Un historiador estudia unos extraños manuscritos que relatan un periodo de la Edad Media que parece inverosímil, pero que podría haber sido real.

Europa dominada por el reino de Borgoña; Cartago bajo el yugo de los visigodos; ejércitos que cuentan con gólems entre sus filas.

En aquella época de guerras y locura, nos encontramos a Ash, una guerrera temible, la capitana de un invencible grupo de mercenarios, poseída por una extraña voz que le murmura tácticas imbatibles al oído. Una voz que la llevó a una cima que no podrían alcanzar ni las leyendas más poderosas.

¿Hay más de una historia del mundo, y nos la han querido ocultar?

 

<p>Nota para el lector</p> </h3> <p>Puesto que una serie de consideraciones tanto políticas como históricas han conducido a la publicación por separado de los cuatro Libros de Ash, esta nota pretende poner al día al lector con los volúmenes previos.</p> <p>El primer volumen, <i>La historia secreta</i>, narraba la carrera de Ash, una comandante mercenaria del siglo XV, durante las primeras semanas del verano de 1476; su implicación en la breve guerra del emperador del Sacro Imperio Romano-Germánico contra Borgoña, y su propio enfrentamiento posterior con la fuerza invasora visigoda procedente del norte de África en su desembarco en Génova.</p> <p>Entre junio y agosto de dicho año, Ash descubrió que la «voz del santo» que oía en su cabeza era de hecho la voz de la <i>machina rei militaris</i> de los visigodos (quizá la traducción más aproximada sea «ordenador táctico»). Ash también descubrió que su gran parecido físico con la general visigoda, la Faris, se debía a que ambas formaban parte de un proyecto a largo plazo para engendrar un esclavo visigodo que pudiera «oír» a la máquina a larga distancia. Aparentemente Ash había sido abandonada en Cartago de niña.</p> <p>La Faris, guiada por la <i>machina</i>, encabeza actualmente una inmensa fuerza de invasión que ha conquistado toda Europa hasta las fronteras meridionales de Borgoña. Ash y su compañía se han refugiado en Borgoña, en Dijon, y están planeando una operación de asalto para ir al norte de África a destruir la <i>machina rei militaris</i> en la capital enemiga, Cartago.</p> <p>En este volumen, la traducción empieza con material de la <i>Vida</i>, de Del Guiz, y del manuscrito Angelotti, igual que en <i>La Historia Secreta</i>, pero la mayor parte es una traducción directa del previamente desconocido manuscrito «Fraxinus», que no había salido a la luz hasta su breve publicación (y supresión) en <i>Ash: La historia perdida de Borgoña</i> (2001).</p> <p style="page-break-before: always; line-height: 0%"> </p> <p style="margin-top: 15%"/> <p style="margin-bottom: 2em; text-align: center; text-indent: 0em; font-size: 125%; font-weight: bold; hyphenate: none">(<i>Nota añadida a los dibujos</i>)</p> <p>Anna, aquí tienes un primer boceto de la vista aérea de las ruinas de Cartago en la actualidad, y una hipótesis sobre la disposición de la Cartago visigoda del siglo XV.</p> <p>He incluido un posible nuevo puerto visigodo (que, igual que ha sucedido con zonas de los puertos romano y cartaginés, aquí y en Leptis Magna, podría haber quedado cegado por los sedimentos con el paso del tiempo).</p> <p>La ubicación exacta de la <i>Byrsa</i> o reducto amurallado durante el siglo XV es una conjetura basada en las evidencias aportadas por los textos.</p> <p style="font-weight: bold; text-indent: 0em; margin-right: 5%; margin-top: 1.5em; text-align: right; font-size: 95%">Pierce, noviembre de 2000.</p> <p style="page-break-before: always; line-height: 0%"> </p> <p style="text-align: center; text-indent: 0em"><img src="/storefb2/G/M-Gentle/El-Libro-De-Ash-02-Cartago-Triunfante/i1"/></p> <p style="page-break-before: always; line-height: 0%"> </p> <p style="text-align: center; text-indent: 0em"><img src="/storefb2/G/M-Gentle/El-Libro-De-Ash-02-Cartago-Triunfante/i2"/></p> <p style="page-break-before: always; line-height: 0%"> </p> <title style="margin-bottom: 2em; page-break-before: avoid; margin-top: 15%"> <p>PRIMERA PARTE</p> <p>EL CAMPO DE BATALLA</p> </h3> <p style="font-weight: bold; text-align: center; text-indent: 0em">17 de agosto de 1476 d.C. - 21 de agosto de 1476 d.C.</p> <p style="page-break-before: always; line-height: 0%"> </p> <title style="margin-bottom: 2em; page-break-before: avoid; margin-top: 15%"> <p>Capítulo 1</p></h3> <p>Dijon resuena con el traqueteo de los molinos de agua.</p> <p>La blanca luz de media tarde resplandecía sobre las distantes flores color mostaza. Hileras de viñas podadas de color verde se abrazaban al suelo entre franjas de tierra marrón. Los campos estaban atestados de labriegos. El reloj de la ciudad hacía sonar las cinco menos cuarto mientras Ash conducía a <i>Godluc</i> por entre una caravana de carros tirados por bueyes hasta el puente principal de entrada a Dijon.</p> <p>Bertrand le dio en la mano sus guanteletes articulados alemanes, y retrocedió sin aliento hasta quedar a la altura de Rickard, dentro de la nube de polvo levantada por los caballos. Ash se apartó de los miembros de su compañía enviados como avanzadilla de exploración y que ahora estaban aferrados a sus estribos, informando casi sin aliento, para ponerse en su sitio entre John De Vere y su propia escolta.</p> <p>—Mi señor Oxford.</p> <p>Ash habló en voz alta y levantó la cabeza mientras salían del puente a la puerta de la ciudad. Los olores hicieron que se le erizara el pelo de la nuca: hollejo de trigo, piedra recalentada, algas, estiércol de caballo. Levantó la visera del yelmo y bajó el barbote para aprovechar el aire fresco sobre el río que servía de foso.</p> <p>—Tengo las últimas estimaciones de las fuerzas visigodas en las afueras de Auxonne —dijo el conde—. Son casi doce mil.</p> <p>Ash asintió.</p> <p>—Eran doce mil cuando yo estuve fuera de Basilea. Desconozco el tamaño exacto de sus otros dos contingentes principales. El mismo o mayor. Uno está en territorio veneciano, intimidando a los turcos para que no se muevan; el otro está en Navarra. Ninguno podría llegar hasta aquí en un mes, ni a marchas forzadas.</p> <p>El olor acre del roce de la madera de las norias de los molinos al girar llenaba el aire, junto con una tenue neblina dorada. Las cotas de mallas, de los guardias de la puerta, y las almillas, calzas y faldas de los hombres y mujeres que entraban y salían por la puerta estaban teñidas del más fino hollejo de trigo. El sabor se le quedó pegado a la lengua.</p> <p><i>¡Dijon es dorada!</i>, pensó, y trató de dejar que el calor y los olores tranquilizaran el frío y duro miedo que sentía en las tripas.</p> <p>—Aquí viene nuestra escolta. —John De Vere tiró de las riendas de su caballo y dejó que su hermano se adelantara para hablar con los nueve o diez caballeros borgoñones, completamente equipados, que esperaban para conducirlos a palacio. El rostro curtido y de ojos claros de De Vere se volvió hacia ella—. ¿Se os ha ocurrido, señora capitana, que Su Gracia el duque de Borgoña pudiera ofreceros ahora un contrato a su servicio? Yo no puedo financiar esta incursión contra Cartago.</p> <p>—Pero tenemos un contrato. —Ash habló tranquilamente, su voz apenas audible sobre el chirriar de las norias de los molinos—. ¿Acaso me estáis pidiendo que encuentre un pretexto para romper mi palabra, que yo no di, a un conde inglés exiliado y deshonrado, porque el extremadamente rico duque reinante de Borgoña quiere mi compañía...?</p> <p>John De Vere bajó los ojos desde su silla. Lo que ella pudo ver de su rostro, con la visera del casco levantada, fue una boca apretada en una línea firme.</p> <p>—Borgoña es rica —dijo él en tono neutro—. Yo soy Lancaster. O la única posibilidad de los Lancaster. Pero, señora, en este momento estoy al mando de tres hermanos y cuarenta y siete hombres, y solo tengo dinero para alimentarlos durante seis semanas. Esto, comparado con un posible empleo con el duque de Borgoña, que podría comprar Inglaterra si quisiera...</p> <p>—Tenéis razón, mi señor. No tendré a Borgoña en cuenta ni por un minuto —dijo Ash, inexpresiva.</p> <p>—Señora capitana, como jefe de mercenarios, los bienes más preciosos que poseéis son vuestra reputación y vuestra palabra.</p> <p>Ash resopló.</p> <p>—No se lo digáis a mis muchachos. Todavía tengo que venderles a ellos la idea de Cartago...</p> <p>Al frente, George De Vere y los caballeros borgoñones parecían estar intercambiando respetuosos saludos y discutiendo el orden de marcha al mismo tiempo. Los adoquines de Dijon transmitían una sensación resbaladiza bajo los cascos de <i>Godluc</i> debido al calor. Ash se inclinó hacia delante y le puso una mano tranquilizadora en el cuello, donde sus manchas color gris hierro se decoloraban hasta tornarse de una tonalidad plateada. El caballo levantó la cabeza, lleno de lo que Ash se dio cuenta que era un deseo de exhibirse ante la gente de Dijon. Alrededor de ella resplandecían las paredes encaladas de la ciudad y sus techos de pizarra azul.</p> <p>Ash levantó la voz para hacerse oír por encima del fuerte ruido de los molinos.</p> <p>—Este sitio parece sacado de un libro de horas, mi señor.</p> <p>—¡Ojalá vos y yo también lo pareciéramos, señora!</p> <p>—Maldición, sabía que iba a echar de menos mi armadura...</p> <p>George De Vere se dio la vuelta en la silla, haciéndole un gesto al grupo para que avanzara. Ash cabalgó tras el ahora sonriente conde de Oxford hasta el centro del grupo de caballeros borgoñones.</p> <p>Emprendieron la marcha, avanzando lentamente a caballo por las calles adoquinadas a pesar de la escolta con la librea roja de Carlos; serpenteando entre la muchedumbre de aprendices fuera de sus talleres, mujeres con sombreros altos comprando en los tenderetes de la plaza del mercado y carros tirados por bueyes en su continuo camino de ida y vuelta a los molinos. Ash se levantó un poco más la visera del yelmo y respondió con sonrisas a los alegres saludos y los comentarios de los súbditos del Duque Carlos.</p> <p>—¡Thomas! —siseó.</p> <p>Thomas Rochester picó espuelas a su castrado bayo y se reunió rápidamente con el grupo. Una jovencita de ojos brillantes lo siguió con la mirada desde donde estaba, asomada a la ventana de un primer piso.</p> <p>—Déjala, chico.</p> <p>—¡Sí, jefa! —Una pausa—. ¿Tendremos tiempo para descansar y divertirnos?</p> <p>—Tú no... —un tironcito a las riendas la devolvió a la izquierda del conde de Oxford.</p> <p>—Pensaba que nunca rompíais una <i>condotta</i>, señora. Y sin embargo ahora lo estáis considerando.</p> <p>—No, yo...</p> <p>—Sí que lo estáis haciendo. ¿Por qué?</p> <p>No eran ni el tono ni el hombre apropiados para escabullirse sin dar una respuesta. Ash gruñó en un susurro, mirando de soslayo a los caballeros borgoñones.</p> <p>—Sí, yo opino que deberíamos hacer la incursión contra Cartago. ¡Pero eso no quiere decir que no tenga miedo! Si me acuerdo bien de Neuss, Carlos de Borgoña podría tener aquí más de veinte mil hombres entrenados; y suministros, y armas, y cañones. Y si yo pudiera elegir, ¡preferiría que esos veinte mil estuvieran entre el rey califa y yo! ¡No solo cuarenta y siete hombres y vuestros hermanos! ¿Acaso os resulta sorprendente?</p> <p>—Solo los tontos no tienen miedo, señora.</p> <p>El rítmico golpeteo de las norias de los molinos ahogó la conversación durante un minuto. Dijon se asienta entre dos ríos, el Suzon y el Ouche, justo en la punta de flecha de tierra donde se unen.</p> <p>Ash cabalgaba por la ribera. En aquella zona, las murallas encerraban al río dentro de la ciudad. Observó cómo subían los cangilones de las norias de molino bajo el sol, derramando diamantes. El agua bajo las norias era negra, densa como el cristal, y Ash podía sentir su atracción desde donde se encontraba, entre los caballeros de la corte del duque.</p> <p>Pasaron junto al molino más cercano.</p> <p>La conversación era imposible, y Ash no hizo nada más por un momento que estudiar las calles por las que pasaban. Un grupo de hombres vestidos con camisas y calzas remangadas, que estaban arreglando la rueda de una carreta tirada por bueyes, se apartó. Se quitaron los sombreros de paja, pero Ash notó que ni apresurada ni temerosamente; y uno de los jinetes borgoñones se adelantó para hablar con el capataz.</p> <p>Ash vislumbró un espacio abierto al frente, entre edificios con ventanas de cristal emplomado. La calle se abría en una plaza que, según comprobó al entrar, tenía forma triangular. Los ríos fluían por dos de sus lados, ya que aquel sitio se encontraba en la misma confluencia de ambos. Las altas murallas de la ciudad resplandecían, y los hombres que montaban guardia en ellas se apoyaban en sus armas y miraban hacia abajo con interés. Estaban bien pertrechados, limpios, con esa clase de rostro que no ha sufrido el hambre en el pasado más inmediato.</p> <p>—¿Comprendéis, Vuestra Gracia, que están corriendo rumores? —dijo Ash—. Que si oigo voces, que si no oigo voces, que si el León Azur realmente sigue a sueldo de los visigodos porque soy hermana de la Faris... Ese tipo de cosas.</p> <p>De Vere la miró.</p> <p>—¿No queréis que os abandonen por ser mala compañía?</p> <p>—Exactamente.</p> <p>—Señora, las obligaciones de un contrato funcionan en ambos sentidos.</p> <p>La voz de De Vere, endurecida por el combate, no puso especial énfasis en aquellas palabras, pero Ash se encontró a sí misma abandonando, dolorosa y temerosamente, su habitual cinismo. El sol la deslumbró. Sintió que le fallaba la voz.</p> <p>—Su general, su Faris, nació esclava. No lo lleva en secreto. Y yo... soy idéntica a ella. Como dos cachorros de la misma carnada. ¿En qué me convierte eso?</p> <p>—En valiente —dijo amablemente el conde de Oxford. Cuando los ojos de él se cruzaron con los de ella, Ash miró al frente, con dureza—. Porque vuestro método de esconderos es proponerme un plan: atacar al enemigo en su ciudad más fuerte. Yo podría tener razones para dudar de vuestro juicio imparcial en ese asunto si quisiera, pero no tengo dudas. Vuestros pensamientos están en sintonía con los míos. Esperemos que el duque también esté de acuerdo.</p> <p>—Si no lo está —dijo Ash mirando las ricas panoplias de los caballeros de la escolta—, no hay una maldita cosa que podamos hacer acerca de ello. Estamos arruinados. Y él es un hombre muy rico y muy poderoso con un ejército en las afueras de esta ciudad. Seamos realistas, Vuestra Gracia, dos órdenes y soy su mercenaria, no la vuestra.</p> <p>—¡Tengo responsabilidades hacia mis hermanos y demás parentela!"<a data-bs-toggle="modal" data-bs-target="#notesModal" type="note" href="#nota1">[1]</a> —le espetó Oxford—. ¡Y hacia alguien a quien he tomado bajo mi protección!</p> <p>—Así no es como la mayoría de la gente se toma las <i>condottas...</i> —Ash contuvo a su caballo para poder mirarlo a los ojos—. Pero vos sí. ¿O no?</p> <p>Al observarlo, se reforzó su opinión de que la gente seguiría a John De Vere más allá de los límites de la razón. Y solo después se preguntarían el porqué, cuando ya fuera demasiado tarde.</p> <p>Ash respiró hondo. Sentía más que de costumbre el peso de la brigantina que llevaba. <i>Godluc</i> resopló con su ancho hocico. Automáticamente, la mercenaria cargó el peso hacia atrás para detenerlo y miró a ver qué había inquietado a su montura.</p> <p>A unos dos metros de distancia, una hilera de patitos había salido de la ribera del río y avanzaba aleteando por la plaza adoquinada. Precedidos por la madre pata, se dirigieron graznando y aleteando hacia el molino que había al otro lado de la plaza y el río.</p> <p>Doce caballeros borgoñones, un conde inglés, sus nobles hermanos, un vizconde, una capitana mercenaria y la escolta de esta se detuvieron y esperaron hasta que hubieron pasado los patitos.</p> <p>Ash se incorporó en la silla para hablar con John De Vere, y se encontró mirando al palacio ducal de Dijon. Altísimas murallas blancas de estilo gótico, contrafuertes, torres rematadas por pináculos, techos de pizarra azul; un centenar de estandartes ondeando.</p> <p>—Bueno, señora. —El conde de Oxford sonrió levemente—. En toda la cristiandad no hay otra corte como la de Borgoña. Veamos qué opina el duque de mi <i>pucelle</i> y sus voces.</p> <p>Al desmontar, Ash se encontró con un sudoroso Godfrey Maximillian a pie, que se unió a los demás hombres de Thomas Rochester tras el estandarte.</p> <p>Dentro del palacio, la cantidad de espacio envuelto por la piedra la dejó impresionada. Altísimos y delgados pilares entre esbeltas y largas ventanas apuntadas; toda la cantería era del color claro de las galletas recién hechas; y bajo el sol de media tarde, pensó ella, parecía miel calada.</p> <p>Cerró la boca, que tenía abierta de asombro, y se obligó a avanzar tras la estela de John De Vere, mientras resonaba una trompeta, y un heraldo gritaba sus nombres y posiciones, lo bastante alto para sacudir los estandartes que colgaban a ambos lados de la estancia; y un centenar de rostros, hombres ricos y poderosos, se volvieron para mirarla.</p> <p>Todos iban vestidos de azul.</p> <p>Ella miró rápidamente la seda color zafiro, aguamarina y azul real, el terciopelo índigo y azul cielo, los sombreros enrollados tan oscuros como el cielo de medianoche, y el largo vestido de Margarita de York, del color del mar Mediterráneo. Sus pies la conducían tras la estela del conde de Oxford dé forma bastante independiente; y Godfrey le acercó su barbuda cabeza para susurrarle rápidamente al oído.</p> <p>—Hay visigodos por aquí.</p> <p>—¿Qué?</p> <p>—Una delegación. Una embajada. Nadie sabe con exactitud cuál es su estatus.</p> <p>—¿Aquí? ¿En Dijon?</p> <p>—Desde el mediodía, según he oído.</p> <p>—¿Quiénes?</p> <p>Los ojos color ámbar se apartaron para inspeccionar a la concurrencia.</p> <p>—No he podido comprar nombres.</p> <p>Ash hizo una mueca de disgusto. Ignoró la profusión de insignias enjoyadas en los sombreros, los collares de eslabones de oro y plata alrededor de los cuellos nobiliarios, los oropeles cosidos a los jubones de los caballeros más jóvenes, los finísimos velos de lino que tapaban a las mujeres de la nobleza.</p> <p><i>Todo, todo azul</i>, se dio cuenta de repente. Con una brigantina de terciopelo azul, iba moderadamente a la moda, por lo menos lo suficiente para no ofender. Echó una ojeada a los cuatro hermanos De Vere y a Beaumont, todos los nobles ingleses ataviados con arneses completos, un destello de acero destacando sobre los ropajes de terciopelo y seda de la corte borgoñona.</p> <p>—¿Quién ha venido, Godfrey? Y no me digas que no lo sabes. ¡Tienes una puta red de informadores ahí fuera! ¿Quién ha venido?</p> <p>El hombre retrocedió deliberadamente un paso en el suelo ajedrezado. Ya no había forma de que ella lo siguiera interrogando sin provocar confusión ni llamar la atención. Apretó los puños, y por un momento deseó golpearle.</p> <p>—Vuestra Gracia —dijo sin mirar al inglés al rostro—, ¿sabíais que aquí había una delegación visigoda?</p> <p>—¡Por los cojones de Dios!</p> <p>—Tomaré eso como un no.</p> <p>Los escoltaron por el grandioso salón. Había más: cuadros colgados en nichos, tapices de grandes partidas de caza colgando de las paredes, pero Ash no podía percibirlo en su totalidad. Sobre todo ello se alzaba aquella noble arquitectura, cimacios sobre un bosque de columnas, hasta las ventanas de limpio cristal que permitían ver los demás techos del palacio ducal de Dijon, y los refinados florones blancos y dorados de piedra que se clavaban en el cielo de la tarde.</p> <p>Unas palomas pasaron volando al otro lado del cristal. Ash bajó los ojos y se detuvo. Dickon De Vere le pisó dolorosamente los talones. Ambas escoltas, tanto la suya como la de De Vere, se apartaron para dejar que los demás hermanos se adelantaran y se colocaran junto al conde de Oxford. Godfrey se mantuvo detrás, el rostro tranquilo, sin que sus ojos dieran indicio alguno de lo que sentiría enfrentado a tantos hombres de Iglesia y nobles con sus damas. Ash miró a su alrededor, pero no logró ver ropajes o armaduras visigodas por ninguna parte.</p> <p>John De Vere se arrodilló, y su grupo hizo lo propio. Ash hincó una rodilla en el suelo y se quitó el sombrero apresuradamente.</p> <p>Un hombre de aspecto juvenil, vestido con un jubón blanco con mangas de brocado y unas calzas, se sentaba en el trono ducal, con la cabeza inclinada para conversar con otro hombre que había a su diestra. Ash vio su rostro un tanto lúgubre y su pelo negro hasta el hombro con el flequillo recortado, y se dio cuenta de que este debía de ser él: Carlos, duque de Borgoña, teórico vasallo de Luis XI, más poderoso que la mayoría de los reyes<a data-bs-toggle="modal" data-bs-target="#notesModal" type="note" href="#nota2">2</a>.</p> <p>—¿Entonces es un día de mal agüero? —dijo el duque con total claridad, como si no le preocupara que se oyera su conversación privada.</p> <p>—No, Sire. —El hombre que había a su diestra hizo una reverencia. Vestía una túnica azul de amplias mangas y tenía las manos llenas de papeles marcados con diagramas de ruedas y cajas—. Digamos más bien que es una oportunidad para vengar una vieja afrenta.</p> <p>El duque le indicó que se alejara con un gesto, y se recostó en el trono, bajando la vista desde el estrado hasta el arrodillado inglés. El único que vestía de blanco, destacaba entre su corte por su sencillez. <i>Simboliza alguna virtud</i>, pensó Ash, <i>probablemente es su forma de indicar la nobleza, la caballería o la castidad. Me pregunto en qué nos convierte eso a nosotros.</i></p> <p>Cuando el duque habló, su voz fue amable.</p> <p>—Mi señor de Oxenford.</p> <p>—Sire. —De Vere se levantó—. Tengo el honor de presentaros a mi capitana mercenaria, a quien Vuestra Gracia deseaba ver. Ash.</p> <p>—Sire. —Ash se puso en pie. Tras ella, Thomas Rochester y Euen Huw portaban el estandarte del León Azur; Godfrey aferraba un salterio. Ash se alisó el cabello del lado izquierdo, asegurándose de que cubriera la herida de la que estaba recuperándose.</p> <p>El joven un tanto serio que se sentaba en el trono ducal, todavía no tendría los treinta años, se inclinó hacia delante apoyando una mano en el brazo del trono, y miró a Ash con unos ojos tan oscuros que parecían negros. Sus pálidas mejillas adquirieron un leve matiz de color.</p> <p>—¡Intentaste matarme!</p> <p>Ash supuso que esta no sería una buena ocasión para sonreír, ya que el duque de Borgoña Valois no parecía especialmente propenso a dejarse seducir. Dio a su rostro y su porte un aspecto de modestia y respeto y se mantuvo callada.</p> <p>—Tenéis una guerrera notable, De Vere —continuó el duque y, volviendo la cabeza a un lado, habló brevemente con la mujer que había a su lado. Ash notó que la esposa del duque no le quitaba ojo a John De Vere, conde de Oxford.</p> <p>—Quizá —dijo alto y claro Margarita de York—, sea el momento de que este hombre nos diga por qué se aprovecha de vuestra hospitalidad, Sire.</p> <p>—A su debido tiempo, señora. —El duque llamó a dos de sus consejeros, habló con ellos y luego devolvió su mirada al grupo que había frente a él.</p> <p>Ash sopesó el coste de la sencillez del duque: su media túnica estaba abrochada con botones de diamantes y las costuras de los hombros parecían hechas con hilo de oro. Y el resto de las costuras de su ropa también parecían estar cosidas con el más fino hilo de oro... En el mar azul de su corte resplandecía como la nieve con la insinuación más leve del sol invernal para darle reflejos dorados; la empuñadura de su daga de misericordia también estaba decorada con oro, y con perlas.</p> <p>—Es nuestra intención —dijo el duque— descubrir lo que sabéis de la Faris, <i>maîtresse</i> Ash.</p> <p>Esta tragó saliva y logró hablar con voz audible.</p> <p>—Todo el mundo sabe ya lo que yo sé, Sire. Dispone de tres ejércitos principales, uno de los cuales se encuentra justo al otro lado de vuestra frontera meridional. Combate inspirada por una voz, que ella afirma que proviene de una cabeza parlante o Gólem de Piedra, que se encontraría en ultramar, en Cartago, y —a Ash le costaba mantener el hilo de sus pensamientos bajo la mirada fija de Carlos— yo misma la he visto hablar con ello, aparentemente. En cuanto al resto: los godos han quemado Venecia, Florencia y Milán porque no las necesitaban, ya que hay un suministro interminable de hombres y materiales cruzando el Mediterráneo, y cuando yo me fui seguía habiéndolo.</p> <p>—¿Es esa tal Faris un caballero honorable, una Bradamante<a data-bs-toggle="modal" data-bs-target="#notesModal" type="note" href="#nota3">3</a>? —preguntó el Duque Carlos.</p> <p>Ash consideró que era el momento de presentar una apariencia menos espectacular y más humana ante los ojos del duque.</p> <p>—¡Una Bradamante no me habría quitado mi mejor armadura ni se la habría quedado, Sire! —replicó con cierto tono de amargura. Un murmullo de diversión se hizo sentir en la corte, pero murió tan pronto fue evidente que el Duque Carlos no estaba sonriendo. Ash le sostuvo la mirada, los brillantes ojos negros y el rostro casi feo (ciertamente era un Valois)—. Por lo que respecta a los caballeros, la caballería pesada no parece ser su punto fuerte, Sire. Nada de torneos. Tienen caballería media, enormes cantidades de soldados de a pie, y gólems.</p> <p>El Duque Carlos miró de soslayo a Olivier de la Marche, y el gigantón, saludando a Ash con una inclinación de cabeza, subió torpemente los peldaños del estrado de una forma muy poco cortesana. El duque le susurró algo al oído. De la Marche asintió, hincó la rodilla en el suelo para besar la mano del duque y se fue a grandes zancadas. Ash no volvió la cabeza para mirar, pero supuso que estaría saliendo de la estancia.</p> <p>—Esos hombres del sur carentes de honor —dijo Carlos en voz alta, para que todos lo oyeran— han osado apagar el Sol sobre los hombres cristianos y cubrirnos con la misma penitencia que su propio Crepúsculo Eterno. Ellos no han expiado el pecado de la Silla Vacía. ¡Nosotros mismos no estamos libres de pecado a los ojos de Dios! Pero no merecemos que nos sea arrebatado el Sol, que es el Hijo. —Ash descifró aquello tras una rápida mirada a Godfrey. Asintió apresuradamente—. Por lo tanto... —el duque de Borgoña se vio interrumpido por un insistente murmullo de Margarita, que estaba sentada junto a él en un trono más pequeño. Una charla corta y, pensó Ash, algo brusca, acabó con el duque recostándose magnánimamente—. Si eso os tranquiliza permitiremos que se lo preguntéis. ¡De Vere! La señora Margarita desea tener unas palabras con vos.</p> <p>—¡Sería la primera vez! —susurró De Vere un poco por encima de la cabeza de Ash, y Dickon reprimió a duras penas una carcajada.</p> <p>La aristócrata inglesa bajó la vista hasta De Vere, sus hermanos y Beaumont, ignorando a Ash, a su sacerdote y a su estandarte.</p> <p>—¿Por qué habéis venido aquí, Oxford? Sabéis que no podéis ser bienvenido. Mi hermano, el Rey Eduardo, os odia. ¿Por qué me habéis seguido hasta aquí?</p> <p>—A vos no, señora. —Con la misma falta de tacto, John De Vere no mencionó el título nobiliario de ella—. A vuestro marido. Tengo una pregunta que hacerle, pero puesto que tenéis un ejército en vuestras fronteras, mi pregunta tendrá que esperar a un momento mejor.</p> <p>—¡No! Ahora. ¡Preguntaréis ahora!</p> <p>Ash, percibiendo que bajo este río en particular discurrían bastantes corrientes, pensó que Margarita de York no sería habitualmente una mujer histérica ni impetuosa. <i>Pero se mortifica por algo. Y mucho.</i></p> <p>—No es el momento —dijo el conde de Oxford.</p> <p>Carlos de Borgoña se inclinó hacia delante, frunciendo el ceño.</p> <p>—Si mi duquesa lo pregunta, ciertamente es el momento de responder, De Vere. La cortesía es virtud de caballero.</p> <p>Ash le echó una mirada a De Vere. El inglés tenía los labios apretados. Mientras ella observaba su rostro se tranquilizó, y dejó escapar una risita.</p> <p>—Ya que vuestro marido así lo desea, señora Margarita, os lo diré. Al haber muerto Su Gracia el rey Enrique, sexto de ese nombre, sin dejar heredero directo<a data-bs-toggle="modal" data-bs-target="#notesModal" type="note" href="#nota4">4</a>, he venido a pedirle al siguiente miembro de la casa de Lancaster en la línea sucesoria que levante un ejército, para así poner a un hombre honrado y legítimo en el trono en vez de vuestro hermano.</p> <p><i>Y yo pensaba que no tenia tacto...</i></p> <p>Aprovechando la cobertura que le ofrecían los comentarios de asombro y conmoción, Ash miró hacia atrás por el suelo de baldosas pulidas como espejos, calculando la distancia hasta las grandes puertas y la guardia ducal.</p> <p><i>Estupendo. La Faris visigoda me encarcela. Llego hasta aquí. Me contrata De Vere. De Vere consigue que nos metan a todos en la cárcel. ¡Así no es como yo quería que fueran las cosas!</i></p> <p>Se oyó un débil sonido de desgarro: el borde del velo de Margarita de York enredado y roto entre sus dedos atenazados.</p> <p>—¡Mi hermano Eduardo es un gran rey!</p> <p>La voz de Oxford retumbó lo bastante alto y fuerte para que Ash diera un respingo.</p> <p>—Vuestro hermano Eduardo hizo que a mi hermano Aubrey le sacaran las entrañas del cuerpo, estando vivo, y que le cortaran el miembro y lo quemaran ante sus ojos. Una ejecución al estilo de los York. Vuestro hermano Eduardo hizo que decapitaran a mi padre sin una onza de ley inglesa para respaldarlo, ¡ya que no tiene derecho al trono!</p> <p>Margarita se puso en pie.</p> <p>—¡Tenemos más derechos que vos!</p> <p>—¡Pero, señora, no tantos como vuestro marido!</p> <p>El silencio cayó como una espada. Ash se dio cuenta de que estaba conteniendo la respiración. Todos los hermanos de De Vere estaban erguidos, con las manos en las empuñaduras; y el propio conde de Oxford miraba fijamente, como un curtido pájaro de presa, a la mujer que se sentaba en el trono. Sus ojos pálidos se movieron hasta Carlos, e inclinó la cabeza rígidamente.</p> <p>—Debéis saber, Sire, que siendo como sois biznieto de Juan de Gante y Blanca de Lancaster, el heredero vivo de la casa de Lancaster con más derechos sobre el trono inglés sois vos<a data-bs-toggle="modal" data-bs-target="#notesModal" type="note" href="#nota5">5</a>.</p> <p><i>Estamos muertos.</i></p> <p>Ash juntó las manos a su espalda, manteniendo los dedos lejos de la empuñadura de su segunda espada favorita con un esfuerzo debido solo al puro miedo.</p> <p><i>Estamos muertos, listos, nuestra vida no vale un chavo; Cristo, Oxford, ¿no podíais mantener la boca cerrada por una vez cuando alguien os preguntara la verdad?</i></p> <p>Entonces, con asombro, se vio a sí misma abriendo la boca y diciendo, en voz bastante alta.</p> <p>—Y si esto no funciona, supongo que siempre podemos invadir Cornualles...</p> <p>Un instante de asombrado silencio, tan corto que solo bastó para que se le cortara el aliento, quedó roto por el grito de risa de un centenar de voces; y esto una fracción de segundo después de que el Duque Carlos de Borgoña sonriera. Una sonrisa muy fría, pequeña, pero sonrisa al fin.</p> <p>—Noble duque —continuó Ash—, el Delfín francés tuvo a su <i>Pucelle</i>. Yo siento no poder serlo para vos, después de todo soy una mujer casada. Pero rezo para tener el favor de Dios igual que Juana lo tuvo; y si vos me dais, no tropas, sino un poco de la riqueza de vuestro ejército, entonces yo intentaré hacer por vos lo que ella hizo por Francia. Matar a vuestros enemigos, Sire.</p> <p>—¿Y qué harán por Borgoña vuestras setenta y una lanzas, <i>maîtresse</i>? —preguntó el duque.</p> <p>Ash levantó una ceja, ya que ella misma no hacía mucho que tenía los números exactos del recuento de Anselm. Mantuvo la cabeza erguida, consciente de que su rostro y su cabello hablaban hasta cierto punto por ella, y de que hubiera tenido un aspecto mucho más impresionante con un arnés completo.</p> <p>—Sería mejor no hablarlo en público, Sire.</p> <p>El duque de Borgoña dio unas palmadas. Ash apenas se había puesto en pie cuando sonaron las trompetas, los coros que había a ambos lados del salón rompieron a cantar, las damas se levantaron, los hombres con sus ricos ropajes salieron y ella, junto con Godfrey y los hermanos De Vere, fueron conducidos a una capilla o habitación lateral.</p> <p>Carlos de Borgoña llegó bastante tiempo después, con un puñado de sirvientes.</p> <p>—Habéis molestado a la reina de Brujas —le comentó a Oxford, mientras despedía a su séquito con un gesto de la mano. Ash, extrañada, miró a Oxford y al duque—. Mi esposa, al ser gobernadora de dicha ciudad, a veces es llamada su reina —dijo el Valois sentándose en una silla. Su jubón, desabotonado, mostraba debajo una almilla bordada en oro, y una camisa de lino de cuello alto tan fina que apenas era visible—. No os tiene en mucha estima, mi señor conde de Oxford.</p> <p>—Nunca tuve intención de que fuera así —dijo Oxford—. Vos me forzasteis.</p> <p>—Sí. —El duque miró a Ash—. Tenéis un bufón interesante. Es joven —añadió.</p> <p>—Puedo mandar a mis hombres, Sire. —Ash, como no sabía si debía cubrirse la cabeza, lo que era muestra de respeto en una mujer, o descubrírsela, como hacían los hombres, decidió quedarse con la cabeza desnuda y el sombrero en la mano—. Ya tenéis el mejor ejército de la cristiandad. Mandadme a hacer lo que vuestros ejércitos no pueden: arrancar el corazón del ataque visigodo.</p> <p>—¿Y dónde se encuentra ese corazón?</p> <p>—En Cartago —dijo Ash.</p> <p>—No es locura, Sire —dijo Oxford—. Solo audacia.</p> <p>Las paredes de la sala estaban decoradas con tapices en los que la bestia heráldica borgoñona, el ciervo, brillaba blanca y dorada por los bosques, perseguida por cazadores y adoradores. Ash se movió, acalorada por el sol de media tarde que entraba por las ventanas, y se encontró con la mirada apagada y bordada en oro del ciervo, en cuyos cuernos se había entretejido finamente la Cruz Verde.</p> <p>—Sois un hombre honesto, y un buen soldado —comentó el duque de Borgoña mientras un paje les servía algo de vino a Oxford y a él—. De lo contrario sospecharía que esto era una intriga de los Lancaster.</p> <p>—Yo sólo soy taimado en el campo de batalla —dijo el inglés. Ash percibió humor en su tono; vio cómo le entraba a Carlos de Borgoña por una oreja y le salía por la otra.</p> <p>—¿Entonces tenemos aquí la prueba? ¿La prueba de que ese Gólem de Piedra está donde se dice, al otro lado del mar, lejos de nosotros, y sin embargo hablando con esta Faris?</p> <p>—Yo creo que sí, Sire.</p> <p>—Eso significaría mucho.</p> <p>Ash pensó repentinamente que muchas cosas dependían de aquel hombre. <i>Este muchacho feo de ojos negros, con veinte mil hombres y más cañones que los visigodos. Tantas cosas dependen de sus decisiones...</i></p> <p>—Yo soy de la sangre de la Faris.</p> <p>—Eso me dicen mis consejeros. Me dicen —añadió Carlos—, que el parecido es notable. Quiera Dios que seáis buena, <i>mademoiselle</i>, y no un artificio del diablo.</p> <p>—Mi sacerdote puede responderos mejor que yo, Sire.</p> <p>Reclamado por un gesto de la mano de ella, Godfrey Maximillian habló:</p> <p>—Vuestra Gracia, esta mujer oye misa y recibe la comunión, y lleva ocho años confesándose conmigo.</p> <p>—Príncipe como soy, ni yo puedo silenciar las lenguas que esparcen rumores —dijo el duque de Borgoña—. Se empieza a decir que la voz de la general de los visigodos es cosa del diablo, y que nosotros no tenemos defensa contra ella. No sé, señor Oxford, cuánto tiempo se mantendrá el nombre de vuestra <i>condottiere</i> fuera de esto.</p> <p>—Puede que la propia Faris no sepa que... —De Vere vaciló, tratando de encontrar una palabra—. Que la han oído. No podemos contar con que este estado de cosas se mantenga. Ya está buscando a esta muchacha para interrogarla. Nos queda poco tiempo para actuar, Sire. Es cosa de semanas, días si la suerte nos da la espalda.</p> <p>—¿Estáis dispuesto a dejar de lado el asunto de la sucesión de los Lancaster?</p> <p>—Estoy dispuesto a dejarlo en espera, Sire, hasta que nos hayamos enfrentado al peligro que se cierne sobre nosotros desde el sur.</p> <p>—Salid de la habitación —dijo el duque sin mirar a su alrededor.</p> <p>En cuestión de treinta segundos los pajes, escuderos, halconeros, Thomas Rochester y los hombres de armas fueron sacados de la sala, donde solo quedaron Ash, Godfrey Maximillian, Oxford y sus hermanos.</p> <p>—No somos lo que una vez fuimos, De Vere. —El viento trajo, a través de una ventana abierta, el olor del cereal de molienda y de las rosas—. He hecho que los fabricantes de armaduras de Milán me hagan un arnés de la mejor calidad —dijo—. Y si pudiera, señores, me ataviaría con él como debe hacer un hombre, y cabalgaría al encuentro de este ejército de saqueadores, y yo mismo vencería en combate a su campeón, y eso decidiría el asunto. Pero este es un mundo en decadencia, y el honor y la caballería ya no son para nosotros.</p> <p>—Eso impediría que un montón de gente muriera —dijo Ash en tono neutro—, Sire —añadió tras un instante.</p> <p>—Igual que una incursión contra Cartago —dijo De Vere—. Cortad la cabeza y el cuerpo es inútil.</p> <p>—Pero no sabéis dónde, si es en Cartago, se encuentra exactamente ese gólem.</p> <p>—Eso podemos descubrirlo, Sire —afirmó Godfrey Maximillian llevándose la mano a su cruz de espinos—. Con doscientas coronas de oró me comprometo a traeros las nuevas en un corto espacio de tiempo.</p> <p>—Mmm. —Carlos de Borgoña miró a De Vere—. Contadme.</p> <p>Oxford se lo expuso al duque en frases breves, militares. Ash no interrumpió, sabedora de que para que el plan fuese aceptado debería ser propuesto por un hombre. Además, que lo propusiera uno de los mejores comandantes de Europa no iba a venir mal precisamente.</p> <p>Vio cómo los hombros de Godfrey se relajaban un momento ante su silencio.</p> <p>¿Qué visigodos? ¿Qué no quieres decirme?</p> <p>El sacerdote observaba las colgaduras de la pequeña habitación, francamente impresionado. De momento resultaba imposible hablar con él en secreto. Ash miró fijamente la pequeña ventana con cierre de tracería y el cielo de la tarde, y sintió el deseo de encontrarse fuera.</p> <p>—No —dijo el duque de Borgoña.</p> <p>—Haced lo que creáis mejor —gruñó John De Vere—. ¡Por los dientes de Dios, hombre! Vuestra Gracia, ¿de qué sirve una batalla, la ganemos o la perdamos, si no afecta al enemigo principal?</p> <p>El duque se recostó, haciéndole un gesto a John De Vere para que se alejara.</p> <p>—Estoy decidido a enfrentarme en una batalla a los visigodos, y pronto. Mi adivino me ha aconsejado que sea antes de que el Sol salga de Leo, para que los presagios sean buenos. El veintiuno de agosto se celebra la fiesta de San Sidonio.</p> <p>Ash vio que Godfrey fruncía el ceño, el duque lo pillaba con aquella expresión, y el sacerdote adoptaba una expresión lisonjera para dar una explicación:</p> <p>—Muy apropiado, Sire. Ya que Sidonio Apolinar fue martirizado por los antiguos visigodos, ese debería ser un buen día para vengarlo.</p> <p>—Eso creo —dijo el duque, satisfecho—. Llevo con los preparativos desde que volví de Neuss.</p> <p>—Pero... —Ash se mordió el labio.</p> <p>—¿Capitán?</p> <p>La mercenaria, con reticencia:</p> <p>—Iba a decir, Sire, que no creo que siquiera los ejércitos de Borgoña puedan derrotar al número que tienen aquí, y menos aún a la cantidad que llega cada día en galeras desde el norte de África. Aun en el caso de que vos, el Emperador Federico y el Rey Luis unierais vuestras...</p> <p>Ash estaba familiarizada con esa expresión que dice que, sobre un cierto tema, un hombre es incapaz de actuar racionalmente. Al mencionar a Luis XI, la vio en el rostro de Carlos de Borgoña. Se calló.</p> <p>—¿No aportaréis oro para el ataque contra Cartago? —preguntó el conde de Oxford.</p> <p>—No. Creo que no sería inteligente. No puede tener éxito, pero la batalla que yo voy a librar sí podría tenerlo. —Miró a Ash, y esta sintió una inquietud que le hizo un nudo en el estómago—. <i>Maîtresse</i> Ash, hay visigodos presentes en mi corte, que llegaron esta mañana al amparo de una bandera blanca. Tienen muchas exigencias, o humildes peticiones, como ellos prefieren llamarlas. Y una de las cuales, tras ver el estandarte de vuestro campamento extramuros de Dijon, ha sido que les seáis entregada.</p> <p>Sus ojos negros la observaron. A juzgar por la silenciosa consternación de los De Vere más jóvenes, debía de ser algo raro, una delegación verdaderamente secreta.</p> <p><i>Pero no por mucho tiempo</i>, pensó Ash, y habló en voz alta.</p> <p>—Los visigodos rompieron su <i>condotta</i> cuando me encarcelaron, pero no creo realmente que pueda oponer resistencia a que me entreguéis si eso es lo que vais a hacer, Sire. No, con todo el ejército borgoñón a vuestra disposición.</p> <p>El duque de Borgoña, muy serio, hizo girar sus anillos en sus dedos y no respondió.</p> <p>—¿Qué pensáis hacer conmigo, Sire? —dijo Ash vehementemente, aturdida por las noticias de la proximidad de los visigodos—. Y, por favor ¿tomaréis en consideración la idea de financiar esta incursión contra Cartago?</p> <p>—Tomaré en consideración ambos asuntos —dijo el duque—. Debo hablar con De la Marche y mis consejeros. Lo sabréis... mañana.</p> <p><i>Veinticuatro horas de espera. Maldita sea.</i></p> <p>El duque se puso en pie, dando por finalizada la audiencia.</p> <p>—Soy un príncipe —dijo—. Si os encontráis aquí, en mi corte, con esos hombres de Cartago y los renegados que están aliados con ellos, tened por seguro que nadie os hará daño.</p> <p>Ash no dejó que su escepticismo se reflejara en su rostro.</p> <p>—Gracias, Sire.</p> <p><i>Pero estaré en el campamento del León Azur tan rápido como pueda cabalgar.</i></p> <p>La intensa y lúgubre expresión del duque se oscureció.</p> <p>—<i>Mademoiselle</i> Ash. Como esclava bastarda de una casa visigoda, legalmente sois una sierva. No os reclaman como su capitán a sueldo o su prisionera, sino como su propiedad. Y esa reclamación puede que sea válida y legal.</p> <p style="page-break-before: always; line-height: 0%"> </p> <title style="margin-bottom: 2em; page-break-before: avoid; margin-top: 15%"> <p>Capítulo 2</p></h3> <p></p> <p>Ash, con sus hombres pisándole los talones, se detuvo finalmente en la parte baja de un tramo de escaleras. Se dio cuenta de que había dejado bastante atrás al conde de Oxford y a sus hermanos, había ignorado a funcionarios de la corte y había hecho las despedidas protocolarías de forma puramente mecánica tras quedar conmocionada por la siguiente revelación:</p> <p><i>Me pueden comprar y vender.</i></p> <p><i>El duque me entregará para conseguir una ventaja política</i>. O, <i>si no es por eso, porque no puede ignorar públicamente las leyes. No cuando la ley es lo que impide que su territorio caiga en la anarquía.</i></p> <p>Las campanas que tocaban a vísperas resonaron por las estancias del palacio ducal.</p> <p><i>¡Quizá necesite rezar!</i></p> <p>Preocupada pensando dónde estaría la capilla más cercana, o si Godfrey lo sabría, no vio a un grupo de hombres que se acercaba.</p> <p>Thomas Rochester carraspeó.</p> <p>—Jefe...</p> <p>—¿Qué? Mierda.</p> <p>Ash cruzó los brazos, algo que las mangas de la camisa de mallas que llevaba debajo de la brigantina no facilitaron precisamente.</p> <p>La luz resplandecía en la antecámara que había ante ella, cayendo desde las altas y delgadas ventanas sobre las losas del suelo, rebotando en las paredes pintadas de blanco y las altas bóvedas de crucería, haciendo que el sitio fuera luminoso y etéreo, y un lugar en el que era completamente imposible pasar desapercibido.</p> <p>Al frente, un grupo de hombres con ropas visigodas aminoraron el paso al verla.</p> <p>—Me gustaría que nos hubieran dejado traer a los perros —murmuró Ash—. Unos cuantos mastines nos serían muy útiles ahora.</p> <p>—Veremos sí la paz del duque aguanta o hay que ponerse a patear culos, jefa —gruñó Thomas Rochester.</p> <p>Ash echó una ojeada a los guardias del duque que estaban alineados junto a las paredes de la antecámara.</p> <p>—Vaya, nosotros somos los que estamos en casa, no los putos godos.</p> <p>—Eso es cierto, jefa. —Euen Huw sonrió ampliamente.</p> <p>—Rebanémoslos con un jifero —dijo uno de la lanza de Rochester.</p> <p>—No hagáis nada hasta que yo lo diga. ¿Está claro?</p> <p>—Sí, jefa.</p> <p>La respuesta del grupo fue reticente. Ash era consciente de la presencia de Euen y Thomas, flanqueándola. El hombre que iba delante en el grupo de visigodos aceleró el paso, acercándose a ella.</p> <p>Sancho Lebrija.</p> <p>—<i>Qa'id</i>. —Ash saludó tranquilamente al visigodo.</p> <p>—Señora <i>jund.</i></p> <p>Un hombre alto que iba tras Lebrija, ataviado con una armadura milanesa, resultó ser Agnus Dei. El Cordero le sonrió, asomando los dientes amarillos entre su barba negra.</p> <p>—<i>Madonna</i> —dijo—. Vaya corte feo que tenéis ahí.</p> <p>Ella seguía llevando el sombrero en la mano, como antes, en presencia del duque. Se llevó la mano al lado izquierdo de la cabeza de forma automática, pasando los dedos por un parche de cuero cabelludo afeitado.</p> <p>—Ash... —le dijo Godfrey Maximillian al oído en señal de aviso.</p> <p>Los delegados visigodos iban acompañados por cuatro o cinco soldados vestidos con ropas blancas y cotas de mallas. Cuando se detuvieron, Ash vio entre ellos a un joven. Llevaba el casco en la mano, y lo reconoció al instante.</p> <p>—... Por supuesto! —susurró Godfrey con rencor—. ¡Tenía que ser! Puede sobornar a cualquier chambelán de la corte para saber cuándo celebra Carlos audiencia, y con quién, por supuesto que puede.</p> <p>Fernando del Guiz.</p> <p>—Bueno, mira quién no es —comentó Ash en voz alta—. Es el mierdecilla que le dijo a la Faris dónde encontrarme en Basilea. Euen, Thomas, acordaos de esa cara. ¡Un día no muy lejano tendréis que echarla abajo!</p> <p>Fernando pareció ignorarla. Agnus Dei le dijo algo al oído de Lebrija que hizo que el <i>qa'id</i> visigodo ladrara una risita.</p> <p>El Cordero siguió sonriendo.</p> <p>—<i>Cara</i>, espero que tuvierais un viaje agradable desde Basilea hasta aquí.</p> <p>—Un viaje rápido. —Ash no apartó la mirada de Fernando—. Deberías tener cuidado, Agnus. ¡Uno de estos días puede que también te roben tu mejor armadura si no andas espabilado!</p> <p>—La Faris desea hablar de nuevo con vos —dijo un envarado Lebrija.</p> <p>Mirando a los ojos claros del visigodo (en los que no había nada del encanto de su difunto hermano), Ash pensó en lo que diría si supiera <i>las muchas ganas que tengo de volver a hablar con ella.</i></p> <p><i>Hermana. Medio hermana. Gemela.</i></p> <p>—Entonces esperemos que haya una tregua —dijo ella, hablando alto y claro para que pudiera escucharla cualquier intrigante de la corte—. La guerra siempre es mejor cuando uno no está luchando. Cualquier viejo soldado lo sabe, ¿cierto, Agnus?</p> <p>El mercenario sonrió sardónicamente. Tras él, los espaderos visigodos no hicieron ningún movimiento agresivo. Estaba en el edificio del duque. Ash reconoció una lanza-pendón <i>'uqda</i><a data-bs-toggle="modal" data-bs-target="#notesModal" type="note" href="#nota6">6</a> con la escolta, buscó al <i>nazir</i> que se la había llevado de los jardines de Basilea y vio su rostro oliváceo girándola con una mueca de desagrado desde la barra nasal de su casco.</p> <p>Se produjo un incómodo silencio.</p> <p>Sancho Lebrija se dio media vuelta, miró fijamente a Fernando del Guiz, y luego se dio la vuelta para hablar con Ash.</p> <p>—Señora <i>jund</i>, vuestro esposo desea hablar con vos.</p> <p>—¿Ah, sí? —dijo Ash escéptica—. No lo parece.</p> <p>El <i>qa'id</i> visigodo puso firmemente su mano detrás de la espalda del caballero alemán y lo empujó hacia delante.</p> <p>—¡Sí que quiere!</p> <p>Fernando del Guiz seguía llevando ropas blancas y una cota de malla visigoda. No podía haber pasado mucho más de una semana, diez días, desde que ella lo había visto en Basilea, pensó Ash conmocionada, y habían pasado muchas cosas. Pero el rostro de él parecía más delgado, su pelo rubio descuidado y más largo de lo habitual. No como había estado en Neuss, con la longitud justa para caer sobre sus jóvenes, anchos y musculosos hombros.</p> <p>Ash bajó la vista y fijó sus ojos en sus fuertes manos. Desnudas; llevaba los guantes metidos en el cinto.</p> <p>El olor de él en sus fosas nasales la golpeó por debajo de todas las guardias que había dispuesto; un olor que la devolvió bruscamente a cálidas sábanas de lino, a la piel de su pecho, vientre y muslos, suave como la seda, los empujones de su miembro duro y suave como el terciopelo dentro de su cuerpo. Un calor brotó del pecho de ella, le subió por la garganta y le sonrojó las mejillas. Sus dedos se movieron por sí mismos: si no se hubiera obligado a detenerse, habría alargado la mano y le habría tocado la mejilla. Cerró la mano en un puño, con la boca reseca.</p> <p>—Más vale que hablemos —murmuró Fernando del Guiz sin mirarla.</p> <p>—¡Gilipollas! —dijo Thomas Rochester.</p> <p>—Vámonos. —Godfrey Maximillian tiró del brazo de Ash.</p> <p>Ella resistió la fuerza del sacerdote sin esfuerzo, sin mirarlo.</p> <p>—No. Voy a hablar con Del Guiz. ¡Tengo cosas que decirle a este hombre! —murmuró mientras estudiaba la expresión inescrutable de Sancho Lebrija y la malicia del Cordero.</p> <p>—Hija, no.</p> <p>Retiró su brazo despreocupadamente de la mano de Godfrey y señaló una zona de la antecámara a varios pasos de distancia.</p> <p>—Acompáñame a mi oficina, esposo. Thomas, Euen, ya sabéis lo que tenéis que hacer.</p> <p>Atravesó el patio enlosado y esperó en una zona cuyo suelo estaba moteado de rojo y azul por la luz que entraba por las vidrieras, bajo estandartes de batalla de las antiguas guerras entre Borgoña y Francia. Estaba lo bastante lejos para que ni la delegación visigoda ni la guardia del Duque Carlos pudieran oírlos.</p> <p><i>Y lo bastante en público para que cualquier daño que trate de hacerme sea visto al instante. Pero por desgracia eso funciona en ambos sentidos.</i></p> <p>Se entretuvo quitándose los guantes, apoyó la mano en el pomo de la espada y esperó.</p> <p>Del Guiz dejó a Lebrija y se acercó, solo, sus botas repicando en las gastadas losas ajedrezadas. El eco siseó desde las paredes. Se hubiera podido culpar al calor de media tarde por el sudor de su rostro.</p> <p>—¿Y? —le soltó Ash—. ¿Qué querías decirme?</p> <p>—¿Yo? —Fernando del Guiz la miró—. ¡No creo que esto haya sido idea mía!</p> <p>—Pues deja de hacerme perder el tiempo.</p> <p>Puso toda su autoridad en el tono, aunque de forma casi inconsciente. Él parpadeó, sobresaltado. Volvió la mirada hacia Lebrija, y finalmente habló.</p> <p>—Esto resulta violento...</p> <p>—¡Violento!</p> <p>Inesperadamente, Fernando alargó la mano y la apoyó en el brazo de ella. Ash miró sus uñas recortadas, la textura de su piel, el escaso vello rubio en su muñeca.</p> <p>—Hablemos en otro sitio, solos. —Fernando levantó la mano y le rozó la mejilla.</p> <p>—¿Y hacer qué? —Ash puso su mano sobre la de él. A pesar de su intención de apartarla, se encontró sosteniéndola, envolviendo los fuertes dedos de él alrededor de los suyos. Esa calidez era tan bienvenida que no la soltó inmediatamente—. ¿Qué, Fernando?</p> <p>Él bajó la voz, y observó con incomodidad al sacerdote y los hombres de armas.</p> <p>—Solo hablar. No haré nada que tú no quieras que haga.</p> <p>—Sí, creo que eso ya lo he oído antes.</p> <p>Mirándolo a la cara, pensó que aún podía ver al joven que seguía allí; el joven noble que cabalgaba con halcón y sabuesos, dorado y glorioso entre su amplia parentela de amigos, sin tener nunca que preocuparse por si se podía permitir este vino o aquel caballo, sin tener nunca que elegir entre herraduras para su caballo o zapatos para sí mismo. Un poco desgastado por el camino, pero todavía dorado.</p> <p>Los dedos de Ash siguieron aferrando los de él. Su calidez hacía que le temblaran las manos. Abrió la mano y la apartó. Sintiéndola fría, se la llevó a la cara con un gesto ausente, e inhaló el olor particular de él.</p> <p>—Oh, vamos. —Ash apretó los labios con extremo escepticismo. Un escalofrío le recorrió el vientre. A decir verdad, no habría podido decir si era lujuria o simple náusea—. Fernando, no puedo creerlo. ¿Estás tratando de seducirme?</p> <p>—Sí.</p> <p>—¿Por qué?</p> <p>—Porque es más fácil.</p> <p>Ash abrió la boca, se encontró con que no tenía palabras, y se quedó parada unos segundos, mirándolo a la cara. Entonces llegó el enfado.</p> <p>—Eres... ¿Qué quieres decir con que «es más fácil»? ¿Más fácil que qué?</p> <p>—Que decirles que no a la Faris y sus oficiales. —Todo el humor se desvaneció de la expresión de él; quizá solo había sido momentáneo—. Aun cuando dicen que un buen polvo podría volver a ponerte en sus manos, así que, ¿por qué no te lo echo?</p> <p>—¡Un buen polvo...! —bramó Ash.</p> <p>Al otro lado de la habitación, Agnus Dei puso la mano en el hombro de Sancho Lebrija para contenerlo. Ambos hombres pusieron muecas de desagrado. Obviamente este último intercambio les había llegado y no había sido lo que ellos esperaban oír. Ash vio que Godfrey daba algunos pasos al frente, mirándola fijamente, con el rostro empalidecido.</p> <p>—¿Seducirme? —repitió—. Fernando... ¡eso es ridículo!</p> <p>—Vale, sí que lo es. ¿Y qué me sugieres que haga con media docena de maníacos de espada fácil vigilando cada palabra que te digo? —Él le sacaba media cabeza, y la miraba desde arriba, un hombre joven vestido con una armadura extranjera—. Por el momento, gracias a ti, soy el chulo de la Faris. Lo menos que puedes hacer es no reírte de mí.</p> <p>—¿Qué...? —Ash se quedó sin aliento y sin ímpetu para hablar. Algo en su terrible honestidad le llegó dentro, muy a pesar suyo—. ¿El chulo de la Faris?</p> <p>—¡No quiero estar aquí! —gritó Fernando—. Lo único que quiero es volver a Guizburg, quedarme allí, quedarme en el castillo y no salir hasta que esta puta guerra se acabe. Pero me casaron contigo, ¿no? Y resulta que tú eres algún tipo de pariente de la Faris. ¿Y quién creen ellos que lo sabe todo sobre la comandante mercenaria Ash? Yo. ¿Quién creen que tiene influencia sobre ti? Yo. —Tomó aliento entrecortadamente—. No me importa la política. No quiero estar en la parentela de la Faris. No quiero estar en la corte visigoda. No quiero estar aquí. Pero como creen que soy una fuente de información sobre ti, ¡aquí estoy! ¡Y yo lo único que quiero es volverme de una puta vez a Baviera!</p> <p>Acabó jadeando, con gotitas de saliva en las comisuras de la boca. Ash se percató de que había hablado en alemán, y que tanto Lebrija como el Cordero parecían intrigados ante el rápido e ininteligible idioma extranjero.</p> <p>—Jesucristo —dijo ella—. Estoy impresionada.</p> <p>—¡Estoy aquí por tu culpa!</p> <p>El desprecio y la furia en su voz hicieron que Euen Huw y Thomas Rochester echaran mano a las empuñaduras de sus espadas, mientras miraban de soslayo a Ash, para ver si lo dejaba irse de rositas. Ella percibió los puños de Godfrey, casi ocultos entre sus ropajes, apretados.</p> <p>—Pensé que querías estar en buenas relaciones con la Faris —dijo ella suavemente—. Labrándote un puesto en la corte visigoda. Pensaba que por eso me habías golpeado en la cabeza en Basilea.</p> <p>—¡No quiero un sitio en la corte! —balbució él, ignorando sus palabras.</p> <p>El tono de Ash se volvió ácido del sarcasmo.</p> <p>—¡Claro, por eso estás ahora en Guizburg, no de pie frente a mí! Como si no estuvieras aquí con Lebrija en busca de ventajas políticas, recompensas o algún ascenso.</p> <p>Recuperado el aliento, Fernando la miró fijamente.</p> <p>—Te diré exactamente por qué estoy aquí. La Faris habría clavado alegremente mi cabeza en una pica, como aviso para el resto de la pequeña nobleza alemana. No lo hizo porque le eché una mirada y le dije que tenía un doble.</p> <p>—Tú se lo dijiste.</p> <p>—Supongo que tener por esposa a una bastarda visigoda es algo mejor que tener a una zorra soldado francesa.</p> <p>—Tú se lo dijiste.</p> <p>—¿Crees que soy un caballero salido de las crónicas? Pues no lo soy. Me han apuntado con lanzas y lo sé: no soy más que otro hombre con derechos a unos cuantos acres de tierra y a unos pocos hombres con águilas en la ropa, y eso es todo. Nada destacable. Nada valioso. Ninguna diferencia con los hombres que han masacrado en Génova, Marsella y demás.</p> <p>Ella lo miró, y vio en su rostro algún eco de ese instante traumático.</p> <p>—Roberto me dijo que eras un joven caballero estúpido con ideas de gloria o muerte. Pero estaba equivocado, ¿no? ¡Un vistazo a la gloria y decidiste salvar el pellejo!</p> <p>Fernando del Guiz la miró fijamente.</p> <p>—Dulce Jesús. Estás avergonzada de mí. —Había un característico destello de humor en su voz. Se burlaba de sí mismo—. Esto no se lo dirías a tu amigo el Cordero. ¿O ya lo has hecho? ¿No le has dicho por qué no os enfrentasteis a los visigodos en Génova cuando había doscientos de vosotros y solo treinta mil de ellos?</p> <p>La mente de ella apartó inconscientemente la imagen de treinta mil hombres. Se sonrojó.</p> <p>—El Cordero negoció una <i>condotta</i>. Eso es a lo que se dedica. Eso es a lo que me dedico yo. Tú te limitaste a callar la boca y ponerte a su disposición.</p> <p>Del Guiz apoyó la mano en la hombrera de la brigantina de ella. Ash apretó la mano para apartarlo. Sintió que su cuerpo temblaba para forzarse a no hacerlo.</p> <p>—Tú me enviaste derecho a ellos.</p> <p>—¿Tratas de culparme a mí por esto? Yo quería recuperar mi tropa, no quería que ordenaras a mis lanzas que entablaran una batalla que no podían ganar. —Ash resopló—. Realmente es algo irónico. Debería haber dejado que les dieras una orden. Habría sido «¡Sálvese quien pueda!» —Él se sonrojó, y su piel pálida y pecosa se volvió rosácea desde la garganta hasta la frente. Ash gritó—. ¡Y podrías haber huido! No habría sido difícil. Hasta las colinas y luego en las montañas, donde habrías podido ocultarte. ¡Apenas tenían controlada la costa, no iban a salir en persecución de doce jinetes!</p> <p>La ira puede entenderse en cualquier idioma. Al ver que retrocedía, sobresaltado, un hombre vestido de verde se interpuso entre ella y Fernando. Ash agarró a Godfrey Maximillian y lo apartó de un empujón. A pesar de que el sacerdote pesara el doble que ella, Ash usó su propio impulso para apartarlo.</p> <p>—¡ALTO! —bramó.</p> <p>Thomas y Euen Huw aparecieron al instante a ambos lados de ella, con las manos en la empuñadura. Ella extendió los brazos con las manos abiertas, mientras los hombres de Lebrija avanzaban.</p> <p>—¡Vale! ¡Es suficiente! ¡Atrás!</p> <p>—¡Estáis bajo tregua! ¡En nombre de Dios, nada de armas! —tronó uno de los borgoñones: ¿un capitán?</p> <p>Los visigodos se detuvieron, inseguros. Un caballero borgoñón que había junto a la puerta adoptó una postura de combate. Ash hizo un gesto brusco con el pulgar, y vio por el rabillo del ojo que Thomas, Euen y Godfrey (reticente) retrocedían de nuevo. Mantuvo la vista clavada en Fernando.</p> <p>—Ash... Cuando eres cauto se llama cautela; cuando cambias de bando y te unes al más fuerte se llama negocio. ¿Es que no comprendes el miedo? —Él vaciló—. Pensé que lo comprenderías; que hice lo que hice porque tenía miedo de que me mataran.</p> <p>Lo dijo claramente, con tranquilo énfasis. Ash abrió la boca para decir algo y volvió a cerrarla. Lo miró. Sus dos manos, que sostenían el casco boca arriba, tenían los nudillos blancos.</p> <p>—Vi su rostro —dijo él—. El de la Faris. Y sigo vivo, por decirle a una zorra cartaginesa que tiene una prima bastarda en los ejércitos francos. Tenía demasiado miedo como para no decírselo.</p> <p>—Podrías haber corrido —insistió Ash—. Demonios, al menos podrías haberlo intentado.</p> <p>—No, no pude.</p> <p>La palidez de la piel de Fernando la hizo pensar, de repente: <i>sigue conmocionado, sufre fatiga de combate sin haber entrado realmente en combate.</i></p> <p>—No te atormentes demasiado por eso —le dijo ella amablemente, de forma automática, como habría hecho con uno de sus hombres.</p> <p>Bruscamente, él la miró a los ojos.</p> <p>—No me siento mal.</p> <p>—¿Qué?</p> <p>—Que no me siento mal.</p> <p>—Pero...</p> <p>—Si lo hiciera —dijo Fernando—, tendría que creer que la gente como tú tiene razón. Pero en ese instante lo vi todo claro. Estáis locos, todos estáis rabiosa y condenadamente locos. Vais por ahí matando a otra gente y haciendo que os maten, y no creéis que haya nada malo en eso.</p> <p>—¿Hiciste algo cuando mataron a Otto y Mathias y el resto de los tuyos? ¿Siquiera dijiste algo?</p> <p>—No.</p> <p>Ella lo miró a los ojos.</p> <p>—No —repitió Fernando—. No dije una palabra.</p> <p>A otro hombre podría haberle dicho: «así es la guerra, es una mierda pero pasa, y nada que tú pudieras haber dicho habría marcado la diferencia».</p> <p>—¿Qué pasa? —lo aguijoneó ella—. ¿Es que te va más orinarte sobre niñas de doce años?</p> <p>—Quizá lo hubiera hecho si me hubiera dado cuenta de lo peligrosa que eres. —La expresión de él cambió—. Eres una mala mujer. Una carnicera. Una demente.</p> <p>—No seas ridículo, coño. Soy un soldado.</p> <p>—Eso es lo que son los soldados —se hizo eco él.</p> <p>—Quizá. —La voz de Ash sonó dura—. Así es la guerra.</p> <p>—Bueno, pues yo no quiero hacer más la guerra. —Fernando del Guiz le dedicó una sonrisa brillante y picara—. ¿Quieres toda la verdad? No quiero formar parte de esto. Si tuviera elección me volvería a Guizburg, levantaría el puente levadizo y no saldría hasta que se hubiera acabado esta guerra. Se la dejaría a las zorras sanguinarias como tú.</p> <p><i>He estado en la cama con este hombre</i>, pensó Ash asombrada ante la distancia que los separaba. <i>Y si ahora me lo pidiera...</i></p> <p>—¿Interpreto eso como que mejor me voy? —Ash metió las manos en el cinturón. El cuero azul estaba decorado con tachones de latón en forma de cabeza de león. Era consciente de que no era algo hecho para una mujer—. Porque como intento de seducción, esto es una auténtica porquería.</p> <p>—Sí, bueno. —Fernando, dolorosamente avergonzado de que le vieran fracasar a la hora de persuadir a una esposa huida, miró sobre el hombro a Sancho Lebrija—. Últimamente mi historial no es demasiado brillante.</p> <p><i>Parece cansado</i>, pensó Ash. Un impulso de simpatía por él arruinó la ira que había atesorado cuidadosamente.</p> <p><i>No. No. Me va bien odiarlo. Es lo que necesito hacer.</i></p> <p>—Tu historial está intacto. La última cosa que me hiciste fue traicionarme. ¿Por qué no acudiste a mí en Basilea? —preguntó—. ¿Por qué no viniste cuando me encerraron?</p> <p>Fernando del Guiz parecía tranquilo.</p> <p>—¿Por qué debería?</p> <p>Ash le golpeó.</p> <p>Fue un movimiento incontrolable. Bastante hizo con no sacar la espada. Algo tuvo que ver el hecho de que no quería que la espada de un guardia le atravesara el vientre, pero más que eso la detuvo la imagen que pasó frente a los ojos: la cara de Fernando del Guiz chorreando sangre con el cráneo partido en dos de un tajo.</p> <p>Esa imagen mental le provocó un acceso de náuseas. No por la muerte, ya que ese era su trabajo, sino por la simple idea de herir aquel cuerpo, un cuerpo que había acariciado con sus propias manos...</p> <p>Le pegó en la cara con el puño cerrado y sin guantes. Maldijo; abrió la mano y se metió los doloridos nudillos debajo del sobaco y miró a Fernando del Guiz, que retrocedía trastabillando sobre sus talones, con los ojos desorbitados de asombro. No de ira, sino de puro asombro porque una mujer se hubiera atrevido a pegarle.</p> <p>Tras ella, sonido de pasos, tintineo de cotas de malla, entrechocar de las astas de las armas de poste con las losas del suelo, hombres dispuestos a lanzarse de nuevo hacia delante.</p> <p>Fernando del Guiz no se movió.</p> <p>Una pequeña mancha roja empezó a manifestarse bajo su labio. Respiraba pesadamente, con el rostro color escarlata.</p> <p>Ash se quedó mirando, flexionando los dedos doloridos.</p> <p>Por fin, alguien (no uno de sus hombres, un visigodo), rió groseramente.</p> <p>Fernando del Guiz seguía plantado ante, ella, inmóvil.</p> <p>Ella lo miró a la cara. Algo casi parecido a la compasión, si la compasión puede arder y quemar como el odio, si puede traer una absoluta incapacidad para soportar la vergüenza y el dolor de otra persona... Algo la atravesó como el acero afilado.</p> <p>Ash hizo una mueca, volvió a llevarse los dedos al pelo, sintiendo de nuevo el calor del Sol en él y el tacto punzante de los puntos que salían de su piel, y percibió el olor de Fernando en su piel.</p> <p>—Oh, Cristo. —Sintió una punzada en el estómago. Las lágrimas pugnaban por salir a sus ojos, y ella parpadeó ferozmente, echó la cabeza atrás y gritó:</p> <p>—¡Euen! ¡Thomas! ¡Godfrey! ¡Nos vamos!</p> <p>Sus talones resonaron en las losas. Los hombres de armas se pusieron a su lado, siguiéndole el paso; y pasó como una exhalación frente a la misma cara de Sancho Lebrija, frente a los hombres de este, ignorando al Cordero; salió por el portón de roble con refuerzos metálicos sin mirar atrás, sin volverse a mirar qué expresión tenía ahora mismo en su rostro Fernando del Guiz.</p> <p style="text-align: center; font-size: 110%; text-indent: 0em; margin-top: 1.5em; margin-bottom: 1.5em; ">★ ★ ★</p> <p>Caminando sin rumbo salió del palacio ducal y se adentró en Dijon. Pasó junto a hombres de su compañía y los ignoró, avanzando a ciegas entre la muchedumbre. Una voz la llamó. Ella no hizo caso, se dio la vuelta, subió una escalera de piedra. Esta la condujo hasta un espacio abierto por encima de las callejuelas: las inmensas murallas de piedra de Dijon.</p> <p>Se detuvo sin aliento sobre las calles atestadas de hombres y caballos, inspeccionando las defensas de la ciudad por pura y distraída fuerza de la costumbre. Los hombres de armas, a los que les había sacado una buena ventaja, subían las escaleras tras ella.</p> <p><i>¡Mierda!</i></p> <p>Ash se sentó en una almena, bajo el sol de la tarde. Miró hacia el exterior por entre los bloques de granito. Abajo, a bastante distancia, al otro lado de la polvorienta carretera que conducía a la ciudad, unas diminutas figuras trabajaban los campos. Hombres vestidos con camisas y calzas remangadas hasta las rodillas ataban gavillas del polvoriento trigo blanco y dorado y las cargaban en carromatos tirados por bueyes, trabajando más rápidamente ahora que el terrible calor de la tarde estaba pasando...</p> <p>—¿Hija? —Un jadeante Godfrey Maximillian llegó a su lado—. ¿Estás bien?</p> <p>—¡Por Cristo en el madero, será cobarde hijo de perra...! —Su corazón seguía haciendo que su cuerpo se estremeciera, que le temblaran las manos—. Putos visigodos... ¿Y me van a entregar a ellos? De eso nada.</p> <p>—¡Cristo, jefa, calmaos! —dijo Thomas Rochester, colorado por el acaloramiento.</p> <p>—Hace demasiado calor para correr así —añadió Euen Huw desabrochándose el casco y apoyándose en el parapeto para tomar aliento y examinar la aparentemente interminable extensión de tiendas del ejército borgoñón que había extramuros—. Tenemos más preocupaciones que ese muchacho ¿no?</p> <p>Ash los miró, y a Godfrey, que se estaba calmando.</p> <p>—Así que tengo veinticuatro horas para decidir si espero el veredicto del duque o empaco mis cosas y salgo por pies...</p> <p>Los hombres rieron. Del pie de la muralla, fuera de la ciudad, llegaron ruidos. Veinte metros por debajo, algunos de sus hombres estaban nadando en el foso, miembros blancos en movimiento que se esquivaban unos a otros, con los perros del campamento ladrando a sus talones desnudos. Mientras ella observaba, una perra blanca con el rabo cortado saltó en el aire y empujó al segundo de Euen Huw, Gwillim, quien perdió el equilibrio y cayó del estrecho puente de entrada a Dijon. El distante sonido del chapoteo llegó a través del caluroso aire.</p> <p>—Ahí va el Duque Carlos. —Ash señaló a una comitiva de jinetes que salía por las puertas de la ciudad en dirección a los bosques. Sus ropas brillantes destacaban contra el polvo, llevaban halcones posados en las muñecas y músicos caminando tras ellos entonando una melodía que llegaba distante hasta las murallas. Ash se apoyó en la fría piedra—. ¡Como si no tuviera nada de qué preocuparse! Bueno, quizá no lo tenga, ¡comparado con preguntarse si lo van a entregar a los malditos visigodos por la mañana!</p> <p>—¿Puedo hablar contigo a solas, capitán? —dijo Godfrey Maximillian.</p> <p>—Oh, por supuesto. ¿Por qué no? —Ash miró a Euen Huw y Thomas Rochester—. Chicos, tomaos un descansito. Hay una taberna abajo, junto a las escaleras, he visto el letrero. Nos veremos allí.</p> <p>Thomas Rochester frunció el ceño, sombrío.</p> <p>—¿Con visigodos en la ciudad, jefe?</p> <p>—Con la mitad del ejército de Carlos en las calles.</p> <p>El caballero inglés se encogió de hombros, intercambió una mirada con Euen Huw y bajó las escaleras de la muralla, seguido por el galés y los demás. Ash estaba segura de que no se iban a alejar demasiado del pie de las escaleras.</p> <p>—¿Y bien? —Orientó el rostro hacia la leve brisa, que traía el polvillo dorado del hollejo de los campos. Cruzó las piernas y apoyó el codo en la rodilla. Los dedos seguían temblándole un poco, y miró intrigada la mano con la que blandía la espada—. ¿Qué te preocupa, Godfrey?</p> <p>—Más noticias. —El grandullón sacerdote miraba hacia lo que había más allá de las murallas, no hacia ella—. Este «padre» de la Faris, el tal Leofrico. Lo único que he podido sacar es que el lord <i>amir</i> Leofrico es uno de sus nobles menos conocidos, y supuestamente reside en la misma Cartago, en la ciudadela. El resto no son más que rumores, y de fuentes poco fiables. Ni siquiera sé qué aspecto tiene ese Gólem de Piedra. ¿Y tú?</p> <p>Algo en su tono la preocupaba. Ash levantó la vista y dio unas palmaditas en la piedra lisa entre los dos merlones, invitándolo a sentarse.</p> <p>Godfrey Maximillian se quedó de pie en el camino de ronda.</p> <p>—Siéntate —le dijo ella en voz alta—. ¿Qué te preocupa, Godfrey?</p> <p>—¿Por qué sigue vivo ese hombre?</p> <p>La voz de él retumbó lo bastante fuerte para detener momentáneamente los gritos de los bañistas de abajo. Ash se sobresaltó. Se giró y dejó las piernas colgando hacia dentro del parapeto. Lo miró fijamente.</p> <p>—¿Godfrey? ¿Cuál? ¿Quién?</p> <p>—¿Por qué sigue vivo ese hombre? —repitió Godfrey Maximillian en un susurro intenso.</p> <p>—Oh, dulce Cristo. —Ash parpadeó y se frotó un ojo con el dorso de la mano—. ¿Te refieres a Fernando, no? —El barbudo grandullón se limpió el sudor de la cara. Tenía ojeras—. ¿Godfrey, de qué va esto? ¿Es una broma o algo? No voy a matar a un hombre a sangre fría ¿o sí?</p> <p>Él no pareció echarle cuenta a esta pregunta. Empezó a andar arriba y abajo, con pasos cortos y agitados, sin mirarla.</p> <p>—¡Eres más que capaz de mandarlo matar!</p> <p>—Sí, lo soy. ¿Pero debería? Una vez que se vayan posiblemente nunca volveré a verlo. —Ash alargó la mano para detener a Godfrey. Este la ignoró. El lino basto de su túnica le rozó los dedos al pasar. Ella seguía oliendo a Fernando del Guiz en su piel; y al inhalar miró fijamente al barbudo gigantón. <i>No es viejo</i>, pensó. <i>Nunca pienso en Godfrey como joven, pero no es viejo.</i></p> <p>Godfrey Maximillian se detuvo frente a ella. El sol poniente proyectó una luz dorada sobre su cara, enrojeciendo su barba, mostrando algo parecido al dolor en sus ojos arrugados, pero Ash no hubiera podido asegurar que no se tratara solo de un reflejo.</p> <p>—Uno de estos días habrá una batalla —dijo Ash— y me enteraré de que soy viuda. ¿Qué importa, Godfrey?</p> <p>—¡Importa si el Duque os entrega mañana a vuestro esposo!</p> <p>—Lebrija no trae hombres suficientes para obligarme a irme de aquí. Y por lo que respecta al duque Carlos... —Ash apoyó las manos en el borde de la piedra y bajó de un altito hasta el camino de ronda—. Pasar la noche cagada de miedo no va servirme para saber lo que el Duque va a decidir mañana. Así que, ¿qué importa?</p> <p>—¡Importa!</p> <p>Ash lo estudió con la luz del sol dándole en la cara. <i>No te había mirado de cerca desde que huimos de Basilea</i>, pensó, y le dedicó una mueca de disculpa. Ahora se dio cuenta de que estaba demacrado. Su hirsuta barba castaña tenía canas en la comisura de los labios.</p> <p>—Vamos —dijo ella tranquilamente—. Soy yo, ¿recuerdas? Dime qué pasa, Godfrey.</p> <p>—Pequeña...</p> <p>Ella cerró su mano sobre la de él.</p> <p>—Eres demasiado buen amigo como para preocuparte por tener que decirme algo malo. —Los ojos de ella se clavaron en su rostro y le apretó la mano—. Vale, no nací libre. Supongo que, técnicamente, alguien en Cartago es mi propietario.</p> <p>Eso le hizo sonreír con sarcasmo, pero no hubo sonrisa de respuesta de Godfrey Maximillian. Se quedó plantado mirándola, como si el rostro de ella le resultara nuevo.</p> <p>—Ya veo —el corazón de Ash latió una vez y luego se desbocó—, supongo que para ti eso sí es relevante. ¡Jodido infierno, Godfrey! ¿No éramos todos iguales a los ojos de Dios?</p> <p>—¿Qué sabrás tú de eso? —Godfrey la salpicó de saliva al gritar bruscamente, con los ojos brillando desorbitados—. ¿Qué sabes, Ash? ¡Tú no crees en Nuestro Señor! ¡Tú crees en tu espada y en tu caballo, y en tus hombres a los que pagas, y en tu esposo al que puedes hacer que te meta el carajo! ¡Tú no crees en Dios ni en la salvación, ni nunca lo has hecho!</p> <p>—¿Qu...? —Sin aliento, Ash no pudo hacer otra cosa que mirarlo, pasmada.</p> <p>—¡Te vi con él! Te tocó..., tú le tocaste..., le dejaste tocarte..., querías que te tocara.</p> <p>—¿Y a ti que te importa? —Ash se irguió tan alta cual era—. ¡De hecho no es asunto tuyo! Eres un maldito cura, ¿qué sabes tú de joder?</p> <p>—¡Ramera! —bramó Godfrey.</p> <p>—¡Virgen!</p> <p>—¡Sí! —le espetó él—. Sí. ¿Qué otra elección tengo?</p> <p>Respirando pesadamente, callada, Ash se quedó en el enlosado camino de ronda, mirando a la cara a Godfrey Maximillian. El rostro del hombretón se arrugó. Hizo un ruido. Espantada, Ash vio brotar lágrimas de los ojos de él; Godfrey llorando amargamente, como lloran los hombres, saliendo de lo más profundo de su interior. Ella alargó la mano para tocarle la húmeda mejilla.</p> <p>Godfrey habló, en un susurro casi monótono.</p> <p>—Lo dejé todo por ti. Te he seguido por media cristiandad. Te he amado desde la primera vez que te vi. En el ojo de mi mente sigo pudiendo verte aquella primera vez: vestida de novicia, con la cabeza afeitada y aquella <i>soeur</i> azotándote hasta que te sangró la espalda. Una pequeña mocosa de pelo blanco.</p> <p>—Oh, mierda. Te quiero, Godfrey. Sabes que sí. —Ash lo cogió de las manos—. Eres mi más viejo amigo. Estás conmigo todos los días. Dependo de ti. Sabes que te quiero.</p> <p>Ella lo aferró como se aferra a un hombre que se está ahogando, dolorosamente fuerte, como si cuanto más apretara, más posibilidades tuviera de rescatarlo de su angustia. Las manos se le pusieron blancas. Lo sacudió dulcemente, tratando de mirarlo a los ojos.</p> <p>Godfrey Maximillian revirtió la presa y cerró sus manos en torno a las de ella.</p> <p>—No soporto verte con él. —Se le quebró la voz—. No puedo soportar tener que verte, sabiendo que estáis casados, que sois solo una carne..., carne...</p> <p>Ash tiró de sus manos. No se liberaron, atrapadas por los anchos dedos de Godfrey.</p> <p>—Puedo soportar tus fornicaciones ocasionales —dijo él—. Te confiesas, te absuelvo, no significan nada. Y ha habido unas cuantas. Pero el tálamo matrimonial..., y la forma en que lo miras...</p> <p>Ash hizo una mueca de dolor ante la presa de él.</p> <p>—Pero Fernando...</p> <p>—¡A Fernando del Guiz que lo jodan! —rugió Godfrey. Ash lo miró fijamente, en silencio—. No te amo como debería un sacerdote. —Los brillantes y húmedos ojos de Godfrey se encontraron con los de ella—. Hice mis votos antes de conocerte. Si pudiera borrar mi ordenamiento lo haría. Si pudiera ser otra cosa que célibe, lo sería.</p> <p>El miedo se acumuló en las tripas de Ash. Logró soltar las manos.</p> <p>—He sido una estúpida.</p> <p>—Te amo como ama un hombre. Oh, Ash.</p> <p>—Godfrey... —se detuvo, sin saber qué decir, aparte de que el mundo se le estaba cayendo encima—. ¡Cristo, esta no es una decisión que yo quiera tomar! No eres un sacerdote cualquiera, al que podría echar de una patada y contratar a otro. Llevas conmigo desde el principio; incluso desde antes que Roberto. Santos benditos. Vaya momento para decírmelo.</p> <p>—¡No estoy en estado de gracia! ¡Digo misa a diario cuando sé que lo quiero muerto! —Godfrey empezó a retorcer entre los dedos la cuerda que le servía de cinturón, nervioso.</p> <p>—Eres mi amigo, mi hermano, mi padre. Godfrey... sabes que yo no... —Ash luchó por encontrar la palabra.</p> <p>Godfrey puso mala cara.</p> <p>—No me quieres.</p> <p>—¡No! Quiero decir... Lo que yo no quiero... es que no deseo... ¡Mierda, Godfrey! —Ella extendió las manos mientras él giraba sobre sus talones y se dirigía a grandes zancadas hacia la escalera—. ¡Godfrey! ¡Godfrey! —gritó.</p> <p>Era demasiado rápido y la dejó atrás. Se movía a una velocidad pasmosa para ser un hombre enorme, y bajó casi corriendo por los peldaños que colgaban del interior de las murallas de Dijon. Ash se detuvo y lo siguió con la mirada, un hombre de anchos hombros vestido con una túnica de sacerdote, abriéndose paso por las calles empedradas, entre mujeres con cestas, hombres de armas, perros que corrían entre los pies y niños jugando a la pelota.</p> <p>—Godfrey...</p> <p>Vio que Rochester y Huw efectivamente no estaban lejos del pie de las escaleras. El pequeño galés tenía una jarra de algo y, mientras ella los observaba, Thomas Rochester le dio a un mozo de la taberna una moneda pequeña a cambio de cerveza y pan.</p> <p>—Oh, mierda. Oh, Godfrey.</p> <p>Aún sin decidirse si ir tras él, e intentar encontrarlo entre la muchedumbre, Ash vio una cabeza dorada al pie de la muralla, bajo ella.</p> <p>El corazón se le detuvo. Rochester levantó la cabeza, dijo algo y permitió que pasara el hombre; un hombre que cuando empezó a subir los escalones resultó no ser un hombre: era Floria del Guiz, no su hermano.</p> <p style="page-break-before: always; line-height: 0%"> </p> <title style="margin-bottom: 2em; page-break-before: avoid; margin-top: 15%"> <p>Capítulo 3</p></h3> <p></p> <p>Ash murmuró una obscenidad por lo bajo, y volvió al parapeto, con el pulso retumbándole.</p> <p>El fantasma blanquecino de la Luna creciente empezaba a recortarse en el azul cielo vespertino, cerca del horizonte occidental. Un carromato pasó traqueteando bajo Ash, por el puente de entrada a Dijon. Ella se asomó para observarlo. Iba atiborrado de doradas espigas de trigo, con gruesas cabezas sobre los tallos, y Ash pensó en los molinos de agua que había al otro extremo de la ciudad y en las cosechas y las condiciones invernales de la tierra a no más de sesenta kilómetros de allí.</p> <p>Floria subió lentamente los últimos peldaños hasta donde se encontraba Ash.</p> <p>—¡Ese maldito sacerdote casi me tira por las escaleras! ¿Adónde ha ido Godfrey?</p> <p>—¡No lo sé! —Al ver la sorpresa de la otra mujer, Ash reprimió su tono de angustia y lo repitió más calmadamente—. No lo sé.</p> <p>—Se ha saltado las vísperas.</p> <p>—¿Quieres algo? Ahora que te has molestado en volver a aparecer —añadió Ash sin pararse a pensar—. ¿A qué puñetero pariente estás evitando esta vez? ¡Ya tuve suficiente de eso en Colonia! ¿De qué cojones sirve una cirujana... un cirujano, si nunca está presente?</p> <p>Floria arqueó sus elegantes cejas.</p> <p>—Supongo que pensé que podría acercarme con discreción a mi tía Jeanne. Como no me ha visto en cinco años, podría resultarle algo violento, aunque ella sabe que me visto de hombre para viajar. —La alta y sucia mujer sacudió la cabeza, poniendo un especial y sardónico énfasis en las últimas palabras—. No soy partidaria de restregarle a la gente por la cara cosas que les resultan difíciles.</p> <p>Ash bajó la vista para mirar su brigantina y sus calzas de hombre.</p> <p>—Y yo sí se lo restriego a la gente. ¿Es eso lo que quieres decir?</p> <p>—¡Vale! —Floria levantó las manos—. Venga, me rindo, empieza de nuevo con el entrenamiento de armas. Por el amor de Dios, vete a pegarle a algo, ¡te hará sentir mejor!</p> <p>Ash rió temblorosamente. La tensión que sufría se relajó. La brisa refrescó su cara, algo bienvenido tras las sofocantes calles. Se colocó el cinto de la espada, ya que la vaina había empezado a rozarse con el costado de la armadura de las piernas.</p> <p>—Te alegras de estar aquí, ¿no? En Borgoña.</p> <p>Floria le dedicó una sonrisa torcida, y Ash no fue capaz de distinguir lo que había detrás de aquella expresión.</p> <p>—No exactamente —dijo la cirujano—. Creo que tu Faris está tan loca como un perro rabioso. Estar detrás de uno de los mejores ejércitos del mundo me parece una buena idea, si me mantiene alejada de ella. No estoy demasiado mal aquí.</p> <p>—Bueno, aquí tienes familia. —Ash dirigió la mirada hacia fuera, apartando la vista de las murallas. La Luna había salido en el cielo occidental; un cielo dorado que empezaba a adquirir matices rosados en las nubes. Cerró las manos en puños y estiró los brazos, sintiendo el peso de la brigantina, cálido, familiar y tranquilizador, sobre su cuerpo—. Aunque la familia tiene cosas buenas y malas... ¡Cristo, Florian! En lo que llevo de día Fernando me ha dicho que desea mi precioso cuerpo, Godfrey ha estado desbarrando y el Duque Carlos me ha dicho que aún no ha decidido si va a entregarme de vuelta a los visigodos.</p> <p>—¿Si va a hacer qué?</p> <p>—¿No te has enterado? —Ash se encogió de hombros y se volvió hacia la mujer, que estaba apoyada en la piedra gris, esbelta con su jubón y sus calzas manchadas y el rostro despreocupado ardiendo con preguntas—. La Faris ha enviado aquí una delegación. Y, entre otros asuntos de poca monta, como decidir si nos declara la guerra y nos invade a nosotros o a Francia, desea saber si por favor le podrían devolver a su sierva comandante mercenaria.</p> <p>—Basura —dijo Floria con brusca y completa confianza.</p> <p>—Puede que tenga una base legal.</p> <p>—No una vez que los abogados de mi familia vean la documentación. Dame una copia de la <i>condotta</i>. Se la llevaré a los letrados de <i>tante</i> Jeanne.</p> <p>—¿Te importaría que yo no fuera hija legítima? —dijo Ash al notar que su cirujana evitaba la palabra sierva.</p> <p>—Me sorprendería notablemente que lo fueras.</p> <p>Ash casi se rió. Se reprimió, le echó una mirada a Floria del Guiz y se relamió.</p> <p>—¿Y si tampoco he nacido libre?</p> <p>Silencio.</p> <p>—Ya ves. Importa —dijo Ash—. Los bastardos no son problemáticos, siempre que sean bastardos de nobles, o por lo menos de caballeros villanos<a data-bs-toggle="modal" data-bs-target="#notesModal" type="note" href="#nota7">7</a>. Pero nacer siervo o esclavo es otra cosa completamente distinta. Propiedad. Posiblemente tu familia compre y venda mujeres como yo, Florian.</p> <p>La alta mujer parecía asombrada.</p> <p>—Probablemente lo hagan. ¿Hay alguna prueba de que hayas nacido de madre esclava?</p> <p>—No, no hay pruebas. —Ash bajó la vista. Frotó el pomo de acero de su espada con el pulgar, rascando las muescas con la uña—. Excepto que ya hay un montón de gente oyendo que alguien en Cartago ha estado usando siervos para criar soldados. Para criar un general. Y, como Fernando se regocijó en comentarme, descartando los que no creían que iban estar a la altura al crecer.</p> <p>—Eso es crianza selectiva de ganado; eso es lo que es —añadió Floria con un falso aire de impasibilidad.</p> <p>—Para ser justa con ellos —dijo Ash con la voz alterada y un nudo en la garganta—, no creo que a mi compañía le vaya a importar un carajo. Si soportan que sea mujer, no les importará que mi madre fuera esclava. ¡Mientras pueda hacerlos salir con vida de una batalla, por lo que a ellos les concierne como si fuera la puta escarlata de Belcebú! ¿Pero y cuando sepan que no oigo a un santo, al León, que solo escucho de pasada la voz de alguien más? La máquina de otra gente. Que no soy más que un error en el camino para engendrarla a ella. ¿Entonces qué? ¿Marcará eso la diferencia? Su confianza en mí siempre ha pendido de un hilo fino...</p> <p>Sintió una presión, un peso y, al levantar la cabeza, vio que Floria del Guiz le había rodeado los hombros con el brazo y estaba tratando de conseguir que su tacto atravesara la armadura.</p> <p>—No vas a volver con los visigodos en ningún caso —dijo Floria animadamente—. Mira, solo está la palabra de esa mujer...</p> <p>—Joder, Florian, es mi hermana gemela. Y sabe que ha nacido esclava. ¿Qué otra cosa puedo ser yo?</p> <p>La mujer levantó la mano y tocó la mejilla de Ash con unos dedos mugrientos.</p> <p>—No importa. Quédate aquí. Antes, <i>tante</i> Jeanne tenía amigos en la corte. Probablemente aún los tenga. Es una mujer de esas. Me aseguraré de que no te manden a ninguna parte.</p> <p>Ash movió los hombros, incómoda. La desaparición de la brisa dejó las murallas de Dijon tan calurosas como el resto de la ciudad. Una ruidosa mezcla de cánticos y gritos de borrachos llegó desde la taberna que había al pie de las escaleras; y el golpeteo de las astas de las armas de poste con el cambio de guardia en el puente al turno de tarde. Arriba, en el etéreo vacío, el color iba poco a poco desapareciendo del cielo.</p> <p>—No importa. —La insistente mano de Floria volvió la cabeza de Ash, obligándola a mirarla a los ojos—. ¡A mí no me importa!</p> <p>La cálida presión de las puntas de sus dedos se clavó en la mandíbula de Ash. Esta miro a Floria fijamente, lo bastante cerca del rostro de la cirujano para oler el dulce aliento de la mujer, lo bastante cerca para ver la suciedad en las patas de gallo de las comisuras de sus ojos, y el reflejo de la luz en sus iris de color marrón verdoso.</p> <p>Mirándola a los ojos, Floria sonrió torcidamente, soltó la mandíbula de Ash y recorrió la cicatriz de su mejilla con un dedo.</p> <p>—No te preocupes, jefa.</p> <p>Ash dejó escapar un profundo suspiro, se apoyó en Floria y le dio unas palmaditas en la espalda.</p> <p>—Tienes razón, joder, tienes razón. Vamos.</p> <p>—¿Adónde?</p> <p>—Acabo de tomar una decisión de mando. ¡Vamos de vuelta al campamento a emborracharnos como cubas!</p> <p>—¡Buena idea!</p> <p>Al pie de las escaleras recogieron la escolta y avanzaron por las calles hasta la puerta sur.</p> <p>Codo con codo con la cirujano, Ash se detuvo, y estuvo a punto de caer, cuando Florian paró de repente. Los hombres de Thomas y Euen formaron un círculo y echaron mano a las armas.</p> <p>—Debería haber sabido que donde está el mocoso de Constanza, tú también estarías. ¿Dónde está tu medio hermano? —dijo una mujer mayor con voz poco amable.</p> <p>La mujer era gorda, vestía un traje marrón y una toca blanca, y llevaba un bolso pegado al vientre y agarrado con las dos manos. Sus ropas eran de rica seda bordada, y el cuello de su vestido era del lino más exquisito. Lo único que se veía de su pálida y sudorosa cara era la papada, unas mejillas regordetas y una pequeña nariz redonda.</p> <p>Sus ojos seguían siendo jóvenes, y de un bello color verde.</p> <p>—¿Por qué has vuelto para avergonzar a tu familia? —exigió la señora—. ¿Me oyes? ¿Dónde está mi sobrino Fernando?</p> <p>—Ahora no... —murmuró Ash para sus adentros con un suspiro.</p> <p>Floria dio un paso atrás.</p> <p>—¿Quién es esta vieja bruja? —preguntó un soldado de la retaguardia de la escolta.</p> <p>—Fernando del Guiz está en el palacio del duque, <i>madame</i> —la interrumpió Ash antes de que Florian pudiera hablar—. ¡Creo que lo encontraréis con los visigodos!</p> <p>—¿Acaso te he preguntado a ti, abominación?</p> <p>Lo dijo con bastante naturalidad.</p> <p>Se produjo cierta agitación entre los hombres que vestían el tabardo con la librea del León, al darse cuenta de que en esta calle no había soldados borgoñones y que la mujer, aunque noblemente vestida, había salido sin escolta. Alguien se rió con disimulo. Uno de los arqueros sacó la daga. Alguien más murmuró: «¡Coño!».</p> <p>—¿Jefa, quieres que nos encarguemos de la vieja zorra? —preguntó Euen Huw en voz alta—. Es una vieja mierda espantosa, pero Thomas aquí presente es capaz de follarse cualquier cosa que tenga dos piernas. ¿No es así?</p> <p>—Y mejor que tú, bastardo galés. Por lo menos yo no me follo cualquier cosa que tenga cuatro patas.</p> <p>Mientras decían todo esto avanzaron, hombres corpulentos ataviados con armaduras echando mano a las dagas de misericordia.</p> <p>—¡Alto! —ladró Ash, y puso la mano en el hombro de Florian.</p> <p>La anciana entrecerró los ojos y miró a Ash, recortada contra la brillante luz que llegaba a la calle entre los techos de pizarra.</p> <p>—No tengo miedo de tus matones armados.</p> <p>—Entonces sois doblemente estúpida, porque no se lo pensarían dos veces antes de mataros —dijo Ash sin aspereza alguna.</p> <p>—¡Aquí impera la paz del duque! —exclamó la mujer—. ¡Y la Iglesia prohíbe el asesinato!</p> <p>Ver a aquella mujer, con su limpio traje levemente salpicado de hollejo, con los pliegues del sombrero blanco perfectamente atados en su barbilla; saber lo rápidamente que todo podía trocarse en una tela desgarrada dejando ver cabello gris, un traje acuchillado, un terno ensangrentado, unas piernas delgaduchas abiertas y desnudas sobre los adoquines... todo esto hizo que Ash hablara lentamente.</p> <p>—Nosotros nos ganamos la vida matando. Se convierte en un hábito. Serían capaces de mataros por vuestros zapatos, por no decir por vuestra bolsa, e incluso es más posible que lo hicieran por diversión. Thomas, Euen, creo que el nombre de esta mujer es... ¿Jeanne? Y que es pariente de nuestro cirujano. Las manos quietas. ¿Entendido?</p> <p>—Sí, jefa...</p> <p>—¡Y no lo digas ese tono de decepción, coño!</p> <p>—Mierda, jefa —comentó Thomas Rochester—. ¡Tenéis que pensar que estoy desesperado!</p> <p>Parecían llenar la calle, aparatosos como solo podrían serlo hombres ataviados con jubones acolchados bajo sus cotas de malla, placas metálicas cubriendo las piernas, y espadas de empuñadura larga al cinto. Armaban mucho jaleo.</p> <p>—No conseguirías que se acostaran contigo ni en un burdel llevando una bolsa de luises de oro —comentó Euen Huw.</p> <p>Ash se vio obligada a hablar a través del bullicio.</p> <p>—¿Es tu tía, Florian?</p> <p>Florian miraba al frente, manteniendo la compostura.</p> <p>—La hermana de mi padre, Phillipe. Capitán Ash, permitidme que os presente a <i>made moiselle</i> Jeanne Châlon...</p> <p>—No —dijo Ash de corazón—. No te lo permito. Hoy no. ¡Hoy ya he tenido bastante!</p> <p>La anciana se metió de lleno entre el grupo de soldados, ignorando las bromas de estos, que duraron poco. Agarró a Florian por el hombro del jubón y le dio dos sacudidas, con pequeños movimientos espasmódicos.</p> <p>Ash vio lo mismo que Thomas y Euen: una anciana bajita y regordeta agarrando a su cirujano y el joven alto, fuerte y sucio mirando hacia abajo con un patético aire de indefensión.</p> <p>—Si no quieres que le hagamos daño, nos la llevaremos —le ofreció Thomas Rochester a Florian—. ¿Dónde vive la familia?</p> <p>—Y enséñale modales por el camino. —El fibroso y moreno Euen Huw volvió a envainar la daga y cogió por detrás ambos codos de la mujer. Al apretar las manos, el rostro de Jeanne Châlon se puso lívido de la impresión, la mujer jadeó y se desmayó contra él.</p> <p>—¡Déjala en paz! —Ash intimidó al galés con la mirada hasta tranquilizarlo.</p> <p>—¡Déjame ver, <i>tante</i> Jeanne! —Floria del Guiz tomó el regordete brazo de la mujer con sus largos dedos y lo flexionó suavemente por el codo—. ¡Maldita sea! La próxima vez que te tenga en mi tienda de cirujano, Euen Huw...</p> <p>El adalid galés aflojó su presa, incómodamente consciente de que la mujer seguía apoyada contra su pecho. Medio desmayada, Jeanne Châlon movió la mano y le abofeteó. Él intentó sostenerla sin cogerla por la gruesa cintura ni las caderas, la agarró mientras se deslizaba hacia abajo, y finalmente depositó a Jeanne Châlon sobre los adoquines y gruñó.</p> <p>—Joder, Florian, hombre, ¡líbrate de esta vacaburra! A fin de cuentas todos tenemos familia en casa, ¿no? ¡Por eso estamos aquí!</p> <p>—¡Cristo en el madero! —Ash empujó a los hombres y los hizo retroceder para abrir espacio y que corriera el aire—. ¡Es una mujer noble, por el amor de Cristo! ¡Metéoslo en la cabezota, el duque nos puede expulsar de Dijon! ¡Y es la tía de mi puto marido!</p> <p>—¿Lo es? —Euen parecía dudar.</p> <p>—Sí, lo es.</p> <p>—Mierda. Y él con todos esos amigos visigodos. Y no es que no los necesite; ese chico tiene marcas en los calzones.</p> <p>—Silencio —espetó Ash, con los ojos fijos en Jeanne Châlon.</p> <p>Implacablemente, Florian fue desenrollando el lino blanco del sombrero. La mujer parpadeó. Unos mechones de pelo canoso se pegaron a su frente. Su piel enrojecida y sudorosa fue adquiriendo un aspecto más normal.</p> <p>—¡Agua! —gritó Florian, extendiendo la mano sin mirar. Thomas Rochester cogió su bota de agua y se la puso en la mano.</p> <p>—¿Está bien?</p> <p>—Nadie nos ha visto.</p> <p>—¡Mierda, creo que vienen los borgoñones!</p> <p>Ash hizo un gesto y cortó los comentarios en seco.</p> <p>—Vosotros dos, Ricau, Michael, id a la entrada de la calle y aseguraos de que no venga nadie. ¿Está muerta o qué, Florian?</p> <p>La piel reseca, bajo los dedos de Florian, palpitaba: había pulso.</p> <p>—Hace demasiado calor, va demasiado vestida, le habéis dado un susto de muerte y se ha desmayado —gruñó la cirujano—. ¿Hay algún problema más en el que podáis meterme?</p> <p>Ash sintió que la voz de la mujer temblaba bajo la capa de enfado.</p> <p>—No te preocupes, yo lo arreglo —dijo en tono confiado, a pesar de que no tenía ni idea de cómo salir del atolladero. Vio que su voz calmaba a Florian, a pesar de que posiblemente la cirujano fuera más que consciente de que ella no tenía la solución—. Ponedla en pie —añadió Ash—. Tú, Simón, trae vino. Corre.</p> <p>Hicieron falta unos minutos para que el paje de la lanza de Euen corriera de vuelta a la taberna, los hombres de armas empezaran a moverse, recordaran que estaban en una ciudad, quedaran abrumados por la cantidad de calles y de gente y se acordaran del ejército borgoñón que había acampado extramuros. Ash vio sus rostros y oyó sus comentarios, mientras estaba arrodillada junto a Florian, que miraba fijamente a la anciana.</p> <p>—¡Yo te crié! —farfulló la mujer. Abrió los ojos y fijó la mirada en el rostro de Florian—. ¿Y qué fui para ti? Nada más que una matrona. ¡Siempre lloriqueabas llamando a tu difunta madre! ¿Cuándo me lo has agradecido?</p> <p>—Siéntate, tía. —La voz de Florian era firme. Puso un fibroso brazo en la espalda de la mujer y la hizo incorporarse—. Bebe esto.</p> <p>La regordeta mujer estaba sentada en el suelo empedrado, sin darse cuenta de que tenía las piernas abiertas. Volvió a parpadear, deslumbrada por el brillante sol reflejado en las piernas de los hombres que las rodeaban; y abrió la boca, tragando el vino que Florian vertió entre sus labios.</p> <p>—Si está lo bastante bien para seguir abroncándote, vivirá —dijo Ash lúgubremente—. Vamos, Florian. Salgamos de aquí.</p> <p>Puso la mano bajo el brazo de la cirujano, para ayudarla a levantarse. Florian se la apartó.</p> <p>—Tía, deja que te ayude a levantarte...</p> <p>—¡Quítame las manos de encima!</p> <p>—He dicho que nos vamos —repitió Ash en tono apremiante.</p> <p>Jeanne Châlon emitió un grito ahogado y recogió su tocado deshecho del suelo. Se puso el lino sobre su pelo gris.</p> <p>—¡Vil...! —Los hombres de armas rieron. Ella los ignoró y miró furiosamente a Florian—. ¡Eres una vil abominación! ¡Siempre lo supe! Ya con trece años sedujiste a aquella muchacha...</p> <p>Sus siguientes palabras fueron inaudibles, ahogadas en comentarios soeces. Thomas Rochester le dio a la cirujano una palmadita en la espalda.</p> <p>—¿Trece? ¡Que pillín!</p> <p>La boca de Florian se dobló involuntariamente.</p> <p>—Lizette, sí —dijo impulsivamente, con los ojos brillando—. Su padre se encargaba de las perreras. Tenía el pelo negro y rizado... Una chica bonita.</p> <p>Uno de los ballesteros de la retaguardia de la escolta dejó escapar una risita.</p> <p>—Es un mujeriego, nuestro cirujano.</p> <p>—¡Ya basta! —chilló Jeanne Châlon.</p> <p>Ash se inclinó y obligó a Florian a ponerse en pie.</p> <p>—No discutas. Vámonos.</p> <p>Antes de que la cirujano pudiera moverse, la mujer que estaba sentada sobre los adoquines volvió a chillar, lo bastante alto y con el suficiente énfasis para que todos cuantos la rodeaban quedaran en silencio.</p> <p>—¡Ya basta de esta vil superchería! ¡Dios nunca te perdonará, pequeña ramera, pequeña zorra, pequeña abominación! —Jadeando, Jeanne Châlon tomó aire y levantó los ojos, llorando—. ¿Por qué la toleráis? ¿Es que no sabéis que os lleva a la condenación, os mancilla, solo con su presencia? ¿Por qué si no le está vetado su hogar? ¿Estáis ciegos? ¡Miradla!</p> <p>Rostros: Euen, Thomas, los alabarderos... Miraron a Ash, luego a Florian. Y tras Florian, otra vez a Ash.</p> <p>—Vale, ya es suficiente —dijo Ash rápidamente, con la esperanza de aprovechar la confusión—. Nos vamos.</p> <p>—¿Qué dice? —Thomas miró a Florian.</p> <p>Ash llenó los pulmones.</p> <p>—¡A formar!</p> <p>Jeanne Châlon se estremeció, y se puso de pie titubeante, sin que la ayudaran, en un susurro de faldas y terno. Estaba jadeando. Alargó una mano y agarró el tabardo de Euen Huw.</p> <p>—¡Estáis ciegos! —Miró directamente a Florian—. Miradla. ¿Es que no veis lo que es? Es una furcia, una abominación que se viste con ropas de hombre. Es una mujer...</p> <p>—Oh, joder —dijo Ash por lo bajo, sin darse cuenta.</p> <p>—Dios es mi testigo —gritó <i>mademoiselle</i> Châlon—. Es mi sobrina y mi vergüenza.</p> <p>Floria del Guiz sonrió, tensa.</p> <p>—Recuerdo que después de lo de Lizette amenazaste con encerrarme en un convento. Siempre pensé que aquello tenía cierta falta de lógica —dijo con voz distante—. Gracias, tía. ¿Dónde estaría yo sin ti?</p> <p>Ya había un murmullo de comentarios entre los hombres de armas. Ash maldijo violentamente en voz baja, escupiendo la imprecación.</p> <p>—Vale. A formar. Nos largamos de aquí. Vamos.</p> <p>Los hombres se agruparon alrededor de Florian y Jeanne Châlon, que estaban mirándose a los ojos como si no hubiera nadie más en el mundo. La sombra de una bandada de palomas pasó sobre ellas. El traqueteo de los molinos era el único sonido que se oía en el silencio.</p> <p>—¿Dónde estaría? —repitió Florian. Todavía tenía en la mano el frasco de vino que había traído Simón. Lo levantó y bebió de él, con gesto ausente, tragó y se limpió la boca con la manga—. Tú me echaste. Es duro hacerse pasar por hombre, estudiar con hombres. Me hubiera vuelto de Salerno la primera semana, si hubiera tenido un hogar al que volver. Pero no lo hice, y ahora soy cirujano. Tú me hiciste lo que soy ahora, <i>tante.</i></p> <p>—El Diablo te hizo. Te acostaste con esa muchacha, Lizette, como si fueras un hombre —dijo fríamente Jeanne Châlon, al silencio.</p> <p>Ash vio idénticas expresiones de conmoción en los rostros de los hombres de armas, y en el de Thomas Rochester un desagrado abrumador y supersticioso.</p> <p>—Podía haber hecho que te quemaran —dijo la anciana—. Te sostuve en mis brazos cuando eras un bebé. Recé para no volver a verte nunca. ¿Por qué has vuelto? ¿Por qué no te has quedado lejos?</p> <p>—Hay algo —la voz de Floria se hizo más fina, perdiendo su ronca profundidad—algo que siempre he querido preguntarte, tía. Pagaste para que el abad de Roma me liberara, cuando me habrían quemado por tener una amante judía. <i>Tante</i>, ¿podrías haberla comprado también a ella? ¿Podrías haber pagado por la vida de Esther?</p> <p>Los rostros de los hombres se volvieron hacia Jeanne Châlon.</p> <p>—Hubiera podido. ¡Pero no quise! ¡Era judía! —La regordeta mujer estaba sofocada, y arrastraba las faldas y el vestido a su alrededor, sin darse cuenta de que tenía el bolso enredado en el pie. Apartó la mirada de Florian del Guiz, como si se diera cuenta por primera vez de que tenía audiencia—. ¡Era judía! —repitió, protestando a gritos.</p> <p>—Bueno... He estado en París, Constantinopla, Bokkara, Iberia y Alejandría —la voz de Florian destilaba un desprecio viciado y desesperanzado. Ash se dio cuenta súbitamente, al ver el rostro de la cirujano, de que esta había esperado aquel momento durante largo tiempo, con la esperanza de que fuera diferente—, y no he encontrado a nadie a quien desprecie tanto como te desprecio a ti, tía.</p> <p>La mujer borgoñona chilló.</p> <p>—¡Y ella también se vestía de hombre!</p> <p>—Igual que la jefa —gruñó Thomas Rochester—, y que alguien tenga cojones de intentar quemarla.</p> <p>Ash percibió el equilibrio en el aire, ese momento que puede cristalizar. <i>No saben qué pensar: Florian es una mujer, pero esta zorra Châlon no es una de los nuestros...</i> Vio que Ricau hacía un gesto. Un grupo de borgoñones entraban en la estrecha calle: molineros de vuelta a casa.</p> <p>La mujer volvió a chillar.</p> <p>—¡Phillipe nunca debería haberte engendrado! ¡Mi hermano padece el purgatorio por ese pecado!</p> <p>Floria del Guiz giró sobre sus talones, cerró la mano y le propinó un puñetazo en el rostro a Jeanne Châlon.</p> <p>Rochester, Euen Huw, Katherine y el joven Simón rieron espontáneamente.</p> <p><i>Mademoiselle</i> Châlon cayó al suelo chillando.</p> <p>—<i>¡Au secours!</i></p> <p>—Vale —dijo Ash, con la vista puesta en los ciudadanos de Dijon que se aproximaban—, hora de irse; saquemos de aquí a nuestro cirujano.</p> <p>No hubo vacilaciones: los hombres de armas cerraron filas alrededor de Florian, con las manos en las empuñaduras de las espadas o aferrando las astas de las alabardas, y empezaron a andar a paso rápido hacia el extremo de la calle y la puerta de la ciudad, haciendo que los ciudadanos de Dijon tuvieran que apartarse de un salto del camino.</p> <p>—Si alguien pregunta —Ash se inclinó hacia Jeanne Châlon—, mi cirujano está bajo arresto, vigilado por mis gendarmes, y yo misma me encargaré de disciplinarlo.</p> <p>Ignorándola, la anciana sollozaba, tapándose la boca con manos manchadas de sangre.</p> <p>Corriendo tras sus hombres de armas, Ash levantó la vista para mirar el sol vespertino sobre los tejados de Dijon, y tuvo tiempo de pensar: <i>¿Por qué hemos venido a Borgoña?</i></p> <p><i>¿Y qué me va a decir ahora el duque?</i></p> <p style="page-break-before: always; line-height: 0%"> </p> <title style="margin-bottom: 2em; page-break-before: avoid; margin-top: 15%"> <p>Capítulo 4</p></h3> <p></p> <p>—¿Por qué —murmuró Ash—cada vez que empiezan a salpicar los excrementos estoy yo tan cerca?</p> <p>Thomas Rochester se encogió de hombros.</p> <p>—Supongo que es cuestión de suerte<a data-bs-toggle="modal" data-bs-target="#notesModal" type="note" href="#nota8">8</a>, jefa...</p> <p>Ash atravesaba a grandes zancadas las afueras de la ciudad junto a la silenciosa Florian del Guiz, entre risitas reprimidas. Tras ellas, los tejados de pizarra de Dijon estaban salpicados de dorado, y los puntitos blancos de Orion y Casiopea empezaban a destacar en el cielo azulón.</p> <p>Cuervos y grajos peleaban en el muladar del campamento mientras el grupo se acercaba al perímetro de carretas; los carroñeros aleteaban y se enseñaban las negras garras.</p> <p>—No abandonéis el campamento, maestro cirujano, bajo ninguna circunstancia —ordenó Ash calmadamente.</p> <p>El sol descendente coloreaba con calidez el jubón y las calzas azules de Florian, y hacía que su pelo pareciera entre rubio y pelirrojo. La mujer levantó su sucio rostro mientras caminaba, mirando al cielo, envolviéndose el torso con los brazos. Sus ojos reflejaron el cielo vacío.</p> <p>—No te agobies. —Ash le dio una palmada en el hombro a la cirujano—. Si aparece la milicia de la ciudad yo me encargaré de ella. Esta noche quédate en tu tienda de cirujano.</p> <p>La mujer bajó la cabeza. Ahora solo se miraba sus pies desnudos, que se arrastraban sobre la hierba seca. No miró a los hombres de armas.</p> <p>Los hombres y mujeres de la escolta caminaban hablando en voz baja entre sí, con las armas colgadas del hombro y usando la mano izquierda para que las vainas no se balancearan. Ash oyó comentarios acerca del enorme campamento del ejército borgoñón, planes para ir a beber cuando salieran de servicio con antiguos conocidos de otras campañas, actualmente al servicio de Borgoña... Nada acerca de su cirujano.</p> <p>Entonces tomó una decisión.</p> <p><i>No. No voy a decir nada. Démosles unas pocas horas, mañana, y dependiendo de lo que diga Carlos de Borgoña, podemos encontrarnos con un problema peor que el hecho de que nuestro cirujano sea una mujer.</i></p> <p>Ahora las murallas de la ciudad estaban sumidas en las sombras, y la luz rojiza solo se reflejaba en los tejados más altos. El rocío humedecía los sillares, y también la paja que había aquí bajo los pies, esparcida por los alrededores del campamento. Un buey que seguía en los campos mugió, y una manada de perros corría ladrando. Con la puesta de sol llegó una bienvenida frescura en el aire.</p> <p>En las puertas, donde la paja estaba completamente aplastada por centenares de pisadas, un murmullo de voces y un corro de hombres con el blasón del León atrajeron su atención. Tenían el rostro enrojecido y sonreían de oreja a oreja, y se separaron para dejarla pasar con una excitación mal ocultada: una mueca para los gendarmes y varias amplias sonrisas para ella.</p> <p>—¿De qué se trata esta vez? —dijo con un suspiro de resignación.</p> <p>Dos jóvenes de unos quince años, todos piernas y con restos de grasa infantil todavía presente entre los músculos y la energía juveniles, fueron empujados al frente del grupo. Ambos eran rubios, hermanos a juzgar por sus rostros; y Ash los reconoció como miembros de la lanza de Euen Huw.</p> <p>—Tydder —dijo al recordar el nombre.</p> <p>—Jefe... —murmuró uno de los muchachos.</p> <p>Su hermano le propinó un codazo en las costillas.</p> <p>Ambos llevaban las blusas y las almillas bajadas y enrolladas a la cintura, con el pecho descubierto y ferozmente enrojecido, y todo más o menos sostenido por los cintos de las dagas. Ash estaba a punto de gruñir algo cuando se dio cuenta de que uno de los rollos de tela alrededor de una de las cinturas era más grueso. Señaló en silencio.</p> <p>El joven soldado desenrolló la tela y la sacudió.</p> <p>Una bandera rectangular, cuartelada de rojo y azul, de casi dos metros de longitud, cayó de sus manazas. Ash se encontró mirando a dos cuervos y dos cruces. Hubo un aumento en el ruido alrededor de ella, alguien rió. La anticipación se respiraba en el ambiente.</p> <p>—¿Esto —dijo Ash sin ninguna intención de decepcionarlos— no será por casualidad un estandarte personal? —El hermano que sostenía la bandera asintió rápidamente. El otro hermano sonrió amplia, ferozmente—. ¿El estandarte personal de Cola de Monforte?</p> <p>—¡Eso mismo, jefa! —dijo el hermano menor, con un gallo que le hizo sonrojarse.</p> <p>Ash empezó a sonreír.</p> <p>Tras ella, Floria rompió su silencio de forma repentina.</p> <p>—¡Cristo en el madero! ¿Cómo vais a explicar esto?</p> <p>Su gesto de indignación hizo que Ash estallara en carcajadas.</p> <p>—Oh, no voy a explicarlo —dijo alegremente—. No tengo por qué. De hecho... vosotros dos ¿Mark y Thomas, no? Y Euen Huw... Carracci, Thomas Rochester... y la lanza de Huw... —Ash fue señalando a más de una docena de hombres—. Os sugiero que pleguéis perfectamente este estandarte y lo llevéis hasta las puertas del campamento de Monforte, y se lo entreguéis a maese Cola, en persona, con nuestros saludos.</p> <p>—¿Que hagan qué? —exclamó Floria.</p> <p>—Puede resultar realmente embarazoso perder tu estandarte personal. Si de pura suerte nos lo encontramos tirado por ahí —Ash puso énfasis— y se lo devolvemos, por si estaban preocupados...</p> <p>Las risotadas ahogaron el sonido de su voz.</p> <p>—¿Y cómo hemos conseguido ese estandarte? —preguntó Floria del Guiz, aprovechando que las lanzas iban a buscar armaduras que ponerse para ir al campamento de los mercenarios de Monforte y sacaban sus armas más impresionantes.</p> <p>—No tiene sentido preguntarlo. —Ash sacudió la cabeza, sonriendo aún—. Recuérdame que le diga a Geraint que duplique la guardia del perímetro. Y también la guardia del estandarte del León. Me parece que va a haber bastante de esta...</p> <p>—¡De esta mierda! —ladró Floria—. ¡Una completa pérdida de tiempo! ¡Juegos de niños!</p> <p>Ash observó a Ludmilla Rostovnaya y a su compañera de lanza, Katherine, echándose los arcabuces al hombro para formar parte de la improvisada guardia de honor, unas dos docenas de soldados que avanzaban por la ribera del río en dirección a los campamentos de los mercenarios borgoñones.</p> <p>—Si quieren jugar a robar la bandera, les voy a dejar. El Duque Carlos financiará nuestra incursión o declarará la guerra. En cualquiera de los dos casos, en pocos días puede que estén en tu tienda de cirujano. O enterrados. Y lo saben. —Le guiñó un ojo a Florian—. Demonios, crees que esto es malo, pero ya has visto cómo se ponen después de ganar una batalla...</p> <p>La mujer pareció disponerse a decir algo, pero el saludo desde la tienda del cirujano de uno de sus ayudantes, un diácono, atrajo su atención, y, con un gesto rápido de asentimiento, se marchó.</p> <p>Ash la dejó ir.</p> <p>—Si la milicia de la ciudad aparece por aquí —le dijo al capitán de la puerta—, me mandas a buscar enseguida. Y nada de dejarlos entrar, ¿entendido?</p> <p>—Por supuesto, jefe. ¿Otra vez problemas?</p> <p>—Pronto te enterarás. En este campamento todo el mundo se entera de todo.</p> <p>—Sí, parece que vivimos en una puta aldea —dijo el capitán de la guardia de la puerta, un hombretón de Bretaña con unos hombros como para tirar de un arado.</p> <p><i>Me pregunto qué encontrarías más escandaloso: que los letrados del duque piensen que los visigodos son mis dueños o que el doctor que te curó la varicela es una mujer.</i></p> <p>—Buenas noches, Jean.</p> <p>—Buenas noches, jefa.</p> <p>Ash fue hacia la tienda de mando a grandes zancadas, y su escolta se fue dispersando ahora que estaban dentro del campamento, y media docena de mastines ladraban y gañían a su alrededor. Geraint ab Morgan acudió a por el santo y seña para la guardia nocturna. Angelotti se presentó para informar del progreso de las reparaciones de los cañones. (La cureña del gran cañón <i>La Venganza de Bárbara</i> se había agrietado.) Henri Brant a pedirle dinero para las arcas. Y todo esto en unos pocos metros, así que tardó media hora en llegar hasta la tienda, echar un vistazo a la bulliciosa confusión que reinaba en el interior de su pabellón: un ceñudo Bertrand frotando los quijotes en un barril de arena para limpiarlos, bajo la impaciente dirección de Rickard. Se olió la axila mientras le quitaban la brigantina; le entregó el mando a Anselm, llamó a los perros con un silbido y se fue a nadar al río con lo que quedaba de luz, acompañada por Rickard.</p> <p>—No creo que tenga que preocuparme por Florian. —Hundió ambas manos en el pelaje del cuello de los mastines, sintiendo su calidez y aspirando el olor a perro—. Cualquiera que tenga problemas para servir junto a una mujer no se alista conmigo, ¿no?</p> <p>Rickard pareció confundido. El poderoso perro <i>Bonniau</i> resopló.</p> <p>Al llegar a la orilla del río, se quitó de una vez las calzas y el jubón, que seguían abrochados en la cintura, y su amarilleada camisa de lino, mojada del sudor. Los mastines se echaron en la orilla, dejando descansar sus pesadas cabezas sobre las patas. Una perra, <i>Brifault</i>, se enroscó sobre la camisa, el jubón y las calzas empapados de sudor que Ash había dejado junto a sus zapatos.</p> <p>—Tengo la honda —le ofreció Rickard.</p> <p>Ningún zorro, gato asilvestrado ni rata estaba a salvo cerca de los desperdicios de la compañía, de eso era muy consciente Ash; la cola de zorro de su lanza venía de una de las piezas cobradas por Rickard.</p> <p>—Te quiero aquí con los perros, aunque estemos dentro del campamento.</p> <p>Ash dio unos pasos adentrándose en el agua y luego se lanzó. El agua fría la agarró, le sacudió la piel, la arrastró corriente abajo. Jadeando, sonriendo, se puso en pie y chapoteó de vuelta hacia la parte menos profunda, donde el río formaba un remanso en la orilla cubierto de iris.</p> <p>—¿Jefe? —dijo la voz de Rickard entre los mastines.</p> <p>—¿Sí? —Zambulló la cabeza. El peso de su pelo se arremolinó con la corriente. Al ponerse en pie, la masa mojada se pegó a ella desde la cabeza hasta las rodillas, con un brillo pálido a la luz de la puesta de Sol. Se rascó las quemaduras solares y la piel irritada—. ¿Sabes? Si yo no empleara tiempo comiendo, lavándome ni durmiendo, este campamento funcionaría a la perfección... ¿Qué pasa?</p> <p>No podía ver los rasgos de él con la poca luz. La voz del muchacho respondió con brusquedad.</p> <p>—Oigo un ruido.</p> <p>Ash frunció el ceño.</p> <p>—Coge a los perros. —Anduvo hasta la orilla con las piernas pesadas como el plomo, y se echó hacia atrás el pelo mojado. Por el valle fluvial le llegaba el eco del ruido normal de los fuegos de campamento y el sonido de los hombres bebiendo—. ¿Qué has oído? —Cogió la blusa y empezó a secarse.</p> <p>—¡Eso!</p> <p>—¡Mierda! —Ash maldijo al oír el grito que se alzaba en el interior del campamento. No eran hombres emborrachándose y peleando; demasiado feroz para eso. Se vistió a duras penas, sin secarse. La tela se le pegó a la piel, echó mano de la espada y se la abrochó al cinto mientras andaba, y cogió las correas de los mastines de manos de Rickard, que corría tras ella.</p> <p>—¡Es el doctor! —gritó el muchacho.</p> <p>En la creciente oscuridad había una reunión de hombres, gritando.</p> <p>Mientras Ash entraba en medio de la muchedumbre de hombres fuera de servicio, la tienda del cirujano se fue al suelo. El estandarte y el poste central cayeron cuando unos cuchillos cortaron las cuerdas que lo sostenían; la lona se hundió.</p> <p>Una rosa de llamas amarillas floreció en la lona, perfilada en marrón, resplandeciente por contraste con la oscuridad casi total de la puesta de sol.</p> <p>—¡FUEGO! —chilló Rickard.</p> <p>—¿Qué demonios pasa? —rugió Ash. Se adelantó sin pensar, poniéndose en medio de ellos, aferrando las correas de los perros con ambas manos—. ¿Qué cojones te crees que estás haciendo, Anhelt? Pieter, Jean, Henri... —Fue distinguiendo rostros entre la masa—. ¡Atrás! Traed a la guardia contra incendios! ¡Traed cubos! ¡Echad arena sobre eso!</p> <p>Por un breve instante fue consciente de que Rickard estaba a su espalda, tratando de desenvainar su espada. Alguien se lanzó contra ellos dos. Los perros gruñeron enseñando los dientes, un frenesí de cuerpos caninos embistiendo hacia delante mientras ella gritaba «<i>¡Bonniau, Brifault!</i>», sin soltar las correas.</p> <p>Los hombres retrocedieron apartándose de los perros, dejando espacio libre alrededor de ella y de la tienda derribada. Una figura cayó entre los pliegues de lona... ¿Floria?</p> <p>—¡Alto! —gritó Ash.</p> <p>—¡PUTA! —bramó un alabardero contra los restos de la tienda.</p> <p>—¡Matad al coño!</p> <p>—¡Folladora de mujeres!</p> <p>—Jodida asquerosa pervertida, jodida zorra, jodida bollera...</p> <p>—¡Follémoslo y matémoslo!</p> <p>—¡Follémosla y matémosla!</p> <p>Por entre los cuerpos de ellos, pudo ver que venían hombres corriendo de otras partes del campamento, algunos con antorchas y otros con cubos para apagar el fuego. El calor del fuego le daba en la espalda. Fragmentos calcinados de lona pasaron flotando a su lado.</p> <p>Ash levantó la voz para imponerse a las de los demás.</p> <p>—¡Apagad ese fuego antes de que se extienda!</p> <p>—Saquémosla de ahí y jodámosla —gritó la voz de un hombre, Josse. Tenía el rostro contorsionado y escupía las palabras—. ¡Jodido cirujano! ¡Rajadle el coño!</p> <p>—Saca a Florian de la tienda, vamos —le dijo Ash tranquilamente al muchacho. Dio un paso al frente, con las correas de los perros aún aferradas en sus manos enguantadas, mirando furiosamente a los hombres.</p> <p>En ese momento se dio cuenta de que la mayoría de los rostros que podía ver eran de lanzas flamencas. Algunas sorpresas: Wat Rodway, de la tienda de cocina con un cuchillo de carnicero, o Pieter Tyrrell; pero principalmente eran hombres de rostro enrojecido lanzando gritos soeces, brutales, el olor de la cerveza en el aire; y algo más que eso: un matiz de verdadera violencia.</p> <p><i>No se van a limitar a quedarse ahí plantados gritando y a destrozar algunas cosas.</i></p> <p><i>Mierda.</i></p> <p><i>No debería quedarme frente a ellos porque me van a pasar por encima. He perdido mi autoridad.</i></p> <p>Un hombre, Josse, se adelantó, pisoteando la paja reseca, ignorándola, y alargó la mano para apartarla de un empellón, para apartar a esa mujer con el pelo mojado colgándole hasta los muslos, mientras se llevaba la otra mano a la empuñadura.</p> <p>Uno de los ballesteros de las lanzas flamencas: tuvo un segundo para reconocerlo. Era uno de los hombres capturados junto a ella en Basilea, uno de los primeros en saludarla a su vuelta al campamento.</p> <p>Ash soltó las correas de los perros.</p> <p>—¡Mierda! —gritó Josse.</p> <p>Los seis perros, ahora en silencio, corrieron hacia delante y saltaron. Un hombre cayó de espaldas con el brazo apresado entre fuertes mandíbulas, chillando; otros dos se desplomaron con perros en la garganta; sobre, las cabezas del tumulto pudo verse un pendón y antorchas...</p> <p>Por encima del ruido de los hombres gritando y maldiciendo, y del aullido de un mastín que alguien había conseguido herir, Ash levantó la voz y gritó tan fuerte como si estuvieran en el campo de batalla.</p> <p>—¡ATRÁS! ¡DEJAD LAS ARMAS!</p> <p>Le llegó un sonido de voces desde detrás: Florian y Rickard, y algunos de los asistentes de la cirujano. Ash no apartó los ojos de los alabarderos y arqueros que se estaban acumulando en el cortafuegos que había entre las tiendas. Algunas cabañas de enfrente estaban siendo derribadas a medida que la muchedumbre aumentaba; los hombres que estaban dentro gritaron protestando. El crepitar del fuego creció tras ella.</p> <p>—<i>¡Brifault!</i></p> <p>Los mastines, que estaban tras ella, la flanquearon. Ash sintió el cambio del centro de atención: el grupo ya no era una masa de hombres que podría limitarse a empujarla y pasar junto a ella, sin ni siquiera ver a una persona más en la confusión del campamento, sino hombres enfrentados a ella, vestidos con cotas de malla, empuñando dagas y antorchas; y uno de ellos, Josse, con la espada desenvainada.</p> <p>Ash, consciente de que la realidad es lo que el consenso dice que es, sintió que empezaba a pasar: por mutuo acuerdo ella dejaba de ser la comandante de la compañía y se convertía en una jovencita en un campo, por la noche, rodeada de hombres más grandes, mayores, armados y borrachos.</p> <p>—Motín en el campamento, treinta hombres... —empezó a murmurar de forma enteramente automática.</p> <p>—¿Quién cojones te crees que eres? —Josse la salpicó de saliva con sus gritos. El enorme chorro de voz del hombretón desplazó el aire. La miró furiosamente—. Estás muerta —dijo, y levantó la cimitarra.</p> <p>El movimiento de una espada de verdad despertó sus reflejos de combate.</p> <p>Ash agarró el cuello de su vaina con la mano izquierda, la empuñadura con la derecha, y desenvainó el arma de un movimiento brusco. En el espacio de ese segundo, Josse levantó el brazo, la luz de las antorchas se reflejó en el filo de su cimitarra y la pesada hoja curva descargó un tajo vertical. Ash la golpeó con su propia espada, y su maniobra desvió y aceleró su camino descendente, y la clavó en el suelo, entre los dos, con tanta fuerza que sus pies dieron un pequeño salto. Aterrizó manteniendo el equilibrio, y pisó la espada de él para mantenerla clavada, mientras lanzaba un golpe con el pomo de la suya contra la desprotegida garganta.</p> <p>—Mierda... —murmuró una voz entre los hombres reunidos.</p> <p>Ash sintió humedad en sus manos. Apartó el arma. Josse se llevó ambas manos a la tráquea aplastada y cayó, resollando, sobre la paja que se chamuscaba a sus pies. Simultáneamente, un pie sufrió un espasmo y sus entrañas se aliviaron; el aliento hizo un sonido fuerte y ronco en su garganta.</p> <p>Los hombres que había en la parte trasera seguían empujando para avanzar; allí todavía se oían los gritos; pero aquí, al frente de la muchedumbre que rodeaba la tienda del cirujano, reinaban la conmoción y el silencio.</p> <p>—Mierda —repitió Pieter Tyrrell. Miró a Ash con ojos brillantes de borracho—. Mierda, tío.</p> <p>—No debería haber hecho la estupidez de sacar una espada —dijo un alabardero.</p> <p>Entonces, por un lado, llegó un grupo de hombres equipados con armaduras de placas, siguiendo el estandarte de Robert Anselm, y Ash bajó la espada, al ver que los soldados avanzaban disolviendo lo que ahora estimaba ella, en la oscuridad, que debía de ser un grupo de cincuenta o sesenta hombres.</p> <p>—Bien hecho. —Saludó a Anselm con una inclinación de cabeza—. Muy bien... Enterrad a este hombre.</p> <p>Con movimientos parsimoniosos, les dio la espalda a los hombres y dejó que Anselm se encargara del asunto. Frotó el manchado pomo de su espada con el guante para limpiar la sangre y envainó el arma. Los mastines se pusieron junto a sus piernas.</p> <p>Rickard y Florian del Guiz la miraban fijamente desde los restos empapados y humeantes de la tienda del cirujano; el muchacho y la mujer con idéntica expresión.</p> <p>—¡Iba a mataros! —protestó un nervioso Rickard. Estaba con los pies separados y la cabeza baja, en una postura muy parecida a la habitual de Anselm; observando a los hombres que se dispersaban con una incómoda mezcla de bravura y miedo—. ¡Cómo han podido hacerlo! ¡Sois la jefa!</p> <p>—Son hombres duros. Si están bebidos no hay jefe que valga.</p> <p>—¡Pero los habéis detenido!</p> <p>Ash se encogió de hombros y recogió las correas de los mastines. Acarició el hocico de <i>Bonniau</i>, y la húmeda baba del perro le corrió por la mano. Le temblaban los dedos.</p> <p>Florian se apartó de los restos de su pabellón: lona quemada, cofres de madera destrozados, instrumentos quirúrgicos echados a perder y matojos de hierbas desparramados y pisoteados. Alguien había golpeado a la mujer disfrazada, según comprobó Ash: le sangraban los labios y le habían arrancado una manga del jubón.</p> <p>—¿Estás bien?</p> <p>—¡Hijos de puta! —Florian miraba fijamente al grupo que se llevaba el cadáver de Josse en una manta—. ¡Los he tenido bajo mi cuchillo! ¿Cómo han podido venir y hacer esto?</p> <p>—¿Estás herida? —insistió Ash.</p> <p>Florian extendió ante sí sus largos, pálidos y sucios dedos, y contempló los temblores que sacudían sus manos.</p> <p>—¿Tenías que matarle?</p> <p>—Sí. Tuve que hacerlo. Me siguen porque puedo hacerlo sin pensarlo dos veces, y después sigo pudiendo dormir por las noches. —Ash llevó la mano a la barbilla de la cirujano y la levantó, examinado las magulladuras. Había oscuras marcas de dedos en la piel de la mujer, por donde la habían aguantado—. Rickard, trae a uno de los diáconos. Florian, matar no me importa. Si me importara, me habría derrumbado la primera vez que treinta matones armados entraron en mi tienda y me dijeron: «Ese es nuestro cofre del dinero, ahueca el ala, nena», ¿no?</p> <p>—Estás loca. —Florian apartó la cabeza, mirando fijamente el desastre. Un hilillo húmedo recorrió su mejilla—.¡Estáis locos, joder! ¡Puñeteros maníacos, puñeteros soldados! ¡No hay diferencia!</p> <p>—Sí que la hay. Yo estoy de tu lado —dijo Ash secamente, y se volvió hacia un diácono que se acercaba trotando con una linterna—. Llévate al doctor y acuéstalo en la capilla de campaña. ¿Ha vuelto ya el padre Godfrey?</p> <p>El hombre jadeó.</p> <p>—No, capitán.</p> <p>—Bien. Dale de comer y no le quites ojo. No creo que esté herido de consideración, ya mandaré un guardia más tarde. —Y continuó mientras Robert Anselm se le acercaba con el tintineo de su armadura—. Quiero a Florian en la tienda de la capilla, y un centinela montando guardia. Nada demasiado obvio.</p> <p>—Está hecho. —Anselm impartió órdenes a sus subordinados y se volvió hacia Ash—. ¿Qué demonios ha sido eso, muchacha?</p> <p>—Eso ha sido un error.</p> <p>Ash bajó la vista hacia la paja pisoteada. Había sangre oscura en ella, no mucha, pero visible a la luz de la linterna. El hedor de la lona quemada y las hierbas desperdigadas flotaba en el aire nocturno.</p> <p>—No podías haberlo desarmado —dijo Thomas Rochester desde detrás de Robert Anselm—. Pesaba el doble que tú. Estoy de acuerdo en que solo tenías una oportunidad, y la aprovechaste.</p> <p>Robert Anselm miraba fijamente a la cirujano que se alejaba.</p> <p>—¿Es... una mujer, y folla con mujeres?</p> <p>—Sí.</p> <p>—¿Lo sabías? —Ante la vacilación de ella, escupió en la paja, maldijo y la miró fijamente con ojos inexpresivos—. Ahí la habéis jodido.</p> <p>—Sí. Josse era bueno luchando. Lo necesitaba. —Ash hizo una mueca de desagrado—. ¡Necesito todos los buenos hombres que tengo! Si lo hubiera visto venir no habría tenido que hacerlo.</p> <p>—Mierda —dijo Robert Anselm.</p> <p>—Sí.</p> <p>—Limpiad esto —ordenó Robert Anselm a los hombres que volvían. Ash caminó con él entre los pabellones mientras limpiaban y recogían la tienda del cirujano.</p> <p>—¿Convoco una reunión para hablar con ellos? —reflexionó Ash en voz alta—. ¿O dejo que se vayan dando cuenta de lo que han hecho y espero a que tengan la cabeza despejada por la mañana? ¿Sigo teniendo cirujano? ¿Uno en el que pueden confiar?</p> <p>El hombretón sorbió por la nariz, pensativo, y hurgó con su escarpe en una brizna de paja apagada, enterrándola en la tierra humedecida por el rocío.</p> <p>—Ese hombre... Esa mujer lleva cinco años con nosotros, y ha remendado a la mitad de ellos en su tienda. Démosles una oportunidad para que se den cuenta de que sigue siendo el doctor. La primera vez que alguien les dé, vendrán corriendo.</p> <p>—¿Y los que no lo hagan?</p> <p>El estandarte que había estado acechando en la retaguardia del tumulto se hizo visible al avanzar. El rostro de Ash adquirió una expresión lúgubre.</p> <p>—Maese van Mander —dijo ella—. Me gustaría tener unas palabras con vos.</p> <p>Joscelyn van Mander, Paul di Conti y otros cinco o seis de los adalides flamencos se abrieron paso a través de la confusión. El rostro de van Mander estaba lívido bajo su casco.</p> <p>—¿Qué demonios hacíais, dejando que vuestros hombres organizaran esto?</p> <p>—No pude detenerlos, capitán. —Joscelyn van Mander levantó la mano y se quitó el casco. Tenía el rostro colorado y los ojos brillantes; Ash pudo oler el vino en él, y en los otros.</p> <p>—¿No pudisteis detenerlos? ¡Sois su superior!</p> <p>—Solo mando por su consentimiento —dijo, inseguro, el oficial flamenco—. Mando por su voluntad. Y pasa lo mismo con todos los oficiales. Somos una compañía mercenaria, capitán Ash. Son los hombres los que importan. ¿Cómo hubiera podido detenerlos? Nos dijeron que el cirujano era un diablo, un demonio; una cosa vil, lujuriosa y pervertida; una ofensa para la humanidad...</p> <p>Ash levantó una ceja.</p> <p>—Es una mujer. ¿Y qué?</p> <p>—Es una mujer que ha yacido con otras mujeres. ¡Que las conoce carnalmente! —Su voz era un chillido de puro ultraje—. Aunque pudiera obligarme a mí mismo a soportarlo porque él... ella es vuestro cirujano, y vos nuestro comandante...</p> <p>—Ya basta —lo cortó Ash—. Vuestro deber es controlar a esos hombres y habéis fallado.</p> <p>—¿Cómo podía haberlos controlado, haber controlado su indignación ante esto? —Su aliento cruzó en tromba, cálido y apestando a cerveza, el espacio que los separaba—. No me culpéis a mí, capitán. Es vuestro cirujano.</p> <p>—Volved a vuestras tiendas. Ya comunicaré las sanciones por la mañana.</p> <p>Ash intimidó al adalid flamenco con la mirada, ignorando de momento a los demás oficiales que lo acompañaban; anotando mentalmente, mientras se apartaba y se alejaba, quién seguía su estandarte y quién se quedaba para ayudar a limpiar la zona.</p> <p>—Maldita sea —dijo Ash.</p> <p>—Tenemos problemas —dijo Anselm, flemático.</p> <p>—Sí, como si me hicieran falta más problemas. —Ash se alisó las todavía húmedas mangas de la camisa—. Quizá debería alegrarme de que Carlos me entregue a los visigodos... ¡No puede ser peor que esto! Robert Anselm ignoró su estallido de genio, algo a lo que ella estaba acostumbrada.</p> <p>—Mañana haré algún tipo de pesquisa. Multas, azotes; para esto antes de que se nos vaya de las manos. —Al mirarlo, se dio cuenta de que Anselm la estaba observando a su vez—. Y me gustaría saber si las lanzas de van Mander oyeron algún «comentario casual» de Joscelyn antes de este disturbio.</p> <p>—No me sorprendería.</p> <p>—Más vale que vaya a ver a Florian.</p> <p>—Acerca de Josse... —Robert Anselm la detuvo antes de que alejara por el campamento—. Pasa luego por mi tienda, tengo vino.</p> <p>—No. —Ash negó con la cabeza.</p> <p>—Podemos echar un trago. En memoria de Josse.</p> <p>—Sí. —Ash suspiró, agradecida por la particular comprensión de Anselm. Sonrió—. Me pasaré. No te preocupes por mí, Robert. No necesito el vino. Dormiré.</p> <p style="text-align: center; font-size: 110%; text-indent: 0em; margin-top: 1.5em; margin-bottom: 1.5em; ">★ ★ ★</p> <p>Una bruma cálida y bochornosa llegó con el amanecer del día siguiente. Los gránulos de agua colgaban suspendidos en el aire en el interior del palacio. La brumosa blancura de la cámara de audiencias se fue tiñendo de dorado a medida que el Sol se alzaba en el horizonte.</p> <p>Ash estaba junto al conde de Oxford, dando la bienvenida a la frescura de primera hora de la mañana. A De Vere y sus hermanos se les había otorgado un sitio no muy alejado del trono ducal, y ella pudo mirar a su alrededor y ver a la nobleza borgoñona reunida, a los dignatarios extranjeros..., pero por ahora, no a los visigodos.</p> <p>Las trompetas resonaron y los coros empezaron a cantar un himno matinal. Ash se quitó el sombrero e hincó una rodilla en el suelo de mármol blanco.</p> <p>—No tengo ni idea de lo que hará el duque —dijo John De Vere cuando finalizó el himno—. Aquí también yo soy un forastero.</p> <p>—Yo podría haber tenido un contrato con ese hombre —susurró ella, su voz apenas una respiración.</p> <p>—Sí —dijo el conde de Oxford.</p> <p>—Sí.</p> <p>Se miraron mutuamente, y mutuamente se encogieron de hombros, ambos con una sonrisa serena, mientras se ponían en pie. El Duque Carlos se sentó en su trono.</p> <p>La satisfacción de Ash se desvaneció al buscar en un gesto automático a Godfrey y darse cuenta de que le faltaba su voz tranquilizadora en el oído. El sitio a su lado lo ocupaba Robert Anselm, pues Godfrey Maximillian no estaba presente.</p> <p><i>Puede que Robert se crea que Godfrey había pasado la noche en Dijon, pero se estará preguntando dónde está nuestro sacerdote en estos momentos. Puedo verlo en su cara, y no tengo nada que decirle. ¿Dónde cojones estás, Godfrey?</i></p> <p>¿Vas a volver?</p> <p>—¡Demonios! —añadió por lo bajo, y se dio cuenta, por la mirada de curiosidad de De Vere, de que había hablado en voz alta.</p> <p>—No os preocupéis, señora —dijo el conde de Oxford aprovechando las palabras del canciller y chambelán del duque—. Si se llega a ello, pensaré en algo para manteneros aquí, lejos de las manos de los visigodos.</p> <p>—¿Como qué?</p> <p>El inglés sonrió, confiado y aparentemente divertido por el tono cáustico de ella.</p> <p>—Pensaré en algo. Lo hago a menudo.</p> <p>—Demasiado pensar no es bueno... mi señor. —Ash levantó la cabeza, tratando de mirar por encima de las cabezas de la concurrencia.</p> <p>La complicada heráldica de Borgoña y Francia resplandecía de plata y azul, rojo y oro, escarlata y blanco. Sus ojos recorrieron los diferentes grupos, algunos de pie en los rincones, otros sentados junto a los grandes hogares abiertos llenos de juncos aromáticos. Nobles y sus parentelas; mercaderes vestidos de seda por el creciente calor; docenas de pajes vestidos con chaquetas blancas de mangas acuchilladas con la librea de Carlos; sacerdotes vestidos de sombríos colores verdes y marrones; y sirvientes que se movían rápidamente de un grupo de gente a otro. La frescura de la mañana hacía que las voces fueran animadas, pero con un tono particular: solemne, grave y respetuoso.</p> <p>¿Dónde está Godfrey cuando lo necesito?</p> <p>Escuchando a ver si descubría algo, oyó a un hombre alto discutiendo las virtudes para la caza de las perras de cierta raza; dos caballeros hablando de los torneos con liza; y una mujer grande con un vestido italiano de seda hablando acerca de las salsas de miel para la carne de cerdo.</p> <p>La única conversación sobre política que pudo oír fue la que mantenían el embajador francés y Felipe de Commines<a data-bs-toggle="modal" data-bs-target="#notesModal" type="note" href="#nota9">9</a>, y principalmente implicaba los nombres de duques franceses con los que ella no estaba muy familiarizada.</p> <p><i>¿Dónde estarán los politiqueos e intrigas de esta corte? Quizá no necesito a Godfrey para que me informe de los detalles. No aquí.</i></p> <p><i>Pero necesito a Godfrey.</i></p> <p>Un rápido vistazo tras ella reveló que Joscelyn van Mander no solo estaba presente, sino sobrio y con su ego razonablemente dominado, que sus hombres de armas vestían libreas limpias sobre armaduras pulidas (o tan pulidas como era razonable esperar una semana después de huir doscientas leguas por el campo en invierno) y que tanto Antonio Angelotti como Robert Anselm estaban a su lado. Robert, que conversaba respetuosamente con uno de los hermanos De Vere, no notó su mirada. Angelotti le sonrió debajo de una masa enmarañada de rizos dorados. Ella le hizo un gesto para que fuera a la parte delantera del grupo, mientras pensaba: <i>nos vendría bien tener buen aspecto.</i></p> <p>Una agitación al fondo de la cámara de audiencias atrajo su atención.</p> <p>Ash se estiró, y tuvo que resistir el impulso de ponerse de puntillas. Vio un estandarte bajo el marco del gran portón de roble y oyó el acento líquido del latín cartaginés. Se llevó la mano a la empuñadura de la espada para tranquilizarse, y la dejó allí, cargando su peso despreocupadamente sobre un talón mientras el chambelán y sus sirvientes anunciaban y hacían pasar a Sancho Lebrija, Agnus Dei y Fernando del Guiz.</p> <p>La solemne grandiosidad de la corte del Duque parecía estar teniendo algún tipo de efecto sobre Fernando del Guiz. Este se movía incómodo en el espacio abierto frente al estrado, mirando de un lado a otro. Ash se cogió las manos temblorosas a la espalda. Que la presencia física de él le resecara la boca y confundiera sus pensamientos era algo a lo que casi se había acostumbrado.</p> <p>Lo que la confundió aún más fue la inmediata punzada que sintió al verlo ahora, aturrullado, traidor, aislado de los suyos.</p> <p>Junto a ella, el conde de Oxford se mantenía erguido. Ash salió de su ensoñación. Le llevó varios segundos prestarle atención a la voz del duque. La niebla matinal, que todavía se filtraba en el alto salón de piedra, envolvía en una fresca bruma la reunión de nobles y ricos mercaderes.</p> <p>El oblicuo dorado oriental de la luz entraba ahora por los rosetones de palacio, a medida que el Sol ascendía en el cielo: calentando el rostro de Oxford que estaba junto a ella, con la cabeza inclinada para escuchar algún comentario de Robert Anselm; haciendo brotar fuego de la belleza italiana de Angelotti, coloreando las armaduras de Jan-Jacob Clovet y Paul di Conti con una pátina de aspecto antiguo, de forma que los ojos de ella parecieron por un instante brevemente salidos de uno de los ángeles de <i>mynheer</i> van Eyk, soñando a través de la eternidad en presencia de Dios.</p> <p>Algo le desgarró el corazón. La sensación de permanencia por encima de los asuntos terrenales se desvaneció. Un sentimiento de fragilidad la abrumó, como si sus acompañantes fueran completamente valiosos y a la vez estuvieran en peligro mortal.</p> <p>El Sol, al subir más, alteró el ángulo de la luz que entraba por las ventanas, y con ese cambio desapareció la sensación. Sintiéndose casi indefensa, Ash volvió la cabeza para oír las palabras del duque de Borgoña.</p> <p>—Maese Lebrija, he discutido vuestra propuesta con mis consejeros. Nos habéis pedido una tregua.</p> <p>Sancho Lebrija hizo una reverencia rígida y formal.</p> <p>—Sí, señor y príncipe de Borgoña, lo hemos hecho.</p> <p>El lúgubre rostro del duque estaba prácticamente enterrado en el lujo de su sombrero, chaqueta acuchillada, jubón de mangas bombachas y cadenas de oro: una imagen mayestática de esplendor cortesano. Bruscamente, se inclinó hacia delante en su trono, y Ash percibió brevemente al hombre rico y poderoso que sentía gran afecto por los cañones, que pasaba tantos meses como podía en el campo de batalla.</p> <p>—Vuestra «tregua» es una mentira —dijo abiertamente el Duque Carlos. Una explosión de ruido: los hombres de Ash hablando en voz lo bastante alta como para que ella tuviera que hacerles una señal para que se callaran. Ash se echó hacia delante para oír hablar al duque—. Vuestro alto en Auxonne no es por una tregua, es para espiar mis tierras y esperar refuerzos. Estáis en nuestras fronteras al abrigo de la oscuridad, armados para la guerra, con las atrocidades de este verano tras vosotros, y nos pedís que aceptemos vuestra paz; que nos rindamos en todo menos en nombre. No. Aunque solo quedara un hombre de mi gente para defendernos, diría lo mismo que yo digo, que el derecho nos asiste, y donde está el derecho también ha de estar Dios. Y Él estará a nuestro lado en la batalla y os derribará.</p> <p>Ash reprimió lo que hubiera sido un automático comentario cínico a Robert Anselm. El hombre de cabeza afeitada se había quitado el sombrero y miraba con los ojos muy abiertos la riqueza del duque, rodeado de obispos, cardenales y sacerdotes. El eco de la voz siguió resonando en el techo abovedado.</p> <p>—El derecho puede quedarse dormido, pero no se pudre enterrado en la tierra como hacen los cuerpos de los hombres, ni se oxida como los tesoros de este mundo, sino que permanece inmutable. Vuestra guerra es injusta. En vez de buscar vuestra paz, moriré aquí en la tierra que mi padre gobernó, y su padre antes que él. No habrá hombre en Borgoña, por pobre labriego que sea, ni hombre que haya pedido asilo en Borgoña, que no sea defendido con todo nuestro poder, todas nuestras fuerzas y todas las oraciones que podamos alzar a Dios.</p> <p>El silencio quedó roto por el embajador francés, que se adelantó al espacio vacío en el suelo ajedrezado. Ash vio que su mano izquierda se cerraba en torno a su empuñadura.</p> <p>—Mi señor duque —miró hacia atrás a Felipe de Commines, que estaba entre la masa de gente, y continuó—, primo de nuestro Rey Valois, eso son sofismas y traición. —Nadie dijo nada. A Ash se le secó la boca. Se le hizo un nudo en el estómago. El rostro del noble francés se tensó—. Esperáis, con estas amenazas, hacer que Borgoña parezca un lugar peligroso de atacar, y así hacer que estos invasores se vuelvan hacia nuestra tierra. ¡Las tierras del Rey Luis! ¡Esa es vuestra estrategia! Deseáis que esa perra Faris y sus ejércitos se cansen estos próximos meses combatiendo contra nosotros. Y entonces los derrotaréis y os apoderaréis de toda la tierra francesa que podáis. ¿Dónde está vuestra lealtad feudal a vuestro rey, Carlos de Borgoña?</p> <p>Eso, <i>¿dónde?</i>, pensó Ash irónicamente.</p> <p>—Vuestro rey —dijo Carlos de Borgoña— recordará que yo mismo he bombardeado París<a data-bs-toggle="modal" data-bs-target="#notesModal" type="note" href="#nota10">10</a>. Si deseara su reino, iría y me haría con él. Y ahora os callaréis. —Ash se dio cuenta de que el chambelán y otros funcionarios de la corte rodeaban al embajador mientras el duque devolvía su atención a Sancho Lebrija—. No accedo a vuestra petición —añadió Carlos terminantemente.</p> <p>—Entonces, esto es una declaración de guerra —dijo el <i>qa'id</i> visigodo.</p> <p>Ash, mientras oía los comentarios en voz baja de su propia escolta, vio casualmente el rostro de Olivier de la Marche. El fornido capitán borgoñón empezó a sonreír con una contagiosa alegría.</p> <p>—Hablando de que necesitábamos una lucha... —le gruñó Anselm al oído.</p> <p>—Sí, bueno, puede que tengas una antes de lo que te esperas. —Ash miró a Sancho Lebrija, evitando a Fernando del Guiz—. No me van a entregar.</p> <p><i>Sé realista, muchacha. No tienes ninguna posibilidad</i>, le dijo la mirada de Anselm, más clara que las palabras.</p> <p>—No —dijo Ash tranquilamente—. No me has entendido. No me importa tener que enfrentarme a toda esta corte, y al ejército de Carlos, y a Oxford si hace falta: no voy a ir con ellos. La única forma en la que vamos a cruzar el Mediterráneo es los ochocientos juntos y armados hasta los dientes.</p> <p>Anselm cambió la postura, con el aspecto de un hombre que está tomando una decisión.</p> <p>—Te sacaremos de aquí, si se llega a eso —murmuró súbitamente.</p> <p><i>Tú, puede, pero no estoy tan segura de van Mander</i>, pensó Ash al oír roce de pies tras ella, y se echó a un lado para dejar que pasara el conde de Oxford, llamado por el duque.</p> <p>—¿Sire? —dijo el conde suavemente.</p> <p>—No soy vuestro señor feudal —dijo Carlos de Borgoña recostándose en su trono e ignorando a sus visigodos—, pero rezo para que os plazca, mi señor Oxford, traer vuestra compañía al campo del honor, bajo mi estandarte, cuando cabalguemos contra Auxonne.</p> <p><i>Mierda. Se acabó la incursión.</i></p> <p>—¿La hacemos por nuestra cuenta? —murmuró ella a Anselm.</p> <p>—Si tú puedes pagarla...</p> <p>—No podemos pagar nada. Los mercaderes de Dijon solo nos dan crédito por el nombre de Oxford.</p> <p>Angelotti profirió un juramento en italiano desde el otro lado de Robert Anselm, algo que hizo que Agnus Dei levantara las cejas desde su posición junto a los visigodos.</p> <p>—Muy honrado, Sire —dijo el conde de Oxford educadamente.</p> <p>Sancho Lebrija se adelantó con un tintineo de su cota de mallas.</p> <p>—Señor y príncipe de Borgoña, antes de que haya guerra, hay ley. Nuestro general os ha solicitado que le devolváis su propiedad, la esclava aquí presente. —Señaló a Ash con un dedo enguantado—. El título de propiedad de la casa de Leofrico sobre esta mujer está claro. Ha nacido de madre y padre esclavos. Es propiedad de la casa de Leofrico.</p> <p>En silencio, Ash inhaló profundamente el dulce aroma de las flores y juncos esparcidos por el suelo de la cámara de audiencias. Una punzadita de aprensión la perturbó. La apartó de sí. Con la cabeza aclarada, levantó su rostro marcado por la cicatriz y miró fijamente al duque borgoñón.</p> <p>—Lo hará —les susurró a Anselm y Angelotti.</p> <p>Por segunda vez desde que lo conocía, Ash vio una pequeña sonrisa en el rostro de Carlos de Borgoña.</p> <p>—Ash —dijo este.</p> <p>Ash dio un paso al frente y se colocó junto a Oxford, sorprendiéndose al descubrir que le temblaban las piernas.</p> <p>—Siempre me ha gustado contratar mercenarios —dijo con seriedad el duque—. Por cualquier razón, me negaría a dejar que un comandante experimentado abandonara mis fuerzas. Sin embargo, en este caso, yo no soy el titular de vuestro contrato. Este está en manos de un noble inglés. Y sobre él las leyes de Borgoña no tienen jurisdicción.</p> <p>El conde de Oxford se apresuró a hablar solemnemente.</p> <p>—Yo no podría ir en contra de los deseos del príncipe más poderoso de Europa, Sire, y vos habéis pedido nuestra presencia en el campo de batalla...</p> <p>—Estoy viendo cómo se pasan la patata caliente —murmuró Ash. Mantuvo la sonrisa fuera de su rostro con dificultad.</p> <p>—Habéis invocado el derecho. —La voz ronca y endurecida de Sancho Lebrija atravesó el esplendor cortesano—. Habéis invocado el derecho, señor y príncipe de Borgoña. «El derecho puede quedarse dormido, pero no se pudre».</p> <p>La actitud de Oxford, pasando de la cortesía a la alerta, avisó a Ash. Esta trató de aparentar confianza, consciente de que sus hombres de armas miraban al duque, luego a los visigodos y finalmente a ella.</p> <p>—¿Qué pretendéis decirme? —preguntó el duque de Borgoña.</p> <p>—El derecho no duerme. El derecho nos asiste. —Sancho Lebrija entrecerró los ojos pálidos, al llegar el Sol matinal al sitio donde estaban él y sus hombres ataviados de blanco. La luz hizo brotar fuego de las cotas de malla, de las hebillas de los cinturones, de los pomos de las espadas—. ¿Queréis ser culpable de un crimen de simple oportunismo, señor y príncipe de Borgoña? Porque esto es desafiar a la ley sin más causa que vuestro deseo de obtener algunos centenares de hombres más para vuestras fuerzas. Eso es codicia, no derecho. Es despotismo, no ley. —Se detuvo para recuperar el aliento; y luego inclinó brevemente la cabeza cuando Fernando del Guiz le dijo algo al oído—. Nadie puede reprocharos, príncipe, decir que lucháis en una guerra justa contra nosotros. ¿Pero dónde está vuestra justicia si dejáis de lado la ley cuando os place? Ella pertenece a la casa de Leofrico. Sabéis, todo el mundo sabe ya, que tiene la cara de mi general. Es su vivo retrato. Lord Fernando aquí presente es testigo. No podéis negar que ha nacido de los mismos padres. No podéis negar que es una esclava. —Lebrija miró fijamente al duque, que no dijo nada. El visigodo finalizó su intervención—. Como esclava, no tiene derecho legal a firmar una <i>condotta</i>. Así que no importa con quién la ha firmado.</p> <p>Oxford frunció los labios. Hizo una mueca de desagrado, no dijo nada y pareció estar pensando furiosamente.</p> <p>—Va a hacerlo —susurró Ash a los dos hombres que había tras ella. Anselm sudaba, y tenía la cabeza gacha, agresivamente; Angelotti había echado mano a su daga con letal gracilidad—. Quizá no lo haga para conseguir una ventaja política, quizá sea diferente de Federico, pero va a escuchar a Lebrija. Me va a entregar porque ellos tienen el derecho legal.</p> <p>Tras ella, el pequeño grupo de sus oficiales, hombres de armas y arqueros empezó a moverse, abriéndose un poco; algunos hombres comprobaban la distancia que los separaba de las puertas de la cámara de audiencias y la posición de los guardias.</p> <p>—¿Alguna idea? —le preguntó a Oxford.</p> <p>El conde hizo una lúgubre mueca. Sus pálidos ojos estaban pensativos.</p> <p>—¡Dadme un minuto!</p> <p>El sonido de una trompeta atravesó la cámara ducal de audiencias, alto y claro. Más caballeros, ataviados con arneses completos y armados con hachas, entraron por las ornamentadas puertas y tomaron posiciones junto a las paredes. Ash vio que De la Marche asentía satisfecho en señal de aprobación.</p> <p>Carlos de Borgoña habló desde su trono.</p> <p>—¿Qué hará la general Faris con la mujer, Ash, cuando la tenga?</p> <p>—¿Hacer con ella? —Lebrija parecía asombrado.</p> <p>—Sí. Hacer con ella. —El duque cruzó las manos sobre su regazo. Joven y serio, un poco pomposo—. Veréis, tengo la creencia de que le haréis daño.</p> <p>—¿Hacerle daño? No, príncipe —dijo Lebrija, con el rostro de un hombre que sabe que está resultando poco convincente. Se encogió de hombros—. No es nada que deba preocuparos, mi señor príncipe. La mujer Ash esa una esclava. También podrías preguntarme si pienso en hacerle daño a mi caballo cuando voy montado en él al campo de batalla.</p> <p>Algunos de los soldados visigodos que acompañaban a Lebrija se echaron a reír.</p> <p>—¿Qué haréis con ella?</p> <p>—No es nada que deba preocuparos, mi señor príncipe. Debéis hacer cumplir la ley. Y por ley es nuestra.</p> <p>—Eso creo que es cierto —dijo Carlos de Borgoña.</p> <p>La frustración que emanaba de los hombres que la acompañaban era prácticamente tangible: miraban a su alrededor a los borgoñones armados, maldijeron; todas las disensiones internas quedaron momentáneamente en suspenso. Anselm le dijo algo a Angelotti para contenerlo.</p> <p>—¡No! —soltó Antonio Angelotti—. Yo he sido esclavo en la casa de uno de sus <i>amires</i>. ¡Por la <i>Madonna</i> que haré cualquier cosa para libraros de eso!</p> <p>—Maestro artillero, callaos —gruñó Robert Anselm.</p> <p>Ash atravesó la cámara con la mirada hasta Agnus Dei. El Cordero palmeaba la espalda de Sancho Lebrija en señal de felicitación. Detrás del mercenario italiano, Fernando del Guiz escucho algún comentario de la escolta y sonrió, echando atrás la cabeza, oro bajo la luz del Sol.</p> <p>Ash tomó una decisión.</p> <p>—Me alegrará matar a todos estos visigodos. —Ash habló con firmeza, lo bastante alto para que la oyeran Anselm, Angelotti, van Mander, Oxford y los hermanos de este—. Hay nueve hombres. Quitémoslos de en medio. Ahora, rápido, y luego entregamos las armas. Dejamos que el duque nos declare proscritos. Si los matamos a todos, se limitará a expulsarnos de Borgoña, no podrá entregarnos...</p> <p>—Hagámoslo. —Anselm dio un paso al frente. Los hombres con la librea del León se movieron con él, y Ash con ellos. Oyó a van Mander asustado murmurando algo sobre los guardias. Sí, <i>tendremos bajas</i>, admitió para sí, y oyó a Carracci maldecir, excitado. Vio a Euen Huw y a Rochester sonreír de oreja a oreja simultáneamente, hombres duros echando mano a las espadas con temeraria agresividad.</p> <p>—¡Esperad! —ordenó el conde de Oxford.</p> <p>La trompeta volvió a resonar. Carlos, duque de Borgoña, se puso en pie. Como si no hubiera mercenarios armados a menos de diez metros de su trono, como si los guardias no se estuvieran moviendo para obedecer la brusca señal de De la Marche, habló.</p> <p>—No. No ordenaré que se os entregue la mujer, Ash.</p> <p>—Pero nos pertenece por derecho —dijo Lebrija completamente ofendido.</p> <p>—Eso es cierto. Sin embargo no os la entregaré.</p> <p>Ash apenas sintió que Anselm la sujetaba fuertemente del brazo.</p> <p>—¿Qué? —susurró ella—. ¿Qué acaba de decir?</p> <p>El duque miró a su alrededor, a sus consejeros, funcionarios, letrados y súbditos. Una leve expresión de satisfacción cruzó su rostro mientras Olivier de la Marche hacía una profunda reverencia, y señaló a los hombres armados que había en la cámara.</p> <p>—Además, si intentáis llevárosla por la fuerza, se os impedirá.</p> <p>—¡Príncipe, os habéis vuelto loco!</p> <p>—¡Que me aspen si no tiene razón! —dijo Ash por lo bajo.</p> <p>De Vere se rió en voz alta y le dio a Ash una palmada en el hombro con la misma fuerza que hubiera empleado con uno de sus hermanos. Ash tuvo motivos para alegrarse de llevar puesta la brigantina. Incluso así, oyó crujir las placas metálicas remachadas.</p> <p>Carlos de Borgoña se dirigió a la delegación visigoda levantando la voz por encima de los vítores de los hombres de Ash.</p> <p>—Es mi voluntad que la mujer, Ash, se quede aquí. Que así sea.</p> <p>—¡Pero estáis quebrantando la ley! —exclamó Sancho Lebrija como si el duque de Borgoña, que por lo menos tenía diez años menos que él, no fuera más que un paje recalcitrante.</p> <p>—Sí. La estoy quebrantando. Y llevadle este mensaje a vuestros amos, a vuestra Faris: seguiré rompiendo la ley, siempre que la ley esté mal. El honor está por encima de la ley —dijo Carlos en tono forzado y todavía un tanto pomposo—. El honor y la caballería exigen que proteja a los débiles. Estaría moralmente mal entregaros a esa mujer, cuando todos cuantos estamos aquí sabemos que la mataríais de forma brutal.</p> <p>Sancho Lebrija lo miraba, completamente pasmado.</p> <p>—No lo entiendo. —Ash sacudió la cabeza sorprendida—. ¿Dónde está la ventaja? ¿Qué va a sacar Carlos de esto?</p> <p>—Nada —dijo el conde de Oxford a su lado, uniendo las manos a la espalda como si no acabara de estar a punto de sacar la espada. La miró fijamente—. Absolutamente nada, señora. No hay ventaja política alguna. Sus actos serán considerados injustificables.</p> <p>Ignorando la ruidosa satisfacción del contingente del León Azur, Ash miró a la delegación visigoda, que salía de la cámara flanqueada por tropas borgoñonas; luego miró al trono y al duque de Borgoña.</p> <p>—No lo entiendo —dijo Ash.</p> <p style="page-break-before: always; line-height: 0%"> </p> <title style="margin-bottom: 2em; page-break-before: avoid; margin-top: 15%"> <p>Capítulo 5</p></h3> <p></p> <p>Ash volvió a la tienda de mando dando un rodeo. Pasando de hoguera en hoguera, fue hablando con un centenar o más de los varones adolescentes<a data-bs-toggle="modal" data-bs-target="#notesModal" type="note" href="#nota11">11</a> que estaban sentados en torno a ellas bebiendo, hablando de forma poco exacta de su éxito con las mujeres y, de forma aún menos exacta, de su habilidad en el manejo del arco largo o la alabarda.</p> <p>—Es la guerra —dijo ella presentando una apariencia alegre. Y escuchó tanto lo que decían como lo que no, agazapados junto a las llamas que titilaban invisibles a la luz del Sol, bebiendo cerveza aquí y comiendo un cuenco de gachas allá. Escuchó voces excitadas. Escuchó lo que tenían que decir acerca de la guerra. Acerca de su cirujano. Acerca de las medidas disciplinarias tomadas tras la muerte de Josse.</p> <p>Prestó una especial atención al lado del campamento que estaba formado por las trece o catorce lanzas flamencas que se habían incorporado junto a Joscelyn van Mander.</p> <p>Al llegar a su tienda, examinó con la vista la reunión de oficiales. Sus cejas plateadas se fruncieron levemente. Volvió a salir, recogió su escolta de seis hombres con sus perros, esta vez sacada de la lanza de un caballero inglés, y anduvo por los caminos cubiertos de paja que había entre las tiendas y cabañas.</p> <p>—Di Conti —llamó. Paul di Conti se acercó lentamente, con una amplia sonrisa en su rostro enrojecido por el Sol e hincó la rodilla ante ella—. No os veo a vos ni a los adalides flamencos en mi tienda. Moved el culo; hay una reunión.</p> <p>El hombre de armas saboyano le dedicó una sonrisa resplandeciente.</p> <p>—<i>Sieur</i> Joscelyn ha dicho que él acudiría en nuestro lugar —dijo con su suave acento—. Ni a Willem ni a mí nos importa, y a los demás tampoco. <i>Sieur</i> Joscelyn nos dirá todo lo que debamos saber.</p> <p>Y <i>Di Conti ni siquiera es flamenco</i>. Ash se obligó a sonreír.</p> <p>—¡Nos ahorra tener que estar allí amontonados, jefe! —añadió Di Conti, cuya sonrisa estaba desvaneciéndose un poco.</p> <p>—¡Bueno, supongo que me ahorra tener a unos cuantos sentados en mi regazo! Está bien. —Ash giró bruscamente sobre sus talones y volvió al centro del campamento a grandes zancadas.</p> <p>Mientras andaba, pensando furiosamente, al principio no se dio cuenta de que la seguía un hombre alto de pelo oscuro. Su piel era pálida pese al Sol del sur de Borgoña, y su barba rala era negra. Mediría (y ella siguió mirando arriba y arriba) más de metro ochenta. Uno de los perros le ladró y él se apartó a un lado con una agilidad sorprendente.</p> <p>—Eres... Faversham —recordó ella.</p> <p>—Richard Faversham —le confirmó él, en inglés.</p> <p>—Eres el sacerdote ayudante de Godfrey. —Por algún motivo no fue capaz de encontrar en su mente la palabra inglesa.</p> <p>—Diácono. ¿Deseáis que me encargue de la misa hasta que maese Godfrey vuelva? —preguntó solemnemente Richard Faversham.</p> <p>El inglés no tendría muchos más años que ella; sudaba por culpa de los ropajes verdes oscuros de sacerdote. Los puntiagudos extremos de la paja cortada trataron en vano de pincharle en las endurecidas plantas de los pies. Tenía una pequeña crucecita tatuada en una mejilla con tinta azul. Una tintineante masa de medallas de santos colgaba de su cuello. Ash, identificando varias Santa Bárbaras<a data-bs-toggle="modal" data-bs-target="#notesModal" type="note" href="#nota12">12</a> especialmente prominentes, pensó que su idea era acertada.</p> <p>—Sí. ¿Ha dicho cuándo va a volver de —cruzó los dedos a su espalda— Dijon?</p> <p>—No, jefa. Pido disculpas por el desapego de maese Godfrey hacia los asuntos mundanos. Si hay un hombre pobre, o enfermo, y se lo ha encontrado, se quedará hasta haber remediado sus cuitas.</p> <p>Ash, a punto de ahogarse, se detuvo súbitamente entre hombres de armas, perros atados, cuerdas de las tiendas y bolas de excrementos de caballo de olor dulzón.</p> <p>¿Desapego por los asuntos mundanos? ¿Godfrey?</p> <p>Los pequeños ojos negros de Richard Faversham se entrecerraron, inseguros, para protegerse de la luz del Sol. No obstante, su voz se mantuvo firme.</p> <p>—Algún día, maese Godfrey será santo. No hay soldado demasiado bajo ni ramera demasiado sucia como para que él no les lleve el pan y el vino de Dios. Una vez estuvo atendiendo a un niño enfermo cuarenta horas seguidas... y lo mismo ha hecho con un perro enfermo. Cuando muera, ascenderá entre los santos.</p> <p>—Bueno, ¡por el momento me vendría bien tenerlo aquí en el mundo! —logró decir Ash cuando le volvió el aliento—. Si le ves, dile que su jefa lo necesita ahora; mientras, ve a preparar la misa.</p> <p>Ash siguió avanzando, de vuelta a la tienda de mando. Solo se desvió una vez; para hablar brevemente con John De Vere y Olivier de la Marche, que estaba de visita charlando con el conde inglés. Luego se plantó bajo el estandarte del León Azur, frente a su tienda, y llamó a todos sus oficiales para que salieran al espacio de terreno abierto.</p> <p>Estos salieron vacilantes al resplandeciente Sol borgoñón. Geraint con las mangas y las calzas remangadas; Robert Anselm con una coraza pectoral; Angelotti vestido con un jubón se seda blanco (Ash murmuró por lo bajo «¡blanco!» y «¡seda!», completamente asombrada, y dándose cuenta de que su maestro artillero iba limpio) y Joscelyn van Mander, que parpadeaba y se protegía con la mano los ojos del resplandor.</p> <p>Ash levantó el brazo. Euen Huw se llevó una trompeta a la boca y tocó a asamblea general. La velocidad con la que los hombres se abrieron paso hasta el espacio vacío en el centro del campamento, apiñándose allí, derramándose por los cortafuegos ente las tiendas aledañas, no la sorprendió demasiado. A veces, pensó ella, los rumores de lo que voy a hacer empiezan a circular antes de que yo lo haya pensado...</p> <p>—¡Muy bien! —Ash empujó a una protestona gallina para quitarla de encima de un barril que había al pie del estandarte del León Azur, y se subió a él de un salto. Se llevó las manos a las caderas. El estandarte azul y dorado colgaba fláccido sobre ella, ya que no había brisa que lo hiciera ondear en el aire, pero no se podía tener todo, pensó, y dejó que su mirada viajara por la muchedumbre, reconociendo caras aquí y allí, sonriendo mientras lo hacía—. Caballeros —dijo, subiendo la voz lo justo para que tuvieran que callarse para oírla—. Caballeros, y uso el término en el sentido menos estricto, les complacerá saber que volvemos a la guerra.</p> <p>Esta afirmación fue recibida por un murmullo que era en parte alegría, y en parte gruñidos de desánimo (algunos de ellos genuinos).</p> <p>Ash no sabía el efecto que su sonrisa tenía en su rostro mientras permanecía allí frente a ellos. Realmente no era consciente de cómo hacía que su rostro resplandeciera con una sincera alegría. Daba a conocer, en los preparativos de la batalla, su absoluta (si bien inconsciente) certeza de que todo saldría bien.</p> <p>—Vamos a librar una batalla contra los visigodos —dijo—. ¡En parte porque nos gusta el Sol de aquí de Borgoña! Mayormente porque mi señor el conde de Oxford nos paga por hacerlo. Pero principalmente —subrayó—, vamos a luchar contra la zorra visigoda ¡porque quiero que me devuelva mi puta armadura!</p> <p>La ruidosa y grave risa masculina y los vítores se fundieron en una monumental carcajada, y un potente grito triunfal que casi hizo vibrar la tierra bajo el barril. Ash levantó ambos brazos por encima de su cabeza. Se hizo el silencio.</p> <p>—¿Qué pasa con Cartago? —preguntó Blanche desde uno de los carromatos.</p> <p><i>¿Qué decía yo de los rumores?</i></p> <p>—¡Eso puede esperar! —Ash se obligó a sonreír. En tres o cuatro días estaremos en el campo de batalla luchando con los <i>caratrapos</i>. Os he conseguido un anticipo de vuestra paga. ¡Vuestros deberes durante el resto del día consisten en coger una buena curda y joder a cada ramera de Dijon dos veces! Esta... —Un estallido sonoro la abrumó. Trató de hacerse oír, renunció sonriendo tanto que casi le dolía, y en cuanto remitió el estruendo, completó lo que iba a decir—. ¡Esta noche no quiero ver un solo hombre sobrio vistiendo el escudo de armas del León Azur!</p> <p>—¡No te preocupes por eso, jefa!—gritó una voz galesa.</p> <p>Ash miró a Geraint ab Morgan enarcando una ceja.</p> <p>—¿He dicho que eso incluyera a los oficiales? No creo. —El estruendo ante esto fue, si acaso, más fuerte que antes; ochocientas voces masculinas bramando de puro placer. Ash sintió la subida de adrenalina—. Bueno. ¡Eh! ¡He dicho «eh»! ¡Callaos! —Tomó aliento—. Eso está mejor. Idos por ahí. Id a joder. Los que vuelvan van a librar una batalla y mandar a los <i>caratrapos</i> al infierno. —Le dio un manotazo al mástil del estandarte, haciendo ondear los pliegues de la seda sobre ella—. Recordad, no quiero que muráis por vuestra bandera... ¡quiero que hagáis que los visigodos mueran por la suya!</p> <p>Ante aquello se lazaron vítores, y los hombres que estaban al fondo de la concurrencia empezaron a irse. Ash asintió una vez para sí misma y se dio la vuelta precariamente sobre el barril.</p> <p>—<i>¡Mynheer</i> Van Mander!</p> <p>Eso detuvo a la mayoría de los que se iban. Joscelyn van Mander se adelantó un paso del grupo de oficiales, con movimientos inseguros. Miró a su alrededor. Ash lo vio mirar a los ojos a Paul di Conti y a media docena de adalides flamencos.</p> <p>—Venid aquí —le instó. Tan pronto él se puso a su alcance, se inclinó y lo tomó de la mano, se la estrechó fuertemente, y miró a los hombres que los rodeaban, sin soltar el brazo del caballero flamenco—. ¡Este hombre! Voy a hacer algo que nunca había hecho antes... —se inclinó hacia delante y abrazó al sobresaltado Van Mander, pegando la mejilla a la de él.</p> <p>Unas voces profundas emitieron vítores de sorpresa y regocijo. Los hombres de armas y caballeros que habían empezado a alejarse volvieron al espacio central. Se alzó un tronar de preguntas.</p> <p>—¡Está bien! —Ash giró sobre sus talones y volvió a levantar ambas manos, consiguiendo hacer el silencio—. Quiero reconocer públicamente mi deuda con este hombre. ¡Aquí y ahora! Ha hecho grandes cosas por el León Azur. Lo único que pasa... ¡es que ya no hay nada más que yo pueda enseñarle!</p> <p>Los hombres de armas flamencos, exultantemente orgullosos, con los rostros brillando, golpearon con los puños las corazas pectorales. Los anchos rasgos de Van Mander estaban atrapados a medio camino entre el orgullo y la aprensión. Ash contuvo una lúgubre risa. <i>Acaba con esto, hijita...</i></p> <p>Mientras esperaba que el estruendo remitiera, observó la expresión de Paul di Conti, de los demás adalides y de Joscelyn van Mander.</p> <p><i>Ahora tus oficiales no reciben órdenes de mí, las reciben de ti. Por lo tanto no son mis oficiales...</i></p> <p>—Sir Joscelyn —dijo ella con firmeza y tono formal—, hay un momento en que el aprendiz y el oficial deben abandonar a su maestro. Ya os he enseñado todo lo que sé. Ya no me corresponde mandaros. Es el momento de que os pongáis al frente de vuestra propia compañía. —Ash evaluó la calidad del murmullo subsiguiente, y la consideró satisfactoria. Señaló a las tropas reunidas con un movimiento de barrido del brazo—. Joscelyn, aquí hay veinte lanzas, doscientos hombres flamencos que os seguirán. Yo misma empecé el León Azur con un número parecido de hombres.</p> <p>—Pero yo no quiero dejar el León Azur —dijo Van Mander.</p> <p>Ash mantuvo la sonrisa en el rostro.</p> <p><i>Por supuesto que no. Os conviene más quedaros como una parte significativa de los hombres y oficiales de mi compañía para tratar de influenciar la forma en que yo la llevo. Por eso queréis un líder débil; así conseguís todo el poder y ninguna de las responsabilidades.</i></p> <p><i>Pero si os separáis sois solo un pequeño grupo de hombres sin ninguna influencia, y el peso recae sobre ti. Bueno, es que ya me he hartado de esta compañía dentro de la compañía. Me he hartado de cosas en las que no puedo confiar, Gólem de Piedra incluido. Ciertamente no llevaré a la batalla dentro de cuatro días a una compañía dividida...</i></p> <p>Joscelyn van Mander frunció el ceño.</p> <p>—No pienso.</p> <p>—Acabo... —Ash habló en voz alta, ahogando la voz de él, recuperando la atención de los hombres—. Acabo de hablar con mis señores, el conde de Oxford y Olivier de la Marche, campeón del duque de Borgoña. —Una pausa para dejar que comprendieran aquellos—. Si lo deseáis, Sir Joscelyn, mi señor Oxford os contratará. O si deseáis estar empleado en las mismas condiciones que Cola de Monforte y sus hijos... —vio como los nombres de aquellos famosos mercenarios causaban efecto entre las lanzas flamencas, y aún más, vio cómo lo veía Van Mander— el Duque Carlos de Borgoña os empleará directamente.</p> <p>Los caballeros flamencos rugieron. Mirando a su alrededor, Ash ya pudo ver cuáles de los hombres de armas flamencos volverían sigilosamente aquella noche al campamento del León Azur bajo nombre supuesto; y qué alabarderos ingleses hablarían un fluido valón bajo el mando directo de Olivier de la Marche.</p> <p>Se apoyó en un talón. El barril aguantó su peso. Dejó que el aire cálido soplara sobre su rostro y, llevándose un dedo al cuello de su camisa de mallas, dejó que entrara un poco de aire para refrescar el sudor. Joscelyn van Mander levantó la mirada, con la boca apretada en una estrecha línea, Ash podía imaginarse las palabras que estaba conteniendo... y que tendría que seguir conteniendo si no quería provocar una bronca.</p> <p>Que tendría el mismo efecto: él y sus lanzas tendrían que irse. Ash paseó su mirada por las cabezas de los hombres de armas y del personal de apoyo que estaba junto a los carromatos, tratando de determinar, a ojo de buen cubero, lo limpia que iba a ser la ruptura.</p> <p><i>Mejor quinientos hombres en los que puedo confiar que ochocientos sobre los que tengo dudas.</i></p> <p>Una mano le tiró de los faldones del jubón. Ash bajó la vista.</p> <p>Richard Faversham, diácono, habló con su vozarrón inglés.</p> <p>—¿Celebramos una misa, para rezar pidiendo a Dios buena fortuna para esta nueva compañía de los caballeros flamencos?</p> <p>Ash estudió el rostro de Faversham, infantil a pesar de la barba negra.</p> <p>—Sí. Buena idea.</p> <p>Levantó un puño para llamar la atención y, una vez conseguida, habló en voz alta para hacerlo saber. Siguió manteniendo la atención puesta en Joscelyn van Mander, que se había reunido con sus oficiales. Comprobó visualmente dónde estaba su escolta, dónde estaban sus perros y el gesto impasible de Robert Anselm, Geraint y Angelotti. No pudo ver en ningún punto de la muchedumbre a Florian de Lacey ni a Godfrey Maximillian.</p> <p><i>Joder</i>, pensó, y se dio la vuelta para ver a Paul di Conti izando, en el asta de una lanza, una bandera apresuradamente atada: una de las originales de Van Mander, el navío y la Luna creciente. Con este improvisado estandarte alzado en el aire, la mayor parte de los doscientos hombres que Ash había supuesto que partirían empezaron a moverse hacia él.</p> <p>—Antes de que partáis de este campamento —dijo ella— oiremos misa, y rezaremos por vuestras almas y por las nuestras. Y rezaremos para volver a encontrarnos, <i>mynheer</i> Van Mander, dentro de cuatro días, con los cadáveres del ejército visigodo yaciendo entre nosotros.</p> <p>Mientras el diácono Faversham levantaba la voz para ir organizando las cosas, Ash se bajó del barril y se encontró junto a John De Vere, conde de Oxford. El conde se apartó de su conversación con Olivier de la Marche.</p> <p>—Más noticias, señora capitana. Los espías del duque han traído información de que el frente se ha estirado demasiado; es posible cortarles las líneas de abastecimiento. Y hay tropas turcas apenas a diez millas de aquí.</p> <p>—¿Turcos? —Ash miró pasmada al inglés.</p> <p>—Sí, señora. Seiscientos jinetes de la caballería del sultán—murmuró este, compuesto y con un leve brillo en sus ojos azul pálido.</p> <p>—Turcos. Que me jodan. —Ash dio dos pasos en el suelo de tierra y paja, ignorando la aglomeración de hombres; anduvo en círculos, con la mirada perdida, calculando—. ¡No, tiene sentido! Es exactamente lo que haría yo si fuera el Sultán. Esperar a que el ejército cartaginés estuviera trabado en combate, apoderarme de sus líneas de suministro, dejar que nosotros los hagamos pedazos y recoger los restos... ¿Realmente el Duque Carlos cree que no tendrá un ejército turco a las puertas la mañana después de que derrotemos a los visigodos?</p> <p>—Está deseoso —dijo el conde muy seriamente— de que le quede ejército para ir a enfrentarse a los turcos. Ahora mismo ha llamado a sus sacerdotes para reunirse con ellos. —Ash se persignó distraídamente—. Por lo demás, el grueso de su ejército marchará al sur. Los destacamentos partirán hoy y mañana. Nosotros partiremos con el resto de los mercenarios, pasado mañana. Dejad aquí un campamento base. Preparad a vuestros hombres para una marcha forzada. Ahora veremos, señora, qué tal comandante sois sin vuestros santos.</p> <p style="text-align: center; font-size: 110%; text-indent: 0em; margin-top: 1.5em; margin-bottom: 1.5em; ">★ ★ ★</p> <p>Pasaron cuarenta y ocho horas en medio del caos, con los oficiales del León tratando de imponer el orden: ni Ash ni hombre alguno de la compañía pudo dormir más de dos horas.</p> <p>Unas nubes amarillentas se acumulaban en el horizonte occidental, crepitando con relámpagos estivales. El calor húmedo aumentó. Los hombres se rascaban debajo de las opresivas armaduras y juraban.</p> <p>Brotaron algunas peleas a la hora de cargar la impedimenta en los caballos de carga. Ash estaba en todas partes. Escuchaba a tres, cuatro, cinco personas diferentes a la vez, daba órdenes, respondía, comprobaba los suministros, comprobaba las armas, se ocupaba de los gendarmes y de los guardias de la puerta.</p> <p>Celebró la última reunión de oficiales en la tienda de la armería, entre el hedor del carbón vegetal, el fuego, el hollín y el ruido del martilleo sobre los arneses de munición.</p> <p>—¡Cristo verde! —gritó Robert Anselm, limpiándose el sudor que le caía a chorros por la frente—. ¿Por qué no llueve de una puta vez?</p> <p>—¿Quieres hacer marchar a esta gente con mal tiempo? ¡Tenemos suerte!</p> <p>No obstante, la atmósfera opresiva provocada por la tormenta hacía que a Ash le doliera la cabeza. Cambió de posición, incómoda, mientras Dickon Stour le ponía una nueva greba en la pierna, con el metal aún basto y ennegrecido de la forja. Flexionó la rodilla hasta el ángulo de noventa grados que permitía aquella armadura.</p> <p>—No, me está cortando en la corva. —El hombre desabrochó las toscas correas de cuero remachado—. Déjalo, tengo botas, me limitaré a llevar faldones y rodilleras.</p> <p>—Te he conseguido una coraza pectoral. —Dickon Stour se volvió, la cogió y la sostuvo con unas manos ennegrecidas. ¿Le he agrandado bien los agujeros para los brazos?</p> <p>No había tiempo para forjar un arnés nuevo, así que Ash se dio la vuelta y dejó que él se la colocara y la sostuviera. A continuación, unió las manos ante sí como si empuñara una espada. Los filos de la coraza se clavaron en el interior de sus brazos.</p> <p>—Es demasiado ancha. Vuelve a agrandarle los agujeros. No me importa el acabado. Lo único que quiero es algo que pueda llevar puesto cuatro horas y que desvíe las flechas.</p> <p>El herrero gruñó malhumorado.</p> <p>—¿Han partido ya los hombres del gran duque?</p> <p>—Partieron al amanecer —gritó Geraint ab Morgan por encima del ruido de los martillazos que moldeaban puntas de flecha a toda velocidad.</p> <p><i>En estas cuarenta y ocho horas, casi veinte mil hombres y sus suministros han partido rumbo al sur. Les llevará hasta el día del santo el cubrir los sesenta kilómetros que separan esta ciudad de Auxonne, a nosotros del ejército de la Faris. Dijon está rodeada de polvo, fango y suelo pisoteado. La ciudad y el campo en millas a la redonda han sido despojados de suministros.</i></p> <p>Resonó el trueno estival, casi inaudible sobre el estruendo del martillar de los herreros que hacían puntas de flecha a centenares. Ash pensó brevemente en el camino hacia el sur. Unas pocas millas por el valle y Dijon quedaría tras ellos: <i>no habrá más que unas pocas granjas, aldeas en claros de bosques y grandes extensiones de pastos vacíos, tierra de propios y tierra virgen. Un mundo vacío.</i></p> <p>—Muy bien. Dos horas y partimos.</p> <p style="text-align: center; font-size: 110%; text-indent: 0em; margin-top: 1.5em; margin-bottom: 1.5em; ">★ ★ ★</p> <p>Conforme avanzaban hacia el sur el paisaje se fue haciendo más frío.</p> <p>Al anochecer, a quince kilómetros al sur de Dijon, Ash se apartó de la larga columna de hombres y caballos de carga y espoleó su caballo de monta para subir a un altozano. Manchas de humo negro surgían de unos campos que había al frente.</p> <p>—¿Qué es eso? —se inclinó hacia Rickard mientras el muchacho corría ladera arriba.</p> <p>—¡Están intentando salvar las viñas!</p> <p>—¡Viñas!</p> <p>—Le he preguntado a un anciano. Anoche heló. Así que están haciendo fuegos en el viñedo para intentar impedir que se forme escarcha esta noche. De lo contrario, no habrá cosecha.</p> <p>Dos o tres hombres de armas se apartaban cabalgando de la columna para ir a buscar nuevas órdenes. Ash les dedicó una última mirada a las laderas de la colina y los viñedos: hilera tras hilera de plantas podadas que se aferraban a la tierra, y las distantes siluetas de los labriegos que se movían entre las hogueras.</p> <p>—Maldición, nada de vino —dijo ella. Al girar su caballo, se percató de que Rickard tenía colgados del cinturón cuatro o cinco conejos recién cazados.</p> <p>—Este va a ser un mal año —comentó el conde de Oxford, poniéndose a su altura montado en su ancho castrado.</p> <p>—Les diré a los muchachos que luchamos por la cosecha de vino ¡Eso sí que los va a motivar para patear culos visigodos!</p> <p>El conde inglés entornó los ojos y dirigió la mirada hacia el paisaje que se extendía al sur. Las dos torres de una iglesia señalaban una aldea aislada. Por lo demás, no había nada excepto bosques y tierra sin cultivar; el camino a Auxonne estaba claramente señalado por profundas huellas de carro, excrementos de caballo, hierba pisoteada y demás desechos de un ejército en marcha.</p> <p>—Por lo menos no nos perderemos —dijo Ash.</p> <p>—Veinte mil es una cantidad de hombres difícil de manejar.</p> <p>—Son más de los que tiene ella.</p> <p>El cielo de la tarde se iba oscureciendo hacia el este. Y ahora, perceptiblemente, también hacia el sur, conforme se acercaban a Auxonne: una sombra que no se desvanecía con la luz de ningún amanecer.</p> <p>—Así que ese es el Crepúsculo Eterno —dijo el conde de Oxford—. Crece a medida que nos acercamos.</p> <p style="text-align: center; font-size: 110%; text-indent: 0em; margin-top: 1.5em; margin-bottom: 1.5em; ">★ ★ ★</p> <p>En la víspera del veintiuno de agosto, el campamento del León se extendía al amparo del bosque, a cinco kilómetros de Auxonne. Ash se abría paso entre chozas y hombres que hacían cola esperando la ración de la tarde, esforzándose por parecer animada cuando hablaba con alguien.</p> <p>Henri Brant se le acercó, acompañado del caballerizo jefe.</p> <p>—¿Combatiremos mañana por la mañana? ¿Empezamos a cebar a los caballos para prepararlos?</p> <p>Incluso los caballos de guerra entrenados siguen siendo herbívoros que necesitan estar comiendo constantemente para mantener las fuerzas. Más de una hora luchando, y pierden la energía.</p> <p>Un cielo purpúreo era apenas visible entre las hojas de roble; una brisa húmeda le daba en la piel. Ash se frotó la cara.</p> <p>—Supón que los caballos tendrán que estar listos para la lucha en cualquier momento entre el amanecer y las nueve, mañana. Empieza a darles la comida enriquecida.</p> <p>—Sí, jefa.</p> <p>Thomas Rochester y el resto de su escolta se habían parado a conversar bajo los árboles con Blanche y algunas de las demás mujeres. Ash tomó aire, <i>¡Nadie me está haciendo preguntas! ¡Asombroso!</i> Se dio cuenta, y dejó escapar un suspiro.</p> <p><i>Mierda, me gustaba más cuando no tenía tiempo para pensar.</i></p> <p><i>Y sigue habiendo algo que hacer.</i></p> <p>—No voy muy lejos —le dijo al hombre de armas más cercano—. Dile a Rochester que estoy en la tienda del cirujano.</p> <p>La tienda de Floria estaba a pocos metros de distancia. Ash tuvo que esquivar las cuerdas que ataban la tienda a los troncos de los árboles, en el suelo cubierto de raíces, mientras el cielo amarilleaba y las primeras gotas de fría lluvia empezaban a caer sobre las hojas.</p> <p>—¿Jefa? —dijo el diácono Faversham al emerger de la tienda.</p> <p>—¿Está ahí el maestro cirujano? —dijo Ash ocultando su aprensión.</p> <p>—Está dentro. —El inglés no parecía incómodo.</p> <p>Ash se despidió de él con una inclinación de cabeza, y se agachó para pasar debajo de la solapa de la tienda que el diácono le sostenía. En el interior, a la luz de varios faroles, no vio una tienda vacía, como había temido, sino media docena de hombres en catres. La conversación de estos se detuvo bruscamente, y luego se reanudó en susurros.</p> <p>—Nos estamos moviendo demasiado rápido. —Floria del Guiz, que estaba vendando una fractura en un brazo, no levantó la mirada—. En mi oficina, jefa.</p> <p>Tras dedicar unas palabras a los heridos —dos con un pie aplastado por haberles caído cajas de espadas que estaban cargando en los caballos; uno quemado y uno que se había herido con su propia daga al caerse en plena borrachera— Ash atravesó la cámara vacía del pabellón hasta la pequeña zona cerrada del fondo.</p> <p>La lluvia golpeteaba contra el techo de la tienda. Ash usó yesca y pedernal para prender una vela, encendió los faroles con ella y, justo cuando acababa de terminar, Floria apartó la cortina, entró y se sentó con un gruñido seco.</p> <p>La mercenaria fue directa al grano.</p> <p>—¿Entonces los heridos siguen acudiendo al cirujano de la compañía?</p> <p>Floria levantó la cabeza, y el cabello se apartó de su cara.</p> <p>—En los últimos dos días he tenido aquí diecinueve hombres heridos. ¡Se podría pensar que nadie me golpeó...! —se interrumpió, y unió los dedos por las yemas—. ¿Sabes qué, Ash? Han decidido no pensar en ello. Por ahora. Quizá cuando los hayan hecho picadillo no les importará quién va a coserlos. Pero quizá sí. —Lanzó una mirada intensa a Ash—. Ya no me tratan como a un hombre. Ni como a una mujer. Como a un eunuco, quizá. Algo neutro.</p> <p>Ash cogió un taburete y se sentó en silencio, mientras uno de los ayudantes venía a servir vino y le traía a Floria una capa ligera para que se protegiera del fresco nocturno.</p> <p>—Mañana combatiremos. Ahora todo el mundo está demasiado ocupado con los preparativos. La mayoría de los problemáticos se fue con Van Mander. El resto puede lincharte, o dejar que les salves la vida cuando caigan heridos. En muchos sentidos, necesitamos este combate.</p> <p>La mujer cirujano resopló, y se sirvió vino en un vaso de madera de fresno.</p> <p>—¿Lo necesitamos, Ash? ¿Necesitamos ver a esos jóvenes despedazados, apuñalados y empalados por flechas?</p> <p>—Así es la guerra —dijo Ash en tono neutro.</p> <p>—Lo sé. Podría trabajar en otro sitio. Ciudades afectadas por la peste. Lazaretos. Niños judíos a los que se niegan a atender los médicos cristianos. —Las sombras despedidas por los faroles colgantes confirieron cierto aspecto despiadado a los rasgos de la mujer—. Quizá mañana merezca la pena.</p> <p>—Esta no es la última batalla de Arturo —dijo Ash con cinismo—. Esto no es Camlann. No los derrotamos aquí y empaquetan sus cosas y se vuelven a casa. Ganar este combate no nos dará la victoria en la guerra, aunque los aniquilemos.</p> <p>—¿Y qué pasará?</p> <p>—Tenemos una ventaja de casi dos a uno. Yo preferiría tres a uno, pero los derrotaremos. El ejército de Carlos probablemente sea el mejor y más avanzado que queda en toda la cristiandad. —<i>Pero la Faris venció a los suizos</i>, fue el pensamiento que Ash no se atrevió a pronunciar en voz alta—. Quizá matemos a la Faris, quizá no. De cualquier modo, si la derrotamos aquí no le quedará demasiado ejército y habrá perdido el impulso. Es lo que pasa; una vez que han sido derrotados, es que pueden ser derrotados.</p> <p>—¿Y luego?</p> <p>—Y luego quedan dos ejércitos cartagineses más ahí fuera. —Ash sonrió de oreja a oreja—. O eligen un objetivo fácil, por ejemplo Francia, o se atrincheran para pasar el invierno, o se lanzan contra el sultán. Lo último sería ideal. Entonces ya no será problema de Borgoña. Ni de Oxford. El conde volvería a su condenada guerra.</p> <p>—¿Y nosotros entramos a sueldo del sultán?</p> <p>—A sueldo de cualquiera excepto de ella. —confirmó Ash.</p> <p>—Quieres hablar con ella de nuevo, ¿no? —dijo Florian, perceptiva e inoportuna.</p> <p>—Puedo pasar sin tener la voz de una máquina en mi cabeza. Llevo luchando desde los doce años. —Ash hablaba en tono hosco—. ¿Qué importancia tiene en términos prácticos? ¿Qué puede decirme ella, Florian? ¿Qué puede decirme que yo no sepa ya?</p> <p>—¿Cómo y por qué naciste?</p> <p>—¿Y eso qué importa? Crecí en campamentos —dijo Ash—, como un animal. No sabes cómo es eso. Yo alimento a mis hombres y no permito que les den su parte del botín cuando los soldados se han quedado con lo mejor. El único momento en que alguno pasará hambre será cuando todos pasemos hambre.</p> <p>—Pero la Faris es tu... —Floria se detuvo, dubitativa— hermana.</p> <p>—Y posiblemente no sea la única —dijo Ash con ironía—. Está loca, Florian. Estuvo allí sentada diciéndome que su padre cruza padres con vástagos e hijos con hijas; aparea a los hijos esclavos con sus padres. Generaciones del pecado del incesto. Cristo, me gustaría que Godfrey estuviera aquí.</p> <p>—En todos los pueblos hay de eso.</p> <p>—Pero no de forma tan... —Ash buscó en vano la palabra «sistemática».</p> <p>—Sus magos científicos han proporcionado a la cristiandad la mayor parte de las habilidades médicas que yo he aprendido —dijo Floria—. Angelotti aprendió su oficio de artillero de un <i>amir.</i></p> <p>—¿Y?</p> <p>—Que tu <i>machina rei militaris</i> no es maligna. —Floria negó con la cabeza—. Godfrey nunca dijo que fuera pecado, ¿o sí? Si ya no puedes usarla es una pena, pero no te preocupes, todos sabemos que eres perfectamente capaz de organizar carnicerías por ti misma.</p> <p>—Mmm.</p> <p>—¿Es cierto que Godfrey ha abandonado la compañía? —preguntó bruscamente Floria.</p> <p>—No... no lo sé. Llevo días sin verlo. Desde que partimos de Dijon.</p> <p>—Faversham me ha dicho que lo vio con los visigodos.</p> <p>—¿Con los visigodos? ¿Con la delegación?</p> <p>—Hablando con Sancho Lebrija. —Ash no dijo nada, y la mujer continuó—. No puedo creer que Godfrey haya cambiado de bando. ¿Qué es esto, Ash? ¿Qué está pasando entre él y tú?</p> <p>—Si pudiera decírtelo, te lo diría. —Ash se levantó y empezó a caminar con nerviosismo arriba y abajo. Deliberadamente, cambió de tema—. La milicia de la ciudad no apareció por el campamento. La señora Châlon se mantuvo en silencio.</p> <p>—Más le vale —repuso Floria—. Tendría que haber admitido que soy su sobrina, y nunca haría eso. Estoy a salvo si me mantengo lejos de Dijon. Si no le pido nada.</p> <p>—Todavía te sigues considerando borgoñona —comprendió Ash.</p> <p>—Oh, sí.</p> <p>La oscura mirada de Floria parecía extrañamente extranjera, pensó Ash, considerando que ninguno de ellos tenía lo que podría llamarse nacionalidad.</p> <p>—Yo no me considero cartaginesa. No después de todo este tiempo. Siempre asumí que era una bastarda de la cristiandad.</p> <p>Floria emitió una risita y sirvió más vino.</p> <p>—La guerra no tiene patria —dijo—. La guerra le pertenece al mundo entero. Vamos, mi pequeño Jinete Escarlata. Echa un trago. —Se puso de pie trabajosamente y anduvo hasta situarse detrás de Ash, en cuya espalda apoyó una mano. Le puso el vaso por delante—. No te agradecí que echaras a esos tipos. —Ash se encogió de hombros y se apoyó contra Florian—. Bueno, gracias de todos modos.</p> <p>Florian agachó la cabeza y puso sus labios, leve y rápidamente, sobre la boca de Ash.</p> <p>—¡Cristo! —Ash se puso en pie de un salto y apartó de un empujón unos brazos femeninos que se disponían a abrazarla—. ¡Cristo!</p> <p>—¿Qué?</p> <p>Ash se limpió la boca con el dorso de la mano.</p> <p>—¡Cristo!</p> <p>—¿Qué?</p> <p>El rostro de Ash adquirió una expresión sin que ella se diera cuenta: seria, cínica, tensa. Sus ojos parecían estar viendo algo muy diferente de su cirujano.</p> <p>—¡Yo no soy tu pequeña Margaret Schmidt! ¿Qué es esto? ¿Crees que puedes seducirme igual que tu hermano?</p> <p>Floria del Guiz se incorporó lentamente. Fue a decir algo, se contuvo y habló.</p> <p>—No digas tonterías. Ash esto es... una tontería. ¡Y deja a mi hermano fuera de esto!</p> <p>—Todo el mundo quiere algo. —Ash, de pie con los brazos colgando a sus costados, negó con la cabeza. Sobre ellas, el cono de lona del techo de la tienda ondeaba bajo el tamborileo de la lluvia.</p> <p>Floria del Guiz hizo ademán de alargar la mano hacia Ash, pero se lo pensó mejor. Se sentó.</p> <p>—Ah. —Floria se miró los dedos de los pies. Hizo una pausa y levantó la mirada—Yo no seduzco a mis amigas. —Ash la miraba fijamente, en silencio—. Un día te contaré cómo me echaron de casa a los trece años, y cómo me disfracé de hombre para ir hasta Salerno, porque había oído que allí dejaban estudiar a las mujeres. Bueno, pues estaba equivocada. Las cosas han cambiado desde los tiempos de Trotula<a data-bs-toggle="modal" data-bs-target="#notesModal" type="note" href="#nota13">13</a>. Y te contaré por qué no siento lealtad alguna hacia Jeanne Châlon, que es mi madre en todo salvo en el nombre. Jefa, estás muy mal. Vamos. —Floria le dedicó una sonrisa torcida—. Ash, honestamente.</p> <p>El tono burlón de aquella declaración le subió los colores a Ash, en parte por vergüenza, en parte por alivio, y se encogió de hombros tratando de aparentar despreocupación.</p> <p>—Llevo unos días bastante malos, eso tengo que admitirlo, Floria. Lo siento. He dicho una verdadera estupidez.</p> <p>—Mmm-hmm —Floria la miró enarcando las cejas, con una naturalidad un tanto sobreactuada—. Vamos.</p> <p>Ash se dio la vuelta y fue hacia la salida, donde se quedó mirando el campo. Desde este punto, bajo la linde del bosque, era posible ver las hogueras del contingente principal del ejército borgoñón, más al sur, y la forma plateada de la Luna creciente.</p> <p><i>Faltarán unos dos días para el segundo cuarto</i>, pensó, haciendo una estimación de la curva del astro.</p> <p><i>Solo han transcurrido unas pocas semanas. ¡Cristo, han pasado tantas cosas! ¿A qué estamos ahora, a mediados de agosto? Y la escaramuza en Neuss fue a mediados de junio. Dos meses. Demonios, solo llevo seis semanas casada...</i></p> <p>—Eh —la voz de Floria llegó desde detrás, desde el interior de la tienda—, toma un poco más de vino.</p> <p>La Luna alzándose sobre las colinas del este empañaba de plata el campo visual de Ash.</p> <p>—¿Jefa?</p> <p>Ash se dio la vuelta, y de repente todo estuvo claro: los dibujos de estudios anatómicos colgados en las paredes de la tienda; el rostro de Floria con aquella risita despreocupada. La clase de claridad que acompaña a la conmoción del combate. Reflexionó por unos instantes.</p> <p>—¿Florian, sangré cuando estuve enferma?</p> <p>Floria del Guiz negó con la cabeza, frunciendo el ceño.</p> <p>—No. Te estuve observando, no hubo ningún flujo sanguíneo. No era esa clase de herida.</p> <p>Ash negó con la cabeza, atontada.</p> <p>—Cristo —dijo al fin—. No me refiero a esa clase de sangre. Sangre de mujer. No me ha venido ni este mes ni el pasado. Estoy embarazada.</p> <p style="page-break-before: always; line-height: 0%"> </p> <title style="margin-bottom: 2em; page-break-before: avoid; margin-top: 15%"> <p>Capítulo 6</p></h3> <p></p> <p>Ambas mujeres se miraron fijamente.</p> <p>—¿Usaste algo? —exclamó Floria.</p> <p>—¡Por supuesto que sí! ¿Crees que soy estúpida? Baldina me dio un amuleto para que me lo pusiera. Como regalo de boda. Lo llevaba en una pequeña bolsita al cuello las dos veces que... Todas las veces. —Ash sentía que el aire vespertino perlaba su frente de sudor. La herida le dolía con un dolor sordo.</p> <p>Vio que Floria del Guiz la examinaba con la mirada. No sabía que la mujer estaba viendo a una jovencita vestida con unas calzas y un gran jubón; con espada al cinto y unos guantes metidos bajo el cinturón; sin nada femenino en su figura excepto una cascada de pelo y el rostro, que momentáneamente parecía el de una chiquilla de doce años.</p> <p>—Usaste un amuleto. —La voz de Floria sonó neutra. Hablaba en voz baja, como si temiera que la oyeran fuera de la tienda de mando—. No usaste una esponja, o una vejiga de cerdo, o hierbas. Usaste un amuleto.</p> <p>—¡Siempre había funcionado antes!</p> <p>—¡Gracias a Cristo que yo no tengo que preocuparme por nada de esto! No tocaría a un hombre aunque... —Floria dio dos o tres pasos rápidos, adelante y atrás, sobre las tablas que aislaban el suelo de la tienda del barro, con los brazos apretados contra el cuerpo. Se detuvo frente a Ash—. ¿Has sentido mareos?</p> <p>—Pensé que eran por la herida en la cabeza.</p> <p>—¿Te ha aumentado el pecho?</p> <p>Ash pensó.</p> <p>—Supongo.</p> <p>—¿En que fase de la Luna sueles sangrar?</p> <p>—Este año, casi siempre en el último cuarto.</p> <p>—¿Cuándo sangraste por última vez?</p> <p>Ash frunció el ceño al recapacitar.</p> <p>—Justo antes de Neuss. El Sol seguía en Géminis.</p> <p>—Tendré que mirarte, pero seguro que estás embarazada. —Lo dijo con una brusquedad que no dejaba lugar a dudas.</p> <p>—¡Tendrás que darme algo!</p> <p>—¿Qué?</p> <p>Ash alargó la mano para acercarse un taburete y se sentó, ajustándose la vaina. Unió las manos sobre su vientre, y luego sobre la empuñadura de la espada.</p> <p>—¡Tienes que darme algo para librarme de esto!</p> <p>La rubia cirujano dejó caer los brazos. El farol se balanceaba con el viento nocturno que hacía crujir la tienda. Entrecerró los ojos para mirar el rostro de Ash a través de la luz.</p> <p>—No lo has pensado bien.</p> <p>—¡Claro que lo he pensado!</p> <p>Fría en su interior, inundada de terror, Ash aferró la madera forrada de cuero de la empuñadura de su espada, y bajó la mirada hasta la bola de múltiples facetas del pomo. Sintió el ansia repentina de desenvainar la hoja y cortar algo. El ansia de proclamar que ella seguía siendo ella. Intentó sentir cualquier sensación en el interior de su cuerpo, notar alguna diferencia, y no sintió nada. No tenía sentido que hubiera un feto.</p> <p>—Puedo darte un vino con hierbas, para tranquilizarte —dijo Floria—. Déjame enviar a Rickard en busca de mis cosas.</p> <p>Aquella nota de cautela, de calmar de forma profesional a un paciente histérico, hizo estallar la cólera de Ash. Se levantó.</p> <p>—¡No me van a tratar como a una puta callejera! No pienso tener este niño.</p> <p>—Sí que lo vas a tener. —Floria del Guiz la cogió del brazo.</p> <p>—No. Me lo arrancarás. —Ash se sacudió de encima la mano de Floria—. Y no me digas que no hay cirugía para eso. Cuando yo crecía en la caravana de bagaje, el cirujano de la compañía se encargaba de librar a cualquier mujer que hubiera muerto al tener otro hijo.</p> <p>—No. He hecho un juramento. —La voz de Floria se volvió vehemente, enfadada, cansada—. ¿Recuerdas tu <i>condotta</i>? Esta es la mía: nunca practicar un aborto. ¡Por nadie!</p> <p>—Y ahora que saben que eres una mujer, dicen que no tienes seso para hacer un juramento. ¡Eso es lo que piensa de ti tu fraternidad de doctores! —Ash sacó la espada de su vaina unos centímetros y la volvió a guardar—. ¡No tendré el hijo de ese hombre!</p> <p>—¿Estás segura de que es suyo?</p> <p>La bofetada fue intencionada, un fuerte manotazo en la cara que dejó la mejilla de Floria enrojecida y sus ojos llorando.</p> <p>—¡Claro que lo es! —gritó Ash.</p> <p>El sucio rostro de Floria brilló con alguna emoción que Ash fue incapaz de identificar.</p> <p>—Es un hijo legítimo. Cristo, Ash. ¡Podría ser mi sobrino! ¡Mi sobrina! No puedes pedirme que lo mate.</p> <p>—Aún no tiene alma, no ha dado patadas, no es nada. —Ash la miró con furia—. ¿Es que no me has comprendido? Pues escúchame: no voy a tener este hijo. Si te niegas a practicarme el aborto, encontraré a alguien que lo haga. No tendré este hijo.</p> <p>—¿Ah, no? Ya veremos. Hazme caso. —Floria sacudió la cabeza. La nariz le empezó a moquear, y se limpió con la manga, dejando un rastro de piel limpia. Se rió con la voz quebrada. ¿Que no lo tendrás? ¿Porque es suyo? Si no puedes apartar tus manos de él.</p> <p>La boca de Ash se quedó entreabierta; no dijo nada. Su mente se esforzó por encontrar una réplica. Súbitamente le vino a la cabeza la imagen de un niño pequeño, de unos tres años, con solemnes ojos verdes y pelo rubio. Un hijo para que corretease por el campamento, se cayera de los caballos, se cortara con el filo de las armas, enfermara de fiebres, muriera quizá de hambre algún año difícil; un hijo que tendría los mismos rasgos que Fernando del Guiz, y quizá el mismo humor que Floria...</p> <p>Miró a Floria del Guiz a los ojos.</p> <p>—Estás celosa —dijo Ash con absoluta certeza.</p> <p>—¿Crees que quiero un hijo?</p> <p>—Sí, y nunca lo tendrás. —Consciente de estar diciendo lo imperdonable, impulsada más por el miedo que por la ira, Ash se sumergió de lleno en el sarcasmo más cortante—. ¿Qué vas a hacer, dejar embarazada a Margaret Schmidt? Una sobrina o un sobrino es lo más próximo que vas a tener.</p> <p>—Eso es verdad.</p> <p>—¿Eh? —Ash, que esperaba un estallido de furia, quedó confundida—. Siento lo que he dicho, pero es cierto ¿no?</p> <p>—Celosa. —Floria miró a Ash con una expresión que podría haber sido de humor sardónico, de alivio o de traición, o de las tres cosas a la vez—. Porque no voy a arrancar un niño de tu vientre. Mujer, no quiero verte morir desangrada ni por fiebres posparto; pero por amor de Cristo ¡ten la cosa! No morirás. Eres tan fuerte como un puñetero campesino, probablemente puedas soltarlo un día y volver a tu caballo de guerra el siguiente. ¿Es que no comprendes que librarse de él es peligroso?</p> <p>—¡Un campo de batalla no es seguro! —afirmó Ash con aspereza—. Mira, preferiría no ir a un doctor de la ciudad. No confío en esos bastardos codiciosos, y además ahora no hay tiempo. Tampoco quiero usar los remedios que usan en la caravana a menos que sea absolutamente necesario. ¡Y confío en ti porque me has cosido cada vez que alguien me ha arrancado un trozo!</p> <p>—¡Santa Magdalena! ¿Es que te has vuelto completamente estúpida? Podrías... morir.</p> <p>—¿Y se supone que eso debe impresionarme? Me preparo para eso a diario. ¡Mañana voy a combatir! —Floria del Guiz abrió la boca y volvió a cerrarla—. No quiero tener que darte una orden —dijo Ash descontenta.</p> <p>—¿Una orden? —El rostro de Floria, de perfil, dejó caer una lágrima del ojo, que todavía lagrimeaba de la bofetada de Ash. La cirujano no miró a Ash—. ¿Y qué vas a hacer si me niego a practicar un aborto? ¿Echarme de la compañía? Eso tendrás que hacerlo de todas formas.</p> <p>—¡Cristo, Florian, no!</p> <p>La mano de Floria volvió a agarrar el brazo de Ash.</p> <p>—No es Florian, es Floria. Soy una mujer. ¡Y me gustan las mujeres!</p> <p>—Eso ya lo sé —dijo Ash apresuradamente—. Mira, yo...</p> <p>—¡No lo sabes! —Floria soltó el brazo de Ash. Se quedó por unos momentos con la cabeza gacha, y luego se volvió para mirar a Ash—. No tienes ni la más mínima idea, así que no me digas que lo sabes. ¿Qué se supone que debo hacer cuando la gente que me rodea enloquece porque he yacido con otra mujer? ¿Qué? No puedo luchar contra ellos. ¡No podría hacerles daño aunque luchara! Tengo que fingir que soy algo que no soy. ¿Qué pasa si alguien decide quemarme porque me gustan las mujeres y practico la medicina? —Ash se movió incómoda. Floria del Guiz le mostró sus manos, con las palmas hacia arriba. En el fresco aire bajo la luz de los faroles, Ash vio unas familiares marcas blancas en los dedos de la cirujano—. Esto son marcas de quemaduras. Quemaduras antiguas. Me las hice tratando de sacar... de sacar algo de un fuego, después de que fuera demasiado tarde, porque quería algo, una reliquia, un recuerdo, ya que no podía tenerla viva conmigo. —Floria se pasó las manos por la cara, y el sudor y las lágrimas le mojaron el pelo—. ¿Algún hombre te ha fastidiado una vez y crees que sabes de qué va esto? No me digas que sabes cómo es esto, bravucona, ¡porque no lo sabes! ¡Tú no has estado indefensa en tu vida!</p> <p>El aire se hizo eco del grito. En el exterior de la tienda, los guardias se movieron. Ash se acercó a la entrada para darles órdenes en voz baja.</p> <p>—Y ahora vas a tener un hijo. ¡Pues bienvenida a ser una mujer! —escupió Floria del Guiz.</p> <p>—Cristo, Floria... —protestó Ash.</p> <p>Floria no la dejó acabar.</p> <p>—¡Quizá no deberías haber tenido tantas ganas de follarte a mi hermano! —Ash solo pudo quedarse mirándola. Entre el asombro y la conmoción de sentir como si le hubieran pegado una patada en el vientre, no pudo poner sus pensamientos en orden para encontrar una respuesta, no pudo decir nada de nada—. ¡Haría cualquier cosa por ti! Siempre lo he hecho. ¡Pero no haré esto! —El tono de voz de Floria subió una octava—. ¡No te quedes ahí sentada! ¡Di algo!</p> <p>Ash la miraba en un horripilado silencio; intentó hablar; luego bajó la cabeza para apartar la mirada del feroz rostro de la mujer y miró a la tierra esparcida de paja.</p> <p><i>Debería decírselo a Fernando</i>, llegó el pensamiento a su cabeza, claro y firme.</p> <p><i>Pero si es un hijo, me lo quitará.</i></p> <p><i>Y de todas formas no puedo tenerlo.</i></p> <p><i>Más de una mujer ha cabalgado a la batalla con una barriga.</i></p> <p><i>Sí, y más de una mujer ha sufrido fiebres-posparto y ha muerto sin que los cirujanos le sirvieran de nada.</i></p> <p>Con la misma claridad, se dio cuenta de algo: <i>no lo tendré porque es suyo.</i></p> <p>—¡Ash! —rezongó la voz de Floria.</p> <p>Ash la ignoró.</p> <p>Con suma cautela, empezó a considerar la idea de llevar el embarazo a término.</p> <p><i>No supondría tanto tiempo en mi vida. Meses. Aunque es mal momento porque nos enfrentamos a una guerra... aunque hay mujeres que han combatido así antes. Me seguirían. Vaya si me encargaría yo de ello.</i></p> <p>La fuerza de su miedo a que su cuerpo cambiara fuera de su control, la pura enormidad de aquella realidad física, la dejó asombrada. <i>¿Pero y cuando acabe! ¿Y cuando nazca?</i> Consciente de que, hasta cierto punto, se estaba permitiendo un bonito sueño, Ash imaginó un hijo o una hija.</p> <p><i>Al menos entonces tendré familia consanguínea. Alguien que se parezca a mí.</i></p> <p>Con eso, un escalofrío le puso literalmente de punta el vello de la nuca.</p> <p>Ya tienes alguien que se parece a ti. Que es exacta a ti.</p> <p>—¿Y quién sabe qué engendraría? ¿A un retrasado deforme? ¡Por Cristo y todos los santos, no! No puedo dar a luz a un monstruo.</p> <p><i>Ya se estará acercando a los cuarenta días. Tengo que librarme de él, antes de que se le insufle espíritu.</i></p> <p><i>Antes de que tenga alma.</i></p> <p>La voz de la mujer rompió bruscamente su concentración.</p> <p>—Ya está. ¿Qué tengo que hacer? ¿Esperarte eternamente? ¿Quedarme aquí sentada hasta que los gilipollas de ahí fuera decidan si tener una cirujana bollera es lindo y perfecto? Quédate con tu condenada compañía. —Floria se dio la vuelta y avanzó hacia la solapa de la tienda; sin acortar el paso al salir—. ¡Y con tu hijo! Es problema tuyo, Ash. Resuélvelo. No me necesitas. ¡Ash no necesita a nadie! Mañana estaré en el campo de batalla con el cirujano general del duque, donde puedo hacer aquello para lo que me han entrenado.</p> <p style="text-align: center; font-size: 110%; text-indent: 0em; margin-top: 1.5em; margin-bottom: 1.5em; ">★ ★ ★</p> <p>Antes del amanecer, con los bosques apenas iluminados para moverse por ellos sin tropezar, Ash fue con los demás comandantes para examinar el terreno antes de la batalla.</p> <p>El aire le daba en el rostro. Se condensaba en el interior de la visera de su casco, oliendo a óxido y armerías, sus botas resbalaban sobre las hojas húmedas. Casi chocó contra el conde de Oxford, que estaba de pie algo retrasado respecto del grupo principal del duque de Borgoña y sus oficiales, situados en la carretera principal de entre Dijon y Auxonne. Una creciente palidez a su izquierda le reveló la silueta de John De Vere.</p> <p>—¿Sigue el ejército visigodo en posición? ¿Qué planea el duque? —le preguntó Ash en voz baja.</p> <p>—Sí, sigue en posición. El duque planea luchar fuera de Auxonne —murmuró sucintamente Oxford—. Sus fuegos de campamento están donde informaron los exploradores, lo bastante cerca. A una media milla al sur por la carretera principal. Vos y yo, señora, hemos de formar en la izquierda de la línea, con los demás mercenarios.</p> <p>—No confía en nosotros, ¿no? De lo contrario nos pondría en la derecha, donde la lucha es más intensa<a data-bs-toggle="modal" data-bs-target="#notesModal" type="note" href="#nota14">14</a>. —Ash bajó la mano para ajustarse la hebilla de un quijote; incluso con un agujero adicional taladrado en la correa, la pieza de armadura prestada no se ajustaba demasiado bien—. ¿Nos dejará al menos que intentemos un ataque en cuña? Podríamos eliminar a la Faris.</p> <p>—El duque dice que no: posiblemente tendrá señuelos<a data-bs-toggle="modal" data-bs-target="#notesModal" type="note" href="#nota15">15</a> en el campo.</p> <p>Las siluetas de hombros se movían recortándose contra la luz. En este punto tanto la carretera como el río viraban repentinamente hacia el este, a su izquierda, apartándose de la leve pendiente que bloqueaba el valle fluvial al sur. Los hombres avanzaban por la carretera y salían de ella, avanzando por el pasto y desplegándose por la colina que había frente a ellos. El cielo apenas brillaba más que la tierra. Ash se dio cuenta de que los hermanos de De Vere lo acompañaban; miró hacia atrás por encima del hombro en busca de Anselm, presente, y del ojeroso Angelotti.</p> <p>—Muy bien —le dijo Ash tranquilamente a Oxford, mientras seguían avanzando por la fría mañana—, ¡entonces puede que tengamos que matarla varias veces! Dejadme reunir una partida de caza, mi señor. Podría rodear uno de los flancos con unos cien de los nuestros. Dentro y fuera en un santiamén. Ya se ha hecho antes.</p> <p>—El duque ha solicitado que yo encabece vuestra compañía, bajo su estandarte —dijo Oxford con voz desolada—. Haremos como se nos ordena. Y esperemos que para esta noche ya no sea necesario pensar en hacer una incursión contra Cartago.</p> <p>El suelo se levantaba bajo los pies de ella. El rocío oscurecía el cuero de sus botas y la parte baja de su vaina. El aire estaba helado pero limpio; no más lluvia.</p> <p>—Mi señor, mis fuentes —los contactos de Godfrey ahora la informaban directamente a ella— dicen que han seguido trayendo suministros aún por la noche. Puede que los hayamos cogido preparándose para la marcha. Están usando sus gólems mensajeros para tirar de algunos carromatos. ¡Tienen que estar desesperados!</p> <p>—Quiera Dios que estén cubriendo más territorio del que pueden mantener —dijo De Vere, con un tono lúgubre para tratarse de un hombre con un contingente que superaba en número al enemigo.</p> <p>Ash llegó hasta la cima de la colina, con las botas resbalando sobre el barro, respirando fuerte, y miró a través de la penumbra.</p> <p>En este punto un espolón de colina se adentraba en el valle fluvial. Ellos se encontraban en su extremo occidental, más bajo, con el antiguo y frondoso bosque a la derecha. No había forma de mover tropas a través del mismo. Los exploradores habían informado de que era más fácil avanzar sobre los árboles que por el suelo.</p> <p><i>Esto debería conducirnos al norte de su campamento. Me pregunto si ya habrán partido los heraldos. Por lo menos ya nos hemos encontrado. Podíamos haber estado dando vueltas por estos montes durante días.</i></p> <p>La tentación de susurrarle a aquella parte interior de ella que oía voces: <i>comandante en jefe, ejército visigodo, probable ubicación</i>, era casi irresistible.</p> <p><i>¿Podría responder a eso la</i> machina rei militaris? <i>¿Mentiría? ¿Sabría ella que yo he preguntado?</i></p> <p>No tenía sentido hacerse aquellas preguntas. La única alternativa segura era actuar como si la Faris fuera a saberlo.</p> <p>Emprendieron el camino pendiente abajo. El golpeteo metálico de la armadura de ella siguió la estela del duque de Borgoña, consciente de que casi cualquier otro comandante hubiera inspeccionado el campo a caballo, pero que el Duque Carlos quería saber cómo era esa colina para los hombres a pie y los que llevaban los cañones. Ash quedó un tanto impresionada; animada. Delante de ella comenzaron unos diálogos rápidos y en voz baja. Ash forzó la vista, tratando de ver algo a la débil luz del amanecer.</p> <p>Sus zancadas iban ganando terreno, colina abajo, y le dolían las pantorrillas. Al pie de la larga ladera, notó que el suelo era blando: matorrales y cañaverales bloqueaban el amanecer por ese lado. ¿Pantanos quizá? ¿En esta margen del río?</p> <p>La penumbra que precedía al amanecer no se hizo más brillante.</p> <p>Al frente había un horizonte de colinas y densos bosques. El lejano tañer de una campana perforó la oscuridad, quizá proveniente de la abadía de Auxonne.</p> <p><i>¿Estarán los otros inspeccionando el terreno ahora? ¡Si nos encontrásemos...!</i></p> <p>Los oficiales y hombres del duque se apartaron, mientras Cola de Monforte decía algo en voz baja. Ash solo pudo oír «un perfecto punto de embotellamiento». Retrocediendo hasta el extremo oriental del espolón, llegaron a la carretera junto al río. El movimiento se hizo más fácil, al ser el suelo más firme. Ash echó una ojeada al extremo oriental del espolón, más escarpado, que dominaba la carretera de Dijon.</p> <p><i>Si nos desplegamos en la pendiente, ese será el extremo izquierdo de la línea. Allí estaremos. Si tratan de avanzar por la carretera, caeremos sobre ellos por su desprotegida retaguardia. Si tratan de flanquearnos, ese acantilado... bueno, no puedo hablar por el resto del ejército borgoñón, ¡pero nosotros vamos a estar muy bien!</i></p> <p><i>Excepto que lo que harán será prepararse para el combate y venir por la pendiente sur arriba hacia nosotros...</i></p> <p>—Mis señores —dijo la voz del Duque Carlos de Borgoña—, volvamos al campamento. Está claro en mi mente. Lucharemos tan pronto como podamos en esta mañana del día del santo. ¡Que Sidonio nos guarde!</p> <p><i>¡Una decisión!</i>, aplaudió Ash con ironía en su mente.</p> <p>—Chicos —dijo ella.</p> <p>—¿Jefa? —Robert Anselm se puso inmediatamente a su lado en la oscuridad de la mañana, con Antonio Angelotti y Geraint ab Morgan pisándole los talones.</p> <p>El conde de Oxford emitió un torrente de rápidas órdenes; Dickon, George y Tom De Vere fueron a sus asuntos; luego se volvió y le dijo algo al Vizconde Beaumont, que se rió. Una corriente eléctrica recorrió al grupo de hombres, que ahora eran conscientes de que aquel día había posibilidades de que murieran, o de que ganaran honor, dinero, supervivencia.</p> <p>—Dios, perdóname si alguna vez te he ofendido —dijo Ash formalmente, y abrazó a Robert Anselm, que le devolvió el abrazo.</p> <p>—Así como yo espero ser perdonado, así te perdono en el nombre de Dios —dijo él, retrocediendo un paso sobre la hierba empapada de rocío en la margen de la carretera—. Allá vamos, ¿no?</p> <p>Ash cogió a Angelotti por el antebrazo y palmeó a Geraint en los hombros. Le brillaban los ojos.</p> <p>—Allá vamos. Muy bien. Aquí es donde el León Azur hace aquello para lo que le pagan. Ponedlos en formación de combate.</p> <p>Aceleró y acabó el recorrido, caminado hacia el lindero del bosque, al norte, y el campamento más rápido de lo que era seguro en la penumbra del amanecer. Alcanzó al conde de Oxford y señaló al duque de Borgoña.</p> <p>—Si no nos deja encargarnos de la Faris... mi señor conde, me gustaría discutir con vos las tácticas para esta batalla. Tengo una idea.</p> <p>George De Vere, que ahora estaba tras ella, habló con sarcasmo.</p> <p>—Las tres palabras más terroríficas del idioma. Una mujer diciendo «tengo una idea».</p> <p>—Oh, no. —Ash le sonrió dulcemente en la tenue luz—. Hay dos palabras mucho más terroríficas: un jefe diciendo «estoy aburrido». Preguntadle a Fl... preguntadle a mi cirujano. —John De Vere pareció sonreír bajo su visera levantada—. Tenemos superioridad numérica. No creo que los turcos vengan de nuestro lado; son observadores. Tenemos cañones. Tenemos que ganar, pero los visigodos derrotaron a los suizos y no hubo supervivientes para contarnos cómo lo hicieron. Solo rumores: «luchan como demonios de los pozos del averno».</p> <p>—¿Y? —preguntó el conde de Oxford.</p> <p>—Mi señor —dijo ella tranquilamente—, mirad ese cielo. Hoy hará poco Sol, o ninguno. Cuando combatamos aquí, combatiremos bajo la sombra de su oscuridad. Frío, poca luz... Una batalla de invierno. —Sin que la vieran, cerró la mano en un puño, clavándose las uñas en la palma, y no mostró nada de lo que sentía—. Deberíamos hablar con nuestros sacerdotes. —Señaló la cruz de espino que colgaba al cuello del conde, su silueta oscura recortada contra el tabardo de este—. Tengo una idea. Es hora de que Dios nos conceda un milagro, Vuestra Gracia.</p> <p style="text-align: center; font-size: 110%; text-indent: 0em; margin-top: 1.5em; margin-bottom: 1.5em; ">★ ★ ★</p> <p>Dos horas después de haber inspeccionado el terreno, Ash estaba junto al cálido flanco de <i>Godluc</i>, con Bertrand sosteniendo las riendas del caballo de guerra y Rickard llevando su yelmo y su lanza. Las grebas se las había pedido prestadas a un bajo y corpulento caballero inglés del séquito de De Vere. No le estaban bien.</p> <p>La mitad del cielo que había sobre ella estaba negra.</p> <p>El este, por donde debería haber salido el Sol sobre el inmenso ejército, era una profunda oscuridad. Solo tras ellos una extraña semioscuridad impulsó a los gallos del tren de bagaje a cacarear un tardío aviso de amanecer. Al mirar pendiente abajo, hacia el sur, Ash ya no pudo ver los fuegos de campamento enemigos.</p> <p>Tras ella, la parte del cielo que no estaba negra había estado cubierta con una sombra de luz matinal. Ahora se estaba nublando rápidamente, oscureciendo como el este y el sur. Las nubes se fundían, amarillentas y gordas, tan altas como murallas de castillos o pináculos de catedrales.</p> <p><i>Jesucristo</i>. Quinientas personas organizadas. En su sitio, donde tenían que estar.</p> <p>—¡Estoy demasiado hecha polvo para luchar! —susurró Ash.</p> <p>Rickard sonrió, débilmente. El aliento del caballo de guerra de ella formaba nubecillas de vapor. Ash miró pendiente arriba al horizonte y a las múltiples fuerzas del ejército borgoñón.</p> <p><i>La vista principal de un campo de batalla son piernas</i>, pensó en el momento de tranquilidad que sigue a un gran esfuerzo.</p> <p>Desmontada, tenía la impresión de que el campo de batalla no consistía nada más que en piernas. Patas de caballo, a centenares, algunas cubiertas por gualdrapas con emblemas heráldicos que colgaban fláccidas en el aire frío y húmedo, pero la mayoría patas desnudas de bayos, ruanos o negros, moviéndose mientras los caballeros remontaban la cresta de la colina y se ponían en posición. Y piernas de hombres, hechas esbeltas por las armaduras plateadas, ya que todos los caballeros y la mayoría de los hombres de armas llevaban acero en los miembros inferiores; incluso las brillantes calzas de los arqueros tenían discos metálicos protegiendo las vulnerables rodillas. Centenares de piernas y patas: pies pisoteando lo que antes había sido el trigo de algún señor y ahora era un revuelto de barro y estiércol de caballo.</p> <p>Los minutos corrían. ¿Seguro que había pasado ya la tercera hora de la mañana? Un soplo de aire frío y húmedo le dio en la cara. Las trompetas resonaron. Apenas tuvo tiempo para mirar atrás a Anselm, Angelotti, Geraint ab Morgan; los tres rodeados por sus grupos de sargentos, capitanes artilleros y adalides, dando órdenes furiosa, vehementemente.</p> <p>—Montando —murmuró, y cogió su yelmo de manos de Rickard. Lo maniobró cuidadosamente sobre su pelo trenzado y se lo ajustó en la cabeza. Dejó que la correa de la hebilla colgara libremente por el momento. Un pie encontró el estribo y se subió ágilmente a la silla.</p> <p>Desde aquí, levantada del suelo, cambió su perspectiva: el campo de batalla se convirtió en cascos y estandartes. Plata resaltando sobre nubarrones negros, una masa de hombros de acero le bloqueaba la vista: caballeros ataviados con sus hombreras articuladas. Jinetes agrupados, gritándose, ataviados con una variedad de celadas italianas de cola de pato y celadas alemanas con largas colas puntiagudas, rematadas por cimeras de bestias heráldicas; colores cuyo apagamiento se reflejaba en la lacia seda húmeda de los estandartes y pendones.</p> <p>Robert Anselm golpeó sus manos.</p> <p>—¡Que me jodan, vaya frío!</p> <p>—¿Todo el mundo tiene claro lo que tiene que hacer?</p> <p>—Sí. —Anselm tenía la celada echada hacia atrás en la cabeza. Miró á Ash desde debajo del casco—. Seguro. Los veinte mil de nosotros...</p> <p>—Sí, vale. No importa. Ningún plan ha sobrevivido nunca ni diez minutos después de que comenzara la lucha... Ya improvisaremos. —Por la ladera de la colina, Ash podía mirar a izquierda y derecha y ver al ejército borgoñón tomando posiciones a caballo o a pie: veinte mil efectivos—. Creo que ese es el estandarte de Olivier de la Marche, en la derecha —le comentó a Rickard. El chico asintió con una rápida inclinación de cabeza—. Y los mercenarios allí a la izquierda, y allá el estandarte personal de Carlos, en el centro más pesadamente acorazado. Deberías estudiar heráldica. Nos vendría bien un buen heraldo en el León Azur.</p> <p>El chico frunció sus pobladas cejas negras.</p> <p>—¿Cuántos de ellos saben luchar, jefa?</p> <p>—Hum. Sí. Puede que esa sea mejor pregunta que quién es un cuervo y quién un león pasante... —Ash sintió que le gruñían las tripas—. Yo diría que unos dos tercios de ellos. El resto son levas de campesinos y milicias ciudadanas. —Movió a <i>Godluc</i> unos pasos y se inclinó hacia un lado, incapaz de ver a Angelotti, que ahora se encontraba con los demás maestros artilleros, ya que el duque había decidido agrupar sus culebrinas<a data-bs-toggle="modal" data-bs-target="#notesModal" type="note" href="#nota16">16</a> en el centro—. Es disentería —dijo ella con firmeza—. Por eso estoy a punto de cagarme. Es disentería.</p> <p>Geraint ab Morgan avanzó hasta ponerse a la altura de su otro estribo y asintió.</p> <p>—Eso es cierto, jefe. Esta mañana hay mucha disentería.</p> <p>Con un gesto hacia sus oficiales, Ash subió la ladera de la colina a paso calmado y remontó la cresta seguida por su estandarte personal, portado por Robert Anselm. Llegó hasta donde Euen Huw y su lanza protegían el estandarte del León Azur, en el centro de quinientos combatientes. El pomo de su espada tamborileaba arrítmicamente contra su armadura al cabalgar. Una leve humedad empezó a aguijonear su cara y sus manos descubiertas.</p> <p>—¿Dónde está el puto enemigo? Ah, allí.</p> <p>Al pie de aquella pendiente engañosamente suave (<i>sé una putada para ascenderte</i>, comentó ella mentalmente) grupos de oscuridad se movían en la oscuridad. Unidades de hombres en movimiento. El destello de la punta metálica del astil de un estandarte. Una yegua en celo relinchando ante los caballos de guerra francos.</p> <p>—¿Cuántos hombres? —murmuró Robert Anselm.</p> <p>—Ni idea... Demasiados.</p> <p>—Siempre son «demasiados» —observó el hombre de más edad—. ¡Dos labriegos con un palo son «demasiados»!</p> <p>El diácono de Godfrey salió corriendo de entre la masa de hombres armados. Ash buscó automáticamente a Godfrey Maximillian junto a Richard Faversham; tras cuatro días seguía buscando. Había dejado de hacer preguntas.</p> <p>—¿Qué ha dicho el obispo? —preguntó ella imperiosamente.</p> <p>—¡Ha dado su consentimiento! —Richard Faversham habló en voz baja, lo suficiente como para que ella tuviera que inclinarse para oírlo, torpemente con una brigantina que no estaba diseñada para hacer eso.</p> <p>—¿Cuántos sacerdotes tenemos?</p> <p>—Con el ejército unos cuatrocientos. Con la compañía solo dos: yo mismo y el joven Digorie aquí presente.</p> <p>Él tampoco mencionó a Godfrey. ¿Darían ya por supuesto los dos que había dejado la compañía? ¿Sin decir ni palabra?</p> <p>Ash dio un puñetazo al pomo de la silla con la mano desnuda. Bajó la vista hasta su piel fría, y extendió la mano para coger los guanteletes. Rickard, de puntillas, se los puso en la mano. Mientras se abrochaba el izquierdo, siguió con la vista bajada, mirando a Richard Faversham y al vehemente y huesudo joven moreno que había presentado como Digorie.</p> <p>—¿Estás ordenado? —le preguntó.</p> <p>Digorie extendió una mano que parecía ser todo nudillos y aferró la mano desnuda de ella en un fortísimo apretón.</p> <p>—Digorie Paston<a data-bs-toggle="modal" data-bs-target="#notesModal" type="note" href="#nota17">17</a>, señora —dijo en inglés—, ordenado allá en Dijon por el obispo de Carlos. No os fallaré a vos ni a Dios, señora.</p> <p>Al oír el orden en que lo había dicho, Ash levantó una ceja, pero logró contenerse de efectuar comentario alguno.</p> <p>—Vosotros vais a ganar esta batalla para nosotros, Digorie, Richard —dijo ella—. Bueno, vosotros dos y los otros trescientos noventa y ocho...</p> <p><i>Godluc</i> respondió a un toque de las espuelas y la llevó a un punto desde donde podía otear colina abajo, sobre las cabezas de sus propios hombres, hacia el ejército visigodo.</p> <p>—Oh, mierda —comentó Ash—. Lo que faltaba.</p> <p>Bajo la tenue luz pudo ver docenas de estandartes de mando visigodos, que abarcaban la carretera de Dijon en dirección a Auxonne, y los millares de hombres que marchaban a pie y a caballo junto a ellas. Entrecerrando los ojos para protegerlos del gélido y húmedo viento, reconoció las posiciones: <i>han anclado firmemente su flanco derecho contra el pantano de allí, al norte; y tienen el valle del sur, allí, cubierto con cuatro compañías de tropas, y...</i></p> <p>Y.</p> <p>—Bien —La voz de Ash sonó débil incluso a sus propios oídos—, estamos jodidos. Estamos pero que bien jodidos.</p> <p>Robert Anselm se agarró al estribo y se aupó brevemente, lo justo para mirar al otro lado de la pendiente y ver lo que veía ella.</p> <p>—¡Hijo de puta!</p> <p>Bajó de un saltito, clavando los talones en el barro.</p> <p>Ash movió la mirada, entornando los ojos para asegurarse de que veía bien con tan poca luz. No había posibilidad de error. Sobre las tropas que anclaban el ala derecha visigoda, aproximadamente unos mil entre arqueros y caballería ligera, ondeaban estandartes blancos.</p> <p>El viento hacía ondear la seda en el aire, permitiendo ver con claridad las medias lunas rojas.</p> <p>—Eso son tropas turcas —confirmó ella.</p> <p>—Se acabaron las esperanzas de que cortaran las líneas de abastecimiento visigodas... —murmuró Robert Anselm bajo ella.</p> <p>—Sí, no solo no van a cortar sus líneas de suministro sino que hay un destacamento de tropas del sultán en la vanguardia. Joder —exclamó Ash—. Ha habido alguna clase de tratado, de alianza, algo... ¡El puto sultán se acuesta con el puto califa!</p> <p>—Eso lo dudo seriamente —dijo John De Vere, mientras llegaba cabalgando junto a ellos.</p> <p>—¿Sabíais algo de esto, mi señor?</p> <p>El rostro de De Vere, bajo la visera levantada de su almete, estaba blanco de ira.</p> <p>—¿Para qué iba el Duque Carlos a decirle nada a un conde inglés desposeído? Sus informadores son demasiado buenos como para que no lo supiera. Debe de pensar que puede derrotarlos —dijo abruptamente el conde de Oxford—. ¡Por los dientes de Dios! ¡Cree que puede derrotar a los visigodos y a los turcos! Cuanto mayor sea el enemigo, mayor será la gloria.</p> <p>—Estamos muertos —canturreó Ash—. Estamos muertos... Bueno, mi señor. Si queréis mi consejo, ateneos al plan. Dejad que los sacerdotes recen.</p> <p>—Si quisiera vuestro consejo, señora, os lo habría pedido.</p> <p>Ash le sonrió.</p> <p>—Bueno, lo habéis conseguido gratis. Y eso no puede decirlo todo el mundo. Soy mercenaria, ya sabéis.</p> <p>El humor contenido en los ojos de él le hizo salir patas de gallo. La risa se desvaneció, mientras Ash y él tranquilizaban a sus inquietos caballos. A la luz del crepúsculo, parecía que las batallas<a data-bs-toggle="modal" data-bs-target="#notesModal" type="note" href="#nota18">18</a> turcas y visigodas se dirigían a lo que sus exploradores habían determinado que serían las posiciones óptimas.</p> <p>—¿Os seguirán vuestros hombres en esto?</p> <p>—Están algo más asustados de mí que del enemigo; además, puede que los visigodos no los alcancen, pero mis gendarmes lo harán seguro —dijo Ash distraídamente.</p> <p>—Mucho depende de esto, señora.</p> <p>Una sensación de gran relajación recorrió el cuerpo de ella. Bajó las manos para ajustar la correa de la pancera que le protegía el vientre, y pensó con añoranza en la protección que le ofrecía una armadura completa. Apoyó la mano en la empuñadura de la espada, revestida de cuero, y comprobó la cadena del fiador que la unía a su cinturón.</p> <p>—Ya me he librado de los estorbos —dijo Ash devolviéndole la mirada—. La mayor parte del resto de esos hombres lleva ya tres años luchando para mí. El Duque Carlos no les importa una mierda. El conde de Oxford, perdón, tampoco les importa una mierda. Lo que les importa son sus compañeros de lanza y yo, porque los he sacado de una pieza de campos de batalla peores que este. Así que sí, lo harán. Quizá. Lo demás da lo mismo.</p> <p>El conde de Oxford la miró con curiosidad. Ash evitó la mirada del inglés.</p> <p>—Está bien. Nos enfrentamos a una gente que derrotó a los suizos. La moral no está tan alta. ¡Preguntadle a Cola de Monforte!</p> <p>Una trompeta resonó por todo el campo. Las voces de los hombres quedaron momentáneamente en silencio. Los sonidos de los caballos, de sus arneses, el entrechocar de las gualdrapas y los resoplidos dieron paso a los distantes gritos de los sargentos arqueros, y a un impío cántico proveniente de la posición de los artilleros. Ash se incorporó sobre sus estribos.</p> <p>—Mientras tanto —dijo Ash—, todavía queda esperanza, y tengo un contrato con vos.</p> <p>El conde de Oxford vio acercarse a sus hermanos, y Ash vio venir al resto de sus oficiales; todos ellos con preguntas, solicitando órdenes e indicaciones, y el tiempo ya empezaba a correr hacia la nada.</p> <p>John De Vere le ofreció la mano formalmente, y Ash se la estrechó.</p> <p>—Si sobrevivimos —dijo él—, tendré que haceros algunas preguntas.</p> <p>—Buena cosa que no usen cañones —le murmuró Ash a Robert Anselm—. Harían lo que Ricardo de Gloucester le hizo a vuestros Lancaster en Tewkesbury, ¡y nos barrerían de esta colina a cañonazos!</p> <p>Anselm asintió indicando su acuerdo.</p> <p>—El duque lo tiene bien pensado.</p> <p>—¡Maldito Carlos de Borgoña! —dijo Ash—. ¿Por qué tengo que luchar en una puta batalla inútil antes de poder hacer nada bueno? Lo que hay que eliminar no es a esa gente, ¡es el puto Gólem de Piedra, que le está diciendo a ella cómo ganar! Esto es una completa pérdida de tiempo.</p> <p>—En especial si nos matan —gruñó Anselm.</p> <p>Los dos se sentaron en sus sillas de montar, mirando por la larga y fangosa pendiente cómo galopaban los estandartes, a medida que la caballería ligera visigoda se ponía en posición. El estandarte de la Faris estaba en el centro; como los exploradores de Ash la habían informado, era una cabeza parlante sobre campo negro. Distraídamente, Ash reposó la mano en los faldones de la brigantina, sobre su vientre.</p> <p>Repentina y dolorosamente echó de menos lo que diría Florian en aquel momento, si estuviera allí. Algo cáustico acerca de la estupidez de la vida militar, de las batallas y de que te cortaran a trozos por motivos insuficientes.</p> <p>—Florian diría que yo tengo que luchar más duramente porque soy mujer —dijo Ash con desparpajo, mientras observaba a sus oficiales moviéndose tras las líneas de hombres—. Querría decir que a un comandante varón lo tomarían prisionero, pero a mí me violarían en grupo.</p> <p>Anselm gruñó.</p> <p>—¿Si? Yo fui el que encontró a Ricardo Valzacchi después de Molinella, ¿recuerdas? Atado a un carromato con el asta de un jifero metida por el culo. Creo que él... ella está confundiendo la guerra con otra cosa...</p> <p>Lo poco que Ash podía ver del rostro de Anselm en la «v» que quedaba entre el barbote y la visera levantada quedaba ahora oculto por el paso de los oscuros nubarrones por el cielo; un río de húmeda y oscura sombra que apagaba el brillo de los estandartes azules, rojos y amarillos, mataba las puntas y ganchos de las archas y provocaba maldiciones en voz baja entre arqueros y ballesteros.</p> <p>Un soplo de aire frío hizo caer lluvia sobre su cara; helada, casi aguanieve.</p> <p>Ash picó espuelas en los flancos del gran castrado y descendió por la pendiente entre las líneas de las compañías. Los grandes pero ligeros cascos de <i>Godluc</i> encontraron el camino entre hombres y mujeres cubiertos con cotas de malla y cascos, allí de pie sobre la cosecha pisoteada y húmeda.</p> <p>—¡Están humedeciendo las cuerdas de las ballestas, jefe! —gritó Ludmilla Rostovnaya.</p> <p>—¡Destensad los arcos y ballestas y quitadles las cuerdas! —ordenó Ash—. Ya llegará vuestro momento, chicos. Guardad las cuerdas debajo de los cascos. Esto se va a poner condenadamente mal... ahora.</p> <p>Nada más decir eso, las campanas de la iglesia de la lejana Auxonne tañeron y resonaron entre las colinas. Un gran ruido de voces brotó de detrás de la línea de batalla borgoñona. Un coro cantando misa. Ash levantó la cabeza. Un leve aroma a incienso llegó a sus fosas nasales. Un poco más arriba de la abarrotada pendiente, Richard Faversham y Digorie Paston estaban arrodillados en el fango, crucifijo en mano, y el joven Bertrand sostenía una apestosa vela de sebo.</p> <p>—¡Miserere, miserere! —murmuraban las voces alrededor de Ash.</p> <p>Percibió un destello de negro y blanco cuando una urraca atravesó el campo volando, y de forma automática, Ash se persignó y escupió.</p> <p>Un rayo de color azul, aproximadamente del tamaño de su puño, pasó como una exhalación entre las mojadas espigas, bajo el hocico de <i>Godluc</i>. Las fosas nasales de este emitieron vapor.</p> <p>Ash vio alejarse al martín pescador.</p> <p>Volvió a picar espuelas en los flancos de <i>Godluc</i>, subió y recogió el hacha y la lanza de manos de Rickard y, cuando cerraba el barbote hacia arriba y la visera hacia abajo, los primeros copos blancos cayeron sobre la gualdrapa azul y dorada de <i>Godluc.</i></p> <p>Ash levantó la cabeza, ya que el dorso curvo de su celada le permitía mirar hacia arriba. Arriba, en el cielo oscuro, bajaban flotando puntitos blancos.</p> <p>En un instante, un aullido de blancura se arremolinó en las nubes. Los copos de nieve pasaron de ser un fino polvillo a ser copos grandes y húmedos; cubriendo su armadura, blanqueando la gualdrapa de seda de <i>Godluc</i>, haciéndola perder de vista a todo el mundo excepto a los tres o cuatro más cercanos: Anselm. Rickard, Ludmilla, Geraint ab Morgan.</p> <p>—¡Mantenlos en posición! —le ordenó secamente al galés.</p> <p>El viento le daba en la espalda. La nieve volaba. El fango bajo los cascos de <i>Godluc</i> pasó del negro y marrón al blanco en cuestión de segundos. Ash cabalgó algunos metros, reuniendo a sus oficiales, deteniéndose cerca de los cánticos en latín de Richard Faversham.</p> <p>Lanza en ristre, levantó la mano para arrancarse la celada y escuchó, incorporada en la silla.</p> <p>A lo lejos, en las alas izquierda y derecha del ejército borgoñón, rudas voces gritaban órdenes. Una pausa de un segundo, y luego el inconfundible tañido y el siseo de las flechas disparadas en su vuelo. Una salva, y ninguna orden más: un silencio inhumano a lo largo de toda la línea.</p> <p>—Mierda, son buenos —susurró Ash.</p> <p>En algún punto abajo, un visigodo chilló.</p> <p>Digorie Paston extendió las manos y las cerró en torno a las del diácono inglés, con el rostro contraído, la oración derramándose de su boca. Ash volvió la cabeza. El viento azotó sus hombros y espalda, cubiertos por placas. Se estaba levantando un fuerte viento, y una ráfaga le quitó el aliento de la boca, cegó su rostro con nieve y la hizo pasarse el guantelete por la cara, rozando la piel. Se inclinó.</p> <p>—¡Ludmilla, adelántate!</p> <p>La <i>rus</i> salió de su compañía y se adentró en la nevada. Ash inclinó la cabeza, escuchando. El chillido de una lluvia de flechas brotó, en un segundo, y se le soltó la vejiga. Un chorrito de orina caliente le mojó las calzas. Era el sonido. Destrozaba los nervios el oírlo venir; era peor cuando acababa.</p> <p>Sus torpes manos volvieron a poner su yelmo en su cabeza; todo a su alrededor los hombres se bajaban los visores y se inclinaban hacia delante, como si estuvieran avanzando contra el viento, para presentar la superficie convexa de sus cascos de acero a las puntas con aletas y de punzón de las flechas.</p> <p>—Mierda, mierda, mierda —maldecía monótonamente Geraint ab Morgan.</p> <p>El abrupto cese del sonido sibilante le dijo que las flechas habían impactado... en algo. Se adelantó. Nadie gritó ni cayó.</p> <p>Una silueta cubierta de blanco, dado traspiés, se agarró de su estribo.</p> <p>—¡Están dando en tierra! —gritó Ludmilla Rostovnaya—.jDiez metros por delante de la línea!</p> <p>—¡Sí! —Ash intentó mirar tras ella, contra el viento, le entró nieve en la boca, tosió y gritó—. ¡Rickard!</p> <p>El muchacho llegó corriendo con una celada de arquero en la cabeza y una cimitarra al cinto.</p> <p>—¿Jefe?</p> <p>—¡Trae corredores! No logro ver el estandarte del Jabalí Azul. Vamos a tener que depender de corredores y jinetes. ¡Ve!</p> <p>—¡Sí, jefe!</p> <p>—Ludmilla, cabalga hasta el conde de Oxford. ¡Dile que funciona! ¡Quiero saber si está funcionando en el resto de la línea!</p> <p>La mujer levantó una mano y se lanzó ladera arriba. Resbalándose y patinando sobre la nieve y el fango. Ash sintió un escalofrío, el frío del acero penetrando en su cuerpo incluso a través del jubón acolchado y las calzas que llevaba bajo la armadura. Sentía la entrepierna helada y húmeda. Hizo girar a Godluc y cabalgó arriba y abajo por la nieve frente a los quinientos hombres del León Azur, dejando a Anselm a cargo de la infantería, a Geraint a cargo de los arqueros, y los caballeros bajo la dudosa contención de Euen Huw.</p> <p>Un zumbido restalló en el aire.</p> <p>Ash detuvo a Godluc; necesitó las riendas para hacerlo. La gran bestia se estremeció bajo ella. Ash se irguió sobre los estribos, con las tripas revueltas, y cabalgó muy lentamente de un lado a otro frente a las filas. Una flecha se enterró hasta el penacho en el fango cinco metros frente a ella.</p> <p>El sonido de las cuerdas de los arcos cortó el aire. Las astas de las flechas chirriaron. El ruido creció hasta que Ash pensó que no podían quedar más flechas en toda la cristiandad; salva tras salva de los arcos compuestos visigodos, salva tras salva de flechas alemanas, provenientes de las tropas imperiales que podían verse entre el enemigo.</p> <p>El viento sopaba desde detrás de las líneas borgoñonas con tal fuerza que la nieve volaba verticalmente hacia el sur.</p> <p>—¡Seguid rezando! —les gritó a Digorie y Richard. La misa del contingente principal de Carlos le llegaba a trompicones a través del viento ululante—. Ahora...</p> <p><i>No es gran cosa como milagro, dadas las condiciones meteorológicas que hay de todas formas, sin Sol... pero es un milagro.</i></p> <p><i>La nieve... La nieve y el viento.</i></p> <p>La blancura bloqueaba el aire, arremolinándose, hasta hacer que Ash perdiera toda percepción de profundidad o distancia. Se aferró a la calidez de <i>Godluc</i>, al vapor de su aliento, y se acercó más a las líneas; aquí una palabra para un hombre cuyo cuñado combatía con Cola de Monforte, allá una palabra para una arquera que compartía tragos con las prostitutas que seguían a un contingente de caballeros alemanes. Todo ello no tenía como objetivo conseguir información alguna, solo acercarse a ellos lo suficiente para que la vieran, la oyeran o la tocaran.</p> <p>Digorie Paston se cayó de cara sobre cinco centímetros de nieve.</p> <p>—¡Preparaos para disparar! —le gritó a Geraint ab Morgan. La nieve iba remitiendo cada vez más. El cielo se fue iluminando. El viento empezó a perder fuerza. Ash se volvió y espoleó a <i>Godluc</i> por la ladera; paje, escudero, escolta y portaestandarte con ella, hacia Geraint ab Morgan y los arqueros; un puño levantado, la espada desenvainada y en alto. Observó el horizonte mientras cabalgaba, esforzándose por vislumbrar entre los estandartes del contingente principal el jabalí azul.</p> <p>Pendiente arriba, Richard Faversham se desmayó.</p> <p>La caída de nieve se detuvo abruptamente; el aire se aclaró.</p> <p>El estandarte del jabalí bajó.</p> <p>Ash no esperó al corredor. Mientras el oeste se iba iluminando y la nieve iba amainando hasta convertirse en un leve polvillo, bajó la espada.</p> <p>—¡Tensad y encordad!</p> <p>—¡Cargad! ¡Disparad! —La ruda voz galesa de Geraint ab Morgan resonó por la ladera. Ash oyó el rugido de otras órdenes, en las alas y en otras partes del contingente principal e, inconscientemente, se agarró a la silla. Los arqueros y ballesteros del León Azur prepararon sus armas, cargaron dardos y flechas y dispararon al segundo grito de Geraint.</p> <p>Casi dos mil flechas ennegrecieron el frío celaje crepuscular. Un millar de las cuales, pensó ella en un momento de ironía, provendrían de los arcos de Phillipe de Poitiers y Ferry de Cuisance, de cuyos arqueros picardos y belgas había huido en Neuss.</p> <p><i>Yo también tenía razón...</i></p> <p>El cuerpo de Ash se estremeció por completo con la descarga, y levantó la cabeza cuando las flechas emprendieron el vuelo. La segunda salva de flechas ya estaba en el aire, los armatostes armando las ballestas furiosamente, los arqueros disparando diez o doce flechas por minuto con su arcos largos, cogiéndolas de los erizos de flechas que había clavadas en el trigo y el fango húmedos... Seguían disparando con el viento a favor...</p> <p>Un caballo lejano relinchó.</p> <p>Ash se irguió sobre los estribos.</p> <p>A unos cien metros de distancia, al otro lado de una ladera cubierta por un cañaveral de miles de flechas visigodas, las primeras flechas del ejército borgoñón alcanzaron su objetivo.</p> <p>Ash puede verlo a esta distancia: visigodos cayendo, llevándose las manos a la cara, atravesadas por ojos, mejillas y bocas. Sus jinetes forcejean sobre monturas desbocadas. Gran cantidad de caballos relincharon y se encabritaron, retrocediendo hacia el sur, abriendo agujeros en las líneas de hombres con picas y espadas; un hombre vestido con ropajes blancos despatarrado en el suelo, con el cráneo aplastado por un casco de caballo, los estandartes cayendo en el caos...</p> <p>Ash miró hacia atrás por encima de su hombro en el momento exacto en que Angelotti y los demás artilleros del contingente central del Duque Carlos abrieron fuego. Un tronante <i>¡bang!</i> hizo temblar la tierra bajo los cascos de <i>Godluc</i>, y el semental se levantó sobre sus patas traseras unos buenos cuarenta y cinco centímetros, y eso con armadura completa.</p> <p><i>Ellos dispararon contra el viento y se quedaron cortos. Nosotros disparamos a favor del viento y no nos pasó eso. ¡Y no se han dado cuenta!</i></p> <p>—<i>¡Deo gratias!</i> —gritó Ash.</p> <p>El sonido de los cañones se fue apagando poco a poco en el centro; siempre se discutía si las dotaciones de los cañones podrían recargar antes de que cargara el enemigo. Ash contuvo a <i>Godluc</i> tirando de las riendas. Este piafaba y se revolvía, ansioso de cargar.</p> <p>—¡Corredores! —gritó Ash a su dispersa escolta mientras esta se reagrupaba. Tardó un minuto en apartar a <i>Godluc</i> de primera línea, seguida por su estandarte personal. Hombres a caballo armados se reunieron a su alrededor. Hizo girar al castrado y vio a un hombre de armas que venía corriendo ladera abajo hacia su compañía, hacia su estandarte...</p> <p>Una sacudida que hizo temblar todos sus huesos la arrojó hacia delante en su silla de montar.</p> <p>Una mano masculina se apoyó en su pecho y la ayudó a incorporarse. Ash empujó a Thomas Rochester a un lado, escupió y sacudió la cabeza, aturdida. Se encontró mirando una cicatriz en la tierra. Una gigantesca zanja, tierra esparcida a los lados y la mano amputada de un hombre...</p> <p>Tiene tiempo de pensar «<i>¡Se supone que no tienen cañones!</i>» Y un segundo impacto se clava con estruendo en el suelo cerca del grupo de jinetes. El barro vuela y la salpica en el rostro.</p> <p>—¡Capitán! —Uno de los corredores se cuelga de su estribo—. ¡El conde ordena retroceder! ¡Retrasad la línea! ¡Al otro lado de la colina!</p> <p>—¡ANSELM! —grita ella, sacándose el barro de la boca con dedos acorazados. Pica espuelas en su dirección—. ¡Hazlos retroceder hasta el otro lado de esa colina, ahora! Tú... y tú... corred..., órdenes para Geraint: que retrocedan.</p> <p>Puede oír las trompetas haciendo señales, las órdenes a gritos, los ladridos de los adalides empujando a sus hombres hacia atrás, por el suelo resbaladizo gracias al fango y la nieve, hacia el horizonte; solo entonces se da la vuelta.</p> <p>Al pie de la colina, bajo el crepúsculo pálido por la lluvia, la masa de visigodos de la batalla central se ha echado a los lados. Hay carromatos.</p> <p>Mientras ella observa, una silueta mayor que un hombre empuja un carromato para ponerlo en posición, un cuerpo de mármol y bronce desplazándolo sin esfuerzo aparente. La luz se refleja en los lados del carromato. Está reforzado con planchas de hierro, blindado: un carro de guerra visigodo. Los lados, liberados, caen hacia delante y abajo. Están erizados de puntas de clavos; uno no puede correr y encaramarse a ellos, y la gran cuchara de madera de una mangonela retrocede, y sale hacia delante.</p> <p>Una roca del tamaño del torso de un hombre traza un arco en el aire.</p> <p>Ash cargó el peso a un lado, hizo virar a <i>Godluc</i> y se echó hacia delante para apremiarlo a subir la colina. Las espaldas de los hombres se apretaban a su alrededor; el estandarte ondeaba sobre ellos. Un ruido sordo; un gran alarido. Astillas de roca volando por el aire, clavándose en los cuerpos de los hombres.</p> <p>Ash levantó la cabeza y miró la brecha abierta en la línea de batalla. Tierra y cereal aplastados, cabezas y cuerpos aplastados; el surco de un arado en sangre roja oscura bajo el pálido cielo.</p> <p>Cabalgó tras la compañía. El barro bajo los cascos de <i>Godluc</i> estaba teñido de rojo sangre, de intestinos violeta; los hombres gritaban; las mujeres los arrastraban ladera arriba hacia la cresta. Thomas Rochester cabalgaba a su lado al paso, con lágrimas recorriendo su cara bajo la visera.</p> <p><i>¡Bang!</i></p> <p>—¡Cabalgad, por amor de Dios! —chilló Rochester.</p> <p>Ash se dio la vuelta, tanto como le permitían la silla alta y la brigantina, y miró fijamente colina abajo.</p> <p>Había veinte o treinta carromatos acorazados al pie de la colina. Los hombres se movían entre ellos. Martillando cuñas bajo las mangonelas, ajustando la elevación de las catapultas; y destacando por encima de ellos, sobre las plataformas de las armas, las siluetas de arcilla de los gólems inclinándose, cargando los tazones de rocas sin esfuerzo aparente, bajando sin esfuerzo el tazón para armar la catapulta, sin tener que molestarse en usar la engorrosa manivela... todo lo que un hombre pude hacer, lo que varios hombres pueden hacer; pero con más fuerza, más rápido.</p> <p>Cinco bolaños se clavaron en la ladera a su lado, impactando con grades salpicaduras de barro; otros cinco cayeron en sucesión: <i>¡bang! ¡bang! ¡bang! ¡bang! ¡bang!</i> Y el extremo de la línea de caballeros dejó de componerse de hombres a caballo. Ash se encontró mirando a una masa de cascos que pataleaban, cuerpos que rodaban, libreas ensangrentadas; un puñado de jinetes ilesos tratando de ponerse en pie...</p> <p><i>El ritmo de disparo es fenomenal</i>, pensó Ash como si estuviera soñando.</p> <p>—¡Rickard, ve con Angelotti! —dijo al mismo tiempo—. ¡Dile que retroceda! No me importa lo que vayan a hacer el resto de los cañones, el León retrocede! ¡Tenemos que llegar al otro lado de la colina! —Al frente, el gran estandarte del León, de más de un metro cuadrado, se recuperó y empezó a ascender por la colina a ritmo constante—. Vamos, Euen, ¡vamos! —susurró, y espoleó a <i>Godluc</i>. El castrado patinó, recuperó el equilibrio y saltó colina arriba, poniéndola a la altura de la espalda de la gran masa de alabarderos y arqueros que corrían.</p> <p>—¡Mierda! —gritó Thomas Rochester.</p> <p>Un enorme arco de fuego cayó sobre la colina a la derecha de Ash. Ella gritó. <i>Godluc</i> se encabritó. Con un entrechocar de armadura apenas audible por encima de los hombres gritando, volvió a ponerse a cuatro patas; los dientes de ella se cerraron dolorosamente.</p> <p>El fango despedía vapor y siseaba bajo un chorro de fuego blancoazulado.</p> <p>El chorro cesó repentinamente. Unas manchas negras le empañaron la visión, imágenes en su retina. A través de ellas, Ash vio un gran número de hombres corriendo colina arriba hacia la cresta.</p> <p>Al pie de la colina, detrás del cañaveral de miles de flechas visigodas, inútilmente clavadas en la tierra y ahora ardiendo...</p> <p>Ash vio las siluetas en movimiento de gólems, delante del cuerpo principal visigodo. Treinta o cuarenta de ellos; cada uno con un enorme tanque de latón fijado a la espalda y mangueras que escupían fuego en las manos. Cargando con el peso de los tanques sin esfuerzo, soportando el calor de las llamas sin daño alguno.</p> <p>—¡Traedme a Angelotti! —le rugió a Thomas Rochester.</p> <p>Las sacudidas de <i>Godluc</i> al subir la pendiente a duras penas le sacaron el aire de los pulmones; paje, escolta y jinetes la acompañaban, todos pisándoles los talones a los arqueros de la compañía. Ash tiró de las riendas, deteniendo a <i>Godluc</i> a propósito; sintió que el suelo se nivelaba al llegar a la cresta, bajó con el resto de la compañía hasta quedar en ángulo muerto, fuera del alcance de las mangonelas, y picó espuelas en dirección al estandarte que indicaba la posición de los cañones.</p> <p>—¡Angelí! —Se inclinó en la silla—. ¡Trae a los arcabuceros! Esas malditas cosas están hechas de piedra; las balas de arcabuz las agrietarán...</p> <p>—¡Captado, <i>Madonna</i>! —gritó el maestro artillero.</p> <p>—¡Jesucristo! ¡Gólems de guerra! ¡Fuego griego<a data-bs-toggle="modal" data-bs-target="#notesModal" type="note" href="#nota19">19</a>! ¡Deberían habernos avisado! ¿Es que los exploradores no saben hacer <i>nada</i> a derechas?</p> <p>Entre una orden y la siguiente, se dio cuenta de que debía haberse desencadenado una batalla en el flanco derecho, pero todo era una húmeda confusión de estandartes ondeando, salpicaduras de barro levantadas por los frenéticos jinetes y un enorme, inmenso, rugido de voces masculinas que ella supuso que sería la caballería pesada lanzada colina abajo contra los carromatos, los gólems y el fuego griego.</p> <p>—¡Joder, no! —jadeó Thomas Rochester al llegar al lado de ella a caballo—. ¡No es momento de hacerse el héroe.</p> <p>—Si Oxford no manda órdenes... —Ash se incorporó sobre sus estribos, intentando vislumbrar el jabalí azul o el estandarte borgoñón, mientras una gran multitud de hombres pasaba a su alrededor: hombres de armas con la librea borgoñona corriendo. —Mierda, ¿es que nos han puesto en desbandada y nadie me lo ha dicho? —exclamó Ash.</p> <p>Pasaron junto a ella acarreando hombre tras hombre sobre lonas de carromato arrancadas por las mujeres del tren de bagaje. Ash percibió cabezas colgando, pelo manchado de sangre, bocas abiertas; un hombre gritando con la pierna ensangrentada y el hueso grande de la pantorrilla asomándole por la piel; una mujer con un vestido, ensangrentada de los pies a la cabeza, mirando fijamente su mano, que estaba tirada en el fango a un metro de distancia. Todos rostros conocidos. Ash no sintió nada, ni siquiera abotargamiento. Solo sentía el apremio, la necesidad de sacarlos de allí lo más enteros posible.</p> <p>Anselm apareció a su lado, a lomos de un desgarbado bayo.</p> <p>—¿Ahora qué, jefa?</p> <p>—Poned observadores en la cresta. Decidme si avanzan. Tenemos que reagruparnos en batallas. ¡Todavía no huimos!</p> <p><i>Es mucho más fácil que te maten si huyes.</i></p> <p>No había sol que le indicara qué hora podía ser. Galopó a lo largo del frente de la línea del León Azur, en parte para mostrar su estandarte a los que huían, en parte para disuadir a los hombres que tuvieran intenciones de huir. Dos rápidas zancadas llevaron a <i>Godluc</i> a la cresta de la colina, mientras ella pensaba: <i>¡Esto es suicida, pero tengo que saber lo que está pasando!</i></p> <p>Robert Anselm cabalgó hasta ponerse a su lado.</p> <p>—¡Robert, lárgate, joder!</p> <p>—¡Allí!</p> <p>Ash miró en la dirección que señalaba el guantelete del hombre. En el extremo derecho, los hombres de De la Marche habían descendido la ladera al galope, carga frontal, lanza en ristre, y se había trabado combate. Los hombres de armas habían salido en tromba con ellos: las alabardas subían y bajaban como una trilladora. Entre los pendones negros visigodos al pie de la ladera, junto a los cheurones de Lebrija, apareció brevemente un estandarte personal verde y amarillo.</p> <p>—El águila de Del Guiz —gritó Robert. Su voz sonó ronca, eléctrica, excitada—. Eso... ¡ahí va!</p> <p>Anselm se irguió sobre sus estribos y aulló de la misma forma en que una partida de caza asusta a un zorro. El alabardero del León más cercano miró a ver lo que estaba señalando.</p> <p>—¡Jefa, tu marido sale corriendo! —berreó Carracci.</p> <p>—¡Sí! —Anselm le sonrió ferozmente a Ash—. Pídele al emperador que le otorgue una nueva bestia heráldica. ¡El perro rastrero!</p> <p><i>Estoy avergonzada de Fernando. ¿Por qué me avergüenzo de él? ¿Por qué me importa?</i>, pensó Ash en un momento, y luego, la mala luz y la confusión de hombres descargándose tajos los unos a los otros ocultó las banderas, los estandartes, los destellos de las armas y las espaldas de los hombres que huían.</p> <p>—¡Capitán Ash! —bramó un jinete con la librea de un aspa roja—. ¡El duque os reclama!</p> <p>Ash indicó con un gesto que había comprendido y se dirigió a Anselm.</p> <p>—¡Estás al mando, sal del puñetero horizonte! —bramó, y espoleó a <i>Godluc</i>, cansado, con los cascos ensangrentados, los costados subiendo y bajando, por la ladera de la colina. Se apartó de las líneas y descendió hasta un diminuto arroyuelo rojizo, afluente del río, por el que chapoteó. Entró al galope en un huerto entre setos, pisoteado por el paso de un millar de hombres.</p> <p>El huerto estaba atestado por una multitud de hombres. <i>Este es el cuartel general de retaguardia. ¿Nos han hecho retroceder tanto y tan rápido?</i>, pensó ella, desanimada. Se levantó la visera, miró nerviosamente las telas coloreadas y vio el ajado jabalí azul junto al ciervo blanco de Carlos. Cabalgó entre las filas de caballeros armados. Ahora los blasones eran inútiles, con sus brillantes colores empapados de sangre y sesos.</p> <p>Un hombre hizo el gesto de cerrarle el paso.</p> <p>—¡Por el duque, hijoputa! —chilló Ash.</p> <p>Al reconocer una voz de mujer, la dejó pasar.</p> <p>Carlos de Borgoña, ataviado con una armadura completamente dorada, estaba de pie en el centro del grupo de mando de nobles. Unos pajes sostenían sus caballos. Un castrado ruano lamía delicadamente el borde del arroyo, no queriendo beber entre el fango y los fluidos corporales. Ash desmontó. El suelo dio contra sus talones, haciéndola estremecerse; inmediatamente se dio cuenta de que estaba exhausta hasta los huesos. Se sacudió el cansancio de encima.</p> <p>Un hombre, cuyo almete estaba coronado por un jabalí azul, el rostro tapado por el acero, se volvió al escuchar el sonido de su voz. Oxford.</p> <p>—¡Mi señor! —Ash se abrió paso a codazos entre cuatro caballeros armados con ensangrentadas libreas amarillas y escarlatas—. Tenemos que reagruparnos. Eliminar las catapultas y el fuego. ¿Qué quiere el duque que haga?</p> <p>Oxford se levantó la visera con el pulgar, permitiéndola ver unos enrojecidos ojos azul pálido, ferozmente intensos.</p> <p>—Los mercenarios del duque en vuestro flanco resisten a duras penas. Se niegan a avanzar. Quiere que vayáis allí.</p> <p>—¿Que quiere qué? —Ash lo miró con pasmo—. ¿Es que nade le ha dicho que no se debe reforzar un fracaso? —Se dio cuenta de que estaba respirando fuerte y gritando demasiado alto, a pesar de la batalla que se libraba a cincuenta metros de distancia—. Si concentramos el fuego de los cañones y los arcabuces, podemos barrer a los hombres de piedra del campo de batalla... —dijo, en voz más baja y más ronca. Sus manos se movieron, describiendo formas en el aire que sabía que no eran aproximadas a los hombres de verdad, que intercambiaban golpes en la confusión de la oscura mañana, sino a su fuerza, su voluntad, su capacidad de hacer que otros retrocedieran; una capacidad que no dependía realmente del armamento—. Pero no lo lograremos si no somos sistemáticos. ¡El duque tiene que dar las órdenes!</p> <p>—No lo hará —dijo John De Vere, conde de Oxford—. El duque va a ordenar una carga de caballería pesada.</p> <p>—¡Oh, que jodan a la caballería! Esto es una oportunidad de hacer algo. Nos están machacando aquí... —En el campo de batalla no hay tiempo para discusiones—. Sí, mi señor. ¿Qué...?</p> <p>Ash vio por el rabillo del ojo algo negro que venía zumbando y levantó el brazo instintivamente.</p> <p>Una flecha con punta de punzón rebotó contra su hombro y cayó al suelo de tierra.</p> <p>El impacto a través de las placas de la brigantina le durmió momentáneamente el brazo derecho. Alargó la mano izquierda para tomar las riendas de <i>Godluc</i>. Un paje vestido con un jubón rojo y calzas blancas se derrumbó de cara bajo los cascos de su caballo, con dos flechas clavadas en la garganta.</p> <p>El jubón no era rojo, era blanco empapado de rojo.</p> <p>—¡Oxford! —Sacó de la silla su hacha corta, con el mango de un metro veinte, y la empuñó a dos manos. <i>Cuando los comandantes tienen que sacar las armas, eso significa problemas</i>. Gritos y chillidos, y un repentino estruendo de cascos de caballo, estallaron en el seto que había frente a ella. Nuevos jinetes se adentraron en el huerto cerrado: diez, cincuenta, dos o tres centenares de hombres ataviados con túnicas y cotas de malla, montados en caballos del desierto...</p> <p>Una pequeña llamarada brotó frente a ella.</p> <p>Ash ni vio al arcabucero ni oyó el <i>bang</i> y el <i>crack</i> del arma; se quedó sorda antes de darse cuenta.</p> <p>Otra arma de fuego habló. No un arcabuz, sino un cañón órgano. Entre el humo gris, vio a una dotación borgoñona limpiar, cargar, apuntar y disparar en menos tiempo del que parecía posible. Giró sobre sus talones y vio que el huerto estaba lleno de caballeros visigodos a caballo; y de hombres con libreas blancas, a la vez que John De Vere ordenaba un contraataque. <i>Godluc</i> pisoteó a un adversario dos metros a su derecha, y ella levantó el hacha y la descargó, sintiendo el impacto sobre la carne y el hueso. El hacha arrancó el brazo de un jinete visigodo, limpiamente, con un chorro de sangre que tiñó su armadura de rojo desde la celada a los escarpes.</p> <p>Sintió el retumbar de los cascos de los caballos a través de la suela de las botas. Notó el estallido de otro disparo en el pecho. Se apoyó, asentó los pies, gritó con todas sus fuerzas llamando a <i>Godluc</i> y desvió una lanza con un oportuno corte. Usando el mismo impulso para atacar la pierna del caballero visigodo, falló, y casi se cae...</p> <p>—¡No! ¡No preguntaré! —exclamó en voz alta—. ¡Nada de voces!</p> <p>No había ningún jinete frente a ella.</p> <p>El huerto no era más que caballos con gualdrapas rojas, amarillas y azules: caballeros borgoñones al galope. Ash tardó tres segundos en subirse a la silla, colgar el hacha de ella y desenvainar la espada: a esas alturas ya no quedaba con vida ningún hombre con cota de mallas y librea visigoda. Los caballos heridos relinchaban, masacrados; y la gran masa de la escolta del duque de Borgoña se cerraba en torno a ellos. En torno a lo que había sido, se dio cuenta ella, un ataque destinado a eliminar a los comandantes.</p> <p>A los pies de su caballo yacía bocabajo el portaestandarte visigodo, sobre su propia bandera, con un desgarrón rojo en su cota de mallas y una hoja rota de espada clavada en su cuenca ocular.</p> <p>—¡El duque! —John De Vere estaba en el fango, mirándola fijamente. Estaba arrodillado, y abrazaba a un hombre con una armadura dorada y el blasón de un ciervo blanco; Carlos de Borgoña. Por el dorado acero articulado se filtraba roja sangre arterial—. ¡Traed cirujanos! ¡Ahora mismo!</p> <p>Una partida de hombres de la tierra de la piedra y el crepúsculo, dispuestos a ser despedazados si eso significaba que uno de ellos podía localizar bajo su estandarte al Duque Carlos de Borgoña. Ash sacudió la cabeza, que le retumbaba, tratando de distinguir lo que decía el conde de Oxford.</p> <p>—¡CIRUJANOS! —Su voz llegó débilmente hasta ella.</p> <p>—¡Mi señor! —Ash hizo girar a <i>Godluc</i>. El cielo sobre ella estaba negro, con aquella falta de luz que ella ya trataba como si fuera un fenómeno natural. Al norte, la mañana asomaba su brillo a lo lejos. Un viento gélido seguía dándole en la cara. Cerró bruscamente la visera, picó espuelas y galopó por la resbaladiza ladera, obligando a su portaestandarte y a su escolta a esforzarse para mantenerse a su altura.</p> <p>Al norte, la luz empezó a morir.</p> <p>El galope de <i>Godluc</i> se redujo inmediatamente al paso cuando la atención de ella cambió de objetivo. El caballo agachó la cabeza. Su ancho pecho temblaba, cubierto de espuma blanca. La pequeña yegua galesa de Thomas Rochester llegó a su altura, con el estandarte del León tras él. Ella señaló, sin palabras.</p> <p>En dirección a Dijon, al otro lado de la frontera borgoñona, la luz del sol empezaba a perder intensidad.</p> <p>—¡Cirujanos para el duque! —ordenó Ash—. ¡Ve!</p> <p>La pendiente de la colina ascendía ante ella, húmeda, embarrada, resbaladiza por culpa de los desechos. Las tiendas del cirujano general estaban a unos cincuenta metros, justo por debajo de la cresta. <i>Godluc</i>, a pesar de todos sus esfuerzos, no era capaz de remontarla; Ash se volvió y cabalgó con su grupo hacia el oeste, contorneando la colina, hacia un punto donde la pendiente fuera menos pronunciada y le permitiera volver, a lo largo de la cresta, hasta la retaguardia y los carromatos de los cirujanos.</p> <p>Rochester y la escolta la adelantaron, ya que sus caballos habían realizado menos esfuerzo en las dos últimas horas. Se encontró avanzando a duras penas en la retaguardia del grupo, detrás de su estandarte, detrás de su escolta.</p> <p>No hubo aviso.</p> <p>Un dardo de ballesta se clavó en el costado del caballo que iba delante de ella: la yegua de Rochester. Carne húmeda le salpicó la cara y el cuerpo.</p> <p><i>Godluc</i> se encabritó.</p> <p>Una mano envuelta en cota de malla y salida de la nada tiró hacia abajo de sus riendas, arañando la boca de <i>Godluc</i>. El castrado relinchó. Un tajo de espada cortó el cuero de un estribo: ella se balanceó bruscamente en la silla de montar de respaldo alto y echó mano al pomo para equilibrarse.</p> <p>Sesenta caballeros visigodos ataviados con cotas de malla y placas pasaron a caballo junto, sobre y entre su escolta, como un torrente por la ladera de la colina.</p> <p>Una lanza se clavó desde detrás en los cuartos traseros de <i>Godluc</i>. Las patas traseras de este se levantaron, su cabeza bajó, y ella salió volteada por encima de su cabeza.</p> <p>El barro estaba blando, o Ash hubiera muerto con el cuello roto.</p> <p>El impacto fue demasiado fuerte para sentirlo. Ash solo sintió una ausencia, se dio cuenta de que estaba tumbada, mirando fijamente al cielo negro, aturdida, herida, con el pecho convertido en un vacío ácido; de que su mano aferraba la espada y la hoja se había roto a quince centímetros de la empuñadura; de que pasaba algo raro con su pierna y su brazo izquierdos.</p> <p>Un hombre en la partida de caza se inclinó hacia abajo desde su montura. Ash vio su rostro pálido tras la barra nasal de su casco. El hombre cogió una maza en la mano izquierda. Desmontó y la golpeó dos veces: una vez en la rodilla izquierda, atascándole la rodillera, provocándole una llamarada de dolor en la articulación; la otra vez en la sien.</p> <p>Tras eso no fue capaz de percibir nada claramente.</p> <p>Sintió que la levantaban, pensó que serían borgoñones o sus propios hombres; reconoció, por fin, que el idioma que hablaban era visigodo y que estaba oscuro, que el Sol no estaba en el cielo, y que lo que se mecía y agitaba de manera insegura bajo ella no era un campo, un camino ni una carreta de heno, sino la cubierta de un barco.</p> <p>Su primer pensamiento claro le llegó quizá días después. <i>Esto es un barco y va rumbo al norte de África.</i></p> <p style="page-break-before: always; line-height: 0%"> </p> <p style="margin-top: 15%"/> <p style="text-indent: 0em; margin-bottom: 1.5em; margin-left: 5%; margin-right: 5%; text-align: justify">Documentos originales de correo electrónico encontrados inserto, doblados, en el ejemplar de la tercera edición de Ash: Una historia de la Borgoña perdida (2001) de la British Library. Posiblemente en orden cronológico respecto a la edición del texto original.</p> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; text-align: left; font-size: 95%">Mensaje nº 155 (Anna Longman / misc.)</p> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; text-align: left; font-size: 95%">Asunto: Ash, descubrimientos arqueológicos.</p> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; text-align: left; font-size: 95%">Fecha: 18/11/00 a las 10:00 a.m.</p> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; text-align: left; font-size: 95%">De: Ngrant@</p> <p style="text-indent: 0em; margin-top: 1.5em; margin-left: 5%; text-align: left; font-size: 90%"><i>La dirección ha sido borrada y los demás datos codificados con una clave personal que no se ha podido descifrar.</i></p> <p style="text-indent: 0em; margin-top: 1.5em; margin-left: 5%; margin-right: 5%; text-align: justify; font-size: 95%">Anna:</p> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; margin-right: 5%; text-align: justify; font-size: 95%">Creo que puedes haber tratado de enviarme un correo sin éxito.</p> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; margin-right: 5%; text-align: justify; font-size: 95%">Para responder a temas que supongo que me preguntarás acerca de la última parte: no, no he podido encontrar ninguna otra mención histórica de una batalla en Auxonne alrededor del 21 de agosto de 1476; aunque la narración de Ash tiene cierto parecido con lo que sabemos de una batalla librada el 22 de agosto de 1485. Esa fecha, por supuesto, se refiere a la batalla del campo de Bosworth, que puso fin al reinado de los Plantagenet en Inglaterra. Y algo muy parecido al notable suceso de las flechas está documentado unos años antes, el 29 de marzo de 1461, en Towton, Inglaterra, cuando los Lancaster no percibieron correctamente la distancia que los separaba de sus enemigos debido a la nieve y el viento; y así perdieron en Domingo de Ramos, y con él Inglaterra, frente a la casa de York.</p> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; margin-right: 5%; text-align: justify; font-size: 95%">De nuevo, Charles Mallory Maximillian anota esto en su edición de 1890, indicando que es un caso más en el que los documentos de «Ash» han sido retocados por sus contemporáneos (especialmente Del Guiz, que escribió a principios del XVI) con detalles de sus propias batallas.</p> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; margin-right: 5%; text-align: justify; font-size: 95%">Yo creo que este ya no es el caso.</p> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; margin-right: 5%; text-align: justify; font-size: 95%">No logro casar lo que tenemos aquí: dos juegos enfrentados de pruebas. Manuscritos que aparentemente (ahora) son ficticios; reliquias arqueológicas que son evidente y físicamente, reales. Estoy aconsejando a Isobel sobre la Europa del siglo XV, estoy trabajando en mi traducción, pero lo único que puedo hacer realmente es pensar. ¿Cómo explico esto? ¿Qué teoría lo explica?</p> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; margin-right: 5%; text-align: justify; font-size: 95%">No tengo ninguna. ¡Quizá debería haber escuchado a Ash cuando se refirió al apagamiento del Sol como un «milagro negro»! Empiezo a pensar que solo un milagro puede darnos la explicación que necesitamos.</p> <p style="font-weight: bold; text-indent: 0em; margin-right: 5%; margin-top: 1.5em; text-align: right; font-size: 95%">Pierce.</p> <p style="page-break-before: always; line-height: 0%"> </p> <p style="margin-top: 15%"/> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; text-align: left; font-size: 95%">Mensaje nº 95 (Pierce Ratcliff / misc.)</p> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; text-align: left; font-size: 95%">Asunto: Ash.</p> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; text-align: left; font-size: 95%">Fecha: 18/11/ 00 a las 11:09 a.m.</p> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; text-align: left; font-size: 95%">De: Longman@</p> <p style="text-indent: 0em; margin-bottom: 1.5em; margin-left: 5%; text-align: left; font-size: 95%"><i>La dirección ha sido borrada y los demás datos codificados con una clave personal que no se ha podido descifrar.</i></p> <p style="text-indent: 0em; margin-top: 1.5em; margin-left: 5%; margin-right: 5%; text-align: justify; font-size: 95%">Pierce:</p> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; margin-right: 5%; text-align: justify; font-size: 95%">Yo tampoco tengo idea de por qué tenemos un conflicto de evidencias, y tengo que hablar con mi coordinador editorial de ello. No son solo tu trabajo y mi carrera. No podemos publicar un libro que sabemos que es un fraude académico. Espera, no te asustes. Y NO podemos publicar un libro basado en algo tan estrambótico como un Gólem de Piedra cartaginés en el siglo XV.</p> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; margin-right: 5%; text-align: justify; font-size: 95%">Leyendo tu último correo, no pude dejar de preguntarme lo que diría Vaughan Davies; quizá que el parecido de la batalla de Auxonne con el campo de Bosworth es un caso de mimetismo histórico, pero esto no deja de ser un eco de su idealizada historia alternativa <i>La Borgoña perdida</i>. Eso es poético, y me hizo pensar, ya que Davies era científico a la vez que escritor. Quizá no sea un pensamiento poético, quizá sea un pensamiento científico.</p> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; margin-right: 5%; text-align: justify; font-size: 95%">Una amiga mía, Nadia, me dijo algo muy interesante, y he estado leyendo acerca de ello. Estábamos charlando sobre la teoría que mencionaste: que había un número infinito de universos paralelos, que se creaban cada segundo, en los que cada posible elección o decisión diferente en cualquier momento dado daba lugar a otra «rama» diferente, etc. (Realmente solo he leído acerca de esto en novelas y libros de ciencia de divulgación.)</p> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; margin-right: 5%; text-align: justify; font-size: 95%">Lo que Nadia dice es que no lamenta las posibilidades perdidas, si cogiendo por una carretera diferente evitaste un accidente y tal, sino el hecho de que, si esta teoría de los infinitos universos es cierta, es imposible llevar una vida ética.</p> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; margin-right: 5%; text-align: justify; font-size: 95%">Dice que, si decide no agredir y robar a una anciana en la calle, entonces el simple hecho de negarse a ello da pie a un universo paralelo en el que SÍ lo ha hecho. Es imposible NO hacer las cosas.</p> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; margin-right: 5%; text-align: justify; font-size: 95%">No estoy sugiriendo que hayas accedido a un universo paralelo o a una realidad alternativa; no estoy TAN desesperada, pero hace que Davies parezca menos un caso mental si su teoría se basaba en la especulación científica. He estado pensando, y si PUDIÉRAMOS encontrar el resto de su introducción, quizá tendría una explicación CIENTÍFICA perfectamente sensata que podría ayudarnos.</p> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; margin-right: 5%; text-align: justify; font-size: 95%">Aunque datase de los alrededores de 1939 sería ALGO.</p> <p style="font-weight: bold; text-indent: 0em; margin-right: 5%; margin-top: 1.5em; text-align: right; font-size: 95%">Anna</p> <p style="page-break-before: always; line-height: 0%"> </p> <p style="margin-top: 15%"/> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; text-align: left; font-size: 95%">Mensaje nº 156 (Anna Longman / misc.)</p> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; text-align: left; font-size: 95%">Asunto: Ash.</p> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; text-align: left; font-size: 95%">Fecha: 18/11/00 a las 11:20 a.m.</p> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; text-align: left; font-size: 95%">De: Ngrant@</p> <p style="text-indent: 0em; margin-bottom: 1.5em; margin-left: 5%; text-align: left; font-size: 95%"><i>La dirección ha sido borrada y los demás datos codificados con una clave personal que no se ha podido descifrar.</i></p> <p style="text-indent: 0em; margin-top: 1.5em; margin-left: 5%; margin-right: 5%; text-align: justify; font-size: 95%">Anna:</p> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; margin-right: 5%; text-align: justify; font-size: 95%">Desde el punto de vista filosófico la opinión de tu amiga Nadia es muy interesante, pero no es el caso, de acuerdo a mis conocimientos de física. (Que te aseguro que son puramente los de un lego.).</p> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; margin-right: 5%; text-align: justify; font-size: 95%">Si lo que las actuales evidencias parecen indicar es cierto, entonces no nos enfrentamos a un número infinito de posibles universos, sino solamente a un número infinito de posibles FUTUROS, que se funden en un solo momento presente concreto y real, el AHORA. Que luego se convierte en un PASADO único y concreto.</p> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; margin-right: 5%; text-align: justify; font-size: 95%">Si tu amiga decide no agredir a la anciana, ese estado de NO haberlo hecho es lo que se convierte en el pasado inmutable. Las elecciones se hacen únicamente en el momento de la transición de lo potencial a lo efectivo, Así que es posible no hacer las cosas.</p> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; margin-right: 5%; text-align: justify; font-size: 95%">Lo siento. Levanta una liebre delante de un académico ¡y siempre saldrá en su persecución! Cambiando de animales y mezclando las metáforas, volvamos a nuestro rebaño...</p> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; margin-right: 5%; text-align: justify; font-size: 95%">En este momento aceptaría la ayuda de CUALQUIERA, incluso de una teoría científica de los años treinta acerca de universos paralelos. Sin embargo, he intentado por todos los medios conseguir el libro de Vaughan Davies, pero no lo he logrado; y no creo poder hacer mucho al respecto sentado en una tienda de campaña en las afueras de Túnez.</p> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; margin-right: 5%; text-align: justify; font-size: 95%">Quiero trabajarlo en estas últimas semanas con mis colegas, en detalle, y con los amigos científicos de Isobel, y a ver si son capaces de emitir alguna teoría. Ahora mismo no me atrevo a hacerlo. Atraería una atención no deseada hasta este sitio; molestaría bastante a Isobel y, para ser honesto, acabaría con mis posibilidades de ser el primer hombre en traducir el «FRAXINUS». Sé que esto es algo interesado, pero las posibilidades de tener un éxito espectacular se presentan muy pocas veces; eso es algo que descubrirás cuando te vayas haciendo más mayor.</p> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; margin-right: 5%; text-align: justify; font-size: 95%">Quizá podríamos hacerlo en un mes o dos. Empezar a preguntar por ahí, a expertos, conseguir VERDADERAS respuestas. Eso seguiría siendo antes de la fecha de publicación.</p> <p style="font-weight: bold; text-indent: 0em; margin-right: 5%; margin-top: 1.5em; text-align: right; font-size: 95%">Pierce</p> <p style="page-break-before: always; line-height: 0%"> </p> <p style="margin-top: 15%"/> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; text-align: left; font-size: 95%">Mensaje nº 96 (Pierce Ratcliff / misc.)</p> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; text-align: left; font-size: 95%">Asunto: Ash.</p> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; text-align: left; font-size: 95%">Fecha: 18/11/00 a las 11:37 a.m.</p> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; text-align: left; font-size: 95%">De: Longman @</p> <p style="text-indent: 0em; margin-bottom: 1.5em; margin-left: 5%; text-align: left; font-size: 95%"><i>La dirección ha sido borrada y los demás datos codificados con una clave personal que no se ha podido descifrar.</i></p> <p style="text-indent: 0em; margin-top: 1.5em; margin-left: 5%; margin-right: 5%; text-align: justify; font-size: 95%">Pierce:</p> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; margin-right: 5%; text-align: justify; font-size: 95%">¡Pero no antes de la fecha de maquetación e impresión! ¿Qué estás tratando de hacerme, Pierce?</p> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; margin-right: 5%; text-align: justify; font-size: 95%">Supón que decimos Navidad. Si para entonces este problema no se ha resuelto, o al menos hemos descubierto qué es, tendrá que pasar por Jonathan.</p> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; margin-right: 5%; text-align: justify; font-size: 95%">La primera semana de enero como MUY TARDE.</p> <p style="font-weight: bold; text-indent: 0em; margin-right: 5%; margin-top: 1.5em; text-align: right; font-size: 95%">Anna.</p> <p style="page-break-before: always; line-height: 0%"> </p> <p style="margin-top: 15%"/> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; text-align: left; font-size: 95%">Mensaje nº 157 (Anna Longman / misc.)</p> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; text-align: left; font-size: 95%">Asunto: Ash, textos.</p> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; text-align: left; font-size: 95%">Fecha: 18/11/00 a las 4:18 a.m.</p> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; text-align: left; font-size: 95%">De: Ngrant @</p> <p style="text-indent: 0em; margin-bottom: 1.5em; margin-left: 5%; text-align: left; font-size: 95%"><i>La dirección ha sido borrada y los demás datos codificados con una clave personal que no se ha podido descifrar.</i></p> <p style="text-indent: 0em; margin-top: 1.5em; margin-left: 5%; margin-right: 5%; text-align: justify; font-size: 95%">Anna:</p> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; margin-right: 5%; text-align: justify; font-size: 95%">Muy bien, estoy de acuerdo. No haremos activar la alarma antes de la primera semana de enero. Aunque si no hemos llegado a una respuesta antes de entonces... (¡solo quedan siete semanas!) lo más probable es que me haya vuelto loco. Pero claro, si me he vuelto loco, no me preocuparé demasiado.</p> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; margin-right: 5%; text-align: justify; font-size: 95%">Acabo de volver de ver a John Monkham en el aeropuerto. Las fotos del gólem son espléndidas, increíbles. Siento que no puedas tener una copia; Isobel se pone más nerviosa con la seguridad a cada hora que pasa. Creo que si John no fuera su hijo, no le dejaría transportarlas fuera de la excavación.</p> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; margin-right: 5%; text-align: justify; font-size: 95%">He tenido una mañana para pulir mi traducción. Aquí está por fin, Anna. El manuscrito «Fraxinus», tal y como prometí. O al menos su primera parte. Lamento no haber tenido tiempo nada más que para un mínimo de anotaciones.</p> <p style="font-weight: bold; text-indent: 0em; margin-right: 5%; margin-top: 1.5em; text-align: right; font-size: 95%">Pierce.</p> <p style="page-break-before: always; line-height: 0%"> </p> <p style="margin-top: 15%"/> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; text-align: left; font-size: 95%">Mensaje nº 157 (Anna Longman / mise.)</p> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; text-align: left; font-size: 95%">Asunto: Ash, textos.</p> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; text-align: left; font-size: 95%">Fecha: 18/11/00 a las 4:18 a.m.</p> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; text-align: left; font-size: 95%">De: Ngrant@</p> <p style="text-indent: 0em; margin-bottom: 1.5em; margin-left: 5%; text-align: left; font-size: 95%"><i>La dirección ha sido borrada y los demás datos codificados con una clave personal que no se ha podido descifrar.</i></p> <p style="text-indent: 0em; margin-top: 1.5em; margin-left: 5%; margin-right: 5%; text-align: justify; font-size: 95%">Anna:</p> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; margin-right: 5%; text-align: justify; font-size: 95%">Lo TENGO.</p> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; margin-right: 5%; text-align: justify; font-size: 95%">Tengo la RESPUESTA.</p> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; margin-right: 5%; text-align: justify; font-size: 95%">Yo tenía razón, la explicación más sencilla suele ser la correcta. Hemos estado siendo demasiado complicados, eso es todo, complicando las cosas de forma innecesaria. Es tan sencillo. No tenemos que preocuparnos por la teoría de Davies, cualquiera que fuera; no hay por qué molestarse con el catálogo de la <i>British Library.</i></p> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; margin-right: 5%; text-align: justify; font-size: 95%">De lo que acabo de darme cuenta es de que el hecho de que un documento esté CLASIFICADO como ficción, mito o leyenda NO QUIERE DECIR QUE NO SEA CIERTO.</p> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; margin-right: 5%; text-align: justify; font-size: 95%">¡Así de sencillo!</p> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; margin-right: 5%; text-align: justify; font-size: 95%">Es algo que Isobel acaba de decirme. TUVE que decirle que tenía problemas. Me puse a hablarle de la teoría de Vaughan Davies, y ella me dijo «¿Pierce, qué son esas CHORRADAS?» y entonces me recordó...</p> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; margin-right: 5%; text-align: justify; font-size: 95%">Que el arqueólogo Heinrich Schliemann encontró el yacimiento de la ciudad de Troya en 1871 excavando EXACTAMENTE DONDE HOMERO DIJO QUE ESTABA en la ILÍADA. (Aunque puede que sus métodos dejaran mucho que desear.)</p> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; margin-right: 5%; text-align: justify; font-size: 95%">Y la ILÍADA no es un documento histórico. ¡Es un POEMA! ¡Con dioses, diosas y todas las licencias artísticas de la ficción!</p> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; margin-right: 5%; text-align: justify; font-size: 95%">¡Fue un mazazo! No sé cómo pasé por alto la reclasificación de los documentos de «Ash», pero realmente no importa. Lo que importa es que aquí en el yacimiento tenemos evidencias físicas (SEA CUAL SEA la opinión de los expertos) de que las crónicas de Ash del siglo XV contienen elementos de verdad. Cuando mencionan gólems tecnológicos post romanos, nosotros los ENCONTRAMOS. No se puede discutir con las evidencias.</p> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; margin-right: 5%; text-align: justify; font-size: 95%">La verdad puede llegarnos a través del RELATO.</p> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; margin-right: 5%; text-align: justify; font-size: 95%">Está bien, Anna. Lo que va a pasar es que las bibliotecas y universidades tendrán que DEVOLVER a los documentos de Ash a la sección de no-ficción.</p> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; margin-right: 5%; text-align: justify; font-size: 95%">Y la excavación de Isobel y mi libro proporcionarán las evidencias irrefutables para ello.</p> <p style="font-weight: bold; text-indent: 0em; margin-right: 5%; margin-top: 1.5em; text-align: right; font-size: 95%">Pierce</p> <p style="page-break-before: always; line-height: 0%"> </p> <title style="margin-bottom: 2em; page-break-before: avoid; margin-top: 15%"> <p>SEGUNDA PARTE</p> <p>«FRAXINUS ME FECIT»</p> </h3> <p style="font-weight: bold; text-align: center; text-indent: 0em">6 de septiembre - 7 de septiembre de 1476 d.C.</p> <p style="page-break-before: always; line-height: 0%"> </p> <title style="margin-bottom: 2em; page-break-before: avoid; margin-top: 15%"> <p>Capítulo 1</p></h3> <p></p> <p>Echaba de menos el peso de su cabello.</p> <p>Como no se lo había cortado nunca, no se había dado cuenta de que pesaba. Aquellos millares de finas hebras plateadas de casi un metro de longitud.</p> <p>Los vientos se fueron haciendo más fríos a medida que navegaban hacia el sur.</p> <p><i>Algo no va bien. Esto no es lo que Angelotti solía contarme acerca del Crepúsculo Eterno cuando él estaba aquí; no hacía este frío. Debería estar haciendo cada vez más calor...</i></p> <p>Por un momento no ve el navío; en su lugar ve a Angelotti, sentado con la espalda apoyada en el armón de un cañón órgano en las afueras de Pisa; le oye decir: «Mujeres vestidas con trajes de fina seda transparente... ¡No me importa! Y jardines en las azoteas hacia los que se refleja el calor con espejos; los ricos cultivan enredaderas; una larga e interminable noche de enredaderas; y siempre luciérnagas. ¡Más calor que aquí!». Y ella había respirado el sofocante y sudoroso aire italiano, había visto hincharse y morir los puntos verdeazulados de las luciérnagas, y había soñado con el caluroso sur.</p> <p>Un chorro de helada espuma de mar salpicó su rostro.</p> <p>No se había dado cuenta hasta ahora de que el peso de su cabello iba con ella a diario, en todo momento, o de que la mantenía caliente. Ahora notaba la cabeza ligera, el cuello frío y se sentía indefensa. Los soldados del rey califa le habían dejado el pelo justo para que le cubriera las orejas. El resto se había convertido en una alfombra plateada en los muelles de... ¿Génova? ¿Marsella? Cortado y pisoteado en el fango mientras a ella la subían a bordo, semiinconsciente.</p> <p>Ash flexionó en secreto la rodilla izquierda. De la articulación brotó un aguijón de dolor. Se mordió el labio para no gritar y continuó con el ejercicio.</p> <p>La proa del barco corcoveó, golpeando contra las frías olas del mar Mediterráneo. El salitre formaba una costra en sus labios y emplastaba sus cabellos cortados. Ash se agarró a la borda, balanceándose con el movimiento y miró fijamente hacia el norte, lejos de las tierras del califa. Una estela plateada señalaba su paso por el mar: el reflejo de la Luna creciente cortado en dos por su paso.</p> <p>Dos marineros que se dirigían al puente la apartaron de un empujón. Ash cambió el peso del cuerpo. Su pierna izquierda ya casi podía aguantar el peso de su cuerpo.</p> <p>¿Qué había pasado?</p> <p>Sus uñas se clavaron en la madera de la borda.</p> <p><i>¿Qué les ha pasado... a Robert, y a Geraint, y a Angelotti? ¿Qué le ha pasado a Florian, y a Godfrey en Dijon? ¿Seguirá siquiera Dijon en pie? ]oder, joder ¡joder!</i></p> <p>Frustrada, dio un puñetazo contra la tosca madera de la borda. Sobre su cabeza, el viento hinchaba las velas. Las náuseas amenazaban con volver a dominarla. <i>¡Estoy harta de sentirme mareada todo el puto día!</i></p> <p>Con el estómago vacío, mareada desde que le habían hecho la brecha en la cabeza, seguía sabiendo por experiencia que, a pesar de haberse roto en el pasado las costillas, la tibia, y casi todos los dedos de la mano izquierda en una u otra ocasión, la herida más peligrosa que había recibido jamás había sido el golpe que el <i>nazir</i> le había dado con una maza en la rodilla. La más peligrosa porque era la que tenía más probabilidades de dejarla postrada. <i>La articulación de la rodilla no se mueve así.</i></p> <p>¿Se encontraba ahora mejor que hacía unos días?</p> <p><i>Sí</i>, pensó con cautela. <i>Sí...</i></p> <p>Volvió la cabeza y recorrió con la mirada la panza de la nave y los remeros. El <i>nazir</i> que le había dado el golpe, un tal Teudiberto, le dedicó una amplia sonrisa. Una seca palabra del comandante del escuadrón que escoltaba a los prisioneros, el <i>'arif</i> Alderico, lo hizo volver a sus deberes; que por lo que ella podía ver solo consistían en encargarse de que ella no se tirara por la borda y de que la tripulación ni la violara ni la matara (<i>posiblemente la violación sea permisible, pero si me matan Teudiberto se meterá en problemas</i>, pensó ella), y por lo demás entretenerse hasta que la nave llegara a puerto.</p> <p>Además, el soldado visigodo la mantenía apartada de los demás prisioneros que iban a bordo. Ash apenas había llegado a intercambiar unas palabras con uno o dos de ellos: cuatro mujeres y dieciséis hombres, la mayoría de los cuales eran mercaderes de Auxonne a juzgar por su vestimenta, excepto un hombre que obviamente era soldado, y dos ancianas que parecían porquerizas o labriegas; nadie que mereciera la pena conducir a través del Mediterráneo, ni siquiera como mano de obra esclava.</p> <p><i>Cartago. Tiene que ser Cartago<a data-bs-toggle="modal" data-bs-target="#notesModal" type="note" href="#nota20">20</a>.</i></p> <p><i>Nunca he oído ninguna voz, no sé a lo que os referís. ¡Nunca he oído ninguna voz!</i></p> <p>Vislumbró algo delante, entre la vela latina y la proa, pero no pudo distinguir lo suficiente en la oscuridad para saber si era tierra o volvían a ser nubes. En el cielo, las constelaciones seguían indicando que navegaban rumbo al sudeste.</p> <p><i>¿Diez días? No. Catorce, quince, quizá más. Cristo, Cristo verde, de profundis, ¿qué ha pasado desde que me capturaron? ¿Quién ganó el combate?</i></p> <p>Una pisada en la cubierta la alertó. Levantó los ojos. El <i>'arif</i> comandante Alderico y uno de sus hombres se acercaban. El hombre llevaba un cuenco de algo viscoso, blanco y con aspecto de gachas.</p> <p>—Come —le ordenó el barbudo y moreno <i>'arif</i> visigodo. Parecía tener unos cuarenta años. Era grande.</p> <p>Pasaron cinco días después de la batalla antes de que recuperara la ronca y quebrada voz, y fuera capaz de empezar a hablar con susurros. Ahora podía hacerlo normalmente, si no se contaban los dientes que le castañeteaban por el frío.</p> <p>—No hasta que se me diga adónde vamos. Y qué ha pasado con mis tropas.</p> <p>No había sido demasiado esfuerzo emprender una huelga de hambre cuando era incapaz de mantener la comida en el estómago. <i>Pero tengo que comer o estaré demasiado débil para escapar.</i></p> <p>Alderico frunció el ceño, más extrañado que enfadado.</p> <p>—He recibido órdenes concretas sobre esto. No te diré nada. Vamos, come.</p> <p>Ella se vio a sí misma a través de los ojos de él: una mujer delgada y desgarbada con las anchas espaldas de un nadador<a data-bs-toggle="modal" data-bs-target="#notesModal" type="note" href="#nota21">21</a>. Pelo rubio platino corto, con una costra de sangre en el cuero cabelludo donde su cabeza había sangrado hacía unos diez o quince días. Una mujer, pero una mujer vestida solo con una blusa de lino y una falda; temblorosa, sucia, apestando, enrojecida por las picaduras de pulgas y piojos. Con vendajes en la rodilla y el hombro. ¿Fácil de subestimar?</p> <p>—¿Has servido con la Faris? —preguntó Ash.</p> <p>El <i>'arif</i> cogió el cuenco que sostenía el soldado y le hizo un brusco gesto con la mano para que se fuera. Se mantuvo en silencio. Le acercó el cuenco con gesto de determinación.</p> <p>Ash cogió el cuenco de madera y se llevó a la boca las gachas de cebada molida con sus dedos sucios. Tomó un poco, se lo tragó y esperó. El estómago le dio una sacudida, pero retuvo el alimento. Ash se chupó los dedos, asqueada por el gusto insípido.</p> <p>—¿Y bien?</p> <p>—Sí, he servido con nuestra Faris. —El <i>'arif</i> Alderico la observó mientras comía. Una expresión divertida cruzó la cara del hombre al ver la velocidad de ella, ahora que era capaz de comer sin vomitar al instante—. En tus tierras y en Iberia, estos pasados seis años, donde ella luchó en la Reconquista; recuperando Iberia de los bretones y los navarros<a data-bs-toggle="modal" data-bs-target="#notesModal" type="note" href="#nota22">22</a>.</p> <p>—¿Es buena?</p> <p>—Sí. —El buen humor de Alderico se acrecentó—. Loado sea Dios y loado sea su Gólem de Piedra, vaya si es buena.</p> <p>—¿Venció en Auxonne?</p> <p>Alderico empezó a hablar. <i>¡Lo tengo!</i>, pensó ella. Pero en una fracción de segundo el comandante recuperó el temple y negó con la cabeza.</p> <p>—Mis instrucciones son estrictas. No se te ha de decir nada. Mientras estuviste enferma no fue problema. Ahora que te has recuperado, me parece... —el <i>'arif</i> Alderico pareció estar buscando la palabra— poco amable.</p> <p>—Quieren ablandarme, antes de hablar conmigo. Yo haría exactamente lo mismo.</p> <p>Ash se fijó en que se cuidaba mucho de preguntar a quiénes se refería.</p> <p>—Está bien. —Suspiró—. Me rindo. No me vas a decir nada. Puedo esperar. ¿Cuánto falta para que lleguemos a Cartago?</p> <p>Las cejas del hombre se levantaron con perfecta coordinación. El <i>'arif</i> Alderico inclinó la cabeza, cortésmente, y no dijo nada.</p> <p>A Ash se le revolvió el estómago. Con deliberación, se asomó por la borda de sotavento y vomitó lo que acababa de comer. No era política. Miedo y pena mezclados en sus tripas, temerosa de oír de la caída de Dijon, la muerte de Carlos (¿pero a quién le importa el condenado duque de Borgoña?), y peor aún, el León Azur en primera línea, arrollado, roto, quemado, aplastado; todos los rostros que le eran conocidos, fríos, blancos y muertos sobre la tierra de algún punto del sur del ducado. Sufrió arcadas, no pudo escupir más que bilis, y se echó hacia atrás, aguantándose a la borda para mantenerse erguida.</p> <p>—¿Ha muerto vuestra general? —preguntó súbitamente.</p> <p>—¿La Faris? No —empezó a decir Alderico.</p> <p>—Entonces los borgoñones perdieron el combate ¿no? —Ash lo miró fijamente a la vez que presentaba sus suposiciones como certeza—. No estaría viva si hubiéramos ganado. Ya han pasado dos semanas. ¿Qué importancia puede tener que se me diga? ¿Qué le pasó a mi gente?</p> <p>—Lo siento. —Alderico la cogió del brazo y la sentó en cubierta, apartándola del camino que seguían los pies de los marineros que iban de aquí para allá corriendo. La cubierta se balanceó bajo ella; Ash tragó saliva. Alderico miró al timonel y a la popa, donde se encontraba el capitán. Ash oyó que le gritaban algo, pero no pudo distinguir el qué—. Lo siento —repitió Alderico—. Yo he estado al mando de hombres leales, y sé cuánto necesitas oír noticias de los tuyos. Se me ha prohibido decírtelo, so pena de mi propia muerte...</p> <p>—¡Pues que jodan al Rey Califa Teodorico! —murmuró Ash para sí.</p> <p>—... y en cualquier caso, no lo sé. —El <i>'arif</i> Alderico bajó la vista para mirarla. Ash vio cómo echaba una ojeada para ver dónde estaba el <i>nazir</i> Teudiberto, y si este podía oírlo o no. No—. No conozco vuestros blasones, ni en qué parte del campo luchasteis, y en cualquier caso yo estaba con mis propios hombres, manteniendo la carretera del norte libre de los refuerzos que venían de Brujas.</p> <p>—¡Refuerzos!</p> <p>—Un contingente de unos cuatro mil. Mi <i>amir</i> los derrotó; creo que en las horas previas a que se entablase batalla en Auxonne. Pero ya es suficiente. Quédate ahí sentada en silencio. <i>¡Nazir!</i> —Alderico se puso firme—. Traed a vuestros hombres con vos y vigilad a esta mujer. No os preocupéis de los demás prisioneros. No la dejéis escapar mientras amarramos.</p> <p>—¡No, <i>'arif</i>. —Teudiberto se llevó la mano al corazón.</p> <p>Ash, casi sin darse cuenta, se encontró sentada en una cubierta que vibraba con el cambio de ritmo de los remeros, y rodeada por las piernas de hombres armados y vestidos con camisas de malla y túnicas blancas.</p> <p><i>¡Refuerzos! ¿Qué más no nos dijo Carlos? Demonios, no somos mercenarios, somos champiñones. Se nos mantiene a oscuras y se nos alimenta con estiércol de caballo.</i></p> <p>Era la clase de comentario que le habría hecho a Robert Anselm. Las lágrimas asomaron a sus ojos.</p> <p>Sobre ella, el cielo nocturno se oscureció, y las familiares estrellas desaparecieron con la puesta de Luna. Ash rezó, por pura costumbre y casi sin darse cuenta. <i>Por el León; déjame ver el amanecer. ¡Deja que salga el Sol!</i></p> <p>Una uniforme oscuridad abarcaba el mundo.</p> <p>El viento frío la azotó, atravesando su vieja camisa de lino como si no llevara nada puesto. Los dientes empezaron a castañetearle. <i>¡Pero Angeli me contó el calor que hacía bajo el Crepúsculo Eterno!</i> Unas voces gritaron. Se encendieron fanales... un centenar de fanales de hierro, colgados por toda la borda y el mástil. El navío siguió navegando cubierto de llamas amarillas, navegando hasta que Ash oyó un murmullo de los soldados y se puso de pie a duras penas. Sufrió una punzada en la rodilla y finalmente recibió la ayuda de los soldados. Por primera vez que pudiera recordar, vio la costa del norte de África.</p> <p>La menguante luz de la Luna marcaba el promontorio. Una mancha oscura, más oscura que el mar y el cielo, debía de ser tierra. ¿Un cabo? La cubierta se estremeció bajo ella cuando dieron un viraje cerrado y cambiaron de rumbo. ¿Horas? ¿Minutos? Ash se enfrió como el hielo en sus manos, y la borrosa tierra se fue acercando. Olió el característico aroma de algas secas, restos de pescado y excrementos de ave que es el olor de las costas. Las subidas y bajadas de la cubierta se amortiguaron; la madera traqueteó cuando bajaron las velas, y metieron más remos en el agua. El agua salpicó su piel abotargada por el frío.</p> <p>Un enjambre de fanales relucía sobre las aguas (el mar estaba más tranquilo. <i>¿Estamos al abrigo7 ¿Hay un istmo?</i>), y se convirtió en un barco que se acercaba; no, varios barcos.</p> <p>Algo en el movimiento del primer navío le llamó la atención: un movimiento serpenteante e irregular. Cruzó los brazos fuertemente sobre el pecho para protegerse del frío y miró, con ojos llorosos, en dirección al viento. La extraña nave se acercaba hacia ellos, borrosa, y repentinamente estuvo a unos veinte metros, iluminada por sus propios fanales y los de ellos: un navío largo y esbelto, de afilada proa y que se curvaba; los costados reforzados con madera y alguna sustancia brillante.</p> <p>No era metal, demasiado pesado.</p> <p>Destellaba con el mismo color que los techos de Dijon bajo la luz del sol. <i>¡Pizarra!</i>, pensó ella repentinamente. <i>¡Delgadas lascas de pizarra, como una coraza! ¡Cristo!</i></p> <p>En su popa se alzaba un gigantesco remo-timón, que se movía a derecha e izquierda. La nave avanzaba como una serpiente, con el cuerpo moviéndose en segmentos articulados; cortando las negras aguas; una visión bajo la luz de los fanales, desaparecida en la oscuridad. Sin velas, sin remos; lo que había estado al timón, manejándolo con una fuerza inmensa, había sido un gólem...</p> <p>—Una nave mensajera —dijo Alderico tras ella—. Noticias urgentes.</p> <p>Ash no respondió, le castañeteaban demasiado los dientes.</p> <p>Tras el barco articulado de madera, un navío mucho más grande avanzaba pesadamente por las olas. Ash tuvo un segundo para reconocerlo como uno de los transportes de tropas que había visto desde las colinas de Génova antes de que se adentrara en la húmeda oscuridad. Estaba demasiado baja para ver la cubierta; solo podía suponer la cantidad de soldados que llevaría en la bodega... ¿Quinientos? ¿Más? Por un breve espacio de tiempo pudo ver los costados curvos cerniéndose sobre ellos, brillando por las salpicaduras de agua; vio las gigantescas paletas de la rueda que había en popa clavándose en las olas; y vio los cuerpos de arcilla de los gólems que había dentro de la rueda, usando su peso y su fuerza para obligarla a girar, a morder las frías y profundas aguas. Se alejó pesadamente con rumbo nordeste, adentrándose en el Mediterráneo.<a data-bs-toggle="modal" data-bs-target="#notesModal" type="note" href="#nota23">23</a></p> <p>¿Y cuántos barcos como este han ido hacia el norte?</p> <p>El pensamiento la dejó tan helada como el frío. En trance, en la gélida oscuridad, no puso pensar en nada más hasta que el movimiento del barco varió. Haría una hora de la puesta de la Luna; sería el amanecer. Pero no en este Crepúsculo; allí menos que en cualquier otra parte.</p> <p>Aún retenida por los hombres de Teudiberto, levantó la vista.</p> <p>Los remeros de estribor descansaron.</p> <p>La nave entró en el puerto de Cartago.</p> <p>La oscuridad estaba poblada de mástiles desnudos, recortados contra el millar de luces de los edificios del puerto.</p> <p>Mil naves se mecían, ancladas en la rada. Trirremes y quinquerremes, transportes de tropas propulsados por gólems que cargaban hombres y suministros; y galeras, carabelas, cocas y carracas europeas. Panzudos barcos mercantes que traían bueyes, terneros y vacas, granadas y cerdos, cabras, uvas y cereal; todas las cosas que ni crecen ni prosperan bajo el Crepúsculo Eterno.</p> <p>Los remos chapoteaban suavemente en el agua negra. Su nave se deslizó entre dos altos y escarpados promontorios cubiertos de edificios, con las callejuelas perfiladas por hileras de luces de fuego griego, llamativas, resplandecientes y brillantes. Ash echó la cabeza atrás y miró fijamente a la gente que había en los bastiones del muelle: esclavos que corrían, hombres y mujeres vestidos con gruesas y amplias túnicas de lana; y oyó la campana de una iglesia distante llamando a misa. Y las murallas seguían subiendo...</p> <p>Nada era piedra desnuda. Todo era mampostería revestida. Pudo ver la piedra más cercana, levemente iluminada a la luz de los fanales del barco, cuando pasaron entre media docena de barcos mercantes. El agua y las alturas le trajeron el eco del tamborileo de los remeros. Piedra revestida ascendiendo verticalmente hasta los merlones, bastiones, revellines... Las murallas más altas perforadas por hilera tras hilera de agujeros oscuros: aspilleras, almenas y troneras para que los artilleros dispararan sus cañones.</p> <p>Le dolía el cuello. Tragó saliva y tuvo que apartar la mirada de la pura inmensidad. Olió el mar salado, mezclado con el hedor del puerto: en las aguas negras flotaba toda clase de desperdicios entre diminutas barquichuelas que iban y venían. Vendedores de frutas, dulces, vino y mantas de lana remaban para mantener el ritmo de su barco. Ash vio docenas de naves de carga, naves de grano, con el casco apenas sumergido en el agua: bodegas vacías. Y las negras siluetas de hombres en las cubiertas se recortaban contra las hogueras y braseros llenos de carbones incandescentes. Un viento gélido le dio en los ojos, haciendo que le lloraran. Las lágrimas se le congelaron en las mejillas.</p> <p>Los sudorosos dedos que había sobre su brazo lo apretaron. Miró rápidamente para ver quién la sostenía, y se encontró con los ojos brillantes y la expresión de regodeo del <i>nazir</i> Teudiberto. Teudiberto deslizó su otra mano entre los muslos de ella. Sus mal cortadas uñas le arañaron la piel y sus dedos se cerraron, pellizcándole la blanda carne interior.</p> <p>Ash hizo una mueca de dolor, buscó a Alderico con la mirada, y entonces sintió que se ruborizaba por la humillación de hacer aquella súplica. Sintió deseos de echar la mano atrás, agarrar la muñeca de Teudiberto, tirar y romperle el brazo contra su rodilla, pero había demasiadas manos clavadas en los músculos de su brazo, reteniéndola. No podía moverse. Los dedos de él siguieron pellizcando la piel reseca. Ella se estremeció.</p> <p><i>No puede saberlo, mi vientre aún no se ha hinchado. Si acaso, estoy más delgada; no puedo comer de lo mal que estoy. Quizá si me viola me libre de eso, y acabaré teniendo que estarle agradecida a este hijoputa bastardo...</i></p> <p>—Esto no es el puerto —dijo Teudiberto con voz ronca—. Eso es el puerto.</p> <p>Ash miró fijamente al frente. Fue lo único que pudo hacer. Los remeros los estaban conduciendo entre una multitud de barcos pequeños y cocas y carracas de mediano tamaño. Ahora, delante, se abrían ante ellos cuatro calles de agua negra, atestadas de tráfico naval.</p> <p>Varios espigones de piedra separaban estas confluencias del puerto. Sobre ellos (Ash movió la cabeza, fascinada), uno detrás de otro, unos barracones, un fuerte, un edificio negro sin ventanas..., y amarrados a lo largo de los muelles, grandes trirremes y galeras, y barcos de guerra con banderas negras.</p> <p>Miles de personas iban y venían por doquier, por cualquier sitio al que ella mirara: izando velas en los barcos, conduciendo carretas tiradas por mulas por el muelle frente a ellos, encendiendo más faroles en las alturas, llamando, gritando, cargando cajas en las carracas. Una docena de mujeres con el rostro empolvado miraban hacia abajo desde un jardín de recreo, a unos cincuenta metros sobre un escarpado acantilado.</p> <p><i>Si grito pidiendo ayuda, ¿quién acudirá?</i></p> <p><i>Nadie.</i></p> <p>Le llegó un olor a especias, excrementos y algo raro. Algo que no encajaba...</p> <p>Ash retorció el cuerpo. Los hombres armados, más altos y más fuertes, la retuvieron fuertemente; sus cuerpos cálidos, duros y acorazados se apretaron contra el de ella. Ash flaqueó, con los pies desnudos entre las botas de ellos. Una punzada de miedo la recorrió, subiendo desde su vientre a su garganta. Los músculos de sus muslos y rodillas le fallaron. Tragó saliva con la boca seca.</p> <p>Ahora es real. Mientras estábamos en el barco podía haber pasado cualquier cosa, podíamos haber ido rumbo a cualquier otro sitio, yo podría haber escapado, no era real...</p> <p>Daría cualquier cosa por tener un arma, y siquiera una docena de hombres...</p> <p>El sudoroso soldado que la retenía, con los dedos mojados por la humedad del cuerpo de ella, vestía una cota de malla y llevaba una espada al cinto; más importante aún, tenía ocho compañeros con él y un comandante cuyo grito traería un centenar de soldados de los muelles y almacenes.</p> <p>—¿La zorra bocazas ya no es tan bocazas? —le susurró al oído. Su aliento apestaba a gachas de arroz, un olor dulce; Ash sintió asco.</p> <p>La certeza de que la violación y la mutilación no solo eran posibles, sino incluso muy probables, le hizo un nudo en el preñado estómago. Una sensación fría, muy fría, la recorrió. Las manos empezaron a temblarle. Miró fijamente el muelle, que se acercaba inexorablemente.</p> <p>El terror le dejó la boca seca, tensó su cuerpo, la condujo a las más altas cotas de nerviosismo. Casi sin darse cuenta identificó el aroma que la había extrañado; el viento tenía un olor casi picante de puro frío. Era como un pinchazo en las fosas nasales. En las montañas suizas hubiera pensado que era el olor de una inminente nevada.</p> <p>Una brusca ráfaga de viento atravesó el puerto, trayendo humedad.</p> <p>Frías gotas de aguanieve besaron su rostro herido, y sus piernas desnudas bajo la falda.</p> <p>Una vez retirados los remos, los marineros saltaron a proa y a popa y lanzaron cabos, para que los trabajadores del muelle los ayudaran a amarrar. La madera rozó contra la piedra. La galera amarró con un crujido de la capita de hielo que se había formado al pie del muelle, tensando los cabos de cáñamo hasta que se detuvo.</p> <p>El puño del <i>nazir</i> la golpeó en los riñones, empujándola hacia delante, junto al grupo de los demás prisioneros. Ash tropezó. Se inclinó hacia delante y cayó, desprevenida, por la pasarela. Puso las manos y se las arañó con los escalones de piedra que conducían al muelle. Los primeros copos de auténtica nieve se fundieron bajo sus palmas. Una bota le dio en las costillas. Ash pudo oler su propio vómito.</p> <p>—¡Mierda! —su voz salió en un lloriqueo seco y chillón.</p> <p>Ahora no había forma de escapar de la verdad. <i>Oigo una voz. Y oí la voz de ella. La misma voz. No lo saben, pero tienen razón. Esto no es un error. Soy la persona que quieren.</i></p> <p><i>¿Y qué me pasará ahora que van a descubrirlo?</i></p> <p style="page-break-before: always; line-height: 0%"> </p> <title style="margin-bottom: 2em; page-break-before: avoid; margin-top: 15%"> <p>Capítulo 2</p></h3> <p></p> <p>Todo el camino por las empinadas, estrechas y rectas calles trazadas a tiralíneas desde el muelle, subiendo escaleras entre edificios con contraventanas de hierro iluminados por jaulas de acero y cristal con fuego griego<a data-bs-toggle="modal" data-bs-target="#notesModal" type="note" href="#nota24">24</a>, los soldados visigodos siguieron manteniéndola apartada de los demás prisioneros.</p> <p>No tuvo tiempo para admirar la ciudad. Avanzaba dando traspiés, arañándose los pies descalzos en los adoquines, consciente solo de unas manos que la retenían por las axilas. Las alabardas de los guardias entrechocaron al llegar a un grueso arco de piedra, un portal que perforaba una muralla que rodeaba la colina tanto como le mostraban las luces. La muralla era demasiado alta como para ver nada tras ella.</p> <p>Los demás prisioneros del barco fueron conducidos a través de ella, al cuerpo de la ciudad, alejándose de la puerta en dirección a la ciudadela.</p> <p>—¿Qué? —Ash volvió la cabeza y tropezó. El <i>'arif</i> Alderico dijo algo. Dos de los soldados arrastraron de vuelta a una anciana, un joven gordo y un hombre mayor. Los soldados se cerraron en torno a ellos.</p> <p>El portal atravesaba una muralla defensiva que tendría sus veinte metros largos de grosor. Ash resbaló en la oscuridad. Teudiberto la levantó con una obscenidad satisfecha. Ella se encogió, apartándose de otra pared; no había luces. Un viento gélido le dio en la cara. Se dio cuenta de que ya no estaba dentro del umbral, sino en un pasadizo más estrecho.</p> <p>Ninguno de los edificios que había a ambos lados tenía ventanas.</p> <p>Cuatro de los hombres de Alderico encendieron antorchas corrientes, con capuchones de hierro enrejado, y las levantaron. Ahora las sombras acechaban y se retorcían en el estrecho pasadizo. ¿Una calle? ¿Un callejón? Ash aguzó la vista. Las últimas estrellas, que ya se desvanecían en la oscuridad, confirmaron que seguía estando en el exterior. Un puñetazo seco en la espalda la instó a avanzar.</p> <p>Pasaron una puerta negra, cerrada por siete gruesas trancas de hierro. Recorridos treinta metros por la calle, otra puerta. Ninguno de los edificios estaba construido de madera o de cañas y barro; todos eran de piedra sin ventanas. Entonces doblaron una esquina, volvieron a torcer, y otra vez; serpenteando por un laberinto de callejones oscuros, con un cielo diurno despiadadamente oscuro sobre sus cabezas.</p> <p>Se apretó los brazos alrededor del cuerpo mientras avanzaba trabajosamente. Vestida con delgado lino, hubiera tiritado de todas formas, pero el frío se le clavaba a través de los encallecidos pies desde los adoquines, le teñía los dedos de blanco y hacía que su aliento despidiera vapor.</p> <p>Los soldados del rey califa tiritaban igualmente.</p> <p>Cuatro de los soldados corrieron a desatrancar una puerta en una pared lisa. Lo bastante grande para ser una poterna, pensó ella. El <i>nazir</i> la obligó a atravesarla de un empujón, hacia la oscuridad. Ash se golpeó la rodilla herida y gritó en voz alta. Faroles de hierro danzaron frente a su vista deslumbrada; unas manos la agarraron, apretándole hombros y brazos contra el cuerpo, y la arrastraron al interior, por un pasadizo largo y oscuro.</p> <p>Una manita arrugada tomó la suya.</p> <p>Ash bajó la vista y vio que la anciana prisionera le había cogido la mano. La mujer levantó los ojos hacia ella. Las sombras cambiantes y las arrugas disfrazaban el gesto de la anciana. Ash sentía la mano como huesos de pollo fríos. Cogió la mano de la mujer con la suyas y la apretó contra su cuerpo para darle calor.</p> <p>La mano de la anciana resbaló hasta el vientre de Ash. Una suave voz se lamentó en francés.</p> <p>—Lo pensé en el barco. No lo aparentas, pero llevas un hijo, querida. Yo podría servirte de comadrona... ¡Ay! ¿Qué van a hacernos?</p> <p>—¡Calla!</p> <p>—¿Para qué nos querrán?</p> <p>Ash sintió y oyó un puño embutido en malla que golpeaba la carne. La mano de la mujer quedó fláccida y resbaló de la suya. Ash intentó cogerla, pero los soldados la rodearon y la empujaron para que siguiera adelante. Entró con ellos, trastabillando, en un gran patio.</p> <p><i>Una puerta trasera</i>, supuso. <i>¡Es una mansión!</i></p> <p>El patio era mucho más largo que ancho, rodeado en los cuatro lados por ventanas con barrotes de piedra y puertas rematadas en arco. Los edificios que rodeaban el patio interior por los cuatro costados alcanzaban al menos tres pisos. Los faroles de fuego griego la deslumbraban, impidiéndole ver el cielo.</p> <p>El alargado patio estaba atestado de gente. Algunos eran guardias de la casa, a juzgar por sus espadas. Uno o dos iban mejor vestidos. La mayoría de ellos eran hombres y mujeres de edades variadas, con túnicas sencillas y collares de hierro al cuello. Ash miró boquiabierta a los esclavos que iban y venían corriendo, y se le hizo un nudo en el estómago.</p> <p>Casi todos, a pesar de sus rostros diferentes, tenían un parecido familiar. Bajo la sibilante luz blanca, casi todos tenían el pelo pálido como la ceniza.</p> <p>Miró a su alrededor en busca de la anciana, no logró verla entre la muchedumbre y tropezó. Cayó a cuatro patas sobre un suelo de baldosas ajedrezadas. Gimió y se envolvió la rodilla con ambas manos. Volvía a tenerla hinchada y caliente. Los ojos le lloraban.</p> <p>A través del líquido vio adelantarse a Alderico junto al capitán del barco para hablar con un grupo de guardias de la casa y esclavos. Ash rodó y se puso en pie. Los prisioneros varones y ella fueron agrupados a empujones. A unos metros de distancia, el agua chapoteaba en el cuenco de una fuente. En el corazón de los chorros que caían, cantaba un fénix mecánico.</p> <p>Ash cogió el dobladillo de su falda con las dos manos y la estiró debajo de sus muslos. Un sudor frío le corría entre los omóplatos. Se encontró susurrando.</p> <p>—¡Oh, Cristo, ayúdame! ¡Ayúdame a conservar a mi hijo! —Se detuvo, con el gesto endurecido—. Pero no lo quiero. No quiero morir en el parto.</p> <p>Cuando piensas que has llegado hasta el final del miedo, siempre queda camino por recorrer. Cerró los puños para impedir que vieran que le temblaban las manos. Las imágenes sentimentales de un hijo o una hija no se mantenían en su mente, enfrentadas a este patio demasiado brillante lleno de hombres hablando en el dialecto gótico que llamaban cartaginés, demasiado rápido para que ella lo comprendiera. Solo quedaban la vulnerabilidad de su apenas perceptible vientre y la absoluta necesidad, e imposibilidad, del secreto.</p> <p>—Pobre chica, pobre corazón. —La anciana campesina colgaba del brazo de un soldado, sangrando. Los dos prisioneros varones estaban junto a ella, con sus rostros tan diferentes congelados en idénticas expresiones de miedo.</p> <p>—Ven conmigo. —El <i>'arif</i> Alderico se puso a su lado, y la empujó hacia delante.</p> <p>Ash se estremeció con un nudo en el estómago. De alguna parte logró sacar una amplia sonrisa que enseñaba todos los dientes.</p> <p>—¿Qué ha pasado? ¿Habéis decidido que no soy la que queréis? ¡Eso lo podíais haber dicho en Dijon! ¿O es ahora cuando me dices que queréis un contrato con mi compañía? Se me podría considerar ablandada. ¡Probablemente conseguiríais un buen trato!</p> <p>Ash era consciente de que debía de apestar, a juzgar por las expresiones de los guardias que había cerca de ella, y las miradas más distantes de uno o dos hombres que podían ser súbditos libres del Rey Califa Teodorico; pero su propia nariz se había insensibilizado. Avanzó junto a Alderico, cojeando sobre las frías baldosas. Su boca siguió parloteando.</p> <p>—Siempre pensé que bajo el Crepúsculo Eterno hacía calor. ¡Y esto está helado, joder! ¿Qué pasa, que la penitencia se os está haciendo demasiado pesada? Quizá Dios esté hasta las narices de esperar que alguien ocupe la Silla Vacía. Quizá sea un milagro.</p> <p>—Silencio.</p> <p>El miedo suelta la lengua. Ash calló.</p> <p>Al estrecho pasillo daban varias puertas. Alderico abrió una, hizo una reverencia y la obligó a pasar delante de él de un empujón. Sus ojos quedaron deslumbrados por más luz aún.</p> <p>Ash oyó la puerta cerrarse tras ella dando un portazo.</p> <p>—¿Es ella? —dijo una voz fuerte.</p> <p>—Quizá. —Otra voz, más seca.</p> <p>Ash parpadeó para aclararse la visión. El friso de la habitación estaba lleno de tuberías y lámparas con pantallas de cristal, que el fuego griego hacía sisear. En los rincones de la habitación había quemadores de aceite, y su aroma dulzón le aclaró la cabeza y, al mismo tiempo, la devolvió con una inmediatez sobrecogedora a una tienda en un campamento visigodo, en Italia, con mercenarios al servicio de los visigodos.</p> <p>Esto no era una tienda. El suelo bajo sus pies estaba enlosado de rojo y negro, y era lo bastante viejo para que sus pies desnudos sintieran cada zona desgastada. A la luz de veinte lámparas, las teselas de los mosaicos le devolvieron la mirada.</p> <p>Las paredes brillaban, cubiertas con cuadraditos coloreados de medio centímetro de lado desde el suelo hasta el techo. Imágenes de santos e iconos la miraban fijamente desde arriba: Catalina con su rueda, Esteban con sus flechas; Mercurius con su cuchillo de cirujano y el bolso cortado de ladrón, Jorge y el dragón. Túnicas doradas y ojos oscuros que la miraban fijamente.</p> <p>Las sombras se perdían en la nervadura del techo. Bajo los acres y controlados chorros de fuego griego, detectó un olor a tierra. La pared del fondo de la habitación era un enorme mosaico del toro y el madero. Cristo la observaba desde donde estaba crucificado. San Herlain estaba a sus pies perforados por hojas, y santa Tanita<a data-bs-toggle="modal" data-bs-target="#notesModal" type="note" href="#nota25">25</a> observaba.</p> <p>El ambiente era tan opresivo que Ash no oyó lo siguiente que dijeron, y solo logró concentrarse cuando el eco de las voces murió en la fría, fría sala. Miró el asiento grande, cuadrado y pulido, y las mesas que había en la habitación. Frente a ella había dos hombres. Uno de ellos, delgado, con una túnica blanca, de unos cincuenta años, vestido como un <i>amir</i>, la observaba con ojos arrugados. Agazapado a los pies de su silla, un hombre con el rostro pálido y regordete de un retrasado la observaba babeando.</p> <p>—Vete. —El <i>amir</i> tocó dulcemente el brazo del retrasado mental—. Vete a comer. Más tarde te enterarás de lo que hablemos. Vete, Ataúlfo. Vete, vete...</p> <p>El retrasado, que podía haber tenido cualquier edad entre veinte y sesenta años, pasó junto a ella dedicándole una ojeada de sus ojos almendrados y brillantes, bajo unas pobladas cejas rubias y un cabello ralo. Su boca de gruesos labios babeaba.</p> <p>Ash dio un paso al lado mientras el hombre salía, usándolo como excusa para mirar hacia atrás. Ninguna ventana miraba a aquella habitación. Solo había una puerta doble. El <i>'arif</i> Alderico estaba plantado frente a ella.</p> <p>—¿Has comido? —le preguntó el <i>amir.</i></p> <p>Ash miró al hombre de la barba rubia. Pudo distinguir un leve parecido físico con el retrasado, pero en su rostro arrugado brillaba la inteligencia.</p> <p>Aun sabiendo de dónde provenía esta amabilidad, que era un intento de quebrarla por contraste, Ash respondió débilmente con su mejor latín cartaginés.</p> <p>—No, lord <i>amir.</i></p> <p>—<i>'Arif</i>, que traigan comida. —Señaló una segunda silla tallada, más baja, que estaba junto a la suya, mientras Alderico se asomaba por la puerta para dar órdenes—. Soy el <i>amir</i> Leofrico. Estás en mi casa.</p> <p><i>Eso es. Ese es el nombre. Ella te mencionó.</i></p> <p><i>Eres su no-casi-padre.</i></p> <p>—Siéntate.</p> <p>Sus pies se calentaron un poco en el mismo instante en que pisó las alfombras que cubrían las baldosas color rojo ladrillo. Un hombre rubio como la ceniza entró, pasó junto a ella, colocó un plato plano con comida caliente en una mesa baja, y salió de la habitación sin decir palabra. Ash calculó que tendría su misma edad; llevaba un collar de hierro al cuello, y ni Alderico ni el lord <i>amir</i> Leofrico le prestaron más atención de la que prestaban a las lámparas. Un esclavo.</p> <p>Ash ocultó el miedo que la atenazaba cruzando la alfombra y sentándose en una silla baja de roble. Estaba acolchada, y tenía un respaldo que se curvaba bajo sus codos; durante unos instantes no tuvo ni idea de cómo sentarse en ella. Al parecer, el <i>amir</i> Leofrico estaba ignorando cualquier posible infección de esta prisionera acribillada por las pulgas: la miraba con una expresión preocupada e inquisitiva.</p> <p>La comida, dos o tres objetos que eran amarillos, blandos y con forma de bolsa, despedía vapor en el gélido ambiente. Ash cogió uno con sus dedos sucios, mordió la caliente y frágil empanada y saboreó patatas, pescado y azafrán.</p> <p>—¡Mierda! —La mayor parte de un huevo crudo se derramó de la empanada y le resbaló por el brazo. Con un rápido movimiento lamió la yema y la clara, dejando la piel limpia—. Ahora, señor... —Ash levantó la mirada, con la intención de tomar la iniciativa verbal. Se detuvo, levantándose de un salto, sin preocuparse de que la manchada falda apenas le cubría las piernas—. ¡Por Cristo, es una rata! —extendió un brazo, señalando al regazo del <i>amir</i>—. ¡Es una rata de la peste!<a data-bs-toggle="modal" data-bs-target="#notesModal" type="note" href="#nota26">26</a></p> <p>—Nada de eso, querida mía. —El <i>amir</i> visigodo poseía una sonrisa sorprendentemente agradable, mucho más juvenil que su rostro arrugado; resplandecientes dientes blancos entre una barba rubia entrecana. Inclinó la cabeza y gorjeó en tono alentador.</p> <p>Una cabeza peluda y puntiaguda emergió entre los pliegues de sus ropajes de terciopelo blanco perfilado en oro, precedida por un hocico rosa. Unos ojillos negros sin pupila miraron fijamente a Ash cuando el animal se quedó inmóvil. Ash le devolvió la mirada, sobresaltada ante el contacto ocular. Bajo la suavizadora luz de las lámparas, la piel del animal era de un blanco resplandeciente.</p> <p>Animada por la inexistencia de movimiento, salió deslizándose hasta el muslo de Leofrico, abriéndose paso cuidadosamente entre sus ropajes. Unos altos cuartos traseros fueron seguidos por una delgada cola pelada. Sólo su cuerpo mediría unos veinticinco centímetros. El rabo pelado (vio Ash helada de horror mientras emergía) era escamoso. Y sus pelotas, del tamaño de nueces,</p> <p>—¿Eso no es una rata? ¡Fuera de aquí!</p> <p>El roedor se quedó paralizado ante su voz, y encorvó el lomo. Las ratas son negras, son ratones grandes. Aquella, vista con la claridad que el miedo le permitía, era ancha en los cuartos traseros y estrecha en los delanteros. El hocico era más romo que el de un ratón. Las orejas eran pequeñas para el tamaño de la ancha cabeza.</p> <p>—Es una especie diferente de rata. Mi familia las trajo de un viaje al Reino Medio<a data-bs-toggle="modal" data-bs-target="#notesModal" type="note" href="#nota27">27</a> —susurró tranquilamente el <i>amir</i> Leofrico. Bajó un curtido dedo y acarició al animal detrás de la oreja. El animal se incorporó sobre sus patas traseras, olfateando con un tembloroso abanico de bigotes y mirando al hombre a la cara—. Es una rata, querida mía, pero de una especie diferente.</p> <p>—¡Las ratas son los perros falderos del diablo! —Ash retrocedió dos pasos sobre la alfombra—. Se comen la mitad de tus suministros si no tienes una manada de <i>terriers</i>; ¡Jesús, con los problemas que he tenido...! Asquerosas..., sucias... ¡Y traen la peste!<a data-bs-toggle="modal" data-bs-target="#notesModal" type="note" href="#nota28">28</a></p> <p>—Quizá antes. —El <i>amir</i> visigodo volvió a gorjear. Era un sonido sorprendentemente estúpido para venir de un hombre adulto, y a Ash le pareció que oía resoplar al <i>'arif</i> Alderico desde la puerta. La túnica de Leofrico se movió—. ¿Quién es mi cariñito...? —susurró.</p> <p>Dos ratas más se subieron a sus hombros. Una era amarilla, con manchas marrón sepia en patas, dedos y hocico; Ash hubiera jurado, si la luz hubiera sido mejor, que la otra era de un gris pizarra tan claro como para parecer azul. Dos pares más de ojos pequeños, brillantes y negros se clavaron en ella.</p> <p>—Quizá antes —repitió Leofrico—. Hace un millar de generaciones. Se reproducen mucho más rápido que nosotros. Tengo registros que se remontan a décadas atrás, a cuando eran de un simple color marrón, ni la mitad de bonitas que tú, cariño —le dijo a una de las bestezuelas—. Estas llevan un siglo o más sin conocer enfermedad alguna. Tengo muchas variedades, ratas de todos los colores y tamaños. Tienes que verlas.</p> <p>Ash miró, helada, cómo una de las ratas acercaba su cabeza serpentina a la oreja del <i>amir</i> visigodo y la mordía. El mordisco de una rata transmitía fiebres, y a veces provocaba la muerte; e incluso si no se llegaba a eso, un dolor como el de una aguja traspasando la carne. Ash hizo una mueca de dolor. Leofrico ni se inmutó.</p> <p>La rata azul agarró con sus delicadas zarpas el intacto lóbulo de la oreja del hombre y siguió lamiéndolo con una lengua diminuta y rosada. Olisqueó un poco su barba y luego se puso a cuatro patas y desapareció como por ensalmo en el interior de los ropajes del hombre.</p> <p>—¡Son mascotas! —exclamó Ash, asqueada.</p> <p>—Son una afición. —El <i>amir</i> Leofrico pasó a hablar en francés, con un leve acento—. ¿Me comprendes, querida mía? Quiero estar seguro de que comprendes lo que digo, y de que yo entiendo todo lo que tú me digas.</p> <p>—Yo no tengo nada que decir.</p> <p>Se quedaron mirándose fijamente por unos instantes, a la luz de las lámparas. El mismo esclavo de antes entró y se ocupó de una lámpara, vertiendo en ella un aceite diferente. Un aroma floral se fue imponiendo gradualmente en el aire de la habitación. Ash miró hacia atrás por encima de su hombro, a la masa de Alderico que bloqueaba la puerta.</p> <p>—¿Qué esperáis que diga, lord amir? —preguntó—. Sí, soy pariente de vuestra general. Obviamente. Ella dice que la habéis engendrado a partir de esclavos. Y puedo ver que es así. Demasiada gente aquí se parece a mí... ¿Importa? Tengo quinientos hombres de los que puedo responder, y a pesar de lo que ella hizo en Basilea estoy dispuesta a negociar otro contrato. ¿Qué más puedo decir?</p> <p>Ash logró terminar encogiéndose de hombros, a pesar de ir vestida con nada más que una blusa y una falda sucias, con el pelo corto, apestando y acribillada a picaduras.</p> <p>—Querida —susurró Leofrico. A la rata azul, se dio cuenta Ash. El noble visigodo inclinó la cabeza y la rata que había sobre su rodilla se incorporó sobre sus patas traseras, estirándose. Durante un breve instante, estuvieron nariz con nariz, y luego la rata volvió a ponerse a cuatro patas. El hombre ahuecó la mano y acarició el arqueado lomo del roedor. Este volvió la cabeza y lamió los dedos con una limpia lengua rosada—. Tócala, suavemente, no te hará daño.</p> <p><i>Cualquier cosa para evadir más preguntas</i>, pensó Ash lúgubremente. Atravesó la alfombra hasta la silla de Leofrico y extendió un dedo extremadamente vacilante. Tocó un pelaje sorprendentemente suave, seco y cálido.</p> <p>La bestia se movió.</p> <p>Ash gimió. Unas garras diminutas aferraron su dedo índice. Ash se quedó paralizada al notar la escasa fuerza de la presa.</p> <p>La rata hembra de color azul claro olfateó delicadamente las mordidas y sucias uñas de Ash. Empezó a lamer sus dedos, se sentó, estornudó dos veces (un sonido diminuto, absurdo en la enorme cámara decorada con mosaicos) y se acomodó sobre los cuartos traseros, frotándose el hocico y los bigotes con las zarpas, como si se estuviera limpiando la suciedad del viaje en barco.</p> <p>—¡Se está lavando la cara como un cristiano! —exclamó Ash. Dejó la mano extendida, con la esperanza de que la rata la investigara más; y con una repentina punzada de miedo en el estómago se dio cuenta de que estaba lo bastante cerca del <i>amir</i> sentado como para oler su perfume y el olor a sudor masculino que había debajo.</p> <p>Leofrico acarició a su rata.</p> <p>—Querida mía, se pueden tardar muchos años en criar una variedad. A veces se obtiene el color exacto, pero con él llegan defectos: retraso mental, agresividad, psicosis, abortos, vaginas deformes, entrañas tan deformadas que revientan con sus propios excrementos y mueren. —La rata azul se tumbó y se enroscó en su regazo. Leofrico miró a Ash—. Pueden hacer falta muchas generaciones para obtener lo que se busca. Cruzar padre con cría, hijo con hija. Uno elimina los inútiles, y solo cría a partir de lo útil; durante muchos, muchos años. Y a veces el éxito nunca llega. O si lo hace, es estéril. ¿Empiezas a comprender por qué eres importante para mí?</p> <p>—No —la lengua de Ash se le pegó a su reseco paladar.</p> <p>El <i>amir</i> Leofrico sonrió, como si estuviera dándose cuenta de su mal escondido miedo y a la vez pensando en otra cosa totalmente diferente.</p> <p>—Habrás notado que son bastante mansas, a diferencia de otras bestias salvajes. Eso es una consecuencia del proceso de crianza, una que yo no esperaba... ¿Sí?</p> <p>—¡Sire! —retumbó la grave voz de Alderico.</p> <p>Ash volvió la cabeza y fue testigo de la súbita entrada por la puerta doble de varios esclavos con collar, sacerdotes arríanos, soldados de infantería armados, un abad y un hombre transportado en una silla de mano.</p> <p>—¡Mi señor califa! —El <i>amir</i> Leofrico se puso de pie apresuradamente e hizo una reverencia. Las ratas se escabulleron al interior de sus ropas—. ¿Sire?</p> <p>El extremo de la habitación se llenó de soldados, hombres de Alderico. Entre ellos caminaba un hombre con las ropas verdes de un abad arriano (había algo raro en la cruz que colgaba sobre su pecho) y un <i>amir</i> ricamente vestido y, visto de cerca, más joven que Leofrico.</p> <p>—Os doy la bienvenida a mi casa —dijo formalmente Leofrico en latín cartaginés, logrando calmar la voz.</p> <p>Con un gesto, la silla de mano fue dejada en el suelo.</p> <p>—¡Sí, sí! —En la silla se sentaba un anciano, que evidentemente antaño había sido pelirrojo, pero ahora tenía el pelo de color blanco sucio, y que había tenido la complexión clara y pecosa asociada al cabello rojo, que ahora se veía manchada y oscura a la luz de las lámparas. La piel le colgaba lacia de los brazos, y se tensaba sobre su nariz, frente y alrededor de su boca. Vestía ropas de hilo de oro tejido. Ash inhaló una vez e intentó contener la respiración: ninguno de los esclavos que cargaban con recipientes de hierbas aromáticas podía ocultar el hedor a excrementos y carne putrefacta.</p> <p><i>Teodorico</i>, comprendió con espanto, <i>¡es el califa!</i> La obligaron a arrodillarse sobre la alfombra (y ella trató desesperadamente de cargar el peso sobre su rodilla izquierda) y el guantelete de mallas de Alderico la forzó a ponerse a gatas. No podía ver más que los dobladillos de las túnicas y las sandalias de cuero ricamente trabajadas.</p> <p>—¿Y bien? —La voz del gobernante visigodo sonaba debilitada.</p> <p>—Mi señor califa, ¿por qué vienen estos hombres con vos? —dijo la voz del <i>amir</i> Leofrico—. ¿Este abad? Y el <i>amir</i> Gelimer no es amigo de mi familia.</p> <p>—¡Debo tener un sacerdote conmigo! —dijo el rey califa con fastidio.</p> <p><i>¿Un abad es un simple «sacerdote»?</i> se preguntó Ash.</p> <p>—¡Este no es sitio para el <i>amir</i> Gelimer!</p> <p>—No. Quizá no. Gelimer, sal.</p> <p>Una voz diferente, de tenor, protestó.</p> <p>—Mi señor califa, fui yo quien os trajo estas noticias, no el <i>amir</i> Leofrico, ¡aunque debía de saberlo desde hace bastante tiempo!</p> <p>—Cierto, cierto, entonces te quedarás, para que podamos oír tu opinión acerca de este tema. ¿Dónde está la mujer?</p> <p>La mirada de Ash se clavó en la sencilla confección de la alfombra. Sus fibras eran suaves contra las palmas de sus manos. Se arriesgó a volver la cabeza para ver si había forma de llegar hasta la puerta. Solo vio las piernas envueltas en cotas de malla de los guardias. Ningún amigo, ningún aliado, ningún sitio al que huir. Le entraron ganas de defecar.</p> <p>—Aquí—admitió Leofrico.</p> <p>—Levantadla —dijo el rey califa con voz débil.</p> <p>Ash, puesta en pie a la fuerza, se encontró siendo mirada intensamente por dos hombres ricamente vestidos y extremadamente poderosos.</p> <p>—¡Esto es un muchacho!</p> <p>El <i>nazir</i> Teudiberto se adelantó de la guardia, cogió la pechera de su blusa con dos manos, desgarrándola de arriba abajo, y luego retrocedió. Ash metió barriga y se puso firme.</p> <p>—Es una mujer —murmuró respetuosamente Leofrico.</p> <p>El Rey Califa Teodorico asintió, una vez.</p> <p>—He venido a motivarla. <i>¡Nazir</i> Saris!</p> <p>Un forcejeo en la puerta, entre la guardia personal del rey califa, hizo que Ash volviera la cabeza. Una espada se deslizó fuera de su vaina forrada de madera. Al oír dicho sonido, Ash retrocedió, incluso estando retenida por Alderico.</p> <p>Dos de los soldados del califa arrastraron al interior al prisionero gordo.</p> <p>—¡No! ¡No, puedo pagar! ¡Puedo pagar! —Los ojos del joven se desorbitaron. Chilló alternando el francés, el italiano y el alemán de suiza—. ¡Mi gremio pagará un rescate! ¡Por favor!</p> <p>Uno de los soldados le puso una zancadilla, y el otro le arrancó las manchadas ropas azules.</p> <p>La luz destelló en el canto de la espada cuando el soldado la levantó y descargó un tajo preciso. La sangre salpicó.</p> <p>—¡Cristo! —exclamó Ash.</p> <p>La habitación empezó a apestar repentinamente cuando al hombre se le soltó el vientre. Por sus blancas piernas desnudas corría la sangre. Se incorporó sobre los codos y se arrastró hacia delante, gimoteando y sollozando, con el rostro empapado de lágrimas. Sus piernas se arrastraban tras él como dos tiras de carne muerta.</p> <p>Los dos cortes en sus tobillos, que lo habían desjarretado, sangraban libremente sobre las baldosas de piedra.</p> <p>—Habla con mi consejero Leofrico —dijo una voz asmática. Ash se obligó a apartar la vista, a mirar al hombre que había hablado, y a mirar al rey califa—. Habla con mi consejero Leofrico —repitió Teodorico. A la luz de las lámparas, su estirada piel parecía amarillenta, sus cuencas oculares dos agujeros negros—. Cuéntaselo absolutamente todo. Ahora. No quiero que tengas ninguna duda de lo que te haremos si te niegas aunque solo sea una vez.</p> <p>El hombre del suelo sangraba, chillaba y sacudía el torso mientras los soldados lo sacaban de la habitación. Los ojos de piedra de los santos observaron impasibles la partida.</p> <p>—¿Habéis hecho eso solo para mostrarme...?</p> <p>Aterrorizada e incrédula, Ash gritó con la misma fuerza que en el campo de batalla.</p> <p>Las náuseas recorrieron su cuerpo; sintió acalorados las manos y los pies; sabía que estaba a punto de desmayarse, en un segundo, y se inclinó para apoyar las manos en los muslos y respirar hondo.</p> <p><i>He visto cosas peores, he hecho cosas peores, pero hacerlo tan despreocupadamente, sin motivo...</i></p> <p>Eran la velocidad con que se había hecho y la absoluta inexistencia de posibilidad de apelación lo que la espantaba más. Y el daño irrevocable. El azoramiento coloreó su rostro marcado.</p> <p>—¿Acabáis de arruinarle la vida a ese pobre desgraciado solo para demostrar algo?</p> <p>El rey califa no la miró. Su abad le estaba diciendo algo en voz baja, al oído, y él asintió, una vez. Los esclavos acabaron de limpiar el suelo y se retiraron. El aroma floral de los quemadores de aceite no ocultaba el olor a cobre de la sangre ni el hedor de las heces.</p> <p>Alderico se apartó de ella. Dos de los soldados del califa, los mismos de antes, la cogieron por las muñecas y le doblaron los brazos a la altura del hombro y el codo para inmovilizarla.</p> <p>—Matadla ahora —dijo el <i>amir</i> Gelimer. Ash vio que Gelimer era un hombre moreno, de unos treinta años; con un rostro anodino de ojos pequeños y una barba oscura trenzada—. Si es un peligro para nuestra cruzada en el norte, aunque sea un peligro minúsculo, deberíais matarla, mi señor califa.</p> <p>—¡Pero no! —se apresuró a decir el <i>amir</i> Leofrico—. ¿Cómo sabremos lo que ha sucedido? ¡Esto debe examinarse!</p> <p>—Es una campesina norteña —resolló despectivamente el rey califa—. ¿Por qué perder el tiempo con esto? Lo mejor que podemos sacar es otro general, y ya tengo uno. ¿Te dirá ella el porqué de este frío? ¿El porqué de este infernal y diabólico frío desde que tu general partió a ultramar? Cuanto más al norte conquistamos en nuestra cruzada, más nos ataca aquí... En verdad me pregunto ahora, qué quiere Dios que hagamos. ¿Es que esta guerra no es designio suyo después de todo? ¿Me has condenado, Leofrico?</p> <p>—Sire, la penitencia es una herejía norteña —dijo alegremente el abad—. Dios siempre nos ha bendecido con esta oscuridad, que si bien nos impide labrar la tierra o cultivar cereal, nos impulsa a conquistar tierras en su nombre. Nos convierte en hombres de guerra, no granjeros ni pastores, y así nos ennoblece. Es su látigo, regañándonos para que cumplamos su voluntad.</p> <p>—Hace frío, abad Muthari. —El rey califa le interrumpió con un gesto de la mano. La luz de las lámparas mostró manchas oscuras que moteaban sus pálidos dedos. Teodorico cerró sus ojos de débiles párpados.</p> <p>—Sire —murmuró Gelimer—. Antes de hacer cualquier otra cosa, Sire, cortadle la mano de la espada. A una mujer familiarizada con el diablo, como esta, no debería permitírsele seguir siendo una guerrera, por muy corto que sea el tiempo que la dejéis vivir después de esto.</p> <p>La voz, y la formación en su mente de la imagen —dos círculos blancos de hueso cortado rodeados de carne chorreando sangre— llegaron al instante. Ash tragó bilis. La náusea y la lasitud la sumergieron como la marea.</p> <p>Un pequeño rostro puntiagudo y peludo la miró desde el hombro del <i>amir</i> Leofrico. Unos ojos negros la examinaron. Un abanico de bigotes vibró. Cuando Leofrico se inclinó para hablar con ella, la rata cambió de posición sus pies de dedos rosados y se acomodó para acicalarse un costado azul claro; ni húmedo, ni sucio ni infestado de pulgas.</p> <p>—¡Dame algo, Ash! —imploró el <i>amir</i> Leofrico en voz baja—. Mi hija me ha dicho que eres una mujer de gran valía, pero solo tengo esperanzas, no pruebas. Dame algo que pueda usar para mantenerte viva. Teodorico sabe que se está muriendo y se ha vuelto muy despreocupado con las vidas de los demás en estas últimas semanas.</p> <p>—¿Como qué? —Ash tragó saliva, tratando de ver a través de ojos inundados de lágrimas—. En el mundo sobran mercenarios, mi señor. Incluso buenos.</p> <p>—¡No puedo desobedecer al rey califa! ¡Dame una razón por la que no deberías ser ejecutada! ¡Aprisa!</p> <p>Ash observó fascinada cómo movía los bigotes la rata azul y se lavaba detrás de las orejas con delicadas zarpas rosadas. Movió la mirada quince centímetros, hasta el gesto implorante de Leofrico.</p> <p><i>O esto significará mi liberación, o significará mi muerte, probablemente rápida. Rápido es mejor; dulce Cristo, yo sé que es mejor. He visto todo lo que se le puede hacer al cuerpo humano, ¡y esto es un inofensivo juego de niños! No quiero que empiecen en serio.</i></p> <p>Oyó su propia voz, en la helada habitación de paredes de piedra:</p> <p>—Vale, vale, oigo una voz, cuando estoy luchando. Siempre lo he hecho, es la misma que oye vuestra... hija, podría ser. Es evidente que estamos emparentadas. No soy más que un descarte de uno de vuestros experimentos, ¡pero lo oigo!</p> <p>Leofrico se pasó los dedos por el pelo, levantando sus rizos blancos. Sus intensos ojos se entrecerraron. Ash se dio cuenta de que el <i>amir</i> la contemplaba con expresión de escepticismo.</p> <p>¿No me cree después de todo esto?</p> <p>—¡Tenéis que creer que estoy diciendo la verdad! —susurró ella con aspereza y apremio.</p> <p>Sudando, temblando, se quedó mirándolo a los ojos azules durante un largo minuto.</p> <p>El <i>amir</i> Leofrico se apartó.</p> <p>Si una mano no le hubiera rodeado el cuerpo, se habría caído: el <i>nazir</i> Teudiberto la sostuvo con un brazo fibroso y fuerte a la altura del pecho desnudo. Ash sintió que se reía.</p> <p>—Oye al Gólem de Piedra —dijo Leofrico.</p> <p>El <i>amir</i> Gelimer resopló.</p> <p>—¡Y lo mismo afirmaríais vos si estuvierais en su lugar!</p> <p>La boca del rey califa había palidecido, y su atención se había alejado de la conversación hasta el abad que estaba a su lado; Ash vio que sus ojos volvían a posarse en Leofrico ante el comentario de Gelimer.</p> <p>—Por supuesto que lo dice —comentó burlonamente el Rey Califa Teodorico—. ¡Leofrico, estás tratando de salvarte con una fábula de otra general esclava!</p> <p>—Oigo tácticas... Oigo al Gólem de Piedra —dijo Ash en voz alta, en latín cartaginés.</p> <p>Gelimer protestó.</p> <p>—¿Veis? ¡No sabía ni cómo se llamaba hasta que vos lo habéis nombrado!</p> <p>El brazo del <i>nazir</i> la inmovilizó. Ash abrió la boca para volver a hablar, y la mano libre de Teudiberto se cerró sobre ella, clavándole fuertemente los dedos en la articulación de la mandíbula para que no pudiera morderle.</p> <p>El <i>amir</i> Leofrico hizo una profunda reverencia, mientras sus ratas corrían a buscar refugio entre su vestimenta, y se incorporó de nuevo para mirar al moribundo rey califa.</p> <p>—Sire, puede que lo que el <i>amir</i> Gelimer dice sea cierto. Puede que solo esté diciendo eso por miedo al dolor o al daño físico. —Los ojos claros de Leofrico se volvieron despiadados—. Hay una forma de resolver esto. Con vuestro permiso, Sire, la haré torturar hasta que se aclare si está diciendo la verdad o no.</p> <p style="page-break-before: always; line-height: 0%"> </p> <title style="margin-bottom: 2em; page-break-before: avoid; margin-top: 15%"> <p>Capítulo 3</p></h3> <p></p> <p>Uno de los compañeros de Teudiberto dijo algo en cartaginés que Ash entendió como «divirtámonos un poco con ella. Ya habéis oído al viejo. No importa mientras no acabe muerta».</p> <p>Puede que fuera uno rubio, o su camarada; Ash no estaba segura. Ocho hombres, nueve contando al <i>nazir</i>, todos ellos muy familiares a pesar de sus panoplias de cotas de malla ligeras de jinete y espadas curvas. Muy bien podían haber sido hombres del ejército de Carlos, o del de Federico, o del León Azur llegado el caso.</p> <p><i>¿Adónde me llevan?</i>, se preguntó ella, mientras sus pies se magullaban en los escalones de piedra, dando traspiés, bajando a empujones... ¿Bajando?</p> <p>Bajando por una escalera de caracol, hacia habitaciones situadas por debajo del nivel de suelo. <i>¿Es que la colina que domina el puerto de Cartago está repleta de catacumbas</i>?, se preguntó, y la respuesta más obvia cruzó su mente: <i>¿Cuántos de los que entran no vuelven a salir?</i></p> <p><i>Algunos. Basta con que la respuesta sea «algunos».</i></p> <p><i>¿Qué ha querido decir con eso de «tortura»? No puede referirse a la tortura de verdad. No puede.</i></p> <p>El <i>nazir</i> Teudiberto habló sonriente.</p> <p>—Sí, ¿por qué no? Pero nadie ha visto nada. A esta zorra no le ha pasado nada. Nadie ha visto nada ¿no?</p> <p>Ocho voces ansiosas murmuraron en señal de asentimiento.</p> <p>Su sudor apestaba en el aire. Mientras la sacaban de la escalera y la metían por angostos corredores iluminados por faroles, Ash pudo oler su excitado estado de ánimo, su creciente tensión. Hombres en grupo, incitándose unos a otros: no había nada a lo que no se atrevieran.</p> <p>Mientras los puños del grupo la empujaban, pensó que podía enfrentarse a ellos, podía sacar un ojo, romper un dedo o un brazo, reventarle los testículos a alguno, ¿y luego qué? Luego le romperían los pulgares y las espinillas y la violarían por delante y por detrás, coño y culo...</p> <p>—¡Vaca! —Un hombre rubio agarró sus pechos desnudos y apretó con toda su fuerza. Los pechos de Ash habían empezado a engordar, desde los días pasados en el barco; gritó involuntariamente y lanzó un golpe que alcanzó al hombre en la garganta. Seis o siete pares de manos la agarraron y alguien le dio un revés en la cara que la hizo girar y estrellarse contra la pared de una celda.</p> <p>La brecha en su cabeza le provocó un dolor espantoso. Sintió unas baldosas de cerámica bajo las rodillas. Un hombre carraspeó y le escupió encima. Una bota de cuero blando, con el duro pie de un hombre dentro, la pateó violentamente tres dedos por debajo del vientre.</p> <p>Le arrancó el aire de los pulmones.</p> <p>Jadeó, manoteando incontroladamente; tuvo que obligar al aliento a bajar por su garganta, sintió las frías baldosas de arcilla bajo la pierna izquierda, cadera, costillas y hombro. El apestoso lino se puso tirante, se le enganchó al cuello y se desgarró cuando alguien agachado le arrancó la blusa, que ya estaba rota. Quedó desnuda ante los ojos de ellos.</p> <p>—¡Que os jodan! —gruñó Ash con una voz patéticamente chillona por la falta de resuello.</p> <p>Cuatro o cinco voces masculinas rieron sobre ella. Le dieron puntapiés con las botas para mofarse de ella, riendo cada vez que ella se encogía de dolor.</p> <p>—Vamos, a por ella. ¡A por ella! Tú primero, Barbas.</p> <p>—Yo no, tú. Yo no la toco. La zorra tiene una enfermedad. Todas las zorras norteñas la tienen.</p> <p>—¡Ay, el jodido nene quiere teta de mamaíta, no una mujer de verdad! ¿Quieres que ate a la peligrosa guerrera! ¿Te da miedo tocarla?</p> <p>Hubo un forcejeo sobre ella. Una bota dio un pisotón peligrosamente cerca de su cabeza, sobre el suelo de baldosas de la celda. Vio arcilla roja, más enrojecida aún por la luz de la única lámpara; sucios dobladillos de túnicas, cotas de malla finamente remachadas, grebas de cuero atadas a las espinillas y, cuando rodó y pudo levantar la cabeza, detalles de rostros de hombre: un fiero ojo marrón, una mejilla sin afeitar, una peluda muñeca limpiando una boca llena de dientes blancos y regulares, una serpenteante cicatriz blanca que recorría un muslo, una túnica remangada, el bulto bajo la ropa de un miembro en erección.</p> <p>—¡A joderla! ¡Gaina! ¡Fravitta! ¿Qué cojones hacéis ahí plantados? ¿Es que no habíais visto antes una mujer?</p> <p>—¡Que Genserico vaya primero!</p> <p>—¡Sí, que lo haga el nene!</p> <p>—Saca el cipote, chico. ¿Eso es? ¡Ni lo va a notar!</p> <p>Sus voces graves retumbaban entre las pequeñas paredes. Ash volvió a tener diez años, a ver a los hombres infinitamente más grandes. Más fuertes, más musculosos. Pero ocho hombres no son solo más fuertes que una sola mujer, son más fuertes que un solo hombre. Son más fuertes que uno. Ash sintió lágrimas calientes abriéndose paso entre sus párpados cerrados. Se puso a cuatro patas y les gritó.</p> <p>—¡Me voy a llevar a unos cuantos de vosotros conmigo, os voy a dejar marcados, mutilados, marcados de por vida...!</p> <p>La saliva goteaba de su boca, manchando de humedad las baldosas de barro cocido. Ash veía cada grieta en los bordes de los cuadrados donde la cerámica se había desportillado, cada mancha negra de suciedad adherida. Sentía punzadas en la cabeza y el estómago, que medio la cegaban de dolor. Un sofoco recorrió su cuerpo desnudo.</p> <p>—Os voy a matar, cabrones. Os voy a matar, cabrones.</p> <p>Teudiberto se agachó para gritarle a la cara. La salpicó de saliva al reírse.</p> <p>—¿Quién es una jodida mujer guerrera ahora? ¿Eh, chica? ¿Vas a luchar contra nosotros?</p> <p>—Hombre, claro. Voy a intentar enfrentarme a ocho hombres cuando ni siquiera tengo una espada, por no mencionar algún compañero.</p> <p>Durante un segundo, Ash no fue consciente de haber hablado en voz alta. Ni en ese tono de desprecio sereno y adulto... Como si fuera una completa obviedad.</p> <p>Los ojos de Teudiberto se entrecerraron. Su sonrisa se desvaneció. El <i>nazir</i> permaneció inclinado, con las manos apoyadas en sus muslos cubiertos de cota de malla. Su ceño fruncido indicaba confusión. Ash se quedó helada.</p> <p>—Seré estúpida —susurró ella despectivamente, apenas atreviéndose a respirar en aquel momento de silencio. Miró fijamente a unos rostros: hombres de unos veinte años que serían Barbas, Gaina, Fravitta, Genserico, pero no sabía quién era cada cual. Su estómago se retorcía de dolor. Se puso en cuclillas, ignorando un cálido chorro de orina que le corrió por los muslos al hacérselo encima—. No hay «guerreros» en un «campo de batalla». —Su voz siguió con aquel tono despectivo, tembloroso, en un tosco cartaginés, y ella la dejó—. Estáis tú y tu colega, y tú y tus compañeros, y tú y tu jefe. Una lanza. La unidad más pequeña sobre el campo son ocho o diez hombres. Nadie es un héroe cuando se queda solo. Un hombre solo ahí fuera es carne muerta. ¡Y yo no soy una jodida heroína voluntaria!</p> <p>Era la clase de cosa que podía haber dicho un día cualquiera, nada especialmente incisivo.</p> <p>Levantó la mirada bajo la luz amarillenta para ver las sombras que se mecían en las paredes, y los rostros sonrosados que la miraban a ella. Dos hombres giraron sobre sus talones, uno más joven (¿Genserico?) para hablar con un compañero.</p> <p>Pero era la clase de cosas que ellos podrían decir.</p> <p>Y que un civil no haría nunca.</p> <p>No era hombre contra mujer. Militar contra civil. <i>Estamos del mismo lado. Vamos, vedlo, tenéis que verlo. No soy una mujer, ¡soy uno de vosotros!</i></p> <p>Ash tuvo el suficiente sentido común para descansar las palmas de las manos en sus muslos desnudos y quedarse allí arrodillada en completo silencio. Parecía tan indiferente hacia sus pechos desnudos y su vientre magullado como si estuviera otra vez en las tinajas de baño con el tren de bagaje.</p> <p>El sudor recorría su cara sin que ella lo percibiera. La sangre salada de su mejilla corría sobre su labio partido. Una mujer delgada pero de hombros anchos y con el pelo cortado como un muchacho, como un herido en la cabeza, como una monja.</p> <p>—Joder —dijo Teudiberto. Su fuerte voz sonaba resentida—. Jodida zorra cobarde.</p> <p>Una voz sardónica llegó de uno de los ocho hombres: un hombre rubio que estaba al fondo.</p> <p>—¿Qué va a hacer, <i>nazir</i>, liquidarnos a todos?</p> <p>Ash sintió un perceptible enfriamiento de la temperatura emocional de la habitación. Tuvo un escalofrío. Se le erizó todo el vello del cuerpo. <i>Están de servicio. Podrían haber estado borrachos.</i></p> <p>—¡Cierra la puta boca, Barbas!</p> <p>—Sí, <i>nazir.</i></p> <p>—Ah, joder, que la jodan. —Teudiberto giró sobre sus talones, abriéndose paso entre sus hombres a empujones hacia la puerta—. ¡No veo que ninguno de vosotros se mueva, mierdas! ¡Moveos!</p> <p>Un soldado muy musculoso, el que ella había visto empalmarse, protestó descontento.</p> <p>—Pero <i>nazir...</i></p> <p>El <i>nazir</i> le propinó un pisotón al pasar junto a él, lo bastante fuerte para hacer que se retorciera.</p> <p>Sus corpulentos cuerpos atascaron la puerta de la celda durante unos segundos, unos segundos más largos que los que ella hubiera conocido nunca en el campo de batalla; segundos que parecieron hacerse eternos. Murmurando descontentos entre ellos, ignorándola deliberadamente. Uno escupiendo en el suelo; alguien riéndose seca, cruelmente; un fragmento de conversación, «... darle de todas formas...».</p> <p>La reja de hierro que formaba una puerta se cerró con estruendo.</p> <p>Con llave.</p> <p>En una fracción de segundo, la celda quedó vacía.</p> <p>Llaves tintineando, cotas de malla rozando. Sus cuerpos avanzaron por el corredor. Pisadas distantes subiendo lentamente las escaleras. Voces que se iban perdiendo.</p> <p>—Hijos de puta. —La cabeza de Ash cayó hacia delante. Su cuerpo esperó el torrente de pelo largo sobre el rostro, el minúsculo cambio de peso. Nada le obstruyó la visión. Literalmente mareada, miró el estrecho pasillo iluminado por la linterna que colgaba al otro lado de la reja de hierro—. Oh Jesús. Oh, Cristo. Sálvame. Jesús.</p> <p>Sufrió un ataque de escalofríos. Sentía como si su cuerpo fuera el de un perro que acabara de salir del agua fría y, asombrada, descubrió que no podía hacer nada para detenerlo. La lámpara del pasillo solo le permitía ver unos pocos metros de suelo con baldosas de cerámica y paredes con mosaicos rosas. La cerradura de la reja de hierro era más grande que sus dos puños juntos. Ash tanteó con manos temblorosas y encontró su blusa desgarrada. La tela estaba mojada. Uno de los hombres del <i>nazir</i> se había orinado en ella.</p> <p>El frío aguijoneaba su piel. Se envolvió lo mejor que pudo con el trapo apestoso, y se hizo un ovillo en el rincón del fondo de la celda. La ausencia de puerta la incomodaba: no se sentía menos prisionera, sino más expuesta por la reja de acero, aunque el hueco no fuera suficiente ni para que pudiera sacar una mano.</p> <p>En el pasillo, un chorro de fuego griego cobró vida con un siseo. Cuadrados de luz intensamente blancos cayeron de la reja de hierro sobre las losas agrietadas. Le dolía el vientre.</p> <p>El olor a orina de hombre fue desapareciendo a medida que su nariz se embotaba. El trapo mojado se fue caldeando con su calor corporal. Su aliento llenaba de vapor el aire frente a su rostro. Sentía un intenso frío en los dedos de los pies, en las manos; amortiguaba el dolor de los cortes en la frente y el labio. La sangre seguía manando en un hilillo; la saboreó. El estómago le dio un retortijón, y Ash se envolvió el cuerpo con los brazos, abrazándose.</p> <p><i>Lo único que he hecho ha sido cogerlos con la guardia baja en el momento justo. Y eso no pasará otra vez. Aquello solo era indisciplina. ¿Qué sucederá cuando verdaderamente tengan órdenes de apalearme, violarme o romperme las manos?</i></p> <p>Ash se enroscó aún más. Trató de acallar el miedo que gimoteaba en su mente, enterrar la palabra «tortura».</p> <p><i>Que jodan a Leofrico, que lo jodan. ¿Cómo ha podido alimentarme y luego hacerme esto? No puede querer decir tortura, no tortura de verdad, con ojos quemados, huesos rotos, no puede referirse a eso, tiene que ser otra cosa, tiene que ser un error...</i></p> <p><i>No. No es ningún error. No tiene sentido que me engañe a mí misma.</i></p> <p><i>¿Por qué crees que te han dejado aquí abajo? Leofrico sabe quién eres, qué eres, ella se lo habrá dicho. Mi oficio es matar gente. Y él sabe lo que estoy pensando justo ahora. Solo porque yo sepa lo que está haciendo, no quiere decir que no vaya a funcionar...</i></p> <p>Otro dolor desgarrador le recorrió el vientre. Ash se apretó el abdomen con ambos puños, tensando el cuerpo. Un dolor sordo le dejó helado el estómago. Se alivió, y casi inmediatamente volvió a intensificarse, llegando al punto de hacerla jadear, maldecir y emitir un suspiro estremecedor cuando desapareció.</p> <p>Sus ojos se abrieron.</p> <p><i>Dulce Jesús.</i></p> <p>Se puso la mano entre los muslos y la sacó negra a la luz de la lámpara.</p> <p>—Oh, no.</p> <p>Horrorizada, se llevó la mano a la nariz y la olió. No pudo oler la sangre, no podía oler nada, pero la forma en que aquel líquido que cubría su mano empezaba a contraerse y a tirar de su piel al secarse...</p> <p>—¡Estoy sangrando! —chilló Ash.</p> <p>Se obligó a ponerse de rodillas; su rodilla izquierda protestó ante el impacto; se levantó y dio dos pasos a duras penas hacia la reja, aferrando con los dedos la malla cuadrada de acero.</p> <p>—¡Guardias! ¡Ayuda! ¡Ayuda!</p> <p>Ninguna voz le respondió. El aire en el pasillo de afuera se removió, frío. No llegaron voces de ninguna otra posible celda. Ningún sonido metálico: ni armas ni llaves. Ninguna sala de guardia.</p> <p>El dolor la hizo doblarse. Emitió un sonido estridente y chillón entre sus dientes apretados. Doblada, vio que la piel blanca del interior de sus muslos parecía ennegrecida por el vello púbico hasta la rodilla, y con hilillos de sangre corriendo desde la rodilla y hasta el tobillo. No lo había sentido: la sangre es indetectable, pues fluye sobre la piel a temperatura cálida.</p> <p>El dolor volvió a crecer, retorciéndose en la boca de su estómago, en el vientre, parecido a unos espasmos, más duro, más profundo. El sudor empezó a caerle por el rostro, los senos y los hombros, mojándola bajo los brazos. Cerró los puños.</p> <p>—¡Jesús! ¡Por el amor de Dios! ¡Ayúdame! ¡Ayuda! ¡Ayuda! ¡Traed un médico! ¡Que alguien me ayude!</p> <p>Se postró de rodillas. Hincó la cabeza, apretando la frente contra las baldosas, rezando para que el dolor de sus magulladuras tapara el dolor y el movimiento de su vientre.</p> <p><i>Debo quedarme quieta. Completamente quieta. Puede que no pase.</i></p> <p>Sus músculos volvieron a sufrir un espasmo. Un dolor punzante y desgarrador la atravesó. Apretó las manos entre los muslos, contra la vagina, como si pudiera contener la sangre.</p> <p>La luz de la lámpara fue perdiendo luminosidad, reduciéndose gradualmente hasta un chorro pequeño pero intenso. La sangre coagulada manchaba sus manos. Manchaba su piel mientras ella se aferraba desesperadamente a sí misma, empujando, empujando en la entrada del vientre; con un líquido cálido y húmedo corriéndole entre los dedos.</p> <p>—¡Que alguien me ayude! Que alguien traiga a un cirujano. A aquella anciana. Cualquier cosa. Que alguien me ayude a salvarlo, ayuda, por favor, es mi hijo, ayuda...</p> <p>El eco de su voz se perdió por los pasillos. Después de que este muriera, volvió el más absoluto silencio, un silencio tan intenso que incluso se oía el siseo de la lámpara fuera de la celda. El dolor murió momentáneamente, durante un minuto; rezó, con las manos entre las piernas, y el tirón volvió a comenzar, un dolor sordo, intenso, punzante y finalmente desgarrador, subiendo por su vientre a medida que se contraían los músculos.</p> <p>La sangre salpicó las baldosas, haciendo que el suelo bajo ella se volviera pegajoso. La luz artificial hacía que fuera negra, no roja.</p> <p>Sollozó, sollozó de alivio a medida que el dolor fue desapareciendo; gimió cuando volvió a comenzar. En su momento álgido no pudo evitarlo y gritó. Los labios de su vagina sintieron la expulsión de pegotes, negros y correosos coágulos de sangre, que resbalaron como sanguijuelas sobre sus manos y cayeron al suelo. Sentía el calor de la sangre en manos y piernas; manchando sus muslos, su vientre; dejando impresas las calientes huellas de su mano en su torso al abrazarse ella, temblando, mordiéndose el labio, gritando finalmente de dolor, y luego la sangre secándose y enfriándose sobre su piel.</p> <p>—¡Robert! —Su grito suplicante murió, apagado contra las antiguas paredes alicatadas de la celda—. ¡Oh, Robert! ¡Florian! ¡Godfrey! Ayudadme, ayudadme, ayudadmeee...</p> <p>Su vientre sufrió espasmos, contracciones. El dolor llegó ahora creciente como la marea, ahogándola en una agonía. Deseó quedarse inconsciente; pero su cuerpo se lo impidió. Luchó contra ello, maldijo ante la implacable necesidad física del proceso, lloró llena de una furia violenta contra... ¿Quién? ¿Qué? ¿Ella?</p> <p>De todas formas no lo quería.</p> <p><i>Oh, mierda, no...</i></p> <p>Sus ajadas uñas le dejaron marcas con forma de media luna en las palmas de sus manos. El denso hedor de la sangre inundaba la celda. El dolor la desgarraba. Más que eso, saber lo que significaba aquel dolor la hacía pedazos. Ahora lloró en silencio, como si temiera que la oyeran.</p> <p>La recorrió un escalofrío de culpabilidad. <i>Si no le hubiera pedido a Florian que me librara de él, esto no habría pasado.</i></p> <p>Las suposiciones razonablemente precisas que hacía en el norte («casi vísperas», «una hora antes de maitines») habían dejado paso a la desorientación más completa: seguramente todavía sería el negro día, no la noche estrellada, pero no podía estar segura de ello. Ya no estaba segura de nada.</p> <p>El dolor del vientre le hizo contraer y relajar cada músculo del cuerpo: muslos, brazos, espalda, pecho. Las contracciones involuntarias de su vientre fueron remitiendo lentamente. La inmensidad de su alivio la ahogó. Todos sus músculos se relajaron. Tenía la mirada fija, perdida.</p> <p>Le dolían los pechos.</p> <p>Estaba hecha un ovillo, de costado, bajo la ajedrezada iluminación de la lámpara. Ambas manos las tenía llenas de coágulos e hilillos de sangre negra, que se secaban y se volvían pegajosos. Una cosa fláccida y venosa, grande como media mano, yacía en su palma, secándose. De ella salía un hilo de carne retorcido no más grueso que un cordoncito de lino. Unido a un extremo del cordón había una masa roja gelatinosa del tamaño de una aceituna.</p> <p>En el cuadrado de luz blanca podía distinguir claramente su cabeza de renacuajo y su cola curva; los miembros, meros muñones; la cabeza inhumana. Un aborto de ocho semanas.</p> <p>—¡Era perfecto! —le gritó al cielo invisible—. ¡Era perfecto!</p> <p>Ash se echó a llorar. Grandes sollozos jadeantes le oprimieron los pulmones. Se hizo un ovillo y lloró, con el cuerpo dolorido, estremeciéndose como si sufriera un ataque; llorando de pena, con lágrimas hirvientes chorreando por su cara en la oscuridad, aullando, aullando, aullando.</p> <p style="page-break-before: always; line-height: 0%"> </p> <title style="margin-bottom: 2em; page-break-before: avoid; margin-top: 15%"> <p>Capítulo 4</p></h3> <p></p> <p>Sonaron pasos de puntillas, susurro de voces; Ash no se dio cuenta.</p> <p>Los sollozos que le retorcían el estómago fueron convirtiéndose en lágrimas silenciosas, que corrían cálidas y húmedas sobre sus manos. La pena dejó de ser un refugio. Sus miembros y su tronco temblaban violentamente, por el dolor y por el intenso frío de las celdas. Se hizo un ovillo, apretando las heladas manos contra las espinillas. La sed le había resecado los labios.</p> <p>El mundo y su cuerpo volvieron. Las gélidas paredes alicatadas se clavaron en su costado desnudo. Sufrió escalofríos, y todo el vello corporal se le puso de punta como las cerdas de un puerco. Ash supuso que pronto tendría sueño y dejaría de temblar, como hacen los hombres en la nieve de las altas y frías montañas al tumbarse para nunca volver a ponerse en pie.</p> <p>La reja de la celda se abrió bruscamente a un lado. Los pies descalzos de unos esclavos pisaron sobre el suelo de baldosas; alguien gritó por encima de la cabeza de ella. Ash intentó moverse. La escocedura aguijoneó su vagina. Tremendos escalofríos sacudían su cuerpo. Bajo ella, las baldosas estaban frías como la escarcha.</p> <p>—¡Por él madero de Cristo! —gritó una voz ronca— ¿Por qué no me habéis avisado?</p> <p>Ash levantó la cabeza del suelo, forzando el cuello, parpadeando con sus ojos hinchados.</p> <p>—¡Encended fuego en el observatorio! —ordenó un visigodo corpulento y de barba oscura que estaba de pie junto a ella. El <i>'arif</i> Alderico desabrochó el voluminoso capote de lana índigo que colgaba de sus hombros, sobre su cota de malla. Lo dejó caer sobre el suelo manchado de sangre, se arrodilló y la envolvió en la tela. Ash vomitó débilmente. Una bilis amarilla manchó la lana azul. Gruesos pliegues de tela la envolvieron, y Ash sintió cómo metía él los brazos bajo sus rodillas y hombros y la levantaba. Las paredes alicatadas giraron a la intensa luz del fuego griego cuando él la cogió en brazos—. ¡Fuera de mi camino!</p> <p>Los esclavos corrieron. Los pasos de él la mecían levemente.</p> <p>La lana forrada de seda se deslizó sobre su piel helada y sucia. La calidez aumentó. Ash empezó a temblar con unos escalofríos incontrolables. Los brazos de Alderico la apretaron fuertemente.</p> <p>Mientras la transportaban escaleras arriba, a través del patio de la fuente con una fría llovizna dándole en el rostro desnudo, goteando agua rojiza, Ash intentó perderse en sus pensamientos. Ponerlo todo donde fuera que se pusiesen los malos recuerdos, los recuerdos de la gente que la había traicionado, de los estúpidos errores de cálculo responsables de la muerte de gente.</p> <p>Unas cálidas lágrimas se abrieron paso entre sus párpados. Sintió que el agua le corría por la cara, mezclándose con la llovizna. Entre un grupo de esclavos y órdenes a voz en grito, la introdujeron en otro edificio, pasillos descendentes, escaleras descendentes. Su pena lo nubló todo excepto la leve impresión de un eterno laberinto de habitaciones, clavado en la colina de Cartago como un diente en la encía.</p> <p>La presión de los brazos que la sostenían se relajó. Algo rígido aunque ligeramente blando se apretó contra su espalda. Estaba tumbada en un jergón, sobre una sólida plataforma de roble blanco, en una espaciosa habitación iluminada por fuego griego. Los esclavos correteaban con diez o doce cuencos de hierro, colocándolos en trípodes y apilando en su interior carbón al rojo.</p> <p>Ash levantó la mirada. Las paredes estaban cubiertas de armaritos metálicos, bajo lámparas de cristal y fuego. Sobre las luces, el techo abovedado se movía, cerrándose como la concha de una almeja ante sus ojos; tapando la visión a través del grueso cristal del negro cielo.</p> <p>Los esclavos dejaron de tirar de los paneles del techo y ataron las cuerdas.</p> <p>Una niña de pelo claro y unos ocho años miró a Ash con el ceño fruncido, mientras pasaba los dedos sobre su collar de hierro. Los esclavos varones se fueron. Otros dos niños esclavos se quedaron para atender los braseros que, poco a poco, fueron filtrando su calor al gélido ambiente.</p> <p>Las bruscas órdenes de Alderico trajeron más gente. Un hombre libre visigodo, serio, barbudo y vestido con una túnica, miraba a Ash fijamente y desde arriba, junto a una mujer que llevaba un velo negro prendido a una peineta. Ambos mantuvieron un rápido intercambio de palabras en latín médico. Ella lo comprendió aceptablemente... <i>¿Por qué no? Florian lo usa constantemente</i>, pero se le escaparon los detalles. Su cuerpo se movió como un trozo de carne en un plato cuando le abrieron las piernas y primero le metieron dedos y luego algún instrumento de acero en la vagina. Apenas puso mala cara ante el dolor.</p> <p>—¿Y bien? —exigió otra voz.</p> <p>Sus pocos minutos en compañía del <i>amir</i> no le habían dejado recuerdo de su rostro, pero ahora reconoció su barba y su pelo de color blanco sucio, encrespado como un búho asustado. El <i>amir</i> Leofrico mirándola fijamente, alarmado, los ojos inyectados en sangre.</p> <p>—No será fácil que vuelva a concebir, <i>amir</i> —dijo la mujer, que Ash se dio cuenta de que debía de ser una física—. Mirad. Me sorprende que pudiera llevar este durante tanto tiempo. Hay daños crónicos; nunca logrará llevar un embarazo a buen término. La puerta del vientre<a data-bs-toggle="modal" data-bs-target="#notesModal" type="note" href="#nota29">29</a> está prácticamente destrozada, y muy cicatrizada con tejido viejo.</p> <p>Leofrico anduvo arriba y abajo por la habitación a grandes zancadas. Extendió los brazos y un esclavo le puso un abrigo de terciopelo verde y dorado.</p> <p>—¡Por el madero de Cristo! ¡Esta también es estéril!</p> <p>—Eso parece.</p> <p>—¿Para qué sirven estas hembras estériles? ¡Con esta no puedo ni criar!</p> <p>—No, <i>amir</i>. —La mujer que estaba sondeando entre los muslos de Ash levantó una mano manchada de sangre para apartarse el velo. Cambió del latín cartaginés al francés, y le habló como se habla a los niños o a los animales. La forma en la que se habla a los esclavos—. Te daré una bebida. Si hay algo más que soltar, lo soltarás. Un flujo, ¿entiendes? Un flujo de sangre. Luego te pondrás bien.</p> <p>Ash movió las caderas. La dura obstrucción de metal se deslizó fuera de su vagina, aliviando un dolor que Ash no había sabido que sentía. Intentó sentarse, moverse, dar un débil puñetazo. El segundo doctor cerró su mano alrededor de la muñeca de ella.</p> <p>Ash fijó los ojos en la bocamanga del hombre. A la luz blanca de la habitación vio grandes puntadas oblicuas que fijaban el forro de color verde oliva a la prenda de lana color verde botella. El botón estaba cosido a la bocamanga con unas cuantas puntadas descuidadas. El ojal no era más que un agujero en la tela despeluzada. <i>Alguien, algún esclavo, hizo eso rápidamente, de forma chapucera, con prisas</i>. Bajo la voluminosa manga de lana podía verse una ligera túnica de seda, mucho más parecido a lo que ella hubiera esperado ver en uso en Cartago.</p> <p>El abrigo de lana de Alderico envolvía el cuerpo de ella, calentándola. Su factura era igualmente apresurada.</p> <p>Ellos tampoco se esperaban este frío.</p> <p>Lo que ella siente aquí no es el sofocantemente cálido Crepúsculo iluminado por las estrellas que le describió Angelotti; cuando fue a la vez esclavo y artillero en estas costas. El Crepúsculo Eterno bajo el que nada crece, pero dentro de cuyos límites caminan los nobles de Cartago, vestidos de seda, bajo un cielo de color índigo.</p> <p>El mismo aire cruje por la escarcha.</p> <p>La mujer, con pericia, le puso una copa en los labios y la inclinó. Ash tragó. La bebida tenía un dulzón sabor a hierbas. Casi inmediatamente, su cuerpo experimentó un espasmo. La sensación de la sangre expulsada de su cuerpo, mojando la lana, volvió a hacerle un nudo en la garganta y ella apretó los dientes para no sollozar.</p> <p>—¿Vivirá? —preguntó imperiosamente Leofrico.</p> <p>El doctor más anciano, muy serio, muy satisfecho con su propia opinión, se dirigió al <i>amir</i> Leofrico.</p> <p>—El útero es fuerte. El cuerpo es fuerte y exhibe escasa conmoción. Si se la somete a más dolor, difícilmente morirá a consecuencia de este, a menos que sea de lo más intenso. Podrá sometérsela a tortura moderada dentro de una hora aproximadamente.</p> <p style="text-align: center; font-size: 110%; text-indent: 0em; margin-top: 1.5em; margin-bottom: 1.5em; ">★ ★ ★</p> <p>El <i>amir</i> Leofrico dejó de recorrer arriba y abajo el suelo de mosaicos y abrió de un empujón las contraventanas de madera. Una ráfaga de aire helado entró en la habitación, anulando el efecto de los carbones que había en platos de hierro. Miró fijamente a la oscuridad de un cielo de completa negrura: sin Luna, sin estrellas, sin Sol.</p> <p>Ash estaba tumbada en la cama de roble acolchado, observándolo. <i>Ahora sí que es posible que muera</i>, pensaba.</p> <p>No fue una sorpresa repentina. Se le pasó por la cabeza de forma totalmente normal, como pasaba siempre justo antes de una batalla; pero reforzó la concentración de su mente, extendió su consciencia hasta Leofrico, sus doctores, al <i>'arif</i> Alderico y su guardia, el aire frío, el bullicio de la casa. Los centenares de miles de hombres y mujeres que se encontraban fuera, en las iluminadas calles de Cartago, viviendo sus experiencias cotidianas.</p> <p><i>Tres cuartas partes de los cuales sabrán que hay una guerra, a la mitad de los cuales les importará, y a ninguno de los cuales les preocupará que muera una prisionera más en la casa de un lord amir.</i></p> <p>Lo que le sobrevino, como si se hubiera roto una membrana, fue la absoluta comprensión de su propia falta de importancia: todas las cosas que uno piensa que no van a pasar nunca, «a mí no», se convirtieron en una posibilidad inmediata. Las demás personas morían de heridas, de accidentes, de infecciones, de fiebres posparto, de una sentencia de muerte promulgada por la justicia del rey califa, y por lo tanto, yo...</p> <p>Estaba acostumbrada a pensar en sí misma como la heroína de su propia historia. Lo que en ese momento perdió sentido para ella fue la idea de que se tratara de una historia coherente que requiriera un final resuelto (algún día, en el futuro, en el futuro lejano). <i>Pero no importa</i>, pensó, bastante tranquila. Hay otra gente que puede ganar batallas, con o sin «voces». Algún otro ocupará mi lugar. Todo es accidental, puro azar.</p> <p><i>Rota Fortuna</i>, la Rueda de la Fortuna. <i>Fortuna imperatrix mundi.</i></p> <p>—Estaba leyendo un informe de mi hija cuando los esclavos me llamaron —dijo el <i>amir</i> visigodo sin darse la vuelta—. Me dice que eres una mujer violenta, guerrera por inclinación en vez de por entrenamiento, como ella.</p> <p>Ash se echó a reír.</p> <p>Fue un pequeño resoplido, una risa ahogada, apenas un aliento, pero recorrió todo su cuerpo haciendo que le lloraran los ojos, y Ash se limpió el rostro húmedo, helado, con el dorso de la mano.</p> <p>—Sí, ¡y eso que tuve muchísimos oficios donde elegir!</p> <p>Leofrico se dio la vuelta. A su espalda se arremolinó un cielo de completa negrura, y unos copos de nieve cayeron sobre los bordes de las contraventanas de madera. La misma niña esclava limpió las baldosas y sacudió las contraventanas. Leofrico la ignoró.</p> <p>—No eres lo que yo esperaba. —Parecía a la vez nervioso y sincero. Se remangó su abrigo de lana a rayas verdes y amarillas y avanzó a grandes zancadas hacia ella—. Tontamente, pensaba que serías como ella.</p> <p><i>Eso plantea la pregunta de cómo crees que es ella</i>, pensó Ash.</p> <p>—Anota esto —le dijo Leofrico al más pequeño de los dos niños esclavos. Ash vio que el chico sostenía una tableta encerada, y estaba dispuesto a escribir con su estilo—. Notas preliminares: físicas. Veo una mujer joven, habitualmente sucia. Evidencias comunes de infección parasítica de la piel, cuero cabelludo infestado de tiña. Desarrollo muscular poco habitual en una mujer, especialmente trapecios y bíceps. Extracción campesina. Tono muscular general bueno..., extremadamente bueno. Algunas evidencias de desnutrición temprana. Faltan dos dientes, mandíbula inferior, lado de la mano izquierda. Sin evidencias de caries. Cicatrices en el rostro, antiguo traumatismo en la tercera, cuarta y quinta costillas del costado izquierdo, todos los dedos de la mano izquierda y evidencias de lo que supongo habrá sido una fractura fina de la tibia izquierda. Estéril a causa de un traumatismo, posiblemente antes de la pubertad. Repítemelo.</p> <p>Leofrico escuchó al chiquillo mientras este leía en un soniquete. Ash parpadeó para reprimir las lágrimas demasiado fáciles y se arrebujó en el capote de lana. Su cuerpo estaba dolorido. Oleadas de sensación seguían sacudiendo su vientre, su cuerpo entero. Le dolía hasta el último tejido.</p> <p>Se quedó sin aliento; demasiado duro para pensar en ello. Una parte arrogante de ella se revolvió.</p> <p>—¿Qué es esto, mi pedigrí? ¡Yo no soy la puñetera yegua de un criador de caballos! ¿No sabes de qué rango soy?</p> <p>Leofrico se volvió hacia ella.</p> <p>—¿De qué rango eres, pequeña muchacha franca?</p> <p>El aire frío sopló entre los carbones calientes. Estos se pusieron rojos y luego negros. La mirada de Ash se cruzó con la de la esclava que estaba arrodillada al otro lado del trípode de hierro. La niña hizo una mueca de disgusto y apartó la mirada. <i>¿Va en serio?</i>, pensó Ash. Un soplo de calor sobre los carbones le provocó un escalofrío.</p> <p>—Escudero, supongo. Me siento a la mesa con hombres de quinto rango por derecho. —Repentinamente todo eso le pareció extremadamente ridículo—. Puedo comer en la misma mesa que los predicadores, doctores en leyes, mercaderes ricos y mujeres de alcurnia. —Ash acercó el cuerpo al borde de la cama de roble y el plato de carbones incandescentes más próximo—. Supongo que ahora comería con el rango de los caballeros, ya que estoy casada con uno. La sustancia de la vida no dignifica tanto como la sangre noble. Caballero hereditario supera a mercenario.</p> <p>—¿Y de qué rango soy yo?</p> <p><i>Podrá sometérsela a tortura moderada dentro de una hora aproximadamente.</i></p> <p>La carne es muy fácil de quemar.</p> <p>—Del segundo rango, si un <i>amir</i> solo va por detrás del rey califa; o sea, es el igual de un obispo, conde o vizconde. —Su voz se mantuvo calmada. <i>¿Qué estará haciendo John De Vere, habrá muerto el conde de Oxford?</i>, preguntó su mente. Observó desconfiada al noble visigodo.</p> <p>—¿Entonces, cómo deberías dirigirte a mí? —preguntó este con tono de preocupación en su voz de tenor.</p> <p><i>La respuesta que quiere es «lord amir» o «mi señor»; quiere algún tipo de muestra de respeto.</i></p> <p>—¿Padre? —sugirió ella con sarcasmo.</p> <p>—¿Mmm? Mmm. —Leofrico se dio la vuelta y se apartó de ella varios pasos. Luego volvió, fijando sus arrugados y desvaídos ojos en el rostro de ella. Llamó la atención del escriba esclavo chasqueando los dedos—. Notas preliminares: de la mente y el espíritu.</p> <p>Ash se sentó sobre el jergón, apretando los dientes para resistir el dolor. Los ojos le lloraron. Envolvió su cuerpo desnudo en la cálida lana. Abrió la boca para interrumpir. El rostro de la niña esclava se contorsionó de terror.</p> <p>—Es una... —el hombre de pelo blanco se interrumpió. Su traje se movió. Un bulto cerca de su exquisito cinturón de cuero se movió a un lado y a otro. El hocico gris y los bigotes de una gran rata macho se asomaron por la manga de Leofrico. Distraídamente, el <i>amir</i> bajó la mano hasta la cama de roble. La rata bajó cautelosamente al jergón junto a Ash—. Es una mente de entre dieciocho y veinte años de edad —dictó el <i>amir</i> visigodo. Tiene una gran resistencia frente al dolor y frente a la mutilación y otras formas de daño físico; está recuperándose del aborto de un feto de aproximadamente ocho semanas en menos de dos horas.</p> <p>Ash abrió la boca. <i>¡Recuperada!</i>, pensó, y luego se sobresaltó cuando una mosca rozó el dorso de su mano. En vez de apartarla de un manotazo, se quedó quieta, y eso resultó tan sorprendente que la dejó temblando. Bajó la vista.</p> <p>La rata gris volvía a olfatearle la mano.</p> <p>—Las evidencias que he sido capaz de reunir hablan de que ha vivido entre soldados desde una edad temprana, adoptando su forma de pensar, y ejerciendo las dos profesiones militares: prostituta y soldado.</p> <p>Ash extendió sus dedos manchados de marrón. La rata empezó a lamerle la piel. Tenía el lomo y el vientre a manchas grises y blancas, un ojo negro y otro rojo, y el pelaje corto y suave como el terciopelo. Ash movió la mano cuidadosamente para rascarle detrás de las cálidas y delicadas orejas. Intentó imitar el gorjeo de Leofrico.</p> <p>—Vaya, <i>Chupadedos</i>. Tú eres el familiar de un brujo, si es que alguna vez he visto uno, ¿no?</p> <p>La rata la miró con sus brillantes y desparejados ojos.</p> <p>—Demuestra falta de concentración, falta de planificación por adelantado, un deseo de vivir para la sensación momentánea. —Leofrico le hizo un gesto al escriba para que dejara de tomar notas—. Mi querida chiquilla, ¿crees que me sirve de algo una mujer que se ha convertido en capitana mercenaria en el bárbaro norte, y que afirma que sus habilidades militares provienen de las voces de los santos? ¿Una campesina ignorante con habilidades puramente físicas?</p> <p>—No. —Ash, con el vientre helado, siguió acariciando el aterciopelado pelaje de la rata—. Pero eso no es lo que creéis que soy.</p> <p>—Has pasado con mi hija el tiempo suficiente para poder fingir un conocimiento básico del Gólem de Piedra.</p> <p>—Eso dice el rey califa. —Ash dejó que el tono cínico, ácido se mantuviera en su voz.</p> <p>—En este caso tiene razón. —La alta y delgada osamenta de Leofrico se sentó al borde de la cama. La rata gris correteó sobre el jergón y trepó a su muslo, apoyando sus patas delanteras en el pecho de él—. El Vientre de Dios tiene razón, ¿sabes? Los visigodos no tenemos más elección que ser soldados...</p> <p>—¿El Vientre de Dios? —repitió Ash sobresaltada.</p> <p>—El Puño de Dios —se corrigió Leofrico. En gótico cartaginés era una sola palabra, obviamente un título—. El abad Muthari. Tengo que dejar de llamarlo así.</p> <p>Ash recordó al obeso abad del séquito del rey califa. Habría sonreído, pero el miedo hizo que el rostro se le pusiera tieso.</p> <p>El <i>amir</i> Leofrico continuó.</p> <p>—No puedo creer nada que digas acerca del asunto, debido a que tienes todos los motivos del mundo para intentar convencerme de que oyes a esta máquina. —Sus ojos de azul desvaído pasaron del rostro de ella a la rata—. No le he mentido por completo al rey califa, ni tampoco lo único que quería era salvarte de la estúpida y brutal solución de Gelimer. Puede que tenga que hacerte daño para asegurarme.</p> <p>Ash se frotó la cara con las manos. Los carbones eliminaban el frío del aire, pero su sudor era frío.</p> <p>—¿Cómo sabréis que estoy diciendo la verdad cuando empecéis a hacerme daño? Diría cualquier cosa, y eso lo sabéis, ¡cualquiera lo haría! Yo he...</p> <p>—Yo he torturado hombres. ¿Es eso lo que ibas a decir? —dijo el canoso <i>amir</i> Leofrico amablemente tras un momento en silencio.</p> <p>—He estado presente mientras sucedía. He dado las órdenes. —Ash tragó saliva— Probablemente yo pueda asustarme mucho mejor de lo que podéis vos, considerando lo que he visto y lo que sé.</p> <p>Entró un niño esclavo, que se acercó a hablar con Leofrico en voz baja. El visigodo arqueó las peludas cejas.</p> <p>—Supongo que debería dejarle pasar. —Le indicó con un gesto al muchacho que se fuera. Unos instantes después entraron dos hombres ataviados con cotas de malla y cascos. Entre sus guardias entró en la habitación un <i>amir</i> visigodo ricamente vestido y con una barba negra trenzada.</p> <p>Era el que iba con el rey califa, recordó Ash, y mirando a sus ojos del color de las pasas, le vino a la cabeza su nombre: Gelimer, el <i>amir</i> Gelimer.</p> <p>—Su majestad insistió en que yo supervisara el proceso. Os suplico disculpas —dijo el <i>amir</i> más joven con poca sinceridad.</p> <p>—<i>Amir</i> Gelimer, nunca he obstaculizado una orden del rey califa.</p> <p>Los dos se apartaron a un lado. A Ash se le hizo un nudo en el estómago. Tras algunos segundos, el <i>amir</i> Gelimer hizo una señal. Dos hombres fornidos entraron en la habitación, uno con un pequeño yunque, el segundo con un martillo de acero y un anillo de hierro.</p> <p>—El rey califa me ha pedido que haga esto. —El <i>amir</i> Gelimer sonaba al mismo tiempo consternado y burlón. Ella no ha nacido libre, ¿verdad?</p> <p>Su cuerpo estaba dolorido, tembloroso, sangrante; dejó que la levantaran de la cama y miró fijamente los mosaicos de la pared: el jabalí en el Árbol del Hombre Verde, elaborado con minucioso detalle. Mientras tanto, le colocaron un anillo de hierro bajo la barbilla y lo cerraron. Su cabeza retumbó ante el breve y preciso martilleo que fijó un remache al rojo a través del cierre del collar. La regaron con agua fría. No pudo mover la cabeza, que uno de los hombres tenía agarrada firmemente por el pelo cortado, pero escupió agua y se estremeció.</p> <p>La habitación olía a hollín. Un extraño y frío peso de acero descansaba alrededor de su cuello, Ash miró furiosamente a Gelimer, con la esperanza de que él pensara que la había ultrajado, pero su boca no lograba mantener la compostura.</p> <p>—En consideración de su estado de salud, opino que un collar será más que suficiente —murmuró el <i>amir</i> Leofrico.</p> <p>—Lo que sea. —El <i>amir</i> más joven soltó una risita—. Nuestro señor espera resultados.</p> <p>—Pronto estaré en posición de poder informar mejor al califa. Consultando los registros, he encontrado siete carnadas nacidas alrededor del tiempo de su posible nacimiento; todos sus miembros fueron sacrificados excepto mi hija. Puede que ella escapara al sacrificio.</p> <p>Ash se echó a temblar. La cabeza le retumbaba por los martillazos. Pasó los dedos a través del collar de esclavo y tiró del metal, que ni se inmutó.</p> <p>Gelimer la miró por vez primera a la cara. El <i>amir</i> le habló con el tono que uno usa con los esclavos y demás inferiores.</p> <p>—¿Por qué estás tan enfadada, mujer? Después de todo, hasta ahora has perdido bastante poco.</p> <p>Lo que ella ve, con el ojo de su mente, es una punta de lanza visigoda clavándose en el costado de <i>Godluc</i>: un grueso cuchillo montado en un palo desgarrando su pelo gris marengo y su piel negra hasta las costillas, hundiéndose en sus cuartos traseros. Seis años de cuidados y compañía terminados en un brutal segundo. Apretó los puños bajo el capote de lana que le servía de manta.</p> <p>Es más fácil ver a <i>Godluc</i> que los rostros muertos de Henri Brant, Blanche y las otras seis veintenas de hombres y mujeres que convierten el tren de bagaje alternativamente en hotel, burdel y hospital, llevándolo con todo el entusiasmo que pueden ofrecerle; y los eternos esfuerzos de Dickon Stour por mejorar la armería con reparaciones y fabricando nuevas piezas. Es más fácil que pensar en los rostros muertos de sus jefes de lanza y de cada uno de sus seguidores, bebidos o sobrios, de confianza o inútiles: quinientos campesinos sucios y bien armados que no estaban dispuestos a cultivar los campos de sus señores, o chicos jóvenes en busca de aventuras, o criminales que no deseaban enfrentarse a la justicia; pero que estaban dispuestos a luchar por ella. Todo esto, las tiendas y sus estandartes cuidadosamente cosidos, cada caballo de guerra o de monta; cada espada y la historia de dónde la compró, la robó o le fue regalada; Cada hombre que había luchado bajo su estandarte, con un tiempo y en un suelo siempre demasiado caluroso, o demasiado frío, o demasiado húmedo.</p> <p>—No, ¿qué he perdido?—dijo Ash amargamente—. ¡Nada!</p> <p>—Nada comparado con lo que puedes perder —dijo Gelimer—. Leofrico, que Dios te otorgue un buen día.</p> <p>El remache de su collar, aún a medio enfriar, le quemó la punta de los dedos. Ash observó la despedida de Gelimer. La complejidad de la política de esta corte, imposible de aprender en meses, y mucho menos en minutos, iba en su contra. <i>Puede que Leofrico esté intentando salvar mi vida. ¿Por qué? ¿Porque cree que soy otra Faris? ¿Qué importancia tiene eso ahora? ¿Importa siquiera? Mi única posibilidad es que siga importando...</i></p> <p>Su aislamiento la hirió como una espada recién afilada.</p> <p>No importa lo clara que se vuelva la poca importancia de uno, lo fácil que sea comprender la propia mortalidad, el yo siempre protesta. <i>Pero es demasiado pronto, demasiado injusto, ¿por qué yo?</i></p> <p><i>A</i> Ash se le heló la piel.</p> <p>—¿Qué pasa? —preguntó ella.</p> <p>Leofrico se dio la vuelta en el ornamentado portal de entrada a la habitación, rematado con un arco.</p> <p>—Si quieres vivir te sugiero que me lo cuentes —dijo, de nuevo en francés.</p> <p>Fue franco y sin tacto, un tono completamente diferente del que había usado con el <i>amir</i> Gelimer.</p> <p>—¿Qué puedo deciros?</p> <p>—Para empezar: ¿cómo hablas con el Gólem de Piedra? —preguntó amablemente Leofrico.</p> <p>Ash se sentó en una cama de roble tallada que a ella le llevaría cinco años poder pagarse, envuelta en lana y lino manchados de sangre. Le dolía todo el cuerpo.</p> <p>—Me limito a hablar —dijo ella.</p> <p>—¿En voz alta?</p> <p>—¡Por supuesto que en voz alta! ¿Cómo si no?</p> <p>Leofrico pareció encontrar algo ante lo que sonreír en la indignación de ella.</p> <p>—Por ejemplo, ¿no hablas con una voz interior, como cuando lees en silencio?</p> <p>—No sé leer en silencio.</p> <p>El <i>amir</i> de cabello descuidado le dirigió una mirada que indicaba a las claras sus dudas acerca de que ella supiera leer de cualquier forma.</p> <p>—Reconozco varias de las tácticas de vuestra máquina —dijo Ash—, porque las he leído en <i>Epitoma rei militaris</i>, de Vegetius.</p> <p>La piel que rodeaba los ojos de Leofrico se arrugó momentáneamente más de lo normal. Ash se dio cuenta de que estaba divertido. Ella estaba en tensión, a medio camino entre el miedo y el alivio.</p> <p>—Pensé que quizá tu administrador te las habría leído —dijo Leofrico amigablemente.</p> <p>La tensión, al liberarse, trajo unas lágrimas demasiado fáciles a sus ojos.</p> <p><i>Si no tengo cuidado acabarás gustándome</i>, pensó Ash. <i>¿Es eso lo que estás intentando hacer aquí? ¿Qué puedo hacer, oh Jesús?</i></p> <p>—Robert Anselm me dio su copia inglesa<a data-bs-toggle="modal" data-bs-target="#notesModal" type="note" href="#nota30">30</a> de Vegetius. Siempre la llevo..., la llevaba conmigo.</p> <p>—¿Y cómo escuchas al Gólem de Piedra? —preguntó Leofrico.</p> <p>Ash abrió la boca para contestar, pero volvió a cerrarla.</p> <p><i>¿Por qué nunca me he hecho a mí misma esa pregunta?</i></p> <p>Finalmente Ash se tocó la sien.</p> <p>—Simplemente lo oigo, aquí.</p> <p>Leofrico asintió lentamente.</p> <p>—Mi hija no logra explicarlo mejor. En ciertos aspectos es una decepción. Yo tenía la esperanza, cuando al fin apareció alguien que podía hablar a distancia con el Gólem de Piedra, que por lo menos se me podría informar de cómo se llevaba esto a cabo... Pero no. Solo «lo oigo», ¡como si eso explicara algo!</p> <p><i>¿A quién me recuerda ahora? Se olvida de todo y se va a lo suyo...</i></p> <p><i>Angelotti. Y Dickon Stour. A ellos.</i></p> <p>—¡Sois artillero! —soltó Ash, casi histérica, y se tapó la boca con ambas manos, observando la completa incomprensión de él con ojos brillantes.</p> <p>—¿Perdón?</p> <p>—O herrero. ¿Estáis seguro de no haber sentido nunca el impulso de fabricar una cota de malla, mi señor <i>amir</i>? Todos esos miles de anillos diminutos, cada uno con su remache...</p> <p>A Leofrico se le escapó una risa asombrada e involuntaria; provocada solo por el evidente divertimento de ella. El anciano negó con la cabeza, completamente confundido.</p> <p>—Ni forjo cañones ni construyo mallas. ¿Qué pretendes decirme?</p> <p><i>¿Por qué nunca pregunté?</i>, pensó ella. <i>¿Por qué nunca pregunté cómo lo oía? ¿Cómo lo oigo?</i></p> <p>—Mi señor Leofrico, he sido capturada antes, he sido apaleada antes; nada de esto me resulta nuevo. No tengo expectativas de vivir hasta el Advenimiento de Cristo. Todo el mundo muere.</p> <p>—Algunos más dolorosamente que otros.</p> <p>—Si creéis que eso es una amenaza es que nunca habéis visto un campo de batalla. ¿Sabéis a lo que me arriesgo cada vez que salgo allí? La guerra —dijo con ojos brillantes— es peligrosa, mi señor Leofrico.</p> <p>—Pero estás aquí—dijo el hombre de complexión pálida—. No allí.</p> <p>La absoluta calma de Leofrico la asustó. Ash pensó que también los artilleros se preocupaban de la munición, la puntería, la elevación del arma, la potencia de fuego y solo después pensaban en las consecuencias, donde impactaban. Después de las batallas, los caballeros se reúnen a hablar, muy en serio, acerca de lo malo que es matar; pero esto no les impide fabricar mejores espadas, lanzas más pesadas, un diseño más eficiente para los yelmos. <i>Él es artillero; armero; asesino.</i></p> <p><i>Y yo igual.</i></p> <p>—Decidme qué he de hacer para seguir con vida —dijo ella. <i>¿Será así como se siente Fernando?</i>, pensó al oír lo que acababa de decir—. Aunque sea el poco tiempo que me quede. Vos decídmelo.</p> <p>Leofrico se encogió de hombros.</p> <p>En la habitación helada, entre cuencos de tizones ardiendo, iluminada por el fuego griego, Ash miró fijamente al <i>amir</i>. Se envolvió el capote de lana en torno a los hombros y se sentó. El capote derramó sus pliegues manchados de sangre alrededor de ella.</p> <p><i>Nunca he preguntado porque nunca me ha hecho falta.</i></p> <p>Ahora lo sentía. Su voz, su atención, dirigidas hacia... algo, de algún modo.</p> <p>—¿Cuánto tiempo hace que existe un Gólem de Piedra? —preguntó en voz alta.</p> <p>Leofrico se puso a decir algo a lo que ella no le prestó atención.</p> <p>—Doscientos años y treinta y siete días.</p> <p>—Doscientos años y treinta y siete días —repitió Ash en voz alta.</p> <p>Leofrico interrumpió lo que estaba diciendo. La miró fijamente.</p> <p>—¿Sí? Sí, debe de ser eso. El séptimo día del noveno mes... ¡Sí!</p> <p>Ash volvió a hablar.</p> <p>—¿Dónde está el Gólem de Piedra?</p> <p>—En el sexto piso del cuadrante nordeste de la casa de Leofrico, en la ciudad de Cartago, en la costa del norte de África.</p> <p>Su atención se concentró al máximo. Además, su oído le daba la sensación de estar haciendo algo de forma no enteramente pasiva, no como si escuchara a un hombre hablar o a un músico tocar, no la simple espera de una respuesta. <i>¿Qué estoy haciendo? Estoy haciendo algo.</i></p> <p>—Unos cinco o seis pisos por debajo de nosotros —repitió Ash mirando a Leofrico. <i>Allí es donde está. Allí es donde se encuentra vuestra máquina táctica.</i></p> <p>—Eso puedes haberlo escuchado en los chismorreos de los criados —dijo el <i>amir</i> quitándole importancia.</p> <p>—Podría, pero no ha sido así.</p> <p>—Eso no tengo forma de saberlo.</p> <p>Ahora la estudiaba atentamente.</p> <p>—¡Claro que sí! —Ash se incorporó en la cama de roble—. Si no me decís qué hacer para seguir viva, yo os lo diré a vos. Hacedme preguntas, mi señor Leofrico. Sabréis la verdad. ¡Así sabréis si estoy mintiendo acerca de mi voz!</p> <p>—Algunas respuestas son peligrosas.</p> <p>—Nunca es inteligente saber demasiado de los asuntos de los poderosos.</p> <p>Ash se bajó de la cama y anduvo, lenta y dolorosamente, hacia las contraventanas. Leofrico no la detuvo cuando ella abrió el cerrojo y se asomó. Un barrote metálico central, firmemente encastrado en el marco, era lo bastante grueso para impedir que una mujer se arrojara al vacío.</p> <p>El aire helado le congeló la piel de las mejillas, enrojeciéndole la nariz. Sintió una breve simpatía por aquellos que estaban en el frío y húmedo norte cobijados en tiendas; una sensación de afinidad por su sufrimiento y su incomodidad que era, al mismo tiempo, un apremiante deseo de estar allí con ellos.</p> <p>Bajo el alféizar de piedra el gran patio siseaba y borboteaba, mientras las lámparas de fuego griego eran apresuradamente cubiertas por pantallas de rayas de colores inadecuadamente alegres. Ash bajó la vista y vio cabezas, rubias en su mayoría. Los esclavos y las esclavas trataban de colocar en su sitio el lino encerado con profusión de maldiciones y quejas; brazos delgados que sostenían tela o cuerdas con gritos de impaciencia. No había ningún hombre libre en el patio salvo los guardias, y Ash pudo distinguir desde allí arriba su enemistad mutua.</p> <p>Una vez cubiertas, las luces la dejaron ver más allá los achaparrados edificios circundantes. Una casa de unas dos mil personas, estimó ella. Era imposible ver más lejos en la oscuridad, ver si esta ciudad interior de Cartago contenía las residencias de otros <i>amires</i> igual de ricas y fortificadas. Y tampoco se podía ver (se puso de puntillas sobre las baldosas del suelo) si esta casa daba al puerto o a otro sitio; qué parte de Cartago se encontraba entre ella y el muelle; dónde estaría el enorme y famoso mercado; dónde el desierto.</p> <p>Un sonido hueco y ululante la sobresaltó. Levantó la cabeza, alerta, y distinguió que resonaba sobre los tejados y el patrio desde una gran distancia.</p> <p>—La puesta de Sol —llegó la voz de Leofrico desde detrás de ella. Cuando Ash lo miró, sus ojos quedaron al mismo nivel que la barba blanca de su mentón.</p> <p>El sonido metálico volvió a resonar sobre la ciudad. Ash forzó la vista tratando de ver las primeras estrellas, la Luna, cualquier cosa que pudiera servirle de referencia.</p> <p>Le cerraron la contraventana en la cara, con suavidad.</p> <p>Ash se volvió hacia la habitación. La brillante calidez de los braseros de carbón le permitió darse cuenta de cuánto se había enfriado su rostro en esos pocos minutos.</p> <p>—¿Cómo habláis vos con él? —interpeló Ash al <i>amir.</i></p> <p>—Como hablo contigo, con mi voz —dijo Leofrico secamente—. ¡Pero estoy en la misma habitación que él cuando lo hago!</p> <p>Ash no pudo contener una sonrisa.</p> <p>—¿Y cómo os responde?</p> <p>—Con una voz mecánica, que oigo por las orejas. Una vez más, tengo que estar en la misma habitación para oírlo. Mi hija no tiene que estar en la misma habitación, en la misma casa ni en el mismo continente. Esta cruzada confirma mi creencia de que nunca se alejará a una distancia lo bastante grande para no poder oírlo.</p> <p>—¿Sabe el gólem algo que no sean respuestas militares?</p> <p>—No sabe nada. Es un gólem. Solo puede repetir lo que yo, y otros, le hemos enseñado. Resuelve problemas. Eso es todo.</p> <p>Ash se balanceó sobre los pies al sentir que una oleada de lasitud recorría su cuerpo. El <i>amir</i> visigodo la cogió por el brazo, a la altura del codo, a través de la lana manchada de sangre.</p> <p>—Ven y túmbate en la cama. Intentemos lo que has sugerido.</p> <p>Ash dejó que él guiara sus pasos, y se derrumbó de espaldas en el jergón. La habitación daba vueltas a su alrededor. Cerró los ojos, y no vio nada más que oscuridad hasta que se le pasó el mareo; entonces los abrió a la clara luz blanca de las lámparas de la pared y el suave rasgueo del niño esclavo en su tableta de cera.</p> <p>Leofrico hizo un gesto y el chico dejó de escribir.</p> <p>—¿Quién construyó el primer gólem? —dijo en voz baja junto a ella.</p> <p>Pregunta y respuesta. La pronunció en voz alta; tuvo que hacerlo dos veces, ya que el nombre de la respuesta le resultaba desconocido.</p> <p>—¿El... rabino? ¿De Praga? —dijo ella, insegura.</p> <p>—¿Y para quién lo construyó?</p> <p>Otra pregunta, otra respuesta. Ash cerró los ojos para protegerse de la fuerte luz, y se esforzó por oír la voz interior.</p> <p>—Radonico, creo. Sí, Radonico.</p> <p>—¿Quién construyó el primer gólem y por qué?</p> <p>—El rabino de Praga, siguiendo instrucciones de vuestro antepasado Radonico, construyó el primer gólem hace doscientos años para jugar al <i>shah...</i> al ajedrez —se corrigió Ash.</p> <p>—¿Quién fue el primero en construir máquinas en Cartago y por qué?</p> <p>—El fraile Roger Bacon.</p> <p>—Uno de los nuestros —dijo Ash. Y dejó que su voz repitiera lo que decía la otra voz que escuchaba en su cabeza.</p> <p>—Se dice que el fraile Bacon construyó, cuando vivía en el puerto de Cartago, una cabeza parlante a partir de los metales que se encontraban en las cercanías. Empero, cuando oyó lo que tenía que decirle, quemó sus inventos, los planos y su alojamiento y huyó al norte, a Europa, para no volver nunca jamás. Después de esto, la presencia de muchos demonios en Cartago se achacó a este estudioso. Geraldus lo escribió.</p> <p>—Muchas personas han leído mucho en los oídos del Gólem de Piedra durante estos doscientos años. Inténtalo de nuevo, querida hija. ¿Quién construyó el primer gólem y por qué?</p> <p>—El <i>amir</i> Radonico, vencido en el <i>shah</i> por este ingenio mudo, se cansó de él y se irritó con el rabino. Vaya con vuestros señores —añadió Ash. Fue consciente de estar al borde de la histeria. La deshidratación hacía que le doliera la cabeza, la pérdida de sangre la había debilitado; todo esto era suficiente. La voz en su cabeza continuó—. Radonico, hastiado, dejó de lado al hombre de piedra. Como buen cristiano, dudaba de que los insignificantes poderes de los judíos provinieran del Cristo Verde, y empezó a pensar que en su casa se había llevado a cabo una obra demoníaca.</p> <p>—Más.</p> <p>—El rabino había hecho que este gólem fuera un hombre en todos los aspectos, usando su semen y la arcilla roja de Cartago, y moldeándolo muy bellamente. Una esclava de su casa, una tal Ildico, se enamoró grandemente del gólem, ya que con sus miembros de piedra y articulaciones de metal era idéntico a un hombre, y de él concibió un hijo. Esto dijo ella que fue causado por la intercesión del Hacedor de Maravillas, el gran profeta Gundobando, que se le apareció en sueños y le ordenó que llevara en su cuerpo la sagrada reliquia, que pasó de generación en generación en esa familia de esclavos desde los días de Gundobando.</p> <p>Ash sintió un suave toque. Abrió los ojos. Los dedos de Leofrico acariciaban su frente. Las puntas tocaban piel, sangre seca y suciedad con completa indiferencia. Ash se apartó.</p> <p>—Gundobando es vuestro profeta ¿no? Fue él quien maldijo al Papa y provocó la Silla Vacía.</p> <p>—Vuestro Papa no debería haberlo ejecutado —dijo Leofrico con seriedad mientras retiraba la mano—, pero no discutiré contigo, niña. Sobre nosotros han pasado ocho siglos de historia. ¿Quién puede decir ahora lo que era el Hacedor de Maravillas? Ciertamente Ildico creía en él.</p> <p>—Una mujer que tuvo un hijo con una estatua de piedra —Ash no pudo ocultar el desprecio en su voz—. Mi señor Leofrico, si yo fuera a leerle historia a una máquina ¡no le contaría estas pamplinas!</p> <p>—Y el Cristo Verde nacido de una virgen y amamantado por un jabalí. ¿Eso también son pamplinas?</p> <p>—¡Por lo que yo sé, sí! —Ash se encogió de hombros lo mejor que pudo tumbada en la cama. Tenía los pies fríos. Al ver que Leofrico fruncía el ceño, se dio cuenta de que había hablado en su dialecto franco-suizo natal, y volvió a intentarlo en latín cartaginés—. Yo he visto tantos pequeños milagros como cualquiera, pero todos ellos podían deberse al azar, <i>fortuna imperatrix</i>, eso es todo.</p> <p>—¿Quién construyó el segundo gólem y por qué? —dijo el visigodo con cierto énfasis.</p> <p>Ash repitió sus palabras. La voz que se movía en los lugares secretos de su mente no era diferente de la voz que respondía cuando ella le proporcionaba datos del terreno, la composición de las tropas, las condiciones meteorológicas, y preguntaba por la solución ideal: era la misma voz.</p> <p>—Algunos han escrito que Ildico, la esclava, no solo conservaba una poderosa reliquia del profeta Gundobando, sino que descendía de él por línea directa, a través de las generaciones desde el año ochocientos dieciséis después de que Nuestro Señor fuera entregado al madero, hasta ese año de mil doscientos cincuenta y tres.</p> <p>Leofrico repitió la pregunta.</p> <p>—¿Quién construyó el segundo gólem y por qué?</p> <p>—El hijo mayor de Radonico, Sarus, fue muerto en una batalla contra los turcos. Entonces Radonico mandó hacer un juego de <i>shah</i> en el que las piezas fueron talladas, incluyendo armas y armaduras, para representar a las tropas turcas y a las de su hijo Sarus. Entonces volvió a llamar al gólem y empezó a jugar al ajedrez con él, y en un día de aquel año, por fin el gólem jugó una partida en la que las tropas de Sarus se movieron de la forma en que habrían derrotado a los turcos. También en este día, Radonico descubrió que su esclava Ildico yogaba con el gólem; así que cogió un martillo de cantero y aplastó la arcilla roja y el latón del gólem hasta hacerlo pedazos, tan pequeños que ningún hombre podría decir lo que antes habían sido. Después, se encerró en una torre. E Ildico parió una hija. Radonico, pensando en Sarus, su hijo muerto, y en sus hijos vivos, fue y le ordenó al rabino que construyera un segundo gólem para sustituir el que él había destruido en su furia. Esto el rabino se negó a hacerlo, aunque el <i>amir</i> amenazó la vida de sus dos hijos. No fue hasta que Radonico dejó claro que empalaría y mataría a Ildico y a su hija recién nacida que cedió el rabino. Entonces le construyó otro Gólem de Piedra al <i>amir</i> Radonico, en una habitación de la casa, pero este de apariencia humana solo en la parte superior del cuerpo y la cabeza, de tres veces el tamaño de un hombre: el resto no era más que una losa de arcilla sobre la que podían moverse maquetas de hombres y bestias. Y la boca parlante del gólem habló.</p> <p>Ash enroscó el cuerpo, envuelta en lana. Dos o tres frases a la vez no son nada, pero esto... La forma de narrar de la voz, carente de emoción, hacía que se sintiera cansada, mareada, despegada.</p> <p>—Entonces Radonico mató al rabino y a su familia, para que el rabino no pudiera hacer otro jugador de <i>shah</i> para sus enemigos, o los enemigos del rey califa. Y al instante el Sol se oscureció sobre él. Y el Sol se oscureció sobre la ciudad de Cartago, y a todas las tierras gobernadas por el rey califa se extendió la maldición del rabino. Y así ningún ser vivo ha visto al Sol atravesar el Crepúsculo Eterno en doscientos años.</p> <p>Ash volvió a abrir los ojos, sin darse cuenta hasta entonces de que los había cerrado para oír mejor la voz.</p> <p>—¡Jesús! ¡Me apuesto a que hubo pánico!</p> <p>—El que entonces era rey califa, Eriulfo, y sus <i>amires</i>, mantuvieron el mando de las tropas, y las tropas mantuvieron tranquila a la gente.</p> <p>—Bueno, se puede conseguir casi todo si se puede mantener un grupo de soldados obedeciendo órdenes. —Ash se movió en la cama hasta llegar al cabecero de roble blanco, tallado con granadas y columnas estriadas en los postes. Con esfuerzo, se incorporó para descansar apoyada en la madera encerada—. Todo esto son leyendas. Oía estas cosas alrededor de los fuegos de campamento cuando era pequeña. La leyenda número trescientos siete acerca de cómo llegó al sur el Crepúsculo Eterno... ¿Os estoy diciendo realmente lo que deseáis oír?</p> <p>—El profeta Gundobando vivió realmente, así como su hija esclava Ildico —dijo Leofrico—, mis crónicas familiares lo explican muy claramente. Y es cierto que mi antepasado Radonico ejecutó a un rabino judío en torno al año 1250.</p> <p>—¡Entonces preguntadme cosas que es imposible que la gente sepa por vuestras crónicas familiares!</p> <p>La cera de la madera tenía un olor dulce. Le gruñó el estómago. Extenuada, observando el rostro de Leofrico en busca del más mínimo cambio, ignoró las quejas de su cuerpo.</p> <p>—¿Quién fue Radegunde?</p> <p>—¿Quién fue Radegunde? —repitió Ash obedientemente.</p> <p>—La primera que habló con el Gólem de Piedra a distancia.</p> <p><i>No ha dicho «conmigo</i>», pensó Ash.</p> <p>—En los primeros años de cruzada, cuando fallaban las cosechas y la única forma de conseguir grano era la conquista de tierras más felices bajo el Sol, el Rey Califa Eriulfo comenzó su conquista de los reinos de taifa ibéricos. Mientras el <i>amir</i> Radonico luchaba al servicio del Rey Califa Eriulfo, fue aprendiendo de cada derrota o victoria, reproduciendo los acontecimientos una y otra vez con su Gólem de Piedra tras cada campaña. La hija de Ildico, Radegunde, en su tercer año empezó a hacer estatuas de hombre a partir del barro rojo de Cartago. El <i>amir</i> Radonico, al ver su gran parecido con el viejo rabino, sonrió al pensar que había sido tan simplón como para pensar que una estatua podía concebir un Hijo con una mujer, y lamentó la destrucción del primer gólem. Y puede que Radegunde hubiera seguido siendo solo una esclava de la casa de Radonico, pero un día oyó una discusión de Radonico con sus capitanes en el campo de entrenamiento, y le pidió al <i>amir</i> que le dijera qué tácticas emplearía, para así poder hablarle del plan a su amigo el hombre de piedra. Pensando reírse, Radonico le pidió que le preguntara qué hacer al Gólem de Piedra. Tras esto, Radegunde le habló al aire. Entonces vinieron corriendo otros esclavos a informar de que el gólem había empezado a mover las figuras que había ante él. Cuando el amir Radonico llegó a su habitación, la respuesta a su pregunta estaba ante él, como si el gólem hubiera recibido las palabras de la niña de algún demonio del aire. Entonces Radonico abandonó la senda del honor y la verdad y no mató a la niña. Adoptó a Radegunde y la llevó con él a Iberia, hablando a través de ella con el Gólem de Piedra, y el signo de la guerra cambió a favor de Eriulfo, y así el sur de Iberia se convirtió en el granero de Cartago bajo el Crepúsculo. Y con cinco años, Radegunde hizo su primera estatua de barro que se movía por sí sola, causando destrozos en la casa, y la niña se rió de esta destrucción.</p> <p>Ash dobló las rodillas, bajo la cubierta del capote de lana, y estudió la expresión de Leofrico. Era una de intensa concentración.</p> <p>—¿Era esa Radegunde? —le costó pronunciar el nombre.</p> <p>—Sí. Pregunta cómo murió.</p> <p>—¿Cómo murió Radegunde? —preguntó Ash como un loro.</p> <p>El mareo que sentía en su cabeza podía tener una docena de razones. Ella sospechaba de la concentración de su mente, que le transmitía la sensación de algún modo, como si estuviera tirando de una carga pendiente arriba o desenredando algo.</p> <p>—Durante las estaciones que pasaba en su casa de Cartago, el <i>amir</i> Radonico daba órdenes de que se ayudara a Radegunde a fabricar sus nuevos gólems, trayéndole eruditos, ingenieros y extraños materiales, todo cuanto deseara. En su decimoquinto año, Dios le arrancó la facultad de hablar, pero su madre Ildico se comunicaba con ella mediante signos que ambas conocían. También en este año, un día, Radegunde construyó un hombre de piedra que la descuartizó miembro a miembro y así murió.</p> <p>—¿Y qué es el nacimiento secreto? —dijo la voz de Leofrico.</p> <p>Ash mantuvo la boca cerrada, sin formar palabras en su mente, dejando que se formara una expectativa. La expectativa de una respuesta. Ash dejó que aquello, de algún modo, tirara de otras respuestas implícitas. No dijo nada en voz alta.</p> <p>La voz empezó a hablar en su cabeza.</p> <p>—Deseando otro que pudiera oír al Gólem de Piedra aunque estuviera separado de él por muchas millas, para poder así continuar su guerra, el <i>amir</i> Radonico hizo que Ildico, en su trigésimo año, yogara con el tercer gólem, que había matado a su hija. Esta es la concepción secreta, y el nacimiento secreto fueron sus gemelos, un varón y una hembra.</p> <p>Ella empezó a farfullar en voz alta, demasiado sobresaltada al oírlo para mantenerse en silencio; murmuró una pregunta necesaria en voz alta, ante la inquisitiva mirada de Leofrico, sobre la respuesta que ya acudía a su cabeza. Luego soltó las palabras a trompicones.</p> <p>—El <i>amir</i> Radonico deseaba otro esclavo de esas características, un adulto que pudiera comunicarse con el Gólem de Piedra igual que había hecho Radegunde, un general jenízaro a la manera de los turcos, un <i>al-shayyid</i> que derrotase a los reyezuelos de taifas de Iberia. No se pudo conseguir que los gemelos de Ildico lo lograran, aunque se les hizo mucho daño a ellos y a su madre. Ni se puso construir otro gólem. Por fin, Ildico confesó que le había entregado a Radegunde su reliquia sagrada del profeta Gundobando para que la colocara en el interior de su último gólem, y que así hablara y se moviera como los hombres. Pero al saber esto, el tercer gólem mató a Ildico y saltó de una alta torre, haciéndose pedazos en el suelo. Y esta es su muerte secreta: nada más quedaba del milagro del profeta y el rabino que el segundo Gólem de Piedra y los hijos de Ildico.</p> <p>Las manos del <i>amir</i> Leofrico se cerraron sobre las de ella, apretándolas fuertemente. Ash se enfrentó a su mirada. El hombre asentía sin parar, con los ojos húmedos.</p> <p>—Nunca pensé que tendría dos éxitos —explicó simplemente—. Habla contigo ¿no es cierto? Mi querida niña.</p> <p>—Eso fue hace doscientos años —dijo Ash—. ¿Qué pasó entonces?</p> <p>Sintió que se unían, en un momento de pura curiosidad por parte de ella, y pura comprensión del deseo de aprender por parte de él. Los dos se sentaron juntos al borde de la cama, como amigos.</p> <p>—Radonico empezó a cruzar a los gemelos y a sus hijos —dijo Leofrico—. No era hombre que llevara registros cuidadosos. Después de su muerte, su segunda esposa Hildr y su hija Hild se hicieron cargo; ellas si llevaron minuciosas anotaciones de lo que hacían. Hild es mi tatarabuela. Su hijo Childerico y sus nietos Fravitta y Barbas siguieron con el programa de crianza, siempre quedándose muy cerca. Como sabes, a medida que nuestras conquistas se fueron extendiendo, fueron llegando a Cartago numerosos refugiados y gran cantidad de conocimientos académicos. Fravitta construyó los gólems normales en torno al año 1390; Barbas se los entregó al Rey Califa Aniano; desde entonces se han hecho muy populares por todo el imperio. El hijo más joven de Barbas, Estilico, es mi padre. Él me crió inculcándome la idea de la absoluta necesidad de nuestro éxito. Y mi éxito nació cuatro años después de la caída de Constantinopla. Y puede que tú también —acabó Leofrico, pensativo.</p> <p><i>Es más viejo de lo que parece</i>. Ash se dio cuenta de que el noble visigodo andaría por los cincuenta o sesenta años. <i>Eso quiere decir que ha crecido bajo la amenaza de los turcos; y eso plantea otra pregunta.</i></p> <p>—¿Por qué no está vuestra general atacando al Sultán y sus beys? —preguntó Ash.</p> <p>—El Gólem de Piedra nos aconsejó que una cruzada en Europa era mejor comienzo —murmuró ausente Leofrico—. He de decir que estoy de acuerdo.</p> <p>Ash parpadeó y frunció el ceño.</p> <p>—¿Que atacar Europa es mejor manera de derrotar a los turcos? ¡Vamos! ¡Eso es una locura!</p> <p>Leofrico ignoró su comentario.</p> <p>—Todo ha ido tan bien, y tan rápido... Si no fuera por este frío... —Se interrumpió—. Por supuesto, Borgoña es la clave estratégica. Entonces podremos volver nuestra atención hacia las tierras del sultán, si Dios quiere. Si Dios quiere que Teodorico viva. No siempre ha sido tan mal amigo mío —reflexionó el anciano en voz alta—, sólo en los últimos tiempos de su enfermedad, y desde que Gelimer disfruta de su confianza. Aun así, no puede detener una cruzada que ha comenzado con tantas victorias...</p> <p>Ash esperó a que la mirara a ella, levantando la cabeza que tenía inclinada.</p> <p>—El Crepúsculo Eterno se ha extendido hacia el norte. Yo he visto apagarse el Sol.</p> <p>—Lo sé.</p> <p>—¡No sabéis una mierda! —Ash subió el tono de voz—. ¡No sabéis más que yo acerca de lo que está pasando!</p> <p>Leofrico cambió de posición en el borde de la cama de roble blanco muy cuidadosamente. Algo se movió en las profundidades de su ropa. La rata de color azul pálido asomó un indignado hocico, y se subió rápidamente por la manga a rayas.</p> <p>—¡Por supuesto que sí lo sé! —espetó el <i>amir</i> visigodo—. Nos ha costado generaciones conseguir un esclavo que pueda oír al Gólem de Piedra a distancia sin enloquecer, y ahora tengo la oportunidad de que haya dos de vosotros.</p> <p>—Os diré lo que pienso, <i>amir</i> Leofrico. —Ash lo miró—. No creo que otro general esclavo os sirva para nada. No creo que necesitéis otra Faris, otra hija guerrera que pueda hablar con la máquina... por mucho que os haya costado criar una. Eso no es lo que queréis. —Le acercó un dedo a la rata, pero esta, levantada sobre sus patas traseras, estaba acicalándose el pelaje, y la ignoró.</p> <p>—Supongamos que puedo oír esa máquina táctica. ¿Y qué, <i>amir</i> Leofrico? —Ash hablaba con cuidado. La niebla del sufrimiento empezaba a aclararse. Su cuerpo ya habría sufrido por otras heridas que estas, aunque ninguna tan profunda—. Podéis ofrecerme un lugar a vuestro lado, para que luche por el rey califa, y yo accederé y cambiaré de bando tan pronto vuelva a Europa. Eso lo sabéis tanto vos como él. ¡Eso no es importante, no es lo que necesitáis!</p> <p>La euforia de la absoluta sinceridad la llenaba. Lanzó una mirada a los tres niños esclavos que había en la sala y pensó: <i>yo también me he acostumbrado a hablar como si no estuvieran ahí</i>. Sus ojos volvieron a Leofrico, y lo vio pasándose los dedos por el pelo, poniéndolo más de punta que antes.</p> <p><i>Vamos, chica</i>, pensó Ash. <i>Si fuera un hombre al que estás contratando, ¿qué pensarías de él? Inteligente, discreto, sin ninguno de los habituales prejuicios sociales en contra de causar daño a la gente... ¡Le pagarías cinco marcos y lo pondrías en los libros de la compañía en un segundo!</i></p> <p><i>Y no se habría mantenido como amir sin ser taimado, no en esta corte.</i></p> <p>—¿Qué estás diciendo? —Leofrico parecía asombrado.</p> <p>—¿Por qué hace frío, Leofrico? ¿Por qué hace frío aquí?</p> <p>Los dos se miraron mutuamente, durante lo que debió de ser un minuto de completo silencio. Ash leyó perfectamente el instante de flaqueo en la expresión de él.</p> <p>—No lo sé —dijo por fin Leofrico.</p> <p>—No, y nadie más por aquí lo sabe, puedo verlo por la forma en que van todos correteando por ahí cagados de miedo. —Ash sonrió de oreja a oreja. No estaba demasiado cerca de su habitual buen humor, todavía le dolía mucho—. Dejad que lo adivine. ¿Solo lleva haciendo frío desde que comenzó vuestra invasión?</p> <p>Leofrico chasqueó los dedos. La esclava más pequeña vino, cogió una de las ratas, y acunó a la hembra azul con exquisito cuidado en sus delgados brazos, caminó tambaleante hacia la puerta. Uno de los niños cogió al macho manchado, que movía los bigotes, ansioso por copular con la hembra; y a una señal de Leofrico, el esclavo escriba los siguió afuera.</p> <p>—Niña —dijo él—, si supieras el motivo de este clima tan inadecuado me lo habrías dicho para salvar la vida. Eso lo sé. Por lo tanto no sabes nada.</p> <p>—Quizá sí —dijo Ash tranquilamente. En la habitación medio helada, su cuerpo dolorido se cubrió de sudor frío, oscureciendo el capote bajo sus axilas. Continuó desesperadamente—. Puede que haya visto algo... ¡Yo estaba allí cuando el Sol se apagó! Podría contaros...</p> <p>—No. — Leofrico posó la barbilla en el nudillo de su dedo índice, hundiéndolo en su desaliñada barba blanca. Sostuvo la mirada de ella.</p> <p>Ella sintió una presión bajo su plexo solar; el miedo, dejándola lentamente sin aliento. <i>¡Ahora no!</i>, pensó, <i>no cuando he logrado que pueda hacer que hable conmigo...</i></p> <p><i>Ahora no, en ninguna circunstancia.</i></p> <p>—La guerra sigue, lo suponía —dijo Ash, con la voz todavía serena—. Aunque hayáis obtenido una victoria, no puede haber sido definitiva ¿o sí? Yo os daré la disposición y la composición de las tropas de Carlos de Borgoña. El rey califa y vos pensáis que soy una Faris, un general mágico, pero olvidáis algo: fui uno de los oficiales a sueldo de Carlos. Puedo deciros lo que tiene. Es sencillo, cambiaré de bando a cambio de mi vida. No soy la primera persona que hace esa clase de trato —lo dijo rápido, antes de poder arrepentirse.</p> <p>—No —dijo distraídamente el <i>amir</i> Leofrico—. No, por supuesto. Le dictarás lo que sabes al Gólem de Piedra; sin duda mi hija lo encontrará útil, aunque un tanto superado por los recientes acontecimientos.</p> <p>Los ojos de ella lloraron.</p> <p>—¿Viviré?</p> <p>Él la ignoró.</p> <p>—¡Lord <i>amir</i>! —chilló ella.</p> <p>El interpelado continuó en tono ausente, como si no la hubiera escuchado:</p> <p>—Aunque había tenido la esperanza de disponer de otro general, quizá para que estuviera al mando de nuestro ejército oriental, no lo tendré con este rey califa, no con Gelimer hablando constantemente en contra de mí. Sin embargo —reflexionó Leofrico en voz alta—, esto me proporciona una oportunidad que no había esperado tener antes del fin de esta cruzada. Tú, ya que no eres necesaria como ella, puedes ser diseccionada, para descubrir el equilibrio de los humores<a data-bs-toggle="modal" data-bs-target="#notesModal" type="note" href="#nota31">31</a> en el interior de tu cuerpo, y si hay diferencias en tu cerebro y tus nervios que hagan posible que hables con la máquina. —La miró con una ausencia de sentimientos que era horripilante en sí misma—. Ahora podré descubrir si es así. Siempre he tenido que diseccionar a mis fracasos. Ya que no me sirves más, ahora podré viviseccionar uno de mis éxitos.</p> <p>Ash lo miró fijamente. Pensó que debía de haber entendido mal la palabra. No, eso era latín médico, claro y puro. Viviseccionar, que significaba «diseccionar algo aún vivo».</p> <p>—No podéis...</p> <p>Un sonido de pasos al otro lado de la puerta la hizo incorporarse de un salto, tratando de agarrar el brazo de Leofrico mientras este se levantaba. La esquivó.</p> <p>No fue un esclavo quien entró en la habitación, sino el <i>'arif</i> Alderico, con una mueca de desagrado oculta bajo su bien cuidada barba, las manos a la espalda y hablando con rapidez y concisión. Ash, demasiado conmocionada, no comprendió lo que estaba diciendo.</p> <p>—¡No! —Leofrico dio un paso al frente, levantando la voz—. ¿Y cómo es eso?</p> <p>—El abad Muthari lo ha anunciado, y ha efectuado un llamamiento a la oración, al duelo y al arrepentimiento, mi <i>amir</i> —dijo Alderico, y luego, con el aire de un hombre repitiendo su mensaje inicial más lentamente, por si el lord <i>amir</i> no lo hubiera comprendido—: El rey califa, que viva eternamente, murió de un ataque hace menos de media hora, en sus habitaciones de palacio. Ningún doctor pudo devolverle el aliento a su cuerpo. Teodorico ha muerto, mi señor. El rey califa ha muerto.</p> <p>Aturdida por diferentes motivos, Ash oyó al soldado contar sus noticias con algo parecido a una absoluta falta de interés. <i>¿Qué significa para mí un rey califa?</i> Se arrodilló sobre la cama. El capote de lana cayó de su cuerpo manchado de sangre. Cerró un puño.</p> <p>—¡Leofrico!</p> <p>Este la ignoró.</p> <p>—¡Leofrico! ¿Qué pasa conmigo?</p> <p>—¿Contigo? —Leofrico, frunciendo el ceño, volvió la mirada hacia ella—. Sí, contigo... Alderico, confínala en los alojamientos para huéspedes, bajo custodia.</p> <p>Ash cerró el otro puño. Ignoró al capitán visigodo mientras la cogía del brazo.</p> <p>—¡Decidme que no vais a matarme!</p> <p>—¡Traedme mis ropas de gala! —gritó el <i>amir</i> Leofrico a sus esclavos.</p> <p>Se organizó un escándalo.</p> <p>—Considera esto un aplazamiento, si eso te reconforta. Ahora tendremos que elegir un nuevo rey califa, y estaremos ocupados durante varios días... como mínimo. —Sonrió, y sus dientes resplandecieron entre su barba blanca—. Esto es simplemente una pausa, antes de poder investigarte. Como dicta la tradición, podré volver con mi trabajo inmediatamente después de la proclamación del sustituto de Teodorico. Niña, no pienses que soy un bárbaro. No voy a torturarte hasta la muerte como parte de los festejos. Vas a añadir muchas cosas a nuestros conocimientos.</p> <p style="page-break-before: always; line-height: 0%"> </p> <p style="margin-top: 15%"/> <p style="text-indent: 0em; margin-bottom: 1.5em; margin-left: 5%; margin-right: 5%; text-align: justify">(<strong><i>Correos electrónicos encontrados entre las páginas</i></strong>)</p> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; text-align: left; font-size: 95%">Mensaje nº 164 (Anna Longman / misc.)</p> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; text-align: left; font-size: 95%">Asunto: Ash / textos / descubrimientos arqueológicos.</p> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; text-align: left; font-size: 95%">Fecha: 20/11/00 a las 10:57 p.m.</p> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; text-align: left; font-size: 95%">De: Ngrant@</p> <p style="text-indent: 0em; margin-bottom: 1.5em; margin-left: 5%; text-align: left; font-size: 95%"><i>La dirección ha sido borrada y los demás datos codificados con una clave personal que no se ha podido descifrar.</i></p> <p style="text-indent: 0em; margin-top: 1.5em; margin-left: 5%; margin-right: 5%; text-align: justify; font-size: 95%">Anna:</p> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; margin-right: 5%; text-align: justify; font-size: 95%">Todo se ha DETENIDO.</p> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; margin-right: 5%; text-align: justify; font-size: 95%">Hay algún problema con las autoridades locales; nos han prohibido continuar las excavaciones in situ. ¡No ENTIENDO cómo puede estar pasando esto! Es extremadamente frustrante no poder hacer naba al respecto.</p> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; margin-right: 5%; text-align: justify; font-size: 95%">Pensé que se había resuelto esta mañana: Isobel volvió llena de optimismo. Creo que había acudido a «conductos extraoficiales» y untado algunas manos con dinero. Volvió con el coronel XXXX, que parecía muy jovial, y prometió que sus hombres ayudarían con el trabajo duro si hacía falta. Pero esta tarde SEGUÍA sin pasar nada, y había «dificultades» poco claras.</p> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; margin-right: 5%; text-align: justify; font-size: 95%">Estoy preocupado; parece ser algo más que los habituales corrupción y nepotismo; pero Isobel ha estado demasiado ocupada para poder preguntarle.</p> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; margin-right: 5%; text-align: justify; font-size: 95%">Al menos una cosa buena ha sido que me ha dado una oportunidad forzosa para trabajar con el «Fraxinus». El latín medieval es notablemente ambiguo, y el del «Fraxinus» tiene más particularidades que la mayoría de las obras. ¡Estoy acabando la traducción a toda marcha! De hecho estoy dándole los últimos toques a la siguiente parte.</p> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; margin-right: 5%; text-align: justify; font-size: 95%">Ya que estamos codificados, ahora puedo decirte algo acerca del yacimiento. Lo que tenemos aquí es un precioso muladar. O sea, un vertedero. La arqueología, según me dice Isobel, consiste básicamente en escarbar en la basura de otra gente. Aunque ella no empleó la palabra «basura».</p> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; margin-right: 5%; text-align: justify; font-size: 95%">No pensarías (estando todo cubierto de suburbios, edificios de dos plantas decorados con antenas de televisión) que parte de esto fuera el lugar de asentamiento de cartagineses y romanos. Incluso el acueducto romano ha desaparecido. Pero cuando paseé por la playa esta mañana, y estuve allí plantado bajo un refulgente amanecer, con la fría brisa marina dándome en la cara, repentinamente me di cuenta de que la mayoría de los guijarros redondeados que había bajo mis pies eran realmente trozos de ladrillo romano y mármol cartaginés. Puede incluso que algunos de ellos fueran trocitos de gólem, sin forma después de quinientos años de rodar por el fondo del mar.</p> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; margin-right: 5%; text-align: justify; font-size: 95%">Rocas sin nombre. No sabemos casi nada. Ni siquiera hace una década que se identificó la ubicación de Cartago; antes de eso había una franja de quince kilómetros de costa, sin nada (dos mil años después) que indicara el lugar preciso. Realmente, no sabemos ni lo que parece cierto. El campo de Bosworth tiene su propio centro turístico, pero el verdadero campo de batalla puede que no sea ese (hay una teoría acerca de que está más cerca de Dadlington que de Market Bosworth). Pero me estoy yendo por las ramas.</p> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; margin-right: 5%; text-align: justify; font-size: 95%">No, realmente no. Anduve por el yacimiento, con un aire helado (todo estaba cubierto con protectores de poliestireno azul. Las cajas grises con los ordenadores portátiles las habían metido en las caravanas. No había hombres ni mujeres con anoraks apartando la tierra con brochitas. Y yo pensé que Isobel era justo la persona con el temperamento para esto. Ella quiere DESCUBRIR cosas. Yo quiero EXPLICARLAS. Necesito tener una explicación racional para el universo.</p> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; margin-right: 5%; text-align: justify; font-size: 95%">Incluso necesito una explicación racional para la «milagrosa» construcción de aquellos gólems. El frío mármol no proporciona información alguna. Andrew, nuestro arqueometalúrgico, está estudiando las articulaciones metálicas, pero aún no tiene respuestas. ¿De dónde salen esas marcas de desgaste que demuestran que andaba? ¿CÓMO SE MOVÍA?</p> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; margin-right: 5%; text-align: justify; font-size: 95%">¿Y qué puedo darle a esta gente del manuscrito «Fraxinus»? ¡Una historia de un rabino artífice de prodigios y de las relaciones sexuales de una mujer y una estatua!</p> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; margin-right: 5%; text-align: justify; font-size: 95%">Ya sé que dije que la verdad puede sernos transmitida a través de la historia en un relato. Pues bueno, ¡a veces ese relato puede ser realmente poco claro!</p> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; margin-right: 5%; text-align: justify; font-size: 95%">Había hombres armados en el perímetro del campamento cuando yo llegué. Al parar junto a ellos, pensé que la mente militar tiene una explicación para el funcionamiento del universo, solo que es una explicación diametralmente opuesta a la verdadera.</p> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; margin-right: 5%; text-align: justify; font-size: 95%">Isobel me ha dicho que están pasando «cosas» entre bambalinas, en la política local. Que debemos tener paciencia.</p> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; margin-right: 5%; text-align: justify; font-size: 95%">Hasta ahora hemos conseguido varios utensilios domésticos, la empuñadura de la daga y un trozo de metal que puede haber sido un broche para el pelo. Me siento en las discusiones (la argumentación, supone uno, es un medio mejor) y propongo la idea de que lo que tenemos aquí es una cultura germánica y no una musulmana. Y el equipo está de acuerdo conmigo.</p> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; margin-right: 5%; text-align: justify; font-size: 95%">Necesito que vuelvan a comenzar las excavaciones.</p> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; margin-right: 5%; text-align: justify; font-size: 95%">Necesito más respaldo para el «Fraxinus».</p> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; margin-right: 5%; text-align: justify; font-size: 95%">Si no dejan que el equipo vuelva pronto al yacimiento, el ejército tendrá que venir y sacar nuestros cadáveres de las tiendas. ¡A mí mismo me encontrarán apaleado hasta la muerte con mi propio ordenador portátil! Los nervios nos están volviendo locos. La cosa está que ARDE.</p> <p style="font-weight: bold; text-indent: 0em; margin-right: 5%; margin-top: 1.5em; text-align: right; font-size: 95%">Pierce.</p> <p style="page-break-before: always; line-height: 0%"> </p> <p style="margin-top: 15%"/> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; text-align: left; font-size: 95%">Mensaje nº 169 (Anna Longman / misc.)</p> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; text-align: left; font-size: 95%">Asunto: Ash, crianza del <i>Rattus norvegicus.</i></p> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; text-align: left; font-size: 95%">Fecha: 21/11/00 a las 10:47a.m.</p> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; text-align: left; font-size: 95%">De: Ngrant@</p> <p style="text-indent: 0em; margin-bottom: 1.5em; margin-left: 5%; text-align: left; font-size: 95%"><i>La dirección ha sido borrada y los demás datos codificados con una clave personal que no se ha podido descifrar.</i></p> <p style="text-indent: 0em; margin-top: 1.5em; margin-left: 5%; margin-right: 5%; text-align: justify; font-size: 95%">Srta. Longman:</p> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; margin-right: 5%; text-align: justify; font-size: 95%">Mientras esperamos, le envío este correo a sugerencia de mi colega el Dr. Ratcliff, que ha tenido la amabilidad de mostrarme los manuscritos en latín que actualmente está traduciendo para usted. Me ha sugerido que haga esto debido a que poseo ciertos conocimientos de aficionado (aunque especializados) acerca de la cría de ratas y su genética.</p> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; margin-right: 5%; text-align: justify; font-size: 95%">Aunque Pierce y yo pasamos ayer algún tiempo discutiendo esto, y ahora él está tan informado como yo, me ha aconsejado que sea yo quien le envíe el mensaje personalmente, ya que tengo tiempo.</p> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; margin-right: 5%; text-align: justify; font-size: 95%">Puede que usted sepa que en las últimas cuarenta y ocho horas hemos tenido problemas en el yacimiento, y por el momento hay poco que yo pueda hacer excepto observar a los representantes militares del gobierno local pisoteando quinientos años de historia. Por suerte, la mayoría de los hallazgos del yacimiento están cubiertos por la arena, lo que impide que los daños sean grandes. La única ventaja que puedo ver en este retraso es que el gobierno ha cerrado el espacio aéreo sobre la costa, y esto impide una saturación de presencia de medios de comunicación. Aparte de un puñado de fotografías borrosas de satélite, la grabación de la expedición queda en manos de mi propio equipo cualificado de filmación.</p> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; margin-right: 5%; text-align: justify; font-size: 95%">Suponiendo que la situación regrese a la normalidad en las próximas veinticuatro horas, como ha prometido el ministro, estaré demasiado ocupada para servirles de ayuda a Pierce o a usted.</p> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; margin-right: 5%; text-align: justify; font-size: 95%">En realidad tengo bastante poco que aportar, quizá lo suficiente para una nota a pie de página. Hará algunos años, buscando un hobby relajante, me aficioné a criar variedades de <i>Rattus norvegicus</i>, la rata marrón. Dichas variedades se conocen como «<i>fancy rats</i>»; y he sido miembro de clubes de criadores tanto británicos como estadounidenses.</p> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; margin-right: 5%; text-align: justify; font-size: 95%">De hecho, el que entonces era mi marido, Peter Monkham, era biólogo; nunca nos pusimos de acuerdo con esto, aunque sus motivos para tener una licencia de viviseccionista sin duda eran perfectamente válidos para él. Las charlas de Peter sobre el estado de los animales en la naturaleza salvaje (con vidas duras, brutales y cortas, terminadas a manos de algo en un eslabón superior de la cadena alimenticia) solo sirvieron para convencerme de que mis animales en cautividad estaban mejor de lo que habrían estado libres.</p> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; margin-right: 5%; text-align: justify; font-size: 95%">Por todo ello, me intrigó descubrir, al leer la traducción de Pierce del manuscrito «Fraxinus» en busca de pistas sobre nuestros descubrimientos tecnológicos, que varias de las mutaciones conocidas de <i>Rattus norvegicus</i> parecen haber sido conocidas en el África del siglo XV. De hecho, por lo que yo sabía, <i>Rattus rattus</i>, la rata negra, era la única variedad presente en la Edad Media fuera de Asia. (<i>Rattus rattus</i> es, por supuesto, el roedor popularmente asociado a la difusión de la Muerte Negra.) Yo creía que la <i>Rattus norvegicus</i> solo había llegado desde Asia alrededor del siglo XVIII. No obstante, lo que «Fraxinus» describe es sin duda la rata marrón. Si Pierce me lo permite, usaré sus hallazgos para un breve artículo sobre la migración de la rata.</p> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; margin-right: 5%; text-align: justify; font-size: 95%">A partir de lo dicho en el «Fraxinus», parece posible que dichas variedades fueran importadas por mercaderes norteafricanos. ¡El latín es lo bastante explícito como para que yo haya RECONOCIDO algunas variedades! Debería explicar que el pelaje marrón o «<i>agouti</i>» de la rata realmente está coloreado en bandas, ya que cada pelo marrón es gris azulado en la base. Además, en el pelaje hay intercaladas cerdas negras. La cría selectiva de mutaciones inicialmente espontáneas puede proporcionar pelajes de diferentes colores que, con gran esfuerzo, puede conseguirse que se reproduzcan a lo largo de las generaciones. También pueden conseguirse pelajes manchados, aunque para darle una idea de la dificultad que entraña, basta decirle que el locus H que controla las manchas de la piel puede modificarse para conseguir al menos seis patrones diferentes: la rata encapuchada, la Berkshire, la irlandesa, etc. ¡Y luego está el asunto de los poligenes!</p> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; margin-right: 5%; text-align: justify; font-size: 95%">Lo difícil no es conseguir una rata con un determinado patrón de manchas, sino conseguir una que transmita ese mismo patrón a sus descendientes. Dos ratas pueden tener una apariencia idéntica pero tener un historial completamente diferente en sus alelos. La cría de ratas consiste en intentar aislar ciertas características genéticas (sin perder la configuración apropiada de ojo pequeño, orejas bien situadas, buena cabeza, cuartos traseros altos, etc.) y crear una línea específica de ratas que transmita la característica deseada. Sin mantener unos registros minuciosos de qué macho emparejaba con qué hembra, me hubiera resultado imposible seleccionar cuáles de sus crías me servirían para continuar la línea.</p> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; margin-right: 5%; text-align: justify; font-size: 95%">Tomemos, por ejemplo, lo que «Fraxinus» describe como una rata «azul». Esto es, una rata en la que se ha conseguido que el color gris azulado de la base del pelo sea uniforme en todo el pelaje. Son criaturas exóticas y muy bonitas, aunque (como de hecho menciona el texto), los primeros intentos demostraron que eran difíciles de conseguir, ya que las azules sufren problemas en el parto. El alelo que lleva el gen para eliminar el «<i>agouti</i>» del pelaje también tenía una posibilidad sustancial de llevar genes que provocaban deformaciones en el útero y mal carácter. Las ratas azules normalmente muerden, mientras que el temperamento habitual del <i>Rattus norvegicus</i> es curioso y amigable. Así, la rata azul se consigue criando solo a partir de los ejemplares que no sufren de dificultades reproductoras ni temperamento agresivo.</p> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; margin-right: 5%; text-align: justify; font-size: 95%">«Fraxinus» también menciona una rata amarilla y marrón. Estas se conocen como «siamesas», y es el mismo gen responsable de los gatos siameses (y de hecho, de los conejos y ratones de coloración «siamesa»); el pelaje es amarillo pálido, excepto por los cuartos traseros, el hocico y las zarpas, que son de color marrón oscuro. La descripción del «Fraxinus» es excelente.</p> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; margin-right: 5%; text-align: justify; font-size: 95%">También puedo decir algo sobre la rata con ojos de diferentes colores: el ojo negro sería natural, y el rojo una consecuencia del albinismo. (A las grises y blancas se las denomina «linces» en el mundillo de las «<i>fancy rats</i>», en América.) El espécimen al que se refiere el texto parece ser un mosaico; hablando en términos genéticos, lo opuesto a un gemelo. Mientras que con los gemelos un embrión se divide en el útero, en un mosaico son dos embriones los que se fusionan. Esto puede producir una rata con diferentes coloraciones en las dos mitades de su cuerpo, o con ojos de diferente color, o en algunos casos hermafroditismo. Ya que se producen por una fusión aleatoria, es imposible que transmitan sus rasgos a su descendencia, y no resultan útiles en la cría.</p> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; margin-right: 5%; text-align: justify; font-size: 95%">A juzgar por la descripción, el pelaje de la rata era o bien «<i>rex</i>» (cuando las cerdas están más desarrolladas y proporcionan un pelaje suave y rizado, o aterciopelado (corto y esponjoso).</p> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; margin-right: 5%; text-align: justify; font-size: 95%">Una vez crié una línea de «<i>rex</i>» yo misma, y siendo «<i>rex</i>», naturalmente cada una de ellas recibió el nombre de uno de los reyes de la dinastía Plantagenet (mis reyes favoritos); aunque una rata especialmente peluda, llamada Juan, me hizo una excelente demostración de por qué solo hemos tenido un rey que llevara ese nombre.</p> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; margin-right: 5%; text-align: justify; font-size: 95%">La rata de «Fraxinus» es especialmente interesante por el hecho de que no es una «<i>rex</i>», ya que nadie en el mundillo ha logrado un pelaje aterciopelado en una rata, aunque en los ratones sí que se han conseguido pelajes aterciopelados y satinados. ¡Parece que a este respecto el África del siglo XV nos ha superado!</p> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; margin-right: 5%; text-align: justify; font-size: 95%">Esto podría deberse a que la moda de la cría de ratas es principalmente un fenómeno del siglo XX (aunque se sabe que las jovencitas de la época victoriana tenían como mascotas ratas enjauladas. Quizá debido a la inmerecida mala reputación de la rata, se ha empleado mucho menos tiempo en su cría especializada que, digamos, el que se ha empleado con los ratones o las diferentes razas de perros y gatos; no obstante, incluso ahora hay dedicados estudiosos aficionados de la genética trabajando en la rata marrón, y me siento animada (aunque un poco rara) al saber que estamos REdescubriendo las muchas posibles variedades de este delicioso, juguetón e inteligente animalillo.</p> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; margin-right: 5%; text-align: justify; font-size: 95%">He entrado en tantos detalles sencillamente porque demuestran la enorme SOFISTICACIÓN de la mente medieval. Los manuscritos de Pierce están demostrando ser muy interesantes, ahora que tenemos esos restos tecnológicos para estudiarlos, pero a mí casi me interesa MÁS lo que dicen acerca de la mente de aquella gente, que podía descubrir y hacerse una idea de la herencia genética, y EXPERIMENTAR con ella, mucho antes del Renacimiento y de la Revolución Científica del siglo XVII. Por supuesto, los inicios de todo eso pueden verse en la cría selectiva de caballos y perros, igual que podemos ver una especie de «revolución industrial» medieval en la difusión del molino de agua y el desarrollo armamentístico, pero, por ejemplo, conseguir la rata siamesa demuestra una gran capacidad de atención al detalle científico en una época que es fácil ver como una sociedad dominada por la superstición, constreñida por la teología y de una brutalidad inhumana.</p> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; margin-right: 5%; text-align: justify; font-size: 95%">Si puedo serle de más ayuda, por favor, envíeme un correo a la dirección de arriba. Espero ansiosamente su edición del trabajo de Pierce. Puede que le interese que, a la vista de la ayuda que me está proporcionando en la excavación, estoy más que dispuesta a permitirle publicar detalles de nuestros descubrimientos, siempre que estén relacionados con las historias de «Ash», y que se nos cite a la universidad y a mí.</p> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; margin-right: 5%; text-align: justify; font-size: 95%">Atentamente,</p> <p style="font-weight: bold; text-indent: 0em; margin-right: 5%; margin-top: 1.5em; text-align: right; font-size: 95%">I. Napier-Grant</p> <p style="page-break-before: always; line-height: 0%"> </p> <p style="margin-top: 15%"/> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; text-align: left; font-size: 95%">Mensaje nº 99 (Pierce Ratcliff / misc.)</p> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; text-align: left; font-size: 95%">Asunto: Ash, proyectos relacionados con los medios de comunicación.</p> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; text-align: left; font-size: 95%">Fecha: 21/11/00 a las 11:59 a.m.</p> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; text-align: left; font-size: 95%">De: Longman @</p> <p style="text-indent: 0em; margin-bottom: 1.5em; margin-left: 5%; text-align: left; font-size: 95%"><i>La dirección ha sido borrada y los demás datos codificados con una clave personal que no se ha podido descifrar.</i></p> <p style="text-indent: 0em; margin-top: 1.5em; margin-left: 5%; margin-right: 5%; text-align: justify; font-size: 95%">Pierce:</p> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; margin-right: 5%; text-align: justify; font-size: 95%">Acabo de recibir el correo de tu doctora Isobel. La mayor parte de ello ha hecho que la cabeza me dé vueltas. Y ratas, <i>¡puag!</i></p> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; margin-right: 5%; text-align: justify; font-size: 95%">John me ha enseñado las fotos del gólem. ¡Son MARAVILLOSAS! Mi coordinador editorial Jonathan Stanley ha venido y las ha visto. Él también ha quedado impresionado. Va a contactar con un productor independiente de televisión que es conocido suyo... Bueno, de hecho es el padrino de su hijo.</p> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; margin-right: 5%; text-align: justify; font-size: 95%">Ahora voy a tener gente de los medios de comunicación para hablar con ellos. Y explicarles que el tal Schliemann encontró Troya siguiendo un poema. Puedo hacerlo, supongo, pero tendría más peso si viniera de ti o de la Dra. Napier-Grant.</p> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; margin-right: 5%; text-align: justify; font-size: 95%">Sé que ahora mismo no tienes tiempo. Y no me gusta nada cómo suenan esos problemas que estáis teniendo con las autoridades.</p> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; margin-right: 5%; text-align: justify; font-size: 95%">Me estoy empezando a poner nerviosa aquí.</p> <p style="font-weight: bold; text-indent: 0em; margin-right: 5%; margin-top: 1.5em; text-align: right; font-size: 95%">Anna</p> <p style="page-break-before: always; line-height: 0%"> </p> <p style="margin-top: 15%"/> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; text-align: left; font-size: 95%">Mensaje nº 173 (Anna Longman / misc.)</p> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; text-align: left; font-size: 95%">Asunto: Ash.</p> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; text-align: left; font-size: 95%">Fecha: 21/11/00 a las 02:01 p.m.</p> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; text-align: left; font-size: 95%">De: Ngrant@</p> <p style="text-indent: 0em; margin-bottom: 1.5em; margin-left: 5%; text-align: left; font-size: 95%"><i>La dirección ha sido borrada y los demás datos codificados con una clave personal que no se ha podido descifrar.</i></p> <p style="text-indent: 0em; margin-top: 1.5em; margin-left: 5%; margin-right: 5%; text-align: justify; font-size: 95%">Anna:</p> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; margin-right: 5%; text-align: justify; font-size: 95%">Entonces aquí va algo para divertirte y que dejes los nervios mientras esperamos. Isobel ha estado releyendo mi traducción del «Fraxinus» y, como no tenemos nada mejor que hacer por ahora, hemos estado elaborando una explicación racional científica completamente espuria para las habilidades de Ash y la Faris respecto al Gólem de Piedra. ¡Decidimos ver si podíamos superar a Vaughan Davies! Va como sigue:</p> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; margin-right: 5%; text-align: justify; font-size: 95%">Dado que los seres humanos no pueden, por lo que nosotros sabemos, conversar con las estatuas de piedra, esto debe, por definición, suceder por el poder de un milagro.</p> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; margin-right: 5%; text-align: justify; font-size: 95%">Por supuesto, los ordenadores tácticos de piedra y latón tampoco funcionan en el mundo tal y como lo conocemos. Así que esta teoría también tendría que explicar la construcción de los diversos gólems de piedra por parte del rabino de Praga y los descendientes de Radonico. ¡Por lo tanto, dicha construcción también ha de ser milagrosa!</p> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; margin-right: 5%; text-align: justify; font-size: 95%">Isobel y yo hemos estado jugando a las hipótesis, y nuestra teoría es: supongamos que esta habilidad de realizar milagros fuera GENÉTICA. ¿Y si existiera tal cosa como un gen que permitiera obrar milagros? ¿Y si el obrar maravillas tuviera una base científica en vez de supersticiosa, cómo funcionaría?</p> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; margin-right: 5%; text-align: justify; font-size: 95%">Obviamente tendría que ser un gen recesivo. Si fuera dominante todo el mundo estaría constantemente haciendo milagros. Probablemente junto a su aspecto recesivo lleva asociado algo peligroso en el mismo alelo: Isobel señaló que puesto que las ratas azules tienen dificultad para criar, una mutación espontánea que produzca una rata azul no perpetuará su línea. No se ven muchas ratas azules en libertad, y de hecho puede que no existiera ninguna hasta que los criadores empezaron a interesarse en el <i>Rattus norvegicus.</i></p> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; margin-right: 5%; text-align: justify; font-size: 95%">Imaginemos entonces que este «gen milagroso» saliera a la superficie a través de la mutación espontánea muy poco frecuentemente, y por lo tanto aquellos nacidos con la capacidad de realizar milagros serían los profetas y líderes religiosos memorables de la historia: Cristo, el aún por identificar profeta Gundobando de los visigodos; los principales santos y los grandes visionarios y videntes de otras culturas. No trasmitirían necesariamente su herencia genética, pero esta seguiría allí como un gen recesivo.</p> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; margin-right: 5%; text-align: justify; font-size: 95%">En la historia de la familia de Leofrico que se narra en el «Fraxinus», Isobel sugiere (algo en lo que yo no había pensado), que tanto el rabino como la esclava lldico fueran «hacedores de maravillas», ambos provistos de dicha capacidad y portadores del gen. El rabino, como hacedor de maravillas, podría construir un milagroso ordenador de piedra para jugar al ajedrez. Ildico, como descendiente de Gundobando, tendría suficiente capacidad para concebir un hijo de la estatua de piedra, pero no como para hacer milagros ella misma. Su hija, Radegunde, podría realizar el milagro de la comunicación a larga distancia con el ordenador y de construir sus propios gólems, pero dadas las circunstancias de su concepción, sería propensa a la inestabilidad física y mental.</p> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; margin-right: 5%; text-align: justify; font-size: 95%">Los descendientes de Radegunde e lldico tendrían todos ellos el potencial de obrar milagros, pero haría falta un largo programa de cría selectiva para que apareciera otra Radegunde. Considerando que no había ningún hacedor de maravillas para ayudar a la familia de Leofrico en este proyecto, harían falta doscientos años de cría selectiva. (La moralidad de esto es otro asunto, y ciertamente no parece habérseles pasado por la cabeza a Leofrico o sus ancestros.)</p> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; margin-right: 5%; text-align: justify; font-size: 95%">Tanto la Faris como Ash portarían el gen milagroso, y en ellas la capacidad de usarlo sería dominante. En Ash no parece haber estado activa en el momento de su nacimiento, sino haberse activado con la pubertad, momento en el cual empezó a «descargar información» del Gólem de Piedra.</p> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; margin-right: 5%; text-align: justify; font-size: 95%">¡Y ahí lo tienes! Es una pena que no haya milagros. Bueno, esto es lo que hacen los estudiosos para divertirse en las largas y frías tardes...</p> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; margin-right: 5%; text-align: justify; font-size: 95%">Por supuesto los milagros son, dejando a un lado las historias de las diferentes religiones, pura superstición. Un milagro es una alteración no científica en el tejido de la realidad, si puedo definirlo de este modo, y por definición es imposible. Cuando uno está sentado en una tienda de campaña sobrante del ejército, sorprendentemente fría (había niebla salida del mar) sin nada que hacer excepto esperar la reanudación de las excavaciones, eso se convierte en interesantes especulaciones.</p> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; margin-right: 5%; text-align: justify; font-size: 95%">Si este retraso dura mucho más, tengo confianza en que Isobel y yo lo próximo que haremos será desarrollar una teoría acerca de cómo podría producirse un «milagro» o «alteración no científica en el tejido de la realidad». Después de todo, ya no somos materialistas del siglo XIX; los últimos avances de la física nos han enseñado que todas nuestras leyes de la naturaleza y nuestro aparentemente sólido mundo son probabilidades, relativismo e incertidumbre. ¡Sí, otras dos horas y lo dejamos listo! Elaboraremos la teoría Ratcliff-Napier-Grant de milagros científicos. Así que empieza a rezar por que los políticos locales cambien de ideas ¡para que tengamos algo real que hacer!</p> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; margin-right: 5%; text-align: justify; font-size: 95%">Espero que te haya divertido.</p> <p style="font-weight: bold; text-indent: 0em; margin-right: 5%; margin-top: 1.5em; text-align: right; font-size: 95%">Pierce.</p> <p style="page-break-before: always; line-height: 0%"> </p> <p style="margin-top: 15%"/> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; text-align: left; font-size: 95%">Mensaje nº 102 (Pierce Ratcliff / misc.)</p> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; text-align: left; font-size: 95%">Asunto: Ash, manuscritos.</p> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; text-align: left; font-size: 95%">Fecha: 23/11/00 a las 03:09 a.m.</p> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; text-align: left; font-size: 95%">De: Longman@</p> <p style="text-indent: 0em; margin-bottom: 1.5em; margin-left: 5%; text-align: left; font-size: 95%"><i>La dirección ha sido borrada y los demás datos codificados con una clave personal que no se ha podido descifrar.</i></p> <p style="text-indent: 0em; margin-top: 1.5em; margin-left: 5%; margin-right: 5%; text-align: justify; font-size: 95%">Pierce:</p> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; margin-right: 5%; text-align: justify; font-size: 95%">¡TENGO algo para ti!</p> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; margin-right: 5%; text-align: justify; font-size: 95%">Esta noche tuve que asistir a la presentación de un libro. Mientras estaba en el ágape, haciendo relaciones públicas como una loca, volví a encontrarme con una querida amiga mía, Nadia (ya te he hablado de ella), una librera de Twickenham. Tiene una de esas librerías independientes que están muriendo a favor de las cadenas de tiendas en las que se da la bienvenida a todo menos a los clientes. (Cuando le pregunté qué hacía allí, me dijo que la tienda estaba llena y había tenido que SALIRSE.)</p> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; margin-right: 5%; text-align: justify; font-size: 95%">Sin embargo, habían subastado el mobiliario de una casa en East Anglia y ella había pujado por varias cajas de libros. Uno de ellos es <i>ASH, UNA BIOGRAFÍA DEL SIGLO XV</i>, ¡y está completa!</p> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; margin-right: 5%; text-align: justify; font-size: 95%">Nadia sospecha que lo subastado era de la propia casa de Davies o de la de algún pariente que contenía pertenencias de Vaughan Davies. Le he pedido que me enseñe más mañana.</p> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; margin-right: 5%; text-align: justify; font-size: 95%">Todavía no he tenido tiempo de leer la cosa (tuvimos que ir hasta la tienda y acabo de llegar), pero lo haré a la vez que te la pase por el escáner. ¿Te la mando ya?</p> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; margin-right: 5%; text-align: justify; font-size: 95%">Con cariño,</p> <p style="font-weight: bold; text-indent: 0em; margin-right: 5%; margin-top: 1.5em; text-align: right; font-size: 95%">Anna.</p> <p style="page-break-before: always; line-height: 0%"> </p> <p style="margin-top: 15%"/> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; text-align: left; font-size: 95%">Mensaje nº 173 (Anna Longman / misc.)</p> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; text-align: left; font-size: 95%">Asunto: Ash, descubrimientos arqueológicos.</p> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; text-align: left; font-size: 95%">Fecha: 23/11/00 a las 07:32 a.m.</p> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; text-align: left; font-size: 95%">De: Ngrant@</p> <p style="text-indent: 0em; margin-bottom: 1.5em; margin-left: 5%; text-align: left; font-size: 95%"><i>La dirección ha sido borrada y los demás datos codificados con una clave personal que no se ha podido descifrar.</i></p> <p style="text-indent: 0em; margin-top: 1.5em; margin-left: 5%; margin-right: 5%; text-align: justify; font-size: 95%">Anna:</p> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; margin-right: 5%; text-align: justify; font-size: 95%">Sí. SÍ. ¡Pásala por el escáner y mándala YA!</p> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; margin-right: 5%; text-align: justify; font-size: 95%">Dios. Una copia de Vaughan Davies después de tanto tiempo.</p> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; margin-right: 5%; text-align: justify; font-size: 95%">¿Te das cuenta de lo que significa esto, Anna? Por favor, haz que tu amiga contacte con la gente que ha vendido las cosas de la casa, puede que haya trabajos SIN PUBLICAR.</p> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; margin-right: 5%; text-align: justify; font-size: 95%">Sé que mi trabajo está dejando obsoleto el de Davies, pero aun así, después de todo este tiempo, aunque sea por pura curiosidad, quiero saber lo que dice la mitad que falta de la introducción. Quiero conocer su teoría.</p> <p style="font-weight: bold; text-indent: 0em; margin-right: 5%; margin-top: 1.5em; text-align: right; font-size: 95%">Pierce</p> <p style="page-break-before: always; line-height: 0%"> </p> <p style="margin-top: 15%"/> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; text-align: left; font-size: 95%">Mensaje nº 175 (Anna Longman / misc.)</p> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; text-align: left; font-size: 95%">Asunto: Ash, descubrimientos arqueológicos.</p> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; text-align: left; font-size: 95%">Fecha: 23/11/00 a las 09:24 a.m.</p> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; text-align: left; font-size: 95%">De: Ngrant@</p> <p style="text-indent: 0em; margin-bottom: 1.5em; margin-left: 5%; text-align: left; font-size: 95%"><i>La dirección ha sido borrada y los demás datos codificados con una clave personal que no se ha podido descifrar.</i></p> <p style="text-indent: 0em; margin-top: 1.5em; margin-left: 5%; margin-right: 5%; text-align: justify; font-size: 95%">Anna:</p> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; margin-right: 5%; text-align: justify; font-size: 95%">¡PAREN LAS ROTATIVAS!</p> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; margin-right: 5%; text-align: justify; font-size: 95%">(Siempre quise decir eso.)</p> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; margin-right: 5%; text-align: justify; font-size: 95%">Aquí, en el yacimiento, sigue sin pasar nada, pero nos MUDAMOS mañana viernes. Isobel ha recibido una comunicación por radio del barco de la expedición. Ha estado examinando el lecho marino al norte de Túnez, entre el cabo Zebib y Rass Engelah, cerca de Bizerta (y el lago de Bizerta, un caño marino cerrado que hay al sur de la ciudad). Vamos a irnos al yacimiento marino mientras el administrador de Isobel se hace cargo de los problemas aquí.</p> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; margin-right: 5%; text-align: justify; font-size: 95%">Aparentemente no es muy seguro bucear allí, pero las cámaras de los vehículos a control remoto han estado enviando imágenes.</p> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; margin-right: 5%; text-align: justify; font-size: 95%">Tan pronto como Isobel me lo permita, contactaré contigo.</p> <p style="font-weight: bold; text-indent: 0em; margin-right: 5%; margin-top: 1.5em; text-align: right; font-size: 95%">Pierce</p> <p style="page-break-before: always; line-height: 0%"> </p> <title style="margin-bottom: 2em; page-break-before: avoid; margin-top: 15%"> <p>TERCERA PARTE</p> <p>MÁQUINAS Y MECANISMOS</p> </h3> <p style="font-weight: bold; text-align: center; text-indent: 0em">8 de septiembre —10 de septiembre de 1476</p> <p style="page-break-before: always; line-height: 0%"> </p> <title style="margin-bottom: 2em; page-break-before: avoid; margin-top: 15%"> <p>Capítulo 1</p></h3> <p></p> <p>El capitán visigodo prácticamente sacó a Ash a rastras y la llevó por pasillos estrechos mientras su escuadrón les abría camino por la fuerza entre las multitudes de hombres libres y esclavos que corrían por todas partes; la casa entera estaba alborotada.</p> <p>Ash tropezó, apenas consciente de nada, sólo capaz de pensar, <i>los he traicionado, a todos, ¡ni siquiera lo pensé! Cualquier cosa por sobrevivir...</i></p> <p>Fue consciente entonces de que la llevaban a la fuerza; la levantaban a pulso. Los lados de una bañera de madera le quemaban la piel. Ash se encogió cuando los esclavos la depositaron en el agua y la apoyaron en unas esponjas.</p> <p>—Mi consejo es, lo más caliente que puedas soportar —comentó en italiano un joven gordo y alegre mientras le desenrollaba las vendas que le ceñían la pierna izquierda.</p> <p>La voz del joven resonó por la larga sala, apenas ahogada por las sábanas que colgaban, perfumadas con flores y hierbas, del techo de la casa de baños de la casa del lord <i>amir</i>. La sala tiene rejas de acero en las ventanas y barrotes en las puertas.</p> <p>—<i>'Arif</i> Alderico, ¿qué le habéis estado haciendo a esta?</p> <p>Alderico sacudió la cabeza.</p> <p>—No desperdiciéis vuestras habilidades, <i>dottore</i>. Es una de las del <i>amir</i>. Solo tiene que vivir unos cuantos días.</p> <p>Ash levantó la vista, mareada. Dos mujeres con unos collarines de hierro alrededor del cuello, encadenadas con una sucesión de eslabones de unos dos metros de largo, se inclinaron sobre la bañera y empezaron a enjabonarle el cuerpo con esponjas. Si la mercenaria hubiera podido detener aquel contacto lo habría hecho, pero lo único que podía hacer era quedarse mirando el aire saturado de vapor, caliente por primera vez en semanas. Empezaron a brotarle las lágrimas bajo los párpados.</p> <p><i>Creí que tendría más valor.</i></p> <p>Las voces de otros bañistas resonaban en el exterior, en las enormes bañeras que albergaban los cubículos de toda la sala; y se escuchó la risa aguda de una mujer y el tintineo de unas copas.</p> <p>—No sé lo que le haréis más tarde pero ahora tiene que comer. ¡Y beber! —El italiano pellizcó el dorso de la mano de Ash y esta vio que su piel se elevaba orgullosa por un momento—. Está, solo sé el término latino, deshidratada. Seca.</p> <p>Alderico se quitó el casco y se secó la frente con la mano.</p> <p>—Entonces dadle de comer y de beber, mejor será que no se muera todavía. ¡Nazir!</p> <p>Y salió a grandes zancadas para dar varias órdenes. Cuando se retiraron las sábanas, la joven vislumbró otras bañeras, ocupadas por pares de bañistas, platos colocados en planchas dispuestas sobre el agua y jarras de vino sobre los bordes de mármol. Un esclavo tocaba un instrumento de cuerda.</p> <p>—No deberíais tratarme —protestó Ash. Solo cuando se puso a hablar automáticamente en italiano empezó a darse cuenta de que el cirujano no era visigodo. Levantó la vista, por un momento la sorpresa la había sacado de su vacía desdicha. Un hombre joven y gordo con el cabello negro y enmarañado, ataviado con calzas rojas y despojado de todo salvo de la camisa y la almilla y todavía sudando en esta cámara saturada de ecos y de vapor, bajó la vista y la miró.</p> <p>Asintió, como si supusiera la confusión de la mujer.</p> <p>—Somos una mancomunidad, <i>madonna</i>; los médicos y los sacerdotes atravesamos fronteras con toda libertad, incluso en tiempos de guerra —dijo el joven, con acento milanés, ahora que la mercenaria lo pensaba. El médico levantó una ceja castaña—. ¿Y no trataros? ¿Por qué?</p> <p><i>Porque no me lo merezco.</i></p> <p>Ash bajó la vista y se miró la piel oscura, desangrada. Sumergió las manos bajo la superficie brumosa y cálida del agua. El calor la inundó, bañó sus músculos, penetró en sus huesos. La atravesó una gran ola tibia, y se relajó. No sabía que tenía tanto frío. Solo con aquel consuelo animal volvió a ser ella misma, magullada, dolorida y vencida: todavía viva.</p> <p><i>Los habría traicionado, quizá aún podría hacerlo, pero aún no lo he hecho.</i></p> <p><i>¡No es más que una cuestión de suerte! Llámalo Fortuna. Es una oportunidad. Dos, tres, cuatro días, quizá. Es una oportunidad.</i></p> <p>Es la indefensión lo que no soporto. Dadme aunque solo sea la sombra de una oportunidad y encontraré un modo de aprovecharla. La Fortuna les sonríe a los temerarios.</p> <p>—¿Por qué? —insistió el italiano.</p> <p>—No me hagáis caso, <i>dottore</i> —dijo Ash.</p> <p>Las esclavas encadenadas colocaron una plancha en la bañera. Otro esclavo trajo un plato y una olla de cuello estrecho coronada por una corteza de empanada. Cuando Ash se incorporó, quitó la corteza y vació la olla en el plato: un torrente de carne, hierbas picantes troceadas, sollo<a data-bs-toggle="modal" data-bs-target="#notesModal" type="note" href="#nota32">32</a> y vino especiado. El fuerte aroma estuvo a punto de hacerla vomitar pero casi al instante desaparecieron las náuseas, sustituidas por un retortijón agudo que la mercenaria reconoció de su infancia: un hambre absoluta. Con cuidado escogió un trocito de carne y lo mordisqueó al tiempo que con la lengua rodeaba el sabor sensual de la salsa.</p> <p>—Ash —dijo la mercenaria.</p> <p>—Annibale Valzacchi. —El médico tiró a un lado las vendas empapadas mientras se inclinaba sobre la bañera y manipulaba la articulación de la pierna de la joven. Esta gruñó de dolor entre bocado y bocado de comida. El italiano exclamó—: Dios tenga misericordia de nosotros, <i>madonna</i>, ¿qué hacéis en esta vida? ¿Tiráis de un arado?</p> <p>Ash se chupó los dedos, se quedó mirando el estofado humeante y se obligó a esperar antes de volver a comer.</p> <p>—El rey califa ha muerto —dijo de repente—. Ese anciano ha muerto.</p> <p>Casi esperaba que Annibale Valzacchi lo negara o que le preguntara qué quería decir: Tenía la sensación de que todo aquello podría ser producto de sus propios delirios. Pero en lugar de eso, el italiano asintió con aire pensativo.</p> <p>—De causas naturales —comentó Valzacchi con su fuerte acento milanés del norte—. Sí, bueno... ¡Una copa de belladona son «causas naturales», en Cartago!</p> <p>Siempre corren rumores de magnicidio después de la muerte de todo hombre poderoso. Ash asintió a modo de respuesta y se limitó a decir:</p> <p>—De todos modos estaba demasiado enfermo para vivir mucho más, ¿verdad?</p> <p>—Un <i>canker</i>, sí. Nosotros, médicos, cirujanos, galenos, sacerdotes, estamos todos aquí, en Cartago, en tal cantidad porque él buscaba una cura, cualquier cura. No hay cura, por supuesto: es Dios el que dispone.</p> <p><i>Dios o la Fortuna</i>, pensó Ash con un momentáneo estremecimiento de asombro que se diluyó en un sentido del humor crudo y mordaz. <i>¿Acaso no he rezado siempre antes de una batalla? ¿Por qué parar ahora?</i> Y luego dijo con tono pensativo:</p> <p>—Me gustaría ver a un sacerdote. Un sacerdote «verde». ¿Es eso posible aquí?</p> <p>—Este lord <i>amir</i> no es ningún fanático de la religión. Debería ser posible. Vos no sois italiana, <i>madonna</i>, ¿verdad? No. Entonces hay tres sacerdotes ingleses con los que yo comparto cuarto en la parte baja de la ciudad; sé de un francés y de un alemán y hay uno que podría ser del Franco Condado o Saboya.</p> <p>Como si la joven fuera una bestia en un establo, Valzacchi deslizó las manos por los hombros de la mercenaria y midió con tacto experto su irregularidad: los músculos de la derecha más desarrollados que los de la izquierda.</p> <p>Desde atrás, la voz del médico dijo:</p> <p>—Qué extraño, <i>madonna</i>. Yo diría que este brazo se ha entrenado para utilizar una espada.</p> <p>Por primera vez en quince días, Ash no pudo evitar esbozar una sonrisa sincera: medio asombrada, medio encantada. La mujer se volvió a recostar en aquella agua caliente y olorosa mientras los dedos del médico le palpaban el cuello bajo la cadena de acero.</p> <p>—¿Cómo demonios lo supisteis, <i>dottore</i>?</p> <p>—Mi hermano Gianpaulo es <i>condottiere</i>. Hice mi preparación inicial con él. Hasta que descubrí que la medicina civil es considerablemente menos peligrosa y paga bastante mejor. Este es el desarrollo muscular de alguien que utiliza una espada y quizá un hacha militar, alguien diestro.</p> <p>Ash sintió que soltaba una risita y el cuerpo entero se le estremecía. Se limpió la boca con la mano húmeda. Las manos del médico abandonaron sus hombros. Aquel reconocimiento le devolvió algo a la mercenaria: su cuerpo, su espíritu.</p> <p>Colocó las manos en las rodillas, se quedó sentada en el agua caliente, muy quieta, y bajó la vista.</p> <p>Ash vio, en la superficie inmóvil, el reflejo de una mejilla marcada a través de una bruma pálida que se elevaba en el cuarto; y un rostro que apenas reconoció con el pelo cortado. <i>¡No me conocerían!</i>, pensó asombrada, y a continuación, <i>lo que ha pasado aquí pertenece al pasado, he dejado a demasiadas personas atrás para rendirme ahora, tengo responsabilidades</i>. Sabía que no era más que una bravata pero también sabía que, si la cuidaba, podría ser la semilla de un valor real.</p> <p>—Sí —reconoció, más ante ella misma que para el médico—. Yo también he sido <i>condottiere.</i></p> <p>Annibale Valzacchi la contempló ahora con una expresión que era una mezcla de asco, miedo y superstición. Decía con toda claridad, <i>¿una mujer?</i> Con gesto remilgado, se encogió de hombros.</p> <p>—No puedo rechazar una solicitud de consuelo religioso. Un sacerdote militar sería lo más adecuado para vos. El alemán, entonces. El alemán es un sacerdote militar, un tal padre Maximillian.</p> <p>—Padre Maximillian. —Ash se retorció entera y lo miró fijamente entre el agua caliente y humeante—. <i>Dottore</i>, sabéis si... ¡Jesús! ¿Sabéis si su nombre es Godfrey, Godfrey Maximillian?</p> <p style="text-align: center; font-size: 110%; text-indent: 0em; margin-top: 1.5em; margin-bottom: 1.5em; ">★ ★ ★</p> <p>No volvió a ver a Annibale Valzacchi en unas veinticuatro horas, hasta donde era capaz de calcular el paso del tiempo.</p> <p>Un escuadrón diferente de hombres de Alderico la hizo bajar cien escalones de piedra hasta llegar al corazón de los pasillos y apartamentos del risco y la dejó allí con varios esclavos, sirvientes del <i>amir.</i></p> <p>La habitación a la que la trajeron los esclavos era más pequeña que una tienda de campaña, con solo un jergón y una manta en el suelo de piedra. Tenía unas paredes de un metro de grosor. Se dio cuenta por la ventana, que más se parecía a un túnel, con barrotes de hierro colocados a medio camino para que nadie pudiera trepar hasta allí para asomarse al exterior.</p> <p>Desde la negrura del exterior entraba por la ventana sin cristales un viento helado.</p> <p>—¿Me pueden hacer un fuego? —Ash intentó hacerse entender por los cinco o seis hombres y mujeres, cuyo godo cartaginés era rápido, gutural, local, ininteligible. Pronunció todas las palabras que conocía para decir «fuego»; solo recibió miradas vacías, salvo de una mujer grande y fornida.</p> <p>La mujer rubia con una cadena de hierro y unas mantas de lana sujetas a la cintura por unos cinturones negó con la cabeza y dijo algo brusco. Un hombre pequeño e inquieto que estaba con ella le respondió: quizá fuera una protesta. Miró a Ash. Tenía patas de gallo alrededor de los ojos, unos ojos de un color azul desvaído.</p> <p>—¿Me pueden dar más ropa? —Ash agarró dos puñados del camisón de lino gastado que el sirviente de los baños le había tirado y mostró la tela—. ¿Más ropa... más caliente?</p> <p>La niña que había servido a Leofrico dijo:</p> <p>—¿Por qué tú sí? Nosotros no.</p> <p>Ash asintió, poco a poco, y miró a su alrededor, a una media docena de personas, la mayor parte de las cuales la miraba fija y abiertamente. Todos, salvo la niña, tenían bastas mantas de rayas tejidas a mano, de esas de lana que se echan sobre el jergón en el invierno para estar más calientes. Se envolvían el cuerpo con ellas y andaban descalzos por el mosaico de azulejos del suelo. La niña solo llevaba una fina túnica de lino.</p> <p>—Toma —Ash quitó la manta de rayas de lana del jergón y envolvió con ella los hombros de la criatura. Se la ciñó con un pulcro doblez bajo el brazo—. Cógela. ¿Entiendes? Para ti.</p> <p>La niña miró a la mujer grande. Después de un segundo, la mujer asintió y su ceño desapareció, sustituido por una expresión de vulnerabilidad y confusión.</p> <p>Ash metió los dedos bajo la cadena de hierro y la levantó, con lo que alivió un poco el peso que soportaba el cuello. Luego dijo:</p> <p>—Soy como vosotros. Igual que vosotros. Conmigo también pueden hacer lo que quieran.</p> <p>La mujer dijo con marcado acento:</p> <p>—¿Esclava?</p> <p>—Sí. Esclava. —Ash cruzó la habitación y se ayudó con las manos para auparse y asomarse a la ventana de piedra. La escarcha relucía en la superficie del granito rojo y en los barrotes de hierro. Más allá no había nada visible, ni tejados, ni el mar, ni las estrellas: nada.</p> <p>—Hace frío —dijo. Les dedicó una amplia sonrisa a los esclavos y se golpeó el cuerpo con los brazos de forma exagerada al tiempo que se soplaba los dedos—. ¡Cada vez que Lord Leofrico se sienta, se le enfría tanto el culo como a nosotros!</p> <p>La niña se echó a reír. El joven de las facciones marcadas sonrió. La mujer grande sacudió la cabeza con una expresión de miedo en el rostro e hizo un gesto brusco con el pulgar para echar a los esclavos domésticos. El hombre de las facciones marcadas y la niña se quedaron atrás.</p> <p>—¿Qué hay ahí abajo? —Ash dobló el brazo hacia arriba y luego hizo un movimiento exagerado para señalar hacia la ventana y hacia abajo—. ¿Qué?</p> <p>El joven dijo una palabra que ella no entendió.</p> <p>—¿Qué? —Ash frunció el ceño.</p> <p>—Agua.</p> <p>—¿A cuánto? ¿A... cuánto... hacia abajo?</p> <p>El joven se encogió de hombros, extendió las manos y sonrió con tristeza.</p> <p>—Agua, abajo. Lejos. Mucho. Ahh... —hizo un ruido que denotaba asco; luego se dio unos golpecitos en el pecho. Daba la sensación de que estaba seguro de que en eso lo entenderían, al menos—. Leovigildo.</p> <p>—Ash —Ash se señaló el pecho también. Señaló a la niña y levantó las cejas.</p> <p>La niña levantó los ojos, había estado examinando su nueva manta.</p> <p>—Violante.</p> <p>—Vale. —Ash esbozó una sonrisa de camaradería. Se sentó en el jergón y metió los pies helados bajo la falda del camisón. El frío hacía humear su aliento en el aire—. Bueno, contadme algo sobre este lugar.</p> <p>Cuando llegó la comida, la compartió con Leovigildo y Violante. La niña, con los ojos brillantes y ruborizada, comió con hambre y parloteó sin parar, haciéndose entender a medias e interpretando para el joven cuando podía.</p> <p>Ash, que ha sido una campesina criada en un campamento militar, sabe que los sirvientes llegan a todas partes y lo saben todo de todos. Empieza (durante horas frías mitigadas cuando la mujer grande entró con dos mantas de lana gastadas) a tener una imagen clara de la casa del <i>amir</i>; cómo se vive la vida en las cámaras del panal de la ciudadela; esclavos, hombres libres y <i>amir.</i></p> <p>Durante las horas que debería haber utilizado para dormir, el hambre la mantuvo despierta, cosa muy útil. Se quedó a los pies del alféizar de piedra, mirando fijamente por la ventana. Cuando sus ojos se ajustaron a la visión nocturna vio unos puntos muy pequeños y brillantes: Fomalhaut y Capricornio, la Cabra. Las constelaciones de verano en una noche cruda y helada.</p> <p><i>No hay Luna</i>, pensó, <i>pero ahora podría haber Luna nueva; no he estado contando los días...</i></p> <p>Deslizó la mano por la pared y con esa guía volvió al jergón, se sentó y buscó las mantas a tientas. Se envolvió con ellas. Se apretó las manos sobre el vientre. El cuerpo se le estremecía. Pero solo de frío.</p> <p><i>Digamos que tengo tres días. Podrían ser cuatro o cinco, pero digamos que tres: si no puedo salir de aquí en tres días, estoy muerta.</i></p> <p style="text-align:center; text-indent:0em;"><i>* * *</i></p> <p>Una voz masculina en el exterior de la puerta de acero dijo algo demasiado apagado para poder entenderlo. Con las manos de repente temblorosas, Ash se metió la hoja de pergamino y el carboncillo por el corpiño hasta la camisa.</p> <p>Giró la llave.</p> <p>Con la mano contra la puerta plana de metal percibió el funcionamiento del mecanismo, los barrotes que se deslizaban entre las dos placas de acero. Ya advertida, la joven se retiró hacia el interior de la diminuta habitación.</p> <p>—Volveré dentro de una hora —dijo el <i>'arif</i> Alderico desde el pasillo pero no hablaba con ella. Su voz parecía inusualmente compasiva. La única luz, constante y pálida, que había sobre la puerta la deslumbraba: Ash parpadeó e intentó ver quién entraba.</p> <p>El miedo provoca en el vientre una sensación incómoda. Ash, que ha luchado, siente que sus intestinos se remueven con una sensación momentánea de inquietud que al fin reconoce como miedo.</p> <p>Una profunda voz masculina dijo en alemán:</p> <p>—Oh, disculpad, creí que... —y se interrumpió.</p> <p>El hombre que esperaba en la puerta llevaba una túnica de lana marrón sobre las túnicas verdes de sacerdote, con las mangas abullonadas abiertas y forradas de piel de marta. Era el bulto de la túnica, quizá, lo que hacía que el cuerpo del hombre pareciera demasiado grande para aquella cabeza. La joven dio un paso atrás pensando, <i>no, tiene la cara más delgada</i>, mientras miraba fijamente el modo en que las profundas arrugas le rodeaban la boca, que ya no ocultaba la barba. La piel frágil de los párpados se aferraba a los globos de los ojos y acentuaba la profundidad de las cuencas. Todo su rostro se había hundido con claridad en los huesos. <i>Está viejo.</i></p> <p>—¿Godfrey?</p> <p>—¡No te había reconocido!</p> <p>—Estás más delgado. —La joven frunció el ceño.</p> <p>—No te había reconocido —repitió Godfrey Maximillian, asombrado.</p> <p>La puerta de acero se cerró de un portazo. El ruido de los barrotes hundiéndose en sus cubos ahogó cualquier palabra durante un largo minuto. Ash, cohibida, se alisó el corpiño de lana azul y la falda sobre la camisa y levantó una mano para tocarse el cabello rapado.</p> <p>—Sigo siendo yo —dijo—. No quisieron darme ropa de hombre. No me importa parecer una mujer. Que me subestimen. No pasa nada. Jesús, ¡Godfrey!</p> <p>La mercenaria dio un paso con la intención de echarle los brazos al cuello al sacerdote pero en el último minuto, ruborizada desde el escote del corpiño hasta la frente, extendió las manos y agarró las del hombre, con fuerza. Las lágrimas fluyeron y corrieron por su rostro. Dijo de nuevo.</p> <p>—¡Godfrey, Godfrey!</p> <p>Tenía las manos calientes entre las suyas. Lo sintió temblar.</p> <p>—¡Por qué te fuiste!</p> <p>—Dejé Dijon con los visigodos y vine aquí; necesitaba desesperadamente espiar la corte del califa y averiguar la verdad sobre tu voz. Pensé que ahora era lo único que podía hacer por ti... —El rostro de Godfrey estaba empapado, lleno de lágrimas. No le soltó las manos para limpiarse—. ¡Fue lo único que se me ocurrió hacer por ti!</p> <p>Las manos duras del sacerdote aplastaban las suyas. Ella lo aferró con más fuerza. Entraba el viento por la ventana abierta de piedra, con la fuerza suficiente para azotarle las faldas alrededor de los tobillos desnudos.</p> <p>—Tienes frío —dijo Godfrey Maximillian con tono acusador—. Tienes las manos heladas.</p> <p>Le levantó las manos y se las puso debajo de sus propios brazos, dentro de la calidez de su túnica y por primera vez se encontró con sus ojos. El sacerdote tenía los párpados enrojecidos, húmedos. Ash era incapaz de imaginarse lo que estaba viendo su amigo: una criatura con el pelo rapado embutida en un vestido y con una cadena de acero; no sabía lo afilada que tenía la cara por el hambre, por la pérdida de una cascada plateada de cabello, ni cómo el cabello corto destacaba en un relieve intenso el ceño, las orejas, los ojos y las cicatrices.</p> <p>Los dedos fríos femeninos empezaron a calentarse, a picarle por el torrente sanguíneo que los atravesaba.</p> <p>—¿Qué nos pasó? —quiso saber—. ¿Al León? ¿Qué?</p> <p>—No lo sé. Me fui dos días antes de la batalla. Creí que...</p> <p>Se liberó una mano y se limpió la cara, la barba.</p> <p>Las palabras, las pronunciadas en Dijon, pendían entre ellos. Ash sintió la calidez del cuerpo masculino a través de su piel fría. Levantó la cabeza —necesitó como siempre levantar los ojos para mirarlo— y vio, no declaraciones airadas, sino un rostro que conocía (dada la escasez de espejos) mejor que el suyo propio y una mente cuyas debilidades conocía también, si no todas, la mayor parte.</p> <p>Godfrey Maximillian dijo con brusquedad:</p> <p>—Cuando atraqué aquí, hacía diez días que se había librado la batalla. Todo lo que puedo decirte es lo que ya sabe todo el mundo: el Duque Carlos está herido; la flor de la caballería borgoñona yace muerta en el campo de las afueras de Auxonne... pero Dijon aguanta, creo; o al menos todavía se lucha en algún sitio. Nadie sabe nada ni le importa lo que le pase a una compañía de mercenarios. El León Azur tuvo cierta notoriedad por la mujer que los comandaba pero no se sabe nada salvo pequeños rumores; a nadie de Cartago le importa si nos masacraron de inmediato o si cambiamos de bando y luchamos con la Faris o huimos; solo les importa que la victoria fue suya.</p> <p>Ash se encontró asintiendo con la cabeza.</p> <p>—Lo he intentado —dijo Godfrey.</p> <p>Ash le apretó aún más la mano, con los dedos entrelazados entre los del sacerdote y enterrados en la lana marrón y áspera de su túnica. <i>No. Si lo abrazo ahora, será para consolarme yo, no a él. No a él, no cuando me desea. Mierda. Mierda.</i></p> <p>—Siempre vienes a buscarme. Viniste a buscarme a Santa Herlaine y a Milán. —Derramó una lágrima caliente. Encogió el hombro y se limpió la mejilla en la lana azul, luego levantó la vista y lo miró maravillada—. No me deseas. Solo crees que sí. Lo superarás. Y yo esperaré, Godfrey, porque no tengo ninguna intención de perderte. Hace demasiado tiempo que nos conocemos y nos queremos demasiado.</p> <p>—Tú no sabes lo que yo quiero —dijo él con aspereza.</p> <p>Godfrey dio un paso atrás y le soltó la mano. El aire frío quemó la piel femenina. Ash lo contempló, con calma. Lo vio pasearse por el cuarto, tanto como permitía aquella celda diminuta; dos pasos en cada dirección sobre el mosaico de azulejos del suelo.</p> <p>—Ardo de deseo. ¿No dice el Verbo que es mejor casarse que arder?—Sus ojos limpios, del color marrón del agua del río del bosque, clavados en el rostro de la mujer—. Tú quieres a ese chico. ¿Qué más hay que decir? Me perdonarás, la mayor parte de los hombres pasan por esto mucho más jóvenes; esta es la primera y la única vez que hubiera renunciado al sacerdocio y hubiera vuelto al mundo. —El pecho masculino emitió un murmullo extraño, sonoro, que Ash se dio cuenta de que era una carcajada—. También he aprendido en la confesión que los hombres que aman en secreto, durante tanto tiempo, no saben qué hacer si se les corresponde. No creo que yo fuera muy diferente en ese aspecto.</p> <p><i>Lo que sea: que lo consuele esa idea. No debo abrazarlo</i>, pensó Ash; y no pudo evitarlo. Se adelantó, le agarró los brazos, se aferró a las mangas sueltas de la túnica del sacerdote y lo abrazó abarcándole la amplia espalda con las manos.</p> <p>—¡Mierda, Godfrey! No sabes lo que es verte aquí. ¡No lo sabes!</p> <p>Los antebrazos masculinos se cerraron por un momento alrededor de su espalda. Arropada, la joven enterró el rostro en aquel pecho cálido, por un largo instante se olvidó de todo lo que no fuera esa familiaridad, el aroma masculino, el sonido de su voz, la historia que compartían.</p> <p>El hombre la apartó. Cuando sus manos abandonaron los hombros femeninos, acarició la banda de acero que remachaba el cuello de la joven.</p> <p>—No averigüé nada sobre tu voz. He fracasado. He perdido hasta la última moneda que traje conmigo. —Una chispa de humor en sus ojos que se asoman a mirarla, una media sonrisa en sus labios—. Y si yo no puedo comprar información, niña, ¿quién puede? Soborné a quien pude. Lo sé todo sobre el exterior de este... —un movimiento de la barbilla barbuda para indicar los muros de la casa de Leofrico—. Y nada del interior.</p> <p>—Yo lo sé todo sobre el interior. Y mi voz. ¿Te registraron, al entrar?</p> <p>—¿Tu voz?</p> <p>—Más tarde: es complicado. Es el Gólem. Creo que Leofrico quiere que yo... —<i>aprenda de él</i>, no lo dijo. No fue consciente de que una expresión de dolor le cruzó el rostro y de que Godfrey lo registró y siguió callado y pensativo—. ¿Te registraron?</p> <p>—No.</p> <p>—Pero quizá te registren al salir. No pueden registrar tu corazón, Godfrey; mira esto. —Empezó a desatarse los cordones de la camisa, dudó, le dio la espalda al hombre y sacó el papel y el carboncillo antes de volverse otra vez—. Toma. Es lo más parecido que puedo hacer a un plano de la casa.</p> <p>Godfrey Maximillian se dejó caer en el jergón, al que ella le había dado unos golpecitos a modo de invitación. El hombre señaló el papel y la rama de carboncillo.</p> <p>—¿De dónde sacaste eso?</p> <p>—Del mismo sitio del que saqué la mayor parte de esta información. Una niña esclava, Violante. —Ash se envolvió las rodillas con toda la falda y metió el borde bajo los pies en un intento de no pasar frío—. Yo comparto mi comida con ella y ella roba cosas para mí.</p> <p>—¿Sabes lo que podría pasarle, si la cogen?</p> <p>—Podrían azotarla. O matarla —dijo Ash—. Esta casa está loca, Godfrey. Esto es algo deliberado. Sé lo que estoy haciendo, aunque ella no lo sepa, porque mi vida depende de ello. —Le dio la vuelta a la hoja arrugada y le mostró el lado vacío—. Muy bien, enséñame lo que hay fuera.</p> <p>Al ver que él no decía nada, la joven volvió a levantar la vista.</p> <p>Godfrey Maximillian dijo en voz baja:</p> <p>—Me han dejado entrar solo para darte la extremaunción. Sé que te han condenado y te van a ejecutar. Lo que no sé es por qué, ni lo que puedo hacer yo.</p> <p>La joven se atragantó, asintió una vez y se pasó el dorso de la muñeca por los ojos.</p> <p>—Te lo diré si hay tiempo. Bien. Enséñame qué hay fuera de este edificio.</p> <p>Las manos del hombre, amplias y capaces, cogieron el papel, el carboncillo parecía diminuto. Con un pulso sorprendentemente delicado, dibujó una U alargada y cuadrada.</p> <p>—Estás en el promontorio central que sobresale hacia el puerto. Hay muelles aquí y aquí... —Una X a cada lado de la U— y calles que suben por la colina hasta la ciudadela.</p> <p>—¿Cuál es la escala?</p> <p>—Un kilómetro más o menos hasta el continente. El risco mide tres, cuatro estadios. —El rumor sordo de la voz de Godfrey terminaba en una nota dubitativa. Dibujó otra forma, un cuadrado alargado dentro de la U que ocupaba todo el extremo—. Esa es la ciudadela, donde estamos ahora. Está amurallada.</p> <p>—Lo recuerdo. Me metieron por ahí. —La yema sucia del dedo femenino trazó un camino desde la X del muelle hasta el rectángulo que coronaba la U—. ¿Está la ciudadela amurallada por completo?</p> <p>—Amurallada y vigilada. En este extremo, la muralla sube en picado desde el agua. Hay calles que vuelven hacia el continente y luego la ciudad de Cartago está aquí y aquí... —Una forma añadida, como una palma y tres dedos, que Ash comprendió que era el muelle y otros dos promontorios; la ciudad, según las marcas de Godfrey, abajo, toda en un mismo lado—. El mercado..., aquí. Donde el camino sale hacia Alejandría.</p> <p>—¿Dónde está el norte?</p> <p>—Aquí. —Un garabato—. El mar<a data-bs-toggle="modal" data-bs-target="#notesModal" type="note" href="#nota33">33</a>.</p> <p>—Ahá... —lo sostuvo en su campo de visión, bajo el fuego griego que siseaba en su jaula de cristal sobre la puerta, hasta que las líneas se grabaron a fuego en su memoria.</p> <p>—Esta ventana mira al norte —dijo con aire pensativo—, por las estrellas que veo. No hay nada entre esto y el mar, ¿verdad? Estoy al borde. Mierda. Por ahí nada. —Le dio la vuelta al papel—. He hablado con gente. Aquí es donde creo que estamos. —Indicó el cuadrado hueco que había garabateado—. Por donde te meten en la casa hay un piso bajo alrededor de un patio; ahí está el <i>amir</i> y su familia, sus parásitos.</p> <p>—Es grande —Godfrey parecía ensimismado.</p> <p>Ash punteó con marcas negras las esquinas de cada cuadrado.</p> <p>—Estas son cuatro escaleras. Bajan a la casa que hay debajo. Alojamientos de esclavos, cocinas, almacenes... Hay establos y caballerizas al nivel del suelo, todo lo demás está abajo. Violante dice que hay diez pisos excavados en la roca. Creo que yo estoy en el quinto. Cada escalera tiene cuatro juegos de salas y cámaras que salen de ella, en cada nivel, y las escaleras no están conectadas entre sí. —Terminó con una cruz en una esquina—. Esto es el noroeste, esta soy yo. Leofrico está aquí, en el conjunto de cámaras del noreste.</p> <p>Tiró el carboncillo y se volvió a apoyar en el muro.</p> <p>—¡Mierda, no me gustaría tener que tomar este sitio por la fuerza!</p> <p>Al volverse, vio la expresión cerrada de Godfrey Maximillian, y sonrió en silencio.</p> <p>—No. No estoy loca. Solo es deformación profesional.</p> <p>—No estás loca —asintió el sacerdote—, pero estás diferente.</p> <p>Ash no dijo nada. Por un segundo no hubo nada que pudiera decir. Por un momento le dolieron los senos, pesados dentro del corpiño.</p> <p>—¿Es esto? —Godfrey volvió a acariciar la cadena de acero.</p> <p>—¿Eso? No. —Ash levantó la cabeza—. Eso es el pase que me sacará de aquí.</p> <p>—No lo entiendo.</p> <p>—El lord <i>amir</i> Gelimer me hizo un favor. —Ash envolvió con los dedos el metal, sentía las esquinas redondeadas del acero mordiéndole la piel. No sabía que miraba a Godfrey con toda la vieja emoción irreflexiva de alguien que vive en el filo de la navaja—. Si no tengo esto, soy una prisionera, una invitada, algo que ves. Con esto... Alderico te trajo aquí abajo...</p> <p>—¿Alderico?</p> <p>—El soldado. —Ash habló entonces más rápido—. Te trajo aquí abajo. Tienes que haberlo visto, Godfrey. Esta casa está llena de esclavos rubios. Si salgo de esta habitación, entonces solo soy una más. No me ve nadie, no me encuentra nadie. No soy más que otra mujer sin rostro con una cadena.</p> <p>—Si no es ese el problema, ¿cuál es entonces? —insistió Godfrey. Sacudió de inmediato la cabeza—. <i>Deus vous garde</i><a data-bs-toggle="modal" data-bs-target="#notesModal" type="note" href="#nota34">34</a>. No. No digas nada hasta que así lo desees.</p> <p>—Lo haré.</p> <p>—Hay demasiados soldados en esta casa.</p> <p>—Lo sé. Tengo que salir para escapar. Solo unos minutos, una simple oportunidad. —La joven esbozó una amplia sonrisa sesgada—. Sé lo pequeña que es esa oportunidad, Godfrey. Pero no puedo dejar de intentarlo, eso es todo. Tengo que volver. Tengo que salir de aquí. —Cortó la intensidad que empezaba a agrietarle la voz; dejó que sus dedos abandonaran el jergón y acariciaran el suelo desigual—. Este sitio es viejo...</p> <p>La luz continua del fuego griego iluminaba cada esquina de aquella diminuta habitación; los azulejos tan pegados con sus dibujos geométricos de color rosa y negro, los bordes achaflanados del alféizar de la ventana, el bajorrelieve gastado y desvaído de los muros: granadas, palmeras y hombres con cabezas de animales. Alguien había arañado un nombre, ARGENTIUS, muy cerca del suelo con alguna herramienta afilada; <i>no</i>, pensó ella, con la cuchara de madera tallada que venía con el cuenco de madera y una comida poco frecuente.</p> <p>La joven se quejó con aire ausente.</p> <p>—Ni siquiera me dejaron quedarme con un cuchillo para comer.</p> <p>Godfrey Maximillian dijo con sequedad:</p> <p>—No me sorprende. Saben quién eres.</p> <p>Ash se sorprendió lanzando una carcajada.</p> <p>—Tan diferente y sin embargo tan igual. —Godfrey estiró la mano para acariciar los extremos cortados de su cabello plateado. La mano masculina volvió a la cruz que llevaba en el pecho—. Si ese capitán no te conociera, te daría estas túnicas y la capucha y te dejaría intentar salir de aquí andando. No sería la primera vez que alguien lo consigue.</p> <p>—No el hombre que se queda atrás —dijo ella con acidez y se sorprendió cuando fue él, a su vez, quien se rió—. ¿Qué? ¿Qué, Godfrey?</p> <p>—Nada —dijo él, francamente divertido—. No me extraña que siga contigo desde que tenías once años.</p> <p>—Me matarán. —Ash vio que el rostro del hombre cambiaba—. Tengo cuarenta y ocho horas, siendo realistas. No sé cómo están las cosas ahí fuera, mientras eligen a su nuevo rey califa...</p> <p>—Un caos. Hay un carnaval ahí abajo, en la ciudad. —Godfrey se encogió de hombros—. Con solo los guardias de la ciudad para mantener el orden. Como descubrí cuando intenté comprar información, los <i>amirs</i> se han retirado a sus casas, aquí arriba, con sus sirvientes y todas sus tropas.</p> <p>Ash se golpeó la palma de la mano con el puño.</p> <p>—¡Tiene que ser ahora! ¿Hay alguna manera de que me puedas sacar de aquí de forma legítima? Solo hasta la calle, durante un minuto.</p> <p>—Estarás vigilada.</p> <p>—No puedo rendirme ahora.</p> <p>Hubo algo que acentuó los rasgos del sacerdote, que tensó la piel aún más sobre sus huesos, pero la joven no podía interpretar su expresión. El hombre bajó los ojos y contempló sus dedos, anchos como espátulas. Cuando habló, después de un momento de silencio, había un tono cortante en su voz.</p> <p>—Tú nunca te rindes, Ash. Te sientas ahí y calculas que quizá te queden dos días... pero es posible que solo tengas dos horas, o menos; ese matón visigodo podría llamar a tu puerta en cualquier momento, hoy mismo. —El sacerdote le echó un breve vistazo al túnel de piedra que servía de ventana. El fulgor del fuego griego de la celda significaba que no había visión nocturna, nada visible salvo un cuadrado de negrura. Con un esfuerzo, el hombre continuó—. Ash, ¿no ves que podrías morir? ¿Es que no vas a aprender nunca? ¿Es que no hay nada que te haga sufrir?</p> <p><i>Está intentando llegar hasta mí</i>, pensó Ash, reprimiendo la ira que la invadía.</p> <p>—No me engaño. Sí, es muy probable que vaya a morir. —La mercenaria se envolvió las manos en un pliegue de la falda de lana, para protegerse de aquel frío que la hacía estremecer. Unos pasos resonaron con fuerza por el pasillo y se desvanecieron a lo lejos, ahogados por la puerta de acero.</p> <p>Godfrey dijo:</p> <p>—No soy más que un sacerdote de campo sin educación. Ya lo sabes. Le rezaré a Nuestra Señora y a la Comunión de los Santos. Removeré Cielo y Tierra para liberarte, ya lo sabes. Pero te estaría fallando en todo si no intentara hacerte comprender, saber que podrías estar muerta antes de tener tiempo para limpiar tu alma. ¿Cuándo fue la última vez que te confesaste? ¿Antes de la batalla de Auxonne?</p> <p>Ash abrió la boca y la volvió a cerrar. Al fin dijo:</p> <p>—No me acuerdo. De verdad que no recuerdo la última vez que me absolvieron. ¿Importa mucho?</p> <p>Godfrey soltó una risita aguda; un ruido que a ella le recordó más bien a las ratas de Leofrico. El hombre se pasó la mano por la cara y cuando la miró su expresión tensa se había relajado.</p> <p>—¿Por qué? ¿Para qué me molesto? Eres una auténtica pagana, niña. Los dos lo sabemos.</p> <p>—Lo siento —dijo Ash en tono contrito.</p> <p>—No.</p> <p>—Siento no poder ser una buena cristiana por ti.</p> <p>—Tampoco lo esperaría. Los representantes de Dios en la Tierra no han sido demasiado amables. —Godfrey Maximillian ladeó la cabeza, escuchó y luego volvió a relajarse—. Eres joven, no tienes parientes ni amigos, ni casa ni gremio, ni señor ni dama. Te he visto en el exterior, niña; sé que te casaste con Fernando del Guiz al menos por otra razón aparte de la lujuria. Cada lazo humano que te ata lo hace con dinero y se desata con el final de un contrato. Eso nunca te llevará a estrechar los lazos con Nuestro Señor. He rezado para que tuvieras tiempo de madurar y de considerar las cosas.</p> <p>Un chillido masculino largo y duro resonó entre las paredes de piedra de la celda. Ash tardó un segundo en comprender que no había sido cerca sino muy lejos, muy abajo, y que había sido lo bastante sonoro como para remontar la colina desde el puerto, por encima del ruido de las gaviotas.</p> <p>—Conque carnaval, ¿eh?</p> <p>—Un carnaval duro.</p> <p>Ash pasó el carboncillo varias veces por el papel con aire pensativo y emborronó las líneas blandas. Lo arrugó, se puso de rodillas y lo tiró por la ventana. El carboncillo lo metió bajo un extremo del jergón.</p> <p>—Godfrey... ¿Cuánto tiempo tarda un feto en tener alma?</p> <p>—Algunas autoridades dicen cuarenta días. Otras, que adquiere alma cuando se aviva y la mujer siente al niño moverse dentro del útero. Santa María Magdalena —dijo con tono neutro—, ¿es eso?</p> <p>—Estaba encinta cuando llegué aquí. Me pegaron y lo perdí. Ayer. — De forma casi involuntaria, Ash lanzó un nuevo vistazo a la ventana negra que nunca le mostraba el Sol, nunca la tranquilizaba con la luz del día—. No, anteayer.</p> <p>La mano masculina se cerró sobre la suya. La joven bajó la vista para contemplarla.</p> <p>—¿Son los hijos del incesto un pecado?</p> <p>Godfrey le apretó aún más la mano.</p> <p>—¿Incesto? ¿Cómo podría haber incesto entre tu marido y tú?</p> <p>—No, no Fernando. Yo. —Ash se quedó mirando la pared de enfrente. No miró a Godfrey Maximillian. Le dio la vuelta a la mano para que la palma se deslizara entre las de él y se quedaron sentados con las espaldas apoyadas en la pared, la tela basta del jergón fría bajo ellos.</p> <p>—Sí que tengo familia —dijo la joven—. Los has visto, Godfrey. La Faris y estos esclavos de aquí. El <i>amir</i> Leofrico los cría, nos cría, como si fuéramos ganado. Hace criar al hijo con la madre y a la hija con el padre y esta familia lleva haciéndolo desde que se tiene memoria. Si hubiera tenido un hijo, habría sido cien veces incestuoso. —Entonces volvió la cabeza para poder ver el rostro de Godfrey—. ¿Eso te escandaliza? A mí no. —Y con un tono pragmático y monocorde, añadió—: Mi bebé podría haber nacido deforme. Un monstruo. Con ese razonamiento, quizá yo sea un monstruo. No es solo la voz. No todas las deformidades son cosas que se puedan ver.</p> <p>Los párpados del hombre aletearon al intentar mirarla. La joven pensó que jamás había notado lo largas y delicadas que eran sus pestañas marrones. Sintió un dolor en la mano y bajó los ojos. El sacerdote tenía los nudillos blancos de apretarle la mano con fuerza.</p> <p>—¿Cómo...? —Godfrey tosió— ¿Cómo sabes que es verdad? ¿Cómo lo descubriste?</p> <p>—El <i>amir</i> Leofrico me lo dijo —dijo Ash. Luego esperó hasta que Godfrey la volvió a mirar a los ojos—. Y le pregunté al Gólem de Piedra.</p> <p>—Le preguntaste...</p> <p>—El <i>amir</i> quería saber si lo mío era cierto o no. Así que se lo dije. Si podía, y la máquina estaba en lo cierto, entonces yo tenía que estar oyendo algo, tenía que estar oyendo la voz de la máquina. —Ash bajó la otra mano y empezó a retirar los dedos de Godfrey. Por donde él la había agarrado, tenía la piel blanca y sin sangre.</p> <p>—Crió a un general que pudiera oír su máquina —dijo Ash—, pero ahora... ya no necesita otro.</p> <p>—<i>Ieus Christus Viridianus, Christus Imperator</i><a data-bs-toggle="modal" data-bs-target="#notesModal" type="note" href="#nota35">35</a> —dijo Godfrey. Se miró las manos sin verlas. Ash notó que tenía los puños de la túnica raídos y que la mitad de la delgadez de su rostro se podía atribuir solo al hambre: un sacerdote pobre, alojado en alguna habitación de Cartago, dependiendo de las limosnas que le pudieran dar médicos como Annibale Valzacchi, y de la información. Y no hay información gratuita.</p> <p>En medio del silencio, la joven dijo:</p> <p>—Cuando rezas, Godfrey, ¿recibes alguna respuesta?</p> <p>La pregunta lo sacó de su ensimismamiento.</p> <p>—Sería presuntuoso por mi parte decirlo.</p> <p>Todo el cuerpo de la mujer estaba tenso contra el frío, mitigado en cierto modo por las gruesas paredes de piedra. Cambió de posición en el jergón.</p> <p>—Esto —la mercenaria se tocó la sien—, no es la Comunión de los Santos. Antes esperaba que lo fuese, Godfrey. Como esperaba que fuera San Jorge o uno de los santos soldado, ¿sabes?</p> <p>Una leve sonrisa levantó una esquina de los labios del sacerdote.</p> <p>—Supongo que es lo que tendrías que esperar, niña.</p> <p>—No es la voz de un santo, es la voz de una máquina. Aunque es posible que la máquina la haya creado un milagro. Si el profeta Gundobando era un auténtico profeta de Dios. —Miró burlona a Godfrey y, sin darle tiempo a decir nada, continuó—: Y cuando la oigo, no me limito a escuchar.</p> <p>—No lo entiendo.</p> <p>Ash botó en el sitio y golpeó el jergón con el puño.</p> <p>—No es solo escuchar. Cuando te oigo hablar a ti, no tengo que hacer nada para escucharte.</p> <p>—Con frecuencia tengo la sensación de que no tienes que prestar atención —dijo Godfrey con un humor grave, lo que la desconcertó por completo. El sacerdote le ofreció una sonrisa a modo de disculpa—. ¿Hay algo más en todo esto?</p> <p>—La voz. —Ash hizo un gesto de indefensión con las manos—. Es como si estuviera tirando de una cuerda o... no lo entenderás pero, a veces, en combate, puedes hacer que alguien te ataque de cierto modo, por la forma de colocarte y sujetar el arma, por la forma de moverte; ofreces un espacio abierto, un modo de atravesar tus defensas... y entran por donde tú quieres y luego ya lidias con ellos. No me daba cuenta cuando solo era cuestión de una pregunta o dos antes de luchar, pero Leofrico me obligó a escuchar al Gólem de Piedra durante un buen rato. Hago algo cuando escucho, Godfrey. Ofrezco una... forma de entrar.</p> <p>—Hay actos por omisión y actos por obra. —Godfrey parecía ensimismado, otra vez. De repente miró la puerta y bajó el tono de voz—. ¿Cuánto puedes conseguir que te diga? ¿Te puede decir cómo escapar?</p> <p>—Oh, podría decírmelo. Es probable que me diga dónde están situados todos los guardias. —Ash levantó los ojos por un instante para encontrarse con los de Godfrey—. He estado hablando con los esclavos. Cuando Leofrico quiere saber qué preguntas tácticas le está haciendo la Faris a la máquina, se lo pregunta... y la máquina se lo dice.</p> <p>—¿Y también le diría lo que tú preguntas?</p> <p>La joven se encogió de hombros. En voz baja y seca, dijo:</p> <p>—Quizá. Si lo «recuerda». Si a Leofrico se le ocurre preguntar. Lo hará. Es muy listo. Y estaré atrapada. Se limitarán a cambiar las guardias. Quizá me golpeen hasta dejarme inconsciente y no pueda preguntar.</p> <p>Godfrey Maximillian le cogió la mano. Todavía tenía el cuerpo medio vuelto hacia la puerta.</p> <p>—Los esclavos no siempre dicen la verdad.</p> <p>—Lo sé. Si fuera a... —Ash hizo otro gesto incierto mientras intentaba articular un pensamiento— pedir lo que sabe, antes le preguntaría otra cosa. Godfrey, le preguntaría ¿por qué hace tanto frío aquí? El <i>amir</i> Leofrico no sabe la respuesta y tiene miedo.</p> <p>—Todo el mundo tiene...</p> <p>—Precisamente. Aquí todo el mundo tiene miedo. Creí que era algo que habían provocado ellos para su cruzada, pero ellos tampoco se esperaban este frío. Esto no es cosa del Crepúsculo Eterno, esto es otra cosa.</p> <p>—Quizá sean los últimos días...</p> <p>Unos pasos pesados resonaron en el pasillo.</p> <p>Godfrey Maximillian se puso en pie de un salto y se alisó la túnica y el manto.</p> <p>—Intenta sacarme de aquí —dijo Ash con rapidez y en voz baja—. Si no sé nada de ti pronto, lo intentaré de cualquier forma que se me ocurra.</p> <p>La fuerte mano masculina le envolvió el hombro y la obligó a bajarse de nuevo cuando intentó levantarse, de tal modo que estaba arrodillada delante de él cuando la puerta de la celda empezó a abrirse y entraron varios soldados. Godfrey se persignó, levantó la cruz que llevaba en el ancho pecho y la besó con devoción.</p> <p>—Tengo una idea. No te va a gustar. <i>Absolvo te</i><a data-bs-toggle="modal" data-bs-target="#notesModal" type="note" href="#nota36">36</a>, hija mía.</p> <p>El <i>nazir</i> que iba con Alderico no era Teudiberto, notó Ash; y sus hombres tampoco eran los hombres del escuadrón de Teudiberto. El comandante <i>'arif dio</i> un paso atrás mientras sus soldados iban saliendo de uno en uno con Godfrey Maximillian entre ellos.</p> <p>Ash los contempló, imperturbable.</p> <p>—Deberías tener más cuidado con lo que dices, franca —comentó el <i>'arif</i> Alderico. Colocó la mano en la puerta de acero y en lugar de cerrarla tras él, la empujó y se dio la vuelta para mirarla—. Es un consejo de amigo.</p> <p>—Uno —Ash levantó la mano y fue contando con los dedos—. ¿Qué te hace pensar que no sé que siempre hay gente aquí escuchándome? Dos: ¿qué te hace pensar que me importa lo que le digas a tu lord <i>amir</i>? Está loco. Tres, ya está planeando torturarme, así que ¿de qué tengo que preocuparme?</p> <p>Consiguió terminar con los puños en las caderas y la barbilla levantada; y más energía en la voz de la que pensó que podría encontrar, dada la sensación de debilidad y hambre que la atravesaba cada vez que se levantaba. El barbudo grandullón se removió incómodo. Había algo en ella que lo molestaba; a Ash le llevó varios segundos comprender que era la contradicción entre su atavío y su postura.</p> <p>—Deberías tener más cuidado —repitió contumaz el capitán visigodo.</p> <p>—¿Por qué?</p> <p>El <i>'arif</i> Alderico no respondió. Pasó a su lado rumbo a la ventana, se apoyó en el vano de granito rojo y miró al cielo. Entró el olor de la basura madura del puerto.</p> <p>—¿Alguna vez has hecho algo de lo que sigas avergonzada, franca?</p> <p>—¿Qué? —Ash contempló la nuca masculina. A juzgar por la postura de los hombros, el militar estaba incómodo. Un escalofrío recorrió el vello de los brazos femeninos. <i>¿Qué es esto?</i></p> <p>—He dicho que si alguna vez has hecho algo de lo que sigas avergonzada. Como soldado. —Se volvió hacia ella, la miró de arriba abajo y repitió con más firmeza—. Como soldado.</p> <p>Ash se cruzó de brazos. Contuvo el primer comentario ingenioso que se le ocurrió y estudió al militar. Además de las túnicas blancas y el camisote de malla, el visigodo llevaba una basta chaqueta de piel de cabra atada con cordones, como la túnica de un campesino; y botas forradas de piel, no sandalias. Llevaba una daga curvada en el cinturón y una espada con una cruz recta y estrecha. Demasiado alerta para poder atacarlo, sorprenderlo.</p> <p>Algo le hizo decir la verdad, se relajó y dijo:</p> <p>—Sí, todo el mundo ha hecho algo. Yo también.</p> <p>—¿Querrías contármelo?</p> <p>—¿Por qué...? —Ash se contuvo—. De acuerdo. Hace cinco años. Estaba en un asedio, no importa dónde, un pueblecito en las fronteras de Iberia. Nuestro señor no quería dejar salir a la gente del pueblo. Quería que se terminaran las provisiones de la guarnición para que tuvieran que rendirse. El comandante de la guarnición quería evitar eso, así que los evacuó, los sacó al foso. Así que allí estaban, doscientas personas, en una zanja entre dos ejércitos, ninguno de los cuales iba a dejarlos volver atrás ni seguir adelante. Matamos a una docena antes de que nos creyeran. Aquello se prolongó un mes. Se murieron de hambre, todos. El olor era espantoso, incluso para un asedio...</p> <p>Volvió a concentrarse en Alderico y se encontró con que aquel hombre, mayor que ella, la estaba estudiando con atención.</p> <p>—Es una historia que he contado muchas veces —dijo la joven—. Normalmente para desanimar a esa clase de aspirante a recluta mercenario que tiene catorce años y cree que solo se trata de montar a caballo y cargar contra un noble enemigo. Supongo que vosotros no tendréis de esos. Lo que no cuento y lo que me avergüenza es lo de los recién nacidos. Nuestro señor dijo que no estaba bien que quedaran sin bautizar y fueran al infierno, así que dejó que los aldeanos nos los pasaran. Y nosotros se los pasamos al sacerdote del campamento, que los bautizó... y luego se los volvimos a entregar directamente a los de la zanja.</p> <p>Con un gesto inconsciente se llevó las palmas de las manos al vientre.</p> <p>—Lo hicimos. Yo lo hice. Durante semanas. Sé que murieron de hambre en estado de gracia... pero sigo pensando en ello.</p> <p>El <i>'arif</i> visigodo asintió a modo de reconocimiento.</p> <p>—Tenemos muchachos de catorce años en las levas de la casa. —Los dientes blancos relucieron contra la barba negra y luego su expresión cambió—. Lo mío también son los bebés. Tenía más o menos tu edad, no mucho mayor. Mi <i>amir...</i> mi señor, como tú lo llamarías; Leofrico... me tenía trabajando en los rediles.</p> <p>Ash era consciente de que debía de parecer confusa.</p> <p>—Los rediles para la cría de esclavos. No mucho mayores que esto, la mayor parte. —Alderico señaló con un gesto la celda—. Mi <i>amir</i> nos puso a mí y a mi escuadrón a seleccionar los «errores» del programa de cría. Cuando tenían doce o catorce semanas de vida. El <i>'arif</i> se quitó con un gesto brusco el yelmo y se limpió el ceño blanco, que estaba sudando a pesar del frío—. Éramos el escuadrón de limpieza. Nada de lo que he hecho desde entonces, en veinte años de guerra, ha sido tan terrible como cortarles la garganta a aquellos bebés, la vena grande, aquí, y luego solo... los tirábamos. Por ventanas como esta, al puerto: basura. Nadie cuestiona a mi <i>amir</i>. Mi escuadrón hizo lo que nos ordenaron.</p> <p>Se encogió de hombros con gesto impotente y se encontró con los ojos de la mujer.</p> <p>La joven mira el rostro de Alderico sabiendo que, si eso fue lo que pasó con ella, había muchas probabilidades de que él hubiera estado a punto de matarla veinte años atrás. Le había cortado la garganta sin más y la había tirado. Y quizá lo supiera.</p> <p>—Bueno —dijo Ash. Le sonrió a Alderico como si fuera un viejo compañero—. Así que Leofrico ya estaba chiflado entonces, ¿eh?</p> <p>Vio en él un momento de confusión, un ceño (<i>esta mujer no puede ser tan obtusa, ¿verdad?</i>) y entonces cayó en la cuenta de algo.</p> <p>El <i>'arif</i> la reprendió:</p> <p>—Esa no es una forma muy respetuosa de hablar de un hombre que podría convertirse en rey califa.</p> <p>—¡Si el Imperio Visigodo elige a Leofrico, entonces os merecéis todo lo que recibáis! —La joven se llevó la mano al cuello. Está segura de que el corpiño deja ver la vieja cicatriz blanca que le rodea el cuello y que Fernando del Guiz había acariciado tanto tiempo atrás en Colonia—. Siempre creí que esto no era más que un accidente infantil... Tampoco es que fueras precisamente eficiente, <i>'arif</i> Alderico. Medio milímetro más hacia cualquier lado y no estaría hablando contigo, ¿verdad?</p> <p>—Ni siquiera un imbécil puede hacerlo todo bien —dijo Alderico muy serio—. Siempre hay accidentes.</p> <p><i>Pura casualidad. El más puro y absurdo azar.</i></p> <p>Esa idea la hace sudar y se distrae.</p> <p>—¿Por qué tan pequeños? —dijo de repente—. Estos niños... ¿No tendrían que tener los bebés la edad suficiente para hablar, al menos, antes de que Leofrico pudiera averiguar que no podían comunicarse con el Gólem de Piedra?</p> <p>Alderico le lanzó una mirada. La joven tardó un segundo en darse cuenta de que era la mirada que los soldados reservan para los civiles que encuentran irracional alguna matanza masiva en el campo de batalla.</p> <p>—No tienen que hablar —dijo Alderico—. Él no lo sabe por ellos. A los bebés los colocan en un alojamiento diferente de la casa; espera hasta que tienen el tiempo suficiente para distinguir el dolor de verdad del hambre o la incomodidad y entonces les hace daño, mucho, normalmente los quema. Los niños chillan. Luego le pregunta al Gólem de Piedra si los oye.</p> <p><i>¡Por el Dulce Cristo!</i></p> <p>Ash piensa con la mente y con el cuerpo. Su cuerpo lee el cuerpo masculino, lo evalúa y no encuentra ningún fallo en su estado de alerta, no hay punto por el que pudiera arrebatarle un cuchillo, conseguir una espada. Y su mente le dice que no hay nada que pudiera hacer con un arma, si la tuviera.</p> <p>—Cierto que eran niños esclavos —dijo el <i>'arif</i>, mostrando una insensibilidad suprema hacia la esclava que tiene delante—, pero es algo que aún sueño que estoy haciendo, la mayor parte de las noches.</p> <p>—Ya... Alguna gente me ha hablado de ese tipo de sueños.</p> <p>Muy por encima de lo que dicen, en la habitación hay presente algún otro medio de comunicación sin palabras, amigable. Ash, con los ojos brillantes, se frotó las manos con viveza en las mangas de lana de los brazos.</p> <p>—Los soldados tienen más en común con otros soldados que con los señores, con los <i>amirs</i>, ¿lo habéis notado, <i>'arif</i> Alderico? ¡Incluso los soldados de bandos opuestos!</p> <p>Alderico se llevó la mano derecha al pecho, sobre el corazón.</p> <p>—Ojalá pudiera haberme enfrentado a vos en combate, mi señora.</p> <p>—¡Ojalá consigáis hacer realidad vuestro deseo!</p> <p>Le salió con tono sardónico. El visigodo echó atrás la cabeza, le sobresalió la barba y se echó a reír. Se acercó entonces a la puerta.</p> <p>—Y ya que estamos —dijo Ash—, la comida en este sitio es terrible, pero me gustaría tomar más.</p> <p>Alderico esbozó una sonrisa brillante y sacudió la cabeza.</p> <p>—Solo tenéis que ordenarlo, mi señora.</p> <p>—Es mi deseo.</p> <p>La reja de acero se cerró tras él. El sonido del cerrojo de metal corriéndose se desvaneció y dejó solo el gemido del viento que se levantaba con furia. Fuera, la lluvia helada salpicaba el granito rojo tallado.</p> <p>—Solo tengo que ordenarlo, de momento —lo corrigió Ash en voz alta.</p> <p>No había nada para marcar el paso de una hora dada del día salvo el sonido de los cuernos, que no le contaba nada; no había constelaciones que giraran; no había diferencia en las pisadas que recorrían el pasillo, ni en las campanas de lo que debía ser la capilla de la casa: la casa de Leofrico parecía hervir de actividad las veinticuatro horas del día. Ash esperaba que Alderico enviara un esclavo o un soldado con comida antes de una hora: no vino nadie. Cuando cada hora puede ser la última, cuando cualquier llave que abra la puerta puede traer la noticia del final, el tiempo se estira de una forma increíble. Quizá solo hubieran pasado minutos cuando el sonido del metal que hacía girar los seguros de metal la hizo levantarse, insegura y mareada.</p> <p>Dos soldados, los dos con mazas en las manos, entraron y se colocaron a ambos lados de la estrecha puerta. Apenas había sitio para que entrara nadie más. Ash dio un paso atrás hacia la ventana. El <i>'arif</i> Alderico se abrió paso entre los guardias. Un hombre barbudo con túnica lo seguía. Godfrey Maximillian.</p> <p>—Mierda. ¿Ya? ¿Ahora? —quiso saber Ash pero Godfrey empezó a sacudir la cabeza casi en cuanto se encontraron sus ojos.</p> <p>—El lord <i>amir</i> Leofrico cree que es mejor mantenerte en buenas condiciones hasta que se te necesite. —Godfrey Maximillian tropezó casi de forma imperceptible con la última palabra: la mercenaria vio que Alderico percibía la repugnancia del sacerdote.</p> <p>—¿Y?</p> <p>—Y necesitas ejercicio. Por un corto periodo de tiempo cada día.</p> <p><i>Buen intento, Godfrey.</i></p> <p>Ash se encontró con la mirada de Alderico.</p> <p>—Bueno, ¿así que tu señor va a dejarme salir de esta caja de piedra?</p> <p><i>Ya, claro. ¡Tenéis que estar de broma! ¿Pero en qué circunstancias...?</i></p> <p>Alderico dijo imperturbable.</p> <p>—El <i>amir</i> tiene un aliado fiable, te pone bajo su custodia durante una hora cada día hasta la toma de posesión. Quizá solo hoy.</p> <p>Ash no se movió. Miró primero a un hombre y luego al otro. Luego suspiró, se relajó ligeramente y pensó: <i>fuera de aquí hay una máquina política funcionando a pleno rendimiento, no tengo forma de saber las muy variadas alianzas, enemistades, tratos, sobornos y engaños que puede haber... y si es una de las retorcidas supercherías de Leofrico lo que me saca de esta celda, me importa un bledo lo que no sé. Solo necesito que no me vigilen durante diez segundos seguidos, y desaparezco.</i></p> <p>—¿Y según el lord <i>amir</i>, quién es su fiable aliado? —preguntó Ash—. ¿En quién confía para que me vigile una vez que salga de aquí? No vamos a fingir que voy a volver si puedo evitarlo.</p> <p>—Eso —dijo el <i>'arif</i> Alderico con seriedad—, ya me lo había imaginado yo solo. <i>¡Nazir!</i></p> <p>El más alto de los dos soldados enganchó la maza sobre la empuñadura de la espada por el acollador de cuero y soltó una larga cadena de acero del cinturón. Ash levantó la barbilla cuando se acercó el soldado y empezó a ensartarla en el collarín de hierro de la mujer.</p> <p>—Bueno, ¿quién? —consiguió decir la mercenaria.</p> <p>El rostro de Alderico adoptó una expresión que estaba a medio camino entre el humor tosco y el reproche.</p> <p>—Un aliado, mi señora. Uno de vuestros caballeros. Lo conocéis, según me han dicho. Un bávaro.</p> <p>Ash contempló al <i>nazir</i> agacharse para ponerle unos grilletes en los tobillos. Los eslabones de metal frío le colgaban del cuello y le tiraban de la cadena. Es posible que pudiera haberlo estrangulado con la cadena, pero seguiría quedando el resto.</p> <p>—¿Bávaro? —dijo de repente—. ¡Oh, mierda, no!</p> <p>Godfrey Maximillian levantó una ceja.</p> <p>—Te dije que no te gustaría.</p> <p>—¡Es Fernando! ¡A que sí! ¡Ha venido al sur! ¡El puto Fernando del Guiz!</p> <p>—Le perteneces —dijo Godfrey con el rostro pétreo—. Es tu marido y tú eres propiedad suya. He conseguido que el <i>amir</i> Leofrico comprendiera bien este hecho, que comprenda que Lord Fernando puede hacerse completamente responsable de tu custodia. Así que el lord <i>amir</i> ha aceptado liberarte y confiarte a la compañía de tu esposo durante una hora cada día, bajo palabra.</p> <p>—Me imagino que el perrito faldero de la Faris te vigilará bastante bien —terminó el <i>'arif</i> Alderico con la alegría del ahorcado—, dado que su vida depende de ello.</p> <p><i>Claro que</i>, pensó Ash, <i>alguna otra persona podría estar utilizándome a mí para deshacerse de Fernando. Habrá hecho enemigos. Podría ser cualquiera. Incluyendo el propio lord</i> amir <i>Leofrico...</i></p> <p>—Puta política —dijo Ash en voz alta—, ¿por qué no puedo limitarme a pegarle a alguien?</p> <p style="page-break-before: always; line-height: 0%"> </p> <title style="margin-bottom: 2em; page-break-before: avoid; margin-top: 15%"> <p>Capítulo 2</p></h3> <p></p> <p>Alguien levantó el cráneo de un caballo ante el hocico de la montura de Ash. Unas cuencas blancas y huecas y largos dientes amarillos le dedicaron una sonrisa obscena, huesos blanqueados con bordes brillantes bajo la luz intensa del fuego griego.</p> <p>—¡Carnaval! —bramó una voz borracha de hombre.</p> <p>—¡Mierda!</p> <p>El portador de la calavera de caballo agitó salvajemente los brazos en medio de un frenesí de serpentinas rojas.</p> <p>La anciana y peluda yegua castaña levantó las dos patas delanteras y se retiró dando saltitos sobre las patas traseras blancas. Las herraduras de hierro sacaban chispas de las losas de pedernal.</p> <p>—¡Cabronazo!</p> <p>Ash tiró de las riendas, se adelantó un poco para cambiar de postura e intentar hacer bajar a la yegua encabritada. Las cadenas que le esposaban los dos tobillos y que habían pasado por debajo del vientre del caballo le irritaban la piel más tierna. La cadena del cuello, trabada a los estribos, tintineaba. La yegua levantó la boca de golpe mientras la espuma cremosa le chorreaba por el cuello.</p> <p>—Baja —ordenó Ash al tiempo que intentaba dar la vuelta a la yegua y alejarse de la multitud que ocupaba la calle. Los caballos de dos soldados se acercaron por ambos flancos y se aproximaron lo suficiente para amenazarle las rodillas; tenía otros dos caballos bien entrenados en la retaguardia—. ¡Tranquila!</p> <p>Uno de los jinetes de la escolta que iba delante se inclinó y cogió la brida de la yegua con una mano. Una vez que la tranquilizó, le lanzó un golpe al rostro enmascarado del juerguista. El hombre se alejó tambaleándose, gritando, borracho, y desapareció entre la multitud.</p> <p>Se acercó un segundo hombre a caballo.</p> <p>—Saldremos de la ciudad —anunció Fernando del Guiz, encumbrado en la silla, al lado de su mujer, mientras tranquilizaba al pájaro encapuchado que se le agarraba a la muñeca: demasiado pequeño para ser un azor, demasiado grande para ser un halcón peregrino.</p> <p>No la inundó el deseo, como había ocurrido cuando lo había visto antes; solo la familiaridad absoluta y sorprendente del rostro masculino hizo que el corazón le diera un vuelco, uno solo, por el susto.</p> <p>Seis miembros de la escolta se pusieron de inmediato en cabeza y la emprendieron a golpes con los juerguistas de Cartago para hacerlos a un lado. Ash, con el aire frío mordiéndole la cara, azuzó a la yegua con las rodillas; y cuando por fin pudo soltar las manos sin peligro, se ajustó la capucha forrada de piel alrededor del rostro y se envolvió el cuerpo con firmeza con el manto de lana forrado de lino.</p> <p>—Hijo de puta —murmuró—. ¿Cómo espera nadie que monte así?</p> <p>Las cadenas que iban de tobillo a tobillo y que rodeaban el cuerpo de la yegua por debajo la aprisionaban. Incluso con un resbalón accidental que la sacara de la silla se vería arrastrada, cabeza abajo, por las calles pavimentadas; una muerte quizá no mucho mejor que la que Leofrico le tenía preparada.</p> <p>—Vamos, bonita —la tranquilizó Ash. La yegua, más contenta al verse rodeada por nueve o diez de sus compañeros de establo, volvió a avanzar penosamente entre los compañeros de Fernando del Guiz. Tropas alemanas armadas, sobre todo. Alerta y hostiles.</p> <p><i>Y si en algún momento puedo persuadirte para que te desboques, conmigo encima</i>, pensó Ash ceñuda mientras se inclinaba hacia delante para dar un golpe seco en el cuello de la yegua, <i>será un milagro. Pero al parecer es mi única oportunidad...</i></p> <p>Un fuego griego intenso, de un color azul blanquecino, ardía sobre las avenidas rectas como reglas y arrojaba una luz de alta definición sobre hombres que llevaban máscaras de garza real, calaveras de gato de cuero pintado y cabezas de jabalíes con cuchillos en lugar de colmillos. Creyó ver una mujer pero se dio cuenta de que era un mercader barbudo con una túnica de mujer. Duras voces masculinas cantaban a su alrededor y el ruido resonaba en las paredes de los edificios, la multitud solo se apartaba cuando la golpeaban los escoltas con la parte plana de las espadas. Fernando del Guiz, seguido por sus escuderos, tiró de las riendas de su roano castrado.</p> <p>Un hombre situado sobre la verja de la ciudad gritó en un godo cartaginés, rápido y gutural.</p> <p>—¡Chulo mariconazo alemán!</p> <p>Ash reunió una cierta cantidad temblorosa de serenidad y dijo, antes de que se le ocurriera que no era lo más inteligente, en aquellas circunstancias:</p> <p>—Vaya, vaya. Alguien que reconoce tu estandarte personal. ¿Qué te parece?</p> <p>La cara de Fernando no era especialmente visible detrás de la barra nasal del yelmo de acero con forma de bellota: la joven no pudo leer su expresión.</p> <p><i>Cristo, lo último que hice en Dijon fue darle una bofetada delante de sus amigos visigodos. Quizá debería aprender a mantener la boca cerrada.</i></p> <p>La mercenaria notó que el joven montaba el castrado roano de un color negro intenso con un gesto un tanto cansado y que el sobretodo de la librea del águila parecía gastado por algunos sitios y tenía una costura descosida. Había algo en su postura que sugería momentos difíciles y que la hizo pensar que (por muy necesario que sea para la supervivencia), el papel de renegado no le está resultando fácil. <i>Ya no eres el chico de oro.</i></p> <p>El joven le pasó el ave rapaz a un escudero y se quitó el casco.</p> <p>—Ya puedes dejar de pegarme. Me han permitido conservar Guizburg. —Su voz parecía afligida, pero teñida con una pizca de humor, cuando la mercenaria se encontró con sus ojos verdes, enrojecidos por el polvo e inyectados en sangre: los ojos de un hombre que no duerme muy bien—. Así que sí, sigue siendo mi librea.</p> <p><i>¡Maldita sea! Esa boca va a hacer que te maten, niña...</i></p> <p>La mercenaria sintió que el calor le inundaba la cara, aunque el aire helado lo disimuló y se quedó mirando la oscuridad que los esperaba más allá de las puertas de la ciudad. <i>¿De verdad que voy a hacer esto? ¿En serio que voy a pedirle ayuda a él?</i></p> <p><i>¿Y qué otra cosa puedo hacer ahora?</i></p> <p>Medio centímetro de acero, prosaico e incontestable, le encierra el cuello, las muñecas y los tobillos. Las cadenas la atan al caballo. Una guardia armada la rodea y no tiene amigos armados. Tal y como están las cosas, saldrá al desierto que espera fuera de Cartago y volverá a entrar en Cartago dentro de una hora o así.</p> <p>Quizá se arriesgue a asustar a la yegua, se arriesgue a que la patee y la pisotee en el poco probable caso de que el animal se desboque. Aun así, sigue atrapada por unos eslabones de acero que Dickon Stour podría cortar con un solo golpe en el yunque, pero Dickon está a medio mundo de distancia, si es que no está muerto. Si es que no están todos muertos.</p> <p><i>Voy a hacerlo.</i></p> <p>No es el hecho de pedirle ayuda a Fernando lo que la avergüenza. <i>Es que es el miedo lo que me obliga a hacerlo. Y él es débil; ¿de qué servirá?</i></p> <p>Bufó con una risa divertida que salió demasiado aguda y se limpió los ojos inundados.</p> <p>—Fernando ¿qué quieres, para dejarme ir? Solo para que me des la espalda durante cinco minutos, eso es todo.</p> <p><i>Tú deja que me pierda entre los esclavos, o en la oscuridad, no importa que todavía esté en el norte de África, que esté a cientos de kilómetros de casa.</i></p> <p>—Leofrico me haría matar. —Había una certeza bien informada en su tono—. No hay nada que puedas ofrecerme. He visto lo que le hace a la gente.</p> <p><i>¿Le digo a este hombre lo que, dentro de dos o tres días, me va a hacer a mí Leofrico?</i></p> <p>—Estás aquí, en su casa, debes de disponer de su favor. Podrías salir impune...</p> <p>—No me dejan elegir si quiero estar aquí o no. —El caballero europeo con armadura visigoda bufó—. Si no fuera tu marido, me habrían ejecutado después de Auxonne por deserción. Siguen pensando que soy una palanca que pueden utilizar contigo. Una fuente de información.</p> <p>—Entonces ayúdame a escapar. —Parecía insegura, incluso a sus propios oídos—. Porque dentro de dos o tres días, Leofrico me va a atar y me va a abrir en canal, ¡y entonces tú también sobrarás!</p> <p>—¿Qué? —El joven le lanzó una mirada alarmada que por un segundo le devolvió a Ash a Floria del Guiz, la expresión de su hermana en el rostro masculino. Angustia y luego—: ¡No! ¡No puedo hacer nada!</p> <p>Le pasó por la cabeza la idea de que <i>quizá no vuelva a ver a Floria de nuevo</i>. Le produjo un dolor agudo que apartó para no sentirlo.</p> <p>—Bueno, que te jodan —dijo temblorosa y sin aliento—. Eso es más o menos lo que pensé que dirías. ¡Tienes que escucharme!</p> <p>El ruido de sus caballos mientras pasaban bajo las puertas de la ciudad ahogó su voz.</p> <p>La mirada que le lanzó su marido fue incapaz de interpretarla.</p> <p>Al salir a campo abierto, fuera de los muros, las luces de la ciudad la dejaron medio ciega bajo la oscuridad del campo. Sintió que estaba agarrando las riendas con demasiada fuerza y las soltó un poco. La yegua se impacientó y se acercó al castrado de Fernando. Ash levantó la cabeza hacia el cielo negro, brillante y lleno de estrellas que relucían claras en el aire helado.</p> <p><i>Es de noche... No estaba segura.</i></p> <p>Sus ojos se acostumbraron y se encontró con que las estrellas brillaban con tanta fuerza como la Luna. Vio con claridad que el rostro masculino se había ruborizado.</p> <p>—Por favor —dijo la joven.</p> <p>—No puedo.</p> <p>Un viento crudo le azotó la cara. El estómago se le revolvía, a punto de sufrir un ataque de pánico y pensó, <i>¿y ahora qué?</i></p> <p>Capricornio pendía en lo más alto del arco del cielo. Salieron a una avenida pavimentada. A ambos lados, los grandes arcos de ladrillo de los acueductos gemelos recorrían el camino de vuelta a la ciudad<a data-bs-toggle="modal" data-bs-target="#notesModal" type="note" href="#nota37">37</a>. El sonido apagado de una corriente de agua se podía oír por encima del tintineo de los arreos y de la conversación sorda de los hombres de armas y de los escuderos de Fernando. La luz de las estrellas brillaba sobre los pilares coronados de granados, robándoles todo el color.</p> <p>La joven dejó que la yegua se retrasara un poco.</p> <p>—Ash... —el tono de Fernando pretendía advertirla.</p> <p>—Sigue... —cloqueó Ash. La yegua, con su pelo de invierno, se adelantó y con dos largas zancadas se colocó de nuevo en el centro del grupo de jinetes, al lado de Fernando. Ash se irguió en la silla y miró entre los guardias armados.</p> <p>Se sorprendió al oírse decir en voz alta.</p> <p>—¿Qué es eso? —Luego se corrigió—. ¿Esas cosas?</p> <p>Fernando del Guiz dijo:</p> <p>—El bestiario de piedra del rey califa.</p> <p>Bajo cada arco del acueducto descansaban grandes bestias de piedra tallada, agachados como para atacar, cinco o seis veces más grandes que un hombre.</p> <p>Al pasar al lado de un arco del acueducto, Ash vio en la sombra del color del carbón una gran bestia tallada. La piedra pálida y gastada resplandecía, cinco o seis veces más grande que un hombre.</p> <p>Era, pudo distinguir la mercenaria, el cuerpo de un león con la cabeza de una mujer: el rostro de piedra con los ojos almendrados, la expresión casi una sonrisa.</p> <p>Cuando la avenida se acercó al siguiente arco, la joven vio otra estatua dentro. Era de ladrillo, con la forma y las curvas del flanco de una cierva: el cuello rodeado por una corona y los cuernos diminutos rotos. Ash volvió la cabeza para mirar al otro lado de la avenida. El acueducto que había allí estaba inmerso en sombras más profundas pero había algo que brillaba dentro de los arcos negros: una estatua de granito abrupto de un hombre con cabeza de serpiente<a data-bs-toggle="modal" data-bs-target="#notesModal" type="note" href="#nota38">38</a>.</p> <p>Con la boca seca por un miedo nuevo, de repente preguntó:</p> <p>—¿Adónde vamos, Fernando?</p> <p>—De caza.</p> <p>—Ya. Claro. —<i>Y yo soy la reina de Cartago...</i></p> <p>Le llamó la atención un movimiento. Un grupo de jinetes que esperaban entre las sombras del acueducto. <i>¿Otros diez hombres? Yeguas, sobrevestas blancas... y la librea de la rueda dentada de la casa de Leofrico.</i></p> <p>—Cabalgaremos hasta las pirámides —anunció Fernando al grupo de visigodos que los esperaban—. ¡La caza es allí mejor!</p> <p><i>Mierda</i>, pensó Ash al ver a los visigodos recién llegados. <i>Esto va a ser prácticamente imposible. ¡Vamos, muchacha, piensa! ¿Hay algo aquí que pueda usar?</i></p> <p>El aire helado le mordía la cara y los dedos sin guantes. Llevaba el manto extendido, cubriéndole las piernas ataviadas con la fina lana de la túnica y los flancos de la yegua. Esta seguía adelante penosamente, incluso menos vivaz ahora que había salido de la ciudad. Ash forzó la vista para mirar lo que la esperaba delante, lejos de la ciudad, al sur. La avenida y los acueductos se alejaban paralelamente y se internaban en la oscuridad plateada. Hacia la libertad.</p> <p>Y mientras miraba, la masa de guardias giró y se la llevó con ellos, hacia el campo plano y estéril; la joven aminoró el paso, en parte por el suelo incierto, en parte para ver si podía quedarse atrás sin que nadie lo notara.</p> <p>Una antorcha de brea chisporroteó detrás de ella. Bajo su luz amarillenta vio que los jinetes más cercanos eran Fernando del Guiz y un muchacho visigodo moreno con una barba escasa y rizada. El muchacho cabalgaba con la cabeza desnuda, vestía con nobleza y había algo en su cara que despertaba recuerdos en la mercenaria.</p> <p>—¿Quién es esta, tío? —El chico utilizó lo que Ash reconoció como un título honorífico más que familiar—. Tío, ¿por qué está esta esclava con nosotros? No sabe cazar. Es una mujer.</p> <p>—Oh, sí que caza —dijo Fernando muy serio. Sus ojos se encontraron con los de Ash por encima de la cabeza del muchacho—. Presas de dos patas.</p> <p>—Tío, no te entiendo.</p> <p>—Es Ash —dijo Fernando con resignación—. Mi esposa.</p> <p>—El hijo de Gelimer no cabalga con una mujer. —El muchacho cerró la boca de golpe, le lanzó a Ash una mirada furiosa de asco absoluto y azuzó a su montura, que lo llevó hacia los escuderos y las aves.</p> <p>—¿El hijo de Gelimer? —La joven ahogó una exclamación bajo el viento frío y miró a Fernando.</p> <p>—Ah, ese es Witiza. Vive en la casa de Leofrico. —Fernando se encogió de hombros, incómodo—. Uno de los sobrinos del <i>amir</i> Leofrico vive con el <i>amir</i> Gelimer.</p> <p>—Ya, a eso se le llama «tener rehenes»...</p> <p>Creció aquel miedo nuevo. No hizo más preguntas, pues sabía que no habría respuestas, y siguió cabalgando con todos los sentidos agudizados por la aprensión. Al mirar a Witiza, pensó con una punzada de dolor, <i>no es ni un hombre ni un muchacho. Tendrá más o menos la edad de Rickard.</i></p> <p>Volvió la cabeza, se perdió lo que estaban diciendo el muchacho y los escuderos (algún debate sobre cetrería) y siguió cabalgando a ciegas, con los ojos por un momento bañados en lágrimas. Cuando volvió a levantar la mirada, Witiza se había adelantado y se estaba riendo con los hombres de armas de Del Guiz. Fernando seguía cabalgando a su derecha.</p> <p>—¡Solo deja que me aleje con el caballo! —susurró la mercenaria.</p> <p>La cabeza del joven caballero alemán se volvió. La mujer recordó de repente su rostro con la marca roja de un golpe hinchándose bajo el labio. Aparte del primer comentario de su marido, era algo que no se mencionaba y ella sintió que se interponía entre los dos.</p> <p>—Lo siento —dijo la mercenaria con un esfuerzo.</p> <p>Fernando se encogió de hombros.</p> <p>—Yo también.</p> <p>—No, yo... —sacudió la cabeza. Otros asuntos más urgentes se le presentaron, atraídos por la imagen de él en Dijon—. ¿Qué le pasó a mi compañía en Auxonne? ¡Al menos puedes decirme eso! Deberías saberlo, estás en la casa de Leofrico.</p> <p>Luego, incapaz de contener la amargura de su tono:</p> <p>—¿O no lo viste... dado que te fuiste tan pronto?</p> <p>—¿Me creerías si te lo dijera? —No era una provocación. La mercenaria no podía estar al tanto de todo lo que ocurría a su alrededor. Apenas era consciente de por dónde cabalgaba cada uno de los hombres de armas alemanes, que quizá estuvieran bebiendo de un odre de vino y por tanto no estarían tan alerta más tarde, que estaban prestando más atención a los escuderos que llevaban las aves rapaces con campanillas que a sus obligaciones de escolta. Era imposible estar al tanto de esto y no saber también que Fernando había hablado sin malicia, solo con una especie de curiosidad cansada.</p> <p>—Muy poco —dijo Ash con honestidad—. Me creería muy poco de lo que me dijeras.</p> <p>—¿Porque soy un traidor, a tus ojos?</p> <p>—No —dijo ella—. Porque eres un traidor a tus propios ojos.</p> <p>Fernando gruñó, sorprendido.</p> <p>El paso desigual de la yegua devolvió la atención de la mujer al suelo, plateado y amarillo bajo la luz de las estrellas y de las teas. El viento frío levantaba humo de la brea ardiente y lo azotaba contra su rostro; tosió al sentir aquel olor amargo.</p> <p>—No sé lo que le pasó a tu compañía. No lo vi y no pregunté. —Fernando le lanzó una mirada—. ¿Por qué quieres saberlo? ¡De todos modos contigo todos terminan muertos!</p> <p>La joven se quedó sin aliento por un momento.</p> <p>—Sí... Pierdo a algunos. La guerra mata a la gente. Pero, en cualquier caso, es decisión suya seguirme.</p> <p>En su memoria alberga las imágenes de los gólems, las carretas, los lanzadores de fuego. No quiere pensar <i>Roberto, Florian, Angelotti.</i></p> <p>—Y la mía es decir que me responsabilizo de ellos mientras dura nuestro contrato. ¡Quiero saber lo que ha pasado!</p> <p>Se permitió mirar a su marido directamente y se encontró viéndose en sus ojos cansados y enrojecidos. Tenía el pelo rizado más largo, enmarañado alrededor de la cara; parecía más cerca de los treinta que de los veinte, <i>y solo han pasado dos meses, pensó, desde que me encontré a su lado en la catedral de Colonia, ¡por el dulce Cristo!</i></p> <p>No sabía qué expresión tenía ella en la cara, no podía saber que parecía al mismo tiempo mucho más joven, mucho más abierta y vulnerable y a la vez también parecía haber envejecido. Agotada, no por una vida pasada en campaña, sino por las noches que había pasado despierta en Dijon, pensando en esto, imaginándose las palabras que pronunciaría, con el cuerpo dolorido por apretarse contra el de él, envolver sus caderas con sus piernas e introducirlo en lo más profundo de su ser.</p> <p>Y su mente la despreciab a por desear tanto a un hombre débil.</p> <p>—No lo sé —murmuró él.</p> <p>—¿Y qué te tienen haciendo ahora? —dijo Ash—. Ese es el hijo de Gelimer. El lord <i>amir</i> Gelimer odia al lord <i>amir</i> Leofrico. ¿Entonces me llevas hasta Gelimer? ¿Para que me maten? ¿O qué?</p> <p>El rostro masculino, hermoso y destrozado, se quedó por un momento en blanco.</p> <p>—¡No! —La voz de Fernando se elevó en un grito. Se obligó luego a guardar silencio y agitó los brazos en un gesto tranquilizador dedicado a Witiza y los escuderos—. No. Eres mi mujer, ¡no te llevaría a que te asesinaran!</p> <p>Ash deslizó las riendas entre el índice y el pulgar, con los ojos clavados en los jinetes que la rodeaban y dijo con amargura:</p> <p>—Creo que harías cualquier cosa. ¡En cuanto alguien te amenazara! De todas formas me odiabas, Fernando. Desde el momento en que nos conocimos en Génova.</p> <p>Él se ruborizó.</p> <p>—¡Entonces era un chiquillo! ¡Tenía quince años! ¡No puedes echarme la culpa por la broma pesada de un niño salvaje!</p> <p><i>Eso le ha tocado un nervio</i>, comprendió Ash, sorprendida.</p> <p>Hubo un zumbido, que provocó un estruendo confuso en aquella tierra desolada. Un pájaro salió de debajo de uno de los cascos del caballo. Ash se puso tensa, a punto ya de clavar los talones. Las tropas alemanas se acercaron en fila de a dos y la rodearon; la joven se relajó de forma casi imperceptible.</p> <p>El sonido de los cascos sobre la tierra dio paso al estruendo de las herraduras en la piedra: la masa de tropas que salía del desierto y se adentraba en las antiguas losas. A la joven se le revolvió el vientre. Miró hacia delante y forzó los ojos para ver más caballos: ahora esperaba una emboscada de los hombres del <i>amir</i> Gelimer, o de unos hombres contratados por él. Gelimer, que querría matarla o interrogarla: en cualquier caso algo detestable. <i>Atrapada en la lucha de otra gente</i>, pensó, <i>Cristo, creí que tenía dos días antes de que Leofrico acabara conmigo. ¡Estaba más segura dentro de Cartago!</i></p> <p>Unas formas oscuras emborronaron el cielo.</p> <p>Colinas, pensó ella, antes de que sus ojos percibieran su regularidad. El ruido de los cascos de los caballos despertaba ecos en las superficies planas que dibujaban una pendiente; de tal forma que su segundo temor fue que estaba cabalgando por un valle escarpado, pero los lados, incluso bajo la luz de las estrellas, eran demasiado regulares. Planos lisos con bordes bien marcados.</p> <p>Pirámides.</p> <p><i>¡Cualquiera podría esconderse ahí fuera!</i></p> <p>Las estrellas marcaban los bordes de la piedra. Su luz desangraba el color de los lados de las pirámides: estructuras inmensas hechas de piedra tallada, construidas a partir de cien mil ladrillos de cieno rojo, revestidas de yeso pintado con tonos brillantes. Ash cabalgaba entre hombres armados, entre las pirámides de Cartago. No podía decir nada; silenciada, solo podía levantar la cabeza y mirar a su alrededor, sin pensar en el viento helado que aullaba alrededor de los colosales monumentos funerarios de piedra.</p> <p>Vio que todos los grandes frescos estaban desvaídos, dañados por siglos de inclemencias del tiempo y oscuridad. El yeso se desprendía de las tumbas y yacía fragmentado sobre las losas del suelo. Su yegua pisó un fragmento pintado con un ojo dorado: una leona con la luna entre las cejas. Crujía como la escarcha.</p> <p>Bajo el revestimiento desvaído y escamado permanecía la regularidad exacta y mecánica de las pirámides que se extendían a lo lejos en todas direcciones, hasta donde le llegaba la vista... y vio diez o doce, con las siluetas recortadas contra las estrellas. Le dolía el cuello de mirar hacia arriba y la cadena de acero se le clavaba en la carne.</p> <p>—¡Cristo! —susurró.</p> <p>Se oyó el canto de una lechuza.</p> <p>Dio un salto y la yegua se sobresaltó, pero no demasiado; la joven se inclinó hacia delante para colocar una mano tranquilizadora en el cuello de la bestia.</p> <p>Un par de alas se extendieron sobre el brazo de un escudero, un poco más adelante. Dos ojos planos y amarillos la miraron relucientes en medio de aquella oscuridad iluminada por las estrellas. El escudero levantó el brazo. La gran lechuza se elevó en silencio y descendió en picado sobre la noche.</p> <p>—Estás practicando la cetrería con lechuzas —dijo Ash maravillada—. Estás practicando la cetrería, con lechuzas, en un cementerio.</p> <p>—Es un pasatiempo visigodo. —Fernando se encogió de hombros.</p> <p>Dado que el grupo se había detenido, la mayor parte de los guardias estaba formando un tosco círculo entre dos de las inmensas pirámides de arenisca. No había espacio para galopar entre ellos, vio Ash; ni siquiera con un caballo que no tuviera doce años, estuviera sobrealimentado y encima se tambaleara. Miró por encima del hombro. Cartago era invisible, salvo por un fulgor blanco que recortaba un risco interrumpido, que pensó que podría ser el lejano fuego griego.</p> <p><i>Está claro que estamos esperando.</i></p> <p><i>¿A alguien? ¿Algo?</i></p> <p>Se le erizó el vello de la nuca.</p> <p>Una muerte blanca y silenciosa bajó en picado y sobrevoló su cabeza, tan cerca que los plumones de las alas le rozaron las cicatrices de la mejilla.</p> <p>Una lechuza.</p> <p>Con una sensación de alivio puro y fútil, hizo una pregunta banal.</p> <p>—¿Qué cazan aquí fuera?</p> <p>—Caza menor. Ratas de barranco. Serpientes venenosas.</p> <p><i>La caza siempre es una buena tapadera para un encuentro secreto.</i></p> <p><i>Es tan fácil. Un virote de ballesta que sale de la oscuridad. Ni siquiera tendrías que alcanzarme a mí. Solo a este caballo. ¿Adónde voy a ir, cuando estoy encadenada a él? «Murió en un accidente de caballo, mi señor.</i>»</p> <p>—¿Te crees que me voy a quedar aquí sentada, esperando?</p> <p>Fernando cambió de postura en la silla. Algo lanzó un gruñido cascado, a lo lejos, entre las pirámides. Parecía un gato salvaje. Ash miró a los jinetes alemanes de Fernando; dos o tres lanzaron miradas nerviosas a la oscuridad, el resto la vigilaban.</p> <p>¡Mierda! ¡Tengo que hacer algo!</p> <p>Fernando se acomodó en la silla.</p> <p>—Hay noticias sobre el tratado de paz francés. Su Arácnida Majestad Luis ha firmado. Francia está ahora en paz con el Imperio visigodo.</p> <p>El jaco de Fernando acercó la boca a los arreos de la yegua y la lamió. La yegua hizo caso omiso y hociqueó entre las losas en busca de largos manojos de hierba quemados por la escarcha.</p> <p>—Va a terminar la guerra. Ya no queda nadie para luchar salvo Borgoña.</p> <p>—E Inglaterra, si es que terminan alguna vez de librar sus guerras civiles. Y el sultán —dijo Ash con aire ausente y la vista fija en la oscuridad—. Cuando Mehmet y el Imperio turco decidan que ya os habéis agotado luchando en Europa y que estáis maduros para la cosecha.</p> <p>—¡Mujer, estás obsesionada con la guerra!</p> <p>—Yo... —la mercenaria se interrumpió.</p> <p>Se había materializado lo que había estado buscando en la distancia.</p> <p>No era una tropa de soldados.</p> <p>Dos escuderos con lechuzas saciadas en las muñecas salían caminando tras la esquina de una pirámide con una docena o más de serpientes muertas clavadas en un palo que llevaban entre los dos.</p> <p>Los saltos que le estaba dando el corazón se ralentizaron y la joven se giró en la silla para mirar a Fernando. Tanto ella como la yegua estaban heladas, se estaban quedando tiesas; le dio unos golpecitos al animal para que echara a andar, con Del Guiz cabalgando a su lado y mirándola con una expresión de angustia en los ojos.</p> <p><i>¡No puedo esperar a que me cojan!</i></p> <p>Quería saber.</p> <p>—¿De verdad crees que el <i>amir</i> Gelimer no quiere matarme?</p> <p>Fernando ignoró la pregunta.</p> <p>—Por favor —dijo ella—. Por favor, déjame ir. Antes de que ocurra algo aquí, antes de que me vuelvan a coger..., por favor.</p> <p>El cabello del joven adquirió un tono dorado bajo la luz de las teas que sacó un fulgor de color de su librea verde y del pomo dorado de la espada de jinete. La mercenaria pensó que su marido podría llevar un peto sobre la cota de malla, bajo la chaqueta de la librea.</p> <p>—Me he estado preguntando —dijo él—por qué te siguen los hombres. Por qué siguen los hombres a una mujer.</p> <p>Con un cierto humor macabro, que puede espantar el miedo durante segundos enteros, Ash dijo:</p> <p>—Con frecuencia no me siguen. ¡En la mayor parte de los sitios en los que he estado, he tenido que luchar contra mis propias tropas antes de luchar contra el enemigo!</p> <p>Bajo la luz de las antorchas, la expresión del hombre cambia. Cuando baja la vista para mirarla, desde la silla del caballo de guerra visigodo, es con la consciencia instintiva de la anchura de sus hombros, que empiezan a adquirir el tamaño definitivo del adulto y de los músculos duros de un hombre que se entrena a diario para la guerra con armas cortantes.</p> <p>—¡Eres una mujer! —protestó Fernando—. Si te hubiera golpeado, te habría roto la mandíbula, o el cuello. No eres en absoluto tan fuerte como yo. ¿Cómo es que haces lo que haces?</p> <p>Es cierto, por irrelevante que sea en este momento, que ella no lo golpeó con todas sus fuerzas, ni con un arma, ni utilizando lo que sabe, porque sabe por dónde se rompe un cuerpo humano. Podría haberlo dejado ciego. Sorprendida de la desgana que sentía (<i>¡Jesucristo, no va a dejar que me vaya!</i>) escuchó los ruidos de la noche durante todo un minuto antes de hablar.</p> <p>—No tengo que ser tan fuerte como tú. Solo tengo que ser lo bastante fuerte.</p> <p>Él la miró con una expresión vacía.</p> <p>—¿«Lo bastante fuerte»?</p> <p>Ash levantó la vista.</p> <p>—No tengo que ser más fuerte que tú. Solo tengo que ser lo bastante fuerte para matarte.</p> <p>Fernando abrió la boca y luego la volvió a cerrar.</p> <p>—Soy lo bastante fuerte para utilizar una espada o un hacha —dijo mientras se acurrucaba en su manto y escuchaba. Nada salvo las llamadas de caza de las lechuzas—. Y eso es solo entrenamiento, elegir el momento adecuado, equilibrio. No levantamiento de pesas.</p> <p>El joven se sopló las manos, como si quisiera calentarse y sin mirarla dijo:</p> <p>—Sé por qué te siguen los hombres. Eres una mujer solo por casualidad. Lo que de verdad eres es un soldado.</p> <p>En su recuerdo se ve arrojada de nuevo a la celda, ve a Gaiserico, Fravitta, Barbas, Teodorico; una violencia que apenas se detiene en la violación; a la sangre derramada; esboza una mueca.</p> <p>—¡Y eso no es nada de lo que enorgullecerse!</p> <p>Las cadenas le irritan las muñecas.</p> <p>—Es lo que tengo que ser, para hacer lo que hago.</p> <p>—¿Por qué haces lo que haces?</p> <p>La mercenaria ahogó una carcajada: estaba hastiada, casi al borde de la histeria.</p> <p>—¡No eres la persona de quien yo esperaría esa pregunta! Tú eres el que se ha pasado la vida entera entrenándose para llevar una armadura y utilizar una espada. El caballero eres tú. ¿Por qué haces lo que haces?</p> <p>—Yo ya no lo hago.</p> <p>Lo que podría haber de adolescente en su tono había desaparecido. Se limitaba a hacer una afirmación tranquila. Distraída, dejó de buscar el sonido de unos cascos y contempló el camisote de malla visigodo, el caballo entrenado que montaba y la espada que llevaba en el costado del cinturón; y le permitió ver que lo miraba.</p> <p>Fernando afirmó:</p> <p>—Yo no mato a nadie.</p> <p>Ash tomó nota mentalmente que la frase de cualquier otro caballero habría terminado en «nadie más» al mismo tiempo que abría la boca y decía sin querer:</p> <p>—¡Y una puta mierda de cerdo! ¿Ese camisote es un regalo de Leofrico?</p> <p>—Si no llevo armadura o espada, nadie de la casa de Leofrico escucha ni una palabra de lo que digo.</p> <p>—Sí, ¿y qué te dice eso?</p> <p>—¡Eso no significa que esté bien!</p> <p>—Hay muchas cosas que no son como deberían ser —dijo Ash con severidad—. Pregúntale a mi sacerdote por qué mueren los hombres de enfermedad, de hambre, o por voluntad de Dios.</p> <p>—Nosotros no tenemos que matar —dijo Fernando.</p> <p>Bufó un caballo, muy cerca. A la mercenaria se le aceleró el pulso antes de darse cuenta de que era una de las monturas de la escolta.</p> <p>—¡Estás tan loca como ella! La Faris —dijo Fernando—. Yo era uno de los oficiales que estaban con ella antes de Auxonne<sub>y</sub> mientras reconocía el terreno. No dejaba de pasear por allí diciendo: «podemos convertir eso en una zona mortal» o «poned las carretas de guerra allí, os garantizo un sesenta por ciento de bajas entre el enemigo». Es una puta chiflada.</p> <p>Ash levantó las cejas plateadas.</p> <p>—¿En qué sentido?</p> <p>Se dio cuenta de que Fernando la estaba mirando fijamente.</p> <p>—¿No te parece una locura andar por unos terrenos perfectamente adecuados para pastos y decidir qué partes puedes utilizar para quemarle la cara a la gente, rebanarles las piernas o atravesarles el pecho disparándoles rocas?</p> <p>—¿Qué quieres que te diga, que me quedo despierta por las noches preocupándome por eso?</p> <p>—No estaría mal —asintió él—. Pero no me lo digas; no te creería.</p> <p>Entonces saltó una ira repentina.</p> <p>—Sí, claro, pues yo no veo que te acerques al rey califa y le digas: oye, invadir la cristiandad está mal, ¿por qué no somos todos amigos? Y no creo que le hayas dicho a la casa de Leofrico: no, no quiero el caballo y el equipo, gracias; ya no quiero ser guerrero. ¿Lo hiciste?</p> <p>—No —murmuró él.</p> <p>—¿Dónde está el cilicio, Fernando? ¿Dónde están las túnicas de monje en lugar de la armadura? ¿Exactamente cuándo piensas hacer los votos de pobreza y obediencia e ir por ahí diciéndole a los nobles del rey califa que dejen las armas? ¡Te colgarían por el culo!</p> <p>El joven dijo:</p> <p>—Tengo demasiado miedo como para intentarlo.</p> <p>—¿Entonces cómo puedes decirme a mí...?</p> <p>Ei muchacho cortó su indignada protesta.</p> <p>—El hecho de que vea lo que está bien no significa que pueda hacerlo.</p> <p>—¿En serio me estás diciendo que tú no piensas levantarte y protestar contra esta guerra pero que esperas que yo deje el trabajo con el que me gano la vida? ¡Por Dios, Fernando!</p> <p>—Creí, dado dónde estás, que sabrías lo que siento.</p> <p>A punto de escupir un comentario ingenioso, Ash sintió un escalofrío en el vientre que no tenía nada que ver con el frío viento. Tragó saliva. Tenía la boca seca. Por fin dijo:</p> <p>—Aquí estoy sola. No tengo a mi gente conmigo.</p> <p>Fernando del Guiz no hizo ningún comentario sarcástico ni destructivo; se limitó a asentir para darle la razón.</p> <p>Ash dijo:</p> <p>—Haré un trato contigo. Me liberas, aquí, me dejas que me interne en el desierto con el caballo, antes de que llegue nadie más. Y yo te diré cómo puedes hacer que se anule el matrimonio de forma legítima. Entonces ya no tienes nada que ver conmigo y todo el mundo lo sabrá.</p> <p>La mercenaria volvió a hacer girar la yegua dentro del círculo de tropas que la rodeaba. La atravesó una oleada de miedo. <i>¿Quién viene ya de camino? ¿Gelimer? ¿Otra persona? ¿Alguien que ni siquiera conozco?</i> Una lechuza lanzó un chillido muy cerca. Algo crujió en la oscuridad iluminada por las antorchas.</p> <p>Oyó decir a Fernando:</p> <p>—¿Por qué podría anular el matrimonio? ¿Porque eres una villana, nacida de esclavos?</p> <p>—Porque querrás un heredero. Yo soy estéril —dijo Ash.</p> <p>Fue consciente de que sus manos desnudas se aferraban al pomo de la silla y que los músculos de los hombros se le ponían rígidos contra... ¿qué? ¿Un puñetazo, un golpe de látigo? Levantó la vista y miró rápidamente a Fernando del Guiz.</p> <p>—¿Lo eres? —Las líneas del rostro masculino solo mostraban un asombro asqueado—. ¿Cómo lo sabes?</p> <p>—Estaba en estado en Dijon. —Ash se dio cuenta de que no podía soltar las manos. Las riendas de cuero, enrolladas alrededor del pomo, le cortaban los dedos fríos. No apartó la mirada del rostro masculino en el círculo que dibujaba la luz de las antorchas—. Lo perdí, aquí; no importa cómo. Para mí ya no es posible tener otro.</p> <p>Esperaba un ataque de furia y se puso tensa para defenderse de un golpe.</p> <p>—¿Mi hijo? —dijo él asombrado.</p> <p>—Un hijo o una hija. Era demasiado pronto para saberlo. —Ash sintió que la boca se le deformaba en una dolorida sonrisa—. No me has preguntado si era tuyo.</p> <p>Fernando se quedó mirando a lo lejos, hacia las pirámides oscuras, pero sin verlas.</p> <p>—Mi hijo o mi hija. —Su mirada volvió a clavarse en Ash—. ¿Te hicieron daño? ¿Por eso lo perdiste?</p> <p>—¡Pues claro que me hicieron daño!</p> <p>El joven inclinó la cabeza. Sin mirarla dijo:</p> <p>—No pretendía... ¿Ocurrió mientras nos dirigíamos a Ge...? —se detuvo.</p> <p>—A Génova —terminó Ash por él—. Qué irónico, ¿verdad? Mientras estábamos en el río.</p> <p>Por un momento se rodeó la cara con las dos manos. Luego se puso derecho en la silla. Echó atrás los hombros. La luz de las teas refulgía en sus ojos, que brillaban húmedos; y Ash, con el ceño fruncido, vio que se despojaba del guantelete y estiraba una mano hacia ella. Su expresión albergaba dolor, un humor lleno de ironía y una empatía pura, sin diluir, que estaba empezando a destrozarla.</p> <p>—A veces me pregunto: ¿cómo he terminado siendo esta persona? — Fernando se llevó los nudillos de la otra mano a la boca y luego los quitó para añadir—. No habría tenido mucho que dejarle. Una torre en Baviera y una reputación ennegrecida.</p> <p>El dolor de su marido la golpeó, con dureza, bajo el esternón. La mercenaria lo apartó de un golpe: <i>no es así como necesito sentirme.</i></p> <p>Él exclamó:</p> <p>—¡Deberías habérmelo dicho en Dijon! Habría...</p> <p>—¿Cambiado de bando? —terminó ella con tono irónico; pero también extendió la mano y cogió la de él, piel cálida en la noche fría—. Para cuando me enteré, ya te habías ido.</p> <p>El joven le apretó aún más la mano.</p> <p>—Lo siento —dijo él en voz baja—, en mí no habrías tenido un gran marido.</p> <p>A la mercenaria se le ocurrió una respuesta irónica pero no dijo nada. A pesar de toda su estupidez, lo que brillaba en el rostro de su marido cuando se inclinó en la silla hacia ella era un arrepentimiento auténtico.</p> <p>—Te mereces algo mejor.</p> <p>La joven le soltó la mano y volvió a acomodarse en el cuero frío de la silla. Sobre ella, unas finas nubes empezaron a ocultar las estrellas.</p> <p>—Soy estéril —dijo con tono neutro—. Y ya está. No me digas que no quieres la anulación. Siempre se puede dar de lado a una esposa estéril.</p> <p>—No sé si estamos casados. Los abogados de Leofrico lo están discutiendo.</p> <p>Fernando giró el castrado y empezó a cruzar el campo abierto.</p> <p>—Eres una cautiva. O bien eres de mi propiedad, porque me casé contigo... o bien no tenías derecho a aceptar ningún contrato y el matrimonio es nulo. Elige tú. A mí no me importa. Se sostenga la bendición de la iglesia o no, esta gente sigue pensando que soy el que sabe algo de ti. ¡Por eso me embarcaron y trajeron aquí abajo!</p> <p>La atravesó un escalofrío, interior y exterior, y dijo:</p> <p>—Fernando, me van a matar. Uno u otro de estos grandes señores. Por favor, por favor, déjame ir.</p> <p>—No —dijo él otra vez y el viento frío lo despeinó. El joven miró a Witiza y los escuderos, absortos en las minucias de la caza y Ash comprendió que se estaba imaginando un niño rubio de la misma edad.</p> <p>Una lechuza de granero se deslizó por la oscuridad como si el aire fuera aceite, planeó por la superficie inclinada de una pirámide para desvanecerse luego en la negrura.</p> <p>—¡Cómo puedes dejar que ocurra esto! Siento haberte pegado —dijo Ash en un impulso—. Sé que tienes miedo. Pero por favor...</p> <p>Fernando, con la voz dura y el rostro cada vez más rojo, soltó de repente:</p> <p>—¡Estoy intentando mantener la cabeza sobre los hombros mientras estos paganos ungen a otro de sus malditos califas! ¡No sabes lo que es eso para mí!</p> <p>Ash habla con los esclavos. Sabe que, arriba, en el palacio, en los pasillos de piedra calada resuenan los gritos de los candidatos fracasados al trono del califa.</p> <p>—Oh, sí que lo sé. —Ash dejó las riendas de la yegua castaña bajo la rodilla envuelta en la túnica y se sopló los dedos blancos. Una carcajada le presionaba el esternón, o quizá fueran lágrimas—. Recuerdo algo que me dijo Angelotti en cierta ocasión. Me dijo: «los visigodos son una monarquía electiva... un método que podríamos llamar ¡sucesión por magnicidio!».</p> <p>—¿Quién es Angelotti, por el amor de Nuestra Señora?</p> <p>—Mi maestro artillero. Se preparó aquí. Tú le diste empleo, durante un breve periodo de tiempo. Claro que tú —dijo Ash— no te acordarías.</p> <p>Por encima de sus cabezas las estrellas se habían desplazado hasta la medianoche, o casi. La mercenaria no vio ninguna luna. La fase oscura, entonces. Tres semanas después de la batalla de Auxonne. El viento helado empezó a cesar, aún le helaba la cara; la joven levantó la cabeza al oír el sonido metálico de un bocado y una brida, medio segundo antes de que lo oyeran los hombres de armas alemanes, que bajaron las lanzas y cerraron los visores.</p> <p>Fernando ladró una orden. Ash vio que las lanzas volvían a la posición de descanso. Era obvio que esperaban a los recién llegados. <i>Es ahora...</i></p> <p>Se le hundió el estómago. Se sujetó a la silla con una mano, estiró la otra e intentó coger la espada de su marido. La mano masculina, embutida en un guantelete de cuero, le dio un golpe y le aplastó los dedos. Luego le agarró las dos muñecas.</p> <p>—¡No van a matarte!</p> <p>—¡Eso lo dirás tú!</p> <p>Se aproximaron unos caballos entre los lados encumbrados de las pirámides, sus antorchas enviaban sombras que lamían el antiguo pavimento de piedra. Ash olió el sudor equino. Los flancos de la yegua castaña se cubrieron de una espuma blanca cuando dio unos pasos atrás y apretó la grupa contra el castrado de Fernando. Los recién llegados vestían cota de malla, había una docena o más y la mercenaria abrió la boca para decir:</p> <p>—Doce jinetes, espadas, lanzas. —Se dirigía a la máquina, lista ya (ahora que ya no importaba); en tal apuro, lista para romper el silencio, pero luego pensó, <i>y estoy desarmada, sin armadura y encadenada; ¿qué me va a decir, «muere»?</i></p> <p>El muchacho, Witiza, le metió en la mano a un escudero su lechuza de caza y se adelantó con el caballo. Un cuerno agudo cortó el silencio.</p> <p>No procedía del nuevo grupo... sino de más atrás.</p> <p>Ash lo oyó y se levantó en los estribos, como si la yegua fuera un caballo de guerra, para intentar ver lo que había más adelante, bajo la luz parpadeante de las antorchas.</p> <p>—Exactamente, ¿cuánta compañía esperabas? —inquirió con tono cáustico.</p> <p>Fernando del Guiz gimió.</p> <p>—Mierda... —y soltó la espada de la boca de la vaina a tientas.</p> <p>Ya había las antorchas suficientes entre las dos pirámides para que Ash pudiera ver con claridad. Las paredes de yeso desmigajado lucían jeroglíficos desvaídos de color blanco, dorado y azul, y las imágenes en dos dimensiones de mujeres con cabeza de vaca y hombres con cabeza de chacal.</p> <p>El lord <i>amir</i> Gelimer cabalgaba sobre las losas rotas del pavimento. Tiró de las riendas de un brillante jaco bayo con coronas blancas y se quedó mirando a sus espaldas, más allá de su escolta armada.</p> <p>Ash siguió la mirada del hombre.</p> <p>Treinta o cuarenta caballos más salieron de la oscuridad y se acercaron.</p> <p>Llevaban hombres con cotas de malla que cabalgaban con lanzas en posición de descanso. La mercenaria vio un pendón con el dibujo de una rueda dentada y se encontró mirando unos rostros cubiertos por yelmos que de todos modos conocía: el <i>'arif</i> Alderico, el <i>nazir</i> Teudiberto, un soldado joven (¿Barbas? ¿Gaiserico?) y dos <i>nazirs</i> más, junto con sus escuadrones, todos ellos montados.</p> <p>Los cuarenta hombres de Alderico, en todo su esplendor.</p> <p>—Que Dios os conceda a todos una buena noche —dijo el <i>'arif</i> Alderico. Su voz era un rumor profundo cuando se inclinó en la silla ante Gelimer—. Mi <i>amir</i>, cabalgar tan tarde puede ser peligroso. Os ruego que aceptéis la hospitalidad de mi <i>amir</i> Leofrico y nuestra escolta para volver a la ciudad.</p> <p>Ash se llevó una mano a la boca con gesto pensativo y evitó de forma deliberada los ojos de Alderico. El soldado apenas dio dignidad a sus palabras adoptando el tono de una petición.</p> <p>La joven vio que el lord <i>amir</i> Gelimer miraba furioso a Alderico y echaba un vistazo a su alrededor. Al ver a Witiza, el rostro de ojos pequeños de Gelimer se cerró como una caja fuerte.</p> <p>—Si no queda más remedio —dijo sin elegancia.</p> <p>—No sería buena idea dejaros solo aquí fuera, señor. —Alderico pasó a su lado y llevó su montura gris, fuerte y picada por las pulgas, al lado de la yegua de Ash—. Y lo mismo va para vos, Sir Fernando, me temo.</p> <p>Fernando del Guiz empezó a gritar, con un ojo clavado con ansia en el noble visigodo, Gelimer.</p> <p>Ash se mordió el labio. Era eso, o gritar, o aclamar o empezar a lanzar carcajadas histéricas. El viento frío heló el sudor que le corría por debajo de los brazos y por la espalda.</p> <p>Vio un palafrén pardo que se acercaba tras los pasos de Alderico. El jinete, cuyos pies parecían casi tocar el suelo por ambos lados, se retiró la capucha.</p> <p>—Godfrey —lo saludó Ash.</p> <p>—Jefa.</p> <p>—¿Entonces Leofrico se entera de quién le está apretando las tuercas a mi marido?</p> <p>La mercenaria obligó a la yegua a alejarse un paso de Fernando del Guiz, que le rugía furioso al <i>'arif</i> Alderico.</p> <p>—Estaba hablando con el <i>'arif</i> cuando llegó la orden.</p> <p>—¿Supongo que no habrás traído un par de tenazas? Es posible que pudiera conseguir escapar, justo ahora.</p> <p>—Los hombres del <i>'arif me</i> registraron. Por si traía unas tenazas y por si traía armas.</p> <p>—Maldita sea... Esperaba que se enfrentaran. Quizá pudiera haber salido de aquí. —Ash se frotó las palmas de las manos contra la cara y las sacó calientes y húmedas de sudor. Se envolvió aún más en el manto para evitar que Godfrey viera cómo le temblaban las manos. Las nubes que venían del sur empezaron a oscurecer el cielo.</p> <p>Con una sensación aplastante, como si fuera su cuerpo el que pensara, la inundó el deseo físico de ver un cielo azul, el ojo ardiente y dorado del Sol, la hierba seca, las abejas y la cebada enterrada en amapolas rojas,; de oír la canción de la alondra y el mugido de las vacas; de ver ríos relucientes y repletos de peces; de sentir el calor del Sol sobre la piel desnuda y la luz del día en los ojos; era un dolor tan intenso que gimió, en voz alta, y dejó que se le cayera la capucha y que cayeran las lágrimas bajo aquel viento helado y crudo del sur, con los ojos clavados más allá de los muros afilados de las pirámides, en busca de la más ligera brecha en la oscuridad.</p> <p>—¿Ash? —Godfrey le acarició el brazo.</p> <p>—Reza para que se produzca un milagro. —Ash esbozó una sonrisa astuta—. Solo un milagro diminuto. Reza para que el Gólem de Piedra se estropee. Reza para que estas cadenas se oxiden. ¿Qué es un milagro, para Él?</p> <p>Godfrey sonrió, de mala gana y levantó la vista desde el lomo del palafrén.</p> <p>—Pagana. Pero yo rezo... para que te conceda la gracia, la libertad.</p> <p>Ash se metió la mano de Godfrey Maximillian bajo el brazo y la apretó. La soltó de inmediato. Su cuerpo seguía temblando.</p> <p>—No soy ninguna pagana. Ahora mismo estoy rezando. A santa Rita<a data-bs-toggle="modal" data-bs-target="#notesModal" type="note" href="#nota39">39</a>. —Fue incapaz de adoptar un tono de broma cuando volvió a coger las riendas—. Godfrey... no quiero volver y morir inmersa en la oscuridad.</p> <p>El sacerdote les echó un vistazo a los jinetes que los rodeaban. Ash observó el escuadrón de Teudiberto, ya tan cerca que solo lo que parecía ser un extraño y compasivo compañerismo hacía que sus hombres fingieran no estar escuchando su conversación.</p> <p>—Dios te recibirá en su seno, o no hay justicia en el cielo —protestó Godfrey—. Ash...</p> <p>Algo frío le escoció en la mejilla marcada. Ash levantó la cabeza. Fuera del círculo de antorchas, todo era negro; las estrellas apagadas por las nubes. Un torbellino de motas blancas salió disparado por el antiguo pavimento, entre las patas de las monturas de la caballería y se acercó a toda prisa hacia la formación de escolta que la rodeaba para luego rodear también a los hombres de Gelimer.</p> <p>—¿Nieve? —dijo ella.</p> <p>Bajo la luz amarilla de las antorchas relucía el color blanco de los copos. Como un velo que cayera, la nieve bajó repentina y espesa sobre el viento del sur, espesándose con rapidez en los lados de la pirámide más cercana, cubriendo con un emplasto de líneas blancas los bordes de los ladrillos, delineando las irregularidades invisibles.</p> <p>—¡Acercaos! —El grito ronco del <i>'arif</i> Alderico.</p> <p>—Se acabaron los parloteos, cura. —El <i>nazir</i> Teudiberto colocó con un empujón su yegua gris entre Godfrey y Ash. La yegua de Ash bajó la cabeza y enfrentó al viento un flanco cubierto con el pelo invernal. El hielo blanco cubría los arreos de cuero, los pliegues del manto de Ash.</p> <p>—¡Moveos! —gruñó Teudiberto.</p> <p>—Nieve. En medio de un puto desierto, ¿nieve? —La mercenaria se pasó las riendas a una mano y señaló con un dedo desnudo y frío la cara del <i>nazir</i>—. Ya sabes lo que es esto, ¿verdad? ¿Verdad? Es la Maldición del Rabino, que por fin ha vuelto a casa.</p> <p>A juzgar por el rostro huesudo y arrebolado de Teudiberto, la joven había tocado un nervio supersticioso. Un breve rayo de esperanza se encendió en su interior. El <i>nazir</i> tosió, un salivazo entre los dos caballos.</p> <p>—Que te jodan —dijo.</p> <p>Ash se levantó la capucha. El forro de piel de marta le acarició la mejilla helada. <i>¿Qué esperabas que dijera?</i></p> <p>La tropa de caballos empezó a moverse para volver hacia Cartago; las antorchas y las armaduras relucían bajo la nieve. La mercenaria azuzó con las rodillas a la yegua, que adoptó un paso cansino. <i>Dijo justo lo que yo diría. Salvo que yo sé que hay una maldición.</i></p> <p>Y muy oportuno, como si pudiera leerle el pensamiento, Teudiberto gruñó por lo bajo:</p> <p>—¡El puto <i>'arif</i> es la única maldición que necesito, joder!</p> <p>—Bueno, pues te diré algo —Ash se dejó llevar. Sintió el tirón de las cadenas de acero en el cuello y los tobillos y miró furiosa a su alrededor en busca de una brecha entre los jinetes, en busca de ayuda, de algo—. Verás. Tu <i>amir</i> Leofrico cría esclavos... y yo supongo que hay alguien ahí fuera criando sargentos. <i>'Arifs</i>. ¡Porque son todos iguales, cojones!</p> <p>Teudiberto la miró con frialdad. Dos de los soldados lanzaron una carcajada y luego se contuvieron; los dos hombres que habían estado en la celda con ella, amenazando con violarla. Ash se adelantó y se colocó entre ellos.</p> <p><i>Si pudiera matar a este caballo, tendrían que quitarme las cadenas. Por poco tiempo que fuera. Pero necesitaría un arma para eso y no tengo ningún arma. Si pudiera lisiarlo, liberarme...</i></p> <p>Dejó que su mirada viajara por delante de ella, en busca de agujeros en el pavimento.</p> <p>... <i>entonces iría a pie, por el desierto, en medio de una ventisca y con sesenta hombres intentando encontrarme. Bueno, oye, tampoco es tan mal trato. No cuando piensas en la alternativa.</i></p> <p><i>No cuando piensas que, si tienen que cortar las cadenas para bajarme de esta bestia, seguramente habrá seis hombres poniéndome la espada en la garganta en todo momento mientras tanto. Eso es lo que yo haría. Y ese es el problema. Son tan listos como yo.</i></p> <p><i>Solo tengo que esperar a que alguien cometa un error.</i></p> <p>Ash dejó que su mirada se extendiera para abarcar la tropa entera. El pelotón de caballería pesada de Alderico la rodeaba, un escuadrón detrás y uno a cada lado; y Alderico delante, cabalgaba con Gelimer y Fernando del Guiz, las tropas de Gelimer por delante, <i>donde él pueda verlas</i>, aprobó Ash... y el palafrén de Godfrey abriéndose camino con la cabeza baja, protegido por la montura escuálida de Alderico.</p> <p><i>Nunca jamás, me rindo. Pase lo que pase.</i></p> <p>La nieve torrencial le aplastaba el manto contra la espalda y la nuca; el viento helado se colaba entre la lana. Fuera del círculo de antorchas, gritaba un torbellino de desolación blanca y el viento seguía aumentando. Vio que Alderico ordenaba que se adelantara un explorador<a data-bs-toggle="modal" data-bs-target="#notesModal" type="note" href="#nota40">40</a>.</p> <p>Cabalgamos, ¿qué? ¿tres kilómetros? ¿Cuatro? ¡No es posible perderse a cuatro kilómetros de una ciudad!</p> <p><i>Sí que lo es...</i></p> <p>Un brazo cubierto con una cota de malla se extendió delante de ella. El <i>nazir</i> Teudiberto le arrancó las riendas de la yegua de las manos y se envolvió la muñeca con ellas. Su escuadrón se agrupó aún más, mientras la jaca de Gaiserico intentaba mordisquear la grupa de la yegua; todos cabalgaban a tan poca distancia unos de otros que se podían tocar. La nieve empezó a acumularse sobre el pavimento. La mercenaria dejó que Teudiberto obligara a la yegua a moverse con un tirón y se agarró al cuerpo peludo con las rodillas mientras mantenía el peso equilibrado y las rodillas quietas.</p> <p><i>Solo una losa rota, una conejera, cualquier cosa...</i> Sintió el peso recalcitrante y la solidez del cuerpo de barril de la yegua, un cuerpo que podría aplastarle la pierna si se caían. <i>¡Me arriesgaré!</i></p> <p>La yegua siguió adelante con paso agotado. El hedor del sudor de los hombres y de los caballos acalorados se desvaneció de la nariz de Ash, borrado por el frío. Caían los copos blancos y se iban comiendo el suelo plano, apilándose contra un plinto. Levantó la vista para mirar el rostro coronado de estrellas de una reina de piedra, la nieve blanqueaba el gigantesco cuerpo de bestia de granito. La sonrisa de la esfinge se desdibujaba bajo el hielo que se aferraba a ella.</p> <p>—¿Dónde está Cartago?</p> <p>Apenas era un susurro, dedicado a la piel que le forraba la capucha. El <i>nazir</i> le lanzó una mirada furiosa y suspicaz, y a continuación se volvió hacia un lado para hablar con uno de sus hombres. Estalló entre ellos una discusión sin gritos.</p> <p>En la cabeza de Ash resonaron las palabras:</p> <p>—Cartago está en la coste norte del continente de África, a cuarenta estadios al oeste de...</p> <p>—¡Dónde está Cartago desde donde yo estoy!</p> <p>No sonó ninguna voz en su cabeza.</p> <p>La yegua frenó mientras atravesaba como podía la nieve cambiante. Ash se asomó a la capucha. Los hombres de Teudiberto cabalgaban encorvados, murmurando. Sus pasos revolvían ya una capa de nieve de una mano de espesor que se aferraba en grumos a los corvejones peludos de los caballos. Una yegua blanca corcoveó y levantó la cabeza.</p> <p>—¡Este no es el camino por el que entramos, <i>nazir</i>!</p> <p>—Bueno, pues es el camino por el que salimos. ¿Tengo que cerrarte yo la puta boca, Barbas?</p> <p>Ash pensó, <i>¿y qué importa ahora si Leofrico se entera de que le estoy haciendo preguntas al Gólem de Piedra? Si me devuelven a Cartago, estoy muerta.</i></p> <p>—Cuarenta hombres, veinte hombres y quince hombres, todos a caballo, es posible que los tres grupos sean hostiles entre sí—dijo en un suspiro. La bruma humedecía la piel que le rodeaba la boca y que se convertía de inmediato en hielo. Se dio cuenta de que estaba temblando, a pesar de la túnica y el manto de lana. Los pies desnudos eran bloques entumecidos de carne y ya no sentía nada en las manos—. Una persona, desarmada, a caballo; huida y evasión, ¿cómo?</p> <p>—Deberías provocar una pelea entre dos fuerzas y escapar en medio de la confusión.</p> <p>—¡Estoy encadenada! ¡La tercera fuerza no es mía! ¿Cómo?</p> <p>—Se desconoce la táctica apropiada.</p> <p>Ash se mordió el labio inferior, frío y entumecido.</p> <p>—También podrías rezar, supongo —exclamó una ligera voz de tenor. Fernando del Guiz se acercó por la derecha, metiendo el jaco roano entre las tropas de Alderico sin más. Y quizá por esa razón lo admitieron.</p> <p>La ventisca azotaba su estandarte verde y dorado que bloqueó por un momento la luz de las antorchas. Ash levantó la vista y miró su casco y su manto cubiertos de nieve.</p> <p>—¿Es eso necesario? —añadió Fernando mientras indicaba las riendas de la yegua con una mano enguantada.</p> <p>—Señor. —El tono de Teudiberto era una copia bronca, menos civilizada, del de su <i>'arif</i>. Mantenía las riendas bien anudadas en la mano derecha mientras cabalgaba al lado de Ash, rodilla con rodilla—. Sí, señor.</p> <p>Ash intentó leer la expresión de Fernando pero no descubrió nada. Por encima del hombro de su marido, a través de la nieve que caía en torrentes, vio al lord <i>amir</i> Gelimer y a su hijo Witiza que bajaban por la columna en su dirección.</p> <p>—Cuando rezo, quiero una respuesta. —Habló con ligereza, como si fuera un chiste. La nieve se fundió fría en sus labios.</p> <p>—¡Lo siento! —Fernando se inclinó y se acercó lo suficiente para que ella notara su aliento cálido y húmedo en la mejilla. Su aroma masculino le sacudió el corazón. El joven siseó—: Estoy atrapado entre los dos, ¡no puedo ayudarte!</p> <p>La mercenaria albergaba en su mente el potencial de una voz.</p> <p>—Tienes, qué, ¿quince hombres con lanzas? ¿Podrías sacarme de aquí?</p> <p>La conocida voz de su cabeza dijo:</p> <p>—Las dos unidades mayores se unirán para derrotar a la tercera: táctica infructuosa. —Al tiempo que Fernando del Guiz soltaba una carcajada, le daba al soldado visigodo más cercano una palmada en la espalda y decía con una alegría muy poco convincente—. ¿Qué no darías por una esposa como esta?</p> <p>El joven soldado, Gaiserico, dijo algo en un rápido cartaginés que Ash se dio cuenta de que Fernando no había entendido.</p> <p>—¡Valgo bastante más que «una cabra enferma», soldado! —comentó en cartaginés. El militar sofocó una carcajada. Ash le dedicó una rápida sonrisa. <i>Vale la pena hacerles pensar que soy un comandante, si eso ralentiza medio segundo su reacción...</i></p> <p>—¡Del Guiz! —El lord <i>amir</i> Gelimer cubrió la distancia que los separaba a través del viento y de la nieve—. Del Guiz, yo vuelvo a la ciudad. No me pidas más ayuda. —Su gesto brusco, embutido en el guantelete, abarcó la ventisca, los jinetes de Alderico, los escuderos de del Guiz que temblaban de frío y cabalgaban con las lechuzas encapuchadas abrigadas bajo sus mantos y el rostro azul blanquecino de su propio hijo—. ¡Te considero implicado en esto! ¡Debería haberte juzgado mejor... Un hombre capaz de casarse con esto, esta...!</p> <p>Señaló a Ash; esta agarró un pliegue de su manto y se sacudió la nieve de encima, y luego se limpió la nieve de las pestañas. La yegua castaña resopló, demasiado cansada para tirar de las riendas, que sujetaba el <i>nazir</i> con firmeza, y apartarse. Ash sorbió por la nariz y se quedó mirando a Gelimer, aquel hombre ricamente vestido y armado, mientras la nieve blanca empezaba a alojarse entre las trenzas de la barba.</p> <p>—Bien, que os jodan a vos también —dijo la mercenaria casi con alegría, aunque solo fuera por la expresión horrorizada de Fernando del Guiz—. No sois la primera persona que se comporta como si yo fuera una abominación, mi señor <i>amir</i>. Si fuera vos, me preocuparía por problemas peores que yo.</p> <p>—¡Tú! —Gelimer agitó un dedo delante del rostro de la joven—¡Tú y tu amo Leofrico! Teodorico se equivocó lo suficiente como para escucharlo. Sí, es esencial que Europa sea erradicada, pero no... —Se detuvo y se quitó una bocanada de nieve de la cara—. ¡No con una esclava-general! No con una máquina de guerra inútil. Esas cosas fallan, ¿y dónde nos deja eso?</p> <p>Ash miró ostentosamente a su alrededor, a Teudiberto, encorvado en la silla, a los soldados que fingían no estar escuchando al irritado <i>amir</i> mientras cabalgaban rodilla con rodilla en un grupo apretado y diminuto, a Alderico, que iba por delante supervisando a los hombres de Gelimer.</p> <p>La mercenaria levantó la cabeza hacia el torbellino de aire alto y blanco, hacia las inmensas estatuas cubiertas de nieve y la manta de nieve que asfixiaba el desierto bajo la luz crepitante de las antorchas de brea húmedas.</p> <p>—¿Por qué es invierno aquí? —quiso saber—. Mira esto. A mi yegua ya le ha salido el pelo del invierno y solo estamos en septiembre. ¿Por qué hace tanto frío, joder, Gelimer? ¿Por qué? ¿Por qué hace frío?</p> <p>Se sentía como si se estuviera estrellando de frente contra un muro de piedra.</p> <p>El potencial de voz que tenía en la cabeza estaba embargado (no hay otra palabra para ello) por un silencio absoluto, asombroso, fiero.</p> <p>El lord <i>amir</i> le gritó algo a modo de respuesta.</p> <p>Ash no lo oyó.</p> <p>—¿Qué? —dijo ella en voz alta, confusa.</p> <p>—He dicho que esta maldición empezó cuando la esclava-general de Leofrico empezó la cruzada, y seguramente se detenga cuando ella muera. Razón de más para poner fin a sus actividades. ¡Del Guiz! —Gelimer dirigió su atención a otra cosa—. Aún podrías servirme. ¡Sé perdonar!</p> <p>Azuzó su montura. El castrado arqueó la espalda, recibió una patada en el flanco y emprendió un medio galope con las herraduras resbalándole por las losas cubiertas de nieve. El lord <i>amir</i> gritó algo. Los hombres de Gelimer azuzaron a sus monturas, se alejaron de la tropa de Alderico y se adentraron en la negra ventisca. El <i>'arif</i> los dejó irse.</p> <p>Fernando gruñó.</p> <p>—Creí que me había dejado por imposible.</p> <p>Ash no le prestó atención. Su aliento humeaba a su alrededor. Hasta las rodillas, con las que se aferraba a los flancos de la yegua, estaban entumecidas por el frío, y la nieve se acumulaba en los pliegues de su manto. La cadena de hierro del cuello le quemaba la piel que tocaba bajo la ropa.</p> <p>Horrorizada, susurró con delicadeza:</p> <p>—Cuarenta hombres y quince hombres, caballería armada, huida y evasión, ¿cómo?</p> <p>—¿Qué? —Fernando se acomodó en la silla tras seguir con los ojos a Gelimer.</p> <p>—Cuarenta hombres y quince hombres, caballería armada, huida y evasión, ¿cómo?</p> <p>No oyó ninguna voz en su mente. Permitió que su voluntad hiciera el esfuerzo de escuchar de forma activa, que se abriera camino a través de las defensas, que exigiera una respuesta del silencio de su interior.</p> <p>Una bofetada fría de copos helados en la cara devolvió su atención al exterior.</p> <p><i>¿No estoy... oyendo nada? Eso es. Eso es. No es como si me hubieran detenido, bloqueado... Aquí no hay ninguna voz. Solo el silencio.</i></p> <p>A su lado, en su palafrén, Godfrey habló alegremente por encima de lo que con toda claridad era el balbuceo indistinguible de la mercenaria.</p> <p>—¡Estos <i>amirs</i> están locos, niña! ¿Sabías que Gelimer rivalizaba con Leofrico por el dinero del rey califa para la cruzada? ¿Para reclutar tropas? Y ahora los dos están intentando que los elijan rey...</p> <p>—¿Qué es la cría secreta? —La nieve quemaba el rostro de Ash, que murmuraba con insistencia—. ¡Cuál es el nacimiento secreto!</p> <p>No había voz. No había respuesta.</p> <p>El potencial estaba allí, pero callado, total y absolutamente callado.</p> <p>—¿Dónde está mi puta voz?</p> <p>—¿Qué quieres decir? —Fernando acercó aún más su castrado y estiró la mano para retirarle la capucha a su mujer—. ¿Ash? ¿De qué estás hablando?</p> <p>Teudiberto estiró la mano delante de ella, por encima de la silla de la yegua, para apartar al rubio caballero europeo. Ash se lanzó hacia delante, casi de forma automática, y estiró el brazo por detrás de la cota de malla de la espalda del <i>nazir</i> para intentar coger el cuchillo de la vaina que colgaba de la cadera derecha del militar, con la intención de cortar las riendas de la yegua.</p> <p>Un soldado gritó una advertencia.</p> <p>Algo rápido y negro se interpuso entre ella y el <i>nazir</i>: la vara de una lanza. La joven se apartó de un tirón.</p> <p>—¡Mierda!</p> <p>Ash se agarró a la silla.</p> <p>Sabía que no lo había conseguido, que se estaba cayendo de la yegua. Algo le dio un golpe en el brazo que lo entumeció, y gritó. El tobillo sufrió una sacudida hacia atrás. La peluda yegua se estremeció y dio un salto hacia la derecha. La mercenaria intentó agarrarse a la silla y los dedos desnudos y entumecidos se deslizaron por el cuero, el miedo le inundó las tripas y empezó a caer, a caer sin parar hacia las piedras cubiertas de nieve.</p> <p>El estómago le cayó en picado. La cabeza se golpeó con fuerza contra algo que cedió, la pierna delantera de la yegua. Todos sus músculos se tensaron con un grito, preparados para el impacto. Esperaba que en cualquier momento un casco herrado le diera una patada en la cabeza. Esperaba golpearse en cualquier momento contra el pavimento de piedra.</p> <p>La caída se detuvo.</p> <p>Ash quedó colgada, cabeza abajo.</p> <p>Un casco provocó un ruido sordo sobre la piedra, cerca de su oído. Algo le golpeó la mandíbula, con suavidad. Sacudió la cabeza entre el manto, la falda y la camisa que la envolvían y le caían sobre las orejas y se encontró con los ojos clavados en pelo de caballo castaño, con las puntas más pálidas.</p> <p>La parte inferior del morro de la yegua castaña.</p> <p>El caballo se quedó quieto, con las cuatro patas plantadas y las rodillas bloqueadas, la cabeza colgando exhausta hasta el suelo, delante del rostro de Ash.</p> <p>Oyó un ruido arriba, por encima de ella. La risa de un hombre.</p> <p>Mareada, Ash comprendió que estaba colgada con las manos y los pies hacia arriba. El manto y las faldas le caían por encima de la cabeza.</p> <p>—¡Mierda!</p> <p>Colgaba cabeza abajo, la cadena que le unía los tobillos se tensaba ahora sobre la silla de la yegua y tenía el cuerpo entero suspendido bajo el vientre de la yegua. Una confusión de ropa, cadena y collar de hierro le había levantado las manos con fuerza y se las había atrapado en un estribo.</p> <p>El manto y la túnica se le habían caído sobre la cabeza y los hombros, dejando las piernas desnudas bajo la ventisca.</p> <p>Ash soltó una risita.</p> <p>La yegua le hociqueó plácidamente la cabeza envuelta en las prendas de lana. Unos pliegues de tela húmeda se le deslizaron por la cara y la volvieron a descubrir al caer para barrer la piedra cubierta de nieve.</p> <p>—<i>¡Nazir!</i> —Una voz que reconoció como la de Alderico aulló ronca a través de la ventisca.</p> <p>—<i>¿'Arif?</i></p> <p>—¡Vuélvela a subir a ese caballo!</p> <p>—Sí, <i>'Arif.</i></p> <p>—Ah..., ¡Ahggg! —Ash se atragantó, intentó contenerse pero una risa húmeda le salió disparada entre los labios. Resopló por la nariz. Delante de ella, al revés según los miraba, las patas de los caballos se movían por todas partes y las voces masculinas gritaban en medio de la confusión. Empezó a dolerle el pecho cuando se rió más, incapaz de parar. Las convulsiones del cuerpo le quitaban el aliento y las lágrimas empezaron a fluir por el rabillo del ojo y a caer sobre su cabello rapado.</p> <p>Quedó colgando, incapaz de moverse mientras unos soldados del Imperio visigodo, ataviados con cotas de malla, tiraban con aire pensativo de la cadena que cruzaba el lomo de la yegua e intentaban soltar con aire esperanzado el enredo de manto y estribo que tenía en las muñecas.</p> <p>Apareció ante ella una cara: se había agachado un hombre. El <i>nazir</i> Teudiberto gritó:</p> <p>—¿De qué te ríes, zorra?</p> <p>—De nada. —Ash cerró los labios con fuerza. Al ver el rostro del hombre al revés, con la barba encima y el casco debajo y con una expresión de absoluta confusión, le entró otro ataque de risa. Una risa que le hacía estremecer el pecho y le sacudía el vientre—. N-n-nada... ¡Podría haberme matado!</p> <p>Consiguió, con un esfuerzo, liberarse la mano derecha y la cadena. Con ella apoyada sobre las losas, y hundida hasta la muñeca en la nieve fría y húmeda, pudo sujetar parte de su propio peso. Unas manos la sujetaron con fuerza y el mundo giró, la mareó y por fin se vio erguida, con la silla entre los muslos y los pies buscando los estribos.</p> <p>Un círculo de hombres desmontados con espadas la rodeaba, a ella y a la yegua, mientras el viento les cubría de nieve la cara. Detrás había un anillo de jinetes que los rodeaban; y un grupo de caballeros muy cerca rodeando tanto el palafrén de Godfrey como la montura de Fernando. Incluso con aquel viento cada vez más fuerte y la poca visibilidad, no había forma de atravesar el cordón.</p> <p>—Así que nadie ha cometido ningún error —comentó Ash alegremente mientras se le asentaban las tripas.</p> <p>Se liberó las manos y se limpió la nariz en el forro de lino del manto. La tela interior seguía seca. Empezó a decir algo, soltó una risita, la contuvo y examinó la caballería que la rodeaba con una sonrisa cálida, apreciativa, que los envolvía a todos.</p> <p>—¿Y de quién fue una idea tan tonta?</p> <p>Uno o dos esbozaron una sonrisa a pesar del mal tiempo. La mercenaria se acomodó en la silla y cogió las riendas mientras intentaba ahogar una carcajada que le hacía doler el pecho.</p> <p>Fernando del Guiz, desde donde él y sus tropas alemanas permanecían montados y rodeados, le gritó.</p> <p>—¡Ash! ¿Por qué te ríes?</p> <p>Ash dijo:</p> <p>—Porque es gracioso.</p> <p>La joven se tropezó con la mirada de Godfrey. Bajo la capucha blanqueada por la nieve, el sacerdote sonreía.</p> <p>El caballo del <i>'arif</i> Alderico volvió al círculo de antorchas, Alderico cabalgaba con una postura sólida, erguida a pesar de los torrentes de nieve.</p> <p>—<i>Nazir</i>, mueve ese maldito caballo. Ha vuelto el explorador. Estamos a menos de un estadio de las puertas de la ciudad.</p> <p style="page-break-before: always; line-height: 0%"> </p> <title style="margin-bottom: 2em; page-break-before: avoid; margin-top: 15%"> <p>Capítulo 3</p></h3> <p></p> <p>—¡Pero te van a matar! —subrayó el soldado con cara de niño, Gaiserico; su tono era una mezcla de malicia confusa y respeto—. ¿Es que no lo sabes, puta?</p> <p>—Pues claro que lo sé. ¿Te parezco estúpida?</p> <p>Los escalones del cuadrante noreste de la casa de Leofrico sacudían a Ash mientras se esforzaba en bajar otra vez su escalera de caracol, con Gaiserico, Barbas y el <i>nazir</i> delante de ella, y el resto del escuadrón detrás. Las cotas de malla tintineaban; las vainas de las espadas arañaban la pared curvada. Arrastraba tras ella, por las escaleras, las faldas de lana empapada.</p> <p>—No creo —dijo Ash— que tú lo hayas entendido.</p> <p>Al salir de las escaleras para entrar en un pasillo, la joven se levantó el manto de los pies. Los recipientes que contenían el fuego griego del pasillo iluminaban el rostro asombrado de Gaiserico, blanco de frío.</p> <p>—No te entiendo —dijo el muchacho mientras su <i>nazir</i> se adelantaba por el pasillo con suelo de mosaico.</p> <p>Ash se limitó a sonreírle. A hurtadillas flexionó los brazos magullados y doloridos. Le ardían los músculos de la cara interna de los muslos. Pensó, <i>debe de hacer tres semanas que no monto nada... desde la batalla de Auxonne.</i></p> <p>—Ya me han hecho prisionera antes —le explicó—. Creo que se me había olvidado.</p> <p><i>En cuanto a por qué lo había olvidado...</i> Interrumpió el pensamiento y apartó la celda con el suelo empapado de sangre hacia otra parte de su mente donde no tuviera que verlo. Es joven, se cura con rapidez; siente una incomodidad de fondo en la cabeza, en la rodilla; pero ahora eso no es óbice para que se sienta mejor.</p> <p>Una voz exclamó:</p> <p>—¡Traedla!</p> <p>Leofrico, lo identificó Ash. <i>Ya, eso pensaba.</i></p> <p>Inesperadamente, Gaiserico murmuró por lo bajo:</p> <p>—Estarás cómoda ahí dentro. Ahí tiene un fuego para los bichos.</p> <p>Dos soldados deslizaron una puerta de roble enmarcada en hierro y la abrieron. Teudiberto la empujó para hacerla entrar pero ella se desembarazó de su mano. Hubo un breve intercambio de palabras entre el lord <i>amir</i> y el <i>nazir</i>. Ash se adelantó, directa como el vuelo de un virote, hacia un brasero lleno de carbones ardientes y se hundió de rodillas delante de él en el suelo de piedra.</p> <p>Algo crujió. Algo chilló.</p> <p>—Oh, sí... Esto está mucho mejor —suspiró la joven con los ojos cerrados. El calor del fuego le empapó la cara. Abrió los ojos, levantó las manos con torpeza y se quitó la capucha. El vapor se elevó de la superficie de lana. El suelo de piedra estaba húmedo a su alrededor. Se frotó los puños y se mordió el labio para contener el dolor provocado por el retorno de la circulación.</p> <p>—¡Lord <i>amir</i>! —Se despidió Teudiberto. La puerta se cerró de golpe; los pasos de los soldados que se alejaban por el pasillo. La mercenaria levantó la vista y se encontró sola con el lord <i>amir</i> Leofrico y unos cuantos esclavos, algunos de los cuales conocía de nombre.</p> <p>Las paredes de la habitación estaban cubiertas con jaulas de hierro para ratas, de cinco y seis cajas de profundidad. Una miríada de ojos como cuentas negras la contemplaban desde detrás de las finas rejas de metal.</p> <p>—Mi señor. —Ash se enfrentó a Leofrico—. Creo que tenemos que hablar.</p> <p>Estuviera lo que estuviera esperando el hombre, no era un discurso por su parte. Se giró, más parecido que nunca a una lechuza sobresaltada, el pelo de un gris blanquecino disparado por donde se había pasado los dedos. Vestía una túnica hasta el suelo de lana verde cubierta de excrementos y suciedad de sus animales.</p> <p>—Tu futuro ya está decidido. ¿Qué puedes tener tú que decirme?</p> <p>El incrédulo énfasis que puso el <i>amir</i> en el «tú» la puso furiosa. Ash se puso en pie y se bajó los puños apretados de la túnica, de tal forma que se enfrentó a él con el aspecto de una joven vestida a la europea, el pelo rapado oculto por la cofia, el cuerpo envuelto en el manto húmedo y la capucha que no pensaba abandonar por si algún esclavo se los llevaba.</p> <p>Se levantó y se acercó al banco ante el que estaba el hombre, al lado de una jaula abierta. Violante permanecía a su lado, con un cubo de cuero lleno de agua.</p> <p>—¿Qué estáis haciendo? —Era una distracción deliberada mientras pensaba con todas sus fuerzas.</p> <p>Leofrico bajó la vista.</p> <p>—Criar una característica pura. O más bien no hacerlo. Este es mi quinto intento y este también ha fracasado. ¡Niña!</p> <p>La caja de hierro que tenía el <i>amir</i> delante estaba llena de paja troceada. Ash levantó las cejas, pensando, <i>¡con lo que cuesta eso, aquí, donde no crece nada...!</i></p> <p>Unos gusanos blancos se retorcían entre el heno. La joven se asomó un poco, y volvieron los recuerdos de la época en la que había vivido en una carreta con la Gran Isobel, cuando tenía nueve o diez años: el furriel pagaba una hogaza de pan por diez ratas muertas, o por una carnada de crías. Se inclinó sobre la caja y contempló las crías de rata, las cabezas ciegas y grandes, como los cachorros de perro y los cuerpos pequeños cubiertos de una piel blanca y fina. Había dos de un color gris liso.</p> <p>—Con cinco días ya se puede ver la coloración. Estos, como las carnadas previas, han resultado inútiles. —El lord <i>amir</i> Leofrico observaba por encima del hombro de la joven. El aliento del visigodo olía a especias. Extendió la mano de uñas bien cortadas, recogió toda la carnada en la palma y a continuación los dejó caer en el cubo de cuero.</p> <p>—¿Por q...?</p> <p>Se hundieron bajo la superficie negra del agua sin luchar. Los sentidos de la mercenaria, agudizados al límite, distinguieron la rápida sucesión de quince o veinte salpicaduras pesadas, diminutas. Mientras miraba la escena fijamente, se encontró con los ojos de Violante, que sujetaba el cubo de cuero. Los ojos de la niña estaban inundados de lágrimas.</p> <p>—El macho es el número cuatro-seis-ocho —dijo el anciano, sin ver nada más, mientras se acercaba a otra jaula—. Este no criará una carnada de raza.</p> <p>Metió la mano con rapidez. Ash oyó un chillido. Leofrico sacó la mano, con una rata macho agarrada por la mitad del cuerpo. Ash reconoció a la rata blanca con trozos del color del hígado; chillaba, se sacudía, estiraba las cuatro patas y ponía rígida la cola; luego, aterrada, azotaba el cuerpo de un lado a otro. Leofrico levantó la rata con la intención de estrellarle la cabeza contra el borde afilado de la mesa...</p> <p>Ash se movió antes de darse cuenta siquiera de que pretendía hacerlo y le sujetó la muñeca para detener el movimiento antes de que pudiera sacarle los sesos al animal a golpes.</p> <p>—No. —Apretó los labios y sacudió la cabeza—. No, creo que no..., padre.</p> <p>Lo dijo con la única intención de remover sus entrañas y lo consiguió. El anciano se la quedó mirando con la piel arrugada alrededor de los ojos azules y desvaídos. De repente se estremeció, frunció el ceño y le tiró la rata mientras se metía el dedo ensangrentado en la boca.</p> <p>—¡Quédatela si la quieres!</p> <p>El objeto volador cayó con un ruido sordo en el pecho de Ash. Esta bajó las manos para atraparla y por un momento sujetó un bulto de pelo erizado que no dejaba de debatirse, soltó un taco, agarró el cuerpo musculoso de la rata y se quedó inmóvil mientras el animal salía disparado hacia las profundidades de su voluminoso manto.</p> <p>—¿Qué objeción has de poner? —soltó un irritado Leofrico.</p> <p>—Bueno... —Ash se quedó totalmente quieta. En el aire flotaba un hedor a excrementos de rata. Entre los pliegues del manto se movía un cuerpo pequeño y sólido. <i>¡La tengo sentada en el pliegue del codo!</i>, comprendió. No metió la mano en la tela. Probó un gorjeo—. Oye, <i>Chupadedos...</i></p> <p>La pequeña y cálida solidez se movió. La joven sintió que el cuerpo de la rata cambiaba de postura y se agazapaba. No pudo evitarlo y tensó el cuerpo, preparándose para la punzada afilada de unos dientes como cinceles.</p> <p>No hubo ninguna mordedura.</p> <p>Los animales salvajes no toleran de buena gana el contacto humano. Se aterran si se les confina. <i>Alguien ha tocado este animal</i>, pensó Ash. <i>Con frecuencia. Con mucha más frecuencia que Leofrico, que juega a ser el</i> amir <i>excéntrico que cría ratas...</i></p> <p>Ash, muy quieta, bajó los ojos y miró a Violante. La pequeña esclava había posado en el suelo el cubo lleno de ratitas muertas y se había quedado quieta, con los puños en la boca, la cara húmeda, y los ojos clavados en Ash con una expresión de esperanza horrorizada.</p> <p><i>La mansedumbre es un «derivado» del programa de cría, ¿no? ¡Y un huevo! Y un huevo. Leofrico, no tienes ni idea. Sé quién ha estado acariciando a estas bestias. Y apuesto a que tampoco ha sido la única...</i></p> <p>—De acuerdo, me la quedo. —Ash le dio la espalda a Leofrico—. Creo que lo habéis entendido mal.</p> <p>—¿Entendido mal qué?</p> <p>—Yo no soy ninguna rata.</p> <p>—¿Qué? —Ash permaneció muy quieta. Aquel cuerpo pequeño, cálido y sólido se estiró bajo la lana y descansó sobre su antebrazo. Contra su piel... <i>¡La tengo bajo la manga!</i>, pensó, y se la imaginó deslizándose entre los ojales del hombro, retorciéndose bajo el cuello de la camisa. Sintió una breve sacudida en las tripas al sentir la cabecita peluda de serpiente y la cola sin pelo y escamosa en contacto con la piel... y se dio cuenta de que lo que estaba sintiendo era el pelo cálido, no muy diferente del de un perrito; y el latido rápido de un corazón.</p> <p>Ash levantó los ojos, miró el rostro de Leofrico y habló con cuidado.</p> <p>—No soy ninguna rata, mi señor padre. No podéis criarme como a ganado. Y tampoco soy una de vuestras esclavas desnudas. Tengo una historia detrás. Tengo una vida, dieciocho o veinte años de vida, y tengo lazos y responsabilidades y personas que dependen de mí.</p> <p>—¿Y? —Leofrico extendió las manos y uno de los esclavos apareció con un cuenco, una toalla y jabón. Habló sin que pareciera percibir la presencia del hombre que lo lavaba.</p> <p><i>Yo he hecho eso mismo con los pajes</i>, pensó Ash de repente. <i>No es lo mismo. ¡No es lo mismo!</i></p> <p>—Ellos también vienen con una historia detrás —añadió.</p> <p>—¿Qué me estás diciendo?</p> <p>—Si procedo de aquí, seguís sin ser mi dueño. Si nací de una de vuestras esclavas, ¿qué? No soy vuestra. Tenéis la responsabilidad de dejarme marchar —dijo Ash. Le cambió la expresión de la cara. Con una voz muy diferente, dijo—: ¡Oh, Señor, me está lamiendo!</p> <p>La lengüetita cálida siguió raspando la piel tierna de su antebrazo, en el interior del codo. Ash se estremeció y volvió a levantar los ojos, encantada; y al ver que Leofrico la miraba con las manos cruzadas delante del cuerpo, dijo—: Hablar. Negociar. Eso es lo que hace la gente de verdad, mi señor padre. Veréis, es posible que seáis un hombre cruel, pero no estáis loco. Un loco podría haber realizado este experimento pero no podría haber dirigido una casa, la política de la corte y todos los preparativos de la invasión... De la cruzada —se corrigió.</p> <p>Leofrico levantó los brazos cuando un esclavo le abrochó el cinturón y la bolsa por encima de la larga túnica. Le indicó en voz baja:</p> <p>—¿Y?</p> <p>—Y nunca deberíais rechazar la oportunidad de tener quinientos hombres armados —dijo Ash con calma—. Si ya no tengo mi compañía, dadme una compañía de vuestros hombres. Sabéis lo que puede hacer la Faris. Bien, yo soy mejor que ella. Dadme a Alderico y vuestros hombres y me aseguraré de que la casa de Leofrico no cae en la lucha por la elección. Dejadme enviar mensajeros para llamar a mis capitanes, a mis especialistas en artillería y a mis ingenieros y me aseguraré también de que las cosas se hacen a vuestra manera en Europa. ¿Qué es Borgoña para mí? Al final todo se reduce a un ejército.</p> <p>La mercenaria sonrió con la mano flotando por encima del hombro; tenía miedo de tocar a la rata a través de la lana húmeda. Tenía la sensación de que el animal podía haberse quedado dormido.</p> <p>—Las cosas han cambiado ahora que ha muerto el Califa Teodorico —dijo—. Sé cómo es, lo he visto muchas veces, los herederos asumen el poder tras sus señores y siempre hay dudas sobre la sucesión, sobre quién va a seguir a quién. Pensad en ello, mi señor padre. No es hace tres días, esto es el presente. No soy ninguna rata. No soy ninguna esclava. Soy un comandante militar con experiencia y llevo mucho tiempo haciendo esto. —Ash se encogió de hombros—. Medio segundo con un jifero y estos sesos salen volando y terminan estrellados en la coraza de alguien. Pero hasta que eso ocurra, sé tanto que me necesitáis, mi señor padre. Al menos hasta que os hagáis elegir rey califa.</p> <p>El rostro lleno de arrugas y líneas de Leofrico dejó de mostrar su expresión borrosa habitual. El <i>amir</i> se pasó los dedos por la barba destrenzada y la peinó. Tenía los ojos brillantes, concentrados en Ash y la joven pensó, <i>lo he despertado. Ya lo tengo.</i></p> <p>—Creo que no podría confiarte el mando de mis tropas, no te quedarías aquí.</p> <p>—Pensad en ello. —La joven vio que el hecho de no rogarle empezaba a hacer mella en él—. Vos elegís. Ninguno de los que me han contratado sabía que no iba a cambiar de bando y largarme. Pero no soy obstinada ni estúpida. Si puedo llegar a un compromiso que me mantenga con vida y eso significa que tengo alguna esperanza de averiguar lo que le pasó a mi gente en Auxonne, entonces lucharé por vos y podéis confiar en que saldré ahí fuera y moriré por vos... o no moriré —añadió—, qué es de lo que se trata.</p> <p>Se giró parsimoniosamente y le dio la espalda a aquella mirada intensa y reflexiva.</p> <p>—Disculpad. ¿Violante? Tengo una rata metida en la camisa.</p> <p>No miró a Leofrico durante los siguientes y confusos minutos, mientras se soltaba los cordones y las manos frías de la niña le revolvían el corpiño; las garras finas como agujas de la rata le dejaron arañazos rojos por el hombro cuando el cuerpo peludo se resistió a salir de allí. Un ojo del color de los rubíes y otro negro se clavaron en ella desde una cara puntiaguda y peluda. La rata se sacudió, irritada.</p> <p>—Cuídalo por mí —ordenó Ash mientras Violante acunaba al macho contra su cuerpecito delgado—. ¿Y bien, mi señor padre?</p> <p>—Soy lo que tú llamarías un hombre cruel. —El tono del noble visigodo no pretendía en absoluto excusarse por ello—. La crueldad es una forma muy eficiente de conseguir lo que se necesita, tanto del mundo como de otras personas. Tú, por ejemplo, sufrirías si ordenara dar muerte a ese trozo de sabandija, y a la niña, o al sacerdote que te visitó aquí.</p> <p>—¿Creéis que todos los demás señores que contratan a un montón de mercenarios no intentan eso mismo?</p> <p>—¿Y qué haces? —Leofrico parecía interesado.</p> <p>—En general, tengo doscientos o trescientos hombres conmigo, hombres que están entrenados para utilizar espadas, arcos y hachas. Eso desanima a muchos. —Ash se estiró las mangas abullonadas de los hombros. Aquella habitación fría que olía a animal estaba por fin empezando a parecer cálida, después de la ventisca de fuera—. Siempre hay alguien que es más fuerte que tú. Eso es lo primero que aprendes. Así que negocias, te conviertes en alguien que les resulta más útil que otra cosa si lo piensan bien y no siempre funciona; no funcionó con mi antigua compañía, el Grifo sobre Oro. Cometieron el error de rendir una guarnición; el señor de la zona ahogó a la mitad en el lago, allí mismo, y colgó al resto de sus nogales. A todo el mundo se le acaba el tiempo antes o después. —Se encontró deliberadamente con la mirada de Leofrico y dijo con brutalidad—: Al final, todos estamos muertos y podridos. Lo que importa es lo que hacemos ahora.</p> <p>Esto impresionó a Leofrico. Al menos, eso le pareció a ella, pero no estaba segura. Lo que hizo fue apartarse un poco y dejar que sus esclavos terminaran de vestirlo con una túnica nueva, cinturón, bolsa y cuchillo, y un gorro de terciopelo ribeteado de piel. La joven estudió la espalda del hombre, que empezaba a encorvarse por la edad.</p> <p><i>No es más que un noble o</i> amir <i>cualquiera.</i></p> <p><i>Y nada menos, por supuesto. Podría hacerme matar en cualquier momento.</i></p> <p>—Me pregunto —graznó la voz de Leofrico—, si mi hija se comportaría tan bien si la capturaran y se encontrara en el corazón del baluarte de un enemigo.</p> <p>Ash empezó a sonreír.</p> <p>—Si yo hubiera sido mejor comandante militar, no tendríais la oportunidad de compararnos en estos momentos.</p> <p>El hombre siguió contemplándola como si la estuviera valorando. Ash pensó, <i>no le importa herir a la gente, es lo bastante ambicioso para intentar hacerse con el poder y la única diferencia que hay entre él y yo es que él tiene el dinero y los hombres, y yo no.</i></p> <p><i>Eso y que él tiene unos cuarenta años de experiencia que yo no tengo. Este no es un hombre con el que se deba luchar. Este es un hombre con el que hay que llegar a un acuerdo.</i></p> <p>—Uno de mis <i>'arifs</i>, Alderico, te toma por soldado.</p> <p>—Lo soy.</p> <p>—Pero, como ocurre con mi hija, eres algo más que eso.</p> <p>El lord <i>amir</i> desvió la mirada cuando un esclavo más mayor y ataviado con una túnica entró en la habitación con las manos llenas de rollos de pergamino. El esclavo hizo una breve reverencia y empezó de inmediato a susurrarle a Leofrico con un tono bajo e intenso. Ash supuso que eran una serie de mensajes que requerían (por el tono de Leofrico) un asentimiento, una respuesta tranquilizadora o una negación contemporizadora. Con esa imagen vio que, seis pisos por encima de su cabeza, el mundo de piedra de la ciudadela era un hervidero de hombres que buscaban aliados para conseguir el poder.</p> <p>Leofrico interrumpió la conversación.</p> <p>—Te prometo que lo pensaré.</p> <p>—Mi señor padre... —le agradeció Ash.</p> <p>Mejor de lo que había esperado.</p> <p>Las ratas se escurrían y escabullían, cautivas en las jaulas que cubrían la habitación. El borde de la falda de la joven se arrastraba húmedo tras sus talones, y los grilletes de los tobillos y el collarín de acero la mortificaban y la hacían estremecerse de dolor.</p> <p>Este <i>hombre no ha cambiado de opinión. Quizá esté pensando en cambiar pero solo ha llegado hasta ahí. ¿Qué puedo poner en la balanza?</i></p> <p>—Soy algo más —dijo—. Dos por el precio de una, ¿recordáis? Quizá os resulte útil tener un comandante aquí, en Cartago, que sepa utilizar los consejos tácticos del Gólem de Piedra.</p> <p>—¿Y que en ocasiones necesite utilizarlo para preparar una revuelta con sus propios hombres? —dijo el lord <i>amir</i> con tono burlón mientras se preparaba para salir detrás del esclavo—. No eres infalible, hija. Déjame pensarlo.</p> <p>Ash se quedó inmóvil, sin prestar atención a sus últimas palabras.</p> <p><i>Para preparar una revuelta con...</i></p> <p><i>La penúltima vez que hablé con el Gólem de Piedra se produjo una revuelta, cuando estuvieron a punto de matar a Florian...</i></p> <p>Inclinó la cabeza mientras el lord <i>amir</i> Leofrico dejaba la habitación para que no pudiera verle la expresión.</p> <p><i>Jesucristo, yo tenía razón. Puede averiguar por el Gólem de Piedra qué preguntas le han hecho, ella o yo. Puede saber con toda exactitud qué problemas tácticos he tenido.</i></p> <p><i>O tendré. Si todavía tengo una voz. Si no es más que el silencio, como ocurrió en las pirámides. ¡Y no puedo preguntar! Maldita sea.</i></p> <p>Siguió pensando, rápidamente, sin prestar demasiada atención mientras una tropa de soldados la escoltaban de vuelta a su celda. Le quitaron los grilletes de los tobillos, pero le dejaron la cadena del cuello. Se sentó en medio de la oscuridad del día, sola, en una habitación vacía, con un simple jergón y un orinal, con la cabeza entre las manos, devanándose los sesos en busca de una idea, un pensamiento, cualquier cosa.</p> <p><i>No. Si le pregunto cualquier cosa, Leofrico lo sabrá. ¡Le estaría contando lo que estaba haciendo!</i></p> <p>Una llamada metálica y hueca en el exterior anunció la puesta de sol.</p> <p>Ash levantó la cabeza. La nieve flotaba y pintaba de blanco el borde de piedra del alféizar de la ventana pero no llegaba a entrar del todo. La túnica y el manto la envolvían. El hambre, agobiante, le provocaba un nudo en el estómago. La única luz existente, demasiado alta para poder alcanzarla, relucía sobre los bajorrelieves de las paredes y los mosaicos gastados del suelo, y sobre la superficie negra y plana de la puerta de hierro.</p> <p>Se metió los dedos por debajo de la cadena para apartar un poco el metal de las ampollas que ya le habían salido en la piel.</p> <p>Algo arañó la superficie exterior de la puerta.</p> <p>Una voz infantil se oyó con claridad entre la juntura de la puerta y las jambas, donde las grandes barras de acero penetraban en la pared.</p> <p>—¿Ash? ¡Ash!</p> <p>—¿Violante?</p> <p>—Ya está —susurró la voz. Y luego con más urgencia—: ¡Ya está, Ash, ya está!</p> <p>Ash se arrastró hasta la puerta y se arrodilló sobre las faldas.</p> <p>—¿Qué pasa? ¿Qué es lo que está?</p> <p>—Un califa. Ya tenemos califa.</p> <p><i>¡Mierda! La elección ha terminado antes de lo que pensaba.</i></p> <p>—¿Quién? —Ash no esperaba reconocer el nombre. Mientras hablaba con Leovigildo y los otros esclavos se había enterado de procaces rumores sobre las costumbres de los lords <i>amir</i> de la corte del rey califa; conocía de pasada algunas carreras políticas y sabía de las alianzas sexuales que presencian los esclavos así como una buena cantidad de chismorreos sobre muertes por causas naturales. Si hubiera dispuesto de otras cuarenta y ocho horas para persuadir a los soldados de que chismorrearan, quizá habría estado en mejor posición para juzgar el poder militar. El nombre de Leofrico se mencionaba con frecuencia, pero que Leofrico accediera al trono no era posible.</p> <p><i>Si lo consigue, tendrá que ocuparse de demasiados asuntos nuevos para pensar en hacerme la vivisección. Si no lo consigue...</i></p> <p><i>Necesito otras cuarenta y ocho horas. ¡No sé lo suficiente!</i></p> <p>—¿Quién? —preguntó otra vez.</p> <p>La voz de Violante, a través de la ranura fina como la hoja de un cuchillo, dijo:</p> <p>—Gelimer. Ash, el <i>amir</i> Gelimer es ahora califa.</p> <p style="page-break-before: always; line-height: 0%"> </p> <title style="margin-bottom: 2em; page-break-before: avoid; margin-top: 15%"> <p>Capítulo 4</p></h3> <p></p> <p>En la habitación que había en el exterior de su celda, una segunda hilera de fuegos griegos se encendió y brilló con fuerza, marcando así el comienzo de un día negro. Su fulgor se coló por la reja de piedra que había sobre la puerta. Ash se quedó sentada mirando el alféizar de la ventana y el cielo sin luz.</p> <p>—Faris —dijo una voz de hombre por encima del ruido que hacían los cerrojos de acero al penetrar protestando en los huecos de la pared.</p> <p>—¿Leovigildo?</p> <p>El esclavo barbilampiño entró en la celda y dejó a dos guardias armados en el exterior. Llevaba un bulto en los brazos.</p> <p>—¡Toma!</p> <p>Un rollo de tela cayó y se derramó por el jergón. Ash se arrodilló y sus manos empezaron a revolver de inmediato la pila de ropa.</p> <p>Una camisa de lino de textura delicada. Unas calzas, todavía enlazadas a una almilla; el color era invisible con aquella luz. Una gran semitúnica de lana gruesa con las mangas cosidas y botones de plata en el frente. Un cinturón, una bolsa (vacía, determinaron sus dedos tras revolverlo todo) y ningún zapato, solo un par de suelas con largas tiras de cuero pegadas. Ash levantó la vista, confusa.</p> <p>—Yo enseño, pon. —Leovigildo sacudió la cabeza, frustrado. El reflejo de la luz le permitió ver la relajación de las líneas del rostro masculino—. Violante habla, no viene. —El esbelto joven hizo un gesto rápido, mientras se acunaba las manos como si se apretara algo contra la mejilla—. Pon, Faris.</p> <p>Ash, arrodillada sobre el jergón, levantó la vista y lo miró. Lo que sostenía entre las manos era el rollo forrado y los flecos de la cola de un sombrero de carabina.</p> <p style="text-align: center; font-size: 110%; text-indent: 0em; margin-top: 1.5em; margin-bottom: 1.5em; ">★ ★ ★</p> <p>El cuerno hidráulico cantó las horas por toda la ciudad seis veces antes de que volviera a abrirse la puerta de su celda.</p> <p>El hambre que le roía las entrañas cedió al fin. Volvería más tarde, más intensa, lo sabía. Una pequeña sonrisa le retorció las comisuras de la boca aunque no fue consciente de ello; era una sonrisa de puro reconocimiento, encantada. El hambre y el aislamiento eran herramientas que conocía bien.</p> <p>Significaban que todavía merecía la pena convencerla.</p> <p>En el puerto que había más abajo, se oyó un estrépito de sonidos que subió por los muros de piedra y las almenas: altos cánticos, la música aguda de las flautas, gritos continuos y en una ocasión el rápido estallido de unas hojas. No podía retorcerse por el alféizar de la ventana lo suficiente como para asomarse, pero apretada contra los barrotes de hierro, con la vista clavada en la oscuridad, contempló las hogueras que había sobre el siguiente promontorio del puerto, al este, y las diminutas figuras cuya silueta se recortaba contra las llamas, bailando y celebrando los acontecimientos con salvaje abandono. El olor del mar llegaba teñido de humo de madera.</p> <p>Las calzas le apretaban y el jubón era un tanto grande, pero la sensación de tener otra vez una camisa de lino fino contra la piel lo compensaba todo. Silbaba por lo bajo sin darse cuenta mientras se ataba el extraño calzado de Leovigildo a las pantorrillas, por encima de las calzas, con los dedos azules de frío.</p> <p>—Lo único que necesito ahora es una espada.</p> <p>Se ató los lazos del manto alrededor del cuello, se puso la capucha y se entremetió la capelina de la capucha de lana por debajo de la cadena de acero, alrededor del cuello, no le importaba que fuera una marca visible de su esclavitud siempre que tuviera algo con lo que amortiguarla y alejarla de las ampollas que le hacía en la piel. Llevaba la capucha apartada y el sombrero puesto, y poco a poco empezaba a calentarse a pesar del frío aullador y del granizo que había en el borde de la ventana de granito.</p> <p>Cuando por fin escuchó pisadas en la sala de guardia de fuera, ya había utilizado el orinal y llevaba casi una hora preparada.</p> <p>—<i>Nazir</i> —saludó a Teudiberto de pie.</p> <p>La expresión del hombre, entre el reproche y el miedo a una reprimenda si cuestionaba la razón de su nuevo aspecto ante sus superiores, podría haberla hecho sonreír, pero aún recordaba con bastante claridad su ataque.</p> <p>—¡Muévete! —El hombre señaló la puerta con un gesto brusco del pulgar.</p> <p>Ash asintió, no tanto para responder a lo que él había dicho, sino para sí misma.</p> <p><i>Necesito saber quién me envió esta ropa. Si fue un regalo de Leofrico, significa una cosa. Si Violante o Leovigildo las robaron, significa otra. Si pregunto, y fue un robo, los matarán. Así que no puedo preguntar.</i></p> <p><i>Muy bien, no pregunto. Solo es otra cosa que no sé. Puedo aguantarlo.</i></p> <p>Uno de los hombres le dijo algo a Teudiberto mientras le señalaba los tobillos. Una sugerencia de sustituir los grilletes, supuso Ash. <i>¿Las manos también?</i></p> <p>El <i>nazir</i> gruñó algo con expresión desagradable y golpeó al hombre.</p> <p>¿Órdenes de no hacerlo? ¿O solo que no había órdenes?</p> <p>La tensión le apretó las entrañas, como la mañana antes de una batalla. Se levantó el pesado manto de lana, se lo colocó alrededor de los hombros, metió las manos desnudas en la tela, les sonrió a Gaiserico y Barbas y salió con paso tranquilo de la celda.</p> <p>Las escaleras de caracol de la casa de Leofrico estaban atestadas de hombres libres con sus mejores galas. El escuadrón de Teudiberto la trasladó a través de la multitud con la mínima alharaca; subieron y salieron al gran patio, marcado por el granizo, donde los esclavos corrían con la cabeza desnuda y resbalaban mientras traían bebidas, estandartes, laúdes, pescado asado, petardos y bandoleras de campanillas. La mercenaria se mordió los labios, y los talones embutidos en las sandalias resbalaban sobre el patio de cuadros cubierto de granizo; se encontró acurrucada entre varios hombres armados que la sacaron a toda prisa a través de un largo arco hacia una calle o callejón sin iluminar.</p> <p><i>Por aquí me metieron en la casa de Leofrico. ¿Hace cuatro días? ¿Solo han pasado cuatro días?</i></p> <p>Gaiserico se paró en seco delante de ella.</p> <p>La mercenaria chocó contra su espalda como una bala de cañón. El camisote del joven estaba cubierto con una larga sobrevesta, la librea de ruedas dentadas de la casa de Leofrico, negro brillante sobre blanco. La empuñadura de la espada del muchacho estaba casi al alcance de su mano. En el mismo instante en el que se dio cuenta, la mercenaria oyó una orden del <i>nazir</i> y sintió que le agarraban las manos y un pequeño trozo de cuerda le ataba las muñecas.</p> <p>Gaiserico dio un paso adelante.</p> <p>Las antorchas, sostenidas en alto, no iluminaban nada delante de ellos salvo las espaldas de otros hombres.</p> <p>Empezaron a avanzar milímetro a milímetro, con la multitud, por las calles estrechas y ciegas de la ciudadela.</p> <p>Ash se encontró tropezando con la basura tirada que pisaba: antorchas quemadas, el zapato de alguien, cintas, un plato de madera tirado. Al tener las manos atadas le costaba conservar el equilibrio y mantenía los ojos bajos para intentar ver bajo la vacilante luz amarilla con qué estaba a punto de tropezar. El lejano reloj de la ciudad repicó dos veces más mientras ella seguía y, con más frecuencia, se paraba, apretada contra los cuerpos del escuadrón de Teudiberto.</p> <p>Ninguno de los jóvenes le puso la mano encima.</p> <p>Con la mirada baja no podía ver hacia dónde se dirigían hasta que estuvieron a punto de llegar. Una humedad fina y helada (que no llegaba a ser granizo) caía del cielo negro sobre los rostros levantados. Allí había teas suficientes, sostenidas por esclavos con la cabeza desnuda que aguardaban sobre un muro redondo y bajo, alrededor de una plaza abierta, que consiguió ver durante apenas el tiempo que dura un flechazo.</p> <p>La luz amarilla caía sobre las cabezas de la multitud y sobre los muros de un edificio que se alzaba, aislado, en lo que debía de ser el centro de la ciudadela. Sus muros dorados, curvados, se levantaban hacia una gran cúpula, muy por encima de la cabeza de Ash. Y un cordón aún más apretado de hombres armados ataviados con los colores personales del califa rodeaban la parte frontal del edificio: la mercenaria apenas podía ver el pavimento desnudo que tenían detrás.</p> <p>Un tumulto ladeó las cabezas de la multitud hacia su derecha. El <i>nazir</i> murmuró algo sin demasiado entusiasmo.</p> <p>—¡Por aquí no, <i>nazir</i> —dijo una voz penetrante y profunda. Ash vislumbró al <i>'arif</i> Alderico que se abría camino a empujones entre la multitud de civiles—. Por atrás.</p> <p>—Señor.</p> <p>El escuadrón volvió a rodear a Alderico. Ash se dio cuenta entonces de que el barbudo soldado visigodo estaba sudando a pesar del frío. En ese momento no podría haber comido, tenía el estómago retorcido como un caballo con un cólico.</p> <p>—He oído que es posible que te unas a nosotros como capitán—murmuró el <i>'arif</i> Alderico con los ojos clavados en lo que tenían delante.</p> <p>Imposible mantener un secreto en una casa llena de esclavos. O <i>soldados</i>, reflexionó Ash. ¿Es verdad o un simple rumor? <i>¡Por favor, que sea verdad!</i></p> <p>—Es lo que hago. Luchar por quien me paga.</p> <p>—Y estarás traicionando a tu antiguo patrón.</p> <p>—Yo prefiero pensar en ello como una realineación de lealtades.</p> <p>El escuadrón de Alderico se abrió paso a empujones a través de una multitud que no disminuyó de forma perceptible mientras rodeaban la muralla de aquel inmenso edificio. Más cerca de los muros, Ash vio que había arcos a intervalos regulares y a través de esos arcos se derramaba la luz y el sonido de unos coros de niños que cantaban; era obvio que las festividades de la toma de posesión todavía no habían terminado, ocho horas después de comenzar el día. La cúpula que tenía encima relucía. Las losetas que escamaban sus curvas parecían estar hechas de oro, la sensación era intensa; y Ash parpadeó, mareada, tanto por el reflejo de la luz de las antorchas en el pan de oro como al darse cuenta de la riqueza que allí había.</p> <p>El escuadrón giró a la izquierda. El <i>'arif</i> Alderico se adelantó y habló con un sargento que vestía una sobrevesta negra. Ash estiró el cuello hacia atrás, aparentemente para contemplar boquiabierta la cúpula, y dejó que su visión periférica hiciera una valoración de los chambelanes, músicos, escuderos y pajes que atestaban la entrada. Todos ellos llevaban lo que pensó que debían de ser sus ropas de invierno, para un invierno como nunca se había vivido en esta cálida costa crepuscular, y temblaban embutidos en finas túnicas de lana; los que tenían dinero se distinguían ahora por las prendas procedentes del norte: vestidos venecianos o jubones de lana inglesa, o capuchas forradas y cofias de lino.</p> <p>El puño de un hombre le propinó un fuerte golpe entre los omóplatos y la joven dio un tropezón que la sacó del granizo y la metió en el edificio y el refugio del arco; estuvo a punto de perder el equilibrio ya que no podía extender las manos atadas para recuperarlo. Si vistiera faldas, se habría quedado espatarrada.</p> <p>—Adentro, zorra —gruñó Teudiberto.</p> <p>—Para ti es «capitán zorra».</p> <p>Alguien disimuló una risita. El <i>nazir</i> no fue lo bastante rápido para ver quién había sido. Ash apretó los labios y mantuvo el rostro impasible. Caminó entre los hombres armados, salió del arco y entró en la sala. Cientos de cortesanos y esclavos atestaban el borde de la sala circular, bajo los arcos.</p> <p>El centro de la sala estaba vacío, salvo un grupo de personas alrededor de un trono.</p> <p>Una vegetación verde salpicaba las losas. A pesar de estar muy pisadas seguían siendo reconocible: hojas verdes de cereal.</p> <p><i>No</i>, se corrigió Ash al tiempo que descartaba la piedra dorada que había sobre su cabeza. <i>Esto es riqueza.</i></p> <p>Examinó los tallos verdes, una capa tan espesa que el suelo apenas se veía. Manchas verdes marcaban las losas del mosaico, allí donde las botas habían resbalado sobre las cañas revestidas de hojas y las cabezas espinosas y verdes del cereal. Una fragancia intensa y amarga saturaba el aire. Cereal verde, traído desde Iberia, supuso la mercenaria; y desperdiciado, solo para la ceremonia, extendido como se extienden los juncos, para mantener limpio el suelo.</p> <p>—<i>Madonna</i> Ash —dijo una voz conocida mientras la apartaban a un lado. Se encontró de pie, atada, con la tropa de Alderico compuesta por cuarenta hombres y con ellos un joven de cabellos enmarañados.</p> <p>—<i>¡Messire</i> Valzacchi!</p> <p>El médico italiano se quitó la gorra de terciopelo y se inclinó todo lo que pudo en medio de una multitud.</p> <p>—¿Cómo está vuestra rodilla?</p> <p>Ash la flexionó con gesto ausente.</p> <p>—Me duele con este frío.</p> <p>—Deberíais intentar mantenerla caliente. ¿La cabeza?</p> <p>—Mejor, <i>dottore</i>. —<i>Como si le fuera a decir que todavía me mareo delante de unos hombres que (oh, dulce Cristo, por favor) podrían estar bajo mi mando dentro de no mucho tiempo.</i></p> <p>—Podrías desatarme, <i>'arif</i>—añadió dirigiéndose a Alderico—. Después de todo, ¿adónde voy a ir?</p> <p>El comandante visigodo le lanzó una mirada breve, entre furiosa y divertida y se volvió hacia sus subordinados.</p> <p>—Merecía la pena intentarlo... —murmuró Ash.</p> <p>Había un óvalo blanco en el suelo ante ella, un poco desviado del centro. Ash levantó la vista. La gran curva interior de la cúpula se elevaba sobre su cabeza, los mosaicos de mármol y oro mostraban a los santos en todo su esplendor: Miguel, Gawaine, Peredur y Constantino. La oscura complejidad de los iconos la derrotaba, y era incapaz de distinguir, a la luz de las antorchas, si eran toros o jabalíes lo que había representado entre los santos. Pero lo que al principio pensó que era un círculo negro a más de veinte metros de altura era, en realidad, una abertura. En el ápice de la cúpula, se abría al cielo una brecha bordeada de piedra.</p> <p>A través del agujero, como si fuera de noche, relucía Capricornio. Una lluvia leve de nieve se filtraba por la rotonda y caía en diagonal tamizando el pavimento salpicado de cereal.</p> <p>El coro de niños empezó a cantar otra vez. Ash dedujo que los chiquillos debían de estar al otro extremo. No podía ver por encima de las cabezas de los hombres que la rodeaban. Unos bancos de roble dispuestos en gradas entre los arcos albergaban a los nobles y sus familias, sus soldados revestían los pasillos, un noble en cada intervalo que separaba los arcos, supuso ella mientras recorría con los ojos la heráldica desconocida.</p> <p>A su derecha, alguien sostenía el estandarte de Leofrico. Allí donde los bancos de roble tallado y pulido se elevaban, la joven reconoció a parte de la familia, pero no vio por ninguna parte a Leofrico.</p> <p>Ante ella, en un gran plinto octogonal situado en el centro de la rotonda, se levantaba el trono del Imperio visigodo. Había un hombre sentado. A aquella distancia la mercenaria no podía distinguirle la cara pero debía de ser el rey califa. Debía de ser Gelimer.</p> <p>Annibale Valzacchi comentó:</p> <p>—Sois una privilegiada, <i>madonna.</i></p> <p>—¿De veras?</p> <p>—No hay ninguna otra mujer presente. Dudo que haya alguna mujer fuera de su casa en todo Cartago. —El joven soltó una risita disimulada—. Dado que soy médico, al menos puedo atestiguar que sois hembra, si no mujer.</p> <p>A pesar del coro y del real acontecimiento, la gente hablaba entre sí. La voz de Valzacchi le llegó suave bajo el zumbido de tres o cuatro mil voces pero con una malicia inconfundible. Ash le lanzó una mirada rápida que absorbió la túnica de lana negra, la tela muy desvaída ya y la orla apagada y sucia de piel de ardilla que bordeaba las ranuras de las mangas abiertas.</p> <p>—¿Nadie paga vuestros honorarios, <i>dottore</i>?</p> <p>—Yo no soy un asesino a sueldo —subrayó Valzacchi con amargura—. Teodorico murió, así que yo me quedo sin mis honorarios. Vos matáis, por tanto están preparados para pagaros. Decidme, <i>madonna</i>, ¿qué clase de justicia cristiana es esa?</p> <p><i>Preparados para pagaros. Oh, dulce Cristo, Cristo Viridianus, que sea verdad y no un simple rumor; si he convencido a Leofrico...</i></p> <p>—Dejadme equilibrar la balanza de la Justicia. Si estoy aquí para ser comprada, compraré también un médico. Habéis dicho que ya habíais trabajado en el campamento de un <i>condottiere</i>. —Un temblor le atravesó el cuerpo, de tal forma que tuvo que apretarse las manos bajo el manto; las cuerdas le irritaban las muñecas. <i>A la Fortuna hay que seducirla, no darle órdenes</i>—. Por supuesto, si estoy aquí para ser ejecutada, no diré nada sobre vos.</p> <p>El médico soltó una risa trémula. Se reía de esta mujer flaca de hombros anchos vestida como un hombre, con el cabello plateado y brillante demasiado corto incluso para un hombre, tan corto como el pelo rapado de un esclavo.</p> <p>—No —dijo el joven—. Prefiero ganarme mi oro curando, aunque últimamente el oro haya sido cobre. Os haré una pregunta, <i>madonna</i>, que le hice a mi hermano Gianpaulo una vez en Milán. Desde la salida hasta la puesta de sol, ponéis todos vuestros pensamientos, todo vuestro cuerpo y vuestra alma en encontrar formas de quemar casas, contaminar pozos, asesinar ganado, arrancar a los niños no nacidos del vientre de sus madres y cortar piernas, brazos y cabezas de hombres como vos, en el campo de batalla. ¿Cómo es que conseguís dormir por las noches?</p> <p>—¿Cómo es que consigue dormir vuestro hermano?</p> <p>—Antes bebía hasta quedar sin sentido. Últimamente se ha vuelto hacia Dios Nuestro Señor y ahora dice que duerme bajo su misericordia. Pero no ha cambiado de oficio. Mata gente para ganarse la vida, <i>madonna.</i></p> <p>Había algo en el rostro de aquel hombre que por fin desencadenó un recuerdo.</p> <p>—¡Mierda! ¡Sois el hermano del Cordero! <i>Agnus Dei</i>, ¿verdad? No sabía que se llamara Valzacchi.</p> <p>—¿Lo conocéis?</p> <p>—Hace años que conozco al Cordero. —Extrañamente animada, Ash sonrió y sacudió la cabeza.</p> <p>Annibale Valzacchi repitió:</p> <p>—¿Y cómo es que podéis dormir por la noche, después de lo que hacéis? ¿Bebéis?</p> <p>—La mayor parte de la gente que empleo bebe. —Ash se encontró en la mirada masculina con unos ojos limpios, oscuros y fríos—. Yo no. No me hace falta, <i>dottore</i>. Hacer esto no me molesta. Nunca me ha molestado.</p> <p>Una voz conocida dijo algo desde el otro lado del cordón de soldados del <i>nazir</i>. Ash no entendió lo que decía pero se puso de puntillas para intentar ver quién era. Ante su sorpresa, el <i>nazir</i> Teudiberto gruñó:</p> <p>—¡Dejadle pasar! Pero registradle primero. No es más que el <i>peregrinan Christus<a data-bs-toggle="modal" data-bs-target="#notesModal" type="note" href="#nota41">41</a>.</i></p> <p>El niño soldado Gaiserico le dijo de repente, al oído:</p> <p>—¡El viejo Teudo está cagado de miedo, señora! Cuenta con que le favorezcas más tarde si te permite ver ahora a un sacerdote.</p> <p>Las grandes manos de Godfrey Maximillian agarraron las suyas con calidez.</p> <p>—¡Niña! Alabado sea Dios, vives.</p> <p>Bajo la tapadera de una sonora bendición en latín y las mangas de su túnica verde, Ash sintió que los dedos de Godfrey se movían a toda prisa por sus muñecas y aflojaban los nudos de la cuerda. Su rostro barbudo e inocente permanecía impasible, como si sus manos actuaran sin su consentimiento. La mercenaria volvió a cubrirse las manos recién liberadas con el manto que la envolvía, con un gesto distraído y rápido como si fuera algo que habían estado practicando, como máscaras en una obra de teatro. La nuca le escocía por el calor y el sudor del esfuerzo que le suponía no mirar si lo había notado alguien.</p> <p>—¿Participaste en los ocho oficios que se celebraron aquí, Godfrey?</p> <p>—Soy demasiado herético para ellos. Es posible que predique, si es que esta ceremonia termina alguna vez. —A Godfrey Maximillian le brillaba la frente. Se dirigió entonces a Annibale Valzacchi, que aguardaba detrás de la mercenaria—. ¿Ese hombre es califa ya, o no?</p> <p>El médico movió los hombros con un gesto muy italiano.</p> <p>—Desde esta mañana. Lo demás no han sido más que consagraciones.</p> <p>Ash miró al otro lado del suelo cubierto de cereal. Alrededor del trono se estaba haciendo algo que tenía que ver con sacerdotes, hombres de un color gris hierro ataviados con túnicas verdes hacían algo alrededor del lord <i>amir</i> Gelimer. La mercenaria forzó la vista e intentó enfocar la cara, con la convicción infantil de que un hombre tendría que tener un aspecto diferente después de ungirle con los óleos sagrados, después de dejar de ser un hombre para convertirse en rey.</p> <p>¿Lo he conseguido? ¿He ganado mi apuesta?</p> <p>Miles de velas calentaban el aire, haciendo que casi estuviera incómoda dentro de su cálido manto y arrojando una luz suave y dorada sobre las paredes. La joven levantó la vista hacia el gran rostro de Cristo representado por encima de los santos y los brotes de follaje verdoso que le sobresalían de la boca.</p> <p>Los labios del Cristo rodeaban el agujero circular de la parte superior de la rotonda, como si hubiera abierto la boca hacia una oscuridad cubierta de estrellas.</p> <p>—Cristo Emperador—dijo Ash sin aliento. Le dolía el cuello de mirar hacia arriba. Sentía retortijones en las tripas; de miedo e impaciencia, más que de hambre.</p> <p>—La Boca de Dios. Sí. Aquí en Cartago lo prefieren como era cuando gobernaba sobre los romanos —murmuró Godfrey Maximillian con el brazo apretado contra el hombro femenino, su cuerpo cálido y reconfortante a su lado—. ¿Son ciertos los rumores?</p> <p>—¿Qué rumores? —sonrió Ash.</p> <p>La joven creyó haber conseguido la expresión correcta, una mezcla de deferencia y complacencia. Desde luego, Annibale Valzacchi le lanzó una mirada de desprecio. <i>Florian vería la verdad de inmediato</i>, pensó. Una mirada sesgada le aseguró el silencio cómplice de Godfrey.</p> <p><i>Leofrico no me habría traído aquí si no planeara hacer algo conmigo. Pero ¿qué? ¿Le puede importar que piense en sí mismo como padre, el padre de la Faris, el mío?</i></p> <p><i>Pero yo no soy la Faris.</i></p> <p><i>Y Gelimer es ahora el califa.</i></p> <p>Ash cambió de postura, fue un movimiento ligero que hizo que dos de los <i>nazirs</i> de Alderico la miraran. Para ellos quedó patente que la mercenaria estaba intentando ver a su lord <i>amir</i> entre los familiares que atestaban los bancos. Las manos no se acercaron a las empuñaduras de las espadas.</p> <p>Por fin vio a Leofrico con un codo apoyado en el brazo de su silla de nogal tallado, en la parte superior de los bancos situados a la izquierda del arco. Estaba hablando con alguien, un joven ricamente vestido —¿Un hijo? ¿Un hermano?—, pero tenía los ojos clavados en algo que tenía delante, en el trono del rey califa, y en Gelimer. Ash lo miró fijamente, pues quería que Leofrico la mirara.</p> <p>Los hombres sentados que lo rodeaban se inclinaban hacia delante, hablando en voz baja. Las espaldas masculinas la aislaban de Leofrico. Hombres con túnicas, hombres con cota de malla; sacerdotes de la casa con sus altos tocados.</p> <p>—¿No son una visión espléndida? —le susurró al oído una voz goda gutural. Gaiserico otra vez.</p> <p>Ash, sobresaltada, estudió el rostro del muchacho y luego a los hombres apiñados bajo el estandarte de la rueda dentada negra. Hombres nobles vestidos con túnicas de lana cosidas a toda prisa y gonelas de piel, hombres maduros ataviados con hopalandas de terciopelo de nueve metros; caballeros con camisotes de malla. Espadas, dagas, monederos de cuero engastados, botas de montar; la mercenaria sabe lo que se paga para que te las hagan y lo que se consigue cuando se vende ese botín.</p> <p>Sabe lo que es ir descalza, tener una sola camisa de lana y comer cada dos días.</p> <p>Cuando mira a Gaiserico, sabe que procede obviamente de una aldea de dos chozas, o de una granja con suelos de tierra, una habitación para las personas y otra para la cerda y la vaca... De una familia de hombres libres acomodados, pues su rostro no tiene las arrugas tempranas de la desnutrición.</p> <p>—¿Y el rey? —susurró Ash.</p> <p>El rostro del muchacho relucía con una expresión de adoración reservada para los sacerdotes que, ante el altar, elevan pan y bajan carne.</p> <p>—Ese no es ningún viejo. No querrá que dejemos de luchar.</p> <p>Nueve décimas partes del mundo cultivado son bosques, campos desnudos, chozas de listones y yeso, sabañones y hambre; muertes por enfermedades prematuras o accidentes, y jamás el tacto de una tela más suave que la lana tejida al lado del hogar del invierno. Por eso merece la pena atarse metal al cuerpo y enfrentarse a las hojas duras de las hachas y al acero punzante de las flechas de aguja. O al menos para Gaiserico. Merece la pena encontrarse ahora en una ciudad de sesenta mil personas mientras coronan a su rey ante los ojos de Dios.</p> <p><i>¿Y para mí?</i>, pensó Ash. <i>¿Merece la pena para no pasarme la vida metida en barro hasta las rodillas? ¿Incluso si al final me traen aquí, sin saber lo que me va a pasar, solo que lo decidirán los próximos minutos? O sí. Sí.</i></p> <p>La mano de Godfrey Maximillian se cerró alrededor de su brazo. Un estallido de clarines hizo pedazos la canción de los niños y desgarró la enorme cúpula de aire que tenían sobre la cabeza. Temblaron todas las llamas de las velas de cera; velas olorosas tan gruesas como el muslo de un hombre. Una explosión de tensión atravesó la sangre de la mercenaria y se llevó las dos manos al cinturón. Sus manos, ellas solas, echaron de menos el tacto de las empuñaduras de la espada y la daga, de la misma forma que su cuerpo echó de menos el peso de una armadura protectora.</p> <p>Desde todas las direcciones del salón empezaron a entrar los hombres.</p> <p>La mercenaria vislumbró por un instante, en la parte delantera de la multitud, los rostros de los hombres. Rostros pálidos, barbudos; jóvenes y viejos pero todos, todos, varones. Avanzaron desde cada arco, dejando vacíos los pasillos que había delante de los bancos, de tal forma que grandes radios de suelo vacío salvaban la distancia que había entre los asientos elevados de los lords <i>amir</i> y el trono del rey califa. En el medio, hombres que podrían ser comerciantes, dueños de barcos, grandes importadores de especias, grano y seda, atestaban el espacio codo con codo, ataviados con sus mejores galas.</p> <p>Los clarines siguieron sonando, cada estallido, más agudo que el anterior, le destrozaba los oídos. Ash sintió que empezaban a llenársele los ojos de lágrimas pero no podía decir por qué. La figura distante del rey califa, envuelta en sus túnicas de tela de oro, se puso en pie y levantó los brazos.</p> <p>Cayó un silencio sobre la sala.</p> <p>Un barbudo guerrero visigodo exclamó algo, palabras que la mercenaria no entendió. En el extremo más alejado de la cúpula, donde otra gran casa aguardaba en orden, hubo una agitación, hombres que se ponían en pie, estandartes que se elevaban, espadas que se desenvainaban, un grito profundo. Y luego se adelantaron, bajaron los escalones del mosaico cubierto de grano y anduvieron hacia el trono; todos y cada uno iban cayendo de rodillas cuando un lord <i>amir</i> y su casa juraban al unísono fidelidad al gobernante del Imperio visigodo.</p> <p>Una agitación de preparativos parecidos sacudió la tropa de Alderico. Ash examinó de golpe el espacio que ocupaba el lord <i>amir</i> Leofrico en la rotonda. Se izaron estandartes, que dejaron su estela en los mástiles pintados y claveteados. El <i>nazir</i> Teudiberto levantó un pendón. Alderico hizo algún comentario rápido y profesional a otro de los <i>'arifs</i> de Leofrico, que esbozó una amplia sonrisa. Resonó un gran crujido de telas cuando se adelantaron todos los caballeros y hombres de armas para situarse en los puestos previamente asignados; y Ash se levantó el sombrero y se descubrió la cabeza como el resto de la casa de Leofrico. Con un gesto inconsciente estiró los hombros e irguió la cabeza.</p> <p>—¡Sois como los caballos de guerra de mi hermano! —murmuró Annibale Valzacchi, asqueado.</p> <p>Ash se sorprendió experimentando un extraño momento de comprensión y sacudió la cabeza.</p> <p>—Tiene razón. El <i>dottore</i> tiene razón.</p> <p>Godfrey Maximillían levantó una de las manos y le rozó el pelo cortado. Godfrey dijo con tono dolorido:</p> <p>—Estoy aquí. Pase lo que pase. No estarás sola.</p> <p>Los hombres que los rodeaban empezaron a moverse. Los cuernos hicieron estallar el aire. Mientras avanzaba a tropezones al lado de Godfrey, Ash dijo sin mirarlo:</p> <p>—Tú no eres ningún caballo de guerra. ¿Cómo consigues permanecer en un campo de batalla, Godfrey? ¿Cómo puedes soportar las matanzas?</p> <p>—Por ti. —Las palabras de Godfrey le llegaron apresuradas y no pudo verle la cara por culpa de la presión de la gente—. Por ti.</p> <p><i>¿Qué demonios voy a hacer con Godfrey?</i></p> <p><i>A</i> su alrededor había más gente, hombro con hombro. Ash vio, por encima de la cabeza de algunos de ellos, que Leofrico debía de tener seiscientos o setecientos hombres allí.</p> <p><i>¡Ya sé lo que falta!</i></p> <p>Buscó por toda la sala, miró los estandartes pero no vio ningún pendón blanco con una media luna roja.</p> <p>No había ningún turco, no habían venido a ver la coronación.</p> <p>Pero yo creí que en Auxonne... Creí que debían de haberse aliado... ¿Me equivoco?</p> <p>Lo que sí vio, en la multitud que la precedía, fue un estandarte conocido, verde y dorado: la librea de Fernando del Guiz. Y entonces, a su alrededor, los hombres empezaron a arrodillarse y ella se arrodilló con ellos, sobre el olor amargo del cereal aplastado, el aire frío en la nuca, el granizo cayéndole por la Boca de Dios que tenía encima.</p> <p>Estiró el cuello hacia atrás una vez para ver las estrellas en medio de la negrura; y los grandes rizos de follaje que salían en espiral de su boca, bajaban por la cúpula curvada y se enrollaban alrededor de los santos vestidos con armadura y la parte superior de unos pilares rechonchos, acanalados como papiros. Un viento frío se le metió en los ojos. Con un sobresalto se dio cuenta de que Leofrico estaba hablando.</p> <p>—Sois mi señor, Gelimer. —Su voz cascada, tranquila, se hizo audible por encima del susurro del aliento de mil hombres—. Por la presente juro, como mis padres juraron, honor y lealtad al rey califa; promesa que me obliga a mí y a mis herederos hasta el día de la Venida de Cristo, cuando se curarán todas las divisiones y todos los gobiernos se entregarán a su reino. Hasta ese día, yo y los míos lucharemos como vos nos ordenéis, Rey Gelimer; buscaremos la paz donde deseéis y nos afanaremos siempre por vuestro bien. Así yo, Leofrico, lo juro.</p> <p>—Así yo, Gelimer, acepto vuestra lealtad y constancia.</p> <p>El rey califa se puso en pie. Ash levantó la cabeza muy poco y se asomó por debajo de las cejas para ver a Leofrico, que se adelantaba con cautela y abrazaba a Gelimer. Ahora que estaba cerca de la parte delantera veía los escalones octogonales que subían hasta el antiguo trono negro, con sus florones de madera tallada y los soles en bajorrelieve. Y los rostros de los hombres.</p> <p>La estrechez de la cara de Gelimer no había mejorado demasiado vistiendo al hombre con una hopalanda de tela dorada guarnecida de armiño, pensó Ash; <i>y puedes trenzarle tanto hilo de oro en la barba como quieras, pero eso no va a hacer que parezca más majestuoso</i>. Esa idea le proporcionó un consuelo extraño, parcial. Gelimer, de pie ante ella, con los brazos alrededor de Leofrico con gesto formal mientras lo besaba en ambas mejillas, podría parecerse a un muñeco hierofántico. Pero por el momento, no solo los hombres de su propia casa, sino Alderico y Teudiberto y todos los demás, sacarían las espadas y lucharían donde él indicase.</p> <p>—Durante el tiempo que dure... —Ash apretó los labios—. ¿Tú qué crees, Godfrey? ¿Un «accidente de caballo»? ¿O «causas naturales»?</p> <p>Con un susurro igual de suave, Godfrey Maximillian dijo:</p> <p>—Cualquier rey es mejor que ninguno. Mejor que la anarquía. Tú no has estado fuera, en la ciudad, estos últimos días. Se han cometido asesinatos.</p> <p>Los sonoros intercambios formales le permitieron una respuesta rápida.</p> <p>—Dentro de un minuto podría haber un asesinato aquí... salvo que lo llamarán ejecución.</p> <p>—¿No puedes hacer nada?</p> <p>—¿Si he perdido? Intentaré huir. No pienso irme en silencio. —La joven le agarró la mano al sacerdote por debajo del manto, se la apretó y lo miró con los ojos brillantes—. Que te dé un ataque. ¡Lanza una profecía! Distráelos. Pero tienes que estar preparado.</p> <p>—Creí... Pero... ¿Qué te iba a contratar? ¡Tiene que hacerlo!</p> <p>Ash se encogió de hombros, a sacudidas por culpa de la tensión.</p> <p>—Godfrey, quizá al final no pase nada. Quizá nos demos todos la vuelta y salgamos de aquí como en un desfile. Estos son los señores del reino, ¿a quién le importa un <i>condottiere</i>?</p> <p>Leofrico dio un paso atrás y se apartó del rey califa con el paso lento mientras caminaba hacia atrás y bajaba las escaleras bajas del trono. Una cinta de oro relucía bajo la luz de las velas y le sujetaba el cabello blanco. El pomo dorado y la empuñadura de la espada también reflejaban la luz; y las manos enguantadas relucían con el esplendor de las esmeraldas y los zafiros cortados en forma de bóveda.</p> <p>A los pies de los escalones se detuvo, hizo una pequeña reverencia y empezó a darse la vuelta.</p> <p>—Nuestro señor Leofrico. —El Rey Califa Gelimer se inclinó hacia delante en el trono—. Acepto vuestra lealtad y vuestro honor. ¿Por qué, entonces, habéis traído una abominación a la casa de Dios? ¿Por qué hay una mujer con vuestra casa?</p> <p><i>Oh, mierda</i>. A Ash le dieron un vuelco las tripas. <i>Conozco una pregunta sugerida cuando la oigo. Ahí está la excusa formal para la ejecución, si Leofrico no habla en mi favor. Ahora...</i></p> <p>Leofrico, totalmente calmado en apariencia, dijo:</p> <p>—No es una mujer, mi rey. Es una esclava, mi regalo para vos. Ya la habéis visto antes. Es Ash, otra guerrera-general que oye la voz del Gólem de Piedra y que por tanto puede luchar por vos, mi rey, en vuestra cruzada que ahora termina en el norte.</p> <p>Ash se concentró en el «que ahora termina», tan obsesionada por un segundo, diciéndose, <i>¿ha terminado la guerra en Borgoña? ¿No es más que para halagar a Gelimer?</i>, que no se dio cuenta que Gelimer había empezado a hablar otra vez.</p> <p>—Continuaremos nuestra cruzada. Quedan unas cuantas ciudades herejes, Brujas, Dijon, que aún no se han tomado. —El rostro enjuto de Gelimer esbozó una sonrisa—No tantas, Leofrico, como para que necesitemos someternos al peligro de tener otra general que oye órdenes de batalla de un Gólem de Piedra. A vuestra primera no la haremos volver, dado que ha demostrado ser útil, pero tener otra... No. Podría ocurrir que llegásemos a confiar en ella y que la mujer fracasase.</p> <p>—Su hermana no lo ha hecho. —Leofrico inclinó la cabeza—. Esta es esa capitán Ash que conquistó el estandarte de los Lancaster en Tewkesbury, en las guerras inglesas, cuando aún no había cumplido los trece años. Guió a los lanceros desde el bosque hasta la Pradera Sangrienta<a data-bs-toggle="modal" data-bs-target="#notesModal" type="note" href="#nota42">42</a>. Ha demostrado su valía en muchos campos de batalla desde entonces. Si le doy una compañía de mis hombres, mi señor rey, le será de utilidad a la cruzada.</p> <p>Gelimer sacudió la cabeza poco a poco.</p> <p>—Si es tal prodigio... Los grandes generales se convierten en un peligro para los reyes. Ese tipo de generales debilitan el reino, provocan confusión en la mente del pueblo, que ya no sabe quién es el gobernante legítimo. En ella habéis criado una bestia peligrosa. Por esta razón, y por muchas otras, hemos decretado que vuestra segunda general no debe vivir.</p> <p>El aguanieve caía ahora con más lentitud de la Boca de Dios; los copos blancos flotaban en el aire.</p> <p>—Había pensado que podríais utilizarla como <i>condottiere</i>, mi rey. No es la primera vez que los usáis.</p> <p>—También habíais pensado investigar con la carne de esta mujer. Hacedlo. Es el regalo que me hacéis. Hacedlo. Podéis así tranquilizarnos sobre vuestra otra «hija». Quizá, entonces, se le permita a ella retirarse, viva, cuando esta guerra termine.</p> <p>Ash percibió la chispa de malicia deliberada que había en la voz del Rey Califa Gelimer. Pensó, <i>esto no es algo personal. No por un simple insulto. No el día de su coronación. Demasiado mezquino. Esto no va dirigido a mí, nada de esto.</i></p> <p><i>El objetivo es Leofrico y creo que es el final de una larga campaña.</i></p> <p>Sintió que Gaiserico y Teudiberto cambiaban de postura y se retiraban unos milímetros, todavía de rodillas, dejándola así aislada delante de toda la casa de Leofrico. El bulto de Godfrey Maximillian permanecía, sólido, junto a ella, bloqueando cualquier movimiento que pudiera haber a sus espaldas.</p> <p>El lord <i>amir</i> Leofrico se llevó las manos a la hebilla del cinturón, donde colgaba su larga lengua de cuero, adornada con tachones de oro con la forma de ruedas dentadas. Solo lo podía ver de perfil, no lo suficiente para saber si se había agrietado su fachada de tranquilidad.</p> <p>—Mi rey, han hecho falta dos siglos para conseguir dos mujeres que puedan hacerlo.</p> <p>—Una era suficiente. Nuestra Reconquista de Iberia está completa y pronto habremos completado nuestra cruzada en el norte. No necesitamos —dijo el Rey Califa Gelimer con todo parsimonioso—, no necesitamos a vuestras generales, ni este... regalo.</p> <p><i>No me lo puedo creer.</i></p> <p>La incredulidad la quemaba, falsa y conocida; la misma incredulidad que ve en los ojos de los hombres cuando reciben la estocada definitiva que les asesta ella. Clavan los ojos en la carne abierta, rasgada, en el hueso blanco: <i>¡esto no puede estar pasándome a mí!</i></p> <p>Ash empezó a levantarse. Teudiberto y Gaiserico la agarraron por los hombros. Sin advertir al parecer el movimiento, el lord <i>amir</i> Leofrico contempló a los hombres de la casa del rey que rodeaban el trono y luego volvió a mirar a Gelimer. Ash vio entonces a Fernando, entre dos hombres de armas alemanes, con la barbilla bien afeitada y los ojos enrojecidos. Al lado del Rey Califa Gelimer, un hombre obeso, vestido con una túnica, se inclinó para decir algo a la oreja real.</p> <p>Leofrico dijo con suavidad, como si aún no se hubiera decidido nada:</p> <p>—Nuestro profeta Gundobando escribió: «el hombre sabio no se come la semilla del cereal, la guarda para tener una cosecha al año siguiente». El abad Muthari quizá se lo sepa en latín pero está muy claro. Es posible que necesitéis a mis dos hijas en los próximos años.</p> <p>Gelimer soltó entonces:</p> <p>—Las necesitas tú, Leofrico. ¿Qué eres, sin tus máquinas de piedra y tus hijas visionarias?</p> <p>—Mi rey...</p> <p>—Sí. Yo soy tu rey. No Teodorico. Teodorico está muerto ¡y también el lugar de favor que disfrutabas a su lado!</p> <p>Resonó un zumbido bajo, sobresaltado de voces. Alguien tocó el comienzo de un toque de trompeta. Se interrumpió de forma abrupta. <i>Esto no forma parte de la ceremonia</i>, comprendió Ash. Se estremeció todavía arrodillada.</p> <p>Gelimer se puso en pie. Con las dos manos agarraba el bastón real que había estado sujetando en el regazo.</p> <p>—¡No toleraré que haya súbditos demasiado poderosos en mi corte! ¡Leofrico, la mujer morirá! ¡Y tú te ocuparás de ello!</p> <p>—No soy un súbdito demasiado poderoso.</p> <p>—¡Entonces cumplirás mi voluntad!</p> <p>—Siempre, mi rey. —Leofrico dio un profundo suspiro, con el rostro impasible bajo las luces trémulas de las velas. Parecía demacrado. No había forma de interpretar la expresión de su rostro, el rostro de alguien que había pasado sesenta años en las cortes del rey califa.</p> <p>Ash dejó que se expandiera su campo de visión, amplió el foco como se hace en el campo de batalla para saber qué soldados tenía a su lado, para ver los pasillos bloqueados que salían del edificio, el rostro horrorizado de Fernando, las multitudes que se agolpaban alrededor del trono, el arco a medio flechazo de distancia, a sus espaldas. No había forma de llegar a él a través de los soldados. Era absurdo (con el corazón en la garganta, sudando y el miedo que empezaba a empujarla hacia alguna estupidez definitiva) no intentarlo al menos.</p> <p>La voz de un hombre muy joven, muy nervioso, se oyó en medio del silencio.</p> <p>—Mi señor rey califa, no es ninguna esclava, no es propiedad del lord <i>amir</i> Leofrico. Es una mujer libre. En virtud de su matrimonio conmigo.</p> <p>Godfrey Maximillian, detrás de ella, dijo:</p> <p>—¡Dios Santo en el Madero!</p> <p>Ash se quedó mirando a Fernando del Guiz. Él le devolvió la mirada con expresión dubitativa, un joven caballero alemán en una corte extranjera, brillante con su acero y las espuelas doradas; los susurros se sucedían a su alrededor. Las ingenuas palabras del joven habían hecho público de pronto el asunto del tratamiento que se iba a dar al territorio conquistado por los visigodos.</p> <p>Ash, con las rodillas doloridas, se puso en pie con cierto esfuerzo.</p> <p>Por un momento se encontró con los ojos de Fernando. Su aspecto limpio, afeitado y rubio ya había quedado alterado: el color oscuro bajo los ojos y arrugas nuevas alrededor de la boca. El noble le lanzó una mirada llena de tristeza; llena de disculpas y terror puro.</p> <p>—Es cierto —Ash se arropó con el manto que le rodeaba los hombros, los ojos húmedos, la sonrisa irónica—. Ese es mi marido, Fernando.</p> <p>Gelimer bufó.</p> <p>—Leofrico, ¿este alemán renegado es vuestro, o nuestro? Siempre se me olvida.</p> <p>—No es nada, mi señor rey.</p> <p>Una mano enguantada, delgada, se cerró sobre el brazo de Ash. Esta se sobresaltó. El lord <i>amir</i> Leofrico la apretó aún más, y el oro de sus anillos la mordió aún a través del manto y el jubón.</p> <p>Aún formal, Leofrico insistió:</p> <p>—Mi rey, habréis oído, como he oído yo, que esta joven ha ganado gran fama como comandante militar en Italia, Borgoña e Inglaterra. Cuánto mejor, entonces, que luche por vos. ¿Qué mejor forma de demostrar vuestro derecho a gobernar el norte que el hecho de que sus propios comandantes luchen en el bando del rey califa?</p> <p>Ya lo bastante cerca de él, Ash vio que Gelimer se mordía el labio inferior; un gesto momentáneo que hizo que aquel hombre no pareciera mucho mayor que Fernando del Guiz. <i>Pero en el nombre de Cristo, ¿cómo consiguió que lo eligieran califa? Pues claro. A algunos hombres se les da mejor conseguir el poder que mantenerlo...</i></p> <p>La voz suave, inofensiva, penetrante, de Leofrico continuó hablando:</p> <p>—Está la esposa del Duque Carlos, Margarita de Borgoña, que aún nos desafía detrás de las murallas de Brujas. Aún no es seguro que el propio duque vaya a morir. Dijon quizá aguante hasta el invierno. Mi hija la Faris no puede estar por toda la cristiandad. Utilizad a esta hija que yo he producido, mi rey, os lo ruego, mientras aún pueda ser de utilidad. Cuando ya no os resulte útil, llevad a cabo vuestra justa condena.</p> <p>—¡Ah, no, de eso nada! —Ash se liberó del brazo del noble visigodo. Dio un paso y se colocó en el espacio que había ante el trono sin darle tiempo al rey califa para hablar.</p> <p>—Mi señor rey, soy una mujer, y una mujer de negocios. El propio Carlos de Borgoña pensó que merecía la pena contratarme. Dadme una compañía, formadla con las tropas de la casa que deseéis (de la vuestra si así lo queréis) y dadme un mes; tomaré cualquier ciudad que queráis que se tome, Brujas o Dijon.</p> <p>Consigue adoptar un aire distinguido, algo que tiene que ver con ser la única mujer presente entre cuatro mil hombres, algo que tiene que ver con su trasquilado cabello plateado y su rostro, idéntico al de su Faris, la que ha ganado ciudades para ellos en Iberia. Posee presencia. Presencia que tiene más que ver con la postura: un cuerpo entrenado para la guerra no se mueve de la misma forma que una mujer encerrada tras barrotes de pétrea tracería. Y la luz que hay en sus ojos y su sonrisa sesgada.</p> <p>—Puedo hacerlo, mi señor rey. Las riñas y las facciones de vuestra corte no son tan importantes como eso. Puedo hacerlo. Y no me matéis al final, pagadme. —Una chispa de luz en los ojos femeninos al pensar en los estandartes de la media luna roja—. La guerra es una presencia interminable en la tierra, mi señor rey y dado que lo es, debéis vivir con los males que representan los capitanes de guerra. Usadnos. Aquí mi sacerdote está listo para tomar el juramento que me pone a vuestro servicio.</p> <p>Gelimer se sentó, un movimiento que Ash pensó que le daba un momento para reflexionar.</p> <p>—En cuanto a eso, no. —Su voz adquirió un tono malicioso más penetrante—. Otra cosa no sé, pero eres una mercenaria que desertará a la primera oportunidad que se le presente.</p> <p>Ash, asombrada, dijo:</p> <p>—¿Mi señor?</p> <p>—He oído hablar de tu fama. He leído los informes que Leofrico dice que proceden de su general, en el norte. Así pues, hay una cosa muy clara para mí. Harás lo que ya hiciste antes, el mes pasado, en Basilea, cuando huiste para unirte al ejército borgoñón. Te llamas a ti misma <i>condottiere</i>, pero ¡rompiste la <i>condotta</i> que tenías con nosotros en Basilea!</p> <p>—¡Yo no rompí ningún contrato!</p> <p>Fue el nombre de la ciudad de Basilea lo que lo provocó. Las voces la ahogaron. A Ash le cayó el estómago a los pies y sintió náuseas. Estalló un sonido: cada hombre le contaba a su vecino alguna historia distorsionada diferente. A su lado, la tez de Leofrico adquirió un tono gris.</p> <p>—¡Pero no es eso lo que ocurrió! —Godfrey Maximillian se levantó con esfuerzo y protestó ante el rey califa—. ¡Ella estaba torturando a Ash! ¡Ella rompió el contrato! No teníamos la menor intención de unirnos a los borgoñones. ¡Ash! ¡Díselo!</p> <p>—Mi señor rey, si quisierais escuchar...</p> <p>—¡Rompes tus juramentos! —anunció el rey califa con cierta satisfacción—. ¿Ves en quién confías, Leofrico? ¡Ella y su marido, los dos! ¡Todos estos francos no son más que bastardos traicioneros en los que no se puede confiar!</p> <p>Godfrey Maximillian apartó a dos soldados del camino con los brazos; Ash lo agarró cuando se acercaba la tropa y obligó al sacerdote a volver con un empujón. Sin que ella lo supiera, su rostro se retorció con una sonrisa amarga. <i>Siempre he querido que me conocieran por toda la cristiandad... Mira de qué sirve la fama.</i></p> <p>—¡Godfrey! ¡No importa lo que pasó! —Lo sacudió con vehemencia—. No importa que mi historia sea verdad. ¿Me ves a mí intentando explicarla? Solo es verdad lo que ellos creen. Por el dulce Cristo, ¡cuándo coño ha importado la verdad!</p> <p>—¡Pero niña...!</p> <p>—Tendremos que llevar este asunto de otra forma. Nos sacaré de aquí.</p> <p>—¿Cómo?</p> <p>El chillido penetrante de un cuerno ahogó su voz. El Rey Califa Gelimer estaba sentado con un brazo levantado. Se hizo el silencio en toda la rotonda. Poco a poco, Gelimer bajó el brazo.</p> <p>—No nos han ungido rey en este día para que podamos debatir con nuestros señores. Leofrico, esta mujer es una traidora confirmada. Será ejecutada. Es un monstruo, por supuesto —Gelimer se recostó en el trono—, que oye voces; como vuestra otra hija, pero vuestra otra hija al menos es leal. Quizá, cuando paséis a esta por el cuchillo, podréis decirnos, mi señor, en qué lugar del corazón se alberga la traición.</p> <p>Un zumbido de risas serviles recorrió la corte.</p> <p>Ash contempló los rostros de los nobles, de los caballeros, los obispos y los abades, de los mercaderes y soldados; y no encontró nada salvo una expresión curiosa, ávida, divertida. No había mujeres, no había esclavos, no había gólems de arcilla.</p> <p>El Rey Califa Gelimer estaba sentado con los dos brazos apoyados en los brazos del trono, las manos delgadas envolvían las hojas talladas, la espalda recta, la barba trenzada sobresaliéndole al mirar a los miles de hombres reunidos bajo el techo del palacio y la gran Boca de Dios que se abría sobre su cabeza.</p> <p>—<i>Amirs</i> de Cartago —la voz de tenor de Gelimer despertó ecos bajo la cúpula—. Habéis oído a uno de los vuestros, al <i>amir</i> de la casa de Leofrico, dudar de nuestra victoria en el norte.</p> <p>Ash fue consciente de que Leofrico se agitaba, irritado y sorprendido, a su lado, y pensó, <i>eso no lo esperaba. ¡Mierda!</i></p> <p>La voz del nuevo rey califa volvió a resonar:</p> <p>—<i>Amirs</i> de Cartago, comandantes del Imperio del pueblo visigodo, no me habéis elegido como ocupante de este trono para que os lleve a la derrota, ni siquiera a una paz débil. La paz es para los débiles. Nosotros somos fuertes.</p> <p>La mirada negra y brillante de Gelimer vaciló como una chispa sobre Ash.</p> <p>—¡Nada de paz! —repitió—. Y no la guerra que luchan los débiles, mis <i>amirs</i>. La guerra de los fuertes. En las tierras herejes del norte, estamos librando una guerra contra Borgoña, la más poderosa de todas las naciones herejes de la cristiandad. La más rica en su abundancia, la más rica en sus ejércitos, la más poderosa con su duque. Y esta Borgoña la conquistaremos.</p> <p>Bajo la vegetación pintada de la Boca de Dios, bajo el borde de piedra que se abría a los diurnos cielos negros de Cartago, cada uno de aquellos hombres guardó silencio.</p> <p>Gelimer dijo:</p> <p>—Pero no nos conformamos solo con conquistar. No nos limitaremos a derrotar a Borgoña, la más poderosa de las naciones. Asolaremos Borgoña por completo. Nuestros ejércitos se abrirán camino hacia el norte quemándolo todo, desde Saboya hasta Flandes. Cada campo, cada granja, cada aldea, cada pueblo, cada ciudad, lo destruiremos todo. Cada hereje noble, obispo y aldeano, los destruiremos. Y al gran duque de Borgoña, al gran duque conquistador y a toda su raza los mataremos. A él, a sus herederos, a sus sucesores, hasta el último hombre, mujer y niño, los mataremos. Y con este ejemplo, mis <i>amirs</i>, seremos los señores supremos de la cristiandad y nadie se atreverá a disputarnos nuestros derechos.</p> <p>Un rugido la inundó cuando el rey pronunció la última palabra. Gaiserico esbozó una amplia sonrisa y chilló al lado de la mercenaria. El <i>'arif</i> Alderico dio un gran grito. Ash hizo una mueca ante el ruido profundo de miles de gargantas masculinas; un grito que ha oído en los campos de batalla pero que ahora, cuando rebota sobre ella desde las paredes de la cúpula, la asusta; se retuerce por su vientre frío junto con el miedo que siente por su vida.</p> <p>Godfrey le susurró al oído:</p> <p>—Ya lo entiendo. Así consiguió que lo eligieran. Retórica.</p> <p>El ruido empezó a morir, sus ecos empezaban a desaparecer ante el trono que ocupaba el centro de la sala. Los hombres de la casa de Leofrico permanecían de pie, imperturbables, bajo sus estandartes.</p> <p>El rey califa se inclinó hacia Leofrico:</p> <p>—¿Lo veis, <i>amir</i>? Tenemos, todavía, el consejo del Gólem de Piedra: que Borgoña será destruida como ejemplo para todos los demás. El Gólem de Piedra ha sido guía y consejero de muchas generaciones de reyes-califa, durante más años de los que hemos utilizado a tu mujer general. Y en cuanto a tu segunda bastarda-esclava, ya no la necesitamos. Acaba con ella.</p> <p>Las últimas gotas frías de aguanieve, caídas desde el abismo que tenía sobre la cabeza, marcaron las cicatrices de Ash. El calor de las velas y el viento frío del exterior la hicieron estremecer. La fuerza de una emoción creció en su vientre; algo que sabía por experiencia que podía convertirse en un miedo paralizante o en una hipertensión lista para actuar.</p> <p><i>¿Qué dirán en las crónicas? «La ascensión del Rey Califa Gelimer al trono se celebró con la ejecución de una mercenaria renegada...</i>»</p> <p>—¡No! —escupió en voz alta—. ¡Que me condene si voy a morir aquí como parte de las celebraciones de alguien! Leofrico...</p> <p>—Calla —rechinó él. Olía a sudor, ahora, bajo las suntuosas túnicas.</p> <p>Ash empezó a susurrar.</p> <p>—Una tropa de la casa, espadas, chafarotes; una salida; una mujer desarmada...</p> <p>Antes habría sido un acto automático, después de una década; llamar a su voz, pedir ayuda con las tácticas. <i>No puede evitar que le haga preguntas al Gólem de Piedra, no puede evitar que me responda...</i></p> <p><i>¿O sí puede?</i></p> <p>El recuerdo suprimido por el miedo del repentino silencio que se había hecho en su cabeza, cuando cabalgaba entre las pirámides y las esfinges a las afueras de la ciudad, le provocó un escalofrío mental. <i>Pero pienso hablar, ¿qué otra alternativa me queda?</i></p> <p>Se mordió el labio, se dispuso a hablar y se detuvo al ver que Leofrico volvía a hacerlo.</p> <p>—Muy bien. Si así lo deseáis. Mi señor rey —dijo el anciano lord <i>amir</i> Leofrico con decisión—, considerad solo una cosa más antes de pronunciar vuestra sentencia. Si le permitís librar la guerra por vos, esta mujer no huirá. No tiene a donde ir.</p> <p>—¡Ya he pronunciado mi, nuestra, sentencia! —Gelimer habló con aspereza y luego con una débil curiosidad—. ¿A qué os referís con que «no tiene a donde ir»?</p> <p>—Quiero decir, mi señor rey, que la próxima vez no puede volver huyendo a su compañía. Ya no existe. Los masacraron en el campo de Auxonne, hace tres semanas. Muertos, hasta el último hombre. Ya no hay compañía del León Azur a la que pueda acudir. Ash sería, debe serlo, fiel solo a vos.</p> <p>Ash oyó la palabra «masacre». Por un segundo solo podía pensar, confundida, <i>¿qué significa esa palabra? Significa «muertos». No puede querer decir «muertos». Debe de estar utilizando la palabra equivocada. Esa palabra debe de significar también otra cosa.</i></p> <p>Y en ese mismo instante oyó el gruñido de dolor de Godfrey a sus espaldas al darse cuenta de la realidad; y giró en redondo para clavar los ojos en el <i>'arif</i> Alderico, en Fernando del Guiz, en el lord <i>amir</i> Leofrico.</p> <p>El barbudo comandante visigodo, Alderico, tenía los brazos cruzados y su rostro no revelaba ninguna emoción. <i>Le ordenaron que no me dijera nada, ¿fue por eso? Pero él no estaba allí, en el campo de batalla, no sabría si es verdad...</i></p> <p>Fernando solo parecía asombrado.</p> <p>Y el rostro de lechuza sorprendida de Leofrico, pálido bajo la pálida barba, no mostraba nada más que un esfuerzo indefinible.</p> <p><i>Está luchando por su vida política, por mantener su base de poder, que es el Gólem de Piedra y la general (y yo), diría cualquier cosa...</i></p> <p>El Rey Califa Gelimer dijo de mal humor:</p> <p>—¡Aquí no ha habido más que frío desde que esa hija tuya olvidada de Cristo, la general, se fue al norte! ¡No soportaremos más esta plaga, esta maldición! Otra no. ¿Quién sabe si esta no podría dejarnos congelados como el crudo norte? ¡Se acabó, Leofrico! ¡Ejecútala hoy mismo!</p> <p><i>Leofrico dirá cualquier cosa.</i></p> <p>Una voz salió desgarrada de su interior, una voz que no reconoció, que no sabía que iba a oír, hasta que se encontró gritando.</p> <p>—¡Qué le ha pasado a mi compañía!</p> <p>El pecho le ardía; le dolía la garganta. El pálido rostro de Leofrico empezó a girarse hacia ella, los hombres de Alderico se movieron con la orden brusca del <i>'arif</i> Gelimer se había vuelto a poner en pie sobre el estrado.</p> <p>—¿Qué le ha pasado a mi compañía?</p> <p>Ash se lanzó hacia delante.</p> <p>Unos brazos como los de un oso la envolvieron desde atrás: era Godfrey que había apoyado su mejilla húmeda en la de Ash. Dos de los miembros del escuadrón de Teudiberto la arrancaron de los brazos del sacerdote y con los puños blindados la golpeaban con eficiencia en las tripas y en el riñón.</p> <p>Ash gruñó, se retorció y se dejó caer, sujeta por ellos.</p> <p>El suelo nadaba ante sus ojos: los tallos embarrados de grano pisoteados sobre los mosaicos de la Jabalí y su carnada. Derramó lágrimas y mocos por la nariz; solo podía oír el ruido que hacía ella, el mismo ruido que hacen todos los hombres durante una paliza.</p> <p>—¿Qué... pasó...?</p> <p>Un puño embutido en metal le propinó un golpe en la mandíbula. La joven dio una sacudida y cayó hacia atrás, sostenida solo por los hombres que la sujetaban, Gaiserico, Fravitta; tenía las rodillas de goma. Los enormes rasgos del Cristo Verde nadaban ante sus ojos, sobre ella, cuando cayó de espaldas.</p> <p>La tiraron boca abajo en el suelo de piedra.</p> <p>Ash, con las palmas apoyadas en las losas heladas, levantó la cabeza y se quedó mirando al lord <i>amir</i> Leofrico. Sus ojos pálidos y desvaídos se encontraron con los de ella; no había nada en ellos salvo una leve condena.</p> <p>En un momento de completa claridad, Ash pensó, <i>podría estar mintiendo. Podría decirlo para convencer a Gelimer de que me permita vivir</i>. Y <i>podría decirlo para convencer a Gelimer de que me permita vivir porque es verdad. No tengo forma de saberlo.</i></p> <p><i>Puedo preguntarlo. ¡Le obligaré a decírmelo!</i></p> <p><i>A</i> través de unos labios partidos e hinchados, Ash habló con una exactitud instantánea, precisa:</p> <p>—El campo de batalla de Auxonne, el vigésimo primer día del octavo mes, la unidad con el León Azul sobre un campo dorado, ¿cuáles son las bajas de la batalla?</p> <p>El rostro de Leofrico adquirió una expresión irritada.</p> <p>—Amordázala, <i>nazir.</i></p> <p>Dos soldados intentaron cogerle la cabeza desde atrás. Ash se dejó caer hacia delante, inerte, y se golpeó los hombros, los codos y las rodillas contra el suelo de piedra. En los pocos momentos que tardaron en levantarla, con el cuerpo lacio en vano, gritó con violencia:</p> <p>—Auxonne, unidad con la librea del León Azul, ¿qué bajas hay?</p> <p>Oyó la voz repentina y clara en su cabeza:</p> <p>—Información no disponible.</p> <p>—¡No puede ser! ¡Dímelo!</p> <p>Sintió que la levantaban, agarrada entre dos hombres. La mano de alguien le apretó con fuerza la boca rota, y también la nariz. La mercenaria intentó aspirar una bocanada de aire, la sala iluminada por las velas se oscurecía aún más ante ella.</p> <p>La mano seguía tapándole la cara, inamovible.</p> <p>Incapaz de respirar, incapaz de hablar, bramó furiosa a través de los labios aplastados, contra el guante que la sofocaba.</p> <p>—Lo sabes, ¡tienes que saberlo! ¡La Faris te lo habrá contado...!</p> <p>Nada parecido a una voz salió de su garganta.</p> <p>Unas chispas bailaron ante sus ojos y bloquearon la corte. No oía ninguna voz en su cabeza. Intentó cerrar las mandíbulas y sintió la raspadura de unos anillos de metal contra los dientes. Se atragantó con la sangre de sabor metálico que estaba a punto de tragar. Le dio la tos, tuvo arcadas; los hombres seguían sujetándola, con fuerza mientras ella intentaba soltarse, respirar, se ahogaba.</p> <p><i>Voy a saberlo.</i></p> <p><i>Si no puedo hablar, entonces... escucharé.</i></p> <p>Dejó que el miedo y la impotencia la inundaran, se obligó a tranquilizarse, a quedarse muy quieta en medio del dolor corporal y la agonía mental.</p> <p>No vio nada salvo el dibujo de las venas del interior de sus párpados, impresas en el mundo exterior. Le ardían los pulmones.</p> <p>Hizo un esfuerzo feroz. Se puso a escuchar, no un acto pasivo sino algo violentamente activo. Sintió como si estuviera empujando algo, o tirando de ello; subía por una cuerda, o bajaba con un hacha.</p> <p><i>Voy a saberlo. Voy a oírlo.</i></p> <p>Su mente hizo algo. Como una cuerda rota, todo su ser sufrió una sacudida; ¿o fue un menisco el que cedió de repente y la dejó atravesar alguna barrera?</p> <p>Sintió un tirón, en esa parte de su ser en la que siempre había pensado como algo que compartía con su voz, su santo, su guía, su alma.</p> <p>Un rugido pulverizador sacudió el mundo.</p> <p>Las paredes del edificio se movieron.</p> <p>Una voz explotó por su cabeza:</p> <p>—¡NO!</p> <p>El suelo sólido se levantó bajo sus pies, como si se encontrara de nuevo en la cubierta de un barco, en medio del mar.</p> <p style="page-break-before: always; line-height: 0%"> </p> <title style="margin-bottom: 2em; page-break-before: avoid; margin-top: 15%"> <p>Capítulo 5</p></h3> <p></p> <p>Las losetas del mosaico se estremecieron bajo los pies de Ash.</p> <p>—¿QUIÉN ES?</p> <p>—ES UNA...</p> <p>—TRIUNFAMOS...</p> <p>La mercenaria dio un traspié, tropezó, mateada; no veía más que chispas amarillas. El mundo sólido se sacudía. En medio de un rugido... ¿que solo oía en su mente? ¿En el mundo?... Eran muchas las voces que se estrellaban contra su cabeza:</p> <p>—BORGOÑA DEBE CAER...</p> <p>—NO ERES NADA...</p> <p>—¡TU DOLOR, NADA! ¡NO ERES NADA!</p> <p>En ese segundo, Ash lo comprendió todo: <i>No es una voz.</i></p> <p><i>No es una voz... son voces. No es mi voz. ¡Dulce Jesús, estoy oyendo más de una voz! ¡Qué me está pasando!</i></p> <p>Un rugido áspero sacudió el suelo debajo de ella igual que un perro sacude una rata.</p> <p>Sacó los brazos de debajo del manto que le enredaba el cuerpo, le dio un fuerte codazo a Teudiberto en las costillas, embutidas en la cota de malla, lo que le provocó una buena sacudida en el hombro. Araño la mano del hombre que le tapaba la boca y se rompió las uñas en la malla del guantelete.</p> <p>—¿QUÉ ES LO QUE NOS HABLA?</p> <p>—ES UNA DE LAS DE CORTA VIDA, ATADAS POR EL TIEMPO.</p> <p>—NOSOTROS NO ESTAMOS ASÍ LIMITADOS, ASÍ CONSTREÑIDOS.</p> <p>—¿ES LA <i>MACHINA REI MILITARIS</i><a data-bs-toggle="modal" data-bs-target="#notesModal" type="note" href="#nota43">43</a>?</p> <p>—¿ES LA QUE ESCUCHA?</p> <p>La mano que le tapaba la cara desapareció de repente.</p> <p>Ash cayó de rodillas y aspiró una gran bocanada de aire sin que nada se lo impidiera. El olor a mar le llenó las aletas de la nariz y la boca: salado, fresco, aterrador.</p> <p>—¿Quién eres? ¿Qué es esto? —Cogió aire, gritó— ¿Qué le pasó a mi compañía en Auxonne?</p> <p>—AUXONNE CAE.</p> <p>—¡BORGOÑA CAE!</p> <p>—BORGOÑA DEBE CAER.</p> <p>—LOS GODOS ERRADICARÁN HASTA EL ÚLTIMO RASTRO QUE QUEDE SOBRE LA TIERRA. ACABAREMOS, DEBEMOS ACABAR, CON BORGOÑA, ¡COMO SI NUNCA HUBIERA EXISTIDO!</p> <p>—¡Callaos!</p> <p>Ash chilló, consciente de que el ruido de voces estaba en su cabeza y que un ruido más grande estaba desgarrando la sala: el rugido crujiente de algo que se rompe en mil pedazos.</p> <p>—¿Qué le ha pasado a mi gente? ¡Qué!</p> <p>—ACABAREMOS, DEBEMOS ACABAR, CON BORGOÑA, ¡COMO SI NUNCA HUBIERA EXISTIDO!</p> <p>—¡Voz! ¡Gólem de Piedra! ¡Santo! ¡Ayúdame! —Ash abrió los ojos, sin saber hasta entonces que los había apretado de pura concentración.</p> <p>Los candelabros de hierro se habían caído, las llamas amarillas dibujaban arcos por toda la inmensa cámara. A su alrededor, los hombres se levantaban de un salto. El humo llenaba el aire.</p> <p>Ash cayó y quedó boca abajo, espatarrada. Las losetas combadas se estremecían bajo sus manos. Escarbó con un pie hasta meterlo debajo del cuerpo, flexionó la rodilla herida y levantó medio cuerpo.</p> <p>Gritó un hombre. Fravitta. El soldado visigodo levantó los brazos y se desvaneció delante de ella. El suelo se partió y se abrió, las losetas del mosaico se desgarraban en bordes desiguales, en una línea que cruzaba el suelo de piedra. Fravitta rodó por el suelo que de repente se inclinó y se desvaneció en la negrura...</p> <p>El mundo entero sufrió una sacudida.</p> <p>La mercenaria se encontró al instante en el centro de una multitud que empujaba y daba codazos; los hombres armados arrancaban las espadas de las vainas y chillaban órdenes; hombres de ley y hombres con oficio reducidos a una masa, con las uñas se abrían camino para volver, para apartarse del trono y alejarse rumbo a las salidas de los arcos.</p> <p>Ash extendió los brazos y se aplastó contra el suelo combado. Unas grietas negras se extendían como arañas por toda la inmensa sala. El cereal pisoteado se ladeó y cayó a montones, junto con los bancos y los hombres ataviados de túnicas que caían de rodillas; se deslizaban por trozos de azulejos de terracota rojos cubiertos de mosaicos que se inclinaban con un estruendo desgarrador.</p> <p>Algo oscuro refulgió por el aire, delante de ella.</p> <p>Ash tuvo un segundo para levantar la mirada y llevarse un brazo a la cabeza con un gesto automático. La Boca de Dios se abrió. Bloques de piedra, pintados con hojas rizadas, cayeron del borde circular y se precipitaron por el aire vacío.</p> <p>Al otro extremo, un cuarto de la cúpula se rompió y cayó del techo.</p> <p>Resonaron los gritos masculinos, aterrados; la mercenaria no veía dónde estaban aterrizando los ladrillos pero los oía, grandes impactos que hacían vibrar el suelo y sacudían el terreno.</p> <p>—¿QUÉ ES LO QUE NOS HABLA?</p> <p>La vibración de su mente se encontró con la del mundo y se fundieron en una sola. Cayó otra sección del tejado. Las estrellas del sur brillaban entre las nubes que corrían por el cielo.</p> <p>Las losas sobre las que ella permanecía se combaron.</p> <p><i>Un terremoto</i>, pensó Ash con una calma absoluta. Se puso en pie y al mismo tiempo dio un paso atrás, mientras extendía la mano y agarraba la manga de la túnica de Godfrey y lo atraía hacia ella con fuerza. Un hedor a heces y orina le llenó la nariz. Se atragantó. Abofeteada por la estampida de los soldados (Teudiberto, Saina) y ensordecida por los gritos de Alderico, «¡A Leofrico! ¡A Leofrico!» y los chillidos de otro <i>'arif, «¡Evacuad la sala!</i>», le lanzó una temblorosa sonrisa a Godfrey.</p> <p>—¡Nos vamos! —Y empezó a retirarse mientras hablaba.</p> <p>Un trozo de yeso cayó y explotó en el suelo a menos de seis metros. Dos grandes pedazos de ladrillo se precipitaron hacia el suelo, parecía que despacio. A la mercenaria se le encogieron las tripas.</p> <p>—¡El médico! —aulló Godfrey.</p> <p>—¡No hay tiempo! Oh, mierda... ¡cógelo! —Ash soltó la túnica de Godfrey. La piedra que caía se estrelló en algún lugar a su izquierda con un ruido parecido al de un cañonazo. Los fragmentos salieron disparados y chocaron contra la multitud. La masa de gente que había entre ella y el lugar del impacto salvó a Ash. La piedra desgarró la carne. Los chillidos y los llantos la ensordecieron. Una marea de movimiento la empujó hacia delante.</p> <p>Se preparó para resistir y se arrodilló. Los cuerpos de varios hombres chocaron contra ella y estuvieron a punto de aplastarla. Un cuerpo con un camisote de malla cayó rodando a sus pies. El niño-soldado Gaiserico, gimiendo, semiinconsciente; la mercenaria le dio la vuelta sin piedad y le desabrochó el cinturón de la espada.</p> <p>—¡Godfrey! ¡Muévete! ¡Vamos, vamos, vamos!</p> <p>Arrodillada, levantó la cabeza a tiempo para ver a Godfrey Maximillian tambaleándose por el suelo, ladeado, con el cuerpo de un hombre que no dejaba de mover el hombro, Annibale Valzacchi, con el rostro convertido en un hematoma ensangrentado.</p> <p><i>¡Oigo más de una voz...! ¿Quién? ¿Qué...?</i></p> <p><i>Si hablan otra vez, moriremos todos...</i></p> <p>Con dedos precisos, se abrochó el cinturón y la vaina, y se acomodó la espada en la cadera al tiempo que se levantaba de un salto y extendía la mano para intentar aliviar a Godfrey de parte del peso del italiano. Los hombres chocaban contra ella al pasar.</p> <p>—¡Nos largamos de aquí! —gritó—. ¡Vamos!</p> <p>El sonido que hacía la piedra al romperse ahogó su voz.</p> <p>Tiene un momento para mirar a su alrededor, a través del polvo y la argamasa que vuela por los aires, y ve que el trono y el estrado han desaparecido, enterrados bajo los revestimientos de mármol de bordes irregulares y mampostería de granito. No hay señales del Rey Califa Gelimer. Vislumbra una cabeza blanca, a lo lejos: Leofrico, al que llevan entre dos soldados; Alderico tras él, el fulgor de su hoja desenvainada entre el humo del aire.</p> <p>Un bloque de piedra curva, tallada, se estrelló en el suelo a nueve metros de ella. Se dejó caer al instante y arrastró a Godfrey y al médico herido con ella.</p> <p>Las astillas de piedra silbaron sobre su cabeza, que enterró entre los brazos. Los fragmentos de piedra rebotaron y le punzaron las piernas.</p> <p>—¡Dulce Cristo, ojalá tuviera un casco! ¡Esto es más peligroso que un combate!</p> <p>—¡No hay forma de pasar! —bramó Godfrey Maximillian con su gran cuerpo apretado contra el de ella en el suelo.</p> <p>Unas multitudes de hombres aterrados, con los dedos engarfiados, bloqueaban cada uno de los arcos más cercanos. La sala ya no tenía luces, ni velas ni antorchas. Unas llamas rojas parpadeaban desde uno de los muros: los tapices bordados habían estallado en llamas. Alguien gritaba por encima del tumulto. Dos voces bramaban órdenes contradictorias. A la izquierda, las espadas se elevaban y caían: un escuadrón de soldados de la casa de algún <i>amir</i> intentaba abrirse camino a cuchilladas para salir al aire libre.</p> <p>—¡No podemos quedarnos aquí! ¡Lo que queda de este lugar se está desmoronando!</p> <p>Un viento frío le llenó de polvo los ojos. Ash tosió. El hedor a alcantarillado se hizo más fuerte. Asintió para sí misma una vez; se puso a gatas y volvió a agarrar el brazo de Annibale Valzacchi.</p> <p>—Muy bien, no hay problema. Seguidme.</p> <p><i>Cualquier decisión es mejor que ninguna.</i></p> <p>El peso muerto del cuerpo de Valzacchi se sacudía mientras tiraban de él sobre los escombros, Godfrey Maximillian gateaba a su lado con las túnicas ennegrecidas por el polvo de la piedra. La punta de la vaina de la espada que llevaba arañó una grieta en el mosaico a su lado.</p> <p>—¡Aquí!</p> <p>El suelo ladeado se hundió delante de ella y se precipitó en la oscuridad. La corteza de las losas se había roto como la corteza de masa de un pastel. La mercenaria se limpió los ojos llenos de agua, dejó caer el brazo de Valzacchi y se arrodilló mientras buscaba una antorcha caída o una vela. Nada salvo la luz leve del fuego que parpadeaba al otro lado de la sala.</p> <p>—¿Qué es esto? —Godfrey se limpió la barba, medio ahogado por la fetidez del aire.</p> <p>—Las cloacas. —Ash, en medio del hedor y la luz tenue, le dedicó una amplia sonrisa—. ¡Cloacas, Godfrey! ¡Piensa! Esto es Cartago. Tiene que haber cloacas romanas. No podemos salir, ¡bajamos!</p> <p>Un ruidoso crujido llenó el aire. Por un momento no estaba segura de dónde procedía, luego levantó la vista. Unas nubes rasgadas se precipitaban por un cielo negro lleno de estrellas. El aire húmedo hedía.</p> <p>Lo que quedaba de la cúpula gruñó. Casi podía jurar que había visto, bajo la luz de los estandartes ardiendo, la mampostería de piedra hundiéndose hacia dentro.</p> <p>Ash recogió un trozo de granito del tamaño de su puño y lo tiró a la brecha negra que había en el suelo delante de ella. La roca rebotó una vez en el suelo ladeado y desapareció.</p> <p>—Uno..., dos...</p> <p>El sonido de un chapoteo, abajo, en la oscuridad.</p> <p>—¡Eso es! ¡Tenía razón!</p> <p>El rugido del esfuerzo que hacía la mampostería llenó el aire. Ash se encontró con los ojos de Godfrey. El barbudo sacerdote le sonrió con una repentina y abrumadora dulzura.</p> <p>—¡Ojalá esta fuera la primera vez que me has metido en la mierda! —Extendió el brazo para coger a Valzacchi, hizo rodar al hombre inconsciente y colocó el cuerpo sobre los trozos ladeados de mosaico—. Que todos los santos te bendigan, Ash. ¡Que Nuestra Señora esté con nosotros!</p> <p>Godfrey empujó a Valzacchi. El italiano, con el rostro negro de sangre bajo la tenue luz, rodó varias veces y se desvaneció en la grieta.</p> <p>—Uno..., dos...</p> <p>Ash oyó el chapoteo más fuerte del cuerpo de un hombre al sumergirse.</p> <p>¿Había profundidad suficiente o no?</p> <p>Ningún sonido sólido, que indicaría la presencia de roca debajo.</p> <p>Asintió una vez con gesto decidido, se metió la espada envainada debajo del brazo izquierdo y se arrastró a gatas hacia el agujero.</p> <p>—Creo que será mejor que no dejemos ahogarse al pobre bastardo. ¡Vamos allá!</p> <p>El estruendo de un crujido hueco se incrementó. Fuego. La luz roja parpadeaba por las losas de terracota. La grieta, de unos dos metros de anchura, dividía la sala en dos hasta donde Ash alcanzaba a ver. Nada penetraba la oscuridad del agujero: la luz se detenía en los bordes fracturados de las losetas. La tenue iluminación mostraba la piedra recién rota y basta del otro lado de la grieta. Nada de lo que yacía abajo, en la oscuridad.</p> <p>La mercenaria dudó.</p> <p>¿Agua? ¿Escombros? ¿Trozos de roca? Valzacchi quizá hubiera tenido suerte al aterrizar, el siguiente quizá les rompiera el cuello a los dos...</p> <p>—¡Ash! —susurró Godfrey—. ¿Puedes?</p> <p>—Yo sí. ¿Y tú?</p> <p>—Hay un hombre herido ahí abajo. Sabía que podría hacerlo si lo había. ¡Sígueme!</p> <p>De repente estaba mirando la grupa embutida en una túnica de Godfrey Maximillian, que gateaba a toda prisa, se deslizaba de lado por el borde, quedaba colgado de las manos y se dejaba caer.</p> <p>Sintió el desplazamiento del aire en la cara.</p> <p>Se dejó llevar por el instinto y se lanzó. Las losas del suelo la golpearon. La empuñadura de la espada visigoda se hundió en sus costillas desprotegidas. De repente el suelo ya no estaba allí. Se dejó caer en el vacío y la oscuridad...</p> <p>... Un peso inmenso golpeó el suelo de la cúpula por encima de su cabeza. La ensordeció un <i>¡boom!</i> tan estrepitoso como el bombardeo en un asedio. La oscuridad se llenó de rocas, de fragmentos voladores, de polvo. Cayó en medio de algo congelado, tan conmocionada que a punto estuvo de parársele el corazón y de dejarle los pulmones sin aire.</p> <p>Cerró la boca de golpe. El agua le escocía en los ojos. Se hundió. Dio unas brazadas y agitó las piernas. El agua se la tragó mientras sus pulmones luchaban por encontrar aire. Sacudió las piernas, desorientada: segura durante apenas un segundo de que pronto vería la luz del Sol que la guiaría hasta la superficie, de que saldría con un chapuzón bajo los pilones de piedra del puente de un río de Normandía o en el valle que había al lado de la Vía Aemelia...</p> <p>Algo la absorbía.</p> <p>La fuerza del agua la hacía girar, lentamente. Pasó algo a su lado y se la llevó. Una fuerte descarga le atravesó el muslo y le dejó entumecida toda la pierna derecha; y la mano derecha se negaba a moverse. Agitó ferozmente los brazos entumecidos, dio varias patadas; le ardía el pecho; tenía los ojos muy abiertos y le escocían en medio de aquella agua negra.</p> <p>Brilló algo rojo, a su derecha y bajo ella.</p> <p><i>Estoy hundiéndome</i>, comprendió. Retorció el cuerpo en el agua y se impulsó de una patada hacia la luz.</p> <p>La boca se le abrió por voluntad propia. Con la cabeza hacia atrás y una bofetada de aire congelado en el rostro, empezó a respirar con grandes bocanadas estremecidas. Dio unas cuantas patadas más y se encontró de pie, agachada sobre una roca, con la cabeza justo por encima del agua, espesa y mugrienta; tenía el cuerpo entumecido.</p> <p>El hedor de una alcantarilla abierta le llevó el estómago a la garganta. Se irguió y vomitó un poco.</p> <p>—¿Godfrey? ¡Godfrey!</p> <p>No oyó ninguna voz.</p> <p>El ruido del fuego resonó por encima de su cabeza. La luz roja pintó los bordes de la brecha. Una fina calidez se deslizó hasta el fondo, y humo; la mercenaria tosió: otra vez se asfixiaba.</p> <p>—¡Godfrey! ¡Valzacchi! ¡Aquí!</p> <p>Sus ojos se acostumbraron a la oscuridad y vio que estaba agazapada a un lado de una gran alcantarilla tubular, construida con largos ladrillos rojos, antigua más allá de lo imaginable. Allí donde el terremoto había agrietado la tubería, el agua se precipitaba entre las brechas. Los bloques caídos de piedra asfixiaban la abertura, a menos de tres metros de ella, se apilaban en medio del agua y bloqueaban la corriente.</p> <p>El polvo se asentó sobre su rostro húmedo.</p> <p>Se irguió. El peso de la ropa empapada la arrastraba hacia abajo. Le había desaparecido el manto; el cinturón y la vaina seguían alrededor de su cintura pero la espada se había desvanecido. Tenía la mano izquierda blanca, y la derecha negra. La levantó. La sangre le chorreaba por la muñeca. Flexionó los dedos, volvía a sentirlos. Le sangraban los arañazos. Se agachó para palparse la pierna, bajo la superficie; le dolía pero si era por una herida o por la frialdad del agua, era imposible saberlo.</p> <p>Lo comprendió todo cuando empezó a asentarse el polvo.</p> <p><i>El techo se ha derrumbado tras de mí.</i></p> <p>—¡Godfrey! ¡No pasa nada, estoy aquí! ¿Dónde estás?</p> <p>Oyó un ruido a su izquierda. Volvió la cabeza. Sus ojos, acostumbrados ya a la oscuridad, le mostraron un borde de ladrillos, un camino de acceso, comprendió. Estiró la mano, se agarró al borde e intentó auparse para salir del agua. El sonido de un forcejeo aumentó. Bajo la luz del fuego que la iluminaba desde arriba vio a un hombre. Se agarraba la cara con fuerza con las manos. Se alejó corriendo, tambaleándose, y se perdió en la oscuridad.</p> <p>—¡Valzacchi! ¡Soy yo! ¡Ash! ¡Espera!</p> <p>Su voz resonó monocorde en las paredes de ladrillo del túnel de la cloaca. El hombre, que por su constitución tenía que ser el médico, no dejó de correr.</p> <p>—¡Godfrey! —Se aupó sobre el vientre y se subió a la plataforma, un antepecho de ladrillo de solo unos metros de anchura que recorría toda la cañería de la alcantarilla. La arenilla le lastimó las palmas de las manos.</p> <p>Escupió, tosió, escupió otra vez; y avanzó a gatas, inclinada sobre el agua, con los ojos clavados en ella.</p> <p>Las llamas se reflejaban en la superficie apresurada de la corriente. Hedía con un dulzor que la asfixiaba. No veía nada debajo.</p> <p>Una explosión resonó por todo el túnel.</p> <p>La mercenaria saltó y su cabeza sufrió una sacudida. Arriba, el edificio seguía derrumbándose, la mampostería rota se estrellaba contra el suelo con el mismo sonido que hacía la artillería. Sentía el calor de las llamas que bajaba sobre su rostro en oleadas. Tuvo una imagen mental de lo que quedaba de la cúpula, dos terceras partes del techo listas para caer.</p> <p>—Vale, joder —dijo en voz alta—. No me voy sin ti. ¡Godfrey! ¡Godfrey! ¡Soy Ash! ¡Estoy aquí! ¡Godfrey!</p> <p>Cojeó por el sendero de ladrillos que dividía la zona que había bajo la grieta. El suelo de la sala gemía sobre su cabeza. Lo llamó a gritos, hizo una pausa para escuchar, lo llamó otra vez, con todas sus fuerzas.</p> <p>Nada.</p> <p>Sintió el viento en el rostro mojado: lo absorbía el fuego a través de la grieta. Una luz roja y dorada rielaba sobre la corriente que llevaba la basura de la ciudadela. La mercenaria se limpió la nariz chorreante, se dio la vuelta y volvió sobre sus pasos; esta vez se inclinó por encima del agua para examinar la mampostería rota y apilada bajo la brecha.</p> <p>Algo se movió.</p> <p>Sin dudarlo un momento, Ash se sentó en el borde de la plataforma y se introdujo en el agua helada. Apoyó los pies en el costado de la cañería y se impulsó. El impulso hizo girar el agua hedionda por su cara pero consiguió, con dos brazadas entrecortadas, llegar hasta la mampostería rota.</p> <p>Sus dedos tocaron una tela mojada.</p> <p>Un cuerpo se mecía, atrapado bajo el bajorrelieve destrozado de San Peredur. La mercenaria se anudó la tela alrededor de la mano y tiró, mas no pudo moverlo. El bloque era más alto que ella y estaba engastado en el canal. Apretó el pie contra él y tiró.</p> <p>La tela se rasgó. El cuerpo se soltó. Ash volvió a caer al agua profunda, incapaz de hacer pie en medio de la cañería; siguió agarrando la lana, entumecida, congelada, y se puso a nadar arrastrándolo con todas sus fuerzas hacia la plataforma. El cuerpo flotaba boca abajo: Godfrey o quizá no; más o menos la constitución adecuada...</p> <p>Unas manos frías e inertes la rozaron bajo el agua. ¿Fravitta?</p> <p>Los chapoteos del agua resonaban por el techo roto de la cañería. Frenética y casi sin fuerzas encontró unos espacios desgastados en los ladrillos que había bajo la línea del agua. Hundió los dedos de los pies en los agujeros y metió la cabeza bajo el agua; colocó los hombros bajo el pecho masculino y levantó el cuerpo.</p> <p>Por un segundo se quedó quieta, con los noventa kilos de peso del hombre sobre los hombros, justo por encima del borde de la plataforma. Le resbalaron los dedos, y soltó, muerta de frío, los muslos masculinos. Ladeó el cuerpo e hizo rodar el del hombre; supo al caer hacia atrás que lo había conseguido, que había subido la mayor parte del cuerpo del hombre a la plataforma; y subió a la superficie, se apartó el pelo húmedo de la cara con un movimiento brusco y contempló el cuerpo tirado y oscuro en la obra de ladrillo que tenía encima.</p> <p>Subió a gatas y salió del agua. Tenía las piernas como si fueran de plomo. Sentía unos sollozos en la garganta. Se arrodilló y apoyó las manos en el suelo.</p> <p>Las túnicas empapadas carecían de color bajo aquella luz dorada, pero ella conocía bien la curva de la espalda y los hombros de aquella figura, la había contemplado durmiendo en su tienda demasiadas veces como para no conocerla.</p> <p>—Godfrey... —se atragantó y escupió algo sucio; pensó, <i>no lo veo respirar, ponlo de lado, sácale el agua de los pulmones...</i></p> <p>Lo tocó.</p> <p>El cuerpo cayó de espaldas con un ruido húmedo.</p> <p>—¿Godfrey?</p> <p>Se sentó sobre los tobillos, chorreando agua. La sangre y la suciedad le empapaban la ropa. El hedor de la cloaca la mareaba. La luz de arriba se atenuó, el estrépito de las llamas iba disminuyendo: el fuego no encontraba nada más que quemar, solo piedra.</p> <p>La mercenaria extendió una mano.</p> <p>El rostro de Godfrey Maximillian tenía los ojos clavados en aquel ladrillo curvado, antiguo. Tenía la piel rosada a la luz del fuego y cuando lo tocó, sintió su mejilla helada. La barba castaña rodeaba unos labios apenas abiertos, como si sonriera.</p> <p>La saliva y la sangre le brillaban en los dientes. Tenía los ojos oscuros abiertos y fijos.</p> <p>Godfrey, todavía se reconocía en él a Godfrey; pero no medio ahogado.</p> <p>Su rostro terminaba en las cejas gruesas, pobladas. La parte superior de la cabeza, desde la oreja hasta el cogote era hueso blanco astillado en medio de un revoltijo de carne roja y gris.</p> <p>—Godfrey...</p> <p>El pecho no se movía, ni subía ni bajaba. La mercenaria estiró la mano y tocó con la yema del dedo la cuenca del ojo. Cedió un poco. Ninguna contracción bajó el párpado. Una sonrisita cínica cruzó los labios femeninos: divertida con la forma que tienen los seres humanos de esperar siempre lo mejor. <i>¿De verdad creo que, con la cabeza así, aplastada, todavía podría estar vivo?</i></p> <p><i>He visto y tocado hombres muertos con la frecuencia suficiente como para saberlo.</i></p> <p>La boca del hombre se abrió. Un chorrito de agua negra le corrió entre los labios.</p> <p>La joven colocó los dedos en la masa gelatinosa, de una calidez desagradable, que tenía sobre la frente rota. Un fragmento de hueso, todavía cubierto por el pelo, cedió bajo su caricia.</p> <p>—Oh, mierda. —La mercenaria movió la mano, envolvió la mejilla fría y cerró la mandíbula caída y barbuda—. No tenías que morir. Tú no. Ni siquiera llevas una espada. Oh, mierda, Godfrey...</p> <p>Sin importarle la sangre que lo cubría, la mercenaria acarició con los dedos la herida de nuevo, trazando los bordes del hueso hasta el lugar donde se convertía en una masa astillada. La parte más calculadora de su mente le ofreció una imagen de Godfrey cayendo, la roca rota cayendo; el agua, el impacto; la mampostería pesada arrancándole la parte superior del cráneo en una fracción de segundo, en menos de un latido, muerto antes de saberlo. Todo perdido en un momento. El hombre, Godfrey, se había ido.</p> <p><i>Está muerto y tú estás en peligro aquí, ¡vete!</i></p> <p><i>No te lo pensarías dos veces en el campo de batalla.</i></p> <p>Todavía arrodillada al lado de Godfrey, con la mano apoyada en su rostro, la piel suave y fría del hombre la dejó helada hasta los huesos. Contempló la línea de sus cejas y la nariz respingona, y el vello delicado de la barba que atrapaba la última luz de las llamas. El agua le chorreaba por las túnicas y se arremolinaba en el suelo de ladrillos: hedía a cloaca.</p> <p>—Esto no está bien. —La joven le acarició la mejilla—. Tú te mereces algo mejor.</p> <p>Lo embargaba la quietud absoluta de todos los cadáveres. La mercenaria hizo una comprobación automática visual —¿Tiene armas? ¿Zapatos? ¿Dinero?—, como habría hecho en un campo de batalla, y dé repente se dio cuenta de lo que estaba haciendo; cerró los ojos, dolorida, y lanzó un intenso suspiro.</p> <p>—¡Dulce Cristo...!</p> <p>Se irguió un poco y se quedó en cuclillas, agachada sobre los dedos de los pies mientras miraba a su alrededor, a la corriente oscura de agua que se precipitaba por el canal. Apenas podía distinguir el fulgor blanco de la piel masculina.</p> <p><i>Abandonaría a cualquier muerto sobre el campo de batalla si todavía se estuviera luchando; abandonaría, lo sé, a Robert Anselm, a Angelotti, o a Euen Huw; a cualquiera de ellos, porque tendría que hacerlo.</i></p> <p>Lo sabe porque lo ha hecho, en el pasado, ha abandonado a hombres que amaba tanto como ama a estos. La guerra no tiene piedad. Tiempo hay después para el dolor y los entierros.</p> <p>De repente se arrodilla otra vez, pegando la cara a Godfrey Maximillian, intentando grabarse cada línea del rostro masculino en la mente: el color de la madera de sus ojos, la vieja cicatriz blanca que tiene debajo del labio, la piel curtida de sus mejillas. Es inútil. Su expresión, su espíritu, se han ido, podría ser cualquier muerto el que yace allí.</p> <p>Negros grumos de sangre descansaban sobre el hueso fragmentado de la frente.</p> <p>—Ya está bien, Godfrey. Se acabó la broma. Vamos, cariño mío, corazón grande; vamos.</p> <p>Conocía bien, mientras hablaba, la realidad de su muerte.</p> <p>—Godfrey; Godfrey. Vamos a casa...</p> <p>Un dolor repentino le oprimió el pecho. Unas lágrimas calientes le inundaron los ojos.</p> <p>—Ni siquiera puedo enterrarte. Oh, mi dulce Jesús, ni siquiera puedo enterrarte.</p> <p>Le tiró de la manga. El cuerpo no se movió. El peso muerto es peso muerto; no sería capaz de levantarlo, y mucho menos de llevarlo con ella. ¿Y adonde?</p> <p>El agua corría a su lado y las cosas crujían en medio de la oscuridad que la rodeaba. La brecha que tenía encima era un hueco pálido y rosado. Ya no bajaba ningún ruido de las salas en ruinas que tenía encima.</p> <p>Bajo sus pies, el terremoto se estremeció otra vez.</p> <p>—¡Vosotros lo habéis matado!</p> <p>Se había levantado incluso antes de saberlo, chillándole a la oscuridad, rociando todo con saliva, furiosa.</p> <p>—¡Vosotros lo habéis matado, habéis matado a Godfrey, lo habéis matado!</p> <p>Tuvo tiempo para pensar, <i>cuando me hablaron antes, hubo un terremoto</i>. Y tiempo para pensar, <i>No lo mataron «ellos». Lo maté yo. Nadie es responsable de su muerte salvo yo. ¡Oh, Godfrey, Godfrey!</i></p> <p>La vieja obra de ladrillos se sacudió bajo sus pies.</p> <p><i>Hace cinco o seis veranos que soy soldado, debo de ser responsable de la muerte de al menos cincuenta hombres, ¿por qué es diferente esta? Es Godfrey...</i></p> <p>Hablaron las voces, y las oyó tan altas en su mente que se tapó fuertemente los oídos con las manos.</p> <p>—¿QUÉ ERES?</p> <p>—¿ERES EL ENEMIGO?</p> <p>—¿ERES BORGOÑA?</p> <p>No había nada físico que pudiera bloquearlo. Le sangraba el labio por donde se había mordido. Sintió una gran vibración, los antiguos ladrillos se frotaban entre sí bajo sus pies, el cemento se filtraba convertido en polvo y arena.</p> <p>—¡No es mi voz! —Jadeó, le dolían los pulmones—. ¡Tú no eres mi voz!</p> <p>No era una voz, eran voces.</p> <p>Como si otra cosa hablara a través de ese mismo lugar, no el Gólem de Piedra, no ese enemigo, sino un enemigo que de alguna forma estaba detrás del enemigo visigodo, algo enorme, múltiple, demoníaco, gigantesco.</p> <p>—SI ERES BORGOÑA, MORIRÁS...</p> <p>—... COMO SI NUNCA HUBIERAS EXISTIDO...</p> <p>—... PRONTO, PRONTO MORIRÁS...</p> <p>—¡Que os jodan a todos! —Rugió Ash.</p> <p>Cayó de rodillas. Se envolvió los puños con la tela empapada de las túnicas de Godfrey y atrajo su cuerpo hacia ella. Levantó el rostro hacia la oscuridad, sin ver nada y bramó.</p> <p>—¿Y qué cojones sabes tú de esto? ¿Qué importa? Está muerto, ni siquiera puedo hacer que le digan una misa, si alguna vez tuve un padre, fue Godfrey, ¿no lo entiendes?</p> <p>Como si pudiera justificarse ante aquellas voces invisibles y desconocidas, gritó:</p> <p>—¿Es que no entendéis que tengo que dejarlo aquí?</p> <p>Se levantó de un salto y echó a correr. Una mano estirada palpaba el muro curvado del túnel y se arañaba la palma.</p> <p>Corrió, guiándose por la pared con la mano, a través de la oscuridad y la piedra, entre las réplicas del terremoto; adentrándose en la inmensa y hedionda red de alcantarillas que había bajo la ciudad. Godfrey Maximillian quedó abandonado tras ella. Las lágrimas la cegaban, el dolor le cegaba la mente, ninguna voz resonaba en sus oídos, ni tampoco en su cabeza; se adentró corriendo en la oscuridad y en el suelo roto hasta que por fin tropezó y cayó de rodillas y el mundo se quedó frío y callado a su alrededor.</p> <p>—¡Necesito saberlo! —grita en voz muy alta, en medio de la oscuridad—. ¿Por qué razón Borgoña importa tanto?</p> <p>No hubo respuesta, ni voz, ni voces.</p> <p style="page-break-before: always; line-height: 0%"> </p> <p style="margin-top: 15%"/> <p style="text-indent: 0em; margin-bottom: 1.5em; margin-left: 5%; margin-right: 5%; text-align: justify">[Correos electrónicos hallados en una copia del texto.] [¿copia impresa anterior perdida?]</p> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; text-align: left; font-size: 95%">Mensaje: nº 177 [Anna Longman / misc.]</p> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; text-align: left; font-size: 95%">Asunto: Ash</p> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; text-align: left; font-size: 95%">Fecha: 26/11/00 a las 11:20 a.m.</p> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; text-align: left; font-size: 95%">De: Ngrant@</p> <p style="text-indent: 0em; margin-bottom: 1.5em; margin-left: 5%; text-align: left; font-size: 95%"><i>La dirección ha sido borrada y los demás datos codificados con una clave personal que no se ha podido descifrar.</i></p> <p style="text-indent: 0em; margin-top: 1.5em; margin-left: 5%; margin-right: 5%; text-align: justify; font-size: 95%">Anna:</p> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; margin-right: 5%; text-align: justify; font-size: 95%">No podemos LLEGAR a la excavación marítima. El Mediterráneo está repleto de helicópteros navales que sobrevuelan la zona, así como de barcos de superficie. Isobel se ha ido otra vez a hablar con el ministro ****: no sé qué influencia puede ejercer ella pero ¡tiene que hacer algo!</p> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; margin-right: 5%; text-align: justify; font-size: 95%">Perdóname, no he tenido tiempo de decirte que el texto escaneado de la «Introducción» de Vaughan Davies que me mandaste llegó con un codificado automático. ¿Te sería posible intentarlo otra vez con un formato diferente? ¿Has hablado con tu amiga la librera, Nadia? ¿Tiene alguna información más sobre esa liquidación de la casa de East Anglia? Que yo sepa, Vaughan Davies murió durante la última guerra... ¿Un hijo o una hija suya, quizá?</p> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; margin-right: 5%; text-align: justify; font-size: 95%">Con todo lo que me he movido, no me extraña que no me hayas podido mandar el archivo. Pero ya he vuelto a la máquina de Isobel y estoy trabajando en los archivos transferidos del «FRAXINUS», en la traducción continua, mientras esperamos. Me han retrasado; como es obvio, tú ya casi has alcanzado lo que he completado.</p> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; margin-right: 5%; text-align: justify; font-size: 95%">Por lo que he descubierto, nadie ha descifrado la encriptación de Isobel, así que soy libre de decirte que los dos últimos días han sido un auténtico infierno.</p> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; margin-right: 5%; text-align: justify; font-size: 95%">Si bien el equipo de Isobel son unas personas perfectamente tratables, están bajo una tensión considerable; nos pasamos las horas sentados en las tiendas con ellos, realizando análisis de los pocos datos que han podido recoger y jugando con intensificadores de imagen para los detalles submarinos, naufragios romanos, sobre todo.</p> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; margin-right: 5%; text-align: justify; font-size: 95%">Anna, esto no es el MARY ROSE, es posible que exista todo un nuevo nivel de tecnología submarina ahí abajo, en el lecho marino, ¡tecnología de cuya existencia ni siquiera habíamos sospechado antes!</p> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; margin-right: 5%; text-align: justify; font-size: 95%">Perdona: cuando empiezo a complicar las frases sé que estoy angustiado.</p> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; margin-right: 5%; text-align: justify; font-size: 95%">Pero es posible que haya CUALQUIER COSA ahí abajo. ¿Incluso, no sé si me atreveré a decirlo, incluso, quizá, un barco del siglo XV IMPULSADO POR GÓLEMS?</p> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; margin-right: 5%; text-align: justify; font-size: 95%">¿Hay algo que puedas hacer tú, Anna? ¿Tienes algún contacto en los medios de comunicación que pudiera presionar al Gobierno? ¡Aquí estamos perdiendo una oportunidad arqueológica que no tiene precio!</p> <p style="font-weight: bold; text-indent: 0em; margin-right: 5%; margin-top: 1.5em; text-align: right; font-size: 95%">Pierce.</p> <p style="page-break-before: always; line-height: 0%"> </p> <p style="margin-top: 15%"/> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; text-align: left; font-size: 95%">Mensaje: nº 118 [Pierce Ratcliff / misc.]</p> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; text-align: left; font-size: 95%">Asunto: Ash, medios de comunicación</p> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; text-align: left; font-size: 95%">Fecha: 26/11/00 a las 05:24 p.m.</p> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; text-align: left; font-size: 95%">De: Longman @</p> <p style="text-indent: 0em; margin-bottom: 1.5em; margin-left: 5%; text-align: left; font-size: 95%"><i>La dirección ha sido borrada y los demás datos codificados con una clave personal que no se ha podido descifrar.</i></p> <p style="text-indent: 0em; margin-top: 1.5em; margin-left: 5%; margin-right: 5%; text-align: justify; font-size: 95%">Pierce:</p> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; margin-right: 5%; text-align: justify; font-size: 95%">Creo que esta vez te he mandado bien el archivo de texto. Por favor, confírmalo.</p> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; margin-right: 5%; text-align: justify; font-size: 95%">No te prometo nada pero voy a un acto social esta noche en el que estará un antiguo novio que ahora trabaja para el departamento de actualidad de la BBC. Haré lo que pueda para sugerirle que debería prestarse más atención a este asunto.</p> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; margin-right: 5%; text-align: justify; font-size: 95%">Esta interferencia es INTOLERABLE. ¿No tendría que convertirse en un caso célebre?</p> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; margin-right: 5%; text-align: justify; font-size: 95%">¡Aguanta ahí!</p> <p style="font-weight: bold; text-indent: 0em; margin-right: 5%; margin-top: 1.5em; text-align: right; font-size: 95%">Anna.</p> <p style="page-break-before: always; line-height: 0%"> </p> <p style="margin-top: 15%"/> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; text-align: left; font-size: 95%">[Texto escaneado 26/11/00: copia en papel: —extracto de: Vaughan Davies, <i>Ash: Una Biografía</i>, 1939: «Introducción»]</p> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; text-align: left; font-size: 95%">Mensaje: nª 117 [Pierce Ratcliff / misc.]</p> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; text-align: left; font-size: 95%">Asunto: Vaughan Davies</p> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; text-align: left; font-size: 95%">Fecha: 26/11/00 a las 5:03 p.m. (hora local)</p> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; text-align: left; font-size: 95%">De: Longman @</p> <p style="text-indent: 0em; margin-bottom: 1.5em; margin-left: 5%; text-align: left; font-size: 95%"><i>La dirección ha sido borrada y los demás datos codificados con una clave personal que no se ha podido descifrar.</i></p> <p style="text-indent: 0em; margin-top: 1.5em; margin-left: 5%; margin-right: 5%; text-align: justify; font-size: 95%">Desde luego, yo creo que está fundado sobre las bases más científicas y racionales.</p> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; margin-right: 5%; text-align: justify; font-size: 95%">En mi opinión sería justo decir que ningún hombre sin un conocimiento exhaustivo de las ciencias podría haberlo concebido; y sería lo más inteligente por parte de cualquier otro historiador, si acaso pretendiese desautorizar mi teoría, adquirir un amplio conocimiento tanto de los campos de investigación del historiador como del físico.</p> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; margin-right: 5%; text-align: justify; font-size: 95%">Empecemos, por tanto, con una teoría de la historia y del tiempo.</p> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; margin-right: 5%; text-align: justify; font-size: 95%">Conciban, si son tan amables, una gran cordillera montañosa, unos Alpes casi más allá de la imaginación del hombre; y que eso represente la historia de nuestro mundo. La inmensa mayoría de esa montaña no es nada más que roca desnuda, pues aquí nuestra historia es la de eones geológicos, a medida que el planeta se enfría y adopta su órbita alrededor del sol. En el borde más reciente de las montañas aparece un pequeño margen de vida, los millones de años de vegetación prehistórica, animálculos, amebas; seres que se desarrollan en una rápida precipitación final y se convierten en animales, aves y, por fin, el hombre.</p> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; margin-right: 5%; text-align: justify; font-size: 95%">Nosotros, al atravesar estas «montañas», que aquí representan nuestra existencia física, experimentamos nuestro paso como «tiempo». Aquellos de mis lectores que estén familiarizados con las obras de Planck, Einstein y J. W. Dunne (pero no me atrevo a esperar semejante erudición entre mis lectores legos, siendo lo que es en la cultura inglesa la división entre la ciencia y el arte) no necesitarán que les informe de que el tiempo es una percepción humana de un proceso inmensamente más complicado de verdadera creación.</p> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; margin-right: 5%; text-align: justify; font-size: 95%">El mundo, al crearse, adopta la forma de lo que se ha ido antes. Estas montañas que tenemos detrás prefiguran lo que va a venir; la forma de los senderos que las cruzan determina los senderos que tomaremos nosotros, en lo que nosotros vemos como nuestro «futuro». Las acciones de los hombres de la época medieval nos han colocado a nosotros aquí, al borde de lo que quizá resulte ser el conflicto más destructivo del mundo, con no menos certeza que los actos más recientes de (digamos) el señor Chamberlain y <i>Herr</i> Hitler. Somos lo que seguimos.</p> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; margin-right: 5%; text-align: justify; font-size: 95%">Mi propia teoría es, ahora que he estudiado las verdaderas pruebas implícitas en la historia de Ash, que las «montañas» no son tan inamovibles como se pudiera suponer. Yo sostengo, en realidad, que es posible que de vez en cuando un terremoto agite el paisaje. Elimina unas cosas, altera otras; ordena de nuevo la roca bajo parte de ese pequeño margen de vida que habita en sus grietas.</p> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; margin-right: 5%; text-align: justify; font-size: 95%">En algunas ocasiones, eso no será más que una perturbación menor: un nombre diferente aquí, una niña nacida en lugar de un niño, un documento perdido, un hombre muerto antes de lo que debería. No es más que un temblor en el gran paisaje que es el tiempo.</p> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; margin-right: 5%; text-align: justify; font-size: 95%">Sin embargo, en al menos una ocasión ha tenido lugar una gran fractura, como si dijéramos, en lo que percibimos como nuestro «pasado». Imagínense las manos de Dios que se extienden para sacudir las montañas, de la misma forma que un hombre sacudiría una manta; y luego, después, el lecho de roca permanece, pero ha cambiado toda la forma del paisaje.</p> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; margin-right: 5%; text-align: justify; font-size: 95%">Esta fractura, en mi opinión, tiene lugar para nosotros la primera semana de enero de 1477.</p> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; margin-right: 5%; text-align: justify; font-size: 95%">Borgoña, en nuestros archivos históricos más mundanos, es un reino medieval majestuoso. Y sin embargo no es más que eso. Culturalmente rico y militarmente poderoso, sus duques se pasan el tiempo en peregrinajes, construyendo castillos sin importancia al estilo de Hesdin y guerreando contra la decadente monarquía de Francia y los ducados que se encuentran entre el norte y el sur de estas desunidas tierras, intentando unir el «Reino Medio» que se extiende desde el Canal de la Mancha hasta el mar Mediterráneo. Carlos, el más agresivo y el último de los duques, muere luchando contra los suizos en una gélida y temeraria masacre, en Nancy; y las olas de la historia ruedan sobre él y se cierran sobre Borgoña. Sus territorios se dividen entre aquellos que los pueden conseguir. En este asunto no hay nada en absoluto notable.</p> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; margin-right: 5%; text-align: justify; font-size: 95%">La mayor parte de los historiadores no han escrito nada sobre ello, pues quizá lo perciben como un callejón trasero y tranquilo que carece de importancia histórica. Sin embargo hay un hilo común que recorre la escasa cantidad de escritos históricos que hay sobre Borgoña. Lo encontramos con toda claridad en Charles Mallory Maximillian, cuando escribe sobre un «país perdido y dorado». Si bien para la mayoría Borgoña ha quedado barrida del recuerdo, para unos pocos es un símbolo, una sensación de pérdida: un fénix olvidado.</p> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; margin-right: 5%; text-align: justify; font-size: 95%">He terminado por ver, a través de mis investigaciones, que cuando recordamos esto, es la Borgoña de Ash la que recordamos.</p> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; margin-right: 5%; text-align: justify; font-size: 95%">Como ya he escrito en otras obras, yo sostengo ahora que la Borgoña de la que nos hablan los biógrafos de Ash no se desvaneció. Se transformó. El paisaje montañoso del pasado cambió y cuando terminó el terremoto, los fragmentos sin nombre de la historia de esta mujer se habían posado en otros lugares diferentes, en la historia de Juana de Arco; del Campo de Bosworth; en las leyendas de los caballeros artúricos y en los trabajos de la Capilla Peligrosa. Esta mujer se ha convertido en un mito, y Borgoña con ella; y sin embargo, permanecen estos leves rastros.</p> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; margin-right: 5%; text-align: justify; font-size: 95%">A partir de esto se puede ver con toda claridad que lo que se creó el 5 de enero de 1477 no fue solo un nuevo futuro. Si el pensamiento actual es correcto, pueden producirse diferentes futuros a cada momento y estas historias «alternativas» continúan en paralelo a la nuestra. Un día lo detectaremos; en el nivel molecular en el que pueda tener lugar esa detección.</p> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; margin-right: 5%; text-align: justify; font-size: 95%">No, la desaparición de Borgoña (la Borgoña de Ash) hizo pedazos todo el paisaje. Un cambio así provocaría un nuevo futuro, sí, pero también un nuevo pasado.</p> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; margin-right: 5%; text-align: justify; font-size: 95%">Así pues, Borgoña se desvanece. Así pues, los relatos que nos han quedado (como mitos, como leyendas) nos recuerdan que en otro tiempo fueron verdad. Nos sirven para recordar que es posible que nosotros mismos no hayamos empezado hasta 1477. Este pasado que nosotros excavamos en el siglo XX es, en ciertos aspectos, una mentira, y no existió hasta después del 5 de enero de 1477.</p> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; margin-right: 5%; text-align: justify; font-size: 95%">Yo sostengo, por tanto, que estos documentos que he traducido son auténticos; que los varios relatos de la vida de Ash son genuinos. Esto es historia. Solo que no es nuestra historia. No ahora.</p> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; margin-right: 5%; text-align: justify; font-size: 95%">Sobre lo que podríamos haber sido, si no hubiera sido por esta fractura temporal, solo podemos especular. Más tenue todavía debe ser la especulación de lo que será ahora de nosotros. La historia es inmensa, masiva, tan impermeable a las alteraciones como el lecho de roca adamantina de los picos alpinos. Como creo que dice en alguna parte de la Biblia del Rey Jaime, las naciones tienen intestinos de latón. Sin embargo, a mí me parece obvio que el paisaje de nuestro pasado muestra pruebas claras de ese cambio.</p> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; margin-right: 5%; text-align: justify; font-size: 95%">Ash y su mundo son lo que era antes nuestro mundo. Ya no existen. Nos queda heredar el avance agitado del tiempo, y el futuro, hagamos lo que hagamos con él.</p> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; margin-right: 5%; text-align: justify; font-size: 95%">Les dejo a otros la tarea de determinar la naturaleza exacta de este cambio temporal; y si existe alguna probabilidad de que se produzca una fractura parecida en los metódicos procesos del universo.</p> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; margin-right: 5%; text-align: justify; font-size: 95%">En estos momentos estoy en el proceso de preparar una adenda a esta segunda edición, en la que tengo la intención de detallar la conexión vital que existe entre esta historia perdida y nuestra historia actual. Si sobrevivo a la que, según parece en este mes de septiembre de 1939, será una guerra que sacudirá al mundo entero, entonces publicaré mis hallazgos.</p> <p style="font-weight: bold; text-indent: 0em; margin-right: 5%; margin-top: 1.5em; text-align: right; font-size: 95%">Vaughan Davies</p> <p style="font-weight: bold; text-indent: 0em; margin-right: 5%; text-align: right; font-size: 95%">Sible Hedingham, 1939</p> <p style="page-break-before: always; line-height: 0%"> </p> <p style="margin-top: 15%"/> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; text-align: left; font-size: 95%">Mensaje: nº 180 [Anna Longman / misc.]</p> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; text-align: left; font-size: 95%">Asunto: Ash / Vaughan Davies</p> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; text-align: left; font-size: 95%">Fecha: 27/11/00 a las 2:19 p.m.</p> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; text-align: left; font-size: 95%">De: Ngrant@</p> <p style="text-indent: 0em; margin-bottom: 1.5em; margin-left: 5%; text-align: left; font-size: 95%"><i>La dirección ha sido borrada y los demás datos codificados con una clave personal que no se ha podido descifrar.</i></p> <p style="text-indent: 0em; margin-top: 1.5em; margin-left: 5%; margin-right: 5%; text-align: justify; font-size: 95%">Anna:</p> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; margin-right: 5%; text-align: justify; font-size: 95%">Las coincidencias de la historia nos gastan pequeñas bromas. Al final de la «Introducción» se da el nombre del lugar en el que estaba escribiendo Vaughan Davies en aquellos momentos. Yo CONOZCO Sible Hedingham.</p> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; margin-right: 5%; text-align: justify; font-size: 95%">Es un pequeño pueblo de East Anglia, cerca de Castle Hedingham, que es a su vez el pueblo pegado al castillo de Hedingham. El castillo de Hedingham fue durante siglos propiedad de la familia de De Vere, aunque John De Vere, el decimotercer conde de Oxford no pasó mucho tiempo allí.</p> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; margin-right: 5%; text-align: justify; font-size: 95%">Quizá esta coincidencia le llamó la atención a Vaughan Davies. O quizá (busca siempre la explicación más sencilla) sus investigaciones históricas lo llevaron allí y aquello le gustó lo suficiente como para asentarse allí. Cuando termines esa liquidación, quizá pudieras intentar averiguar si los Davies eran recién llegados o una familia que llevaba en Sible Hedingham desde tiempos del <i>Domesday Book.</i></p> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; margin-right: 5%; text-align: justify; font-size: 95%">No tengo palabras para decirte lo mucho que te agradezco esta oportunidad de ver la teoría completa de Vaughan Davies. Anna, gracias. Casi no me atrevo a pedirte nada más pero daría cualquier cosa por ir a la casa familiar y ver si sobrevive algún descendiente; y si (lo que es más importante) sobrevive algún documento sin publicar.</p> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; margin-right: 5%; text-align: justify; font-size: 95%">Es decir, daría cualquier cosa salvo la oportunidad de ver algo concreto del Cartago visigodo, algo que se desentierra poco a poco bajo la decadencia de los siglos. Quizá más reliquias, quizá (¿me atrevo a especular?) ¡Incluso un barco!</p> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; margin-right: 5%; text-align: justify; font-size: 95%">Por favor, ¿irás en mi lugar?</p> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; margin-right: 5%; text-align: justify; font-size: 95%">Lo que más me sorprende, ahora que he leído lo que has escaneado y me has enviado, es que RECONOZCO la teoría de Vaughan Davies. Aunque él la ha expresado en forma de metáfora, es con toda claridad un intento de mediados de siglo de explicar uno de los dogmas más modernos de la física de partículas, el principio antropocéntrico que dice que, a nivel subatómico, es la conciencia humana lo que mantiene la realidad.</p> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; margin-right: 5%; text-align: justify; font-size: 95%">Ya me estoy poniendo en contacto con colegas que tengo en la red, que poseen conocimientos de todo esto. Déjame darte lo que me han contado expertos en el tema, ¡pero que conste que es solo lo que yo entiendo!</p> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; margin-right: 5%; text-align: justify; font-size: 95%">Somos nosotros, teóricos del estado del principio antropocéntrico, los que derrumbamos el número infinito de estados posibles en los que existen las partículas básicas del universo y los convertimos en algo concreto de momento, los hacemos reales, si quieres, en lugar de probables. No al nivel de la consciencia individual, ni siquiera del subconsciente individual, sino mediante una consciencia situada al nivel de la mente de la especie.</p> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; margin-right: 5%; text-align: justify; font-size: 95%">Esta «consciencia profunda» de la raza humana mantiene el presente, el pasado y el futuro. Y por muy sólido que parezca el mundo material, somos nosotros los que lo hacemos así. Es la Mente, que derrumba el frente de ondas de la Posibilidad y lo convierte en Realidad.</p> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; margin-right: 5%; text-align: justify; font-size: 95%">Pero no estamos hablando sobre la mente humana normal, tú, yo, el hombre de la calle. ¡Tú o yo no podríamos alterar la realidad! La física teórica habla de algo mucho más parecido al «inconsciente racial» de Jung. Algo enterrado en lo más profundo del sistema límbico autonómico, algo tan primitivo que no es ni siquiera individual, un resto de los primates protohumanos prehistóricos que vivían una conciencia grupal. No más accesible ni controlable por nuestra parte de lo que puede ser el proceso de la fotosíntesis para una planta.</p> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; margin-right: 5%; text-align: justify; font-size: 95%">Y las «manos de Dios» de Vaughan Davies se leen, así pues, como el «subconsciente de la especie humana». Si yo fuera físico, te lo podría explicar con más claridad.</p> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; margin-right: 5%; text-align: justify; font-size: 95%">Dejando a un lado toda esta tontería del «nuevo pasado así como nuevo futuro», es casi posible defender la teoría de la «fractura» de Vaughan Davies, o, en cualquier caso, no es posible demostrar que NO podría pasar. Si la conciencia profunda mantiene al universo, se puede suponer que la conciencia profunda podría cambiar el universo. Y luego, los restos del cambio, como un archivo en el que se ha sobrescrito algo y que deja restos de datos en el sistema (¡ya ves lo mucho que estoy aprendiendo sobre ordenadores!), quedarían ahí para confundir a historiadores como Vaughan Davies.</p> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; margin-right: 5%; text-align: justify; font-size: 95%">Claro está, no poder demostrar que algo no puede pasar está muy lejos de demostrar que PUEDE pasar; y la teoría de Davies sigue siendo igual que las especulaciones esotéricas de algunos de nuestros físicos modernos. Pero tiene cierta belleza como teoría, ¿no te parece?</p> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; margin-right: 5%; text-align: justify; font-size: 95%">Me interesa mucho saber si escribió algo entre la publicación de <i>ASH: UNA BIOGRAFÍA</i> en 1939 y su muerte posterior durante la guerra. ¿Hay noticias?</p> <p style="font-weight: bold; text-indent: 0em; margin-right: 5%; margin-top: 1.5em; text-align: right; font-size: 95%">Pierce.</p> <p style="page-break-before: always; line-height: 0%"> </p> <p style="margin-top: 15%"/> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; text-align: left; font-size: 95%">Mensaje: nº 124 [Pierce Ratcliff / misc.]</p> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; text-align: left; font-size: 95%">Asunto: Vaughan Davies</p> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; text-align: left; font-size: 95%">Fecha: 27/11/00 a las 03:52 p.m.</p> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; text-align: left; font-size: 95%">De: Longman @</p> <p style="text-indent: 0em; margin-bottom: 1.5em; margin-left: 5%; text-align: left; font-size: 95%"><i>La dirección ha sido borrada y los demás datos codificados con una clave personal que no se ha podido descifrar.</i></p> <p style="text-indent: 0em; margin-top: 1.5em; margin-left: 5%; margin-right: 5%; text-align: justify; font-size: 95%">Pierce:</p> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; margin-right: 5%; text-align: justify; font-size: 95%">Vale, vale, iré a Sible Hedingham. Nadia dice que ella va a volver a bajar de todos modos.</p> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; margin-right: 5%; text-align: justify; font-size: 95%">Estoy consiguiendo un interés moderado por parte de los medios de comunicación. Creo que dependerá de si se decide que los problemas político-militares que estáis teniendo en la excavación os convierten en un tema demasiado caliente o bien si son esos mismos problemas los que os hacen interesantes y os convierten en una «causa» probable para la prensa.</p> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; margin-right: 5%; text-align: justify; font-size: 95%">Eso lo lleva Jonathan Stanley. Estoy intentando mantenerlo en un terreno más bien general. Si bien tu arqueólogo encontró Troya donde un poema decía que estaba, la verdad es que no quiero tener que explicar que los manuscritos que has traducido son de algún modo cuestionables. Ya me ocuparé de eso cuando no me quede más REMEDIO.</p> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; margin-right: 5%; text-align: justify; font-size: 95%">El material de Vaughan Davies es fascinante, ¿verdad? ¿Este tío está loco o QUÉ? ¿Creía que solo con el momento presente se podía hacer la realidad y por tanto convertirlo en historia? ¿Cómo podría haber «dos» historias del mundo? No lo entiendo. Pero claro, yo no soy científica, ¿verdad?</p> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; margin-right: 5%; text-align: justify; font-size: 95%">Todo eso está muy bien para ti, Pierce, tú puedes jugar con las teorías, pero ¡yo tengo que trabajar para ganarme la vida! Una historia es más que suficiente. Voy a tener que hacer encaje de bolillos para que todo esto salga bien. Cuando por fin lo conozcas, ¡por el amor de Dios, no te pongas a contarle a John Stanley nada de esto! Prefiero que no tenga que decirme que uno de mis autores es un profesor chiflado.</p> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; margin-right: 5%; text-align: justify; font-size: 95%">Un beso,</p> <p style="font-weight: bold; text-indent: 0em; margin-right: 5%; margin-top: 1.5em; text-align: right; font-size: 95%">Anna.</p> <p style="page-break-before: always; line-height: 0%"> </p> <p style="margin-top: 15%"/> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; text-align: left; font-size: 95%">Mensaje: nº 202 [Anna Longman / misc.]</p> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; text-align: left; font-size: 95%">Asunto: Ash</p> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; text-align: left; font-size: 95%">Fecha: 1/12/00 a las 01:11 p.m.</p> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; text-align: left; font-size: 95%">De: Ngrant@</p> <p style="text-indent: 0em; margin-bottom: 1.5em; margin-left: 5%; text-align: left; font-size: 95%"><i>La dirección ha sido borrada y los demás datos codificados con una clave personal que no se ha podido descifrar.</i></p> <p style="text-indent: 0em; margin-top: 1.5em; margin-left: 5%; margin-right: 5%; text-align: justify; font-size: 95%">Anna:</p> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; margin-right: 5%; text-align: justify; font-size: 95%">No sé cómo decirte lo que ha ocurrido.</p> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; margin-right: 5%; text-align: justify; font-size: 95%">Te paso a Isobel.</p> <p style="page-break-before: always; line-height: 0%"> </p> <p style="margin-top: 15%"/> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; text-align: left; font-size: 95%">Mensaje: nº 203 [Anna Longman / misc.]</p> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; text-align: left; font-size: 95%">Asunto: Ash</p> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; text-align: left; font-size: 95%">Fecha: 01/12/00 a las 02:10 p.m.</p> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; text-align: left; font-size: 95%">De: Ngrant@</p> <p style="text-indent: 0em; margin-bottom: 1.5em; margin-left: 5%; text-align: left; font-size: 95%"><i>La dirección ha sido borrada y los demás datos codificados con una clave personal que no se ha podido descifrar.</i></p> <p style="text-indent: 0em; margin-top: 1.5em; margin-left: 5%; margin-right: 5%; text-align: justify; font-size: 95%">Sra. Longman:</p> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; margin-right: 5%; text-align: justify; font-size: 95%">A petición de Pierce, me veo en la obligación de transmitirle una noticia muy desafortunada. Siento decirle que tendrá consecuencias sobre la publicación de este libro, así como sobre la expedición que estamos realizando aquí.</p> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; margin-right: 5%; text-align: justify; font-size: 95%">Como ya sabe, el gran «hallazgo» de esta excavación han sido los «gólems-mensajeros» visigodos, uno intacto y completo, y los restos de otro. Dado que el gólem fragmentario ya estaba en varios pedazos, elegí ese para enviarlo a que se le realizaran diversas pruebas.</p> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; margin-right: 5%; text-align: justify; font-size: 95%">Entre las pruebas que hacemos está la del fechado por medio del radiocarbono, carbono 14. Cuando se trata de mármol y otras formas de piedra, datar un objeto por este método es imposible, y simplemente se averigua la edad de la roca antes de que se tallara y se convirtiera en un objeto. Sin embargo, los «gólems-mensajeros» también incluyen varias partes metálicas. El que estaba roto tenía partes de una articulación de un brazo.</p> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; margin-right: 5%; text-align: justify; font-size: 95%">Acabo de recibir el informe del fechado por radiocarbono que se ha hecho sobre esta articulación de bronce. También la he comprobado de nuevo con nuestro especialista en arqueología de los metales.</p> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; margin-right: 5%; text-align: justify; font-size: 95%">El bronce es una aleación de cobre, estaño y plomo. Estos metales se funden y luego se vacían. Durante el proceso de vaciado, cuando se vierte el metal, se pueden mezclar impurezas orgánicas; y un estudio de la estructura cristalina de esta articulación, tras rasparlo, demostró que este tipo de impurezas se «habían incorporado» a la estructura.</p> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; margin-right: 5%; text-align: justify; font-size: 95%">Cuando se sometieron al fechado por radiocarbono, estos fragmentos orgánicos dieron una lectura extremadamente extraña. Se repitieron las pruebas y volvieron a repetirse.</p> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; margin-right: 5%; text-align: justify; font-size: 95%">El informe del laboratorio, que ha llegado hoy, afirma que en su opinión las lecturas demuestran que los fragmentos orgánicos que hay en el metal contienen los mismos niveles de radiación y contaminación de fondo que se esperaría encontrar en algo que se ha estado cultivando hoy en día.</p> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; margin-right: 5%; text-align: justify; font-size: 95%">Al parecer, el metal utilizado en las articulaciones y bisagras de los «gólems-mensajeros» debe de haberse vaciado durante un periodo de radiación y contaminación atmosférica muy superiores a las existentes en el siglo XV; en realidad, un nivel lo bastante alto para darme la seguridad de que el metal se vació durante los últimos cuarenta años (después de Hiroshima y las pruebas atómicas).</p> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; margin-right: 5%; text-align: justify; font-size: 95%">Solo me queda una conclusión posible. Estos «gólems-mensajeros» no se fabricaron a principios del siglo XV. Se fabricaron hace poco, posiblemente en fecha muy reciente. Desde luego con posterioridad a la fecha en que, como me ha contado Pierce, Charles Wade devolvió el documento «Fraxinus» a Snowshill Manor.</p> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; margin-right: 5%; text-align: justify; font-size: 95%">Por expresarlo con toda crudeza, estos «gólems» son falsificaciones modernas.</p> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; margin-right: 5%; text-align: justify; font-size: 95%">No he tenido demasiado tiempo para absorber esta noticia. Pierce está destrozado. Es consciente de que una de las razones por las que se extremó la seguridad en la excavación es que este tipo de cosas ocurren en arqueología (las falsificaciones son un problema constante) y yo nunca hago ningún anuncio hasta que estoy segura.</p> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; margin-right: 5%; text-align: justify; font-size: 95%">Me doy cuenta de que esto deja a Pierce con unos documentos que se han reclasificado como ficción, en lugar de historia, y que ahora no tienen ninguna prueba arqueológica que los apoye.</p> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; margin-right: 5%; text-align: justify; font-size: 95%">He de suponer que deseará reflexionar sobre esta noticia antes de tomar ninguna decisión sobre la publicación de las traducciones de Pierce.</p> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; margin-right: 5%; text-align: justify; font-size: 95%">El coronel ******* ha autorizado la reanudación de la exploración submarina costera, mañana con las primeras luces del alba. A pesar de nuestros problemas, no quiero perder ninguna oportunidad, dada la inestabilidad política de la zona. Ya no estoy segura de la relevancia de las imágenes de las cámaras ROV pero por supuesto seguiremos con esta línea de investigación.</p> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; margin-right: 5%; text-align: justify; font-size: 95%">Así pues nos iremos al barco al alba. Creo que, si puede ponerse en contacto con Pierce, este le agradecería una palabra amable.</p> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; margin-right: 5%; text-align: justify; font-size: 95%">Lo siento mucho. Ojalá pudiera haberle dado mejores noticias.</p> <p style="font-weight: bold; text-indent: 0em; margin-right: 5%; margin-top: 1.5em; text-align: right; font-size: 95%">Isobel Napier-Grant</p> <p style="page-break-before: always; line-height: 0%"> </p> <p style="margin-top: 15%"/> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; text-align: left; font-size: 95%">Mensaje: nº 137 [Pierce Ratcliff / misc.]</p> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; text-align: left; font-size: 95%">Asunto: Ash / arqueología</p> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; text-align: left; font-size: 95%">Fecha: 01/12/00 a las 02:31 p.m.</p> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; text-align: left; font-size: 95%">De: Longman@</p> <p style="text-indent: 0em; margin-bottom: 1.5em; margin-left: 5%; text-align: left; font-size: 95%"><i>La dirección ha sido borrada y los demás datos codificados con una clave personal que no se ha podido descifrar.</i></p> <p style="text-indent: 0em; margin-top: 1.5em; margin-left: 5%; margin-right: 5%; text-align: justify; font-size: 95%">Pierce, Isobel:</p> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; margin-right: 5%; text-align: justify; font-size: 95%">¿ESTÁIS SEGUROS?</p> <p style="font-weight: bold; text-indent: 0em; margin-right: 5%; margin-top: 1.5em; text-align: right; font-size: 95%">Anna.</p> <p style="page-break-before: always; line-height: 0%"> </p> <title style="margin-bottom: 2em; page-break-before: avoid; margin-top: 15%"> <p>CUARTA PARTE</p> <p>FERAE NATURA MACHINAE</p> </h3> <p style="font-weight: bold; text-align: center; text-indent: 0em">11 de septiembre de 1476</p> <p style="page-break-before: always; line-height: 0%"> </p> <title style="margin-bottom: 2em; page-break-before: avoid; margin-top: 15%"> <p>Capítulo 1</p></h3> <p></p> <p>La oscuridad continuó durante lo que parecieron horas.</p> <p>Ash no tenía forma de calcular el tiempo. El mundo era cualquier cosa que pudiera sentir con las yemas de los dedos, a su lado, en medio de una fría oscuridad. Ladrillo, sobre todo; y nitro húmeda. Barro o mierda bajo los pies. Encontró aquella oscuridad reconfortante. La carencia de luz tenía que significar que no había brechas en la cubierta de las cloacas y por tanto estos pasadizos concretos de ladrillo debían de ser seguros y se podían atravesar.</p> <p><i>Si no hay pozos. Nada de vanos huecos.</i></p> <p><i>Si estuviera con Roberto, ahora, nos emborracharíamos. Hablaríamos de Godfrey. Me emborracharía tanto que no podría tenerme en píe. Le diría que Godfrey en el fondo siempre fue un maldito campesino. Una vez lo vi llamar a los jabalíes. ¡A los cerdos salvajes, en el bosque! Y vinieron. Y ya se me ha olvidado cuántas veces me ha escuchado cuando yo necesitaba hablar con alguien que no fuera uno de mis oficiales...</i></p> <p><i>No era un padre. ¿Quién necesita padres? Leofrico se llama a sí mismo padre. Un amigo. Un hermano. No, más que un hermano; ¿qué me habría costado amarte, solo una vez? ¿Solo una vez?</i></p> <p><i>Borrachos como cubas. Y luego nos largaríamos a algún sitio y nos meteríamos en alguna pelea.</i></p> <p><i>Jesús, ¿qué va a decir Roberto cuando le cuente esto?</i></p> <p><i>Si es que sigue vivo.</i></p> <p>El sonido de una corriente de agua profunda y suave un poco más adelante la hizo frenar un poco. El muro dobló una esquina bajo sus dedos. Giró muy despacio, colocaba los pies con los dedos por delante, probando el suelo por si estaba roto.</p> <p>Las cloacas continuaban.</p> <p><i>No debería dejarlo.</i></p> <p><i>No puedo hacer otra cosa.</i></p> <p><i>Podría preguntarle a mi voz por la forma de salir de aquí... No, no conoce los lugares, solo resuelve problemas...</i></p> <p><i>¿Puedo hablar con el Gólem de Piedra aun ahora?</i></p> <p><i>¿Con... otras voces?</i></p> <p><i>¿Qué son?</i></p> <p><i>¿Lo sabe Leofrico? ¿Lo sabía el califa? ¿Lo sabe alguien? ¡Cristo, quiero hablar con Leofrico! ¿Sabía alguien algo de esto antes de hoy?</i></p> <p><i>No debería haberlo dejado.</i></p> <p>La luz pálida producía formas geométricas en su retina.</p> <p>Ash se detuvo, con la mano ensangrentada todavía en el muro de ladrillo. La luz era lo bastante fuerte como para mostrarle los planos y las superficies que iluminaba. Un cruce de túneles. Muros planos, muros curvados, que subían de golpe hasta un techo agrietado que dejaba pasar una luz tenue. Una corriente de agua. Pasadizos. Escombros.</p> <p><i>Esto podría seguir así durante kilómetros. Y podría desmoronarse todo sobre mi cabeza en cualquier momento. El terremoto debe de haber sacudido y soltado un montón de obras de piedra.</i></p> <p>Un ruido.</p> <p>—¿Valzacchi? —llamó en voz baja.</p> <p>Nada.</p> <p>Ash levantó la cabeza. Arriba, cuatro o cinco piedras habían caído del techo del túnel. Lo suficiente para dejar pasar el fulgor tenue de un fuego griego. Creyó oír un ruido confuso, esta vez en el exterior pero se desvaneció cuando agudizó los oídos.</p> <p><i>¿Cuánto falta para que se derrumbe el resto de esta parte de la alcantarilla?</i></p> <p><i>Ya es hora de que me vaya a otro sitio.</i></p> <p>La carcomía un pesar inesperado. Los ojos se le llenaron de lágrimas y se los secó con la manga. Por un momento supo, más allá de toda duda, que ella era la responsable. <i>Nunca podré decirte que siento que vinieras aquí por mi causa.</i></p> <p>Se apretó la cara con las manos mugrientas, una vez. Levantó la cabeza. El dolor la inundará, lo sabe, en los segundos y minutos cuando menos se lo espere; y le dolerá aún más cuando se desvanezca la conmoción y acepte en lo más profundo de su ser que, una vez encontradas las razones, aceptadas las responsabilidades y hecha la confesión, ya no importa. No cambia el hecho de que ella ya nunca volverá a hablar con Godfrey; él nunca más le responderá.</p> <p>Y susurró:</p> <p>—Buenas noches, sacerdote.</p> <p>Algo blanco que se movía llamó su atención.</p> <p>Se llevó la mano al cinturón con un movimiento repentino pero se encontró solo con la vaina vacía. Apoyó la palma de la mano en la pared del túnel y miró fijamente hacia delante.</p> <p>Algo pequeño y blanco se escabulló por el pasadizo y se metió en la oscuridad.</p> <p>Ash dio un paso con cautela. Arañó ladrillo con las sandalias. Otras dos cosas blancas salieron disparadas de su camino con una carrerita baja y precipitada.</p> <p>—Ratas —susurró Ash—. ¿Ratas blancas?</p> <p><i>Si el terremoto había abierto las alcantarillas construidas bajo las calles de la ciudadela, ¿pudo haber roto los muros de las casas excavadas en la roca? ¿Estoy cerca de la casa de Leofrico?</i></p> <p><i>Quizá.</i></p> <p><i>Quizá no. Si son sus extrañas ratas, eso no significa necesariamente que esté cerca. Las ratas pueden recorrer una larga distancia; ya tiene que haber pasado una hora desde el terremoto, quizá más.</i></p> <p>—Eh, ratitas... —gorjeó Ash en voz baja. No se movió nada bajo la tenue luz.</p> <p>Se le ocurrió algo entonces lo que podrían comer las ratas, allí abajo. Volvió la vista atrás, hacia la oscuridad.</p> <p>Empezó a bordear la esquina del cruce, pisaba en silencio, no le apetecía mucho perturbar el aire ni la cáscara agrietada de ladrillo que tenía sobre la cabeza. Se detuvo y volvió la vista.</p> <p>—No lo aprobarás, Godfrey... Siempre has dicho que era una pagana. Lo soy. No creo en la misericordia ni en el perdón. Creo en la venganza. Voy a hacer que alguien sufra por tu muerte.</p> <p>Un chirrido lejano despertó ecos un poco más adelante, en la alcantarilla.</p> <p>El hedor dulce de la mierda, por increíble que parezca, se hizo más fuerte. Ash empezó a caminar otra vez, con la manga húmeda apretada contra la nariz. Ya no le quedaba nada que vomitar. El agua fluía lenta y silenciosa bajo el pasadizo de ladrillo.</p> <p>La última luz del techo agrietado se reflejó en una irregularidad del muro. La mercenaria estiró la mano, tocó ladrillo, tocó oscuridad... tocó vacío.</p> <p>Con la yema de los dedos trazó el perfil de una gran ranura de ladrillo, del tamaño de sus dos manos juntas. Probó a meter la mano con cuidado. Se arañó los nudillos con ladrillos y cemento, a no demasiada distancia de ella. Frunció el ceño y deslizó la palma de la mano por el muro que tenía delante, y resbaló en el aire. Y luego otra ranura. Y sobre esa, otra.</p> <p>El borde inferior de cada ranura tenía un labio hecho de ladrillo, de más o menos medio centímetro de grosor y casi un centímetro de altura. Lo bastante fuerte para aguantar las manos de un hombre y el peso de un hombre.</p> <p>La inundó la alegría. Dio un suspiro sin darse cuenta, tosió al percibir el hedor dulzón y lanzó una carcajada con los ojos llenos de lágrimas. Deslizó las manos por toda la superficie para asegurarse de que no había ningún error. Muy por encima de su cabeza, hasta donde ella alcanzaba, el ladrillo tenía ranuras incorporadas. Y no era una pared curva, no allí, en aquel cruce de túneles: la pared que tenía encima ascendía en línea recta.</p> <p>Ash levantó las manos, las colocó en una ranura, los pies en otra y empezó a trepar por el muro.</p> <p>Los primeros cinco o seis metros fueron bastante fáciles. Le empezaron a doler los brazos. Se arriesgó a echarse un poco hacia atrás para mirar hacia arriba. La parte rota de la cañería podría estar diecisiete o dieciocho metros más arriba, todavía.</p> <p>Estiró la mano para llegar a la siguiente ranura de la «escala» de ladrillo y levantó su empapado cuerpo. Decidió distraerse del esfuerzo físico y dejó que su mente vagara.</p> <p><i>Creo que las «voces» están hablando a través de la máquina, a través del Gólem de Piedra. Entran en mi espíritu del mismo modo. Pero no son como mi voz.</i></p> <p><i>¿Lo sabe alguien? ¿Lo sabe la Farís? ¿Cuánto tiempo llevan haciéndolo? ¿Cuentan cosas, a través del Gólem, o fingen ser el Gólem de Piedra? Quizá nadie lo sepa. Hasta ahora.</i></p> <p><i>Supongamos que la</i> machina rei militaris <i>lleva dos siglos en la casa de Leofrico, ¿suponemos que estos (otros) llevan todo ese tiempo hablando a través de él? ¿O forman parte de él? ¿Una parte de la que Leofrico no sabe nada? ¿Pero, y si lo sabe?</i></p> <p>Ash mantuvo la parte de su mente que escuchaba resueltamente callada.</p> <p>Levantó las manos por encima de la cabeza. Aunque le dolían los bíceps, se aupó a otro escalón más. Le ardían los muslos y las pantorrillas. Bajó la vista casi sin darse cuenta y vio, debajo de su cuerpo, todo lo que había subido.</p> <p>Una caída de doce metros contra ladrillo, o contra una alcantarilla, es bastante para matarte.</p> <p>Siguió adelante, hacia arriba.</p> <p><i>¿Y suponiendo que sean estas «voces» las que odian a Borgoña? ¿Por qué Borgoña? ¿Por qué no Francia, Italia, el imperio de los turcos? Sé que los duques borgoñones son los más ricos, pero aquí no se trata de riqueza; quieren quemar la tierra y sembrarla con sal... ¿Por qué?</i></p> <p>Ash descansó un momento con la frente apoyada contra el ladrillo. Estaba frío. El cemento se deshacía en polvo.</p> <p>Tuvo que retorcerse para ver la parte rota del techo, sobre ella, a un lado. Un borde de piedra le cortaba el paso. Los escalones la llevaban hacia arriba (la joven levantó la cabeza), hasta un pozo estrecho en el techo. En su interior solo se veía oscuridad. No había forma de saber lo que podría haber dentro.</p> <p>Se aferró a los escalones, confusa, temblando dentro de sus ropas húmedas y mugrientas. Sonrió con brusquedad en medio de la oscuridad.</p> <p><i>Eso es. Por supuesto. Por eso los visigodos han atacado Borgoña, ¡y no a los turcos! Los turcos son una amenaza más grande pero la máquina les ha estado diciendo que la solución es que ataquen Borgoña. ¡Tiene que ser eso! Pero no es el Gólem de Piedra, ¡son las voces!</i></p> <p>Ash apretó los dedos sobre el escalón. Los músculos le daban punzadas y tenía calambres. Enterró el dedo gordo del pie en el escalón y flexionó la pierna, luego la estiró mientras levantaba el otro pie en busca de un escalón más alto.</p> <p><i>Si la familia de otro</i> amir <i>hubiera creado otro Gólem de Piedra... ¡eso se sabría! Ni siquiera Leofrico intentó mantenerlo en secreto. Solo guardarlo en un sitio seguro. Pero si no es otra máquina de arcilla, ¿qué es?... ¿Qué son?</i></p> <p><i>Sean lo que sean, a mí me conocen.</i></p> <p>Se adentró en la oscuridad. Primero la cabeza, y luego los hombros y el resto del cuerpo mientras iba adentrándose en el pozo. <i>Si no lleva a ninguna parte, tendré que volver a bajar</i>, pensó y luego: <i>Así que ahora me conocen. Bien. Bien.</i></p> <p><i>He perdido a mi gente. He perdido a Godfrey. Ya estoy harta.</i></p> <p>—Joder, será mucho mejor que creáis conocerme —susurró Ash—. Porque yo voy a averiguarlo todo sobre vosotros. Si sois máquinas, os romperé. Si sois seres humanos, os destriparé. Meteros conmigo quizá haya sido lo más estúpido que habéis hecho jamás.</p> <p>Sonrió en la oscuridad ante sus propias bravatas. Sus dedos, al estirarse, tocaron ladrillo y metal. Se detuvo.</p> <p>Palpó con mucho cuidado y tocó una piedra polvorienta, justo encima de su cabeza, y un borde de hierro frío. Dentro del borde, más metal... Una placa redonda de hierro, de un metro más o menos de diámetro.</p> <p>Apoyó los pies todo lo que pudo en los escalones de ladrillo en los que se encontraba. Se agarró a un escalón con la mano izquierda. Con la palma de la derecha apoyada en el metal, empujó.</p> <p>Esperaba resistencia, y pensó, <i>mierda, necesito poner la espalda debajo de esto y no puedo, así</i> que le sorprendió que la tapa de metal saliera volando. Una ráfaga de aire frío la golpeó en la cara. El fuego griego ardía con fuerza y la deslumbraba. Cayó hacia delante, se dio un golpe en la cara con la escala de ladrillo y estuvo a punto de soltarse.</p> <p>—¡Hijo de puta!</p> <p>Levantó el cuerpo dos escalones más y palpó en el exterior, en busca de algo que la ayudara a auparse. Nada. Los dedos arañaron la piedra. La portilla era demasiado ancha para que pudiera apoyarse en ella.</p> <p>Con un solo movimiento subió los dos pies a un escalón más alto, soltó la mano izquierda, estiró las piernas y se aupó con fuerza para luego hundirse hacia delante.</p> <p>El impulso la llevó: quedó tirada en un camino, con los muslos y el resto de las piernas colgando sobre el abismo pero el cuerpo a salvo. Apoyó las palmas de las manos y empezó a arrastrarse, a rodar, a gatear; y no paró de rodar hasta que estuvo a diez metros largos del agujero abierto de la alcantarilla.</p> <p>En un estrecho callejón entre edificios sin ventanas.</p> <p>Ardía un recipiente de fuego griego, a unos veinte metros. Los otros, más cercanos a ella, se habían roto. A unos metros de distancia, callejón abajo, el pavimento se combaba amenazadoramente.</p> <p>Sus ojos, acostumbrados a la noche, se le llenaron de agua. Sacudió la cabeza y se puso a gatas; la lana húmeda de las calzas y el jubón se le pegaba al cuerpo y se enfriaba a toda prisa bajo el aire negro.</p> <p><i>Sigo en la ciudadela: ¿dónde...?</i></p> <p>El viento cambió de dirección. Se levantó y agudizó el oído.</p> <p>Le llegó un ruido confuso de gritos y chillidos. El estrépito de las ruedas de unas carretas. El choque del metal con el metal. Una lucha, un caos; pero nada que le dijera dónde, dentro de la ciudadela o fuera de los muros de la propia Cartago; el viento volvió a cambiar de sentido y perdió los sonidos.</p> <p><i>¡Pero estoy fuera!</i></p> <p>Ash dio un gran suspiro, se atragantó con su propio hedor y miró a su alrededor. Muros de piedra desnudos se enfrentaban a ella a ambos lados de una calle estrecha. Se elevaban lo suficiente para que no tuviera oportunidad de ver ninguna marca, así que no podía suponer hacia dónde podría estar la cúpula, por dónde estaba la muralla. Olisqueó el aire. El olor del puerto, sí, pero también otra cosa...</p> <p>Humo.</p> <p>Un olor a quemado se deslizaba por la estrecha callejuela. Ash miró a ambos lados, cruces de calles en ambos extremos. Debería evitar el socavón que tenía a la izquierda. Se alejó hacia la derecha.</p> <p>La atravesó una punzada de pena y asco. Algo yacía delante de ella, sobre las losas, en el borde del charco de luz que arrojaba la lámpara que quedaba.</p> <p>El cuerpo de un hombre, tirado..., con la misma quietud que tenía Godfrey, muerto.</p> <p>Se sacó el dolor de la mente de forma deliberada.</p> <p>—Aguantará.</p> <p>Siguió subiendo el callejón, moviéndose con rapidez para mantenerse caliente. Las sandalias dejaban manchas de suciedad en las losas del suelo. Se acercó al cuerpo echado boca abajo y apoyado contra el muro sin rasgos. <i>Róbale el dinero si es un civil; o las armas, si es un soldado...</i></p> <p>La luz no era muy buena. El fuego griego que tenía encima se oscurecía en el cuenco de cristal. Ash se arrodilló, estiró la mano para darle la vuelta al cuerpo y ponerlo boca arriba. En rápida sucesión notó, mientras sus manos levantaban el peso muerto y frío, que era un hombre, que llevaba calzas, tabardo y una celada de acero; el cinturón ya le había desaparecido, se habían llevado la espada y no estaba la daga...</p> <p>—Dulce Cristo.</p> <p>Ash se deslizó y se quedó sentada. Ya no sentía las rodillas. Se inclinó hacia delante y echó los brazos del hombre hacia atrás para exponerle el pecho. Toda la garganta y los hombros eran una masa de sangre coagulada. Un tabardo brillante estaba atado sobre la cota de malla, los nudos atados en la cintura y un dibujo oscuro en la tela...</p> <p>Desabrochó la correa de la celada del muerto y se la quitó de la cabeza, manchándose las manos de sangre en el virote de ballesta que le salía de la garganta. Una celada, con un visor y un cabo articulado: no era un yelmo visigodo. <i>Hecho en Augsburgo, en las Alemanias... ¡en casa!</i></p> <p>Ash se encasquetó el yelmo forrado en la cabeza, se abrochó la correa, estiró las manos para coger los tobillos del hombre y lo arrastró a pulso por las losetas del suelo, bajo la luz cada vez más tenue.</p> <p>El hombre se quedó tirado con los brazos por encima de la cabeza y la cabeza ladeada hacia un lado. Un hombre joven, de dieciséis o diecisiete años, con el cabello castaño claro y el comienzo de una barba; lo ha visto en alguna parte, lo conoce, conoce ese rostro muerto, si no su nombre...</p> <p>Bajo la luz, la mercenaria se queda mirando la librea, ya visible con toda claridad.</p> <p>El tabardo de una librea dorada.</p> <p>En el pecho, en azul, un león.</p> <p>La librea del León Azur. La librea de su compañía.</p> <p style="page-break-before: always; line-height: 0%"> </p> <title style="margin-bottom: 2em; page-break-before: avoid; margin-top: 15%"> <p>Capítulo 2</p></h3> <p></p> <p>Ash desató los lazos con los dedos mojados y helados y le quitó el tabardo al muchacho. Habían hecho el cuello de la prenda lo bastante ancho para acomodar un casco: se lo echó por encima de la cabeza. Mientras se ataba los cordones de la cintura, se quedó mirando al chico:</p> <p>—¿Michael? ¿Matthew?</p> <p>El joven había dejado de sangrar. Ya no tenía el cuerpo rígido. Frío en esta ciudad exterior, pero no rígido. Aún no había <i>rigor mortis.</i></p> <p>Se alisó la tela de lino teñido sobre el vientre desprotegido. No había forma de sacarle sola una cota de malla a una baja, la cota ya es bastante difícil de quitar cuando estás vivo: los eslabones de metal se pegan al cuerpo. Tiró de los mitones de la armadura y se los quitó de las manos — demasiado grandes, pero le servirían—, y luego le quitó las botas.</p> <p>Despojado de todo tenía un aspecto patético; con los huesos largos y el rostro grueso de la juventud. La mercenaria se puso las botas del muchacho.</p> <p>—Mark. Mark Tydder —dijo en voz alta. Extendió la mano y dibujó una cruz en la frente fría del chico—. Estás, estabas en la lanza de Euen, ¿verdad?</p> <p><i>No estás aquí solo.</i></p> <p><i>¿Cuánta gente más va a morir porque alguien me trajo a Cartago?</i></p> <p>Ash se levantó y miró a su alrededor, a la calle fría y oscura. <i>No puedo perder el tiempo preguntándome, «si hay uno, ¿hay más?; ¿quién está vivo, quién está muerto?». Tengo que encontrarlos y seguir adelante.</i></p> <p>Se inclinó y besó el cuerpo manchado y muerto de Mark Tydder en la frente, luego le cruzó los brazos sobre el pecho.</p> <p>—Enviaré a alguien a por ti si puedo.</p> <p>El fuego griego que tenía encima parpadeó y se apagó. Esperó un momento a que sus ojos se acostumbraran a la oscuridad. La forma de las paredes sin ventanas se elevaba sobre ella y, en la brecha que se abría entre los tejados, constelaciones reconocibles de estrellas en aquel cielo ventoso y helado. <i>Una hora o menos para el amanecer</i>, calculó su mente de forma automática.</p> <p>Siguió bajando el callejón. Allí no se veía ningún daño producido por el terremoto. En el primer cruce, giró a la izquierda y en el siguiente a la derecha.</p> <p>Los edificios escupían escombros al camino. La mercenaria frenó el paso para mirar por dónde iba. Sobre su cabeza, las vigas astilladas sobresalían a la calle. Cuanto más bajaba por el callejón, más tenía que vigilar por dónde pisaba, y elegir el camino por encima de montones de piedra revestida, mosaicos rotos, muebles rotos, un caballo muerto...</p> <p><i>No hay cadáveres. No hay heridos. Alguien ha pasado por esta zona después del terremoto... o bien estaba desierta, todo el mundo había subido al palacio.</i></p> <p>Trepó por encima de un pilar caído. Sus botas resbalaron por la piedra resbaladiza y llegó a lo que había sido otro cruce de caminos. Los edificios del otro lado todavía permanecían en pie. Grietas inmensas, más altas que ella, recorrían las paredes como telas de araña. Se detuvo, se levantó el yelmo y escuchó con atención.</p> <p>Hubo un <i>boom</i> ensordecedor. Un ruido lo bastante alto para hacerle estallar los tímpanos hizo explotar el aire. Los cimientos se estremecieron y se deslizaron.</p> <p>—¡Mierda! —Ash sonrió con ferocidad, le zumbaba la cabeza. Giró a toda prisa hacia la izquierda. Sin dudarlo más, se agachó y trotó lo más rápido que pudo en medio de la oscuridad en la dirección del ruido—. ¡Eso son armas!</p> <p><i>Un arma giratoria o un arma de gancho. ¿Un cañón ligero?</i> Se deslizó por las losetas rotas y bajó como pudo por la calle estrecha y oscura. <i>¡No son godos! ¡Esos somos nosotros!</i></p> <p>Las nubes se deslizaban por el cielo. La tenue luz de las estrellas se iba oscureciendo hasta apagarse del todo, dejándola entre casas sin ventanas cubiertas de grietas desde los cimientos hasta el tejado. Aquí no vio demasiados escombros. Sin hacer caso de nada, inmersa en una negrura casi completa, siguió corriendo callejón abajo con los brazos estirados para darse contra los obstáculos primero.</p> <p><i>¡Boom!</i></p> <p>—Os pillé —Ash se detuvo. Las suelas resbaladizas de las botas le permitían notar los contornos de las losas bajo los pies: el suelo se inclinaba ahora ligeramente hacia abajo. Se quedó mirando la absoluta oscuridad. El aire le sopló en la cara. ¿Una plaza abierta? ¿Una zona en la que el terremoto había demolido todas las casas? El paso de unas hojas le rozó la cara, hizo una mueca. ¿Alguna especie de enredadera?</p> <p>Faroles.</p> <p>La luz amarilla podría no haber sido más que motas en su visión, pero la cortaba un ángulo agudo: un muro. Comprendió que se encontraba justo al lado de un callejón que llevaba a esta plaza. Los edificios que tenía a mano izquierda se habían derrumbado sobre sí mismos pero a mano derecha todavía permanecían en pie. Al otro extremo del callejón, alguien sujetaba un farol.</p> <p>El olor seco, acre, infinitamente conocido de la pólvora le atacó las fosas nasales.</p> <p>Ash no sabía que estaba enseñando los dientes, sonriéndole furiosa a la oscuridad. Tenía una mano cerrada, sola, buscando la empuñadura de una espada que no le colgaba del cinturón.</p> <p>Se llenó los pulmones con el aire frío, saturado de pólvora:</p> <p>—¡Oye! ¡GILIPOLLAS! ¡NO DISPARÉIS!</p> <p>El farol se sacudió. Un <i>¡bang!</i> explosivo le lanzó unos fragmentos de arcilla contra la cabeza. Un virote de ballesta: un disparo alto y amplio que había chocado contra el muro que tenía a la derecha, por encima de su cabeza. .</p> <p>—¡HE DICHO QUE NO DISPARÉIS, JODER, SERÉIS GILIPOLLAS!</p> <p>Una voz cauta exclamó:</p> <p>—¿Mark? ¿Eres tú?</p> <p>Una segunda voz intervino:</p> <p>—Ese no es Tydder. ¿Quién va?</p> <p>—¿Y quién cojones crees tú? —aulló Ash, todavía en el dialecto franco-flamenco que era la jerga común del campamento.</p> <p>Una pausa cargada de silencio, que le puso a Ash el corazón en un puño, le secó el pecho, la dejó sin aliento y la inundó de miedo y esperanza, y luego la segunda voz, bastante fina e indiscutiblemente galesa, exclamó, insegura:</p> <p>—... ¿Jefa?</p> <p>—¿Euen?</p> <p>—¡Jefa!</p> <p>—¡Voy a entrar! ¡No empecéis a apretar el puto gatillo con tanta alegría, joder!</p> <p>Subió el callejón trotando hacia la luz. Seis o siete hombres con armas lo llenaban por completo: hombres con yelmos de acero de estilo europeo y con alabardas afiladas como cuchillas, y espadas, y dos con ballestas, uno girando la manivela con frenesí como si quisiera demostrar que no había sido él el que había disparado el virote.</p> <p>—Licencia por negligencia —sonrió Ash al pasar, y luego—: ¡Euen! —Extendió las manos, agarró las de aquel hombrecito moreno y las apretó—. Thomas..., Michel..., Bartolomey...</p> <p>—¡Por el puto Jesucristo, coño! —dijo Euen Huw con tono reverente.</p> <p>—¡Jefa! —El segundo al mando de Euen, el pelirrojo Thomas Morgan, se persignó con la mano que no sujetaba una ballesta cargada.</p> <p>—¡Mierda, tío! —Los otros, hombres altos de hombros, anchos, con rostros duros y marcados por el hambre, empezaron a sonreírle y a hacer comentarios entre sí. Se encontraban entre ordenados montones de barriles de vino, túnicas de terciopelo y pesados sacos de yute, vio Ash; con los rostros brillantes vueltos hacia ella y el asombro dibujado en la expresión—. ¡Puedes creértelo, joder!</p> <p>—Soy yo —dijo Ash volviéndose de nuevo hacia el galés moreno y fibroso.</p> <p>Euen Huw no era una visión especialmente atractiva: la cota de malla estaba deslustrada, con manchas de sal bajo la luz intermitente del farol perforado de hierro; y una vieja venda ennegrecida le envolvía la mano izquierda y la muñeca. Con la otra mano sujetaba la empuñadura de una espada de las de montar, unos ridículos diez centímetros de acero afilado como una cuchilla.</p> <p>—Cristo, debería haberlo sabido, jefa —dijo Euen—. Justo en medio de un puto terremoto, y por ahí salís vos. Muy bien. ¿Qué hacemos ahora?</p> <p>—¿Por qué me lo preguntas a mí? —inquirió Ash con ironía mientras examinaba los rostros sucios de ratero—. ¡Ah, eso es... yo soy el jefe! Sabía que había una razón.</p> <p>—¿Dónde habéis estado, jefa? —preguntó Michel, el otro ballestero.</p> <p>—En un trullo visigodo. Pero —Ash esbozó una amplia sonrisa—. Aquí estoy. Vale, esto no es un puto banquete conmemorativo. Contadme. ¿Quién está aquí, por qué estamos aquí y qué cojones está pasando?</p> <p><i>¡Boom!</i></p> <p>Esa arma estaba lo bastante cerca para que el suelo se estirara de repente bajo sus pies. Ash se palpó la oreja con una expresión de dolor mientras los contemplaba mirarla, viéndolos sonreír; juzgó cuánto esfuerzo había también en la expresión de aquellos hombres, la mayor parte de los cuales ya empezaba a perder el asombro momentáneo que les había causado su presencia y empezaba a caer en el viejo hábito que suponía tenerla de comandante: <i>esta es Ash, ella nos dirá lo que tenemos que hacer, nos sacará de esto</i>. En medio de la descarga de adrenalina que supone un combate, ni siquiera están sorprendidos: siempre ocurren cosas imposibles en una batalla.</p> <p>En el medio del corazón del Imperio visigodo, rodeados de gente enemiga y tropas enemigas...</p> <p>—¿Qué puto imbécil os trajo aquí, muchachos?</p> <p>El ballestero, Michel, apartó con la bota de un empujón un saco sospechoso.</p> <p>—El loco de Jack Oxford, jefa.</p> <p>—Dios mío. ¿Quién es el de los cañones?</p> <p>—El maese capitán Angelotti —respondió Euen Huw—. Está ahí arriba intentando volar la casa de ese rico de mierda, el lord <i>amir</i> ese. Claro que su casa no podía caerse como todas las demás, ¿verdad? ¡Y una mierda!</p> <p>—¿Qué lord <i>amir...</i>? No, ya me lo dirás más tarde. ¿Y vosotros, cabrones, qué estáis haciendo aquí fuera?</p> <p>—Somos un piquete, jefa, ¿es que no lo sabéis? Esperando a que aparezcan todos los <i>caratrapos</i> esos para triturarnos.</p> <p>La ironía de su sarcasmo hizo sonreír a toda su lanza. Ash se permitió lanzar una risita.</p> <p>—¡Pues lo siento por los godos! Muy bien, seguid con ello. ¡Y cuidado! Aquí estáis en medio de un avispero volcado.</p> <p>—¡Como si no lo supiéramos! —Euen Huw sonrió.</p> <p>—El cuerpo de Mark Tydder está por una de esas callejuelas; tú... Michel, vete a buscarlo; luego, otro hombre y tú lo traéis si el terreno está despejado. No dejamos a los nuestros...</p> <p>Se le apareció con fuerza una imagen repentina. Godfrey, con la túnica verde negra de agua y suciedad, y las astillas blancas del suelo sobresaliéndole de la frente bronceada. Le picaron los ojos.</p> <p>—... si podemos evitarlo. Si aparecen más tropas, que se presenten ante mí a toda puta leche. Estaré con el general.</p> <p>Euen Huw dijo alegremente.</p> <p>—Jefa, el general sois vos.</p> <p>—¡No hasta que sepa qué coño cree Oxford que está haciendo! Tú — señaló al segundo de la lanza, el pelirrojo Thomas Morgan—. Llévame con Oxford y Angelotti, Y vosotros, ¡cerrad ese puto farol! ¡Os veía a más de un kilómetro de distancia! Tenéis menos cerebro que un ratón de campo, pero esa no es razón para que no podáis volver a casa, ¡limitaos a seguir mis órdenes! De acuerdo, ¡vamos! ¡Moveos!</p> <p>Al tiempo que se alejaba, con la amplia espalda de Thomas Morgan bloqueando el farol cerrado a toda prisa, oyó que un hombre murmuraba:</p> <p>—Mierda, tío, <i>Caracortada</i> ha vuelto...</p> <p>—Y que lo digas, joder —gruñó Ash.</p> <p><i>¡Están vivos!</i></p> <p>Con el farol apagado y la gruesa capa de nubes, era imposible ver nada salvo negrura, pero ahora tenía voces delante y los gritos de hombres que limpiaban con esponjas las recámaras de las armas y las cargaban: metió los dedos enguantados en la parte posterior del cinturón de Thomas Morgan y siguió su incierto progreso por las losas de la calle, guiado por los golpes que iba dando con la vara de la alabarda, con la madera golpeando el mortero derribado y los escombros.</p> <p>Una sensación fría le reptaba por el vientre. Su mente dibujó imágenes de pesadilla en la oscuridad que tenía delante: estos hombres, hombres que conoce, atrapados en el medio de una ciudad amurallada, una ciudad amurallada dentro de una ciudad amurallada, y todo Cartago fuera, los <i>amirs</i>, las tropas de sus casas, el ejército del rey califa, los mercaderes, los trabajadores y los esclavos, todos y cada uno un enemigo...</p> <p><i>¡Qué clase de puto lunático peligroso los ha traído aquí!</i>, se preguntó Ash, taciturna y furiosa. <i>¿Cómo los saco de aquí?</i></p> <p><i>¿Y cómo hacer lo que tenemos que hacer, antes?</i></p> <p>Thomas Morgan tropezó, murmuró una obscenidad, estrelló la vara de la alabarda contra un bloque roto de mampostería y giró hacia la derecha. La mercenaria mantuvo el equilibrio y lo siguió.</p> <p><i>¿Cuántos de mis chicos hay aquí? ¿En qué cojones está pensando Oxford? El hecho de que seamos mercenarios no significa que nos puedas meter en cualquier parte como si esto fuera una empresa desesperada y dejarnos morir ahí... Bueno, quizá él crea que sí puede... Tenía otra opinión de él...</i></p> <p>La calidad del aire cambió.</p> <p>Ash levantó los ojos y vio que las nubes se desgajaban y se abrían a unas estrellas brillantes: las constelaciones del Crepúsculo Eterno. Bajó la mirada a toda prisa. Su visión nocturna absorbió la luz suficiente de las estrellas para permitirle ver por dónde pisaba, sacó la mano del cinturón de Thomas Morgan y se concentró en la esquina de la casa sin paredes que tenía delante.</p> <p>A su derecha, más abajo, las enormes puertas principales con bandas de hierro del edificio colgaban astilladas y destrozadas... Fuego de cañón, aquello no lo había hecho el terremoto. Los artilleros atestaban aquella esquina, detrás de un grupúsculo de pavesinas<a data-bs-toggle="modal" data-bs-target="#notesModal" type="note" href="#nota44">44</a>. Dos cañones giratorios tenían las lanzas de apoyo clavadas en la tierra, donde el terremoto había partido las losas de la calle. Los hombres, jurando con amargura y entre gritos, estaban intentando disparar a cincuenta metros, al otro lado del callejón, para reventar las verjas y abrirlas, pues no había espacio para acercar más un cañón, delante de la verja de la casa, no en un callejón que no tenía más de tres metros de anchura.</p> <p>Llegaron más hombres corriendo, levantaron las pavesinas, puertas de madera arrancadas y apiladas como defensas improvisadas. El vuelo silencioso de unos virotes impactó a diez metros de ella y reventó varias astillas de piedra. La voz de Antonio Angelotti —<i>¡Angeli!</i> Ash esbozó una amplia sonrisa, encantada de reconocer su presencia— gritó una hermosa obscenidad. En el tejado de la casa, se movieron por un momento unos cuantos hombres: les dispararon a los que estaban debajo: visigodos, guardias de la casa visigoda, esta casa...</p> <p>Ash sintió una repentina punzada de recuerdos. ¿Genuinos? ¿Ilusorios? <i>Creo que hemos ido hacía el norte, he recorrido todo el camino de vuelta desde el palacio del rey califa, así es como me metieron en la casa de Leofrico... ¡Esta es la casa de Leofrico!...</i></p> <p>Lo entendió todo de golpe.</p> <p><i>Oh, mierda. Ya sé qué hace aquí Oxford.</i></p> <p><i>Está haciendo lo que dije que iba a hacer yo.</i></p> <p><i>Está aquí por el Gólem de Piedra.</i></p> <p>Thomas Morgan exclamó:</p> <p>—Aquí están, jefa —con un tono de voz que de repente albergaba dudas.</p> <p>Ash pasó a su lado trotando y entró en la calleja que terminaba en un callejón sin salida a su derecha, iluminado con faroles y antorchas; repleto de hombres y de sus gritos, hombres que corrían, otros dos cañones giratorios que comandaban el callejón que tenía justo delante la casa de Leofrico, cañones a los que les limpiaban, frenéticos, las recámaras con esponjas y les introducían las balas hasta el fondo. Un hombre alto, con el pelo claro y un jubón y una semitúnica italianos se agachaba al lado de los artilleros, gritando (Angelotti), y una docena de rostros conocidos más; el diácono Richard Faversham, un hombre delgado y rubio con las manos metidas hasta la muñeca en un saco de vendas, detrás de un gran pavés y dos alabarderos... Florian de Lacey, Floria del Guiz... y tras ella un grupúsculo inmenso de hombres con corazas y grebas, con mazas y arcabuces, y la librea de León... y un joven caballero con el cabello del color del grano ataviado con media armadura, Dickon De Vere; y el propio John De Vere, que se quitaba en ese momento la celada para secarse la frente...</p> <p>Tiene apenas un segundo para estudiarlos mientras ellos, ocupados en medio de aquel ordenado caos, hacen caso omiso de su llegada. Le entra un escalofrío de pánico en los intestinos; estar frente a unos hombres, soldados, que no le prestan atención, como si no estuviera allí, ese es el horror que siente el comandante, que la autoridad (ese hilo fino como una telaraña) desaparezca como una bruma. ¿Quién es ella, para que nadie haga lo que dice? La persona que los convenció para que salieran de sus granjas y entraran en este negocio. Para que se metieran en muchas mañanas húmedas de colinas llenas de hierba empapada de sangre, en muchas noches de pueblos quemados, repletos de cuerpos mutilados. La persona que ellos creerán que puede sacarlos de allí con vida.</p> <p>Dos o tres de las cabezas más cercanas se giraron, la presencia de Thomas Morgan había penetrado en su foco de atención. Uno de los artilleros bajó el tornillo y se los quedó mirando; otro hombre dejó caer la recámara del segundo cañón. Tres alabarderos flamencos dejaron de hablar y se quedaron con la boca abierta.</p> <p>Antonio Angelotti soltó un taco en un italiano profundamente musical.</p> <p>Floria se levantó poco a poco, su rostro bajo la luz ardiente roto de esperanza, de asombro, con un miedo repentino y angustioso.</p> <p>—¡Ponte a cubierto! —le aulló Ash.</p> <p>Ella misma, sin embargo, permanecía a campo abierto. Levantó la mano, se desabrochó la correa de la celada de Mark Tydder y se la quitó de su vulnerable cabeza. Tenía de punta el plateado cabello rapado, sudoroso a pesar del aire congelado. <i>Aun a riesgo de que algún hijo de puta me acierte con un arco compuesto, tienen que verme.</i></p> <p>—Joder —dijo alguien con asombro.</p> <p>Ash se metió la celada bajo el brazo. El metal estaba congelado, incluso a través de las palmas de cuero de los mitones que llevaba. La luz del farol caía en el tabardo que vestía, negro y rígido por la sangre seca que se le acumulaba en la garganta, el León Azur claramente visible en el pecho. Las manos, ocultas en unos mitones de mallas demasiado grandes y los pies en unas botas demasiado grandes, le daban el aspecto de una niña con ropa de adulto. Una niña alta y flaca con tres cicatrices que resaltaban oscuras contra la piel de sus mejillas blancas y congeladas.</p> <p>Y entonces se movió, se puso el otro puño en la cadera, para que reconocieran a su Ash, el capitán Ash, <i>condottiere</i>: una mujer ilegalmente vestida de hombre, con jubón y calzas, el cabello cortado como el de un siervo, el rostro demacrado de hambre y dolor, pero con una sonrisa brillante que le iluminaba los ojos.</p> <p>—¡Es la jefa! —exclamó Thomas Morgan con voz temblorosa.</p> <p>—¡ASH!</p> <p>No supo quién gritó: para entonces ya se estaban moviendo todos sin importarles la casa llena de soldados que tenían a pocos metros; corrían los hombres, les gritaban la noticia a sus compañeros de lanza, Angelotti le cogía el puño con las lágrimas corriéndole por sus rasgos manchados de pólvora, echándole los brazos al cuello; Floria apartándolo a un lado de un empujón para cogerle los brazos, mirarla a la cara, todo preguntas; y luego una multitud: Henri de Treville, Ludmilla Rostovnaya, Dickon Stour, Pieter Tyrrell y Thomas Rochester con el estandarte del León, Geraint ab Morgan, que expresaba su asombro con una profunda voz galesa: todos se apilaban sobre ella, los guanteletes le daban golpes en la espalda, los gritos, todos haciendo demasiado ruido para que ella pudiera hacerse oír:</p> <p>—¡Mierda, ya veis qué pasa cuando os dejo solos cinco minutos, cabrones! ¿Dónde cojones está Roberto?</p> <p>—¡Dijon! —Floria, un hombre alto de cara sucia según todos los indicios, la agarró por el brazo—¿Eres tú? Pareces mayor. El pelo... ¿Estabas prisionera aquí? ¿Te has escapado? —Y al ver que Ash asentía—: ¡Virgen María! No tenías que volver a todo esto. Podrías haberte alejado. Un hombre solo podría salir de aquí sin problemas.</p> <p><i>Tiene razón</i>, comprendió Ash, sobresaltada. <i>Tenía muchas más probabilidades si me escapaba sola. No tenía que subir esta calle y meterme en medio de un puñado (muy pequeño) de lunáticos armados.</i></p> <p><i>Pero no se me ocurrió no hacerlo.</i></p> <p>No había arrepentimiento en su mente, ni siquiera sorpresa; todo el asombro estaba en el rostro de Floria. La cirujana disfrazada acarició la mejilla fría y marcada de Ash.</p> <p>—¡Y por qué iba a esperar algo diferente! Bienvenida al manicomio.</p> <p><i>Le diré lo de Godfrey más tarde</i>, decidió Ash; levantó la cabeza y miró a su alrededor, al círculo de rostros, los hombres que sudaban a pesar del aire helado, las armas desenvainadas, dos hombres un poco más lejos bajándose de un muro alto.</p> <p>—¡Que vengan mis oficiales!</p> <p>—¡Sí, jefa! —Morgan echó a correr.</p> <p><i>Estamos en uno de los callejones que rodean por tres lados la casa de Leofrico hasta el extremo del acantilado</i>, pensó Ash, que había comprendido al instante y con detalle. <i>El cuarto lado es el muro de la ciudadela en sí.</i></p> <p>Miró al otro lado del callejón cruzado.</p> <p>Estoy mirando al norte. El muro de la ciudadela. Detrás de ese muro, abajo, joder, muy abajo... está el puerto de Cartago.</p> <p>Bajo la luz de las antorchas y los faroles no puede estar segura: quizá haya un fulgor detrás del muro, un ruido, muy, muy lejano, allí abajo.</p> <p>—¡Geraint! —Le dedicó una amplia sonrisa a Geraint ab Morgan cuando este salió disparado de la barrera de pavesinas y se acercó a ella, que le dio una palmada en la espalda.</p> <p>—¡Joder, eres tú!</p> <p>—Nos trajiste aquí por mar, ¿verdad? Supongo que tenemos barcos. ¿Estás disfrutando del viaje al extranjero, al Crepúsculo Eterno, Geraint?</p> <p>—¡Lo odio! —Su capitán de arqueros, de grandes hombros, le sonrió, medio irónico, medio asombrado—. No fui yo, jefa, ¡yo no he hecho esto! Pero si me mareo...</p> <p>—¿Te mareas?</p> <p>—Pues por eso soy arquero y no comerciante de lana, como mi familia. Le daba de comer a los peces durante todo el camino desde Bristol hasta Brujas. —Geraint ab Morgan se limpió la boca con el dorso de la muñeca—. Y todo el camino, desde que salimos de Marsella hasta aquí, en esas putas galeras. Solo espero que merezca la pena. Tu padre es rico, ¿no?</p> <p>Un grupo de sus hombres se acercaron corriendo con pavesinas y ella echó una rodilla a tierra detrás de aquel refugio temporal, cuando se acercaron sus otros oficiales. Ash volvió a abrocharse la celada con los ojos clavados de nuevo en las verjas de la casa de Leofrico: cincuenta metros más allá, por el callejón, bombardeada por dos (¿o tres?) cañonazos pero todavía intacta. <i>Necesitamos más armas.</i></p> <p>—Leofrico no es mi padre. Es rico. Pero vamos a viajar ligeros de equipaje así que quedaos solo con el botín más ligero y portátil, ¿entendido?</p> <p>—Entendido, jefa. Oh, sí.</p> <p>Ash tomó nota mental de que debía registrar a Geraint cuando volvieran a los barcos que hubiera.</p> <p>—¿Cómo cojones llegasteis vosotros aquí?</p> <p>—Galeras venecianas —le dijo Antonio Angelotti al oído y cuando ella lo miró, las angélicas pestañas masculinas descendieron sobre la expresión divertida de sus ojos—. Mi señor Oxford nos encontró un par de capitanes venecianos que sobrevivieron a la quema de la República. No hay nada que no estuvieran dispuestos a hacer para herir a Cartago.</p> <p>—¿Dónde están?</p> <p>—Anclados a quince kilómetros al oeste de aquí, al lado de la costa. Entramos disfrazados con una caravana de carretas procedente de Alejandría. Pensé... pensamos que podrían haberte cogido, después de Auxonne. Había rumores de que estabas en Cartago.</p> <p>—¿No jodas? Por una vez los rumores tenían razón.</p> <p>La expectación era menos marcada en el rostro de Angelotti, pero allí estaba de todos modos, en sus ojos, como en todos los ojos que la contemplaban. Una confianza, una expectación. Ash sintió otra punzada de miedo en el fondo del estómago, agazapada detrás de aquellos endebles escudos.</p> <p><i>Ya es cosa mía. Tenemos que hacer esto y salir de aquí, o salir de aquí sin más, o somos todos hombres muertos. No sé cuántos hay aquí pero son hombres muertos si no puedo sacarlos. Y esperan de mí que lo consiga. Lo esperan desde hace ya cinco años.</i></p> <p><i>Es responsabilidad mía. Aunque fuera De Vere el que los trajo aquí.</i></p> <p>Los vientos helados del desierto del sur le rozaron la cara trayendo consigo desde el centro de la ciudadela un leve sonido de gritos y confusión aterrada. No se movía nada aquí, en este palacio roto. <i>¿Dónde está Leofrico? ¿Dónde están sus hombres? ¿Dónde están los hombres del rey califa? ¿Qué está pasando aquí?</i></p> <p>—De acuerdo —dijo Ash—. ¡Que alguien me encuentre una armadura! De mi talla. ¡Y una espada! Mi señor De Vere, deseo hablar con vos. —Y se levantó y se adelantó para recibir al conde de Oxford, que subía corriendo, lo cogió del brazo revestido de acero y lo apartó unos pasos, lo metió debajo de los muros, donde no había saeteras encima y el ángulo era demasiado inclinado para que nadie pudiera dispararles.</p> <p>Oyeron un chillido y un crujido procedentes de algún lugar del callejón, luego una fuerte exclamación.</p> <p>—¡Le di!</p> <p>—<i>¡Caratrapo</i> de los cojones!</p> <p>—Y esto de parte de los putos francos, ¿qué te parece?</p> <p>—Señora —dijo John De Vere.</p> <p>Ash levantó los ojos hacia el conde inglés y se miraron con un asombro mutuo. Los desvaídos ojos azules de este se arrugaron como si quisiera defenderse de una luz brillante o le divirtiera algo. Tenía la armadura de acero cubierta con la librea de De Vere, de un color escarlata reluciente y amarillo y blanco bajo la luz de los faroles. Bajo la visera levantada de la celada, su rostro estaba pálido, sucio, lleno de arrugas y de luz, con la emoción de un hombre mucho más joven.</p> <p><i>¡Boom!</i></p> <p>El sonido se clavó en los oídos femeninos. A pesar del relleno del yelmo le dolía. Todos los fragmentos de cemento suelto y polvo de la piedra de las paredes cayeron sobre el callejón, duchándole la chaqueta de la librea y los hombros del jubón; cada trozo de los escombros que había sobre las losetas dañadas por el terremoto dio un salto, haciendo que le escocieran los ojos.</p> <p>—Capitán Ash. —John De Vere hablaba en voz muy alta, por encima de la cascada de sonidos que siguieron al cañonazo de Angelotti. Su tono parecía muy práctico, o, si no totalmente práctico, pragmático al menos. No le sorprendía la presencia de la mercenaria. Señaló por encima de su cabeza hacia la enorme muralla de la ciudadela; un extremo oscuro del callejón que tenía a su derecha, de sesenta metros de alto—. El resto de los cañones está de camino.</p> <p>La mercenaria volvió a adoptar sus viejas costumbres: preguntas breves y precisas.</p> <p>—¿Cómo estáis subiendo a los hombres y la artillería aquí arriba?</p> <p>—Por la parte superior de la muralla. Esta muralla, la que rodea a la ciudadela. Es lo bastante ancha para las patrullas, así que la estoy utilizando. Todas las calles están atestadas.</p> <p>La mano de John De Vere que señalaba la muralla relucía, metida en un delicado guantelete gótico estriado; la luz del farol reflejaba el dibujo de encaje hecho con metal perforado en los puños y los nudillos. Ash se encontró pensando, <i>ha venido aquí con todas sus riquezas, pero con una armadura lo bastante ligera para poder maniobrar en estos malditos callejones tan estrechos; no he visto que ninguno de mis hombres lleve más que protección en el pecho, la espalda y las piernas, ni bufas ni hombreras<a data-bs-toggle="modal" data-bs-target="#notesModal" type="note" href="#nota45">45</a>; quizá esté loco, pero sabe lo que hace.</i></p> <p>—¿Y qué pasa con la puerta que hay entre la ciudadela y Cartago mismo?</p> <p>—Señora, tengo hombres vigilando esa puerta, preparados, y también la puerta sur de Cartago por el lado de tierra... Tenemos más o menos una hora, si Dios y la Fortuna nos favorecen, para atacar y huir.</p> <p>Thomas Morgan y el alabardero Carracci llegaron trotando y Ash estiró los brazos mientras ellos la despojaban de la librea y el jubón, le abrochaban el jubón de la armadura de algún joven (ligeramente estrecho en el pecho pero con unos reconfortantes paneles de cota de malla cosidos a las axilas y en los hombros) y se ponían a abrocharle y atarle la coraza y el espaldar de alguien encima.</p> <p>No le valían. <i>Defensa estacionaria nada más</i>, pensó. <i>Nada de ponerme a correr por ahí.</i></p> <p>—Os pongo la armadura de las piernas en un segundo, jefa —le prometió Carracci.</p> <p>Ash cogió aliento cuando la coraza de metal quedó en su sitio y Thomas Morgan apretó bien las correas. Se raspó los nudillos contra la placa ribeteada de la coraza. Protección. Carracci se arrodilló para abrocharle las musleras a los volantes inferiores del faldar<a data-bs-toggle="modal" data-bs-target="#notesModal" type="note" href="#nota46">46</a>.</p> <p>La boca femenina se curvó en una sonrisa que fue incapaz de ocultar.</p> <p>—Rodilleras<a data-bs-toggle="modal" data-bs-target="#notesModal" type="note" href="#nota47">47</a>, si no encuentras otra cosa. Unos putos <i>caratrapos</i> me destrozaron la rodilla en Auxonne.</p> <p>—¡Claro, jefa! —Carracci cogió la cimitarra de un arquero y el cinturón de la espada de Thomas Morgan: el moreno inglés se había arrodillado para ayudarle a abrocharlos alrededor de la cintura blindada de la mercenaria.</p> <p>Ash giró la cabeza para hablar con John De Vere mientras se tiraba otra vez de los guanteletes de malla.</p> <p>—Estáis aquí por el Gólem de Piedra. Tenéis que estarlo. ¡Joder, esto es una incursión suicida, mi señor!</p> <p>—Señora, no tiene por qué ser así; y nos encontramos en tales apuros, en el norte, que hay que detenerla de algún modo.</p> <p>—¿Cómo vais a entrar?</p> <p>—Por la fuerza, tomamos esta casa y la registramos desde el tejado hasta las bodegas.</p> <p>—Es más fácil decirlo que hacerlo. ¿Sabéis cómo son estos sitios?</p> <p>—No...</p> <p>John De Vere se apartó para gritarle a su hermano Dickon; el joven caballero se alejó callejón abajo hasta donde, a la luz de los faroles, se veían escalas a los pies de la muralla que rodeaba la ciudadela y unas cabezas oscuras encima recortadas contra el cielo, en medio de un frenesí de actividad.</p> <p>—Voy a subir ahí arriba —declaró Ash—. Necesito orientarme. ¿Empezasteis esta incursión antes del terremoto, mi señor, o después?</p> <p>—Fue una feliz coincidencia.</p> <p>—¡Una feliz...! —bufó Ash a pesar de sí misma.</p> <p>Unas escalas de cuerdas y madera colgaban de sus ganchos de escalada sobre el parapeto, a unos sesenta metros por encima de su cabeza. Levantó las manos y experimentó un momento aterrador en el que sus brazos parecieron estar demasiado débiles para levantarla, (<i>Cristo, he descansado, ¡no puedo ponerme enferma ahora precisamente!</i>) y luego encontró un buen apoyo y los poderosos músculos de sus piernas la empujaron, se meció bajo el viento oscuro del invierno y estiró los brazos para aferrarse a las manos que había sobre el parapeto y los juramentos murmurados de hombres que no la reconocieron con la armadura prestada.</p> <p>Una hilera de pavesinas, puertas rotas y vigas astilladas formaban una barrera temporal que cruzaba la muralla. Un poco más allá no había nada. En el frente más alto de la casa de Leofrico, el que se asomaba a esa parte del muro, vislumbró el reflejo de los yelmos de acero visigodos, y el de las puntas de flecha: los soldados del <i>amir</i> podían lanzar un fuego arrollador si se alejaban de esta posición.</p> <p>—Francis; ¡Willem! —La mercenaria saludó a su ballestero y al líder de lanza—¿Cómo están las cosas en la puerta de la ciudadela?</p> <p>—Joder —murmuró Willem.</p> <p>Los dos hombres se la quedaron mirando, inmóviles, sujetando un barril de sólido roble entre los dos. El arquero, Francis, tosió de repente, escupió y dijo con tono asombrado:</p> <p>—Un par de escaramuzas, jefa. La verdad es que ahora mismo no hay nadie allí abajo. Todo el mundo está corriendo por ahí como una perra en celo por los destrozos del terremoto.</p> <p>—Esperemos que siga así. ¡Vale, moveos!</p> <p>—Jefa... —el arquero se rindió sacudiendo la cabeza pero con una amplia sonrisa. Se volvió cuando otros hombres se acercaron corriendo con más toneles—. ¡Aquí! ¡Ha vuelto!</p> <p>Aquí arriba, en el techo de la ciudad, lejos de los protectores callejones, el viento crudo cortaba la cara de Ash bajo la visera y le llenaba los ojos de agua. Se quedó helada al instante. Echó a correr, medio agachada, hacia el lado de la muralla que se asomaba al puerto y se puso a mirar las negras profundidades.</p> <p>John De Vere volvió a las escalas, gritó algo a los que estaban abajo, cogió algo y volvió con ella, con un grueso manto de lana que le tiró.</p> <p>—Señora, coged esto. Durante los últimos tres días he tenido a vuestra gente entrando disfrazada en la ciudad. Son unos auténticos bastardos de Dios y es una delicia dirigirlos. Tenía la incursión planeada para una hora posterior, pero esto... —Una mirada desnuda a su alrededor, a las líneas rotas de los tejados del interior de la ciudad, a los muros caídos y los callejones bloqueados—. Esto era una oportunidad que no se podía rechazar. ¿Querréis volver a tomar el mando bajo mis órdenes, señora? ¿Estáis lo bastante bien para asumirlo?</p> <p>Ash levantó la vista al cielo. Nada que pudiera indicarle la hora. ¿Quizá treinta minutos desde que había salido de las alcantarillas? No más.</p> <p>El frío por fin consiguió mantener parte del hedor lejos de sus fosas nasales; dudaba que los demás, con el hedor a pólvora y muerte encima, lo hubieran notado siquiera.</p> <p>—¿Quién más está aquí, de mis oficiales? ¡Y dónde cojones están los demás!</p> <p>—Esto no es más que la mitad de vuestra compañía. Por mandato del Duque Carlos, el maese Robert Anselm se queda en Dijon, con doscientos hombres, manteniendo el asedio contra las fuerzas godas; su último mensaje me llegó una semana atrás. Aguantan bien.</p> <p>—Robert está... —<i>A salvo. Vivo</i>—. ¡Están vivos!</p> <p><i>O, lo estaban, hace una semana.</i></p> <p><i>A la mierda, todavía están vivos, ¡sé que lo están! Los conozco.</i></p> <p>A la mercenaria se le llenaron los ojos de lágrimas.</p> <p>—¡Hijo de perra! —dijo Ash débilmente—. Tendría que haberlo sabido. Hace falta algo más que un puñado de <i>caratrapos</i> para acabar con estos gilipollas. Dulce Cristo, ¡no debería haberles hecho caso en eso!</p> <p>—¿No sabíais nada? —dijo el conde.</p> <p>—Nada; y me mintieron, ¡me dijeron que habían muerto todos en el campo de Auxonne!</p> <p>—Entonces me alegro de traeros esta noticia. —John De Vere sonrió, con un oído concentrado en los gritos y el estruendo que había abajo—. Y si tuviera algo mejor, os lo habría traído también con todo mi corazón. Vuestra gente sintió mucho vuestra pérdida.</p> <p>—No lo sabía... —Ash tragó saliva, tenía un nudo en la garganta y sintió que empezaba a sonreír—. Mierda. ¿Lo consiguieron? ¿Estáis seguro de que lo consiguieron? Cuando os fuisteis, ¿estaban bien? ¿Robert está bien?</p> <p>—Dentro de las murallas de Dijon, y aguantando, creo. Nos habríamos enterado de la noticia de su caída, señora. También tienen a Carlos dentro de las murallas y la captura de un duque, o su muerte, se habría gritado en el exterior. Bueno. —De Vere extendió las manos y la agarró por los antebrazos con los guanteletes—. Debemos celebrar juntos un consejo.</p> <p>Cuando te despiertas en una carreta desbocada, o coges las riendas o saltas en marcha. Una cosa o la otra.</p> <p>Ahora había docenas de hombres en la muralla, bajando armas y cajas por las escalas, rumbo a los callejones; y todos ellos daban un rodeo para pasar al lado de Ash al correr de un lado para otro, mirándola, exclamando «es ella, es ella», recibiendo sus gestos de saludo; corriendo con un nuevo fervor, emocionados, contentos.</p> <p>—¡A la mierda los consejos! —dijo Ash—. Nos vamos o luchamos. Pues bien...</p> <p>Quizá una hora, más o menos, desde el terremoto. Cada vez tiene una sensación mayor de que hay un reloj marcando las horas, marcando los minutos que han de pasar antes de que la colmena volcada de la ciudadela empiece a recuperarse, a reagruparse, antes de que las casas-fortaleza del interior de la ciudad empiecen a enviar tropas, a sacarlas a las calles y callejones. Y descubran los cañonazos francos.</p> <p>—No nos habrán oído todavía. O pensarán que no es más que algún <i>amir</i> aprovechándose de la confusión para cargarse a viejos enemigos...</p> <p><i>¡BOOM!</i></p> <p>—¡Mierda! —Ash se agarró al parapeto de piedra. La violencia del sonido le abrasó los tímpanos. <i>¿Ha explotado uno de los cañones de Angelotti?</i>, pensó a punto de echar a correr hacia ese lado del muro; y entonces una llamarada de luz surgió en la oscuridad nocturna y se encumbró elevándose desde el puerto.</p> <p>—Eso —le señaló el conde de Oxford—, será el Vizconde Beaumont.</p> <p>La columna de fuego se elevó e iluminó el acantilado que tenía Ash debajo, haciendo relucir una luz roja por el puerto interior de Cartago. Humo, llamas: y a los pies de la inmensa conflagración, una enorme galera de guerra visigoda, ardiendo..., ardiendo hasta la línea de flotación.</p> <p>La mercenaria se agarró a la piedra y se inclinó, con los ojos clavados en el agua negra, en el hielo. Unas llamas fieras, crujientes, se levantaban en oleadas, con las lenguas hendidas, acuchillando la oscuridad. Bajo su inmensa luz, vio otros barcos, un puerto entero lleno de madera inflamable, vulnerable, maromas, cuerdas, cargas. Otro bucle de fuego rasgó de repente el aire nocturno, disparado sobre los mástiles de un navío mercante, reptando como una araña por los singlones, consumiendo las cuerdas y convirtiéndolas en cenizas bajo el aire frío.</p> <p>Ahora había dos barcos ardiendo. Tres. Cuatro. Y por allí...</p> <p>Ash guiñó los ojos, le corrían las lágrimas por las mejillas heladas por culpa del viento, y miró los tejados de los almacenes que había al otro lado de la ensenada. Con un gesto inconsciente se levantó el manto, se rodeó los hombros y ató los lazos. Almacenes, con espirales de llamas parpadeando en los tejados y en los graneros superiores...</p> <p>Otro ruido repentino llegó con el viento, como si la explosión hubiera sido una señal. Ruido procedente del oeste, de la parte principal de la ciudad de Cartago que se encontraba sobre el siguiente promontorio. La joven no distinguía si eran disparos o voces.</p> <p>—Y eso serán mis hermanos, Tom y George —añadió el conde de Oxford—. El rey califa trae mucho ganado, capitán. Miles de cabezas de ganado para alimentar a todo Cartago, donde no hay donde pastar. George y Tom, confío en que habrán tomado y provocado una estampida en el mercado de ganado...</p> <p>—El mercado... —Ash se limpió la nariz, que no dejaba de moquearle. Contuvo una carcajada—. ¡Mi señor!</p> <p>—Calles llenas de ganado enloquecido en medio de estas ruinas; debería de extender la confusión —añadió De Vere con tono pensativo—. Quería incendiar también la planta de nafta pero estaría demasiado vigilada y no conseguí ninguna información fiable sobre su emplazamiento.</p> <p>—No, mi señor. —<i>Sois un puto maníaco, mi señor</i>. En su mente una imagen: edificios destrozados por el temblor, hombres y mujeres corriendo, bestias salvajes con cuernos, fuego, heridos, muerte, una confusión absoluta. Una confusión absoluta y eficaz—. ¿Cuántos estamos con vos?</p> <p>—Doscientos cincuenta. Las tripulaciones de las galeras de vuelta en los barcos. Cincuenta hombres en la puerta de esta ciudadela, cincuenta vigilando la puerta del sur, por donde entran los acueductos en la ciudad.</p> <p>Algo más de cien aquí, armadura ligera, armas de combate cuerpo a cuerpo y armas ligeras de fuego; ballestas y arcabuces.</p> <p>En el puerto, el fuego se transmite de un barco a otro por los muelles, carracas y navíos ardiendo, una multitud de hombres corriendo frenéticos como piojos negros; empezaba a formarse una fila de cubos de agua hacia los almacenes, la broza y las ascuas esparcían el rojo al viento y flotaban hacia otros tejados. Reman frenéticos con pequeños botes para cruzar la negra y vítrea agua e intentar sacar la carga antes de que los navíos se quemen... y una multitud de mercaderes, escribanos, marineros, mozos de taberna y putas chillan alrededor de los almacenes, cubos de cuero llenos de agua mean en la conflagración, cadenas de hombres van sacando las cargas, empiezan las peleas, los robos.</p> <p>Ash oyó que alguien gritaba órdenes, chillidos y, tras una ráfaga de viento, el sonido de un hombre aullando de tal dolor que le dolió a ella por pura simpatía. <i>Esto estará pasando multiplicado por mil por todo Cartago: nadie estará pensando en la casa de un</i> amir, <i>arriba, en la ciudadela.</i></p> <p>—Mierda. —Se encontró sonriéndole al conde de Oxford—. Menuda oportunidad. Gran trabajo. No tendremos otra como esta.</p> <p>John De Vere le dirigió una sonrisa reluciente, completamente temeraria.</p> <p>—Pensé que por esto merecía la pena la empresa, por muy absurda o desesperada que fuera, si así conseguía destruir la <i>machina rei militaris</i>. Ahora, con el temblor de tierra, señora, sí, es posible que lo consigamos y podamos escapar. Con frecuencia me veo bendecido con este tipo de afortunados accidentes cuando los necesito.</p> <p>—<i>¡Buf!</i> —Ash sintió que le faltaba el aliento—. ¡«Cuando los necesito...»!</p> <p>—Sin embargo —continuó De Vere mientras guiñaba los ojos para contemplar el caos de barcos en llamas y hombres—. Yo había planeado que saliéramos aprovechando los acueductos..., que no se han derrumbado, pero que quizá no sean muy seguros después de los temblores de tierra.</p> <p>—No conseguiremos salir de aquí por las calles, incluso con esto. —El rostro marcado de Ash brillaba bajo la luz parpadeante de las llamas del puerto—. Aunque se estén cayendo, coño, los acueductos son mucha mejor opción que intentar salir de aquí enfrentándonos al ejército de Gelimer... Esta confusión no durará para siempre.</p> <p>—¿Gelimer?</p> <p>—El recién elegido califa.</p> <p>—Ah. Así que se llamaba así.</p> <p>—Habéis tenido suerte de verdad —dijo Ash. Le hablaba a Oxford por encima del hombro, mientras se arrastraba como un cangrejo detrás de la barricada y volvía a cruzar la muralla. Dos flechas con penachos negros sobresalieron de una pavesina por encima de su cabeza. La mercenaria hizo caso omiso, como si no fueran más que una simple molestia irritante—. ¡La muerte de Teodorico y la elección!... Todas las tropas de los <i>amirs</i> les están limpiando el culo a sus amos en estos momentos, en lugar de caer como una tromba sobre la ciudad. Todo lo que hay ahí abajo es la milicia, y son una caca. Aquí arriba...</p> <p>Ash se limpió la nariz en la palma de cuero del guante de malla, la piel húmeda se congelaba bajo aquel aire.</p> <p>—Esta ciudad se pasa la mitad del tiempo con las casas de los señores en guerra —dijo la mercenaria—. Están acostumbrados a encerrarse en esas casas-fuerte y a esperar a que desaparezca la mierda. Pero los hombres de Leofrico van a salir de ahí muy pronto.</p> <p>—No tendrán que hacerlo, ¡si no podemos tomar esa puerta!</p> <p>Un chillido a nueve metros de distancia le hizo volver la cabeza de pronto. Sobre el tejado de la casa de Leofrico, otro hombre ataviado con cota de malla y túnicas blancas levantó los brazos de repente, cayó por encima del muro y se derrumbó sobre el callejón. Un estridente grito de alegría se elevó desde la calle. Carracci se adelantó a la carrera y arrastró el cadáver, que todavía se retorcía, detrás de los escudos; Thomas Morgan recogió el arco del visigodo.</p> <p>—Leofrico dejó tropas para vigilar el lugar, o quizá ha conseguido volver del palacio. En cualquier caso, ya casi han averiguado que no somos visigodos, que somos francos, que esto no es el ataque de otro <i>amir.</i></p> <p>Un silbido rompió el aire. Ash no tuvo tiempo para lanzarse al suelo, solo para hacer una mueca (Oxford, ella y los soldados que había en la muralla de la ciudadela, todos medio agachados tras una sacudida idéntica) y algo subió silbando disparado del interior de la casa de Leofrico, y una llama y un golpe plano estallaron a quince metros por encima de sus cabezas.</p> <p>Una luz blanca iluminó los edificios derrumbados, los callejones bloqueados, la masa de yelmos que había abajo—¡Cohetes de socorro! Llaman a sus aliados. —Ash sacudió la cabeza—. Bien. Una decisión, mi señor... atacamos ahora mismo o nos retiramos.</p> <p>—¡No! ¡Nada de retirarse! —maldijo el conde de Oxford—. Me haré con ese Gólem de Piedra de la Faris y lo dejaré convertido en escombros, ¡como al resto de esta ciudad, mil veces maldita!</p> <p>—Los visigodos tienen otros generales.</p> <p>—Pero ninguno que para ellos tenga tal poder. —Oxford le lanzó una mirada que, a pesar de la suciedad de la batalla y de su situación, era todo reflexiva ironía—. Me atrevo a decir que tienen mejores generales, señora..., pero ninguno con una máquina de guerra mística en casa, ninguno al que crean invencible. Estamos en tal apuro, en Borgoña, ¡que debemos detenerla!</p> <p>Hubo algo en aquel «Borgoña» que le recordó a algo, pero se obligó a hacer caso omiso.</p> <p>—Voto por el ataque; ¿Dickon? —El conde miró a su hermano menor, que tartamudeó:</p> <p>—Sí, mi señor, yo también.</p> <p>Ash se aflojó la correa del yelmo y levantó el borde para escuchar, no oyó nada salvo el estrépito y el clamor de sus propios hombres.</p> <p>—Sigue siendo mi gente. Esta es mi compañía. La decisión es mía. — <i>Cuando huyamos, nos van a destrozar también al salir</i>—. Vos quizá seáis un conde inglés, mi señor, pero yo soy su capitán, ¿a quién van a seguir?</p> <p>John De Vere la miró, ceñudo.</p> <p>—¿Después de una reaparición milagrosa como esta? Será mejor no hacer la prueba, señora. Los líderes no pueden pelearse, ¡no donde estamos ahora!</p> <p>—¿Quién se está peleando? —Ash esbozó una amplia sonrisa y respiró una bocanada de aquel aire frío que hedía al dulzor de la pólvora negra; hizo a un lado su alma invadida, como otras voces, por este segundo, ahora o nunca—. ¡Nunca habrá otra oportunidad como esta! ¡Hagámoslo!</p> <p>—¡Jefa! —La voz de Geraint salió de una cabeza anónima metida en la celada de un arquero, clavada justo por encima del nivel de parapeto—. ¡Están intentando bajar unos mensajeros por el muro que sale de su tejado!</p> <p>—¡Lleva a tus arqueros ahí abajo y atrápalos!</p> <p>El yelmo se desvaneció. La mercenaria todavía no lo ha asumido del todo, la presencia real de aquellos hombres: Geraint, Angelotti, Carracci, Thomas Morgan, Thomas Rochester... <i>¡y Floria! ¡Cristo! Floria...</i></p> <p><i>Aquí. Aquí en Cartago. Mierda.</i></p> <p>Se arriesgó a mirar por el borde al callejón que había abajo. Floria y Richard Faversham estaban arrodillados en medio de un cordón protector de alabarderos, un cuerpo que se agitaba y chillaba entre los dos... la ballestera, Ludmilla Rostovnaya, que rodaba ensangrentada sobre las losas; la caja de cirujano de Floria abierta, las vendas empapándose de sangre.</p> <p>—No ataquéis por esa puerta principal —soltó Ash—. Da a un túnel. ¡Un pasadizo cerrado repleto de saeteras!</p> <p>De Vere frunció el ceño. Todavía seguían pasando sus hombres a su lado, apilándose sin parar (apenas habían transcurrido unos minutos desde que subiera allí), bajaban por las escalas, movían barriles de hierro sobre tajaderos de madera, toneles, arcabuces, barriles de flechas y virotes. El conde bajó el tono para que no se oyera su voz:</p> <p>—No pude adquirir ninguna información sobre el interior de estos palacios.</p> <p>—Pero yo lo conozco, mi señor —El rostro de Ash adquirió por un momento una expresión amarga al recordar—. Hablé mucho con los esclavos. Las casas se internan en la roca viva. Hay seis plantas por debajo del nivel de la calle. Estuve en esta casa... —tuvo que obligarse a pensar—. Tres, cuatro días. Hay huecos, saeteras, y refugios muy profundos. Es imposible, joder. ¡No me extraña que nunca se haya tomado Cartago!</p> <p>—¿Y el gólem? —La tez clara y curtida de De Vere se iluminó severa bajo la visera—. Señora, ¡sabéis dónde guardan ese gólem!</p> <p>Se dio cuenta con la misma sensación que se tiene cuando encaja toda la maquinaria: los conocimientos que tiene este hombre y los suyos propios.</p> <p><i>Vamos a hacerlo. Vamos a conseguirlo.</i></p> <p>—Sí. Sé con toda exactitud dónde está el Gólem de Piedra. Hablé con los esclavos que lo limpian. Está en el cuadrante noreste de la casa. Está seis pisos más abajo.</p> <p>—¡Por los huevos de Dios!</p> <p>La inundó un extraño ensimismamiento. Hizo caso omiso del silbido de un segundo cohete de socorro que trepaba por el cielo negro y hacía estallar una esfera hueca de luz sobre ella.</p> <p>—¿Cómo atacaría yo este sitio...? No de frente, eso seguro. Podríamos escalar sus muros y bajar al patio central, y luego quedar atrapados en un fuego cruzado procedente de todas partes, cuando nos disparen desde el interior del edificio...</p> <p>—¡Mi señora Ash! —John De Vere le sacudió los hombros—. No hay tiempo para hablar. Nos vamos o nos quedamos, ¡huimos o atacamos! No queda tiempo. ¡O bien guiaré yo a esta compañía a pesar vuestro!</p> <p>Ash se inclinó sobre la muralla con una mano apoyada en la parte superior de la escala.</p> <p>—¡Carracci! ¡Geraint! ¡Thomas Morgan!</p> <p>—¿Sí, jefa? —Ruborizado bajo el yelmo, Carracci le aulló alegremente desde abajo.</p> <p>—¡Despejad este callejón!</p> <p>—¡Sí, jefa!</p> <p>—¡Angelotti!</p> <p>El maestro artillero atravesó corriendo la multitud de hombres armados hasta llegar a los pies de la muralla y le gritó:</p> <p>—¿Qué, <i>madonna</i>?</p> <p><i>Este es el lado noreste. Deja unos veinte pasos del grosor de la muralla de la ciudad... y luego deja otros seis metros...</i></p> <p>—Pon toneles de pólvora contra el muro de la casa, justo ahí abajo. —Señaló—. Todo lo que tengas en los toneles, ¡y despeja esta zona!</p> <p>—¡Sí, <i>madonna</i>!</p> <p><i>La pólvora no va a estallar en un espacio cerrado, así que tendrá menos fuerza; pero en un callejón de tres metros de anchura, aunque esté abierto a las estrellas, ejercerá tal fuerza entre los edificios que arrancará la mampostería.</i></p> <p>Mientras Angelotti y su dotación corrían, Ash dijo:</p> <p>—Lo he medido, mi señor. Mi celda, el pasadizo. Sé dónde están las cosas al otro lado de ese muro.</p> <p>Mientras se preparaba para bajar por la escala, John De Vere le lanzó una mirada formada a partes iguales por admiración y un asombro horrorizado.</p> <p>—Y eso mientras erais prisionera, y sin duda maltratada. Señora, ¡me asombráis!</p> <p>Ash hizo caso omiso del comentario. El dolor, la sangre en el suelo; todo eso está en algún sitio que no puede sentir ni notar en estos momentos.</p> <p>Señaló el montón cada vez más grande de toneles de pólvora.</p> <p>—No perdamos tiempo irrumpiendo por las puertas, entramos directamente por el muro, volamos el costado del edificio. Eso nos coloca al nivel del suelo en el cuadrante noreste.</p> <p>El conde de Oxford asintió con gesto vivo.</p> <p>—¿Y tomamos toda la casa?</p> <p>—No hace falta. Está construida en cuatro cuadrantes, alrededor de cuatro escaleras, que no se conectan entre sí. Tomad la parte superior de una y la habréis tomado entera... o atrapado a cualquiera que esté dentro. Necesito hombres en el piso bajo, para defender este cuadrante contra el resto de la casa. Luego tenemos que abrirnos paso por seis pisos para encontrar el Gólem de Piedra...</p> <p>La mercenaria se volvió y de un salto empezó a bajar la escala, torpe con aquella armadura que no le servía, pero cada vez más acostumbrada; bajó en medio del viento helado de la noche, sudando metida en el jubón forrado de la armadura y entró al callejón vacío con John De Vere y Dickon a su lado; el callejón apenas iluminado ahora que se habían retirado casi todos los faroles y las antorchas.</p> <p>Un hombre alto y flaco, con una cota de malla marcada por la pólvora, levantó un último barril y lo colocó en su sitio: Angelotti, los rizos brillantes como el oro bajo el borde metálico del yelmo. Al acercarse y oír lo que había dicho la mercenaria, sugirió:</p> <p>—Los toneles están en su sitio. Todavía me queda pólvora. Podemos tirar granadas por la escalera.</p> <p>—Eso debería bastar... —lo interrumpió Ash.</p> <p>La mercenaria espera en el callejón vacío, con las estrellas del cielo del sur sobre su cabeza; los sonidos de las ballestas que se levantan frenéticas hacia la parte frontal de la casa, pero aquí nada, nada salvo John De Vere, que anda con mucho cuidado para no hacer saltar una chispa sobre las losas con los escarpes de metal. Y un inocente montón de pequeños barriletes de roble, cuidadosamente apilados contra el muro de la casa de Leofrico.</p> <p>—No tenemos mucho tiempo, jefa. —Geraint ab Morgan se reunió con ellos con un simple saludo respetuoso dirigido al conde de Oxford y a Dickon De Vere—. Están disparando desde las ventanas estrechas del frente, y están acabando con mis muchachos.</p> <p>—<i>Madonna</i>, ¿quieres que haga que las armas giratorias dejen de atacar la verja? —quiso saber Angelotti mientras se limpiaba la boca con una mano negra y sudorosa. Cogió una mecha lenta de manos de Thomas Morgan cuando este se acercó a paso vivo. El pabilo ardió sin llama, emitiendo un olor intenso—. ¿O seguimos disparando hasta que volemos el muro?</p> <p>Los dos hombres gritaban bastante para hacerse oír por encima del ruido que hacían los cañones y el fuego esporádico de los arcabuces; los gritos duros de hombres acostumbrados a chillarle a otros hombres que llevan yelmos, medio sordos por el forro y el estrépito de la armadura.</p> <p>La miraron expectantes, a la espera de órdenes instantáneas.</p> <p>Ash, horrorizada, se encontró incapaz de decir nada.</p> <p>Se quedó mirando a los hombres que aguardaban en el callejón, con la voz muerta en la garganta.</p> <p style="page-break-before: always; line-height: 0%"> </p> <title style="margin-bottom: 2em; page-break-before: avoid; margin-top: 15%"> <p>Capítulo 3</p></h3> <p></p> <p>El silencio de la mercenaria se alargó.</p> <p>—¿Estáis herida, señora? —dijo John De Vere casi gritando—. ¿Os maltrataron vuestros captores? ¿Os encontráis indispuesta?</p> <p>—No... —Ahora deja de ser una teoría, se convierte en algo concreto.</p> <p>Las dudas crecían en el rostro de Geraint ab Morgan.</p> <p>Angelotti, con su clara belleza mancillada bajo la luz de las teas, dijo con rapidez:</p> <p>—<i>Madonna</i>, cuando era el artillero de Childerico tuve que matar cristianos. Pero cuando volví a la cristiandad, me encontré al principio con que no tenía corazón para luchar contra los visigodos... Podían ser hombres que conocía.</p> <p>—Mierda. Mierda. Mierda. —Ash le tendió las manos al artillero italiano—. Angelí, nunca... Esta es la primera vez que tengo que atacar un lugar en el que conozco a los defensores...</p> <p><i>En el que he vivido con ellos.</i></p> <p>Y añadió con cierta dificultad:</p> <p>—Tengo... parientes de sangre dentro de la casa de Leofrico.</p> <p>—¿Parientes? —Angelotti se sobresaltó y perdió su calma bizantina.</p> <p>—He averiguado de quién soy bastarda.</p> <p>—¿No eras hija de Leofrico? —dijo el italiano.</p> <p>—No. Su esclava. Hija de esclavos de su casa. Lo siento.</p> <p>No pudo evitar la nota de triste diversión que se transmitía en su voz mientras contemplaba al grupo: Dickon De Vere, sólo confuso, disfrutando de la anticipación de la batalla; su hermano mayor, con el rostro tranquilo y preocupado; Geraint, que cambiaba el peso de un pie a otro y se rascaba la nariz; Angelotti desconcertado.</p> <p><i>Violante. Leovigildo. Incluso Alderico, incluso el</i> 'arif, <i>hasta las malditas ratas; conozco a estas personas... Si están dentro, si el temblor de tierra no las ha matado, si...</i></p> <p><i>Si están dentro ahora y si ordeno este ataque, caen sobre mi conciencia.</i></p> <p>—Jamás había tenido una familia —dijo.</p> <p>—¡La zona está despejada! —aulló Carracci desde el otro extremo del callejón—. ¡He retirado a los hombres a tres calles de aquí! ¡Jefa, vuelve atrás y lo volaremos!</p> <p>Hombres ansiosos por atacar, antes de que disminuyan el impulso y el valor.</p> <p>Dickon De Vere dijo a su hermano con tono agudo:</p> <p>—¡Hazlo antes de que alguien del tejado vea esto! ¡Si alguien tira una tea entre esos barriles, estamos muertos!</p> <p><i>Retírate de este muro, refuerza el perímetro, que nadie se acerque a este extremo del promontorio, abre la casa de un bombazo...</i></p> <p>No hay ninguna voz en su cabeza pero la mercenaria siente sus propios sentimientos de una forma casi igual de automática, igual de pragmática, con la misma ausencia de sentimiento humano.</p> <p>Y pensó, <i>no es más que mi oficio, es solo lo que hago, no lo que soy.</i></p> <p>—¡Cuando dé la señal! —le gritó a Angelotti, que permanecía allí, balanceando la cerilla lenta y esperando su orden para llevarla a la mecha.</p> <p>La mercenaria se volvió y se alejó a grandes pasos con el conde inglés, Geraint y Dickon De Vere. La masa de hombres que había en los callejones había crecido. La joven contempló aquellas cabezas, que se movían de arriba abajo: los rostros bajo las viseras, las manos que se aferraban a espadas, hachas, ballestas.</p> <p>—¡Escuchad! —les gritó, cada vez más desesperada, a sus rostros levantados, completamente preparados, cagándose por estar allí, en medio de la abrumadora emoción y miedo de una batalla real—. Escuchad...</p> <p><i>No hay nada, ya es demasiado tarde.</i></p> <p>—Vamos a entrar. Mis órdenes son: no hiráis a los esclavos domésticos. ¡Perdonad la vida a los esclavos! Tienen el cabello claro y collarines de hierro. Matad solo a los guerreros. ¡Perdonad la vida a los plebeyos!</p> <p>Es un gritó antiguo, procedente de las guerras inglesas; John De Vere asiente con un gesto de aprobación. Posible en plena batalla. A veces. Los hombres, siendo lo que son, cuando están a punto de matar a otros hombres, están dispuestos a escucharla para sobrevivir a esta lucha, pero en cuanto a otras órdenes...</p> <p>Y la pólvora no piensa escuchar: no cuando el plan es utilizar barriles para hacer pedazos los muros y convertir a cualquiera que esté en el interior en trozos de carne ensangrentada.</p> <p><i>No puedo protestar, decir que me han metido en esto</i>, pensó Ash. <i>Aunque tenga la sensación de estar atrapada en un molino: aplastar o que te aplasten. Sigue siendo decisión mía.</i></p> <p>—¡Angelotti, vuela este sitio y ábrelo!</p> <p>Carracci, mucho más adelante, transmitió su grito. En pocos segundos, Antonio Angelotti y él volvieron por el callejón pisando con fuerza y con los codos blindados metidos por las costillas, lanzándose a la carrera. La mercenaria giró de golpe y los siguió; las losas duras bajo las botas, giró una esquina, luego la siguiente y se hundió en medio de un grupo de hombres: Euen Huw y su lanza, todos los rostros salvajes de emoción, durante ese momento antes de la batalla que se prolonga de una forma insoportable.</p> <p><i>¡BOOM!</i></p> <p>Más que oír la explosión, la sintió, sorda al instante por el increíble rugido de sesenta barriles de pólvora explotando al mismo tiempo. La calle saltó bajo sus pies; un torbellino de movimiento que ve delante es un edificio que se desliza y se derrumba poco a poco, la pólvora negra ha terminado lo que empezó el terremoto; el polvo le llenó la cara y tosió, medio asfixiada. La mano esbelta de Angelotti le dio varios golpes en los hombros; una lengua de fuego se levantó como un rayo al revés, para golpear los cielos; en algún lugar alguien chillaba, agónico; la boca de John De Vere se abría y se cerraba sin emitir ningún sonido.</p> <p>Al no oír ninguna de las palabras que decía el caballero, la mercenaria se dio la vuelta, miró la masa de hombres y chilló:</p> <p>—¡Vamos, bastardos!</p> <p>No se oye gritar, levanta el brazo, levanta la espada y señala hacia delante; y esta echa a correr, todos corren con ella y su estandarte, le zumba la cabeza y tiene los tímpanos perforados por un fino alambre de dolor; atraviesan corriendo grandes nubes de polvo, lascas de piedra, polvo de cemento, escamas de granito incrustadas en las losas; corren hacia donde se levanta el costado de la casa de Leofrico.</p> <p>No hay nada.</p> <p>Una gran nube de polvo le rodea con violencia la cabeza. Chilla:</p> <p>—¡Faroles! ¡Antorchas! —Sin saber si la van a oír.</p> <p>Llega la luz: en parte de hombres armados con antorchas, en parte de la rugiente caverna bordeada de fuego que tienen delante. Los hombres van pasando en bandada a su lado, ella les da una palmada en los hombros, incitándolos a seguir adelante, a bajar por los callejones; Geraint y Angelotti con ella, gritando sus propias órdenes; Oxford y su hermano a la cabeza de los alabarderos; todos los rostros contorsionados, todas las bocas abiertas y dando gritos, pero para ella en el silencio de los sordos.</p> <p>El polvo empezó a despejarse.</p> <p>Ash, a la cabeza de todos cuando al fin llegaron al callejón, levantó de golpe la mano para que se detuvieran. Los cuerpos se apiñaron a sus espaldas y la empujaron.</p> <p>A izquierda y derecha, el costado de las casas había desaparecido. Como si algo hubiera bajado y les hubiera dado un gran mordisco a las paredes. La mayor parte de la superficie del camino había desaparecido, un pozo grande y profundo donde habían colocado los barriles.</p> <p>Y delante de ella estaba el espacio abierto.</p> <p>La muralla de la ciudadela, rota y abierta.</p> <p>La gran mampostería de basalto desaparecida, bloques en los extremos que colgaban en medio de una oscuridad vacía..., y vio el mar detrás, el mar que se extendía hacia el norte y el camino a casa.</p> <p>La casa de Leofrico, quemada. De la mitad del costado del callejón ya no quedaba nada, salvo piedra, escombros, vigas, maderos, muebles rotos, hombres con túnicas blancas que gritaban, ensangrentados, una mujer con un collarín de hierro que vomitaba las tripas en la falda, un mosaico roto del Jabalí y el Madero, madera expuesta, ennegrecida y ardiendo.</p> <p>—¡Tomad el piso bajo! ¡Asegurad las ventanas! —aulló Ash. Carracci asintió y salió corriendo. La mercenaria empezaba a recuperar el oído, acompañado de un silbido fino y penetrante.</p> <p>—¡Estamos dentro! —Carracci, de nuevo a su lado, con una enorme sonrisa a través del sudor ennegrecido por el polvo—. ¡Los arqueros de Geraint están en las ventanas del patio! ¡Los arcabuces también están allí!</p> <p>—¡Thomas Rochester, mantén el perímetro! ¡Voy a entrar!</p> <p>Este es el momento en el que no sientes las restricciones de la armadura, el cuerpo puede hacer cualquier cosa, estimulado por la agitación de la lucha. Euen Huw y su lanza se apiñaron hombro con hombro a su alrededor: la escolta del comandante. Thomas Morgan hundió el mástil del estandarte del León Azur cuando ella se adelantó tras la masa rugiente de hombres armados, por encima del montón de cimientos rotos del muro, todavía calientes y brillantes con trozos de pólvora y fragmentos ardientes de tela; entró en una gran habitación con pavesinas levantadas ahora ante las ventanas con encajes de piedra destrozados; Geraint ab Morgan se paseaba de un lado a otro tras las filas de ballesteros y arcabuceros; John De Vere a la cabeza de los hombres que luchaban.</p> <p>Y todo había acabado cuando la mercenaria miró: una docena o más de hombres con túnicas blancas y cotas de malla, derribados, uno doblado sobre la hoja de De Vere, echando las tripas sobre el suelo de mosaico; Carracci bajaba la alabarda directamente sobre el yelmo de un <i>nazir</i>, abrió el metal y el hombre se derrumbó como una piedra. No se hacían prisioneros.</p> <p>Otro <i>nazir</i> yacía a los pies de la mercenaria con la boca llena de sangre, muerto o inconsciente.</p> <p>Por primera vez en un combate, Ash se encontró mirando para ver si conocía el rostro de algún enemigo: no era así.</p> <p>Le dolían los oídos, mucho. El conde de Oxford gritó algo mientras levantaba el brazo de acero brillante; y una unidad, dos docenas de hombres o más, cruzaron como trombas la habitación y tomaron posiciones a ambos lados de la puerta.</p> <p>—¡Las escaleras! —chilló Ash al acercarse a De Vere, y unos pasos en el tejado le hicieron levantar la vista, una vez—. ¡Hay una escalera, detrás de esa puerta!</p> <p>—¿Dónde está el maestro artillero?</p> <p>—¡Angelotti!</p> <p>El italiano llegó corriendo por encima de los escombros, seguido por más hombres con antorchas. Ash se quedó mirando por aquella cueva de piedra rota que había sido una habitación, con las colgaduras todavía en llamas, el suelo resbaladizo por la sangre y los excrementos.</p> <p>—¡Granadas!</p> <p>—¡Ya van!</p> <p>—¡Apartaos de la puerta! —chilló Ash y la calibró, una losa de piedra, de diseño antiguo, que se desliza sobre unos rodillos de metal. <i>Mantendrá la explosión en el interior</i>—. ¡Ya!</p> <p>Una docena de artilleros de la compañía entraron en masa, De Vere exigió a los alabarderos que quitaran la puerta de piedra; una docena de ballesteros cubrieron la entrada y Ash sintió una mano en la coraza que la apartaba de un brusco empujón.</p> <p>Una lluvia de virotes atravesó la puerta abierta (procedentes de las escaleras inferiores, desde un ángulo), la mercenaria agachó la cabeza de forma automática y le sonrió a Euen Huw. Un mensajero de Geraint, que estaba en el otro extremo, la alcanzó al mismo tiempo que Dickon De Vere se colocaba como una tromba al otro lado.</p> <p>—¡El patio está despejado! —aulló el mensajero.</p> <p>La mercenaria se arriesgó a mirar un momento: polvo, escombros; y detrás de las ventanas de piedra, sobre los azulejos, al lado de la fuente, dos o tres hombres tirados con cota de malla y sobrevestas blancas. Los marcos de piedra de las ventanas escupían polvo tras el impacto de las flechas con plumas negras. Un <i>nazir</i> chilló unas órdenes y su dolor desde el otro lado del gran patio interior.</p> <p>—¡Que siga así! ¡No desperdiciéis virotes! También tenemos que salir de aquí. ¿Dickon?</p> <p>—La puerta del otro lado de la escalera está abierta, ¡están disparando desde el otro extremo de esa habitación!</p> <p>—Muy bien, a la puta mierda con la sutileza —dijo Ash, los dientes blancos en una cara ennegrecida, una horrenda sonrisa plana en su rostro, la voz ronca, los oídos zumbándole, el rostro congelado por el viento que azotaba el polvo por la sala abierta, donde ya no existe una muralla de la ciudad para obstaculizarlo—. ¡A la puta mierda con la sutileza, meted las granadas! ¡Y cerrad la puta puerta!</p> <p>Angelotti bramó algo. Sus artilleros encendieron mechas e hicieron rodar los crepitantes barriletes por el suelo para que entraran en la escalera. De Vere aplicó el hombro a la puerta de piedra junto con sus hombres: todos empujaron.</p> <p>Los rodillos de metal chillaron y se quedaron encajados.</p> <p>La puerta se atascó, abierta en tres cuartas partes.</p> <p>Ash chilló «¡ABAJO!» con una voz que le destrozó la garganta y se aplastó contra unos escombros afilados y pegajosos.</p> <p><i>¡Boom!</i> La explosión, medio ahogada, la levantó a pulso y ella lo sintió. Dos más la siguieron, justo detrás de la primera; Euen Huw con la cota de malla forrada estuvo a punto de asfixiarla al tirarse encima de su espalda blindada y luego la mercenaria se levantó de un salto con el galés a su lado; junto con la lanza de Huw, atravesó tambaleándose la habitación. Los arqueros lanzaban ruidosos tacos y se levantaban debajo de las ventanas, John De Vere y las tres lanzas que tenía con él se levantaron mientras Floria, el rostro del cirujano sucio, absorto, totalmente concentrado, vendaba a un hombre que gritaba; y Ash corrió hacia el extremo de la puerta atascada.</p> <p>—¡ZORRA IMBÉCIL! —le gritó Euen Huw al oído.</p> <p>—¡Alguien tiene que hacerlo!</p> <p>Cabalgando sobre una montura de adrenalina, con las carcajadas burbujeándole detrás del barbote de metal que le protege la boca, con el cuerpo embutido en una placa de metal que se hunde en su cuerpo y lo restringe, se lanzó por la brecha que hay entre la puerta y el muro, hacia el escalón con forma de empanada de la escalera, hacia la oscuridad iluminada por antorchas resplandecientes procedente de la habitación que hay enfrente y hacia un hombre que carga directamente contra ella.</p> <p>La mercenaria percibe que es alguien que lleva un yelmo con forma de bellota, camisote de malla y unas túnicas sueltas, y con una espada levantada. Es el reconocimiento instantáneo de una silueta enemiga. La mercenaria ya se está moviendo, levantando la espada con las dos manos y subiéndola por encima de la cabeza; los músculos del hombro obligan al metal a azotar el aire en un arco apretado y a rebanar el espacio, de golpe, contra el brazo levantado del hombre.</p> <p>La hoja de la mujer no corta la cota de malla: los eslabones ribeteados absorben el corte. Pero bajo el brazo del camisote, aplastado por la potencia del golpe, la articulación del codo se hace pedazos con el impacto.</p> <p>—¡Aahhh...! —el chillido penetrante del hombre: ¿dolor, rabia?</p> <p>¿Hay alguien con él? ¿Detrás de él?</p> <p>Sacudida a través de los guanteletes y la armadura, Ash baja la hoja como un látigo, la clava y la levanta otra vez: la sube y la baja, ni una duda entre los golpes: sacude al hombre con fuerza en la juntura que hay entre el casco y el brazo caído, detenida por la cota de malla que lleva entre el cuello y el hombro.</p> <p>—¡Uhhh!</p> <p>Lo golpea de nuevo...</p> <p>—¡Uhh! ¡Uhhhh! ¡Uhhh!</p> <p>... y otra vez, y otra, gruñendo de forma incontrolable, acabando con él con ferocidad y a toda prisa; el hombre cae al suelo, mucho antes de que ella deje de pegarle; lista para el hombre que puede haber tras él...</p> <p>Nadie.</p> <p>La coraza le chorrea, algo rojo que baja en hilillos por el acero espejado. El borde inferior del acero se le clava dolorosamente en la cadera.</p> <p>Un recelo instantáneo de polvo, humo, silencio en la otra habitación, cada nervio, en alerta, chilla de angustia...</p> <p>Thomas Morgan tropezó con su hombro portando el estandarte y gritó:</p> <p>—¡Haro! ¡El León!</p> <p>El cuerpo fibroso de Euen Huw intentó apartarla, a la cabeza de los hombres de su lanza: terminó con los dos chocando juntos contra el muro contrario, ante el estridente grito de alegría de los arqueros de Geraint.</p> <p>Nadie más se movía, ni una persona...</p> <p>Una habitación vacía enfrente, una plataforma vacía, nadie subía corriendo las escaleras de piedra...</p> <p>Las paredes ennegrecidas de pólvora de la escalera chorreaban.</p> <p>Ash se detuvo con una sonrisa fiera en la cara.</p> <p>Tenía el estómago revuelto y seco por el olor cálido a carne quemada.</p> <p>Un escuadrón había subido corriendo las escaleras justo en el momento menos indicado. El brazo de un hombre, arrancado de cuajo, yacía a los pies de la mercenaria, raído y sangrando por el bulto blanco de la articulación del hombro, con la espada todavía agarrada en la mano. Un montón de hombres yacían entrelazados en medio del recodo de las escaleras que giraban en sentido de las agujas del reloj. Como siempre ocurre con los muertos, parecían hombres espatarrados en un montón, salpicados de liga roja o de tinte, las espadas y arcos tirados de cualquier manera. Pero los brazos no se doblan con ese ángulo, las piernas no yacen bajo los cuerpos de esa forma; y un rostro asado, ennegrecido, miraba fijamente a Ash a través del polvo: Teudiberto, el <i>nazir</i> Teudiberto; no valía la pena mirar los rostros de los hombres que lo acompañaban, sus ocho hombres, para qué.</p> <p>Pero miró de todos modos. Gaiserico, Barbas y Gaina, jóvenes, muchachos no mucho mayores que ella. Sus rostros aún reconocibles, aunque el yelmo de Gaiserico, reventado por la explosión, se ha llevado buena parte de la mandíbula consigo. El ojo abierto de Barbas refleja la luz grasienta de las antorchas: los hombres de Euen, tras ella, con la lanza de Rochester, Paul di Conti, Henri de Treville; todos sus hombres entrando en tromba.</p> <p>La alegría la abrasa entera: una alegría suntuosa, amoral, vengativa, totalmente dependiente del momento.</p> <p>—¡Despejado! —gritó Ash. Su escolta la aparta; los hombres cruzaron las escaleras a la carga y entraron en la habitación que había al otro lado.</p> <p>Arrastran por un brazo al soldado visigodo que ha matado ella, a pulso, y lo tiran contra la pared, para apartarlo del camino.</p> <p>La mercenaria intentó verle la cara, bajo la luz tenue. Recuerda a muchos de los hombres que ha visto en la casa de Leofrico. Este hombre está irreconocible: un suave pelo castaño asoma bajo el forro del yelmo. Dos navajazos del filo de la mercenaria le han cercenado la cara desde la sien hasta la mejilla, desde los ojos hasta la boca.</p> <p>Recuerda casi todas las caras de los hombres que ha matado a lo largo de cinco años.</p> <p>—¡Bloquead las puertas! —gritó Ash, con la voz agudizada y descarada para transmitirse por encima del clamor—. ¡Contenedlos! ¡No os volváis locos, chavales! ¡No hace falta que los matemos! ¡Tomad las escaleras!</p> <p>La mercenaria dio dos pasos atrás al tiempo que la masa de hombres pasaba a su lado. No veía nada más que la luz de las antorchas reflejadas en las espaldas blindadas, las espadas y las mazas levantadas por encima de las cabezas, allí no había espacio para jiferos; y volvió a dar otro paso atrás, con el pecho agitado. El aire le entraba forzado en los pulmones, y se encontró al lado de John De Vere, que daba órdenes enérgicas a un mensajero que acababa de llegar del perímetro.</p> <p>—¡Escaramuza en la puerta, señora!</p> <p>No pudo leerle la boca, con el barbote levantado; solo podía oírlo si se levantaba un lado del casco con el pulgar.</p> <p>—¿Qué puerta?</p> <p>—¡La de la ciudadela! La guardia doméstica de algún <i>amir</i>, cincuenta hombres o más.</p> <p>—¿Podemos salir todavía por ahí?</p> <p>—¡Estamos aguantando!</p> <p>La defensa es más fácil que el ataque: es probable que la puerta aguante. Si sus hombres no se desmoralizan. Otras explosiones sacudieron la parte inferior del edificio, despertando ecos huecos por la escalera. Están tomando el piso siguiente.</p> <p>Ash se volvió, y con ella los hombres de Euen. Thomas Morgan soltó una maldición por lo bajo cuando la parte superior del estandarte se enganchó contra la bóveda destrozada del techo:</p> <p>—¡Otros comandantes se quedan quietos, joder! ¡Otros comandantes no se ponen a cargar subiendo y bajando por las putas escaleras, cojones!</p> <p>—¡Seguidme! —La mercenaria volvió a atravesar la puerta mientras oía el sonido de los martillazos y los golpes incluso a pesar de estar medio sorda. La masa de hombres armados había pasado y había bajado las escaleras. Angelotti permanecía allí, gritando órdenes.</p> <p>Una docena de artilleros, con mazos, derribaban fragmentos de maderos astillados y los metían para bloquear las puertas de cada habitación que se abría a la escalera.</p> <p>—¡Bien hecho! —Ash le dio un golpe contundente al hombro de la cota de malla forrada del maestro artillero—. ¡Continúa con eso! ¡Síguelos hasta abajo!</p> <p>—¡Sí, <i>madonna</i>! La explosión... <i>¡bellissima!</i></p> <p>Ash pasó por encima de las piernas quemadas y manchadas de Teudiberto. Su escolta pisoteó indiscriminadamente el cuerpo hasta que Euen Huw soltó un taco y lo apartó a un lado de los escalones de una patada.</p> <p>Pero es <i>bellissima</i>, pensó la mercenaria con los ojos clavados en la cara del cadáver. Que también es <i>bellissima</i>. Como dice Godfrey... Decía. Bella como la Luna, clara como el Sol y terrible como un ejército con estandartes<a data-bs-toggle="modal" data-bs-target="#notesModal" type="note" href="#nota48">48</a>.</p> <p>Con Morgan maldiciendo para meter el estandarte por la estrecha escalera, y los mensajeros subiendo y bajando las escaleras disparados hacia ella, le llevó unos cuantos minutos llegar al siguiente piso. Los sonidos de voces que chillaban y de los cortes del metal resonaban abajo.</p> <p>Dos hombres con la librea del León yacían atravesados en un umbral, con tajos en la cara y en el estómago: Katherine, la compañera de lanza de Ludmilla, y el gran Jean el bretón.</p> <p>Ash se arrodilló. Jean todavía se movía un poco y gimoteaba.</p> <p>—¡Llevadlo arriba! ¡Deprisa! —Ella siguió adelante entre el estruendo de las musleras, estridentes en aquel espacio cerrado de piedra; dos de los miembros de su escolta se separaron para llevar al herido.</p> <p>La adelantó el equipo de puertas de Angelotti, corriendo escaleras abajo con una absoluta indiferencia por su seguridad; ellos clavaban toscas cuñas mientras los soldados cercenaban brazos y manos de las jambas de las puertas, las ballestas disparaban a habitaciones enteras y las losas de piedra se deslizaban hasta cerrarse por completo.</p> <p>Las granadas habían astillado los bordes de los gastados escalones y por dos veces le resbalaron los pies; las dos veces la agarraron y la devolvieron a los escalones, y siguieron bajando disparados.</p> <p>Ash contó los pisos y pensó, <i>¿cuatro? Sí. Hemos bajado cuatro pisos. Mierda, demasiado fácil, ¡aunque no tengan aquí todas sus fuerzas es demasiado fácil! ¡No estamos viendo a nadie! ¿Dónde están los hombres de Alderico...?</i></p> <p>Una ráfaga de aire caliente le golpeó en plena cara.</p> <p>Caliente como el fuego: le abrasó la piel desprotegida y los ojos.</p> <p>—¡Quietos! —Le dio un buen golpe a Euen en la coraza para detenerlo, se levantó con un movimiento brusco la visera y se quedó quieta, escuchando.</p> <p>Oía algo pero no sabía qué. Frunció el ceño y miró curiosa a Euen, que sacudió la cabeza. Algo se deslizaba, crujía.</p> <p><i>¡Boom!</i></p> <p>Nueve metros más abajo chillaron de repente un gran número de voces.</p> <p>El sonido subió aullando por el vano de piedra. Por encima, escuchó unos crujidos, madera que se rompía; y el rugido hueco de unas llamas.</p> <p>—¡Mierda! —Ash agarró la empuñadura de la espada y bajó corriendo los escalones curvados.</p> <p>—¡Jefa, quieta!</p> <p>Le resbaló el tacón de una bota. Se agarró a la pared con la mano libre y se desgarró la palma de cuero del guantelete, luego se deslizó hasta que se detuvo con el culo en el siguiente escalón con forma de empanada y una habitación que se abría al lado. Había bajado hasta el cuarto piso.</p> <p>No había nada más allá.</p> <p>—¿Carracci? —gritó Ash.</p> <p>Al borde del escalón, más adelante, estaba la oscuridad. La oscuridad vacía.</p> <p>La mercenaria se levantó y la atravesó cojeando. Por una vez no le importaba la puerta que dejaba a su espalda; y oyó el estrépito metálico de las botas cuando se movieron los hombres de Euen, e hizo caso omiso de ellos, hizo caso omiso de ellos porque delante de ella no había nada, nada en absoluto.</p> <p>Las escaleras de piedra terminaban donde se encontraba ella. Se estaba asomando a una caída libre de mortero que se internaba en la oscuridad, donde las llamas parpadeaban, se agitaban...</p> <p>Una bocanada de aire caliente como el de un horno salió del agujero chillando. La mercenaria se tapó la boca con la mano, se inclinó hacia delante y miró abajo. La luz resplandeció.</p> <p>—¡Mierda! —dijo Euen Huw sin aliento a su lado.</p> <p>—¡Por la misericordia de Cristo!</p> <p>El hueco de la escalera seguía bajando, un vano de piedra vacío y muros resbaladizos de nueve metros de anchura. En el fondo, rugían unas llamas furibundas entre una gran masa de cuerdas enredadas, planchas, vigas y madera astillada.</p> <p>Negros contra el fuego que ardía en el fondo del vano, hombres caídos se retorcían y gritaban.</p> <p>—¡Traed cuerdas! ¡Traed escalas! ¡Bajadlas aquí! ¡VAMOS!</p> <p>Con expresión de náuseas, Euen Huw dio la vuelta y salió disparado escaleras arriba.</p> <p>Ash se quedó muy quieta, mirando hacia abajo, a los hombres con camisotes, cotas de malla forradas y yelmos que estaba claro que se habían caído desde una altura de quince o dieciocho metros. Y no sobre la piedra, sino sobre los restos derrumbados de las escaleras.</p> <p>Que alguien había derrumbado deliberadamente. Las escaleras de estos últimos dos pisos no eran de piedra. Eran de madera...</p> <p>Ash se arrodilló, estiró la mano por el costado del vano y encontró lo que esperaba: un agujero en la mampostería lo bastante grande para albergar una viga de madera, capaz de soportar escaleras de madera.</p> <p>Que pueden quitarse, obstaculizarse o derrumbarse en el momento en que entra un enemigo.</p> <p>Abajo resonaban los sonidos de los gritos y el rugir del fuego.</p> <p>—El hueco de un refugio —dijo Ash, y fue consciente entonces de que era el conde de Oxford, jadeante, el que se encontraba a su lado y miraba hacia abajo con la expresión vacía y furiosa. La mercenaria se hizo a un lado para dejar pasar a los hombres que traían la escala de cuerdas—. Ahí es donde están. Alderico, las tropas de la casa, Leofrico si ha sobrevivido.</p> <p>—Derrumbaron las escaleras y les prendieron fuego, con nuestra gente encima. —John De Vere se arrodilló, constreñido por la armadura de las piernas, y se quedó mirando por encima del borde la amarga negrura y las llamas—. Y ahora habrán puesto una barricada en cada puerta de ahí abajo y hará falta algo más que pólvora para pasar.</p> <p>—Más pólvora de la que tenemos —dijo Antonio Angelotti al lado de la mercenaria. Le brillaban los ojos en la cara ennegrecida: los tenía húmedos.</p> <p>—¡Mierda! —La joven estrelló el puño blindado contra la pared—. Mierda. ¡Mierda!</p> <p>—¡Fuera de ahí! —ordenó una voz aguda y cascada.</p> <p>Ash se hizo de nuevo a un lado para dejar pasar a Floria, cosa que la mujer hizo sin mirarla; se limitó a ordenarle a Faversham y a una lanza de hombres que la ayudaran a llevar dos cuerpos que habían subido por las escalas. Carracci era uno. Le había desaparecido el casco y chillaba. Su rostro rubicundo y su cabello rubio platino eran ahora del mismo color: negro quemado.</p> <p>—Por la misericordia de Dios —repitió Ash con la cara húmeda y la voz temblorosa; y luego se irguió, se acercó al borde y miró a los hombres que bajaban por las escalas y se balanceaban sobre el fuego, desesperados, intentando alcanzar los cuerpos rotos de los caídos.</p> <p>Le atravesaba la cara el aire demasiado caliente.</p> <p>—¡Retirad las escalas!</p> <p>—Jefa...</p> <p>—¡He dicho que salgáis! ¡Ahora mismo!</p> <p>Cuando salió el último hombre, las llamas le lamieron los tacones de las botas al elevarse hacia las alturas.</p> <p>El humó negro y el pánico llenaban el vano.</p> <p>Tosiendo, con las lágrimas cayéndole por la cara, Ash empezó a espolear y a empujar a los hombres escaleras arriba. Morgan con ella, con el estandarte, los hombres de Euen a su lado; John De Vere agarraba a los hombres y los tiraba escalones arriba, los obligaba a trepar, a subir en medio de un aire abrasador y del hollín, hasta que por fin la mercenaria cruzó tambaleándose la última un umbral de piedra y salió al aire frío, que contrastaba con el calor anterior: la habitación del piso bajo de la casa de Leofrico, abierta al cielo.</p> <p>—¡Tienen pozos de ventilación! —Ash contuvo un ataque de tos—. ¡Pozos de ventilación! ¡Pueden alimentar el fuego! ¡Convertir todo esto en una chimenea!</p> <p>Alguien le puso una petaca de cuero en la boca. Echó un trago de agua, paró, lo escupió otra vez con la boca amarga por la bilis. Otro trago, este lo engulló.</p> <p>—¿Estáis bien, jefa? —quiso saber Euen Huw.</p> <p>La mercenaria asintió con gesto brusco. Empezaron a volverse las cabezas, en las defensas de las ventanas, en las otras puertas, los arcabuceros colocados para dispararle al tejado destrozado. Al conde de Oxford le gritó:</p> <p>—¡Lo han convertido en una chimenea! ¡No tenemos tiempo para esperar a que el fuego deje de arder, hay demasiada madera ahí abajo!</p> <p>—¿Agrietará el calor el vano? ¿Sus puertas?</p> <p>Angelotti se quitó el casco y se retiró los rizos húmedos de la cara.</p> <p>—No, mi señor. Nunca con este grosor de muro. Todo este sitio está tallado en el promontorio.</p> <p>—Pueden limitarse a retirarse a las habitaciones exteriores —chilló Ash con amargura. Se dio cuenta de que podía oírse, de que se estaba desvaneciendo su sordera. Bajando la voz, dijo:</p> <p>—Pueden quedarse en las habitaciones exteriores, esperar a que el fuego se apague y luego apuesto a que tienen escalas y pertrechos ahí abajo. Están acostumbrados a hacer esto. Mierda, ¡debería haberlo visto venir! Geraint, Angelotti, ¿cuánta gente hemos perdido?</p> <p>—Diez —dijo Antonio Angelotti con gravedad—. Nueve si sobrevive Carracci.</p> <p>Las ventanas del patio seguían llenas de pavesinas, y los ballesteros dejaban de contar chistes y empezaban a izar las armas con el manubrio, con los ojos fijos en el humo que cada vez salía en más cantidad de la escalera. Un viento frío atravesó la cáscara que era allí la casa. En medio del suelo, Floria estaba arrodillada con Richard Faversham sobre Carracci; la cirujana tenía las manos negras.</p> <p>Ash cruzó la estancia hasta ella.</p> <p>—¿Y bien?</p> <p>—Está vivo. —La mujer extendió la mano y la hizo flotar sobre el rostro del herido. Carracci se movió, gimió, inconsciente. Ash vio que se le habían quemado los párpados.</p> <p>—Está ciego —dijo Floria—. Tiene la pelvis destrozada. Pero es probable que sobreviva.</p> <p>—Mierda.</p> <p>—Ahora es cuando nos vendría bien uno de los milagros de Godfrey —dijo Floria mientras se frotaba la nariz y se ponía en pie; cambió entonces el tono—. ¿Qué pasa? ¿Ash? ¿Godfrey está aquí? ¿En Cartago? ¿Lo has visto?</p> <p>—Godfrey está muerto. Murió en el temblor de tierra. —Ash le dio la espalda a la expresión de la mujer y dijo, dirigiéndose a Antonio Angelotti—. Probaremos con la pólvora que queda. A ver si puedes hacer volar el fondo del hueco. No arriesgues a ningún hombre.</p> <p>—¡Ya no me queda pólvora!</p> <p>—¡Manda a buscar a las puertas!</p> <p>—No hay suficiente para esto, ni aunque los dejemos a ellos sin nada. ¡Hizo falta toda para abrir la casa!</p> <p>Por un momento el italiano y ella se miraron fijamente. Ash se encogió por un instante de hombros, gesto que él le devolvió.</p> <p>—A veces, <i>madonna</i>, así es cómo gira la Rueda.</p> <p>Permanecieron juntos, Ash y Angelotti, Floria y Richard Faversham; Euen Huw y los dos nobles De Vere contemplando el silencio de aquel momento. Los hombres de las ventanas se quedaron callados.</p> <p>Las lágrimas fluían de los ojos de la mercenaria, irritados por el humo de madera que salía del vano de la escalera y entraba en la habitación. Ash sacudió la cabeza poco a poco.</p> <p>—No vale la pena intentar tomar otro cuadrante, mi señor. No tendremos pólvora suficiente para intentar volar un pasadizo que los conecte. Lo cierto es que creo que estamos bien jodidos.</p> <p>De Vere soltó un resonante taco.</p> <p>—¡No podemos fallar ahora!</p> <p>—Dejadme pensar...</p> <p>Bajar escalas hasta el fondo del vano. ¿Y luego qué? Cincuenta hombres en el fondo de un tubo de piedra, enfrentados a losas de piedra de noventa centímetros de grosor, encerrados entre varias puertas. Sin más pólvora. ¿Qué vamos a hacer, desportillar las puertas con las dagas?</p> <p>—Un momento... ¿Qué profundidad tiene el hueco? Euen, ¿de tus chicos, quién bajó por las escalas?</p> <p>—Simón...</p> <p>Un chico joven atravesó el grupo de hombres y se acercó a ella, arrastrado por la mano que le había colocado Huw en el hombro: otro muchacho de huesos largos, hermano de Mark Tydder.</p> <p>—¿Sí, jefa?</p> <p>—¿Pudiste ver dónde estaban las puertas más bajas, ahí dentro? ¿Estaban al mismo nivel que la base del hueco?</p> <p>El joven de la librea del León se ruborizó hasta la raya del pelo por la atención de que era destinatario: su líder de lanza, su jefa, el conde inglés loco.</p> <p>—No, jefa. Todas esas puertas estaban por encima de mi cabeza. Las escaleras seguían bajando después del último piso.</p> <p>Ash asintió y miró al conde de Oxford.</p> <p>—Violante me dijo que hay cisternas en la roca, provisiones de agua... Si fuera yo, lo habría organizado de tal forma que pudiera inundar la escalera. Ahogar a cualquier atacante ahí abajo como una... rata.</p> <p>John De Vere frunció el ceño.</p> <p>—¿Y vaciarla, después?</p> <p>—¡Este promontorio es un panal!</p> <p><i>¿Están ahí abajo, bajo sus pies, seis pisos más abajo, en las profundidades de la roca? ¿El 'arif Alderico ordenándole a sus hombres que tiren las escaleras e incendien los restos? ¿El lord amir Leofrico dando órdenes con los ojos brillantes, en la habitación desconocida donde aguarda la</i> machina rei militaris, <i>el Gólem de Piedra</i>?</p> <p>La mercenaria se encontró con la mirada de De Vere. Estaba claro que pensaba lo mismo que ella.</p> <p>—Señora —dijo el noble con franqueza—, preguntadle a vuestra voz. Preguntadle al Gólem.</p> <p>La mercenaria se dio la vuelta con brusquedad, hizo un gesto para que todo el mundo se retirara, incluso sus oficiales, que en ese momento fruncían el ceño, y se quedó con el conde de Oxford en el centro de la habitación.</p> <p>—El <i>amir</i> Leofrico solo tiene que preguntarle lo que digo y sabrá lo que estamos haciendo.</p> <p>—¡Para lo que le va a servir saberlo! Preguntadle.</p> <p>Con tanta concisión como pudo expresarlo, bajo el rugido de la chimenea-escalera, la mercenaria dijo:</p> <p>—Hay más de una máquina, mi señor.</p> <p>—Más...</p> <p>—Bastantes más de una. Las he oído. No es el Gólem de Piedra. No es otro Gólem de Piedra. Estas son otras voces. Hablan a través de la máquina, la utilizan como... canal.</p> <p>—¡Por la sangre de Dios! —El blanco de los ojos azules de John De Vere resaltaba brillante en su rostro sucio. Soltó el broche, se bajó el barbote y dijo en voz más baja—: ¿Otra máquina? Si vuestros hombres oyen eso no querrán luchar aquí, ¡es solo la desesperación lo que los mantiene en este lugar! Están desesperados y saben que lo que hacen es crucial, que hay un motor maligno que hay que destruir. Si muchos otros <i>amirs</i> tienen Gólems de Piedra...</p> <p>—No. ¡Estos no son como el Gólem de Piedra! Son... diferentes. Saben más. Responden... —Ash se limpió la boca con la mano—. Máquinas Salvajes<a data-bs-toggle="modal" data-bs-target="#notesModal" type="note" href="#nota49">49</a>. No dóciles; no son mecanismos. Son crueles. Las he oído... hoy... por primera vez. En el momento del temblor de tierra.</p> <p>—¿Demonios?</p> <p>—Podrían ser demonios. Me hablan a través de la misma parte de mi alma que la máquina del Gólem.</p> <p>—¿Qué tiene esto que ver con pedirle consejo a vuestra voz, ahora que la necesitamos?</p> <p>Ash se dio cuenta entonces de que le temblaban las manos. Maloliente, helada, la adrenalina empezaba ya a desvanecerse; aún no han pasado dos horas desde que cayó el palacio de los reyes-califa.</p> <p>—Porque podrían oírme preguntándole al Gólem de Piedra. Y porque, cuando me hablaron las Máquinas Salvajes, fue el momento exacto en que ocurrió el temblor de tierra. La ciudad se derrumbó, mi señor.</p> <p>John De Vere frunció el ceño.</p> <p>—¡Preguntad! Necesitamos saberlo, el riesgo merece la pena.</p> <p>—¡No! Yo estuve allí; el riesgo no merece la pena, ¡no con mis hombres aquí...!</p> <p>—¡Mi señor! ¡Debéis venir! ¡Deprisa! —gritó una voz en el exterior de la casa. El conde de Oxford interrumpió la conversación y bramó:</p> <p>—¡Aquí! —Y salvó a grandes pasos los escombros rumbo al cráter del callejón exterior.</p> <p>—Conseguid vallas, puertas, lo que sea. —Ash se volvió hacia Floria—. Quiero que nos llevemos a los heridos cuando nos vayamos. Faversham, ayúdala; ¡Euen, que tus chicos se ocupen también de esto!</p> <p>—¿Nos retiramos?</p> <p>La mercenaria hizo caso omiso de la pregunta de su líder de lanza y se lanzó en pos del conde de Oxford.</p> <p>¿Cómo puedo preguntarle a mi voz? Si las otras..., las voces que dicen que Borgoña...</p> <p>Jirones de humo negro salían en oleadas de la escalera.</p> <p>—¡Geraint, retira a los arqueros, utiliza eso como refugio!</p> <p>Buscó el camino de salida con cuidado y cruzó al edificio derrumbado que tenían enfrente, rumbo al lugar donde se habían colocado nuevas escalas en la muralla de la ciudadela, a una distancia segura, con suerte; a cincuenta metros de la brecha.</p> <p>El tabardo de Oxford, de color escarlata, dorado y blanco, brillaba bien visible bajo la luz de muchos faroles mientras trepaba por una de las escalas que habían enganchado. Ash trotó hasta los pies de las escalas.</p> <p>—Mierda. Lo sabía. Hemos perdido una de las puertas, a que sí —murmuró para sí misma mientras veía trepar a De Vere—. Dímelo, ¡solo soy el puto capitán de la compañía!</p> <p>Apartó de su mente todo pensamiento sobre la <i>machina reí militaris. Borgoña</i>, pensó. Estiró la mano para coger los escalones de madera y trepó tras el conde. Borgoña: voces enormes que habían insistido en Borgoña, voces en su cabeza ante las cuales se sentía del tamaño de un piojo.</p> <p><i>No. No pienses en ello. Y no hagas preguntas. Sobre todo, guarda silencio.</i></p> <p style="text-align:center; text-indent:0em;"><i>* * *</i></p> <p>El cielo sin Sol de Cartago estaba negro sobre su cabeza. A pesar de que su cuerpo insistía en que debía de ser la puesta del Sol, o casi, a su alrededor no había nada más que oscuridad. Unos gritos subieron desde el centro de la ciudad y desde el puerto, más claros cuanto más trepaba. Cuando se subió al borde de la muralla, con la ayuda de uno de los miembros del piquete, percibió un sonido parecido al de un oleaje distante, o al del viento a través de un bosque de hayas; y se dio cuenta de que era un incendio.</p> <p>No solo el puerto, sino la ciudad de Cartago estaba ardiendo, ardiendo en medio de aquella oscuridad sin Sol.</p> <p>—Si nos vamos ahora, quizá podamos salir de aquí de una pieza —recalcó Ash al acercarse a John De Vere y a su hermano—. Si queréis mi consejo, ahora es el momento de irnos. No podemos llegar al Gólem de Piedra. ¡Es imposible!</p> <p>—¿Después de tanto esfuerzo? —El conde de Oxford se golpeó la palma de la mano con el puño de acero—. Doscientos cincuenta hombres que han cruzado el mar Central, ¿y para nada? ¡Que Dios haga pudrirse a Leofrico! ¡A Leofrico y a su hija, a Leofrico y a su Gólem! Tenemos que intentarlo otra vez.</p> <p>Ash se encontró con su mirada, no estaba lanzando una bravata, en absoluto; sino amargamente encolerizada y más frustrada de lo que cabría suponer.</p> <p>—Y ahora es cuando nos ponemos realistas —dijo Ash—. Los muchachos que tengo ahí abajo han oído lo que ha ocurrido, que hemos perdido gente, que no podemos bajar por las escaleras, por no hablar ya de llegar al sexto piso. Mi señor, con contrato o sin él, no van a morir por vos en estas condiciones. Y si les digo que lo hagan, me van a decir que me vaya a la puta mierda.</p> <p>La moral es algo tan inestable como el agua, sujeta a los mismos cambios, y ella tiene experiencia suficiente para juzgarlo. No cabe duda, lo que dice es cierto. También le da una capa dorada de moralidad a su conciencia: <i>¡Cuanto antes salga de aquí, mejor! Sea lo que sea Cartago, cría de esclavos, Gólems de Piedra, máquinas tácticas, parientes... ¡no quiero formar parte de nada de eso! ¡No soy más que un soldado!</i></p> <p>Poco a poco, el conde de Oxford inclinó la cabeza. Miró a su alrededor, a la muralla de la ciudad, a los tejados rotos y los edificios de la ciudadela. Ash contempló con él los daños producidos por el terremoto.</p> <p>Algo le llamó la atención. Fue consciente de que estaba contemplando una brecha de destrucción que atravesaba Cartago, desde aquí, a través del palacio del rey califa, hasta la ciudad que se encontraba detrás de la puerta sur de la ciudadela. Se veía con toda claridad desde aquella atalaya elevada. Los edificios derrumbados estaban todos en una línea recta que se alejaba hacia el sur.</p> <p>—No podemos dejar esto sin terminar —dijo De Vere con tono hostil antes de que ella pudiera mencionarlo; el noble volvió la cabeza y la bajó para mirar el rostro femenino. No había ni rastro de orgullo en su voz—. Aquí he hecho algo que solo el primer soldado de esta época podría haber hecho: tomar y conservar esta casa mientras se destruye el Gólem de Piedra. Cartago no ha sido destruida. Cartago, después de esto...</p> <p>—Cartago quedará más cerrada que el culo de un pato —dijo Ash con brusquedad. Escupió para sacarse el sabor del humo de la garganta. Más abajo, en los callejones destruidos, sus hombres se retiraron hacia las brechas abiertas en los muros de la casa de Leofrico; por la forma que tenían de sacudir la cabeza, se estaba produciendo un fuerte incendio en el interior de la propia casa.</p> <p>—No habrá otra oportunidad para hacer esto —le advirtió Oxford.</p> <p>—Pero no creo que se pueda derrotar a la Faris. ¡Que se quede con el Gólem de Piedra! Cometerá errores... —Ash hirvió de frustración al oír sus propias palabras—. Mierda. De acuerdo, mi señor, yo tampoco me lo creo. Seguirá siendo como el joven Alejandro, aunque solo sea porque sus hombres creen que lo es. ¡No puedo creer que hayamos llegado tan cerca y hayamos fracasado! ¡No puedo creer que no haya nada que podamos hacer!</p> <p>Muy despacio, John De Vere dijo:</p> <p>—Pero no hemos fracasado en una cosa, señora. Ahora sabemos que hay más de una máquina... ¿Hay otros generales? Si hay otras máquinas en Cartago...</p> <p>—¿En Cartago? No sé dónde están. Solo sé que las he oído. —Ash se tocó la sien bajo la visera; luego se frotó los guanteletes, el aire helado estaba empezando a congelarle los dedos y a enfriarle el cuerpo ahora que había dejado de luchar—. ¡Yo no sé nada sobre las Máquinas Salvajes, mi señor! No he tenido tiempo para pensar... Apenas ha pasado una hora. Demonios, dioses, Nuestro Señor, el Enemigo, el rey califa... ¡podrían ser cualquier cosa! Lo único que sé es que quieren borrar a Borgoña del mapa. «Borgoña debe ser destruida»..., nada más: he ahí la suma total de mis conocimientos.</p> <p>Se encontró con la mirada masculina: un veterano de muchas guerras que la miraba desde arriba, con el rostro enmarcado por el yelmo y el forro, con un pellizco de piel entre las cejas.</p> <p>—Parezco una chiflada —dijo con franqueza—, pero estoy diciendo la verdad.</p> <p>Resonaron unos pasos por la muralla, Angelotti, Geraint ab Morgan; Floria del Guiz cojeando detrás. Los tres se agacharon al lado de Oxford, jadeando.</p> <p>—Se están reuniendo hombres dentro, al otro lado del patio. —Geraint contuvo el aliento por un segundo—. Jefa, se están preparando para hacer una salida, ¡lo juro!</p> <p>—¿No jodas? ¿Y de quién ha sido una idea tan tonta? —<i>No de Alderico</i>, supuso Ash. Pero hay soldados en los otros cuadrantes de la casa y no se pueden comunicar con este; no saben lo que podrían estar haciendo los francos—. Si hacen esa salida, terminarán muertos, pero se llevarán a algunos de los nuestros con ellos.</p> <p>—Tengo veinte hombres heridos —dijo Floria con tono seco—. Los voy a sacar.</p> <p>Ash asintió.</p> <p>—No tiene sentido quedarnos a esperar un ataque... ya que nos retiramos de todas formas. ¿No es cierto, mi señor?</p> <p>—Sí —asintió el conde—. Y con la llegada del amanecer...</p> <p>—¿Amanecer? —Ash giró en redondo para mirar hacia donde miraba el conde—. Eso no puede ser el amanecer, no aquí en Cartago... ¡y eso es el sur!</p> <p>—Entonces, señora, ¿qué es?</p> <p>—No lo sé. ¡Mierda!</p> <p>Geraint, Angelotti y Floria y ella corrieron agazapados hasta el borde interior de la muralla que se asomaba al sur, al otro lado de Cartago. El aire helado del invierno le dio en la cara, azotándole los mechones del corto cabello que se escapaban por debajo del forro del yelmo. Contuvo el aliento con brusquedad. Lo que había sido, cuando entraron en la casa de Leofrico, un cielo negro y vacío, ya no estaba vacío.</p> <p>El sur relucía, había luz.</p> <p>Fuera de la ciudad. Está demasiado lejos para ser el incendio de la ciudad, y no hay humo, ni llamas. Es más al sur...</p> <p>Al sur, el horizonte refulgía con un brillo fluctuante de un color que estaba entre él plateado y el negro. Los hombres que tenía allí arriba exclamaron unas cuantas obscenidades al ver crecer la luz.</p> <p>Muy al sur, más allá de la cúpula rota del palacio del califa, más allá de la puerta de la ciudadela y de la Puerta del Acueducto, por la que se salía de la propia Cartago.</p> <p>Unas serpentinas de luz recorrían el cielo.</p> <p>Moradas, verdes, rojas y plateadas: inmensas cortinas brillantes, recortadas contra la negrura del cielo diurno.</p> <p>Los hombres armados que tenía a su lado cayeron de rodillas. La mercenaria fue consciente de una leve vibración en la pared de piedra que tenía bajo sus pies: una vibración casi imperceptible que seguía el ritmo de las fluctuaciones de la luz negra y plateada, el ritmo del latido de su propio corazón.</p> <p>John De Vere se persignó.</p> <p>—Mis valientes amigos, ahora estamos en las manos de Dios y por Él lucharemos.</p> <p>—¡Amén! —Varias voces.</p> <p>—¡Moveos! —croó Ash—¡Antes de que en la casa de Leofrico se den cuenta de que estamos aquí, mirando al cielo con la boca abierta!</p> <p>Un soldado llegó corriendo por la muralla de la ciudad. No era de la compañía de la mercenaria, era uno de los cuarenta y siete hombres del conde de Oxford, vestido de blanco y morado. Mantenía el cuerpo medio encogido para protegerlo de la luz del sur.</p> <p>—¡Mi señor! —aulló—. ¡Debéis iros, mi señor! ¡Nos están arrebatando la puerta de la ciudadela! ¡Llegan los <i>amirs</i>!</p> <p style="page-break-before: always; line-height: 0%"> </p> <title style="margin-bottom: 2em; page-break-before: avoid; margin-top: 15%"> <p>Capítulo 4</p></h3> <p></p> <p>A Ash y Oxford no les hizo falta intercambiar una mirada.</p> <p>—¡Oficiales, a mí! —gritó Ash sin dudarlo—¡Angelotti, Geraint; cubridnos! ¡Euen, Rochester, que se muevan, ya! ¡No os quedéis colgados aquí! Salimos directamente por la puerta y nos largamos. ¡No os quedéis atrapados en la lucha!</p> <p>Un fuego arrollador de virotes y bolas de arcabuz barrió el tejado de la casa de Leofrico. La mercenaria se metió entre la masa de sus hombres y los instó a avanzar hasta la pared. Apenas se oyen las órdenes. No se ve ningún visigodo: el fuego los mantiene agachados.</p> <p>En medio de ciento cincuenta arqueros y alabarderos, la mercenaria trepa al muro defensivo que rodea la ciudadela (lo bastante ancho para conducir dos carros de guerra), entre soldados que mueven equipo, que trasladan a pulso a heridos que no dejan de gritar; todo bajo un cielo negro, fulgurante.</p> <p>—¡Por la misericordia de Dios! —gruñe Oxford, que corre a paso largo por la muralla entre el estrépito de las armaduras, con la espada desenvainada en la mano—. ¡Dickon resiste en la puerta! ¿Qué es eso? ¿Una especie de arma?</p> <p>Desde la altura de las murallas de Cartago, Ash se quedó mirando al sur. El viento le arrancaba de los ojos lágrimas descuidadas, heladas; se enfrentó a la tierra hostil y vacía que había más allá de la ciudad, el desierto del sur, donde una yegua castaña y peluda la llevó a pasear con Fernando, con Gelimer y el <i>'arif</i> Alderico.</p> <p>A pasear, entre las pirámides.</p> <p>Estas se encontraban entre la ciudad y las montañas del sur, pequeñas desde aquí: formas regulares geométricas que se balanceaban ante sus ojos, como se balancean las cosas bajo el agua. Sus bordes afilados emiten un fulgor plateado, ondeando bajo la luz. Enormes superficies lisas de piedra, brillantes contra el negro antinatural del Crepúsculo Eterno.</p> <p>—Las tumbas de los califas... —dijo la mercenaria, sin aliento.</p> <p>—¡Bien, señora, pero no tenemos tiempo para contemplarlas!</p> <p>Con la visión nocturna perdida de momento, la mercenaria se alejó a tropezones por la muralla con su escolta. La voz de Euen Huw le informó entre jadeos:</p> <p>—Puerta de la ciudadela, se ha terminado la escaramuza, ¡tenemos el camino despejado hasta la puerta de la ciudad!</p> <p>Cartago, antigua ciudad, invicta ante los romanos<a data-bs-toggle="modal" data-bs-target="#notesModal" type="note" href="#nota50">50</a>, gran ruina africana de lo que en otro tiempo fue un imperio que cubrió la cristiandad entera... Cartago es una confusión de fuego, chillidos y hombres y mujeres corriendo, incendios en las calles y en el puerto, saqueadores que salen disparados, estampida de caballos, el bramido aterrado del ganado; hombres con cotas de malla, hombres con collarines de hierro; todas las altas murallas de piedra devuelven los ecos ensordecedores de sus gritos.</p> <p>En la puerta de la ciudad los recibe el rostro blanco, sin manchas de sangre de Willem Verhaecht, al mando de cincuenta de los hombres de la mercenaria: no han tomado esta puerta, ni siquiera la han atacado.</p> <p>Los acueductos atraviesan la ciudad para luego salir de ella sobre los tejados, a una altura que marea.</p> <p>—Fuera. —La orden de la mercenaria fue breve—. Al acueducto. ¡Mi señor Oxford os guiará hasta el campamento que levantasteis al entrar!</p> <p>—Entendido, señora. —El noble da dos órdenes secas a sus propios hombres: se lanzan cuerdas a los guardias de la puerta que están en la calle, se sube a los hombres con la librea del León y de Oxford a la antigua obra de ladrillos; los arqueros, los ballesteros y los arcabuceros los cubren mientras trepan.</p> <p>—¡Arriba! —Ash estiró las manos, agarró brazos, levantó hombres; la espada envainada golpea contra la coraza al moverse. Los bordes de la armadura de la mercenaria hacen cortes en las manos de los hombres a los que ayuda pero ellos no se dan cuenta, ayudan a sus compañeros de lanza a subir, para que puedan alcanzar la parte superior del acueducto, caen tambaleándose por encima de las murallas, se aferran a sus armas y aterrizan sobre una hierba verde, asombrosa.</p> <p>Los hombres trepaban amontonados las escaleras que subían desde la puerta principal de Cartago y se encaramaban al acueducto. Ash pateó con fuerza los escalones tras ellos.</p> <p>—¡Vamos! ¡Vamos! ¡Vamos!</p> <p>Todo el ruido queda ya tras ella.</p> <p>—¡Mi señor Oxford! Poneos en cabeza —dijo Ash con brusquedad—. Vos conocéis el camino. Geraint, Angelotti, al centro. Yo cubriré la retaguardia.</p> <p>No hay tiempo ni ganas de discutir: les gusta la confianza con la que la mercenaria les dice lo que tienen que hacer. Angelotti se adelanta con solo un gemido murmurado por lo bajo:</p> <p>—Mis cañones...</p> <p>—¡Demasiado peso! Euen, mantén a tus chicos detrás, que ayuden a los heridos. Angelotti, quiero dos líneas de armas de proyectiles detrás de nosotros, y dos por delante; no disparéis a menos que yo dé la orden. Geraint, adelántate una posición. ¡Oxford, que se muevan!</p> <p>Oyó el eco de algo resonante y obsceno en el inglés de East Anglia; la mercenaria se tomó dos latidos para mirar lo que tenía delante, sobre el acueducto, y vio que sus hombres se reunían alrededor del estandarte del Jabalí Azul de mi señor Oxford.</p> <p>La tenue luz de las estrellas iluminaba el suelo roto. Ya es de noche.</p> <p>—¡Aquí vienen! —gritó Geraint desde un punto más retrasado del acueducto.</p> <p>Ash, inclinada sobre la albardilla de ladrillo, vio el extremo de la calle, la que subía del puerto, convertida en una masa de hombres armados. Las banderas de la milicia visigoda. Sin dudarlo un instante, la mercenaria le aulló a Thomas Morgan, y su estandarte se adelantó por el acueducto, entró en la oscuridad, a quince metros del suelo, del desierto, de las estatuas de piedra del Bestiario del califa.</p> <p>El revestimiento de ladrillo del acueducto está cubierto de una hierba rala, parecida al liquen: una dejadez verde. Resbala bajo sus talones, deja un rastro negro y frío tras ella.</p> <p>—¡Corred! —los aguijoneó—. ¡Corred, cojones!</p> <p>El aliento le quema la garganta y la armadura prestada le irrita la piel de las axilas, la carne suave que tiene bajo la cota de malla: mañana tendrá cortes y magulladuras. Si hay un mañana. Y lo hay, lo habrá: la oscuridad que los rodea no se interrumpe, una larga fila de hombres que corren, alrededor de doscientos hombres con armas y arcos, que recorren disparados el cilindro hueco y resonante de ladrillo que lleva agua a Cartago y a ellos a la salida... por encima del desierto, debajo del cielo negro donde las estrellas empiezan a salir poco a poco, lejos de los inmensos incendios del puerto de Cartago y de los disturbios de las calles. Poniendo distancia entre ellos y sus perseguidores.</p> <p><i>Hemos dejado allí al Gólem de Piedra.</i></p> <p>Salieron al silencio.</p> <p><i>Hemos dejado allí a Godfrey.</i></p> <p>Salieron a los velos plateados de luz que relucían trémulos por el cielo del sur.</p> <p style="text-align: center; font-size: 110%; text-indent: 0em; margin-top: 1.5em; margin-bottom: 1.5em; ">★ ★ ★</p> <p>Las escalas les permitieron bajar del acueducto a seis kilómetros de las murallas de la ciudad.</p> <p>Los pies de Ash cayeron sobre la tierra del desierto. Está calculando, pensando, planeando..., haciendo lo que sea salvo prestar atención a la luz plateada que cubre con una capa dorada el suelo roto.</p> <p>—¡Van a cogernos! ¡Hay que moverse!</p> <p>Ya no queda más que hacerlos avanzar, con la voz ronca, la visera levantada, el rostro marcado y visible para que puedan ver a su comandante. Se oyen hoscas protestas entre algunos de los hombres: ninguno que no hubiera apuntado ya como hombre capaz de rezongar en medio del sudor y el esfuerzo del combate. El resto (algunos todavía asombrados, su reaparición es una noticia sobrecogedora) actúa con brutal eficiencia profesional: armas reunidas, miembros de cada lanza contados.</p> <p><i>Que sigan moviéndose o empezarán a rezongar por haber perdido</i>, decidió Ash mientras cruzaba con pasos firmes el suelo roto y entraba en el campamento temporal de carretas, un campamento fortificado. <i>No les des tiempo para pensar.</i></p> <p>Su escudero llegó corriendo con una alegría absurda dibujada en la cara.</p> <p>—¡Jefa! —La voz de Rickard chirrió con tonos juveniles.</p> <p>—¡Ponedle los arreos a las carretas y empezad a moverlas! ¡No os paréis!</p> <p>Mientras se movía hacia las carretas, Richard Faversham se puso al mismo nivel que ella. El gran diácono de cabellos negros llevaba a hombros a un hombre con una armadura italiana completa... y estaba corriendo. No se tambaleaba, corría.</p> <p><i>Dickon De Vere</i>, reconoció Ash; y chilló:</p> <p>—¡Seguid! —Luego se retrasó aún más para ver a Floria y a los hombres que iban con ella, hombres que llevaban a heridos y lesionados sobre varas de alabarda y en camillas improvisadas con cuerdas, sobre las camisas de otros hombres, o simplemente cogidos entre dos, agarrados por las muñecas y los tobillos.</p> <p>Por encima de los gritos, Floria chilló.</p> <p>—Voy a perder a algunos. ¡Frena un poco!</p> <p>En la mente de Ash ha pasado una eternidad desde la tienda de las afueras de Auxonne; ahora aquí está Floria, (<i>¡Floria!</i>) con el rostro sucio, tan conocida, y chillándole otra vez.</p> <p>—No podemos... dejarlos. Los prisioneros... Los matan. ¡Sigue! ¡Puedes hacerlo!</p> <p>—Ash...</p> <p>—¡Puedes hacerlo, Floria!</p> <p>El relámpago de una sonrisa, los dientes en una cara sucia, el blanco brillante de los ojos; y el cirujano dijo en lo que dura un latido:</p> <p>—¡Zorra! —Y también:—. ¡Estamos aquí, no os preocupéis, no nos dejéis!</p> <p>—¡Nosotros no dejamos a los nuestros!</p> <p>Eso es en parte por Floria, que se tambalea al borde del agotamiento mientras corre; en parte por los hombres que acompañan a Floria. Sobre todo por la propia Ash: llevan el cuerpo de Mark Tydder con ellos, pero no el cuerpo de Godfrey.</p> <p>Sin sepultar, y en una cloaca.</p> <p>—¡Vamos!</p> <p>—<i>¡Buf!</i> —Ash chocó contra el espaldar de Thomas Morgan cuando su abanderado se detuvo de golpe.</p> <p>Y ya no hay nada a su alrededor salvo su propio campamento, una plaza de carretas que los hombres se apresuran a sacar para formar una columna; doscientos cincuenta hombres cuyas caras la mercenaria conoce. No se oye a los perseguidores.</p> <p>—Bueno... —Floria se detuvo a su lado y dejó que sus ayudantes improvisados siguieran adelante. Se dobló casi a la mitad, sin apenas poder respirar—. Siempre me dices que cualquier puto imbécil sabe atacar...</p> <p>—¡...pero hace falta cerebro para salir otra vez de una pieza! —Ash se giró y abrazó a la mujer disfrazada con entusiasmo. Floria hizo una mueca cuando la armadura se le clavó en su cota de malla—. Puedes darle las gracias a De Vere por esto. Vamos a conseguirlo... —se persignó—: <i>Deus vult.</i></p> <p>—Ash... ¿Qué está pasando aquí?</p> <p>Los hombres pasaban disparados, corriendo: Angelotti recorre incansable las filas de arcabuceros. Ash se encontró con la mirada agotada de Floria.</p> <p>—Estamos intentando llegar a la costa, las galeras...</p> <p>—No. Eso.</p> <p>Ya más cerca: relucen, bajo la luz de las estrellas, las pirámides, despiden un fulgor negro. Un poco más al sur, solo un poco; y un sudor frío le moja a la mercenaria las axilas y el espacio entre los pechos. Los hombres se están persignando, alguien le está rezando casi a gritos al Cristo Verde y a Santa Herlaine.</p> <p>—No lo sé... No lo sé. No podemos pararnos a pensar en eso ahora. Sube a los heridos a las carretas.</p> <p>Hombres heridos, algunos que pueden caminar, otros a los que hay que llevar (Ash calculó unos veinticinco en total), pasan a su lado con otras personas; y la mercenaria les da la espalda a todas las preguntas de Floria, deja a la mujer con sus obligaciones de cirujano, ferozmente activas y chilla:</p> <p>—¡Pasad lista! —Se dirige a Angelotti y a Geraint al tiempo que les hace un gesto para que entren en el campamento al trote para reunirse con el conde de Oxford.</p> <p>No se oye a los perseguidores, y ni siquiera los exploradores de Euen Huw que dejó atrás han llegado con noticias de algún perseguidor; pero esto es el corazón del imperio están cerca de las rutas principales de caravanas y a tres kilómetros de la playa donde quizá estén esperando (o no) los barcos venecianos.</p> <p>Ash se quedó mirando al sur, más allá de los kilómetros intermedios que la separan de los edificios de piedra, relucientes y negros.</p> <p>Donde la voz de la <i>machina reí militaris</i> se había quedado callada en su cabeza, entre las pirámides y monumentos inmemoriales, muy por encima de cualquier altura que pueda alcanzar el hombre.</p> <p>Tiene un recuerdo visual guardado en la memoria: pasa cabalgando al lado de sus superficies descamadas y ve, bajo el yeso pintado, los ladrillos rojos de las que están hechas: un millón de ladrillos planos realizados con el cieno rojo de Cartago.</p> <p>Le llega en una especie de intuición que es más rápida que las palabras o el pensamiento: lo sabe, es la certeza de que tiene razón incluso antes de volver, arrastrando los pies, para seguir el razonamiento que la trajo aquí.</p> <p>El cieno rojo de Cartago. Con lo que el Rabino hizo la <i>machina rei militaris</i>, el Gólem de Piedra, la mente máquina; la segunda de las que no tienen forma de hombre.</p> <p>—Esas —Ash habló por encima del ruido de los hombres que gritan órdenes, del relincho de los caballos, de los disparos repentinos de arcabuces lejanos—. Las pirámides. Esas son las otras voces. Las voces que hablaban desde el terremoto. Esas son las Máquinas Salvajes.</p> <p>—¿Qué? —Quiso saber John De Vere— ¿Dónde, señora?</p> <p>Ash apretó los puños en los guanteletes. Hizo caso omiso del conde y se quedó mirando los dientes de sierra del horizonte; habló sin ninguna intención de pronunciar las palabras en voz alta.</p> <p>—Dulce Cristo, ¿el Rabino os hizo también a vosotras?</p> <p>Llegó una onda de vibración, por debajo del umbral del oído, tan baja que la sintió subir por las suelas de las botas y atravesó arrolladora la tierra y el aire.</p> <p>Las voces de su cabeza la ensordecieron, con más tino que los cañones de Angelotti.</p> <p>—ES ELLA.</p> <p>—¡ES LA ÚNICA!</p> <p>—¡LA QUE ESCUCHA!</p> <p>—¡Mi señor, nos persiguen!</p> <p>—¡Capitán Ash!</p> <p>—¡ES... ELLA!</p> <p>El alma de la mercenaria tiembla como una campana a la que han dado un golpe.</p> <p>—¡NO, ELLA NO! ESTA ES ESA OTRA, LA NUEVA; NO LA CONOCIDA, NO LA NUESTRA.</p> <p>—NO LA QUE ESCUCHA A LA <i>MACHINA REÍ MILITARIS.</i></p> <p>—NO LA QUE HEMOS CRIADO...</p> <p>—CRIADO CON ESCLAVOS...</p> <p>—... HECHA DE SANGRE HUMANA...</p> <p>—... BUSCADO, DURANTE DOSCIENTOS AÑOS...</p> <p>—... NUESTRA GUERRERA-GENERAL...</p> <p>—NO LA QUE SE MUEVE POR NOSOTROS, LUCHA POR NOSOTROS, LIBRA GUERRAS POR NOSOTROS; NO NUESTRA GUERRERA...</p> <p>—La Faris. —A través de las lágrimas calientes que le arrancan las voces que la ensordecen, la mercenaria miró a John De Vere, conde de Oxford—. Dicen... que... ellas... la crearon, criaron a la Faris-General...</p> <p>El conde con su armadura la agarra por los brazos, la mira a la cara, frunce el ceño bajo la visera levantada que está salpicada de rojo, de la sangre de algún hombre.</p> <p>—¡No hay tiempo, mi señora capitán! ¡Están sobre nosotros!</p> <p>—Las Máquinas Salvajes... la criaron... ¿Pero cómo?</p> <p>De Vere estiró una mano de golpe y detuvo a su ayudante; sus ojos se clavaron en Ash.</p> <p>—Señora, ¿qué es esto? ¿Las estáis oyendo ahora? ¿A estas... otras máquinas?</p> <p>—¡Sí!</p> <p>—No lo entiendo. Señora, no soy más que un simple soldado.</p> <p>—Y una mierda —dijo Ash y le dedicó una sonrisa perfectamente amigable a John De Vere, cuya boca se curvó a regañadientes en una mueca divertida; y en un instante, las voces volvieron a tronar en la cabeza de la mercenaria:</p> <p>—¡NO ES LA NUESTRA!</p> <p>—¿QUIÉN ES?</p> <p>—¿QUIÉN, ENTONCES?</p> <p>—¿QUIÉN?</p> <p>—¡QUIÉN!</p> <p>—¿Quiénes sois vosotros? —chilla Ash, no está segura de si lo pregunta o solo repite un eco; ensordecida, temblando, cae de rodillas. La armadura de acero Cruje contra el pavimento roto del desierto—. ¿Qué queréis? ¿Quién os hizo? ¿Quiénes sois?</p> <p><i>—FERAE NATURA MACHÍNAE</i><a data-bs-toggle="modal" data-bs-target="#notesModal" type="note" href="#nota51">51</a>: ASÍ NOS LLAMÓ, CUANDO SE DIRIGIÓ A NOSOTROS...</p> <p>Ash cerró los ojos. Los pasos corrían a ambos lados, alguien (¿el conde?) le sacudió el hombro con violencia; hizo caso omiso, extendió la mano y escuchó. Escuchó como lo había hecho dentro del palacio del rey califa, algo dentro de su mente que es al mismo tiempo un tirón, un espacio cerrado, una creación repentina y violenta de una brecha que hay que llenar...</p> <p>—¡Voy a averiguarlo!</p> <p>La voz de John De Vere le gritó al oído:</p> <p>—¡Levantaos, señora! ¡Mandad a vuestros hombres!</p> <p>Se ha levantado a medias, con una rodilla en tierra, los ojos abiertos para ver el rostro masculino al que un hilo de sangre le corre desde la boca a la barbilla (el corte de una flecha) y ya prácticamente de pie; luego:</p> <p>—Me importa un bledo si el mundo se derrumba, ¡pienso saber con qué estoy compartiendo mi alma!</p> <p>Un gran gruñido masculino de irritación:</p> <p>—¡Señora, ahora no!</p> <p>Dos hombres pasan disparados a su lado rumbo a las carretas que empiezan a moverse: Thomas Rochester y Simon Tydder, vendado, con Carracci entre los dos en una camilla hecha con dos varas de alabarda y el tabardo del León Azur empapado de la sangre de alguien. Ash termina de levantarse, los puños apretados, desgarrada entre dos prioridades.</p> <p>—Estas máquinas no son de nadie. ¿Quién podría ser el dueño de...?</p> <p>—Leofrico, el rey califa, ¡qué importa!</p> <p>—No. Son demasiado... grandes.</p> <p>Ash se encontró serena con la mirada acosada de John De Vere: un hombre absorto en las órdenes necesarias, en las acciones, en las medidas de urgencia.</p> <p>—Saben lo de la Faris. La que «escucha». Si ella es suya... Pero, ¿sabe ella lo de las Máquinas Salvajes? ¡Jamás ha dicho una mierda sobre «Máquinas Salvajes»!</p> <p>El conde soltó entonces:</p> <p>—Más tarde. ¡Señora, vuestros hombres os necesitan!</p> <p>Ash contempla el desierto roto por el terremoto, la oscuridad que la rodea: la ciudad negra a quince kilómetros de distancia que ha visto dos muertes antes de esta sangrienta carnicería: Godfrey y su hijo no nacido. La mercenaria piensa ahora en sí misma con amargura; más fuerte, quizá moralmente comprometida. La venganza no es tan fácil.</p> <p>Ya no es libre de ser un simple soldado. Quizá nunca lo ha sido.</p> <p>—Mi señor, ¡vos los habéis metido en esto, vos los sacáis!</p> <p>Ash agarró la mano blindada del conde y su antebrazo, con una sonrisa fiera en los labios. Con los ojos brillantes tras la visera, es todo piernas, pelo al rape, hombros amplios, mujer-guerrera.</p> <p>—Algunas alternativas no tienen respuesta adecuada. ¡Sacad a mi gente! Ya os seguiré.</p> <p>—¡Mi señora Ash...!</p> <p>—¡Cartago ya me ha hecho bastante! No va a hacerme nada más. Voy a averiguarlo, antes de abandonar este sitio...</p> <p>Al otro lado del campo negro y abierto, bajo un cielo vacío, una docena de antiguas pirámides arden plateadas, inmensos monumentos de piedra: y en su mente hace todo lo que ha hecho antes, pero con más fuerza: escucha, tiende la mano, exige.</p> <p>—¡...Ahora!</p> <p>El pavimento de piedra se elevó y la abofeteó. En ese instante, antes de que el canal de comunicación se cierre tras una pared horrorizada y violenta de silencio, lo que recibe no son unas voces, un relato, sino conceptos que le introducen enteros en el cerebro. Sintió el crujido del metal cuando la visera y el yelmo absorbieron el golpe, una puñalada sorda de dolor en la pierna; y su mente lo borró todo, una voz de mujer que dice, abrasiva:</p> <p>—Es un síncope sagrado; maldita sea, menudo momento para...</p> <p>Y la respuesta de un hombre:</p> <p>—¡Traedla con nosotros! ¡Deprisa, maese cirujano!</p> <p>... La totalidad de las Máquinas Salvajes...</p> <p>Unos pies blindados pasan corriendo a su lado, negros, sucios de polvo y sangre.</p> <p>... Un abismo de tiempo tan inmenso...</p> <p>—¡Alabarderos, retiraos! ¡Arcos, cubridlos!</p> <p>... No eran voces, sino como si todas las voces del mundo se pudieran comprimir y empequeñecer, como ángeles en un alfiler, el Cielo en la brújula del corazón de una rosa; y al pensar <i>¡Godfrey, Godfrey, ojalá estuvieras aquí para ayudarme!</i> se hunde en la percepción de su comunicación...</p> <p>—¡Levantadla, que Dios os pudra! ¡Por los huevos de Dios! ¡Llevadla!</p> <p>... y la rosa florece, el alfiler se convierte en Cielo, está todo allí, en su mente, las Máquinas Salvajes en su totalidad, completas...</p> <p>Todas las voces se convierten en una voz, una voz que habla bajo, no más alto que el ordenador táctico que lleva oyendo en su cabeza la mayor parte de su vida. Una voz cuya naturaleza haría que Godfrey citara a San Marcos: «Mi nombre es Legión, pues somos muchos<a data-bs-toggle="modal" data-bs-target="#notesModal" type="note" href="#nota52">52</a>».</p> <p>Ash oye a los diablos y demonios de piedra hablándole en un solo susurro.</p> <p>—<i>FERAE NATURA MACHINAE</i>, ASÍ NOS LLAMÓ, EL QUE HABLÓ CON NOSOTROS... LAS MÁQUINAS SALVAJES...</p> <p>Un mareo nauseabundo llega con ese susurro. Ash es consciente de que unas manos la sujetan cuando se desploma, que entre dos hombres que corren le sujetan el cuerpo inerte; si pudiera gritar, diría <i>¡Bajadme!</i></p> <p><i>¡Corred!</i>, pero inmersa en la infección insidiosa de la voz, no le salen las palabras.</p> <p>Está atrapada en un único momento de comprensión, como si los demás estuvieran paralizados en este desierto cercano al mar; cirujano, señor, comandante militar; mientras su mente absorbe a grandes tragos el conocimiento que ha convocado; el conocimiento que cae como una tormenta, una lluvia, una avalancha, en un segundo alargado de voces demasiado rápido para que lo comprenda el alma humana. <i>Un momento en la mente de Dios</i>, piensa la mercenaria y...</p> <p>—... Y «MÁQUINAS SALVAJES» SOMOS. NO CONOCEMOS NUESTROS PROPIOS ORÍGENES, SE PIERDEN EN NUESTRAS MEMORIAS PRIMITIVAS. SOSPECHAMOS QUE FUERON LOS HUMANOS, AL CONSTRUIR ESTRUCTURAS RELIGIOSAS HACE DIEZ MIL AÑOS, LOS QUE... PUSIERON LAS ROCAS EN ORDEN. CONSTRUYERON EDIFICIOS ORDENADOS, CON FORMA, DE LADRILLOS DE CIENO Y PIEDRA. ESTRUCTURAS LO BASTANTE GRANDES PARA ABSORBER, DEL SOL, LA FUERZA ESPIRITUAL DE LA VIDA MISMA...</p> <p>Un recuerdo de la voz de Godfrey dice en su mente «¡herejía!». Ash lloraría por él, pero está atrapada en este único momento en el que lo sabe todo. Su pregunta ya está implícita, forma parte de la avalancha: se está haciendo, ya está hecha.</p> <p>—¿Qué sois?</p> <p>—DE ESA ESTRUCTURA INICIAL, Y DE ESE ORDEN, SURGIÓ LA MENTE ESPONTÁNEA: LAS PRIMERAS CHISPAS PRIMITIVAS DE UNA FUERZA QUE EMPEZABA A ORGANIZARSE, DIEZ MIL AÑOS ATRÁS. HACE CINCO MIL AÑOS, ESAS MENTES PRIMITIVAS ADQUIRIERON CONSCIENCIA, SE CONVIRTIERON EN NOSOTROS, NOSOTROS MISMOS... LAS MÁQUINAS SALVAJES. EMPEZAMOS A EVOLUCIONARNOS DE FORMA DELIBERADA. SABÍAMOS QUE EXISTÍAN LA HUMANIDAD Y LOS ANIMALES, REGISTRAMOS SUS ALMAS PEQUEÑAS Y DÉBILES. PERO NO PODÍAMOS HACER NADA, NO TENÍAMOS VOZ, NI FORMA DE COMUNICARNOS, HASTA QUE EL PRIMERO DE VOSOTROS...</p> <p>—Que os llamó <i>ferae natura machinae</i> —completó Ash, con los labios entumecidos—. ¡El hermano Bacon!</p> <p>—NO FUE EL MONJE —susurró la voz—. MUCHO ANTES QUE ÉL, NACIÓ UN ALMA MÁS FUERTE, EL PRIMER ALMA CON LA QUE PUDIMOS HABLAR, ROMPIENDO ASÍ LA MUDEZ DE DIEZ MIL AÑOS... HABLAMOS CON ÉL, CON GUNDOBANDO, QUE SE LLAMÓ A SÍ MISMO «PROFETA». NO QUERÍA SABER NADA DE NOSOTROS, NOS LLAMABA DIABLOS, DEMONIOS, ESPÍRITUS MALIGNOS DE LA TIERRA. ¡NO QUERÍA HABLAR! Y TAN FUERTE ERA SU ALMA QUE HIZO UN MILAGRO: DEFORMÓ EL TEJIDO DEL PROPIO MUNDO Y PUSO A NUESTRO ALREDEDOR UN DESIERTO, AQUÍ, DONDE HABÍA HABIDO UN GRAN RÍO Y CAMPOS DE CIENO; SE LIBRÓ DE NOSOTROS, HUYÓ A DONDE NO PODÍAMOS ALCANZARLO.</p> <p>—A Roma... El profeta Gundobando fue a Roma <i>y</i> murió...</p> <p>—GIRÓ EL SOL CUATROCIENTAS VECES ALREDEDOR DE LA TIERRA Y SE ACERCÓ A NOSOTROS UN ALMA PEQUEÑA, MUY PEQUEÑA, QUE HACÍA SUS MÁQUINAS DE LATÓN. ERA DÉBIL, PERO AUN ASÍ ERA OTRA ALMA QUE PODÍA HACER MARAVILLAS, MUY POR ENCIMA DE LA NATURALEZA DEL HOMBRE. HABLAMOS CON ÉL, A TRAVÉS DE SU CABEZA PARLANTE, NUESTRAS VOCES SE DIRIGIERON A SUS SENTIDOS.</p> <p>—La quemó... —El cielo negro y la mampostería negra están congelados ante los ojos de la mercenaria—. El monje... rompió la Cabeza Parlante... quemó sus libros.</p> <p>—Y HASTA QUE LOS ANCESTROS DE LEOFRICO TRAJERON UN RABINO A SU CASA, NO PUDIMOS HABLAR DE NUEVO. HACÍA MARAVILLAS, ESTA ALMA. LA PERCIBIMOS CUANDO SE ACERCÓ A NOSOTROS, Y TRAJO A NUESTRA COMPRENSIÓN A ILDICO, HIJA QUE DESCENDÍA DE GUNDOBANDO, DIEZ GENERACIONES DESPUÉS, ALMAS FUERTES, ALMAS FUERTES QUE HACÍAN MARAVILLAS... EL RABINO CONSTRUYÓ SU GÓLEM. UN NUEVO CANAL CON EL QUE COMUNICARNOS CON LA HUMANIDAD. YA MÁS SABIOS, NOS OCULTAMOS TRAS LA VOZ DEL PRIMER GÓLEM, DESLIZAMOS NUESTRAS SUGERENCIAS EN SU VOZ. Y EL RABINO, QUE HACÍA MARAVILLAS, COMO EL PRIMER HOMBRE, HIZO EL SEGUNDO GÓLEM DE PIEDRA A PARTIR DEL CUERPO DE ILDICO Y GUNDOBANDO...</p> <p>Lo que oye, ha oído una versión de cuando metió la mano en la <i>machina rei militaris</i> para demostrar el valor que tenía ella para Leofrico. Ahora se interna a través del ordenador táctico, lo sobrepasa hasta llegar a una percepción de inmensos edificios estáticos de piedra, inmóviles, sin manos para manipular el mundo, solo pensamientos, y una voz...</p> <p>—Fuisteis vosotros. ¡No los visigodos! ¡Vosotros, los malditos por el Rabino!</p> <p>—PEQUEÑA ALMA, PEQUEÑA ALMA...</p> <p>La voz susurra, multiplicidad que se ríe en su cabeza.</p> <p>—NO ES NINGUNA MALDICIÓN. NOSOTROS MANIPULAMOS NUESTRA PROPIA EVOLUCIÓN MANIPULANDO LAS ENERGÍAS DEL MUNDO ESPIRITUAL. PARA ELLO, EXTRAEMOS NUESTRO PODER DE LA FUENTE MÁS GRANDE Y CERCANA QUE HAY EN LOS CIELOS: EL SOL.</p> <p>Sobre su cabeza, el cielo diurno reluce negro.</p> <p>—LLEVAMOS HACIÉNDOLO DESDE QUE ADQUIRIMOS CONSCIENCIA, HACE CINCO MIL AÑOS. LUEGO, PARA EL GÓLEM DEL RABINO, SE NECESITABA MÁS ENERGÍA. Y ASÍ, SOBRE CARTAGO, EL SOL PARECÍA HABERSE OSCURECIDO. SOLO ESTÁ OCULTO EN LAS PARTES DE SU SER QUE VOSOTROS PERCIBÍS, LA «LUZ» CON LA QUE SENTÍS EL MUNDO. EL CALOR TODAVÍA PENETRA. DE AHÍ QUE VUESTRAS COSECHAS SE HAYAN PERDIDO PERO EL HIELO NO SE ARRASTRA POR ESTA TIERRA. HACE DOSCIENTOS AÑOS ESTA SE CONVIRTIÓ EN UNA TIERRA CREPUSCULAR: LAS ESTRELLAS NOCTURNAS SON VISIBLES DURANTE TODO EL DÍA, EL SOL INVISIBLE. ¡LA MALDICIÓN DE UN RABINO!</p> <p>Algo que podría ser una risa demoníaca.</p> <p>La visión de la existencia de aquellos seres crece en la cabeza de Ash, claustrofóbica y negra. Unas cuantas chispas diminutas en la oscuridad interminable, como las chispas que vuelan de una hoguera en el campamento. Silencio salvo por sus almas de máquina que hablan entre sí. Y luego, después de eones mayores de lo que ella puede concebir, una nueva voz que sale de la oscuridad...</p> <p>El susurro continuó.</p> <p>—NO HABÍAMOS PENSADO EN VOSOTROS, PEQUEÑAS ALMAS... A NUESTRO ALREDEDOR CRECIÓ UNA CULTURA HUMANA Y BELICOSA. DABAN LA OSCURIDAD POR HECHA. NO PODÍAN CULTIVAR, ASÍ QUE SE VIERON EMPUJADOS A EXPANDIR SU IMPERIO HACIA TIERRAS FÉRTILES, ILUMINADAS POR EL SOL... ALGO TAN ÚTIL PARA NOSOTROS, ¡PARA NUESTROS OBJETIVOS A LARGO PLAZO!</p> <p>PERO AÚN NO ERA SUFICIENTE. OCULTAR NUESTRAS VOCES EN DATOS TÁCTICOS, MANIPULAR A LOS HUMANOS A TRAVÉS DE LA <i>MACHINA REÍ MILITARIS</i>, HICIMOS QUE LOS ANCESTROS DE LEOFRICO EMPRENDIERAN UN PROGRAMA DE CRÍA.</p> <p>FRACASAMOS CON ILDICO, CONTINUAMOS CON SUS HIJOS. HEMOS ESPERADO DOSCIENTOS GIROS DEL SOL PARA LOGRAR A ALGUIEN QUE PUEDA HACER MARAVILLAS Y CON QUIEN PUDIÉRAMOS HABLAR, CHARLAR, DAR ÓRDENES...</p> <p>Ash completó:</p> <p>—¡La Faris! ¡La general!</p> <p>—LA HIJA DE GUNDOBANDO, POR DISTANTE QUE SEA. GUNDOBANDO, A QUIEN VOSOTROS LLAMÁIS «SANTO» VISIGODO; CUYAS RELIQUIAS UTILIZAMOS.</p> <p>—No es un santo, para vosotros. ¿Verdad? No está bendito.</p> <p>—NO TANTO UN SANTO COMO ALGUIEN CAPAZ DE HACER MARAVILLAS —Son muchas las voces y de nuevo se ríen—. UNA DE ESAS ESCASÍSIMAS ALMAS, COMO VUESTRO CRISTO VERDE, QUE TIENEN EL PODER DE ALTERAR LA REALIDAD DE FORMA INDIVIDUAL, Y ASÍ PUES DE HACER MILAGROS.</p> <p>—¡Blasfemia! —dice Ash y se llevaría la mano a la espada, para persignarse, para luchar por el Señor en el Madero, si pudiera moverse, liberarse de este momento interminable.</p> <p>—NECESIDAD. NO PODEMOS TOCAR NADA,CAMBIAR NADA. SOMOS VOCES EN LA NOCHE, SOLO. PERCIBIMOS EL CALOR DE VUESTRAS PEQUEÑAS ALMAS. SOMOS VOCES QUE PERSUADEN, CORROMPEN, INSPIRAN, ENGAÑAN, TIENTAN... A LO LARGO DE LOS SIGLOS... HASTA AHORA.</p> <p>»AHORA: Y ESTE SOLSTICIO DE PRIMAVERA, CUANDO EL SOL SE OSCURECIÓ POR TODA LA TIERRA, ¡CUANDO EXTRAJIMOS MÁS PODER QUE NUNCA EN DIEZ MIL AÑOS!</p> <p>—¡La invasión, la cruzada...!</p> <p><i>—FELIX CULPA</i>, PEQUEÑA ALMA. UNA FELIZ COINCIDENCIA EN EL TIEMPO, SOLO, PARA NUESTROS SIRVIENTES, QUE LO SON SIN SABERLO. FUIMOS NOSOTROS, A TRAVÉS DE LEOFRICO, A TRAVÉS DE LA <i>MACHINA REI MILITARIS</i>, LOS QUE EMPEZAMOS ESTA GUERRA; PERO LA LIBRARÁN LOS HOMBRES POR NOSOTROS. BAJO NUESTRAS ÓRDENES, VOSOTROS ASOLAREIS TODO LO QUE HAY ENTRE NOSOTROS Y EL NORTE. PERO LA OSCURIDAD DEL SOL... ¡AH! CON ESO PROBAMOS NUESTRA CAPACIDAD PARA EXTRAER MÁS PODER QUE NUNCA. Y LO CONSEGUIMOS.</p> <p>Muy claro en la memoria de Ash: el terror del Sol que se apagaba y el mundo amortajado bajo un cielo vacío, negro, como el de un cementerio. Dice, o ha dicho, o dirá...</p> <p>—Esta es una mala guerra... —Dolor, recuerdos; en el momento congelado en el que el saber penetra en su mente—: Estos son los Últimos Días.</p> <p>—SÍ. PARA VOSOTROS, SÍ.</p> <p>—¡Decidme por qué!</p> <p>—LLEVAMOS TIEMPO BUSCANDO A OTRA PERSONA CAPAZ DE HACER MILAGROS. COMO GUNDOBANDO E ILDICO. ALGUIEN CAPAZ DE CAMBIAR LA REALIDAD, ALGUIEN QUE HAGA MARAVILLAS. ALGUIEN QUE ESTÉ BAJO NUESTRO CONTROL. ¡Y AHORA LA TENEMOS!... NUESTRA GENERAL, NUESTRA FARIS, ¡HACE MILAGROS Y ES NUESTRA!</p> <p>—¿Por qué?</p> <p>—... Y CUANDO LA UTILICEMOS, NO IMPORTARÁ SI ESTÁ DISPUESTA O NO. A TEMPRANA EDAD LE QUITAMOS CUALQUIER CAPACIDAD DE ELEGIR. NO PUEDE ELEGIR. CUANDO SE ENCUENTRE LISTA, CUANDO ESO OCURRA, EL CAMBIO NECESITARÁ EL MISMO PODER QUE BORRA AL SOL, PARA DESENCADENAR NUESTRO CAMBIO DE REALIDAD.</p> <p>Triunfo: descuidado, amargo, son muchas las voces, es un coro:</p> <p>—HEMOS CRIADO A LA FARIS PARA HACER UN MILAGRO OSCURO... COMO LO HIZO GUNDOBANDO AL ARRASAR ESTA TIERRA Y DEJAR SOLO LA DESOLACIÓN. LA UTILIZAREMOS, A NUESTRA GENERAL, NUESTRA FARIS, NUESTRA HACEDORA DE MILAGROS... ¡PARA ASOLAR BORGOÑA, COMO SI NUNCA HUBIERA EXISTIDO!</p> <p>Borgoña, siempre Borgoña, nada más que la puta Borgoña....</p> <p>—¿POR QUÉ? —aulló Ash en su cabeza y fuera de ella—. ¿Por qué Borgoña? ¿Venganza? ¡Pero Gundobando no era un hombre de Borgoña! ¿Y por qué no hacerlo ahora? ¿Por qué necesitáis una invasión? ¡No necesitabais una guerra, si podéis cambiar el mundo! Creí que Leofrico estaba, que vosotros estabais, criando a alguien que pudiera ganar una guerra escuchando el ordenador táctico desde lejos...</p> <p>La respuesta de las máquinas es instantánea, íntima, imprudente:</p> <p>—PERO CRIAMOS, TAMBIÉN, PARA ESO, PARA LA VOZ DEL GÓLEM...</p> <p>Como si algo le arrancara raíces del alma, las voces se retiraron. La mercenaria sintió un tirón seco, <i>¡chap!</i> casi físico.</p> <p>—¿QUÉ HA SACADO DE NOSOTROS?</p> <p>—¿CÓMO PUEDE OBLIGAR...?</p> <p>—¿... EXTRAER EL CONOCIMIENTO...?</p> <p>—¿... SACÁRNOSLO, SIN NUESTRO CONSENTIMIENTO...?</p> <p><i>¡Creyeron que no podía hacerlo!</i> (ensordecida en su alma) <i>¡Que solo podía pasar cuando ellos lo permitieran!</i></p> <p>—¡...PELIGRO!</p> <p>El tono áspero de Floria dijo:</p> <p>—¡Me da igual si lanzas a esta zorra estúpida a un carro de estiércol! ¡Nunca debería habérsele permitido luchar, en su estado! Ponla en una de las camillas; ¡a la carreta! ¡Deprisa!</p> <p>El cielo negro descendió de golpe sobre la cabeza de Ash. Los extremos irregulares del mimbre se le clavaron en los muslos.</p> <p>—¿Quién le ha pegado?</p> <p>—No le ha pegado nadie, Euen; ¡se desplomó como una pared minada!</p> <p>—¡Mierda!</p> <p>En algún lugar hay una multitud de hombres, se aferran a los costados de las carretas que no dejan de balancearse; el ruido ensordecedor y amargo de las espadas y alabardas golpeando otras armas, armaduras, la carne de algún hombre.</p> <p>La carreta tirada por caballos tronaba bajo ella. Estiró la mano y con los dedos blindados tocó las paredes que se elevaban a su lado. Sintió una vibración, un estremecimiento en el aire; y la voz de su cabeza ahogó toda sensación con su determinación.</p> <p>—VAS A VENIR A NOSOTROS.</p> <p>—VAS A VENIR.</p> <p>—Que os jodan —dijo Ash con toda claridad y en voz alta—. ¡Ahora no tengo tiempo para esto!</p> <p>Se irguió con un esfuerzo, los bordes de las rodilleras le cortaban las pantorrillas y el espaldar se le clavaba en el cuello y la espalda. Thomas Morgan, que trotaba al lado de la carreta móvil con el estandarte del León, extendió la mano para ayudarla a bajar.</p> <p>Euen Huw se retrasó hasta su altura.</p> <p>—Jefa, Geraint dice que si encendemos antorchas.</p> <p>—¡No!</p> <p>—¡La jefa dice que no, cojones! —clamó Euen y mientras hablaba, Floria se abrió paso a codazos hasta llegar lado del galés, con una mirada de preocupación en los ojos pero profesionalidad en la voz.</p> <p>—¡No deberías ir a pie!</p> <p>—Tenemos que seguir adelante...</p> <p>Y en medio de la frase, Ash se detiene.</p> <p>Se vuelve (su cuerpo gira solo) y empieza a caminar.</p> <p>Hacia el sur.</p> <p>No hay nada voluntario en ello. Por un momento a la mercenaria le marea la forma que tiene su cuerpo de moverse sin su consentimiento: se deslizan los músculos con suavidad y los tendones, la carne y la sangre giran, caminan directamente al sur, hacia las superficies planas e inmensas de las pirámides, hacia la luz plateada de las Máquinas Salvajes.</p> <p>—VAS A VENIR.</p> <p>—TE EXAMINAREMOS.</p> <p>—DESCUBRIREMOS.</p> <p>—LO QUE ERES...</p> <p>La mercenaria habla... y está callada.</p> <p>No puede mover nada en la boca, en la garganta; su voz se ha silenciado en su interior. Se le mueven las piernas de forma involuntaria, la llevan hacia delante; y se estremece dentro de su piel, superada, como cuando vomita: el cuerpo está al mando, el cuerpo hará lo que quiera...</p> <p>... lo que se ve obligado a hacer.</p> <p>—VEN.</p> <p>No es una llamada sino una orden, un mandato; y a ella le entra el pánico dentro de su cabeza, la llevan contra su voluntad, magullada y dolorida pero internándose a grandes pasos en la oscuridad. No hay forma de romperlo.</p> <p>—¿Jefa? —la llamó Euen Huw—. ¡Morgan, agárrala!</p> <p>Unas manos agarran su cuerpo cubierto de acero: Floria del Guiz. El cuerpo de Ash sabe que puede derribar a la mujer; se pone tensa para abofetear a Floria entre los ojos con el guantelete de malla.</p> <p>—¡Atrás!</p> <p>La voz es galesa. Ash recibe dos duros impactos en el espaldar, unos hombres la derriban sobre la tierra, las varas de dos alabardas la sujetan al pavimento cartaginés roto; de tal forma que no puede utilizar su armadura como arma, no puede llevarse la mano a la espada, no puede moverse en absoluto.</p> <p>—Tienes que tener cuidado con ella, cirujano —dice la voz de Euen Huw con el tono de un instructor pedante—. Está acostumbrada a matar gente, ya lo sabes.</p> <p>Y añade, por encima del hombro, mientras apoya todo su peso en la rodilla y en la vara de la alabarda de dos metros y medio de longitud.</p> <p>—Es tensión del combatiente; ya lo he visto antes, montones de veces. Se pondrá bien. Quizá tengamos que cargarla hasta los barcos. Thomas, ¿quieres mover ese culo de Gower para que pueda ver a la chica? —Los ojos negros y brillantes de Euen Huw se clavan en ella—. ¿Jefa? ¿Estáis bien?</p> <p>Su voz no quiere obedecerla. Se atraganta, casi incapaz de respirar, como si su cuerpo se olvidara de cómo se respira. Todavía siente que se le mueven las piernas, como un animal moribundo que sigue dando patadas; unas piernas que están intentando levantarse y llevarla al sur, adonde el suelo tiembla a los pies de las grandes pirámides: adonde las Máquinas Salvajes relucen bajo el cielo negro que han hecho ellas.</p> <p>—Llevadla en brazos —suelta bruscamente la voz de Floria del Guiz—. ¡Y quitadle esa maldita espada!</p> <p>Nada, nada ahora salvo confusión; su cuerpo lucha mientras la levantan, ha perdido por completo el control. La mercenaria se agita en sus brazos mientras los hombres corren, cruzan resueltos el desierto, las constelaciones son sus guías.</p> <p>Le cuelga la cabeza, el yelmo de acero se golpea contra un afloramiento bajo, la deja aturdida y se muerde la lengua, siente el sabor fino de la sangre en la boca. Al revés ante ella, las siluetas de las Máquinas Salvajes dominan todo el sur, se elevan sobre los hombres que trotan con las armas al hombro y se internan en la oscuridad.</p> <p>Y... una fracción de su mente es suya, no de ellas.</p> <p>Podría lanzar golpes mortales, pero no lo hace. Podría utilizar lo que sabe, clavar los guanteletes de metal en las vulnerables articulaciones del codo y las rodillas, acuchillarles la cara; pero no hace nada de eso.</p> <p><i>No saben cómo</i>, supone su mente, y <i>no pueden obligarme.</i></p> <p><i>Pero pueden obligarme a alejarme de mis hombres, pueden obligarme a ir hasta ellas...</i></p> <p>Prisionera en su propia carne, se resiste. Su mente arde como una llama, una voluntad feroz que no se rinde, poco importa lo que intenten hacer sus miembros.</p> <p>De repente ha vuelto a la celda de la casa de Leofrico, la sangre le chorrea por los muslos: aislada, angustiada, sola.</p> <p><i>Yo no...</i></p> <p>Y también está en otra parte: un lugar que no conoce, ahora; donde la sujetan, su cuerpo impotente, a la fuerza, una gran fuerza; donde la violación rasga todo su interior y ella no puede actuar, no puede moverse, no puede evitar...</p> <p><i>¡Nunca...!</i></p> <p>El tiempo se pierde en la fiebre.</p> <p>El estruendo de su mente es más débil.</p> <p>Ash levanta la cabeza.</p> <p>La llevan entre dos hombres, anónimos bajo sus yelmos de acero; las estrellas han avanzado aún más por la bóveda del cielo, ya serán pasados maitines, casi laudes.</p> <p>Un violento temblor le sacudió el cuerpo, todos sus miembros se agitaron espásticos.</p> <p>—¡Bajadla!</p> <p>Los dos hombres, cuyos rostros reconoce a la luz de las antorchas —<i>¿antorchas?</i>— la depositaron sobre roca y guijarros. Escucha entonces un sonido. El mar. Un viento frío le cruza la cara. El mar.</p> <p>—Eh, jefa. —Euen Huw estiró la mano con cautela y le sacudió el hombro blindado—. Por un momento habéis perdido la cabeza ahí fuera.</p> <p>Thomas Morgan dijo quejoso:</p> <p>—¿Vais a pegarme otra vez, jefa?</p> <p>—Yo no te pegué. ¡Si te hubiera pegado, lo habrías sabido!</p> <p>Morgan esbozó una amplia sonrisa, se apoyó la maltrecha asta del estandarte en el hombro, levantó la mano y se quitó la celada abierta. El sudor le pegaba el largo cabello pelirrojo al cráneo, las orejas y el cuello. Liberó una mano del guantelete y se secó las mejillas.</p> <p>—¡Mierda, jefa! Hemos conseguido salir.</p> <p>En algún lugar en medio de doscientos hombres, la voz vibrante y monocorde de Richard Faversham canta la misa de laudes, y para celebrar que se han librado del peligro. Estaría amaneciendo si no fuera por el Crepúsculo Eterno. Relucen unos cuantos faroles, uno o dos por lanza, calcula Ash; y se incorpora sobre los hombros, magullada, deshidratada, con el cuerpo irritado y agotada.</p> <p>—¿Esperamos a esas galeras de las que me hablaba Angelotti?</p> <p>Euen Huw hizo un gesto brusco con el pulgar para señalar un fulgor rosado playa abajo.</p> <p>—Faro, jefa. Será mejor que aparezcan pronto esos putos pilotos gondoleros; mis muchachos se van a hacer unos lazos con sus tripas como no vengan.</p> <p>Tormentas, corrientes, barcos enemigos: todo es posible. Ash se sentó.</p> <p>—Estarán aquí. Y si no, bueno..., pues tendremos que volver y pedirle por favor al rey califa que nos deje tomar prestado uno de sus barcos. ¿Verdad, chicos?</p> <p>Los dos galeses soltaron una risita.</p> <p>Una voz ceceó un poco más lejos:</p> <p>—Vituallas.</p> <p>—¡Wat! —La mercenaria se puso en pie, dolorida. Alguien la había despojado de la coraza, el espaldar y la armadura de las piernas: suponía que el dueño, y se sentía al mismo tiempo más ligera y desprotegida—. ¡Wat Rodway! ¡Por aquí!</p> <p>—Carne —dijo conciso el cocinero mientras le tendía un trozo humeante y alargado.</p> <p>—¿Tú crees? —Ash la cogió, se la metió en la boca mientras el estómago le gruñía de hambre y le pasó dos puñados más a Huw y Morgan. Se le hizo la boca agua. Masticó con descuido, tragó, se chupó los dedos y exclamó—: ¡Wat, de dónde has sacado mis viejas botas!</p> <p>—Es ternera de la mejor —ceceó Rodway con tono herido.</p> <p>Euen Huw dijo por lo bajo:</p> <p>—Lo era, antes de que la cocinaras tú.</p> <p>Ash estalló en risitas.</p> <p>—¿Dónde está Oxford?</p> <p>—Aquí, señora.</p> <p>Todavía vestía el arnés completo y no parecía que se hubiera quitado la armadura desde Cartago. La suciedad incrustada hacía que las arrugas de los ojos fueran claramente visibles.</p> <p>—¿Estáis bien?</p> <p>—Tengo cosas que debo deciros. —La mercenaria vio que sus oficiales seguían los pasos de De Vere y les hizo un gesto para que se acercaran; y Floria se unió al grupo tras salir de la oscuridad con un farol en las manos que la mostraba sucia, pálida alrededor de los ojos y con el ceño fruncido en un gesto fiero.</p> <p>—¿Estás bien de la cabeza? —dijo Floria sin más preliminares.</p> <p>Tanto Angelotti como Geraint parecían asustados.</p> <p>Ash les pide que la rodeen con el movimiento de costumbre, así que se agachan. A la luz del farol todos se ven las caras, que dibujan un círculo en la playa azotada por las olas que está a quince kilómetros al oeste de Cartago.</p> <p>Las voces de la mercenaria son... no más débiles, pero sí menos poderosas. Del mismo modo que el Sol del invierno no es menos luminoso que el Sol del verano, pero es más fino, más débil, carece del mismo fuego fuerte, de su calidez. Así que los susurros que oyen en su mente le molestan, pero no la despojan del control de su propio cuerpo.</p> <p>—Hay demasiado que contaros... pero lo haré. Primero, tengo órdenes, y una sugerencia —dijo Ash—. Mi intención ahora es volver a Dijon. Con Robert Anselm y el resto de la compañía. La mayor parte de mis hombres vendrán conmigo, mi señor Oxford, aunque solo sea porque están muertos si se quedan en el norte de África. Es posible que haya deserciones una vez que volvamos al norte, pero creo que puedo llevarme a la mayor parte a Dijon.</p> <p>La mercenaria dudó por un momento, con los ojos arrugados, como si se defendiera del recuerdo de la luz.</p> <p>—El Sol sigue brillando en Borgoña. ¡Dios mío, quiero ver la luz del día!</p> <p>—¿Y luego qué? —dijo De Vere—. ¿Qué querréis que hagamos, señora?</p> <p>—No puedo daros órdenes a vos. Ojalá pudiera. —Ash sonrió, muy poco, al ver la expresión del conde inglés—. Estamos enfrentándonos a un enemigo que está detrás del enemigo, mi señor.</p> <p>De Vere se arrodilló y escuchó, muy serio.</p> <p>La mercenaria dijo:</p> <p>—Nos estamos enfrentando a algo al que no importa lo que ocurra, siempre que se tome Borgoña... No creo que les importe nada el Imperio visigodo.</p> <p>El conde de Oxford siguió contemplándola con una tranquilidad contenida.</p> <p>—Ostentáis un antiguo título —dijo Ash—, y ya estéis en el exilio o no, sois uno de los mejores soldados de esta época. Mi señor Oxford, yo vuelvo a Dijon, pero vos no deberíais. Vos deberíais ir a otro sitio.</p> <p>Por encima de las protestas, John De Vere dijo:</p> <p>—Explicaos, señora.</p> <p>—Algo demoníaco es nuestro enemigo... —Y, al ver que cambiaba la expresión del noble y se persignaba, Ash se inclinó hacia delante y dijo—: Si queréis escucharme, esto es lo que deberíais hacer. Ahora la cristiandad está sometida. El Imperio visigodo, o tiene tratados, o bien ha conquistado casi todo salvo Borgoña... e Inglaterra, pero Inglaterra no corre un gran peligro.</p> <p>—¿Vos creéis?</p> <p>Ash tomó una bocanada de aire.</p> <p>—Hay un enemigo detrás del enemigo... El Gólem de Piedra procesa problemas militares, le dice a Leofrico y a través de él al rey califa cómo deberían atacar... y durante los últimos veinte años ha dicho «atacad la cristiandad». Pero lo que habla a través del Gólem de Piedra, a eso no le importa la cristiandad, solo Borgoña.</p> <p>John De Vere repitió:</p> <p>—Un enemigo detrás de nuestro enemigo.</p> <p>—Que quiere Borgoña, no Inglaterra; es toda Borgoña. Los visigodos tomarán las demás ciudades, y luego tomarán Dijon, y la Faris arrasará los campos... No sé por qué razón las Máquinas Salvajes odian Borgoña, pero así es. —El eco de las voces hace estremecerse su espina dorsal—. La odian.</p> <p>Oxford dijo con viveza.</p> <p>—¿Y vos creéis que una compañía de mercenarios, reunida por fin en Dijon, lo evitará?</p> <p>—Cosas más extrañas se han visto en la guerra, pero a mí me da igual la destrucción de Borgoña. —Ash se encontró con los ojos de Floria clavados en ella. Hizo caso omiso de la mirada de la mujer—. Mi intención es ir a Dijon y luego salir de allí, embarcar rumbo a Inglaterra, poner seiscientos kilómetros por medio y ver lo que le pasa a la cruzada cuando derroten y maten a los duques borgoñones. Cuanto más lejos esté, mejor...</p> <p>Las voces en su mente: aún débiles.</p> <p>—... Pero si no se detienen en Borgoña, mi señor de Oxford, entonces solo se me ocurre una cosa que podría detener la conquista.</p> <p>Los ojos azul claro de De Vere parpadearon bajo la luz acre del farol.</p> <p>—¿Y qué es?</p> <p>—Deberíamos separarnos aquí—dijo Ash—. Y vos deberíais dirigiros al este.</p> <p>—¿Al este?</p> <p>—Navegad hasta Constantinopla, y pedidles ayuda a los turcos contra los visigodos.</p> <p>—¿Los turcos?</p> <p>John De Vere se echó a reír. Fue un ladrido atronador, profundo, que hizo volver varias cabezas. Le pasó el brazo por el hombro a Dickon De Vere (evitando la cabeza vendada de su hermano menor) mientras lanzaba grandes risotadas.</p> <p>—Acudir a los turcos, ¿en busca de ayuda? ¡Mi señora capitán!</p> <p>—Quizá no estén aliados con el rey califa. No los vi en la coronación. Mi señor, hay lo que queda del ejército borgoñón, y ya está. De todos modos, los turcos van a intentar arrebatarle la cristiandad a los visigodos, podríais convencerlos para que lo hagan ahora...</p> <p>—¡Señora, preferiría intentar volver para tomar Cartago!</p> <p>Unas formas oscuras ocultaron las olas. Ash se puso en pie y se asomó a la oscuridad. No le hizo falta que el mensajero de Rochester, apenas momentos después, le dijera que esas eran las famosas galeras.</p> <p>—Dado el estado en el que está su puerto... —Ash se encogió de hombros—. Y tenemos dos barcos: ¡quizá deberíamos volver e intentar volar la casa de Leofrico, arrancarla del acantilado! Hacernos con el Gólem de Piedra de ese modo. Mi señor, podríamos volver...</p> <p>—¡VOLVER!</p> <p>Débiles ahora, pero agudas como cuernos lejanos: las voces de las Máquinas Salvajes parlotean en su mente:</p> <p>—¡NO TOCARÁS EL GÓLEM DE PIEDRA!</p> <p>—... NO DAÑARÁS...</p> <p>—...NO DESTRUIRÁS...</p> <p>—¡...TU GENTE Y TÚ OS IRÉIS!</p> <p>—¡SE LO ORDENARÁS!</p> <p>—¡NO DEBE TOCARSE!</p> <p>—¡ESTÁ PROTEGIDO!</p> <p>—¡NO DAÑARÁS LA <i>MACHINA REÍ MIL1TARIS</i>!</p> <p>Ash, con las manos apretadas contra las orejas en un intento vano de bloquear las voces que resuenan en su cabeza, levanta la vista con los ojos llenos de lágrimas.</p> <p>—Oh, Cristo...</p> <p>—¿Qué pasa? —La voz brusca de Floria que contrasta con la dulzura de sus manos.</p> <p>—El mismo sitio. —Ash apretó los ojos por el dolor—. El mismo lugar de mi alma. Lo dije, os dije, De Vere, que lo utilizan como canal. Así es como hablan...</p> <p>Ahora lo ve, con toda claridad.</p> <p>—Son de piedra. Sordos, ciegos y mudos. Hasta que tuvieron la máquina no pudieron hablar con nosotros... no podían comunicarse con nada, ¡no podían hacer nada!</p> <p>Floria se la quedó mirando desde su altura. Por encima del ruido de los remos de la galera y de las olas del mar rompiendo en la orilla, dijo:</p> <p>—Es la única forma que tienen de hablar. ¿Verdad? Su único canal de comunicación con el mundo exterior.</p> <p>—Tiene que serlo... —Ash bajó las manos y se irguió, todavía sentada.</p> <p>Los hombres están subiendo a bordo de las galeras. El promontorio de Cartago es un manchón negro, a diez leguas al este.</p> <p>—¡No estarás pensando en volver!</p> <p>—¿Y que me maten? No. He visto su flota. No.</p> <p>Puso la barbilla en el puño y se quedó mirando las olas negras.</p> <p>—Hemos vuelto Cartago del revés pero a pesar de ello hemos fracasado. Doscientos hombres para atacar la capital de un imperio, conseguimos entrar, y al final fracasamos. Lo que hicimos no bastó.</p> <p>No hay confusión en aquellos rostros: Antonio Angelotti, sucio, cosa poco habitual en él, las quemaduras de la pólvora negra le llenan de agujeros la cota de malla forrada; y Geraint, arrodillado y rascándose la bragueta. Solo una sonrisa, fatigada, desesperada y nerviosa. John De Vere abrazó aún más fuerte los hombros de su hermano.</p> <p>—No lo entiendo —dijo Floria, su voz ronca adelgazaba y se encendía—. ¡Cómo es posible que todo esto no sea suficiente!</p> <p>—Fracasamos —dijo Ash con sequedad—. Podríamos haber roto el eslabón. Si hubiéramos tomado el Gólem de Piedra, si lo hubiéramos destruido... podríamos haber roto el único vínculo que hay entre las Máquinas Salvajes y el mundo.</p> <p>Ash miró a Floria; al conde de Oxford y dijo:</p> <p>—Lo que hemos hecho no es suficiente... y es peor que eso. Ahora todo lo que hemos hecho es alertar al enemigo de lo que sabemos. Estamos peor que cuando empezamos.</p> <div class="modal fade modal-theme" id="notesModal" tabindex="-1" aria-labelledby="notesModalLabel" aria-hidden="true"> <div class="modal-dialog modal-dialog-centered"> <div class="modal-content"> <div class="modal-header"> <h5 class="note-modal-title" id="notetitle">Note message</h5> <button type="button" class="btn-close" data-bs-dismiss="modal" aria-label="Close"></button> </div> <div class="modal-body" id="notebody"></div> </div> </div> </div> <div style="display: none"> <div id="nota1"> title </div> <div id="nota2"> title </div> <div id="nota3"> title </div> <div id="nota4"> title </div> <div id="nota5"> title </div> <div id="nota6"> title </div> <div id="nota7"> title </div> <div id="nota8"> title </div> <div id="nota9"> title </div> <div id="nota10"> title </div> <div id="nota11"> title </div> <div id="nota12"> title </div> <div id="nota13"> title </div> <div id="nota14"> title </div> <div id="nota15"> title </div> <div id="nota16"> title </div> <div id="nota17"> title </div> <div id="nota18"> title </div> <div id="nota19"> title </div> <div id="nota20"> title </div> <div id="nota21"> title </div> <div id="nota22"> title </div> <div id="nota23"> title </div> <div id="nota24"> title </div> <div id="nota25"> title </div> <div id="nota26"> title </div> <div id="nota27"> title </div> <div id="nota28"> title </div> <div id="nota29"> title </div> <div id="nota30"> title </div> <div id="nota31"> title </div> <div id="nota32"> title </div> <div id="nota33"> title </div> <div id="nota34"> title </div> <div id="nota35"> title </div> <div id="nota36"> title </div> <div id="nota37"> title </div> <div id="nota38"> title </div> <div id="nota39"> title </div> <div id="nota40"> title </div> <div id="nota41"> title </div> <div id="nota42"> title </div> <div id="nota43"> title </div> <div id="nota44"> title </div> <div id="nota45"> title </div> <div id="nota46"> title </div> <div id="nota47"> title </div> <div id="nota48"> title </div> <div id="nota49"> title </div> <div id="nota50"> title </div> <div id="nota51"> title </div> <div id="nota52"> title </div> </div> <!-- bodyarray --> </div> </div> </section> </main> <footer> <div class="container"> <div class="footer-block"> <div>© <a href="">www.you-books.com</a>. 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