Los ejércitos del Imperio Visigodo han aplastado el poderío de Europa, sumiendo las tierras conquistadas en una noche antinatural. Solo Borgoña resiste, maltrecha pero invicta, aún bajo el cálido abrazo del sol. Es el corazón del continente, superior en cultura y en la fuerza de las armas. Pero el destino último del acosado ducado descansa en las manos de su legítimo gobernante, el duque Carlos, atrapado tras las murallas de Dijon, una ciudad sitiada por brutales soldados.

Recién salida de los horrores de Cartago, Ash debe decidir si guiará a su ejército a levantar el asedio de Dijon donde la espera una muerte casi segura

<p>PREÁMBULO</p></h3> <p style="text-align: center; text-indent: 0em; font-size: 125%; font-weight: bold; hyphenate: none">Nota para el lector</p> <p>Puesto que consideraciones tanto políticas como históricas han llevado a la publicación independiente de los cuatro libros de ASH, esta nota tiene el propósito de poner al día al lector sobre los dos tomos previos: <i>La Historia Secreta</i> y <i>Cartago Triunfante</i>.</p> <p>Ash, la capitana mercenaria del siglo XV, ha sabido que la invasión lanzada por los visigodos norteafricanos sobre Europa está siendo liderada por una general esclava que es su gemela. También descubre que la «voz de los santos» que la guía en la batalla es, en realidad, la de la <i>machina rei militaris</i> (traducción del latín: «ordenador táctico») visigoda, que transmite transcontinentalmente desde Cartago. La Faris, su gemela, utiliza la misma voz para que la aconseje durante la invasión.</p> <p>Ash decide conducir a su compañía mercenaria desde Borgoña a Cartago para destruir la máquina, pero Carlos, duque de Borgoña, insiste en plantar batalla primero al ejército visigodo invasor. En Auxonne, los visigodos emplean gólems y armas con fuego griego; el duque Carlos es herido y, durante la confusión, Ash queda separada de la compañía. Es capturada y enviada como prisionera a la capital del Imperio Visigodo, Cartago.</p> <p>Durante la coronación del nuevo Rey-Califa visigodo, Gelimer, Ash trata de «descargarse» conocimientos de la <i>machina rei militaris</i>, para saber si su compañía fue aniquilada en el campo de batalla de Auxonne, pero se encuentra contactando con nuevas voces que no son en absoluto su <i>machina</i>. Se dan el nombre de Máquinas Salvajes.</p> <p>Ash, que ha fracasado en su propósito de destruir la <i>machina</i> y huye de las fuerzas visigodas de Cartago, presencia una aurora por encima de las pirámides meridionales situadas fuera de la ciudad, y se da cuenta de que esas construcciones son las Máquinas Salvajes. Las toma por sorpresa y les arrebata una información que revela que durante siglos han estado alimentando con sus propios objetivos estratégicos la <i>machina rei militaris</i>, sin que lo supiera el Rey-Califa visigodo ni sus comandantes. Las Máquinas Salvajes buscan la invasión y completa erradicación del Reino de Borgoña, pero Ash no logra encontrar respuesta a su pregunta: <i>¿Por qué es Borgoña tan importante?</i></p> <p>Ash descubre finalmente que, aparte de la Faris y de ella misma, el único canal de comunicación de las Máquinas Salvajes con el mundo de los hombres es mediante la <i>machina rei militaris</i>. Haberla destruido hubiera supuesto extirpar su influencia sobre la humanidad. Pero como ha quedado intacta, eso significa que la guerra de las Máquinas Salvajes seguirá adelante con ferocidad y eficiencia aún mayores, hasta llegar a la devastación total de Europa.</p> <p>Este tercer tomo contiene el resto de la traducción inglesa del manuscrito <i>Fraxinus</i>, junto a copias de la correspondencia de los editores originales.</p> <p style="page-break-before: always; line-height: 0%"> </p> <title style="margin-bottom: 2em; page-break-before: avoid; margin-top: 15%"> <p>PRELUDIO</p></h3> <p style="text-indent: 0em; margin-top: 1.5em; margin-left: 5%; margin-right: 5%; text-align: center; font-size: 95%; hyphenate: none">(<i>Los documentos originales con estos correos electrónicos aparecieron doblados dentro del ejemplar de la Biblioteca Británica de la 3ª edición de "Ash: la historia perdida de Borgoña", 2001. Posiblemente estén en el mismo orden cronológico que el material original</i>.)</p> <cite style="font-style: italic; font-family; font-family: monospace, Courier New, Courier"> <p style="text-align: left">Mensaje: #139 (Pierce Ratcliff)</p> <p style="text-align: left">Asunto: Ash</p> <p style="text-align: left">Fecha: 2/12/00 a las 12:09 p.m.</p> <p style="text-align: left">De: Longman@</p> <p style="margin-bottom: 1.5em; margin-right: 5%; text-align: center; font-size: 90%; hyphenate: none">(<i>Formato borrado, otros detalles encriptados y perdidos de modo irrecuperable</i>)</p> <p>Pierce:</p> <p>No hay un modo fácil de decir esto. La editorial ha decidido que tenemos que suspender la publicación de tu obra.</p> <p>Haré lo que pueda. Tal vez logre encontrarte otra firma editorial, una que esté interesada en un libro de mitos y leyendas medievales.</p> <p>Sé que eso no es un gran consuelo. Has dedicado tantos años a preparar los textos de «Ash» con la idea de que eran auténticos documentos históricos... Pero por ahora no se me ocurre otra cosa.</p> <p>Cuando vueles de regreso al Reino Unido debemos reunirnos. Comeremos juntos o lo que sea, ¿de acuerdo?</p> <p>Con cariño,</p> <p style="font-weight: bold; margin-top: 1.5em; text-align: right; font-size: 95%">Anna</p> </i> <p style="page-break-before: always; line-height: 0%"> </p> <cite style="font-style: italic; font-family; font-family: monospace, Courier New, Courier"> <p style="text-align: left">Mensaje: #204 (Anna Longman)</p> <p style="text-align: left">Asunto: Proyecto Ash</p> <p style="text-align: left">Fecha: 2/12/00 a las 4:28 p.m.</p> <p style="text-align: left">De: Ngrant@</p> <p style="margin-bottom: 1.5em; margin-right: 5%; text-align: center; font-size: 90%; hyphenate: none">(<i>Formato borrado, otros detalles encriptados y perdidos de modo irrecuperable</i></p> <p>Anna, por favor:</p> <p>Anna, tienes que dejarme publicarlo. Sé que estamos muy cerca de la fecha límite para sacarlo en primavera. No lo pares ahora. Por favor.</p> <p>¿Pero por qué ibas a dejarme seguir adelante? Las pruebas arqueológicas tunecinas se han derrumbado por completo.</p> <p>Anna, estoy suplicando a Isobel que haga repetir las pruebas de datación por radiocarbono de las soldaduras de metal del «gólem mensajero». Los resultados que obtuvimos podrían ser ERRÓNEOS. No me creo que estos gólems no sean más que falsificaciones modernas que la expedición ha extraído de los sedimentos de las afueras de Túnez. No puedo creerlo. Son restos auténticos del periodo del asentamiento visigodo en Cartago. ¡Sé que lo son!</p> <p>Y pese a todo, ¿cómo puedo no creerme que son falsificaciones, cuando las evidencias científicas aseguran que la metalistería de bronce fue soldada después de 1945?</p> <p>Schliemann descubrió Troya en 1871 buscando donde Hornero la había situado en la <i>Iliada</i>. ¡Pero cuando la excavó, no se encontró con que su ciudad de Troya de la Edad del Bronce había sido construida en la década de 1870! En cambio, algo así es lo que nos encontramos aquí.</p> <p>Sé lo que vas a decir. ¿Cómo hemos podido llegar a creer que esto era Historia? Los textos que he utilizado parecen haber sido reclasificados de «Historia Medieval» a «Ficción». ¿Y mi documento <i>Fraxinus</i>, mi único gran descubrimiento, nos dice que la mujer llamada Ash «oía voces» de un «ordenador gólem de piedra» del siglo XV? ¡Leyendas y fraudes! ¡Mentiras y mitos increíbles!</p> <p>Voy a volar junto a Isobel hasta el barco de la expedición, ahora que AL FIN tenemos permiso oficial. Irónico. Supongo que tengo pocos motivos para hacerlo, pero ¿a qué otra cosa podría dedicarme? Me siento afligido. Sé que Isobel es demasiado educada para sugerir que debería dejarlo y coger un avión de regreso al Reino Unido. Supongo que unos cuantos días viendo las cámaras submarinas que nos proporcionan imágenes del lecho marino al norte de Túnez me distraerán al menos de todo esto. Tal vez incluso encontremos uno o dos naufragios de tiempos de los romanos.</p> <p>No he dormido.</p> <p>Anna, he terminado de traducir la penúltima sección del <i>Fraxinus me fecit</i>. Tenía una nota explicativa que pensaba adjuntar a esta parte del manuscrito de «Ash», pero ahora es irrelevante. Los gólems son un timo, el manuscrito <i>Angelotti</i> un simple cuento. Las ambigüedades del texto <i>Fraxinus</i> carecen de importancia.</p> <p style="font-weight: bold; margin-top: 1.5em; text-align: right; font-size: 95%">Pierce</p> </i> <p style="page-break-before: always; line-height: 0%"> </p> <cite style="font-style: italic; font-family; font-family: monospace, Courier New, Courier"> <p style="text-align: left">Mensaje: #140 (Pierce Ratcliff)</p> <p style="text-align: left">Asunto: Ash</p> <p style="text-align: left">Fecha: 2/12/00 a las 11:01 p.m.</p> <p style="text-align: left">De: Longman@</p> <p style="margin-bottom: 1.5em; margin-right: 5%; text-align: center; font-size: 90%; hyphenate: none">(<i>Formato borrado, otros detalles encriptados y perdidos de modo irrecuperable</i>)</p> <p>Pierce:</p> <p>Ni siquiera estoy segura de que tengas ahora mismo un yacimiento del «Cartago visigodo». ¿Qué opina Isobel Napier-Grant?</p> <p>Lo que me has dicho hasta ahora es que esperabas que el texto <i>Fraxinus</i> demostrara la existencia de un asentamiento visigodo del siglo XV en la zona del Cartago árabe, lo bastante poderoso como para organizar una cruzada contra el sur de Europa. Podría tragarme eso (aceptando que cosas como el incendio de Venecia sean meras licencias poéticas del cronista), y supongo que podría creerme que esos visigodos fracasaron, regresaron a Cartago y el interés en ellos se perdió cuando Borgoña se desmoronó poco después, ese mismo año.</p> <p>Supongo que incluso es razonable pensar que tu Cartago «visigodo» probablemente quedó tan debilitado por esa expedición que fue dominado por los moros muy poco después y desapareció. O tal vez esos godos regresaron a España y se perdieron en el caos de la Reconquista. Y todas las pruebas han sido ignoradas hasta ahora por culpa del racismo y el clasismo.</p> <p>Pero lo que ya no comprendo (si tus textos son romances, y el «gólem mensajero» un fraude moderno basado en esos textos) es ¡qué posible razón tienes para creer que el yacimiento de la Dra. Isobel guarda alguna relación con los visigodos!</p> <p>Pierce, se acabó. Sé que no es agradable, pero afróntalo. No hay libro. Ash no es historia, es Robin Hood, Arturo, Lanzarote: leyenda.</p> <p>Tal vez todavía podamos sacar un programa de las excavaciones de la doctora Napier-Grant y sus problemas con las autoridades tunecinas. Y no veo por qué no podrías ser consultor del guión si eso sale adelante.</p> <p>Date unos pocos días y después empieza a pensar en ello.</p> <p>Con cariño,</p> <p style="font-weight: bold; margin-top: 1.5em; text-align: right; font-size: 95%"> Anna</p> </i> <p style="page-break-before: always; line-height: 0%"> </p> <cite style="font-style: italic; font-family; font-family: monospace, Courier New, Courier"> <p style="text-align: left">Mensaje: #205 (Anna Longman)</p> <p style="text-align: left">Asunto: Ash / Cartago</p> <p style="text-align: left">Fecha: 3/12/00 a las 4:28 p.m.</p> <p style="text-align: left">De: Ngrant@</p> <p style="margin-bottom: 1.5em; margin-right: 5%; text-align: center; font-size: 90%; hyphenate: none">(<i>¿falta el mensaje anterior? Formato borrado, otros detalles encriptados con una clave personal indescifrable</i>)</p> <p>Anna:</p> <p>Tu último mensaje vino como código máquina caótico. ¿Adjuntabas un JPG? ¡Está corrupto sin remedio! Mándamelo otra vez, te responderé más tarde, bastante más tarde. Isobel necesita esta conexión al menos durante las próximas horas.</p> <p>Ya no estoy en el lugar del yacimiento en tierra. Ese es uno de los motivos por los que puede haber fallado la transmisión. Esta mañana fuimos en helicóptero hasta el barco de la expedición, el HANNIBAL; estamos al menos a cinco millas náuticas de la costa norteafricana.</p> <p>No debes comunicarle esto a nadie, nada de este mensaje, ni a Jonathan comosellame, tu D.G., ni a nadie. Ni siquiera hables de ello en sueños.</p> <p>Isobel me acaba de decir que despeje el ordenador, así que ahí va:</p> <p>Su equipo y ella llevan lejos de esta zona desde septiembre, principalmente a causa de los descubrimientos que hizo el equipo del Instituto para la Exploración, de Connecticut, en julio y agosto de 1997. Si recuerdas los artículos de los periódicos, esa expedición encontró, entre otras cosas, cinco naufragios romanos por debajo de la marca de los mil metros, en una zona del mar situada a unas veinte millas de Túnez (un submarino nuclear del ejército de los Estados Unidos los ayudó con su sonar; nosotros estamos usando equipo de búsqueda de baja frecuencia, el mismo que se utiliza en las prospecciones petrolíferas).</p> <p>Esos restos indican que, en vez de ir pegados a la costa hasta Sicilia, los mercantes navegaban desde el 200 a.C. por rutas de aguas profundas a través del Mediterráneo. Este hallazgo fue uno de los motivos por los que Isobel pudo conseguir financiación para venir aquí e investigar el yacimiento terrestre, y obtener permiso del gobierno local para hacer exploraciones costeras.</p> <p>Ahora son NUESTROS VCR los que han estado tomando imágenes, también por debajo de los mil metros. Al principio pensamos que tenía que tratarse de una lectura errónea, pues están descendiendo en mares costeros poco profundos. Pero no es un error de los instrumentos, realmente ESTÁN enviando información desde esa profundidad, excesiva para los submarinistas con el equipamiento limitado que tenemos aquí. Lo que han encontrado los VCR es una zanja sumergida que discurre unos sesenta kilómetros al noroeste de las ruinas de la antigua Cartago (casi pongo de las ruinas de NUESTRA Cartago). Y es eso lo que he estado esperando y suplicando, desde el desastroso informe de datación por carbono.</p> <p>Hemos descubierto un puerto con cinco muelles. Allí están, bajo los sedimentos, se ven claramente las siluetas. Las imágenes que he estado estudiando están en verde, son de visión nocturna, pues estas pesadas máquinas se sumergen en aguas turbias, pero puedo asegurarte que está ahí.</p> <p style="text-indent: 0em; margin-bottom: 1.5em; margin-left: 5%; margin-right: 5%; text-align: center; font-size: 90%; hyphenate: none">-Después-</p> <p>Anna, es increíble. Isobel está impresionada. Hemos encontrado Cartago. Sí, siempre creí que podríamos hallar mi «yacimiento visigodo» en esta costa, y es tal como aparece descrito en el manuscrito «Ash», en <i>Fraxinus</i>. Oh, Anna. Lo he encontrado. He encontrado lo IMPOSIBLE.</p> <p>Isobel hizo que me quedara allí para dar instrucciones a los técnicos del VCR. Allí estaba yo, delante de esos bancos de motores, algo nervioso (no me gusta el mar) y con un burdo esbozo a lápiz de lo que, por lo que he sacado de los manuscritos, TIENE que ser la geografía de la Cartago de Ash. Las cosas importantes siempre pasan cuando tienes calor, o estás mojado o algo tenso, cuando estás mirando a otra parte, parece ser. Estaba intentando entresacar la muralla interior, el muro de la «ciudadela» que mencionan los manuscritos.</p> <p>Encontramos el muro en uno de los muelles y descubrimos lo que sin duda era un edificio. Esto ES el Cartago gótico, por debajo de las olas, esto ES lo que describen los manuscritos. Tengo que repetírmelo una y otra vez porque lo que pasó a continuación es tan imposible, de implicaciones tan demoledoras, que creo que nunca podré volver a dormir. Me da la impresión de que a partir de ahora mi vida ha de ir cuesta abajo, ESTE es mi descubrimiento, ESTO es lo que pondrá mi nombre (y el de Isobel) en los libros de historia, nada podrá parecerse a esta cima.</p> <p>Hice que el VCR descendiera sobre las derruidas murallas y que con sus cámaras nos enviara imágenes de tejados y salas cubiertas de sedimentos, en un estado que concuerda mucho con los daños que produce un terremoto. Giré el VCR a la derecha, ¿qué hubiera pasado de no hacerlo? Supongo que hubiéramos hecho el mismo descubrimiento, pero más tarde; la gente va a estar estudiando estas ruinas durante los próximos cuarenta años: esto es Howard Carter, esto es Tuntankamón de nuevo.</p> <p>Giré el VCR a la derecha y se metió en una construcción que aún conservaba parte del techo. Eso es algo que los técnicos odian, supongo que hay mucho riesgo de perder el VCR. Entramos en el edificio y ahí estaba: un patio y una muralla derruida. Una muralla derruida POR ENCIMA DE LO QUE HUBIERA SIDO EL PUERTO.</p> <p>Entonces incluso Isobel coincidió en que era mejor perder el VCR en el intento que dejar de intentarlo. Puedo verlo todo en mi mente gracias al manuscrito <i>Fraxinus</i>, y ahí estaba, Anna, ahí estaban los muros de la sala y la escalinata que descendía, y las enormes losas de piedra que antes separaban las estancias.</p> <p>Supongo que nos llevó unas seis u ocho horas: recuerdo que hubo dos cambios de turno de los técnicos. Isobel estuvo conmigo todo el tiempo, no la vi comer, y yo no comí nada. Ya ves, sabía dónde tenía que quedarme. Debimos de tardar cuatro horas solo en orientarnos, entre pedazos de rocas cubiertas de lodo, todo de color marrón, en un sitio que no se parecía EN NADA a una ciudad, tratando de descubrir qué dirección hubiera podido ser el noreste antes del terremoto, y dónde podría quedar en medio de esas profundidades impenetrables, iluminadas solo por la luz eléctrica. Me refiero a la «casa Leofrico». Lo que el manuscrito llama la «casa Leofrico», y su «cuadrante nordeste».</p> <p>No, no estoy loco. Sé que en estos momentos tampoco estoy muy cuerdo, pero no loco.</p> <p>Contamos con dos VCR y estaba más que dispuesto a sacrificar aquel. Los técnicos lo llevaron hacia abajo, por debajo, por dentro, todo el rato a merced de las aguas y de las corrientes térmicas. Ahora estoy asombrado ante su habilidad, aunque en aquel momento no me di ni cuenta. Los monitores no dejaban de enviarnos imágenes agitadas de los escalones, dentro del hueco de una escalera. Creo que el momento en que Isobel lloró fue cuando se terminaron los escalones y el pozo pasó a ser simplemente una ancha tubería de mampostería de pulidas superficies que descendía hacia las tinieblas, y logramos obtener un primer plano de un muro. Tenía un agujero, para encajar una estructura de escalones de madera.</p> <p>Durante todo ese tiempo no estaba seguro de qué planta de la casa estaba explorando el VCR, se han producido tantos daños que resulta complicado identificarlas. ¡Los pisos superiores ni siquiera parecen una casa! Y aquello avanzaba a una infinita lentitud, con mucho cuidado, atravesando sala tras sala (bajando una superficie, subiendo otra, salvando una grieta). Los sedimentos cubrían huesos, ánforas y monedas. La carcoma se ha comido todo el mobiliario. Bajábamos y bajábamos, de sala en sala, y no había modo de saber dónde estábamos por culpa de todas aquellas atmósferas de presión, el frío y la profundidad.</p> <p>Cuando se presentó, no parecía más que otra habitación destrozada. De repente Isobel maldijo en voz alta: había reconocido la silueta al instante gracias a la descripción. Pasó un minuto antes de que yo me diera cuenta de lo que tenía que ser. Los técnicos no podían comprender la excitación de Isobel, uno de ellos dijo: «por el amor de Dios, solo es una maldita estatua». Y entonces entró para mí en primer plano.</p> <p>¡Lee la traducción, Anna! Mira lo que dice el <i>Fraxinus</i>. El segundo gólem, el gólem de piedra, tiene «la forma de un hombre sólo en la parte superior, y por debajo nada salvo un estrado sobre el que se pueden entablar juegos de guerra».</p> <p>De lo que no me había dado cuenta es de lo GRANDE que es el gólem de piedra.</p> <p>El torso, la cabeza y los brazos son colosales, del triple de tamaño que los de un hombre. Cuatro o cinco metros de alto. Está allí sentado, ciego, en los mares junto a África, y contempla las tinieblas con ojos pétreos que no pueden ver. Sus rasgos son nórdicos, no beréberes ni africanos, y cada músculo, cada ligamento y cada pelo aparecen reflejados en la piedra.</p> <p>Creo que el rabino tenía un peculiar sentido del humor. Sospecho que, aunque el <i>Fraxinus</i> nos dice que los gólems móviles recordaban al rabino, este gólem de piedra es un retrato de ese noble /amir/ visigodo, Radonico.</p> <p>Los sedimentos ocultan el color, hacen que bajo las potentes luces todo sea de un marrón verdoso uniforme. Creo que la mampostería es de granito, o de arenisca roja. No puedo describirte la calidad de la artesanía. Lo que sí parece haberse corroído son las junturas metálicas de los brazos, muñecas y manos.</p> <p>Por debajo hay parte de un estrado. Por lo que he podido deducir, el torso parece unirse sin soldaduras a una superficie de mármol o arenisca. Es posible que con chorros de agua a presión pudiéramos despejar parte de los sedimentos para ver si hay marcas en el estrado, pero Isobel y el equipo están frenéticos tomando imágenes de todo esto y no <i>lo tocarán</i> hasta que todo haya sido grabado, grabado más allá de cualquier sombra de duda y satisfecha toda necesidad de pruebas, aunque no se necesita ninguna porque es él, es ÉL, el gólem de piedra, la MACHINA REI MILITARIS de Ash.</p> <p>Y te voy a decir algo, Anna. Ni siquiera Isobel se molesta en tratar de imaginar la posibilidad de que alguien haya podido falsificar ESTO.</p> <p>Lo que necesito saber (y no puedo, porque lleva inactiva y perdida bajo el mar durante quinientos años) es: ¿la MACHINA REÍ MILITARIS es lo que <i>Fraxinus</i> dice que es? ¿Es una estatua de un templo, un icono religioso? No puede ser otra cosa, ¿verdad, Anna? Lo que pasa es que no he dormido desde hace tanto que ni me acuerdo, y no he comido y me siento mareado, pero no puedo dejar de pensar en ello: ¿Es un jugador mecánico de ajedrez? ¿Es una máquina de guerra?</p> <p>Oh, suponte que era algo más. Suponte que ERA la voz que le hablaba.</p> <p>A un kilómetro de profundidad, en una honda zanja que pudo provocar un terremoto, inmersa en el frío y la oscuridad. Quinientos años bajo un mar que ha visto muchas más guerras desde entonces: buques de guerra, aviones, minas. No puedo evitar preguntarme: ¿podría la MACHINA REI MILITARIS competir en las guerras de operaciones conjuntas? ¿Si Ash estuviese viva qué le diría ahora, si EXISTIERA una voz?</p> <p>Isobel necesita ya el ordenador. Anna, por favor, me dijiste una vez que si los gólems son auténticos, ¿qué más lo es? Esto. Las ruinas de la Cartago visigoda: un yacimiento arqueológico en el fondo del mar. No hay fraudes de 50 mil millones de dólares, y eso es lo que tendríamos que tener aquí.</p> <p>¡Anna, esto apoya todo lo que aparece en el manuscrito <i>Fraxinus</i>!</p> <p>¿Pero entonces cómo podría estar mal la datación por carbono del gólem mensajero? Dime qué pensar, yo estoy tan cansado que no sé nada.</p> <p style="font-weight: bold; margin-top: 1.5em; text-align: right; font-size: 95%">Pierce</p> </i> <p style="page-break-before: always; line-height: 0%"> </p> <cite style="font-style: italic; font-family; font-family: monospace, Courier New, Courier"> <p style="text-align: left">Mensaje: #143 (Pierce Ratcliff)</p> <p style="text-align: left">Asunto: Ash</p> <p style="text-align: left">Fecha: 3/12/00 a las 11:53 p.m.</p> <p style="text-align: left">De: Longman@</p> <p style="margin-bottom: 1.5em; margin-right: 5%; text-align: center; font-size: 90%; hyphenate: none">(<i>Formato borrado, otros detalles encriptados y perdidos de modo irrecuperable</i>)</p> <p>Pierce:</p> <p>¡Cielo santo!</p> <p>No diré una palabra, lo prometo. No hasta que la expedición esté lista. ¡Oh, Pierce, es TAN FUERTE! ¡Lamento muchísimo haber dudado de ti!</p> <p>Pierce, tienes que enviarme la siguiente parte que tengas traducida del <i>Fraxinus</i>. Mándame el texto. Si somos dos los que estamos mirándolo, hay más posibilidades de captar pistas, cosas de las que tengas que avisar a la Dra. Napier-Grant. Ni siquiera lo dejaré en la oficina, me lo llevaré a casa conmigo. Lo guardaré en mi maletín todo el tiempo, ¡no estará a más de un brazo de distancia de mí!</p> <p>¡¡Y tienes que acabar la traducción!!</p> <p>Con cariño,</p> <p style="font-weight: bold; margin-top: 1.5em; text-align: right; font-size: 95%">Anna</p> </i> <p style="page-break-before: always; line-height: 0%"> </p> <cite style="font-style: italic; font-family; font-family: monospace, Courier New, Courier"> <p style="text-align: left">Mensaje: #237 (Anna Longman)</p> <p style="text-align: left">Asunto: Ash / Cartago</p> <p style="text-align: left">Fecha: 4/12/00 a las 1:36 p.m.</p> <p style="text-align: left">De: Ngrant@</p> <p style="margin-bottom: 1.5em; margin-right: 5%; text-align: center; font-size: 90%; hyphenate: none">(<i>Formato borrado, otros detalles encriptados con una clave personal indescifrable</i>)</p> <p>Anna:</p> <p>¡Lo sé, lo sé! ¡Ahora necesitamos el <i>Fraxinus</i> más que nunca! Pero no obstante hay problemas con la última parte del <i>Fraxinus</i> que no podemos permitirnos el lujo de ignorar.</p> <p>Siempre había sido mi intención enviarte una nota explicativa con la penúltima parte del <i>Fraxinus</i>, el «Caballero de las Tierras Baldías». Incluso sin las complicaciones del gólem, la datación por C14 y los manuscritos espurios, el Fraxinus me fecit sigue acabando de manera inconclusa en noviembre de 1476. ¡No nos dice qué pasó después!</p> <p>He ojeado las últimas páginas del «Angelotti». Los barcos de Ash parten de la costa norteafricana el 12 de septiembre de 1476, aproximadamente. Omito un corto pasaje referido al regreso de la expedición al continente europeo (pero me gustaría incluirlo en la versión final del libro; los detalles de la vida cotidiana a bordo de una galera veneciana son fascinantes). Su retirada a Marsella ocupa unas tres semanas. Calculo que los barcos dejaron Cartago la noche del 10 de septiembre y el viaje (con tormentas, problemas de orientación y una parada en Malta para conseguir comida y desembarcar a los enfermos que de lo contrario hubieran muerto) duró hasta el 30 de septiembre. En ese momento los barcos atracaron (con la luna en su último cuarto) en Marsella.</p> <p>Parece, por el manuscrito «Angelotti», que la compañía tardó entre tres y cuatro días en reagruparse, adquirir mulas y pertrechos y partir hacia el norte. Antonio Angelotti dedica gran parte de su texto a lamentar la pérdida de su cañón, que describe técnicamente con gran detalle. Pasa mucho menos tiempo (apenas dos líneas) comentando la dirección en la que decidió partir de nuevo el exiliado conde de Oxford, llevándose a sus propios hombres.</p> <p>Es en este punto donde se detiene el manuscrito «Angelotti» (en el tratado de «Missaglia» faltan algunas páginas del final). El <i>Fraxinus me fecit</i> añade solo algunas frases secas: que el país se encontraba en aquel momento en estado de emergencia y que las hambrunas, el frío y la histeria vaciaban los pueblos y arrasaban los campos.</p> <p>Por lo poco que podemos entresacar de Angelotti, resulta evidente que la compañía desembarcó en Marsella, en condiciones que ahora nos recordarían a un invierno nuclear. Con Ash al mando, avanzaron a marchas forzadas hasta el valle del río Ródano, desde Marsella hasta Aviñón y más al norte hacia Lyon. Dice mucho en favor de las cualidades de mando de Ash el hecho de que lograra que grupos de hombres armados viajaran varios cientos de kilómetros con unas terribles condiciones climáticas sin precedentes. Un ejército con un liderazgo menos firme seguramente hubiera acabado acantonándose en una aldea o en un caserío a las afueras de Marsella, esperando a que se acabase ese invierno «sin sol».</p> <p>Ya que carecían de caballos, y teniendo en cuenta que los campesinos hambrientos habían dejado los campos desnudos de cosechas y animales de tiro, apoderarse de una o más embarcaciones fluviales era posiblemente su mejor opción. Además, en una región oscura como la brea las veinticuatro horas del día, sin guías ni mapas fiables, seguir el valle del Ródano permitía asegurarse al menos de que la compañía no se perdía sin remedio. Una referencia fragmentaria indica que renunciaron a viajar por el río justo al sur de Lyon, cuando el Ródano se congeló del todo, y marcharon hacia la frontera de Borgoña siguiendo el Saona hacia el norte desde Lyon.</p> <p>No hay registros de que alguno de los duques franceses reaccionara a esta incursión en sus territorios. Tal vez ya tuvieran demasiados problemas de los que ocuparse, con el hambre, las insurrecciones y una probable guerra. O quizás lo más seguro sea que, en medio del invierno y de la noche continua, sencillamente no se fijaran.</p> <p>Dada la logística necesaria para conseguir que doscientos cincuenta hombres atravesaran Europa a oscuras, junto a todo el equipaje que pudieran cargar a la espalda y con el número de hambrientos supervivientes que comenzaron a acoplarse a la compañía (ya fuera para ofrecer sus favores sexuales a cambio de comida o para intentar robarlos), dado el enorme trabajo que implicaba mantener a sus hombres en marcha, conseguir alimentarlos y evitar que se amotinaran o directamente desertaran, resulta poco sorprendente que el <i>Fraxinus</i> no detalle casi ninguna interacción a nivel personal entre Ash y cualquier otro miembro de la compañía hasta la interrupción inmediatamente posterior a su llegada a las afueras de Dijon.</p> <p>Ahora sabemos, gracias a la primera parte del manuscrito <i>Fraxinus</i>, que la compañía alcanzó un lugar muy próximo a la propia Dijon sin ser descubierta por los exploradores visigodos. La compañía avanzó a lo largo de las lindes cultivadas de los verdaderos bosques vírgenes, las áreas de floresta salvaje que en aquella época todavía cubrían gran parte de Europa. El avance tuvo que ser lento, en especial si habían de transportar armas y equipaje, pero al menos fue seguro. Prácticamente suponía el único camino fiable para alcanzar Dijon sin que los aniquilara un destacamento de alguno de los ejércitos visigodos.</p> <p><i>Fraxinus</i> afirma que el viaje duró casi siete semanas (el periodo que va del cuatro de octubre al catorce de noviembre). Según esto, el 14 de noviembre de 1476, Ash y una cantidad que oscila entre los doscientos y los trescientos hombres armados, con mulas y bultos, pero sin caballos ni armas de fuego, se encuentran unos ocho kilómetros al oeste de Dijon, justo al sudoeste de la carretera principal que lleva a Auxonne.</p> <p>Anna, yo creía que el manuscrito <i>Fraxinus</i> estaba escrito (o al menos dictado) por la propia Ash. Estaba seguro de que era una fuente fiable de primera mano. ¡Ahora, con Cartago a mil metros por debajo de mí, estoy aún MÁS seguro!</p> <p>PERO..., siempre ha de haber algún problema. Verás, desde el principio he tenido la esperanza de que el descubrimiento del documento <i>Fraxinus</i> me permitiera ocupar un lugar en la historia académica como la persona que resolvió el problema del «verano ausente». Aunque, en realidad, dada la confusión en las fechas (algunas de las aventuras de Ash encajan mejor en lo que sabemos de los hechos ocurridos en 1475, otras solo pueden haber tenido lugar en 1476, y los textos consideran todas ellas como una serie continua de sucesos), ¡podría ser el problema del «año y medio ausente»!</p> <p>Los registros históricos parecen documentar la lucha de Ash contra las fuerzas de Carlos el Temerario en junio de 1475/6. No aparece mención sobre ella en lo que podría ser el verano de 1476; aparece otra vez en invierno y muere batallando en Nancy (5 de enero de 1476/7). Faltan algunas semanas entre el final del <i>Fraxinus</i> (mediados de noviembre de 1476) y el momento en que la historia convencional retoma de nuevo a Ash. ¡Al fin y al cabo, he de dejar algunos misterios para los demás expertos! El <i>Fraxinus</i> acaba de manera abrupta y resulta obvio que está incompleto.</p> <p>Aunque el <i>Fraxinus</i> no encaje pulcramente con la historia registrada, no supone un gran problema.</p> <p>El problema es que, durante el otoño de 1476, Carlos el Temerario se implicó en su campaña contra Lorena y puso sitio a Nancy el 22 de octubre. Permanece en ese asedio durante noviembre y diciembre y muere allí mismo en enero, luchando contra los refuerzos del duque Rene (un ejército de loreneses y voluntarios suizos).</p> <p>Al principio había esperado que esta última parte del <i>Fraxinus</i> indicara que Ash regresa a Europa para comprobar que el asalto visigodo ha fracasado y se bate en retirada.</p> <p>Pero no es así. <i>Fraxinus</i> muestra a los visigodos aún presentes en Europa con grandes fuerzas al menos hasta noviembre de 1476. Afirma que Francia y el ducado de Saboya están en paz, por medio de un tratado, con el Imperio Cartaginés. Que el ex-emperador Federico III del Sacro Imperio Romano (ahora controlado desde Cartago) hace intentos por gobernar los cantones suizos como sátrapa visigodo, mano a mano con Daniel de Quesada. De hecho, presenta todo lo que uno esperaría ver si la invasión visigoda hubiera tenido éxito.</p> <p>Si esto sucede en 1476, ¿dónde está la guerra de Carlos contra Lorena? Y a la inversa, si esto es 1475, entonces mi teoría de que la incursión de los visigodos quedó olvidada en el colapso de Borgoña se cae en pedazos, ¡ya que eso no sucederá hasta doce meses después!</p> <p>Solo se me ocurre que hay algo en las fechas de este texto que provoca una seria divergencia, y que aún no acabo de entender por completo.</p> <p>Pero pese a lo que falte por comprender, sí tengo claro esto: <i>Fraxinus</i> nos ha proporcionado Cartago. ¡Isobel afirma que ser capaces de identificar tan pronto un yacimiento resulta asombroso!</p> <p>Te enviaré la versión final de la última sección en cuanto pueda. ¡¡¿Pero cómo voy a apartarme de las cámaras del VCR?!!</p> <p>Estoy contemplando Cartago.</p> <p>No dejo de pensar en las «máquinas salvajes» del FRAXINUS.</p> <p style="font-weight: bold; margin-top: 1.5em; text-align: right; font-size: 95%">Pierce.</p> </i> <p style="page-break-before: always; line-height: 0%"> </p> <title style="margin-bottom: 2em; page-break-before: avoid; margin-top: 15%"> <p>PRIMERA PARTE:</p></h3> <p style="text-align: center; text-indent: 0em; font-size: 125%; font-weight: bold; hyphenate: none">«CABALLERO DE LAS TIERRAS BALDÍAS»</p> <p style="text-align: center; text-indent: 0em; font-size: 98%; font-weight: bold; hyphenate: none">14 de noviembre de 1476 ~ 15 de noviembre de 1476</p> <p style="page-break-before: always; line-height: 0%"> </p> <p style="page-break-before: always; line-height: 0%"> </p> <title style="margin-bottom: 2em; page-break-before: avoid; margin-top: 15%"> <p>Capítulo 1</p></h3> <p>La lluvia resbalaba por la visera alzada de su casco, caía por la semitúnica y la brigantina empapadas que llevaba puestas, y le calaba las calzas por dentro de las botas altas. Ash podía notarlo, pero no verlo. Allí estaba el sonido del agua al caer y el viento crudo, frío y sin trabas que indicaba que debía de estar cerca del límite de los árboles, pero no lograba ver nada en la impenetrable oscuridad del bosque.</p> <p>Alguien (¿Rickard?) tropezó contra su hombro, empujándola contra la dura y resbaladiza corteza de un tronco de árbol. Se raspó la mano a pesar del guante. Un chorro invisible de hojas otoñales golpeó su rostro y le roció los ojos y la boca con agua helada.</p> <p>—¡Mierda!</p> <p>—Lo siento, jefa.</p> <p>Ash indicó al joven Rickard que guardara silencio, pero se dio cuenta de que él tampoco podía verla y buscó a tientas hasta que agarró la lana húmeda de su hombrera e hizo que bajara la cabeza hasta tener la oreja junto a sus labios.</p> <p>—Hay tropecientos mil visigodos ahí fuera. ¿Te importaría estarte callado?</p> <p>La gélida lluvia empapaba la semitúnica con la que se cubría y las placas de terciopelo y acero de la brigantina, haciendo que el <i>gambaj</i> se le pegara, húmedo e incómodo, a la cálida piel. El constante repiqueteo de la lluvia en la oscuridad y los susurrantes crujidos de los árboles que se balanceaban bajo el viento nocturno impedían que pudiera escuchar a más de unos pocos pasos de distancia. Dio otro cauteloso pasito con los brazos extendidos, y enganchó su vaina en una rama baja al tiempo que metía el talón en un hondo charco de barro.</p> <p>—¡Me cago en el maldito madero! ¿Dónde está John Price? ¿Dónde están sus putos exploradores?</p> <p>Escuchó algo sospechosamente parecido a una risita por debajo del ruido de la lluvia. El hombro de Rickard, pegado al suyo, se agitó.</p> <p>—<i>Madonna</i> —dijo una voz suave, situada a su izquierda y más abajo—, encended la lámpara. Hay muchísimo bosque desde aquí a Dijon; ¿cuánto queréis que atravesemos?</p> <p>—Oh, mierda..., de acuerdo. Rickard...</p> <p>Pasaron varios minutos. De vez en cuando el brazo o el codo del chico la empujaba ligeramente, mientras él luchaba contra un farol de hierro perforado, una vela y tal vez la mecha lenta que había traído consigo. Ash olió la pólvora humeante. Aquella negrura de terciopelo se apretaba contra su rostro. Gotas frías de lluvia rociaron su cabeza cuando alzó el rostro y permitió que su visión nocturna tratara de distinguir entre las copas de los árboles y el invisible cielo.</p> <p>Nada.</p> <p>Se estremeció varias veces mientras la lluvia golpeaba contra sus mejillas, sus ojos y sus labios. Se cubrió el rostro con uno de los empapados guantes de piel de oveja y creyó distinguir una tenue variación de oscuridad y negrura.</p> <p>—Angelotti, ¿crees que amaina la lluvia?</p> <p>—¡No!</p> <p>Al fin la linterna oscura de Rickard empezó a brillar, una débil luz amarilla en medio de aquella negrura como la pez. Ash llegó a vislumbrar otra silueta embozada en una capa y una capucha de pesada lana, aparentemente arrodillada a su lado. Un ruido como de succión la sobresaltó. La figura arrodillada se incorporó.</p> <p>—Maldito barro —dijo el maestro artillero, Angelotti.</p> <p>La luz del farol se extinguió y solo bastó para iluminar las líneas plateadas de las gotas de agua que caían por doquier. Antes de que desapareciera, Ash logró ver a Angelotti con la capa desgarrada y las botas llenas de barro hasta los muslos. Sonrió levemente para sí.</p> <p>—Míralo por el lado bueno —dijo—. Esto es mucho mejor que las condiciones que hemos tenido que superar para llegar aquí. ¡Hace más calor! Y cualquier patrulla de caratrapos se quedará muy cerca de su base con esta oscuridad.</p> <p>—¡Pero no podemos ver nada! —El rostro de Rickard, situado por encima de la linterna y rodeado por la capucha, era una máscara demoníaca dibujada en claroscuros—. Jefa, tal vez debiéramos regresar al campamento.</p> <p>—John Price dijo que vio nubes rotas. Apuesto a que la lluvia escampará antes de que pase mucho tiempo. ¡Por el Cristo Verde! ¿Sabe alguien dónde demonios estamos?</p> <p>—En un bosque oscuro —respondió su maestro artillero italiano, con irónica satisfacción—. <i>Madonna</i>, me da la impresión de que el guía de la lanza de Price se ha perdido.</p> <p>—No gritéis para buscarlo...</p> <p>Ash apartó la mirada del débil resplandor del farol. Permitió que la oscuridad volviera a sus ojos y miró fijamente, sin ver nada, hacia la negrura y la lluvia. Las gotas de cellisca descubrieron el hueco entre manga y mitón, a la altura de su muñeca, y riachuelos de agua no demasiado fría se deslizaban entre el cubrenucas del casco y el cuello de la túnica. El frío del líquido hacía que su cuerpo temblara y comenzara a sufrir escalofríos.</p> <p>—Por aquí —decidió.</p> <p>Alargó una mano y agarró el brazo de Rickard y la mano enguantada de Angelotti. Tropezando y tambaleándose a través del barro y de la densa capa de hojas mohosas del suelo, golpeó contra las ramas y sacudió el agua de los árboles, sin permitir que sus ojos se apartaran de las debilísimas siluetas que tenía delante: las oscilantes ramitas de carpe recortadas contra el cielo abierto nocturno que se extendía por detrás de los árboles.</p> <p>—Tal vez si rodeamos... ¡oufff! —La mano fría y entumecida se le resbaló del brazo de Rickard, pero los fuertes dedos de Angelotti la apretaron con firmeza. Ash cayó sobre una rodilla y quedó colgando de su mano, incapaz durante un instante de apoyar los pies. Las suelas de las botas se deslizaban sobre el barro; la pierna le falló y acabó sentada de golpe, desprevenida, en una masa de hojas húmedas, ramitas afiladas y barro helado.</p> <p>—¡Hijo de puta! —Tiró del cinto retorcido de la espada hasta darle de nuevo la vuelta, notando sin verlas la empuñadura y la vaina, atrapadas bajo sus piernas, gracias a los crujidos de la frágil madera—. ¡Mierda!</p> <p>—¡Guardaos esos malditos gritos! —susurró una voz—. ¡Y apaga esa puta linterna! ¿Es que quieres que se presente aquí toda una puta legión visigoda? ¡La vieja hacha de batalla te va a dar para el pelo!</p> <p>—Y tanto que lo hará, maese Price —dijo Ash en inglés.</p> <p>—¿Jefa?</p> <p>—Sí. —Ella sonrió, aunque resultaba invisible en aquella negra noche. Agarrándose de manos y brazos sin identificar, acabó por incorporarse de nuevo sobre sus pies. El frío tenía el mordiente necesario para hacer que su cuerpo se estremeciera, y se golpeó las manos contra los brazos, sin lograr ver nada. Una ráfaga de lluvia hizo que sacudiera la cabeza, tras lo cual giró el rostro húmedo en dirección al viento libre.</p> <p>»¿Estamos en las lindes del bosque? —preguntó—. Es una suerte que nos hayas encontrado, sargento.</p> <p>Price murmuró algo en un dialecto norteño, de lo que Ash solo pudo entender con claridad: «hacer más ruido que seis pares de bueyes uncidos».</p> <p>—Estamos casi ahí, en la cima del risco —añadió el hombre—. Durante esta última hora la lluvia ha estado amainando. Calculo que desde aquí podrá divisar la ciudad pronto, jefa.</p> <p>—¿Dónde están ahora los caratrapos?</p> <p>Un movimiento en medio de la negra noche, que podría corresponder a un brazo haciendo un amplio gesto.</p> <p>—Ahí abajo, en algún lugar.</p> <p><i>¡Cristo Verde! Si pudiera preguntarle a la machina rei militaris: Dijon, en la frontera sur del ducado de Borgoña: fuerza y disposición del campamento de los asediadores. Preguntar al gólem de piedra: nombre del comandante de batalla, planes tácticos para la siguiente semana</i>...</p> <p>Un escalofrío recorrió su piel, y no tenía nada que ver con aquella heladora lluvia. Durante un momento, la oscuridad no fue la negrura gélida y con olor a mantillo de un bosque franco, sino las tinieblas empapadas de un vomitivo olor a estiércol de debajo de la Ciudadela de Cartago, cuando estaba arrodillada en las cloacas junto al cuerpo de un hombre muerto, oyendo en su cabeza voces más potentes que la ira de Dios, en esa soledad en la que estaba acostumbrada a oír solo a la <i>machina rei militaris</i>.</p> <p>Y durante un inacabable instante sacudió su cabeza de un lado a otro, con miedo a ver la misma luz celestial que asolaba el desierto a las afueras de Cartago, siete semanas atrás. La aurora que brillaba sobre las pirámides de rojizo ladrillo sedimentario...</p> <p>Nada salvo la húmeda noche.</p> <p><i>No seas estúpida, muchacha. Las Máquinas Salvajes desearían verte muerta..., pero no pueden saber dónde te encuentras</i>.</p> <p><i>No, a no ser que yo se lo revele al gólem de piedra</i>.</p> <p><i>Si puedo sobrevivir nueve semanas sin solicitar consejo táctico</i>, pensó Ash con amargura, <i>si he logrado cubrir la distancia de Marsella a Lyon, ¡Christus Viridianus!, sin consejo alguno, no necesito preguntar nada ahora. No necesito hacerlo</i>.</p> <p>Unos suaves crujidos en la maleza la impulsaron a suponer que los hombres de Price y su extraviado guía habían conseguido reunirse con ellos. Aparte de las tinieblas algo más claras que tenía delante y la sólida oscuridad de detrás, no había modo de distinguir nada en la negrura que los rodeaba. Aquel infinito e invisible goteo aleatorio de agua sobre su cuerpo suponía una continua presencia húmeda.</p> <p>—La luna ya debe de haber salido, <i>madonna</i> —dijo tras ella la suave voz de Angelotti—. En cuarto creciente, según mis cálculos. Eso si es que la vemos.</p> <p>—Confío en tu mecánica celeste —murmuró Ash, tanteando a ciegas con su mano entumecida por el frío para recuperar la empuñadura de su espada y la vaina—. ¿Tienes alguna predicción sobre esta puta lluvia?</p> <p>—Si lleva dieciocho días seguidos lloviendo sin parar, <i>madonna</i>, ¿por qué iba a detenerse ahora?</p> <p>—Ah, muy bien, Angeli. Ya sabes que sólo te mantengo a sueldo de la compañía por la moral que nos proporcionas.</p> <p>Uno de los hombres de Price rumió una risita. Regresaron a la maleza de común acuerdo, abrigándose bajo cualquier vestigio de cobertura. Oyó sus movimientos sin poder verlos. Ash, alzando la mano para apartar de sus ojos unas zarzas invisibles, apoyó una rodilla sobre la empapada y encharcada hierba. Tras un rato, notó que el calor de su cuerpo la caldeaba, y después que el frío del exterior comenzaba a succionar la tibieza de su piel. El golpeteo de la lluvia sobre los árboles deshojados se perdía en la distancia.</p> <p><i>Un tiempo de perros, pelotones enemigos: podría tratarse de cualquiera de las campañas en las que he participado en estos últimos diez años. Considéralo así. Olvida todo lo demás</i>.</p> <p>—Allí. —Tanteó a ciegas, al fin, con los ojos en el cielo, y tocó un hombro—. Una estrella.</p> <p>—Las nubes se están abriendo —dijo la voz de Price.</p> <p>Ash bajó la mirada y reparó en que el hombro del soldado resultaba visible, una silueta más negra que el cielo. Miró rápidamente adelante y atrás, y descubrió las oscuras ramas agitadas de los árboles y otras dos o tres siluetas que sin duda eran humanas. Nada más en la naturaleza tenía esa forma de cabeza y hombros.</p> <p>—¿Estamos a salvo aquí?</p> <p>—Nos encontramos en el risco por encima del río Suzon, al oeste de la carretera de Auxonne —gruñó Price—. No apareceremos en el horizonte: tenemos el bosque detrás y nadie podría vernos aquí arriba a no ser que estuviera encima de nosotros.</p> <p>—De acuerdo. Aseguraos de que todos los yelmos están cubiertos por las capuchas. Si recibimos algo de luz de luna, no quiero que empecemos a lanzar destellos.</p> <p>John Price se alejó para dar las órdenes. Ash se dio cuenta de que podía ver su propio aliento, blanco en el gélido ambiente. Se liberó con dedos entumecidos de los húmedos mitones de piel de oveja y se desabrochó el bacinete. Rickard lo recogió y lo ocultó bajo un pliegue de su empapada capa. El aire puro y glacial le golpeó en las orejas, mejillas y barbilla.</p> <p>La lluvia cesó de repente, pasado menos de un minuto. Un goteo constante seguía cayendo de los árboles que la rodeaban, pero el viento amainó, seguido de inmediato por un nuevo frío aún más intenso. Ash alzó la mirada y descubrió el extremo desgajado de una nube negra silueteada contra un cielo gris. El banco de nubes corría alto y rápido hacia el este.</p> <p><i>¿Cómo estarán en esta zona?</i></p> <p>El frío se colaba hasta la médula, y Ash se sorprendió recordando el Dijon de los dorados campos de cultivo y los densos viñedos. Dijon con un cielo azul y el sol resplandeciente por encima de sus murallas blancas y sus techos de tejas azules. El campamento de la compañía en los prados de Dijon, que olían a sudor y a excrementos de caballo y la intensa dulzura del perifollo silvestre. La Dijon de sólidas murallas, la ciudad más opulenta del sur de Borgoña, repleta de mercaderes lo bastante ricos como para hacer ostentación y contratar arquitectos, albañiles, pintores y tejedores; Dijon atestada con el séquito, el ejército y los pertrechos de Carlos, Gran Duque de Occidente... Una joya blanca en un país rico.</p> <p><i>Antes de que cabalgáramos hasta Auxonne y nos dieran de patadas en el culo</i>.</p> <p>Su propio aliento formaba un humillo blanco por delante de su rostro. La noche se llenó del ruido del agua al gotear, de la corteza demacrada por la que resbalaba la omnipresente lluvia. Ash se dio cuenta de que las formas de los árboles resultaban más fáciles de distinguir. La hierba y los helechos secos formaban un borde claramente visible a dos metros de distancia.</p> <p>Más allá había un desnivel.</p> <p>Muy lejos, en el cielo abierto por delante de ella, una pequeña nube gris se deshizo mientras viajaba al este y se convirtió en un brillante semicírculo de color plateado que se desvanecía por momentos.</p> <p>—Ese río viene crecido —murmuró, deslumbrada por la luna, mientras se asomaba a gatas. El agua fría de los charcos se le colaba por la manga.</p> <p>Tras adaptar sus ojos a la luz de la media luna, pudo ver delante de sí la ladera de un acantilado que caía a plomo, demasiado escarpado como para poder escalarlo con facilidad. Cien pasos más abajo, la maleza y los arbustos creaban una oscuridad impenetrable. Miró más allá. No habría sabido dónde buscar la carretera hacia Auxonne pero la vio brillar, una larga línea de charcos y rodadas llenas de agua que reflejaban la luz de la luna. Al sur, la silueta negra de las boscosas colinas calizas.</p> <p><i>Y pensar que recorrimos esa carretera con el ejército borgoñón hace... ¿cuánto? ¿Tres meses? de Vere dijo que estaban resistiendo, pero eso fue hace nueve o diez semanas... Roberto, ¿estás ahí abajo?</i></p> <p>Más al este, a un kilómetro o más, la luz plateada rielaba en las aguas agitadas que lamían la orilla cerca del camino: el río Suzon, desbordado. Forzando la vista tanto como pudo bajo la luz de la luna, Ash no logró reconocer nada situado a mayor distancia, ninguna mole negra que pudiera corresponder a los muros de la ciudad de Dijon. Ciertos destellos luminosos podrían provenir del otro río, el Ouche, o de las tejas de los edificios. Echó una mirada a las estrellas y calculó que no era mucho más tarde de <i>laudes</i><a data-bs-toggle="modal" data-bs-target="#notesModal" type="note" href="#nota1">[1]</a>.</p> <p>—Sargento Price, ¿cuáles son los informes de los exploradores? —dijo Ash, pasando sin esfuerzo consciente al inglés de campamento militar que dominaba.</p> <p>La luna, en su primer cuarto, convertía en tiza blanca el rostro del hombre que tenía delante. John Price, nombrado sargento de alabarderos en lugar de Carracci después de lo de Cartago. Durante un instante no vio los rasgos de Price clareados por la luna, sino el rostro de Carracci, la piel ennegrecida por el fuego, los párpados consumidos... Desechó ese pensamiento.</p> <p>—Los cara trapos están ahí abajo como usted suponía, jefa<a data-bs-toggle="modal" data-bs-target="#notesModal" type="note" href="#nota2">[2]</a>. —Price se agachó para señalar, abultado con su camisote de mallas y su jaique. El gorro de guerra que llevaba ceñido en la cofia estaba demasiado oxidado como para reflejar la luz de la luna y traicionar así su posición. Sucios tirabuzones serpenteaban por debajo de la cofia.</p> <p>Ash siguió la dirección que él indicaba. En los dos kilómetros de tierra oscura que se extendían entre ellos y la ciudad comenzó a distinguir puntos de fuego intermitentes. Hogueras de campaña que los soldados volvían a encender tras la lluvia. Estaban repartidas a intervalos regulares, y podrían ser doscientas o trescientas a ojo de buen cubero. Tenía que haber más, que no resultaran visibles desde su posición.</p> <p>—Las patrullas salen cada hora —añadió Price con brevedad—. Los tengo vigilados, pero no deberíamos quedarnos demasiado tiempo por aquí.</p> <p>—De acuerdo. Así que tenemos campamentos enemigos en la tierra situada entre el camino y el río. ¿Cómo están las cosas allá abajo?</p> <p>Price se frotó las sucias narices con dedos llenos de polvo. Tenía las gruesas uñas rotas y mordidas. Después volvió a meter las manos en sus mitones de piel de oveja.</p> <p>—De acuerdo, jefa. Delante de nosotros tenemos la carretera principal que va de norte a sur. Respecto al punto en que nos encontramos, Dijon queda al otro lado de la carretera y del río. Estamos mirando hacia el muro occidental, pero no podrá verlo. Hay vegas a lo largo del río, al otro lado del camino; allí es donde han situado el grueso de su artillería. Tenemos informes de que hay algo de infantería arriba en la carretera, hacia el norte, justo en el cruce de caminos. —Price se encogió de hombros, un movimiento que resultó claramente visible bajo la luz blancuzca—. Podría ser cierto. Lo que sé con seguridad es que la infantería está bloqueando la carretera del sur hacia Auxonne; yo mismo he pasado por allí. Hay barcazas de los caratrapos encadenadas entre sí de lado a lado del río, para que nadie pueda seguir la ruta fluvial desde Dijon.</p> <p>—¿Tienen abajo algo de maquinaria de asedio? —Por más que forzaba la vista, Ash no distinguía otra cosa que hogueras visigodas entre el lugar donde estaba ella y los invisibles muros de la ciudad—. ¿Gólems, por ejemplo?</p> <p>John Price gruñó.</p> <p>—Mis muchachos ya han hecho bastante con acercarse tanto y deducir que había un campamento de ingenieros. ¿También queréis saber qué tenían los caratrapos para cenar?</p> <p>Ash le dirigió una mirada que la brillante luna no trató de ocultar.</p> <p>—¡Me sorprendería que tus hombres no pudieran decírmelo!</p> <p>Price sonrió de modo inesperado.</p> <p>—No obtendréis ninguna tonta galantería de los alabarderos. Somos mejores husmeando por todas partes que esos malditos caballeros en sus cajas de hojalata. Ya conocéis a los caballeros, jefa: «muerto antes que desmontado».</p> <p>—Oh, y tanto —dijo Ash con sequedad—. Debe de ser por eso por lo que de Vere os llevó a todos a Cartago y dejó a los chicos con armadura pesada aquí atrás...</p> <p>—Pues claro, jefa. La mitad de mis chicos son cazadores furtivos.</p> <p>—Y la otra mitad ladrones —observó ella con más precisión que tacto—. Muy bien, ¿y qué tenemos al norte de Dijon? ¿Y qué hay en el lado oriental, más allá del Ouche?</p> <p>—Hemos inspeccionado toda la zona. Dijon está situada justo al norte de donde se unen los dos ríos. —Los dedos de Price esbozaron una forma de escudo en el aire nocturno—. La ciudad ocupa todo el terreno entre ambos, justo hasta la bifurcación. A este lado, el Suzon llega hasta las mismas puertas y sirve de foso. Por la parte oriental hay terreno desigual entre los muros de la ciudad y el río Ouche, y también en la orilla del otro lado. Es terreno pantanoso, con maleza y riscos, un terreno muy malo. Algunos de mis chicos se toparon allí con patrullas de los caratrapos, al caer la noche.</p> <p>—¿Y?</p> <p>—Los echaremos de menos. —Los dientes de Price relucieron brillantes—. Dios nos extravíe, jefa. No tenemos mucha elección en ese tema.</p> <p>—Por lo tanto supongamos que, a estas horas, los visigodos ya saben que hay fuerzas enemigas en los alrededores. Con un poco de suerte creerán que somos alguna banda de campesinos o vecinos de alguna aldea incendiada; deben de estar encontrándose con un montón de gente en esa situación. —Ash volvió a aguzar la vista—. De acuerdo, hay una carretera que viene del este y acaba en la puerta nororiental de Dijon, de eso sí me acuerdo...</p> <p>—Han puesto hombres y cañones sobre las colinas, por encima del puente oriental. Parece que desde el interior de la ciudad también se ha usado artillería. Toda esa zona está bastante machacada y requemada. —John Price se secó la nariz y se sopló en los mitones de oveja para entrar en calor—. Veinte culebrinas y serpentines y una bombarda<a data-bs-toggle="modal" data-bs-target="#notesModal" type="note" href="#nota3">[3]</a>en la colina, por lo que creemos. No podréis entrar desde el este.</p> <p>La voz de Antonio Angelotti sorprendió a Ash al surgir desde su hombro, hasta donde se había arrastrado para mirar por encima del borde del risco:</p> <p>—Dadme veinte cañones —dijo— y conseguiré que esa puerta oriental de Dijon sea inexpugnable. Estuve estudiando la zona la última vez que pasamos por aquí.</p> <p>—¿Así que han puesto artillería allí y aquí?</p> <p>—Los fosos funcionan de dos maneras, <i>madonna</i>. Así como los <i>amires</i> visigodos no pueden ordenar un ataque de infantería a través del Suzon contra la muralla occidental de Dijon, tampoco pueden los defensores hacer una salida y atacar las máquinas de asedio. Desde aquí los <i>amires</i> pueden bombardear Dijon impunemente.</p> <p>Y lo habrán hecho. ¿Cuánto puede faltar para que caiga esta ciudad? <i>¡Mierda, hemos tardado demasiado en llegar hasta aquí!</i> Ash gruñó.</p> <p>—¿Qué pasa con los campos del norte? ¿Qué tienen allí arriba?</p> <p>—Casi toda una legión y otra media —respondió John Price—. Como lo oís, jefa, vi a la XIV Utica y la VI Leptis Parva<a data-bs-toggle="modal" data-bs-target="#notesModal" type="note" href="#nota4">[4]</a>.</p> <p>Hubo un instante de silencio. Ausente, Ash murmuró de manera enigmática:</p> <p>—Demasiado para el plan B...</p> <p><i>Ya ha sido bastante malo el camino hasta este lugar, teniendo que evitar sus fuerzas y entablando escaramuzas cuando era necesario. ¡Mierda, confiaba en que aquí no nos encontrásemos nada parecido a esta concentración de fuerzas! Pero era un cara o cruz que teníamos que</i>...</p> <p>—¿Dónde están exactamente? —preguntó Ash.</p> <p>—¿Veis el cruce de caminos, donde la carretera llega desde el oeste?</p> <p>Tratando de avistar a más de kilómetro y medio bajo la luz de la luna, Ash no logró divisar más que una obstrucción en el centelleo del río, que podía corresponder a un puente que lo atravesaba y que por lo tanto tal vez implicase una carretera que discurría hacia la ciudad.</p> <p>—No consigo verlo, pero lo recuerdo: va hacia la frontera francesa. ¿Y?</p> <p>—Tienen cañones cubriendo la puerta noroeste de la ciudad, igual que tienen otros en la noreste. —Price se encogió de hombros. El movimiento hizo que un olor húmedo y mustio emanara de sus ropas—. Han reunido un buen montón de gente más allá, jefa. Todos sus batallones principales están acampados junto a las vegas, donde estuvimos nosotros en verano. Tienen tropas atrincheradas a lo largo de todo el campo abierto delante del bosque y llegan hasta el río oriental.</p> <p>Ash, tratando de atisbar en la plateada oscuridad, recuperó un breve recuerdo del estandarte del león colgando lánguido en el aire cálido, junto al río Suzon, y la capilla y el convento arrimados al pie del bosque virgen, un poco al norte.</p> <p>—¿Cuáles son las defensas septentrionales de Dijon?</p> <p>—Hablando de memoria, <i>madonna</i>, un foso excavado entre el Suzon y el Ouche, y las firmes murallas de la ciudad. Por lo demás, las tierras al norte de Dijon son vegas llanas hasta llegar al bosque. ¿Recuerdo bien, sargento?</p> <p>Price asintió.</p> <p>—Entonces ese es el punto más débil. Por eso los caratrapos han reunido allí el grueso de sus fuerzas. —Más <i>de seis mil hombres, tal vez siete mil. ¡Christus Viridianus!</i>—. Esperad, ¿qué hay de la puerta del sur?</p> <p>—Alguien ha derrumbado ese puente. Nadie va a entrar o salir de Dijon por la puerta sur.</p> <p>—Probablemente fuese ese el objetivo... —Ash tamborileó con los dedos y luego se los llevó a los labios para calentarlos—. De acuerdo, eso son muchísimas tropas, no se trata de un asedio corriente. Aquí está pasando algo...</p> <p>Antonio Angelotti la tocó en el hombro.</p> <p>—Podríais preguntarle a vuestra voz, <i>madonna</i>.</p> <p>—¿Y oír qué?</p> <p>Habían pasado semanas, pero el insuperable miedo a las <i>Ferae Natura Machinae</i>, las Máquinas Salvajes, no la abandonaba. Aquellas achaparradas pirámides de piedra en el desierto, al sur de Cartago, brillando de repente bajo el Crepúsculo Eterno. Su verdadera naturaleza había permanecido oculta durante tantos evos...</p> <p>Hizo un esfuerzo por no alzar la voz.</p> <p>—Si de verdad hiciera alguna pregunta a la <i>machina rei militaris</i>, a los caratrapos les bastaría con preguntarle qué quería saber yo. Y entonces deducirían dónde está la compañía: ¡justo a sus puertas, al alcance de la mano de sus seis mil soldados! —Respiró hondo—. Apostaría a que el lord-<i>amir</i> Leofrico le pregunta diariamente: «¿Está viva esa bastarda de Ash, habla contigo? Si te ha hecho preguntas, ¿qué nos indican acerca de su posición, del montante de sus fuerzas y de sus intenciones...?». Eso suponiendo que Leofrico todavía siga vivo. Podría estar muerto. ¡Pero no puedo preguntarlo!</p> <p>—Salvo que hayan descubierto a las Máquinas Salvajes, <i>madonna</i>, algún <i>amir</i> estará usando la <i>machina</i> aunque el lord-<i>amir</i> Leofrico esté muerto. Sabemos que no fue destruida. —Durante un momento asomó una nota de amargura al susurro de Angelotti—. Si le preguntarais a la <i>machina rei militaris</i> qué órdenes se están transmitiendo entre Cartago y la general Faris, podríais decirnos cómo va esta guerra. Ya veo que no podéis preguntar, pero ¿podríais... escuchar?</p> <p>Recorrió su cuerpo un estremecimiento que no obedecía al frío abrazo de la noche ni a la crudeza de la maleza empapada de lluvia.</p> <p>—Ya escuché, en Cartago. Un terremoto arrasó la ciudad. No puedo escuchar al gólem de piedra sin que las Máquinas Salvajes lo sepan, Angeli. Y las dejamos atrás en África del Norte, no saben dónde nos encontramos, ¡y que me parta un rayo si vuelvo a tener algo que ver con eso! ¿Que las Máquinas Salvajes quieren Borgoña? ¡Ese no es mi problema!</p> <p><i>Excepto que lo he convertido en mi problema al regresar aquí</i>.</p> <p>—No me gustó el aspecto de sus pirámides, allí en Cartago —dijo John Price, con su profunda voz retumbando al otro lado del grupo—. Tampoco me gusta el aspecto de los caratrapos. Son un puñado de putos zumbados. Mejor que no se enteren de dónde estamos. No vayáis contándoselo, jefa.</p> <p>Si algo podía animar la petrificada frialdad de su interior era el estólido sentido del humor del inglés. Pero siguió entumecida a un nivel más profundo del que podía alcanzar la camaradería. Aun así se obligó a sonreír ante el archero de pelo lacio, sabiendo que su expresión resultaba visible bajo la luz de la luna.</p> <p>—¿Es que piensas que no se alegrarán de vernos? No, no lo creo. Después del estado en que dejamos Cartago, no me da la impresión de que podamos ganar ningún concurso de popularidad con el Rey-Califa... Eso si su poderosa alteza el Rey-Califa Gelimer sigue entre nosotros, por supuesto.</p> <p>—¿Es que los <i>amires</i> todavía mantendrían una cruzada contra la Cristiandad si Gelimer hubiera muerto? —dijo Rickard de manera inesperada.</p> <p>—Desde luego que sí. La <i>machina rei militaris</i> estará aconsejando a quien sea Rey-Califa que prosiga la campaña a toda costa. Porque eso es lo que las Máquinas Salvajes están diciendo a través de ella. Rickard, esto no tiene nada que ver con la compañía del León.</p> <p>Ash vio bajo la luz de la luna la incredulidad reflejada en su rostro. Se encogió de hombros y se volvió hacia el sargento de alabarderos. John Price la miró como si esperara órdenes. Ella vio temor y desconfianza en su expresión.</p> <p>—Esto nos da una respuesta, ya lo creo. —Ash se agachó y se frotó los muslos por debajo de las botas para quitarse el frío y devolver la vida a sus empapadas piernas—. Tantas tropas... Primero, incluso si el duque Carlos realmente fue herido en Auxonne, está claro que sigue vivo. Segundo, no ha huido al norte de Borgoña. Los visigodos no tendrían tantas fuerzas acampadas junto a una ciudad del sur si Carlos <i>Teméraire</i><a data-bs-toggle="modal" data-bs-target="#notesModal" type="note" href="#nota5">[5]</a>estuviera muerto o en Flandes. Estarían allí arriba tratando de poner fin a esto.</p> <p>—¿Creéis que está en Dijon, jefa?</p> <p>—Eso pienso. No logro encontrar ningún otro motivo para todo esto. —Ash apoyó su mano sobre el hombro acorazado de Price—. Pero vayamos a lo importante. ¿Han visto los exploradores libreas del León sobre los muros de la ciudad?</p> <p>—¡Sí!</p> <p>Era evidente, por su expresión, la esperanza crucial que descansaba sobre ese tema.</p> <p>—¡Son los nuestros, que están dentro! Vimos que el León Pasante Guardante estaba bien, jefa. Los chicos de Burren vieron un estandarte antes de que oscureciera, y apostaría que sus muchachos saben distinguir el León Azur, jefa.</p> <p>Rickard, tan vehemente como son los hombres jóvenes, inquirió:</p> <p>—¿Podemos atacar a los visigodos? ¿Levantar el cerco y sacar a maese Anselm?</p> <p><i>Si Robert está ahí dentro, y vivo</i>... Ash resopló con su aliento.</p> <p>—¡Optimista! ¿Te importaría hacerlo tú solo, Rickard?</p> <p>—Somos una legión. Somos soldados. Podemos hacerlo.</p> <p>—Debo dejar de pedirte que me leas a Vegetius...</p> <p>Los hombres que los rodeaban prorrumpieron en risas al oír aquello.</p> <p>Ash se detuvo durante un instante. Un nuevo terror frío se posó sobre su estómago y la corroyó: <i>tendré que tomar una decisión basada en esta información, y no habrá un cien por cien de posibilidades de que sea la correcta; nunca lo hay</i>. Habló:</p> <p>—De acuerdo, chicos, estamos metidos en esto. Apuesto a que el resto de la compañía no escapó, no fueron a Francia ni a Flandes sino que siguen ahí abajo, con el duque Carlos como su patrono. Así que, si la otra mitad del León Azur está esperando dentro de ese cerco, no vamos a dar la menor importancia a las cosas raras de Cartago, o a cualquier otro asunto. Lo primero que haremos será sacar a nuestros chicos.</p> <p>—Sí —asintió Angelotti.</p> <p>—Será por nuestra cuenta, jefa. Es decir, no vamos a tener ningún respaldo. Todo este país está en manos de bandidos y de los visigodos con los que nos hemos encontrado —dijo John Price con disgusto—. Borgoña es el único sitio que sigue luchando.</p> <p>—Deberían haber atacado al Turco —dijo Angelotti en voz baja—. Ahora sabemos, <i>madonna</i>, por qué los Lores-Amires decidieron atacar a la Cristiandad y dejar intacto el Imperio de Mehmet en su flanco.</p> <p>—El gólem de piedra les dio esa estrategia.</p> <p>De repente escuchó en su memoria las voces que hablaban a través de la <i>machina rei militaris</i> en Cartago: «Borgoña debe caer, debemos conseguir que sea como si Borgoña nunca hubiera existido».</p> <p>Y después oyó su propia voz, hablando a las Máquinas Salvajes: <i>¿Por qué importa tanto Borgoña?</i></p> <p>El barro helado se desprendió de sus tacones cuando se puso en pie. Sintió el frescor de la húmeda noche bajo la luz de la luna.</p> <p><i>Sigo sin saber por qué</i>.</p> <p><i>¡Y no quiero saberlo!</i></p> <p>La tensión entre lo que sentía y lo que podía decir delante de aquellos hombres la silenció durante unos instantes. La tranquilidad y el frío hicieron que se estremeciera. Los árboles goteantes la salpicaron con agua cuando el viento sopló brevemente antes de detenerse. Era el silencio previo al amanecer, para el que no podían quedar muchas horas.</p> <p>Miró a su alrededor, a los rostros pálidos bajo la luz de la luna.</p> <p>—Recordad quién está allá abajo. La parte mala de los cañones y las máquinas de asedio, y seis mil cartagineses. No lo olvidéis.</p> <p>Antonio Angelotti se puso en pie, empapado de barro.</p> <p>—La ciudad lleva casi tres meses resistiendo, <i>madonna</i> —dijo—. Las cosas no pueden ir bien ahí dentro.</p> <p>Les vino a la cabeza el mismo pensamiento, el recuerdo de las aldeas francesas desiertas, congeladas bajo el eterno cielo negro al que nunca se asomaba el día. Casas de entramado de madera quemadas y abandonadas, con las vigas chamuscadas y cubiertas de nieve, las pocilgas vacías, los corrales reducidos a piedra y arcilla. La deshilachada camisa de lino de un niño, abandonada y congelada en el hielo embarrado que preservaba las huellas de botas que aplastaban la prenda. Casas, granjas, todas vacías. Los merinos guiaban a la gente en la huida, pues los señores y sus alguaciles ya se habían marchado antes. Las ciudades con las calles vacías y devastadas: no quedaba ni el relincho de un caballo ni el hedor de un desagüe. Y los que no pudieron huir murieron de hambre y estaban amontonados como madera quebradiza por culpa del hielo; no todos los cuerpos estaban intactos.</p> <p>En un asedio no hay lugar adonde huir.</p> <p>—Deberíamos conseguir que Roberto y los hombres salgan —añadió Angelotti.</p> <p>Ash se giró de nuevo hacia Price:</p> <p>—Están las tres puertas principales que dan al interior de la ciudad... ¿Alguna surtida?</p> <p>Price asintió.</p> <p>—Sí, mis chicos estuvieron localizándolas cuando estuvimos aquí en verano. Hay una media docena de postigos, la mayoría en la parte oriental. Hay dos puertas para el agua por este lado, donde desviaron el río a través de la ciudad hasta llegar a los molinos. ¿Queréis que saquemos al Maestro Anselm y a la compañía por un caz, jefa?</p> <p>—Por supuesto, sargento. —Ash le miró sin expresión—. Uno a uno. Debería llevarnos... unos tres días, siempre que lo hagamos a oscuras y nadie se dé cuenta.</p> <p>John Price soltó una breve risa ahogada. Se limpió la nariz con el forro de sus mitones empapados.</p> <p>—Ya lo capto —dijo.</p> <p>Ella pensó: <i>me dan ganas de despreciarlo por reaccionar a una manipulación tan evidente</i>. Una sonrisa irónica atravesó sus labios. <i>Pero lo único que querría es que alguien hiciera lo mismo por mi moral. Estamos comprometidos hasta las cejas, eso está claro</i>.</p> <p>Ash se giró hasta poder contemplar a la vez los sucios rasgos angélicos de Angelotti y los de Price. Rickard rondaba por detrás de ella, junto a los hombres de Price.</p> <p>—Envía de nuevo a los exploradores. —Su voz cayó seca sobre el aire frío, y su cálido aliento se convertía en bruma blanca cada vez que abría la boca—. Necesito saber si el comandante supremo de las fuerzas visigodas también está aquí, necesito saber si la Faris está aquí en Dijon.</p> <p>—Estará —murmuró Angelotti—. Si el duque está.</p> <p>—¡Necesito estar segura!</p> <p>—Comprendido, jefa —dijo Price.</p> <p>Ash se esforzó por mirar a lo lejos bajo aquella luz blancuzca, una mirada inquisitiva dirigida a los fuegos distantes del campamento occidental visigodo.</p> <p>—Angeli, ¿puedes conseguir que uno de tus hombres atraviese el campamento de los ingenieros hasta llegar a los muros sin ser descubierto?</p> <p>—No será difícil, <i>madonna</i>. Sin librea, todos los artilleros se parecen mucho.</p> <p>—No, un artillero no. Consígueme un ballestero. Quiero enviar un mensaje por encima de los muros. Y atarlo a un virote de ballesta es un método tan bueno como el que más.</p> <p>—¿Y no se molestará Geraint, <i>madonna</i>? No le gustará que les diga a sus arqueros lo que deben hacer.</p> <p>—Encuéntrame un hombre o una mujer en quien confíes. —Ash se alejó del valle. El suelo chapoteaba bajo sus botas mientras la capitana se tambaleaba de vuelta hacia la cobertura de los húmedos árboles y de los helechos, igual de empapados, y que le llegaban hasta la cintura.</p> <p>En sus recuerdos (no en los silenciosos escondrijos de su alma, allí ya nunca), escuchó a las Máquinas Salvajes diciendo «¡Borgoña debe caer!» y una parte de sí misma llena de ironía, muy distinta, se preguntó: <i>¿Hasta cuándo planeas seguir ignorándolo?</i></p> <p>—Localízame a Geraint y al padre Faversham —ordenó a Rickard, esperando en la linde de las negras profundidades del bosque—. Euen Huw, Thomas Rochester, Ludmilla Rostovnaya, Pieter Tyrrell. Y Henri Brant, y Wat Rodway. Reunión de oficiales en cuanto estemos de regreso en el cuartel general. ¡De acuerdo, adelante!</p> <p>Evitar las ramas empapadas y apoyar los pies con seguridad en el suelo irregular y en la maleza requirió toda su atención, y se rindió contenta a esa necesidad. Unos diez hombres armados, más o menos, avanzaron pesadamente saliendo de la maleza y las zarzas, maldiciendo la húmeda oscuridad bajo los árboles y ocupando su lugar alrededor de Ash mientras ella marchaba. Los oyó murmurar por el jodido tamaño del jodido ejército caratrapo, <i>Dios nos asista</i>, y por la ausencia de caza en los bosques; ni siquiera una asquerosa ardilla.</p> <p>En un auténtico bosque virgen hubiese sido imposible avanzar incluso en invierno, y el avance se hubiera medido en metros y no en leguas. Allí, en los bordes cultivados donde vivían carboneros y porqueros, era posible moverse con bastante rapidez, o al menos lo sería con luz diurna.</p> <p><i>¡El sol!</i>, pensó Ash, con una mano en el hombro del soldado que la precedía y un brazo ladeado para protegerse el rostro, incapaz de ver nada más que negrura. <i>Dios mío, dos meses viajando en una oscuridad completa, veinticuatro horas al día. ¡Ya odio la noche!</i></p> <p>Aproximadamente una legua más adelante se detuvieron para encender los faroles, con los que pudieron avanzar con más facilidad. Ash se apartó de la cara la rama sin hojas de un carpe mientras seguía la espalda del hombre de delante, un sargento ballestero de la lanza de Mowlett. La capa que llevaba, incrustada de barro, le dificultaba la visión. La llevaba sostenida por las tiras de cuero del cinturón, la bolsa y la aljaba. Alrededor del gorro de guerra se había atado un jirón raído, por encima del ala. Tal vez antaño fue amarillo.</p> <p>—John Burren —rió, apartando las zarzas para abrirse camino y poder caminar a su lado—. Bueno, ¿cuáles son los cálculos de tus hombres? ¿Cuántos caratrapos hay ahí abajo?</p> <p>Él carraspeó.</p> <p>—Una legión más artillería. Y un diablo.</p> <p>Esto último hizo que ella arqueara las cejas.</p> <p>—¿«Diablo»?</p> <p>—Ella escucha a las máquinas diabólicas, ¿no es cierto? Esas malditas cosas del desierto, como nos enseñasteis. Eso la convierte en un diablo. Jodida puta —añadió, sin énfasis.</p> <p>Ash se inclinó a un lado justo a tiempo para evitar un árbol que se cernía negro bajo la tenue luz de la lámpara. Enfrentada a sus anchas espaldas, dijo con ironía, impulsivamente:</p> <p>—Yo también las oía, John Burren.</p> <p>Él miró por encima del hombro, con expresión incómoda bajo la oscuridad.</p> <p>—Sí, pero vos sois la jefa, jefa. En cuanto a ella... Todos tenemos ovejas negras en la familia. —Se resbaló mientras evitaba la maleza; recuperó el equilibrio y sofocó el ruido de una expectoración ahuecando la mano—. Y en cualquier caso, vos no necesitasteis en absoluto de ninguna voz para sacarnos de esa emboscada a las afueras de Genova. Así que no la necesitáis ya, sea León o Máquina Salvaje, ¿verdad, jefa?</p> <p>Ash le palmeó en la espalda y descubrió que una sonrisa se apoderaba de su rostro.</p> <p><i>Vaya, eh, ¿qué te parece eso? Dije que necesitaba que alguien mejorara mi moral</i>...</p> <p><i>Cristo Verde, ¡me gustaría creer que tiene razón! Sí que necesito preguntar a la machina rei militaris. Y no puedo. No debo</i>.</p> <p>Una hora viajando en la oscuridad con ayuda de las linternas los condujo al fin hasta las estacas y los perros mudos con sus bozales. Pasaron por encima de los muros de arbusto y trincheras hasta entrar en el campamento. Doscientos hombres y sus seguidores acampados bajo un bosque de altas hayas.</p> <p>Gran parte de las hayas habían sido descortezadas ya hasta más allá de la altura a la que puede llegar un hombre, para alimentar los escuálidos fuegos que proporcionaban en esos momentos su única iluminación. Las orillas de un riachuelo estaban pisoteadas hasta formar una húmeda pista negra. Al otro lado, los ayudantes del tren de equipaje de Wat Rodway se arremolinaban alrededor de potes de cocina de hierro dispuestos sobre trípodes. Ash, embarrada y mojada hasta los muslos, se dirigió primero a los bancos junto a las fogatas y aceptó un cuenco de potaje de una de las sirvientas. Estuvo allí hablando con las mujeres durante unos minutos, riendo, como si nada en el mundo pudiera preocuparla, antes de devolver el cuenco totalmente limpio.</p> <p>Angelotti, con los ojos brillantes, se apretó la capa todavía con más fuerza alrededor de sus escuálidos hombros y se abrió paso hasta colocarse junto a ella, cerca de las llamas. Su rostro mostraba la huella de las semanas que llevaban a base de raciones mínimas, pero eso no parecía haber amilanado su espíritu; de hecho, irradiaba una extraña alegría imprudente.</p> <p>—Uno de los hombres de Mowlett ha regresado aquí antes de que llegáramos nosotros, <i>madonna</i>. Podríais haberos evitado enviar a esos otros exploradores, él tiene la respuesta a vuestra pregunta. Han visto su librea y la han visto a ella. La Faris está aquí.</p> <p>La oleada de calor de una llama de la fogata crecida por el viento no la hizo ni parpadear. Estuvo perdida durante unos instantes en el recuerdo de una mujer que no tenía nombre, cuyo nombre era su rango<a data-bs-toggle="modal" data-bs-target="#notesModal" type="note" href="#nota6">[6]</a>, cuyo rostro era el rostro que Ash veía en el espejo, pero sin mácula, sin las cicatrices. Que era la comandante militar suprema de unas treinta mil tropas visigodas en la Cristiandad. Y que era más que eso, aunque tal vez ella no lo supiera.</p> <p>—Hubiera apostado mi dinero por ello. Es donde el gólem de piedra le habrá dicho que esté. —Ash se corrigió a sí misma:— Donde las Máquinas Salvajes le habrán dicho, mediante la <i>machina rei militaris</i>, que quieren que esté.</p> <p>—<i>Madonna</i>...</p> <p>—¡Ash! —Otra figura se aproximó a ella a empellones, cruzando la masa de gente. Los destellos de luz del fuego perfilaron a la mujer y su vestido masculino marrón y verde. Calzas y capa apenas visibles contra el trasfondo de barro, árboles desnudos, madera apilada en astillas y zarzas húmedas y desmoronadas.</p> <p>»Quiero hablar un momento contigo —exigió Floria del Guiz.</p> <p style="page-break-before: always; line-height: 0%"> </p> <title style="margin-bottom: 2em; page-break-before: avoid; margin-top: 15%"> <p>Capítulo 2</p></h3> <p>—Claro, en cuanto acabe aquí. —Ash se frotó la boca con la manga, masticando el mendrugo de pan oscuro que Rickard le había puesto en la mano y echando un trago de agua de manantial de una copa que también él le entregó. Comía a la carrera, como siempre. Asintió distraídamente hacia Florian, comprobó que Rickard, Henri Brant y dos de los armeros también aguardaban para hablar con ella, y acto seguido se giró hacia Angelotti.</p> <p>—No. —Florian interrumpió al grupo—. Unas palabras ahora mismo. En mi tienda. ¡Órdenes de la cirujana!</p> <p>—Está bien... —la gélida agua del manantial consiguió que a Ash le dolieran las encías. Engulló el pan e indicó con rapidez a Henri Brant y a los demás hombres:— Aclaradlo todo con Angeli y Geraint Morgan —y asintió en dirección a Rickard por encima del calor de las fogatas. Se giró para hablar con Floria del Guiz, pero descubrió que la mujer ya se alejaba a zancadas a través del inclinado mantillo de hojas, el barro y la oscuridad.</p> <p>»¡Por las llamas del Infierno, mujer! ¡Tengo cosas que preparar antes de que amanezca!</p> <p>La alta y enjuta figura se detuvo y miró por encima del hombro. La noche ocultaba la mayor parte de su cuerpo. La luz de las llamas arrancó destellos anaranjados de su pelo lacio, no más largo que el de un hombre, que se le rizaba a la altura de la barbilla. Resultaba obvio que en un momento dado se lo había peinado hacia atrás con dedos enlodados de barro: rastros marrones salpicaban sus rubios cabellos, y los pecosos pómulos tenían manchas oscuras.</p> <p>—De acuerdo, sé que no me molestarías sin motivo. ¿De qué se trata esta vez? ¿Más en la lista de enfermos? —Al avanzar demasiado deprisa, Ash resbaló y apoyó la bota en un charco oculto por las sombras. Tenía ya las calzas tan húmedas que apenas sintió el frío sobre su cuerpo empapado.</p> <p>—No. Ya te lo he dicho, quiero intercambiar unas palabras.</p> <p>Florian levantó la solapa de la tienda del cirujano, que habían montado con dificultades entre las raíces poco profundas de las hayas. La tela se inclinaba y se combaba de manera alarmante, y los reflejos de las sombras de las llamas bailaban siguiendo sus movimientos. Ash agachó la cabeza para poder entrar en el sombrío espacio interior, que olía a humedad, y dejó que sus ojos se adaptaran a la luz de una de las últimas velas, reservadas para el dispensario. Los jergones sobre el suelo de tierra se encontraban vacíos.</p> <p>—Se me han acabado la hierba de san Juan y el avellano de bruja —dijo Florian bruscamente—, y estoy casi sin tripas para las operaciones. No sé cómo vamos a llegar a mañana. No os necesitaré, diácono.</p> <p>Siguió sosteniendo la solapa de la tienda. Uno de sus sacerdotes legos dejó a un lado el mortero y la mano y asintió en su dirección mientras se tambaleaba hacia las tinieblas del exterior de la carpa. Nada en su comportamiento sugería que estuviese incómodo en absoluto por estar tan cerca de una mujer vestida de hombre.</p> <p>—Ahí lo tienes, Florian. Te lo dije. —Ash se sentó en uno de los bancos y apoyó los codos sobre la mesa donde se preparaban las hierbas. Miró a la cirujana bajo aquella media luz—. Los cosiste después de Cartago, ¡fuiste a Cartago con ellos, bajo el fuego enemigo! Has seguido con nosotros todo el camino de vuelta. Por lo que se refiere a la compañía, el espíritu es: «no nos importa si es una tortillera, es nuestra tortillera».</p> <p>La mujer dejó caer su delgado cuerpo de largas piernas sobre una silla plegable de madera. Su expresión no resultaba clara a la luz de la vela, pero su voz resonó llena de amargura.</p> <p>—¿Ah, sí? ¿Y se supone que tengo que sentirme halagada? ¡Qué magnánimos son!</p> <p>—Florian...</p> <p>—Tal vez debería empezar a decir lo mismo de ellos: «vale, son una banda de asaltadores y violadores, pero oye, son mis...». ¡Demonios, no soy una... una... mascota de la compañía! —Su mano abierta golpeó la mesa, provocando un crujido audible en toda la gélida tienda. La llama amarilla tembló con el movimiento del aire.</p> <p>—Eso no es muy justo —dijo Ash con suavidad.</p> <p>Los ojos de color verde claro de Florian reflejaban la luz. Relajó la voz.</p> <p>—Se me debe de estar pegando tu humor. Lo que quiero decir es que, si traigo una mujer a mi tienda, descubriremos hasta qué punto soy «su tortillera».</p> <p>—¿Mi humor?</p> <p>—Vamos a entrar en batalla hoy o mañana. —Florian no le dio la entonación de una pregunta—. No es el momento adecuado para decirlo, pero por otro lado, puede que después no exista un momento adecuado. Las dos podríamos morir. Te he estado observando durante todo el camino hasta llegar aquí. No hablas con nadie, Ash. No has charlado desde que abandonamos Cartago.</p> <p>—¿Cuándo ha habido tiempo? —Ash se fijó en que aún sostenía la copa de madera entre sus fríos y entumecidos dedos. Ya no quedaba agua dentro—. ¿Hay algo de vino escondido por aquí?</p> <p>—No. Y si hubiera, lo reservaría para los enfermos.</p> <p>Con las pupilas dilatadas por la escasa luz, Ash logró deducir la expresión de Floria. Su rostro inteligente y huesudo tenía arrugas por la mala dieta y las duras marchas, pero ninguna de las marcas de los excesos de vino o cerveza. <i>No la he visto borracha en semanas</i>, pensó Ash.</p> <p>—No has hablado —dijo la otra mujer, marcando cada palabra— desde que esas cosas del desierto te metieron miedo hasta la médula.</p> <p>Una tensión helada se aferró a sus tripas, emitiendo un pulso de miedo que la dejó mareada.</p> <p>»Estuviste bien en ese momento —añadió Florian—, te estuve observando. El trauma se asentó después, cuando estábamos cruzando el Mediterráneo. ¡Y todavía estás evitando pensar en ello!</p> <p>—Odio las derrotas. Estuvimos tan cerca de destruir el gólem de piedra... Y todo lo que hemos logrado es asegurarnos de que comprendan que necesitan protegerlo. —Ash observó cómo apretaba la copa de madera con los nudillos, y trató de detener sus temblores apoyándola en las tablas de la mesa—. Sigo pensando que debería haber hecho algo más. Podría haberlo hecho.</p> <p>—No puedes seguir luchando viejas batallas.</p> <p>Ash se encogió de hombros.</p> <p>—Sé que en algún lugar por debajo del nivel del suelo había un acceso a la casa Leofrico. ¡Vi a sus malditas ratas blancas escapar a las cloacas! Si hubiera logrado encontrar esa brecha, tal vez hubiéramos podido descender hasta la sexta planta, tal vez hubiéramos podido destruir el gólem de piedra, y ¡quizás ahora no hubiese modo de que las Máquinas Salvajes pudieran seguir hablándole a nadie!</p> <p>—¿Ratas blancas? No me has contado nada de eso. —Florian se inclinó por encima de la mesa. La luz de la vela dibujó sus rasgos con bruscos relieves: su expresión era intensa como si estuviera grabada en piedra—. Leofrico, ¿el lord que te posee? Y que también posee a la Faris, es de suponer. ¿Ese cuya casa tratábamos de derribar? ¿Ratas?</p> <p>Ash puso la otra mano alrededor de la copa y miró las sombras de su interior. En la tienda se estaba un poquito más caliente que en el bosque, pero echaba de menos ese calor abrasador de la hoguera.</p> <p>—El lord-amir Leofrico no se limita a criar esclavos como yo. También cría ratas. No son del color natural de los roedores. Y las que vi tenían que indicar que el terremoto había abierto una grieta en los subterráneos de la casa Leofrico. Pero podría no tratarse de la misma ala de la casa que tiene dentro el gólem de piedra, podría no ser una brecha lo bastante amplia para permitir que los hombres la cruzaran... —dejó la frase sin terminar.</p> <p>—«Podría ser, sería, quizás». —La expresión de Florian cambió—. Me hablaste de Godfrey en medio de aquel incendio, pero solo un escueto «está muerto». Desde entonces no he vuelto a oír nada más proveniente de ti.</p> <p>Ash observó la oscuridad en la bruma de la copa vacía. Pasaron literalmente varios segundos antes de que se diera cuenta de que tenía lágrimas en los ojos.</p> <p>—Godfrey murió cuando el palacio de la Ciudadela se vino abajo, durante el terremoto. —Su voz sonaba a grava, cáustica. Añadió:— Le cayó una roca encima. Supongo que al final hasta a un sacerdote tiene que acabársele la suerte. Florian, somos una compañía mercenaria, la gente muere.</p> <p>—Conocí a Godfrey durante cinco años —reflexionó la mujer. Ash oyó su voz salir de la oscuridad previa al alba, apenas iluminada por la vela, pero no alzó la mirada para encontrar su rostro—. Cambió, cuando se enteró de que yo no era un hombre. —Florian tosió—. Ojalá no lo hubiera hecho, ahora podría recordarlo con más amabilidad. Pero solo lo conocí unos pocos años, Ash. Tú lo conociste toda una década, fue la única familia que has tenido.</p> <p>Ash se recostó en el banco y se enfrentó a la mirada de la otra mujer.</p> <p>—De acuerdo. Esas palabras privadas que querías tener conmigo son que no crees que haya llorado la pérdida de Godfrey. Muy bien. Lo haré en cuanto tenga tiempo.</p> <p>—¡Tuviste tiempo de salir con los exploradores en vez de permitir que vinieran a informar como es habitual! ¡Eso es buscar trabajo para mantenerte ocupada!</p> <p>La rabia, o quizás el miedo al futuro inmediato, se acumuló en el interior de Ash y surgió como de una espita.</p> <p>—¡Si quieres hacer algo útil, mejor que llores a ese mierda inútil de tu hermano, porque nadie más va a hacerlo!</p> <p>La boca de Florian trazó una floritura inesperada.</p> <p>—Es posible que Fernando no esté muerto. Tal vez no seas una viuda, quizás todavía tengas un marido. Con todos sus defectos.</p> <p>En la expresión de Florian no pudo discernir dolor. <i>No puedo interpretar su rostro</i>, pensó Ash, <i>¿cuántos años nos separan, cinco, diez? ¡Podrían ser cincuenta!</i></p> <p>Ash apoyó los pies en el suelo y se impulsó para levantarse de la mesa. Notaba el terreno resbaladizo bajo las suelas de sus botas. La tienda olía a humedad y podredumbre.</p> <p>—Fernando intentó defenderme delante del Rey-Califa... y no le sirvió de nada. No lo vi después de que cayera el techo. Lo siento Florian, pensé que se trataba de algo serio. No tengo tiempo para esto.</p> <p>Se dirigió hacia la entrada de la tienda. El viento nocturno hizo ondear las paredes de tela llenas de moho incrustado y agitó la luz de la vela. La mano de Florian apareció y la agarró de la manga.</p> <p>Ash miró esos largos dedos embarrados aferrándose al terciopelo de su semitúnica.</p> <p>—Te he visto estrechar tus miras. —Florian no aflojó su presa sobre la vestidura—. Sí, concentrarte tanto nos ha conducido a través de la Cristiandad hasta llegar aquí. Pero ahora eso no te mantendrá viva. Te conozco desde hace cinco años, y he visto cómo lo estudias absolutamente todo antes de una batalla. Estás...</p> <p>Los dedos de Florian se aflojaron y alzó la mirada. Sus rasgos quedaban en las sombras y tenía el pelo brillante por el resplandor de la vela. Buscaba las palabras.</p> <p>»Durante dos meses has estado... encerrada en ti misma. Cartago te asustó. ¡Las Máquinas Salvajes te han atemorizado y ya no piensas! Tienes que empezar de nuevo. Si no, no te fijarás en las cosas, en las oportunidades, los errores. ¡Vas a conseguir que los maten a todos! Vas a conseguir que te maten a ti.</p> <p>Después de un segundo, Ash cerró su mano sobre la de Florian, y estrujó durante unos instantes sus fríos dedos. Se sentó en el banco junto a la cirujana, frente a ella. Durante un momento se llevó los dedos a las tejas, apretando la piel como si pretendiera liberar la tensión.</p> <p>—Sí... —algunas emociones cristalizaron, emergiendo hacia la parte exterior de su mente—. Sí. Esto es como Auxonne, la noche anterior a la batalla. Cuando sabes que ya no puedes seguir evitando las decisiones. Necesito volver a estar de una pieza. —Un recuerdo tiró de ella—. Entonces también estaba en esta tienda, ¿verdad? Hablando contigo. Yo... siempre he querido disculparme, y darte las gracias por volver con la compañía.</p> <p>Alzó la mirada y vio que Florian la observaba con rostro serio y pálido. Trató de explicarse:</p> <p>—Fue la conmoción de descubrir que estaba embarazada. Malinterpreté lo que dijiste.</p> <p>Las gruesas cejas doradas de Florian descendieron.</p> <p>—Deberías dejar que te examinara.</p> <p>—Ya han pasado un par de meses desde que lo perdí —dijo Ash con concisión—, todo ha vuelto a su estado normal. Puedes preguntar a las lavanderas acerca de los paños<a data-bs-toggle="modal" data-bs-target="#notesModal" type="note" href="#nota7">[7]</a>.</p> <p>—Pero...</p> <p>Ash la interrumpió:</p> <p>—Pero ahora que lo he mencionado... debería disculparme por lo que dije entonces. En realidad no creo que estuvieses celosa de que pudiera tener un bebé. Y... bueno, ahora sé que no estabas, bueno, tirándome los tejos. Mis disculpas por pensar que lo harías.</p> <p>—Pero lo haría.</p> <p>El alivio por haberse disculpado al fin la dominó, así que casi se le pasó la respuesta de Florian. Se detuvo, aún junto a ella en la oscuridad sobre el frío banco de madera, y la miró fijamente.</p> <p>—Oh, lo haría —repitió Florian—, pero ¿de qué serviría? No prestas atención a las mujeres, nunca miras a las mujeres. Te he visto, Ash, tienes mujeres muy atractivas en esta compañía, y ni siquiera llegas a mirarlas. A lo más que llegas es a ponerles el brazo alrededor cuando les enseñas un corte de espada, y eso no significa nada, ¿verdad?</p> <p>A Ash le dolió el pecho. La vehemencia de Floria la dejaba sin aliento.</p> <p>—Di lo que quieras —dijo esta— sobre ser «uno de los chicos», te he visto flirtear con la mitad de los comandantes varones que tienes aquí. Puedes llamarlo «carisma» si quieres. Tal vez ninguno se dé cuenta de lo que es. Pero tú reaccionas ante los chicos. ¡En especial con el cerdo de mi hermano! Y no con las mujeres. Por lo tanto, ¿qué utilidad tendría lanzarte los tejos?</p> <p>Ash la miró con la boca ligeramente entreabierta; no le venía ninguna palabra a la boca. El frío de la noche hizo que le lloraran los ojos y la nariz.</p> <p>Se pasó distraída el terciopelo empapado de la manga por la cara, aún con la mirada fija en la mujer mayor. Hizo un esfuerzo por conseguir musitar algo, pero solo halló un vacío absoluto. No había nada que decir.</p> <p>—No te preocupes —una nota de fragilidad se coló en la voz de Florian—. No estaba haciéndolo entonces, y tampoco lo haré ahora. No porque no te quiera, sino porque no está en ti quererme —terminó, aumentando la dureza de su tono.</p> <p>Atrapada entre la repulsión y un deseo abrumador de consolar a la mujer, pensó: <i>Florian, esta es Florian; Jesús, es una de las pocas personas a las que puedo llamar amigas</i>. Ash comenzó a alargar una mano hacia ella, y entonces la dejó caer.</p> <p>—¿Por qué dices ahora esto?</p> <p>—Porque las dos podemos acabar muertas antes de que acabe el día de mañana.</p> <p>Ash arqueó sus plateadas cejas.</p> <p>—Eso ha sido cierto antes. A menudo.</p> <p>—Tal vez solo trato de provocar alguna reacción.</p> <p>La mujer de pelo claro se reclinó en el banco, como si se tratase de un movimiento de relajación que solo por coincidencia la alejase más de Ash. Podría haberlo hecho a propósito, podría estar sonriendo un poco o frunciendo el ceño; la tenue luz hacía imposible saberlo con seguridad.</p> <p>—¿Te he disgustado? —preguntó Florian tras unos instantes de absoluto silencio.</p> <p>—No... creo que no. Sabía que Margaret Schmidt y tú..., pero nunca había pensado que me mirases a mí de ese modo. Estoy... halagada, supongo.</p> <p>Un borboteo de risa crispada llegó del fondo del banco.</p> <p>—Mejor de lo que me esperaba. ¡Al menos no estás considerándolo un problema de administración!</p> <p>Aquello fue tan propio de Florian, una demostración tan perfecta de que sabía cuál sería la primera reacción de Ash, que esta tuvo que reír.</p> <p>—Bien... ¡De acuerdo, estoy halagada por ser una mujer por la que podrías sentirte atraída! Lo mismo que con un hombre, supongo. De vez en cuando me tengo que enfrentar a algo así en la compañía. Les digo que encontrarán a una buena mujer, pero que no soy yo.</p> <p>En un tono deliberadamente informal, Floria del Guiz dijo:</p> <p>—Eso puedo asumirlo.</p> <p>—Bien, de acuerdo. —El extraño sentimiento de que debería hacer algo, o decir algo más, hizo que Ash se pusiera en pie de repente, apoyada con poca firmeza en el húmedo suelo de tierra. Miró hacia la mujer sentada—. ¿Qué se... supone que tengo que hacer con esto?</p> <p>—Nada. —Una sonrisa amarga adornó los rasgos de Florian y luego desapareció—. Haz lo que quieras al respecto. ¡Ash, despierta! Esto no se limita a sacar a la mitad de la compañía de un asedio. Hemos regresado al ducado. Te pasaste toda una noche en la playa a las afueras de Cartago diciéndonos que estos... —su voz titubeó— estas <i>ferae machinae</i><a data-bs-toggle="modal" data-bs-target="#notesModal" type="note" href="#nota8">[8]</a>se han pasado doscientos años engañando a la casa Leofrico para que críe para ellos un esclavo con el que conquistar Borgoña, y desde entonces no nos has explicado nada. Ahora estás aquí, Ash. Esto es Borgoña. No es una guerra con la que los hombres no tengan nada que ver. ¿Vas a seguir actuando como si esto no fuera sino otra campaña más? ¿Cómo si tú y tu... hermana... solo fuerais jefas militares?</p> <p>Ash no fue consciente de que su rostro había adquirido una expresión peculiar, desconcentrada, como si todavía estuviera escuchando los ecos de las voces mecánicas en su cabeza. De repente lanzó su mirada al rostro de la mujer.</p> <p>—No. Tienes razón, Florian. No, no lo haré.</p> <p>—¿Entonces qué?</p> <p>—Esto no es «solo otra campaña más». Pero, y que no se te olvide esto, Borgoña no es asunto mío. Ni tuyo.</p> <p>—Pero Cartago sí lo es.</p> <p>Ash apartó su atención de la expresión intransigente de la otra mujer al oír las familiares voces de sus jefes de lanza en el exterior de la tienda.</p> <p>—Es hora de la reunión de oficiales. Quiero saber en qué situación nos encontramos. Tú vienes conmigo. Es decir, si no hay ningún herido al que debas cuidar.</p> <p>—Perdimos al último de los heridos que no podían andar justo al norte de Lyon. —Hubo aspereza en el tono de la mujer.</p> <p>Ash se giró hacia la entrada de la tienda. La vela proyectaba su oscura sombra por delante de ella, así que tuvo que tantear a ciegas en busca de la solapa y la empujó para que se abriera. La tela fría y rígida arañó sus dedos desnudos. Se puso de un tirón los mitones, empapados y gélidos. Cuando notó que Florian la seguía junto a su hombro salió a la oscuridad del exterior, iluminado solo por el fuego.</p> <p>—No lo he perdido del todo —añadió Ash—. He pasado parte del tiempo que hemos tardado en llegar aquí aclarando qué coño haríamos si al final llegábamos hasta este lugar...</p> <p>Escuchó el familiar resoplido cínico de Floria y después se detuvo, mirando fijamente a la oscuridad. Por algún sitio, entre los refugios hechos con ramas, asomaba el delator humo de la madera verde al arder.</p> <p>—¡Apagad ese puto fuego!</p> <p>Geraint ab Morgan, que caminaba con la mayor parte de sus pertenencias colgando de su cinturón y un mandoble descansando sobre el hombro, se giró para gritar a un sargento preboste, el cual partió al trote.</p> <p>—Ya, jefa. Por cierto, jefa, el concilio de guerra está preparado. Los demás os esperan en vuestro pabellón.</p> <p>Solo había dos tiendas levantadas en el irregular terreno despejado dentro de las lindes del bosque: la de enfermería de la cirujana y el pabellón de la comandante. La mayoría de los refugios estaban hechos con ramas dobladas o con telas embarradas tendidas entre árboles próximos. Ash se adentró detrás de Morgan en aquella oscuridad atenuada por el fuego, caminando tras la estela de sus otros líderes de lanza hacia su tienda: una estructura lánguida sujeta entre las raíces de las hayas y atada en parte a las ramas, que se tambaleaba cuando la humedad de la noche aflojaba los vientos.</p> <p>—¿Cuántos hombres tenemos ahora, Geraint?</p> <p>El gran hombretón se rascó el pelo bermejo y corto bajo la cofia.</p> <p>—Nos hemos visto reducidos a ciento noventa y tres hombres, ¿no es así? Hombres que puedan luchar. El tren de equipajes llega a tres o cuatrocientos, pero se nos están acoplando civiles.</p> <p>—Arregla eso —Ash se enfrentó con suavidad a la mirada de Geraint ab Morgan—. Hazlo antes del desayuno.</p> <p>—Algunos de los hombres que tenemos han cogido mujeres del camino. Si expulsamos a las mujeres, se morirán de hambre. A los chicos eso no les va a gustar, jefa.</p> <p>—¡Mierda! —Ash golpeó con un puño en la palma enguantada de su otra mano—. Déjalo, entonces. Librarse de ellas traería más problemas que ventajas.</p> <p>Floria del Guiz, tambaleándose a través del terreno irregular junto a ellos, murmuró:</p> <p>—Pragmática...</p> <p>Una sola noche de acampada ya había dejado la maleza otoñal aplastada contra el barro o despedazada para servir de lechos. No había cabras ni pollos que corrieran por debajo de las piernas. Unas quinientas personas y sus bestias de carga se apelotonaban en el alargado campamento, erigido sobre una franja de tierra a lo largo del límite de la floresta. Arqueros y hombres de armas con armadura ligera se agolpaban alrededor de las fogatas, bajo la humedad, engullendo sus magras raciones.</p> <p>Llegó un rebuzno de las mulas de carga atadas a los árboles, en dirección al otro extremo del campamento. Ash exhaló sobre los mitones cubiertos de malla mientas caminaba, para dejar que su propia respiración le calentara la cara helada. Echó un vistazo bajo la inconstante iluminación de los fuegos: escuderos y pajes charlaban mientras cuidaban de las mulas, alabarderos y arcabuceros eran azuzados por los sargentos y capataces para que ordenaran las cosas, y las mujeres y los niños merodeaban por todas partes. Los recién llegados estaban por el suelo, con cara de pasar apuros, y miradas de profunda conmoción en sus ojos. Ash trató de calibrar su moral.</p> <p>—¿Entonces hemos perdido a otros dos hombres de armas?</p> <p>—Anoche, antes de montar el campamento. Eso es menos que en el sur.</p> <p><i>No hemos llegado aquí ni un minuto demasiado pronto</i>.</p> <p>Geraint frunció el ceño.</p> <p>—Jefa, he estado reorganizando parte de las lanzas con falta de hombres para formar unidades de prebostes, y estos muchachos me tienen ahora mucho más miedo a mí que a desertar. Pero me gustaría que me permitiera dejar el mando de las tropas de proyectiles en manos de Angelotti; tenemos con nosotros a todos los condenados arqueros de la compañía, y eso ocupa una parte excesiva de mi tiempo.</p> <p>Ash asintió meditabunda.</p> <p>—¡Eres un preboste con mucha mejor visión de la que tuviste nunca como sargento de arqueros! De acuerdo, entonces supongo que lo mejor es que sigas adelante.</p> <p>Ash se dirigió a la tienda del comandante, con Morgan y la cirujana a su lado. Geraint ab Morgan se adelantó a empellones para entrar antes que Floria, se detuvo con cómica brusquedad y dio un salto hacia atrás para permitirle el paso.</p> <p>—¡Por la sangre de Cristo! No puedes mostrarme tus ladillas y después pensar que quiero que me traten como a una dama —dijo Floria con voz áspera, pasando junto a él a grandes zancadas hasta adentrarse en la tienda, oscura como la brea.</p> <p>Ash captó la expresión del hombre y, pese a toda su propia y amarga confusión, casi rompió a reír.</p> <p>—Tranquilo —dijo sonriendo mientras se adentraba en el interior, ya lleno de gente y oscurecido por las telas—. Rickard, abre la solapa: dejemos que entre algo de luz de las hogueras.</p> <p>—Podría encender algunas lámparas, jefa.</p> <p>—No salvo que el padre Faversham aquí presente te ayude con un milagro. Nos hemos quedado sin aceite para lámparas. ¿No es así, Henri?</p> <p>—Sí, jefa. Estamos sin aceite y sin un montón de cosas más. No podemos mantenernos eternamente de lo que rapiñamos de los pueblos abandonados.</p> <p>—Eso cuando estaban abandonados antes de que «rapiñarais»... —Floria, avanzando a tientas, se sentó en uno de los taburetes que tenía Ash mientras lanzaba una cáustica mirada a Thomas Rochester y después a Euen Huw. El gales líder de lanza se introdujo en el interior de la tienda; llegaba tarde.</p> <p>—La mayoría lo estaban. Casi. —Los duros y sucios rasgos de Euen Huw adoptaron una expresión herida—. ¿Quién podría asegurarlo bajo la oscuridad? Despojos de guerra, ¿no es así, jefa?</p> <p>Ash ignoró la broma. Miró a su alrededor bajo la débil luz. La rusa Rostovnaya llegó justo detrás de Euen. Geraint ab Morgan murmuró algo a Pieter Tyrrell, que escuchaba al gales mientras se masajeaba el guante de cuero cosido sobre los dos dedos que le quedaban en su mano mutilada. Wat Rodway se apoyó contra el palo central y afiló su cuchillo de cocinero con una afiladera. Henri Brant hablaba ahora con él en tono suave pero urgente.</p> <p>—Henri —dijo Ash—, ¿en qué estado nos encontramos respecto a la comida?</p> <p>El hombre de anchas facciones se giró.</p> <p>—Va muy justo, jefa. Llevamos la última semana a medias raciones, y he tenido que apostar guardias armados junto a las mulas de los víveres. Después de hoy no habrá más comida caliente. Nos queda solo pan oscuro. Tal vez sirva para un par de días más. Después nada.</p> <p>—¿Es definitivo?</p> <p>—Me ha obligado a alimentar a quinientas personas; sí, es definitivo. ¡No puede hacerse! ¡No queda nada que cocinar!</p> <p>Ash alzó una mano para calmar la agitación del rostro enrojecido del hombre y mantener apartada de su propia cara la aprensión que sentía su estómago vacío.</p> <p>—Eso no es un problema, Henri. No te preocupes por ello. Geraint, ¿de qué se trata?</p> <p>La profunda voz de Geraint ab Morgan llenó el húmedo aire bajo la vacilante luz dorada.</p> <p>—No creemos que sea buena idea atacar la ciudad.</p> <p>Aquel inesperado desafío le hizo sentir una sacudida.</p> <p>—¿A quiénes incluye ese «creemos»?</p> <p>—A la mierda con esto, jefa. —Ludmilla Rostovnaya no respondió de manera directa—. Adelante, háblenos de todo eso de sacar de Dijon al resto de la compañía y marchar por la carretera hasta Inglaterra. ¿Qué vamos a hacer, jefa, escupir a los malditos caratrapos?</p> <p>—Sí, escupiremos y los muros se derrumbarán —gruñó Geraint. Ash, captando la mirada de Thomas Rochester, sacudió con suavidad la cabeza.</p> <p>—¿Sabes qué? —dijo con naturalidad—. No me importa una mierda que lo consideres una mala idea, Geraint. Espero de mis oficiales que se mantengan informados de lo que sucede.</p> <p>—Demonios. —El grandullón de pelo bermejo la miró fijamente desde el otro lado de la penumbra—. ¡El Rey-Califa tiene demonios que le dicen qué hacer!</p> <p>—Demonios, Máquinas Salvajes, llámalos como mejor te parezca. ¡Ahora mismo esas legiones de visigodos apostadas ante Dijon son un problema mayor!</p> <p>Geraint se rascó los huevos, aún mirando a Ash, y después echó un vistazo a Ludmilla Rostovnaya.</p> <p>—¿Está bien tu brazo? —preguntó Ash a la rusa, y ante su asentimiento dubitativo añadió:— estupendo. Preséntate a Angelotti, tiene un trabajo para ti y para tus ballesteros de élite. Yo tengo que escribir una docena de mensajes para la compañía del interior de Dijon y pretendo que los lancéis por encima de los muros. Y quiero que después esperéis un mensaje de respuesta del capitán Anselm. ¿Entendido?</p> <p>La ballestera parecía tranquilizada por tener algo que hacer.</p> <p>—¿Ahora, jefa?</p> <p>—Angelotti está con los arcabuceros. Ponte en marcha.</p> <p>Aprovechando los movimientos de la redistribución de cuerpos que provocó la salida de la mujer del pabellón, Geraint ab Morgan dijo:</p> <p>—¡No estoy de acuerdo con lo que estáis haciendo! ¡Es una locura ese asalto sobre Dijon! Los hombres no os seguirán.</p> <p>Ante aquella áspera protesta, el pabellón quedó en silencio. Ash asintió para sí. Paseó la mirada a su alrededor, en la penumbra, hacia los líderes de lanza, su asistente y la cirujana.</p> <p>—Vais a tener que confiar en mí —dijo, y sus ojos se enfrentaron al fin a la mirada fija e inyectada en sangre de Geraint—. Sé que estamos hambrientos, que estamos cansados, pero al menos hemos llegado hasta este punto. Ahora podéis confiar en mí para seguir desde aquí, o no. ¿Cuál es la decisión, Geraint?</p> <p>El enorme galés miró hacia un lado, como si buscara el apoyo de Euen Huw. El sucio y enjuto líder de lanza sacudió la cabeza, con los labios muy apretados. Thomas Rochester murmuró algo para sí. Aparte de eso, el único sonido lo produjo Wat Rodway bruñendo su cuchillo contra la afiladera.</p> <p>—¿Y bien? —Ash siguió paseando la mirada, bajo las sombras vacilantes, por aquella tienda llena de hombres cuyo aliento se convertía en vapor en el gélido aire. Grandes cuerpos pertrechados con cinturones, dagas y aljabas. En esa reunión de soldados, se fijó en que Floria se levantaba e iba a reunirse con el asistente y el cocinero.</p> <p>—Estoy contigo —dijo Floria cuando pasó junto a Ash. Henri Brant asintió. Wat Rodway alzó su mirada de ojos porcinos e inclinó la cabeza, bruscamente, una sola vez.</p> <p>—¿Maestro Morgan?</p> <p>—No me gusta —dijo Geraint ab Morgan de repente. No bajó la mirada—. Ya es bastante malo que el enemigo esté siendo liderado por un demonio, ¿no es cierto? Ahora nosotros también.</p> <p>—¿«Nosotros»? —inquirió Ash con suavidad.</p> <p>—Lo vi en las galeras. Ibas a adentrarte en el desierto. Para encontrar las viejas pirámides, tal vez. Quizás para escuchar sus órdenes. ¿Qué estamos haciendo aquí, jefa? ¿Por qué estamos aquí?</p> <p>—Porque el resto de la compañía está... dentro de Dijon. —Ash se desplazó hacia un lado por instinto. Se sentó en el borde de la mesa de caballetes, cubierta de mapas, en la que antes había estado tratando de definir su ruta de avance.</p> <p>Contempló a sus oficiales, sentados en taburetes con respaldo, y a Floria junto a Wat Rodway en el palo de la tienda. Brant se balanceaba de un pie a otro sobre la tierra tapizada de helechos. Richard Faversham se agitaba con torpeza al fondo. La luz que entraba por la solapa abierta de la tienda solo bastaba para iluminar las siluetas.</p> <p>Ash asintió en dirección a Rickard, haciéndole un gesto para que abriera más la tela hacia atrás, y le oyó intercambiar algún comentario con los guardias del exterior.</p> <p>—De acuerdo —dijo Ash—. Esto es lo que vamos a hacer. Primero, voy a hablar con vosotros, después hablaré con todos los líderes de lanza y después con los muchachos. En un primer momento os contaré lo que estamos haciendo aquí, y después os explicaré lo que haremos a continuación. ¿Todo el mundo tiene claro eso?</p> <p>Asentimientos.</p> <p>»Todos sabemos —dijo, con palabras serenas en medio del silencio y la mirada depositada principalmente sobre Geraint ab Morgan— que hay un enemigo detrás del enemigo. La Cristiandad ha estado luchando contra los visigodos, Borgoña ha estado luchando contra los visigodos. Pero eso no es todo, ¿verdad?</p> <p>Se trataba de una pregunta retórica, por lo que se vio un tanto desprevenida cuando Geraint murmuró:</p> <p>—Eso es lo que he dicho, ¿no es así? Liderados por un demonio. Ella es el demonio. Su Faris, su general.</p> <p>—Sí, es ella. —Ash dejó caer ambas manos a su lado, sobre la mesa—. La Faris oye a un demonio. Y también yo.</p> <p>El arquero gales parpadeó al oírlo, pero Euen Huw y Thomas Rochester se encogieron de hombros.</p> <p>—Más de un puto demonio —dijo Rochester, con una voz forzadamente despreocupada—. El interior del maldito desierto está lleno de demonios, ¿no es así, jefa?</p> <p>—Ya vale, Tom. A mí también me asusta.</p> <p>Durante un instante quedaron en silencio. Sus recuerdos volvieron a llenarse con las luces del sur, del oscuro desierto iluminado por luminiscencias plateadas, escarlatas, de un frío color azul; vieron de nuevo las hileras de pirámides resplandecientes silueteadas contra el fuego plateado.</p> <p>—Antes pensaba que estaba escuchando al León. Pero era su gólem de piedra —dijo Ash—. Y todos vosotros sabéis que oí a las Máquinas Salvajes en Cartago. Son las voces que se alzan detrás del gólem de piedra. No sé si la Faris ha descubierto siquiera que están ahí, Geraint. No sé si hay alguien (la casa Leofrico o el Califa, o la Faris) que sepa un carajo acerca de las voces de las Máquinas Salvajes. —Sostuvo la mirada de Geraint bajo la tenue luz—. Pero sí sabemos algo. Sabemos que Leofrico era una marioneta y que las Máquinas Salvajes criaron a su hija-esclava. Sabemos que no es una guerra normal. No lo ha sido en ningún momento.</p> <p>Geraint dijo:</p> <p>—No me gusta, jefa.</p> <p>Ella percibió que se le hundían los hombros, que lanzaba una segunda mirada alrededor en busca de apoyos, y le dirigió una sonrisa de gran cordialidad. Se apartó de la mesa y avanzó hasta quedar frente a él.</p> <p>—¡Diablos, a mí tampoco me gusta! Pero no recurriré a las Máquinas Salvajes. No he sentido su influjo desde que zarpamos del norte de África. Confía en mí.</p> <p>Le agarró de los antebrazos. Allí de pie, bajo la luz roja y dorada que se filtraba en la tienda, se mostraba como una mujer fuerte, sucia, manchada de barro, con cicatrices blancas en el rostro y las manos y con la carne marcada por viejas heridas. Lucía espada y mitones de malla anaranjada por el orín como si fuera lo más normal. Y le sonreía con una confianza en apariencia extrema.</p> <p>Geraint enderezó los hombros.</p> <p>—No me gusta, jefa —repitió. Bajó la mirada hacia sus manos—. Ni tampoco a los chicos. Ya no sabemos por qué es esta guerra.</p> <p>—¿Por el saqueo, la paga, la rapiña, el alcohol y la fornicación, maese Morgan? —dijo Floria con mordacidad, el rostro envuelto en sombras.</p> <p>—Aún estamos aquí para derrotar a cualquier otra compañía en el campo de batalla —señaló Euen Huw como si fuera obvio.</p> <p>—¡Por maese Anselm y los demás! —graznó Rickard.</p> <p>Un tono tenso impregnaba todas las voces. Ash soltó los brazos de Geraint Morgan y le dio una palmada amistosa. Miró a su alrededor hacia los demás, cruzando los brazos sin darse cuenta antes de volver a hablar.</p> <p>—No. Está en lo cierto. Geraint tiene razón. No sabemos por qué es esta guerra. —Se detuvo durante un instante—. Y en realidad los visigodos tampoco lo saben. Esa es la clave. Ellos piensan que es una cruzada contra la Cristiandad. Pero es mucho más que eso.</p> <p>Lentamente se sacó los mitones reforzados de piel de oveja y se frotó los gélidos dedos.</p> <p>—Sé que las Máquinas Salvajes han inculcado ideas a Leofrico, y a través de él al Rey-Califa. Hablan a través del gólem de piedra, y los ejércitos visigodos están aquí porque las Máquinas Salvajes los han enviado aquí. No a Constantinopla ni a ningún otro lugar de oriente, sino aquí, para conquistar y destruir Borgoña.</p> <p>Desde la parte posterior de la tienda, Richard Faversham preguntó en inglés:</p> <p>—¿Por qué Borgoña?</p> <p>—Sí, ¿por qué Borgoña? —repitió Ash en el dialecto del campamento—. No lo sé, Richard. De hecho, ni siquiera sé por qué han traído un ejército hasta aquí.</p> <p>Geraint ab Morgan escupió una risa sorprendida. Regresando involuntariamente a su rango de subordinado, borboteó:</p> <p>—¡Jefa, estáis loca! ¿De qué otro modo iban a enfrentarse al duque Carlos?</p> <p>Ash miró detrás de él.</p> <p>—Richard, necesitamos más luz en esta tienda.</p> <p>Aquella aparente incongruencia los dejó mudos a todos. Ella se concedió unos instantes para ver cómo el sacerdote inglés se levantaba del taburete y se arrodillaba. Thomas Rochester se apartó del camino, Floria se giró para mirar asombrada a Ash y Wat Rodway volvió a guardar la afiladera en su bolsa y su cortante cuchillo en la vaina.</p> <p>—<i>In nomine Christi Viridiani</i>...<a data-bs-toggle="modal" data-bs-target="#notesModal" type="note" href="#nota9">[9]</a></p> <p>La sorprendente voz de tenor de Richard Faversham los sobrecogió a todos.</p> <p>—... <i>Christi Luciferi<a data-bs-toggle="modal" data-bs-target="#notesModal" type="note" href="#nota10">[10]</a>, Iesu Christi Viridiani</i>...</p> <p>La oración prosiguió y el resto de voces se unieron a la suya. Ash los miró: tenían las cabezas gachas y las manos juntas e incluso Rickard, en la puerta de la tienda, se giró y se arrodilló en el frío barro.</p> <p>—Dios te concederá esto —anunció Faversham— ante tu necesidad. Una débil luz amarilla, como la llama de una vela, iluminó el aire. Un escalofrío trepó desde su estómago. Ash cerró los ojos de manera involuntaria y una suave calidez acarició sus mejillas llenas de cicatrices. Abrió de nuevo los párpados y vio ahora con claridad los rostros bajo aquella serena luz: Euen Huw, Thomas Rochester, Wat Rodway, Henri Brant, Floria del Guiz y Antonio Angelotti, que entraba en esos momentos con el pelo y el rostro húmedos y embadurnados de barro, de un modo que le proporcionaba una belleza mancillada, ultraterrena.</p> <p>—Bendito sea. —El artillero se tocó el jubón por encima del corazón—. ¿Qué ocurre aquí?</p> <p>—Luz en la oscuridad. Dios me perdone —dijo Ash, apoyando una mano sobre el hombro de Richard Faversham. Alzó el rostro y miró a su alrededor, hacia la tela de color de pergamino, las espadas y algunas de las últimas hierbas que colgaban del aro del techo. Las sombras brincaban encogidas—. No la necesitaba, excepto para demostrar que podía hacerse. Richard, lamento haberte utilizado.</p> <p>La luz melosa colgaba por encima de ella. Chispas de luz blanca parpadeaban tras el rabillo del ojo. Richard Faversham besó la Cruz de Espino que sostenía y se levantó con pesadez con las calzas negras por el moho de las hojas.</p> <p>—El hombre recurre a Dios sin cesar, capitana Ash —murmuró—, y para cosas mayores que esta. Pero para Él, todo parece tan pequeño como la llama de una vela. Y en cualquier caso, si estoy con la compañía es para hacer pequeños milagros.</p> <p>Ash se arrodilló rápidamente.</p> <p>—Bendíceme.</p> <p>—<i>Ego te absolvo</i> —recitó el sacerdote. Ash volvió a ponerse en pie.</p> <p>—Geraint, me has hecho una pregunta. Dices «¿de qué otro modo podrían los visigodos enfrentarse al duque Carlos?». Así es como podrían hacerlo.</p> <p>El capitán preboste sacudió su rasurada cabeza.</p> <p>—No lo pillo, jefa.</p> <p>El aire luminoso se sacudió, granuloso.</p> <p>—Con milagros —dijo Ash, mirando a su alrededor—. No como este, no de Dios. Con maldad, con los milagros del diablo. Lo sé por las Máquinas Salvajes, ellas criaron a la Faris del linaje de Gundobando. La criaron de la sangre de los Hacedores de Maravillas para que fuera otra santa, otra profeta, otra Gundobando. Pero no en nombre de Cristo. La criaron para que pudiera ser «su» poder en la tierra y realizara «sus» milagros. Bajo sus órdenes, y saben cómo darlas.</p> <p>Bajo aquella luz milagrosa, Richard Faversham se pasó la lengua por los resecos labios.</p> <p>—Dios no lo permitiría.</p> <p>—Puede que Dios no. Pero eso no lo sabemos. —Ash hizo una pausa—. Lo que sí sabemos es que la Faris no es designio del Rey-Califa ni del <i>amir</i> Leofrico. La Faris pertenece a las Máquinas Salvajes. La criaron para realizar un milagro diabólico y barrer Borgoña de la faz de la tierra. Así que, ¿por qué ha venido hasta aquí acompañada de un ejército?</p> <p>Hubo un momentáneo silencio. Richard Faversham sugirió:</p> <p>»Tal vez su poder para realizar milagros sea pequeño, a día de hoy. No mayor que el de un sacerdote o un diácono. Si es así, entonces está claro por qué debe traer un ejército.</p> <p>Floria frunció el ceño al oír las palabras del sacerdote.</p> <p>—O... ¿aún no ha alcanzado todo su poder?</p> <p>—O su crianza puede haber fallado —intervino Antonio Angelotti sin mirar a Ash, sonriendo con dulzura bajo el luminoso aire—. Tal vez Dios es bueno y la Faris no puede hacer milagros malignos. Para empezar, tú no puedes.</p> <p>Ash miró tristemente en dirección al sacerdote inglés.</p> <p>—No. Ni siquiera puedo hacer milagros mínimos. ¡Richard puede contaros cuántas noches me he pasado a lo largo de este viaje rezando a su lado! Nunca me convertiré en una sacerdotisa. Lo único que sé hacer es escuchar al gólem de piedra. Y a las Máquinas Salvajes. Ella podría ser mejor que yo. Y aun así, aquí está, luchando para abrirse paso.</p> <p>Antonio Angelotti sacudió la cabeza.</p> <p>—¡Si no os conociera desde hace tanto tiempo, <i>madonna</i>, y si no hubiera visto lo que vi en el desierto, pensaría que estáis loca o borracha, o poseída! —Sus brillantes ojos parpadearon para enfrentarse a su mirada—. Pero así las cosas, debo creeros. Está claro que las oísteis. Pero si la Faris no sabe nada de su existencia, y las Máquinas Salvajes solo le hablan bajo el disfraz de la voz del gólem de piedra, es posible que aún no sepa lo que nosotros sabemos.</p> <p>—Y cuando sí lo sepa —preguntó Richard Faversham—, ¿creará aquí una desolación bajo sus órdenes?</p> <p>Angelotti se encogió de hombros.</p> <p>—Los ejércitos visigodos ya han creado la desolación. Nada se alza donde estaba Milán, ni un muro, ni un tejado. Venecia entera ha ardido. Toda una generación de jóvenes ha muerto en los cantones suizos... <i>Madonna</i>, confío en vos, pero al menos decidnos esto: ¿por qué Borgoña?</p> <p>Hubo murmullos de apoyo; los rostros se volvieron hacia ella.</p> <p>—Oh, os lo diría... si lo supiera. Hice preguntas a las Máquinas Salvajes y casi me arrancan el alma del cuerpo. No lo sé, y no se me ocurre ningún motivo. —Ash volvió a frotarse la nariz con la manga, consciente del hedor a moho que también reinaba en su tienda—. Florian, tú eres borgoñona. ¿Por qué estas tierras? ¿Por qué no Francia o las Germanias? ¿Por qué este duque y por qué Borgoña?</p> <p>La cirujana sacudió la cabeza.</p> <p>—Llevamos dos meses largos en camino, y cada noche pienso en ello. No lo sé. No sé por qué esas «Máquinas Salvajes» se preocupan de los asuntos humanos, y mucho menos de los borgoñones. —Irónica, Florian añadió:— ¡No trates de preguntarles a ellas! Ahora no.</p> <p>—No —dijo Ash, algo desarmada por su expresión. La luz milagrosa se atenuó levemente; el aire volvía a convertirse en etéreo y oscuro. Ash echó una mirada a Richard Faversham. Por el rostro de este pasó una expresión de dolor o de concentración en el rezo.</p> <p><i>Incluso nuestros milagros se están debilitando</i>.</p> <p>Devolvió la mirada a Geraint, Euen, Thomas Rochester, Angelotti. La tienda estaba saturada del olor a lana empapada y sudor masculino.</p> <p>—Lo único que sabemos con seguridad —dijo— es que hay una guerra detrás de la guerra. Si os he implicado en esto por culpa de lo que soy, entonces lo lamento. Pero recordad que de todos modos nos habríamos metido en esta guerra. Es nuestro trabajo. —Vaciló—. Y si su Faris no ha hecho todavía ningún milagro maligno, podemos tener la esperanza de que no los hará en el futuro. Así que todo se reduce a acero y pólvora. Y eso sí es lo nuestro.</p> <p>Las reservas resultaban evidentes en sus rostros, pero no más que durante cualquier otra campaña. Tampoco las de Geraint Morgan, advirtió Ash.</p> <p>—¿Jefa? —preguntó con timidez el capitán preboste cuando la mirada de Ash cayó sobre él.</p> <p>—¿De qué se trata, Geraint?</p> <p>—Si la Faris logra conquistar Borgoña, si mata al viejo duque bajo las órdenes de las Máquinas, tanto si es mediante la guerra o con un milagro... ¿entonces qué pasará, jefa?</p> <p>Ash rió repentinamente.</p> <p>—Dímelo tú... ¡Tus suposiciones son tan buenas como pudieran serlo las mías!</p> <p>—¿Qué más te da, Morgan? —preguntó Euen Huw, casi de buen humor—. Para cuando eso suceda, tú estarás de vuelta en Bristol, con todo el dinero que puedas gastar, ¡y la gonorrea necesaria para enriquecer a los médicos durante años!</p> <p>Wat Rodway, que todavía no había dicho nada, dedicó una amarga reverencia a la milagrosa luz que se extinguía en el interior de la tienda.</p> <p>—Jefa, ¿puedo regresar y preparar comida para el desayuno? Tal como yo lo veo, puede que caiga algún castigo divino sobre nosotros o puede que no. En cualquiera de los casos, estoy a punto de cocinar el último potaje que veremos antes de atacar Dijon. ¿Lo queréis o no?</p> <p>—Lo queréis o no, «jefa» —recalcó Ash.</p> <p>—Oh, a mí no me preocupan esas cosas. Me voy. La cena en una hora, decídselo a los chicos.</p> <p>Rodway salió de la tienda a tientas, dirigiendo unas palabras a los guardias con el mismo tono brusco y ofensivo. Ash sacudió la cabeza.</p> <p>—La verdad, si ese hombre no supiera cocinar, lo pondría en la picota.</p> <p>—No sabe cocinar —escupió Florian.</p> <p>—No, eso es cierto. Ummm. —Ash, con la sonrisa aún tensando sus mejillas, sintió el viento frío que se colaba por la solapa abierta de la tienda y que traía el olor a hombres sin lavar, excrementos, árboles empapados, humo de madera y estiércol de mula.</p> <p><i>Casi primas, y el aire ha empezado a moverse</i>...</p> <p>—Angelotti, Thomas, Euen, Geraint, el resto de vosotros, venid fuera. —Se dirigió al exterior, agarrando la solapa de la tienda—. Florian...</p> <p>Geraint ab Morgan se inclinó y le bloqueó el paso.</p> <p>—A los hombres no les va a gustar —repitió con tozudez—. No quieren atacar la ciudad.</p> <p>—Vamos fuera —repitió Ash, alegre y con un deje de autoridad—. Voy a mostrarte otro motivo por el que estamos aquí.</p> <p>Los fuertes gorjeos y chillidos de los cuervos resonaron a través del claro mientras Ash salía al exterior, dejando atrás a Geraint. Vio que los pájaros negros descendían hasta los muladares, junto a los carros de la cocina, donde se contonearon hambrientos y protestaron ruidosamente, y se dio cuenta de que podía verlos con claridad entre las despejadas hayas, a veinte metros de distancia.</p> <p>Ash alzó su mirada hacia el cielo.</p> <p>El aire le hormigueó por la piel.</p> <p>—¡Mirad! —señaló.</p> <p>Allí, en la profundidad del bosque, aquello debía de haberles pasado desapercibido durante la primera media hora o así. Ahora, los hombres y mujeres que estaban arrodillados en el barro, escuchando el servicio de primas de Digorie Paston, se pusieron en pie. Todos los arbustos sin hojas y las ramas desnudas del horizonte oriental del claro se distinguían sin problemas, perfilados contra el cielo.</p> <p>Ash apenas miró a la luna, de color blanco hueso, que se hundía por el oeste. Notó una tirantez en el pecho y se dio cuenta de que estaba conteniendo el aliento. Oyó el murmullo de la gente que atestaba el espacio al descubierto entre los fosos del perímetro del campamento.</p> <p>El cielo oriental pasó lentamente, muy lentamente, del gris al blanco y después a un azul cáscara de huevo pálido en extremo.</p> <p>Los minutos que transcurrieron entonces podrían no haber sido nada o abarcar toda la eternidad. Ash creyó que soportaba una eternidad de espera y, a la vez, que todo sucedía en un instante, que en un momento dado el claro del bosque estaba oscuro y al siguiente una línea de brillante luz amarilla atravesaba los troncos de los árboles situados al oeste, y un disco de oro imperecedero se alzaba sobre la niebla oriental.</p> <p>—¡Oh, Jesús! —Euen Huw se desplomó de rodillas en el barro.</p> <p>—¡Gracias a Dios! —gritó la profunda voz de Richard Faversham. Por una vez. Ash no oyó los gritos ni vio a la gente correr, ni a Geraint ab Morgan y a Thomas Rochester aferrándose en enormes abrazos, con las lágrimas recorriéndoles las mejillas por ese duradero milagro. Ash se quedó mirando cómo, en la cuarta mañana desde el vigésimo primer día de agosto, el sol se elevaba en el cielo oriental.</p> <p>El final de tres meses de oscuridad.</p> <p>Un hombro tropezó con el suyo. Mareada, se giró para encontrarse a Floria a su lado.</p> <p>—Aún no crees que esto sea asunto nuestro —dijo Florian en voz baja—. Solo algo que deberíamos evitar.</p> <p>Ash estuvo a punto de alzar la mano y sacudir a la mujer del hombro, como hubiera hecho una hora antes. Pero se contuvo de establecer ningún contacto físico.</p> <p>—¿Asunto nuestro? —Miró a su alrededor, a los hombres arrodillados—. ¡Te diré ahora mismo lo que es «asunto nuestro»! No podemos seguir acampados aquí, no doy más de veinticuatro horas antes de que tengamos exploradores visigodos en nuestras espaldas. No podemos ni comer, y ellos tienen líneas de abastecimiento trayéndoles toda la comida que necesitan. ¿En cuánto nos superan? ¿Treinta a uno?</p> <p>Acabó sonriendo a Florian, pero en su sonrisa había más de alivio ciego que de humor.</p> <p>—¡Y entonces hete aquí esto! ¡Sigue sucediendo! ¡Luz!</p> <p>—No se retirarán ahora —dijo la cirujana—. ¿Te das cuenta de eso?</p> <p>Ash apretó los puños.</p> <p>—Tienes razón. No seré capaz de guiarlos de regreso bajo la Penitencia. Lo sé. No podemos retroceder. Y no podemos quedarnos aquí. No hay otra opción que avanzar.</p> <p>Floria del Guiz, por vez primera desde que Ash la conocía, y de manera inconsciente, alzó una mano de sucios dedos y se santiguó.</p> <p>—Me dijiste en la playa que la «Penitencia» no tiene nada que ver con los visigodos. Me contaste que las Máquinas Salvajes han tapado este verano el sol sobre la Cristiandad. Que habían provocado los doscientos años de Crepúsculo Eterno sobre Cartago, llevándose el sol.</p> <p>El viento frío chocó contra el rostro de Ash. Una repentina lágrima helada recorrió su mejilla, llena de cicatrices, bajo aquella claridad.</p> <p>—Borgoña, de nuevo —dijo Florian—. En verano las Máquinas Salvajes crearon una oscuridad que se extiende a lo largo de Italia, los cantones, las Germanias, ahora Francia... y cuando atravesamos la frontera, aquí, nos libramos de ella. De nuevo fuera del Crepúsculo Eterno, entramos en estas tierras.</p> <p>Ash miró hacia abajo. La línea de luz solar dividía su cuerpo, iluminaba la piel incrustada de polvo de sus manos, destacando hasta la última espiral de la punta de sus dedos. Las mangas de húmedo terciopelo comenzaron a soltar vapor bajo el infinitesimal calor.</p> <p>—Antes de este año —dijo la voz de Florian— el Crepúsculo solo estaba sobre Cartago. Se ha extendido. Pero no hasta aquí. ¿Has pensado en eso? Tal vez es por eso que la Faris está aquí con un ejército. Quizá estemos más allá del alcance de las Máquinas Salvajes.</p> <p>—Incluso si es así, tal vez eso no dure. —Ash miró hacia el cielo. Pero como se trataba de Florian, añadió en voz alta, sin pensar, lo que se le pasaba por la mente—. ¿Recuerdas lo de «Borgoña debe ser destruida»? Esta región es su objetivo principal. Florian, no tuve ninguna elección a la hora de conduciros de vuelta hasta aquí, pero ahora estamos en medio de todo.</p> <p style="page-break-before: always; line-height: 0%"> </p> <title style="margin-bottom: 2em; page-break-before: avoid; margin-top: 15%"> <p>Capítulo 3</p></h3> <p>Ash agachó el rostro ante la débil pero perceptible calidez del sol naciente, mientras se pasaba la palma de la mano, sucia de barro, por las mejillas. Junto a ella, la otra mujer apartó la mirada del cielo oriental y tembló en aquella fría mañana.</p> <p>—¡Muchacha, ahora mismo no me gustaría tener tu trabajo! —Florian sopló con fuerza en sus dedos desnudos, mirando a su alrededor en el campamento—. No podemos retroceder. ¿Pero podremos avanzar? ¿Qué vas a decirles?</p> <p>—Ah, ¿eso? —Por primera vez en semanas, Ash lució una sonrisa relajada y sincera—. Esa no es la parte difícil. De acuerdo, allá vamos...</p> <p>Ash avanzó hacia el centro del claro, dando palmadas con las manos.</p> <p>Quinientas personas dejaron de hablar de inmediato y se congregaron en cuanto vieron que se trataba de ella: hombres con cota de malla, corazas oxidadas o camisotes acolchados, de pie o avanzando a tientas por el barro allí donde estaba demasiado sucio para sentarse. Unos pocos jugaban a los dados a la intemperie, pero eran mucho más numerosos los que bebían algo de cerveza. Miró a su alrededor, a aquellos ojos que no dejaban de alejarse maravillados para contemplar el cielo.</p> <p>—¡Bien —dijo Ash—, miraos las posaderas, dais pena!</p> <p>—¡Podemos intentarlo, jefa! —gritó uno de los hermanos Tydder, aunque Ash no estuvo segura de si se trataba de Simón o de Thomas. Fuera el que fuera, tuvo que esquivar una lluvia de puñetazos, bolas de barro e insultos.</p> <p>—¡Qué mal gusto! —remarcó Ash. Las risas comenzaron a recorrer la multitud sin freno.</p> <p><i>Bien, bien. Geraint estaba equivocado y yo tenía razón</i>. Se frotó las manos y respondió con una amplia sonrisa a las carcajadas de aquellas caras macilentas.</p> <p>—De acuerdo, muchachos. Estamos en la ruina de nuevo. No es la primera vez y tampoco será la última. Implica uno o dos días más a raciones de pan pero, vaya, somos duros, somos malos, podemos aguantarlo.</p> <p>El otro de los hermanos Tydder lloriqueó con chillona voz de falsete:</p> <p>—¡Mamaíta!</p> <p>Ash aprovechó las carcajadas consiguientes para examinarlos a fondo. Los Tydder y buena parte de los hombres de armas más jóvenes estaban dándose codazos unos a otros en las costillas, riendo, uno con la cabeza de su compañero de lanza apresada con el brazo. Doscientos combatientes con libreas desvaídas y calzas raídas, envueltos en todas las prendas de ropa que les quedaban; manchados de barro, con los dedos blancos por los sabañones y las narices goteando un líquido transparente. Captó sus sensaciones, la electricidad del aire, leyó aquellos rostros que parecían más tensos, más jubilosos, orgullosos de ser duros, malos y andrajosos, soldados en un mundo de refugiados.</p> <p><i>Es por el sol. Hemos cruzado el límite. Por primera vez en semanas hay sol</i>...</p> <p><i>Y han salido de Cartago de una pieza y cubierto a marchas forzadas casi cien leguas bajo la oscuridad y la luz de la luna. Ahora mismo, se piensan que son la hostia</i>.</p> <p><i>Y lo son</i>.</p> <p><i>Por favor, Dios, que no sea todo para nada</i>.</p> <p>Cuando las risas se extinguieron, Ash alzó la mirada y contempló a su alrededor el campamento embarrado y los hombres manchados de lodo que tenía delante.</p> <p>—Somos la compañía del León. No lo olvidéis. Somos Cojonudos. Hemos atravesado cien leguas de este territorio, en medio de la noche y de un frío insoportable. Nos ha llevado semanas, pero todavía estamos aquí, todavía estamos juntos, seguimos siendo una compañía. Eso es porque somos disciplinados y somos los mejores. No hay discusión al respecto. Pase lo que pase a partir de ahora, somos los mejores y lo sabéis.</p> <p>Hubo una algarabía desigual pero amistosa, aunque solo se debiera a que sabían lo que tenían de verdad sus palabras. Algunos hombres asentían, otros la contemplaban en silencio. Estudió las caras, alerta a la presencia de miedo, de arrogancia, del imperceptible desmadejamiento de los vínculos entre los hombres.</p> <p>Ash señaló por encima del hombro, en la dirección en la que más o menos debía de quedar el valle fluvial y Dijon.</p> <p>—Estáis esperando que os cuente cómo vamos a derribar esas murallas y rescatar a Anselm y a los chicos. Bien, muchachos, me he a detentado a mirar. Y tengo noticias para vosotros. Esas murallas no van a caer, son muy sólidas.</p> <p>Uno de los alabarderos de Carracci levantó la mano.</p> <p>—¿Felipe?</p> <p>—¿Entonces cómo demonios vamos a sacar al resto de los Leones, jefa?</p> <p>—No vamos a hacerlo. —Lo repitió con más fuerza—: ¡no vamos a hacerlo!</p> <p>Un rumor de confusión.</p> <p>—Ahí está teniendo lugar un asedio —dijo Ash, usando un tono más agudo para que se la oyera—. Ahora casi todo el mundo está tratando de salir del asedio.</p> <p>—Con la excepción del enemigo —añadió un solícito Thomas Rochester, situado detrás de ella.</p> <p>Antonio Angelotti soltó una risita tonta. Parte de los hombres la prolongaron, apreciando la réplica.</p> <p>Ash, que sabía muy bien por qué ambos oficiales estaban haciendo eso (rodeados de visigodos, en una oscuridad que duraba veinticuatro horas al día y con pirámides de piedra parlantes), se contentó con lanzarles una mirada feroz.</p> <p>—De acuerdo —dijo, con el aliento despidiendo vaho en el gélido aire—. «Aparte» del enemigo. Pareja de asquerosos listillos...</p> <p>—Por eso nos pagáis, <i>madonna</i>...</p> <p>—¿Le estás pagando? —protestó Euen Huw en gales llano. Ash apretó los puños.</p> <p>—¡Callaos y prestad atención, lerdos montones de mierda!</p> <p>Una voz desde el fondo de las filas murmuró en tono quejumbroso:</p> <p>—Así que «somos los mejores»...</p> <p>El estallido de risas logró que incluso Ash sonriera. Permaneció de pie, asintiendo y esperando, hasta que retornó la calma. Entonces se secó la nariz, roja y lacrimosa, con la manga, se puso las manos en las caderas y lanzó la voz hacia ellos:</p> <p>—Esta es la situación. Estamos en medio de territorio hostil. Hay dos legiones cartaginesas justo siguiendo por la carretera que tenemos delante: la Legio XIV Utica y parte de la Legio VI Leptis Parva. Entre las dos, seis o siete mil hombres.</p> <p>Murmullos. Prosiguió:</p> <p>»El resto de sus fuerzas están detrás de nosotros, en territorio francés, y arriba al norte, en Flandes. De acuerdo, aquí todavía no es invierno como bajo la oscuridad, pero el cereal se pudre en los campos y las uvas en los viñedos. No hay caza, porque han acabado con toda. No queda ningún sitio que saquear, ya que toda aldea y el valle a la redonda ha sido despojado. Esta tierra está seca.</p> <p>Se detuvo, esperando, mirando a su alrededor. Caras sucias, duras, que le devolvían la mirada con el ceño fruncido.</p> <p>»No es necesario que me miréis así —añadió Ash—. Ya habéis saqueado todo lo que podíais en el camino hasta aquí...</p> <p>—Muy cierto, joder —resonó la voz de un arquero.</p> <p>—Vosotros, bastardos, os habéis llevado todo lo que no estaba clavado al suelo. Bien, tengo noticias para vosotros. Se acabó. He hablado con Brant el administrador y se ha acabado todo.</p> <p>Ash puso un lento énfasis en esa palabra, y vio cómo calaba. Un archero en cuclillas, situado a unos pocos metros de distancia, miró el mendrugo de pan oscuro que llevaba en la mano y reflexivamente lo volvió a guardar en su bolsa.</p> <p>—¿Qué vamos a hacer, jefa? —preguntó una ballestera.</p> <p>—Hemos realizado una marcha forzada insufrible —dijo Ash—, y todavía no hemos terminado. Aquí estamos en medio de una guerra. Y a punto de quedarnos sin raciones. Ahora bien, casi todo el mundo está tratando de salir del asedio... —lanzó una rápida mirada a Angelotti y una sonrisa a Florian, y devolvió la atención a las acuciantes dudas de sus hombres—. Casi todo el mundo, pero no nosotros. Nosotros vamos a entrar en él.</p> <p>Los de la primera fila berrearon su asombro.</p> <p>—De acuerdo, os lo diré otra vez. —Ash se detuvo para lograr un mayor énfasis—. No vamos a sacar a Robert Anselm y a los chicos fuera de Dijon. Somos nosotros los que vamos a entrar.</p> <p>—¡Jefa, estáis loca! —soltó Simón (o Thomas) Tydder, tras lo cual enrojeció de vergüenza. Se quedó mirándose las botas.</p> <p>Ella dejó que el murmullo fuera atenuándose.</p> <p>—¿Alguien más tiene algo que decir?</p> <p>—¡Dijon está bajo asedio! —protestó Thomas Morgan, el primer oficial de Euen Huw—. ¡Tienen a todo el puñetero ejército visigodo delante de sus puertas!</p> <p>—Y llevan así tres meses. ¡Sin poder tomar la ciudad! Así que, ¿en qué lugar podríamos estar más seguros que en Dijon? Si nos encuentran aquí —dijo Ash, mirando de nuevo los rostros que la rodeaban— somos comida para perros. Estamos al descubierto, la mayor parte de nuestra caballería pesada está en Dijon y nos superan treinta a uno. No podemos enfrentarnos a una legión visigoda en el campo de batalla, ni siquiera vosotros podéis conseguirlo. Ahora estamos aquí, no queda otra opción. Necesitamos interponer murallas entre nosotros y el ejército visigodo, o será el fin del León Azur en un abrir y cerrar de ojos.</p> <p>Tenía la experiencia necesaria para aguardar en ese momento, mientras crecía una barahúnda de voces, para esperar con los brazos cruzados, apoyando el peso sobre una cadera y luciendo su pelo plateado, cortado al ras y expuesto a aquella luz glacial bajo los árboles. Era una mujer que ya no resultaba hermosa, sino que iba cubierta de cota de malla y espada, con sus pajes, escudero y oficiales alineados detrás de ella. Uno de los alabarderos se levantó.</p> <p>—¡Estaríamos a salvo en Dijon! —dijo.</p> <p>—¡Sí, hasta que los godos derribaran las puertas! —recalcó un hombre de armas de librea flamenca.</p> <p><i>Hasta que descubramos para qué han criado las Máquinas Salvajes a la Faris</i>.</p> <p>Ash dio un paso adelante y levantó las manos.</p> <p>—¡De acuerdo! —permitió que el ruido se extinguiera—. Estoy poniéndome en contacto con nuestra gente en el interior de Dijon. Arreglaré las cosas para que abran una poterna esta noche. ¡De Vere os escogió para la incursión en Cartago porque os movíais rápido, así que moverse rápido es lo que vamos a hacer! No tendremos que luchar para abrirnos paso, pero quiero voluntarios para un ataque de distracción.</p> <p>El inglés John Price asintió y se adelantó, con sus compañeros al lado.</p> <p>—Nosotros lo haremos, jefa.</p> <p>Ash habló rápidamente, sin permitir que se plantearan más preguntas.</p> <p>—Tú, maese Price, y treinta hombres. Atacaréis esta noche, dos horas después de que salga la luna. Angelotti, dales toda la pólvora y la mecha lenta que nos quede. Chicos: vestid las camisas por encima de la armadura. Matad a todo lo que no vaya de blanco.</p> <p>—Eso no funcionará, jefa —objetó un compañero de lanza de Price—. ¡Todos esos cabrones visten túnicas blancas!</p> <p>—Mierda —Ash consintió que la vieran aparentar sorpresa—. Pues tenéis razón. Entonces decidid vuestra propia señal para reconoceros. Quiero que vayáis a la orilla occidental del Suzon y prendáis fuego a sus máquinas de asedio. Eso alertará a todo el ejército, ¡esas máquinas son caras! Cuando hayáis terminado regresad al bosque. Os recogeremos en un bote mañana por la noche y os haremos pasar a través de una de las puertas del río.</p> <p>Ash se volvió hacia sus oficiales.</p> <p>—Eso nos concederá al resto el tiempo necesario para avanzar. De acuerdo, nos quedan diez horas hasta que oscurezca. Abandonaremos todos los carros: quiero todo lo que venga en el tren de equipaje cargado a la espalda de alguien o echado a un lado. Quiero que tapéis los ojos de las mulas. —Tanteó el ambiente, mirando a su alrededor a todos los rostros que pudo divisar en aquella mañana de noviembre—. Vuestros jefes de lanza os informarán de qué puesto ocupáis en el orden de marcha. Y cuando partamos esta noche, iremos con todas las armas enfundadas para amortiguar el ruido. Y vestid ropas oscuras encima de la armadura. ¡Y no perderemos el tiempo! No se enterarán de nuestra presencia hasta que estemos dentro.</p> <p>Aún persistía un leve murmullo. Se obligó a mirar a los ojos de los que disentían, contemplando las caras pálidas y demacradas, con las mejillas animadas por algo de cerveza y bravuconería.</p> <p>—Recordad esto. —Los observó atentamente—. Son vuestros compañeros los que están en Dijon. Somos el León y no abandonamos a los nuestros. Podemos estar sin blanca, en invierno, es posible que necesitemos tener un techo a prueba de asedios ahora mismo sobre nuestras cabezas, pero no olvidéis esto: ¡con toda la compañía junta, podemos patear cualquier culo visigodo desde ya hasta la hora del desayuno! De acuerdo, entramos, valoramos la situación y, cuando más adelante salgamos, lo haremos con las armaduras y los cañones que tuvimos que dejar allí y nos moveremos como una compañía completa. ¿Está claro?</p> <p>Murmullos.</p> <p>—¡He preguntado que si está claro!</p> <p>El familiar tono amedrentador los alegró, permitió una algarabía cómplice:</p> <p>—¡SÍ, JEFA!</p> <p>—Rompan filas.</p> <p>En medio del subsiguiente caos limitado provocado por los hombres a la carrera, la demolición de los refugios y la preparación de las armas, acabó de nuevo cerca de Floria. Una repentina incomodidad la impulsó a evitar la mirada de la otra mujer. Si esta también se sentía incómoda, no lo dejó traslucir.</p> <p><i>Pero lo estará</i>.</p> <p>—No... —Ash tosió, librándose de la congestión de su garganta—. No hagas como Godfrey, Florian. Tú no desaparezcas de la compañía.</p> <p>Acertó a captar una expresión repentina y espontánea en el rostro de Florian, una angustia pura que desapareció antes de que pudiera asegurarse de que no era otra de sus brillantes sonrisas cínicas.</p> <p>—No hay peligro. —Florian cruzó los brazos por delante del pecho—. Así que... has resuelto el problema militar inmediato. Eso si funciona. Entramos en Dijon. ¿Y después qué?</p> <p>—Después tomaremos parte en el asedio.</p> <p>—¿Durante cuánto tiempo? ¿Crees que Dijon resistirá? ¿Contra esa multitud?</p> <p>Ash miró de tú a tú a la mujer borgoñona. <i>Será incómodo</i>, pensó. <i>Pero no lo bastante como para preocuparse, y no durará mucho. Porque sigue siendo Florian</i>.</p> <p>—Te diré lo que yo pienso —dijo Ash, liberando a la vez el aliento y la tensión, con repentina honestidad—. Pienso que cometí un error asqueroso al venir aquí. Pero después de atracar en Marsella, una vez nos vimos envueltos en esto, no hubo ninguna otra cosa que pudiera hacer al respecto.</p> <p>Floria parpadeó.</p> <p>—Por Dios, mujer. Has logrado mantener a toda esta gente en camino solo mediante tu fuerza de voluntad. ¿Y crees que no deberíamos estar aquí?</p> <p>—Como ya dije en la playa, en Cartago, creo que deberíamos haber partido entonces hacia Inglaterra. —Ash tembló bajo el frío matutino—. O incluso hacia Constantinopla, con John de Vere, y entrar al servicio del Turco. Alejarnos todo lo posible de las Máquinas Salvajes y dejar que la Faris haga la mierda que vaya a hacer en Borgoña.</p> <p>—¡Oh, joder! —Floria se puso los puños en las caderas—. ¿Tú? ¿Dejar a Robert Anselm y al resto de la compañía aquí? ¡No me hagas reír! En ningún momento hemos dejado de regresar hacia este lugar, independientemente de lo que sucedió en Cartago.</p> <p>—Tal vez. La acción inteligente hubiera sido minimizar nuestras pérdidas y empezar de cero con los hombres que tengo aquí. Salvo porque la gente no se alista con los comandantes que abandonan a los suyos.</p> <p>De manera inesperada, una parte de su honestidad interna se rebeló: <i>pero está en lo cierto, en ningún momento hemos dejado de regresar hacia este lugar</i>. Bizqueó bajo el viento matinal, con los ojos inundados de lágrimas, mientras pensaba: <i>Este clima es malo incluso para ser noviembre, y el sol es muy débil. Y ha hecho tanto frío en el sur, durante tanto tiempo... No es posible que hayan podido cosechar</i>.</p> <p>—Ya es demasiado tarde —dijo, y se dio a sí misma la impresión de que parecía casi filosófica. Sonrió a Florian—. Ahora estamos aquí, y no hay ningún lugar al que ir salvo detrás de las murallas más cercanas. Mejor morir mañana que hoy, ¿no es cierto? Así que puedes escoger entre Dijon, que caerá en algún momento del futuro próximo, y las legiones que tenemos delante y que nos localizarán mañana...</p> <p>Sintió un inmenso alivio, como si se librara de un peso o de una garra tenaz. El miedo la inundó, pero logró reconocerlo y mantenerse a flote, sintiéndose de nuevo plenamente consciente de que lo que le preocupaba no se limitaba a los asuntos habituales de la guerra.</p> <p>Floria resopló, sacudiendo la cabeza.</p> <p>—Haré que mis diáconos comiencen a rezar. Decide dónde estaremos en el orden de marcha. ¿Y dónde te situarás tú en esta precipitada salida nocturna? ¿Al frente, como siempre?</p> <p>—No iré con la compañía. Me reuniré con vosotros en la ciudad, antes del alba.</p> <p>—¿Que tú qué?</p> <p>Ash dio palmadas con las manos. La circulación se le activó impulsada por los impactos, y el aire frío y húmedo acarició su rostro.</p> <p>Su mirada se encontró con la de Florian: enigmática, brillante, decidida hasta el fin.</p> <p>—Mientras la compañía hace una entrada en Dijon esta noche, yo voy a buscar algunas respuestas. Me dirigiré hacia el campamento de los visigodos y hablaré con la Faris.</p> <p style="page-break-before: always; line-height: 0%"> </p> <title style="margin-bottom: 2em; page-break-before: avoid; margin-top: 15%"> <p>Capítulo 4</p></h3> <p>—¡Estás loca!</p> <p>Bajo la húmeda y embarrada luz diurna, Ash sonrió de repente para sí. <i>Todavía puedo charlar con Florian. Al menos aún me queda eso</i>.</p> <p>—No, no estoy loca. Sí, sufrimos una derrota en Cartago. Y sí, necesitaba pensar; voy a hacer algo al respecto. —Medio en broma, añadió:— En cualquier caso, en cuanto mi enseña se alce en Dijon, la Faris sabrá que estoy viva.</p> <p>—¡Entonces no la alces! —Exasperada, desprevenida, Floria agitó las manos por los aires—. Déjalo ya, Ash. Olvídate de la caballerosidad. Mantén tu enseña enrollada, ¡escabúllete cuando abandonemos Dijon! ¡Pero no me digas que vas a ir hasta allí para hablar con ella!</p> <p>—Podría darte un montón de buenas razones por las que debo hablar con un comandante del ejército visigodo. —Ash se frotó las manos, cogió los mitones de piel de oveja de su cinto y se los puso. Seguían húmedos e incómodos—. Somos mercenarios, es lógico que hagamos esto. Tengo que buscar el mejor pacto. Tal vez nos ofrezca una <i>condona</i>.</p> <p>Florian parecía horrorizada.</p> <p>—Tienes que estar de broma. ¿Después de lo de Basilea? ¿Después de lo de Cartago? ¡En cuanto asomes la cabeza te enviarán en un barco de vuelta al otro lado del Mediterráneo! ¡Te ahorcarán por la incursión! ¡Y después Leofrico pisoteará lo que quede de ti!</p> <p>Ash estiró los brazos, notando el dolor muscular provocado por los excesivos esfuerzos de esa noche, y contempló cómo todo el campamento comenzaba a liar los fardos.</p> <p>—Aceptaré cualquier ayuda que pueda conseguir, incluso la visigoda, si eso permite sacar a la compañía de aquí antes de que comience a suceder lo que sea que las Máquinas Salvajes tienen planeado para Borgoña.</p> <p>—Has perdido la cabeza —dijo Floria con tono inexpresivo.</p> <p>—No, de eso nada. Y estoy de acuerdo en que lo más probable es que me dispensen esa bienvenida. Pero como tú dijiste, no puedo ocultarme de esto para siempre.</p> <p>El sucio rostro de Florian frunció el entrecejo.</p> <p>—Es la cosa más absurda que jamás te he oído decir. ¡No puedes exponerte a un peligro tan grande!</p> <p>—Incluso si logramos entrar en Dijon sin problemas, solo estaremos escondiéndonos. De manera temporal. —Ash hizo una pausa—. Florian, ella es la única otra persona en la tierra que oye al gólem de piedra.</p> <p>Ante el silencio que siguió a sus palabras, Ash se dio media vuelta y descubrió que Florian la miraba fijamente.</p> <p>»Y que necesito saberlo... Si también ella oye a las Máquinas Salvajes. —Ash levantó las manos—. O si solo están en mi cabeza. Necesito saberlo, Florian. Todos vosotros visteis las tumbas de los Califas. Todos me creéis. Pero ella es la única otra persona en este mundo de Dios que lo sabe. ¡Que habrá oído lo que yo he oído!</p> <p>—¿Y si no?</p> <p>Ash se encogió de hombros.</p> <p>Después de una pausa, la cirujana preguntó:</p> <p>—¿Y... si sí?</p> <p>Ash volvió a resignarse.</p> <p>—¿Crees que sabe algo acerca de esto que tú ignoras?</p> <p>—Ella es la auténtica. Yo soy solo la copia errónea. ¿Quién sabe qué es diferente en ella? —Ash detectó amargura en su propia voz. Ladeó una de sus cejas plateadas en dirección a la cirujana y se obligó a sonreír—. Y ella es la única que puede decirme que no me he vuelto loca.</p> <p>Encogiéndose de hombros con ironía, Florian murmuró:</p> <p>—¡Lo estás desde hace años!</p> <p>No había nada sospechoso en el cariño de Florian, ni en su consentimiento cómplice e implícito. Ash acabó por sonreír a aquella alta y desaseada mujer.</p> <p>—¡Tú eres la doctora, deberías saberlo!</p> <p>Un sonido brusco hizo que volviera la vista atrás. Logró divisar a Rickard con su honda, y la corteza de un árbol a treinta metros de distancia reducida a pulpa, a madera blanca, a causa de un disparo de prueba.</p> <p>—Si te dejas ver —añadió Florian— la Faris no será la única que sabrá dónde te encuentras. Cartago; el Rey-Califa; las <i>Ferae Natura Machinae</i>.</p> <p>—Sí —dijo Ash—. Lo sé. Pero tengo que hacerlo. Como Roberto dice siempre, podría estar equivocada. ¿Y de qué os serviría si no estuviera cuerda?</p> <p style="text-align: center; font-size: 110%; text-indent: 0em; margin-top: 1.5em; margin-bottom: 1.5em; ">★ ★ ★</p> <p>Aquel día el atardecer llegó pronto, en un cielo gélido desprovisto de nubes bajo el cual los oficiales protestaron largamente una vez que Ash anunció su decisión. Después la capitana dio las últimas órdenes:</p> <p>—La luna, en cuarto creciente, saldrá alrededor de completas<a data-bs-toggle="modal" data-bs-target="#notesModal" type="note" href="#nota11">[11]</a>. Avanzaremos entonces, después de misa. Si llegan mensajes de Anselm, enviádmelos, y avisadme si se nubla. En caso contrario voy a disfrutar primero de un par de horas de sueño.</p> <p>La última vela de sebo, desenterrada del fondo de un saco, hedía y vacilaba en la tienda de mando cuando ella entró. Rickard se puso en pie, con un libro entre las manos.</p> <p>—¿Queréis que os lea, jefa?</p> <p>Le quedaban dos libros, que iban siempre en el equipaje de Rickard: Vegetius y Christine de Pisan<a data-bs-toggle="modal" data-bs-target="#notesModal" type="note" href="#nota12">[12]</a>. Ash se dirigió hacia el camastro y se dejó caer sobre el frío jergón y las pieles de cabra.</p> <p>—Sí. Léeme a la de Pisan acerca de los asedios.</p> <p>El joven moreno murmuró para sí, repasando en voz baja las cabeceras de los capítulos y sosteniendo el libro cerca de la vela. Su aliento blanqueaba el aire. Llevaba puestas todas sus ropas: dos camisas, dos pares de calzones, una almilla, un jubón y una capa ajada abrochada encima de todo lo demás. Por debajo del borde de la capucha asomaba su nariz enrojecida.</p> <p>Ash rodó sobre el catre hasta quedar boca arriba. Las corrientes de aire húmedo y frío siempre lograban colarse, sin importar lo bien que estuviera acordonada la solapa de la tienda.</p> <p>—Al menos aún no hemos tenido que comernos las mulas...</p> <p>—Jefa, ¿queréis que lea?</p> <p>—Sí, lee, lee. —Y antes de que él pudiera abrir la boca, Ash añadió:— Tendremos la luna en cuarto creciente; eso nos proporcionará algo de luz, pero ahí fuera el terreno es muy irregular.</p> <p>—Jefa...</p> <p>—Sí, lo siento, lee.</p> <p>Un minuto después Ash volvió a hablar, cuando él apenas llevaba leídas unas pocas frases y ella no sabría decir qué le había recitado.</p> <p>—¿Tenemos ya algún mensaje de Dijon?</p> <p>—No lo sé, jefa. No, habría venido alguien a avisarnos.</p> <p>Ella se quedó contemplando los radios de rueda del pabellón. El frío le quemaba los dedos de los pies, atravesando las botas y las calzas. Se puso de lado, acurrucada.</p> <p>—Tendrás que armarme en dos horas. ¿Qué han estado diciendo sobre Dijon?</p> <p>Los ojos de Rickard lanzaron destellos.</p> <p>—¡Es genial! Los miembros de la lanza de Pieter Tyrrell están ennegreciéndose el rostro. Han apostado a que lograrán entrar en la ciudad antes que los artilleros italianos, porque estos tendrán que arrastrar los cañones giratorios<a data-bs-toggle="modal" data-bs-target="#notesModal" type="note" href="#nota13">[13]</a>de la Artillera...</p> <p>Ash tosió.</p> <p>—... de maese Angelotti.</p> <p>Ella rumió unas risas en voz baja.</p> <p>—A algunos no les gusta —añadió Rickard—. Maese Geraint estaba protestando, junto a las recuas de mulas. ¿Vais a deshaceros de él como hicisteis con maese van Mander?</p> <p>Ash retrocedió en su memoria hasta los preparativos de la batalla de Auxonne, cuando el sol aún estaba en Leo. Parecía haber transcurrido una eternidad, y apenas lograba recordar el rubicundo rostro del caballero flamenco.</p> <p>Se acurrucó con más fuerza todavía para protegerse del frío. Su aliento provocó que se le humedeciera la lana de la capucha, junto a la boca.</p> <p>—No. Joscelyn van Mander se presentó esta temporada con ciento treinta hombres. Nunca se convirtió en parte de la compañía, así que tenía sentido mandarlo de vuelta. —Buscó el rostro del chico bajo la débil luz y vio sus cejas brillantes, su ceño involuntariamente fruncido—. La mayoría de los descontentos que apoyan a Geraint ya llevan conmigo dos o tres años. Trataré de entregarles algo de lo que buscan.</p> <p>—¡Lo que buscan es no verse inmovilizados en una ciudad con un ejército enorme ahí fuera!</p> <p>Los vientos de la tienda temblaron, la tela bailó.</p> <p>—Alcanzaré un compromiso con Geraint y sus simpatizantes.</p> <p>—¿Y por qué no os limitáis a ordenárselo? —indagó Rickard.</p> <p>Ella notó que sus labios adoptaban una mueca irónica.</p> <p>—¡Porque podrían decirme que no! No hay gran diferencia entre quinientos soldados y quinientos campesinos refugiados. Tú nunca has visto lo que sucede cuando una compañía deja de ser una compañía, y no te gustaría verlo. Encontraré algún modo de dar satisfacción a sus quejas, pero pese a ellas iremos a Dijon. —Le lanzó una sonrisa—. Adelante, lee.</p> <p>El joven sostuvo el libro junto a la vela.</p> <p>—En realidad no es una situación táctica tan mala —añadió ella un instante después—. Dijon es una gran ciudad, debe de tener diez mil habitantes dentro, incluso sin contar lo que queda de las tropas de Carlos. La Faris no puede hacer que su ejército cubra cada rincón de las murallas. Estará protegiendo las carreteras y las puertas. Si los sargentos logran que empecemos a avanzar y no nos detengamos, lograremos entrar, tal vez sin tener que luchar siquiera.</p> <p>Rickard apoyó el dedo sobre una página iluminada y cerró la tapa del libro. La vela de sebo apenas proporcionaba la luz suficiente para vislumbrar su expresión. De repente dijo:</p> <p>—No quiero ser el escudero de Anselm, sino el vuestro. He sido vuestro paje, ¡nombradme vuestro escudero!</p> <p>—Del «capitán» Anselm —lo corrigió Ash de manera automática. Se apoyó sobre el hombro y se lanzó más pieles de cabra y oveja por encima, a pesar de que iba completamente vestida.</p> <p>—Si no logro ser vuestro escudero dirán que se debe a que no soy lo bastante bueno. He sido vuestro paje desde que Bertrand huyó. ¡Desde que os encontramos en Cartago! ¡Luché en el campo de batalla en Auxonne!</p> <p>Mientras expresaba aquella furibunda protesta, su voz recorrió la escala en sentido ascendente hasta convertirse en un chillido y después descendió hasta un croar. Ash se estremeció, avergonzada. Se apartó los laterales de la capucha y soportó el frío en las orejas, para poder escucharle con más claridad. Él se levantó y recorrió furioso la oscura tienda durante algunos minutos, en silencio.</p> <p>—Sí que eres lo bastante bueno —dijo Ash.</p> <p>—¡No vais a darme el puesto! —Su voz sonaba peligrosamente cercana a las lágrimas.</p> <p>La voz de Ash, cuando surgió, parecía cansada.</p> <p>—No luchaste en Auxonne. Has visto lo que es estar en el frente, Rickard, pero no sabes cómo es. —En su mente, los filos de espadas y hachas rasgaron el aire—. Es una tormenta de cuchillas.</p> <p>—Lucharé. Acudiré al capitán Anselm.</p> <p>Ash no identificó ningún resentimiento en su tono, solo una determinación hosca y excitada. Se apoyó sobre un codo para poder mirarle.</p> <p>—Te aceptará —dijo—. Y te diré por qué. De cada cien hombres que conseguimos, diez o quince sabrán lo que hacer en el campo de batalla cuando se arme la gorda, sin que haya que decírselo, ya sea por instinto o por su entrenamiento. Otros setenta o así lucharán después de que otra persona los entrene y siempre que les diga cómo y dónde. Y otros diez o quince correrán de un lado para otro como pollos sin cabeza, sin importar cómo los entrenes o qué les digas.</p> <p>En el frente de batalla, ella había agarrado a algunos hombres por sus libreas y los había lanzado literalmente de vuelta a la lucha.</p> <p>»Te he visto entrenar —terminó de decir—. Eres un espadachín nato, y eres uno de esos diez o quince a los que cualquier comandante selecciona y dice «serás mi segundo». Quiero que sigas vivo un par de años más, Rickard, para poder entregarte una lanza que dirigir cuando llegue el momento. Trata de que no te maten antes de eso.</p> <p>—¡Jefa!</p> <p>El calor de las pieles alcanzó un nivel que permitió que su cuerpo dejara de temblar. Se alzó entonces una oleada de cansancio que la ahogó. Apenas tuvo tiempo de constatar la agradecida pero agresiva sorpresa inarticulada de Rickard antes de que el sueño la derribara como si se cayera del caballo. No hubo impacto, solo olvido.</p> <p style="text-align: center; font-size: 110%; text-indent: 0em; margin-top: 1.5em; margin-bottom: 1.5em; ">★ ★ ★</p> <p>Fue consciente de que daba vueltas en el jergón, bajo las sábanas.</p> <p>Algo cedió bajo su cuerpo.</p> <p>Oyó un ruido de fractura hueca, como cuando alguien atraviesa con el pie una botella de cuero encerado. Sonó cerca de ella. Se revolvió, oyó a guardias y perros detrás de las paredes de tela, movió el brazo hacia un lado y sintió una obstrucción bajo sus costillas.</p> <p>La resistencia se quebró, rota con un sonido húmedo.</p> <p>Ash tanteó con la mano por el catre, junto a ella. Su pulgar se clavó en algo resbaladizo y sólido. Notó que la uña impedía que siguiera avanzando y después, fuese lo que fuese, se partió, despachurrado como una ciruela madura. Sintió la mano de pronto viscosa y húmeda.</p> <p>Percibió un olor familiar: dulce, intenso, mezclado con el hedor a excrementos de la batalla. Pensó: <i>sangre</i>, y abrió los ojos.</p> <p>Un bebé yacía medio tapado por su cuerpo. Ash había rodado hasta quedar sobre él y lo había aplastado. Sus ajustados pañales rezumaban con algo oscuro que le resbalaba desde la cabeza, y su cuero cabelludo, cubierto de pelusa, se tornó rojo. Asomó el blanco del hueso, pues el cráneo del pequeño estaba partido de oreja a oreja, con la parte posterior aplastada donde ella se había apoyado. La mano de Ash estaba posada sobre su rostro, y su pulgar estaba hundido en una cuenca ocular destrozada.</p> <p>El otro ojo parpadeó en su dirección. Era de un color marrón tan claro que casi parecía ámbar, oro.</p> <p>Era un bebé de no más de unas pocas semanas de edad.</p> <p>—¡Rickard!</p> <p>El grito partió de su boca antes de que pudiera darse cuenta de que le había dado voz. Se sentía mareada y las tinieblas bullían delante de sus ojos. Clavó los talones en la cama e impulsó su propio cuerpo hacia atrás, lejos del catre, hacia el barro, lejos.</p> <p>Más allá de la solapa de la tienda, unas botas avanzaron por el barro con un sonido de succión. Los cordones de la entrada cedieron ante un tajo de daga.</p> <p>Una figura oscura se coló en la tienda y Ash vio que tenía el pelo dorado, aunque se trataba de Rickard.</p> <p>—Has matado a nuestro bebé —dijo.</p> <p>—No es mío. —Ash trató de alcanzar con la mano las pieles de dormir y deslizarlas sobre el cuerpecillo aplastado, pero no tuvo la fuerza necesaria para arrastrarlas hasta ella. La piel del bebé era delicada, blanda; la tienda olía como a un campo de batalla donde se ha combatido duramente—. ¡Fernando! ¡No lo maté! ¡No es mío!</p> <p>El chico dio media vuelta y abandonó la tienda. Con la voz de otro hombre, dijo:</p> <p>—No tuviste cuidado. Solo un instante y podrías haberlo salvado.</p> <p>—Pero si me pegaron...</p> <p>Ash trató de alcanzarlo, pero la piel fría y muerta del bebé parecía caliente bajo sus dedos, como si estuvieran ardiendo. Se arrastró por el suelo del pabellón y de repente se puso de pie y salió corriendo por la puerta.</p> <p>La nieve blanca brillaba bajo un cielo azul.</p> <p>Nada de cielo nocturno. Mediodía, un sol brillante.</p> <p>No había tiendas.</p> <p>Ash caminaba por un bosque desierto. La nieve se hundía bajo sus pies descalzos, engulléndola hacia abajo. No paraba de resbalarse, de caer con dureza, mientras luchaba por mantenerse en pie. La nieve saturaba cada ramita, cada brote invernal desnudo de hojas, cada tallo partido. Se debatió, mojada, aterida, con las manos azules y moradas bajo aquella heladora blancura.</p> <p>Oyó unos gruñidos.</p> <p>Dejó de moverse. Con cuidado, giró la cabeza.</p> <p>Una hilera de jabalís salvajes hozaba en la nieve. Sus duros morros excavaban el manto blanco y dejaban expuestos hoyos con hojas negras. Gruñían suavemente. Ash se fijó en sus dientes: no tenían colmillos. Eran hembras. Jabalinas que se movían entre los árboles bajo la brillante claridad del sol. Sus pelajes invernales eran densos y claros, y olían a excremento de cerdo, y sus largas pestañas protegían sus límpidos ojos de la luz.</p> <p>Una docena o más de jabatos a rayas corrían entre las patas de sus madres.</p> <p>—¡Son demasiado jóvenes! —gimió Ash, arrastrándose sobre manos y rodillas a través de la nieve—. No deberíais haberlos parido todavía. Es demasiado pronto. El invierno ya está aquí, morirán; ¡los habéis tenido en el momento equivocado! Recogedlos de nuevo.</p> <p>La nieve caía de las ramas y se depositaba sobre la que ya había en los arbustos, aros blancos contra los troncos de los árboles. Los jabalís se movían de manera lenta y metódica, ignorando a Ash. Esta se sentó de nuevo sobre la nieve, de rodillas. Los pequeños de pelaje rayado, del tamaño de una rebanada recién horneada, pasaron trotando junto a ella con sus fibrosas colas barriendo el polvo blanco y sus afiladas pezuñas haciéndolo saltar.</p> <p>—¡Morirán! ¡Morirán!</p> <p>Un petirrojo descendió al vuelo y se posó detrás de la pata de la puerca de mayor tamaño. Esta lo olisqueó durante un instante, pero pronto su cabezota volvió a hozar bajo la nieve. El pico del pájaro se sumergió en busca de gusanos.</p> <p>Los jabatos se alejaban cada vez más de la manada, adentrándose en el níveo bosque.</p> <p>—¡Morirán! —Ash sintió que se le hacía un nudo en la garganta. Comenzó a sollozar desconsolada, notó que se le movían los músculos del cuello, pero tenía los ojos secos y sin lágrimas. Sintió entonces la tela firme y compacta del jergón bajo la espalda.</p> <p>La vela de sebo había ardido hasta dejar sólo un cabo. Rickard estaba hecho un ovillo delante de la puerta.</p> <p>—Morirán —susurró Ash, buscando las pieles a rayas naranjas y marrones, las pezuñas al trote y los ojos castaños protegidos por delicadas y larguísimas pestañas. Husmeó el aire en busca del olor a sangre o a excrementos—. ¡Yo no lo maté!</p> <p><i>Tuve un aborto natural. Me dieron una paliza y sufrí un aborto</i>.</p> <p>Sus ojos permanecieron secos. Si debía llorar, no era capaz. Los dolores, el frío y la incomodidad corporal se reafirmaron.</p> <p>Una voz dijo: «<i>así que haciendo amistad con el tímido y fiero jabalí salvaje</i>.»</p> <p>Ash se dejó caer sobre las pieles y las mantas.</p> <p>—Mierda. Dios me ha enviado una pesadilla, Godfrey. Mis manos... Se esforzó por mirárselas bajo aquella mínima luz. No lograba ver si llevaba los dedos manchados de algo. Se los llevó cautelosamente a la nariz. Olisqueó.</p> <p>—¿Por qué quiere Él que vea niños muertos?</p> <p><i>No lo sé, muchacha. Tal vez estés pecando de presuntuosa al pensar que Él</i> se <i>preocupa de dificultar tu sueño</i>.</p> <p>—Pareces desazonado. —Ash frunció el ceño. Miró a su alrededor en aquella oscuridad casi completa. No podía ver al sacerdote.</p> <p><i>Lo estoy</i>.</p> <p>—¿Godfrey?</p> <p>«<i>Estoy muerto, chiquilla</i>.»</p> <p>—¿Estás muerto, Godfrey?</p> <p><i>Los jabalís son un sueño, muchacha. Yo estoy muerto</i>.</p> <p>—¿Entonces cómo es que estás hablando conmigo?</p> <p>Sintió algo en esa parte de su ser que podía escuchar, la zona de su alma que estaba acostumbrada a compartir con otra voz. Una especie de calidez. Una sensación de júbilo, quizás. Y después, de nuevo, la voz:</p> <p><i>Pensé que, ya que podía invocar a los jabalís, también podría invocarte a ti. Cuando era un crío y estaba en el bosque sin otra cosa que la quietud, me hice amigo de esas criaturas de Dios cuyos colmillos podrían haber abierto mi vientre en un momento. Tú eres una de las criaturas de Dios que tienen colmillos. Me llevó mucho tiempo lograr que confiaras en mí</i>.</p> <p>—Y entonces vas y te mueres encima de mí. ¿Estás en la comunión de los santos, Godfrey?</p> <p><i>No fui digno. ¡Estoy siendo atormentado por grandes Diablos! Tal vez esto es el Purgatorio, este lugar donde ahora estoy</i>.</p> <p>—Entonces estás cerca de Dios. Pregúntale a Dios de mi parte, ¿por qué las Máquinas Salvajes quieren arrasar Borgoña?</p> <p style="text-align: center; font-size: 110%; text-indent: 0em; margin-top: 1.5em; margin-bottom: 1.5em; ">★ ★ ★</p> <p>Un dolor frío se deslizó por su mente. Al mismo tiempo, Rickard dijo somnoliento desde la puerta:</p> <p>—¿Con quién está hablando, jefa?</p> <p>Alargó un brazo desde donde estaba tumbado, en su petate, y abrió la solapa de la tienda. La luz de la luna se coló en la tienda de mando: brilló sobre su cara y su aliento blanquecino, sobre las manos (limpias) de Ash, sobre las pieles, las ropas, la espada y el catre.</p> <p>—Yo...</p> <p>No hubo transición, ninguna transición entre el sueño y la vigilia. Ash se incorporó de pronto, sin notar en sus músculos ni una pizca de la languidez del letargo. Tenía la cabeza despejada. <i>Llevo despierta más de unos pocos minutos</i>, comprendió, y miró a su alrededor. La tienda seguía como siempre: sucia, familiar, corpórea. Rickard la miraba fijamente, expectante.</p> <p><i>He estado despierta</i>.</p> <p>—Oh, mierda. —Ash se inclinó al sentir arcadas. Durante unos instantes los recuerdos la abrumaron. Esa perdurable imagen congelada del cuerpo de Godfrey cayendo de nuevo, con el cráneo machacado y carente de la parte superior, seguía con ella, los detalles estaban impresos en su mirada interior—. <i>¡Christus!</i></p> <p>Ash apenas fue consciente de que Rickard asomaba la cabeza por la solapa de la tienda para avisar a alguien y de que a continuación se marchaba y otra persona entraba a toda prisa (no sabría decir cuánto tiempo había pasado). Después alzó el rostro y se encontró contemplando a Floria.</p> <p>—Godfrey —dijo Ash—. He oído su voz. He oído a Godfrey. Hasta he hablado con él.</p> <p>Destellos plateados y negros bajo la luz de la luna, había gente moviéndose fuera de la tienda.</p> <p>—Si todavía está vivo, quizás has soñado dónde está... —dijo Floria.</p> <p>—Está muerto. —Las lágrimas inundaron los ojos de Ash. Permitió que cayeran en el oscuro interior de la tienda—. Cristo, Florian, tenía machacada la parte superior de la cabeza. ¡Si crees que podría haberlo abandonado de no estar muerto...!</p> <p>Los largos y esbeltos dedos de la cirujana aparecieron entre la penumbra y le hicieron volver el rostro hacia la luz. Ash no sintió vergüenza, ningún miedo del contacto de la mujer. Floria se acuclilló delante de ella y le olió el aliento (en busca de vino, comprendió Ash), tocó su fría frente y finalmente volvió a sentarse, sacudiendo la cabeza.</p> <p>—¿Por qué iba a perturbar tus sueños?</p> <p>—No estaba dormida.</p> <p>Trató de levantarse para pedir a Rickard que la armara, pues resultaba obvio que hacía rato que había salido la luna, cuya luz plateada se colaba entre los árboles. Sin advertencia previa, un dolor agudo le atravesó la nariz, los ojos y la garganta. Tosió, se le deformó la boca y las lágrimas fluyeron de sus ojos. Se trabó al inhalar y sollozó con fuerza.</p> <p>—Mierda, está muerto. Dejé que lo mataran.</p> <p>—Murió en el terremoto de Cartago —restalló Floria.</p> <p>—Estaba allí por mí, hacía lo que yo le había dicho.</p> <p>—Sí, y lo mismo se podría decir de medio centenar de soldados que lograste que acabaran muertos en cualquier batalla. —La voz de la mujer cambió—. No, pequeña, tú no lo mataste.</p> <p>—Lo escuché...</p> <p>—¿Cómo?</p> <p>—¿«Cómo»? —Ash notó que le escocían los ojos, humedecidos. La pregunta detuvo los sollozos en su garganta.</p> <p>—Cuando dices que oyes voces —explicó Floria con acritud bajo la fría luz de la luna—, quiero saber a qué te refieres.</p> <p>Ash la miró fijamente durante largo rato.</p> <p>—Rickard —dijo de repente, y se levantó con tanta brusquedad que dejó a la cirujana todavía arrodillada a sus pies—. Localiza mi <i>gambaj</i>; nos ponemos en marcha. Ya.</p> <p>—Ash —comenzó a decir Floria.</p> <p>—Más tarde. —Colocó las manos sobre los hombros de Floria mientras esta se incorporaba—. Tienes razón, pero más tarde. Cuando estemos en Dijon.</p> <p>—¡Si te arriesgas a tratar de acercarte a la Faris, lo más probable es que no llegues a Dijon! —Con más tranquilidad, bajo el ruido que montaba Rickard al revolver entre el equipaje, Floria añadió—: no era un sueño. Era una voz.</p> <p>—Después de un sueño. Se le parecía mucho. —Ash se sorprendió al ver que gran parte de su compostura regresaba a ella al pronunciar esas palabras. Se acercó a la mujer y esta, tras un segundo de duda, tomó sus manos.</p> <p>—En Dijon —le prometió Ash—. Estaré allí. Regresaré.</p> <p>Rickard comentó de buenas a primeras, desde la oscura esquina del pabellón:</p> <p>—Ash siempre vuelve. Es lo que han estado diciendo desde Cartago. Que siempre regresas a la compañía. ¿Regresaréis, jefa?</p> <p>—Lo haré aunque todo el ejército de los visigodos se ponga en medio —dijo Ash alegremente con tono burlón, y fue recompensada con una sonrisa mientras el chico la armaba: brigantina, bacinete y espada. Se volvió a colocar la capa encima de todo lo demás y salió al exterior seguida por Rickard y Floria, para verse asaltada de inmediato, en aquel bosque bañado por la luna, por hombres con preguntas, sargentos en busca de órdenes y mensajeros que se escurrían entre la multitud.</p> <p>Tomó un rollo de papel de Ludmilla Rostovnaya y se inclinó para escuchar mientras Rickard se lo leía gracias a un farol de cuerno. Asintió con decisión y emitió una serie de órdenes.</p> <p>—¿Debo suponer que nos esperan? —dijo Floria del Guiz en un momento de pausa.</p> <p>Sin tiempo para darse cuenta siquiera de su propio e intenso alivio, Ash lo confirmó.</p> <p>—Robert sigue vivo y dando órdenes, si es a eso a lo que te refieres. Habrá una puerta abierta. Ahora todo lo que tenemos que hacer es llegar allí... —Ash hablaba distraída, escudriñando entre la multitud bajo la penumbra—. ¡Thomas Rochester!</p> <p>Avanzó a zancadas, agarrando a Angelotti por el camino y obligando a los dos hombres a formar un corrillo con ella en el embarrado y gélido bosque.</p> <p>—He ordenado a los sargentos y líderes de lanza que acudan a ti —dijo sin preámbulos—. Angelotti, quiero que estés con los artilleros y con todas las tropas de proyectiles. Limítate a conducirlos hasta el interior de los muros. Henri Brant, Blanche y Baldina se encargarán del tren. Thomas, quiero que lideres las tropas de infantería.</p> <p>Su rostro oscuro, sin afeitar, mostró una repentina confusión.</p> <p>—¿No vas a conducir a los infantes, jefa? ¿No regresarás antes de que partamos?</p> <p>—Volveré antes de que estéis dentro de Dijon. Tendrás a Euen Huw y a Pieter Tyrrell como oficiales. Geraint mantendrá a los rezagados bajo control, ¿verdad que sí? —añadió, cuando el gigantón gales llegó hasta ellos con paso pesado a través del barro.</p> <p>Estudió aquellos rasgos ilegibles y por centésima vez pensó: <i>tal vez no discurra nada detrás de ese rostro</i>. Lo vio detenerse: un hombre sucio y grande vestido con cota, capa y bacinete de arquero.</p> <p>—Sabéis que no estoy de acuerdo con esto, jefa.</p> <p>—Lo sé, maestro Geraint. Podrás mostrarte todo lo en desacuerdo que quieras cuando estemos en Dijon. —Relajó su expresión—. Entonces podremos discutir lo que hacemos como compañía. Lo que harás ahora será dirigirte a la ciudad. ¿De acuerdo?</p> <p>La tensión abandonó su porte.</p> <p>—De acuerdo. Y vos estaréis con la comandante del enemigo, ¿no, jefa? De acuerdo.</p> <p>La mirada de los serenos rasgos bizantinos de Angelotti la hizo sentirse más preocupada que la franca aceptación de Geraint ab Morgan.</p> <p>—Con la Faris —confirmó Ash, para añadir a continuación—: soy la única que puede adentrarse en el campamento visigodo sin que nadie diga palabra.</p> <p>Levantó la mano para tocarse la mejilla, se pasó los dedos sin miedo por las cicatrices.</p> <p>—Este sigue siendo su rostro. Todavía es mi hermana gemela.</p> <p style="page-break-before: always; line-height: 0%"> </p> <title style="margin-bottom: 2em; page-break-before: avoid; margin-top: 15%"> <p>INTERLUDIO</p></h3> <p style="text-indent: 0em; margin-top: 1.5em; margin-bottom: 1.5em; margin-left: 5%; margin-right: 5%; text-align: center; font-size: 95%; hyphenate: none">(<i>Los documentos originales con estos correos electrónicos aparecieron doblados dentro del ejemplar de la Biblioteca Británica de la 3ª edición de Ash: la historia perdida de Borgoña (2001). Posiblemente estén en el mismo orden cronológico que el material original.)</i></p> <cite style="font-style: italic; font-family; font-family: monospace, Courier New, Courier"> <p style="text-align: left">Mensaje: #147 (Pierce Ratcliff/misc.)</p> <p style="text-align: left">Asunto: Ash/Cartago</p> <p style="text-align: left">Fecha: 4/12/00 a las 09:57 a.m.</p> <p style="text-align: left">De: Longman@</p> <p style="margin-bottom: 1.5em; margin-right: 5%; text-align: center; font-size: 90%; hyphenate: none">(<i>formato borrado, otros detalles encriptados y perdidos de modo irrecuperable</i>)</p> <p>Pierce:</p> <p>¡Quiero saber lo que está pasando! ¿Sigues en el barco? ¿¿¿Qué más has descubierto???</p> <p>¿Estás seguro...? No, por supuesto que estás seguro ¡La Cartago visigoda! ¡No es de extrañar que el yacimiento existente en tierra no concordara con la descripción del <i>Fraxinus</i>!</p> <p>No pretendo que respondas muchas preguntas en estos momentos, pero necesito tener algo de información si he de impedir que el proyecto literario/documental sea suspendido.</p> <p>Simplemente pregúntale a la Dra. Isobel: ¿cuándo podré comunicar las noticias sobre su descubrimiento a mi director gerente?</p> <p>Oh Dios mío, qué libro voy a tener.</p> <p>Ah, sí, ¿es esta la última parte del manuscrito <i>Fraxinus</i>? ¿O hay una sección más por llegar? ¡Apresúrate y termina la traducción! ¡Te juro que no se apartará de mis manos!</p> <p style="font-weight: bold; margin-top: 1.5em; text-align: right; font-size: 95%">Anna</p> </i> <p style="page-break-before: always; line-height: 0%"> </p> <cite style="font-style: italic; font-family; font-family: monospace, Courier New, Courier"> <p style="text-align: left">Mensaje: #150 (Pierce Ratcliff/misc.)</p> <p style="text-align: left">Asunto: Ash/Cartago</p> <p style="text-align: left">Fecha: 4/12/00 a las 04:40 p.m.</p> <p style="text-align: left">De: Longman@</p> <p style="margin-bottom: 1.5em; margin-right: 5%; text-align: center; font-size: 90%; hyphenate: none">(<i>formato borrado, otros detalles encriptados y perdidos de modo irrecuperable</i>)</p> <p>Pierce:</p> <p>Estoy andándome con rodeos con la gente.</p> <p>Por favor, consigue que la Dra. Isobel me envíe un mail. Solo una frase. Basta con «hemos encontrado algo alucinante que verifica el libro del Dr. Ratcliff». ¡Algo que pueda enseñarle a Jon Stanley!</p> <p>Puede que hoy tenga que estar unas horas fuera, porque Nadia me ha telefoneado, pero me llevaré el portátil esclavo y lo comprobaré regularmente.</p> <p>Probablemente podamos aguantar hasta finales de esta semana, ya que hoy he logrado eludir a todo el mundo. Pero si llego al viernes por la mañana y descubro que se acabó mi carta blanca, voy a necesitar pruebas convincentes que pueda enseñarles.</p> <p>Casi ha pasado un día entero. ¡¡¡QUIERO SABER MÁS SOBRE LO QUE HABÉIS ENCONTRADO EN EL LECHO MARINO, POR FAVOR!!!</p> <p>Con cariño,</p> <p style="font-weight: bold; margin-top: 1.5em; text-align: right; font-size: 95%">Anna</p> </i> <p style="page-break-before: always; line-height: 0%"> </p> <cite style="font-style: italic; font-family; font-family: monospace, Courier New, Courier"> <p style="text-align: left">Mensaje: #256 (Pierce Ratcliff/misc.)</p> <p style="text-align: left">Asunto: Cartago</p> <p style="text-align: left">Fecha: 4/12/00 a las 05:03 p.m.</p> <p style="text-align: left">De: Ngrant@</p> <p style="margin-bottom: 1.5em; margin-right: 5%; text-align: center; font-size: 90%; hyphenate: none">(<i>formato borrado, otros detalles encriptados con una clave personal indescifrable</i>)</p> <p>Señorita Longman:</p> <p style="margin-bottom: 1.5em">»Simplemente pregúntale a la Dra. Isobel: ¿cuándo podré comunicar las noticias sobre su descubrimiento a mi director gerente?</p> <p>Si es absolutamente necesario para la supervivencia del libro del Dr. Ratcliff, puede mostrar su mail del 3/12/00 a su director gerente. Esto con la condición de que no circule más, hasta que estemos listos para hacer público un comunicado de prensa.</p> <p>Puede decirle que ratifico cada palabra que ha escrito del Dr. Ratcliff. Tenemos la Cartago visigoda.</p> <p style="font-weight: bold; margin-top: 1.5em; text-align: right; font-size: 95%">I. Napier-Grant.</p> </i> <p style="page-break-before: always; line-height: 0%"> </p> <title style="margin-bottom: 2em; page-break-before: avoid; margin-top: 15%"> <p>SEGUNDA PARTE:</p></h3> <p style="text-align: center; text-indent: 0em; font-size: 125%; font-weight: bold; hyphenate: none">ASEDIO PELIGROSO<a data-bs-toggle="modal" data-bs-target="#notesModal" type="note" href="#nota14">[14]</a>»</p> <p style="text-align: center; text-indent: 0em; font-size: 98%; font-weight: bold; hyphenate: none">15 de noviembre de 1476</p> <p style="page-break-before: always; line-height: 0%"> </p> <title style="margin-bottom: 2em; page-break-before: avoid; margin-top: 15%"> <p>Capítulo 5</p></h3> <p>Ash emergió al pie del precipicio en medio de un estruendo de fragmentos de tierra, y quedó bajo la delatadora luz de la luna.</p> <p>Sus ojos tuvieron que adaptarse a las nuevas condiciones de visión después de pasar tanto tiempo en el bosque. El frío astro, libre de nubes, brillaba justo sobre la carretera en la que se agazapaba.</p> <p><i>¡Mierda! ¡Estoy rodeada de cuerpos!</i></p> <p>El cielo despejado había hecho descender las temperaturas. La escarcha resplandecía sobre el barro y el hielo quebradizo formaba una fina piel que cubría los charcos, los agujeros llenos de agua y las extensiones de lodazales. Alrededor de Ash, amontonados junto a las resbaladizas e impracticables roderas del lodo, había personas y carros arrastrados por caballos, animales de lomos huesudos y arqueados, con las cabezas colgando de sueño o cansancio. Y hombres; hombres y mujeres tirados por el suelo, sucios, sin preocuparse del hielo que se formaba en derredor y hasta encima de ellos mientras dormían. O tal vez habían caído muertos en la noche.</p> <p>Ash se estaba congelando, agachada inmóvil en medio de aquel penetrante frío mientras trataba de escuchar algún grito.</p> <p>Nada.</p> <p>Se apartó de los ojos las lágrimas que le provocaba el viento gélido y pensó: <i>no. Es verdad que se parece a un campo de batalla, pero no hay cuerpos muertos apilados hasta la altura del hombro, ni saqueadores rapiñando, ni cuervos, ni ratas, ni sangre seca. No huele como una emboscada ni como una masacre. Estos hombres están dormidos, no muertos</i>.</p> <p>Refugiados.</p> <p>Dormidos exhaustos allí donde estén cuando cae la noche.</p> <p>Ash permaneció totalmente inmóvil, alerta a cualquier movimiento de hombres que se despiertan, mientras trataba de orientarse. El campamento del León quedaba detrás de ella, así que se encontraba en la carretera que iba al sur desde Dijon hasta Auxonne. Dijon estaba un kilómetro y medio por delante, detrás de las vegas y de un ejército invasor.</p> <p>Un pensamiento invadió su mente: <i>pero, desde luego, podría limitarme a seguir el camino. Mantenerme alejada de Dijon. Continuar adelante, dejar atrás a Floria y a la Faris, a la compañía y a las Máquinas Salvajes. Abandonarlo todo porque todo ha cambiado; lo único que yo quería era ser un soldado</i>...</p> <p><i>Pero eso terminó en la playa de Cartago. Eso terminó cuando algo me obligó a echar a andar hacia las pirámides, hacia las Máquinas Salvajes</i>.</p> <p>Al sur, oyó el lejano aullido de llamada de un lobo. Otro; dos más. Después, el silencio.</p> <p><i>¿Todavía quieres correr?</i></p> <p>Sintió que su boca adoptaba una mueca repleta de ironía.</p> <p><i>Soy un soldado. Tengo un par de cientos de motivos vivitos y coleando para los que necesito respuestas ya mismo</i>.</p> <p><i>Desde luego, podría mandarlo todo a la mierda y dejar a Tom Rochester al mando. Ir a algún otro sitio, alistarme como infante, dejar de esforzarme por comprender todo esto</i>.</p> <p>Un retortijón de molestia en las tripas le hizo patente la intensidad de su miedo, mayor de lo que se esperaba.</p> <p><i>¿Se debe a que es una locura acudir ahora a los visigodos? Porque es una locura. Algún maldito guardia podría abatirme antes de hacer preguntas. La Faris puede ordenar que me ejecuten o enviarme en un barco de vuelta a Cartago, o más bien a lo que queda de la ciudad. Creo que la conozco bien después de lo de Basilea, pero ¿realmente es así? ¡Esto es estúpido y peligroso!</i></p> <p><i>Y pese a todo eso, nada garantiza que respondan a mis preguntas</i>.</p> <p><i>Deshazte de la armadura, deshazte de la espada</i>, pensó Ash. <i>Échate a dormir junto a una de estas mujeres, levántate por la mañana y sigue caminando. Podría mantener oculto el rostro, aunque nadie me iba a reconocer, no entre esta gente</i>.</p> <p><i>Debe de haber cientos de miles de refugiados en esta guerra. Yo solo sería una más. Incluso si las Máquinas Salvajes recurrieran al ejército de la Faris, no me encontrarían. Podría salir de Borgoña, podría permanecer oculta durante meses, durante años</i>.</p> <p><i>Sí: deshazte de la armadura, deshazte de la espada. Y consigue que te violen y te maten porque aún conservas un par de botas</i>.</p> <p>Nadie se movió, de lo agotados que estaban.</p> <p>Ash se puso de pie con cuidado. Llevaba la semitúnica ceñida a la brigantina y la capa por encima de ambas, con lo cual no resultaba tan obvio que usaba armadura. Mantuvo una mano sobre la empuñadura de la espada. Sentía el rostro desnudo, incluso bajo la capucha y el yelmo. El gélido viento hacía que el cabello le batiera contra las cicatrices de las mejillas, aunque ahora lo tenía tan corto que no se le podía meter en los ojos.</p> <p><i>Podría mantenerme con vida</i>, pensó. <i>Al menos hasta morirme de hambre</i>.</p> <p>El olor a orina se apoderó de su paladar. La carretera hedía a meadas y excrementos. Pasó por encima de las profundas rodadas de los carros y avanzó en silencio sobre la tierra empapada, entre grupos de cuerpos desplomados; hombres y mujeres tan agotados que se habían derrumbado allí donde se encontraban, en espera del día siguiente.</p> <p>Transcurrió un minuto antes de que se diera cuenta de que estaba viendo niños por todas partes. Casi todas las familias tenían bebés envueltos en trapos o pequeños mocosos a su lado. Lejos, alguien tosió; un recién nacido empezó a llorar. Ash parpadeó bajo el frío de la noche.</p> <p><i>A esa edad yo era parte de una camada de esclavos en Cartago. Esperando el cuchillo</i>.</p> <p>Progresó por el barro con el sigilo de un animal (y allí no había perros y los caballos eran escasos, solo había gente a pie con lo que pudiera cargar a la espalda). Apoyaba las botas con cuidado, evitando los baches, y así atravesó por fin el camino. Sintió el impulso de dejar la capa extendida sobre un niño, pero sus furtivos movimientos instintivos la llevaron lejos antes de que pudiera hacerlo.</p> <p><i>La Faris y yo tenemos más cosas en común que con esta gente</i>.</p> <p>Su aliento se convertía en vaho en el gélido aire iluminado por la luna. Sin vacilación giró hacia el norte, deslizándose hacia el cruce de caminos y el puente situados al norte de la ciudad.</p> <p><i>No voy a huir. No con Robert y los demás en Dijon. La compañía lo sabe y yo lo sé: por eso nunca he tenido otra opción que no fuera regresar aquí</i>.</p> <p><i>Maldito sea el conde de Oxford, maldito John de Vere. ¿Por qué no llevó a todos mis hombres a Cartago? ¡Ahora podría estar a medio mundo de distancia!</i></p> <p><i>Pero ya está hecho</i>.</p> <p><i>Y aun así seguiría oyendo la voz de un muerto... Godfrey, ¡oh, Dios, echo de menos a Godfrey!</i></p> <p><i>¿Lo bastante como para recordarlo con tanta claridad que creo que le escucho?</i></p> <p>Avanzó con paso lento a través del monte bajo escarchado, por un terreno que bajo la luz diurna solo le hubiera tomado minutos atravesar. Echó una mirada a la luna y constató que había pasado un poco menos de una hora. Mientras pensaba eso llegó a la cima de una elevación y pudo ver el puente y la gran sección del norte del campamento de los asediantes.</p> <p>—Hijos de puta...</p> <p>Desde la cima del acantilado, junto a John Price, solo había visto la parte occidental del río: tiendas esparcidas a lo largo de cinco o seis kilómetros de terreno que antes eran colinas cubiertas de viñedos, campos de cereal y vegas. Más allá del puente, al norte de la ciudad, no había otra cosa que tiendas, cientos de ellas, blancas bajo la luna. Y detrás, estructuras oscuras que podrían ser fortificaciones temporales, erigidas como cuarteles invernales. Y más de esas imponentes máquinas de asedio: trabuquetes y las siluetas cuadradas de las torres cubiertas con pieles.</p> <p>No se veía ningún gólem.</p> <p>El puente estaba oscuro. A este lado del perímetro solo había alguna fogata aquí y allá, y el movimiento intermitente de los guardias alrededor de ellas. De los árboles colgaban restos de antiguas crucifixiones, mudos recordatorios de lo que les sucede a los refugiados. Comenzó a captar retazos de conversaciones arrastradas por el frío aire: latín cartaginés.</p> <p><i>Tengo una hora antes de que John Price haga su parte. Espero. No cometas un error</i>, rosbif...</p> <p>En medio de la confusión y de la noche, es muy sencillo que por falta de sincronización, mando y control todo se vaya a la mierda en un instante. Ella lo sabía y durante un momento se preguntó si debería regresar. Pese a esa duda, enderezó los hombros y echó a caminar, descendiendo la embarrada pendiente hasta el camino que conducía al puente y al perímetro del campamento visigodo.</p> <p>—¡Alto!</p> <p>—De acuerdo, de acuerdo —dijo Ash de buen humor—. Ya me detengo. —Apartó los guanteletes de las caderas, mostrando claramente las palmas abiertas.</p> <p>—¡No nos queda nada de comida para darte! —ladró en francés una voz desesperada—. ¡Ahora lárgate!</p> <p>Otra voz de hombre más profunda dijo en cartaginés:</p> <p>—Dispara un virote por encima de sus cabezas, <i>nazir</i>, y saldrán corriendo.</p> <p>—Oh, ¿cómo? —Ash soltó una risa. La excitación le hacía hervir la sangre. Se descubrió sonriendo con tanta intensidad que le dolía la boca y el frío de la noche le aguijoneaba los dientes—. ¡Por el Cristo Verde en el puto madero! ¿Alderico? ¿'Arif Alderico?</p> <p>Se produjo un breve instante de completo silencio en el que tuvo tiempo de pensar: <i>no, desde luego que estás equivocada, chica, no seas tan imbécil</i>. Y entonces, de entre las oscuras figuras de la puerta para carros, la misma voz masculina dijo:</p> <p>—<i>¿Jund<a data-bs-toggle="modal" data-bs-target="#notesModal" type="note" href="#nota15">[15]</a>?</i>¿Eres <i>tú, jund</i>Ash?</p> <p>—¡Por las fauces abiertas del infierno! ¡No puedo creerlo!</p> <p>—¡Adelántate para que podamos reconocerte!</p> <p>Ash se limpió la humedad del labio superior con la fría manga de la semitúnica y volvió a resguardar el brazo bajo la capa. Avanzó a trompicones sobre el terreno enlodado, pues había perdido la visión nocturna después de mirar la hoguera, y llegó hasta el barro pisoteado que rodeaba la puerta de mimbre, entre los carros que bloqueaban el puente.</p> <p>Media docena de hombres con lanzas se adelantaron, con un oficial barbudo al frente cubierto con un casco.</p> <p>—¡Ash!</p> <p>—¡Alderico! —Avanzaron al mismo tiempo, se agarraron de los brazos y se quedaron mirándose asombrados durante un segundo.</p> <p>—¿Qué, echando un ojo a tus guardias del perímetro, eh?</p> <p>—Ya sabes cómo es esto. —El enorme cartaginés soltó una risita y la liberó de su abrazo, pasándose la mano por su trenzada barba.</p> <p>—¿A quién has ofendido para lograr que te aposten aquí atrás?</p> <p>Ash comprobó que eso le hizo sacudirse, lo obligó a considerarse de nuevo un soldado y un enemigo. Su rostro envuelto en sombras adoptó una expresión severa.</p> <p>—Muchos murieron durante tu ataque a la casa Leofrico.</p> <p>—También muchos de mis hombres.</p> <p>El <i>'arif</i> asintió pensativo. Chasqueó los dedos y murmuró algo al guardia, tras lo cual este salió a la carrera hacia el campamento. Ash le vio ir más lento una vez se alejó de la luz que proporcionaba el fuego de la puerta.</p> <p>—Supongo que debo considerarte mi prisionera —dijo Alderico, impasible. Avanzó y el fuego refulgió en su rostro. Ash vio, junto al asombro que trataba de ocultar, un pequeño brote de diversión—. Que Dios te condene en su misericordia. Nunca creí que una mujer pudiera hacer lo que hiciste. ¿Dónde está el <i>jund</i> inglés, la librea de la moleta blanca? ¿Está aquí contigo? ¿A quién tienes?</p> <p>—No tengo a nadie.</p> <p>Se le secó la boca mientras hablaba. Pensó: <i>maldita sea, tenía que ser él. Me conoce, sacará a los guardias del campamento y John Price tendrá que emplearse a fondo abajo en las máquinas de asedio</i>.</p> <p>Bueno, es un tipo duro, podrá asumirlo.</p> <p>—Lo que ves es lo que hay —recalcó Ash, manteniendo las manos (enfundadas en guanteletes) a plena vista—. Sí, llevo una espada. Me gustaría conservarla.</p> <p>El <i>'arif</i> Alderico sacudió la cabeza y soltó una profunda risa retumbante.</p> <p>—No confiaría en ti ni aunque tuvieras una cuchara roma, <i>jund</i>, y mucho menos con una espada —dijo con bienintencionada alegría mientras hacía señas a sus hombres para que avanzaran.</p> <p>Ash se encogió de hombros.</p> <p>—De acuerdo. Aunque si yo estuviera en tu lugar, primero preguntaría a la Faris.</p> <p>El propio Alderico le quitó la capa al tiempo que dos de los guardias le sostenían los brazos, y después comenzó a desabrochar el cinto de su espada. Sus dedos eran ágiles a pesar del frío. Enderezándose, ya con la espada envainada en sus manos, dijo:</p> <p>—No tratarás de convencerme de que la general sabe que estás aquí.</p> <p>—No, desde luego que no, será mejor que la avises. —Ash se enfrentó a su mirada—. Será mejor que le digas que Ash ha venido para negociar con ella. Lamento no haber traído mi bandera blanca.</p> <p>Pudo observar durante un segundo que su desparpajo le resultaba atractivo. El <i>'arif</i> se giró y dio órdenes a los guardias de la puerta. Los hombres que tenía Ash a cada lado la empujaron hacia delante, sin demasiados malos modos, hasta el campamento. El río crujía por debajo de ellos mientras cruzaban el puente y se adentraban después entre las calles embarradas que separaban las tiendas, claras y refulgentes bajo la blanca luz de la luna.</p> <p>La cruda realidad de su presencia allí, en aquel momento, entre hombres armados que no dudarían ni un instante en matarla, esa realidad la obligó a abrir los ojos pese al gélido viento nocturno, como si pretendiera quedarse con la impronta de cientos de pabellones silueteados por la luz de la luna y cubiertos de escarcha. Sus oídos captaban el ruido que hacían todos aquellos pies al aplastar el barro. No obstante, aquello parecía irreal. <i>Debería estar con mi compañía, esto es una locura</i>.</p> <p>Mientras caminaba detrás del <i>'arif</i>, oyó a un perro ladrar una sola vez, una pálida sombra de cuerpo enjuto que olisqueaba entre la basura abandonada del exterior de una de las amplias tiendas que servían de barracones. Se fijó en que casi no había tiendas pequeñas. A los visigodos les gustaba mantener a sus hombres en unidades grandes. Un búho aleteó por encima de su cabeza como si fuera la sombra blanca de la muerte, y le puso el corazón en un puño al recordarle la caza en la oscuridad de Cartago, en medio de las pirámides.</p> <p>Patinaron, bajando y subiendo pendientes y caminando durante medio kilómetro o más, aún en el interior del campamento y sin haberse acercado apenas a la muralla septentrional de Dijon. La luz de la luna se reflejaba en algo: eran las ripias, machacadas por la artillería, de los tejados con torreones de Dijon.</p> <p><i>En algún lugar estarán abriendo una surtida. Por favor, Señor</i>.</p> <p>—Siete hombres de los cuarenta que tengo murieron cuando atacaste la casa —dijo Alderico, retrocediendo para caminar junto a ella. Seguía mirando hacia delante, con su perfil marcado por la luz plateada—. El <i>nazir</i> Teudiberto. Los soldados Gaina, Barbas, Gaiserico...</p> <p>Ash permitió que parte de la desolación que sentía se colara en su voz.</p> <p>—Esos son hombres a los que yo misma hubiera matado personalmente.</p> <p>Mirando su rostro barbudo, le creyó bien enterado, como debería estarlo un buen comandante, de la paliza que le había hecho perder al niño, quién se la había dado y cuáles eran sus nombres.</p> <p>—Eres una profesional demasiado curtida para dejar que se convierta en algo personal. Además, <i>jund</i>, no moriste en nuestra ciudadela cuando se derrumbó. Dios te reserva para algo: otros niños, quizás.</p> <p>Al oír eso, ella volvió su mirada hacia el enorme cartaginés.</p> <p><i>Sabe que he perdido un niño, pero no que no puedo tener más. Sabe que logré huir de Cartago, pero nada de las Máquinas Salvajes. Supone que estoy aquí en busca de otro contrato, una condotta. Si sabe algo, serán los cuentos de barracón de que soy otra Faris y que oigo al gólem de piedra</i>.</p> <p><i>Si tuvieran motivos para dejar de usar la machina rei militaris (y él lo sabría, es de la casa Leofrico) me tendrían miedo</i>.</p> <p>Como para confirmar sus pensamientos, el 'arif Alderico continuó diciendo con calma:</p> <p>—Si yo fuera tú, <i>jund</i>, no me arriesgaría poniéndome otra vez al alcance de la familia del <i>amir</i> Leofrico. Pero nuestra general es una mujer de guerra, bien podrá hacer mejor uso de ti con nosotros, aquí.</p> <p>Ash se fijó en que había dicho «la familia de Leofrico» en vez de simplemente «Leofrico».</p> <p>—El viejo ha muerto, ¿eh? —dijo con franqueza.</p> <p>Bajo el agudo contraste de la luz de la luna y las sombras, pudo ver que Alderico arqueaba las cejas. Cuando habló, seguía usando el tono de un profesional que se dirige a otro colega.</p> <p>—Está enfermo, gracias <i>jund</i>, pero se recupera bien. ¿Qué otra cosa podríamos esperar ahora que Dios nos bendice con tanta claridad?</p> <p>—¿Que os bendice?</p> <p>Un destello de diversión.</p> <p>—Claro, no podías saberlo estando en Dijon. Dios toca la tierra, en Cartago, con la luz de su bendición; y todo hombre puede ver su fuego frío ardiendo sobre las tumbas de los reyes califas. Una vidente me dijo que eso presagia un rápido final para nuestra cruzada en estas tierras.</p> <p>Ella parpadeó, pensando. <i>¿Está presuponiendo que he venido aquí desde Dijon?</i> Y después: <i>fuego frío sobre las tumbas</i>... Por encima de las pirámides. La aurora de las Máquinas Salvajes.</p> <p>—¿Y crees que eso es un signo del favor de Dios? —se le escapó.</p> <p>—¿Y qué otra cosa podría ser? Tú misma estabas allí, <i>jund</i>, cuando la tierra sacudió la ciudadela y el palacio se derrumbó. Y, en ese mismo momento, fue visto el primer Fuego de la Bendición y el Rey-Califa Gelimer fue salvado de morir en el terremoto.</p> <p>—¡Pero...!</p> <p>No había tiempo para formular preguntas. Llegaron justo detrás del mensajero del <i>'arif</i>; el hombre todavía estaba gritando a los guardias del lugar que, por lo que dedujo Ash gracias a las libreas, se trataba de los cuarteles de la Faris. No había tiendas allí, sino que habían unido troncos sin desbastar para formar un largo edificio de baja altura, techado de hierba. Estaba rodeado de braseros y de soldados y esclavos que se despertaban de su descanso nocturno.</p> <p>Iba a repetir su pregunta pero cerró la boca cuando una figura vestida de blanco abrió la puerta de arco y salió. Hubiera bastado con la inmediata atención que lo dirigieron todos los hombres para deducir que se trataba de la Faris, pero además la luna reflejada en el río se derramaba sobre su pelo de color rubio plateado, que le caía por los hombros hasta llegar a los muslos y resultaba inconfundible.</p> <p>Ash, aún sin centrarse en lo que tenía delante, dispuso de un segundo para pensar: <i>Yo solía tener ese mismo aspecto</i>. Se adelantó con zancadas desgarbadas y dijo con voz alegre:</p> <p>—Pido un parlamento. Te conviene hablar conmigo.</p> <p>Sin la más mínima vacilación, la mujer visigoda dijo:</p> <p>—Así es. <i>'Arif</i>, tráela dentro.</p> <p>La Faris se apartó y volvió a desaparecer detrás de la puerta. Su blanco atavío consistía en una pesada túnica de piel de marta y seda que envolvía su cuerpo. Desarmada, a cabeza descubierta y apenas despierta, parecía pese a ello metida a la perfección en su papel. Ash se tambaleó sobre los escalones de madera, con los pies entumecidos por el frío.</p> <p>Había un gólem a cada lado de la puerta, sosteniendo lámparas de aceite en sus manos de piedra. Podrían no haber sido más que estatuas de hombres, una de mármol blanco y la otra de arenisca roja. Desde luego, había sido la mano de un artista la que había dado forma a los musculosos brazos, las largas extremidades y el torso esculpido, el que había trazado aquellos rasgos aguileños. En ese instante, el bronce finamente pulido de las bisagras del hombro y del codo lanzó reflejos de luz y el gólem de mármol alzó un poco más la lámpara. Ash escuchó el minúsculo ruido del metal engrasado deslizándose sobre otra pieza de metal. El gólem rojo imitó su movimiento, desplazando el enorme peso de su cuerpo de piedra.</p> <p>—¡Seguidme!</p> <p>Ante la orden de la Faris, los dos gólems entraron detrás de ella y su pétreo caminar hizo crujir el suelo de madera. Una luz vacilante bailó sobre las paredes cubiertas de tapices.</p> <p>Ash contempló la espalda de los gólems. <i>Estuve tan cerca. Tan cerca del propio</i> gólem <i>de piedra, la machina rei militaris</i>...</p> <p>Ash dijo:</p> <p>—Quieres hablar conmigo en privado, Faris.</p> <p>—Sí, exacto. —La general visigoda se adentró con paso firme por un arco del que colgaban cortinajes de seda, y unas manos apartaron las telas para permitirle el paso. Ash, que la seguía, miró hacia un lado y vio esclavos de pelo rubio vestidos con túnicas de lana, esclavos de la casa enviados desde la costa africana, e incluso había uno o dos hombres que ella conocía de vista de la casa Leofrico. Pero tras un rápido repaso ocular no descubrió ni a Leovigildo ni a la pequeña Violante.</p> <p>Leovigildo, que trató de hablar conmigo en mi celda; Violante, que me trajo sábanas.</p> <p>Por supuesto, podían estar muertos.</p> <p>—¿No es bonito cuando llegas a ser lo bastante importante como para que la gente no te mate sin más? —dijo Ash con cinismo mientras se adentraba en la baja cámara iluminada por las linternas y se lanzaba sobre un taburete delante del brasero más próximo. Durante un instante no miró ni a Alderico ni a la Faris, sino que se echó atrás la capucha, se quitó los guanteletes y el bacinete, y acercó las manos al calor. Cuando habló, fue con un aspecto de absoluta confianza—. Entonces, ¿Dijon aún no está ganado?</p> <p>Fue el <i>'arif el</i> que murmuró:</p> <p>—Todavía no.</p> <p>Experimentó un instante de mareo en el que literalmente se le fue la cabeza al fijarse en el comandante Alderico y comprobar que este las observaba a ella y a la Faris. <i>Hermanas idénticas. A una la has seguido por Iberia y le has confiado tu vida en combate. Y a la otra, le cortaste la garganta cuando solo tenía catorce semanas de edad</i>.</p> <p>La mano se le movió sola, pero se obligó a volver a bajarla pues no deseaba llevarla hasta la huella invisible de su cuello. Se acomodó y sonrió a Alderico, que miraba su rostro lleno de cicatrices. Todavía había simpatía en su expresión, pero no demasiada. Profesional, militar... resultaba obvio que creía que su parte de culpa quedaba expiada con la confesión que le había hecho en Cartago.</p> <p>—Dijon aún no ha sido conquistada al asalto. —La Faris se rodeó el el cuerpo con los brazos, alzando la túnica al girarse. La luz, al incidir sobre su rostro perfecto, mostraba cansancio pero no agotamiento. La campaña era dura, pero no se estaba muriendo de hambre.</p> <p>—Los asaltos no ponen fin a los asedios, sino el hambre, las enfermedades y las traiciones. —Ash arqueó una ceja en dirección a Alderico—. Me gustaría hablar con tu jefa, <i>'arif</i>.</p> <p>La Faris le dijo algo en voz baja. Alderico asintió. Cuando el gigantón partió, la Faris hizo una señal a los esclavos y siguió de pie mientras unos hombres que se apartaban el sueño de la cara les traían comida y bebida.</p> <p>La larga cámara contenía mesas de caballetes, cofres y una cama con dosel, todo de origen europeo y probablemente saqueado. Entre esos objetos francos, tanto el equipo de combate de la general visigoda como la arcilla roja y el mármol blanco de los gólems parecían desentonar.</p> <p>—¿Por qué has interrumpido mi sueño? —dijo la mujer visigoda, de repente burlona—. ¿No podías esperar a la mañana para convertirte en una traidora?</p> <p><i>¿Los dos?</i>, pensó Ash, sin dejar que su rostro lo trasluciera. <i>Sin que tenga que decirles nada, los dos presuponen que he pasado todo este tiempo en Dijon</i>.</p> <p><i>¡Pues claro, porque la Faris habrá visto hombres con mi librea sobre los muros! Y como no he hablado con la machina rei militaris, no han podido preguntarle dónde he estado en realidad. Se piensa que estoy aquí para entregar la ciudad</i>.</p> <p><i>Dejemos que piense eso. Dispongo de una media hora, solo tengo que conseguir que sigan equivocados ese tiempo. Conservar la vida hasta entonces</i>.</p> <p><i>Y mientras tanto, hacer lo que he venido a hacer</i>.</p> <p>La Faris se quedó mirándola durante un momento. Volvió a atravesar la puerta de la cámara, más allá de la loriga de malla que colgaba de un maniquí, para dar discretas órdenes a los esclavos. Los hombres abandonaron la habitación. Mientras se volvía, la Faris dijo:</p> <p>—El gólem te destrozará si me atacas. No necesito guardias.</p> <p>—No he venido a matarte.</p> <p>—Prefiero dudarlo, en beneficio de mi propia supervivencia. —La mujer visigoda se acercó más y tomó asiento en una silla tallada bastante apartada del brasero. Fue cuando se sentó, cuando su cuerpo cayó sin fuerzas sobre los cojines de seda, que Ash comprendió lo cansada que estaba. Largas pestañas plateadas cubrieron sus ojos durante un instante.</p> <p>Aún con los ojos cerrados, la Faris dijo como si completara una prolongada reflexión:</p> <p>—Pero no estarías aquí si ya hubiéramos tomado la ciudad, ¿verdad? Tienes demasiado miedo de que vuelvan a llevarte a Cartago. Me persigues —añadió la mujer inesperadamente.</p> <p>—Dijon —dijo Ash con tono neutro.</p> <p>—Tendrás tu recompensa por abrir una puerta. —La Faris se llevó las manos al regazo y su vestido de pieles se deslizó, descubriendo una pierna al calor del brasero de carbón. La luz roja resplandeció sobre su delicada y pálida piel. Una mujer dueña de sí misma, no muy diferente de la que Ash había contemplado en Basilea. Al estudiar las manos de la Faris sobre su regazo, Ash vio que en los laterales de sus uñas perfectas la carne aparecía desgarrada, mordida, con fragmentos de piel arrancados que mostraban la tonalidad rojiza de debajo.</p> <p>—La seguridad de mi compañía es primordial —dijo Ash. Como si se tratara de una negociación normal (¿<i>tal vez lo sea?</i>), añadió:— marcharemos con honores de guerra y con todos nuestros pertrechos. Con la garantía de no entrar al servicio de los enemigos del Imperio en la Cristiandad.</p> <p>Como si no quisiera hacerlo pero no pudiera evitarlo, la Faris se enfrentó a la mirada de Ash. Con cierta inquietud, dijo:</p> <p>—Nuestro señor Gelimer me presiona con dureza. Mensajeros, palomas, al igual que la <i>machina rei militaris</i>. «Endurece el asedio, apriétales». ¡Pero otros comandantes podrían mantener el asedio, mi lugar está con mis ejércitos en la batalla! Entrégame la ciudad, y estaré de humor para hacer que te merezca la pena.</p> <p><i>Así que Gelimer logró salir vivo del palacio. Maldición. Un rumor menos</i>.</p> <p>Ash se planteó brevemente la posibilidad de preguntar: «¿está vivo mi marido Fernando?», pero pronto descartó la idea y la extraña punzada de pena que la acompañaba.</p> <p>¿Y siguen luchando en Flandes?</p> <p>—Yo hubiera apostado a que Gelimer consideraría que la campaña tendría que detenerse durante el invierno. La cruzada ha tenido éxito hasta el momento, puede esperar hasta primavera. Mientras tanto, Gelimer se asegura de que su elección pasa a ser definitiva. —Ash se frotó las frías manos—. Si la verdadera acción está en Flandes, Gelimer no te enviará órdenes. Eres el juguete de Leofrico y por el momento Gelimer no quiere que él quede en buen lugar.</p> <p>Se permitió un vistazo para comprobar cómo se tomaba la Faris su familiaridad con la política cartaginense.</p> <p>—Te equivocas. Nada interesa más a nuestro Rey-Califa que la muerte del duque y la caída de Borgoña. —Como si fueran hermanas, la mujer visigoda añadió:— Padre está enfermo, fue herido en el temblor de tierra. El primo Sisnando gobierna la Casa. Hablo con Sisnando mediante el gólem de piedra y me asegura que padre pronto estará bien.</p> <p>Ante la mención de la <i>machina rei militaris</i>, Ash sintió que se le helaba la nuca.</p> <p>—¿Todavía hablas con él? ¿Con el gólem de piedra?</p> <p>La Faris apartó la mirada.</p> <p>—¿Y por qué no debería?</p> <p>Algo en su tono hizo que Ash se quedara inmóvil y apenas respirara, tratando de captar hasta el más pequeño matiz.</p> <p>»Yo le indico al gólem de piedra cuál es la situación táctica, y Sisnando y el rey me dicen que siga aquí. Preferiría oírlo directamente de padre... —suspiró, frotándose los ojos—. Tiene que recuperarse pronto. Se tardan dos semanas o un mes para regresar en persona. No puedo abandonar este sitio.</p> <p>Abrió los ojos y su oscura mirada se enfrentó a la de Ash. Esta pensó: <i>hay algo diferente en ti</i>, pero no pudo especificar de qué se trataba.</p> <p>—Has oído las otras voces —dijo Ash, y hasta que se oyó pronunciar esas palabras no se dio cuenta de que tenían que ser ciertas—. ¡Has oído a las Máquinas Salvajes!</p> <p>—¡Tonterías!</p> <p>Durante un instante pareció como si la Faris fuera a ponerse en pie de un salto. La túnica cayó un poco más, revelando que la mujer vestía combinación con un cinto y una daga abrochada por encima a la buena de Dios, señales de un repentino despertar alarmado. Su mano descendió para acariciar la empuñadura del cuchillo curvo.</p> <p>La Faris lanzó una mirada hacia el gólem más próximo. La luz de la lámpara brillaba sobre sus rojizos miembros pétreos y su rostro sin ojos.</p> <p>—¿Las «Máquinas Salvajes...»?</p> <p>—Me dijeron que fray Bacon las llamaba así.</p> <p>—Que te dijeron... —la mujer se tropezó con sus propias palabras. Su voz adquirió más fuerza—. Yo... sí... oí lo que informó la <i>machina rei militaris</i> la noche de tu ataque sobre Cartago. Sin duda el temblor la desajustó: solo me habló de un mito o leyenda que alguien le había introducido. ¡Tonterías falseadas!</p> <p>Ash sintió que las palmas de las manos se le enfriaban y humedecían por el sudor.</p> <p>—Lo has oído. ¡Las has oído!</p> <p>—¡He oído al gólem de piedra!</p> <p>—Has oído algo que habla a través del gólem de piedra —dijo Ash, inclinándose con fuerza hacia delante—. Las obligué a contármelo porque no se lo estaban esperando; no podré volver a hacerlo. Pero las oíste decir lo que eran: <i>Ferae Natura Machinae</i>. Y las oíste decir lo que buscan.</p> <p>—¡Invenciones! ¡No son otra cosa que fantasías! —La Faris se revolvió en la silla, de modo que no volvió a mirar en dirección a Ash—. Sisnando me asegura que es una historia ficticia que algún esclavo debió de introducir en el gólem de piedra en algún momento, posiblemente se tratase de un esclavo resentido. Ha ejecutado a muchos esclavos como castigo. Un fallo temporal, nada más.</p> <p><i>Oh, Señor</i>. Ash volvió a estudiar a la mujer cartaginesa. <i>Y pensar que yo trataba de evitar pensar en esto</i>...</p> <p>—No puedes creértelo —dijo con dulzura—. Faris, donde había una voz, oí muchas. Tú también las escuchaste, ¿no es verdad?</p> <p>—No escuché. ¡No me dijeron nada! No las escucharé.</p> <p>—Faris...</p> <p>—¡No hay más máquinas!</p> <p>—Hay más voces que la del gólem de piedra...</p> <p>—¡No escucharé!</p> <p>—¿Qué les has preguntado?</p> <p>—Nada.</p> <p>Para un extraño (y Ash pensó de repente en ese hipotético extraño, tal vez porque se preguntaba si los esclavos o los guardias estarían escuchándolas detrás de las puertas) aquello parecería muy peculiar: dos mujeres con el mismo rostro, hablándose la una a la otra con la misma voz. Tuvo que tocarse las cicatrices para estar segura de ser ella misma, buscar el desvaído tono bronceado que enmascaraba los ojos de la mujer visigoda para comprender que no se trataba de la misma persona, que no estaba de nuevo en aquel lugar del niño muerto y el bosque de jabalís.</p> <p>—No me creo que no les hayas hablado —dijo Ash con rotundidad—. ¿Ni siquiera para descubrir qué son?</p> <p>Las mejillas de la otra mujer se sonrojaron levemente.</p> <p>—«Ellas» no existen. ¿Qué quieres de <i>mí, jund</i>?</p> <p>Ash se inclinó hacia el brasero.</p> <p>—Soy tu hermana bastarda.</p> <p>—¿Y eso qué significa?</p> <p>—No sé lo que significa. —Ash sonrió veloz, con pesar—. A un nivel pragmático, significa que oigo lo mismo que tú. He escuchado a las Máquinas Salvajes diciéndome lo que son. Y las he oído decir por qué han estado manipulando a la casa Leofrico durante los últimos doscientos años, tratando de engendrarte...</p> <p>—¡No!</p> <p>—Oh, sí. —La sonrisa de Ash centelleó—. Eres la hija de Gundobando.</p> <p>—¡No he oído nada de eso!</p> <p>—Tu... nuestro padre, Leofrico, ha sido utilizado. Todavía está siendo utilizado. —Ash se puso en pie. Lanzó una repentina mirada cauta hacia los gólems: permanecían inmóviles—. ¡Faris, en nombre de Cristo, eres la elegida! Has oído al gólem de piedra desde que naciste. Tienes que decirme qué has estado escuchando de las Máquinas Salvajes.</p> <p>—¡Nada! —La otra mujer también se levantó. Permaneció descalza sobre las pieles que cubrían los rugosos tablones de roble, con los ojos a la misma altura que los de Ash. Su cabeza se inclinó ligeramente a un lado, estudiándola—. Se trata de alguna fantasía de un esclavo descontento. ¿Cómo podría tratarse de otra cosa?</p> <p>—Esta no es tu guerra. No es la guerra de Leofrico. Ni siquiera es la puta guerra del Rey-Califa. —Ash le dio la espalda, recorriendo a un lado y a otro la cámara, entrando y saliendo de las zonas de luz delimitadas por la lámpara y el brasero—. Es la guerra de las Máquinas Salvajes. ¿Por qué? ¿Por qué, Faris, por qué?</p> <p>—¡No lo sé!</p> <p>—¡Pues entonces pregunta! —rugió Ash—. ¡Tal vez tú sí puedas obtener una respuesta!</p> <p>El gólem más próximo osciló sobre sus pies de piedra. Ash se quedó muy quieta y esperó hasta que aquel ser regresó a su estado de absoluta inmovilidad, como si tratara con un perro grande y feroz pero no demasiado inteligente.</p> <p>La mujer dijo:</p> <p>—Yo... oí voces. ¡Una sola vez! Y... es un error. ¡Leofrico lo corregirá en cuanto se encuentre bien!</p> <p>—Ya sabes lo que son, apuesto que incluso las has visto, en el desierto. Alderico las ha llamado «la bendición de Dios».</p> <p>—Estate quieta. —La general visigoda habló con una autoridad repentina pero inmensa. Un tanto indefensa, Ash dejó de caminar. Se sentía ahora en presencia de una mujer que había batallado una docena de campañas en Iberia antes de poner pie siquiera en la Cristiandad. Incluso sin arma ni armadura, aquella mujer no dejaba de ser una guerrera. La única grieta en su compostura provino de su mirada, vacilante e incongruente.</p> <p>»Míralo desde mi punto de <i>vista, jund —dijo</i> la Faris con serenidad. Su voz se estremeció—. Tengo tres ejércitos en el campo. Esa es mi prioridad. Eso me da trabajo suficiente todas las horas del día. No necesito preocuparme de un rumor. ¿Dónde estarían esas otras <i>machinae</i>? ¿Cómo es que no sabemos nada de ellas ni de los <i>amires</i> que debieron de construirlas?</p> <p>—Pero tú sabes que no es ningún rumor; tú oíste... —Ash se detuvo. <i>No me está escuchando. Sabe lo que oyó, pero no lo admitirá, ni siquiera para sí</i>.</p> <p><i>¿Debería contarle lo que sé?</i></p> <p>Un resplandor en la esquina de la cámara reveló otro maniquí, cubierto por un arnés blanco. Tratando de distraer la atención de la Faris, Ash se acercó a él. Alargó la mano y tocó el peto, deslizando los dedos hacia abajo sobre el faldar hasta la lámina inferior izquierda, y la correa recién ribeteada sobre la muslera de aquella armadura milanesa tan familiar.</p> <p>—¡Qué demonios! ¿Has estado acarreando esto contigo? ¿Hasta aquí desde Basilea? ¡Pero claro, supongo que también te encaja a ti!</p> <p>Ash recorrió con las yemas de los dedos su antigua armadura allí donde colgaba dispuesta sobre el maniquí, dando un fuerte tirón a la correa que unía el peto con el pancellar.</p> <p>—A las hebillas les vendría bien un pulido. Con todos estos putos esclavos pensé que podrías encargarte de ello.</p> <p>—Siéntate, mercenaria.</p> <p>Junto a ese recordatorio de su enemistad, a Ash le vino a la mente la cuestión del tiempo. No vio ningún reloj en la cámara, ni pudo divisar la luna a través de la puerta cubierta con tapices. <i>No lo sabré</i>, comprendió. <i>Cuando se monte todo el jaleo, no sabré si se trata de John Price lanzando su ataque o del resto de la compañía que ha sido atrapada en su camino de entrada a través de la surtida</i>.</p> <p>—Sabes que esto no guarda relación con los ejércitos —dijo Ash, girándose para enfrentarse a la visigoda—. Si así fuera, estarías luchando contra el Turco, no contra Borgoña. Sean lo que sean, quieran lo que quieran, el caso es que estas Máquinas Salvajes se están haciendo cada vez más fuertes. Debes de saber que han sido «ellas» las que han provocado la oscuridad, no la maldición de ningún jodido rabino. Y ahora se está extendiendo...</p> <p>La Faris sacudió la cabeza y su pelo suelto centelleó.</p> <p>—¡No te escucho!</p> <p>—¿Te llaman «la hija de Gundobando»?</p> <p>Unos ojos oscuros bajo unas cejas plateadas la contemplaron con una patente falta de afecto. La Faris dijo con tono mecánico:</p> <p>—Nada me habla salvo la máquina táctica. Todo lo demás son historias, leyendas que alguien introdujo en el gólem. Nada más me habla.</p> <p><i>No me está viendo</i>, pensó Ash. <i>Ni siquiera está hablando conmigo</i>.</p> <p>¿Era eso lo que le había contado a Leofrico el día que sucedió todo?</p> <p>La comprensión fue súbita pero absoluta. Ash se imaginó tanto las primeras preguntas tentativas de la mujer a su padre adoptivo como las inmediatas y nerviosas respuestas del lord-<i>amir</i>. Y ahora la negación de la realidad.</p> <p>Pero, ¿cuánto tiempo llevaba enfermo Leofrico? ¿Desde el terremoto, dos meses atrás? ¡Cristo! ¿De verdad había sido herido en el temblor de tierra o había algo más...? ¿Y quién es ese primo, Sisnando? ¿Cuánto sabe? Respecto a las Máquinas Salvajes, respecto a todo esto... ¿Hasta qué punto está enfermo Leofrico?</p> <p>—Entonces, ¿qué es lo que ha dicho «padre» de todo esto? —preguntó Ash con ironía.</p> <p>La otra mujer alzó la mirada.</p> <p>—No pienso molestarlo con tales bobadas hasta que se recupere por completo.</p> <p>Consciente de estar pisando terreno poco firme, Ash se limitó a observar a la mujer, sin decir nada.</p> <p><i>¿Acaso las Máquinas Salvajes ya han hablado a través de la machina y han obligado a la casa Leofrico a poner guardia a su alrededor? ¿Puedo preguntarle eso?</i></p> <p><i>No. No voy a conseguir nada de esta mujer. Le pregunte lo que le pregunte, el caso es que no quiere enterarse. Ha decidido desconectar hasta el final</i>.</p> <p><i>Y además, no sé lo que les repetiría a través del gólem de piedra</i>.</p> <p>La Faris se recostó en su silla. La luz anaranjada de las lámparas de aceite dibujó sus cejas, su mejilla, su barbilla y su hombro. Se pasó una mano por la cara. Parte de su cansancio desapareció, y con él, curiosamente, también parte de su autoridad. Contempló a Ash, con expresión en extremo indecisa.</p> <p>—¿Tienes a tu confesor cerca? —dijo de pronto la Faris, rompiendo el silencio.</p> <p>Ash soltó una risa sorprendida.</p> <p>—¿Mi confesor? ¿Vas a hacer que me ejecuten? ¿No es un poco exagerado?</p> <p>—Tu sacerdote, ese tal Gottfried, Geoffroi...</p> <p>—¿Godfrey? —Asombrada, Ash dijo:— Godfrey Maximillian está muerto. Murió tratando de huir de Cartago.</p> <p>La Faris pasó los brazos por el respaldo de la silla, y apoyó su peso sobre ella. Ash la vio estudiar el techo de planchas y tierra, como si las respuestas se encontraran en alguno de sus rincones, hasta que volvió a bajar la mirada y se topó con la suya.</p> <p>—Tengo... tengo preguntas que me hubiera gustado consultar con un sacerdote franco.</p> <p>—Pues tendrás que probar con otro. No pueden estar mucho más muertos que Godfrey cuando lo vi por última vez —dijo Ash con grosería.</p> <p>—¿Estás segura?</p> <p>Un escalofrío que nada tenía que ver con el invierno le revolvió las entrañas.</p> <p>—¿Qué supone para ti un sacerdote? ¿Cuándo llegaste a conocer a Godfrey Maximillian?</p> <p>La Faris miró a lo lejos.</p> <p>—Nunca nos conocimos. Oí su nombre en Basilea, en referencia al sacerdote de vuestra compañía.</p> <p>Aguijoneada, impulsiva, Ash soltó:</p> <p>—¿Reconocerías su voz?</p> <p>La tonalidad de la faz de la mujer experimentó una sutil alteración. Ahora daba la impresión de que no se encontrara bien.</p> <p>—Eres la única persona aparte de mí —dijo la Faris de repente—. Tú le oyes. Tú y yo, ambas. ¿De qué otro modo puedo saber que no me he vuelto loca de una insolación?</p> <p>—¿... porque oímos lo mismo? —dijo Ash.</p> <p>No fue más que un susurro:</p> <p>—Sí.</p> <p>Armadura, gólems, el campamento visigodo de ahí fuera: todo estaba olvidado. No existía nada más que la comprensión: <i>ahora no está hablando de las Máquinas Salvajes</i>.</p> <p>Un sudor frío humedeció las palmas de las manos de Ash. Con la boca seca, preguntó:</p> <p>—¿Qué oyes tú, Faris?</p> <p>—Oigo a un sacerdote herético que insiste en que debería traicionar mi religión y a mi Rey-Califa. Oigo a un sacerdote herético diciéndome que no debo confiar en mi <i>machina rei militaris</i>...</p> <p>Con esa última palabra, pronunciada una octava más aguda, se interrumpió.</p> <p>Casi con un susurro, la Faris terminó diciendo:</p> <p>—Oigo grandes voces que atormentan un alma herética.</p> <p>Ash, conteniendo la respiración, soltó aire poco a poco y en silencio por la nariz. Las lámparas perfumadas de los gólems hacían que la atmósfera resultase pesada, tanto fría como agobiante. Consciente de que una palabra o gesto equivocado podrían destruirlo todo, dijo con serenidad:</p> <p>—Un «sacerdote herético»... sí, eso es; tiene que serlo. Godfrey Maximillian. Yo... yo también le he oído.</p> <p>Con aquello llegó la comprensión. Durante un instante olvidó dónde se encontraba, regresó a la tienda de mando, a su sueño de jabalís y nieve caída, oyendo una voz.</p> <p>En verdad se trata de él. Godfrey, Godfrey muerto. ¡Si ella también le oye, tiene que ser cierto!</p> <p>Se llevó el dorso de la mano a los ojos, uno primero y después el otro, para apartarse las lágrimas. De repente, al recordar quién era la mujer que tenía delante, añadió:</p> <p>—Y las «grandes voces» que oyes son las Máquinas Salvajes.</p> <p>—¿Un hereje muerto y antiguas mentes mecánicas? —Por el rostro inmaculado de la Faris cruzó una expresión de humor sarcástico seguida de miedo y compasión, todo en un segundo—. Y también me dirás que ya no puedo confiar en el gólem de piedra para ganar las batallas. Ash, ¿qué más te interesaría decirme? Estás luchando del lado de los borgoñones.</p> <p>—Y si me pagaras para luchar en el mismo bando que tus hombres —dijo Ash con firmeza— te diría exactamente lo mismo.</p> <p>—¡No confiaré en un enemigo!</p> <p>—¿Y vas a confiar en el gólem de piedra, después de todo esto?</p> <p>—¡Estate quieta!</p> <p>La luz vacilante de las lámparas de aceite se vio reflejada en la armadura, en la malla, en los miembros de piedra roja del gólem. <i>Godfrey</i>, pensó Ash, aturdida. <i>Pero, ¿cómo?</i></p> <p>—Podría contratar a tus hombres —dijo la Faris distraída—, pero no para combatir bajo tus órdenes: te necesito en otro lugar. Padre te quiere —añadió—. Me lo dijo antes de ponerse enfermo. Sisnando me ha contado que todavía sigue requiriendo tu presencia.</p> <p><i>¡Oh, mierda, apuesto a que sí!</i></p> <p>—Tu «padre» Leofrico quiere diseccionarme para comprender cómo funcionas tú. —Ash alzó la mirada para descubrir una expresión de desconcierto en el rostro de la mujer—. ¿No lo sabías? ¡Y es muy posible que ahora lo necesite incluso más! Si tú y yo podemos oír a un hombre que está muerto...</p> <p>Una voz en el exterior bramó:</p> <p>—¡A las armas!</p> <p><i>¡Oh, Christus, ahora no! ¡Qué mal momento para una interrupción!</i> Un puño golpeó la puerta exterior del edificio de mando. Ash oyó unos gritos, pero no apartó su mirada de la cara de la visigoda.</p> <p>—Tal vez —dijo Ash— no son solo Leofrico y ese tal Sisnando los que quieren tenerme en Cartago. ¿Realmente sabes quién te está dando órdenes, Faris?</p> <p>—¡A las armas! —repitió de nuevo una voz masculina, junto a la puerta de la cámara.</p> <p>La Faris giró en redondo, rompiendo el contacto visual con Ash y dirigiéndose a la puerta para retirar las cortinas antes de que un esclavo pudiera hacerlo.</p> <p>—Dame un informe preciso, <i>'arif</i> —restalló.</p> <p>El hombre de armas, con la insignia de <i>'arif</i> sobre su librea, respiraba con dificultad.</p> <p>—¡Están atacando el campamento...!</p> <p>—¿Qué perímetro?</p> <p>—El del sudoeste, o eso creo, <i>al-sayyid<a data-bs-toggle="modal" data-bs-target="#notesModal" type="note" href="#nota16">[16]</a></i>.</p> <p>—Ah, entonces se tratará de una diversión. Consígueme al <i>qa'id</i> del campamento de ingenieros, pero primero envía un mensaje para alertar al <i>qa'id</i> del campamento oriental. Tráeme aquí al 'arif Alderico y a sus tropas, de inmediato. ¡Esclavos, vestidme!</p> <p>Regresó de golpe al cuarto rozando al pasar a Ash, que tuvo que dar un paso atrás para mantener el equilibrio. Mientras trastabillaba tuvo tiempo de pensar: <i>¿también yo tengo ese aspecto cuando me meto en faena?</i></p> <p>—No te voy a enviar de vuelta a Cartago, no todavía. Padre tendrá que esperar. Necesito la ciudad. Te voy a enviar de vuelta a Dijon, <i>jund</i>. —La Faris apartó la mirada de sus ropas dispuestas sobre la cama, esbozando una breve y sorprendente sonrisa—. Con una escolta. Solo por si te tienden una emboscada en el camino.</p> <p>De regreso a Dijon. ¡Dentro de Dijon!</p> <p>Un puñado de esclavos pasaron junto a Ash, y dos o tres de ellos mostraron sorpresa y reconocimiento al verla. Comenzaron a despojar de túnica y combinación a la general visigoda y, una vez desnuda, a vestirla por completo.</p> <p>—¿Me vas a proporcionar una «escolta»?</p> <p>—Ahora mismo donde resultas crucial para mí es en Dijon. ¡Necesito tomar la ciudad! Volveremos a hablar, sobre esas... Máquinas Salvajes. Y sobre tu sacerdote muerto. Más adelante.</p> <p>Ash sacudió la cabeza, farfullando indignada entre la frustración y la ira.</p> <p>—No. Ahora, Faris. ¡Sabes cómo es la guerra! No dejes algo de lado porque creas que puedes hacerlo mañana.</p> <p>El otro <i>'arif</i> entró de nuevo a la carrera.</p> <p>—¡Ahora están atacando el perímetro oriental, <i>al-sayyid</i>!</p> <p>Ash abrió la boca y estuvo a punto de decir, en voz alta e incrédula «¿cómo que dos ataques?». Pero volvió a cerrarla de inmediato.</p> <p>—Y ese será el verdadero ataque. ¡Llama a las armas a tus hombres! ¿Eras una distracción, para permitir estas salidas desde la ciudad? ¡Bueno, aún puedes lograr tu premio!</p> <p>Sin esperar confirmación, y aún con una sonrisa cruel ocultando su inmensa fatiga, la mujer visigoda levantó los brazos y los esclavos le pasaron por la cabeza la loriga de malla. Movió las manos, el tronco y el cuello hasta que la malla descendió por su cuerpo.</p> <p><i>¡Necesito pasar otra hora con ella!</i>, pensó Ash frustrada. <i>Está dispuesta a hablar, lo noto</i>...</p> <p>Mientras un niño ataba con herretes la cintura de la loriga a su cinto, la Faris prosiguió diciendo:</p> <p>—Alderico te conducirá hasta las puertas una vez hayamos contenido estos ataques. Hablaremos de nuevo..., hermana.</p> <p>Anonadada por la rapidez con la que ocurrió todo, Ash se encontró dando tumbos por el exterior, descendiendo los escalones que conducían al campamento bañado por la luna e inmersa en un jaleo de faroles, de hombres corriendo con lanzas y arcos recurvados, <i>nazires</i> ladrando ordenes roncas, y en definitiva la confusión ordenada que uno desearía encontrarse en un campamento sorprendido por un ataque nocturno. Para cuando pudo volver a ponerse el casco y recuperar su visión nocturna, estaba siendo conducida entre dos de los hombres del <i>'arif</i> Alderico cuyas botas tintineaban sobre la tierra congelada, en dirección a la gran mole oscura de los muros de la ciudad de Dijon.</p> <p><i>¡No puede sacárseme de encima de esta manera! ¡No sin respuestas...!</i></p> <p style="text-align: center; font-size: 110%; text-indent: 0em; margin-top: 1.5em; margin-bottom: 1.5em; ">★ ★ ★</p> <p>Las antorchas se movían más allá de la improvisada zona de contención. A Ash se le entumecían los pies dentro de las botas. De algún punto al este llegó el sonido de las hojas de acero chocando entre sí.</p> <p><i>¿Dos ataques? Uno tiene que ser el mío. Me pregunto si Robert habrá enviado por su cuenta una fuerza por la surtida. Sería propio de él, duplicar la confusión</i>.</p> <p>—Conque «apresuraos y esperad» —recalcó en dirección al <i>nazir</i> de Alderico, un pequeño hombre enjuto con una malla bastante deteriorada. Este no respondió nada, pero le dedicó una breve sonrisa. <i>En este ejército las cosas son iguales</i>.</p> <p>Tras una espera interminable, los sonidos de combate se extinguieron. Después nada, salvo antorchas que se movían por el campamento visigodo, legionarios de guardia que gritaban de frustración y caballos de guerra que relinchaban desde sus reatas. Se planteó preguntar si también habían despertado a los cocineros, pero decidió no hacerlo y acabó quedándose medio dormida de pie, cuando ya la duración de aquella espera se tornaba difusa en su mente.</p> <p>—<i>¡Nazir!</i> —El <i>'arif</i> Alderico se adentró a zancadas en el círculo de antorchas, asintió bruscamente en dirección a sus hombres y todos avanzaron, con Ash en medio de los ocho. El frío obligó a su cerebro casi dormido a recuperar el estado de alerta.</p> <p>Trastabilló mientras descendían trincheras y atravesaban empalizadas, y el olor a tierra y pólvora le llenó las fosas nasales. Después salieron de nuevo a espacio abierto, superada la última de las barreras defensivas. Delante, más allá de una amplia extensión de terreno despejado y castigado, ya habían comenzado a brillar las antorchas sobre las vallas que sobresalían de las almenas, por encima de la puerta noreste.</p> <p>—Que tengas suerte —dijo el <i>'arif con</i> rapidez. Ash echó un vistazo al rostro de Alderico y vio el último atisbo de amabilidad, provocada por el sentimiento de culpa.</p> <p>Él y sus hombres desaparecieron de regreso hacia las trincheras, la oscuridad y las llamas.</p> <p>—¡Maldita sea! —insistió Ash hablando con el frío aire.</p> <p><i>Me ha dejado ir. Sí, claro, porque puede. Me ha enviado a una ciudad asediada. Porque quiere que traicione a Dijon. No cree que pueda ir a ninguna parte. Y piensa que puede entregarme a Leofrico en cualquier momento</i>...</p> <p>—¡Zorra!</p> <p>Ash se detuvo en seco sobre aquel castigado terreno irregular lleno de surcos, cubierta de barro hasta los tobillos. El viento gélido consiguió que de sus ojos manaran lágrimas que recorrían sus mejillas ateridas y llenas de cicatrices. A través del casco acolchado pudo escuchar el río que fluía por algún lugar a su derecha: las aguas aún no se habían congelado. Más cerca, bailando ante sus ojos, vio las escarpadas y altas murallas y las luces que tenía delante, por encima de la puerta noreste de Dijon.</p> <p>—Oh, esa bruja. Ya tenía mi armadura. ¡Y ahora también se ha quedado con mi maldita espada!</p> <p>Una voz nerviosa llegó desde el parapeto situado por encima del rastrillo y de las puertas:</p> <p>—Sargento, ahí fuera hay alguien riéndose.</p> <p>Ash se frotó los ojos. <i>Mierda, ya deberían haber tenido noticias sobre mí. ¡Buen momento para caer ante fuego amigo!</i></p> <p>—Alguna fulana loca de los caratrapos —comentó una segunda voz invisible, también masculina—. ¿Vas a ir ahí abajo a echarle un polvo?</p> <p>—¡Ah de la muralla! —Avanzó a pie, a buen paso, hasta quedar dentro del círculo de luz que emitían los faroles, sin perder de vista a los hombres crispados y listos para el combate que se alineaban sobre el parapeto del portalón que tenía encima. Tropezó. Bajo aquella escasa luz, las libreas resultaban difíciles de distinguir.</p> <p>—¿De quién sois hombres? —dijo con un grito.</p> <p>—¡De de la Marche! —ladró una voz ronca por la cerveza, de manera arrogante.</p> <p>—¿Y quién cojones eres tú? —exigió saber otra voz anónima.</p> <p>Ash miró los arcos, las alabardas y a un hombre en armadura con una guja.</p> <p>—Por el Cristo Verde, no me disparéis ahora —dijo insegura—. ¡No después de lo que acabo de superar! Avisad a vuestro jefe, querrá verme.</p> <p>Hubo un momento de silencio, pues se quedaron mudos de puro asombro.</p> <p>—¿Que tú... qué?</p> <p>—He dicho que vayáis a avisar a vuestro jefe, de la Marche, que querrá verme. Seguro que sí. ¡Así que abrid la puerta!</p> <p>Uno de los hombres de armas borgoñones resopló.</p> <p>—¡Zorra descarada!</p> <p>—¿Qué pasa aquí?</p> <p>—No puedo verlo, señor, no con la capa. Es una mujer, señor.</p> <p>Aún sonriendo, Ash se apartó la capa de los hombros.</p> <p>Sobre su brigantina, de un color amarillo sucio pero perfectamente distinguible, la librea del León Azur brilló bajo la luz de las antorchas.</p> <p>Un puñado de hombres de armas borgoñones, con las espadas desenvainadas, le hicieron atravesar un postigo del tamaño de un hombre insertado en los grandes portalones de Dijon, hasta que se encontró dentro de la oscuridad, entre ecos de mampostería y el olor de sudor, mierda y antorchas de brea consumidas hasta el tuétano.</p> <p><i>¡Estoy dentro! ¡Estoy dentro de los muros!</i></p> <p>El alivio por alcanzar tal seguridad hizo que durante un momento fuera sorda a las voces de hombres y oficiales.</p> <p>—¡Podría ser una espía! —gritó un alabardero muy excitado.</p> <p>—¿Una mujer vestida como un hombre? ¡Zorra!</p> <p>Un jefe de lanza tartamudeó:</p> <p>—No, el agosto pasado la v...vi en compañía del conde inglés...</p> <p>Ash parpadeó al acostumbrarse de manera gradual a la luz de las antorchas del largo túnel de las puertas y al débil resplandor de luz (¿el amanecer o más antorchas?) que provenía del arco de salida.</p> <p><i>Y estoy cuerda. O</i>, pensó con una sonrisa oculta por casco y capucha, <i>en todo caso tan cuerda como la Faris, lo cual quizás no sea decir mucho</i>.</p> <p>Su sonrisa desapareció.</p> <p>Y realmente se trata de Godfrey... Dios santo, ¿cómo es posible? Ash regresó al presente. Alzando la voz, dijo:</p> <p>—¡Tengo que encontrar a mis hombres...!</p> <p><i>Yo estoy dentro. ¿Lo estarán ellos también? ¡Mierda!</i></p> <p><i>Y, si estamos dentro, ¿cómo demonios voy a conseguir que volvamos a salir?</i></p> <p style="page-break-before: always; line-height: 0%"> </p> <title style="margin-bottom: 2em; page-break-before: avoid; margin-top: 15%"> <p>Capítulo 6</p></h3> <p>Las primeras luces del día le mostraron la devastación, la fragmentada tierra de nadie que se extendía doscientos metros a lo ancho desde la puerta noroeste hacia el interior de la ciudad, y a cada lado hasta tan lejos como alcanzaba la vista. El alba reveló montones de escombros del tamaño de un hombre, las vigas rotas de casas y tiendas destruidas por las bombardas, adoquines arrasados, paja quemada y una sola pared que aún aguantaba tambaleante.</p> <p>Ash avanzó dando traspiés entre los soldados borgoñones, con el viento frío entumeciendo sus mejillas. Echó un vistazo a la heráldica y los rostros: resultaba evidente que eran las tropas de Olivier de la Marche y, por lo tanto, hombres leales a Carlos de Borgoña.</p> <p><i>Estuvimos con ellos en Auxonne, se supondrán que todavía seguimos contratados a su lado. O tal vez simplemente seamos una perspectiva mejor que si hubiéramos vendido Dijon a los visigodos y nos dirigiéramos al este hacia el sultán y sus ejércitos. Los mercenarios siempre son bienvenidos</i>.</p> <p><i>Si no estamos todos muertos ahí fuera</i>.</p> <p>El estruendo convulsionó el aire.</p> <p>Por encima de sus cabezas, en la fría y difusa luz que precede al alba, las campanas de Dijon comenzaron de pronto a repicar. Iglesia tras iglesia, san Filiberto y <i>Notre Dame</i>; el ruido recorría la calle donde ella se encontraba. En la abadía y el monasterio, ambos dentro de los muros de la ciudad, todas las grandes campanas repicaban alto y bajo, estridentes y claras, ahuyentando a los pájaros de los tejados y despertando a los ciudadanos en sus hogares. Las campanas de Dijon clamaban en la mañana con un aluvión de alegría.</p> <p>—¿Qué cojones...? —gritó Ash.</p> <p>Los oficiales borgoñones se replegaban. Alcanzó a ver a Thomas Rochester abriéndose paso a empujones a través del gentío (¡Christus, <i>la primera cara familiar en horas!</i>), magullado, pero no herido de gravedad, a salvo en la ciudad junto a una escolta de hombres de armas de la compañía bajo el vapuleado estandarte del León. Al verla le hizo un gesto, y uno de los hombres de armas desenrolló y alzó su bandera personal al lado del estandarte.</p> <p>—¿Dónde demonios te has metido? —bramó Ash.</p> <p>El moreno inglés gritó algo, inaudible por culpa del ruido de las calles de Dijon. Esforzándose por acercarse, hombro con hombro, él bajó la boca hasta quedar a la altura de su oído y ella se subió con el dedo un lateral del bacinete para poder oírle:</p> <p>—¡... entramos! ¡Trajeron a nado cuerdas para servir de pasarela en la puerta sur! ¿Cuándo han minado el puente?</p> <p>De repente el olor a polvo veraniego cobró fuerza en su memoria. Recordó cuando entró a caballo en Dijon por ese puente, al lado de John de Vere, conde de Oxford. Cuando entró en una ciudad blanca y alegre.</p> <p>Floria del Guiz apareció vociferando detrás de Rochester, y Ash se vio obligada a leerle los labios pues no podía escucharla por encima de las campanadas y los gritos.</p> <p>—¡Hay noticias! ¡Pensé que nunca te encontraríamos!</p> <p>—¿Dónde está Robert? ¿Qué noticias?</p> <p>La mujer sonrió. Tal vez dijera: «¡a veces pareces lerda!».</p> <p>Numerosas voces chillaban en las ventanas por encima de la cabeza de Ash. Alzó la mirada, escuchando. La tierra seguía más oscura que el cielo, cada vez más luminoso, y un cuerpo chocó contra ella y la arrojó contra Thomas Rochester. Ash recuperó el equilibrio y devolvió el empujón a un hombre fornido que se tambaleaba junto a la madera achicharrada de la puerta de su casa, con una mujer gorda hurgando en su hombro y atándole las agujetas, y dos niños pequeños aullando junto a sus pies.</p> <p>—¡Por las lágrimas de Cristo!</p> <p>Extrañada, Ash hizo una señal al portaestandarte, tratando de retroceder por aquellas calles adoquinadas machacadas por los trabuquetes. Entre las familiares siluetas militares de la multitud (jubones de cintura prieta, calzas, puntas de alabardas y bacinetes) había civiles que se sujetaban las togas y se enfundaban sus altos sombreros de fieltro, cada vecino gritando al otro, todo preguntas, todo incógnitas.</p> <p>—¡Localizadme a Robert! —ordenó Ash a Thomas Rochester, con el tono agudo del campo de batalla. El inglés asintió e hizo una señal a los hombres de armas.</p> <p>Ahora los cuerpos se apretaban contra Ash por todos lados. Sus respiraciones aclaraban el aire y el olor a sudor antiguo y a polvo le saturó la nariz. Dio empujones. <i>¡En vano!</i>, pensó. No había posibilidad de avanzar sin recurrir a la fuerza. Rochester miró hacia atrás en su dirección y se alzó de hombros, en medio de aquella marea humana. Ella sacudió la cabeza hacia él con tristeza, casi dejándose llevar por el caos y aún mareada por la seguridad implícita que proporcionaban las altas murallas de la ciudad.</p> <p>La prensa de cuerpos se comprimía a su alrededor y la estrecha callejuela escupía gente hacia la tierra de nadie de calles demolidas y casas quemadas. No todos eran civiles, constató Ash: hombres con la librea borgoñona y cota de mallas y coraza, o con los camisotes de arquero, también corrían a través del terreno bombardeado hacia la puerta noroeste y las murallas de la ciudad. La presión del gentío comenzó a empujarla inexorablemente en esa dirección.</p> <p>—¡De acuerdo, chicos! ¡Escuchad! Será mejor que descubramos a qué se debe todo este jaleo...</p> <p>El malestar por los esfuerzos de la noche y la falta de sueño le nublaron la mente. Pasó un minuto antes de que se diera cuenta de que sus pies y los de su escolta golpeaban los escalones de piedra que ascendían hasta las murallas tras la estela de hombres armados, todavía ensordecidos por las campanas.</p> <p>¿Es aquí...?</p> <p>De manera instintiva bajó la mirada hacia el vuelo de peldaños de piedra, buscando una casa con un matorral colgando para indicar que se trataba de una posada. <i>¿Es aquí donde Godfrey acudió a mí, sobre los muros de Dijon, y me dijo que me quería?</i></p> <p>No había edificios intactos por allí. Todo lo que se encontraba al pie de los muros era un amasijo de vigas, trozos de yeso, tejas amontonadas y muebles abandonados. Las piedras estaban ennegrecidas por el fuego.</p> <p><i>No, debió de ser en una zona situada más abajo, en la muralla occidental. Recuerdo que miré hacia el puente del sur</i>... Una alegría amarga la hizo sonreír. No fueron sino el cinismo y la adrenalina los que la impulsaron a continuar:... <i>El mismo día que vi a Fernando en el palacio del duque, ¿no es así? ¿O fue el día que dimos una paliza a la tía de Florian? ¡Cristo!</i></p> <p>Se abrió paso entre un sacerdote, un curtidor y una monja, tratando de avanzar hacia las almenas, donde los soldados se asomaban bajo los matacanes<a data-bs-toggle="modal" data-bs-target="#notesModal" type="note" href="#nota17">[17]</a>de madera y gritaban desde el muro septentrional de la ciudad.</p> <p>Junto a su codo, un monje vestido con túnica verde aulló:</p> <p>—¡Es un milagro! ¡Hemos rezado por ello y nos ha sido concedido! <i>¡Deo gratias!</i></p> <p>Ash gritó, tanto hacia Rochester como a Floria del Guiz:</p> <p>—¿Qué cojones está pasando?</p> <p style="text-align: center; font-size: 110%; text-indent: 0em; margin-top: 1.5em; margin-bottom: 1.5em; ">★ ★ ★</p> <p>Primas<a data-bs-toggle="modal" data-bs-target="#notesModal" type="note" href="#nota18">[18]</a>, mañana del 15 de noviembre de 1476: Ash saboreó en su boca el toque gélido del invierno, transportado por el viento que soplaba del nordeste. Tuvo tiempo de fijarse en las hirvientes columnas humanas que corrían hacia las murallas. Acostumbrada a estimar cantidades en el campo de batalla, pensó: <i>casi dos mil hombres, mujeres y niños</i>. Se inclinó hacia una tronera y apoyó la mano sobre los muros situados por encima de la puerta noroeste de Dijon, sintiendo la protección que proporcionaban.</p> <p>Ahuecó el guantelete para protegerse los ojos del sol que salía por su derecha y trató de descifrar lo que gritaba la gente de manera rítmica. La escena que surgió ante ella apartó aquello de un plumazo de sus pensamientos.</p> <p>Una «ciudad» aún mayor rodeaba los muros de Dijon: la formada por el campamento de los asediadores visigodos. Resultaba perfectamente visible bajo la luz diurna, y Ash pudo ver que tenía sus propias calles y áreas de reunión, sus propios barracones con techo de hierba y sus capillas arrianas y mercados militares. Dos meses habían bastado para hacer que aquello pareciera sobrecogedoramente firme y permanente. Línea tras línea de tiendas blanqueadas y desgastadas por el clima se alejaban en la distancia, teñida con una bruma pálida. Cubrían todo el terreno que se extendía entre Dijon y los bosques del norte.</p> <p>El aire frío provocó que le lloraran los ojos. Paseó la mirada a lo largo del campamento visigodo: paveses, refugios, parques vallados para las máquinas de asedio, zapas y trincheras que serpenteaban hacia las murallas de la ciudad... y miles y miles de hombres armados.</p> <p><i>¡Jesús, y ahora estamos dentro! ¡Qué he hecho!</i></p> <p>Inclinándose para mirar hacia el oeste, divisó los restos humeantes de enormes paveses de madera que habían protegido al menos cuatro enormes bombardas. Los cañones parecían intactos, y sus lejanas dotaciones comenzaron a salir fuera de sus chozas y a inyectar más vida a las fogatas.</p> <p>La escarcha perfilaba cada hoja de hierba. Entre las decenas de maganeles, balistas, trabuquetes y cañones, todos intactos, vio algunas zonas de hierba ennegrecida y telas desmoronadas. Esclavos de pelo blanco despejaban los restos sin mucho entusiasmo, con dedos fríos y lentos. Ash pudo oír cómo les gritaban los <i>nazires</i>. Sus voces llegaban claras a lomos del gélido aire.</p> <p>Al mirar hacia el este no vio ningún signo de ataque por esa zona, ni siquiera tiendas quemadas.</p> <p><i>Dos ataques ni siquiera les han hecho una muesca</i>.</p> <p>Se inclinó hacia delante, notando que sus hombres se apelotonaban detrás de ella, y trasladó su mirada hacia el norte. Los hombres resultan diminutos a trescientos o cuatrocientos metros de distancia, detrás de las trincheras y más allá del alcance de arcos y arcabuces, pero la librea sigue siendo visible. Ash no logró distinguir en ninguno de ellos la librea de la cabeza parlante de la Faris. Las lágrimas provocadas por el viento hacían que los bordes de los pabellones y los colores de los banderines resultaran borrosos. Sacudió la cabeza y miró aún más lejos.</p> <p>—¡Jesucristo de mis pelotas, son miles!</p> <p>A lo largo de las reatas de la caballería visigoda, los hombres que alimentaban a los animales se detuvieron al oír el repentino ruido que surgía de Dijon. El sol de la mañana, aún muy bajo, brilló sobre las puntas de las lanzas cartaginesas y los yelmos de los soldados, sobre el perímetro del campamento. El sonido de las órdenes ladradas llegaba límpido al aire libre. En dirección al puente occidental, medio oculto por los paveses, los hombres corrían para alimentar los cañones. Una voluta de humo blanco surgió de la boca de un mortero, y unos segundos más tarde se oyó el estampido del disparo.</p> <p>Orondos cuervos se alejaron volando de los muladares del campamento.</p> <p>—¡Buenos días también a vosotros, caratrapos! —gritó Rochester detrás de Ash, de perfil contra el amarillento cielo del este.</p> <p>Ash miró por el rabillo del ojo, ladeando bruscamente la cabeza, pero no pudo ver dónde caía el disparo de mortero. Pasó por encima de sus cabezas e impactó en algún punto de las consumidas calles de Dijon, detrás de ella.</p> <p>Otro estallido sordo la obligó a volver la cabeza.</p> <p>Diez metros por debajo del parapeto, la multitud de hombres se plegó sobre sí misma: un remolino de figuras con togas abrochadas y capirones. Una voz lanzó un grito agudo de terrible agonía, pero el constante aullido de la multitud alineada a lo largo de los muros ahogó su ruido.</p> <p><i>Mierda, hay toda una legión ahí fuera. Oh, mierda</i>...</p> <p>No es de extrañar que la Faris piense que una «traición» le ahorraría tiempo.</p> <p>Un hombre de armas con la librea del León se inclinaba de manera peligrosa por debajo de las vallas mientras gritaba en dirección a las tiendas resplandecientes de escarcha de los visigodos, a cuatrocientos metros de las murallas, escupiendo saliva por la boca:</p> <p>—¡Vuestra ciudad está jodida! ¡Vuestro califa muerto! ¿Qué os parece eso, hijos de puta?</p> <p>Un gran grito de alegría surgió de las murallas de Dijon. Junto a Rochester y el portaestandarte, Ash se acercó. El hombre de armas, un pelirrojo al que ella recordaba como uno de los hombres de Ned Mowlett, casi pierde el equilibrio sobre el puntal de la valla en la que se apoyaba. Un compañero tiró de él hacia atrás.</p> <p>—¡Pearson! —Ash le dio un golpecito en los hombros acorazados y tiró de él para mirar al fin a uno de los hombres que se habían quedado en Dijon: sucio de barro, el pelo lacio y una cicatriz en proceso de curación que le atravesaba una ceja.</p> <p>—¡Jefa! —gritó Pearson, sudoroso, sorprendido, feliz, enajenado—. Esos cabrones están acabados, ¿verdad, jefa?</p> <p>Su librea oro y azul estaba intacta, y lucía el emblema del León Pasante Guardante<a data-bs-toggle="modal" data-bs-target="#notesModal" type="note" href="#nota19">[19]</a>azur de Ash, al que Robert Anselm no había añadido ni quitado nada. La mercenaria se limitó a darle otra palmada en el hombro.</p> <p>Un segundo sacerdote gritó:</p> <p>—<i>¡Deo gratias</i>, los visigodos y sus demonios de piedra han sido derribados!</p> <p>Dos metros más allá, un hombre de armas borgoñón aulló hacia abajo:</p> <p>—¡Ni siquiera hemos necesitado ir hasta allí! ¡Estáis lejos de vuestra ciudad, y nuestros muros resisten! ¡Ni siquiera hemos tenido que ir hasta Cartago para que ahora esté jodida y arrasada!</p> <p>Alguien situado a cierta distancia, hacia el muro norte, hizo sonar salvajemente un cuerno de heraldo. Más hombres de armas se añadieron a la multitud, soldados sin afeitar y con la librea del León que se abrían paso a través de la muchedumbre hacia los colores azul y dorado, rígidos por el frío, del León Afrontado de la bandera personal de Ash. Tras ellos, hombres de ricas túnicas con el sueño aún en el rostro (sargentos con varas, alguaciles y burgueses) realizaban vanos intentos de despejar el parapeto. De nuevo resonó el estampido profundo y sordo del fuego de mortero: dos disparos, cinco, y después una lenta sucesión errática de explosiones.</p> <p>Los soldados, empezando por los hombres de la Compañía del León que se apelotonaban alrededor de Ash, se asomaron por los matacanes y comenzaron a cantar:</p> <p>—¡Cartago ha caído! ¡Cartago ha caído! ¡Cartago ha caído!</p> <p>—¡Pero no... —<i>¡no fue en absoluto así!</i>, protestó Ash mentalmente. Un arquero de la compañía, uno de los hombres de Euen Huw, bramó:</p> <p>—¡Vuestro Califa está muerto y vuestra ciudad arrasada!</p> <p>—Pero fue un terremoto...</p> <p>Floria del Guiz le gritó al oído:</p> <p>—¡Ya lo saben!</p> <p>A pesar del peligro de convertirse en objetivos expuestos, Ash no pudo dejar de sonreír al comprobar cómo crecía el sonido, un cántico <i>grave</i> formado por los gritos de voces masculinas y lo bastante fuerte como para alcanzar las líneas enemigas e incluso más allá. Ash volvió el rostro contra la brisa matutina y dirigió su sonrisa hacia los visigodos, que comenzaban a reunirse en mayor número a lo largo del frente, murmurando y formando grupos.</p> <p>—¡Cuidado con los trabuquetes! —Thomas Rochester la tocó en el brazo y señaló en dirección al oeste, más allá del río Suzon, a las enormes máquinas de asedio de contrapesos, cuyas dotaciones resultaban ya visibles: pequeñas figuras que contemplaban los muros de la ciudad. Ash pensó que el ochenta o noventa por ciento de las máquinas estaban intactas.</p> <p>—¡Jesús, esta gente no es muy lista! ¡No podríamos moverlos ni con bombardas! —Ash devolvió el grito—. ¡Deja que disfruten de sus gritos, Tom, y después comienza a apartarlos de las murallas! ¡Quiero que dejemos atrás el terreno bombardeado y salgamos de aquí!</p> <p>—¡EL CALIFA HA MUERTO! ¡CARTAGO HA CAÍDO!</p> <p>El viento cambió de dirección, ahora venía del este, de donde se alzaba el sol. Ash concentró su mirada en la distancia, hacia las laderas septentrionales por encima de las vegas. Allí se erigía un caparazón vacío, nada salvo piedras ennegrecidas por las llamas. <i>Me pregunto qué les habrá ocurrido a sor Simeon y a las monjas</i>.</p> <p>A Ash se le formó un nudo en la garganta. Se frotó los ojos húmedos.</p> <p>A esas alturas la mitad de la población de Dijon estaba subida a las defensas a pesar del fuerte temblor del parapeto de piedra bajo sus pies, provocado por los cantos rodados de maganel que golpeaban contra el muro exterior.</p> <p>—¡Están llegando a distancia de tiro! —gritó a Floria, con la boca en la oreja de la mujer para que pudiera oírla por encima de las campanas y de los hombres que bramaban, las mujeres que también gritaban y los niños que aullaban.</p> <p>—¡EL CALIFA HA MUERTO! ¡CARTAGO HA CAÍDO!</p> <p>—¡Pero el califa Teodorico murió antes del terremoto! —dijo Floria devolviéndole el grito, ahora con sus labios junto al oído de Ash y su cálido y húmedo aliento acariciándole la piel—. ¡Y eligieron otro!</p> <p>—Y Gelimer sigue con nosotros. A esta gente no le preocupa eso. ¡Oh, al infierno con todo! ¡El Califa ha muerto! —Ash alzó la voz:— ¡Cartago ha caído!</p> <p>Varios hombres con armadura y tabardos con la librea borgoñona se acercaron hasta su estandarte abriéndose paso entre la multitud. Ash bajó de las piedras e inclinó la cabeza, lanzando con su reverencia un mudo agradecimiento.</p> <p>Detrás de aquellos individuos, escuadrones de soldados a pie comenzaron a despejar las murallas, apartando a la gente de los matacanes. Ash parpadeó mientras captaba una minúscula disminución del volumen del sonido. Recordó a dos de aquellos hombres del verano: un anciano consejero y chambelán de la corte del duque, y un noble que, por lo que ella sabía, era uno de los edecanes de Olivier de la Marche.</p> <p>—¡Es ella! —exclamó el chambelán.</p> <p>—<i>Messire</i>... —Ash logró recordar su nombre— Ternant. ¿Qué puedo hacer por vos? ¡Tom, saca a estos malditos idiotas de aquí! ¡Cristo Verde de mi entrepierna, no les he traído de vuelta para dejar que les disparen subidos a los muros! Lo siento, <i>messire</i> Ternant, ¿de qué se trata?</p> <p>—¡Esperábamos encontrar al capitán Anselm! —gritó el edecán de de la Marche, con una expresión de pura incredulidad en su rostro.</p> <p>—¡Bueno, pues habéis conseguido a la capitana Ash! —Se apartó cuando los primeros hombres de la compañía comenzaron a desalojar los voladizos, con las botas resonando sobre los huecos suelos de madera.</p> <p>—En ese caso... Es vuestra presencia la que solicita el consejo del asedio, capitana —berreó Ternant, con la voz quebrada por la edad y el esfuerzo.</p> <p>—¿El consejo del asedio...? ¡No importa! —Ash asintió enérgicamente—. Iré, pero primero tengo que instalar a mis hombres en sus cuarteles. ¿Cuándo, a qué hora?</p> <p>—Una hora antes de tercias<a data-bs-toggle="modal" data-bs-target="#notesModal" type="note" href="#nota20">[20]</a>. Señora, hemos oído ciertos rumores...</p> <p>Ella le hizo un gesto para que callara, en vista de la intensidad del ruido.</p> <p>—¡Más tarde! No faltaré, <i>messire</i>.</p> <p>—¡CARTAGO HA CAÍDO! ¡CARTAGO HA CAÍDO!</p> <p>—Me rindo. —Floria se puso de puntillas y se apoyó en el hombro cubierto de cota de Thomas Rochester. Gritó hacia el exterior:— ¡abajo el Califa! ¡Cartago ha caído!</p> <p>Thomas Rochester soltó un bufido. De pronto el moreno inglés llamó la atención de Ash y señaló. Ella comprendió que se refería a los estandartes erigidos en distintos puntos del campamento enemigo. Se echó a un lado para permitir el paso de sus últimos hombres y contempló desde las murallas las tiendas que le señalaba Rochester.</p> <p>Se trataba de pabellones francos, no de barracones visigodos.</p> <p>—¿Qué? Oh. Ajá... oh, vaya...</p> <p>A quinientos metros de distancia, los hombres se congregaban con profesionalidad bajo un enorme estandarte blanco que lucía un cordero rodeado de rayos dorados. Ondeaba a merced del gélido aire en la sección más oriental del campamento.</p> <p>Bajo el sonido de las campanas, el impacto de las rocas y el cántico, que ya tenía ritmo propio mientras los hombres y mujeres de Dijon luchaban por no ser desalojados de las murallas, Thomas Rochester aulló:</p> <p>—¡Podemos darle por el culo, jefa!</p> <p>Detrás del estandarte del <i>Agnus Dei</i>, en la zona del campamento visigodo que obviamente estaba destinada a los mercenarios, Ash distinguió la bandera de Jacobo Rossano (<i>¡Me preguntaba quién le estaría pagando después del emperador Federico!</i>) y media docena más de pequeñas compañías mercenarias. Un estandarte con una espada desnuda evocó sus recuerdos. Parpadeó al notar el aire de la cima de la muralla, a cuarenta y cinco metros del suelo, con el frío suficiente para hacer que le lloraran los ojos.</p> <p>—¡Mierda, esa es Onorata Rodiani!</p> <p>—¿Qué? —gritó Floria.</p> <p>—He dicho que esa es Onorata... —Ash se interrumpió. El viento que se levantaba desenrolló el estandarte que estaba junto al de Rodiani. Era una bandera raída, quemada y triunfante, llevada a un centenar de campos de batalla por Cola de Monforte y sus hijos.</p> <p>La voz de la cirujana, junto a su oído, exclamó:</p> <p>—¡Qué bastardos! ¡Esos son mercenarios borgoñones!</p> <p>—¡Ya no! Deben de haber cambiado de bando después de lo de Auxonne. Hay un montón de hombres ahí fuera. Cola no tiene una compañía, sino un pequeño ejército. —Ash entrecerró los ojos para protegerse del hiriente resplandor que asomaba por el este—. Parece que nadie apuesta un carajo por el futuro de esta ciudad...</p> <p>La mano de Floria se apretó sobre su brazo. Ash miró en la misma dirección que la cirujana, en el campamento visigodo ahora iluminado por el sol. Cuando lo vio, no comprendió cómo lo había pasado por alto hasta ese momento. En las tiendas francas, detrás de los pabellones de Monforte, había una bandera plateada y azul: el navío y la luna creciente.</p> <p>—Joscelyn van Mander —dijo con tono sombrío.</p> <p>Thomas Rochester soltó un juramento:</p> <p>—¡Maldito mamón flamenco! ¿Qué está haciendo ahí fuera?</p> <p>—¡Joder, Tom, es un mercenario!</p> <p>El olor a madera quemada invadió el ambiente. Ash parpadeó mientras las piedras del adoquinado vibraban bajo sus pies. Miró hacia la puerta noroeste: el voladizo más próximo estaba ardiendo.</p> <p>—¡Y ahora las jodidas bombas incendiarias!</p> <p>El ritmo del cántico se quebró. Al fin hombres y mujeres se mostraron ansiosos por bajar los escalones y escapar de los muros. Llegaron hasta ellos los lejanos crujidos de las armas de asedio al ser preparadas para disparar. En la zona de artillería de los visigodos refulgieron los brazos de arenisca roja de un gólem que elevaba el gran contrapeso de un trabuquete a cuatro veces la velocidad de una dotación humana. Una ráfaga de afilados proyectiles mal apuntados golpeó el muro, por encima de la puerta. Un merlón saltó hecho pedazos y la marea humana avanzó dando tumbos, empujándose unos a otros, con gritos perfectamente audibles por encima del ruido.</p> <p><i>Y sólo por si los visigodos también tienen un artillero que pueda señalar el sillar de la muralla del castillo que está a punto de golpear</i>...</p> <p>—Hora de irnos —murmuró Ash, volviéndose mientras Rochester alzaba la bandera.</p> <p>—¡No, mirad! —Floria avanzó otro paso hasta apretujarse contra la estructura de madera cubierta con pieles de matacán. Ash escuchó la brusca respiración de la cirujana—. Bendito Cristo Verde...</p> <p>Muy lejos, bajo el pálido sol, se podía ver ahora sin problemas la extensión del valle fluvial. Al otro lado del Suzon y su puente, gente a pie avanzaba con lentitud hacia el sur. Estaban demasiado lejos para ver quiénes eran: campesinos y artesanos, amas de casa y doncellas, algunos hombres de armas desertores, tal vez; quizá incluso un sacerdote. Figuras indistinguibles envueltas en capas y sábanas, de andares pesados, con las cabezas gachas bajo el duro viento. También había pequeñas siluetas, de niños y ancianos, acurrucadas a un lado de la carretera, algunos aún llorando en dirección a aquellos que los habían abandonado.</p> <p>Hambrientos, congelados, agotados, la columna de refugiados serpenteaba por la carretera y no se veía su final.</p> <p>—Siguen llegando —suspiró Floria, casi inaudible por encima de la muchedumbre rugiente que se apartaba de los muros.</p> <p>Bastante menos interesada que su cirujana, Ash agarró el brazo de Florian y la apartó del muro.</p> <p>—¡Vámonos!</p> <p>—¡Ash, no son soldados, son gente!</p> <p>—Bueno, no sufras, los caratrapos los están dejando en paz. Parece que aún están en vigor algunas de las normas de la guerra...</p> <p>La presión de cuerpos sobre el parapeto se redujo. Ash empujó a la cirujana hacia los escalones, tras la estela de sus hombres, con Rochester y el abanderado junto a su hombro.</p> <p>—¡Supongo que se acercarán para violar y robar a unos cuantos, cuando se aburran en el campamento! —gritó Floria con voz estridente—. ¿No crees, muchacha?</p> <p>—Depende de lo intensa que sea la disciplina que les hayan impuesto. Si fueran mis tropas, yo preferiría que se concentraran en colarse dentro de estas murallas. —Ash volvió a mirar por encima del hombro hacia la lejana carretera y las densas y lentas masas de personas.</p> <p>—¿Sabes lo que ocurre? —dijo Floria de repente—. Están dirigiéndose al sur. Hacia la frontera en Auxonne. ¡Míralos, prefieren estar bajo el cielo sin sol que quedarse aquí!</p> <p>Allí, encima de las murallas, estaban demasiado lejos como para poder oír voces humanas. El aire sereno sólo les trajo el chirrido de los ejes mal engrasados y la protesta de un caballo de carga. Un puntito (una persona) se tambaleó y cayó, se levantó, cayó de nuevo, volvió a ponerse en pie y siguió avanzando con dificultad.</p> <p>—Con oscuridad o sol —dijo Floria—, no les importa adónde ir. Solo quieren alejarse de aquí. Son gentes del ducado, aldeanos, granjeros, villanos, artesanos; simplemente siguen caminando, Ash. No les preocupa lo que les espera.</p> <p>—¡Yo te voy a decir lo que les espera: morirse de hambre!</p> <p>El estampido de un cañón de pequeño calibre: una bola impactó contra la torre de la puerta oriental. Un enorme rugido de desdén y agresividad surgió de la gente que aún quedaba sobre las murallas.</p> <p>—¡EL CALIFA HA MUERTO! ¡CARTAGO HA CAÍDO!</p> <p>En un momento de calma, Ash echó un vistazo a los refugiados desde los muros. A pesar de lo que decía Florian, también podía verse a gente que avanzaba hacia el norte, adentrándose en territorio borgoñón, hacia el hambre y el frío pero bañados por el sol.</p> <p><i>Podríamos ser nosotros. No puedo alimentar a mi gente, no ahí fuera; no hay tierra de la que vivir. El botín de guerra no nos permitirá comprar nada si no queda nada que se pueda comprar con dinero. No ha habido cosecha, estamos condenados a la hambruna. Y ahí fuera está oscuro y hace mucho frío. La compañía se desharía en menos de tres días</i>.</p> <p><i>Confiemos en que aquí dentro sea mejor</i>.</p> <p><i>Dure lo que dure</i>.</p> <p><i>Porque el único modo de salir de aquí es la traición</i>.</p> <p>Ash dio unas palmadas a Rochester en el hombro.</p> <p>—De acuerdo, si estos civiles quieren que los maten, por mí perfecto, pero nosotros nos vamos. ¡Leones, a la bandera!</p> <p>La disciplina legionaria se dejó notar agradablemente en el modo en que los hombres que vestían la librea del León se apartaron de la multitud para seguir su bandera, que ondeaba al viento por encima de sus cabezas. Avanzaron con dificultades por la zona devastada hasta llegar de nuevo a las calles de la ciudad, lejos del cántico de la multitud que ahora se arrodillaba para rezar, aún ensordecida por las campanas de júbilo.</p> <p>—¡Los acuartelamientos de la compañía están por aquí, jefa! —Rochester señaló hacia el sudeste, entre las retorcidas calles.</p> <p>—¡Adelante!</p> <p><i>¡Cristo Verde, este lugar ha sido arrasado!</i></p> <p>Apartaron a la gente a empujones para poder avanzar por las estrechas travesías empedradas, bajo edificios apuntalados que se cernían sobre la calle. Cristales y tejas cubrían los adoquines, crujiendo a cada paso y convertidos en resbaladizos bajo la escarcha. Tras atravesar un puente que conducía a una plaza, tras los muros de molinos silenciosos, volvieron a salir a cielo abierto y pudo reconocer el lugar. En verano, una docena de nobles borgoñones habían refrenado allí a sus caballos para dejar que una pata y sus polluelos caminaran torpemente hasta llegar al agua.</p> <p>Aquel recuerdo ocupó su atención durante un segundo, y hasta que Rochester indicó a los hombres que pararan no pudo salir de su ensoñación y enfocar la vista, con ojos vidriosos por la falta de sueño, para darse cuenta de que estaba en los alojamientos de la compañía.</p> <p>La sombra de una torre rechoncha y cuadrada bloqueaba la poca luz que llegaba del sol de noviembre. Contemplando el muro exterior, vio que era construcción antigua, basta en su edificación, con laterales carentes de rasgos y estrechas ventanas de aspillera. Tenía cuatro o cinco plantas de alto.</p> <p>Abrió la boca para hablar, pero una ráfaga de viento que recorrió la estrecha calle le robó el aliento. Tragó saliva, con los ojos llorosos bajo el repentino y brusco soplo de aire.</p> <p>Uno de los hombres de armas soltó un taco y se apartó mientras una teja caía del techo y se hacía añicos contra los adoquines cubiertos de estiércol.</p> <p>—¡Jesús! ¡Esas jodidas tormentas están aquí otra vez!</p> <p>Ash lo reconoció, era otro de los hombres que se habían quedado a tras en Dijon, uno de los saboyanos de Di Conti que habían permanecido con la compañía tras la retirada de su capitán. Ash miró arriba, más allá del techo plano de la torre, hacia un cielo que perdía veloz la claridad matutina y se tornaba gris y frío.</p> <p>—¿Tormentas?</p> <p>—Desde agosto, jefa —dijo Thomas Rochester junto a su codo—. He recibido informes; han estado padeciendo muy mal tiempo aquí. Lluvia, viento, nieve, cellisca... y tormentas cada dos o tres días. Tormentas muy fuertes.</p> <p>—Eso es... Debería haber pensado en ello. Mierda.</p> <p>La Cristiandad estaba sumida en la oscuridad y el hielo más allá de la frontera borgoñona, una frontera que apenas estaba a sesenta kilómetros de distancia.</p> <p>Las ráfagas de aire viraron a su alrededor. Incluso en medio de aquellos edificios lograban tirar con fuerza de la seda de su bandera rectangular y la tela restallaba audible bajo el viento. Una nube de polvo blanco, casi demasiado seco para ser nieve, la golpeó en la cara. Bajo terciopelo y acero, su cálida piel se estremeció ante la repentina frialdad.</p> <p>—Qué mierda... Bienvenidos a Dijon.</p> <p>Consiguió unas risas, como esperaba. Solo el rostro de Florian permaneció serio. A pesar de que las mejillas y la nariz se le enrojecían, la alta mujer habló con gravedad:</p> <p>—Desde hace cinco meses el cielo ha estado oscuro sobre la Cristiandad. Mientras estemos aquí podemos estar seguros de una cosa: este clima no va a mejorar.</p> <p>El efecto de sus palabras fue visible de inmediato en los rostros de los hombres que la rodeaban. Ash se planteó hacer algún comentario jovial o blasfemo, pero observó el ceño fruncido y la expresión supersticiosa de Thomas Rochester y se lo pensó mejor.</p> <p>—No os olvidéis de una cosa —dijo, lo bastante alto como para que pudieran oírla sobre el gemido del viento—. Ahí fuera hay un ejército inmenso, joder. Soldados, máquinas, cañones, lo que queráis. Pero todavía tenemos algo de lo que ellos carecen.</p> <p>Sin duda lamentando su imprudente comentario, Florian le proporcionó la pregunta requerida:</p> <p>—¿Qué tenemos de lo que ellos carezcan?</p> <p>—Una comandante que no está desmoronándose. —Ash lanzó otra mirada hacia las pesadas masas de nubes, consciente de que los hombres de armas la escuchaban—. La vi anoche, Florian. Créeme, esa mujer está volviéndose completamente chalada.</p> <p style="page-break-before: always; line-height: 0%"> </p> <title style="margin-bottom: 2em; page-break-before: avoid; margin-top: 15%"> <p>Capítulo 7</p></h3> <p>El portaestandarte y la escolta atravesaron el arco del muro de guardia de la torre.</p> <p>—Lo siento —murmuró Floria del Guiz—, ha sido una estupidez por mi parte.</p> <p>Ash mantuvo un tono igual de discreto.</p> <p>—Enfrentémonos a los problemas inmediatos. ¡Ahora estamos aquí, así que nos preocuparemos de lo próximo que suceda! Tú eres borgoñona, ¿cómo debe de ser ese «consejo del asedio»?</p> <p>La mujer frunció el ceño.</p> <p>—No lo sé. ¿No han mencionado al Duque?</p> <p>—No, pero nadie más que el duque Carlos estaría dando órdenes para la defensa. —Ash se ciñó la capa alrededor del cuerpo mientras avanzaba con dificultad hacia la entrada de la torre—. Salvo que no esté aquí. Tal vez esté equivocada, quizás murió en Auxonne y lo están manteniendo en secreto. Mierda... Florian, ve a hablar con los médicos.</p> <p>La mujer alta asintió y dijo sin aliento:</p> <p>—Eso si me dejan.</p> <p>—Tú inténtalo. Mientras tanto yo iré a ese «consejo». No tenemos mucho tiempo. En marcha.</p> <p>Sobre el arco de la puerta principal de la torre había una placa heráldica que lucía las armas de un noble borgoñón poco conocido. <i>Lo bastante poco importante para no encontrarse aquí</i>, pensó Ash. <i>¿O tal vez su familia esté al norte, asediada en Gante o Brujas?</i></p> <p><i>Esta situación parece complicarse por momentos</i>.</p> <p>Avanzando a grandes zancadas desde el patio y tomando los escalones que conducían al primer piso, se encontró con Angelotti, Geraint ab Morgan y Euen Huw en la puerta de la fortaleza.</p> <p>—¿Tenemos a todo el mundo? —indagó con brusquedad—. ¿Anoche lograron entrar todos?</p> <p>—Sí, jefa —asintió Geraint con la respiración entrecortada.</p> <p>—¿También el tren de equipajes?</p> <p>—Todos ellos.</p> <p>—¿Pérdidas? ¿Y entre la gente de John Price?</p> <p>—Recogeremos a Price esta noche, tras la puesta de sol —dijo Antonio Angelotti—. No tenemos ninguna pérdida, que sepamos.</p> <p>—¡Por las barbas del diablo, no me lo creo! —Ash miró hacia Euen Huw—. Los hombres de Robert también lanzaron un ataque, ¿no es así? ¿Han regresado todos?</p> <p>—Jefa, he estado pasando revista, de verdad. La fuerza incursora está aquí.</p> <p>—¿Y Anselm?</p> <p>—Era él quien los lideraba. —El rostro sin afeitar de Euen dibujó una sonrisa—. Está arriba, jefa.</p> <p>—De acuerdo, vamos. Tengo que presentarme ante ese condenado «consejo del asedio» en media hora.</p> <p>El interior de la fortaleza resultaba aún más oscuro que el cielo matutino del exterior, pero hacía menos frío. Lanzó un breve gesto de saludo a los sorprendidos guardias y avanzó veloz por los escalones junto a sus oficiales mientras su vista se adaptaba a la luz de los faroles. Sillares y rugosa mampostería gris delimitaban la escalera, sombría pero resistente. Ash calculó que los muros tendrían cinco o seis metros de ancho. Todo antiguo, sólido, austero y nada sutil.</p> <p>Por detrás oyó el golpeteo de las astas de las alabardas contra las losas y a alguien que gritaba «¡Ash!» tan fuerte como lo haría sobre el campo de batalla.</p> <p>Los guardias apartaron las cortinas de cuero de la entrada del segundo piso. Ash dispuso de un momento para contemplarlo: no había más que una sala de suelo de madera, tan amplia como la propia torre, que apestaba a humanidad. Hombres y mujeres la atestaban de pared a pared. De inmediato identificó algunos rostros de las tropas que había traído de Cartago, y no detectó ausencias obvias. Faltaban algunos hombres, pérdidas de Auxonne, pero Rochester ya le había avisado al respecto. Y era inevitable que hubiera algunas más por el desgaste del asedio.</p> <p>Nueve muertos en Cartago, una veintena de desertores en el camino hasta aquí. Con lo que dejamos en Dijon, debemos de ser cuatrocientos o cuatrocientos cincuenta. Pasaré revista.</p> <p>—¡Ash! —Oficiales del tren de equipajes a los que no había visto desde hacía meses (flechero, sastre, cetrero, caballerizo mayor) saltaron a sus pies.</p> <p>Las lavanderas se abrazaban las unas a las otras, charlando, los niños correteaban por todos lados y dos o tres parejas se dedicaban laboriosas al sexo. El suelo quedaba oculto bajo los nuevos montones de equipajes, cestas de mimbre, cotas de mallas amontonadas y alabardas apoyadas contra las austeras paredes. Ropas húmedas colgaban de cuerdas improvisadas para que se secaran tras la inmersión en el río Suzon. Un fuego humeaba en la chimenea. Uno por uno, lanza a lanza, vieron la bandera en la puerta, la vieron a ella, y hombres y mujeres se pusieron rápidamente de pie, con el sonido de un alegre griterío resonando contra los muros de piedra.</p> <p>—¡Ash! ¡Ash! ¡ASH!</p> <p>—¡De acuerdo, dejadlo ya!</p> <p>Un par de mastines corrían por la sala, esparciendo en su entusiasmo corazas, copas y cántaros por doquier.</p> <p>—¡Bonniau! ¡Brifault! ¡Quietos! —Ash los agarró sin problemas de los collares tachonados y los obligó a detenerse. Estos se retorcieron junto a sus pies, gruñendo felices y oliendo a perro.</p> <p>A pesar de los faroles y de la luz que se colaba por las saeteras, pasó un segundo antes de que viera a Robert Anselm avanzando a zancadas en su dirección por aquel desordenado suelo. En cuestión de segundos se vio en el centro de una multitud. Anselm se abrió paso a empujones sin ningún problema:</p> <p>—¡Me cago en el Cristo Verde clavado al Madero! —soltó gruñendo. Ash chasqueó los dedos para tranquilizar a los mastines.</p> <p>Tres meses (o tal vez el hambre) habían dibujado arrugas en su rostro. Aparte de eso, no parecía diferente. Llevaba las calzas rasgadas a la altura de las rodillas y la semitúnica tenía arrancados la mitad de los botones de plomo. De su garganta surgía el reflejo de un gorjal. Una barba incipiente oscurecía sus mejillas y su cabeza afeitada brillaba de sudor, a pesar del frío de aquella mañana. Ash se enfrentó a su siniestra mirada.</p> <p><i>Si va a desafiar mi autoridad, este es el momento. La compañía ha sido suya durante tres meses; yo he estado muerta</i>.</p> <p>—¡Por todos los diablos, mujer!</p> <p>Ante su tono y su expresión, Ash no pudo evitar reírse.</p> <p>—¿No te importaría tratar de mejorar eso, Roberto?</p> <p>Euen Huw se tapó la boca con la mano. Alguno de los demás sonreía descaradamente.</p> <p>—¡Por todos los diablos, capitana Ash! —Robert Anselm sacudió su cabeza de oso y, por un segundo, Ash no supo si estaba a punto de gritarle, de atacarla o de reír. Se acercó hasta ella y sus fuertes manos la agarraron por los hombros con tanta fuerza que le dolió—. ¡Por Cristo, chica, te has tomado tu tiempo! Como cualquier mujer, coño, siempre tarde.</p> <p>—¡Muy cierto! —respondió Ash cuando se extinguió el vendaval de risas—. Lo siento, lo he alargado lo máximo posible. Tenía la esperanza de que terminara la guerra antes de volver aquí.</p> <p>—¡Y tanto! —aulló uno de los arqueros.</p> <p>—Hemos estado esperando durante tres meses. —El gigantón la miró con aquella familiar expresión de diversión y asombro. Robert Anselm, magullado, de anchos hombros; el inconfundible tono áspero de su acento de <i>rosbif</i> que tanto echaba de menos—. Estás ganándote una reputación. «Ash siempre regresa».</p> <p>—Me gusta. Tratemos de mantenerla así —dijo Ash con tono burlón. Lo miró y después estudió a los hombres que lo rodeaban, y no detectó todavía ninguna fricción entre los que habían ido a Cartago y los que se habían quedado en Dijon—. Encuéntrame a uno de los escribanos, necesito consignar con efectos retroactivos algunos nombramientos en batalla. Euen Huw y Thomas Rochester han sido ascendidos a subcapitanes; Angelotti está al mando global de todas las tropas de proyectiles así como de los cañones, y Rostovnaya y Katherine están como subordinadas al cargo de las ballestas y los arcos largos.</p> <p>Hubo un murmullo de agrado y aprobación. Mantuvo el rostro sereno cuando Geraint ab Morgan la miró.</p> <p>—Geraint, quiero que te sitúes como jefe de los prebostes. Necesito un hombre en el que pueda confiar para mantener la disciplina en el campamento.</p> <p>El rostro de Morgan se sonrojó de orgullo.</p> <p>—Lo haré, jefa, ¡no os preocupéis!</p> <p><i>No me preocupo, no tras haberte apartado de la línea de combate. Te pondremos a ti y a tus dudas donde no podáis hacer ningún daño, y veamos si puedes aprender algo de disciplina mientras la aplicas</i>...</p> <p>—Robert, sin duda tendrás tus propias recomendaciones para ascender a los chicos que se han quedado aquí —añadió—. Considéralas aprobadas. Ahora pongámonos manos a la faena, el consejo de la ciudad quiere hablar conmigo y yo deseo tener una reunión de oficiales antes de partir... Robert, ¿qué es eso?</p> <p>Ash se detuvo, sin aliento, contemplando un caballo.</p> <p>De entre los hombres de armas surgieron risitas disimuladas. Ash notó que sonreían sin necesidad de mirarlos. Los que lo hacían eran, sobre todo, las tropas que habían permanecido en Dijon.</p> <p>—Es un caballo —dijo Robert Anselm de manera redundante.</p> <p>—Ya veo que es un puto... —Ash echó una rápida mirada bajo la bestia, mientras esta reposaba satisfecha junto al muro con la cabeza introducida en un saco con comida— una puta yegua. ¿Pero qué está haciendo aquí?</p> <p>Robert Anselm arqueó sus suaves cejas. Un par de los líderes de lanza de Dijon sofocaron la risa.</p> <p>Ash avanzó entre los avíos esparcidos por doquier, atravesando el dormitorio hasta llegar a la zona tapizada de paja y salpicada en abundancia con boñigas de caballo que albergaba a la enorme yegua parda. La bestia guiñó un ojo oscuro en su dirección.</p> <p>—Ni siquiera voy a preguntaros cómo la habéis convencido para que suba las escaleras...</p> <p>—Con los ojos vendados —respondió Anselm, colocándose detrás de ella—. La hemos subido esta mañana a primera hora.</p> <p>—Robert... ¿de dónde viene?</p> <p>—De las ratas ecuestres de los visigodos. —El gigantón mantuvo un rostro serio—. Nadie la necesitaba en esos momentos. Ni siquiera con esto.</p> <p>A su señal, un alabardero y un mozo de cuadra desplegaron entre ambos una amplia tela sucia. Ash vio que se trataba de un jaez... Con la librea de la cabeza parlante aún visible bajo la porquería.</p> <p>—¡Por el gran jabalí! ¡Es el caballo de la Faris!</p> <p>—¿De veras? Vaya, vaya, ¿quién lo hubiera dicho? —Anselm le dirigió una sonrisa—. Bienvenida a casa.</p> <p>Su alegría fue palpable y contagiosa, y Ash la acogió de pleno corazón. Sacudió a Robert Anselm en el brazo.</p> <p>—¡Todo lo que dicen de los mercenarios es cierto! ¡No somos más que una pandilla de ladrones de caballos!</p> <p>—Hace falta talento para ser un buen ladrón de caballos —recalcó Euen Huw con profesionalidad, antes de sonrojarse—. No es que yo lo sepa, claro.</p> <p>—¡Dios me libre! —Ash no se acercó demasiado a la yegua, pues por su aspecto identificó claramente su condición de caballo de guerra—. ¿Dónde está Digorie Paston?</p> <p>—Aquí, señora.</p> <p>Mientras el clérigo se abría paso hasta llegar a primera fila, Ash dijo:</p> <p>—Digorie, escríbeme un mensaje para la Faris. Haz que un heraldo lo lleve al campamento visigodo: «yegua castaña, trece manos, sangre berberisca, se proporciona con librea. Se cambiará por un arnés, coraza milanesa, completa; ¡y mi mejor espada!».</p> <p>Un rugido.</p> <p>—¡Yo lo llevaré! —Rickard surgió de entre la muchedumbre, sonrojado.</p> <p>—Bien, de acuerdo. Tú y Digorie, pero te necesitaré para el consejo. Lleva una bandera de parlamento. No seas descarado y lleva una librea limpia. Estará esperando un mensaje de mi parte... —Ash se detuvo, sonrió con cinismo y añadió:— pero no el que le vas a llevar. Mientras tanto...</p> <p>Alzó la mirada, contemplando a su compañía.</p> <p>—Comida —anunció sin rodeos.</p> <p>En pocos minutos estuvo sentada encima de la mochila de mimbre de alguien, desgarrando pan oscuro con los dientes, saludando a hombres y mujeres que no había visto desde hacía casi doce semanas y atenta a cualquier signo de que ahora pudieran surgir dos compañías distintas. La gente se sentaba o se arrodillaba alrededor de ella, sobre el suelo, y la sala estaba llena hasta tal punto que los alféizares de las ventanas estaban abarrotados de hombres que se intercambiaban historias de viva voz.</p> <p>—¿Todavía está el Conde por ahí? —preguntó Robert Anselm, pegándose a ella. Olía a humo concentrado en cuarteles pequeños, tan fuerte que provocaba lágrimas. Ash lo miró sin dejar de engullir un bocado de pan.</p> <p>—Por lo que yo sé, Oxford no está en Borgoña.</p> <p>El gesto que hizo Anselm con la cabeza englobó a toda la compañía que ocupaba la sala.</p> <p>—Si no fuera por él no estaríamos aquí. Organizó una auténtica retirada, no una desbandada. Cuatro días después de Auxonne, con todos los líderes borgoñones muertos o heridos, Oxford mantuvo unido a todo el mundo paso a paso.</p> <p>—¿Con los caratrapos atacando vuestra retaguardia todo el camino?</p> <p>—Y tanto. Si no nos hubiéramos mantenido articulados como unidades de combate, hubieran destrozado el resto del ejército borgoñón allí mismo. —Anselm se frotó las manos y fue a coger algo de pan. Mientras tanto, añadió con voz emocionada:— De no haber sido por de Vere, no tendríamos aquí un asedio. Todo el sur de Borgoña estaría controlado.</p> <p>—Ese hombre es todo un soldado. —Ash, consciente de que los estaban escuchando, dijo cautelosamente—. Por lo que yo sé, y si ha tenido suerte, mi señor Oxford estará en estos momentos en la corte del sultán en Constantinopla.</p> <p>Anselm escupió migas húmedas.</p> <p>—¿Que estará... dónde?</p> <p>—No te desdigas —añadió Ash por encima del murmullo general—. Si Borgoña está debilitada, ahora es buen momento para que los turcos ataquen a los visigodos, antes de que se hagan demasiado fuertes: obligar a los caratrapos a luchar una guerra en dos frentes.</p> <p>—Obligarlos a ser el jamón en un bocadillo de mierda.</p> <p>—Robert Anselm, eres sin duda un maestro con las palabras...</p> <p>Él frunció el ceño.</p> <p>—¿Qué posibilidades tiene mi señor Oxford de conseguir ayuda de los turcos?</p> <p>—Eso solo lo sabe Dios en su misericordia, Robert, no yo. —Ash cambió rápidamente de tema, señalando con su pulgar a la ventana más próxima y al cielo cada vez más encapotado—. He visto que hay un campo de torneos ahí al lado. Algunos de los chicos podrían aprovechar para mejorar su práctica con las armas. Tras esta excursión me gustaría darles un día o dos de entrenamiento antes de llevarlos al campo de batalla.</p> <p>Robert Anselm sacudió la cabeza. —Jefa, no viste Auxonne.</p> <p>—No, el final no —remarcó Ash con sequedad—. ¿Qué quieres decir, capitán?</p> <p>—En lo que se refiere a las pérdidas, Auxonne fue Agincourt y los borgoñones cayeron como los franceses<a data-bs-toggle="modal" data-bs-target="#notesModal" type="note" href="#nota21">[21]</a>.</p> <p>Parpadeando sorprendida, Ash dijo:</p> <p>—No me jodas.</p> <p>—Hasta yo mismo estaría ahí fuera con los godos —dijo Anselm con gravedad— si no supiera qué recibimiento puede esperar el León Azur. Nos queda una décima parte del ejército del duque, entre dos mil quinientos y tres mil hombres. Y la milicia de la ciudad, si te interesa; reconozco que en su tierra natal son decididos. Y tenemos que defender las murallas de toda una ciudad. Ash lo mire en silencio.</p> <p>—Has traído de vuelta doscientos combatientes —dijo Robert Anselm—. Muchacha, no sabes la diferencia que pueden marcar ahora doscientos hombres.</p> <p>Ash arqueó sus plateadas cejas.</p> <p>—¡Cielos, y yo que creía que era popular! Así que por eso ese «consejo del asedio» quiere hablar conmigo.</p> <p>—Por eso y por el hecho de que «Cartago ha caído» —dijo Anselmo completando su hilo de pensamiento.</p> <p>—Robert, no sé cuánto te han contado Angelotti y Geraint...</p> <p>—¿Esas nuevas máquinas demonio del sur?</p> <p>Alentada por la rapidez de su respuesta y por la ausencia de cualquier alteración en el tono con el que se dirigía a ella, Ash asintió y se acercó un poco a la chimenea. Varios hombres de armas se apresuraron a apartar sus avíos del camino. La escolta se sentaba sobre el suelo a un metro o dos de distancia, proporcionando al menos cierta ilusión de intimidad. Ash se sentó sobre un taburete sin respaldo, apoyando los codos sobre las rodillas y permitiendo que se le abriera la capa ante el calor del fuego.</p> <p>—Siéntate, Robert, necesitas oír algunas cosas por mi boca.</p> <p>Él se sentó en cuclillas junto a ella.</p> <p>—¿Vamos a quedarnos? —dijo sin rodeos—. Has regresado por nosotros —añadió—. ¿Cuáles son ahora las opciones, muchacha? ¿Aguantamos en este asedio o tratamos de negociar un modo de atravesar las líneas visigodas?</p> <p>—Ya has visto cuánta comida hemos traído, Robert. Ni una miga. Tardamos mucho más en llegar aquí de lo que yo había calculado... Necesitaríamos negociar con los propios visigodos para conseguir suministros para una marcha forzada. Sé que la Faris está ansiosa por poner fin cuanto antes al asedio. En cuanto a irnos de aquí... —Ash apartó la mirada de los soportes escarlatas que sostenían la madera que ardía en la chimenea. Miró el rostro sudoroso de Robert Anselm—. Robert, hay cosas que tienes que saber. Acerca de las «máquinas-demonio», sí, y también del gólem de piedra. Sobre mi hermana, la Faris, y por qué está condenadamente decidida a proseguir esta cruzada, aquí en Borgoña.</p> <p>Lejos, en sus recuerdos, escuchó su propia voz haciendo una pregunta: <i>¿por qué Borgoña?</i></p> <p>Se inclinó y tocó la sucia manga de Robert Anselm.</p> <p>—Y sobre Godfrey Maximillian.</p> <p>Anselm se frotó las manos desnudas contra el cuero cabelludo. Ash oyó el sonido rasposo que producían.</p> <p>—Florian me lo ha contado. Ha muerto.</p> <p>De repente, Ash fue consciente del abismo de tres meses que se había alzado entre ellos; tal vez todavía no comprendía de qué modo había podido cambiar Robert Anselm, tras tres meses al mando de sus propios hombres. Asintió con parsimonia.</p> <p><i>Puede esperar. Déjalo, ya se lo contarás más tarde</i>.</p> <p><i>O somos una compañía, o no lo somos. O confío en él, o no. Tengo que arriesgarme</i>.</p> <p>—Godfrey ha muerto —dijo—, pero he escuchado su voz, Roberto. Exactamente igual que siempre he oído al León, la <i>machina rei militaris</i>. Y... también lo ha oído la Faris.</p> <p style="text-align: center; font-size: 110%; text-indent: 0em; margin-top: 1.5em; margin-bottom: 1.5em; ">★ ★ ★</p> <p>Unos quince minutos más tarde, Ash volvió a reunirse con sus hombres.</p> <p>Se dirigió a Baldina, a Henri Brant y a una mujer llamada Hildegarde, una vivandera que al parecer había ocupado el puesto de Wat Rodway durante su ausencia de Dijon, y dijo:</p> <p>—¿Cómo estamos aquí de suministros?</p> <p>—Le he enseñado las bodegas a Henri, jefa. —Hildegarde arrugó su rubicundo rostro—. Las reservas de la ciudad no son buenas.</p> <p>—¿No? Pensé que tenían guardadas provisiones para un año; ya han sufrido asedios antes.</p> <p>—Tuvieron acampado aquí a todo el ejército permanente del Duque durante semanas antes de Auxonne —dijo Henri Brant burlón—. He estado comprobándolo: ¡estamos en la matanza y ya no les queda nada que sacrificar<a data-bs-toggle="modal" data-bs-target="#notesModal" type="note" href="#nota22">[22]</a>! Se lo han comido, todo, jefa.</p> <p>—Pero no necesitamos preocuparnos, ¿verdad? —intervino Hildegarde—. No ahora que los godos han sido derrotados.</p> <p>—¿Derrotados? —exclamó Ash.</p> <p>La mujer se encogió de hombros, un movimiento que tensó las puntillas de su canesú.</p> <p>—Solo es cuestión de tiempo, querida, ¿no es así? Con su ciudad demoníaca derrumbada en pedazos, ¿qué va a hacer su ejército? Levantarán el asedio antes del solsticio.</p> <p>A juzgar por los gestos de asentimiento a su alrededor, Hildegarde no era la única en pensar así. Ash captó la mirada de Floria mientras la cirujana se sentaba sobre el suelo estirando sus largas piernas, junto a una botella que se vaciaba veloz.</p> <p>—Todavía hay un gobierno en Cartago —señaló Floria—. ¡El ejército de ahí fuera no se ha rendido!</p> <p>—Nunca discutas para cambiar la moral —murmuró Ash—. No, nunca discutas y mucho menos si la moral es alta.</p> <p>—¿Por qué estoy rodeada de idiotas? —fue la pregunta retórica de Florian.</p> <p>—<i>Dottore</i>, debería reflexionar a fondo sobre esa idea —bromeó Angelotti desde donde estaba sentado, entre Geraint y Euen Huw—. Como dicen los <i>rosbifs</i>, «dime con quién andas y te diré quién eres».</p> <p>El calor que reinaba en la sala comenzó al fin a hacer efecto. Ash subió las manos y se echó atrás la capucha. Se quitó los guanteletes y el yelmo y alzó la mirada para descubrir a Robert Anselm y a buena parte de la guarnición contemplándola fijamente en un repentino silencio.</p> <p>De nuevo fue consciente de que llevaba el pelo corto y mal cortado, consciente de que había desaparecido esa cascada de gloria resplandeciente, de que solo era una mujer patilarga, sucia y fuerte con el pelo casi como un esclavo, más corto que el de la mayoría de los hombres. Ahora la que lucía la armadura y la gloria era la Faris.</p> <p>—Al menos ahora podréis diferenciar entre esa zorra visigoda y yo —observó con sequedad, lanzando sus palabras hacia el silencio.</p> <p>Robert Anselm respondió:</p> <p>—Siempre hemos podido diferenciaros. Tú eres la fea.</p> <p>Hubo un instante repleto de gélido silencio, en el que los hombres que tenía alrededor comprendieron primero que solo Anselm podía haber dicho aquello, y después que su brutal risa estaba siendo respondida por otra idéntica de Ash.</p> <p>—¡Oye —dijo ella—, tuve que conseguir cicatrices antes de poder asustar a los niños!</p> <p>La sonrisa de Anselm se ensanchó aún más.</p> <p>—Algunos lo hacemos con nuestro talento natural.</p> <p>—Y tanto. —Le lanzó un guantelete y él lo cogió al vuelo—. Robert, no sé si asustarás al enemigo, pero a mí desde luego me provocas pesadillas...</p> <p>Surgió un resplandor inmaterial de la sala, nacido del aprecio que sintió la guarnición por aquella guasa que, además, venía acompañada por la confirmación de que Anselm no la desafiaría para hacerse con la compañía tras su regreso, cuando ya no quedaban esperanzas, del ignoto sur sin sol. Ash disfrutó de aquello durante un tiempo, echó una mirada a su alrededor, a las lanzas comiendo juntas, intercambiándose historias y poniéndose al día sobre las viejas disputas y rumores.</p> <p><i>De acuerdo</i>, pensó. <i>No hay momento como el presente</i>.</p> <p>—Chicos, será mejor que me escuchéis —alzó la voz, dirigiéndose a lodos los presentes en la sala—, porque voy a contaros por qué estaríais mejor sin mí.</p> <p>Aquello captó su atención, como ella esperaba. Las charlas amainaron. Hombres y mujeres miraron a sus compañeros de lanza y se acercaron para poder oírla. Una niña de un carro de equipajes dijo algo que hizo soltar una risita a su amiga. Ash esperó hasta que la sala quedó en silencio.</p> <p>—Vuestros líderes de lanza y oficiales os pondrán pronto al tanto de esto —dijo—. Mantendréis una reunión de la compañía mientras yo asisto al consejo del asedio. Lo principal que necesitáis saber es que anoche vi a la Faris.</p> <p>—¿Y volviste a salir? —Uno de los arqueros de Mowlett se quedó tan sorprendido que lo dijo en voz alta. Ash le lanzó una sonrisa.</p> <p>—Y volví a salir. Diablos, si incluso me cedió una escolta para que no me perdiera durante el camino.</p> <p>—¿Qué es lo que quiere? —preguntó Geraint ab Morgan, aunque quedó ahogado por otros comentarios.</p> <p>—¿Qué quieres decir con eso de que estaríamos mejor sin ti? —preguntó con brusquedad Robert Anselm por encima de la algarabía—. ¡La compañía te necesita al mando!</p> <p>Hubo un murmullo, expresiones de conformidad en la mayoría de los rostros que pudo ver. Y eso la sobresaltó un tanto. <i>Se las han arreglado sin mí durante tres meses. Sé condenadamente bien que algunos de ellos estarán pensando justo eso ahora mismo. ¿O no?</i></p> <p>—De acuerdo —Ash se adelantó para que todos pudieran verla—, ¿Nos quedamos en Dijon, buscamos un contrato en Borgoña? Si no, y si quedan algunas provisiones aquí, tal vez lográsemos realizar una marcha forzada hacia el este.</p> <p><i>Pero no si los borgoñones descubren que vamos a desvalijar la ciudad y marcharnos... y al menos deben de imaginarse que es una posibilidad factible</i>.</p> <p>—Con mucha suerte podríamos negociar un paso libre entre los caratrapos. Podríamos entregarles la ciudad. —Lanzó una rápida mirada para valorar la situación. <i>¿Habrán desarrollado ya lealtad algunos de ellos por lo que hemos estado defendiendo?</i>—. De acuerdo, quiero que penséis en ello durante las próximas horas. Cabe la posibilidad de que los visigodos os dejaran marchar de todos modos, ya que eso debilitaría las defensas de la ciudad. Pero lo que debéis tener en mente es esto: en lo que respecta a la Faris y a la casa Leofrico, a quien buscan es a mí. A mí personalmente. No a vosotros, ni al León. A mí.</p> <p>Euen Huw dijo algo al oído de Thomas Rochester que ella no pudo captar.</p> <p>Los dos hermanos Tydder, al fondo, parecían estar explicando algo a sus compañeros de guarnición en medio de una excitada confusión. Blanche y Baldina, cuyos rostros de madre e hija resultaban ahora idénticos con el pelo teñido de rubio, parecían igual de aturdidas.</p> <p>—¿Por qué te buscan? —gritó Baldina.</p> <p>—De acuerdo, empezaremos desde el principio. —Ash se apartó las migas de la parte delantera de la semitúnica—. Si ya ha pasado tiempo suficiente desde que entrasteis por la surtida para que los rumores se extiendan entre los ciudadanos, entonces es más que de sobra para que los comentarios den toda la vuelta a la compañía. ¡Bien lo sé!</p> <p>Alzó la voz por encima del ruido.</p> <p>»Estos son los hechos. El viejo Rey-Califa Teodorico ha muerto y han nombrado a uno nuevo. Es una mierdecilla, pero tienen uno. Se trata del Rey-Califa Gelimer. La ciudad de Cartago fue arrasada por un terremoto. Pero, por desgracia y por lo que he podido deducir del campamento de la Faris, Gelimer ha sobrevivido y todavía hay un gobierno en funcionamiento.</p> <p>Euen Huw, con profunda melancolía galesa, exclamó, «oh, mierda», y después entrecerró sorprendido sus negros ojos al ver que la mitad de la compañía estallaba en carcajadas.</p> <p>Uno de los ballesteros más jóvenes de la guarnición dio un puñetazo contra el suelo.</p> <p>—¡Conseguidnos un contrato con los atacantes, jefa! Es más seguro. Luchemos del lado de los visigodos.</p> <p>Una mujer que estaba detrás y que vestía el atuendo de los arqueros, murmuró en inglés:</p> <p>—He oído el rumor de que nos pagarían el doble de lo que le están dando a Cola de Monforte si nos cambiamos de bando. Uno de los chicos de van Mander me trajo la información la semana pasada.</p> <p>Antes de que Ash pudiera hacer ningún comentario, uno de los sargentos se inclinó sobre el hombro de la mujer. Se trataba de un italiano de cara afilada, Giovanni Petro.</p> <p>—Seguro que pueden enrolarnos por el doble de dinero —carraspeó—, ¿y quién crees que tendría que ir a minar las murallas? ¿O acercar una torre de asedio hasta la puerta? ¿O lanzarse por la primera brecha? Hay un montón de tareas de mierda en un asedio, y a nosotros nos tocarían todas. Nunca viviríamos para cobrar.</p> <p>—No quiero un contrato después de lo de Basilea —dijo Pieter Tyrrell llanamente—. No después de que rompieran la <i>condotta</i>.</p> <p>Muchas cabezas asintieron mostrando su acuerdo. Se desató un barullo de sugerencias, contradicciones y protestas. Ash dejó que corrieran libres durante un minuto o así, y después alzó las manos para pedir silencio.</p> <p>—Tanto si podéis firmar con ellos y sobrevivir como si no (y sois unos duros hijos de perra, así que sigo pensando que es vuestra mejor opción) los visigodos me buscan a mí —repitió—. Por eso enviaron un escuadrón de captura en Auxonne. Por eso el mago-científico Leofrico trató de ir por partes conmigo en Cartago. Y quiero decir literalmente «ir por partes», ¡tal vez haya estado aprendiendo de nuestra cirujana!</p> <p>Aprovechó la ocasión que le proporcionó ese chiste tan poco sutil para lanzar un vistazo a Floria. La mujer alzó su jarra de vino, dándose por enterada del apagado estruendo. Ash no vio en su rostro ningún rasgo do fidelidad hacia su país natal. <i>Dios sabe que ya fue bastante duro para ella la última vez que estuvimos aquí, pero no puede empezar a beber de nuevo por aquello</i>.</p> <p>—¿Por qué no quieren que sigáis viva, jefa? —gritó Jean Bertrán, uno de los armeros, desde la parte posterior. Ash alzó una mano para saludarlo. Iba negro de hollín, no había cambiado nada durante su ausencia. Él gritó desde su sitio:— Dos mejor que una, ¿no? ¡Y vos también oís su vieja máquina!</p> <p>Otro hombre de armas que había permanecido con la guarnición se puso en pie, subiéndose las calzas ladeadas.</p> <p>—Sí, jefa, si vos sois otra Faris y también podéis escuchar al gólem de piedra, ¿por qué no iba a darnos trabajo? ¡Joder, de ese modo los caratrapos arrasarían con todo!</p> <p>Ash, con la cabeza un tanto inclinada a un lado, miró detenidamente al infante.</p> <p>—En serio, la próxima vez voy a encargarme de las levas feudales, no de jodidos mercenarios, y así podré limitarme a indicarles lo que deben hacer sin todas estas malditas preguntas. ¡Escuchadme, gilipollas! Lo diré otra vez. A la casa de Leofrico y al Rey-Califa no les importa ni un jodido carajo la compañía del León. Si decidís salir de aquí (ya sea para buscar al Turco o para ir al norte), no os encontraréis con más problemas de los habituales. Si voy con vosotros, seremos el objetivo principal. ¡Sin mí, podéis salir de Dijon!</p> <p>—¡Podemos vencerlos! ¡Que les den por culo a esos caratrapos! —aulló Simón Tydder ante la aprobación general.</p> <p>—¿Qué tal si reducimos un poco la moral y aumentamos la inteligencia? —Ash se llevó las manos a los costados—. Ahora haced el puñetero favor de escucharme. Esto no es una guerra. ¡No, callad! Esto no es una guerra de seres humanos.</p> <p>La sala quedó muda.</p> <p>—Hay otros poderes en el mundo aparte de los hombres. Dios concede sus milagros a aquellos que creen en Él. Y a su vez el diablo también otorga poder a los suyos.</p> <p>En un silencio casi absoluto, Ash prosiguió:</p> <p>—Aquellos de vosotros que estuvisteis conmigo en Cartago lo comprobasteis. Los visigodos no lo admitirán, pero su imperio está erigido sobre demonios. Los hemos visto. Demonios de piedra, ingenios de piedra, máquinas salvajes en el desierto. Fueron «ellas» las que apagaron él sol, no los <i>amires</i>.</p> <p>Ahora el silencio se tornó completo. La mayor parte de los trescientos hombres y mujeres del tren de equipajes, cuarenta lanzas de luchadores (que transmitirían la noticia a aquellos miembros del León Azur que estuvieran de guardia o en otro lugar), los niños y los perros, todos quietos mirando su rostro.</p> <p>—En realidad son ellas las que están extendiendo esta oscuridad. No los visigodos, sino las Máquinas Salvajes que le dicen al Rey-Califa y a su Faris lo que deben hacer. Les hablan a través del gólem de piedra. Las oigo. Ella también las oye. Sabe que el gólem de piedra está poseído por los demonios. ¡Y tiene miedo!</p> <p>Richard Faversham se puso en pie.</p> <p>—¡Esas Máquinas Salvajes mataron al padre Maximillian!</p> <p>—No, eso fue un terremoto —intervino Floria.</p> <p>—¡Doctora! ¡Padre!</p> <p>Un repentino temblor interno amenazó con socavar aquella discusión pública. <i>¡Godfrey!</i>, pensó ella, consciente de que ahora el sudor frío se acumulaba sobre su piel.</p> <p>—¡Eso después! ¡Ahora escuchad! Sé que los demonios os importan un carajo, ¡y además seríais vosotros los que daríais miedo a un demonio!</p> <p>Una algarabía.</p> <p>—Pero los demonios... —Ash apoyó los puños en las caderas— los demonios solo andan tras de mí. Puede que estén buscando otra Faris. Pero si es así... —Se encogió de hombros— ¡no es para liderar su ejército! En lo que a ellos se refiere, soy una bala perdida, una Faris que no pueden controlar. Así que la casa de Leofrico me quiere muerta, el Rey-Califa me quiere muerta y las demoníacas Máquinas Salvajes me quieren muerta. —Su boca adquirió una mueca similar a una sonrisa, torcida por sus emociones interiores—. Yo no mato con tanta despreocupación, ya lo sabéis.</p> <p>—¡Muy cierto, jefa!</p> <p>—Pero no firmarán una <i>condotta</i> conmigo. Chicos, os estoy dando un buen... consejo, digamos. Tomad a Robert Anselm como vuestro comandante, entregad Dijon a los godos. Abríos paso y dirigíos hasta Dalmacia. Aceptad el dinero de los visigodos; dejad limpia esta ciudad de provisiones si las necesitáis y dirigíos hacia los turcos.</p> <p>Era un consejo sincero, de pie en aquella ciudad cuyo asedio se había prolongado durante tres amargos meses. El consejo que la <i>machina rei militaris</i> le habría dado; de haberle podido preguntar.</p> <p>—El Sultán no va a quedarse contemplando cómo el Imperio Visigodo toma el control de la Cristiandad sin hacer algo al respecto. Podríais conseguir una <i>condotta</i> con él...</p> <p>Por encima de la gran confusión de ruido, gritos, hombres poniéndose en pie y sargentos tratando de reimponer el orden, Robert Anselm se levantó.</p> <p>—¡No tomaré el mando! ¡Tú eres nuestra comandante!</p> <p>—¡No penséis en el maldito heroísmo! —gritó Ash con dureza—. No penséis en la jodida bandera de la compañía y en la lealtad. Pensad en esto: ¿realmente queréis tener una capitana a la cual los visigodos y los demonios están decididos a eliminar? ¡Porque si lo hacéis, no podréis moveros de aquí!</p> <p>—¡Que los jodan, a esos malditos caratrapos! —Euen Huw, también en pie, atravesó el aire con su puño.</p> <p>Ludmilla Rostovnaya aulló:</p> <p>—¡Nada, queremos luchar a vuestro lado, jefa!</p> <p>Un muro de sonido golpeó a Ash. Pasó un segundo antes de que se diera cuenta de que eran gritos de conformidad.</p> <p>—¡Ash gana las batallas! —gritó Pieter Tyrrell.</p> <p>—¡Ash nos saca de la mierda! —aulló Geraint ab Morgan—. Nos sacó de la puta Cartago, ¿no es cierto, jefa?</p> <p>—¡Esta no es vuestra batalla! —dijo con lentitud mientras se acercaba a la tronera de la ventana. La débil luz solar de aquel día nublado la acarició, revelando bajo su claridad una mujer en brigantina y calzas manchadas y embarradas, con una daga en el cinto y el rostro pálido de agotamiento. Nada en ella mostraba energía salvo sus ojos.</p> <p>Trató de captar el talante de la concurrencia, y para eso se hacía necesario reducir cuatrocientas o quinientas vidas y sus complejas almas a nombres en un rol y un humor colectivo: algo que a veces la estremecía. Miró a su alrededor, a los rostros. Aquellos que al principio hubiera designado automáticamente como buscadores de problemas y aspirantes a hacerse con su autoridad (Geraint ab Morgan, Wat Rodway) no evitaron su mirada. Ambos hombres, y otros como ellos, la observaban con una fidelidad ciega que la asustaba.</p> <p><i>En parte, la clave está en que ahora mismo nadie quiere ser jefe y tener que tomar decisiones. Tienen miedo de ser derrotados si yo no estoy al mando. Y no tiene sentido, la guerra apenas depende del pensamiento racional</i>.</p> <p>Pero eso solo es una parte.</p> <p>—¡Por el amor de Cristo! —dijo Ash con voz seca—. No sabéis dónde os estáis metiendo.</p> <p>—Un comandante afortunado vale mucho —comentó Antonio Angelotti, como si fuera un proverbio.</p> <p>Ludmilla Rostovnaya se puso en pie, frente a Ash.</p> <p>—Mirad, jefa —dijo con tono razonable la rusa de rasgos toscos—, no nos importa un carajo a quién corresponde esta guerra. Nunca he luchado por ningún señor o país: mantengo el ojo en la espalda de mis compañeros de lanza y ellos vigilan la mía. A veces sois una jefa condenadamente complicada, pero nos lleváis a buen puerto. Nos sacasteis de Basilea, y de Cartago. Nos sacaréis de aquí. Así que nos quedamos con vos. —Lanzó una deslumbrante sonrisa de escasos dientes hacia el soldado con la cabeza afeitada que estaba junto a Ash—. ¡Sin ánimo de ofenderlo, capitán Anselm!</p> <p>—Para nada —retumbó Anselm, divertido y seguro de sí. Conmovida, Ash preguntó:</p> <p>—¿Qué quiere decir eso de «complicada»?</p> <p>—Os pasáis la mitad del tiempo dando coba a los mandamases de cada lugar. —Ludmilla se encogió de hombros—. Como con el emperador germano Federico y toda esta porquería del arribismo. Me sentí avergonzada, jefa. Pero aun así fuimos la hostia en Neuss.</p> <p>Thomas Rochester intervino de modo inesperado:</p> <p>—¡Y he dejado atrás más leguas siendo vuestro escolta de lo que llegué a recorre: en toda la guerra de las Dos Rosas! ¿Es que no podéis estaros quieta en un mismo lugar del puto campo de batalla, jefa?</p> <p>—¡Sí, así los mensajeros podrían saber dónde encontraros! —gritó un sargento de arqueros.</p> <p>—Si me permitís... —comenzó a protestar Ash.</p> <p>—¡Y no os emborracháis ni la mitad de lo necesario! —aulló Wat Rodway.</p> <p>Baldina, desde los carros, añadió:</p> <p>—¡Al menos no con nosotros!</p> <p>Ash trató de aprovechar la importancia de aquello, pero comenzó a reírse.</p> <p>—¿Habéis terminado de una maldita vez?</p> <p>—Todavía no, <i>madonna</i>, queda mucho más. Los artilleros ni siquiera hemos empezado.</p> <p>—¡Muchas gracias, maese Angelotti!</p> <p>La sala se llenó con un barullo de amistosas críticas malhabladas. Ash se pasó los dedos por la corta cabellera, sin poder explicárselo. Abrió la boca pese a no estar segura de lo que iba a decir. En ese momento la interrumpieron.</p> <p>—Jefa...</p> <p>Se trataba de una voz cortante. Ash se giró, tratando de localizar al hombre que había hablado. Descubrió a Floria del Guiz a sus pies, sujetando por el brazo a un hombre con muletas.</p> <p>Unos vendajes negros le rodeaban la cabeza y cubrían las cuencas cauterizadas de sus ojos. Por encima de ellos, las blancas cicatrices daban paso a unos mechones de pelo cano. Le gruñó algo a la cirujana mientras so colocaba las muletas bajo las axilas y levantaba la cabeza, escuchando y mirando sin ver hacia una esquina del techo.</p> <p>—Carracci —comenzó a decir Ash.</p> <p>—Dejadme hablar —intervino el ex-sargento de alabarderos, girando el rostro hasta quedar aproximadamente frente a ella.</p> <p>Ash asintió, pero cayó en la cuenta y dijo en voz alta:</p> <p>—¿De qué se trata, Carracci?</p> <p>—Solo esto. —Ladeó un poco la cabeza, como si tratara de incluir en sus palabras a toda la compañía allí reunida o como si quisiera que todos le vieran con claridad—. No teníais por qué traerme de vuelta desde Cartago, nunca volveré a ser de utilidad. No soy el único al que trajisteis de vuelta, jefa. Eso es todo.</p> <p>Reinó un silencio especial. Ash se inclinó y su mano rodeó suavemente el antebrazo del soldado, donde sus superdesarrollados músculos, atados con cuerdas, temblaban por el esfuerzo de mantenerlo erguido. Por toda la sala había gente asintiendo. Unos pocos hombres se agitaban incómodos o retomaban sus raciones, pero la mayoría murmuraba mostrando su serena conformidad. Una voz gritó:</p> <p>—Bien dicho, Carracci.</p> <p>—No abandonamos a los nuestros —dijo Robert Anselm—. Y eso funciona en ambos sentidos. No digas más tonterías, muchacha.</p> <p>Ash volvió la cabeza hacia un lado con brusquedad, pues por un momento había perdido el control sobre su expresión. No había modo de escapar de aquello, no cuando había pedido a los hombres que tomaran sus espadas y hachas y acabaran boca abajo en el barro; no había modo de que no se creara esa fiera mezcolanza de temor y afecto que (como hubo de admitir para sí) hubiera llevado a que rechazaran su consejo nueve veces de cada diez.</p> <p><i>Pero podríamos haber estado en esa décima vez</i>, pensó, en algún lugar situado entre el humor negro y la resignación consternada. <i>Será mejor que me encargue de manejar esto ahora que los tengo de mi parte</i>.</p> <p>Un estrépito de pasos y armas en la escalera rompió el silencio. Aún sosteniendo el brazo de Carracci, Ash gritó desde el otro extremo:</p> <p>—¿Qué sucede?</p> <p>Un exhausto guardia de la compañía entró en la sala. Detrás de él venían una docena o así de hombres con armadura y librea borgoñona. Ash comprobó con un vistazo instintivo que llevaban las espadas en las vainas y que su líder portaba una vara blanca.</p> <p>—Capitana Ash —gritó este desde esa esquina—, mi señor Olivier de la Marche nos envía. Desea que seáis escoltada como es debido hasta el consejo del asedio del Vizconde Alcalde. Es un honor preguntaros si vendréis con nosotros.</p> <p>—Ve tú —dijo Ash de inmediato a Robert Anselm—. Suponiendo que me encuentre en lo cierto y él esté aquí, tengo cosas más importantes que hacer. Si todos estáis decididos a quedaros en la ciudad, tengo que hablar con el Duque.</p> <p>—¿Con Carlos? —Anselm bajó la voz—. No te dejarán entrar, muchacha.</p> <p>—¿Por qué no?</p> <p>—¿Todavía no lo sabes? Joder, debería habértelo contado. —Anselm se subió el cinto donde albergaba la bolsa y la daga de misericordia, acomodándolo bajo su cintura cervecera. Con su mirada sobre los hombres borgoñones, añadió:— ¿Sabes que el duque Carlos fue herido en Auxonne? ¿No? Eso fue hace tres meses. Y nos cuentan que todavía no se ha recuperado lo suficiente como para abandonar el lecho.</p> <p style="page-break-before: always; line-height: 0%"> </p> <title style="margin-bottom: 2em; page-break-before: avoid; margin-top: 15%"> <p>Capítulo 8</p></h3> <p>Uno de los edecanes que se encontraban detrás del borgoñón de la vara blanca gritó con impaciencia:</p> <p>—¿Es que estás sorda, mujer? ¡El consejo está esperando!</p> <p>Sobresaltada, Ash volvió la cabeza y se vio rodeada de hombres de armas que soltaban tacos, enderezaban los hombros y comenzaban a moverse. Cambió de inmediato de registro mental, algo necesario para comprender que estaba a punto de desatarse la violencia (en especial en aquel momento, después de lo de Carracci) e hizo un gesto en dirección a Geraint. Observó cómo este y sus prebostes imponían el orden entre las lanzas.</p> <p>—¡Hijo de puta! —murmuró Robert Anselm, tan desorientado como ella a juzgar por su tono.</p> <p>El líder de los oficiales borgoñones (¿Joussey? ¿Jonvelle?) dijo en francés algo rudo y recriminatorio a su compañero. Este realizó un gesto muy informal que podía simbolizar una disculpa hacia Ash. Su expresión, por lo que ella pudo descifrar en aquella sala de alto techo y mala iluminación, era avergonzada. Su mirada la inspeccionó de arriba abajo, de la cabeza a los pies.</p> <p>—Parte de razón tiene —dijo Ash.</p> <p>La penetrante lluvia de dos noches atrás todavía ennegrecía el terciopelo azul de su brigantina y las correas de ante. Se miró las altas botas, atadas a las faldas de su jubón, y el barro incrustado y oscuro que se secaba en ellas. Durante un instante se sintió desnuda sin quijotes ni grebas, sin armadura, y en ese momento también se dio cuenta de que los tachones de cabeza de latón de su brigantina parecían opacos y que su bacinete (que Rickard recogió avergonzado) estaba teñido de naranja y marrón por el óxido.</p> <p>—Dadme una espada —dijo Ash bruscamente.</p> <p>—Y lo demás. —Robert Anselm la evaluó con una mirada y de inmediato hizo gestos a uno de sus escuderos. El chico regresó del otro extremo de la sala con las manos llenas de correas, una vaina y una espada.</p> <p>—Ármame. —Anselm se despojó de su semitúnica y aguardó con los brazos estirados mientras los pajes colocaban y aseguraban la armadura de las piernas y la coraza a su <i>gambaj</i>. Paseó la mirada a su alrededor como si los hombres de armas no estuvieran allí y por último posó sus ojos sobre el maestro armero. Enseñó los dientes.</p> <p>—¡Toni!</p> <p>Angelotti, que estaba arrodillado sobre un cubo, alzó la cabeza y con el movimiento echó hacia atrás su húmedo pelo dorado, salpicando con agua sucia a sus propios escuderos. Tenía la cara un poco más limpia, pero aún quedaban huellas de haber tenido que atravesar el barro, la lluvia y la nieve medio congelada. Miró primero a Anselm, después a los borgoñones, frunció el ceño y murmuró algo melifluo y grosero.</p> <p>—Sí, sí. Te conozco. Tenías ropa limpia en tu equipaje, bien doblada y seca, ¿verdad? —Robert Anselm lanzó una patada a los bultos del artillero italiano, situados junto a sus escarpes, mientras los pajes ataban las defensas de los brazos a su <i>gambaj</i> recién reparado—. Tienes aproximadamente su mismo tamaño. Esa media toga, la que siempre te pones cuando vas de ligue... ¿Has logrado traerla de vuelta desde África del norte?</p> <p>Ash se tapó la boca con la mano, notando que una repentina sonrisa se dibujaba bajo la palma. Angelotti se arrodilló, desenvolvió un paquete de pieles de cuero enceradas, y se levantó para mostrar un atavío entre sus brazos.</p> <p>Una semitúnica de seda blanca de Damasco. Inmaculada, forrada en el cuello, los faldones y las mangas abiertas con los suaves y variados tonos grises de la piel de lobo.</p> <p>—No podemos permitir que la jefa vaya por ahí con una pinta astrosa —dijo Anselm, lanzando a los borgoñones una sonrisa de las que pueden provocar una reyerta—. ¿No es así, Toni? Eso daría mala imagen del León.</p> <p>Transcurrieron largos minutos en los que los oficiales borgoñones aguardaron dóciles. Dos pajes sacaron brillo a las botas de Ash mientras Rickard colocaba y abotonaba la inmaculada semitúnica por encima do su asquerosa brigantina y llamaba a un compañero para que le prestara un lustroso bacinete de arquero. Con destreza, dobló la cinta de seda azul y amarilla alrededor del casco de rostro descubierto y ensartó una pluma blanca en el portaplumas.</p> <p>La suave piel de lobo del cuello de la toga de Angelotti le acariciaba las cicatrices de las mejillas.</p> <p>—¡Espada! —Anselm hizo avanzar a su paje. De manera inmediata Ash subió las manos para que el paje pudiera arrodillarse a su lado.</p> <p>Anselm se adelantó y tomó el arma de las manos del chico, con ese vigor pausado y amplio por el que ella siempre lo recordaría con más claridad que por cualquier otro rasgo.</p> <p>Él se adelantó y se arrodilló sobre las losas frente a ella, ya completamente acorazado salvo por el yelmo y los guanteletes. Comenzó entonces a abrochar el cinto con el arma alrededor de su talle, sobre la resplandeciente media toga.</p> <p>Ash bajó la mano y se topó con una empuñadura de mano y media; terciopelo azul con hilo de oro. Tocó las acanaladuras del retorcido pomo y de la cruz de latón. El metal había sido pulido hasta alcanzar un profundo y resplandeciente fulgor.</p> <p>—Esta es tu mejor espada, Robert.</p> <p>—Yo llevaré la otra. —Abrochó una hebilla y con mano diestra formó un nudo en el extremo del cinto, dejando que la correa de cuero azul, tachonada con moletas de latón, colgara sobre los faldones plisados de damasco blanco de su semitúnica—. Ya no estás en Neuss, muchacha.</p> <p>El recuerdo de aquella ocasión en la que se arrodilló ante el Sacro Emperador Roí nano se presentó con nitidez en su mente. En aquel entonces el pelo plateado le caía ensortijado hasta las rodillas. Era joven, con cicatrices pero hermosa, una mujer vestida con una armadura milanesa completa que brillaba con tanta fuerza bajo el sol que hacía daño a los ojos, que daba mareos al verla y que anunciaba, con tanta claridad como si lo gritara: «esto es lo que me he ganado como capitana mercenaria. Soy buena.»</p> <p><i>Y ahora me estarán mirando y pensarán: ni siquiera puede permitirse una armadura de placas. Pues bien, mierda, me he visto reducida a un yelmo y unos guanteletes, esto es lo que hay. Todo lo demás (el arnés inferior de repuesto, la coraza prestada) se ha perdido, ha sufrido daños y es imposible repararlo, o está ahí afuera con esa condenada Faris</i>...</p> <p><i>¿Será suficiente?</i></p> <p>Ash estiró el brazo y cogió el bacinete que le ofrecían, atizando el acolchado para que le encajara mejor. Levantó la barbilla mientras Rickard cerraba los corchetes de un tabardo limpio con la librea seca y ataba la correa del bacinete.</p> <p>—Parece que al final sí voy a presentarme ante el consejo. Angelotti, Anselm, venid conmigo. Geraint, quiero revista completa de toda la compañía antes de mi regreso. ¡De acuerdo, vamos allá!</p> <p>Un racimo de hombres se apartó de Angelotti, ya asaz limpio pero por una vez nada espectacular en su vestimenta. Thomas Rochester estuvo pronto igual de aseado, vestido con el equipo de otra gente y acompañado de los doce hombres de su lanza como escolta más el abanderado de Ash. Esta los precedió y dejaron atrás las sombras de la entrada hasta salir a cielo abierto.</p> <p>En el patio se escabullían los cerdos y las pocas gallinas que quedaban, perseguidas por niños gritones y rodeados del estruendo de los cobertizos de armería que delimitaban la cara interna del muro exterior de la torre.</p> <p>Un estampido consiguió que todo su cuerpo se sobresaltara: el impacto invisible de una roca, no muy lejos. Tanto animales como niños quedaron a la vez inmóviles durante un segundo. Un sol pálido le bañaba el rostro y notaba una opresión en el pecho y la respiración agitada.</p> <p>—Vuelven a golpear la puerta noreste —murmuró Anselm, mirando al cielo de manera instintiva e inútil y haciendo gesto de ceñirse el bacinete.</p> <p>Detrás de él, Rickard se estremeció. Ash se acercó para palmearle el hombro amigablemente. De modo inesperado notó que su propio sudor dibujaba surcos en el polvo de su rostro. <i>¿Y ahora qué me pasa? No es más que la mierda habitual de un asedio</i>. Se obligó a comenzar el descenso de los escalones de piedra, en dirección a los hombres y caballos del patio.</p> <p>Durante un breve instante reinó esa confusión a la que llevaba acostumbrada más de una década; hombres armados que subían a las sillas de sus caballos de guerra, sementales entrenados e inquietos. Mientras los borgoñones montaban, Rickard hizo avanzar a un semental de color pardo con pintas negras cuya cola asomaba bajo las gualdrapas.</p> <p>—Coge a Orgueil<a data-bs-toggle="modal" data-bs-target="#notesModal" type="note" href="#nota23">[23]</a>—dijo Anselm—. No creo que hayas conservado ninguna remonta en el camino de regreso de Cartago.</p> <p>Los relucientes ojos negros del caballo pardo se posaron sobre el rostro de Ash, con los ollares encendidos. El tono áspero e irónico de Anselm expresaba jovialidad, o al menos camaradería.</p> <p>—¿Jefa?</p> <p>—¿Qué pasa?</p> <p>—¿No es mal momento del mes para usar un semental? Podemos conseguiros un castrado.</p> <p>—No. Está bien, Roberto...</p> <p>Durante un instante, cuando su mano se dirigía a apoyarse firmemente sobre el suave pelaje del animal, sintió el cálido aliento del caballo en su fría piel desnuda y se detuvo como muerta, incapacitada por la sensación de pérdida.</p> <p>Seis meses atrás poseía un destrero, un palafrén y un caballo de monta. Ya no le quedaba ninguno. Godluc, de color gris hierro, de amplio pecho, mandón y protector. Esa dulzura de Dama, de color castaño rubio, tan glotona. El mal temperamento de El Cabrón, de color plomizo como el agua oscura. Por un segundo le dolió el corazón al pensar en el potro dorado que Dama podría haber tenido y en la malicia de El Cabrón (que le mordía en la pierna cuando menos se lo esperaba y le acariciaba el pecho con el hocico de manera igual de imprevista), todos perdidos en la desbandada de Basilea. Y Godluc (<i>juro</i>, pensó, con los ojos escociéndole y la boca retorcida con una siniestra alegría, <i>juro que aquel animal me consideraba otro caballo más, una yegua malcriada</i>), que acabó ensartado y muerto en Auxonne.</p> <p><i>¿Acaso es más fácil llorar la pérdida de los caballos que la de los hombres?</i>, se preguntó, recordando a los muertos enterrados en la rocosa e inhóspita Malta.</p> <p>—Te conseguiremos otro caballo de guerra —dijo Anselm, con cara de encontrarse perdido ante el silencio de Ash—. No creo que tengamos que aflojar más de un par de libras. Sobran los caballeros muertos que ya no necesitarán los suyos.</p> <p>—Cielos, Robert. Eres un omnipresente problema en tiempos de ayuda...</p> <p>El inglés resopló. Ash echó un ojo a los caballeros acorazados sobre sus monturas de guerra, brillantes y relucientes en sus pulidas armaduras de acero. Los arqueros a caballo exhibían las libreas de color azul y dorado de Ash, que centelleaban resplandecientes en aquella mañana gris; hombres con cascos de metal de rostro descubierto y mangas de cota de malla que cabalgaban (o así lo supuso) a lomos de algunos de los caballos de monta que aún conservaba la guarnición. Destacaban las palas de los arcos y el asta desnuda de su bandera que horadaba el cielo. Un observador atento hubiera podido reparar en el óxido de los quijotes y rodilleras y en que el cuero de las botas estaba ennegrecido y agrietado por la humedad y el frío.</p> <p>—...Adelante.</p> <p>Cabalgaron tras la estela de los oficiales borgoñones y salieron a la atestada calle, donde el aire frío le golpeó el rostro. Su escolta formó, rodeándola. El polvo volaba y saturaba el ambiente, y antiguas cenizas rechinaron entre los adoquines asustando a dos de los caballos capones. Grupos de personas que estaban charlando en la esquina se apartaron ante el avance de los hombres armados. Ash tiró de las riendas para no arrollar a un hombre que arrastraba un carro de mano lleno de escombros sacados de una tienda derrumbada. En menos de cien metros, Ash distinguió a media docena de alguaciles entre la multitud.</p> <p>En el aire matutino de Dijon reverberó otra potente detonación y el estampido de algo que impactaba y estallaba en múltiples fragmentos. Orgueil soltó una nubecilla de aliento en el gélido aire y Ash notó que se agitaba incómodo bajo su cuerpo. Del norte llegó otra serie de agudos impactos. Los borgoñones siguieron adelante, adoptando de manera inconsciente una postura agazapada; eran hombres acostumbrados a encogerse, aunque fuera inútilmente, ante lo que el cielo pudiera depararles.</p> <p>—¡Mierda, eso ha estado cerca!</p> <p>—A un par de calles. A veces se dedican a jodernos así todo el puto día. —Robert Anselm se encogió de hombros—. Piedra caliza. Calculo que a estas alturas estarán extrayendo roca a lo largo de toda la carretera de Auxonne. Es puro hostigamiento. —Hizo que su caballo se adelantara hasta ponerse a su altura y señaló con el pulgar una iglesia situada hacia el extremo de la calle. Ash comprobó que no era más que una estructura renegrida—. Cuando van en serio usan fuego griego.</p> <p>—Mierda.</p> <p>—Y que lo digas.</p> <p>—He estado en lo alto de las murallas. Deben de tener trescientas petrarias<a data-bs-toggle="modal" data-bs-target="#notesModal" type="note" href="#nota24">[24]</a>como mínimo ahí fuera —intervino Angelotti con voz aflautada. Cuidando de no tropezar con las losas, condujo a su caballo capón castaño hasta quedar junto a Ash, al otro lado—. Y quizás veinticinco trabuquetes que yo haya podido ver, <i>madonna</i>. Protegen sus maganeles y sus balistas con pieles, así que es difícil contarlos. Quizás haya otras cien máquinas, pero con un clima de verdad malo, al menos las catapultas quedarán inservibles. Pero... tienen gólems.</p> <p>Con tono irónico, Ash dijo:</p> <p>—Ya pensé que los tendrían.</p> <p>—¿Pero lucharemos aquí, <i>madonna</i>? —respondió Angelotti.</p> <p><i>Nuestras opciones se reducen por momentos</i>...</p> <p>Los oficiales borgoñones reanudaron la marcha y se desviaron en diagonal por una calle más estrecha en la que cabalgaban bajo la cobertura de las casas. Allí había menos tejados rotos y menos edificios quemados. En el suelo, bajo los cascos de hierro de los caballos, los escombros que cubrían los adoquines convertían cada paso en inseguro.</p> <p>Ash decidió no responder a la pregunta, sino que dijo:</p> <p>—Si fueras su <i>magister ingeniator</i><a data-bs-toggle="modal" data-bs-target="#notesModal" type="note" href="#nota25">[25]</a>, Angeli, ¿qué harías en esta situación?</p> <p>—Trataría de socavar el muro norte o de destruir una de esas dos puertas. —Los ojos ovalados del italiano se estrecharon, mirando más allá de Ash para estudiar la reacción de Anselm—. Para debilitar primero la moral, hubiera adelantado a algunos hombres hasta el risco, de modo que me dibujaran un mapa de lo que pudiera verse de la ciudad, y después concentraría mi potencia de fuego en los edificios públicos. Mercados, donde se reúne la gente. Iglesias, edificios gremiales, el palacio ducal...</p> <p>—¡Has dado en el clavo! —resopló Anselm.</p> <p>A Ash se le revolvió aún más el estómago y aumentó la tirantez de su pecho. Un hombre que aseguraba tablones desesperadamente en las ventanas que quedaban en su casa se detuvo al pasar ella, se quitó el sombrero y de inmediato volvió a cobijarse bajo su portal cuando otra rociada de rocas crujió y resbaló por los tejados.</p> <p>—¡Ah, a la mierda! —exclamó Ash—. Ahora recuerdo lo mucho que odio las condenadas máquinas de asedio. Me gustan las cosas que puedo tener al alcance del hacha.</p> <p>—¿En serio? Entonces se lo diré a Raimon el carpintero... —dijo Robert Anselm lleno de ironía. Ante la mirada inquisitiva que le lanzó Ash, añadió—: a alguien tenía que nombrar <i>enguynnur</i><a data-bs-toggle="modal" data-bs-target="#notesModal" type="note" href="#nota26">[26]</a>, en especial cuando Toni se había largado a África y era probable que estuviese muerto.</p> <p><i>Tener los mandos duplicados no va a facilitarnos la vida</i>...</p> <p>—<i>¡Christus Viridianus!</i> —Ash sacudió la cabeza—. Vaya con el «estaremos seguros dentro de Dijon». ¡Estamos sentados justo en medio del oro<a data-bs-toggle="modal" data-bs-target="#notesModal" type="note" href="#nota27">[27]</a>! Está bien, hacedme un resumen antes de que nos metamos en ese maldito consejo. ¿Qué ha estado sucediendo, Roberto?</p> <p>—De acuerdo, resumo. —Robert Anselm se frotó la nariz con la mano. En sus movimientos se vislumbraba cierta torpeza, por lo que Ash supuso que habría recibido alguna herida durante un asalto de los visigodos. Sabía que él no lo mencionaría <i>de motu proprio</i>—. Nos cortaron el paso aquí después de lo de Auxonne. Cada noche podíamos ver el cielo en llamas: aldeas ardiendo, allá en el quinto pino. Primero montaron las máquinas y los cañones y nos lanzaron una enorme andanada de artillería. ¿Has visto esos grandes trabuquetes? Han estado voleando cadáveres y caballos muertos, nuestras bajas en Auxonne. Eso fue cuando montaron los lanzallamas enfrente de las tres puertas, unos quince por cada una, cubriendo las murallas y el río. Nosotros volamos por los aires el puente del sur y ellos comenzaron a zapar desde el norte.</p> <p>—No dejan pasar ni una. —Ash parpadeó tras la espalda de los hombres y caballos a los que seguía. Entraron en una amplia plaza pública donde un corrimiento de ladrillos bloqueaba la mitad del camino.</p> <p><i>Ojalá no pudiera imaginarme todo lo que dice</i>.</p> <p><i>¿Qué me está pasando? Antes estas cosas nunca me afectaban</i>.</p> <p>—Vamos, que han hecho todo lo que estaba en sus manos para jodernos —dijo Anselm con tono lúgubre—. Llevan bombardeándonos desde finales de agosto, en cuanto descubrieron que no podrían tomar la ciudad al asalto. No lograron traer bombardas ni máquinas de asedio al este del río Ouche, pues el terreno es demasiado irregular, así que han concentrado su artillería al norte y al oeste de la ciudad. Machacaron toda la sección de la urbe que, según pensábamos, quedaba dentro de su alcance.</p> <p>Bajó la mirada e hizo que su montura rodeara un cráter que asomaba entre las losas. Mientras avanzaban, Ash vio que los muros de piedra caliza de una iglesia estaban totalmente agujereados.</p> <p>—Los gobernantes de la ciudad comenzaron a trasladar a sus gentes hacia el sur, al barrio situado más al sudoeste —añadió—, por seguridad. Bueno, a eso de comienzos de octubre, los godos soltaron todo lo que tenían... sobre el barrio sudoriental. Piedras, fuego griego, las putas máquinas de guerra de los gólems... Y tanto que les quedaba dentro del alcance. Solo querían dar a los civiles la oportunidad de apelotonarse en una zona... Los borgoñones también perdieron un montón de tropas. Desde entonces, la cosa ha sido más o menos un «adivina la zona donde van a caer las piedras, y en qué parte de la ciudad quieres dormir esta noche».</p> <p>—La torre de la compañía parece sólida.</p> <p>—Han estado acuartelando a los combatientes en los lugares que resistan un bombardeo. —Entonces la miró de frente—. Después empezaron las oleadas humanas de asaltos contra las murallas. Eso ha sido duro. Los caratrapos están perdiendo hombres, y no tendrían por qué hacerlo. Tienen montadas dos o tres zapas enormes, joder. Yendo por la puerta noreste... ¿Recuerdas por dónde has entrado? Pues por ahí mismo: bajas a los cimientos de la torre de la puerta y es que hasta puedes oír cómo se acercan. ¡No necesitan seguir lanzándose contra las murallas a por nosotros!</p> <p>—¿Cuánto le queda a este sitio?</p> <p>Enfrentado a una pregunta directa, Robert Anselm no respondió, sino que miró a Ash con una leve sonrisa.</p> <p>—Por Dios, muchacha, pareces diferente, pero hablas como siempre. Cartago no te ha cambiado tanto.</p> <p>—Claro que no. Solo ha sido un viaje un poco largo para que me cortaran el pelo, eso es todo.</p> <p>Intercambiaron miradas.</p> <p>Fuertes vientos sacudían el León Afrontado por encima de sus cabezas. El grupo de hombres que cabalgaba a su alrededor aumentó levemente el ritmo de manera inconsciente. Ella no lo impidió.</p> <p>—¿Con qué frecuencia tratan los godos de tomar las murallas?</p> <p>—Bueno, desde luego no están confiando en el hambre y las enfermedades para rendir la ciudad. Las cosas han estado muy feas en la puerta noreste —admitió Anselm. Alzó una mano, tan llena de cicatrices como la de un herrero o un campesino, para indicar al portaestandarte que adoptase un ritmo menos nervioso—. Tú has hablado con su jefa, los caratrapos quieren conseguir Dijon. No les importa ni Amberes ni Brujas ni Gante. Me imagino que deben de buscar al Duque, si es que no muere antes de sus heridas. Y eso significa tener que lanzar asaltos. Se han sucedido cada pocos días, quizás algunas noches entre uno y otro. Qué tácticas de asedio tan estúpidas, joder.</p> <p>—Sí, así es. Pero echando un ojo ahí fuera, deben de superar en número a los borgoñones en cuatro o cinco a uno...</p> <p>El punzante y gélido aire le cortó la cara. Por encima de ellos, irregulares nubes corrían hacia el sur sobre vientos de altura. En ese momento resultaba visible una fachada blanca (¿una casa gremial?) sobre las cabezas de la escolta borgoñona. No logró recordar aquella zona de su estancia del verano.</p> <p>El grupo de jinetes se detuvo. Mirando hacia el frente, Ash vio al jefe de los caballeros en animada discusión con algunos civiles al pie de los escalones de la casa gremial.</p> <p>—Tener un tejado firme sobre nuestras cabezas sería bastante agradable —murmuró mientras detenía a Orgueil—. Hasta que algún hijo de puta nos lance una tonelada de roca encima, supongo...</p> <p>El abanderado murmuró:</p> <p>—Parece que nos movemos, jefa.</p> <p>Parecía evidente que lo que les había retrasado era una porfía sobre el protocolo. Cuando desmontaron y entraron en el salón del vizconde alcalde, el toque de trompeta de un heraldo resonó bajo el colorido techo abovedado.</p> <p>Los nobles, los mercaderes y el alcalde de Dijon alzaron la mirada desde sus asientos, situados a los laterales de una larga mesa de madera de haya. La cámara, rodeada de tapices, quedaba inundada por sus voces. Una gran cantidad de civiles y hombres armados se sentaban por allí cerca o se limitaban a permanecer de pie. Ash dedujo por los tocados de capirote perdidos en medio de la multitud que unos pocos de los asistentes debían de ser mujeres: esposas de mercaderes, comerciantes por cuenta propia o miembros de la nobleza menor. Tomó nota de las libreas de los hombres armados que las acompañaban. No todos pertenecían a casas borgoñonas.</p> <p>—¿Franceses/alemanes? —murmuró.</p> <p>—Nobles refugiados —dijo Anselm con cierta dosis de cinismo.</p> <p>—¿Que quieren proseguir la guerra contra los visigodos?</p> <p>—Eso dicen.</p> <p>Vestido de armadura completa y con el chambelán y consejero Ternant a su lado, Olivier de la Marche se levantó del solio. Ash estimó que su aspecto era cansado y sucio, en nada similar al del hombre que había comandado el ejército del duque de Borgoña en Auxonne. Frunció el ceño.</p> <p>—Como representante del Duque —dijo Olivier de a Marche sin preámbulos— doy la bienvenida a nuestra reunión a la heroína de Cartago. Señora capitana Ash, sed bienvenida vos y vuestros hombres. ¡Bienvenidos!</p> <p style="text-align: center; font-size: 110%; text-indent: 0em; margin-top: 1.5em; margin-bottom: 1.5em; ">★ ★ ★</p> <p>De la Marche se inclinó en su dirección con formalidad.</p> <p>—Me ca... —con esfuerzo, Ash logró mantener el rostro inexpresivo. <i>¡Heroína de Cartago!</i> Le devolvió el gesto, incómoda como siempre, sin saber si una reverencia hubiera resultado más apropiada—. Gracias, mi señor.</p> <p>Pronto quedaron vacíos unos asientos junto a la cabecera de la mesa.</p> <p>Ash se sentó y murmuró con discreción a sus oficiales:</p> <p>—¿«Heroína» de Cartago? ¿«Heroína»?</p> <p>El rostro lúgubre de Robert Anselm pareció rejuvenecer veinte anos cuando le devolvió una carcajada.</p> <p>—A mí no me preguntes. ¡Solo Dios sabe qué rumores habrán estado corriendo por la ciudad!</p> <p>—¡Imprecisiones, <i>madonna</i>! —dijo Angelotti en voz baja.</p> <p>Ash finalmente tuvo que sonreír.</p> <p>—Entonces soy una heroína por accidente. ¡Bueno, eso compensa las otras decenas de hazañas en verdad espléndidas que sí he realizado y en las que nadie se fijó jamás! —Recobró la seriedad—. El problema de ser un héroe es que la gente espera algo de ti. No creo que yo pueda hacer de «héroe», chicos.</p> <p>Anselm le palmeó el hombro durante un instante, con gran rapidez.</p> <p>—¡Muchacha, no creo que tengas más remedio!</p> <p>Thomas Rochester y la escolta ocuparon su lugar detrás de ella. Ash miró a su alrededor, agradecida por la semitúnica de Angelotti, sin duda carísima, mientras encontraba en los demás rostros de la mesa todas las reacciones posibles, desde el temor reverencial al desprecio. Ash lanzo una amplia sonrisa al hombre situado al otro lado de la mesa sobre cuyas ricas togas descansaba la cadena del Vizconde Alcalde de Dijon. Era un individuo envuelto en pieles y terciopelo, que contemplaba con disimulo y ceño fruncido a la «heroína de Cartago».</p> <p>—Sí, <i>madonna</i> —dijo Angelotti antes de que ella pudiera abrir la boca—, ese es el hombre que no permitió que ningún mercader nos concediera crédito cuando llegamos aquí la primera vez venidos de Basilea, y vos estabais enferma. El Vizconde Alcalde, Richard Follo.</p> <p>—El que nos llamó «mercenarios desaliñados», ¿no es ese? —dijo Ash con una sonrisa—. ¡Algo que no creo que repitiera ante John de Vere! Bueno, ahí tiene la <i>Rota Fortuna</i><a data-bs-toggle="modal" data-bs-target="#notesModal" type="note" href="#nota28">[28]</a>.</p> <p>Ash miró a su alrededor y estudió a la congregación de borgoñones y nobles extranjeros allí presentes. Los que tenían preferencia se sentaban en aquella larga mesa; los que no, atestaban la sala hasta los muros del fondo. Un aire de desesperación agresiva, que a ella le resultaba familiar de otros asedios, pendía por encima de todos ellos. Decidió que por el momento no se entrometería en las fricciones que hubieran podido surgir entre señores, burgueses, el vizconde alcalde y el propio pueblo de Dijon.</p> <p>—Os damos la bienvenida —dijo por último de la Marche, sentándose. Ash captó su mirada y pensó: <i>¡hagamos saltar la liebre, pues!</i></p> <p>—Mi señor, mis hombres y yo hemos tardado casi dos meses en llegar hasta aquí desde Cartago. Mi información no es completa ni actual. Necesito saber, en nombre de mi compañía, cuáles son las fuerzas de la ciudad y qué parte del territorio borgoñón aún resiste contra los visigodos.</p> <p>—¿Nuestras tierras? —murmuró de la Marche—. El ducado, el Franco Condado, el norte; Lorena no está claro...</p> <p>Un noble de rostro delgado golpeó la mesa con el puño, volviéndose hacia Olivier de la Marche.</p> <p>—¿Veis? Nuestro duque debería pensarlo detenidamente. Tengo tierras en Charoláis. ¿Dónde queda su lealtad para nuestro rey? Si buscarais la protección del rey Luis...</p> <p>—... o apelar a los lazos feudales que tiene con el Imperio...</p> <p>Ash apenas se dio cuenta de que la segunda voz hablaba en alemán cuando los dos caballeros borgoñones, casi al unísono, concluyeron la frase:</p> <p>—¡Y firmar la paz con el Rey-Califa!</p> <p>—Demonios, ¿por qué no? —murmuró Anselm—. ¡Todos los demás en la Cristiandad lo han hecho!</p> <p>El centenar aproximado de hombres y mujeres que había en la sala comenzó a gritar en al menos cuatro lenguas distintas.</p> <p>—¡Silencio!</p> <p>El potente grito de de la Marche (<i>¡Se podría escuchar por encima de un cañonazo!</i> reflexionó Ash) rebotó en las vigas del techo e impuso un silencio incómodo en la sala de reuniones.</p> <p>—¡Jesús, qué pelea de perros! —murmuró Ash. Se dio cuenta de que la habían oído y notó que se le calentaban las mejillas. El miedo (al ejército de ahí fuera, a su gemela, a todo ese sur incestuoso y a la ausencia de respuestas en uno u otro lugar) la ponía de mal humor. Se encogió de hombros en dirección a de la Marche—. Seré sincera. Me preguntaba qué estaban haciendo Cola de Monforte y sus muchachos ahí fuera con los visigodos, y estoy empezando a ver el motivo. Borgoña está reventando por las costuras, ¿estoy en lo cierto?</p> <p>De manera inesperada, el consejero chambelán que se sentaba junto a de la Marche, Philippe Ternant, soltó una risita:</p> <p>—¡No, señora capitana, no más de lo habitual! Se trata de rencillas familiares. Simplemente se acaloran cuando nuestro padre el Duque no está en la sala.</p> <p>Ash, observando los húmedos ojos azules de Ternant y sus manos manchadas por la edad, valoró su más que probable experiencia sobre la política borgoñona y respondió con educación:</p> <p>—Como digáis, <i>messire</i> —y lanzó una mirada a Robert Anselm. <i>¡Necesito tomar decisiones! Pensé que si entrábamos, al menos tendríamos margen para respirar</i>...</p> <p>—¿Qué es Borgoña? —preguntó de la Marche, con su rostro castigado por la intemperie vuelto hacia Ash—. Señora capitana. ¿Qué somos? Aquí en el sur, somos dos Borgoñas, tanto el ducado como el condado. Después está la provincia conquistada, Lorena. Todas las tierras septentrionales: Hainaut, Holanda, Flandes<a data-bs-toggle="modal" data-bs-target="#notesModal" type="note" href="#nota29">[29]</a>... ¡Lo que nuestro Duque no debe como feudo francés al rey Luis, se lo debe como feudo imperial al emperador Federico! Señora, hablamos francés en las dos Borgoñas, flamenco y holandés en Flandes, y el alemán imperial en Luxemburgo. Solo hay una cosa que nos mantiene unidos, un hombre: el duque Carlos. Sin él nos desharíamos de nuevo en un centenar de territorios en disputa entre otros reinos<a data-bs-toggle="modal" data-bs-target="#notesModal" type="note" href="#nota30">[30]</a>.</p> <p>Philippe Ternant parecía divertido.</p> <p>—Mi señor, así como debo inclinarme ante vuestras proezas militares, permitidme decir que un único canciller, una única cancillería y un sistema de impuestos nos unen en la igualdad...</p> <p>—¿Y cuánto duraría eso sin el duque Carlos? —La mano de Olivier de la Marche cayó plana sobre la mesa de madera, con un estrépito que sorprendió a todos los presentes en aquella atestada sala—. ¡El Duque nos unifica!</p> <p>Hubo un revoloteo de tela verde. Ash atisbó a un abad, con el rostro oculto a su mirada por la masa de cuerpos al otro lado del salón gremial.</p> <p>—Somos el antiguo pueblo germano de Borgoña —dijo el abad, todavía invisible—. Y fuimos el reino de Arles cuando la Cristiandad estaba dividida entre Neustria y Austrasia. Somos anteriores a los duques de Valois.</p> <p>Durante un instante su profunda voz le recordó a Godfrey Maximillian. Ash no fue consciente de la profunda arruga que apareció entre sus cejas.</p> <p>—Los nombres no importan, milord de la Marche —prosiguió el eclesiástico—. Aquí en los bosques del sur, allí en las ciudades del norte, somos un único pueblo. Desde Holanda al lago Ginebra, ¡somos uno solo! Nuestro señor el Duque es la personificación de ello, como lo fue su padre antes que él. Pero Borgoña sobrevivirá a Carlos de Valois, de eso estoy seguro.</p> <p>En medio del silencio, Ash se descubrió diciendo, pensativa:</p> <p>—¡No será así si nadie hace nada respecto al ejército visigodo de ahí fuera!</p> <p>Los rostros se giraron hacia ella, círculos blancos bajo la luz del sol que ahora se colaba a través de las antiguas ventanas de piedra.</p> <p>—El Duque nos une —dijo con fuerte voz el Vizconde Alcalde, Folio—. Y por lo tanto, como él está aquí, el norte vendrá al sur a rescatarnos.</p> <p><i>¿Lo hará?</i> Dando rienda suelta a una repentina y ciega esperanza, Ash se volvió hacia de la Marche:</p> <p>—¿Cuáles son las noticias del norte?</p> <p>—El último mensaje hablaba de combates en las cercanías de Brujas, pero esas noticias ya tenían un mes de antigüedad cuando llegaron. Los ejércitos de la dama Margarita tal vez hayan obtenido ya la victoria.</p> <p>—¿Y vendrán? ¿Solo por una ciudad bajo asedio?</p> <p>—Dijon no es solo «una ciudad bajo asedio» —dijo el chambelán y consejero Philippe Ternant, mirando a Ash—. Os encontráis en el corazón de Borgoña, en el propio ducado.</p> <p>—Mi duque —dijo Olivier de la Marche— escribió, hace tres años, que Dios ha instituido y ordenado a los príncipes para gobernar los principados y señoríos de modo que las regiones, provincias y gentes se agrupen entre sí y estén organizadas en unión, concordia y leal disciplina<a data-bs-toggle="modal" data-bs-target="#notesModal" type="note" href="#nota31">[31]</a>. Puesto que el Duque está aquí, vendrán.</p> <p>Ash estaba a punto de preguntar «¿en qué consisten las fuerzas del norte?», pero se vio interrumpida. Olivier de la Marche, ahora con brusquedad, añadió:</p> <p>—Señora capitana, vos y vuestros hombres habéis visto en fecha más reciente lo que sucede más allá de estos muros.</p> <p>—¿En Cartago?</p> <p>El rostro castigado por el clima de de la Marche se retorció, como si sintiera algún dolor.</p> <p>—Primero, lo que habéis visto al sur de Borgoña, señora. En estos últimos dos meses hemos sabido poco de las tierras más allá de nuestras fronteras, excepto que cada día aparecen más refugiados en las carreteras del exterior de la ciudad.</p> <p>—Sí, <i>messire</i>. —Ash volvió a ponerse en pie y se dio cuenta de que lo hacía por pura costumbre, para hacerles ver que era una mujer que llevaba una espada, incluso si iba sin armadura y por lo tanto no era algo que se hiciera tradicionalmente<a data-bs-toggle="modal" data-bs-target="#notesModal" type="note" href="#nota32">[32]</a>. <i>No estoy acostumbrada a ser una heroína de ningún tipo</i>...</p> <p>—Vinimos hasta aquí a través de los territorios franceses, bajo la oscuridad —comenzó explicando—. Dicen allí que las tinieblas se extienden al norte hasta el Loira, o al menos eso aseguraban hace dos o tres semanas. No vimos ninguna batalla... —sonrió enseñando los dientes—. Al menos, no contra los visigodos. Así que supongo que sigue en pie el tratado de paz.</p> <p>—¡Hijos de puta! —escupió de la Marche de manera explosiva. Algunos de los príncipes mercaderes parecieron alarmarse ante su lenguaje pero, pensó Ash, no como si estuvieran en contra del espíritu. Hubo un murmullo proveniente de los pocos caballeros franceses refugiados allí y presentes en la sala.</p> <p>Ash se encogió de hombros.</p> <p>—Así es la Araña Universal<a data-bs-toggle="modal" data-bs-target="#notesModal" type="note" href="#nota33">[33]</a>, según dicen.</p> <p>—¡Dios se lo lleve! —comentó de la Marche con su potente voz acostumbrada a la batalla. Mercaderes y nobles, que en tiempos de paz se hubiesen estremecido ante el escándalo que armaba el adalid, ahora le miraron como si aquel enorme borgoñón fuera su última esperanza—. ¡Dios se lo lleve a él y a Federico el Alemán<a data-bs-toggle="modal" data-bs-target="#notesModal" type="note" href="#nota34">[34]</a>! —concluyó de la Marche.</p> <p>Ash recordaba lejanamente a algunos de aquellos nobles alemanes y franceses refugiados de cuando asistieron en la catedral de Colonia a su boda con Fernando del Guiz. En aquella ocasión todos ellos vestían brillantes libreas y sus mejillas estaban bien alimentadas. Ya no.</p> <p>—<i>Messire</i>...</p> <p>Cogiendo nuevas fuerzas, de la Marche dio un golpetazo en la larga mesa.</p> <p>—¿Por qué deberían ser respetadas sus tierras, traicioneros hijos de puta? ¡Solo porque esos pequeños gusanos rastreros firmaron «tratados» con esos bastardos visigodos!</p> <p>—¡No todos somos unos traidores! —Un caballero con armadura goda se puso en pie, aporreando el guantelete de su armadura sobre la mesa—. ¡Y al menos nosotros no queremos seguir escondiéndonos tras estas murallas, hombres del duque!</p> <p>De la Marche le ignoró.</p> <p>—¿Y qué más, señora capitana?</p> <p>—Pues bien, sus tierras no están siendo muy «respetadas». Gane quien gane esta guerra, va a haber una gran hambruna.</p> <p>Ash miró a su alrededor, a los rostros de mejillas caídas un tanto debilitados por las reducidas raciones.</p> <p>Los prósperos pueblos de los ríos del sur de Borgoña, las ricas abadías, todo ello le vino a la mente y lo recordó bajo la débil luz otoñal. Todo quemado, abandonado.</p> <p>—No sé cómo están las provisiones aquí en Dijon, pero no vais a conseguir nada del exterior, incluso si el ejército visigodo no tuviera rodeado herméticamente este lugar. <i>Messires</i>, he visto tantas granjas y aldeas desiertas en mi avance hacia el norte que ya no puedo contarlas. No queda nadie. El frío ha arruinado las cosechas y los campos se pudren. No queda ganado ni cerdos, se los han comido. Durante la marcha vimos bebés abandonados y desamparados. No ha sobrevivido ningún pueblo desde Dijon hasta el mar.</p> <p>—¡Esto no es la guerra, es una indecencia! —gruñó uno de los mercaderes.</p> <p>—Es una guerra mal hecha —lo corrigió Ash—. Cuando uno trata de conquistar una tierra, no aniquila lo que la convierte en productiva. Así no queda nada para el vencedor. Mi señor, supongo que los refugiados que tenéis ahí fuera están yendo hacia Saboya, el sur de Francia o incluso a los Cantones. Pero allí la situación no es mejor y además estarán bajo la oscuridad. Todavía hay sol en el cielo del sur de Borgoña, pero más allá ya es invierno. Lo ha sido desde Auxonne y tan lejos como he podido llegar, y eso no ha cambiado.</p> <p>—Invierno como en las tierras de los rusos.</p> <p>Ash se giró y reconoció la voz de Ludmilla Rostovnaya, que surgía del lugar donde aguardaban las ballesteras junto a Thomas Rochester. Le indicó que continuara.</p> <p>Bajo la capa, llevaba las calzas rojas y el jubón bermejo llenos de grasa de vela. Balanceó su peso de un pie a otro, consciente de los ojos que se posaban sobre ella, y habló más para Ash que para los nobles allí reunidos.</p> <p>—Muy al norte, el invierno llega con el hielo —dijo—. Grandes capas de hielo, ocho meses al año. Hay hombres en mi aldea que pueden recordar el puerto del zar Pedro<a data-bs-toggle="modal" data-bs-target="#notesModal" type="note" href="#nota35">[35]</a>congelado en junio, con los barcos quebrándose como cáscaras de huevo. Eso es el invierno. Y así es como estaban las cosas en Marsella cuando atracamos allí.</p> <p>Un sacerdote del extremo de la mesa, situado entre dos caballeros borgoñones, alzó la voz:</p> <p>—¿Veis, mi señor de la Marche? Esto es lo que he estado diciendo. En Francia y en las Germanias, en Italia y el este de Iberia, ya no ven el sol. Y pese a ello, aquí el astro rey aún no nos ha abandonado del todo. Parte de su calor todavía toca nuestra tierra. Aún no estamos bajo la Penitencia.</p> <p>Ash abrió la boca para decir «¡maldita sea la Penitencia, son las Máquinas Salvajes!», pero volvió a cerrarla. Miró a sus oficiales. Robert Anselm, con los labios apretados, sacudió la cabeza. Antonio Angelotti la miró primero en busca de permiso y después declaró en voz alta:</p> <p>—<i>Messires</i>, soy un maestro artillero. He luchado en las tierras bajo la Penitencia, junto al lord-<i>amir</i> Childerico. Entonces allí hacía calor, como el de una noche agradable. No bastaba para cultivar, pero pese a ello no era el invierno.</p> <p>Ash asintió agradecida en dirección a la ballestera y el artillero.</p> <p>—Angelotti está en lo cierto. Os diré lo que vi no hace ni dos meses, mis señores. Ya no hace calor en Cartago. Hay hielo en el desierto, nieve, y cuando nos marchamos el frío iba en aumento.</p> <p>—¿Acaso se trata de una Penitencia mayor? —El sacerdote (otro abad, a juzgar por la cruz de espino de su pecho) se inclinó hacia delante—. ¿Están ellos más condenados, ahora que son guiados por demonios? ¿Se extenderá este mayor castigo por todas sus tierras conquistadas?</p> <p>De la Marche se enfrentó a la mirada de Ash con ojos perspicaces.</p> <p>—Las últimas noticias de las que dispongo aseguran que esa impenetrable oscuridad cubre Francia hacia el norte al menos hasta Tours y Orleans. Ahora oculta la mitad de la Selva Negra y se extiende al este hasta Viena y Chipre. Solo nuestras tierras centrales, de aquí a Flandes, todavía contemplan el sol<a data-bs-toggle="modal" data-bs-target="#notesModal" type="note" href="#nota36">[36]</a>.</p> <p><i>¡Oh, mierda!</i></p> <p>—¿Borgoña es la única tierra...?</p> <p>—No tengo información sobre los dominios del Turco. Pero por lo que yo sé... sí, señora capitana. Cada día la oscuridad avanza más hacia el norte. Ahora el sol solo se ve sobre Borgoña. —Olivier de la Marche gruñó—. Al igual que los refugiados que habéis visto huyendo lejos, tenemos también hordas que se adentran en nuestras tierras, señora capitana. Por el sol.</p> <p>—¡No podemos alimentarlos! —protestó alterado el Vizconde Alcalde, como si aquello fuera parte de un largo debate.</p> <p>—¡Utilizadlos! —soltó el caballero alemán que había intervenido antes—. La guerra se detendrá durante el invierno. Podremos salir de esta puñetera ciudad en cuanto llegue la primavera y entablar la batalla decisiva. ¡Dejadles entrar como levas y entrenadlos! Contamos con el ejército del Duque, tenemos aquí a la heroína de Cartago, la señora Ash. ¡En nombre de Dios, dejadnos luchar!</p> <p>Ash se estremeció de manera imperceptible, tanto al oír que mencionaban su nombre como por el resoplido de Robert Anselm. Estaba convencida de que el representante del duque proseguiría a partir de ese punto, que propondría alguna proeza heroica y sin duda temeraria de la que pudiera encargarse la heroína de Cartago para ayudar a romper el asedio.</p> <p><i>No vamos a combatir en una guerra sin esperanza. No hay dinero suficiente para pagarnos por algo así</i>.</p> <p><i>¿Qué vamos a hacer?</i></p> <p>—Señora capitana Ash, ¿permanecerá ahora el ejército visigodo en el campo? —preguntó Olivier de la Marche como si el caballero alemán no hubiera participado—. ¿Hasta qué punto ha quedado destruida Cartago?</p> <p>La mampostería blanca de las ventanas conopiales brillaba con el sol que se colaba entre las nubes. La escarcha adornaba la piedra y el olor a quemado flotaba sobre el gélido aire alrededor del gran fuego que los sirvientes alimentaban en la chimenea. Ash notó el frío en sus labios.</p> <p>—Ni de lejos tanto como dicen los rumores, mi señor. Un terremoto derribó la ciudadela, pero creo que el nuevo Rey-Califa, Gelimer, sigue vivo. —Después repitió, para darle más énfasis:— mi señor, está nevando en la costa africana, y ellos se lo esperaban aún menos que nosotros. Los <i>amires</i> con los que me encontré estaban realmente acojonados. Comenzaron esta guerra bajo la orden de su Rey-Califa, y ahora los países que han conquistado están bajo la oscuridad y allá en casa, en Cartago, se les está helando el culo. Saben que Iberia es la reserva de grano de Cartago y que, si el sol no regresa, el año que viene no tendrán cosecha. Nosotros tampoco tendremos cosecha. Cuanto más dure esto, peor se pondrán las cosas en menos de seis meses.</p> <p>Casi un centenar de rostros la contemplaban fijamente: civiles y soldados. Era probable (de hecho, inevitable) que algunos de los escoltas de los nobles estuvieran pagados por los hombres que asediaban los muros de Dijon.</p> <p>—Todo lo demás —dijo con naturalidad— no es para un consejo público, sino para vuestro Duque.</p> <p>Tras su punto final una algarabía inundó la sala, proveniente sobre todo de los nobles y caballeros extranjeros. Olivier de la Marche logró imponer su voz sin esfuerzo.</p> <p>—Ese frío, ¿acaso proviene de los demonios de los que hablan vuestros hombres, esas «Máquinas Salvajes»?</p> <p>Ash intercambió miradas con Robert Anselm y pensó: <i>maldición, mis chicos son unos bocazas. Apuesto a que ya hay centenar y medio de historias confusas circulando por ahí</i>.</p> <p>—Trato de contener los rumores, el resto es para vuestro Duque —repitió tenaz. <i>¡No perderé el tiempo con subordinados!</i></p> <p>De la Marche parecía terminantemente decidido a no permitir que las cosas llegaran hasta ese punto. La tensión resultaba dolorosa para Ash y tuvo que enderezar los hombros. Se masajeó los músculos de la nuca, por debajo de la parte posterior del cuello de la semitúnica, pero eso no alivió el dolor. En cuanto a aquellos pálidos rostros, todos se volvían hacia ella bajo la luz de la mañana y Ash notó un latido de miedo en los intestinos. Los recuerdos la acosaban, voces que decían: «hemos retirado el sol».</p> <p>—¡Condenada zorra mercenaria! —gritó alguien en alemán.</p> <p>Durante los siguientes minutos no se pudo oír nada, pues el consejo y los caballeros extranjeros alzaron la voz en discusiones y debates feroces y excitados. Ash puso las manos sobre la mesa y apoyó su peso sobre ellas durante un instante. Anselm colocó el codo en el respaldo de la silla de Ash y se inclinó por encima para hablar con Angelotti.</p> <p><i>Debería sentarme</i>, pensó, <i>dejar que sigan con ello. ¡Esta gente está perdida!</i></p> <p>—Mi señor de la Marche. —Esperó hasta que el representante del Duque devolvió de nuevo su atención hacia ella.</p> <p>—¿Señora capitana?</p> <p>—Tengo una pregunta, mi señor.</p> <p><i>¡Si no la tuviera, podría dejar de preocuparme por este maldito y estúpido consejo!</i></p> <p>Respiró hondo.</p> <p>—Si yo fuera el Rey-Califa, no habría comenzado una cruzada contra estas tierras sin encargarme primero de los turcos. Y si aun así lo hubiera hecho, ahora estaría tratando de firmar la paz ya que los visigodos tienen la mayor parte de la Cristiandad bajo su yugo. Pero los godos no se están deteniendo. Decís que están luchando en Gante y Brujas al norte y que están arrasando Lorena. Están aquí, en Dijon. Mi señor, decidme, ¿qué es tan importante? ¿Por qué Borgoña?</p> <p>Una voz femenina habló antes de que el delegado del duque pudiera hacerlo, y usó el tono de quien cita un proverbio:</p> <p>—De la salud de Borgoña depende la salud del mundo.</p> <p>—¿Qué?</p> <p>Aquella voz tiraba de algo en los recuerdos de Ash. Esta se inclinó aún más sobre la mesa y acabó contemplando el rostro blanco y demacrado de Jeanne Chalon.</p> <p>Por una vez, se alegró de que Floria del Guiz no estuviera presente.</p> <p>De pronto le vino a la memoria el agosto anterior, en Dijon, y la muerte que sobrevino al descubrimiento de que Floria del Guiz era una mujer. <i>Pero, ¿por qué? Ha habido muchas otras muertes desde aquella. El hombre al que maté bien podría haber caído ya en batalla</i>.</p> <p>—<i>Mademoiselle</i>. —Ash contempló a la tía de la cirujana—. Con todo mi respeto, no quiero tonterías supersticiosas, ¡necesito una respuesta!</p> <p>La mujer borgoñona abrió todavía más los ojos, con expresión sorprendida. Se alejó tambaleante de la mesa, abriéndose paso entre los sirvientes y la agitada multitud, y huyó.</p> <p>—¿Siempre tienes ese efecto sobre la gente? —murmuró Anselm.</p> <p>—Creo que simplemente se ha acordado de mí. Ya nos conocíamos. —Una sonrisa irónica retorció los labios de Ash, pero pronto desapareció—. «De la salud de Borgoña...»</p> <p>Un caballero de librea francesa completó la frase:</p> <p>—«... depende la salud del mundo». Es un viejo proverbio, y además bastante superficial, nada más que una justificación por parte de los duques de Valois.</p> <p>Ash miró a su alrededor, ningún borgoñón parecía deseoso de intervenir.</p> <p>El caballero francés añadió:</p> <p>—Señora capitana, permitidnos no escuchar más bobadas sobre demonios. No dudamos que el ejército visigodo cuenta con muchas máquinas y artilugios. ¡Solo tenemos que echar una mirada desde las murallas para comprobarlo! También considero creíble que tengan más ingenios en sus ciudades del sur, quizás mayores de los que han traído aquí. Decís que los habéis visto, de acuerdo. ¿Pero qué sucede con esta situación? ¡Debemos enfrentarnos a la cruzada visigoda aquí!</p> <p>Un zumbido de apoyo resonó por toda la cámara. Ash se fijó en que provenía sobre todo de los caballeros extranjeros. Los borgoñones (y de la Marche en particular) simplemente mostraban su desaliento.</p> <p>—No saben lo que nosotros —murmuró Antonio Angelotti con discreción.</p> <p>Ash le hizo un gesto para que callara.</p> <p>—Suponed, <i>messire</i>... —Ash esperó a que el caballero francés le diera su nombre.</p> <p>—Armand de Lannoy.</p> <p>—Suponed, <i>messire</i> de Lannoy, que los visigodos no batallan esta guerra con sus ingenios, suponed que son los «ingenios» los que luchan, utilizando a los visigodos.</p> <p>Armand de Lannoy golpeó la mesa con las palmas de las manos.</p> <p>—¡Eso son tonterías, y encima las tonterías de una chica fea!</p> <p>Ash se quedó sin aliento. Se sentó, en medio de un barullo de francés y alemán.</p> <p><i>Mierda</i>, pensó con amargura, <i>tenía que suceder. Ya nunca más podré contar con el beneficio de mi aspecto. No podré aprovecharlo. Mierda. ¡Mierda!</i></p> <p>Detrás de ella surgió un lento e inconsciente gruñido, <i>in crescendo</i>, que surgía de Robert Anselm pero que era casi idéntico al sonido que podrían emitir Brifault o Bonniau, los mastines. Ash le cogió del brazo.</p> <p>—Dé-ja-lo es-tar.</p> <p>Entonces se alzó la voz de Olivier de la Marche, un bramido que partió en dos el aire de la sala e insufló adrenalina en el organismo de Ash a pesar de no estar dirigido contra ella. Olivier y el caballero francés, de Lannoy, se pusieron en pie y se gritaron el uno al otro desde los dos extremos de la mesa.</p> <p>Ash parpadeó.</p> <p>—¡Esto es peor que la corte de Federico! Cristo, la primera vez que estuvimos aquí, Borgoña era mejor que esto.</p> <p>—En aquel momento el lugar no estaba repleto de refugiados facciosos, <i>madonna</i> —intervino Angelotti—, y además el Duque los gobernaba.</p> <p>—He enviado a Florian a hablar con los doctores, veremos en qué estado se encuentra realmente. —Percibió una agitación donde se encontraban Thomas Rochester y la escolta, detrás de ella, y volvió la cabeza. Los hombres de armas se apartaron y dejaron pasar al anciano chambelán y consejero borgoñón.</p> <p>—<i>Messire</i>... —Ash se puso en pie veloz.</p> <p>Philippe Ternant la estudió durante unos instantes. Apoyó su mano en el hombro de un chiquillo que tenía junto a sí, un paje con jubón blanco de mangas abultadas y herretes que lo unían con las calzas.</p> <p>—Habéis sido convocada. Jean, aquí presente, os guiará —dijo en voz queda—. Señora capitana, se me ha ordenado llevaros a presencia del Duque.</p> <p style="page-break-before: always; line-height: 0%"> </p> <title style="margin-bottom: 2em; page-break-before: avoid; margin-top: 15%"> <p>Capítulo 9</p></h3> <p>—¿Del duque Carlos? —preguntó Ash, asombrada—. Creía que estaba enfermo.</p> <p>—Lo está. Se os permitirá verlo durante un breve periodo de tiempo. Sería agotador para el noble Duque atender a demasiada gente, por lo tanto no debéis ir acompañada de una multitud. Tal vez un solo hombre de armas, si queréis disponer de un guardaespaldas. —La fina boca de Ternant dibujó una sonrisa—. Como he descubierto por experiencia propia, aquí un caballero debe contar con su séquito, por muy reducido que sea.</p> <p>Ash, captando la mirada que el chambelán consejero dirigía a De Lannoy y a su único arquero de escolta, asintió amigablemente.</p> <p>—Entiendo. Robert, Angeli, ocupad mi puesto aquí. Thomas Rochester, tú te vienes conmigo. —Hizo una señal al paje antes de que sus oficiales pudieran hacer más que asentir ante la orden—. En marcha.</p> <p><i>¡Al fin!</i></p> <p>Siguió al joven Jean y su mano fue de manera instintiva a la vaina, preparada para desenfundar la espada de Anselm. Las posibilidades de sufrir un intento de asesinato eran escasas, pero aun así se mantuvo alerta mientras atravesaban las calles. Se estremeció ante el ruido del bombardeo, concentrado en la parte oeste de la ciudad, hasta que llegaron al palacio y entraron en él. Cruzaron pasillos de paredes blancas excavados en la profundidad de la roca y treparon escaleras en las que las ventanas de vidrieras esparcían una luz pálida sobre el suelo. Se fijó en que había menos hombres de armas borgoñones en el palacio que cuando lo había visitado por primera vez, en el verano.</p> <p>—Tal vez esté muerto, jefa —aventuró de repente Thomas Rochester.</p> <p>—¿Quién, el Duque?</p> <p>—No, el capullo... Vuestro esposo.</p> <p>Justo mientras Rochester lo decía, Ash reconoció la cámara abovedada por la que estaban cruzando. Las banderas aún colgaban de los muros, aunque la luz, amortiguada, despertaba menos reflejos del cristal coloreado sobre las losas.</p> <p><i>El qa'id Sancho Lebrija está sin duda de parte de la cruzada, la bandera de Agnes Dei ondea al otro lado de estas murallas. Pero, ¿y Fernando? Solo Dios y el Cristo Verde saben dónde está Fernando ahora, o siquiera si está vivo</i>.</p> <p>Allí fue donde lo tocó por última vez, con sus cálidos dedos enzarzados entre los suyos. Donde lo golpeó. Después, en Cartago, era tan débil como allí, apenas un peón. Hasta los últimos instantes previos al temblor de tierra. <i>Pero podía permitirse alzar la voz en mi defensa. ¡Nadie iba a preocuparse por un caballero alemán chaquetero caído en desgracia!</i></p> <p>—He decidido asumir que soy una viuda —dijo con tristeza mientras seguía al paje Jean y al chambelán y consejero Philippe Ternant, que comenzaban a subir las escaleras de una torre.</p> <p>El chambelán los condujo a través de gran número de puestos de guardia borgoñones hasta llegar a una cámara de alto techo abarrotada de todo tipo de personas: escuderos, pajes, hombres de armas, ricos nobles con largos ropajes y capuchos con falda, mujeres con tocados de monja, un cetrero de bajo vuelo con su halcón, e incluso una perra y su carnada de cachorrillos tumbados en la paja junto a la gran chimenea.</p> <p>—Este es el cuarto de reposo del duque —dijo Philippe Ternant a Ash mientras se adentraba entre el gentío—. Esperad aquí, os llamará a su presencia cuando lo desee.</p> <p>Thomas Rochester musitó en voz baja, solo para los oídos de Ash:</p> <p>—No me da la impresión de que ese «consejo del asedio» sea mucho más que una concesión para mantener tranquilos a los civiles, jefa.</p> <p>—¿Crees que el auténtico poder se encuentra aquí? —Ash echó una mirada a su alrededor, a lo ancho de la abarrotada cámara ducal—. Es posible.</p> <p>Había presentes tantos hombres con armadura completa y librea que Ash pudo identificar a los distinguidos nobles castrenses de Borgoña (presumiblemente todos los que habían sobrevivido a Auxonne) y a todos los principales comandantes mercenarios con la excepción de Cola de Monforte y sus dos hijos.</p> <p>—La partida de Monforte puede haberse debido a motivos políticos, y no estrictamente militares —murmuró.</p> <p>El moreno inglés arqueó las cejas bajo la visera, y después alegró el rostro.</p> <p>—Comenzaba a pensar que la habíamos cagado, jefa, después de asistir a ese consejo. Pero si los capitanes siguen aquí...</p> <p>—Entonces aún podrían estar en posición de hacerse con la victoria. —Ash completó el hilo de pensamiento del caballero inglés—. Thomas, sé que aquí te pegarás a mi espalda.</p> <p>—Claro, jefa. —Thomas Rochester parecía contento por la confianza que depositaba sobre él.</p> <p>—No es que piense que me vayan a clavar nada en medio de la sala de reposo del Duque... —Ash dio un paso atrás de manera instintiva cuando una sor viridiana pasó con una palangana. El recipiente de cobre estaba lleno de vendajes con sangre seca y mugre.</p> <p>—¡Pero si es mi paciente! —exclamó la enorme mujer.</p> <p>Las túnicas verdes y el prieto griñón de las monjas aún provocaban que a Ash se le erizara el vello del cogote. Tras aquel brusco saludo, se sorprendió al alzar la mirada y encontrarse con el amplio y pálido rostro de la madre superiora del convento de las <i>filles de pénitence</i>, muy alta, más de lo que Ash recordaba de cuando la cuidaron. Y la mujer era tan rotundamente grande como alta.</p> <p>—¡Sor Simeon! —Ash improvisó una genuflexión que apenas mereció tal calificativo, pero con una espléndida sonrisa que palió de sobra sus faltas—. Vi que habían arrasado el convento. Me alegro de que lograrais llegar a la ciudad.</p> <p>—¿Cómo va tu cabeza?</p> <p>Un tanto impresionada por la memoria de la mujer, Ash hizo una reverencia mucho más respetuosa.</p> <p>—Sobreviviré, hermana. Y no gracias a los visigodos, que trataron de contrarrestar sus buenas artes. Pero sobreviviré.</p> <p>—Me alegra oír eso. —La madre superiora añadió, sin cambiar el tono y dirigiéndose a alguien situado detrás de Ash:— más tela limpia, y otro sacerdote; deprisa.</p> <p>Otra monja inclinó la cabeza.</p> <p>—¡Sí, madre superiora!</p> <p>Ash, que trataba de captar el rostro de la pequeña monja, se quedó sorprendida cuando Simeon dijo, enigmática:</p> <p>—Me gustaría visitar tus cuarteles, capitana. Esta mañana me falta una de mis chicas. Vuestra... cirujana, «Florian»... podría, creo yo, estar en condiciones de ayudarme.</p> <p><i>La pequeña Margaret Schmidt</i>, pensó Ash. <i>Apostaría por ello. Maldita sea</i>.</p> <p>—¿Cuánto tiempo lleva ausente la hermana, madre superiora?</p> <p>—Desde anoche.</p> <p><i>Esa es mi Florian</i>...</p> <p>Su sonrisa privada desapareció, pero fue consciente de un incómodo alivio. <i>Después de lo que me dijo, es más tranquilizador que esté con otra persona</i>.</p> <p>—Haré indagaciones. —Ash se enfrentó durante un instante a los ojos azules de Thomas Rochester—. Somos soldados de fortuna, hermana. Si vuestra monja se ha unido al tren de equipajes... Bueno. Todo llega a su fin. Cuidamos de los nuestros.</p> <p>Ash estudiaba más al caballero inglés que a la madre superiora, buscando cualquier indicio de incomodidad. Si a Thomas Rochester le preocupaba la idea de apartar del convento a la amante lesbiana de la cirujana, no lo demostró.</p> <p>Pero ¿y si supiera que Margaret Schmidt no era la única mujer por la que se sentía atraída Florian?</p> <p>—Os veré después —gritó Simeon, con un tono demasiado firme como para que Ash pudiera deducir con claridad si se trataba de una amenaza o de una lúgubre promesa. La enorme mujer se alejó a zancadas a través de la multitud, que se abría a su paso.</p> <p>—¿Y no podríamos alistar a esa, jefa? —preguntó Thomas Rochester en un repentino capricho—. ¡Mejor tenerla a ella que a una tía buenorra y boba que encandile a la cirujana! Situad a la madre superiora en la línea de fuego junto a mí... ¡y me esconderé justo detrás de ella! Lograría que los caratrapos se cagaran de miedo, vaya que sí.</p> <p>El paje Jean apareció junto a su codo, se quitó el sombrero y farfulló:</p> <p>—¡El Duque os convoca!</p> <p>Ash siguió al chico a través del gentío, oyendo de pasada cómo los numerosos gremiales y mercaderes presentes en la sala discutían sobre asuntos civiles, y solo les prestó la atención necesaria para evaluar su moral. Un gran número de hombres con armadura y aspecto orgulloso se cruzaron con ella provenientes del otro extremo de la sala, mientras sus edecanes cargaban con los mapas. Ash los dejó atrás y se encontró delante del duque de Borgoña.</p> <p>Los muros eran de piedra clara, y en los nichos había iconos de santos con velas ardiendo delante. Una enorme cama de baldaquín ocupaba todo ese extremo de la cámara, situada entre dos ventanas nubladas con cristal claro emplomado.</p> <p>El Duque no se encontraba en esa grandiosa cama, sino que yacía de lado sobre una carriola no más espectacular que cualquier otra de las que había visto en el campo de batalla, aunque destacaba por algunos bajorrelieves de santos en el armazón de madera. Unos braseros rodeaban la cama. Cuando el paje, Ash y su guardaespaldas se aproximaron, dos sacerdotes se pusieron de pie y el duque Carlos les hizo gestos decididos para que se marcharan.</p> <p>—Hablaremos en privado —ordenó—. Capitana Ash, me alegra ver que al fin habéis regresado de Cartago.</p> <p>—Sí, eso pienso yo también, Excelencia. He ido a un lado y a otro de la Cristiandad como un perro en una feria.</p> <p>Ninguna sonrisa traspuso el rostro del noble. Ash ya había olvidado que no le afectaba el sentido del humor ni el encanto personal. Como se había tratado de un comentario instintivo, pronunciado con la única intención de ocultar su sorpresa al verlo, Ash no perdió el tiempo lamentándolo sino que se limitó a permanecer en silencio y tratar de impedir que sus pensamientos se reflejaran en su rostro.</p> <p>Unos almohadones mantenían al Duque erguido sobre su costado izquierdo, encima de aquella dura cama. Estaba rodeado de libros y papeles y un escribano que estaba arrodillado junto a él ponía rápidamente en orden lo que, según vio Ash, eran planos de las defensas de la ciudad. Una amplia y lujosa toga de terciopelo cubría tanto a Carlos de Borgoña como al camastro, y parecía que por debajo llevaba puesta una delicada camisa de lino. El oscuro cabello se le pegaba al cráneo, empapado de sudor.</p> <p>Aquel extremo de la cámara ducal apestaba a cuarto de enfermo. Cuando el Duque alzó la mirada, Ash se fijó en su piel cetrina y en sus protuberantes ojos febriles, en los afilados pómulos que ahora se marcaban en su rostro de mejillas hundidas. Su mano izquierda, cerrada alrededor de la cruz que le colgaba del cuello, estaba tan delgada que daba miedo.</p> <p>Ash pensó, con bastante frialdad: <i>Borgoña está jodida</i>.</p> <p>Como si no sintiera dolor (aunque a juzgar por el sudor que le caía sin cesar por la cara, debía de sufrirlo), el duque Carlos ordenó:</p> <p>—Maestros sacerdotes, debéis dejarme solo. Vos también, hermana. Guardia, despeja este extremo de la cámara.</p> <p>El paje Jean se retiró con los demás. Ash lanzó una mirada insegura hacia Thomas Rochester. Se fijó en que el guardaespaldas del Duque, un gigantón con hombros de arquero y camisote acolchado, no se apartaba de su puesto detrás del duque.</p> <p>—Despedid a vuestro hombre, capitana —dijo Carlos.</p> <p>La duda de Ash debió de hacerse evidente en su rostro. El Duque echó un breve vistazo al arquero, que descollaba sobre él.</p> <p>—No dudo de vuestra honorabilidad —dijo—, pero si un hombre llegara hasta mí con un estilete en la manga y no hubiera otro modo de pararlo, Paul aquí presente se colocaría entre mi persona y tal arma y recibiría el golpe en su propio cuerpo. En justicia, no puedo alejar a un hombre dispuesto a hacer eso.</p> <p>—Thomas, retírate.</p> <p>Ash siguió de pie, esperando.</p> <p>—Tenemos mucho que decirnos el uno al otro. Primero id hasta esa ventana —dijo el Duque, señalando hacia uno de los dos ventanales acristalados de la cámara— y decidme lo que veis.</p> <p>Ash cubrió los dos metros de distancia con una zancada o poco más. Los pequeños y gruesos paneles de vidrio distorsionaban la imagen, pero logró deducir que estaba mirando hacia el sur, bajo un denso cielo gris cuyas nubes cabalgaban sobre un fuerte viento que zarandeaba la ventana en su marco. Y que estaba a tal altura del suelo que debían de encontrarse en ese momento en la Tour Philippe le Bon, el famoso puesto de vigía del palacio.</p> <p><i>¡Pues desde aquí las cosas no parecen mucho mejores...!</i></p> <p>El viento golpeaba las protecciones de mimbre que rodeaban las hileras de catapultas. Forzando la vista, logró distinguir a los hombres que se apelotonaban alrededor de las prominentes vigas de los trabuquetes, las largas columnas humanas que trasladaban rocas hasta las hondas y los carros de arrastre tirados por bueyes, llenos de piedras extraídas de las canteras situadas a lo largo de la inundada carretera de Auxonne.</p> <p>—Puedo ver en la distancia la confluencia de los ríos Ouche y Suzon, más allá de las murallas —dijo, lo bastante alto como para que el enfermo pudiera oírla—, y el campamento de máquinas de asedio del enemigo, al oeste. El río viene crecido, con lo que todavía hay menos posibilidades de lanzar un asalto contra esas máquinas cruzando el agua.</p> <p>—¿Qué podéis ver de sus fuerzas?</p> <p>Ash alzó de modo instintivo la mano para protegerse la vista, como si el viento que golpeaba el cristal se colara dentro de la sala. El sol (era alrededor de la cuarta hora de la mañana<a data-bs-toggle="modal" data-bs-target="#notesModal" type="note" href="#nota37">[37]</a>) no era más que un foco grisáceo apenas visible, aún bajo en el cielo meridional.</p> <p>—Para tratarse de los visigodos hay un número inusualmente elevado de cañones, Excelencia: sacres, serpentines, bombardas y espingardas, y escuché ruido de morteros cuando veníamos hacia aquí. Tal vez estén concentrando todas sus armas de fuego en estas legiones. Hay por encima de trescientas máquinas: balistas, maganeles, trabuquetes... mierda.</p> <p>Mientras miraba, una gran torre comenzó a avanzar sobre sus ruedas hacia un bastión, allí donde habían hundido el puente más meridional de los que salvaban el río. Un asta de luz aislada se reflejó en sus laterales rojizos. Era una torre con forma de dragón y boca de botella (Ash logró divisar el morro de un falcón asomando entre sus dientes), pero carecía de una capa de pieles empapadas que la protegieran de las flechas incendiarias. Una torre con ruedas de piedra, de siete metros y medio de alto...</p> <p>—<i>Christus Imperator</i>...</p> <p>Ningún esclavo empujaba la torre hacia la orilla del río, sino que avanzaba por sí sola sobre ruedas de piedra reforzadas con latón, el doble de grandes que un hombre y hundidas profundamente en el barro. Cuando se acercó, Ash pudo divisar la dotación visigoda del cañón en el interior de la cabeza decorada de la torre, limpiando y cargando su arma con precipitación. El cristal de la ventana distorsionaba la conmoción que se producía en las murallas de la ciudad, de modo que Ash se sintió aislada de la acción. Observó a los hombres corriendo y las ballestas alzadas y tensadas. Vistos desde allí arriba, en la torre del Duque, los virotes de acero atravesaron el frío viento en un absoluto silencio. Hasta ella llegó atenuado el estampido de un sacre visigodo, y después el chirriar de los fragmentos de argamasa que salían disparados del muro del bastión.</p> <p>Las cuadrillas de arbalestas y ballestas abarrotaban las almenas de la ciudad. La preocupación agudizó su mirada. <i>¿Hay alguna librea del León? ¡No!</i></p> <p>Una densa lluvia de flechas repiqueteó contra los flancos de la torre del dragón de piedra, haciendo que la dotación del cañón se acurrucara hacia el fondo en busca de refugio.</p> <p>Se le revolvía el estómago, pero siguió mirando. La torre se tambaleó. Una de las ruedas se hundió a más profundidad en el barro, sumergiéndose hasta el eje. Una multitud de esclavos cartagineses, sacados a latigazos del campamento de la legión, comenzó a colocar postes de madera y planchas debajo de la gran rueda de piedra para que recuperase la tracción, pero caían uno a uno bajo el constante alud de flechas de las murallas de la ciudad. Mientras Ash observaba, acabaron por huir de la torre de asedio, dejándola abandonada junto a su dotación.</p> <p><i>Resulta obvio que la Faris es partidaria de mantener la presión</i>.</p> <p>—Si tuviera que encontrar una palabra para... para las «torres gólem» —dijo Ash, aún mirando fijamente hacia el exterior y con un tono a caballo entre el asombro y el humor negro—, creo que mi voz las llamaría «artillería autopropulsada»...</p> <p>Desde detrás le llegaron las palabras del duque de Borgoña:</p> <p>—Están hechas de roca y sedimentos fluviales, igual que los gólems andantes. El fuego permite agrietar su piedra, pero las balas de arcabuz no. Los cañones han logrado quebrar sus estructuras. La Faris tiene diez torres, y hemos inmovilizado tres. Id a la ventana del norte, capitana Ash.</p> <p>Esta vez, sabiendo lo que debía buscar, a Ash le fue más fácil frotar el vaho del cristal y el plomo y captar desde allí detalles de la zona septentrional de las fuerzas asediadoras. Allí vio el gran campamento que se extendía entre los dos ríos. Los fosos situados enfrente del muro norte de Dijon estaban medio cegados por bloques de leña, y en la tierra de nadie que se extendía a campo abierto se pudrían los caballos.</p> <p>Le llevó un rato distinguirlo entre las tiendas, paveses, barricadas y hombres que hacían cola junto a las cocinas. Un destello provocado por el sol del sur llamó su atención, y vio que provenía de un ingenio de latón y mármol de más de tres carros de largo.</p> <p>—Tienen un ariete...</p> <p>Era una columna de mármol tan gruesa como el cuerpo de un caballo, que colgaba enfundada en latón y suspendida entre postes sobre un enorme carro de ruedas de piedra. Los soldados no podrían cargar con el peso de ese ariete ni empujar su masa hasta las puertas, pero si las ruedas girasen por sí solas, la enorme punta forjada en metal impactaría contra la madera y los rastrillos de la puerta norte de Dijon...</p> <p>—Si golpea con demasiada fuerza, se desintegrará. —Ash dio media vuelta para enfrentarse al Duque—. Por eso utilizan a los gólems normales como mensajeros y no para combatir, Excelencia. Los virotes y las balas los desharían. Ese ariete, si golpea demasiado fuerte, romperá el mármol y su propia arcilla. Entonces no será más que un montón de roca, por mucha rabia que les dé a los <i>amires</i>.</p> <p>Mientras desandaba sus pasos para regresar junto a la austera cama del Duque, este dijo con tono serio:</p> <p>—Y no habéis visto el más peligroso de sus ingenios, ni lo haréis. Tienen zapadores gólem que excavan túneles en dirección a los muros de Dijon.</p> <p>—Sí, Excelencia. Anselm, mi capitán, ya me lo ha comentado.</p> <p>—Mis <i>magistri ingeniatores</i> se han mantenido ocupados contrarrestando sus zapas. Pero estas máquinas de los magos-científicos ni duermen ni descansan; excavan durante todas las horas del día.</p> <p>Ash no replicó, pero no pudo ocultar por completo su expresión.</p> <p>—Dijon resistirá —añadió el Duque.</p> <p>A Ash le fue imposible mantener apartado de su rostro el repentino escepticismo que la invadió. Aguardó a continuación la ira del noble, pero él no dijo nada. Un brote de pánico la obligó a mascullar:</p> <p>—¡No he traído a mis hombres a través de medio infierno solo para hacer que los maten sobre vuestras murallas!</p> <p>Él no pareció ofendido.</p> <p>—¡Qué interesante! —dijo—. Eso no es lo que yo esperaba escuchar de un comandante mercenario. Pensaba que, como le oí a Cola de Monforte cuando se marchó, diríais que la guerra es buena, buena para los negocios, y que no importa cuántos hombres mueran puesto que el doble de los que caigan se apelotonarán para ocupar su lugar en una compañía victoriosa. Habláis como un señor feudal, como si hubiera lealtades mutuas en juego.</p> <p>Al verse atrapada en situación incómoda, Ash buscó qué decir, pero no encontró nada. Finalmente acertó a pronunciar:</p> <p>—Cuento con ver que matan a mis hombres, así son los negocios. Pero no admito malgastar los efectivos, Excelencia.</p> <p>Mantuvo la mirada con tozudez sobre su rostro, negándose a reconocer, aunque fuese por un breve instante, el terror que se apoderaba de ella.</p> <p>—¿Cómo están compuestas vuestras tropas? —quiso saber el Duque—. ¿De qué tierras provienen?</p> <p>Ash apretó los puños por delante del cuerpo para detener los repentinos temblores de los dedos. Pasó revista a su compañía mentalmente, encontrando confortable la impersonalidad de los nombres escritos sobre el papel.</p> <p>—En su mayor parte ingleses, galeses, alemanes e italianos, Excelencia. Unos pocos franceses, un par de dotaciones de artillería suizas, y el resto quién sabe de dónde.</p> <p>—¿No teníais a algunos de mis flamencos?</p> <p>—Dividí la compañía antes de Auxonne. Esos flamencos están ahí fuera con la Faris, Excelencia. La autoridad —dijo— tiene sus límites. Van Mander era una carga. Quiero que mis hombres luchen porque quieren, no porque tengan que hacerlo.</p> <p>—Lo mismo pienso —dijo el Duque con vehemencia.</p> <p>Ash se sintió atrapada en una trampa verbal y pronunció la conclusión evidente:</p> <p>—Queréis decir aquí en Dijon.</p> <p>Carlos tensó el rostro, pero no mostró ningún otro signo de dolor. Durante un instante miró a su alrededor en busca de un paje que le limpiara el sudor de la cara, pero como los había enviado fuera, se pasó la manga por la boca y alzó sus oscuros ojos para contemplarla con decidida autoridad.</p> <p>—Primero os he mostrado lo peor, el enemigo. Sigamos. Vuestros hombres suponen una quinta o una sexta parte de las fuerzas totales que tengo en la ciudad. —Un ladeo brusco de la cabeza, en dirección a los capitanes del otro extremo de la cámara, acompañó a estas palabras—. Mi intención es añadiros a mi consejo, capitana, ya que controláis una fracción considerable de las defensas. Aunque no siempre seguiré vuestra opinión, al menos sí que la escucharé.</p> <p><i>Ese es el respeto que mostraría hacia un capitán varón</i>.</p> <p>—Sí, Excelencia —respondió ella con seriedad y tono totalmente neutro.</p> <p>—Pero en ese caso diréis que vos y vuestros hombres estáis, de todos modos, luchando solo por obligación. Ya que tendréis que luchar para comer.</p> <p><i>Oh, eres bueno</i>. Ash se enfrentó a su aguda y oscura mirada. El Duque no era mucho mayor que ella, tal vez diez años<a data-bs-toggle="modal" data-bs-target="#notesModal" type="note" href="#nota38">[38]</a>. Las arrugas cuarteaban su piel a ambos lados de la boca, situadas allí por la autoridad así como, según supuso ella, por el dolor en tiempos más recientes.</p> <p>—Excelencia, soy una mercenaria. Si creo que mis hombres deben marchar, lo haremos. No es nuestra guerra.</p> <p>Carlos dijo:</p> <p>—Por ello, pretendo ofreceros un contrato.</p> <p>—No puedo aceptarlo —fue su respuesta inmediata, mientras sacudía la cabeza.</p> <p>—¿Por qué no?</p> <p>Ash echó una mirada al robusto arquero situado detrás del duque, y se preguntó durante un instante cuán discreto sería aquel hombre. A renglón seguido se encogió de hombros en sentido metafórico. <i>Los mentideros harán correr el rumor por toda la ciudad antes de sextas<a data-bs-toggle="modal" data-bs-target="#notesModal" type="note" href="#nota39">[39]</a>, diga lo que diga</i>.</p> <p>—Para empezar, estampé mi nombre en un contrato con el duque de Oxford —dijo Ash, midiendo sus palabras—. Ahora mismo él es mi patrón. Si supiera con seguridad dónde se encuentra, Excelencia, me sentiría obligada a seguir sus órdenes o a coger mi compañía y marchar para reunirme con él. Tal como están las cosas, no tengo ni idea de dónde está y ni siquiera de si está vivo (en estos tiempos, ir de Cartago al Bosforo es un camino largo y peligroso a través de la guerra y del gélido invierno, y además nadie sabe de qué humor estará el sultán). Pero tengo la impresión de que mi señor de Oxford sí sabrá dónde estoy yo. Es posible que me envíe un mensaje hasta aquí, o tal vez no.</p> <p>Nada de lo que había dicho pareció pillar por sorpresa al Duque. <i>Al menos su red de informadores es aceptable</i>.</p> <p>—Me preguntaba qué me responderíais cuando al fin os pidiera vuestro compromiso.</p> <p><i>Yo también</i>.</p> <p>Ash fue consciente de que se le aceleraba el pulso.</p> <p>—El último verano os mantuve a salvo de los visigodos, capitana. —Carlos se inclinó hacia delante en la cama, como si le doliera la espalda—. ¿No os sentís en deuda conmigo?</p> <p>—Personalmente, quizá. —Lo soltó insegura, pero decidió dejarlo ahí—. Esto son negocios. A pesar de lo que sucedió en Basilea, no rompo los contratos, Excelencia. Mi patrón es John de Vere.</p> <p>—Puede haber desaparecido. Estar prisionero, o haber muerto durante estas largas semanas. Sentaos —ordenó el Duque.</p> <p>Señalaba un taburete de tres patas que estaba situado no muy lejos de la cama ducal. Ash se apoyó con cuidado, equilibrando su peso bajo la brigantina y deseando poder girarse y ver las expresiones de la gente. No todo el mundo era invitado a sentarse en presencia del noble.</p> <p>—¿Sí, Excelencia?</p> <p>—Dudáis de mi competencia actual como dirigente —dijo Carlos. Fue una afirmación directa, desprovista de todo titubeo sobre ese hecho incómodo y no obstante con cierto grado de seguridad en sí mismo. Ash, sorprendida, no lograba pensar en nada que decir que no la metiera en problemas. <i>Es cierto, lo dudo</i>.</p> <p>—Estáis herido, Excelencia —mencionó por último.</p> <p>—Herido, pero no muerto. Aún doy órdenes a mis oficiales y capitanes, y seguiré haciéndolo. Si caigo, tanto de la Marche como mi esposa, que gobierna en el norte, son perfectamente capaces de resistir al ejército invasor y levantar el asedio de esta ciudad.</p> <p>Ash no dejó que la duda asomara a su voz.</p> <p>—Sí, Excelencia.</p> <p>—Quiero que luchéis para mí —dijo Carlos—, no porque hayan destruido aldeas y ciudades, y allá en el horizonte la oscuridad se cierna sobre nosotros y no tengáis ningún otro lugar al que ir. Quiero que luchéis para mí porque confiéis en mi liderazgo y en nuestra victoria.</p> <p>El Duque siguió sosteniendo la mirada que Ash le dirigía desde la silla. Su voz se tornó más suave:</p> <p>»Cuando os llamé a mi presencia la primera vez, el pasado verano, estabais preocupada por la posibilidad de que vuestros propios hombres no os siguieran, después de haber sido herida en Basilea. Creo que después os tuvisteis que preguntar si os hubieran rescatado en Auxonne, si esa herida y las dudas que sentían hacia vos no los hubieran refrenado. Después, cuando vuestros hombres fueron a Cartago, no fue por vos sino por el gólem de piedra. Aún estáis un tanto inquieta por su lealtad, incluso si no expresáis esa preocupación. —Carlos esbozó una pequeña sonrisa—. ¿O me equivoco en mi interpretación, capitana Ash?</p> <p>—Mierda. —Ash lo miró imperturbable.</p> <p>—He estado en el campo de batalla desde que era un niño. Conozco a los hombres. —La sonrisa del duque se desvaneció—. Y también a las mujeres. La guerra anula esa distinción.</p> <p><i>¿Cómo cojones sabe lo que he estado pensando?</i></p> <p>Ash sacudió la cabeza sin darse cuenta, no en sentido negativo sino para rechazar sus propios pensamientos.</p> <p>—Estáis en lo cierto, Excelencia. He pensado justo eso, hasta el día de hoy. Ahora... acabo de contemplar una demostración de... lealtad, supongo. Eso es aún más difícil de soportar.</p> <p>El Duque la inspeccionó durante largo rato.</p> <p>—Podéis firmar un contrato conmigo que mantenga a de Vere como vuestro señor —dijo bruscamente—. Si llegan órdenes suyas o si os enteráis de su paradero, vos y vuestros hombres sois libres de partir. Hasta entonces permaneced aquí, luchad para mí. Si lo hacéis, haré que comáis junto a mis hombres, lo que ahora y en esta ciudad vale mucho más que el dinero, y vos y vuestros oficiales tendréis voz en la defensa de la ciudad. En cuanto al resto...</p> <p>Carlos se interrumpió de nuevo, y en esta ocasión se debía sin duda al dolor. Una de las hermanas de verdes ropajes se acercó y lanzó a Ash una mirada con una furia inconfundible. La capitana se puso en pie y notó en los músculos el malestar por los esfuerzos de la pasada noche.</p> <p>—Excelencia, me retiraré hasta que os encontréis bien.</p> <p>—Os retiraréis cuando os den permiso.</p> <p>—Sí, señor —dijo Ash con un suspiro.</p> <p>Permaneció de pie ante él como lo que era, una mujer con calzas y semitúnica de hombre, con su propio guardaespaldas sosteniendo sus armas y el cinto de su espada a seis pasos de distancia. Evaluó al noble con la mirada.</p> <p>Fuese cual fuese la herida que había recibido en Auxonne, aún lo atormentaba. Ash apartó la vista de su rostro demacrado, atraída por su gesto cuando indicó a la monja que se alejara. Su mano derecha estaba manchada, a la altura del primer nudillo del dedo corazón, con tinta negra de agalla de encina.</p> <p><i>Aún es capaz de escribir órdenes y decretos a pesar de lo enfermo que está. Eso es buena señal</i>.</p> <p><i>Probablemente mantenga su palabra si supera lo que le depare el futuro. Eso es aún mejor</i>.</p> <p><i>No es ningún John de Vere, pero por otra parte desde luego no es un Federico de Habsburgo</i>.</p> <p>Permaneció en silencio, comparándolo por un lado con el conde y soldado inglés y por el otro con la perspicacia política del Sacro Emperador Romano, constatando sin gran sorpresa que, a pesar de su escaso sentido del humor y su todavía menor elegancia social, se sentía más cómoda con el soldado que había en él que con el Duque.</p> <p><i>Ahí fuera hay seis mil hombres y trescientas máquinas de asedio, eso como mínimo. Frente a una vaga esperanza de que llegue una fuerza libertadora desde Flandes. Y en el instante en que este hombre se venga abajo, la ciudad caerá</i>.</p> <p><i>Y tiene como enemigos algo más que hombres</i>.</p> <p>—Seguidme y confiad en mí —dijo Carlos. Hablaba con una seguridad briosa e incómoda, pero no obstante absoluta. Mirando a aquel hombre, incluso rendido en su lecho, Ash descubrió que no podía imaginárselo siendo derrotado.</p> <p><i>Muerto sí, pero no derrotado. Eso es bueno. Si tienen tanta confianza, tal vez podamos arreglar esto antes de que haya que preocuparse por su muerte</i>.</p> <p>—Estáis convencido de la victoria, Excelencia.</p> <p>—He conquistado París y Lorena. —Lo dijo sin alardear—. El ejército que tengo aquí, aunque mermado, está mejor equipado que el de los visigodos y compuesto de mejores hombres. Tengo otro ejército en el norte, en Brujas, a las órdenes de Margarita. Pronto vendrá hacia el sur. Sí, capitana, triunfaremos.</p> <p><i>Tanto si vences como si no, ahora mismo no puedo dar de comer a mis hombres sin ti</i>. Ash se enfrentó a su oscura mirada.</p> <p>—Bajo esas condiciones, puedo firmar una <i>condotta</i> que se limite a lo que acabáis de proponer, Excelencia. —Después, una irrefrenable sonrisa se abrió paso en su rostro, nacida del alivio de haber tomado una decisión por muy efímera que fuera—. ¡Me parece que por ahora estamos con vos!</p> <p>—Agradezco tanta fe. Os haré algunas preguntas que no responderéis a no ser que confiéis en mí, capitana.</p> <p>Hizo un gesto y Ash volvió a sentarse.</p> <p>El noble cambió de postura sobre la dura cama, con el rostro deformado por una mueca de dolor. Uno de los sacerdotes se adelantó, pero Carlos de Borgoña lo alejó con un ademán.</p> <p>—Dijon está en peligro porque el Duque está aquí —añadió inmerso en sus reflexiones—. Esta cruzada goda está decidida a conquistar Borgoña, y saben que no lo conseguirán si no es con mi muerte. Por lo tanto, la tormenta cae allí donde estoy yo.</p> <p>—Un imán del fuego —dijo Ash distraída. Ante la mirada inquisitiva del noble, explicó:— igual que una piedra imán atrae el hierro, Excelencia. La guerra os sigue, estéis donde estéis.</p> <p>—Sí. Es un término útil. «Imán del fuego».</p> <p>—Lo aprendí de mi voz.</p> <p>Ash apoyó los codos en los muslos, tratando de sostenerse sobre el taburete, y le lanzó una mirada que expresaba «digiere eso» con tanta claridad como si lo hubiera gritado. <i>Veamos hasta qué punto son buenos tus espías</i>.</p> <p>El noble hizo un gesto como si fuera a colocar de nuevo los hombros sobre el almohadón, pero se detuvo. En su rostro no se hizo patente ningún dolor, pero visibles gotas de sudor cayeron por sus mejillas afeitadas y cetrinas y el sudor empapó el flequillo recto y oscuro que le caía por la frente. Ash pensó que, con su enfermedad y con los rasgos de los Valois, en especial la nariz y los labios, a veces resultaba un joven realmente feo.</p> <p>Como si no le costara esfuerzo, el Duque se impulsó hasta quedar sentado.</p> <p>—Vuestros hombres están preocupados porque ya no consultáis con la <i>machina rei militaris</i> —dijo—. Se comenta...</p> <p>—¿Mis hombres? ¿Desde cuándo sabéis algo sobre mis hombres?</p> <p>El Duque frunció el ceño ante su brusca interrupción.</p> <p>—Si queréis que os traten con respeto, comportaos como un auténtico comandante. Los informes que me llegan están redactados a partir de los rumores y de lo que se comenta en las tabernas. Sois demasiado conocida como para que no lancen conjeturas respecto a vos, capitana Ash.</p> <p>Un tanto afectada, Ash dijo:</p> <p>—Lo siento, Excelencia.</p> <p>Él inclinó un ápice la cabeza.</p> <p>—Hasta cierto punto, sus inquietudes son también las mías, capitana. Me da la impresión de que, incluso si esta <i>machina rei militaris</i> es una herramienta de los visigodos, no hay nada que os impida consultarla, quizás para descubrir además sus tácticas y planes. Esa información lograría que pudiéramos ser más eficaces. Sabríamos cuándo y dónde golpear.</p> <p>Su negra mirada la desafiaba.</p> <p>Ash apoyó las palmas de las manos sobre los muslos, mirándose los guanteletes.</p> <p>—Veis oscuridad cuando miráis al horizonte, Excelencia. ¿Queréis saber lo que veo yo? —Alzó la cabeza—. Veo pirámides, Excelencia. Al otro lado del Mediterráneo veo el desierto y la luz, y las Máquinas Salvajes. Son a ellas a quienes escucharía si hablara con el gólem de piedra. Y ellas me oirían a mí, y entonces estaría muerta. —Sin tomar en consideración su escaso sentido del humor, Ash añadió:— No sois el único imán del fuego en Dijon, Excelencia.</p> <p>Él ignoró su chiste.</p> <p>—¿Es que estas Máquinas Salvajes no son otros ingenios más de los visigodos? Reflexionad, podríais estar equivocada.</p> <p>—No. No son nada fabricado por un <i>lord-amir</i>.</p> <p>—¿Y pueden haber quedado destruidas en el terremoto que arrasó Cartago?</p> <p>—No, todavía están allí. ¡Los caratrapos creen que son una señal! —Ash, sombría, vio que apretaba los puños sin querer. Relajó los dedos—. Señor Duque, poneos en mi situación. Escucho por accidente a una máquina táctica de los visigodos, y resulta que eso también es una marioneta. No es el Rey-Califa el que quería entablar una guerra con Borgoña, Excelencia. No ha sido el <i>lord-amir</i> Leofrico el que ha tratado de engendrar a la Faris para que hable con el gólem de piedra. Esta es la guerra de las Máquinas Salvajes.</p> <p>Carlos asintió distraídamente.</p> <p>—Pero aun así, ahora vuestra hermana sabe que estáis aquí y comunicará ese hecho a la <i>machina rei militaris</i>. Así que esas máquinas superiores podrán... enterarse... de que estáis en Dijon. Tal vez ya lo sepan.</p> <p>Un nudo de terror se apretó en sus tripas al pensarlo.</p> <p>—Lo sé, mi señor.</p> <p>Carlos de Borgoña dijo con firmeza:</p> <p>—Por ahora sois mía, comandante. Habladle a vuestra voz, aprendamos lo que podamos mientras nos sea posible. Tal vez los visigodos hallen un modo de impediros escuchar la <i>machina rei militaris</i> y entonces habremos perdido una ventaja.</p> <p>—Eso si todavía la utiliza... ¡Esto no es asunto mío! Mi tarea es guiar a mis hombres en el campo de batalla.</p> <p>—Tal vez no sea vuestra tarea, pero sí vuestra responsabilidad. —El Duque se inclinó hacia delante, con ojos febriles. Con mucha lentitud dijo:— habéis visitado a vuestra hermana, bajo parlamento, para hablar de esto. Ella buscará respuestas, igual que vos. Y puede actuar libremente para hallarlas. —El noble sostuvo su mirada—. Decís que esta es la guerra de las Máquinas Salvajes. Entonces vos sois lo único de lo que dispongo para ayudarme a descubrir qué son estas máquinas y por qué estoy en guerra.</p> <p>El cuerpo del Duque se revolvió sobre la dura cama y apoyó una mayor parte de su peso sobre el brazo derecho, sin reclinarse lo más mínimo.</p> <p>—Nosotros no tenemos a la Faris —añadió—, pero os tenemos a vos. Y no queda tiempo que perder. No dejaré que Borgoña caiga por el temor de una mujer.</p> <p>Ash miró de lado a lado. Las paredes de piedra blanca del palacio reflejaban la luz grisácea de aquel día. De repente la sala parecía asfixiante. <i>Dijon es una trampa, en más de un sentido</i>.</p> <p>Los apresurados pajes llevaban vino a los hombres que había detrás de ella, cerca del hogar de la chimenea. Escuchó el gañido agudo de uno de los cachorros en busca de su madre y el murmullo insistente de las conversaciones.</p> <p>—Permitid que os diga algo, Excelencia. —La necesidad de mentir, de esconderse, de andarse con rodeos, casi la dominó—. Antes de Auxonne cometisteis el peor error de vuestra vida.</p> <p>Un gestó de afrenta cruzó el rostro del noble, pero desapareció casi antes de que ella pudiera constatarlo.</p> <p>—Sois directa. Explicadme vuestras razones para decir algo así.</p> <p>—Dos errores —Ash los contó con sus dedos enguantados—. Primero, no financiasteis a mi compañía para ir al sur con Oxford, antes de lo de Auxonne. Si hubierais sufragado la incursión contra Cartago, podríamos haber destruido el gólem de piedra hace meses. Segundo, cuando al fin permitisteis la algarada del conde, dejasteis aquí atrás a la mitad de la compañía. De haber contado con más hombres podríamos haber asaltado la casa Leofrico. Habríamos sufrido muchas bajas, pero es posible que lo hubiéramos conseguido. Y hubiéramos reducido el gólem de piedra a escombros.</p> <p>—Cuando mi señor Oxford viajó a África, le entregué todos los combatientes que pude. Al resto los necesitaba para guarnecer las murallas de Dijon. Reconozco que una incursión con mayores fuerzas de antemano podría haber sido más eficaz. En retrospectiva, erré en mi juicio.</p> <p><i>Hijo de puta</i>, pensó Ash, contemplando con nuevo respeto al hombre del camastro.</p> <p>La voz de Carlos de Borgoña prosiguió a ritmo constante:</p> <p>»Impedir el uso de la <i>machina rei militaris</i> hubiera debilitado a su Faris, ya que creo que depende de esa máquina, y por el efecto en la moral también hubiera debilitado a sus hombres. No obstante, no logro comprender por qué eso es el mayor error de mi vida. ¿Quién sabe qué puede depararnos todavía el futuro?</p> <p>Ash lo miró a los ojos, brillantes por efecto de la fiebre, y detectó un leve, ligerísimo atisbo de humor. Detrás de ella hubo movimiento. El duque de Borgoña hizo un gesto dirigido a los pajes que mantenían a raya a los nobles armados, ansiosos por hablar con él.</p> <p>—He tenido a las Máquinas Salvajes en mi cabeza —dijo Ash, estudiándolo—. Vos no. Hablan más fuerte que Dios, Excelencia. He visto cómo me obligaban a dar media vuelta y caminar hacia ellos...</p> <p>Él la interrumpió:</p> <p>—¿Posesión demoníaca? Os he visto comportaros con valor en el campo de batalla, pero cierto, cualquier hombre temería algo así.</p> <p>Como parecía que esas palabras de «cualquier hombre» eran totalmente casuales, Ash lo dejó pasar. Se inclinó hacia delante y habló con vehemencia:</p> <p>—Son máquinas, piedras vivientes. Las gentes de la antigüedad las crearon, pienso yo, y después crecieron por sí mismas. —Sostuvo la mirada del Duque—. Lo sé, Excelencia, las he escuchado. Yo... creo que las obligué a contármelo, en menos de un segundo. Tal vez fue porque no se lo esperaban, porque no estaban prevenidas. Después de aquello corrí, corrí lejos de Cartago y del desierto, y he seguido corriendo. Ojalá eso fuera todo...</p> <p>Echó mano al puño de su espada, pero recordó que estaba en manos de Rochester, situado en la misma cámara pero a cierta distancia, así que volvió a apretar los puños para impedir que le temblaran los dedos. Durante un instante tuvo que esforzarse por calmar su veloz y agitada respiración.</p> <p>—Si no fuera por mi compañía, no me encontraría en Dijon. ¡Todavía estaría corriendo!</p> <p>Con confianza, el noble se inclinó para apretar las manos de Ash entre las suyas.</p> <p>—Pero estáis aquí, y lucharéis de cualquier modo que os sea posible. Incluso si eso significa hablar con la <i>machina rei militaris</i> por mí.</p> <p>Ella apartó sus manos, lúgubre.</p> <p>—Cuando dije que no destruirla había sido el peor error de vuestra vida, lo decía en serio. Las Máquinas Salvajes pudieron hablar con Gundobando porque era un Hacedor de Maravillas, un profeta milagroso. Y después, Excelencia, después se pasaron siglos en silencio hasta que fray Roger Bacon construyó una cabeza parlante en Cartago y la casa Leofrico fabricó el gólem de piedra.</p> <p>El Duque se quedó mirándola. Un halcón encaperuzado chilló desde el fondo de la cámara: breve, agudo, dolorido. Como si eso le azuzara, el noble dijo:</p> <p>—Hablan a través de la <i>machina rei militaris</i>.</p> <p>—Solo a través de ella.</p> <p>—¿Estáis segura de eso?</p> <p>—La información proviene de ellas, no de mí. —Ash se pasó la mano por el rostro, caliente y sudoroso, pero no apartó su taburete del brasero de carbón—. Creo que necesitan una especie de canal para hablar con nosotros, Excelencia. Los que son como el Cristo Verde o el profeta Gundobando no nacen más que una o dos veces cada mil años. Las Máquinas Salvajes necesitan los artilugios de Bacon o de Leofrico, de lo contrario quedan inermes. Han estado manipulando en secreto el gólem de piedra desde que fue construido. ¡Si pudieran manejar el Imperio Visigodo de cualquier otro modo, a estas alturas ya lo habrían hecho!</p> <p>Al mirarlo, sorprendió una expresión de dolor en el rostro del Duque que no guardaba relación con ninguna herida.</p> <p>—¿Qué les quedaría ahora si yo hubiera conseguido destruir el gólem de piedra el verano pasado? ¡Nada! Están hechas de piedra, no pueden moverse ni hablar. Tal vez provoquen que la tierra tiemble, pero solo en Cartago. —Los recuerdos de la mampostería derrumbándose invadieron su mente, pero los apartó—. ¡Si hubiera logrado encargarme de él, estaríamos a salvo! A estas alturas ya reinaría la paz. El Imperio Visigodo ha crecido demasiado, necesita consolidar lo que ha conquistado. ¡Si siguen adelante con esta campaña, es solo porque el maldito gólem de piedra no para de indicarles que deben conquistar Borgoña! Y el gólem de piedra sólo está retransmitiendo las palabras de las Máquinas Salvajes.</p> <p>—Entonces debemos estudiar si es posible organizar otra incursión —dijo Carlos de Borgoña—, esta vez con más éxito.</p> <p>En aquella cámara ducal saturada de un calor asfixiante y sentada junto a un hombre herido, Ash se descubrió, de pronto y sin que ella lo deseara, invadida por la esperanza.</p> <p>—¿Estáis de broma? Lo más seguro es que estén influyendo para que dispongan una guardia tremendamente potente alrededor de la casa Leofrico.</p> <p>—Podría hacerse. —Carlos frunció el ceño, ignorando su ordinariez—. Yo no puedo permitirme debilitar las defensas de la ciudad, pero si lográramos enviar órdenes al norte, a Flandes, hasta el ejército de mi esposa, ella podría enviar una fuerza importante por el estrecho y al sur por la costa de Iberia. Tenéis que hablar con mis capitanes. Tal vez ahora cuando los godos están demasiado dispersos y antes de que Cartago haya recuperado sus defensas...</p> <p>Algo inesperado la agitó por dentro, y Ash pudo reconocerlo como el fantasma de una posibilidad. <i>¿Podríamos lograrlo? ¿Regresar a Cartago y arrasar la zona? Si lo lográramos... ¡Oh, si lo lográramos! ¡Maldición, sabía que tenía que haber algún motivo por el que los borgoñones seguían a este hombre!</i></p> <p>Tomando una decisión instantánea, como le habían enseñado tantas batallas, Ash dijo:</p> <p>—Contad conmigo.</p> <p>—Bien. Pero lo más importante ahora es que habléis con la <i>machina rei militaris</i>, capitana Ash. Y cuando oigáis a esas «Máquinas Salvajes», que me contéis lo que están planeando.</p> <p>Todas sus esperanzas se desvanecieron en una oleada de miedo. <i>No puedo escapar de esto, no puedo decirle... Puedo intentar no hacerlo</i>.</p> <p>—Su Excelencia, ¿qué pasará cuando ellas me oigan? Podrían controlarme... —Atrapó su mirada—. ¡Como vos mismo decís, cualquiera tendría miedo! Vos rezáis, Excelencia, pero os aseguro que no os gustaría tener la voz de Dios en vuestra cabeza.</p> <p>—Estas «Máquinas Salvajes» no son Dios —su voz sonaba amable—. Dios solo permite que existan, durante un tiempo. Debemos enfrentarnos a ellas lo mejor que podamos, con valentía.</p> <p>Por el modo en que la miró, Ash dedujo que Carlos de Borgoña albergaba ciertas dudas sobre su devoción.</p> <p>—¡Ya sé lo que están planeando! —protestó—. ¡Confiad en mí, no hay ninguna necesidad de preguntarlo dos veces! ¡Todo lo que oí de ellas en Cartago fue «Borgoña debe ser destruida»!</p> <p>—<i>Burgundia delenda est</i>...</p> <p>—Sí. ¿Por qué? —Ash sonaba impetuosa, feroz, y hablaba en voz alta—. ¿Por qué, Excelencia? Borgoña es rica, o lo era, y poderosa, pero no es por eso. A Francia y las Germanias se les permitió rendirse. ¿Por qué Borgoña es tan importante que quieren arrasarla hasta los cimientos y después mear sobre las cenizas?</p> <p>El Duque se recompuso, manteniendo un porte considerable a pesar de estar en el camastro. La miró con interés.</p> <p>—No puedo daros ninguna razón por la que deberían desear la destrucción de Borgoña.</p> <p>La ambigüedad resultaba evidente. Ash se limitó a mirarlo, sin estar segura de si lo que sentía era confianza o resignación.</p> <p>—Destruid ese enlace —dijo Carlos—, y en el campo de batalla solo tendremos que enfrentarnos al Imperio Visigodo. Y de eso creo que podremos encargarnos. Hemos recibido golpes más duros que este y hemos obtenido la victoria. Así que debéis escuchar para mí, maese Capitana, si es que hemos de intentar de nuevo la aventura africana. Invocad las voces de vuestro interior.</p> <p>Llevada por sus palabras, Ash retomó la consciencia con una sacudida tan fría como el agua de los manantiales. Volvió a sentarse en el taburete.</p> <p>—Excelencia, no creo que yo os vaya a ser de gran utilidad. —Ash apartó la mirada de su rostro y añadió rápidamente:— la última vez que... que escuché a mi voz, oí la de mi sacerdote, el padre Maximillian. Eso fue ayer. Godfrey Maximillian murió hace dos meses en Cartago.</p> <p>Carlos la observó, sin expresar en su rostro ni juicio ni condena. Ash protestó:</p> <p>—¡Si pensáis que estoy sufriendo alucinaciones, Excelencia, no creeréis que se puede confiar en cualquiera de las voces que oigo!</p> <p>—«Alucinaciones» —Carlos, duque de Borgoña, tendió la mano hacia los papeles que lo rodeaban y sacó uno, no sin esfuerzo. Mientras lo leía, dijo:— vos podríais llamarlas así, capitana Ash. No decís nada de demonios o de la tentación del diablo, y ni siquiera que este tal padre Maximillian puede encontrarse entre los santos y esta es la reacción a vuestra pena por su pérdida.</p> <p>—Si es Godfrey... —Ash apretó los puños—. Sí que lo es, la Faris también lo escucha. Ella lo llamó «un sacerdote hereje». Si las dos... Creo que cuando murió allí, mientras la tierra temblaba, su alma fue a parar a la máquina. Está atrapado, su alma está atrapada en la <i>machina rei militaris</i>. Y lo que queda de él (no el hombre completo) está a merced de las Máquinas Salvajes...</p> <p>El noble se inclinó para agarrarla del brazo.</p> <p>—No os afligís con facilidad ni con propiedad.</p> <p>Ash apretó los labios.</p> <p>—Vos también habéis perdido hombres a vuestro mando, así que sabéis cómo es, Excelencia. Uno sigue adelante con los que le quedan.</p> <p>—La guerra os ha hecho dura, pero no fuerte.</p> <p>Su tono no era reprobatorio, sino cordial. Su apretón en el brazo de Ash no parecía el de un enfermo. Ash se estremeció y el Duque la soltó.</p> <p>»Capitana Ash, tengo anotado en este papel que hablé con vuestro padre Maximillian algunos días antes de la batalla de Auxonne. Vino a mí para solicitar una carta de paso por estas tierras, y otra carta que solicitara al abad de Marsella que le encontrara plaza en un barco rumbo al sur.</p> <p>—¿A vos?</p> <p>—Le entregué las cartas. Me resultó evidente que no es... que no era ningún traidor, sino un hombre devoto que buscaba ayudar a un amigo, por caridad y amor. Si aún perdura una parte de su alma, temed por ella, pero no a ella.</p> <p>Ash parpadeó bruscamente. Una gota caliente brotó de su ojo antes de que pudiera impedirlo, y descendió por su mejilla. Se pasó la muñeca por la cara.</p> <p>—La pena es parte del honor de un soldado, —dijo Carlos con embarazo, como si las lágrimas de una mujer le conmovieran más que las de un hombre.</p> <p>—La pena es una jodida patada en los cojones —dijo Ash respirando con agitación. Después, con la brillante sonrisa tan característica de ella, añadió:— lo siento, Excelencia.</p> <p>—Pedid la ayuda que necesitéis —dijo el Duque.</p> <p>—¿Su Excelencia?</p> <p>Aquel joven de pelo moreno, vestido con una toga bordada, le sonrió al fin. No hubo nada de malicia en su sonrisa, solo una sencilla amabilidad y alegría irónica, como si expresara las cosas con suma claridad y fuera ella la que no entendía su significado.</p> <p>—No recurriré a la fuerza. —Cerró los ojos durante un segundo, y después la miró de nuevo—. Ni en modo alguno os obligaré a hablar con la <i>machina rei militaris</i>. Sólo os pido que lo hagáis.</p> <p>—Mierda —dijo Ash con desconsuelo.</p> <p>—Os pido que respondáis a la cuestión de por qué escucháis la voz de un hombre muerto. Os pido que descubráis qué harán a partir de ahora esas máquinas que están detrás de la <i>machina rei militaris</i>. Quiero —dijo Carlos mirándola fijamente— saber por qué habéis dicho que la Faris visigoda ha sido engendrada para realizar un gran milagro maligno contra Borgoña. Y si es cierto que tiene el poder para lograrlo.</p> <p>Ash lo miró anonadada. <i>No hay nada que poder reprochar a su espionaje</i>.</p> <p>»Os ofrezco cualquier ayuda que podáis necesitar. Sacerdotes, doctores, armeros, astrólogos... Cualquiera de mis súbditos que pueda ayudaros, lo hará. Mencionadlo y lo tendréis.</p> <p>Ash abrió la boca para responderle, pero no tenía palabras. Carlos de Borgoña añadió:</p> <p>»Tampoco usaré métodos solapados. Si vos y vuestros hombres lo deseáis, os admitiré entre mis capitanes, tanto si accedéis a esto como si no. Sois una comandante que me gustaría tener a mi servicio.</p> <p>Atontada, solo pudo quedarse mirándolo. <i>Lo dice en serio, y ojalá me pareciese lo contrario. Lo dice en serio</i>.</p> <p>—Hacedlo —dijo, sosteniendo su mirada. Su confianza era absoluta y su embarazo había desaparecido—. Por vos misma, por vuestros hombres, por Dijon, por Borgoña. Por mí.</p> <p>Ash dijo en voz baja:</p> <p>—Me he visto obligada a regresar aquí, estoy sentada justo en medio de la diana, y todavía no sé por qué es una diana. Excelencia, necesito saberlo; si no ahora mismo, sí pronto.</p> <p>Estudió la cara cetrina del noble y el hueco entre la cuenca y el ojo, donde se le hundía la piel de los párpados. Su rostro no revelaba ninguna expresión.</p> <p>—Os he ofrecido toda la ayuda que necesitéis. Hablad con vuestro sacerdote muerto. —La miró con autoridad y determinación—. Si lo otro resulta necesario... regresad a mí. Aprenderéis lo que me sea posible contaros.</p> <p>Al fin, dolorosamente, Ash dijo:</p> <p>—Dadme tiempo.</p> <p>—De acuerdo. Ya que lo necesitáis, también tendréis eso.</p> <p>Ash, mareada por el miedo y con el sudor recorriéndole el cuerpo por debajo de la armadura, se puso en pie y bajó la mirada hacia el duque de Borgoña.</p> <p>—No pido tiempo para decidirme —dijo—. Esto tenía que suceder, ya fuera aquí o en otro lugar. Está decidido. Dadme tiempo para hacerlo.</p> <p style="page-break-before: always; line-height: 0%"> </p> <title style="margin-bottom: 2em; page-break-before: avoid; margin-top: 15%"> <p>INTERLUDIO</p></h3> <p style="text-indent: 0em; margin-top: 1.5em; margin-bottom: 1.5em; margin-left: 5%; margin-right: 5%; text-align: center; font-size: 95%; hyphenate: none">(<i>Los documentos originales con estos correos electrónicos aparecieron doblados dentro del ejemplar de la Biblioteca Británica de la 3ª edición de "Ash: la historia perdida de Borgoña" (2001). Posiblemente estén en el mismo orden cronológico que el material original.)</i></p> <i> <p style="text-align: left">Mensaje: #258 (Anna Longman)</p> <p style="text-align: left">Asunto: Cartago</p> <p style="text-align: left">Fecha: 4/12/00 a las 05:19 p.m.</p> <p style="text-align: left">De: Ngrant@</p> <p style="margin-bottom: 1.5em; margin-right: 5%; text-align: center; font-size: 90%; hyphenate: none">(<i>Formato borrado, otros detalles encriptados con una clave personal indescifrable</i>)</p> <p>Anna:</p> <p>¿Es el mail de Isobel lo que necesitabas? Dímelo hoy mismo, pero más tarde. ¡Aquí estamos tan ocupados que no te lo creerías! ¡O quizás sí!</p> <p>Todos están siendo muy amables conmigo y no mencionan el hecho de que no tengo ninguna autorización expresa para estar aquí salvo el <i>Fraxinus</i>, y que continuamente estoy estorbando. Creo que todos estamos demasiado excitados para preocuparnos. ¡Un yacimiento submarino genuino, incólume, DOCUMENTADO! ¡Ni siquiera Isobel se atreve a llamarlo otra cosa que no sea Cartago!</p> <p>Anna, esta es la parte final del <i>Fraxinus me fecit</i>, mi última parte de la traducción. El manuscrito se interrumpe aquí, claramente incompleto. ¡No puedo responder a las incógnitas que despierta!</p> <p>Hay otros documentos históricos que retoman a Ash, pero no hasta principios de enero de 1476-77. Tal vez nunca conozcamos porqué la sección del «asedio de Dijon» proporciona una imagen tan poco convencional de la historia europea y del personaje de Carlos el Temerario (que en algunos aspectos parece mucho más un retrato de su padre, el duque Felipe el Bueno, ¡pero él murió en 1467!). Quizás no sepamos nunca lo que le ocurrió a Ash durante el invierno anterior a su muerte en la batalla de Nancy, ni por qué este texto sitúa a Carlos en Dijon.</p> <p>Pero a la luz de los sucesos actuales, ¿realmente importa?</p> <p>Ahora no me creo que pueda preocuparme por los resultados que dictamine el equipo de metalurgia cuando hagan un contra-análisis al «gólem mensajero».</p> <p>Supongamos que la datación por carbono sí que lo sitúa en esta mitad del siglo XX. No es del todo imposible que alguien más viera el documento <i>Fraxinus</i> antes que yo, ni tampoco es del todo imposible que fabricaran un «gólem» de pega. Isobel me ha contado que existe un importante mercado de falsificaciones arqueológicas destinadas a los coleccionistas privados más crédulos.</p> <p>Cartago no es una falsificación. Cartago es un hecho.</p> <p>Por supuesto, hablando en términos arqueológicos podemos plantearnos qué implica esto. ¿Guarda este yacimiento sumergido alguna relación con los libios-fenicios que fundaron la Cartago «original» en el 1314 a.C? ¿Acaso atracaron aquí y fue después cuando se trasladaron al yacimiento terrestre que se ha excavado a las afueras de Túnez? Parece poco probable: esta no es la Cartago que saquearon los romanos, sino la Cartago visigótica.</p> <p>Verás, Anna, he estado aceptando la hipótesis de un asentamiento fundado a principios del siglo XV, pero por las imágenes de los VCR, ¡este yacimiento parece mucho más antiguo que eso! ¿Quizás este es el Cartago de los vándalos? ¿O un yacimiento visigodo mucho más antiguo? ¡Al fin y al cabo, si una tormenta no hubiera hundido su flota en el 416 d.C, los visigodos españoles se habrían apoderado de la Cartago romana trece años antes de que los vándalos hicieran lo mismo!</p> <p>Queda tanto, tanto por descubrir...</p> <p>Mi teoría inicial postulaba la existencia de un asentamiento tardomedieval que duró poco tiempo. Un yacimiento habitado de manera continua desde el año 416 nos crea un problema aún mayor. Puedo aceptar que «mi» asentamiento visigodo en la costa septentrional de África, con una duración total de unos setenta u ochenta años, haya podido pasar desapercibido. Cuando menos, tengo las evidencias, ya que sobrevive «barrido debajo de la alfombra» por diversas razones. ¡No obstante, nueve siglos y medio de continua ocupación tendrían que aparecer en las crónicas árabes, aunque los «francos» lograran ignorarlos! Reconozco que aún sobreviven decenas de miles de manuscritos islámicos medievales y que muchas bibliotecas de África del Norte y Oriente Medio todavía no han sido catalogadas a fondo, pero ¿que no aparezca mención de 1060 años de Cartago? ¿En ninguna parte?</p> <p>Necesito hablar con Isobel sobre esto.</p> <p>He dicho que estamos todos muy excitados. Eso es cierto, pero esperaba que Isobel estaría más contenta. Parece preocupada.</p> <p>¡Aunque supongo que, si fuera el responsable de mantener en secreto el yacimiento del descubrimiento arqueológico más importante del siglo, yo también tendría un aspecto agotado y ojeroso!</p> <p>Cada pocos minutos llegan nuevas imágenes de los VCR, contactaré contigo en cuanto pueda. ¿No es maravilloso?</p> <p style="font-weight: bold; margin-top: 1.5em; text-align: right; font-size: 95%">Pierce</p> </i> <p style="page-break-before: always; line-height: 0%"> </p> <cite style="font-style: italic; font-family; font-family: monospace, Courier New, Courier"> <p style="text-align: left">Mensaje: #158 (Pierce Ratcliff/misc.)</p> <p style="text-align: left">Asunto: Ash, manuscrito</p> <p style="text-align: left">Fecha: 5/12/00 a las 07:19 p.m.</p> <p style="text-align: left">De: Longman@</p> <p style="margin-bottom: 1.5em; margin-right: 5%; text-align: center; font-size: 90%; hyphenate: none">(<i>formato borrado, otros detalles perdidos de modo irrecuperable</i>)</p> <p>Pierce:</p> <p>Hay un manuscrito.</p> <p>Quería que fueses el primero en saberlo. He estado en Sible Hedingham, he hablado con el hermano del profesor Davies, que ha sido extraordinariamente sincero conmigo. Pero antes de eso: HAY UN MANUSCRITO.</p> <p>No es una obra inédita de Vaughan Davies. Es original.</p> <p>Pierce, no tengo ni idea de su importancia, si es que la tiene. Ni siquiera sé si es de la época correcta o si es una falsificación.</p> <p>El hermano, William Davies, dice que Vaughan se refería al texto como un «tratado de caza». La cubierta que tiene cosida muestra un grabado de un ciervo siendo perseguido entre los árboles por unos jinetes. Espero que no vayas a quedar desilusionado. Mis (escasos) conocimientos de latín se refieren al clásico, no al medieval, así que no he podido entresacar casi nada salvo unas pocas referencias a «Burgundia». ¡Por lo que sé, el resto podría referirse a la cría de sabuesos! Espero que no sea así, de verdad que lo espero, Pierce. Si lo es, voy a sentirme como si te hubiera fallado.</p> <p>William me ha dejado escanearlo. Dado el estado en que se encuentra el papel, no estoy muy segura de que debiera habérmelo permitido, pero el caso es que ya está hecho. Está contactando con Sotheby's y con Christie's, y por ahora lo he convencido para que no hable con la Biblioteca Británica hasta más adelante. No pasará mucho tiempo antes de que insista.</p> <p>Si es genuino o simplemente resulta útil, puedo utilizar este descubrimiento para apoyar el proyecto combinado de libro y documental, sin tener que desvelar todavía lo que tú y la Dra. Isobel estáis haciendo en el yacimiento marino. Me doy cuenta de que por el momento eso exige una confidencialidad absoluta.</p> <p>Después de este mensaje empezaré a enviarte algunos textos escaneados. Ya me imagino el caos que debéis de tener allí montado (todavía estás en el barco, ¿no?), pero ¿cuándo crees que podrás traducir las primeras páginas?</p> <p>Esta es la procedencia:</p> <p>Fui a Anglia del este con Nadia, con la excusa de que tal vez ella deseara adquirir parte de las chucherías que quedaran (en realidad no era una excusa, al final pujó por algunas piezas). William Davies ha resultado ser un agradable anciano, cirujano retirado y ex-piloto de <i>spitfire</i>, así que me sinceré y le dije que era tu editora, que te encontrabas en África pero que estabas preparando una reedición de la obra de su hermano sobre ASH (aunque se lo conté con más tacto).</p> <p>Por lo que he descubierto hablando con él, William Davies nunca tuvo mucha relación con su hermano antes de que Vaughan se trasladara a Sible Hedingham. Su familia era de clase media alta y vivían en algún lugar de Wiltshire. Vaugham fue a Oxford y se quedó allí, mientras que William fue a Londres, estudió medicina, se casó y heredó la propiedad de Sible Hedingham tras la muerte de su todavía joven esposa (solo tenía veintiún años). Después de aquello solo veía a Vaughan cuando estaba de permiso en la RAF, y no hablaban mucho.</p> <p>La parte relevante que he captado de la historia familiar es la siguiente: Vaughan Davies se trasladó de Oxford a Sible Hedingham a finales de los años treinta. William cree que fue en 1937 o 1938. La casa le pertenecía a él, pero estaba en proceso de alistarse en la RAF y se mostró dispuesto a dejársela a Vaughan. Me da la impresión de que no hubieran vivido juntos; leyendo entre líneas, parece que era absolutamente imposible convivir con Vaughan, que en aquel entonces disfrutaba de un año sabático de Oxford para poder terminar el manuscrito «Ash» con vistas a su publicación.</p> <p>Según William, a partir de entonces Vaughan llevó una vida de ermitaño, pero nadie en la aldea lo apreciaba gran cosa. Creo que debió de ser muy desabrido. En cualquier caso, como recién llegado no fue muy bienvenido. Por lo visto, «molestó» (en palabras de William) a la familia que poseía el castillo de Hedingham para poder acceder a él, y se convirtió en una auténtica lata, hasta tal punto que al final le pidieron que se largara.</p> <p>Creo que William piensa que el manuscrito proviene del castillo Hedingham. Me da la impresión de que sospecha que Vaughan lo robó.</p> <p>No volvió a ver a Vaughan Davies después de la guerra porque este desapareció.</p> <p>No estoy de broma, Pierce. Desapareció. William fue derribado sobre el Canal ese verano y se pasó un tiempo considerable en el hospital. Todavía tiene cicatrices de las quemaduras, son claramente visibles. Para cuando le dieron el alta, la casa de Sible Hedingham estaba desierta. Durante un tiempo circularon los habituales rumores de que Vaughan había sido un espía alemán, pero todo lo que William pudo descubrir fue que su hermano había partido para Londres.</p> <p>Como estaban en guerra, las investigaciones policiales fueron un tanto escasas. Ahora han pasado sesenta años y la pista se ha enfriado.</p> <p>William dice que siempre ha supuesto que su hermano fue atrapado por el bombardeo alemán de Londres, que murió bajo las bombas y que su cuerpo quedó tan destrozado o consumido que no pudieron reconocerlo por el rostro. No le ha costado lo más mínimo decírmelo exactamente con esas palabras. Escalofriante. Debe de ser porque fue cirujano.</p> <p>William Davies está vendiendo la casa de Sible Hedingham porque se traslada a un piso-residencia. Ya debe de tener más de ochenta años, pero es de mente muy aguda y cuando dice que no hay misterio en la muerte de su hermano, quiero creerle.</p> <p>No. Lo que quiero es regresar a la oficina y hacer como si nada de esto hubiera ocurrido. Siempre me ha gustado el mundo editorial académico, pero ahora lo que deseo es interponer una mayor distancia entre la historia y yo. Todo esto resulta, de algún modo, incómodamente personal.</p> <p>Lo que estás descubriendo en el fondo marino del Mediterráneo... Pierce, si este manuscrito es algo que necesitamos, no sé qué haré. ¡Me cogeré las vacaciones de este año, volaré a los cayos de Florida y haré como que nada de esto está ocurriendo! Es excesivo.</p> <p>No.</p> <p>Como tu editora (y amiga), seguiré aquí. Entiendo que no puedas preparar la traducción al instante, y sé que estás ocupado examinando el nuevo yacimiento, pero espero que al menos puedas darme alguna pista acerca de si es un documento valioso o no antes de mañana.</p> <p style="font-weight: bold; margin-top: 1.5em; text-align: right; font-size: 95%">Anna</p> </i> <p style="page-break-before: always; line-height: 0%"> </p> <cite style="font-style: italic; font-family; font-family: monospace, Courier New, Courier"> <p style="text-align: left">Mensaje: #270 (Anna Longman/misc.)</p> <p style="text-align: left">Asunto: Ash/Visigodos</p> <p style="text-align: left">Fecha: 5/12/00 a las 10:59 p.m.</p> <p style="text-align: left">De: Ngrant@</p> <p style="margin-bottom: 1.5em; margin-right: 5%; text-align: center; font-size: 90%; hyphenate: none">(<i>formato borrado, otros detalles encriptados con una clave personal indescifrable</i>)</p> <p>Anna:</p> <p>¡Dios mío, incluso como archivos independientes están tardando una eternidad en descargarse! Estoy utilizando el otro portátil de Isobel mientras ellos están fuera, y en estos momentos estoy mirando la primera página...</p> <p>Hay algo que puedo decirte de inmediato. Si estas imágenes han sido escaneadas correctamente, este texto pertenece a la misma mano que escribió el <i>Fraxinus</i>.</p> <p>¡Anna, CONOZCO esta letra, puedo leerla con la misma facilidad que la mía! Conozco todos sus trucos de fraseología, contracciones y ortografía. ¡Es lógico, he estado estudiando y traduciendo esta letra durante los últimos ocho años!</p> <p>Y si ese es el caso...</p> <p>Esta tiene que ser una continuación del <i>Fraxinus</i>.</p> <p><i>Fraxinus me fecit es</i>, con casi total seguridad, la autobiografía de Ash, ya fuera escrita por ella misma o (más probablemente, dado que era analfabeta) dictada a otra persona.</p> <p>Si Vaughan Davies tuvo acceso a este documento, ¿por qué no lo menciona en su segunda edición de las crónicas de «Ash»? De acuerdo, él no contaba con el <i>Fraxinus</i>, pero incluso así, lo poco que he leído hasta el momento apunta clara y evidentemente hacia Ash. ¿Por qué no lo publicó?</p> <p>¡Encripta el resto y envíalo, ocupe lo que ocupe el escaneo o la descarga!</p> <p style="font-weight: bold; margin-top: 1.5em; text-align: right; font-size: 95%">Pierce</p> </i> <p style="page-break-before: always; line-height: 0%"> </p> <cite style="font-style: italic; font-family; font-family: monospace, Courier New, Courier"> <p style="text-align: left">Mensaje: #277 (Anna Longman/misc.)</p> <p style="text-align: left">Asunto: Sible Hedingham ms.</p> <p style="text-align: left">Fecha: 10/12/00 a las 11:20 p.m.</p> <p style="text-align: left">De: Ngrant@</p> <p style="margin-bottom: 1.5em; margin-right: 5%; text-align: center; font-size: 90%; hyphenate: none">(<i>formato borrado, otros detalles encriptados con una clave personal indescifrable</i>)</p> <p>Anna:</p> <p>¡Prosigue ¡a partir del <i>Fraxinus</i>! ¡¡¡Es una parte desaparecida del documento, una continuación que cubre el otoño de 1476!!! ¡¡¡Pero no sé CUÁNTO cubre!!!</p> <p>Evidentemente faltan una o más páginas al comienzo, quizás arrancadas en los quinientos años que han transcurrido desde entonces. ¡¡PERO no creo que nos hayamos perdido más que unas pocas horas del 15/11/1476!!</p> <p>A juzgar por la evidencia interna del texto, estos sucesos DEBEN pertenecer al mismo periodo de veinticuatro horas tras la entrada de Ash en Dijon. O al menos no más tarde del día siguiente. Dada la coincidencia con los detalles de vestimenta y clima del manuscrito <i>Fraxinus</i>, esto TIENE que suceder unas pocas horas después de la entrevista de Ash con Carlos de Borgoña y por lo tanto en el 15 de noviembre de 1476.</p> <p>¡No creo que falte nada excepto una llamada a las armas inicial!</p> <p>¿Había algo escrito en la encuadernación (si es que tenía) que pueda ser escaneado?</p> <p>Después:</p> <p>Aquí está la primera parte, rápida y en sucio, ya la arreglaré luego. Llevo cinco días seguidos con esto. ¡No me puedo creer lo que tenemos aquí!</p> <p style="font-weight: bold; margin-top: 1.5em; text-align: right; font-size: 95%">Pierce</p> </i> <p style="page-break-before: always; line-height: 0%"> </p> <title style="margin-bottom: 2em; page-break-before: avoid; margin-top: 15%"> <p>TERCERA PARTE:</p></h3> <p style="text-align: center; text-indent: 0em; font-size: 125%; font-weight: bold; hyphenate: none">«BAJO LA PENITENCIA<a data-bs-toggle="modal" data-bs-target="#notesModal" type="note" href="#nota40">[40]</a>»</p> <p style="text-align: center; text-indent: 0em; font-size: 98%; font-weight: bold; hyphenate: none">15 de noviembre de 1476 ~ 16 de noviembre de 1476</p> <p style="page-break-before: always; line-height: 0%"> </p> <title style="margin-bottom: 2em; page-break-before: avoid; margin-top: 15%"> <p>Capítulo 10</p></h3> <p>[...] Grupo de mando sobre las murallas de Dijon<a data-bs-toggle="modal" data-bs-target="#notesModal" type="note" href="#nota41">[41]</a>.</p> <p>—¿Qué cojones está haciendo? —chilló Robert Anselm por encima del griterío—. ¡Creí que me habías dicho que estaba esperando a que le abriéramos una puerta!</p> <p>—¡Tal vez esté tratando de lograr que nos concentremos en nuestra tarea!</p> <p>Ash era consciente, en el fondo de sus pensamientos, de la pesada protección de acero en su cabeza y sus manos y de las finas capas de cota de malla, lana y lino que cubrían sus extremidades. Echaba tanto de menos su armadura milanesa que no quería reconocerlo.</p> <p>—¡A la mierda! Tanta charla, y resulta que podemos perder la ciudad ahora mismo...</p> <p>Se obligó a permanecer erguida sobre el parapeto y estudiar entre los merlones<a data-bs-toggle="modal" data-bs-target="#notesModal" type="note" href="#nota42">[42]</a>el terreno abierto, cubierto ahora de pronto por figuras a la carrera.</p> <p>Una horda de hombres se abalanzaba hacia las murallas nororientales de Dijon, plantando pantallas y arrodillándose para disparar; eran arqueros cartagineses protegidos tras los manteletes<a data-bs-toggle="modal" data-bs-target="#notesModal" type="note" href="#nota43">[43]</a>, con sus siniestros arcos recurvados y negros. Los impactos de las puntas de flecha contra la piedra la pusieron en tensión. Un estruendo de fuego de arcabuz resonó por todo el parapeto, las voces de Angelotti y de Ludmilla se alzaron transmitiendo chillonas órdenes y el rápido y repetitivo retumbar de los arcos largos sacudió el aire. Los arqueros, sudorosos, se lanzaban obscenas felicitaciones los unos a los otros. Una oscura oleada de soldados se alzó de entre los terraplenes que había delante del campamento visigodo. Al mismo tiempo resonó un chillido silbante. Ash miró hacia su izquierda: no pudo ver más allá de la torre de la puerta noroeste, pero un sonido de impactos y aullidos se alzó por encima del clamor. Volvió a mirar, durante una décima de segundo, y el terreno estaba atestado de hombres que corrían y sostenían escaleras de asedio, protegiéndose la cabeza con escudos. Algunos ya caían bajo el fuego constante de las almenas.</p> <p>—¡Tropas auxiliares! —aulló a su oído Robert Anselm. Logró oírlo a pesar del efecto amortiguador de la tela del casco.</p> <p>—¿Y qué me dices de esos? —Se inclinó por el hueco entre las piedras, mirando a lo lejos y hacia abajo. Junto a los hombres negros con túnicas, lanzas y hachuelas, corrían cuarenta o cincuenta europeos.</p> <p>—¡Prisioneros! —gritó Anselm.</p> <p>Una mirada le bastó a Ash para confirmar que estaba en lo cierto. Eran aldeanos capturados, dijoneses atrapados en algún momento durante el otoño y obligados a prestar servicio, ahora con la perspectiva de elegir entre morir en las murallas o a manos de los <i>nazires</i> visigodos que tenían detrás. De pronto dejó de prestar atención a los mensajeros y de dar órdenes, sacudió a Anselm en el peto y señaló.</p> <p>Anselm se subió la visera, bizqueando, y después soltó una basta carcajada.</p> <p>—¡Cómete esta mierda, Jos!</p> <p>Tras la estela de las tropas auxiliares y los prisioneros condenados, trotaban hombres con la librea azul del Navío y la Luna Creciente, con pieles empapadas sobre los hombros y cargando con sus propias escaleras. Ash forzó la vista, tratando de comprobar si era posible divisar el estandarte personal de Joscelyn van Mander, pero con toda la confusión de los fragmentos de roca, el polvo, el humo de arcabuz y la distancia, no logró distinguirlo.</p> <p>—Ahí vienen —empezó a decir Ash con firmeza, tratando de controlar el temblor de su voz.</p> <p>Regresó tras la protección del parapeto al tiempo que, abajo, el primer hombre alcanzaba el borde del foso y arrojaba más leña sobre los montones que casi lo llenaban por completo.</p> <p>—¡Anselm! ¡Sube a los alabarderos a las murallas, ya! ¡Ludmilla, aparta a los arqueros para hacerles sitio! ¡Angelotti...!</p> <p>Por encima del ruido de hombres con armadura y cota de malla que trepaban los escalones para llegar al parapeto, y los arqueros decididos a arrojar hasta el último virote, un gran estampido y una explosión resonaron a la izquierda.</p> <p><i>La puerta principal</i>, comprendió, <i>¡mierda!</i></p> <p>Se apartó para buscar a Angelotti, pero no logró verlo y descendió un escalón hacia el maganel más próximo. Dos miembros de la dotación del cabestrante se escurrieron por debajo de las pantallas erizadas de flechas y, mientras Ash los contemplaba, Dickon Stour dio un fuerte golpe de martillo a la estructura de madera, se enderezó, retrocedió y acarició el brazo de la cuchara con expresión de satisfacción.</p> <p>—De acuerdo, intentadlo ahora.</p> <p>—¿Dónde ha ido el capitán Angelotti? —ladró Ash.</p> <p>El larguirucho armero, con su pelo pajizo asomando por debajo del borde del sombrero de guerra, le respondió con un grito por encima del hombro.</p> <p>—Abajo, junto a...</p> <p>Una enorme explosión la ensordeció.</p> <p>El parapeto saltó bajo sus pies, el aire se llenó de chirriantes fragmentos de roca. Dos merlones se partieron mostrando su interior blanquecino, la mitad de la mampostería a cada lado voló por los aires y se abrió un cráter en la superficie de las almenas.</p> <p>Algo enorme pasó a su lado en dirección la ciudad, más abajo. Con el cuerpo temblando por la impresión, lo primero que pensó fue: <i>¡no estoy herida!</i>, y después: <i>¡impacto directo en el maganel!</i></p> <p>Las pantallas protectoras de madera colgaban hechas astillas, y el amasijo despedazado de madera y cuerdas no se parecía en nada a la estructura y la cuchara. Un hombre se retorció chillando. Entre las blancas astillas de madera que Ash tenía delante se colaban trozos irregulares de carne, y una pierna colgaba aún dentro de una bota totalmente intacta. Otro hombre yacía muerto sobre el parapeto. No se veía ni rastro de Dickon Stour, solo una cicatriz desigual salpicada de rojo, excavada a una profundidad de quince centímetros en las fracturadas losas.</p> <p>Ash alzó la mano y se apartó el pelo de los labios. No era suyo. Escupió al notar aquel sabor, quitándose de la boca un trozo de hueso.</p> <p>Tras un instante interminable, un segundo proyectil de trabuquete (un trozo de caliza del tamaño de medio carro) golpeó en un punto inferior de la muralla. Ash pudo ver una mezcolanza de tela y madera, y hombres de rodillas y tirados de espaldas, aniquilados mientras bajaban los escalones. Un canto rodado estalló en pedazos, precipitándose hacia la tierra de nadie del interior de las murallas.</p> <p>El silbido aullante de las ollas de barro en llamas resonó por encima de su cabeza.</p> <p>Ash se estremeció y se puso en cuclillas. Las vasijas de arcilla impactaron, una detrás de otra, a lo largo de toda la muralla, derramando brillante fuego griego sobre las vallas y las hileras de hombres. El crepitar del fuego al prender hizo que se estremeciera.</p> <p>—¡ANSELM...!</p> <p>Un hombro la echó a un lado. Por encima, su bandera cayó en picado, descendió luego en diagonal y se alejó lentamente de ella en medio de la multitud de hombres, arqueros y alabarderos que se empujaban para apartarse de las murallas, apresurándose por los escalones.</p> <p>—¡DETENEOS! —gritó, con fuerza suficiente para destrozarse los pulmones.</p> <p>Un grupo de los alabarderos de Rochester la aplastó entre sus cuerpos y un merlón dañado. Durante un instante tuvo ante sus ojos metros y metros de vacío, y hombres y escaleras al fondo. La proximidad de la caída le revolvió el estómago.</p> <p>Más allá, hacia la puerta, escuchó las salvas de los sacabuches. Las balistas fortificadas disparaban veloces y con fiereza, pero los cartaginenses estaban ya por debajo de su alcance mínimo...</p> <p>—¡Resistid, cojones! —gritó, y agarró a un hombre del hombro y a otro del cinturón. Ambos se liberaron. Por encima de los yelmos de los soldados en desbandada distinguió su enseña, que poco a poco se erigía y regresaba hacia ella... y luego caía.</p> <p>Sin dudarlo más, Ash se zambulló en la masa de hombres a la carrera, recogió el mástil y alzó la bandera sobre su cabeza. Era incómoda y difícil de manejar, le temblaba en las manos. Oyó sobre los escalones la voz de Anselm, más fuerte, que agarraba al portaestandarte del León y gritaba:</p> <p>—¡... justo donde estás ahora mismo!</p> <p>Ash vio que alzaba el brazo y la espada.</p> <p>—¡A MÍ! —aulló. El rostro de Rickard apareció justo delante, en medio de la masa humana. Ash le puso el León Afrontado en las manos y agarró el hacha corta que él le traía. Se abrió paso con el hombro en dirección contraria a la muchedumbre, gritando a los rostros de los soldados. Percibió las mayores dudas imaginables.</p> <p>—¡Seguidme!</p> <p>Más adelante, en dirección a la torre blanca, el matacán<a data-bs-toggle="modal" data-bs-target="#notesModal" type="note" href="#nota44">[44]</a>estaba ardiendo y la superficie de piedra del parapeto cobraba vida con las llamas inextinguibles de las salpicaduras de fuego griego. El voladizo más cercano estaba intacto. Ash escuchó por encima de los aullidos y los chillidos un ruido que venía de abajo. Pasó a agarrar el hacha con las dos manos y usó todo su peso para apartar de su camino a dos arqueros y un oficial de artillería.</p> <p>—¡Trae esa puta bandera! —aulló a Rickard, sin detenerse para ver lo que hacía el muchacho, pálido como estaba. Incrustó su guantelete en la parte posterior del yelmo de un soldado y logró tener vía libre hasta la aspillera.</p> <p>—¡A mí, jodidos hijos de puta!</p> <p>Notó que su voz surgía amortiguada, ya que el sonido rebotaba en la madera y el techo de pieles del matacán. Tuvo un segundo para pensar: ¡Jesu Christus! <i>Ojalá pudiera haberme puesto un barbote<a data-bs-toggle="modal" data-bs-target="#notesModal" type="note" href="#nota45">[45]</a>, o al menos un bacinete con visera</i>, y giró en su mano el mango del hacha de armas. Golpeó con firmeza en las acolchadas palmas de sus guanteletes.</p> <p>En el agujero de la valla de madera que tenía delante apareció un rostro.</p> <p>Un pensamiento irónico por completo ajeno a la tensión del combate se coló en su mente: <i>lo que daría por poder hablar con la machina rei militaris ahora mismo</i>.</p> <p>El mango de madera del hacha encajaba con suavidad en sus manos, resultaba un tacto familiar: la mano izquierda por delante, la derecha soportando el peso. Hizo retroceder la cabeza del hacha y después la lanzó hacia delante con el mango, incrustando la púa de la parte posterior en la cara del auxiliar visigodo.</p> <p>La punta resbaló sobre la nasal del casco.</p> <p>El hombre abrió la boca, con sorpresa o ira. Rugió y se impulsó hasta el extremo de una escala que resultaba invisible bajo las planchas del matacán, arrastrando su espada a través del agujero.</p> <p>Ash no impidió que la inercia del arma adelantara un paso su cuerpo. Con el aliento congelado en la garganta y todo el cuerpo tenso anticipando el golpe del contrario, se gritó mentalmente a sí misma: <i>¡no me estoy moviendo lo bastante rápido!</i> Dejó que el hacha se balanceara de vuelta por encima de su cabeza y deslizó su mano derecha hacia abajo, hasta el extremo del mango, para unirla a su otra mano y acelerar, en dirección descendente, el movimiento del filo cortante del arma. Eran solo dos kilos de metal, pero se movían en un arco cerrado de poco más de un metro. Estampó la hoja en la cara del soldado justo cuando miraba hacia arriba.</p> <p>Una rociada húmeda le salpicó los brazos. Notó que el filo mordía, pero no pudo oír los aullidos por culpa de los gritos que provenían de detrás, el impacto de acero contra acero, los estampidos de los arcabuces y el gemido de otros heridos. No era una herida mortal, pero bastaría para abatir a un hombre...</p> <p>La punta de una lanza golpeó entre sus pies: atravesó las bastas planchas del suelo y quedó allí encajada.</p> <p>Ash saltó hacia atrás. Uno de sus talones golpeó con el borde de la aspillera. El hacha de armas se le escapó de las manos y rajó las pieles empapadas que cubrían el voladizo, mientras ella caía de espaldas y chocaba con fuerza contra una de las cañoneras. El impacto le sacudió toda la espina dorsal.</p> <p>No trató de ponerse en pie. Con serenidad, sin aspavientos, levantó el hacha y volvió a golpear hacia delante con la púa, abriendo un agujero justo por debajo de la ceja del casco de acero del primer soldado.</p> <p>El hombre permaneció con los ojos abiertos, fijos sobre las planchas de madera, mientras caía hacia delante con medio cuerpo dentro de la abertura y el resto fuera. De la escarpia manó sangre oscura y densa y materia gris cuando Ash lo retorció para liberarlo.</p> <p>Detrás no escuchó pasos, ni llegó la bandera, ni se oyó el grito de Rickard. Unas voces agudas surgieron desde abajo.</p> <p><i>Por lo que sé, ahora mismo estoy sola aquí arriba</i>.</p> <p>—¡A mí, por amor de Dios!</p> <p>La punta de lanza se soltó por si sola de la plancha del suelo. El cadáver se movió cuando otros soldados visigodos lo arrastraron desde la escalera que tenía debajo. Los oyó gritar órdenes, maldiciendo. Sin darse cuenta de que sonreía de modo siniestro, Ash volvió a ponerse en pie.</p> <p>—¡Jefa! —Euen Huw saltó por encima de las almenas y se plantó a su lado. Se tambalea!: a, y la sangre empapaba sus calzas desde el muslo a las rodillas.</p> <p>—¡Oh, gracias al Cielo! ¿Dónde está Rickard? ¡¿Dónde está mi bandera?! ¡Ludmilla, sube a tus arqueros aquí arriba, esto es un puto tiro al pichón! —Ash sacudió en los hombros a los infantes de Huw y a los arqueros de Rostovnaya, diez o quince hombres que ya se apelotonaban en el matacán, empujándolos para que avanzaran más allá de su posición. Pasó por encima del cadáver agarrándose a una viga del techo y corrió hasta la siguiente abertura. Sus botas resonaban sobre las planchas.</p> <p>Mientras corría a zancadas, mantuvo la espalda pegada a la pared y a la seguridad que esta proporcionaba, girando veloz la cabeza de lado a lado para poder vigilar un ataque proveniente de cualquier extremo. La estremecía la vulnerabilidad de las zonas descubiertas y carentes de protección de su cuerpo: muslos, espinillas, antebrazos, codos... Todo ello junto conseguía que estuviera extremadamente atenta y eficaz.</p> <p>—¡Aquí! ¡Encargaos de los de abajo, en la escalera!</p> <p>Un arquero, cuyos grasientos rizos y rostro sin afeitar relucían por el sudor, avanzó y metió la cabeza por la abertura que Ash tenía delante. En cuestión de segundos gritó a su compañero de pavés para que le trajera más astiles y se puso a horcajadas sobre la abertura, tensando su arco con dificultad en aquel reducido espacio y disparando hacia la base de la escalera de asedio, quince metros más abajo. Dos ballesteros lo apartaron pronto de allí; en esa hendidura había más espacio para sus armas.</p> <p>Ash torció la cabeza para lanzar una rápida mirada a través de una aspillera en las planchas. <i>Si logran tomarlo al asalto, si superan la muralla, todo resultará irrelevante; ¡las voces, todo!</i></p> <p>El retumbar constante de virotes y flechas resonaba ahora a lo largo de todo el matacán; las afiladas puntas golpeaban piedra y madera. Su cuerpo se tensó al prever el ígneo torrente del fuego griego. <i>No, no mientras sus propios hombres estén escalando las murallas</i>...</p> <p>El gancho de una escalera de asedio golpeó en otro voladizo, en su misma muralla pero a cierta distancia. Ash apenas dispuso de un segundo para observar que los hombres con hachas y espadas que comenzaban a trepar en masa no eran tropas auxiliares visigodas, sino soldados con la Luna Creciente sobre las libreas azules de sus cotas.</p> <p>Ha visto mi bandera en esta parte de la muralla... Esto lo hace a propósito, nos envía hombres junto a los que hemos combatido, es un ataque psicológico: conseguir que los mercenarios francos se maten los unos a los otros.</p> <p>—¡Mirad quiénes son! —gritó Euen Huw, colocando su enjuto cuerpo entre el muro y ella. Mientras seguía corriendo, aulló por encima del hombro:— no lo están teniendo fácil, ¿verdad? ¡Ved cómo son las cosas!</p> <p>Una mirada a su espalda, hacia la valla, descubrió los brillantes rizos de Angelotti bajo el borde de un bacinete. La pesada hoja de su falcata subía y bajaba en medio de una espantosa masa de formas apelotonadas en combate cuerpo a cuerpo. El brazo izquierdo le colgaba inerte, sangrando, y debía de haber perdido el broquel en alguna parte. Sus hombres se amontonaban a ese lado, protegiéndolo.</p> <p><i>¡Cristo, la mitad del ejército visigodo se ha lanzado a la carga!</i></p> <p>—¡Jefa! —Robert Anselm, Rickard y el abanderado aparecieron en la tronera detrás de ella. Robert cojeaba y su rostro se retorcía gritando una advertencia.</p> <p>Ash dio media vuelta y vio en un instante que el cuerpo del auxiliar muerto había sido ya desalojado y dos soldados que vestían la Luna Creciente se afianzaban sobre las escalas y entraban por las aberturas de las planchas del suelo.</p> <p>Euen Huw paró la espada del primer hombre con la suya, provocando una lluvia de chispas, y lanzó una patada a la pierna por debajo del faldón de su loriga de malla. Una presión de kilo o kilo y medio basta para reventar una rótula. El hombre (no hubo tiempo para verle la cara, así que no supieron si era alguien conocido o algún mercenario al que Joscelyn van Mander había reclutado en los meses transcurridos desde que abandonara el León Azur) cayó hacia delante a plomo, como un saco de grano.</p> <p>El tejado y las vigas obstaculizaban los movimientos de Ash. Hincó el mango de su hacha de armas por delante de Euen mientras este recuperaba el equilibrio y enganchó la rodilla del segundo hombre con el borde curvo posterior de la hoja. Afianzando ambos pies, dio un tirón.</p> <p>El aguzado filo del hacha arrastró hacia delante la rodilla del soldado, que abrió la boca para gritar cuando el corte le desjarretó. Cayó de espaldas, desplomándose contra el muro frontal del voladizo. Euen Huw le clavó la espada justo entre las piernas, por debajo de la loriga, directo a la ingle.</p> <p>El primer hombre se levantó a duras penas sobre una rodilla, con la otra colgando en mal ángulo. Demasiado cerca. Ash dejó caer el hacha, sacó la daga de su vaina con la mano derecha y se tiró sobre su espalda mientras él trataba de incorporarse con las manos.</p> <p>Rodeó su casco con el antebrazo, echó a un lado su cabeza e incrustó la hoja en la cuenca del ojo, directa al cerebro.</p> <p>A pesar del yelmo, la sangre, los gritos y la desfiguración de su rostro, tuvo un instante para identificarlo. <i>¡Bartolomey St. John, el segundo de Joscelyn, lo conozco!</i></p> <p><i>Lo conocía</i>.</p> <p>Solo había pasado un segundo o así. Anselm gritó algo. Dos o tres decenas de hombres con la librea del León desbordaron las almenas y se introdujeron en el matacán, portando con cuidado cazos de cocina metálicos que sostenían entre astas de alabardas. La primera pareja volcó sus calderos: siseó una humareda blanca de vapor. El agua hirviendo se derramó por planchas y orificios. Más hombres: Henri Brant y Wat Rodway arrastraban un caldero entre los dos, riendo bajo el estruendo, y lanzaron arena caliente por la abertura más cercana...</p> <p>Un metro por debajo de los pies de Ash los hombres aullaron y gritaron, y después llegó el crujido fácilmente reconocible de la escalera de asedio que se partía bajo el peso de los hombres asustados. Los gritos se alejaron mientras los cuerpos se precipitaban hacia el suelo.</p> <p>—¡Mierda, jefa, esta vez ha estado cerca! —gritó Euen con la boca junto a su oído y tendiendo informal un brazo para ayudarla a ponerse en pie.</p> <p>Ash agarró el hacha con su mano libre, sacándola de debajo del cadáver de Bartolomey St. John. Se dio cuenta de que le flaqueaban las extremidades, con el mismo temblor incontrolable que uno experimenta cuando está herido de gravedad. <i>¡Pero no me han tocado, la sangre no es mía!</i></p> <p>Alzó la cabeza. No pudo ver a Anselm pero sí les oyó a él y a sus sargentos gritando órdenes desde la cima de las almenas. <i>¡Lo ha conseguido, estamos resistiendo!</i></p> <p>—¡Euen, envía a un mensajero! A la <i>Tour de Bar</i>, de inmediato. ¿Qué cojones están haciendo allí los borgoñones? ¡Necesitamos fuego de cobertura! ¡No pueden permitir que estos chicos se acerquen tanto al pie de esta muralla!</p> <p>Uno de los escuderos de Euen salió a toda prisa del voladizo, llegó a las almenas y desapareció en dirección a la torre más próxima.</p> <p><i>¿Podremos cubrir con seguridad la muralla desde la torre de la guardia hasta la torre blanca?</i></p> <p>Ash se agachó y salió de las vallas para alcanzar las murallas. Desde allí solo podía ver las espaldas de los hombres. Había un centenar o así en aquella zona, en su mayor parte con la librea azul y amarilla del León, pero también un par de cruces rojas de los borgoñones. Más allá, donde los matacanes habían ardido y en consecuencia se habían desprendido, vio espadas, hachas y hombres que sacudían las alabardas por encima de las escaleras: no había tiempo para estrategias sutiles; se limitaban a ponerlas en posición a lo largo de las almenas y derribar todo lo que quedase a su alcance en las escalas de abajo.</p> <p>Robert Anselm llegó a la carrera, rodeado del rechinar de la armadura y su dificultosa respiración.</p> <p>—He enviado a mi lanza a la torre, para meter algo de sentido común a las tropas de proyectiles de los borgoñones.</p> <p>—¡Bien! ¡Aquí les hemos hecho dar media vuelta, Roberto!</p> <p>Algo brillante envuelto en llamas cayó del cielo con un silbido ardiente avivado por el viento. El hedor la avisó a tiempo.</p> <p>—¡Fuego griego!</p> <p><i>Oh, dulce Jesús, son capaces de disparar sobre sus propios hombres si eso significa eliminarnos también a nosotros, lo demás no les importa</i>.</p> <p>Se arrojó de nuevo hacia las almenas hasta alcanzar el interior de la muralla, mientras arrastraba consigo a Anselm y aullaba:</p> <p>—¡Atrás, apartaos de las murallas! ¡Fuera de las murallas!</p> <p>El fuego impactó y salpicó.</p> <p>En menos de un segundo los matacanes más próximos estallaron en llamas. Ash pudo ver cómo golpeaba y se esparcía el grasiento líquido ardiente. Una voz aguda chilló. No tenía sentido pedir agua...</p> <p>—¡Cortad las vallas! —ordenó, enarbolando el hacha arriba y abajo y haciéndola caer sobre las vigas de soporte. En pocos instantes se apartó y dejó que los hombres de otras tres lanzas se encargaran de la tarea.</p> <p>La figura que chillaba echó a rodar por la piedra de las almenas, pero el fuego griego se aferraba a su cuerpo y de su piel ennegrecida ya emanaba el hedor a carne quemada. Ash reconoció el jubón rojo y la cota de malla acolchada de color marrón, y también el cabello de pequeños rizos bajo el acero fundido de su bacinete: era Ludmilla Rostovnaya, con la mitad del torso y un brazo empapados en un fuego gelatinoso.</p> <p>Anselm gritó:</p> <p>—¡Thomas Tydder!</p> <p>El chico y el resto de su destacamento contra incendios se apresuraron a llegar junto a la muralla, y arrojaron cubos de cuero llenos de arena sobre la mujer, arrastrando así la sustancia en llamas. Ash vio que se les enrojecían las manos mientras lo hacían.</p> <p>—¡Echaos a un lado! —Floria del Guiz pasó corriendo a su lado junto a un equipo de camilleros.</p> <p>El matacán crujió, se ladeó y cedió bruscamente. La madera ardiente se desplomó al vacío.</p> <p>Ash se acercó más al muro. Por debajo vio las escalas de asedio que se derrumbaban y los soldados que caían gritando desde ellas. Cuerpos a montones se desplomaban contra el suelo escabroso de la base de las murallas. Esclavos visigodos (sin armadura, sin armas) corrían por la escarpa, moviéndose a toda velocidad mientras levantaban y trasladaban a hombres con los miembros rotos.</p> <p>Mientras ella miraba, un esclavo de pelo claro cayó, atravesado por un virote. Unos pocos metros más allá, un soldado vestido con la Luna Creciente se arrodilló junto a otro combatiente que se retorcía con la espalda rota y le dio el golpe de gracia con su daga. Después siguió corriendo, abandonando aún vivo al esclavo que se convulsionaba y se retorcía.</p> <p>Ash alzó la mirada hacia la torre de la guardia. Arqueros y ballesteros entraron en tropel para colocarse junto a las contraventanas de las aspilleras y saetías, mientras que algunos de los galeses disparaban incansables por encima de los merlones con sus arcos largos.</p> <p>De nuevo el fuego griego impactó contra la muralla, más abajo. Ash murmuró en voz baja:</p> <p>—¡Adelante, encargaos de esa máquina!</p> <p>Se agarró a los bordes de la almena y miró hacia el exterior de los muros. Bajo el débil sol de aquel día de noviembre resplandecían blancos cuatro brazos de piedra esculpida. Cuatro cuencos de mármol tallado sobre brazos pétreos, como las cucharas de un maganel, que giraban alrededor de un eje también de piedra. No había soldado ni esclavo alguno a muchos metros de distancia que pudiera darle vueltas sino que, como vio Ash, lo hacía por sí solo, como un gólem.</p> <p>Una oleada de virotes de ballesta cayó sobre la máquina, haciendo saltar algunas esquirlas de piedra. Una voz chillona gritó desde la torre de la guardia:</p> <p>—¡Lo tenemos!</p> <p>Mientras Ash observaba, las ruedas chapadas en latón del carro comenzaron a girar y lo alejaron de las murallas, de regreso hacia el campamento visigodo para que lo recargaran. En los cuencos del extremo de cada uno de sus cuatro brazos aún ardían chispas de fuego azul.</p> <p>—¡Estamos resistiendo! —gritó Ash en dirección a Anselm.</p> <p>—¡Solo por los pelos! —Mientras ordenaba a los sargentos que regresaran a la muralla, Robert Anselm se interrumpió para añadir:— ¡han lanzado el ariete contra la puerta principal! ¡Esto solo es una diversión!</p> <p>—¡Sí, ya me suponía algo así! —Ash se frotó la cara y cuando apartó la mano estaba manchada de sangre—. ¿Están resistiendo en la puerta?</p> <p>—¡Al menos hasta ahora!</p> <p>Falta de aliento, Ash solo pudo asentir.</p> <p>—¡Hijos de puta! —Robert Anselm estrechó los ojos para mirar en dirección al sol—. Ahí vienen otra vez. De nuevo se trata de auxiliares y mercenarios. Espera a que vayan en serio.</p> <p>Consciente de que su pecho se esforzaba por tomar aire, Ash se concedió un segundo y lanzó una mirada hacia el lejano campamento enemigo. Eran tres o cuatrocientos hombres, que se apelotonaban para preparar con éxito el asalto.</p> <p>—¡No hay águilas!</p> <p>Robert Anselm ladeó su bacinete para protegerse de la luz del sol, que hacía relucir el polvo y la barba incipiente de su rostro.</p> <p>—¡Aún no!</p> <p>Otra máquina pétrea avanzó poco a poco, alejándose de la enorme ciudad provisional que era el campamento visigodo. Ash la observó. Los cuencos estaban llenos de frágiles vasijas de arcilla con mechas ya encendidas, que refulgían por el calor.</p> <p>—¡Mira eso! No están protegiendo esa máquina. ¡Robert, envía recado a de la Marche, decidle que organice una salida y destruya esas condenadas máquinas! Y que si no lo hace él, nosotros estaremos encantados.</p> <p>Mientras Anselm designaba un mensajero, Ash entrecerró los párpados bajo la luz del sol. Abajo, el terreno situado ante las murallas estaba regado de cadáveres, y eso que apenas debían de llevar quince minutos de lucha. El foso estaba lleno de cuerpos que se sacudían débilmente o que ya estaban inmóviles, sangrando sobre la leña, el barro y los fragmentos de roca. Dos o tres caballos sin jinete vagaban sin rumbo. Carros llenos de esclavos y con paveses montados encima comenzaron a recuperar a los enemigos heridos.</p> <p>Y esto ni siquiera era un ataque, solo una finta para poder acercar el ariete o las zapas hasta la puerta noroccidental.</p> <p><i>No importa lo que podamos ver, sino lo que no podamos ver</i>.</p> <p>Con ese pensamiento en la cabeza y casi como si lo hubiera adivinado, una gran sección de la muralla de la ciudad situada quinientos metros a su derecha, al este más allá de la torre blanca, se alzó primero un poco (con el mortero inflado entre las piedras) y después se hundió unos veinticinco o treinta centímetros.</p> <p>Un viento cálido la golpeó y un rugido como el de un trueno ensordecido sacudió las losas bajo sus pies.</p> <p>—¡Putos zapadores! —Thomas Rochester atravesó el grupo de mando y se reunió con ella. Su aullido fue casi histérico—. ¡Tenían otra mina, joder!</p> <p>El doloroso tintineo agudo de sus oídos comenzó a menguar hasta cierto punto.</p> <p>—¡Creía que se suponía que estábamos contrarrestando sus zapas! —aulló Euen Huw.</p> <p>En esos momentos un gran número de hombres avanzaba a la carrera desde las líneas visigodas, con docenas de escalas llevadas en vilo por encima de las cabezas. Resultaba evidente que aquella señal había desencadenado su ataque.</p> <p>Ash oyó a la compañera de lanza de Ludmilla Rostovnaya, Katherine Hammel, gritar con voz estridente:</p> <p>—¡Apuntad! ¡Disparad! —Cientos de astiles partieron de los arqueros del León y zumbaron siniestros por el aire, doce veces por minuto. Desaparecían en la gran masa de atacantes, de modo que era imposible ver ningún impacto aislado.</p> <p>—¡La han cagado! —Ash golpeó con fuerza el hombro de Rochester con la palma de la mano, mientras sonreía en dirección a Euen Huw—. No han conseguido derribar la maldita muralla. ¡Debes de estar en lo cierto respecto a las contraminas!</p> <p>Se quedó observando la zona donde se había inclinado la muralla y las almenas ahora inseguras de su parte superior. Las vallas ardían sin llama. Hombres borgoñones con la cruz roja de san Andrés en sus cotas acolchadas se alejaban poco a poco de las ruinas; algunos tenían que ser trasladados por sus compañeros.</p> <p>Tal vez no hayan logrado derribar la muralla, pero esa zona va a convertirse a partir de ahora en un puñetero punto débil.</p> <p>—¡Tendremos que defender la muralla por ellos mientras lo arreglan! ¡Un hombre de cada dos! ¡Robert, Euen, Rochester, a mí!</p> <p>Sin temor ante la posibilidad de que la mampostería se hundiera, corrió veloz hasta la zona partida de la muralla, con la compañía arremolinada detrás de ella atravesando la torre blanca. Asignó rápidamente las órdenes y pronto vio aparecer el extremo superior de las escalas. El combate cuerpo a cuerpo se extendió a lo largo de toda la muralla. Cuatrocientos hombres, en línea de a tres, e incluso de a cuatro en algunos lugares, con gorros de guerra que resplandecían bajo la luz y una leve neblina rojiza que manaba de las hojas en punta de las alabardas. Detrás, en el parapeto, las tropas borgoñonas se reagruparon.</p> <p>—¡La han pifiado! —gritó Ash a Robert Anselm por encima de los chillidos, los firmes gritos de «¡un León! ¡Un León!» y el estampido de los cañones giratorios que apuntaban hacia abajo desde el otro extremo de la muralla. Vio a los hombres de armas, con el sol reflejado en sus gorros de guerra, que alzaban palos con ganchos y apartaban escaleras de los muros, y más de una lanza recogía los restos fragmentados de los proyectiles de trabuquete y maganel y limpiaba las almenas de trozos de mampostería... arrojándoselos a los hombres de abajo.</p> <p>—¡La muralla no se ha hundido delante de ellos! —respondió Robert Anselm también a gritos—. ¡No tienen ningún lugar al que ir!</p> <p>Antonio Angelotti llegó con más cañones giratorios. Los ojos eran lo único blanco de su ennegrecido rostro. Aulló en dirección a Ash:</p> <p>—Debemos de haber contrarrestado algunas de sus minas. ¡De lo contrario toda esta sección de muralla se habría derrumbado!</p> <p>—Al menos estamos haciendo algo bien. ¡Confiemos en que de la Marche pueda conservar la puta puerta!</p> <p>Pareció transcurrir mucho tiempo (probablemente no fue así, quizás solo pasaron otros quince minutos) antes de que lo único visible en la muralla fueran las espaldas de sus propios hombres. No hacían caso de las heridas, a pesar de la adrenalina, y se inclinaban por encima de las almenas para vociferar su crudo y violento desprecio a los que agonizaban abajo. Un alabardero se encaramó a la almena, con la bragueta bajada, y orinó hacia el exterior del muro. Dos de sus compañeros agarraban de las muñecas y los tobillos a unos visigodos muertos y desnudos y los arrojaban fuera por las troneras.</p> <p>Ash no volvió a respirar tranquila hasta que los ingenieros de guerra borgoñones hubieron apuntalado la sección hundida de la muralla con planchas de doce metros tan gruesas como el brazo de un hombre, soportadas por contrafuertes de madera, y hasta que el ataque de la puerta noroccidental acabó por quedar reducido a una fuga desordenada bajo fuego de proyectiles. Los soldados trataron de correr en dirección contraria para protegerse tras las empalizadas de madera del campamento visigodo, y el ariete gólem quedó abandonado sobre los palieres, hundidos en el barro.</p> <p>—Mierda...</p> <p>Reunida con su grupo de mando, realizó una estimación de la combada muralla que tenía delante casi sin pensar en ello. Los merlones estaban rotos, como dientes mellados. Los hombres de armas se apartaban del muro según los retiraban sus sargentos, dejando libertad de acción a las tropas de proyectiles.</p> <p><i>Cuando regresen, vendrán por aquí</i>.</p> <p>—¿Podemos retirarlos a todos? —preguntó Angelotti. Parecía ignorar que la sangre le goteaba de los dedos de la mano izquierda y caía sobre la piedra—. ¿También a mis chicos?</p> <p>—Sí. No tiene sentido malgastar munición.</p> <p>Su mirada recorrió el parapeto de lado a lado. Un ballestero tenía el pie plantado con fuerza en el estribo de su arma, enrollando el cabestrante, pero ya sin prisas. Una arcabucera con peto y gorro de guerra estaba de rodillas, asomada, con el sacabuche apoyado sobre el borde de las almenas. Mientras Ash la miraba, su compañera de lanza aplicó una mecha lenta al fogón y después volvió a meterla en un barril de arena, sin sobresaltarse por el ruido del disparo.</p> <p>La artillera era Margaret Schmidt, como comprobó Ash cuando ladeó el rostro para recargar y pudo verle la cara.</p> <p>—¡Dejad de gastar la munición, joder! —aulló Giovanni Petro, el sargento de Angelotti, mientras Ash abría la boca para dar esa misma orden—. No disparéis mientras huyen. Esperad a que esos cabrones flamencos regresen... ¡con todos sus amiguitos visigodos!</p> <p>Hubo un murmullo de risas a lo largo del muro. Ash se aproximó al borde y, mientras se inclinaba hacia fuera, echó un vistazo a sus hombres: la mayoría de ellos expresaba la euforia que surge inmediatamente después de una acción y que no es otra cosa que la alegría por haber sobrevivido. Uno o dos de los alabarderos sacudían cadáveres de librea sin duda europea, con gesto duro.</p> <p>Consciente del nervioso éxtasis que sentía (su propia respuesta a la supervivencia, una fiera alegría en la que deseaba ver a todos los hombres del campamento visigodo mutilados y desangrados) se inclinó y miró la tierra inocente situada justo delante de la ciudad. La estudió una vez más en busca de movimiento, pero no vio nada.</p> <p>—Deben de haberlos contraminado. Si hubieran logrado hacer estallar todos sus petardos, habrían rajado esta muralla. —Sin ser muy consciente de la persona verbal que usaba, pensó: <i>¡casi perdemos Dijon en un solo asalto!</i></p> <p>El sol de mediodía arrancaba destellos del terreno. Tras un segundo se dio cuenta de que lo que veía eran los abrojos<a data-bs-toggle="modal" data-bs-target="#notesModal" type="note" href="#nota46">[46]</a>que habían arrojado los defensores.</p> <p>—Fuego griego, encima. Creo que se están pasando de duros —gruñó Anselm con cinismo—. ¿A qué tanta prisa?</p> <p>Ash le lanzó una mirada muda, dura como el diamante.</p> <p>—No seas tan impaciente, Roberto. Regresarán.</p> <p>—¿Eso crees?</p> <p>—Quiere entrar pronto, aunque no sé por qué. Lo que tendría que hacer es sentarse ahí fuera y dejar que el hambre trabajara por ella. ¡Cristo, si ha lanzado fuego sobre sus propios hombres! —Le dolían los músculos de la cara, y se dio cuenta de que su sonrisa había desaparecido. Casi sin mucha lógica, añadió:— Dickon está muerto... Dickon Stour.</p> <p>Robert no ignoraba que había habido otras bajas, pero aun así mostró un profundo disgusto en su voz:</p> <p>—Ah, qué mierda. Qué puta mierda.</p> <p>Ash se mantuvo ocupada con la tarea de despejar aquello y asegurarse de que sus hombres se reunían y regresaban a su cuartel. Grupos de soldados cargaban pesadas mantas empapadas de rojo: Dickon Stour, sus dos compañeros y otros siete muertos. Y Ludmilla no era la única superviviente del fuego griego que vociferaba. Pero fuese cual fuese la lista de heridos, supuso que no la oiría de boca de Florian hasta un rato después. Un desconocido se acercó a ella cuando al fin descendió de la muralla. Era un caballero borgoñón que cabalgó hasta llegar junto a su grupo de mando, en la calle, y que le cortó el paso mientras Ash atravesaba el canalón central, que estaba estancado incluso con aquel mal tiempo, medio líquido y lleno de excrementos.</p> <p>—Señora capitana...</p> <p>—¡Basta con «capitana»!</p> <p>—... el Duque os envía un mensaje.</p> <p>Ash, con dolor en todos los músculos de su cuerpo y sin ganas de otra cosa que no fuera encontrar la pomada de Florian para las magulladuras, algo de cerveza oscura y potaje (en ese orden), lo miró fijamente con cansancio.</p> <p>—Estoy a sus órdenes.</p> <p>—Me ha dicho que tenéis una misión más urgente que la defensa de las murallas —dijo el caballero—, y os pregunta cuándo os pondréis manos a la obra.</p> <p style="page-break-before: always; line-height: 0%"> </p> <title style="margin-bottom: 2em; page-break-before: avoid; margin-top: 15%"> <p>Capítulo 11</p></h3> <p>Aquel día de noviembre terminó con un ocaso grisáceo, una hora o más después de vísperas<a data-bs-toggle="modal" data-bs-target="#notesModal" type="note" href="#nota47">[47]</a>. De los heridos, todos lograron sobrevivir hasta entonces. Las posadas en un radio de trescientos metros de la torre se vieron abarrotadas de hombres de armas mercenarios que cantaban y se emborrachaban. Mientras cabalgaba de regreso por las calles, Ash pensó que sería sabio hacer la vista gorda respecto a lo que pudiera estar ocurriendo en cuanto a peleas y encuentros sexuales en los callejones, y dejar en manos de Morgan la responsabilidad de evitar que se convirtieran en asesinatos y violaciones.</p> <p>El último piso de la torre de la compañía había sido reorganizado para almacenar las armas, los cofres de guerra y las pertenencias de la propia Ash, que ahora estaban apiladas más o menos en orden sobre el suelo despejado cubierto de juncos. La capitana pasó a zancadas junto a los hombres armados de la puerta, saludándoles con un gesto.</p> <p>Lanzó un puñado de bosquejos sobre la mesa de caballete, delante de Robert Anselm.</p> <p>—Toma —dijo.</p> <p>—Has recorrido toda la muralla.</p> <p>—Dos veces. —Ash se aproximó a un brasero mientras se desabrochaba los guanteletes y se los quitaba. Un paje, uno más de la media docena que habían reclutado del tren de equipajes, se apresuró a recogerlos por ella. Ash jadeó y sonrió mientras sacudía sus gélidas manos entre sí—. Euen Huw está quejándose otra vez. Dice: «agotarás a los chicos incluso antes de que los caratrapos lleguen hasta aquí».</p> <p>Su precisa imitación provocó la carcajada de Robert Anselm.</p> <p>—Habré enviado al menos a seis mensajeros del Duque a las murallas desde nonas<a data-bs-toggle="modal" data-bs-target="#notesModal" type="note" href="#nota48">[48]</a>—añadió él, mientras estudiaba, en vez de su rostro, las burdas líneas y puntos al carboncillo que representaban las posiciones enemigas en el exterior de las murallas—. ¿Por casualidad alguno de ellos ha logrado descubrir la zona en la que te encontrabas?</p> <p>—¡Cristo Verde! ¡Solo estamos en esta puta ciudad desde la mañana, y ya hemos tenido que luchar! ¿No puede darme ese hombre unas pocas horas? Ya lo haré cuando esté lista... —Ash se enderezó al oír pasos y las voces amortiguadas de los guardias. No había peligro. La puerta se abrió.</p> <p>Floria del Guiz entró, sonrojada y con el pelo revuelto. Se deshizo de la capa mientras avanzaba con pasos largos para reunirse con Ash junto al brasero.</p> <p>—¡Maldición, cómo me gusta una buena bronca! —Sus ojos centelleaban y su expresión era dura—. Un intercambio libre y sincero de puntos de vista profesionales, debería decir.</p> <p>Robert Anselm bajó los mapas.</p> <p>—Has estado hablando con los doctores de palacio, ¿verdad?</p> <p>—¡Malditos cretinos sobasanguijuelas!</p> <p>Ash, sintiendo el hormigueo de los dedos y las mejillas al recuperar el calor, preguntó:</p> <p>—Entonces, cuéntame. ¿Cómo está el Duque?</p> <p>La expresión de Floria perdió su ira. Indicó al paje que los atendía que añadiera más agua a la copa de vino que le ofrecía.</p> <p>—Confías en ese hombre, lo veo. Eso es nuevo en ti.</p> <p>—¿De veras? —Ash se interrumpió para pedir a otra paje, situada junto a la chimenea, que calentara con especias el resto del vino—. Sí, me ha prometido otra incursión contra Cartago. En eso confío. Está metido en esto para poder sobrevivir, y ese hombre sabe lo que hacer con un ejército. Entonces, ¿cuál es el pronóstico? ¿Cuándo volverá a ponerse en pie? ¿Realmente es por culpa de la herida que recibió en Auxonne?</p> <p>—De eso es de lo que he estado discutiendo. ¡Ja! ¿Sabes, Ash? De no ser por la fama de esta compañía no habría logrado llegar hasta él. ¡Una «mujer médico»! —Floria atravesó la habitación hasta llegar al quicio de la ventana, echó una mirada a la oscuridad y apoyó la cadera en el alféizar. Su mano dibujaba formas de cuerpos en el aire—. Al final su cirujano me dejó verlo. Ha recibido una herida en medio de la espalda. De lanza, diría yo.</p> <p>—¡Mierda!</p> <p>Los verdes ojos de Floria parpadearon ante el estremecimiento de empatía que surgió de Ash. Señaló a Anselm y dijo:</p> <p>—¡Levántate!</p> <p>Cuando el grandullón se puso en pie, Floria cruzó la cámara y le agarró el brazo izquierdo, apartándolo del cuerpo. Robert Anselm la miró con seriedad. La cirujana tanteó su armadura, bajo el hombro izquierdo.</p> <p>—Por lo que he podido ver, una lanza lo golpeó aquí. Desde delante o por un lateral, introduciéndose en el costado izquierdo del cuerpo del Duque.</p> <p>—Debería haberla desviado, para eso está la armadura. —Ash se acercó hasta donde Anselm seguía inmóvil y pensativo. Puso los dedos sobre la juntura del peto y el espaldar—. A no ser que la lanza golpeara una de las bisagras, aquí. Eso permitiría que penetrara.</p> <p>—También he podido examinar la armadura del Duque. Está reventada.</p> <p>Anselm, que no se movía salvo para mirar por encima del hombro, conjeturó:</p> <p>—Una lanza puede golpear con fuerza, morder; tal vez reventase las bisagras y la punta de la lanza lograra penetrar.</p> <p>—Y quizás se deslizara por dentro del espaldar. —Ash miró inquisitiva a la cirujana—. ¿Es que la lanza se deformó? ¿Se partió dentro de la herida?</p> <p>—Ya había oído que fue una lanza —reconoció Anselm—. Alguien comentó que de la Marche cortó el asta con su espada casi en cuanto golpeó.</p> <p>—¡Joder!</p> <p>—Mejor que recibir un impacto completo. Hubiera muerto en cuestión de minutos.</p> <p>Floria hizo aspavientos con las manos.</p> <p>—¡Eso es lo que he estado discutiendo con los médicos del Duque! Creo que no fue la lanza la que le hirió, sino su propia armadura.</p> <p>La paje se aproximó con copas de madera y sirvió primero a Ash, después a Anselm (que relajó la parálisis que él mismo se había impuesto) y finalmente a la cirujana, antes de volver a acurrucarse con el resto de los niños junto a la escuálida chimenea llena de polvo. El humo se coló en la sala por culpa de un cambio de viento.</p> <p>—En la herida del Duque todavía hay fragmentos de su armadura. He examinado la coraza. Las capas superiores, más rígidas, están fragmentadas y el hierro blando de debajo se ha partido.</p> <p>Floria puso su mano libre sobre la zona posterior de la cintura de Anselm, por encima del faldar. Ash se fijó en que él no se estremecía. La cirujana dijo:</p> <p>—Por debajo de la piel, en esta zona, hay dos órganos con forma de judía. Uno está aplastado, y creemos que el otro tiene fragmentos de acero incrustados.</p> <p>—Oh, mierda —dijo Ash con voz átona. Sacudió la cabeza para recuperar la concentración—. Entonces, ¿cómo se encuentra?</p> <p>—Ah, se está muriendo, sobre eso no hay discusión posible.</p> <p style="page-break-before: always; line-height: 0%"> </p> <title style="margin-bottom: 2em; page-break-before: avoid; margin-top: 15%"> <p>Capítulo 12</p></h3> <p>—¿Muriéndose?</p> <p>La neutra profesionalidad de Floria desapareció de su mirada al darse cuenta de la expresión horrorizada de Ash. La greñuda mujer entrelazó los dedos.</p> <p>—Sus cirujanos han estado discutiendo sobre abrirlo. No lo harán. No lo salvarían si lo hicieran, pero tampoco le harían mucho mal... Tú lo has visto, has hablado con él. Lleva sobreviviendo tres meses y no es más que huesos. No come. Solo su brío lo mantiene con vida. Le doy una semana o dos como máximo.</p> <p>—¿Quién es su heredero? —retumbó Anselm.</p> <p>De manera automática, conmocionada, Ash dijo:</p> <p>—Margarita de Borgoña, si vence en Brujas; de la Marche en caso contrario.</p> <p>—Se extinguirá el alma de la defensa.</p> <p>—Muriéndose —repitió Ash, ignorando a Anselm—. Dulce Cristo, ¿un par de semanas? Florian, ¿estás segura?</p> <p>—Por supuesto que estoy segura —respondió rápidamente Floria del Guiz con tono susceptible—. He visto a gente abierta de todas las maneras que te puedas imaginar. Salvo milagro, es comida para perros.</p> <p>Anselm vació su copa y se restregó la boca.</p> <p>—Entonces tendremos que confiar en los sacerdotes.</p> <p>—Las oraciones de sus sacerdotes no han obtenido ninguna respuesta. Lo he comprobado con nuestros propios hombres —dijo Floria—. Tal vez sea por culpa del aire impuro de los ríos, el caso es que no sanan bien.</p> <p>—¿Quiénes saben hasta qué punto es mala la situación?</p> <p>Floria miró a Ash.</p> <p>—¿Con seguridad? Él mismo, sus doctores y ahora nosotros tres. De la Marche. Las hermanas, supongo. ¿Rumores? Vete a saber.</p> <p>Ash se dio cuenta de que se estaba mordiendo los nudillos, pues notaba el sabor salado del sudor. También sentía las magulladuras tiernas provocadas por los golpes, que solo le habían alcanzado los guanteletes.</p> <p>—Esto lo cambia todo. Si muere... ¿Por qué no me lo ha contado? Cristo Verde... me pregunto si podrá organizar una fuerza para ir a África antes de... —Ash se interrumpió—. Muriéndose. Florian, ¿sabes lo que he pensado cuando lo has dicho? «Al menos ahora no tendré que hablar con las Máquinas Salvajes». He estado evitándolo todo el día y ahora no tendré que hacerlo. ¡Con Carlos muerto, los visigodos van a arrasar esas murallas de ahí fuera!</p> <p>—Entonces descubriremos si tus máquinas demoníacas son solo voces —afirmó Robert Anselm con pragmatismo—, o solo pedos al viento. Sabremos lo que pueden hacer.</p> <p>Floria hizo ademán de tocar el brazo de Ash, pero se detuvo.</p> <p>—No puedes estar asustada para siempre.</p> <p><i>Para ti es fácil decirlo</i>.</p> <p>—Despiértame en una hora, Robert —dijo bruscamente—. Voy a dormir un rato antes de que nos traigan la comida.</p> <p>Fue consciente de que intercambiaban miradas, pero decidió ignorarlos. La cámara resultaba más fría ahora que caía la tarde. De abajo llegaron ruidos; la sala principal se llenaba. Escuchó a los guardias patrullando los corredores de acceso que recorrían los muros de seis metros de ancho, y a los pajes que parloteaban mientras la desvestían hasta dejarla en camisa y la ayudaban a ponerse su camisón, casi sin notar nada más salvo la impactante reacción que enfriaba su cuerpo. Se tumbó en su cama de arcón, cerca de la chimenea, pensando: <i>¿muriéndose? No puede estar segura. Solo Dios conoce el instante final de los hombres</i>...</p> <p><i>Pero en el pasado ha estado en lo cierto respecto a la mayoría de los heridos de la compañía</i>.</p> <p><i>Mierda</i>.</p> <p>Las llamas lamían los húmedos leños humeantes, ennegreciendo y consumiendo la empapada corteza. La madera del centro ardió hasta quedar reducida a ceniza, que aún mantuvo la forma hasta que un soplo de viento de la chimenea la revolvió y elevó las chispas por los aires. El humo se le metió a Ash en los ojos y tuvo que frotárselos varias veces.</p> <p><i>¿De qué me preocupo? Es solo un patrón más que no ha logrado sobrevivir. Si logro que organice una fuerza expedicionaria que parta de Flandes hacia África del Norte..., pero no queda tiempo</i>.</p> <p><i>Y ahora que pienso en ello, me pregunto dónde estará John de Vere en estos momentos. Oxford, ojalá estuvieras aquí, nos vendrían bien todos los hombres buenos que pudiéramos conseguir</i>.</p> <p><i>Pero si debo ser honesta, apreciaría tu compañía tanto como tus virtudes</i>.</p> <p>Ahora que yacía en la cama frotándose el hombro sobrecargado, el dolor de la lucha se atenuaba. Se preguntó en qué momento del combate se había producido las magulladuras y moratones de las manos. Con una facilidad fruto de la práctica, se obligó a caer dormida.</p> <p>En los límites de la consciencia, la fría corriente de la ventana se convirtió en un crudo vendaval, y sus ojos vieron nieve blanca y la luz de un cielo azul.</p> <p>Le dio la impresión de estar en un bosque y de arrodillarse sobre nieve. Delante de ella, con la última y sencilla capa de pelo blanco invernal y la barba gris y marrón, una jabalina salvaje yacía tumbada de lado. El terreno estaba marcado por las pezuñas inquietas de la puerca.</p> <p>Ash contempló el hinchado vientre del animal (cuyos pezones resultaban visibles bajo el denso pelaje) y las ancas, que le quedaban justo delante. Sin advertencia previa, la jabalina se retorció y arqueó la espalda, ladeando la cabeza. Una masa azul y roja salió a medias de su cuerpo.</p> <p><i>¡Aquí no!</i>, pensó Ash. <i>¡En la nieve no!</i></p> <p>El cuerpo desplomado de la puerca cimarrón se erizó. Una masa humeante salió de su vagina: al principio un largo hocico ciego y después el cuerpo con forma de lágrima, todo de una vez sobre la nieve inmunda. Las mucosidades cubrían el cuerpo del jabato, que se <i>dejó</i> caer en la nieve moviendo nervioso las patas y girando a ciegas el hocico en busca de las mamas de la puerca. Esta gruñó y resopló, y Ash vio que comenzaba a moverse como si fuera a ponerse en pie.</p> <p>—No... —la fuerza de su propia voz al hablar en alto casi la lleva de regreso a su cama y a aquel edificio abarrotado, pero con un esfuerzo de voluntad lo impidió.</p> <p>Como hace uno en sueños, luchó por avanzar a través de un aire tan denso como la miel. La luz refulgía en cada cristal de nieve. Ash cerró las manos alrededor del jabato recién nacido, con los dedos resbaladizos por la mucosidad y los fluidos, y empujó a la criatura hacia el vientre de su madre.</p> <p>Rápida como una serpiente, la jabalina cerró las mandíbulas. Ash salvó las manos por los pelos.</p> <p>Ahora que su hocico estaba casi encima del jabato, la puerca pareció fijarse en él. Bajó la boca y mordió el blanquecino cordón umbilical, y después volvió a inclinar la cabeza hacia delante. No hizo más caso al neonato ni lo lamió, pero ahora este ya tenía el hocico aferrado con fuerza al pelaje del vientre, adherido a un pezón.</p> <p>—No en la nieve —murmuró Ash, angustiada—. No puede sobrevivir.</p> <p><i>Cosas más raras se han visto</i>. Deo gratias.</p> <p>—¿Godfrey?</p> <p><i>¡Es muy difícil llegar hasta ti!</i></p> <p>Los pesados andares de Robert Anselm resonaron a través de las planchas del suelo hasta llegar a su cabeza, mientras se acercaba a ella para recoger el vino con especias que estaba junto al fuego. Ash rodó en la cama, apartándose de él con los ojos abiertos. Con la voz amortiguada por el camisón y las pieles de dormir, susurró:</p> <p>—Solo cuando quiero que no lleguen a mí. Podrías ser un demonio, así que dime algo que solo tú pudieras saber. ¡Ya!</p> <p><i>En Milán, cuando eras aprendiza del armero, dormías bajo el banco de trabajo de tu maestro, ya que no te permitían entrar en las posadas ni podías casarte sin su permiso. Yo solía visitarte. Decías que te gustaría crear un negocio relacionado con las armas</i>.</p> <p>—¡Dios, sí! Ahora lo recuerdo...</p> <p><i>Tenías unos once años, por lo que podíamos calcular. Me dijiste que estabas cansada de tener que partirles la cabeza a los demás aprendices varones. Creo que lo hacías con la escoba con la que barrías</i>.</p> <p>La voz de su cabeza sonó divertida.</p> <p>—Godfrey, estás muerto. Te vi. Puse mis dedos en la herida.</p> <p><i>Sí, recuerdo haber muerto</i>.</p> <p>—¿Dónde estás?</p> <p><i>En ninguna parte. En tormento, en el purgatorio</i>.</p> <p>—Godfrey... ¿qué eres?</p> <p><i>Que diga que es un alma</i>, pensó. Se clavó las uñas con fuerza en la palma de la mano. La compañía seguía activa a su alrededor: ahora podía oír la voz de Angelotti en el solar de al lado, y a Thomas Rochester, y también a Ludmilla Rostovnaya quejarse ruidosamente de sus quemaduras, ya vendadas y cubiertas con grasa de oca. Bajo ese ruido, volvió a suspirar:</p> <p>—¿Qué eres ahora?</p> <p><i>Un mensajero</i>.</p> <p>—¿Mensajero?</p> <p><i>Aquí en la oscuridad aún rezo, y las respuestas llegan a mí. Pero son respuestas para ti, chiquilla. He tratado de hablarte, de entregarte estos mensajes. Nunca te relajas, excepto justo antes de dormirte</i>.</p> <p>Le tembló el vello de la nuca. Aunque yacía boca abajo, tenía el cuerpo en tensión y alerta ante un ataque inminente. Experimentó un recuerdo momentáneo, como un mosaico de cien escaramuzas, de cien campos de batalla, y siempre la misma voz clara en su cabeza: <i>aconsejo tal cosa, aconsejo tal otra, ataque, retirada</i>. El gólem de piedra, la <i>machina rei militaris</i>. Era la misma voz que oía ahora, pero en este caso estaba avivada por una presencia y por lo tanto había cambiado por completo.</p> <p>—Eres tú —dijo. El agua se le acumulaba en los ojos, pero no le prestó atención—. Me da igual lo que sea esto, demonio o milagro: voy a traerte de vuelta, Godfrey.</p> <p><i>No soy el hombre que conociste</i>.</p> <p>—Tampoco me importa si no eres un santo ni un espíritu. Vas a volver a casa. —Ash se cubrió el rostro con las manos, bajo el borde de las sábanas y las pieles. Notó su cálido aliento contra la piel fría—. ¿Sabes que me hablas del mismo modo que el gólem de piedra? Godfrey... ¿también puedes oírle?</p> <p><i>Una voz habla en mi interior, sobre la guerra. Desde que me convertí en... esto... he estado pensando que una voz así debe de corresponder a tu machina rei militaris. He tratado de hablar a través de ella a los hombres de Cartago, pero creen que mis palabras solo son errores</i>.</p> <p>Ash se destapó el rostro solo para comprobar, ahora que estaban encendiendo las velas, que yacía en su cama rodeada por su compañía, y no en un bosque cubierto por la nieve ni en una celda de Cartago. La luz amarillenta nubló su visión. Sintió calor y después frío.</p> <p>—¿Y mi hermana? ¿Habla ella contigo?</p> <p><i>Conmigo no. Y lo he intentado. Y ahora tampoco habla con la machina rei militaris</i>.</p> <p>—¿No lo hace?</p> <p><i>¿Desde que hablé con ella anoche?</i>, pensó Ash, <i>¡Mierda, si es así...!</i></p> <p>»¡Por las lágrimas de Cristo! —dijo Ash con devoción—. Si eso es cierto, no puede haberla utilizado cuando atacó la muralla...</p> <p><i>¿La muralla?</i></p> <p>Sacudiendo con vehemencia la cabeza, Ash susurró:</p> <p>—¡No importa! ¡Ahora no! Mierda, si ha sido idea suya lo de disparar sobre sus propios hombres, ha sido una decisión especialmente mala.</p> <p><i>Muchacha, me pierdo en esos temas</i>.</p> <p>—¿Pero lo oyes? ¿Oirías si ella hablara con la máquina... contigo?</p> <p><i>Lo oigo todo</i>.</p> <p>—¿Todo? —Las planchas del suelo crujieron bajo sus pies y le llegó el jaleo de un par de centenares de reclutas fuera de servicio que subían desde la sala inferior. Beligerantes, bulliciosos, ruidosos. Ash se estremeció.</p> <p>Habló de nuevo, casi sin mover los labios:</p> <p>—Godfrey, he dado mi palabra de que hablaría de nuevo con el gólem de piedra, pero le tengo miedo... no, tengo miedo a lo que puede hablar a través de él. Las otras máquinas.</p> <p><i>El nombre que se dan a sí mismas es «Máquinas Salvajes». ¡Como si tu machina rei militaris fuera mansa y domesticada!</i></p> <p>El miedo y el asombro la inundaron. Pensó: <i>¡pero si él no debería saberlo, murió antes de que yo lo descubriera!</i>, y después de eso: <i>es cierto que se trata de Godfrey, y claro que lo sabe</i>.</p> <p>—¿Cómo te has enterado de eso acerca de ellas?</p> <p><i>Me habla más de una voz. Chiquilla, aquí me encuentro entre muchas voces. He tratado de comunicarme contigo, pero has erigido un muro para mantenerme lejos. Por lo tanto, he estado escuchándolas a ellas. Tal vez esto sea la linde del Infierno y esté oyendo a los grandes diablos, que hablan entre sí, esas Máquinas Salvajes</i>.</p> <p>—¿Qué... qué dicen?</p> <p><i>Me dicen: "os estudiamos</i>..."</p> <p>Cuando Godfrey repitió esas palabras, Ash revivió el recuerdo de las voces que asolaron su mente.</p> <p>—Tal vez quieran saber cómo es la gente —dijo, y añadió con dolor pero también con sarcasmo:— ¡solo el Cristo Verde sabe por qué! Han dispuesto de doscientos años para escuchar los informes militares de todo el Imperio Visigodo, ¡a estas alturas ya deberían saber todo lo posible acerca de la política cortesana y las traiciones!</p> <p><i>Las oigo, voces en la oscuridad. Dicen: «estudiamos la gracia de Dios en los hombres». Dicen: «el verano pasado el sol desapareció del cielo de las Germanias». Las escucho decir: «Eso sólo fue una prueba de nuestra fuerza»</i>.</p> <p>Un largo estremecimiento recorrió su cuerpo.</p> <p>—Es verdad que las oyes. Eso fue lo que me dijeron.</p> <p><i>¿Que sirvió como demostración de poder? Pero no se hizo por eso, no fue para traer oscuridad sobre la Cristiandad. Solo para ver si podían controlar un poder de tal magnitud, para comprobar si podían manejarlo. Pero todavía no lo han usado a fondo, eso está por venir</i>.</p> <p>—Obtienen su poder del espíritu del sol. Les oí decir que habían tomado más poder del sol durante este verano de lo que habían hecho en diez mil años. —Ash se humedeció los labios resecos—. Y que la próxima vez que sucediera sería para lograr que la Faris realizara un milagro. Lo que no entiendo es por qué no lo han hecho antes...</p> <p>La voz de Godfrey Maximillian en su cabeza susurró, incesante, con una agónica determinación en su tono:</p> <p><i>Extraerán gracia del sol, igual que nosotros rezamos a los santos en busca de gracia divina. Del mismo modo que yo he realizado pequeños milagros por la gracia de Dios, ellas convertirán a la Faris en un canal para su voluntad y su milagro. ¡Pronto, va a suceder pronto!</i></p> <p>—Sí, pero, Godfrey...</p> <p>Una voz que era muchas y una, tan potente que se mordió la lengua del susto, se coló en su mente:</p> <p>—¡ES ELLA!</p> <p>Ash se incorporó de golpe.</p> <p>—¡Traedme un sacerdote! —Todas las caras se volvieron hacia ella y Ash añadió:— me han encontrado.</p> <p style="page-break-before: always; line-height: 0%"> </p> <title style="margin-bottom: 2em; page-break-before: avoid; margin-top: 15%"> <p>Capítulo 13</p></h3> <p>—¡Es demasiado peligrosos, hablar con demonios! —protestó Robert Anselm con tono sombrío—. Te necesitamos aquí, gobernando la compañía. Los diablos podrían... doblegarte.</p> <p>Ash estudió sus cejas sudorosas bajo la capucha de lana que llevaba encasquetada, y pensó: <i>¿tú me necesitas para gobernar la compañía, es eso? ¿Es lo que has descubierto durante estos tres meses anteriores? Mierda, Robert, nunca te tomé por uno de esos segundones natos</i>.</p> <p><i>¿Cómo han ido realmente las cosas por aquí?</i></p> <p>En voz baja, Antonio Angelotti dijo:</p> <p>—Pero se trata de <i>meister</i> Godfrey. ¿Está vivo, <i>madonna</i>? ¿Todavía está vivo?</p> <p>—No, está muerto. Es su... —Ash se atascó—. Su alma. Conozco el alma de Godfrey tan bien como la mía. —Esbozó una sonrisa torcida—. Mejor.</p> <p>La mano de Floria descansaba sobre el hombro del camisón de Ash, apretando los nudillos, todavía calientes, contra los músculos de su cuello. Habló, pero no se dirigió a la jefa sino a Angelotti:</p> <p>—¿A ti qué más te da el sacerdote? No vale lo bastante como para perder a nuestra chica.</p> <p>El artillero, con sus irregulares rizos dorados lanzando brillos bajo la luz de las velas, tenía por fin aspecto de haber participado en una batalla, con las arrugas marcadas a los lados de la boca y los ojos hundidos. Una gruesa venda le cubría el brazo izquierdo desde el hombro al codo.</p> <p>—Ash me rescató. <i>Meister</i> Godfrey rezó a mi lado. Si puedo ayudarlo, lo haré.</p> <p>—Poseída por los demonios —intervino Robert Anselm—, ¿qué pasa si acabas poseída otra vez por los demonios?</p> <p>—Es demasiado peligroso —le apoyó la cirujana.</p> <p>—He firmado una <i>condotta</i>. El Duque tiene derecho a exigirlo, aunque se esté muriendo. —Ash entregó sus armas a los pajes—. Lo haré solo una vez. Chicos..., tanto da que hable con las Máquinas Salvajes. Ya saben que estoy viva, ¡podéis apostar a que ellas sí hablarán conmigo!</p> <p>Uno de los pajes terminó de abrochar los dieciocho pares de herretes que unían el jubón con las calzas y le entregó una semitúnica que ella se puso a continuación.</p> <p>—¿Ahora? —preguntó Robert Anselm.</p> <p>—Ahora. Una de las cosas que siempre he tenido claras, Roberto, es que es necesario disponer de toda la información posible. De lo contrario, la compañía saldrá malparada. Esta es mi decisión. —Sacudió los hombros—. Digorie, Richard.</p> <p>Los dos sacerdotes de la compañía alcanzaron el final de la escalera de caracol, con Digorie Paston algo adelantado. Su rostro huesudo estaba iluminado por el entusiasmo. Richard Faversham avanzaba tras él con zancadas de oso.</p> <p>—Capitana. —Digorie Paston llevaba la estola ladeada sobre el hombro. Miró a su alrededor—. Despejad esta sala. Los pajes deberían traer agua limpia y pan, y después ir abajo. Que todos se marchen excepto el maestro Anselm, el maestro Angelotti y... la cirujana —Se sonrojó hasta la punta de las orejas—. Maese Anselm, maese Angelotti, guardad la puerta, por favor.</p> <p>—Esperad un minuto. —Ash puso los brazos en jarras.</p> <p>—Por favor, capitana —dijo el sacerdote—. Esto es un exorcismo.</p> <p>Ash lo contempló durante largo tiempo.</p> <p>—Podría... convertirse en algo así, cierto.</p> <p>—Entonces permitid que el padre Faversham y yo hagamos lo que es necesario. Necesitaremos toda la gracia divina que podamos reunir.</p> <p>En el techo de la última planta de la torre bailaban las sombras; las llamas de las velas se sacudían con las corrientes de aire. Ash avanzó hasta colocarse de brazos cruzados frente al fuego, y contempló cómo los dos sacerdotes despejaban la sala con una sorprendente escasez de alboroto. Mientras Richard Faversham balanceaba un incensario, Digorie Paston le seguía a lo largo del corredor de los muros, apareciendo y desapareciendo por los huecos de las ventanas, despertando ecos en las bóvedas de piedra con su cántico.</p> <p>—Vas a hacerlo —dijo Floria con resignación, mientras avanzaba para ponerse junto a ella bajo la luz amarillenta.</p> <p>—Alguien tiene que hacerlo.</p> <p>—¿De veras? ¿De veras alguien tiene que hacerlo?</p> <p>—Para ganar esta...</p> <p>—¡Oh, la guerra! —Floria presentó la espalda al calor del fuego. Por un instante fueron los ojos verdes de su hermano los que miraron a Ash desde su rostro—. ¡Sangrienta, absurda, destructiva...! ¿Nunca conseguiré que se te meta en la cabeza? ¡La mayor parte de la gente se pasa la vida construyendo cosas!</p> <p>—No la gente a la que yo conozco —dijo Ash con suavidad—. Tú eres quizás la excepción.</p> <p>—Me paso la vida recomponiendo a los hombres después de que tú te hayas encargado de que los hagan pedazos. A veces me canso. ¡En esa muralla han muerto diez personas!</p> <p>—Todos tenemos que morir —dijo Ash. Floria comenzó a alejarse, pero Ash la cogió del brazo y repitió:— todos tenemos que morir algún día. No importa lo que hagamos. Cultiva la tierra, vende lana, o vende tu cuerpo, reza toda tu vida en un convento... Todos vamos a morir. Cuatro seres cabalgan sobre este mundo como las estaciones: el hambre, la peste, la muerte y la guerra<a data-bs-toggle="modal" data-bs-target="#notesModal" type="note" href="#nota49">[49]</a>. Ya lo hacían antes de que yo viniera, y seguirán haciéndolo mucho después de que me haya ido. La gente muere. Eso es todo.</p> <p>—Y tú sigues a los cuatro jinetes porque te gusta, y porque pagan bien.</p> <p>—Deja de esforzarte por provocar pelea, Floria. No voy a enfrentarme a ti. Esto no es solo una guerra, no es solo una guerra cruel. Es la destrucción completa y absoluta...</p> <p>—Los muertos, muertos están —restalló Florian—. ¡No me da la impresión de que a tus bajas civiles les importe mucho si han muerto en una «guerra justa» o en una guerra cruel!</p> <p>Paston y Faversham entonaron:</p> <p>—<i>Christus Imperator, Christus Viridianus</i> —sus voces cayeron en picado, una aguda y otra grave. Bajo aquella luz, que solo resultaba brillante cerca de las velas, Angelotti y Anselm podían ser cualquier otra pareja de hombres armados guardando la entrada de la escalera. El artillero parecía estar sosteniendo una apasionada conversación <i>sotto voce</i>. Ash vio que Anselm fruncía el ceño.</p> <p>La impaciencia la obligó a cambiar de postura y a mirar las ventanas cerradas y los cajones amontonados de la armería.</p> <p>—Ah, sí... Florian... antes de que se me olvide. Vi a sor Simeon en la <i>Tour Philippe le Bon</i>. Quiere de vuelta a tu Margaret Schmidt. Fue toda una sorpresa encontrármela en la muralla, nunca hubiera esperado verla con los artilleros. Pensé que estaría como una de tus ayudantes de enfermería.</p> <p>Floria del Guiz dijo en voz baja:</p> <p>—No es «mi» Margaret Schmidt.</p> <p>—Oh —respondió Ash, desconcertada.</p> <p>Floria le lanzó una expresión entre funesta y de amargo regocijo.</p> <p>—Independientemente de lo que yo misma esperara... No. Ella... parece que ha firmado en los libros de la compañía como aprendiz de artillera.</p> <p>—Estará bien —comentó Ash aún algo perdida, aguardando a que la bendición llegara a su fin—. Estaba con uno de los mejores hombres de Angelotti. La entrenará.</p> <p>Floria mantuvo su mirada sobre Ash.</p> <p>—¿No puedo hacer que lo entiendas, verdad? ¡La están enseñando a matar a otros hombres! Y no para defenderse, ni siquiera por su señor. Por dinero. Y porque llegará a gustarle. Y si al final se cansa de ello, ¿qué le quedará? No puede regresar.</p> <p>—Yo no he hecho que se una a nosotros —comentó Ash en voz baja.</p> <p>—¡Es demasiado joven para tener claras las ideas!</p> <p>Digorie Paston y Richard Faversham volvieron a entrar en la cámara principal, acompañados por el olor del incienso. Entre los dos entonaban una bendición solemne.</p> <p>—De acuerdo —decidió Ash con autoridad—, haré lo que siempre hago con los reclutas demasiado jóvenes. La pondré de guardia esta noche en la muralla oriental, sobre el río Ouche. No va a venir nadie por ese lado, pero pasará un frío de cojones. —Apartó la mirada de los sacerdotes para devolverla a Floria—. La mayor parte de los jovenzuelos renuncian después de algo así. Pueden decir que han estado en el frente, así que su orgullo no sufre. Si quiere marcharse se lo permitiré. Pero si no, Florian, no la obligaré. Porque la necesitaremos. A no ser que podamos hacernos con provisiones y salir de esta ciudad, necesitaremos a todos los que podamos conseguir.</p> <p>En el repentino silencio que siguió a sus palabras, comprendió que la bendición había terminado. Faversham y Paston la contemplaban. Floria dirigió su mirada a los sacerdotes que aguardaban a Ash.</p> <p>—Muchacha... No has sido muy piadosa, ¿verdad?</p> <p>Los labios de Ash se torcieron en lo que hubiese sido una sonrisa de no estar su cara rígida por el miedo.</p> <p>—Te sorprenderías.</p> <p>—La... cirujana... —comentó Digorie Paston— debería estar presente mientras hacemos esto. Podría ser peligroso.</p> <p>—De acuerdo. —Ash se llevó las manos al cinturón pero no lo encontró; entonces cayó en la cuenta de que aún estaba sobre la cama, con la bolsa y la daga atadas a él, así que siguió sin armas—. Digorie, Richard, quiero que recéis por mí mientras acometo esto. Y cuando os lo pida..., quiero que solicitéis la gracia de Dios para silenciar la voz que va de mi alma al gólem de piedra.</p> <p>Floria alzó la vista inquieta.</p> <p>—¿Vas a tratar de deshacerte de la conexión con las Máquinas Salvajes? —preguntó—. Al Duque no va a gustarle eso.</p> <p>—Haré las preguntas que él desea. Si Godfrey está en lo cierto y he asustado tanto a la Faris que se mantiene alejada de la <i>machina rei militaris</i>, no voy a poder obtener ninguna información sobre sus tácticas. Y ya sabemos cuál es la ambiciosa estrategia de Cartago.</p> <p>—Puede cambiar. Y si haces algo así, no lo sabremos.</p> <p>La voz de Ash perdió fuerza.</p> <p>—Ellas... me hicieron dar media vuelta, Florian. Me obligaron a caminar hacia ellas. De acuerdo, estamos a mucha distancia de Cartago. Pero no quiero que eso vuelva a suceder, no puedo consentirlo. Hay gente que depende de mí.</p> <p>—¿Y Godfrey?</p> <p>Las consecuencias que tendría aquello se plasmaban con crudeza en su mente. Antes de que pudiera responder, Digorie Paston se acercó, tomó su mano con un duro apretón y la condujo hasta la chimenea. Las llamas bailaban deslumbrantes. La cámara, polvorienta y desordenada, estaba llena de ráfagas de aire frío y sombras nerviosas. Ante los insistentes tirones del clérigo, Ash acabó por arrodillarse. Unos antiguos grabados del dintel de la chimenea la contemplaban desde arriba. Las sombras se agitaban sobre los ojos y el follaje de los <i>Christi Viridiani</i>.</p> <p>Digorie Paston tomó una rebanada de pan oscuro y lo partió. Richard Faversham la salpicó con agua y sal.</p> <p>—Fuego, sal y la luz de las velas: Cristo, recibe esta tu alma...</p> <p>Ash cerró los ojos y apartó de su cabeza los rostros inquietos de los dos sacerdotes, echó a un lado también a Floria, que caminaba en el límite de la zona iluminada, y las voces de Anselm y Angelotti. Notaba el suelo dolorosamente duro bajo sus rodillas, magulladas como estaban tras el asalto a las murallas de Dijon.</p> <p><i>¡Y no tenías ningún motivo para liderar el ataque, chiquilla! Es pecado tentar a la Muerte de esa manera</i>.</p> <p>El pan salado tocó sus labios. Lo admitió en su boca, donde formó un bulto compacto y gelatinoso.</p> <p>—¿Cómo demonios...? —Engulló—. ¿... sabes lo que he estado haciendo hoy aquí, Godfrey?</p> <p><i>Estabas rezando. A nuestro Señor o a la machina rei militaris, o quizás a ambos. Te escuché: «¡Manténme con vida hasta que los demás lleguen hasta aquí!». No tengo información de dónde has combatido ni de cómo, pero no soy un idiota y te conozco bien</i>.</p> <p>—De acuerdo, admito que estaba en primera línea. A veces tienes que hacerlo. No ha sido suicida, Godfrey.</p> <p><i>Pero en absoluto seguro</i>.</p> <p>Se rió al oír aquello: tragó el pan y casi se ahoga. Con los ojos cerrados y todos los sentidos en tensión, escuchó. En esa parte de su yo que estaba acostumbrada a compartir encontró sensaciones de alegría, amabilidad, amor. Las lágrimas fluyeron a sus ojos, pero parpadeó para contenerlas. En el vacío de su mente yacía la presencia potencial de otras voces aparte de aquella, pero por ahora Godfrey Maximillian estaba solo en la oscuridad.</p> <p>—¿Qué hay después de la muerte?</p> <p>No era la pregunta que tenía pensado hacer. Oyó, con sus sentidos normales, que Digorie Paston exclamaba:</p> <p>—Bendito sea.</p> <p>—Amén —respondió Richard Faversham.</p> <p><i>¿Cómo podría saberlo? Esto es el Limbo, esto es el Purgatorio. ¡Esto es el dolor, no la comunión de los benditos!</i></p> <p>—Godfrey...</p> <p>Su angustia la arroyó junto a su voz.</p> <p><i>¡Necesito ver el rostro de nuestro Señor! ¡Me lo prometieron!</i></p> <p>Sintió dolor y abrió los ojos con un parpadeo, lo suficiente para comprobar que se estaba clavando las uñas en las palmas de las manos.</p> <p>—Te encontraré.</p> <p><i>Estoy... en ninguna parte. Nadie puede encontrarme. No tengo ojos con los que ver, ni manos con las que tocar. Soy algo que escucha, algo que oye. Todo es oscuridad. Las voces... se meten en mí. Me exponen ante ellas... Las horas, los días... ¿son ya años? Aquí no hay otra cosa que las voces</i>.</p> <p>—¡Godfrey!</p> <p><i>¡Nada salvo la oscuridad y los grandes diablos que me corroen!</i></p> <p>Ash alargó las manos. Otras tomaron las suyas; eran manos de hombre, rugosas por los sabañones y el trabajo duro, y frías por culpa del invierno. Se aferró a ellas como si fueran las manos de Godfrey Maximillian.</p> <p>—No te abandonaré.</p> <p><i>¡Ayúdame!</i></p> <p>—Lo haremos todo. Confía en mí. ¡Todo! Te traeré ayuda.</p> <p>Habló con una convicción absoluta, con la ilimitada determinación del combate. Que un rescate como ese pudiera ser imposible, o incluso impensable, en aquel momento no significaba nada para ella, nada frente a la necesidad de llegar hasta él.</p> <p>Su voz regresó convertida en una amable risa.</p> <p><i>Ya nos has dicho eso muchas veces antes, pequeña, en las batallas más desesperadas</i>.</p> <p>—Sí, y además he estado en lo cierto.</p> <p><i>Reza por mí</i>.</p> <p>—Sí. —Ash escuchó en su interior, en el vacío de su alma partida, buscando voces más fuertes que la de Dios.</p> <p><i>¿Cuánto tiempo ha pasado desde la última vez que hablamos?</i></p> <p>—Minutos... No llega a una hora.</p> <p><i>Yo no sabría decirlo, muchacha. El tiempo no significa nada en el lugar donde estoy. Leí una vez en Aquino que la permanencia de un alma en el Infierno tal vez durase solo un latido de corazón, pero que para los condenados es la eternidad</i>.</p> <p>Durante un instante Ash se permitió compartir su desolación. Pero luego dijo con firmeza:</p> <p>—Escuchas a mi hermana. ¿Ha vuelto a hablar con el gólem de piedra?</p> <p><i>Una vez más. Al principio pensé que se trataba de ti. Habló con Cartago, avisando que estabas viva. Dijo que, preguntase lo que preguntase a la machina rei militaris, tú podrías consultarlo después y lo descubrirías. Ha avisado a su amo el Rey-Califa que ahora alguien escucha sus conversaciones</i>.</p> <p>En sus oídos resonaron los latidos de su propio corazón y el aditamento susurrado por la voz de su cabeza:</p> <p><i>Sois muy diferentes, ella y tú</i>.</p> <p>—¿Cómo? No, cuéntamelo más tarde.</p> <p>Los tablones bajo sus rodillas le hacían daño, y eso la ayudó a concentrarse.</p> <p>—Dime qué tropas tiene desplegadas aquí, qué mensajeros ha recibido últimamente de los ejércitos de Iberia y Venecia. Y cómo andan sus fuerzas en el norte: sé que tenía otras dos legiones a su mando cuando estuvimos en Basilea, ¡tienen que estar ahora en Flandes!</p> <p><i>Yo... podría repetirte los informes que se han transmitido a la machina rei militaris, creo</i>.</p> <p>Ash inclinó la cabeza, con los ojos cerrados y las manos aún aferradas a las del hombre que estaba delante de ella.</p> <p>—Y... tengo que hablar con las Máquinas Salvajes, si puedo. ¿Me apoyarás?</p> <p>Hubo, por primera vez, una interrupción en su mente. La tristeza del sacerdote la inundó. La voz de Godfrey Maximillian sonó tan suave como un vilano:</p> <p><i>Cuando era un niño adoraba los bosques. Mi madre me confió a la Iglesia, pero yo hubiera preferido permanecer bajo el cielo, junto a los animales. No me gustaba mi monasterio más que a ti santa Herlaine, Ash, y me golpeaban tanto como a ti, con brutalidad. Sigo sin creer que Dios tuviera la intención de que yo fuera sacerdote, pero me concedió la gracia de realizar pequeños milagros y el don de estar en tu compañía. Mereció la pena. En la tierra o aquí, te apoyaré. Si de algo me arrepiento, es solo de no haberme podido ganar tu confianza</i>.</p> <p>Ash enterró el «mereció la pena» en una parte oscura de su alma, barrido y olvidado. Se le hizo un frío nudo bajo el esternón. Antes de perder el valor y la calidez que él le entregaba, dijo:</p> <p>—Despliegue tropas visigodas, asedio Dijon, unidades principales, dar posiciones.</p> <p>La <i>machina rei militaris</i>, con la voz de Godfrey, comenzó a hablar:</p> <p><i>Legio VI Leptis Parva, cuadrante noreste; tropas de siervos en cantidad de</i>...</p> <p>—ES ELLA...</p> <p>La entumeció el mismo silencio que había nublado su espíritu en medio de las pirámides del desierto. Por un segundo dejó de sentir los tablones bajo las espinillas y el apretón de las manos de Digorie Paston.</p> <p>—Hijas de puta... —Ash abrió los ojos, torciendo la cara. Richard Faversham sostenía sus hombros y Digorie Paston sus manos. Los rostros la rodeaban, tan lejanos como si estuvieran al otro extremo de un campo de batalla: Anselm, Angelotti, Floria.</p> <p>Ash apretó las manos huesudas de Digorie.</p> <p>—¡Godfrey!</p> <p>Nada le respondió, y en su mente comenzó a extenderse la frialdad. Buscó en su interior pero solo encontró entumecimiento y sordera.</p> <p><i>Así que pueden alcanzar esta distancia</i>.</p> <p><i>¡Cristo, toda la distancia por mar desde Cartago, a través de media Cristiandad...! Pero el gólem de piedra puede, así que ¿por qué no ellas?</i></p> <p>—¡Godfrey!</p> <p>Débil como un ensueño, la voz de Godfrey susurró: <i>Estoy aquí, siempre</i>.</p> <p>—Es ella. Eres tú, pequeña.</p> <p>Ya no bastaba que hubiera hombres y mujeres (Thomas Rochester, Ludmilla Rostovnaya, Carracci, Margaret Schmidt) cuyas vidas pudieran ser salvadas o destruidas por sus decisiones. Pensó: <i>nadie es indispensable</i>.</p> <p>En aquel momento no era más que Ash, una mujer sola, de diecinueve años, que se arrodillaba sobre la dura madera bajo un viento frío, mientras el parpadeo ardiente del fuego del hogar caldeaba la manga de su jubón. Una mujer que rezaba de repente y de modo especial, como no hacía desde que era una niña: <i>¡león, protégeme!</i></p> <p>Ash recordó el yeso pintado que crujía bajo los cascos de una yegua marrón, en la nieve, al sur, cuando cabalgó entre las grandes pirámides. Si ahora se sentía entumecida podía deberse al silencio o al frío. Las voces de su cabeza (y eran varias, múltiples, una legión) susurraban como un solo ser:</p> <p>—SABEMOS QUE NOS ESCUCHAS.</p> <p>—¡No! ¿En serio? —dijo Ash un tanto mordaz. Soltó las manos del sacerdote, con los ojos aún cerrados, y oyó su propio gemido de dolor. Se sentó de nuevo sobre los talones. Ninguna voluntad trató de impedirle que realizara cualquiera de esos movimientos. Con un enorme alivio, añadió:— pero no podéis alcanzarme. Podría estar en cualquier lugar.</p> <p>—SÍ, PODRÍAS. PERO ESTÁS EN DIJON. LA HIJA DE GUNDOBANDO NOS LO HA CONTADO.</p> <p>—No lo creo. Probablemente se lo contara al gólem de piedra y a la casa de Leofrico, pero no a vosotras. No os hará caso.</p> <p>—ESO CARECE DE IMPORTANCIA. LO HARÁ CUANDO LLEGUE EL MOMENTO. PEQUEÑA, PEQUEÑA, DEJA DE ENFRENTARTE A NOSOTRAS.</p> <p>—¡Que os folle un pez!</p> <p>Era una auténtica mercenaria, como siempre había querido que la vieran: malhablada, alegre, brutal, indestructible. Si había algo más bajo la superficie, quedó oculto incluso para sí misma ante aquella descarga de adrenalina.</p> <p>—No sois Salvajes. —Las lágrimas caían por sus mejillas, y no hubiera sabido decir si surgían por dolor o por un macabro sentido del humor—. Nosotros os construimos. Hace mucho, mucho tiempo. Por accidente... pero fuimos nosotros los que os construimos. ¿Por qué nos odiáis? ¿Por qué odiáis Borgoña?</p> <p>—HA ESCUCHADO.</p> <p>—SE LO HA CONTADO A OTROS.</p> <p>—SABE LO QUE NOSOTRAS SABEMOS.</p> <p>—TAN POCO COMO NOSOTRAS.</p> <p>—CONOCE EL PRINCIPIO. ¿PERO QUIÉN CONOCE EL FINAL?</p> <p>Aquello parecía un coro, pero con la última voz se convirtió en un sonido entrelazado. En él anidaba la pena. Ash parpadeó bajo su inmensidad y durante un instante vio las llamas en el hogar y la piedra ennegrecida de la chimenea detrás del fuego, recuerdo de siglos de lumbres. En un punto en el que el fuego había alcanzado mucha fuerza, un trozo de piedra se había partido y había desaparecido. Todavía se veía el dibujo de la fractura.</p> <p>Ash vio en sus recuerdos la cúpula del palacio del Rey-Califa cuando se partió y cayó, y toda aquella masa de piedra que se precipitó hacia el suelo.</p> <p>—NOSOTRAS CONOCEMOS EL FINAL...</p> <p>—¡LA VILEZA DE LA CARNE!</p> <p>—PEQUEÑAS COSAS INFAMES, NO SOIS DIGNAS DE VIVIR...</p> <p>—... POR CULPA DE VUESTRA MALDAD...</p> <p>Ash apretó los dedos en las palmas de las manos con tanta fuerza que las uñas le perforaron la piel, pero así pudo musitar, con ironía:</p> <p>—¡No permitáis que doscientos años escuchando a Cartago os llenen de prejuicios!</p> <p>Hubo algo que podría haber sido una triste alegría (¿Godfrey?) y después un balbuceo ensordecedor y gélido que invadió su mente:</p> <p>—CARTAGO NO ES NADA...</p> <p>—... LOS VISIGODOS, NADA...</p> <p>—GUNDOBANDO HABLÓ CON NOSOTRAS, MUCHO ANTES DE QUE ELLOS LLEGARAN...</p> <p>—¡LOS MÁS INFAMES ENTRE LOS HOMBRES!</p> <p>—¡RECORDAMOS!</p> <p>—RECORDAMOS...</p> <p>—TE APLASTAREMOS, PEQUEÑA COSA DE CARNE.</p> <p>El último eco en su cabeza la hizo estremecer, y notó el sabor de la sangre al morderse la lengua. Dijo en voz alta, sin poder ver a las personas que tenía alrededor:</p> <p>—No os preocupéis. Si pudieran hacer temblar la tierra aquí, lo harían. Si no lo están haciendo ahora mismo es que no les es posible.</p> <p>—¿TAN SEGURA ESTÁS, PEQUEÑA?</p> <p>Unos escalofríos recorrieron su piel bajo las ropas. Pensó, con horror y asco: «<i>pequeña», eso es lo que me llama Godfrey; lo han aprendido de él</i>.</p> <p>—Algo os detiene —dijo en voz alta. Con fiero sarcasmo, espetó:— ¡según vosotras, la Faris ni siquiera necesitaría un ejército! Es la hija de Gundobando, una Hacedora de Maravillas. Puede transformar Borgoña en un desierto casi sin proponérselo. Todo lo que tenéis que hacer es rezar al sol y, ¡zas!, está hecho. Un milagro. Entonces, ¿por qué no lo habéis hecho todavía?</p> <p>Con aquella vehemencia logró concentrarse de inmediato, alcanzando el mismo estado interior que sentía cuando empuñaba una espada, y escuchó.</p> <p>Al instante gruñó por culpa de un impacto silencioso. Le dolía la boca. Alzó las manos y abrió los ojos. Vio sangre y se dio cuenta de que se había mordido el labio. Alguien, situado detrás de ella, dijo algo brusco. No pudo responder nada, solo sacudir la mano y hacerles gestos para que se alejaran. Se sintió a la vez entumecida y sin aliento, y le vino a la memoria el recuerdo de cuando aprendió a cabalgar. Era igual que ese segundo aislado inmediatamente anterior a golpear contra el suelo y sufrir el dolor. Se quedó inmóvil.</p> <p>El dolor físico no llegó.</p> <p>—NO PUEDES OÍRNOS. NO SI NO QUEREMOS. NO VOLVERÁS A SORPRENDERNOS.</p> <p>—Mierda, no. —Ash se pasó la mano por la boca, notando la sangre pegajosa sobre su piel—. ¡No, Señor!</p> <p>—NO TE ENTENDEMOS.</p> <p>—No, así es, bienvenidas al puto club —dijo Ash con amargura. No sintió sorpresa ni confusión por parte de las Máquinas, solo el sonido interior de sus voces. La sangre se secaba y se enfriaba, y la piel se notaba tirante. La tanteó con cuidado con la lengua y pensó: <i>esto me va a doler</i>. Tragó sangre y saliva antes de añadir:— no podéis mantenerme apartada para siempre.</p> <p>Nada.</p> <p>—¿Qué más os da contármelo? Ya está empezando a hacer frío. Estáis retirando el sol y allí donde os encontráis todo está helado. Muy pronto no necesitaréis tener aquí a la Faris. ¡Y ni siquiera hará falta un milagro! El invierno nos matará a todos.</p> <p>De nuevo, las voces dijeron al unísono:</p> <p>—EL INVIERNO NO LO CUBRIRÁ TODO.</p> <p>—¡Maldición! —Ash se golpeó el muslo con el puño, exasperada—. ¿Por qué es Borgoña tan importante para vosotras?</p> <p>—PODEMOS MINAR EL ESPÍRITU DEL SOL<a data-bs-toggle="modal" data-bs-target="#notesModal" type="note" href="#nota50">[50]</a>...</p> <p>—USAR SU PODER, DEBILITARLO, EXTENDER LAS TINIEBLAS...</p> <p>—...PERO...</p> <p>—EL INVIERNO NO CUBRIRÁ TODO EL MUNDO.</p> <p>Ash abrió los ojos.</p> <p>Robert Anselm estaba arrodillado delante de ella, con una mano en la empuñadura. Detrás de él, Angelotti apoyaba su brazo en el hombro acorazado de Anselm. Los dos la miraban fijamente. Floria se agachaba entre los dos sacerdotes, descansando los brazos sobre los muslos y con sus largos dedos casi a la altura de las tablas del suelo.</p> <p>—EL INVIERNO NO CUBRIRÁ...</p> <p>—...¡TODO!...</p> <p>—LA OSCURIDAD NO CUBRIRÁ TODO EL MUNDO.</p> <p>—<i>In nomine Patri, Filii, et Spiritus Sancti</i> —dijo Richard Faversham con un susurro ronco y grave.</p> <p>—¿La oscuridad no cubrirá todo el mundo? —repitió Ash.</p> <p>No cerró los ojos. Aún podía ver a todos los presentes, pero el sonido de las grandes voces de su cabeza apartaba su atención a la fuerza de la cámara de la torre. Una enorme y fría pena casi la asfixió:</p> <p>—... EL INVIERNO PUEDE DESTRUIR TODO EL MUNDO... DE NO SER POR ÉL.</p> <p>—LA OSCURIDAD PUEDE CUBRIR TODO EL MUNDO... DE NO SER POR ÉL.</p> <p>—NO PODEMOS LLEGAR.</p> <p>—... BORGOÑA MORIRÁ SOLO BAJO SU MANDO, SOLO...</p> <p>—ELLA DESTRUIRÁ BORGOÑA. NUESTRO MILAGRO OSCURO. EN CUANTO MUERA EL DUQUE.</p> <p>—Todo el mundo —dijo Ash—. ¡Todo el mundo!</p> <p>—CUANDO HAYA DESAPARECIDO...</p> <p>—... SE HAYA CONVERTIDO EN UNA DESOLACIÓN, EN UN DESIERTO...</p> <p>—CUANDO NO SEA NADA, BORGOÑA ESTÉ DESTRUIDA COMO SI NUNCA HUBIERA EXISTIDO...</p> <p>—ENTONCES TODO...</p> <p>—TODO EL MUNDO...</p> <p>—... PODRÁ SER PURIFICADO Y PURGADO, TODO EL MUNDO...</p> <p>—... LIBRE DE LA CARNE, DE LA VIL Y DESTRUCTIVA CARNE, LIBRE...</p> <p>—COMO SI NUNCA HUBIERAIS EXISTIDO.</p> <p>Las oleadas y el reflujo de las grandes voces se extinguieron. Las tablas del suelo se movieron bajo sus pies... No, eran sólidas, era ella la que había perdido el equilibrio y cayó hasta quedar sentada de culo. Richard Faversham la estaba sujetando, así que se derrumbó contra él mientras su brazo de herrero le rodeaba los hombros.</p> <p>Un silencio entumecido y desolado llenó su alma. De él no surgía ninguna voz, ni siquiera la de Godfrey. Un agotamiento pálido y mortal cayó sobre ella.</p> <p>—¿Habéis rezado? —preguntó.</p> <p>—Para expulsar a las voces. —El cuerpo de Faversham se agitó mientras asentía con la cabeza—. Para expulsar a los demonios de vuestro interior.</p> <p>—Puede que haya funcionado... —Sorbió por la nariz, sin tener claro si iba a reír o a llorar—. Godfrey, Godfrey.</p> <p>Con suavidad, su voz resonó en su mente:</p> <p><i>Estoy contigo</i>.</p> <p>—Hijas de puta. —Alzó el puño para aporrear a Digorie Paston en el brazo—. Los exorcismos no van a lograrlo. No. Y ahora no estoy segura de que importe siquiera...</p> <p>Descubrió su mirada fija sobre el rostro de Floria.</p> <p>—¿Qué? —preguntó la cirujana—. ¡¿Qué?!</p> <p>—Borgoña no es su objetivo —dijo Ash—. Borgoña es su obstáculo.</p> <p>Robert Anselm gruñó.</p> <p>—¿Qué cojones estás diciendo, muchacha?</p> <p>Ash permaneció reclinada contra el firme cuerpo de Faversham, porque dudaba de ser capaz de poder mantenerse sentada sin apoyo. La fiebre le recorría el cuerpo y notaba débiles todos los músculos.</p> <p>—Borgoña no es el objetivo. Borgoña es el obstáculo. —Estudió el rostro sudoroso de Robert Anselm—. ¡Y no sé por qué! No han parado de decir que deben destruir Borgoña... pero no es simplemente porque quieran ver arrasado este país. Cuando Borgoña desaparezca...</p> <p>Un estremecimiento recorrió su cuerpo, una debilidad a un profundo nivel que mejor era no examinar y seguir ignorando. Para su propia sorpresa, su voz surgió firme y estupefacta:</p> <p>—Es a nosotros a quienes quieren aniquilar. A los hombres. A todos los hombres. Borgoña... también Cartago. Son como... campesinos que prenden fuego a un granero para deshacerse de las ratas. Para eso necesitan su «milagro maligno». Cuando Borgoña desaparezca, dicen... entonces podrán hacer que su oscuridad cubra todo el mundo.</p> <p style="page-break-before: always; line-height: 0%"> </p> <title style="margin-bottom: 2em; page-break-before: avoid; margin-top: 15%"> <p>Capítulo 14</p></h3> <p>—¡Tengo que ver al Duque ahora mismo! —añadió Ash. Floria, que sostenía una vela demasiado cerca del rostro de Ash, dejó de estudiar sus pupilas y se concentró en lo que decía.</p> <p>—Sí, ve. Yo me adelantaré y lo aclararé con sus doctores.</p> <p>La mujer disfrazada se levantó con brusquedad, puso la palmatoria de madera sobre las manos de Digorie Paston y se dirigió a zancadas hacia el oscuro hueco de la escalera. Sus pasos resonaron por los escalones de piedra.</p> <p>—Te conseguiré una escolta. —Robert Anselm se puso en pie y gritó unas órdenes. Ash oyó el ruido de carreras de hombres con cota de malla.</p> <p>—Pero, señora, deberíais descansar —protestó Digorie Paston. El sacerdote inglés tomó sus manos y las giró para contemplar las palmas con seriedad—. La gracia de Dios no ha logrado rescataros. Sería mejor que guardarais ayuno y rezarais, os humillarais y volvierais a rezarle.</p> <p>—Más tarde, volveré para completas<a data-bs-toggle="modal" data-bs-target="#notesModal" type="note" href="#nota51">[51]</a>. ¡El Duque tiene que enterarse de esto! —Ash trató de localizar las voces como una lengua tantea en busca del diente dolorido—. Godfrey...</p> <p>Sintió una tenue calidez y la voz de Godfrey, débil y casi inaudible:</p> <p><i>¡Bendito sea!</i></p> <p>Un sonido como el del viento entre los árboles llenó su alma. Al principio era suave y frágil, pero creció hasta que sus ojos se llenaron de lágrimas y tuvo que masajearse las sienes con la parte inferior de las palmas de las manos.</p> <p>—De acuerdo...</p> <p>Contuvo el impulso de su mente y el ensordecedor ruido de su interior quedó reducido a un murmullo vivo. Eran las Máquinas Salvajes a coro, entusiastas, que ahora utilizaban su antiguo e incomprensible idioma, la lengua en la que se dirigieron a Gundobando muchos siglos atrás, un arcaico e indescifrable dialecto godo.</p> <p>—No le digáis a Dios que más tarde, señora —reiteró Richard Faversham—. No le va a gustar.</p> <p>Ash le miró fijamente durante un segundo y después soltó una risita.</p> <p>—Entonces no le contéis que lo he dicho, maestro sacerdote. Venid conmigo a ver al Duque, tal vez necesite que le expliquéis que vuestras plegarias han fracasado; que no se me puede separar del gólem de piedra.</p> <p>Y <i>volveré a preguntarle: ¿Por qué es tan importante Borgoña? ¿Por qué es Borgoña un obstáculo para las Máquinas Salvajes? Y esta vez tengo que conseguir extraerle una respuesta</i>.</p> <p>Con la reaparición de Rickard y los jóvenes pajes, Ash pudo vestirse por completo en cuestión de minutos. Se puso al cinto la espada prestada, bajo una gruesa capa militar, y con el borde de la capucha caído sobre el casco.</p> <p>Anselm y la escolta la rodearon mientras atravesaban las oscuras calles de Dijon, bajo las estrellas. El grave retumbar de los cañones quebraba el silencio y de algún lugar lejano, en dirección al muro norte, les llegó el chisporroteo del fuego. Hombres y mujeres se deslizaban entre las sombras: civiles que huían del bombardeo o que se dedicaban a saquear; Ash no se paró a investigar. Una compañía de hombres de armas borgoñones se cruzó con ellos en una plaza. Eran cien soldados que corrían en formación hacia las murallas, con los pies golpeando el suelo congelado. Ash se llevó la mano a la empuñadura de la espada, pero siguió avanzando.</p> <p>El palacio era un auténtico resplandor: las velas brillaban a través del vidrio de las ventanas conopiales y las antorchas fulguraban entre los guardias de las puertas. Bajo aquella luz, Ash logró identificar una cabellera muy rubia.</p> <p>Floria, con la capucha echada atrás y el rostro encendido, gesticulaba en dirección a un corpulento sargento borgoñón. Cuando Ash llegó hasta ella, Floria se interrumpió.</p> <p>—No me dejan entrar. ¡Soy un puto médico, y no me dejan entrar!</p> <p>Ash avanzó hasta primera fila y se situó entre los hombres de armas de la librea del León. El hollín de las antorchas se le metía en los ojos y el crudo viento golpeaba sus manos enguantadas y su rostro descubierto. El estómago se le revolvía, congelado.</p> <p>—Ash, mercenaria al servicio del Duque —explicó rápidamente al sargento al cargo del cordón de guardias—. Debo hablar con su excelencia. Avisadle de que estoy aquí.</p> <p>—No tengo tiempo para estas... —la expresión agobiada del sargento borgoñón desapareció en cuanto se giró hacia ellos. Saludó:— ¡Señora Ash! Llegasteis anoche, yo estaba en la puerta. Dicen que asolasteis Cartago, ¿es cierto?</p> <p>—Ojalá lo fuera —respondió ella, aportando a su tono toda la franqueza que pudo reunir. Viendo que contaba por el momento con su respeto y atención, añadió con serenidad:— dejadme entrar, tengo información importante para el duque Carlos. Sea cual sea la crisis a la que os estáis enfrentando en estos momentos, esto es más importante.</p> <p>Tuvo tiempo de pensar: <i>en realidad no necesito engañarlo, esto es más importante</i>, y vio que fue su certidumbre la que convenció al hombre, y no su falsa sinceridad.</p> <p>—Lo siento, capitana. Acabamos de echar a todos los médicos y no puedo dejaros pasar. Ahí dentro ya solo quedan los sacerdotes. —El sargento borgoñón sacudió la cabeza y, cuando ella avanzó desde la primera línea de la multitud para ponerse a su lado, bajó la voz—. Y no merece la pena, señora. Hay una docena de abades y obispos en la cámara de su Excelencia, todos arrodillados sobre las piedras, y no va a servir de nada. Dios ha impuesto su carga más pesada sobre su siervo más fiel.</p> <p>—¿Qué ha sucedido?</p> <p>—Vos habéis visto hombres heridos que están en la cuerda floja y de repente caen hacia un lado o hacia otro. —El sargento se estiró y se ajustó el bacinete, con ojos cansados y enrojecidos y el rostro arrugado—. No lo divulguéis, señora, por favor. Pronto habrá malas noticias. Sean cuales sean los asuntos que os preocupan, tendréis que tratarlos con aquel que le suceda. Ahora mismo, su Excelencia el Duque está en su lecho de muerte.</p> <p style="text-align: center; font-size: 110%; text-indent: 0em; margin-top: 1.5em; margin-bottom: 1.5em; ">★ ★ ★</p> <p>Floria regresó al piso superior de la torre.</p> <p>—Es cierto.</p> <p>Cruzó la cámara hasta llegar a la chimenea y, sin prestar atención ni a Anselm ni a Angelotti, habló directamente con Ash mientras se acurrucaba junto al fuego, con las manos extendidas ante las llamas.</p> <p>—He logrado llegar hasta la puerta de su cámara; uno de sus médicos sigue allí, un alemán. Carlos de Borgoña se está muriendo. Empezó hace dos horas, con fiebre y sudores. Cayó inconsciente, parece que no ha expulsado líquidos ni materia fecal desde hace días. Su cuerpo ha comenzado a apestar. No está consciente para escuchar los rezos<a data-bs-toggle="modal" data-bs-target="#notesModal" type="note" href="#nota52">[52]</a>.</p> <p>Ash se levantó y miró con firmeza a la cirujana de la compañía.</p> <p>—¿Cuánto tiempo queda, Florian?</p> <p>—¿Antes de que muera? No es un hombre con suerte. —Los ojos de Floria reflejaban las llamas. Siguió contemplando la chimenea—. Esta noche, mañana. Pasado mañana, todo lo más. El dolor va a ser formidable.</p> <p>—Muchacha —intervino Robert Anselm—, si se tratara de uno de tus hombres, ahora mismo estarías allí con una daga de misericordia<a data-bs-toggle="modal" data-bs-target="#notesModal" type="note" href="#nota53">[53]</a>.</p> <p>Un ambiente de incomodidad se había extendido por todas las plantas de la torre, desde los cocineros y pajes de las cocinas hasta las tropas, pasando por la guardia de la puerta de Ash. A sabiendas de que estarían escuchando a la cirujana, Ash no hizo ningún intento de detenerla. <i>Si va a haber problemas con la moral, quiero que surjan al descubierto, donde pueda verlos</i>.</p> <p>—Bueno, estamos jodidos —recalcó Robert Anselm—. No habrá un segundo intento contra Cartago. ¡Y veréis cómo se hunde este maldito asedio!</p> <p>Sus andares eran pesados y, como aún iba equipado con la armadura, rechinaba al marchar de un lado a otro. Más allá de las aspilleras resonaban los ecos del bombardeo nocturno, de las máquinas-gólem que no necesitaban ni dormir ni descansar, arrojando proyectiles y castigando sin cesar las murallas de Dijon. Ash observó que Anselm se estremecía ante los impactos cercanos.</p> <p>—¿Qué pasará cuando el Duque muera? ¿Qué serán capaces de hacer estas Máquinas Salvajes?</p> <p>—Estamos a punto de descubrirlo. —Antonio Angelotti avanzó desde la puerta hasta quedar dentro del círculo de luz de la chimenea—. <i>Madonna</i>, el padre Paston me envía a avisaros de que está a punto de comenzar el oficio de completas.</p> <p>Ash hizo un gesto, irritada.</p> <p>—Ya asistiré a maitines<a data-bs-toggle="modal" data-bs-target="#notesModal" type="note" href="#nota54">[54]</a>. Angeli, no nos limitemos a quedarnos de brazos cruzados. Si ahí fuera está la «hija de Gundobando»... Si las Máquinas Salvajes dicen que la Faris puede realizar un milagro, como hizo Gundobando cuando convirtió África en un desierto... ¿Vas a quedarte aquí sentado a esperar hasta descubrir si están en lo cierto?</p> <p>El artillero se agachó cerca de Floria, dos cabezas doradas una junto a la otra. Angelotti tenía el aire de un hombre que sabe que, en cuanto se interrumpa el bombardeo, tendrá que prepararse para enfrentarse al siguiente asalto. De cuando en cuando probaba a doblar el brazo, aún vendado y cosido con tripas.</p> <p>—¿Qué podemos hacer salvo esperar, <i>madonna</i>? ¿Hacer una salida y ver si lográis matarla en batalla?</p> <p>Hubo un breve silencio. Angelotti sacudió la cabeza y Ash comprendió que había reparado en que los cañones visigodos habían dejado de disparar.</p> <p>—El Duque prometió otra incursión contra Cartago, yo contaba con eso. —Ash hizo cálculos mientras hablaba—. Si muere... no habrá oportunidad. Por lo tanto, no podremos cargarnos al gólem de piedra. Solo queda otra posible respuesta. Angeli está en lo cierto: eliminemos a la Faris. Después no importará lo que tengan planeado las Máquinas Salvajes o el motivo por el que la hayan engendrado, ni ninguna otra cosa. Los muertos, muertos están. No puedes hacer milagros de ninguna clase cuando estás muerta.</p> <p>Robert Anselm sacudió la cabeza, con una agria sonrisa.</p> <p>—Estás loca. ¡Está en medio de todo un puto ejército, ahí fuera! —Hizo una pausa—. Así que... ¿cuál es el plan?</p> <p>Ash le dio una palmada en el hombro al pasar junto a él, mientras se dirigía a estudiar los papeles que estaban sobre la mesa de caballete, mapas y cálculos dibujados con finas líneas bajo la luz de las velas.</p> <p>—¿Plan? ¿Quién ha dicho nada de un plan? Sería estupendo tener un plan...</p> <p>Por encima de la profunda carcajada de Anselm y la risa más sutil de Angelotti, Ash escuchó jaleo en las escaleras. Voces graves que se aproximaban. Al instante, de modo instintivo, se situó hombro con hombro con Anselm y Angelotti, echando un vistazo para asegurarse de que Floria quedaba a salvo detrás de ellos. Los tres se colocaron de frente a la boca de la escalinata, con las manos afianzadas en las empuñaduras de las espadas.</p> <p>Rickard entró tambaleándose y se derrumbó de rodillas sobre los tablones del suelo. Soltó lo que llevaba en ambos brazos.</p> <p>El fajo envuelto en telas cayó con un agudo retintineo amortiguado.</p> <p>—¿Qué demonios...? —comenzó a decir Ash.</p> <p>Aún arrodillado, el muchacho moreno abrió las sábanas.</p> <p>Las agitadas luces de las velas se reflejaron en una masa de brillante metal curvado dividido en bandas. Ash observó la confusión en el rostro de Floria al contemplar la escena, mientras que los dos hombres ya habían comenzado a reírse y Robert Anselm además soltaba tacos con un alegre y sorprendido chorro de obscenidades.</p> <p>Ash atravesó la sala hasta llegar a la sábana. Se inclinó y recogió su coraza por las correas del hombro. El peto vacío descansaba sobre las faldas plisadas, y cuando alzó la armadura el faldar tintineó y las placas de las musleras se balancearon en sus cueros.</p> <p>—¡Me ha devuelto mi maldita armadura!</p> <p>Dos piernas de metal completas yacían sobre la sábana, junto a un revoltijo de defensas para los hombros: hombreras, guardabrazos y un gorjal. Una de las protecciones del brazo estaba despuntada; la forma de mariposa del codal atrapaba la luz y la dividía. Ash volvió a dejar en el suelo la coraza y tomó en sus manos un guantelete, para doblarlo y comprobar cómo las láminas se deslizaban unas por encima de otras. Detectó algunas zonas de óxido y ciertas raspaduras que no había antes. Incrédula, Ash exclamó:</p> <p>—¡Mierda! Debe de haberse quedado muy impresionada por nuestra defensa de la muralla! Si tanto merece la pena sobornarme... ¿Todavía cree que traicionaremos a Dijon? ¿Que le abriremos una puerta?</p> <p>Una mitad de su cerebro pensaba con furia: <i>¿qué significa esto?</i> La otra mitad solo podía apretar el metal, examinar las junturas en busca de desgarrones y recordar cada uno de los campos de batalla que le habían permitido ganar el dinero suficiente para poder decirle a un armero: «fabrícame esto».</p> <p>—¿Por qué ahora? Si ha decidido dejar de lado su idea de un asalto directo...</p> <p><i>¿Qué ha oído?</i></p> <p>Volvió la cabeza y se enfrentó al inmenso y extremado orgullo de Rickard.</p> <p>—Eh... de acuerdo. Mejor que hagas que la limpien, ¿no crees? Termina el trabajo.</p> <p>—¡Sí, jefa!</p> <p>Bajo las placas curvadas, yacía en su vaina una espada de una mano de pomo redondo, con el largo cinto envuelto pulcramente alrededor de la empuñadura. Las marcas de su propio sudor aún oscurecían el cuero.</p> <p>—Hija de puta. —Los dedos de Ash siguieron deslizándose por el guantelete. Se puso de cuclillas y tocó el frío metal (espada, peto, espaldar, bacinete con visera), comprobando el estado del cuero y las hebillas, como si solo el contacto y no la vista pudiera confirmar que eran reales—. Me ha devuelto la espada y el arnés...</p> <p>Y desde Cartago no le han podido indicar que haga esto. Si lo que Godfrey dice es cierto, no está hablando con ellos mediante el gólem de piedra. Rickard volvió a incorporarse y se frotó la nariz húmeda.</p> <p>—También os envía un mensaje —dijo. A continuación aguardó, un tanto prepotente, hasta que la atención de Ash se concentró en él de modo exclusivo.</p> <p>—¿Un mensaje de la Faris?</p> <p>—Sí, su heraldo me lo transmitió. Jefa, dice que quiere veros. Asegura que os ofrece una tregua si acudís al amanecer al campamento de la parte norte.</p> <p>—¡Una tregua! —Robert Anselm soltó una grosera carcajada.</p> <p>—Mañana por la mañana, jefa —el propio Rickard parecía escéptico—. Eso dice.</p> <p>—¿Eso dice, pardiez? —Ash se estiró, aún con un guantelete en las manos. Miró pensativa las placas de los nudillos—. Florian, el Duque... ¿dices que podría suceder esta misma noche?</p> <p>La cirujana, situada detrás de ella, explicó:</p> <p>—Podría suceder en cualquier momento. No me sorprendería oír las campanas doblar a muerto en el instante menos pensando, si a eso vamos.</p> <p>—Entonces no vamos a tener aquí ninguna discusión. —Ash se volvió hacia su grupo de mando—. Y que a nadie se le meta la idea en la cabeza de que esto es una democracia. Rickard, envía un paje para localizar de nuevo al heraldo. Roberto, consígueme una escolta para el amanecer; quiero gente que no sea impresionable. Te quedarás al mando hasta que regrese a la ciudad.</p> <p>—Sí —respondió Robert Anselm.</p> <p>Floria del Guiz abrió la boca, la cerró, contempló durante unos instantes la expresión de Ash, y por último soltó:</p> <p>—Eso si regresas.</p> <p>—Iré con vos, <i>madonna</i>. —Antonio Angelotti se incorporó con agilidad—. Ludmilla tiene quemaduras, pero ya puede andar; ella mandará las armas de fuego. Puede que me necesitéis, conozco a sus magos-científicos y tal vez descubra cosas de las que vos no os percataríais.</p> <p>—Cierto. —Ash pasó la palma de su mano sobre el guantelete—. Rickard, ármame ¿quieres? Solo para recuperar la práctica, antes del amanecer...</p> <p>Robert Anselm dijo:</p> <p>—Te detendrán en los muros de la ciudad. ¿Un capitán mercenario que parte para reunirse con el enemigo en cuanto se entera de que el Duque está muriéndose? No les va a gustar.</p> <p>—Entonces obtendré un salvoconducto escrito de Olivier de la Marche. ¡Soy la heroína de Cartago! Sabe que el duque Carlos confía en mí. Y, lo que es más importante, sabe que no abandonaría mis bienes muebles (¡que sois vosotros!) si no fuera a regresar. Si los visigodos acaban por traicionarme, podéis organizar junto a él una salida de rescate.</p> <p>—¿«Si»? —escupió Floria—. ¡Métete un poquito de sentido común en esa puntiaguda cabeza tuya, mujer! En cuanto estés al otro lado de estas murallas, la Faris te matará.</p> <p>—Debe de ser por eso que estoy cagada de miedo —dijo Ash con un humor repleto de ironía. Vio las arrugas en las comisuras de los ojos de Floria y sonrió sin proponérselo.</p> <p>Ash comenzó a desvestirse. Mientras Rickard sacaba el <i>gambaj</i> y las calzas de uno de los cofres de roble, ella añadió con discreción:</p> <p>—Robert, Florian, Angeli. Recordad: ahora que Carlos está muriéndose las cosas son distintas. No perdáis de vista el objetivo. Ya no estamos aquí para defender Dijon, y tampoco para luchar contra los visigodos. Estamos aquí para sobrevivir... y como no podemos irnos, ahora mismo eso significa que estamos aquí para detener a la Faris.</p> <p>Robert Anselm le lanzó una penetrante mirada.</p> <p>—Captado.</p> <p>—No debemos vernos inmersos en la lucha hasta un punto en que olvidemos eso.</p> <p>Floria del Guiz se agachó y con dificultades levantó por los aires la coraza. Rickard se apresuró a ayudarla y abrir las bisagras para que Ash pudiera ponérsela. Mientras, Floria dijo:</p> <p>—¿La matarás mañana?</p> <p>—¡Estaremos bajo tregua! —protestó Rickard, escandalizado.</p> <p>Ash, divertida pero funesta, le respondió:</p> <p>—No te preocupes por la cuestión moral. La Faris no me va a dar la menor oportunidad, no en esta ocasión. Tal vez, si puedo acordar más negociaciones, en un segundo encuentro... —captó la mirada del chico—. Obviamente considera que tenemos una conversación por terminar. Tal vez tenga una oportunidad mejor cuando tenga la guardia... baja... ¡Uf!</p> <p>Con el esfuerzo habitual logró cerrarse la coraza alrededor del cuerpo. Rickard apretó con fuerza las correas sobre su costado derecho.</p> <p>—Y no olvides esto —dijo Floria acercándose a ella y tocando su mejilla, con los ojos brillantes—. Hablas de «detenerla». He pasado cinco años viéndote matar gente. Pero esta es tu hermana.</p> <p>—No me olvido de nada —respondió Ash—. ¿Robert? Haz que Digorie y Richard Faversham vuelvan a subir. Quiero ver a mis líderes de lanza y a sus sargentos, y al resto del grupo de mando. Aquí. Ya.</p> <p style="text-align: center; font-size: 110%; text-indent: 0em; margin-top: 1.5em; margin-bottom: 1.5em; ">★ ★ ★</p> <p>—¿Entonces qué aspecto tiene la cosa, jefa? —preguntó Rochester.</p> <p>—¡Como una mierda, gracias!</p> <p>Ash echó un rápido vistazo al otro lado de la mesa cubierta con mapas en dirección a Digorie Paston, con su desgastada pluma de ganso y la tinta de agalla de encina que ennegrecía tanto sus manos como sus huesudos rasgos.</p> <p>—... espera, Tom. Padre, repetid eso.</p> <p>Digorie Paston acercó oblicuamente a la luz la página garabateada, leyendo con cierta dificultad bajo la dorada iluminación.</p> <p>—«Así pues, se emplearon quince legiones en la primera fase...»</p> <p>—<i>Sí</i>.</p> <p>La voz era suave. Ash sacudió la cabeza y agitó su corta cabellera, como si un insecto la molestara.</p> <p>—«... con otras diez restantes, desplegadas ya como he indicado...»</p> <p><i>Diez restantes, ya desplegadas</i>...</p> <p>La voz de Godfrey en su cabeza no sonaba cansada, sino que de hecho tenía, igual que la <i>machina rei militaris</i>, la habilidad de ser incansable, de seguir hablando cuando cualquier lengua humana desfallecería por la fatiga.</p> <p>En cambio ella notaba áspera su propia voz después de tener que gritar sobre los muros de Dijon. Y tras tanto dictado prolongado, le dolía la garganta.</p> <p>—... Informe realizado en el día de guardar de San Benigno<a data-bs-toggle="modal" data-bs-target="#notesModal" type="note" href="#nota55">[55]</a>.</p> <p><i>Sí</i>.</p> <p>—Tenga, jefa.</p> <p>Ash aceptó de manos de Rickard una copa de madera con vino (agriado, desde luego) y la vació.</p> <p>—Gracias.</p> <p>—Los otros están de camino, jefa. —Se volvió para servir a Rochester.</p> <p>Ash estiró los brazos, ocultos bajo placas de acero asimétricas, y notó que cada correa de cuero le apretaba la ropa y la carne de debajo: todo aquello había dejado de serle familiar en el espacio de tres meses. Las placas de la armadura se ceñían a su cuerpo, apretándole los muslos. El peso no le importaba, pero descubrió que casi se le había olvidado cómo respirar cubierta con tanto metal.</p> <p>Al menos agradeció el calor que le proporcionaba.</p> <p>—Godfrey... ¿las Máquinas Salvajes?</p> <p><i>Nada. Mierda. Joder, tal vez desde su punto de vista no importa lo que he descubierto. ¡No, eso no puede ser cierto!</i></p> <p>Digorie Paston dejó de escribir y se enderezó, lanzándole una mirada sesgada con sus ojos ribeteados de rojo. Se mantuvo erguido sobre la banqueta, listo para leer, sin decir nada, y se humedeció los labios.</p> <p>—De acuerdo, por ahora eso es todo. —Ash colocó las palmas de las manos sobre la mesa de caballete y apoyó su peso sobre los brazos.</p> <p>Mientras se incorporaba, sintiéndose agotada durante un instante, el resto de los líderes de lanza y los sargentos traspasaron el umbral de piedra que comunicaba con los pisos inferiores de la torre. Sus voces se elevaron por encima del ruido del viento que golpeaba los postigos de madera y los esporádicos impactos del bombardeo del oscuro exterior.</p> <p>—¡Mierda, otra noche en la que no voy a poder dormir más de un par de horas!</p> <p>—Eres joven —le sonrió Robert Anselm, con aspecto demoníaco bajo la iluminación humeante de las candelas—. Tú puedes permitírtelo. Piensa en nosotros, pobres ancianos. ¿Verdad, Raimon?</p> <p>El canoso ingeniero de asedio mostró brevemente su acuerdo mientras entraba junto al aprendiz de Dickon Stour, que había sido ascendido a armero jefe. Detrás de ellos llegaron Euen Huw y Geraint ab Morgan charlando en voz baja, y luego Ludmilla Rostovnaya, que aún no se había cortado su cabellera chamuscada y ennegrecida. Llevaba el tronco y el hombro envueltos en abultados trozos de lino empapados en grasa y se movía con dificultad.</p> <p>—¿Habéis estado hablando con vuestra vieja máquina, jefa? —preguntó Ludmilla con voz ronca—. ¿Pero no queríais impedir que descubrieran dónde os encontrabais?</p> <p>—Ya es un poco tarde para preocuparse por eso... —Ash le sonrió con tristeza—. Los caratrapos ya han dicho a Cartago que me encuentro aquí.</p> <p>Cerca de cuarenta hombres y mujeres entraron en la sala, los suficientes para conseguir que la inhóspita habitación de muros de piedra pareciera abarrotada. Trajeron consigo un calor corporal que Ash agradeció. La capitana paseó alrededor de la mesa de caballete donde Digorie Paston y Richard Faversham se sentaban entre montones de papeles.</p> <p>—De acuerdo, lo que tenemos aquí es algo de... información sobre el despliegue de tropas visigodas en la Cristiandad. He de decir que esto no va a alegrarnos el día a ninguno. Tal como pensábamos, tienen las cosas bien amarradas... con algunas interesantes excepciones —añadió pensativa, mientras se inclinaba entre los clérigos para extender el mapa finamente garabateado de la Cristiandad. Los hombres de armas se apiñaron detrás de sus hombros.</p> <p>»Por ejemplo, ya veo cómo pudimos adentrarnos desde Marsella como lo hicimos... Cuando atracaron al comienzo de la ofensiva, la Faris colocó tres legiones justo en Marsella, pero acabaron avanzando en combate hasta Lyon y después hacia Auxonne. Calculo que la Legio XXIX Cartenna debió de ser la guarnición a la que estuvimos esquivando en la costa... Sufrieron gran número de bajas. La Faris ha situado los restos de la Legio VIII Tingis y la X Sabratha en Aviñón y Lyon, pero aparte de eso casi nadie mantiene el control del Languedoc.</p> <p>—Por eso logramos comer —contribuyó Henri Brant—. No había ni la mitad de partidas de suministros enemigas de lo que yo esperaba encontrarme.</p> <p>—Tuvimos una suerte Cojonuda.</p> <p>—Y tanto, jefa —dijo Pieter Tyrrell con voz de borracho y el brazo alrededor del hombro de Jan-Jacob Clovet. Ash pensó que debía de ser prácticamente la primera vez que Pieter veía a su compañero ballestero desde que regresara de Cartago. Él apartó la mirada de su desconcertado análisis de los mapas—. Nos ha traído hasta aquí, una suerte realmente morrocotuda.</p> <p>—¡No muestras ninguna gratitud, Tyrrell! Si hubiera conducido a la compañía aquí, donde querían los capitanes venecianos —Ash señaló la costa oriental de Italia—, ahora estaríamos disfrutando de la hospitalidad de las dos legiones intactas que están allí situadas vigilando la costa dálmata.</p> <p>Tyrrell sonrió. Antonio Angelotti utilizó platos de madera y un cuchillo de cocina para sujetar las esquinas de su mapa y murmuró:</p> <p>—Calculo que hubo quince legiones cartaginesas en la primera invasión, <i>madonna</i>, otras diez de refuerzo en puertos como Pescara, y cinco más en reserva. Digamos tal vez unas ciento ochenta mil tropas.</p> <p>Tras esas palabras se impuso el silencio, en medio del cual Robert Anselm soltó un suave silbido.</p> <p>Thomas Rochester tanteó el mapa de Angelotti y los diagramas abocetados que Digorie Paston y Richard Faversham habían extendido al lado.</p> <p>—¿Es este su despliegue? ¿Qué antigüedad tiene esta información, jefa?</p> <p>—Es de principios de mes. Se trata del informe de situación más reciente que ha mandado la Faris a Cartago. Parte de sus propios datos tienen que estar anticuados, dados los problemas para viajar a través de la oscuridad, en especial en lo concerniente a las legiones del norte de Francia y las Germanias..., pero lo que tenemos...</p> <p>Ash se detuvo para recobrar el aliento. Dio un par de pasos adelante y atrás, bajo la luz del intenso fuego de la chimenea. Un joven paje con pelo de cepillo estaba allí acurrucado a las órdenes de Rickard para evitar que las ascuas cayeran sobre el suelo de madera. Ash caminó junto a él y se fijó en que los ojos del muchacho reflejaban los destellos plateados de su armadura. Las grebas no encajaban del todo bien en los músculos de su pantorrilla: en las últimas semanas había caminado demasiado y no había montado lo suficiente a caballo, y los quijotes le apretaban los muslos por la misma razón. Pero después de todo (y esto también lo leyó en los ojos del muchacho) la armadura comenzaba a moverse junto a ella como si las placas de metal fueran partes de su cuerpo, partes de sí misma.</p> <p>—Lo que tenemos —repitió mientras se giraba para enfrentarse a ellos— es lo que ocurrió durante el despliegue inicial de la invasión y lo que sucedió en la fase dos, el reabastecimiento y despliegue de tropas frescas. Sabemos dónde estamos ahora.</p> <p>Simón Tydder, ascendido a sargento y con barba incipiente sobre los huesos angulares de su rostro (la típica cara de aquel que se aleja de la rechonchez de la adolescencia), soltó con voz chillona:</p> <p>—Sí que sabemos dónde estamos ahora, jefa. Estamos en medio de una caca... —y después se sonrojó ante el gallo que había soltado.</p> <p>—¡Muy cierto! —Ash le palmeó el hombro de pasada—. Pero ahora lo sabemos con detalle.</p> <p>Un fuerte olor ecuestre inundaba la sala, como resulta inevitable con los caballeros. A pesar de la falta de sueño, la mayoría de los rostros que la observaban, mientras los hombres se apelotonaban alrededor de la mesa de caballete o se inclinaban por encima de los hombros de los de delante, resultaban agresivos, alertas, tensos. Ash parpadeó cuando el olor conjunto del moho de la mampostería, la orina y el humo se le metió en los ojos. Sacó su daga de riñones y la clavó en el centro del mapa.</p> <p>—Aquí —dijo— se situó su principal ofensiva. En Marsella y Genova, donde tuvimos la suerte de toparnos con ellos...</p> <p>—¡Afortunados, mi puto culo! —masculló John Price.</p> <p>—Lo que hagas con tu culo es algo que no nos incumbe... —murmuró Antonio Angelotti.</p> <p>Ash miró fijamente la expresión inocente de su maestro artillero.</p> <p>—De acuerdo. La fuerza principal, bajo el mando de la Faris, hizo dos desembarcos: el que ya he mencionado en Marsella, y otras siete legiones en Genova.</p> <p>Ludmilla, moviéndose con rigidez, se inclinó por encima de su sargento Katherine Hammell y estudió el diagrama de Paston.</p> <p>—¿Entonces Agnes estaba en lo cierto, jefa? ¿Treinta mil hombres?</p> <p>—Sí. —Ash recorrió el mapa con el dedo—. La Faris envió tres de esas legiones a arrasar Milán, Florencia e Italia, mientras ella llevaba a sus cuatro legiones por el san Gotardo hasta Suiza. Por lo que he podido deducir, aniquiló a los suizos en algún punto cercano al lago Lucerna, al cabo de varios días, y después marchó hasta Basilea. En ese momento, con las Germanias ya rendidas, se trasladó al oeste, se reunió con las otras legiones que avanzaban hacia el norte desde Lyon y avanzó hacia la frontera sur de Borgoña.</p> <p>—¡Joder, jefa, no me diga que en Auxonne nos enfrentamos a siete legiones!</p> <p>—Oh, lo hicimos, pero parece que los exploradores eran muy buenos con las cifras. Los caratrapos sufrieron numerosas bajas al aproximarse a Auxonne. Para cuando nos enfrentamos a ellos, en realidad los superábamos en número.</p> <p>—Deberíamos haberlos machacado —gruñó Katherine Hammell.</p> <p>—Sí, bueno, el caso es que no lo hicimos...</p> <p>—Jodidos borgoñones mariquitas —añadió John Price.</p> <p>—¡Jodidos gólems de guerra! Pero al menos hemos logrado conservar este lugar —dijo uno de los líderes de lanza flamencos que quedaban, Henri van Veen, con el aliento espeso por el vino. Junto a su hombro, sus sargentos asintieron con entusiasmo.</p> <p>—¡Deberíais habernos visto, jefa! —dejó escapar Adriaen Campin. El corpulento sargento flamenco miró a su alrededor y golpeó la mesa con el puño—. ¡Deberíais haber estado aquí! Lo hemos pasado mal, pero todavía no nos han doblegado.</p> <p>—No todos somos como ese mamonazo de van Mander —dijo el líder de lanza que estaba detrás de él, Willem Verhaecht, otro de los flamencos que habían permanecido con el León Azur. Su pálido rostro, iluminado por la luz del fuego y las velas, estaba mal afeitado y con cicatrices, y en algunos puntos ennegrecido con costras de sangre seca.</p> <p>—Nosotros somos el León, él no —dijo Ash con brusquedad—. De acuerdo: por lo que puedo deducir de los informes de bajas de la Faris, las legiones que venían desde Marsella sufrieron un cuarenta por ciento de pérdidas luchando contra los señores del sur de Francia, y las legiones que trajo de Genova perdieron el cincuenta por ciento de sus efectivos a manos de los suizos. La mayor parte de sus legiones están ya fusionadas. Lo mismo se aplica al Languedoc. Las legiones de Francia sufrieron pérdidas, la mayor parte de las alemanas no.</p> <p>—¿El cincuenta por ciento? —Thomas Rochester parpadeó.</p> <p>—Diría que para cuando llegó a Auxonne, no contaba con mucho más de dos legiones y media en total. Quince mil hombres. Allí sufrieron otro veinticinco por ciento de bajas, algunas de nuestra mano. —Ash sacudió la cabeza—. No le preocupa cuántos hombres pierda... Esa legión y media de ahí afuera es la Legio XIV Utica en buena forma, y los restos de la XX Solunto y la XXI Selinunte unidas a los despojos de la VI Leptis Parva. Casi siete mil hombres. Price, dile a tus chicos que lo han deducido a la perfección.</p> <p>La mayor parte de los hombres de armas sonrieron. John Price se limitó a murmurar un pequeño agradecimiento.</p> <p>—Aparte de eso... está el despliegue francés y la Legio XVII Lixus acantonada en Sicilia, que protege la base naval y hace que toda la parte oeste del Mediterráneo sea cartaginesa. A esas tropas no va a moverlas. Esa era la situación hacia mediados de agosto. Trajo una segunda oleada poco después de que Luis XI y Federico III se rindieran. Tiene otra legión adicional en el centro de Italia para que el abad Muthari pueda sentar su culo en la Sede Vacante: la XVI Elissa.</p> <p>—¿Esos? Unos chalados peligrosos, jefa —comentó Giovanni Petro—. Ya me los he encontrado antes, en Alejandría.</p> <p>Ash asintió para mostrar su acuerdo.</p> <p>—Dos legiones más en el norte de Italia, alrededor de Venecia y Pescara, vigilando al Turco y a su flota. Otras dos para reforzar Basilea e Innsbruck: supongo que desde ahí controlan los cantones. Y otras dos para mantener el orden en el Sacro Imperio Romano: una está estacionada en Aquisgrán, con Daniel de Quesada, pero la otra ha recibido órdenes de marchar hacia Viena, ya debería de estar allí a estas alturas. Y además, otras tres legiones fueron enviadas para reforzar a la Faris.</p> <p>—Mierda. ¿Tres? —preguntó Robert Anselm.</p> <p>Ash revolvió los papeles y al final hizo que Rickard le leyera una de las listas en voz baja.</p> <p>—... la V Alalia, la IX Himera y la XXII Rusucurru. Les ordenó que rodearan Dijon, se abrieran paso hacia el norte a través de Lorena y ocuparan Flandes. Están en la zona de Amberes y Gante. Son las que confiamos que estén siendo machacadas por todas partes por el ejército de Margarita de Borgoña.</p> <p>Antonio Angelotti besó su medalla de Santa Bárbara.</p> <p>—Dios nos conceda esa gracia. Me pregunto cuántos cañones tienen.</p> <p>—Rickard tiene una lista de artillería por alguna parte... —Ash se enderezó delante de los mapas—. Sus pérdidas globales en la primera oleada de la invasión se elevan a casi siete legiones. De treinta, en total. Eso es menos del veinticinco por ciento, lo cual resulta —aquí repitió el tono impersonal de la <i>machina rei militaris</i>— aceptable. Su problema es que está perdiendo a muchos soldados tratando de entrar en Dijon cuanto antes.</p> <p>—Mirad esto. —Angelotti, repasando los papeles con tanta velocidad como el padre Faversham o el padre Paston, puso su dedo al azar en el mapa y después lo trasladó a Cartago—. Gelimer conserva dos legiones más en Cartago, pero no tiene intenciones de moverlas con la flota turca aún intacta, pese a controlar Sicilia y el Mediterráneo occidental.</p> <p>Ash se echó a un lado mientras Robert Anselm se inclinaba sobre la tabla y se rascaba sin darse cuenta las enrojecidas picaduras de pulga. Después resiguió con su dedo chato e incrustado de polvo la costa de África del Norte.</p> <p>—Egipto, esa es la espina atravesada en el cuello de Gelimer —gruñó—. ¡Mirad eso! Tiene tres legiones enteras en Egipto, frescas, y no puede moverlas. No, a no ser que quiera que los turcos crucen el Sinaí más rápido de lo que se tarda en decir «la madre que lo parió». Pero las necesita en Europa como sea, porque si todo esto es cierto, está demasiado disperso... ni siquiera puede reforzar el sur de Francia.</p> <p>Angelotti recalcó:</p> <p>—No te emociones, ahora mismo la Faris cree que puede mantener a tres legiones combatiendo en Flandes. Siempre puede traer esos hombres al sur, hasta aquí. Si lanza esas tres legiones contra la ciudad, caerá de inmediato.</p> <p>—Tal vez. Tendría que dejar de usar los puertos franceses y sajones para alimentarlos. Prueba a reabastecerte con barcazas fluviales.</p> <p>—Depende de si el Rin o el Danubio están congelados.</p> <p>—Esa es otra de las razones por las que no pueden desprenderse de Egipto. Ahora que Iberia está siendo cubierta por la oscuridad necesitan obtener grano de alguna parte...</p> <p>Ash, interrumpiéndoles con seriedad, añadió:</p> <p>—Del rey Luis no se oye ni pío, ni tampoco de sus nobles, lo que es mucho más destacable. E incluso los electores acatan la rendición del Emperador en las Germanias. Creo que eso es lo que ha pasado en Venecia, Florencia y Milán, y también con los suizos. No se atreven a moverse, y no saben que los visigodos se han estirado bastante más de la cuenta.</p> <p>Una mirada circuló entre Anselm, Angelotti y Rochester.</p> <p>Geraint ab Mergan arrojó el trozo de papel que había estado tratando de descifrar, acompañando su gesto con una mirada de disgusto dirigida a Richard Faversham.</p> <p>—¡En esto hay demasiados clérigos, joder! No era mi intención ofenderos, Padre. Jefa, ¿cómo sabéis que lo que os cuenta vuestra voz demoníaca de todo esto es cierto? ¿Cómo sabemos que no tienen unas cuantas legiones más escondidas por ahí?</p> <p>Otros rostros se volvieron hacia ella al oír aquello, los de los antiguos sargentos de Geraint que ahora lo eran de Ludmilla: Savaric y Folquet, Bieiris, Guillelma y Alienor. John Price, John Burren. Henry Wrattan interrumpió la conversación en voz baja que mantenía con Giovanni Petro.</p> <p>—Ya no es una voz demoníaca —dijo Ash—. Es el padre Godfrey.</p> <p>Hubo un momento de duda. ¿Debería explicarlo todo, examinar los rumores que habían circulado por la compañía en las últimas cuarenta y ocho horas, retroceder en su memoria hasta el hundimiento de Cartago? Dos o tres hombres se santiguaron. La mayoría de los demás se llevaron a los labios cruces de espino o medallas de santos.</p> <p>—Bueno, en fin —sonrió Jan-Jacob Clovet, mostrando sus dientes amarillos y negros—. El padre Godfrey siempre logró tener un servicio de inteligencia muy bueno, joder. No veo por qué eso habría de cambiar solo porque haya muerto.</p> <p>Unas disimuladas carcajadas recorrieron la sala. Henri van Veen musitó algo a Tyrrell, que le sacudió el brazo y dijo con jolgorio: «¡cabronazo!». John Price y Jean el Bretón bebieron de un odre que se habían sacado de la manga con la facilidad que da la práctica.</p> <p>Thomas Rochester tomó en su mano un puñado de papeles ilustrativos.</p> <p>—¿Vamos a dar esta información a los borgoñones, jefa?</p> <p>—He pedido a Digorie que prepare una copia para el <i>sieur</i> de la Marche. Todavía no hemos roto una <i>condotta</i><a data-bs-toggle="modal" data-bs-target="#notesModal" type="note" href="#nota56">[56]</a>...</p> <p>Esperó, paseando la mirada por los rostros sucios y alineados, para ver si alguien decía: «siempre hay una primera vez».</p> <p>—¡Hemos protegido esa puta muralla norte! —murmuró Campin de nuevo—. He perdido a demasiados de mis hombres bajo el fuego griego, jefa. Aunque desde luego también esos mariquitas de los borgoñones...</p> <p>—Sé que pensáis que no podremos salir de aquí con vos, jefa, pero ¿cómo lo haremos si todavía nos dirigimos a Inglaterra? —Euen Huw se inclinó por encima de la mesa y la expresión de su rostro quedó oculta mientras estudiaba el mapa abocetado—. No van a trasladar esas legiones del norte al otro lado del canal mientras la duquesa Margarita todavía esté combatiendo. Digamos que no vamos al norte ni al este, supongamos que regresamos al oeste y después a las tierras de Luis. ¿A Calais, tal vez?</p> <p>—¿Bajo la oscuridad? ¿Cuando aún necesitamos comer? —Ash puso un dedo en el mapa—. Incluso si lo intentáramos... En un primer momento, allá en julio, la Faris estacionó tres legiones aquí, en San Nazario, pero se han trasladado hacia el norte por el valle del Loira. La II Oea y la XVIII Rusicade están ocupando París. No podremos llegar a Calais si se empeñan en detenernos... En cuanto al extremo occidental, la Legio IV Girba está situada aquí, en Bayona, ya sea para enviarla por la costa oeste de los territorios del rey francés o para ser devuelta a Iberia si el descontento de esas tierras va a peor. No esperaban que la oscuridad cubriera la mitad de Iberia, y eso está mandando a la mierda su logística. Esa es la legión que podría enviar al oeste.</p> <p>—¿Y lo ha hecho?</p> <p>—¡Jesús, Euen, cómo cojones crees que lo sé! Informa a Cartago cada puñetero día. —Ash respiró hondo—. Godfrey me ha estado repitiendo sus informes de situación de las últimas tres semanas. No creo que haya ordenado a la IV Girba que se mueva.</p> <p>Se detuvo y estiró el cuerpo dentro de la armadura milanesa, en la que aún no se sentía cómoda. Trataba de readaptar sus músculos y equilibrarse a un nivel subconsciente, porque solo faltaban unas pocas horas para el amanecer.</p> <p>—No es probable —dijo por último—, no con esos enormes problemas de logística. Pero... si fuera lo bastante estúpida como para enviar la orden y no informara de la misma a Cartago, no nos enteraríamos.</p> <p>—Entonces, si vamos al oeste, nos toparemos con las legiones. —Ahora descaradamente, Geraint ab Morgan se abrió paso junto a Euen Huw y preguntó:— ¿Qué tal si regresamos al sur, jefa, a Marsella? Sé que fue un infierno, pero podríamos conseguir un barco, salir del Mediterráneo y navegar hacia el norte por la costa occidental de Iberia...</p> <p>—Por el amor de Dios, no, Geraint. ¡Si crees que voy a pasarme quinientas millas viendo cómo vomitas por la barandilla del barco...!</p> <p>Hubo un vendaval de risas. Simón Tydder, que se encontraba detrás de Rickard, soltó una carcajada que acabó convertida en un chillido, lo que a su vez volvió a provocar la rechifla y las risitas de los demás.</p> <p>—Si no estamos pensando en fugarnos hacia Inglaterra, jefa, ¿para qué queremos esta tregua?</p> <p>Ash le lanzó una mirada de reproche.</p> <p>—Derrotar al enemigo sería un buen comienzo.</p> <p>—Pero, jefa...</p> <p>—¡No nos están tirando rocas encima por diversión, Tydder! Hemos firmado con Borgoña, esa gente de ahí fuera es el enemigo. Mirad, esas legiones me importan un carajo, salvo porque la Faris está muy segura sentada en medio de ellas.</p> <p>—Dios, necesitamos apoyo —suspiró Adriaen Campin.</p> <p>—Tal vez pudiéramos pedir ayuda a los turcos —sugirió Florian, que había permanecido callada mientras comprobaba las quemaduras de Ludmilla, los vendajes de Angelotti y el surtido de heridas menores del resto de caballeros y sargentos. Dejó caer su sucia mano sobre la mesa—. ¿Cómo están las cosas en el este?</p> <p>Anselm consultó las anotaciones del mapa.</p> <p>—Precarias, si el padre Godfrey está en lo cierto. La Faris está tratando de controlar las Germanias con solo un par de legiones.</p> <p>—¿Y entonces...?</p> <p>—Si tuviéramos huevos, podríamos hacer huevos con jamón. Si tuviéramos jamón.</p> <p>Geraint ab Morgan resopló.</p> <p>—Nunca pensé que diría esto, pero Inglaterra tiene cada vez mejor aspecto.</p> <p>Katherine Hammell, aún moviéndose con rigidez por la herida recibida en Cartago, miró de lado a Ludmilla Rostovnaya.</p> <p>—¿Y qué hay de tu gente, Lud? Podríamos probar las tierras rusas. ¿Qué tal nos iría en San Petersburgo? ¿Hay buenas guerras por ahí?</p> <p>La comandante de los arqueros frunció el ceño.</p> <p>—Continuamente. Pero hace demasiado frío para mí. ¿Por qué crees que me vine aquí?</p> <p>—Ahora hace frío en todas partes.</p> <p>—Ya. Puta zorra caratrapo. ¿Por qué tiene que llevar consigo su maldito clima?</p> <p>Ash permitió que la discusión prosiguiera mientras aparentaba estudiar el mapa. En realidad analizaba el mapa de los rostros, claroscuros a la luz de las llamas.</p> <p>—Por el momento estamos aquí —dijo por último, sin entonación— y mantendremos informados a los borgoñones de todo esto. Para empezar, porque nuestro contrato nos obliga a hacerlo. —<i>Las Máquinas Salvajes no pensarán que me lo voy a guardar para mí, ¿verdad?</i>—. Y por otro, ¿quién va a saber que se lo hemos contado nosotros? —Ash lanzó una breve sonrisa a sus hombres—. Como mucho no será más que otro rumor en medio de toda la confusión, ¿no es así?</p> <p>—Oh, sí, jefa. —Euen Huw puso cara de beato—. Podéis confiar en nosotros.</p> <p>Morgan gruñó:</p> <p>—Después de lo de Basilea tenemos fama de romper contratos, ¿importa todavía?</p> <p>—Sí.</p> <p>Los ojos de Morgan rehuyeron los suyos. Lo que era más importante, Ash hizo que su fría mirada paseara por los rostros de los hombres que estaban cerca de él (Campin, Raimon, Savaric) para ver si contaba con algún apoyo.</p> <p>—A la mierda, ya piensan que somos perjuros —murmuró Morgan.</p> <p>—No discutiré contigo ahora, pero no lo somos, somos profesionales.</p> <p>El galés dijo:</p> <p>—¡Que se jodan esos borgoñones! ¿A quién le importa?</p> <p>—Tiene su parte de razón, <i>madonna —dijo</i> Angelotti. Ash le observó con asombro—. A la mierda los borgoñones. ¿Por qué es responsabilidad nuestra matar a la Faris?</p> <p>No hubo ni un parpadeo en las expresiones de ambos, ya fuera de agradecimiento por sacar a la luz la pregunta o siquiera reconociendo que era precisamente eso lo que había sucedido.</p> <p>—Necesitamos hacer un análisis de toda esta información —dijo Ash, mientras un paje le traía una banqueta y ella ocupaba su lugar detrás de la mesa de caballete—. Vamos a repasar todo esto en detalle. Quiero saber si alguno ha luchado antes contra cualquiera de estas legiones, qué sabéis sobre ellas, cómo son sus comandantes, cualquier cosa. Quiero estar al corriente si alguien tiene sugerencias o ideas. Pero primero os daré la respuesta a vuestra pregunta.</p> <p>Geraint ab Morgan se apoyó en el borde de la mesa.</p> <p>—¿Y es...? —inquirió. Ash le miró con calma.</p> <p>—Y es que, por mucho que gritemos «que se jodan los borgoñones», seguiríamos detrás de estas murallas tratando de hallar un modo de matar a mi hermana. Porque, ¿dónde sugieres que vayamos, Geraint? Cuando las Máquinas Salvajes destruyan el mundo, no nos ayudará estar en Inglaterra, no nos ayudará lo más mínimo.</p> <p style="page-break-before: always; line-height: 0%"> </p> <title style="margin-bottom: 2em; page-break-before: avoid; margin-top: 15%"> <p>Capítulo 15</p></h3> <p>Cuando al fin concluyeron las idas y venidas de interminables mensajes, Ash descubrió que aquella larga noche de noviembre casi había llegado a su fin. El reloj de torre de Dijon había tocado laudes<a data-bs-toggle="modal" data-bs-target="#notesModal" type="note" href="#nota57">[57]</a>hacía tres horas, y el oficio de primas<a data-bs-toggle="modal" data-bs-target="#notesModal" type="note" href="#nota58">[58]</a>estaba a punto de comenzar. La falta de sueño se dejaba notar en sus ojos.</p> <p>Avanzando a zancadas por las frías calles de Dijon, se dijo a sí misma: <i>¡vamos, muchacha, piensa! Puede que no tengas mucho tiempo. ¿Hay algo más?</i></p> <p>Susurró para sí:</p> <p>—¿Posición actual del comandante general de las fuerzas godas?</p> <p>En su cabeza, la machina rei militaris dijo con la voz de Godfrey: <i>Campamento del asedio de Dijon, cuadrante noroeste, cuatro horas después de la medianoche; ni hay nuevos informes</i>.</p> <p>Nada estorbaba aún a esa voz interior.</p> <p><i>¿Por qué no? ¿Es por la Faris, porque las Máquinas Salvajes no quieren asustarla? ¿O por otra cosa?</i></p> <p>El escribano de de la Marche se esforzó por mantener su ritmo mientras marchaban entre casas de piedra achaparradas con profundos umbrales sombríos, bajo la mugre de las serpenteantes calles. La luz se derramaba desde el cielo gris previo al alba. Había hombres y mujeres, con los niños acurrucados junto a ellos, que dormían apiñados contra los muros y las puertas de roble reforzadas con hierro. Los caballos y las mulas de carga relinchaban, atados con cuerdas en el exterior de los establos que habían tenido que ceder a los refugiados.</p> <p>—Lo tenemos todo —jadeó el escriba. El bote de tinta saltaba de un lado a otro, anudado a su cinto, y su capa de lana mostraba manchas negras por los anteriores intentos de detenerse y apuntar algo. Tenía el rostro demacrado por la falta de sueño—. Capitana, informaré al representante del Duque... Las posiciones de sus fuerzas...</p> <p>—Decidle que no espere que pueda hacer esto de nuevo. No ahora que saben que sus comunicaciones están intervenidas.</p> <p>La campana de una iglesia repicó a unas pocas calles de distancia. Todos (Ash, el escribano, su escolta) se detuvieron a la vez y escucharon. Ash soltó un suspiro de alivio. Era la llamada normal a misa, no las lentas campanadas fúnebres.</p> <p>—Dios proteja al Duque —murmuró el escribano.</p> <p>—Id a informar a de la Marche —ordenó Ash mientras echaba de nuevo a andar. Las suelas de sus botas resbalaban sobre los desperdicios congelados del suelo. Los edificios, inclinados hacia la calle, tapaban prácticamente toda la luz del amanecer. Thomas Rochester se puso al frente de su lanía con una antorcha de brea.</p> <p>Siervos y villanos que habían acudido a la ciudad en busca de refugio comenzaron a despertar y se apartaron de su camino. Uno o dos reconocieron la bandera y Ash oyó cómo un grito de «¡heroína de Cartago!» flotaba en el frío aire.</p> <p>Rochester dijo:</p> <p>—¿Estáis segura de que esto es buena idea, jefa?</p> <p>—Está tirado —respondió Ash entre los gruñidos que le provocaba trotar por las calles de Dijon enfundada en una armadura completa a la que ya no estaba acostumbrada—. El Duque está en las últimas, vamos a adentrarnos en el campamento enemigo bajo una supuesta tregua, y tienen todas las razones posibles para matarnos a primera vista... ¡Por supuesto que sí, Thomas, es una idea brillante!</p> <p>—Ah, bien. Me alegro de que hayáis dicho eso, jefa. De lo contrario, tal vez hubiera empezado a preocuparme.</p> <p>—Tú preocúpate lo suficiente para estar alerta —dijo Ash con ironía—, y pregúntate si preferirán tener viva o muerta a la «heroína de Cartago», que además es hermana bastarda de la Faris.</p> <p>El moreno inglés, a la cabeza de la escolta, le dirigió una sonrisa absolutamente despreocupada.</p> <p>—¿Podéis oír lo que ella le cuenta en secreto a su máquina de guerra? ¡Apuesto a que echan mano de las ballestas en cuanto estemos a tiro! Yo no me arriesgaría, jefa. ¿Por qué presuponer que son más estúpidos que yo?</p> <p>—Eso sería casi imposible.</p> <p>Thomas Rochester y los hombres que tenía detrás se rieron a carcajadas.</p> <p>—La Faris no me matará. Todavía. —<i>Eso espero, no cuando soy la única persona aparte de ella que oye a las Máquinas Salvajes</i>.</p> <p><i>Aunque claro, puede que ella no le dé a eso tanta importancia como yo</i>.</p> <p>Comprobó que Rochester era consciente de la posibilidad de que él mismo muriera, y no le preocupaba más de lo que era habitual antes de salir al campo de batalla. Pensó: <i>es lo más duro del mundo, dar órdenes que supondrán la muerte de otras personas</i>.</p> <p>—La Faris quiere hablar conmigo —dijo Ash—. Así que míralo por el lado bueno. Lo más probable es que no nos mate hasta que haya terminado de hablar.</p> <p>—Eso es bueno, jefa —dijo uno de los sargentos de Rochester, un hombre de armas inglés que cargaba con la enseña personal de Ash—. ¡Vos podéis hablar hasta por los codos...!</p> <p>Llevaba la armadura atada, abrochada y sujeta alrededor del cuerpo, y eso le proporcionaba la familiar sensación de invulnerabilidad. Comenzaba a moverse con ella como si nunca la hubiera perdido. Se había atado la vaina a la pierna con una correa de cuero, de modo que pudiera desenfundar la espada con una sola mano si era necesario. Uno de los miembros de la lanza de Rochester portaba su hacha.</p> <p>Un soplo frío le acarició la garganta.</p> <p>—Bonita indumentaria. —Dio un golpecito con los nudillos de sus guanteletes en la coraza del sargento. Los veinte hombres de Rochester se habían procurado armaduras, y para ello habían tenido que coger prestado de otros hombres cualquier cosa que les quedara bien.</p> <p>—Queremos mostrar a los caratrapos lo que tenemos —gruñó el sargento.</p> <p>Al caminar entre ellos, rodeada por hombres casi siempre más altos que ella y todos vestidos con armadura, Ash sintió una sensación falsa de absoluta seguridad. Sonrió para sí misma y sacudió la cabeza.</p> <p>—Todo este metal, y para qué. Un pequeño palurdo cuela una punta afilada por el espaldar y... No importa, muchachos. ¿Llevamos todos nuestras bragas<a data-bs-toggle="modal" data-bs-target="#notesModal" type="note" href="#nota59">[59]</a>de malla?</p> <p>—No planeamos darles la espalda —bufó Rochester.</p> <p>La atmósfera de expectación resultaba electrizante; un entusiasmo nacido de la certeza del riesgo. Ash se descubrió avanzando enérgica a través de la estrecha plaza que conducía a la surtida norte. Las ratas negras y un perro abandonado se escabulleron en las sombras ante el tintineo de las armaduras.</p> <p>—Godfrey, ¿ha vuelto a hablar con el gólem de piedra?</p> <p>Esta vez la voz de Godfrey Maximillian sonó suave en el interior de su cabeza.</p> <p><i>Solo una vez. No hace caso a Cartago; sus palabras a la machina rei militaris son cada vez más desesperadas. Solo le ha preguntado si tú hablas con ella... Dónde estás, qué están haciendo tus hombres, si va a haber un ataque</i>.</p> <p>—¿Y qué le responde... qué le respondes tú?</p> <p><i>Nada, salvo lo que debo, lo que puedo saber por las palabras que me llegan de ti. Que te diriges hacia ella. En cuanto al resto, no sé nada; no has indicado a la machina cuáles son tus fuerzas, ni has pedido tácticas</i>.</p> <p>—Así es, y voy a seguir por ese camino.</p> <p>Habló en voz baja, consciente de que los hombres situados cerca de ella podrían oírla por encima del clamor de las armaduras y las vainas.</p> <p>—¿Y las Máquinas Salvajes?</p> <p><i>Guardan silencio. Tal vez su intención es que ella piense que no son más que un sueño, un error, un cuento</i>.</p> <p style="text-align: center; font-size: 110%; text-indent: 0em; margin-top: 1.5em; margin-bottom: 1.5em; ">★ ★ ★</p> <p>La bandera personal de Ash colgaba del asta desnuda, y la fría brisa no bastaba para hacer ondear la tela azul y dorada, pero las tropas borgoñonas de la surtida la reconocieron y se adelantaron con sus propias antorchas.</p> <p>—<i>Madonna</i>. —Antonio Angelotti avanzó desde la penumbra de la muralla. El ruido delató un grupo de mozos de cuadra y sus bestias situados detrás de él—. He conseguido caballos.</p> <p>Ash revisó los caballos de monta, la mayoría en malas condiciones por culpa del prolongado asedio. Se les podía contar las costillas a simple vista.</p> <p>—Bien hecho, Angeli.</p> <p>Mientras Rochester confirmaba el santo y seña, Ash permaneció silenciosa y se rodeó el extremo de los codales con las manos, los ojos fijos en el cielo oriental. Las nubes grises clareaban por encima de los tejados caídos y de los merlones de las murallas en lo alto. Uno de los edificios más cercanos, una casa gremial, aún humeaba ennegrecido y consumido, tras la alarma que había alertado a la mayoría de los borgoñones de ese barrio para combatir el fuego. Durante la noche el clima se había caldeado hasta pasar de la escarcha a una lluvia glacial; en esos momentos comenzaba a helar de nuevo.</p> <p>—¡Gracias a Dios por este mal tiempo!</p> <p>Angelotti asintió.</p> <p>—Si fuera verano, estaríamos asados y además apestaría.</p> <p>—Godfrey, ¿hay algún informe posterior sobre su posición?</p> <p><i>No me ha dicho dónde se encuentra desde laudes</i>.</p> <p>—Estamos haciendo una tontería, ¿verdad?</p> <p><i>Si esto solo fuera una guerra, chiquilla, no estarías haciéndolo. En ocho años he comprobado que eres temeraria, imprudente e intrépida, pero nunca he visto que malgastaras vidas</i>.</p> <p>Otro de los hombres de armas de Rochester la miró de reojo y ella le lanzó una sonrisa tranquilizadora.</p> <p>—La jefa está hablando con sus voces, eso es todo.</p> <p>El joven hombre de armas tenía el rostro macilento bajo la visera, pero le devolvió un saludo firme y eficaz.</p> <p>—Sí, jefa. Eh, jefa, ¿qué nos tienen preparado ahí fuera? ¿A qué deberíamos estar atentos?</p> <p><i>Solo Dios lo sabe. A unos diez mil visigodos, supongo</i>...</p> <p>—A esos arcos recurvados. No parecen gran cosa, pero son tan rápidos como un arco largo, a pesar de no tener la misma capacidad de penetración. Así que barbotes subidos y viseras bajadas.</p> <p>—¡Sí, jefa!</p> <p>—Ahora se sienten más seguros —comentó Angelotti en voz baja—. No es cuestión de armas, <i>madonna</i>, es por pura desproporción numérica.</p> <p>—Lo sé.</p> <p>El hilo de inquietud de su barriga se convirtió en una punzada de dolor.</p> <p>—Ese es el problema de las armaduras —dijo con aire distraído—. Estás encajada dentro. No puedes ir a cagar rápidamente cuando lo necesitas.</p> <p><i>Ah, disentería, la excusa del guerrero</i>.</p> <p>—¡Godfrey! —farfulló Ash, horrorizada y divertida.</p> <p><i>Muchacha, ¿es que te has olvidado? Te he seguido por los campamentos militares durante ocho años. He oficiado en el tren de equipajes. Sé quién hace la colada tras una batalla. Ante las lavanderas no puedes ocultar nada. El coraje es marrón</i>.</p> <p>—Para ser un sacerdote, Godfrey, eres un hombre muy desagradable.</p> <p><i>Si todavía fuera un hombre, estaría a tu lado</i>.</p> <p>Aquello la hizo estremecer, no por el cálido sentimiento de camaradería, sino por la aguda lástima que sentía por él.</p> <p>—Iré a por ti. Pero primero, esto. —Alzó la voz:— ¡de acuerdo, manos a la obra!</p> <p>Las unidades de hombres armados se adentraron en la puerta, más parecida a un túnel, que discurría bajo una de las torres de vigilancia de Dijon. Entonces el sargento de Thomas Rochester se inclinó y murmuró a su oído, por encima del ruido:</p> <p>—¿Qué os dice?</p> <p>—¿Qué me dice quién?</p> <p>El inglés parecía incómodo.</p> <p>—Él. Vuestra voz. San Godfrey. ¿Contamos con la gracia de Dios en esta misión?</p> <p>—Sí —replicó Ash, de manera automática y con absoluta convicción, mientras su mente exclamaba: <i>¡san Godfrey!</i>, con una sensación situada entre el asombro y un horrorizado regocijo. <i>Supongo que era inevitable</i>...</p> <p>—¿Movimientos de tropas, campamento visigodo, sección centro norte?</p> <p><i>No se ha informado de movimientos</i>.</p> <p><i>Y eso no significa una mierda</i>, pensó Ash con gravedad mientras escuchaba el eco que levantaban las botas sobre la cruda mampostería de los muros de la surtida y oía en su alma la invasión de un antiguo murmullo inhumano. <i>A estas alturas ella tampoco está hablando con el gólem de piedra</i>.</p> <p>Los palafreneros del León hicieron avanzar a los caballos. La nueva montura de Ash era un capón de un tono amarillento situado entre castaño y bayo, con las puntas apenas lo bastante oscuras como para poder distinguirlas; Orgueil había vuelto a manos de Anselm. Montó. Angelotti, junto a ella, tiró de las riendas de su propio caballo castaño y flaco de cuartillas blancas, protegiendo todavía su brazo herido. Ash logró detectar el volumen de los vendajes de tela bajo las correas de sus brazales y su <i>gambaj</i>.</p> <p>Por delante, los soldados borgoñones bajaron las barras de hierro de la puerta con la mayor rapidez posible e hicieron que ella y sus hombres la cruzaran a una velocidad nada decorosa. Las poternas se cerraron de golpe detrás de ellos. Cuando salieron al descubierto Ash alzó la mirada, pero el yelmo y el barbote le impidieron inclinar el cuello lo suficiente para ver la parte superior de la muralla y los arqueros y arcabuceros que confiaba estarían allí.</p> <p>La elevada silla la mantenía muy erguida, con las piernas extendidas casi por completo. Balanceó su peso mientras avanzaban bajo la luz grisácea, ansiosa de atravesar el inseguro terreno en pendiente situado delante de las murallas. Uno de los hombres de armas a pie que iba junto a ella gruñó y apartó un abrojo del camino con una diestra patada.</p> <p>Una rápida mirada al este reveló las murallas de la ciudad de Dijon surgiendo de entre la blanquecina niebla, y a sus pies el foso, lleno hasta los tres cuartos por los fardos de leña arrojados allí por las tropas asaltantes. Más allá de la tierra requemada, las trincheras y las hileras de manteletes cubrían el terreno situado entre ellos y el campamento principal de los visigodos.</p> <p>—De acuerdo, avancemos.</p> <p>Una vez alejados de la surtida, el sargento de Rochester alzó la enseña persona, de Ash.</p> <p>—¡Ash!</p> <p>El grito provenía de los muros de arriba, un profundo rugido de voces que se rompió para entonar gritos de «¡heroína de Cartago!» y «¡señora capitana!», y que terminó en una alegre algarabía extremadamente sonora a esas tempranas horas de la mañana. Ash hizo girar al capón y se inclinó hacia atrás en la silla para mirar arriba.</p> <p>Los hombres cantaban: «¡caracortada! ¡Caracortada!».</p> <p>Las almenas estaban erizadas de soldados, cada tronera llena a rebosar; los hombres se subían a los merlones y los adolescentes se dejaban colgar de los matacanes de madera. Ash alzó la mano, con el guantelete entorpecido por el gélido rocío matinal. El alegre sonido se alzó de nuevo: ronco, temerario e irrespetuoso, el mismo ruido que los hombres hacían antes de situarse en la línea de combate con una confianza irracional.</p> <p>—¡Patéale el culo a esa zorra! —aulló la voz de contralto de una mujer.</p> <p>—Ahí lo tenéis, <i>madonna —dijo</i> Antonio Angelotti, que iba al lado de Ash—. Tenemos el consejo del doctor.</p> <p>Ash saludó a Floria del Guiz, cuyo pequeño rostro apenas resultaba visible sobre las altas murallas. Junto a ella había un apelotonamiento de tabardos con la librea del León que constituían una parte considerable de la multitud.</p> <p>—No pueden mantener un secreto durante una miserable noche. —Ash dio la vuelta al capón—. Aunque en el fondo da igual, tal vez necesitemos a alguien que nos saque el culo del fuego.</p> <p>Por delante, al este del río, los bancos de niebla se demoraban entre las tiendas y barracones de los visigodos, sobre sus cabañas de techo de hierba. Unas gotitas de agua iluminaban los vientos de las tiendas y los ronzales de los caballos bajo el débil sol naciente, y el gélido viento agitó la solapa de una tienda, mostrando su interior.</p> <p>Una larga y oscura hilera de hombres de armas visigodos aguardaba a lo largo de la empalizada. Un tenue grito brotó en la distancia.</p> <p><i>Hay cosas valientes y cosas estúpidas</i>, reflexionó Ash. <i>Esto es estúpido. Es imposible que nos permitan salir de aquí</i>.</p> <p>Dio un golpecito con la larga espuela de rodaja, apenas rozando la ijada del caballo. Este avanzó con paso lento. No era un caballo de guerra.</p> <p><i>No</i>, pensó Ash mientras se protegía la vista de los primeros rayos de sol, <i>no es estúpido. ¿Qué le dije a Roberto? «No pierdas de vista el objetivo de la misión». No estoy aquí para combatir al ejército visigodo</i>.</p> <p>Débilmente, el clamor de las Máquinas Salvajes comenzó a elevarse de nuevo en su alma compartida. Nada inteligible para un cerebro humano.</p> <p><i>¿También ella lo escucha?</i></p> <p><i>Ni siquiera estoy aquí para salir con vida de su campamento, si surge la oportunidad de eliminar a la Faris</i>.</p> <p><i>De todos modos, ¿qué sé yo de hermanas?</i></p> <p>—No tiene buena pinta, jefa —dijo Thomas Rochester en voz baja.</p> <p>—Ya conocéis mis órdenes. Si somos atacados y tenéis cerca a la Faris, matadla. Ya nos preocuparemos por escapar después de que haya caído. Si nos atacan y la Faris no está presente, armamos ruido. Dirigíos a la puerta noroeste, justo detrás de nosotros. Que el jaleo de la retirada sea fuerte y claro, y recemos porque algún borgoñón nos ayude. ¿Lo has pillado?</p> <p>Echó una mirada al inglés, cuyo rostro mal afeitado resultaba visible entre visera y barbote. Su expresión era alerta, y las arrugas de preocupación demostraban que comprendía con claridad que podían acabar muertos antes de que terminara la mañana. No obstante, su respuesta fue inesperadamente alegre:</p> <p>—Lo he pillado, jefa.</p> <p>—Pero si parece un suicidio manifiesto del que no vamos a sacar nada, no atacamos: esperamos.</p> <p>Antonio Angelotti se giró en su silla y señaló hacia la bruma matutina.</p> <p>—Ahí vienen.</p> <p>Sonó el prolongado toque de trompeta de la tregua. A quinientos metros de distancia se elevaron las banderas blancas.</p> <p>—Adelante —dijo Ash.</p> <p>Rochester y su escolta se situaron en formación y avanzaron.</p> <p>Ash se dio cuenta de cómo la rodeaban caballeros e infantes, no de manera protectora sino con orgullo, como si señalaran su propia eficiencia como guardias. Eran hombres que no iban a mostrar su miedo.</p> <p>Se meció con suavidad al ritmo del caballo castrado, cabalgando entre las tiendas y estudiando a los soldados visigodos desde lo alto de la silla. Ahora no era una chica descalza apresada en Cartago, ni una mujer solitaria caminando a través de su campamento, sino una capitana rodeada por hombres bien armados a los que, para bien o para mal, tenía la responsabilidad de ordenarles luchar y vivir o morir.</p> <p>La Faris, iluminada por la suave luz de color amarillo limón del amanecer, salió hasta la tierra batida. Llevaba armadura, pero no casco. A cincuenta metros de distancia no había posibilidad de interpretar su expresión.</p> <p><i>Podría matarla ahora mismo, si lograra llegar hasta ella</i>.</p> <p>Compañías de la XIV Utica se alinearon a ambos lados del recorrido por el campamento; hombres con cota de malla y túnicas blancas, que resultaban oscuras con tan poca luz. El sol destellaba en las puntas con forma de hoja de sus lanzas. Ash calculó que serían entre dos mil y dos mil quinientos soldados, y todos los ojos estaban posados sobre ella y sus hombres.</p> <p>—Dios os maldiga —dijo Ash en voz baja—. ¡A la mierda Cartago! Una voz en su cabeza, que correspondía tanto a la <i>machina rei militaris</i> como a Godfrey Maximillian, dijo:</p> <p><i>Antes de tomarte venganza, ve a cavar tu propia tumba</i>.</p> <p>Una sonrisa tensó sus labios, pero no llegó a afectar a esa furia contenida y bajo control que no pensaba dejar entrever.</p> <p>—Ya. Nunca estuve segura de qué querías decir con ese refrán.</p> <p><i>Significa que ninguna venganza merece tanta furia y tanto odio. Podrías perder tu propia vida en el intento</i>.</p> <p>Sintió el balanceo de las caderas mientras cabalgaba y colocó una mano en el faldar de la armadura, por encima del vientre. Un helado estremecimiento recorrió su cuerpo y un recuerdo atravesó su mente: el olor de la sangre en una celda tan fría como aquella gélida mañana. Tomó conciencia del cortante filo de la espada que llevaba en la vaina, del equilibrado peso del metal en su muslo.</p> <p>—Te daré otra versión sobre tu proverbio —murmuró—. Significa que el único modo por el que puedes estar seguro de alcanzar la venganza es darte ya por muerto. Porque no hay defensa posible contra un atacante que no tenga miedo de morir. Así, «antes de tomarte venganza, ve a cavar tu propia tumba».</p> <p><i>Asegúrate bien de estar en lo cierto, chiquilla</i>.</p> <p>—Oh, no estoy segura de nada. Por eso tengo que hablar con esta mujer.</p> <p>Angelotti, en voz baja, dijo:</p> <p>—¿Les habéis perdonado lo del hijo de lord Fernando? Carracci, Dickon, los que murieron en la casa Leofrico... eso son cosas de la guerra. ¿Pero les habéis perdonado lo de vuestro hijo?</p> <p>—Todavía no tenía alma. Isobel solía perder dos de cada tres cuando vivía con ella en los carromatos. Cada año, con tanta precisión como un reloj. —Ash se esforzó por ver con claridad bajo la luz, cada vez más intensa ante la retirada de la bruma—. Me pregunto si Fernando también estará muerto.</p> <p>—¿Quién puede saberlo?</p> <p>—Lo que no voy a perdonarle es que no haya pensado en esto hace años. Ha sabido desde siempre que estaba escuchando a una máquina. ¡Dulce Cristo Verde! ¿Y se limita a seguirla ciegamente, nunca se ha planteado el porqué de esta guerra?</p> <p>Angelotti sonrió con enigmática serenidad.</p> <p>—<i>Madonna</i>, cuando me desatasteis de una cureña a las afueras de Milán y me dijisteis: «únete a mi compañía porque oigo al León que me dice que gane batallas», yo podría haber respondido prácticamente lo mismo. ¿Alguna vez le preguntasteis al León el porqué de una guerra en particular?</p> <p>—Nunca pedí al León que me dijera qué batallas debía luchar —gruñó Ash—. Solo le preguntaba cómo ganarlas una vez estábamos en el campo. ¡Conseguirme el trabajo por anticipado no es asunto suyo!</p> <p>La pálida garganta de Angelotti asomó por debajo de su yelmo, donde se había quitado el barbote. Echó la cabeza atrás y rió. Varios de los visigodos con los que se cruzaban los miraron con curiosidad, y los escoltas de Rochester adoptaron la expresión de unos hombres que piensan: «es un artillero».</p> <p>—<i>¡Madonna</i> Ash, sois la mejor mujer del mundo! —Angelotti se puso serio, aunque sus ojos aún conservaban el brillo del afecto—. Y la más peligrosa. Gracias a Dios que sois nuestra comandante. Me estremezco al pensar qué hubiera ocurrido en caso contrario.</p> <p>—Bueno, pues para empezar aún estarías culo en alto sobre una cureña, y el mundo se habría librado de otro capitán de artillería loco...</p> <p>—Veré con qué artilleros visigodos puedo charlar durante la tregua. Mientras tanto, <i>madonna</i>... —los rizos dorados de Angelotti, aplastados por el bacinete, resultaban apagados y carentes de brillo en la húmeda y oscura mañana. Alzó el brazo, cubierto de acero, y señaló:— Allí, <i>madonna</i>, mirad. Allí es donde ella os espera.</p> <p>Avanzaron sobre sus monturas bajo el traqueteo de las vainas golpeando contra las armaduras. Ash observó que la visigoda se apartaba de sus comandantes y caminaba hasta un pequeño toldo erigido sobre un espacio despejado en medio del campamento. Una mesa, dos sillas floridamente ornamentadas y un sencillo toldo de tela, todo ello dispuesto en el centro de treinta metros de tierra desnuda. No había modo de ocultar nada, y todo lo que sucediera allí se haría en público.</p> <p><i>Público de vista, pero no de oído</i>, reflexionó Ash al calcular la distancia que habría hasta los <i>qa'id, 'arif, nazir</i> y tropas visigodas que los rodeaban.</p> <p>Tal como ella esperaba, el 'arif Alderico se adelantó desde las unidades de soldados.</p> <p>—Tened la bondad de reuniros con la capitana general —dijo con formalidad.</p> <p>Ash desmontó y entregó las riendas al paje de Rochester. De manera instintiva mantuvo una mano en el puño de la espada, con la palma apretando el frío metal de la cruz.</p> <p>—Acepto la tregua —replicó, igual de ceremoniosa. Repasó con la mirada los treinta metros de tierra despejada y batida, con la mesa en su centro, y pensó: <i>qué buena diana para los arqueros</i>.</p> <p>—Vuestras armas, <i>jund</i> Ash.</p> <p>Con pesar, Ash se desabrochó el cinto de la espada y le entregó el arma junto a la vaina y la daga, en un amasijo de correas de cuero. Asintió como respuesta y avanzó. Bajo las placas laminadas de su espaldar, bajo el <i>gambaj</i> de seda rosada, el sudor le empapaba la piel entre los omoplatos mientras atravesaba a pie aquel espacio abierto.</p> <p>La Faris, que estaba sentada en la pequeña mesa situada bajo el toldo, se puso en pie cuando Ash llegó a menos de diez metros de distancia, y apartó los brazos de los costados. Llevaba las manos desnudas y vacías, aunque la túnica blanca que vestía por encima de la cota de placas y la loriga de malla bien podía ocultar una daga. Ash se limitó a subirse el barbote y ladear el bacinete para tener una visión más clara de la visigoda, confiando en las placas de acero y la malla remachada para lidiar con cualquier hipotético estilete.</p> <p>—Hubiese pedido que nos prepararan vino —dijo la Faris en cuanto Ash estuvo a la distancia suficiente para poder oírla—, pero pensé que no querrías beberlo.</p> <p>—Muy cierto.</p> <p>Ash se detuvo por un instante y dejó descansar sus manos enfundadas en guanteletes sobre el respaldo de la ornamentada silla de roble blanco. A través de la tela notó las siluetas de los adornos, grabados con forma de granadas. Estudió a la Faris, que se había sentado de nuevo en la silla de enfrente. Ese rostro notable, que a ella solo le resultaba familiar por los espejos de metal pulido llenos de arañazos y los oscuros charcos espejados de los remansos de los ríos, todavía la afectaba, le producía una sensación de malestar en algún punto de las entrañas.</p> <p>—Pero así —añadió Ash—, encima de tener que sentarnos aquí y helarnos el culo, pasaremos sed.</p> <p>Logró esbozar una sonrisa pragmática y confiada mientras daba la vuelta y se subía las musleras y el faldar para poder sentarse en aquella recargada silla. La mujer visigoda hizo un gesto sin mirar atrás. Pocos segundos después, un niño esclavo se aproximó con una jarra de vino.</p> <p>El crudo viento que ahora dispersaba la niebla matinal hizo que hilos de pelo plateado barrieran el rostro de la Faris. Sus mejillas estaban blancas, su piel macilenta, y por debajo de sus ojos se dibujaban unas débiles sombras púrpuras.</p> <p><i>¿El hambre?, pensó</i> Ash. <i>No, algo más que eso</i>.</p> <p>—Ayer estuviste en primera línea de defensa en las murallas —dijo la Faris de repente—. Mis hombres me lo han contado.</p> <p>Ash hizo saltar el seguro del barbote y empujó hacia abajo la placa laminada antes de alcanzar la copa de plata llena de vino que le ofrecía el esclavo. Con la nariz helada, aquel líquido solo olía a vino. Posó sus labios en el borde de la copa y la inclinó. Gracias a la extensa práctica que tenía, pareció que bebía a fondo. La bajó y se limpió el vino de la boca con el guantelete que envolvía su mano: ni una gota de líquido había entrado en sus labios.</p> <p>—No tomaréis este lugar al asalto. —Miró hacia Dijon desde aquella llanura. Desde abajo, las torres y murallas grises y blancas parecían sólidamente firmes y aterradoramente altas. Se fijó en que la entrevista tenía lugar bien lejos de las zapas restantes, que se acercaban cada vez más bajo la tierra—. Diablos, es cierto que tiene muy mala pinta visto desde aquí fuera. ¡Menos mal que a mí me toca estar dentro! Tanto con torres de asedio gólem como sin ellas...</p> <p>La Faris, ignorando sus palabras, insistió:</p> <p>—¡Estabas luchando!</p> <p>El tono de la mujer visigoda ya indicaba mucho. Ash mantuvo una expresión serena, amistosa y confiada, y permaneció atenta a esa inflexión de extrema tensión.</p> <p>—Por supuesto que estaba luchando.</p> <p>—¡Pero estabas callada! ¡No le habías preguntado nada al gólem de piedra! Sé que no le pediste nada, ninguna táctica; se lo pregunté.</p> <p>El color amarillo limón del sol naciente había palidecido hasta resultar blancuzco. Con la niebla disipada, Ash se arriesgó a lanzar un rápido vistazo alrededor de la zona más próxima del campamento visigodo. Había profundas rodadas llenas de barro, algunas tiendas desgastadas y menos caballos de los que había esperado ver. Detrás de las tropas dispuestas en filas (sin duda las mejores, para dar buena imagen) pudo ver muchos hombres tirados sobre la tierra húmeda y congelada, delante de algunas de las cabañas de hierba. A esa distancia era difícil ver si estaban heridos o no, pero lo más probable era que estuviesen bien y solo faltaran tiendas para el invierno. Los rostros de las tropas mostraban ayuno y delgadez, pero aún no estaban demacrados. En dirección al puente del Suzon había aparcado todo un grupo de pétreas máquinas de asedio automáticas, ya fuera en reserva o averiadas.</p> <p>—¡Cómo puedes arriesgarte a luchar sin la voz de la máquina! —espetó la Faris.</p> <p>—Oh, ya lo entiendo. —La armadura no le permitía reclinarse, pero Ash extendió con cuidado las manos sobre los reposabrazos de la silla, dando la impresión de relajarse y ser sociable—. Deja que te cuente algo, Faris.</p> <p>Mientras su mirada calculaba veloz el número de lanzas y arcos, la cantidad de carros del fondo cargados con cañones, Ash añadió en voz alta:</p> <p>—Ya sabía luchar a los cinco años. A los niños de los carromatos nos obligaban a entrenar, y ya podía matar a un hombre con una piedra y una honda. Para cuando cumplí diez años, ya sabía usar una media pica. Las mujeres del tren de equipajes no estaban allí de adorno: la grandota Isobel me enseñó cómo utilizar una ballesta ligera. —Ash parpadeó y devolvió la mirada a la visigoda. La Faris la estudiaba fijamente y abrió la boca para interrumpirla—. No. Me has hecho una pregunta y esta es la respuesta. Maté a dos hombres cuando tenía ocho años. Me habían violado. A los nueve me estaba entrenando junto a los demás pajes, con el arma rota y recompuesta que me había dejado alguien. No era lo bastante fuerte, hasta el perro del campamento podría haberme derribado, pero aun así seguía entrenándome, ¿comprendes?</p> <p>En silencio, con sus oscuros ojos fijos sobre Ash, la visigoda asintió.</p> <p>»Seguían derribándome, y yo seguía poniéndome en pie. Tenía diez u once años y ya era una mujer cuando el León me habló por primera vez. El gólem de piedra —se corrigió. Un viento seco barrió el campamento. Espinas de frío rozaron la pequeña porción de piel que tenía al descubierto, cristales de nieve que aguijoneaban las cicatrices de sus mejillas—. Durante el año o así que transcurrió antes de que lograra regresar con nuestra compañía, me hice a la idea de que nunca podría volver a confiar en nada: ni en un santo, ni en Nuestro Señor, ni en el León. En nada ni en nadie. Así que aprendí a luchar con y sin mis voces.</p> <p>La Faris se quedó mirándola.</p> <p>—Padre me contó que te vino con tu primera sangre de mujer. En cuanto a mí... nunca he dejado de oírla. Todos mis juegos de niña, con padre, giraban alrededor de cómo hablar con la <i>machina rei militaris</i>. No podría haber luchado en Iberia sin ella.</p> <p>Tanto su cara como su voz permanecían tranquilas, pero Ash vio que en el regazo, casi ocultas por el borde de la mesa, las manos desnudas de la Faris apretaban los puños con los nudillos blancos.</p> <p>—Tenemos una conversación pendiente. Cuando vine a vuestro campamento, hace dos noches, me preguntaste por mi sacerdote —dijo Ash con dureza—. Godfrey Maximillian. Entonces estabas escuchándolo, ¿verdad? Te habla igual que la máquina.</p> <p>—¡No! Solo hay una voz, el gólem de piedra...</p> <p>—No.</p> <p>La impaciente réplica de Ash restalló lo bastante fuerte como para que la oyeran desde el exterior del recuadro de tierra pelada. Uno de los <i>qa'ids</i> visigodos avanzó pero la Faris, sin apartar sus ojos del rostro de Ash, le indicó que retrocediera.</p> <p>—Maldición, mujer —dijo Ash en voz baja—. Sabes que las demás voces son auténticas, de lo contrario no habrías dejado de hablar con el gólem de piedra. ¡Tienes miedo de que te estén escuchando! Son sus voces las que has estado siguiendo durante los últimos veinte años, no puedes cerrar los ojos ante esto.</p> <p>La mujer visigoda relajó las manos y se las frotó. Luego echó mano de su copa y bebió.</p> <p>—Puedo —dijo con brevedad—. O podía. Ya no. Cada vez que me quedo dormida tengo pesadillas. Me hablan en las fronteras del sueño: el gólem de piedra, las Máquinas Salvajes... Tu padre Godfrey me habla, cuando debería tratarse de la <i>machina</i>. ¿Cómo puede ser eso?</p> <p>Ash movió los hombros, pero la coraza y las hombreras le impidieron encogerlos.</p> <p>—Es un sacerdote. Cuando murió, la máquina estaba hablando a través de mí. Solo se me ocurre que la gracia de Dios lo salvó con un milagro y depositó su alma en la máquina. Tal vez no fuera Dios, tal vez fuera el Diablo. Para él las horas no transcurren del modo normal, ¡aquello se parece más al Infierno que al Cielo!</p> <p>—Es extraño oír a un hombre hablarme aquí. —La Faris se tocó las sienes desnudas—. Y es otra razón para dudar. ¿Cómo puedo estar segura de que lo que me cuente la <i>machina rei militaris</i> es de confianza, ahora que contiene el alma de un enemigo?</p> <p>—Godfrey no era enemigo de nadie. Murió tratando de rescatar a un médico que había estado atendiendo a vuestro Rey-Califa.</p> <p>Hasta cierto punto, Ash se sorprendió del asentimiento de la visigoda.</p> <p>—<i>Messire</i> Valzacchi —explicó—. Es uno de los hombres que está tratando a Padre, bajo los cuidados del primo Sisnando.</p> <p>El sol de la mañana obligó a Ash a parpadear. Un frío cada vez más intenso congelaba aquella húmeda mañana y el viento elevó por la zona un remolino de polvo blanco de nieve, que parecía provenir de las finas nubes que se acumulaban al norte. Distraída durante un instante, preguntó:</p> <p>—¿Qué le pasó a Leofrico?</p> <p>En el fondo no esperaba ninguna respuesta, pero la Faris se inclinó hacia delante y dijo con seriedad:</p> <p>—Regresó de la ciudadela a tiempo para refugiarse en la sala de la <i>machina rei militaris</i>.</p> <p>—Ah, así que estaba allí dentro cuando nosotros tratamos de volar el lugar.</p> <p>Como si en la voz de Ash no hubiera ningún tono irónico y hasta divertido, la visigoda prosiguió:</p> <p>—Estaba allí cuando el gólem de piedra... habló. Cuando repitió lo que las otras voces... decían... —su mirada se apartó del rostro de Ash, pero no antes de que esta lograra terminar por ella la frase:</p> <p>—Lo que las otras voces te decían a ti.</p> <p>—No soy ninguna estúpida —dijo la Faris de repente—. Aunque el primo Sisnando creyera que lo que oyó mi padre fue algo más que un producto de su colapso mental, seguiría sin contárselo al Rey-Califa para no privar así a la casa Leofrico de la influencia política que pueda quedarnos. Eso lo sé. Pero también sé que Padre está realmente enfermo. Lo encontraron al día siguiente entre las pirámides, bajo el Fuego de Dios, rodeado de esclavos muertos. Tenía las ropas desgarradas y había arañado parte de una tumba sólo con sus manos.</p> <p>Al pensar en aquellas manos, que habían examinado su cuerpo con instrumentos de acero, ahora deshechas y ensangrentadas, al pensar en la mente de aquel hombre hecha añicos... Ash se contuvo de mostrar los dientes. <i>Qué pena que me da</i>.</p> <p>—Faris, si has oído a Godfrey —insistió, retomando su razonamiento—, entonces habrás escuchado también a las Máquinas Salvajes.</p> <p>—Sí. —La visigoda apartó la mirada—. Al fin, esta pasada noche no he podido hacer otra cosa que escuchar. Las he oído.</p> <p>Ash siguió su mirada. Cientos de rostros las rodeaban y les devolvían la mirada, atentos al destino de Dijon que estaba siendo negociado bajo tregua, sobre el barro de un campamento y con el invierno a la vuelta de la esquina.</p> <p>—Te siguen a ti, Faris.</p> <p>—Sí.</p> <p>—Muchos de ellos provienen de tus campañas en Iberia, y otros de las luchas contra el Turco, junto a Alejandría.</p> <p>—Así es.</p> <p>—Bueno, entonces estás en lo cierto —dijo Ash, y cuando la mujer volvió a mirarla, añadió:— tus propios hombres están en peligro. A las Máquinas Salvajes no les importa cómo ganen esta guerra. Para empezar, te están diciendo que asaltes la ciudad, que la tomes cuanto antes y mates al Duque apoyándote únicamente en la superioridad numérica. Y esa es una mala táctica, podrías perder a la mitad de las tropas que tienes en este ejército para nada. Eso son vidas malgastadas, las vidas de los hombres que conoces.</p> <p>—¿Y en segundo lugar? —dijo la Faris con aspereza.</p> <p>—Y en segundo lugar: «<i>hemos engendrado a la Faris para hacer un milagro oscuro, como hizo Gundobando. La utilizaremos, nuestra general, nuestra Faris, nuestra Hacedora de Maravillas, para hacer como si Borgoña nunca hubiera existido»</i>.</p> <p>Mientras Ash repetía la frase grabada a fuego en su memoria, vio que el rostro de la mujer comenzaba a tornarse grisáceo, hundido, desesperado.</p> <p>—Sí —dijo la Faris—. Sí, he oído esas palabras. Dicen que son ellas las que han cubierto Cartago con la larga oscuridad. Ellas lo dicen.</p> <p>—Quieren que el Duque muera y Borgoña desaparezca para poder realizar un milagro que convertirá el mundo en un yermo. Faris, ¿crees que a las Máquinas Salvajes les preocupará que el ejército visigodo siga dentro de las fronteras de Borgoña cuando eso suceda? Cuando no haya más que hielo, oscuridad y putrefacción... lo mismo que está empezando a ocurrir alrededor de Cartago. ¿Y crees que va a haber alguien que sobreviva a eso?</p> <p>La Faris se reclinó en su silla y su cota de placas rechinó con suavidad. Atenta a cualquier movimiento (cualquier señal que pudiera desencadenar un ataque, una mano que pudiera ir en busca de un estilete), Ash acabó por imitar a la visigoda y se recostó alejándose de ella.</p> <p>Otra nubecilla de partículas de nieve manchadas de polvo cruzó el lugar entre los vientos de las tiendas y las estacas del toldo.</p> <p>—El invierno —dijo la Faris antes de mirar directamente a Ash—. «El invierno no cubrirá todo el mundo».</p> <p>—También oíste eso. —De su cuerpo desapareció una tensión de la que no había sido consciente.</p> <p><i>He estado contándoles esto a Roberto, Angeli y Florian, he estado arriesgando la compañía y Dijon, y un montón de vidas, bajo la hipótesis de que me hallaba en lo cierto. Y tanto si es verdad como si no, es un alivio que alguien más lo haya oído</i>.</p> <p>—Si eso es cierto —dijo la Faris—, ¿adónde sugieres que me lleve a mis hombres (o tú a los tuyos, si a eso vamos) para estar a salvo? Si quieren que el mundo entero se convierta en un desierto, carbonizado, regado con sal... dime, mujer franca, ¿adónde podemos ir para estar a salvo?</p> <p>Ash golpeó la mesa de madera con su mano acorazada.</p> <p>—¡Tú eres la descendiente de Gundobando! ¡Yo ni siquiera puedo encender un maldito cirio de altar recurriendo a los milagros! ¡Tú eres la que va a realizar este prodigio para ellos!</p> <p>La Faris apartó la mirada. De modo casi inaudible, dijo:</p> <p>—No sé si esto es cierto.</p> <p>—¿No lo sabes? ¿De verdad que no lo sabes? Bien, yo te diré lo que es cierto. Cuando estaba a las afueras de Cartago, las putas máquinas me obligaron a dar media vuelta y caminar hacia ellas, y por Cristo que no hubo ni una puñetera cosa que yo pudiera hacer para evitarlo. ¡No tuve elección! Si el duque Carlos muere, todos descubriremos pronto si «tú» tienes elección. Pero para entonces será demasiado tarde.</p> <p>—Entonces la solución es que me mates.</p> <p>Aquello frenó en seco a Ash como si se hubiera topado con un muro. De nuevo la visigoda pasaba bruscamente del temor a la concentración. La Faris, sin moverse, añadió:</p> <p>—Sé pensar por mí misma. Tu razonamiento es el siguiente: si estoy muerta, las Máquinas Salvajes no podrán hacer nada. Y te advierto, si haces cualquier movimiento tengo a doce tiradores de primera que atravesarán tu armadura con flechas de punzón antes de que puedas levantarte de esa silla.</p> <p>Un astil de flecha tan grueso como un dedo y una punta de diez centímetros de largo, en forma de prisma de cuatro caras, afilada, capaz de atravesar el metal. Ash apartó la imagen de su mente.</p> <p>—Desde luego que hay arqueros —dijo con tono tranquilo—. Por lo pronto tengo interceptadas tus comunicaciones con Cartago. Me habrías disparado antes, pero Dijon sería aún más difícil de conquistar si vas por ahí matando a sus actuales héroes. Y todavía crees que podría traicionar la ciudad y entregártela.</p> <p>—Eres mi hermana. No te mataré si no es necesario.</p> <p>Ante la decidida seriedad de la mujer, Ash no sintió sino un repentino impulso de echarse a reír. <i>Es joven, aún piensa que uno puede hacer eso</i>.</p> <p>—Yo te mataría sin pensármelo dos veces —dijo Ash—. Si tuviera que hacerlo.</p> <p>—Oh, claro. —La mirada de la mujer divagó hasta llegar al niño esclavo que esperaba a unos pocos pasos de ellas con la jarra del vino. Era un chico de pelo blanco encardado. Ash se fijó en que la Faris miraba a otro esclavo y después a ella—. No hay nada que puedan obligarme a realizar —dijo—. Ni un milagro ni nada. ¡No volveré a hablar con las <i>machinete rei militaris</i>, no las escucharé! Sin duda no podrán hacer nada si no hablo con ellas, y no lo haré, ¡no lo haré!</p> <p>—Tal vez. Es un riesgo muy alto.</p> <p>—¿Y qué te gustaría que hiciera? —Su intensa expresión se agudizó—. ¿Que me suicide porque las voces de mi cabeza me dicen que voy a ejecutar un milagro infernal? Soy como tú, <i>jund</i> Ash, soy un soldado. ¡Nunca he hecho milagros! Rezo, voy a misa, hago las ofrendas cuando es necesario, pero no soy un sacerdote, sino una mujer. Esperaré hasta que acabemos con este duque borgoñón y veremos si...</p> <p>—¡Entonces será demasiado tarde! —La interrupción de Ash hizo callar a la Faris—. Son criaturas que tienen el poder de ocultar el sol. Es lo que han hecho. Cuando vuelvan a recurrir al espíritu del sol, cuando lo impongan sobre ti del mismo modo que la gracia de Dios entra en un sacerdote, ¿crees que podrás rechazarlo?</p> <p>La mujer se humedeció los labios. Cuando habló, su voz carecía ya del tono agudo de la histeria.</p> <p>—Pero, ¿qué quieres que haga? ¿Arrojarme sobre mi espada?</p> <p>Ash respondió de inmediato.</p> <p>—Persuade al lord-amir Leofrico de que destruya el gólem de piedra.</p> <p>La visigoda se quedó mirándola en completo mutismo, durante el tiempo en que un hombre podría haber contado hasta cien. El sonido de un caballo de guerra que relinchaba desde las líneas rompió el silencio. Las águilas de las legiones visigodas resplandecían bajo el sol.</p> <p><i>No puedo llegar hasta ella y matarla antes de que acaben conmigo</i>.</p> <p><i>Tal vez no sea necesario</i>.</p> <p>—Hazlo —urgió Ash—. Entonces ya no podrán alcanzarte. El gólem de piedra es su única voz.</p> <p>—Dios mío. —La Faris sacudió la cabeza, asombrada.</p> <p>—Hablaron en una ocasión con vuestro profeta Gundobando, y una más con Roger Bacon —dijo Ash con rapidez—. Y después con nosotras a través de la <i>machina rei militaris</i>. Es su única voz. Tienes aquí un ejército y Leofrico es tu padre, incluso si está enfermo. Dispones de la autoridad necesaria. ¡Nadie podrá impedir que regreses a Cartago y reduzcas el gólem de piedra a escombros!</p> <p>La mujer de la cota de malla visigoda, con una rápida expresión de miedo que Ash interpretó como un prolongado (aunque quizás inconsciente) análisis de la idea, dijo:</p> <p>—Desconectar a estas Máquinas Salvajes... al precio de no volver nunca al campo de batalla.</p> <p>—Se trata de la máquina o de ti. —Una sombra de jovialidad tensó las comisuras de los labios de Ash—. Así que al final estabas en lo cierto, aquí estoy con la general del ejército visigodo, pidiéndole que destruya el ingenio táctico que le permite ganar las guerras.</p> <p>—Me gustaría de verdad que esto fuera una estratagema de guerra como esa. —La Faris entrelazó los dedos y apoyó los codos sobre la mesa, posando los labios sobre sus manos unidas.</p> <p>En la mente de Ash no apareció la voz de la Faris hablando con la <i>machina rei militaris</i>, ni apelando a Leofrico o a Sisnando. Nada hablaba allí.</p> <p>Tras un instante de silencio, la Faris alzó la cabeza para decir:</p> <p>—Podría rezar a partir de ahora para que tu Duque siguiera vivo.</p> <p>—Él no es... —<i>no es mi Duque</i>, era lo que Ash había estado a punto de decir. Se interrumpió a tiempo—. Es mi patrón actual, así que se supone que debo querer que siga vivo, aunque no hubiera tanto en juego.</p> <p>La Faris soltó una breve risita. Echó mano de la copa y volvió a beber. El vino manchó de púrpura su labio superior.</p> <p>—¿Por qué es tan importante el duque de Borgoña? —inquirió.</p> <p>—No lo sé. ¿Tú tampoco?</p> <p>—No, no me atrevo a preguntarlo. —La Faris oteó el cielo y la capa de nubes grises y amarillentas que se acumulaban en lo alto—. Mi padre... Leofrico nunca destruirá el gólem de piedra. Ni siquiera ahora. Ha dedicado su vida a esa máquina y a criarnos. Y además está enfermo y no puedo hablar con el primo Sisnando a no ser que use la <i>machina rei militaris</i>. Y entonces sería... interceptada. Salvo que viaje de regreso por tierra y por mar para hablar con él cara a cara.</p> <p>—¡Entonces hazlo!</p> <p>—Eso... no sería tan fácil...</p> <p>Ash sintió que la tensión remitía, lo detectó en el tono dubitativo de la visigoda. Seguían sentadas a cada lado de la mesa, mirándose la una a la otra. Una mujer con coraza milanesa y la otra con una cota de placas cubierta de brillantes telas, ambos rostros (con cicatrices y sin ellas) repentinamente inmóviles.</p> <p>—¿Por qué no? Prolonga la tregua. —Ash tamborileó sobre la mesa con un dedo; las láminas del guantelete se deslizaban unas sobre otras—. Tus oficiales preferirían mantener el asedio y tratar de vencernos por hambre. Saben que van a perder un montón de hombres con los continuos asaltos. ¡Prolonga la tregua!</p> <p>—¿E ir al sur, a Cartago?</p> <p>—¿Por qué no?</p> <p>—Me ordenarían regresar. Me ordenarían que no me marchara.</p> <p>Ash inhaló una gran bocanada de aire y notó que la tensión se relajaba. Sintió la excitación y la expectación.</p> <p>—¡Mierda, piensa en ello! Eres la Faris, aquí nadie tiene la autoridad de discutir contigo. Llegarías a Cartago. Este asedio ya ha durado meses.</p> <p>Ese sentimiento inesperado, comprendió Ash, era la esperanza.</p> <p>—Pero, hermana... —dijo la otra mujer.</p> <p>—Es mejor que regreses a Cartago y hagas destruir el gólem de piedra, tanto si Leofrico quiere que suceda como si no. Mejor que... que quedarte aquí sentada, sabiendo que eres la persona a la que hay que matar para detener esto. —Ash agitó su dedo en el aire—. ¡Esto ya no es una guerra, es la aniquilación! ¡Diablos, si lo necesitas llévate al ejército visigodo a Cartago y elimina la casa Leofrico!</p> <p>Una sonrisa torció los labios de la otra mujer.</p> <p>—Eso, creo, es algo que no harían estos hombres. Ni siquiera por mí. El Imperio adopta ciertas precauciones contra ello. Pero... Padre podría escucharme. Ash, si parto y fracaso, quizás sigamos a salvo. Tal vez si no estoy en Borgoña no pueda suceder nada.</p> <p>—Tampoco sabemos eso con seguridad.</p> <p><i>Sí partes</i>, pensó Ash de repente, <i>no habrá nadie contigo que sepa que tiene que matarte. Mierda, debería haberme dado cuenta de ello. Pero la posibilidad, la posibilidad de que esto funcione y destruyamos el gólem de piedra</i>...</p> <p>—Son grandes demonios —dijo la Faris con seriedad—. Príncipes, Tronos y Dominaciones del Infierno, que andan sueltos por el mundo y a los que se les ha concedido poder sobre nosotros.</p> <p>—¿Ampliarás la tregua?</p> <p>La Faris alzó la mirada, como si sus pensamientos hubieran estado en otra parte.</p> <p>—Al menos por un día. Debo pensar, debo considerar esto cuidadosamente.</p> <p>Detener los asaltos, el puto bombardeo durante todo un día. ¿Es así de fácil?</p> <p>Era una concesión tan fenomenal que Ash notó la boca seca por el miedo a que se retractara. Se obligó a sentarse con la expresión confiada de un mercenario que está acostumbrado a negociar las reglas del combate en tiempos de guerra, tratando de mantener la tensión y la repentina esperanza apartadas de su rostro.</p> <p>—Pero el duque Carlos... —dijo la Faris—. Ha habido rumores de que está enfermo, de que recibió una herida fatal en Auxonne.</p> <p>Asombrada, Ash comprendió por la expresión de la otra mujer que le hacía la pregunta con total seriedad. <i>¿De verdad cree que voy a contárselo?</i></p> <p>—Habrá rumores de que está enfermo, herido y muerto —dijo Ash con mordacidad—. Ya sabes cómo son los soldados.</p> <p>—<i>Jund</i> Ash, te lo estoy preguntando a ti: ¿de cuánto tiempo disponemos?</p> <p>Fue la primera vez que Ash la oyó usar el plural para incluirla a ella.</p> <p>—Faris... no puedo contarte cosas de mi patrono.</p> <p>—Lo has dicho tú misma. Esto no guarda relación con la guerra. Ash, ¿cuánto tiempo?</p> <p><i>Ojalá pudiera hablar con Godfrey</i>, pensó Ash. <i>Él sabría si debo confiar en ella. Me lo diría... pero no puedo hablar con él. Ahora no</i>.</p> <p>Mantuvo inactiva la parte de su cerebro que escuchaba, sostuvo el silencio y la concentración, sin ofrecer un resquicio por el que pudiera colarse una voz. El miedo a las antiguas voces acechaba como una rata en el fondo de su mente.</p> <p><i>Nadie puede tomar esta decisión salvo yo misma, por mi cuenta</i>.</p> <p>—Me has llamado hermana —dijo Ash—, pero no lo somos, no hay ninguna relación entre la una y la otra excepto por la sangre. No sé si puedo confiar en tu palabra. Estás aquí sentada con un ejército, y yo tengo hombres que morirán si tomo una mala decisión.</p> <p>—Y soy la hija de Gundobando —añadió de inmediato la Faris. En aquel momento, mientras se recostaba en su silla, pudo ver que la tela escarlata que cubría las placas de metal de su armadura estaba desgastada, raída, negra de suciedad bajo los puños. El largo pelo de la visigoda brillaba con un color plateado grisáceo por culpa de la grasa. Finas arrugas manchadas de barro surgían de las comisuras de sus ojos. Olía a humo de leña del campamento. Ash notó un impacto bajo el esternón que la dejaba sin aliento, se vio inundada por una extrema cercanía familiar que no tenía nada que ver con los lazos de sangre. La mujer añadió:</p> <p>»Ninguna de las dos puede decir con seguridad qué significa eso, pero ¿quieres arriesgarte a descubrirlo? Ash, ¿de cuánto tiempo disponemos? ¿Está el Duque sano y salvo?</p> <p>Ash recordó el sueño de la jabalina en la nieve, y el susurro de Godfrey diciéndole: «tú eres una de las criaturas de Dios que tienen colmillos. Me llevó mucho tiempo lograr que confiaras en mí».</p> <p>La Faris se puso en pie. Un rostro idéntico al de Ash la estudió entre zarcillos de pelo blanco agitados por el viento, una cabellera que caía en rizos por encima de los remaches con cabeza en forma de rosa de la cota de placas, hasta llegar más abajo de la cintura y del cinto de la espada, vacías sus vainas.</p> <p>Ash cerró los ojos durante un instante, para apartar de su pensamiento aquel enorme parecido.</p> <p>—Más que hermanas —dijo, abriendo los ojos al frío viento y a las hileras de soldados y hombres de armas que las rodeaban y que se agitaban y charlaban tranquilamente, atentos a las discusiones que se celebraban más allá de su límite de audición: estrategia, tácticas, decisiones—. No importa lo que seamos por nacimiento. Es esto, ambas nos dedicamos a esto. Las dos lo comprendemos... Faris, no te tomes mucho tiempo para considerar tu decisión. El Duque está muriéndose mientras hablamos.</p> <p>La mirada de la mujer permaneció inmóvil. Ningún otro cambio de expresión delató su asombro.</p> <p><i>Ahora lo sabremos</i>, pensó Ash. <i>Ahora descubriremos hasta qué punto cree de verdad en todo esto, cuánta atención ha prestado a las voces de las Máquinas Salvajes que le hablaban. Veremos si para ella esto es solo otra guerra y si le he entregado Dijon. Porque puede golpear la ciudad ahora que no tiene un líder. Y puede conseguir entrar</i>. Ash estudió la expresión de la Faris y lamentó no tener la espada a mano. La joven con armadura visigoda adelantó los brazos. Hizo el gesto con lentitud, para que los hombres que las vigilaban no lo tomaran por lo que no era. Sus manos desnudas se dirigieron hacia Ash, con el dorso hacia abajo.</p> <p>—No tengas miedo —dijo la Faris.</p> <p>Ash miró las manos de la mujer. En las líneas de las palmas tenía suciedad incrustada, y detrás del polvo resultaban visibles pequeñas cicatrices blancas de antiguos cortes: eran las manos de un campesino o de un herrero, o de alguien que se entrena para luchar en el frente.</p> <p>—Ash, prolongaré la tregua —dijo sin detenerse—. Un día, hasta el alba de mañana. Juro esto, aquí y ahora ante Dios. ¡Y quiera Dios que encontremos una respuesta antes de entonces!</p> <p>Lentamente, sin la ayuda de un paje, Ash se desabrochó las hebillas del guantelete derecho con la mano izquierda, embutida en su propio guantelete, y se lo quitó. Alargó el brazo y tomó la mano desnuda de la Faris con la suya. Sostuvo la cálida y seca piel humana.</p> <p>La alegría que surgió de las murallas de Dijon sacudió la nieve de las nubes.</p> <p>—No dispongo de ninguna autoridad para hacer esto —sonrió Ash—. ¡Pero si vuelvo con una tregua, esos mamones del consejo la ratificarán! ¿Podrás obligar a tus <i>qa'ids</i> a respetarla?</p> <p>—¡Cielos, sí!</p> <p>Cuando el ruido se extinguió y las aburridas tropas en formación del ejército visigodo comenzaron a relajarse y a hablar entre ellas, una estridente campana cortó de repente el aire. Ash estaba a punto de dirigirse de nuevo a la Faris, y durante un instante no comprendió lo que estaba oyendo. Fuerte, vibrante, amarga, lastimera... Una única campana repicaba en la aguja doble de la gran abadía de Dijon, en el interior de las murallas de la ciudad. Con el corazón en un puño, Ash aguardó a que la campana de la segunda aguja se le uniera.</p> <p>Solo siguió sonando aquella campana.</p> <p>Solemne, urgente, una vez cada diez latidos de corazón.</p> <p>Cada duro golpe de metal sacudía el inmóvil campamento situado fuera de las murallas. Todos los hombres guardaron silencio de manera gradual bajo el frío aire al oírlo y comprender lo que significaba.</p> <p>—Tocan a muerto. —La Faris volvió el rostro hacia Ash, que la miraba fijamente—. ¿Tenéis aquí la misma costumbre? Una primera campana para el inicio de las últimas horas, la segunda para el momento de la muerte.</p> <p>Los tañidos aislados y repetitivos de la campana prosiguieron.</p> <p>—El duque Carlos el Temerario —dijo Ash— ha comenzado a morir.</p> <p>La mano de la Faris, aún aferrada a la suya, se endureció.</p> <p>—¡Si es cierto, ya no tengo elección...!</p> <p>Ash parpadeó ante la fuerza de su apretón, que le machacaba los pequeños huesos de la mano.</p> <p>Una calma absoluta la invadió. Como en el frente de batalla, cuando el tiempo parece ralentizarse, tomó la decisión y comenzó a mover el cuerpo. Apretando el puño izquierdo dentro del guantelete de metal reforzado, escogió como objetivo la garganta sin protección de la visigoda y tensó los músculos del brazo para golpear con la parte afilada de la placa de los nudillos justo en la arteria carótida.</p> <p><i>¿Lograré hacerlo antes de que me alcancen las flechas? Sí. Tiene que ser el primer golpe. No habrá una segunda oportunidad, estaré ensartada</i>...</p> <p>—¡El estancarte del duque de Borgoña! —gritó un <i>nazir</i> visigodo con su grave voz plagada de notas chillonas por culpa del asombro.</p> <p>Como si no hubiera peligro, la Faris soltó la mano de Ash y se adelantó, apartándose de la mesa y del toldo. Ash pensó: <i>¿Por qué no estoy haciendo nada?</i> Consternada, miró hacia donde señalaba el <i>nazir</i>.</p> <p>El corazón le dio un brinco.</p> <p>El postigo de la puerta noroccidental de Dijon estaba abierto.</p> <p>Lo habrían abierto mientras todos estaban paralizados por la campana de la abadía, supuso Ash. El rastrillo elevado, las grandes trancas quitadas... <i>¡Mierda! ¿Podrán cerrarlo antes de que se produzca un asalto...?</i></p> <p>La Faris gritó unas órdenes que resonaron como un estrépito en sus oídos. Ningún soldado visigodo se movió. Ash forzó la vista para ver quién estaba saliendo. Vio un hombre a caballo que llevaba el gran estandarte azul y rojo de los duques de Valois, pero nadie lo acompañaba, ningún noble, ningún duque alzado por milagro de su lecho mortuorio, nadie. Solo un hombre a pie y un perro.</p> <p>Ante la orden confusa de la Faris, las tropas visigodas se apartaron para dejar paso al jinete y al infante.</p> <p>Ash comenzó a ponerse el guantelete derecho y a abrocharse las hebillas con torpeza. Echó una rápida mirada hacia Rochester y la escolta, a treinta metros de distancia, ridículamente superados en número y rodeados por todas partes por las legiones visigodas.</p> <p>El portaestandarte cabalgó a través de la tierra batida y tiró de las riendas a unos pocos metros de distancia de la Faris. Ash no logró reconocer al hombre por la escasa parte de su rostro que pudo ver bajo la visera alzada, y se preguntó si se trataría de Olivier de la Marche. Pero por su librea comprendió que no, que no era ningún gran noble borgoñón. Solo un arquero a caballo.</p> <p>Mientras la Faris y ella seguían mirándolo fijamente, el hombre a pie se adelantó y se quitó el sombrero. El perro de muestra que llevaba atado, un gran animal con el hocico cuadrado y una cabeza que parecía demasiado grande para su cuerpo, dedicó a la pierna de Ash un olfateo superficial.</p> <p>—Es un <i>limier<a data-bs-toggle="modal" data-bs-target="#notesModal" type="note" href="#nota60">[60]</a>—dijo</i>, hablando de pura sorpresa.</p> <p>El hombre era de pelo cano y ya mayor, con las mejillas (rojas por las venas rotas) propias de un hombre que ha pasado al aire libre la mayor parte de su vida. Sonrió con parsimoniosa alegría.</p> <p>—Lo es, capitana Ash, y uno de los mejores. Podría encontraros cualquier día un ciervo de diez o un jabalí de grandes colmillos, o incluso al unicornio, lo juro por Cristo y todos sus santos.</p> <p>A Ash le bastó una mirada a la Faris para comprobar que los contemplaba perpleja.</p> <p>—¿Señora capitana-general Faris? —El hombre se inclinó. Habló con respeto y con cierta lentitud—. Vengo a pedir vuestro permiso para que la cacería pase sin ser molestada.</p> <p>—¿La cacería? —La Faris lanzó una mirada de absoluto desconcierto, dirigida primero hacia Ash y después a la treintena o más de <i>qa'ids</i> que avanzaron para rodearla—. ¿Cómo que la cacería?</p> <p><i>¡Esto es una locura!</i> Ash, con la boca abierta, solo pudo quedarse mirando. <i>Si doy la orden ahora mismo y vamos directos a la puerta, ¿lo lograremos?</i></p> <p>El hombre mayor, con barba, bajó la mirada y murmuró algo, avergonzado al encontrarse frente a los comandantes de todas las legiones visigodas así como a su general. El <i>limier</i> sacudió la cabeza e hizo aletear sus orejas redondeadas y colgantes; agitó su cola de rata con nerviosismo y excitación.</p> <p>La oscura mirada de la Faris fue hacia Ash mientras decía con amabilidad:</p> <p>—Abuelo, no estáis en peligro. Se nos enseña a respetar a los ancianos y sabios. Decidme qué mensaje traéis del Duque.</p> <p>El hombre de las mejillas rojas alzó la mirada. En voz más alta, dijo:</p> <p>—No hay mensaje, señora. Ni tampoco lo habrá. El duque Carlos morirá antes de mediodía, tal como dicen los sacerdotes. Se me ha enviado para preguntaros si dejaréis pasar la cacería.</p> <p>—¿Qué cacería?</p> <p><i>¡Sí, las dos nos preguntamos lo mismo!</i>, pensó Ash, sin querer interrumpir a la visigoda. <i>¿Qué cacería?</i></p> <p>—Es costumbre —dijo el hombre— que los duques de Borgoña sean escogidos en la cacería, la caza del ciervo.</p> <p>Al ver que la Faris se limitaba a seguir mirándolo fijamente, en completo silencio, el hombre añadió con educación:</p> <p>—Siempre ha sido así, señora capitana-general. Ahora que el duque Carlos está a punto de morir, hay que cazar al ciervo para designar a su sucesor. El que tome la pieza obtendrá el título de duque. Se me ha ordenado que os pida paso libre a través de vuestro campamento. Si lo concedéis, entonces Jombart aquí presente y yo mismo iremos y buscaremos la presa.</p> <p>La Faris alzó los brazos para tranquilizar a sus oficiales.</p> <p>—<i>¡Qa'ids!</i></p> <p>—Pero esto es una locura... —un hombre al que Ash reconoció como Sancho Lebrija se sosegó ante la mirada de la Faris.</p> <p>La visigoda dijo:</p> <p>—Capitana Ash, ¿estabais enterada de esto?</p> <p>Ash estudió al canoso cazador. Aunque los comandantes visigodos lo intimidaran, aún seguía en pie con una tranquila confianza en su tarea.</p> <p>—¡No sabía ni una palabra! —confesó—. Ni siquiera es la temporada de caza del ciervo. Terminó en la última fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz<a data-bs-toggle="modal" data-bs-target="#notesModal" type="note" href="#nota61">[61]</a>.</p> <p>—Señora, debe hacerse cuando sucede, cuando el viejo Duque muere.</p> <p>—¡Es un truco para sacar a sus nobles de la ciudad sitiada! —soltó Sancho Lebrija.</p> <p>—¿Para ir adónde? —le replicó la Faris—. La guerra ha asolado estas tierras. Los castillos y pueblos están saqueados. A no ser que creas que van a abrirse paso entre nuestras fuerzas y marchar hacia el norte salvando la hambruna hasta llegar a Flandes. Y allí no les espera nada salvo más guerra. <i>Qa'id</i> Lebrija, con su Duque muerto estarán sin liderazgo. ¿Qué pueden hacer?</p> <p>El cazador interrumpió esa conversación que, desarrollada en godo cartaginés, difícilmente podía entender.</p> <p>—Señora, no hay mucho tiempo. ¿Permitiréis que la cacería pase y después regrese a la ciudad sin ser molestada?</p> <p>La mirada de Ash fue de manera distraída e instintiva al cielo. Al sudeste, el sol colgaba por encima del horizonte. Velos de nubes lo cubrían y descubrían de manera periódica y un fino polvo de nieve flotaba en el aire. Notó el fuerte olor a madera quemada y pensó: <i>Es posible que la debilidad de esta luz no se deba más que al otoño</i>.</p> <p>—Tal vez —dijo Ash con insistencia a la Faris, justo tras las palabras del anciano—, tal vez «un Duque sirva lo mismo que otro».</p> <p>Los <i>qa'ids y 'arifs</i> que rodeaban a la Faris contemplaron a Ash con cierta irritación, como si lo que acababa de decir constituyese un comentario frívolo. Solo la Faris, que sostenía la mirada de Ash, inclinó el rostro un milímetro.</p> <p>—Doy mi autorización para ello —dijo, y giró sobre sus talones ante las protestas de sus oficiales—. ¡Silencio!</p> <p>Los comandantes visigodos se serenaron, pero Ash vio que intercambiaban miradas entre ellos. Se dio cuenta de que estaba conteniendo el aliento de modo inconsciente.</p> <p>—Permitiré que sigan su costumbre —dijo la Faris—. Estamos aquí para conquistar estas tierras. ¡No volveré a enfrentarme a lo que pasó en Iberia, con un millar de pequeños nobles enfrentados entre sí y ni uno solo capaz de ordenar que se rindieran!</p> <p>Algunos de sus oficiales asintieron con aprobación.</p> <p>—Si hemos de imponer una administración sobre un país conquistado, será mejor que tengan un duque al que obedecer, y que nosotros tengamos un duque que nos obedezca. De lo contrario, no habrá nada salvo caos, la ley del populacho y cien pequeñas escaramuzas que nos retendrán aquí, cuando deberíamos estar combatiendo al Turco.</p> <p>Más asentimientos y comentarios en voz baja.</p> <p><i>¡Incluso a mí me suena convincente!</i>, reflexionó Ash, con asombro y humor negro. <i>Ya menos es una verdad a medias... Está claro que no soy la única buena fanfarrona de esta familia</i>.</p> <p>—Decid a vuestros señores que dejaré que la cacería pase —explicó la Faris al cazador—. Pero con una condición. Una compañía de mis hombres cabalgará detrás de vosotros, para asegurarse de que vos y vuestro nuevo Duque realmente regresáis a la ciudad. —Alzó la voz de tal modo que todos los miembros del grupo de oficiales pudieran oírla:— Mientras cazáis, permitiremos que la tregua de Dios afecte hoy a este campamento y a Dijon, como si fuese un día sagrado en el que ningún hombre alzará su brazo contra otro. Toda lucha deberá cesar. Capitana Ash, ¿responderéis por ello?</p> <p>Ash, con la expresión por completo bajo control, se permitió echar una rápida mirada al ejército de siervos, los oficiales de bajo rango. <i>No les gusta esto. Me pregunto cuánto tiempo pasará antes de que hagan algo al respecto... como por ejemplo un motín. ¿Horas? ¿Minutos?</i></p> <p><i>Puede que la Faris los esté perdiendo en este mismo momento</i>.</p> <p><i>Es mejor hacer algo mientras ella aún esté al mando</i>.</p> <p>La solitaria campana resonó en el húmedo y gélido aire.</p> <p><i>Si un duque no sirve lo mismo que otro</i>, pensó Ash lúgubre, <i>pronto lo sabremos</i>.</p> <p>—Sí —dijo Ash en voz alta—. Si Olivier de la Marche no es un completo estúpido, garantizo que la lucha se detendrá y hoy se respetará la tregua. ¿Hasta mañana a primas?</p> <p>—Muy bien. —Enérgicamente, con el brillo del sudor en las sienes, la Faris se volvió hacia el cazador—. Adelante, cabalgad, cazad. Elegid un nuevo duque de Borgoña. ¡No perdáis tiempo!</p> <p style="page-break-before: always; line-height: 0%"> </p> <title style="margin-bottom: 2em; page-break-before: avoid; margin-top: 15%"> <p>INTERLUDIO</p> </h3> <p style="text-indent: 0em; margin-top: 1.5em; margin-bottom: 1.5em; margin-left: 5%; margin-right: 5%; text-align: center; font-size: 95%; hyphenate: none">(<i>Los documentos originales con estos correos electrónicos aparecieron doblados dentro del ejemplar de la Biblioteca Británica de la 3ª edición de "Ash: la historia perdida de Borgoña", 2001. Posiblemente estén en el mismo orden cronológico que el material original</i>.)</p> <i> <p style="text-align: left">Mensaje: #162 (Pierce Ratcliff)</p> <p style="text-align: left">Asunto: Ash</p> <p style="text-align: left">Fecha: 11/12/00 a las 07:02 a.m.</p> <p style="text-align: left">De: Longman@</p> <p style="margin-bottom: 1.5em; margin-right: 5%; text-align: center; font-size: 90%; hyphenate: none">(<i>formato borrado, otros detalles encriptados y perdidos de modo irrecuperable</i>)</p> <p>Pierce:</p> <p>Esto es increíble. ¡Necesito más!</p> <p>¿Me llevo algún reconocimiento por haberlo encontrado? :-)</p> <p>Necesitamos disponer lo antes posible del resto de tu traducción del manuscrito de Sible Hedingham. Tendrás que escribir al menos un prefacio que lo relacione con el <i>Fraxinus</i>. ¡Pierce, solo faltan cuatro meses para que venza nuestra fecha de publicación!</p> <p>Así que hemos de tomar algunas decisiones. ¿Seguir adelante y publicar el <i>Fraxinus</i> y más tarde el Sible Hedingham? ¿Retrasar la publicación de ambos durante unos meses? Yo estoy a favor de esto último, y te diré por qué.</p> <p>Si logramos lanzar tu traducción de estos manuscritos coincidiendo con la divulgación de los descubrimientos iniciales de la Dra. Napier-Grant en el yacimiento marino de Cartago, y con el posible documental de televisión del que hemos hablado, entonces creo que tendremos esa clase de éxito académico que solo sucede una vez por generación.</p> <p>Académico y también popular, Pierce. ¡Podrías ser famoso! ;-)</p> <p>Necesito tener tu visto bueno para hablarle a mi D.G. del manuscrito de Sible Hedingham. Él sabe lo que es la confidencialidad académica. Esto es tan frustrante.., Ya está desesperado por proseguir las negociaciones con el comité universitario de la Dra. Napier-Grant o con ella directamente, y yo estoy teniendo que darle esquinazo. ¡No quiero que las políticas de los despachos me quiten esta historia de las manos! ¿Cuándo crees que la Dra. Isobel estará lista para hacer públicos los detalles del yacimiento marino de Cartago? ¿¿Cuándo podré decirle a Jon que tenemos un nuevo manuscrito?? ¿¿Y cuándo podré hablarle a alguien del gólem de piedra??</p> <p>¡No puedes imaginarte lo emocionada que estoy!</p> <p style="font-weight: bold; margin-top: 1.5em; text-align: right; font-size: 95%">Anna</p> </i> <p style="page-break-before: always; line-height: 0%"> </p> <cite style="font-style: italic; font-family; font-family: monospace, Courier New, Courier"> <p style="text-align: left">Mensaje: #304 (Anna Longman)</p> <p style="text-align: left">Asunto: Ash/Sib.Hed.</p> <p style="text-align: left">Fecha: 11/12/00 a las 04:23 p.m.</p> <p style="text-align: left">De: Ngrant@</p> <p style="margin-bottom: 1.5em; margin-right: 5%; text-align: center; font-size: 90%; hyphenate: none">(<i>formato borrado, otros detalles encriptados con una clave personal indescifrable</i>)</p> <p>Anna:</p> <p>¡Hago la traducción todo lo rápido que puedo! El latín medieval es muy difícil, y si no fuera porque ya estoy acostumbrado a esta letra y a este autor, podrías tener que esperar años.</p> <p>Tras una lectura rápida y poco detallada de todo el manuscrito, puedo asegurarte ya que el documento de Sible Hedingham es decididamente una continuación del texto <i>Fraxinus</i>, redactado por la misma mano. Pero difiere de la historia convencional en casi todos los detalles de los sucesos acaecidos durante el invierno de 1476-77. ¡No logro reconocer esta historia! ¡Y algunos de los pasajes del final del manuscrito son impenetrables, se resisten a la traducción!</p> <p>Ya en la última parte de la sección que estoy a punto de enviarte el texto se hace muy difícil. El lenguaje es denso, metafórico. Puedo estar equivocado. ¡Un tiempo verbal, una declinación o un uso poco habitual de una palabra pueden alterar muchos significados! Ten en cuenta que este es un boceto preliminar.</p> <p>Es mejor que; nos reservemos nuestras opiniones. La primera parte de todo este documento (el <i>Fraxinus</i>) nos dio una descripción detallada, un auténtico callejero de la ciudad que después hemos descubierto en el lecho del Mar Mediterráneo. Y podría ser que, leyendo y traduciendo a altas horas de la noche, me haya ofuscado. ¡No había trabajado con tanta intensidad desde los exámenes de fin de carrera, y el café y las anfetaminas no dan más de sí!</p> <p>Hoy me han dicho que me tome un pequeño descanso antes de volver a la faena. Isobel quiere que conozca a algunos de sus antiguos amigos de Cambridge (parece ser que durante el doctorado se hizo muy amiga de la gente de físicas), y el helicóptero está previsto para dentro de una hora.</p> <p>Y el equipo del VCR ha limpiado <i>in situ</i> el gólem de piedra (todo lo posible con el material del que disponemos) y quiero ver las próximas imágenes en cuanto lleguen. Si el nuevo material pasa las pruebas, los primeros submarinistas se presentarán hoy mismo, dentro de unas horas. Por supuesto, lo que yo de verdad quiero es poner mis manos físicamente sobre el objeto. ¡Pero eso no sucederá en semanas, no soy ningún buceador! Incluso si logran levantarlo del lecho marino, estoy situado muy al final en la lista. Por ahora tendré que contentarme con las imágenes que nos llegan mientras se cartografía el asentamiento.</p> <p>Entre esto y el nuevo manuscrito, no sé por qué lado tirar. Desde luego, he tratado de transmitir esta nueva información a Isobel, pero aunque parezca sorprendente la he encontrado ensimismada / cortante.</p> <p>No tiene sentido decirle que está trabajando demasiado duro, ya que siempre lo ha hecho, durante todos los años que hace que la conozco y, como es comprensible, se pasa las veinticuatro horas del día atenta a este yacimiento, ¡y bajo el Mediterráneo todo el tiempo que es fisiológicamente posible! Tal vez por eso cuando le pregunté de tu parte lo de hacer públicos más detalles de los hallazgos arqueológicos me «saltó al cuello», como suele decirse. ¡Probablemente no haya de qué sorprenderse!</p> <p>Cuando tenga más texto traducido se lo enseñaré.</p> <p style="font-weight: bold; margin-top: 1.5em; text-align: right; font-size: 95%">Pierce</p> </i> <p style="page-break-before: always; line-height: 0%"> </p> <cite style="font-style: italic; font-family; font-family: monospace, Courier New, Courier"> <p style="text-align: left">Mensaje: #310 (Anna Longman)</p> <p style="text-align: left">Asunto: Ash/gólems</p> <p style="text-align: left">Fecha: 12/12/00 a las 06:48 p.m.</p> <p style="text-align: left">De: Ngrant@</p> <p style="margin-bottom: 1.5em; margin-right: 5%; text-align: center; font-size: 90%; hyphenate: none">(<i>formato borrado; otros detalles encriptados con una clave personal indescifrable</i>)</p> <p>Anna:</p> <p>Pensé que debería hacértelo saber. Isobel me ha pasado el nuevo informe sobre el «gólem mensajero» que descubrimos en el yacimiento terrestre de Cartago.</p> <p>Por lo visto, el departamento de metalurgia ahora asegura que los materiales incorporados al bronce durante el proceso de fundición apuntan a un periodo temporal de quinientos a seiscientos años atrás.</p> <p>¿No es bonito por su parte admitir así su error?</p> <p>(Sí, me siendo henchido de orgullo).</p> <p>Cuando tenga tiempo de leerme todo el texto del informe, le preguntaré a Isobel (eso si puedo atraparla) si puedo incorporarlo como apéndice a nuestro libro. Regreso a la traducción y al documento de Sible Hedingham.</p> <p style="font-weight: bold; margin-top: 1.5em; text-align: right; font-size: 95%">Pierce</p> </i> <p style="page-break-before: always; line-height: 0%"> </p> <cite style="font-style: italic; font-family; font-family: monospace, Courier New, Courier"> <p style="text-align: left">Mensaje: #180 (Pierce Ratcliff)</p> <p style="text-align: left">Asunto: Ash</p> <p style="text-align: left">Fecha: 12/12/00 a las 11:00 p.m.</p> <p style="text-align: left">De: Longman@</p> <p style="margin-bottom: 1.5em; margin-right: 5%; text-align: center; font-size: 90%; hyphenate: none">(<i>formato borrado; otros detalles encriptados y perdidos de modo irrecuperable</i>)</p> <p>Pierce:</p> <p>¡Oh, Pierce, estoy tan contenta! ¿Cómo es posible, por el amor de Dios, que cometieran un error así? La Dra. Isobel debería utilizar un departamento de metalurgia mucho mejor. ¡Cuánta preocupación innecesaria!</p> <p>Creo que tenemos que empezar a plantearnos ir más rápidos. Jon Stanley ha estado mencionando los rumores que se cuecen en los mentideros de las editoriales académicas americanas.</p> <p>Parece ser que alguien sabe que estás traduciendo «algo». El <i>Fraxinus</i>, supongo. He mantenido en un absoluto secreto la existencia de todo lo demás. Pero Pierce, ¿todavía no puedo decirle a William Davies lo que debe hacer con el manuscrito original de Sible Hedingham? Me imagino que también existen mentideros en la arqueología y que estarán haciendo su función. ¿Podrías sugerirle a la Dra. Isobel que alguna especie de comunicado de prensa limitado podría ser realmente útil en estos momentos?</p> <p>¿No es emocionante? ¡Estoy muy feliz de participar en esto, aunque sea desde la lejanía!</p> <p>Con cariño,</p> <p style="font-weight: bold; margin-top: 1.5em; text-align: right; font-size: 95%"> Anna</p> </i> <p style="page-break-before: always; line-height: 0%"> </p> <cite style="font-style: italic; font-family; font-family: monospace, Courier New, Courier"> <p style="text-align: left">Mensaje: #187 (Pierce Ratcliff)</p> <p style="text-align: left">Asunto: Ash</p> <p style="text-align: left">Fecha: 13/12/00 a las 06:59 p.m.</p> <p style="text-align: left">De: Longman@</p> <p style="margin-bottom: 1.5em; margin-right: 5%; text-align: center; font-size: 90%; hyphenate: none">(<i>formato perdido; otros detalles encriptados y perdidos de modo irrecuperable</i>)</p> <p>Pierce:</p> <p>NECESITO EL RESTO DE LA TRADUCCIÓN.</p> <p>Las teorías están muy bien, Pierce, pero...</p> <p>No, eso no importa. Ha sucedido algo, ESTÁ sucediendo ahora mismo, me temo. Te diré cómo lo sé.</p> <p>He llegado a casa esta noche (hace cosa de hora y media) y he caído rendida delante de la tele, que por casualidad estaba sintonizada en las noticias locales. Suelo ver la cadena local de Londres o East Anglia. De pura chiripa estaba en las noticias de East Anglia. La historia de cabecera era un reportaje de interés humano centrado en un veterano de guerra que después de sesenta años se reunía con su hermano desaparecido.</p> <p>He oído solo la mitad, no han dado nombres. Me he sentado y lo he visto hasta el final, y después he cogido el teléfono pensando a quién podría llamar y en ese momento me he dado cuenta: tenía un mensaje esperando. Acabo de escucharlo. Es de William Davies, con su amable y seria voz dirigiéndose al alma vacía de un contestador automático. Quiere saber si me gustaría hablar con su hermano, Vaughan. Vaughan ha «estado fuera». Y ahora ha regresado.</p> <p>Y yo no quiero hacerlo, lo que quiero es que TÚ vueles de regreso a Inglaterra y hables con él, Pierce. No es cosa mía, este no es mi trabajo. Soy una editora, no una periodista ni una historiadora, y no quiero ni pensar en acercarme a él.</p> <p>Es TU creación, TÚ te encargas.</p> <p style="font-weight: bold; margin-top: 1.5em; text-align: right; font-size: 95%">Anna</p> </i> <p style="page-break-before: always; line-height: 0%"> </p> <cite style="font-style: italic; font-family; font-family: monospace, Courier New, Courier"> <p style="text-align: left">Mensaje: #138 (Pierce Ratcliff)</p> <p style="text-align: left">Asunto: Ash</p> <p style="text-align: left">Fecha: 13/12/00 a las 07:29 p.m.</p> <p style="text-align: left">De: Longman@</p> <p style="margin-bottom: 1.5em; margin-right: 5%; text-align: center; font-size: 90%; hyphenate: none">(<i>formato borrado; otros detalles encriptados y perdidos de modo irrecuperable</i>)</p> <p>Pierce:</p> <p>¡Responde a mi mensaje!</p> <p style="font-weight: bold; margin-top: 1.5em; text-align: right; font-size: 95%">Anna</p> </i> <p style="page-break-before: always; line-height: 0%"> </p> <cite style="font-style: italic; font-family; font-family: monospace, Courier New, Courier"> <p style="text-align: left">Mensaje: #189 (Pierce Ratcliff)</p> <p style="text-align: left">Asunto: Ash</p> <p style="text-align: left">Fecha: 13/12/00 a las 09:20 p.m.</p> <p style="text-align: left">De: Longman@</p> <p style="margin-bottom: 1.5em; margin-right: 5%; text-align: center; font-size: 90%; hyphenate: none">(<i>formato perdido; otros detalles encriptados y perdidos de modo irrecuperable</i>)</p> <p>Pierce:</p> <p>¡¡¡Lee el jodido correo!!!</p> <p style="font-weight: bold; margin-top: 1.5em; text-align: right; font-size: 95%">Anna</p> </i> <p style="page-break-before: always; line-height: 0%"> </p> <cite style="font-style: italic; font-family; font-family: monospace, Courier New, Courier"> <p style="text-align: left">Mensaje: #192 (Pierce Ratcliff)</p> <p style="text-align: left">Asunto: Ash</p> <p style="text-align: left">Fecha: 14/12/00 a las 10:31 p.m.</p> <p style="text-align: left">De: Longman@</p> <p style="margin-bottom: 1.5em; margin-right: 5%; text-align: center; font-size: 90%; hyphenate: none">(<i>formato perdido; otros detalles encriptados y perdidos de modo irrecuperable</i>)</p> <p>Pierce:</p> <p>¿Dónde demonios te has metido?</p> <p>Bueno, lo he hecho. Esta noche he ido en coche hasta la residencia de ancianos y he visto a William Davies y a su hermano Vaughan. Son dos caballeros muy ancianos sin gran cosa que decirse el uno al otro. Es triste, ¿no crees?</p> <p>Vaughan Davies no es temible, solo viejo. Y senil. Ha perdido la memoria, como resultado del trauma bélico de ser bombardeado en la batalla de Londres. Ya no es ningún distinguido académico, parece que la amnesia es genuina. William es cirujano y todavía cuenta con todos sus antiguos contactos médicos, pese a estar jubilado, de modo que Vaughan ha sido examinado en el mejor hospital de Inglaterra y por los mejores neurocirujanos: amnesia tras una conmoción traumática. Básicamente le cayó una bomba encima y cuando lo rescataron de entre los escombros ya no sabía quién era. Le concedieron un hogar tras la Segunda Guerra Mundial, se olvidaron de él y después lo echaron a la calle hace unos años bajo un programa de «atención comunitaria».</p> <p>Finalmente la policía lo atrapó cuando apareció por Sible Hedingham y trató de colarse en su antigua casa. Está bastante chocho y nadie hubiera descubierto de quién se trataba de no ser por un miembro de la familia dueña del castillo de Hedingham, que estaba presente la tercera o la cuarta vez que lo intentó y al fin lo reconoció.</p> <p>Es un callejón sin salida, Pierce. No recuerda haber corregido la segunda edición de ASH. No recuerda haber sido profesor. Cuando habla con William cree que todavía tienen quince años y viven con sus padres en Wiltshire. No comprende por qué William es «viejo», y ver su propio rostro en un espejo lo asusta. William se limita a darle palmadas en la mano y decirle que ahora todo irá bien. Escucharlo me hizo llorar.</p> <p>A veces no me gusto a mi misma. No me gusto porque él es una persona de verdad que ha sufrido de manera brutal y su hermano es un dulce anciano que me cae bien.</p> <p>Por el amor de Dios, Pierce, ¡¿por qué no estás consultando tu correo?!</p> <p style="font-weight: bold; margin-top: 1.5em; text-align: right; font-size: 95%">Anna</p> </i> <p style="page-break-before: always; line-height: 0%"> </p> <cite style="font-style: italic; font-family; font-family: monospace, Courier New, Courier"> <p style="text-align: left">Mensaje: #322 (Anna Longman)</p> <p style="text-align: left">Asunto: Ash</p> <p style="text-align: left">Fecha: 14/12/00 a las 10:51 p.m.</p> <p style="text-align: left">De: Ngrant@</p> <p style="margin-bottom: 1.5em; margin-right: 5%; text-align: center; font-size: 90%; hyphenate: none">(<i>formato borrado; otros detalles encriptados con una clave personal indescifrable</i>)</p> <p>Anna:</p> <p>Ahora no puedo alejarme de aquí. ¡No puedo quitarle tiempo a esta traducción! Ya verás porqué. Te envío la siguiente sección. Habla otra vez con Vaughan Davies por mí, por favor. Si conserva un mínimo de coherencia, pregúntale cuál era su teoría sobre una «conexión» entre los documentos ASH y la historia que los suplanta (nuestra historia). ¡Pregúntale qué era lo que iba a publicar tras su segunda edición!</p> <p style="font-weight: bold; margin-top: 1.5em; text-align: right; font-size: 95%">Pierce</p> </i> <p style="page-break-before: always; line-height: 0%"> </p> <cite style="font-style: italic; font-family; font-family: monospace, Courier New, Courier"> <p style="text-align: left">Mensaje: #196 (Pierce Ratcliff)</p> <p style="text-align: left">Asunto: Ash</p> <p style="text-align: left">Fecha: 14/12/00 a las 11:03 p.m.</p> <p style="text-align: left">De: Longman@</p> <p style="margin-bottom: 1.5em; margin-right: 5%; text-align: center; font-size: 90%; hyphenate: none">(<i>formato perdido; otros detalles encriptados y perdidos de modo irrecuperable</i>)</p> <p>Pierce:</p> <p>¿ESTÁS LOCO?</p> <p style="font-weight: bold; margin-top: 1.5em; text-align: right; font-size: 95%">Anna</p> </i> <p style="page-break-before: always; line-height: 0%"> </p> <cite style="font-style: italic; font-family; font-family: monospace, Courier New, Courier"> <p style="text-align: left">Mensaje: #333 (Anna Longman)</p> <p style="text-align: left">Asunto: Ash</p> <p style="text-align: left">Fecha: 14/12/00 a las 11:32 p.m.</p> <p style="text-align: left">De: Ngrant@</p> <p style="margin-bottom: 1.5em; margin-right: 5%; text-align: center; font-size: 90%; hyphenate: none">(<i>formato borrado; otros detalles encriptados con una clave personal indescifrable</i>)</p> <p>Anna:</p> <p>No, no estoy loco.</p> <p>Aquí es muy tarde, demasiado tarde para poder seguir traduciendo esta noche. Y además, estoy demasiado cansado para pensar en inglés, ya ni te cuento en latín macarrónico. Te envío lo que tengo terminado. Mañana al alba proseguiré, pero por ahora te debo una explicación de por qué no estoy volando de regreso a Gatwick, y he aquí el motivo.</p> <p>Al fin me han mostrado las cartas marinas del Almirantazgo sobre esta región del Mediterráneo. Como puedes imaginarte, dada la gran cantidad de actividad submarina durante la última guerra, sus mapas del lecho marino tienen gran detalle y son muy precisos.</p> <p>Ni uno solo de ellos muestra ninguna especie de «zanja» en el fondo del mar de esta zona.</p> <p style="font-weight: bold; margin-top: 1.5em; text-align: right; font-size: 95%">Pierce</p> </i> <p style="page-break-before: always; line-height: 0%"> </p> <title style="margin-bottom: 2em; page-break-before: avoid; margin-top: 15%"> <p>CUARTA PARTE:</p></h3> <p style="text-align: center; text-indent: 0em; font-size: 125%; font-weight: bold; hyphenate: none">«LA CACERÍA DEL CIERVO<a data-bs-toggle="modal" data-bs-target="#notesModal" type="note" href="#nota62">[62]</a>»</p> <p style="text-align: center; text-indent: 0em; font-size: 98%; font-weight: bold; hyphenate: none">16 de noviembre de 1476</p> <p style="page-break-before: always; line-height: 0%"> </p> <title style="margin-bottom: 2em; page-break-before: avoid; margin-top: 15%"> <p>Capítulo 16</p> </h3> <p>—¿Hay un puto ejército fuera de las murallas —gritó Ash— y estáis pensando en salir a cazar un animal?</p> <p>Olivier de la Marche hizo que su gran semental castaño avanzara de lado para evitar unos escombros y respondió a su pregunta mientras lanzaba órdenes a la multitud de cazadores.</p> <p>—Señora capitana, cabalgaremos ahora. Debemos tener un duque.</p> <p>Ash contempló bajo la visera sus rasgos castigados por la intemperie, y reconoció a un hombre competente con muchas cosas que organizar y también algo más, cierto ensimismamiento que, comprendió, estaba presente por todas partes en aquellas calles asoladas.</p> <p>La enorme plaza bombardeada que se extendía detrás de la muralla norte debía de albergar en esos momentos a unas tres mil personas, a ojo de buen cubero, y llegaban más a cada minuto. Caballeros sobre sus monturas, arqueros que corrían de un lado a otro llevando mensajes, cazadores y sus lacayos y trailla tras trailla de perros de caza. Ash se protegió los ojos del sol matutino que caía entre las vigas requemadas de los edificios, húmedas y ennegrecidas por el fuego, y observó que la mayoría eran mujeres y hombres de ropas sencillas. Tenderos, aprendices, familias rurales, campesinos que se habían refugiado huyendo de los campos devastados. Viticultores y queseros, pastores y niñas. Todos ellos arrebujados en diversas túnicas de lana, togas y mantones embarrados pero pulcramente remendados, y con los rostros rojos y blancos por culpa del viento. La mayoría de ellos estaban serios o distraídos. Por primera vez en meses no se estremecían de miedo a las piedras o el hierro que pudieran caer del cielo.</p> <p>Y estaban en silencio. El ruido que hacían los propios hombres de Ash caminando y cabalgando era el sonido más fuerte, audible por encima de los gemidos de los sabuesos. Su fuerte voz y la solitaria campana fúnebre eran todo lo que quebraba aquel silencio casi absoluto.</p> <p>—Si hay borgoñones entre vuestros mercenarios —añadió Olivier de la Marche—, pueden cazar con nosotros.</p> <p>Ash sacudió la cabeza. Su pálido capón bayo reaccionó con brusquedad a su movimiento y saltó de lado metiéndose en el barro y en los adoquines fracturados. Ash volvió a controlarlo.</p> <p>—¿Pero quién heredará el ducado?</p> <p>—Un miembro del linaje real de Borgoña.</p> <p>—¿Pero cuál?</p> <p>—No lo sabremos hasta que sea escogido por medio de la cacería del ciervo. Señora capitana, venid si lo deseáis; si no, guardad las murallas y observad la tregua.</p> <p>Ash intercambió una mirada con Antonio Angelotti cuando el representante del Duque se dirigió hacia los cazadores.</p> <p>—La cacería del ciervo... ¿Estoy loca, o los locos son ellos?</p> <p>Antes de que Angelotti pudiera responder, se les acercó una alta figura con aspecto de espantapájaros que se retiró la capucha. Floria del Guiz sacudió sus mitones de piel de oveja para librarse del efecto del gélido viento.</p> <p>—¡Ash! —dijo con alegría—. Robert tiene una docena de hombres que quieren hablar contigo respecto a la cacería. ¿Debe enviártelos desde la torre o irás tú hasta allí?</p> <p>—Mejor aquí. —Ash desmontó y el cuero y el acero de su silla de combate crujieron. La tensión que había sentido en el campamento de la Faris se liberaba por momentos, provocando que le dolieran los músculos bajo la armadura.</p> <p>Ya en el suelo, fue más consciente de los hombres y mujeres que abarrotaban la plaza. Caminaban en silencio, la mayoría sin hablar y algunos con expresión de pena. Allí donde la devastación de las estrechas callejuelas serpenteantes los obligaban a apiñarse, vio que se apartaban educadamente a un lado o asentían pidiendo disculpas. Los hombres de armas borgoñones, que ella esperaba ver utilizando sus alabardas para mantener a la multitud bajo control, se mantenían en pequeños grupos observando la oleada humana pasar por su lado. Algunos de ellos intercambiaban breves comentarios con los campesinos.</p> <p>Muchas de las mujeres portaban velas encendidas que protegían con cuidado entre sus manos.</p> <p>—Este silencio... Nunca había visto algo así.</p> <p>Había dos mujeres detrás de Floria, como al fin descubrió Ash. Una vestía las túnicas verdes de una monja y la otra llevaba un sombrero de capirote blanco, mugriento y manchado. Cuando la multitud se hizo menos densa alrededor de ella y de su capón bayo, pudo verles los rostros. Eran la madre superiora Simeon y Jeanne Chalón.</p> <p>—Florian... —perpleja, se giró hacia la cirujana.</p> <p>Floria se irguió tras enviar a una niña del tren de equipajes con el mensaje.</p> <p>—Robert dice que los diez o doce flamencos que se quedaron con nosotros tras la división piden permiso para participar en la cacería. Yo también lo voy a hacer.</p> <p>Ash dijo con escepticismo:</p> <p>—¿Y cuándo fue la última vez que te consideraste borgoñona?</p> <p>—Eso no importa. —El rollizo rostro blanco de la madre superiora no miró a Ash con desaprobación ni condena, sino con tristeza—. Vuestra doctora ha sido maltratada por su tierra natal, pero esto nos une a todos.</p> <p>Ash comprobó que Jeanne Chalón la observaba sin rencor. Las lágrimas habían enrojecido las comisuras de sus ojos y seguía sorbiendo por la nariz, ya fuera por los sollozos o por culpa del viento. Era increíble, pero agarraba del brazo a Floria.</p> <p>—No puedo creer que esté muriendo... —carraspeó. Ash notó que se le hacía un nudo en la garganta por instintiva empatía hacia el obvio sufrimiento de la mujer. Jeanne Chalón añadió:— Era nuestro corazón. Dios deposita las cargas más duras sobre su siervo más fiel. ¡Solo Dios en su misericordia sabe cuánto lo echaremos de menos!</p> <p>Ash se fijó de repente en que, aparte de la madre superiora, no se veía a ningún sacerdote por las calles. La solitaria campana seguía repicando. Todos los sacerdotes ordenados debían de estar en palacio, junto al agonizante Duque, y sintió que su curiosidad la empujaba a cabalgar hasta allí y aguardar las noticias de su fallecimiento.</p> <p>—Yo nací aquí —dijo Floria—. Sí, he vivido lejos, soy una proscrita. Tanto da, Ash, quiero ver cómo eligen al nuevo duque. Yo no estaba en Borgoña, me encontraba en el extranjero cuando Felipe murió y Carlos fue a cazar. Voy a asistir ahora, tanto... —y sus ojos se estrecharon con la presión de la amarga y decidida alegría de su rostro— tanto si creo que es un disparate como si no, voy a ir.</p> <p>Ash sintió que el gélido viento le enrojecía la nariz. Una gota de agua transparente recorrió su rostro y desató su bolsa para sacar el pañuelo. Eso le dio tiempo para pensar, tiempo para estudiar a los cazadores, a los arqueros con la librea de Hainault y de la Picardia que estaban montando. Incluso el caballero francés refugiado Armand de Lannoy estaba listo, junto a los mozos de cuadra y un grupo de nobles borgoñones. Ash se frotó la nariz con fuerza y dijo:</p> <p>—Iré con vosotros. Robert y Geraint pueden cuidar el negocio.</p> <p>Antonio Angelotti intervino, encaramado a la silla de su flacucho caballo gris.</p> <p>—¡Pero, ¿y si los visigodos no mantienen la tregua, <i>madonna?</i>!</p> <p>—La Faris tiene sus propios motivos para respetar la tregua. Ya te haré después un resumen. —Su tono se hizo más frívolo—. Venga, Angeli, los chicos se están aburriendo. Voy a demostrarles que no tenemos por qué quedarnos encerrados en Dijon como si tuviésemos miedo. ¡Será bueno para la moral!</p> <p>—¡No si clavan vuestra cabeza en una lanza, <i>madonna</i>!</p> <p>—No, supongo que eso no sería nada bueno para mi moral. —Ash se giró hacia la pequeña mensajera que regresaba abriéndose paso a través de la educada multitud, con Robert Anselm y cierto número de hombres de armas tras ella—. ¿Cuál es la petición?</p> <p>Pieter Tyrrell se encontraba detrás de Anselm, con su mano inválida (envuelta en su guante de cuero especialmente diseñado) protegida detrás del cinto. Bajo el bacinete de arquero, su cara aparecía pálida. Junto a él, Willem Verhaecht y su primer oficial de la lanza, Adriaen Campin, parecían igual de afectados.</p> <p>—No pensábamos que fuera a morir, jefa —dijo Tyrrell, sin necesidad de explicar a quién se refería—. Nos gustaría participar en la cacería en su memoria. Sé que estamos en un asedio, pero...</p> <p>Willem Verhaecht, más mayor, añadió:</p> <p>—Una docena de mis hombres son borgoñones de nacimiento, jefa. Es por respeto.</p> <p>—Fue un buen patrono —añadió el oficial de la lanza.</p> <p>Ash estudió a los hombres. Un pensamiento, decía, pragmático: <i>doce hombres a uno u otro lado no podrían salvarnos si los visigodos nos traicionaran</i>. El resto de su mente se rindió al efecto de la inmensa masa humana y al silencio casi absoluto bajo el débil sol matutino.</p> <p>—Si lo planteáis de ese modo —señaló—, si es por respeto. Sabía lo que se hacía, que es más de lo que se puede decir de la mayoría de los estúpidos bastardos que nos contratan. De acuerdo, permiso concedido. Capitán Anselm, Morgan, Angelotti y tú protegeréis la torre. Si se produce una traición, estad listos para hacer que abran las puertas de la ciudad: ¡regresaremos a toda pastilla!</p> <p>Unas risitas serenas pero agradecidas cruzaron el grupo. Willem Verhaecht se volvió para organizar a sus hombres. Robert Anselm cerró la boca formando una línea firme. Ash atrapó su mirada.</p> <p>—Escucha —dijo.</p> <p>—No oigo nada.</p> <p>—Sí, sí que lo oyes. Es la pena. —De manera instintiva, Ash mantuvo su tono de voz limitado al de una conversación personal. Señaló hacia donde, en medio de cazadores y perros, Philippe de Poitiers y Ferry de Cuisance permanecían junto a Olivier de la Marche, los tres rodeados por sus hombres y todos con la cabeza descubierta en aquel día otoñal—. Si esta ciudad ha de resistir, necesitan un sucesor para Carlos. Si muere y no hay nadie, entonces esto se acabó. Dijon caerá mañana.</p> <p>Por encima del suave susurro de la multitud les llegó con claridad el sonido de la única campana. Ash miró hacia los tejados inclinados, pero no logró divisar las agujas gemelas de la abadía. <i>Deben de estar dándole la extremaunción, administrándole los últimos sacramentos</i>.</p> <p>La nuca le daba punzadas por los nervios mientras esperaba a que comenzara el segundo repique final. <i>Muerto antes del mediodía, eso creía el cazador. Y ya debe de haber pasado la cuarta hora de la mañana</i>...</p> <p>—¿Y qué pasa con la Faris? —retumbó Robert Anselm.</p> <p>—Oh, va a enviar una escolta con la cacería —dijo Ash con ironía.</p> <p>—¿Una escolta? —El rostro bovino y mal afeitado de Anselm parecía perplejo. Sacudió la cabeza, apartando la idea—. No me refiero a eso. Cuando el Duque muera... ¿Es la hija de Gundobando? ¿Puede hacer un milagro?</p> <p>—No creo que ni ella lo sepa.</p> <p>—¿Y tú sí lo sabes, muchacha?</p> <p>El caballo castrado le dio un topetazo en las hombreras. Ella alzó el brazo distraída y le acarició con fuerza el hocico. El animal le lamió el guantelete.</p> <p>—Roberto.., No lo sé... La Faris oye a las Máquinas Salvajes, ellas le hablan. Y si le hablan... —Ash enfrentó su mirada a los ojos castaños de Robert Anselm, situados bajo demacradas cejas fruncidas—. Si a mí me forzaron a dar media vuelta y caminar hacia ellas... entonces, sea de lo que sea capaz la Faris, las máquinas también podrán obligarla a hacerlo.</p> <p>En aquel otoño asolado no había flores tardías en los setos, pero pudo oler las ramas frescas y la resina de pino: la mitad de los hombres y mujeres de la multitud lucían guirnaldas verdes caseras. Ash se encontraba donde tantas veces, en medio de un grupo de sus oficiales, entre rostros familiares, mientras los palafreneros de la compañía sujetaban los caballos y los hombres de armas de la librea del León se organizaban y se pasaban los avíos entre ellos.</p> <p><i>Ahora todo es diferente</i>.</p> <p>La miraban con más seriedad de la que hubieran tenido en el amanecer de una batalla.</p> <p>—La Faris está atemorizada. Tal vez hubiera podido asustarla lo bastante como para que regresara a Cartago, pero no lo sé con seguridad —dijo Ash, pensativa—. Ella también ha oído a las Máquinas Salvajes decir que el invierno no cubrirá todo el mundo a no ser que Borgoña caiga. Pero lo que ella ha experimentado es el Crepúsculo Eterno. No sé si realmente entiende que lo que quieren es que todo esté oscuro, congelado y muerto.</p> <p>Su mirada pasó por encima de la silenciosa multitud y los tejados en ruinas en dirección al sol, en busca de sosiego.</p> <p>—Yo he sido forzada por ellas, la Faris no. Cree que a ella no le puede suceder. Así que no está claro que pueda decidirse a destruir el gólem de piedra. Ni siquiera ahora que comprende que es el único medio que tienen las Máquinas Salvajes de llegar hasta ella.</p> <p>Robert Anselm completó su línea de pensamiento:</p> <p>—Durante diez años ha dependido de esa máquina en el campo de batalla.</p> <p>—Es su vida. —El rostro lleno de cicatrices de Ash se torció al formar una sonrisa—. Y no la mía. Yo mandaría el gólem a hacer puñetas, pero no estoy allí. Así que eso no me deja ninguna opción.</p> <p>Su cerebro se activó y Ash descubrió que bajo el estímulo de aquella emergencia estaba fraguando rápidamente un plan.</p> <p>—Robert, Angeli, Florian. Le dije a la Faris que un duque sirve lo mismo que otro, pero podría estar equivocada. Si las Máquinas Salvajes solo necesitan que muera Carlos..., estamos a punto de descubrir lo que eso significa.</p> <p>Ash hizo un esfuerzo por ignorar a la silenciosa muchedumbre.</p> <p>—Confiemos en que los visigodos vuelquen toda su atención en esta cacería —añadió—. Demonios, nosotros no vamos a participar en ella sino que aprovecharé para encabezar una partida de secuestro. Una vez estemos fuera de la zona, nos deslizaremos lejos de la cacería, regresaremos al campamento godo y trataremos de matar a la Faris.</p> <p>—Estamos muertos —dijo Anselm con crudeza—. Aunque te llevaras a la compañía entera, no lograrías atravesar los miles de hombres de su ejército.</p> <p>Ash, sin tratar de contradecirlo, dijo con autoridad:</p> <p>—De acuerdo, nos llevaremos a toda la compañía, o al menos a todos los que tengan monturas. Roberto, la Faris puede declarar una tregua pero es muy posible que antes de mediodía se organice un motín armado ahí fuera. La cacería podría convertirse en una matanza. Si queremos matar a la Faris, esta va a ser nuestra única oportunidad de salir de las murallas e intentarlo.</p> <p>Anselm sacudió su enorme cuello.</p> <p>—A la mierda con la tregua, —dijo— si yo fuera un comandante godo mataría al primer noble borgoñón que asomase la cabeza. ¡De la Marche cree que puede entrar y salir de aquí como una rata en una cañería!</p> <p>—Toda esta cacería es una locura —dijo Ash, bajando la voz ante el sonido de la solitaria campana—. Pero eso es bueno, la confusión nos beneficiará. De todos modos, en tu lugar yo empezaría a rezar. —Una breve sonrisa—. Roberto, me llevaré a hombres selectos, solo voluntarios.</p> <p>—¡Pobres bastardos! —Robert Anselm echó una mirada a los capitanes del León que organizaban a sus hombres en unidades en medio de la plaza—. Los, que te llevaste a Cartago se creen que ahora son «héroes», olvidan que les dieron una paliza. Y los que se quedaron aquí creen que se lo perdieron, así que no pueden esperar más para subirse al carro. Creerán que tienes un plan.</p> <p>Eligiendo con cuidado su entonación, Ash dijo:</p> <p>—Tenía planeado dejar a Angelotti al mando en la ciudad, es importante mantener a los artilleros bajo control. Y creo que los infantes también necesitan un oficial, tal vez tú deberías quedarte en Dijon y en esta ocasión no presentarte voluntario para venir conmigo.</p> <p>Esperaba una protesta, algo del estilo de «¡que se encargue Geraint Morgan!», pero Anselm se limitó a mirar las puertas de la ciudad y asentir mostrando su conformidad.</p> <p>—Pondré vigías en las murallas —gruñó—. En cuanto vea que atacáis el campamento, dispararemos desde aquí para aumentar la confusión. A la mierda con la tregua. ¿Algo más, muchacha?</p> <p>Su mirada se apartó de la de Ash.</p> <p>—No. Prepara todas las monturas que puedas para los hombres que me acompañen en esto.</p> <p>Ash permaneció bajo la tenue luz del sol, mirando cómo Anselm se alejaba: un hombre de anchos hombros con armadura inglesa, cuya vaina repiqueteaba contra el metal de su pierna mientras caminaba.</p> <p>—¿Robert está rehusando una batalla? —dijo Floria con incredulidad, junto a su codo.</p> <p>—Necesito alguien listo que se quede en la ciudad.</p> <p>La cirujana la miró con una breve expresión cínica. No dijo que Anselm hubiera perdido el valor, pero Ash lo leyó en su rostro.</p> <p>—Estará bien —dijo Ash con amabilidad—, todos nos ponemos así. Mi propia valentía tampoco atraviesa ahora mismo su mejor momento. Tal vez sea culpa del asedio. Dale un día o dos.</p> <p>—Puede que no dispongamos de un día. —Floria se mordió el labio—. Te he visto hablar con Godfrey, he visto cómo dabas media vuelta obligada por las máquinas. Todos lo hemos visto. Lo sé tan bien como el resto de esta triste gente: puede que solo nos quede una hora. No sabremos de cuánto disponemos hasta que suceda.</p> <p>Una frialdad familiar distanció sus pensamientos.</p> <p>—Haré esto sin Robert. Sabe que lo que estoy planeando podría ser un viaje sin retomo. Necesito hombres a mi lado que lo sepan y pese a ello quieran venir.</p> <p>Al otro extremo de la plaza, el reloj de torre dio las diez. Sus campanadas quebraron el silencio. Ash vio que la gente sacaba panes envueltos en sucios pañuelos y se sentaba y comía sobre montones de ladrillos y restos de muebles, todo ello con un sentido práctico sereno y respetuoso.</p> <p>Floria pasó los dedos alrededor de la mano de Ash, envuelta en su frío guantelete de metal. Dijo, como si de repente le costara mucho esfuerzo:</p> <p>—No hagas esto, por favor. No es necesario. Deja viva a tu hermana. Habrá otro duque en una hora o dos. Vas a conseguir que te maten sin motivo.</p> <p>Ash giró la mano de modo que pudiera agarrar la de la otra mujer con cuidado, entre metal y tela.</p> <p>—¡Eh! Me paso la vida arriesgándome a que me maten sin motivo. ¡Es mi trabajo!</p> <p>—¡Y yo ya estoy cansada de tener que suturarte después cada vez! —respondió Floria con el ceño fruncido. A pesar de la suciedad que delimitaba su rosero, parecía muy joven, una muchachita envuelta en jubón y media toga, con gotas de cera de las velas salpicando la parte delantera de su capa. Olía a hierbas y a sangre seca—. Sé que necesitas hacer esto. Y tienes miedo, lo sé. Tampoco estás hablando con Godfrey.</p> <p>—No. —La idea de hablar con él o incluso de escucharlo hizo que a Ash se le secara la boca. En esa parte de su yo que llevaba compartiendo una década había una tensión creciente, una opresión como la que se extiende antes de una tormenta: la presencia silenciosa de las Máquinas Salvajes.</p> <p>—¡Al menos comprueba quién es el Duque escogido antes de lanzarte al suicidio bélico! —La voz de Floria era ronca, pero no estaba exenta de una dosis de crudo humor negro—. Habrá confusión en su campamento tanto después como antes. Tal vez más. Incluso podríais pillarlos con la guardia baja. Vamos, ¿me estás diciendo que no quieres ver a de la Marche convertirse en duque?</p> <p>Reaccionando ante aquel sentido del humor, al evidente intento de la mujer por controlar sus propias emociones, Ash dijo con despreocupación:</p> <p>—Pensé que nadie sabía quién iba a resultar escogido. Floria apretó con fuerza su mano y luego la soltó.</p> <p>—Teóricamente no —dijo con voz pastosa—. Al menos en teoría, cualquiera con sangre ducal borgoñona es elegible. ¡Diablos, con la manía que tienen las familias nobles de casarse entre sí, eso es casi como decir cualquier familia con escudo de armas desde aquí a Gante!</p> <p>Ash lanzó una mirada en dirección a Adriaen Campin, que realizaba una rápida verificación del equipo de los otros hombres flamencos de Verhaecht.</p> <p>—¡Eh, tal vez tengamos al siguiente duque de Borgoña cabalgando con la compañía!</p> <p>Aquello logró que Floria se frotara los ojos y sonriera con cinismo. —Y puede que Olivier de la Marche no sea el experimentado candidato de los nobles y los militares. Vamos, ¿a quién crees que van a elegir?</p> <p>—¿Quieres decir que cuando abran en canal al ciervo y le miren las entrañas, o lo que sea que hagan aquí, va a poner bien grande «<i>sieur</i> de la Marche» con mayúsculas iluminadas?</p> <p>—Más o menos algo así, supongo.</p> <p>—Eso hace las cosas más fáciles. —Ash sacudió la cabeza—. ¿Por qué molestarse en todo eso de la cacería? <i>Christus</i>, nunca entenderé a los borgoñones... Salvando lo presente, por supuesto.</p> <p>Cuando miró a Floria fue para ver que la joven le sonreía con los ojos húmedos y se limpiaba la nariz con un trapo sucio.</p> <p>—No entiendes un carajo —dijo Floria con voz emocionada—. Por primera vez en mi vida me gustaría saber cómo descuartizar a alguien con vuestras putas cuchillas de carnicero. Quiero cabalgar contigo, Ash. No deseo ver cómo cabalgas hacia esta estúpida idea suicida sin poder estar allí.</p> <p>—Antes lanzaría un ratón a una rueda de molino, tendría prácticamente las mismas posibilidades.</p> <p>—¡Y qué posibilidades tienes tú!</p> <p>Aquella mañana las nubes se despejaban al norte y no había más ráfagas de nieve. El sol se alzaba blanco y duro al sur y el aire estaba impregnado del olor a ramas frescas partidas. Aquella podía ser la última mañana que lo presenciara. No era nuevo para ella, pero era algo que nunca cansaba, algo a lo que uno nunca acababa de acostumbrarse. Ash respiró hondo para llenarse unos pulmones que se le antojaban secos, fríos y oprimidos por el miedo.</p> <p>—Si eliminamos a la Faris se armará la gorda. Entonces sacaré a los chicos aprovechando la confusión. Escucha, estás en lo cierto, esto es algo estúpido y suicida, pero no sería la primera vez que una cosa así funciona sin más razón que por lo absurda que es. Ahí fuera nadie espera de verdad que intentemos hacerlo.</p> <p>Cuando Floria giró sobre sus talones para alejarse con paso airado, Ash se movió con velocidad y la agarró del brazo.</p> <p>—No, esta es la parte difícil. No saldrás corriendo para llorar en una esquina, tendrás que quedarte aquí conmigo y poner cara de que sabemos que esto va a funcionar.</p> <p>—¡Cristo, eres una perra dura!</p> <p>—Mira quién fue a hablar. Tú llenas a mis chicos de opio y cicuta<a data-bs-toggle="modal" data-bs-target="#notesModal" type="note" href="#nota63">[63]</a>y les amputas los brazos y las piernas sin pensártelo dos veces.</p> <p>—No es así.</p> <p>—Pero lo haces. Los coses sabiendo que van a volver a la batalla. Tras un instante de silencio, Floria murmuró:</p> <p>—Y tú los guías sabiendo que no lo harían por nadie más.</p> <p>Un aleteo de actividad entre los nobles borgoñones hizo que Ash volviera la cabeza. Vio que los señores y sus escoltas montaban en los jacos y palafrenes que quedaban en la ciudad tras tres duros meses de asedio. Resonó un toque de clarín y un cuerno de caza se elevó por encima de su agudo sonido. Por toda la plaza la gente comenzó a ponerse en pie.</p> <p>En la zona de su alma que escuchaba, antiguas voces murmuraban justo por debajo del umbral de audición. Ash dijo con brusquedad:</p> <p>—Adelante, pero permanece junto a la partida de caza, Florian, donde estés a salvo. Yo desapareceré inmediatamente después de los ladridos que indiquen que han localizado a la presa. No puedo esperar a que la cacería termine para atacar. Ya no podemos esperar por nada.</p> <p style="page-break-before: always; line-height: 0%"> </p> <title style="margin-bottom: 2em; page-break-before: avoid; margin-top: 15%"> <p>Capítulo 17</p> </h3> <p>Mientras cabalgaba a través de las trincheras de asedio en zigzag que se extendían al norte de la ciudad, a Ash le hormigueó el cuello. Silenciosos destacamentos visigodos permanecían inmóviles viéndolos pasar.</p> <p>Se giró en su silla de montar. Negros y apelotonados como hormigas, una compañía de lanceros visigodos seguía de cerca la cabalgata.</p> <p>—Esta va a ser una cacería asquerosa, joder —protestó Euen Huw.</p> <p>A Ash le vino a la memoria de inmediato un recuerdo táctil. Seis meses atrás, cuando cabalgaba desde Colonia tras los pasos despreocupados del propio Sacro Emperador Romano en dirección al asedio de Neuss, se detuvieron para un día de caza. Federico III hizo entonces que distribuyeran en el bosque las mesas de caballete reglamentarias cubiertas con manteles blancos, para que sus nobles pudieran tomar el desayuno al alba. Ash se llenó la boca de pan blanco mientras los monteros regresaban de sus diversas búsquedas y sacaban las muestras de los dobladillos de sus jubones para extenderlas sobre los manteles, discutiendo cada uno las virtudes de sus propias bestias.</p> <p>El cálido sol de junio y los bosques alemanes desaparecieron en sus recuerdos.</p> <p>—No encontrarán pronto un ciervo, ya veréis —añadió el capitán gales— y no tendremos ninguna cacería. ¡Hemos espantado a toda la caza en leguas a la redonda!</p> <p>Su mirada era febril. Ash, sin dar la impresión de vigilar, echó un vistazo a Euen Huw, Thomas Rochester y Willem Verhaecht, a la escolta armada que cabalgaba junto a ella y a su abanderado, y a los cincuenta hombres a caballo que iban justo detrás.</p> <p>Incluso conseguir esos cincuenta caballos entrenados para la batalla les había supuesto dificultades.</p> <p><i>¿Son suficientes hombres? ¿Podremos introducirnos en su campamento con esto?</i></p> <p>—Atentos a mi señal —dijo rápidamente—. Dispersaos por lanzas en cuanto estemos bajo el manto de los árboles.</p> <p><i>Y confiemos en que podamos escabullimos sin que den la alarma</i>.</p> <p>El viento más allá de las murallas de Dijon soplaba con frialdad desde los dos ríos. El sol centelleaba en los cascos visigodos; un sol sorprendente, aún novedoso, aún bienvenido. Ash llevaba la semitúnica encima del arnés y la densa lana anudada alrededor de la cintura, de modo que sus armas no la estorbaran. El pálido sol se reflejaba también en las armaduras de sus hombres y en los ricos pero sucios tonos rojos y azules de las libreas borgoñonas que tenía pocos metros por delante.</p> <p>A través del frío aire les llegó el débil ruido del solitario tañer de la campana.</p> <p>—Oigo la campana de la abadía, jefa —dijo Thomas Rochester—. Carlos sigue con nosotros.</p> <p>—No por mucho tiempo, nuestra doctora ha hablado con sus médicos. Ha perdido el sentido desde maitines... —al ver que de la Marche se detenía en la linde de los árboles, Ash tiró de las riendas y controló a su clara montura baya soltando una maldición. Una multitud silenciosa que marchaba a pie rodeaba a los caballos: campesinos, ciudadanos, cazadores. Unos ladridos nerviosos surgieron de los sabuesos.</p> <p>—Esperad aquí. —Obligó al capón a avanzar acompañada solo por Thomas Rochester y una escolta de la lanza. El delegado del Duque había desmontado y permanecía en pie, rodeado de una docena de hombres con silenciosos <i>limiers</i> de hocico cuadrado.</p> <p>—Putos borgoñones. Debería haberme traído aquí a mi abuelito —murmuró Thomas Rochester—. Solía ir de batida, jefa. Si le enseñabais una muestra, podía deciros si la bestia era vieja o joven, macho o hembra. Solo con una cagarruta. «Una larga, gorda y negra es de un ciervo de diez». Eso es lo que solía decir.</p> <p><i>Cincuenta hombres no son en absoluto los suficientes, pero las tropas de infantería no podrían haber mantenido el ritmo. Cincuenta hombres de caballería media y pesada. Necesitamos abrirnos paso a la fuerza en el campamento, necesito saber cómo están desplegadas sus tropas, dónde se encuentra, ella</i>...</p> <p>Se mordió el labio un instante antes de hablar en voz alta y de manera instintiva con la <i>machina rei militaris</i>.</p> <p><i>¡No! Con el gólem de piedra no, ni tampoco con Godfrey porque las Máquinas Salvajes están ahí, puedo sentirlas</i>... Sintió una presión creciente en su alma.</p> <p><i>Además, la Faris no habrá informado mediante el gólem de piedra</i>.</p> <p>—¿Eso es lo que opináis todos? —preguntó Olivier de la Marche. Aquel hombre franco con armadura tenía el aspecto de alguien que preferiría estar organizando un torneo o una guerra. Ash se preguntó durante un instante si el delegado del Duque sería él mismo un duque que pudiera mantener el control de un país invadido: guerra allí, guerra en Lorena, guerra en Flandes...</p> <p>El montero de barba canosa miró a su alrededor buscando la confirmación de sus colegas.</p> <p>—Es cierto, mi señor. Hemos explorado a pie desde antes del alba. Por el río, por las llanuras y hacia el este y el oeste hasta las colinas. Oeste y norte hasta los bosques. Todos los hoyos están vacíos, todas las muestras son antiguas. No hay bestias.</p> <p>—¡Oh, vaya! —exclamó Ash en voz baja. Se arriesgó a echar una mirada atrás. No estaban a más de cuatrocientos metros de distancia del campamento visigodo: demasiado pronto para despegarse.</p> <p>Pero si no iba a haber una cacería...</p> <p>Olivier de la Marche dio un pisotón y alzó ambos brazos para pedir silencio en un gesto innecesario.</p> <p>—¡La batida no ha encontrado bestias! —gritó—. La región está vacía.</p> <p>—¡Por supuesto que está vacía! —resopló Thomas Rochester con disgusto—. ¡Mierda, jefa, pensad en ello! Tienen un puto ejército acampado aquí fuera. Probablemente los caratrapos se lo comieron todo hace seis meses. Jefa, podéis iros olvidando de esto, no va a funcionar.</p> <p>Entre los hombres y mujeres que la rodeaban muchas voces repitieron «la región está vacía», como si fuera la respuesta contenida de la multitud.</p> <p>Olivier de la Marche volvió a subirse a la silla bajo el estruendo de la armadura. Ash le oyó dar órdenes a los cazadores.</p> <p>—Enviad de vuelta a los <i>limiers</i>, no tendremos un olor que seguir. Traed a los sabuesos de vista, enviad las postas de galgos al norte. —Alzó la voz:— ¡Al norte, a los bosques vírgenes!</p> <p>Un remolino de gente adelantó a Ash. El claro capón bayo relinchó y casi suelta una coz, pero ella volvió a controlarlo a tiempo para ver a todos los hombres, mujeres y niños a pie pasar en tropel tras la estela de los nobles borgoñones a caballo. El estandarte negro de la compañía visigoda se agitaba tras ellos. Vio cierto número de jinetes junto a los lanceros: arqueros montados. <i>Arqueros. Mierda</i>.</p> <p>—¡Adelanta! —Alzó su brazo y lo proyectó hacia delante. El bayo echó a andar y Ash lo puso a la par de los hombres de armas y arqueros a caballo del León, quedando entre su abanderado y Euen Huw.</p> <p>—¿Adónde vamos, jefa? —preguntó Thomas Rochester. Ash carraspeó órdenes bruscas.</p> <p>—Al norte, cabalgad hacia los árboles. Una vez a cubierto dispersaos y después reuníos en el vado del río del oeste.</p> <p>Los flamencos de Verhaecht seguían en cabeza, por lo que ella cabalgaba ahora en la parte trasera de la compañía, entre caras conocidas. Un joven esbelto apartó el rostro, pero lo reconoció como Rickard, al que había prohibido participar en este ataque. No dijo nada; ya era demasiado tarde.</p> <p>—¡Esto es estúpido! —protestó Rochester, que cabalgaba a su lado—. ¿Cómo puede enviar a los sabuesos cuando no sabe por qué camino va a huir la bestia? ¡Y ni siquiera hay bestia! ¿Cómo pueden cazar si no tienen pieza, jefa?</p> <p>Con una alegría instintiva, Ash respondió:</p> <p>—Así son los borgoñones.</p> <p>Entre los jinetes cundieron las risitas. Ash notó su temor, la excitación inminente y la osadía que rezumaba de ellos. Echó un vistazo a su bandera. <i>Existe una posibilidad razonable de que no me sigan esta vez. Es un asesinato. ¿Podría llegar a la Faris por mi cuenta? Cabalgar de regreso, entregarme, colar una daga... no. No. Sabe que es el objetivo</i>.</p> <p>Empujando al capón de lado, se aproximó al borde de su compañía, donde las damas con velos y tocados acolchados cabalgaban a la amazona sobre palafrenes mal alimentados. El escuálido caballo gris de gruesa osamenta de Floria destacaba como un mercenario en una iglesia. La cirujana espoleó a su montura hacia ella, apartándose de Jeanne Chalón.</p> <p>—¿Qué estemos haciendo? —dijo Ash.</p> <p>—¡Dios lo sabe! —Floria se acercó más, ignorando las miradas atemorizadas de los que iban a pie, y bajó la voz—. ¡No me preguntes a mí, sino a de la Marche, él es el Montero Mayor esta vez! Muchacha, estamos en noviembre. No encontraremos ni un reyezuelo aquí fuera. ¡Es una locura!</p> <p>—¿Adónde nos está llevando?</p> <p>—Al nordeste, río arriba. A los bosques vírgenes. —Floria señaló desde la silla—. Hacia allí arriba.</p> <p>Ash comprobó que la cabeza de la columna ya estaba en las lindes, y cabalgaban entre árboles sin hojas y ramas marrones que destacaban inhóspitas contra el pálido cielo. Ralentizó el ritmo del caballo capón cuando comenzaron a acercarse a los tocones de los árboles. Las cortezas taladas mostraban una madera clara y resinosa. El olor a humo provenía de cierto número de hogueras, y un tocón todavía tenía un hacha oxidada incrustada. No había signo de los recolectores de madera y de los fabricantes de carbón y porquerizos que ella hubiera esperado ver en tiempos de paz. Habían huido semanas atrás, como refugiados.</p> <p>—Allí —dijo Floria, como si comprendiera lo que estaba buscando Ash.</p> <p>Señalaba hacia una zona donde hombres con cofias negras y túnicas de lana empapados, con las piernas desnudas, caminaban con los cazadores y charlaban animadamente con los hombres que sujetaban las correas de las traíllas de perros.</p> <p>Un hombre robusto, ya mayor, cargaba con una vela cuya llama resultaba casi invisible bajo la luz del sol.</p> <p>Aquel extremo cultivado del bosque estaba lleno de carpes que formaban reducidos bosquecillos donde no crecían con un grosor mayor que el de un pulgar, y de fresnos para bastones y avellanos para conseguir frutos secos en temporada. Todas las ramas, oscurecidas por el invierno, estaban completamente deshojadas. Las últimas castañas y hojas colgaban de los árboles más grandes. Ash miró hacia abajo para obligar al caballo a rodear un tocón, alzó de nuevo la mirada y descubrió que había perdido entre los numerosos matorrales a los que caminaban y cabalgaban en los extremos del grupo. Los cascos de los caballos resonaban con suavidad sobre el mantillo de hojas y el musgo embarrado.</p> <p>Delante, junto a la bandera de de la Marche, el cazador barbudo se llevó el cuerno a los labios. Una penetrante llamada horadó el silencioso y abarrotado bosque. Los adiestradores echaron mano de las traíllas de la jauría y separaron a los perros, y resonó un grito: «<i>¡ho moy, ho moy!»</i>.</p> <p>Otro rastreador llamó a sus perros por sus nombres.</p> <p>—¡Marteau! ¡Cierre! ¡Ribanie! ¡Bauderon!</p> <p>La madre superiora de las <i>filles de pénitence</i> clavó los talones en su palafrén y adelantó a Ash como una exhalación.</p> <p>—<i>¡Cy va! ¡Cy va!</i></p> <p>—<i>¡Ho moy!</i> —resolló Jeanne Chalón. Su pequeña yegua de color trigueño hundió los cascos entre las ramas caídas debajo de los castaños y los robles. La mujer hizo un gesto enérgico hacia Floria—. ¡Cabalga para nosotros, sé mi testigo!</p> <p>—¡Sí, tía!</p> <p>Una oleada de hombres a la carrera las separó de las demás mujeres a caballo. Ash tenía la alta y delgada bestia de Floria cerca de la grupa de su capón. Con el corazón desbocado, tuvo que ceder y espoleó a su montura para que atravesara los árboles cortados y el terreno irregular tras la estela de los borgoñones, envuelta en la persecución. Inclinó su peso hacia delante y se giró hacia Thomas Rochester, Willem Verhaecht y los demás hombres.</p> <p>—¡Meteos entre los árboles! —aulló. Un vistazo en dirección sur reveló más jinetes y más hombres que corrían a pie y al abanderado visigodo que justo en ese momento traspasaba la linde del bosque.</p> <p>—<i>¡Ho moy!</i> —chilló Floria a los perros, lanzada al galope entre arbustos y zarzas. Tiró de mala gana de las riendas para mantenerse detrás de Ash, con las mejillas encendidas. Las ramas chasqueaban sobre sus cabezas produciendo un sonido audible por encima del tintineo de los arreos y las veloces pisadas. El agudo ladrido de la jauría sonó por delante de ellas y la masa de hombres y mujeres a la carrera que se les aproximaba por detrás obligó a Ash a marchar al trote, esquivando las ramas bajas y teniendo cuidado en aquel terreno quebrado.</p> <p>Floria, detrás de ella, gritó:</p> <p>—¿Qué demonios se creerán que han encontrado?</p> <p>—¿A estas horas? —Ash señaló con su pulgar hacia el sol, que se alzaba a poca altura a través de las ramas, detrás de ellas. Ya casi era media mañana—. ¡Nada! No queda un puto conejo desde aquí a Brujas. Adelántate para reunirte con tu tía.</p> <p>—Cabalgaré a tu lado. Ya iré dentro de un minuto.</p> <p>—Thomas —dijo Ash con un gesto—, comienza a enviarlos lejos. Una lanza cada vez. Primero al norte, después al oeste a través del bosque.</p> <p>El hombre de armas asintió y giró a su montura con torpeza entre los bancos marchitos de zarzas y varas de oro muertas, y llegó a golpe de espuela junto a la caballería de la compañía. Ash lo observó los escasos segundos necesarios para ver que se aproximaba a los líderes de lanza.</p> <p>—Florian. —Comprobó la posición de su bandera y el final de la muchedumbre que corría en el bosque de acebos, carpes y robles. Trató de hacer lo mismo con el estandarte de los visigodos, pero no quedaba a la vista, oculto en alguna parte del margen del bosque—. Mueve tu culo hacia delante con los cazadores; cuando regreses a la ciudad, tenlo todo preparado para atender a los heridos.</p> <p>La cirujana la ignoró.</p> <p>—¡Están regresando!</p> <p>Se cruzaron con una multitud de hombres a pie y a caballo mientras las traíllas de perros tiraban con fuerza de sus adiestradores y se movían demasiado rápido para el terreno irregular que tenían bajo las patas. Ash se apartó hacia un matorral de acebo, cargó su peso hacia delante y tiró de las riendas.</p> <p>El capón giró. Ash devolvió su peso a la grupa, las musleras se deslizaron sobre los quijotes y obligó a dar media vuelta al caballo. Aparte del sargento de Rochester con su bandera, situado a un metro o dos de su ijada, los jinetes y los caminantes que la rodeaban ahora le resultaban desconocidos. Se arriesgó a echar una mirada al fondo a la derecha, donde vio las espaldas de los hombres de la librea del León que se introducían al galope en la parte más densa del bosque, y miró también hacia atrás.</p> <p>Muy cerca de ella cabalgaban dos fornidos catafractos, cuyas armaduras de escama lanzaban destellos bajo la luz oblicua que se colaba entre los árboles. El estandarte de la compañía visigoda apareció entre las ramas a sus espaldas. Cincuenta o más soldados de las tropas de siervos, armados con lanzas y corriendo a pie, acompañaban a los jinetes.</p> <p>—¡No deberían estar aquí, no es asunto suyo! —dijo con rabia contenida una voz situada a su derecha. Ash se giró sobre la silla y descubrió que estaba justo detrás del palafrén de Jeanne Chalón—. ¡Y tampoco tuyo! —añadió la mujer, con un tono que no era hostil, pero sí desaprobador.</p> <p>Ash no podía ver en ese momento a la madre superiora Simeon ni a Floria, en medio de la muchedumbre. Mantuvo al capón refrenado mientras este ponía los ojos en blanco y clavaba los cascos en el terraplén que descendía delante de ellos.</p> <p>—¡Confiemos en que la persecución no venga por esta zona! —Ash sonrió a la señora Chalón y señaló con su pulgar a las tropas de siervos que corrían por detrás de ellos a través de tocones y zarzas—. ¿Qué sería de Borgoña si un visigodo mata al ciervo?</p> <p>Jeanne Chalón apretó los labios aún más.</p> <p>—No son candidatos aceptables. ¡Y tú tampoco, pues no tienes ni una gota de sangre borgoñona en tus venas! ¡No significaría nada, no habría Duque!</p> <p>Ash detuvo su montura. El agua corría oscura bajo los árboles deshojados. En el cielo, el pálido sol arrojaba su luz blanca entre las ramas más altas. Por delante, hombres con calzas embarradas hasta los muslos y mujeres con sus briales recogidos y manchados en el dobladillo esperaban pacientemente para cruzar un pequeño riachuelo. Ash se subió aún más la visera de su bacinete.</p> <p>Un fuerte olor la golpeó. Estaba compuesto de tufo a caballo (el capón que montaba estaba sudando y se sentía inquieto al verse rodeado de la multitud de campesinos) y del humo de las hogueras distantes, y también del olor de la gente que no se baña a menudo y que trabaja al aire libre: un sudor fuerte e inofensivo. Los ojos se le llenaron de lágrimas y sacudió la cabeza para impedir que se le nublara la visión mientras pensaba: <i>¿Por qué? ¿A qué...?</i></p> <p><i>¿A qué me recuerda esto?</i></p> <p>La imagen en su mente era de madera vieja, una madera cuyo color se ha teñido de gris y está reseca y agrietada después de verano tras verano en el campo. Una barandilla de madera junto a un escalón.</p> <p>Era uno de los grandes vagones cubiertos, con escalones que descendían hasta el suelo. La tierra de delante estaba llana y machacada, y la hierba crecía entre los radios de las ruedas.</p> <p>Era un campamento, en algún lugar. Ash sintió en su boca el breve recuerdo de un sabor asociado: diente de león fermentado y flores de saúco, diluido en agua hasta tener una fuerza mínima, pero suficiente para que un niño pudiera beber el agua sin peligro. Ash recordó estar sentada en los escalones del carro, subida en las rodillas de la grandota Isobel (que en aquellos tiempos tenía que ser también una cría, pero mayor que ella), y la pequeña Ash se retorcía para que la dejara sobre el suelo y poder correr con el viento que agitaba la hierba entre las hileras de tiendas.</p> <p>El olor a la cocina, a las fogatas, el olor de los hombres que sudaban después de practicar con las armas, el olor que tienen la lana y el lino cuando los han sacudido en la ribera del río y los han colgado a secar al aire libre.</p> <p><i>Permitidme volver a aquello</i>, pensó. <i>No quiero estar al mando, solo deseo volver a vivir de nuevo como entonces. Esperando el día en que la práctica se convertirá en una guerra auténtica y todo el temor desaparezca</i>.</p> <p>—<i>¡Cy va!</i></p> <p>Los sabuesos dieron la alerta en algún lugar de la floresta, bastante por delante. La multitud del riachuelo avanzó en tropel salpicando el agua. Tanto el sargento como el abanderado de Ash habían desaparecido, y ella maldijo mientras se desabrochaba la correa bajo la barbilla y se arrancaba el bacinete. Se apartó la corta melena de los oídos, inclinó la cabeza y escuchó.</p> <p>Un caótico ruido de perros de caza le llegaba de entre los árboles.</p> <p>—No se trataba de un rastro..., o han vuelto a perderlo. —Ash descubrió que estaba hablando sola. La señora Chalón había desaparecido entre la multitud.</p> <p>Tropas de siervos visigodos la adelantaron por ambos lados corriendo con pesadez; la mayoría no llevaba más que un casco y una sucia túnica de tela y corrían ensangrentados y descalzos sobre el suelo del bosque. Ash sintió que un escalofrío le recorría toda la espina dorsal. No se atrevió a poner la mano sobre su espada de monta. Se sentó serena, con la cabeza al descubierto, esperando, los oídos atentos bajo el frío viento al sonido de un arco...</p> <p>—¡Cristo Verde! —dijo una voz junto a su estribo.</p> <p>Ash bajó la mirada. Un visigodo con casco redondo de acero y barra nasal y un arcabuz apretado sin mucha fuerza entre sus sucias manos se había detenido y la miraba fijamente. Las botas y la camisola de malla lo señalaban como un hombre libre. Solo pudo ver de su rostro que estaba castigado por la intemperie y que era de mediana edad y delgado.</p> <p>—Ash —dijo—. Cristo, muchacha, se referían a ti.</p> <p>Entre la estampida de gente, los dos pasaban desapercibidos. El capón de Ash se deslizó de nuevo bajo el cobijo de un haya a la que aún le quedaban las últimas hojas marrones, retorcidas como crisálidas entre sus ramitas. El oficial visigodo a caballo estaba demasiado ocupado tratando de conseguir a gritos que sus hombres recobraran algún tipo de orden y siguieran el rastro de los sabuesos.</p> <p>Alerta, pero sintiéndose a salvo en su armadura, Ash se metió el bacinete bajo el brazo y miró desde su elevada silla.</p> <p>—¿Eres uno de los esclavos de Leofrico? ¿Te conocí en Cartago o eres un amigo de Leovigildo o de Violante?</p> <p>—¿Acaso parezco un cartaginés, joder? —La ronca voz del hombre indicaba que estaba tanto ofendido como divertido. Se puso el arcabuz debajo de un brazo y levantó la mano para quitarse el casco. Largos rizos de pelo cano cayeron por su rostro, rodeando una calva que casi le cubría todo el cuero cabelludo, y se apartó el pelo blanco amarillento con una mano venosa—. ¡Cristo, muchacha, no me recuerdas!</p> <p>El aullido de los perros desapareció en la distancia. También podían haberse desvanecido los cientos de personas que invadían el bosque. Ash miró de hito en hito esos ojos negros bajo sucias cejas amarillentas. Sintió una gran familiaridad, pero no vino acompañada de ninguna información, así que permaneció callada. <i>Sí que te conozco, pero ¿cómo es posible que conozca a alguien de Cartago?</i></p> <p>El hombre dijo con aspereza:</p> <p>—Los godos también contratan mercenarios, no dejes que la librea te engañe.</p> <p>Unas profundas arrugas atravesaban el lateral de su boca y surcaban su frente. Aquel hombre podía contar ya con cincuenta o sesenta años, estaba barrigón bajo la malla, tenía mal los dientes y una barba cana asomaba a sus mejillas.</p> <p>Ash sintió que a su alrededor se abría una sima y se dio cuenta de que no era otra cosa que su pasado, el largo descenso de vuelta a la infancia, cuando todo era diferente y todo sucedía por primera vez.</p> <p>—Guillaume —dijo—. Guillaume Arnisout.</p> <p>Parecía más bajo, y no solo por el hecho de que ella estaba sentada bastante por encima de él. Sin duda tendría cicatrices y heridas de las que ella no se habría enterado, pero se parecía tanto (incluso en el pelo blanco, aunque estuviese más viejo), tantísimo al artillero que había conocido en el Grifo en Oro, que se quedó sin aliento. Se quedó parada mientras la cacería rugía a su alrededor sin que ella le prestara oídos.</p> <p>—Pensé que tenías que ser tú —dijo Guillaume Arnisout asintiendo para sí. Todavía llevaba una falcata, una sucia y enorme hoja curvada que guardaba en una vaina junto a su cintura, pese a que cargaba con una réplica visigoda de un arma de fuego europea.</p> <p>—Pensé que habrías muerto. Cuando ejecutaron a todos, pensé que habrías muerto.</p> <p>—Fui de nuevo al sur. Ultramar era más saludable. —Parpadeó al contemplarla desde abajo, como si mirara una luz—. A ti te encontramos en el sur.</p> <p>—En África. —Al ver que asentía, Ash se inclinó desde la silla y extendió la mano, aferrando la que le ofreció él, antebrazo con antebrazo, el de él cubierto de malla y el de ella con la coraza. De su interior surgió una gran sonrisa que se convirtió en carcajada—. ¡Mierda, ninguno de los dos ha cambiado!</p> <p>Guillaume Arnisout miró rápidamente por encima del hombro y regresó a la escasa protección que proporcionaban las ramas. Diez metros más allá, un catafracto visigodo aullaba con furia e indecencia al portaestandarte, con el águila aún encajada entre unas matas de carpe.</p> <p>—¿Acaso te interesa, muchacha? ¿Quieres saberlo?</p> <p>No había malicia ni mofa en su tono, sino que era una pregunta seria. Saludó triste a un sargento cercano que sin duda aplicaría la disciplina apropiada a aquella infracción.</p> <p>—¿Me importa? —Ash se enderezó y lo miró. De repente se volvió a poner el bacinete, sin abrochárselo, y bajó de la silla. Ató las riendas del capón en una rama baja. A salvo, indistinguible entre las cabezas que pasaban cerca de ellos, se volvió hacia aquel hombre de mediana edad—. Cuéntamelo, ya no supone ninguna diferencia, pero me gustaría saberlo.</p> <p>—Estábamos en Cartago, tal vez fue hace veinte años. —Se encogió de hombros—. El Grifo en Oro. Debíamos de ser como una docena y estábamos en el puerto, una noche, borrachos, en una barca que le habían robado a alguien. Yolande (nunca la conociste, era una arquera, ya está muerta) oyó que un bebé lloraba en una de las cáscaras de nuez, así que nos obligó a remar hasta allí para rescatarlo.</p> <p>—¿Las barcazas de desperdicios?</p> <p>—Lo que sean, nosotros las llamábamos cáscaras de nuez.</p> <p>Un cuerno chillón sonó cerca. Tanto ella como el hombre de pelo cano miraron hacia allá con idéntica preocupación y vieron a un noble borgoñón que llevaba un limier atravesado sobre su arzón delantero. Jinete y perro desaparecieron enseguida, en dirección a la gente que aún se apelotonaba para atravesar el riachuelo.</p> <p>—¡Cuéntamelo! —le urgió Ash.</p> <p>Él la miró con tristeza y pragmatismo.</p> <p>—No hay mucho más que contar. Tenías un gran corte en la garganta y sangrabas, así que Yolande te llevó a uno de los doctores caratrapo e hizo que te cosieran. Y contrató un ama de cría para ti. Íbamos a dejarte allí, pero ella insistió en traerte con nosotros, así que yo tuve que encargarme de ti en el barco durante todo el viaje hasta Salerno.</p> <p>Guillaume Arnisout se echó a reír, y su sucio rostro se arrugó aún más. Se frotó la frente, brillante.</p> <p>—Lloraste, un montón. El ama de cría murió de unas fiebres en Salerno, pero Yolande te llevó hasta el campamento. Allí perdió el interés. Oí que la violaron, y murió en una pelea de cuchillos tiempo después. Tras aquello te perdí la pista.</p> <p>Ash se quedó boquiabierta durante un tiempo. Se sentía aturdida y notaba el mantillo de hojas bajo sus pies y la calidez del flanco del caballo junto a su hombro. Respecto a lo demás estaba entumecida.</p> <p>—Me estás diciendo que salvasteis mi vida por casualidad y después os aburristeis.</p> <p>—Lo más probable es que no lo hubiéramos hecho de no estar borrachos. —El rostro lívido y consumido de aquel hombre enrojeció levemente—. Unos años después me pareció estar seguro de que eras la misma niña, nadie; más tenía el pelo de ese color de vilano, así que traté de compensarlo un poco.</p> <p>—Dulce Cristo.</p> <p><i>No hay nada en esta historia que ya no supiera o que no pudiera haberme imaginado. ¿Por qué siento entumecidos las manos y los pies, por qué me mareo al oírla?</i></p> <p>—Hoy día tú eres la gran jefa —La voz ronca de Guillaume contenía escepticismo y una pizca de lisonja—. No es que no me lo esperara, siempre fuiste aplicada.</p> <p>—¿Esperas que me sienta agradecida?</p> <p>—Traté de enseñarte cómo cuidarte por ti misma. Estar alerta. Supongo que funcionó. Y ahora eres la hermana de esta general y un pez gordo por méritos propios, a juzgar por lo que oigo. —Sus arrugadas mejillas se curvaron formando una sonrisa—. ¿Quieres acoger a un viejo soldado en tu compañía, muchacha?</p> <p>Ash llevaba una fortuna a la espalda, envuelta alrededor de su cuerpo. Metal forjado y endurecido que a Guillaume Arnisout le hubiera costado décadas poder comprar, si es que lograba adquirir un arnés completo en toda su vida. El de ella provenía de tercios de rescates enemigos: un tercio para el hombre que realiza la captura, un tercio para su capitán y un tercio para el comandante de la compañía. En aquel instante no era sino una prisión de metal de la que le hubiera gustado desembarazarse para poder correr por los bosques tan libre como cuando era niña.</p> <p>—No conoces ni la mitad, Guillaume —dijo Ash, y luego añadió:— sí que estoy agradecida. No había ningún motivo para que hicierais nada de aquello. Incluso el interés casual en el instante justo... Créeme, estoy agradecida.</p> <p>—¡Entonces sácame de este maldito ejército de siervos!</p> <p><i>Ya me extrañaba tanta información desinteresada</i>.</p> <p>El viento golpeaba entre sí las ramas desnudas por encima de sus cabezas. El hedor a amoniaco del mantillo removido surgía del lecho del río, cuyas aguas negras se habían convertido en cieno gris tras atravesarlo la multitud. El capón de Ash relinchó. Cada vez pasaba menos gente y el águila visigoda destellaba bajo los matorrales de acebo perenne.</p> <p><i>Lo haría por cualquier hombre, por cualquier mercenario si me lo pidiera en este momento</i>.</p> <p>—Deshazte del equipo. —Revolvió con los dedos embutidos en el guantelete los lazos del tabardo de la librea y la toga que llevaba por encima de la armadura. Cuando logró aflojar los lazos alzó la vista y descubrió que el arma de fabricación cartaginesa había desaparecido quién sabe dónde y que Guillaume había arrojado el casco por encima de sus cabezas haca el riachuelo y permanecía de pie con su sucia cofia de tela atada con fuerza sobre su calva cabeza.</p> <p>Ella le lanzó la semitúnica y la tela arrugada azul y dorada, se volvió y se impulsó para incorporarse a la silla, sin hacer caso del peso de la armadura.</p> <p>—¡Borgoñones! —ladró una voz áspera.</p> <p>Ash espoleó al capón para que saliera de las ramas bajas que colgaban del haya, y vio que junto a su estribo corría un hombre anónimo con semitúnica y la librea del León, cojeando por culpa de una antigua herida. Malla y falcata, estaba claro que se trataba de otro mercenario europeo más.</p> <p>—¿Por dónde va la cacería?</p> <p>—¡Por todas partes! —gritó el <i>nazir</i> visigodo en la jerga del campamento cartaginés. Ash no pudo evitar una sonrisa al reparar en su frustración. Él sacudió los brazos en un gesto de desesperación—. Dama guerrera, en el nombre del buen Cristo, ¿qué demonios estamos haciendo en este bosque?</p> <p>—A mí no me preguntes, yo solo trabajo aquí. ¡Tú —ordenó Ash bruscamente a Guillaume Arnisout—, encontremos a los borgoñones, deprisa!</p> <p>Borgoñones, demonios, ¡encontremos al León Azur!</p> <p>El terreno era demasiado malo para espolear al capón a más velocidad que el paso. Lo hizo avanzar a través del riachuelo, con Guillaume Arnisout chapoteando detrás de ella, y luego volvió a aflojar el ritmo, cabalgando hacia delante. El sol que se colaba entre la cobertura de ramas le permitió calcular a grandes rasgos dónde debía de estar el sur. <i>Otro par de estadios y girar al oeste, buscar la linde del bosque y el vado del río</i>...</p> <p>—Qué mierda de cacería es esta —recalcó Guillaume junto a su estribo—. Putos borgoñones. No podrían organizar bien ni una borrachera en una cervecería inglesa.</p> <p>—Una pérdida de tiempo, joder —coincidió ella. Había disfrutado otras veces de la caza, cuando se le había presentado la oportunidad: se podía considerar una muchedumbre organizada y ruidosa atravesando a la carrera los campos salvajes, algo no muy diferente a la guerra. En cambio, esto...</p> <p>Ash volvió a quitarse el bacinete y cabalgó a cara descubierta bajo el gélido viento que los árboles contenían ligeramente. Ya estaban demasiado lejos, a muchas leguas de Dijon, como para poder oír el tañido de la abadía y discernir si ahora repicaban dos campanas, si Carlos el Temerario ya había exhalado su último aliento. Una breve sensación de solemnidad la invadió.</p> <p>Y todo era demasiado confuso. Los ladridos de los sabuesos, los cuernos de caza, las voces que gritaban «<i>¡Ho moy!</i>» y los caballos que relinchaban, todo ello vislumbrado a cien metros de distancia, entre los troncos de los árboles. Demasiado confuso para decidir cuál podía señalar el grueso de la cacería.</p> <p>—Vaya mierda para un juego de soldados. —Ash comprobó la posición de las tropas visigodas detrás de ella—. Avivemos el ritmo hacia el oeste.</p> <p>El claro caballo castrado escogía con cuidado dónde poner las patas entre las raíces de los árboles y los montículos de los tejones, y Ash cabalgó a través del pisoteado suelo del bosque con Guillaume detrás. Las zarzas tenían trozos de tela agarrados de sus largas espinas, señal del paso de los hombres.</p> <p>Un estadio por delante de ellos apareció durante un instante la mancha blancuzca de un sabueso, que olfateaba nervioso.</p> <p>Guillaume Arnisout y un jinete sobre un caballo enjuto que emergió de un arbusto de acebo gritaron a la vez: «¡ha desaparecido!»</p> <p>—¡Ahí está! —El jinete, con las mejillas rojas y de pie sobre los estribos, con la capucha bajada y ramitas enredadas en el pelo, era Floria del Guiz. Hizo que su caballo girara en círculo y señaló:— ¡Ash, el ciervo!</p> <p>En pocos segundos se convirtieron en el centro de atención: un montón de jinetes a medio galope, con las cruces rojas de la librea borgoñona en sus cotas, dos <i>'arifs</i> con el águila y una oleada de siervos con cascos de baja calidad que entraban a oleadas en el claro, veinte cazadores con traíllas de sabuesos cogidos de las correas que llegaron entre los troncos de los árboles, por encima de las ramas caídas y las zarzas, haciendo sonar sus trompas de caza. Los perros, liberados, husmearon nerviosos, aullaron y salieron disparados en una larga columna siguiendo la pista por el bosque que tenían delante.</p> <p><i>¡Mierda! Demasiada gente para poder escabullirme</i>...</p> <p>Un destello de color pálido al frente. Ash se irguió sobre los estribos. Floria señaló de nuevo y gritó algo, pero quedó apagado por los cuernos que sonaron para hacer saber a los cazadores que iban por delante que habían soltado a los sabuesos.</p> <p>—¡Por allí va!</p> <p>Dos galgos pasaron como una exhalación bajo los cascos del capón y las riendas se le resbalaron entre los dedos. Ash soltó una maldición, con la sangre retumbando en sus venas. Tiró de ellas y notó que el caballo mordía el bocado entre sus dientes. El animal se lanzó hacia la multitud de nobles borgoñones, empujando a un lado a otro caballo gris y poniéndose a medio galope a la altura de un castaño, ignorando los intentos que hacía Ash por retenerlo echando hacia atrás su cuerpo.</p> <p>—<i>¡Ho moy!</i> —Floria aulló a los sabuesos a la carrera, cabalgando estribo con estribo junto a Ash. Tenía el rostro colorado por el frío del aire, y Ash la vio clavar las espuelas en las ijadas de su huesudo caballo gris, olvidando toda precaución y todo lo demás por la salvaje excitación de la caza—. ¡El ciervo! ¡El ciervo!</p> <p>Con las piernas casi totalmente extendidas desde la silla de guerra hasta los estribos, Ash no pudo hacer otra cosa que agarrar el borrén de la silla y sujetarse a él. El medio galope irregular y duro la hacía botar sobre el asiento. La armadura provocaba un estruendo. El capón, entrenado para la guerra, decidió seguir su adiestramiento y se lanzó a galope tendido. Ash tuvo que encogerse boca abajo cuando una rama le golpeó la cara.</p> <p>El dolor la cegó durante un momento. Escupió sangre. Había perdido el bacinete, que se había caído del borrén de la silla. Se enderezó y tiró de las riendas. Notó que el bocado apretaba y se preparó para llenar de sangre la boca del capón.</p> <p>El animal volvió a erguir las orejas. Los sonidos de la caza se habían perdido y disminuyó su velocidad.</p> <p>—¡Que Dios se te lleve! —dijo de todo corazón. Miró hacia atrás, sin esperanzas de encontrar su casco. Nada.</p> <p><i>El bosque está lleno de soldados. No hay nada que hacer</i>.</p> <p>El pálido capón estaba empapado de sudor bajo su barda. La tela de lino azul estaba teñida con manchas oscuras. Ash le permitió apoyar con cuidado los cascos y escoger el camino para descender la sinuosa senda. Los guijarros caían rodando por delante de ellos hacia el terraplén. De entre los árboles surgió un peñasco de creta desmoronada, cubierto irregularmente en su parte superior por espinos y matorrales. No superaba en altura las copas de los árboles que tenía detrás.</p> <p>El sol resplandecía con poca fuerza. Ash alzó la mirada, confiando en poder ver la capa de nubes entre la masa de árboles, pero más allá de las ramas desnudas no vio nada, solo el despejado cielo otoñal y el blanquecino sol a ras de las copas. La miríada de ramitas y tallos que se agitaban bajo el viento le dificultaban la visión. Alzó la mano con cuidado para frotarse los ojos con los dedos enfundados en metal.</p> <p>La luz del sol volvió a menguar, no en intensidad sino en su naturaleza.</p> <p>El miedo constreñía su corazón. Estaba sola, el resto de la partida de caza se había ido Dios sabía adónde. Cabalgó descendiendo la pendiente. La elevada silla de guerra crujió cuando Ash se apoyó para descansar sobre ella, con la pelvis balanceándose al paso del caballo. Una débil capa de óxido ya decoloraba los quijotes de sus muslos y el dorso de sus guanteletes, y sonrió al pensar en que Rickard agarraría a una decena de los pajes más jóvenes para que lo limpiaran en cuanto regresara a Dijon.</p> <p><i>Eso si regreso a Dijon. Si todavía existe Borgoña</i>.</p> <p>—¡Ayuda! —gritó Ash, sacando la voz desde el fondo de su estómago. No le vaciló a pesar del temor que sentía—. ¡Ayuda, un león! <i>¡Á moi!</i> ¡Un león!</p> <p>Su voz cayó sorda en el bosque, sin levantar eco.</p> <p>La naturaleza de la luz volvió a cambiar.</p> <p><i>Es demasiado tarde. Está muriendo. Es su último aliento</i>...</p> <p>En ese momento el viento soplaba con todo su frío entre los árboles, y las altas ramas desnudas se agitaban, frotando corteza contra corteza, crujiendo en oleadas como el mar. La superficie del peñasco de creta brillaba, como hacen las nubes antes de una tormenta cuando hay luz suficiente para iluminar sus blancos contornos.</p> <p>—<i>¡Á moi!</i> —aulló.</p> <p>Débilmente, muy lejana, una voz femenina gritó:</p> <p>—<i>¡Cy va!</i></p> <p>Los perros de caza ladraron. Ash se irguió y miró a su alrededor, buscando en todas direcciones a tanta distancia como le alcanzaba la vista. No había modo de discernir de dónde provenían los ladridos, los gañidos y los gritos. El caballo castrado, comprendiendo su indecisión, bajó la cabeza para mordisquear un montoncillo de hierba al pie del peñasco.</p> <p>—¡Ayuda! —A Ash le escocieron las cuerdas vocales. Tragó saliva, dolorida, demasiado asustada para poder lanzar la voz de manera adecuada—. ¡El león!</p> <p>—¡Aquí!</p> <p>El ruido del capón arrancando hierba la distrajo y no supo decir de qué dirección le había llegado la voz. Insegura, apretó las espuelas contra las ijadas y descendió el terraplén. Mientras avanzaba, el paisaje de troncos de árboles discurría por su lado y le ocultaba cualquier posible movimiento cercano.</p> <p>Por encima de ellos, un pájaro soltó su aguda llamada. Zumbó su aleteo y el capón sacudió la cabeza.</p> <p>—¡Un león!</p> <p>Solo el silencio respondió a su grito.</p> <p>La larga pendiente corría bajo el ramaje de las hayas hasta conducir a otro arroyo. Las zarzas cubrían las aguas. El capón captó el olor y Ash le dejó beber durante unos instantes. No había huellas de cascos hundidas en la ribera, ni tampoco de pies, ni el agua que descendía corriente abajo venía embarrada. Nada que mostrara que alguna persona había pasado por allí antes.</p> <p>El aire que rodeaba a Ash adquirió el tono que adopta antes de la lluvia: una luminosa oscuridad sepia. Por instinto atravesó el riachuelo y dirigió la cabeza del caballo hacia la cima de la colina, cabalgando en dirección a la luz.</p> <p>Una silenciosa blancura flotaba entre ella y el barranco cubierto de hierba. Una lechuza desapareció casi en cuanto la vio. Ash se inclinó hacia delante, urgiendo al caballo de guerra a escalar y rodear la elevación.</p> <p>Cuando llegó al borde del acantilado pudo mirar hacia atrás, hacia delante y al oeste. Una débil neblina entre las ramitas grises y negras, horadada aquí y allá por las masas de acebo y siemprevivas, dificultaba la visión. No se divisaba otra cosa que la cobertura del bosque, nada en leguas en cualquier dirección. Y cuando coronó el barranco y pudo al fin mirar hacia el oeste, no vio hacia allá nada salvo árboles, los antiguos bosques de la Cristiandad.</p> <p>No había voces, no había perros.</p> <p>Algo blanco se movía al pie del risco, donde descendió y se escabulló entre los árboles. <i>¿Otra lechuza?</i>, pensó. Fuera lo que fuese, desapareció antes de poder comprobarlo. Inspeccionando la línea de los árboles, su mirada atrapó un destello de otro color, dorado, pajizo, y espoleó a su caballo hacia allá antes de pensarlo, reaccionando a lo que tenía que ser el cabello suelto de un hombre o una mujer.</p> <p>El aire crepitaba.</p> <p>Cabalgando a cabeza descubierta, perdido el casco, helándose bajo el gélido viento del este y completamente sola, hubiera suplicado por encontrar a alguien, aunque fueran soldados visigodos. Se internó de nuevo en el bosque y el reducido espacio abierto dio paso a los árboles. Buscó los colores rojo y azul de las libreas borgoñonas, el destello de un cuerno de caza, y se esforzó por oírles ejecutar el toque de montería para reanudar la cacería. <i>Alguien, en algún lugar</i>, pensó, <i>debe de estar conduciendo la jauría principal</i>. Si tuvieran un ciervo, tal vez habrían soltado la posta de reserva de Sabuesos para acorralarlo.</p> <p>El viento hizo crujir las ramas.</p> <p>—<i>¡Haro!</i> —gritó.</p> <p>Por el rabillo del ojo detectó movimiento. Unos ojos castaños y vidriosos la miraron de hito en hito. El capón resopló y Ash se quedó inmóvil.</p> <p>Unos ojos bestiales de color castaño dorado la observaban desde el flaco rostro de un ciervo. Por encima de sus cejas asomaban unas astas de un color marrón marfil. Era un ciervo de doce, en equilibrio con una pezuña alzada. Su pelaje era del color de la leche fresca de la ubre de una vaca.</p> <p>Ash apretó los nudillos y el caballo castrado reaccionó encabritándose, elevando los dos cascos delanteros por encima de la alfombra de hojas. Ash soltó un juramento y le dio una manotada en el cuello. No apartó los ojos del suelo del bosque que tenía delante, pero el ciervo había desaparecido.</p> <p>—<i>¡Haro!</i> —aulló, espoleando a su montura. Sufrió el ataque de una nube de ramitas que le arañaron las hombreras, el peto y su barbilla desnuda, y una gota de sangre le manchó la coraza. Pensando solo en que el único ciervo que podía haber en todo el bosque había de atraer la caza sobre él, si los cazadores manejaban con pericia a los perros, Ash lanzó a su caballo a toda velocidad entre los árboles, el terreno abierto y los montones de cenizas de los fabricantes de carbón que manchaban de negro la tierra, en pos de la bestia a la fuga.</p> <p>Una pantalla de oscuro acebo le bloqueó el paso. Para cuando logró encontrar un modo de rodearla, el ciervo se había desvanecido. Ash permaneció sentada sobre la silla, esforzándose por escuchar, pero no pudo oír nada: <i>Quizás</i>, pensó con repentino pánico, <i>yo sea la última persona viva de Borgoña</i>.</p> <p>Un galgo soltó un aullido. Ash giró la cabeza a tiempo para ver un perro que corría a gran velocidad por lo que debía de ser un camino para carros que partía del campamento de los carboneros. En una décima de segundo el animal desapareció por la pista.</p> <p>Hasta los oídos de Ash llegó el profundo retumbar de los cascos sobre el barro, en aquella misma dirección. Logró vislumbrar a un jinete que llevaba la capucha caída sobre la cabeza y cabalgaba jugándose el cuello, y detrás seis o siete perros más que le seguían formando una alargada fila y un cazador con capucha de liripipe que se llevaba un cuerno curvado a la boca. En un instante, toda aquella pequeña comitiva desapareció.</p> <p>—¡Maldita sea! —Arreó al caballo en los flancos y descendió hacia el camino de carros.</p> <p>No había rastro.</p> <p>Varios minutos mirando a un lado y a otro no arrojaron ningún resultado. Ash tiró de las riendas y desmontó. Condujo a pie a su caballo claro, pero su mirada escrutadora no descubrió nada salvo las huellas de los cascos de su propia montura.</p> <p>—¡Han atravesado esta senda, joder! —Miró fijamente al capón, que aleteó sus largas pestañas pálidas con fatiga y escaso interés—. ¡Dios y todos sus santos me ayuden!</p> <p>Unos pocos cientos de metros más allá, siguiendo el camino de carros, las roderas quedaban cubiertas por hierba mustia. Continuó conduciendo a su caballo y, mientras caminaban, el ruido de los cascos del animal y de su armadura rompía el silencio. Otros cien metros más allá era la propia senda la que quedaba oculta por los arbustos, las zarzas y las ramas que habían caído de las hayas.</p> <p>—¡Hijos de puta!</p> <p>Ash permaneció inmóvil. Miró a su alrededor y volvió a escuchar. Un antiguo temor le atenazó el estómago: la idea de que aquello era un camino abandonado, que el bosque virgen cubría legua tras legua tras legua de tierra y que, una vez perdidos en él, muchos hombres habían muerto de hambre y de sed. Trató de apartar ese pensamiento de su cabeza.</p> <p>—Esto no es un bosque virgen. De serlo, estaríamos tratando de trepar por encima de troncos caídos, ¿no es así? Vamos, muchacho. —Le dio a su caballo unas fuertes palmadas en la nariz. Este apartó la cabeza agotado, como si hubiera estado cabalgando duro durante mucho tiempo, y Ash no supo decir qué hora del día era ya. Trató de descubrir en qué dirección quedaba el sol.</p> <p>En el bosque se movió algo blanco y dorado.</p> <p>Vio con claridad al ciervo apoyado contra un acebo de brillante color verde oscuro. Tenía lustrosas las suaves ijadas y la grupa. Alzó las púas de sus cuernos, afiladas y bifurcadas, y después agitó la cabeza con el hocico temblando bajo su atónita mirada.</p> <p><i>El viento sopla en mi contra</i>, comprendió, y después pensó: <i>¡dulce Cristo Verde!</i></p> <p>Una corona dorada rodeaba el cuello del ciervo.</p> <p>La vio con claridad hasta el último detalle. El metal presionaba los cuartos delanteros con su peso y mellaba el blanco y suave pelaje de la bestia.</p> <p>De la corona colgaba un extremo de una cadena de oro rota. El último eslabón golpeaba ligeramente contra el pecho del ciervo blanco.</p> <p style="page-break-before: always; line-height: 0%"> </p> <title style="margin-bottom: 2em; page-break-before: avoid; margin-top: 15%"> <p>Capítulo 18</p> </h3> <p>Como si las hojas no lucieran viejas y endurecidas espinas, el ciervo blanco se giró y se abalanzó hacia el acebo. La floresta se cerró a su paso sin dejar rastro.</p> <p>Ash avanzó a zancadas, tirando de las riendas y obligando al capón a esforzarse por apoyar las patas tras ella. En los minutos que tardó en superar el abrupto terreno hasta llegar a los árboles perennes no pensó en nada, solo miró hacia el frente con incredulidad y asombro.</p> <p>Frente al acebo alargó primero la mano para tocar las espinas: no había sangre. Después se inclinó y comenzó a escrutar el terreno: no había excrementos. Sí que apareció una muesca que podía corresponder al rastro de una cierva, pero solo había una y no se podía deducir nada de ella. Estaba tan borrada, en realidad, que podría haber sido cualquier cosa, incluso el rastro de un jabalí o una antigua huella dejada días atrás.</p> <p>Trató de echar a un lado las ramas del acebo.</p> <p>—¡Mierda! —apartó rápidamente la mano. La espina de una hoja había traspasado el guante de lino que llevaba por debajo del guantelete y le había hecho sangre. Mientras miraba, se acumuló roja en su palma.</p> <p>Más allá de la capa de hojas verdes, las ramas de color marrón oscuro se entretejían con tanta densidad para ocupar todo el espacio disponible que no parecía posible que ninguna bestia lo atravesara.</p> <p>Se planteó la posibilidad de atar con una cuerda al caballo, cubrirse el rostro con sus manos acorazadas y dejar que la armadura la protegiera mientras atravesaba a pie el acebo, pero era remisa a verse obligada a continuar a pie, y rechazó la idea. Comenzó a guiar a su caballo alrededor del enorme matorral de acebos en una dirección que podría corresponder al oeste, aunque no estaba segura.</p> <p>El hecho de que toda la comida y toda el agua se hubieran quedado con las otras unidades de su compañía, las cuales presumiblemente se encontraban en ese momento junto al vado del río occidental, solo suponía una molestia menor.</p> <p><i>¡Cristo, tengo que llegar hasta allí! Lo intentarán aunque yo no esté, Thomas y Euen se asegurarán de ello. Pero no avanzarán lo suficiente para poder matar a la Faris. ¡Sé que no lo lograrán!</i></p> <p>No se trataba de orgullo sino de un conocimiento objetivo: sus hombres lucharían con más fiereza y durante más tiempo si tenían a Ash combatiendo junto a ellos. Se tomarían más eh serio su aseveración de lo importante que resultaba alcanzar la victoria.</p> <p>La maleza comenzó a clarear. Unos tocones ennegrecidos le hicieron pensar que tal vez en tiempos pasados se produjo allí un incendio, al menos una generación atrás. El bosque pasó a ser de alisos y fresnos, ninguno de ellos de más de cinco metros de alto. Crecían algunas zonas de hierba marrón, libre de espinos.</p> <p>El capón caminaba con ritmo pesado y cansino junto a su hombro, abriéndose paso a su lado por encima de piedras con musgo incrustado. Una luz lechosa descendía desde el cielo. Ash alzó la cabeza buscando alguna pista que le permitiera deducir la dirección. Parpadeó furiosa, apartó la mirada y después volvió a escudriñar los cielos a través de las nudosas ramas desnudas de los alisos.</p> <p>Unos puntos blanquecinos se repartían por el cielo, cerca del horizonte. Estaban demasiado bajos para poder verlos bien, pero despertaron los recuerdos de Ash. Pensó: <i>Por supuesto. Estrellas</i>.</p> <p>Las constelaciones del otoño, débiles y pálidas, resplandecían tras el cielo de mediodía.</p> <p>Visibles, detrás del cada vez más débil sol.</p> <p>—<i>Cristus vincit, Cristus regnit, Cristus imperat</i> —susurró.</p> <p>La madera crujía a su alrededor.</p> <p>El terreno desapareció junto a sus pies. No podía ver nada del fondo de la pendiente, solo las copas desnudas de los árboles, algunos perennes, lustrosos y oscuros. La hierba marrón y medio muerta resultaba resbaladiza bajo los escarpes y las suelas de las botas. Volvió a subirse al caballo, sintiendo el agotamiento en cada uno de sus músculos, y lo engatusó para que avanzara descendiendo entre los árboles.</p> <p>Unos puntos rojos moteaban la tierra.</p> <p>Desde la silla pudo ver que lo que cubría el terraplén, lo que el capón pisoteaba ahora bajo sus cascos, eran arbustos de rosas. Zarzas de color verde claro, blandas y que se partían con facilidad. El olor a vegetación magullada llenó sus fosas nasales. Las rosas de pétalos rojos y rosados se soltaban en una lluvia de polen dorado, liberando su dulzura.</p> <p><i>Algunas de las últimas flores del otoño, protegidas hasta ahora</i>, pensó con aire resuelto.</p> <p>El terreno se allanaba conforme se acercaban a las altas rocas que sobresalían de entre los árboles. El musgo cubría las piedras, con un color verde que iba del cieno brillante al tono del cristal de las botellas. Brillaban mucho, como si el sol refulgiera sobre esas rocas a pesar de estar desvaneciéndose en el resto del mundo. Pero cuando Ash alzó la mirada, solo vio un cielo lleno de las motas lechosas que eran las estrellas. El caballo castrado se detuvo de repente.</p> <p>Un pequeño riachuelo discurría entre orillas rodeadas de hierba, y unas flores blancas y rojas salpicaban el césped. La corriente manaba de una charca oscura y serena situada entre las rocas. Su impenetrable superficie se onduló mientras ella la contemplaba, y no le sorprendió descubrir que el ciervo blanco había apoyado allí su hocico, lamiendo el agua. El color dorado de su corona resultaba ya tan brillante que dolía a la vista.</p> <p>Un galgo de pelaje áspero pasó correteando alrededor de las rocas del otro extremo.</p> <p>El perro ignoró al ciervo. Ash lo vio olisquear ansioso junto al borde de la charca, en la cual se reflejaban a la perfección los cuernos del ciervo. Un segundo perro, su compañero de trailla, se unió al galgo. Dieron vueltas por allí sin gran preocupación y después trotaron de vuelta por donde habían venido.</p> <p>Ash apartó la mirada cuando los vio desaparecer y comprobó que el ciervo blanco ya no estaba bebiendo del estanque.</p> <p>Un gato de orejas copetudas la observaba. Era mayor que un limier, tan grande como su mastina Brifault. Unos ojos brillantes y oscuros como guijarros la miraron fijamente, de un modo nada animal. Sus labios negros dejaron entrever unos afilados dientes. Chilló.</p> <p>—<i>¡Chat-loup!</i><a data-bs-toggle="modal" data-bs-target="#notesModal" type="note" href="#nota64">[64]</a>—exclamó Ash. Echó la mano izquierda a la vaina y la derecha a la empuñadura de la espada, con las riendas sujetas bajo su muslo, pero el gato se giró y se escabulló por la hierba salpicada de flores, desapareciendo detrás de las rocas.</p> <p>Palmeó con fuerza a su capón en el cuello; no estaba dispuesta a ver desgarradas las ijadas de ninguna montura, sin importar lo terca que fuese para cabalgar. Desmontó. Sobre la mullida hierba no había marcas de ciervo ni huellas de gato. El aroma a rosas silvestres saturaba su olfato, mareándola con el olor de un verano desaparecido hacía tiempo.</p> <p>—Líbranos, oh, Señor... —murmuró en voz alta, con lo que consiguió no gritar: «Godfrey, ayúdame, ¿qué debo hacer?».</p> <p>En la parte compartida de su yo, una tensión creciente se llenaba de triunfalismo. Aquel distanciado sonido interior casi inaudible:</p> <p>—¡PRONTO! ¡NOS LIBRAREMOS DE VOSOTROS...!</p> <p>—¡... OCULTAREMOS EL SOL!</p> <p>—... LLEGAD A ELLA, NUESTRA ELEGIDA, NUESTRA HIJA...</p> <p>—UTILIZAREMOS NUESTRO PODER...</p> <p>Incluso las voces de las Máquinas Salvajes se veían reducidas en su alma a un parloteo débil e inmaterial. Un cuerno.</p> <p>—¡Por aquí!</p> <p>Ash se irguió y ladeó la cabeza, con los ojos casi completamente cerrados. Se trataba de una voz femenina que se acercaba desde... ¿por la pendiente, bajo los alisos? El suave hocico blanco del capón la golpeó en el peto, comprimiendo acero y almohadillado.</p> <p>—¡Uf! —musitó Ash, y sonrió al caballo. El capón irguió las orejas y miró hacia la pendiente.</p> <p>—De acuerdo... Si tú lo dices. —Se incorporó con presteza a la grupa, aprovechando el tocón ennegrecido de un árbol como escalón para montar. La silla la recibió con un crujido. Ash hizo girar al caballo y descendió con cuidado la colina, esquivando ramas de alisos con marañas de hojas frescas y verdes en ellas—. <i>¡Haro!</i> ¡Un león!</p> <p>—¡Un león tu padre! —Floria del Guiz, aún a lomos del caballo gris alto y delgado y con cuatro perros de caza y dos cazadores detrás de ella, salió de la parte más densa del bosque. Aquella mujer con ropas de hombre cabalgaba con auténtica despreocupación inclinándose en la silla. Ash se maravilló de que lograra mantenerse sobre ella—. ¿Lo has visto? ¡Hemos vuelto a perder el rastro!</p> <p>—¿Que si he visto qué? He visto un montón de cosas en esta última hora —dijo Ash con seriedad—. Floria, no me puedo creer ni la mitad: rosas en invierno, ciervos blancos, coronas de oro...</p> <p>—Sí, es un ciervo blanco, de acuerdo. —Floria azuzó a su montura, apartándose de los cazadores que consultaban entre sí—. Lo hemos visto, es albino. Como ese cachorrillo que Brifault parió en Milán. —Su sonrisa alegre adquirió un matiz de escepticismo—. Pero, ¿coronas? ¡Y tú me dices que me mantenga alejada del vino de la región!</p> <p>—Mira, te estoy diciendo... —comenzó a explicar Ash con terquedad.</p> <p>—¡Bobadas! —dijo Floria alegremente—. No es más que un ciervo. No deberíamos estar cazándolo fuera de temporada, pero eso es todo.</p> <p>El olor a rosas se desvaneció de su nariz. Ash dudó, hizo como si fuera a hablar pero se dio cuenta de que no sabía lo que había pretendido decir. <i>Esta cacería carece de importancia, hay hombres a los que debería estar guiando en la batalla, hombres a los que conozco. ¡Mira el sol!</i></p> <p>Un vistazo a la expresión absorta y perdida de Floria heló las palabras en su garganta. Ni siquiera pudo decir: «estoy empezando a escuchar a las Máquinas Salvajes, no puedo evitarlo...»</p> <p>—¡La cacería anda dispersa a lo largo de más de cinco leguas! —Floria se apartó la capucha de su pelo pajizo. Astuta, echó una mirada a Ash—. Si Thomas y Euen no logran localizar el camino al campamento visigodo, mejor. Si lo encuentran están muertos.</p> <p>—Si no lo encuentran es cuando estaremos todos muertos. ¡Debería haber logrado quedarme con ellos!</p> <p>Ash se golpeó los muslos con los puños por la frustración, y los guanteletes le arañaron los quijotes: una mujer de pelo plateado corto como un esclavo, con armadura, a lomos de un caballo claro lleno de barro. El capón relinchó como protesta. Ash alzó la mirada a través de las ramas de los alisos que el invierno había dejado desnudas, pero el cielo estaba demasiado lechoso, cubierto de nubes o de otra cosa, para poder divisar el invisible sol.</p> <p>Uno de los cazadores, con el rostro rojo y demacrado, se inclinó al pie de las rocas y sus galgos greñudos colocaron los hocicos junto a él. De entre los árboles les llegó el eco muy débil de unos ladridos, y un fuerte olor a estiércol de caballo proveniente de las dos bestias que aguardaban sus órdenes.</p> <p>—Es imposible que podamos destruir el gólem de piedra —dijo Ash—, así que tenemos que matarla. Sea o no mi hermana, Floria. Si Euen y Thomas no están lanzando un asalto en estos mismos momentos, si no la matan... creo que estamos acabados.</p> <p>Por primera vez la atención de la cirujana pareció apartarse de la caza. Entornó los ojos al reparar en la lechosa iluminación.</p> <p>—¿Qué ocurre?</p> <p>Ash sonrió de repente, con ironía.</p> <p>—¡No lo sé, nunca he estado antes en el extremo pasivo de un milagro! Si alguien sabe cómo fue cuando Gundobando hizo lo suyo, debe de llevar muerto demasiado tiempo como para poder contárnoslo.</p> <p>Floria soltó una risita.</p> <p>—Mierda. ¡Y nosotros que pensábamos que tú lo sabrías!</p> <p>Ash alargó el brazo y agarró a la mujer de la mano, dándole unas leves palmadas en el hombro. Los dos capones estaban situados uno junto al otro. Ash vio que el rostro de Floria, salpicado de barro y cubierto del moho de las hojas y de uno o dos arañazos (estaba claro que al menos se había caído una vez), mostraba una evidente felicidad.</p> <p>—Sea lo que sea lo que va a suceder, está... sucediendo. Comienza ahora —insistió Ash—. Puedo... notarlo, creo.</p> <p>Al tiempo que pronunciaba esas palabras, algo blanco se agitó en los límites de su visión y los galgos ladraron y se arrojaron hacia delante. Uno de los cazadores ejecutó un toque de montería para hacer saber al Montero Mayor que había soltado a su pareja de animales, y Floria del Guiz se puso en pie sobre sus estribos y aulló:</p> <p>—<i>¡Cy va!</i> ¡Vamos, jefa!</p> <p>El ciervo corría entre los alisos y les llevaba un estadio de ventaja. Ash lo observó por encima de las furiosas ancas arqueadas de los galgos, que aceleraban en pos de su presa. El capón de Floria hizo saltar grandes terrones de hierba y los cazadores corrieron en esa dirección.</p> <p>—¡Dulce Cristo en el Madero, no podéis ir a cazar a un maldito ciervo en un momento como este...!</p> <p>Su caballo castrado dio una sacudida ante su grito y salió disparado a medio galope a través de aquel suelo escabroso, haciendo que le temblaran todos los dientes de la mandíbula. Vio destellos rojos que se alejaban a toda velocidad y comprendió que habían pasado de los alisos a los fresnos de montaña, y que las ramas otoñales relucían con serbas. Por delante, sobre el terreno despejado por el fuego, otros doce perros aparecieron a la vista. Se dirigían al pie de los peñascos de granito, al frente.</p> <p>—¡Florian!</p> <p>La cirujana, que se balanceaba en la silla con el menor trote, alzó un brazo para darse por aludida sin mirar a su alrededor. Ash vio que trataba de mantener los talones sobre las ijadas de su montura.</p> <p><i>Hija de puta, va a caerse o el caballo se romperá una pata</i>...</p> <p>La espesura se despejó. Bajo los serbales, el musgo y la hierba marrón cubrían pedazos incrustados de granito. La luz menguó aún más, era la iluminación otoñal de un cielo pálido y encapotado. Alzó la cabeza lo suficiente para ver que el horizonte erizado de árboles estaba despejado, no se veían los puntos claros de las estrellas. Siguió avanzando con paso muy lento y cuidadoso, al tiempo que se le levantaba el ánimo.</p> <p>—¡Florian! —aulló en pos de la borgoñona— ¡Espérame!</p> <p>Un repentino coro de ladridos ahogó su llamada. Ash coronó la pendiente y vio marcas de resbalones donde se había caído entre las piedras uno de los cazadores. Hizo que su capón avanzara en esa dirección. Del frente, al pie de los peñascos, llegaron más ladridos, cuernos y gritos.</p> <p>—Lo han acorralado, Ash... ¡Mierda!</p> <p>Logró divisar al caballo castrado de Floria entre los esbeltos troncos de los fresnos de montaña. Un alano<a data-bs-toggle="modal" data-bs-target="#notesModal" type="note" href="#nota65">[65]</a>de hocico corto y orejas picadas saltó y mordió al animal. Ash vio que Floria lo apartaba de una patada. El perro negro saltaba y gruñía. Ladraba como loco.</p> <p>—¡Ven a llevarte a tu maldito alano! —gritó Ash con furia al cazador que corría entre los árboles. Llegó al galope junto a Floria, apartó al perro con su pie envuelto en acero y se volvió para hablar con la cirujana, pero descubrió que ya se había marchado.</p> <p>—Tengo que llegar al vado... ¡Oh, mierda! —Ash espoleó a su claro castrado tras la grupa del caballo de Floria. Allí, entre los serbales, el viento soplaba con fuerza; lamentó haber perdido el bacinete y no disponer de una capucha. Se le enrojecieron las puntas de las orejas y la nariz. Se frotó el morro con el dorso de la mano; su aliento cubrió de blanco el acero del puño de su guantelete. Floria azuzaba a su montura en cabeza, para que subiera la pendiente.</p> <p>En ese punto el terreno caía hacia abajo a ambos lados, y pudieron ver que estaban escalando un gran brazo de tierra que emergía en medio de leguas de bosque virgen. El incendio que debía de haber ardido allí, una generación atrás, había despejado el terreno de árboles viejos. Serbales de cuatro a seis metros de altura cubrían la ladera y las bayas rojas manchaban las rocas de debajo, machacadas por botas y cascos de caballos. Dos o tres pares más de perros de caza pasaron como un rayo y Ash echó atrás los talones y clavó las espuelas en el castrado. Con eso y con pura fuerza de voluntad logró que el exhausto animal consiguiera escalar la pendiente hasta llegar al pie del peñasco de granito cubierto de musgo.</p> <p>Un delgado hilillo de agua caía por la superficie de la roca, y el sol se reflejaba en él lanzando brillantes y fríos destellos. El capón hundió la cabeza. Ash desmontó, lanzó las riendas por encima de una rama y avanzó a pie hacia el borde por el que había desaparecido Floria. Un coro de cuernos hendió el aire. A su izquierda, a una altura inferior de la ladera, una gran cantidad de gente (algunos aún montados, pero la mayoría a pie) se dirigía hacia lo alto, llevando a los perros consigo. Las telas rojas y azules resplandecían brillantes: las libreas de Borgoña.</p> <p>Ash avanzó a zancadas, con la respiración agitada y el pecho ardiendo, y la armadura no le molestaba más que durante un combate a pie (mientras subía la pendiente, pensó: <i>¡después esto me pasará factura!</i>). La adelantaron dos hombres fornidos, con las calzas partidas y recogidas por debajo de la rodilla, a la carrera tras los perros.</p> <p>Las trompas de caza retumbaron en sus tímpanos. Dos hombres a caballo, con togas y lujosos sombreros de terciopelo, subían la rocosa pendiente espoleando a sus caballos e inclinándose para esquivar las ramas cargadas de bayas de los serbales. Ash maldijo en voz baja, coronó la ascensión y acabó en medio de las zarzas, matas y arbustos de espinos sin hojas que crecían al pie de las rocas. Un alano gañó mientras olfateaba el peñasco, y cuando el animal miró en su dirección Ash echó mano de su daga.</p> <p>—¡Tú inténtalo, pequeño bastardo! —gruñó con voz queda. El alano bajó el hocico, olfateó y de repente trotó afanosamente hacia la derecha, rodeando el lateral de la roca.</p> <p>Un gran clamor de cuernos surgió a su izquierda. Ash dudó, resoplando, y se vio rodeada de veinte o treinta personas: cazadores y ciudadanos de Dijon, mujeres con los rostros colorados bajo sus cofias de lino que corrían con esfuerzo tras los perros. Nadie iba a prestar atención a un caballero desmontado, sino que prosiguieron por el abrupto terreno en dirección a las rocas de la izquierda.</p> <p>—¡Maldita sea, Floria! —gritó Ash.</p> <p>Otro caballero (Ash reconoció su librea: era el francés Armand de Lannoy) pasó a su lado con estruendo, a pie y al trote. Se giró para decir:</p> <p>—¡Juro que este día hemos levantado a una decena de ciervos! ¡Y todavía no han podido acorralar a ninguno! —Casi se resbala sobre la húmeda y fría piedra; recuperó el equilibrio y siguió corriendo.</p> <p>—¿Me importa una mierda? —preguntó Ash al vacío retóricamente, alzando la mirada bajo el crudo y frío viento—. ¿Me importa? ¡Cielos, no! ¡Si nunca me ha gustado ir de caza!</p> <p>Entre un latido de corazón y el siguiente, la voz de Godfrey Maximillian resonó en su oído interior:</p> <p><i>Pero tendrás otro duque, si puedes</i>.</p> <p>Se mordió un labio por la sorpresa y parpadeó. Sacudió los músculos ilusionada. Pero en el mismo instante de tiempo otras voces lo ahogaron: el rugido entrelazado que formaba a la vez coro, invocación y multitud:</p> <p>—ES DEMASIADO TARDE: SE DEBILITA, MUERE...</p> <p>—ES EL MOMENTO, ES TODOS LOS MOMENTOS.</p> <p>—... ES EL PASADO QUE ESCOGIMOS, Y LO QUE ESTÁ POR VENIR...</p> <p>—ÉL SE MUERE.</p> <p>—¡SE MUERE!</p> <p>—EN ESTOS MISMOS MOMENTOS, SE MUERE...</p> <p>—Dios le conceda el descanso y lo acoja en su seno —jadeó Ash en un instante de atemorizada y débil devoción. Le dolían las rodillas y los músculos de las pantorrillas, pero se obligó a echar a correr, sin poder alejarse de las voces de su cabeza pero incapaz de permanecer quieta. Corrió, sus botas golpeaban con pesadez el suelo y la armadura repiqueteaba, corrió tras la estela del alano, hacia el lateral derecho del peñasco.</p> <p>Tenía la boca seca y el metal que la envolvía provocaba que se quedara sin aliento. Avanzó con torpeza entre las rocas, se tapó la cara con las manos y se arrojó a los arbustos de espino que tenía delante. Las púas de quince centímetros le arañaron el dorso de los guanteletes, y una le raspó el cuero cabelludo. Emergió al fin de los arbustos con la hombrera por delante.</p> <p>—¡Ash! —la voz de Floria la llamaba con urgencia y resultaba claramente audible por encima del ruido de los perros.</p> <p>Ash se detuvo y dejó caer las manos, que aún llevaba delante del rostro.</p> <p>Tanto el alano negro como el blanco brincaban delante de la cara de la roca, sobre hierba marchita, mientras su montero los citaba. El ciervo blanco bajaba lis puntas de sus astas. Apoyaba contra la piedra los cuartos traseros, verdes de frotarse con el musgo, y miraba a los perros con ojos rosados inyectados en sangre y temblor en los flancos. No llevaba ninguna corona alrededor del cuello ni había eslabones de metal sobre la tierra revuelta.</p> <p>El ciervo hizo gesto de abalanzarse en dirección a Ash y el espino, pero el alano negro arremetió contra él y le mordió la pata posterior por encima del corvejón. El cazador hacía sonar su cuerno frenéticamente, tratando de llegar hasta los perros, pero tropezó y cayó de culo sobre el barro congelado.</p> <p>—¡Mátalo! —aulló Floria desde unos arbustos de espino, a diez metros de distancia. Su delgaducho capón se alejaba con paso largo por la pendiente y Floria, a pie, iba de lado a lado con los brazos extendidos, gritando.</p> <p>El ciervo la miró, bajó la cabeza, se lo pensó mejor, y usó sus púas para acuchillar en el chato hocico a uno de los alanos que no cesaban de gruñir.</p> <p>—¡Mátalo, Ash! ¡No dejes que se aleje! —Floria dio fuertes palmas con sus manos desnudas. El retumbar de pólvora de sus aplausos reverberaba en las rocas—. Tenemos que ver... quién es el Duque...</p> <p>—¿Por qué necesitáis las entrañas de un puto ciervo... para un augurio? —De manera instintiva, Ash desenvainó la espada. La fuerte presión que hizo sobre la empuñadura le magulló la palma de la mano a través de los guantes de lino del guantelete. Tanto la armadura como la hoja del arma tenían una fina capa de óxido sobre el acero pulido. Se apartó de los arbustos y cubrió el hueco que podía permitir que el ciervo huyera por la pendiente.</p> <p>El cazador sopló frenético su trompa de caza, aún sentado de culo en el barro. Los ladridos de los perros y los gritos de la gente les llegaban, débilmente audibles pero bastante alejados, desde detrás del peñasco. El alano blanco se lanzó como una flecha y de repente gañó mientras retorcía el cuerpo. Cayó de lado, con las costillas abiertas subiendo y bajando, manchadas de rojo.</p> <p>El ciervo blanco retrocedió hacia la roca, soltando excrementos. Bajó la cabeza y un bosque de puntas lo cubrió. Comenzó a babear por su hocico bien proporcionado de aterciopeladas fosas nasales.</p> <p>—¡Ash —suplicó Floria—, utiliza al perro! ¡Lo mataremos!</p> <p>Al oír la voz de la cirujana, Ash se descubrió pensando en el ciervo no como un animal o una pieza de caza, sino como un enemigo en el campo de batalla. De manera instintiva alargó sus pasos y avanzó hasta el lado opuesto al reducido espacio que ocupaba el alano negro, elevando la espada hasta adoptar posición de guardia. Con los ojos sobre el ciervo, se movió a la izquierda cuando el perro lo hacía a la derecha y observó al animal inclinar la cabeza para amenazar al alano...</p> <p>Entre las ramas de cuerno blanco, que brillaba como si el sol refulgiera sobre él, Ash vio la figura de un hombre en un madero.</p> <p>Dejó caer la punta de la espada.</p> <p>El alano gimió y retrocedió con el rabo entre las piernas.</p> <p>Con tanta delicadeza como un bailarín, el ciervo blanco bajó la testuz y estudió a Ash con ojos serenos y dorados. Ella podía ver con claridad cada detalle del árbol entre sus cuernos: el Jabalí en las raíces y el Águila en las ramas.</p> <p>Los labios del ciervo blanco comenzaron a moverse. Ash, aturdida por el inesperado olor a rosas, pensó: <i>va a hablarme</i>.</p> <p>—¡Ash, contrólate! —Floria corrió hacia ella atravesando el estrecho espacio que quedaba entre los arbustos de espino—. ¡Se está alejando, atrápalo!</p> <p>El alano negro se arrojó hacia delante y cerró sus mandíbulas sobre los cuartos traseros del ciervo, apretando. La sangre salpicó el blanco manto del ciervo.</p> <p>—¡Mantenedlo acorralado! —gritó frenético el cazador—. ¡El Montero Mayor no está aquí y tampoco los señores!</p> <p>—¡Todavía no lo hemos tenido acorralado en ningún momento! —aulló Floria.</p> <p>En aquel momento el hocico y las mandíbulas del perro se tiñeron de un rojo que empapó su oscuro pelaje. El ciervo chilló. Echó la cabeza arriba y hacia atrás, y se tambaleó hasta caer de rodillas sobre el barro.</p> <p>Las afiladas púas surcaron el aire. El cazador se apartó arrastrándose hacia los espinos, un metro a la derecha de Ash. Ella no podía moverse, no podía alzar la espada de su mano ni distinguir los gritos ni los aullidos de las voces de su cabeza.</p> <p>—¡No!</p> <p>Ash no supo lo que veía, si un ciervo con las ijadas embarradas y manchadas de sangre y los rojizos ojos en blanco, o una bestia con un pelaje como la leche y ojos dorados. Se quedó inmóvil.</p> <p>Alguien le tiró de la mano.</p> <p>Lo notó con lejanía, notó que alguien apartaba los dedos de su guantelete de la empuñadura de la espada.</p> <p>El peso del arma abandonó su mano. Eso la sacudió y logró que volviera a estar alerta.</p> <p>Floria del Guiz avanzaba delante de ella, sosteniendo la espada con torpeza en la mano derecha. Iba con jubón y calzas, la capucha echada hacia atrás bajo el frío aire. Trazó un círculo a la derecha. Ash vio su expresión, decidida, frustrada, absorta. Tenía los ojos brillantes bajo el pelo de color pajizo. Todo su cuerpo, alto y delgado, estaba alerta, se movía con un instinto antiguo (<i>por supuesto, proviene de una noble familia borgoñona, habrá cazado de chica</i>) y cuando Ash abrió la boca para protestar por la pérdida de su espada, el alano negro fintó hacia la izquierda y Floria avanzó.</p> <p>Con tanta rapidez como sucede en el campo de batalla, Floria se abalanzó y agarró una de las astas del ciervo arrodillado. Las afiladas púas le rasgaron el brazo.</p> <p>—¡Florian! —exclamó Ash.</p> <p>El alano se apartó del costado y cerró sus mandíbulas cuadradas sobre la pata trasera de la bestia. El mordisco cortó el tendón principal. El cuerpo del ciervo blanco se tambaleó hacia atrás y cayó de lado.</p> <p>Floria del Guiz, aún sosteniendo los cuernos, alzó la espada de pomo redondo de Ash y clavó la punta detrás del omoplato del ciervo. Cargó todo el peso de su cuerpo sobre ella; Ash la oyó gruñir. La sangre salpicó, Floria empujó y la espada se clavó profunda en la cruz hasta llegar al corazón.</p> <p>Ash trató de moverse, pero le fue imposible.</p> <p>Todos yacían juntos en un amasijo: Floria caída de rodillas, jadeando; bajo ella, el ciervo con la afilada hoja de metal clavada en su cuerpo, del que asomaba la empuñadura; el alano mordisqueando la pata trasera con el hueso asomado al aire, frío y sereno.</p> <p>El ciervo se sacudió una vez más y murió.</p> <p>La sangre goteaba lentamente, enfriándose. Al relajarse, el cuerpo del ciervo soltó una última rociada de excrementos sobre la tierra.</p> <p>—¡Quitadme este maldito perro de encima! —protestó Floria con debilidad, y de repente alzó la mirada hacia Ash, sorprendida. Más que sorprendida: asustada, afligida, iluminada—. ¿Qué...?</p> <p>Ash ya estaba chasqueando los dedos en dirección al cazador.</p> <p>—¡Tú, ponte en pie! Anuncia la muerte. Que los demás vengan aquí para el despiece<a data-bs-toggle="modal" data-bs-target="#notesModal" type="note" href="#nota66">[66]</a>.</p> <p>Llevó sus manos vacías al cinto de su espada, sorprendida por aquella situación.</p> <p>—Florian, ¿qué parte de la matanza es el augurio? ¿Cuándo sabremos si tenemos un duque?</p> <p>Un brillante fragmento de color parpadeó por encima de los espinos; era el sombrero de terciopelo de alguien. Un segundo más tarde el jinete apareció junto a otros hombres a pie: veinte o treinta nobles borgoñones de ambos sexos. Los otros cazadores repitieron la llamada avisando de la muerte hasta que el crudo sonido reverberó en el peñasco y se extendió a un lado y a otro del bosque virgen.</p> <p>—No tenemos duque —dijo Floria del Guiz.</p> <p>Sonaba ahogada. Lo que alertó a Ash, lo que hizo que todo le resultara evidente, fue el repentino silencio de su interior. No había ningún coro de voces retumbando en su mente, solo una quietud muy amarga.</p> <p>Florian alzó la mirada de sus manos ensangrentadas, abrazada aún al cuello del ciervo muerto. Ash vio su expresión: un instante de gnosis. Se había mordido el labio hasta provocarse una herida.</p> <p>—Una duquesa —dijo Floria—. Tenemos una duquesa.</p> <p>El viento siseaba entre las púas de espino y el gélido aire olía a mierda, a sangre, a perro y a caballo. Un gran mutismo invadió las voces de los que rodeaban a Ash. Los hombres y mujeres a pie y los que cabalgaban quedaron en silencio en menos de un segundo. Los cazadores que tocaban la muerte quedaron inmóviles. Todos ellos silenciosos. Sus pechos se agitaban y su aliento soltaba nubecillas blancas; sus rostros sonrojados estaban repletos de asombro.</p> <p>Dos hombres de armas con la librea de Olivier de la Marche hicieron avanzar a sus capones bayos hasta el estrecho paso entre los espinos. El propio de la Marche los seguía. Desmontó con pesadez y sus hombres cogieron las riendas. Ash giró la cabeza cuando el delegado del Duque borgoñón pasó junto a ella, con fogosidad en su rostro sucio y arrugado.</p> <p>—Tú —dijo—. Eres tú.</p> <p>Floria del Guiz apartó el cuerpo del ciervo de sus rodillas y se levantó. El alano negro se dejó caer a sus pies. La mujer lo alejó del ciervo blanco con la punta de su bota y el animal gimió, el único sonido en aquel silencio. Miró a Olivier de la Marche bajo la clara luz otoñal.</p> <p>—¿A quién corresponde el trance del ciervo? —preguntó él con amabilidad y seriedad.</p> <p>Ash vio que Floria se frotaba los ojos con manos empapadas en sangre y miraba a su alrededor, a los hombres que había detrás de de la Marche: todos los grandes nobles de Borgoña.</p> <p>—A mí —dijo Floria, sin tensión en la voz—. El trance del ciervo me corresponde.</p> <p>Perpleja, Ash contempló a su cirujana. El jubón y las calzas de lana de la mujer estaban sucios de barro, empapados de sangre animal y desgarrados por las espinas y las ramas, y llevaba ramitas enredadas en el pelo (habría perdido la cofia en algún punto del bosque virgen). Floria se sonrojó al verse en el centro de todas las miradas. Ash avanzó de manera profesional, agarró su espada, retorció la hoja para sacarla del cuerpo del ciervo y aprovechó el movimiento para decir con discreción:</p> <p>—¿Hay algún problema? ¿Quieres que te saque de esto?</p> <p>—Ojalá pudieras. —La mano de Floria se cerró en torno a su brazo, piel desnuda contra el frío metal—. Ash, tienen razón. Yo he plasmado al ciervo. Soy Duquesa.</p> <p>En la mente de Ash no había ningún sonido de las Máquinas Salvajes. Se arriesgó y susurró en voz baja:</p> <p>—Godfrey... ¿están ahí?</p> <p><i>¡Grande es el lamento en la casa del enemigo! ¡Grande es el...!</i></p> <p>Unas voces furiosas lo ahogaron, voces que hablaban como la tempestad, con grandes golpes de ira, pero Ash no logró entender a ninguna: rabiaban en la lengua que usaban los hombres cuando Gundobando fue profeta, y eran tan tenues como una tormenta por detrás del horizonte.</p> <p>—Carlos ha muerto —dijo Floria con absoluta seguridad—. Hace unos minutos. Lo sentí cuando lancé el golpe de gracia, cuando lo supe.</p> <p>En esos momentos el sol, a pesar de ser débil como correspondía a la estación, calentaba perceptiblemente el rostro desnudo de Ash.</p> <p>—Alguien es Duque o Duquesa —musitó Ash—. Alguien está deteniéndolas de nuevo. ¡Pero no sé por qué! ¡No entiendo nada!</p> <p>—No lo sabía hasta que maté al ciervo. Entonces... —Floria miró a Olivier de la Marche, un hombre corpulento con malla y librea, y en su espalda el escudo de armas de Borgoña—. Ahora lo sé. Dadme un minuto, <i>messire</i>.</p> <p>—Eres tú —dijo de la Marche, aturdido. Dio media vuelta para enfrentarse a los hombres y mujeres que cada vez se congregaban en mayor número—. ¡No hay Duque, sino Duquesa! ¡Tenemos una Duquesa!</p> <p>El sonido de la ovación dejó a Ash sin aliento.</p> <p>Su primera idea fue que se trataba de algún tipo de truco político, pero esa hipótesis desapareció en cuanto oyó el rugido de las aclamaciones. Cada rostro, de cazador, de campesina o de hijo bastardo del Duque, brilló con una alegría que no se podía fingir.</p> <p>Y alguien estaba haciendo... lo que sea que hacía Carlos, lo que sea que mantenía ahora a raya a las Máquinas Salvajes.</p> <p>—Cristo —rumió Ash en voz baja—. Esta gente no está de broma. ¡Joder, Florian!</p> <p>—Yo no estoy de broma.</p> <p>—Explícamelo —dijo Ash.</p> <p>Era el mismo tono de voz que había usado a menudo, a lo largo de los años, para exigir a su cirujana que la informara, para pedir a su amiga que le revelara los pensamientos de su corazón. Pero ahora se estremeció dentro del almohadillado y la armadura, al pensar de repente: <i>¿volveré a hablar así a Florian?</i></p> <p>Floria del Guiz se miró las manos manchadas de rojo y marrón. Dijo:</p> <p>—¿Qué has visto? ¿Qué estabas cazando?</p> <p>—Un ciervo. —Ash se quedó mirando el cadáver albino sobre el barro—. Un ciervo blanco coronado de oro. A veces el Ciervo de Huberto<a data-bs-toggle="modal" data-bs-target="#notesModal" type="note" href="#nota67">[67]</a>. Pero no esto, no hasta el final.</p> <p>—Tú cazabas un mito. Yo lo he hecho real. —Floria se llevó las manos a la cara y olió la sangre medio seca—. Era un mito y yo le he dado la autenticidad suficiente para que los perros lo olieran. Yo lo he hecho lo bastante real como para matarlo.</p> <p>—¿Y eso te convierte en Duquesa?</p> <p>—Está en la sangre. —La cirujana contuvo una carcajada y se frotó con una mano los ojos llenos de lágrimas, dejando goterones de sangre por sus mejillas. Se acercó más a Ash mientras esta seguía mirando fijamente al ciervo, al que ninguno de los cazadores se acercaba para el despiece.</p> <p>Más y más miembros de la partida de caza se aproximaron tambaleantes a lo alto de la colina, hacia el claro rodeado de espinos bajo el peñasco.</p> <p>—Así es Borgoña —dijo Floria al fin—. La sangre ducal está en todos nosotros. Ya sea en gran cantidad o no. Por muy lejos que viajes, nunca puedes huir de ella.</p> <p>—Oh, claro. Eres pura sangre azul, desde luego.</p> <p>La ironía hizo que Floria recuperara un poco de su personalidad. Sonrió a Ash, sacudió la cabeza y golpeó con sus nudillos el peto milanés.</p> <p>—Soy una borgoñona pura. Parece que eso es lo que cuenta.</p> <p>—La sangre real. Claro —rió Ash con suavidad, a causa del arrollador alivio que sentía, y señaló el cuerpo del ciervo con un dedo cubierto de acero—. Pues para ser un milagro regio, tiene un aspecto bastante andrajoso.</p> <p>El rostro de Floria adquirió un tiente macilento. Echó un vistazo a la creciente muchedumbre que aguardaba silenciosa.</p> <p>—No, no lo has entendido. Los duques y duquesas de Borgoña no realizan milagros... Impiden que se cumplan.</p> <p>—Impiden...</p> <p>—Lo sé, Ash. He matado al ciervo y ahora lo sé.</p> <p>Ash dijo con ironía:</p> <p>—Y encontrar un ciervo fuera de temporada, en un bosque desprovisto de caza... ¿no es un milagro?</p> <p>Olivier de la Marche se acercó unos pasos más al ciervo. Su voz áspera de tantas batallas dijo:</p> <p>—No, señora capitana, no es un milagro. El auténtico duque de Borgoña (o, como parece ser ahora, la auténtica Duquesa) puede localizar el mito de nuestra bestia heráldica, el ciervo coronado, y a partir de él crear esto. No es milagroso sino mundano. Una bestia real, de carne y hueso, como vos y como yo.</p> <p>—Dejadme —la voz de Floria fue cortante. Hizo un gesto en dirección a los nobles borgoñones para que retrocedieran y lo miró fijamente con ojos brillantes. Él inclinó la cabeza durante un instante y luego retrocedió hasta el límite de la multitud. Allí aguardó.</p> <p>Al verlo marchar, una mancha de color atrapó la mirada de Ash. Azul y dorado. Una bandera ondeaba sobre las cabezas de la multitud.</p> <p>Con rostro avergonzado, el sargento de Rochester avanzó a zancadas hasta ponerse junto a Ash con su bandera personal. Willem Verhaecht y Adriaen Campin se abrieron paso a empellones hasta la primera fila, y al verla sus rostros adquirieron expresiones idénticas de alivio. La mitad de los hombres que tenían a sus espaldas eran de las lanzas de Euen Huw y Thomas Rochester.</p> <p>Entre toda la confusión, Ash fue consciente de un alivio punzante. <i>Entonces no ha habido un asalto contra el campamento visigodo. Están vivos</i>.</p> <p><i>Gracias a Dios</i>.</p> <p>—Tom, ¿dónde están los putos visigodos? ¿Qué están haciendo?</p> <p>Rochester respondió de carrerilla:</p> <p>—Están aun tiro de arco por detrás. Apareció un mensajero: sus oficiales son presa del pánico por algún motivo, jefa...</p> <p>Se interrumpió, aún mirando fijamente a la cirujana de la compañía. Floria del Guiz se arrodilló junto al ciervo blanco. Tocó el desgarrón de su blanco pelaje.</p> <p>—Sangre. Carne. —Acercó a Ash sus manos manchadas de rojo—. Lo que los duques hacen... lo que ahora yo hago... no es una cualidad pasiva. Hace, protege. Protege lo que es cierto, lo que es real. Tanto si... —Floria titubeó y las palabras surgieron poco a poco de su boca:— tanto si lo que es real es la luz clorada del bosque borgoñón o el esplendor de la corte, o el crudo viento que muerde las manos de los campesinos cuando dan de comer a los cerdos en invierno. Es la roca sobre la que descansa este mundo. Lo que es real.</p> <p>Ash se quitó el guantelete y se arrodilló junto a Floria. El pelaje del ciervo todavía se notaba caliente bajo sus dedos. No había latidos y el flujo de sangre provocado por la herida mortal se había detenido. Bajo del ciervo no había flores sino la tierra embarrada. Por encima de ella no había rosas sino serbales y espinos.</p> <p>Convertía lo milagroso en mundano.</p> <p>Ash dijo con lentitud:</p> <p>—Tú mantienes el mundo como es.</p> <p>Al mirar a Floria a la cara descubrió angustia.</p> <p>—Borgoña también tiene su linaje. Las máquinas engendraron a la hija de Gundobando —dijo Floria del Guiz—, y esto es su opuesto. Las máquinas buscan un milagro para asolar el mundo, y yo... yo hago que siga siendo seguro, fiable y sólido. Yo lo mantengo como es.</p> <p>Ash tomó la húmeda y fría mano de Floria entre las suyas. Sintió de inmediato un rechazo que no era físico, solo la mirada que le dirigía Floria y que significaba: «¿qué sucede ahora? Todo es diferente entre nosotras».</p> <p><i>Dulce Cristo. Duquesa</i>.</p> <p>Poco a poco, con los ojos sobre el rostro de Floria, dijo:</p> <p>—Tenían que engendrar a una Faris, para poder atacar Borgoña del único modo posible: en el plano físico, militar. Y cuando Borgoña desaparezca... entonces podrán usar a la Faris. Borgoña es solo el obstáculo. Porque «el invierno no cubrirá todo el mundo». No nos cubrirá aquí, no mientras el linaje de los duques impida que la Faris haga un milagro.</p> <p>—Y ahora no hay Duque, pero hay una Duquesa.</p> <p>Ash notó que las manos de Floria temblaban entre las suyas. El cielo encapotado y neblinoso clareó y el blanco sol otoñal dibujó con definición y claridad lar sombras de los espinos sobre el barro. Cinco pasos por detrás del cuerpo espatarrado del ciervo blanco, fila tras fila de personas aguardaban pacientemente. Los hombres de la compañía del León observaban a su comandante y a su cirujana.</p> <p>Floria, con los ojos entrecerrados por el repentino brillo del sol, dijo:</p> <p style="text-align:left; text-indent:0em;">—Haré lo mismo que hizo el duque Carlos. Preservar, proteger lo cotidiano. No habrá «milagros» de las Máquinas Salvajes... mientras yo viva.</p> <div class="modal fade modal-theme" id="notesModal" tabindex="-1" aria-labelledby="notesModalLabel" aria-hidden="true"> <div class="modal-dialog modal-dialog-centered"> <div class="modal-content"> <div class="modal-header"> <h5 class="note-modal-title" id="notetitle">Note message</h5> <button type="button" class="btn-close" data-bs-dismiss="modal" aria-label="Close"></button> </div> <div class="modal-body" id="notebody"></div> </div> </div> </div> <div style="display: none"> <div id="nota1"> title </div> <div id="nota2"> title </div> <div id="nota3"> title </div> <div id="nota4"> title </div> <div id="nota5"> title </div> <div id="nota6"> title </div> <div id="nota7"> title </div> <div id="nota8"> title </div> <div id="nota9"> title </div> <div id="nota10"> title </div> <div id="nota11"> title </div> <div id="nota12"> title </div> <div id="nota13"> title </div> <div id="nota14"> title </div> <div id="nota15"> title </div> <div id="nota16"> title </div> <div id="nota17"> title </div> <div id="nota18"> title </div> <div id="nota19"> title </div> <div id="nota20"> title </div> <div id="nota21"> title </div> <div id="nota22"> title </div> <div id="nota23"> title </div> <div id="nota24"> title </div> <div id="nota25"> title </div> <div id="nota26"> title </div> <div id="nota27"> title </div> <div id="nota28"> title </div> <div id="nota29"> title </div> <div id="nota30"> title </div> <div id="nota31"> title </div> <div id="nota32"> title </div> <div id="nota33"> title </div> <div id="nota34"> title </div> <div id="nota35"> title </div> <div id="nota36"> title </div> <div id="nota37"> title </div> <div id="nota38"> title </div> <div id="nota39"> title </div> <div id="nota40"> title </div> <div id="nota41"> title </div> <div id="nota42"> title </div> <div id="nota43"> title </div> <div id="nota44"> title </div> <div id="nota45"> title </div> <div id="nota46"> title </div> <div id="nota47"> title </div> <div id="nota48"> title </div> <div id="nota49"> title </div> <div id="nota50"> title </div> <div id="nota51"> title </div> <div id="nota52"> title </div> <div id="nota53"> title </div> <div id="nota54"> title </div> <div id="nota55"> title </div> <div id="nota56"> title </div> <div id="nota57"> title </div> <div id="nota58"> title </div> <div id="nota59"> title </div> <div id="nota60"> title </div> <div id="nota61"> title </div> <div id="nota62"> title </div> <div id="nota63"> title </div> <div id="nota64"> title </div> <div id="nota65"> title </div> <div id="nota66"> title </div> <div id="nota67"> title </div> </div> <!-- bodyarray --> </div> </div> </section> </main> <footer> <div class="container"> <div class="footer-block"> <div>© <a href="">www.you-books.com</a>. 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