un búho que habla».
Hubo un par de risitas desconcertadas, pero por lo demás seguía reinando un silencio expectante. La gente todavía estaba esperando el remate del chiste.
Nervioso, Ted empezó un nuevo gag.
– Mi búho no tiene nariz -anunció.
Más silencio. Ashling estaba a punto de hacerse marcas en las manos, tan tensa se sentía.
– Mi búho no tiene nariz -repitió Ted, desesperado.
Entonces Ashling lo entendió.
– ¿Cómo huele? -preguntó con voz trémula.
– ¡Fatal!
La atmósfera estaba impregnada de perplejidad. Varias personas miraron a sus acompañantes, poniendo cara de no entender nada.
Ted no se arredró.
– El otro día me encontré a un amigo y me preguntó: «¿Quién era aquella mujer con la que te vi paseando por Grafton Street?». Yo le contesté: «¡No era ninguna mujer, era mi búho!».
Y de pronto lo captaron. Al principio las risas eran discretas, pero empezaron a alargarse y hacerse más sonoras, hasta que el público acabó desternillándose.
Ashling oyó a alguien detrás de ella que decía: «Este tipo es divertidísimo. Está completamente chiflado».
– ¿Alguien podría decirme una cosa amarilla y muy sabia? -preguntó Ted con una sonrisa.
Tenía al público en el bolsillo: la gente contenía la respiración, a la espera del siguiente chiste. Ted recorrió la sala con la mirada, sin dejar de sonreír, y dijo:
– ¡Unas natillas llenas de búhos!
El techo estuvo a punto de derrumbarse.
– ¿Alguien podría decirme una cosa gris y con una maleta?
Una pausa vertiginosa.
– Un búho que se va de vacaciones. Un búho gris, evidentemente.
Volvieron a temblar las vigas.
– Estás buscando personal. -Ted estaba de buena racha, y el público se lo estaba pasando en grande-. Entrevistas a tres hembras de búho y les preguntas cuál es la capital de Roma. La primera dice que no lo sabe, la segunda dice que es Italia, y la tercera dice que Roma es una capital. ¿A qué búho le das el empleo?
– ¡A la que tenga las tetas más grandes! -gritó alguien desde el fondo, y una vez más sonaron risas y aplausos, que llenaron la sala como una bandada de pájaros. Los cómicos más veteranos, que habían dejado actuar a Ted para hacerle un favor y para que dejara de darles la lata, se miraron con nerviosismo.
– Hazlo bajar -murmuró Bicycle Billy-. Es un gilipollas.
– Tengo que marcharme -dijo Ted a la audiencia, lamentándolo mucho, al ver que Mark Dignan se cortaba el cuello con el índice.
– ¡Oooooooh! -protestó la gente.
– ¡Hemos creado un monstruo! -le susurró Bicycle Billy a Archie Archer (cuyo verdadero nombre era Brian O'Toole).
– Gracias por vuestros aplausos -dijo Ted guiñando un ojo-. ¡Sois unos búhos estupendos!
Entre gritos y silbidos histéricos, golpes con el pie y una ovación atronadora, Ted bajó del escenario.
Más tarde, cuando la gente salía del local, Ashling oyó a muchos hablar de Ted.
– «¿Alguien podría decirme una cosa amarilla y muy sabia?» Creí que me iba a morir de risa.
– Ese Ted es fantástico. Y muy atractivo.
– Me ha gustado mucho cómo se ha levantado la.
– … camisa. Sí, a mí también.
– ¿Crees que tendrá novia?
– Seguro.
La fiesta se celebraba en un edificio moderno situado junto a los muelles. Como el piso era de Mark Dingan, y como muchos invitados también eran humoristas, Ashling se había imaginado que se pasaría toda la noche riendo. Pero aunque el salón estaba abarrotado y había mucho ruido, reinaba una extraña atmósfera de melancolía.
– Lo hacen para que nadie les robe los chistes ni las ideas -explicó Joy, que era una veterana de aquellas reuniones-. Si no hay un público que paga, esos tipos no sueltan prenda. Pero bueno, ¿dónde está mi hombre?
Joy inició una ronda en busca del Hombre Tejón, y Ashling se sirvió una copa de vino en la cocina, donde Bicycle Billy estaba liando un porro. Como era bajito y con una constitución de gnomo, Ashling no tuvo reparos en sonreírle y decir:
– Esta noche has estado genial. De verdad debe de encantarte tu trabajo.
– No creas -repuso él, irascible-. Estoy escribiendo una novela. Eso es lo que me gusta de verdad.
– Qué bien -dijo Ashling con amabilidad.
– No, no creas -se apresuró a corregirla Billy-. Es muy verídica, muy deprimente. Muy cruda. ¿Dónde he metido mi encendedor?
– Toma. -Ashling encendió una cerilla y se la ofreció a Billy, pues le pareció que la necesitaba.
Atisbando entre el gentío que llenaba el salón, Ashling vio a Ted entronizado en una butaca, mientras una ordenada fila de chicas curiosas avanzaban hacia él para exponerle sus casos. Junto a una ventana que daba a las negras aguas del Liffey había un individuo con aire meditabundo, con un grueso mechón blanco en medio de la larga y negra mata de pelo. «Ajá -pensó Ashling-. El misterioso Mitad Hombre-Mitad Tejón.» Joy estaba por allí cerca, ignorándolo intensamente.
Dadas las circunstancias, Ashling decidió dejar en paz a su vecina. Se quedó por allí, bebiéndose el vino, y vio a Mark Dignan. Como medía más de dos metros y tenía los ojos más saltones que ella había visto jamás en alguien que no fuera un ahorcado, tampoco tuvo reparos en charlar un rato con él.
Pero Mark rechazó las alabanzas de Ashling por su número con un brusco ademán.
– Solo lo hago para ir tirando hasta que se publique mi novela.
– Ah, tú también estás escribiendo una novela. Y… ¿de qué trata?
– Trata de un hombre que ve el mundo en toda su podredumbre. -Los ojos se le desorbitaron aún más. «Un poco más y se le caerían en la moqueta», pensó Ashling, angustiada-. Es muy deprimente -se jactó Mark-. Increíblemente deprimente. El tipo odia la vida más que la propia vida.
Mark se dio cuenta de que había dicho algo vagamente ingenioso, y echó un rápido vistazo alrededor para asegurarse de que nadie lo había oído.
– Bueno, te deseo mucha suerte.
Capullo de mierda.
Ashling se alejó, y entonces la acorraló un individuo entusiasta de ojos centelleantes que insistió en que Ted era un cómico anarquista, un deconstructivo irónico posmodernista del género.
– Coge un gag elemental y lo subvierte por completo, cuestionando nuestras expectativas de lo gracioso. Oye, ¿quieres bailar?
– ¿Cómo? ¿Aquí? -La pregunta la desconcertó. Hacía mucho tiempo que un tipo raro no la invitaba a bailar. Y menos aún en el salón de una casa. Aunque ahora que se fijaba, había varias personas (todas chicas, por supuesto) meneándose al ritmo de una canción de Fat Boy Slim-. No, gracias -se excusó-. Es demasiado temprano y todavía me siento inhibida.
– Vale, ya te lo volveré a pedir dentro de una hora.
– ¡Estupendo! -exclamó ella con sorna, ante la mirada de ansiosa expectación de él.
En una hora no tendría tiempo de emborracharse lo suficiente. Bien mirado, no tendría tiempo ni en toda una vida.
Al cabo de un rato vio a Joy besando al Hombre Tejón, lo cual le produjo una gran alegría.
Se quedó un rato más dando vueltas por allí. Aunque era una fiesta bastante cutre, le sorprendió comprobar que se sentía a gusto envuelta de gente, aunque sin hablar con nadie en particular. Aquella sensación de satisfacción era insólita: Ashling casi nunca se sentía a gusto. Aunque se sintiera muy realizada, siempre había un vacío en su interior. Como aquel punto diminuto, aquel agujerito que quedaba en el negro de la pantalla cuando apagabas el televisor antes de acostarte.
Esta noche, en cambio, estaba tranquila y reposada, y pese a estar sola, no se sentía sola. Aunque los únicos hombres que se le habían acercado no eran su tipo, no se sintió fracasada cuando decidió irse a casa.
En la puerta volvió a encontrarse a Don Entusiasmo.
– ¿Ya te vas? Espera un momento. -Anotó algo en un trozo de papel y se lo dio.
Ashling esperó a estar fuera para desdoblar el papelito. Aquel individuo había anotado un nombre (Marcus Valentina), un número de teléfono y la instrucción Llamez-moi!
Ashling no se había reído tanto en toda la noche.
Tardó diez minutos en llegar a su casa; al menos había dejado de llover. Cuando llegó al edificio, vio a un hombre dormido en el portal.
Era el mismo que había visto allí el otro día, solo que era más joven de lo que Ashling había imaginado. Era delgado, estaba muy pálido y se aferraba con fuerza a su gruesa y mugrienta manta naranja. Parecía un chiquillo.
Ashling revolvió en su bolso, sacó una libra y la dejó sin decir nada junto a la cabeza del chico. Pero ¿y si se la roban?, pensó, así que la puso debajo de la manta. Luego, pasando por encima de él, entró en el edificio.
Al cerrarse la puerta detrás de ella, Ashling oyó «Gracias», aunque fue un susurro tan débil que no estuvo segura de si se lo había imaginado.
Mientras Ted se lo pasaba en grande en la fiesta de los humoristas, Jack Devine abría la puerta de su casa en una esquina inhóspita frente al mar, en Ringsend.
– ¿Por qué no me has llamado? -le preguntó Mai-. Nunca tienes tiempo para mí. -Pasó por su lado y enfiló la escalera. Ya había empezado a desabrocharse los tejanos.
Jack se quedó mirando el mar, aquella agua que por la noche se volvía casi negra, impenetrable a su mirada. Luego cerró la puerta y siguió lentamente a Mai por la escalera.
A la misma hora, en una elegante casa eduardiana de Donnybrook, Clodagh se acabó la cuarta ginebra y se preparó otra. Habían pasado veintinueve días.
7
El domingo Ashling despertó a las doce, descansada y con una resaca soportable. Se tumbó en el sofá y fumó hasta que terminó The Dukes of Hazzard. Luego salió a comprar pan, zumo de naranja, tabaco y periódicos (un periodicucho difamatorio y otro serio, para compensar).
Tras atracarse hasta sentir asco de relatos rimbombantes sobre infidelidades, decidió limpiar el piso. La tarea consistía básicamente en trasladar unos veinte platos llenos de migas y vasos de agua medio vacíos del dormitorio al fregadero de la cocina, recoger un tarro vacío de Haagen Daz de debajo del sofá y abrir las ventanas. Se negó a quitar el polvo, pero roció la sala con Don Limpio y el olor la hizo sentir virtuosa. Olfateó minuciosamente las sábanas de su cama y decidió que podía dejarlas una semana más.
A continuación, pese a saber que no podía haberse movido de donde estaba, se aseguró de que no le habían robado el traje que había llevado a la tintorería. Seguía colgado en el armario, junto a un top limpio. Mañana iba a ser un gran día. No todos los lunes estrenabas trabajo. De hecho hacía más de ocho años que Ashling no estrenaba trabajo, y estaba tremendamente nerviosa. Pero también emocionada, se decía una y otra vez, intentando ignorar el cosquilleo que notaba en el estómago.
Y ahora, ¿qué podía hacer? Decidió pasar el aspirador, porque silo hacías debidamente era un ejercicio fabuloso para la cintura. Así que sacó su Dyson de color magenta y verde lima. Todavía no podía creer que se hubiera gastado tanto dinero en un electrodoméstico. Un dinero que habría podido invertir en bolsos o botellas de vino. La única conclusión que podía sacar era que finalmente había madurado. Lo cual resultaba gracioso, porque mentalmente tenía dieciséis años y todavía tenía que decidir qué quería hacer cuando terminara la escuela.
Le dio al interruptor e, inclinándose enérgicamente y haciendo girar la cintura, recorrió el pasillo. Por suerte para la resacosa vecina del piso de abajo (Joy), no tardó mucho, porque el piso de Ashling era ridículamente pequeño.
De todos modos le encantaba. Lo que más temía de perder su empleo era no poder pagar los plazos de la hipoteca. Había comprado aquel piso tres años atrás, cuando se convenció de que Phelim y ella nunca iban a comprar juntos una casita de campo rodeada de rosas. Su decisión respondía a una política suicida: evidentemente Ashling confiaba en que Phelim intervendría cuando su saldo empezara a peligrar y que se avendría a embarcarse en la compra de la casa adosada con tres dormitorios en un barrio de las afueras. Pero lamentablemente Phelim no intervino, y la compra siguió adelante. En aquel momento le pareció un reconocimiento de su fracaso. Pero ahora no. Aquel piso era su guarida, su nido y su primer hogar verdadero. Desde los diecisiete años había vivido en tugurios, durmiendo en las camas de otros, sentándose en sofás llenos de bultos que los caseros habían comprado por lo barato y no por lo cómodos que eran.
Cuando se instaló en su piso no tenía ni un solo mueble. Tuvo que comprarlo todo, excepto una plancha y unas cuantas toallas deshilachadas, varias sábanas y fundas de almohada desparejadas, partiendo desde cero. Lo cual le produjo un gran berrinche. Le ponía furiosa la idea de desviar un mes tras otro el dinero para ropa a la compra de todo tipo de aparatos estúpidos. Como sillas.
– No podemos sentarnos en el suelo, Ashling -le gritó Phelim.
– Ya lo sé -admitió ella-. Es que no me imaginaba que esto pudiera ser tan…
– Pero si eres la mujer más organizada del mundo. -Phelim estaba perplejo-. Creí que se te darían la mar de bien estas cosas. ¿Cómo se llaman? Las labores del hogar.
Ashling estaba tan desorientada que Phelim le dijo en voz baja:
– Venga, cariño, deja que te ayude. Compraré unos cuantos muebles.
– Una cama, seguro -replicó Ashling con sorna.
– Pues mira, ahora que lo mencionas… -A Phelim le gustaba acostarse con Ashling. No le parecía mala idea comprarle una cama-. ¿Puedo permitírmelo?
Ashling caviló un momento. Ahora que había organizado las finanzas de Phelim, él estaba mucho mejor económicamente.
– Creo que sí -dijo, malhumorada-. Siempre que la pagues con la tarjeta de crédito.
Pidió de mala gana un crédito y se compró un sofá, una mesa, un armario y un par de sillas. Y nada más. Durante más de un año se negó a comprar cortinas. «Si no limpio los cristales -se dijo-, nadie me verá desde fuera.» Y no compró una cortina para la ducha hasta que los charcos que se formaban cada día en el suelo de su cuarto de baño empezaron a filtrarse hasta el de Joy. Pero en algún momento sus prioridades habían cambiado. Aunque no podía compararse con Clodagh, que estaba obsesionada con la decoración, a Ashling le importaba su casa. Hasta tal punto que no tenía solo un juego de sábanas, sino dos (uno muy original, de tela vaquera, y un conjunto blanco con cubrecama de gofre). Hacía poco se había gastado cuarenta libras en un espejo que ni siquiera necesitaba sencillamente porque lo encontró bonito. De acuerdo: tenía el síndrome premenstrual y no estaba del todo en sus cabales, pero aun así… Y el día que se compró un aspirador de doscientas libras quedó demostrado que la transformación estaba consolidada.
Llamaron a la puerta. Era Joy, que estaba pálida como un fantasma.
– Lo siento, me he pasado un poco con la limpieza -se disculpó Ashling-. ¿Te he despertado?
– No pasa nada. Tengo que ir a Howth a ver a mi madre. Joy puso cara de angustia-. Esta vez no puedo decirle que no: he cancelado la visita cuatro domingos seguidos. Pero ¿cómo lo aguantaré? Seguro que ha preparado un asado enorme e intentará por todos los medios que me lo coma, y después se pasará toda la tarde interrogándome para averiguar si soy feliz. Ya sabes cómo son las madres.
Bueno, sí y no, pensó Ashling. Estaba familiarizada con aquello de «¿Eres feliz?». Lo que pasa es que era Ashling la que controlaba los niveles de felicidad de su madre, y no al revés.
– Al menos podría comer a una hora más civilizada los domingos -protestó Joy.
– Sí, los martes por la noche, por ejemplo -bromeó Ashling-. Oye, no habrás visto a Ted todavía, ¿verdad?
– No. Supongo que anoche tuvo suerte y se resiste a salir del dormitorio de la pobre chica.
– Anoche estuvo genial. Bueno, ¿piensas decirme lo que pasó con el Hombre Tejón, o tendré que torturarte?
El rostro de Joy se iluminó inmediatamente.
– Hemos pasado la noche juntos. No hicimos el amor, pero le hice una mamada y él prometió llamarme. No sé silo hará.
– Una golondrina no hace una relación -le previno Ashling, que tenía experiencia en el tema.
– ¿A mí me lo vas a contar? Dame las cartas -dijo Joy al tiempo que cogía la baraja del tarot-, a ver qué me dicen. ¿ La Emperatriz? ¿Qué significa?
– Fertilidad. No dejes de tomar la píldora.
– Ostras. Y a ti, ¿cómo te fue anoche? ¿Conociste a alguien interesante?
– No.
– Tienes que esforzarte más. Tienes treinta y un años; dentro de poco será demasiado tarde.
«La verdad es que teniendo a Joy de vecina no necesito una madre», pensó Ashling.
– Pues tú tienes veintiocho -replicó.
– Sí, pero yo me acuesto con un montón de hombres. Joy suavizó el tono y preguntó-: ¿No te encuentras sola?
– Acabo de salir de una relación de cinco años. Eso no se supera de la noche a la mañana.
Phelim no era una persona cruel, pero su incapacidad para comprometerse había minado la confianza de Ashling en el amor. Desde su separación, Ashling se sentía muy sola, pero no estaba preparada para iniciar otra relación. Aunque la verdad era que no había recibido una avalancha de ofertas.
– Ha pasado casi un año. Tienes que olvidarte de Phelim. Tienes un empleo nuevo, y has de aprovecharlo. No sé dónde leí que el cincuenta por ciento de la gente conoce a su pareja en el trabajo. ¿Viste a algún chico atractivo el día de la entrevista?
Inmediatamente Ashling pensó en Jack Devine. Aquel tipo era de armas tomar. Una auténtica trituradora de nervios.
– No.
– Coge una carta -dijo Joy.
Ashling cortó la baraja y levantó una carta.
– El ocho de espadas. ¿Qué significa? -preguntó Joy.
– Cambios -admitió Ashling a regañadientes-. Alteraciones.
– Me alegro, ya era hora. Bueno, tengo que irme. Voy a frotar el Buda de la suerte para no vomitar en el autobús… Mira, paso del Buda. ¿Me prestas dinero para un taxi?
Ashling le dio a Joy un billete de diez libras y dos bolsas de basura que producían un tintineo revelador.
– Tíralas por la rampa, por favor.
A medio kilómetro de allí, en el aparthotel Malone, Lisa se defendía como podía del aburrimiento dominical. Había leído los periódicos irlandeses (al menos las páginas de sociedad) y eran un desastre. Al parecer consistían en fotografías de políticos gordos y varicosos que rezumaban cordialidad y sobornos. Esos tipos ya podían olvidarse de aparecer en su revista.
Encendió otro cigarrillo y se paseó con aire taciturno por la habitación. ¿Qué hacía la gente cuando no estaba trabajando? Estaba con su pareja, iba al pub, o al gimnasio, o de compras, o decoraba la casa, o salía con los amigos. Sí, ya se acordaba.
Necesitaba hablar con alguien, y pensó en llamar a Fifi, lo más parecido que tenía a una amiga íntima. Habían trabajado juntas en Sweet Sixteen, muchos años atrás. Cuando Lisa entró a trabajar en Girl, se las ingenió para que nombraran a Fifi redactora adjunta de belleza. Cuando Fifi consiguió el trabajo de redactora jefe en Chic, avisó a -Lisa cuando se enteró de que estaban buscando a una directora adjunta. Cuando Lisa se marchó a Femme, Fifi ocupó el puesto de directora adjunta en Chic. Diez meses después nombraron a Lisa directora de Femme, y a Fifi directora de Chic. A Lisa siempre le había resultado fácil contarle sus penas a Fifi, porque ella entendía los peligros y dificultades de aquel trabajo que presuntamente tenía tanto glamour, mientras que los demás se morían de envidia.
Pero por algún extraño motivo, Lisa no se decidía a coger el auricular. Se dio cuenta de que estaba avergonzada. Y un tanto resentida. Aunque sus carreras habían recorrido una línea casi paralela, Lisa siempre le había llevado una pequeña ventaja a su amiga. La carrera de Fifi había sido una lucha constante, mientras que Lisa había triunfado casi sin esfuerzo. La habían nombrado directora casi un año antes que a Fifi, y aunque Chic y Femme competían casi directamente, las ventas de Femme superaban en más de cien mil ejemplares a las de Chic. Lisa había dado por supuesto, demasiado alegremente, que su traslado a Manhattan sería el empujón final y que Fifi ya no podría alcanzarla. Pero la habían mandado a Dublín, y de pronto Fifi, por defecto, se había situado a la cabeza de la carrera.
«Oliver», susurró Lisa, y de pronto volvió a inundarla la felicidad. Voy a llamarlo. Pero inmediatamente la oleada de ternura y buenos sentimientos se convirtió en amargura. Por un momento lo había olvidado. No lo echo de menos, se recordó. Lo que pasa es que estoy aburrida y deprimida.
Acabó llamando a su madre (seguramente porque era domingo, y por lo tanto era lo tradicional), pero después se sintió fatal. Sobre todo porque Pauline Edwards estaba ansiosa por saber por qué la había llamado Oliver para pedirle el número de teléfono de Lisa en Dublín.
– Nos hemos peleado -confesó Lisa con un nudo en la garganta. No le apetecía hablar de aquello. Además, ¿por qué no la había llamado su madre si tan preocupada estaba? ¿Por qué siempre tenía que llamarla ella?
– ¿Cómo es que os habéis peleado, cariño?
Lisa todavía no lo sabía exactamente.
– Son cosas que pasan -dijo Lisa con insolencia, deseando poner fin a aquella conversación.
– ¿Habéis probado la terapia aquella? -preguntó Pauline tímidamente, temiendo despertar la ira de su hija.
– Pues claro -contestó Lisa con impaciencia.
Bueno, habían ido a una sesión, pero Lisa estaba demasiado ocupada y no había vuelto.
– ¿Os vais a divorciar?
– Creo que sí.
En realidad Lisa no lo sabía. Aparte de lo que se habían gritado el uno al otro en un momento de exaltación («¡Voy a pedir el divorcio!» «No puedes, porque lo voy a pedir yo!»), no habían hablado de nada en concreto. De hecho, Lisa y Oliver apenas habían hablado después de pelearse, pero, inexplicablemente, a Lisa le apetecía decirlo para fastidiar a su madre.
Pauline suspiró, desconsolada. El hermano mayor de Lisa, Nigel, se había divorciado cinco años atrás. Pauline había tenido a sus hijos siendo ya mayor, y no los entendía.
– Dicen que dos de cada tres matrimonios acaban divorciándose -comentó Pauline, y de pronto a Lisa le dieron ganas de gritar que ella no pensaba divorciarse y que su madre era una bruja por atreverse a insinuarlo.
Pauline se debatía entre la preocupación por su hija y el miedo que le inspiraba.
– ¿Ha sido porque sois… diferentes?
– ¿Diferentes, mamá? -replicó Lisa con tono cortante.
– Bueno, porque él es… de color.
– ¿De color?
– Ya, no se dice así -se apresuró a corregirse Pauline, y luego, con cautela, dijo-: Negro, ¿no?
Lisa chascó la lengua y exhaló un suspiro.
– ¿Afroamericano?
– ¡Por el amor de Dios, mamá! ¡Oliver es inglés! -Lisa sabía que estaba siendo cruel, pero no resultaba fácil cambiar los hábitos de toda una vida.
– ¿Afroamericano inglés, pues? -propuso Pauline, desesperada-. Sea lo que sea, es muy guapo.
Pauline solía decir aquello para demostrar que no tenía prejuicios. Aunque casi le dio un infarto el día que conoció a Oliver. Si al menos le hubieran avisado de que el novio de su hija era un negro imponente de metro ochenta de estatura. Un hombre de color, un afroamericano o como quiera que fuera correcto llamarlo. Ella no tenía nada contra ellos, solo que la había pillado desprevenida.
Y cuando se hubo acostumbrado a él consiguió ver más allá del color de su piel y reconocer que era un chico guapísimo, y diciendo eso se quedaba corta.
Un príncipe de ébano, con el cutis liso y brillante, pómulos pronunciados, ojos almendrados y la cabeza llena de rizos juguetones. Andaba como si bailara, y olía a mañana soleada. Pauline también sospechaba (aunque jamás se le habría ocurrido comentarlo) que tenía una polla enorme.
– ¿Ha conocido a otra chica?
– No.
– Pues podría pasar, cariño mío. Es un chico muy guapo.
– No me importa. -Si lo repetía muchas veces, acabaría convenciéndose de ello.
– ¿No te sentirás muy sola, tesoro?
– No tendré tiempo para sentirme sola -replicó Lisa-. Tengo que pensar en mi carrera.
– No sé para qué quieres una carrera. Yo no la tuve y no me pasó nada.
– Ah, ¿no? -repuso Lisa con fiereza-. No te habría ido mal tenerla cuando papá se lesionó la espalda y tuvimos que vivir de su pensión de invalidez.
– Pero el dinero no lo es todo. Éramos muy felices.
– Yo no.
Pauline se quedó callada. Lisa la oía respirar al otro lado del hilo telefónico.
– Será mejor que colguemos -dijo Pauline tras una pausa-. Esta llamada te va a costar un dineral.
– Lo siento, mamá -dijo Lisa-. No lo decía en serio. ¿Has recibido el paquete que te envié?
– Ah, sí -dijo Pauline, nerviosa-. La crema para la cara y los lápices de labios. Me han gustado mucho, gracias.
– ¿Los has probado?
– Pues… -empezó Pauline.
– No, no los has probado -la acusó Lisa.
Lisa siempre enviaba a su madre perfumes y cosméticos caros que conseguía gracias a su trabajo. Lo hacía porque quería que su madre tuviera algún lujo. Pero Pauline no quería renunciar a sus productos Pond's y Rimmel. Una vez llegó a decirle: «Es que esas cosas son demasiado buenas para mí, cariño». «¡No son demasiado buenas para ti!», explotó Lisa.
Pauline no entendía el enfado de Lisa. Lo único que sabía era que temía los días en que el cartero llamaba a su puerta y decía alegremente: «Otro paquete de su hija de Londres». Tarde o temprano Lisa siempre llamaba a Pauline para que le hiciera un informe de sus progresos.
A no ser que se tratara de un paquete de libros. Lisa siempre enviaba a su madre ejemplares para la prensa de libros de Catherine Cookson y Josephine Cox, creyendo que a su madre le encantarían aquellas novelas románticas sobre pobres que hacen fortuna. Hasta que un día Pauline dijo: «Me ha encantado ese libro que me enviaste, cariño, el del maleante del East End que clavaba a sus víctimas a una mesa de billar». Resultó que la secretaria de Lisa se había equivocado de libro, y aquello marcó una nueva orientación en las lecturas de Pauline Edwards. Ahora le encantaban las biografías de mafiosos y las novelas policíacas americanas (cuantas más escenas de torturas mejor), y los libros de Catherine Cookson se los enviaban a la madre de otra.
– Espero que vengas pronto a vernos, tesoro. Hace una eternidad que no te vemos.
– Sí, ya -respondió Lisa con vaguedad-. Iré pronto.
¡Ni loca! En cada visita la casa en que Lisa había crecido parecía más pequeña y más espeluznante. En las diminutas habitacioncitas abarrotadas de muebles baratos, ella se sentía lustrosa y extraña, con sus uñas de porcelana y sus relucientes zapatos de piel, consciente de que el bolso que llevaba costaba, seguramente, más que el sofá Dralon en que estaba sentada. Pero pese a que sus padres expresaban respetuosamente la admiración que sentían por su magnífico aspecto, se mostraban inhibidos y nerviosos cuando estaban con ella.
Debería haberse vestido adecuadamente para aquellas visitas, intentar estrechar el abismo. Pero necesitaba todo el material que fuera posible para utilizarlo como armadura, para que aquel mundo no la absorbiera de nuevo y no verse subsumida en su pasado.
Odiaba todo aquello, y luego se odiaba a sí misma.
– ¿Por qué no venís vosotros a verme? -preguntó Lisa.
Si no eran capaces de hacer el viaje de media hora en tren desde Hemel Hempstead hasta Londres, no era probable que se decidieran a ir en avión a Dublín.
– Es que como tu padre no se encuentra muy bien…
El domingo por la mañana, cuando se despertó, Clodagh tenía una ligera resaca, pero estaba de buen humor. De momento podía permitirse el lujo de acurrucarse junto a Dylan e ignorar su erección con la conciencia tranquila.
Cuando aparecieron Molly y Craig, Dylan, adormilado, les dijo:
– Id abajo y empezad a romper cosas, que mamá y yo queremos dormir un poco más.
Los niños se marcharon, milagrosamente, y Clodagh y Dylan se quedaron en la cama.
– Qué bien hueles -murmuró Dylan hundiendo la nariz en el cabello de Clodagh. A galletas. Tan dulce y… dulce y…
Al poco rato ella le susurró:
– Si me traes el desayuno te doy un millón de libras.
– ¿Qué te apetece?
– Café y fruta.
Dylan se levantó y Clodagh se estiró como una estrella de mar satisfecha ocupando toda la cama, hasta que su marido regresó con una taza en una mano y un plátano en la otra. Se puso el plátano en la entrepierna, mirando hacia abajo, y cuando Clodagh lo miró, él fingió que se sobresaltaba y puso el plátano mirando hacia arriba, como si tuviera una erección.
– ¡Ostras, señora Kelly! -exclamó-. ¡Qué guapa está!
Clodagh rió, pero notó aquel conocido sentimiento de culpa ocupando de nuevo su rincón.
Más tarde fueron a comer a uno de esos restaurantes en los que uno no se sentía como un marginado por ir con dos niños pequeños. Dylan fue a buscar un cojín para la silla de Molly, y mientras Clodagh le quitaba un cuchillo a su hija de la mano, vio a Dylan charlando amablemente con una camarera (una adolescente con piernas de Bambi), quien se ruborizó ante la proximidad de un hombre tan atractivo. Aquel hombre tan atractivo era su marido, pensó Clodagh, y de pronto, curiosamente, le costó reconocerlo. A veces la asaltaba aquella extraña y vertiginosa sensación de que lo conocía tan bien que era como si no lo conociera de nada. La familiaridad solía quitarle brillo a su rubio cabello, a la sonrisa que rizaba su piel formando varios paréntesis a cada lado de la boca, a sus ojos color avellana, casi siempre alegres. La belleza de Dylan la sorprendió y la inquietó.
¿Qué era lo que había dicho Ashling ayer? Que tenía que recuperar la magia.
Su memoria rescató una imagen: ella jadeaba de excitación y deseo, y él la tumbaba en la arena… ¿En la arena? No, un momento, aquel no era Dylan, sino Jean-Pierre, el apuesto y seductor francés con el que había perdido la virginidad. Dios mío, suspiró, aquello sí que estuvo bien. Tenía dieciocho años, iba de albergue en albergue por la Riviera francesa, y era el hombre más sexy que Clodagh había visto jamás. Y eso que ella era muy exigente: jamás había besado a ninguno de los chicos de su grupo. Pero en cuanto vio la intensa y taciturna mirada de Jean-Pierre, su hermosa y enfurruñada boca y su relajado lenguaje corporal, típicamente francés, decidió que aquel era el hombre al que iba a regalarle su virginidad.
Pero volviendo a Dylan y a la magia de los primeros días… Ah, sí. Recordó que casi lloraba suplicándole que le hiciera el amor. «No puedo esperar más! ¡Por favor! ¡Métemela!» Recordó cómo se tumbó en el asiento trasero del coche, cómo separó las piernas… No, no, espera, aquel tampoco era Dylan. Aquel era Greg, el jugador de fútbol americano que había ido a estudiar a Trinity con una beca. Lástima que Clodagh lo hubiera conocido solo tres meses antes de que él regresara a su país. Era un atractivo deportista, seguro de sí mismo, todo músculo, y por algún extraño motivo ella lo encontró irresistible.
Claro que eso también lo había sentido por Dylan. Buscó en su memoria algún recuerdo concreto y desempolvó su favorito: la primera vez que lo vio. Sus ojos se habían encontrado, literalmente, en una sala llena de gente, y antes de saber siquiera cómo se llamaba, Clodagh ya sabía cuanto necesitaba saber sobre aquel chico.
Era cinco años mayor que ella, y a su lado los otros chicos parecían adolescentes con granos y sin ninguna experiencia. Tenía una serenidad y un don de gentes que lo hacían sumamente carismático. Te cautivaba con su sonrisa; su sola presencia te hacía entrar en calor, te levantaba el ánimo y te tranquilizaba. Aunque no había hecho más que abrir su negocio, ella estaba convencida de que Dylan siempre se ganaría bien la vida. ¡Y estaba tan bueno!
Ella tenía veinte años, estaba embelesada por la rubia belleza de Dylán y no podía creer que hubiera tenido tanta suerte. Dylan encajaba perfectamente con su ideal de hombre, y Clodagh no dudó ni un momento que iba a casarse con él. Incluso cuando sus padres le advirtieron que el chico era demasiado joven para saber lo que hacía, ella despreció sus consejos. Dylan y Clodagh estaban hechos el uno para el otro.
– ¡Ya está, Molly!
Había vuelto con el cojín que tres camareras adolescentes se habían peleado para darle. Entonces Clodagh se dio cuenta de que Molly había vertido la mitad del salero en el azucarero.
Después de comer fueron a la playa. Hacía un día borrascoso, pero el sol era intenso y pudieron quitarse los zapatos y chapotear un poco en la orilla. Dylan le pidió a un hombre que paseaba con su perro que les hiciera una fotografía a los cuatro, abrazados y sonriendo mientras el viento agitaba su dorado cabello. Clodagh se sujetaba un lado de la falda para que no se le pegara a las piernas, que tenía mojadas.
8
El lunes por la mañana Lisa se presentó en el trabajo a las ocho en punto. Quería demostrar desde el principio cómo las gastaba. Pero se llevó un chasco: el edificio estaba cerrado. Se quedó un rato esperando junto a la puerta, y finalmente fue a tomarse un café. No fue tarea fácil. Aquí no era como en Londres, donde las cafeterías abrían las puertas al amanecer.
A las nueve en punto, cuando salió de la cafetería, había empezado a llover. Protegiéndose el cabello con un brazo, se dirigió a buen paso hacia las oficinas, con mucha dificultad, pues la acera estaba mojada y temía resbalar con los zapatos de tacón. De pronto se detuvo y se oyó gritarle a un joven que pasaba con un anorak:
– ¿Es que en este miserable país nunca para de llover?
– No lo sé -contestó él, nervioso-. Solo tengo veintiséis años.
Una chica que dijo llamarse Trix la recibió en la puerta. Llevaba una minúscula combinación transparente y tenía la carne de gallina, y saltaba de un zapato de plataforma a otro para entrar en calor. Al ver a Lisa su rostro se iluminó de admiración, y apagó rápidamente el cigarrillo que tenía en la mano.
– Hola, qué tal -masculló mientras expulsaba el humo de la última calada-. ¡Qué zapatos tan bonitos! Soy Trix, tu secretaria particular. Antes de que me lo preguntes, me llamo Patricia, pero no intentes llamarme así porque no respondo a ese nombre. Me llamaba Trixie hasta que unos vecinos míos se compraron un caniche y le pusieron ese nombre, así que ahora me llamo Trix. Antes era la recepcionista y chica para todo, pero gracias a ti me han ascendido. Por cierto, todavía no tengo sustituta… El ascensor está por aquí.
»He de admitir que la mecanografía no es mi especialidad -prosiguió Trix, ya en el ascensor-. Pero soy un hacha mintiendo, más de sesenta palabras por minuto. Puedo decirle a cualquiera con quien no quieras hablar que estás en una reunión sin que sospechen nada. A menos que a ti te interese que sospechen. También se me da muy bien la intimidación, ¿sabes?
Lisa no lo dudó.
Aunque tenía veintiún años y era muy mona, Trix mostraba una actitud agresiva que a Lisa le resultaba familiar. De cuando ella era más joven.
La primera sorpresa del día fue que Randolph Media Irlanda solo ocupaba una planta, cuando las oficinas de Londres llenaban una torre de doce plantas.
– Tengo que llevarte a ver a Jack Devine -dijo Trix.
– Es el director ejecutivo de Irlanda, ¿verdad? -dijo Lisa.
– Ah, ¿sí? -dijo Trix con sorpresa-. Supongo. En fin, es el jefe, o al menos eso cree él. Yo no le aguanto sus tonterías.
»Tendrías que haberlo visto la semana pasada -continuó, bajando la voz-. Parecía un oso con el culo irritado. Pero hoy está de buen humor; eso significa que ha vuelto con su novia. Se llevan unos líos… A su lado, Pamela y Tommy parecen los Walton de Waltons' Mountain.
Pero a Lisa todavía le esperaban otras sorpresas. Trix condujo a Lisa hasta una oficina de planta abierta con unas quince mesas. ¡Quince! ¿Cómo podía dirigirse una revista desde quince mesas, una sala de juntas y una pequeña cocina?
De pronto la invadió un inquietante temor.
– Pero… ¿dónde está la sección de moda? -preguntó.
– Allí.
Trix señaló la percha que había en un rincón, de donde colgaba un espantoso jersey color melocotón que evidentemente tenía algo que ver con Punto Gaélico, un vestido de dama de honor y varias prendas de hombre.
¡Dios mío! El departamento de moda de Femme ocupaba toda una habitación. Estaba lleno de prendas de todas las tiendas importantes, y significaba que Lisa no había tenido que comprarse ropa durante varios años. ¡Iba a tener que hacer algo! Su mente se puso a trabajar inmediatamente, planeando hablar con sus contactos en el mundo de la moda; pero Trix iba a presentarle a los dos empleados que ya habían llegado.
– Te presento a Dervla y Kelvin. Trabajan en otras revistas, así que no son subordinados tuyos. No como yo -añadió con orgullo.
– Dervla O'Donnell, encantada de conocerte. -Dervla, una mujer de cuarenta y tantos años, alta, con un elegante vestido, le estrechó la mano a Lisa y sonrió-. Yo soy Novias Hibernianas, Salud Celta e Interiores Gaélicos. -Lisa reparó de inmediato en que aquella mujer era una ex hippy.
– Yo soy Kelvin Creedon -se presentó un joven horrorosamente moderno, rubio teñido, con gafas Joe Ninety de montura negra. A Lisa no se le escapó el detalle de que las gafas solo eran de adorno, porque el cristal no estaba graduado. Calculó que tendría veintipocos años; rezumaba energía y juventud-. Yo soy Hib In, El Automovilista Celta, Bricolaje Irlandés y Keol, nuestra revista musical. -Le estrechó la mano a Lisa, lastimándosela con sus numerosos anillos de plata.
– ¿Qué queréis decir? -preguntó Lisa, desconcertada-. ¿Vosotros editáis todas esas revistas?
– Sí, y también redactamos los artículos.
– ¿Vosotros solos? -Lisa no podía creerlo. Miró alternativamente a Kelvin y a Dervla.
– Con la ayuda puntual de algún que otro colaborador -terció Dervla-. Claro que lo único que hacemos es transcribir comunicados de prensa.
– No está tan mal desde que cerraron El Consejero Católico. -Dervla había confundido la sorpresa de Lisa con preocupación-. Así me quedan los jueves por la tarde para hacer otras cosas.
– Y esas revistas, ¿son semanales o mensuales?
Dervla y Kelvin se miraron boquiabiertos, pero en silencio, sincronizando una inminente carcajada. Jamás habían oído nada tan gracioso.
– ¡Mensual! -exclamó Dervla, incrédula.
– ¡Semanal! -exclamó Kelvin.
Entonces Dervla reparó en el ceño de Lisa y se calmó.
– No, no. La mayoría salen dos veces al año. El Consejero Católico era semanal, pero las otras salen en primavera y otoño. A menos que se produzca algún desastre.
»¿Te acuerdas del otoño de 1999? -dijo mirando a Kelvin. Evidentemente Kelvin se acordaba, porque soltó otra carcajada.
– Tuvimos un virus informático -explicó el joven-. Lo borró todo.
– Entonces no lo encontramos gracioso…
Pero evidentemente, ahora sí.
– Mira.
Dervla llevó a Lisa hasta un estante en que había expuestas varias revistas. Le enseñó un delgado ejemplar titulado Novias Hibernianas, primavera 2000.
«Esto no es una revista -pensó Lisa-. Es un panfleto. Ni eso, un prospecto. Un simple memorándum. Demonios, no es más que un post-it.»
– Y esta es Patatas, nuestra revista gastronómica. -Dervla le entregó otro de aquellos folletos-. La edita Shauna Griffin, como Punto Gaélico y Jardines de Irlanda.
Acababa de llegar otro empleado. Tenía un aspecto tan soso que ni siquiera se lo podía calificar de anodino, pensó Lisa: mediana estatura, calva incipiente y con anillo de casado. Totalmente insulso. Ni siquiera se habría molestado en decirle hola.
– Este es Gerry Godson, el director de arte. No habla mucho -dijo Trix-. ¿Verdad que no, Gerry? Parpadea una vez para decir sí, y dos para decir vete a la mierda y déjame en paz.
Gerry parpadeó dos veces y mantuvo una expresión glacial. Luego sonrió abiertamente, le estrechó la mano a Lisa y dijo:
– Bienvenida a Colleen. Hasta ahora yo trabajaba para las otras revistas, pero ahora voy a trabajar exclusivamente para ti.
– Y para mí -le recordó Trix-. Yo soy su secretaria personal, la que dará las órdenes.
– Horror -bromeó Gerry.
Lisa hizo un esfuerzo y sonrió.
Trix dio unos golpecitos en la puerta de Jack y la abrió. Jack levantó la cabeza. En reposo, tenía un semblante ligeramente triste y abatido, y sus ojos de azabache ocultaban secretos. Pero al ver a Lisa, Jack sonrió como si la hubiera reconocido, aunque era la primera vez que se veían. Se animó inmediatamente.
– ¿Lisa? -Ella tuvo una sensación extrañamente agradable al oír su nombre pronunciado por él-. Pasa y siéntate. -Se levantó y rodeó la mesa para estrecharle la mano a Lisa.
La profunda aprensión de Lisa disminuyó notablemente. Aquel tipo no estaba nada mal. ¿Alto? ¡Sí! ¿Moreno? ¡Sí! ¿Buen sueldo? ¡Sí! Era director ejecutivo, ¿no?, aunque se tratara de una empresa irlandesa.
Y tenía un excitante aire poco convencional. Aunque llevaba traje, daba la impresión de que solo por obligación, y tenía el pelo más largo de lo que en Londres se habría considerado aceptable.
¿Qué más daba que tuviera novia? ¿Cuándo había sido eso un impedimento?
– Estamos todos muy emocionados con Colleen -le aseguró Jack. Pero Lisa detectó una pizca de hastío en aquella afirmación.
La sonrisa había desaparecido del rostro de Jack, que volvía a estar serio y pensativo. A continuación procedió a enumerarle a los miembros de su «equipo».
– Está Trix, tu secretaria personal, y luego la directora adjunta, una chica que se llama Ashling. Parece muy eficiente.
– Eso tengo entendido -repuso Lisa secamente. Las palabras exactas de Calvin Carter habían sido: «Tú pones las ideas, y ella hará el trabajo pesado».
– Luego está Mercedes, que básicamente será la editora de moda y belleza, pero que también participará en otras secciones. Antes trabajaba en Ireland on Sunday…
– ¿Qué es eso?
– Un periódico dominical. También está Gerry, nuestro director de arte, que hasta ahora ha trabajado en las otras publicaciones. Igual que Bernard, que se encargará de todos los asuntos administrativos, contables, etcétera, de Colleen.
Entonces Jack se detuvo. Lisa se quedó esperando a que siguiera hablando del resto del personal, pero Jack no lo hizo.
– ¿Ya está? ¿Un equipo de cinco personas? ¿Cinco? -No podía creerlo. ¡Pero si en Femme su secretaria tenía secretaria!
– También cuentas con un generoso presupuesto para colaboradores -prometió Jack-. Podrás encargar trabajos y recurrir a asesores, tanto regulares como excepcionales.
La histeria se apoderó de Lisa. ¿Cómo había podido acabar así, en aquella espantosa situación? ¿Cómo? Ella tenía un proyecto vital. Siempre había sabido adónde iba y siempre había llegado a donde se había propuesto llegar. Hasta ahora, cuando inesperadamente la habían desviado a aquel páramo cultural.
– Entonces, ¿de quién… de quién son las otras mesas?
– De Dervla, Kelvin y Shauna, que llevan las otras revistas. También está mi secretaria personal, la señora Morley; Margie, de publicidad (es fabulosa, ¡un auténtico Rottweiler!); Lorna y Emily de ventas y las dos Eugenes de contabilidad.
A Lisa le costaba respirar, pero tuvo que reprimir el impulso de ir corriendo al cuarto de baño, taparse la boca con las manos y gritar con todas sus fuerzas, porque Ashling, la directora adjunta, llegaba en ese momento a la oficina.
– Hola -dijo Ashling, sonriendo con recelo a Jack Devine.
– Hola. -Jack hizo un gesto con la cabeza, mostrando mucha menos simpatía de la que había mostrado al recibir a Lisa-. Creo que no os conocéis. Lisa Edwards, Ashling Kennedy.
Ashling se quedó un momento parada; luego sonrió encantada, admirando sin disimulo el impecable cutis de Lisa, su chaqueta entallada, sus relucientes medias de diez denier.
– Encantada de conocerte -dijo con vivacidad nerviosa-. Estoy entusiasmada con el proyecto de esta revista.
A Lisa, en cambio, Ashling no le impresionó en absoluto. Había convertido lo ordinario en un arte. Es muy fácil dejarse el pelo tal cual, ni liso ni rizado, pensó Lisa con sarcasmo. Nadie nace con una melena peinada y reluciente, hay que currárselo. El maquillaje de Trix, por ejemplo, no era precisamente discreto, pero al menos demostraba voluntad.
Entonces llegó Mercedes, y Lisa tampoco supo qué pensar de ella; se limitó a constatar que era una mujer elegante y discreta.
Solo le quedaba conocer a Bernard, que resultó el peor de todos. El chaleco de punto rojo que llevaba sobre la camisa y la corbata era, evidentemente, una reminiscencia de cuando aquella combinación estuvo de moda y, francamente, Lisa no necesitaba saber nada más de él.
A las diez en punto el equipo de Colleen, Jack y su secretaria personal, la señora Morley, se reunieron en la sala de juntas para hacer una primera toma de contacto. A Lisa le sorprendió que la señora Morley no fuera una perfumada y eficiente señorita Moneypenny, sino un ogro de más de sesenta años con cara de malas pulgas. Más adelante Lisa se enteró que Jack la había heredado cuando sustituyó al anterior director ejecutivo. Habría podido contratar a otra secretaria, pero por algún extraño motivo decidió no hacerlo, y por consiguiente la señora Morley le tenía mucha devoción. Demasiada devoción, según el resto del personal.
Mientras la señora Morley levantaba acta, Jack repitió una vez más las instrucciones: Colleen tenía que ser una revista sexy y atrevida dirigida a irlandesas de entre dieciocho y treinta años. Tenía que ser imparcial, sexualmente abierta y divertida. Pidió a todos que pensaran bien los artículos.
– ¿Qué os parece una sección sobre cómo ligar en Irlanda? -saltó Ashling, nerviosa-. Podríamos presentar a una chica que un mes va a una agencia matrimonial, otro mes se dedica a navegar por Internet, otro mes va a montar a caballo…
– No es mala idea -dijo Jack de mala gana.
Ashling esbozó una sonrisa vacilante. No sabía si podría soportar muchas situaciones como aquella, porque las ideas no eran precisamente su fuerte. La idea de crear esa sección se la había sugerido Joy, porque Joy esperaba que la utilizaran como conejillo de Indias. «Me paso la vida intentando ligar -le había dicho-. No estaría mal que me pagaran por ello.»
– ¿Alguna otra idea? -preguntó Jack.
– ¿Qué os parece una carta de un famoso? -terció Lisa-. Buscamos a un irlandés famoso, como… -Se quedó a media frase, porque no conocía a ningún irlandés famoso-. Como… como…
– Bono -propuso Ashling-. O una integrante de los Corrs.
– Exacto -dijo Lisa-. Unas mil palabras, sobre los vuelos en primera clase, las fiestas con Kate Moss y Anna Friel. Algo con glamour y subido de tono.
– Muy buena idea.
Jack estaba contento. En cambio, Lisa estaba horrorizada. De pronto la agobiaba el tamaño de la tarea que tenía por delante. ¡Poner en marcha una revista en un país que no era el suyo!
– Y ¿qué os parece una carta de alguien que no sea famoso? -propuso Trix con su voz ronca-. Ya sabéis: soy una chica normal y corriente, anoche me emborraché, le pongo cuernos a mi novio, odio mi trabajo, me gustaría ganar más dinero, el otro día robé un esmalte de uñas en Boot's…
Los demás asintieron con entusiasmo hasta que Trix llegó a lo del esmalte de uñas; entonces dejaron de asentir y se quedaron callados. Todos lo habían hecho alguna vez, pero nadie estaba dispuesto a admitirlo.
Trix se dio cuenta enseguida y se recuperó con aplomo.
– Mi madre no puede ver a mi novio (a ninguno de los dos), me he teñido el pelo y me he quemado el cuero cabelludo… Cosas así.
– No está mal -dijo Jack-. ¿Y tú, Mercedes? ¿Tienes alguna idea?
Mercedes había estado garabateando en su bloc de notas, con la mirada perdida.
– Voy a exhibir a cuantos diseñadores irlandeses sea posible. Iré a las fiestas de licenciatura de las escuelas de moda…
– ¿No será muy provinciano? -la interrumpió Lisa con mordacidad-. Si queremos que nos tomen en serio tenemos que hablar de los diseñadores internacionales.
¡No estaba dispuesta a ponerse diseños de aficionados hechos de cualquier manera por los colegas de Mercedes en sus dormitorios! Las revistas de verdad, como Femme, hacían reportajes fotográficos con prendas exquisitas que les enviaban los gabinetes de prensa de las marcas internacionales. La ropa era prestada, pero muchas veces se perdía después de una sesión de fotografías. Naturalmente, siempre se le echaba la culpa a las modelos (a ver, ¿acaso no tenían que financiar su adicción a la heroína?). Y si las prendas «extraviadas» aparecían en el armario de Lisa, nadie se enteraba. Bueno, en realidad se enteraba todo el mundo, pero no podían hacer nada al respecto. Y aquel era un beneficio extra al que Lisa no estaba dispuesta a renunciar.
Mercedes se quedó mirando a Lisa con desdén. Y esta, para su sorpresa, se sintió intimidada.
– ¿Algo más? -preguntó Jack.
– ¿Qué os parece…? -dijo Ashling lentamente, insegura. Creía que se le había ocurrido una idea original, pero no estaba convencida-. ¿Qué os parece si incluimos un artículo firmado por un hombre? Ya sé que es una revista femenina, pero podríamos incluir una especie de diccionario de cómo funciona el cerebro de los hombres. ¿Qué quiere decir un chico realmente cuando dice «Ya te llamaré»? Es más -prosiguió, emocionada-, ¿qué os parecería incluir también la opinión de la mujer?
Jack miró a Lisa arqueando una ceja inquisitivamente.
– Eso está muy pasado -se limitó a decir ella.
– Ah, ¿sí? -repuso Ashling con humildad-. Vale.
– Hoy es 12 de mayo -dijo Jack, poniendo fin a la reunión-. La junta quiere el primer número en la calle a finales de agosto. A los que venís de publicaciones semanales os parecerá mucho tiempo, pero no lo es. Vais a tener mucho trabajo.
»Pero también os vais a divertir -añadió, porque tenía que decirlo. No sabía exactamente a quién pretendía convencer, pero desde luego a él mismo no-. Y si tenéis algún problema, siempre encontraréis mi puerta abierta.
– Lo cual no será de gran ayuda si no estás en tu despacho -replicó Trix con descaro-. Quiero decir -se apresuró a añadir al ver que el semblante de Jack se endurecía- que como a veces tienes que ir a la televisión para poner orden…
– Desgraciadamente -dijo Jack dirigiéndose a Lisa-, nuestro canal de televisión y nuestra emisora de radio operan desde otro local, a un kilómetro de aquí. Yo tengo mi despacho aquí por motivos de espacio, pero paso mucho tiempo allí. De todos modos, si me necesitáis y no me encontráis aquí, siempre podéis llamarme por teléfono.
– De acuerdo -dijo Lisa-. Y ¿a qué cifras de ventas aspiramos con Colleen?
– Treinta mil. Quizá no lo consigamos al principio, pero esperamos haber llegado a esa cifra en unos seis meses.
Treinta mil. Lisa estaba atónita. Si las ventas de Femme bajaban de los trescientos cincuenta mil ejemplares, empezaban a rodar cabezas.
A continuación Jack le enseñó a Lisa el presupuesto para colaboradores, pero había algo que no encajaba: faltaba un cero. Al menos uno.
Aquello era el colmo. Lisa se disculpó educadamente y fue al cuarto de baño, donde se encerró en uno de los cubículos. Se dio cuenta, no sin desconcierto, de que estaba llorando. Lloraba de desilusión, de humillación, de soledad, por todo lo que había perdido. No duró mucho, porque Lisa no era muy llorona, pero cuando salió del cubículo se paró en seco al ver que había alguien de pie junto a los lavabos. Era Ashling. Estaba allí plantada, con las manos cogidas a la espalda. ¡Entrometida!
– ¿Qué mano quieres? -le preguntó Ashling.
Lisa no la entendió.
– Elige una mano -insistió Ashling.
A Lisa le dieron ganas de pegarle una bofetada. Estaban todos locos.
– ¿Derecha o izquierda? -dijo Ashling.
– Izquierda.
Ashling reveló el contenido de su mano izquierda: un paquete de pañuelos de papel. Luego le mostró la mano derecha: una botella de bálsamo curalotodo.
– Saca la lengua. -Ashling vertió un par de gotas del líquido en la desconcertada lengua de Lisa-. Es para los sustos y los traumas. ¿Quieres un cigarrillo?
Lisa negó enérgicamente con la cabeza, pero luego flaqueó y, sin oponer resistencia, dejó que Ashling le pusiera un cigarrillo en los labios y se lo encendiera.
– Si quieres arreglarte el maquillaje -continuó Ashling-, tengo base y rímel. Seguramente no serán tan buenos como los que sueles usar tú, pero te servirán. -Ya había empezado a rebuscar en su bolso.
– ¿Te ha enviado alguien? -Lisa pensaba en Jack Devine.
Ashling negó con la cabeza.
– Nadie se lo ha imaginado. Solo yo.
Lisa no sabía si molestarse o no. No quería que Jack supiera que había llorado, pero por otra parte le habría gustado saber que le importaba…
– Normalmente no me pasan estas cosas -dijo adoptando un semblante grave-. No quiero que lo comentes con nadie.
– Ya está olvidado.
9
Al final del primer día de trabajo, Ashling estaba al borde del colapso. Afortunadamente no tenía que coger un autobús ni un Dart, y se fue directamente a casa caminando. Tenía suerte: al menos ella tenía una casa a la que ir, mientras que Lisa todavía tenía que buscarse una.
Ashling entró, agradecida, en su piso, se quitó los zapatos y fue a ver si había algún mensaje en el contestador.
La lucecita roja parpadeaba con insolencia, y Ashling, feliz, apretó el play. Estaba ansiosa de compañía y contacto, para que la ayudaran a digerir aquella extraña y desafiante jornada. Pero se llevó una decepción. No era más que un extraño mensaje de un tal Cormac que decía que el viernes por la mañana le entregaría una tonelada de abono. Se habían equivocado de número.
Se tumbó en el sofá como si este fuera una plancha de surf, cogió el teléfono y llamó a Clodagh. Pero solo había dicho hola cuando Clodagh inició una de sus clásicas peroratas. Por lo visto estaba teniendo un mal día.
Clodagh elevó la voz para hacerse oír sobre una algarabía de gritos infantiles:
– Craig tiene dolor de barriga y solo ha desayunado media tostada con mantequilla de cacahuete. A mediodía no quería comer nada, y se me ocurrió darle una galleta de chocolate, aunque se pone hiperactivo en cuanto prueba el azúcar; al final le di unas natillas porque pensé que sería mejor que el chocolate…
– Ajá -asintió Ashling, comprensiva, aunque los gritos le impedían oír lo que Clodagh le estaba diciendo.
– … y se las ha comido, así que le he ofrecido otras, pero apenas las ha probado, y aunque no tiene fiebre, está más pálido que… ¡Cállate! ¡Déjame hablar un momento por teléfono, por favor! ¡Mierda! ¡Ya no puedo más!
Pero las súplicas de Clodagh no fueron escuchadas, y los gritos no hicieron más que intensificarse.
– ¿Es ese Craig? -preguntó Ashling. Debía de dolerle mucho la barriga. Gritaba como si lo estuvieran destripando.
– No, es Molly.
– Y a ella ¿qué le pasa?
Ashling alcanzó a descifrar algunas palabras entre los berridos de Molly. Por lo visto mami era muy mala. De hecho era, al parecer, espantosa. Y Molly no quería a mamá. Con un grito especialmente histérico Molly comunicó a Ashling que odiaba a mami.
– Le estoy lavando la manta -se defendió Clodagh-. Está en la lavadora.
– Dios mío, ahora lo entiendo.
Molly se ponía furiosa cada vez que la separaban de su manta. En realidad era un paño de cocina, antes de que Molly, a base de chuparlo, lo hubiera convertido en un trapo informe y apestoso.
– Estaba guarrísima -explicó Clodagh, desesperada. Se apartó un momento del auricular y suplicó-. Molly, estaba muy sucia. ¡Puaj, asco, caca! -Ashling escuchó con paciencia mientras Clodagh seguía haciendo ruidos para describir el lamentable estado de la manta-. Es un riesgo para la salud. Si no la laváramos te pondrías enferma.
Los gritos volvieron a subir de tono, y Clodagh volvió a ponerse al teléfono.
– Esa bruja de la guardería me dijo que no admitiría a Molly a menos que laváramos la manta regularmente. ¿Qué querías que hiciera? Bueno, no creo que sea apendicitis…
Ashling tardó un momento en darse cuenta de que su amiga volvía a referirse a Craig.
– … porque no ha vomitado, y en la enciclopedia médica familiar dice que ese es un síntoma inconfundible. Pero nunca se sabe, ¿no crees?
– Supongo -repuso Ashling, insegura.
– Sarampión, varicela, meningitis, polio, e-coli -recitó Clodagh con abatimiento-. Espera un momento, Molly quiere sentarse en mis rodillas. Podrás sentarte en las rodillas de mami si me prometes que te estarás callada. ¿Vas a estar callada? ¿Lo prometes?
Pero Molly no prometía nada, y una serie de golpes y desplazamientos indicaron que de todos modos le habían permitido subirse a las rodillas de Clodagh. Afortunadamente, sus chillidos se redujeron a unos ostentosos sollozos y resuellos.
– Y por si fuera poco, el capullo de Dylan me llama y me dice que no solo va a llegar tarde esta noche, otra vez, sino que la semana que viene tiene que ir a otro congreso no sé dónde y volverá a pasar la noche fuera.
– Capullo Dylan -canturreó Molly con una dicción perfecta-. Capullo Dylan, capullo Dylan.
– ¡Y el viernes que viene tiene no sé qué cena en Belfast!
Volvieron a oírse gritos en el fondo. Gritos masculinos. ¿Sería el capullo de Dylan, que había llegado antes de lo previsto a casa y se había ofendido al oír a su esposa y a su hija insultándolo?, se preguntó Ashling irónicamente. No, por el tono quejumbroso de los gritos, y sus referencias a un dolor de barriga, tenía que ser Craig.
– Iré a verte el viernes por la noche -se ofreció Ashling.
– Genial, te lo… ¡Deja eso! ¡Haz el favor de dejarlo inmediatamente! Ashling, tengo que colgar -dijo Clodagh, y se cortó la comunicación.
Así era como solían acabar las conversaciones telefónicas con Clodagh. Ashling, deprimida, se quedó sentada mirando el teléfono. Necesitaba hablar con alguien. Por suerte Ted llegaría en cualquier momento; era tan puntual que a veces Ashling ponía su reloj en hora al oírlo llegar. Eran las seis y cincuenta y tres.
Pero a las siete y diez, cuando ya se había comido media bolsa de patatas fritas Kettle y al ver que Ted no llegaba, Ashling empezó a preocuparse. Confiaba en que no hubiera tenido un accidente. Era un terror con la bicicleta, y nunca llevaba casco. A las siete y media lo llamó por teléfono y comprobó, extrañada, que Ted estaba en casa.
– ¿Por qué no has venido a verme?
– ¿Quieres que baje?
– Pues… no sé, supongo que sí. Hoy ha sido mi primer día de trabajo.
– Mierda, se me había olvidado. Bajo enseguida.
Unos segundos más tarde apareció Ted. Estaba diferente: no se podía cuantificar, pero tampoco podía negarse. Ashling no lo había visto desde el sábado por la noche, lo cual ya era bastante extraño; pero estaba demasiado nerviosa con el nuevo empleo, y hasta ahora no se había dado cuenta. Ted parecía menos delicado, era como si de la noche a la mañana se hubiera vuelto más robusto. Solía invadir el espacio vital de los demás como una fuerza imparable, pero ahora su porte tenía un garbo nuevo, como si caminara más derecho.
– Felicidades por tu éxito del sábado -dijo Ashling.
– Creo que tengo novia -admitió con una tímida sonrisa de oreja a oreja-. O más de una. -Al ver la cara de perplejidad de Ashling, explicó-: Ayer pasé el día con Emma, pero mañana por la noche he quedado con Kelly.
Entonces llegó Joy.
– El que espera desespera -dijo-. El Hombre Tejón no me va a llamar nunca si me quedo esperando junto al teléfono, así que… Veamos: Bill Gates, Rupert Murdoch o Donald Trump. Me ha parecido oportuno elegir a tres grandes de la industria en honor a tu nuevo empleo.
– Me lo pones fácil -Ashling no podía creer que la dejaran escapar con un castigo tan leve-. Donald Trump, por supuesto.
– ¿En serio? Joy parecía contrariada-. Pero si se seca el pelo con secador de mano y cepillo. Yo no podría respetar a un hombre que le dedica más tiempo a su pelo que yo. Bueno, hay gustos para todo.
Metió la mano en su bolso y sacó una botella de Asti Spumante.
– Es para ti. Felicidades por el nuevo empleo.
– ¡Asti Spumante! -exclamó Ashling-. Muchas gracias, Joy.
Joy se dirigió a Ashling abriendo mucho los ojos, esperando oír buenas noticias:
– ¿Y bien? ¿Cómo ha sido tu primer día como subdirectora de una revista elegante?
– Tengo una mesa para mí sola, un Mac…
– ¿Y el jefe? ¿Qué tal está? -preguntó Joy.
Ashling intentó formular lo que pensaba. Estaba fascinada por el atractivo de Lisa y por lo bien que vestía, y sentía curiosidad acerca de la infelicidad que desprendía. La había reconocido de inmediato: era aquella mujer del supermercado que llevaba siete cosas de cada, y eso también le interesaba. Pero había sido un error seguirla hasta el lavabo. Ashling solo pretendía echarle una mano, pero lo único que había conseguido era parecer prepotente e insensible.
– Es muy guapa -dijo, porque no quería explicar lo que había pasado-. Delgada, inteligente… Y viste muy bien.
Ted, que estrenaba papel de donjuán, se puso en guardia, animado; pero Joy dijo con desdén:
– No me refiero a tu jefa. Me refiero a aquel guaperas al que su novia le mordió el dedo.
Ashling no se sintió mejor pensando en Jack Devine. Acababa de estrenar su empleo y ninguno de sus superiores parecía valorarla demasiado.
– ¿Cómo sabes que es un guaperas? -preguntó.
– Tiene toda la pinta. A los feos no les muerden los dedos. -Es verdad -terció Ted-. A mí no me ha pasado nunca. Ya, pero eso podría cambiar, pensó Ashling.
– ¿Cómo es? -insistió Joy, curiosa.
– Pues es… muy serio -se limitó a contestar Ashling. Pero luego se dio el gusto de admitir-: Creo que no le caigo bien. -Después de decirlo se sintió al mismo tiempo mejor y peor.
– ¿Por qué? -preguntó Joy.
– Sí, ¿por qué? -preguntó también Ted. ¿Cómo podía no caerle bien Ashling a alguien?
– Me parece que es porque aquel día le ofrecí la tirita.
– ¿Qué tiene eso de malo? Tú solo pretendías ayudar.
– No debí hacerlo -reconoció Ashling-. ¿Comemos algo?
Llamaron a un tailandés y, como solía pasar, encargaron demasiada comida. Comieron hasta hartarse, pero seguía quedando un montón de comida.
– Siempre nos pasa lo mismo -comentó Ashling, arrepentida-. Bueno, ¿en qué nevera vamos a dejar esta vez las sobras durante dos días antes de tirarlas a la basura?
Joy y Ted se encogieron de hombros, se miraron y miraron a Ashling.
– En la tuya, por ejemplo.
– Estoy preocupada -anunció entonces Joy-. Mi galleta de la suerte dice que voy a llevarme una desilusión. Leamos nuestros horóscopos.
Luego sacaron el I-Ching y estuvieron un rato tirando los palillos, hasta que obtuvieron la solución que buscaban. Después intentaron ponerse de acuerdo para mirar algún programa de televisión, pero no lo consiguieron, y Joy se asomó a la ventana y miró hacia el Snow, el club que había al otro lado de la calle. Las prostitutas de la puerta les dejaban entrar gratis porque eran del barrio.
– ¿A alguien le apetece ir a bailar al Snow? -sugirió adoptando un tono indiferente. Demasiado indiferente.
– ¡No! -gritó Ashling, categórica a causa del miedo-. Mañana por la mañana tengo que estar en forma para ir a trabajar.
– Yo también trabajo -dijo Joy-. Soy la procesadora de solicitudes de pólizas de seguros más rápida del Oeste. Venga, solo una copa.
– Tú no tienes ni idea de lo que quiere decir tomarse solo una copa. Hasta me sorprende que lo digas. Cada vez que salgo contigo para tomarme «solo una copa» acabo a las cinco de la mañana con una cogorza descomunal, bailando canciones de Abba y viendo salir el sol en un apartamento que no conozco con un grupo de hombres desconocidos a los que no quiero volver a ver jamás.
– Hasta ahora nunca te habías quejado.
– Lo siento, Joy. Debe de ser que estoy un poco nerviosa por el trabajo.
– Yo voy contigo -se ofreció Ted-. Si no te da miedo que ahuyente a tus pretendientes.
– ¿Tú? -dijo Joy con desdén-. No lo creo, Ted.
Eran más de las nueve cuando Dylan llegó a casa. Clodagh había conseguido acostar a Molly y a Craig, lo cual era casi un milagro.
– Hola -dijo Dylan, cansado, balanceando su maletín contra la pared en el recibidor y aflojándose la corbata.
Clodagh no dijo nada cuando los cierres del maletín volvieron a arañar la pintura, y se preparó para recibir el beso de su marido. Habría preferido que Dylan no se molestara en besarla. En realidad aquel beso no significaba nada; solo era una costumbre molesta.
Clodagh abrió la boca dispuesta a explicarle a él el mal día que había tenido, pero Dylan se le adelantó:
– ¡Dios mío, menudo día! ¿Dónde están los niños?
– En la cama.
– ¿Los dos?
– Sí.
– ¿Llamamos al Vaticano para informar del milagro? Voy a verlos y bajo enseguida.
Cuando regresó se había quitado el traje y se había puesto unos pantalones de chándal y una camiseta.
– ¿Alguna noticia? -preguntó Clodagh, ansiosa de información y emociones del mundo exterior.
– No. ¿Hay algo para cenar?
Ah, sí. La cena.
– Pues mira, entre el dolor de barriga de Craig y las rabietas de Molly… -Abrió la nevera en busca de inspiración, pero no sirvió de nada-. ¿Te apetece una tostada con espaguetis?
– Una tostada con espaguetis. Menos mal que no me casé contigo por tus habilidades culinarias. -Le lanzó una sonrisa, y a Clodagh le pareció detectar en ella cierta tensión.
– Sí, menos mal -concedió mientras sacaba una lata del armario.
No habría sabido decir si Dylan estaba enfadado o no. Siempre estaba risueño, aunque estuviera furioso. Y a ella no le importaba, porque así la vida era más fácil.
– ¿Qué tal en el trabajo? -insistió-. ¿Cómo es que has salido tan tarde?
Dylan suspiró y dijo:
– ¿Te acuerdas de aquel gran contrato con los americanos? ¿Ese que no hay manera de cerrar?
– Sí -mintió ella mientras metía el pan en la tostadora.
– No sé dónde me quedé la última vez que te hablé de ese tema. ¿Se habían decidido ya?
– Creo que estaban a punto de decidirse -se aventuró Clodagh.
– Bueno, pues tras deliberar eternamente, al final lo reducen a tres paquetes. Luego dicen que quieren probarlos. Lo cual, como sabes, supone una gran pérdida de tiempo, así que les ofrezco los informes de las pruebas. Primero dicen que sí, que ya les sirven. Luego cambian de opinión y envían a dos técnicos de su oficina de Ohio para hacer las pruebas…
Clodagh removió los espaguetis en la sartén y se desconectó de la conversación. Estaba decepcionada. Aquello era mortalmente aburrido.
Dylan se sentó a la mesa y siguió explicándoselo todo:
– Esta tarde me llaman y me dicen que le han comprado un paquete a Digiware, y que los nuestros ni siquiera van a probarlos.
Entonces fue cuando Clodagh volvió a conectarse:
– ¡Estupendo! ¡Ni siquiera van a probarlos!
10
En la fría y triste cama de la desangelada habitación de Harcourt Street, Lisa intentaba dormir, aunque ya tenía la sensación de estar soñando. O mejor dicho, de que estaba en medio de una aterradora pesadilla.
Después de la espantosa jornada en aquella oficina de aficionados, se había consolado pensando que la situación no podía empeorar más. Pero eso fue antes de que intentara buscar un piso de alquiler.
Creyó que podría recurrir a una agencia de traslados, pero la tarifa de inscripción era exorbitante. Y no tuvo ningún éxito cuando por teléfono formuló, con mucho tacto, el ofrecimiento de mencionar a la agencia en su revista si no le cobraban la tarifa de inscripción.
– No necesitamos publicidad -le explicó el empleado-. Estamos desbordados de trabajo por culpa del Tigre Celta.
– ¿De qué?
– Del Tigre Celta. -El joven se había dado cuenta de que Lisa no tenía acento irlandés, así que le dio explicaciones-: ¿Recuerda que cuando las economías de países como Japón y Corea vivían un boom lo llamaban el Tigre Asiático?
¿Cómo iba ella a acordarse de una cosa así? Palabras como «economía» no figuraban en su léxico.
– Y ahora que la economía de Irlanda está despegando, lo llamamos el Tigre Celta -prosiguió el joven-. Lo cual significa -añadió con todo el tacto de que fue capaz, que no era mucho- que no necesitamos publicidad gratis.
– De acuerdo -dijo Lisa sin ánimo, y colgó el auricular-. Gracias por la lección de economía.
Siguiendo los consejos de Ashling, compró el periódico de la tarde, revisó las columnas de alquileres de apartamentos y casas unifamiliares del elegante Dublín 4 y concertó varias citas para visitar unos cuantos alojamientos después del trabajo. Luego pidió un taxi a cuenta de Randolph Media para que la llevara a verlos.
– Lo siento, señora -dijo el empleado-. No me suena su nombre.
– No se preocupe -repuso Lisa suavemente-. Ya le sonará. -Hacía años que no utilizaba el transporte público ni pagaba un taxi de su bolsillo. Y no tenía intención de empezar ahora.
El primer inmueble era un dúplex situado en Ballsbridge. A juzgar por el anuncio, parecía perfecto: el precio adecuado, el código postal adecuado, las instalaciones adecuadas. La zona, desde luego, parecía muy agradable, con muchos restaurantes y cafeterías; la tranquila calle bordeada de árboles era bonita, y las casitas muy monas. Mientras el taxi avanzaba lentamente buscando el número 48, Lisa empezó a animarse por primera vez desde que había visto a Jack. Ya se imaginaba viviendo allí.
Y entonces la vio. Solo había una casa en aquella calle que parecía habitada por okupas: las cortinas de las ventanas estaban raídas, la hierba sin cortar, y en el camino del jardín había un coche oxidado montado sobre cuatro ladrillos. Empezó a contar los números de las casas desde donde estaba ahora, preguntándose cuál sería la número 48. Vio las 42, 44, 46 y… claro, la número 48 era la casa a la que solo le faltaba un letrero con la orden de demolición.
– Mierda -suspiró.
Ya no se acordaba. Hacía tanto tiempo que no tenía que buscar un sitio donde vivir que había olvidado lo ardua que resultaba esa tarea. Se enfrentaba a una serie de decepciones, cada una más aplastante que la anterior.
– Siga, por favor -le dijo al taxista.
– Sí, señora -respondió el taxista-. ¿Adónde vamos ahora?
El segundo inmueble estaba un poco mejor. Hasta que un ratoncito marrón cruzó corriendo el suelo de la cocina y desapareció, sacudiendo su asquerosa cola, debajo de la nevera. A Lisa se le pusieron los pelos de punta por el asco.
El tercer inmueble estaba descrito en el anuncio como «monísimo», cuando la expresión correcta habría sido «increíblemente diminuto». Era un estudio de una sola habitación, con el lavabo en un armario y sin cocina.
– Vamos a ver, ¿para qué quiere la cocina? Las mujeres de hoy en día no tienen tiempo para cocinar -razonó el casero, un tipo con aspecto de foca-. Están demasiado ocupadas dirigiendo el mundo.
– Vas bien, capullo -murmuró Lisa.
Volvió al taxi, desanimada, y por el camino de regreso a Harcourt Street no tuvo más remedio que hablar con el taxista, que a aquellas alturas ya había decidido que eran buenos amigos.
– … y el mayor es un artista con las manos. Es un buenazo, el pobre. No sabe decir que no. Se pasa la vida cambiando bombillas, montando mesas, cortando el césped… Todas las vecinas de la calle lo adoran.
Lisa era consciente de que el taxista la estaba poniendo histérica, pero cuando se bajó del taxi se dio cuenta de que lo echaba de menos. Además, ya no se enteraría de qué había pasado cuando amenazó a aquel grupo de chicas que se metían con su hija de catorce años.
De nuevo en su sombría habitación, su alma gritaba de tristeza. El cansancio y el hecho de no tener nada para comer aún le hacían sentirse peor. Experimentó una especie de déjá vu y se acordó de cuando tenía dieciocho años y trabajaba en una revista miserable y no había forma de alquilar un sitio decente donde vivir. Por lo visto, en el juego de mesa de la vida, había caído en la casilla de la serpiente y esta la había devuelto al principio. Solo que entonces todo parecía mucho más divertido.
Se moría de ganas por huir de los estrechos y humildes confines de su casa. Desde los trece años hacía novillos y se iba a Londres a robar en las tiendas. Cuando volvía a casa con perfiladores de ojos, pendientes, pañuelos y bolsos su madre la miraba con desconfianza, pero no se atrevía a preguntarle nada.
A los dieciséis años, una vez solucionado el asunto de suspender los exámenes, se marchó de casa y se instaló definitivamente en Londres. Ella y su amiga Sandra (que inmediatamente se cambió el nombre por el de Zandra) se juntaron con tres chicos gays, Charlie, Geraint y Kevin, y se instalaron como okupas en un bloque de apartamentos de Hackney. Allí inició una vida de desenfreno y diversión. Tomaba speed, iba al Astoria los lunes por la noche, al Heaven los miércoles por la noche, a The Clink los jueves por la noche. Falsificaba los pases de autobús caducados, volvía a casa en el autobús nocturno, escuchaba a los Cocteau Twins y a Art of Noise, y conocía a gente de todos los rincones del país.
La ropa era uno de los elementos fundamentales de su vida; ante todo había que ir bien vestido. Aconsejada por los chicos, que estaban enteradísimos de la moda, Lisa pronto aprendió a ponerse guapa.
En el mercado de Camden, Geraint le hizo comprarse un vestido rojo elástico y ceñido, con un corte en el muslo, que Lisa llevaba con unas medias rojas y blancas a rayas, como los caramelos. Su bolso era una maletita blanca dura con una cruz roja pintada. Para completar el disfraz, Kevin se empeñó en robarle unas Palladium en Joseph (unas zapatillas de lona con suela de neumático de camión). Se las consiguió justo a tiempo, porque al día siguiente lo despidieron. En la cabeza Lisa llevaba un sombrero de punto estilo pirata cubierto de imperdibles (una imitación casera de un modelo de John Galliano, confeccionado por Kevin, que aspiraba a ser diseñador de moda). Charlie se encargaba de su pelo. Los postizos estaban de moda, así que le tiñó el pelo a Lisa de rubio platino y le añadió una trenza rubia que le llegaba hasta la cintura. Una noche, en el Taboo, la revista I-D le hizo una fotografía. (Aunque compraron religiosamente la revista durante seis meses, la fotografía nunca apareció. Pero se la habían hecho.)
En el apartamento apenas había muebles, de modo que el día que encontraron una butaca en un contenedor hubo un gran alboroto. La llevaron a casa entre los cinco, la mar de contentos, y luego se turnaron para sentarse en ella. Asimismo se turnaban para utilizar las tazas de té, porque solo tenían dos. Pero a nadie se le ocurrió nunca comprar alguna más: eso habría sido un tremendo despilfarro. El poco dinero que tenían lo reservaban para comprar ropa, entrar en los clubes (si no había forma de evitarlo) y pagar copas.
Al final todos consiguieron empleo: Charlie en una peluquería, Zandra en un restaurante, Kevin en el taller de Comme des Garcons, Geraint en la puerta de un club gay, y Lisa en una tienda de ropa, donde robaba más prendas de las que vendía. Organizaron un sistema de trueques fabuloso. Charlie peinaba a Lisa, Lisa robaba una camisa para Geraint, Geraint les dejaba entrar gratis en Taboo, Zandra les servía tequila sunrises gratis en el restaurante donde trabajaba. (En el restaurante funcionaba otro pequeño sistema de trueques: el barman hacía la vista gorda con las invitaciones de Zandra a cambio de pequeños favores sexuales.) El único que no entraba en el juego era Kevin, porque la tienda donde trabajaba era tan cara y tan minimalista que si robaba una sola prenda, todo el stock disminuía en un veinticinco por ciento. Pero él añadía prestigio general al grupo en aquellos desenfrenados años ochenta en que dominaba el culto a la etiqueta.
Nadie gastaba dinero en comida; eso también se consideraba un despilfarro, como comprar tazas de té o muebles. Cuando tenían hambre bajaban al restaurante donde trabajaba Zandra y pedían que les sirvieran. O iban a robar al Safeway del barrio. Paseaban por los pasillos, comiendo lo que les apetecía allí mismo, y luego escondían los envoltorios o las pieles de plátano en el fondo de los estantes. A veces Lisa se empeñaba en llevarse algo, pero solo por el placer de robar.
La vida siguió así durante dieciocho meses, hasta que las peleas y las riñas empezaron a minar aquella maravillosa amistad. Lo de tener que turnarse la taza de té, una vez pasada la novedad, se había convertido en un fastidio. Entonces el novio de Lisa, un ejecutivo de la revista, decidió arriesgarse y ofrecerle un empleo en Sweet Sixteen. Aunque no tenía títulos, pues ni siquiera había terminado los estudios elementales, Lisa era muy inteligente. Sabía lo que estaba de moda, lo que no tardaría en pasar de moda, a quién había que conocer, y siempre iba a la última. Segundos después de que algo novedoso apareciera en Vogue, Lisa ya lucía una versión a precio rebajado, y, lo que era más importante, lo llevaba con convicción. Muchas chicas llevaban faldas abombadas porque sabían que estaban de moda, pero casi ninguna lograba deshacerse del aire de confusión y vergüenza que las acompañaba. Lisa, en cambio, las llevaba con aplomo.
La revista para la que trabajaba entonces, como la de ahora, era una bazofia de bajo presupuesto, y era difícil encontrar un piso de alquiler que pudiera pagar. Pero la diferencia era que, entonces, tener un empleo miserable en una revista se consideraba fantástico (lo importante era tener trabajo en una revista, por muy cutre que fuera). Y buscar un sitio medio decente donde vivir suponía un gran paso adelante, después de haber vivido de okupa. Había que saborear aquellas circunstancias, que constituían una fuente de orgullo, no de bochorno. Aunque todavía estuviera en el fondo del pozo, era la que había tenido más éxito de los cinco okupas de Hackney.
¿Qué había sido de ellos? Charlie trabajaba en un salón de belleza de Bond Street y tenía un montón de dientas, todas ellas espantosamente ricas. Zandra volvía a llamarse Sandra, regresó a su pueblo natal, Hemel Hempstead, se casó y tuvo tres hijos con muy poca diferencia de edad. Kevin también se había casado: con Sandra, por cierto. Resultó que solo decía que era gay porque creía que quedaba bien. Geraint había muerto: en 1992 dio positivo de sida y tres años más tarde le fallaron los pulmones. Y Lisa… ¿cómo había acabado Lisa? Tantos años de duro trabajo para acabar así, donde había empezado. ¿Cómo había podido ocurrir?
Atrapada en la pesadilla del presente, Lisa se metió en la cama del hotel y fumó un cigarrillo tras otro, esperando a que el Rohypnol le proporcionara cuatro horas de misericordiosa inconsciencia. Pero no dejaban de asaltarla los mismos desagradables pensamientos. Estaba horrorizada por la enorme tarea a que se enfrentaba en Colleen, y odiaba estar allí. Pero no había forma de escapar. No podía volver a Londres. Aunque hubiera alguna plaza vacante de directora (y en aquel momento no la había), lo único que importaba de tu currículum era tu último empleo. Si quería que la contrataran en otro sitio, tenía que conseguir que Colleen tuviera el éxito asegurado. Estaba atrapada.
Cogió el envase de Rohypnol y de pronto el suicidio le pareció una idea maravillosamente tentadora. ¿Bastarían dieciséis pastillas para poner fin a su vida? Seguramente sí. Podía cerrar los ojos y olvidarse de todo. Podía desaparecer cubierta de gloria, mientras su nombre todavía era sinónimo de revistas de éxito y gran tirada. Podía conservar su reputación para toda la eternidad.
Ella siempre había sido una superviviente, y hasta entonces nunca se había planteado suicidarse. Y si lo hacía ahora era solo porque morir parecía la forma más apropiada de sobrevivir. Pero cuanto más lo pensaba, más reparos le encontraba a aquella solución: todo el mundo creería que se había derrumbado ante tanta presión y se regodearía con su fracaso.
Se le pusieron los pelos de punta al imaginarse a toda la gente del mundillo de las revistas de Gran Bretaña en su funeral, murmurando su banda sonora de «No lo aguantó. Pobrecilla, no aguantó el ritmo». Mirándose unos a otros con sus elegantes trajes negros (ni siquiera tendrían que cambiarse de ropa para asistir al funeral) y felicitándose por seguir en la brecha. ¡Aquella profesión no estaba hecha para débiles!
No aguantar el ritmo era el delito más grave en el mundo de las revistas. Era peor que aficionarse a las hamburguesas y acabar usando una talla 48, o afirmar que el pelo corto estaba de moda cuando todo el mundo apostaba por las melenas de rizos. La gente de las revistas, consciente del aguante que requería la profesión, recibía con alegría las noticias de que un colega se había «tomado unas largas y merecidas vacaciones» o «había decidido dedicarle más tiempo a su familia».
Lisa decidió que la única forma de salir de allí era un trágico accidente. Un trágico accidente con glamour, añadió. Nada de caer bajo las ruedas de un autobús irlandés; eso sería aún más bochornoso que suicidarse. Tenía que caerse de una lancha motora, como mínimo. O morir en medio de una bola de fuego naranja al estrellarse el helicóptero que la llevaba a visitar algún lugar apartado.
«… Creo que iba a Manoir aux Quatre Saisons.»
«Pues a mí me han dicho que iba al castillo de Balmoral. Por invitación personal de quien tú sabes.»
«Qué muerte tan espectacular. Una muerte fabulosa para una mujer fabulosa.»
«Creo que quedó calcinada, como un bistec demasiado hecho.» La venenosa voz de Lily Headly-Smythe, directora de Panache, interrumpió el ensueño de Lisa.
«… Corre el rumor de que Vivienne Westwood va a basar su próxima colección en el accidente, y que todas las modelos irán maquilladas como víctimas de un incendio.»
Lisa dejó volar de nuevo su fantasía y acabó quedándose dormida, consolada por los comentarios sobre su muerte aparecidos en las páginas de sociedad.
11
Seguían pasando los días. Lisa iba por aquella vida teñida de gris como una sonámbula. Eso sí, una sonámbula muy elegante y autoritaria.
El viernes paró de llover y salió el sol, lo cual causó un gran revuelo entre el personal: parecían niños el día de Navidad. A medida que iban llegando a la oficina, los empleados se sumaban al torrente de comentarios.
– ¡Hace un día precioso!
– ¡Qué suerte que haga este tiempo!
– ¡Una mañana fabulosa!
Solo porque ha parado esa condenada lluvia, pensó Lisa con desprecio.
– ¿Recuerdas el verano pasado? -le gritó Kelvin a Ashling desde la otra punta de la oficina, con unos ojos que destellaban de alegría detrás de sus gafas falsas de montura negra.
– Ya lo creo -respondió Ashling-. Cayó en miércoles, ¿verdad?
Todos rompieron a reír. Todos excepto Lisa.
A media mañana Mai entró andando con garbo en la oficina, miró alrededor con una pícara y dulce sonrisa en los labios y preguntó:
– ¿Está Jack?
Lisa se estremeció ligeramente. Evidentemente, aquella era la novia de Jack. Menuda sorpresa. Lisa se había imaginado a una irlandesa pálida y pecosa, no a aquella mujer exótica de piel morena.
Ashling, que estaba de pie junto a la fotocopiadora, copiando varios millones de comunicados de prensa para distribuirlos entre todos los diseñadores de ropa y fabricantes de cosméticos del universo, también se fijó en ella. Era la chica que le había mordido el dedo a Jack, aunque ahora daba la impresión de que no había roto un plato en su vida.
– ¿Estás citada con él? -dijo la señora Morley al tiempo que desplegaba todo su metro cincuenta de estatura y exhibía sus enormes e intimidantes pechos.
– Dígale que es Mai.
Tras una larga, severa y desafiante mirada, la señora Morley salió lentamente de detrás de su mesa. Mientras esperaba, Mai se puso a girar un delgado dedo en el aire: era la viva imagen de un sueño erótico. Al cabo de un rato volvió la señora Morley.
– Puede pasar -dijo sin disimular su desilusión.
Mai cruzó la oficina envuelta en un denso silencio, y en cuanto la puerta del despacho de Jack se cerró detrás de ella hubo un suspiro colectivo y todo el mundo se puso a hacer comentarios.
– Es la novia de Jack -les explicó Kelvin a Ashling, Lisa y Mercedes.
– No le va a dar más que problemas -opinó la señora Morley con gravedad.
– Yo no estoy tan seguro de eso, señora Morley -replicó Kelvin lascivamente. La señora Morley se dio la vuelta con un resoplido de indignación.
– Es mitad irlandesa y mitad vietnamita -aportó el silencioso Gerry.
– Se llevan a matar -dijo Trix, emocionada-. Es una chica muy agresiva.
– Pues esa será su herencia irlandesa -terció Dervla O'Donnell con firmeza, feliz de abandonar un momento a las Novias Hibernianas-. Los vietnamitas son gente muy tranquila y hospitalaria. Cuando estuve en Saigón…
– Vaya, ya está -protestó Trix-. La ex hippie ha tenido otro flashback. Creo que me va a dar algo.
Ashling siguió fotocopiando comunicados de prensa, pero la máquina emitió un lento gruñido, dio unos cuantos pitidos que no tenía por qué dar y quedó sumida en un inoportuno silencio. La pantalla de visualización de datos lanzó un mensaje amarillo.
– ¿PQo3? -preguntó Ashling-. ¿Qué significa?
– ¿PQo3? -Los empleados de más antigüedad se miraron unos a otros-. ¡Ni idea!
– Ese es nuevo.
– Pero podría haber sido peor. Generalmente se para después de las dos primeras copias.
– ¿Qué hago? -preguntó Ashling-. Estos comunicados de prensa tienen que salir por correo esta noche.
Miró a Lisa, con la esperanza de que ella la sacara del atolladero. Pero Lisa conservó una expresión serena y no dijo nada. Tras una semana en la oficina, Ashling había llegado a la conclusión de que Lisa era una negrera con grandes ideas de lo que tenía que ser la revista. En muchos aspectos eso era fantástico, pero no si resultaba que tú eras la persona sobre la que recaía la responsabilidad de poner en práctica, sin ayuda de nadie, cada una de las ideas que se le ocurrían a Lisa.
– No te molestes en pedirles a esos idiotas que la arreglen -dijo Trix señalando con la cabeza a Gerry, Bernard y Kelvin-. Solo conseguirían cargársela del todo -añadió con desdén-. Jack, en cambio, es bastante manitas. Aunque yo no lo molestaría en este momento -sugirió.
– Mientras tanto haré otra cosa.
Ashling volvió a su mesa, donde se quedó momentáneamente paralizada al ver la cantidad de trabajo que le quedaba por hacer. Decidió seguir con la lista de los cien irlandeses más sexys, interesantes y talentosos. Pinchadiscos, peluqueros, actores, periodistas… Y a medida que Ashling iba añadiendo nombres, Trix le iba concertando a Lisa desayunos, comidas, cafés y cenas con ellos: Lisa estaba haciendo un cursillo intensivo para infiltrarse en la plana mayor de la sociedad irlandesa.
– Vas a acabar como una foca con tantas comidas de trabajo -bromeó Trix.
Lisa le sonrió desdeñosamente. Por lo visto su secretaria no sabía que el hecho de que pidieras una comida no significaba que tuvieras que comértela.
La oficina bullía de actividad, hasta que se abrió la puerta del despacho de Jack y Mai salió a toda velocidad. Todos levantaron inmediatamente la cabeza, expectantes, pero se llevaron un chasco. Mai hizo un violento intento de dar un portazo al salir de la oficina, pero la puerta tenía puesta una cuña para que no se cerrara, así que Mai tuvo que contentarse con pegarle una patada.
A los pocos segundos salió Jack, hecho un basilisco. Daba grandes zancadas con sus largas piernas, con lo que no tardaría en alcanzar a Mai. Pero antes de llegar a la puerta volvió en sí y aminoró el paso. «Mierda!», ¡masculló, y dio un puñetazo en la fotocopiadora. La máquina emitió un zumbido, luego un pitido, y entonces empezó a escupir hojas. ¡La fotocopiadora volvía a funcionar!
– ¡Viva la tecnología! Jack Devine nos ha salvado -anunció Ashling, y se puso a aplaudir.
Los otros la imitaron. Jack miró alrededor, fulminando a los empleados, y entonces, para sorpresa de todos, rompió a reír. De pronto parecía otro: más joven y más simpático.
– Esto es una locura -comentó.
Ashling estaba de acuerdo con él.
Jack vaciló un momento. No sabía si seguir a Mai o… entonces vio un paquete de Marlboro en la mesa de Ashling, del que sobresalía un cigarrillo. En teoría no se podía fumar en la oficina, pero nadie respetaba aquella prohibición. Excepto el soso de Bernard, que se rodeaba de letreros que rezaban «Gracias por no fumar». Hasta tenía un pequeño ventilador.
Jack arqueó las cejas, como diciendo «¿Puedo?» y extrajo el cigarrillo del paquete con los labios. Prendió una cerilla para encenderlo, la apagó con una fuerte sacudida de la mano y dio una honda calada.
Ashling siguió cada uno de sus movimientos; sentía repulsión, pero no podía mirar hacia otro lado.
– Me temo que no he elegido a la chica adecuada para dejar de fumar -dijo Jack, y se dirigió a su despacho.
– Necesito ayuda, chicas -exclamó Dervla O'Donnell, distrayendo a todos. Se levantó dejando las páginas de moda de otoño de Novias Hibernianas y empezó a pasearse por la oficina, haciendo ondular su amplia falda y su holgada chaqueta de punto-. ¿Qué van a llevar los invitados elegantes a las bodas en otoño de 2000? ¿Qué se lleva, qué está de moda, qué mola?
– No sé, lo que está claro es que no se llevan las papadas -observó Lisa, y ladeó la cabeza indicando la gruesa papada de Dervla.
Hubo un silencio de asombro que derivó en una carcajada general, lo cual animó a Lisa. Ella estaba orgullosa de su lengua viperina, y del poder que le confería.
Dervla se quedó plantada en medio de la oficina, perpleja, mientras alrededor sus colegas reían a carcajadas, y entonces ella, haciendo alarde de su espíritu deportivo, también esbozó una sonrisa.
– Qué situación tan maravillosa. Jack levantó su jarra con falsa efusividad para brindar con Kelvin y Gerry-. Tres hombres y ninguna mujer que nos moleste.
Kelvin echó un vistazo al pub. La clientela del viernes por la noche incluía a bastantes mujeres.
– Pero no hay ninguna sentada aquí con nosotros, dándonos el coñazo -aclaró Jack.
– A mí no me importaría que Lisa estuviera sentada aquí -dijo Kelvin-. Es una preciosidad.
– Un bombón -coincidió Gerry, lo bastante emocionado como para hablar.
– Y ¿os habéis fijado en que aunque no mueva los ojos, te sigue por la oficina con los pezones? -observó Kelvin.
Aquel comentario desconcertó ligeramente a Gerry y Jack.
– Mercedes también está para comérsela -dijo Kelvin con entusiasmo.
– Pero no abre la boca -repuso Gerry, aunque no era la persona más indicada para criticarla por eso.
Kelvin miró a Gerry con una sonrisa y dijo:
– Lo que me interesa no son precisamente sus dotes de conversadora.
Los tres rieron con complicidad.
– Pásame el cenicero, Kelvin -les interrumpió Jack. Kelvin se lo acercó, y entonces, con una risita sombría, Jack dijo-: La última vez que dije eso me soltaron: «Me has destrozado la vida, capullo».
Gerry y Kelvin se removieron en los asientos. Jack estaba estropeando el buen ambiente del viernes por la noche.
– No le hagas caso -le aconsejó Kelvin, e hizo un valeroso intento de reconducir la conversación-. ¿Y Ashling? ¿No la encontráis adorable?
– Sí, es encantadora. La hermanita que todos querríamos tener -repuso Gerry.
– Y también es muy guapa -añadió Kelvin, generoso-. Aunque no sea tan despampanante como Lisa o Mercedes.
Jack se sintió extrañamente incómodo. Ashling le hacía sentirse raro. No sabía si era vergüenza o fastidio.
– Pero ¿estáis conmigo o no? -insistió Jack, volviendo a temas más agradables-. ¿Verdad que es genial que no haya ninguna mujer con nosotros? Así, si digo que hace una tarde espléndida, nadie se dará la vuelta y dirá: «Lárgate, desgraciado. Ojalá no te hubiera conocido nunca».
Kelvin exhaló un exagerado suspiro y acabó cediendo.
– ¿Qué pasa? ¿Vuelves a tener problemas con Mai?
Jack asintió con la cabeza.
– ¿Por qué no lo dejáis?
– Os pasáis la vida peleando -intervino Gerry.
– Me vuelve loco -insistió Jack con frustración-. ¡No os lo podéis imaginar!
– Claro que sí. Yo estoy casado -dijo Gerry.
– ¡No! No me refiero a eso…
– Ámalas y déjalas -les interrumpió Kelvin con una mirada pícara-. Ese es mi lema. O mejor dicho: No las ames y déjalas.
Era evidente que a Kelvin no le gustaba ahondar en las emociones.
¡Con lo contentos que se pusieron todos cuando Jack empezó a echarle los tejos a Mai! Hacía más de un año que Dee, su anterior novia, lo había dejado plantado, y sus compañeros se alegraron de ver que lo había superado. O eso creyeron. Pero después de la fase de enamoramiento (que solo duró cuatro días) Jack volvía a parecer tan desgraciado con Mai como lo había sido después del plantón de Dee.
Para apartar a Jack del tema de las mujeres, Kelvin preguntó:
– ¿Cómo va el último follón con los sindicatos en la televisión?
– Ya está solucionado -gruñó Jack-. Hasta que vuelva a armarse otro.
– Ostras, no me gustaría estar en tu pellejo.
Kelvin sabía que Jack caminaba siempre por la cuerda floja entre las exigencias de la dirección, las exigencias de los sindicatos y las exigencias de los anunciantes. No era de extrañar que siempre estuviera estresado.
– Y las cifras de audiencia están subiendo -comentó Gerry.
– Ah, ¡sí! -exclamó Kelvin, aunque aquello no le interesaba demasiado-. Eres un hacha, Jack. -Miró a Gerry y añadió-: Esta es tu ronda, Gerry. Invita a tu ilustre jefe a una copa.
«De coches -pensó Kelvin-. Después hablarían de coches.»
El viernes por la noche Lisa fue la última en marcharse de la oficina. Las calles estaban abarrotadas y había una puesta de sol preciosa. Esquivando a los animados parranderos que salían en tropel de los pubs de las calles de Temple Bar, se dirigió decidida a Christchurch. Pero los recuerdos no dejaban de acosarla. Iba pensando en otras tardes de viernes, las que había pasado con Oliver a la orilla del río en Hammersmith, bebiendo sidra, tranquila y libre después de una semana de duro trabajo.
¿Era verdaderamente la misma persona?
Apartó a Oliver de su mente e intentó pensar en otra cosa; entonces vio, debajo de la mesa de un pub, un par de espinillas blancas cubiertas de franjas rojas. ¡Era Trix!
A la hora de comer, en honor al cielo azul y la temperatura por encima de cero, Trix se había afeitado las piernas en el cuarto de baño y las había expuesto, ensangrentadas pero incólumes, al mundo. Casi había dejado a Ashling sin tiritas.
Lisa aceleró el paso, fingiendo que no había visto a Ashling, que le hacía señas de que se acercara.
Evidentemente el buen tiempo también había animado a Ashling a depilarse las piernas, porque Lisa había oído cómo reservaba hora para depilarse a la cera a la hora de comer. Aunque curiosamente no había hecho nada para que la sesión le saliera gratis. Por lo visto pensaba ir al salón de belleza como civil y pagar religiosamente. Pero si Ashling no tenía el buen tino de utilizar su cargo (de acuerdo, de abusar de su cargo) de subdirectora de una revista femenina, Lisa no tenía por qué abrirle los ojos.
Lisa nunca habría trabado amistad con una chica tan ordinaria como Ashling. Pero como Ashling la había pillado llorando y le había ofrecido su cariño, ahora todavía le caía peor.
Tampoco le caía bien Mercedes, aunque por motivos completamente diferentes. Mercedes, tan silenciosa y tan dueña de sí misma, la ponía nerviosa.
Cuando Ashling colgó el auricular después de concertar su sesión de depilación a la cera, Lisa hizo reír a toda la oficina diciendo: «Ahora te toca a ti, Mercedes. A menos, por supuesto, que este verano se lleven las piernas de gorila».
Mercedes le lanzó una mirada siniestra a Lisa; tan siniestra que Lisa se guardó el comentario que pensaba hacer a continuación, a saber: que con su tez y el color de su cabello, a Mercedes solo le faltaba dejarse patillas y bigote.
– Era una broma. -Lisa le dedicó una sonrisa venenosa a Mercedes, agravando la ofensa: no solo era peluda, sino que no tenía espíritu deportivo.
Para fastidiar a Ashling y Mercedes, Lisa era exageradamente simpática con Trix. Aquella era una técnica de adquisición de poder que ya había utilizado otras veces: divide y vencerás. Había que elegir un favorito, colmarlo de atenciones, y de repente abandonarlo a favor de otro. Si ibas turnando esa posición, generabas amor y miedo. Excepto con Jack: con él pensaba ser simpática siempre. Él era lo único en su vida que le daba esperanzas. Había analizado discretamente cómo reaccionaba ante ella, y se había dado cuenta de que no la trataba como al resto de las empleadas. Trix le hacía gracia, era educado con Mercedes, y Ashling le caía francamente mal. Pero con Lisa era respetuoso y solícito. Casi daba la impresión de que la admiraba. Como tenía que ser. Aquella semana Lisa se había levantado más temprano de lo habitual para cuidar aún más su aspecto físico, aplicándose una a una, con manos de experta, finísimas capas de bronceador sin sol hasta obtener un moreno brillante.
Lisa era muy consciente de su potencial. En su estado natural (aunque hacía mucho tiempo que ni ella misma se veía en ese estado) era una chica bastante guapa. Pero sabía que con grandes esfuerzos podía pasar de atractiva a estupenda. Además de las atenciones clásicas que dedicaba a su cabello, uñas, piel, maquillaje y ropa, tomaba gran cantidad de vitaminas, bebía dieciséis vasos de agua diarios, solo esnifaba cocaína en ocasiones especiales y cada seis meses le ponían una inyección contra el botulismo en la frente (paralizaba los músculos y eliminaba por completo las arrugas). Llevaba diez años muerta de hambre. Había pasado tanta hambre que ahora ya casi no lo notaba. A veces soñaba que tomaba un menú de tres platos, pero es que la gente sueña unas cosas rarísimas.
Pese a lo segura que estaba de su apariencia, Lisa tuvo que admitir que al ver a la novia de Jack se había llevado una sorpresa considerable. Lisa había dado por hecho que tendría que competir con una irlandesa, y eso habría sido pan comido. Con todo, no estaba desanimada. Apartar a Jack de su apasionada y exótica novia era, actualmente, uno de los proyectos menos difíciles de su vida.
En cambio, buscar un sitio donde vivir suponía un reto mucho mayor. Llevaba toda la semana visitando casas después del trabajo, y todavía no había encontrado nada mínimamente decente. Esta noche iba a ver un apartamento en Christchurch que quizá no estuviera mal. Aunque el alquiler era elevado, estaba en una urbanización moderna desde donde podía ir caminando a la oficina. El inconveniente era que tendría que compartirlo con otra persona, y hacía mucho tiempo que Lisa no compartía apartamento con nadie, y menos con otra mujer. La propietaria del piso se llamaba Joanne.
– Vivir aquí tiene la ventaja de que puedes ir andando al trabajo -comentó Joanne con entusiasmo-. Eso significa que te ahorrarías la libra y diez de cada trayecto en autobús.
Lisa asintió con la cabeza.
– O sea, dos libras veinte cada día.
Lisa volvió a asentir.
– O sea, once libras a la semana.
Esta vez Lisa asintió a regañadientes.
– Lo cual asciende a un total de cuarenta y cuatro libras mensuales. Más de quinientas libras al año. Bueno, hablemos del alquiler. Necesito una mensualidad como depósito, dos mensualidades por adelantado y un depósito adicional de doscientas libras por si desapareces y me dejas una factura de teléfono descomunal.
– Pero si…
– Y lo que suelo hacer es que me pagas treinta libras semanales para la compra básica. Leche, pan, mantequilla y esas cosas.
– Yo no bebo leche.
– ¡Pues para el té!
– Tampoco bebo té. Ni como pan. Y no pruebo la mantequilla. -Lisa puso una mano sobre su delgada cadera y miró las de Joanne, mucho más gruesas-. Además, ¿cuántos litros de leche puedes comprar con treinta libras? ¿Me has tomado por imbécil?
Ya en la calle, Lisa se sintió profundamente desgraciada. Echaba de menos Londres. Detestaba tener que pasar por aquel calvario. Ella tenía un piso precioso en Ladbroke Grove. Daría cualquier cosa por estar allí.
La invadió de nuevo una oleada de agotamiento y tristeza. En Londres Lisa estaba inextricablemente entretejida en el ambiente de moda, pero aquí no conocía a nadie. Ni quería conocer a nadie. Los encontraba a todos insoportables. En aquel maldito país nadie llegaba puntual a ningún sitio y alguien hasta tuvo el descaro de decir: «El que creó el tiempo hizo cantidad». Como directora de una revista, ella estaba en todo su derecho de llegar tarde.
Volvió, desolada, a su espantoso hotelito, lamentando que Trix no hubiera podido concertarle ninguna cita para cenar con algún seudofamoso aquella noche.
No soportaba tener tiempo libre; su capacidad para emplearlo se había atrofiado. Aunque no siempre había sido así: ella había trabajado mucho y había sido ambiciosa, pero hubo un tiempo en que había algo más. Eso fue antes de que a base de mirar constantemente por encima del hombro para vigilar a las hordas de chicas más jóvenes, más inteligentes, más trabajadoras y más ambiciosas que la perseguían su vida se hubiera convertido en una rueda de andar.
Durante el fin de semana visitaría unos cuantos pisos y casas más; el tiempo pasaría deprisa. Y mañana pensaba ir a un par de peluquerías: se haría el color en una y se cortaría el cabello en la otra. El truco consistía en tener a unas cuantas en el bolsillo, de modo que si una no podía darte hora en un caso de emergencia, pudiera dártela otra.
Había hecho un pacto consigo misma. Se daría un año para convertir aquella birria de revista en un éxito rotundo, y entonces los directivos de Randolph Media reconocerían su mérito y la recompensarían por él. Quizá…
Tras tres rápidas copas después del trabajo, Ashling se levantó con intención de marcharse, pero Trix le suplicó que se quedara un rato más.
– ¡Venga! ¡Estrechemos nuestros lazos poniendo verdes a nuestros compañeros de trabajo!
– No puedo.
– Claro que puedes -la contradijo Trix-. Lo único que tienes que hacer es probarlo.
– No me refiero a eso. -Pero en parte Trix tenía razón. Ashling tenía pensamientos maliciosos, desde luego, pero raramente les daba rienda suelta porque tenía la sospecha de que el que siembra recoge. Aunque eso no valía la pena explicárselo a Trix, porque seguro que ella se moriría de risa-. Es que he quedado con mi amiga Clodagh.
– Dile que venga.
– No puede. Tiene dos niños y su marido está en Belfast.
Fue lo único que hizo claudicar a Trix.
Ashling se abrió paso a empujones entre el gentío del viernes por la noche y paró un taxi. Quince minutos más tarde llegó a casa de Clodagh, donde habían quedado para comer pizza, beber vino y poner verde a Dylan.
– No me gusta nada que vaya a esas malditas cenas y esos malditos congresos -protestó Clodagh-. Y cada vez lo hace más a menudo.
El comentario quedó suspendido en el aire, hasta que Ashling, consternada, dijo:
– No creerás que anda…, metido en algo, ¿verdad?
– ¡Qué va! -contestó Clodagh-. No me refería a eso. Lo que quiero decir es que envidio su… su… libertad. Yo estoy aquí con estas dos fieras mientras él está en un hotel de lujo durmiendo como un tronco y disfrutando de un poco de intimidad. Cómo me gustaría estar en su lugar -añadió con nostalgia.
Más tarde, en la cama, después de cerrar bien puertas y ventanas, Clodagh se puso a pensar en lo que había dicho Ashling sobre la posibilidad de que Dylan anduviese «metido en algo». No podía ser, ¿verdad que no? Pero ¿y si tenía un lío? ¿O un rollete anónimo y ocasional? ¿Rápido, feroz y despersonalizado? No, ella sabía que no podía ser. Entre otras cosas, porque ella lo habría matado.
Pero, curiosamente, la idea de Dylan teniendo relaciones sexuales con otra mujer la excitó. Siguió pensando en ello un rato, mezclando otras fantasías más habituales. ¿Lo harían como lo hacían Dylan y ella? ¿O sería más imaginativo? ¿Más salvaje? ¿Más rápido? ¿Más apasionado? Mientras visualizaba aquellas escenas de película pornográfica, empezó a respirar más deprisa, y cuando llegó el momento se ocupó de tener un par de intensos y rápidos orgasmos. Luego se sumió en un sueño profundo y apacible hasta que Molly la despertó porque tenía pipí.
12
Ashling pasó toda la tarde del sábado pateándose tiendas en busca de un traje sexy y elegante para ir a trabajar. En realidad lo que quería, aunque fuera inconscientemente, era parecerse a Lisa. Quizá así se sentiría merecedora de su nuevo empleo y desaparecería la ansiedad que la acosaba. Pero se probara lo que se probase, no conseguía el élan esmaltado de Lisa. Como se acercaba la hora del cierre, hizo un par de compras desesperadas y se fue a casa, agotada e insatisfecha.
El chico no estaba en medio del paso, sino agazapado junto a la puerta, sobre su manta naranja. Era la primera vez que Ashling lo veía despierto. Algunos transeúntes le lanzaban una moneda; otros le lanzaban una mirada de asco y temor, pero la mayoría de la gente ni siquiera lo veía. Era como si lo hubieran borrado de la realidad pintándolo con un aerógrafo.
Ashling tuvo que pasar a escasos centímetros de él para llegar al portal, y se sintió incómoda porque no sabía cuál era el protocolo en aquellos casos; con todo, le pareció que tenía que decir algo. Al fin y al cabo, eran vecinos.
– Hola -murmuró mirándolo de soslayo.
– Hola -respondió él, sonriente. Le faltaba un incisivo.
Ashling se apresuró, pero el chico señaló con la cabeza la bolsa que ella llevaba y preguntó:
– ¿Te has comprado algo bonito?
Ashling se paró en seco, a mitad de camino entre el chico y la puerta, muerta de ganas de escapar de allí.
– No, qué va. Solo un par de cosas para ir a trabajar. -Pero ¿por qué no se callaba? ¿Qué sabía él?
– ¿Cómo es eso que dicen? -El joven entrecerró los ojos, intentando recordar-. No te vistas para el trabajo que tienes, vístete para el trabajo que te gustaría tener. ¿No es eso?
Ashling estaba demasiado abochornada para concentrarse.
– ¿Quieres…? -Se descolgó la mochila del hombro con intención de sacar su monedero, pero se lo impedía la bolsa de la tienda, que llevaba cruzada sobre el pecho-. ¿Quieres que…?
Le dio una libra, que él aceptó con una elegante inclinación de cabeza. Muerta de vergüenza por la disparidad entre lo que le había dado a aquel chico y lo que acababa de gastarse en una blusa y un bolso que ni siquiera necesitaba, subió, ruborizada, la escalera. «Me cuesta mucho trabajo ganarlo -se dijo-. Muchísimo -añadió, pensando en la semana que acababa de pasar-. Y hace una eternidad que no me compro nada. Además, lo he pagado todo con la tarjeta. Y yo no tengo la culpa de que ese chaval sea un alcohólico o un heroinómano.» Aunque tenía que reconocer que no olía a alcohol y que no parecía colocado.
A salvo en su piso, después de cerrar bien la puerta, exhaló un suspiro. «Aquí estoy, gracias a Dios -pensó-. Yo también podía haber acabado en el arroyo.» Pero luego se regañó por aquel melodrama. En realidad, nunca le habían ido mal las cosas.
Dejó las bolsas encima de la mesa y se quitó los zapatos. Estaba cansadísima. Y ahora tenía que vestirse de fiesta y salir con Joy. No le apetecía en absoluto. Tener treinta y tantos años era como volver a la adolescencia. Su cuerpo estaba experimentando extraños cambios, y muchas veces la asaltaban extrañas y a veces vergonzosas necesidades. Como la necesidad de quedarse sola en casa el sábado por la noche, con solo un vídeo y una cinta de Ben y Jerry por compañía.
– Pero si no sales, nunca conocerás a nadie -le reprendía Joy constantemente.
– Claro que salgo. Además, tengo a Ben y Jerry. Son los únicos hombres que necesito.
Pero esta noche tenía que salir, aunque no le gustara. Tenía que ir con Joy a un club de salsa para redactar un artículo sobre las posibilidades de ligar en un sitio como aquel, que iba a aparecer en el primer número de Colleen. Cuando trabajaba para Woman's Place nunca había tenido que hacer cosas así, y a veces, como ahora, añoraba terriblemente su antiguo empleo. Y no solo porque su antiguo empleo nunca la obligó a modificar sus planes del sábado por la noche, sino también porque el trabajo de Woman's Place podía hacerlo dormida, mientras que sus obligaciones en Colleen todavía no estaban del todo claras. Tenía la sensación de que podían pedirle que hiciera cualquier cosa, y vivía con un nudo en el estómago a la espera de que le pidieran que hiciera algo que ella no fuera capaz de hacer. A Ashling le gustaba la seguridad, y de lo único que estaba segura en Colleen era de que no tenía ni idea de lo que iba a pasar a continuación.
¡Era desesperante!
Emocionante, se corrigió. Y sofisticado. Además, era muy divertido trabajar con tanta gente nueva: en su antiguo empleo solo había otros tres empleados fijos. Aunque todos eran un encanto. No había nadie tan difícil como Lisa o Jack Devine. Eso sí, tampoco había nadie tan divertido como Trix o Kelvin, se recordó con firmeza. No era momento para ponerse nostálgica y patética.
Metió una bolsa de palomitas de maíz en el microondas, se tumbó en el sofá, se puso a mirar Cita a ciegas y rezó para que Joy no fuera a buscarla. Había estado jugando con el Hombre Tejón hasta las seis de la mañana, y quizá no se encontrara en forma para salir.
No tuvo suerte.
Aunque Joy estaba más débil de lo habitual.
– Me tomaría una taza de té -dijo cuando llegó-. Con mucho azúcar.
– ¿Tan mal estás?
– Tengo tembleque. Pero ha valido la pena. El Hombre Tejón me vuelve loca, Ashling. Pero dijo que me llamaría hoy y… ¡Oh, no! Esta leche está agria. ¡Mierda! Seguro que estoy embarazada. Dentro de nueve meses daré a luz un bebé tejón.
– No -dijo Ashling mirando la taza, en la que flotaban unos grumos blancos-. Es que está cortada.
Joy abrió la nevera, examinó los cuatro cartones de leche que había dentro y comprobó que los cuatro estaban caducados.
– ¿Qué haces? -preguntó-. ¿Juegas a la ruleta rusa con la leche? ¿O es que quieres montar una fábrica de yogur? Por cierto, ¿has comido algo?
Ashling señaló un cuenco semivacío de palomitas de maíz.
– No hay quien te entienda -comentó Joy-. Eres tan organizada para según qué, y en cambio…
– No se puede ser bueno en todo. Estoy bien equilibrada.
– Deberías cuidarte más.
– ¡Mira quién habla!
– Cogerás escorbuto.
– Tomo vitaminas. Estoy perfectamente. ¿Dónde está Ted?
Ashling apenas había visto a Ted aquella semana. Ahora trabajaban en diferentes barrios, así que él ya no la llevaba en bicicleta al trabajo; pero además, desde el triunfo de la noche de los búhos, Ted se había dedicado a ir probando a todas las chicas que se habían interesado por él. Antes, cuando Ted se pasaba la vida en casa de Ashling quejándose de que no tenía novia, ella estaba harta de él, pero ahora Ashling lo echaba de menos y lamentaba su flamante independencia.
– Lo verás más tarde. Estamos invitadas a una fiesta. Estudiantes de arquitectura. Hay uno que cuenta chistes, así que habrá algunos cómicos. Y donde hay cómicos no puede faltar el Hombre Tejón.
– No sé si me apetece ir -dijo Ashling con cautela-. Sobre todo tratándose de una fiesta de estudiantes.
– Ya veremos lo que hacemos -repuso Joy con soltura; con demasiada soltura. Ashling le lanzó una mirada angustiada-. No puedo creer que me esté maquillando otra vez. ¡Si me acabo de desmaquillar! -dijo Joy mientras se aplicaba el lápiz de labios sin la ayuda de un espejo; luego metió los labios, distribuyendo el carmín con un garbo que Ashling envidiaba-. No te olvides de la cámara.
Cuando bajaron a la calle, Ashling buscó al joven mendigo, pero él y su manta naranja habían desaparecido.
– Mujeres solteras y homosexuales.- Joy catalogó a los asistentes, unas cincuenta personas, de un solo vistazo-. Un desastre, pero ya que estamos aquí, vamos a emborracharnos. ¿Qué presupuesto tenemos?
– ¿Presupuesto?
Joy sacudió la cabeza y suspiró.
Antes de que el club abriera las puertas al público había una hora de clase. El profesor, que se presentó como «Alberto, cubano», era un individuo de lo más anodino. Hasta que empezó a bailar. Sinuoso y ágil, elegante y seguro, de pronto parecía guapísimo. Haciendo piruetas, señalando la postura, girando sobre la parte anterior de la planta del pie, mostró los pasos que los alumnos tendrían que practicar.
– Qué pena de hombre -protestó Joy.
– ¡Shhhh!
A Ashling le encantaba bailar. Pese a no tener cintura, tenía un gran sentido del ritmo, y cuando empezó a sonar de nuevo la alegre y animada música de trompetas y Alberto dijo: «Venga, todos conmigo», ella no se hizo rogar.
Los pasos eran muy sencillos; Ashling, hechizada por las sinuosas caderas de Alberto, se dio cuenta de que lo que importaba era el garbo con que los ejecutaras. La mayoría de los alumnos eran torpes y patosos (sobre todo Joy, a causa de la falta de sueño y la resaca), y Alberto parecía muy afligido por lo mal que lo hacían todos. En cambio, Ashling realizaba los movimientos con soltura.
– Ha sido una idea genial -le dijo a Joy con una radiante sonrisa.
– Vete al cuerno.
– ¡Sonríe a la cámara! Y haz como si bailaras.
Joy dio un par de pasos torciendo los pies mientras Ashling disparaba; luego Joy cogió la cámara.
– Intenta fotografiar a algunos hombres para el artículo -le susurró Ashling.
Terminada la clase, el club abrió las puertas al público. Empezaron a llegar expertos bailarines de salsa y merengue; las mujeres llevaban faldas cortas y evassé y zapatos de tacón; los hombres adoptaban una expresión impasible mientras llevaban y hacían girar a sus parejas con habilidad y aparentemente sin esfuerzo al ritmo de la música.
– No puedo creer que estemos en Irlanda -comentó Ashling-. ¡Estos tíos son irlandeses! ¡Y bailan! ¡Y no llevan doce jarras de Guinness en el cuerpo!
– Los hombres de verdad no bailan -replicó Joy, que estaba deseando largarse de allí.
– Estos sí.
La salsa era, en gran medida, un deporte de contacto. Ashling se fijó en una pareja. Bailaban muy pegados, como si sus cuerpos estuvieran enganchados con velero. De cintura para abajo no paraban de menearse, pero de cintura para arriba apenas se movían. Ingles con ingles, pecho con pecho, la mano izquierda de él sujetaba la derecha de ella por encima de sus cabezas, con la cara interna de los brazos pegada desde la muñeca hasta el codo. Él tenía la mano derecha firmemente colocada sobre la espalda de ella. Mientras realizaban los complicados pasos a la perfección, él miraba fijamente a la mujer. No movían para nada la cabeza.
Ashling jamás había visto nada tan erótico. Sintió un ansia tan intensa que casi le causaba dolor. Agitada por un impulso indescriptible, observaba a los bailarines con un sabor agridulce en la boca. Pero ¿qué era lo que anhelaba? ¿El duro y dulce calor de un cuerpo varonil?
Quizá fuera eso…
Un hombre la sacó de su ensimismamiento al preguntarle si quería bailar. Era bajito y medio calvo.
– Solo he recibido una clase -le contestó ella pensando que con eso lo disuadiría.
Pero él le prometió que no harían nada demasiado complicado, y Ashling tuvo que ceder. Era como conducir un coche. Estabas estático, y de pronto empezabas a moverte suavemente, solo porque habías hecho algo con los pies. Adelante y atrás, avanzando y retrocediendo; él la lanzó lejos de sí, y ella regresó suavemente y, sin perder el compás, inició de nuevo el baile, adelante y atrás, moviéndose con una fluidez asombrosa. Ashling empezó a imaginarse lo que se sentiría cuando sabías hacerlo bien.
– Muchas gracias -le dijo el individuo cuando hubieron terminado.
– ¿Podemos irnos ya? -preguntó Joy secamente cuando Ashling regresó a su asiento-. Qué manera más tonta de perder el tiempo. Aquí no hay ni un solo hombre que valga la pena. Tanto rollo para dar cuatro pasos de baile con un enano calvo.
– Va, por favor, solo cinco minutos -suplicó Joy-. No sé a qué atenerme con el Hombre Tejón, y estoy segura de que vendrá a la fiesta. Por favor.
– Cinco minutos. Lo digo en serio, Joy. Ni un minuto más.
La fiesta, como la mayoría de las fiestas de estudiantes de Dublín, se celebraba en Rathmines, en un edificio georgiano de cuatro plantas de ladrillo rojo reformado para dar cabida a trece diminutos pisos de extraña distribución. Tenían, eso sí, los techos altos, los detalles arquitectónicos de época, la pintura desconchada y el insoportable olor a humedad de rigor.
La primera persona a la que vio Ashling en cuanto entró en el piso fue al tipo entusiasta que le había pasado aquella nota en la que había escrito” LLAMEZ-MOI”.
– Mierda -dijo por lo bajo.
– ¿Qué pasa? -preguntó Joy quedamente, temiendo que Ashling hubiera visto al Hombre Tejón dándose el lote con otra chica.
– Nada.
– ¡Allí está! -exclamó entonces.
Su presa estaba apoyada contra la pared (lo cual era muy arriesgado en aquellos pisos remodelados). Joy soltó amarras y fue para allá. Al verse sola, Ashling le dedicó a Llamez-moi una sonrisita de disculpa. Pero en lugar de ahuyentarlo, la sonrisa lo lanzó rápidamente hacia ella.
– No me llamaste -la acusó.
– Mmmm. -Ashling intentó componer otra sonrisa mientras se apartaba disimuladamente de él.
– ¿Por qué?
Ashling abrió la boca dispuesta a enumerar una larga lista de mentiras. Perdí el papel, soy sordomuda, hubo un tifón en Stephen's Street y se 'cortaron las comunicaciones telefónicas…, pero se le ocurrió una mejor.
– No sé francés -dijo, triunfante. Era una excusa infalible, ¿no?
Él sonrió con tristeza, como sonríe quien ha comprendido que no interesa.
– Estoy segura de que eres muy simpático y todo eso -se apresuró a añadir Ashling, que no quería hacerle ningún daño-. Pero no te conocía de nada, y…
– Pues si no me llamas, nunca me conocerás -señaló él con simpatía.
– Sí, pero… -Entonces se le ocurrió algo-. Tradicionalmente el hombre le pide el número de teléfono a la mujer, y luego la llama, ¿no?
– Intentaba ser un hombre liberado. Pero tienes razón. ¿Me das tu número?
Tiene pecas, pensó ella mientras se preguntaba cómo iba a salir de aquel atolladero. No quería darle su número de teléfono a un tipo entusiasta con pecas. Pero él ya había sacado su bolígrafo y la miraba con interés y ternura. Ashling se tragó la rabia que le daba verse en aquella situación.
– Seis, siete, siete, cuatro, tres, dos…
Vaciló antes de pronunciar la última cifra. ¿Y si decía «dos» en lugar de «tres»? El momento se alargaba eternamente.
– Tres -dijo al fin, exhalando un suspiro.
– Y ¿cómo te llamas? -Su sonrisa destellaba en la penumbra de la habitación.
– Ashling.
¿Cómo se llamaba él? Seguro que tenía algún nombre estúpido. Cupido, o algo así.
– Valentina -dijo él-. Marcus Valentina. Te llamaré.
A Ashling no le cupo duda de que lo haría. ¿Por qué los horribles siempre te llamaban y en cambio los fabulosos nunca lo hacían?
Vio a Joy entre la gente, conversando animadamente con el Hombre Tejón. Perfecto: ya podía irse a casa.
– Hasta luego -le dijo a Marcus.
Ella era demasiado mayor para aquellas fiestas de estudiantes. Al salir tropezó con Ted, que iba hablando con una pelirroja con aspecto de muchachito. Sonreía con un aire que Ashling no reconoció: ya no era un rictus jadeante tipo «quiéreme, por favor», sino algo más contenido. Hasta su lenguaje corporal había cambiado. En lugar de ir inclinado hacia delante, iba ligeramente hacia atrás, de modo que la chica tenía que inclinarse hacia él.
– ¿Qué tal, Ted? -Ashling lo saludó dándole un puñetazo en el brazo.
– ¡Ashling! -Ted intentó ponerle la zancadilla.
Intercambiados los saludos, él se dirigió a la pelirroja y dijo:
– Suzie, te presento a mi amiga Ashling.
Suzie la miró con desconfianza y la saludó con un movimiento de la cabeza.
– ¿Tomas algo? -ofreció Ted a Ashling.
– No, no me quedo. Estoy hecha polvo.
Una sombra de indecisión cruzó el delgado rostro de Ted, y de pronto sorprendió a las dos mujeres diciendo:
– Espera un momento. Me voy contigo.
Fuera, en la calle, Ashling le preguntó:
– ¿De qué vas? Esa chica está colada por ti.
– No hay que parecer demasiado interesado.
Ashling sintió una punzada de dolor. Ted y ella se turnaban en el papel de cachorro abandonado. Aquella nueva confianza de Ted había alterado el equilibrio entre ellos dos.
– Además, es una grupi -añadió Ted-. Ya me la encontraré otro día.
Los sábados por la noche era imposible encontrar un taxi libre en Dublín. Los que vivían en barrios alejados intentaban ahorrarse las colas de cuatro horas caminando hacia las afueras con la esperanza de encontrar un taxi que regresara al centro. Lo cual significaba que Ted y Ashling, que vivían en el centro, se cruzaron con un torrente incesante de zombis borrachos que merodeaban por las calles en busca de transporte.
– ¿Cómo te va en el trabajo? -preguntó él al tiempo que esquivaba a otro noctámbulo zigzagueante.
Ashling vaciló un instante y dijo:
– Muy bien, en muchos aspectos. Es interesante. A veces. Cuando no me quedo bizca de fotocopiar comunicados de prensa, claro.
– ¿Has averiguado ya por qué esa chica, Mercedes, se llama como los coches?
– Su madre es española. La verdad es que es muy simpática, cuando consigues hablar con ella -explicó Ashling-. Lo que pasa es que es muy reservada y sumamente pija. Está casada con un tipo forrado de pasta, va con una gente de lo más sofisticado y me da la impresión de que se toma el trabajo como un hobby. Pero no me cae mal.
– Y ¿cómo te llevas con el jefe, el que no te tragaba?
A Ashling se le hizo un nudo en el estómago.
– Sigue sin tragarme. Ayer me llamó Doña Remedios porque le ofrecí dos Anadins para el dolor de cabeza.
– Menudo gilipollas. A lo mejor fuisteis enemigos en una vida anterior y por eso ahora no os lleváis bien.
– ¿Tú crees? -exclamó Ashling. Entonces miró a Ted, que sonreía con burla-. Ah, no. Me tomas el pelo. Hombre de poca fe. La próxima vez que quieras que te lean el futuro, no acudas a mí.
– Lo siento, Ashling. -Le puso un brazo sobre los hombros-. Bueno, esto te animará. El sábado que viene voy a actuar en el River Club. ¿Vendrás a verme?
– ¿No acabo de decirte que no voy a predecir tu futuro? Tendrás que esperar para saberlo.
13
El lunes por la mañana Craig seguía a su madre por la habitación, lloriqueando: «¿Por qué ordenas?». Clodagh recogió unas medias enmarañadas y las metió en el cesto de la ropa sucia; luego se lanzó sobre la montaña de ropa que había en la silla del dormitorio, agitando los brazos y guardando jerséis en los cajones, colgando batas en los colgadores y, tras un breve momento de duda en que estuvo a punto de derrumbarse, metiendo todo lo demás debajo de la cama.
– ¿Viene la abuela Kelly? -insistió Craig.
Estaba convencido de que la respuesta sería afirmativa: aquel frenesí solía ir seguido, poco después, de una visita de la madre de Dylan.
– No.
Craig corrió detrás de Clodagh, que entró, como el demonio de Tasmania, en el cuarto de baño en suite y se puso a limpiar el retrete con la escobilla.
– ¿Por qué? -preguntó Craig.
– Porque va a venir la señora de la limpieza -contestó su madre entre dientes, molesta por la estupidez de la pregunta.
– Corre, Molly -gritó Clodagh mientras se dirigía hacia el cuarto de Molly, con sus grecas de elefante-. Flor llegará en cualquier momento.
No soportaba la idea de quedarse en casa mientras Flor hacía su trabajo. Y no únicamente porque a Flor solo le interesaba hablar de su útero, sino porque la sola presencia de Flor la hacía sentirse horriblemente explotadora y burguesa. Clodagh era joven y gozaba de buena salud: el hecho de que una mujer de cincuenta años con problemas en el aparato genital le limpiara la casa era inexcusable.
Había intentado quedarse en casa un par de veces mientras Flor hacía las tareas del hogar, pero solo consiguió sentirse como una forajida en su propia casa. Cada vez que entraba en una habitación, Flor llegaba unos segundos más tarde, rodeada de aspiradoras y venas varicosas, y Clodagh nunca sabía muy bien qué decir.
– Esto… -Esbozaba una sonrisa nerviosa y añadía-: Bueno, creo que te estorbo…
– Qué va -insistía Flor-. No te muevas de donde estás.
En una ocasión, solo una, Clodagh hizo caso a Flor y, muerta de vergüenza, se sentó a hojear una revista de decoración mientras Flor bufaba y resoplaba con el aspirador alrededor de sus pies.
Flor cobraba cinco libras por hora. El sentimiento de culpa obligaba a Clodagh a pagarle seis. Se sentía tan incómoda en su presencia que no soportaba verla siquiera, y siempre se las apañaba para marcharse antes de que llegara la asistenta.
– Molly -gritó mientras bajaba la escalera-. ¡Date prisa!
En la cocina, sin quitarle el ojo al reloj de pared, cogió el bloc de muestras de papel pintado y le escribió una nota a Flor en el dorso de una. Dibujó una aspiradora (un rectángulo del que salía un cable). Luego dibujó unos cuantos cuadrados y lluvia que caía encima de ellos. A continuación dibujó dos flechas: una señalaba el montón de camisas que había encima de la mesa, y la otra, la gamuza y la botella de Don Limpio que había junto a las camisas.
Así Flor sabría que Clodagh quería que pasara el aspirador, que fregara el suelo de la cocina, que planchara la ropa y que quitara el polvo.
¿Algo más? Clodagh dio un rápido vistazo alrededor. Eso, el gato de los vecinos. No quería que Flor lo dejara entrar como había hecho la semana anterior. Tiddles Brady se había puesto tan cómodo en su casa que cuando llegó Clodagh se lo encontró prácticamente sentado en el sofá viendo la televisión con el mando a distancia en la pata. Y cuando Molly y Craig lo vieron, se enamoraron de él y montaron un escándalo cuando su madre lo echó de casa sin miramientos. Así que dibujó un círculo (la cara) encima de otro círculo más grande (el cuerpo), y terminó el rápido retrato de Tiddles dibujando las orejas y los bigotes.
– Dame un lápiz rojo -le ordenó a Molly.
Molly regresó obediente y le dio a su madre un lápiz amarillo sin punta y un muñeco de goma.
– ¡Ay! Ya voy yo. Si quieres hacer algo bien, tienes que hacerlo tú misma.
Sin parar de murmurar, Clodagh hurgó en la caja de lápices hasta encontrar el lápiz rojo, y entonces (no sin satisfacción) trazó una gran X roja encima del gato. ¿Lo captaría Flor?
Una vez terminado el último dibujo, Clodagh suspiró profundamente. Le encantaría tener una mujer de la limpieza que supiera leer. Había tardado semanas en darse cuenta de que Flor era analfabeta. Al principio le dejaba todo tipo de complicadas notas, pidiéndole a la asistenta que hiciera determinadas cosas, como sacar la ropa de la lavadora cuando terminara el ciclo, o descongelar el congelador. Flor nunca obedecía las órdenes, y aunque Clodagh se pasaba las noches en vela, furiosa, estaba demasiado avergonzada como para leerle la cartilla. Pese a los problemas que le causaba, no quería perderla. Las mujeres de la limpieza eran dificilísimas de conseguir. Hasta las que no valían nada.
Además Clodagh no tenía fe en su capacidad para imponer su autoridad en aquella situación. Se imaginaba a sí misma intentando amonestar a Flor con una voz temblorosa que denotaba falta de convicción: «Mire, buena mujer, esto no funciona así».
Al final obligó a Dylan a llegar tarde al trabajo una mañana para poder vérselas con Flor. Y, como era de esperar, ella se confesó a Dylan, que era la compasión personificada. Dylan tenía eso que llaman mano izquierda con la gente. Y fue él quien sugirió que Clodagh le dibujara las instrucciones.
Entre el sentimiento de culpa y los dibujos que tenía que hacer, casi habría resultado más fácil que Clodagh hiciera ella misma las tareas domésticas. Casi, pero no del todo. Porque pese a los inconvenientes que planteaba Flor, una vez superada la tensión, Clodagh saboreaba aquella mañana a la semana. Ocuparse de la casa era como pintar el puente Forth, pero peor. Nunca tenía las cosas al día, y en cuanto terminaba de limpiar algo había que volverlo a limpiar. En cuanto había fregado el suelo de la cocina… ¡No, un momento! Incluso mientras estaba limpiando el suelo de la cocina, los niños entraban con sus zapatos, dejando gruesas huellas de barro sobre las impecables baldosas. Y el cesto de la ropa sucia parecía el cuerno de la abundancia. Después de poner tres lavadoras y haber lavado y planchado hasta la última prenda que quedara sucia en la casa, a su saber, su apacible resplandor de satisfacción desaparecía en cuanto entraba en el dormitorio, pues el cesto de la ropa sucia, que había vaciado solo unos minutos antes, volvía a estar misteriosamente lleno a rebosar.
Al menos no tenía que ocuparse del jardín. No porque estuviera cuidado. Al revés: era un caos cubierto de barro, el césped estaba pelado y era escaso porque los niños lo pisaban constantemente, y debajo del columpio había un enorme círculo sin apenas una brizna. Pero estaba eximida de ocuparse de él hasta que Molly y Craig se hicieran mayores. Menos mal. Había oído contar espantosas historias de terror relacionadas con jardineros.
Después de varios intentos abortados (Molly quería ponerse el sombrero, Craig tuvo que volver a entrar porque se había olvidado el Buzz Lightyear), Clodagh los metió a ambos apresuradamente en el Nissan Micra. En cuanto introdujo la llave en el contacto, Molly gritó:
– ¡Pipí!
– Pero si acabas de hacer uno. -La exasperación de Clodagh estaba agravada por el temor a encontrarse con Flor.
– ¡Más pipí!
Hacía poco tiempo que Molly no llevaba pañales, y la novedad de su recién adquirida habilidad todavía duraba.
– Está bien. Vamos a hacer pipí. -Clodagh la sacó de la sillita del coche y la llevó rápidamente a casa, desconectando previamente la alarma que acababa de conectar.
Como era de esperar, pese a las forzadas muecas y las promesas de «Ya sale» Molly no pudo hacer pipí. Volvieron al coche y por fin consiguieron marcharse.
Después de dejar a Craig en el colegio, Clodagh no sabía adónde ir. Los lunes solía dejar a Molly en la guardería y luego se iba un par de horas al gimnasio. Pero hoy no podía hacerlo. Habían expulsado a Molly una semana por morder a otro niño, y en el gimnasio no había servicio de guardería infantil. Clodagh decidió ir al centro a mirar tiendas hasta que no corriera peligro volviendo a casa. Hacía un día soleado, y madre e hija pasearon lentamente por Grafton Street, deteniéndose, ante la insistencia de Molly, para acariciar el perro de un niño mendigo, admirar un tenderete de flores y bailar al son de un violinista callejero. Los transeúntes sonreían indulgentes a la hermosa Molly, tan mona y graciosa con su gorra de cazador de felpa rosa intentando imitar a los bailarines de Riverdance.
Siguieron paseando, y a Clodagh se le caía la baba mirando a su hija. Molly era tan graciosa, con sus andares de brigada, desfilando con el pecho inflado, deteniéndose para charlar con todos los niños con que se cruzaba. Clodagh admitió, pensativa, que no siempre resultaba fácil ser madre. Pero a veces, como ahora, no cambiaría su vida por nada.
El vendedor de periódicos se quedó mirando sin disimulo a aquella mujer menuda y curvilínea que arrastraba a una niñita.
– ¿Herald? -le ofreció con optimismo.
Clodagh lo miró con pesar.
– ¿Para qué? -explicó-. No tengo tiempo para leer el periódico desde 1996.
– En ese caso no vale la pena que lo compre -coincidió el vendedor de periódicos, admirando el trasero de Clodagh mientras esta se alejaba.
Ella sabía que aquel hombre la estaba observando, y sorprendentemente eso le gustó. Su descarada y pícara mirada le trajo recuerdos de cuando los hombres la miraban siempre de ese modo. Parecía como si de eso hubiera pasado mucho tiempo; tanto que era como si le hubiera ocurrido a otra persona.
Pero ¿qué estaba haciendo? ¿Emocionarse porque un vendedor de periódicos le hacía ojitos?
«Estás casada», se recordó.
«Sí -replicó inmediatamente con ironía-, casada en vida.»
Tardaron una hora y media en llegar al Stephen's Green Centre, paseando tranquilamente, y, si Clodagh no había calculado mal, ya tocaba pelea. En efecto, como Clodagh no quiso comprarle un segundo helado a Molly, a la niña le dio, puntualmente, la madre de todos los berrinches. Parecía estar sufriendo un ataque epiléptico: se tiró al suelo, pataleando, golpeándose la cabeza contra las baldosas, gritando palabrotas. Clodagh intentó levantarla, pero Molly se retorcía como un pulpo. «¡Te odio!», gritaba, y aunque Clodagh estaba muerta de vergüenza, se controló para hablar con voz queda, asegurándole a Molly que si se comía otro helado tendría dolor de barriga, y prometiéndole que si no se levantaba inmediatamente y se portaba como una niña mayor, la mandaría a la cama una hora antes de lo estipulado durante toda la semana.
Pasaron varias madres cargadas de niños, de esas que pegan a sus hijos por turnos sin ningún reparo. «¡Jason (¡paf!), deja en paz a Tatuara! (¡zas!) ¡Zoe! (¡pam!) ¡Si te vuelvo a pillar en Brooklyn te mato! (¡pum!).» Aquellas mujeres se burlaban con sus desdeñosas miradas de los principios liberales de Clodagh. «Lo que necesita esa mocosa es un buen cachete», parecían decir aquellas enteradas de la vieja escuela. «¡A la cama temprano! ¡Menuda chorrada! Si quieres demostrarle quién manda, pégale un buen coscorrón. Ese es el único lenguaje que entienden.»
Clodagh y Dylan habían decidido no pegar nunca a sus hijos. Pero cuando Molly empezó a pegarle patadas a su madre, sin dejar de gritar, Clodagh no pudo evitarlo: levantó a la niña del suelo y le dio una palmada en la pierna. Fue como si de pronto todo Dublín hubiera enmudecido. Aquellas madres versadas en el arte de imponer la autoridad por la fuerza habían desaparecido, y Clodagh se convirtió en el centro de las miradas acusadoras de los transeúntes. Todo el mundo a su alrededor tenía pinta de trabajar en la oficina de Protección del Menor.
Enrojeció de vergüenza. ¿Cómo se le ocurría agredir a una niñita indefensa? ¿Qué le estaba pasando?
– Vamos.
Cogió a la enfurecida Molly de la mano y tiró de ella, abrumada por la marca que su mano había dejado en la tierna piernecita de Molly. Para reparar el daño, Clodagh le compró inmediatamente a Molly el helado por el que se había armado el jaleo, confiando en que así habría paz durante el rato que Molly tardara en comérselo.
Solo que el helado empezó a derretirse, y a Clodagh le pidieron que saliera de la tienda de tejidos cuando Molly rozó cuidadosamente con su cucurucho un rollo de muselina para cortinas, dejando en él una gruesa franja blanca. La mañana se había estropeado, y, mientras le limpiaba la barba de Papá Noel de helado a Molly, Clodagh no pudo evitar pensar que antes la vida tenía más brillo, una especie de resplandor dorado. Ella siempre había afrontado el futuro con optimismo, convencida de que lo que le deparaba sería bueno. Y el futuro nunca la había decepcionado.
Clodagh nunca había sido exageradamente exigente, nunca le había pedido nada imposible a la vida, y siempre había conseguido lo que quería. En teoría todo era perfecto: tenía dos hijos sanos, un buen marido, no tenía preocupaciones económicas. Sin embargo, últimamente todo se había teñido de una monotonía implacable. De hecho, hacía ya tiempo que tenía esa impresión. Intentó recordar cuándo había empezado y, como no pudo, le entró miedo y se puso a sudar. La idea de que aquel modo de pensar cristalizara en algo permanente resultaba aterradora. Ella era, por naturaleza, una persona feliz y sin complicaciones: eso resultaba evidente si se comparaba con la pobre Ashling, que siempre estaba hecha un lío por todo.
Pero algo había cambiado. No hacía mucho tiempo, Clodagh estaba llena de esperanza y optimismo. ¿Qué había pasado? ¿Qué había salido mal?
14
– ¿Diez Lilt o Purdeys? -reflexionó Ashling-. No lo sé.
– Pues decídete rápido -dijo Trix con el bolígrafo suspendido sobre la libreta de espiral-. Si no te das prisa van a cerrar la tienda.
Aunque llevaban menos de dos semanas trabajando juntos, el equipo de Colleen ya había establecido una rutina. Dos veces al día bajaban a la tienda, por la mañana y por la tarde. Independientemente de la incursión de la hora de comer y la incursión para remediar las resacas.
– Oh, oh… -dijo Trix-. Ya viene Heathcliff.
Jack Devine entró a grandes zancadas en la oficina, despeinado y con gesto atribulado.
– No sé, no me decido -se lamentó Ashling sin saber qué bebida elegir.
– Pues claro que no te decides -le espetó Jack sin detenerse-. ¡Eres una mujer!
Cerró la puerta de su despacho de un portazo. Los compañeros de Ashling sacudieron la cabeza, solidarizándose con ella.
– La comida de reconciliación con Mai no ha surtido efecto -observó Kelvin meneando un dedo con varios anillos.
– Qué hombre tan atormentado. -Shauna Griffin interrumpió la corrección de pruebas del ejemplar de aquel verano de Punto Gaélico y, con voz temblorosa, añadió-: Tan guapo y sin embargo tan inalcanzable, tan desgraciado.
Shauna Griffin era una rubia altísima con un asombroso parecido con el Honey Monster. Siempre sobrepasaba la dosis recomendada de Mills & Boons.
– ¿Desgraciado? -ironizó Ashling-. ¿Jack Devine desgraciado? Lo que pasa es que tiene mal genio.
– Es el primer comentario malvado que te oigo -exclamó Trix con voz quebrada-. Felicidades. ¡Sabía que podías! Ya lo ves, se trata simplemente de proponérselo.
– Diez Lilt -repuso Ashling-. Y una bolsa de botones de chocolate.
– ¿Blancos o marrones?
– Blancos.
– La pasta.
Ashling le dio una libra, Trix lo anotó todo en su lista y pasó al siguiente.
– ¿Y tú, Lisa? -preguntó con adoración-. ¿Te apetece algo?
– ¿Hummm? -Lisa dio un respingo. Estaba en la luna.
Jack se había enterado de que todavía no había encontrado casa, y después del trabajo iba a llevarla a ver la de un amigo suyo que estaba en alquiler. Lisa temía que Jack volviera con Mai después de comer, pero al parecer el camino estaba despejado… -¿Cigarrillos? -preguntó Trix-. ¿Chicle sin azúcar?
– Sí, cigarrillos.
La puerta volvió a abrirse y salió Jack, con aspecto un tanto consternado. Trix volvió de un salto a su mesa y, con un estudiado movimiento de la muñeca, abrió su cajón, guardó en él sus cigarrillos y volvió a cerrarlo. Jack se paseó entre las mesas, sin que nadie se atreviera a mirarlo. Los que pudieron escondieron sus paquetes de cigarrillos empujándolos despacio y tapándolos con algo. Lisa tenía una cajetilla de Silk Cut abierta junto al ratón del ordenador, pero aunque Jack vaciló un momento y parecía que iba a detenerse, volvió a acelerar y pasó de largo. Todos se estremecieron. Entonces Jack llegó junto a Ashling y se detuvo, y el resto de los empleados suspiraron disimuladamente. Estaban a salvo, al menos durante un rato.
Contra su voluntad, Ashling levantó la cara y miró a Jack. Él inclinó la cabeza, sin decir nada, señalando el paquete de Marlboro de Ashling. Ella asintió con cautela, maldiciendo su docilidad. Jack era muy antipático con ella, y sin embargo solo a ella le gorreaba cigarrillos. Era evidente que llevaba la palabra «gilipollas» escrita en la frente.
Sin apartar sus penetrantes ojos del rostro de Ashling, Jack rodeó el filtro del cigarrillo con los labios, como hacía siempre, y extrajo lenta y suavemente el cigarrillo del paquete. Ashling, temblorosa, le pasó la caja de cerillas, cuidando de no tocarle la mano. Sin dejar de mirarla, él encendió una cerilla, acercó la llama al cigarrillo y luego la apagó. Inclinó el cigarrillo hacia arriba y dio una calada.
– Gracias -murmuró.
– ¿Cuándo piensas empezar a comprarte tabaco? -preguntó Trix, ahora que los suyos estaban a salvo, al menos de momento-. Es evidente que no puedes dejar de fumar. Y no es justo: tú debes de ganar muchísimo más que Ashling, y aun así no paras de gorrearle.
– Ah, ¿sí? -dijo él, sorprendido. Miró a Ashling, que se encogió en el asiento-. Lo siento. No me había dado cuenta.
– No pasa nada -murmuró ella.
Jack volvió a su despacho y Kelvin comentó con sequedad:
– Seguro que está ahí dentro dándose bofetadas por explotar a los trabajadores gorreándoles cigarrillos. Jack Devine, héroe de la clase trabajadora.
– Aspirante a héroe de la clase trabajadora, diría yo -le corrigió Trix con desdén.
– ¿Por qué lo decís? -Ashling no pudo contener la curiosidad.
– Porque le encantaría ser un humilde artesano, y ganarse el pan con el sudor de la frente. -El desprecio que Trix sentía por aquellas modestas aspiraciones era casi tangible.
– El problema -explicó Kelvin- es que nació en el seno de una familia de clase media, donde lo cargaron con todo tipo de ventajas. Estudios, por ejemplo. Luego se sacó un máster en comunicación. Más adelante -prosiguió bajando la voz- empezó a mostrar excelentes dotes para la dirección.
– Y eso lo atormenta -terció Trix exhalando un suspiro-. Estoy segura de que le corroen los remordimientos. Por eso siempre se ofrece para arreglar lo que sea. Y por eso tiene tantos hobbies de macho.
– ¿Qué hobbies de macho?
– Pues no sé… Hace vela, por ejemplo. No me dirás que eso no es de macho -contestó Trix.
– Sí, pero no es muy de clase trabajadora, ¿no? Beber cerveza, eso sí es de macho -aportó Kelvin-. Y tirarse a mujeres medio vietnamitas. Eso también es de macho.
Ashling se acercó sigilosamente a Lisa.
– ¿Puedo hacerte una pregunta?
– No, gracias -respondió Lisa sin levantar siquiera la cabeza-. Esta noche no quiero ir a tomar nada contigo y con Trix o con tu amiga Joy, ni con nadie más. Ni esta noche ni ninguna otra.
Hubo risitas generalizadas, para satisfacción de Lisa.
– No era eso lo que iba a preguntarte. -Ashling se puso colorada de vergüenza. Lo único que intentaba era ser simpática con una persona que acababa de llegar a Dublín, pero Lisa hacía que pareciera como si Ashling tuviera otras intenciones-. Es una pregunta relacionada con el trabajo. ¿Por qué no incluimos un consultorio diferente?
– Y ¿en qué consiste la diferencia, Einstein?
– Las preguntas podría contestarlas un vidente en lugar de un psicólogo.
Lisa se quedó pensativa. No era mala idea. Muy acorde con los tiempos, ahora que todo el mundo andaba buscando un elemento espiritual para solucionar sus problemas. Ella no creía en aquellas bobadas: era de la opinión de que su felicidad dependía de ella misma; pero no había ningún motivo para no vendérselo a las masas.
– No está mal -dijo.
El alivio calmó el dolor que a Ashling le había producido la brusca respuesta de Lisa. En el poco tiempo que llevaba trabajando en Colleen, la atormentaba una constante ansiedad respecto a su falta de ideas. Entonces Ted le sugirió que pensara en lo que a ella le gustaría encontrar en una revista, y de pronto se le disparó la imaginación. Cualquier cosa relacionada con el tarot, el reiki, el feng shui, la interpretación de los sueños, los ángeles, las brujas y los hechizos despertaba su interés.
La puerta del despacho de Jack volvió a abrirse, y todos se abalanzaron sobre sus paquetes de tabaco para protegerlos.
– Lisa -dijo Jack-. ¿Podemos hablar un momento?
– Claro. -Se levantó con elegancia de la silla, preguntándose de qué querría hablar Jack con ella. Quizá la invitaría a salir.
Su emoción aumentó cuando Jack le pidió que cerrara la puerta. Y se evaporó cuando, contrito, dijo:
– Tengo que darte una mala noticia. -Hizo una pausa; su hermoso rostro denotaba un profundo desasosiego.
Adelante -dijo Lisa fríamente.
– La publicidad no tira -dijo él sin andarse con rodeos-. Apenas tenemos anunciantes. Solo hemos conseguido… -consultó el memorándum que tenía encima de la mesa- un doce por ciento de lo programado.
Lisa sintió subir el miedo. Era la primera vez que le pasaba aquello. Cuando era directora de Femme, aunque siempre habían negociado los precios, los diseñadores de moda y las empresas de cosméticos siempre se mataban para conseguir anuncios a toda página. Y, como saben todos los que trabajan en revistas, los ingresos generados por la venta de anuncios superan con mucho los obtenidos por la venta de ejemplares. Al menos así es como debería ser. Si no se puede convencer a las empresas de que determinada publicación es el vehículo más adecuado para anunciar su producto, esta se viene abajo. El pánico la embargó. ¿Cómo iba a superar el fracaso de una revista que ni siquiera llegó a ver la luz?
– Estamos empezando -se aventuró a decir.
Jack no tuvo más remedio que sacudir la cabeza. No estaban empezando; ambos lo sabían. Antes de que llegara el personal de dirección de Colleen, Margie se había pasado más de un mes haciendo trabajos de preproducción: los anunciantes interesados habían tenido tiempo de sobra para contratar espacio para publicidad. Lisa se sentía humillada. Quería que aquel hombre la respetara y deseara, y en cambio no tendría más opción que considerarla una fracasada.
– Pero ¿es que no saben…? -dijo sin poder contenerse.
– No saben ¿qué?
Intentó replantear la pregunta, pero no pudo.
– ¿No saben que yo soy la directora?
– Tu nombre tiene mucho peso -comentó Jack con diplomacia, y Lisa se tranquilizó un poco al ver lo mal que también lo estaba pasando él-. Pero el mercado es nuevo, el público es nuevo, no hay trayectoria…
– Me habías dicho que Margie era un rottweiler. Que era capaz de convencer a Dios para que pusiera un anuncio. -En caso de duda, lo mejor era culpar a otra persona. Aquel era un lema que a Lisa siempre le había funcionado en su carrera.
– Margie es una fiera vendiendo publicidad a las empresas irlandesas. Pero la oficina de Londres está trabajando con empresas de cosmética y de moda internacionales: ¿Cómo estamos? ¿Qué artículos tenemos preparados? Tenemos que lanzarle un par de huesos a la oficina de Londres, para que ellos se los enseñen a los anunciantes en potencia.
Lisa adoptó una máscara de impasibilidad mientras rebuscaba en su mente. ¡Artículos preparados! No llevaba ni dos semanas en aquel maldito empleo, la habían metido en un berenjenal) y estaba en un país que no conocía. Se había dejado la piel intentando controlar la situación, ¡y ya querían saber qué artículos tenía preparados!
– Aunque sea por encima -añadió Jack con desgarradora sutileza-. Perdona que te haga esto.
– ¿Por qué no vamos todos a la sala de juntas y celebramos una reunión de análisis? -propuso Lisa, que notaba un ligero temblor en las piernas.
Y pensar que todo el mundo creía que dirigir una revista era un trabajo de lo más sofisticado. Era un trabajo aterrador que te producía insomnio, en el que nunca había un respiro, y en el que nunca podías estar seguro de nada. Se trataba únicamente de hacer que te salieran los números cada mes. Y en cuanto lo habías conseguido, tras pasar unos nervios de muerte y quedar agotado, tenías que volver a empezar desde cero. Eras un vendedor con pretensiones, sencillamente. En un intento de demostrar dinamismo, salió del despacho de Jack, pero tenía las piernas entumecidas y el bigote perlado de sudor.
– ¡Todos a la sala de juntas! ¡Ahora mismo!
Los que no trabajaban en Colleen rieron por lo bajo, felices de haberse librado de una bronca.
– Muy bien. -Lisa ganó un poco de tiempo recorriendo la mesa de la sala de juntas con una sonrisa aterradora-. A Jack y a mí nos gustaría que nos explicarais qué habéis hecho estas dos semanas. ¿Ashling?
– He enviado comunicados de prensa a todas las casas de diseño y…
– ¿Comunicados de prensa? -repitió Lisa con sarcasmo-. ¿No da para nada más tu talento ilimitado?
Trix, Gerry y Bernard, conscientes de sus deberes, soltaron una risita.
– ¿Acaso van a pagar nuestros clientes dos libras cincuenta para leer los comunicados de prensa de Colleen? ¡Artículos, Ashling! ¡Estoy hablando de artículos! ¿Qué tienes?
Apabullada por aquella agresividad, Ashling presentó su informe sobre el club de salsa. Mientras describía la clase, al profesor y a los otros alumnos, Lisa se relajó un poco. Aquello ya estaba mejor. Animada por los movimientos afirmativos que Lisa iba haciendo con la cabeza, Ashling describió el ambiente que había en el club después de la clase.
– Era fantástico. Bailaban a la antigua, con mucho contacto físico. La verdad es que era muy… -Vaciló un momento; no estaba segura de que fuera oportuno utilizar aquella palabra estando presente Jack Devine. Jack la hacía sentir tremendamente incómoda-. Muy sexy -se decidió por fin.
– ¿Y el factor romance? -preguntó Lisa centrando el tema-. ¿Conociste a algún chico?
Ashling se moría de vergüenza, pero admitió:
– Bueno, bailé con uno…
Los demás se pusieron a chillar, peleándose por conseguir más detalles, mientras Jack Devine observaba a Ashling con los ojos entrecerrados.
– Solo fue un baile -protestó Ashling-. Ni siquiera me preguntó cómo me llamaba.
– Hiciste fotografías del club -dijo Lisa. No era una pregunta. Ashling asintió, y Lisa añadió- Haremos un artículo a cuatro páginas. Dos mil palabras, cuanto antes. Que sea distraído.
Un sudor frío se apoderó de Ashling; habría dado cualquier cosa por seguir trabajando en Woman's Place. Ella no sabía escribir. Su punto fuerte era el trabajo aburrido; era muy buena en eso, y esa era una de las razones por las que Co/leen la había contratado. ¿No podía escribirlo Mercedes, o algún colaborador freelance?
– ¿Algún problema? -preguntó Lisa torciendo la boca con sarcasmo.
– No -susurró Ashling. Pero se le retorcieron las tripas de angustia, y se dio cuenta de que estaba con el agua al cuello. Tendría que pedirle ayuda a Joy. O quizá a Ted: él tenía que redactar muchos informes para su trabajo en el Ministerio de Agricultura.
El siguiente punto del orden del día era la columna de Trix sobre la vida de una chica corriente. El primer artículo versaba sobre los peligros de la infidelidad. Sobre lo comprometido que era estar en la cama con un novio y que otro llamara a la puerta de tu casa y que tu madre lo dejara entrar. Era divertido, escandaloso y completamente verídico.
– Madre mía, Patricia Quinn -dijo Jack sacudiendo la cabeza, admirado-. Ahora me doy cuenta de que siempre he vivido protegido de la realidad de la vida.
– No se lo recomiendo a nadie -exclamó Trix-. Aquel desgraciado con mi madre en el salón, mirando Heartbeat, y yo atrapada en el dormitorio con el otro, inventándome excusas para no salir. Envejecí diez años.
– Entonces, ¿con cuántos te quedaste? ¿Con veinticinco? -dijo Jack riendo abiertamente.
Ashling lo miró con asombro y frustración. «¿Por qué siempre es tan antipático conmigo? -pensó-. ¿Por qué a mí nunca me ríe las gracias?» Llegó a la conclusión de que a lo mejor se trataba sencillamente de que ella no era graciosa; entonces se fijó en el rostro de Lisa. Una determinación que brillaba con luz tenue y una profunda admiración. Ashling se dio cuenta de que a Lisa le gustaba Jack, y se le hizo un nudo en el estómago. Si había alguien capaz de apartar a Jack Devine de la exótica Mai, esa era Lisa. ¿Cómo sentía una mujer que detentaba ese poder?
A continuación Lisa expuso el proyecto de un artículo que se le acababa de ocurrir. Un recorrido por las camas de hotel más sexy de Irlanda. Clasificadas según la frescura de las sábanas, la firmeza del colchón, el espacio para follar, y el «factor esposas» (lo mejor eran los cabeceros de hierro forjado o los postes de las camas con dosel).
– ¡Ostras! No sé cuánto te pagan, pero desde luego lo vales -comentó Trix con admiración.
– ¿Y tú, Mercedes? -prosiguió Lisa.
– El viernes vamos a Donegal para fotografiar en exclusiva la colección de invierno de Frieda Kiely -contestó Mercedes con aire de suficiencia-. Hemos calculado que saldrán unas doce páginas.
Frieda Kiely era una diseñadora irlandesa que vendía mucho en el extranjero. Sus creaciones eran magníficas, muy originales: mezclaba el rugoso tweed irlandés con el más liviano chiffón; el lino del Ulster con parches de seda tejida al crochet; mangas de punto que llegaban hasta el suelo. El resultado era romántico y atrevido. Demasiado atrevido para el gusto de Lisa. Puestos a pagar aquellos precios (cosa que ella jamás haría, por supuesto), prefería las líneas elegantes del señor Gucci.
– ¿No podríamos incluir una entrevista con la diseñadora? -sugirió Lisa.
Mercedes rió y dijo:
– Qué va. Está completamente chiflada. Solo dice tonterías.
– Precisamente por eso -le espetó Lisa-. Podría resultar una lectura interesante.
– No te imaginas cómo es esa mujer…
– Vamos a presentar su colección de invierno; lo mínimo que puede hacer es contarnos lo que toma para desayunar.
– Es que…
– Sorpréndeme -dijo Lisa con chispa, parodiando a Calvin Carteo. Quizá Mercedes lo hubiera encontrado gracioso, de haberlo sabido, pero como no lo sabía, se limitó a lanzarle una breve mirada de odio a su jefa.
– ¿Cómo va la portada? -preguntó Jack a Gerry.
Lisa los miró con inquietud. Gerry era tan callado que ella no le hacía ningún caso, de modo que no tenía ni idea de si era bueno en su trabajo. Pero Gerry sacó varios proyectos de portada: tres chicas diferentes recubiertas de texto en diferentes tipos de letra. El tono que había conseguido era considerablemente sexy y divertido.
– Excelente -dijo Jack. Luego miró a Lisa y añadió-: Y ¿qué tal va la columna del famoso?
– Estoy en ello -respondió Lisa sonriendo con soltura. Ni Bono ni The Coros habían contestado sus llamadas-. Pero tengo algo más interesante. Aunque nuestra revista es femenina y nuestro público lo forman en un noventa por ciento mujeres, creo que sería oportuno que Colleen tuviera una columna escrita por un hombre.
Un momento, pensó Ashling, anonadada. Eso fue idea mía… Intentó articular algunos oh y ah, mientras Lisa continuaba hablando alegremente.
– Hay un cómico de micrófono que, según tengo entendido, está a punto de convertirse en una estrella. El caso es que se niega a hacer nada para una revista femenina, pero voy a convencerlo para que ceda.
Zorra, pensó Ashling. ¿Nadie se había dado cuenta?
– Yo… -consiguió decir Ashling al fin.
– ¿Qué? -saltó Lisa, mirándola con aquellos aterradores ojos grises, fríos y duros como canicas.
– Nada -balbuceó Ashling, pues no se le daba nada bien hacer valer sus derechos.
– Será un golpe maestro -añadió Lisa sonriendo a Jack.
– ¿Quién es él?
– Marcus Valentina.
– ¿En serio? Jack estaba muy animado.
– ¿Qui-quién? -preguntó Ashling, que todavía no se había recuperado del primer golpe.
– Marcus Valentina -repitió Lisa con impaciencia-. ¿Has oído hablar de él?
Ashling asintió con la cabeza. Jamás se le habría ocurrido pensar que aquel tipo lleno de pecas estuviera «a punto de convertirse en una estrella». Lisa debía de haberse equivocado. Pero parecía tan segura de lo que decía…
– Actúa el sábado por la noche en un local que se llama River Club -prosiguió Lisa-. Iremos tú y yo, Ashling.
– ¿En el River Club? -Ashling se había quedado casi tan ronca como Trix-. ¿El sábado por la noche?
– Sí -confirmó Lisa, exasperada.
– Mi amigo Ted también actúa allí el sábado -se oyó decir Ashling.
Lisa la miró entrecerrando los ojos.
– ¡No me digas! Estupendo. Así nos lo presentará después de la función.
– Suerte que no tenía ningún plan para el sábado por la noche -comentó Ashling, sorprendiéndose a sí misma con aquella pizca de rebeldía.
– Exacto -coincidió Lisa fríamente-. Suerte.
Mientras todos salían en fila de la sala de juntas, Lisa miró a Jack y le preguntó:
– ¿Qué? ¿Estás contento?
– Eres increíble -dijo él con toda sinceridad-. De verdad. Muchas gracias. Se lo explicaré a la gente de Londres.
– ¿Cuándo lo sabremos?
– Seguramente no antes de la semana que viene. Pero no te preocupes, has tenido unas ideas geniales; supongo que todo irá bien. ¿Te va bien que quedemos a las seis para ir a ver la casa?
Ashling volvió a su mesa dolida y furiosa por la injusticia de que había sido víctima. No volvería a ser amable con aquella zorra. Y pensar que había sentido lástima de ella, por estar sola en un país extranjero. Había intentado perdonarle a Lisa sus continuos y malvados desaires achacándolos a que debía de estar asustada y deprimida. Le avergonzaba reconocerlo, pero a veces Ashling hasta se había reído por lo bajo cuando Lisa insinuaba que Dervla estaba gorda, que Mercedes era peluda, que Shauna Griffin era retrasada mental, o ella misma una pesada. Pero ahora, por ella, Lisa Edwards podría morirse de soledad.
Pegado en su salvapantallas de George Clooney había un post-it con el mensaje de que la había llamado «Dillon». Lo despegó, y la pantalla del ordenador hizo un chisporroteo de electricidad estática. ¿Verdad que no estaban en octubre? Dylan llamaba a Ashling dos veces al año: en octubre y diciembre, para preguntarle qué podía regalarle a Clodagh por su cumpleaños y por Navidades.
Ahhling lo llamó.
– Hola, Ashling. ¿Podemos ir a tomar algo mañana después del trabajo?
– Lo siento, no puedo. Tengo que escribir un artículo muy difícil. Tendrá que ser otro día. ¿Por qué? ¿Qué pasa?
– Nada. Bueno, ya veremos. Tengo que ir a un congreso y estaré unos días fuera. Ya te llamaré cuando vuelva.
15
A las seis y diez Jack se acercó a la mesa de Lisa.
– ¿Estás, Lisa? -le preguntó.
Bajo la silenciosa mirada de sus colegas, ávidos de cotilleo, salieron de la oficina y bajaron al aparcamiento en ascensor.
En cuanto se metieron en el coche, Jack se quitó la corbata y la tiró al asiento trasero; luego se desabrochó los primeros botones de la camisa.
– Así está mejor -dijo, aliviado-. Ponte cómoda -añadió-. Quítate lo que quieras. -Terminó la frase bruscamente, y a continuación hubo un violento silencio. Estaba tan abochornado que Lisa casi percibía su calor-. Perdona -balbució con gravedad-. No quería decir eso.
Se pasó la mano, nervioso, por el desordenado cabello, levantando unas sedosas puntas del flequillo que volvieron a caer rápidamente sobre su frente.
– No pasa nada.
Lisa sonrió- educadamente, pero se le erizó el vello de la nuca. Se imaginó desnudándose en el coche de Jack, con los oscuros ojos de él sobre su cuerpo, y el frescor de los asientos de piel contra su piel caliente, y se estremeció de emoción. Se mordió el labio con determinación y se propuso conseguir que aquella fantasía se hiciera realidad.
Tras un conveniente período de recuperación, y cuando ya circulaban por las calles de Dublín, Jack dijo:
– Bueno, te cuento. Resulta que Brendan se va a trabajar a Estados Unidos. Tiene un contrato de dieciocho meses que quizá se amplíe, así que al menos podrías ocupar su casa durante un año y medio. Después ya veremos lo que pasa.
Lisa asintió sin comprometerse. No importaba, porque ella no pensaba seguir en Dublín pasado un año y medio.
– Está por South Circular Road, una zona muy céntrica -le aseguró Jack-. Es un barrio de la ciudad que conserva mucho carácter. Todavía no está saturado de yuppies.
El ánimo de Lisa inició un leve descenso. Ella se moría de ganas de vivir en un barrio saturado de yuppies.
– Se respira un ambiente muy familiar.
Lisa no quería saber nada de ambientes familiares. Quería estar rodeada de otros solteros y tropezar a cada momento con hombres atractivos en el Tesco Metro del barrio comprando Kettle Chips y Chardonnay. Miró, desanimada, las manos de Jack sobre el volante, y la seguridad con que acariciaban el cuero suavizó un tanto su amargura.
Jack se desvió por una calle secundaria, y luego por otra aún más estrecha.
– Es aquí -anunció señalando a través del parabrisas.
Era una casita de ladrillo rojo. Lisa le echó un vistazo y no le gustó nada. A ella le gustaban las casas modernas y frescas, amplias y aireadas. Aquella casa, en cambio, prometía habitaciones oscuras, cañerías viejas y una cocina poco higiénica con un espantoso fregadero estilo Belfast.
Bajó del coche a regañadientes.
Jack fue hacia la casa, metió la llave en la cerradura, abrió la puerta y se apartó para dejar entrar a Lisa. Tuvo que agachar la cabeza al pasar por el umbral.
– Suelo de madera -comentó ella mirando alrededor.
– Brendan lo hizo instalar hace un par de meses -explicó Jack con orgullo.
Lisa se abstuvo de explicarle que los suelos de madera habían pasado a la historia y que lo que ahora se llevaba eran las moquetas.
– El salón-. Jack la guió hasta una habitación con el suelo de madera de fresno donde había un sofá rojo, un televisor y una chimenea de hierro fundido-. La chimenea ya estaba -aclaró señalándola.
– Hummm. -Lisa detestaba las chimeneas de hierro fundido. ¡Daban un trabajo!
– La cocina -dijo Jack al llegar a la habitación contigua-. Nevera, microondas, lavadora…
Lisa le echó un vistazo. Al menos los armarios eran empotrados y el fregadero era de aluminio, normal y corriente (prefería el riesgo de padecer Alzheimer que vivir en una casa con un fregadero estilo Belfast). Pero su satisfacción se vino abajo cuando vio la mesa de pino con las cuatro robustas sillas rústicas. Recordó con nostalgia la mesa azul turquesa de formica, con ruedas, y las cuatro sillas de tela metálica de su cocina de Ladbroke Grove.
– Me comentó que la caldera no andaba muy fina. Voy a echarle un vistazo-. Jack metió medio cuerpo en un armario y se arremangó la camisa, exhibiendo unos antebrazos bronceados cuyos músculos ondulaban al mover él las manos-. Acércame una llave inglesa que hay en ese cajón, ¿quieres? -dijo señalando con la cabeza.
Lisa se preguntó si aquel alarde de virilidad lo hacía en su honor, pero entonces recordó haber oído decir a Trix que Jack era un manitas, y eso la animó. Siempre había sentido debilidad por los hombres hábiles con las manos, que se manchaban de grasa y llegaban a casa tras una dura jornada de trabajo arreglando aparatos, se bajaban lentamente la cremallera del mono y, con voz sugerente, decían: «Me he pasado el día pensando en ti, cariño». También sentía debilidad por los hombres con sueldo suculento y poder suficiente para ascenderla aunque en realidad ella no se lo mereciera. Creía que la combinación de ambas cosas debía de ser fabulosa.
Jack siguió dando golpes y toqueteando cosas un rato, y luego dijo:
– Por lo visto falta el temporizador. Tendrás agua caliente, pero no podrás programar la caldera. Ya lo solucionaré. Vamos a ver el cuarto de baño.
Curiosamente, el cuarto de baño pasó el examen. Su aseo personal no tenía por qué ser siempre una carrera contrarreloj: no le gustaba ducharse con la esponja de luffa en una mano y un cronómetro en la otra.
– La bañera está muy bien -admitió.
– Sí, y ese pequeño estante que tiene al lado es muy útil -coincidió Jack.
– Suficiente para dos vasos de vino y una vela aromática.
Lisa le lanzó una rápida y sugerente mirada, pero fue en vano. Sintió cierta frustración al ver que Jack pasaba a la siguiente habitación.
– El dormitorio -anunció.
Era más grande y más luminoso que las otras habitaciones, pero aun así adolecía de aquella atmósfera de granja. Había ramitos en las cortinas blancas, que hacían juego con los ramitos del edredón, y madera de pino por todas partes. Cabecero de pino, enorme armario de pino, cómoda de pino.
«Apuesto a que hasta el colchón es de pino», pensó Lisa con desdén.
– La ventana da al jardín-. Jack se acercó a la ventana y señaló un minúsculo cuadrado de hierba, bordeado de arbustos y flores.
Lisa nunca había tenido jardín, ni le interesaba tenerlo. Le gustaban las flores, como a todas las mujeres, pero solo si iban en ramo y envueltas en papel de celofán, con un enorme lazo de raso y una tarjeta de felicitación. Prefería morir a dedicarse a la jardinería, sobre todo porque los complementos le parecían horripilantes: pantalones con cintura elástica, ridículos sombreros flexibles, cestas absurdas y truculentos guantes estilo Michael Jackson. Era un look nada aconsejable.
Y aunque en julio pasado había asegurado a las lectoras de Femme que la jardinería iba a ser el sexo del nuevo milenio, ella no se lo tragaba. El sexo era sexo y siempre lo sería. Y era algo que ella echaba de menos, por cierto.
– Creo que me dijo que tenía un herbario -comentó Jack-. ¿Vamos a ver si es verdad?
Abrió la puerta trasera, y una vez más tuvo que agachar la cabeza para salir. Cruzó, caminando muy erguido, el pequeño jardín, y Lisa lo siguió, un tanto sorprendida de su propia admiración. Los pájaros cotorreaban bajo la luz del benigno atardecer, el aire olía a tierra y hierba, y por un instante Lisa no lo odió todo.
– Está allí.
Jack le indicó que se acercara a un arriate y dobló sus largas piernas hasta ponerse en cuclillas. Para demostrar su buena disposición, Lisa se agachó con poco entusiasmo a su lado.
– Cuidado con el traje -dijo Jack al tiempo que estiraba un brazo con gesto protector-. No vayas a ensuciártelo.
– ¿Y tú?
– A mí el traje me tiene sin cuidado. -Se volvió y sorprendió a Lisa con una sonrisa pícara.
Ahora que estaban cerca el uno del otro, Lisa se fijó en que Jack tenía un incisivo roto, lo cual contribuía a su aspecto general de inconformista.
– Si me lo mancho suficientemente tendré que llevarlo a la tintorería, y entonces no podré ponérmelo mañana… Eso sería terrible, ¿verdad? -dijo con sequedad.
Lisa rió y acercó un poco su cabeza a la de Jack, solo por divertirse. Vio cómo las pupilas de él se contraían y se dilataban y su rostro iba pasando por diversas expresiones: confusión, interés, profundo interés, de nuevo confusión y por último perplejidad. Todo eso en menos de un segundo. Luego Jack miró hacia otro lado y preguntó:
– ¿Qué es eso, cilantro o perejil?
Uno de sus mechones de pelo se estaba retorciendo y formando un bucle. A Lisa le dieron ganas de meter el dedo dentro y tirar de él.
– ¿Tú qué crees? -insistió Jack.
Lisa, que tenía la sensación de que estaban hablando en clave, miró la hoja que él sostenía y contestó:
– No lo sé.
Jack chafó la hoja con el índice y el pulgar, y luego se la acercó a la cara. Se la puso muy cerca.
– Huele -ordenó.
Lisa inhaló, cerrando los ojos, e intentó oler la piel de él.
– Cilantro -dijo, triunfante, y como recompensa obtuvo otra sonrisa de Jack. Las comisuras de la boca se le retorcían tentadoramente…
– También hay albahaca, cebollinos y tomillo -observó él-. Puedes usarlos para cocinar.
– Sí -dijo ella con una sonrisa-. Puedo espolvorearlos sobre la comida para llevar.
No tenía sentido fingir ante Jack. Aquello de estar locamente enamorada y cocinar para tu amado había pasado a la historia.
– ¿No cocinas?
Ella sacudió la cabeza:
– No tengo tiempo.
– Ya, todas decís lo mismo.
– ¿Y… Mai? ¿Cocina?
Grave error. El rostro de Jack volvió a adoptar una expresión reservada y meditabunda.
– No -contestó. Y añadió-: Al menos no para mí. Bueno, vamonos.
»¿Qué te parece la casa? -preguntó una vez dentro.
– Me gusta -mintió Lisa. Era la mejor de las que había visto, pero eso no quería decir gran cosa.
– Tiene muchas cosas a su favor. El alquiler es decente, la zona es agradable y puedes ir al trabajo a pie.
– Exacto -dijo ella con una seriedad que desconcertó a Jack-. Y me ahorraría una libra diez en cada viaje.
– ¿Tanto? Yo no lo sé porque casi siempre voy en coche…
– O sea, dos libras veinte al día.
– Sí, supongo que sí…
– Once libras cada semana. Multiplicado por toda una vida, asciende a una cantidad muy considerable.
Como Jack se esforzaba en mantener una expresión de interés educado, Lisa adoptó un tono más ligero. Le contó, riendo, su experiencia con Joanne, la casera tacaña. Luego le habló de los otros inmuebles que había visitado, todos ellos espantosos. De aquel individuo de Lansdown Park que dejaba a su serpiente suelta por el salón, de aquella casa de Ballsbridge, tan desordenada que parecía que acabaran de entrar a robarla.
– Pues puedes instalarte aquí cuando quieras -ofreció Jack.
Se levantó y, nervioso, empezó a agitar las monedas que llevaba en los bolsillos del pantalón, un gesto que Lisa conocía muy bien. Era lo que hacían los hombres cuando intentaban reunir valor para invitarla a una copa. Vio aquella lucha interna reflejada en los ojos de él, y se fijó en que tenía el cuerpo en tensión, como a punto de abalanzarse sobre algo.
«Venga, no te cortes», pensó.
De pronto los ojos de Jack se vaciaron, y toda la tensión desapareció de sus músculos.
– Te acompaño al hotel -dijo.
Lisa lo entendió. Notaba que él se sentía atraído por ella, y notaba también sus reservas. Además de trabajar juntos, él salía con una chica. No importaba. Pensaba trabajárselo hasta anular todos sus reparos. Sería divertido: hacer que Jack se enamorara de ella la ayudaría a olvidar las penas.
– Gracias por ayudarme -dijo sonriéndole con dulzura.
– Ha sido un placer. Y no dudes en pedirme cualquier cosa que necesites. Estoy dispuesto a hacer lo que sea para que te encuentres cómoda en Irlanda.
– Gracias. -Volvió a sonreírle con coquetería.
– Tienes demasiado trabajo y eres demasiado importante para Colleen para perder el tiempo visitando pisos.
Vaya, se dijo ella. Acurrucada en la butaca de la habitación del hotel, Lisa encendió un cigarrillo y se puso a mirar por la ventana, que daba a Harcourt Street. Estaba un poco preocupada. Muy poco, pero por poco que fuera ya resultaba sorprendente. Se trataba de la pesada de Ashling. Se había quedado parada al ver que Lisa le había robado la idea, y ahora ella tenía una pizca de mala conciencia.
Bueno, mala suerte; así era la vida. Por eso Lisa era la directora y Ashling una simple mandada. Además, Lisa se había asustado muchísimo cuando Jack le explicó lo que estaba pasando con la publicidad. El miedo la volvía traidora y despiadada.
De momento aquel atenazante terror inicial había remitido un poco. Lisa había adoptado una postura de optimismo prepotente, encerrándose en una burbuja de esperanza desde la que parecía factible generar toda la publicidad que necesitaban. Con todo, lo cierto es que era Lisa la que se la jugaba. Si la revista se estrellaba, no era a Ashling a quien iban a pelar, sino a Lisa. Era así de sencillo. De acuerdo, todo el mundo la tomaba por una bruja, pero ellos no tenían ni idea de la presión que ella tenía que soportar.
Lisa suspiró largamente y exhaló el humo. El recuerdo de la expresión de perplejidad de Ashling la perseguía y la hacía sentirse un poco guarra.
Ella siempre había sabido controlar sus emociones. Siempre le había resultado fácil supeditarlas a un fin superior, el del trabajo. Más le valía retomar el control.
16
Cada día llegaban con el correo invitaciones para lanzamientos (desde nuevas sombras para ojos hasta inauguraciones de tiendas), y Lisa y Mercedes se las repartían sin misericordia. Lisa, como directora, tenía el privilegio de la primera opción. Pero Mercedes, como editora de moda y belleza, también tenía derecho a asistir a un buen número de aquellas presentaciones. Ashling, que interpretaba el papel de Cenicienta, se quedaba para atender la oficina, y Trix estaba demasiado abajo en la cadena alimenticia para aspirar siquiera a una de aquellas invitaciones.
– ¿En qué consiste una fiesta publicitaria? -le preguntó Trix a Lisa.
– Pues mira, te encuentras a un montón de periodistas y unos cuantos famosos -explicó-. Hablas con la gente importante y escuchas la presentación del producto.
– Háblame de esa a la que vas a ir hoy.
Una tienda que se llamaba Morocco abría su primera sucursal en Irlanda. A Lisa le interesaba un pimiento, pues llevaba muchos años abierta en Londres, pero le estaban dando mucho bombo a la inauguración. Tara Palmer Tompkinson iba a desplazarse desde Londres para la fiesta, que se celebraría en el hotel Fitzwilliam, un establecimiento con esplendor inspirado en el Royalton.
– ¿Os darán de comer? -preguntó Trix.
– Suelen darte algo. Canapés, champán…
En realidad Lisa confiaba en que hubiera comida, porque había iniciado un nuevo programa de alimentación: había abandonado el régimen Siete Enanitos y se había pasado al régimen Publicidad. Podía comer y beber cuanto quisiera, pero solo en las fiestas publicitarias. Lisa sabía lo importante que era estar delgada, pero se resistía a convertirse en una esclava de los regímenes de adelgazamiento. Su táctica consistía en incorporar insólitas limitaciones y recompensas a su relación con la comida, con lo cual mantenía viva la motivación.
– ¡Champán! -La emoción agravó la ronquera de Trix, que hablaba como don Corleone.
– Eso, si no son unos muertos de hambre. Y si lo son, no les haces publicidad en la revista. En ese caso recoges el regalo y te largas.
– ¡Un regalo! -El rostro de Trix se iluminó ante la mención de algo gratis. Algo que no tuviera que molestarse en robar-. ¿Qué clase de regalo?
– Depende. -Lisa hizo un mohín de hastío-. Si se trata de una empresa de cosmética, generalmente te dan una selección de los productos de maquillaje de la nueva temporada.
Trix chilló de emoción.
– Si es una tienda como Morocco, quizá un bolso…
– ¡Un bolso! -Hacía años que Trix no conseguía un bolso gratis. Desde que empezaron a ponerles etiquetas electrónicas.
– O una camiseta.
– ¡Ostras! ¡Ostras! -exclamó Trix-. ¡Qué suerte tienes!
Tras una larga pausa, y tras reflexionar concienzudamente, Trix sugirió con tono exageradamente inocente:
– ¿Sabes qué? Tendrías que llevarte a Ashling. -La jerarquía de la oficina era tan estricta que Trix no tendría ocasión de ir a una de aquellas fiestas hasta que lo hubiera hecho Ashling-. Es tu directora adjunta. Le conviene saber cómo comportarse, por si algún día te pones enferma.
– Es que…
Mercedes no pudo disimular su inquietud ante la sugerencia de que otra persona se colara en aquel territorio sagrado. No había barras de pintalabios gratis para todos.
La palpable alarma de Mercedes, combinada con los restos de remordimientos por lo ocurrido con Ashling, hizo que a Lisa le resultara más fácil tomar una decisión:
– Muy buena idea, Trix -dijo-. Ashling, esta tarde me acompañas. Bueno -añadió con falsedad-, suponiendo que quieras venir.
Ashling nunca había sido una persona rencorosa, sobre todo cuando había regalos por medio.
– ¿Si quiero ir contigo? -exclamó a su pesar-. Pues claro que quiero. Será un placer.
Lisa comió en el Clarence con una escritora de éxito a la que quería convencer de que escribiera una columna en la revista. Fue una gran victoria. La autora accedió a escribir la columna a un precio tirado, a cambio de que Lisa hiciera propaganda de sus libros; pero además Lisa salió casi indemne de la comida. Aunque no paró de mover el tenedor por el plato, lo único que comió fue un tomate cherry y un bocado de pollo de granja.
Regresó triunfante a la oficina, y estaba revisando su correo cuando Ashling se acercó a su mesa, con el bolso y la chaqueta en la mano.
– Lisa -dijo nerviosa-, son las dos y media y la invitación es para las tres. ¿Nos vamos?
Lisa soltó una risotada sarcástica.
– Regla número uno -repuso-: nunca seas puntual. ¡Es básico! Eres demasiado importante.
– Ah, ¿sí?
– Tienes que hacerlo ver.
Lisa siguió repasando su montón de comunicados de prensa. Pero al cabo de un rato levantó la cabeza y se dio cuenta de que Ashling la miraba fijamente y con avidez.
– ¡Esto me pasa por hablar demasiado! -exclamó Lisa, arrepentida de haber invitado a Ashling.
– Lo siento. Es que me da miedo que ya no haya nada.
– Que no haya ¿qué?
– Canapés, bolsas de regalos…
– No pienso marcharme hasta las tres, así que no vuelvas a preguntármelo.
A las tres y cuarto cogió su bolso Miu Miu de debajo de la mesa y le dijo a la temblorosa Ashling:
– ¡Nos vamos!
Cogieron un taxi, pero las calles estaban tan embotelladas que hasta Lisa empezó a temerse que ya no quedaran canapés ni bolsas de regalos.
– Y ahora, ¿qué pasa? -preguntó, enojada, al ver que un policía levantaba una rolliza mano indicándoles que se detuvieran.
– Patos -dijo el taxista, lacónico.
Lisa supuso que «patos» debía de ser otra palabrota del habla local de Dublín, pero entonces Ashling exclamó:
– ¡Mira, mira! ¡Patos!
Pero ¿qué es esto?, se dijo Lisa al ver que una mamá pato cruzaba la calle tan campante con sus seis patitos siguiéndola en fila. Dos policías detenían el tráfico de ambas direcciones para garantizar la seguridad de la familia de ánades. ¡No daba crédito a sus ojos!
– Ocurre cada año. -A Ashling se le había iluminado la cara-. Los patos salen del cascarón en el canal, y cuando han crecido lo suficiente bajan al lago de Stephen's Green.
– Centenares de patos. Colapsan completamente el tráfico. Son un verdadero engorro -aportó el taxista con cariño.
«Maldita ciudad», pensó Lisa.
Cuando se apearon frente al hotel Fitzwilliam, el día se había puesto nublado y fresquito, y la breve ola de calor de la semana anterior no era más que un lejano recuerdo.
Una pierna depilada no hace verano, pensó Ashling con tristeza. Había vuelto a ponerse pantalones largos y guardado la larga falda de verano que se había puesto el día anterior. De pronto se olvidó del clima y, extasiada, le dio un codazo a Lisa.
– ¡Mira! Es esa mujer, ¿cómo se llama? Tara Palmtree Yokiemedoodle, ¿no?
Sí, era Tara Palmtree Yokiemedoodle; andaba de aquí para allá pavoneándose por la acera del hotel, rodeada de una multitud de periodistas que la fotografiaban frenéticamente.
– Enséñanos un poco de pierna, Tara, sé buena -le gritaban.
Ashling se dirigió hacia la calzada para rodear al grupo de fotógrafos, pero Lisa se metió, decidida, entre ellos.
– ¿Quién es esa? -oyó Ashling.
– ¡Tara, querida! ¡Cuánto tiempo sin verte! -exclamó Lisa.
Venciendo la resistencia de Tara, le plantó un par de besos y se colocó a su lado mirando hacia las cámaras.
Los fotógrafos interrumpieron momentáneamente el bombardeo; luego enfocaron a aquella mujer de tez bronceada y cabello color caramelo que posaba con una mejilla pegada a la de Tara y siguieron disparando con renovado entusiasmo.
– Lisa Edwards, directora de la revista Colleen. -Lisa se paseaba entre los fotógrafos, informándolos-. Lisa Edwards. Lisa Edwards. Tara y yo somos viejas amigas.
– ¿De qué conoces a Tara Palmtree? -preguntó Ashling, impresionada, cuando Lisa volvió junto a ella, que se había quedado al margen completamente ignorada por los periodistas.
– De nada -confesó Lisa esbozando una sonrisa pícara-. Regla número dos: nunca dejes que la verdad estropee una buena historia.
Lisa entró majestuosamente en el hotel, y Ashling la siguió. Se les acercaron dos atractivos jóvenes que las saludaron y le quitaron la chaqueta a Ashling. Pero Lisa no soltó la suya.
– Permite que te recuerde la regla número tres -murmuró, irascible, mientras caminaba hacia el salón donde se celebraba la recepción-. Nunca hay que quitarse la chaqueta. Tienes que causar la impresión de que estás muy ocupada y solo has pasado un momento porque tienes cosas más interesantes que hacer ahí fuera.
– Lo siento -se disculpó Ashling humildemente-. No me he dado cuenta.
Entraron en el salón, donde una mujer de extrema delgadez ataviada de pies a cabeza con prendas de la colección de verano de Morocco les preguntó quiénes eran y les hizo firmar en un libro de visitas.
Lisa garabateó cuatro letras y le pasó el bolígrafo a Ashling, que estaba radiante.
– ¿Yo también? -chilló, emocionada.
Lisa frunció los labios y sacudió la cabeza a modo de advertencia. «¡Tranquilízate!», se dijo.
– Lo siento -susurró Ashling; cogió el bolígrafo y, con su mejor letra, escribió: «Ashling Kennedy, directora adjunta, revista Colleen».
Lisa pasó una cuidada uña por la lista de nombres.
– Regla número cuatro, que ya debes de conocer -dijo-: revisa el libro de visitas y entérate de quién hay.
– Para saber a quién tenemos que saludar -dijo Ashling, demostrando que lo había entendido.
Lisa la miró como si Ashling estuviera completamente loca.
– ¡No! ¡Para saber a quién tenemos que evitar!
– Y ¿a quién tendríamos que evitar?
Lisa recorrió con una mirada despreciativa la sala llena de personal de revistas rivales.
– A casi todo el mundo.
Pero Ashling ya debería saber todo aquello, y Lisa acababa de comprender que su directora adjunta no tenía ni idea de cómo comportarse en una situación así. Muy alarmada, le susurró:
– No me digas que nunca habías estado en una fiesta publicitaria. ¿No trabajabas para Wonzan's Place?
– Sí, pero no recibíamos muchas invitaciones -se justificó Ashling-. Y menos para reuniones tan elegantes como esta. Supongo que nuestras lectoras eran demasiado mayores. Y cuando nos invitaban a la presentación de un nuevo modelo de bolsa de colostomía, o de un proyecto de viviendas vigiladas para ancianos, casi siempre era Sally Healy la que iba.
Lo que Ashling no dijo era que Sally Healy era una mujer regordeta y maternal, cariñosa y simpática con todo el mundo. No tenía ni el espíritu competitivo ni las extrañas y agresivas reglas de Lisa.
– Mira a aquel de allí… -Ashling, atemorizada, señaló a un individuo alto que parecía un muñeco Ken-. Es Marty Hunter, un presentador de televisión.
– Déjá vu -repuso Lisa con desdén-. Lo vi ayer en la fiesta de Bailey y el lunes en la de MaxMara.
Las palabras de Lisa sumieron a Ashling en un afligido silencio. Había depositado grandes esperanzas en aquel evento. Quería guiar y ayudar a Lisa para demostrarle que la necesitaba. Y había creído que se ganaría el respeto de Lisa con su indispensable conocimiento de los famosos de Irlanda, un conocimiento que Lisa, por ser inglesa, no podía aspirar a tener. Pero Lisa estaba muy por delante de ella, ya estaba enterada de quién era quién en el mundillo de los famosos y parecía molesta por los torpes intentos de Ashling por ayudarla.
Una camarera que deambulaba por allí se paró a su lado y les ofreció una bandeja. La comida era de temática marroquí: cuscús, salchichas Merguez, canapés de cordero. Curiosamente, para beber ofrecían vodka; eso no era demasiado marroquí, pero a Lisa no le importó. Comió lo que pudo, pero no se atracó, porque no paraba de hablar con gente, con Ashling pisándole los talones. Lisa se movía por el salón como una profesional, con energía y encanto; aun así, no se llevó grandes sorpresas.
– Lo mismo de siempre -le susurró a Ashling-. Un montón de pardillos. Estos desgraciados asistirían a la inauguración de una lata de judías. Lo cual nos lleva a la regla número cinco: aprovéchate de que todavía llevas la chaqueta puesta y utilízalo como excusa para huir. Si alguien te da demasiado la lata, puedes decir que tienes que ir al lavabo.
En el salón había unas cuantas modelos con ojos de gacela y cuerpos aún por formar, vestidas con ropa de Morocco. De vez en cuando una azafata colocaba a una de aquellas modelos enfrente de Ashling y Lisa, para que ellas expresaran su admiración con las pertinentes exclamaciones. Ashling, muerta de vergüenza, hacía lo que podía, pero Lisa ni siquiera las miraba.
– Podría ser peor -le confió después de que otra de aquellas adolescentes se contoneara un rato delante de ellas y luego se marchara-. Al menos no son trajes de baño. Eso me pasó en Londres, en una cena servida en mesas. Pretendían que comiera mientras seis chicas me metían el trasero y las tetas en el plato. ¡Puaj!
A continuación le dijo a Ashling lo que esta, de todos modos, ya empezaba a comprender:
– Regla número… ¿por cuál vamos? ¿Por la seis? En esta vida no te regalan nada. Si asistes a un evento de estos tienes que soportar las tácticas de venta agresiva. Oh, no, acabo de ver a aquel imbécil del Sunday Times. Vamos a escondernos.
Ashling cada vez estaba más acomplejada por los conocimientos enciclopédicos de Lisa sobre la gente que había en el salón. No hacía ni dos semanas que vivía en Irlanda y ya estaba al día de todo.
Afianzando la sonrisa en sus labios, Lisa giró discretamente sobre los talones de sus zapatos Jimmy Choo. ¿No se dejaba a nadie? Entonces vio a un atractivo joven con un traje que parecía demasiado nuevo; el chico estaba muerto de vergüenza y no sabía dónde meterse.
– ¿Quién es aquel? -preguntó, pero Ashling no tenía ni idea-. Vamos a averiguarlo, ¿vale?
– ¿Cómo?
– Preguntándoselo. -A Lisa le hizo gracia el desconcierto de Ashling.
Esbozando una amplia sonrisa y haciendo centellear los ojos, Lisa se lanzó sobre el joven, y Ashling la siguió. Al mirarlo de cerca vieron que tenía granos en la barbilla.
– Lisa Edwards, revista Colleen. -Le tendió una mano suave y bronceada.
– Shane Dockery. -El chico, aturullado, se pasó un dedo por debajo del apretado cuello de la camisa.
– De Laddz -se le adelantó Lisa.
– ¿Has oído hablar de nosotros? -exclamó él-. Todavía no he encontrado a nadie que nos conozca.
– Claro. -Lisa había leído un pequeño comentario sobre ellos en un periódico dominical y había anotado sus nombres, junto con otros que creyó oportuno retener en la memoria-. Sois el nuevo conjunto. Vais a tener más éxito que Take That, ya lo verás.
– Gracias -repuso él tragando saliva, con el entusiasmo de alguien cuyo prestigio todavía no ha sido reconocido.
Quizá, después de todo, había valido la pena emperifollarse de aquella manera tan espantosa.
Cuando se alejaban de él, Lisa murmuró:
– ¿Lo ves? Recuerda siempre que ellos están más asustados que tú.
Ashling asintió, atenta, y Lisa se elogió a sí misma por su labor didáctica, ayudada seguramente por el vodka que estaba bebiendo. Por cierto, ¿dónde…? Al instante apareció una camarera a su lado.
– El vodka es el agua de la nueva era. -Lisa levantó su vaso para brindar con Ashling.
Cuando Lisa se hubo cansado de comer y beber, llegó la hora de marcharse.
– Adiós -dijo al pasar por delante del insecto palo que había en la puerta.
– Gracias -dijo Ashling con una sonrisa-. La ropa era preciosa, y estoy segura de que a las lectoras de Colleen les encanta… ¡rá! -Terminó la frase con un gritito, porque alguien le había dado un fuerte pellizco en el brazo. Lisa, por supuesto.
– Gracias por venir. -El insecto palo le entregó un paquete envuelto con una bolsa de plástico a Lisa-. Tenga, un pequeño obsequio.
– Ah. Gracias -dijo Lisa sin prestar atención y casi sin detenerse.
Luego le entregaron otra bolsa a la impaciente Ashling. Radiante, hincó la uña en el plástico para abrir el paquete. Pero soltó otro gritito, porque habían vuelto a pellizcarle el brazo.
– Ah, bueno, esto… sí, gracias. -Intentó adoptar un tono indiferente, pero no lo consiguió.
– Ni lo toques -masculló Lisa mientras cruzaban el vestíbulo para recoger la chaqueta de Ashling-. Ni siquiera lo mires. Y nunca, jamás, le digas a una azafata que les harás propaganda en la revista. ¡Has de hacerte rogar!
– Supongo que es la regla número siete -comentó Ashling, enfurruñada.
– Exacto.
Cuando salieron del hotel, Ashling le lanzó una mirada interrogante y luego miró su regalo.
– ¡Todavía no! -insistió Lisa.
– Pues ¿cuándo?
– Cuando doblemos la esquina. ¡Pero sin prisa! -la reprendió, pues Ashling casi había echado a correr.
En cuanto doblaron la esquina, Lisa dijo:
– ¡Ya! -Y ambas rompieron el plástico de sus paquetes.
Era una camiseta, con el nombre de la tienda, Morocco, estampado en la parte delantera.
– ¡Una camiseta! -dijo Lisa, decepcionada.
– A mí me gusta -dijo Ashling-. ¿Qué piensas hacer con la tuya? -Devolverla a la tienda. Cambiarla por algo que valga la pena.
Al día siguiente el Irish Times y el Evening Herald publicaron sendas fotografías del achuchón de Tara y Lisa en primera plana.
17
El sábado por la mañana Molly despertó a su madre a las siete menos cuarto. A cabezazos.
– Despierta, despierta, despierta -repetía con insistencia-. Craig está haciendo un pastel.
Tener hijos tenía sus ventajas, pensó Clodagh, cansada, levantándose de la cama. Desde hacía cinco años, por ejemplo, no tenía necesidad de poner el despertador.
Había quedado con Ashling en el centro. Iban a ir de compras.
– Y creo que tendríamos que salir temprano -había propuesto Ashling-. Para no encontrar tanta gente.
– ¿A qué hora?
– Sobre las diez.
– ¿Las diez?
– O las once, si las diez es demasiado pronto.
– ¿Demasiado pronto? A las diez ya llevo varias horas despierta.
Después de recoger el desorden del pastel, Clodagh le dio un cuenco de Krispies a Craig, pero el niño no quiso comérselos porque su madre había puesto demasiada leche en el cuenco. Así que Clodagh le preparó otro cuenco, y esta vez se esmeró para acertar en la proporción de leche y cereales. Luego le sirvió a Molly un cuenco de Sugar-Puffs. Cuando Craig vio el desayuno de Molly, la emprendió contra sus Krispies, declarando que estaban envenenados. Pidió a gritos a su madre que le diera Sugar-Puffs, golpeando el cuenco con la cuchara y salpicándolo todo de leche. Clodagh se secó la leche de las mejillas, abrió la boca dispuesta a sermonear a su hijo diciéndole que él había elegido los Krispies y que tenía que atenerse a su decisión, pero lo dejó antes de empezar. Cogió el cuenco de Craig, tiró su contenido a la basura y puso el paquete de Sugar-Puffs en la mesa.
Craig no expresó ninguna satisfacción. Ahora ya no los quería. Había sido demasiado fácil conseguirlos, y ya no le interesaban.
Mientras Clodagh intentaba arreglarse para ir al centro, los niños se dieron cuenta de que su madre pretendía darse a la fuga. Se mostraban más pegajosos y exigentes de lo habitual, y cuando Clodagh se metió en la ducha, ambos insistieron en ducharse con ella.
– ¿Te acuerdas de los tiempos en que era yo el que me duchaba contigo? -comentó Dylan con ironía cuando Clodagh salió de la ducha, intentando secarse, con los dos niños enganchados a las piernas.
– Sí, sí -contestó nerviosa. No tenía ningún interés en que su marido recordara lo alocada que había sido en otra época su vida sexual. Por si le pedía que le devolviera su dinero. O peor aún, por si intentaba reactivar algo-. Toma, sécala. -Empujó a Molly hacia él-. Tengo mucha prisa.
Cuando Clodagh sacó su Nissan Micra en marcha atrás del camino de la casa, Molly se quedó en la puerta principal gritando «¡Yo también quiero ir!». Estaba tan desesperada que varios vecinos corrieron a las ventanas para ver a quién estaban matando.
– ¡Yo también! -gritó Craig en armonía con su hermana-. ¡No te vayas, mami! ¡No te vayas!
Solo lo hacen para fastidiar, pensó Clodagh al alejarse por la calle. Se pasaban la semana entera diciéndole que la odiaban, que querían estar con su papá, y cuando ella intentaba tener un par de horas para ella sola, resultaba que era la mejor madre del mundo, y no tenía más remedio que sentirse culpable por abandonar a sus hijos.
Ashling y Clodagh llegaron por separado al centro comercial de Stephen's Green a las diez y cuarto. Ninguna de las dos se disculpó por llegar tarde, porque según las normas irlandesas no habían llegado tarde.
– ¿Qué te pasa en el ojo? -preguntó Ashling-. Pareces el personaje ese de La naranja mecánica.
Clodagh, asustada, rebuscó un espejito en su bolso. Mientras lo hacía, se le cayó un Petit Filous de Molly.
– Toma. -Ashling se le había adelantado con el espejito.
– Es el maquillaje -comprendió Clodagh tras examinarse brevemente-. Solo me he pintado un ojo. Craig ha visto cómo me maquillaba; me ha pedido que le pintara los ojos, y yo me he olvidado de pintarme el otro… ¡Dylan podría haberme avisado! ¿Ves cómo ya ni siquiera me mira?
Cuando Clodagh mencionó a Dylan, Ashling se sintió incómoda. Había quedado con él para tomar una copa el lunes por la noche, pero no se atrevía a mencionárselo a Clodagh. Por otra parte, tampoco le hacía gracia ocultárselo. Pero decidió que lo mejor era no decir nada hasta que supiera de qué se trataba. A lo mejor Dylan estaba planeando unas vacaciones sorpresa para Clodagh. No sería la primera vez.
– Toma, usa esto. -Ashling sacó un delineador de ojos y un tubo de rímel de su bolso.
– Lo que no tengas tú… -comentó Clodagh-. ¡Ostras! ¡Rímel Chanel! ¿Desde cuándo compras rímel Chanel?
Ashling sonrió con orgullo y un tanto abochornada.
– Lo he conseguido gratis. El trabajo nuevo, ya sabes…
Clodagh se quedó paralizada un instante. Tragó saliva y le dio la impresión de que Ashling había oído el ruido de su glotis.
– ¿Gratis? ¿Cómo?
Ashling le contó una embrollada historia sobre una tal Mercedes que se había ido a Donegal y una tal Lisa que había ido a una comida benéfica para establecer vínculos con la gente pija de Dublín y una tal Trix a la que no dejaban salir de la oficina porque parecía una Spice Girl, y sobre cómo Ashling había tenido que representar a Colleen en la presentación de otoño de Chanel.
– Y cuando me marchaba me regalaron una bolsa con productos de la marca.
– Es fantástico -dijo Clodagh fingiendo entusiasmo. Miró la radiante sonrisa de Ashling: sí, era fantástico, verdaderamente. Pero ¿qué había sido de todas las promesas de su vida?
– Venga -la instó Ashling-. Vamos a gastar.
– ¿Por dónde empezamos?
– Por Jigsaw. Mis pantalones mágicos superadelgazantes están un poco gastados, y me gustaría comprarme otros iguales… Aunque no creo que los encuentre -admitió con pesar.
– ¿Por qué? ¿Tu horóscopo de hoy no te anunciaba un buen día? -bromeó Clodagh.
– Pues mira, sabihonda, ahora que lo dices, no estaba mal, pero no tiene nada que ver con eso. En cuanto encuentro un modelo que me gusta, van y lo retiran de los colgadores. ¡Antes de que me haya dado cuenta ya han dejado de fabricarlo!
Fueron de tienda en tienda; mientras Ashling se probaba un montón de pantalones que no acababan de gustarle, Clodagh curioseaba por un universo paralelo de ropa. No se imaginaba poniéndose nada de todo aquello.
– ¡Mira qué vestidos tan cortos! -exclamó, y al punto se tapó la boca con la mano. ¿He sido yo la que ha dicho eso?
– Tiene gracia que lo digas. Y pensar que hubo un tiempo en que te ponías una funda de almohadón de falda.
– ¿En serio?
– Pero si no son vestidos. -Ashling acababa de fijarse en las prendas que Clodagh estaba mirando-. Son casacas. Para llevar con pantalones.
– No tengo ni idea -admitió Clodagh con tristeza-. Sin que te des cuenta, de repente lo que te interesa de una prenda es que disimule bien las manchas de vómito… Mira cómo voy -añadió señalando sus pantalones acampanados negros y su chaqueta vaquera.
Ashling hizo una mueca irónica. Quizá Clodagh no fuera un figurín pero, aun así, ella habría dado cualquier cosa por parecerse a su amiga: tenía las piernas bien proporcionadas, la chaqueta entallada le resaltaba la delgada cintura, y llevaba la melena recogida en un moño informal.
– ¿Ves ese verde? -Clodagh se abalanzó sobre una camiseta verde claro-. ¿Te lo imaginas combinado con azul?
– Pues… sí -mintió Ashling.
Sospechaba que aquello tenía algo que ver con la decoración.
– Es exactamente el mismo color del papel pintado que he comprado para el salón -explicó Clodagh, radiante-. Van a venir a ponerlo el lunes. Estoy impaciente.
– ¿El lunes? Qué rápido. Pero si solo hace dos semanas que comentaste que querías cambiarlo.
– Decidí hacerlo cuanto antes. Ese horrible terracota me está matando, así que les dije a los decoradores que se trataba de una emergencia.
– A mí el terracota me gustaba -opinó Ashling.
A Clodagh también le había gustado muy poco tiempo atrás.
– Pues a mí no -dijo Clodagh con firmeza, y volvió a concentrarse en la ropa, decidida a encontrarle el truco.
Acabó comprándose un vestido ceñido de Oasis, tan corto y transparente que Ashling pensó que ni siquiera Trix se atrevería a ponérselo. ¡Y eso que Trix se atrevía con todo!
– ¿Cuándo te lo pondrás? -preguntó Ashling con curiosidad.
– No lo sé. Para llevar a Molly a la guardería, para recoger a Craig de las clases de dibujo. Oye, me gusta y punto, ¿vale?.- Con actitud desafiante, pagó con una tarjeta de crédito que la identificaba como la señora Clodagh Kelly. Ashling sintió una punzada de dolor, y supuso que debían ser celos. Pese a que no trabajaba, Clodagh siempre disponía de todo el dinero que quería. Debía de ser maravilloso vivir así.
Siguieron paseando.
– ¡Oh! ¡Mira qué peto! -exclamó Clodagh acercándose al escaparate de una tienda de ropa infantil de lo más cursi-. A Molly le quedaría monísimo. ¿Y esa gorra de béisbol? ¿Verdad que es ideal para Craig?
El sentimiento de culpa de Clodagh no disminuyó hasta que hubo gastado en cada uno de sus hijos lo mismo que se había gastado en ella.
– ¿Vamos a tomarnos un café? -propuso Ashling cuando se les hubo pasado la fiebre consumiste.
Clodagh vaciló y dijo: -Preferiría una copa.
– Solo son las doce y media.
– Estoy segura de que hay sitios que abren a las diez-. En realidad Ashling no se refería a eso, pero daba igual. Mientras los dublineses disfrutaban de una inesperada mañana de sol radiante, bebiendo café en las terrazas y fingiendo que estaban en Los Ángeles, Ashling y Clodagh se sentaron en un pub de viejos, cuya clientela parecía una advertencia del Ministerio de Sanidad sobre los peligros del demonio de la bebida.
Ashling se puso a hablar, muy animada, de su nuevo trabajo, de los famosos a los que casi había conocido, de la camiseta que le habían regalado en la presentación de Morocco; y la moral de Clodagh fue descendiendo hasta el fondo de su vaso de gintonic.
– Quizá debería buscarme un empleo -dijo de pronto-. Era lo que pensaba hacer después de que naciera Craig.
– Es verdad, siempre lo decías.
Ashling sabía que Clodagh estaba un poco a la defensiva por no ser una de esas supermujeres que trabajan y crían a sus hijos.
– Pero estaba completamente agotada -insistió Clodagh-. Por mucho que te preparen para los dolores del parto, no hay nada que pueda prepararte para el tormento de las noches en vela. Estaba hecha polvo, y cada día me levantaba como si acabara de des-
pertarme de una anestesia. ¿Cómo querías que además trabajara? -Afortunadamente, el negocio de informática de Dylan iba viento en popa, con lo que Clodagh no necesitaba trabajar.
– ¿Y ahora? ¿Crees que tendrías tiempo para trabajar? -preguntó Ashling.
– Estoy muy ocupada, la verdad -admitió Clodagh-. No tengo ni un momento para mí, aparte de un par de horas para ir al gimnasio. Bueno, son cosas intrascendentes, claro: cambiarme de ropa porque los niños me han vomitado encima, o mirar un vídeo tras otro de Barney… Ah, pero… -Sus ojos centellearon brevemente-. Ya me he librado de Barney.
– ¿Cómo?
– Le he dicho a Molly que se ha muerto.
Ashling prorrumpió en carcajadas.
– Le dije que lo atropelló un camión -añadió Clodagh, muy seria.
La sonrisa se borró del rostro de Ashling.
– No lo dirás en serio -dijo.
– Claro que sí -repuso Clodagh con convicción-. Ya estaba harta de ese capullo de color morado y de todos esos mocosos impertinentes que se pasaban el día dándome lecciones de moralidad y diciéndome cómo debía vivir mi vida.
– ¿Y Molly? ¿Se disgustó mucho?
– Ya lo superará. Tiene que curtirse, ¿no?
– Sí, pero… pero… ella solo tiene dos años y medio.
– Yo también soy una persona -replicó Clodagh poniéndose a la defensiva-. También tengo mis derechos. Y me estaba volviendo loca, te lo juro.
Ashling reflexionó, desconcertada. Pero quizá Clodagh tuviera razón. Todo el mundo espera que las madres sublimen sus deseos y necesidades por el bien de sus hijos, pero quizá no fuera justo.
– A veces -prosiguió Clodagh exhalando un hondo suspiro- me pregunto qué sentido tiene mi vida. Me paso el día trajinando niños: llevo a Craig al colegio, a Molly a la guardería; recojo a Molly de la guardería, llevo a Craig a sus clases de papiroflexia… Soy una esclava.
– Pero educar a los hijos es el trabajo más importante que uno puede hacer en la vida -protestó Ashling.
– Sí, pero nunca tengo ocasión de hablar con adultos. Excepto con otras madres, y entonces la conversación se vuelve muy competitiva. Ya sabes, cosas como «Mi Andrew es mucho más violento que tu Craig». Craig nunca pega a otros niños, pero Andrew Higgins es un Rambo en miniatura. ¡Es tan humillante! -Miró a Ashling con aflicción-. A veces leo artículos sobre la competitividad en el trabajo, pero eso no es nada comparado con lo que pasa en las sesiones de la escuela de padres.
– Si te sirve de consuelo, yo llevo toda la semana preocupadísima porque tengo que escribir un artículo sobre las clases de salsa -explicó Ashling-. Hace varias noches que no pego ojo. Tú no tienes ese tipo de preocupaciones. -Para acabar de convencerla, agregó-: Y sobre todo, tú tienes a Dylan.
– Ah, no, amiga mía. El matrimonio no es tan bueno como lo pintan.
Ashling no daba su brazo a torcer.
– Eso lo dices porque es lo que hay que decir, ya lo sé. Es la norma, no creas que no me he dado cuenta. A las mujeres casadas no se les permite decir que están locamente enamoradas de sus maridos, a menos que estén recién casadas. En cuanto se reúnen varias mujeres casadas, empiezan a competir para ver quién pone más verde a su pareja. «El mío deja los calcetines sucios tirados en el suelo», «Pues el mío ni siquiera se da cuenta de que me he cortado el pelo». Creo que lo que pasa es que os avergonzáis de vuestra buena suerte.
Cuando salieron otra vez a la soleada calle, Ashling oyó una voz que le resultaba familiar:
– ¿Salman Rushdie, Jeffrey Archer o James Joyce?
Era Joy.
– ¿Qué haces levantada tan temprano?
– Todavía no me he acostado. Hola.
Joy miró a Clodagh con recelo. Clodagh y Joy no se caían bien. Joy creía que Clodagh era una niña mimada, y Clodagh estaba celosa por la estrecha relación que Joy tenía con Ashling.
– Venga -insistió Joy-. ¿Salman Rushdie, Jeffrey Archer o James Joyce?
– ¿James Joyce vivo o en descomposición?
– En descomposición.
Ashling analizó aquella truculenta elección mientras Clodagh las miraba con cara de marginada.
– James Joyce -decidió finalmente Ashling-. A ver, inútil. ¿Gerry Adams, Tony Blair o el príncipe Carlos?
Joy hizo una mueca de asco.
– ¡Uf! Bueno, Tony Blair ni loca. Y el príncipe Carlos tampoco. Así que tendré que quedarme con el primero.
Ashling miró a Clodagh y dijo:
– Ahora te toca a ti.
– ¿Qué tengo que hacer?
– Nombras a tres hombres horripilantes y nosotras tenemos que elegir con cuál nos acostaríamos.
Clodagh no acababa de entenderlo.
– ¿Por qué? -preguntó.
– Pues porque… porque… porque es divertido.
– Tengo que marcharme -dijo Joy, aliviando la tensión-. Estoy a punto de morirme. Ya nos veremos. ¿A qué hora es lo del River Club?
– He quedado allí con Lisa a las nueve.
– Tienes tantos amigos que yo ni siquiera conozco -se lamentó Clodagh mirando con resentimiento a Joy, que se alejaba-. Joy, Ted. Yo, en cambio, soy como una muerta viviente.
– Oye, ¿por qué no vienes con nosotras?
– Sí, podría ir, ¿no? Supongo que Dylan podría quedarse cuidando a los niños, para variar.
– Pues claro. Aunque también podrías invitarlo.
18
Ashling se había equivocado: Marcus Valentina no la llamó por teléfono. No podía creer en su suerte. El contestador automático se había pasado toda la semana agazapado en su piso, como una bomba sin detonar. Si llegaba del trabajo y la luz roja parpadeaba, le daba un vuelco el corazón. Pero aunque encontró un mensaje de Cormac diciendo que el martes enviaría un contenedor, y otro diciendo que el viernes recogería el contenedor, no había nada de Marcus Valentina. Y el sábado por la noche, cuando volvió a casa después de pasarse el día de compras con Clodagh, se tranquilizó pensando que ya no podía haber ningún mensaje suyo.
Pero mientras se pintaba las uñas (y también la parte de los dedos que rodeaba las uñas) de azul claro en honor a la función que iba a tener lugar en el River Club, se dio cuenta de que cabía la posibilidad de que Marcus la viera entre el público. Confiaba en que eso no sucediera. El botín del día estaba esparcido encima de su cama: pantalones Capri azul claro, sandalias espectaculares, camisa blanca con nudo en la cintura. Quita no debería ponerse un conjunto tan mono aquella noche: después de la suerte que había tenido, ¿no sería imprudente estar guapa?
Pero no podía tirar piedras contra su propio tejado. En la fiesta habría otras personas, y tenía que pensar en ellas.
Ted y Joy aparecieron sobre las nueve. Joy felicitó a Ashling por su elegante atuendo de tonos pastel, pero Ted, muy nervioso, no paraba de susurrar:
– Mi búho no tiene esposa. ¡Mierda! ¡No va así! Mi esposa no tiene nariz. ¡No! ¡Mierda, mierda, mierda! Creo que lo mejor sería que nos quedáramos en casa -dijo, acongojado-. Lo voy a hacer fatal. Ahora la gente tiene expectativas respecto a mí. Cuando no tenía admiradores todo era diferente. Mi búho no tiene nariz…
Ashling se apresuró a ponerle unas gotas de bálsamo curalotodo en la lengua y frotarle las sienes con aceite de lavanda; luego le dio la Oración de la Serenidad y dijo:
– Lee esto, y si no funciona probaremos con las Desiderata.
– Tráeme el Buda de la suerte -dijo Ted, que estaba hiperventilándose en el sofá.
– ¿Cómo está el Hombre Tejón? -le preguntó Ashling a Joy mientras entre ambas le acercaban la estatua a Ted.
– Muy bien. Mick está muy bien.
Si Joy había empezado a llamar al Hombre Tejón por su verdadero nombre, aquello debía de ir en serio. Dentro de poco ya estarían visitando centros de jardinería juntos.
Después de frotar el Buda de la suerte, Ted se incorporó, encontró una carta del tarot tranquilizadora y escuchó su horóscopo. (Ashling le leyó Aries aunque Ted era Escorpio, porque el pronóstico para los Escorpio no era muy favorable.)
– Bueno, esta noche tenéis que comportaron -les previno Ashling-. Quiero que seáis muy simpáticos con Lisa.
– Que no se crea que va a recibir un trato especial por mi parte -dijo Joy, poniéndose a la defensiva.
– ¿Qué pasa? ¿Tan borde es? -preguntó Ted.
– No, no tanto. -Al menos no siempre-. Pero no es una persona de trato fácil. De hecho es complicadísima. Vámonos ya.
Los tres bajaron la escalera, muy engalanados, charlando y taconeando, animados por aquella sensación típica del sábado por la noche de que se encontraban justo en los albores de su futuro. La excitante intuición de que el resto de su vida estaba a punto de revelárseles.
El mendigo estaba sentado en la acera, con la manta naranja de rigor (aunque ya no era exactamente naranja). Ashling bajó la cabeza; cada vez que lo veía se sentía obligada a darle una libra, y eso empezaba a fastidiarla. Pero lo miró con disimulo y vio que él ni siquiera se había fijado en ella, porque estaba leyendo un libro.
– Un momento, chicos, quiero… -Dio media vuelta y se acercó al mendigo.
– ¡Hola! -El chico levantó la cabeza, gratamente sorprendido, como si fueran viejos amigos que llevaran años sin verse-. Qué guapa te has puesto. ¿Te vas de fiesta?
– Eh… sí. -Ashling sacó una libra que él no cogió.
– ¿Adónde?
– A una función de cómicos.
– Qué bien -repuso él, como si todas las noches fuera a ver funciones de cómicos-. ¿Quién actúa?
– Un tal Marcus Valentina.
– He oído que es muy bueno. -Finalmente miró la moneda que ella tenía en la mano-. Guárdatela, Ashling. No quiero que me des limosna cada vez que me veas. Si no, te dará miedo salir del piso.
Ashling soltó una risita nerviosa que sonó como un relincho. Últimamente, cada vez que bajaba por la escalera se ponía a rezar para no encontrar al mendigo en el portal.
– ¿Cómo sabes mi nombre? -le preguntó, casi halagada.
– No lo sé. Debo de habérselo oído a tus amigos.
Ashling se debatió con lo que acababa de ocurrírsele. Finalmente lo dijo:
– ¿Y tú? ¿Cómo te llamas?
– Mis amigos me llaman Boo -contestó él sonriéndole.
– Encantada de conocerte, Boo -dijo ella automáticamente, y antes de que pudiera darse cuenta de lo que estaba pasando, él le había tendido una mano mugrienta y ella se la estaba estrechando.
El libro que Boo había dejado boca abajo en su regazo era Enciclopedia de las setas.
– ¿Cómo es que lees eso? -le preguntó Ashling, que no pudo disimular su asombro.
– Es que no tengo nada más.
Ashling tuvo que correr para alcanzar a Joy y Ted.
– ¿Otro de tus niñitos abandonados, Ashling? -comentó Ted con aire de superioridad. Ya no parecía nervioso ni necesitado, como diez minutos atrás.
– Ay, déjame en paz.
«Imagínate -pensó-, tener que pasarte la noche del sábado pidiendo limosna en la fría calle, leyendo un libro sobre setas.»
19
Lisa albergaba esperanzas de avanzar algo con Jack invitándolo a la función. Era una ocasión idónea para intimar con él, con el pretexto del trabajo. Pero ni siquiera tuvo la oportunidad de proponérselo porque había surgido una crisis en la televisión (lo cual, al parecer, ocurría constantemente), y Jack se pasó todo el jueves y el viernes fuera de la oficina, resolviendo problemas. Lo cual significó también que Lisa no pudo recibir las alabanzas de Jack por ingeniárselas para que su fotografía saliera en los periódicos y generar un poco más de publicidad para Colleen. Eso la cabreaba.
El sábado consiguió distraerse comprando cosas para su casa «nueva». Se había instalado en ella la noche anterior, y estaba decidida a atenuar el efecto de tanta madera de pino. Además, no había nada como mantenerse ocupada para no deprimirse. Aunque, como todo en aquel horrible país, las tiendas de decoración eran lamentables, sumamente feas.
Nadie había oído hablar de las persianas de papel de arroz japonesas, de las cortinas de ducha con bolsillos ni de los tiradores de armario con forma de flores de vidrio. Consiguió encontrar unas sábanas decentes de color crudo, pero no del tamaño que ella necesitaba, y si las encargaba tardarían muchísimo, porque tenían que importarlas de Inglaterra.
Cuando volvió a «su» casa tuvo que esperar media hora para que se calentara el agua y así poder ducharse. Y eso que Jack le había prometido que arreglaría el temporizador. Todos los hombres eran iguales: unos bocazas.
Estaba resentida y malhumorada después de un día escandalosamente frustraste, pero todavía se sentía motivada para salir tras la pista de Marcus Valentina. Al menos iba a hacer algo constructivo. Desde que recibiera la mala noticia de la escasa cifra de anunciantes, la necesidad de conseguir buenas columnas para Colleen se había convertido en una de sus prioridades.
Llegó al River Club poco después de las nueve. El local, como todo lo irlandés, la decepcionó: era más pequeño y más cutre de lo que había imaginado. No podía compararse con el K-Bar, desde luego.
No estaba segura de si tendría ocasión de acorralar a Marcus Valentina, pero por si acaso se había vestido para causar la impresión de una chica normal, no de peligrosa ejecutiva. Vaqueros gastados, zapatillas sin cordones, camiseta de cuello barco. Aunque llevaba mucho maquillaje, era tan sutil que parecía invisible. El resultado era un aspecto juvenil, asequible y atractivo; daba la impresión de que se había puesto lo primero que había encontrado en el armario, y nada delataba que se hubiera pasado una hora mirándose en el espejo (de pino, por supuesto), calculando meticulosamente el efecto que causaría.
Dio una vuelta por el abarrotado local buscando a Ashling y sus amigos, pero no los vio, así que volvió a la barra y pidió un cosmopolitas. Era la bebida de moda en el K-Bar y el Chinawhite y en todos los otros bares in que Lisa solía frecuentar en Londres.
– ¿Un qué? -preguntó el camarero, un individuo de cara redonda y sonrosada que no cabía en su camisa de nailon.
– Un cosmopolitas.
– Si lo que buscas son revistas, hay un quiosco un poco más abajo -se disculpó-. Aquí solo servimos bebidas.
Lisa se planteó explicarle cómo se preparaba el cóctel, pero se dio cuenta de que no sabía.
– Una copa de vino blanco -le espetó de mal talante.
Cabía la posibilidad de que ni eso tuvieran, y entonces tendría que beber aquella asquerosa Guinness.
– ¿Chablis o Chardonnay?
– Hummm… Chardonnay.
Encendió un cigarrillo y se puso a mirar a la gente. Cuando se acabó el cigarrillo y la copa de vino, Ashling todavía no había aparecido.
Quizá su reloj no funcionara bien. Lisa vio a un grupo de chicos cerca de ella, eligió al más guapo y le preguntó:
– ¿Qué hora tienes?
– Las nueve y veinte.
– ¿Y veinte? -Era más tarde de lo que ella creía.
– ¿Te han dado plantón?
– ¡No, qué va! Pero había quedado a las nueve.
El chico se fijó en el acento de Lisa y le preguntó:
– ¿Eres inglesa?
Ella asintió.
– No tardarán mucho en llegar. Antes de las diez seguro que aparecen. Verás, es que aquí cuando decimos las nueve es una forma de hablar.
Lisa notó que se le revolvían las entrañas. Maldito país. Lo odiaba con toda su alma.
– Pero no te preocupes. Nosotros te daremos conversación hasta que lleguen -se ofreció esbozando una caballerosa sonrisa. Se metió los dedos en la boca, dio un fuerte silbido y llamó a sus amigos, que se habían apartado un poco.
– No hace falta que… -empezó Lisa.
– No pasa nada -le aseguró él-. Chicos -dijo dirigiéndose a sus cinco amigos-, os presento a… -Señaló a Lisa con un ademán galante, invitándola a decir su nombre.
– Lisa -dijo ella de mala gana.
– Es inglesa. Sus amigos se están retrasando y se siente como un pulpo en un garaje.
– Ah, pues quédate con nosotros -la animó un chico bajito y con cara de hurón-. Declan, tráele una copa.
– Hospitalidad irlandesa -murmuró Lisa con desdén.
Los seis chicos asintieron con entusiasmo. Aunque para ser sinceros, su actitud no tenía nada que ver con la legendaria hospitalidad irlandesa, sino más bien con la melena color caramelo de Lisa, sus delgadas caderas y sus largas, lisas y bronceadas pantorrillas, que asomaban por debajo del dobladillo de sus astutamente desgarrados vaqueros. Si Lisa hubiera sido un hombre, habría permanecido contemplando su jarra de cerveza y nadie se habría fijado en él.
– Vale, chicos, ya está. Ya han llegado. -Lisa vio a Ashling entrar por la puerta, y sintió un gran alivio.
En cuanto vio a Lisa, a Ashling dejó de encantarle su ropa nueva y se sintió torpe y desaliñada. Presentó, nerviosa, a Joy y Ted, y entonces, para gran espanto de Ashling, Joy miró a Lisa y dijo, levantando la barbilla con gesto desafiante:
– Jim Davidson, Bernard Manning o Jimmy Tarbuck. ¿Con cuál de ellos te acostarías? Y no vale decir que con ninguno.
– ¡Joy! -Ashling le dio un empujón-. Lisa es mi jefa.
Pero Lisa lo captó rápidamente. Se quedó pensativa y, tras considerarlo detenidamente, respondió:
– Jim Davidson. Y ahora, veamos… Des O'Connor…
Aquello desconcertó mucho a Joy.
– … Frank Carson o… o… Chubby Brown.
Joy hizo una mueca de asco, y Lisa se quedó mirándola con los ojos entrecerrados, con regocijo y malicia.
Tras pensárselo, Joy exhaló un hondo suspiro y dijo:
– Pues Des O'Connor. -Dirigiéndose a Ashling, murmuró mientras buscaban asientos-: Tu jefa no está tan mal.
Ted actuaba en primer lugar, y aunque aquella solo era su tercera aparición en público, ya tenía un montón de admiradores. Pronto quedó demostrado que el drama que había montado en el piso de Ashling era innecesario. Cuando inició su actuación gritándole al público «Mi búho se ha ido a las Antillas», un núcleo de unos seis jóvenes con pinta de estudiantes le preguntó a gritos: «¿Adónde? ¿A Jamaica?».
– No -contestó Ted, y varias personas corearon el resto del chiste-: No, se ha ido de motu proprio.
Ted había añadido un montón de chistes nuevos sobre búhos, y todos ellos tuvieron un éxito espectacular. Aunque la mayor parte del público se estaba desternillando, Lisa caló a Ted desde el primer momento.
– Ya sé que es amigo tuyo, pero esto parece el cuento del nuevo traje Hugo Boss del emperador -dijo en tono cáustico.
– Solo lo hace para ligar -explicó Ashling humildemente.
– Ah, en ese caso… -Lisa era partidaria de que el fin justifica los medios.
Después de Ted actuaron otros dos cómicos, y luego le llegó el turno a Marcus Valentina. Fue como si se alterara la composición química de la atmósfera, que se cargó de una intensa expectación. Cuando finalmente Marcus subió al escenario, el público se puso histérico. Ashling y Lisa se enderezaron y prestaron atención, pero cada una por un motivo diferente.
Para ser un cómico de micrófono, Marcus Valentina era un fenómeno extraño. Su número no contenía referencias a la masturbación, a las resacas ni a Ulrike Johnson. Eso era muy poco habitual. Su técnica consistía en presentarse como «el hombre perplejo ante la vida moderna», un tipo al que se le acaba la mantequilla, baja al supermercado y se queda hecho un lío porque no sabe decidir entre la mantequilla especial para untar, la mantequilla insaturada, la mantequilla polinsaturada, la mantequilla salada, la mantequilla sin sal, la mantequilla sin grasas, la mantequilla baja en grasas y una cosa que no es mantequilla sino que solo lo parece. Resultaba encantador y simpático, a pesar de las pecas. Desconcertado y vulnerable. Y tenía un cuerpo que no estaba nada mal. Ashling catalogó todas esas virtudes con alarma.
A continuación enumeró rápidamente las razones por las que había rechazado a Marcus Valentina. Una: su entusiasmo. Los ojos centelleantes y la falta de cinismo no resultaban sexis. Era triste, pero cierto. Dos: sus pecas. Tres: el hecho de no disimular que ella le gustaba. Cuatro: su estúpido nombre.
Pero cuando levantó la cabeza y lo miró, y vio sus largas piernas y sus anchos hombros, se dio cuenta de que corría el peligro de caer en la trampa del escenario. Por si eso fuera poco, Marcus Valentina había dicho que la llamaría por teléfono y no lo había hecho. Aquella era una combinación fatal. No, no voy a hacerlo, se dijo, no pienso hacerlo… Era como meterse los dedos en las orejas y ponerse a gritar: «¡Lalalala! ¡No te oigo! ¡No te oigo!».
– ¡Copos de nieve! -exclamó Marcus recorriendo la sala con los ojos muy abiertos y con expresión cándida-. Dicen que no hay dos iguales.
Hizo una pausa, y a continuación bramó:
– Pero ¿cómo lo saben?
Mientras la gente se retorcía de risa, Marcus preguntó, desconcertado:
– ¿Los han comparado uno por uno? ¿Lo han comprobado?
Luego pasó al siguiente gag.
– Había una chica con la que quería salir -dijo Marcus a su embelesado público.
«¿Se referirá a mí?», se preguntó Ashling.
– Pero la última vez que le pedí el número de teléfono a una chica, ella me contestó: «Está en la guía». El problema era que yo no sabía cómo se llamaba, y cuando se lo pregunté me contestó… -Hizo una pausa, y calculando el tiempo a la perfección, prosiguió-: «También está en la guía».
El público estalló en risas y aplausos cordiales, del tipo «veo que no soy el único».
– Decidí tomármelo con calma. -Esbozó una sonrisa torpe con la que acabó de ganarse al público-. Se me ocurrió imitar a Austin Powers y pedirle a aquella chica que me llamara ella a mí. Así que escribí mi nombre y mi número de teléfono en un papel y me pregunté qué diría Austin Powers en una situación como aquella. -Cerró los ojos y se puso la yema de los dedos sobre las sienes para expresar que estaba en íntima comunión con Austin Powers-. Y de repente se me reveló. Llamez-moi! Fino, ingenioso, sofisticado. ¿Qué mujer podría resistirse? Llamez-moi!
«Soy famosa», pensó Ashling y sintió un impulso irrefrenable de levantarse y decírselo a todo el mundo.
– Y ¿sabéis qué? -Marcus paseó la mirada por el público, con una adorable expresión de tontorrón. La gente lo miraba atentamente, embelesada, mientras él prolongaba el silencio al máximo, sosteniendo al público en la palma de su pecosa mano-. ¡No me llamó!
No cabía duda que Marcus Valentina tenía madera de estrella.
Lisa se levantó del asiento en cuanto el cómico abandonó el escenario. Marcus Valentina ya había rechazado su invitación para comer cuando Trix llamó a su agente, pero Lisa confiaba en que con halagos desmesurados y con su presencia lograría hacerle cambiar de opinión. Ashling vio cómo Lisa lo abordaba al pie del escenario, y se preguntó si debía seguirla. No quería acercarse demasiado a Marcus, por si él la veía. Por si él pensaba… Pero Ted estaba rodeado de admiradoras, y Joy acababa de ver al Hombre Te… a Micke hablando con otra chica y había ido a investigar. Se quedó un rato más sentada, sola, y finalmente se levantó.
Se quedó mirando, con curiosidad, cómo Marcus miraba a Lisa mientras esta le soltaba su discursito. Tenía la cabeza ladeada y torcía las comisuras de la boca hacia abajo componiendo una mueca encantadora. Entonces Lisa dejó de hablar y empezó a hacerlo él. Marcus estaba en mitad de lo que parecía una negativa rotunda, cuando de pronto vio a Ashling y se detuvo bruscamente.
– Hola -dijo desde lejos, y le dedicó una amplia sonrisa, mirándola a los ojos, proyectando todo su cariño. «Como si fuéramos cómplices de algo», pensó Ashling, alarmada. «Seguro que cree que he venido aquí expresamente para verlo.»
Marcus siguió hablando un rato más, pero no paraba de mirar de soslayo; entonces le tocó el brazo a Lisa a modo de despedida y fue hacia Ashling.
– Hola.
– Hola.
– ¿Qué haces aquí?
Ashling esperó un instante, le hizo una caída de ojos y sonrió.
– Pensaba que actuaba Macy Gray.
«Mierda! ¡Estoy coqueteando con él!»
Después de reírle la gracia, Marcus le preguntó:
– ¿Te ha gustado el espectáculo?
– Sí. -Ashling hizo otra de sus caídas de párpados.
– ¿Podré invitarte a tomar algo un día de estos?
Ashling se lo merecía. Se sentía como un conejo deslumbrado por los faros de un coche y que se ha llenado la boca con más hierba de la que puede masticar. Por así decirlo.
No puede ser que me guste por el simple hecho de ser famoso y admirado. Eso es propio de personas muy superficiales.
– Vale. -Su voz había decidido actuar por propia iniciativa-. Llámame.
– ¿Me das tu número?
– Ya lo tienes.
– Dámelo otra vez, por si acaso.
Marcus inició una complicada pantomima, dándose palmadas por todo el cuerpo, fingiendo que buscaba papel y bolígrafo.
Afortunadamente, Ashling llevaba un pequeño kit de escritura en su bolso. Anotó su nombre y su número de teléfono en un bloc y arrancó la hoja.
– Lo guardaré como si fuera un tesoro -dijo él doblándolo varias veces y metiéndoselo en el bolsillo delantero de los vaqueros-. Junto a mi corazón -prometió en un tono cargado de insinuación-. Ahora tengo que irme, pero te llamaré.
Ashling lo vio marchar, desconcertada. Luego, al darse cuenta de que Lisa la miraba con interés, se escondió en el lavabo. Para acercarse al lavamanos tuvo que esquivar a una chica bajita con ojos de actriz trágica que estaba plantada ante el espejo, aplicándose delineador de ojos para conseguir un efecto todavía más trágico. Cuando Ashling abrió el grifo, la chica se volvió hacia su amiga, otra chica más alta que, distraída, se estaba aplicando capas y capas de brillo de labios rosado y pegajoso, y le dijo:
– No te lo vas a creer, Frances, pero esa era yo.
– ¿Quién?
– La chica a la que Marcus Valentina entregó la nota que rezaba Llamez-moi!
Ashling pegó un respingo y se mojó toda la blusa. Nadie se dio cuenta.
Frances realizó un lento e incrédulo giro con el cuerpo, sin apartar la barra de brillo de sus labios. Su amiga, la actriz trágica, le explicó:
– Fue las Navidades pasadas. Estuvimos dos horas haciendo cola juntos para coger un taxi.
– Y ¿por qué no lo llamaste? -Frances apartó la barra de brillo de su boca y sacudió enérgicamente a su amiga sujetándola por los hombros-. ¡Pero si está como un queso! ¡Como un queso!
– Lo encontré demasiado pecoso y gilipollas.
Frances contempló a su amiga con aire meditabundo, antes de emitir su juicio:
– ¿Sabes qué te digo, Linda O'Neill? Que te mereces tu desgracia. De verdad. Jamás volveré a compadecerme de ti.
Ashling, que seguía lavándose las manos como si se encontrara en la fase terminal de un trastorno obsesivo compulsivo, estaba pasmada. Se había pasado la vida entera buscando Señales, y si aquello no era una Señal, a ver qué era. Tírale los tejos a Marcus Valentina, le estaba aconsejando el oráculo celestial. Aunque Marcus se dedicara a repartir notas como aquella como si fueran folletos, Ashling tenía muy buenos presagios sobre aquel asunto.
Cuando Ashling salió del lavabo, Lisa estaba a punto de marcharse. Ahora que ya había conseguido lo que quería, no tenía por qué quedarse más tiempo en aquel local tan cutre.
– Adiós, nos vemos el lunes en la oficina -se despidió Ashling, incómoda, insegura sobre el grado de familiaridad que debía adoptar con su jefa.
Lisa se escurrió entre la multitud con gesto satisfecho. La velada no había estado mal. Conocer a Marcus Valentina la había convencido de que valía la pena perseguirlo. Aunque no iba a resultar fácil. En la vida real no era tan cándido como en el escenario. De hecho era muy listo, y muy evasivo. Lisa sospechaba que de entrada no tenía reparos para escribir una columna, pero que se estaba reservando para un periódico de calidad. Para combatir eso Lisa podía venderle la posibilidad de publicar su columna en otras publicaciones de Randolph Media, por todo el mundo.
Por otra parte estaba aquel giro inesperado: por lo visto a Marcus le gustaba Ashling. Entre las dos podían hacer un movimiento de tenazas. La columna estaba prácticamente asegurada.
Pero más valía que se diera prisa y cerrara el trato antes de que Marcus se cansara de Ashling. Porque seguro que se cansaba de Ashling y se la quitaba de encima. Lisa conocía muy bien a los de su clase. Cuando lanzas a un tipo vulgar como él al estrellato, lo primero que hace es aprovechar la fama para ligar con todas las chicas que se le ponen a tiro.
La cosa podía ponerse fea, porque Ashling parecía de esas mujeres patéticas que se toman muy a pecho los desengaños amorosos, y con lo ocupada que estaba lo último que le convenía a Lisa era una subdirectora deprimida. Ella no entendía a la gente débil que se venía abajo ante el menor contratiempo. Ella jamás lo haría. Aunque todo eso se basaba en la suposición de que Ashling acabara saliendo con Marcus. Quizá no llegara a hacerlo, y Lisa no podría reprochárselo. En opinión de Lisa, Marcus era asqueroso. ¡Con aquellas pecas! Y el hecho de que fuera capaz de hacer reír a un puñado de borrachos no las borraba de su piel.
– ¡Hasta luego, Lisa! ¡Adiós, Lisa! -Los chicos que habían estado charlando con ella al principio de la velada le decían adiós con la mano-. ¡Hasta otra!
Sorprendiéndose a sí misma, Lisa sonrió.
Al pasar por la puerta se cruzó con Joy, que estaba discutiendo con un individuo que tenía un mechón blanco en su larga y negra melena. Lisa tuvo un capricho y le dijo en voz baja:
– Russ Abbott, Hale o Pace. Y no vale decir que ninguno.
Joy se dio la vuelta, pero Lisa ya había salido a la calle. Mientras caminaba hacia su casa, se dio cuenta de que aquella noche había sentido algo especial. Se sentía… había… De pronto lo comprendió. ¡Se había divertido!
20
Pero a la mañana siguiente Lisa se despertó con la sensación de que no podía más. Así, por las buenas. Nunca se había sentido tan abatida, ni siquiera en los peores momentos de su agonizante relación con Oliver. Entonces se había refugiado en el trabajo, consolándose al comprobar que al menos una parte de su vida seguía funcionando.
El caso es que Lisa no estaba de acuerdo con el concepto de depresión. La depresión era un estado anímico que tenían otras personas cuando su vida no les satisfacía por completo. Igual que la soledad o la tristeza. Pero si tenías suficientes pares de zapatos bonitos, comías en suficientes restaurantes estupendos y te habían ascendido pese a que alguien se merecía el ascenso más que tú, no había motivo para sentirse mal.
Al menos esa era la teoría. Pero aquella mañana, tumbada en la cama, le sorprendió el alcance de su depresión. Le echó la culpa a las cortinas y a la plétora de madera de pino, que bastaban para llevar al borde de la desesperación a cualquier persona con un mínimo sentido de la estética y el estilo. También detestaba el silencio que reinaba fuera de la habitación tenuemente iluminada. Maldito jardín, pensó furiosa. Lo que ella quería oír era el ronroneo de los taxis, los portazos de los coches; quería ver a gente bien vestida yendo y viniendo por la calle. Quería ver vida detrás de su ventana. Además, tenía resaca de la noche anterior (había perdido la cuenta de las copas de vino blanco, y la táctica de tomarte un agua mineral después de cada copa deja de surtir efecto cuando vas por la ronda número veinte. De eso culpaba a Joy).
Sin embargo, lo peor era la resaca emocional. Se lo había pasado bien, se había reído, y el buen rollo había desencadenado algo en su interior, porque no podía dejar de pensar en Oliver. Hasta ahora lo había sobrellevado muy bien. Llevaba mucho tiempo apartándolo de su mente. Hizo memoria: casi cinco meses. De hecho, ahora que no se resistía a pensar en ello, se dio cuenta de que sabía exactamente cuántos días habían pasado: 145. No es difícil llevar la cuenta cuando alguien elige el día de Año Nuevo para dejarte.
Aunque la verdad es que Lisa no había hecho gran cosa para impedir que Oliver pusiera fin a la relación. Era demasiado orgullosa. Y demasiado pragmática: había llegado a la conclusión de que sus diferencias eran irreconciliables. Había cosas por las que ella no estaba dispuesta a pasar.
Aun así, aquella espantosa mañana, lo único que Lisa recordaba eran los momentos buenos, la primera fase de la relación, cuando rebosaba esperanza y todo eran promesas de amor.
Lisa trabajaba en Chic, y Oliver era un fotógrafo de moda que empezaba a hacerse un nombre en la profesión. Entraba con desenvoltura en la oficina, agitando sus rizos, generalmente con una enorme bolsa que parecía pequeña colgada de sus robustos hombros. Aunque llegara tarde a una cita con la directora (de hecho, sobre todo cuando llegaba tarde), siempre se paraba un momento a charlar con Lisa.
– ¿Cómo te fue en Nueva York? -le preguntó en una ocasión.
– Fatal. No soporto esa ciudad.
– ¿En serio? -A todo el mundo le encantaba Nueva York, pero Oliver nunca compartía la creencia popular.
– ¿Fotografiaste a alguna supermodelo?
– Sí, ya lo creo. A un montón.
– Ah, ¿sí? Cuenta, cuenta. ¿Qué tal es Naomi?
– Tiene un gran sentido del humor.
– ¿Y Kate?
– Huy, Kate es muy especial.
Aunque a Lisa le decepcionaba que Oliver no compartiera con ella información privilegiada sobre berrinches y consumo de heroína, el hecho de que él no se dejara impresionar por nadie la impresionaba muchísimo.
Antes incluso de verlo, ya sabías que Oliver había entrado en la oficina. Siempre armaba alboroto, por el motivo que fuera: protestaba porque se habían equivocado al pagarle las dietas, se quejaba de que habían impreso sus preciosas fotografías en un papel demasiado barato, discutía y reía enérgicamente. Tenía una voz grave que habría resultado sumamente seductora de no ser él, en general, excesivamente vibrante. Cuando se reía en público la gente siempre se volvía a mirarlo. Suponiendo que no lo estuvieran mirando ya. La belleza de su cuerpo, grande y atlético, combinada con una inesperada gracilidad, resultaba de lo más seductora. Cuando Oliver entraba en la oficina, Lisa lo miraba disimuladamente. La palabra «negro» no servía para describirlo, solía pensar. Era algo mucho más complicado y sutil. Todo en él relucía: su piel, sus dientes, su cabello. Por no mencionar el sudor que automáticamente aparecía en la frente de la directora. ¿Qué escándalo iba a montar aquel día?
Aunque todavía no se había hecho famoso, era sincero y difícil, y se aferraba a sus opiniones. Nunca se rebajaba ante nadie, y cuando alguien hacía algo que le molestaba se lo hacía saber. Fue esa seguridad en sí mismo, combinada con su belleza, lo que hizo decidir a Lisa que lo quería. El hecho de que Oliver estuviera escalando posiciones tampoco le molestaba, desde luego.
Desde que empezara a salir con chicos, Lisa siempre había elegido a sus parejas estratégicamente. No era de esa clase de chicas que salían con un vendedor de seguros. Aunque eso no significaba que fuera una desalmada. Nunca se obligó a salir con un tipo bien situado que no le gustara mínimamente. Bueno, casi nunca. Sin embargo, tenía que reconocer que hubo hombres que le gustaron y a los que nunca se tomó en serio: Frederick, un agente judicial de una seriedad encantadora; Dave, un fontanero monísimo; y el más inadecuado de todos, Baz, un simpatiquísimo delincuente común. (Al menos así fue como le dijo a Lisa que se llamaba, aunque ella dudaba que ese fuera su verdadero nombre.)
De vez en cuanto se permitía un capricho y se enrollaba con uno de aquellos guapísimos casos perdidos, pero nunca cometía el error de creer que allí hubiera algún futuro. Eran como Milky Ways humanos: hombres a los que podías comerte entre horas sin que te quitaran el hambre.
Las relaciones serias las tenía con hombres de otro calibre: un dinámico ejecutivo de una revista (gracias a aquel romance consiguió su primer empleo en Sweet Sixteen); un novelista furioso, que la plantó con muy poca consideración (por lo cual Lisa se aseguró de que sus novelas recibieran críticas virulentas, lo cual a él lo puso aún más furioso); un controvertido crítico musical, del que Lisa estaba locamente enamorada hasta que él descubrió el acid jazz y se dejó perilla.
Oliver era una mezcla de aquellos dos tipos de hombre: lo bastante guapo para pertenecer a la primera categoría, pero con suficiente clase y estilo para competir con la segunda.
El interés que Lisa sentía por él aumentaba con cada visita de Oliver a Chic. Ella sabía que él la respetaba y valoraba, y que su atracción no era simplemente física. En aquella época, no todos sus compañeros de trabajo la odiaban, pero a medida que se iba convirtiendo en la favorita de Oliver se convertía también en la colega más odiada de la oficina.
Sobre todo cuando empezó a hacerle favores especiales a Oliver. En una ocasión en que Lisa encontró unas diapositivas que se habían perdido, Oliver arremetió con humor contra el resto del personal de Chic diciendo: «Ya lo habéis visto, pandilla de negados: esta chica es un genio. ¿Por qué no sois todos como ella?».
Su comentario produjo una oleada de indignación que recorrió la oficina como una descarga eléctrica. De acuerdo: Lisa había encontrado las putas diapositivas, pero no había hecho absolutamente nada más en los dos días anteriores.
Lisa estaba al corriente de que Oliver tenía novia, pero no le sorprendió enterarse de que había roto con ella y volvía a estar libre. Y sabía que ella era la siguiente. Aunque coqueteaban continuamente, nunca se andaban con remilgos. Su solidaridad era tan evidente que resultaba innegable.
Tan evidente era que Flicka Dupont (coordinadora), Edwina Harris (colaboradora de moda) y Marina Booth (redactora de salud y belleza) tramaron un plan para escamotearle a Lisa su parte de una cesta de champús de John Frieda que les habían regalado, argumentando que ella ya obtenía bastantes beneficios extras en el trabajo.
Finalmente llegó el día en que Oliver apareció en las oficinas de Chic, fue directamente hacia Lisa y dijo:
– Te invito a tomar algo el viernes por la noche.
Lisa vaciló, dispuesta a hacerse rogar un poco, pero entonces se lo pensó mejor. Soltó una risita temblorosa y dijo:
– Vale.
– Confiesa que pensabas hacerme sufrir -dijo él.
– Lo confieso -confirmó ella con solemnidad.
Rompieron a reír al unísono, tan fuerte que, tres mesas más allá, Flicka Dupont masculló «Por favor!», y tuvo que meterse un dedo en la oreja para librarse del zumbido.
Más tarde Flicka, desdeñosa, le dijo a Edwina:
– No la envidio.
– Yo tampoco -repuso Edwina.
– Ese tipo es un plasta.
– Sí, es un pesado -coincidió Edwina.
Se quedaron en silencio, y al cabo de un rato Flicka reconoció:
– De todos modos no me importaría acostarme con él.
– ¿En serio? -Edwina nunca había sido precisamente la chica más avispada de la oficina.
El viernes por la noche Oliver y Lisa salieron a tomar una copa. Luego él la invitó a cenar y se lo pasaron tan bien que después fueron a una discoteca y se pasaron horas bailando. A las tres de la madrugada fueron al piso de él e hicieron el amor como dos fieras, después de lo cual durmieron unas horas. Por la mañana despertaron abrazados. Pasaron el resto del día en la cama, hablando, dormitando y devorándose mutuamente.
Aquella noche, ya saciados, se levantaron voluptuosamente de su nido de amor y Oliver llevó a Lisa a un restaurante francés bastante cutre cuya única virtud consistía en que estaba cerca de su casa y se podía ir a pie. A la luz de unas velas rojas metidas en botellas de vino, comieron unos mejillones insípidos y un coq au vin duro como una suela de zapato.
– Es la comida más deliciosa que he probado jamás -dijo Lisa lamiéndose los dedos y mirando provocativamente a Oliver.
Cuando volvían a casa se vieron arrastrados a una boda armenia que se celebraba en la iglesia del barrio.
– Entren, entren -les invitó un expansivo individuo que los abordó en la acera-. Compartan la felicidad de mi hijo.
– Pero si… -protestó Lisa. Aquella no era manera de pasar la noche del sábado para una mujer moderna y elegante como ella. ¿Y si la veía algún conocido suyo?
Pero Oliver, más desinhibido, dijo:
– ¿Por qué no? Vamos, Less, será divertido.
Les pusieron una copa en la mano y ellos se sentaron tranquilamente mientras a su alrededor jóvenes y no tan jóvenes, ataviados con ropa de campesinos con bordados y volantes, bailaban extrañas danzas parecidas a la polka al son de una estridente y rápida música de estilo bazouki. Una anciana que llevaba un pañuelo en la cabeza le pellizcó cariñosamente la mejilla a Lisa y, mirando sonriente a la pareja, dijo con un fuerte acento extranjero: «Enamorrrado. Muy enamorrrado».
– ¿A quién se refiere? ¿A ti o a mí? -preguntó Lisa, ansiosa, al darse cuenta de que se había excedido demostrando sus sentimientos.
– A ursted, jovencitag. -La anciana esbozó una gran sonrisa desdentada.
– Y usted qué sabe -farfulló Lisa.
– ¡Ostras! ¡Qué susceptible! -bromeó Oliver rompiendo a reír, y al estirar sus hermosos labios mostró sus dientes inmaculados-. Eso significa que me quieres.
– ¿No será que tú me quieres a mí? -refunfuñó ella. -Nunca he dicho lo contrario.
Y aunque normalmente Lisa no sentía aquellas cosas, aquella vez, atrapada de forma imprevista en una hermosa y surrealista boda, tuvo la impresión de que Dios los bendecía.
El domingo por la mañana amanecieron con los cuerpos entrelazados. Oliver la metió en su coche y la llevó a Alton Towers, donde pasaron el día compitiendo por ver quién se atrevía a subir a las montañas rusas más peligrosas. Pese a que estaba muerta de miedo, ella se montó en el Nemesis porque no quería parecer cobarde. Al verla palidecer, Oliver rió y dijo: «¿Qué pasa? ¿Lo encuentras demasiado fuerte?». De lo que Lisa se defendió diciendo que tenía una afección del oído. Oliver le interesaba y la estimulaba más que ningún hombre de los que había conocido hasta entonces. Era igual que ella, solo que más.
Luego se fueron a casa a comerse una pizza y a acostarse. Su primera cita duró sesenta horas y terminó cuando Oliver dejó a Lisa en la oficina, el lunes por la mañana.
En la tercera cita ya estaban oficialmente enamorados.
En la cuarta Oliver decidió llevarla a Purley para que conociera a sus padres. Lisa lo interpretó como una señal fabulosa, pero el encuentro resultó fatídico. La decepción empezó cuando llevaban cerca de media hora en el coche y él comentó:
– No sé si mi padre habrá vuelto ya del trabajo.
– ¿A qué se dedica? -Nunca se le había ocurrido preguntárselo; no le había parecido relevante.
– Es médico.
¡Médico!
– ¿Qué especialidad tiene? -preguntó Lisa, esperanzada. ¿Doctor en higiene callejera, es decir, barrendero?
– Medicina general.
Lisa se quedó sin habla. Ella se lo había imaginado como un machote rudo, y resultaba que pertenecía a una familia de clase media y que era ella la ruda. ¿Cómo iba a presentarle ella a sus padres?
Durante el resto del trayecto, Lisa rezó para que, pese a la profesión del padre, la familia de Oliver fuera pobre. Pero cuando el coche se detuvo delante de una gran casa, las ventanas emplomadas de estilo tudor, las cortinas de Laura Ashley y la plétora de adornitos que había en las repisas de las ventanas le hicieron entender que no andaban precisamente cortos de dinero.
Ella había confiado en que la madre de Oliver fuera una mujer bondadosa de muslos gruesos con zapatos Minnie Mouse que bebía Red Stripe para desayunar y tenía una risa aguda (tipo «¡ji, ji, ji!»). Pero la mujer que les abrió la puerta parecía más bien la reina de Inglaterra. Un poco más morena, de acuerdo, pero con el mismo peinado y los mismos trapitos cursis de Marks & Spencer, muy pulcra y muy correcta.
– Encantada de conocerte, querida. -Tenía un perfecto acento de los condados de los alrededores de Londres, y Lisa notó cómo su autoestima mermaba aún más.
– Hola, señora Livingstone.
– Llámame Rita, por favor. Pasad. Papá todavía no ha vuelto de la consulta, pero no tardará mucho.
Los condujo a un salón bien decorado, y cuando Lisa vio que los mullidos sofás no tenían puestas fundas de plástico, se llevó un gran disgusto.
– ¿Te apetece una taza de té? -ofreció Rita alegremente, al tiempo que acariciaba al labrador rubio que había apoyado la cabeza en su regazo-. ¿Lapsang Suchong o Earl Grey?
– Me da lo mismo -contestó Lisa. ¿Qué tenían de malo las bolsitas Lipton?
»Esto no es como me lo había imaginado -le susurró Lisa al oído a Oliver, sin poder contenerse, cuando se quedaron solos.
– ¿Qué te habías imaginado? ¿Que los encontrarías comiendo arroz con guisantes, bebiendo ron -para terminar la frase Oliver adoptó un perfecto acento caribeño- y bailando en el porche al son de los tambores?
– ¡Exacto! Es la única razón por la que he venido.
– Pues te equivocas, querida. -Cambió rápidamente a un acento de locutor de radio de la BBC -. ¡Porque somos británicos!
– Según tengo entendido -intervino Rita, que acababa de aparecer con una bandeja de galletas caseras, sin azúcar y sin ninguna gracia-, el término correcto es bounties. O «bombones helados».
– ¿Bombones helados? ¿Por qué? -preguntó Lisa, confusa.
– Marrones por fuera y blancos por dentro -explicó Rita, y de pronto esbozó una sonrisa de oreja a oreja-. Así es como nos llama mi familia. Y estamos perdidos, porque nuestros vecinos blancos también nos odian. Los de la casa de al lado me dijeron que su casa se había depreciado diez mil libras cuando nos mudamos a este barrio.
Inesperadamente, contradiciendo su atuendo de Marks & Spencer, Rita soltó una estridente carcajada. «¡Ji, ji, ji!» Y Lisa notó que su resentimiento se disolvía como el azúcar que no tomaba con el café. Bueno, al menos los vecinos los odiaban. Menos mal. Ya no los encontraba tan intimidantes.
En su quinta cita hablaron de irse a vivir juntos. En la sexta siguieron analizando aquella posibilidad. La séptima cita consistió en hacer dos viajes en furgoneta de Battersea a West Hampstead para trasladar el enorme vestuario de Lisa de su piso al de Oliver. «Tendrás que deshacerte de algunas de estas cosas, cielo -dijo él, alarmado-. Si no tendremos que comprarnos un piso más grande.»
Posteriormente Lisa se dio cuenta de que quizá ya entonces hubo indicios de que no todo iba tan bien como debería. Pero en aquel momento no supo verlos. Lo encontraba todo fabuloso. Tenía la impresión de que Oliver la aceptaba tal como era, con toda su ambición, energía, filosofía y miedo. Creía que eran dos almas gemelas. Jóvenes, entusiastas, ambiciosos y venciendo las dificultades en su camino hacia el éxito.
En aquella época el concepto del alma gemela estaba muy de moda, pues se había importado recientemente de Los Ángeles. Y ahora Lisa podía decir con orgullo que ella tenía la suya.
Poco después de irse a vivir con Oliver, Lisa se fue a trabajar a Femme, como subdirectora. Eso coincidió con un rápido aumento de la popularidad de Oliver. Aunque no todo el mundo lo admiraba a nivel personal (había gente que opinaba que era demasiado intratable), todas las revistas ilustradas se peleaban para contratarlo. Oliver se repartía equitativamente entre todas, hasta que Lily Headly-Smythe le prometió publicar una de sus fotografías en la portada de Navidad de Panache, y luego se desdijo.
– No ha cumplido su palabra. Nunca volveré a trabajar para Panache ni para Lily Headly-Smythe -sentenció Oliver.
– Ya. Hasta la próxima vez -dijo Lisa, burlona.
– No -insistió él, muy serio-. Nunca más.
Y no lo hizo, ni siquiera cuando Lily le envió un cachorro de perro lobo irlandés a modo de disculpa. Lisa estaba admirada. ¡Qué idealismo! ¡Qué tozudez!
Pero eso fue antes de que Lisa se convirtiera en víctima del mal carácter de Oliver. Entonces ya no le gustó tanto.
21
Para Ashling aquel tampoco estaba siendo el mejor domingo de su vida. Se había despertado emocionadísima respecto a Marcus Valentina. Curiosa y expectante, se sentía preparada para cualquier cosa: para una cita, para un poco de coqueteo, para una tanda de halagos. Para lo que fuera, pero para algo…
Se pasó la mañana deambulando por el piso, en un ambiente de validez, con todas sus facultades positivas en alerta máxima. Pero a medida que pasaban las horas y seguía sin recibir la esperada llamada, su sonrisa interna se fue transformando en irritabilidad. Para pasar el rato y gastar el exceso de energía hizo un poco de limpieza.
La verdad era que Marcus no le había dicho cuándo iba a llamarla. La desilusión de Ashling no se debía al rechazo, sino a la sensación de que estaba dejando pasar una excelente oportunidad. Porque aunque no podía decir con seguridad que Marcus le gustara, sospechaba que podría acabar gustándole. Estaba decidida a averiguarlo, desde luego. Y ahora se sentía como si se hubiera arreglado para salir y no tuviera adónde ir, y no era una sensación nada agradable.
«Qué desastre -pensó mientras fregaba enérgicamente la bañera para descargar su frustración-. Ya he pasado por esto otras veces: colgada del teléfono esperando la llamada de un hombre.» Se dio cuenta, aunque demasiado tarde, de lo mucho que había disfrutado de aquel breve intervalo en que ya no estaba disgustada tras romper con un chico y todavía no estaba chiflada por otro. «Me lo merezco por ser superficial y enamorarme de un famoso», pensó.
Cómo lamentaba no haberlo llamado cuando tuvo ocasión. Y ahora era demasiado tarde porque no encontraba la nota que le había dado Marcus. No recordaba haberla tirado: si lo hubiera hecho se acordaría, porque le habría parecido un gesto cruel. Pero la buscó en todos sus bolsillos y en los cajones de la mesilla de noche. Lo único que encontró fueron recibos y un folleto con publicidad de ordenadores que solo la hicieron sentir aún más culpable.
Siguió limpiando. Pero después de fregar el microondas por dentro necesitaba un incentivo, así que decidió echar un vistazo a su futuro. Las cartas de adivinación de los ángeles no le prometieron nada, así que, para acelerar la llamada de Marcus, Ashling sacó, con cierta timidez, su Kit de los Deseos, que no había visto la luz desde los últimos días de Phelim. Ashling era consciente de que aquello no presagiaba nada bueno.
El kit lo componían seis velas, cada una con una palabra estampada (amor, amistad, suerte, dinero, paz y éxito) y su correspondiente caja de cerillas. Las velas de la amistad, el dinero y el éxito todavía no las había estrenado; las de la paz y la suerte todavía estaban bastante enteras; pero la del amor era la que estaba más gastada. Ashling encendió la última cerilla del amor con solemnidad y prendió la vela, que ardió alegremente durante unos diez minutos hasta que se le acabó la mecha; entonces, tras un breve parpadeo, la llama se apagó definitivamente.
«Mierda -pensó Ashling-, espero que no sea un augurio.»
A última hora de la tarde apareció Ted, que sufría la típica de presión posterior a una noche de subidón. Pese a que había conocido a un montón de chicas, no le había gustado ninguna.
– ¿Qué me dices de aquella tan fantástica con la que estabas hablando cuando me marché? ¿Te has acostado con ella?
– No.
– ¡Pero Ted! No puedes decir eso. Aunque no te la hayas tirado, tienes que decir que sí, para proteger su honor.
A Ted no le hizo gracia.
– Dijo que olía raro. Que olía como su abuela.
– La gente está loca.
– No, no. Tenía razón. -Ted estaba enfadado-. Olía como su abuela.
Ashling le quitó importancia diciendo que Ted no podía saber cómo olía la abuela de aquella chica, pero Ted le interrumpió con tono acusador:
– ¿Sabes por qué?
– ¿Por qué?
– Por ese maldito ungüento que me pusiste antes de salir.
– Ah, el aceite de lavanda. -A veces Ashling tenía la sensación de que no se la valoraba.
– Es un olor típico de abuelas, ¿no? -Ted no se rendía.
– Creía que olían más bien a orina -replicó ella, ofendida por su ingratitud.
– Bueno, de todos modos no era mi tipo -confesó Ted malhumoradamente-. Son todas demasiado jóvenes y demasiado tontas, y unas interesadas. Oye, tu amiga Clodagh -dijo de pronto-, ¿sigue estando casada?
– Pues claro.
– ¿Te pasa algo? -Al parecer él no era el único que estaba bajo de moral.
Ashling se lo pensó bien y decidió no quejarse de que Marcus no la hubiera llamado. Él todavía no había roto ninguna promesa, y podía llamar en cualquier momento. Así que dijo, sin darle importancia:
– Depre del domingo por la tarde.
Había hablado muchas veces con Ted, Joy y Dylan (de hecho, con cualquiera que trabajara) del terror que te entra los domingos por la tarde a eso de las cinco, cuando te das cuenta de que el lunes por la mañana tienes que ir a trabajar. Es como si te cayera encima una tonelada de ladrillos. Aunque todavía quedan unas horas de fin de semana, a efectos prácticos ha terminado cuando surge dentro de ti esa aplastante certeza.
Ted miró su reloj y no desconfió de aquella explicación.
– Las cinco y diez -dijo-. Puntual, como siempre.
– Tengo claustrofobia. ¿Por qué no salimos?
Ashling acababa de recordar una de las reglas básicas de las relaciones hombre-mujer. Era lógico que Marcus no hubiera llamado: ¡Ashling no se había separado del teléfono! Lo único que tenía que hacer era salir del piso, y entonces Marcus llamaría, sin ninguna duda.
Antes de salir, Ashling cogió un par de libros para Boo. La noche anterior no llevaba ninguna novela en el bolso para dársela al mendigo. Pero al meter Trainspotting en su bolso, la asaltaron las dudas. ¿Se ofendería Boo si le daba un libro sobre la adicción a la heroína? ¿Pensaría que ella estaba insinuando algo?
Para mayor seguridad, dejó Trainspotting y cogió Fiebre en las gradas y una novela de ciencia ficción que le había regalado Phelim por su cumpleaños, hacía dos años, y que ella todavía no había leído. Un libro para chicos. Pero al llegar a la calle no vio a Boo.
Ted y Ashling fueron al Long Hall, donde tomaron un par de copas discretas; después fueron a Milano, donde comieron una sencilla pizza, y volvieron a casa. Lo primero que hizo ella al entrar en el piso fue mirar si la luz roja del contestador estaba parpadeando. Y ¡sí, parpadeaba! Se había preparado tan concienzudamente para el desengaño que creía que lo estaba provocando. Se quedó de pie contemplando el contestador, mientras la lucecita roja se encendía y se apagaba. Circulito rojo encendido, circulito rojo apagado, circulito rojo encendido, circulito rojo apagado… Era un mensaje, no había duda. Apretó el play y la asaltó una idea espantosa. Si es de Cormac diciendo que va a entregar un cargamento de arbustos el miércoles, me tiro por la ventana.
Pero resultó que el mensaje no era ni del misterioso proveedor de material de jardinería ni de Marcus Valentina, sino del padre de Ashling.
Ostras, ¿qué habrá pasado?
Su voz iba precedida de un silencio cargado de crujidos y chisporroteos. Luego le decía a otra persona que estaba con él: «¿Ya puedo hablar?».
La otra persona (la madre de Ashling, seguramente) decía algo que Ashling no entendió, y a continuación Mike Kennedy decía: «Han sonado unos cuantos cortos, y luego uno largo. ¡Cómo odio estos aparatos! Ashling, soy papá. Me siento como un imbécil hablando con una máquina. Mamá y yo estábamos comentando que hace tiempo que no sabemos nada de ti. ¿Estás bien? Nosotros estamos estupendamente. Janet nos llamó la semana pasada; nos dijo que tenía que deshacerse de su gato, porque le pegaba cabezazos por la noche. Y hemos recibido una carta de Owen. Cree que ha descubierto una tribu nueva. Bueno, relativamente nueva, claro. Nueva para él, en cualquier caso. Supongo que estarás muy ocupada con tu nuevo trabajo, pero no te olvides de nosotros, ¿vale? ¡Ja, ja, ja! Hasta pronto, hija».
Más chisporroteos y ruido de respiración. Entonces su padre decía: «¿Qué hago ahora? ¿Colgar? ¿No hay que apretar ningún botón?».
Ashling se sintió culpable y se olvidó por completo de Marcus Valentina. Ya podía irse preparando para ir a Cork a ver a sus padres. Como mínimo tendría que llamarlos. Sobre todo si su hermana menor, Janet, había logrado salvar la diferencia de ocho horas para llamar desde California, y si su hermano Owen había podido enviarles una carta desde la cuenca amazónica.
Le echó un vistazo a la fotografía que tenía encima del televisor. Llevaba tanto tiempo allí que Ashling ya ni la veía. Pero aquella llamada telefónica había avivado sus emociones; cogió la fotografía y se quedó mirándola, como si buscara en ella alguna pista.
Era evidente que Mike Kennedy había sido guapísimo de joven. Llevaba una camisa estampada y sonreía a la cámara con desparpajo, con sus patillas años setenta y el largo cabello rizado. Ashling tuvo una sensación extraña: por una parte era su padre, pero por otra parecía de esa clase de hombres a los que veías en una fiesta y te atraían inmediatamente, pero de los que tu instinto te aconsejaba alejarte cuanto pudieras.
Mike rodeaba con un brazo a Janet, que tenía cuatro años. Ella estaba inclinada y tenía el puño entre las piernas (tenía ganas de ir al lavabo; la cámara siempre producía en ella el mismo efecto). Apoyándose en Mike estaba Monica, que llevaba a Owen, de tres años; iba ataviada con una blusa de poliéster de mangas anchas. La madre sonreía feliz; parecía increíblemente joven, tenía el cabello liso y bien peinado, y unas pestañas espectaculares. Y en el centro del grupo, entre los dos adultos, estaba Ashling, de seis años, poniendo los ojos bizcos.
Lucifer antes de la caída, pensaba siempre cuando miraba aquella fotografía. Parecían la familia perfecta. Pero Ashling se preguntaba a menudo si ya entonces las cosas habían empezado a decaer.
Dejó la fotografía en su sitio y volvió al presente. Hacía tres semanas que no llamaba a sus padres. No era que no se hubiera acordado de hacerlo: pensaba mucho en ellos, pero siempre se le ocurría alguna excusa para no hacerlo.
Con todo, no siempre estaba satisfecha con aquella falta de comunicación. Ashling sabía que Clodagh llamaba a su madre todos los días. Aunque Brian y Maureen Nugent eran muy diferentes a Mike y Monica Kennedy. Quizá si Brian y Maureen hubieran sido sus padres, ella los habría llamado más a menudo.
22
Lunes por la mañana. Tradicionalmente, la mañana más deprimente de la semana (con la única excepción de la semana con lunes festivo, caso en que pasa a serlo el martes por la mañana). Aun así, Lisa estaba muy animada. La perspectiva de ir a la oficina le hacía sentir que volvía a llevar las riendas de la situación; al menos podría hacer algo para mejorar su estado de ánimo. Pero entonces quiso ducharse y comprobó que el agua salía helada.
Tuvo que aplazar temporalmente su intención de coger por banda a Jack y preguntarle cuándo pensaba arreglar el temporizador de la caldera porque a la señora Morley se le escapó que Jack se había pasado todo el fin de semana trabajando, apaciguando a enfurecidos electricistas y cámaras. Estaba agotado y de muy mal humor.
Ashling, que había llegado tarde y también estaba deprimida, tampoco estaba teniendo un buen día. Para colmo, Jack Devine asomó la cabeza por la puerta de su despacho y, con tono cortante, dijo:
– ¿Doña Remedios?
– ¿Sí, señor Devine?
– ¿Puedo hablar contigo un momento?
Ashling, alarmada, se levantó demasiado deprisa y tuvo que esperar un momento a que su sistema circulatorio se recuperara y le devolviera la visión.
– O tienes un grave problema, o te acuestas con él -susurró Trix con regocijo-. Ya me lo contarás…
Ashling no estaba de humor para las bromitas de Trix. No tenía ni idea de por qué Jack Devine quería hablar con ella en privado. Fue hacia su despacho temiéndose lo peor.
– Cierra la puerta -pidió él.
«Me van a despedir.» Ashling tenía los pelos de punta.
La puerta se cerró detrás de ella e inmediatamente la habitación se encogió y oscureció. Jack, con su oscuro cabello, sus oscuros ojos, su traje azul oscuro y su oscuro humor, solía causar aquel efecto. Por si fuera poco, no estaba detrás de su mesa, sino delante y apoyado en ella, y quedaba muy poco espacio entre Jack y Ashling, que se sentía sumamente incómoda.
– Quería darte esto, sin que lo vieran los demás.
Ella no pudo evitar echarse hacia atrás para apartarse de él, aunque no tenía a dónde ir. Jack le tendió una bolsa de plástico que ella aceptó con desconcierto. Reparó, aturdida, en que era demasiado grande para contener una carta de despido.
Se quedó con la bolsa en las manos; Jack soltó una risita impaciente y dijo:
– Mira dentro.
Ashling abrió la bolsa y, sorprendida, vio que la bolsa contenía un cartón de Marlboro, con un lazo rojo atravesado en el envoltorio de celofán.
– Por los cigarrillos que te he gorreado últimamente -aclaró Jack-. Lo siento -añadió, aunque no sonó muy sincero.
– Es muy bonito -balbució ella, sorprendida por aquel indulto, y por el lazo rojo.
Jack rió como Dios manda por primera vez desde que Ashling lo conocía. Soltó una sonora carcajada, echando la cabeza atrás y luego inclinándose hacia delante.
– ¿Bonito? -exclamó, muerto de risa-. Bonitos son los barcos de vela, las olas de tres metros, pero… ¿los cartones de tabaco? No sé, a lo mejor tienes razón.
– Creía que me ibas a despedir -le espetó Ashling.
Él se quedó sorprendido.
– ¿Despedirte? Pero…, doña Remedios -dijo con picardía, adoptando un tono dulzón-, ¿quién nos proporcionaría tiritas, aspirinas, paraguas, imperdibles, esa cosa para los sustos… ¿cómo se llama? ¿Pócima curativa?
– Bálsamo curalotodo. -Por cierto, a ella no le vendría mal un poco. Tenía que salir de aquel despacho para recobrar el aliento.
– ¿De qué tienes tanto miedo? -le preguntó Jack con un tono aún más dulce. A Ashling le pareció que se acercaba un poco más a ella.
– ¡De nada! -gritó.
Jack se quedó mirándola con los brazos cruzados. El modo en que las comisuras de su boca se curvaban hacia arriba hizo que Ashling se sintiera tonta e infantil; tenía la impresión de que su jefe se estaba mofando de ella. De pronto fue como si él perdiera el interés.
– Ya puedes irte -dijo rodeando la mesa para sentarse en su butaca-. Pero no se lo cuentes a los demás -añadió señalando la bolsa-. Si no, todos vendrán a reclamar su cartón.
Ashling volvió a su mesa con la sensación de que sus piernas pertenecían a otra persona. ¡Paren las prensas! Jack Devine no era tan capullo como parecía. Pero lo más curioso era que en cierto modo Ashling lo prefería de la otra manera. De todos modos, aquella misma tarde las aguas volvieron a su cauce.
Mercedes entró precipitadamente en la oficina, y todos estuvieron a punto de caerse de la silla al ver que exteriorizaba sus sentimientos, cosa rara en ella. Obedeciendo las órdenes de Lisa, había ido a ver si podía entrevistar a la chalada de Frieda Kiely. Y aunque Mercedes se había pasado todo el fin de semana en Donegal haciendo fotografías para un reportaje de doce páginas sobre la ropa de Frieda, esta la hizo esperar una hora y media, y luego manifestó que nunca había oído hablar de Colleen.
«¿Para qué revista dice que trabaja? -le preguntó-. ¿Para Colleen? ¿Qué demonios es eso? ¿Qué demonios es esto?»
– Es una enferma. Una imbécil -masculló Mercedes, y luego tuvo otro ataque de humillación-. ¡Una imbécil de mierda!
– Una zorra psicótica con síndrome premenstrual. -Kelvin estuvo encantado de ponerse a favor de Mercedes.
– Una histérica engreída -aportó Trix.
– Y una anoréxica -terció Bernard el soso, que no tenía ni idea de qué aspecto tenía Frieda, pero al que le gustaba cotillear, como a cualquier hijo de vecino-. Hay más carne en el bastón de un gitano después de una buena pelea.
Trix lo miró con desdén y dijo:
– Eso es un cumplido, idiota. ¡No tienes ni idea!
Siguieron poniendo verde a Frieda Kiely; la única que no participó fue Ashling, que había leído en algún sitio que verdaderamente estaba loca. Por lo visto padecía esquizofrenia leve y no se tomaba la medicación.
– ¿No creéis -les interrumpió, creyendo que alguien tenía que defenderla- que antes de criticarla deberíamos conocerla mejor?
– Exacto -dijo Jack, que acababa de asomarse por la puerta para ver a qué se debía tanto alboroto-. Así podríamos fotografiarla persiguiéndonos con un zapato en la mano. No me parece mala idea. -Le lanzó una sonrisa burlona a Ashling, y luego bramó-: Por el amor de Dios, Ashling, compórtate de acuerdo con la edad que tienes, y no como una anciana que ha sobrepasado el límite de velocidad.
A Lisa le hizo gracia la broma.
– ¿Cuál es el límite de velocidad en este país? -preguntó.
– Setenta -contestó Jack, y volvió a cerrar la puerta.
Ashling volvía a odiar a Jack. Todo volvía a la normalidad.
Aunque Marcus Valentina no tenía su número del trabajo, Ashling tragó saliva cuando, a las cuatro menos diez, Trix le pasó el teléfono y dijo:
– Preguntan por ti. Es un hombre.
Ashling cogió el auricular, esperó un momento para serenarse y luego dijo:
– ¡Hola!
– ¿Ashling? -Era Dylan, y parecía desconcertado-. ¿Qué te pasa? ¿Estás resfriada?
– No. -Ashling, desilusionada, volvió a adoptar su voz normal-. Creía que eras otra persona.
– ¿Cómo lo tienes esta noche? Puedo bajar al centro a la hora que te vaya bien.
– Vale. -Así no tendría que quedarse en casa pendiente del teléfono-. Pásate por la oficina sobre las seis.
A continuación llamó a su casa para ver si había algún mensaje. Solo hacía un cuarto de hora que lo había hecho, pero nunca se sabía.
O quizá sí se sabía, porque no había llamado nadie.
A las seis y cuarto Dylan causó una pequeña conmoción cuando, con el rubio cabello tapándole los ojos, se presentó en la oficina de Ashling con un elegante traje de lino y una inmaculada camisa blanca. Se plantó delante de la mesa de Ashling, y ella le encontró algo raro: tenía un hombro torcido, como si se lo hubiera dislocado.
– ¿Te encuentras bien? -Ashling se levantó, dio una vuelta alrededor de Dylan y descubrió que la razón por la que todo su cuerpo estaba inclinado hacia un lado era que estaba intentando ocultar una bolsa de HMV detrás de la espalda-. Dylan, no voy a decirle a nadie que has estado comprando discos.
– Lo siento. -Se encogió de hombros, avergonzado-. Eso me pasa por trabajar en Sandyford, lejos de la civilización. Cada vez que vengo al centro, pierdo la cabeza en las tiendas de discos. Y luego me siento culpable.
– No temas, tu secreto está a salvo conmigo.
– ¿Chaqueta nueva? -le preguntó Dylan mientras Ashling apagaba el ordenador.
– Pues… sí.
– Déjame ver.
Dylan se empeñó en que se quedara quieta un momento, pasó la mirada por sus hombros, asintió y dijo: «Sí». Ashling intentó en vano meter el estómago mientras él bajaba la mirada por las costuras laterales, volvía a asentir y repetía, con más aprobación aún: «Sí». Cuando hubo terminado, la miró, sonriente, y dijo:
– Te queda bien. Muy bien.
– Eres un granuja. -Ashling se sintió muy halagada por el examen de Dylan. Este nunca escatimaba piropos; sin embargo, pese a saber que lo hacía casi automáticamente, era difícil no creérselo aunque solo fuera un poco, y más difícil aún disimular el placer que sentía-. Eres un auténtico peligro- añadió, radiante.
»Ya podemos irnos.
Ashling se dio la vuelta y vio que Jack Devine estaba cerca, buscando algo en una carpeta que había en la mesa de Bernard, con aire taciturno. Le dijo adiós con una sonrisilla nerviosa, y por un instante temió que Jack fuera a ignorarla. Pero entonces él soltó un profundo suspiro y dijo:
– Adiós, Ashling-. Lisa venía del lavabo, donde había ido a arreglarse el maquillaje porque aquella noche tenía una cita con un famoso chef irlandés al que quería convencer para que les hiciera artículos sobre gastronomía. Iba corriendo hacia su mesa para recoger su chaqueta, y al pasar por la puerta tropezó con un individuo rubio al que nunca había visto. Le golpeó el pecho con el hombro y notó, aunque brevemente, el calor que atravesaba su camisa.
– Perdona. -Dylan le puso las manos sobre los hombros-. ¿Estás bien?
– Creo que sí. -Lisa se enderezó y ambos se miraron con interés. Luego Lisa reparó en que Ashling estaba a su lado. ¿Quién era aquel tipo? ¿Su novio? No, no podía ser.
– ¿Quién era esa? -preguntó Dylan cuando ya se habían cerrado las puertas del ascensor.
– Eres un hombre felizmente casado -le recordó Ashling.
– Solo pregunto.
– Se llama Lisa Edwards, y es mi jefa. -Pero inmediatamente Ashling se acordó de la conversación que había tenido con Clodagh sobre aquellas reuniones a las que iba Dylan. «¿Le pone cuernos?», pensó-. ¿Adónde vamos? -preguntó.
Dylan la llevó al Shelbourne, que estaba abarrotado de gente que salía del trabajo.
– Tendremos que quedarnos en la barra -observó Ashling-. Jamás conseguiremos una mesa.
– No seas tan pesimista -dijo Dylan, risueño-. Espera un momento.
Se acercó a una mesa, charló brevemente con sus ocupantes y luego regresó junto a Ashling.
– Ven, esos ya se marchan.
– ¿Cómo que ya se marchan? ¿Qué demonios les has contado?
– ¡Nada! Es que he visto que casi habían terminado.
– Hummm. -Dylan era tan encantador y tan persuasivo que sería capaz de vender sal a Siberia.
– Siéntate aquí, Ashling. ¡Adiós! ¡Muchas gracias!
Se despidió con una ancha sonrisa de los clientes que le habían cedido la mesa. Luego, con una velocidad sospechosa, se perdió entre la muchedumbre y regresó con dos copas. A Dylan todo le salía bien; mientras él le ponía el gin-tonic delante, Ashling se preguntó cómo sería estar casada con él. Una maravilla, se imaginaba.
– Cuéntamelo todo sobre este fabuloso nuevo empleo -le pidió Dylan-. Quiero saberlo absolutamente todo.
Ashling se dejó llevar por el contagioso entusiasmo de Dylan. Se lo pasó la mar de bien describiendo a sus compañeros de Colleen y las relaciones que había entre ellos (o las que no había).
Dylan, que al parecer lo encontraba todo muy gracioso, rió mucho, y Ashling estuvo a punto de caer en la trampa de pensar que era una gran anectodista. Era el mismo rollo que con la chaqueta: el gran don de Dylan consistía en lograr que los demás se sintieran bien con ellos mismos. Lo hacía sin darse cuenta. Ashling sabía que no se trataba de que fuera falso; se pasaba un poco, sencillamente. Y ella no podía cometer el error de contarle las mismas historias patéticas a otras personas y esperar de ellas carcajadas como las de Dylan.
– Qué graciosa eres, Ashling.
Dylan, elogioso, entrechocó su vaso con el de ella. Aquellos comentarios insinuantes siempre daban a entender algo más de lo que él estaba dispuesto a expresar con palabras. Aunque Ashling no se los tomaba en serio. Al menos ya no se los tomaba en serio a estas alturas.
– ¿Cómo va tu negocio de informática? -le preguntó al fin.
– ¡Uf! ¡Increíblemente bien! La verdad es que no damos abasto.
– ¡Ostras! -Ashling sacudió la cabeza, admirada-. Y eso que cuando te conocí no estabais seguros de que la empresa lograra superar el primer año. ¡Ya ves!
El tono de la conversación experimentó un breve declive, casi imperceptible, cuando Ashling mencionó los viejos tiempos. Pero afortunadamente casi se habían terminado las copas, así que Ashling se levantó de un brinco.
– ¿Lo mismo?
– Siéntate. Iré yo.
– No, ni hablar, yo…
– Siéntate, Ashling. Insisto.
Aquella era otra de las características de Dylan: era sumamente generoso, y cuando te invitaba lo hacía sin ningún esfuerzo.
Cuando Dylan volvió con las bebidas, Ashling le preguntó:
– ¿Tenías algún motivo en concreto para pedirme que nos viéramos?
– Pues… sí -contestó Dylan mientras jugueteaba con un posavasos-. Sí, tenía un motivo. -De pronto parecía muy incómodo, y eso no era nada propio de él-. ¿No has notado… nada…?
Se detuvo y no siguió hablando.
– Nada… ¿de qué?
– En Clodagh.
– ¿Qué quieres decir?
– Estoy… -hizo una pausa- un poco preocupado por ella. Nunca está contenta, está muy irritable con los niños y a veces hasta… un poco irracional. El otro día Molly acusó a Clodagh de haberla pegado, y nosotros nunca hemos pegado a los niños.
Otra incómoda pausa; luego Dylan prosiguió:
– Ya sé que te parecerá una tontería, pero Clodagh se pasa la vida decorando la casa. En cuanto acaba de cambiar una habitación ya empieza a pensar en otra. Y no sirve de nada que intente hablar de este tema con ella. No sé si… He pensado que quizá esté deprimida.
Ashling reflexionó. Ahora que lo pensaba, últimamente Clodagh parecía insatisfecha, y estaba un poco intratable. Y era verdad: se estaba pasando con la decoración. Además, a Ashling le había sorprendido el que le hubiera dicho a Molly que Barney había muerto. Es más, la había impresionado. Aunque la defensa de Clodagh, alegando que ella también tenía sentimientos, parecía razonable. Sin embargo ahora, en el contexto de la inquietud de Dylan, aquel detalle recuperó su calidad de mal augurio.
– No lo sé. Puede que sí -dijo Ashling, pensativa-. Pero los niños dan mucho trabajo. Son muy absorbentes. Y teniendo en cuenta que tú tienes un horario de trabajo muy largo…
Dylan se inclinó, escuchando con atención a Ashling, como si pudiera coger sus palabras con las manos. Pero aprovechando un momento en que ella se quedó callada, sumida en un lamentable silencio, dijo:
– Espero que no te moleste que te diga esto, pero he pensado que quizá tú sepas reconocer los síntomas. Por lo de tu madre… Tu madre… -insistió al ver que Ashling se había quedado muda-. Tenía depresión, ¿no? -La sutileza de Dylan no fue suficiente para hacer hablar a Ashling-. Y he pensado que Clodagh podría tener el mismo problema… -añadió.
De pronto Ashling se vio transportada al pasado, envuelta en el caos, el desconcierto, el terror constante. Los viejos gritos y chillidos resonaban en sus oídos, y tenía los músculos de la boca paralizados por la determinación de no hablar de ello. Con firmeza, casi agresivamente, dijo:
– Lo de Clodagh no tiene nada que ver con lo que le pasaba a mi madre.
– ¿No? -dijo Dylan, esperanzado, y con una pizca de curiosidad.
– Decorar el salón no es un síntoma de depresión. Bueno, al menos no que yo sepa. No le cuesta levantarse de la cama, ¿verdad? Ni te ha dicho que le gustaría estar muerta, ¿no?
– No. -Dylan sacudió la cabeza-. No, qué va. Nada de eso.
Aunque lo de su madre no había empezado de aquel modo. Había sido una cosa gradual. Ashling se trasladó contra su voluntad al pasado y volvió a ser una niña de nueve años, la edad que tenía cuando se dio cuenta de que algo no acababa de funcionar. Estaban de vacaciones en Kerry y su padre, que contemplaba la espléndida puesta de sol, comentó:
– Un hermoso final para un hermoso día, ¿verdad, Monica?
Monica, con la vista al frente, respondió con gravedad:
– Menos mal que se pone el sol. Estoy deseando irme a la cama.
– Pero si ha sido un día perfecto -repuso Mike-. Ha hecho sol, hemos jugado en la playa…
Monica se limitó a repetir:
– Estoy deseando irme a la cama.
Ashling dejó de pelearse con Janet y Owen; se sentía excluida e inquieta. Se suponía que los padres no tenían sentimientos; al menos, no sentimientos de aquel tipo. Podían quejarse cuando no hacías los deberes o no te acababas la cena, pero no se les permitía sentirse desgraciados.
Pasadas las dos semanas de vacaciones volvieron a casa, y su madre, que era joven, guapa y feliz, se transformó de la noche a la mañana en una mujer callada y triste, y dejó de teñirse el pelo. Y lloraba. Lloraba constantemente, en silencio, dejando que las lágrimas resbalaran por sus mejillas.
– ¿Qué te pasa? -le preguntaba Mike una y otra vez-. Pero ¿qué te pasa?
– ¿Qué te pasa, mamá? -le preguntaba Ashling-. ¿Te duele la barriga?
– Me duele el alma -susurraba ella.
– Tómate un par de aspirinas infantiles -decía Ashling, repitiendo lo que su madre le decía a ella cuando le dolía algo.
Las desgracias de los demás hundían a Monica. Pasó tres días llorando por culpa del hambre que asolaba África. Pero cuando Ashling llegó a casa para darle la buena noticia (que a ella le había transmitido la madre de Clodagh) de que ya habían empezado a mandarles comida, Monica rompió a llorar por un recién nacido al que habían encontrado abandonado en una caja de cartón. «Pobre criatura -se lamentaba entre sollozos-. Pobre criatura indefensa.»
Mientras su madre lloraba, su padre sonreía por los dos. Sonreía mucho. Se pasaba la vida sonriendo. Tenía un trabajo importante que lo mantenía muy ocupado. Eso era lo que todo el mundo le decía a Ashling: «Tu padre tiene un trabajo muy importante y está muy ocupado». Era vendedor y tenía que viajar: de Limerick a Cork, de Cavan a Donegal; parecían las aventuras de los fenianos. Tan ocupado estaba y tan importante era su trabajo que muchas veces estaba fuera de casa de lunes a viernes. Ashling estaba orgullosa de su padre. Los padres de todas sus amigas volvían a casa a las cinco y media cada tarde, y ella se sentía superior y pensaba que aquellos padres debían de tener trabajos insulsos.
Entonces llegaba el fin de semana, y su padre se pasaba el día sonriendo, sonriendo y sonriendo.
– ¿Qué podemos hacer hoy? -decía dando una palmada y mirando, radiante, a su familia.
– ¿Qué más me da? -murmuraba Monica-. Me estoy muriendo por dentro.
– Vaya, qué tontería. ¿No se te ocurre nada más divertido? -bromeaba él.
Luego miraba a Ashling, sonreía y decía, como si ambos compartieran un secreto:
– Tu madre tiene temperamento artístico.
Su madre siempre había escrito poesía. Incluso le habían publicado un poema en una antología, cuando Ashling era muy pequeña, y desde que empezaran los llantos y la tristeza, escribía mucho más. Ashling sabía lo que eran los poemas: hermosas palabras rimadas sobre atardeceres y flores, generalmente narcisos. Pero un día, instigada por Clodagh, leyeron a hurtadillas algunos poemas de Monica, y Ashling se quedó horrorizada. Sintió una profunda angustia, y solo daba gracias por una cosa: porque Clodagh apenas sabía leer.
Los poemas no rimaban, el número de sílabas de los versos era irregular; pero lo peor, lo que más confusión le causó, fueron las palabras tomadas individualmente. En los poemas de Monica Kennedy no había flores, sino palabras extrañas, brutales, que Ashling tardó mucho tiempo en descifrar:
Vivo en un silencio suturado.
Mi sangre es negra.
Soy cristales rotos,
soy acero herrumbrado,
soy el castigo y el delito.
Ashling regresó al presente y se encontró frente a Dylan, que la miraba con interés y consternación.
– ¿Te encuentras bien? -le preguntó.
Ella asintió.
– Creí que te había dado algo.
– Estoy bien -insistió Ashling-. Clodagh no habrá empezado a escribir poesía, ¿verdad? -Se esforzó por sonreír.
– ¿Poesía? ¡Qué va! -Dylan chascó la lengua, como si acabara de darse cuenta de lo tonto que había sido-. Así que si se pone a escribir poemas puedo empezar a preocuparme, ¿no?
– Bueno, pero de momento no te preocupes. Seguramente lo único que le pasa es que está cansada y necesita un respiro. ¿No podrías preparar algo agradable? Llevártela de vacaciones para que se anime un poco, o algo así.
«Otra vez», pensó, resentida. No le hacía demasiada gracia que Dylan le pidiera consejo a ella sobre cómo hacerle la vida aún más agradable a Clodagh.
– Ahora no puedo tomarme vacaciones -explicó Dylan.
– Pues… llévala a cenar a un restaurante de lujo.
– Clodagh no se fía de las niñeras.
– ¿Por qué? ¿Qué les pasa a las niñeras?
Dylan rió, un tanto abochornado.
– Le da miedo eso de los abusos deshonestos. O que peguen a los niños. La verdad es que a mí también me preocupa, a veces.
– Ostras, ya no saben qué inventar para que la gente se preocupe. No sé, buscad a alguien de confianza. ¿No podríais dejárselos a tu madre?
– ¿A mi madre? -Dylan hizo un mohín, disimulando su alarma-. Verás, no creo que fuera muy buena idea…
Ashling asintió. Dylan tenía razón. Las únicas ocasiones en que Clodagh y su suegra se miraban a la cara era cuando discutían abiertamente (por lo general sobre la mejor forma de ocuparse de Dylan y de los hijos de Dylan).
– Y la madre de Clodagh está casi inmovilizada por la artritis -añadió Dylan-. No podría con los niños.
– Si quieres, yo puedo haceros de niñera -se ofreció Ashling.
– ¿El fin de semana? ¿Una joven sin compromiso como tú?
Ashling vaciló y dijo:
– Sí… sí -repitió, con más firmeza y tono ligeramente desafiante-. ¿Por qué no?
Si estaba ocupada de verdad, aumentarían las probabilidades de que Marcus Valentina la llamara.
– Eres genial. -Dylan se enderezó, y agregó-: Gracias, Ashling, eres un amor. Reservaré una mesa para el sábado por la noche. A ver si encuentro sitio en L'Oeuf.
Claro, pensó Ashling, ¿dónde si no? L'Oeuf era el no va más de los restaurantes elegantes de Dublín. Tenía ese toque de distinción único de los establecimientos que nunca pasan de moda, aunque no sirvieran cocina asiática ni cocina irlandesa moderna. Los platos eran tan exquisitos que te hacían llorar. Y los precios también.
– Tu madre ya está mejor, ¿verdad? -Dylan quiso reparar la torpeza de haber sacado aquel tema a colación.
«Mejor» era un concepto relativo, y de todos modos no siempre lo estaba, pero para complacer a Dylan, Ashling asintió y dijo:
– Sí, sí. Ya está mejor.
– Eres una chica estupenda, Ashling -dijo Dylan al despedirse.
«Sí -pensó ella con amargura-. ¿Verdad que sí?»
23
A poca distancia del bar donde estaban Dylan y Ashling, en el Clarence, Lisa cenaba con el famoso chef Jasper French. Jasper había pedido que lo llevaran allí, porque así tendría ocasión de comprobar que la comida que servían no era ni la mitad de buena que la que servía él en su epónimo restaurante. Era guapo, antipático, evidentemente se consideraba un genio y se moría de celos de sus competidores.
– Aficionados -declaró enarbolando su sexta copa de vino-. No son más que unos aficionados y unos diletantes. ¿Marco Pierre White? ¡Un aficionado! ¿Alasdair Little? ¡Un aficionado!
Madre mía, qué pelmazo de tío. Lisa asintió, sonriente. Suerte que los hombres difíciles eran su especialidad.
– Por eso te hemos elegido a ti para que participes en el éxito de Colleen, Jasper.
Aquello no era del todo cierto. Habían elegido a Jasper porque Conrad Gallagher ya había rechazado la oferta, alegando exceso de trabajo.
Mientras Jasper se bebía buena parte de la segunda botella de vino, Lisa lo sorprendió hablándole de sin ergía. Sin llegar a prometérselo, insinuó que la columna de Colleen podía llevarlo fácilmente a tener su propio programa en el Canal g, el canal de Randolph Media.
– ¡Trato hecho! -decidió Jasper-. Envíame un contrato mañana por la mañana.
– No será necesario. Aquí tengo uno -dijo Lisa gentilmente; lo mejor era actuar era actuar de inmediato.
Él estampó su firma, y lo hizo justo a tiempo, porque hubo un momento crítico cuando el camarero le retiró el plato a Lisa, que, como de costumbre, había movido la comida por el plato, pero no había probado bocado.
– ¿No le ha gustado el plato? -preguntó el camarero.
– Sí, sí. Estaba delicioso, es que… -Lisa se dio cuenta de que Jasper la miraba fijamente, y modificó rápidamente su veredicto para darle un tono más neutral-: Estaba correcto.
– Si estaba tan estrepitosamente malo como el mío, no me extraña que no haya podido ni probarlo -intervino Jasper, desafiante-. ¿Blinis de morcilla? Eso es más que un tópico. ¡Es un chiste!
– Lo lamento mucho, señor. -El camarero miró con indiferencia a Jasper y su plato vacío. Había trabajado para aquel capullo-. ¿Tomarán postres?
– ¡Ni hablar! -contestó Jasper con vehemencia, lo cual disgustó mucho a Lisa, que aquella semana estaba haciendo un régimen a base de postres. Solo comía los más ligeros, por supuesto: fruta fresca, sorbetes, mousses de fruta. Hacía más de una década que no probaba el chocolate.
Bueno, no importaba. Lisa pagó la cuenta y se levantaron de la mesa (Jasper con paso menos seguro que ella). Cuando llegaron a la puerta del restaurante se estrecharon la mano, y entonces él intentó abalanzarse sobre Lisa, pero ella lo esquivó con mucho tacto. Suerte que ya tenía el contrato firmado.
Jasper se alejó por la acera, tambaleándose y con gesto sombrío, y en cuanto se quedó sola, a Lisa volvió a invadirla la tristeza. ¿Por qué? ¿Por qué aquí todo resultaba tan difícil? En Londres ella estaba bien. Incluso después de la ruptura con Oliver, había seguido adelante. Había seguido trabajando, llevando sus ideas a la práctica, haciendo cosas, convencida de que tarde o temprano obtendría una recompensa. Pero la recompensa se la llevó otra persona, y ahora ella estaba en Irlanda, y sus recursos para sobrellevar las dificultades no parecían funcionar tan bien aquí.
El día anterior no había telefoneado a su madre, aunque era domingo. Estaba demasiado deprimida. Solo se había vestido para bajar a la asquerosa tienda de la esquina y comprarse un tarro de helado y cinco periódicos, y en cuanto regresó a casa volvió a ponerse la bata y pasó el resto del día envuelta en una nube de humo de cigarrillos, sin hacer nada. El único contacto que tuvo con la humanidad fue el de los niños de ocho años del barrio, que golpeaban repetidamente la puerta de su casa con la pelota de fútbol.
Antes de parar un taxi entró en un quiosco para comprar cigarrillos, y se animó un poco al ver que ya había salido el último número de la revista Irish Tatler, una de las rivales de Colleen: podía dedicar el resto de la noche a analizarla y criticarla. De repente ya no le deprimía tanto la idea de volver a casa.
– ¡Hola, Lisa! -le gritaron unas niñas que estaban jugando en la calle cuando se bajó del taxi-. Qué vestido tan sexy.
– Gracias.
– ¿Qué número calzas?
– El seis.
Las niñas se apiñaron para deliberar. ¿Era muy grande el número seis? Decidieron que sin duda era demasiado grande para ellas.
Lisa entró en casa, dejó el bolso en el suelo, enchufó la tetera eléctrica y miró si había mensajes en el contestador. No había, lo cual no la sorprendió, porque casi nadie sabía su número. Con todo, eso no impidió que se sintiera fracasada.
Se quitó los bonitos zapatos, colgó el vestido en el respaldo de una silla y cuando se estaba poniendo unos sencillos pantalones con cordón y una camiseta cortita sonó el timbre de la puerta. Debía de ser una de aquellas niñas para preguntarle si les regalaría su bolso cuando ya no lo quisiera.
Lisa exhaló un suspiro y abrió la puerta de par en par, y allí, plantado en el escalón, y con la cabeza un poco agachada para caber en el umbral, estaba Jack.
– Oh -dijo Lisa, desprevenida.
Era la primera vez que lo veía sin el traje. Llevaba una camisa larga sin cuello, con los primeros botones desabrochados. Y no por una cuestión de estilo, sino porque faltaban los botones. Los pantalones caqui parecían haber sobrevivido a las dos guerras mundiales, y tenían un desgrarrón en la rodilla derecha que dejaba entrever una rótula lisa y un cuadradito de piel con vello. Iba aún más despeinado de lo habitual, y no se había afeitado.
Apoyándose en el marco de la puerta, Jack exhibió un aparatito que tenía en la palma de la mano, como si fuera un policía y mostrara su placa de identificación.
– Tengo un temporizador para tu caldera -dijo, y sus palabras sonaron vagamente sugerentes-. Siento haber tardado tanto. -Vaciló un momento y añadió-: ¿Te pillo en mal momento?
– No, no -dijo ella-. Pasa, por favor.
Lisa estaba sorprendida, porque en Londres nadie iba a verte sin avisar. Ella nunca había quedado para recibir a nadie sin antes abrir su agenda y montar aquel numerito de «estoy más ocupada y soy más importante que tú». Se trata de un ritual elaborado, gobernado por reglas muy estrictas. Tienen que ofrecerte y tienes que rechazar al menos cinco fechas hasta que aceptas una. «‹El martes que viene? No puedo. Estoy en Milán.» Eso le da pie a la otra persona a replicar: «Y a mí no me va bien los miércoles porque tengo clase de reiki». Una respuesta aceptable a eso sería: «Pues yo no puedo los jueves porque es el día que viene mi profesor particular de Técnica Alexander». A lo que el otro puede contraatacar: «Y el fin de semana que viene es imposible: me voy a una casita en el Lake District con unos amigos». Y el contrincante, si tiene estilo, dice: «Pues la otra semana ni hablar. Estoy en Los Ángeles, por negocios». Una vez se ha establecido una fecha, sigue siendo aceptable (es más, se considera lógico que lo hagas) cancelar la cita el mismo día, alegando jet lag, una cena con un cliente o tener que viajar a Ginebra para despedir a setenta empleados.
La escasez de tiempo era un símbolo de estatus, igual que las gafas de sol Gucci o los bolsos Prada. Cuanto menos tiempo tuvieras, más importante eras. Evidentemente, Jack no lo sabía.
Jack miró alrededor, admirado.
– ¿Cuánto tiempo llevas aquí? ¿Tres o cuatro días? Y la casa ya parece mucho más bonita. Mira eso… -Señaló un cuenco de vidrio lleno de tulipanes blancos-. Y eso… -Un jarrón de flores secas le había llamado la atención.
Suerte que no puede ver las tazas que hay debajo de la cama, que están a punto de criar moho, pensó Lisa. Sus casas siempre eran un triunfo del estilo sobre la higiene. Tenía que buscarse una asistenta…
– ¿Quieres tomar algo? -preguntó a Jack.
– ¿Tienes cerveza?
– No, cerveza no, pero tengo vino blanco.
Lisa experimentó un ridículo placer cuando Jack aceptó una copa.
– Voy a buscar mis cosas al coche -dijo él; salió a la calle y volvió poco después con una caja metálica azul.
¡Dios mío! ¡Una caja de herramientas! Lisa tuvo que sentarse sobre las manos para no tocarlo, para no arrancarle los últimos botones de la camisa, dejando al descubierto su ancho tórax, cubierto por la cantidad perfecta de vello, y deslizar sus manos por la suave piel de la espalda…
– ¿Te importa que abra la puerta de atrás? Jack interrumpió el achuchón que Lisa le estaba dando mentalmente.
– No, no, ábrela.
Fue hacia la puerta y quitó el cerrojo que Lisa no había tocado desde la última vez que él estuvo allí. Una fragante brisa entró en la cocina, y les trajo el denso aroma nocturno de la vegetación y los silbidos y las piadas de los pájaros que se recogían para pasar la noche. Muy bonito, si te gustaba aquel tipo de cosas.
– ¿Cómo se está en el jardín? -preguntó Jack.
«Ni idea. Todavía no lo he estrenado», pensó Lisa.
– Estupendamente -mintió.
– Ahí fuera se está tan tranquilo que parece mentira que estés en una ciudad -observó Jack señalando el jardín con la cabeza.
– Tienes razón. ¡Y que lo digas!
– Vamos a ver. -Miró la caldera y explicó-: En teoría es un trabajo muy sencillo, pero nunca se sabe.
Jack se arremangó la camisa, dejando al descubierto unos musculosos antebrazos, y puso manos a la obra. Lisa se sentó en la cocina, deleitándose con la presencia de un hombre atractivo en su casa. Decidió que, pasara lo que pasase, no iban a hablar de los problemas de captación de publicidad. No quería estropear con conversaciones deprimentes aquella estupenda ocasión de ligar que se le presentaba.
– Háblame de ti -le pidió Lisa con coquetería, segura de sí misma. Jack estaba de espaldas.
– ¿Qué quieres saber? -dijo él en un tono poco cortés mientras golpeaba metal contra metal. Entonces se dio la vuelta y, un tanto indignado, exclamó-: ¡Por el amor de Dios, Lisa, una pregunta así te deja en blanco!
– Cuéntame cómo has llegado a director ejecutivo de un canal de televisión, una emisora de radio y varias revistas de éxito con solo treinta y dos años. -De acuerdo, estaba exagerando un poco, pero al fin y al cabo de eso se trataba.
– Es un trabajo como otro cualquiera -respondió Jack escuetamente, como si temiese que ella se estuviera cachondeando de él-. Me despidieron de mi anterior empleo, y tengo que ganarme la vida de alguna forma.
¿Que lo habían despedido? Eso no sonaba muy bien.
– ¿Por qué te despidieron?
– Propuse una política radical que implicaba pagar al personal lo que se merecía y dejarlos participar en la dirección de la empresa. A cambio ellos tenían que hacer ciertas concesiones respecto a la delimitación de atribuciones y las horas extras; pero la junta decidió que yo era un rojillo peligroso y me largó.
– ¿Rojillo?
Lisa no les tenía mucha simpatía a los rojillos. Te hacían ir a manifestaciones y tenían unos coches espantosos. Trabants, Ladas… Eso, suponiendo que tuvieran coche. Pero Jack tenía un Beemer.
– Podríamos decir que cuando era joven, en mi época idealista -le asestó un tremendo porrazo a la cañería con la llave inglesa-, era socialista.
– Pero ahora ya no lo eres, ¿verdad? -preguntó Lisa, alarmada.
– No. -Rió entre dientes y añadió-: Pero no te asustes, mujer. Tiré la toalla cuando vi que la mayoría de los trabajadores son felices jugando a la lotería o comprando acciones de empresas estatales privatizadas, y que de su bienestar económico ya se encargan ellos mismos sin problemas.
– Tienes razón. Lo único que hay que hacer es trabajar duro. Lisa se tranquilizó. Al fin y al cabo, eso era lo que había hecho ella. Pertenecía a una familia de clase trabajadora (bueno, teóricamente, porque en la práctica su padre no había trabajado mucho), y eso no la había perjudicado en absoluto.
Jack se dio la vuelta y esbozó una complicada sonrisa. Irónica y triste al mismo tiempo.
– Hazme un breve resumen de tu carrera -pidió Lisa.
Él siguió manipulando la caldera y, sin mostrar ningún entusiasmo, recitó:
– Hice un máster en comunicaciones, luego hice las prácticas de rigor en el extranjero (dos años en un grupo de comunicación de Nueva York, cuatro en San Francisco, en un canal de televisión por cable); regresé a Irlanda justo cuando se estaba produciendo el milagro económico, trabajé en un grupo de prensa y me despidieron, como te he contado. Y hace dos años Calvin Carter me metió en Randolph Media.
– Y ¿qué haces para desconectar del trabajo? -preguntó Lisa mientras se regodeaba contemplando su tensa camisa sobre los músculos de la espalda-. ¿Juegas a golf? -añadió con una sonrisa traviesa, que desgraciadamente Jack no pudo ver.
– Es la última vez que vengo a arreglarte la caldera -protestó él.
– Ya. No me cuadraba que fueras aficionado al golf -dijo ella con una risita tonta-. En serio, ¿qué haces para relajarte?
– Lisa, no me hagas estas preguntas, por favor. Ya sé que… -Giró la cabeza y esbozó una fugaz sonrisa-. Arreglo calderas. Me presento en las casas sin avisar y me empeño en arreglarle la caldera a la gente. A veces lo hago aunque no estén estropeadas. -Se quedó callado y concentrado mientras atornillaba concienzudamente un tornillo, y luego agregó-: ¿Qué más? Salgo con mi novia. Voy a navegar.
– ¿En un yate? -preguntó Lisa con entusiasmo, ignorando que Jack había mencionado a Mai.
– No, no. Qué va. Es una embarcación para una sola persona, no mucho más grande que una tabla de surf. A ver…, juego a Sim City hasta altas horas de la noche. ¿Cuenta eso?
– ¿Qué es? ¿Un juego de ordenador? Claro que cuenta. ¿Algo más?
– No lo sé. Vamos a un pub, o a comer fuera, y hablamos mucho de ir al cine, pero al final nunca vamos, no sé por qué.
A Lisa no le gustó que Jack hubiera empleado el plural en aquella frase. Supuso que Jack se refería a Mai, y aunque él no había especificado qué hacían en lugar de ir al cine, ella se lo imaginaba.
– También salgo con mis amigos de la universidad, y veo bastante televisión, pero porque me lo exige mi trabajo, ¿eh?
– Ya, claro -dijo Lisa con sorna, bromeando. Entonces se dio cuenta de una cosa y añadió-: Eso es lo que más te gusta, ¿verdad? Trabajar en la televisión.
– Sí… -Ella vio que Jack se ponía en tensión, pues había recordado con quién estaba hablando-. Hombre, las revistas también me gustan. Pero no te imaginas la cantidad de trabajo que me da el Canal y…
– Así que podrías ahorrarte el trabajo que te da Colleen, ¿no? -dijo Lisa, burlona.
Jack desvió con tacto la pregunta.
– El caso es que actualmente mi trabajo en el Canal y resulta muy gratificante. Después de dos años currando como un enano, el personal está bien pagado, por fin; los patrocinadores están satisfechos y los consumidores tienen una programación inteligente. Y estamos a punto de atraer inversiones, así que pronto podremos ofrecer una programación de mayor calidad aún.
– Genial -dijo Lisa con vaguedad. De momento ya había oído bastante sobre el Canal 9-. ¿Qué más haces?
– Pues… -Pensó en voz alta-. Los fines de semana suelo ir a ver a mis padres. Se están haciendo mayores, y las horas que paso con ellos cada vez parecen más valiosas. No sé si me entiendes.
Lisa cambió de tema apresuradamente:
– ¿No vas nunca a inauguraciones de restaurantes? ¿Ni a estrenos de teatro?
– No -respondió él, tajante-. Odio esas cosas. Nací sin el gen de la diplomacia, aunque estoy seguro de que no hace falta que te lo diga.
– ¿Por qué? -preguntó Lisa, disimulando.
– ¡Bah! Tengo muy mala leche.
– Conmigo nunca la has empleado -dijo ella, lo cual no significaba que no se hubiera fijado en sus berrinches.
– Lo hago sin querer -explicó Jack con cierta nostalgia-. No sé qué me pasa, pero no puedo evitarlo, y luego siempre me arrepiento.
– Perro ladrador, poco mordedor, ¿no?
Jack se dio la vuelta, dejó la llave inglesa en el suelo y exclamó:
– ¡Ya está! -Con tono más suave añadió-: No siempre. A veces sí muerdo.
Antes de que Lisa pudiera contestar a aquella provocativa afirmación, se puso a recoger las herramientas.
– La he conectado de modo que tengas agua caliente a todas horas. Nos vemos mañana, y perdona que me haya presentado sin avisar.
– No pasa na…
Jack no se entretuvo más. La casa se quedó muy vacía, y Lisa sola, muy sola, con sus pensamientos.
A Oliver le gustaban la ropa, las fiestas, el arte, la música, las discotecas y relacionarse con gente importante. Jack era un socialista mal vestido que navegaba en una tabla de surf y que no tenía vida social de que hablar. Pero también era corpulento, sexy, peligroso, y olía maravillosamente. Además…, oye, no se puede tener todo.
24
«Eres una chica estupenda, Ashling. Eres una chica estupenda, Ashling.» La frase con que Dylan se había despedido en el Shelbourne resonaba en los oídos de Ashling, que iba andando a su casa. Y siguió resonando hasta que se paró en el café Moka para comer algo.
Cuando llegó a casa encontró a Boo sentado en la acera.
– ¿Dónde has estado? -le preguntó Ashling-. Hace un par de días que no te veo.
Boo miró al cielo y exclamó en tono de guasa:
– ¡Mujeres! ¡Siempre controlándote! -Iba sin afeitar, y le brillaban los ojos-. Necesitaba un cambio de aires. -Agitó una mano con aire indolente-. Me sentí atraído por la puerta de una bonita tienda de Henry Street, así que me instalé allí un par de noches.
– Entiendo. Te gusta cambiar de cama -repuso ella-. Sois todos iguales.
– No significó nada -dijo Boo con seriedad-. La atracción era puramente física.
– Anoche te bajé unos libros. -Una vez más, Ashling lamentó que la hubieran pillado desprevenida.
Hasta que recordó que llevaba en el bolso un ejemplar para la prensa de un libro de Patricia Cornwell. Nadie se había interesado por él en la oficina, así que Ashling lo había cogido para regalárselo a Joy.
– ¿Crees que te gustará esto?
Sacó con torpeza el libro de su bolso. A Boo se le iluminó tanto la cara que a ella casi le entró mareo. Ella tenía de todo, y él, en cambio, no tenía más que una manta de color naranja.
– Me encantará -contestó Boo-. Lo cuidaré. Puedes estar segura de que te lo devolveré intacto.
– Puedes quedártelo.
– ¿Por qué?
– Me lo han regalado. En el trabajo.
– Qué trabajo tan estupendo -la felicitó él-. Gracias, Ashling. Eres muy amable.
– De nada -replicó ella con fría formalidad. Estaba disgustada por la injusticia del mundo, enfadada consigo misma por tener tanto poder, y se sentía culpable por lo poco que hacía al respecto.
Cuando metía la llave en la cerradura, Boo le gritó:
– ¿Qué te pareció Marcus Valentina?
– No lo sé. -Estuvo a punto de soltarle un largo discurso y explicarle que el día que lo conoció no le había gustado, que luego lo había visto actuar y no pudo evitar cambiar de opinión, que estaba deseando que la llamara y que confiaba en que hubiera un mensaje en el contestador, que…-Gracioso -resumió componiendo una débil sonrisa-. Muy gracioso.
«Muy gracioso, desde luego. Decir que me llamaría, y luego pasar de todo.» Subió a toda prisa la escalera, ansiosa por comprobar si Marcus había llamado durante su ausencia.
Cuando vio la luz roja parpadeante le entró vértigo. Apretó el play y, mientras la cinta se rebobinaba hasta el principio, dio una rápida vuelta por el piso para frotar el Buda de la suerte, tocar la piedra milagrosa, acariciar el cristal mágico y ponerse la gorra roja. «Por favor, Fuerza Benigna del Universo que llamamos Dios -rezó-, que haya llamado.»
Evidentemente algo no funcionaba bien en el continuo espaciotemporal, porque sus plegarias tuvieron respuesta. Pero no la respuesta adecuada, sino una desfasada: el mensaje era de Phelim. Ashling había rezado muchas veces para que Phelim la llamara, y ahora que lo había hecho, era demasiado tarde.
«¿Qué tal, Ashling? -crujió su voz desde Sydney-. ¿Cómo va todo? -Sonaba muy alegre y muy australiano; luego volvió a hablar con su acento de Dublín-. Oye, se me olvidó regalarle algo a mi madre por su cumpleaños, y ella no me lo perdonaría jamás. ¿Podrías comprarle algún adorno o algo? Tú conoces sus gustos mejor que yo. Ya te compensaré. Gracias, eres un tesoro.»
– Gilipollas -murmuró Ashling quitándose la gorra prodigiosa.
Si ella no se hubiera encargado de prepararle los billetes, los visados, el pasaporte y los dólares australianos, Phelim todavía estaría intentando averiguar qué tenía que hacer para salir del país. Lo único que había faltado era que ella lo metiera en el avión con un cartelito colgado del cuello. Entonces se fijó en su reacción: ni rastro de náuseas, añoranza o emoción. Normalmente se afligía mucho cuando tenía noticias de Phelim, pero por lo visto había empezado a creerse aquello que siempre proclamaba: verdaderamente ya no estaba colgada de él.
Descolgó el auricular y llamó a Ted.
– Me gustaría charlar un rato con mi amigo el funcionario -dijo sin más.
– Bajo ahora mismo.
– Tráete a Joy.
Poco después Ashling les abrió la puerta a Ted y Joy, diciendo:
– Tengo problemas de amores.
– Yo también -dijo Joy, casi jactanciosa.
– ¿Con quién? ¿Con el Hombre Tejón?
– Con el hombre mamón -la corrigió Joy-. Me está tomando el pelo. A ver, Ashling, ¿con quién tienes problemas? ¿Con tu jefe, ese Mistar Universo? Me parece que yo ya lo pronostiqué, ¿no?
– ¿Con quién? ¿Con Jack Devine?
Ashling se acordó del cartón de cigarrillos y se sintió un tanto incómoda, así que recuperó rápidamente el episodio del «compórtate de acuerdo con la edad que tienes, no como una anciana que ha sobrepasado el límite de velocidad», e inmediatamente supo a qué atenerse.
– ¿Ese capullo?
Joy miró a Ted con una sonrisa de suficiencia, como diciendo «Ya te lo decía yo».
– Las pasiones se desatan -comentó indulgentemente.
– No me refería a Jack Devine -insistió Ashling-. Me refería al humorista, Marcus Valentina.
– Haz el favor de explicarte -dijo Joy con irritación.
Así que Ashling les contó toda la historia: que había conocido a Marcus en la fiesta de los muelles, que él le había entregado una nota que rezaba LLAMEZ-MOL…
– ¡Pero si eso lo dijo en su número! -exclamó Ted, emocionado-. Así que la chica de la que hablaba eras tú. ¡Es extraordinario!
Ashling levantó una mano pidiendo silencio.
– Hace dos fines de semana volví a encontrármelo en la fiesta de Rathmines, pero seguía sin gustarme. Sin embargo, lo vi el sábado pasado y me parece que empezó a caerme bien. Y él me dijo que me llamaría, pero no lo ha hecho.
– ¡Pues claro que no te ha llamado! -terció Joy-. Hoy es lunes. Con aquellas palabras, Ashling recuperó la sensatez.
– ¡Tienes razón! Me estoy haciendo un lío de muerte, como siempre, y ni siquiera estoy segura de que me guste. Y pensar que ayer me pasé todo el día en vilo. ¿Cuándo aprenderé?
– Si te llama, será el martes o el miércoles -añadió Joy segura.
– ¿Cómo lo sabes?
– Es una de las normas del reglamento. Toma nota, Ted. Si un tío conoce a una chica el sábado por la noche, no puede llamarla antes del martes, porque parecería demasiado interesado. Si no la llama el martes o el miércoles, ya no la llama.
– ¿Y el jueves? -preguntó Ashling con alarma.
– Está demasiado cerca del fin de semana. Joy sacudió la cabeza, tajante-. Se imagina que tú ya has hecho tus planes y no quiere arriesgarse a que lo rechaces.
– Pues mira, el sábado por la noche ya lo tengo ocupado. -Ashling se había distraído momentáneamente-. Voy a hacer de niñera para Dylan y Clodagh.
Ted contuvo un grito de asombro y dijo:
– ¿Puedo ir contigo?
– No me digas que le gusta la princesa -intervino Joy con desprecio.
– Es guapísima -dijo Ted.
– Es una malcriada y…
– ¿Puedo ir contigo? -Ted no le hizo caso a Joy, y siguió suplicándole a Ashling.
– Ted, si voy a hacer de niñera para Clodagh, es porque ella no va a estar en casa.
Le molestó que Ted, prácticamente, le pidiera que lo ayudara a flirtear con su amiga, que estaba casada.
– No importa… Oye, ¿por qué no le preguntas si puedo ir contigo? Tú no podrás apañártelas sola con dos críos.
Ashling tuvo que reconocer, aunque le fastidiara, que así era: ella sola no iba a poder con Molly y Craig.
– Está bien, se lo preguntaré. -Aunque si, como había dicho Dylan, Clodagh estaba paranoica con el cuidado de sus hijos, no iba a permitir que Ted entrara en su casa.
– Yo calculo que Marcus Valentina te llamará mañana por la noche o el miércoles -dijo Joy, harta de oír hablar de Clodagh.
– Mañana por la noche no voy a estar en casa.
– ¿Adónde vas?
– Tengo clase de salsa.
– ¿Qué?
– Me gustó mucho -se defendió Ashling-. El cursillo solo dura diez semanas. Y estoy en muy baja forma; me conviene hacer un poco de ejercicio.
– Te vas a quedar como un palillo -gimoteó Joy.
– Qué va -dijo Ashling-. Hace años que me apunté al gimnasio y no he reducido un centímetro.
– Quizá notarías alguna diferencia si fueras de vez en cuando -replicó Joy con dureza-. No basta con pagar la cuota mensual, ¿sabes?
– Antes iba -dijo Ashling, malhumorada.
Y era verdad: hacía cientos de variaciones de abdominales y ejercicios para perder cintura. Zancadas, oblicuos y giros de cintura. Se tocaba repetidamente la rodilla con el codo opuesto hasta que se ponía roja como un tomate y se le reventaban las venillas de los ojos. Pero desistió cuando comprendió que aunque se matara a abdominales su cintura iba a conservar exactamente el mismo diámetro. Decidió que el resto de su cuerpo no estaba mal del todo, así que no valía la pena tanto esfuerzo físico.
La salsa era diferente. No iba a hacerlo por su cintura, sino para pasárselo bien.
– Ahora tienes un hobby -la acusó Joy, consternada-. Te vas a convertir en uno de esos bichos raros que tienen hobbies.
– No es ningún hobby -replicó Ashling-. Sencillamente es algo que quiero hacer.
– Y ¿qué crees que es un hobby?
– Hablando de salsa -las interrumpió Ted-, he leído tu artículo y lo he encontrado fenomenal. He hecho un par de correcciones, aunque creo que ya está bien como está.
– ¿En serio? -dijo Ashling, que no daba crédito a sus oídos. Había trabajado en aquel artículo tres noches enteras, la semana anterior, y al final quedó bastante satisfecha con él. Creía que le había salido considerablemente divertido, pero no sabía si eran imaginaciones suyas.
– Me lo he pasado muy bien. Ha sido muy agradable trabajar en algo así, en lugar de redactar un informe sobre la erradicación de la brucelosis en la cabaña lechera. ¿Qué tiene eso de sexy? -dijo Ted con un deje de amargura-. No me extraña que Clodagh no se interese por mí. Cuanto antes me trasladen al Ministerio de Defensa, mejor.
Se quedó callado, soñando con ametralladoras, tanques, caras manchadas de barro, complicadas navajas y otra parafernalia varonil.
– Y mira lo que te he hecho yo -dijo Joy exhibiendo una hoja en la que había varias suelas de zapatos dibujadas, ilustrando la secuencia de los pasos de salsa. Joy había hecho un dibujo muy gracioso, con flechas y líneas de puntos para describir los movimientos.
– ¡Qué gran idea! -exclamó Ashling-. Sois los dos fenomenales.
El temido artículo estaba tomando una forma bastante decente. Aparte de las fotografías en que aparecían ella y Joy, Ashling le había pedido a Gerry, el director de arte, que buscara una imagen de dos bailarines. Gerry había encontrado una estupenda: la mujer estaba doblada por la cintura e inclinada hacia atrás, con la larga melena negra rozando el suelo, y el hombre inclinado sobre ella con gesto muy sugerente. Era muy sexy. Ashling experimentó un breve respiro de la agobiante sospecha de que en realidad no servía para aquel trabajo.
Entonces sonó el teléfono, y como el contestador estaba conectado, los tres escucharon atentamente para ver quién era. ¿Y si era Marcus Valentina?
– No puede ser. Ya te lo he dicho -dijo Joy, suspirando con hastío-. Es lunes.
Era Clodagh.
– Oigo los latidos de tu corazón -le dijo Joy a Ted con sarcasmo.
Pese a ser muy breve, el mensaje de Clodagh, en el contexto de la preocupación de Dylan, puso muy nerviosa a Ashling.
«-¿Puedes llamarme, Ashling? -dijo Clodagh, y su voz se oyó en toda la habitación-. Quiero hablar contigo de… una cosa.»
25
El martes por la mañana, Trix entró taconeando en la oficina, montada en sus plataformas de plástico y acompañada por un leve pero inconfundible olor a pescado. Ashling lo notó enseguida, y cada vez que llegaba alguien más se ponía a olfatear el aire con gesto de alarma. Con todo, resultaba un poco violento comentárselo a Trix, de modo que el asunto quedó sin abordar hasta que llegó Kelvin. Al fin y al cabo, él era un chico de veintitantos años y la vulgaridad era una de sus características más destacadas.
– Trix, hueles a algo que espero sea pescado.
– Es pescado.
– ¿Puedo preguntarte por qué?
– Buscaba a un hombre con vehículo -contestó Trix, enfurruñada.
Kelvin se dio varias palmadas en las mejillas y dijo:
– ¡No! Ya estoy despierto y sigo sin entenderlo.
– Buscaba a un hombre con vehículo -repitió Trix, enojada-. Conocí a Paul, que reparte pescado, y resulta que utiliza la furgoneta del trabajo en su tiempo libre.
Como era de esperar, la imagen de Trix con sus mejores galas y su mejor maquillaje sentada junto a un montón de pescado provocó las carcajadas de sus compañeros.
– Yo iba sentada delante junto al conductor -protestó Trix, pero fue en vano-. No detrás, con el pescado.
– ¿Qué has hecho con tus otros novios? -le preguntó Kelvin.
– Los he mandado a paseo.
Ojalá fuera tan dura como ella, pensó Ashling mientras tecleaba con furia. Estaba introduciendo su artículo sobre el club de salsa en el ordenador. Cuando hubo terminado de copiar el texto, se lo pasó a Gerry, que escaneó los dibujos de Joy y las fotografías.
– Voy a probar diferentes tipos de letra y diferentes colores -dijo Gerry-. Dame un poco de tiempo y luego se lo enseñaremos a Lisa. Confía en mí: te haré quedar bien.
– Confío en ti plenamente -le prometió Ashling. Gerry era un imperturbable oasis de serenidad; nunca le entraba pánico, por muy confuso o difícil que fuera lo que le pidieras.
Mientras esperaba, Ashling llamó por teléfono a Clodagh.
– Querías hablar conmigo de algo, ¿no? -le dijo, nerviosa.
– Sí. -Se oía la clásica algarabía de fondo-. Craig está enfermo, y a Molly han vuelto a echarla de la guardería.
– ¿Qué ha hecho esta vez?
– Por lo visto intentó prenderle fuego a la casa. Es una niña, y es lógico que explore su entorno, que quiera saber para qué sirven las cerillas. No sé qué espera esa gente. -Se oyeron más gritos-. Al menos ella siente curiosidad. En cambio yo ya no sé qué hago aquí, Ashling.
– No me extraña.
– Por eso quería hablar contigo de… ¡Molly! ¡Suelta ese cuchillo! ¡He dicho que lo sueltes! ¡Ahora mismo! Craig, si Molly te pega, ¡pégale tú a ella, por el amor de Dios! -Clodagh masculló algo por lo bajo y dijo-: Tengo que dejarte, Ashling. Ya te llamaré más tarde.
Clodagh colgó. Así que Dylan tenía razón: estaba pasando algo. Ashling tragó saliva. Bueno, ya eran mayorcitos para arreglárselas solos.
Para distraerse, Ashling pulsó unas cuantas teclas del ordenador, y se llevó una grata sorpresa al ver que tenía un e-mail. Era un chiste que le había enviado Joy. ¿Qué diferencia hay entre un erizo y un BMW?
– Un chiste, chicos -dijo Ashling a nadie en particular. Todos dejaron de trabajar al instante. Cualquier excusa era buena-. ¿Por qué los hombres no se ahogan?
– Ya lo sé -bramó Jack Devine, que se dirigía a su despacho a grandes zancadas.
– Pero si ni siquiera sabes qué voy a decir -protestó Ashling.
– Porque flotan, como la mierda -dijo Jack, y pegó un portazo.
Ashling se quedó atónita.
– ¿Cómo lo sabía? -preguntó.
– Ese chiste circula hace un par de días -explicó Kelvin-. Se lo habrá contado alguien.
– ¡Ah! Creía que había vuelto a pelearse con su novia.
– ¿No os habéis parado a pensar en la cantidad de presión que soporta el pobre señor Devine? -La señora Morley se había levantado de su silla (aunque con eso no conseguía parecer más alta), y habló con un tono cargado de rabia e instinto protector-. El sábado estuvo negociando con el sindicato de técnicos hasta las diez de la noche. Y esta mañana tiene una reunión con tres ejecutivos que han venido de Londres, entre ellos el contable del grupo, para discutir sobre asuntos muy serios. Pero por lo visto, eso a ninguno de vosotros os importa. Y debería importaros -concluyó con tono amenazador.
Aunque en general todos la consideraban una pelmaza que no hacía más que sembrar pesimismo, sus palabras tuvieron un efecto aleccionador en el personal. Sobre todo en Lisa. Seguía sin haber noticias sobre los ingresos provenientes de la publicidad. Lisa tenía nervios de acero, pero aquella situación la estaba sacando de quicio incluso a ella.
Jack salió de su despacho.
– Acaban de llamar -le informó la señora Morley-. Llegarán dentro de diez minutos.
– Gracias-. Jack suspiró y, distraído, se mesó el despeinado cabello. Parecía cansado y preocupado, y de pronto Ashling sintió lástima por él.
– ¿Quieres una taza de café antes de la reunión? -le preguntó con compasión.
Él la miró con sus oscuros ojos y, cabreado, respondió:
– No, no vaya a ser que me despierte.
«Pues vete al cuerno», pensó Ashling, que ya no se compadecía de Jack.
– Ven a ver esto, Ashling -dijo entonces Gerry.
Ella se acercó a la pantalla de Gerry y se quedó impresionada por cómo había quedado el artículo: era un reportaje de cuatro páginas, vistoso, divertido, atractivo e interesante. El texto estaba distribuido en tiras y columnas, y dominado por la erótica fotografía de la pareja bailando, con el cabello de la mujer rozando el suelo.
Gerry lo imprimió todo y Ashling se lo llevó a Lisa, como si se tratara de una ofrenda sagrada. Lisa examinó las páginas sin decir ni pío. Ni siquiera la expresión de su rostro daba alguna pista de lo que estaba pensando. El silencio se prolongó tanto que la emoción de Ashling empezó a disminuir y a convertirse en preocupación. ¿Y silo había entendido mal? Quizá no fuera aquello lo que Lisa quería.
– Aquí hay una falta de ortografía -dijo Lisa con voz monótona-. Y aquí, un error tipográfico. Y aquí otro. Y otro. -Cuando llegó al final del artículo, se lo devolvió a Ashling y dijo-: Muy bien.
– ¿Muy bien? -repitió Ashling, que seguía esperando que Lisa reconociera cuánto había trabajado y cuánto se había esmerado.
– Sí, muy bien -dijo Lisa con impaciencia-. Corrígelo y pásalo.
Ashling le lanzó una mirada iracunda. Estaba tan disgustada que no pudo evitarlo. Ella no podía saber que aquello significaba un gran elogio por parte de Lisa. Cuando los empleados de Femme oían gritar a Lisa: «Llévate esta mierda de mi mesa y escríbelo otra vez», solían considerarlo un homenaje.
Entonces Lisa se acordó de una cosa y cambió de tema.
– Oye, ¿quién era ese tipo con el que ibas anoche? -preguntó con exagerada indiferencia.
– ¿Qué tipo? -Ashling sabía perfectamente a quién se refería, pero quería vengarse.
– Uno rubio. Te marchaste de aquí con él.
– Ah, ya. Era Dylan. -Ashling no dijo nada más. Estaba disfrutando de lo lindo.
– Y ¿quién es Dylan? -tuvo que preguntar Lisa.
– Un amigo mío.
– ¿Soltero?
– Está casado con mi mejor amiga. ¿Qué? ¿Te gusta mi artículo? -insistió con tesón.
– Ya te he dicho que está bien -contestó Lisa con fastidio. Y añadió algo con lo que hurgaba en la herida-: Creo que podríamos convertirlo en una sección. Prepara otro reportaje sobre cómo ligar para el número de octubre. ¿Qué fue lo que propusiste en la primera reunión que celebramos? ¿Ir a una agencia matrimonial? ¿A montar a caballo? ¿Navegar por internet?
Se acuerda de todo, pensó Ashling, que no se sentía capaz de hacer otro esfuerzo monumental el mes siguiente y cada mes. ¡Y sin que Lisa elogiara su trabajo!
– Aunque también podrías escribir algo sobre la posiblidad de ligar en una función de cómicos de micrófono -añadió Lisa con una astuta sonrisa.
Ashling se encogió de hombros, abochornada.
– ¿Ya te ha llamado? -preguntó de pronto Lisa.
Ashling negó con la cabeza; le fastidiaba tener que reconocer su derrota. ¿Y si Marcus había llamado a Lisa? Seguro que sí; por eso se estaba mostrando tan cruel con ella. Tras unos segundos de silencio, la venció la curiosidad.
– ¿Y a ti? -preguntó.
Lisa también negó con la cabeza, lo cual sorprendió mucho a Ashling.
– ¡Es un gilipollas! -exclamó con vehemencia y profundo alivio.
– ¡Un imbécil! -coincidió Lisa, y soltó una inesperada risotada.
De repente Ashling encontró muy gracioso que Marcus Valentina no las hubiera llamado a ninguna de las dos.
– ¡Hombres! -Las onerosas horas de espera que Ashling había soportado desde el sábado se disolvieron en una carcajada.
– ¡Hombres! -coincidió Lisa, riendo también.
Entonces ambas se fijaron en Kelvin, que estaba plantado en medio de la oficina, rascándose distraídamente el paquete y con la mirada perdida. Era una imagen tan típica, que cuando Ashling y Lisa volvieron a mirarse, se desternillaron de risa.
Lisa rió con ganas. Y eso la animó y la relajó tanto que se dio cuenta de que hacía mucho tiempo que no reía de verdad. Una carcajada como Dios manda, de esas que te hacen olvidar todo lo demás.
– ¿Qué pasa? -preguntó Kelvin, ofendido-. ¿Qué os hace tanta gracia?
Aquello bastó para que Ashling y Lisa volvieran a empezar. La risa les hizo olvidar su desconfianza mutua, y al menos por un momento se sintieron unidas.
Secándose las lágrimas y tocándose las doloridas mejillas, Lisa, llevada por un impulso, le dijo a Ashling:
– Tengo invitaciones para una presentación de cosméticos que hay esta tarde. ¿Quieres venir conmigo?
– ¿Por qué no? -respondió Ashling alegremente. Estaba agradecida, pero ya no lastimosamente agradecida.
La presentación de cosméticos era de Source, la marca de moda, pues gozaba de mucha popularidad entre las supermodelos y las famosas. Todos sus productos, cuyos desorbitados precios inspiraban gran confianza, eran ecológicos; los envases eran biodegradables, reciclables o reutilizables; y la empresa alardeaba de reinvertir parte de sus beneficios en la replantación de árboles, la reconstrucción de la capa de ozono, etcétera, etcétera. (En realidad invertían el 0,003% de los beneficios descontados los impuestos, y después de que los accionistas hubieran recibido sus dividendos. En la práctica la suma ascendía a unas doscientas libras, pero eso a la gente no le importaba, aunque lo supiera. Se habían tragado aquello de «Source: la belleza responsable».)
El escenario de la presentación era el hotel Morrison, no muy lejos de la oficina. De todos modos, Lisa se empeñó en ir en taxi. Habrían llegado antes si hubieran ido a pie, porque el tráfico estaba fatal, pero a ella no le importaba. En Londres Lisa no iba a pie a ningún sitio, y consideraba que era una afrenta a su estatus el que tuviera que hacerlo en Dublín.
Habían convertido una de las salas de actos del hotel en una antigua farmacia para la ocasión. Las chicas de Source llevaban batas blancas de médico y estaban situadas detrás de unas diminutas mesas de boticario (de MDF, pero tratadas para que parecieran de madera de teca vieja). Por todas partes había botellas con tapón de vidrio, cuentagotas y tarros de medicinas.
– Qué pedantería -le dijo Lisa a Ashling al oído-. Y cuando se ponen a hablar de los productos nuevos, se comportan como si hubieran descubierto un remedio contra el cáncer. Pero antes que nada… ¡una copa!… ¡Zumo de germen de trigo! -exclamó cuando el camarero le descifró el contenido de su bandeja.
– ¡Puaj! ¿No tiene nada más?
Lisa llamó a otro camarero, que llevaba una bandeja llena de latas plateadas, de las cuales sobresalía un tubito opaco.
– ¿Oxígeno? -dijo Lisa con asco-. No diga tonterías. Tráigame una copa de champán.
– Que sean dos -intervino Ashling, nerviosa. Solo con ver el zumo de germen de trigo, verde y grumoso, le habían dado ganas de vomitar, y si no andaba equivocada, el oxígeno podía obtenerlo siempre que quisiera.
Se bebieron tres copas de champán cada una, para envidia de los otros invitados, que bebían tímidamente sus zumos de germen de trigo gratis e intentaban no vomitar. Solo Dan Heigel del Sunday Independent, cuyo lema era «Hay que probarlo todo», se había atrevido con el oxígeno, y le dio tal mareo que tuvo que tumbarse en el vestíbulo, donde los turistas lo esquivaban con una sonrisa indulgente, creyendo que era el paradigma del irlandés borracho.
– Vamos -le dijo Lisa a Ashling-. Ahora toca aguantar el sermón; luego podremos exigir nuestro regalo.
Ashling comprobó que Lisa tenía razón. Caro, que se encargó de presentar los cosméticos, hablaba de los productos con una seriedad y una poca gracia asombrosas.
– Esta temporada se va a llevar el look reluciente -anunció Caro al tiempo que se aplicaba con suavidad un poco de sombra de ojos en el dorso de la mano.
– Igual que la temporada pasada -la desafió Lisa.
– No, no. La temporada pasada se llevaba el look brillante. -Lo dijo completamente convencida, sin una pizca de ironía.
Lisa le dio un codazo a Ashling y ambas se miraron, conteniendo la risa. Lisa tuvo que admitir que estaba muy bien tener a alguien con quien reírse de aquellas cosas.
– Esta temporada hemos abierto nuevos caminos creando un brillo de labios para la frente del que estamos muy satisfechos… Cualquier imperfección que se detecte en su textura se debe a que, a diferencia de otras marcas de cosméticos, nosotros no utilizamos grasas animales para fabricar nuestros productos. Es el precio que hay que pagar…
Finalmente la encomiable presentación llegó a su fin, y Caro reunió una selección de los cosméticos de la nueva temporada. Todos los productos iban envasados en tarros de grueso cristal marrón, como los tarros de medicinas antiguos, y recogidos en una réplica de maletín de médico.
Caro le dio un maletín a Lisa, pues parecía evidente que ella era la responsable. Pero al ver que Ashling y Lisa no se marchaban, Caro dijo con ansiedad:
– Solo un obsequio por publicación. La filosofía de Source es no fomentar los excesos.
Lisa y Ashling volvieron a contemplarse una a otra como rivales.
– Ya lo sabía -dijo Lisa quitándole importancia, y se marchó de la sala con aire despreocupado, aferrada a la bolsa de cosméticos: la posesión era lo que contaba.
Salió al vestíbulo con paso decidido, sin aminorar la marcha cuando pasó por encima de Dan Heigel, que seguía tumbado en el suelo.
– Qué bragas tan monas -murmuró él.
– Y tú ¿por qué tienes que llevar pantalones? -preguntó un segundo más tarde, cuando Ashling saltó por encima de él.
Cuando Lisa consideró que estaban suficientemente lejos del hotel, aminoró el paso. Ashling la alcanzó y le echó un vistazo, angustiada, a la bolsa de obsequios.
– Depende de lo que haya dentro -dijo Lisa, tajante. Acababa de recordar por qué le gustaba tanto trabajar sola. Si no trabajabas sola, siempre acababas teniendo que compartir algo: maquillaje, elogios… Abrió el maletín de médico y dijo-: Puedes quedarte la sombra de ojos. ¡Eh! ¡Es reluciente!
Pero además de ser reluciente era de un extraño color de barro que a ninguna de las dos les gustó.
– Y también puedes quedarte el brillo para la frente. Yo me quedo la crema para el cuello y el delineador de ojos.
– ¿Y la barra de labios? -preguntó Ashling, anhelante.
La barra de labios era el verdadero premio: era de un marrón claro precioso, con un perfecto acabado mate.
– La barra de labios es para mí -dijo Lisa-. Al fin y al cabo, yo soy la jefa.
«¿Me lo dices o me lo cuentas?», pensó Ashling, resentida.
26
El martes por la noche Ashling fue a su clase de salsa. Como la vez anterior, las mujeres superaban en número a los hombres, y a Ashling le tocó bailar con otra mujer, que le preguntó si iba allí a menudo.
– No, es mi primera clase -le explicó Ashling.
– Ah, bueno. De todos modos, ¿verdad que es genial tener un hobby?
Terminada la clase, Ashling, sudorosa y con las mejillas sonrosadas, se fue corriendo a su casa para ver si había algún mensaje en el contestador, pero en cuanto abrió la puerta vio la luz roja inmóvil. Bueno, todavía quedaba el miércoles: no estaba todo perdido.
Mientras hurgaba en los armarios de la cocina buscando algo para comer, la asaltó la posibilidad de que Marcus hubiera perdido su número de teléfono. Pero no. Se había guardado el papelito en el bolsillo y había dicho que lo guardaría como si fuera un tesoro. Además, era la segunda vez que Ashling le daba su número, lo cual reducía las probabilidades de que Marcus lo perdiera.
Contempló su botín: media bolsa de tortillas mexicanas, un poco blandas; un tarro de aceitunas negras; cuatro Hobnobs, también un poco blandas; una lata abollada de piña; ocho rebanadas de pan duro. No era gran cosa. Mañana tendría que ir al supermercado.
Le apetecía comer algo caliente, así que metió dos rebanadas de pan duro en la tostadora. Mientras esperaba, sintió un arrebato de frustración respecto a Marcus. Por haber abierto un hueco en su vida por donde se había colado la esperanza. Estaba mucho mejor antes de que él empezara a molestarla.
De todos modos, ¿por qué le molestaba? Ahora que lo había visto actuar, la opinión que tenía de él había cambiado. En lugar de ser un hombre al que ni se le ocurriría acercarse, Marcus Valentina era un bien deseable, y Ashling no estaba segura de si ella se lo merecía.
Cuando se estaba comiendo la primera tostada sonó el teléfono, y a Ashling se le disparó la adrenalina. Se limpió las migas y la mantequilla de los labios, cruzó el salón y descolgó el auricular.
– ¿Diga? -dijo intentando disimular la emoción; pero esta desapareció inmediatamente-. Ah, hola, Clodagh.
– ¿Estás en casa?
– ¿A ti qué te parece?
– Lo siento. Lo que quiero decir es si puedo pasar a verte un momento.
Oh, no. El estado de ánimo de Ashling tocó fondo. Aquello no presagiaba nada bueno. Anuló inmediatamente sus planes de telefonear a sus padres, porque la capacidad de aguante no le daba para tanto.
– Sí, claro. Ven cuando quieras -dijo Ashling-. Esta noche no salgo.
– Voy un momento a casa de Ashling -le dijo Clodagh a Dylan, que estaba viendo la televisión en el salón a medio empapelar.
– Ah, ¿sí? -dijo él, sorprendido.
Aquello se apartaba de lo normal, pues Clodagh nunca salía por las noches. A menos que salieran juntos. Pero antes de que pudiera preguntarle nada más, ella ya había cerrado la puerta de un portazo y salía del jardín en su Nissan Micra.
– Necesito hablar contigo -anunció Clodagh en cuanto Ashling le abrió la puerta del piso.
– Ya lo he visto -repuso Ashling en tono sombrío.
– Y necesito que me hagas un favor.
– Haré lo que pueda.
– Oye, ¿sabes que hay un mendigo sentado en el portal de tu casa? -dijo Clodagh, cambiando inesperadamente de tema-. ¡Y me ha saludado!
– Debe de ser Boo -dijo Ashling despreocupadamente-. ¿Uno joven, moreno y risueño?
– Sí, pero… -Clodagh se interrumpió a media frase-. ¿Lo conoces?
– No mucho, pero… bueno, a veces charlamos un poco.
– ¡Pero si seguramente será drogadicto! Podría atracarte con una jeringuilla. ¿No sabías que lo hacen mucho? O entrar en tu piso.
– Boo no es drogadicto.
– ¿Cómo lo sabes?
– Porque me lo ha dicho.
– ¿Y tú te lo crees?
– Claro que sí -respondió Ashling con irritación-. Además, se ve a la legua. Basta con hablar un rato con alguien para saber si es un borracho o un drogadicto.
– Entonces ¿cómo es que vive en la calle?
– Pues no lo sé -admitió Ashling. No le había parecido educado preguntárselo a Boo-. Pero es muy simpático. Muy normal, francamente. Y si bebiera o se drogara, no se lo echaría en cara, porque vivir en la calle ha de ser espantoso.
Clodagh adelantó el labio inferior en gesto de desaprobación y asombro.
– No entiendo cómo puedes ser tan temeraria. Pero ten cuidado, ¿vale? Bueno, necesito hablar contigo. He tomado una decisión.
– ¿De qué se trata?
¿Va a tomar antidepresivos? ¿Va a dejar a Dylan?
– Ha llegado el momento… -Clodagh se sentó en el sofá, se puso cómoda y repitió-: Ha llegado el momento…
– ¿De qué? -le espetó Ashling con nerviosismo.
– … de que vuelva a trabajar.
Aquello no era lo que Ashling se había imaginado. Ella se había preparado para algo mucho peor.
– ¿Cómo? ¿Tú? ¿Que vas a trabajar?
– ¿Por qué no? -dijo Clodagh, poniéndose a la defensiva.
– Sí, claro, por qué no. Pero ¿qué te ha hecho tomar esa decisión?
– Pues mira, llevo tiempo dándole vueltas al asunto. Creo que no es saludable que dedique todas mis energías a mis hijos. -Aunque no quisiera confesarlo, Clodagh sospechaba que de ahí surgían todos aquellos terribles e incómodos sentimientos de insatisfacción-. Necesito salir un poco de casa, relacionarme con adultos…
– Y ¿es de eso de lo único que querías hablar conmigo? -Ashling quería asegurarse.
– ¿De qué otra cosa iba a querer hablar? -replicó Clodagh, sorprendida.
– De nada, de nada. -Le entraron ganas de estrangular a Dylan por haberle causado tanta ansiedad cuando era evidente que lo único que le pasaba a Clodagh era que se moría de aburrimiento-. Y ¿en qué tipo de trabajo has pensado?
– Todavía no lo sé. La verdad es que no me importa. Cualquier cosa… Aunque -añadió, un tanto arrepentida-, sea lo que sea, no me resultará fácil recibir órdenes de otras personas. De otras personas que no sean mis hijos, claro está.
Mientras Ashling recomponía su estado anímico ante aquel inesperado giro de los acontecimientos, Clodagh se quedó pensativa. Había leído infinidad de libros sobre amas de casa que habían montado su propio negocio. Aprovechaban su excepcional habilidad para hacer pasteles para crear una industria pastelera, por ejemplo. O montaban un gimnasio para mujeres. O convertían su afición a la cerámica en una próspera empresa con al menos siete u ocho empleados. Tal como ellas lo contaban, parecía sencillísimo. Los bancos les prestaban el dinero, las cuñadas se ocupaban de sus hijos, los vecinos convertían el garaje en un cuartel general, y todo el mundo colaboraba. Cuando la cafetería se llenaba, todo el mundo iba a echar una mano: los clientes, el cartero, los inocentes transeúntes e incluso alguien con quien la heroína se había peleado recientemente (lo que solía señalar el final de la discusión).
Y, por si fuera poco, aquellas emprendedoras mujeres de ficción siempre acababan ligando.
«Pero tú ya tienes a tu marido…», se recordaba Clodagh.
Sí, pero…
¿Y si ella también montaba su propio negocio? ¿Qué tipo de negocio podía montar?
Ninguno, para ser sinceros. Clodagh dudaba mucho que alguien estuviera dispuesto a pagar por algo que ella hubiera cocinado. De hecho, a Craig y Molly casi tenía que pagarles para que se comieran lo que les ponía en la mesa. No se imaginaba a la gente apoquinando el dinero que tanto les costaba ganar para comerse unos cuantos Petit Filous o un tarro de fideos calentados en el microondas en su restaurante (por mucho que ofreciera un servicio de enfriado gratuito soplando en los platos antes de servirlos, o que a los clientes les estuviera permitido embardurnarse el pelo con las sobras).
En cuanto a los trabajos manuales, prefería parir que hacer cerámica. Y tampoco tenía ni idea de qué había que hacer para montar un gimnasio.
No, todo indicaba que lo más adecuado para que Clodagh se ganara la vida era una vía más tradicional. Y aquí era donde entraba Ashling.
– ¿Podrías redactarme un currículum? -le preguntó Clodagh-. Oye, y no quiero que Dylan lo sepa. Al menos de momento; podría herirle el orgullo. Él tiene muy asumido que es el sostén de la familia, no sé si me entiendes.
Ashling no estaba del todo convencida, pero decidió apoyar a su amiga.
– Vale.¿Qué hobbies quieres que ponga en el currículum? ¿Ala delta? ¿Sadomasoquismo?
– Rafting en aguas rápidas -dijo Clodagh con una risita-. Y sacrificios humanos.
– Y… ¿seguro que estás bien? -Ashling necesitaba que se lo confirmara.
– Sí, ahora sí. Pero la verdad es que últimamente he estado un poco baja de moral. Estaba empezando a preocuparme.
Ashling concluyó que, al fin y al cabo, quizá Dylan no iba del todo mal encaminado. Quizá, verdaderamente, tenía motivos para estar preocupado por su esposa.
– Ahora ya sé qué tengo que hacer -prosiguió Clodagh, muy animada-, y todo se va a arreglar. ¡Oye! -Había recordado algo de repente-. Dylan me ha dicho que vas a quedarte con los niños el sábado por la noche.
Por lo visto, la operación «Animar a Clodagh» seguía en marcha.
– Iremos a cenar a L'Oeuf -explicó Clodagh, encantada-. Hace siglos que no salgo.
– Por cierto, ¿te importaría que Ted viniera conmigo el sábado? -preguntó Ashling con la esperanza de que su amiga se lo prohibiera rotundamente.
– ¿Ted? ¿Ese bajito y moreno? -Clodagh se lo pensó un momento y dijo-: Vale, ¿por qué no? Parece inofensivo.
27
Ashling fue temprano a la oficina para introducir en el ordenador el currículum de Clodagh; luego le pidió a Gerry que lo editara bien bonito. Mientras esperaba a que él lo imprimiera, se sorprendió garabateando las palabras «Ashling Valentina». ¿Te has vuelto loca? Lo mejor sería que trabajara un poco. Pero en lugar de hacer eso hizo otra cosa más desagradable aún: llamó a sus padres. Contestó su padre.
– Hola, papá. Soy Ashling.
– ¡Hola, Ashling! -Parecía muy feliz de oírla-. ¿Cómo te va la vida?
– Muy bien, muy bien. ¿Y vosotros? ¿Estáis todos bien?
– Estupendamente. Dime, ¿cuándo vamos a verte? ¿No puedes venir algún fin de semana?
– Todavía no -dijo Ashling, consumida por los remordimientos-. Es que a veces trabajo los fines de semana.
– Qué lástima. Espero que no te estén explotando. Pero estás contenta con el nuevo empleo, ¿no?
– Sí, sí, muy contenta.
– Espera un momento. Tu madre quiere decirte algo.
– Mira, papá, es que ahora no puedo enrollarme mucho. Estoy en la oficina. Ya os llamaré un día de estos por la noche. Me alegro de que estéis bien.
Colgó; en parte se sentía un poco mejor, y en parte un poco peor. Sentía alivio por haber llamado, porque así no tendría que volver a hacerlo hasta pasadas unas dos semanas; pero también se sentía culpable porque no podía complacer a sus padres. Encendió un cigarrillo y dio una honda calada.
Lisa llegó tarde.
– ¿Dónde estabas? -le preguntó Trix-. Todo el mundo te buscaba.
– Eres mi secretaria personal -contestó Lisa con impaciencia-. Tendrías que saberlo. ¿Por qué no consultas mi agenda?
– Ah, tu agenda. Claro. -Buscó la página correspondiente y leyó en voz alta-: «Entrevista Frieda Kiely». ¿Os habéis enterado, chicos?
– Exacto -dijo Lisa subiendo el tono de voz para que la oyeran todos, y especialmente Mercedes-. Esta mañana he entrevistado a Frieda Kiely en su atelier. Es un encanto. Un verdadero encanto.
En realidad había sido una pesadilla. Una grotesca pesadilla. Antipática, histérica y con unos humos insoportables.
Cuando llegó Lisa, Frieda estaba tumbada en una chaise ion gue, con uno de sus espectaculares vestidos, y con la larga melena gris suelta hasta la cintura. Reposaba sobre montañas de tela, comiéndose un desayuno McDonald's. Pese a que Lisa había confirmado la cita con la secretaria de Frieda aquella misma mañana, Frieda estaba empeñada en que ella no había quedado con nadie.
– Pero si su secretaria…
– Mi secretaria -la interrumpió Frieda a voz en grito- es subnormal. La voy a despedir. ¡Julie! ¡Elaine! ¡Como te llames! ¡Estás despedida! Pero ya que está usted aquí… -concedió finalmente. Por lo visto le apetecía divertirse un rato.
– Hábleme de usted -dijo Lisa intentando tomar las riendas de la entrevista-. ¿Dónde nació?
– En el planeta Zog, querida -contestó Frieda arrastrando las palabras.
Lisa se quedó mirándola. No le habría extrañado que fuera verdad.
– Si prefiere que hablemos de su ropa… -dijo, tanteando el terreno.
– ¿Ropa? -le espetó Frieda-. ¡Lo que yo hago no es ropa!
Ah, ¿no? «Y si no era ropa, ¿qué era?», se preguntó Lisa.
– ¡Obras de arte, imbécil!
A Lisa no le sentó bien que la llamaran imbécil. Aquella situación le estaba resultando sumamente difícil. Pero tenía que pensar que lo hacía por el bien de Colleen.
Contuvo la rabia y prosiguió:
– ¿Podría decirme por qué tiene tanto éxito?
– ¿Por qué? ¿Por qué? -repitió Frieda con desdén-. Pues porque soy un genio. Oigo voces.
– Quizá debería verla un médico. -Lisa no pudo contenerse.
– ¡Me refiero a mis guías espirituales, idiota! Ellos me dicen lo que tengo que crear.
Un yorkshire andrajoso que llevaba puesta una chistera en miniatura entró correteando en la habitación, soltando unos estridentes y espantosos ladridos.
– Ven aquí, cariñito. -Frieda cogió al perrito en brazos y se lo pegó contra los enormes pechos, arrastrándolo por el tweed y por un huevo McMuffin-. Este es Schiaperelli, mi musa. Sin él mi genio desaparecería.
Lisa deseó que el perro sufriera un terrible accidente, sentimiento que se intensificó cuando Schiaperelli respondió a las presentaciones hincando sus afilados dientes en la mano de Lisa.
Frieda Kiely estaba horrorizada.
– ¡Oh! ¿Qué ha hecho esta desagradable periodista? ¿Te ha metido la mano en la boca? -Miró a Lisa con odio y añadió-: Si Schiaperelli se pone enfermo la demandaré. A usted y a ese periodicucho que representa.
– No represento a ningún periódico. Represento a la revista Colleen. Hicimos un reportaje en Donegal sobre su…
Pero Frieda no la escuchaba. Se incorporó, apoyándose en un codo, y le gritó a su secretaria:
– ¡Niña! ¡En este edificio hay alguien que huele a nabos! Averigua quién es y échalo de aquí. Ya sabes que no lo soporto.
La secretaria se asomó por la puerta del despachito contiguo y dijo con serenidad:
– Son imaginaciones suyas. Nadie huele a nabos.
– ¡Te he dicho que huele a nabos! ¡Estás despedida! -gritó Frieda.
Lisa se miró la mano. Aquella birria de perro le había dejado los dientes marcados. Ya no aguantaba más. Era imposible publicar un reportaje sobre aquella chiflada.
En el despachito contiguo, la secretaria, que se llamaba Flora, le frotó a Lisa la herida con tintura de árnica, que tenía allí precisamente para aquellas ocasiones.
– ¿Cuántas veces te despide al día? -le preguntó Lisa.
– ¡Uf! Muchísimas. A veces es un poco intratable -explicó Flora-. Pero eso se debe a que es un genio.
– Lo que le pasa es que está como una cabra-. Flora ladeó la cabeza y caviló unos instantes. -Sí -coincidió-. Eso también.
Lisa fue a la oficina en taxi. Bajo ningún concepto iba a darle a Mercedes la satisfacción de saber que tenía razón, que Frieda Kiely estaba completamente loca.
– Frieda es un verdadero amor -dijo Lisa a los empleados de Colleen-. Nos hemos hecho muy amigas.
Miró a Mercedes para ver cómo reaccionaba, pero sus oscuros ojos no denotaban ninguna emoción.
Media hora más tarde Jack salió de su despacho, fue directamente hasta Lisa y dijo:
– Han llamado de Londres.
Lisa dirigió hacia él sus ojos grises perfectamente maquillados; estaba demasiado nerviosa para hablar. ¡Madre mía! ¡Menuda mañanita!
Jack hizo una pausa efectista, y luego, muy despacio, dijo:
– L'Oréal… ha puesto… un anuncio de cuatro páginas…, en todos los números… de los próximos… ¡seis meses!
Esperó un momento para que Lisa asimilara la noticia. Luego sonrió, y la felicidad iluminó su rostro, generalmente atormentado. Torció las comisuras de la boca hacia arriba, mostrando su incisivo roto, y sus ojos centellearon.
– ¿Qué descuento les aplicamos? -preguntó Lisa, imperturbable.
– Ninguno. Pagan la tarifa ordinaria. ¡Porque nosotros lo merecemos! ¡Ja, ja!
Lisa permaneció inmóvil, contemplando admirada el rostro de Jack. Ahora que volvían a estar en marcha reconoció el grado de terror que había sentido la semana anterior. No hacía falta que Jack le dijera que el voto de confianza de L'Oréal sería suficiente para convencer a otras marcas de cosméticos para que compraran espacio en Colleen.
– Estupendo -logró decir.
¿Por qué había tenido que contárselo delante de todo el mundo? Si hubieran estado encerrados en el despacho de Jack, Lisa se habría echado en sus brazos y le habría dado un beso.
– ¿Estupendo?.- Jack abrió mucho los ojos.
– Deberíamos celebrarlo. -Lisa empezó a serenarse-. Podríamos ir a comer.
Su nivel de felicidad siguió aumentando cuando Jack dijo:
– Sí, me parece una idea excelente.
Se miraron fijamente y compartieron un momento de vertiginosa euforia.
– Yo me encargo de reservar una mesa. ¡Trix -dijo Lisa, jovial-, cancela mi cita en la peluquería-.Empezaba a sentirse como en los viejos tiempos-. Por cierto, Jack, ya que estás aquí, échale un vistazo a esto.
Ashling, que estaba sentada tres mesas más allá y los había estado observando con interés, vio que Lisa le enseñaba a Jack su artículo sobre el local de salsa.
– Ya te dije que haría maravillas con esta revista -comentó Lisa, jovial.
– Tienes razón -concedió Jack examinando el artículo y moviendo la cabeza con aprobación-. Es excelente.
Ashling siguió mirándolos, impotente. Lisa se las había ingeniado para atribuirse todo el mérito de su trabajo. No era justo. Pero ¿qué podía hacer ella? Nada. No se atrevía a provocar un enfrentamiento. De repente se oyó decir en voz alta:
– ¡Me alegro de que te guste! -Le temblaba la voz. Había intentado sonar despreocupada, pero sabía que su tono era tenso y extraño.
Jack giró la cabeza hacia Ashling, sorprendido.
– Lo he escrito yo -se disculpó ella-. Me alegro de que te guste -añadió sin convicción.
– Y Gerry ha hecho la composición -terció Lisa-. Y yo propuse la idea. Tendrás que aprender a trabajar en equipo, Ashling. -A Lisa le encantó la oportunidad de reprender a Ashling delante de Jack.
Pero él estaba mirando la fotografía de la pareja de bailarines; luego apartó la vista del papel y miró a Ashling con descaro, provocativamente. La mirada de Jack hizo sentir muy incómoda a Ashling, que se ruborizó.
– Vaya, vaya-. Jack torció la boca, como si estuviera reprimiendo una ancha sonrisa-. Conque a esto dedicas tu tiempo libre, ¿eh, Ashling? A los bailes cochinos…
– No tiene na… -Sintió ganas de pegarle una bofetada.
– No, en serio: es un artículo excelente. Lo has hecho muy bien, Ashling -dijo Jack sin hacer más insinuaciones-. ¿Verdad, Lisa?
Lisa ensayó varias formas con la boca, pero no había escapatoria.
– Sí -se vio obligada a decir-, es verdad.
Lisa reservó una mesa en Halo para ella y Jack. Creyó que lo mejor era tomar el mando, porque temía que si le dejaba decidir a él acabarían en un Pizza Hut.
Media hora antes de salir, Lisa fue al lavabo para asegurarse de que su aspecto era impecable. Suerte que aquella mañana había decidido ponerse el traje azul lavanda de Press and Bastyan. Aunque si hubiera elegido otro habría sido igual de elegante. Como directora de una revista, nunca sabía cuándo podía requerirse que se presentara en algún sitio en todo su esplendor. Siempre preparada, ese era su lema.
Sus delicadas sandalias no habrían sobrevivido ni a un corto paseo por los muelles: apenas se aguantaban cuando Lisa las llevaba en la oficina. De todos modos no le contrariaba que fueran tan poco prácticas: había zapatos que existían únicamente para exhibir su intensa aunque breve belleza. Y si no, ¿para qué había inventado Dios los taxis?
Se miró en el espejo y reconoció que estaba estupenda. Tenía los ojos grandes y brillantes (gracias al delineador blanco aplicado en la parte interna del párpado), el cutis hidratado (cortesía de Aveda Masque) y la frente lisa y sin arrugas (obra de la inyección de Botox que se había puesto antes de marcharse de Londres). Se cepilló el cabello hasta hacerlo brillar, lo cual no le llevó mucho tiempo. Su cabello siempre brillaba, gracias al suavizante sin aclarado, la laca de efecto alisador y el secado de peluquería.
El taxi llegó a la una menos diez y ambos bajaron juntos a la calle, bajo la atenta mirada del resto de la oficina. Lisa estaba encantada de tener a Jack para ella sola en un espacio tan reducido, y planeaba utilizar la estrechez del taxi para tocarle «accidentalmente» las piernas con las suyas, esbeltas y desnudas. Pero en cuanto entraron en el taxi, a Jack le sonó el teléfono móvil y se pasó todo el trayecto discutiendo con el consejero legal de la emisora de radio sobre una demanda judicial que les había caído, relacionada con una controvertida entrevista con un obispo que había tenido una aventura amorosa. La oportunidad de rozarle las piernas ni se presentó.
– No veo dónde está el problema -protestó Jack por el auricular-. Hoy en día lo novedoso es encontrar a un obispo que no haya tenido ningún lío. Es más, ¿por qué nos interesa tanto entrevistar a ese tipo?
– ¿Cómo estás, Lisa? -preguntó el taxista-. ¿Ya has encontrado piso?
Lisa se inclinó hacia delante. ¿Quién era aquel individuo que estaba tan al corriente de su vida? Entonces vio que era el mismo taxista que la había llevado a ver los pisos durante su primera semana en Dublín.
– Ah, sí. Tengo una casita junto al South Circular -contestó educadamente.
– ¿El South Circular? -El taxista asintió con aprobación-. Es una de las pocas zonas de Dublín que todavía no ha sido invadida por los yuppies.
– Ya, pero aun así es muy agradable -la defendió Lisa. Entonces se acordó de algo que el taxista no había llegado a explicarle-. Dígame, ¿qué pasó después de que se enfrentara usted a aquel grupo de niñas que molestaban a su hija de catorce años? La última vez que nos vimos no acabó de contármelo.
– Desde aquel día no han vuelto a meterse con ella -contestó el taxista, sonriente-. Y mi hija parece otra.
Cuando Lisa se apeó del taxi, el hombre añadió:
– Me llamo Liam. Si quiere, la próxima vez que necesite un taxi puede pedir que me envíen a mí.
Jack seguía hablando por teléfono cuando los condujeron hasta la mesa del bonito y animado restaurante. Aquello satisfizo a Lisa. Jack llevaba un traje que parecía sacado de un contenedor, pero hablaba con autoridad por un teléfono móvil, y eso restablecía en gran medida el equilibrio. Al ver a Jack con su teléfono, varios clientes buscaron rápidamente el suyo e hicieron un par de llamadas completamente innecesarias.
Tras prometer que volvería a llamar antes de las cinco con una solución, Jack se guardó el teléfono.
– Perdona, Lisa.
– No pasa nada -repuso ella con una amplia sonrisa, exhibiendo al máximo el efecto de su nueva barra de labios Source.
Pero aquella llamada telefónica había acabado con la anterior ligereza de Jack. Volvía a estar serio y atribulado, y no parecía muy inclinado a coquetear. Aunque a Lisa nada le impedía hacerlo.
– Por nosotros -dijo esbozando una sonrisa de complicidad y entrechocando su copa de vino con la de él. Y para desconcertarlo un poco y hacer que se mantuviera alerta, añadió-: Por la prosperidad de Colleen.
– Sí, brindemos-. Jack levantó su copa y se esforzó por sonreír, pero era evidente que estaba preocupado.
De lo único que hablaba era del trabajo. Perfiles de clientes, costes de impresión, la importancia de incluir una página de libros. Por otra parte, no parecía que se sintiera muy cómodo en el ambiente chic y vanguardista de Halo. Lidiaba laboriosamente con su entrante de lechuga frisée, muy difícil de manejar, intentando convencer a las hojas rizadas de que se aguantaran en el tenedor y luego permanecieran en su boca.
– ¡Joder! -exclamó de pronto cuando otra hoja escapó de su boca en busca de la libertad-. Me siento como una jirafa.
Lisa se lo tomó con calma. No le pareció oportuno recrear las bromas relajadas de la otra noche en la cocina de su casa, porque era evidente que a él no le interesaba. Jack estaba demasiado ocupado, demasiado estresado, y para Lisa ya era suficiente halago que él hubiera accedido a comer con ella. Si a él le apetecía hablar de trabajo, hablarían de trabajo. Con aquella admirable capacidad suya para sacar partido de cualquier eventualidad, decidió que aquel era un buen momento para sondearlo respecto a la posibilidad de publicar la columna de Marcus Valentina en otras publicaciones de la empresa.
– Pero ¿ya te ha confirmado que va a escribirnos una columna? -preguntó Jack, casi con entusiasmo.
– No exactamente. Todavía no, vamos. -Sonrió con confianza y añadió-: Pero lo hará.
– Veré qué posibilidades hay. Tienes unas ideas excelentes -admitió.
Cuando salieron del restaurante, Jack volvía a parecer un ser humano.
– ¿Qué tal te va el temporizador del calentador? -preguntó con un simpático brillo en los ojos.
– Estupendamente -contestó Lisa-. Ahora puedo darme duchas largas y calientes siempre que quiero -dijo «largas» y «calientes» con un tono lánguido, sensual, insinuante.
– Me alegro -repuso Jack, y sus pupilas se dilataron con una gratificante chispa de interés-. Me alegro mucho.
Cuando llegó del trabajo, Lisa tropezó en la puerta de su casa con una mujer demacrada, con el cabello rubio mostaza, que llevaba chándal y un incongruente bolsón de DKNY. El bolsón de DKNY de Lisa, concretamente. Al menos había sido suyo hasta que se lo regaló a Francine, una de las niñas de la calle. Intuyó que aquella mujer de aspecto cascado (¿Kathy?) era la madre de Francine.
– Hola, Lisa -la saludó, radiante-. ¿Estás bien?
– Sí, gracias -contestó Lisa fríamente. ¿Cómo podía ser que todo el mundo supiera su nombre?
– Me voy a trabajar. Función de gala en el Harbison. Treinta libras en efectivo y el taxi de vuelta pagado. -Al parecer Kathy estaba hablando de un trabajo de camarera. Agitó el bolso de doscientas libras y añadió-: Volveré tarde. Hasta luego.
De pronto Lisa tuvo una idea.
– Oye, Kathy… Te llamas Kathy, ¿verdad? ¿Te interesaría un trabajo de limpieza?
– ¡Creía que no me lo ibas a preguntar nunca!
– Ah, ¿sí? ¿Cómo es eso?
– Tú eres una mujer muy ocupada. ¿Cómo vas a tener tiempo para limpiar la casa?
En realidad, lo que Kathy quería decir era que Francine se las había ingeniado para que Lisa la invitara a entrar en su casa y luego le había dicho a su madre que estaba hecha una pocilga. «iMucho peor que la nuestra!», le aseguró.
Ashling, entretanto, había pasado el miércoles por la noche llevándole a la madre de Phelim un cuenco de Portmeirion envuelto para regalo con el que completaba su colección.
– Bueno, ya he terminado mi trabajo aquí -bromeó.
Luego tuvo que sentarse largo rato en la cocina con la señora Egan, soportando sus trillados lamentos.
– Phelim no sabe lo que le conviene. Tendría que haberse casado contigo, Ashling.
La señora Egan se quedó esperando a que Ashling le diera la razón, pero por primera vez ella no lo hizo.
Cuando Ashling llegó a su casa no había ningún mensaje en el contestador. Maldijo a Joy y sus teorías.
– No seas tan pesimista, mujer. Solo son las nueve -le reprendió Joy cuando llegó para hacerle compañía a Ashling-. Todavía hay mucho tiempo. Descorcha una botella de vino y te contaré todos los piropos que Mick me dijo anoche.
Ashling estaba harta de los altibajos que tenía la relación de Joy y Mick. Eran peores que los de Jack Devine y su novia comededos. Buscó el sacacorchos, sirvió dos copas de vino y empezó a analizar, sílaba por sílaba, todo lo que Mick le había dicho a Joy.
– … Entonces dijo que yo era de esas mujeres a las que les gusta trasnochar. ¿Qué crees que quería decir con eso? Que estoy bien para ir de juerga pero no para casarse conmigo, ¿no?
– A lo mejor solo quería decir que te gusta trasnochar.
Joy negó enérgicamente con la cabeza.
– No, Ashling, siempre hay un trasfondo…
– Ted dice que no. Dice que cuando un hombre dice algo solo quiere decir lo que ha dicho.
– Y él ¿qué sabe?
Buscarle un significado oculto a todo era una tarea tan apasionante que a las diez y siete minutos, cuando sonó el teléfono, Ashling casi había olvidado que esperaba una llamada.
– Contesta-. Joy señaló el teléfono con la barbilla. Pero Ashling no se atrevía a descolgar el auricular, por si no era Marcus.
– Hola -dijo, insegura.
– Hola. ¿Eres Ashling, la santa patrona de los cómicos? Soy Marcus Valentina.
– Hola -dijo Ashling. «Es él», le dijo a Joy moviendo los labios, y se dio unos golpecitos por la cara con la yema del dedo que indicaban las pecas-. ¿Cómo me has llamado? -preguntó risueña.
– La santa patrona de los cómicos. Ayudaste a Ted Mullins en su primera función, ¿no te acuerdas? Y yo me dije: esa chica es una amiga de los cómicos.
Ashling reflexionó; sí, no le disgustaba la idea de ser la santa patrona de los cómicos.
– ¿Cómo estás? -preguntó Marcus. Ashling decidió que le gustaba su voz: no tenía nada que indicara que pertenecía a un hombre pecoso-. ¿Has ido a alguna función últimamente?
– Pues sí, el sábado pasado -contestó ella riendo.
– Tendrás que contármelo -repuso él con su voz libre de pecas.
– Lo haré -dijo Ashling, y volvió a escapársele aquella risita tonta. ¿A qué venía tanta risita? Parecía imbécil.
– ¿Te va bien que quedemos el sábado por la noche? -le propuso él.
– Lo siento, no puedo.
Lo dijo con verdadero pesar. Estuvo a punto de explicarle que tenía que hacer de niñera para Clodagh, pero en el último momento logró dominarse. No estaba de más que Marcus creyera que Ashling tenía otros compromisos.
– ¿Te vas a pasar el puente fuera? -preguntó él, desilusionado.
– No; es que he quedado el sábado por la noche.
– Vaya. Pues yo ya he quedado el domingo.
La conversación se interrumpió un instante, y de pronto ambos hablaron simultáneamente.
– ¿Haces algo el lunes? -preguntó él, al tiempo que Ashling proponía:
– ¿Qué tal el lunes?
Ella rió otra vez.
– Parece que las cosas empiezan a encajar -dijo Marcus-. ¿Qué tal si te llamo el lunes por la mañana, no muy temprano, y quedamos?
– Muy bien. Nos vemos.
– Nos vemos -repitió él con tono tierno y prometedor.
Ashling colgó.
– ¡Ostras! He quedado el lunes con Marcus Valentina. -Estaba emocionada e impresionada-. Hacía años que no tenía una cita. Desde que salía con Phelim.
– ¿Estás contenta? -le preguntó Joy.
Ashling asintió con cautela. Ahora que Marcus ya había llamado, cabía la posibilidad de que ella volviera a perder el interés.
– Muy bien -dijo Joy-. Ahora tienes que entrenarte un poco. Repite conmigo: «¡Oh, Marcus! ¡Marcus!».
A la mañana siguiente, cuando Ashling llegó a la oficina, Lisa la llamó para decirle:
– A ver si adivinas quién me llamó anoche.
Ashling miró la expresión belicosa y competitiva de Lisa, el triunfo que iluminaba sus ojos grises.
– ¿Marcus Valentina? -Solo podía ser él.
– Exacto -confirmó Lisa-. Marcus Valentina.
– No me digas. -Se puso una mano en la cadera, adoptando una postura descarada y enérgica-. Pues mira, a mí también me llamó.
Lisa, que no se esperaba aquella noticia, se quedó boquiabierta. Era evidente que se había precipitado al dar por ganada la batalla.
– ¿Cuándo habéis quedado? -preguntó Ashling.
– La semana que viene.
– Ah, ¿sí? Pues mira, yo he quedado el lunes por la noche… Antes que tú -añadió, por si Lisa no había reparado en aquel detalle.
Lisa y Ashling se miraron con ceño, agresivas y malhumoradas.
– ¡He ganado! -Ashling no sabía qué le estaba pasando.
Sorprendida, Lisa la fulminó con la mirada y Ashling tuvo que hacer un gran esfuerzo para adoptar una expresión airada. La habían vencido. Y, sorprendentemente, lo encontraba gracioso. Rompió a reír.
– ¡Bien hecho! -exclamó.
Ashling tardó un poco en adaptarse a aquel cambio de humor, y entonces ella también rompió a reír. ¡Qué ridículo era todo aquello!
– Ostras, Lisa, cualquiera diría que ambas buscamos lo mismo de él -dijo armándose de valor-. ¿Por qué le das tanta importancia?
– No lo sé -reconoció Lisa-. Supongo que todo el mundo ha de tener algún hobby.
28
En las oficinas de Randolph Media reinaba una atmósfera de final de curso. Era el viernes anterior al puente del mes de junio (Lisa estaba desconcertada, porque en Inglaterra el puente había sido la semana anterior), pero no solo eso: además se había extendido la noticia de los anuncios de L'Oréal, Jack Devine no estaba en la oficina, y acababa de llegar una caja de champán destinada al premio de un concurso convocado por Colleen. («¿De qué región de Francia procede el champán? Envíanos una postal a… La ganadora recibirá doce botellas del mejor…»)
Lisa miró la caja de champán, miró su reloj (eran las cuatro menos cuarto) y miró a sus empleados. Llevaban tres semanas trabajando mucho y lo cierto era que Colleen empezaba a tomar la forma de algo decente. De pronto Lisa recordó la importancia de mantener alta la moral de los trabajadores. Y para ser franca tenía que admitir que le apetecía una copa y sospechaba que podía producirse un motín si se servía champán para ella sola.
Carraspeó con mucho teatro y, con voz alegre, dijo:
– ¡Ejem! ¿A alguien le apetece una copa de champán? -Inclinó la reluciente cabeza hacia la caja con gesto de complicidad, y en cuestión de segundos todos se dieron cuenta de lo que había querido decir.
– Pero ¿y el concurso? -preguntó Ashling.
– Cállate, imbécil -susurró Trix, y dirigiéndose a Lisa con tono adulador dijo-: Me parece una idea excelente. Podemos celebrar tu éxito con el contrato de L'Oréal.
No hubo que insistir más. La noticia («Lisa dice que podemos bebernos el champán del concurso, Lisa dice que podemos bebernos el champán del concurso!») se extendió como la brisa por la oficina. Todos dejaron lo que estaban haciendo y se relajaron. Hasta Mercedes parecía contenta.
– Pero si no tenemos copas -observó Lisa, consternada.
– No te preocupes.
Antes de que Lisa se lo pensara mejor, Trix cogió una bandeja llena de tazas de café sucias y se las llevó al lavabo. Era la primera vez en seis meses que lavaba las tazas. Volvió volando; no se entretuvo aclarando bien las tazas, porque el exceso de espuma podía atribuirse al champán.
– Me temo que no está muy frío -dijo Lisa con gentileza ofreciéndole una taza desportillada con la leyenda «Los windsurfistas lo hacen de pie» llena de espumoso champán a Kelvin, que la cogió con una mano llena de anillos.
– ¡Qué más da! -dijo Kelvin, entusiasmado.
Estaba encantado de que lo hubieran incluido en la celebración, aunque no trabajara para Colleen.
El reducido grupo de empleados administrativos esperaba ansiosamente en su rincón sin saber si lo iban a invitar también. Todos suspiraron aliviados cuando Lisa descorchó otra botella y se les acercó con unas tazas que llevaban estampadas respectivamente las leyendas «Las secretarias lo hacen sentadas» y «Las bailarinas lo hacen de puntillas» y dos «No apto para menores».
– A su salud, señora Morley.
Lisa le dio la taza «No puedo creer que no sea mantequilla» a la sobreprotectora secretaria personal de Jack.
– Salud -murmuró la señora Morley con recelo.
Cuando todos estuvieron servidos, Lisa levantó su taza y dijo:
– Por vosotros. Gracias por el empeño con que habéis trabajado estas tres semanas.
Ashling y Mercedes se miraron, incrédulas. Habrían jurado que Lisa ya estaba borracha. Entonces todos empezaron a beber, excepto Trix, porque ella ya se había terminado su taza. Y los demás no tardaron en alcanzarla. Se hizo el silencio, y todos miraron alternativamente la espuma que quedaba en el fondo de sus tazas vacías (que seguía chisporroteando y burbujeando como si fuera material radiactivo) y las diez botellas que quedaban.
Lisa rompió el silencio preguntando con inocencia, como si la idea acabara de ocurrírsele:
– ¿Abrimos otra?
– No estaría mal -dijo Trix, fingiendo que le traía sin cuidado.
– Sí, ¿por qué no? -La primera taza había ablandado considerablemente a la señora Morley.
Pero cuando Lisa estaba quitando el tapón, se abrió la puerta de la oficina y todos se pusieron en tensión. ¡Mierda!
Cabía la posibilidad de que Jack se pusiera furioso si los pillaba bebiéndose en horas de oficina el champán destinado a un concurso. Pero no era Jack, sino Mai. Llevaba unos tacones altísimos y tenía unas caderas diminutas. Pero su cintura era aún más diminuta. Ashling se mareó de envidia y admiración.
A Mai le desconcertó el silencio absoluto que reinaba en la oficina, y el modo en que todos la miraron, con aire de culpabilidad.
– ¿Está Jack?
El silencio se prolongó.
– No -balbució la señora Morley secándose los labios por si el champán le había dejado bigote-. Ha ido a enseñarles modales a los del canal de televisión. -Se cruzó de brazos, triunfante, insinuando que en realidad era a Mai a la que Jack tendría que enseñar modales.
– Ah. -Mai hizo un mohín de desencanto con sus carnosos labios. Se dio la vuelta para dirigirse hacia la puerta, y su cascada de sedoso cabello osciló con un peso voluptuoso.
– Si quieres puedes esperarlo aquí -dijo Ashling, casi sin proponérselo.
Mai giró la cabeza y preguntó:
– ¿Está permitido?
– ¡Claro! Mira, ¿por qué no te tomas una copa?
En cuanto aquellas palabras salieron de su boca, Ashling se preparó para recibir una bronca de Lisa. No había estado demasiado fina invitando a la novia del jefe a unirse a aquella fiesta clandestina. Ashling sospechó que estaba un poco achispada.
Pero en lugar de ponerse furiosa, Lisa coincidió y dijo:
– Sí, tómate una copa.
El caso es que Lisa sentía tanta curiosidad por Mai como todos los demás. Seguramente más que los demás, dadas las circunstancias.
Mai aceptó la taza que le ofreció Lisa, y Ashling dijo con hospitalidad:
– Ven a mi mesa, y tráete una silla.
Trix y Lisa también se desplazaron hacia la mesa de Ashling, movidas por el interés que les despertaba la exótica Mai.
– Qué bolso tan bonito -comentó Lisa-. ¿Es de Lulu Guinness?
Mai soltó una carcajada sorprendentemente ruidosa.
– No; es de Dunnes.
– ¿Dunnes?
– Unos grandes almacenes -explicó Ashling, que se había puesto colorada-. Una especie de Marks & Spencer.
– Solo que más barato -agregó Mai con otra carcajada.
Pese a su delicado rostro, que semejaba una flor de loto, de pronto parecía muy ordinaria.
Mientras Lisa se paseaba por la oficina brindando con los empleados, Mai comentó con picardía:
– Qué ambiente de trabajo tan agradable. ¿Esto lo hacéis todos los días?
Sus palabras provocaron una carcajada general.
– ¿Todos los días? ¡Qué va! ¡Ni hablar! Solo en ocasiones especiales, en la víspera de un puente, por ejemplo.
– No se lo contarás a Jack, ¿verdad? -preguntó Trix.
Mai parpadeó expresando desprecio y dijo:
– ¿A Jack? ¡No!
– Y tú ¿dónde trabajas? ¿A qué te dedicas? -se atrevió a preguntar Trix.
Mai se apartó la voluptuosa melena de los hombros, agitó brevemente sus negras pestañas y de pronto volvió a convertirse en una criatura misteriosa e inescrutable.
– Soy bailarina exótica.
Aquella revelación sumió a la oficina en un breve silencio de perplejidad; luego todos se unieron para exclamar con displicencia:
– ¡Qué maravilla! ¡Qué interesante!
– ¿Verdad que está haciendo un tiempo fabuloso para eso? -Bernard el soso no lo había captado, como de costumbre.
– Qué bien -dijo Lisa con esfuerzo.
Se imaginaba que Jack y Mai debían de pegar unos polvos fabulosos, y estaba muerta de celos.
– ¿Qué es una bailarina exótica? -le preguntó la señora Morley a Kelvin al oído.
– Creo que implica bailar… ligera de ropa -le contestó él con diplomacia, para no herir su sensibilidad.
– ¡Oh, no! ¡Es una bailarina de striptease! -La señora Morley miró a Mai de arriba abajo con algo que de pronto parecía respeto.
– No, hombre, no. ¡Qué voy a ser bailarina exótica! -dijo Mai con sorna, adoptando de nuevo aquel tono ordinario-. Lo decía en broma. Trabajo vendiendo teléfonos móviles, pero por mi aspecto la gente siempre piensa que soy una especie de gatita.
Volvió a desatarse un coro entusiasta: «¡Menuda lata! ¡Qué fuerte! ¡Hay que ver lo burra que es la gente!».
– A ver si lo he entendido bien. ¿No es bailarina de striptease? -preguntó discretamente la señora Morley a Kelvin, que negó con su cabeza rubia oxigenada.
Era difícil decir cuál de los dos estaba más desilusionado.
– A la gente le encanta poner etiquetas -se lamentó Ashling.
– Pues sí, la verdad -afirmó Mai, animada por la segunda taza de detergente y champán-. Nací y me crié en Dublín, y mi padre es irlandés, pero como mi madre es asiática, los hombres siempre dan por hecho que conozco todos esos trucos orientales en la cama. Pelotas de ping-pong y cosas así. O eso, o por la calle me llaman «piojosa». -Exhaló un suspiro y añadió-: Me deprime tanto lo uno como lo otro.
Echó un vistazo a Kelvin y Gerry, que la observaban lascivamente; luego se arrimó más a Ashling, Lisa y Trix y dijo con franqueza:
– Eso no quiere decir que no esté dispuesta a probar lo de las pelotas de ping-pong. No me importa experimentar, si el chico me gusta de verdad.
«Como Jack, ¿no?» A todos les habría gustado preguntárselo, pero nadie se atrevió. Ni siquiera Trix. Sin embargo, a medida que disminuía el número de botellas llenas y aumentaba el de botellas vacías, las lenguas se fueron soltando.
– ¿Cuántos años tienes? -preguntó Trix.
– Veintinueve.
– Y ¿cuánto hace que sales con Jack?
– Casi seis meses.
– No sé cómo lo aguantas. Siempre está de mal humor -comentó Trix.
– ¡Dímelo a mí! Desde que empezó lo de Colleen, no hay manera de hablar con él. Trabaja demasiado y se lo toma todo demasiado en serio; luego sale a navegar para relajarse, o sea que no le veo el pelo. ¡Supongo que vosotros tenéis la culpa de su mal humor!
– ¡Tiene gracia! -exclamó Trix-. Porque nosotros creíamos que la culpable eras tú.
Mai empezó a removerse en la silla.
– Lo siento. ¿Te estamos molestando? No hablaremos más de este tema -intervino Ashling, aunque a su pesar, pues encontraba fascinante aquella conversación.
– No, no pasa nada -repuso Mai con una sonrisa nerviosa, sin dejar de removerse-. Es que se me han subido las bragas. No lo soporto.
Lisa tragó saliva, impresionada por la belleza, el descaro y la insolencia de Mai. Estaba segura de gustarle a Jack, pero ahora entendía que él estuviera hechizado por Mai.
Cuando regresó Jack, todos habían bebido tanto que ya ni se molestaron en disimularlo.
– ¿Os lo estáis pasando bien? -preguntó Jack esbozando una sonrisa.
– Este fin de semana hay puente -anunció la señora Morley lanzándole una mirada desafiante. Ella no solía beber, y en la última hora y media había pasado por el recelo, la tranquilidad, un bienestar maravilloso, un arrepentimiento sensiblero, y por último, como era de esperar, la agresividad.
– Sí, ya lo sé -concedió Jack.
– Hola, Jack. -Mai sonrió mostrando todos los dientes-. Pasaba por aquí y se me ocurrió subir a saludarte.
Jack parecía abochornado.
Mai lo siguió a su despacho y cerró la puerta con firmeza.
Cuando Trix puso su taza contra la puerta y luego pegó la oreja a la taza, todos rieron. Pero no hacían falta tazas. La voz de Mai, chillona y furiosa, llegaba hasta las mesas más apartadas.
– ¿Cómo te atreves a ignorarme cuando vengo a verte? Si crees que voy a aguantar que…
A Jack no se le oía, pero debía de estar diciendo algo también, porque entre los arrebatos acusadores de Mai había breves pausas.
– Despejen las salidas -dijo Kelvin imitando a una azafata de avión.
La puerta del despacho de Jack no tardó en abrirse; Mai salió hecha una fiera, fue hacia la puerta y desapareció, dejando un gran vacío en la oficina. No se había despedido de nadie.
– Ahora que el espectáculo ha terminado, me marcho -anunció Kelvin colgándose la mochila naranja hinchable de los hombros-. Tengo setenta y dos horas maravillosas por delante.
Todos recogieron sus cosas y se escabulleron, excepto Jack y Ashling. Jack se quedó porque esperaba una llamada de Nueva York; Ashling, porque había quedado con Joy a las seis y media y no valía la pena que se fuera a casa. Mientras esperaba siguió trabajando, porque le estaba confeccionando una base de datos a Lisa e iba bastante atrasada por culpa de la improvisada fiesta.
– Déjalo, doña Remedios -gruñó Jack-. Mañana es fiesta. Además, debes de estar cansada: de todos modos tendrías que rehacerlo el martes.
– Tienes razón. -Ashling estaba lo bastante sobria para saber que estaba borracha-. No me aclaro.
– Vete a casa -le ordenó él.
De todos modos, ya eran casi las seis y media. Ashling recogió su bolso y, tímidamente, preguntó:
– ¿Haces algo este fin de semana, JD? -Lo hizo porque había bebido, por supuesto.
– ¿JD? -preguntó Jack con curiosidad.
– Bueno… Jack, señor Devine, o como quieras. -Ashling lamentaba que se le hubiera escapado el apodo con que se refería a su jefe-. ¿Haces algo?
– No lo sé -dijo él con hosquedad-. El domingo iré a ver a mis padres. Lo demás depende del tiempo que haga. Si no puedo salir a navegar, me quedaré en casa viendo vídeos de Star Trek.
– ¿De Star Trek? Pues… «larga vida y prosperidad» -dijo Ashling, intentando imitar el saludo vulcaniano formando una uva con los dedos.
Jack se quedó mirándola con cara de pocos amigos.
– Ilógico, capitana Kennedy. Este fin de semana no habrá prosperidad.
– ¿Por qué no?
– Supongo que no se te habrá escapado el detalle de que mi novia tiene un cabreo de mil demonios -admitió, apenado.
Ashling no pudo evitarlo. Las palabras salieron de su boca sin que ella se diera cuenta. La culpa la tenía el alcohol.
– ¿Por qué te peleas tanto con Mai? Es encantadora. ¿No podrías esforzarte un poco más? Ella dice que no te ve el pelo porque siempre estás navegando. Quizá si no salieras a navegar tan a menudo… -Se dio cuenta de que se había pasado de la raya y supuso que Jack se pondría furioso, pero él se limitó a reír, aunque de manera desagradable. Ashling recordó entonces que en las riñas de enamorados siempre había dos versiones-. ¿Qué pasa? ¿No es verdad?
Jack esperó un momento y dijo:
– No es que yo quiera criticar a alguien que no está presente para defenderse, pero…
– Entonces ¿no sales a navegar?
– Sí.
– Pero… -Ashling creía que empezaba a entenderlo-. ¿Ella dice que no le importa que vayas, y luego se enfada?
– Algo así -admitió Jack de mala gana.
– Claro -dijo Ashling-. Es que aunque ella diga que no le importa, no es verdad. Intenta hablar con ella y ser simpático. -Se le iluminó la mirada. El problema ya estaba resuelto.
– Doña Remedios -dijo él sacudiendo la cabeza con indulgencia-, ¿por qué siempre tienes que arreglarlo todo?
– Pero si yo solo…
– Doña Remedios -repitió Jack, risueño-. Me lo pensaré. ¿Y tú? ¿Piensas ir a algún sitio este fin de semana?
– No. -En cuanto Ashling se convirtió en el centro de atención, se puso tímida-. Saldré con mis amigos, lo de siempre…
«A lo mejor salgo con Marcus Valentina -pensó-, pero eso no pensaba decírselo a Jack.»
– Que te lo pases bien -dijo él.
Ashling fue hacia la puerta, y de pronto Jack le gritó:
– ¡Doña Remedios! ¡Un momento! ¿Tú también miras vídeos de Star Trek?
Ashling giró la cabeza y contestó:
– No.
– Me lo imaginaba.
– No tengo nada contra ellos.
– Ya, eso dice todo el mundo -murmuró Jack.
– A mí me gusta más Doctor Who.
29
El sábado por la noche, a las siete menos cuarto, Ashling y Ted llegaron en la bicicleta de Ted a casa de Dylan y Clodagh para cuidar a los niños.
– ¿Es de propiedad? -preguntó Ted, admirado, contemplando la casa de ladrillo rojo.
– Es bonita, ¿verdad? -Ashling fue hacia la puerta y pulsó el timbre.
– Supongo que no tendremos que cambiar pañales -comentó Ted, acongojado.
– No, ya son mayores. Solo tendremos que jugar con ellos, distraerlos un poco.
– Bueno, eso no será difícil. -Ted carraspeó y se alisó el pelo con afectación-. ¡Ted Mullins, el hombre más gracioso de Dublín, se presenta, señor!
– Me temo que son demasiado pequeños para tu humor irónico y posmoderno -aclaró Ashling, afligida-. Creo que preferirían el cuento de los tres cerditos.
– Eso está por ver -la corrigió Ted-. La gente subestima la inteligencia de los niños. ¿Toco el timbre otra vez?
Tardaron un rato en abrirles. Dylan apareció con los brazos cubiertos de espuma y la camiseta mojada, pegada al pecho.
– ¿Qué tal? -los saludó. Parecía distraído. Entonces Ashling y Ted oyeron los gritos procedentes del piso de arriba-. Estoy bañando a Craig -explicó Dylan.
– No parece que le guste mucho.
– Lo peor está por llegar. Todavía tengo que aclararle el pelo. -Dylan hizo una mueca de dolor-. Parece que lo estén quemando vivo, pero no os asustéis… Será mejor que vaya con él. -Empezó a subir la escalera y añadió-: Clodagh está en la cocina.
Clodagh estaba sentada a la mesa, desesperada, intentando que Molly comiese algo. Cualquier cosa que no fuera una galleta, una patata frita de bolsa o un caramelo. Molly llevaba un par de semanas haciendo huelga de hambre, solo para fastidiar.
Ashling le dio a Clodagh una carpeta con diez copias de su currículum.
– ¿Qué…? Ah, sí, gracias. -Con un fluido movimiento, Clodagh guardó la carpeta bajo un montón de libros infantiles que había esparcidos por la mesa.
– ¿Por qué no vas a arreglarte? -dijo Ashling al ver que Clodagh todavía iba en vaqueros y camiseta-. El taxi no tardará en llegar.
– Solo pretendía que comiera algo…
– ¿Por qué no me dejas probar a mí? -se ofreció Ted galantemente.
Pero Molly reaccionó sacando el labio inferior y haciéndolo temblar violentamente.
– Gracias, pero…
Clodagh siguió intentando meterle una cuchara en la boca; Molly tenía pocos dientes pero los cerraba con fuerza. No había manera. Ahora que Molly tenía público, no habría forma de que probara bocado.
– Come un poquito de huevo revuelto, cariño -la animó Clodagh.
– ¿Por qué?
– Porque es bueno para ti.
– ¿Por qué?
– Porque tiene proteínas.
– ¿Por qué?
Además de negarse a comer adecuadamente, Molly había descubierto hacía poco el juego del por qué. Aquella mañana había preguntado por qué veinte veces seguidas. Clodagh le había seguido la corriente movida por una curiosidad fatalista de ver hasta dónde podía llegar su hija, pero se había rendido antes que la niña.
– Llevas el pelo precioso -comentó Ashling acariciando la dorada melena de su amiga.
– Gracias. He ido a la peluquería.
Entonces Ashling se acordó de que Clodagh había cambiado el papel pintado del salón y fue a echar un vistazo.
– ¡Ha quedado precioso! -dijo, entusiasmada, volviendo a la cocina-. Parece otro salón. Tienes mucha vista para los colores.
– Puede ser.
A Clodagh ya no le interesaba tanto la decoración del salón. Ahora que había cambiado el papel pintado, había desaparecido la emoción.
De pronto se oyeron unos gritos espantosos procedentes del piso de arriba, y todos miraron al techo. Dylan le estaba aclarando el pelo a Craig.
– Verdaderamente, es como si lo estuvieran quemando vivo -dijo Ashling riendo-. Pobrecillo.
Al cabo de un rato los gritos se transformaron en sollozos histéricos. Clodagh siguió alimentando a Molly por la fuerza.
– Las niñas guapas tienen que comer si quieren crecer y hacerse fuertes. -Clodagh acercó una vez más la cuchara de huevo revuelto a la boca de su hija.
– ¿Por qué?
– Porque sí.
– ¿Por qué?
– Porque sí.
– ¿Porqué?
– Porque sí.
– ¿Por qué?
– ¡Porque lo digo yo, joder! -Clodagh dejó caer la cuchara en el plato, del que saltaron fragmentos amarillos que se esparcieron por la mesa-. Esto es una pérdida de tiempo Voy a arreglarme.
Cuando Clodagh salía de la cocina, Ted miró a Ashling con los ojos muy abiertos, como diciendo «¡Uf!».
– No es bueno descubrir tu debilidad ante los niños -comentó.
Clodagh asomó la cabeza por la puerta y dijo con un tono acusador:
– Yo también lo pensaba. Espera a tener hijos y verás. Tendrás un montón de normas, pero ninguna funcionará.
Ted no había pretendido criticar a Clodagh; solo había hecho aquel comentario por si su idea de que la educación de los niños tenía que combinar amor y mano dura podía ayudarla. Se sintió incomprendido y muy violento. Para colmo, Molly lo señaló con la cuchara y dijo, jactanciosa:
– Mami te odia.
Clodagh subió la escalera zumbando. Ya no podía darse el largo y relajante baño de aromaterapia que tanto le apetecía. Apenas tuvo tiempo para una ducha rápida antes de pintarse un poco. Luego, solemne, se puso el vestidito rosa y blanco que se había comprado el día que salió de tiendas con Ashling. Desde aquel día había permanecido colgado en el armario, y su impecable estado era un recordatorio de que Clodagh no tenía vida social.
Se miró ansiosa en el espejo. Maldita sea, le iba corto. Mucho más corto de lo que recordaba Y por si fuera poco, era transparente. Se puso una enagua negra para mantener el pudor pero solo consiguió parecer ridícula, así que se la quitó Recordó que estaba de moda enseñar la ropa interior. Más que estar de moda, era obligatorio si pretendías ir bien vestida. Su problema era que llevaba demasiado tiempo poniéndose únicamente vaqueros y camisetas. Así que se calzó unas sandalias de tacón, se dijo que estaba fenomenal y apareció en lo alto de la escalera como una estrella de cine haciendo su entrada en escena.
– ¿Cómo estoy?
Todos se apiñaron abajo, mirando hacia arriba. Hubo una pausa de desconcierto.
– Fabulosa -dijo Ashling, aunque con una décima de segundo de retraso.
Ted se quedó boquiabierto, contemplando con admiración cómo las ejercitadas piernas de Clodagh bajaban por la escalera.
– ¿Qué dices, Dylan? -preguntó Clodagh.
– Fabulosa -repitió él.
Clodagh no estaba convencida. Le había parecido detectar una sombra de duda en los ojos de su marido, pero Dylan era demasiado elegante para expresarla. En cambio Craig estaba libre de esas reticencias.
– Mami, ese vestido es demasiado corto y te veo los calzoncillos.
– No, Craig.
– ¡Sí! -insistió el niño.
– ¡No, Craig! -le corrigió Clodagh-. Puedes verme las bragas. Los chicos llevan calzoncillos y las chicas bragas… Menos Joy, la amiga de Ashling -murmuró por lo bajo, con una malicia surgida de no sabía dónde.
Molly, que estaba ocupada embadurnándose las manos con mermelada de moras, era la única a la que parecía no importarle lo que Clodagh llevara puesto.
– Tú también vas muy bien -le dijo Ashling a Dylan.
Y era verdad: el traje suelto azul marino y la camisa color biscuit le sentaban muy bien.
– Eres un tesoro -dijo Dylan con una sonrisa en los labios.
– Mariquita -oyó entonces Ashling, pero fue un susurro tan leve y tan cargado de desprecio que casi creyó habérselo imaginado. Le pareció que procedía de Ted.
– ¿Nos vamos ya? -preguntó Dylan consultando su reloj.
– Espera un momento. -Clodagh estaba anotando números de teléfono a toda velocidad-. Este es el móvil de Dylan -explicó-. Y este es el número del restaurante, por si el móvil no tiene cobertura…
– No creo que haya ningún problema en el centro de Dublín -terció Dylan.
– … y esta es la dirección del restaurante, por si no pudieras localizarnos por teléfono. No volveremos muy tarde.
– Volved tarde, por favor -dijo Ashling.
Clodagh abrazó fuertemente a Molly y Craig y, sin demasiada convicción, les dijo:
– Portaos bien con Ashling.
– Y con Ted -añadió Ted, y miró a Clodagh frunciendo los labios con lo que pretendía fuese una mueca cariñosa.
– Y con Ted -murmuró Clodagh.
Cuando estaban a punto de marcharse, para desearles buena fortuna, Molly le plantó una mano embadurnada de mermelada de moras a Clodagh en el trasero. Desgraciadamente (o quizá afortunadamente), Clodagh no se dio cuenta.
30
En cuanto Clodagh cerró la puerta de la calle, Molly y Craig rompieron a llorar desconsoladamente. Clodagh miró, afligida, a su marido y se volvió con intención de entrar de nuevo en la casa.
– ¡No! -ordenó Dylan.
– Pero si…
– Se callarán dentro de un rato.
Clodagh subió al taxi y se resignó a que la llevaran al centro, aunque se sentía como si la hubieran partido en dos. Maldito amor incondicional, pensó con amargura. Era una carga terrible.
Tenían mesa reservada en L'Oeuf para las siete y media (les habían dado a elegir entre las siete y media y las nueve, y a Clodagh le pareció que las nueve era demasiado tarde. Generalmente a esa hora ya dormía. Le gustaba dormir un poco antes de las cuatro de la madrugada, cuando tenía que levantarse para cantar canciones infantiles a oscuras, durante una hora). Dylan y Clodagh fueron los primeros comensales que llegaron al restaurante. Avanzaron, silenciosos y solemnes, por la sala adornada con columnas griegas, blanca y vacía, y Clodagh se angustió aún más por su vestido, que provocaba miradas de asombro a los empleados con cara de culo. Intentó tirar de él hacia abajo para que pareciera más largo, y corrió a refugiarse en una mesa. Llevaba demasiado tiempo sin salir, y ya no sabía qué era lo que se llevaba. Se sentó, escondió rápidamente los muslos bajo el mantel y pidió un gin-tonic.
Mientras Clodagh leía detenidamente la carta, del tamaño de un periódico, doce o catorce empleados vestidos de blanco y negro esperaban en posición de firmes en diversos puntos de la silenciosa sala. Cuando Clodagh levantó la mirada de la carta, vio que todos habían cambiado de sitio, aunque ni ella ni Dylan los habían visto moverse.
– Esto parece una película de ciencia ficción -susurró Clodagh.
La risa de Dylan resonó en la sala vacía; de pronto Clodagh experimentó una vez más aquella extraña sensación: que no lo conocía. Sin embargo, aquel era el hombre de sus sueños, el hombre que le había hecho temer que moriría si no lo conseguía. Conmovida por el recuerdo de aquel amor tan intenso, Clodagh se quedó muda. Estaba perpleja porque no se le ocurría ni una sola cosa que decirle.
Solo duró un segundo. Luego Clodagh se dio cuenta de que tenía muchas cosas de que hablar con su marido. Pero si es Dylan, por el amor de Dios, se dijo aliviada.
– ¿Crees que debería llevar a Molly al médico?
Dylan no contestó.
– Si no deja pronto la huelga de hambre, tendré que hacerlo -prosiguió Clodagh-. No puede subsistir a base de chocolate y…
– ¿Qué vas a pedir de primer plato? -la interrumpió Dylan bruscamente.
– ¡Oh! Pues… no lo sé.
– La carta es espectacular -observó él.
– Sí, sí.
– ¿No puedes olvidarte de los niños durante un par de horas?
– Lo siento. Te agobio, ¿no?
– Un poco -admitió él, exasperado.
Clodagh empezó a calmarse. Al fin y al cabo, estaba en un restaurante maravilloso con su maravilloso marido. Estaban bebiendo gin-tonics y comiendo pan de ajo. Pronto les servirían platos deliciosos y vino de solera, y sus hijos estaban a salvo en casa con dos personas que no eran ni pedófilos ni maltratadores. ¿Qué más podía pedir?
– Lo siento -repitió, y esta vez se puso a leer la carta en serio-. Vaya, tienes razón -admitió-. Oh, mira. Tienen mejillones. Y soufflé de queso de cabra. ¡Ostras! ¿Qué puedo pedir?
– Primer plato o sopa -dijo Dylan, pensativo-, esa es la cuestión.
– ¿«O»? -dijo Clodagh, desafiante-. ¿Cómo que «o»? Supongo que habrás querido decir «y».
Pidió con la desesperación de quien raramente sale a cenar, dispuesta a sacarle el máximo provecho a aquella situación inhabitual. Primeros platos, sorbetes, sopas y guarniciones; segundos platos, vino tinto, vino blanco y agua.
– ¿Con gas o sin gas? -preguntó el camarero con la mano dolorida. Ahora sabía cómo debió sentirse Tolstoi cuando escribía Guerra y paz.
Clodagh se quedó mirándolo con gesto de asombro. ¿Acaso no era evidente?
– ¡Ambas!
– Muy bien.
– ¿Hay algo más que podamos pedir? -preguntó Clodagh, estremeciéndose de placer, cuando el camarero se hubo marchado.
– De momento no -contestó Dylan, risueño, contagiado del entusiasmo de su esposa-. Pero espera a que nos hayamos zampado este cargamento.
– ¿Tomaremos postre y queso?
– Claro que sí. Y café irlandés.
– Y vino de postre. Y pastelillos.
– Y café francés.
– Mais oui! Hasta es posible que me fume un puro.
– Así me gusta.
Cuando ya se habían comido un par de platos, Clodagh empezó a sentirse más cómoda, pero seguía preocupada porque no podía relajarse. Entonces se dio cuenta de cuál era el problema.
– Hace tanto tiempo que no ceno sin que me interrumpan que no me acostumbro -dijo-. Me dan ganas de levantarme y cortarles la comida a los demás… ¿Ves a aquel tipo de allí? -dijo señalando a un individuo con pinta de artista neoyorquino que jugaba con su comida-. Me gustaría pinchar un trozo de su filete de ternera con el tenedor y decirle: «¡Abre la boquita!». Es más, creo que voy a hacerlo.
Dylan se quedó de piedra cuando la vio levantarse. Pero entonces ella se detuvo y torció el cuerpo a uno y otro lado, nerviosa.
– ¿Qué pasa? ¿Por qué estoy pegada a la silla? -Bajó una mano para investigar-. Tengo una mancha de algo negro y pegajoso en el trasero. Parece alquitrán. Maldita sea, con lo que me gustaba este vestido nuevo. ¿Cómo me lo habré hecho? -Acercó los dedos a la nariz, indecisa; los olisqueó y rompió a reír-. Es -mermelada de moras. Habrá sido Molly, la muy cochina. Es un caso, ¿verdad que sí?
– Es una monada. -Dylan también estaba un poco achispado.
– ¿Crees que estarán bien? -preguntó Clodagh, angustiada.
– ¡Claro que sí! Además, Ashling y Ted tienen el número del móvil. Si pasa algo nos llamarán.
– Como qué. ¿Qué podría pasar?
– Nada.
– Déjame el móvil. Voy a llamarlos.
– ¿Por qué no intentas olvidarte de los niños aunque solo sea por una noche? -suplicó él-. Solo hace una hora que hemos salido de casa.
– Tienes razón. Me estoy comportando como una idiota.-Volvió a mirar su plato de sopa de pescado-. No, no aguanto más -dijo de pronto-. Déjame el móvil.
Dylan exhaló un suspiro y se lo dio.
– Hola, Ted. Soy Clodagh. Solo llamaba para ver si todo va bien.
– Nos lo estamos pasando en grande -mintió Ted mientras Ashling les tapaba la boca a Craig y Molly.
– ¿Me los pasas un momento?
– Es que… ahora están ocupados. Jugando. Sí, eso es. Están jugando con Ashling.
– Ah, vale. Pues hasta luego.
– Es desesperante -dijo con voz lastimera mientras cerraba el teléfono-. Se pasan toda la semana martirizándome, no puedo separarme de ellos ni cinco minutos, y una noche que salgo a cenar ¡me preocupo por,, ellos!
– Si quieres podemos volver a casa -dijo Dylan-. Podemos comer patatas fritas de bolsa y escuchar una inacabable lista de exigencias.
– Hombre, si lo planteas así… Lo siento, Dylan. La verdad es que lo estoy pasando muy bien. Me siento muy a gusto.
No podía decirse lo mismo de Ashling y Ted. Craig y Molly habían tardado una eternidad en dejar de llorar cuando sus padres se marcharon. Finalmente se habían tranquilizado, pero solo después de que se apropiaran del televisor para ver La sirenita, y Ted tuviera que renunciar a ver el programa Stars in their Eyes.
– Y hoy es la noche de los famosos -protestó Ted.
Para pasar el rato, Ted examinó la enorme colección de LP y CD de Dylan, con envidia y admiración, exclamando cada vez que encontraba alguno especialmente raro.
– Mira este. Catch a Fire, de Bob Marley. ¡Con la funda original! ¿De dónde lo habrá sacado el muy desgraciado?
A Ashling no le interesaba saberlo. Los hombres y sus colecciones de discos. Phelim hacía lo mismo.
– ¡Hostia! -exclamó Ted-. ¡Los dos primeros álbumes de Burning Spear editados por Studio One! Creía que solo podías conseguirlos en Jamaica.
– Dylan y Clodagh fueron a Jamaica de luna de miel -explicó Ashling con tono deliberadamente inexpresivo.
– Los hay con suerte -comentó él con nostalgia-. La colección completa de Billy Holiday editada por Verve -prosiguió Ted, como si estuviera a punto de vomitar-. ¿Dónde la habrá conseguido? ¡Yo llevo anos buscándola!
»¡Ajá! -gritó, y se abalanzó sobre otro disco-. ¡Ya he encontrado su secreto vergonzoso! ¿Qué hace aquí un álbum de Simply Red? Tu amigo no es tan moderno como creíamos…
– Siento decepcionarte, pero ese disco es de Clodagh.
– ¿A Clodagh le gusta Simply Red? -dijo Ted con cara de asco.
– Al menos, le gustaba.
– Bueno, si dices que le gustaba, no es tan grave -replicó él con alivio. Tenía a Clodagh por una diosa, pero si resultaba que le gustaba Mick Hucknall, tendría que replanteárselo. Una diosa no podía permitirse semejante lapsus de mal gusto.
Cuando terminó La sirenita, Craig y Molly exigieron más distracciones. Pero cuando Ted empezó a contarles chistes de búhos, Molly le dijo que se marchara a casa ¡ya!, y Craig se puso a llorar. A Ted le sentó muy mal, sobre todo cuando Ashling les hizo reír a carcajadas escondiéndose detrás de una bolsa de papel y reapareciendo.
– Malditos cabroncetes -masculló-. Hay gente que daría un brazo por esta oportunidad.
– Sí, pero ellos son niños.
Craig empezó a tirarle de la manga a Ashling, pidiéndole un 7-Up. Como Ashling no le dio el refresco inmediatamente, volvieron a surgir las lágrimas.
– Es un niño mimado -comentó Ted con mordacidad.
– No es verdad.
– Claro que sí. Si viviera en Bangladesh, trabajaría dieciocho horas diarias en una fábrica. Entonces sí tendría motivos para llorar.
Fue una noche muy larga. Ashling y Ted tuvieron que utilizar un arsenal inagotable de risas, cuentos, caramelos, cosquillas, refrescos, pases de camión, fútbol de Barbies y el clásico por excelencia: la bromita de esconder la mano en la manga.
– ¿Dónde está la mano de Molly? -preguntó Ted cansinamente mientras la niña escondía una mano en la manga por enésima vez-. ¡Oh! -exclamó con aburrimiento-. Molly ha perdido una mano. Alguien se la ha robado. -Entonces Molly volvió a sacar la mano, triunfante, y Ted exclamó-: ¡Oh, qué sorpresa! ¡La ha encontrado! ¿Dónde está la mano de Molly…?
Luego llegó la hora de acostarse, pero conseguir que los niños se metieran en la cama y se quedaran allí resultó una tarea casi imposible.
– Si no dormís, vendrá el coco -los amenazó Ted.
– El coco no existe -replicó Craig con vehemencia-. Me lo ha dicho mamá.
Ted recapacitó. Tenía que haber algo que le diera miedo.
– Está bien. Si no dormís, vendrá Mick Hucknall.
– ¿Quién es ese?
– Ahora te lo enseño. -Ted bajó al salón, cogió el CD de Simply Red y subió corriendo al cuarto de los niños-. Mira, este es Mick Hucknall.
Ashling, que estaba abajo disfrutando de un momento de tranquilidad, miró hacia arriba, asustada, cuando se desató una algarabía de gritos en el piso superior. Poco después apareció Ted, con aire contrito y sospechoso.
– ¿Qué pasa? -le preguntó Ashling.
– Nada.
– Será mejor que vaya a ver.
Ashling se quedó un rato con Craig, intentando calmarlo.
– Pero ¿qué le has dicho? -le preguntó a Ted cuando volvió a bajar-. Está desconsolado.
Dylan y Clodagh llegaron a casa envueltos en ese halo de cariño que hace que los demás se sientan excluidos y faltos de amor. Entraron tambaleándose; Clodagh rodeaba a Dylan por la cintura, y él tenía una mano en el trasero de ella (en el lado no manchado de mermelada de moras).
En cuanto se despidieron de Ashling y Ted, Clodagh le guiñó un ojo a Dylan, señaló la escalera y dijo: «¿Vamos?». Hacía exactamente cuatro semanas que no hacían el amor, pero el alcohol había despertado en Clodagh tanta magnanimidad que habría propuesto una sesión extra aunque no hubiera tocado.
– Voy a apagar las luces y cerrar las puertas -dijo Dylan.
– Date prisa -dijo ella con coquetería, con la tranquilidad que le daba saber que él se tomaría su tiempo.
Hacía mucho que no se entretenían en desnudarse el uno al otro. Clodagh ya estaba desnuda bajo el edredón cuando Dylan entró en el dormitorio; tras un frufrú de licra y algodón que duró treinta segundos, él también se metió desnudo en la cama. Clodagh se tumbó boca arriba, cerró los ojos y se dejó besar durante unos minutos; luego, como siempre, Dylan pasó a sus pezones. Cuando terminó con ellos, hubo una lucha silenciosa y no reconocida, pues aquel era el punto en que Dylan solía deslizarse por el cuerpo de ella para hacerle un cunnilingus, pero Clodagh no lo soportaba. Lo encontraba muy aburrido, y no hacía más que añadir unos minutos más a todo el proceso. Esta vez ganó ella, que consiguió cortarle el paso. Entonces Clodagh pasó directamente a la felación, que duró entre cuatro y cinco minutos; el final era la señal de que Dylan ya podía penetrarla. En ocasiones especiales, como cumpleaños o aniversarios, Clodagh se ponía encima. Pero esta noche no tocaba la versión de lujo, sino la postura estándar del misionero. Se abrazó a Dylan y juntos iniciaron una cómoda danza con la que estaban familiarizados. Clodagh admitió que, una vez puestos, no estaba tan mal. Lo que le fastidiaba era tener que pensar en ello de antemano. Dylan, como de costumbre, esperó a que ella fingiera correrse y luego aceleró el ritmo, moviéndose como si lo estuvieran cronometrando. Ya va siendo hora de que cambiemos esta habitación, pensó Clodagh mientras él empujaba en medio de fuertes gemidos y resuellos. La moqueta no está del todo mal, pero me gustaría pintar las paredes de otro color.
– ¡Dios mío! -exclamó Dylan sujetando a Clodagh por las nalgas y empujando a mayor velocidad aún-. ¡Dios mío! ¡Dios mío!
Automáticamente, Clodagh respondió con un gemido distraído. Eso solía acelerar las cosas. Violeta y crema, quizá. Dylan se contrajo espasmódicamente y se derrumbó con un gruñido. La única diferencia con las últimas veces fue que no los interrumpió ningún niño gritando para meterse también en la cama.
Quince minutos en total, y libres hasta el próximo mes. Clodagh suspiró, satisfecha. Suerte que Dylan no era de esos hombres que se empeñan en hacerte el amor toda la noche. De ser así, se habría suicidado hacía mucho tiempo.
Ted y Ashling recorrieron zumbando las calles oscuras hacia el Cigar Room para tomar algo antes de irse a casa. Cuando desmontaron de la bicicleta, Ted se dio una palmada en la frente con un gesto que parecía ensayado.
– ¡Ostras! -exclamó con un enojo al que le faltaba convicción-. Me he dejado la chaqueta en casa de Clodagh. Tendré que llamarla un día de estos para ir a recogerla.
En una casa de una esquina inhóspita frente al mar, en Ringsend, Jack y Mai daban fin al polvo de la reconciliación. Jack había sorprendido a Mai presentándose en su piso y disculpándose por no haberla recibido con el cariño que ella esperaba el día anterior en la oficina. Luego se la llevó a su casa, donde después de darle de comer y beber, la llevó a la cama.
Jack estaba tan sorprendentemente cariñoso que mientras hacían el amor ella no fingió que miraba el reloj, como solía hacer. En un par de ocasiones, últimamente, Mai había utilizado incluso el mando a distancia para encender el televisor mientras le daban duro. Jack se había puesto furioso. «Es más interesante que lo que me haces tú», se justificó ella, aunque no era verdad. Pero así Jack se sentía inseguro, y ella dominaba la situación.
Después del polvo, se quedaron un rato tumbados en silencio, hasta que Jack dijo:
– Eres maravillosa.
– Ah, ¿sí? -Mai se apoyó en el codo y le lanzó una sonrisa maliciosa y provocativa-. Solo que tengo un gusto espantoso para los hombres, ¿no? -Se preparó para la réplica hiriente de Jack, pero él se limitó a enroscar los dedos en la larga melena de su novia-. ¿Estás bien? -le preguntó, sorprendida.
– Increíblemente bien. ¿Por qué?
– Por nada.
Mai estaba desconcertada. ¿Qué hacía Jack que no se ponía sarcástico?
– Mañana por la tarde voy a ir a ver a mis padres -comentó él.
Mai puso los ojos en blanco.
– ¡Fantástico! Y a mí ¿qué? Que me zurzan, ¿no?
Aquella era una de sus peleas favoritas: el escaso tiempo que Jack le dedicaba a Mai. Pero él interrumpió su perorata diciendo:
– ¿Quieres venir conmigo?
– ¿Adónde? -Mai no entendía nada-. ¿A conocer a tus padres?
Jack asintió con la cabeza, y ella protestó:
– Pero ¿qué voy a ponerme? Antes tendría que pasar por casa para cambiarme.
– No te preocupes.
Mai lo miró de soslayo. Aquello era muy raro. ¿No sería que todos sus juegos y manipulaciones habían surtido efecto? ¿No sería que finalmente había conseguido hacer con Jack lo que ella quería?
31
En cuanto despertó el domingo por la mañana, Lisa deseó no haberlo hecho. El silencio que había detrás de la ventana de su dormitorio tenía algo que indicaba que era muy, muy temprano. Y a ella le habría gustado que fuera muy tarde. Pasado el mediodía, a ser posible. O, puestos a pedir, que fuera el día siguiente.
Se quedó quieta y atenta por si oía a alguna madre gritando, a algunos niños peleándose o arrancándole la cabeza a una Barbie, cualquier evidencia de que al otro lado de las paredes el mundo seguía en movimiento. Pero aparte de una bandada de pájaros que habían acampado en su jardín y que piaban y gorjeaban alegremente como si les hubiera tocado la lotería, no oyó nada.
Cuando ya no pudo soportar más aquella incertidumbre, rodó sobre las arrugadas sábanas y miró con recelo el despertador. Las siete y media. De la mañana.
El fin de semana con puente se estaba haciendo eterno. Agravado, sin duda, por el hecho de que Lisa estaba completamente sola.
No se había imaginado que tendría que pasarlo así. Durante la semana había dado por hecho que Ashling la invitaría a tomar algo, o a alguna fiesta, o a conocer a la chiflada de Joy, o a Ted, o algo. La verdad era que Ashling se pasaba la vida invitándola a sitios. Pero el viernes por la tarde salió de la oficina un poco acelerada por el champán, y hasta que llegó a casa y se serenó un poco no se dio cuenta de que Ashling no la había invitado a nada. La muy fresca. Llevaba días proponiéndole cosas que no le interesaban, y cuando Lisa necesitaba una invitación, no se la hacía.
Encendió un cigarrillo, malhumorada, rompiendo la norma de no fumar nunca en la cama.
Qué extraña era la vida en Dublín. En Londres, Lisa jamás había tenido tiempo libre. Siempre había un montón inagotable de citas aguardando su rechazo. Y en las raras ocasiones en que tenía algo de tiempo para el ocio, Lisa siempre podía emplearlo para trabajar.
Pero aquí era diferente. No había podido organizar ninguna cita para el fin de semana. Los periodistas, los peluqueros, los DJ y los diseñadores eran una pandilla de mantas: todos se iban fuera, y aunque no lo hicieran, no se sentían inclinados a reunirse con ella, o solo estaban dispuestos a hacerlo si los sobornaban.
Para colmo, el lunes no podría ir a la oficina porque el edificio estaría cerrado. En cuanto se enteró, el viernes por la mañana, fue al despacho de Jack y montó un escándalo.
– ¿Por qué no le dices al portero…? ¿Cómo se llama? ¿Bill? ¿Por qué no le dices que venga a abrirme y se vuelva a casa?
– ¿Un lunes festivo? -Le pareció que Jack lo encontraba graciosísimo-. ¿Bill? Ni soñarlo.
«Maldito holgazán -pensó Lisa furiosa-. En Londres los porteros siempre iban a abrirle la oficina.»
– ¿Por qué no descansas un poco? -le aconsejó él-. Has hecho mucho en muy poco tiempo; te mereces un descanso.
Pero Lisa no quería descansar, era demasiado hiperactiva. Tenía tres días enteros por delante. ¿Qué iba a hacer para llenarlos? Y ¿por qué no le sugería él que hicieran algo juntos?, se preguntó, frustrada. Sabía que Jack se interesaba por ella: lo había visto más de una vez en su cara.
– Haz alguna excursión. Tómate unas copas -le sugirió.
¿Con quién?
Se había planteado ir a Londres a pasar el fin de semana, pero le daba vergüenza. ¿Dónde iba a alojarse? Había alquilado su piso y dejado enfriar sus amistades (casi todas se habían ido a pique durante los dos últimos años, cuando Lisa se esforzaba por extender su esfera de influencia en la empresa), y la única persona a la que había dedicado alguna vez su precioso tiempo era Fifi. Pero Lisa estaba tan avergonzada desde que la habían desterrado a Irlanda que no se había dignado a hablar con ella. Si iba a Londres tendría que alojarse en un hotel, como una… como una vulgar turista.
Pero el viernes por la noche, cuando comprendió que aquel fin de semana se iba a aburrir como una ostra, decidió que no le importaba ir a Londres de turista. Y entonces fue cuando se enteró de que todos los vuelos estaban completos. Todo el mundo estaba loco por huir de aquel asqueroso país. Era lógico.
No obstante, el sábado no estuvo del todo mal. Lisa fue a la peluquería, donde le cortaron el pelo, le tiñeron las pestañas, le limpiaron los poros y le hicieron las manos y los pies. Y todo eso gratis. Luego hizo la compra de la semana. Durante los siete días siguientes solo pensaba comer alimentos que empezaran por «a»: alcachofas, albaricoques, aguacates, anchoas y ajenjo.
Como se sentía muy frágil, adaptó las normas para permitir que un bollito danés de albaricoque entrara en la cesta. Lo agradeció mucho, porque pasar el sábado por la noche sola en casa ya resultaba bastante deprimente.
Ahora ya era domingo por la mañana, y todavía quedaban por pasar dos días enteros.
«Vuelve a dormirte -se dijo-. Vuelve a dormirte y matarás un par de horas más.»
Pero no podía. Y no era de extrañar, pensó con amargura, pues la noche anterior se había acostado a las diez.
Se levantó de la cama, se dio una ducha, y pese a que le dedicó a su aseo un tiempo poco habitual y casi se dejó en carne viva, a las nueve y cuarto ya estaba vestida y preparada. ¿Preparada para qué? Rebosante de energía que no tenía en qué emplear, se preguntó: ¿qué hace la gente? La gente iba al gimnasio, supuso poniendo los ojos en blanco (y lamentando que no hubiera nadie con ella para ver cómo lo hacía). Lisa se enorgullecía de no ir nunca al gimnasio, sobre todo en Dublín. Todo aquello del stairmaster y el remo estaba totalmente pasado de moda. La industria del fitness irlandesa estaba tan atrasada que todavía creían que el hoola-hop era una idea original. No, a Lisa le interesaban más otras tendencias menos violentas y más modernas. La gimnasia pasiva, el yoga, la isometría. A ser posible en clases individuales con un preparador que tuviera a Elizabeth Hurley y Jemina Khan entre sus clientes.
El único problema de las técnicas como la gimnasia pasiva era que, como en realidad no aceleraban tu metabolismo, obtenías mejores resultados si las combinabas con un estricto régimen alimenticio. De ahí que Lisa hubiera introducido trucos como el de la dieta «a». Curiosamente, había pocos alimentos prohibidos que empezaran por la «a». Con la «b» todo habría sido diferente: beicon, bounties, bacardí, brie, bollos… Y cuando necesitaba adelgazarse en serio, se pasaba una semana haciendo la «y». Prácticamente solo podía comer yogures. O la «w»: con la «w» sí que no había vuelta de hoja.
Lisa desayunó un albaricoque, una rama de apio y un vaso de agua mineral, y se alegró de que ya fueran las diez. Pero cuando empezó a temer que se pondría a charlar con las paredes, tomó una decisión: tenía que ir de compras. Y no se trataba simplemente de una terapia, sino que tenía un objetivo. Bueno, algo parecido. Quería instalar persianas de madera en una de las paredes de su dormitorio, tapizando por completo la pared, para compensar la atmósfera rústica y darle un aire más geométrico y urbano. Luego escribiría un artículo en la revista sobre esas persianas y les dejaría pagar parte de la factura.
Sin embargo, cuando llegó a Grafton Street se llevó un chasco, pues todavía no había ninguna tienda abierta, y por la calle solo se veían algunos turistas desconcertados.
Maldito país, pensó por enésima vez. ¿Dónde estaba la gente? En misa, seguramente, dedujo con desdén.
A la una, le dijo el empleado del quiosco. Las tiendas abrían a la una. Lisa se sentó en una cafetería, con las piernas cruzadas, bebiendo café americano y leyendo un periódico. Solo los continuos golpecitos que daba con el pie, en su intento de acelerar el tiempo, ofrecían una pista de su histerismo interno.
Y ¿qué pasaba con aquellas inusitadas condiciones meteorológicas? No había ni rastro de lluvias torrenciales ni de vientos huracanados, fenómenos que nunca fallaban cuando había un puente. Hacía un sol espléndido que brillaba en un cielo de un azul espectacular, y aquello le recordó otros tiempos, que a su vez la pusieron triste, y eso Lisa no podía permitírselo. ¡Ni hablar!
Se recordó rápidamente su teoría: no estaba triste, sencillamente su vida había descendido momentáneamente por debajo del nivel óptimo de Fabuloso. No había ninguna emoción negativa que no pudiera curarse mediante la aplicación de un poco de optimismo, y era muy importante que lo recordara en aquellos momentos turbulentos. Tenía que admitir que últimamente lo había olvidado: el sábado anterior, por ejemplo, cuando se pasó todo el día aislada y desesperada.
Por fin abrieron sus puertas los emporios comerciales de las persianas, y entonces Lisa pensó que no valía la pena que lo hubieran hecho: ninguna de aquellas lamentables tiendas de decoración podía hacerse cargo de una persiana de semejantes dimensiones. Le aconsejaron que probara en unos grandes almacenes. Y aunque Lisa les tenía manía a los grandes almacenes, decidió que a veces uno no está en situación de exigir nada.
En la cuarta planta, en el departamento de cortinas, Lisa abordó a un hombrecillo que pasaba por su lado con una cinta métrica colgada del cuello.
– Necesito unas persianas hechas a medida.
– Soy el hombre que necesita -le aseguró el empleado con confianza.
Sin embargo, cuando Lisa le dio las dimensiones y señaló los listones de madera que quería, la cara del empleado palideció.
– ¿2,75 metros de alto? -dijo, asustado-. ¿Y 4,25 de ancho?
– Exacto -confirmó Lisa.
– Pero… ¡señora! -protestó-. ¡Eso le va a costar una fortuna!
– No importa.
– Oiga, pero… ¿se ha parado usted a pensar cuánto le va a costar eso?
– Dígamelo usted.
El empleado realizó rápidamente una serie de cálculos en un trozo de papel de embalar, y luego sacudió la cabeza, apabullado.
– ¿Cuánto?
El hombre no quería decírselo. Fuera lo que fuese, él había decidido que era demasiado.
– Un momento, estoy pensando. ¿Y si eligiera un material más barato? -propuso paseando su mirada de experto por los estantes-. Olvídese de la madera. Podríamos hacerlas de plástico. ¿Qué le parece? O de lona.
– No, gracias. Las quiero de madera.
– O podría llevarse unas ya hechas -sugirió, cambiando de táctica-. Ya sé que quizá no serían del tamaño exacto, y que el material no luciría tanto, pero le saldrían muchísimo más baratas. Venga conmigo, se las enseñaré. -La cogió de la mano y se la llevó a rastras a examinar unas espantosas persianas de oficina.
Lisa se soltó y dijo:
– ¡Esto no es lo que quiero! ¡Yo quiero unas persianas de madera, y le aseguro que puedo pagarlas!
– Le ruego me disculpe -dijo el hombre con humildad-. Es que no quería que se gastara tanto dinero, pero si está segura…
Lisa suspiró, exasperada. Maldito país.
– He ahorrado un poco -decidió tranquilizar al empleado-. No me importa que resulten caras.
– ¿Ha ahorrado un poco? -De pronto el empleado se recuperó-. Entonces es otra cosa.
Mientras Lisa le daba los detalles, su irritación se fue desvaneciendo. Y cuando el empleado se le acercó para decirle al oído que opinaba que los precios de la tienda eran desorbitados, y que su mujer y él siempre esperaban a las rebajas, Lisa casi se conmovió. «Me está pasando algo -pensó de pronto-. Esto ya es oficial: estoy perdiendo los papeles. Mira que sentirme conmovida por un vendedor que se niega a venderme lo que busco.»
Cuando llegó a casa no eran más de las seis. Como no se le ocurría nada mejor que hacer, Lisa llamó a su madre y le dio su número de teléfono nuevo. Aunque en realidad no sabía por qué se molestaba en hacerlo, pues su madre no la llamaba jamás: le preocupaba demasiado la factura del teléfono. Aunque hubiera alguna desgracia, como que su padre se muriera, por ejemplo, seguramente su madre esperaría a que Lisa la llamara.
Tras las indagaciones habituales acerca de la salud de madre e hija, Pauline le dio una buena noticia:
– Tu padre dice que esa especie de boda que celebrasteis no debe de tener validez aquí, y que lo más probable es que no haga falta que tramitéis el divorcio.
La palabra «divorcio» impactó a Lisa. Era una palabra tan dura, tan definitiva. Sin embargo se recuperó rápidamente para replicar con insolencia:
– Me temo que te equivocas.
Pauline soportó con resignación aquella censura. Claro que se equivocaba. Cuando se trataba de Lisa, siempre se equivocaba.
– Oliver registró la boda en cuanto volvimos.
– Ah, entonces nada.
– Exacto. Nada.
Después hubo un silencio, y sin darse cuenta Lisa se puso a recordar la mañana de aquel viernes en que Oliver y ella habían decidido viajar a Las Vegas y casarse, convencidos de que eran un par de jóvenes modernos capaces de comerse el mundo.
– No encontraremos billetes -dijo Oliver, entusiasmado con la idea.
– Claro que sí. -Lisa tenía la seguridad de quien siempre consigue lo que se propone.
Y encontraron billetes, por supuesto: en aquella época el mundo todavía trabajaba para Lisa. Aquella misma noche, emocionados y asustados de lo que estaban haciendo, viajaron a Las Vegas. Y una vez allí, trastornados por el jet lag y por el impresionante azul del cielo del desierto, comprobaron que casarse era terriblemente fácil.
– ¿Lo hacemos? -dijo Lisa riendo; estaba perdiendo el valor.
– Para eso hemos venido aquí.
– Ya lo sé, pero… es un poco extremista, ¿no?
La mirada exasperada de Oliver colisionó con la suya. Lisa conocía muy bien aquella mirada: con Oliver era mejor no empezar las cosas que no pensaras terminar.
– ¡Pues vamos! -La emoción y el terror dieron a su risa un tono estridente.
Hicieron su promesa de matrimonio en la Capilla del Amor, abierta las veinticuatro horas, y los testigos fueron un individuo que se parecía a Elvis Presley y una camarera de un Starbucks. La novia vestía de negro.
– ¡Estamos casados! -Lisa iba muriéndose de risa mientras los hacían salir para que pudiera pasar otra pareja de novios-. Es increíble.
– Te quiero, nena -dijo Oliver.
– Yo también te quiero.
Y era verdad. Pero sobre todo se moría de ganas de volver a Londres para que todo el mundo envidiara el esnobismo de su boda. Las ceremonias en las playas de Santa Lucía no podían compararse con lo que habían hecho ellos. ¡Lo suyo era el no va más! Estaba deseando que llegara el lunes para ir a la oficina y que alguien le preguntara: «¿Has hecho algo este fin de semana?». A lo que ella contestaría con tono indiferente: «He ido a Las Vegas y me he casado».
– En ese caso, tendrás que buscarte un buen abogado. -La voz de Pauline la devolvió al presente-. Asegúrate de que te quedas con lo que te corresponde.
– Sí, mamá -dijo Lisa con enojo.
En realidad no tenía ni idea de qué implicaba el divorcio. Para ser una persona pragmática y dinámica, había adoptado una actitud inusitadamente pasiva respecto al fin de su matrimonio. Quizá su madre tenía razón y necesitaba un abogado.
Pero después de colgar no podía dejar de pensar en Oliver. Unos molestos sentimientos afloraban a la superficie, como ampollas, y de pronto, en una especie de arrebato de locura, Lisa estuvo a punto de telefonearle. La idea de oír su voz, de hacer las paces con él, la embargó de esperanza.
No era la primera vez que sentía el impulso de llamarlo, pero esta vez era un impulso casi irrefrenable, y solo pudo reprimirlo recordándose que había sido él quien la había dejado, aunque hubiera sido con el pretexto de que ella no le dejaba alternativa.
Se apartó del teléfono, pero para ello tuvo que hacer un esfuerzo casi físico. El corazón le latía con violencia de pensar en lo que le estaba siendo vedado. Hacía solo unos segundos, la reconciliación parecía posible, y el bajón que siguió a la subida le produjo un ligero mareo. Encendió un cigarrillo con manos temblorosas y se propuso olvidar a Oliver. Había que pensar en el futuro. Había que pensar en Jack. Pero Jack debía de estar follando como un loco con Mai, aquella descarada.
Ostras, qué ganas tenía de pegar un polvo…, con Jack. O con Oliver. Con cualquiera de los dos. O con ambos… Apareció en su mente una imagen del robusto cuerpo de Oliver, que parecía labrado en ébano, y aquel recuerdo la hizo gemir.
Volvió a consultar su reloj. Las siete y media. ¿Qué podía hacer para que el tiempo pasara más deprisa?
Entonces sonó el timbre, y le dio un vuelco el corazón. ¡Quizá fuera una de las visitas imprevistas de Jack! Se miró en el espejo para ver si estaba presentable y se apresuró a limpiarse un poco de rímel de debajo de los ojos. Se alisó el cabello y corrió a abrir la puerta.
Plantado en el umbral había un chiquillo con una camiseta del Manchester United; llevaba la cabeza afeitada pero con flequillo. Todos los niños del barrio llevaban un corte de pelo parecido.
– ¿Qué tal, Lisa? -le preguntó casi gritando. Se apoyó con desenvoltura en la jamba de la puerta y añadió-: ¿Qué haces? ¿Vienes a jugar?
– ¿A jugar?
– Necesitamos un árbitro.
Detrás de él aparecieron otros niños.
– ¡Sí, Lisa! -gritaron-. ¡Ven a jugar!
Sabía que era absurdo, pero no pudo evitar sentirse halagada. Era agradable sentirse deseada. Apartando de su mente recuerdos de otros puentes en que había ido en helicóptero a Champneys, había viajado a Niza en primera clase o se había hospedado en un hotel de cinco estrellas en Cornualles, Lisa cogió una chaqueta y pasó el resto del domingo sentada en las escaleras de la puerta de su casa, llevando la cuenta de los tantos mientras los niños del barrio jugaban a una versión muy agresiva de tenis.
El domingo por la mañana Jack Devine había llamado a su madre.
– Pasaré a veros más tarde -dijo-. ¿Os importa que vaya con alguien?
Su madre estuvo a punto de atragantarse de la emoción.
– ¿Una amiga?
– Sí, una amiga.
Lulu Devine hizo cuanto pudo para mantener la boca cerrada, pero fracasó.
– ¿Es Dee?
– No, mamá -dijo Jack, suspirando-. No es Dee.
– Ah, bueno. ¿La has visto últimamente? -Lulu echaba de menos a la mujer que había dejado plantado a su adorado y único hijo, al tiempo que la odiaba profundamente.
– Pues sí -admitió él-. La vi hace poco en el aparcamiento de Drury Street. Me dio recuerdos para ti.
– ¿Cómo está?
– Muy bien. Se casa dentro de poco.
– ¿Con quién? ¿Contigo? -Lulu no perdía fácilmente la esperanza.
– No.
– ¡La muy golfa!
– No digas eso, mamá. -En su momento, la noticia tampoco había sido muy agradable para él, aunque no le costó demasiado superarla-. Dee hizo bien al no casarse conmigo. No habríamos durado mucho. Lo que pasa es que ella se dio cuenta antes que yo.
– Y ¿quién es esa chica con la que vas a venir hoy?
– Se llama Mai. Es muy simpática, aunque un poco nerviosa.
– La trataremos bien.
Mai se sentó en el coche de Jack con un recatado vestido camisero estilo años cincuenta que se había comprado en una tienda Oxfam casi en broma, y con unas sandalias de solo ocho centímetros de tacón, dispuesta a dejarse llevar a Raheny.
– ¿Les importará que sea medio vietnamita? ¿Son racistas?
Jack negó con vehemencia.
– Qué va. -Le acarició la mano para expresarle su apoyo-. No te preocupes, Mai. Son gente decente.
– Y ambos son maestros, ¿no?
– Sí, pero ya están retirados.
Lulu y Geoffrey cumplieron el protocolo a rajatabla: recibieron a Mai estrechándole la mano efusivamente, quitaron los periódicos de encima del sofá para que pudiera sentarse, le enseñaron fotografías de cuando Jack era pequeño.
– Era monísimo -comentó Lulu contemplando una fotografía de su hijo cuando tenía cuatro años, en su primer día de colegio-. Y mira esta. -Una fotografía en color de un desgarbado adolescente de pie junto a una mesita.
– Esa mesa la hice yo -dijo Jack con orgullo.
– Es muy bueno con las manos -explicó Lulu.
«Ya lo sé», pensó Mai, y por un instante se horrorizó al creer que lo había dicho en voz alta.
Los padres de Jack siguieron bombardeando el nerviosismo de Mai, y las cosas iban bastante bien hasta que ella se fijó en una fotografía que había en la repisa de la chimenea. Jack, más joven, más delgado y menos agobiado por las preocupaciones, abrazaba a una muchacha alta de cabello castaño que, erguida, sonreía con indudable seguridad. Lulu se fijó en ella en el mismo momento en que lo hacía Mai, y horrorizada se preguntó por qué no la había escondido.
– ¿Quién es esa chica? -le preguntó Mai a Jack, como si disfrutara atormentándose.
Lo sabía todo sobre Dee: que Jack y ella habían vivido juntos desde que terminaron la universidad, y que después de nueve años de noviazgo, cuando decidieron casarse, Dee había plantado a Jack. Mai se moría de ganas de saber qué aspecto tenía.
Lo violento de la situación se resolvió con la llegada de Karen, la hermana mayor de Jack, con su marido y sus tres hijos. En cuanto terminaron los ruidosos saludos llegó Jenny, la hermana menor de Jack, también con su marido y sus hijos.
– Bueno, nosotros nos vamos -dijo Jack al poco rato, al ver que Mai empezaba a sentirse abrumada.
Lulu y Geoffrey se quedaron mirando cómo el coche se alejaba.
– Una chica encantadora -comentó Lulu.
– Con un trabajo muy original -observó Geoffrey.
– ¿Original? ¿Vender teléfonos móviles te parece original?
Geoffrey giró la cabeza y miró a su esposa con asombro.
– ¿Vender teléfonos móviles? ¡A mí no me ha dicho eso!
32
Vello. En las piernas. Demasiado vello. A Ashling se le planteaba un dilema. Se había depilado las piernas con cera un par de semanas atrás, durante aquel breve veranillo, y ahora el vello estaba demasiado corto para volverlo a depilar, pero demasiado largo para irse a la cama con alguien.
¿Qué pasaba? ¿Pensaba acostarse con Marcus Valentina? Bueno, nunca se sabe, pensó. Pero no quería que el vello fuera un impedimento.
Siempre podía afeitarse las piernas. Pero no, no podía. En cuanto empiezas a depilarte las piernas a la cera, queda estrictamente prohibido estropearlo todo afeitándotelas para que vuelvan a salirte unos pelos duros y tiesos. Julia, la chica que la depilaba, la mataría.
Solo podía depilárselas con Immac, y debido a un terrible lapsus Ashling se había quedado sin crema. Así que envió a Ted a la farmacia más cercana con una nota.
– ¿Por qué no vas tú? -protestó Ted. Se sentía violento con aquel encargo.
Ashling señaló el papel de plata con que se había envuelto la cabeza.
– Me he puesto aceite en el pelo. Si salgo así a la calle, la gente pensará que han aterrizado los extraterrestres.
– ¡Qué tontería! La gente sabe perfectamente que los extraterrestres jamás encontrarían aparcamiento en esta ciudad. Ostras, Ashling -se lamentó-. Y ¿tengo que darle esta nota a la dependienta? ¿No puedo cogerlo yo mismo del estante?
– No. Hay demasiados tipos, y tú eres un hombre. Lo que yo quiero es mousse sin perfume, y tú me traerías el gel con perfume de limón. O peor aún, podrías traerme el de espátula. ¡Vete, por favor!
Aunque parezca asombroso, Ted realizó la misión con éxito y Ashling se retiró al cuarto de baño, donde, de pie en la bañera, con las piernas burbujeando cubiertas de un nocivo producto blanco, esperaba a que el vello se quemara. Suspiró. A veces era duro ser mujer.
El frenesí embellecedor había empezado el martes por la tarde, cuando Marcus llamó por teléfono y le preguntó:
– ¿Qué? ¿Te apetece?
– Si me apetece ¿qué?
– Lo que sea. Una copa. Una bolsa de patatas. Un polvo desenfrenado.
– La copa no estaría mal. O la bolsa de patatas.
Marcus esperó un momento y luego preguntó con una vocecilla infantil:
– ¿Y el polvo desenfrenado?
Ashling tragó saliva e intentó adoptar un tono jocoso:
– Eso ya lo veremos.
– ¿Si me porto bien?
– Eso. Si te portas bien.
En cuanto colgó, Ashling se puso en marcha, quitándose y poniéndose cosas a toda velocidad. En el curso de la tarde se lavó y acondicionó el cabello, se exfolió todo el cuerpo, se quitó el esmalte viejo de las uñas de los pies y se aplicó esmalte nuevo, se quemó el vello de las piernas, se untó de pies a cabeza con crema hidratante Envy de Gucci, que solo usaba en ocasiones especiales, se puso un cuarto de tubo de crema alisadora en el pelo, se maquilló a conciencia (aquel no era momento para sutilezas) y se empapó de eau de parfum Envy.
Ted volvió para supervisar los últimos preparativos. Le interesaba mucho que Marcus y Ashling se cayeran bien, porque así él podría potenciar su carrera de cómico gracias al estrecho contacto con Marcus.
– Tienes que estar sexy -dijo, tumbado en la cama de Ashling, mientras ella se aplicaba la tercera y última capa de rímel.
– ¡Es lo que intento! -gritó Ashling.
Era evidente que estaba más nerviosa de lo que pensaba. ¡Mira lo que hacía con ella la esperanza! Arrasaba con sus sueños de amor y estabilidad y la convertía en un manojo de nervios. A veces, como ahora, pensaba que quizá fuera demasiado sensible. «¿Era aquello normal?», se preguntaba. Seguramente sí. ¿Y si no lo era? «Hombre, tuve grandes carencias afectivas en la niñez», pensó con ironía.
Bueno, afectivas quizá no. Pero sí carencias de rutina, carencias de normalidad. Después del primer episodio de depresión de su madre, las cosas nunca habían vuelto a ser como antes. La vida de la familia había cambiado para siempre, aunque en aquel momento ellos no lo supieran.
Curiosamente, al principio Ashling se alegró cuando vio que ya no había horas de comer. Un día se ensució de hierba una rebeca y se alegró de no recibir una bronca. Pero a medida que pasaban los días hasta ella se dio cuenta de que llevaba la ropa sucia. El alivio dio paso a la angustia. Aquello no estaba bien.
– ¿Puedo ponerme esto? -Se presentó ante su madre con un vestido de verano guarrísimo. Fíjate en mí, fíjate en mí.
Los ojos de su madre la miraron desde un rostro que denotaba una profunda pena.
– Ponte lo que quieras.
Janet y Owen no iban mejor equipados. Ni su madre: siempre había sido tan guapa e ido tan bien vestida, y ahora ni siquiera se daba cuenta de que salía. a la calle con una blusa manchada de huevo.
Aquel verano iban a menudo al parque. Monica solía exclamar: «No aguanto ni un minuto más en esta casa», y los sacaba a todos a la calle. Pero ni siquiera en el parque dejaba de llorar, y nunca llevaba pañuelo. Así que Ashling, a la que no le gustaba que su madre se secara las lágrimas con la manga, se acostumbró a llevar un pañuelo de papel doblado en el bolsillo de la rebeca cada vez que salían de casa.
Una vez en el parque, Ashling intentaba organizar las cosas para que al menos Janet y Owen se lo pasaran bien. Cuando pedían un helado, Ashling temía que no lo consiguieran, porque si se enfadaban podían acabar de estropearlo todo. Pero su madre nunca se acordaba de llevar dinero, así que Ashling se acostumbró a llevar siempre consigo un monedero de plástico rosa y marrón con forma de cara de perro.
A medida que avanzaba el verano, Monica desarrolló un nuevo y alarmante hábito. Sentada lánguidamente en un banco, se rascaba un corte que tenía en el brazo, y no paraba hasta que empezaba a sangrar. Fue por aquella época cuando Ashling empezó a llevar un paquete de tiritas en el bolsillo.
Algo tenía que cambiar. Alguien tenía que darse cuenta de lo que estaba pasando.
Ashling empezó a rezar para que su madre se pusiera mejor y para que su padre no se marchara cada lunes por la mañana y no regresara hasta el viernes. Luego, al ver que las oraciones no producían los resultados deseados, empezó a cultivar la extraña convicción de que si tiraba de la cadena del retrete tres veces cada vez que lo utilizaba, todo se solucionaría. Después se le metió en la cabeza la idea de que cuando bajaba la escalera tenía que hacer una pirueta al llegar abajo. Era un imperativo, y si se olvidaba tenía que volver arriba y repetir todo el ritual.
Las supersticiones empezaron a cobrar gran importancia para Ashling. Si veía una urraca (tristeza) tenía que buscar rápidamente otra (alegría). Un día derramó la sal y para evitar más lágrimas arrojó un puñadito por encima de su hombro izquierdo. Que fue a parar sobre el pastel de crema. Su madre se quedó mirando con gesto inexpresivo cómo los granos de sal se disolvían en la capa de crema; luego apoyó la cabeza en la mesa de la cocina y rompió a llorar. Lo de la sal no había funcionado.
Los gritos de Ted la devolvieron a la realidad.
– ¡Contéstame, Ashling! ¿Qué dicen las cartas del tarot sobre esta noche?
Ashling se recuperó rápidamente; se alegraba muchísimo de estar en el presente y no en el pasado.
– No está mal. Me ha salido el cuatro de copas. -No hacía falta mencionar que antes le había salido el diez de espadas, más amenazadora, pero que la había descartado-. Y mi horóscopo es favorable en dos de los periódicos del domingo -añadió. Y no tan favorable en otros dos, pero ¿qué importancia tenía eso?-. Y la carta del Oráculo de los Ángeles que he sacado era el Milagro del Amor. -Bueno, la había sacado después de sacar la Madurez, la Salud, la Creatividad y la Sabiduría.
– ¿Eso es lo que te vas a poner? -preguntó Ted señalando los pantalones pirata negros y la blusa atada a la cintura.
– ¿Por qué? -preguntó Ashling, a la defensiva.
Se había vestido con mucho cuidado y estaba especialmente satisfecha con la blusa porque, gracias a algún efecto óptico, parecía que tuviera cintura.
– ¿No tienes una falda corta?
– Yo nunca llevo faldas cortas -masculló ella preguntándose, inquieta, si se habría pasado con el colorete-. Odio mis piernas. ¿Llevo demasiado colorete?
– ¿Qué es el colorete? ¿Eso rojo que te has puesto en las mejillas? No; puedes ponerte un poco más.
Ashling se apresuró a quitarse un poco. Los motivos de Ted eran sospechosos.
– ¿Dónde habéis quedado? ¿En Kehoe's? Te acompaño.
– Ni hablar -dijo ella con firmeza.
– Pero si solo…
– ¡He dicho que no!
Ashling no quería tenerlo merodeando por allí, haciéndole la pelota a Marcus y preguntándole si podían ser amigos.
– Bueno, pues buena suerte -dijo Ted lastimeramente, mientras ella guardaba la piedra de la suerte en su nuevo bolso con bordados, se calzaba unas sandalias con tacón de cuña y se preparaba para salir-. Espero que este romance sea un lecho de rosas.
– Yo también -dijo Ashling, y dedicó unas rápidas palabras a Dios o a quienquiera que fuera el ministro celestial de romances-, si es que así está escrito que sea.
– Chorradas -dijo Ted, burlón.
Ashling le dio un repasillo al Buda y se marchó.
Marcus Valentina me va a gustar y yo le voy a gustar a él, Marcus Valentina me va a gustar y yo le voy a gustar a él… Cuando caminaba por Grafton Street con aquellas infernales sandalias intentando afirmarse mediante las técnicas de Louise L. Hay, un silbido de admiración interrumpió su mantra. ¿Ya? ¿Marcus Valentina? ¡Madre mía, esa Louise L. Hay era infalible!
Pero no era Marcus Valentina. En la otra acera estaba Boo, sin su manta naranja, con otros dos hombres cuyas caras sin afeitar y extraño atuendo (llevaban de esa ropa que no podrías comprarte ni que lo intentaras) los identificaban también como mendigos. Estaban comiendo bocadillos.
Ashling creyó que lo correcto era cruzar la calle.
– Hola, Ashling -dijo Boo exhibiendo su sonrisa desdentada-. Veo que no te has ido fuera a pasar el puente.
Ella negó con la cabeza.
– Yo tampoco -dijo Boo con dignidad.
De repente se dio cuenta de lo maleducado que había sido, se dio una palmada en la frente y extendió un brazo hacia sus dos acompañantes. Uno era joven, desgreñado y esquelético; la cinturilla de los pantalones de chándal se aguantaban precariamente en sus delgadísimas caderas. El otro era mayor y llevaba una melena y una barba descomunales, como si le hubieran enganchado un montón de gatos monteses con celo alrededor de la cara. Llevaba unas zapatillas de lona que en su día habían sido blancas y un esmoquin que evidentemente estaba hecho para un hombre mucho más bajo que él.
Comparado con ellos, Boo parecía casi normal.
– Ostras, perdona. Ashling, este es John John -dijo señalando al más joven-. Y este es Hairy Dave. Chicos, os presento a Ashling, mi amable vecina.
Ashling, que se sentía un tanto violenta, les estrechó las manos a ambos. ¿Y si Clodagh la viera ahora? ¡Le daría un ataque! El peludo era el que parecía más guarro, y cuando asió con su mano con costras la de Ashling, ella tuvo que contener un estremecimiento.
Un transeúnte estuvo a punto de chocar contra una farola al girar la cabeza para contemplar a aquel insólito cuarteto: Ashling tan arreglada y perfumada, y los otros todo lo contrario.
– Estás preciosa -observó Boo con sincera admiración-. Deduzco que tienes una cita con un hombre.
– Sí -afirmó ella. Y entonces, sintiendo un repentino cariño hacia Boo, admitió-: A que no adivinas con quién.
– ¿Con quién? -preguntaron los tres al unísono, acercándose más a ella.
Ashling tuvo que contener la respiración.
– Con Marcus Valentina.
Boo rompió a reír.
– ¿El humorista? -preguntó Hairy Dave con un lento y denso gruñido.
Ashling asintió.
– ¿El que hace esos chistes de búhos? -preguntó John John, muy emocionado.
¡Madre mía! ¿Tanto se había extendido la fama de Ted que hasta los marginados lo conocían? ¡Cómo se iba a poner cuando se lo contara!
– No, el de los búhos es Ted Mullins -le explicó Boo a John John-. Marcus Valentina es el de la mantequilla y los copos de nieve.
– No lo conozco -admitió John John, decepcionado.
– Es muy bueno. ¡Cuánto me alegro, Ashling! Espero que te lo pases muy bien.
– Gracias. Os dejo para que sigáis cenando tranquilos. -Ashling señaló los bocadillos que los tres mendigos habían dejado de comer al verla aparecer.
– Son de Marks & Spencer -dijo Boo-. Nos dan los que no venden. Ya sé que la ropa es horrible, pero los bocadillos son deliciosos.
De pronto los tres se pusieron en tensión, como si hubieran detectado algún peligro. Ashling miró alrededor. Por lo visto el problema eran dos policías que habían aparecido al final de la calle.
– Creo que están aburridos -dijo John John con preocupación.
– ¡Vámonos! -dijo Boo, y los tres se escabulleron-. Adiós, Ashling.
Cuando llegó al pub, Marcus ya estaba allí, con unos pantalones militares y una camiseta, tomándose una Guinness. Al verlo, Ashling se sobresaltó. Marcus se había presentado. Aquello era real.
Sus sentimientos hacia Marcus eran ambiguos. ¿Cómo lo veía? ¿Como el gilipollas pecoso y entusiasta al que no había querido llamar? ¿O como el cómico seguro de sí mismo cuya llamada había esperado con ansiedad? El aspecto físico de Marcus no la ayudó a aclarar la confusión, pues no era ni exageradamente atractivo ni completamente asqueroso. Había que reconocerlo: era del montón. Tenía el pelo castaño rojizo, sus ojos eran de un color indefinido, y por supuesto estaba aquel pequeño detalle de las pecas. Pero a ella le gustaban los chicos del montón. A ella le correspondía un chico del montón. No tenía sentido que apuntara demasiado alto.
Y aunque era del montón, su estatura significaba que al menos era una versión de lujo. Tenía un cuerpo precioso.
Al verla, Marcus se levantó y le hizo señas. Había un hueco junto a él en el banco, y Ashling se sentó.
– Hola -dijo él solemnemente una vez ella se hubo puesto cómoda.
– Hola -replicó Ashling con la misma solemnidad.
Entonces ambos rieron con timidez. Vaya, ahora le pasaba a él.
– ¿Te pido algo? -preguntó Marcus.
– Sí, un vodka con tónica, por favor.
Cuando Marcus volvió con la copa, ella le dedicó una sonrisa relajada. Marcus era tan cordial que a ella le costaba tomárselo en serio, lo cual le produjo un desalentador sentimiento de desánimo. Marcus no le gustaba. Tanta ansiedad esperando su llamada, para nada. Investigó un poco más, pasando de las pecas de Marcus a sus sentimientos hacia él y viceversa. No, no le gustaba. Estaba segura. Habría podido pasar sin depilarse las piernas. Ted habría podido ahorrarse el humillante viaje a la farmacia. Bueno, no importaba. Podían ser solo amigos. Al fin y al cabo, Marcus quizá pudiera ayudar a Ted en su carrera de cómico.
Ashling le sonrió con descaro y preguntó:
– Cuéntame, ¿qué has hecho últimamente?
De pronto recordó que aquel era el hombre que, según Lisa, estaba a punto de convertirse en una estrella, y de inmediato su desenfadada irreverencia se evaporó. Unos segundos antes le habría hablado sin reparos de sus secretos más íntimos, pero curiosamente su cerebro se había quedado sin temas de conversación.
– Nada del otro mundo -contestó él.
Ahora le tocaba a ella. ¿Qué podía decir? Lo último que tenía que mencionar era su carrera de cómico. Habría sido ingenuo por su parte, y como Marcus tenía tanto éxito, debía de estar harto de que lo elogiaran.
De modo que se llevó una gran sorpresa cuando Marcus rompió el silencio preguntándole:
– ¿Te gustó el espectáculo del pasado sábado?
– Sí -contestó Ashling-. Eran todos muy graciosos.
Notó cierta expectación en él, así que añadió, vacilante:
– Tu número gustó mucho.
– Bah, no fue de los mejores -replicó él, con una sombra de aquella vulnerabilidad de tontorrón que utilizaba en el escenario. Era evidente que sentía un gran alivio.
Volvía a tocarle a Ashling.
– ¿A qué te dedicas? Me refiero a si haces algo… aparte de ser gracioso.
– Hago software para Cablelink. Están adaptando la red a la fibra óptica.
– Ya.
– Es muy interesante. -Sonrió, atribulado-. No me extraña que tenga que hacer números cómicos. ¿Y tú? ¿En qué trabajas?
Horror.
– Trabajo en una revista femenina.
– ¿Cómo se llama?
– Colleen.
– ¿ Colleen? -Su expresión cambió de repente-. Ostras, quieren que les escriba una columna. El otro día hablé con una tal Lisa…
– Edwards. Lisa Edwards. Es mi jefa -precisó Ashling; se sentía culpable, aunque no tenía motivos.
La desconfianza alteró el rostro de Marcus, que adoptó una expresión dura y fría.
– ¿Por eso has quedado conmigo? ¿Para convencerme de que escriba la columna?
– ¡No! Nada de eso. -No quería parecer prepotente-. Yo no tengo nada que ver con eso, y no me importa que no quieras hacerla.
Lo cual no era del todo cierto. Si Marcus accedía a escribir la columna, Ashling podría considerarlo un triunfo personal, pero no quería forzar las cosas. De todos modos, la conmovió la inseguridad de él, y de pronto sintió un arrebato de instinto protector.
– En serio -dijo con voz tierna-. Si estoy aquí es únicamente porque quiero. Esto no tiene nada que ver con mi trabajo.
– De acuerdo -dijo Marcus asintiendo con la cabeza. Luego rió y agregó-: Te creo. Tienes cara de persona sincera.
Ashling arrugó la nariz.
– Vaya, no sé si me gusta tenerla. -Señaló el vaso vacío de Marcus y dijo-: ¿Otra?
– No, gracias. Oye, Ashling -dijo entonces con tono de disculpa-, ¿te importa que pasemos por una función? Solo será media hora. Me gustaría ver el número de un colega.
– ¿Por qué no? -Era evidente que aquella no iba a ser una velada de restaurante caro con luz de velas. Aunque la verdad era que Ashling prefería que no lo fuera.
La función se celebraba en otro pub que solo estaba un par de calles más allá. A Marcus lo saludaron en la puerta como si fuera una eminencia, y ambos entraron sin tener que pagar, lo cual le hizo mucha gracia a Ashling. En la abarrotada sala, continuamente se le acercaba gente (la mayoría también cómicos), y Marcus la presentó a todos ellos. Esto no está nada mal, pensó ella.
El espectáculo era parecido a otros en los que Ashling había estado. Montones de gente apiñada en una pequeña y oscura sala, con un pequeño escenario en una esquina. El cómico que a Marcus le interesaba imitaba a un maníaco depresivo y se hacía llamar el Hombre de Litio.
Cuando terminó su número de diez minutos, Marcus le tocó el brazo a Ashling y dijo:
– Ya podemos marcharnos.
– No me importa quedarme un rato más…
Él sacudió la cabeza:
– No. Prefiero hablar contigo.
Sonrió en la penumbra, y de pronto Ashling se dio cuenta de que, pese a ser del montón, Marcus era tirando a guapetón. Entraron en otro pub, y cuando se hubieron sentado, Marcus le preguntó:
– ¿Qué te ha parecido el Hombre de Litio?
Ella reflexionó y dijo:
– La verdad, no me ha gustado mucho.
– Ah, ¿no? ¿Cómo es eso? -A él parecía interesarle mucho su opinión, y Ashling se sintió halagada.
– No me parece que sea muy ingenioso reírse de los enfermos mentales -explicó-. A menos que seas francamente gracioso, y él no lo es.
– Y ¿a quién consideras francamente gracioso? -preguntó él mirándola de hito en hito.
– Pues a ti, evidentemente. -Ashling soltó una risita un tanto estridente, pero a él no pareció importarle-. ¿Y a ti quién te gusta?
– Pues me gusto yo, obviamente. -Ambos rieron con complicidad-. Y Samuel Beckett.
Ashling soltó una larga carcajada, hasta que se dio cuenta de que Marcus lo había dicho en serio. Mierda.
– Creo que es el mejor escritor cómico del siglo -añadió Marcus.
– Una vez vi Esperando a Godot -dijo Ashling, no muy convencida. Lo que no comentó fue que había ido con el colegio, y que no había entendido ni papa.
Pero aparte del tropiezo con Beckett, la velada transcurrió sin incidentes. Bebieron abundantemente, y Marcus se mostró muy cariñoso y atento con ella. Por efecto de sus pecas, Ashling se sentía relajada a su lado, y le contó muchas cosas. Le habló de sus clases de salsa (tenía que admitir que estaba encantada de haberse apuntado a aquellas clases, porque tenía que parecer una persona con «aficiones»), de cómo le gustaban los bolsos y que le encantaba su trabajo en Colleen, con algunas excepciones.
– Pero que conste que no es una indirecta -se apresuró a aclarar.
– Ya lo sé. Pero dime la verdad, ¿te presionan para que les lleves la cabeza de Marcus Valentina?
– N… no -balbuceó ella.
– ¿Y seguro que no te marean con ese tema? -insistió.
– No, qué va -dijo con vehemencia-. De hecho ni siquiera lo han mencionado.
– Ah. -Tras un breve silencio, añadió-: Ya. Entiendo.
La miró con los párpados caídos y esbozó una sonrisa, y Ashling notó un repentino calorcillo en el plexo solar y se dio cuenta de que lo encontraba atractivo. Debía de ser de esas personas que con el tiempo te llegan a gustar. Y no se parecía en nada al personaje que interpretaba en el escenario. Mucho mejor: los tontorrones no eran exactamente su tipo en la cama.
Entonces Marcus cambió de postura, ladeó la cabeza hacia la suya y dijo con voz suave y elocuente:
– ¿Te apetece una bolsa de patatas fritas?
– No, gracias.
– Veamos: ya nos hemos tomado una copa, no quieres patatas fritas, así que lo único que queda en el programa es…
¡El polvo desenfrenado!
Pese a que había perdido la cuenta de las copas que se había tomado, aquella perspectiva le produjo a Ashling una repentina e inexplicable parálisis. No era exactamente miedo, pero también había parte de eso. Marcus le caía muy bien, lo encontraba atractivo, pero aun así…
– Hombre, verás… Es que no quisiera llegar muy tarde a casa esta noche. Mañana tengo que madrugar para ir al trabajo y…
– Ya. Claro -dijo él sin alterarse, pero sin mirarla directamente a los ojos-. En ese caso, será mejor que nos movamos.
Cuando la dejó en la puerta de su casa le dio un beso que no convenció del todo a Ashling.
33
Unas manos blandas y rechonchas le acariciaban la cara… Inmersa en un dulce duermevela, Clodagh se deleitó con el calor de las manos de Molly recorriendo su sensible y flexible cutis. Tumbada sobre el pecho de Clodagh, Molly paseaba sus tiernos y pegajosos deditos por la barbilla de su madre, por sus mejillas, por su nariz, su frente y… ¡Ay! Clodagh vio las estrellas.
– ¡Me has dado un puñetazo en el ojo, Molly! -gritó, aturdida tras aquel despertar tan brusco.
– Mami se ha despertado -dijo Molly fingiendo sorpresa.
– Pues claro que se ha despertado. -Clodagh se tapó con la mano el ojo dolorido, del que empezaban a salir lágrimas a chorro-. La gente suele hacerlo cuando le pegan un tortazo en el ojo.
Se quitó a Molly de encima, se levantó de la cama y fue hasta el espejo para comprobar los daños. Hoy tenía que estar impecable porque tenía una cita en una agencia de colocación.
Una mitad de su cara estaba normal, y la otra componía un desastre de lágrimas y un ojo inyectado en sangre. Maldita sea. Entonces reparó en el montón de ropa que había en la silla, y emprendió el habitual frenesí de recoger y guardar previo a las visitas de Flor.
– ¡Vístete, Craig! -gritó-. Date prisa, Molly, ponte la ropa. Flor no tardará en llegar.
Bajó la escalera a toda prisa, y se enfrentó al desayuno, que como siempre era zona de guerra.
– ¡No quiero All-Bran! -gritaba Craig a pleno pulmón-. ¡Quiero Coco Pops!
– No te daré Coco Pops hasta que no termines el All-Bran -dijo Clodagh, creando la ilusión de que aquella vez su hijo la obedecería.
La compra semanal de Clodagh incluía unos paquetes de seis cajas de cereales variados; los Sugar-Puffs y los Coco Pops se terminaban enseguida, mientras que los otros, más insípidos, como el All-Bran, se acumulaban en los armarios de la cocina sin que nadie les hiciera caso. Clodagh intentaba resistirse a abrir otro paquete hasta que no se hubieran terminado los que nadie quería. Y siempre acababa cediendo. Sobre todo hoy, porque hoy el tiempo tenía fundamental importancia. Rompió el celofán de un paquete nuevo de seis cajas y le puso los Coco Pops delante a Craig. A continuación, y todavía en camisón, salió de la casa y fue corriendo hasta el coche, de donde sacó varias bolsas escondidas en el maletero. Solía hacerlo cuando se compraba ropa nueva. Aunque Dylan nunca ponía reparos a que su mujer se gastara dinero en ropa, ella se sentía culpable.
Sin embargo, aquella vez era diferente. Dylan había tenido que trabajar el lunes festivo, y Clodagh había dejado a los niños con su artrítica madre y había salido a gastar. Las bolsas con que entró en casa contenían ropa juvenil y divertida, una ropa que ella no estaba del todo segura de poder ponerse. También se había comprado un traje con motivo de su visita a la agencia de colocación (de lo cual Dylan seguía sin saber nada). Clodagh no sabía por qué no se lo había dicho, pero tenía una vaga e imprecisa sospecha de que a él no le habría gustado.
Ya en su habitación, arrancó sin miramientos las etiquetas de la falda y la chaqueta grises y se vistió. El traje le había costado mucho dinero. Mucho dinero, pero Clodagh se tranquilizó pensando que lo amortizaría cuando encontrara trabajo. Se puso también unas medias de quince denier, zapatos de tacón negros y una blusa blanca. Después de pintarse los labios y arreglarse el pelo a lafrancesa, decidió que estaba guapa.
Sin tener en cuenta el ojo inyectado en sangre, desde luego.
Esta mañana ya no tenía tiempo de huir de Flor. La vio entrar en el jardín mientras ella salía por la puerta de casa con Craig y Molly.
– ¿Cómo estás, Flor?
– El viernes fui a ver a Frawley -contestó Flor.
Frawley era su médico. Aunque no lo había visto nunca, Clodagh tenía la impresión de que lo conocía desde hacía años.
– Y ¿qué te dijo?
– Tienen que sacármelo.
– ¿Qué tienen que sacarte?
– El útero, ¿qué va a ser? -repuso Flor, sorprendida.
– Ostras, cuánto lo siento. Qué mala suerte. -Clodagh hizo acopio de energía para expresar compasión y comprensión.
– ¿Mala suerte? ¡Qué va!
– ¿No estás disgustada?
– ¿Por qué iba a estarlo?
– ¿No te preocupa sentirte…? -Se interrumpió. Había estado a punto de decir «menos mujer», pero habría demostrado una gran falta de tacto. Prefirió decir-: ¿No te preocupa sentir que has perdido algo?
– Ni hablar -contestó Flor alegremente-. Si tienen que sacarmelo, adelante. No es más que un incordio. ¿Qué quieres que te haga hoy?
– Oh. -Clodagh estaba mortificada-. Un poco de plancha, si puedes. Y quizá el cuarto de baño. Tú misma, lo que a ti te parezca…
Clodagh abrió la puerta de la agencia de colocación del centro de la ciudad y el miedo y la emoción se manifestaron en sus temblorosas manos. Se paró delante de una joven con moño cuya fresca y aterciopelada piel estaba cubierta por un exceso de base de maquillaje.
– Tengo una cita con Yvonne Hughes.
La chica se levantó.
– Hola -dijo con una seguridad sorprendente-. Yo soy Yvonne Hughes.
– Oh. -Clodagh se la había imaginado mucho mayor.
Yvonne le dio un firme apretón de manos, como si se estuviera entrenando para ser un político varón.
– Siéntate.
Clodagh sacó su currículum, que se había doblado un poco en su bolso.
– Vamos a ver.
Yvonne movía las manos delicada y deliberadamente. Empezó a acariciar el currículum con los dedos extendidos y separados, alisándolo y realineándolo con el borde de su mesa. Antes de pasar la primera página, sujetó la esquina con el índice y el pulgar y la frotó brevemente, solo para asegurarse de que no había cogido dos páginas a la vez. Aquello puso muy nerviosa a Clodagh.
– Hace mucho tiempo que no trabajas, ¿verdad? -dijo Yvonne-. Más de… ¿cinco años?
– Tuve un hijo. No pretendía quedarme tanto tiempo en casa, pero después tuve una niña, y hasta ahora no me he sentido preparada -dijo Clodagh.
– Ya, ya… -Yvonne siguió poniendo a prueba sus nervios mientras repasaba su experiencia profesional-. Desde que terminaste los estudios has trabajado de recepcionista en un hotel, de secretaria en un estudio de sonido, de cajera en un restaurante, de administrativa en un bufete de abogados, de jefa de almacén en una empresa de confección, de cajera en el zoo de Dublín, de recepcionista en el despacho de un arquitecto y de secretaria en una agencia de viajes. -Clodagh había hecho incluir a Ashling todos los empleos que había tenido, para demostrar que era una persona versátil-. En el zoo de Dublín estuviste… ¿tres días?
– Fue por el olor -explicó Clodagh-. El olor del recinto de los elefantes me seguía a todas partes. Jamás lo olvidaré. Hasta mis bocadillos sabían a aquello…
– Donde trabajaste más tiempo fue en la agencia de viajes -la interrumpió Yvonne-. Dos años, ¿no?
– Exacto -dijo Clodagh con entusiasmo. Se había ido desplazando y ahora estaba sentada en el borde de la silla.
– Y ¿no te ascendieron en ese período?
– Pues… no.
Clodagh se desconcertó. ¿Cómo podía explicarle que solo te podían ascender a supervisor, y que todo el mundo odiaba y compadecía a los supervisores?
– ¿Tienes algún título de turismo?
A Clodagh casi se le escapó la risa. ¡Qué tontería! Para eso dejas los estudios, ¿no? Para no tener que hacer más exámenes.
Yvonne sacudió los dedos en el aire antes de bajarlos uno por uno y posarlos sobre la hoja, que a continuación se puso a acariciar hipnóticamente.
– ¿Qué software utilizabas?
– Pues… -Clodagh no se acordaba.
– ¿Sabes mecanografía y taquigrafía?
– Sí.
– ¿Cuántas palabras por minuto?
– Huy, no lo sé. Escribo con dos dedos -aclaró Clodagh-, pero muy deprisa. Más deprisa que mucha gente que ha hecho cursillos.
Yvonne entrecerró sus infantiles ojos. Estaba enojada, pero no hasta el punto de perder los estribos. En realidad solo estaba jugando, disfrutando de su poder.
– Entonces deduzco que tampoco dominas la taquigrafía, ¿no?
– Bueno, supongo que no, pero siempre podría… No -confesó Clodagh, que se había quedado sin energía.
– ¿Tienes nociones de tratamiento de textos?
– No.
Y, pese a que ya sabía la respuesta, Yvonne preguntó:
– Y no tienes ningún título universitario, ¿verdad?
– No -reconoció Clodagh, mirándola fijamente con un ojo normal y otro inyectado en sangre.
– De acuerdo. -Yvonne suspiró con resignación, se lamió un dedo y alisó con él una esquina doblada del currículum-. Dime qué lees.
– ¿Qué quieres decir?
Hubo una pausa brevísima, pero Yvonne la creó para dar a entender que consideraba a Clodagh una idiota total.
– ¿FT? ¿Time? -la ayudó. No suspiró, pero fue como si lo hubiera hecho. Entonces, cruelmente, añadió-: ¿Bella? ¿Hola?
Clodagh solo leía revistas de decoración. Y libros de Cat in the Hat. Y, de vez en cuando, best sellers sobre mujeres que montaban su propio negocio y no tenían que someterse a humillantes entrevistas como aquella cuando querían trabajar.
– Veo que una de tus aficiones es el tenis. ¿Dónde juegas?
– No, no. Yo no juego. -Clodagh soltó una risita casi adolescente-. Me refiero a que me gusta verlo jugar.
Wimbledon estaba a punto de empezar, y por la televisión estaban dando mucha publicidad.
– ¿Y vas al gimnasio? -leyó Yvonne-. ¿O eso también te gusta ver cómo lo hacen los demás?
– No, no. Voy -dijo Clodagh, pisando terreno más firme.
– Aunque eso difícilmente puede considerarse un hobby, ¿no? Sería como decir que dormir es un hobby. O comer-. Aquello le hirió en lo más vivo.
– Te gusta el teatro. ¿Con qué frecuencia vas?
Clodagh vaciló un momento, y luego confesó:
– En realidad no voy. Pero algo hay que poner, ¿no?
Cuando Clodagh y Ashling dejaron de inventarse hobbies absurdos, como conducir coches de rally o la adoración satánica, e intentaron componer una lista de hobbies reales, no se les ocurrieron muchas cosas.
– Entonces, ¿cuáles son tus aficiones? -preguntó Yvonne, desafiante.
– Pues… -¿Cuáles eran sus aficiones?
– Hobbies, pasiones, esas cosas -dijo Yvonne, impaciente.
Clodagh se había quedado en blanco. Lo único que se le ocurría decir era que le gustaba jugar con sus puntas abiertas, tirando del extremo roto para ver hasta dónde llegaba. Podía pasarse horas haciéndolo. Pero algo la frenó y decidió no compartir aquella afición con Yvonne.
– Verás, es que tengo dos hijos -dijo tímidamente-. Me absorben mucho.
Yvonne le lanzó una mirada desconfiada.
– ¿Te consideras una persona ambiciosa?
Clodagh retrocedió como si tuviera miedo. No era nada ambiciosa. No le gustaba la gente ambiciosa.
– Cuando trabajabas en la agencia de viajes, ¿qué era lo que te producía más satisfacción?
Que llegara la hora de marcharse, pensó Clodagh. A todas las chicas que trabajaban allí les ocurría lo mismo: entraban, suspendían sus vidas reales durante ocho horas y dedicaban toda su energía a soportar la espera.
– ¿El trato con la gente? -sugirió Yvonne-. ¿Resolver problemas técnicos? ¿Cerrar una venta?
– Recibir mi sueldo -dijo Clodagh, y supo que había metido la pata. Lo que pasaba era que hacía mucho tiempo que no asistía a una entrevista de trabajo. Ya no se acordaba de los tópicos correctos. Y, si no se equivocaba, hasta entonces siempre la habían entrevistado hombres, y todos habían sido bastante más agradables que aquella estúpida.
– La verdad es que no me interesa volver a trabajar en una agencia de viajes -añadió-. En cambio no me importaría trabajar en… una revista.
– ¿Te gustaría trabajar en una revista? -Yvonne hizo ver que le costaba contener una sonrisa.
Clodagh asintió con cautela.
– ¡A quién no! ¿Verdad, querida? -dijo Yvonne con cierta cantinela.
Clodagh decidió que odiaba a aquella niñita despiadada y poderosa. Mira que llamarla «querida», cuando Clodagh le doblaba la edad.
– ¿Cuáles son tus aspiraciones económicas? -preguntó Yvonne, apretándole las tuercas.
– Pues no sé… No lo he pensado… ¿Qué crees tú? -dijo Clodagh, vencida.
– No sé qué decirte. Con los datos que me das… Si estuvieras dispuesta a hacer algún curso de reciclaje…
– Quizá -mintió Clodagh.
– Si sale algo ya te llamaré.
Ambas sabían que no iba a hacerlo.
Yvonne la acompañó hasta la puerta. A Clodagh le entusiasmó ver que era un poco patizamba.
Ya en la calle, con su odioso, ridículo y carísimo traje, echó a andar despacio hacia su coche. Tenía la autoestima por los suelos. Aquella mañana había recibido una cruel lección sobre lo vieja e inútil que era. Clodagh había depositado todas sus esperanzas en un empleo, pero evidentemente el mundo iba demasiado deprisa, y ella ya no estaba capacitada para ocupar un lugar en él.
¿Qué iba a hacer ahora?
34
El martes por la mañana Lisa saltaba de impaciencia por entrar en las oficinas de Randolph Media. No podría soportar otro fin de semana como el que acababa de pasar. El lunes había alcanzado tal grado de aburrimiento que fue al cine sola. Pero para la película que quería ver no quedaban entradas, así que acabó comprando entradas para otra que se titulaba Rugrats II, y compartiendo el cine con una horda de sobreexcitados menores de siete años. No se había enterado hasta entonces de la cantidad de niños que había en el mundo. Y eso que últimamente pasaba gran parte de su tiempo con niños…
Miró con odio a Bill, el portero, quien, al otro lado de la puerta de cristal, hizo tintinear las llaves y le abrió. Todo era culpa de aquel viejo perezoso y holgazán. Si le hubiera dejado ir a trabajar aquel fin de semana, Lisa nunca se habría enterado de lo vacía que estaba su vida.
– Cielos, qué temprano llega usted hoy -refunfuñó el portero, sorprendido.
– ¿Ha pasado un buen fin de semana? -preguntó Lisa, mordaz.
– Ya lo creo -contestó Bill, y se explayó con un detallado recuento de visitas de nietos, visitas a nietos…
– Pues yo no -le interrumpió ella.
– Lo lamento -repuso él, preguntándose qué tenía que ver eso con él.
Pero todo tenía una parte positiva, pensó Lisa al entrar en el ascensor, y en aquel caso lo positivo era que ella había tomado ciertas decisiones. Si no tenía más remedio que pasar una temporada en aquel condenado país, se crearía un círculo de amistades. Bueno, quizá no de amistades en el sentido estricto de la palabra, pero sí de personas a las que pudiera llamar «cariño» y con las que pudiera criticar a otras personas.
Y también pensaba acostarse con alguien. Con un hombre, especificó rápidamente. Al cuerno con la Nueva Bisexualidad, que ella misma había descrito en el número de marzo de Femme: Lisa no había podido pasar de un avergonzado morreo con una modelo en el Met Bar. Tenía muy claro que a ella le iban los hombres.
Aquella espantosa necesidad de llamar a Oliver que había sentido el fin de semana era una señal indudable de que necesitaba un hombre. No estaría mal que fuera Jack. Pero, endureciendo su determinación, decidió que si él quería jugar a Richard Burton y Elizabeth Taylor con Mai, le buscaría un sustituto. Quizá eso lo hiciera entrar en razón. Fuera como fuese, las cosas no podían continuar como estaban.
Era consciente de que quizá no encontrara un novio adecuado inmediatamente. Pero se propuso acostarse con alguien antes de que terminara la semana.
¿Quién podía ser? Estaba Jasper French, el famoso chef; no cabía duda de que él estaba dispuesto. Pero era un pelmazo. También estaba Dylan, aquel tipo al que había visto con Ashling. Era una monada. Desgraciadamente estaba casado, de modo que Lisa no tenía muchas posibilidades de encontrárselo en una discoteca. Sería más fácil encontrárselo paseando el fin de semana por una tienda de bricolaje.
«¡Ostras!», dijo en voz alta en cuanto puso el pie en la oficina. Había botellas de champán, tazas, papel de aluminio y alambre por todas partes, y olía a pub. Por lo visto la señora de la limpieza no creía que fuera su deber limpiar los restos de la juerga del viernes. Pues bien, Lisa tampoco pensaba limpiar nada: tenía que pensar en sus uñas. Podía hacerlo Ashling.
El resto de los empleados llegaron tarde, para desesperación de Lisa. Todos habían pasado tres estupendos días de fiesta. Hasta la señora Morley, quien tras el par de copas de champán del viernes se había pasado el resto del fin de semana borracha.
Había llegado el momento de la venganza: todos sin excepción estaban quejumbrosos y deprimidos, sobre todo Kelvin, que había pinchado su mochila naranja inflable con el anillo que llevaba en el pulgar en un trágico accidente ocurrido el sábado por la noche mientras buscaba un bolígrafo.
Mientras todos se guardaban muy bien de mirar las tazas sucias, empezaron a comparar sus resacas.
– A mí siempre me afecta más al estómago que a la cabeza -confesó Dervla O'Donnell-. Lo único que me quita las náuseas son un par de bocadillos de beicon.
– A mí lo que me hunde es la paranoia -dijo Kelvin lanzándole una mirada furtiva a Dervla y volviendo a bajar la cabeza. Hasta la señora Morley admitió tímidamente:
– A mí es como si me estuvieran clavando una daga en el ojo derecho.
A Lisa le habría encantado participar en aquella conversación, pero no podía hacerlo. Por si fuera poco su cabreo, Mercedes entró pavoneándose, cargada de bolsas llenas de adhesivos de compañías aéreas. Al parecer había pasado el fin de semana en Nueva York, nada más y nada menos. «Guarra. Engreída -pensó Lisa con amargura-. Qué suerte tenía. Y ¿cómo podía ser que todo el mundo lo hubiera sabido, menos ella?»
A Mercedes le habían encargado varias cosas de Nueva York: unos Levi's blancos para Ashling (por lo visto allí costaban la mitad); un sombrero Stussy para Kelvin (en Europa era imposible encontrarlos); y un cargamento de barritas Babe Ruth para la señora Morley, que había estado en Chicago en los años sesenta y desde entonces no había vuelto a probar los Cadbury's. Los afortunados receptores se abalanzaron sobre sus artículos chillando de alegría, y el dinero cambió rápidamente de manos.
– Estaba pensando en suicidarme -comentó Kelvin mientras se probaba el sombrero-, pero no lo voy a hacer.
Lisa los miraba con cara avinagrada. Habría podido pedirle a Mercedes que le trajera loción corporal Kiehl's; o mejor dicho, habría sido un placer renunciar a pedírselo.
Aparte de los encargos, Mercedes había traído generosos regalos para la oficina: caramelos de goma de cuarenta sabores, varias bolsas de bombones Hershey y un montón de tazas de crema de cacahuete Reece's. Pero cuando Mercedes le ofreció una bolsa de bombones Hershey a Lisa, esta se estremeció y dijo:
– No, gracias. Siempre he creído que el chocolate americano sabe un poco a vómito.
La señora Morley, que tenía la boca llena de Babe Ruth, se quedó atónita ante aquel sacrilegio, y Mercedes fulminó a Lisa con sus ojos negros azabache. Lisa detectó desprecio en ellos, incluso burla.
– Si tú lo dices -se limitó a replicar Mercedes con tono inexpresivo.
La última en llegar fue Trix, contribuyendo notablemente a la fuerte mezcla aromática de la oficina.
– Se ve que alguien ha pasado el fin de semana en la playa -observó la señora Morley haciendo gala de una insólita tendencia a actuar para la galería-. Huele a pescado.
– Ja, ja -dijo Trix con desdén.
Aquello desencadenó comentarios sarcásticos.
– ¿Has cambiado de perfume, Trix? -preguntó Kelvin.
– Venga, no os paséis -intervino Ashling.
– ¿No será que te han cortado el agua? -terció Mercedes.
En ese momento entró Jack, con las manos en los bolsillos y todo sonrisas.
– Buenos días a todos -dijo alegremente-. ¿Sabéis que esta oficina está patas arriba?
Trix se volvió hacia él y protestó:
– Jack… Bueno, señor Devine. Se están burlando de mí porque huelo a pescado. No paran de hacer bromas.
– Me encanta la gente que se toma el trabajo con alegría -dijo Jack sin intervenir en el conflicto.
– ¿Son alucinaciones? -Trix se había quedado pasmada.
El rostro de Ashling perdió toda su vivacidad. Acababa de recordar los consejos que le había dado a Jack el viernes por la tarde, animada por el champán.
– Dios mío -gimió cubriéndose las acaloradas mejillas con las manos.
– ¿Tanto te molesta el olor? -preguntó Trix, dolida. Se esperaba críticas de los demás, pero no de Ashling.
Ashling sacudió la cabeza. Ahora ya no olía nada: la vergüenza que sentía lo había borrado todo. Tuvo que disculparse.
– Esta oficina está hecha un asco. -Lisa, la aguafiestas, empezó a imponer orden-. Kelvin, ¿puedes recoger las botellas vacías? Y tú, Ashling, ¿puedes lavar las tazas?
– ¿Por qué yo? Siempre me toca a mí -dijo Ashling vagamente, demasiado horrorizada por lo que le había dicho a Jack Devi… ¡Madre mía! ¡Pero si hasta le había llamado JD!
Aquel comentario le cerró la boca a Lisa. Miró amenazadoramente a Ashling, pero esta estaba en la luna, así que dirigió su feroz mirada hacia Trix y dijo:
– Pues lávalos tú, pescadera.
Trix se quedó estupefacta por el tono con que Lisa, que hasta entonces siempre la había tratado como a la más favorecida, se había dirigido a ella; resentida y de mala gana colocó las tazas en la bandeja, las puso medio segundo bajo el grifo del lavabo y las dio por lavadas.
Ashling esperó a que todo el mundo se pusiera a trabajar, y entonces fue, temblando, al despacho de Jack.
– Buenos días, doña Remedios-. Jack se mostró casi asustadizo al recibirla-. ¿Vienes a buscar cigarrillos? Porque me temo que lo de la semana pasada fue excepcional. De todos modos, si insistes…
– ¡No, no! No he venido por eso.
Se interrumpió al reparar en la corbata de Jack, que estaba cubierta de Bart Simpsons de un amarillo chillón. Jack no solía llevar corbatas tan frívolas, ¿verdad que no?
– Entonces ¿a qué has venido?
La miró con sus chispeantes y oscuros ojos. Curiosamente, su despacho no parecía tan tenebroso e inquietante como otras veces.
– Quería decirte que lamento haberte dado consejos sobre tu relación el viernes. Es que… -intentó esbozar una sonrisa desenfadada, pero lo que le salió fue un rictus espantoso- había bebido.
– No pasa nada -dijo Jack.
– Bueno, si tú lo dices…
– Además, tenías razón. Mai es una chica encantadora. No debería discutir con ella.
– Ah, vale. Fantástico.
Ashling salió del despacho; era extraño, pero se sentía peor que antes de entrar. Al salir por la puerta, Lisa se quedó mirándola fijamente.
Al cabo de un rato llegó un mensajero con las fotografías de la ropa de Frieda Kiely. Mercedes intentó hacerse con ellas, pero Lisa las interceptó. Abrió el sobre acolchado y extrajo un pesado y flexible montón de fotografías brillantes de modelos con manchas de turba en la cara y con paja en el pelo, paseándose por una ciénaga.
Lisa las fue pasando sumida en un silencio que no presagiaba nada bueno, separándolas en dos montones desiguales.
El montón más pequeño contenía una fotografía de una chica sucia y despeinada ataviada con un vestido de noche ceñido y unas botas de montaña embarradas. En otra fotografía aparecía la misma chica con un traje sastre elegantísimo, sentada en un cubo puesto del revés, haciendo ver que ordeñaba una vaca. Y otra modelo con un vestido corto y entallado de seda, haciendo ver que conducía un tractor. En el montón más grande había fotografías poco realistas de chicas con vestidos poco realistas bailando en un paisaje poco realista.
Lisa cogió el montón más pequeño.
– Estas tienen un pase -le dijo a Mercedes fríamente-. Las demás no valen nada. Creía que eras periodista de moda.
– ¿Qué les pasa? -preguntó Mercedes con una calma amenazadora.
– No hay ironía. Ni contraste. Estas… -señaló las fotografías de los vestidos de fantasía- tendrían que haberse tomado en un entorno urbano. Las mismas chicas con la cara sucia y con los mismos vestidos absurdos, pero subiendo a un autobús o sacando dinero de un cajero automático o utilizando un ordenador. Habla con la oficina de prensa de Frieda Kiely. Vamos a repetirlas.
– Pero… -Mercedes la fulminó con la mirada.
– Llama -dijo Lisa con impaciencia.
De pronto el resto del personal descubrió un interés inusitado en las punteras de sus zapatos. Nadie podía quedarse mirando aquella escena humillante; era demasiado espantosa.
– Pero… -repitió Mercedes.
– ¡Llama!
Mercedes se quedó mirando a Lisa; luego recogió las fotografías y fue a grandes zancadas hasta su mesa. Cuando pasó por su lado, Ashling la oyó murmurar: «Cabrona».
Ashling tuvo que reconocer que estaba de acuerdo con Mercedes.
La atmósfera estaba tan tensa que Ashling fue a abrir una ventana, aunque no hacía ni pizca de calor. Se necesitaba aire fresco para limpiar aquel ambiente tan asfixiante.
El único que estaba de buen humor era Jack. De vez en cuando salía de su despacho, ajeno a la tensión, hacía lo que tenía que hacer, repartía sonrisas a diestro y siniestro y volvía a desaparecer. Poco a poco el veneno se fue disipando, hasta que todos excepto Mercedes volvieron a sentirse casi normales.
A las doce y media llegó Mai. Saludó a todos en general y luego preguntó si podía ver a Jack.
– Pase -dijo la señora Morley mecánicamente.
La puerta del despacho de Jack se cerró tras ella, y todos se sentaron en el borde de las sillas, expectantes.
– Eso le borrará la sonrisa de los labios -comentó Kelvin.
Reinaba un ambiente tan festivo que solo faltó que Trix se pusiera a repartir perritos calientes por las mesas.
Pero no estalló ninguna pelea, y al cabo de un rato Mai y Jack salieron serenamente, sonriéndose con complicidad y muy juntitos, y se marcharon de la oficina.
Todos se miraron, perplejos. ¿Qué significaba todo aquello?
Lisa, que estaba a punto de marcharse para inspeccionar las habitaciones del Morrison, se sintió muy herida. Tuvo que sentarse y respirar hondo unas cuantas veces para intentar deshacerse de aquella fría y dura sensación de pérdida. Pero ¿dónde estaba el problema? Ella ya sabía que Jack tenía novia. Lo que pasaba era que con tanta riña, Lisa nunca se había tomado a Mai en serio.
Ashling también estaba un poco desconcertada. «¿Qué he hecho?», se preguntó.
Cuando Lisa pidió un taxi, dijo, no sin cierta vergüenza, que le enviaran a Liam. Ya lo había hecho otras veces. Había llegado a la conclusión de que Liam le caía bien, pese a que, como buen dublinés, hablaba por los codos.
Cuando llegó al Morrison, ya le había dado la vuelta al disgusto que le habían dado Jack y Mai y lo había convertido en algo manejable. ¿No se había prometido aquella misma mañana que se iba a acostar con alguien? ¿No había decidido que no tenía por qué ser con Jack? Al menos no de momento.
– ¿Dónde te dejo, Lisa? -le preguntó Liam, sacándola de su ensimismamiento.
– Allí mismo, en ese edificio de las ventanas negras.
En la puerta del hotel había un joven con un elegante traje gris.
– Ah, mira -dijo Liam suavizando el tono-. Tu amigo te está esperando. Y se ha puesto sus mejores galas. ¿Es tu cumpleaños? ¡Feliz cumpleaños! ¿O es tu aniversario?
– Ese es el portero -masculló Lisa.
– ¿El portero? -dijo Liam, desilusionado-. Creí que era tu amigo. Bueno. ¿Quieres que te espere?
– Sí, por favor. Solo tardaré un cuarto de hora.
Lisa examinó rápidamente la firmeza de los colchones del Morrison, la frescura de las sábanas, el tamaño de las bañeras (cabían dos personas), la cantidad de champán del minibar, los alimentos afrodisíacos disponibles en la carta del servicio de habitaciones, los CD de las habitaciones y, por último, la posibilidad de atar unas esposas a la cama. En general, concluyó, podías pasártelo bastante bien allí. Lo único que faltaba era el hombre adecuado.
Cuando volvía a la oficina, le llamó la atención una enorme valla publicitaria con un anuncio de un nuevo helado llamado Truffle. Aquella noche, precisamente, tenía que asistir a la presentación. Entonces se fijó en el espléndido modelo que aparecía en el cartel: su cautivadora boca alrededor de un Truffle, sus ojos vidriosos, presuntamente de deseo (aunque habría podido conseguir el mismo efecto con un par de Mogadones).
«Me encantaría tirármelo.
»Madre mía. Me estoy convirtiendo en la típica solterona. Fantaseando con una fotografía. Necesito un polvo, pero ya.»
35
La fiesta de presentación del nuevo helado Truffle empezaba aquella tarde a las seis. Como se trataba de un bombón helado, no tenía un Punto de Venta Único, en un mercado abarrotado de productos que se enorgullecían de tener un Punto de Venta Único. Así que los fabricantes habían hecho una gran inversión en la fiesta, que se celebraba en el Clarence y pretendía atraer a un gran número de periodistas. Prometía ser una reunión deslumbrante.
– ¿Quieres venir? -le preguntó Lisa a Ashling.
Ashling, todavía disgustada por el modo en que Lisa había humillado a Mercedes, estuvo a punto de rechazar la invitación, pero luego decidió que de ese modo mataría el tiempo muerto que le quedaba antes de la clase de salsa.
– Bueno -dijo con cautela.
Antes de marcharse, Lisa fue al lavabo para hacer el obligado repaso a su aspecto. Contempló fríamente su delgada y bronceada imagen en el espejo, con su vestido blanco de Ghost, y se dio por satisfecha. Aquello no tenía nada que ver con la arrogancia. Hasta su peor enemigo (y había una fuerte competencia) habría reconocido que estaba muy guapa.
Era lo que ella quería; no lo negaba. Trabajaba duro por conseguirlo. Su aspecto físico era su obra maestra, su gran logro. Aunque nunca se confiaba respecto a su apariencia: también era su más rigurosa crítica. Mucho antes de que pudiera detectarse algún indicio a simple vista, ella sabía cuándo tenía que hacerse las raíces. Notaba cómo le crecía el cabello. Y siempre sabía cuándo había engordado aunque solo fuera un gramo (por mucho que la báscula y la cinta métrica lo desmintieran). Creía ser capaz de oír cómo su piel se estiraba y expandía para dar cabida al exceso de grasa.
Se detuvo y entrecerró los ojos. ¿Eso que había visto en su frente era una arruga? ¿La más leve insinuación de una arruga? ¡Sí, sí! Tenía que ponerse otra inyección de Botox. En lo referente a la terapia de belleza, Lisa estaba convencida de que la mejor defensa es un buen ataque. Tenías que atacar antes que te atacaran a ti.
Se retocó el brillo de labios, aunque no hacía ninguna falta. Si esta noche no ligaba, no sería culpa suya.
Resultó que Kelvin y Jack también iban a la fiesta de Truffle. Truffle era uno de los patrocinadores de una nueva serie dramática de Channel 9, así que Jack tenía que representar a la empresa, a su pesar.
– Y tú ¿qué excusa tienes? ¿Para cuál de tus muchas revistas vas a cubrir la información? -le preguntó Lisa con sarcasmo a Kelvin.
– Para ninguna. Pero me apetece emborracharme y el fin de semana me ha dejado pelado.
Lisa se estremeció al oírle hablar de aquel espantoso e interminable puente. Nunca más, se dijo.
En cuanto llegaron, Lisa se perdió entre la ruidosa y bien vestida multitud, Kelvin fue directamente a la barra y Ashling, cautelosa, dio una vuelta por la sala. No conocía a nadie y no podía emborracharse demasiado porque luego tenía clase de salsa. Y no podía perderse la clase de salsa, porque solo era la segunda: demasiado pronto para dejarlo. De vez en cuando, entre el gentío, veía a Jack Devine intentando mostrarse alegre y campechano, y fracasando estrepitosamente. Dedujo que era por la falta de práctica.
Sin saber cómo, Ashling acabó a su lado.
– Hola -dijo ella con timidez-. ¿Cómo estás?
– Me duele la cabeza de tanto sonreír -gruñó él-. Odio estas cosas. -Y se quedó callado.
– Yo también estoy muy bien -dijo Ashling con aspereza-. Gracias por tu interés.
Jack puso cara de sorpresa, se volvió hacia una camarera que pasaba en ese momento por su lado y, sacudiendo su copa vacía, dijo:
– Enfermera, deme algo para el dolor.
La camarera, una chica joven y atractiva, le dio una copa de champán.
– Tómese una cada media hora y verá cómo se le pasa. -La chica sonrió y se le formaron hoyuelos en las mejillas.
Jack le devolvió la sonrisa. Ashling, malhumorada, contemplaba su diálogo.
Cuando la camarera se marchó, Ashling intentó pensar en algo que decirle a Jack, cualquier táctica para entablar una conversación por superficial que fuera, pero no se le ocurrió nada. Y Jack no lo hacía mejor que ella. Estaba callado, cambiando el peso del cuerpo de una pierna a otra, bebiendo su champán a un ritmo demasiado rápido.
Pasó otra camarera con una bandeja de Truffles y Ashling aceptó uno de buen grado. No porque le encantaran los helados, aunque le encantaban, sino porque eso le daría algo que hacer con la boca que no fuera hablar con Jack Devine. Se concentró en la tarea, enroscando la lengua alrededor de la punta del helado. De pronto tuvo la impresión de que la observaban y, al levantar la vista, encontró a Jack Devine con expresión divertida y sugerente. Ashling se ruborizó. Sosteniéndole la mirada, mordió con decisión la punta del bombón helado, que crujió brutalmente. Jack hizo una mueca de dolor, y Ashling soltó una risa perversa.
– Me voy -dijo entonces.
– No puedes dejarme aquí -protestó él-. ¿Con quién voy a hablar si te vas?
– ¡Conmigo no veo que hables mucho! -exclamó ella, y cogió su bolso.
– ¡No, por favor! ¡Doña Remedios! ¿Adónde vas? -insistió Jack, presa del pánico.
– A mi clase de salsa.
– Ah, a esas clases de bailes cochinos. Un día tienes que llevarme contigo -bromeó-. De acuerdo, déjame solo con esta pandilla de buitres.
Ashling pasó junto a Dan Hay Que Probarlo Todo Heigel del Sunday Independent (estaba haciendo su versión particular de un Brown Cow, poniendo trozos de helado en el champán), y se marchó.
En cuanto Ashling desapareció, Kelvin fue hacia Jack, con dos copas de champán en la mano, ambas para él.
– Mira a Lisa. ¿Lleva bragas o no? -preguntó Kelvin estudiando el respingón trasero de Lisa a través del vestido blanco-. Yo no veo ninguna marca, pero…
Jack no le siguió el juego.
– Ya sé lo que estás pensando -dijo Kelvin.
– Lo dudo.
– Estás pensando que podría llevar una tanga. Podría ser, por supuesto -admitió Kelvin a regañadientes-, pero yo prefiero pensar que no.
Lisa recorría sistemáticamente la sala en busca del hombre más atractivo de la reunión, pero ya se había metido dos veces en un callejón sin salida.
Primero había conocido a un hombre misterioso y callado que llevaba unas gafas azules redondeadas. Parecía interesante, y tenía una boca preciosa, una sonrisa traviesa, un cabello maravilloso e iba estupendamente vestido. Pero cuando se quitó las gafas, Lisa retrocedió. De pronto vio que era horroroso. Tenía los ojos diminutos, demasiado juntos, y una expresión de desconcierto y perplejidad. Aquellos ojos no encajaban con el resto de la cara; parecían los ojos de un retrasado mental.
Cuando caminaba hacia atrás para alejarse de él, tropezó con Fionn O'Malley, un presunto soltero cotizado. Se creía uno de los hombres más sexis de Irlanda gracias a sus puntiagudas cejas tipo Jack Nicholson.
– Hola, nena. -Sonrió malvadamente y enarcó las cejas con expresión diabólica-. Esta noche estás especialmente apetecible.
El piropo fue seguido de una serie de subidas y bajadas de cejas, con el propósito de hacer que Lisa se sintiera incómoda ante tal despliegue de seducción.
Ella, hastiada, le dio la espalda.
Y entonces fue cuando vio al modelo que aparecía en las vallas publicitarias de toda Irlanda. Su belleza seguía todos los cánones: labios carnosos, cara alargada, cutis impecable, cabello negro y reluciente caído sobre la bronceada frente. Tenía una cara tan perfecta que faltaba muy poco para que resultara aburrida.
¡Por fin! Lisa había encontrado al hombre que buscaba.
Era un poco más bajito de lo que a ella le habría gustado, pero eso no tenía remedio.
Lo mejor de los modelos era que, según su experiencia, eran todos unos golfos perdidos. Como su trabajo les obligaba a viajar continuamente, siempre enfocaban el sexo como algo lúdico. Por una parte eso significaba que seguramente no le costaría mucho ligar con aquella monada; por otra estaba el inconveniente de que solo podía ser un ligue pasajero, simple material de usar y tirar.
Lisa se fijó en los largos y duros muslos del modelo, y decidió que no importaba. No tenía inconveniente en follar por follar.
Hacía mucho tiempo que no le hacía proposiciones a nadie. Y solo había una forma de hacerlo. No tenía sentido darle vueltas al asunto, hacerse la tímida, esperar que él se fijara en ti. No, nada de eso. Tenías que caminar hacia el hombre elegido y deslumbrarlo con tu seguridad. Era como tratar con perros: no podía notarse que tenías miedo.
Lisa inspiró hondo, se recordó que era fabulosa, compuso una deslumbrante sonrisa con sus relucientes labios y se plantó delante del modelo.
– Hola. Soy Lisa Edwards, directora de la revista Colleen.
El chico le estrechó la mano.
– Wayne Baker, la cara de Truffle -lo dijo con suma seriedad. ¡
¡Vaya! ¡Cero en ironía! No importaba; el tipo no tenía por qué caerte bien. De hecho era mejor que no te cayera bien. Aquello era una cuestión de sexo, y muchas veces el hecho de que la otra persona te cayera bien se convertía en un problema.
Lisa se concentró, porque la frase siguiente había que decirla con mucha convicción. No podía permitir que él pensara que tenía elección. Él no podía rechazarla. Esa opción estaba simplemente descartada de antemano.
Lo miró fijamente y susurró:
– El mío que sea largo e intenso.
– ¿Whisky doble sin hielo? -preguntó él señalando la barra con la cabeza.
– No hablo de bebidas -aclaró ella con elocuencia.
El rostro de él adoptó lentamente una expresión de comprensión.
– Ah. -Tragó saliva y añadió-: Ya. ¿Qué…?
– Cena. Primero.
– De acuerdo -repuso él, obediente-. ¿Ahora?
– Ahora.
Lisa se permitió una leve espiración de alivio. Había picado. Ya se lo había imaginado, pero nunca se sabía…
Antes de abandonar la sala, Lisa buscó a Jack con la mirada. Él la estaba mirando con expresión indescifrable.
– Nos vemos -le dijo Lisa de pasada, y él respondió con una pequeña inclinación de la cabeza. Perfecto, pensó ella.
En el restaurante del Clarence, Lisa y Wayne competían por ver quién comía menos. Mirándose con recelo, paseaban la comida por sus respectivos platos. Hubo un momento de extrema tensión en que pareció que él iba a llevarse un trozo de rape a la boca; si lo hacía, Lisa se permitiría un pedacito de alcachofa. Pero en el último instante él se lo pensó mejor, y Lisa también dejó su tenedor en el plato.
Wayne Baker era de Hastings y muy joven, aunque seguramente no tanto como él aseguraba. Dijo que tenía veinte años, pero Lisa le calculó veintidós o veintitrés. Se tomaba muy en serio su carrera de modelo.
– Hombre, tampoco es astrofísica, ¿no? -bromeó Lisa.
Él se mostró dolido.
– Verás, no pretendo hacerlo toda la vida.
– A ver si lo adivino. Te gustaría ser actor.
La sorpresa se dibujó en el rostro casi ridículamente perfecto de Wayne.
– ¿Cómo lo has sabido?
Lisa contuvo un suspiro de exasperación. Aunque no le gustaba hacer proselitismo, era evidente que Wayne no era exageradamente inteligente, y eso suavizaba su amenazante belleza. Lisa no tenía nada contra la gente con escasa o nula educación; al fin y al cabo, cuando terminó sus estudios ella apenas sabía hacer la o con un canuto. Pero no había motivo para que alguien no supiera con quién estaba casada Meg Matthews.
– ¿Dónde vives, guapo? -preguntó Lisa. Dijo «guapo» con tono despectivo, como si Wayne fuera un trozo de carne. Él lo encontró gracioso, porque así era como solía hablar a las chicas.
– Tengo un apartamento en Londres, pero casi nunca estoy allí. -No consiguió ocultar que se enorgullecía de ello.
– Y ¿cuánto tiempo vas a estar en Dublín?
– Me marcho mañana.
– ¿Dónde te hospedas?
– Aquí, en el Clarence.
– Genial.
Lisa no quería llevarlo a su Casita de la Pradera. Temía que él se desanimara con tanta madera de pino, aunque todavía había más posibilidades de que ella se aburriera de él antes de que terminase el trayecto en taxi.
En cuanto el camarero les retiró los platos (aunque lo único que ambos habían hecho era cambiar la comida de sitio), Lisa decidió que ya había postergado suficientemente su satisfacción personal. Le dijo a Wayne, sin ningún miramiento:
– A la cama.
– Caray. -Impresionado por tanto descaro, pero obediente, él se levantó de la silla.
Cuando subían en el ascensor del hotel, Lisa notó un burbujeo de emoción en el estómago. Se sentía perversa y decadente; a veces lo que verdaderamente necesitaba una mujer era sexo rápido y salvaje con un perfecto desconocido. Y ¿qué gracia tenía matarse de hambre para conseguir un cuerpo fabuloso si no podías exhibirlo de vez en cuando ante alguien?
La suave y bronceada mano de Wayne tembló ligeramente cuando introdujo la llave en la cerradura, y aunque en el fondo solo estaba interpretando un papel, Lisa estaba encantada con el poder que ejercía sobre él.
Una vez en la habitación, aumentó el nerviosismo de Lisa. Era como estar en un plató: una habitación moderna y elegante, un hombre joven y atlético. No se podía negar que Wayne era guapo.
– Cierra la puerta y quítate la ropa -ordenó, adaptándose aún más a su papel de mujer dominadora. Wayne estaba convencido de que iba a impresionarla.
– Esto te va a gustar -dijo sonriente, al tiempo que se desabrochaba lentamente la camisa-. Hago doscientas abdominales cada día.
Su vientre era una maravilla de firmeza: seis apretados bultos orientados hacia las costillas, bajo un pecho liso, tenso y bronceado. Wayne era tan perfecto que la seguridad de Lisa decayó momentáneamente. Debía de estar acostumbrado a acostarse con modelos exquisitas y escuálidas. Suerte que ella no comía nada.
– Ahora tú -dijo él.
Con una sonrisa pícara y elocuente (la actitud era muy importante), Lisa se quitó el vestido blanco por la cabeza con un único y fluido movimiento. Kelvin tenía razón: no llevaba bragas.
– ¡Vamos allá! -dijo Wayne sonriendo, y se desabrochó la cremallera de los ajustados pantalones. Su miembro salió disparado, ya semitumescente. Él tampoco llevaba ropa interior.
Lisa sintió un escalofrío. Aquello era justo lo que necesitaba.
Wayne no era la primera persona con la que se acostaba desde su ruptura con Oliver. Poco después de que su marido la dejara. Lisa se llevó a un ligue a su casa con la intención de quitarse a Oliver de la cabeza. Pero no había tenido mucho éxito; seguramente lo había hecho demasiado pronto. Esto, en cambio, prometía dar mejores resultados.
– Eres preciosa -observó Wayne tocándole un pezón con interés profesional.
– Ya lo sé. Tú también.
– Ya lo sé.
Rieron a carcajadas apreciando mutuamente su respectiva belleza, y él la besó, no sin encanto.
– Ven -dijo Wayne intentando llevarla hacia la cama.
– No. En el suelo. -Lisa quería un polvo violento, duro e intenso.
– Eres algo pervertidilla, ¿no?
– Qué va -dijo ella, desdeñosa-. Lo que pasa es que tú has vivido siempre muy protegido.
Wayne no lo hacía mal. Tampoco era nada del otro mundo. Era lo que solía pasar con los hombres muy guapos. Creían que bastaba con que se tumbaran en la cama para que tú tuvieras un montón de orgasmos. Afortunadamente, Lisa sabía muy bien lo que quería.
Cuando Wayne intentó colocarse encima de ella, se lo impidió. Esta vez era ella la que mandaba.
– Más despacio -le previno al ver que él se ponía demasiado juguetón. Era una lata tener que dirigir cada movimiento, pero al menos Wayne se amoldaba a sus deseos.
Al cabo de un rato;Lisa deslizó las manos bajo las nalgas de él y dijo:
– ¡Más rápido! ¡Más rápido!
– Creía que querías ir despacio.
– Pues ahora quiero ir más rápido -dijo ella, jadeante, y Wayne obedeció.
En un arrebato de placer, Lisa le mordió en el hombro.
– ¡No me muerdas! -gritó él-. Dentro de un par de días tengo una sesión fotográfica de trajes de baño. No puedo presentarme con marcas.
– ¡Dios mío! -exclamó ella-. ¡Más fuerte!
Wayne aumentó la fuerza y la velocidad, golpeando con sus musculosas caderas contra las de ella.
– Creo… que voy a… -jadeó.
– Pobre de ti -le espetó Lisa en un tono tan amenazador que el inminente orgasmo de él se postergó de inmediato.
Después se quedaron tumbados en el suelo, jadeando y sin aliento. Momentáneamente saciada, Lisa examinó distraídamente las patas de la silla de madera de haya que tenía al lado. Había sido estupendo. Justo lo que necesitaba.
Siguieron tumbados en la moqueta azul hasta que el ritmo de su respiración se normalizó, y entonces Wayne empezó a dar señales de vida. Le acarició el cabello con ternura y dijo con tono soñador:
– Nunca he conocido a nadie como tú. Eres tan… fuerte.
Ella replicó con un cortante:
– ¿Hay minibar? Sírveme una copa. Voy al lavabo.
– ¡Vale!
Lisa casi no pudo entrar en el cuarto de baño, porque estaba lleno de productos cosméticos: champú, mousse de baño, lociones hidratantes y colonias. Aquello no le gustó nada. Qué presumido, pensó torciendo los labios. En el lavabo había varias botehitas de gel de ducha y crema hidratante, cortesía del hotel, y Lisa se prometió cogerlas antes de marcharse.
Cuando salió del cuarto de baño, él la guió hasta la cama y le puso una copa de champán frío en la mano. Se metió en la cama con ella, entre las frescas sábanas de algodón, y dijo:
– ¿Puedo preguntarte una cosa?
Por el grave tono de voz con que lo dijo, Lisa se imaginó que sería alguna de aquellas vulgares preguntas que se hacen los amantes: ¿Crees en el amor a primera vista? ¿En qué piensas? ¿Prometes serme fiel?
– Adelante -contestó Lisa bruscamente.
Wayne se apoyó en un codo, se señaló la frente y dijo:
– ¿Crees que esto que tengo aquí es un grano?
No tenía nada en la frente. De hecho, la tenía más lisa que el culito de un bebé, más suave que un melocotón, o que una balsa de aceite.
– Huy, sí -dijo ella con ceño-. Y muy feo, ¿verdad? Debe de estar infectado.
Wayne soltó un gruñido de angustia y sacó un espejito con el que evidentemente se había estado inspeccionando la frente mientras Lisa estaba en el cuarto de baño.
Ella soltó una carcajada.
– ¿Qué película dan en el circuito interno? -preguntó. No le apetecía hablar con Wayne mientras esperaba a que a él volviera a levantársele.
Entre asalto y asalto de sexo satisfactoriamente brutal miraron películas y bebieron champán del minibar. Hasta que saciados y exhaustos, se quedaron dormidos. Lisa durmió como un tronco y se despertó de un humor excelente, insistiendo en pegar un último polvo antes de arreglarse y marcharse.
Pero en el cuarto de baño, mientras se pasaba un dedo untado de dentífrico por los dientes, descubrió una cosa en la que no se había fijado la noche anterior: rímel y un lápiz de ojos. Qué asco. Ya le había parecido que Wayne tenía unas pestañas sospechosamente puntiagudas. Y estaba dispuesta a apostar a que también se teñía el cabello. De repente, Wayne dejó de interesarle.
Con todo, Wayne había quedado prendado de Lisa, básicamente porque tenía una gran inventiva en la cama y no estaba locamente enamorada de él.
– ¿Puedo volver a verte? -preguntó mientras ella se ponía el vestido blanco-. Vengo a Dublín a menudo.
– ¿Dónde he dejado mi bolso?
– Allí. ¿Puedo volver a verte?
– Sí, claro. -Lisa metió un gorro de ducha, cuatro pastillas de jabón, dos botellitas de gel de ducha y tres de crema hidratante en el bolso.
– ¿Cuándo?
– A finales de agosto. Mi fotografía saldrá junto al editorial de Copeen.
Wayne, tapándose recatadamente con la sábana, ofrecía un aspecto tan vulnerable y desconcertado que Lisa se ablandó y dijo:
– Ya te llamaré.
– ¿De verdad?
– Te he mandado un cheque por correo. Seguiré respetándote por la mañana. -Esbozó una sonrisa burlona mientras se pasaba un cepillo por el pelo y se miraba en el espejo-. No, claro que no te llamaré.
– Pero entonces… si no lo decías en serio… ¿por qué lo has dicho?
– ¡Y yo qué sé! -repuso Lisa poniendo los ojos en blanco-. Tú eres un hombre. Fuisteis los hombres los que inventasteis las reglas. ¡Adiós!
Lisa bajó ágilmente la escalera de la entrada del hotel, con los codos y las rodillas en carne viva de follar en la moqueta, y paró un taxi. Tenía el tiempo justo para ir a casa y cambiarse de ropa antes de ir al trabajo.
Se sentía estupendamente. ¡Maravillosamente! El que dijera que un polvo de una noche con un desconocido te hacía sentir sucia y vulgar, se equivocaba. ¡Hacía una eternidad que no se sentía tan bien!
36
Después de su noche de sexo, Lisa llegó muy dinámica a la oficina.
– Buenos días, Jack -dijo alegremente.
– Buenos días, Lisa.
Lo miró fijamente. No detectó ningún brillo en sus ojos; su expresión era la habitual. No había ninguna señal que indicara que le había molestado que se hubiera acostado con Wayne Baker, pero Lisa le había visto la cara antes de marcharse. Estaba picado; ella no tenía ninguna duda.
Así que… ¡manos a la obra! Llena de entusiasmo, Lisa decidió que quería poner todos los aspectos de la revista a punto, y ya. Hablaba de hacer un número piloto. Aquella prometía ser una semana muy dura.
– Quiero todas las secciones fijas preparadas: cine, vídeo, horóscopo, salud, columnas… Luego echaremos un vistazo a lo que todavía nos falta.
Llegaban muchos ejemplares para la prensa de libros que se iban a publicar en septiembre, así como vídeos y CD. En teoría, todos aquellos artículos gratis parecían emocionantes, pero en realidad no servían para nada si no eran lo que a ti te gustaba. Hubo una breve pero intensa discusión entre tres personas con motivo de un CD afrocelta, pero los demás no le interesaban a nadie.
– Gary Barloes. No -dijo Trix, dejándolo de nuevo en el montón-. Enya. Ni loca. -Lo dejó también-. David Bowie. Bah. ¿Woebegone? ¿Y estos quién demonios son? Puede que no estén mal. El cantante es guapo. ¡Me quedo este! -gritó dirigiéndose al resto del personal.
– ¿A alguien le importa que me quede este? -preguntó Ashling levantando un best seller.
– No creo -dijo Lisa con una risita burlona.
Pero no era para Ashling, sino para Boo; se aburría tanto que estaba dispuesto a leer cualquier cosa que cayera en sus manos.
Las guerras de los tipos de letra duraron toda la semana. Lisa y Gerry mantenían un aferrado pulso por el aspecto de la página de libros.
– Demasiados adornos y ningún contenido -protestó Gerry acaloradamente.
– ¡Pero si nadie lee libros! -le gritó Lisa-. ¡Por eso tenemos que conseguir que la página resulte sexy!
Todo salía mal. A Lisa no le gustó la ilustración que había encargado para la columna de la chica corriente de Trix. Según ella no era lo bastante «sexy». Gerry se cargó un archivo y perdió el trabajo de toda una mañana. Y el artículo que había escrito Mercedes sobre un salón de belleza acabó en la papelera porque el miércoles, a la hora de comer, se pasaron al depilarle las cejas a Lisa.
– He trabajado mucho en este artículo -se quejó Mercedes-. No puedes descartarlo así como así.
– No lo estoy descartando -le espetó Lisa-. Lo estoy eliminando. Si vas a trabajar en una revista, al menos podrías aprender la jerga.
El ambiente estaba cargado de tensión, y seguía llegando trabajo. Nadie tenía menos de tres proyectos a la vez encima de la mesa.
Ashling estaba tecleando los horóscopos New Age cuando Lisa dejó un montón de productos para el cabello en su mesa y dijo:
– Mil palabras. Que sea…
– No me lo digas. Sexy.
Ashling examinó aquellos cosméticos, esperando que se le ocurriera algún tema para el artículo. Había una mousse para dar volumen, una laca que prometía «levantar» las raíces, y un champú para dar cuerpo (tres productos para mujeres que querían una melena voluminosa y rizada). Pero también había una mascarilla alisadora, una crema suavizante y un acondicionador sin aclarado (estos, para mujeres que querían una melena lisa y pegada al cráneo). ¿Cómo podía reconciliar ambas cosas? ¿Cómo podía darle coherencia a su artículo? Ashling no sabía qué hacer. ¿Podías tener un cabello voluminoso y liso? ¿Podía vender la idea de que para tener el cabello voluminoso antes tenías que tenerlo liso, inventando así una nueva serie de preocupaciones para las mujeres con el cabello rizado? No, eso habría sido demasiado cruel: ejercer aquel tipo de poder tenía sus consecuencias. Suspiró y partió otro trocito de su bollo con chocolate blanco. Y entonces (quizá fuera el aporte de azúcar) tuvo una genial idea que, después del impasse, adquirió la trascendencia del descubrimiento de la ley de la gravedad. Su artículo empezaría así: «No importa lo que esperes de tu cabello…».
– ¡Al fin! -exclamó, inmensamente aliviada.
– ¿Qué pasa? -preguntó Jack desde la fotocopiadora.
– ¡Estaba tan preocupada! -Ashling hizo un ademán abarcando todos aquellos botes y tubos-. Hay muchas cosas pero no hay ningún patrón. Y todo ha encajado al darme cuenta de que cada mujer espera algo diferente de su cabello.
– Cada mujer espera algo diferente de su cabello -repitió Jack jovialmente-. Muy profundo-. Está a la altura de la teoría de la relatividad de Einstein. El tiempo no es absoluto… -dijo burlón-, sino que depende del brillo del cabello del observador en el espacio. Y el espacio tampoco es absoluto, sino que depende del brillo del cabello del observador en el tiempo. ¡Menudo trabajo hacemos aquí!
Ashling titubeó; no sabía si debía sentirse ofendida, pero Jack se le adelantó.
– Lo siento -dijo con repentina humildad-. Lo decía en broma.
– Eso es precisamente lo que me preocupa -le dijo Trix al oído a Ashling.
– ¿Has tecleado ya el artículo de Jasper French? -le preguntó Lisa a Trix.
– Sí.
Lisa se acercó a la mesa de su secretaria y revisó el artículo.
– Afrodisíaco lleva acento, ostra se escribe sin hache, y espárrago con dos erres. A ver si de vez en cuando utilizas el corrector.
– Nunca he tenido que corregir nada.
– Pues las cosas han cambiado. Colleen es una revista de alto nivel.
– Creía que éramos una revista sexy -replicó Trix, testaruda.
– Se puede ser las dos cosas a la vez. ¡Ostras! ¡Mercedes! ¿Cómo va tu artículo sobre los zapatos de talón abierto?
No era un trabajo excesivamente interesante, pero sí necesario. Y agotador.
Ashling estaba muerta de cansancio. En la oficina había mucha tensión, pero además ella soportaba la preocupación constante acerca de la brusquedad con que se habían despedido Marcus y ella el lunes por la noche. ¿Por qué no se había acostado con él? No podía decir que se estuviera reservando para la noche de bodas, admitió compungida. Sin embargo, a ella siempre le había costado adaptarse a los cambios, y hacía mucho tiempo que no se acostaba con nadie que no fuera Phelim.
Exhaló un suspiro cantarín y aceptó que la vida de la mujer moderna era muy dura. Antes, la norma era que tenías que esperar cuanto pudieras antes de acostarte con un hombre. En cambio, ahora la norma era que si querías retenerlo tenías que entregar la mercancía cuanto antes.
Marcus no la llamó ni el martes por la noche ni el miércoles por la noche, y aunque Joy no paraba de hablar de lo que ella llamaba la regla de los tres días, Ashling dijo:
– Pero ¿y si no vuelve a llamarme?
– Seamos realistas: cabe esa posibilidad. Los hombres actúan de modo misterioso. Lo que está claro es que no te va a llamar esta noche. Haz algo, aprovecha el tiempo. ¿No tienes que lavar nada? ¿Nada que pintar para contemplar cómo se seca la pintura? Porque esta es la noche ideal para hacerlo.
Ashling se prometió que si Marcus volvía a llamarla, se acostaría con él.
Durante la pausa para el desayuno de Ashling, mientras hojeaba con desgana el periódico, de pronto tropezó con su nombre. Aparecía en un artículo que hablaba del creciente éxito de los cómicos irlandeses en el Reino Unido. Las letras bailaban en la página: MaRcUs. Es mi novio. Ashling miró fijamente las pequeñas letras negras, animada por una intensa oleada de orgullo. Que desapareció rápidamente. Porque lo es, ¿no?
El que Lisa, de repente, pusiera la directa hizo que el jueves ya estuviera todo el mundo de mal rollo. Lisa estaba discutiendo con la señora Morley cuando Jack, que parecía consternado, salió de su despacho.
– Señora Morley, ¿podría reservarme una mesa para comer? Para dos personas.
– ¿En el sitio de siempre?
Cuando venía algún jefazo de Londres, Jack siempre lo llevaba a comer filetes poco hechos acompañados con vino tinto en un club con paredes forradas de madera de roble y sofás de piel.
– ¡No, no! Un restaurante agradable, un sitio que pueda gustarle a una mujer. -Parecía indefenso y desamparado. Al final, tímidamente, admitió-: Se ve que hace seis meses que Mai y yo salimos juntos.
Lisa no pudo disimular su consternación. ¿Por qué se portaba bien con Mai? ¿Por qué no se habían peleado el otro día, cuando Mai fue a verlo a la oficina? Se dio cuenta, horrorizada, de que la conducta de Jack empezaba a seguir una pauta, y la seguridad en sí misma y el optimismo de que gozaba desde que se acostara con Wayne se desvanecieron sin dejar rastro.
– ¡Suerte que no he olvidado nuestro aniversario! -dijo Jack sonriente.
– ¿Cómo lo ha hecho? -preguntó la señora Morley.
– Bueno, en realidad me lo ha recordado ella -dijo él vagamente-. Oye, Lisa, ¿cómo se llama ese restaurante al que me llevaste? Seguro que le encantará.
– Halo -dijo Lisa, pero demasiado bajo.
– ¿Cómo dices?
– Halo -repitió ella, no mucho más alto.
– ¡Eso es! -Jack estaba encantado-. ¡Lleno de pijos! Comida sofisticada a precios escandalosos. Le encantará. Si me das el número, reservaré una mesa.
– De eso. nada -le atajó la señora Morley poniendo cara de buldog-. Eso me corresponde hacerlo a mí.
Lisa se marchó, temblando literalmente de rabia y rezando para que fuera demasiado tarde para reservar mesa en el Halo.
Media hora más tarde llegó Mai, que parecía una Barbie asiática. Cuando Lisa la vio, su rabia se transformó en depresión.
– Qué traje tan bonito -dijo Trix para hacerle la pelota a Mai.
– Gracias.
– ¿Es de Dunnes?
– Sí.
Mai adoptó una actitud distante, cosa que no había hecho el día que abrieron el champán. Por lo visto, la reciente devoción de Jack había cambiado las cosas. Estaba simpática y educada, pero era sin duda la novia de su jefe.
La señora Morley hizo un movimiento con la cabeza y Mai entró meneando sus inexistentes caderas en el despacho de Jack. La puerta se cerró con firmeza detrás de ella, y todos los empleados de la oficina interrumpieron su trabajo, aguzando el oído con la esperanza, con el ansia, con el vehemente deseo de oírlos pelear. Pero pasados unos segundos aparecieron Jack y Mai cogiditos de la mano. Observados por una ávida multitud, se dirigieron hacia la salida y desaparecieron. Aunque ya era evidente que no iba a pasar nada, la oficina permanecía en silencio.
– Me gustó más lo del otro día -comentó Trix con tristeza, expresando lo que pensaban todos.
Lisa, que estaba a punto de salir para ir a comer con Marcus Valentina, intentó tragarse los celos, la pena y el desconcierto. Estaba segura de que el interés que Jack demostraba por ella no era producto de su imaginación. Así que ¿de qué iba? No lo entendía. Tan pronto estaba discutiendo a grito pelado con Mai como se comportaba como si estuviera en el séptimo cielo. ¿Por qué? ¿Por qué? Aquellas preguntas sin respuesta no dejaron de darle vueltas en la cabeza hasta que llegó a Mao.
Diez minutos más tarde llegó Marcus. Alto, atlético, pero… ¡puaj! ¿Cómo podía Ashling…? Lisa esbozó una sonrisa de bienvenida, pero le resultó inusitadamente difícil desenterrar su habitual exceso de encanto.
– Hemos venido a comer, ¿no? -dijo Marcus casi con agresividad al sentarse enfrente de Lisa-. Lo que quiero decir es que me gustaría que disfrutáramos de la comida sin que me insistas todo el rato en que escriba la columna.
– Vale.
Lisa hizo un esfuerzo y sonrió, pero de pronto tenía la moral por los suelos. A veces su trabajo resultaba terriblemente humillante. Tenías que adoptar una actitud asquerosamente avasalladora, y tu piel tenía que ser más dura que la de un rinoceronte.
Se dio cuenta de que no le importaba que Marcus no hiciera la columna. ¿Qué más daba? No era más que una columna para una estúpida revista femenina. Aparte de unos someros comentarios sobre cuánto le gustaba la comida picante, Lisa dejó que la conversación quedara en un lúgubre suspenso.
Paradójicamente, cuanto más apagada estaba ella, más se animaba Marcus, y cuando iban por el segundo plato, Lisa se dia cuenta de lo que estaba pasando. Entonces empezó a sacarle el máximo partido a su reticencia.
– Dime, ¿qué tipo de artículo tenías pensado que escribiera? -preguntó Marcus.
Ella negó con la cabeza y agitó el tenedor.
– Disfruta de la comida.
– De acuerdo. -Pero poco después volvió a abordar el tema-: ¿Qué extensión te gustaría que tuviera?
– Unas mil palabras. Pero olvídalo, de verdad.
– Y ¿te has enterado de si podría distribuirse a otras publicaciones?
– Una de nuestras revistas australianas ha dicho que le encantaría publicarlo. Y también Bloke, nuestra revista masculina de Gran Bretaña. -Entonces entró a matar-: Pero Marcus, si no quieres escribir una columna, no pasa nada. -Sonrió con pesar-. Ya encontraremos a otro. No será tan bueno como tú, pero…
– Dime lo fantástico que soy -dijo él, sonriente-. Si me lo dices, la haré.
Sin inmutarse, Lisa dijo:
– Eres el tipo más gracioso que he visto en los tres últimos años. Tus números son una original mezcla de inocencia y perspicacia. Conectas estupendamente con el público y tienes un sentido del ritmo excelente. Firma aquí. -Sacó un contrato del bolso y se lo pasó.
– Un poco más -dijo él.
– Pese a que tus números tienen reminiscencias de Tony Hancock y… -¡Ostras! No se le ocurría nada más.
– ¿Woody Allen? -sugirió él-. ¿Peter Cook?
– Woody Allen, Peter Cook y Groucho Marx -prosiguió Lisa, sonriéndole con complicidad. Estaba convencida de que Marcus se sabía de memoria cada una de sus críticas-. Tu estilo es sin lugar a dudas vanguardista y modernista.
Confiaba en que Marcus lo encontrara adecuado. Porque si le pedía alguna explicación más de su gracia, lo único que Lisa podría decirle sería: «Tienes cara de bobalicón».
Cuando volvió a la oficina, Lisa se acercó a la mesa de Ashling y, con regocijo malicioso, anunció:
– ¿Sabes qué? Marcus Valentina ha accedido a escribir una columna mensual.
– ¿En serio? -balbuceó Ashling. El lunes por la noche parecía muy poco dispuesto a hacerlo. ¿Acaso no había…?
– Sí -dijo Lisa regodeándose-. Ha accedido.
Cuarenta minutos más tarde, Ashling, que hervía de rabia, se dio cuenta por fin de cuál debía haber sido su respuesta a Lisa. Debería haberle dicho fríamente: «¿Que Marcus va a escribir la columna? Debe de ser por la estupenda mamada que le hice anoche».
¿Por qué aquellas cosas nunca se le ocurrían en el momento adecuado? ¿Por qué siempre se le ocurrían al cabo de varias horas?
37
Marcus llamó por teléfono a Ashling el jueves e inició la conversación diciendo:
– ¿Haces algo el sábado por la noche?
Ella sabía que tenía que fastidiarlo, atormentarlo, tomarle el pelo, hacerse rogar, hacerle sudar.
– No -contestó.
– Estupendo. Te invito a cenar.
A cenar. Un sábado por la noche: qué combinación tan significativa. Significaba que Marcus no estaba enfadado con ella por no haberse acostado con él. También significaba, por supuesto, que más le valía a Ashling acostarse con él esta vez. Brotó en ella la emoción. Y también un poco de ansiedad, pero a esa ya le pegaría un buen mamporro en la cabeza.
Ashling admitió, con cautela, que aquello iba por buen camino. Marcus la trataba muy bien, y pese a que ella sentía la consabida angustia, en realidad no era por nada que hubiera hecho él. Desde la primera vez que vio, a Marcus en el escenario había empezado a producirse una regeneración en el paisaje interno de Ashling. Tras su ruptura con Phelim, había decidido mantenerse alejada de los hombres; le interesaba más recuperarse del disgusto que reemplazar a su novio.
Pero siempre había tenido intención de volver a entrar en el juego en cuanto estuviera en forma. Y la llamada de Marcus le había hecho brotar pequeñas flores de esperanza que le hacían pensar que quizá hubiera llegado ese momento. Por fin salía del estado de hibernación.
Lo más curioso era que hibernando se estaba de maravilla. Una vez despierta, de pronto la asaltaron las preocupaciones respecto a su edad, el tictac de su reloj biológico y la clásica angustia de las treintañeras que seguían solteras. Era el síndrome «¡Mierda! ¡Tengo treinta y uno y aún no me he casado!».
Cuando Joy le preguntó qué iba a hacer el sábado por la noche, Ashling decidió poner a prueba su nueva vida.
– Mi novio me ha invitado a cenar -dijo.
– ¿Tu novio? Ah, te refieres a Marcus Valentina, ¿no? ¿Te ha invitado a cenar?-. Joy estaba celosa-. Conmigo los hombres lo único que quieren hacer es emborracharse. Nunca me llevan a comer. -Hizo una pausa, y Ashling intuyó que su amiga estaba a punto de decir alguna barbaridad-. Lo único que mi novio me mete en la boca -prosiguió Joy con melancolía- es la polla. ¿Te das cuenta de que si Marcus te invita a cenar un sábado por la noche significa que quiere acción? Acción -repitió enfatizando la palabra-. Nada de trucos como el del otro día; ya no podrás utilizar la excusa de que al día siguiente tienes que madrugar para ir al trabajo.
– Ya lo sé. Y ya me ha empezado a crecer el pelo de las piernas.
Ashling sabía exactamente qué iba a ponerse el sábado por la noche. Lo tenía todo pensado, hasta la ropa interior. Todo controlado. Y de pronto le cogió manía al pintalabios. Hacía años que utilizaba el mismo color, y cada vez que se le acababa la barra se compraba otra igual, solo porque le sentaba bien. ¡Qué tontería!
Las mujeres que trabajaban en revistas daban a los pintalabios el mismo trato que a los hombres: cuando uno se terminaba, se compraban otro diferente. Ashling necesitaba un pintalabios nuevo que la redefiniera. Era imprescindible que encontrara el adecuado, y hasta entonces no se sentiría bien.
Pasó toda la mañana del sábado buscándolo con empeño obsesivo, pero ninguno la convenció. Todos eran o demasiado rosas, o demasiado naranjas, o demasiado mates, o demasiado brillantes, o demasiado oscuros, o demasiado claros. Fantaseando con ser otra persona, se probó uno rojo oscuro de vampiresa y se miró en el espejo. No. Era como si llevara catorce horas de juerga y el vino tinto se hubiera solidificado en sus labios. Compuso una sonrisa y vio que parecía el conde Drácula. La dependienta se le acercó y dijo: «Te queda fenomenal».
Ashling consiguió huir y prosiguió la búsqueda. El dorso de su mano, lleno de franjas rojas, parecía una herida abierta. Y entonces, cuando empezaba a perder la esperanza, lo encontró. El pintalabios perfecto. Fue un auténtico flechazo, y Ashling supo que ahora todo iba a salir bien.
Marcus tenía que recoger a Ashling a las ocho y media, así que a las siete en punto ella se sirvió una copa de vino e inició los preparativos. Hacía mucho tiempo que no iba a cenar con un hombre. Cuando salía con Phelim, solían ir a buscar comida preparada y se quedaban en casa; solo iban al restaurante cuando se hartaban de pizzas y curries para llevar. Y cuando salían a cenar fuera, era estrictamente un ejercicio práctico de alimentación en el que no entraba la seducción; para llevarse a la cama empleaban otros métodos. Cuando Phelim tenía ganas, decía: «Me estoy poniendo cachondo. ¿Te interesa el tema?». Y cuando era Ashling la instigadora, decía: «¡Viólame!».
¿Cómo sería Marcus en la cama? Un chisporroteo sacudió sus terminaciones nerviosas, y Ashling buscó su paquete de tabaco. Joy no podía haber elegido mejor momento para presentarse en casa de Ashling.
Como buena amiga, felicitó a Ashling por el atuendo que había elegido, le bajó un poco la cinturilla de los vaqueros y admiró sus sandalias. Luego le preguntó:
– ¿Te has acordado de ponerte suavizante en el vello púbico?
Ashling hizo una mueca y Joy se sintió dolida.
– ¡Es importante! Bueno, ¿te lo has puesto o no?
Ashling asintió.
– Así me gusta. ¿Cuánto tiempo hace que no echas un polvo? ¿Desde que Phelim se fue a Australia?
– Desde que vino para la boda de su hermano.
– ¿Estás segura de que quieres acostarte con mister Valentina?
– Si no estuviera segura, ¿crees que me habría rociado suavizante en el vello púbico? -Los nervios la habían puesto irritable.
– ¡Excelente! Eso significa que te gusta.
Ashling reflexionó.
– Creo que podría acabar gustándome. Nos llevamos bien. Él es guapo, pero no demasiado. Las chicas como yo no se acuestan con modelos, actores ni esos hombres de los que la gente dice «Dios mío, qué guapo es». ¿Me explico?
– Me dejas alucinada. ¿Qué más?
– Nos gustan las mismas películas.
– ¿Qué clase de películas? -preguntó Joy.
– Las películas en inglés.
Phelim tenía la desagradable tendencia a considerarse un gran intelectual, y a menudo proponía a Ashling que fueran a ver películas extranjeras y subtituladas. En realidad nunca iban, pero Phelim ponía muy nerviosa a Ashling leyéndole en voz alta las críticas e insistiendo en que debían ir a verlas.
– Marcus es un chico corriente -explicó Ashling-. No hace puenting ni protesta contra las autopistas. Nada de hobbies extraños. Eso me gusta.
– ¿Qué más?
– Me gusta… -De pronto Ashling se volvió, miró a Joy y dijo con vehemencia-: Si le cuentas esto a alguien, te mato.
– Te lo prometo -mintió Joy.
– Me gusta que sea famoso. Que su nombre aparezca en los periódicos y que la gente lo conozca. Sí, ya sé que eso significa que soy frívola y superficial, pero te estoy hablando con franqueza.
– ¿Qué hay de las pecas?
– Tampoco tiene tantas. -Hizo una pausa y añadió-: Mira, yo también tengo una o dos. No es nada de lo que uno tenga que avergonzarse.
– No, sí yo solo digo…
– Mira, ya ha llegado Ted. ¿Quieres abrirle la puerta, por favor?
Ted entró en el dormitorio, muy emocionado.
– ¡Mirad! -exclamó, y desenrolló un póster.
– ¡Pero si eres tú! -dijo Ashling.
Era una fotografía de la cara de Ted con cuerpo de búho, y con su nombre en la parte superior.
– ¡Es fantástico!
– Voy a imprimir unos cuantos, pero antes quería conocer vuestra opinión. -Desenrolló otro póster y sujetó los dos con el índice y el pulgar de cada mano-. ¿Fondo rojo o fondo azul?
– Rojo -dijo Joy.
– Azul -dijo Ashling.
– No sé -dijo Ted, indeciso-. Clodagh dice…
– ¿Clodagh? -soltó Ashling-. ¿Qué Clodagh? ¿Mi amiga Clodagh?
– Sí. Pasé por su casa el otro día…
– ¿Para qué?
– Para recoger mi chaqueta -se defendió Ted-. ¿Qué pasa? El día que fuimos a hacer de niñera me dejé la chaqueta. No es ningún crimen.
Ashling no podía justificar su resentimiento. No tuvo más remedio que mascullar:
– Tienes razón. Lo siento.
Hubo un tenso silencio, que finalmente ella rompió diciendo:
– Pásame el pintalabios nuevo.
Lo sacó de la caja y lo hizo girar para sacar la barra cerosa, nueva y reluciente. Fantástico. Pero mientras lo contemplaba, sedio cuenta de que pasaba algo.
– No puedo creerlo -dijo. Inspeccionó rápidamente la base del pintalabios, rebuscó en su bolsa de maquillaje, sacó otro pintalabios e inspeccionó también su base-. No puedo creerlo -repitió, horrorizada.
– ¿Qué pasa?
– He comprado el mismo pintalabios. Me he pasado toda la mañana buscando un pintalabios diferente y he acabado comprando uno exactamente igual al que ya tenía.
En un arrebato de frustración Ashling estuvo a punto de lanzarse sobre la cama, pero en ese momento sonó el timbre. El despertador que había en la cómoda marcaba las ocho y media, lo cual significaba que eran las ocho y veinte.
– Más vale que no sea Marcus Valentina -dijo Ashling, desafiante.
Pero lo era.
– ¿Cómo se le ocurre llegar antes de hora? -preguntó Joy.
– Porque es un caballero -dijo Ashling sin mucha convicción.
– Menudo bicho raro -dijo Joy por lo bajo.
– ¡Fuera los dos! -ordenó Ashling.
– No te olvides del condón -susurró Joy al salir del apartamento. Unos segundos más tarde, Marcus apareció en el rellano de la escalera, todo sonrisas.
– Hola -dijo Ashling-. Ya casi estoy lista. ¿Te apetece una cerveza?
– Mejor una taza de té. Ya lo haré yo, no te preocupes. Mientras ella terminaba de arreglarse a toda prisa, oyó cómo Marcus abría armarios y cajones en la cocina.
– Tienes un apartamento muy bonito -observó Marcus.
Ashling habría preferido que permaneciera callado. Hacer comentarios ingeniosos mientras se aplicaba el pintalabios no era su fuerte.
– Pequeño pero muy proporcionado -repuso distraídamente.
– Como su propietaria.
Ashling pensó que no era verdad, pero de todos modos le agradeció el cumplido. Su estado de ánimo mejoró considerablemente. Se olvidó del fracaso del pintalabios, se cepilló el cabello y se reunió con Marcus en la cocina.
Antes de marcharse, Marcus se empeñó en lavar la taza que había utilizado.
– Déjalo -dijo Ashling mientras él la ponía bajo el grifo.
– Ni hablar. -La colocó en el escurridor y miró a Ashling con una sonrisa-. Mi madre me educó muy bien.
Ella volvió a tener aquella extraña sensación. Unos capullitos que asomaban la cabeza.
Marcus la llevó a un restaurante íntimo con iluminación cálida. En una mesa del rincón, rozándose las rodillas de vez en cuando, bebieron vino blanco muy seco y se admiraron mutuamente, impecables a la luz de las velas.
– Oye, me gusta mucho tu… -Señaló el corpiño de Ashling-. Nunca sé la palabra adecuada para las prendas de mujer. ¿Camiseta? Creo que cometería una grave infracción llamándolo camiseta. ¿Cómo se llama? ¿Top? ¿Blusa? ¿Camisa? ¿Boudoir? Se llame como se llame, me gusta mucho.
– Se llama corpiño.
– Entonces ¿qué es una blusa?
Ashling le hizo un resumen de las diversas posibilidades:
– Jamás has de decir «blusa» si se trata de una mujer de menos de sesenta años -dijo con gravedad-. Puedes felicitar a una chica por su camiseta si te refieres a un top sin mangas. Pero si es una camiseta imperio auténtica, no. De hecho, si verdaderamente es una camiseta imperio, te recomiendo que te largues inmediatamente.
Él asintió.
– Entiendo. Madre mía, esto es un campo de minas.
– ¡Oye! -Acababa de ocurrírsele algo-. No me estarás sonsacando información para tus números, ¿verdad?
– ¿Me crees capaz? -dijo él sonriendo.
La comida era discreta, la charla fácil, pero Ashling tenía la sensación de que todo aquello no era más que una especie de preludio. Un tráiler. El largometraje todavía tenía que empezar. Cuando les llevaron la cuenta, Ashling intentó contribuir, pero no insistió demasiado.
– Ni hablar -se impuso Marcus-. Pago yo.
«¿Por qué? ¿Porque ya te lo cobrarás después?»
Ya en la calle, Marcus preguntó:
– ¿Qué hacemos?
Ella se encogió de hombros y no pudo evitar una risita tonta. Era evidente, ¿no?
– ¿En mi casa? -propuso él dulcemente.
Besó a Ashling en el taxi. Y volvió a besarla en el vestíbulo de su piso. A Ashling le gustó, pero cuando se separaron no pudo evitar echar un vistazo alrededor, examinando el piso. Quería saber cómo vivía, averiguar más cosas sobre él.
Era un apartamento de un solo dormitorio en un edificio moderno, y estaba sorprendentemente ordenado.
– ¡Pero si no huele mal!
– Ya te he dicho que mi madre me educó muy bien.
Ashling entró en el salón.
– Cuántos vídeos -dijo, admirada. Había cientos de cintas en las estanterías.
– Si quieres podemos ver alguno -dijo él.
Sí, quería. Se debatía entre el deseo y el nerviosismo, y necesitaba un poco de tiempo.
– Elige uno -propuso Marcus.
Pero cuando empezó a buscar una cinta, Ashling reparó en algo muy extraño. Monty Python, Blackadder, Lenny Bruce, el Gordo y el Flaco, Father Ted, Mr. Bean, los Hermanos Marx, Eddie Murphy… Todas las cintas eran comedias.
Ashling estaba desconcertada. En su primera cita habían hablado mucho de cine. Él había asegurado que le gustaban muchos géneros diferentes, pero a juzgar por aquellas cintas nadie lo diría. Finalmente eligió La vida de Brian.
– Tiene usted un gusto excelente, señora. -Marcus sacó una botella de vino blanco para ella, una lata de cerveza para él y, tímidamente, se acurrucaron delante del televisor.
Cuando llevaban diez minutos mirando la película, Marcus le tocó el hombro desnudo con el dedo índice y empezó a acariciárselo lentamente.
– Asssh-liiing -canturreó con voz suave, con una intensidad que hizo que a ella se le encogiera el estómago. Giró rápidamente la cabeza y lo miró, casi con miedo. Marcus tenía los ojos clavados en la pantalla-. Estate muy atenta -dijo con aquel hilo de voz-. Nos acercamos a una de las mejores escenas cómicas de todos los tiempos.
Ashling, ligeramente desilusionada pero obediente, prestó atención a la película, y cuando Marcus rompió a reír a carcajadas, no pudo evitar reír también. Entonces él se volvió hacia ella y preguntó con voz infantil:
– ¿No te importa, Ashling?
– ¿Qué? «Acostarte conmigo?», pensó.
– Que veamos otra vez esa escena.
– ¡Oh! No, no.
Cuando el ritmo de su corazón recobró la normalidad, Ashling decidió que le emocionaba que Marcus quisiera compartir con ella lo que para él era importante.
– Dime, ¿están contentos de que haya accedido a escribir la columna? -preguntó él al cabo de un rato.
– ¡Ya lo creo! ¡Están encantados!
– Esa Lisa es todo un personaje, ¿verdad?
– Sí, es muy persuasiva: -Ashling no creyó oportuno criticar a su jefa.
– De todos modos, deberías atribuirte el mérito.
– Pero si yo no hice nada.
Marcus le dirigió una mirada elocuente.
– Podrías decirles que me convenciste en la cama.
La manifiesta intencionalidad de su mirada hizo que a Ashling se le hiciera un nudo en la garganta. Tragó saliva como si se le hubiera atragantado una ostra.
– Pero no sería verdad.
Hubo una larga pausa durante la cual Marcus no apartó sus ojos de los de ella.
– Podríamos hacer que fuera verdad.
Los ánimos de Ashling se habían debilitado. De hecho habían desaparecido. Tenía la impresión de que era demasiado pronto para acostarse con él, pero si se resistía parecería anticuada. No podía entender la ridícula timidez que la paralizaba: tenía treinta y un años y se había acostado con muchos hombres.
– Vamos.
Marcus se levantó y la cogió suavemente de la mano. Ashling comprendió que él no aceptaría un no por respuesta.
– ¿Y la película?
– Ya la he visto muchas veces.
Ay, madre. Esto va en serio.
La timidez lidiaba con la curiosidad; la atracción forcejeaba con el miedo a la intimidad. Ashling quería y no quería acostarse con él, pero el apremio de Marcus era cautivador. Sin darse cuenta, se puso en pie. Marcus la besó, acabando de desbaratar sus defensas, y ella se encontró de pronto en el dormitorio. No fue una danza fluida donde las dudas se disiparan por arte de magia y la ropa desapareciera sin una pizca de torpeza. Marcus no consiguió desabrocharle el sujetador, y cuando Ashling vio el tamaño de su pene en erección comparado con la estrechez de sus caderas, tuvo que mirar hacia otro lado. Temblaba como una virgencita.
– ¿Qué te pasa?
– Es que soy tímida.
– Ah, entonces ¿no es por culpa mía?
– No, no. -Ashling, impresionada por la vulnerabilidad de Marcus, se esforzó un poco más. Lo atrajo hacia sí, matando dos pájaros de un tiro: él se mostró satisfecho, y ella ya no veía aquel pene sobresaliendo del nido de su vello púbico.
Las sábanas estaban frescas y limpias, las velas daban un toque sorprendente; Marcus se mostró amable y considerado y no mencionó ni una sola vez la falta de cintura de Ashling. Aun así, ella tuvo que reconocer que no se sintió completamente transportada. Con todo, él se mostró muy admirado, y ella se lo agradeció. No fue la peor experiencia sexual de Ashling, desde luego. Y los mejores polvos siempre le habían parecido un poco irreales; solían ser los que pegaba con Phelim cuando hacían las paces, y en ellos la alegría del reencuentro añadía un poco de interés a una experiencia que ellos ya sabían compatible.
Ashling ya era mayorcita, y no habría sido realista esperar que la tierra temblara bajo sus pies. Además, la primera vez que se acostó con Phelim tampoco había sentido nada del otro mundo.
38
El domingo por la mañana, cuando despertó, Clodagh estaba a punto de caerse de la cama. Craig la había empujado hasta el borde, pero también habría podido ser Molly, o ambos. Clodagh ya no recordaba cuándo había dormido por última vez con Dylan sin acompañantes, y tenía tanta práctica en hacerlo en quince centímetros de colchón que estaba segura de que a esas alturas dormiría como un tronco en el borde de un acantilado.
Dedujo que era muy temprano. Como las cinco de la mañana. Ya había salido el sol, y por la rendija que dejaban las cortinas de percal entraba una luz brillante, pero Clodagh sabía que era demasiado pronto para estar despierta. Las gaviotas, invisibles, gemían estridentes y lastimeras. Parecían bebés de una película de terror. Dylan dormía profundamente junto a Craig, ocupando toda la cama con sus extremidades; respiraba rítmicamente, y con cada exhalación se le levantaba el flequillo de la frente.
Clodagh era víctima de un profundo abatimiento. Había pasado una mala semana. Tras el estrepitoso fracaso en la agencia de colocación, Ashling la había animado a intentarlo otra vez. Así que Clodagh volvió a ponerse su traje caro. En la segunda agencia de colocación la trataron casi con el mismo desdén que en la primera. Pero sorprendentemente, en la tercera propusieron enviarla a prueba a una empresa suministradora de radiadores, donde su trabajo consistiría en hacer el té y contestar el teléfono. «El sueldo es… modesto -admitió el empleado-, pero es un buen principio para una persona como usted, que lleva tanto tiempo fuera del mundo laboral. Estoy seguro de que quedarán encantados con usted, así que… ¡adelante! ¡Buena suerte!»
En cuanto Clodagh supo que cabía la posibilidad de que le dieran trabajo, dejó de interesarle. ¿Qué gracia tenía preparar té y contestar el teléfono? Eso lo hacía continuamente en su casa. Y ¿una empresa de suministro de radiadores? Sonaba espantoso. En cierto modo, conseguir un empleo y descubrir que no le interesaba era casi peor que le dijeran que no servía para ningún trabajo. Aunque no era propensa a la introspección, Clodagh se dio cuenta vagamente de que en realidad no buscaba trabajo (no necesitaba el dinero, desde luego), sino que lo que faltaba en su vida eran emociones y sofisticación. Y era evidente que eso no iba a encontrarlo en una empresa de suministro de radiadores.
Así que llamó a la agencia de colocación y dijo que no podía empezar porque Craig tenía sarampión. Tener hijos tenía sus ventajas. Cuando no querías hacer algo, siempre podías decir que los niños tenían fiebre y que te preocupaba que pudiera ser meningitis. Clodagh había utilizado esa excusa para no asistir a la fiesta de Navidad de Dylan el año anterior. Y el anterior. Y estaba decidida a utilizarla también este año.
Clodagh se removió, incómoda. Se le estaba clavando algo en la espalda. Buscó a tientas con la mano y encontró un Buzz Lightyear. Las gaviotas seguían chillando, y sus desagradables y desesperados gritos resonaban en la cabeza de Clodagh. Se sentía atrapada, acorralada, bloqueada. Como si estuviera encerrada en una pequeña y oscura caja donde apenas podía respirar, y que cada vez se hacía más pequeña. No lo entendía. Ella siempre había sido feliz. Todo le había salido como ella había planeado; la vida no le había dado muchas sorpresas. Y de pronto, sin previo aviso, aquella dinámica había cambiado. Ahora no tenía objetivos, y estaba estancada. La asaltó una idea terrible: ¿y si aquello se prolongaba eternamente?
De pronto se dio cuenta de que los silbidos de Dylan iban in crescendo. En un arrebato de intolerancia, exclamó:
– ¡Para de respirar! -Le dio un brusco empujón para hacerle cambiar de postura.
– Perdona -murmuró él sin despertarse.
Clodagh envidiaba a su marido por la facilidad con que dormía. Tumbada en el colchón, se quedó escuchando a las gaviotas hasta que Molly trepó también a la cama y le dio un golpe en la cara. Ya era hora de levantarse.
Una apendicectomía de urgencia, pensó con ansia. O un derrame cerebral leve. Nada demasiado grave: solo algo que implicara una larga estancia en un hospital con horas de visita muy restringidas.
Después de ducharse se secó y se puso a hablarle a Dylan, que estaba sentado en el borde de la cama, bostezando.
– No le des Frosties a Craig, lleva toda la semana pidiéndolos, pero luego ni los prueba. Han abierto una guardería nueva al final de la calle, y nos han invitado a ir a verla hoy. No sé si a Molly le irá bien cambiar de guardería, pero la bruja esa le ha cogido tanta manía que quizá sería conveniente…
– Antes hablábamos de otras cosas, aparte de los niños -comentó Dylan.
– ¿De qué cosas? -preguntó Clodagh, poniéndose a la defensiva.
– No lo sé. De cosas. Música, cine, gente conocida…
– ¿Qué esperabas? -repuso ella-. Yo solo me relaciono con niños, no puedo evitarlo. Pero ya que hablamos de intereses personales, me gustaría hacer algunas reformas.
– ¿Reformas? ¿Dónde? -preguntó Dylan con alarma.
– Aquí, en nuestro dormitorio. -Se untó un poco de crema hidratante para el cuerpo y la extendió rápidamente.
– Solo hace un año que cambiamos el dormitorio.
– Qué va. Al menos hace dieciocho meses.
– Pero si…
Clodagh empezó a ponerse la ropa interior.
– Te has dejado un poco de crema aquí. -Dylan estiró el brazo para quitarle un pegote que tenía en la parte trasera del muslo.
– ¡Quita! -le espetó ella apartándole el brazo.
No soportaba el roce de su mano.
– ¿Quieres tranquilizarte? -exclamó Dylan-. ¿Qué demonios te pasa?
Clodagh se sorprendió de su propia reacción. No debería haber hecho aquello. La expresión de Dylan todavía la asustó más: rabia mezclada con dolor.
– Perdona. Es que estoy muy cansada -atinó a decir-. Lo siento. ¿Puedes empezar a vestir a Molly?
Vestir a Molly cuando ella no quería que la vistieran era como intentar meter un pulpo en una bolsa de red.
– ¡No! -gritó la niña, retorciéndose y escurriéndose.
– Échame una mano, Clodagh -gritó Dylan mientras intentaba agarrarle un brazo a la niña y metérselo en la manga de la camiseta.
– ¡Mamiii! ¡Nooo!
Mientras Clodagh sujetaba a Molly, Dylan le hablaba suavemente, con mucha paciencia. Pretendía tranquilizarla diciéndole lo guapa que iba a estar con sus pantalones cortos y su camiseta y lo bonitos que eran aquellos colores.
Cuando logró calzarle los dos zapatos sin que Molly dejara de pegar patadas, Dylan miró a su esposa con expresión triunfante.
– Misión cumplida -dijo-. Gracias.
Cuando Dylan dijo que solo hablaban de los niños, a Clodagh le había entrado pánico. Pero para ser sincera tenía que reconocer que en parte era verdad. Trabajaban juntos, como una pareja de puericultores; eran casi colegas. Y ¿qué mal había en eso?, se preguntó, buscando una justificación. Tenían dos hijos; ¿qué se suponía que tenían que hacer?
En la nueva guardería había mucha gente. La primera persona a la que vio Clodagh fue Deirdre Bullock, cinturón negro de maternidad. Su hija, Solas Bullock, era la niña con más talento del mundo.
– ¡No te lo vas a creer! -exclamó Deirdre-. Solas ya hace frases completas. -Hizo una truculenta pausa y preguntó-: ¿Molly también? -Solas era tres meses más pequeña que Molly.
– No -contestó Clodagh, y añadió-: Molly prefiere comunicarse con nosotros por escrito.
Seguramente la expulsarían del circuito del café de las mañanas, pero valió la pena solo por verle la cara de horror a Deirdre.
El lunes Clodagh tuvo una idea estupenda para mejorar su estado de ánimo: quedar con Ashling para salir por la noche. Irían de juerga como en los viejos tiempos; quizá hasta a una discoteca, y así ella podría estrenar alguna de aquellas fabulosas prendas que se había comprado. Quizá los pantalones orientales y la túnica; pero ¿qué zapatos podía ponerse con aquel conjunto? No tenía ni idea. Se imaginaba que lo adecuado eran unos zapatos con plataforma, pero ¿sería capaz de ponérselos sin sentirse completamente estúpida? Era difícil saberlo, porque hacía mucho tiempo que no se ponía ropa moderna.
Llamó a Ashling al trabajo, muy emocionada.
– Ashling Kennedy -contestó Ashling.
– Hola, soy Clodagh. Oye… -Acababa de acordarse de una cosa-. Tu amigo Ted vino a casa el viernes a recoger su chaqueta.
– Sí, ya me lo ha dicho.
– Es muy simpático, ¿no? Siempre me había parecido idiota, pero cuando lo conoces un poco ya no lo parece, ¿no?
– Humm.
– Me contó que es cómico de micrófono. Me enseñó sus pósteres.
– Ya.
– Me encantaría verlo actuar. Prometió que me avisaría cuando hiciera otra actuación, pero ¿me tendrás informada?
– Sí, claro.
– Oye, ¿por qué no salimos a tomar algo esta noche? Hasta podríamos ir a bailar. Dylan puede quedarse con los niños.
– No puedo -se disculpó Ashling-. He quedado con Marcus. Mi novio -aclaró.
– ¿Tu qué?
– Mi novio -repitió Ashling con orgullo-. Solo hemos salido un par de veces, pero ayer nos pasamos todo el día en la cama, y hemos quedado esta noche.
Hubo una pausa como si el tiempo se hubiera detenido, y a Clodagh la asaltó una oleada de nostalgia. Recordó perfectamente la euforia de las primeras fases del amor, y ese recuerdo le produjo una nostalgia inexplicable.
– ¿No puedes cancelar la cita? -tanteó.
– No. Le dije que le ayudaría a preparar su número. Él también es cómico de…
– ¿Otro cómico?
– Sí, y quiere ensayar conmigo unos números nuevos.
– ¿Y mañana por la noche?
– Tengo clase de salsa.
– ¿Y el miércoles?
– He de ir a la inauguración de un restaurante.
– Qué suerte tienes.
Clodagh sabía ver la diferencia entre ir a la inauguración de una guardería e ir a la inauguración de un restaurante.
– ¿Cómo está Dylan?
Clodagh chascó la lengua con desdén.
– Trabaja día y noche. El jueves duerme fuera otra vez. Tiene que ir a una de esas malditas conferencias. ¿Vendrás a casa? Podríamos comer algo y beber un poco de vino.
– De acuerdo. Como en los viejos tiempos.
– Sí, hija, sí. Por lo visto estoy condenada a quedarme en casa. Pero ¿te acordarás de avisarme la próxima vez que actúe Ted?
39
Pasó una semana. Y otra, y otra. El ritmo de trabajo seguía frenético. Aunque todo el mundo trabajaba en el número de septiembre, Lisa ya había empezado a preparar los números de octubre, noviembre e incluso diciembre.
– Pero si aún estamos en junio -protestó Trix.
– De hecho, estamos a 3 de julio, y el período de gestación de una revista es de seis meses -replicó Lisa con altivez.
Surgían obstáculos por todas partes. Pese a que habían hecho cientos de llamadas a diversos agentes, Lisa no había conseguido contratar a nadie para la sección «Cartas al famoso». Aquello era terriblemente frustrante, y Lisa pensaba que todo sería diferente si ella siguiera trabajando para Femme. Entonces un hotel de Galway se enteró de que pretendían incluirlos en el artículo sobre los dormitorios sexis y amenazaron con demandarlos.
La moral del personal subió brevemente cuando Carina, una de las colaboradoras, consiguió una entrevista en profundidad con Conal Devlin, un atractivo actor irlandés con pómulos prominentes y barba de tres días. Pero la moral cayó en picado cuando Conal Devlin apareció en el número de julio de Irish Tatler, relatando en una entrevista los abusos sexuales de que había sido víctima en la infancia (lo cual se suponía que le guardaba a Carina en exclusiva).
– ¡Nos han robado la exclusiva! -Lisa estaba furiosa-. ¡Qué cabrón! ¡Cómo se atreve a tratar a mi revista como plato de segunda mesa! -Ahora tendrían que anular el artículo, y además tendrían que reorganizar la página sobre cine, pues en ella hacían una elogiosa crítica de la nueva película del actor-. Ponedla por los suelos -ordenó Lisa-. Decid que es una mierda. Ashling, encárgate tú.
– ¡Pero si ni siquiera he visto la película!
– Y ¿qué?
Todos los logros costaban un gran esfuerzo. Lo único en que todo el mundo estaba de acuerdo era en que Lisa era una jefa durísima. Estaba muy segura de lo que quería. Y tres horas más tarde, cuando tenías un artículo a medio escribir, estaba igual de segura de que no lo quería. Hasta el día siguiente, cuando decidía que lo quería otra vez. Trabajabas como un negro con un artículo, te lo rechazaban y llorabas por él; luego te lo volvían a incluir, te lo volvían a descartar; después te lo cortaban por la mitad y te lo aceptaban. El excelente artículo de Ashling sobre los cosméticos para el cabello fue rechazado, recortado, vuelto a redactar y restituido tantas veces que Ashling lloró cuando Lisa volvió a incluirlo por enésima vez.
– ¿Puedes reescribirlo? -le pidió a Mercedes, sollozando-. Si lo leo una sola vez más, me muero.
– Claro, mujer. Si tú llamas por teléfono a la histérica de Frieda Kiely para hablar de la sesión fotográfica del sábado.
Lisa seguía adelante con la amenaza de repetir el reportaje sobre Frieda Kiely.
– Ashling, Trix y Mercedes, cancelad vuestras citas para el viernes por la noche porque vamos a trabajar el sábado -anunció Lisa-. Necesitamos gente para llevar la ropa, ir a buscar cafés y esas cosas.
Hubo un clamor de protesta, pero no sirvió de nada.
– Es una negrera -se lamentó Ashling una noche cenando en Mao con Marcus-. La tía más mandona que he conocido en mi vida.
– No te reprimas -la animó Marcus mientras le llenaba la copa de vino-. Adelante, desahógate a gusto.
– ¡Uf! -Ashling se pasó la mano por el pelo, desesperada-. Es que es tan prepotente. Por lo visto no le importa que los demás tengamos nuestra propia vida fuera de su maldita revista. Y ¿cuándo se supone que dormimos? ¿Cuándo se supone que comemos? ¿Cuándo ponemos la lavadora?
Cuando terminó, Ashling se había bebido casi toda la botella de vino, y se encontraba mucho mejor.
– ¿Has visto? ¡Estoy loca de remate! -exclamó. Tenía las mejillas sonrosadas-. ¡No, por favor! Ya he bebido demasiado. -Intentó impedir que Marcus le sirviera el vino que quedaba.
– Ánimo -insistió él-. Acábatelo. Necesitas recobrar fuerzas.
– Gracias. Ostras, la verdad es que me encuentro mejor -confesó Ashling apoyándose en el respaldo del banco-. Episodio psicótico concluido; ahora me portaré como Dios manda.
Mientras se tomaban el café, especularon sobre los otros clientes. Les gustaba aquel juego: atribuían historias, o vidas enteras, a la gente que veían a su alrededor.
– ¿Y aquel? -Marcus señaló a un hombre de mediana edad y rostro curtido, de sandalias y calcetines, que acababa de entrar en el restaurante.
Ashling reflexionó y dijo:
– Un sacerdote que vuelve a casa de las misiones para pasar las vacaciones -declaró.
A Marcus le hizo mucha gracia.
– Tienes sentido del humor, ¿eh? -dijo con admiración. Luego señaló a dos jóvenes que bebían chocolate caliente y se partían un pastel de queso-. ¿Qué me dices de aquellos dos?
Ashling batallaba con su conciencia. Quizá no debiera pronunciar su opinión, pero el vino venció y finalmente dijo:
– Está bien, aunque no sea políticamente correcto decirlo, deduzco que son homosexuales.
– ¿Por qué?
– Porque… bueno, por muchas razones. Los hombres heterosexuales no quedan para comer: quedan para beberse unas cervezas. Y no se sientan frente a frente, sino lado a lado, y evitan mirarse a los ojos. Y eso de partirse un pastel… Los heterosexuales no lo hacen por miedo a parecer mariquitas. Los gays no tienen tantos complejos.
Marcus entrecerró los ojos y dijo:
– Ya. Pero mira, llevan pantalones de piel, y esos cascos que hay en el suelo son suyos. ¿Y si te dijera que son dos motoristas holandeses o alemanes que viajan por Irlanda?
– ¡Claro! -De repente Ashling lo había entendido-. ¡Son extranjeros! Los extranjeros pueden partirse un trozo de pastel sin que nadie los tome por homosexuales.
Unos años atrás ella había tenido un ligue de un fin de semana con un chico suizo que se había comido en público un merengue de frambuesa con una naturalidad encantadora.
– Es un poco triste para los irlandeses -comentó Marcus.
– Sí, claro.
Ambos rieron; el calor que Ashling notaba en el plexo solar hacía juego con la tibieza de la mirada de Marcus.
Ahora mismo la vida no parece tan dura, admitió Ashling.
El sábado por la mañana Ashling se presentó en el estudio a las ocho y media, arrastrando dos enormes maletas llenas de ropa que había recogido en la oficina de prensa de Frieda Kiely la noche anterior. Era la primera vez que asistía a una sesión fotográfica y, pese a su resentimiento, no podía evitar estar emocionada y sentir curiosidad.
Niall, el fotógrafo, y su ayudante ya habían llegado, así como la maquilladors. Hasta Dani, la modelo, estaba ya allí (lo cual hizo que Lisa la mirara con desprecio, pues las verdaderas modelos siempre llegaban con un retraso de varias horas).
– ¿Quién dirige la sesión? -preguntó Niall.
– Yo -contestó Lisa.
Mercedes puso cara de querer estrangularla. La editora de moda era ella; se suponía que ella tenía que dirigir la sesión.
Lisa, Niall y la maquilladors se apiñaron alrededor de Dani mientras Lisa explicaba sus ideas. Pese a que Niall las consideró «geniales», Ashling y Trix se miraron con perplejidad cuando Dani estuvo preparada. Le pusieron uno de aquellos extravagantes vestidos de Frieda, le pintaron manchas de barro en la cara y le pusieron paja en el largo y negro cabello, y luego la colocaron en un sofá de piel blanca y cromo. Tenía un trozo de pizza a medio comer a su lado y un mando a distancia de cromo en las manos. Se suponía que estaba viendo la televisión. Se hablaba mucho de «ironía» y «contraste».
– Está ridícula -le susurró Trix a Ashling.
– Sí. No entiendo nada.
Los preparativos duraron una eternidad: el material, la iluminación, el ángulo en que Dani estaba tumbada en el sofá, la caída de los pliegues del vestido…
– Dani, cariño, el mando a distancia tapa los detalles del canesú. Bájalo un poco. No, un poco más. No, no tanto…
Por fin todo estaba preparado.
– Pon cara de aburrida -le dijo Niall a Dani.
– No hace falta. Es que estoy aburrida.
También lo estaban Ashling y Trix. No se habían imaginado lo tedioso que iba a resultar aquello.
Tras comprobar varias veces más algo que él llamaba «el nivel», Niall declaró que la escena estaba correcta. Pero cuando estaba a punto de empezar, Mercedes se acercó a la modelo y le dio un tirón a la falda.
– Estaba un poco fruncida -mintió. Mercedes estaba tan cabreada porque Lisa se hubiese apropiado de la sesión que se buscaba trabajo donde no lo había, para demostrar que ella también era importante.
Niall tardó otros quince minutos en volver a declararse satisfecho con la escena, pero cuando todos creían que por fin iba a pulsar el botón de su cámara y hacer una fotografía, se detuvo y salió de detrás de su trípode para quitarle un invisible mechón de cabello a Dani de la cara. Ashling tuvo que contener un grito de histeria. ¿Haría la maldita fotografía o no?
– Estoy perdiendo las ganas de vivir -dijo Trix sin apenas despegar los labios.
Finalmente Niall hizo una fotografía. Luego cambió el objetivo e hizo unas cuantas más. Luego puso una película en blanco y negro. Luego cambió de cámara. Luego todo el equipo lió el petate y se trasladó a un supermercado para hacer más fotografías. La gente que pasaba por los pasillos con sus carros llenos de comida se desternillaba al ver a aquella modelo esquelética con la cara manchada de barro posando junto a los pollos congelados. Ashling se moría de vergüenza, y estaba muy preocupada. Estas fotografías van a quedar ridículas, pensaba. No podremos publicarlas.
A las cuatro de la tarde Lisa y Niall decidieron que ya habían hecho bastantes fotografías en el supermercado.
– Han quedado muy bien -declaró Niall-. Una yuxtaposición excelente. Una gran ironía.
– ¿Podemos irnos ya? -preguntó Trix por lo bajo, desesperada. Ashling tampoco podía más. Le dolían los brazos de aguantar los espantosos vestidos de Frieda Kiely, estaba cansada de contestar el teléfono móvil de Dani, que sonaba sin parar, y harta de que la trataran como a una sirvienta. «Ve a buscar pilas para el flash de Niall, ve a buscar cafés para todos, busca la maleta de la paja.»
– Y ahora, la escena en la calle -le recordó Lisa a Niall.
– Me parece que todavía no nos vamos -susurró Ashling, algo enojada.
Desfilaron todos hacia South William Street, y una vez allí Niall montó su material en la acera, junto a la puerta de un restaurante indio.
– ¿Y si ponemos a Dani rebuscando en un cubo de basura, como si fuera una mendiga? -sugirió Lisa.
A Niall le encantó la idea.
– ¡No! -Dani estaba a punto de llorar-. ¡Ni hablar!
– Quedaría muy urbano -insistió Lisa-. Necesitamos imágenes urbanas impactantes que contrasten con la ropa.
– No me importa. Me niego a meter la mano en un cubo de basura. Si quieres despídeme.
Lisa la miró severamente. El ambiente cada vez estaba más tenso. Ashling no quería ni pensar qué habría podido suceder si Boo no llega a pasar en aquel preciso instante por allí con Hairy Dave.
– Hola, Ashling -la saludó Boo.
– Ah, hola.
Ashling sintió un ligero bochorno. No cabía duda de que Boo, con la manta sucia sobre los hombros y Hairy Dave a su lado, era un mendigo.
– Ya he terminado The Blacksmith's Woman -comentó Boo-. Interesantísimo, aunque el final no convence. Yo no me había tragado que aquel tipo fuera su hermanastro.
– Me alegro -dijo Ashling, un poco tensa, con la esperanza de que los chicos se largaran inmediatamente.
Y entonces vio que Lisa estudiaba con interés a Boo.
– Lisa Edwards. -Compuso una amplia sonrisa y les tendió la mano, y (había que reconocerle el mérito) apenas se estremeció cuando Boo, y luego Hairy Dave, se la estrecharon. Lisa paseó la mirada por el corro que formaba la gente del equipo-. Estupendo -dijo con aquella sonrisa de reptil-. Olvidémonos del cubo de basura. Se me ha ocurrido algo mejor.
Miró a Boo y Hairy Dave y les dijo:
– ¿Os gustaría haceros unas fotografías con esta modelo tan guapa? -Cogió a Dani por el brazo y la acercó.
Ashling estaba conmocionada. Aquello no estaba bien, era una especie de… una especie de explotación. Abrió la boca dispuesta a protestar, pero entonces vio que Boo parecía encantado de la vida.
– ¿Qué es esto? ¿Una sesión fotográfica? Y ¿queréis que posemos con la modelo? ¡Fantástico!
– Pero si… -dijo Dani, titubeante.
– O esto, o el cubo de basura -dijo Lisa con dureza.
Dani se colocó, furiosa, entre Boo y Hairy Dave.
– ¡Genial! -exclamó Niall-. ¡Me encanta! No hace falta que sonrías, Dave. Sé tú mismo. Y tú, Boo, ¿podrías dejarle la manta a Dani? ¡Estupendo! Dani, querida, échatela sobre los hombros, por favor. Como si fuera un chal, ¿me entiendes? ¡Necesito un vaso de plástico! Trix, ve a McDonald's y trae unos vasos…
Ashling se volvió hacia Mercedes y, estupefacta, preguntó:
– Estas fotografías no se van a publicar, ¿no?
– Pues sí -admitió Mercedes, abatida-. Son originales. Seguramente ganarán algún premio.
No terminaron hasta las ocho de la noche. Ashling corrió a casa para arreglarse, y en cuanto entró por la puerta sonó el teléfono. Era Clodagh, que se había pasado el día en la peluquería cortándose el pelo y tiñéndoselo de un tono tan atrevido que Dylan no le dirigía la palabra. Luego se había comprado unos shorts vaqueros muy ceñidos de una talla que no se ponía desde antes de estar embarazada de Craig. También había acabado solucionando el tema de los zapatos (sin talón, con tacón en cuña), y se moría de ganas de salir.
Pero antes de que Clodagh pudiera contarle todo aquello a Ashling, esta susurró:
– No había estado tan cansada en mi vida. Me he pasado todo el día en una sesión fotográfica.
Clodagh se quedó callada y su euforia se vino abajo; luego sintió una punzada de rencor. Qué suerte tenía Ashling. Qué vida tan interesante llevaba. Y seguro que le había contado lo de la sesión fotográfica a propósito, para que ella se diera cuenta de lo aburrida que era su vida.
– Ahora no puedo hablar -se disculpó Ashling-. Tengo que arreglarme. He quedado con Marcus y ya llego tarde.
Clodagh se quedó hecha polvo. Tendría que sentarse delante del televisor con su peinado nuevo, su ropa nueva y sus zapatos nuevos. Se sentía tan imbécil que tardó varios segundos en reaccionar.
– ¿Cómo te va con él? -preguntó.
Ashling no se dio cuenta de lo desilusionada y resentida que estaba su amiga. Ella estaba muy ilusionada con Marcus, pero no estaba segura de si debía tentar la suerte.
– Bien -contestó-. Bueno, la verdad es que maravillosamente.
– Por lo que dices, la cosa va en serio -la pinchó Clodagh.
Ashling volvió a vacilar.
– Puede ser. -Y añadió, por si acaso-: Pero todavía es pronto para decirlo.
En realidad nadie habría dicho que fuera demasiado pronto. Se veían como mínimo tres veces por semana, y tenían una soltura y una intimidad que correspondían a una relación mucho más larga. Por otra parte, las cosas habían mejorado mucho en la cama… Últimamente Ashling casi nunca consultaba las cartas del tarot, y no le hacía ni caso a su Buda de la suerte.
– Por cierto, me ha llamado Ted. Actúa el próximo sábado -comentó Clodagh.
Ashling hizo una pausa e intentó dominarse. No quería animar a Clodagh a intimar demasiado con Ted.
– Sí, lo sé -repuso, intentando sonar indiferente-. Le va a hacer de telonero a Marcus.
– Llámame esta semana para quedar.
– De acuerdo. Ahora tengo que dejarte.
En cuanto llegó a casa de Marcus, Ashling se dio cuenta de que había pasado algo. En lugar de besarla como de costumbre, lo encontró hosco y malhumorado.
– ¿Qué pasa? -preguntó-. Perdona que llegue tarde, es que he estado trabajando…
– Mira. -Marcus le puso el periódico en las manos.
Ashling leyó el artículo, acongojada. Resultaba que Bicycle Billy había conseguido un contrato con una editorial. El cómico, al que calificaban como «uno de los mejores cómicos de Irlanda» había firmado un contrato para escribir dos libros y había recibido un adelanto astronómico. Un portavoz de la editorial describía la novela como «muy macabra, muy cruda; no tiene nada que ver con sus números».
– Pero tú no has escrito ningún libro -dijo Ashling con intención de tranquilizar a Marcus.
– Lo describen como uno de los mejores cómicos de Irlanda.
– Ya, pero tú eres mucho mejor que él -insistió Ashling-. Eso lo sabe todo el mundo.
– Entonces, ¿cómo es que el periódico no lo dice?
– Porque tú no has escrito ningún libro.
– Gracias -dijo él fríamente-. Encima me lo restregar por las narices.
– Pero si… -Ashling no sabía qué decir. Ya había detectado en él, en otras ocasiones, señales de inseguridad, pero nunca tan claras. No lo entendía, pero de todos modos quería ayudarlo-. Eres el mejor -repitió con firmeza-. Estoy segura de que lo sabes. Si no, ¿por qué iba a querer Lisa que escribieras la columna? Ni siquiera mencionó a nadie más. Mira cómo te quiere la gente.
Marcus se encogió de hombros, con aire taciturno, y Ashling comprendió que sus palabras empezaban a causar efecto.
– Jamás he visto tanta admiración en los números de ningún otro cómico -continuó.
– ¿Le preocupaba a Lisa que me negara a escribir la columna? -preguntó él.
– ¡Pues claro! ¡Estaba histérica!
Marcus no dijo nada.
– Dijo que estabas a punto de saltar al estrellato.
Él le cogió una mano y se la besó.
– Lo siento -dijo-. Tú no tienes la culpa. Es que en el mundo de la comedia hay una competencia feroz. El éxito es muy efímero, y a veces me asusto.
Después de la sesión fotográfica, Lisa estaba contentísima. Su instinto, que nunca le había fallado, le decía que aquellas fotografías eran muy especiales y que seguramente causarían revuelo.
Durante el último mes había conseguido mantenerse muy ocupada, y aquellos extraños momentos de depresión que la habían perseguido en sus primeras semanas en Dublín parecían haber remitido. Cada vez que el desánimo hacía su aparición, Lisa pensaba en un nuevo artículo para la revista, o en un nuevo personaje que entrevistar, o en un nuevo producto que promocionar. No tenía tiempo para estar deprimida, y empezaba a sentirse satisfecha con la forma que estaba tomando la revista. Todavía no habían contratado toda la publicidad que deseaban, pero Lisa sospechaba que aquel reportaje fotográfico convencería a las pocas marcas de cosméticos que todavía se mostraban reacias a anunciarse en Copeen. Jack se alegraría.
Al pensar en Jack, su excelente estado de ánimo se enturbió inmediatamente. Jack y Mai seguían comportándose como la pareja perfecta. Hacía un mes que no se peleaban en público, y de la noche a la mañana las chispas de tensión sexual entre Jack y Lisa se habían apagado por completo. Al menos por parte de él. Lisa, que era una mujer realista, admitía que en realidad nunca había habido mucha tensión sexual; pero sí la suficiente para despertarle la esperanza. Cuando intentó recuperar el terreno perdido con unos amagos de discreto coqueteo, estos no provocaron ninguna reacción en Jack. Él seguía mostrándose educado y profesional, y Lisa se dio cuenta de que tenía que dejar que su relación con Mai siguiera su curso. Confiaba en que tarde o temprano se estancaría.
Entretanto, Lisa andaba a la caza de otro hombre medianamente decente. Aquella noche había quedado para tomar una copa con Nick Searight, un pintor más famoso por su atractivo físico que por el mérito artístico de sus cuadros. Lisa sospechaba que más que un hombre de verdad, Nick era un Hombre Kleenex, pero el sexo era el sexo, y de momento tendría que conformarse con aquello.
Cuando Lisa llegó a casa, Kathy salía por la puerta. Tenía el cabello tan erizado que parecía haber metido la cabeza en la freidora.
– Hola, Lisa. Ya he terminado. Te he planchado un poco. Ah, y gracias por el esmalte de uñas. -El esmalte de uñas amarillo brillante no era su estilo, pero seguro que a Francine le encantaba-. ¿Quieres que vuelva la semana que viene?
– Sí, por favor.
«Seguro que el sábado que viene la casa vuelve a estar hecha una pocilga -pensó Kathy mientras caminaba hacia su casa-. Corazones de manzana podridos debajo de la cama, el cuarto de baño salpicado de todo tipo de porquerías, los platos sucios de toda la semana apilados en el fregadero… Increíble, francamente. Con lo arreglada que iba siempre, y lo sucia que tenía la casa.»
En una casa de una esquina inhóspita frente al mar, en Ringsend, Mai, con los recipientes de papel de aluminio y los restos de la comida india para llevar en el regazo, miró a Jack y se decidió a abordar el tema.
– Ya no me quieres lo suficiente para discutir conmigo.
Jack la miró fijamente con sus oscuros y apagados ojos y esperó un buen rato antes de confesar la innegable verdad:
– Las personas que se quieren no tienen por qué andar peleándose todo el día.
– Chorradas -replicó Mai con vehemencia-. Si dos personas no se pelean, no tienen que reconciliarse. Los portazos y los gritos ayudan a mantener viva la pasión.
Jack eligió con cuidado sus palabras. Con ternura exagerada, sugirió:
– Quizá lo que hacen es disimular que en realidad no hay nada que una a esas dos personas.
A Mai se le llenaron los ojos de lágrimas.
– Vete a la mierda, Jack… Vete a la mierda. -Pero lloraba sin convicción.
Jack la abrazó y ella sollozó un poco apoyando la cara en su pecho, pero se dio cuenta de que no estaba tan cabreada como le habría gustado.
– Eres un cerdo -dijo entrecortadamente.
– Sí -concedió él con tristeza.
– ¿Hemos terminado? -preguntó Mai al fin.
Jack se retiró un poco para mirarla a los ojos y asintió con la cabeza.
– Ya sabes que sí.
Mai sollozó un poco más y confesó:
– Sí. Nunca me había peleado tantas veces con nadie. -Lo dijo como si fuera algo bueno.
– Hemos vuelto a la escena más veces que Frank Sinatra -dijo él, aunque nunca le habían gustado las peleas.
Rieron un poco, con las cabezas muy juntas.
– Eres una mujer estupenda, Mai -dijo Jack con cariño.
– Tú tampoco estás mal -repuso ella sorbiéndose la nariz-. Estoy segura de que harás muy desdichada a alguna otra chica. A Lisa, quizá.
– ¿Lisa?
– Sí, esa tan dura y reluciente. -Mai soltó una risita y añadió-: Ostras, «dura y reluciente», como un M & M. Creo que haríais una buena pareja. Y si no, la otra.
– ¿Qué otra?
– La latina.
– Ah, Mercedes. Entre otras cosas, resulta que está casada.
– Ya. Y tú eres tan capullo que seguro que la eliges a ella. Llévame a casa, ¿quieres?
– Mujer, quédate un rato.
– No, ya he desperdiciado mucho tiempo contigo. -Le lanzó una sonrisa llorosa para consolarse.
Recorrieron las calles en silencio. Mai redujo su dolor hasta convertirlo en algo manejable. Jack era un hombre especial: recio, decidido, inteligente e interesante. Al principio a ella le encantaba el juego. Pero se había enamorado locamente de él, y sospechaba que Jack habría salido huyendo de haberlo sabido.
Solo tenía la impresión de que controlaba la situación si lo mantenía a él en un continuo estado de inseguridad. Mai nunca se había sentido cómoda salvo en el breve período después de que él se disculpara por algo y se comportara con una devoción abyecta. Pero aquello resultaba agotador. Ahora que Jack ya no discutía con ella, la única arma que le quedaba a Mai era su halo de exotismo. Y estaba harta de ser exótica y misteriosa.
No tardaron en llegar al piso de Mai. Jack paró el coche y apagó el motor. Pero Mai no quería alargar aquella situación más de lo necesario.
– Adiós -dijo sacando las piernas del coche.
– Te llamaré -le prometió él.
– No hace falta.
Jack la vio alejarse con un nudo en el estómago: una niñita arisca con unos zapatos exageradamente altos. Mai introdujo la llave en la cerradura y entró en la portería. No miró atrás.
40
Cuando Lisa regresó de comer, se cruzó al salir del ascensor con Trix, que iba al cuarto de baño a aplicarse otra capa de maquillaje.
– Hola -dijo Trix-. Hay un tipo esperándote.
«Un tipo -pensó Lisa, molesta-. Como mínimo podía haberse enterado de quién era y qué quería.»
Natasha, su secretaria de Femme, habría sometido al desconocido a un intenso interrogatorio hasta saber el apellido de soltera de su abuela antes de concederle una audiencia con Lisa.
Y entonces sucedió.
Lisa entró en la zona de recepción, de camino hacia la oficina, y, sentado en el sofá, vio a la última persona a la que esperaba ver. Oliver.
Lisa chocó contra una pared invisible. Sintió una fuerte conmoción y empezaron a zumbarle los oídos. Lo había visto por última vez el día de Año Nuevo, y hoy era el 13 de julio. Todo el tiempo que llevaban separados se aplastó como un acordeón en menos de un segundo.
– Hola, nena -dijo Oliver con desparpajo.
Lisa se echó a temblar. La asaltaron varios pensamientos a la vez. ¿Qué ropa llevaba? ¿Estaba guapa? ¿Delgada? ¿Por qué había ido Oliver a su oficina? ¿Se había dado cuenta de que Lisa dirigía una revista de tres al cuarto?
– ¿Qué haces aquí? -se oyó preguntar.
Se quedó mirándolo fijamente, sin saber por qué lo encontraba a la vez tan familiar y tan extraño. Estaba paralizada, con un pie delante del otro; haciendo un esfuerzo, juntó las piernas tardíamente y echó los hombros hacia atrás.
– Tenemos que hablar.
Oliver sonrió y al hacerlo emitió destellos por todas partes: los dientes, el pendiente, la gruesa correa plateada de su reloj. Descruzó las piernas y se enderezó. Sus movimientos rebosaban elegancia.
– ¿De qué? -balbució ella.
Él soltó una de sus estruendosas carcajadas, aquellas capaces de romper los cristales de las ventanas.
– ¡De qué! -exclamó, sonriendo sin humor-. ¿A ti qué te parece?
Del divorcio…
– Estoy muy ocupada, Oliver.
– ¿Sigues matándote a trabajar?
– Estoy en la oficina, Oliver. Si quieres que hablemos, llámame a casa.
– Lo haría si tuviera tu número de teléfono.
– Podemos vernos después del trabajo. -Lo mejor que podía hacer era afrontar la realidad.
– Así me gusta… Estoy en el Clarence.
– ¿En el Clarence? Qué lujo.
– He venido a hacer un reportaje.
Lisa se sintió dolida.
– Entonces no has venido expresamente para verme, ¿no?
– Digamos que pasaba por aquí.
Lisa, temblorosa, intentó concentrarse en el trabajo, pero le resultó prácticamente imposible hacerlo: había olvidado el efecto que Oliver ejercía sobre ella.
– ¡Un paquete para ti!
Lisa se sobresaltó cuando Trix dejó caer un sobre acolchado en su mesa. Eran las fotografías de la sesión del sábado, y Lisa había dado en el clavo. Eran estupendas, pero ella apenas podía prestarles atención. Era como si tuviera la visión borrosa. Solo podía pensar en Oliver. Se habían separado con tanta aspereza, con tanta amargura. Él había estado muy desagradable con ella. Había dicho cosas espantosas.
– ¡Ashling! -Lisa hizo un gran esfuerzo para retomar el control de la situación-. Coge esta fotografía… no, esta… -Eligió la que más le gustaba, una en la que Dani posaba con aire taciturno entre Boo y Hairy Dave-. Pídele veinte copias a Niall y envíalas a las marcas más importantes. Ponles una etiqueta que rece: «Colección de otoño de Frieda Kiely. Número de septiembre de Colleen». Supongo que les impresionará -masculló, sin reparar en la expresión de perplejidad de Ashling.
Pasados unos segundos, Lisa se dio cuenta de que Ashling seguía parada junto a su mesa.
– ¿Qué pasa?
– ¿No podríamos…? ¿No crees que…? Boo y Hairy Dave…
– ¿De quién demonios me estás hablando?
– De esos mendigos. Los de la fotografía -aclaró Ashling al ver que Lisa no tenía ni idea de a quién se refería-. ¿No podemos darles algo?
– ¿Como qué?
– No sé… Un regalo, algo… Por prestarse a posar en la fotografía.
En circunstancias normales, Lisa habría mandado a Ashling a paseo y le habría dicho que se controlara, pero estaba demasiado distraída.
– Pregúntaselo a Jack -le espetó-. Ahora, yo estoy demasiado ocupada.
Ashling cogió la fotografía y, nerviosa, llamó a la puerta del despacho de Jack Devine. Cuando él gritó «Pasa!», ¡ella entró, cohibida, y le explicó cuál era su misión.
– Lo hicieron sin poner ninguna objeción, no pidieron nada a cambio, y he pensado que deberíamos mostrarles de algún modo nuestro agradecimiento…
– Muy bien -la interrumpió Jack.
– ¿En serio? -preguntó ella, incrédula. Se había imaginado que Jack se reiría de su propuesta.
– Por supuesto. Sin ellos no habría fotografía. ¿Qué crees que les gustaría?
– Un sitio donde vivir -respondió Ashling, medio en broma.
– No tengo presupuesto para eso -repuso Jack. Lo dijo como si lo lamentara sinceramente-. ¿Se te ocurre otra cosa?
Ashling reflexionó y dijo:
– Dinero, supongo.
– ¿Treinta libras para cada uno? Me temo que no puedo ofrecerles más.
– Fantástico.
No era mucho, pero sin duda más de lo que ella había esperado conseguir. Al menos con aquel dinero Boo y Hairy Dave podrían pagarse un par de comidas calientes.
– Toma. Jack firmó un ticket y añadió-: Dale esto a Bernard.
– Muchas gracias.
Jack miró fijamente a Ashling durante dos o tres largos segundos y dijo:
– De nada.
A las siete en punto, como habían acordado, Lisa entró en el bar del Clarence. Oliver se levantó al verla.
– ¿Qué quieres tomar? ¿Vino blanco?
El vino blanco era la bebida preferida de Lisa, al menos cuando vivía con Oliver. Él no lo había olvidado.
– No -dijo ella con intención de herirlo-. Un cosmopolitas.
– Debí imaginármelo.
Lisa lo miró: corpulento, directo, enérgico, Oliver bromeaba alegremente con los camareros de la barra. ¿Por qué siempre ocupaba más espacio del que en realidad necesitaba? Sintió un ligero mareo: Oliver era tan familiar que ella casi no lo reconocía.
Cuando regresó con las bebidas, él fue directo al grano:
– ¿Ya tienes abogado, nena?
– Bueno…
– Los dos necesitamos un abogado -explicó él con paciencia.
– ¿Para el divorcio?
Lisa intentó adoptar un tono indiferente, pero en realidad era la primera vez que pronunciaba aquella palabra como una probabilidad real.
– Exacto -contestó él con seriedad-. Bueno, ya sabes cómo funciona esto…
En realidad no lo sabía.
– Nuestro matrimonio está irreparablemente roto, pero eso no basta para divorciarse. Necesitamos dar una razón. Si ya lleváramos dos años separados, no sería necesario. Pero como no ha transcurrido ese tiempo, uno de los dos tiene que demandar al otro. Por abandono, conducta irrazonable o adulterio.
– ¡Adulterio! -exclamó Lisa, furiosa. Ella siempre le había sido fiel mientras estuvieron juntos-. Yo jamás…
– Yo tampoco. -Oliver también fue categórico-. Respecto al abandono…
– Oye, fuiste tú el que me dejó a mí. -Se sintió encantada de poder culparlo.
– No me dejaste alternativa, nena. Pero podrías demandarme por eso. El único inconveniente es que para que puedas usar el abandono como causa de divorcio tenemos que llevar dos años separados, y creo que a ambos nos conviene solucionar esto cuanto antes, ¿no? -Le lanzó una mirada inquisitiva y esperó a que Lisa se mostrara de acuerdo con él.
– Sí -coincidió ella con insolencia-. Cuanto antes, mejor.
– Por lo tanto, solo nos queda la conducta irrazonable. Necesitamos cinco ejemplos.
– ¿De conducta irrazonable? ¿Como qué? -A Lisa casi se le escapaba la risa; había olvidado momentáneamente que aquella conversación estuviera relacionada con ella-. ¿Pasar el aspirador a las tres de la madrugada?
– O trabajar todos los fines de semana y días festivos -dijo él con amargura-. O hacer ver que quieres quedarte embarazada y seguir tomando la píldora.
– Ya -dijo ella con hostilidad.
– Podemos elegir. Puedes demandarme tú o puedo hacerlo yo.
– Entonces ¿admites que tu conducta también era irrazonable?
Oliver exhaló un hondo suspiro.
– Esto no son más que formalidades; no se trata de buscar un culpable. El demandado no recibe ningún castigo. Así pues, ¿quién prefieres que sea el demandante?
– Decide tú, ya que estás tan enterado -dijo Lisa con tono desagradable.
Oliver la miró fijamente, como si intentara adivinar sus pensamientos, y luego cambió de postura.
– Como quieras. Y ahora, hablemos de los costes. Cada uno paga a su abogado, pero las costas del juicio las pagamos a medias, ¿de acuerdo?
– ¿Para qué necesitamos a los abogados? Si fuimos a Las Vegas para hacer una boda rápida, podemos ir a Reno para hacer un divorcio rápido, ¿no?
– No es tan sencillo, nena. Recuerda que tenemos propiedades comunes.
– Sí, pero ambos sabemos cuánto dinero aportó cada uno a… Está bien, me buscaré un abogado. -No soportaba más aquella conversación, así que se sentó en la silla y preguntó con tono alegre pero crispado-: ¿Cómo te va el trabajo?
– Estupendamente. Acabo de volver de Francia, y antes estuve en Bali.
«Qué suerte tienes, cabrón.»
– Ahora me espera un período de relativa tranquilidad, hasta que empiecen los desfiles. -Señaló el traje sastre de Lisa y observó-: Nunca te había visto con ese traje.
Ella se miró la ropa y dijo:
– Es de Nicole Farhi. -Lo había robado durante una sesión fotográfica el mes de enero anterior, y había intentado echarle la culpa a Kate Moss.
– No me gusta.
– ¿Qué le pasa? -Ella siempre había valorado la opinión de Oliver respecto a su ropa y peinado.
– Nada. Quiero decir que no me gusta no haberte visto nunca con él.
Lisa sabía a qué se refería. Para ella también constituía una afrenta que Oliver llevara el pelo más largo, que su reloj fuera nuevo, que desde la última vez que se vieran él hubiera viajado por medio mundo sin que ella se enterara.
– Te veo diferente -comentó Oliver.
– Ah, ¿sí?
– No. -Oliver sacudió la cabeza y rió con nerviosismo-. Mira, no lo sé.
Lisa sabía exactamente qué quería decir. Una extraña combinación de familiaridad extraordinaria y vertiginosa distancia. Ambas eran palpables, y era como si hubieran cortado dos realidades y las hubieran vuelto a juntar equivocadamente.
– ¡Ostras! -exclamó de pronto Oliver. Le agarró la muñeca y, con la otra mano, le torció los dedos. Quería ver una cosa. Lo hizo con brusquedad, y Lisa tenía la mano en una postura dolorosa-. ¿Ya no llevas el anillo de casada? -la acusó mirándola con desprecio.
Ella retiró la mano y lo miró con odio. Se frotó la muñeca y protestó:
– ¡Me has hecho daño!
– Tú sí que me hiciste daño a mí.
– ¿Tanto te extraña que ya no lleve el anillo? -Lisa estaba ruborizada y furiosa-. Eres tú el que ha venido a hablarme del divorcio.
– ¡Tú fuiste la primera en mencionarlo!
– Sí, pero porque ibas a dejarme.
– Sí, pero porque no me diste alternativa.
Se sostuvieron la mirada, respirando entrecortadamente, abrumados por la emoción.
Sin dejar de mirarla a los ojos, y echando chispas, Oliver preguntó:
– ¿Quieres subir a mi habitación?
– Vamos -contestó ella poniéndose en pie.
El primer beso fue violento y desesperado. Oliver, que quería hacer demasiadas cosas a la vez, la agarró por el pelo, le tiró de la chaqueta, la besó con demasiada fuerza y finalmente le arrancó los botones de la blusa.
– Espera, espera. -Agotado tras el primer asalto, apoyó la espalda desnuda contra la puerta.
– ¿Qué pasa? -preguntó ella, impresionada por su liso y brillante torso.
– Empecemos de nuevo. -Oliver la abrazó con ternura y delicadeza.
Ella apoyó la cara en su pecho y percibió su inconfundible aroma. Casi lo había olvidado, y recordarlo le produjo un impacto increíble que llenaba todos sus sentidos. Intenso, picante; era una fragancia única e indescriptible que no tenía nada que ver con el jabón, la colonia ni la ropa. Una fragancia que nadie habría podido copiar.
Lisa notó que se le empañaban los ojos de lágrimas.
Él le dio un delicado beso en la comisura de la boca. Como si fuera la primera vez. Y luego otro. Y otro. Desplazándose lentamente hacia dentro, provocándole un placer que era casi indistinguible del dolor.
Inmóvil, sin apenas respirar, ella se dejó besar.
Lisa solo adoptaba una postura pasiva cuando hacía el amor con Oliver. Solo entonces dejaba de ser dominante, voraz, provocativa, avariciosa. Siempre dejaba que él llevara las riendas, y a Oliver le encantaba.
«Te miro a los ojos y ni siquiera estás ahí -solía decir-. Eres una niñita indefensa y llorosa.»
Lisa sabía que a él lo excitaba el contraste entre su habitual rebeldía y la pasividad que demostraba en la cama, pero no era por eso por lo que lo hacía. Con Oliver, ella no necesitaba llevar las riendas. Él sabía exactamente qué tenía que hacer. Nadie lo hacía mejor.
Oliver siguió besándole la cara, el cuello. Con los ojos cerrados, Lisa gemía de placer. No le habría importado morirse. Lo oía susurrar, y sentía su cálido aliento en la oreja: «Te fuiste, nena».
Lisa se dejó llevar hasta la cama como una sonámbula. Estiró los brazos, obediente, para que él le quitara la chaqueta y levantó las caderas para que le quitara la falda. Las sábanas, suaves y frías, acariciaron su espalda. Le temblaba todo el cuerpo, pero se quedó tumbada sin moverse. Cuando él le rozó un pezón con los labios, ella dio una sacudida, como si hubiera recibido una descarga eléctrica. ¿Cómo podía haber olvidado lo sensacional que era hacer el amor con Oliver?
Los besos de él fueron descendiendo. La besó suavemente en el estómago; fue un beso tan leve que apenas le erizó el sedoso vello, pero la inundó con una sensación desbordante.
– Oliver, me parece que me voy a…
– ¡Espera!
El condón fue la nota realista, lo único que le recordó a Lisa que ahora las cosas ya no eran como antes. Pero no quiso pensar en ello. De acuerdo: seguramente Oliver se acostaba con otras mujeres. Y ¿qué? Ella también se acostaba con otros hombres.
Cuando Oliver la penetró, Lisa sintió una paz inmensa. Espiró largamente, deshaciéndose de toda la tensión acumulada. Saboreó brevemente aquella ausencia de agitación, hasta que él empezó a dar largas y lentas sacudidas. Lisa estaba dispuesta a disfrutar. Sabía que iba a disfrutar.
Después rompió a llorar.
– ¿Por qué lloras, nena? -preguntó él abrazándola y meciéndola con ternura.
– Es simplemente una reacción física -contestó ella retomando rápidamente el control. Se había acabado la pasividad-. Mucha gente llora después de correrse.
La pasión había consumido la rabia y el malestar que habían sentido antes. Se quedaron en la cama, charlando, abrazados con un cariño que resultaba extrañamente cómodo. Era como si no se hubieran separado nunca, como si nunca se hubieran peleado, como si nunca hubieran estado resentidos el uno con el otro. Aun así, ninguno de los dos era lo bastante ingenuo para pensar que aquel polvo significaría una reconciliación. Lisa y Oliver nunca habían dejado de hacer el amor ni siquiera cuando estaban peleados. Echaban unos polvos increíbles que les permitían canalizar el exceso de emoción.
Lisa pasó las manos distraídamente por la ondulación de los bíceps de Oliver.
– Veo que sigues yendo al gimnasio. ¿Cuántas flexiones haces?
– Ciento treinta.
– ¡Qué pasada!
Pasada la medianoche, la conversación fue decayendo, y finalmente Oliver, bostezando, dijo:
– ¿Dormimos un poco, nena?
– Vale -repuso ella, adormilada. Ambos sabían que no tenía sentido que Lisa se marchara-. Voy un momento al lavabo.
Después de lavarse la cara, Lisa utilizó el cepillo de dientes de Oliver. Lo hizo sin pensar, y no se dio cuenta hasta que hubo terminado.
Cuando volvió del cuarto de baño, metió los pies entre los muslos de él para calentárselos, como solía hacer cuando vivían juntos. Luego se quedaron dormidos como habían hecho casi cada noche durante cuatro años: Lisa se acurrucó formando una C, y él hizo otro tanto formando otra C mayor, pegando el pecho a la espalda de ella y colocando la cálida palma de la mano sobre su estómago.
– Buenas noches.
– Buenas noches.
Silencio.
Al cabo de un rato, Oliver comentó:
– Qué raro me siento. -Lisa detectó dolor y confusión en su voz-. Estoy teniendo una aventura con mi esposa.
Lisa cerró los ojos y apretó la espalda contra el torso de él. La tensión que mantenía siempre apretados sus dientes cedió, se redujo y desapareció por completo. Durmió como hacía mucho tiempo que no lo hacía.
Por la mañana ambos se metieron con una facilidad casi alarmante en la vieja rutina, el patrón doméstico que habían compartido cada mañana durante cuatro años. Oliver se levantó antes que Lisa y preparó café. A continuación Lisa acaparó el cuarto de baño mientras él, furioso, intentaba meterle prisa. Cuando, no pudiendo contenerse más, aporreó la puerta y gritó «Voy a llegar tarde por tu culpa!», la sensación de déjá vis fue tan intensa que por un instante Lisa no pudo recordar dónde estaba. Sabía que no estaba en casa, pero…
Salió envuelta en toallas, sonriente, y dijo:
– Lo siento.
– Espero que me hayas dejado alguna toalla -dijo él.
– Pues claro. -Se escabulló y se sirvió una taza de café. Y se quedó esperando.
Oyó cómo Oliver abría el grifo de la ducha, y al cabo de un rato dejó de caer agua. No tardaría mucho…
– ¡Ostras, Lisa! -protestó él, como era de esperar-. ¡Solo me has dejado una birria de manopla! Siempre me haces lo mismo.
– No es una manopla. -Entró en el cuarto de baño, muerta de risa-. Es mucho más grande que una manopla.
Oliver despreció la toallita que le mostraba Lisa.
– ¡Con eso no tengo ni para secarme la polla!
– Lo siento -replicó ella con ternura, y se quitó una de las toallas con que iba envuelta-. Mira, voy a tener que darte hasta la camiseta.
– Eres una golfa -gruñó él.
– Ya lo sé.
– Eres verdaderamente increíble.
– Sí, tienes toda la razón -concedió ella con absoluta sinceridad.
Le secó el firme y reluciente cuerpo. Siempre le había encantado hacerlo, aunque algunas partes del cuerpo de Oliver recibían más atención que otras.
– Oye -dijo Oliver al cabo de un rato.
– ¿Qué?
– Me parece que ya tengo secos los muslos.
– Ah, sí… -Se miraron con ironía.
Mientras se vestían, Lisa reparó en algo que le resultaba muy familiar. No pudo contenerse y exclamó:
– ¡Eh! ¡Esa bolsa de Louis Vuitton es mía!
Lisa tenía razón. Oliver la había cogido para llevarse sus cosas el día que se marchó de casa.
De pronto las desagradables emociones de aquel día inundaron la habitación. Oliver volvía a estar furioso. Lisa volvía a estar agresiva y a la defensiva. Oliver protestaba diciendo que lo suyo no era un matrimonio. Lisa le proponía, sarcástica, que se divorciara de ella.
– Puedes quedártela.
Oliver le ofreció la bolsa con buena intención, pero no sirvió de nada. La atmósfera ya se había enrarecido, y ambos terminaron de arreglarse en silencio.
Cuando Lisa comprendió que ya no podía alargar más aquella situación, dijo:
– Bueno, adiós.
– Adiós -repuso él, y al ver que ella tenía lágrimas en los ojos, la abrazó y añadió-: Venga, no llores. Te vas a estropear el maquillaje.
Lisa soltó una risita, pero le dolía la garganta, como si tuviera una piedra enorme atascada en ella.
– Lamento que lo nuestro no funcionara -admitió ella con un hilo de voz.
– Eso pasa hasta en las mejores familias -dijo él encogiéndose de hombros-. ¿Sabías que…
– … dos de cada tres matrimonios acaban en divorcio? -dijo Lisa.
Rieron al unísono y se despegaron.
– Al menos ahora nos llevamos bien -agregó Lisa-. Podemos hablar, y todo eso.
– Exacto -coincidió Oliver.
Ella se fijó en el contraste de la camisa lila de hilo con el sedoso marrón chocolate del cuello de Oliver. ¡Madre mía! ¡Oliver sí que sabía vestirse!
Cuando estaba a punto de cerrar la puerta, él le gritó:
– ¡Y no lo olvides, nena!
A Lisa le dio un vuelco el corazón, y volvió a abrir la puerta. Que no olvidara ¿qué? ¿Que la quería?
– ¡Búscate un abogado! -Agitó el dedo índice y esbozó una sonrisa.
Era una hermosa y soleada mañana. Lisa fue andando al trabajo. Se sentía fatal.
41
De pronto Lisa se dio cuenta de que nadie había mencionado los desfiles. ¡Los desfiles! Siempre que pensaba en ellos veía aquella palabra iluminada en un letrero de neón. Los desfiles eran el plato fuerte de cualquier director de revista. Dos veces al año viajabas en avión hacia el hervidero de Milán o París. Te hospedabas en el George V o en el Príncipe di Savoia, te trataban como a un miembro de la realeza, conseguías asientos de primera fila en los desfiles de Versace, Dior, Dolce & Gabbana, Chanel; recibías flores u obsequios por el simple hecho de aparecer por allí. El circo de cuatro días estaba lleno de diseñadores egocéntricos, modelos neuróticos, estrellas del rock, ídolos del cine, siniestros millonarios con joyas de oro macizo y, por supuesto, directores de revistas que se miraban unos a otros con un odio salvaje, comprobando cuál era su lugar en la jerarquía. Iban de fiesta en fiesta, a galerías de arte, a discotecas, a almacenes, a abbatoirs (los diseñadores más vanguardistas no tenían límite). Tenías la sensación de estar en el centro del universo.
Evidentemente, lo que no decías es que opinabas que aquellas prendas eran unos pingos imponibles diseñados por unos misóginos gilipollas, que los regalos que te habían hecho después del desfile no eran espléndidos como los del año anterior, que la mejor habitación del hotel siempre se la quedaba Lily HeadleySmythe, y que era un coñazo tener que desplazarte a las afueras para ver el desfile de alguna joven promesa a la que se le había ocurrido presentar su innovadora colección en una fábrica de enlatado de alubias abandonada; pero, aun así, era impensable no ir. Y cuando Lisa reparó en que en Colleen nadie había mencionado los desfiles, sintió que la sorprendía una avalancha de mocasines de Kurt Gieger. Debía de haber hecho una asociación de ideas al ver a Oliver.
Seguro que no pasa nada, pensó para tranquilizarse. Tenía que haber un presupuesto previsto para que Mercedes y ella fueran a los desfiles. Pero ¿y si no lo había? Con el presupuesto de freelance que le habían dado a ella no iba a poder pagar los gastos. De hecho, no habría podido pagar ni un cruasán en el George V.
Atenazada por el pánico, llamó a la puerta del despacho de Jack y entró sin darle tiempo a contestar.
– Los desfiles -dijo casi sin aliento.
Él levantó la vista del montón de documentos legales que estaba examinando y, sorprendido, preguntó:
– ¿Qué desfiles?
– Los desfiles de moda. Milán, París. Septiembre. Tengo que ir, ¿no? -El corazón le latía violentamente, como si quisiera salirse del pecho.
– Siéntate -le dijo Jack amablemente, y al instante Lisa supo que se avecinaban malas noticias.
– Cuando era directora de Femme no me perdía ninguno. Es importante que vaya para dar relieve a la revista. Publicidad y todo eso -dijo atropelladamente-. Si no nos dejamos ver, nunca nos tomarán en serio…
Jack se quedó mirándola, esperando a que acabara de hablar. La compasión de su mirada indicaba a Lisa que estaba perdiendo el tiempo, pero nunca había que rendirse.
Inspiró hondo para tranquilizarse y preguntó:
– ¿Voy a ir?
– Lo siento -dijo él, con sincero pesar-. No tenemos presupuesto. Es decir, este año no lo tenemos. Quizá cuando la revista esté más consolidada, cuando haya aumentado la publicidad.
– Pero ¿no…?
Jack sacudió la cabeza con tristeza.
– No tenemos dinero, Lisa.
Fue la compasión de su mirada y de sus palabras lo que acabó convenciéndola de que Jack hablaba en serio. La realidad cayó sobre ella como una losa. Todo el mundo estaría allí. Todo el mundo. Y se fijarían en que ella no había ido; sería el hazmerreír de todos. Entonces la asaltó otra idea aún más espantosa: ¿Y si no se daban cuenta?
Jack trataba por todos los medios de apaciguar los ánimos, prometiendo comprar fotografías de diversas fuentes, diciendo que de todos modos Colleen podía preparar un reportaje fantástico, que las lectoras nunca sabrían que su directora no había ido a los desfiles…
Lisa rompió a llorar. No eran lágrimas de rabia, no era un berrinche, sino una pena pura y sincera que ella se sentía incapaz de controlar. Con cada sollozo salía de lo más hondo de su corazón una tristeza infinita.
«No son más que unos cuantos estúpidos desfiles de moda», se dijo.
Pero no podía parar de llorar, y entonces recordó una escena que no tenía nada que ver con aquello. Lisa tenía unos quince años e iba fumando y deambulando por el centro de Hemel con dos amigas suyas, quejándose de lo asqueroso que era todo.
– Esto está lleno de tarados -comentó Carol con aburrimiento y asco echando un vistazo a la calle principal.
– Y de gilipollas con ropa asquerosa y vidas asquerosas-aportó Lisa con desprecio.
– Mira, esa es tu madre, ¿no? -observó Andrea con malicia en los ojos pintados con rímel azul, señalando con la cabeza a una mujer que cruzaba la calle.
Lisa dio un respingo al ver a su madre, que vestía con poca gracia y llevaba su ridículo «abrigo bueno».
– ¿Esa? -dijo Lisa exhalando una larga bocanada de humo-. Qué va. Esa no es mi madre.
Regresó al despacho de Jack. Con voz apagada, repetía una y otra vez, tapándose la cara con las manos:
– He trabajado tanto. ¡Tanto!
Lisa no le prestaba atención a Jack, que rebuscaba en sus bolsillos. Oyó un crujido de cartón, el chasquido de un encendedor, y luego le llegó el olorcillo a tabaco.
– ¿Me das uno? -Levantó brevemente la cara manchada de lágrimas.
– Es para ti.
Jack le pasó el cigarrillo encendido; ella lo aceptó dócilmente y le dio una honda calada, como si el cigarrillo pudiera salvarle la vida.
Jack siguió rebuscando en sus bolsillos. Lisa, pasiva e indiferente, le vio sacar un boleto de lotería y un recibo. Finalmente, en el cajón de su mesa, Jack encontró lo que andaba buscando: un fajo de servilletas de papel con el logotipo de SuperMac. Se lo puso en la mano.
– Me gustaría ser de esos hombres que siempre llevan encima un gran pañuelo blanco para este tipo de eventualidades -dijo con dulzura.
– Gracias.
Se pasó una servilleta por las mejillas. Con cada calada sus sollozos iban perdiendo intensidad, hasta que el llanto quedó reducido a unos pocos y esporádicos suspiros.
– Lo siento -dijo entonces.
Todo se había enlentecido: los latidos de su corazón, sus reacciones, sus pensamientos. Podría haber seguido sentada en aquel despacho eternamente, demasiado aturdida para sentir vergüenza, demasiado adormilada para preguntar qué le estaba pasando.
– ¿Quieres otro? -preguntó Jack al tiempo que sacaba otro cigarrillo del paquete.
Lisa asintió.
– Sabes perfectamente que si te eligieron para este trabajo fue porque eres la mejor -dijo él pasándole otro cigarrillo encendido y encendiendo otro para él-. Nadie más habría podido poner en marcha una revista partiendo de cero.
– Y mira cómo me lo pagan -dijo ella, y se le escapó otro pequeño sollozo.
– Eres increíble -prosiguió Jack, incansable-. Tienes garra, imaginación, sabes motivar al personal. No se te escapa nada. Quiero que comprendas lo mucho que te valoramos. Irás a los desfiles. Quizá no este año, pero irás, muy pronto.
– No es solo el trabajo, ni los desfiles. -Las palabras se le escaparon.
– Ah, ¿no? -dijo Jack con interés.
– He visto a mi marido…
– ¿Tu marido? -Las diversas emociones que se dibujaron en la cara de Jack interesaron a Lisa. Lo notó inquieto, y sabía que eso era buena señal. Él se decidió por un imparcial-: No sabía que estuvieras casada.
– No lo estoy. Bueno, sí, lo estoy, pero nos hemos separado. -Y, con gran dolor, añadió-: Nos vamos a divorciar.
Jack no supo qué decir.
– ¡Ostras! Yo nunca he pasado por eso, así que no puedo aconsejarte… Hombre, yo he fracasado con varias mujeres, y es muy duro, pero supongo que no es lo mismo. En fin, no sé, ha de ser… -Buscó la palabra adecuada y no encontró nada lo bastante dramático-. Muy duro. Ha de ser muy duro.
Ella asintió.
– Sí. Mira, no sé por qué te cuento esto. -Haciendo un repentino despligue de autocontrol y eficiencia, se sonó la nariz, rebuscó en su bolso y extrajo un espejito-. Estoy hecha un monstruo.
– No hay para tanto…
Tras retocarse rápidamente el maquillaje con ayuda del espejito, declaró:
– Será mejor que vuelva a mi mesa. Tengo que seguir gritándole a Ashling, peleándome con Gerry…
– Si no quieres, no…
Abandonando momentáneamente su papel de arpía de la revista, Lisa admitió:
– Has sido muy amable conmigo. Te lo agradezco.
42
– Es ese de ahí, el alto. -Ashling señaló entre el gentío del River Club.
– ¿Ese es tu novio? -dijo Clodagh, incrédula-. Qué guapo es. Se parece un poco a Dennis Leary.
– Bah, no tanto -objetó Ashling, encantada.
De repente se sentía casi tan fantástica como Clodagh. De acuerdo, era evidente que Clodagh necesitaba gafas, pero ¿y qué? ¡Y eso que todavía no había visto actuar a Marcus!
Era sábado por la noche y en el River Club había un reparto estelar. Además de Marcus y Ted, actuaban Bicycle Billy, Mark Dignan y Jimmy Bond.
– Rápido, deja tu chaqueta y tu bolso ocupando todas las sillas que puedas.
Ashling se lanzó hacia una mesa vacía. Los cómicos les iban a hacer el honor de sentarse con ellas, y también iban a venir Joy y Lisa. Hasta Jack Devine había dicho que quizá pasaría por allí.
Ted, que estaba en el otro extremo de la sala, vio a Clodagh y se acercó presuroso.
– Hola -exclamó con patético entusiasmo-. Gracias por venir.
– Estoy deseando verte actuar -dijo ella, siempre tan elegante.
Ted acercó una silla a la de Clodagh, dejando claro que eran algo más que amigos.
Ashling contemplaba su interacción con nerviosismo. Todo el mundo estaba enterado de que a Ted le gustaba Clodagh, pero ¿y Clodagh? Ella se había empeñado en asistir a aquella actuación sin Dylan.
Ted se puso a charlar animadamente hasta que de pronto sintió ganas de vomitar. Los nervios que siempre lo destrozaban antes de una actuación se habían agravado por la presencia de Clodagh. Pálido, se disculpó y corrió al lavabo.
Ashling prestó atención. Clodagh no siguió a Ted con la mirada mientras él se alejaba de la mesa haciendo zigzag. Menos mal. Ashling consiguió dominar su ridícula ansiedad. ¿Clodagh y Ted? ¡Qué barbaridad!
– Hola-. Joy llegó y saludó con recelo a Clodagh.
– Hola.
Clodagh, nerviosa, esbozó una torpe sonrisa. Joy la hizo sentirse más incómoda de lo habitual. Pero según le había contado Ashling, a Joy acababa de dejarla su novio, así que había que tratarla con cariño.
Entonces reparó en otra persona que se acercaba a su mesa. Una mujer tan reluciente y espléndida, tan moderna y elegante, que Clodagh se sintió completamente inepta. Le había costado muchísimo decidir qué ponerse aquella noche con ocasión de aquella tan deseada invitación, y había quedado bastante satisfecha con el resultado, pero bastó que echara un vistazo a la estupenda ropa y los extravagantes complementos de aquella mujer para que Clodagh se sintiera patética. Como si su atuendo fuera inocentón e inconsistente. Y por lo visto, aquella mujer iba a sentarse con ellos. Se estaba quitando la chaqueta, estaba saludando a Ashling… ¡Mierda! Tenía que ser…
– Te presento a mi jefa, Lisa -dijo Ashling.
Clodagh solo alcanzó a saludarla con un movimiento de la cabeza; luego contempló, celosa, cómo Lisa saludaba a Joy como si fueran íntimas amigas.
– Michael Winner, el príncipe Eduardo o Andrew Lloyd Webber. ¡Toma ya!
– Supongo que el príncipe Eduardo -dijo Joy, afligida-. David Copperfield, Robin Cook o Wurzel Gummidge.
– Puaj. -Lisa arrugó la frente y reflexionó en voz alta-. ¡Wurzel Gummidge, qué asco! Robin Cook… no. David Copperfield… no, no podría. Me temo que tendría que quedarme con Wurzel Gummidge. ¡Horror!
Clodagh, que se moría de ganas de participar en la conversación, desafió a Ashling:
– Brad Pitt, Joseph Fiennes o Tom Cruise. ¿Con cuál de ellos te acostarías?
Lisa y Joy se miraron. Por lo visto, Clodagh todavía no había entendido en qué consistía el juego.
Clodagh comprendió que había metido la pata, pero demasiado tarde.
– Oh -admitió, atormentada por su propia estupidez-. Tienen que ser poco atractivos, ¿no? ¿Alguien quiere una copa?
En ese momento Marcus se acercó a la mesa.
– Clodagh -dijo Ashling-, te presento a Marcus. Marcus, esta es Clodagh, mi mejor amiga.
Cuando Marcus le estrechó la mano, Clodagh se sintió un poco mejor. Marcus era simpático y amable, no como aquellas dos brujas, Joy y Lisa.
– Iba a pedir una ronda -dijo sonriéndole a Marcus-. ¿Te apetece algo?
– Un Red Bull, por favor. Nunca bebo alcohol antes de subir al escenario -explicó.
– De acuerdo. Después de la actuación te invitaré a una copa de verdad. -Clodagh se volvió hacia Joy y, con fría formalidad, le preguntó-: ¿Qué quieres?
– Un Red Square.
– Un Red… ¿qué? -Era la primera vez que oía aquel nombre.
– Vodka con Red Bull -aclaró Ashling-. Yo también me tomaré uno.
– Y yo -dijo Lisa.
Pues yo también, decidió Clodagh. Donde fueres, haz lo que vieres, ¿no? Ostras, ¿y aquel quién era? Un individuo alto y desaliñado acababa de llegar y se había quedado junto al grupo, con aire indeciso. ¡Qué guapo! No era exactamente su tipo (excesivamente desaliñado), pero de todos modos… Entonces vio que Lisa se le pegaba como si tuviera ventosas.
– ¿Le traigo algo al novio de Lisa? -preguntó Clodagh a Ashling.
– ¿A quién? Ah, ese. No es el novio de Lisa. Es nuestro jefe.
– Vale. ¿Le traigo algo a vuestro jefe?
Ashling contuvo un suspiro y, a regañadientes, dijo:
– Jack, te presento a mi amiga Clodagh. Va a pedir una ronda.
Jack le sonrió, le estrechó la mano y dijo:
– Encantado, Clodagh. -Y se empeñó en pagar aquella ronda.
Ashling no pudo evitar sentir celos. ¿Por qué Jack nunca era simpático con ella? Luego se concentró en Marcus, e inmediatamente se sintió mucho mejor. Antes de que empezara la actuación, a Marcus se le acercaron un montón de admiradores. O mejor dicho, admiradoras, la mayoría. Ashling las miraba y se sentía orgullosa de que Marcus fuera su novio. No podía evitar sentirse satisfecha de sí misma por haberlo cazado. «Él podía elegir a la que quisiera -pensó- y me eligió a mí.»
Aquella fue la noche de Clodagh, sin duda. Los cómicos, intimidados por Lisa, hartos de Joy y respetuosos con Ashling por ser la novia de Marcus, se apiñaban alrededor de Clodagh, que lucía su elaborado peinado nuevo, su hermoso rostro y sus ceñidos pantalones blancos. Ted se sentía muy desgraciado, pero era evidente que lo superaban en número.
Clodagh, abriendo brecha con un Red Square tras otro, se lo estaba pasando en grande. Durante uno de los descansos, Ashling le oyó decirle a un grupo de hombres: «Yo era virgen antes de casarme. -Guiñó un ojo y aclaró-: Mucho antes de casarme, quiero decir».
Todos rieron a carcajadas, y Ashling no pudo evitar pensar: Tampoco tiene tanta gracia. Pero apartó rápidamente aquel recelo de su mente: Clodagh no tenía la culpa de ser guapa. Y se alegraba sinceramente de que su amiga se lo estuviese pasando tan bien.
Entonces Clodagh cruzó las piernas y todos los ojos parpadearon ante aquel movimiento. Se soltó la sandalia con bordados del pie, con toda naturalidad, y la hizo oscilar de su largo dedo pulgar. Ashling vio cómo varios pares de ojos (todos masculinos) se movían a uno y otro lado al ritmo de la sandalia, ligeramente hipnotizados.
El número de Ted tuvo mucho éxito; cuando el cómico volvió a la mesa, radiante, Ashling vio cómo Clodagh le acariciaba el hombro y le decía: «¡Eres genial!».
Poco después Ashling vio a Clodagh sonriéndole a Jack Devine con la punta de la lengua asomando descaradamente entre los dientes. Después le hizo lo mismo a Bicycle Billy. ¡Oh, no! Era aquella sonrisa suya, con la que venía a decir «soy guapísima y lo sé» (o al menos eso creía ella). Pero en opinión de Phelim, era más bien una mirada lasciva de bruja de Benny Hill.
Cuando Ashling volvió a mirarla, Clodagh se había deteriorado notoriamente. Con la sensualidad de un gato cariñoso, frotaba el hombro a los demás con la mejilla y explicaba a todos con conmovedora tristeza: «Tengo dos hijos, por eso no salgo mucho».
Entonces abrazó a Lisa y dijo:
– ¡Estoy borracha! Es que no salgo mucho. -Clodagh se dio cuenta de que Ashling la miraba y exclamó-: ¡Oh, Ashling! Estoy borracha. ¿Estás enfadada conmigo?
Pero antes de que Ashling pudiera contestar, Clodagh se había dado la vuelta y, arrastrando las palabras, le explicó a Mark Dignan:
– Es que tengo dos hijos. Por eso no salgo mucho.
Marcus figuraba el último en el programa, y cuando le tocó subir al escenario Clodagh estaba hablándole al oído y riendo con Jack Devine. Ashling se sintió muy ofendida, porque estaba deseando fardar de lo bueno que era su novio.
– ¡Shhh! -dijo dándole un codazo a Clodagh y señalando el escenario.
– Lo siento -repuso Clodagh en voz demasiado alta.
Y a continuación se puso a gritar y reír a carcajadas a cada comentario de Marcus. Cuando, en medio de un aplauso calurosísimo, Marcus volvió a la mesa, Clodagh se lanzó a sus brazos declarando:
– ¡Has estado divertidísimo!
Marcus se la quitó de encima como pudo y la sentó junto a Ashling. Luego se sentó él también, le apretó la mano a Ashling y le dirigió una sonrisa cómplice.
– Es verdad -murmuró Ashling-. Has estado divertidísimo.
– Gracias -replicó él en voz baja, y ambos compartieron un momento de mutua e íntima consideración que se alargó más de lo razonable.
– ¿Ya está? -preguntó Clodagh-. ¿Ya no hay más chistes? ¿Tenemos que irnos a casa?
– ¡Qué va! -respondió Jimmy Bond, aterrado-. La barra está abierta hasta las dos.
– ¡Estupendo! -exclamó Clodagh, y derribó sin querer uno de los vasos que había en la mesa. El vaso cayó y lanzó un chorro de cerveza sobre los muslos de Bicycle Billy-. ¡Lo siento, lo siento! -exclamó Clodagh-. Lo siento mucho, de verdad.
– Pobrecilla -la compadeció Ted. Y los que estaban a la mesa dijeron al unísono:
– Es que no sale mucho.
Mark Dignan volvía en ese momento a la mesa, y, al contemplar la escena (Bicycle Billy frotándose las empapadas piernas con la manga de la chaqueta, y Clodagh disculpándose con voz pastosa) aclaró, antes de que alguien pudiera acusarla por su torpeza:
– Es que tiene dos hijos. Por eso no sale mucho.
A continuación Clodagh inició una larga conversación con una mujer sentada a otra mesa. Parecían estar resolviendo los problemas del mundo, pero Ashling aguzó el oído y lo único que les oyó fue: «Si no tienes hijos no puedes entenderlo». «Es verdad. Si no tienes hijos, no puedes entenderlo.»
Entonces Clodagh se levantó y fue al lavabo. Pasados diez minutos, y al ver que no regresaba a la mesa, Ashling la buscó por la sala con la mirada y la vio conversando animadamente con tres chicas. Cuando volvió a mirar, Clodagh estaba riendo con un hombre. Poco después Clodagh hablaba con dos chicos, y hacía unos complicados ademanes con los que parecía estar explicando cómo se sacaba la leche de los pechos. Pero parecía contenta (igual que los dos chicos), así que decidió dejarla en paz. Poco después Ashling fue a la barra y mientras pedía la ronda vio a Clodagh zigzagueando entre las mesas, tropezando finalmente con una y haciendo oscilar varios vasos.
– ¡Ostras! -exclamó en voz alta.
Dos hombres apoyados en la barra también observaban a Clodagh.
– Ha ido de un pelo -comentó uno al ver que los vasos no llegaban a caer al suelo.
– Sí -repuso el otro-. Es que tiene dos hijos, por eso no sale mucho.
– Perdone, ¿podría cambiarme un Red Square por un Red Bull? -preguntó Ashling al camarero, movida por un impulso. Consideraba que Clodagh ya había bebido suficiente.
Pero sorprendentemente, pese a lo borracha que estaba, Clodagh se dio cuenta de que habían intentado colarle una bebida sin alcohol, y se lo tomó muy mal.
– ¿Me toman por gilipollas, o qué? -protestó.
– ¿La llevamos a su casa? -le preguntó Marcus al oído a Ashling, que asintió agradecida.
– No pienso marcharme hasta haberme tomado otra copa -insistió Clodagh agresivamente.
Marcus le habló con dulzura, como si se dirigiera a un niño pequeño:
– Mira, Ashling y yo queremos irnos a casa, y podemos dejarte a ti en la tuya.
– No os preocupéis por mí -replicó Clodagh.
– Verás, es que nos gustaría que vinieras con nosotros en el taxi.
– Bueno -cedió Clodagh a regañadientes-. Pero solo porque me caes bien.
– ¿Necesitáis ayuda? -se ofreció Ted, esperanzado.
– No -contestó Ashling con firmeza-. Vamos a llevar a Clodagh a su casa, con su marido.
Clodagh le dio un fuerte abrazo a Ted, frunció los labios (Ashling sintió un escalofrío) y le dio un beso en la frente.
– Eres un cielo -dijo cariñosamente-. Prométeme que vendrás a visitarme.
– ¡Te lo prometo!
– Vámonos. -Ashling la cogió por el brazo, pero Clodagh se había dado la vuelta e intentaba alcanzar a alguien más.
– Hasta luego, Jack -cantó alegremente.
– Hasta luego, Clodagh. Ha sido un placer conocerte -dijo Jack sonriendo.
– Lo mismo digo -dijo ella con voz empalagosa-. Espero veros pronto a to… ¡Ay! ¡Ashling! ¡Me vas a arrancar el brazo!
Ashling la arrastró sin miramientos hacia la puerta.
En el asiento trasero del taxi, Clodagh protestaba amarga y largamente de lo aguafiestas que eran Marcus y Ashling, de que no quería irse a casa, de que se lo estaba pasando muy bien, de que tenía dos hijos y por eso no salía mucho… Y de repente enmudeció. Se había quedado dormida con la barbilla sobre el pecho.
Cuando Dylan abrió la puerta, Marcus dijo:
– Le traemos a una mujer borracha. Firme aquí.
Entre los tres ayudaron a Clodagh a entrar en casa; luego Marcus y Ashling regresaron al taxi.
– ¿Tienes un bolígrafo? -le preguntó Marcus mientras circulaban por las calles oscuras en dirección al piso de Ashling.
– Sí.
– ¿Y una hoja de papel?
Ella ya la estaba buscando.
Con el rabillo del ojo, Ashling vio que Marcus anotaba algo en la hoja. Algo que se parecía mucho a «Le traemos a una mujer borracha. Firme aquí». Pero antes de que hubiera podido asegurarse de que era eso, él ya había doblado la hoja.
Al día siguiente, el teléfono de Ashling sonó a las ocho y cuarto. A aquella hora solo podía ser Clodagh, horrorizada. Y lo era, claro.
– Estoy despierta desde las seis -explicó con humildad-. Solo quería pedirte disculpas por lo de anoche. Lo siento mucho, de verdad. ¿Hice mucho el ridículo? Supongo que lo que pasa es que como tengo dos hijos no salgo mucho.
– Estuviste muy bien -dijo Ashling, adormilada-. Le caíste muy bien a todo el mundo.
«¿Clodagh?», preguntó Marcus moviendo los labios. Ashling asintió con la cabeza.
– Estuviste encantadora -dijo Marcus sin levantar la cabeza de la almohada-. Muy cariñosa.
– ¿Quién es? ¿Marcus? Qué simpático. Dile que me encantó su número.
– Le encantó tu número -dijo Ashling girando la cabeza hacia Marcus.
El alivio de Clodagh solo duró un instante.
– No sabes qué ganas tenía de salir, ni lo bien que me lo pasé, pero seguro que no me dejarás salir contigo nunca más. Hacía años que no me divertía tanto, pero lo he estropeado todo.
– No seas tonta. Puedes salir con nosotros cuando quieras.
– Cuando quieras -confirmó Marcus.
– Oye, Ashling… ¿Tienes idea de cómo llegué a casa?
– Te llevamos Marcus y yo en un taxi.
– Ah, sí -dijo Clodagh, más tranquila-. Ya me acuerdo. Bueno, la verdad es que no me acuerdo. Me acuerdo de haber visto actuar a los cómicos, pero prácticamente de nada más. Me parece recordar que le derramé una cerveza a alguien, pero creo que son solo imaginaciones.
– Sí, seguro.
– Lo peor es no acordarme de cómo llegué a casa. -Clodagh seguía castigándose-. Oh, Dios mío -dijo bajando la voz y reduciéndola a un gemido de incredulidad. Era evidente que acababa de recordar algo particularmente espeluznante-. Tengo la horrible sensación de que… No, no puede ser.
– ¿Qué pasa?
– Aquellas chicas con las que estuve hablando en el lavabo… Una de ellas estaba embarazada. Me parece que me ofrecí a enseñarle lo bien que se me habían curado los puntos de la episiotomía. Mierda, dime que no es cierto, por favor -gimió, desconsolada-. Son imaginaciones. Seguro.
– Seguro -mintió Ashling categóricamente.
– Bueno, y si no me lo imagino, fingiré que sí. La culpa de todo la tiene el Red Bull -exclamó-. ¡No pienso volver a probarlo jamás!
Cuando Ashling colgó, Marcus la besó y le preguntó:
– ¿Qué tal estuve anoche? ¿Te gusté?
– Pues…, no, no especialmente. -Ashling no lo entendía; no habían hecho el amor al llegar a casa.
– ¿Cómo que no? -preguntó él, angustiado.
¡Ostras! Ashling se dio cuenta demasiado tarde de que Marcus se refería a otra cosa.
– ¿En el escenario? Creía que te referías a la cama. Estuviste fantástico en el escenario, ya te lo dije.
– ¿Mejor que Bicycle Billy, «uno de los mejores cómicos de Irlanda»?
– Mucho mejor, ya lo sabes.
– Si lo supiera no tendría que preguntártelo.
– Mejor que Billy, mejor que Ted, mejor que Mark, mejor que Jimmy… Fuiste el mejor. -Ashling estaba deseando seguir durmiendo.
– ¿Estás segura?
– Sí.
– Pero ese gag de Jimmy, el de los hinchas de fútbol, era muy bueno.
– No estaba mal -dijo ella con cautela.
– ¿Qué nota le pondrías, en una escala de uno a diez.? -saltó Marcus.
– Un uno -dijo Ashling, bostezando-. Era una mierda. ¿Dormimos un poco?
43
La visita de Oliver había alterado el frágil equilibrio de Lisa. En el trabajo no daba pie con bola y su cuota de comentarios venenosos se había reducido notablemente. Y por si fuera poco, Oliver no la había telefoneado. Ella confiaba en que lo haría, aunque solo fuera para dejar un mensaje bromista, como «Gracias por el polvo». Sobre todo ahora que ya tenía su número de teléfono. Pero pasaban los días, y la esperanza de Lisa se iba debilitando.
Al quinto día no pudo más y lo llamó, pero salió el contestador. Lisa dedujo que Oliver debía de haber salido a pasárselo bien, disfrutando de un estilo de vida del que también ella había disfrutado hasta hacía poco tiempo. Rabiosa y desolada, colgó, demasiado hundida para dejar un mensaje.
Debió imaginarse que él no la llamaría. Ambos sabían que habían terminado, y cuando Oliver tomaba una decisión, la mantenía hasta el final. Apagada y trastornada, Lisa no paraba de hacerse preguntas que debía haberse planteado seis meses, nueve meses, un año atrás. ¿Qué había pasado con su matrimonio? ¿Qué errores habían cometido? Como muchas relaciones, la suya se había ido a pique por el tema de los hijos. Pero en su caso había una diferencia: él quería tener hijos y ella no.
Lisa creyó quererlos en su momento. Hubo una época en que todo el mundo se puso a la labor: varias Spice Girls, un sinfín de modelos, muchas actrices. El bombo era una declaración de estilo, como una pashmina o un bolso de Gucci, y estar embarazada estaba de moda. Lisa hasta lo había incluido en una lista: el embarazo era in, y las piedras preciosas, out.
Poco después, podías ver a aquellas mamás modernas paseando a sus bebés en una sillita de paseo todoterreno negra: no se podía salir de casa sin ella. A Lisa, cuya perspicacia registraba a la perfección todo lo moderno, no se le escapó aquella tendencia.
– Quiero tener un hijo -le anunció a Oliver.
Él no se mostró muy entusiasmado. Le gustaba el brioso estilo de vida que llevaban, y sabía que un hijo les cortaría las alas. Se acabarían las fiestas hasta el amanecer, los sofás blancos, los viajes improvisados a Milán. O a Las Vegas. O incluso a Brighton. Las noches de insomnio ya no se deberían a una cocaína de excelente calidad, sino al llanto de un niño. Todos los ingresos disponibles dejarían de ser invertidos en vaqueros de Dolce & Gabbana y pasarían a financiar la compra de montañas de pañales.
Pero Lisa se puso a trabajar y poco a poco lo convenció. Apelando a su orgullo masculino, le preguntó:
– ¿No quieres perpetuar tus genes?
– No.
Y un buen día, cuando estaban tumbados en la cama, Oliver le dijo:
– De acuerdo.
– De acuerdo ¿qué?
– De acuerdo, tendremos un hijo.
Antes de que Lisa pudiera expresar su alegría, él le había cogido las píldoras de la mesilla de noche y las había tirado por el retrete con solemnidad.
– A pelo, nena.
En sus fantasías, Lisa ya sostenía a un hermoso bebé color café con leche pegado a la delgada cadera.
– No son muñecos -le previno Fifi-. Son seres humanos y dan muchísimo trabajo.
– Ya lo sé -replicó Lisa, cortante. Pero no lo sabía.
Entonces una chica del trabajo se quedó embarazada. Arabella, una mujer insensible y ligeramente peligrosa, espabilada y que siempre iba muy bien arreglada. De la noche a la mañana empezó a encontrarse muy mal. Un día hasta vomitó en la papelera. Cuando no estaba en el lavabo orinando o vomitando, estaba repantigada en la silla, mareada, masticando jengibre, demasiado cansada para trabajar. Y ¡qué manera de comer! Pese a las continuas náuseas, se atiborraba de todo tipo de porquerías. «Lo único que me calma un poco las náuseas es la comida», decía, y se zampaba otra empanadilla de carne. No tardó mucho en parecer que la hubieran enterrado hasta el cuello en un arenero. Y no acabaron ahí las cosas. El cabello, antaño liso y reluciente, se le encrespó, y de pronto se volvió propensa a los herpes labiales. Le aparecieron escamas de psoriasis en la piel y se le resquebrajaban las uñas. Ante el ojo crítico de Lisa, más que una embarazada parecía una víctima de la peste.
Y lo peor de todo fue que Arabella perdió por completo la capacidad de concentración. En medio de una entrevista se le olvidó el apellido de Nicole Kidman, y solo recordaba el apodo que le habían puesto en la oficina: Nicole Skidmark. No lograba recordar si su falda cruzada de John Rocha era de la temporada pasada o de la anterior. Y aquellos detalles eran elementales, se decía Lisa con creciente alarma. Llegó el día en que Arabella no pudo decidir entre un Magnum Blanco y un Magnum Clásico. «Blan… no, Cla… no, no, espera. Blanco. Ya está: Blanco. No, Clásico…» No había manera de que se decidiera. «Se me están fundiendo las neuronas», se lamentaba.
Muerta de miedo, Lisa fue a ver a otra mujer que acababa de tener un hijo. Eloise, la redactora jefe de Chic Girly.
– ¿Cómo estás? -le preguntó Lisa.
– Histérica de no dormir -contestó Eloise.
Por lo visto, lo peor no era el embarazo. Aunque ya hacía seis meses que Eloise había tenido el niño, seguía pareciendo que la hubieran enterrado hasta el cuello en un arenero.
Y había otra cosa: ya no le importaba nada, había perdido su fortaleza. Todos la conocían con el apodo de Atila. Despedía a la gente sin reparos, o al menos lo había hecho siempre antes de dar a luz. Sin embargo, ahora se había vuelto leve pero inconfundiblemente sensiblera.
Lisa dio marcha atrás como si en ello le fuera la vida. Ya no quería tener hijos; los niños te destrozaban la vida. Las modelos y las Spice Girls lo tenían más fácil: ellas disponían de equipos de niñeras que les garantizaban el sueño, preparadores físicos personales que no las dejaban en paz hasta que recobraban la figura, peluqueras particulares que les cepillaban el cabello cuando ellas no tenían fuerzas para hacerlo.
Pero para entonces Oliver se había mentalizado. Y resultaba que cuando Oliver tomaba una decisión, era muy difícil hacerle cambiar de idea.
Lisa empezó a tomar otra vez la píldora, sin decírselo a él. No estaba dispuesta a destrozar su preciosa carrera.
Ah, sí, la carrera de Lisa. Oliver también se quejaba de eso, ¿verdad?
– Eres una adicta al trabajo -la acusaba siempre, con creciente rabia y frustración.
– Los hombres siempre dicen lo mismo de las mujeres con éxito.
– No, no me refiero solo a que trabajas demasiado. Es que tú estás obsesionada con el trabajo. De lo único que hablas es de la política de la empresa, de las cifras de circulación o de cómo va la competencia. «Al menos estamos ganando en publicidad… Ese artículo lo publicamos hace seis meses… Ally Benn va a por mí.»
– Es la verdad. Va a por mí.
– No, no va a por ti.
Lisa, furiosa porque se sentía incomprendida, lo miró con odio y replicó:
– Tú no tienes ni idea de lo duro que es mi trabajo. Todas esas veinteañeras se mueren de ganas por ocupar mi puesto. Si pudieran me traicionarían, me apuñalarían por la espalda.
– El que tú pienses así no quiere decir que lo haga todo el mundo. Estás paranoica.
– No estoy paranoica. Es tal como te digo. Esas brujas solo son fieles a sí mismas.
– Igual que tú, nena. Eres muy dura, has despedido a mucha gente. No deberías haber despedido a Kelly; era muy buena persona, y estaba de tu parte.
Lisa sintió una brevísima punzada de arrepentimiento.
– Kelly no aguantaba nada, no era lo bastante dura. Yo necesito una redactora a la que no le dé miedo hacer críticas feroces. Las buenas personas como Kelly frenan el avance de la revista. -Se volvió contra Oliver-. No disfruté despidiéndola, si eso es lo que piensas. Me caía bien, pero no tuve alternativa.
– Lisa, creo que eres genial. Siempre lo he creído. Yo… -hizo una pausa, como si buscara las palabras adecuadas- te admiro, te respeto…
– ¿Pero? -preguntó Lisa, cortante.
– Pero la vida es algo más que ser siempre el mejor.
Lisa soltó una carcajada desdeñosa.
– Te equivocas.
– Además, tú eres la mejor. Eres joven, tienes éxito en el trabajo… ¿No te basta con eso?
– Ese es el problema del éxito -farfulló Lisa-. Tienes que mejorarte constantemente.
¿Cómo podía explicarle que cuanto más conseguía, más necesitaba? Cada golpe maestro la dejaba vacía, y la obligaba a buscar el siguiente con la esperanza de que entonces quizá tendría la sensación de haber alcanzado su meta. La satisfacción era fugaz y escurridiza, y el éxito era como una droga: siempre necesitaba más.
– ¿Por qué le das tanta importancia? -preguntó Oliver, desesperado-. No es más que un trabajo.
Lisa se estremeció. Oliver no lo entendía.
– No es cierto. El trabajo… lo es todo.
– Cuando te quedes embarazada lo verás de otra manera.
Lisa sintió un sudor frío. No iba a quedarse embarazada. Tenía que decírselo. Pero ya lo había intentado antes y Oliver le había contestado con evasivas.
– Vamos a algún sitio este fin de semana -propuso Oliver con una alegría que no sentía-. Tú y yo solos, como en los viejos tiempos.
– El sábado tengo que ir al despacho un par de horas. Tengo que revisar la maquetación antes de que pase a imprenta…
– Ally puede encargarse de eso.
– ¡Ni hablar! Ally es capaz de estropearla a propósito para ponerme en evidencia.
– ¿Lo ves? -dijo él-. Estás obsesionada. Ya nunca te veo, salvo en las fiestas del trabajo… Y ya no me divierto contigo.
A continuación hubo una larga y amarga adición de chascos y decepciones, una extensa letanía de rencores y culpas, de alejamiento y aislamiento mutuo. Dos personas que se habían fundido se fueron separando gradualmente, hasta quedar claramente definidas.
Tarde o temprano tenía que pasar algo, y pasó.
El día de Año Nuevo Oliver encontró una caja de píldoras en el bolso de Lisa. Tras una larga y violenta discusión, ambos se quedaron callados. Oliver hizo sus maletas (y una de Lisa) y se marchó.
44
– ¿A quién le toca ir a buscar hoy la comida? -preguntó Lisa.
– A mí -contestó Trix rápidamente.
A Trix le encantaba ir a buscar la comida, no porque quisiera serle útil a sus colegas, sino porque de ese modo la hora de la comida se convertía en dos horas. Tardaba cuatro minutos en llegar a la tienda de bocadillos, y otros seis en encargarlos, pagarlos y recogerlos. Lo cual le dejaba cuarenta y cinco minutos para pasearse por las tiendas de Temple Bar antes de volver a la oficina echando pestes de la larga cola de indecisos que había en la tienda, de los gilipollas de los empleados que no sabían distinguir entre el pollo y el aguacate, del individuo que había sufrido un infarto y al que Trix había tenido que aflojar la corbata y hacer compañía mientras esperaban la ambulancia…
Pese a que todos estaban desbordados de trabajo, pues solo faltaba un mes para la aparición del primer número de Colleen, aguardaban con interés las excusas de Trix, cada vez más extravagantes.
A continuación, Trix se sentaba y pasaba quince minutos comiéndose el bocadillo, antes de mirar el reloj y anunciar: «La una y cincuenta y siete. Me voy a comer. Nos vemos a las dos cincuenta y siete».
– Hoy me gustaría comer algo diferente -le dijo Lisa a Trix.
– Ah, un Burger King -dijo Trix sin dudarlo.
– No.
– ¿No?
– Hay otras cosas además de los bocadillos y las hamburguesas.
Trix se quedó mirándola, perpleja.
– ¿Qué quieres? ¿Fruta? -Arrugó la frente, exageradamente maquillada, componiendo un gesto de confusión. Sabía que a veces Lisa comía manzanas, uva y esas cosas. Trix jamás comía fruta. Se enorgullecía mucho de ello.
– No. Me apetece sushi.
Aquella sugerencia le produjo a Trix tanto asco que por un momento se quedó sin habla.
– ¿Sushi? -logró decir al fin, horrorizada-. ¿Pescado crudo?
Aquel fin de semana, Lisa había leído que en Dublín se había inaugurado un restaurante japonés, y quería probarlo con la esperanza de que aquella novedad la ayudara a superar la depresión causada por su encuentro con Oliver. Aunque también pensó que el espectáculo cómico del sábado por la noche la ayudaría a mejorar su estado de ánimo, y no lo había mejorado pese a que Jack había ido también y había pasado gran parte de la velada hablando con ella (el resto lo pasó hablando con aquella pelmaza, de Clodagh).
– Creía que te gustaba el pescado -comentó Lisa.
– ¿Cuántas veces tendré que deciros que cuando voy en la furgoneta no hay ni un solo pescado?
– Mira, te he dibujado un plano -dijo Lisa-. Solo tienes que pedir una caja bento.
– ¿Una caja bento? ¿Me tomas el pelo, o qué? -refunfuñó Trix, que no quería hacer el ridículo.
– No, así es como preparan el sushi para llevar. Los del restaurante ya lo entenderán.
– Una caja bento -repitió Trix con desconfianza.
– ¿Quién ha pedido una caja bento? -preguntó Jack, que en ese momento había aparecido en la oficina.
– Lisa -dijo Trix quejumbrosamente, al tiempo que Lisa decía:
– Yo.
Entonces Trix acusó delante de todos a Lisa, diciendo que la obligaba a comprar y transportar pescado crudo, y que de solo pensarlo le daban ganas de vomitar.
– Si quieres puede ir otro a buscar la comida -propuso Jack con gentileza.
– No; da lo mismo -se apresuró a decir Trix, malhumorada.
Y entonces, para sorpresa de todos, Jack dijo:
– Toma, trae otra para mí.
Lisa, boquiabierta, vio cómo Jack buscaba el dinero en el bolsillo de su pantalón, con el hombro pegado a la barbilla. Lisa habría jurado que él era de esos hombres que solo comen carne y verdura, de esos que dicen: «Si no puedo pronunciarlo, no me lo como». Pero Jack había vivido en Estados Unidos, así que…
Jack se sacó un ticket de aparcamiento del bolsillo y lo miró con tristeza.
– Esto no sirve.
Inició de nuevo la búsqueda, y esta vez encontró un billete de cinco libras que había visto tiempos mejores, y se lo dio a Trix.
– No sé si lo aceptarán -protestó esta-. ¿Qué le has hecho? Parece que venga de alguna guerra.
– Debe de ser el que metí en la lavadora -explicó Jack-. Me lo dejé en el bolsillo de una camisa.
Trix estaba indignada. ¿Cómo podía alguien dejarse un billete de cinco libras en el bolsillo de la camisa? Ella sabía exactamente cuánto dinero llevaba en todo momento, hasta el último penique. El dinero era demasiado valioso como para írselo dejando por ahí.
Jack volvió a su despacho, y entonces llegó Kelvin. Venía de una reunión de prensa.
– ¿Sabéis qué? -dijo jadeando.
– ¿Qué?
– Jack y Mai han roto.
– Menuda novedad, Sherlock -dijo Trix con mordacidad.
– No, no. Esta vez va en serio. No se trata de una ruptura tipo ¿Quién teme a Virginia Wolf? Han roto de verdad. Hace más de una semana que no se ven, y se han acabado las peleas.
– ¿Cómo lo sabes?
– Pues… es que este fin de semana…, coincidí con Mai en el Globe. Creedme -insistió mirando a sus colegas-, lo han dejado.
– ¿De qué vas? -se burló Trix-. ¿Pretendes impresionarnos haciéndonos creer que te has acostado con ella? Me das pena, tío.
– No, yo no… Bueno, de acuerdo. Me has pillado. Pero os digo que han cortado.
– ¿Por qué? -preguntó Ashling.
Kelvin se encogió de hombros y dijo:
– Tenía que pasar.
A Lisa le impresionó la transformación que aquella noticia produjo en ella. De pronto la situación ya no parecía tan desesperada. Jack estaba disponible, y ella sabía que tenía posibilidades. Jack siempre la había encontrado atractiva, pero algo había cambiado aquel día de la semana anterior en que Lisa lloró en el despacho de él. La vulnerabilidad de ella y la ternura de él los habían acercado el uno al otro.
Y se dio cuenta de otra cosa: Jack le gustaba. No como cuando llegó a Dublín, con aquella actitud insensible y agresiva de quien está seguro de conseguir siempre lo que quiere. Entonces le gustaron su físico y su trabajo, y perseguirlo había sido simplemente un proyecto para hacerle olvidar lo desgraciada que se sentía.
Cuando Jack salió de su despacho para hacer unas fotocopias, ella se le acercó sigilosamente y, mirándolo de reojo, dijo:
– No lo habría dicho jamás.
– ¿Qué cosa?
– Que fueras un socialista aficionado al sushi -bromeó Lisa, y se apartó el pelo de la cara.
A Jack se le dilataron las pupilas, y al instante sus ojos se volvieron casi completamente negros. La mirada que le lanzó a Lisa echaba chispas.
Cincuenta minutos más tarde Trix entró de nuevo en la oficina con la bolsa del sushi colgada de su dedo meñique, manteniéndola tan alejada de su cuerpo como podía.
– ¿Qué te ha pasado hoy? -preguntó Jack-. ¿Te han tomado como rehén en el atraco a un banco? ¿Te han abducido los extraterrestres?
– No -contestó Trix-. He tenido que pararme en O'Neill's para vomitar. Toma. -Le acercó la bolsa a Lisa, por no decir que se la tiró, y luego se alejó cuanto pudo de ella-. Puaj -dijo estremeciéndose.
Lisa estaba deseando que Jack le propusiera comerse el sushi en su despacho, a puerta cerrada. Tenía unas ambiciosas fantasías en las que se daban de comer el uno al otro, compartiendo algo más que el pescado crudo. Pero Jack acercó una silla a la mesa de Lisa y, con sus grandes manos, extrajo los palillos, las servilletas y las bolsas de plástico de la bolsa de papel. Colocó una caja bento delante de Lisa y levantó la tapa de plástico, exhibiendo las pulcras hileras de sushi con un ademán elegante.
– Su comida, señora -dijo.
Ella no pudo identificar con exactitud las emociones generadas por la actitud de Jack: cuando intentaba ponerles nombre, salían disparadas. Pero eran buenas: se sentía segura, especial, en un círculo de complicidad. Observada por el resto del personal de la oficina. Lisa y Jack se comieron el sushi como verdaderos adultos.
Ashling estaba particularmente consternada, pero no podía dejar de mirarlos, de reojo, como cuando la gente mira un espantoso accidente de tráfico, haciendo muecas de dolor como si estuviera viendo algo que preferiría no ver.
Según pudo discernir, no se trataba solo de pescado crudo. Eran unos diminutos paquetitos de arroz con el pescado crudo en el centro, e iban acompañados de un complicado ritual. Había que disolver una pasta verde en una salsa que parecía de soja, y a continuación había que mojar la parte inferior del sushi en la salsa. Fascinada, Ashling contempló cómo Jack, con sus palillos, levantaba delicadamente una fina rodaja rosa, casi transparente, y la colocaba con manos expertas sobre un reluciente paquetito de arroz y pescado.
Las palabras le salieron antes de que Ashling pudiera impedirlo:
– ¿Qué es eso?
– Jengibre escabechado.
– ¿Por qué lo pones?
– Porque está bueno.
Ashling, intrigada, siguió mirando un rato más y preguntó:
– ¿Qué tal está? ¿Bueno?
– Delicioso. Tienes lo sabroso del jengibre, lo picante del wasabi, que es eso verde, y lo dulce del pescado -explicó Jack-. Es un sabor incomparable, pero adictivo.
Ashling se moría de curiosidad. Por una parte estaba deseando probarlo, pero por otra… francamente, lo del pescado crudo… ¡Crudo! ¡Pescado crudo!
– Prueba esto. Jack le tendió los palillos, con los que sujetaba el sushi que acababa de preparar.
Ashling se apartó bruscamente y se ruborizó.
– No, gracias.
– ¿Por qué no? -Jack la miraba, risueño, con sus negros ojos. Otra vez.
– Porque está crudo.
– ¿No comes salmón ahumado? -le preguntó Jack sin ocultar su regocijo.
– Yo no -terció Trix, testaruda, desde el otro extremo de la oficina, donde se había refugiado-. Antes me clavaría agujas en los ojos.
– Es tu última oportunidad. ¿Seguro que no quieres probarlo? -insistió Jack sin apartar los ojos de los de Ashling.
Ella negó con la cabeza fríamente y siguió comiéndose su bocadillo de jamón y queso, que a pesar de producirle alivio la hizo sentir en desventaja.
Lisa se alegró de que Ashling no hubiera aceptado la invitación de Jack. Estaba disfrutando de aquella intimidad con él, y además se sentía impresionada por la habilidad con que Jack manejaba los palillos. Con pericia y elegancia, como si lo hubiera hecho toda la vida. Podías llevarlo a Nobu y no te pondría en evidencia pidiendo cuchillo y tenedor. Lisa tampoco se las apañaba mal con los palillos. Era de esperar. Había pasado muchas noches entrenándose en casa, mientras Oliver se reía de ella.
«¿A quién pretendes impresionar, nena?»
Al pensar en Oliver volvió a inundarla la tristeza, pero ya se le pasaría. Jack la ayudaría.
– Te cambio el sushi de anguila por un California maki -dijo Lisa.
– ¿Qué pasa? El de anguila te da un poco de asco, ¿no? -preguntó él.
Lisa lo negó, pero acabó admitiéndolo con una sonrisa. -Sí, un poco.
Como era de esperar, Jack se comió de buen grado el sushi de anguila de Lisa. La anguila cruda era demasiado, incluso para una chica sofisticada como ella. Pero los hombres eran diferentes: ellos eran capaces de tragarse cualquier cosa, cuanto más asquerosa mejor. Conejo, emú, caimán, canguro…
– Esto tenemos que repetirlo -propuso Lisa.
– Sí-. Jack se recostó en el respaldo de la silla y asintió pensativamente-. Tenemos que repetirlo.
45
– ¡No te lo vas a creer! -Era jueves por la noche y Marcus acababa de llegar a casa de Ashling, con una cinta de vídeo bajo el brazo. Los ojos le brillaban de emoción-. El sábado por la noche voy a hacer de telonero para Eddie Izzard.
– ¿Cómo es eso?
– Tenía que hacerlo Steve Brennan, pero han tenido que ingresarlo de urgencia en el hospital. ¡Es fantástico! Será un espectáculo fabuloso.
El rostro de Ashling se ensombreció.
– No puedo ir -dijo.
– ¿Qué dices?
– ¿No te acuerdas? Te lo dije. El fin de semana que viene voy a Cork a ver a mis padres.
– Cancélalo.
– No puedo -se disculpó ella-. Llevo mucho tiempo aplazando la visita. No puedo posponerla más.
Sus padres se habían mostrado tan emocionados cuando por fin ella les confirmó que iría a verlos, que la idea de decirles lo contrario le produjo un sudor frío.
– Ve el fin de semana siguiente.
– No puedo, tendré que trabajar. Tenemos otra sesión fotográfica.
– Me interesa mucho que vengas -argumentó Marcus sin alterarse-. Es una cita importante, y voy a estrenar algunos gags. Necesito que estés allí.
Ashling se debatía en un mar de emociones contradictorias.
– Lo siento -dijo-, pero es que ya me he mentalizado y hace una eternidad que no voy. Además, ya he comprado el billete de tren.
El rostro de Marcus adoptó una expresión dolida y reservada, y a Ashling se le hizo un nudo en el estómago. Lamentaba mucho decepcionarlo, pero tenía que elegir entre defraudarlo a él o defraudar a sus padres. Le gustaba complacer a los demás, y para ella no había nada peor que aquellas situaciones en que, hiciera lo que hiciese, molestaría a alguien.
– Lo siento mucho, de verdad -insistió con sinceridad-. Pero la relación con mis padres ya es bastante complicada. Si no voy, solo conseguiré empeorarla.
Esperó a que él le preguntara qué tenía de complicada la relación con sus padres. Decidió que se lo contaría. Pero Marcus se limitó a mirarla con gesto dolido.
– Lo siento -repitió Ashling.
– No pasa nada -repuso él.
Pero claro que pasaba. Aunque descorcharon una botella de vino y se sentaron a mirar el vídeo que había llevado Marcus, el clima dejaba mucho que desear. El vino no parecía una bebida alcohólica, y Ardal O'Hanlon nunca había tenido tan poca gracia. Los remordimientos dejaron a Ashling sin vitalidad, y todos sus intentos de iniciar una conversación se estrellaban contra la pared. Por primera vez desde que había empezado a salir con él no se le ocurría nada que decir.
Tras un par de horas tensas, cuando dieron las diez Marcus se levantó y simuló desperezarse.
– Creo que voy a ir tirando.
El miedo se apoderó de Ashling. Marcus siempre se quedaba a dormir en su casa.
Se abrió ante ella una nueva y aterradora perspectiva: quizá aquello no fuera una simple discusión; quizá fuera El Fin. Mientras observaba cómo Marcus avanzaba espantosamente deprisa hacia la puerta, Ashling, desesperada, reconsideró sus posibilidades. Quizá pudiera aplazar una vez más el viaje a Cork. No pasaría nada por un par de semanas más. Su relación con Marcus era más importante…
– Marcus, déjame pensarlo -dijo con voz temblorosa-. Puedo hablar con mis padres e intentar explicárselo.
– No, no importa -replicó él con una débil sonrisa-. Ya me arreglaré. Pero te echaré de menos.
El alivio solo duró un instante. Quizá no fuera El Fin, pero de todos modos Marcus se iba a su casa.
– Podemos vernos mañana por la noche -propuso Ashling, ansiosa por reparar los daños-. No me marcho hasta el sábado por la mañana.
– No, no. -Se encogió de hombros-. Ya nos veremos cuando vuelvas.
– De acuerdo -convino ella a regañadientes, temiendo que si insistía no conseguiría otra cosa más que agravar la situación-. Volveré el domingo por la noche.
– Ya me llamarás.
– Sí. El tren llega a las ocho, a menos que sufra alguna avería; y suele haber mucha cola para los taxis, así que no sé a qué hora llegaré a casa, pero en cuanto llegue te llamaré. -El deseo de complacer le hizo extenderse en los detalles.
Marcus le dio un beso rápido (ni lo bastante largo ni lo bastante apasionado para tranquilizarla) y se marchó.
Ashling reaccionó como un alcohólico que vuelve a beber en cuanto se le presentan dificultades. Lo primero que hizo fue buscar sus cartas del tarot. Últimamente no les había hecho ni caso, y de no ser por Joy, que las consultaba constantemente en busca de respuestas acerca de su ruptura con el Hombre Tejón, se habrían cubierto de polvo. Sin embargo, la evasiva selección no le reportó ningún consuelo.
Tensa y agitada, volvió a sentir un fuerte rencor contra su familia. Si su familia hubiera sido normal, aquello no habría pasado. Pensó un momento en Marcus. No le reprochaba que fuera inseguro, pero no se explicaba cómo era capaz de subir a un escenario y hacer lo que hacía.
El rencor y el arrepentimiento generaron el insomnio. Necesitaba hablar con alguien. Pero Joy no le servía, y no únicamente porque en aquellos días su único tema de conversación era «todos los Hombres Tejón son unos capullos». Tenían que ser o Clodagh o Phelim, porque ambos sabían cuanto había que saber acerca de la familia de Ashling. Ellos la entenderían y le expresarían la deseada solidaridad. Pero cuando llamó a Phelim a Sydney salió el contestador automático, así que, pese a lo tarde que era, no tuvo más remedio que llamar a Clodagh. Tras disculparse por haberla despertado, la puso al corriente de lo sucedido y concluyó su lastimoso relato exclamando:
– Y por si fuera poco, no tengo ningunas ganas de ir a ver a mis padres.
Con todo, Clodagh no pronunció las esperadas palabras de consuelo. Se limitó a decir con voz adormilada:
– Si quieres puedo ir yo a ver a Marcus.
– No, si yo no…
– Puedo ir con Ted -prosiguió Clodagh, más animada por aquella posibilidad-. Ted y yo te sustituiremos y proporcionaremos apoyo moral a Marcus.
Aquella proposición hizo que Ashling se sintiera mucho peor. No quería que Clodagh y Ted trabaran amistad.
– ¿Y Dylan?
– Alguien tiene que quedarse con los niños.
– Es que ni siquiera me apetece ir a ver a mis padres -repitió Ashling, que se resistía a quedarse sin las muestras de condolencia de su amiga.
– Pero si tu madre ya está mucho mejor. Ya verás cómo todo sale bien.
Aquí no hay nadie responsable, fue la conclusión a que llegó Ashling cuando tenía nueve años, antes de que terminara aquel extraño y espantoso verano. Tomó por costumbre quedarse de pie en la esquina de su calle los viernes por la noche, esperando ver llegar el coche de su padre, con el estómago revuelto de los nervios. Mientras esperaba, amortiguaba el terror de que su padre no apareciera, jugando consigo misma. Si el próximo coche que pasa es rojo, todo saldrá bien. Si la matrícula del próximo coche que pasa acaba en número par, todo saldrá bien.
Finalmente, un lunes por la mañana, Ashling le pidió a su padre que no se marchara.
– Tengo que hacerlo -contestó él, lacónico-. Si pierdo el empleo, no sé qué va a ser de nosotros. Vigila a tu madre.
Ashling asintió con gravedad, y pensó: «No debería decirme eso. Solo soy una niña».
«Pero Ashling es muy responsable. Solo tiene nueve años pero es una niña muy madura para su edad.»
Los adultos hablaban entre dientes. Cuando iba gente a su casa, conversaban en voz baja y se quedaban callados en cuanto se acercaba Ashling. «Los padres de él son mayores, no podrían con tres niños pequeños…» Empezaron a mencionarse palabras nuevas y extrañas. Depresión. Nervios. Crisis. Hablaban de llevar a su madre «a algún sitio».
Y llegó el día en que a su madre la llevaron a aquel «sitio», y su padre tuvo que llevarse a los niños con él a trabajar. Recorrían largas distancias, mareados y aburridos; Janet y Owen compartían el asiento trasero con un aspirador de muestra. Ashling iba sentada en el asiento delantero como una persona adulta, y así cruzaron el país de punta a punta, deteniéndose en pequeñas tiendas de electrodomésticos de pequeñas ciudades. Desde la primera cita, Ashling se contagió de la ansiedad de Mike.
– Deséame suerte -le dijo su padre al tiempo que cogía su carpeta de folletos-. Este tipo no compra ni por Navidad. Y sobre todo, no toques nada.
Ashling vio a través de la ventanilla del coche cómo su padre saludaba a su cliente en el patio delantero de la casa y se transformaba: dejó de parecer irritable y preocupado para mostrarse despreocupado y parlanchín. De pronto parecía disponer de todo el tiempo del mundo para charlar. No importaba que todavía tuviera que hacer otras ocho visitas aquel día, ni que llevara mucho retraso porque habían salido tarde. Acompañó a su cliente, que quería enseñarle su coche nuevo; se inclinó hacia atrás, examinándolo desde todos los ángulos, y lo felicitó por la compra, dándole palmadas en la espalda. Mientras su padre conversaba animadamente con aquel individuo, todo sonrisas y bromas, Ashling tomó conciencia de algo para lo que era demasiado pequeña: «Esto le resulta muy difícil».
En cuanto Mike subió de nuevo al coche, las sonrisas fáciles desaparecieron y adoptó una actitud brusca.
– ¿Te ha hecho algún pedido, papá?
– No.
Con los labios apretados, Mike puso la marcha atrás y sacó el coche a la calle, dirigiéndose a toda velocidad a su siguiente cita.
A veces le hacían pedidos, pero nunca le compraban tanto como él esperaba, y cada vez que se metía de nuevo en el coche y lo ponía en marcha parecía más y más desanimado.
Hacia finales de aquella semana, Janet y Owen lloraban sin parar, pidiendo que los llevaran a casa. Y Ashling tuvo una infección de oído. Desde entonces siempre tuvo esas infecciones en momentos de tensión.
Pasadas tres semanas de internamiento, Monica volvió a casa, aparentemente sin haber mejorado nada. Los antidepresivos que le habían recetado la dejaban atontada, así que cambió a otros, que tampoco le sentaban bien.
Y pese a los medicamentos y los rituales de Ashling, cada vez más complicados, las cosas no mejoraron. Cualquier cosa podía desencadenar la tristeza de Monica, desde una catástrofe natural hasta un insignificante acto de crueldad. El que a un niño le hubieran robado la calderilla podía provocar el mismo caudal de lágrimas que un terremoto que hubiera causado miles de víctimas mortales en Irán. Pero los días de llanto silencioso en la cama estaban puntuados por ataques de ira y rabia descontrolada, dirigidos contra su marido, sus hijos y, sobre todo, contra ella misma.
– ¡No quiero sentirme así! -gritaba-. ¿Quién querría sentirse así? Tienes mucha suerte, Ashling. Tú nunca sufrirás como yo, porque no tienes imaginación.
Ashling se aferraba a aquello como si fuera un escudo. La falta de imaginación era algo muy positivo, pues te impedía volverte majara.
Monica se hizo tan imprevisible que Ashling pasó gran parte de sus años de adolescente viviendo, prácticamente, en casa de Clodagh.
De vez en cuando, entre las fases de sopor y las de histeria, había momentos de normalidad. Que en realidad no tenían nada de normal. Cada vez que Monica planchaba una camisa a la perfección, cada vez que servía una comida con puntualidad, crecía un poco más la tensión de Ashling, que sabía que aquello no podía durar. Y cuando su madre volvía a estallar, Ashling casi sentía alivio.
Cuando cumplió diecisiete años, Ashling se marchó de casa y se fue a vivir sola a un piso. Tres años más tarde, Mike encontró un empleo a más de ciento cincuenta kilómetros, en Cork, y la familia se mudó allí, con lo que Ashling raramente veía a sus padres. En los siete últimos años Monica se había estabilizado: la depresión y los ataques de furia desaparecieron tan inesperadamente como habían aparecido. El médico le dijo que aquello tenía relación con la menopausia.
– Ahora está mucho mejor. -La voz de Clodagh la devolvió al presente.
– Ya lo sé -dijo Ashling, suspirando-. Pero aun así no me apetece verla. Ya sé que es horrible decirlo. La quiero mucho, pero no me siento cómoda con ella.
46
Ashling tenía previsto llegar a Cork el sábado a la hora de comer, y coger el tren de las cinco de la tarde el domingo para volver a casa. De modo que en realidad el «fin de semana» se reducía a veintiocho horas. Y ocho de esas horas estaría dormida. Lo cual solo le dejaba veinte horas para hablar con sus padres. No iba a ser excesiva molestia para ella.
¡Veinte horas! Presa de pánico, se preguntó si tenía suficientes cigarrillos. ¿Y revistas? ¿Y el móvil? Estaba loca. ¿Cómo se le había ocurrido decirles que iría a verlos?
Mientras contemplaba el paisaje por la ventanilla, rezó para que el tren le hiciera un favor y tuviera una avería. Pero no. Claro que no. Eso solo pasaba cuando tenías muchísima prisa. Entonces el tren pasaba varias medias horas inexplicables detenido en vías muertas. Luego los pasajeros tenían que cambiar de tren; después tenían que apearse de nuevo del tren y subir a un autobús donde hacía un frío de muerte, y el viaje, que en teoría duraba tres horas, acababa durando ocho.
Pero el tren de Ashling llegó a Cork diez minutos antes de la hora prevista. Naturalmente, sus padres ya estaban en la estación, esperando con un aire empecinadamente normal. Su madre habría podido pasar por cualquier madre irlandesa de cierta edad: la permanente de mala calidad, la nerviosa sonrisa de bienvenida, la rebeca acrílica echada sobre los hombros.
– ¡Da gusto verte! -Monica estaba a punto de llorar de lo orgullosa que se sentía.
– Tú también. -Ashling no pudo evitar sentirse culpable. Entonces vino el abrazo: un incierto cruce de fino beso en la mejilla y violento achuchón que acabó pareciéndose a una escaramuza.
– Hola, papá.
– ¡Hola, hola! ¡Bienvenida a casa!
Mike parecía incómodo, como si temiera verse obligado a hacer muestras de afecto. Afortunadamente, logró hacerse con la bolsa de Ashling y dedicarle a ella los dos brazos que tenía.
El trayecto en coche hasta la casa de sus padres, la discusión sobre lo que Ashling había comido en el tren, y el debate sobre si se tomaría una taza de té y un bocadillo o solo una taza de té duró unos buenos cuarenta minutos.
– Una taza de té será suficiente.
– Tengo Penguins -la tentó Monica-. Y Mariposas. Las he hecho yo misma.
– No, gracias. Esto…
La mención de las Mariposas caseras dejó a Ashling de una pieza. Monica abrió una lata de galletas, mostrando unos bollitos deformes, cada uno con dos «alas» de bizcocho decoradas con una gota de crema. La crema estaba salpicada de grageas multicolores, y cuando Ashling se tragó el primer mordisco (que de hecho era un ala) se dio cuenta de que también se estaba tragando el nudo que tenía en la garganta.
– Tengo que ir al centro -anunció Mike.
– Voy contigo -saltó Ashling.
– ¿Seguro? -le preguntó Monica, decepcionada-. Bueno, pero asegúrate de llegar puntual a la cena.
– ¿Qué vamos a cenar?
– Chuletas.
¡Chuletas! Ashling estuvo a punto de reírse: no sabía que aquel tipo de comida todavía existiera.
– ¿Qué tienes que hacer en el centro? -le preguntó a su padre cuando el coche se puso en marcha.
– Quiero comprar una manta eléctrica.
– ¿En julio?
– El invierno no tardará en llegar.
– Sí, desde luego. No hay nada como estar preparado.
Se sonrieron, y entonces Mike lo estropeó todo diciendo:
– Últimamente no te vemos mucho, Ashling.
¡Por favor!
– Tu madre está encantada de que hayas venido.
Como era evidente que aquello exigía algún tipo de reacción, Ashling dijo:
– ¿Qué tal está?
– Estupendamente. Deberías venir a vernos más a menudo. Tu madre vuelve a ser la mujer con la que me casé.
Otro silencio, y a continuación Ashling se oyó formular una pregunta que, si no recordaba mal, nunca había formulado:
– ¿Qué ocurrió? ¿Qué desencadenó todo aquello?
Mike apartó los ojos de la calzada para mirar a su hija con una expresión truculenta que era mezcla de defensa e inocencia (él no había sido un mal padre).
– Nada. -De pronto su jovialidad se volvió lastimera-. La depresión es una enfermedad, ya lo sabes.
Cuando Ashling y sus hermanos eran niños, les habían explicado que ellos no tenían la culpa de que su madre fuera un caso perdido. Naturalmente, ninguno de ellos se lo tragó.
– Sí, pero ¿por qué sufre uno depresión? -Estaba deseando entenderlo.
– A veces la provoca una pérdida, o, ¿cómo lo llaman?, un trauma -farfulló, y el coche se inundó de su insoportable bochorno-. Pero no es imprescindible -agregó-. Dicen que puede ser hereditaria.
Aquella optimista idea dejó a Ashling sin habla. Se puso a buscar el teléfono móvil en el bolso.
– ¿A quién llamas?
– A nadie.
Mike vio cómo Ashling seguía pulsando botones de su móvil. Ofendido, preguntó:
– ¿Te crees que estoy ciego?
– No llamo a nadie. Solo compruebo si tengo mensajes.
Marcus no la había llamado desde que el jueves por la noche se marchó del piso de Ashling. Durante los dos meses que llevaban saliendo (no es que ella contara los días), habían adoptado la rutina de llamarse todos los días, y ahora Ashling acusaba profundamente aquella ausencia de contacto. Contuvo la respiración, rezando para que hubiera un mensaje suyo, pero no lo había. Guardó el móvil, desilusionada.
Aquella noche, después de la cena, que fue como un viaje en el tiempo (chuletas, puré de patatas y guisantes de lata), decidió llamar a Marcus. Tenía una buena excusa: desearle suerte en la actuación con Eddie Izzard. Pero volvió a salir el contestador automático. Se lo imaginó de pie en el salón de su casa, escuchando su voz pero negándose a descolgar el auricular. Incapaz de contenerse, lo llamó al móvil, pero también salió el contestador. Mercurio está en órbita retrógrada, recordó; sin embargo acabó admitiendo: «A lo mejor es que mi novio está cabreado conmigo».
Era obvio que Marcus estaba dolido porque ella había ido a ver a sus padres, pero ¿tan graves eran los daños? Se planteó brevemente la posibilidad de que fueran irreparables y sintió un escalofrío. Marcus le gustaba muchísimo. Era lo más parecido al hombre de su vida que encontraba en mucho tiempo. Estaba deseando que llegara el domingo por la noche, porque él le había pedido que lo llamara cuando llegase a su casa. Pero… ¿y si seguía sin contestar el teléfono? ¡Dios mío!
– Los sábados por la noche solemos mirar un vídeo -le informó su madre.
La cinta elegida fue De aquí a la eternidad. Muy apropiado, pensó Ashling, mientras la noche se estiraba como chicle. Se sentía fuera de lugar y ansiaba regresar a Dublín para estar con su novio. Mientras Burt Lancaster retozaba con Deborah Kerr, Ashling se preguntaba cómo le estaría yendo a Marcus, y si Clodagh y Ted habrían ido a verlo actuar. En el fondo esperaba que no hubieran ido, porque pensar que estaban con Marcus le hacía sentirse aún más excluida.
Sus padres se esforzaron en que Ashling se sintiera cómoda. Sacaron una bolsa de galletas de aperitivo comprada especialmente para ella, le ofrecieron tímidamente una copa mientras ellos bebían té, y cuando Ashling se fue a la cama (a las diez y veinte, una hora vergonzosa), su madre se empeñó en llenarle una bolsa de agua caliente.
– ¡Pero si estamos en julio! ¡Me voy a asar!
– No creas, por la noche refresca mucho. Y dentro de nada estaremos en agosto y empezará el otoño.
– Oh, no. Ya casi estamos en agosto. -Ashling cerró los ojos, invadida por el miedo.
El primer número de Colleen tenía que salir el 31 de agosto, y todavía quedaba muchísimo trabajo por hacer, tanto para la revista en sí como para la fiesta de presentación. Durante julio Ashling había conseguido tranquilizarse pensando que les quedaba mucho tiempo, pero ahora agosto se acercaba peligrosamente.
Cogió una novela de Agatha Christie, vieja y sobada, de la estantería y leyó quince minutos; luego apagó la luz. Durmió todo lo bien que podía esperar dormir bajo un edredón color melocotón y por la mañana lo primero que hizo fue encender el móvil, rezando para que hubiera un mensaje de Marcus. No lo había, y ella se llevó un gran chasco. El empapelado a rayas color melocotón y blanco que parecía querer envolverla no la ayudó mucho. Buscó sus cigarrillos y tumbó un cuenco de popurrí. Con aroma de melocotón, por descontado.
No podía llamarlo otra vez, porque Marcus creería que estaba desesperada. Ashling estaba desesperada, desde luego, pero no quería que él lo supiera. Decidió llamar a Clodagh, por si podía sonsacarle alguna información, aunque con la esperanza de que su amiga no estuviera en situación de revelarle nada.
– ¿Fuiste a ver a Marcus? -Apretó el puño que no estaba utilizando, esperando oír un «no».
– Sí…
– ¿Fuiste con Ted?
– Sí, claro.
Aquella respuesta desanimó aún más a Ashling. En el fondo estaba convencida de que Clodagh no se enrollaría con Ted ni que le pagaran, pero…
Clodagh prosiguió:
– Nos lo pasamos muy bien, y Marcus estuvo genial. Hizo un gag divertidísimo sobre ropa de mujer. Sobre la diferencia entre una blusa, un top, una camiseta, un jersey…
– ¿Cómo dices? -Ya no le importaban Ted y Clodagh. De pronto estaba preocupada por ella misma.
– Hasta sabía lo que era un boudoir -exclamó Clodagh.
– No me sorprende.
Debería haberse sentido halagada, pero se sentía utilizada. Marcus ni siquiera le había dicho que estaba pensando incluir su conversación en una actuación.
– No sé cómo se le ocurren esas cosas -continuó Clodagh, admirada.
Porque no se le ocurren a él.
– ¿Qué hicisteis después? -preguntó Ashling alegremente. No estaba segura de poder encajar más malas noticias-. ¿Os fuisteis a casa?
– Qué va. Nos quedamos con los otros humoristas y estuvimos de juerga hasta las tantas. ¡Fue estupendo!
La despedida de sus padres, que siempre era penosa, fue peor de lo habitual.
– ¿Tienes novio? -preguntó Mike, jovial, hurgando sin querer en la herida de Ashling-. Tráelo la próxima vez que vengas a vernos.
No, por favor.
Todos los vagones estaban abarrotados, y cuando, tres horas más tarde, el tren entró en la estación de Dublín, Ashling estaba cansada y deprimida. Fue hacia la cola de los taxis, confiando en que no hubiera mucha gente esperando, y de pronto, entre el gentío que pululaba por la explanada, vio una cara conocida…
– ¡Marcus! -Sintió un escalofrío de felicidad al verlo de pie junto a la salida, con una tímida sonrisa en los labios-. ¿Qué haces aquí?
– He venido a recoger a mi novia. Tengo entendido que hay que hacer mucha cola para coger un taxi.
Ashling rió con ganas, inmensamente feliz.
Él le cogió la bolsa y la rodeó con el brazo por la cintura.
– Oye, siento mucho lo de…
– ¡No pasa nada! Yo también lo siento mucho.
«Nuestra primera pelea -pensó Ashling mientras él la guiaba hasta su coche-. Nuestra primera pelea en toda regla. Ahora ya podemos decir que somos novios.»
47
En la cama de Clodagh se iban acumulando prendas de ropa descartadas. ¿El vestido negro ceñido? Demasiado provocativo. ¿Los pantalones orientales y la túnica? Demasiado pija. ¿El vestido transparente? Demasiado transparente. ¿Y los pantalones blancos? No, él ya la había visto con ellos. ¿Los pantalones militares con zapatillas de deporte? No, se sentía ridícula con ellos. De todas las prendas modernas que se había comprado en los dos últimos meses, esos pantalones eran el peor error.
Por un instante la nube de ansiedad provocada por la ropa se retiró, y Clodagh se vio asaltada por una repentina e inoportuna idea, más abstracta:
«¿Qué estoy haciendo? Nada» -se dijo-. No estaba haciendo nada. Había quedado con una persona para tomar café. Con un amigo que casualmente era un hombre. ¿Qué problema había? Aquel no era un país islámico donde podían lapidarte por haberte dejado ver en público con un hombre que no fuera tu marido o tu hermano. Además, él ni siquiera era su tipo. Ella solo pretendía distraerse un poco. Solo buscaba un poco de diversión inocente.
Pero echó la cabeza hacia atrás y sacudió su hermoso cabello; se sentía contenta y estimulada, y la recorría un ligero hormigueo.
Al final se decidió por unos pantalones negros y una camiseta rosa ceñida. Se plantó ante el espejo e intentó mirarse a través de los ojos de él. Era evidente que él la tenía en muy buen concepto, y ella se sentía guapa e impactante.
A tomar un café, se recordó con firmeza al salir a la calle. Nada más. ¿Qué hay de malo en eso? Y arrinconó el sentimiento de culpa y los nervios que le revolvían el estómago.
Ashling entró corriendo en el pub. Llegaba tarde otra vez.
– ¡Marcus! -dijo, jadeante-. Lo siento mucho. En el último momento a Lisa se le ha ocurrido pedirme que metiera en el ordenador mi artículo sobre la hípica. Por lo visto quiere ir preparando el número de noviembre.
Puso los ojos en blanco con gesto de desprecio, y afortunadamente Marcus la imitó. O sea que no estaba excesivamente cabreado por haber tenido que esperar casi media hora en el Thomas Reid.
– Me tomo un vodka con tónica cuádruple y nos vamos a comer algo, ¿vale? ¿Te apetece otra cerveza?
Marcus se levantó y dijo:
– Siéntate, trabajadora incombustible. Ya voy yo a buscártelo. ¿De verdad lo quieres cuádruple?
Ashling se dejó caer en la silla, agradecida.
– Gracias, Marcus. Con uno doble ya tengo suficiente.
Cuando Marcus regresó con la copa de Ashling, se sentó a su lado y dijo:
– Por cierto, quería recordarte que el 16 me marcho a Edimburgo. Al festival.
– ¿El 16 de agosto? -dijo Ashling, horrorizada. Recordaba vagamente que Marcus se lo había comentado mucho tiempo atrás-. Pero si solo faltan dos semanas… Oye -añadió, desesperada y temerosa-, lo siento muchísimo, Marcus, pero no podré ir contigo. No te puedes imaginar la cantidad de trabajo que tenemos, de verdad. Estamos todos hechos polvo, y hay tantas cosas que hacer para preparar la fiesta de presentación, por no hablar de la revista en sí…
Marcus adoptó una expresión dolida.
– Quizá podría arreglar un fin de semana -dijo Ashling, ansiosa-. Aunque Lisa dice que vamos a tener que trabajar todos los fines de semana. A lo mejor, si se lo pido bien…
– No te molestes.
Ashling no soportaba a Marcus cuando se ponía así. Normalmente era encantador, pero cuando se sentía inseguro o poco respaldado se volvía frío y agresivo, y ella detestaba los enfrentamientos.
– Lo intentaré -prometió-. De verdad. Haré cuanto esté en mi mano.
– No te molestes.
– Mira -continuó Ashling con voz temblorosa-, a finales de agosto ya no estaré tan liada. Podríamos hacer una escapada juntos, pasar una semana en Grecia o algo así.
»Anímate -insistió con dulzura; pero él seguía sin reaccionar-. Venga, payaso. Eres uno de los mejores humoristas de Irlanda. ¡Cuéntame un chiste!
Marcus casi salió disparado de la silla.
– ¡Que te cuente un chiste! -gritó con una furia inesperada-. ¡No estoy trabajando! ¿Te pido yo que escribas un artículo sobre los orgasmos fingidos cuando sales a tomar algo por la noche? ¿Verdad que no?
Ashling se quedó de piedra.
Entonces él se tapó la frente con una mano y dijo:
– Ostras, perdona. Lo siento.
– Entiendo -dijo Lisa con cortesía glacial-. Sí, volveré a llamar. -Colgó bruscamente y gritó-: ¡Capullos de mierda!
Bernard chascó la lengua y dijo «Esa lengua», pero nadie más se inmutó.
– ¡El agente de Ronan Keating -gritó Lisa, aunque nadie demostró ningún interés- está reunido! Por enésima vez. Faltan tres semanas para el día D y todavía no tenemos carta de famoso.
Desesperada, apoyó la cabeza en la mesa, y entonces se dio cuenta de que Jack la estaba mirando. Jack levantó las cejas, como preguntándole «¿estás bien?». Lo hacía a menudo. Desde el día que Lisa se había derrumbado en su despacho, él le expresaba silenciosamente su apoyo en los momentos de tensión, como si compartieran un secreto. Era una especie de intimidad que nadie más percibía.
«Pero ¿de qué le servían a ella las cejas arqueadas? -se dijo, enojada-. Eran otras partes del cuerpo de Jack las que a Lisa le habría gustado ver levantadas. De acuerdo, él acababa de salir de una relación, y quizá necesitara tiempo para recuperarse. Pero ya había tenido… dos semanas para eso. ¿Necesitaba mucho más?»
Sonrió con tristeza. Ella tampoco estaba muy fina desde el episodio con Oliver. Le habría gustado volver corriendo a Londres, meterse en la cama con él y no salir nunca de allí. Oliver seguía sin llamarla, y era evidente que no pensaba hacerlo, pero la vida debía continuar…
– ¿Acusas la presión?-. Jack se sentó en la mesa de Lisa.
Aquello la ofendió profundamente.
– No, qué va -dijo suspirando-. Ya sabes, los famosos…
– Eres incansable -observó él con patente admiración-. ¿Necesitas descansar un poco? ¿Qué te parece si comemos sushi? Invito yo.
– Ojalá. -Las palabras escaparon de su boca cuando Lisa se imaginó comiendo sushi esparcido por el cuerpo desnudo de Jack.
– ¿Cómo dices? -dijo él con una risita deliciosamente lasciva.
– Nada.
Lisa lo miró como si nada, pero no pudo evitar esbozar una sonrisita de complicidad. Se miraron a los ojos un instante, y rápidamente se esfumó la tensión del coqueteo.
– ¿Me estás proponiendo que salgamos a comer? -preguntó Jack.
– Ah, no. Lo siento. No tengo tiempo. Pero podríamos encargar la comida, como la otra vez.
– Pídele a otro que te haga el trabajo sucio -le espetó Trix.
– Iré yo -dijo Jack, sorprendiendo a todos-. ¿Alguien más quiere sushi? ¿Tú, Ashling?
– No, gracias -contestó de mal humor; no le gustaba que la trataran con condescendencia.
– ¿Estás segura?
– Segurísima.
– ¿Aunque te traiga los más suaves y te enseñe a comerlos?
– No.
– De acuerdo. Ahora vuelvo -anunció Jack-. Y no te pongas nerviosa -le aconsejó a Lisa-. Todo está saliendo estupendamente.
Pese a que les decía a todos que su trabajo no valía nada y que la revista parecía «un cagarro», Lisa no podía negar que estaban avanzando. Las páginas de libros, películas, música y televisión ya estaban terminadas. Así como los horóscopos, el artículo sobre la chica corriente de Trix, el reportaje sobre habitaciones de hotel sexis, el reportaje de Ashling sobre el club de salsa, una excelente página gastronómica de Jasper French, una reseña sobre una actriz irlandesa que había protagonizado una polémica obra de teatro erótica, la columna del novelista titulada «Un día de mi vida», y la de Marcus titulada «Un mundo de hombres», que a todo el mundo le había encantado. Además del famoso reportaje de moda, por supuesto.
Las ocho primeras páginas de la revista estaban dedicadas a la presentación de cuatro promesas irlandesas: un diseñador de bolsos, un DJ, un preparador físico particular y un locuaz y atractivo ecologista. La lista de «In/Out» casi estaba terminada; Lisa la confeccionó casi toda en cinco minutos y se la pasó a Ashling para que la terminara. Según la lista de Lisa, el senderismo era in, y Hilfiger era out.
– ¿Es verdad eso de que el senderismo está de moda? -preguntó Ashling, sorprendida.
Lisa se encogió de hombros.
– No tengo ni idea. Pero queda bien con Hilfiger.
Aparte del contenido, el aspecto de la revista también era fantástico. Los colores, las imágenes y la composición eran diferentes de las de otras revistas femeninas, y Colleen parecía más atrevida y original. Lisa había llevado a Gerry a los límites de su paciencia, hasta que obtuvo un resultado que le satisfizo.
– ¿Dónde navegas? -preguntó Lisa mientras Jack ponía el sushi encima de su mesa.
– En Dun Laoghaire.
– Dun Laoghaire -repitió Lisa-. Nunca he estado allí.
– Te gustaría.
– Tendré que ir algún día.
– Te lo recomiendo.
¡Por el amor de Dios! ¿Es que en este país no saben lo que es una indirecta?
A lo mejor Jack no se fiaba de su combinación de dinamismo y atractivo, pensó Lisa. No sería la primera vez. Además estaba la complicación añadida de que trabajaran juntos. Y de que ella estuviera casada. Y de que él acabara de romper con su novia…
¡De acuerdo! Se dio cuenta de que no tenía más remedio que abrir la boca y decir:
– Podrías llevarme la próxima vez que vayas.
– ¿Te gustaría? -Lo dijo con tanto entusiasmo que Lisa comprendió al instante que había hecho bien tomando las riendas de la situación-. ¿Qué te parece el viernes por la noche? -propuso-. Podríamos dar un paseo por el muelle, y te enseñaría los barcos. Es muy tonificante después de un día en la oficina.
Hummm. Un paseo por el muelle. Un paseo. Lisa no era muy aficionada a los paseos. Aun así, dijo:
– ¡Perfecto!
48
Clodagh le hincó los talones en las nalgas, apretándolo aún más contra su cuerpo. Cada vez que él embestía contra ella, le arrancaba un ronco susurro:
– ¡Dios!
Otro golpe.
– ¡Más fuerte!
Otro.
El cabecero de la cama golpeaba rítmicamente la pared, y Clodagh tenía el cabello enredado y empapado de sudor. Lo sujetó aún más fuerte a medida que las oleadas de placer se intensificaban. Hasta que tuvo el orgasmo. Con cada contracción, ella pensaba que aquella era la última, hasta que notaba otra, aún más hermosa. La definitiva le hizo temblar, y Clodagh la notó en la yema de los dedos, en los folículos pilosos, en la planta de los pies…
– Dios… -dijo casi sin voz.
Él también debía de haberse corrido, porque se quedó tumbado encima de ella, jadeando y empapado. Permanecieron un rato así, exhaustos, hasta que ella notó que el sudor empezaba a enfriarse; entonces se retorció y lo apartó bruscamente.
– Vístete -le ordenó-. Date prisa, tengo que ir a recoger a Molly a la guardería.
Era el tercer polvo que pegaban, y cuando terminaban ella siempre se mostraba brusca, casi fría.
– ¿Te importa que me dé una ducha?
– No, pero que sea rápida -contestó ella.
Cuando él salió del cuarto de baño, Clodagh ya se había vestido y esquivaba su mirada. Entonces se quedó muy quieta, olfateó el aire e, incrédula, preguntó:
– ¿Es el aftershave de Dylan eso que huelo?
– Supongo -masculló él, lamentando su error.
– ¿No tienes bastante follándote a su mujer en su propia cama? ¿Es que no respetas nada?
– Lo siento.
Contrito y silencioso, se puso la ropa que ella le había arrancado una hora antes.
– ¿Cuándo volveremos a vernos? -Se odió por haberlo preguntado, pero no tenía otro remedio. Estaba perdidamente enamorado.
– Ya te llamaré.
– Puedo salir de la oficina cuando te vaya bien.
– Tengo vecinos -replicó ella-. Nos verían.
– Puedes venir tú a mi casa.
– No, no puedo.
Hubo un silencio.
– Te comportas como si me odiaras -la acusó él.
– Estoy casada. -Elevó el tono de voz y añadió-: Tengo hijos. Lo estás estropeando todo.
En la puerta de la calle, cuando él se inclinó para besarla, ella refunfuñó:
– ¡Por el amor de Dios! Podrían vernos.
– Lo siento -murmuró él.
Pero cuando se dio la vuelta, ella lo agarró por la camisa y tiróde él. Se besaron apasionadamente. Cuando se separaron, él tenía una mano debajo de la blusa de ella, y le acariciaba un pecho. Ella tenía los pezones tiesos como cerezas, y él volvía a tener una erección.
– ¡Rápido! -lo alentó ella; le abrió la bragueta y le apretó el pene erecto. Se tumbó en el suelo del recibidor, se bajó los vaqueros y se colocó debajo de él-. Corre, no tenemos mucho tiempo.
Contrajo las nalgas y levantó las caderas para recibirlo, ansiosa. Él la penetró con breves y fuertes estocadas. Inmediatamente ella empezó a sentir aquellas oleadas, cada vez más intensas, que alcanzaron un placer casi insoportable.
Después de eyacular, él lloró con la cara hundida en el rubio cabello de ella.
49
El viernes por la noche Lisa esperaba en la puerta de su casa, con sus zapatillas de deporte, sus pantalones Cargo de seda y su top de viscosa sin mangas de Prada. Había quedado con Jack, y notaba un calorcillo inusitado.
Un coche paró junto a la acera, el hombre que lo conducía estiró el brazo y le abrió la puerta, y Lisa subió, con cierto complejo de prostituta a la que recogen en una esquina. Fingió no oír a Francine y sus amigos gritando «¡Sexy!», «¡Guapa!» y «¡Lisa tiene novio!», y afortunadamente Jack arrancó deprisa.
– Ostras, no me has dado plantón -comentó él.
– Eso parece.
Miró por la ventanilla, reprimiendo una sonrisita de suficiencia. Así que Jack también había sufrido. Pues bien, ya eran dos.
Durante el trayecto, el cielo, que en la ciudad estaba despejado, se encapotó y se puso de un azul denso y plúmbeo. Cuando llegaron al muelle de Dun Laoghaire y bajaron del coche, Jack miró las nubes con recelo y dijo:
– Parece que va a llover. ¿Quieres que dejemos lo del paseo?
Pero Lisa, aunque nerviosa, se sentía optimista. ¿Cómo iba a llover? Así que echaron a andar.
Los intensos rayos de sol que se filtraban a través de las nubes hacía que todo pareciera casi irreal. Las zonas de hierba tenían un verde tan brillante que parecía alucinógeno. La piedra gris del muelle adquiría un tono púrpura. Cualquiera se habría dado cuenta de que estaba a punto de caer un chaparrón monumental, pero Lisa estaba convencida de que no iba a llover.
«Así que esto es dar un paseo» -se dijo-. Bueno, no estaba tan mal. Aunque el aire olía un poco raro.
– Aire puro -comentó Jack, resolviendo el misterio-. ¿Ves ese de ahí? -Señaló con orgullo uno de los barcos-. Es el mío.
– ¿Ese? -Emocionada, Lisa contempló un barco blanco de líneas elegantes.
– No, ese no.
– Ah. -Entonces reparó en la vieja embarcación que había detrás. Había creído que era un trozo de madera arrastrada por el mar-.
¡Es genial! -logró decir. A él le gustaba, ¿no? ¿Por qué no iba a fingir ella?
«Ostras -pensó-; debo de estar colada por él.»
Antes de que hubieran recorrido la mitad del muelle, empezaron a caer gotas. Lisa se había vestido previendo muchas eventualidades, pero la lluvia no era una de ellas. Se le puso la carne de gallina.
– Toma, ponte esto. Jack se quitó la chaqueta de piel.
– Ni hablar. -Por supuesto que pensaba aceptarla, pero no estaba de más hacerse un poco la tímida.
– Claro que sí.
Sin hacer caso de sus reparos, Jack le puso la chaqueta sobre los hombros, y Lisa se sintió envuelta por el calor de él. Deslizó los brazos por las mangas, todavía calientes; la chaqueta le iba enorme, tanto que ni siquiera le asomaban las manos por los puños, pero se sentía muy cómoda con ella.
– Será mejor que volvamos -propuso él, y echaron a correr al tiempo que empezaba a caer un aguacero. Se cogieron de las manos, porque parecía lo más normal del mundo-. ¡No querrás volver aquí conmigo jamás! -dijo él mientras corrían hacia el coche.
– ¡Y que lo digas! -Lisa le lanzó una sonrisa, deleitándose con el calor seco de la palma de su mano y con la fuerza con que se entrelazaban sus dedos.
Cuando llegaron al coche, Jack estaba empapado. Tenía el pelo negro y reluciente, pegado al cráneo, y la camisa se le adhería al cuerpo, dejando entrever su vello pectoral. Lisa tampoco estaba precisamente seca.
– ¡Madre mía! -exclamó Jack, escandalizando, al comprobar su estado.
– ¡Date prisa! ¡Abre la puerta! -dijo ella entre carcajadas.
Corrió hacia el lado del pasajero, suponiendo que él introduciría rápidamente la llave en la cerradura, pero entonces lo miró…
Después, cuando lo pensó con calma, no supo decir quién había dado el primer paso. ¿Había sido él? ¿O ella? Lo único que sabía era que de pronto giraron el uno hacia el otro y ella se encontró pegada contra el cuerpo mojado de Jack. Él tenía la cara salpicada de lluvia, y el flequillo le cubría los ojos.
Lisa notó muchas cosas: el olor salado del mar, las frías gotas que le caían en la cara, el calor de la boca de Jack y un débil latido en las bragas. Todo muy sexy. Tenía la impresión de estar en un anuncio de Calvin Klein.
El beso no fue muy largo, en realidad terminó antes de empezar de verdad. Más valía calidad que cantidad. Apartando suavemente los labios de los de Lisa, Jack le abrió la puerta del coche y susurró:
– Sube.
Volvieron a la ciudad y fueron a una cafetería, donde ella se secó el cabello con el secador de manos. Luego se arregló el maquillaje y regresó a la barra, sonriendo abiertamente. Se tomaron una copa de vino y una cerveza, y hablaron tranquilamente, sobre todo de sus compañeros de trabajo.
– Oye, ¿es verdad que Marcus Valentina sale con nuestra Ashling? -preguntó Jack.
– Ajá. Y ¿qué te parece lo de Kelvin y Trix?
– ¡No me digas que salen juntos! -A él le afectó mucho aquella noticia-. Pero ¿Trix no salía con el tipo ese del pescado?
– Sí, pero me da la impresión de que Kelvin y ella acabarán juntos.
– Yo creía que se odiaban. Ah, vale -dijo Jack, asintiendo con la cabeza-. Son de esos.
– Lo dices como si no te pareciera bien. -Lisa sentía muchísima curiosidad.
– No, si a mí todo me parece bien -repuso él, un tanto abochornado. Y aludiendo.a sus peleas con Mai en público, añadió-: La verdad es que no soy partidario de las peleas rutinarias con la pareja, aunque parezca mentira.
– Entonces ¿por qué Mai y tú…?
Jack cambió de postura.
– Pues no lo sé. Supongo que nos acostumbramos a eso. Al principio era divertido, y creo que después no supimos encontrar otra forma de relacionarnos. ¡En fin! -No quería seguir analizando su relación con ella, porque todavía sentía deberle cierta lealtad a Mai, así que miró a Lisa con una sonrisa y dijo-: ¿Otra copa?
– No, creo que no…
Pero justo cuando ella iba a ponerle una mano en el muslo y decir «¿Nos tomamos un café en mi casa?», Jack dijo:
– Vale. Entonces te acompaño a tu casa.
Y Lisa comprendió que eso era todo. «Pero no importa -pensó con optimismo-; es evidente que le gusto. ¿Acaso no la había besado? Y no habría podido ser más amable con ella. -Entonces tuvo que acallar una vocecilla que le decía-: Sí, habría podido ser más amable: habría podido llevarte a la cama.»
Clodagh se paseaba por la cocina con aire soñador, pensando en el polvo que había echado. Había sido increíble, el mejor de su vida…
Dylan la vio guardar el azúcar en el microondas y la leche en la lavadora, y se preguntó qué estaba pasando. Lo asaltaron pensamientos horribles, inconfesables.
– No quiero cenar. -Craig dejó la cuchara en el plato con estrépito-. ¡Quiero caramelos!
– Caramelos -murmuró Clodagh; hurgó en el armario y sacó una bolsa de Maltesers-. Toma, caramelos.
Era como si se moviera al son de una música que solo ella podía oír.
– Yo también quiero caramelos -gruñó Molly.
– Yo también quiero caramelos -repitió Clodagh melodiosamente, y sacó otra bolsa.
Dylan la miraba, perplejo.
Haciendo una graciosa floritura, Clodagh le abrió la bolsa de caramelos a Molly y cogió uno con el índice y el pulgar.
– ¡Para Molly! -dijo acercándoselo a la boca a su hija-. ¡No, para mí!
Ignorando las protestas de la niña, se puso el caramelo entre los fruncidos labios, chupándolo ligeramente; luego lo aspiró y lo hizo rodar por su boca de un modo que al parecer le producía un gran placer.
– Clodagh -dijo Dylan con un hilo de voz.
– ¿Hummm?
– Clodagh.
De pronto ella se cuadró y le dio un salvaje mordisco al caramelo.
– ¿Qué pasa?
– ¿Te encuentras bien?
– Sí, claro.
– Es que te veo un poco trastornada.
– Ah, ¿sí?
– ¿En qué piensas? -preguntó, temiendo que habría sido mejor permanecer callado.
– En lo mucho que te quiero -contestó ella como un rayo.
– ¿En serio? -preguntó Dylan, receloso. Estaba en un dilema. Sospechaba que no debía creerla, pero prefería hacerlo.
– Sí, te quiero mucho, muchísimo -declaró Clodagh; hizo un esfuerzo y abrazó a su marido.
– ¿De verdad? -Dylan había conseguido mirarla a los ojos.
Ella le sostuvo la mirada con calma y dijo:
– De verdad.
50
Avanzaba agosto y la tensión iba en aumento. Todavía había lagunas en el primer número, y todos los intentos de solventarlas encontraban obstáculos. Hubo que cancelar una entrevista con Ben Affleck porque sufrió una intoxicación por algo que comió; hubo que eliminar un artículo sobre una zapatería porque esta cerró de la noche a la mañana; y también un artículo sobre monjas con vida sexual activa, por miedo a que resultara demasiado peligroso en términos legales.
Hubo un día particularmente plagado de impedimientos en que Ashling y Mercedes llegaron a llorar. Hasta Trix tenía un brillo sospechoso en los ojos. (Entonces, furiosa, abandonó la oficina, entró en la primera tienda que encontró, robó unos pendientes y regresó de mucho mejor humor.)
Lo peor era que nadie podía permitirse el lujo de dedicar todo su tiempo y su atención al primer ejemplar, porque también estaban preparando los números de octubre y noviembre. Y entonces, en medio del caos, Lisa convocó una reunión para programar el número de diciembre.
No lo hizo porque fuera una negrera. Los preestrenos de las películas que salían en diciembre se hacían en agosto. Si el protagonista de la película estaba en la ciudad, había que realizar inmediatamente la entrevista, y no un par de semanas más tarde, cuando ya no hubiera tanto volumen de trabajo en Colleen y el actor se hubiera marchado a otro país.
Además estaba la fiesta de presentación, por supuesto, con la que Lisa estaba obsesionada.
– Tiene que ser un acontecimiento, tiene que causar un gran revuelo. Quiero que la gente llore si no la invitaron. Quiero una lista de invitados espectacular, unos regalos preciosos, bebidas geniales y comida deliciosa. Veamos… -Tamborileó con los dedos en la mesa-. ¿Qué podríamos dar de comer?
– ¿Qué tal sushi? -sugirió Trix con sarcasmo.
– Perfecto. -Lisa, con ojos destellantes, exhaló un suspiro-. Pues claro. ¡Sushi!
A Ashling le asignaron la tarea de confeccionar una lista de mil miembros de la plana mayor de Irlanda.
– No sé si la plana mayor de Irlanda tiene mil miembros -comentó Ashling, recelosa-. Y encima quieres que les regalemos algo a todos. ¿De dónde vamos a sacar el dinero?
– Buscaremos un patrocinador, seguramente una empresa de cosméticos -le espetó Lisa.
Lisa estaba más malhumorada que de costumbre. Tres días después del minimorreo, Jack había ido a Nueva Orleans para asistir al congreso mundial de Randolph Communications. ¡E iba a estar fuera diez días! Jack había pedido disculpas a la plantilla por abandonarlos en un momento tan crítico, pero lo que más cabreaba a Lisa era que su ausencia interrumpiría el ritmo de su romance.
– A ver si os gusta la invitación. -Lisa les pasó a Ashling y Mercedes una tarjeta plateada.
– Muy bonita -observó Ashling.
– No estaría mal que dijera algo -opinó Mercedes, sarcástica.
Lisa suspiró de hastío y dijo:
– Ya lo dice.
– Pues no sé dónde.
Ashling y Mercedes inclinaron la tarjeta y la giraron hasta que le dio luz en determinado ángulo, y entonces aparecieron las letras, también plateadas, diminutas y apretadas en un rincón.
– Eso los intrigará -explicó Lisa.
Ashling estaba preocupada. Si ella hubiera encontrado una tarjeta como aquella en su buzón, la habría tirado directamente a la basura.
Lisa viajó a Londres para hablar de bebidas de fiesta con un «mixturólogo».
– ¿Qué es un mixturólogo? -preguntó Ashling sin temor a parecer ignorante.
– Un barman -dijo Mercedes con aspereza-. Una cosa que precisamente no escasea en este país.
A Mercedes le había parecido oír a Lisa concertando una cita para ponerse una inyección de Botox aprovechando su viaje a Londres, y sospechaba que ese era el verdadero motivo del viaje. Y efectivamente, al día siguiente, cuando Lisa regresó, su frente exhibía una rigidez de cristal blindado. Sin embargo, Lisa también presentó una larga lista de bebidas sofisticadas. Los invitados serían recibidos con un cóctel de champán; luego se les servirían martinis, seguidos de cosmopolitans, manhattans, daiquiris y, por último, vodkatinis.
– Ah, sí. También he solucionado lo de los regalos -prosiguió Lisa con tono acusador. ¿Acaso era la única en aquella oficina que trabajaba?-. Antes de marcharse, cada invitado recibirá una botella de Oui de Lancóme.
– ¿Una botella de qué? -preguntó Ashling, desconcertada.
Para un chiste, era sumamente malo.
– De Oui. Una botella de Ou [1]i.
– ¿Piensas regalarles a los mil miembros de la plana mayor de Irlanda una botella de Oui? -No tenía energías para reír-. Es mucho Oui. ¿De dónde piensas sacarlo? ¿Tendremos que hacer todos una contribución?
Lisa se quedó mirando a Ashling con la boca abierta.
– ¿Cómo que de dónde pienso sacarlo? De Lancóme, por descontado.
Inmediatamente Ashling se imaginó a cientos de empleados de Lancóme orinando en botellas para complacer a Lisa.
– Es todo un detalle por su parte. -Pero ¿qué demonios le estaba pasando a Lisa?
– Solo una botellita de cincuenta mililitros. -Lisa proseguía con su discurso paralelo-. Pero es suficiente, ¿no? -añadió mostrando una botella de Oui.
– Ah. -Entonces Ashling se dio cuenta de su error-. ¡Te refieres al perfume!
– Pues sí. ¿Qué pasa? ¿A qué creías que me refería?
«Necesito un respiro», pensó Ashling.
Llamó a Marcus por teléfono, y él la saludó con un:
– Ah, hola. Ya no te conozco la voz.
– Ja, ja, ja. ¿Quedamos para comer?
– ¿Seguro que tienes tiempo? ¡Qué gran honor!
– A las doce y media en Neary's.
– Te voy a contar una cosa que te hará reír. -Ashling estaba decidida a explicarle a Marcus la anécdota del Oui, pero él saltó y dijo:
– Oye, que aquí el gracioso soy yo, ¿vale?
Ella se quedó mirándolo, anonadada.
– Pero ¿qué te pasa?
– Nada -rectificó él-. Perdóname, Ashling.
– Es porque ando muy ocupada, ¿verdad? -Ashling cogió el toro por los cuernos. Últimamente habían tenido frecuentes discusiones, porque él se sentía desatendido-. Marcus, si te sirve de consuelo, te diré que eres la única persona a la que veo. Hace una eternidad que no veo a Clodagh, a Ted, a Joy ni a nadie más, y que no voy a las clases de salsa. Pero dentro de dos semanas saldrá la revista, y todo volverá a su cauce.
– Vale -dijo él sin protestar.
– Ven a casa esta noche -propuso ella-. Por favor. Dentro de unos días te irás a Edimburgo y no te veré durante una semana. Te prometo que no me quedaré dormida.
Marcus compuso una media sonrisa.
– En algún momento tendrás que dormir -replicó.
– Aguantaré despierta hasta que… Bueno, aguantaré despierta hasta que haga falta -prometió Ashling, insinuante.
La verdad era que lo tenía muy abandonado. Ashling ni siquiera recordaba cuándo habían hecho el amor por última vez. Seguramente hacía más de una semana, y era demasiado tiempo. Sin embargo, Ashling no podía evitarlo: estaba estresadísima y físicamente agotada. De hecho, era un alivio que Marcus fuera a ausentarse durante unos días.
– Si estás demasiado cansada, no quiero presionarte -dijo él, preocupado.
– No estoy demasiado cansada. -Podía hacer el esfuerzo por una noche, ¿no?
Pronto llegaría el 31 de agosto, y después de esa fecha todo volvería a la normalidad.
Clodagh, nerviosa y con los ojos enrojecidos, echó un vistazo a la mesa de la cocina. Ya lo había planchado todo: las camisetas de Dylan, sus camisas, sus calzoncillos, hasta sus calcetines.
Era el sentimiento de culpa, aquel espantoso y corrosivo remordimiento. Se despreciaba tanto que se habría arrancado la piel a tiras.
Pero estaba dispuesta a resarcirlos a todos. A partir de ahora sería la esposa y la madre más abnegada que hubiera habido jamás. Craig y Molly tendrían que comerse todo lo que ella les pusiera en el plato. Soltó un débil quejido: ¿en qué clase de madre se había convertido? Les dejaba comer todas las galletas que querían, acostarse a la hora que les daba la gana. Pues bien, todo eso había terminado. A partir de ahora sería una madre estricta y rigurosa. Y pobre Dylan, tan abnegado y trabajador. Él no se merecía aquella traición, aquella crueldad. Desde que iniciara su romance con Marcus, Clodagh no había permitido que Dylan le pusiera un dedo encima.
Un romance. Se le cortó brevemente la respiración: tenía un romance. Se dio cuenta de lo grave que era aquello y sintió vértigo. ¿Y si la descubrían? ¿Y si Dylan se enteraba? Casi le dio un infarto de pensarlo. Tenía que poner fin a aquella situación. Ahora mismo.
Se odiaba a sí misma, odiaba lo que estaba haciendo, y si le ponía fin antes de que alguien se enterara, podría volver a ser la de siempre, como si no hubiera pasado nada. Invadida por una firme resolución, descolgó el auricular y marcó el número de Marcus.
– Soy yo.
– Hola.
– Hemos terminado.
Marcus suspiró.
– ¿Otra vez?
– Hablo en serio. No quiero volver a verte. No me llames, ni vengas a verme. Quiero a mis hijos. Quiero a mi marido.
Hubo una breve pausa, y luego él dijo:
– Entendido.
– ¿Entendido?
– Entendido. Vale. Adiós.
– ¿Cómo que adiós?
– ¿Qué más quieres que te diga?
Colgó y se sintió engañada. ¿Dónde estaba la dulce recompensa por haber hecho lo correcto? En lugar de sentirse satisfecha, se sentía frustrada y vacía. Y dolida. Marcus no se había resistido ni lo más mínimo. Y se suponía que estaba locamente enamorado de ella. Cabrón.
Antes de la llamada se le había ocurrido la disparatada idea de zurcir todos los calcetines de Dylan en otro desesperado intento de demostrar el amor que le profesaba. Pero cuando regresó a la cocina, desanimada, sus buenos propósitos de ama de casa se vinieron abajo. Al cuerno, se dijo, apática: Dylan podía comprarse calcetines nuevos.
Casi contra su voluntad, volvió corriendo al recibidor, cogió el teléfono y pulsó el botón de rellamada.
– Hola -dijo Marcus.
– Ven ahora mismo -le ordenó Clodagh con voz llorosa y enojada-. Los niños no están en casa. Tenemos hasta las cuatro en punto.
– Voy para allá.
Ashling no salió de la oficina hasta las ocho y media. Mareada de cansancio, no se sentía capaz de ir a su casa andando, así que cogió un taxi. Se puso cómoda en el asiento y comprobó si tenía mensajes en el móvil. Solo había uno, de Marcus. No podía ir a su casa aquella noche, porque tenía que ir a no sé qué función. Menos mal, pensó ella. Así podría llamar a Clodagh y meterse en la cama. Y pasadas dos semanas, cuando todo aquello hubiera terminado, ya resarciría a Marcus…
Al bajar del taxi se encontró a Boo, que tenía un ojo morado.
– ¿Qué te ha pasado?
– Cosas de la fiebre del sábado noche -bromeó él-. Fue hace unos días. Un tipo borracho que buscaba bronca. ¡Vivir en la calle tiene sus inconvenientes!
– ¡Qué horror! -exclamó Ashling, y entonces, casi sin darse cuenta, agregó-: Perdona que te lo pregunte, pero ¿por qué vives en la calle?
– Táctica profesional -contestó él con gesto inexpresivo-. Mendigando gano doscientas libras diarias. Es más o menos lo que ganamos todos, ¿no lo has leído en los periódicos?
– ¿En serio?
– No, mujer. El día que consigo reunir doscientos peniques puedo considerarme afortunado. Es lo de siempre. Si no tienes domicilio fijo, nadie te da trabajo; y si no tienes trabajo nadie te da un domicilio fijo.
Ashling conocía aquella teoría, pero nunca había creído que ocurriera realmente.
– Pero ¿no tienes… una familia que te ayude? ¿Acaso no tienes padres?
– Sí y no. -Soltó una risita y explicó-: Mi pobre mamá no está en muy buena forma. Mentalmente hablando. Y mi papá hizo una perfecta imitación del hombre invisible cuando yo tenía cinco años. Me crié con familias de acogida.
– Madre mía. -Ashling lamentó haber sacado aquel tema a colación.
– Sí, soy un prototipo -dijo Boo, compungido-. Es bochornoso. Y no me adapté a ninguna de las familias de acogida porque yo quería estar con mi madre, así que conseguí terminar los estudios obligatorios sin aprobar ni un solo examen. De modo que, aunque tuviera domicilio fijo, tampoco conseguiría un empleo.
– ¿Por qué no te proporciona el ayuntamiento una vivienda?
– Las mujeres y los niños tienen prioridad. Si lograra quedarme embarazado tendría más posibilidades. Pero se supone que los varones sin hijos pueden valerse por ellos mismos, así que estoy al final de la cola.
– ¿Y los albergues? -Ashling había oído hablar de ellos.
– No quedan habitaciones. En esta ciudad hay más mendigos que pelirrojos.
– Ostras. Es terrible, todo lo que me cuentas.
– Lo siento, Ashling. Te he estropeado el día, ¿no?
– No, qué va. Ya estaba bastante estropeado.
– ¡Ah, por cierto! -exclamó Boo cuando ella ya se iba-. He terminado Tiempos siniestros. Esos asesinos en serie sí que saben mutilar. Y ya voy por la mitad de Sorted! Y he contado la palabra «follar» trece veces en una sola página.
– Qué barbaridad. -No estaba de humor para las críticas literarias de Boo.
Ashling subió a su piso, se sirvió una copa de vino y escuchó los mensajes del contestador automático. Tras una larga ausencia, volvía a haber mensajes de Cormac. Por lo visto, aquel fin de semana iban a entregar los bulbos de jacinto, pero los de tulipán tardarían un poco más.
Después, un tanto avergonzada, llamó a Clodagh. Hacía un par de semanas que no hablaba con ella, desde que fue a Cork a pasar el fin de semana.
– Lo siento muchísimo -dijo Ashling, abatida-. Y seguramente no podremos vernos hasta que haya salido esta maldita revista. La mayoría de los días me quedo trabajando hasta las nueve, y estoy tan cansada que ya no sé ni cómo me llamo.
– No te preocupes por mí, de todos modos voy a pasar unos días fuera.
– ¿Te vas de vacaciones?
– Me voy sola unos días, la semana que viene. A un balneario de Wicklow… porque estoy muy estresada y agotada -concluyó Clodagh con un tono defensivo.
De pronto Ashling recordó la preocupación de Dylan por su esposa y la conversación que había mantenido con él a principios del verano. Y la invadió una sensación sumamente desagradable. Un presentimiento de desastre. Clodagh tenía algún problema y estaba a punto de tener una crisis.
El miedo y la culpabilidad se apoderaron de Ashling.
– Clodagh, a ti te pasa algo, ¿verdad? Siento mucho no haberte hecho caso últimamente. Déjame ayudarte, por favor. De estas cosas lo mejor es hablar.
Clodagh rompió a llorar, y entonces Ashling sintió verdadero miedo. Pasaba algo, sin ninguna duda.
– Cuéntamelo -la animó.
Pero Clodagh siguió sollozando y dijo:
– No, no puedo. Soy asquerosa.
– No lo eres. Eres fantástica.
– Tú no sabes nada, no tienes idea de lo mala que soy, y tú eres tan buena… -Lloraba tanto que ya no se entendía lo que decía.
– Voy para allá -dijo Ashling, decidida.
– ¡No! ¡No, por favor, no lo hagas! -Sollozó un poco más; luego se sorbió la nariz y declaró-: Ya se me ha pasado. Ya me encuentro mejor, de verdad.
– Sé perfectamente que no. -Sintió cómo Clodagh se le escapaba.
– De verdad, te digo que estoy mucho mejor -lo dijo casi con firmeza.
En cuanto colgó, Ashling se echó a temblar. Ted. Maldito Ted. Tenía una corazonada… Marcó el número de teléfono de Ted y, sin más preámbulos, le acusó:
– Últimamente no te veo el pelo.
– Y ¿yo tengo la culpa de eso? -Parecía dolido. ¿O acaso era una táctica defensiva?
– Perdona, Ted. Es el estrés del trabajo. ¿Por qué no salimos a divertirnos un poco?
– ¡Estupendo! ¿Esta noche?
– No, mejor la semana que viene.
– Ah, no. La semana que viene no puedo.
– ¿Por qué no?
No lo digas, por favor, no lo digas…
– Me marcho unos días.
Dios mío. Se le cortó la respiración, como si hubiera recibido un puñetazo en el estómago.
– ¿Con quién? -preguntó.
– Con nadie. Voy a actuar en el festival de Edimburgo.
– Ah, ¿sí? No me digas.
– Pues sí. -La hostilidad hacía chisporrotear las líneas telefónicas.
– Muy bien, Ted, te deseo mucha suerte en tu viaje a Edimburgo con nadie -dijo Ashling con sarcasmo, y colgó.
Ya le pediría a Marcus que estuviera atento y que la avisara si veía a Ted y Clodagh, o mejor dicho, si no veía para nada a Ted.
51
Tras varios días de histerismo colectivo y varias noches de insomnio, llegó el 31 de agosto, el día de la presentación de Colleen. Y llegó demasiado pronto.
A Ashling la despertó aquel dolor tan conocido, un pinchazo intermitente en el oído. Debió imaginárselo. Su oído, que parecía de la sección de ofertas, no le fallaba nunca en los momentos más inoportunos: el primer examen de la prueba de selectividad, el primer día en un nuevo empleo… Si hoy no hubiera aparecido («El día más importante de tu vida profesional», según Lisa), Ashling casi se habría mosqueado.
Aunque el mosqueo habría sido más llevadero que aquel dolor. Ashling se tomó cuatro tabletas de paracetamol y se metió una bolita de algodón en el oído. Aquello lo complicaba todo: ahora no podía lavarse ella sola el cabello por si le entraba agua en el oído, tendría que ir al médico antes de ir a trabajar, y tendría que ir a la peluquería a la hora de comer, cuando ella tenía pensado dedicar ese tiempo a otras cosas.
Tuvo que suplicarle a la secretaria del doctor McDevitt que le diera hora temprano, y después tuvo que implorarle al médico que le recetara un analgésico eficaz.
– Los antibióticos tardan un par de días en hacer efecto -alegó-. Y el dolor no me deja pensar.
– Es que no tendrías que pensar en nada -la reprendió él-. Deberías estar en casa, en la cama.
¡En la cama! En cuanto recogió los medicamentos, se fue a toda velocidad a un preestreno, donde las personas con que habló no se fijaron más que en su grasiento cabello. La película duró tres interminables horas, durante las cuales Ashling no paró de removerse en el asiento, pensando en la cantidad de trabajo que podría estar haciendo en la oficina. ¡Y pensar que antes creía que aquellas cosas podían resultar interesantes!
En cuanto empezaron a aparecer los créditos, Ashling se hizo con el comunicado de prensa y salió a toda pastilla del cine. En diez minutos, batiendo todos los récords, llegó a las oficinas de Colleen, casi desiertas, y las encontró llenas de sandalias de fiesta y vestidos colgados de las puertas y los archivadores. El teléfono de Lisa estaba sonando, pero cuando cogió el auricular ya habían colgado. Corrió a su teléfono, pero ninguna peluquería pudo darle hora, ni siquiera las que estaban en deuda con Colleen.
En la primera le dijeron: «¿Una emergencia? No, si ya sabemos lo de esta noche. Lisa está aquí».
De modo que con esa no podía contar. Lisa debía de estar agotando el cupo de servicios gratuitos. Llamó a las otras peluquerías y se enteró de que Mercedes, Trix, Dervla y hasta la señora Morley y Shauna el Honey Monster habían utilizado el nombre de Colleen para conseguir que les dieran hora.
«¿Cómo he podido ser tan idiota?»
Pero no tenía tiempo para lamentos ni reproches: empezaba a entrarle pánico. Con aquel pelo no podía ir a ningún sitio. Tendría que lavárselo allí mismo. Afortunadamente, la oficina estaba llena de productos para el cuidado del cabello (hasta había algo tan elemental como champú). Sin embargo, necesitaba ayuda, y en la oficina solo quedaba Bernard, engalanado con su mejor chaleco de rombos con motivo de la fiesta.
– Bernard, ¿quieres hacerme un favor enorme? Ayúdame a lavarme el pelo.
Bernard la miró, horrorizado.
– Tengo una infección de oído -explicó Ashling con paciencia-. Necesito ayuda para que no me entre agua.
Bernard no sabía dónde meterse de la vergüenza.
– Pídele a alguna de las chicas que te ayude.
– Bernard, por si no te habías dado cuenta, no hay nadie. Y dentro de menos de una hora tengo que entrevistar a Niamh Cusack. Tengo que hacerlo ahora.
– ¿Y cuando vuelvas de la entrevista?
– Tengo que ir directamente al hotel a ayudar a prepararlo todo. ¡Por favor, Bernard!
– No -dijo él-. No puedo. No me parece correcto.
¡Por Dios! ¿Por qué todo le salía mal? Pero ¿qué esperaba? Bernard tenía cuarenta y cinco años y todavía vivía con su madre.
– Además tengo que ir al sindicato -mintió. Y salió disparado.
Ashling se sentó a su mesa, dispuesta a desahogarse llorando. Le dolía el oído, estaba agotada, tendría que ir a la fiesta con el pelo así de guarro, y todos los demás estarían guapísimos. Se tapó la oreja con la mano y dejó que unas lágrimas de sondeo resbalaran por sus mejillas.
– ¿Qué pasa?
Ashling pegó un respingo. Era Jack Devine, que la miraba con preocupación.
– Nada -murmuró ella.
– ¿Qué pasa?
– La fiesta es esta noche -recitó ella, resentida-. Llevo el pelo sucio, en la peluquería no me dan hora por nada del mundo, no puedo lavármelo yo sola porque tengo una infección de oído y aquí no hay nadie que quiera ayudarme.
– ¿Quién es nadie? ¿Bernard? ¿Por eso se ha ido corriendo? Ha estado a punto de derribarme cuando salía del ascensor.
– Ha ido al sindicato.
– ¿Al sindicato? Mentira. Al sindicato solo va los viernes. Ostras, debes de haberlo asustado de verdad.
Jack soltó una carcajada, mientras Ashling lo miraba hoscamente. Entonces Jack dejó el montón de documentos que llevaba en las manos y dijo:
– ¡Venga, manos a la obra!
– ¿Qué quieres decir?
– Vamos al cuarto de baño. Yo te lavaré el pelo.
Ashling lo miró con gesto taciturno.
– Tienes demasiado trabajo -le dijo. Jack siempre tenía demasiado trabajo.
– No tardaremos mucho, ¿no? ¡Vamos!
– ¿En qué cuarto de baño? -preguntó Ashling.
– En el de hom… -fue a decir él, pero se interrumpió. Se miraron, luchando en silencio-. Pero…
– En el de hombres no -repuso ella con firmeza.
– Pero…
– No. -Ya había suficiente con que Jack Devine le lavara el pelo, solo faltaría que encima tuviera que hacerlo delante de una pared de urinarios. Ni hablar.
– De acuerdo -concedió él.
– No se parece en nada al nuestro.
Jack se quedó en el umbral, contemplando el cuarto de baño como si fuera algo excepcional, o incluso aterrador.
– Venga -dijo Ashling con insolencia, intentando disimular lo incómoda que se sentía. Cogió la manguera de ducha de goma, regalo de una marca de champús, e intentó acoplarla al grifo del lavamanos. Pero se aplastaba como un acordeón y no servía para nada-. Menudo invento -masculló. ¿Es que hoy nada le iba a salir bien?
– Dame eso. Jack se acercó al lavamanos y acopló la manguera al grifo a la primera.
– Gracias.
– Y ahora, ¿qué? -Él se quedó mirando cómo ella ponía las manos debajo del chorro de agua, moviendo el grifo hasta que consiguió la temperatura adecuada.
Ashling echó la cabeza hacia delante, inclinándose sobre el lavamanos de porcelana blanca.
– Primero tienes que mojarlo. Y cuidado con mi oído. -Madre mía. Lo que había que hacer.
Indeciso, Jack cogió la ducha de plástico y le echó un poco de agua por la cabeza; el cabello se oscureció inmediatamente.
– ¡Tienes que mojarlo del todo! -exclamó ella.
– ¡Ya lo sé!
Jack empezó por la oreja izquierda (el oído que no le dolía); le levantó el cabello, separándolo en madejas, se lo mojó bien, llegó hasta la línea de crecimiento y luego bajó hasta la nuca. Ashling notó un cosquilleo no del todo desagradable.
Jack se inclinó sobre su espalda y ella notó el contacto de sus muslos. Se dio cuenta de que percibía el calor de él, y también de que la puerta estaba cerrada. Estaban solos. Ashling empezó a sudar.
Pero cuando un hilillo de agua corrió hacia su oreja derecha, el miedo la distrajo, y gritó:
– ¡Ten cuidado!
– Tranquila -dijo Jack, ofendido.
Creía que lo estaba haciendo bastante bien, para ser un hombre que nunca le había lavado el cabello a nadie.
– Perdona -dijo ella-. Es que si me entra agua, se me puede perforar el tímpano. Ya me ha pasado dos veces.
– Vale.
Jack enlenteció sus movimientos y pasó los dedos con cuidado por la zona peligrosa para retirar el agua. Se fijó en la piel de detrás de la oreja de Ashling y se emocionó. Aquella tierna franja que contrastaba con el vigor de la línea de crecimiento del cabello parecía tan dulce e indefensa, aunque también inexplicablemente soberbia. Y la bolita de algodón que le asomaba por la oreja… Tragó saliva.
– Coge el champú -dijo Ashling, devolviéndolo a la realidad-. Pon un poco en el pelo y frota hasta hacer espuma…
– Ashling, ya sé usar el champú.
– Ya. Sí, claro.
Jack empezó a describir círculos por su cabeza, enjabonándole el cabello. Ashling sintió un placer inesperado. Cerró los ojos y se relajó, dejando que aquellas últimas semanas, agotadoras, se perdieran en la distancia.
– ¿Qué tal lo hago? -preguntó él.
– Muy bien.
– Siempre me ha gustado trabajar con las manos -admitió, un tanto nostálgico.
– Pues no podrías ser peluquero -murmuró ella, lamentando tener que hablar, pues estaba disfrutando muchísimo-. No eres suficientemente afeminado.
Jack siguió masajeándole el cuero cabelludo con sus firmes y duras manos, y Ashling sentía un maravilloso cosquilleo. Iba a llegar tardísimo a la entrevista con Niamh Cusack, pero no le importaba. Notaba unos placenteros escalofríos en la cabeza, la tensión abandonó los músculos de su cuerpo y lo único que se oía en la habitación era la respiración de Jack. Inclinada sobre el lavamanos, somnolienta, se sentía arropada por el calor de él. Estaba en la gloria… Pero entonces sintió miedo. Jack no se estaba limitando a enjabonarle la cabeza. Ella lo sabía. Y él debía de saberlo. Aquello era mucho más íntimo que un simple lavado.
Y había otra cosa. Ashling notaba algo. Algo duro a la altura del hígado, justo donde Jack Devine tenía la entrepierna. ¿O se lo estaba imaginando?
– Creo que ya puedes ir aclarándomelo -dijo con una débil vocecilla-. Y ponme un poco de suavizante, pero no te entretengas, porque voy a llegar tarde.
Estaba hablando con Jack Devine. Con el jefe de su jefa. Ashling no entendía qué estaba pasando, pero fuera lo que fuese era muy raro.
En cuanto Jack hubo terminado, ella eliminó el exceso de agua, y entonces vio que él se le acercaba con una toalla.
– Ya puedo secármelo sola, gracias. -Casi no podía hablar.
Sus miradas se encontraron en el espejo, e inmediatamente Ashling apartó sus ojos de los ojos azabache de Jack. Estaba muerta de vergüenza, desconcertada… como siempre se sentía cuando estaba con él, pero elevado a la décima potencia.
– Gracias -dijo educadamente-. Me has sacado de un apuro.
– De nada-. Jack sonrió, y entonces la atmósfera se transformó por completo, tanto que, más tarde, ella se preguntó si se había imaginado aquel zumbido que los rodeaba-. No soy tan ogro como todos creéis.
– No, si nosotros no…
– Solo soy un tío normal que hace un trabajo difícil.
– ¡Eso! ¡Exacto!
– Oye, ¿qué te apuestas a que Trix me pilla saliendo de aquí?
Ashling tardó un momento en contestar:
– Un billete de diez.
52
Cuando Jack llegó al hotel Herbert Park, la fiesta ya había empezado. El salón estaba abarrotado de gente, había ejemplares de Copeen dispuestos en lustrosos montones en las mesas, y las chicas habían montado una eficaz cinta transportadora humana para controlar a los invitados.
La primera escala era Lisa, que iba impecable y seguramente nunca había estado tan guapa. Luego estaba Ashling, un poco incómoda con su vestido y sus zapatos de tacón, encargada de compraban las invitaciones con una lista. Mercedes, vestida de negro, les colocaba unas insignias con su nombre a los recién llegados. Y por último Trix, que iba prácticamente desnuda, indicaba a los invitados dónde estaba el guardarropa. Unos chicos y chicas muy atractivos circulaban entre la gente con bandejas de cócteles para mayores (no se veía ni una sola sombrillita).
– Señora directora -dijo Jack parándose delante de Lisa.
– ¡Oye! ¡Yo soy la que saluda! -replicó ella, sonriente.
– Bueno, pues salúdame.
Lisa le dio un beso en la mejilla y, parodiando al personal de las revistas femeninas, exclamó:
– ¡Querido! ¡Cómo me alegro de verte! Por cierto, ¿puedes decirme quién coño eres?
Jack rió y se acercó a Ashling, que levantó la vista del listado que tenía en las manos.
– Ah, hola -exclamó con timidez-. Devine. Jack. No lo encuentro en mi lista. ¿Seguro que lo han invitado?
– Creo que sí -repuso él, y fijándose en el vestido negro suelto de Ashling agregó-: Estás muy elegante. -Aunque lo que quería decir era: «Estás diferente».
– Casi nunca llevo vestidos -confesó Ashling-. Y ya me he hecho una carrera en las medias.
– ¿Qué tal el pelo?
– Juzga tú mismo. -Lo agitó para que él lo viera.
En otra mujer, aquel gesto habría parecido presumido y felino; pero en Ashling tenía una naturalidad que Jack encontró maravillosa.
– ¿Y el oído?
– ¿Qué oído? -preguntó Ashling alegremente, y levantó su cóctel de champán-. ¡Salud! Ya no me duele. Y ahora, señor, circule, por favor.
Lisa se pasó la noche recibiendo felicitaciones. La fiesta fue todo un éxito: estaba todo el mundo. Una minuciosa búsqueda solo había descubierto seiscientos catorce personajes ilustres en Irlanda, pero por lo visto todos habían acudido a la convocatoria. Por el salón circulaban ráfagas de elogios y buena voluntad que levantaban el ánimo. Era fabuloso.
Y, pese a que hubo desastres hasta el momento de imprimir, Colleen resultó también un éxito deslumbrante. Sus satinadas páginas rebosaban audacia y mordacidad. En el último momento, Lisa hasta había conseguido la carta del famoso. Laddz, el nuevo grupo musical masculino, acababa de presentarse, y Shane Dockery, el cantante (el tímido jovencito al que Lisa había conocido meses atrás en el lanzamiento celebrado en el Monsoon) se había convertido en un auténtico ídolo cuyas fans adolescentes trepaban como monos las paredes de su casa.
Shane se acordaba de Lisa. ¿Cómo iba a olvidar a la única persona que fue agradable con él cuando nadie conocía todavía su grupo? Si conseguía desalojar a aquellas adolescentes del cajón de su mesa, escribiría encantado la carta. Y todo el mundo coincidió en que su artículo tenía una frescura y una exuberancia muy atractivas que otras estrellas del rock ya consagradas no habrían podido imitar.
Lisa no podía parar de sonreír. Y sonreía de oreja a oreja, sinceramente. ¿Quién iba a decir, cuatro meses atrás, que lo conseguiría? ¿Y que se sentiría tan satisfecha?
Hasta el problema de la publicidad estaba resuelto, gracias al reportaje sobre Frieda Kiely y las fotografías en que aparecían los mendigos. Los encargados de prensa de las principales firmas de moda se habían dado cuenta de que Colleen no era un periódico gratuito provinciano, sino una fuerza que tener en cuenta. No solo habían incluido anuncios grandes y caros, sino que además habían pedido que sus colecciones fueran incluidas en próximos números.
– Hola, Lisa.
Ella se volvió y vio a Kathy, su vecina, sosteniendo una bandeja de sushi.
– Ah, hola, Kathy.
– Gracias por invitarme.
– De nada.
– Verás, unos cuantos me han preguntado dónde están los bocadillos de salchichas.
Lisa soltó una carcajada.
– Si lo han preguntado, es que no deberían estar aquí.
– Yo he probado el sushi y todo -le confesó Kathy-. Y ¿sabes qué te digo? Que no está mal.
Marcus Valentina, borracho perdido, pasó por su lado tambaleándose. Automáticamente, Lisa le lanzó una sonrisa deslumbrante. Y a continuación pasó Jasper French, todavía más borracho. Entonces apareció Calvin Carter, que había viajado desde Nueva York con motivo de la fiesta.
Calvin la saludó efusiva y cariñosamente.
– Fabuloso, Lisa. -Paseó la mirada por la atractiva multitud-. Fabuloso. Bueno, y ahora ¡los discursos!
Subió a la tarima y empezó con una frase en gaélico que Ashling había tenido que escribirle fonéticamente.
– Kade Mila Fal-che -bramó, y al público le gustó, a juzgar por la carcajada general que desencadenó.
Aunque la verdad era que a Calvin siempre le había costado ver cuándo la gente se reía con él y cuándo se reía de él.
A continuación hizo un discurso sobre Dublín, sobre las revistas y sobre lo fabulosa que era Colleen.
– Y la mujer que ha hecho posible todo eso… -Estiró un brazo hacia donde estaba Lisa-. Damas y caballeros, les dejo con la directora, ¡Lisa Edwards!
La entrada de Lisa fue recibida con fuertes aplausos.
– Aplaude -le susurró Ashling a Mercedes-, o te despedirán.
Mercedes rió, enigmática, y permaneció con los brazos cruzados. Ashling la miró, acongojada, pero no podía distraerse. Era la encargada de entregarle el ramo de flores a Lisa. Y como estaba completamente borracha (en realidad era una combinación de cansancio físico, analgésicos y alcohol), temía no poder aguantar en pie lo suficiente para subir el ramo a la tarima.
Mientras Lisa pronunciaba su bonito discurso, sus ojos se fijaron en Jack, al que secretamente ella llamaba «la guinda del pastel de esta noche». Jack estaba apoyado contra una pared, con los brazos cruzados, y la miraba con una discreta sonrisa en los labios, con cariño y agradecimiento.
La moral de Lisa aumentó aún más. De esta noche no pasa, se dijo. Desde que Jack regresó de Nueva York, todos habían estado demasiado ocupados para frivolidades, y ella apenas había tenido ocasión de coquetear con él. Pero después de esta noche podrían dormirse sobre sus laureles, y Lisa estaba decidida a que él se durmiera a su lado. Recorrió a su público con la mirada, y con una trascendental sonrisa en los labios. ¿Dónde demonios se había metido Ashling? Ah, allí estaba. Lisa le hizo una señal con la cabeza: había llegado el momento de entregarle el ramo.
Tras los discursos, la fiesta subió bastante de tono. Calvin parecía alarmado: en Nueva York no bebían así. Y ¿dónde se había escondido Jack?
Jack, cansado de estrechar manos, había encontrado un asiento tranquilo en un rincón y allí se había quedado. Encima de la mesa había unos cuantos paquetitos de sushi abandonados, que evidentemente alguien no se había atrevido a probar.
De pronto, interrumpiendo su calma, se abrieron violentamente unas puertas de vaivén que había cerca y Ashling apareció bailando, siguiendo el compás de la música a la perfección y sosteniendo una copa y un cigarrillo. Bailaba estupendamente; movía todas las partes del cuerpo con un ritmo hechizante. Debía de estar muy, pero que muy borracha.
Ashling avanzó hacia Jack, le lanzó el bolso con ímpetu y entonces se dio cuenta de que tenía algo en la rodilla.
– ¡Una carrera! ¡Alerta roja! -anunció-. Pásame el bolso.
Sujetando el cigarrillo entre los labios, y con los ojos entrecerrados para protegerse del humo, sacó un vaporizador del bolso y se roció la pierna, desde la pantorrilla hasta el muslo.
Jack la observaba cautivado.
– ¿Qué haces con la laca?
– Es para parar la carrera.
Hizo una especie de perístole con la boca, sujetando el cigarrillo en un extremo y hablando y exhalando el humo a la vez. Jack estaba impresionado.
Mientras miraba cómo Ashling guardaba la laca en su bolso, decidió que pondría la vida en sus manos.
Ashling soltó una aguda exclamación, como si acabara de ocurrírsele algo genial; volvió a meter la mano en el bolso, riendo a carcajadas, y sacó una botellita de cristal. Se aplicó un poco de perfume en la muñeca y se la mostró a Jack.
– ¿Sabes a qué huelo? ¡A Oui! -Le enseñó la botella de Oui-. Es el regalo. Lástima que no nos la hayan dado hasta el final, porque habríamos podido pasearnos por el salón diciéndonos unos a otros «Hueles a Oui». -Entonces se fijó en una cosa, y añadió-: Ostras, mira. Te muerdes las uñas. -Le cogió una mano a Jack y se la examinó.
– Sí -admitió él.
– ¿Por qué?
– No lo sé. -Le habría gustado tener un motivo, pero por lo visto no lo tenía.
– Eso es que te preocupas demasiado por todo. -Le dio unos golpecitos en la mano, compasiva, y mirándolo con repentina urgencia le preguntó-: Oye, ¿tienes cigarrillos? Jasper French me ha dejado seca.
– Me extraña que no tengas un paquete de emergencia-. Pretendió decirlo con un tono bromista, pero tenía la boca pastosa, como si acabara de salir de la consulta del dentista.
– Lo tenía, pero también me lo ha robado.
Jack vio que Lisa, en el otro extremo de la sala, lo miraba y levantaba la copa. Su lenguaje corporal era una pura invitación. Mientras buscaba sus cigarrillos, notó que tenía la cabeza muy espesa y no podía pensar. Lisa era muy guapa. Era inteligente y caradura, y él la admiraba por su perspicacia y su vitalidad. Es más, Lisa le gustaba. ¿Acaso no la había besado? Aunque todavía no entendía cómo había pasado.
Era evidente que ella tenía planes para aquella noche que lo incluían a él, pero de pronto tuvo la certeza de que no quería participar en su juego. ¿Por qué no? ¿Sería porque Lisa estaba casada? ¿Porque trabajaban juntos? ¿Porque todavía no había olvidado a Mai? ¿O porque todavía no había olvidado a Dee? Pero no, no era por ninguno de aquellos motivos. Era por Ashling. La chica antes conocida como doña Remedios.
¿Qué demonios le estaba pasando? ¿Sería jet-lag? No, no podía ser jet-lag. Ya hacía doce días que había regresado.
Entonces solo podía sacar una conclusión. Una sola e inevitable conclusión: le iba a dar un ataque.
53
Ashling se despertó como si durante la noche la hubiera arrollado un camión. Tenía punzadas en el oído, le dolían los huesos y sentía una fatiga mental, pero nada de eso le importaba. La noche pasada había sido estupenda. La fiesta había sido un éxito total, y además se lo había pasado en grande.
Por un momento no supo si estaba sola en la cama o no. Entonces recordó que en algún momento de la noche había perdido a Marcus y había vuelto sola a casa. No pasaba nada. Ahora que la revista estaba en la calle, la vida podía recuperar la normalidad.
Se arrastró, dolorida, hasta el sofá y se puso a fumar y ver la televisión. Tenía el cerebro hecho polvo. Iba a llegar tardísimo al trabajo, pero no le importaba. Se daba por hecho que aquel día todo el mundo podía presentarse en la oficina a la hora que le diera la gana. Al cabo de un rato se lavó y se vistió, y cuando salió a la calle ya eran las once. Llovía. El cielo estaba cubierto de nubes bajas, y había una luz gris verdosa. A unos metros del portal estaba Boo, sentado en la acera mojada. Estaba acurrucado, con el cabello pegado al cráneo, y la lluvia le resbalaba por la cara. Pero cuando Ashling se le acercó se dio cuenta, con gran conmoción, de que no era la lluvia lo que le mojaba la cara. Boo estaba llorando.
– ¿Qué tienes, Boo? ¿Te ha pasado algo?
Ella miró y abrió mucho la boca, como si gritara en silencio.
– Mírame. -Se protegió los ojos con una mano mientras se señalaba el cuerpo con la otra: la ropa sucia y empapada, nada con que taparse la cabeza-. Es tan degradante -añadió estremeciéndose.
Ashling se quedó perpleja, porque en realidad Boo era un chico muy alegre.
– Tengo hambre, tengo frío, estoy empapado, sucio, aburrido, solo y… ¡asustado! -Tenía el rostro contraído y sollozaba-. Estoy harto de que me fastidie la policía, estoy harto de emborracharme con otros mendigos, estoy harto de que me traten como a un desgraciado. No me dejan entrar en la cafetería de enfrente a tomarme una taza de té. Ni siquiera me dejan comprar algo para llevar.
Ashling nunca había pensado que a Boo le gustara ser mendigo, pero no se había dado cuenta de que aborreciera tanto su condición.
– Todo el mundo me insulta. Me dicen que soy un vago, que debería buscar empleo. Qué más quisiera yo que tener un empleo. Odio pedir limosna. Es humillante.
– ¿Ha pasado algo? -preguntó Ashling-. ¿Algo te ha hecho estallar?
– No -contestó él-. Es que tengo un mal día.
Mientras Ashling se preguntaba qué podía hacer, la lluvia resbalaba por su paraguas y le caían unas frías y pesadas gotas en la espalda de la chaqueta. De pronto sintió una gran frustración. Boo no era responsabilidad suya. Ella pagaba sus impuestos; el gobierno debería ocuparse de la gente como él. ¿Y si le dejaba refugiarse en la portería de su edificio? No, no podía hacerlo: ya lo había hecho aquel verano durante una fuerte tormenta, y los vecinos habían puesto el grito en el cielo. ¿Qué podía hacer? ¿Ofrecerle su piso? Pues sí, claro; pero, pese al cariño que le tenía, vaciló. Aquel pobre chico estaba tan desvalido…
Al final cedió:
– Sube a mi casa. Date una ducha y come algo. Y puedes meter la ropa en la lavadora.
Ashling confiaba en que Boo rechazaría su ofrecimiento y que ella podría seguir su camino con la conciencia tranquila; pero él la miró con gesto de tristeza y gratitud.
– Gracias -balbució, y rompió a llorar otra vez-. No te preocupes, no me acostumbraré -prometió mientras Ashling lo acompañaba por la escalera.
En cuanto ella vio cómo contrastaba Boo con su pulcro apartamento, se dio cuenta de lo guarro que iba. Los vaqueros que llevaba no habían visto una lavadora en años, y tenía la cara y las manos sucísimas.
– Huelo mal -admitió avergonzado-. Lo siento.
Ashling notó que algo estallaba en su pecho. Rabia, pena.
– Toallas. -Con las mandíbulas apretadas, le entregó unas suaves toallas-. Champú, un cepillo de dientes nuevo. Ahí dentro está la lavadora. Aquí tienes la tetera, té, café. Si encuentras algo comestible en la nevera, puedes comértelo. -Le dio un billete de diez libras-. Tengo que ir a la oficina, Boo. Ya nos veremos luego.
– Nunca olvidaré lo que haces por mí.
Ashling cerró la puerta y lo dejó plantado en el pasillo, con las piernas torcidas, como Charlie Chaplin, y con las suaves toallas en las manos, blancas y mullidas.
Cuando Ashling llegó a la oficina, Jack Devine le dijo «Tienes visita», y señaló al hombre que estaba sentado a su mesa, completamente grogui.
En cuanto vio a Dylan, Ashling comprendió que había pasado algo grave. Algo verdaderamente espantoso. Tenía el rostro tan alterado por la conmoción que ella casi no lo reconoció, y eso que hacía once años que lo conocía. Estaba como apagado: tenía la piel, el cabello sin vida. La miró a los ojos, pasmado y dolido, y anunció en voz alta, de modo que todos pudieron oírle:
– Clodagh tiene un amante.
De pronto Ashling lo entendió todo. Un pensamiento se coló en su conciencia: qué cosas tan espantosas hace la gente a las personas que quieren.
Se sentía moralmente obligada a cumplir con las formalidades. De ningún modo podía decirle a Dylan: «Yo ya sospechaba algo». Tenía que fingir que cabía la posibilidad de que él se equivocara, así que le preguntó:
– ¿Qué te ha hecho pensarlo?
– Los he pillado in fraganti.
– ¿Cuándo? ¿Dónde?
– Esta mañana, a las diez. He ido a casa porque últimamente Clodagh me tenía preocupado -expuso.
Más bien porque sospechaba de ella, pero en fin. Era comprensible.
– Y los he sorprendido en la cama -prosiguió Dylan con voz de soprano, y por segunda vez en la misma mañana, Ashling vio llorar como a un niño a un hombre maduro-. Y sé quién es -admitió Dylan-. Tú también lo conoces.
Ashling estaba indignada. Sabía de quién le estaba hablando Dylan.
– Es ese humorista desgraciado.
«Ya lo sé», pensó.
– Ese amigo tuyo.
«¡Ted!»
– El hijo puta de Marcus -dijo Dylan entre sollozos-. Como coño se llame. Valentina, o qué sé yo. Eso, Marcus Valentina.
– Querrás decir Ted, mi amigo Ted. Bajito y moreno.
– No, no me refiero a ese. Me refiero al otro, al larguirucho. Marcus Valentina.
De pronto, la pesadilla de Ashling tomó otra dirección.
– Marcus no es mi amigo -dijo su voz desde la distancia-. Es mi novio.
Las pocas personas que había en ese momento en la oficina (Jack, la señora Morley, Bernard) se quedaron paralizados. Solo se oían los sollozos de Dylan.
– No creo que te sorprenda demasiado -prosiguió él-. No es la primera vez que Clodagh te roba a tu novio. La miró fijamente y afirmó-: Debí casarme contigo, Ashling… Tengo que irme. -Se levantó y cogió una bolsa.
– ¿Qué es eso? -balbució Ashling.
– Ropa y otras cosas.
– ¿La has dejado?
– Pues claro que la he dejado. ¿Qué coño quieres que haga?
– Pero ¿adónde vas a ir?
– A casa de mi madre, de momento.
Ashling lo vio marchar. Estaba como atontada.
De pronto notó un gran peso sobre sus hombros. Un brazo. De Jack Devine.
– Ven un momento a mi despacho.
Lisa se despertó aquejada del anticlímax que sucede a toda intensa emoción. El polvo de estrellas de la noche anterior había desaparecido. Sí, la revista había quedado fenomenal; sí, la fiesta fue todo un triunfo; pero solo tenía una circulación de treinta mil libras en un páramo cultural. ¿Qué tenía eso de espectacular?
En parte, el anticlímax se debía a una decepción aún mayor. Se trataba de Jack. Lisa habría jurado que aquella noche volverían juntos a su casa. Sentía que se lo merecía; era su recompensa por haber trabajado tanto y conseguido llevar a término aquel proyecto.
Aunque no habían vuelto a salir juntos desde que él regresara de Nueva Orleans, Lisa daba por hecho que, según un acuerdo tácito, esperarían hasta después de la presentación de la revista. Pero la noche pasada, cuando Lisa fue a recoger su premio, Jack había desaparecido.
Llegó a la oficina a mediodía, con la moral por los suelos. Se dirigió directamente al despacho de Jack, en parte para hacer un análisis de la fiesta y en parte para ver cómo respiraba él. Abrió la puerta…
Y vio una escena de lo más sorprendente. Al instante, una sabiduría primigenia la recorrió y paralizó.
No era el hecho de que Ashling y Jack estuvieran solos en su despacho, ni que Jack estuviera meciéndola como si ella fuera una valiosísima muñeca de porcelana. Era la expresión de Jack. Lisa jamás había visto semejante expresión de ternura.
Retrocedió y cerró la puerta, y la incredulidad convirtió la oficina en un escenario onírico.
Trix se le acercó con una hoja de papel en la mano.
– Te han llamado por teléfono…
– Ahora no.
Al cabo de unos minutos, Ashling salió del despacho de Jack, pálida y evitando las miradas de sus colegas. Se marchó de la oficina sin dar explicaciones.
Entonces salió Jack, con gesto cansado.
– ¡Lisa! -exclamó-. Ashling acaba de sufrir una fuerte conmoción y le he dicho que se vaya a su casa.
– ¿Qué le ha pasado? -Le costó esfuerzo dirigirse a él.
– Pues… se ha enterado de que su novio tiene un lío con su mejor amiga.
– ¿Qué? ¿Marcus Valentina? ¿Con Clodagh?
– Sí.
Lisa tuvo ganas de reír.
– ¿Puedes venir un momento a mi despacho? -le dijo Jack-. Tenemos que hablar de una cosa.
¿Qué iba a hacer? ¿Disculparse? ¿Explicarle que solo había intentado consolar a Ashling, y que en realidad la que le gustaba era Lisa? Pero no, resultó que solo quería hablar de trabajo.
– En primer lugar, quiero felicitarte por la fiesta de anoche y por el primer número de la revista. Has conseguido mucho más de lo que nosotros esperábamos lograr, y la junta directiva me ha pedido que te felicite por tu trabajo.
Ella asintió con la cabeza, consciente de que había perdido terreno. La soltura que habían compartido se había desvanecido, y era evidente que Jack se sentía incómodo con ella.
– Punto número dos. Lamento decirte esto cuando deberías estar disfrutando de tu éxito -prosiguió-, pero tengo que darte una mala noticia.
«¿Estás enamorado de Ashling?»
– Esta mañana Mercedes ha presentado su dimisión.
– Ostras. ¿Por qué motivo?
– Se marcha de Irlanda.
«Zorra», pensó ella. Ni siquiera había tenido la decencia de confesar que se marchaba porque Lisa era una tirana obnubilada por el poder con la que se sentía incapaz de seguir trabajando.
– Le han ofrecido un empleo en Nueva York -explicó Jack-. Por lo visto, a su marido lo han destinado allí.
– ¿Nueva York? -Lisa se acordó del viaje que Mercedes había hecho en junio. Le vino a la mente la peor idea que se le podría haber ocurrido-. Ese nuevo empleo… no será en Manhattan, ¿verdad?
– No sé en qué revista, no me lo ha dicho.
– ¿Dónde está? -bramó Lisa, furiosa.
– Se ha ido. Le debíamos una semana de vacaciones, y la ha cogido a cambio de los quince días de preaviso.
Lisa se cubrió la cara con las manos.
– ¿Te importa que me vaya a casa? -preguntó.
Pidió un taxi y quince minutos más tarde volvía a estar en casa, aunque tenía la sensación de estar soñando. Abrió la puerta y entró. Había llegado el correo: había un enorme sobre de papel Manila en el suelo del recibidor. Lo recogió distraídamente y lo abrió mientras se quitaba los zapatos. Desdobló la rígida hoja de papel que había dentro al tiempo que dejaba el bolso encima del mármol de la cocina. Entonces, finalmente, prestó atención a las páginas que tenía en las manos.
Bastó con echarles un breve vistazo. Se sentó en el suelo, sin dar crédito a lo que veían sus ojos.
Era una demanda de divorcio.
Clodagh abrió la puerta de su casa y retrocedió ante el grito de «¡Hija de puta!» que le lanzaron.
– ¡Ashling!
– ¿Qué pasa? ¿No me esperabas?
No, no la esperaba. En lo único que había sido capaz de pensar era en Dylan: que la había descubierto y que la había dejado. Sí, claro, sabía que tarde o temprano tendría que enfrentarse a Ashling, pero todavía no había tenido ocasión de pensar en ello.
– ¿Qué, amiga? -dijo Ashling entrando en la cocina-. ¿Pensabas mucho en mí mientras follabas con mi novio?
Clodagh estaba desesperada. ¿Cómo podía explicar sus remordimientos, la tortura que aquello había supuesto para ella?
– Sí, pensaba en ti, Ashling -dijo humildemente-. Pensaba en ti. Esto ha sido muy difícil para mí. Parece que los únicos que tienen aventuras sean los personajes de los culebrones. Pero no es así: la gente corriente también las tiene.
– Pero ¿cómo has podido hacerme esto a mí? ¡A mí!
– No lo sé. En realidad no hacía mucho tiempo que salías con él; no es lo mismo que si estuvierais casados. Y yo me sentía tan desgraciada, tan atrapada, y creía que me iba a volver loca…
– No pretendas que te compadezca. Tú lo tienes todo -la acusó Ashling-. ¿Por qué has tenido que quitármelo? ¡Tú lo tienes todo!
– A veces no basta con tenerlo todo -repuso Clodagh. Fue lo único que se le ocurrió decir.
– ¿Cuándo empezó este rollo con Marcus?
– Cuando estabas en Cork -contestó Clodagh fríamente-. Me dio una nota con su número de teléfono…
– Llamez-moi. -A Ashling le encantó la expresión de sorpresa de Clodagh-. Te la dio a ti y antes se la había dado a medio Dublín. Entonces ¿por qué fue a recogerme a la estación aquel domingo?
Clodagh se encogió de hombros.
– Quizá se sintiera culpable.
– ¿Qué pasó después?
– El lunes siguiente vino a verme aquí. No pasó nada. Solo tomó una taza de té, y antes de marcharse lavó la taza. Ya sé que es un detalle estúpido, pero…
– Dijo: «Mi madre me educó muy bien» -recordó Ashling-. Ya. A mí también me impresionó con eso.
– Me quiere -se defendió Clodagh.
«No me extrañaría nada», pensó Ashling, y el dolor amenazó con perforar su escudo de ira.
– ¿Y luego?
– Me invitó a tomar café…
– Y ¿qué más?
– Al día siguiente volvió a presentarse aquí.
– Y entonces no se limitó a lavar su taza, ¿no?
«Esto no es real -pensó-. Es una alucinación.»
Clodagh asintió con la cabeza, evitando su mirada.
– ¿Fuiste con él a Edimburgo?
Volvió a asentir en silencio.
– Nunca hubiera dicho que fuera tu tipo -dijo Ashling, y se dio cuenta de que tenía la cara contraída de dolor. Cómo le habría gustado una máscara circunspecta y digna.
– Yo tampoco lo hubiera dicho -reconoció Clodagh-. Pero desde la noche que lo conocí en aquella función de cómicos me gustó mucho. No era mi intención, pero no pude evitarlo.
– ¿Y Dylan?
Clodagh agachó la cabeza.
– No sé… Mira, te he traicionado, he traicionado nuestra amistad, y eso debe de dolerte más que el fin de tu… romance.
– Te equivocas -se apresuró a corregirla Ashling-. Me duele mucho más perder a mi novio.
Clodagh miró el pálido y enojado rostro de Ashling y admitió tímidamente:
– Nunca te había visto así.
– ¿Cómo? ¿Enfadada? Pues mira, ya iba siendo hora.
– ¿Qué quieres decir?
– No es la primera vez que me haces esto -le recordó Ashling-. Dylan era mi novio hasta que tú me lo quitaste.
– Sí, pero… él se enamoró de mí.
– Me lo robaste.
– Y ¿por qué no habías dicho nada hasta ahora? -se defendió Clodagh-. Te gusta el papel de víctima.
– ¿Insinúas que la culpa la tengo yo? Mira, vamos a aclarar una cosa. Lo de Dylan te lo perdoné, pero esto no te lo perdonaré jamás.
54
«Vaya -se dijo-. Creo que estoy deprimida.»
Echó un vistazo a la cama en que estaba tendida. Su cuerpo, al que le habría venido muy bien un baño, estaba despatarrado sobre las sábanas, a las que les habría venido muy bien un lavado. Había pañuelos de papel mojados y arrugados esparcidos por el edredón. Sobre la cómoda había un arsenal de tabletas de chocolate por abrir, sobre las que empezaba a acumularse el polvo. Por el suelo había revistas en las que no había sido capaz de concentrarse. En el rincón, el televisor, implacable, emitía la programación diurna directamente hacia su cama. No cabía ninguna duda: aquello era un perfecto escenario de depresión.
Pero había algo que no encajaba. ¿Qué podía ser?
Siempre creí… Siempre imaginé que…
De pronto lo entendió: «Siempre creí que sería más agradable».
55
Clodagh tenía la impresión de que se estaba viniendo abajo. Pero tenía que vestirse y recoger a Molly en la guardería. De nuevo en casa, volvió a meterse en la cama e intentó retomarlo donde lo había dejado, pero Molly empezó a exigirle que le calentara los fideos en el microondas. Clodagh se levantó, resignada.
De todos modos, aquello no acababa de gustarle, y eso le sorprendió. De niña, cuando veía cómo la madre de Ashling pasaba días acostada, lo encontraba fabuloso, muy disoluto. Sin embargo, en la práctica, tumbarse en la cama y sentir que no podías enfrentarte a la realidad, atormentada por la confusión y el odio hacia sí misma, no era tan divertido como se había imaginado.
Desde las diez de la mañana (¿de aquella mañana, de verdad?), toda su vida se había convertido en una experiencia extracorporal. En cuanto oyó la llave de Dylan en la cerradura comprendió que había llegado la hora de la verdad.
Dejó de dar sacudidas bajo el cuerpo de Marcus y aguzó el oído. «¡Shhh!» Él se apartó de Clodagh con un ágil movimiento, y ambos se quedaron escuchando, paralizados y con ojos como platos, cómo Dylan subía la escalera.
Clodagh habría podido saltar de la cama, ponerse una bata y esconder a Marcus en el armario. De hecho, Marcus intentó escabullirse, pero ella se lo impidió sujetándolo por la muñeca. Luego Clodagh esperó, con aterradora calma, a que se produjera la escena que iba a cambiar su vida.
Llevaba cinco semanas sin dormir, preguntándose cómo acabaría su aventura con Marcus. Vacilaba entre ponerle fin y reanudar la vida normal con Dylan, o soñar con una situación en la que Dylan estaba mágicamente ausente, pero sin que ella le hubiera puesto fin.
Pero mientras oía acercarse los pasos de Dylan por la escalera, Clodagh comprendió que alguien había decidido por ella. De pronto no supo si estaba preparada para lo que se avecinaba.
Se abrió la puerta del dormitorio, y aunque ella sabía que era Dylan, su presencia la dejó sumida en una especie de sopor.
Le impresionó su cara. La expresión de su cara era mucho peor de lo que ella había imaginado. Casi le sorprendió la cantidad de dolor que reflejaba. Y la voz con la que habló no era la voz de Dylan. Le faltaba aliento, como si a Dylan le hubieran pegado un puñetazo en el estómago.
– Ya sé que me arriesgo a que suene como la letra de una canción -dijo él con conmovedora dignidad-, pero ¿cuánto hace que dura esto?
– Dylan…
– ¿ Cuánto?
– Un mes.
Dylan se volvió hacia Marcus, que se tapaba el pecho con la sábana.
– ¿Te importaría marcharte? Quiero hablar un momento con mi esposa.
Marcus salió de la cama tapándose los genitales con las manos, se alejó caminando de lado, como un cangrejo, cogió su ropa y le murmuró a Clodagh:
– Te llamaré más tarde.
Dylan esperó a que saliera de la habitación; luego volvió a mirar a Clodagh y, con voz serena, dijo:
– ¿Por qué? -Aquellas dos palabras contenían cientos de preguntas.
Clodagh buscó las palabras adecuadas.
– La verdad es que no lo sé.
– Dime por qué, por favor. Dime qué no funciona. Podemos arreglarlo. Estoy dispuesto a hacer lo que sea.
¿Qué podía decirle? De pronto tuvo la certeza de que ella no quería arreglarlo. Pero lo mínimo que podía hacer era ser sincera con él.
– Creo que me sentía sola…
– ¿Sola? ¿En qué sentido?
– No lo sé, no sabría explicártelo. Pero me sentía sola y aburrida.
– ¿Aburrida? ¿De mí?
Clodagh vaciló. No podía ser tan cruel con él.
– De todo.
– ¿Quieres que busquemos una solución?
– No lo sé.
Dylan la miró fijamente, y hubo un doloroso silencio.
– Eso significa que no. ¿Estás… enamorada de ese… de él?
Ella asintió con la cabeza.
– Creo que sí.
– De acuerdo.
– ¿De acuerdo qué?
Pero Dylan no contestó. Bajó una bolsa del altillo del armario, la puso encima de la cama y, abriendo y cerrando bruscamente los cajones, empezó a recoger su ropa interior y sus camisas. Clodagh no estaba preparada para aquello.
– Dylan, espera…
Todo estaba pasando demasiado deprisa. Boquiabierta, veía cómo su marido metía corbatas, sus artículos de afeitar y unos cuantos calcetines en la bolsa.
De pronto la bolsa estuvo llena a rebosar, y Dylan cerró la cremallera con un agudo zumbido.
– Volveré más tarde a buscar el resto.
Dylan salió precipitadamente del dormitorio, y después de un segundo de auténtico pánico, Clodagh se puso una bata y corrió escaleras abajo.
– Dylan, todavía te quiero -imploró.
– Entonces ¿qué significa todo esto? -preguntó él girando la cabeza.
– Todavía te quiero -repitió ella con tono más apagado-, pero…
– ¿Ya no estás enamorada de mí? -dijo Dylan, terminando la frase con aspereza.
Clodagh vaciló. Pero tenía que ser sincera.
– Supongo…
– Volveré esta noche para explicarle a mis hijos lo que ha pasado -dijo Dylan, imperturbable-. De momento puedes quedarte aquí.
– ¿De momento? ¿Qué quieres decir?
– Habrá que vender la casa.
– Ah, ¿sí?
– No puedo pagar dos hipotecas. Y si crees que vas a poder seguir viviendo aquí mientras yo me voy a un apestoso cuchitril de Rathmines, estás muy equivocada.
Y dicho esto, se marchó.
Clodagh se quedó aturdida del impacto, de la velocidad con que todo había pasado. Había soñado con ver desaparecer a Dylan de su vida, pero ahora que había sucedido resultaba muy desagradable. Once años borrados en media hora, y Dylan destrozado. ¡Y diciendo que habría que vender la casa! Sí, ella estaba loca por Marcus, pero las cosas no eran tan sencillas.
Demasiado aturdida para llorar y demasiado asustada para lamentarse, se quedó un buen rato sentada en la cocina. Hasta que el timbre de la puerta la devolvió a la realidad. Quizá fuera Marcus.
Pero no. Era Ashling.
Clodagh no la esperaba. No estaba preparada para enfrentarse a ella. Y la inusitada hostilidad de Ashling empeoraba aún más aquella espantosa situación. Clodagh siempre había vivido rodeada de amor, pero de pronto todos la odiaban, incluida ella misma. Era una paria, una indeseable; había violado todas las normas y no se lo iban a perdonar.
No lloró hasta que se marchó Ashling. Entonces se metió de nuevo en la cama, entre las sábanas que todavía olían a sexo. Nunca había lavado tanta ropa de cama como en aquellas cinco últimas semanas. Pues bien, hoy no tendría que hacerlo; ya no había nada que ocultar.
Cogió el teléfono y llamó a Marcus, para que él le recordara que en realidad no habían hecho nada malo. Que estaban enamorados, que no podían evitarlo, que su relación eran perfectamente noble. Pero no lo encontró en el trabajo, y tampoco contestó en el móvil, así que tuvo que apañárselas sola con su angustia.
«Todo es culpa mía -se repetía una y otra vez, como si recitara un mantra-. No pude evitarlo.» Pero el infierno se coló por una fisura, y Clodagh alcanzó a ver la atrocidad que había cometido. Lo que le había hecho a Dylan era imperdonable. Increíble. Temblorosa, se apresuró a coger la primera revista que encontró e intentó olvidarlo todo leyendo un artículo sobre pintura con plantillas. Pero volvió a abrirse aquella fisura, y esta vez fue aún peor. Dylan no era el único al que había tratado como a un perro. También a sus hijos. Y a Ashling.
El corazón le latía muy deprisa; con una mano sudorosa se puso a pulsar los botones del mando a distancia, hasta que encontró a Jerry Springer. Pero ni siquiera él logró distraerla; normalmente, sus invitados parecían personajes de cómic con una vida privada ridículamente enrevesada, pero hoy Clodagh no se sentía diferente de ellos.
Puso Emmerdale, y luego Home and Away, pero no sirvió de nada. Temblaba de impresión por lo que había hecho, y por los estragos que había causado. Entonces recordó que tenía que recoger a Molly en la guardería, y el pánico se apoderó de ella. No podía salir a la calle. No podía.
No soportaba estar sola, pero tampoco soportaba la idea de estar con otras personas, y por un instante se preguntó si se estaría derrumbando. Aquella inaceptable idea la mantuvo paralizada un buen rato; luego hizo un esfuerzo y se levantó de la cama. Derrumbarse era aún más desagradable que enfrentarse al mundo exterior.
Marcus la llamó por la tarde, y, pese a todo, en cuanto oyó su voz Clodagh se alegró profundamente. Estaba locamente enamorada de él; sentía por Marcus algo que hacía años que no sentía por Dylan. Si es que alguna vez lo había sentido. El amor lo vencía todo.
– ¿Cómo estás? -preguntó él, con voz preocupada.
– ¡Muy mal! -dijo ella, entre la risa y el llanto-. Dylan se ha marchado de casa, todo el mundo me odia. Un desastre.
– Tranquila, todo se arreglará -dijo él.
– ¿Me lo prometes?
– Te lo prometo.
– Oye, te he llamado antes pero no contestabas.
– Intentaba pasar desapercibido.
– Ashling lo sabe. Se lo ha dicho Dylan.
– Supuse que lo haría.
– ¿Vas a hablar con ella?
– No creo que tenga sentido hacerlo -dijo él intentando disimular la vergüenza que sentía-. Con quien quiero estar es contigo. ¿Qué voy a decirle a Ashling que ella no sepa ya?
Marcus llevaba cinco semanas justificando su relación con Clodagh diciendo que Ashling lo tenía abandonado. Pero en realidad sus sentimientos eran más complejos. No se creía la suerte que había tenido con Clodagh. Era muy guapa, y sin duda la prefería a Ashling. Pero a Ashling le tenía mucho cariño, y le fastidiaba haberse portado como un cerdo con ella. Nada le apetecía menos que someterse al interrogatorio de Ashling.
Era mejor concentrarse en los aspectos positivos. Con una voz cargada de deseo, preguntó:
– ¿Podemos vernos?
– Dylan va a venir después del trabajo. Para hablar con los niños. Dios mío, no puedo creerlo…
– ¿Y después? Podría quedarme a pasar la noche. Al fin y al cabo, ahora ya no hay nada que temer, ¿no?-.Clodagh se animó un poco.
– Te llamaré cuando se haya marchado.
– De acuerdo. Llámame a casa. Espera a oír tres timbrazos, cuelga y vuelve a llamar. Así sabré que eres tú.
Dylan llegó después del trabajo. Estaba distinto. Ya no se lo veía tan dolido, sino más enfadado.
– Estabas deseando que te descubriera, ¿verdad?
– ¡No! -¿O sí?
– Ya lo creo que sí. Últimamente te comportabas de una forma muy extraña.
«Quizá tengas razón», admitió Clodagh.
– ¿Te han visto los niños en la cama con ese gilipollas?
– No, claro que no.
– Bueno, pues más vale así. Suponiendo que quieras seguir viéndolos.
– ¿Qué quieres decir?
– Voy a pedir la custodia de los niños. No podrás impedirlo. Dadas las circunstancias -añadió con crueldad.
Las palabras de Dylan y su dura expresión le hicieron comprender la gravedad de la situación. No estaba familiarizada con aquella faceta de Dylan.
– Por Dios, Dylan -dijo sin poder contenerse-, ¿cómo puedes ser tan…? -Se interrumpió antes de llamarlo «cabrón». Y ¿por qué no lo era, por cierto? De ese modo, todo habría resultado más fácil.
A Dylan parecía divertirle la frustración de Clodagh.
Ella recordó que su marido era un hombre de negocios. Y muy bueno en eso. Un hombre implacable, despiadado. Quizá no fuera a tumbarse boca arriba y hacerse el muerto solo porque eso era lo que ella quería. Dylan siempre la había tratado con cariño y amor, y por eso a Clodagh le costaba acostumbrarse a aquel brusco cambio de actitud, aunque la responsable fuera ella.
– Pediré la custodia y me la darán -repitió Dylan.
– De acuerdo -convino ella humildemente. Pero aunque su expresión era de sumisión, pensaba: «No se va a llevar a mis hijos. De eso nada».
– Bueno, voy a hablar con ellos.
Dylan entró en la habitación donde Craig y Molly estaban viendo la televisión. Era evidente que los niños habían notado que pasaba algo, porque habían estado extrañamente apagados toda la tarde.
Al salir, dijo fríamente:
– Solo les he dicho que he de ausentarme unos días. Necesito tiempo para pensar en la mejor forma de enfocar este asunto a largo plazo. -Se frotó los labios con la mano y de pronto Clodagh lo vio completamente exhausto.
Con todo, la compasión que sentía por él se desvaneció cuando Dylan añadió:
– Podría decirles que su madre es una adúltera y que lo ha estropeado todo, pero eso les haría más mal que bien, según me han dicho. Bueno, me voy. Estoy en casa de mis padres. Llámame…
– Te llamaré…
– … si los niños necesitan algo.
Clodagh se quedó mirando cómo los abrazaba fuertemente, con los ojos cerrados. Qué duro estaba resultando todo. Ayer a estas horas reinaba la más absoluta normalidad. Clodagh había hecho stir fry para cenar y Craig lo había escupido todo en el plato, había visto Coronation Street, había conseguido que Dylan cambiara una bombilla, Molly había manchado la pared de su dormitorio con manteca de cacahuete. Retrospectivamente, parecía una época dorada, donde no existían el dolor ni la preocupación. ¿Quién habría podido imaginar que de la noche a la mañana sus vidas iban a experimentar un cambio tan drástico y verse envueltas en semejante amargura?
– Adiós.
Dylan salió y cerró la puerta. Clodagh le había visto hacer la bolsa; él le había dicho que se marchaba, pero aun así ella no había podido imaginárselo hasta que le fue presentado como un hecho consumado.
«No puede ser -pensó, plantada en el recibidor-. No me creo que esto esté pasando.»
Se dio la vuelta y vio que Craig y Molly la miraban en silencio. Avergonzada, esquivó sus inquisitivas miradas y fue hacia el teléfono.
El teléfono de Marcus sonó largo rato, hasta que salió el contestador automático. ¿Dónde podía estar? Entonces recordó que él le había pedido que llamara una vez, colgara y volviera a llamar. Lo hizo a regañadientes; aquello le hacía sentirse como una delincuente.
Clodagh marcó por segunda vez, y Marcus contestó sin demora; al instante su dolor se redujo y lo sustituyó una sensación de aturdimiento y emoción.
– ¿Ya se ha marchado tu marido? -preguntó él.
– Sí…
– Vale. Voy para allá.
– ¡No, espera!
– ¿Qué pasa?
– Me encantaría verte, pero esta noche no. Es demasiado pronto. No quiero confundir a los niños. Verás, Dylan me ha dicho cosas horribles, como que se va a ocupar de que no me den la custodia.
Hubo un silencio, y a continuación Marcus le preguntó en voz baja:
– ¿No quieres verme?
– ¡Es lo único que deseo, Marcus! Ya lo sabes. Pero creo que será mejor que lo dejemos para mañana. Oye, supongo que estarás molesto por haberte visto envuelto en esto -añadió con una risita llorosa.
– No seas tonta -repuso él, tal como ella había imaginado.
– Ven mañana por la tarde -propuso ella tímidamente-. Quiero presentarte a un par de personitas.
Al día siguiente, por la tarde, Marcus se presentó con una Barbie para Molly y un gran camión rojo para Craig. Pese a los regalos, los niños lo recibieron con recelo. Ambos intuían que la seguridad de su mundo peligraba, y aquel desconocido los inquietaba aún más. Para combatir su resistencia, Marcus jugó con ellos con paciencia: le cepilló solemnemente el pelo a la Barbie y le lanzó el camión a Craig cientos de veces. Fueron necesarias una hora de dedicación exclusiva y una bolsa de Percy Pigs para que Molly y Craig empezaran a comportarse con naturalidad.
Clodagh, ansiosa, los observaba sin apenas atreverse a respirar. Quizá todo aquello fuera para mejor. Quizá todo acabaría saliendo bien. Se puso a imaginarse el futuro. A lo mejor Marcus podía irse a vivir allí con ella; él podía pagar la hipoteca, ella conseguiría la custodia de los niños, se descubriría que Dylan era un pedófilo o un traficante de drogas, y todo el mundo lo odiaría y a ella la perdonarían…
Aprovechando que Craig y Molly estaban distraídos, Marcus la acarició suavemente y le preguntó:
– ¿Cómo estás? ¿Un poco más animada?
– Todos nos odian -dijo ella, llorosa-. Pero al menos nos tenemos el uno al otro.
– Exacto. ¿Cuándo podremos meternos en la cama? -murmuró él deslizando una mano por debajo de su camiseta y tocándole el pecho que quedaba más alejado de los niños. Le pellizcó el pezón y ella se excitó.
– ¡Mamiii! -gritó Craig; se puso en pie e intentó apartar a Marcus de su madre. A continuación lanzó con todas sus fuerzas el camión rojo, que se estrelló muy cerca del testículo izquierdo de Marcus. No le acertó de pleno, pero fue suficiente para que Marcus sintiera un torbellino de náuseas.
– Tendrás que aprender a compartirme, cariño -dijo Clodagh con voz dulce.
– ¡No quiero compartirte!
Tras una incómoda pausa, Clodagh aclaró:
– Marcus, en realidad se lo decía a Craig.
56
Lisa se sentó en el suelo, con la demanda de divorcio firmemente sujeta. La ola de depresión que había avanzado y retrocedido varias veces desde su llegada a Dublín había acabado rompiendo sobre su cabeza.
«Soy un desastre -admitió-. Un verdadero desastre. Mi matrimonio ha fracasado.»
Curiosamente, ella nunca había pensado seriamente que aquello fuera a ocurrir. Ahora se daba cuenta de ello, con dolorosa claridad. Por eso no se había molestado en buscar un abogado. Durante la ruptura con Oliver, Lisa se había comportado de forma inusitada: ella siempre había sido activa y enérgica: hacía lo que había que hacer, y deprisa; pero aquel asunto, por algún extraño motivo, lo enfocó de otra manera.
Pues bien, ahora más valía que buscara un abogado.
«Pero si ella se había negado a reconocer la situación, lo mismo había hecho Oliver -pensó para no sentirse tan… tan… tonta-. La había dejado en enero y, aunque pagaba el alquiler de otra vivienda, seguía pagando su mitad de la hipoteca que tenían en común. Aquella no era la actitud típica de un hombre que está deseando cortar sus vínculos con una mujer.»
Se vio sentada en el suelo, en todo su patetismo, y se sintió estúpida; se levantó e inmediatamente perdió todo su ímpetu. Consiguió llegar al dormitorio, se dejó caer en la cama y se tapó con el edredón.
El calor del edredón, que la arropaba suavemente, hizo que sus emociones se desbordaran, y derramó lágrimas de pena de frustración y… sí, autocompasión. Maldita sea, tenía derecho a sentir lástima de sí misma. Habían sucedido muchas desgracias. El que Jack la hubiera rechazado, aunque no le dolía tanto como el haber perdido a Oliver, era una de ellas. Luego estaba lo de Mercedes; si la habían contratado en Manhattan, ella…, bueno, ¿qué podía hacer ella? Nada, precisamente. Lisa nunca había sido tan consciente de su impotencia. Y aunque había pedido a Trix miles de veces que llamara a la tienda, la persiana de madera todavía no estaba terminada. A aquel ritmo, seguramente no estaría terminada nunca.
Aquel era el vomitivo que Lisa necesitaba. El llanto fino y elegante fue intensificándose hasta convertirse en un berrido de bebé.
En la salud y la enfermedad…
Ashling acaba de sufrir una fuerte conmoción…
Ya puede besar a la novia…
Le han ofrecido un empleo en Nueva York…
La fábrica está cerrada por vacaciones…
Sin parar de dar alaridos, estiró un brazo y tiró una caja de Kleenex, que cayó junto a ella en la cama.
A medida que pasaban las horas, la luz que entraba por la ventana de su dormitorio fue tiñéndose de rosa. El rosa dio paso a un azul oscuro, y finalmente al violeta de la noche urbana. Todavía se daba el gusto de pegar algún berrido cuando el tenue gris perlado del amanecer fue introduciéndose por la ventana, para luego desaparecer y convertirse en un cielo azul intenso, propio de septiembre. Empezaron a oírse ruidos en la calle, pero Lisa decidió seguir donde estaba, muchas gracias.
En algún momento de lo que debía de ser la tarde, hubo una intrusión en su mundo reservado. Un ruido en el recibidor, pasos, y a continuación Kathy asomó la cabeza por detrás de la puerta del dormitorio de Lisa.
– ¿Qué haces aquí? -preguntó Lisa, mirándola con los ojos enrojecidos.
– Es sábado -respondió Kathy-. Los sábados siempre vengo a limpiar.
Los pañuelos de papel arrugados esparcidos por el edredón, el inconfundible miasma de abatimiento y el hecho de que Lisa estuviera vestida en la cama alarmaron a Kathy.
– ¿Te encuentras bien? -preguntó.
– Sí.
Kathy no la creyó. Entonces Lisa tuvo una brillante idea.
– Estoy enferma -dijo-. Tengo gripe.
Kathy se deshizo en atenciones con ella. ¿Qué quería que le llevara? ¿Un 7-Up sin gas, un Lemsip, un whisky caliente?
Lisa negó con la cabeza y siguió contemplando la pared, un trabajo de dedicación exclusiva.
«¿Gripe? -se preguntó Kathy-. No conocía a nadie que la hubiera pillado. De todos modos, no era de extrañar que Lisa hubiera enfermado, viviendo entre tanta porquería.» Empezó la operación de limpieza por la cocina, fregando superficies pegajosas (pero ¿cómo se las ingeniaba para dejarlo todo tan guarro?), y apartó un documento que le estorbaba. Como es natural, le echó un vistazo (¿acaso era una santa?), e inmediatamente todo cobró sentido. ¿Gripe? Lisa no tenía gripe. Pobrecilla, la gripe habría sido mucho mejor.
Al cabo de un rato Kathy volvió al dormitorio.
– Voy a limpiar aquí.
– No, por favor.
– Esas sábanas apestan, Lisa.
– No me importa.
Kathy salió de la habitación y poco después Lisa oyó cerrarse la puerta de entrada. Qué bien. Ya volvía a estar sola.
Pero pasados unos minutos volvió a abrirse la puerta de la calle y al cabo de un momento Kathy entró en el dormitorio con una bolsa de plástico.
– Cigarrillos, caramelos, una tarjeta de lotería y una guía de televisión. Si quieres que te traiga algo más de la calle, llámanos. Si yo no estoy, irá Francine. Dice que está dispuesta a hacerlo gratis.
Normalmente Francine le cobraba una libra cada vez que iba a comprarle algo a Lisa.
– Ahora tengo que ir a trabajar -explicó Kathy-. ¿Quieres que te traiga una taza de té antes de marcharme?
Lisa negó con la cabeza. Kathy le preparó el té, de todos modos.
– Fuerte y con mucho azúcar -dijo, y lo dejó en la mesilla de noche.
Lisa se quedó mirando las zapatillas de deporte de Kathy, gastadas y sucias. Sacó rápidamente unos Kleenex de la caja y se los llevó a los ojos.
Tras arrojar definitivamente el guante diciendo que jamás perdonaría a Clodagh, Ashling se marchó, todavía ardiendo de justificada rabia. Ahora le tocaba a Marcus.
Echó a andar deprisa, casi dando traspiés, hacia la oficina de Marcus. Cuando pasaba por Leeson Street, un hombre que iba en dirección opuesta, y que también caminaba a toda velocidad, tropezó con ella y le dio un fuerte golpe en el hombro. El hombre se alejó sin disculparse, pero Ashling se tambaleó hacia atrás a cámara lenta, sin recuperarse del golpetazo. Súbitamente fragmentada, toda su ira se hizo añicos, como un adorno de cristal, y quedó deshecha e inútil. El rugido de la ciudad la golpeó. Coches que hacían sonar la bocina, rostros insensibles que gruñían a la mínima. De pronto ningún lugar ofrecía protección.
Ashling temblaba de miedo y se le olvidó el enfrentamiento con Marcus. ¡Pero si él era inofensivo comparado con el resto del mundo!
Además, ¿por qué estaba tan furiosa? Ese nunca había sido su estilo. Solo hacía veinte minutos que le había cantado las cuarenta a Clodagh, y ya parecía increíble que fuera ella quien lo hubiera hecho.
Corrió hacia su casa, invadida por una súbita sensación de fragilidad. El mundo se había convertido en un cuadro de El Bosco: unos niños desharrapados que cantaban canciones cuyas letras no se sabían, parejas que se gruñían por no llenar mutuamente su vacío, una alcohólica desdentada gritándoles a enemigos invisibles, mendigos en los portales con gesto de desesperación.
¡Mendigos!
Por favor, que Boo se haya marchado. Y por favor, que no me haya desvalijado el piso.
En realidad no creía que lo hubiera hecho, pero después del día que había tenido, estaba preparada para lo peor.
No, Boo no le había robado nada. El piso estaba tal como ella lo había dejado, salvo por una nota de agradecimiento encima de la mesa. Ashling se metió en la cama. Quería descansar un poco para reponerse del golpe.
Pero seguía tumbada en la cama cuando, el viernes por la noche, Joy entró utilizando la llave de repuesto que conservaba. Entró de sopetón en el dormitorio, con gesto de preocupación.
– He llamado a tu oficina y he hablado con el divino Jack. Me ha contado lo ocurrido. Lo siento mucho. Joy la abrazó, pero Ashling permaneció indiferente, como una alfombra enrollada.
Media hora más tarde apareció Ted. Hacía más de tres semanas que Ashling no hablaba con él, desde que lo interrogara acerca de su viaje a Edimburgo.
– Lo siento, Ted -le dijo con voz cansina-. Creía que te habías enrollado con Clodagh.
– ¿En serio? -Su oscuro y estrecho rostro se iluminó. Ted borró rápidamente aquella expresión y adoptó una de circunspección-. Te he traído pañuelos de papel. Llevan una inscripción: «Tía genial».
– Déjalos ahí. Junto a los que me ha traído Joy.
Al oír la llave en la puerta, Lisa salió de su sopor. ¿Otra vez Kathy? No, no era Kathy: era Francine.
– Hola. -Francine introdujo su cuerpo regordete en el dormitorio-. Mi madre me ha dicho que te haga compañía.
– No necesito compañía. -Lisa apenas podía levantar la cabeza de la almohada.
– ¿Puedo probarme esto? -preguntó Francine señalando una boa rosa de plumas.
– No.
Francine, que llevaba unas mallas de flores y una camiseta amarilla, se la echó de todos modos sobre los hombros y se miró en el espejo.
– ¿No tendrías que estar en el colegio? -preguntó Lisa.
– No -contestó Francine con arrogancia-. Hoy es domingo.
«Ostras -pensó Lisa, un tanto sorprendida-. He perdido la noción del tiempo.»
– De todos modos, si no fuera domingo y no me diera la gana de ir al colegio, no iría -se jactó Francine.
– De ese modo nunca tendrás educación, y luego no conseguirás un buen empleo.
A Lisa le traía sin cuidado si Francine tenía educación o no, pero quería molestarla para que se marchara de su casa.
– No necesito educación. Voy a cantar en un grupo, y mi padre dice que las chicas que cantan en grupos son subnormales perdidas. ¡Mira! ¡Te voy a enseñar mi coreografía!
– No, gracias. Lárgate y déjame en paz.
– ¿Tienes radiocasete? -preguntó Francine, ignorando la hostilidad de Lisa-. ¿No? Da lo mismo, puedo tararear. Bueno, imagínate que estoy en el centro y que hay dos chicas a este lado y otras dos al otro lado. Espera. -Francine se arremangó la camiseta hasta convertirla en un top cortito, dejando al descubierto su infantil y rechoncha barriga.
– ¿Qué es esa cosa dorada que tienes en la barriga? -preguntó Lisa, intrigada.
– Un piercing -contestó Francine.
– ¿Un piercing? Me parece que no.
– Mira, no tuve más remedio que pintármelo -explicó Francine-. Mi madre dice que no puedo hacerme uno de verdad hasta que no cumpla trece años. Aunque para entonces estaré muerta -añadió con pesimismo.
Y se lanzó.
– ¡Dos, tres, cuatro!
Dio unos golpecitos con el pie para marcar su entrada, y se puso a bailar. Agitó el codo derecho dos veces como si imitara a una gallina; luego hizo lo mismo con el codo izquierdo. Dos saltitos con el pie derecho, dos saltitos con el izquierdo; luego se dio una fuerte palmada en el gordo trasero y se dio la vuelta, colocándose de espaldas a Lisa. Sin dejar de tararear, se puso a menear las caderas, descendiendo hasta el suelo. Una bailarina exótica no lo habría realizado mejor. Siguió ondulando hasta volver a la posición inicial, dio un torpe saltito con gesto de concentración y anunció:
– Ahora viene lo mejor.
Estiró los brazos y movió los hombros como si sacudiera los inexistentes pechos haciendo un shimmy.
– ¡Tachá! -Acabó intentando hacer un spagat, pero se quedó a mucha distancia del suelo.
– Increíble -admitió Lisa. Desde luego lo era.
– Gracias. -Francine se había quedado sin aliento y ruborizada de gozo-. También pienso cantar, por supuesto. Si cantas te pagan más. Y también escribiré las letras de las canciones. Por eso aún te pagan más.
Lisa asintió, admirada de sus proyectos.
– Y me encargaré del merchandising -prometió Francine-. Con eso es con lo que se gana dinero de verdad. -Miró fijamente a Lisa y le preguntó-: ¿Cómo te encuentras? ¿Mejor?
– No. Lárgate.
– ¿Vas a comerte ese KitKat?
– No.
– ¿Puedo llevármelo?
El lunes por la mañana, cuando vio que no se podía levantar de la cama para ir a trabajar, Lisa comprendió que estaba mal de verdad. Recordaba haberse marchado antes de hora de la oficina el viernes, pero aparte de eso no recordaba otra ocasión en que hubiera faltado al trabajo. Había ido a trabajar con dolores de menstruación, con resfriados, con resacas, con el pelo hecho un desastre. Había ido a trabajar en vacaciones. Había ido a trabajar cuando la dejó su marido. ¿Qué estaba pasando ahora?
Y ¿por qué lo encontraba tan desagradable?
Era tan dominante que nunca había podido entender a los que flaqueaban; se marchaban de su mesa sollozando, apoyados en el hombro de algún colega, y no volvían nunca. Pero Lisa sentía una perversa curiosidad por saber cómo era aquello de tener una depresión; sospechaba que tenía que haber algo reconfortante en ello. Tenía que ser liberador sentirse completamente incapaz, no tener más remedio que dejar que los demás se ocuparan de todo.
Pues bien, por lo visto no era así. Ahora ella no podía con su alma, y no lo soportaba.
Tenía que ir a la oficina. La necesitaban. El personal de Colleen era demasiado reducido para admitir absentismos, sobre todo ahora que Mercedes había dimitido y que Ashling también pasaba un mal momento. Pero no le importaba. No podía sobreponerse. El cuerpo le pesaba demasiado y tenía la mente demasiado cansada.
Al final tuvo que admitir que tenía ganas de orinar. Combatió aquella realidad, fingiendo que no se producía, pero llegó un momento en que la molestia fue tan notoria que tuvo que ir al cuarto de baño. Al pasar por delante de la cocina, de regreso al dormitorio, vio la demanda de divorcio encima del mármol. No había vuelto a mirarla desde el viernes, no quería volver a mirarla jamás, pero sabía que tenía que hacerlo.
Se la llevó a la cama y, con un gran esfuerzo, la leyó. Oliver se merecía que lo odiara. ¡Qué cojones, pedirle el divorcio! Pero ¿qué esperaba? Su matrimonio había fracasado; estaba «irreparablemente afectado», en términos más técnicos, que eran los que le interesaban a Oliver.
El lenguaje de la demanda era ampuloso e impenetrable. Lisa se dio cuenta, una vez más, de que necesitaba un abogado, porque aquel era un tema que no dominaba. Leyó por encima aquellas rígidas páginas, intentando descifrar su contenido, y lo primero que consiguió entender era que Oliver solicitaba el divorcio aduciendo la «conducta irrazonable» de Lisa. Aquellas palabras le hicieron daño. No soportaba que la acusaran de haber hecho algo malo. Ella no tenía la culpa de que su matrimonio hubiera fracasado. Lo que pasaba era que cada uno buscaba algo diferente. Maldito capullo. Ella también habría podido presentar algunas acusaciones de conducta irrazonable. Pretender que Lisa se quedara en casa, preñada y esposada al fregadero. ¿Acaso no era eso irrazonable?
Pero su rabia se enfrió cuando recordó que la acusación de conducta irrazonable no era más que una fomalidad. Oliver ya se lo había explicado cuando se vieron en Dublín: tenían que presentarle un motivo al tribunal, y si Lisa lo prefería, podía demandarlo a él.
Siguió leyendo y encontró los cinco ejemplos de que le había hablado Oliver: trabajar nueve fines de semana seguidos, faltar al trigésimo aniversario de bodas de sus padres por exigencias del trabajo, cancelar sus vacaciones en Santa Lucía en el último momento porque tenía que trabajar, fingir que quería quedarse embarazada, comprarse demasiada ropa. Cada uno de esos ejemplos fue como una puñalada. Excepto la acusación de que se compraba demasiada ropa. Lisa dedujo que al llegar al ejemplo número cinco Oliver debía de haberse quedado sin acusaciones sólidas. Pagarían las costas a medias y ninguno de los dos exigiría pensión al otro.
Al parecer, Lisa tenía que firmar un documento de acuse de recibo y enviárselo al abogado de Oliver. Pero ella no pensaba firmar nada. Y no solo porque no tuviera fuerzas para levantar un bolígrafo, sino porque tenía un fuerte instinto de supervivencia.
Oyó unos golpes en la puerta y casi se le escapó la risa, pues parecía imposible que pudiera levantarse de la cama para abrir. Volvieron a llamar, pero Lisa ni se inmutó. No pensaba contestar. Oyó voces en la calle. Más golpes, esta vez más fuertes. Y luego un chirrido al levantarse la tapa del buzón.
– ¡Lisa! -llamó una voz.
Ella apenas la registró.
– ¡Lisa! -repitió la voz.
Ella la ignoró sin ningún remordimiento.
– ¡Liiiiiiiisaaaaaa! -bramó la voz. Entonces se dio cuenta de quién era. Era Beck. Bueno, ese no era su verdadero nombre, pero era uno de aquellos seguidores del Manchester United que vivían en el barrio. Aquel que tenía la voz tan fuerte-. Sé que estás ahí dentro. Aquí fuera hay un ramo de flores enorme, ¿lo quieres?
– No -contestó débilmente.
– ¿Qué?
– No.
– No te oigo. ¿Qué has dicho? ¿Que sí?
Lisa se levantó con fastidio de la cama. ¡Por el amor de Dios! Había sido fuerte toda la vida. Nunca se había dejado vencer por la tensión premenstrual, por los bajones de moral ni por nada parecido. Y una vez que decidía tener una depresión, no paraban de interrumpirla. Abrió de par en par la puerta de la calle y le gritó a Beck en la cara:
– ¡He dicho que no!
– Vale. -Beck le entregó un enorme ramo de flores envuelto con celofán y entró rápidamente en el recibidor-. Rápido, antes de que me vea alguien. Se supone que estoy en el colegio.
Lisa le echó un vistazo a las flores. Eran buenas. No eran claveles, ni esas baratas flores surtidas, sino un variado ramo de flores extrañas: cardos y orquídeas de color violeta que parecían traídos de otro planeta. ¿Quién se las había enviado? Abrió el sobre con manos temblorosas. ¿Y si había sido Oliver?
Eran de Jack.
Lo único que decía la nota era: «Todos te echamos de menos. Vuelve pronto, por favor». Pero Lisa comprendió que en realidad aquel mensaje era una disculpa. Jack se había dado cuenta de que ella iba a por él, y no estaba interesado. Sabía que ella lo sabía. Y ella sabía que él sabía que ella lo sabía, aunque de repente había dejado de importar. Pese a ser muy guapo y tener un cuerpo fenomenal, Jack no habría hecho más que causarle problemas. A él no le importaban demasiado las cosas que para ella eran fundamentales. En realidad Lisa no había hecho más que distraerse fantaseando con él: en realidad, el disgusto se lo había causado Oliver.
Beck reclamaba su atención:
– Quiero pedirte un favor.
– ¿Qué? -dijo Lisa, empleando en pronunciar esa palabra toda la energía que le quedaba.
– Si puedes ayudarme a ponerme esto en el pelo.
Sacó un paquete del bolsillo de sus pantalones de chándal. Era una botella de tinte.
– Ah, ya. Quieres entrar en un grupo -dijo Lisa.
Beck la miró con cara de asombro e indignación.
– Vete al cuerno -exclamó-. Voy a ser extremo del Manchester United.
– Y ¿para eso necesitas hacerte mechas rubias?
– Pues claro -dijo él con desdén.
– Ahora no puedo, Beck. Tengo gripe.
– Qué va. Tú no tienes gripe -dijo encaminándose hacia el cuarto de baño; giró la cabeza y le guiñó un ojo con gesto de complicidad-. Pero si tú no me delatas, yo tampoco te delataré a ti.
Lisa se apoyó contra la pared y estuvo en un tris de ponerse a gritar, pero acabó cediendo ante su destino.
Beck salió de casa de Lisa una hora más tarde, con el pelo teñido de rubio.
– Gracias, Lisa. Eres una tía superguay.
Lisa se sentó a la mesa de la cocina y se puso a fumar. Tenía frío y quería levantarse para ponerse un jersey, pero cada vez que terminaba un cigarrillo encendía otro.
Entonces sonó el teléfono, y Lisa dio un respingo que casi la hizo caer de la silla. ¡Tenía los nervios a flor de piel! Saltó el contestador automático. No es que pretendiera cribar las llamadas, sino que no pensaba contestarlas. Pero cuando la voz de Oliver llenó la habitación, todas las células de su cuerpo se pusieron en alerta máxima.
«Hola, nena. Soy yo, Oliver. Te llamaba para decirte una cosa sobre…»
Lisa descolgó rápidamente el auricular.
– Hola. Estoy aquí.
– Hola -dijo él con voz dulce-. Ya me lo imaginaba. Te he llamado al trabajo y me han dicho que estabas en casa. ¿Has recibido la…?
– Sí.
– Te llamé el jueves y el viernes a la oficina para decirte que iba a venir, pero no pude hablar contigo. Le dije a tu secretaria que me llamaras. ¿No te dio el mensaje?
– No. -O quizá sí. Recordaba vagamente que Trix había intentado pasarle un mensaje el viernes por la mañana.
– Te habría llamado el fin de semana, pero estaba trabajando. Tuve una sesión en Glasgow con unas modelos psicóticas. Fue agotador.
– No pasa nada.
– Bueno, ya has visto, ¿no? Aunque sabíamos que esto iba a pasar, no es muy agradable, ¿verdad?
– No.
– Pero uno de los dos tenía que hacerlo. -Oliver parecía incómodo-. La verdad es que creí que lo harías tú, cielo. No entendía por qué tardabas tanto.
– Tenía mucho trabajo -balbució ella-. La revista nueva, y eso.
– Claro. Pero oye, que conste que me sentí fatal poniendo esos cinco ejemplos. No era mi intención hablar pestes de ti, como podrás imaginar. Al principio estaba muy cabreado, como es lógico, pero ahora ya no lo estoy. Me entiendes, ¿verdad? Pero las normas son las normas. Como todavía no llevamos dos años separados y el adulterio no fue la causa de nuestra separación, tenemos que presentarle motivos al tribunal.
Lisa no se atrevía a hablar. Estaba esperando a que la tormenta de llanto que se estaba preparando en su interior pasara de largo; si abría la boca ahora, estallaría.
– Lisa -insistió Oliver. Parecía preocupado.
– Yo…
– Oye…
– Es muy triste -dijo ella con voz temblorosa.
– Ya lo sé, nena. ¡Dímelo a mí! -Tras una pausa, siguió hablando como si pensara en voz alta-. Podría pasar a verte, ¿no? Quizá podamos arreglarlo todo tú y yo.
– Estás chiflado.
– No, no estoy chiflado. Piensa que los dos podemos ahorrarnos un dineral en facturas de abogados si arreglamos por nuestra cuenta las cuestiones prácticas, como la del apartamento, por ejemplo. ¿Te imaginas lo que nos van a cobrar cada vez que mi abogado le escriba una carta al tuyo? Una pasta, cariño, te lo aseguro.
»Venga, ¿por qué no? -siguió presionando-. Podemos arreglarlo tú y yo amigablemente. Mano a mano. -Como Lisa seguía sin decir nada, él insistió-: De tú a tú.
– Vale -logró decir al fin Lisa.
– ¿En serio? ¿Cuándo?
– Este fin de semana, si te parece.
– ¿No tienes que trabajar?
– No.
– Vaya, vaya -dijo Oliver en un tono que Lisa no supo interpretar. Luego se animó y agregó-: A ver si encuentro billete para el sábado. Llevaré todos los papelajos.
– Iré a recogerte al aeropuerto.
Solo una noche, se prometió Lisa. Una noche acurrucada contra su cuerpo; eso bastaría para superar la tragedia.
Colgó sin saber qué hacer a continuación. Podía acostarse otra vez, pero en cambio decidió llamar a Jack.
– Gracias por las flores.
– No tienes que darme las gracias. Solo quería que supieras que… que… siento un gran respeto por ti y que…
– Acepto las disculpas, Jack -lo atajó ella.
– ¿Disculpas? ¿Qué quieres…? -Pero Jack se interrumpió, suspiró y dijo-: De acuerdo. Gracias.
– Cuéntame qué ha pasado -dijo Lisa intentando demostrar algún interés.
– Pues muchas cosas, y muy buenas -dijo él, más animado-. Hemos tenido que reimprimir la revista. No sé si las has visto, pero las fotografías de la fiesta han salido en cinco periódicos este fin de semana, y te han invitado a un programa de la radio nacional. Cuatro personas se han ofrecido para sustituir a Mercedes, aunque no lo habíamos solicitado. Dublín es una ciudad muy pequeña. Y ya sé en qué revista va a trabajar Mercedes. No es Manhattan, sino Froth, una revista para adolescentes.
Quizá fuera porque sabía que Oliver iba a ir a verla, o por las excelentes noticias sobre Colleen, o por lo de Mercedes, pero algo había cambiado dentro de Lisa, porque cuando Jack le preguntó: «¿Crees que podrás volver a la oficina?», ella le contestó: «Sí, creo que sí».
– Estupendo -repuso Jack-. En ese caso, no será necesario que siga escribiendo este artículo sobre cosmética masculina.
– ¿Cómo dices?
– Trix me lo ha encargado. Ahora que no estáis ni tú, ni Ashling ni Mercedes, ella es el miembro con más experiencia en redacción. Se le ha subido el poder a la cabeza. Dice que va a enviar a Bernard a hacerse una limpieza de cutis, solo para ver si consigue hacerlo llorar.
– Estaré ahí dentro de una hora.
Cuando se dirigía al cuarto de baño para darse una necesaria ducha, Lisa pasó por el dormitorio y le sorprendió ver el estado en que se encontraba. Pero ¿qué demonios le había pasado? Ella no era de esas personas que se derrumban. Ella era una superviviente, tanto si le gustaba como si no. Se sentía desgraciada, por supuesto, pero con la depresión pasaba como con las lentillas de colores: les quedaban muy bien a los demás, pero no acababan de gustarle para ella.
57
Ashling se movió un poco y encontró el teléfono; lo tenía debajo, entre las sábanas. Llevaba cuatro días durmiendo con él. Marcó el número de Marcus por enésima vez y salió el contestador automático. Luego lo llamó a la oficina. Salió el buzón de voz. Y por último al móvil.
– ¿Todavía no contesta? -preguntó Joy, expresando su solidaridad; Ted y ella estaban sentados en la apestosa cama de Ashling.
– No. Ostras, ojalá pudiera hablar con él. Necesito que me dé algunas respuestas.
– Es un cobarde de mierda. Yo de ti me presentaría en su oficina. Lo fastidiaría en sus actuaciones. Eso estaría bien -dijo Joy con dureza-. Podrías interrumpir sus gags, eso lo pondría histérico. Gritarle que es un inútil en la cama y que tiene la polla…
– … enana -dijo Ashling cansinamente.
– En realidad iba a decir llena de pecas -dijo Joy-. Pero «enana» no está mal.
– No, no podría decirlo. Ni una cosa ni la otra.
– De acuerdo, dejemos las interrupciones. Pero ¿por qué no vas a verlo? Si quieres recuperarlo, tienes que luchar por él.
– Es que no sé si quiero recuperarlo. Además, con un adversario como Clodagh no tengo ninguna posibilidad.
– No es tan guapa -dijo Joy despiadadamente.
Ambas se volvieron hacia Ted, que se ruborizó.
– Qué va -mintió él; pero lo hizo fatal.
– ¿Lo ves? -le dijo Ashling a Joy-. Él la encuentra guapísima.
Aprovechando el incómodo silencio que se apoderó de ellos, Ashling echó un desapasionado vistazo alrededor. Estaba en aquella habitación desde el viernes por la tarde. Ahora era lunes por la noche y solo se había levantado de la cama para ir al cuarto de baño. Su intención había sido dormir un poco para reponerse del golpe, y después buscar a Marcus y ver si se podía salvar algo. Pero por algún extraño motivo, no había conseguido levantarse de la cama. Ahora se encontraba a gusto allí, y no tenía ganas de moverse.
Su vacía mirada se posó en un paquetito de pañuelos de papel. No había utilizado ni uno. ¿Por qué no lloraba? Con la tristeza que la embargaba, debería estar llorando como una magdalena. Pero no había derramado ni una sola lágrima. No le temblaba la voz, no tenía una hinchazón dolorosa en la garganta, no notaba ninguna presión en los huesos de la cara.
Pero eso no quería decir que estuviera atontada. Qué va. Ojalá estuviera atontada.
– No puedo dejar de preguntarme qué hice mal -dijo lentamente, como si hablara sola-, y no creo que fuera culpa mía. Siempre le dejaba ensayar conmigo los gags nuevos. Iba a todas sus actuaciones. Bueno, a casi todas. -Mira lo que había pasado la única vez que no fue: Marcus se había enrollado con su mejor amiga-. Le daba la razón diez veces al día cuando él me decía que era el mejor y que los otros cómicos no valían nada.
– ¿Incluso yo? -preguntó Ted, vacilante-. ¿Te decía que yo no valía nada?
– No -mintió Ashling.
La noche que Ashling conoció a Marcus, él habló con gran entusiasmo de Ted, pero ahora se daba cuenta de que si lo hizo fue únicamente porque no lo tomaba en serio. Cuando quedó demostrado que Ted tenía su propio grupo de admiradores, entusiasta aunque reducido, Marcus empezó a hablar mal de él con sutileza. Como sabía que Ashling no habría permitido insultos directos, se contentaba con comentarios como «El bueno de Ted Mullins. En este negocio conviene que haya un par de pesos ligeros». Para cuando Ashling se dio cuenta de que Marcus menospreciaba a Ted, ella ya estaba demasiado metida en su papel de novia abnegada y no podía protestar.
– Solo le interesa Marcus Valentine -observó Joy-. Es un egoísta de mierda.
– No, no creas que siempre era así. A mí me divertía ayudarle. Estábamos muy unidos, éramos buenos amigos.
Eso era lo que le hacía tanto daño. Pero Marcus había conocido a una chica que le gustaba más; eso pasaba continuamente.
– ¿Intuiste que algo no iba bien? -preguntó Joy-. ¿Había cambiado su comportamiento?
Resultaba doloroso pensar en el pasado reciente a la luz de los últimos descubrimientos, pero Ashling tuvo que admitirlo:
– Estas últimas semanas en que yo he tenido tanto trabajo él estaba un tanto malhumorado. Pensé que era solo porque me echaba de menos. ¡Imagínate!
– Y ¿seguisteis…? -Joy hizo un intento desganado de formular la pregunta con delicadeza, pero desistió rápidamente-. ¿Seguisteis follando como siempre?
Ted se tapó los oídos.
– No -contestó Ashling con un suspiro-. Bajó mucho el ritmo. Yo pensaba que era por mi culpa. Pero hicimos el amor después de que yo volviera de Cork. O sea que durante un tiempo se acostaba con las dos… ¿Por qué lo toleraría Clodagh? -se preguntó, como si hablara de un personaje de algún culebrón.
– A lo mejor ella no lo sabía -sugirió Joy-. Es posible que os mintiera a las dos. O quizá te estuviera utilizando a ti para presionar a Clodagh y conseguir que dejara a Dylan. -Joy se dio cuenta demasiado tarde de la crueldad de su comentario-. Lo siento -se disculpó-. Lo he dicho sin pensar… Pero ¿y Clodagh? Si yo tuviera que elegir entre Marcus y Dylan, no dudaría ni un instante. Ostras. Perdona. ¿Te apetecen unas patatas?
Ashling negó con la cabeza.
– ¿Te apetece algo? ¿Chocolate? ¿Palomitas de maíz? -Joy señaló el amplio surtido de productos de confitería que había sobre la cómoda de Ashling.
– No, y no me traigas nada más, por favor.
– ¿Piensas levantarte de la cama algún día?
– No -dijo Ashling-. Me siento tan… humillada.
– No les des esa satisfacción -dijo Joy con firmeza.
– Siento que todo el mundo me odia.
– Pero ¿por qué? ¡Tú no has hecho nada malo!
– Siento que todo el mundo está contra mí, que en ningún sitio estoy a salvo. Y me siento muy triste -añadió.
– Es lógico que estés triste.
– No; estoy triste por otras cosas. No puedo parar de pensar en Boo y en lo triste que es la vida que lleva. Y en la cantidad de gente que vive como él, pasando hambre y frío. En la pérdida de la propia dignidad, en lo denigrante…
Se interrumpió al ver la mirada que intercambiaban Joy y Ted, que venía a decir: «Está completamente chiflada». Sus amigos habían deducido que el trauma le había afectado gravemente. ¿Cómo podía ser que se preocupara por mendigos a los que ni siquiera conocía, cuando ella tenía ante sí un desastre tan tangible y tan real? No lo entendían. Pero había una persona que sí lo entendería.
De no haber estado tan trastornada, Ashling se habría estremecido de espanto. Así era como se sentía mi madre. Y entonces fue cuando hizo aquella sorprendente conexión. Maldita sea, creo que tengo una depresión.
Con flores o sin ellas, cuando Lisa llegó a la oficina y vio a Jack no pudo evitar sentir rabia y sentirse rechazada.
– ¿Cómo estás? -le preguntó él, observándola atentamente.
– Bien -contestó Lisa, susceptible.
– Te hemos echado de menos.
La miraba con cariño, pero sin lástima, y la ira de Lisa se evaporó. Reconoció que su conducta era infantil.
– ¿Quieres leer mi artículo sobre cosmética masculina? -Jack le enseñó un texto en el que afirmaba que los productos de Aveda eran «buenos», los de Kiehl «buenos» y los de Issey Miyake «buenos».
Lisa dejó el artículo encima de la mesa, guiñó un ojo y dijo:
– No lo haces del todo mal. -Debían de estar francamente preocupados por las bajas de Colleen si hasta Jack se había atrevido a escribir un artículo-. Y ¿dices que Ashling todavía no ha venido a trabajar? -No pudo disimular su suficiencia. Ella se iba a divorciar y había ido a la oficina, ¿no?
Ahora que volvía a estar allí se daba cuenta del impacto que había causado la revista, y de cómo todos sus esfuerzos para darle notoriedad habían dado frutos. Mientras Lisa estaba en la cama, convencida de que era la peor fracasada de todos los tiempos, se había convertido en una especie de estrella (solo en Irlanda, por supuesto, pero algo es algo).
Ya había recibido una oferta de empleo de otra revista irlandesa, y la habían llamado varios periodistas, unos interesados en hacerle una entrevista a fondo, y otros más interesados en utilizarla para hacer artículos de relleno del tipo «Mis vacaciones favoritas» y «Mi ideal de hombre».
Se permitió un momento de autocomplacencia, pero el inminente fin de semana con Oliver era más importante que el éxito de la revista. Tenía que estar completamente espectacular: para ello tenía que conseguir ropa de primera y arreglarse el cabello. Y las uñas. Y las piernas. No pensaba comer nada, por supuesto, para así poder comer normalmente con él…
– Es el Sunday Times -dijo Trix indicándole con un gesto el auricular del teléfono a Lisa-. Quieren saber de qué color llevas las bragas.
– Blancas -contestó Lisa, distraída, y Kelvin estuvo a punto de soltar una carcajada.
– Lo decía en broma -se quejó Trix-. Solo quieren preguntarte algo sobre los productos que usas para el cabello…
Pero Lisa no la estaba escuchando. Estaba hablando por teléfono con la oficina de prensa de DKNY.
– Queremos hacer un reportaje para el número de Navidad, pero necesitamos la ropa antes del viernes.
– Lisa, ¿podemos hablar un momento del sustituto de Mercedes? -preguntó Jack.
El que Mercedes los hubiera dejado en la estacada le produjo a Lisa otro ataque de rabia, pero hizo cuanto pudo para contenerla.
– Trix, llama a Ghost, Fendi, Prada, Paul Smith y Gucci. Diles que les dedicaremos varias páginas en el número de diciembre, pero solo si nos envían la ropa antes del viernes. Vamos -le dijo a Jack, y se dirigió hacia su despacho.
– Está tramando algo -comentó Trix sin dirigirse a nadie en particular. Echaba de menos a Ashling y Mercedes; no era agradable no tener a nadie con quien jugar.
Jack y Lisa repasaron las cuatro solicitudes recibidas para ocupar el cargo de editor de moda y decidieron entrevistar a los cuatro aspirantes.
– Y si ninguno sirve, pondremos un anuncio -dijo Lisa-. Hablando de otra cosa, Jack, ¿sabes de dónde puedo sacar un abogado?
Él reflexionó un momento.
– La empresa tiene un bufete. Si ellos no pueden ocuparse de lo tuyo, te recomendarán a alguien.
– Gracias.
– Y yo haré todo lo que pueda para ayudarte -le prometió Jack.
Ella lo miró con recelo. No podía negarlo: Jack le gustaba. Él seguía con aquella actitud cariñosa y solidaria que había mostrado desde el día en que ella se puso a llorar en su despacho por haberse quedado sin ir a los desfiles. Él no tenía la culpa de que ella hubiera decidido interpretar exageradamente aquella actitud.
El martes por la tarde sonó el teléfono de Ashling. Ashling, que contestó rápidamente. «Que sea Marcus -rezó-. Que sea Marcus.»
Pero se llevó un chasco al oír una voz de mujer. Era su madre.
– Ashling, cariño, queríamos saber cómo había ido la presentación, y te hemos llamado a la revista. Nos han dicho que no habías ido a trabajar. ¿Qué te pasa? ¿Estás enferma?
– No.
– Entonces ¿qué pasa?
– Estoy… -Ashling dudó en pronunciar la palabra tabú, pero acabó cediendo, con una mezcla de miedo y alivio-. Estoy deprimida -confesó.
Monica comprendió que aquel no era un simple caso de «estoy deprimida porque anoche se me olvidó grabar Friends». Ashling había tenido siempre mucho cuidado en no pronunciar jamás la palabra depresión refiriéndose a sí misma. Aquello iba en serio.
La historia se repetía.
– Mi novio me ha puesto los cuernos con Clodagh -explicó con un hilo de voz.
– ¿Con Clodagh Nugent? -Monica se encendió.
– Hace diez años que es Clodagh Kelly, pero en fin.
– ¿Estás muy mal?
– Llevo cinco días en la cama y no tengo intención de levantarme.
– ¿Comes?
– No.
– ¿Te aseas?
– No.
– ¿Tienes pensamientos suicidas?
– Todavía no. -Yupi. Una idea más.
– Cogeré el tren mañana por la mañana, cariño. Yo cuidaré de ti.
Monica suponía que su hija la enviaría a paseo, como de costumbre. Pero la única respuesta que obtuvo fue un resignado «Vale». El miedo se apoderó de ella: Ashling debía de estar muy mal.
– No te preocupes, cariño, buscaremos ayuda. No permitiré que pases por lo que pasé yo -prometió Monica con vehemencia-. Hoy en día las cosas son muy diferentes.
– Ya, ahora no es un estigma -repuso Ashling con indiferencia.
– No. Ahora hay mejores medicinas -replicó Monica.
El martes por la noche Joy y Ted intentaban tentar a Ashling con un nuevo cargamento de chocolatinas y revistas cuando sonó el timbre de la puerta. Se quedaron todos paralizados.
Por primera vez en varios días, el lánguido rostro de Ashling se iluminó.
– ¡A lo mejor es Marcus! -exclamó.
– Voy a decirle que se vaya a la mierda -anunció Joy dirigiéndose hacia la puerta.
– ¡No! -dijo Ashling con firmeza-. No; quiero hablar con él. Joy volvió al cabo de unos segundos.
– No es Marcus -dijo en voz baja. Ashling volvió a hundirse rápidamente en el fango-. Es el divino Jack.
Aquella inesperada visita sacó a Ashling de su letargo. ¿Qué quería Jack? ¿Despedirla por no haber ido a la oficina?
– ¿A qué esperas? ¡Ve a ducharte, por el amor de Dios! Hueles a tigre.
– No puedo -dijo Ashling con voz débil. Tan débil, que Joy comprendió que estaba perdiendo el tiempo. Se contentó con que se pusiera un pijama limpio, se cepillara el pelo y se lavara los dientes. Entonces Joy cogió dos botellas de colonia.
– ¿Happy o Oui? Happy -decidió-. Probemos el poder de lo sugerente. -Roció a Ashling de colonia y la empujó, como si fuera un muñeco a cuerda, en dirección al salón-. ¡Ánimo!
Jack estaba sentado en el sofá azul, con las manos colgando entre las rodillas. Aquella era una visión extrañísima. Pese a lo deprimida que estaba, esa idea venció su estupor. Jack pertenecía al mundo del trabajo, y sin embargo allí estaba, haciendo que el piso de Ashling pareciera aún más pequeño de lo que era.
El traje oscuro, el despeinado cabello y la corbata torcida le hacían parecer trastornado y agobiado por las preocupaciones. Ashling se quedó en el umbral, mirando cómo él intercambiaba pensamientos con el suelo de arce. Entonces ladeó la cabeza, vio a Ashling y sonrió.
Cuando Jack se levantó del sofá, cambió la luz de la habitación.
– Hola -dijo Ashling-. Siento no haber ido al trabajo ni ayer ni hoy.
– Solo he venido a ver cómo estás, no a meterte prisa para que vuelvas al trabajo.
Entonces Ashling recordó que él se había mostrado inesperadamente amable y comprensivo después de que Dylan le revelara la fatídica noticia.
– Intentaré ir mañana -dijo, aunque era tan probable como que escalara el Kilimanjaro.
– ¿Por qué no te tomas una semana de vacaciones e intentas volver el lunes? -sugirió Jack.
– De acuerdo. Gracias. -El alivio que le produjo no tener que enfrentarse al mundo de inmediato fue tan grande que ni siquiera discutió-. Mi madre va a venir a pasar unos días conmigo. Eso bastará para animarme a volver al trabajo, seguro.
– Ah, ¿sí? -dijo Jack con una sonrisa-. Un día tienes que contármelo.
– Sí. -Ashling no se sentía capaz ni de decirle la hora.
– ¿Cómo estás? -preguntó Jack.
Ashling vaciló. Aquel no era el tema más adecuado para hablar con tu jefe, pero ¿qué más daba? Ya nada importaba.
– Estoy muy triste -reconoció.
– Es lógico. El fin de una relación, el fin de una amistad…
– Pero no es solo eso. -Ashling intentaba comprender aquel intenso dolor-. Estoy triste por el mundo entero.
Se quedó mirando a Jack. Este debía de pensar que estaba chiflada.
– Y ¿qué más? -dijo él con dulzura.
– Solo veo tristeza y dolor a mi alrededor. Por todas partes.
– Weltschmerz -dijo Jack.
– Salud -dijo ella distraída.
– No -explicó Jack, riendo débilmente-. Weltschmerz significa algo así como «tristeza por el mundo» en alemán.
– ¿Hay una palabra para esto?
Ashling sabía que no era la primera persona que se sentía así. Sabía que su madre también había pasado por aquello. Pero si existía una palabra para describir aquel sentimiento, debía de haber muchas personas más que lo habían sentido. Aquello la consoló. Jack le enseñó una bolsa de papel blanca que llevaba.
– Mira, te he traído una cosa…
– ¿Qué es? ¿Pañuelos de papel? Tengo tantos que podría montar una tienda. ¿Uvas? No estoy enferma, sino solo… humillada.
– No; es… verás, es sushi.
Ella se sintió ofendida.
– ¿Me tomas el pelo?
– ¡No! Es que el día que lo comimos en la oficina me pareció que sentías curiosidad. -Como Ashling seguía muda, él prosiguió-: Pensé que te gustaría. No hay nada asqueroso, ni siquiera pescado crudo. Es básicamente vegetariano: pepino, aguacate, un poco de cangrejo. Un sushi para principiantes. Si quieres puedo explicarte paso por paso…
Pero la expresión de desconfianza de Ashling le hizo echarse atrás.
– Hummm… Bueno, pues te lo dejo aquí. Espero que te mejores. Ya nos veremos el lunes.
Cuando Jack se hubo marchado, Ted y Joy fueron al salón.
– ¿Qué hay en la bolsa?
– Sushi.
– ¡Sushi! ¿Cómo se le ocurre traerte sushi?
Formaron un corro alrededor de la bolsa de papel, observándola con recelo, como si fuera radiactiva.
– ¿Le echamos un vistazo? -propuso Ted.
– Si quieres… -dijo Ashling. Ted sacó la caja negra laqueada y, fascinado, contempló los pequeños rollitos de arroz dispuestos en pulcras hileras.
– No sabía que fuera así -comentó Joy.
– Y ¿qué es eso? -preguntó Ted señalando un saquito plateado.
– Salsa de soja -dijo Ashling sin entusiasmo.
– ¿Y esto? -Ted levantó la tapa de un pequeño envase de poliestireno.
– Jengibre.
– ¿Y esto? -Señaló un montoncito de pasta verde.
– No me acuerdo de cómo se llama -admitió Ashling-, pero pica mucho.
Tras una prolongada y cautelosa exploración, Ted cogió el toro por los cuernos.
– Voy a probarlo.
Ashling se encogió de hombros.
– Este parece de pepino. -Ted se lo metió en la boca-. Ahora me limpio el paladar con un poco de jengibre, y luego…
– No, no se hace así -le interrumpió Ashling con fastidio.
– Bueno, pues enséñame tú cómo se hace.
58
Al oír los golpecitos en la ventana, Clodagh se puso en pie de un brinco. La invadió una oleada de felicidad. Ya había llegado. Corrió hacia la puerta de la calle y la abrió sin hacer ruido.
– El gallo canta al anochecer -dijo Marcus con marcado acento ruso.
– ¡Shhh! -Clodagh se llevó un dedo a los labios, en un gesto exagerado, pero ambos reían, desbordados de alegría.
– ¿Duermen? -susurró Marcus.
– Sí, duermen.
– ¡Aleluya! -Casi olvidó que no tenía que hacer ruido-. Ahora ya puedo hacer lo que quiera contigo. -Entró en el recibidor y la abrazó; tropezaron, entre risas, con el perchero, y él empezó a quitarle la ropa.
– Ven al salón -dijo ella.
– No; quiero hacerlo aquí -repuso él con picardía-. Entre las botas de lluvia y las mochilas del colegio.
– ¡No puedes, tonto! -Rió al ver los pucheros de Marcus-. Te pareces a Craig.
Marcus sacó aún más el labio inferior, y rió con más fuerza.
– En serio -susurró Clodagh-, ¿y si uno de los dos se levantara para ir al baño y nos pillara con las manos en la masa en el suelo del recibidor? ¡Venga! ¡Pasa ahora mismo al salón!
Marcus, obediente, recogió su camisa y siguió a Clodagh.
– Tanto secreto me recuerda a la adolescencia. Resulta muy sexy -comentó.
Dylan había aterrorizado a Clodagh con sus amenazas de quitarle la custodia de los niños, y ella quería impedir por todos los medios que Molly y Craig la vieran en la cama con Marcus. Pero aquella semana Marcus tenía mucho trabajo, así que no podían verse durante el día. El único momento que podían aprovechar para hacer el amor era cuando Molly y Craig dormían. Un período de aproximadamente veinte minutos al día.
Se tumbaron en el sofá y se quitaron mutuamente la ropa; luego, tras una breve pausa para mirarse a los ojos, Clodagh suspiró:
– Me alegro tanto de verte.
Los cinco días pasados, desde que Dylan se marchara, habían sido extraños, oníricos. El sentimiento de culpa la estaba destrozando, sobre todo porque los niños no paraban de preguntar cuándo iba a volver su padre a casa. Clodagh cada vez se sentía más aislada: hasta su madre estaba furiosa con ella. Además, se sentía terriblemente fuera de control, y sorprendida de la catástrofe que había desencadenado.
La confusión y el pánico solo cedían cuando estaba con Marcus. Él era un diamante en medio del estercolero en que se había convertido su vida. Había leído esa frase en algún sitio (seguramente en la novela en que la mujer monta una tienda de ropa de marca de segunda mano) y se le había quedado grabada.
– No tanto como yo.
Marcus recorrió su cuerpo desnudo con la mirada, le puso las manos debajo y le dio la vuelta, colocándola boca abajo. Esperó un momento antes de penetrarla, casi con solemnidad. Hacía casi una semana que no follaban. El sábado por la tarde fue completamente imposible. Después de golpear a Marcus con el camión rojo, Craig no le había dejado acercarse a más de medio metro de su madre.
– ¡Venga! -imploró Clodagh con voz amortiguada.
Ayudándose con una mano, Marcus se colocó justo en la entrada. No había nada como el primer empujón. Como siempre tenían poco tiempo para estar juntos, sus polvos tenían una violencia entusiasta: a él le gustaba entrar hasta el fondo a la primera, venciendo toda resistencia, yendo directamente hacia el éxtasis. Y si conseguía obtener de Clodagh un grito ahogado a medio camino entre el placer y el dolor, eso lo alentaba aún más.
Pero esta vez su larga y perfecta estocada se vio interrumpida a medio camino cuando Clodagh se puso en tensión, se incoporó y susurró:
– ¡Shhh! -Giró la cabeza hacia el techo y se quedó inmóvil-. Me ha parecido oír… No. -Volvió a relajarse-. Me lo he imaginado.
En el segundo intento, Marcus se la hincó del todo, pero no pudo evitar sentir que le habían privado de algo. Pegaron un polvo corto y furioso, y luego otro ligeramente menos frenético, con ella encima.
Empapada de sudor, Clodagh se tumbó sobre él y murmuró:
– Me haces tan feliz.
– Tú también. Pero ¿sabes qué me haría aún más feliz? Que subiéramos a la cama. Este sofá me está destrozando la espalda.
– No deberíamos. ¿Y si nos ven?
– Puedes cerrar el dormitorio con llave. Venga -insistió-. No creerás que ya tengo bastante por esta noche, ¿no?
– Sí, pero… Bueno, vale. Pero no puedes quedarte a pasar la noche, ¿de acuerdo?
– De acuerdo.
El doctor McDevitt se asustó cuando aquella mujer entró en su consulta exigiendo Prozac con amenazas.
– ¡No nos marcharemos sin la receta!
– Señora… -El médico consultó el historial-. Ah, Kennedy. Señora Kennedy, yo no puedo entregar recetas…
– Llámeme Monica, y no es para mí, sino para mi hija -dijo señalando a Ashling.
– Ah, Ashling. No te había visto. ¿Qué pasa? -Al doctor McDevitt le caía bien Ashling.
Ella vaciló pero, ayudada por los codazos que le daba su madre, finalmente dijo:
– Me siento fatal.
– Su novio la ha dejado y se ha ido con su mejor amiga -aclaró Monica al ver que su hija no iba a decir nada más.
El doctor suspiró. Así que la había plantado el novio. Bueno, la vida es así, ¿no? Pero ahora la gente pedía Prozac por cualquier cosa: porque habían perdido un pendiente o porque se habían arrodillado encima de una pieza de Lego.
– Pero no es solo eso -prosiguió Monica-. Mi hija ha tenido problemas familiares.
McDevitt no lo ponía en duda. ¿Una madre dominante, quizá?
– Sufrí depresión quince años. Me han hospitalizado varias veces…
– No es como para presumir -murmuró el doctor.
– … y Ashling se está comportando igual que yo. No se levanta de la cama, se niega a comer, está preocupada por los mendigos…
McDevitt se animó un poco. Aquello ya era otra cosa.
– A ver, cuéntame eso de los mendigos.
Monica le dio otro codazo a su hija y susurró: «¡Cuéntaselo!»; Ashling levantó la cabeza, mostrando un rostro pálido y tenso, y masculló:
– En mi calle hay un joven mendigo. Siempre me ha preocupado, pero ahora me entristece pensar en los demás mendigos, en todos.
Aquello bastó para convencer a McDevitt.
– ¿Por qué me siento así? -preguntó Ashling-. ¿Me estoy volviendo loca?
– No, nada de eso, pero la depresión es una bestia muy peculiar -disimuló el doctor. Dicho de otro modo, no tenía ni idea-. Sin embargo, a juzgar por el testimonio de tu madre, es posible que hayas heredado una tendencia a desarrollarla y que el trauma de perder a tu novio la haya desencadenado. -A continuación extendió una receta de la dosis más baja de Prozac-. Con la condición -dijo mientras anotaba algo en un bloc- de que también vayas a terapia.
El doctor McDevitt estaba a favor de la terapia. Si la gente quería ser feliz, lo mínimo que podía hacer era esforzarse un poco.
Al salir de la consulta, Ashling le preguntó a su madre:
– ¿Puedo irme ya a casa?
Para ir al médico habían cogido un taxi.
– Vamos andando hasta la farmacia, y luego yo te acompañaré a casa.
Desconsolada, Ashling dejó que su madre la cogiera del brazo. Continuamente se veía obligada a hacer cosas que no quería hacer, pero estaba demasiado abatida para oponerse. El problema era que Monica había hecho de la felicidad de Ashling su proyecto, encantada de tener una oportunidad de recompensarla por tantos años de abandono inevitable.
Era una tarde de principios de otoño y, mientras paseaban bajo un sol benigno, Ashling se apoyó en el brazo de su madre, grueso y blando a causa de varias capas de ropa.
Después de ir a la farmacia, dieron un paseo por Stephen's Green, donde Monica la obligó a sentarse en un banco y contemplar el lago y los pájaros que chapoteaban en el agua. Ashling preguntó cuándo podrían volver a casa.
– Pronto -le prometió Monica.
– ¿Pronto? Vale. -Siguió contemplando los pájaros-. Patos -comentó con tristeza.
– ¡Exacto! ¡Patos! -dijo su madre con tanto entusiasmo como si Ashling fuera una niña de dos años y medio-. Se preparan para volar hacia el sur, donde pasarán el invierno… Van en busca de un clima más cálido -añadió.
– Ya lo sé.
– Tienen que meter los biquinis y el bronceador en la maleta…
Silencio.
– Encargar los cheques de viaje… -prosiguió Monica.
Ashling seguía con la vista al frente.
– Pintarse las uñas de los pies -apuntó Monica-, comprarse gafas de sol y sombreros de paja…
Lo de las gafas de sol fue definitivo. La imagen de un pato con gafas de sol, con pinta de mafioso, resultó lo bastante cómica para arrancarle una tímida sonrisa a Ashling. Entonces Monica la autorizó a volver a casa.
El sábado por la mañana, cuando Liam recogió a Lisa con su taxi para llevarla al aeropuerto, no pudo ocultar su admiración.
– Dios mío, Lisa -exclamó-. ¡Estás preciosa!
– No es para menos, Liam. Llevo desde las siete arreglándome.
Lisa tenía que reconocer que lo había conseguido. Todo estaba perfecto: el pelo, la piel, las cejas, las uñas. Y la ropa. Y todo a base de chanchullos, por supuesto. El miércoles y el jueves había recibido por mensajero algunas de las prendas más exquisitas que había en el planeta; había elegido las más selectas y ahora las llevaba puestas.
Por el camino, Lisa le explicó al taxista la situación, y Liam se mostró indignado.
– ¡Divorciarse! -farfulló-. Tu marido debe de estar loco. Y ciego.
Para acercarse a la puerta, Liam aparcó en un sitio prohibido.
– Te espero aquí.
Lisa respiraba entrecortadamente antes incluso de entrar en la terminal. Aunque según el monitor el vuelo de Oliver había aterrizado, no había ni rastro de él, así que Lisa se quedó de pie en el lugar donde habían acordado encontrarse, sin apartar la vista de las puertas de cristal, y esperó. El corazón le latía muy deprisa y tenía la boca tan seca que la lengua se le pegaba al paladar. Esperó un poco más. De vez en cuando salía un grupo de gente, pero Lisa seguía sin ver a Oliver. Al cabo de un rato, nerviosa, llamó a casa para comprobar que no le hubiera dejado un mensaje diciendo que salía con retraso, pero no, no había ningún mensaje.
Cuando empezaba a convencerse de que Oliver no iba a aparecer, finalmente lo vio avanzar con paso elegante hacia las puertas de cristal. Sintió un ligero mareo, y el suelo osciló bajo sus pies. Oliver iba vestido de negro. Chaqueta recta de piel negra, jersey de cuello alto negro y pantalones negros. Él la vio y sonrió. En otros tiempos solía bromear con que su sonrisa era el único objeto hecho por el hombre que podía verse desde el espacio.
Lisa corrió hacia él.
– Creía que no llegabas.
– Lo siento, nena -dijo él, y sus labios describieron una curva alrededor de sus inmaculados dientes-. Es que me han retenido en Inmigración. Soy el único pasajero de todo el avión al que han interrogado. -Se llevó una mano a los labios y dijo, fingiendo perplejidad-: Me pregunto por qué será.
– ¡Cerdos!
– Sí, mira, no sabes cómo me ha costado convencerles de que soy ciudadano británico. Y eso que llevo un pasaporte británico.
– ¿Te has enfadado? -preguntó Lisa.
– No, ya estoy acostumbrado. La última vez que vine aquí me pasó lo mismo. Oye, estás preciosa, nena.
– Tú también estás muy guapo.
Cuando Liam los dejó en casa, Kathy estaba terminando la limpieza. Intentó escabullirse discretamente, pero Lisa se lo impidió.
– Oliver, te presento a Kathy, mi vecina. Este es Oliver, mi ma… migo.
– ¿Qué tal? -dijo Kathy, preguntándose qué sería un «mamigo».
Cuando Kathy se hubo marchado, Lisa y Oliver se sumieron en una torpeza teñida de jovialidad; pese a que estaban bien dispuestos el uno hacia el otro, no cabía duda de que era una situación muy extraña, sin un código de conducta claro. Oliver la felicitó por la casa, y ella le explicó con grandilocuencia sus proyectos decorativos, haciendo hincapié en la persiana de madera.
Finalmente ambos se tranquilizaron y empezaron a comportarse con normalidad.
– Tendríamos que empezar, nena -dijo Oliver, y sacó de su bolsa una cosa que por un instante Lisa creyó un regalo, pero que era un fichero de documentos: escrituras, cuentas bancarias, extractos de tarjetas de crédito, papeles de la hipoteca.
Oliver se puso unas gafas con montura plateada y, aunque tenía un aire deliciosamente profesional, todo el nerviosismo infantil de Lisa se desvaneció. ¿En qué estaba pensando? Aquello no era una cita, sino una reunión para hablar del divorcio.
De pronto se desmoralizó. Se sentó a la mesa de la cocina y se puso a separar su vida económica de la de Oliver, para que ambas pudieran seguir funcionando independientemente. Era un proceso tan delicado y complicado como el de separar a dos gemelos siameses.
Analizando cuentas bancarias que se remontaban a cinco años atrás, intentaron separar todos los pagos que cada uno había hecho relacionados con el piso. Entre depósitos, pólizas de seguros y honorarios de abogados, las dos líneas se confundían continuamente.
En un par de ocasiones la cosa se puso fea, como suele ocurrir con el dinero. Lisa estaba empeñada en que ella había pagado todos los honorarios del abogado, pero Oliver estaba convencido de que él también había aportado algo.
– Mira esto. -Rebuscó entre los papeles hasta dar con una factura del abogado-. Una factura de quinientas veinte libras y dieciséis peniques. Y mira -añadió señalando el extracto de su cuenta bancaria-: un talón de quinientas veinte libras y dieciséis peniques, extendido tres semanas más tarde. No me dirás que es una casualidad.
– ¡A ver! -Lisa examinó ambos documentos, y admitió que Oliver tenía razón-. Lo siento -dijo.
Sonó el timbre de la puerta y Francine entró tan campante.
– Hola, Lisa. Ay, hola -dijo al ver a Oliver, y la timidez eclipsó su desenfado. Volvió a mirar a Lisa-: Esta noche hay una reunión de chicas en mi casa. ¿Quieres venir? He invitado a Chloe, a Trudie y a Phoebe.
– Gracias, pero ya tengo planes.
– Vale. Oye, ¿no te sobra ningún artículo de maquillaje?
Lisa disimuló su enojo.
– Perdona, Oliver, solo será un momento. Acompáñame a mi cuarto, Francine.
– ¡Caray! -exclamó Oliver cuando Francine se marchó con una bolsa de plástico llena de mascarillas, esmaltes de uñas, exfoliantes y otros productos cosméticos.
– En realidad ha venido a echarte un vistazo -dijo Lisa con enojo. Siguieron examinando papeles y desenterrando recuerdos.
– ¿Qué demonios compramos en Aero que costó tanto dinero?
– Nuestra cama -contestó Oliver.
Hubo un silencio tenso, cargado de sentimientos.
– ¿Un talón a Discovery Travel? -preguntó Lisa al cabo de un rato.
– Chipre.
Aquella sola palabra hizo estallar una bomba de emociones dentro de Lisa. Una ternura desbordante, miembros entrelazados mientras el sol de la tarde dibujaba sombras por las sábanas: Lisa estaba profundamente enamorada, eran sus primeras vacaciones de casados y no podía imaginarse la vida sin Oliver.
Y ahora aparecía aquel talón, mientras preparaban el divorcio. Qué extraña era la vida.
Al cabo de un par de horas volvió a sonar el timbre de la puerta. Esta vez era Beck.
– ¿Quieres venir, Lisa? Estamos jugando a pelota.
– Estoy ocupada, Beck.
– Hola. -Beck intentó saludar a Oliver con desenvoltura, pero no pudo disimular que se sentía intimidado por su presencia-. ¿Y tú?
– Él también está ocupado. -Empezaba a cabrearse. Estaban tratando a Oliver como a un monstruo de feria.
– La verdad es que me vendría bien un descanso -dijo él dejando el bolígrafo y quitándose las gafas-. Estoy un poco harto. ¿Media hora? -Se desperezó, y ella admiró sus elegantes movimientos.
– ¿Vienes, Lisa?
– Bueno.
– Al principio jugaba un poco sucio -le confesó Beck a Oliver-, pero ahora ya no.
– ¿Lisa juega a fútbol con vosotros? -preguntó Oliver, incrédulo.
– Pues claro. -Ahora era Beck el sorprendido-. No lo hace mal. Para ser una chica.
– Veo que has cambiado mucho -dijo Oliver con asombro, casi en tono acusador.
– No, no he cambiado nada -repuso ella desapasionadamente.
La media hora que pasaron correteando detrás de la pelota por el callejón resultó provechosa. Cuando volvieron a sentarse a la mesa de la cocina, cubierta de papeles, ambos estaban jadeantes y eufóricos.
– ¡Ostras! -exclamó Oliver cuando vio lo que les esperaba-. Me había olvidado.
– Oye, dejémoslo por esta noche.
– No, nena. Todavía nos queda mucho trabajo.
Disimulando su abatimiento, Lisa llamó para encargar unas pizzas, y se pusieron a trabajar. No pararon hasta medianoche.
– ¿Sabes cuánto tiempo nos llevará todo esto? -preguntó ella.
– En cuanto lleguemos a un acuerdo respecto a las finanzas, lo presentamos ante el tribunal, y la sentencia provisional sale entre dos y tres meses más tarde. Seis semanas más tarde llega la sentencia definitiva.
– Ya. Muy deprisa. -A Lisa no se le ocurrió nada más que decir en ese momento.
La jornada la había dejado agotada, triste y afligida. Le dolía el cuello, le dolía el corazón, y ahora era hora de acostarse y no tenía ganas de follar.
Él tampoco. Estaban los dos demasiado tristes.
Oliver se desvistió maquinalmente, sin ganas, dejando la ropa tal como caía, y se metió en la cama junto a Lisa, como si hubiera dormido un millón de veces en aquella cama. Abrió los brazos y ella se le acercó, y adoptaron la posición que adoptaban siempre para dormir: la espalda de ella bien apretada contra el pecho de él, los pies de ella entre los muslos de él. Aquello era más íntimo, más tierno que el sexo. Ya a oscuras, Lisa lloró. Oliver la oyó, pero no se le ocurrió nada que pudiera consolarla.
Al día siguiente volvieron a tomar posiciones en la mesa de la cocina y trabajaron hasta las tres de la tarde, hora en que Oliver tuvo que marcharse. Lisa lo acompañó en taxi al aeropuerto, y cuando volvió a casa la encontró insoportablemente vacía. Estaba muy deprimida y tenía ganas de meterse en la cama, pero no se acostó porque no quería volver a apartarse de la realidad. La vida debía continuar.
59
El lunes por la mañana Monica acompañó a Ashling al trabajo. «¡Ánimo! ¡Tú puedes hacerlo!» Era como el primer día de colegio. Ashling traspuso las puertas del edificio y, una vez dentro, giró la cabeza; su madre, desde la calle, gesticuló: «¡Adelante!». Ashling fue hacia el ascensor de mala gana.
Cuando se sentó en su mesa todos la miraron de manera rara, y luego empezaron a tratarla con exagerada simpatía.
– ¿Te apetece una taza de té? -le preguntó Trix, solícita.
– No te pases, Trix -contestó Ashling, e intentó concentrarse en los papeles de su mesa. Al cabo de un momento levantó la cabeza y vio que Trix sacudía la cabeza y le decía, moviendo solo los labios, a la señora Morley: «No quiere té».
Poco después Jack irrumpió en la oficina con un montón de documentos bajo el brazo. Parecía estresado y malhumorado, pero al ver a Ashling aminoró el paso y se relajó un tanto.
– ¿Cómo te encuentras? -le preguntó amablemente.
– Pues mira, he conseguido levantarme de la cama -respondió. Pero la rigidez de su semblante indicaba que tampoco estaba muy contenta-. Oye, el día que viniste a verme… Gracias por el sushi. Y perdona que estuviera un poco susceptible.
– No pasa nada. ¿Cómo va el Weltschmerz?
– Muy bien, gracias.
Jack asintió con toda su buena intención.
– Será mejor que me ponga a trabajar -dijo Ashling.
– Esta tristeza que sientes… -dijo entonces Jack- ¿es indefinida o toma alguna forma determinada?
Ashling reflexionó y dijo:
– Creo que toma una forma determinada. Conozco a un mendigo, Boo… El de las fotos, ¿recuerdas? Él me ha descubierto el mundo de la mendicidad, y eso me parte el alma.
Tras un silencio, Jack dijo, pensativo:
– Oye, a lo mejor podemos ofrecerle trabajo. Podríamos colocarlo de mensajero en la televisión.
– No puedes ofrecerle trabajo a una persona a la que ni siquiera conoces.
– Yo conozco a Boo.
– ¿Qué dices?
– El otro día me lo encontré en la calle. Lo reconocí por las fotografías y estuvimos un rato charlando. Quería darle las gracias, porque esas fotografías han ayudado mucho al lanzamiento de Colleen. Lo encontré muy listo, muy entusiasta.
– Oh, sí, lo es. Le interesan todo tipo de… Espera un momento. ¿Lo dices en serio?
– Pues claro. ¿Por qué no? Es evidente que estamos en deuda con él. Ya ves la cantidad de publicidad que hemos conseguido gracias a esas fotografías.
Ashling se animó un poco, pero poco después volvió a hundirse rápidamente.
– Pero ¿y los otros mendigos? Los que no aparecen en esas fotografías.
– No puedo ofrecerles trabajo a todos -admitió Jack con una triste sonrisa.
Entonces la puerta de la oficina se abrió con estrépito y entró un joven muy atildado y jovial.
– ¡Hola, chicos! -exclamó.
– ¿Quién es ese? -preguntó Ashling repasando el atuendo del recién llegado: cabello con mechas rubias, pantalones tipo sastre color magenta, camiseta transparente y una diminuta cazadora de piel que en ese momento se estaba quitando.
– Es Robbie, el sustituto de Mercedes -le explicó Jack-. Empezó el jueves. ¡Robbie! Ven, que quiero presentarte a Ashling.
Haciendo una floritura, Robbie se llevó una mano al semidesnudo pecho y, fingiendo sorpresa, preguntó:
– Moi?
– Me parece que es gay -dijo Kelvin en voz baja.
– No me digas, Sherlock Holmes -dijo Trix con sarcasmo.
Robbie le estrechó solemnemente la mano a Ashling; luego soltó un grito ahogado y se abalanzó sobre su bolso.
– ¡Qué Gucci! Creo que tengo un momento fashion.
Aunque no se lo esperaba, Ashling pudo trabajar. Hay que reconocer que no le dieron nada remotamente difícil. Y lo que desde luego no apareció en su mesa para que lo corrigiera, revisara o entrara en el ordenador fue el artículo mensual de Marcus Valentine.
Al final de la jornada, su madre la recogió en la oficina, y cuando llegaron a casa la dejó meterse directamente en la cama.
El martes por la mañana, tras muchos zarandeos y muchas palabras de ánimo maternales, Ashling consiguió levantarse y volver al trabajo. Lo mismo ocurrió el miércoles por la mañana. Y el jueves.
El viernes Monica regresó a Cork.
– Tengo que volver. No quiero ni pensar los desastres que puede haber hecho tu padre en la casa en mi ausencia. Sigue tomándote las pastillas, aunque te produzcan mareo. Y busca algún sitio donde puedas hacer terapia. Ya lo verás, te pondrás bien enseguida.
– Vale.
Ashling fue a la oficina, y estaba bastante satisfecha. Hasta mediodía, cuando Dylan entró en la oficina. Ashling volvió a sentir náuseas. Dylan tenía noticias. Noticias de las que Ashling estaba ávida, pero que inevitablemente le causarían dolor.
– ¿Podemos comer juntos? -preguntó Dylan.
Su aparición causó un gran revuelo en la oficina. Los que no conocían a Marcus Valentine preguntaban en voz baja a los que sí lo conocían: «¿Es él?». ¿Iban a presenciar una romántica y apasionada reconciliación? Y se llevaron un chasco cuando los que estaban más enterados les contestaron: «No, ese es el marido de la amiga».
Mientras Ashling recogía su bolso, las miradas de Dylan y Lisa se cruzaron, y se produjo una llamarada de interés, de guapo a guapa.
Dylan estaba cambiado. Siempre había sido muy atractivo, aunque un poco soso. Sin embargo, de la noche a la mañana había adquirido cierta dureza, un magnetismo disoluto. Con la mano en la cintura de Ashling, la guió hasta el pasillo, y las miradas de todos los empleados se clavaron en la espalda de los dos cornudos.
Fueron a un pub cercano y se sentaron en una mesa de un rincón. Ashling pidió una coca-cola light y Dylan una cerveza.
– Es que tengo resaca -explicó-. Anoche me corrí una juerga de miedo.
– ¿Todavía estás en casa de tu madre? -preguntó Ashling.
– Sí -contestó Dylan con amargura.
Eso significaba que Clodagh y Marcus seguían juntos. Y que lo suyo no era una simple aventura pasajera. Le dieron ganas de vomitar.
– ¿Qué ha pasado últimamente? -preguntó.
– No gran cosa. Pero hemos decidido que veré a los niños todos los fines de semana, y que los sábados por la noche me quedaré a dormir en la casa. -Abochornado, admitió-: Le he dicho a Clodagh que la esperaré; confío en que tarde o temprano despertará. Aunque me ha dicho que está enamorada de ese capullo. No sé qué le habrá visto, pero en fin. -Hizo una pausa y añadió-: Lo siento.
– Tranquilo.
– ¿Y tú? ¿Cómo estás? -Centró la atención en ella, y por un momento volvió a ser el Dylan de siempre.
Ashling titubeó. ¿Qué podía decirle? «Odio el mundo, odio estar viva, tomo antidepresivos, mi madre me ponía la pasta de dientes en el cepillo por la mañana y ahora que ha vuelto a Cork no sé cómo me voy a lavar los dientes.»
Optó por un lacónico:
– Bien.
Dylan no parecía convencido, así que ella insistió:
– Estoy bien, de verdad. Venga, cuéntame más cosas.
Él exhaló un suspiro.
– Lo que más me preocupa son los niños. Están muy desconcertados, y eso me desespera. Pero son demasiado pequeños para que se lo contemos todo. Y no quiero ponerlos contra su madre, por mucho que la odie.
– Tú no la odias, Dylan.
– Ya lo creo que sí.
Ashling encontró patética la agresividad de Dylan. Si odiaba a Clodagh era únicamente porque la quería mucho.
– A lo mejor todo esto pasa pronto -dijo Ashling, pensando tanto en ella como en Dylan.
– Sí, a lo mejor. Ya veremos. ¿Has hablado con ellos?
– Vi a Clodagh hace dos semanas, el día que… el viernes aquel. Pero no he conseguido contactar con… -vaciló un momento; no se atrevía a pronunciar su nombre- Marcus. Lo he llamado un montón de veces, pero nunca se pone al teléfono.
– ¿Por qué no te presentas en su casa?
– No, ni hablar.
– Ya. Prefieres conservar la dignidad.
Ashling bajó la vista, apenada. No, no era eso. Era simplemente que no tenía valor para hacerlo.
Cuando Oliver volvió a Londres no telefoneó a Lisa, y ella tampoco lo hizo. No tenían nada que decirse. Ambos iban a presentarle su situación financiera a sus respectivos abogados; después la sentencia provisional era solo cuestión de unos meses.
Lisa aguantó bien toda la semana, pero no estaba en forma, ni mucho menos. Había conseguido cerrar el número de octubre, pero había sido como subir una enorme bola de pegamento por la ladera de una montaña. Sobre todo ahora que Ashling estaba zombi.
En cambio, Robbie había sido una gran ayuda. Estaba lleno de ideas originales para los números siguientes. Muchas eran demasiado extravagantes, pero al menos una (una sesión fotográfica escenificada como una sesión de sadomasoquismo) era francamente genial.
El viernes por la noche, después de enviarlo todo a la imprenta, varias personas la invitaron a tomar una copa. Trix y Robbie, e incluso Jack, propusieron ir a algún sitio a celebrar «el cierre del número de octubre». Pero Lisa estaba harta de todos y prefirió irse a casa.
En cuanto entró, Kathy llamó a la puerta. Últimamente, Kathy iba mucho a verla. Y si no iba Kathy, lo hacía Francine. O algún otro vecino.
– Ven a cenar a casa -le propuso Kathy.
Lisa habría rechazado la invitación sin pensárselo dos veces, pero entonces Kathy añadió:
– Tenemos pollo asado.
Y sin saber por qué, Lisa aceptó. ¿Por qué no?, pensó, intentando justificar su decisión. Podía empezar la dieta Scarsdale; llevaba años sin hacerla, y el pollo asado encajaba perfectamente en ella.
Diez minutos más tarde entró en la cocina de Kathy, donde la recibieron los ruidos del televisor y de los niños peleándose. Kathy estaba reventada.
– Ya casi estamos. Remueve la salsa, inútil. -Eso se lo dijo a John, su benévolo marido-. ¿Quieres beber algo, Lisa?
Lisa iba a pedir una copa de vino blanco, pero Kathy se le adelantó:
– ¿Ribena? ¿Té? ¿Leche?
– Pues… leche.
– Dale un vaso de leche a Lisa. -Kathy le pegó una patada a Jessica, que estaba revolcándose en el suelo con Francine-. En un vaso bueno. Sentaos todos a la mesa.
Lisa se dio cuenta de que a ella le servían el triple que a los demás. Kathy le puso cuatro patatas asadas en el plato antes de que ella pudiera protestar. Intentó aparentar que no estaban allí, pero tenían un aspecto delicioso, y olían tan bien… Resistió un poco más, pero al final cedió, y por primera vez en diez años se metió en la boca un trozo de patata asada. Mañana empezaré el régimen, se dijo.
– ¡Para de darle patadas a la pata de la mesa! -le gritó Kathy a Lauren, el menor de sus hijos. Lauren hizo una mueca, paró de dar patadas y tres segundos más tarde empezó de nuevo.
– Me molesta tu codo -le dijo Francine a Lisa.
– Lo siento.
– No digas que lo sientes -repuso Francine, arrepentida-. Tienes que decir que al menos tú no haces ruido con la boca.
– Ah, vale.
– O que no eres una bola de grasa -aportó Jessica.
– O que yo no me tiro pedos -dijo Lisa.
– ¡Eso!
Sentada a la pequeña mesa de la cocina, con el televisor a todo volumen, y todos con un bigotito de leche, seguramente incluida ella, Lisa tuvo una sensación de déjá vu. Pero ¿qué podía ser? ¿A qué le recordaba aquella situación? De pronto se dio cuenta. Aquello se parecía mucho a su casa de Hemel Hempstead. El bullicio, el ruido, las bromas… El ambiente era idéntico. ¿Cómo demonios he vuelto aquí?
– ¿Estás bien, Lisa? -preguntó Kathy.
Lisa asintió. Pero estaba conteniendo el impulso de salir disparada y correr hacia su casa. Ella era una chica de clase trabajadora que llevaba toda la vida intentando ser algo más. Y pese al tiempo que llevaba entregada a la ardua tarea de superarse continuamente, sin bajar jamás la guardia, había regresado inexorablemente al punto de partida.
Eso la dejó sin habla.
Nunca se había planteado qué estaba sacrificando mientras se alejaba de sus raíces para introducirse en otro mundo. Siempre le había parecido que las recompensas valían la pena. Pero sentada en la cocina de Kathy no veía ningún indicio de la gran vida que ella se había construido. En realidad estaba impresionada por todo lo que había perdido: amigos, familia, Oliver. Y todo eso a cambio de nada.
60
Era medianoche y Jack Devine estaba agotado y desanimado. Llevaba un par de horas paseando por las calles de Dublín buscando a Boo, pero no había tenido suerte. Se sentía como un detective privado malo. No sabía dónde buscar, aparte de en los portales de las calles del barrio de Ashling. ¿Dónde podía haber una guarida de buenos mendigos?
La gente a la que preguntó por la calle negó saber nada de Boo. Quizá era verdad que no lo conocían, pero Jack sospechaba que en realidad lo estaban protegiendo. Quizá debería haberles puesto un billete de diez en las manos, haberles echado el humo a los ojos y haberles dicho: «A ver si esto te refresca la memoria». ¿No era así como lo hacían en los libros de Raymond Chandler?
Jack siguió caminando y lamentando su falta de experiencia en aquellos ambientes. Se metió en los callejones, recorrió oscuros pasajes, inspeccionó muelles de carga… ¡Quizá fuera aquel! Acababa de ver un cuerpo acurrucado bajo un abrigo, tumbado sobre unos cartones.
– Perdone. Jack se agachó a su lado, y una cara muy delgada y muy joven lo miró con miedo. No era Boo-. Lo siento -dijo poniéndose en pie-. No quería molestarte.
Volvió a la calle principal, desengañado. No podía con su alma; volvería a intentarlo mañana. Fue hacia su coche, y de pronto oyó que alguien lo llamaba:
– ¡Jack! ¡Aquí!
Y allí estaba Boo, sentado en la puerta de una peluquería, leyendo un libro.
– ¿Qué? ¿De juerga? -preguntó Boo con su sonrisa desdentada.
– Pues… no. -A Jack le sorprendió que hubiera sido Boo quien lo hubiera encontrado a él-. Llevo un par de horas buscándote.
– Así que eras tú. -Poco antes, John John le había advertido de un tipo que preguntaba por él. Boo pensó que sería un policía de paisano (¿qué otra cosa iba a ser?), pero no estaba muy seguro.
– Sí, era yo.
Jack se agachó junto a él y de pronto, como si hubiera cruzado una línea invisible, lo golpeó el olor, como una bofetada. Hizo un esfuerzo para que no se le notara.
– ¿Qué pasa? -preguntó Boo con recelo. Jack le había caído bien el día que se paró a charlar con él sobre aquellas fotografías, pero por norma general la gente no buscaba a Boo a menos que tuviera algún problema.
Intentando que el pestazo no le afectara, Jack buscó las palabras adecuadas, pues no quería parecer condescendiente. Quería que Boo saliera de aquella situación sin perder del todo su dignidad.
– Tengo un problema -dijo Jack.
El rostro de Boo empezó a cerrarse, músculo a músculo.
– Tengo que cubrir una vacante en la televisión y estoy buscando a la persona adecuada. Un colega me sugirió que te contratara.
– ¿Qué quieres decir? -preguntó Boo entrecerrando los ojos.
– Te estoy ofreciendo un empleo. Si te interesa -añadió Jack.
El semblante de Boo era un retrato de la incomprensión. Jamás le había pasado nada parecido.
– ¿Por qué? -preguntó al cabo de un rato. La gente raramente era amable con él, y Boo desconfiaba cuando lo era.
– Ashling cree que podrías encajar, y yo respeto sus opiniones.
– Ashling…
Si ella tenía algo que ver con aquello, quizá no fuera un cuento. Pero ¿cómo no iba a ser un cuento?
– Me tomas el pelo, ¿verdad? -dijo con acritud.
– No; te lo aseguro. ¿Por qué no vienes a verme a la televisión? A lo mejor entonces me crees.
– ¿Me dejarán entrar?
Jack creyó que se le iba a partir el corazón.
– Pues claro. Si no, ¿cómo podrías trabajar?
Entonces Boo empezó a creérselo, pese a que su intuición seguía resistiéndose.
– Pero… ¿por qué? -Le brillaban los ojos, y parecía muy joven, un niño pequeño. Jack notó que también su rostro reflejaba una intensa emoción-. Nunca he tenido un empleo -agregó.
– Bueno, pues ya va siendo hora de que tengas el primero.
– ¡No puedo ser un vago toda la vida!
– Eso. -Jack no sabía si debía reír.
– Venga, anímate. -Boo le dio un codazo y compuso una sonrisa llorosa-. Y ¿solo tendré que hacer reseñas de libros, o también otras cosas?
– Esto… -Boo lo había pillado desprevenido-. También otras cosas, creo.
Al día siguiente, en la oficina, Jack le comunicó la noticia a Ashling como si fuera un regalo.
– Anoche vi a Boo y le dije lo del empleo en la televisión. Parecía muy contento.
– ¡Genial! -Su entusiasta tono no armonizó con su pálida cara.
– Necesita ropa, así que le he dicho que venga a ver a Kelvin. En la sección de moda hay mucha ropa de hombre que nadie quiere.
Ashling se quedó inmóvil. Todavía no había derramado ni una sola lágrima, pero aquello bastó para que casi se deshiciera en lágrimas.
– Eres muy amable -dijo agachando la cabeza.
– Lo que no entiendo -comentó Jack- es que al principio Boo creyó que queríamos que hiciera reseñas de libros para Colleen. ¿Por qué será?
Ashling se encogió de hombros.
– A mí que me registren -dijo, e inmediatamente lo lamentó. Algo que no supo definir pasó por el rostro de Jack y le hizo sentirse viva. Y también la asustó-. ¿Reseñas de libros? -Intentó concentrarse, y entonces lo recordó-. Últimamente le he regalado varios ejemplares de prensa. Libros que a nadie le interesaban -se apresuró a añadir-. Y él siempre me da su opinión.
– Ah, vale. Bueno, el lunes empieza a trabajar de mensajero en la televisión. De las reseñas de libros para Colleen se encarga Lisa. Pero siempre podemos preguntárselo a ella -concluyó.
Clodagh abrió la puerta hecha un mar de lágrimas.
– ¿Qué pasa? -preguntó Marcus.
– Dylan. Es un hijo de puta.
– ¿Qué ha hecho? -Marcus la siguió a la cocina, furioso.
– Me lo merezco. -Se sentó a la mesa y se enjugó las lágrimas-. Ya sé que me lo merezco, pero de todos modos… Cada vez que lo veo me da alguna mala noticia, y me hace sentir fatal.
– ¿Qué te ha hecho? -insistió Marcus.
– Me ha obligado a devolverle todas mis tarjetas de crédito. Ha cerrado nuestra cuenta conjunta y dice que me va a pasar una pensión todos los meses. ¿Sabes de qué cantidad?
Rompió a llorar de nuevo y pronunció una cifra tan baja que Marcus exclamó:
– ¿Una pensión? ¡Eso no es una pensión, es una limosna!
Clodagh le agradeció el comentario con una sonrisa temblorosa.
– Me he portado mal, ¿qué otra cosa puedo esperar?
– Pero él tiene la obligación de cuidar de ti. ¡Eres su mujer! -Los movimientos de Marcus no correspondían a la vehemencia de sus palabras. Estaba rebuscando en los recipientes que había en el alféizar de la ventana.
– Supongo que él no tiene la impresión de que le corresponde cuidar de mí. -Hizo un pausa y preguntó-: ¿Qué haces?
– Busco un bolígrafo.
– Toma. -Clodagh le dio uno del estuche de Craig-. ¿Qué haces?
– Nada… -Escribió algo en un trozo de papel-. No es nada. Vamos a la cama -le murmuró al oído.
– Creí que no lo ibas a decir nunca. -Clodagh esbozó una sonrisa menos llorosa y lo llevó al salón.
Pero Marcus se negó a entrar. Los polvos de adolescentes en el sofá empezaban a aburrirlo.
– Vamos arriba -propuso.
– No podemos.
– ¿Cuánto va a durar este rollo de intrigas y misterio? Venga, Clodagh -dijo, persuasivo-. Solo son niños. Ellos no lo entienden.
– Eres un niño mimado -dijo ella riendo-. Pero si haces ruido…
– Si no quieres que haga ruido, no seas tan condenadamente sexy.
– Lo intentaré -repuso ella, halagada.
Pegaron un polvo fabuloso, como siempre. Con cada embestida de Marcus, Clodagh conseguía soltarse un poco más y olvidarse de su sentimiento de culpa y de su nueva penuria. Hasta que él empezó a reducir el ritmo.
– ¡Más deprisa! -le susurró ella.
Pero él siguió reduciendo el ritmo, hasta parar del todo.
– ¿Qué pasa?
– Clodagh… -dijo él con tono de advertencia, y mirando hacia otro lado.
Clodagh salió rápidamente de debajo de él. Había olvidado cerrar la puerta.
En parte fue una sorpresa ver a Craig plantado en el umbral de la puerta, mirando fijamente a Marcus; pero en parte no lo fue en absoluto.
– ¿Papi? -preguntó el niño, tembloroso y desconcertado.
– Soy Lisa, mamá.
– Hola, cariño -dijo Pauline-. Me alegro mucho de oírte.
– Yo también. -Lisa se emocionó al detectar tanto amor en la voz de su madre-. Estaba pensando ir a veros el próximo fin de semana. Si os va bien, claro -añadió.
– ¿Si nos va bien? -dijo Pauline-. ¿Cómo no iba a irnos bien? Nada nos haría más felices.
El viernes por la noche, cuando se marchó de casa de Kathy, Lisa se había sentido desnuda y desprotegida, como si le hubieran quitado todo lo que la hacía ser quien era. Y de pronto echó de menos a su madre.
Fue una reacción inesperada, como la que tuvo a continuación: pasada la primera conmoción, ya no lo encontraba tan espantoso. «Puedes sacar a la niña de la casa de protección oficial, pero no puedes sacar la casa de protección oficial de la niña», se dijo. Aquella idea no la entusiasmaba, pero tampoco la hacía sentirse desgraciada.
Al principio ella se había dejado llevar por el deseo de huir. Pero eso había desaparecido, y ahora quería regresar a sus orígenes.
– Tengo tantas ganas de verte, Lisa. No sabes cuánta alegría me das.
Pauline pareció tan contenta que Lisa se preguntó si no se habría equivocado al pensar que sus padres se sentían intimidados en su presencia. ¿Serían todo imaginaciones suyas?
Para Ashling el tiempo pasaba muy despacio. El mundo seguía siendo un paisaje desolado, y cada mañana se despertaba con una sensación parecida a la resaca. Aunque la noche anterior no hubiera bebido nada. Pero pasadas un par de semanas, se dio cuenta de que las pequeñas cosas, como lavarse los dientes o darse una ducha, ya no le resultaban tan espantosamente pesadas.
– Seguramente es por efecto de los antidepresivos -le dijo Monica por teléfono-. Esos inhibidores selectivos de serotonina son una bendición del cielo. Mucho mejores que los antiguos tricíclicos o como se llamen.
Ashling estaba sorprendida. No esperaba que los antidepresivos funcionaran, y ahora se daba cuenta de que no tenía fe en nada. Al fin y al cabo, a su madre no le habían servido, al menos durante mucho tiempo.
Aparte de asearse, se sentía capaz de ir a trabajar, siempre que no tuviera que hacer nada complicado. Siempre la había avergonzado un poco su escrupulosidad, pero ahora se daba cuenta de que seguramente eso la había salvado.
– Han llegado los horóscopos de noviembre -anunció Trix-. Formad un corro y los leeré en voz alta.
Todos los empleados dejaron lo que estaban haciendo (cualquier excusa era buena). Hasta Jack se acercó: tendría que ponerlos en vereda. Decidió que lo haría en cuanto Trix hubiera leído libra.
– Lee escorpio -le pidió Ashling.
– Pero si tú eres piscis.
– Lee escorpio. Y luego capricornio.
Clodagh era escorpio, y Marcus, capricornio; Ashling quería saber cómo les iba a ir en noviembre. Jack Devine le lanzó una mirada de censura y pesar. Sabía qué se proponía Ashling. Ella giró la cabeza con altivez. Podía leer el horóscopo que le diera la gana; al fin y al cabo, podría estar haciendo cosas mucho peores. Joy le había propuesto echarles una maldición a Marcus y Clodagh.
Según sus horóscopos, Clodagh y Marcus iban a tener muchos altibajos en noviembre. Ashling ya se lo había imaginado.
– Y tú, ¿qué signo eres, JD? -preguntó Trix.
– Señor Devine, si no te importa. -Se quedó esperando, pero al ver que Trix no se corregía, contestó-: Libra. Pero yo no creo en esas tonterías. Los libra somos muy escépticos.
Ashling lo encontró gracioso. Miró a Jack de reojo y vio que él seguía mirándola. Se sonrieron, y Ashling se agachó rápidamente debajo de su mesa. Cogió su bolso y se incorporó, pero se dio cuenta de que no necesitaba nada del bolso. ¿Lo había cogido únicamente para no tener que mirar a Jack Devine? Entonces reparó en que casi era la hora de comer, y que tenía hora con el doctor McDevitt.
Tardó diez minutos en ir andando a la consulta, y fue como si lo hiciera bajo el fuego de francotiradores. Le daba miedo salir a la calle y ver algo que pudiera causarle dolor. Llevaba la cabeza gacha y procuraba no mirar más arriba de las rodillas. Esa táctica dio resultado hasta que un refugiado bosnio intentó venderle un Big Issues antiguo. Inmediatamente la invadió la desesperación.
Pero eso no fue lo peor. Lo peor la esperaba en la consulta de McDevitt.
– ¿Cómo te va con el Prozac?
– Muy bien. -Esbozó una tímida sonrisa y preguntó-: ¿Puede recetarme más, por favor?
– ¿Efectos secundarios?
– Solo algunas náuseas y temblores.
– ¿Has perdido el apetito?
– De todos modos ya lo había perdido.
– Ya sabes que este medicamento no debe mezclarse con alcohol, ¿verdad?
– Sí, claro. -Pedirle que no bebiera era demasiado.
– ¿Qué tal la terapia?
– Es que… todavía no he ido.
– Te di un número para que llamaras.
– Sí, lo sé, pero no puedo llamar. Estoy demasiado deprimida.
– ¡Vaya! -dijo el médico con enojo. Cogió el teléfono, hizo una llamada, y luego otra. Tapó el auricular y dijo-: ¿A qué hora sales del trabajo el martes?
– Depende…
– ¿A las cinco? -preguntó él, molesto-. ¿A las seis?
– A las seis. -Con suerte.
McDevitt colgó y le entregó a Ashling una hoja de papel.
– Los martes a las seis. Si no vas, no te recetaré más Prozac.
«¡Capullo!»
Cuando caminaba con desgana por Temple Bar, alguien le gritó: «¡Eh, Ashling!». Un individuo víctima de la moda con unos zapatos absolutamente ridículos caminaba pisando fuerte para alcanzarla, y ella tardó un momento en darse cuenta de que era Boo. Le brillaba el cabello y tenía color en las mejillas, e inesperadamente eso la hizo reír.
– ¡Ostras! -exclamó.
– Voy a trabajar. Hago el turno de dos a diez -explicó Boo, y rompió a reír a carcajadas-. ¿Te imaginas? -A continuación, le dio las gracias efusivamente-. Me encanta trabajar en la televisión. Hasta me han dado un adelanto para que pueda dormir en un albergue.
– Y ¿qué tal es el trabajo? ¿No lo encuentras demasiado difícil? -A Ashling le preocupaba que, acostumbrado a vivir sin obligaciones, le resultara difícil adaptarse a un mundo de disciplina y responsabilidades.
– ¿Hacer de mensajero? ¡Está chupado! Aunque sea con estos zapatos.
– Qué ropa tan guay -comentó Ashling señalando la chaqueta, la camisa y los estrambóticos zapatos.
– Parezco un chiflado -dijo Boo riendo otra vez-. Lo peor son los zapatos. Kelvin, tu colega, me ha dado toda la ropa extravagante que él no quería, pero al menos está limpia, y cuando me paguen podré comprarme ropa normal. ¡Espera! ¡Eso lo quiero repetir! -Se relamió y dijo con gran placer-: Cuando me paguen.
Su alegría era contagiosa.
– Me alegro mucho de que te vaya tan bien -dijo ella con sinceridad.
– Y ¿a quién se lo debo? A ti, Ashling. -Sonrió mostrando su boca desdentada. Por lo visto Kelvin no había podido proporcionarle un recambio para el diente que le faltaba-. Y a Jack. ¡Es un tipo estupendo!
Boo se quedó esperando a que Ashling confirmara su opinión.
– Sí, estupendo. -Pero estaba desconcertada. ¿Desde cuándo era Jack Devine tan encantador?
– ¿Sabes que creía que tendría que hacer reseñas de libros? -dijo entonces Boo.
– Bueno…
– Lo había entendido todo mal. Pero ya no me interesa escribir reseñas.
– Ya…
– Quiero ser cámara. O técnico de sonido. ¡O presentador de informativos!
De nuevo en la oficina, Ashling se preparó para abordar a Lisa y preguntarle si podía salir antes los martes por la tarde.
– Si no voy a terapia, el médico no me recetará más Prozac.
Aquello no le hizo ninguna gracia a Lisa.
– Tendré que consultarlo con Jack. Y más vale que seas muy puntual por las mañanas, para compensar -dijo, resentida.
Pero luego se le pasó. Ashling era buena persona.
Además, ella podía permitirse el lujo de ser generosa. «Al menos yo no tengo que ir a terapia -pensó con petulancia-. Ni tomar Prozac.»
61
Pasado un mes del desastre, Ted volvía a actuar en una función de cómicos, un sábado por la noche. Marcus también estaba en el programa.
– Espero que no te importe -dijo Ashling intentando sonar alegre-, pero no iré a animarte, Ted.
– No te preocupes. No pasa nada. ¡Es lógico!
– De todos modos, tarde o temprano tendrás que empezar a salir otra vez -intervino Joy.
Ashling se estremeció. No quería ni pensarlo.
– Los extraños no existen -terció Ted para animarla-, solo son amigos a los que todavía no conoces.
– Mejor aún -le corrigió Joy-: los extraños no existen, solo son novios a los que todavía no conoces.
– Ex novios a los que todavía no he conocido -sentenció ella hoscamente.
Ashling pasó toda la semana en tensión, hasta que el sábado por la tarde volvió a ver a Ted. Intentó no preguntárselo, pero al final se rindió.
– Perdona, Ted, pero ¿estaba él?
Ted asintió, y Ashling, aún más apagada, dijo:
– ¿Te preguntó por mí?
– Es que no hablé con él -se apresuró a contestar Ted. Tenía la sensación de que caminaba por un campo de minas.
Ashling se llevó un chasco. Ted debería haber hablado con él, para que Marcus pudiera preguntarle por ella. Aunque si hubiera hablado con él, ella se habría sentido traicionada.
Bajó aún más la voz y, sobreponiéndose, preguntó:
– ¿Y ella? ¿Estaba?
Ted asintió, sintiéndose un poco culpable.
Ashling se sumió en un silencio taciturno. Aunque le habría gustado que fuera de otro modo, sabía que Clodagh iría a la función, porque Dylan pasaba la noche de los sábados con los niños, con lo cual ella podía salir. Ashling maldijo su memoria, que había retenido cada uno de los detalles que Dylan le había dado sobre los dos tortolitos. Habría preferido no saber nada, pero la tentación era irresistible, como la de arrancarse una costra.
Se imaginó a Clodagh contemplando embelesada a Marcus, y a Marcus contemplando embelesado a Clodagh. Permaneció tanto rato callada que Ted empezó a pensar que Ashling no iba a hacerle más preguntas. Poco a poco fue relajándose, pero… ¡no! Con voz entrecortada, Ashling le preguntó:
– ¿Parecían muy enamorados?
– No, qué va -contestó Ted, evitando comentar que antes de empezar su número Marcus había dicho: «Dedico mi actuación de hoy a Clodagh».
Después de que Craig los sorprendiera en la cama, Marcus había convencido a Clodagh de que, de perdidos, al río. Ahora se quedaba a dormir casi todas las noches, y las cosas iban mejor de lo que se habían imaginado. Los niños parecían haber aceptado a Marcus y había ocasiones, como esta, en que Clodagh tenía la impresión de que todo estaba en armonía.
Estaban todos sentados alrededor de la mesa de la cocina; Molly dibujaba flores, Craig hacía sus deberes, con la ayuda de Clodagh, y Marcus preparaba unos gags.
Se respiraba un apacible ambiente de unidad y sincero empeño.
– Clodagh, ¿puedo probar este gag contigo? -preguntó Marcus.
– Espera diez minutos. Quiero que Craig termine sus deberes.
Al cabo de un rato, Marcus volvió a interrumpir a Clodagh, que le estaba enseñando por enésima vez a su hijo cómo hacer una Q más grande.
– ¿Puedo ahora, Clodagh?
– Diez minutos más, cariño, y estaré por ti.
A continuación la puerta de la cocina se cerró de golpe. Clodagh levantó la cabeza. ¿Qué había pasado?
Echó un vistazo a la mesa, vio quién faltaba y comprendió que Marcus se había marchado.
Eran las siete y media de la tarde de un jueves de finales de octubre, y Ashling y Jack eran los únicos que quedaban en la oficina. Jack apagó la luz de su despacho, cerró la puerta y se paró junto a la mesa de Ashling.
– ¿Qué tal te va? -preguntó, indeciso.
– Muy bien. Estoy acabando el artículo sobre las prostitutas.
– No; me refería… en general. Con la terapia y todo eso. ¿Te ayuda en algo?
– No lo sé. Quizá sí.
– Como dice mi madre, el tiempo todo lo cura -la tranquilizó-. Recuerdo que la última vez que sufrí un desengaño amoroso creía que jamás me recuperaría…
Ashling lo interrumpió:
– ¿Tú sufriste un desengaño amoroso?
– ¿Qué pensabas? ¿Que no tengo corazón?
– No, pero…
– Venga, admite que lo pensabas.
– No -insistió Ashling, pero tuvo que mirar hacia otro lado para ocultar su sonrisa y su rubor-. ¿A quién te refieres? ¿A Mai? -preguntó con curiosidad.
– No, a la chica con la que salía antes de salir con Mai. Dee. Fuimos novios mucho tiempo, hasta que ella me dejó, y finalmente lo superé. Tú también lo superarás.
– Sí, pero Jennifer, la psicoterapeuta, dice que no solo me enfrento a un desengaño amoroso.
– Entonces ¿a qué te enfrentas?
Se lo preguntó con tanta ternura que Ashling se soltó y le habló de la depresión de su madre y de los mecanismos que ella había desarrollado para hacer frente a aquella situación.
– De ahí me viene lo de doña Remedios -acabó.
Jack estaba profundamente afligido.
– Lo siento -se apresuró a decir-. Perdóname por haber…
– No pasa nada. Es la verdad.
– ¿Tú crees? ¿Por eso llevas todas esas cosas en el bolso, y por eso eres tan servicial?
– Eso es lo que piensa Jennifer.
– ¿Y tú? ¿Qué opinas tú?
– Supongo que tiene razón -dijo exhalando un suspiro.
No añadió que Jennifer también creía que por eso Ashling siempre había elegido a hombres a los que podía organizar. Ni que tras desmentirlo acaloradamente al principio, Ashling había acabado dándole la razón a Jennifer: siempre les había sido útil a sus novios, mucho antes del memo de Phelim, hasta Marcus el humorista inseguro, y ella se había dejado utilizar.
– Y ¿qué dice Jennifer sobre tu Weltschmerz?
– Dice que ha mejorado, aunque yo no me dé cuenta. Y también dice que quizá tenga otras crisis en el futuro, pero que puedo hacer cosas para controlarlas. Por ejemplo, trabajar de voluntaria para ayudar a otros chicos en las mismas circunstancias que Boo… ¡A los que no tuvieron la suerte de conocer a Jack Devine! -añadió en broma.
– ¡Caramba! -Jack se hizo el tímido y miró a Ashling agachando la cabeza, y sus miradas se encontraron.
La jovialidad de ambos se desvaneció bruscamente, dejando unas sonrisas obsoletas en sus aturdidos labios.
Jack se recuperó antes que Ashling.
– ¡Ostras, Ashling! -declaró con un tono exageradamente alegre-. ¡Estoy muy emocionado! ¿Sabes que Boo lo está haciendo muy bien en la televisión?
– Estuviste genial ofreciéndole ese trabajo.
Ashling se dio cuenta de que llevaba dos meses tan encerrada en sí misma que ni siquiera le había dado las gracias adecuadamente a Jack.
– ¡Ni lo menciones! -Corrían el peligro de volver a mirarse de aquella manera tan íntima. En caso de duda, lo mejor era hablar del tiempo-: Está diluviando. ¿Quieres que te acompañe a tu casa?
Apoyó las manos en la mesa de Ashling, y de pronto ella se acordó de cómo le había lavado el pelo. El tacto de sus manos, el cosquilleo que sentía en la cabeza, el calor de su cuerpo contra la espalda… Mmmmmm.
– ¡No! -dijo Ashling, recuperándose rápidamente-. Tengo que acabar esto.
Entonces Jack la sorprendió preguntándole:
– ¿Todavía vas a las clases de salsa?
Ashling negó con la cabeza. Ya no le apetecía ir a las clases.
– A lo mejor vuelvo cuando las cosas hayan…
– ¿Podrías enseñarme algunos pasos?
Francamente, Ashling no podía imaginarse nada menos probable.
– Sí, estupendo, podríamos celebrar una velada de sushi y salsa -bromeó.
– Te tomo la palabra.
Cuando Jack se dirigía hacia la puerta, ella le preguntó:
– ¿Cómo está Mai?
– Muy bien. Nos vemos de vez en cuando.
– Dale recuerdos de mi parte. Me cayó muy bien.
– Se los daré. Ahora sale con un jardinero.
– No se llamará Cormac, ¿verdad? -dijo Ashling.
Jack la miró con expresión de horror y admiración.
– ¿Cómo lo sabes?
Lisa llevaba un buen rato dormida cuando sonó el teléfono. Se incorporó de un brinco, con el corazón acelerado. ¿Y si les había pasado algo a su padre o su madre? Antes de que llegara al teléfono, saltó el contestador automático, y una voz empezó a dejar un mensaje.
Era Oliver. Y hablaba en voz aún más alta de lo habitual.
– Perdona que te lo diga, Lisa Edwards -dijo con insolencia-, pero has cambiado.
Lisa descolgó el auricular.
– ¿Cómo dices?
– Ah, hola. Aquel día, en Dublín, cuando te pusiste a jugar a fútbol con aquellos niños, te dije que habías cambiado, y tú me dijiste que no. Me mentiste, nena.
– Oliver, son las cinco menos veinte. De la madrugada.
– Aquello no me cuadraba, y le he estado dando vueltas desde entonces. De pronto lo he entendido. Has cambiado, nena: ya no trabajas tanto, eres simpática con tus vecinos… ¿Por qué te empeñas en decirme que no?
Ella sabía por qué, lo supo el día que ocurrió, pero no sabía si decírselo. Aunque bien mirado, ¿por qué no? Ahora ya no tenía importancia.
– Porque es demasiado tarde -dijo, y al ver que Oliver no contestaba, agregó-: Para salvarnos. Prefiero seguir pensando que soy la mujer dominante de siempre, ¿vale?
Oliver analizó la extraña lógica de Lisa y repuso:
– ¿Es esa tu respuesta definitiva?
– Sí.
– De acuerdo, nena. Como quieras.
Ted y Joy estaban en el videoclub.
– ¿Sliding doors? -propuso Ted.
– No, creo que uno de los personajes tiene una aventura.
– ¿Y La boda de mi mejor amigo?
– ¿Estás loco? ¿Con ese título?
Finalmente se decidieron por Pulp Fiction.
– Esta sí -dijo Joy, satisfecha. Pero entonces recordó algo-: ¡No! ¡Muy mal! Alguien es infiel… Creo que Uma Thurman.
– Tienes toda la razón -concedió Ted, tembloroso. Habían estado a punto de meter la pata-. Oye, ¿por qué no nos llevamos Lo mejor de los Teletubbies, y punto?
– No. Ya lo tengo -dijo Joy, y se lanzó sobre El exorcista-. Esta no puede deprimir a nadie.
– Vale. No soportaría que se repitiera lo de la última vez.
En retrospectiva, Joy tenía que reconocer que había sido un error llevarle Herida a Ashling. Aunque ya hacía dos meses que se había enterado de lo de Marcus y Clodagh, las películas en que la gente se ponía los cuernos no eran las que más le gustaban.
Ya en el piso de Ashling, los tres se apiñaron frente al televisor, rodeados de botellas de vino, sacacorchos, bolsas de palomitas de maíz y grandes tabletas de chocolate. Para alivio de Ted y Joy, a Ashling parecía gustarle la película. Hasta que sonó el timbre de la puerta. El rostro de Ashling se iluminó: todavía esperaba que Marcus hiciera su tardía aparición.
– Ya voy yo. -Se puso en pie y fue a abrir.
Se llevó una sorpresa al ver que era Dylan. Había comido con él un promedio de una vez por semana durante los dos últimos meses, pero era la primera vez que Dylan se presentaba en su casa.
– Espero que no te moleste que haya venido sin avisar.-Sonrió, pero el volumen de su voz y la pereza de sus ojos revelaban que estaba borracho-. Qué guapa estás, Ashling-. Le pasó una mano por el pelo, y le dejó un rastro de calor desde la coronilla hasta la nuca-. Qué guapa.
– Gracias. Pasa, estoy con Ted y Joy.
Dylan se sirvió un vaso de vino y Ashling vio cómo conquistaba sin esfuerzo a Joy. Su aspecto desaliñado y disoluto no le quitaban atractivo. Sencillamente, estaba diferente.
Cuando terminó la película, Dylan hizo zapping hasta que encontró algo que le gustaba.
– ¡Estupendo! ¡Casablanca!
– No pienso mirar nada remotamente romántico -dijo Ashling con firmeza, y Dylan rió.
– ¡Qué preciosa eres! -dijo con ternura.
– Como quieras, pero no pienso mirar esa película.
– Preciosa -repitió Dylan. Siempre le había gustado piropear a las chicas, pero Ashling se dio cuenta de que hoy se estaba pasando un poco.
– No la pienso mirar.
– ¡Pues el mando lo tengo yo!
– ¡No me digas!
En la refriega que tuvo lugar a continuación para hacerse con el mando, tumbaron una botella de vino tinto.
– Lo siento. Voy a buscar un trapo -dijo Dylan. Pero cuando llegó a la cocina, gritó-: ¡No encuentro ninguno!
– En el cuarto de baño hay toallas viejas. -Ashling salió del salón y se puso a buscar en el armario del cuarto de baño, cuando la voz de Dylan, muy cerca de ella, le hizo dar un respingo. Se dio la vuelta, sobresaltada.
– Ashling -dijo él.
– ¿Qué? -Pero ella ya sabía que pasaba algo. Su mirada, su tono de voz, su extrema cercanía… todo tenía una fuerte carga sexual.
– Mi dulce Ashling -susurró Dylan-. No debí dejarte. -Aquel no era el tono paternal y amistoso con que se había dirigido a ella en los once últimos años. Dylan le acarició la mejilla con un dedo.
«Lo tengo en el bote -pensó Ashling-. Han pasado once años, y ahora podría ser mío.»
Y ¿por qué no? Dylan la hacía sentirse guapa, y ella lo encontraba guapísimo. Sentía cierta curiosidad por él, por saber cómo sería en la cama. Sentía un ansia que había nacido mucho tiempo atrás y que nunca había sido satisfecha.
Barajó mentalmente diversos panoramas. Se había depilado las piernas. Estaba en los huesos. Necesitaba mucho cariño. Y tampoco le vendría mal un poco de sexo.
Pero de pronto dejó de importarle.
Le tiró una toalla a Dylan y ordenó:
– Ponte a limpiar.
Dylan la miró con gesto de sorpresa, pero obedeció; luego se sentó junto a Joy diciéndole lo que iba a pasar en la película antes de que pasara.
– Cállate -le reprendió Joy, risueña, y cuando terminó la película, lo miró y dijo-: Ahora me voy a casa a acostarme. Si quieres puedes venir conmigo.
Dylan le lanzó una rápida mirada con sus ojos color avellana, esbozó una sonrisa y se puso en pie.
– Con mucho gusto -dijo.
Ted y Ashling se quedaron mirándolos con asombro. Ashling pensó que era una broma, pero al ver que no volvían a aparecer pasados unos minutos, se dio cuenta de que no lo era.
A la mañana siguiente, Ashling llamó a Joy al trabajo.
– ¿Te acostaste con Dylan? -Creyó que lo había preguntado en voz baja, pero todos sus colegas estiraron el cuello.
– Pues claro.
– Pero ¿hiciste el amor con él?
– ¡Por supuesto!
Ashling tragó saliva.
– Y… ¿qué tal estuvo?
– Fantástico. Es guapísimo. Está muy resentido con las mujeres, como es lógico, y sé perfectamente que no me va a llamar, pero… -De pronto Joy se interrumpió y cambió de tema. Abrumada, dijo-: Ostras, Ashling, no te importa, ¿verdad? Ni me pasó por la cabeza que… Pensé que tú estabas loca por Marcus, y como yo odio tanto a Clodagh…
– No me importa -le aseguró Ashling.
«¿Seguro?»
«¿Seguro?», se preguntaron sus compañeros.
«Pues no, me parece que no.»
A principios de diciembre salió un comprador para el piso que Lisa y Oliver tenían en Londres. Como lo vendían con muebles incluidos, ella solo tenía que retirar sus objetos personales.
El fin de semana que eligió para hacerlo, Oliver estaba fuera haciendo una sesión. Habría podido esperar a que él regresara, pero decidió no hacerlo. Tenía que distanciarse de él.
Pasar por la criba los restos de su vida en común fue un proceso doloroso. Pero sus padres bajaron de Hemel Hempstead para ayudarla. La verdad es que no le fueron muy útiles, pero su incompetente cariño le hizo sentirse mejor. Cuando hubieron terminado, sus padres metieron a Lisa y todas sus cosas en su Rover de veinte años y volvieron juntos a Hemel. Aquella noche, haciendo una excepción, reservaron una mesa en el Harvester. Por una parte, Lisa habría preferido que le cortaran la cabeza a que la llevaran allí, pero por otra no le importaba.
Cuando Ashling llegó al pub, Ted ya estaba allí.
– Hola -la saludó él-. Vi a Marcus. Vi a Clodagh. No parecían enamorados. -La noche anterior había ido a una función de cómicos, y como Ashling siempre le preguntaba por ellos, pensó que le hacía un favor si le recitaba un boletín de noticias.
– Contó unos cuantos chistes nuevos sobre niños. Creo que se tira a Clodagh únicamente para conseguir material -dijo Ted, arrogante. Y era tan evidente que aquella afirmación era falsa, que Ashling se emocionó.
»Y por lo visto -prosiguió Ted al ver que a ella le estaba gustado su tono-, Dylan le pasa muy poco dinero a Clodagh, porque Marcus hizo un chiste diciendo que a su novia… Lo siento. -Hizo una pausa para que Ashling pudiera componer una mueca de dolor-. Diciendo que el ex marido de su novia le pasa una pensión que parece una limosna.
En ese momento llegó Joy.
– ¿De qué habláis?
– De la actuación de Marcus anoche.
– Menudo gilipollas. -Joy torció los labios y con voz de boba dijo-: Quiero dedicar mi actuación a Craig y Molly. No me digáis que no es de idiota.
Ashling palideció.
– ¿Le dedicó su actuación a los hijos de Clodagh?
Joy, aturdida, miró a Ted.
– Creía que eso estabas contando… ¡Mierda! Siempre meto la pata. Ashling sintió una punzada de humillación, tan hiriente como la primera.
– La familia feliz -comentó intentando sonar sarcástica.
– No durará mucho -sentenció Joy.
– Te equivocas. Seguirán juntos -la contradijo Ashling-. A Clodagh le duran mucho los hombres.
Entonces Joy le hizo una pregunta que la sorprendió:
– ¿Echas de menos a Marcus?
Ashling reflexionó. Sentía muchas emociones, todas desagradables, pero entre ellas ya no estaba el anhelo de recuperar a Marcus. Había ira, por supuesto. Y tristeza, y humillación, y cierta sensación de pérdida. Pero ya no lo echaba de menos a él; no echaba de menos su compañía, su presencia física.
– ¡Claro que me importan los niños! -insistió Marcus-. ¿Acaso no les dediqué mi actuación de anoche?
– Entonces, ¿por qué no le lees un cuento a Molly?
– Porque estoy ocupado. Tengo dos empleos.
– Pues yo estoy destrozada. No puedo ocuparme yo sola de los dos críos.
– ¿No decías que Dylan nunca estaba en casa, que siempre estaba trabajando?
– No siempre estaba trabajando -replicó Clodagh, malhumorada-. Pasaba mucho tiempo en casa.
Le pasó a Marcus un ejemplar de Caperucita roja, pero él se negó a cogerlo.
– Lo siento -dijo-, pero tengo que dedicarle una hora a mi novela.
Ella lo miró con expresión severa.
– Mi matrimonio se ha roto por culpa tuya.
– Y mi relación con Ashling se ha roto por culpa tuya. Estamos empatados.
Clodagh estaba furiosa. Ni siquiera se creía que a Marcus le gustara tanto Ashling, pero él insistía en que sí, así que ¿qué podía hacer ella?
62
Entonces llegó la Navidad y, como cada año, los pilló a todos desprevenidos. El 23 de diciembre las oficinas de Colleen cerraron por once días. «Baja por motivos familiares», lo llamaba Kelvin.
Phelim viajó desde Australia y se llevó un chasco cuando Ashling le dijo que no quería acostarse con él. De todos modos lo encajó bien y le dio el regalito que le había comprado. Ashling fue a pasar la Navidad a casa de sus padres, lo cual era digno de mención, pues había pasado las cinco anteriores con la familia de Phelim en Dublín. Owen, el hermano de Ashling, volvió a casa desde la cuenca amazónica, y su madre sintió un gran alivio al comprobar que no llevaba un plato en el labio inferior. Janet, la hermana de Ashling, viajó desde California. Estaba más alta, más delgada y más rubia de lo que Ashling recordaba. Comía mucha fruta y no iba andando a ningún sitio.
Clodagh pasó el día sola. Dylan se llevó a los niños a casa de sus padres y ella boicoteó a sus propios padres porque le dijeron que no podía invitar a Marcus. Pero en el último momento Marcus decidió pasar el día con sus padres.
Lisa fue a Hemel y agradeció enormemente los mimos que le hicieron sus padres. Había firmado y enviado los documentos del divorcio unas semanas antes de Navidad y todavía se sentía ridículamente frágil. La siguiente parte del proceso era la sentencia provisional.
La noche que Ashling regresó de Cork, se enteró de que tenía vecino nuevo. Había un chico rubio y delgado acurrucado en el portal, comiéndose un bocadillo y bebiéndose una lata de Budweiser.
– Hola -saludó ella-. Me llamo Ashling.
– Yo me llamo George. -El chico se dio cuenta de que Ashling miraba su lata de cerveza, y añadió, un tanto agresivo-: Es Nochevieja. Lo estoy celebrando, como todo el mundo.
– No, si no me importa -dijo ella.
– Que viva en la calle no quiere decir que sea alcohólico -explicó el chico, más tranquilo-. Solo bebo cuando estoy con gente.
Ashling le dio una libra y entró en el edificio, e inmediatamente sintió la amenaza de la depresión. La mendicidad era como un mostruo con varias cabezas: cuando le cortabas una, otras dos aparecían en su lugar. Boo se había salvado; tenía trabajo, piso y hasta novia, pero su caso era una excepción: era inteligente, presentable y todavía lo bastante joven para adaptarse a una vida normal. Sin embargo, había otros mendigos que no tenían nada y que nunca lo tendrían; primero los había maltratado la vida, arrojándolos a la calle, y luego los maltrataban el hambre, la desesperación, el miedo, el aburrimiento y el odio de la gente.
Sonó el timbre. Era Ted, acompañado de una joven menuda y pulcra de la que, evidentemente, se sentía orgulloso.
– ¡Has vuelto! -exclamó, y se volvió hacia la chica que iba a su lado-. Te presento a Sinead.
Sinead le tendió una manita a Ashling.
– Encantada de conocerte -dijo con remilgo.
– Pasad. -Ashling estaba sorprendida. Sinead no parecía la típica grupi de humoristas.
Ted entró en el piso de Ashling con aire arrogante y alisó los cojines del sofá antes de invitar, solícito, a Sinead a sentarse en él.
Ella se sentó con delicadeza, con las rodillas y los tobillos alineados, y aceptó con elegancia la copa de vino que le ofreció Ashling. Ted no le quitaba los ojos de encima.
– ¿Dónde conociste a Ted? ¿En una función? -preguntó Ashling intentando iniciar una conversación mientras buscaba el sacacorchos por el suelo. Estaba convencida de que lo había dejado por allí la noche antes de irse a Cork…
– ¿En una función? -dijo Sinead, como si fuera la primera vez que oía esa palabra.
– Una función de cómicos.
– ¡Ah, no! -exclamó Sinead, y soltó una risa cristalina.
– Nunca me ha visto actuar. Dice que no le interesa. -Ted miró a Sinead con admiración y cariño.
Resultó que Sinead y Ted trabajaban juntos en el Ministerio de Agricultura. Durante la fiesta de Navidad de su oficina, mientras bailaban, medio borrachos, al son de Rock Around the Clock, sus miradas se habían encontrado, y había nacido el amor.
Ashling tuvo la extraña sospecha de que la llegada de Sinead señalaba el principio del fin de la carrera de Ted como cómico de micrófono. Pero quizá a él no le importara, ya que se había hecho cómico únicamente para ligar. Desde luego no parecía disgustado.
– ¿Esta noche? ¿Quieres salir otra vez? -preguntó Clodagh-. Pero si ya saliste anoche, y la anterior, y el miércoles.
– Tengo que ver qué hacen los otros cómicos -explicó Marcus con paciencia-. Lo hago por mi carrera.
– ¿Qué te importa más, tu carrera o yo?
– Ambas sois importantes.
Respuesta equivocada.
– Pues ahora ya no encontraré niñera. Es demasiado tarde.
– Bueno.
Clodagh creyó que con eso quedaba zanjado el tema. Pero a las nueve en punto Marcus se levantó y dijo:
– Me voy. La función acabará tarde, así que no me esperes: me iré a dormir a mi casa.
Clodagh se quedó perpleja.
– ¿Te marchas?
– Ya te lo he dicho antes, ¿no?
– No. Te he dicho que ya no encontraría niñera, y tú has dicho «Bueno». Creí que querías decir que sin mí no ibas a salir.
– No, lo que quería decir era que si tú no podías salir, saldría yo.
– Tengo que decirte una cosa, Ashling -anunció Ted.
– ¿Qué? -Era una noche muy fría de enero, y Ted y Joy se habían presentado en su casa en plan delegación, con aguanieve en los hombros.
– Será mejor que te sientes -la previno Joy.
– Estoy sentada. -Ashling dio unas palmaditas en el sofá.
– Estupendo. Es que me temo que no te va a gustar lo que vas a oír -dijo Ted.
– ¿Qué pasa?
– No sé si debo decírtelo.
– ¡Dímelo!
– Conoces a Marcus Valentina, ¿verdad?
– Pues sí, me suena. Venga, Ted, por favor.
– Sí, sí, perdona. Bueno, pues lo vi el otro día. En un pub. Con una chica que no era Clodagh.
Hubo un silencio, y entonces Ashling dijo:
– Y ¿qué? ¿Qué tiene de malo que esté en un pub con otra chica?
– Ya. No, si te entiendo, te entiendo. Pero es que le estaba metiendo la lengua hasta el estómago.
El semblante de Ashling adoptó una expresión extraña. De sorpresa, pero también de algo más. Joy la miró con nerviosismo.
– A la chica la conoces, por cierto -continuó Ted-. Se llama Suzie. Estuve hablando con ella una noche, en una fiesta en Rathmines, y luego me marché contigo. ¿Te acuerdas?
Ella asintió. Recordaba perfectamente a aquella chica: pelirroja, menuda, muy mona. Ted había dicho que era una grupi.
– Pues bien, luego estuve preguntando por ahí… -prosiguió Ted.
– ¿Y?
– Se ve que la lengua no es lo único que le mete. Ya me entiendes…
– Ostras.
– Hay que ver el éxito que tiene con las tías el pecoso ese -comentó Joy.
– Ostras -repitió Ashling.
– Ahora no te pongas blanda y no compadezcas a Clodagh -dijo Joy-. Ni se te ocurra ir corriendo a consolarla, ¿eh?
– Pero qué dices -le espetó Ashling-. Si estoy encantada.
– He venido a recoger mis cosas -dijo Marcus.
– Ahora mismo te las traigo -confirmó Clodagh acaloradamente.
Empezó a entrar y salir en las habitaciones, echando chispas y dando portazos, y metiendo los objetos personales de Marcus en una bolsa negra de la basura. No podía creer lo rápido que todo había terminado. Habían pasado de la obsesión mutua al odio en cuestión de semanas; en cuanto su relación dejó de ser únicamente cuestión de sexo y empezó a abarcar aspectos de la vida real, Marcus y Clodagh se precipitaron hacia un fracaso inevitable.
Ella creía que estaba enamorada de Marcus, pero no lo estaba. Era un capullo y un soso. Solo le interesaba hablar de sus actuaciones y de lo mal que lo hacían los otros humoristas.
Y necesitaba atención constante. Clodagh no entendía que a Marcus pudiera fastidiarle que ella les hiciera caso a Craig y Molly. A veces era como tener tres hijos.
Por no hablar de esa condenada novela que había empezado a escribir. ¡Menuda birria! Era increíblemente deprimente. Además, Marcus no aceptaba las críticas, aunque fueran constructivas. Lo único que le había sugerido Clodagh era que el personaje femenino podía montar su propio negocio de pastelería o cerámica, y Marcus se había puesto furioso.
Por si fuera poco, últimamente Marcus quería salir todas las noches. No quería entender que ella no podía salir cada dos por tres teniendo dos hijos. No era fácil encontrar canguros. Y aún era más difícil pagar a las niñeras, con el dinero que le pasaba Dylan. Pero no era solo eso: Clodagh no quería salir cada noche. Echaba de menos a sus hijos cuando se alejaba de ellos.
También le gustaba quedarse en casa. No había nada malo en mirar Coronation Street y tomarse una copa de vino.
Y ¿qué decir del sexo? A Clodagh ya no le apetecía hacerlo tres veces cada noche. Era lógico, ¿no? Nadie pegaba tres polvos en una noche después de la primera fase de loca pasión. Sin embargo, Marcus seguía aspirando a ese ritmo, y resultaba agotador.
Pero todo eso eran chorradas comparado con el notición que Marcus acababa de soltarle: que había «conocido a otra chica».
Clodagh estaba furiosa y profundamente humillada. Sobre todo porque en algún remoto rincón de su mente ella siempre había abrigado la sospecha de que le estaba haciendo un favor a Marcus, de que podía considerar una gran suerte que ella hubiera decidido abandonar un matrimonio sofocante que la había arrojado a sus brazos. Le molestaba muchísimo que Marcus la hubiera dejado. No le había pasado desde que Greg, el deportista americano, dejara de interesarse por ella un mes antes de regresar a Estados Unidos.
Cuando estaba metiendo el último par de calzoncillos en la bolsa, sonó el timbre de la puerta. Clodagh fue hacia allí a grandes zancadas, abrió la puerta y le lanzó la bolsa de la basura a Marcus.
– Toma.
– ¿Has metido mi novela?
– Huy, sí, Perro negro, tu obra maestra. Está ahí dentro. En una bolsa de basura, como le corresponde -añadió en voz baja, aunque no lo suficientemente baja.
El rostro de Marcus indicó que la había oído y que se estaba preparando para replicar.
– Ah, por cierto -dijo por encima del hombro mientras se daba la vuelta para marcharse-, tiene veintidós años y no ha tenido hijos. -Acompañó aquella información con un guiño. Sabía que Clodagh lamentaba mucho tener estrías.
Ella, escaldada, cerró de un portazo. Cuando se le pasó el primer arrebato de ira, intentó pensar algo positivo. Al menos se había librado de Marcus, de sus chistes, de su novela y de sus cambios de humor.
Y entonces fue cuando se dio cuenta de que estaba en un aprieto. Ahora no tenía ni marido ni novio.
Oh, mierda.
El club de fans de Jack Devine estaba reunido: Robbie, Shauna y la señora Morley habían formado un corro y competían deshaciéndose en elogios del jefe.
Jack había pasado hacía poco por la oficina, más arreglado de lo habitual. Lo cual, como observó Trix, no era difícil.
– Me pregunto -solía cavilar- si alguna vez alguien se le habrá acercado en la calle, le habrá dado una moneda y le habrá dicho que se tome un café.
Pero aquella mañana Jack iba muy acicalado, con el traje oscuro planchado y la camisa de algodón inmaculada. Iba despeinado, como siempre, pero no tanto. (A veces iba a trabajar habiéndose peinado únicamente los lados de la cabeza, y con la parte de atrás tal como se había levantado de la cama.)
No cabía duda de que se había esmerado. Con todo, cuando se acercó a la mesa de la señora Morley para recoger los mensajes, se le abrió la camisa, pues le faltaba un botón.
Aquello enardeció aún más al club de fans.
– Un hombre atormentado capaz de salvar al mundo, pero que necesita a una buena mujer que se ocupe de él -declaró Shauna, el Honey Monster. Había estado otra vez en el M & B.
– Sí, porque tiene un cierto chic bobo, ¿no es verdad? -aportó Robbie.
– Desde luego -coincidió la señora Morley, como si supiera lo que era tener «chic bobo».
– ¿No te acostarías con él sin pensártelo dos veces, Ashling? -preguntó Robbie.
«¡No se lo preguntes a ella!», le reprendieron todos moviendo los labios.
Pero ya era tarde. Ashling, obediente, ya se estaba imaginando echando un polvo con Jack Devine; diversas emociones se reflejaron en su rostro, pero ninguna sirvió para tranquilizar a sus angustiados colegas.
– Sufrió un gran desengaño -susurró la señora Morley-. Yo diría que ya no le interesan los hombres.
– ¡Siempre me meto donde no me llaman! -exclamó Robbie-. Creo que tengo un momento Valium. -Cualquier excusa era buena: Robbie se pasaba la vida tomando Valium, Librium y Tranxilium para los «nervios».
– ¿Quiere usted uno? -le preguntó a la señora Morley-. Yo hoy ya me he tomado tres.
A la señora Morley le destellaron los ojos.
– Supongo que no puede hacerme ningún daño -comentó.
Se pasó el resto del día tambaleándose como una zombi, chocando contra las mesas, pillándose los dedos en el teclado; Robbie, por su parte, había alcanzado tal grado de tolerancia que nada le afectaba.
Entretanto, Ashling estaba casi tan aturdida como la señora Morley. La pregunta de Robbie la había conmocionado, y ahora no podía dejar de pensar en Jack Devine. Se le hinchó el corazón como un globo cuando pensó en su mal humor y en su amabilidad, sus trajes arrugados y su perspicacia, su habilidad para negociar y su blando corazón, su cargo de altos vuelos y el botón que le faltaba en la camisa.
Jack le había lavado el pelo a Ashling pese a que no tenía tiempo. Había tratado a Boo, un marginado, como lo que realmente era: una persona. Se había negado a despedir a Shauna, el Honey Monster, después de que ella añadiera un cero por error en Punto Gaélico y la gente acabara tejiendo chales de bautismo que medían cinco metros de largo en lugar de solo uno.
Robbie tiene razón, pensó. Me tiraría a Jack Devine sin pensármelo dos veces.
– ¡Ashling! -El tono áspero de Lisa la sacó de su ensimismamiento-. ¡Te he dicho un montón de veces que esta introducción es demasiado larga! ¿Se puede saber qué demonios te pasa? ¿Tú también te has aficionado al Valium, o qué?
Automáticamente ambas miraron a la señora Morley, que, repantigada en una silla y con aire soñador, se pintaba la uña del pulgar con Tippex.
– No.
Lisa suspiró. Tenía que ser más amable. Hacía mucho tiempo que Ashling no estaba así, desde las primeras semanas después de su ruptura con Marcus. Quizá acabara de enterarse de algo nuevo y desagradable, como que Clodagh estaba embarazada.
– ¿Ha pasado algo con Marcus y tu amiga?
Ashling tuvo que esforzarse para dejar de pensar en Jack Devine.
– Pues sí. Marcus sale con otra chica.
– No me sorprende -dijo Lisa con petulancia-. Es muy propio de ese tipo de hombres.
Lisa tenía el don de hacer que Ashling se sintiera muy torpe.
– ¿Qué tipo de hombres?
– Ya sabes: no es mala persona, pero muy inseguro. Adicto al amor y el cariño, pero solo medianamente guapo. -Ostras, estaba siendo muy delicada-. De pronto gusta a las mujeres porque se ha hecho famoso, y es como un niño suelto en una tienda de caramelos.
No obstante, aquellas sabias palabras no sirvieron para despertar a Ashling. En todo caso, tuvieron el efecto contrario. Ashling pareció alejarse aún más de la realidad, y murmuró «Oh, Dios mío» con gesto de perplejidad. Luego su rostro se iluminó.
– Las revelaciones son como los autobuses -dijo entonces-. Te pasas horas esperando uno, y de repente llegan tres o cuatro juntos.
Lisa soltó un grito ahogado y siguió con sus cosas.
Ashling esperó, impaciente, a que llegara la hora de marcharse. Había quedado con Joy. Quería compartir con ella sus alucinantes descubrimientos. Bueno, al menos uno de ellos. El otro tendría que esperar hasta que ella lo hubiera entendido del todo.
En cuanto Joy llegó a la barra del Morrison, Ashling se puso a hablar sin parar.
– … Aunque Marcus no hubiera conocido a Clodagh, tarde o temprano se habría liado con otra chica; es demasiado inseguro y demasiado dependiente, y yo debí ver las señales.
– Ah, pero ¿había señales? -Joy se estaba quitando el abrigo e intentaba meterse en la conversación.
– Yo sabía que le había dado una nota de Llamez-moi a otra chica. A ver, ¿qué clase de hombre va por ahí repartiendo su número de teléfono? Si le interesas te pide tu número, ¿no? En lugar de buscar un… un… ¿cómo lo llamaríamos? Una reacción positiva, supongo, repartiendo su número y esperando a que alguien pique.
– ¿Algo más?
– Sí. Yo le di mi número dos veces, y la primera vez él no me llamó. Ahora entiendo que para él era una especie de juego. Quería saber si me había gustado lo suficiente para darle mi número. En realidad no le interesaba yo, sino lo que pensaba de él. Solo se dignó a llamarme después de que yo fuera a verlo actuar.
»Y la primera noche, cuando no quise acostarme con él. ¡Cómo se quedó! Es como un niño pequeño. Y todo aquel rollo de "¿Soy el mejor? ¿Quién es el más gracioso de todos?". Y ¿sabes otra cosa, Joy? Yo también tenía parte de culpa. Porque en parte accedí a salir con él porque era famoso. Y me salió el tiro por la culata. La única culpable de mi desgracia soy yo.
– Pero haces que parezca un desastre total -objetó Joy-. Os llevabais muy bien. Yo sé que él te gustaba, y es evidente que tú le gustabas a él.
– Sí, yo le gustaba -admitió Ashling-. Eso no lo dudo. Pero se gustaba más él mismo. Y a mí me gustaba él, pero en parte por motivos erróneos. Ya me lo dijo Clodagh -añadió con voz queda-: soy una víctima.
– ¡Menuda guarra!
– No, Joy, lo soy. O mejor dicho, lo era -se corrigió-. Ahora ya no lo soy.
– Pero el que todo venga de la inseguridad de Marcus no significa que vayas a hacer las paces con Clodagh, ¿verdad? -preguntó Joy, angustiada-. Sigues odiándola, ¿no?
Ashling sintió una breve pero intensa punzada de dolor que desapareció rápidamente; entonces se encogió de hombros y contestó:
– Por supuesto.
63
El día de San Valentín un sobre enorme entró por el buzón y cayó en el suelo del recibidor de Lisa. ¿Una felicitación? ¿De quién? Emocionada, desgarró el sobre, pero… Vaya.
Era la notificación de la sentencia provisional.
Quiso soltar una risita, pero no acabó de salirle. La celeridad con que el tribunal había enviado la sentencia a su abogado la sorprendió: poco más de dos meses, cuando ella, inconscientemente, estaba convencida de que como mínimo tardaría tres.
Comprendió, con súbita lucidez, que Oliver y ella estaban en la recta final. No había obstáculos en el camino, y al final de la pista Lisa alcanzaba a ver el final de su matrimonio.
Solo faltaban seis semanas para que el tribunal pronunciara la sentencia definitiva.
Entonces sí se sentiría mejor. Porque entonces podría considerar zanjado el asunto.
Aquella noche salió con Dylan. Él llevaba un par de meses invitándola (cada vez que iba a la oficina para recoger a Ashling, y Lisa creyó que eso la animaría un poco. Sobre todo teniendo en cuenta que no había tenido noticias de Oliver.
Dylan la recogió después del trabajo y la llevó con su coche a un pub de las colinas de Dublín, desde donde podían contemplar las luces de la ciudad, que centelleaban como joyas. Lisa le dio un diez por la elección del lugar. También le dio un siete por cómo llevaba el pelo y un ocho por la ropa. Además, técnicamente Dylan estaba encantador y no paraba de piropearla, así que también se llevó un siete o un ocho por eso. Con todo, a Lisa no acababa de caerle simpático: lo encontraba poco sincero, insensible, y bajo su galante conversación Lisa detectó un cinismo que le daba cien vueltas al suyo.
Aunque podía ser que el problema surgiera de ella: no lograba librarse de la tristeza que la había acompañado todo el día.
Bebió mucho, pero no consiguió emborracharse, y la cita, lejos de levantarle la moral, no hizo más que deprimirla. Y cuando Dylan dejó muy claro que estaba deseando acostarse con ella, Lisa aún se deprimió más.
Murmuró algo de que ella no era «de esa clase de chicas».
– Ah, ¿no?
Dylan hizo una mueca que expresaba desprecio y pesar, y de pronto a Lisa le entraron ganas de volver a su casa.
Dylan la acompañó de nuevo a la ciudad; conducía en silencio, haciendo chirriar las ruedas del coche en las cerradas curvas de la carretera.
Cuando se detuvieron delante de su casa, Lisa le dio las gracias pero no se entretuvo ni un momento. A salvo en la cocina, se comió una bolsita de cacahuetes (estaba haciendo la dieta de los aperitivos), y se preguntó qué iba ser de ella si ya no la motivaban ni los ligues de una noche.
Clodagh se sentó, cruzó las piernas y, nerviosa, se puso a flexionar el tobillo. Dylan se había llevado a los niños de paseo toda la tarde y no tardaría en regresar, y, aunque él todavía no lo sabía, iban a hablar.
Sus encuentros, pese a ser civilizados, resultaban sumamente desagradables. Dylan estaba resentido y ella estaba a la defensiva, pero todo eso pronto cambiaría.
¿Cómo pudo pensar que su relación con Marcus iba a funcionar? Dylan era sencillamente maravilloso: paciente, amable, generoso, abnegado, trabajador, mucho más guapo. Clodagh quería recuperarlo. Pero esperaba encontrar cierto rencor y resistencia, y no le apetecía tener que tragarse el orgullo para convencer a su marido.
Oyó voces de niños en la puerta: ya habían llegado. Corrió a abrirles y le lanzó a Dylan una sonrisa cordial que cayó en saco roto.
– ¿Podemos hablar un momento? -preguntó esforzándose por sonar alegre.
Él respondió con un despiadado «De acuerdo». Clodagh dejó a Craig y a Molly delante del televisor, les puso un vídeo, cerró la puerta y fue a la cocina, donde la esperaba Dylan.
Armándose de valor, dijo:
– Dylan, estos últimos meses… estaba equivocada. Lo siento mucho. Todavía te quiero, y me gustaría que… -Le costó, pero al final logró decirlo-: Me gustaría que volvieras a casa.
Se quedó mirándolo, esperando a que la dorada luz de la felicidad iluminara su rostro e hiciera desaparecer la dureza que se había instalado en él desde que empezó todo aquello. Dylan la miró con incredulidad.
– Ya sé que nos llevará un tiempo volver a la normalidad, y que a ti te costará confiar en mí otra vez, pero podemos hacer terapia juntos, o algo así -prometió-. Cometí un grave error haciendo lo que hice, pero todavía estamos a tiempo de arreglar las cosas. -Como él no decía nada, preguntó-: ¿No crees?
Finalmente Dylan habló, y solo dijo una palabra:
– No.
– No… ¿qué?
– No voy a volver.
Clodagh no estaba preparada para aquello. Era la única respuesta que no había previsto.
– Pero ¿por qué? -No acababa de creérselo.
– Porque no quiero.
– Pero si estabas destrozado por lo que… te hice.
– Sí, creí que me iba a morir -concedió él-, pero supongo que lo he superado, porque ahora que lo pienso, no quiero seguir casado contigo.
Clodagh se echó a temblar. Era increíble que aquello estuviera sucediendo.
– ¿Y los niños? -preguntó.
– Ya sabes que los quiero mucho.
Tocado, pensó Clodagh.
– Pero no voy a volver contigo por ellos -añadió Dylan-. No puedo hacerlo.
Clodagh estaba perdiendo la batalla. Se estaba demostrando que todo el poder que creía tener no era más que una fachada. Y entonces se le ocurrió algo tan improbable que casi parecía ridículo.
– ¿Has… has conocido a otra persona?
Dylan soltó una risita desagradable. Esto es obra mía, pensó ella, avergonzada. Yo he hecho que se vuelva así.
– He conocido a muchas personas -contestó Dylan.
– ¿Quieres decir… estás diciendo… que has dormido con otras mujeres?
– Bueno, dormir, lo que es dormir…
Clodagh se desplomó; se sentía traicionada, celosa, engañada. Y el tono burlón y provocador de Dylan le despertó una horrible sospecha.
– ¿Conozco a alguna?
– Sí -respondió él con una sonrisa cruel.
– ¿Quién?
– Eso no se le pregunta a un caballero -dijo Dylan con sorna.
– Dijiste que me esperarías -repuso Clodagh con un hilo de voz.
– Ah, ¿sí? Pues te mentí.
Cuando los principales rivales de Randolph Media le ofrecieron trabajo, Lisa empezó a pensar en su futuro. En los diez meses que llevaba en Colleen había conseguido alcanzar la tirada y los ingresos por publicidad que se había propuesto. Ahora ya podía marcharse.
Sabía que iba a volver a Londres: allí se sentía en su casa, y quería estar cerca de sus padres. Pero valorando sus opciones pensó que no estaba segura de si quería volver a dirigir una revista femenina. La perspectiva de trepar a toda costa, humillar a los demás y robarles el mérito ya no la atraía como antes. Ni la feroz rivalidad entre publicaciones. Ni las salvajes guerras intestinas que tenían lugar dentro de una revista. Hasta entonces aquel ambiente competitivo siempre la había motivado; pero ahora ya no, y ante aquella conclusión Lisa sintió pánico. ¿Se había convertido en una mujer débil, un pelele, una ejecutiva del montón? Pero no se sentía débil. El que hubiera cosas que ya no estaba dispuesta a hacer no significaba que fuera débil; solo significaba que había cambiado.
Aunque no demasiado. Evidentemente seguía encantándole la frivolidad de las revistas, la ropa, el maquillaje, los consejos sentimentales. De modo que lo mejor que podía hacer era buscar trabajo de consultoría.
Ashling se dio cuenta de que pasaba algo raro. Al principio no se lo pareció; creyó que no era más que un incidente aislado. Seguido de otro. Y luego otro. Pero ¿cuándo una serie de incidentes aislados dejaba de ser una serie de incidentes aislados y empezaba a convertirse en una rutina?
No había querido darle demasiada importancia porque en el fondo estaba deseando que la tuviera. Se trataba de Jack Devine. La había invitado a tomar una copa para celebrar que Ashling había dejado el Prozac. Después, una semana más tarde, cuando pareció demostrarse que no iba a recaer, Jack volvió a invitarla a tomar una copa para celebrarlo. Después la invitó a tomar una copa y a comer una pizza para celebrar que volvía a las clases de salsa. Después la invitó a cenar en Cookes para celebrar que Boo se había instalado en su primer piso. Sin embargo, cuando Ashling sugirió que lo lógico era que invitaran a Boo también, Jack no se mostró muy entusiasmado. «He quedado para tomar unas cervezas con él y con otros colegas de la televisión mañana por la noche», se excusó.
Y ahora se había acercado a su mesa y la había invitado otra vez a salir.
– ¿Qué celebramos esta vez? -preguntó ella, recelosa.
Jack reflexionó y dijo:
– Que es jueves.
– Ah, vale -dijo Ashling. Porque era jueves. Pero no entendía nada. ¿Por qué estaba tan simpático con ella? ¿Todavía la compadecía por lo que le había pasado? Pero aquello ya pertenecía al pasado. Y las otras razones que se le ocurrían para explicar la actitud de Jack parecían absurdas.
Fue Lisa la que se lo hizo entender.
– Veo que al final Jack y tú os habéis aclarado -dijo como quien no quiere la cosa. Todavía no había digerido del todo su fracaso con Jack; siempre le había costado encajar las derrotas, y seguramente seguiría costándole.
– ¿Cómo dices?
– Jack y tú. Te gusta, no me digas que no.
Ashling se puso muy colorada.
– Y tú le gustas a él -añadió Lisa.
– Qué va.
– Le gustas.
– No.
– Venga, Ashling, no seas tan inocente -le espetó Lisa.
Ashling la miró, alarmada; se quedó un rato callada y luego dijo en voz baja:
– Vale, vale.
Aquella noche, en el restaurante, Ashling intentó aclarar la situación. En realidad no quería hacerlo, pero tenía la sensación de que era su obligación. Para darse ánimo encendió un cigarrillo, y Jack se quedó mirando cómo se lo fumaba como si estuviera haciendo algo inusual.
«No me mires así. No puedo pensar.»
– ¿Puedo preguntarte una cosa, Jack? Hemos salido a cenar, pero ¿es esto…? -Se quedó muda. «Quizá no debía decirlo. ¿Y si se equivocaba?»
– ¿Es esto…? -repitió él, animándola a continuar.
Ashling exhaló un suspiro. Mierda. Que pase lo que Dios quiera.
– ¿Es esto una cita?
Jack reflexionó concienzudamente.
– ¿Tú quieres que lo sea? -preguntó.
Ella fingió que se lo pensaba.
– Sí -contestó.
– Pues entonces lo es.
Ambos pasearon la mirada por el restaurante.
– ¿Quieres que lo repitamos? -preguntó Jack sin darle importancia.
– Sí.
– ¿El sábado por la noche?
Ostras. Un sábado. Aquello suponía una novedad.
– Sí.
Volvieron a mirar alrededor, esquivándose mutuamente la mirada.
Ashling oyó su propia voz diciendo:
– Jack, ¿puedo preguntarte por qué te interesa tanto… salir conmigo?
Lo miró a la cara en el mismo instante en que él la miraba a ella, y sus ojos colisionaron violentamente. Ashling notó que le faltaba el aliento.
– Porque estás interfiriendo en mis planes para dominar el mundo -dijo Jack en voz baja.
¿Qué significaba aquello?
– No puedo pensar más que en ti -aclaró él con toda naturalidad-. Y esto afecta a todo lo demás.
A Ashling se le llenó la cabeza de aire, y no podía hablar. No encontraba ni una sola sílaba adecuada. Cierto, ya sospechaba que le gustaba, pero ahora que él mismo lo había dicho…
– Di algo -suplicó Jack.
– ¿Cuánto hace de eso? -balbució ella. Parezco el doctor Mc Devitt.
– Una eternidad -contestó él-. Desde la noche de la presentación de la revista.
– ¿Tanto tiempo?
– Sí.
– ¡Pero si han pasado meses!
– Seis, para ser exactos.
– Y todo ese tiempo…
Ashling volvió sobre aquellos seis meses pasados, y la versión de su vida cobró otro significado. ¿Lo había dicho en serio? Bueno, lo había dicho. Pero no se atrevía a creérselo. Todavía no.
– Ahora entiendo por qué estabas tan simpático conmigo -consiguió decir.
– Lo habría estado de todos modos.
– ¿ Sí?
– Claro -dijo él, sonriente-. Bueno, supongo. Seguramente. ¿Y tú?
– ¿Yo?
– ¿Qué opinas tú?
Seguía sin encontrar palabras, y solo fue capaz de decir:
– Opino que… que me parece muy bien que quedemos el sábado por la noche.
– De acuerdo -dijo él, leyendo entre líneas-. ¿Quieres venir a mi casa? Dijiste que me enseñarías a bailar.
En realidad Ashling nunca había dicho eso, pero cedió.
– Y sigo pensando que tienes que probar el sushi. Si confías en mí -añadió.
– Confío en ti.
Al día siguiente, cuando Lisa presentó su dimisión y anunció que volvía a Londres, Jack tuvo el detalle de decir:
– Ya es una suerte que hayas aguantado tanto tiempo con nosotros.
Pero ella era lo bastante lista para darse cuenta de que no se lo estaba diciendo todo.
– Y Trix puede sustituirme -sugirió inocentemente.
– Lo pensaremos, lo pensa… ¡Ja, ja, ja! ¡Muy graciosa! -dijo él con una risa nerviosa.
64
En una casa de una esquina inhóspita frente al mar, en Ringsend, un hombre y una mujer se saludaron con timidez. Él la condujo a una habitación que se había pasado varias horas limpiando aquel mismo día, lo cual no era nada habitual. Por cierto que, de paso, podría haberse planchado la camisa de franela y puesto unos vaqueros que no estuvieran rotos.
La mujer se sentó en el sofá recién aspirado y se llevó una mano al cabello, que se había peinado con secador. Se puso cómoda y notó el encaje y el algodón de su ropa interior nueva, que le recordaron su presencia.
– ¿Tienes hambre? -preguntó Jack Devine ofreciéndole una copa de vino.
– Sí, mucha -mintió ella.
Jack puso unos palillos, salsa de soja, jengibre y otros elementos del sushi en una mesita, y a continuación, con mucho cuidado, le preparó los paquetitos de arroz a Ashling.
– Tranquila, no hay nada demasiado fuerte -prometió-. Es sushi para…
– … principiantes, ya lo sé.
Ashling se enterneció. Seis meses atrás habría sido incapaz de sentir algo parecido, porque tenía el alma destrozada.
– Quizá sería mejor que dejara el wasabi para el final, ¿no te parece? -propuso.
– De acuerdo. -Pero Ashling vio una sombra de decepción en el rostro de Jack, y eso la entristeció. Él estaba poniendo mucho de su parte.
– Bueno, lo probaré -rectificó Ashling-. Es mejor comerlo todo a la vez, ¿no? Porque los diferentes sabores se complementan.
– Solo si estás segura -dijo él-. No quiero que te asustes.
Jack colocó con delicadeza una pequeña y transparente rodaja de jengibre en el centro. Pulió cuidadosamente los bordes irregulares con los palillos, y a ella le impresionó que se estuviera tomando tantas molestias.
– ¿Lista? -preguntó él levantando el sushi del plato.
Ashling sintió miedo. No estaba segura de estar preparada. Abrió la boca con indecisión y dejó que él colocara el diminuto paquete sobre su lengua.
Jack se quedó esperando su reacción.
– Rico -dijo al fin, esbozando una sonrisa-. Raro, pero rico. -Como tú, en cierto modo.
Ashling probó uno de pepino, uno de tofu, uno de aguacate, y luego tiró la casa por la ventana y se atrevió con uno de salmón.
– Eres fantástica -la animó Jack, como si Ashling acabara de hacer algo verdaderamente digno de mención, como aprobar el examen de conducir-. Eres sencillamente fantástica. Bueno, cuando estés lista para la salsa…
Oh, no.
– Verás, no sé si podré enseñarte -se apresuró a decir ella-, porque se supone que es el hombre el que te lleva.
– Por probarlo no perdemos nada -insistió él.
– Es que…
– Aunque solo sea para que me haga una idea.
– No tenemos la música adecuada.
– ¿Qué necesitamos? ¿Música cubana?
– Sí… -contestó Ashling lamentando su error. Había creído que no había ninguna posibilidad de que Jack tuviera discos tan raros, pero no había tenido en cuenta que Jack era un hombre.
Comprendió que no iba a poder librarse de aquello.
– Bueno, la música no importa. Eso que suena ya servirá. Venga, primero nos levantamos.
Jack se puso en pie y Ashling se sintió intimidada por su estatura.
– Y nos colocamos frente a frente.
Lo hicieron, solo que separados por una distancia de unos tres metros.
– Quizá deberíamos acercarnos un poco -propuso ella.
Jack dio un paso y ella también. Hasta que Ashling consideró que estaban a una distancia adecuada: lo suficientemente cerca para oler a Jack.
– Tienes que rodearme con un brazo. Si quieres, claro -añadió Ashling.
Jack le puso un brazo alrededor de la cintura, y ella levantó una mano y la dejó suspendida sobre el hombro de él; luego se rindió y la posó. Notaba el calor de Jack a través de su camisa.
– ¿Qué hago con esta mano? -preguntó él enseñándole la mano libre.
– Coges la mía.
– Vale.
Jack actuaba con tanta naturalidad que cuando le cogió la mano a Ashling con su mano grande y seca, ella decidió relajarse. Le estaba enseñando a bailar; por lo tanto era perfectamente aceptable que se tocaran.
– Cuando yo lleve la pierna hacia atrás, tú tienes que seguirla con la tuya, ¿vale?
– A ver, probemos.
– Vale.
Ashling deslizó una pierna hacia atrás, y Jack la siguió con la suya.
– Ahora al revés -prosiguió Ashling-. Tú llevas la pierna hacia atrás y yo la sigo. Y luego repetimos.
Practicaron el movimiento varias veces, cada vez con más velocidad y garbo, hasta que él se paró en seco y Ashling siguió moviéndose, y de pronto se encontró apretando el muslo contra el suyo. Ashling se quedó inmóvil, pero no se apartó. Se quedaron ambos quietos a medio paso. A Ashling los ojos le quedaban a la altura de la barbilla de él, y pensó: No se ha afeitado. En un momento como aquel era importante pensar en cosas normales. Porque en otros apartados de su conciencia estaban surgiendo otros pensamientos.
– Ashling, ¿quieres mirarme, por favor? -dijo Jack con voz angustiada.
«No puedo.»
Pero de repente pudo. Levantó la cabeza; él la miró con sus ojos de azabache, y sus labios se juntaron en un amoroso beso. En aquel beso desembocaron muchos meses de espera. Ashling sintió una intensa oleada de deseo.
Jack le sujetaba la cara con ambas manos, y se besaron hasta hacerse daño. Hambrientos y desesperados, no se cansaban el uno del otro.
– Lo siento -susurró Jack.
– No pasa nada.
Poco a poco los besos se fueron calmando, haciéndose más tiernos y suaves, hasta que los labios de él parecían plumas al acariciar su boca. Seguía sonando la música, y ellos tenían la sensación de estar describiendo lentos círculos.
Ashling deslizó las manos por debajo de la camisa de Jack, acariciando la deliciosa y novedosa piel de su espalda. Tenían los cuerpos apretados, y ella se sentía almibarada, flotante, extasiada. No tenía ni idea de cuánto tiempo llevaban así. Quizá fueran diez minutos o dos horas, pero de pronto Ashling le quitó la camisa a Jack. La verdad es que solo tuvo que desabrocharle un botón.
– Fresca -dijo él-. Voy tu camisa y subo un par de botas.
– Vale. -Ashling notaba los fuertes latidos de su corazón-. ¿Qué significa eso exactamente? ¿Que tengo que quitarme las botas?
– Y la camisa. Veo que no juegas a póquer. Tendré que enseñarte las reglas. Quítate la camisa. -La ayudó a hacerlo-. Ahora dices: subo unos vaqueros.
– Subo unos vaqueros.
Ashling tragó saliva, nerviosa y emocionada, mientras él se desabrochaba lentamente los botones de la bragueta. Con manos temblorosas, esperó un momento tentador; luego se desabrochó la cremallera de los pantalones negros y se los quitó.
– ¡Calcetines! -dijo Jack, pero su tono bromista no encajaba con su penetrante mirada.
A Ashling se le hizo un nudo en la garganta cuando se quedaron ambos de frente, Jack con sus calzoncillos Calvin Klein, y ella con su conjunto de una pieza nuevo (con efecto cintura).
– ¿Lo has entendido? -preguntó Jack.
Ella asintió lentamente, contemplando las perfectas piernas de Jack, sus musculosos brazos, el vello de su pecho, que discurría hacia su estómago.
– Creo que sí. Y ¿qué cartas son los comodines?
– Tú.
Ashling rió, sorprendiéndose a ella misma. Con cintura o sin cintura, nunca se había sentido tan segura estando desnuda.
Estiró un brazo y rozó la gruesa columna que se marcaba contra la tela de algodón blanco, y obtuvo como recompensa un estremecimiento por parte de Jack. Luego deslizó un dedo por debajo de la goma de la cintura y tiró de ella. No hizo falta que dijera nada. Estaba clarísimo lo que quería.
Jack se quitó los calzoncillos, exhibiendo su negro vello púbico, mientras se sujetaba el pene con el puño. Ashling quedó impresionada de lo erótico que resultaba aquello.
Arriba, en la cama de Jack, con sábanas limpias, él le quitó la ropa interior a cámara lenta. Lo hizo con tanta parsimonia que Ashling creyó que no lo soportaría. Hasta que ya no quedaron obstáculos.
– ¿Estás segura de que quieres hacerlo? -preguntó Jack.
– A ti ¿qué te parece? -repuso ella con una sonrisa perezosa en los labios.
– Podrías hacerlo por despecho.
– No lo hago por despecho -dijo ella-. Te lo aseguro.
De pronto él se quedó muy quieto y preguntó:
– No será una apuesta, ¿verdad?
Ashling soltó una carcajada.
– ¿Seguro? Acabo de imaginarme a Trix recogiendo las apuestas por las mesas.
Se acariciaron de arriba abajo, con curiosidad y dulzura. Su respiración se fue haciendo más entrecortada; fueron aumentando la velocidad y el deseo, hasta que dejaron de ser tiernos y se volvieron feroces, atrevidos y duros. Ashling le hincó las uñas en las nalgas, y él le mordió los pechos. Rodaron abrazados por la cama, entrelazados, hasta que él la penetró.
Después se quedaron tumbados con los cuerpos entrelazados, como fundidos el uno en el otro. Pero de pronto a Ashling la asaltó una terrible duda. ¿Y si Jack cambiaba de opinión? ¿Y si ahora que ya se había acostado con ella dejaba de interesarle?
Entonces él dijo:
– Ashling, eres lo mejor que me ha pasado en la vida.
Todas las dudas de ella se disiparon.
– Pero tengo que preguntarte una cosa -agregó-. ¿Seguirás respetándome por la mañana?
– No te preocupes, antes tampoco te respetaba.
Jack le dio un pellizco.
– Pues claro que seguiré respetándote por la mañana -lo tranquilizó ella-. Hombre, quizá te menosprecie un poco por la tarde -añadió-. Pero puedo garantizarte que por la mañana te respetaré.
65
El primer lunes de abril, una semana antes de regresar a Londres, Lisa recibió por correo la notificación de la sentencia definitiva. Antes incluso de abrir el sobre ya sabía qué contenía; aunque parecía absurdo, estaba segura de haber percibido un olorcillo ligeramente desagradable que emanaba de él.
Su primera reacción fue esconderlo debajo de la guía telefónica y fingir que no había llegado. Luego exhaló un suspiro y lo abrió rápidamente. Tendría que hacer muchas cosas desagradables en la vida, y si no cogía el toro por los cuernos nunca las haría.
Pero había que hacerlas deprisa, como cuando te arrancas el esparadrapo.
Tenía la mente sorprendentemente despejada. Se fijó en cómo le temblaban los dedos cuando sacó las hojas, y luego vio cómo las frases rehuían su mirada, impidiéndole leerlas. Cuando las palabras dejaron de moverse, Lisa hizo un esfuerzo para descifrar las letras negras que cubrían la primera página. Las leyó de una en una, hasta que el mensaje que ella ya conocía se reveló: todo había terminado. Se había acabado aquello de vivir medio casada y medio separada; ahora ya estaba todo aclarado. Fin. Eso es todo, amigos.
Con la misma claridad se dio cuenta de que no se había puesto a brincar por el recibidor ni se había sentido liberada por la sentencia. Se fijó, en cambio, en que le había subido la temperatura (¿estaba sudando?) y que no se sentía ni libre ni feliz.
Durante todo el proceso del divorcio, ella confiaba en que la siguiente fase sería aquella en la que, por arte de magia, se sentiría curada. Pero ahora habían llegado al final y Lisa seguía sin recuperar la felicidad. De hecho, se sentía aún peor.
Pensó que quizá la tristeza de un divorcio nunca llegara a desaparecer del todo. Quizá tuvieras que incorporarla, aprender a convivir con ella. Lo cual resultaba tan desmoralizador que le dieron ganas de volverse a la cama.
Fifi había celebrado una fiesta cuando recibió la sentencia definitiva de su divorcio. ¿Por qué a ella no le apetecía hacer algo parecido? Tuvo que admitir que la diferencia consistía en que ella no odiaba a Oliver. Era una lástima, pero no lo odiaba. La acritud tenía sus ventajas.
Dobló el documento e intentó darse ánimo. Ya se le pasaría. Algún día. Londres era el lugar idóneo para recuperarse del golpe. Allí conocería a otro hombre. Aunque a veces se deprimía solo de pensar en lo desastrosos que eran los otros hombres. En comparación, tuvo que conceder. Quizá la ayudaría dejar de tomar a Oliver como patrón.
Cuando llegara a Londres haría todo lo posible por esquivarlo. Quizá sus caminos se cruzaran de vez en cuando por motivos de trabajo, y entonces se sonreirían el uno al otro civilizadamente. Hasta que llegara el momento en que pudieran verse, trabajar y no pensar en lo que pudo haber sido, en la otra vida que pudieron haber tenido. Pasaría el tiempo, y un buen día ya no tendría importancia.
«Pero he fracasado -admitió en un arrebato de amarga sinceridad-. He fracasado, y ha sido por mi culpa. Esto no puedo cambiarlo, no puedo hacerlo desaparecer, y tendré que vivir con ello el resto de mis días.»
Lisa siempre había sido la suma de sus triunfos: se componía de un montón de éxitos acumulados. Así que ¿qué podía hacer con aquel fracaso? En algún sitio tendría que meterlo, porque de pronto comprendió que nuestras vidas son una sucesión de experiencias y que las imperfectas cuentan igual que las perfectas.
«Este dolor me ha cambiado -admitió-. Este dolor que va a durar mucho tiempo me ha cambiado. Aunque no quiera admitirlo. Aunque lo considere un destino peor que la muerte, soy más blanda, más amable; soy mejor persona.»
«Y me alegro de haber estado casada con Oliver -pensó, desafiándose a sí misma-. Estoy triste y arrepentida y cabreada por haberlo estropeado todo, pero aprenderé de mi error y me aseguraré de que no se repita.»
Y eso era lo mejor que podía hacer.
Exhaló un profundo suspiro, cogió su bolso y se marchó al trabajo, como una buena superviviente.
Cuando llegó a la oficina la encontró muy alborotada: sus colegas estaban preparando una fiesta de despedida, que iba a celebrarse el viernes. La operación era casi tan complicada como la fiesta de presentación de la revista. Lisa tenía previsto marcharse de Dublín cubierta de gloria. Ya le había dicho a Trix que la hacía responsable del regalo de despedida, y que si se les ocurría regalarle un vale de Next le arrancaría la piel a tiras.
– Lisa -dijo Trix sosteniendo el auricular del teléfono-, es Tomsey, del departamento de persianas de Hensards. ¡Por fin han terminado tu persiana de madera!
Aquel mismo día, a la hora de cerrar, Lisa acorraló a Ashling cuando ambas bajaban en ascensor al vestíbulo. Estaba deseando aclarar un asunto con ella.
– Quiero que sepas -dijo Lisa-, que propuse tu nombre para el cargo de directora y que les hablé muy bien de ti a los miembros de la junta directiva. Lamento que no te hayan dado el puesto.
– No importa, la verdad es que no tenía ningunas ganas de ser directora -insistió Ashling-. Yo soy una número dos nata, y los números dos somos tan importantes como los líderes.
Lisa rió ante la risueña serenidad de Ashling.
– La chica que han contratado parece simpática. Podía haber sido peor. ¡Podrían haber nombrado directora a Trix!
Lisa no tenía duda de que tarde o temprano Trix acabaría dirigiendo una revista, y estaba convencida de que lo haría con una crueldad que haría que ella, a su lado, pareciera la madre Teresa de Calcuta. Pero de momento Trix tenía otras cosas en la cabeza. Había mandado a paseo a aquel inútil del pescado y se había enrollado con Kelvin, con el que vivía un apasionado romance. De momento lo llevaban en secreto.
Cuando se abrieron las puertas del ascensor, Lisa le dio un codazo a Ashling y dijo con desdén:
– Mira quién hay.
Era Clodagh, y parecía sumamente nerviosa.
– ¿A qué habrá venido? -preguntó Lisa con agresividad-. ¿A robarte a Jack? ¡La muy zorra! ¿Quieres que le diga que su marido intentó acostarse conmigo?
– Te agradezco mucho el ofrecimiento -dijo Ashling, y fue como si hubiera hablado desde muy lejos-, pero no hace falta, gracias.
– ¿Estás segura? Entonces, hasta mañana.
Cuando Lisa se separó de Ashling, Clodagh avanzó hacia ella.
– Quería hablar contigo un momento. Pero si quieres, dime que me marche y lo entenderé.
Ashling estaba conmocionada, y tardó un poco en encontrar las palabras.
– Vamos al pub de la esquina -dijo.
Se sentaron y pidieron. Ashling no podía quitarle los ojos de encima a Clodagh. Estaba guapa: se había cortado el pelo y le sentaba muy bien.
– He venido a pedirte disculpas -dijo Clodagh-. Estos últimos meses he madurado mucho. Ahora soy diferente.
Ashling asintió fríamente.
– Me doy cuenta de lo egoísta y cruel que he sido -continuó Clodagh-. Mi castigo es tener que vivir con todo el daño que he causado. Tú me odias, y no sé si has visto a Dylan últimamente, pero está destrozado. Está furioso, y se ha vuelto… insensible. Ashling coincidía con ella. Ya no disfrutaba con su compañía.
– ¿Sabes que le pedí que volviera y no quiso?
Ashling asintió. Dylan se había encargado de propagar la noticia; lo único que le había faltado era poner un anuncio en la televisión nacional.
– Me lo merezco, ¿verdad? -Clodagh consiguió esbozar una débil sonrisa.
Ashling no contestó.
– Hemos vendido la casa de Donnybrook, y ahora los niños y yo vivimos en Greystones. Está muy lejos, pero no he encontrado nada más que pudiera pagar. Ahora soy una madre soltera, porque Dylan ha decidido que no podría asumir la custodia de los niños. Todavía no me he adaptado a mi nueva condición…
– ¿Qué fue lo que pasó? -la interrumpió Ashling.
Clodagh se sintió intimidada por la rabia contenida en la voz de su amiga.
– Me lo he preguntado muchas veces.
– ¿Y? ¿Has llegado a alguna conclusión? ¿Un bache en tu matrimonio? Los tiene todo el mundo, no sé si lo sabes.
Clodagh tragó saliva, nerviosa.
– Creo que no fue solo eso. Nunca debí casarme con Dylan. Ya sé que te costará creerlo, pero creo que en realidad ni siquiera me gustaba. Sencillamente pensé que era un buen partido: era muy guapo, educado, tenía un buen trabajo y era responsable… -Miró, angustiada a Ashling, cuyo semblante no la animó precisamente-. Tenía veinte años, era egoísta y no tenía ni idea de nada. -Clodagh necesitaba comprensión.
– Y ¿qué me dices de Marcus?
– Necesitaba desesperadamente un poco de emoción y diversión.
– Podías haberte aficionado al puenting.
Clodagh asintió, acongojada.
– O al rafting. -Pero a Ashling no le hizo ninguna gracia, contra lo que Clodagh esperaba-. Me sentía insatisfecha y frustrada -prosiguió-. A veces tenía la sensación de estar asfixiándome…
– Muchas madres se sienten insatisfechas y frustradas -le espetó Ashling-. Mucha gente se siente así. Pero no le ponen los cuernos a su marido a la primera de cambio. Y menos aún con el novio de su mejor amiga.
– ¡Ya lo sé, ya lo sé! Ahora me doy cuenta, pero entonces no me enteraba de nada. Lo siento. Pensaba que como me sentía tan desgraciada me merecía conseguir algo que deseaba.
– Sí, pero ¿por qué Marcus? ¿Por qué tuviste que elegir a mi novio?
Clodagh se sonrojó y agachó la cabeza. Admitiendo aquello corría un riesgo importante.
– Seguramente habría servido cualquiera -dijo.
– Sí, pero elegiste a mi novio. Porque no me tenías ningún respeto.
– No mucho -reconoció Clodagh, abochornada-. Y me odio por ello. Ahora estoy muy arrepentida de lo que hice. Daría cualquier cosa por que me perdonaras.
Tras una larga y tensa pausa, Ashling suspiró y dijo:
– Te perdono. A ver, ¿quién soy yo para juzgarte? Mi vida tampoco ha sido perfecta. Como tú misma dijiste, soy una víctima.
– Siento mucho haber dicho eso.
– No lo sientas tanto. Tenías razón.
El rostro de Clodagh se iluminó.
– ¿Significa eso que podemos volver a ser amigas?
Hubo otra larga pausa que Ashling utilizó para reflexionar. Ambas eran amigas desde que tenían cinco años. Amigas íntimas. Habían vivido juntas la infancia, la adolescencia y los primeros años de la vida adulta. Tenían una historia común, y Clodagh la conocía mejor que nadie. Aquel tipo de amistad no era muy corriente. Pero…
– No -dijo Ashling rompiendo el silencio-. Te perdono, pero no confío en ti. Que tu mejor amiga te robe un novio es tener mala suerte, pero que te robe dos es ser imbécil.
– Pero he cambiado. Te lo prometo.
– Eso no importa -repuso Ashling con tristeza.
– Pero si…
– ¡No!
Clodagh se dio cuenta de que era inútil insistir.
– De acuerdo -susurró-. Será mejor que me vaya. Lo siento mucho, de verdad; solo quería que lo supieras. Adiós.
Echó a andar y se dio cuenta de que estaba temblando. Las cosas no habían salido como esperaba. Los últimos meses habían sido muy desagradables para Clodagh. Estaba impresionada por lo dolorosa que resultaba su vida. No solo su nueva condición de madre soltera, sino también la oportunidad que había tenido de comprender lo egoísta e interesado que había sido su comportamiento.
El arrepentimiento era una emoción nueva para ella, y Clodagh creía que si explicaba que se había dado cuenta de lo egoísta que había sido, y si remarcaba cuánto lo lamentaba, la perdonarían. Que inmediatamente todo volvería a ser perfecto. Pero había subestimado a Ashling y aprendido otra lección: el que ella lo sintiera no significaba que los demás estuvieran dispuestos a perdonarla, y el que los demás la perdonaran no significaba que ella se sintiera mejor.
Triste y angustiada, y todavía agobiada por el recuerdo del daño que había causado, se preguntó si algún día podría reparar ese daño. ¿Volverían las cosas a la normalidad?
Pasó por delante de Hogan's y un grupo de chicos se fijó en ella y empezó a silbar y a lanzarle piropos. Al principio los ignoró, pero luego tuvo un capricho, se apartó el cabello de la cara y les lanzó una deslumbrante sonrisa que provocó una entusiasta reacción en los chicos. Le subió el ánimo inmediatamente.
Al fin y al cabo, la vida continuaba.
Entretanto, Lisa, después de dejar a Ashling y Clodagh en el vestíbulo, se había ido andando a casa. Había empezado a hacerlo para compensar todas las cenas que Kathy le obligaba a comerse. Mientras caminaba hacía todo lo posible para mantener a raya la tristeza. «Soy estupenda -se recordaba-. Tengo unos padres estupendos. Tengo un estupendo trabajo nuevo de consultora de medios de comunicación. Llevo unos zapatos estupendos.»
Cuando entró en su calle, había un vecino sentado en la puerta de su casa, esperándola. Lo que le sorprendía era que no le hubiera pedido la llave a Kathy.
Los echaría de menos cuando volviera a Londres. Aunque según Francine no tendría ocasión de echarlos de menos, porque tendría tantas visitas que sería como si no se hubiera marchado de Dublín.
Pero ¿quién era el que había en la puerta? ¿Francine? ¿Beck? No, no era una chica, de modo que no podía ser Francine; y era demasiado corpulento para ser Beck, y… Lisa se tambaleó al ver que era negro, de modo que no podía ser ninguno de los dos. Era Oliver.
– ¿Qué haces aquí? -preguntó, perpleja, desde cierta distancia.
– He venido a verte -contestó él.
Lisa llegó a la puerta de su casa y Oliver se levantó con una amplia y blanca sonrisa.
– He venido a buscarte, nena.
– ¿Por qué?
Abrió la puerta y ambos entraron en el recibidor. Lisa estaba desconcertada, y un tanto resentida. Llevaba todo el día convenciéndose de que debía seguir adelante y ahora él echaba todos sus planes por tierra.
– Porque eres la mejor -se limitó a decir, y volvió a esbozar su deslumbrante sonrisa.
Lisa dejó las llaves sobre la mesa de la cocina.
– Llegas un poco tarde -replicó ella con insolencia-. Acabamos de divorciarnos.
– ¿Sabes qué? -dijo él, con gesto pensativo-. Lo del divorcio me ha sentado fatal. ¡No te imaginas la de vueltas que le he dado! En fin, nada nos impide casarnos otra vez.
»Lo digo en serio -insistió después de que Lisa lo mirara como diciendo "estás como un cencerro".
Ella le lanzó otra de aquellas miradas, pero de pronto sus pensamientos se desbocaron. La idea de volver a casarse con Oliver era ridícula pero tentadora. Sumamente tentadora, aunque solo durante una milésima de segundo; luego Lisa volvió a la realidad.
Con tono cortante, preguntó:
– ¿Es que no te acuerdas de lo desagradable que era? Al final discutíamos continuamente, y era muy duro. Tú me odiabas y odiabas mi trabajo.
– Sí -admitió Oliver-, pero yo también tengo parte de culpa. Era demasiado arrogante. Cuando cambiaste de opinión respecto a tener un hijo, debí escucharte. Sé que intentaste decírmelo, nena, y yo no quería saberlo. Por eso cuando me enteré de que seguías tomando la píldora me puse furioso. Pero si te hubiera escuchado…
»Además, ya no eres tan insensible como antes. Ni mucho menos. Lo siento, nena -añadió al ver que ella se irritaba-, pero no lo eres.
– ¿Y eso es bueno? -preguntó ella con escepticismo.
– Sí, claro que es bueno. Lisa, llevamos más de un año separados -prosiguió Oliver con dulzura-, y yo sigo sin acostumbrarme. No he conocido a ninguna mujer que se pueda comparar a ti.
Oliver la miraba con gesto inquisitivo, esperando algún tipo de aliento o aprobación, pero ella no se los dio. El optimismo de Oliver se transformó en nerviosismo.
– A menos que hayas conocido a otro hombre -dijo-. En ese caso desapareceré del mapa y no volveré a molestarte.
Lisa lo miraba con expresión inescrutable. Quiso lanzarle una sonrisilla como diciendo «puede que sí, puede que no». Con eso zanjaría aquella absurda y peligrosa situación. Pero de pronto decidió no hacerlo. Nunca había jugado con Oliver, así que ¿por qué empezar ahora?
– No, Oliver. No he conocido a nadie.
– De acuerdo -asintió con la cabeza, lenta y concienzudamente-. Bueno, no quiero alargarme demasiado. -Hizo una breve pausa y continuó-: Todavía te quiero. Ahora que somos mayores y más maduros… -risita de duda- creo que lo haríamos mejor.
– ¿En serio? -preguntó Lisa con frialdad.
– Sí -respondió él con firmeza-. Y si te interesara, yo estaría dispuesto a venir a vivir a Dublín.
– No haría falta. Vuelvo a Londres a finales de esta semana -murmuró ella.
– Entonces -dijo él con seriedad- la única pregunta es: ¿te interesa?
Hubo un largo y tenso silencio, que Lisa rompió diciendo tímidamente:
– Sí, creo que sí.
– ¿Estás segura?
– Sí. -Se le escapó una risita nerviosa.
– ¡Cariño! -exclamó él fingiéndose indignado-. Entonces ¿por qué me haces sufrir tanto?
– No lo sé. Tenía miedo. Tengo miedo -admitió.
– ¿De qué?
Se encogió de hombros.
– De abrigar esperanzas, supongo. No quería hacerme ilusiones, por si era solo una volada tuya. Tenía que asegurarme de que estabas seguro. La verdad es que te quiero -confesó.
– Entonces no hay nada que temer -prometió él.
– ¿Cómo has madurado tanto? -refunfuñó ella.
Oliver soltó una risotada de las suyas, y de pronto los pensamientos de ella se precipitaron frenéticamente. Sí, ellos estaban en sintonía.
¿Podía considerarse afortunada por aquel giro de los acontecimientos? De pronto comprendió el alcance de aquel golpe de suerte, y la invadió una inmensa felicidad. Se dio cuenta de que no a todo el mundo se le presentaba una oportunidad como aquella, y por una vez apreció el valor del momento.
«Esta vez lo haré bien -se prometió-. Ambos lo harían. Y había algo más, la guinda del pastel, por así decirlo: si Richard Burton y Elizabeth Taylor se habían casado dos veces, ellos también podían hacerlo.» Incapaz de dominar la emoción, empezó a planear mentalmente la segunda boda, un espectáculo fabuloso. Esta vez no se casarían en Las Vegas; no, esta vez lo harían como es debido. Su madre iba a enloquecar de alegría. Y habría un reportaje en la revista ¡Hola!…
– ¡Tranquila, fiera! -exclamo Oliver, como si pudiera adivinar sus pensamientos.
EPÍLOGO
Jack y Ashling paseaban por el muelle. Era una noche de mayo, y todavía no había oscurecido. Iban caminando cogidos del brazo.
– ¿Quieres un toffee? -le preguntó Ashling.
– Y yo que pensaba que nada podía ser mejor.
Ashling metió la mano en su bolso.
– ¿Dónde están? -Sacó una caja de aspirinas y un botellín de jarabe curalotodo antes de encontrar los toffees.
– ¿Todavía llevas todas esas cosas ahí dentro? -preguntó Jack con tristeza-. ¿Las tiritas y todo eso?
– Supongo que es un hábito.
Por primera vez en la vida, Ashling se sintió un poco ridícula por llevar tantos artículos de emergencia en el bolso.
– ¿Por qué no lo tiras? Ahora ya no lo necesitas. Todo ha cambiado.
Ashling lo miró fijamente. Jack tenía razón: todo había cambiado.
– Vale. Lo tiraré cuando lleguemos a casa.
– ¿Por qué no lo haces ahora? Venga, tira el bolso al mar.
– ¿Tirar el bolso al mar? Sí, claro.
– Lo digo en serio. Libérate de tus ataduras.
– ¿Te has vuelto loco? ¿Y mis tarjetas de crédito? ¿Y el bolso?
– Coge las tarjetas de crédito. Yo te compraré un bolso nuevo. Te lo prometo.
– Dios mío, lo dices en serio.
Ashling lo miró entre cautelosa y emocionada. La idea resultaba extrañamente tentadora, aunque por otra parte le producía cierto vértigo.
– Tíralo todo -insistió él, risueño.
– No puedo.
– Claro que puedes.
«¿Podía?»
– Si fuera el bolso de piel de pitón ni siquiera me lo plantearía -dijo para ganar tiempo.
– Pero no lo es. Es un bolso viejo sin ningún valor -replicó Jack-. Y el asa se está rompiendo. Te compraré otro. ¡Venga! ¡Atrévete!
El simbolismo del acto era tentador. Pero aun así, tirar al mar un bolso lleno de cosas que necesitaba… Pero ¿las necesitaba verdaderamente? Quizá no… La imagen se fue perfilando, haciéndose posible, probable.
– ¡De acuerdo! ¡Lo tiro! Sujeta esto. -Le dio la cartera, el móvil, el paquete de tabaco y la bolsa de toffees-. ¡No puedo creer que lo esté haciendo! -gritó, llena de júbilo, e hizo girar el bolso con el brazo extendido. Una vuelta. Dos. Y entonces, aterrada y exultante, lo soltó.
El bolso salió despedido describiendo un arco contra el cielo, cargado de imperdibles, tiritas y bolígrafos. Luego inició el descenso y cayó al mar, donde el agua lo recibió con un pequeño chapuzón.
Marian Keyes
Marian Keyes está considerada un fenómeno dela industria editorial. Aunque ella no comenzó a escribir hasta hace diez años, ella es ahora una de las novelistas irlandesas más aceptados de todos los tiempos. Ella se describe como ` una novelista accidental. ` Aunque ella fue criada en una casa donde se narraban muchos cuentos oralmente, nunca se le ocurrió que ella podría escribir. En cambio estudió leyes y contabilidad y finalmente comenzó a escribir historias cortas en 1993 ` como por arte de magia. ` Aunque ella no tuviera ninguna intención alguna vez escribir una novela (` Esto tomaría demasiado tiempo `) ella envió sus historias cortas a un editor, con una carta en la que dice que había comenzado el trabajo para una novela. Los editores contestaron, pidiendo ver la novela, y una vez que el pánico había disminuido, ella comenzó a escribir el que, posteriormente, sería su primer libro Claire se queda sóla. Fue publicado en Irlanda en 1995, donde obtuvo de inmediato un éxito asombroso. Su estilo conversacional y el humor caprichoso irlandés apelaron a todos los grupos de edad, y este éxito se extendió a Gran Bretaña cuando Claire se queda sóla fue escogido como uno de los libros de los premios talento joven. Otros países pubicaron su libro (el más importante, EU en 1997) y Marian en este momento ha publicado en treinta y nueve países en veintinueve lenguas diferentes, los más exóticos de los cuales son el japonés y el hebreo. Hasta el momento, la mujer que dijo nunca escribiría una novela ha publicado siete: Claire se queda sóla, Lucy Sullivan se casa, Rachel se va de viaje, Por los pelos, Sushi para principiantes, Angels y Maggie ve la luz, todos bestsellers en el mundo entero, un total de nueve milllion de sus libros haN sido vendido hasta el momento. Estos libros nos muestran una forma de vida con dolencias modernas, incluyendo la depresión y las enfermedades graves, pero siempre escrito con compasión, humor y esperanza
Ella nació en el Límeric en 1963, y se crió en Cavan, Corcho, Galway y Dublín, ella pasó sus veinte años en Londres, pero ahora vive en Dún Laoghaire con su marido Tony. Ella incluye entre sus aficiones, lectura, películas, zapatos, bolsos y M`Ms…