La vida de Jack McEvoy, un periodista especializadoen crímenes atroces, sufre un vuelco cuando muere su hermano, un policía del Departamento de Homicidios. McEvoy decide seguir el rastro de diferentes policías que, como su hermano, presuntamente se suicidaron y dejaron una nota de despedida con una cita de Edgar Allan Poe. En realidad todo apunta a que murieron a manos de un asesino en serie capaz de burlar a los mejores investigadores.

Michael Connelly

El Poeta

Dedicado a Philip Spitzer y Joel Gotler, excelentes agentes y consejeros, pero por encima de todo unos grandes amigos.

1

La muerte es lo mío. Me gano la vida con ella. Con ella he forjado mi prestigio profesional. La trato con la pasión y la precisión de un empresario de pompas fúnebres: sombrío y compasivo cuando estoy con los deudos, hábil artesano cuando estoy a solas con ella. Siempre he creído que el secreto de tratar con la muerte es mantener la distancia. Ésa es la regla de oro. No dejada que te eche el aliento.

Pero esta regla no me sirvió de protección. Cuando llegaron los dos detectives y me hablaron de Sean un escalofrío me recorrió el cuerpo. Era como si, de repente, estuviera al otro lado del cristal del acuario. Me movía como si estuviera bajo el agua -adelante, atrás, adelante, atrás-, mirando al resto del mundo a través del vidrio. Desde el asiento trasero de su coche podía ver mis ojos en el espejo retrovisor, refulgiendo cada vez que pasábamos bajo una farola. Reconocí esa mirada perdida que tenían las viudas recientes a las que había entrevistado durante años.

Sólo conocía a uno de los dos detectives. Harold Wexler. Me lo habían presentado unos meses atrás, cuando entré en el Pints Of a tomar una copa con Sean. Trabajaban juntos en el CAP del Departamento de Policía de Denver. Recuerdo que Sean le llamaba Wex. Los polis suelen ponerse motes entre ellos. El de Wexler es Wex. El de Sean era Mac. Es una especie de nexo tribal. Algunos de esos nombres no son muy lisonjeros, pero los polis no se quejan. Conozco a uno en Colorado Springs que se llama Scoto y al que la mayoría de sus compañeros llaman Scroto. Algunos aún llegan más lejos y le llaman Escroto, pero apuesto a que tienes que ser muy amigo para poder hacer algo así.

Wexler tenía la complexión de un torito, potente pero chaparro, una voz curada lentamente durante años por los cigarrillos y el whisky y una cara enjuta que siempre me había parecido congestionada. Lo recuerdo bebiendo Jim Beam con hielo. Siempre me ha interesado saber lo que beben los polis. Dice mucho sobre ellos. Cuando lo toman así, solo, siempre me da la impresión de que han visto demasiadas veces demasiadas cosas que la mayoría de la gente no ve en toda su vida. Sean bebía cerveza Lite aquella noche, pero él aún era joven. Aunque era el jefe de la unidad del CAP, era al menos diez años más joven que Wexler. Quizá con diez años más habría acabado tomándose su fría medicina a palo seco, como Wexler. Nunca llegaré a saberlo. Pasé la mayor parte del trayecto desde Denver recordando aquella noche en el Pints Of. No es que hubiera ocurrido nada importante. Sólo estuve tomando unas copas con mi hermano en el bar de los polis, pero fue nuestro último encuentro cordial antes de que apareciese Theresa Lofton. Ese recuerdo me devolvió al acuario.

Pero cuando la realidad pudo atravesar el cristal, me taladró el corazón y me sentí invadido por una sensación de fracaso y de pena. Eran las primeras lágrimas que me salían realmente del alma en mis treinta y cuatro años de vida. Incluida la muerte de mi hermana. Entonces era demasiado joven para sentir exactamente pena por Sarah o incluso para comprender el desastre de una vida truncada. Ahora sentía pena porque nunca me hubiera imaginado que Sean estuviera tan cerca del abismo. Él era de cerveza Lite, mientras que los demás polis que yo conocía eran de whisky con hielo.

Por supuesto, también era consciente de lo que había de autocompasión en ese tipo de sentimiento. Durante mucho tiempo no habíamos sabido nada el uno del otro. Cada uno había seguido su camino. Y cada vez que yo admitía esta verdad volvía a empezar el ciclo de mi pena.

Mi hermano me explicó una vez la teoría del límite. Decía que todo poli de homicidios tenía un límite, pero que no se conocía hasta que se alcanzaba. Hablaba de cadáveres. Sean creía que estaban contados los que un policía podía llegar a soportar. Era un número distinto para cada persona. Algunos lo alcanzaban pronto. Otros se lo habían marcado en veinte homicidios, y nunca llegaron a acercarse. Pero había un número. Y cuando llegabas, se acabó. Pedías el traslado al registro, devolvías la placa, hacías algo. Porque ya no eras capaz de ver otro cadáver más. Y si lo hacías, si te pasabas del límite, bueno, entonces tenías problemas. Podías acabar tragándote una bala. Eso es lo que decía Sean.

Me di cuenta de que el otro, Ray St. Louis, me había dicho algo.

Se volvió para mirarme. Era mucho más corpulento que Wexler. Incluso en la penumbra del interior del coche pude percibir la rudeza de su rostro picado de viruelas. No le conocía, pero había oído hablar de él a otros polis y sabía que le llamaban Big Dog. Se me ocurrió que él Y Wexler eran los perfectos Mutt y Jeff en cuanto los vi esperándome en el vestíbulo del Rocky. Era como si se hubieran escapado de una película de medianoche. Largas gabardinas oscuras, sombreros. Toda la escena podría haber sido en blanco y negro.

– Oye, Jack. Vamos a darle un buen palo. Es nuestro trabajo, pero nos gustaría que estuvieras allí para que nos ayudes, quizá para ponerte a su lado si la cosa se pone dura. Ya sabes, por si ella necesita tener a alguien cerca. ¿Vale?

– Vale.

– Bien, Jack.

Nos dirigíamos a la casa de Sean, en Boulder. Pero yo sabía que nadie iba a dar un palo a Riley, su mujer, no haría falta. Sabría cuál era la noticia en cuanto abriese la puerta y nos viera allí a los tres sin Sean. Cualquier mujer de policía lo sabía. Se pasan la vida temiendo ese momento y preparándose para él. Cada vez que oyen llamar a la puerta, al abrir esperan encontrarse con los mensajeros de la muerte. Y esta vez sería cierto.

– Ya sabéis, se dará cuenta enseguida -les dije.

– Es probable -dijo Wexler-. Siempre lo hacen.

Comprendí que ellos ya contaban con que se daría por enterada nada más abrir la puerta. Eso haría más fácil su

trabajo.

Hinqué la barbilla en el pecho y hundí los dedos bajo las gafas para estrujarme el puente de la nariz. Me había convertido en un personaje más de una de mis propias historias, exhibía los detalles de pena y dolor que tanto me costaba elaborar cuando quería conseguir para el periódico un reportaje que tuviera garra. En ese momento, yo era uno de los detalles de aquella historia.

Me invadió un sentimiento de vergüenza cuando pensé en todas las llamadas que había hecho a una viuda o a los padres de un chico muerto. O al hermano de un suicida. Sí, también lo había hecho. Creo que no había ningún tipo de muerte sobre el que no hubiera escrito, que no me hubiera llevado a merodear como un intruso en la pena de alguien.

¿Cómo se siente? Palabras dignas de un reportero. Ésa era siempre la primera pregunta. Si no tan directa, sí cuidadosamente camuflada entre palabras que deseaban transmitir simpatía y comprensión… unos sentimientos que, en realidad, yo no experimentaba. Conservo un recuerdo de uno de esos trances. Una leve cicatriz blanca que me cruza la mejilla izquierda justo por encima de la barba. Me la hizo el diamante del anillo de compromiso de una mujer cuyo novio había muerto arrollado por un alud cerca de Breckenridge. Le presenté el paño de lágrimas de costumbre y ella me respondió cruzándome la cara de un revés. Era en mis tiempos de novato y pensé que me había equivocado. Ahora llevo la cicatriz como un policía lleva su placa.

– Será mejor que pares el coche -dije-. Estoy a punto de marearme.

Wexler metió el coche en el arcén de la autopista de un volantazo. Patinamos un poco sobre el hielo ennegrecido, pero enseguida recuperó el control. Antes de que el coche se hubiera detenido por completo intenté desesperadamente abrir la puerta, pero la manilla no funcionaba. Había olvidado que era un coche de policía, y los pasajeros que solían ir detrás eran sospechosos o detenidos. Las puertas traseras tenían un dispositivo de bloqueo que se controlaba desde la parte delantera.

– La puerta -acerté a decir con voz estrangulada.

El coche se detuvo al fin dando una sacudida, mientras Wexler desactivaba el bloqueo de seguridad. Abrí la puerta, me asomé y vomité sobre la sucia aguanieve. Tres vómitos abundantes desde el fondo de las entrañas. Seguí inmóvil medio minuto, esperando que hubiera más, pero no. Estaba vacío. Pensé en el asiento trasero del coche. Para detenidos y sospechosos. Y supuse que en aquel momento yo era ambas cosas. Sospechoso como hermano de la víctima. Prisionero de mi amor propio. Y la condena, claro, sería la perpetua.

Estos pensamientos desaparecieron rápidamente con el alivio que me proporcionó el exorcismo físico. Me aparté con cuidado del coche y di unos pasos hasta el borde del asfalto, donde las luces de los coches que pasaban levantaban reflejos irisados sobre la capa de carburante helado que cubría la nieve de febrero. Al parecer nos habíamos parado en medio de un prado, pero yo no sabía dónde. No había prestado atención e ignoraba la distancia que nos separaba de Boulder. Me quité los guantes y las gafas y los metí en los bolsillos de la chaqueta. Después me agaché y cavé con las manos en la sucia superficie nevada hasta alcanzar la nieve blanca y pura. Cogí dos puñados del frío y limpio polvo, me los estampé en la cara y me froté la piel hasta que me dolió.

– ¿Estás bien? -me preguntó St. Louis.

Me había sorprendido con su estúpida pregunta. Era lo mismo que aquel «¿Cómo se siente?». No le hice ni caso.

– Vamos -dije.

Volvimos al coche y Wexler, sin decir palabra, volvió a encarrilado en la autopista. Vi un indicador de la salida de Broomfield y de este modo supe que estábamos hacia la mitad del camino. Me crié en Boulder y había recorrido mil veces los casi cincuenta kilómetros hasta Denver, pero en esta ocasión el trayecto me parecía discurrir por tierra extraña.

Por primera vez pensé en mis padres y en cómo les sentaría aquello. Llegué a la conclusión de que reaccionarían estoicamente. Siempre lo habían hecho así. Nunca se lamentaban. Seguían adelante. Lo habían hecho con Sarah y ahora lo harían con Sean.

– ¿Por qué lo habrá hecho? -pregunté al cabo de unos minutos.

Wexler y St. Louis no dijeron nada.

– Soy su hermano. Éramos gemelos, por Dios.

– También eres periodista -dijo St. Louis-. Hemos ido a buscarte porque queríamos que Riley tuviera cerca a alguien de la familia por si lo necesita. Eres el único…

– ¡Mi hermano se ha suicidado, joder!

Lo dije en voz demasiado alta. Me estaba poniendo histérico y sabía que eso les molesta a los polis. Empiezas a chillar y ellos se encierran en sí mismos, pasan de todo. Seguí hablando con voz más pausada.

– Creo que tengo derecho a saber lo que ha ocurrido y por qué. No estoy escribiendo una jodida historia. Por Dios, tíos, sois…

Sacudí la cabeza y dejé la frase sin acabar. Sabía que si intentaba precisar la idea se me iría otra vez el santo al cielo. Miré por la ventana y vi cómo se acercaban las luces de Boulder. Muchas más que cuando era niño.

– No sabemos por qué -dijo Wexler, por fin, al cabo de medio minuto-. ¿Vale? Todo lo que podemos decir es que ha ocurrido. A veces los polis se cansan de toda la mierda que sale del tubo. Quizá Mac se cansó, eso es todo. ¿Quién sabe? Pero están trabajando en ello. Y cuando lo sepan, yo lo sabré. Y te lo diré a ti. Te lo prometo.

– ¿Quién lleva el asunto?

– Las autoridades del parque remitieron el caso a la policía. Lo está llevando la SIU.

– ¿Quieres decir la Unidad de Investigaciones Especiales? Ésos no se ocupan de los suicidios de polis.

– Normalmente, no. Lo hacemos nosotros. El CAP. Sólo que esta vez no van a dejamos que nos investiguemos a nosotros mismos. Conflicto de intereses, ya sabes.

CAP, pensé. Delitos Contra Personas Físicas. Homicidio, agresión, violación. Suicidio. Me preguntaba quiénes figurarían en la lista de personas contra las cuales se había cometido este crimen. ¿Riley?, ¿yo?, ¿mis padres?, ¿mi hermano?

– Fue por lo de Theresa Lofton, ¿no? -inquirí, aunque en realidad no fue una pregunta: Sentía que no era necesario que me lo confirmasen o negasen. Sólo estaba diciendo en voz alta lo que creía que estaba fuera de toda duda.

– No lo sabemos, Jack-dijo St. Louis-. Dejémoslo así de momento.

La muerte de Theresa Lofton fue uno de esos asesinatos que dan que pensar. No sólo en Denver, sino en todas partes. Todos los que escuchaban o leían algo sobre ella se veían obligados a considerar, al menos durante un instante, las violentas imágenes que les acudían a la mente, el revuelo que armaban en las tripas.

La mayoría de los homicidios son asesinatos de poca monta. Así es como los llamamos en las redacciones. Sus efectos sobre los demás son limitados y apenas hacen mella en la imaginación. Se saldan con un par de párrafos en las páginas interiores. Quedan enterrados en el papel como las víctimas bajo tierra.

Pero cuando a una universitaria atractiva la encuentran partida en dos en un lugar hasta entonces apacible como Washington Park, por lo general no hay espacio suficiente en los periódicos para albergar los montones de folios que se escriben sobre el caso. El de Theresa Lofton no fue un asesinato de poca monta. Fue un imán que atrajo a periodistas de todo el país. Theresa Lofton era la chica partida en dos. Eso es lo que tenía de fascinante. Y lo que atrajo a Denver, desde lugares como Nueva York, Chicago y Los Ángeles, a reporteros de televisión, de diarios y de revistas sensacionalistas. Durante una semana se instalaron en hoteles con buen servicio de habitaciones, vagaron por la ciudad y el campus de la Universidad de Denver, haciendo preguntas sin sentido y recibiendo respuestas del mismo calibre. Algunos se apostaron en la guardería en la que Lofton había trabajado a tiempo parcial o se llegaron hasta Butte, de donde ella procedía. Allá donde fueran llegaban a la misma conclusión: Theresa Lofton encajaba en el modelo más exclusivo de imagen mediática, era el prototipo de la chica americana.

El asesinato de Theresa Lofton se comparaba inevitablemente con el caso de la Dalia Negra de cincuenta años atrás en Los Ángeles. En ese caso, una muchacha no tan típicamente americana fue hallada en un solar cortada por la cintura. Un espacio sensacionalista de la televisión bautizó a Theresa Lofton como la Dalia Blanca, jugando con el hecho de que había sido hallada en un campo nevado junto al lago Grasmere de Denver.

Y así, la historia se alimentó a sí misma. Ardió como una tea durante al menos dos semanas. Pero no detuvieron a nadie, y hubo otros crímenes, otros fuegos con los que los medios nacionales pudieron calentarse. Las noticias de seguimiento del caso Lofton pasaron a las páginas interiores de los periódicos de Colorado. Se convirtieron en breves para las páginas de miscelánea. Y, finalmente, Theresa Lofton fue a parar al saco de los asesinatos de poca monta. Fue enterrada.

Mientras tanto, la policía en general y mi hermano en particular permanecían virtualmente mudos, negándose siquiera a confirmar el detalle de que la víctima había aparecido cortada por la mitad. Esta información apareció por casualidad, procedente de un fotógrafo del Rocky llamado Iggy Gómez. Estaba en el parque haciendo fotos de la naturaleza -el tipo de fotografías que llenan las páginas en los días en que apenas hay noticias- cuando tropezó con la escena del crimen con ventaja sobre los demás periodistas y fotógrafos. Los polis habían establecido comunicación por mensajero con las oficinas del juez de instrucción y del forense en cuanto se enteraron de que el Rocky y el Post interferían sus frecuencias de radio. Gómez tomó fotos de dos camillas que transportaban dos bolsas para cadáveres. Llamó a la redacción y dijo que los polis estaban trabajando con dos bolsas y que, a juzgar por su tamaño, las víctimas probablemente serían niños.

Más tarde, un reportero de sucesos del Rocky, Van Jackson, consiguió que una fuente de la oficina del juez de instrucción confirmase el tétrico detalle de que había ingresado en el depósito un cadáver partido en dos. A la mañana siguiente, el reportaje del Rocky dio la señal de alarma a los medios de comunicación de todo el país.

Mi hermano y su equipo del CAP trabajaban como si no tuvieran ninguna obligación de hablar con el público. Cada día, la oficina de prensa del Departamento de Policía de Denver daba a conocer una escueta nota anunciando que continuaba la investigación y que no se habían producido detenciones. Acorralados, los jefes declararon solemnemente que no permitirían que el caso fuese investigado por los medios de comunicación, lo cual era en sí misma una declaración ridícula. Faltos de información oficial, los medios hicieron lo que hacen siempre en estos casos: investigar por su propia cuenta, abrumando a lectores y telespectadores con una retahíla de detalles sobre la vida de la víctima que realmente no tenían nada que ver con el asunto.

Es más, casi nada se filtraba del Departamento y poco se sabía fuera del cuartel general de la calle Delaware, y al cabo de un par de semanas remitió el asedio de los medios, estrangulados por la falta de lo que era su fluido vital, la información.

Yo no escribí sobre Theresa Lofton. Pero lo había intentado. No era el tipo de historia qué aparece a menudo en este lugar, ya cualquier periodista le habría gustado hincarle el diente. Pero al principio Van Jackson trabajó en ella con

Laura Fitzgibbons, la reportera que cubría los temas relacionados con la universidad. Yo tuve que esperar mi oportunidad. Sabía que lo tendría a tiro mientras los polis no lo aclarasen. Así que cuando Jackson me preguntó, durante los primeros días del caso, si podía sacarle algo a mi hermano, aunque fuera extraoficialmente, le dije que lo intentaría, pero no lo intenté. Yo quería hacerme con la historia, y no iba a ayudarle a él a mantenerse en el caso dándole de beber de mis propias fuentes.

A finales de enero, cuando el caso tenía un mes y ya no era noticia, jugué mi baza. Y me equivoqué.

Una mañana fui a ver a Greg Glenn, el redactor jefe en Denver, y le dije que quería quedarme con el caso Lofton. Era mi especialidad, lo mío. Una larga serie de artículos sobre los grandes crímenes en los dominios del Rocky Mountain. Por usar un tópico periodístico, mi relato iría más allá de los titulares para contar la verdadera historia. Así que me fui a ver a Glenn y le recordé que tenía algo. Era el caso de mi hermano, le dije, y sólo me lo iba a contar a mí. Tal como me imaginaba, Glenn no tuvo la menor consideración con el tiempo y el esfuerzo que Jackson había dedicado ya al tema. Su mayor preocupación era conseguir un tema que el Post no tuviera. Y salí de su despacho con el encargo.

Mi error fue decirle a Glenn que tenía algo antes de haberlo consultado con mi hermano. Al día siguiente recorrí las dos manzanas que separan el Rocky del bar de los polis y me reuní con él para almorzar en la cafetería. Le hablé de mi encargo. Sean me dijo que diera marcha atrás.

– Déjalo, Jack. Yo no puedo ayudarte.

– Pero ¿qué dices? Es tu caso.

– Es mi caso, pero no voy a cooperar contigo ni con nadie que quiera escribir sobre él. He dado los detalles esenciales y no estoy obligado a nada más, eso es lo que hay.

Dejó vagar la mirada por la cafetería. Tenía la irritante costumbre de no mirarte a los ojos cuando no estaba de acuerdo contigo. De pequeños saltaba sobre él cuando lo hacía y le golpeaba en la espalda. Pero ahora ya no podía hacerlo, aunque muchas veces lo deseaba.

– Sean, ésta es una buena historia. Tú tienes…

– Yo no tengo nada y me importa un rábano lo buena que sea. Es una historia chunga, ¿vale, Jack? No puedo dejar de pensar en ello. Y no voy a ayudarte a vender periódicos con esto.

– Venga, hombre, yo soy escritor. Mírame. No me importa si vende periódicos o no. Me interesa la historia en sí. Me importa un carajo el diario. Ya sabes lo que pienso de eso.

Por fin me miró.

– Ahora ya sabes lo que opino al respecto -dijo. Me quedé un instante en silencio y saqué un cigarrillo. Por entonces había bajado quizás a medio paquete diario y podría habérmelo ahorrado, pero sabía que a él le molestaba. Así que me ponía a fumar cuando quería tocarle las narices.

– Estamos en la zona de no fumadores, Jack.

– Pues denúnciame. Al menos habrás detenido a alguien.

– ¿Por qué te pones tan gilipollas cuando no consigues lo que quieres?

– ¿Y por qué te pones tú? No lo vas a resolver, ¿eh? De eso se trata. No quieres que indague ni que escriba sobre tu fracaso. Estás tirando la toalla.

– Jack, eso es un golpe bajo. Ya sabes que eso no funciona nunca.

Tenía razón. Nunca funcionaba.

– Entonces, ¿qué? ¿Quieres para ti solo esa pequeña historieta de terror? ¿Es eso?

– Sí, algo así. Llámalo así, si es lo que quieres.

En el coche de Wexler y St. Louis yo iba sentado con los brazos cruzados. Era un alivio. Casi como si me estuviera recomponiendo por dentro. Cuanto más pensaba en mi hermano, menos sentido tenía todo para mí. Sabía que el caso Lofton le había caído encima como una losa, pero no hasta el punto de que hubiera querido quitarse la vida. Sean no era de ésos.

– ¿Usó su pistola?

Wexler me miró por el retrovisor. «Me está estudiando», pensé. Me preguntaba si sabría lo que había pasado entre mi hermano y yo.

– Sí.

Entonces lo comprendí. No podía ser. Todo lo que habíamos vivido juntos y ahora esto. Ya no me importaba el caso Lofton. Lo que me estaban diciendo era imposible.

– No es propio de Sean.

St. Louis se volvió para mirarme.

– ¿Qué?

– Que él no lo habría hecho, eso es todo.

– Mira, Jack, él…

– Él no estaba harto de tratar con basura a todas horas. Le gustaba. Pregúntale a Riley. Pregúntale a cualquiera del… Wex, tú le conocías mejor que nadie y sabes que es mentira. Le gustaba la caza. Así es como lo llamaba. No lo habría cambiado por nada. Probablemente a estas alturas podría haber sido el ayudante del jodido jefe, pero no quiso. Quería trabajar en homicidios, por eso se instaló en el CAP.

Wexler no contestó. Ya estábamos en Boulder, en Baseline, camino de Cascade. Me oprimía el silencio dentro del coche. El impacto de lo que me decían que Sean había hecho me iba calando y me estaba dejando tan frío y sucio como la nieve que quedaba en el arcén de la autopista.

– ¿No dejó una nota o algo? -pregunté-. ¿Algo…?

– Había una nota. Creemos que era una nota.

Advertí que St. Louis miraba de reojo a Wexler y con la vista le decía que estaba hablando demasiado.

– ¿Qué? ¿Qué decía?

Hubo un largo silencio y después Wexler hizo caso omiso de St. Louis.

– Fuera del espacio -dijo-. Fuera del tiempo.

– Fuera del espacio. Fuera del tiempo. ¿Sólo eso?

– Sólo eso. Era todo lo que decía.

A Riley la sonrisa no le duró más de tres segundos. Inmediatamente se trocó en una mirada de horror sacada de aquel cuadro de Munch. El cerebro es un ordenador sorprendente. Tres segundos para mirar a tres caras ante la puerta y saber que tu marido ya no volverá a casa. La IBM nunca llegará a superarlo. La boca se le convirtió en un horrible agujero negro del que surgió un sonido ininteligible, antes del inevitable e inútil:

– ¡No!

– Riley -dijo Wexler apaciguador-. Vamos a sentarnos un minuto.

– ¡No, oh Dios, no!

– Riley…

Retrocedió desde la puerta moviéndose como un animal acorralado, yendo de un lado a otro, como si creyese que podría hacer que las cosas cambiasen si conseguía eludirnos. Se metió en la sala de estar. Fuimos tras ella y la encontramos hundida en medio del sofá en un estado casi catatónico, no muy distinto del mío. Entonces empezó a llorar. Wexler se sentó a su lado en el sofá. Big Dog Y yo nos quedamos de pie, callados como cobardes.

– ¿Está muerto? -preguntó ella, conociendo la respuesta pero dándose cuenta de que tenía que oírla. Wexler asintió.

– ¿Cómo ha sido?

Wexler bajó la mirada y dudó un instante. Me miró a mí y luego de nuevo a Riley.

– Se ha suicidado, Riley. Lo siento.

No podía creerlo, como me había pasado a mí. Pero Wexler tenía que contarle la historia como fuera y al poco ella dejó de protestar. Fue entonces cuando me miró por primera vez. Bañada en lágrimas, con una mirada implorante, como si me preguntase si estábamos compartiendo la misma pesadilla y si yo no era capaz de hacer nada por evitarlo. ¿No podía despertarla? ¿No podía decirles a esos dos, salidos de una película en blanco y negro, lo equivocados que estaban? Me acerqué al sofá, me senté a su lado y la abracé. Para eso estaba allí. Había presenciado esa escena tantas veces que sabía lo que se esperaba de mí.

– Me quedaré -le susurré- todo el tiempo que quieras. No contestó. Desde mis brazos se volvió hacia Wexler.

– ¿Dónde ha sido?

– En Estes Park. Junto al lago.

– No, a él no le gustaba… ¿qué estaba haciendo allí?

– Recibió una llamada. Alguien le dijo que tenía cierta información sobre uno de sus casos. Iban a encontrarse para tomar un café en el Stanley. Después, él… se fue en coche hasta el lago. No sabemos por qué fue allí. Lo encontró en el coche un guardia que oyó el disparo.

– ¿De qué caso se trataba? -pregunté yo.

– Mira, Jack, no quiero meterme…

– ¡Qué caso! -grité, sin preocuparme esta vez por la inflexión de mi voz-. El caso Lofton, ¿no? Wexler asintió levemente y St. Louis salió de la sala sacudiendo la cabeza negativamente.

– ¿Con quién tenía que verse?

– Ya basta, Jack. No vamos a hablar de eso contigo.

– Soy su hermano. Ella es su esposa.

– Se está investigando todo, pero si estás buscando motivos de duda, no hay ninguno. Nosotros estuvimos allí. Se suicidó. Usó su propia pistola, dejó una nota y le hicimos la prueba de GSR [1] en las manos. Me gustaría que no lo hubiera hecho. Pero lo hizo.

2

En invierno, en Colorado, la tierra sale en mazacotes congelados cuando la excavadora abre una tumba. Mi hermano fue enterrado en el Green Mountain Memorial Park de Boulder, a poco más de kilómetro y medio de la casa donde nos habíamos criado. De niños pasábamos cada día por el cementerio, camino del campamento de verano en Chautauqua Park. No recuerdo que nos hubiéramos fijado nunca en las lápidas al pasar, ni recuerdo haber pensado en los confines del cementerio como nuestra última morada, pero ahora eso es lo que iba a ser para Sean.

Green Mountain se alzaba sobre el cementerio como un enorme altar, haciendo que pareciera aún menor la escasa asamblea reunida en torno a su tumba.

Allí estaban, claro, Riley, junto con sus padres y los míos, Wexler y St. Louis, una veintena de policías, varios amigos de la universidad, con los que ni Sean, ni yo, ni Riley, habíamos tenido contacto, y yo. No fue un entierro policial de rigor, con toda la fanfarria y colorido. Ese ritual estaba reservado para los que caían en el cumplimiento del deber.

Aunque se hubiera podido argüir que se trataba de una muerte en acto de servicio, el Departamento no la había considerado así. De modo que Sean no tuvo derecho al espectáculo y la mayor parte de la policía de Denver se abstuvo de acudir. Muchos de los de uniforme azul consideran que el suicidio puede ser contagioso.

Yo era uno de los portadores del féretro. Ocupaba la primera línea junto con mi padre. En medio iban dos policías a los que no conocía, pero que eran miembros del equipo de Sean en el CAP, y Wexler y St. Louis iban detrás. St. Louis era demasiado alto y Wexler, demasiado bajo. Mutt y Jeff. Esto le daba al ataúd una inclinación desigual por la parte trasera mientras lo portábamos. Debió de resultar algo curioso. Mi mente desvariaba mientras avanzábamos con la carga y pensé en el cuerpo de Sean balanceándose en el interior.

No hablé mucho con mis padres ese día, aunque viajé con ellos en la limusina junto con Riley y sus padres.

Durante años enteros no habíamos hablado de nada importante y ni siquiera la muerte de Sean fue suficiente para salvar la barrera. Algo había cambiado en su comportamiento conmigo tras la muerte de mi hermana, veinte años atrás. Parecía como si yo, como superviviente del accidente, fuera sospechoso precisamente por eso.

Por sobrevivir. También estoy seguro de que desde entonces les habían disgustado todas mis elecciones. Me refiero a una serie continua y creciente de pequeños disgustos que se acumularon como los intereses de una cuenta bancaria, hasta que el saldo fue suficiente para que se refugiaran en una jubilación confortable. Nos sentíamos extraños. Yo sólo iba a verlos en las fiestas de rigor. De modo que ni yo tenía nada importante que decides, ni ellos tenían nada que decirme a mí. Aparte de algún que otro alarido salvaje del llanto de Riley, el interior de la limusina estaba tan silencioso como el interior del féretro de Sean.

Después del funeral me tomé dos semanas de mis vacaciones y una más que el periódico me daba por el duelo, y me fui solo a las Rocosas. Para mí, las montañas nunca habían perdido su esplendor. Era en esas montañas donde más rápidamente cicatrizaban mis heridas.

Me dirigí hacia el oeste por la 70, atravesé el Loveland Pass y superé las cumbres camino de Grand Junction. Lo hice despacio, en tres días. Me detenía a esquiar, a veces me paraba en las áreas de descanso de la carretera sólo para pensar. Después de Grand Junction me desvié hacia el sur para dirigirme a Telluride al día siguiente. Hice todo el camino en un todo terreno. Me instalé en Silverton porque las habitaciones eran más baratas, y me pasé esquiando todos los días de la semana. Las noches las pasaba bebiendo Jagermeister en mi habitación o junto a la chimenea de cualquier albergue de esquiadores. Trataba de extenuar mi cuerpo con la esperanza de que le pasara lo mismo a mi mente. Pero no lo conseguía. Sólo pensaba en Sean. Fuera del espacio. Fuera del tiempo. Su último mensaje era un enigma que no me podía sacar de la cabeza.

Por alguna razón, el noble propósito de mi hermano le había traicionado, le había matado. La pena que me causaba esta sencilla conclusión no remitía, ni siquiera cuando me deslizaba por las pendientes, con el viento colándose bajo las gafas de sol y haciéndome saltar las lágrimas.

Dejé de poner en duda la conclusión oficial, pero no fueron Wexler y St. Louis quienes me convencieron. Lo hice por mí mismo. El tiempo y los hechos habían erosionado mi determinación. Y cada día que pasaba horrorizado por lo que Sean había hecho me resultaba más fácil creerlo y hasta aceptarlo. Además, estaba Riley. Al día siguiente de aquella primera noche me había dicho algo que ni siquiera sabían Wexler y St. Louis. Sean había estado yendo por su cuenta a la consulta de un psicólogo cada semana. Por supuesto, disponía de servicios de consulta a través del Departamento, pero él había escogido esta forma discreta porque no quería que los rumores pudieran desacreditarle.

Con el tiempo comprendí que cuando yo le había pedido que me ayudase a escribir sobre el caso Lofton, él ya estaba visitando al terapeuta. Creo que había intentado evitar que yo sufriese la misma angustia que el caso le había causado a él. Me consolaba pensar que era eso lo que había hecho y traté de profundizar en esa idea durante los días que pasé en las montañas.

Una noche, después de haber bebido mucho, contemplé mi imagen en el espejo de la habitación del hotel imaginándome que me afeitaba la barba y me cortaba el cabello como lo había llevado Sean. Éramos gemelos idénticos -los mismos ojos de color avellana, cabello ligeramente castaño, larguiruchos-, aunque casi nadie lo había notado.

Siempre nos habíamos preocupado mucho de forjar por separado nuestras respectivas identidades. Sean llevaba lentes de contacto y hacía pesas para mantenerse musculoso. Yo llevaba gafas, me dejé la barba ya en la universidad y no había levantado una pesa desde que jugaba a baloncesto en el equipo universitario. También tenía la cicatriz que me hizo aquella mujer en Breckenridge. Mi herida de guerra.

Sean se incorporó al servicio militar al salir del instituto y después a la policía, conservando desde entonces el pelo cortado al cepillo. Más tarde alcanzó el grado de jefe de unidad estudiando a tiempo parcial. Lo necesitaba para ascender en el Departamento. Yo vagué por ahí durante un par de años, viví en Nueva York y en París y después me dediqué por completo a la universidad. Quería ser escritor, pero fui a parar a la prensa. En el fondo de mis pensamientos me decía a mí mismo que sólo era una cosa temporal. Por entonces llevaba diciéndomelo diez años, si no más.

Aquella noche, en la habitación del hotel, estuve mucho tiempo mirándome al espejo, pero no me afeité la barba ni me corté el cabello. Seguía pensando en Sean bajo la tierra helada y sentía un nudo en el estómago. Decidí que cuando me llegase la hora quería ser incinerado. No quería ir a parar bajo el hielo.

Lo que más me obsesionaba era el mensaje. La versión oficial de la policía era la siguiente: Después de salir del hotel Stanley, mi hermano se dirigió por Estes Park hasta el lago Bear, aparcó el coche oficial y dejó el motor en marcha un rato, con la calefacción encendida. Cuando el calor hubo empañado el parabrisas, escribió en él su mensaje con un dedo enguantado. Lo escribió del revés, para que se pudiera leer desde fuera del coche. Sus últimas palabras para un mundo que incluía un padre, una madre, una esposa y un hermano gemelo.

Fuera del espacio. Fuera del tiempo.

No lo podía entender. ¿Tiempo para qué? ¿Espacio para qué? Sean había llegado a alguna conclusión desesperada, pero no había recurrido ni a mí, ni a mis padres ni a Riley. ¿Nos correspondía a nosotros ayudarle, pese a no conocer sus heridas secretas? En la soledad de la carretera, llegué a la conclusión de que de ningún modo. Debería habérnoslo dicho. Debería haberlo intentado. Al no haberlo hecho nos había privado de la oportunidad de rescatarlo de su propia pena y sentimiento de culpa. Me di cuenta de que gran parte de mi pena, en realidad, era cólera. Estaba enfadado con él, mi hermano gemelo, por lo que me había hecho.

Pero es difícil guardar rencor a los muertos. Yo no podía seguir enfadado con Sean. Y el único modo de aliviar mi ira era poner en duda aquella versión. Y así la rueda volvía a girar. Negación, aceptación, ira. Negación, aceptación, ira.

Durante mi último día en Telluride llamé a Wexler. Estoy seguro de que no le gustó nada oírme.

– ¿Habéis encontrado al informante, al del Stanley?

– No, Jack, no ha habido suerte. Ya te dije que te lo haría saber.

– Lo sé. Sólo que sigo haciéndome preguntas. ¿Tú no?

– Déjalo estar, Jack. Estaremos mejor cuando podamos dejarlo.

– ¿Qué hay de la SIU? ¿También lo han dejado? ¿Caso cerrado?

– Casi, casi. No he hablado con ellos esta semana.

– Entonces ¿por qué seguís buscando al informante?

– También me hago preguntas, como tú. Sólo cabos sueltos.

– ¿Has cambiado de opinión sobre Sean?

– No. Sólo quiero poner las cosas en orden. Me gustaría saber de qué habló con el informante, si es que hablaron. El caso Lofton sigue abierto, ya sabes. No me importaría resolverlo por Sean.

Noté que ya no le llamaba Mac. Sean ya no era de la panda.

El lunes siguiente volví al trabajo en el Rocky Mountain News. Al entrar en la redacción sentí que las miradas se clavaban en mí, pero no era una sensación nueva. A menudo sentía que me miraban al entrar. Yo tenía un trabajo con el que todos los de la redacción soñaban. Sin agobias diarios, sin cierres diarios. Tenía libertad para recorrer toda el área de difusión del Rocky Mountain y escribir sobre un tema. Asesinatos. A todo el mundo le gusta una buena historia de crímenes. Algunas veces había desmenuzado todo el proceso de un tiroteo, contando las historias del tirador y de la víctima y su colisión fatal. Otras veces había escrito sobre un crimen de la alta sociedad en Cherry Hill o sobre un tiroteo en un bar de Leadville. Intelectuales y paletos, crímenes de poca monta y asesinatos importantes. Mi hermano tenía razón: eso vendía periódicos si lo contabas bien. Y yo lo hacía. Me tomaba el tiempo necesario y lo contaba bien. Sobre mi mesa, junto al ordenador, había una pila de periódicos que medía un palmo de altura. Era mi fuente principal de reportajes. Estaba suscrito a todos los diarios, semanarios y revistas mensuales que se publicaban desde Pueblo hasta Bozeman. Me servían para rastrear pequeñas historias sobre asesinatos que pudiera convertir en grandes reportajes. Siempre había mucho donde escoger. En los dominios del Rocky Mountain mantenía una veta de violencia desde los tiempos de la fiebre del oro. No tanta violencia como en Los Ángeles, Miami o Nueva York, ni mucho menos. Pero a mí nunca me faltaba material. Siempre andaba buscando algo nuevo o diferente sobre el crimen o la investigación, un golpe de efecto o un toque de melancolía. Mi trabajo consistía en explotar esos elementos.

Pero aquella mañana no buscaba ideas para un reportaje. Empecé por escudriñar el montón de, ediciones atrasadas del Rocky y de nuestro competidor, el Post. Los suicidios no figuran en la dieta habitual de los diarios a menos que hayan ocurrido en extrañas circunstancias. La muerte de mi hermano entraba en esa categoría. Pensé que era muy posible que

se hubiera publicado algo. Tenía razón. Aunque el Rocky no había publicado nada, probablemente por tener un detalle conmigo, el Post del día siguiente a la muerte de Sean traía una noticia a tres columnas al pie de una de las páginas de local.

UN DETECTIVE SE SUICIDA EN EL PARQUE NACIONAL

Un veterano detective de la policía de Denver, que investigaba el asesinato de la estudiante de la Universidad de Denver Theresa Lofton, fue hallado muerto por una herida de bala que al parecer se había disparado él mismo el jueves en el parque nacional de las Rocosas, según fuentes oficiales.

Sean McEvoy, de treinta y cuatro años, fue hallado en su coche patrulla sin distintivos, que estaba estacionado en un aparcamiento del lago Bear, junto a la entrada de Estes Park.

El cuerpo del detective fue descubierto por un guarda forestal que oyó un disparo sobre las cinco de la tarde y acudió al aparcamiento a investigar.

Las autoridades del parque han pedido al Departamento de Policía de Denver que investigue la muerte, y el caso está en manos de la Unidad de Investigaciones Especiales (SID). El detective Robert Scalari, que dirige la investigación, declaró que hay indicios preliminares de que se trata de un suicidio.

Scalari informó de que se había hallado una nota en el lugar de la muerte, pero se negó a hacer público su contenido. Dijo que se cree que McEvoy estaba desanimado ante ciertas dificultades de tipo profesional, pero también se negó a hablar sobre los problemas que tenía. McEvoy, que se crió y aún vivía en Boulder, estaba casado, pero no tenía hijos. Llevaba doce años en el Departamento de Policía, en el que ascendió rápidamente a un puesto en la unidad de Delitos Contra Personas Físicas (CAP), que lleva las investigaciones de todos los delitos violentos en la ciudad.

McEvoy era actualmente jefe de la unidad y recientemente había dirigido las investigaciones sobre la muerte de Theresa Lofton, de diecinueve años, que fue hallada estrangulada y mutilada hace tres meses en Washington Park.

Scalari se negó a comentar si el caso Lofton, que sigue sin resolver, se citaba en la nota de McEvoy o era una de las dificultades profesionales que supuestamente le afectaban.

Scalari señaló que no se sabe por qué McEvoy acudió a Estes Park antes de suicidarse y añadió que la investigación sobre la muerte sigue adelante.

Leí la noticia dos veces. No contenía nada que yo no supiera, pero me provocaba una extraña fascinación. Quizá porque creía que sabía o que empezaba a tener una idea de por qué Sean había ido a Estes Park y había hecho todo el camino hasta el lago Bear. Había una razón, pero yo no quería pensar en ella. Recorté el artículo, lo puse en una carpeta y guardé ésta en un cajón del escritorio.

Mi ordenador emitió un pitido y apareció un mensaje en lo alto de la pantalla. Era una llamada del redactor jefe en Denver. Había vuelto al trabajo.

El despacho de Greg Glenn estaba al fondo de la sala de redacción. Una de las paredes era de vidrio y le permitía ver las hileras de mesas en que trabajaban los reporteros y, a través de las ventanas que daban al oeste, las montañas cuando no las tapaba la polución.

Glenn era un buen jefe, que en una noticia valoraba la redacción por encima de todo. Eso era lo que me gustaba de él. En este oficio hay dos escuelas de redactores jefe. A unos les gustan los hechos y atestan con ellos la noticia hasta dejarla tan sobrecargada que nadie la va a leer entera. A otros les gustan las palabras y nunca dejan que los hechos se interpongan. Glenn me gustaba porque me dejaba escribir y casi se puede decir que me permitía escoger el tema. Nunca me metía prisas por un original y nunca me daba la paliza para que lo entregase. Hacía tiempo que intuía que todo lo que me gustaba cambiaría si él dejaba el periódico, si lo degradaban o lo promocionaban fuera de la redacción. Los redactores jefe se construyen sus propios nidos. Si él se iba, lo más probable es que yo me viera de nuevo trabajando en los sucesos, escribiendo sueltos basados en notas policiales. Cubriendo crímenes de poca monta.

Me senté en el sillón acolchado que había ante su escritorio, mientras él acababa una conversación telefónica. Glenn tenía unos cinco años más que yo. Cuando entré en el Rocky, diez años atrás, él era uno de los reporteros estrella, como yo ahora. Pero, finalmente, entró a formar parte de la dirección. Ahora iba siempre de traje, tenía sobre la mesa una de esas estatuillas de un futbolista de los Broncos que movía la cabeza, pasaba más tiempo al teléfono que en cualquier otra actividad y estaba siempre atento a los vientos políticos que soplaban desde la oficina central de la empresa en Cincinnati. Era un cuarentón con barriga, mujer, dos hijos y un buen sueldo que no alcanzaba para comprar una casa en el barrio en el que su esposa quería vivir. Me lo había contado todo tomando una cerveza en el Wynkoop, la única noche que habíamos salido juntos en los últimos cuatro años.

Clavadas en una pared del despacho de Glenn estaban las portadas de los últimos siete días. Lo primero que hacía cada día era quitar la más antigua y poner la última. Supongo que lo hacía para seguir el rastro de las noticias y la continuidad de su cobertura. O quizá porque, como ya no firmaba nunca nada, el poner las páginas allí era un modo de recordarse a sí mismo que era el responsable. Glenn colgó el teléfono y me miró.

– Gracias por venir -me dijo-. Sólo quería decirte otra vez que siento lo de tu hermano. Y que si quieres tomarte más tiempo, no hay ningún problema. Nos apañaremos.

– Gracias, pero ya he vuelto.

Asintió, pero no hizo ningún gesto que diera por terminada la conversación. Yo sabía que me había llamado por algo más.

– Bueno, pues a trabajar. ¿Tienes algo entre manos? Por lo que recuerdo, estabas buscando un nuevo proyecto cuando… cuando ocurrió. Me imagino que si estás de vuelta lo mejor será que estés ocupado en algo. Ya sabes, otra vez a sumergirse.

Fue en ese momento cuando supe lo que iba a hacer a continuación. Bueno, de hecho era algo que estaba en mi cabeza. Pero no había salido a la superficie hasta que Glenn me planteó la cuestión. Entonces, por supuesto, resultó obvio.

– Vo y a escribir sobre mi hermano -le dije.

No sé si era eso lo que Glenn esperaba que le dijese, pero creo que sí. Creo que le había echado el ojo a la historia desde que se enteró de que los polis habían venido a buscarme a la sala de espera para contarme lo que había hecho mi hermano. Probablemente era lo bastante sagaz para saber que no me tendría que sugerir ese reportaje, que se me ocurriría a mí mismo. Le bastó con plantearme una simple pregunta.

En cualquier caso, mordí el anzuelo. Y eso cambió toda mi vida. Con la misma claridad con que se puede trazar la línea de la vida en retrospectiva, la mía cambió con aquella frase, en el momento en que le dije a Glenn lo que iba a hacer. Por entonces creía que sabía algo acerca de la muerte. Creía que sabía algo sobre el mal. Pero no sabía nada.

3

Los ojos de William Gladden escrutaban las caras felices que iban pasando ante él. Era como una gigantesca máquina expendedora: escoja a su gusto. ¿No le gusta éste? Ahí viene otra. ¿Ésta sí?

Esta vez, no podría ser. Los padres estaban demasiado cerca. Tenía que esperar a que, en un momento dado, uno de ellos cometiera un error, saliese al muelle o se acercase a la ventanilla del puesto de chucherías a por una nube de azúcar, dejando sola a su preciosidad.

A Gladden le gustaba el carrusel del muelle de Santa Mónica. No le gustaba porque fuese original ni porque, según decía el cartel expuesto en la taquilla, se hubiera tardado seis años en restaurar los caballitos y en pintarlos a mano uno por uno. No le gustaba porque hubiera salido en muchas películas que había visto años atrás, sobre todo cuando estaba en Raiford. Tampoco le gustaba porque le recordase las cabalgadas con su amigo del alma en el tiovivo de la Feria del Condado de Sarasota. Le gustaba por los niños que iban montados en él. La inocencia y el abandono a la más pura felicidad estaban representados en cada una de las caras que desfilaban una y otra vez acompañadas por la música del organillo. Desde que llegó de Phoenix había estado viniendo aquí. Cada día. Sabía que le llevaría algún tiempo, pero un día, por fin, sería capaz de conseguirlo y esto le compensaría.

Mientras contemplaba la mezcla de colores sus pensamientos retrocedieron, como lo hacían tan a menudo, desde que estuvo en Raiford. Se acordó de su amigo del alma. Se acordó del oscuro armario, con sólo una franja de luz bajo la puerta. Se acurrucaba en el suelo cerca de la luz, cerca del aire. Podía verle los pies al acercarse. Paso a paso. Quisiera ser mayor, más alto, para así poder alcanzar el estante de arriba. Si lo fuera, le daría una sorpresa a su amigo del alma.

Gladden se volvió. Miró a su alrededor. El carrusel se había parado y los últimos niños salían al encuentro de sus padres, que esperaban al otro lado de la verja. Había otra fila de niños preparados para subir corriendo al carrusel a elegir su caballito. Buscó de nuevo a una niña de cabello oscuro y suave piel morena, pero no vio a nadie. Entonces se dio cuenta de que le estaba mirando la mujer que pedía los boletos a los niños. Sus ojos se encontraron y Gladden apartó la mirada. Se ajustó la tira del macuto. El peso de la cámara y los libros que llevaba dentro hacía que se le descolgase del hombro. Pensó que la próxima vez dejaría los libros en el coche. Echó un último vistazo al carrusel y se encaminó hacia una de las puertas que daban al muelle.

Cuando llegaba a la puerta se volvió distraídamente hacia la mujer. Los niños chillaban mientras corrían hacia los caballitos de madera. Algunos con sus padres, la mayoría solos. La mujer que recogía los boletos se había olvidado de él. Estaba a salvo.

4

Laurie Prine miró por encima de la pantalla de su terminal y sonrió al verme entrar. Yo había confiado en que la encontraría allí. Pasé al otro lado del mostrador, cogí una silla del escritorio más próximo, que estaba vacío, y me senté a su lado. Parecía que había un descanso en la biblioteca del Rocky.

– Oh, no -dijo cariñosamente-. Cuando tú llegas y te sientas ya sé que va para largo.

Se refería a las extensas peticiones de búsqueda que solía hacerle cuando preparaba mis reportajes. Muchos de los reportajes de sucesos que yo escribía giraban en torno a noticias sobre la aplicación de la ley publicadas en todo el país.

Siempre tenía que saber qué más se había escrito sobre el tema y dónde.

– Lo siento -le dije con fingida contrición-. Ésta vez puede que te haga pasar el resto del día con Lex y Nex.

– Eso si es que logro conectarme. ¿Qué necesitas?

Tenía un discreto atractivo. Siempre llevaba el cabello negro recogido en una trenza, tenía unos ojos castaños tras las gafas de montura metálica y unos labios carnosos que nunca se pintaba. Agarró un cuaderno de notas, se ajustó sus gafas y cogió un bolígrafo, dispuesta a anotar la lista de cosas que yo quería. Lexis y Nexis eran unas bases de datos informatizadas donde se podía consultar información publicada en la mayor parte de los grandes y no tan grandes periódicos del país, así como resoluciones judiciales. Proporcionaban también enlaces para acceder a otros lugares de interés de las autopistas de la información. Si querías saber lo que se había escrito sobre un tema determinado o una noticia en particular, la red Lexis/Nexis era el lugar adecuado para empezar.

– Suicidios de policías -le dije-. Quiero encontrar todo lo que pueda sobre ello.

Puso mala cara, supongo que sospechaba que la búsqueda se debía a motivos personales. El tiempo del ordenador es caro y la empresa tiene estrictamente prohibido su uso por razones personales.

– No te preocupes. Es para un reportaje. Glenn acaba de encargármelo.

Asintió con la cabeza, pero me preguntaba si me habría creído. Supuse que lo comprobaría con Glenn. Volvió la mirada a su cuaderno de notas.

– Lo que estoy buscando son estadísticas nacionales de casos, datos sobre la proporción de suicidios de policías comparada con la de otros oficios y con la del total de la población y alguna referencia a gabinetes u organismos gubernamentales que lo hayan estudiado. Uf, veamos, qué otra cosa… ¡Ah, sí! y cualquier cosa anecdótica.

– ¿Anecdótica?

– Ya sabes, recortes sobre suicidios de polis que se hayan publicado. Vamos a remontamos a cinco años atrás… Estoy buscando ejemplos.

– Como el de tu…

Se dio cuenta de lo que iba a decir.

– Sí, como el de mi hermano.

– Es una pena.

Se quedó callada y dejé que el silencio flotase entre nosotros un instante antes de preguntarle cuánto creía que le llevaría la investigación en el ordenador. Desde que no escribía para el cierre diario, mis peticiones solían perder prioridad.

– Bueno, es realmente una búsqueda al azar, sin nada específico. Me va a llevar algún tiempo, y ya sabes que tengo que posponerla cuando empiecen a venir los del diario. Pero lo intentaré. ¿Qué te parece a última hora de esta tarde?

– Perfecto.

De vuelta a la redacción miré el reloj de pared y vi que eran las once y media. Era buena hora para lo que tenía que hacer. Desde mi escritorio hice una llamada a una fuente en el bar de los polis.

– E y, Skipper, ¿vas a estar ahí?

– ¿Cuándo?

– A la hora de almorzar. Puede que necesite algo. Es probable que vaya.

– Mierda. Vale. Aquí estoy. E y, ¿cuándo has vuelto?

– Hoy. Luego te cuento.

Colgué, me puse la gabardina y salí de la redacción. Caminé las dos manzanas que me separaban del cuartel general del Departamento de Policía de Denver, puse mi pasé de prensa sobre el mostrador de un poli que no se dignó desviar la mirada de su Post y subí a las oficinas de la SIU en el cuarto piso.

– Te voy a hacer una pregunta -me dijo el detective Robert Scalari cuando supo lo que quería-. ¿Estás aquí como hermano o como periodista?

– Ambas cosas.

– Siéntate.

Scalari se reclinó sobre la mesa, supongo que para que yo pudiera apreciar el laborioso trabajo de peluquería que había realizado para disimular su calvicie.

– Escucha, Jack -dijo-. Esto es un problema para mí.

– ¿Qué problema?

– Mira, si me hubieras venido como un hermano que quiere saber el porqué, eso sería una cosa, y probablemente te

habría dicho lo que sé. Pero si lo que yo te diga va a acabar saliendo en el Rocky Mauntain News, entonces no me interesa. Tu hermano me merece demasiado respeto como para permitir que lo que pasó acabe ayudando a vender periódicos. Aunque a ti no te lo parezca.

Estábamos solos en un pequeño despacho con cuatro escritorios. Las palabras de Scalari me molestaron, pero me contuve.

Me incliné hacia él para que pudiera ver mi cabeza llena de saludable cabello.

– Permítame una pregunta, detective Scalari. ¿Fue asesinado mi hermano?

– No, no lo fue.

– Está seguro de que fue un suicidio, ¿no?

– Exacto.

– ¿Y el caso está cerrado?

– Vuelves a acertar.

Me incliné hacia atrás.

– Pues eso es lo que de verdad me fastidia.

– ¿Por qué?

– Porque usted se contradice. Me está diciendo que el caso está cerrado y que no puedo ver los documentos. Si está cerrado, entonces yo tendría derecho a ver el caso porque se trata de mi hermano. Y si está cerrado, eso significa que, como periodista, no puedo poner en peligro una investigación en curso con sólo ver los documentos.

Le dejé que lo pensase unos instantes.

– De modo que -acabé diciendo-, siguiendo su propia lógica, no hay motivo para que no pueda ver los documentos.

Scalari se quedó mirándome. Pude ver cómo la ira le subía a las mejillas.

– Escucha, Jack, hay cosas en ese expediente que es mejor que no se sepan y, por supuesto, que no se publiquen.

– Creo que yo estoy más capacitado para juzgar eso, detective Scalari. Era mi hermano. Mi hermano gemelo. No voy a hacerle ningún daño. Sólo estoy intentando darle sentido a algo para mí mismo. Si después escribo sobre ello, será para acabar enterrándolo con él, ¿vale?

Nos quedamos un buen rato mirándonos fijamente. Le tocaba hablar a él y yo esperaba a que lo hiciera.

– No puedo ayudarte -dijo por fin-. Ni aunque quisiera. Está cerrado. El caso está cerrado. La carpeta ya ha ido al registro para que procesen los datos. Si quieres, pídesela a ellos.

Me levanté.

– Gracias por decírmelo al principio de la conversación.

Salí sin decir nada más. Sabía que Scalari me lo soplaría. Había acudido a él porque tenía que seguir las reglas y porque quería ver si conseguía averiguar dónde estaba el expediente.

Bajé por la escalera que, en general, utilizan en exclusiva los polis, en dirección al despacho del capitán administrador del Departamento. Eran las doce y cuarto, de modo que el mostrador de recepción estaba vacío. Pasé por delante de él, llamé a la puerta y oí una voz que me invitó a entrar.

El capitán Forest Grolon estaba sentado a su mesa. Era un hombre tan alto que los muebles normales de oficina parecían mobiliario infantil. Era un negro de tez de ébano con la cabeza afeitada. Se levantó para darme la mano y me recordó que medía casi dos metros de altura. Me imaginé que haría falta una báscula especial para pesar toda su abundancia. Estreché su mano y sonreí. Lo había tenido como una de mis fuentes desde hacía seis años, cuando yo hacía el trabajo diario de sucesos y él era sargento de patrulla. Ambos habíamos ascendido desde entonces.

– ¿Cómo te va, Jack? ¿Es cierto que acabas de volver?

– Sí, me he tomado unas vacaciones. Estoy bien. No mencionó para nada a mi hermano. Había sido uno de los pocos que acudieron al funeral y eso ya decía claramente cuáles eran sus sentimientos. Volvió a sentarse y yo me instalé en una de las sillas que había frente a su escritorio.

El trabajo de Grolon tenía poco que ver con patrullar la ciudad. Estaba en la parte administrativa del Departamento. Se encargaba del presupuesto anual, del personal y de la formación. Y de los despidos.

Tenía poco que ver con el trabajo policial, pero formaba parte de sus planes. Grolon quería llegar a ser jefe de policía y estaba reuniendo una vasta y variada experiencia para que llegado el momento fuera el mejor para el puesto. Formaba parte de sus planes conservar sus contactos con los medios de comunicación locales. Llegada la hora, contaba conmigo para que publicase un perfil favorable en el Rocky. Y yo cumpliría. Mientras tanto, yo también podía contar con él para ciertas cosas.

– ¿A ver por qué me he perdido el almuerzo? -gruñó siguiendo su rutina habitual. Yo sabía que Grolon prefería verse conmigo a la hora de almorzar, cuando su ayudante no estaba y había menos posibilidades de que nos vieran juntos.

– No te has perdido el almuerzo. Sólo tendrás que retrasarlo un poco. Quiero ver el expediente de mi hermano. Scalari dice que ya lo ha enviado a filmar. Pensé que quizá tú podrías sacarlo y dejar que le eche un vistazo.

– ¿Por qué quieres hacerlo, Jack? ¿Por qué no dejas las cosas como están?

– Tengo que verlo, capitán. No lo voy a citar. Sólo quiero verlo. Consígamelo ahora y acabaré con él antes de que los chicos de microfilmación vuelvan de comer. Nadie se va a enterar. Excepto usted y yo. Y se lo agradeceré.

Diez minutos más tarde Grolon me pasaba la carpeta. Era tan delgada como la guía telefónica de los residentes permanentes de Aspen. No sé por qué, pero me esperaba algo más grueso, más pesado, como si el grosor del expediente

de las investigaciones tuviese alguna relación con la importancia de la muerte.

Encima de todo había un sobre en el que ponía «fotos» y lo dejé a un lado de la mesa sin abrirlo. Lo siguiente era un informe de la autopsia y varios informes estandarizados que estaban grapados juntos.

Yo había estudiado suficientes informes de autopsias para saber que podía saltarme las páginas de interminables descripciones de glándulas, órganos y estado general e ir directamente a las últimas páginas, donde estaban escritas las conclusiones. Y allí no hubo sorpresas. La causa de la muerte era un disparo en la cabeza. Debajo de ella figuraba la palabra «suicidio», envuelta en un círculo. Los análisis de sangre para el uso de drogas comunes mostraban rastros de dextrometorfán hidrobromida. A esta entrada seguía una nota de los técnicos del laboratorio que decía: «Anritusígeno; en la guantera.» Eso significaba que, aparte de uno o dos tragos del jarabe para la tos que llevaba en el coche, mi hermano estaba completamente sobrio cuando se metió la pistola en la boca.

En el informe del análisis del forense aparecía un subapartado titulado GSR, que yo sabía que se refiere a los residuos de arma de fuego. En él se afirmaba que en el análisis por activación de neutrones de los guantes que llevaba la víctima se hallaron partículas de pólvora quemada en el derecho, lo que indicaba que había usado esa mano para disparar el arma. También se habían hallado residuos de arma y gas quemado en la garganta de la víctima. La conclusión era que el cañón estaba en la boca de Sean cuando el arma fue disparada.

Después había un inventario de pruebas y no vi en él nada fuera de lo corriente. Luego encontré la declaración del testigo. Éste era el guarda forestal Stephen Pena, destinado en una garita de control e información en el lago Bear.

El testigo declara que no divisa la zona de aparcamiento desde su puesto de trabajo. Aproximadamente a las cuatro y cincuenta y ocho minutos de la tarde, el testigo oyó un estallido sordo que reconoció por experiencia como un disparo. Identificó el lugar de origen como el aparcamiento e inmediatamente acudió a investigar la posibilidad de que hubiera un cazador furtivo. En aquel momento sólo había un vehículo aparcado allí y, a través de las ventanillas parcialmente empañadas, vio a la víctima desplomada hacia atrás en el asiento del conductor. El testigo rodeó el vehículo, pero no pudo abrir las puertas del coche porque estaban bloqueadas. Atisbando por las ventanillas empañadas determinó que la víctima parecía haber muerto, pues tenía una gran herida en la parte trasera de la cabeza. Entonces el testigo volvió a la garita forestal, desde donde informó inmediatamente a las autoridades y a sus superiores. Después regresó al coche de la víctima para esperar la llegada de las autoridades.

El testigo declara que el vehículo de la víctima no estuvo fuera de su alcance visual más de cinco segundos desde que oyó el disparo. El coche estaba aparcado a unos cuarenta y cinco metros de la cobertura forestal o de la edificación más próxima. Cree el testigo que habría sido imposible que alguien hubiera salido del coche de la víctima tras el disparo y hubiera conseguido ponerse a cubierto sin que el testigo lo viera.

Volví a poner la hoja de la declaración en su sitio y eché un vistazo a los demás informes. Había una página titulada «Informe del caso» que detallaba los movimientos de mi hermano en su último día. Sean había entrado a trabajar a las siete y media de la mañana, había almorzado con Wexler a mediodía y había fichado la salida a las dos de la tarde para ir al Stanley. No le dijo a Wexler ni a nadie a quién iba a ver.

Habían fracasado los intentos de los investigadores por determinar si realmente Sean había ido al Stanley. Todas las camareras y los ayudantes del restaurante del hotel habían sido interrogados y ninguno recordaba a mi hermano.

Un informe de una página resumía la entrevista de Scalari con el psicólogo de Sean. De algún modo, quizás a través de Riley, se había enterado de que Sean había estado visitando a un terapeuta de Denver. El doctor Colin Dorschner, según el informe de Scalari, declaró que Sean padecía una depresión aguda causada por el estrés del trabajo, en particular por su fracaso en cerrar el caso Lofton. Lo que no decía el resumen de la entrevista era si Scalari le había preguntado a Dorschner si pensaba que mi hermano era un suicida. Incluso me preguntaba si Scalari se habría hecho esa pregunta.

El último legajo de papeles era el informe final del oficial investigador. En el último párrafo estaba el resumen y la conclusión definitiva de Scalari:

Basándose en la evidencia física y en la declaración del testigo ocular de la muerte del detective Sean McEvoy, el OI [oficial investigador] llega a la conclusión de que la víctima murió a consecuencia de un disparo que se autoinfligió después de escribir un mensaje en el interior del parabrisas empañado. Era sabido por sus colegas, incluido el OI, por su esposa y por el psicólogo Colin Dorschner que la víctima estaba emocionalmente agobiada por sus vanos esfuerzos para esclarecer mediante arresto el homicidio de Theresa Lofton del 19 de diciembre (caso n.º 832). Se cree ahora que esta alteración pudo haberle llevado a quitarse la vida. El asesor psicológico del DPD [Departamento de Policía de Denver], doctor Armand Griggs, declaró en una entrevista (22/2) que el mensaje -«Fuera del espacio. Fuera del tiempo»- escrito en el parabrisas podía considerarse una despedida típica de suicida, coherente con el estado mental de la víctima.

Hasta el momento no existe ninguna evidencia que ponga en duda la conclusión de suicidio.

Conformado 24/2.01: RJS O-U

Al volver a reunir todos los documentos recordé que aún me quedaba por ver una cosa.

Grolon había decidido irse a buscar un bocadillo a la cafetería. Me había dejado solo. Estuve probablemente cinco minutos inmóvil mirando el sobre. Sabía que si veía las fotografías quedarían fijadas en mi memoria como la última imagen de mi hermano. No quería que me pasara eso. Pero también sabía que tenía que ver las fotos para estar seguro de las circunstancias de su muerte, para que me ayudasen a dispersar cualquier resto de duda.

Abrí el sobre rápidamente antes de que me diese por cambiar de idea. Al sacar el paquete de copias en color de 20 x 25 cm, la primera imagen que apareció fue todo un impacto. El coche oficial de mi hermano, un Chevy Caprice blanco, solo en un extremo del aparcamiento. Se podía ver la garita del guarda forestal sobre una colina encima de él. El quitanieves acababa de pasar por el aparcamiento y lo habían rociado con sal, dejando unos montones de nieve de poco más de un metro alineados en los márgenes.

La siguiente foto era un primer plano del parabrisas desde el exterior. El mensaje era apenas legible, pues el cristal se había desempañado. Pero estaba allí y a través del cristal se podía ver también a Sean. Tenía la cabeza caída hacia atrás y la mandíbula alzada. Pasé a la foto siguiente y me sentí dentro del coche con él. Tomada desde el asiento del pasajero delantero, se veía todo el cuerpo. La sangre se había abierto camino como un collar desde la parte trasera del cuello y después sobre el jersey. Llevaba abierto el pesado anorak. Había salpicaduras en el techo y en la ventana trasera. El arma estaba en el asiento, junto a su muslo derecho.

El resto de las fotos eran, la mayoría, primeros planos desde distintos ángulos, pero no me afectaron tanto como había creído. La iluminación artificial había desprovisto a mi hermano de su humanidad. Parecía un maniquí. Pero no encontré en ellas nada tan desconcertante, como el hecho de que reiteraban mi convicción de que Sean, en efecto, se había quitado la vida. Entonces admití para mis adentros que había acudido allí con una esperanza secreta y que ésta se había desvanecido.

Grolon entró y me miró con ojos inquisidores al ver que me ponía en pie y dejaba la carpeta sobre su mesa. Abrió una bolsa marrón y sacó un bocadillo de huevo con ensalada.

– ¿Estás bien?

– Estoy bien.

– ¿Quieres medio bocadillo?

– No.

– Bueno, ¿cómo te sientes?

La pregunta me hizo sonreír porque era la misma que yo había hecho tantas veces. Él frunció el ceño.

– ¿Ves esto? -le dije señalando la cicatriz de mi cara-. Lo conseguí por hacerle a alguien esa misma pregunta.

– Lo siento.

– No importa. Ya está.

5

Después de ver el expediente sobre la muerte de mi hermano, quería conocer los detalles del caso Theresa Lofton. Si iba a escribir sobre lo que hizo mi hermano, tenía que saber lo que él sabía. Tenía que comprender lo que él había llegado a comprender. Sólo que esta vez Grolon no podía ayudarme. Las carpetas de casos abiertos de homicidio se guardaban bajo llave y a Grolon le habría parecido más arriesgado que útil intentar conseguirme el expediente Lofton.

Tras haber comprobado que la sala de detectives del CAP se había vaciado a la hora de comer, el primer sitio donde busqué a Wexler fue el Satire. Era el lugar favorito de los polis para comer -y beber- a mediodía.

Allí lo encontré, en uno de los apartados del fondo. El único problema era que estaba con St. Louis. No me habían visto y yo me preguntaba si no sería mejor dejarlo de momento y tratar de pillar a Wexler a solas más tarde. Pero entonces los ojos de Wexler se fijaron en mí. Fui hacia ellos. Por sus platos manchados de ketchup vi que habían acabado de comer. Wexler tenía ante sí, sobre la mesa, lo que parecía un Jim Beam con hielo.

– ¿Habéis visto esto? -dijo Wexler con toda naturalidad.

Me senté en el asiento libre junto a St. Louis. Así podía mirar a Wexler de frente.

– ¿Qué es esto? -protestó St. Louis sin dureza.

– La prensa -dije-. ¿Cómo les va?

– No contestes -le dijo St. Louis rápidamente a Wexler-. Está buscando algo que no tiene.

– Así es, por supuesto -dije-. ¿Qué hay de nuevo?

– No hay nada nuevo, Jack -dijo Wexler-. ¿Es verdad lo que dice Big Dog? ¿Estás buscando algo que te falta?

Era como un baile. Un parloteo amistoso destinado a indagar el meollo de la cuestión sin preguntar específicamente por él ni encararlo de frente. Armonizaba con los apodos que solían usar los polis. Yo había bailado de ese modo muchas veces y sabía hacerlo bien. Había que moverse con tacto. Como cuando practicábamos el ataque a tres jugando al baloncesto en la universidad. Hay que fijar la mirada en la pelota, pero sin perder de vista a los otros dos jugadores. Yo siempre era el jugador astuto. Sean era el fuerte. Lo suyo era el fútbol. Lo mío, el baloncesto.

– No exactamente -dije-. Pero ya he vuelto al trabajo, chicos.

– ¡Eh! A lo que íbamos -se quejó St. Louis-. ¡Cuidado con los sombreros!

– Bueno, ¿qué pasa con el caso Lofton? -le pregunté a Wexler, ignorando a St. Louis.

– ¡So, Jack! ¿Nos estás hablando como periodista?

– Sólo estoy hablando contigo. Y sí, como periodista.

– Entonces, ni hablar del caso Lofton. Sin comentarios.

– Así que la respuesta es que no pasa nada.

– He dicho sin comentarios.

– Mira, quiero ver hasta dónde habéis llegado. El caso tiene ya casi tres meses. Pronto irá al archivo de casos sin resolver, si es que no está ya allí, y tú lo sabes. Sólo quiero ver el expediente. Quiero saber qué es lo que deprimió tanto a Sean.

– Te olvidas de algo. Tu hermano fue calificado de suicida. Caso cerrado. No importa qué le pasaba con el caso Lofton. Además, de hecho no se sabe si tuvo algo que ver con lo que hizo. Como mucho, fue algo colateral, pero nunca lo sabremos.

– Corta el rollo. Acabo de ver el expediente de Sean -las cejas de Wexler se alzaron hasta un nivel que me pareció subliminal-. Allí está todo. Sean estaba jodido por este caso. Estaba yendo al psicólogo. Le dedicaba todo su tiempo. Así que no me digas que nunca lo sabremos.

– Mira, chaval, nosotros…

– ¿Le habías llamado así alguna vez a Sean? -le interrumpí.

– ¿Cómo?

– Chaval. ¿Le habías llamado chaval alguna vez?

Wexler me miró confundido.

– No.

– Pues no me lo digas a mí tampoco. -Wexler alzó los brazos en posición de manos arriba-. ¿Por qué no puedo ver el expediente? Vosotros no estáis haciendo nada con él.

– ¿Quién dice eso?

– Lo digo yo. Le tienes miedo, tío. Sabes lo que le hizo a Sean y no quieres que te pase lo mismo. Así que el caso está metido en algún cajón por ahí. Debe estar criando polvo. Te lo garantizo.

– ¿Sabes, Jack? Tú estás lleno de mierda. Y si no fueras hermano de tu hermano te sacaría de aquí a patadas. Me estás cabreando. Y no me gusta que me hagan cabrear.

– ¿Ah, sí? Pues imagínate cómo me siento yo. El caso es ése, que soy su hermano y creo que eso me implica.

St. Louis sonrió con una mueca afectada de desprecio.

– E y, Big Dog, ¿no va siendo hora de que salgas a hacer aguas en una boca de incendios o así? -le dije.

Wexler inició una carcajada, pero se contuvo rápidamente. La cara de St. Louis se puso al rojo.

– Escucha, renacuajo -dijo-. Te voy a meter…

– Tranquilos, chicos -terció Wexler-. No pasa nada. Oye, Ray, ¿por qué no sales a fumar un cigarrillo? Déjame hablar con Jackie, que lo ponga en su sitio y salgo enseguida.

Me levanté del banco para que St. Louis pudiera salir. Al hacerlo me lanzó una mirada mortífera. Volví a sentarme.

– Bebe, Wex. No tiene sentido actuar como si el Beam no estuviera en la mesa.

Wexler esbozó una sonrisa afectada y tomó un sorbo de su vaso.

– ¿Sabes?, gemelos o no, te pareces mucho a tu hermano. No abandonas con facilidad. Y puedes ser jodidamente mordaz. Si te quitaras esa barba y ese pelo de hippy podrías pasar por él. También tendrías que hacer algo con esa cicatriz.

– Veamos, ¿qué hay del expediente?

– ¿Qué pasa con él?

– Tienes que dejármelo ver. Se lo debes a él.

– No te sigo, Jack.

– Sí, sí que me sigues. No puedo dejado hasta que lo haya visto todo. Sólo estoy tratando de comprender.

– También tratas de escribir sobre ello.

– Para mí, escribir es como para ti beber de ese vaso. Si puedo escribir sobre ello, lo puedo entender. Y puedo enterrarlo. Eso es todo lo que quiero.

Wexler desvió la mirada y cogió la cuenta que había dejado la camarera. Después se bebió lo que quedaba en el vaso y se levantó del banco. Ya en pie, se quedó mirándome y me echó una bocanada de aliento que apestaba a bourbon.

– Vamos al despacho -dijo-. Te daré una hora.

Levantó el dedo índice y repitió, por si no le había entendido:

– Una hora.

En la sala de trabajo del CAP me senté en la mesa que había sido de mi hermano. Nadie la había cogido todavía. Quizás ahora era la mesa de la mala suerte. Wexler estaba de pie ante un muro de archivadores, mirando en un cajón abierto. St. Louis estaba en alguna parte fuera de mi vista, aparentando que no tenía nada que ver con aquello. Por fin, Wexler volvió del fichero con dos gruesas carpetas. Me las puso delante.

– ¿Esto es todo?

– Todo. Tienes una hora.

– Vamos, hombre, aquí hay medio palmo de papel -protesté-. Deja que me lo lleve a casa y te lo devolveré…

– Ya veo, igual que tu hermano. Una hora, McEvoy. Comprueba tu reloj porque esto tiene que volver al archivo dentro de una hora. Ya sólo te quedan cincuenta y nueve minutos. Estás perdiendo el tiempo.

Dejé de insistir y abrí la primera carpeta. Theresa Lofton había sido una hermosa joven que vino a la universidad a sacarse un título de magisterio. Quería ser maestra de primer grado.

Estaba en primer curso y vivía en una residencia para estudiantes del campus. Llevaba un buen currículum y eso que trabajaba a tiempo parcial en la guardería para los hijos de los estudiantes.

Se creía que Lofton fue secuestrada en el campus o cerca de él un miércoles, el primer día de las vacaciones de Navidad. La mayoría de los estudiantes ya se habían marchado. Theresa seguía aún en Denver por dos motivos. Tenía su trabajo; la guardería no cerraba por vacaciones hasta el final de la semana. Además, tenía problemas con el coche. Esperaba a que le cambiasen el embrague a su viejo Escarabajo para poder volver a casa con él.

Su desaparición pasó inadvertida porque su compañera de habitación y todos sus amigos se habían ido ya de vacaciones. Nadie la echó en falta. Cuando no apareció por su trabajo el jueves por la mañana, el encargado de la guardería se limitó a pensar que había adelantado un poco su marcha a Montana, dejando incompleta la semana porque ya no volvería a trabajar allí después de las vacaciones de Navidad. No era la primera vez que un estudiante en prácticas hacía novillos así, sobre todo cuando ya habían terminado los exámenes finales y empezado las vacaciones. Por eso el encargado no lo denunció ni informó a las autoridades.

Su cuerpo se encontró el viernes por la mañana en Washington Park. Los investigadores siguieron las huellas de sus últimos movimientos conocidos hasta el mediodía del miércoles, cuando llamó al mecánico desde la guardería -él recordaba haber oído un fondo de voces infantiles-, y éste le dijo que el coche ya estaba listo. Ella le contestó que iría a recogerlo al salir del trabajo, después de pasar por el banco. No hizo ninguna de las dos cosas. A mediodía se despidió del encargado de la guardería y salió por la puerta. Nadie volvió a verla con vida. Excepto su asesino, claro.

Sólo tuve que mirar las fotos del expediente para darme cuenta de hasta qué punto el caso había impresionado a Sean y cómo le había atenazado el corazón. Había fotos de antes y después. Un retrato de ella, probablemente hecho para la memoria anual del instituto. Una muchacha fresca con toda la vida por delante. Tenía el cabello negro y ondulado, y los ojos de un azul muy claro. Cada uno de ellos reflejaba un punto de luz, del flash de la cámara. Había también una foto algo indiscreta de ella, con pantalón corto y el sujetador de un biquini. Se la veía sonriente, sacando de un coche una caja de cartón. Los músculos de sus delgados y bronceados brazos estaban tensos. Daba la impresión de que no le costaba demasiado esfuerzo posar para el fotógrafo con la pesada caja a cuestas. Le di la vuelta y leí lo que, al parecer, habían garabateado los padres: «¡Primer día de Terri en el campus! Denver, Colo.»

El resto de las fotografías habían sido tomadas después. Eran muchas más y me llamó la atención la cantidad. ¿Para qué querían tantas los polis? Cada una de ellas me parecía una especie de terrible indiscreción, a pesar de que la chica ya estaba muerta. En esas fotografías, los ojos de Theresa Lofton habían perdido el brillo. Los tenía abiertos pero apagados, entelados por una membrana lechosa.

Las fotos mostraban a la víctima que yacía entre unos matorrales sobre una leve pendiente nevada. Las noticias que se habían publicado estaban en lo cierto. Estaba cortada en dos. Tenía una bufanda fuertemente ceñida en torno al cuello y los ojos suficientemente dilatados y perplejos para dar a entender que era así como había muerto. Pero el asesino, al parecer, había tenido más trabajo después. El cuerpo había sido cortado a la altura del diafragma, después la parte inferior había sido colocada sobre la superior, componiendo un cuadro horripilante que sugería que estaba realizando un acto sexual consigo misma.

Noté que Wexler me estaba mirando desde la otra mesa mientras yo escrutaba aquella galería de espantosas fotografías. Traté de disimular mi repugnancia. O mi fascinación. Ahora ya sabía de qué me estaba protegiendo mi hermano. Nunca había visto nada tan horrible. Por fin miré a Wexler.

– ¡Dios mío!

– Ya.

– Aquello que decían los diarios de que era como lo de la Dalia Negra en Los Ángeles… ¿Está cerrado aquel caso, no?

– Claro. Mac compró un libro sobre él. También llamó a un veterano del Departamento de Policía de Los Ángeles. Había algunas similitudes. El trabajo de carnicería. Pero eso fue hace cincuenta años.

– Quizás alguien copió la idea de ahí.

– Puede ser. Él también lo pensó.

Metí las fotos en el sobre y volví a mirar a Wexler.

– ¿Era lesbiana?

– No, al menos no por lo que sabemos. Tenía un novio allí en Butte. Buen chico. Lo interrogamos. Mac pensó en eso durante un tiempo. Por lo que hizo el asesino, ya sabes, con las dos partes del cuerpo. Pensaba que quizás alguien se había vengado de ella por ser tortillera. Que había montado aquella escena movido por una mente enfermiza. Pero no llegó a ninguna parte con eso.

Asentí.

– Te quedan cuarenta y cinco minutos.

– Mira, es la primera vez que te oigo llamarle Mac desde hace tiempo.

– No te preocupes por eso. Preocúpate por los tres cuartos de hora.

El informe de la autopsia era bastante más soportable que las fotos. Me enteré de que la hora de la muerte se había establecido el mismo día de su desaparición. Llevaba muerta más de cuarenta horas cuando se encontró el cadáver.

La mayoría de los informes acababan en un callejón sin salida. Las investigaciones rutinarias sobre la familia de la víctima, el novio, amigos de la universidad, colegas de la guardería e incluso padres de los niños que estaban a su cargo no llevaban a ninguna parte. A casi todos se les había descartado por tener coartadas o mediante otros medios de investigación.

La conclusión del informé era que Theresa Lofton no conocía a su asesino, que éste se había cruzado en su camino, una simple cuestión de mala suerte. Siempre se referían al desconocido asesino como hombre, aunque no había ninguna prueba efectiva que lo avalase. La víctima no había sido agredida sexualmente. Pero la mayoría de los asesinos violentos y carniceros de mujeres eran hombres, y se consideraba que era necesaria una persona con fuerza física para cortar los huesos y los cartílagos del cadáver. No se encontró ningún instrumento cortante.

Aunque el cuerpo estaba casi totalmente desangrado, había indicios de lividez post mortem, lo que significaba que había pasado cierto tiempo entre la muerte de la víctima y su mutilación. Posiblemente dos o tres horas, según el informe.

Otro dato peculiar era el tiempo que el cadáver llevaba en el parque. Se había descubierto aproximadamente cuarenta horas después del momento en que, según los investigadores, Theresa Lofton había sido asesinada. Pero el parque es un lugar muy frecuentado por gente que va a pasear o a correr. Era improbable que el cuerpo hubiera permanecido en el parque a campo abierto durante tanto tiempo sin ser visto, a pesar de que una precoz nevada redujo considerablemente el número de gente que solía pasar por allí. De hecho, el informe llegaba a la conclusión de que no llevaba allí más de tres horas cuando fue descubierto, al amanecer, por un corredor de footing madrugador.

Entonces, ¿dónde había estado durante aquel tiempo? Los investigadores no habían podido resolver esta cuestión. Pero había una pista.

El informe del análisis de fibras daba una lista de numerosos cabellos ajenos y fibras de algodón que se habían hallado en el cuerpo y desenredado del cabello. Esto, en principio, se habría utilizado para contrastar al sospechoso con la víctima, una vez conocido el sospechoso. Alguien había señalado con un círculo un párrafo determinado del informe. Este párrafo trataba de la recuperación de una fibra específica -capoc- que se había hallado en gran cantidad en el cadáver. Concretamente, se habían encontrado en el cuerpo treinta y tres hebras de capoc. Esa cantidad sugería que había habido contacto directo con la fuente. El informe señalaba que, aunque similares a las de algodón, las fibras de capoc eran poco corrientes y se encontraban principalmente en tejidos que requerían elasticidad, como los de flotadores, chalecos salvavidas o algunos sacos de dormir. Me llamó la atención que se hubiera subrayado ese párrafo y le pregunté a Wexler.

– Sean creía que las fibras de capoc eran la clave de dónde había estado el cuerpo durante las horas transcurridas

desde su desaparición. Ya sabes, si hallábamos un lugar en el que hubiera fibra de ésa, que no es nada corriente, habríamos dado con la escena del crimen. Pero no lo encontramos.

Como los informes estaban por orden cronológico, era posible ver cómo se habían ido considerando y descartando las teorías. Y advertí cómo crecía la desesperanza a medida que avanzaba la investigación. No llevaba a ninguna parte. Estaba claro que mi hermano creía que Theresa Lofton se había cruzado en el camino de un asesino en serie, el criminal más difícil de rastrear. Había un informe del Centro Nacional para el Análisis de Crímenes Violentos del FBI que proporcionaba un perfil psicológico del asesino. Mi hermano había guardado también en la carpeta una copia del cuestionario de diecisiete páginas sobre diferentes aspectos del crimen que había enviado al Programa de Aprehensión de Criminales Violentos (VICAP). Pero la respuesta del ordenador del VICAP era negativa. La muerte de Lofton no tenía detalles coincidentes con otros asesinatos en todo el país en número suficiente para requerir la atención del FB!.

El perfil que habían enviado estaba firmado por la agente federal Rachel Walling. Contenía gran cantidad de generalidades en su mayor parte inútiles para la investigación porque, aunque las caracterizaciones eran sagaces y posiblemente bien encaminadas, no necesariamente ayudaban a los detectives a seleccionar entre los millones de personas susceptibles de ser calificadas de sospechosas. El retrato que trazaba era el de un hombre blanco, de veinte a treinta años, con problemas no resueltos de inadaptación y odio a las mujeres; de ahí la grave mutilación del cuerpo de la víctima. Probablemente había sido criado por una madre dominante y era probable que su padre no estuviera en casa o que estuviera absorto en ganarse la vida, dejando totalmente en manos de la madre el cuidado y la educación de los hijos. El perfil calificaba al asesino de «organizado» en su metodología y advertía que el hecho de haber culminado el crimen con éxito aparente y de haber conseguido eludir el arresto podía llevarle a intentar otros crímenes de naturaleza similar.

Los últimos informes de la carpeta eran resúmenes de interrogatorios, extremos que se habían comprobado y otros detalles del caso que podían no tener significado en el momento en que se habían redactado, aunque podían ser cruciales más adelante. A través de esos informes percibí el creciente afecto que Sean le había ido tomando a Theresa Lofton. En las primeras páginas siempre se refería m ella como «la víctima» o, a veces, como Lofton. Más tarde empezaba a llamarla Theresa. Y en estos últimos informes, fechados en febrero, justo antes de su muerte, la llamaba Terri, diminutivo que probablemente había tomado de las declaraciones de familiares y amigos, o quizá del dorso de la foto de su primer día en la universidad. El día más feliz.

Cuando faltaban diez minutos cerré la carpeta y abrí la otra. Era más delgada y parecía una especie de cajón de sastre. Había varias cartas de ciudadanos que brindaban teorías sobre el asesinato. Una de ellas era de una médium que afirmaba que el espíritu de Theresa Lofton estaba dando vueltas por alguna parte sobre la capa de ozono en una banda sonora de alta frecuencia. Hablaba con una voz tan persistente que a los oídos no adiestrados les sonaba como un chirrido, pero la médium podía descifrarlo y se prestaba a hacerle preguntas si Sean quería. En el informe no había ninguna indicación de que lo hubiera hecho.

Un informe anexo señalaba que tanto el banco de Theresa como el taller de automóviles estaban cerca del campus. Tres veces recorrieron los detectives la ruta entre la residencia de estudiantes, la guardería, el banco y el taller, pero no encontraron testigos que recordasen haber visto a Theresa el miércoles después de terminar las clases. A pesar de ello, la teoría de mi hermano -subrayada en otro anexo- era que Lofton había sido raptada en algún momento después de haber llamado al mecánico desde la guardería, pero antes de ir al banco a sacar dinero para pagarle.

La carpeta contenía también un registro cronológico de la actividad de los investigadores asignados al caso. En principio, cuatro miembros del CAP habían trabajado en el caso a tiempo completo. Pero como no progresaba e iban surgiendo más casos, el esfuerzo investigador quedó reducido a Sean y Wexler. Después, sólo Sean. Él no lo habría dejado.

La última entrada en el registro cronológico correspondía al día de su muerte. Era sólo una línea: «13 de marzo. Rusher en el Stanley. I/P sobre Terri.»

– ¡Tiempo!

Alcé la vista y vi que Wexler señalaba su reloj. Cerré la carpeta sin protestar.

– ¿Qué significa I-barra-P?

– Informe Personal. Significa que recibió una llamada.

– ¿Quién es Rusher?

– No lo sabemos. Hay un par de personas con ese apellido en el listín telefónico. Les llamamos pero no sabían de qué coño estábamos hablando. Yo lo intenté con el ordenador central de identificación, pero con sólo un apellido no saqué nada en claro. En resumen, que no sabemos quién era, o es. Ni siquiera sabemos si es un hombre o una mujer. Tampoco sabemos si Sean se reunió realmente con alguien o no. En el Stanley no encontramos a nadie que lo hubiera visto.

– ¿Por qué se fue a ver a esa persona sin decírtelo y sin dejar algún tipo de indicación de quién era? ¿Por qué fue solo?

– ¿Quién sabe? Habíamos recibido tantas llamadas sobre aquel caso que podías pasarte el día tomando notas. Y quizá no la conocía. Quizá lo único que sabía es que alguien quería hablar con él. Tu hermano estaba tan atrapado en ese caso que se habría ido a ver a cualquiera que le dijese que sabía algo. Te diré un secretillo. Es algo que no está ahí porque él no quería que la gente fuese por ahí creyendo que estaba loco. Pero había ido a ver a esa espiritista, la médium que se

menciona ahí.

– ¿Y qué sacó en claro?

– Nada. Sólo alguna chorrada sobre que el asesino anda por ahí tratando de repetirlo. De todos modos, esto es extraoficial, lo de la médium. No quiero que la gente piense que Mac era un chiflado.

Preferí no decir nada sobre la estupidez que acababa de decir. Mi hermano se había suicidado y Wexler todavía se empeñaba en limitar el daño que podría sufrir su imagen si se supiera que había consultado a una espiritista.

– No saldrá de esta sala -le dije, y tras unos instantes de silencio añadí-: Entonces, ¿cuál es tu teoría sobre lo que ocurrió aquel día, Wex? Extraoficialmente, claro.

– ¿Mi teoría? Mi teoría es que salió de aquí y que quienquiera que fuera el que le llamó, no acudió a la cita. Para él fue otro callejón sin salida, la gota que colmó el vaso. Se fue al lago y allí hizo lo que hizo… ¿Vas a escribir un reportaje sobre él?

– No lo sé. Creo que sí.

– Mira, no sé cómo decírtelo, pero ahí va. Era tu hermano, pero también era mi amigo. Es posible que lo conociera mejor que tú. Déjalo en paz. Déjalo estar.

Le dije que lo pensaría, pero fue sólo para tranquilizarlo. Ya lo tenía decidido. Me marché mirando el reloj para asegurarme de que tenía tiempo de llegarme hasta Estes Park antes del anochecer.

6

No llegué al aparcamiento del lago Bear hasta pasadas las cinco. Me di cuenta de que estaba exactamente como mi hermano lo había encontrado: desierto. El lago estaba helado y la temperatura descendía rápidamente. El cielo era de color púrpura y empezaba a anochecer. Demasiado desapacible para que hubiera paseantes o turistas por allí.

Mientras conducía por el aparcamiento me pregunté por qué mi hermano había elegido aquel lugar. Que yo supiera, no tenía nada que ver con el caso Lofton, pero creía saber la respuesta. Aparqué donde él lo había hecho y me quedé sentado, pensando.

Se veía una luz en el techo del porche de la caseta del guardabosques. Decidí subir a ver si Pena, el testigo, estaba allí. Entonces me asaltó otra idea. Me deslicé al asiento derecho del Tempo. Hice un par de inspiraciones profundas, abrí la puerta y empecé a correr hacia la parte del bosque más próxima al coche. Mientras corría iba contando despacio en voz alta. Había contado hasta once cuando llegué al borde del banco de nieve y conseguí ponerme a cubierto.

De pie entre los árboles, con los pies hundidos en un palmo de nieve y sin botas, me agaché y apoyé las manos en las rodillas mientras recuperaba la respiración. No había modo de que alguien hubiera disparado y luego llegado hasta el bosque para ocultarse si Pena había salido de la caseta tan rápidamente como había declarado. Finalmente, dejé de jadear y me dirigí hacia la caseta del guarda dudando sobre cómo presentarme, si como periodista o como hermano.

Vi a Pena a través de la ventana. Pude leer su nombre en la placa del uniforme. Estaba cerrando el escritorio. A punto de marcharse.

– ¿Puedo ayudarle en algo, señor? Estoy a punto de cerrar.

– Sí, me preguntaba si podría aclararme un par de dudas.

Salió mirándome con recelo, pues era obvio que yo no iba vestido para una excursión por la nieve. Iba con tejanos, unas Reebok y una camisa de pana debajo de un grueso jersey de lana. Me había dejado la gabardina en el coche y tenía mucho frío.

– Me llamo Jack McEvoy.

Esperé un momento a ver si le sonaba. No fue así.

Probablemente sólo había visto el nombre escrito en los informes que había tenido que firmar, o en los periódicos. Su pronunciación -Mac-a-voy- no concordaba con las letras.

– Mi hermano… era el hombre que usted encontró hace un par de semanas.

Señalé hacia el aparcamiento.

– Ah -dijo él, dándose por enterado-. En el coche. El oficial.

– Uf, he estado todo el día con la policía, mirando los informes y todo eso. Y quise acercarme a echar un vistazo. Es duro… ya sabe, admitirlo.

Asintió tratando de ocultar una furtiva mirada a su reloj.

– Sólo quería hacerle unas preguntas. ¿Estaba usted ahí dentro cuando oyó el disparo?

Hablé con rapidez, sin darle tiempo a que me interrumpiera.

– Sí -dijo. Me miró como si intentase tomar una decisión y la tomó. Continuó-. Estaba cerrando precisamente como esta tarde, a punto de irme a casa. Lo oí. Fue una de esas cosas que, de algún modo, reconoces. No sé por qué. En realidad, lo que pensé era que podían ser cazadores furtivos de venados. Salí rápidamente y el primer sitio donde miré fue el aparcamiento. Vi el coche. Pude verle a él dentro. Las ventanas estaban casi totalmente empañadas, pero pude verlo. Estaba detrás del volante. Por la forma en que estaba caído hacia atrás, supe enseguida lo que había ocurrido… Lo siento, era su hermano.

Asentí mientras escrutaba la caseta del guarda. No tenía más que una minúscula oficina y un almacén.

Pensé que cinco segundos probablemente era una estimación generosa del tiempo transcurrido desde que Pena oyó el disparo hasta que avistó el aparcamiento.

– No sufrió -dijo Pena.

– ¿Qué?

– Por si es lo que quiere saber, no creo que hubiera dolor físico. Cuando llegué al coche ya estaba muerto. Fue instantáneo.

– Los informes de la policía dicen que no pudo llegar hasta él. Las puertas estaban bloqueadas.

– Sí, intenté abrir la puerta, pero puedo decirle que él ya había fallecido. Volví aquí para hacer las llamadas.

– ¿Cuánto tiempo cree usted que llevaba aparcado allí antes de hacerlo?

– No lo sé. Como le dije a la policía, desde aquí no veo el aparcamiento. Llevaba en la caseta, ya había entrado en calor, bueno, diría que al menos media hora cuando oí el disparo. Podía llevar aparcado allí todo ese tiempo. Pensándoselo, supongo.

Asentí.

– ¿Lo vio usted en el lago? Ya sabe, antes del disparo.

– ¿En el lago? No. No había nadie en el lago. Me quedé pensando, intentando que se me ocurriera algo más.

– ¿Había venido aquí por algún motivo? -me preguntó Pena-. Como le decía, ya sé que era oficial de policía. Negué con la cabeza. No quería hablar de ello con un extraño. Le di las gracias y empecé a bajar hacia el

aparcamiento mientras él cerraba con llave la puerta de la cabaña. El Tempo era el único coche que había en el estacionamiento. Me acordé de algo y me volví.

– ¿Con qué frecuencia lo barren?

Pena se adelantó desde la puerta.

– Después de cada nevada.

Asentí y se me ocurrió otra cosa.

– ¿Dónde aparca usted?

– Tenemos un cercado a unos ochocientos metros bajando por la carretera. Aparco allí, subo el sendero por la mañana y lo bajo a la hora de marcharme.

– ¿Quiere que le lleve?

– No, gracias. Llegaré antes por el sendero.

Durante todo el camino de vuelta a Boulder estuve pensando en la última vez que había estado en el lago Bear. También fue en invierno. Pero el lago no estaba helado, no del todo. Y al irme de allí aquella vez, me sentía igual de frío y solo. Y culpable.

Riley parecía haber envejecido diez años desde la última vez que la vi, en el funeral. Aun así, en cuanto abrió la puerta me sorprendió darme cuenta de algo que antes no había percibido. Theresa Lofton parecía una Riley McEvoy a los 19 años. Me preguntaba si Scalari o alguien había interrogado a los psiquiatras sobre esto.

Me hizo entrar. Sabía que no tenía buen aspecto. Al abrir la puerta se había llevado casualmente una mano a la cara para tapársela. Trató de sonreír. Pasamos a la cocina y me preguntó si quería que hiciera un café, pero le dije que no iba a estar mucho tiempo. Me senté a la mesa. Siempre que los visitaba nos reuníamos en torno a la mesa de la cocina. Y aquello no había cambiado aunque no estuviera Sean.

– Quería decirte que voy a escribir sobre Sean. Guardó silencio durante un rato, sin mirarme. Se levantó y empezó a vaciar el lavaplatos. Yo esperaba.

– ¿Tienes que hacerlo? -me preguntó por fin.

– Sí… Creo que sí.

No dijo nada.

– Vo y a llamar al psicólogo, Dorschner. No sé si querrá hablar conmigo, aunque ahora que Sean ya no está no veo por qué no. Aunque, uf, quizás él te llame para pedirte permiso…

– No te preocupes, Jack. No intentaré detenerte.

Asentí agradecido, pero noté cierta ironía en sus palabras.

– Hoy he estado con los polis, y he subido al lago.

– No quiero hablar de eso, Jack. Si quieres escribir, es cosa tuya. Tú haz lo que tengas que hacer. Pero yo he decidido que no quiero hablar de ello. Y si escribes sobre Sean, tampoco quiero leerlo. Yo también tengo que hacer lo que debo.

Asentí y le dije:

– Lo comprendo. Sin embargo, hay una cosa que necesito preguntarte. Después te dejaré al margen.

– ¿Qué quiere decir que me dejarás al margen? -me preguntó airadamente-. Me gustaría poderme quedar al margen. Pero estoy dentro. Estoy dentro para el resto de mi vida. ¿Quieres escribir sobre ello? ¿Crees que así te quitarás el peso de encima? ¿Y yo qué hago, Jack?

Bajé los ojos. Quería desaparecer, pero no sabía cómo hacerlo. Sentía su dolor y su ira como el calor de un horno cerrado.

– Tú quieres saber de esa chica -me dijo en voz baja, más tranquila-. Eso era lo que preguntaban todos los detectives.

– Sí. ¿Por qué este caso…?

No sabía cómo plantear la pregunta.

– ¿Por qué este caso le hizo olvidar todo lo bueno de la vida? La respuesta es que no lo sé. No lo sé, maldita sea.

De nuevo vi aparecer en sus ojos la ira y las lágrimas. Era como si su marido la hubiera dejado por otra mujer. Y allí estaba yo, lo más parecido en carne y hueso a Sean que volvería a ver jamás. No era extraño que volcase sobre mí todo su pesar y su ira.

– ¿Hablaba del caso contigo? -le pregunté.

– No mucho. De vez en cuando me contaba algo de sus casos. Este último no parecía diferente de los demás, salvo por lo que le pasó a ella. Me contó lo que el asesino le había hecho. Me contó cómo tuvo que verla. Después, quiero decir. Sabía que le preocupaba, pero había muchas cosas que le preocupaban. Muchos casos. No quería que nadie se le escapase. Siempre decía eso.

– Pero esta vez fue a ver a ese médico.

– Había tenido pesadillas y le dije que debería ir. Le obligué a ir.

– ¿Qué soñaba?

– Que estaba allí. Ya sabes, cuando le ocurrió eso a ella. Soñaba que lo estaba viendo, pero que no podía hacer nada para impedido.

El relato me hizo recordar otra muerte, de mucho tiempo atrás. La de Sarah. Cayendo por el hielo. Recordé la sensación de impotencia al verlo y ser incapaz de hacer algo. Miré a Riley.

– ¿Sabes por qué Sean subió allí?

– No.

– ¿Fue por Sarah?

– Te he dicho que no lo sé.

– Eso fue antes de que os conocierais. Pero allí es donde murió. Un accidente…

– Lo sé, Jack. Pero no sé qué tiene que ver. No ahora.

Yo tampoco. Era una de las muchas ideas confusas, pero no me la podía quitar de la cabeza.

Antes de regresar a Denver me dirigí al cementerio. No sabía lo que hacía. Era de noche y había nevado dos veces desde el funeral. Necesité un cuarto de hora sólo para encontrar el sitio donde estaba enterrado Sean. Todavía no tenía lápida. Lo encontré por la que estaba a su lado. La de mi hermana.

En la tumba de Sean había un par de jarros con flores congeladas y una etiqueta plastificada con su nombre clavada en la nieve. En la de Sarah no había flores. Me quedé un rato mirando la tumba de Sean. Era una noche clara y la luz de la luna me bastaba para ver. Mi aliento formaba nubes de vapor.

– ¿Cómo ocurrió, Sean? -pregunté en voz alta-. ¿Cómo fue?

Me di cuenta de lo que estaba haciendo y miré a mi alrededor. Era la única persona que había en el cementerio. La única viva. Pensé en lo que Riley había dicho de que Sean no quería que nadie se le escapase. Y pensé en lo poco que me importaban a mí esas cosas, mientras me proporcionasen material para un reportaje de dos páginas y media. ¿Cómo nos habíamos distanciado tanto? Mi hermano y yo. Mi hermano gemelo. No lo sabía. Sólo me entristecía. Me hacía sentir que quizá no era yo el que tenía que quedar en este mundo.

Recordé lo que Wexler me había dicho aquella primera noche, cuando vino a buscarme y me contó lo de mi hermano. Hablaba de toda la mierda que sale del tubo y que acabó siendo demasiada para Sean. Aún me parecía increíble. Pero tenía que creer en algo. Pensé en Riley y en las fotos de Theresa Lofton. Y pensé en mi hermana escurriéndose entre el hielo. Entonces creí que el asesinato de la chica había hundido a mi hermano en la más profunda desesperación. Creí que le habían acosado esa desesperación y esos cristalinos ojos azules de la chica que había sido cortada en dos. Y, puesto que no tenía un hermano al que recurrir, recurrió a su hermana. Subió hasta el lago que se la llevó a ella. Y se fue con ella.

Salí del cementerio sin volver la vista atrás.

7

Gladden se apostó junto a la valla, en el lado opuesto al de la mujer que recogía los boletos de los niños. Ella no podía verle. Pero en cuanto el carrusel comenzase a girar, él podría estudiar a los niños uno por uno. Gladden se pasó los dedos por el cabello teñido de rubio y miró a su alrededor. Estaba casi seguro de que lo miraban como a un padre más.

El tiovivo iba a arrancar. El organillo tocaba los acordes de una canción que Gladden no pudo identificar y los caballos iniciaron su trote, girando en sentido contrario a las agujas del reloj. En realidad, Gladden no había subido nunca al carrusel, aunque había visto que muchos de los padres acompañaban a sus hijos. Pensó que eso sería arriesgarse demasiado. Se fijó en una niña de unos cinco años que se aferraba desesperadamente a uno de los caballitos negros. Iba inclinada hacia delante con los bracitos asiendo la barra, pintada a rayas en espiral, como un caramelo, que salía del cuello del caballito de madera. Una pernera del pantaloncito rosa se le había subido dejando al descubierto la cara interna del muslo. Tenía la piel morena, color café. Gladden hurgó en su macuto y sacó la cámara. Aumentó la velocidad del obturador para evitar que la toma saliera movida y encaró la cámara hacia el carrusel. Enfocó y esperó a que la niña volviera a pasar.

Tuvo que esperar dos vueltas del tiovivo, pero le pareció que había conseguido la foto y guardó de nuevo la cámara. Miró en derredor sólo para asegurarse de que todo iba bien y divisó a un hombre apoyado en la valla a unos seis metros a su derecha. Ese hombre no estaba antes ahí. Y lo más alarmante era que iba con chaqueta deportiva y corbata. O era un pervertido o era un policía. Gladden decidió que era mejor marcharse.

El sol casi cegaba en el muelle. Gladden metió la cámara dentro del macuto y sacó las gafas con cristales de espejo. Decidió alejarse por el muelle hasta el gentío. Allí podría despistar a aquel tipo si era necesario. Si es que realmente le estaba siguiendo. Recorrió aproximadamente la mitad del camino, tranquilo y sereno, actuando con frialdad. Entonces se detuvo junto a la valla, se volvió y se recostó de espaldas en ella como si quisiera tomar el sol. Levantó la cara hacia el sol, pero sus ojos, tras los espejos, miraban a la parte del muelle de donde había venido.

Durante unos instantes no pasó nada. No vio al hombre con chaqueta deportiva y corbata. Después lo vio con la chaqueta al brazo, también con gafas de sol, pasando por delante de las galerías libres de impuestos, acercándose lentamente en dirección a Gladden.

– ¡Mierda! -dijo Gladden en voz alta.

Al oír la exclamación, una mujer que estaba sentada en un banco cercano con un niño pequeño le lanzó a Gladden una mirada furibunda.

– Perdón -dijo Gladden.

Se volvió y paseó la mirada por el resto del muelle. Tenía que pensar con rapidez. Sabía que los polis solían ir en pareja cuando entraban en acción. ¿Dónde estaba el otro? Le costó treinta segundos descubrir entre la multitud a una mujer situada unos veinticinco metros por detrás del hombre de la corbata. Llevaba pantalón largo y un polo. No tan formal como el hombre. Habría pasado desapercibida a no ser por el receptor-transmisor que llevaba al costado. Gladden se percató de que ella intentaba ocultarlo. Cuando la miró, ella se volvió dándole la espalda y se puso a hablar por la radio.

Estaba pidiendo refuerzos. Tenía que ser eso. Él tenía que mantenerse tranquilo y pensar un plan. El hombre de la corbata estaba a menos de veinte metros. Gladden se apartó de la valla y empezó a caminar a paso ligero hacia el extremo del muelle. Hizo lo que había hecho la poli. Se escudó en el cuerpo y empujó el macuto para que le quedase delante. Abrió la cremallera, metió la mano y agarró la cámara. Sin sacarla, la manipuló hasta encontrar el botón de borrado y lo accionó. No era demasiado lo que tenía: la niña del carrusel y unos cuantos niños en las duchas públicas. No era una gran pérdida.

Hecho esto, siguió avanzando por el muelle. Sacó del bolso un paquete de cigarrillos y, escudándose con el cuerpo, se volvió y se cubrió del viento para encender uno. Cuando lo hubo encendido, alzó la vista y vio que los dos polis se iban acercando. Sabía que lo creían atraparlo. Estaba llegando al final del muelle. La mujer había alcanzado al hombre e iban hablando mientras se acercaban. Probablemente discutían sobre si sería conveniente esperar a los refuerzos, pensó Gladden.

Gladden se dirigió rápidamente hacia la tienda de artículos de pesca y las oficinas del muelle. Conocía bien el trazado del extremo del muelle. En dos ocasiones, durante aquella semana, había seguido a niños con sus padres desde el carrusel hasta allí. Sabía que al otro lado de la tienda de artículos de pesca había unas escaleras que subían al mirador, en la terraza.

Al doblar la esquina de la tienda, fuera del campo de visión de los polis, Gladden se puso a correr junto a la pared trasera y subió por la escalera. Desde allí podía ver la parte del muelle que estaba delante de la tienda. Los dos polis seguían allí abajo, hablando otra vez. Entonces el hombre siguió los pasos de Gladden y la mujer se quedó atrás. No le iban a dar la oportunidad de escabullirse. De pronto, a Gladden se le ocurrió una pregunta. ¿Cómo lo habían sabido? No es corriente que haya polis con traje por el muelle. Habían acudido allí con un objetivo. Él. Pero ¿cómo se habían enterado?

Dejó estos pensamientos para encararse con la situación real. Tenía que hacer algo para distraerlos. El hombre pronto

se daría cuenta de que él no estaba entre los pescadores situados en la punta del muelle y subiría a buscarlo en el mirador. Vio un cubo de basura en un rincón junto a la baranda de madera. Corrió hacia él y miró en su interior. Estaba casi vacío. Se descolgó el macuto, levantó el cubo de basura por encima de la cabeza y tomó impulso hacia la barandilla. Lo tiró tan lejos como pudo, vio cómo pasaba sobré las cabezas de dos pescadores y caía al agua con un fuerte salpicón. Entonces oyó a un niño que gritaba:

– ¡Ey!

– ¡Hombre al agua! -gritó Gladden-. ¡Hombre al agua!

Entonces cogió el macuto y corrió rápidamente hacia la barandilla trasera del mirador. Vio a la mujer policía. Todavía estaba allí abajo, aunque había oído claramente el chapoteo y los gritos. Un par de chiquillos corría junto a la tienda de artículos de pesca para ver qué eran aquellos gritos y el alboroto. Después de titubear un instante, la mujer se fue tras los niños rodeando el edificio hacia el lugar del chapoteo y la conmoción subsiguiente. Gladden se colgó el macuto al hombro, pasó por encima de la baranda, se colgó de ella y saltó desde una altura de metro y medio. Empezó a correr por el muelle en dirección a tierra firme.

Cuando estaba a mitad de camino, Gladden vio a dos polis de playa en bicicleta. Llevaban pantalón corto y polo azul. Totalmente ridículos. Los había visto el día anterior y le divirtió la idea de que aún así se considerasen polis. Ahora corrió directamente hacia ellos, agitando las manos para que se detuvieran.

– ¿Son ustedes el refuerzo? -les gritó cuando llegó a su altura-. Están en la punta del muelle. El tipo se ha tirado al agua. Necesitan ayuda y un bote. Me han enviado a avisarles.

– ¡Vamos! -gritó uno de los polis a su colega. Mientras uno salía pedaleando, el otro se sacó el transmisor de radio del cinturón y empezó a pedir un bote salvavidas.

Gladden les agradeció con un ademán su rápida reacción y se fue caminando en dirección opuesta. Al cabo de unos segundos se volvió y vio cómo el segundo poli pedaleaba hacia la punta del muelle. Gladden volvió a echar a correr.

En lo alto del puente que va desde la playa hasta la avenida Ocean, Gladden miró hacia atrás y vio el tumulto que se había formado en el extremo del muelle. Encendió otro cigarrillo y se quitó las gafas de sol. «Son tan estúpidos los polis», pensó. «Ya tienen lo que se merecen.» Se apresuró a alcanzar la calle, cruzó la avenida Ocean y anduvo hacia Third Street Promenade, donde estaba seguro de que podría perderse entre la multitud en la popular zona de tiendas y restaurantes. «Que se jodan los polis», pensó. «Han tenido su oportunidad y la han desperdiciado. Eso es lo que han hecho.»

En la zona peatonal, caminó por un pasaje que conducía a unos cuantos restaurantes de comida rápida. La excitación le había abierto el apetito y entró en uno de ellos para tomarse un trozo de pizza y una gaseosa. Mientras esperaba que la chica se lo calentase en el horno se acordó de la niña del carrusel y lamentó haber borrado el contenido de la cámara. Pero ¿cómo podía saber que le resultaría tan fácil escapar?

– Debería haberlo previsto -dijo airadamente en voz alta, y miró a su alrededor para asegurarse de que la muchacha que estaba tras el mostrador no le había oído. Se detuvo a contemplada un momento y la encontró carente de atractivo. Era demasiado mayor. Casi podría tener hijos.

Mientras la estaba mirando, ella, sin utilizar la pala, sacó el trozo de pizza del horno y lo puso en un plato de cartón. Después se chupó los dedos -se había quemado- y puso la comida de Gladden sobre el mostrador. Él se la llevó a la mesa, pero no la probó. Detestaba que alguien tocase su comida.

Gladden se preguntaba cuánto tiempo tendría que esperar hasta que estuviera a salvo y pudiera volver a la playa a recoger su coche. Afortunadamente, lo había dejado en un aparcamiento que estaba abierto toda la noche. Por si acaso. Pasara lo que pasase, tenía que evitar que dieran con su coche. Si lo hicieran podrían abrir el portaequipajes y encontrar su ordenador. Estaría acabado.

Cuanto más pensaba en el episodio de los policías, más se iba enfadando. Ya podía olvidarse del carrusel. No podía volver por allí. Al menos durante una buena temporada. Tendría que enviar un mensaje a los de la red.

Aún le costaba imaginarse cómo había ocurrido. Su mente sopesaba las distintas posibilidades, llegando a considerar incluso que hubiera sido alguno de la red, pero entonces sus pensamientos se detuvieron en la mujer que recogía los boletos. Ella debía de haber puesto la denuncia. Era la única que lo había visto todos los días. Había sido ella.

Cerró los ojos y recostó la cabeza en la pared. Imaginaba que estaba en el carrusel, acercándose a la mujer que recogía los boletos. Llevaba la navaja. Le iba a dar una lección para que aprendiera a meterse en sus cosas. Ella se creía que bastaba con…

Sintió la presencia de alguien. Alguien le estaba mirando.

Gladden abrió los ojos. Los dos polis del muelle estaban frente a él. El hombre, empapado en sudor, alzó la mano indicándole a Gladden que se levantase.

– Levántate, gilipollas.

De camino a comisaría, los dos polis no dijeron nada que le resultara útil a Gladden. Le habían cogido el macuto, le habían registrado, le habían esposado y le habían dicho que estaba arrestado, aunque se negaron a decirle por qué. Le quitaron los cigarrillos, la cartera y el macuto. Lo único de qué preocuparse era la cámara. Por suerte, esta vez no

llevaba sus libros.

Gladden repasó mentalmente lo que llevaba en la cartera y concluyó que no era nada importante. El carnet de conducir de Alabama lo identificaba como Harold Brisbane. Lo había conseguido a través de la red, cambiando fotos por carnets. Tenía otro en el coche, así que se despediría de Harold Brisbane en cuanto estuviera libre.

No habían conseguido las llaves del coche. Estaban bien escondidas en la rueda. Gladden estaba preparado para la eventualidad de que lo trincasen. Sabía que tenía que mantener a los polis alejados del coche. Había aprendido por experiencia a tomar tales precauciones, a planificar pensando siempre en el peor de los casos. Eso es lo que le había enseñado Horace en Raiford. Todas aquellas noches juntos.

En el despacho de detectives del Departamento de Policía de Santa Mónica lo metieron con rudeza pero en silencio en una sala de interrogatorios minúscula. Lo sentaron en una de las sillas de hierro pintadas de gris y le soltaron una de las esposas, que fijaron después a una anilla de hierro atornillada en el centro de la parte superior de la mesa. Los detectives salieron y lo dejaron solo durante más de una hora.

En la pared de enfrente había una ventana con cristal de espejo y Gladden sabía que estaba en una sala de observación. No podía imaginar a quién tenían al otro lado del cristal. No se le ocurría de qué modo podían haberle seguido la pista desde Phoenix o Denver o desde cualquier otra parte.

En un momento dado le pareció oír voces al otro lado del cristal. Estaban allí mirándole, contemplándolo, murmurando. Cerró los ojos y clavó la barbilla en el pecho para que no pudieran verle la cara. Entonces levantó de pronto la cabeza, con una mueca recelosa, de maníaco, y gritó:

– ¡Os va a pesar, malditos!

«Eso le hará temblar el pulso a quienquiera que los polis tengan ahí. La jodida recogeboletos», volvió a pensar. Y volvió a alimentar sus sueños de venganza contra ella.

Cuando ya llevaba noventa minutos encerrado, por fin se abrió la puerta y entraron los mismos polis. Trajeron sillas y la mujer se sentó justo enfrente de él y el hombre, a su izquierda. La mujer puso sobre la mesa una grabadora, junto con el macuto. «No pasa nada», se repetía Gladden una y otra vez para sus adentros como una letanía. Estaría libre antes de que se pusiera el sol.

– Perdone que le hayamos hecho esperar -dijo cordialmente la mujer.

– No hay problema -dijo él-. ¿Puedo recuperar mis cigarrillos?

Lo dijo señalando el macuto. En realidad no quería fumar, sólo quería ver si la cámara seguía allí. No se puede confiar en los jodidos polis. Eso no había tenido que enseñárselo Horace. La mujer ignoró su petición y puso en marcha la grabadora. Entonces se identificó como la detective Constance Delpy y a su compañero como el detective Ron Sweetzer. Ambos pertenecían a la Unidad de Niños Explotados.

A Gladden le sorprendió que fuera ella quien llevase la voz cantante. Parecía de cinco a ocho años más joven que Sweetzer. Llevaba el cabello rubio corto, muy práctico. Pesaba quizá seis o siete kilos de más, repartidos, sobre todo, entre las caderas y los antebrazos. Gladden supuso que hacía pesas. También pensó que era lesbiana. Tenía un sexto sentido para ese tipo de cosas.

Sweetzer tenía una cara ojerosa y un porte lacónico. Había perdido el cabello de manera que le había quedado una estrecha banda que le llegaba hasta la coronilla.

Gladden decidió concentrarse en Delpy.

Era la que mandaba.

Delpy se sacó del bolsillo una tarjeta y le leyó a Gladden sus derechos constitucionales.

– ¿Para qué me lee eso? -le preguntó él cuando acabó-. No he hecho nada malo.

– ¿Ha comprendido usted estos derechos?

– Lo que no comprendo es por qué estoy aquí.

– Señor Brisbane, ¿ha comprendido usted…?

– Sí.

– Bueno. A propósito, su carnet de conducir es de Alabama. ¿Qué está haciendo usted por aquí?

– Eso es asunto mío. Ahora me gustaría hablar con un abogado. No pienso contestar a ninguna pregunta. Como ya le he dicho, he comprendido perfectamente los derechos que me acaba de leer.

Sabía que lo que querían era su dirección allí y la ubicación de su coche. De momento no tenían nada. Pero el hecho de haber salido corriendo probablemente era suficiente para que un juez local lo considerase motivo suficiente y les diera un mandato para investigar el domicilio y el coche si podían localizarlos. Eso no podía permitirlo, de ningún modo.

– Enseguida hablaremos de su abogado -le dijo Delpy-. Pero quiero darle la oportunidad de aclarar esto, quizá para que salga de aquí sin necesidad de gastar dinero en un abogado.

Abrió el macuto y sacó la cámara y la bolsa de caramelos Starburst que tanto gustaban a los niños.

– ¿Qué es todo esto? -le preguntó.

– A mí me parece bastante evidente.

Ella levantó la cámara y la miró domo si no hubiera visto nunca nada igual.

– ¿Para qué la usa?

– Para sacar fotos.

– ¿De niños?

– Quiero un abogado ahora.

– ¿Qué hay de estos caramelos? ¿Qué hace con ellos? ¿Se los da a los niños?

– Quiero hablar con un abogado.

– A la mierda el abogado -dijo Sweetzer enojado-. Te hemos pillado, Brisbane. Has estado fotografiando niños en las duchas. Niños desnudos con sus madres. Me das asco, joder.

Gladden se aclaró la garganta y lanzó a Delpy una mirada inexpresiva.

– Yo no sé nada de eso. Pero he de hacerle una pregunta: ¿Cuál es el delito? ¿Lo sabe? No estoy diciendo que lo haya hecho, pero aunque lo hubiera hecho, no sabía que sacar fotos de niños en la playa fuera contra la ley.

Gladden sacudió la cabeza como si estuviera confuso. Delpy sacudió la suya como si le diera asco.

– Detective Delpy, puedo asegurarle que existen numerosos precedentes legales que sostienen que la observación de la desnudez pública aceptable (en este caso, una madre lavando a su hijo en la playa) no puede considerarse un acto lascivo. Ya ve, si el fotógrafo que saca esas fotos comete un delito, también tendrían ustedes que procesar a la madre por brindarle la ocasión. Es probable que usted sepa ya todo esto. Estoy seguro de que uno de ustedes se ha pasado la última hora y media consultando con el fiscal.

Sweetzer se inclinó hacia él sobre la mesa. Gladden pudo percibir su aliento, que olía a cigarrillos y a patatas fritas con salsa barbacoa. Supuso que Sweetzer había estado comiendo patatas a propósito, sólo para que su aliento resultase intolerable durante el interrogatorio.

– Escúchame, gilipollas, sabemos exactamente quién eres y lo que estás haciendo. He visto raptos, homicidios… pero vosotros, tíos, sois la forma de vida más ruin de todo el planeta tierra. ¿No quieres hablar con nosotros? Bien, no hay problema. Vamos a hacer una cosa, te llevaremos a Biscailuz esta noche y te pondremos con todos los demás. Conozco a algunos que están allí, Brisbane. Y te vaya decir algo. ¿Sabes qué les hacen allí a los pedófilos?

Gladden volvió la cabeza lentamente hasta que sus ojos se posaron tranquilamente en los de Sweetzer por primera vez.

– Detective, no estoy muy seguro, pero creo que sólo su aliento ya constituye un castigo cruel y fuera de lo común. Si se da el caso de que me condenan por haber sacado fotos en la playa, me basaré en eso para apelar.

Sweetzer echó el brazo hacia atrás.

– ¡Ron!

Se quedó inmóvil, mirando a Delpy, y bajó el brazo lentamente. Gladden no se había inmutado ante la amenaza. Le habría venido bien el golpe. Sabía que le habría ayudado en el juicio.

– Muy listo -dijo Sweetzer-. Lo que tenemos aquí es un detenido legalista que cree estar al tanto de todo. Muy bonito. Bueno, esta noche vas a saber lo que es bueno, no sé si me entiendes.

– ¿ Puedo llamar ya a un abogado? -preguntó Gladden con voz cansina.

Sabía lo que estaban haciendo. No tenían nada contra él Y estaban tratando de amedrentado para ver si cometía un error. Pero no les iba a complacer porque era demasiado listo para ellos. Y sospechaba que en el fondo ya lo sabían.

– Mira, yo no voy a ir a Biscailuz y todos lo sabemos. ¿Qué tenéis contra mí? Tenéis mi cámara; no sé si lo habéis comprobado, pero no hay ninguna foto en ella. Y tenéis a alguna recoge boletos o algún salvavidas o algún otro que dice que yo he sacado unas fotos. Pero no existe otra prueba que sus palabras. Y si sólo los habéis traído para que me identifiquen a través del espejo, esa identificación tampoco es válida. No ha sido ni remotamente una rueda de reconocimiento imparcial.

Esperó a que dijeran algo, pero no lo hicieron. Ahora era él quien llevaba la batuta.

– Aunque el fondo de todo este asunto es que quienquiera que tengáis tras ese cristal, él o ella es testigo de algo que ni siquiera es delito. Si eso equivale a pasar una noche en la prisión del condado, no lo sé. Pero quizá pueda explicármelo usted, detective Sweetzer, si no es demasiado pedir a su inteligencia.

Sweetzer se levantó de pronto, tirando su silla contra la pared. Delpy sujetó su brazo, sometiéndolo esta vez físicamente.

– Tómatelo con calma, Ron -le ordenó-. Siéntate, haz el favor de sentarte.

Sweetzer cumplió la orden. Entonces Delpy miró a Gladden.

– Si van a seguir con esto, tendré que hacer esa llamada -dijo él-. Por favor, ¿dónde está el teléfono?

– Tendrá usted su teléfono. En cuanto formulemos la acusación. Pero olvídese de los cigarrillos. No se puede fumar en la cárcel del condado. Nosotros cuidamos de su salud.

– ¿Acusación? ¿De qué cargos? No pueden detenerme.

– Contaminación de aguas públicas, vandalismo contra la propiedad municipal. Evasión frente a un oficial de policía.

Las cejas de Gladden se alzaron con una mirada interrogante. Delpy le sonrió.

– Olvida usted algo -dijo ella-. El cubo de basura que tiró usted a la bahía de Santa Mónica.

Asintió triunfante y apagó la grabadora.

En la celda de la jefatura de policía le permitieron a Gladden que hiciera la llamada. Al ponerse el receptor en la oreja pudo percibir el olor del jabón industrial que le habían dado para que se quitase la tinta de los dedos. Eso le sirvió para recordar que tenía que estar libre antes de que sus huellas fuesen contrastadas en el ordenador nacional. Marcó un número que había procurado memorizar la noche en que llegó a la costa. Krasner estaba en la lista de la red.

Al principio, la secretaria del abogado estuvo a punto de colgarle, pero entonces él le pidió que le dijera al señor Krasner que llamaba de parte del señor Pederson, el nombre sugerido en el boletín de la red. Entonces Krasner se puso enseguida al teléfono.

– Sí, aquí Arthur Krasner. ¿Qué puedo hacer por usted?

– Señor Krasner, mi nombre es Harold Brisbane y tengo un problema.

Entonces Gladden le contó detalladamente a Krasner lo que le había ocurrido. Hablaba en voz baja porque no estaba solo. Había otros dos hombres en la celda, esperando ser trasladados a la prisión del condado en Biscailuz. Uno estaba estirado en el suelo, durmiendo; era un drogadicto. El otro estaba sentado al otro lado de la celda, pero no dejaba de mirar a Gladden e intentaba escuchar porque no tenía otra cosa que hacer. Gladden pensó que podía ser una trampa, un poli que se hacía pasar por detenido para escuchar furtivamente su conversación con el abogado.

Por eso Gladden evitó decir su verdadero nombre. Krasner permaneció un rato en silencio.

– ¿Qué es ese ruido? -preguntó podin.

– Hay un tipo durmiendo en el suelo. Y está roncando.

– Harold, usted no debería estar entre esa gente -se lamentó Krasner en un tono paternalista que disgustó a Gladden-. Hemos de hacer algo.

– Para eso le llamo.

– Mis honorarios por hoy y por mañana serán de mil dólares. Le hago un descuento generoso. Se lo hago porque viene usted de parte de… del señor Pederson. Si la cosa se alarga más allá de mañana, tendremos que discutirlo. ¿Tiene algún problema para conseguir el dinero?

– No, ningún problema.

– ¿Y para la fianza? Además de mis honorarios, ¿podrá usted pagar la fianza? Parece que está fuera de lugar una pignoración de propiedades. El fiador se lleva el diez por ciento de la fianza fijada por el juez. Éstos son sus honorarios. No se le devolverán.

– Sí, olvide las propiedades. Después de pagarle sus exorbitantes honorarios es probable que pueda conseguir cinco más. Eso de manera inmediata. Puedo conseguir más, pero sería difícil. Quisiera fijarlo en un máximo de cinco y quiero salir lo más pronto posible.

Krasner ignoró el comentario sobre sus honorarios.

– ¿Quiere decir cinco mil?

– Sí, claro. Cinco mil dólares. ¿Qué puede usted hacer con eso?

Gladden se imaginó que Krasner probablemente se estaba arrepintiendo de haber rebajado sus inflados honorarios.

– Vale, eso quiere decir que puede usted llegar a una fianza de cincuenta mil. Creo que vamos por buen camino. Se trata de un arresto por delito, de momento. Aunque la fuga y la contaminación se pueden calificar como delitos o como faltas. Estoy seguro de que los rebajarán. Es una exageración urdida por los polis. Sólo tenemos que llevado ante el tribunal y saldrá bajo fianza.

– Sí.

– Creo que cincuenta mil es mucho para este asunto, pero forma parte del regateo que tendré que hacer con el agente del registro. Ya veremos cómo va. Tengo entendido que no ha dado usted su domicilio.

– Correcto. Necesito uno.

– Entonces quizás hagan falta los cincuenta. Pero entretanto vaya ver qué se puede hacer con su domicilio. Eso quizá comporte algunos gastos adicionales. No será mucho. Puedo pro me…

– De acuerdo. Hágalo.

Gladden se volvió hacia el hombre que estaba al otro lado de la celda.

– ¿Y qué pasa con esta noche? -preguntó en voz baja-. Ya se lo he dicho, estos polis están intentando hacerme daño.

– Creo que es una fanfarronada, pero…

– Para usted es fácil decirlo…

– Pero no puedo hacer nada. Escúcheme, señor Brisbane. No puedo sacarle esta noche, pero voy a hacer unas llamadas. Estará usted bien. Haré que le pongan en la K-9.

– ¿Qué es eso?

– Es una zona de trato especial en la prisión. Por lo general está reservada para confidentes y casos de gente poderosa. Llamaré a la cárcel y les diré que es usted confidente en una investigación federal que se lleva desde Washington.

– ¿No lo comprobarán?

– Sí, pero hoy ya será demasiado tarde. Le pondrán en la K-9 y mañana, para cuando comprueben que es falso, usted ya estará ante el tribunal y esperemos que poco después en libertad.

– Es un buen truco, Krasner.

– Sí, pero no podré usado de nuevo. Creo que tendré que subirle un poco los honorarios de que hemos hablado, para cubrir las pérdidas.

– A la mierda con eso. Mire, éste es el trato. Tengo acceso a seis de los grandes, como máximo. Sáqueme de aquí y lo que quede después de pagar al fiador, para usted. Es un buen negocio.

– Trato hecho. Ahora, una cosa más. Usted ha hablado también de la necesidad de adelantarse en lo de las huellas dactilares. Necesito hacerme una idea de eso. De modo que, en conciencia, no puedo llegar a ningún acuerdo antes de que el tribunal…

– Tengo antecedentes, si es eso lo que me pregunta. Pero no creo que usted y yo tengamos que hablar de eso.

– Le entiendo.

– ¿Para cuándo me emplazarán?

– A última hora de la mañana. Cuando llame a la cárcel; en cuanto cuelgue, veré si pueden programado para que salga en el primer autobús a Santa Mónica. Es mejor esperar en el juzgado que en Biscailuz.

– No lo sabía. Es la primera vez que estoy aquí.

– Uf, señor Brisbane, tengo que reclamarle de nuevo mis honorarios y el importe de la fianza. Me temo que el dinero tendrá que estar en mis manos antes de acudir al juzgado mañana.

– ¿Me puede dar acceso a alguna cuenta? -Sí.

– Déme el número. Le haré la transferencia por la mañana. ¿Puedo hacer llamadas de larga distancia desde la K-9?

– No. Tendrá que llamar a mi despacho. Le diré a Judy que espere su llamada. Entonces ella marcará por otra línea el número que usted le dé y hará la conexión. No habrá problemas. Ya lo hemos hecho otras veces.

Krasner le dio el número de su cuenta y Gladden utilizó la técnica de memorización que Horace le había enseñado para recordarlo.

– Señor Krasner, se hará usted un gran favor a sí mismo si destruye el registro telefónico de esta transacción y se limita a contabilizar el pago de sus honorarios como si se lo hubiera ingresado en efectivo.

– Le entiendo. ¿Se le ocurre alguna otra cosa?

– Sí. Será mejor que ponga usted algo en la red ASP diciéndoles a los demás lo que ha ocurrido, para que se mantengan alejados del carrusel.

– Lo haré.

Después de colgar, Gladden apoyó la espalda en la pared y se dejó caer hasta quedar sentado en el suelo. Evitó mirar al hombre que estaba al otro lado de la celda. Notó que habían cesado los ronquidos y supuso que quizás el que estaba tendido en el suelo había muerto. Una sobredosis. Entonces el hombre se movió un poco. Por un instante, Gladden consideró la posibilidad de llegar hasta él, quitarle el brazalete de plástico y cambiarlo por el suyo. Probablemente estaría libre a la mañana siguiente y se ahorraría la tarifa del abogado y los 50.000 dólares de fianza.

Pero decidió que era muy arriesgado. El hombre sentado en el rincón de la celda podía ser un poli y, además, el que estaba en el suelo podía ser un delincuente multirreincidente. Nunca se sabe cuándo un juez va a decir que ya basta. Gladden decidió encomendarse a Krasner. Al fin y al cabo, su nombre lo había sacado de la red. El abogado debía de saber lo que hacía. Pero aún le preocupaban los seis mil dólares. Estaba siendo extorsionado por el propio sistema judicial. ¿Seis mil por qué? ¿Qué mal había hecho?

Se llevó la mano al bolsillo en busca de un cigarrillo, pero entonces recordó que se los habían quitado. Esto aún le hizo enfadarse más. Y sintió compasión de sí mismo. ¿Por qué le estaba persiguiendo la sociedad? Él no había escogido sus instintos y sus inclinaciones. ¿Es que no podían entenderlo?

Gladden deseaba tener consigo su portátil. Quería conectarse y hablar con los de la red. Los de su cuerda. Se sentía solo en la celda. Estuvo a punto de ponerse a llorar, pero el hombre recostado contra la otra pared le estaba mirando. No iba a llorar delante de él.

8

Apenas pude dormir aquella noche, después de haber estado mirando los archivos. No dejaba de pensar en las fotos. Primero en las de Theresa, después en las de mi hermano. Ambos captados en poses horribles y archivados en sendos sobres. Sentía ganas de volver allí, robar las fotos y quemarlas. No quería que nadie las viera nunca más.

Por la mañana, después de hacer café, encendí mi ordenador y lo conecté con el sistema del Rocky para ver si tenía algún mensaje. Me comía los Cheerios a puñados directamente de la caja mientras esperaba que se activase la conexión y se aprobase mi clave de acceso. Tenía el ordenador portátil y la impresora en la mesa del comedor porque lo más frecuente era que estuviera comiendo mientras lo utilizaba. Es un palo estar sentado a la mesa solo y pensar en que llevas comiendo solo más años de los que puedes recordar.

Mi casa era pequeña. Llevaba ya nueve años en el mismo apartamento de un solo dormitorio y con los mismos muebles. No estaba mal, pero no era nada especial. Aparte de Sean, no recordaba quién era la última persona que me había visitado. Cuando salía con mujeres no las llevaba allí. Tampoco habían sido muchas, de todos modos.

Cuando me mudé sólo pensaba estar aquí un par de años, pensaba que quizá me compraría una casa y me casaría o tendría un perro o algo así. Pero eso no había ocurrido y no estaba seguro de por qué. Por el trabajo, supongo. Al menos eso es lo que me decía a mí mismo. Concentraba todas mis energías en el trabajo. Por todas las habitaciones del apartamento había montañas de periódicos con mis reportajes en sus páginas. Me gustaba releerlos y guardarlos. Si hubiera muerto en casa, sé que al entrar y encontrarme allí habrían pensado, erróneamente, que era un guardalotodo de esos sobre los que he escrito, que se mueren entre montones de periódicos y con todo su dinero embutido en los colchones. No se les hubiera ocurrido coger uno de los periódicos y leer mi historia.

Sólo tenía un par de mensajes en el ordenador. El más reciente era de Greg Glenn, preguntándome cómo iba eso. Lo había enviado a las seis y media de la tarde anterior. Me fastidiaban las prisas; el tío me había hecho el encargo el lunes por la mañana y esa misma tarde ya quería saber cómo iba. «¿Cómo va eso?» es la forma que tienen los redactores jefes de preguntarte: «¿Dónde está el reportaje?»

«A la mierda», pensé. Le envié una respuesta breve diciendo que había pasado el día con los polis y que estaba convencido del suicidio de mi hermano. Aclarado esto, empezaría a investigar las causas y la frecuencia de los suicidios de policías.

El mensaje anterior que tenía en pantalla era de Laurie Prine, de la biblioteca. Lo había enviado el lunes a las cuatro y media. Todo lo que decía era: «Material interesante en Nexis. Está sobre el mostrador.»

Le envié una respuesta agradeciéndole la rapidez de la investigación y diciéndole que un imprevisto me había entretenido en Boulder, pero que iría a por el material enseguida. Pensé que sentía un interés especial por mí, a pesar de que sólo la había tratado a nivel profesional. Hay que ir con cuidado y estar bien seguro. Si das un paso y se lo esperan, perfecto, pero si lo das y no lo esperan, se quejan al jefe de personal. Mi opinión es que lo mejor es abstenerse.

Después navegué por las noticias de AP y UPI para ver si había algo interesante. Había una noticia sobre un médico al que habían disparado frente a una clínica para mujeres en Colorado Springs. Habían detenido a una militante antiabortista, pero el doctor aún seguía con vida. Hice una copia electrónica de la noticia y la guardé en mi archivo personal, aunque pensé que no haría nada con ella a menos que el médico muriese.

Llamaron a la puerta y eché un vistazo por la mirilla antes de abrir. Era Jane, que vivía abajo, al otro lado del pasillo. Llevaba allí cerca de un año y la había conocido cuando me pidió ayuda para trasladar unos muebles durante la mudanza. Quedó impresionada cuando le dije que era reportero de prensa, pues no sabía nada al respecto. Habíamos salido al cine un par de veces y otra a cenar y pasamos un día esquiando en Keystone, pero esos encuentros se habían espaciado durante el año que llevaba viviendo en el edificio y nunca llegaron a más. Creo que era yo el que dudaba, no ella. Le gustaba mucho salir, y quizás era eso. A mí también me gustaba eso -al menos mentalmente-, pero aspiraba a algo muy diferente.

– Hola, Jack. Anoche vi tu coche en el garaje, por eso supe que habías vuelto. ¿Cómo ha ido el viaje?

– Estuvo bien. Estuvo bien como escapada.

– ¿Fuiste a esquiar?

– Un poco. Estuve en Telluride:

– Suena bien. ¿Sabes? Iba a decírtelo, pero ya te habías ido: si te has de marchar otra vez puedo cuidarte las plantas, recogerte el correo o lo que sea. No tienes más que decírmelo.

– Oh, gracias. Pero en realidad no tengo ninguna planta. Paso muchas noches fuera de casa por el trabajo, así que no tengo ninguna.

Me volví desde la puerta y eché un vistazo al apartamento como para asegurarme. Supongo que debería haberla invitado a tomar un café, pero no lo hice. En vez de eso, le pregunté:

– ¿Ya te vas a trabajar? -Sí.

– Yo también. Será mejor que me apresure. Pero oye, haremos algo una vez que me vaya situando. Una película o algo así.

A ambos nos gustaban las películas de De Niro. Era lo único que teníamos en común.

– Vale. Llámame.

– Lo haré.

Al cerrar la puerta me reprendí a mí mismo de nuevo por no haberla invitado a entrar. Ya en la mesa del comedor, apagué el ordenador y mi vista se detuvo sobre el montón de folios de un dedo de grueso apilado junto a la impresora. Mi novela inacabada. Hacía más de un año que la había empezado, pero no acababa de avanzar con ella. Se suponía que trataba de un escritor que se queda tetrapléjico tras un accidente de motocicleta. Con el dinero de la indemnización contrata a una hermosa joven universitaria para que mecanografíe, mientras él le va dictando las frases. Pero pronto se da cuenta de que ella retoca y reescribe lo que él le dice, incluso antes de teclearlo. Y lo que le destroza es que ella escribe mejor. Pronto acaba sentándose en silencio en la habitación mientras ella escribe. Sólo la mira. Quisiera matarla, estrangularla con sus manos. Pero no puede ni moverlas. Un infierno.

El montón de páginas estaba allí, en la mesa, retándome a que lo intentase de nuevo. No sabía por qué no lo metía en un cajón junto con la otra novela que había empezado años atrás y nunca había acabado. Pero no lo hacía. Supongo que prefería tenerla allí, donde pudiera verla.

La redacción del Roeky estaba desierta cuando llegué. El redactor jefe del turno de mañana y un reportero madrugador estaban en la sección de local, pero no había nadie más. La mayoría de los periodistas empezaban a llegar sobre las nueve o más tarde. Hice el primer alto en la cafetería para tomar otro café y a continuación me fui a la biblioteca, donde recogí del mostrador un grueso importante de páginas impresas que tenían mi nombre escrito encima. Miré en el escritorio de Laurie Prine para darle las gracias personalmente, pero tampoco había llegado.

De vuelta a mi mesa eché un vistazo al despacho de Greg Glenn. Allí estaba, al teléfono, como de costumbre. Inicié mi rutina habitual leyendo elRockyy el Posta la vez. Siempre disfrutaba con eso, el balance diario de la guerra de periódicos de Denver. Al compararlos se observaba que las noticias exclusivas eran las que marcaban las diferencias. Pero, por lo general, los diarios cubrían las mismas noticias, y ésa era la guerra de trincheras, donde se libraba la batalla de verdad. Yo me leía nuestra noticia y después leía la suya para ver quién la había escrito mejor, quién tenía la mejor información. No siempre me inclinaba por elRocky. De hecho, la mayoría de las veces no lo hacía. Yo trabajaba con algunos auténticos gilipollas a quienes no les importaba que el Poples diera patadas en el culo. «Esto no debería reconocerlo ante nadie», pensé. Era la naturaleza misma del negocio y de la competencia. Competíamos con el otro diario, competíamos los unos contra los otros. Seguro que era por eso que algunos me miraban cuando entraba en la redacción. Para algunos de los reporteros más jóvenes, yo era casi un héroe por la garra de mis reportajes, por el talento que vertía en ellos y por el acierto en su tratamiento. Para algunos de los otros, seguro que era un mercenario patético con un chollo que no me merecía. Un dinosaurio. Quisieran pegarme un tiro. Pero eso era normal. Lo comprendía. Yo habría pensado lo mismo de haber estado en su situación.

Los periódicos de Denver alimentaban a los grandes diarios de Nueva York, Los Angeles, Chicago y Washington. Probablemente podría haberme ido mucho tiempo atrás a uno de ellos, e incluso había rechazado una oferta del Times de Los Angeles años atrás. Pero no antes de haberla utilizado como medida de presión para que Glenn me diera el puesto de sucesos criminales. Él creía que la oferta era para un puesto de primera línea cubriendo la información policial. No le dije que se trataba de un empleo en un suplemento suburbano llamado Valley Edition. Me ofreció crear el puesto de reportero criminalista para mí si me quedaba. A veces pienso que me equivoqué al aceptar la oferta de Glenn. Quizás habría estado bien empezar algo nuevo.

En la competición matinal lo habíamos hecho bien. Dejé los periódicos a un lado y cogí el mazo de papel de la biblioteca. Laurie Prine había encontrado en periódicos del Este varios reportajes que analizaban la patología de los suicidios policiales y un puñado de pequeñas noticias puntuales que informaban sobre suicidios concretos por todo el país. Tuvo la discreción de no imprimir el reportaje del Post de Denver sobre mi hermano.

La mayoría de los informes extensos examinaban el suicidio como un riesgo profesional propio del trabajo policial. Cada uno de ellos comenzaba con el suicidio de un policía determinado y después encauzaban la historia hacia un debate entre psiquiatras y expertos policiales sobre lo que inducía a un policía a comerse su pistola. Todos los reportajes llegaban a la conclusión de que existía una relación causal entre los suicidios de policías y el estrés profesional, y algún suceso traumático en la vida de las víctimas.

Los artículos eran valiosos porque en ellos se nombraba a los expertos que yo iba a necesitar para mi reportaje. Y en varios se citaba un estudio sobre suicidios policiales que se estaba realizando bajo los auspicios del FBI en la Fundación para el Cumplimiento de la Ley, en Washington, D.C. Lo subrayé con un marcador, presuponiendo que podría conseguir estadísticas actualizadas en la Fundación o en el FBI para darle frescura y credibilidad a mi historia.

Sonó el teléfono y era mi madre. No habíamos hablado desde el funeral. Después de unas preguntas preliminares sobre mi viaje y cómo estaba, fue directamente al grano.

– Me ha dicho Riley que vas a escribir sobre Sean.

No era una pregunta, pero le contesté como si lo fuera.

– Sí, es cierto.

– ¿Por qué, John?

Era la única persona que me llamaba John.

– Porque tengo que hacerla… Simplemente, no puedo comportarme como si no hubiera ocurrido. Por lo menos he

de intentar comprenderlo.

– Tú siempre lo desmontabas todo cuando eras chico. ¿Te acuerdas? Todos aquellos juguetes que destrozabas…

– ¿ De qué estás hablando, mamá? Esto es…

– Lo que te estoy diciendo es que cuando desmontas las cosas nunca las vuelves a dejar como estaban. ¿Y qué has conseguido? Nada, Johnny, no consigues nada.

– Mamá, lo que dices no tiene sentido. Mira, tengo que hacerlo.

Nunca entendí por qué me ponía frenético con tanta facilidad cuando hablaba con ella.

– ¿Has pensado en alguien, además de en ti mismo? ¿Sabes el daño que puede hacer eso si se publica?

– ¿Quieres decir, a papá? Quizá también le ayude a él.

Hubo un largo silencio y me la imaginé sentada a la mesa de la cocina, con los ojos cerrados y sosteniendo el teléfono. Probablemente mi padre estaba también allí sentado, sin atreverse a hablar conmigo de aquello.

– ¿Tienes alguna idea? -le pregunté con calma-. ¿Alguno de los dos la tiene?

– Claro que no -contestó con tristeza-. Nadie lo sabe. Otro silencio y después me hizo una última súplica.

– Piénsalo, John. Es mejor que todo esto quede entre nosotros.

– ¿Como lo de Sarah?

– ¿Qué quieres decir?

– Nunca has hablado de eso… Nunca has hablado conmigo.

– No puedo hablar de eso ahora.

– Nunca puedes. Sólo han pasado veinte años.

– No te pongas sarcástico con una cosa como ésta.

– Lo siento, mira, no intento serlo.

– Piensa sólo en lo que te he preguntado.

– Lo haré -dije-. Ya te diré algo.

Colgó tan enfadada conmigo como yo lo estaba con ella. Me molestaba que no quisiera que escribiese sobre Sean. Era como si todavía lo estuviera protegiendo y favoreciendo. Él se había ido. Yo seguía aquí.

Me enderecé en mi asiento para mirar por encima de las mamparas del pasillo en que se encontraba mi escritorio. Pude ver que la redacción ya se estaba llenando. Glenn había salido de su despacho y estaba en la sección de local hablando con el redactor jefe de la mañana sobre el plan de cobertura de la noticia sobre el médico abortista tiroteado. Me hundí en la silla para que no me vieran y se les ocurriera la idea de encargarme que lo reescribiera. Siempre intentaba escaquearme de reescribir. Envían a un puñado de reporteros a la escena de un crimen o un desastre y después toda esa gente tiene que llamarme para informar. Entonces tengo que escribir el reportaje antes del cierre y decidir qué nombres lo firmarán. Así es el negocio de la prensa en su faceta más furiosa y trepidante, pero yo ya estaba quemado para eso. Yo sólo pretendía escribir mis historias sobre crímenes y que me dejasen en paz.

Estuve a punto de coger mis copias e irme a leer a la cafetería para quedar fuera de su alcance, pero decidí correr el riesgo. Volví a mis lecturas.

El reportaje más impresionante se había publicado en el New York Times cinco meses atrás. No es sorprendente que fuera precisamente en el Times. El Times era el Santo Grial del periodismo. El mejor. Empecé a leer el artículo, pero enseguida decidí reservarlo para el final. Después de leer por encima el resto del material me fui a buscar otra taza de café y entonces me puse a releer el artículo del Times, tomándome el tiempo necesario.

El pretexto de la noticia eran los suicidios, al parecer inconexos, de tres de los mejores policías de Nueva York en un período de seis meses. Las víctimas no se conocían entre sí, pero todos habían sucumbido al síndrome del «blues del policía», como lo llamaba el artículo. Dos se habían matado con sus pistolas en casa y otro se había ahorcado en un subterráneo que utilizaban los heroinómanos para chutarse, ante las miradas aterrorizadas de seis de ellos. El artículo informaba ampliamente de la marcha del estudio sobre suicidios policiales que estaban realizando conjuntamente el Servicio de Ciencias del Comportamiento del FBI en Quantico (Virginia) y la Fundación para el Cumplimiento de la Ley. Citaba al director de la Fundación, Nathan Ford, y anoté ese nombre en mi libreta antes de seguir leyendo. Ford decía que el estudio analizaba cada uno de los suicidios policiales registrados en los últimos cinco años, en busca de causas similares. Decía, en resumen, que resultaba imposible determinar quién podría ser susceptible de sufrir el síndrome del «blues del policía». Pero que una vez diagnosticado podía tratarse adecuadamente si el agente que lo padecía pedía ayuda. Decía Ford que el objetivo del estudio era elaborar una base de datos que pudiera traducirse en un protocolo que ayudaría a los jefes de policía a detectar a los agentes aquejados del «blues» antes de que fuera demasiado tarde.

El artículo del Times incluía un recuadro sobre un caso ocurrido en Chicago un año atrás en el que un agente había respondido al tratamiento, aunque no había logrado salvarse. Mientras iba leyendo se me encogía el estómago. El artículo decía que el detective John Brooks de la policía de Chicago había iniciado sesiones de terapia con un psiquiatra después de que un determinado caso de homicidio que se le había asignado empezara a obsesionarle. El caso era el secuestro y asesinato de un muchacho de doce años llamado Bobby Smathers. El chico llevaba dos días desaparecido cuando se hallaron sus restos en un talud cubierto de nieve junto al parque zoológico Lincoln. Había sido estrangulado. Le faltaban ocho dedos.

La autopsia reveló que los dedos habían sido cortados antes de su muerte. Esto, y la imposibilidad de identificar y

atrapar al asesino, fue, al parecer, más de lo que Brooks podía soportar.

El señor Brooks, un investigador muy bien considerado, se tomó demasiado a pecho la muerte precoz del jovencito de ojos azules.

Cuando sus superiores y colegas se dieron cuenta de que eso estaba afectando a su trabajo, se tomó cuatro semanas libres e inició sesiones intensivas de terapia con el doctor Ronald Cantor, a quien le envió el psicólogo del Departamento de Policía de Chicago.

Al principio de esas sesiones, según el doctor Cantor, Brooks hablaba abiertamente de sus sentimientos suicidas y dijo que le acosaban pesadillas en las que el chico agonizaba chillando.

Después de veinte sesiones de terapia, durante un primer período de cuatro semanas, el doctor Cantor aprobó el retorno del detective a su puesto en la unidad de homicidios. Según todas las versiones, Brooks trabajaba perfectamente y siguió llevando y resolviendo otros casos de homicidio. Contó a sus colegas que habían desaparecido las pesadillas. Conocido como John el Lanzado por su actitud frenética e imparable, Brooks incluso continuó con su finalmente infecunda persecución del asesino de Bobby Smathers.

Pero, al parecer, algo cambió durante el frío invierno de Chicago. El 13 de marzo -el día en que el joven Smathers habría cumplido trece años- Brooks se sentó en su silla favorita en el estudio donde solía ponerse a escribir poemas para distraerse de su trabajo como detective de homicidios. Se había tomado al menos dos pastillas de Percocet que le quedaban del tratamiento de una vieja herida del año anterior. Escribió una sola línea en su cuaderno de poemas. Después se metió en la boca el cañón de su 38 Especial y apretó el gatillo. Lo encontró su mujer al volver del trabajo.

La muerte de Brooks dejó desconsolados a la familia y amigos, que se hacían preguntas sin cesar. ¿Qué podían haber hecho ellos? ¿Qué se les había escapado? Cantor sacudió la cabeza pensativo cuando se le preguntó, en una entrevista, si había respuestas a tan problemáticas preguntas.

«La mente es algo extraño, impredecible y a veces horrible -dijo en su despacho el psicólogo de voz afable-. Creo que John había llegado muy lejos conmigo. Pero, obviamente, no avanzamos lo suficiente.»

Brooks y lo que quiera que fuese que le atormentaba siguen siendo un enigma. Hasta su último mensaje es un rompecabezas. La última línea que escribió en su cuaderno ofrece pocas pistas para descubrir qué fue lo que le impelió a volver el arma contra sí mismo.

Sus últimas palabras escritas fueron: «A través de la pálida puerta.» La frase no es original. Brooks la tomó de Edgar Alian Poe. En el poema «El palacio encantado», que se publicó originalmente en uno de los relatos más conocidos de Poe, La caída de la casa Usher, el poeta escribió:

Mientras, cual espectral torrente, por la pálida puerta, sale una horrenda multitud que ríe… pues la sonrisa ha muerto.

No está claro qué significaron para Brooks estas palabras, aunque, ciertamente, traslucen la melancolía implícita en su acto final.

Mientras tanto, el asesinato de Bobby Smathers sigue siendo un caso abierto. En la unidad de homicidios en que trabajaba Brooks, donde sus colegas siguen aún con el caso, los detectives afirman que ahora están tratando de hacer justicia a dos víctimas.

«Por lo que me concierne, éste es un doble asesinato -declaró Lawrence Washington, un detective que se había formado junto a Brooks y era su compañero en la unidad de homicidios-. El que hizo lo de! chico también es culpable de lo de John el Lanzado. Nadie me convencerá de lo contrario.»

Me enderecé y eché un vistazo por la redacción. Nadie me miraba. Volví a mirar las hojas de impresora y leí de nuevo el final del reportaje.

Estaba aturdido, casi en el mismo grado que la noche en que Wexler y St. Louis vinieron a buscarme. Oía los latidos de mi propio corazón, se me revolvieron las tripas con un escalofrío. No podía apartar la vista del nombre del relato: Usher. Lo había leído en el instituto y también en la universidad. Conocía la historia. Y conocía al protagonista que le daba nombre: Roderick Usher. Abrí mi cuaderno de notas y repasé los escasos apuntes que había tomado cuando dejé a Wexler el día anterior. Allí estaba el nombre. Sean lo había escrito en el registro cronológico. Fue su última anotación:

Rusher

Llamé a la biblioteca de la editorial y pregunté por Laurie Prine.

– Laurie, soy…

– Jack. Sí, ya lo sé.

– Mira, necesito una búsqueda urgente. Quiero decir que creo que es una búsqueda. No estoy seguro de cómo conseguirlo.

– ¿De qué se trata, Jack?

– Edgar Alian Poe. ¿Tenemos algo sobre él?

– Seguramente. Estoy segura de que tenemos bastantes notas biográficas. Podría…

– ¿Y no tenemos algunos de sus relatos u obras suyas? El que estoy buscando es La caída de la casa Usher. Y perdona que te haya interrumpido.

– Está bien. Hummm, no sé lo que puede haber por aquí de sus obras. Como ya te he dicho, la mayor parte es material biográfico. Puedo echar un vistazo. Pero mira, en cualquier librería te venderán sus obras, si no las tenemos aquí.

– Vale, gracias. Ahora mismo me pasaré por la Tattered Cover. Estaba a punto de colgar cuando oí que pronunciaba mi nombre. -¿Sí?

– Se me acaba de ocurrir algo. Si lo que buscas es una cita o algo así, tenemos un CD-ROM con miles. No tengo más que ponerlo y ya está.

– Vale. Hazlo.

Me dejó al teléfono una eternidad. Volví a releer el final del reportaje del Times. Lo que se me estaba ocurriendo parecía inconcebible, pero no podía pasar por alto las coincidencias en la manera en que habían muerto mi hermano y Brooks y en los nombres de Roderick Usher y Rusher.

– Vale, Jack -dijo Laurie de nuevo al teléfono-. Acabo de comprobar nuestros índices. No tenemos libros que contengan obras completas de Poe. He puesto el CD, así que probemos. ¿Qué es lo que quieres?

– Hay un poema titulado «El palacio encantado» que forma parte del relato La caída de la casa Usher. ¿Puedes conseguirlo? No me contestó. Oí cómo tecleaba en el ordenador.

– Vale, sí, aquí hay una selección de citas del relato y el poema. Tres pantallas.

– Vale. Mira a ver si hay una frase que dice: «Fuera del espacio, fuera del tiempo.»

– Fuera del espacio. Fuera del tiempo.

– Eso es. Pero no conozco la puntuación.

– No importa. Se puso a teclear.

– Uf, no. No está en…

– ¡Maldición!

No sé por qué me salió tal exabrupto. Me incomodó enseguida.

– Pero escucha, Jack, ésa es una frase de otro poema.

– ¿Qué? ¿De Poe?

– Sí. Es de un poema titulado «Tierra de sueños». ¿Quieres que te lo lea? Está la estrofa entera.

– Léela.

– Vale. No soy muy buena declamando poesía, pero ahí va: «Por un sendero desierto y oscuro, en el que hondan tan sólo ángeles malditos, y en el que un ídolo llamado Noche reina erguido sobre su oscuro trono; poco tiempo ha arribé a estas tierras desde una sombría Tule, desde un país sobrenatural, que se halla, sublime, fuera del espacio… fuera del tiempo.» Ya está. Pero hay una nota del editor. Dice que un ídolo es un fantasma.

Me quedé callado. Aún estaba congelado.

– ¿Jack?

– Vuelve a leerlo. Esta vez más despacio.

Anoté la estrofa en mi cuaderno. No tenía más que pedirle una copia y pasar luego a recogerla, pero no quería moverme. Por el momento, sólo quería estar a solas con aquello. Tenía que estar solo.

– ¿Qué pasa, Jack? -me preguntó cuando acabó de leer-. Pareces tan interesado…

– Aún no lo sé. Voy a ver. Colgué.

Enseguida empecé a sentirme excesivamente acalorado, me entró claustrofobia. Pese a que la sala de redacción era espaciosa, sentía como si las paredes me fueran aprisionando. El corazón me palpitaba con fuerza. Me pasó como un relámpago la visión de mi hermano en el coche.

Glenn estaba al teléfono cuando entré en su despacho y me senté ante él. Señaló la puerta y me hizo un gesto como si quisiera que esperase fuera hasta que hubiera acabado. No me moví. Repitió el gesto y yo me negué con la cabeza.

– Oye, aquí está pasando algo -dijo al teléfono-. ¿Puedo llamarte yo luego? Bien. Vale. Colgó.

– ¿Qué pasa?

– Tengo que ir a Chicago -le dije-. Hoy mismo, y después quizás a Washington y puede que a Quantico, en Virginia. Al FBI.

Glenn no se dejó convencer.

– ¿Fuera del espacio? ¿Fuera del tiempo? Vamos a ver, Jack, esa es una idea que se les ha ocurrido a la mayoría de

las personas que han pensado en suicidarse o lo han hecho. El hecho de que se cite en un poema escrito hace ciento cincuenta años por un tipo morboso que también escribió otro poema, citado a su vez por ese otro policía, no es prueba de una conspiración.

– ¿Y qué hay de Rusher y Roderick Usher? ¿También crees que es una coincidencia? Entonces tenemos una triple coincidencia, y dices que no vale la pena verificarlo.

– Yo no he dicho que no valga la pena verificarlo -levantó la voz hasta un nivel que delataba su indignación-. Por supuesto, verifícalo. Vete al teléfono y verifícalo. Pero yo no te voy a enviar a recorrer el país sobre la base de lo que tienes ahora.

Dio la vuelta a su silla para comprobar si tenía mensajes pendientes en el ordenador. No había ninguno. Se encaró de nuevo conmigo.

– ¿Cuál es el móvil? -¿Qué?

– ¿Quién habría querido matar a tu hermano y a ese tipo de Chicago? No tiene… ¿Cómo es que se les ha pasado por alto a los polis?

– No lo sé.

– Bueno, te has pasado todo un día con ellos y con el caso, ¿dónde se encuentra el fallo en la teoría del suicidio? ¿Cómo podría alguien haberlo hecho y escapar enseguida? ¿Cómo es que ayer me viniste convencido de que era un suicidio? Recibí tu mensaje y decías que estabas convencido. ¿Cómo han llegado a estar convencidos los polis?

– Todavía no tengo respuestas para todo. Por eso quiero ir a Chicago y luego al FBI.

– Mira, Jack. Aquí has conseguido un buen puesto. No te voy a decir la cantidad de veces que me han venido otros reporteros a decir que lo querían. Tú…

– ¿Quién? -¿Qué?

– ¿Quién quiere mi puesto?

– No importa. No es de eso de lo que estamos hablando. El caso es que has logrado hacerlo bien y que, si quieres, puedes desplazarte a cualquier lugar dentro del estado. Pero este tipo de viajes tendría que poder justificarlos ante Neff y Neighbors. Además, tengo una redacción llena de reporteros a los que les gustaría tener la oportunidad de viajar de vez en cuando para hacer un reportaje. A mí también me gustaría que viajasen. Eso les serviría de incentivo. Pero estamos en época de vacas flacas y no puedo aprobar todos los viajes que se me proponen.

Yo odiaba esos sermones y me preguntaba si a Neff y Neighbors, el administrador y el director del periódico, les importaba siquiera a quién enviaba ni adonde con tal de que consiguieran buenos reportajes. Y éste era un buen reportaje. Glenn estaba mintiendo y lo sabía.

– Vale. Me tomo vacaciones y lo hago por mi cuenta.

– Ya te has tomado lo que te correspondía tras el funeral. Además, no vas a ir por todo el país diciendo que eres reportero del Rocky Mountain News si no tienes un encargo del Rocky Mountain News.

– ¿Y si me tomo una excedencia? Ayer me dijiste que si quería tomarme más tiempo os apañaríais.

– Me refería al tiempo por el duelo, no para andar recorriendo el país. De todos modos, ya conoces las normas sobre excedencias. Yo no puedo guardarte el puesto. Si te tomas una excedencia, puede que ya no esté libre cuando vuelvas.

Quise marcharme en aquel mismo instante, pero no tenía el valor suficiente y sabía que necesitaba el respaldo del periódico para tener acceso a policías, investigadores, a todas las personas implicadas. Sin mi carnet de prensa no sería más que el hermano de un suicida al que podían quitarse de en medio.

– Necesito más de lo que ya tienes para justificado, Jack -me dijo Glenn-. No podemos permitirnos el lujo de organizar una costosa expedición de pesca; necesitamos hechos. Si consigues más, puede que te envíe a Chicago. Pero lo de esa Fundación y lo del FBI tendrás que hacerlo por teléfono. Si no lo consigues, entonces quizá pueda enviar allí a alguien de la redacción de Washington.

– Pero se trata de mi hermano, de mi jodido reportaje. Ni se te ocurra enviar a alguien. Levantó las manos en un ademán tranquilizador. Sabía que su sugerencia estaba fuera de lugar.

– Entonces ponte al teléfono y vuelve con algo más.

– Un momento, ¿no ves lo que estás diciendo? Estás diciendo que no puedo ir sin tener las pruebas. Pero tengo que ir para conseguir las pruebas.

De vuelta a mi escritorio abrí un nuevo archivo en el ordenador y empecé a escribir en él todo lo que sabía sobre las muertes de Theresa Lofton y de mi hermano. Introduje todos los detalles que logré recordar de los expedientes. Sonó el teléfono, pero no lo cogí. No hacía más que teclear. Sabía que tenía que empezar por una base de información. Después podría utilizada para desmontar la teoría del suicidio. Glenn había llegado por fin a un acuerdo conmigo. Si conseguía que los polis reabriesen el caso de mi hermano, iría a Chicago. Dijo que más adelante hablaríamos de Washington, pero yo sabía que si conseguía ir a Chicago iría también a la capital.

Mientras tecleaba, la foto de mi hermano no se me borraba de la cabeza. Ahora me preocupaba aquella imagen estéril, sin vida. Había creído en un imposible. Yo le había defraudado y ahora me invadía un profundo sentimiento de culpabilidad. Era mi hermano el que estaba en aquel coche, mi hermano gemelo. Era yo mismo.

9

Terminé con las cuatro páginas de notas que luego resumí, después de una hora de estudio y reflexión, en seis líneas de taquigráficas preguntas a las que tenía que encontrar respuesta. Había descubierto que si enfocaba los hechos del caso desde la perspectiva contraria, considerando que Sean había sido asesinado y no que se había quitado la vida, percibía algo que a los polis posiblemente se les había pasado por alto. Su error había sido su predisposición a creer, y por tanto a admitir, que Sean se había suicidado. Conocían a Sean y sabían que estaba agobiado por el caso de Theresa Lofton. O quizás era algo que todo policía podía creer de cualquier otro policía. Quizá todos ellos habían visto demasiados cadáveres y lo único sorprendente era que no se suicidaran. Pero cuando escudriñé los hechos con ojos incrédulos descubrí lo que a ellos se les había pasado por alto.

Me puse a estudiar la lista que había anotado en mi cuaderno:

Pena: ¿las manos?

después… ¿cuánto tiempo?

Wexler/Scalari: ¿el coche?

¿la calefacción?

¿el cierre?

Riley: ¿los guantes?

A Riley podía preguntarle por teléfono. Marqué su número y estaba a punto de colgar después de seis timbrazos cuando ella descolgó.

– ¿Riley? Soy Jack. ¿Estás bien? ¿Es un mal momento?

– ¿Cuándo es un buen momento?

Le sonaba la voz como si hubiera bebido.

– ¿Quieres que lo deje, Riley? Lo dejo…

– No, Jack, no. Estoy bien. Es sólo, ya sabes, uno de esos días tristes. Sigo pensando en él, ¿sabes?

– Sí. Yo también pienso en él.

– Entonces ¿cómo es que estuviste tanto tiempo sin aparecer por aquí antes de que él se fuera y…? Perdona, no debería hablarte, así… Me quedé callado un instante.

– No lo sé, Riles. Nos habíamos peleado por algo. Le dije algunas cosas que no debía. Él también, supongo. Creí que nos vendría bien dejar que las cosas se enfriaran… Pero lo hizo antes de que pudiera reconciliarme con él.

Me di cuenta de que hacía mucho tiempo que no la llamaba Riles. Me preguntaba si lo habría notado.

– ¿Por qué fue la pelea?, ¿por la chica partida en dos?

– ¿A qué viene eso? ¿Te lo contó él?

– No. Sólo lo supongo. Si a él le tenía absorto, ¿por qué no a ti? En eso estaba pensando.

– Riley, tú has… Mira, no te conviene darle más vueltas. Trata de pensar en las cosas buenas.

Casi me vine abajo. Estuve a punto de decirle que me habría gustado poderle ofrecer algo que aliviase su dolor. Pero era demasiado pronto. -Es duro esto.

– Lo sé, Riley. Lo siento. No sé qué decirte.

Se hizo un largo silencio entre los dos. No se oía ningún ruido de fondo. Ni música, ni televisión. Me preguntaba qué estaría haciendo en casa sola.

– Mamá me ha llamado hoy. Le contaste lo que estaba haciendo.

– Sí. Creí que debería saberlo. No dije nada.

– ¿Qué es lo que quieres, Jack? -preguntó ella finalmente.

– Sólo una pregunta. Quizás esté fuera de lugar, pero ahí va. ¿Te devolvieron los polis los guantes de Sean o te los enseñaron?

– ¿Sus guantes?

– Los que llevaba aquel día.

– No. No me los han dado. Nadie me habló de ellos.

– Bien, entonces, ¿qué tipo de guantes llevaba?

– De piel. ¿Por qué?

– Es sólo algo que estoy barajando. Ya te lo contaré más tarde si me sirve de algo. ¿De qué color eran? ¿Negros?

– Sí. De piel negra. Creo que estaban forrados por dentro.

Su descripción se correspondía con los guantes que yo había visto en las fotos de la escena del crimen. En realidad, eso no era nada significativo. Sólo un extremo a comprobar, un eslabón más de la cadena.

Seguimos hablando unos minutos y le pregunté si quería cenar conmigo esa noche, puesto que estaría en Boulder,

pero me dijo que no. Después de eso colgamos. Estaba preocupado por ella y esperaba que la conversación -aunque sólo fuera por el contacto humano- le levantara el ánimo. De todos modos, consideré la posibilidad de dejarme caer por su casa después de terminar lo que tenía que hacer.

Mientras cruzaba Boulder pude ver cómo se iban formando nubes de nevada por encima de las cumbres de Fiat Irons. Sabía por haberme criado allí que podían descargar con fuerza cuando llegasen. Esperaba que el Tempo de la empresa que conducía tuviera cadenas en el maletero, pero sabía que era improbable.

En el lago Bear encontré a Pena fuera de la cabana, hablando con un grupo de esquiadores de fondo que pasaban por allí. Mientras esperaba me acerqué al lago. Observé que en varios lugares la gente había quitado la nieve hasta dejar el hielo al descubierto. Di unos pasos cautelosos por el lago helado, miré por una de aquellas aberturas de color azul-negro y me imaginé las profundidades. Sentí un ligero temblor en las entrañas. Veinte años atrás, mi hermana se había escurrido entre el hielo y había muerto en aquel lago. Ahora, mi hermano había muerto en su coche a menos de cincuenta metros de allí. Mientras miraba el hielo ennegrecido recordé haber oído contar que algunos peces del lago se congelaban en invierno, pero cuando llegaba el deshielo, en primavera, se despertaban y abandonaban su letargo. Me preguntaba si sería cierto y pensé que era una lástima que las personas no hicieran lo mismo.

– Usted otra vez. Me volví y vi a Pena.

– Sí, lamento molestarle. Sólo querría hacerle unas preguntas más.

– No se preocupe. Me habría gustado poder hacer algo antes, ¿sabe? Quizás haberlo visto llegar y haber acudido por si necesitaba ayuda. No sé.

Habíamos empezado a caminar hacia la cabana.

– No sé si alguien hubiera podido hacer algo -contesté sin saber qué decir.

– Bueno, ¿cuáles son esas preguntas? Saqué mi cuaderno de notas.

– Uf, la primera: cuando usted llegó al coche ¿le vio las manos? ¿Dónde las tenía? Siguió caminando en silencio. Pensé que estaba reconstruyendo mentalmente el incidente.

– ¿Sabe? -dijo por fin-. Creo que le vi las manos. Porque en cuanto llegué y lo vi me figuré enseguida que se había disparado. De modo que estoy casi seguro de que le miré las manos para ver si aún sostenía el arma.

– ¿La tenía?

– No. La vi en el asiento de al lado. Había caído sobre el asiento.

– ¿Recuerda usted si llevaba puestos unos guantes cuando miró al interior?

– Guantes… guantes -dijo, como si tratara de arrancarle una respuesta al banco de datos de su cerebro. Después de otra larga pausa, añadió-: No lo sé. No tengo la imagen en la memoria. ¿Qué dice la policía?

– Bueno, sólo intento comprobar si lo recuerda.

– Pues no puedo recordarlo, lo siento.

– Si la policía se lo pidiera, ¿se dejaría hipnotizar? Para ver si se lo podían sacar de esa manera.

– ¿Hipnotizarme? ¿Esas cosas hacen? -Aveces, si es necesario.

– Bueno, si fuera necesario supongo que lo haría.

Estábamos frente a la cabana. Me quedé mirando al Tempo, que había estacionado en el mismo lugar en que lo había hecho mi hermano.

– Otra cosa que quiero preguntarle es sobre el tiempo. El informe policial dice que usted avistó el coche a los cinco segundos de oír el disparo. Y en cinco segundos no hay manera de que alguien corriera desde el coche hasta el bosque sin que usted lo viera.

– Cierto. No hay manera. Lo habría visto.

– De acuerdo, ¿y después?

– ¿Después de qué?

– Después de que usted fuera hasta el coche y viera que el hombre estaba muerto. El otro día me dijo que volvió a la cabana e hizo un par de llamadas, ¿no es cierto?

– Sí, al 911 ya mi jefe.

– De modo que estaba usted dentro de la cabana y no podía ver el coche, ¿verdad?

– Cierto.

– ¿Durante cuánto tiempo?

Pena, dándose cuenta de lo que yo pretendía, comentó:

– Pero eso no tiene importancia, porque él estaba solo en el coche.

– Ya lo sé, pero dígame: ¿durante cuánto tiempo?

Se encogió de hombros como diciendo ¿qué demonios?, y volvió a guardar silencio. Después entró en la cabana e hizo con la mano el gesto de descolgar el teléfono.

– Llamé al 911. Me contestaron muy rápido. Tomaron nota de mi nombre y de lo que había visto, y eso llevó algún tiempo. Después volví a telefonear y pregunté por Dough Paquin, que es mi jefe. Dije que era una emergencia y me comunicaron con él enseguida. Se puso al teléfono y le conté lo que había pasado, entonces me ordenó que saliera y

que no perdiera de vista el coche hasta que llegase la policía. Eso fue todo. Entonces salí.

Consideré todo aquello y llegué a la conclusión de que probablemente había perdido de vista el Caprice durante al menos treinta segundos.

– La primera vez que fue al coche, ¿comprobó todas las puertas para ver si alguna se podía abrir?

– Solamente la del conductor. Pero estaban todas bloqueadas.

– ¿Cómo lo sabe?

– Cuando llegaron los policías lo intentaron y estaban todas cerradas por dentro. Tuvieron que usar una de esas palanquetas para hacer saltar el mecanismo de bloqueo.

Asentí y le dije:

– ¿Y el asiento trasero? Usted me comentó ayer que las ventanas estaban empañadas. ¿Se acercó lo suficiente al cristal para mirar directamente el asiento trasero? ¿Y al suelo?

Pena comprendió entonces lo que le estaba preguntando. Se quedó pensativo un instante y sacudió la cabeza negativamente.

– No, no miré directamente la parte trasera. Me limité a pensar que el hombre estaba solo y ya está.

– ¿Le han hecho los policías estas preguntas?

– No, realmente no. Creo que sé adonde quiere ir a parar. Asentí.

– Una cosa más. Cuando usted llamó, ¿le dijo a alguien que era un suicidio o sólo que había habido un disparo?

– Yo… -sus ojos buscaban por entre las nubes de su memoria-. Sí, dije que alguien había subido aquí y se había suicidado. Sólo eso. Supongo que lo tendrán grabado.

– Es probable. Muchas gracias.

Inicié el regreso a mi coche mientras empezaban a caer los primeros copos. Oí que Pena me llamaba.

– ¿Qué hay de lo de hipnotizarme?

– Ya le llamarán si quieren hacerlo.

Antes de entrar en el coche miré en el maletero. No había cadenas.

De regreso a Boulder me detuve en una librería llamada, con bastante acierto, «La calle Morgue» y elegí un volumen que contenía los relatos completos y los poemas de Edgar Alian Poe. Tenía la intención de empezar a leerlo aquella misma noche. Mientras conducía hacia Denver me esforcé intentando encajar las respuestas de Pena en la teoría sobre la que estaba trabajando. Independientemente de cómo barajase las respuestas, no había nada que hiciera descarrilar mi nueva creencia.

Cuando llegué al Departamento de Policía, en el despacho de la SIU me dijeron que Scalari había salido, de modo que me fui a homicidios y encontré a Wexler sentado a su mesa. No vi por allí a St. Louis.

– Mierda -dijo Wexler-. ¿Otra vez aquí a jeringarme?

– No -le dije-. ¿Me la vas a jeringar tú a mí?

– Depende de lo que preguntes.

– ¿Dónde está el coche de mi hermano? ¿Se ha vuelto a utilizar?

– ¿Qué es esto, Jack? ¿Ni siquiera se te ha ocurrido concebir la posibilidad de que nosotros sabemos cómo llevar una investigación?

Tiró airadamente a la papelera del rincón el bolígrafo con el que estaba escribiendo. Después se dio cuenta de lo que había hecho y fue a recuperarlo.

– Mira, yo no intento enseñarte nada ni crearte problemas -le dije en tono apacible-. Sólo intento plantear todas las cuestiones, y cuanto más lo intento, más preguntas aparecen.

– ¿Como qué?

Le conté mi visita a Pena y advertí que se iba enfadando.

La sangre se le subía a la cara y le temblaba levemente la mandíbula izquierda.

– Mira, vosotros, tíos, habéis cerrado el caso -le dije-. No hay nada malo en que yo hable con Pena. Además, tú o Scalari o quien sea os olvidáis de algo. El coche estuvo fuera de su alcance visual durante más de medio minuto mientras telefoneaba.

– ¿Y qué cono importa?

– A vosotros, tíos, sólo os preocupaba el tiempo antes de que avistase el coche. Cinco segundos, de modo que nadie pudo salir corriendo. Caso cerrado, suicidio. Pero Pena me dijo que las ventanas estaban empañadas. Tenían que estarlo, si no nadie hubiera podido escribir la nota. Pena no miró en la parte trasera, en el suelo. Y luego se alejó durante al menos treinta segundos. Alguien pudo haber estado escondido en la parte trasera, salir mientras hacía las llamadas y correr hacia el bosque. Es fácil que pudiera ocurrir.

– ¿Estás loco? ¿Y qué hay de la nota? ¿Qué me dices del GSR en el guante?

– Cualquiera pudo haber escrito en el parabrisas. Y el guante con los residuos podía haberlo llevado puesto el asesino. Después se lo quitó y se lo puso a Sean. Treinta segundos es mucho tiempo. Quizá fue más. Es probable que fuera más. Hizo dos llamadas, Wex.

– Demasiado rebuscado. El asesino no podía confiar en que Pena tardase tanto tiempo.

– Quizá no. Quizá se imaginó que le daría tiempo o que podría deshacerse de él. Por el modo en que lo habéis

llevado vosotros, tíos, os habríais limitado a decir que Sean lo mató y luego se suicidó.

– Eso es una charrada, Jack. Yo apreciaba a tu hermano como si fuera mi jodido hermano. ¿Piensas que me gusta creer que se tragó la maldita bala?

– Deja que te pregunte algo. ¿Dónde estabas cuando te enteraste de lo de Sean?

– Aquí, en mi mesa. ¿Por qué?

– ¿Quién te lo dijo? ¿Recibiste una llamada?

– Sí, me llamaron. Era el capitán. Parks llamó al capitán de guardia. Y éste llamó a nuestro capitán.

– ¿Qué te dijo? Sus palabras exactas. Wexler dudó un instante mientras recordaba.

– No me acuerdo. Sólo dijo que Mac había muerto.

– ¿Dijo eso o dijo que Mac se había suicidado?

– No sé lo que dijo. Quizá lo dijo. ¿Qué importancia tiene eso?

– El guarda que llamó dijo que Sean se había suicidado. Así empezó a rodar la bola. Todos acudisteis allí esperando encontraros con un suicidio y eso es lo que encontrasteis. Las piezas del rompecabezas encajaban con la imagen que os habíais hecho. Aquí todos sabíais lo que le estaba pasando con el caso Lo ñon. ¿Te das cuenta de lo que estoy diciendo? Todos estabais predispuestos a creerlo. Incluso me lo hicisteis creer a mí aquella noche, camino de Boulder.

– Todo eso son chorradas, Jack. Y no puedo seguir perdiendo el tiempo. No hay pruebas de lo que dices y no tengo tiempo para escuchar teorías de alguien que no puede admitir los hechos.

Me quedé callado un momento, esperando a que se calmase.

– Entonces, ¿dónde está el coche, Wex? Si estás tan seguro, enséñame el coche. Ya sé cómo puedo demostrártelo. Wexler se tomó un respiro. Supuse que estaba sopesando si se vería implicado. Si me enseñaba el coche estaría

admitiendo que, al menos, yo había sembrado algo de duda en su mente.

– Todavía está en el aparcamiento -dijo al fin-. Lo veo cada maldito día cuando vengo a trabajar.

– ¿Está aún en las mismas condiciones que cuando lo encontraron?

– Sí, sí, lo mismo. Está sellado. Cada día, al entrar aquí, veo su sangre por la ventana.

– Déjame verlo, Wex. Creo que, de un modo u otro, lograré convencerte.

La nevada había llegado ya desde Boulder. En el aparcamiento de la policía, Wexler consiguió que el encargado le diera las llaves. También comprobó en un listado que nadie las hubiera tocado o hubiera entrado en el coche, aparte de los investigadores. Nadie lo había hecho. El vehículo estaría en las mismas condiciones; que cuando fue remolcado hasta allí.

– Están esperando una orden del jefe de la oficina para mandarlo a limpiar. Han de llevarlo fuera. ¿Sabes que hay empresas especializadas en limpiar casas, coches o lo que sea después de que hayan matado a alguien allí? Vaya un jodido trabajo.

Creo que Wexler se mostraba tan locuaz porque estaba nervioso. Nos acercamos al coche y nos quedamos de pie mirándolo. La nieve se arremolinaba a nuestro alrededor. La sangre esparcida en el lado interior de la ventana trasera se había secado hasta adquirir un color marrón oscuro.

– Va a apestar cuando lo abramos -dijo Wexler-. Por Dios, me parece increíble que esté haciendo esto. No seguiremos adelante hasta que me digas adonde quieres ir a parar.

Asentí.

– De acuerdo. Hay dos cosas que quiero mirar. Quiero ver si el mando de la calefacción está al máximo y si el cierre de seguridad de las puertas traseras está conectado o no.

– ¿Para qué?

– Las ventanas estaban empañadas y hacía frío, pero Sean no lo notaría mucho, porque he visto en las fotos que iba bien abrigado. Tenía puesta la chaqueta. No necesitaba la calefacción al máximo. ¿Cómo, si no, se iban a empañar las ventanas estando aparcado y con el motor parado?

– Yo no…

– Piensa en cuando estás de vigilancia, Wex. ¿Qué es lo que produce el vaho? Mi hermano me contó que una vez echasteis por la borda una vigilancia a causa de las ventanas empañadas y perdisteis a un tipo cuando salía de su casa.

– El vaho se produce al hablar. Eso fue la semana después de la Super Bowl; estábamos charlando sobre los jodidos Broncos que habían perdido otra vez, y el aire caliente lo empañó todo.

– Claro. Y, que yo sepa, mi hermano no solía hablar solo. Así que si la calefacción estaba baja y las ventanas lo bastante empañadas como para escribir en ellas, creo que eso significa que había alguien con él. Y que estuvieron hablando.

– Eso es una especulación que no demuestra nada. ¿Y lo del cierre? Le expliqué mi teoría:

– Alguien está con Sean. De algún modo se hace con el arma de Sean. Quizá lleva su propia pistola y le desarma. También le pide que le entregue los guantes. Sean obedece. El tipo se pone los guantes y mata a Sean con su propia arma. Entonces salta al asiento trasero y se oculta pegado al suelo. Espera a que Pena llegue y se vaya, después vuelve a pasar sobre el asiento, escribe en el parabrisas y vuelve a colocarle los guantes a Sean… ahora ya tienes el GSR en las

manos de Sean. Entonces el sujeto sale por la puerta trasera, la bloquea y sale corriendo para ponerse a cubierto bajo los árboles. No deja huellas porque el aparcamiento acaba de ser limpiado y recubierto de sal. Y ha desaparecido cuando Pena regresa para vigilar el coche como le ha ordenado su jefe. Wexler permaneció largo rato en silencio tratando de asimilarlo.

– Vale, es una teoría -dijo al fin-. Ahora demuéstrala.

– Tú conocías a mi hermano. Trabajabas con él. ¿Cuál era la rutina que seguíais con el cierre de seguridad? Siempre conectado, ¿no? Así no podía haber errores con los detenidos, ni meteduras de pata. Si llevabais un pasajero normal, siempre podíais desbloqueárselo. Como hicisteis la noche que vinisteis a buscarme. Cuando me estaba mareando, el cierre estaba bloqueado. ¿Te acuerdas? Tuvisteis que desbloquearlo para que yo pudiera salir a vomitar.

Wexler no dijo nada, aunque por su cara supe que había dado en el blanco. Si el cierre de seguridad del Caprice no estaba conectado, aquello no sería una prueba sólida, sin embargo, como conocía a mi hermano, comprendería que Sean no había estado solo en el coche.

Por fin abrió la boca:

– No se puede decir con sólo mirado. No es más que un botón. Alguien tiene que entrar en la parte trasera y ver si puede salir.

– Ábrelo. Yo ya entrar.

Wexler desactivó el cierre centralizado y yo abrí la puerta trasera del lado del pasajero. Me golpeó el penetrante olor dulzón a sangre seca. Entré en el coche y cerré la puerta.

Estuve un buen rato sin moverme. Había visto las fotos, pero eso no me había servido de preparación para el momento de encontrarme dentro del coche. El olor nauseabundo, la sangre seca de mi hermano esparcida por la ventanilla, el techo y el reposacabezas del conductor… Sentí ganas de vomitar. Rápidamente, miré por encima del asiento el salpicadero y el mando de la calefacción. Entonces, a través de la ventana derecha, miré a Wexler. Por un instante, nuestras miradas se cruzaron y me pregunté si yo deseaba realmente que el bloqueo de seguridad estuviera desconectado. Se me pasó por la mente la ocurrencia de que sería más fácil dejarlo correr, pero la deseché enseguida. Sabía que si lo hacía me arrepentiría para el resto de mi vida.

Extendí el brazo y accioné la manija de la puerta. La empujé y se abrió. Salí y me quedé mirando a Wexler. La nieve empezaba a cuajar sobre su cabello y sus hombros.

– Y la calefacción está apagada. No pudo empañar los vidrios. Creo que había alguien en el coche con Sean. Estuvieron hablando. Entonces, quienquiera que fuera, el muy bastardo, lo mató.

Wexler me miró como si hubiera visto un fantasma. Todas las piezas iban encajando en su mente. Ahora era algo más que una simple teoría y él lo sabía. Parecía a punto de ponerse a gritar.

– Maldición-dijo.

– Ya ves, se nos había escapado a todos.

– No, no es lo mismo. Un poli nunca abandona a su compañero de esta manera. ¿Para qué servimos si no podemos cuidar de nosotros mismos? Un jodido periodista…

Dejó la frase sin terminar, pero yo sabía lo que sentía. Se sentía como si de algún modo hubiera traicionado a Sean. Lo sabía porque era lo mismo que yo sentía.

– Y eso no es todo -le dije-. Aún tenemos que preparamos para lo peor.

Él aún parecía abatido. Yo no era quién para consolarlo. Eso tenía que venirle de dentro.

– Todo lo que hemos perdido es un poco de tiempo, Wex -le dije de todos modos-. Volvamos adentro. Aquí está haciendo frío.

La casa de mi hermano estaba a oscuras cuando llegué allí para contárselo a Riley Esperé antes de llamar a la puerta, sorprendido por lo absurdo que era creer que las noticias que le traía pudieran llegar a animarla. Buenas noticias, Riley: Sean no se suicidó, como todos creíamos, sino que fue asesinado por algún chiflado que probablemente había matado antes y volverá a hacerla.

Llamé de todos modos. No era tarde. Me la imaginé sentada en la oscuridad, o quizás en una de las habitaciones interiores cuya luz no se veía en la fachada. Se encendió la luz del portal y ella abrió antes de que yo tuviera que llamar por segunda vez.

– Jack.

– Riley. Me preguntaba si podría entrar y hablar contigo.

Ella aún no lo sabía. Yo había hecho un trato con Wexler. Se lo diría personalmente. A él no le importó. Estaba demasiado ocupado con la reapertura de la investigación, elaborando listas de posibles sospechosos, haciendo que el coche de Sean fuese inspeccionado en busca de huellas y otras pruebas. No le había dicho nada de lo de Chicago. Me lo guardaba para mí sin saber de cierto el porqué. ¿Sería por el reportaje? ¿Quería la historia para mí solo? Ésa era la respuesta más sencilla y yo la utilizaba para mitigar mi inquietud por no habérselo contado todo. Pero en lo más profundo de mi pensamiento creía que había algo más. Algo que quizá no quería sacar a la luz.

– Pasa -dijo Riley-. ¿Ocurre algo malo?

– En realidad, no.

Entré tras ella y me condujo a la cocina, donde encendió la lámpara que estaba sobre la mesa. Llevaba téjanos,

calcetines de lana gruesa y un chándal de los Búfalos de Colorado.

– Es sólo que hay algo nuevo sobre Sean y quería contártelo. Ya sabes, en vez de hacerla por teléfono.

Nos sentamos a la mesa. No le habían desaparecido las ojeras y no se había maquillado para disimularlas. Sentí caer sobre mí su tristeza y aparté la mirada de sus ojos. Creí que me había librado, pero eso era imposible en aquel momento y allí. Su dolor invadía todos los rincones de la casa y era contagioso.

– ¿Estabas durmiendo?

– No, estaba leyendo. ¿Qué pasa, Jack?

Se lo conté. Pero, al contrario que a Wexler, se lo dije todo. Lo de Chicago, lo de los poemas, lo que pretendía hacer ahora. Asentía de vez en cuando durante el relato, pero no hizo ninguna otra demostración. Ni lágrimas ni preguntas. Todo eso llegaría cuando yo hubiera terminado.

– Pues ésta es la historia -le dije-. Ya te la he contado. Ahora me iré a Chicago tan pronto como pueda. Ella habló después de un largo silencio.

– Es curioso, me siento culpable.

Las lágrimas le asomaron a los ojos, pero no llegaron a brotar. Probablemente ya no le quedaban bastantes.

– ¿Culpable? ¿De qué?

– Por todo este tiempo. Estaba tan enfadada con él… Ya sabes, por lo que había hecho. Como si me lo hubiera hecho a mí y no a sí mismo. Había empezado a odiarle, a odiar su recuerdo. Y ahora, tú… ahora esto.

– Nos ha pasado a todos. Era la única forma de seguir viviendo con ello.

– ¿Se lo has contado a Millie y a Tom?

Eran mis padres. A ella nunca le resultaba cómodo referirse a ellos de otro modo.

– Todavía no pero lo haré.

– ¿Por qué no le has contado a Wexler lo de Chicago?

– No lo sé. Supongo que quiero sacarles ventaja. Lo sabrán todo mañana.

– Jack, si lo que dices es cierto, deberían saberlo todo. No quiero que quien lo haya hecho se escape sólo porque tú persigues un reportaje.

– Mira, Riley -le dije tratando de calmarla-, quienquiera que lo hiciera ya había desaparecido cuando yo me puse tras él. Lo único que quiero es llegar a Chicago antes que él. Sólo un día.

Permanecimos un momento en silencio antes de que yo prosiguiera.

– Y no te equivoques. Quiero el reportaje, es cierto. Pero esto es algo más que un reportaje. Se trata de Sean y de mí. Asintió y dejé que el silencio flotara entre nosotros. No sabía cómo explicarle mis razones. Me ganaba la vida

juntando palabras para formar un texto coherente e interesante, pero no tenía palabras para esto. Todavía no. Sabía que ella necesitaba que le dijera algo más y traté de darle lo que necesitaba; una explicación que yo mismo aún no podía entender del todo.

– Recuerdo que cuando nos graduamos en el instituto ambos sabíamos muy bien lo que queríamos hacer. Yo iba a escribir libros y me haría famoso o rico o ambas cosas. Sean iba a ser inspector jefe del Departamento de Policía de Denver y resolvería todos los misterios de la ciudad… Ninguno de los dos lo consiguió del todo. Aunque Sean estuvo muy cerca.

Trató de sonreír con mis recuerdos, pero el resto de su cara no la acompañaba, así que lo dejó.

– De todos modos -seguí-, a finales de aquel verano me marché a París para escribir la gran novela americana. Y él estaba esperando el momento de entrar en filas. Cuando nos despedimos hicimos un trato. Era muy sensiblero. El trato era que cuando yo fuese rico le compraría un Porsche preparado para la nieve. Como el que llevaba Redford en El descenso de la muerte. Eso es. Era todo lo que deseaba. Él incluso llegó a elegir el modelo. Pero yo tenía que pagarlo. Le dije que para mí no era un buen trato, porque él no tenía nada que ofrecer. Entonces me contestó que sí lo tenía. Dijo que si a mí me ocurría algo…, ya sabes, si me mataban, me herían, me robaban o algo así, él encontraría al culpable. Estaba seguro de que nadie se le escaparía. Y, oye, yo hasta me lo creí. Estaba convencido de que lo haría. Y eso hacía que me sintiera bien.

La historia no parecía tener demasiado sentido tal como se la había contado. Yo no estaba del todo seguro de qué era lo importante.

– Pero esa promesa la hizo él, no tú -dijo Riley.

– Sí, ya lo sé -me quedé callado unos instantes mientras ella me miraba-. Es sólo que… No sé, sólo que no puedo quedarme sentado a esperar. Tengo que salir. Tengo que…

No tenía palabras para explicárselo.

– ¿Hacer algo?

– Supongo. No lo sé. En realidad, no puedo hablar de ello, Riley. Simplemente tengo que hacerlo. Me voy a Chicago.

10

Gladden y otros cinco hombres fueron introducidos en una cabina acristalada en una esquina de la enorme sala de vistas. Una ranura de unos treinta centímetros abierta a lo largo del vidrio y a la altura de las caras permitía que los detenidos escucharan las acusaciones del proceso y contestaran a las preguntas de sus abogados o del juez.

Gladden estaba desaliñado tras una noche sin dormir. Había permanecido en una celda individual, pero el ruido de la cárcel lo mantuvo despierto; le recordaba demasiado a Raiford. Echó un vistazo a la sala del tribunal y no vio a nadie conocido. Ni siquiera a los polis, Delpy y Sweetzer. Tampoco vio cámaras fotográficas ni de televisión. Lo interpretó como un signo de que todavía no había sido descubierta su verdadera identidad. Eso le animó. Un hombre pelirrojo y con el cabello rizado rodeó las mesas de los abogados en dirección a la cabina acristalada. Era bajito y tuvo que levantar el mentón, como si el agua le llegara más arriba del cuello, para que su boca alcanzase la ranura del vidrio.

– ¿El señor Brisbane? -preguntó mirando con expectación a los hombres que acababan de ser introducidos allí. Gladden se adelantó y miró hacia abajo a través de la ranura.

– ¿Krasner?

– Sí, ¿cómo está usted?

Levantó la mano y la introdujo por la ranura. Gladden se la estrechó de mala gana. No le gustaba que le tocase nadie, a no ser que fuera un niño. No contestó a la pregunta de Krasner. Era lo peor que se le podía preguntar a alguien que había pasado la noche en la cárcel del condado.

– ¿Ha hablado ya con el fiscal? -le preguntó en vez de eso.

– Sí, lo he hecho. Estuvimos charlando un buen rato. Lo malo es que el ayudante del fiscal del distrito al que ha asignado el caso es una mujer con la que ya he tenido tratos anteriormente. Es una tocapelotas y los agentes que le detuvieron le han informado de lo que… bueno, de la situación que vieron en el muelle.

– Así que me va a poner contra las cuerdas.

– Cierto. Sin embargo, nos ha tocado un buen juez. No hay problema por ese lado. Creo que es el único en este edificio que no ha sido fiscal antes de ser elegido para la magistratura.

– Bueno, ¡qué suerte la mía! ¿Consiguió el dinero?

– Sí, todo fue tal como usted dijo. Así que estamos en paz. Una pregunta: ¿quiere usted fijar la alegación ahora o prefiere seguir con el procedimiento?

– ¿Qué importancia tiene?

– No mucha. Al pedir la libertad bajo fianza, el juez podría inclinarse un poco a nuestro favor si de ello deduce que usted ya ha rebatido las acusaciones y está dispuesto a seguir luchando.

– Vale, no culpable. Limítese a sacarme de aquí.

Harold Nyberg, el juez municipal de Santa Mónica, cantó el nombre de Harold Brisbane y Gladden se acercó a la ranura. Krasner se levantó de la mesa y se quedó de pie junto a la cabina para poder consultar con su cliente, si fuera necesario. Krasner se presentó, así como la ayudante del fiscal del distrito, Támara Feinstock. Después de renunciar a una lectura completa de los cargos, Krasner le dijo al juez que su cliente se declaraba no culpable. El juez Nyberg dudó un instante. Al parecer, no era corriente que el acusado se declarara no culpable tan pronto.

– ¿Está usted seguro de que el señor Brisbane quiere fijar la fecha de su alegación hoy mismo?

– Sí, señoría. Desea actuar con rapidez porque está absolutamente seguro de que no es culpable de esas acusaciones.

– Ya veo… -el juez dudó mientras leía algo que tenía en su mesa. Hasta ese momento ni siquiera había mirado a Gladden-. Bien, entonces entiendo que no desea usted renunciar a sus diez días.

– Un momento, señoría -dijo Krasner, y se volvió hacia Gladden para susurrarle-: Tiene usted derecho a una vista preliminar sobre los cargos dentro de diez días laborables. Puede usted renunciar y él fijará el día de la vista. Si no renuncia, la fijará para dentro de esos diez días. Eso será otra señal de que va usted a pleitear, de que no quiere usted saber nada del fiscal del distrito. Esto puede ayudarle en cuanto a la fianza.

– No renuncio.

Krasner se volvió hacia el juez.

– Gracias, señoría. No renunciamos. Mi cliente no cree que esas acusaciones puedan superar una vista preliminar y, por consiguiente, insta al tribunal a que la fije para tan pronto como sea posible de modo que pueda poner…

– Señor Krasner, puede que la señorita Feinstock no tenga nada que objetar a sus últimos comentarios, pero yo sí. Éste es un tribunal de primera instancia. No está usted defendiendo su caso aquí.

– Sí, señoría.

El juez se volvió y se puso a estudiar un calendario colgado de la pared, encima de la mesa de uno de los escribanos. Escogió la fecha al cabo de diez días laborables y fijó la vista preliminar en la división 110. Krasner abrió una agenda y escribió en ella. Gladden observó que la fiscal hacía lo mismo. Era joven, pero poco atractiva. Hasta el momento no había dicho una palabra durante los tres minutos de la vista.

– Muy bien -dijo el juez-. ¿Algo sobre la fianza?

– Sí, señoría -dijo Feinstock, poniéndose en pie por primera vez-. El pueblo insta al tribunal a que marque una

diferencia respecto al cuadro de fianzas y la fije en una cantidad de doscientos cincuenta mil dólares.

El juez Nyberg alzó los ojos desde sus papeles hacia Feinstock y después miró a Gladden por primera vez. Era como si estuviese tratando de determinar mediante la inspección física del acusado por qué merecía afrontar una fianza tan elevada por lo que parecía una acusación tan leve.

– ¿Por qué, señorita Feinstock? -preguntó-. No tengo ante mí nada que sugiera que debo desviarme de la fianza habitual en estos casos.

– Creemos que el acusado puede darse a la fuga, señoría. Se negó a proporcionar a los agentes que le detuvieron un domicilio local o siquiera un número de matrícula de coche. Su carnet de conducir fue expedido en Alabama y no hemos comprobado su legitimidad. Así que, básicamente, ni siquiera sabemos si Harold Brisbane es su verdadero nombre. Tampoco sabemos quién es ni dónde vive, si tiene trabajo o familia, y, en tanto no hagamos estas averiguaciones, consideramos que puede darse a la fuga.

– Señoría -saltó Krasner-. La señorita Feinstock está pasando por alto los hechos. La policía conoce el nombre de mi cliente. Les proporcionó un carnet de conducir auténtico de Alabama con el cual no se ha mencionado que haya habido problemas. El señor Brisbane acaba de llegar a esta región desde Mobile en busca de trabajo y todavía no ha fijado su domicilio. Cuando lo haga, tendrá mucho gusto en informar a las autoridades. Mientras tanto, se le puede localizar, si fuera necesario, a través de mi oficina y está de acuerdo en ponerse en contacto dos veces diarias conmigo o con cualquier representante designado por su señoría. Como sabe su señoría, una desviación de la fianza habitual se ha de basar en la propensión del acusado a la fuga. El no tener un domicilio permanente, no es en modo alguno una evidencia de su propensión a la fuga. Al contrario, el señor Brisbane ha fijado su alegación y ha renunciado a cualquier aplazamiento de este caso. Está claro que desea rebatir estas acusaciones y dejar limpio su nombre tan pronto como sea posible.

– Lo de llamar a su oficina está bien, pero ¿qué hay del domicilio? -preguntó el juez-. ¿Dónde va a estar? Parece que en su disertación ha olvidado usted hacer cualquier mención del hecho de que este hombre ya había huido de la policía antes de ser detenido.

– Señoría, rechazamos esa acusación. Esos agentes iban vestidos de paisano y en ningún momento se identificaron como policías. Mi cliente llevaba consigo una cámara bastante cara (con la que, por cierto, se gana la vida) y temía ser víctima de un robo. Por eso huyó de esas personas.

– Todo eso es muy interesante -dijo el juez-. ¿Y qué hay del domicilio?

– Mi cliente tiene habitación en el Holiday Inn de Pico Boulevard. Desde allí se esfuerza por encontrar trabajo. Es fotógrafo y diseñador gráfico por cuenta propia y tiene confianza en sus perspectivas. No se va a ir a ninguna parte. Como ya he dicho antes, está dispuesto a afrontar estos…

– Sí, señor Krasner, ya lo ha dicho antes. ¿Qué tipo de fianza espera usted?

– Bien, señor, un cuarto de millón de dólares por la acusación de tirar un cubo de basura al mar es absolutamente incomprensible. Creo que una modesta fianza de cinco a diez mil dólares estaría más de acuerdo con los cargos. Los fondos de mi cliente son limitados. Si los utiliza todos para pagar la fianza, no le quedará dinero para vivir o para pagar al abogado.

– Olvida usted los cargos de evasión y vandalismo.

– Señoría, como ya he dicho, huyó de ellos, pero no tenía ni idea de que fuesen oficiales de policía. Él creía…

– Se lo repito, señor Krasner, guarde sus argumentos para la próxima ocasión.

– Lo siento, pero considere su señoría los cargos. Está claro que éste va a ser un caso de faltas y la fianza debería fijarse en consonancia.

– ¿Algo más?

– Conforme.

– Señorita Feinstock.

– Sí, señoría. De nuevo el pueblo insta al tribunal a que considere una desviación sobre la fianza habitual. Las dos acusaciones principales contra el señor Brisbane son delitos y seguirán siéndolo. A pesar de las seguridades ofrecidas por el señor Krasner, el pueblo aún no está convencido de que el acusado no tenga intención de huir, ni siquiera de que su nombre sea el de Harold Brisbane. Mis detectives me han informado de que el acusado lleva el pelo teñido y de que se lo tiñó en el momento de hacerse la foto para ese carnet de conducir. Esto es coherente con un intento de ocultar su identidad. Esperamos que nos dejen el ordenador de identificación de huellas digitales del Departamento de Policía de Los Angeles para comprobar si…

– Señoría -interrumpió Krasner-, me veo obligado a protestar sobre la base de que…

– Señor Krasner -rogó el juez-, usted ya tuvo su turno.

– Además -prosiguió Feinstock-, la detención del señor Brisbane fue resultado de otras actividades sospechosas en las que estaba implicado. Por ejemplo…

– ¡Protesto!

– … la de fotografiar a niños pequeños, algunos de ellos desnudos, sin que lo supieran y sin el conocimiento o el consentimiento de sus padres. El incidente por el cual…

– ¡Señoría!

– … surgieron los cargos ya citados tuvo lugar cuando el señor Brisbane trató de evitar que los agentes investigasen una denuncia contra él.

– Señoría -dijo Krasner en voz muy alta-. No existen cargos pendientes contra mi cliente. Todo lo que está tratando de hacer la fiscal del distrito es perjudicar a este hombre ante el tribunal. Esto es algo sumamente deshonesto y falto de ética. Si el señor Brisbane ha hecho esas cosas, ¿dónde están las acusaciones?

El silencio se adueñó de la sombría sala de vistas. El arranque de Krasner había servido incluso para que los otros abogados susurrasen a sus clientes que mantuvieran silencio.

La mirada del juez se deslizó muy lentamente desde Feinstock hasta Krasner y Gladden, para fijarse de nuevo en la fiscal.

Y prosiguió:

– Señorita Feinstock, ¿existen otros cargos contra este hombre que la fiscalía esté considerando en este momento? Y quiero decir exactamente en este momento.

Feinstock dudó un instante y dijo de mala gana:

– No se ha formulado ningún otro cargo, aunque la policía, como ya he dicho, continúa, su investigación sobre la verdadera identidad y las actividades del acusado.

El juez bajó la mirada a los papeles que tenía delante y empezó a escribir. Krasner abrió la boca con intención de añadir algo, pero renunció a hacerlo. La actitud del juez dejaba claro que ya había tomado una decisión.

– El cuadro de fianzas fija para este caso la cantidad de diez mil dólares -dijo el juez Nyberg-. Voy a marcar cierta diferencia para fijar la fianza en cincuenta mil dólares. Señor Krasner, tendré mucho gusto en reconsiderarla más adelante, cuando su cliente haya satisfecho las preocupaciones de la fiscalía sobre su identidad, domicilio, etcétera.

– Sí, señoría. Gracias.

El juez llamó al caso siguiente. Feinstock cerró la carpeta que tenía delante, la puso en el montón que tenía a su derecha, cogió otra de la pila de su izquierda y la abrió. Krasner se volvió hacia Gladden luciendo una leve sonrisa.

– Lo siento, pensé que la fijaría en veinticinco. Lo mejor de todo es que ella probablemente está satisfecha. Puede que pidiera un cuarto de millón esperando obtener diez centavos o un cuarto de dólar. Ha conseguido el cuarto de dólar.

– Deje eso. Dígame sólo cuándo saldré de aquí.

– No se preocupe. Lo sacaré dentro de una hora.

11

La orilla del lago Michigan estaba helada y el hielo aparecía cuarteado y traicionero, aunque hermoso, después de una tormenta. Los pisos más altos de la torre Sears habían desaparecido, devorados por el velo blanquecino que flotaba sobre la ciudad. Observé todo esto mientras llegaba por la autopista Stevenson. Eran las últimas horas de la mañana y supuse que volvería a nevar antes de que acabase el día. Pensaba que hacía frío en Denver hasta que aterricé en Midway

Habían pasado tres años desde la última vez que estuve en Chicago. Y, a pesar del frío, había echado de menos aquella ciudad. A mediados de los ochenta estuve en la escuela universitaria de Medill y allí aprendí a apreciar de verdad la ciudad. Después acaricié la posibilidad de quedarme trabajando en uno de los periódicos locales, pero, tanto en el Tribune como en el Sun-Times, me despacharon con la recomendación de que saliese por ahí a acumular experiencia y volviese después con los recortes de lo que había escrito. Fue una amarga decepción. No tanto por el rechazo como por el hecho de tener que dejar la ciudad. Por supuesto, podía haberme quedado en el Servicio Local de Noticias, donde había trabajado mientras estudiaba, pero no era ése el tipo de experiencia que buscaban aquellos diarios y a mí no me seducía la idea de trabajar en un servicio telegráfico en el que te pagaban como si fueras un estudiante más necesitado de juntar recortes que de dinero. Así que volví a casa y conseguí el puesto en el Rocky. Habían pasado muchos años. Al principio volvía a Chicago al menos dos veces al año para ver a los amigos y visitar algunos de mis bares favoritos, pero con los años fui espaciando mis visitas. Habían pasado tres desde la última. Mi amigo Larry Bernard acababa de aterrizar en el Tribune después de haber andado por ahí acumulando la misma experiencia que me habían exigido a mí. Fui a verle y no había vuelto desde entonces. Supongo que yo también había reunido los recortes suficientes para aspirar a un puesto en el Tribune, pero no había encontrado el momento de enviarlos a Chicago.

El taxi me llevó hasta el Hyatt siguiendo el río desde el Tribune. No podía registrarme en el hotel hasta las tres, de modo que le dejé mi maleta al botones y me dirigí a los teléfonos públicos. Después de trastear con la guía telefónica, llamé al Área Tres de Crímenes Violentos del Departamento de Policía de Chicago y pregunté por el detective Lawrence Washington. Cuando se puso al teléfono, colgué. Sólo quería localizarlo, asegurarme de que estaba allí. Mi experiencia como reportero me había enseñado que nunca hay que fijar citas con los polis. Si lo haces, todo lo que consigues es proporcionarles el lugar y la hora exactos para que no acudan. A muchos no les gusta hablar con periodistas, y a la mayoría ni siquiera les gusta que les vean en su compañía. Y hay que ser prudente con los pocos que hablan contigo. Hay que entrar de puntillas. Es como un juego.

Miré el reloj después de colgar. Casi mediodía. Me quedaban veinte horas. Mi vuelo a Dulles salía a las ocho de la mañana siguiente.

Al salir del hotel cogí un taxi y le dije al conductor que subiera la calefacción y que me llevase a Belmont y Western, pasando por el parque Lincoln. De camino quería detenerme en el lugar donde había sido hallado el pequeño Smathers. Había pasado un año desde el día en que se descubrió su cadáver. Tenía la impresión de que el lugar, si daba con él, tendría casi el mismo aspecto que aquel día.

Abrí la bolsa, puse en marcha el ordenador y busqué en él los recortes del Tribune que había cargado la noche anterior en la biblioteca del Rocky. Fui pasando noticias sobre el caso Smathers hasta encontrar el párrafo en que se describía el hallazgo del cadáver, hecho por un guía del zoo que atajaba por el parque cuando venía del apartamento de su novia. El chico fue hallado en un claro recubierto de nieve en el que se habían jugado los campeonatos de la Liga italoamericana de petanca el verano anterior. La noticia decía que aquel desmonte, entre las calles Clark y Wisconsin, era visible desde el establo rojo que formaba parte de la granja municipal, en el zoo.

No había mucho tráfico y llegamos al parque en diez minutos. Le dije al conductor que se desviase por Clark y que subiera por el lado en que se cruza con Wisconsin.

La nieve que cubría el campo era reciente y tan sólo la hallaban algunas pisadas. También se había acumulado sobre los bancos del sendero hasta alcanzar un espesor de unos ocho centímetros. Esa zona del parque parecía completamente desierta. Bajé del taxi y me dirigí al descampado sin muchas esperanzas, aunque concierta sensación de que iba a encontrar algo. No sabía exactamente qué. Quizás era sólo una sensación. A mitad de camino topé con unas pisadas en la nieve que cruzaban mi ruta de izquierda a derecha. Las crucé y encontré otras que se dirigían en sentido contrario: la fiesta había terminado y habían vuelto por el mismo camino. Chicos, pensé. Quizá yendo hacia el zoo. Si es que estaba abierto. Miré hacia el establo rojo y fue entonces cuando vi las flores al pie de un gigantesco roble, a unos veinte metros de allí.

Caminé hacía el árbol e instintivamente supe que se trataba de una ofrenda floral con motivo del aniversario. Cuando llegué al árbol vi que las flores -relucientes rosas rojas esparcidas como manchas de sangre sobre la nieve- eran artificiales, hechas con virutas de madera. En el hueco de la primera rama del tronco vi que alguien había apoyado una pequeña foto de estudio de un niño sonriente, con los codos sobre una mesa y las manos en las mejillas. Llevaba una chaqueta roja y camisa blanca, con una minúscula pajarita azul. Supuse que la familia había estado allí. Me preguntaba por qué no habrían colocado estos recuerdos y ofrendas sobre la tumba del chico.

Miré a mi alrededor. La laguna próxima al establo estaba helada y había una pareja patinando. Nadie más. Miré hacia la calle Clark y vi al taxi esperando. Al otro lado de la calle se alzaba una torre de ladrillo. El rótulo sobre el toldo de la fachada decía «Casa Hemingway». Era el lugar de donde venía el guía del zoo cuando encontró el cadáver del chico.

Volví a mirar la foto colocada en el hueco del árbol y, sin dudarlo un instante, me puse de puntillas para alcanzarla. La habían plastificado como un carnet de conducir para protegerla de la intemperie. En el dorso habían escrito el nombre del chico y nada más. Me la guardé en el bolsillo de la gabardina. Sabía que un día podía necesitarla para el reportaje.

El taxi me resultó cálido y acogedor, como una sala de estar con chimenea. Empecé a repasar los recortes del Tribune mientras nos dirigíamos hacia el Área Tres.

A grandes rasgos, el caso era tan horripilante como el asesinato de Theresa Lo ñon. El chico había sido secuestrado en el recinto cerrado del patio de recreo de una escuela primaria de la calle División. Había salido con otros dos a tirarse bolas de nieve. Cuando la maestra se percató de que no estaban en clase, salió a buscarlos. Pero Bobby Smathers ya había desaparecido. Los dos testigos de doce años fueron incapaces de contar a la policía lo que había ocurrido. Según ellos, Bobby Smathers sencillamente había desaparecido. Cuando alzaron la vista de la nieve ya no lo vieron. Creyeron que se había escondido con intención de atacarles por sorpresa, así que dejaron de buscar.

Bobby fue hallado al día siguiente en el terraplén cubierto de nieve junto al campo de petanca del parque Lincoln. Varias semanas de dedicación exclusiva a la investigación, dirigida por el detective John Brooks, no llevaron más allá de la explicación de los dos chicos de doce años: que Bobby Smathers, simplemente, había desaparecido de la escuela aquel día.

Mientras revisaba las noticias busqué las similitudes que tenía con el caso Lo ñon. Eran escasas. Ella era una mujer adulta blanca y él un niño negro. Parecía imposible hallar dos víctimas tan diferentes. Pero ambos habían desaparecido durante más de veinticuatro horas antes de ser hallados, y los cuerpos mutilados de las dos víctimas se habían encontrado en parques urbanos. Finalmente, ambos habían pasado sus últimas horas en centros infantiles: el chico en su escuela y la mujer en la guardería donde trabajaba. No veía qué podían significar esas coincidencias, pero era todo lo que tenía.

El cuartel general del Área Tres era una fortaleza de ladrillos anaranjados, un edificio irregular de dos pisos que albergaba también el juzgado del Distrito Municipal número 1 del Condado de Cook. Una incesante marea de ciudadanos entraba y salía por las puertas de cristales ahumados. Crucé la puerta hacia un vestíbulo cuyo suelo estaba húmedo por la nieve derretida. Enfrente había un mostrador también de ladrillo. Uno podía entrar en coche por las puertas de cristal y aún así no llegaría hasta los polis que estaban tras el mostrador. Los ciudadanos que esperaban ante él eran otra historia.

Vi unas escaleras a mi derecha. Recordé que iban a parar al despacho de detectives y estuve tentado de saltarme el procedimiento normal y subirlas. Pero decidí no hacerla. Los policías se enfadan si te saltas las normas aunque sean las de urbanidad. Me acerqué a uno de los polis que había tras el mostrador. Miró la bolsa del ordenador que yo llevaba colgada al hombro.

– Nos dejará eso aquí, ¿no?

– No, no es más que un ordenador -le dije-. Quiero hablar con el detective Lawrence Washington.

– ¿Yusted es…?

– Me llamo Jack McEvoy No me conoce.

– ¿Tiene usted cita con él?

– No. Es sobre el caso Smathers. Dígale eso. El policía alzó las cejas un par de centímetros.

– ¿Sabe qué? Abra la bolsa y déjeme ver el ordenador mientras lo llamo.

Hice lo que me había pedido y abrí el ordenador del modo en que te piden que lo hagas en los aeropuertos. Lo encendí, lo apagué y lo volví a guardar. El poli lo miró con el teléfono pegado a la oreja, mientras hablaba con alguien que supuse sería una secretaria. Me imaginé que con la mención del nombre de Smathers conseguiría, al menos, superar los primeros obstáculos.

– Hay aquí un ciudadano que quiere hablar con Larry el Piernas sobre lo del chico. Se quedó escuchando unos instantes y después colgó.

– Segundo piso. Por la escalera, a su izquierda, al fondo del pasillo, última puerta. Pone Homicidios. Es el tipo negro.

– Gracias.

Mientras subía la escalera pensé en la familiaridad con que el poli se había referido a Smathers como «el chico», y en que la persona que le escuchaba le había entendido enseguida. Eso me decía muchas cosas sobre el caso, más que lo que había leído en los periódicos. Los polis hacen todo lo posible por despersonalizar sus casos. En ese sentido son como los asesinos en serie. Si la víctima no es una persona que ha estado viva, que ha respirado y ha sufrido, no te puede agobiar. Pero llamar «el chico» a la víctima era todo lo contrario a esa práctica. Me dio a entender que al cabo de un año el caso aún era algo importante en el Área Tres.

El despacho de la brigada de homicidios medía lo que la mitad de una pista de tenis y estaba recubierto de moqueta de color verde oscuro.

Había tres compartimentos de trabajo con cinco mesas cada uno. Dos pares de mesas encaradas y la quinta, la del sargento, sola al fondo. A lo largo de la pared de mi izquierda había varias hileras de archivadores con barras de cierre

atravesando los tiradores. Al fondo, tras los compartimentos, dos despachos acristalados miraban a la sala de la brigada. Uno era la oficina del teniente. El otro parecía una sala de interrogatorios. Dentro había una mesa y vi a un hombre y una mujer comiéndose unos bocadillos sacados de unas servilletas de papel que usaban como mantelitos individuales. Además de aquellos dos, había otros tres individuos en sus mesas y una secretaria tras su escritorio, junto a la puerta.

– ¿Quiere usted ver a Larry? -me preguntó.

Asentí y ella señaló al hombre sentado a su mesa al fondo de la sala. Estaba solo en su compartimento. Me dirigí hacia allí. Él no levantó la vista de sus papeles ni siquiera cuando me puse delante.

– ¿Está nevando todavía? -preguntó.

– No. Pero no tardará en volver a caer.

– Eso suele pasar. Soy Washington. ¿Qué quiere usted?

Miré a los otros dos detectives del compartimento adjunto. Ni siquiera me miraban.

– Bueno, quisiera hablar con usted a solas, si es posible. Se trata del pequeño Smathers. Tengo información al respecto.

Sin necesidad de alzar la vista noté que esto hizo que se fijaran en mí. También Washington, por fin, dejó la pluma y levantó la cara para mirarme. Parecía tener treinta y tantos años, aunque ya peinaba algunas canas en el cabello cortado al cepillo. Aún estaba en buena forma, lo hubiera afirmado aun antes de que se pusiera en pie. También me pareció un tipo serio. Llevaba un traje marrón oscuro con camisa blanca y corbata a rayas. La chaqueta del traje apenas podía contener el amplio tórax.

– ¿Quiere hablar conmigo a solas? ¿Adonde quiere ir a parar?

– Bueno, de eso es de lo que quiero hablarle a solas.

– No será usted uno de esos tipos que quieren confesar, ¿eh? Sonreí.

– ¿Y qué, si lo soy? Quizá sea el verdadero culpable.

– No lo creo. Bueno, vamos a la sala. Aunque espero que no me haga perder el tiempo… ¿Cómo ha dicho que se llama?

– Jack McEvoy

– Vale, Jack; si saco a esa gente de ahí y resulta que me hace perder el tiempo, no nos va a hacer ninguna gracia, ni a ellos ni a mí.

– No creo que eso sea un problema.

Se levantó y comprobé que era más bajo de lo que me imaginaba. La mitad inferior era la de otro hombre. Piernas cortas, rechonchas, bajo un torso ancho y fornido. De ahí el mote que había usado el poli de recepción: Larry el Piernas. Por muy elegante que se vistiera, esa rareza física siempre le traicionaría.

– ¿Pasa algo? -preguntó cuando estuvo delante de mí.

– Oh, no. Yo soy… Jack McEvoy.

Dejé el portátil y tendí la mano, pero Washington no la tomó.

– Pasemos a la sala, Jack.

– Claro.

Me había hecho pagar la ofensa de mi mirada anterior.

Seguí sus pasos hacia la puerta de la habitación en que el hombre y la mujer estaban almorzando. Él se volvió, mirando la bolsa que yo acarreaba.

– ¿Qué es lo que lleva ahí?

– Un ordenador. Tengo un par de cosas para mostrarle, si es que le interesa. Abrió la puerta y el hombre y la mujer levantaron la vista hacia él.

– Lo siento, chicos, se acabó el almuerzo campestre -dijo Washington.

– ¿Puedes damos diez minutos, Piernas?

– Imposible. Tengo aquí a un cliente.

Envolvieron lo que les quedaba del bocadillo y salieron de la sala sin decir palabra. El hombre me lanzó una mirada que interpreté como de disgusto. No hice caso. Washington me cedió el paso y puse el ordenador sobre la mesa, junto a una cartulina doblada con el símbolo de no fumar. Nos sentamos frente a frente. La sala olía a humo rancio y a condimento para ensaladas italiano.

– Bueno, ¿qué puedo hacer por usted? -me preguntó Washington.

Reuní mis ideas y traté de parecer tranquilo. Nunca me había sentido cómodo al tratar con polis, a pesar de que me fascinaba su mundo. Siempre me daba la impresión de que sospechaban algo de mí. Algo malo. Algo que me delataba.

– No estoy seguro de por dónde empezar. Soy de Denver. Acabo de llegar esta mañana. Soy periodista y he venido para…

– Un momento, un momento. ¿Es usted periodista? ¿Qué clase de periodista? Advertí en su rostro un gesto involuntario de desagrado. Ya me lo esperaba.

– De prensa diaria. Trabajo en úRocky Mauntain News. Sólo escúcheme y si después quiere echarme, pues de acuerdo. Pero no creo que lo haga.

– Mire, hombre, he escuchado todo tipo de historias de tipos como usted. Y no tengo tiempo. Yo no…

– ¿Y qué pasa si le digo que John Brooks fue asesinado?

Busqué en su cara alguna señal de que se lo hubiera creído. No la hubo. No hizo el menor gesto.

– Su compañero -añadí-. Creo que pudo haber sido asesinado. Washington sacudió negativamente la cabeza.

– Bueno, ya he escuchado bastante. ¿Por quién? ¿Quién lo mató?

– La misma persona que mató a mi hermano. -Me detuve un instante y me quedé mirándolo hasta que me prestó toda su atención-. Era un poli de homicidios. Trabajaba en Denver. Lo mataron hace casi un mes. Al principio también pensaron que era un suicidio. Empecé a investigar y he venido a parar aquí. Soy periodista, pero eso no tiene nada que ver. Se trata de mi hermano. Y de su compañero.

Washington alzó las cejas hasta ponerlas en forma de uve y se me quedó mirando un buen rato. Yo esperaba. Estaba al borde del abismo. O me hacía caso o me despachaba. Bajó la vista y echó la silla hacia atrás. Sacó del bolsillo interior de la americana un paquete de cigarrillos y encendió uno. Acercó una papelera de hierro del rincón para usarla como cenicero. Me preguntaba cuántas veces habría oído a la gente decide que fumar no le ayudaría a crecer. Levantaba la cabeza cada vez que exhalaba, de modo que el humo azulado subía y revoloteaba por el techo. Se inclinó sobre la mesa.

– No sé si está usted loco o no. Déjeme ver algún documento de identidad.

Seguíamos estando al borde del abismo. Saqué mi cartera y le di el carnet de conducir, el de prensa y el pase policial del Departamento de Policía de Denver. Los miró detenidamente, aunque yo ya sabía que había decidido escucharme. Había algo en la muerte de Brooks que empujaba a Washington a escuchar la historia de un reportero al que ni siquiera conocía.

– Vale -dijo al devolverme los carnets-. Está usted legitimado. Pero eso no significa que tenga que creerme todo lo que dice.

– No. Aunque me parece que usted ya se lo cree.

– Bueno, ¿va a contarme la historia o no? No piense en si hubo algo incorrecto en este jodido asunto, algo como… como… De todos modos, ¿qué sabe usted de esto?

– No mucho. Sólo lo que salió en los periódicos.

Washington apagó el cigarrillo en el borde de la papelera y tiró la colilla dentro.

– Eh, Jack, cuénteme su historia. Y si no, hágame el puñetero favor de largarse.

No tuve que consultar mis notas. Le conté la historia con todos los detalles, porque me los sabía. Me llevó una media hora, durante la cual Washington se fumó dos cigarrillos más, aunque no me hizo ninguna pregunta. Todo el rato mantenía el cigarrillo en la boca, de modo que el humo le tapaba los ojos. Sabía lo que le estaba ocurriendo. Igual que con Wexler. Le estaba confirmando algo que desde el principio le reconcomía por dentro.

– ¿Quiere el número de Wexler? -le pregunté al terminar-. Él le confirmará todo lo que le he contado.

– No, ya lo conseguiré si lo necesito.

– ¿Quiere hacerme alguna pregunta?

– No. De momento, no. No hacía más que mirarme.

– Y ahora ¿qué?

– Voy a comprobado. ¿Dónde va a estar usted?

– En el Hyatt, río abajo.

– Vale, ya le llamaré.

– Detective Washington, eso no es suficiente.

– ¿Qué quiere decir?

– Quiero decir que he venido aquí a traer información, pero no sólo para dársela y volverme a mi hotel. Quiero que hablemos de Brooks.

– Mira, chico, nada de eso. Tú vienes aquí, me cuentas la historia y no hay…

– Oiga, no se haga el paternalista llamándome chico como si fuera un paleto. Le he dado una cosa y quiero algo a cambio. Para eso he venido.

– De momento no tengo nada que darle, Jack.

– Eso es una chorrada. Puede usted seguir sentado ahí y mintiendo, Larry el Piernas, pero yo sé que usted tiene algo. Y lo necesito.

– ¿Para qué? ¿Para hacer un gran reportaje que atraiga a otros chacales como usted? Esta vez fui yo el que me incliné sobre la mesa.

– Ya se lo he dicho, no se trata de un reportaje.

Me eché hacia atrás y nos quedamos mirándonos. Quería fumar, pero no tenía cigarrillos y no quería pedirle uno. El silencio se rompió cuando uno de los detectives que había visto en la sala de homicidios abrió la puerta y nos miró.

– ¿Todo en orden? -preguntó.

– Largo de aquí, Rezzo -dijo Washington. Y cuando se cerró la puerta comentó-: Pelmazo entrometido… Sabes lo que están pensando, ¿no? Creen que has venido a entregarte por lo del chico. Ahora hace un año, ya sabes. Pasan cosas raras. Y espérate a que oigan la historia.

Me acordé de la foto del chico que llevaba en el bolsillo.

– He pasado por allí cuando venía -le dije-. Hay flores.

– Siempre las hay -contestó Washington-. La familia va por allí con frecuencia.

Asentí y por primera vez me sentí culpable por haber cogido la foto. No dije nada. Sólo esperaba a que Washington hablase. Parecía aliviado. Su expresión era más amable y relajada.

– Mira, Jack, vaya hacer algunas comprobaciones y a pensar algunas cosas. Si digo que te voy a llamar es que te voy a llamar. Vete al hotel, a darte un masaje o lo que quieras. En cualquier caso, te llamo antes de un par de horas.

Asentí de mala gana y él se levantó. Adelantó el brazo derecho por encima de la mesa, con la mano abierta, y se la estreché.

– Buen trabajo. Para un periodista, quiero decir.

Cogí el ordenador y salí. La sala de la brigada estaba más llena de gente en aquel momento y muchos me miraron cuando salía. Supongo que había pasado allí dentro el tiempo suficiente para que se dieran cuenta de que no era un chiflado. Fuera hacía más frío y estaba empezando a nevar de verdad. Tardé un cuarto de hora en encontrar un taxi libre. En el camino de vuelta le pedí al taxista que se desviase hacia el cruce de Wisconsin con Clark, donde me apeé y corrí por la nieve hasta el árbol. Volví a poner la foto de Bobby Smathers en el sitio en que la había encontrado.

12

Larry el Piernas me tuvo todo el resto de la tarde en vilo. A las cinco intenté llamarle, pero no pude localizarlo en el Área Tres u Once-Veintiuno, como llamaban al cuartel general del Departamento. La secretaria del despacho de homicidios se negó a revelarme su paradero o a buscarlo. A las seis ya me había resignado a admitir que me había engañado, cuando oí que llamaban a la puerta. Era él.

– Eh, Jack -me dijo antes de entrar-. Vamos a dar una vuelta.

Washington había aparcado el coche en el vado reservado a la entrada del hotel. En el salpicadero había puesto un distintivo policial para que no le multaran. Entramos en el coche y arrancó. Cruzó el río y se dirigió al norte por la avenida Michigan. La nieve no dejaba de caer y se amontonaba a ambos lados de la calle. Muchos de los coches estacionados tenían una capa de varios centímetros en las superficies horizontales. Dentro del coche de Washington podía verse mi aliento, aunque la calefacción estaba al máximo.

– Creías que nevaba mucho en tu ciudad, ¿eh, Jack? -Sí.

Sólo me estaba dando conversación. Yo estaba ansioso por saber lo que tenía que decirme, pero pensé que sería mejor esperar, acomodarme a su ritmo. Siempre podía volver a mi papel de periodista y hacerle preguntas, pero más tarde.

Giró al oeste por División y se alejó del lago. Pronto desaparecieron los destellos de los barrios de Gold Coast y Miracle Mile y empezaron a aparecer edificios algo más sórdidos y en mal estado. Pensé que quizá nos dirigíamos hacia la escuela de donde había desaparecido Bobby Smathers, aunque Washington no me lo dijo. Ya era noche cerrada. Pasamos bajo la El y enseguida avistamos una escuela. Washington la señaló con el dedo.

– De ahí salió el chico. Hay un patio. Así desapareció -chasqueó los dedos-. Ayer lo puse todo el día bajo vigilancia. Era el aniversario, ya sabes. Sólo por si pasaba algo o el tipo, el autor, volvía al lugar del crimen.

– ¿Y nada?

Washington negó con la cabeza y se sumió en un denso silencio.

Pero no nos detuvimos. Si lo que Washington quería era enseñarme la escuela, había sido sólo un vistazo. Seguimos hacia el oeste y finalmente llegamos a una serie de torres de ladrillo que parecían algo destartaladas. Ya sabía lo que era. Proyectos. Unos monolitos débilmente iluminados que destacaban sobre el cielo azul oscuro. Seguramente habían adquirido la apariencia de la gente que los habitaba. Eran fríos y desesperanzadores, los desposeídos de las afueras de la ciudad.

– ¿Qué estamos haciendo? -pregunté.

– ¿Sabes qué lugar es éste?

– Sí. Vine a estudiar aquí… quiero decir a Chicago. Todo el mundo conocía Cabrini-Green. ¿Qué tiene de particular?

– Yo me crié aquí. Con John Brooks el Lanzado.

Enseguida se me ocurrió pensar en las pocas probabilidades que había tenido: primero, de sobrevivir en un sitio como aquél; después, de sobrevivir en general; y más tarde, de hacerse policía.

– No son más que guetos verticales. John y yo solíamos comentar que sus ascensores eran los únicos que servían para subir al infierno.

Me limité a asentir. Aquello me resultaba muy lejano.

– Y eso sólo cuándo los ascensores funcionaban -añadió.

Caí en la cuenta de que nunca me había parado a pensar que Brooks podía ser negro. No había ninguna foto en el expediente informático ni motivo alguno para que las noticias mencionasen su color. Simplemente había supuesto que sería blanco, y esa presunción tendría que analizarla más tarde. De momento, intentaba imaginarme lo que Washington trataba de decirme al llevarme allí.

Washington entró en el aparcamiento que había junto a uno de los edificios. Había un par de contenedores de basura con pintadas de varias décadas y un tablero de baloncesto oxidado, pero el aro había desaparecido. Aparcó el coche, pero dejó el motor en marcha. No sabía si era para que la calefacción siguiera encendida o para permitirnos una rápida fuga si era necesario. Del edificio que teníamos más cerca salió un grupo de adolescentes con abrigos, con las caras tan negras como el cielo, que cruzaron el patio helado y se escabulleron en otro de los edificios.

– En este momento debes de estar preguntándote qué demonios haces aquí -me dijo Washington entonces-. De acuerdo, lo comprendo. Un muchacho blanco como tú…

De nuevo guardé silencio. Le estaba dejando que llegara hasta el final.

– Fíjate en ése, el tercero a la derecha. Era nuestro edificio. Yo vivía con mi tía abuela en el número catorce y John con su madre en el doce, justo debajo. El trece no existía… bastante mala suerte era ya el hecho de vivir aquí. No teníamos padres. O, por lo menos, no los conocíamos.

Pensé que trataba de decirme algo, aunque no sabía qué. No tenía hila más remota idea del tipo de problemas que habían impelido a los dos amigos a salir de aquella lápida sepulcral que me había señalado. Seguí callado.

– Eramos amigos de toda la vida. Demonios, acabó casándose con mi primera novia, Edna. Después, en el Departamento, tras unos años en homicidios aprendiendo de los detectives expertos, pedimos que nos pusieran a patrullar juntos. Y lo conseguimos, maldita sea. El Sun-Times publicó una vez nuestra historia. Nos pusieron en el

Área Tres porque incluía este lugar. Se figuraron que formaba parte de nuestra experiencia. De hecho, muchos de nuestros casos salieron de aquí. Al menos, uno de cada dos. Bueno, pues nosotros éramos los únicos disponibles el día que apareció aquel chico con los dedos cortados. Mierda, la llamada fue justo a las ocho. Diez minutos antes y les habría tocado a los del turno de noche.

Se quedó un instante en silencio, probablemente pensando en lo distinto que habría sido todo si la llamada la hubiera cogido algún otro.

– A veces, por la noche, cuando estábamos trabajando en un caso, o de guardia o algo así, John y yo veníamos en coche hasta aquí después del relevo, aparcábamos justo donde estamos ahora y nos limitábamos a contemplar el lugar.

Entonces se me ocurrió cuál debía de ser el mensaje. Larry el Piernas sabía que John el Lanzado no había dirigido el arma contra sí mismo porque conocía al dedillo los problemas que Brooks había tenido que superar para salir de un lugar como aquél. Brooks había logrado salir del infierno y no era cosa de volver a él por propia voluntad.

Ése era el mensaje.

– Así que nunca creíste que se suicidara, ¿no? Washington me miró desde su asiento y asintió.

– Simplemente, era una de esas cosas que sabes, en fin… que él no lo hizo. Lo dije en la sección, pero allí sólo querían quitarse el caso de encima.

– De modo que todo lo que tenías era tu instinto. ¿No hubo ninguna otra cosa anormal?

– Había algo más, pero no les pareció suficiente. Quiero decir que como tenían aquella nota y su historia con el psiquiatra, no necesitaban nada más. Les parecía que encajaba. Ya era un suicidio antes de que cerrasen la bolsa y se lo llevasen. Así de claro.

– ¿Qué era?

– Los dos tiros.

– ¿Qué quieres decir?

– Vamonos de aquí. Vamos a comer algo.

Arrancó el coche, dio una vuelta completa en el aparcamiento y salió a la calle. Nos dirigimos hacia el norte por calles por las que yo nunca había pasado. Sin embargo, tenía una ligera idea de adonde íbamos. Al cabo de cinco minutos me había cansado de esperar la segunda parte de la historia.

– ¿Qué pasa con los dos tiros?

– Disparó dos veces, ¿no?

– ¿Sí? No lo decían los periódicos.

– Nunca dan todos los detalles de nada. El caso es que yo estuve en su casa. Edna me llamó cuando lo encontró. Llegué allí antes que los de la unidad. Había un tiro en el suelo y otro en la boca. La explicación oficial fue que el primero debió de ser una comprobación o algo así, una especie de prueba. Para ver si era capaz. Y que el segundo fue cuando se decidió y lo hizo. No tenía sentido. Al menos para mí.

– ¿Por qué no? ¿Para qué crees que fueron los dos disparos?

– Yo creo que el primero fue el de la boca. El segundo fue para conseguir residuos de pólvora. El autor puso la pistola en la mano de John y disparó al suelo. Encontraron residuos de pólvora en su mano. Era un caso de suicidio. Y se acabó.

– Pero nadie estaba de acuerdo contigo.

– Hasta hoy, no. Hasta que has aparecido tú con todo eso de Edgar Alian Poe. He ido a contárselo a los jefes de la unidad. Les he recordado los problemas que presentaba lo del suicidio. Mis problemas. Volverán a abrir el caso para reconsiderarlo. Mañana por la mañana empezaremos con una reunión en el Once-Veintiuno. El jefe de la sección me va a rebajar del servicio y va a formar una patrulla.

– ¡Qué bien!

Miré por la ventana y permanecí un rato en silencio. Estaba entusiasmado. Las cosas empezaban a ponerse en su sitio. Ahora tenía dos casos reabiertos de supuestos suicidios policiales, en dos ciudades diferentes, que se iban a investigar de nuevo como posibles asesinatos y posiblemente conectados entre sí. Eso era noticia. Y buena, maldita sea. Y era algo que yo podría utilizar como cuña para llegar a los archivos de la Fundación e incluso al FBI. Es decir, si conseguía llegar el primero. Si Chicago o Denver se me adelantaban, me dejarían al margen porque ya no me necesitarían para nada.

– ¿Por qué? -dije en voz alta.

– ¿Por qué, qué?

– ¿Por qué alguien está haciendo esto? ¿Qué es exactamente lo que pretenden? Washington no contestó. Se limitó a seguir conduciendo a través de la noche helada.

Cenamos en un reservado de la parte trasera del Slammer, un bar de polis próximo al Área Tres. Los dos pedimos el plato especial: pavo asado con salsa, una buena comida para combatir el frío. Durante la comida, Washington me contó algunos detalles del plan de la sección. Me dijo que todo aquello era extraoficial y que si quería escribir algo tendría que sacárselo al teniente que iba a mandar la patrulla. Eso no me representaba ningún problema. La patrulla se iba a formar gracias a mí. El teniente tendría que hablar conmigo.

Washington comía con los codos en la mesa. Parecía que estuviera custodiando el plato. Aveces hablaba con la boca llena, pero era sólo porque estaba emocionado. Yo también lo estaba y me preocupaba proteger mi puesto en la investigación, mi papel en aquella historia.

– Empezaremos por Denver -dijo Washington-. Vamos a trabajar juntos, clarificando los objetivos, y a ver qué ocurre. Por cierto, ¿has hablado con Wexler? Está enfadado contigo, chico.

– ¿Cómo es eso?

– Tú qué crees. No le dijiste nada de Poe, ni de Brooks ni de Chicago. Creo que allí has perdido una buena fuente, Jack.

– Puede. ¿Tienen alguna novedad?

– Sí, el guarda forestal.

– ¿Qué pasa con él?

– Lo han hipnotizado. Le han hecho volver a aquel día. Ha dicho que cuando miró en el interior del coche en busca del arma, tu hermano sólo llevaba un guante. Después alguien se lo volvió a poner en la mano, con la prueba de GSR: Wexler dice que ahora no tienen ninguna duda sobre eso.

Asentí, más para mis adentros que para contestar a Washington.

– Tanto vosotros como los de Denver tendréis que acudir al FBI, ¿no? Se trata de crímenes conexos en diferentes estados.

– Ya veremos. Recuerda que a los policías locales no les entusiasma la idea de trabajar con el FBI. Vas a contárselo y te dan la patada, siempre, y en el culo. Aunque tienes razón, quizás es el único modo. Si esto es lo que yo creo, y lo que crees tú, el FBI acabará viniendo a dirigir el cotarro.

No le dije a Washington que yo pensaba acudir al FBI por mi cuenta. Sabía que tenía que llegar él primero. Aparté el plato, miré a Washington y sacudí la cabeza. La historia era increíble.

– ¿A ti qué te parece? ¿Qué crees que tenemos entre manos?

– Las posibilidades son escasas -dijo Washington-. Primera, que sea un tipo aislado, que anda matando a gente y después hace el doblete y se carga al poli que dirige el caso.

Asentí. Estaba de acuerdo.

– Segunda, que los primeros asesinatos no estén relacionados y que nuestro hombre, simplemente, llega a la ciudad, espera un caso que le guste o que haya visto en la tele, y va a por el poli que lleva la investigación.

– Sí.

– Y la tercera es que tengamos dos asesinos. En ambas ciudades, uno comete el primer asesinato y después viene el otro y comete el segundo, se carga al poli. Esta tercera no me gusta. Plantea demasiadas preguntas. ¿Se conocen? ¿Trabajan juntos? Parece muy remota.

– Tendrían que conocerse. Si no, ¿cómo iba a saber el segundo tipo dónde había estado el primero?

– Exacto. De modo que nos concentramos en las posibilidades uno y dos. Aún no hemos decidido si los de Denver vienen aquí y nosotros enviamos a alguien allí, aunque vamos a considerar los casos del chico y de la muchacha juntos. En busca de alguna conexión, y si la encontramos tendremos algo para empezar.

Asentí. Estaba rumiando la primera posibilidad. Una sola persona, un asesino que lo hubiera hecho todo.

– Si se trata de un solo tipo, ¿cuál es en realidad su objetivo? -pregunté, dirigiéndome más a mí mismo que a Washington-. ¿Es la primera víctima o el policía?

Washington volvió a poner las cejas en forma de uve.

– Quizás -añadí- hayamos dado con uno que quiere matar polis. Ése es su objetivo, ¿vale? Así que utiliza el primer crimen (Smathers, Lofton) para atraer a su presa: el policía.

Miré a nuestro alrededor. Al decirlo en voz alta, a pesar de que había estado dándole vueltas desde el viaje en avión, sentí un escalofrío.

– Espantoso, ¿eh? -me dijo Washington.

– Sí. Realmente espantoso.

– ¿Y sabes por qué? Porque, si es así, habrá más. Cada vez que se supone que un policía se ha suicidado, la investigación es somera y reservada. A ningún departamento le gustan estas historias. Así que las ventilan de un plumazo y ya está. De ese modo se las quitan de encima. Si la primera posibilidad es la correcta, entonces ese tipo no ha empezado por Brooks y terminado por tu hermano. Apuesto a que hay más.

Apartó el plato. Había terminado.

Media hora más tarde me dejaba frente al Hyatt. Del lago soplaba un viento helado. No me apetecía nada quedarme a la intemperie, y Washington no quiso subir a la habitación. Me dio una tarjeta.

– Me vaya casa, tendré el busca en marcha. Llámame.

– Lo haré.

– Vale, pues, Jack-sacó la mano y se la estreché-. Y gracias, hombre.

– ¿Por qué?

– Por hacérselo creer. Te debo una. Y también John el Lanzado.

13

Gladden se quedó unos segundos mirando la pantalla azul eléctrico antes de empezar. Era un ejercicio que practicaba rutinariamente para liberar su mente de tensiones y odio. Pero esta vez le costó. Estaba furioso.

Se serenó y se puso el ordenador en las rodillas. Limpió la pantalla e hizo rodar la bola con el pulgar, el puntero fue moviéndose de una ventana a otra para detenerse en el icono de TERMINAL. Pulsó la tecla RETORNO y después eligió el programa que quería. Hizo clic en MARCAR y esperó mientras escuchaba el áspero chirrido de la conexión. Cada vez que lo hacía pensaba que era como un parto: el horrible grito del recién nacido.

Cuando se hubo completado la conexión apareció en pantalla la plantilla de saludo:

BIENVENIDO AL CLUB ASP

Al cabo de unos segundos la pantalla se deslizó hacia arriba y apareció un aviso codificado que solicitaba la primera palabra clave de Gladden. Tecleó las letras, esperó a que fueran reconocidas y después tecleó la segunda clave, cuando recibió el aviso. Al instante fue admitido en la red y apareció la pantalla de advertencias:

¡ALABADA SEA LA PROVIDENCIA!

NORMAS PARA LA NAVEGACIÓN

1. NO UTILICE JAMÁS SU NOMBRE REAL

2. NUNCA DÉ A LOS CONOCIDOS LOS NÚMEROS DEL SISTEMA

3. NUNCA ACUERDE REUNIRSE CON OTRO USUARIO

4. TENGA EN CUENTA QUE OTROS USUARIOS PUEDEN SER PERSONAS EXTRAÑAS

5. EL SYSOP SE RESERVA EL DERECHO A ELIMINAR A CUALQUIER USUARIO

6. LOS CUADROS DE MENSAJES NO PUEDEN SER UTILIZADOS PARA DEBATIR ACTIVIDADES ILEGALES: ¡ESO ESTÁ PROHIBIDO!

7. LA RED ASP NO SE HACE RESPONSABLE DEL CONTENIDO

8. PULSE UNA TECLA PARA CONTINUAR

Gladden pulsó la tecla RETORNO y el ordenador le informó de que tenía un mensaje personal no leído. Pulsó rápidamente las teclas apropiadas y el mensaje del sysop, u operador de sistemas, llenó la mitad superior de la pantalla del portátil:

GRACIAS POR EL AVISO. ESPERO QUE TODO VAYA BIEN Y SIENTO MUCHO QUE HAYA ESTADO USTED EN PELIGRO. ESTÁ BIEN LO QUE BIEN ACABA. SI ESTA LEYENDO ESTO SUPONGO QUE SE HABRÁ REPUESTO. ¡BRAVO! BUENA SUERTE. SEGUIRÉ EN CONTACTO CON USTED Y CON LOS DEMÁS. (JE, JE)

…ASP

Gladden tecleó una R, le dio al RETORNO y apareció en pantalla una plantilla para el mensaje de réplica. Tecleó la respuesta al emisor del primer mensaje:

NO SE PREOCUPE POR MÍ. TODO ESTÁ CONTROLADO. SU SEGURO SERVIDOR ESTÁ DE NUEVO EN PIE.

Hecho esto, Gladden tecleó las instrucciones para trasladarse al tablón de anuncios del directorio principal. Por fin, la pantalla se llenó con la guía de cuadros de mensajes. Había una lista con el número de mensajes en activo disponibles para ser leídos en cada cuadro:

1. Foro general 89 6. Todo vale 51

2. B+9 46 7. Meditaciones y gemidos 76

3. B-9 23 8. Sabuesos legales 24

4. G+9 12 9. Servicios por ciudad 56

5. G-9 6 10. Cuadro de trueques 91

Tecleó rápidamente las instrucciones necesarias para ir al cuadro de «Meditaciones y gemidos». Era uno de los cuadros más frecuentados. Ya se había leído la mayoría de los archivos y había contribuido con unos cuantos. Todos desvariaban sobre lo injusta que era la vida con ellos. Sobre de qué modo, en otros tiempos, quizá sus gustos e instintos serían aceptados como normales. Gladden siempre había pensado que había más gemidos que meditaciones. Solicitó el mensaje titulado ídolo y empezó a releerlo:

Creo que pronto tendrán noticias mías. Se acerca mi hora de salir a la luz de la fascinación y el miedo públicos. Estoy listo. Al final, todos los de mi especie salen al descubierto. Se acabará el anonimato. Me pondrán un nombre, una denominación no relativa a quién soy yo ni a mis muchas habilidades, sino determinada sencillamente por su capacidad para lucir en un titular de la prensa sensacionalista y estimular el miedo en las masas. Estudiamos lo que tememos. El miedo vende periódicos y programas de televisión. Pronto me tocará el turno de vender.

Pronto será perseguido y me hará famoso. Pero no darán conmigo. Nunca. Esto es lo que no perciben. Que he estado siempre preparado. He decidido que ha llegado el momento de contar mi historia. Quiero contarla. Vaya poner en ella todo lo que tengo, todo lo que soy. A través de estas ventanas me veréis vivir y morir. Mi portátil Boswell no emite juicios, no tiembla ante una simple palabra. Quién mejor que mi portátil Boswell para escuchar mi confesión? Qué biógrafo más adecuado que mi portátil Boswell? Ahora voy a empezar a contarlo todo. Encended vuestras candelas. Viviré y moriré en esta oscuridad.

A veces el hombre se enamora de manera extraordinaria y apasionada del sufrimiento.

Yo no he escrito esto, pero me gustaría haber lo hecho. Aunque no importa porque creo en ello. Mi sufrimiento es mi pasión, mi religión. Nunca me abandona. Me guía. Soy yo mismo. Ahora lo veo claro. Creo que lo que significan esas palabras es que nuestro dolor es la senda por la que discurren nuestras elecciones y nuestro viaje vital. Prepara el terreno, por así decirlo, para todo lo que hacemos Y llegamos a ser. Por eso lo aceptamos. Lo estudiamos y, por toda su aspereza, lo amamos. No tenemos elección.

Esto lo tengo muy claro, lo entiendo perfectamente. Pueda volver la vista atrás y comprobar cómo el dolor ha marcado todas mis elecciones. Miro adelante y sé dónde' me va a tocar. En realidad, ya no camino por el sendero. Es éste el que se mueve bajo mis pies, me conduce como una cinta transportadora gigante a través del tiempo. Me ha traído hasta aquí.

Mi dolor es la roca sobre la cual me alzo. Soy el perpetrador. El ídolo. La verdadera identidad es el dolor. Mi dolor. Cumplamos con nuestro deber hasta la muerte.

Conducid con precaución, queridos amigos. 165

Volvió a leerlo y le conmovió. Hizo mella en lo más profundo de su corazón.

Retornó al menú principal y conectó con el «Cuadro de trueques» para ver si había clientes nuevos. No los había. Tecleó la G de Goodbye para despedirse. Después apagó el ordenador y lo cerró.

Gladden se lamentó de que los polis se hubieran quedado con su cámara. No podía arriesgarse a reclamarla y apenas se podía permitir el lujo de comprar otra con el dinero que le quedaba. Pero sabía que sin cámara no podría cumplir con los pedidos y no habría más dinero. La ira que crecía en su interior le hacía sentir como si tuviera cuchillas en la sangre, cortándolo por dentro. Decidió sacar más dinero de Florida para comprarse otra cámara.

Se acercó a la ventana y miró los coches que circulaban lentamente por Sunset. Aquello era un interminable aparcamiento móvil. «Todo ese hierro humeante», pensó. Toda aquella carne. ¿Adonde se dirigía? Se preguntaba cuántos de los de aquellos coches serían como él. ¿Cuántos tendrían sus impulsos y cuántos sentirían las cuchillas? ¿Cuántos tendrían el valor de seguir? De nuevo la ira inundó sus pensamientos. Ahora se trataba de algo palpable en su interior, una flor negra que abría los pétalos en su garganta, ahogándolo.

Cogió el teléfono y marcó el número que le había dado Krasner. Al cabo de cuatro timbrazos se puso al habla Sweetzer.

– ¿Muy ocupado, Sweetzer?

– ¿Quién es?

– Soy yo. ¿Cómo están los chicos?

– ¿Qué…? ¿Quién es?

Su instinto le pedía a Gladden que colgara en aquel momento. No quería tratos con los de su especie. Pero era tan curioso…

– Tienen ustedes mi cámara -le dijo. Hubo un instante de silencio.

– Señor Brisbane, ¿cómo está?

– Bien, detective, gracias.

– Sí, tenemos su cámara y tiene derecho a recuperarla puesto que la necesita para ganarse la vida. ¿Quiere usted que quedemos para que pase a recogerla?

Gladden cerró los ojos y estrujó el auricular hasta que pensó que lo rompería. Lo sabían. Si no lo supieran, le habrían dicho que se olvidase de la cámara. Pero sabían algo. Y querían atraerlo allí. La cuestión era cuánto sabían. Gladden hubiera querido gritar, pero pudo más la opción de actuar con frialdad ante Sweetzer. «No des un paso en falso», se dijo.

– Tengo que pensarlo.

– Bueno, parece una bonita cámara. No estoy seguro de cómo funciona, pero no me importaría quedármela. Aquí está, a su disposición…

– Jó déte, Sweetzer.

La ira le había superado.

Lo había mascullado entre dientes.

– Mire, Brisbane, yo cumplía con mi deber. Si tiene problemas con esto venga a verme y algo haremos. Si quiere su jodida cámara, tendrá que venir a por ella. Pero no voy a aguantarle…

– ¿Usted tiene hijos, Sweetzer?

La línea permaneció en silencio durante un rato, aunque Gladden sabía que el detective seguía allí.

– ¿Qué ha dicho? -Ya me ha oído.

– ¿Está amenazando a mi familia, grandísimo hijo de puta?

Entonces fue Gladden el que guardó silencio un instante. Después surgió de lo más hondo de su garganta un sonido grave que fue subiendo de tono hasta convertirse en una risa de maníaco. Siguió riendo descontroladamente hasta que no pudo oír otra cosa ni pensar. Entonces, de repente, colgó bruscamente el auricular y atajó la carcajada en seco, como si se hubiera cortado el cuello.

Una mueca repugnante deformó su rostro y gritó hacia la vacía habitación a través de sus dientes apretados.

– Jó déte!

Gladden abrió de nuevo el portátil y accedió al directorio de fotos. La pantalla era una obra de arte para ser un portátil, aunque el chip de gráficos no se aproximaba al nivel de calidad que habría obtenido en un ordenador personal de sobremesa. Aún así, las imágenes eran lo bastante nítidas y estaban a su alcance. Repasó el archivo foto por foto. Era una macabra colección de vivos y muertos. De algún modo halló alivio en las fotos, una sensación de que seguía controlando su vida.

Aún así, le acongojaba lo que acababa de ver y lo que había hecho. Aquellos pequeños sacrificios. Los ofrendó para obtener un bálsamo para sus heridas. Sabía lo egoísta que era, lo grotescamente retorcido. Y el hecho de convertir esos sacrificios en dinero le desazonaba, siempre hacía que se detestase, que sintiese repugnancia de sí mismo. Sweetzer y los demás tenían razón. Merecía que lo acosaran.

Echó la cabeza hacia atrás para mirar las aguas que hacía el techo. Los ojos se le llenaron de lágrimas. Los cerró y trató de dormir, de olvidar. Pero su amigo del alma estaba allí, en la oscuridad bajo sus párpados. Estaba allí como siempre. Con la cara tiesa y una horrible cuchillada en vez de labios.

Gladden abrió los ojos y miró hacia la puerta. Alguien había llamado. Se sentó de un salto al oír el ruido metálico de una llave que se introducía en la cerradura exterior. Reparó en su error. Sweetzer había localizado la llamada. ¡Sabían que llamaría!

Se abrió la puerta de la habitación. Una mujer menuda, negra y con uniforme blanco apareció en el umbral con dos toallas dobladas sobre el brazo.

– Servicio de limpieza -dijo-. Siento venir tan tarde, pero hoy ha sido un día muy liado. Mañana haré su habitación la primera.

Gladden suspiró y recordó que había olvidado colgar el letrero de «No molesten» en el picaporte exterior.

– Está bien -dijo levantándose rápidamente para impedir que entrase en la habitación-. Déme sólo las toallas, de todos modos.

Al coger las toallas vio que la chica llevaba bordado en el uniforme el nombre de Evangeline. Tenía una cara agradable y enseguida sintió pena de verla hacer aquel trabajo, limpiando lo que otros ensuciaban.

– Gracias, Evangeline.

Advirtió que los ojos de ella pasaban de él al interior de la habitación y se detenían en la cama. Estaba sin deshacer. La noche anterior no había quitado la colcha. Entonces ella volvió a mirarle y asintió con lo que quiso ser una sonrisa.

– ¿No necesita nada más? -No, Evangeline.

– Que tenga un buen día.

Gladden cerró la puerta y se volvió. Allí, sobre la cama, estaba el ordenador portátil abierto. En la pantalla había una de las fotografías. Se acercó a la cama y la estudió sin mover el ordenador. Entonces volvió a la puerta, la abrió y se colocó bajo el umbral, donde había estado ella. Miró hacia el ordenador. Se veía perfectamente. El chico en el suelo y algo que no podía ser otra cosa que sangre sobre el lienzo perfectamente blanco de la nieve.

Corrió hacia el ordenador y pulsó el botón de borrado de emergencia que él mismo había programado. La puerta seguía abierta. Gladden trató de concentrarse. «Dios mío -pensó-, qué gran error.»

Fue hasta la puerta y salió. Evangeline estaba al fondo del pasillo, de pie junto al carretón de la limpieza. Se volvió para mirarlo, sin que su cara denotase nada especial. Pero Gladden sabía que tenía que asegurarse. No podía arriesgarlo todo a la simple lectura de la cara de la mujer.

– Evangeline -le dijo-. He cambiado de idea. Es probable que la habitación necesite un repaso. De todos modos, me hace falta papel higiénico y jabón.

Ella dejó la carpeta en la que estaba escribiendo y se agachó para sacar del carro el papel higiénico y el jabón. Mientras la miraba, Gladden se metió las manos en los bolsillos. Observó que la muchacha mascaba chicle ruidosamente. Era una conducta insultante ante cualquiera. Como si él fuera invisible. Como si no fuera nadie.

Cuando Evangeline se acercó con las cosas que había cogido del carro, él no hizo el menor gesto para sacarse las manos de los bolsillos. Dio un paso atrás para cederle el paso. Cuando ella hubo entrado, Gladden se acercó al carro y miró la carpeta que la chica había dejado encima. Detrás del número 112 había puesto: «Sólo toallas.»

Gladden volvió a la habitación mirando a su alrededor. El motel tenía un patio central y a su alrededor se alzaban dos pisos de unas veinticuatro habitaciones cada uno. Vio otro carro de limpieza cruzado en el pasillo del piso de arriba. Estaba ante la puerta abierta de una habitación, pero no se veía a la sirvienta. En el centro del patio, la piscina estaba desierta. Demasiado frío. No vio a nadie más.

Entró en la habitación y cerró la puerta mientras Evangeline salía del cuarto de baño con la bolsa del cubo de basura.

– Perdone, señor, tenemos que dejar la puerta abierta mientras trabajamos en las habitaciones. Son las normas de la casa.

Gladden le cortó el paso hacia la puerta.

– ¿Ha visto la fotografía?

– ¿Qué? Perdone, señor, tengo que abrir la…

– ¿Ha visto usted la foto en el ordenador?, ¿encima de la cama?

Señaló el ordenador y la miró a los ojos. Ella parecía desconcertada, pero no se giró.

– ¿Qué foto?

Volvió los ojos hacia la cama combada y luego hacia él con una mirada confusa y una expresión de creciente incomodidad.

– Yo no he tocado nada. Puede llamar ahora mismo al señor Barrs si cree que he tocado algo. Soy una mujer honrada. Puede que haya mandado a una de las chicas a buscarme. No he cogido su foto. Ni siquiera sé de qué foto me habla.

Gladden se la quedó mirando un momento y después sonrió.

– Evangeline, creo que quizá sea usted una mujer honrada. Pero tengo que asegurarme. Usted ya me entiende.

14

La Fundación para el Cumplimiento de la Ley (LEF) estaba en la calle Nueve de Washington D.C., a pocas manzanas del Departamento de Justicia y del cuartel general del FBI. Era un edificio grande y supuse que albergaría también los despachos de otras agencias y organizaciones públicas. Una vez franqueadas las pesadas puertas, miré el panel y subí en el ascensor hasta el tercer piso.

Daba la impresión de que la LEF ocupaba todo el tercer piso. Al salir del ascensor me encontré ante un gran mostrador de recepción tras el cual se sentaba una voluminosa mujer. Entre los periodistas los llamábamos «mostradores de decepción» porque las mujeres contratadas para sentarse tras ellos raramente te encaminaban adonde querías ir o te enviaban a quien querías ver. Le dije que quería hablar con el doctor Ford, el director de la Fundación al que habían entrevistado para un artículo del New York Times sobre suicidios de policías. Ford era el encargado de la base de datos a la que yo tenía que acceder.

– Ha salido a almorzar. ¿Tiene usted cita con él?

Le dije que no y le puse delante una tarjeta de visita. Miré el reloj. La una menos cuarto.

– Ah, ya, periodista -dijo ella como si esa profesión fuera sinónimo de culpable-. Eso cambia las cosas. Tiene usted que pasar por la oficina de asuntos públicos antes de que se decida si puede usted hablar con el doctor Ford.

– Ya veo. ¿Cree usted que habrá alguien en asuntos públicos o habrán salido a almorzar también? Cogió el teléfono e hizo una llamada.

– ¿Michael? ¿Estáis ahí o habéis salido a almorzar?

Tengo aquí a un hombre que dice ser del Rocky Mountains News… No, ha preguntado primero por el doctor Ford. Escuchó durante unos instantes y después dijo «vale» y colgó.

– Michael Warren le recibirá. Dice que tiene una cita a la una y media, así que será mejor que se apresure.

– ¿Que me apresure hacia dónde?

– Despacho tres-cera-tres. Coja el pasillo que está detrás de mí, gire por la primera esquina a la derecha y allí es, primera puerta a la derecha.

Mientras hacía el recorrido pensé que el nombre de Michael Warren me resultaba familiar, aunque no sabía de qué. La puerta del 303 se abrió en cuanto llegué ante ella. Un hombre de unos cuarenta años estaba a punto de salir cuando me vio y se detuvo.

– ¿Es usted el del Rocky? -Sí.

– Empezaba a preguntarme si se habría equivocado de camino. Pase. Sólo dispongo de unos minutos. Soy Mike Warren. Michael, si tiene que usar mi nombre en la prensa, aunque prefiero que no lo haga y que hable primero con mis superiores. Espero poder ayudarle en eso.

Una vez que se hubo colocado detrás de su desordenado escritorio, me presenté y nos estrechamos la mano. Me invitó a sentarme. Había un montón de periódicos en un extremo de la mesa. En el otro había fotos de la esposa y dos hijos, colocadas de modo que pudieran verlas tanto Warren como sus visitantes. En una mesa baja, a su izquierda, había un ordenador y detrás de él, en la pared, una foto de Warren estrechando la mano del presidente. Warren iba bien afeitado y llevaba una camisa blanca y una corbata granate. El cuello estaba un poco raído por el roce. Su chaqueta estaba colgada en el respaldo de la silla. Tenía la piel muy clara y en ella resaltaban unos penetrantes ojos oscuros y el cabello totalmente negro.

– Bueno, ¿qué hay? ¿Se encuentra usted en la oficina de Scripps D. C?

Se refería a la empresa matriz, que mantenía una delegación con reporteros que servían temas de Washington a todos los periódicos de la cadena. Greg Glenn me había sugerido a principios de semana que acudiese a esa oficina.

– No, yo vengo de Denver.

– Bueno, ¿y qué puedo hacer por usted?

– Tengo que hablar conNathan Ford o con quien esté llevando directamente el estudio sobre suicidios de policías.

– Suicidios de policías. Es un proyecto del FBI. Oline Fredrick es quien lo está investigando con ellos.

– Sí, ya sé que está implicado el FBI.

– Veamos -levantó el teléfono pero lo volvió a colgar-. Usted no había llamado antes, ¿no? No recuerdo su nombre.

– No, acabo de llegar a la ciudad. Podríamos decir que se trata de un tema caliente.

– ¿Un tema caliente, el suicidio de policías? No me parece un tema para la hora de cierre. ¿Por qué tanta prisa? Entonces caí en la cuenta de quién era.

– ¿Trabajaba usted en el Times de Los Angeles? ¿En la redacción de Washington? ¿Es usted aquel Michael Warren? Le hizo sonreír el hecho de que lo hubiera reconocido, a él o su nombre.

– Sí, ¿cómo lo sabe?

– La línea Post-Time. La he estado siguiendo durante años. Y me he acordado del nombre. Usted cubría Tribunales, ¿no? Hizo un buen trabajo.

– Hasta hace un año. Lo dejé para venir aquí.

Asentí. Siempre había un instante de silencio difícil cuando me topaba de pronto con alguien que había dejado el

oficio y se encontraba ahora al otro lado de la raya. Por lo general estaban quemados, eran reporteros que se habían cansado de vivir siempre al filo del cierre y siempre obligados a sacar temas. Una vez leí un libro sobre un reportero escrito por otro reportero que describía el oficio como una carrera permanente delante de una trilladora. Pensé que era la descripción más acertada que había leído. Aveces la gente se cansaba de correr delante de la máquina, otras eran arrollados y quedaban hechos polvo. Aveces se las apañaban para escapar de allí. Entonces utilizaban su experiencia en el negocio para buscarse la estabilidad de un trabajo como personas que manejan los medios de comunicación, pero que ya no forman parte de ellos. Es lo que había hecho Warren y, en cierto modo, me daba pena por ello. Había sido muy bueno. Esperaba que él no sintiese el mismo pesar.

– ¿Lo echa de menos?

Tenía que preguntárselo por mera cortesía.

– De momento, no. De vez en cuando aparece un buen tema y me gustaría tratarlo como periodista, buscándole el enfoque original. Pero eso te puede destrozar, no se puede andar con bromas.

Estaba mintiendo y creo que era consciente de que yo lo sabía. Él hubiera querido dar marcha atrás.

– Sí, yo también empiezo a sentir algo así.

Le devolví la mentira, sólo para que se sintiera mejor, si eso era posible.

– ¿Y qué hay de los suicidios de policías? ¿Cuál es su enfoque? -preguntó mirando el reloj.

– Bueno, no era un tema caliente hasta hace un par de días. Ahora lo es. Ya sé que sólo tiene unos minutos, pero se lo puedo explicar rápidamente. Acabo de… No quiero que se moleste, pero le pido que me prometa que considerará lo que le voy a decir como algo confidencial. Es mi historia, y cuando esté preparado vaya entrar en ella.

Asintió.

– No se preocupe, le comprendo perfectamente. No pienso hablar de lo que usted me diga con ningún otro periodista, a no ser que otro periodista me pregunte específicamente sobre lo mismo. Además, quizá tenga que hablar de ello con otras personas de la Fundación. No puedo prometerle nada hasta que sepa de qué estamos hablando.

– Correcto.

Noté que confiaba en él. Quizá porque resulta fácil confiar en alguien que ha hecho lo que tú haces. También pensé que me gustaría contarle lo que sabía a alguien capaz de valorar el tema como reportaje. Era un modo de presumir y yo no estaba por encima de eso. De modo que me lancé.

– A principios de esta semana empecé a trabajar en un reportaje sobre suicidios de policías. Lo sé, ya se ha hecho antes. Pero tenía un enfoque nuevo. Mi hermano era agente y hace un mes que, supuestamente, se suicidó. Yo…

– ¡Oh, Dios mío! Lo siento.

– Gracias, pero no lo he sacado a colación por esa razón. Decidí escribir sobre ello porque quería comprender lo que había hecho, lo que la policía de Denver decía que había hecho. Empecé con el trabajo de rutina, reuní algunos recortes que busqué en la red Nexis y, naturalmente, di con un par de referencias al estudio de la Fundación.

Intentó mirar subrepticiamente el reloj y decidí hacer algo para reclamar su atención.

– Para resumir una larga historia, al tratar de descubrir por qué se había suicidado descubrí que no había sido un suicidio.

Le miré. Había captado su atención.

– ¿Cómo que no había sido suicidio?

– Mis investigaciones me llevan a establecer que el suicidio de mi hermano fue un asesinato cuidadosamente encubierto. Alguien lo mató. El caso se ha vuelto a abrir. También lo he relacionado con el presunto suicidio de otro policía, el año pasado, en Chicago. También ese caso se ha vuelto a abrir. Precisamente ahora vengo de allí. Los agentes de Chicago y Denver y yo creemos que alguien anda por el país matando polis y haciendo que parezcan suicidios. La clave para descubrir otros casos quizás esté en la información recopilada por el estudio de la Fundación. ¿Tienen ustedes registrados todos los suicidios de policías en todo el país durante los últimos cinco años? Hubo unos instantes de silencio. Warren no hacía más que mirarme.

– Creo que será mejor que me cuente toda la historia -dijo al fin-. No, espere.

Levantó la mano como un guardia de tráfico dando el alto, cogió el teléfono con la otra y pulsó una tecla de marcado rápido.

– ¿Drex? Soy Mike. Escucha, ya sé que es tarde, pero no voy a ir. Aquí ha ocurrido algo… No… Tendremos que quedar para otro día. Te llamo mañana. Gracias, adiós.

Colgó el teléfono y me miró.

– No era más que un almuerzo. Ahora cuénteme su historia.

Media hora más tarde, después de hacer unas llamadas para convocar una reunión, Warren me condujo a través del laberinto de pasillos de la Fundación hasta una puerta marcada con el número 383. Era una sala de reuniones y en ella estaban ya sentados el doctor Nathan Ford y Oline Fredrick. Las presentaciones fueron rápidas y Warren y yo nos sentamos.

Fredrick aparentaba veintitantos años, tenía el cabello rubio y rizado y un aire despreocupado. Inmediatamente centré mi atención en Ford. Warren ya me había aleccionado. Me había dicho que Ford era quien tomaba todas las decisiones. El director de la Fundación era un hombre menudo, vestido de oscuro, pero que imponía su presencia en la sala.

Llevaba unas gafas con una montura de gruesas franjas negras y lentes rosadas. Su barba abundante de un gris uniforme encajaba perfectamente con su cabello. Sin mover la cabeza, siguió todos nuestros movimientos desde que entramos hasta que nos sentamos en torno a la mesa ovalada. Tenía los codos sobre la mesa y las manos cruzadas ante sí.

– ¿Por qué no empezamos? -dijo nada más acabar las presentaciones.

– Me gustaría que Jack les contase a ustedes lo que me acaba de contar hace un momento -dijo Warren-. Será nuestro punto de partida. Jack; ¿le importa volver sobre ello?

– En absoluto.

– Esta vez voy a tomar unas notas.

Conté la historia con casi los mismos detalles con que se la había contado a Warren. De vez en cuando recordaba algo nuevo, aunque no necesariamente significativo, pero que de ningún modo quería despreciar. Sabía que tenía que impresionar a Ford, porque él era el único capaz de decidir que Oline Fredrick me prestase ayuda.

La única interrupción durante el relato provino de Fredrick. Cuando hablaba de la muerte de mi hermano, ella dijo que el informe del Departamento de Policía de Denver sobre el caso se había recibido la semana anterior. Le dije que ya podía tirado a la papelera. Cuando acabé de contar mi historia miré a Warren y levanté las manos.

– ¿Me he dejado algo?

– Creo que no.

Ambos nos quedamos mirando a Ford, esperando. Durante el relato apenas se había movido. Entonces soltó las manos que tenía entrelazadas y se mesó con ellas repetida y suavemente la barba mientras pensaba. Yo me preguntaba qué clase de doctor sería. ¿Qué habría que ser para dirigir una fundación? Más político que doctor, pensé.

– Es una historia muy interesante -dijo tranquilamente-. Ya veo por qué está usted entusiasmado. Comprendo que el señor Warren lo esté también. Ha sido periodista durante la mayor parte de su vida adulta y creo que, a veces, los temas emocionantes todavía le hacen hervir la sangre, posiblemente en detrimento de su profesión actual.

No miró a Warren mientras le atizaba de esa manera. Sus ojos estaban fijos en mí.

– Lo que no alcanzo a comprender, y ésa es la razón por la que parece que no comparto la emoción de ustedes dos, es qué tiene que ver esto con la Fundación. Se me escapa la relación que pueda haber, señor McEvoy

– Bueno, doctor Ford -empezó a decir Warren-, Jack tiene que…

– No -le cortó Ford-. Deje que me lo diga el señor McEvoy.

Intenté pensar en términos precisos. A Ford no le gustaban los rollos. Sólo quería saber qué beneficio sacaría de aquello.

– Supongo que el proyecto sobre suicidios está en un ordenador.

– Eso es cierto -dijo Ford-. La mayoría de nuestros estudios están cotejados en ordenadores. Para nuestra investigación recibimos información de numerosos departamentos de policía. Nos llegan los informes, como el que ha mencionado antes la señorita Fredrick. Se introducen en el ordenador. Pero eso no significa nada. Es el investigador experto quien debe digerir esos hechos y decimos lo que significan. En este estudio, la investigación está asistida por personal del FBI, expertos en la revisión de datos en bruto.

– Todo eso lo entiendo -dije-. Lo que estoy diciendo es que ustedes disponen de una inmensa base de datos sobre casos de suicidios de policías.

– Se remonta a cinco o seis años, creo. El trabajo se inició antes de la incorporación de alineo.

– Necesito acceder a su ordenador.

– ¿Por qué?

– Si estamos en lo cierto -y no hablo sólo por mí, los detectives de Denver y Chicago piensan lo mismo-, tenemos dos casos que están conectados. El…

– Aparentemente conectados.

– Cierto, aparentemente conectados. Si lo están, es posible que existan otros. Estamos hablando de un asesino en serie. Puede que haya muchos, quizás unos cuantos, quizá ninguno. Pero quiero comprobarlo y ustedes tienen los datos aquí. Todos los suicidios de los que se ha informado en los últimos seis años. Pretendo introducirme en su ordenador y buscar los que puedan ser falsos y puedan ser obra de nuestro hombre.

– ¿Cómo se propone hacerla? -dijo Fredrick-. Tenemos centenares de casos en el archivo.

– El informe que rellenan y envían los departamentos de policía ¿incluye el rango de las víctimas y su posición en el escalafón?

– Sí.

– Entonces empezaremos mirando todos los detectives de homicidios que se han suicidado. La teoría en la que estoy trabajando es que esa persona está matando a agentes de homicidios. Quizá se trate de una especie de cazador de cazadores. Desconozco cuál es su perfil psicológico, pero tengo que empezar por algún sitio. Por los agentes de homicidios. Después, los miraré caso por caso. Necesitamos las notas. Las notas de los suicidas. Con ellas…

– Eso no está en el ordenador -dijo Fredrick-. Si es que tenemos una fotocopia de la nota de cada incidente, estará en los archivos manuales. Las notas en sí no forman parte del expediente a menos que contengan alguna alusión a la patología de la víctima.

– ¿Pero tienen ustedes las fotocopias?

– Sí, todas. En el archivo.

– Entonces, a por ellas -terció Warren, excitado.

Su intrusión quebró el silencio. Finalmente, todas las miradas convergieron en Ford.

– Una pregunta -dijo el director-. ¿Sabe el FBI algo de esto?

– De momento no se lo puedo decir con seguridad -dije-. Sé que la policía de Chicago y la de Denver tienen intención de seguir mis pasos para después, una vez que hayan comprobado que estoy sobre la pista correcta, informar al FBI. Así funcionará la cosa.

Ford asintió y dijo:

– Señor McEvoy, ¿querría usted salir y esperarme en recepción? Quiero hablar en privado con la señorita Fredrick y el señor Warren antes de tomar una decisión sobre este asunto.

– No hay problema -me levanté y me encaminé hacia la puerta, donde dudé y me dirigí a Ford-. Espero… Quiero decir… Espero que podamos hacerlo. Gracias, de todos modos.

La cara de Michael Warren lo decía todo antes de que pronunciase palabra. Yo estaba en recepción, sentado en un mullido sofá tapizado en vinilo, cuando apareció por el pasillo con ojos alicaídos. Cuando me vio se limitó a menear la cabeza.

– Volvamos a mi despacho -dijo.

Le seguí en silencio y me senté en la misma silla que la vez anterior. Parecía tan abatido como yo.

– ¿Por qué? -le pregunté.

– Porque es un gilipollas -murmuró-. Porque el que manda es el Departamento de Justicia y el FBI es el Departamento de Justicia. El estudio es suyo, ellos lo han encargado. Y él no te va a dejar que entres sin decírselo antes a ellos. Nunca hará nada que pueda salirse de lo corriente. En eso te has equivocado, Jack. Tenías que haberle dicho que el FBI estaba al tanto y te habría dado vía libre.

– No se lo habría creído.

– El caso es que podría haber dicho que se lo creía. Si le vinieran con que estaba ayudando a un periodista pasándole información del FBI, podría disimular y decir que creía que el FBI lo había autorizado.

– ¿Y ahora qué? Ya no me puedo volver atrás. En realidad no le estaba preguntando nada. Me lo estaba preguntando a mí mismo.

– ¿Tienes alguna fuente en el FBI? Porque estoy seguro de que en este momento está llamándoles desde su despacho. Es probable que esté hablando directamente con Bob Backus.

– ¿Quién es?

– Uno de los peces gordos. El proyecto sobre suicidios es de su equipo.

– Creo que me suena ese nombre.

– Es probable que conozcas a Bob Backus Sr., su padre. Era una especie de superpolicía cuya colaboración solicitó el FBI para ayudar a poner en marcha los Servicios de Ciencias del Comportamiento (BSS) y el Programa de Aprehensión de Criminales Violentos conocido como VICAP. Supongo que Bobby Jr. intenta seguir sus pasos. El caso es que tan pronto como Ford le telefonee, Backus lo tirará todo por tierra. No te queda más remedio que pasar por el FBI.

No podía pensar. Estaba totalmente acorralado. Me puse en pie y empecé a pasearme por el pequeño despacho. – Por Dios, esto es absolutamente increíble. El reportaje es mío… y me lo va a quitar de las manos un estúpido barbudo que se cree J. Edgar Hoover.

– No, Nat Ford no se pone disfraces.

– No tiene maldita la gracia.

– Lo sé. Perdona.

Volví a sentarme. Él no hizo nada por impedírmelo, a pesar de que nuestro asunto ya estaba liquidado. Por fin, se me ocurrió lo que él esperaba que hiciera. Sólo que no estaba seguro de cómo abordarlo. Nunca había trabajado en Washington y no sabía cómo funcionaban las cosas allí. Decidí hacerla al estilo de Denver. Ir al grano.

– Tú tienes acceso al ordenador, ¿no? -dije mirando el terminal que tenía a su izquierda. Se me quedó mirando un instante antes de contestar.

– De ningún modo. Yo no soy Garganta Profunda, Jack. Y esto es nada menos que un tema criminal. Ese es el fondo de la cuestión. Tú sólo te quieres adelantar al FBI.

– Tú eres periodista.

– Era periodista. Ahora trabajo aquí y no voy a arriesgar mi…

– Sabes que esta historia se tiene que contar. Si Ford está telefoneando al FBI, se llevarán los datos y la historia habrá volado. Y ya sabes lo difícil que es sacarles algo a ésos. Ya has estado allí. O lo acabamos por completo aquí y ahora o se publica como una historia a medias dentro de un año o más, con más conjeturas que hechos. Es lo que ocurrirá si no me dejas entrar en el ordenador.

– He dicho que no.

– Mira, tienes razón. Lo único que busco es mi historia. La gran exclusiva. Pero me la merezco. Tú lo sabes. El FBI no se habría enterado si no fuera por mí. Pero me están dejando fuera… Piensa en esto. Piensa que te podría pasar a: ti. Piensa que es a tu hermano a quien le ha ocurrido.

– He dicho y repito que no. Me levanté.

– Bueno, si cambias de…

– No lo haré.

– Mira, cuando salga de aquí me voy a registrar en el Hilton. Donde le dispararon a Reagan. Me despedí sin añadir más y él no dijo ni palabra.

15

Mientras esperaba en la habitación del Hilton puse al día los archivos de mi ordenador con lo poco que había conseguido en la Fundación y después llamé a Greg Glenn para contarle todo lo que había pasado en Chicago y en Washington. Cuando terminé lanzó un sonoro silbido y me lo imaginé echándose hacia atrás en el sillón, pensando en las distintas posibilidades.

De hecho, ya tenía un buen reportaje, pero yo no estaba satisfecho. Quería llegar hasta el fondo. No quería depender de que el FBI o los otros investigadores me contasen lo que opinaban de ello. Quería investigar por mi cuenta.

Había escrito incontables reportajes sobre investigaciones de asesinatos, pero en todos y cada uno había sido alguien ajeno a la historia. Esta vez estaba dentro y quería seguir así. Estaba en la cresta de la ola.

Me di cuenta de que mi excitación debía de ser la misma que sentía Sean cuando seguía un caso. Cuando iba de caza, como decía él.

– ¿Estás ahí, Jack?

– ¿Qué? Ah, sí. Estaba pensando en otra cosa.

– ¿Para cuándo el reportaje?

– Depende. Mañana es viernes. Dame hasta mañana. Tengo la esperanza de que me llame ese tipo de la Fundación. Pero si no sé nada mañana a mediodía, lo intentaré con el FBI. Tengo el nombre de un tío. Si eso no me lleva a ninguna parte, regresaré y escribiré el reportaje el sábado para la edición del domingo.

El domingo era el día de mayor difusión. Sabía que Glenn querría salir con algo fuerte el domingo.

– Bien, aunque tengamos que conformarnos con lo que tenemos, lo que has conseguido es mucho, demonios. Has logrado que se investigue a nivel nacional a un asesino de policías que ha estado actuando impunemente desde quién sabe cuándo. Esto…

– No es para tanto. No hay nada confirmado. Ahora mismo no es más que una investigación en dos estados sobre un posible asesino de policías.

– Ya es bastante, maldita sea. Y en cuanto intervenga el FBI será algo de alcance nacional. Vamos a tener al New York Times y al Post besándonos el culo.

Besándomelo a mí, tuve ganas de decirle, aunque no lo hice. Las palabras de Glenn ponían de manifiesto la verdad que se oculta tras el periodismo en la mayoría de los casos. Casi nada se hace ya con propósitos altruistas. No se trata de un servicio público ni del derecho de la gente a estar informada. Es una competición, a codazos y patadas, para dirimir qué periódico tiene la noticia y a cuál se le ha escapado. Y cuál conseguirá el premio Pulitzer a fin de año. Era una triste opinión, pero es que, con los años que llevaba en ello, mi parecer no podía ser más que cínico.

Aun así, mentiría si dijera que no acariciaba la idea de salir a la palestra con un reportaje de rango nacional y de contemplar cómo lo seguían todos. La única diferencia era que no pretendía gritarlo a los cuatro vientos, como Glenn. Y, sobre todo, estaba Sean. No lo estaba perdiendo de vista. Quería al hombre que le había hecho aquello. Más que nada en el mundo.

Le prometí a Glenn que le llamaría si había novedades y colgué. Deambulé un rato por la habitación y tuve que admitir que yo también estaba sopesando las posibilidades. Pensaba en lo que me iba a promocionar aquel reportaje. Podía representar mi salida definitiva de Denver, si quería. Quizás a una de las tres grandes: Los Angeles, Nueva York, Washington. O, por lo menos, a Chicago o Miami. Por otra parte, me puse a pensar en la posibilidad de publicar un libro. El crimen real era un mercado importante.

Deseché la idea, avergonzado. Tenemos suerte de que nadie conozca nuestros pensamientos más íntimos. Todos hemos comprobado las retorcidas argucias que empleamos para damos autobombo.

Necesitaba salir de la habitación, pero no podía porque esperaba aquella llamada. Encendí el televisor y no había más que una competición de programas de entrevistas que ofrecían la acostumbrada selección diaria de historias de blancos pobres. Hijos de cabareteras en un canal, estrellas del porno cuyos cónyuges estaban celosos y hombres que opinaban que a las mujeres había que meterlas en cintura con un palo de vez en cuando. Apagué la tele y se me ocurrió una idea. Decidí que no tenía más que abandonar la habitación. Seguro que Warren llamaría cuando no estuviera allí para atender la llamada. Eso me había funcionado siempre. Aunque era de esperar que me dejase un mensaje.

El hotel estaba en la avenida Connecticut, cerca de la plaza Dupont. Me encaminé a la plaza y me detuve en una librería de misterio para comprar un libro titulado Heridas múltiples, de Alan Russell. Había leído en alguna parte una crítica elogiosa de él y me figuré que su lectura me proporcionaría cierto descanso mental.

Antes de regresar al Hilton estuve paseando unos minutos por los alrededores del hotel, buscando el lugar donde Hinckley había estado esperando a Reagan con una pistola en la mano. Recordaba vividamente las fotos del caos que se armó, pero no encontré el lugar. Pensé que el hotel habría sufrido alguna remodelación, quizá para que aquel lugar no se convirtiese en objetivo turístico.

Como reportero de sucesos, yo era un turista de lo macabro. Pasaba de un asesinato a otro, de un horror a otro, sin pestañear. Se suponía. Mientras cruzaba el vestíbulo en dirección a los ascensores iba pensando en lo que eso decía de mí. Quizás había algo en mí que fallaba. ¿Por qué había de importarme el lugar donde Hinckley había esperado a Reagan?

– Jack?

Me di la vuelta. Era Michael Warren.

– Hola.

– Te he llamado a tu habitación… Pensé que estarías por aquí.

– Sólo he salido a dar un paseo. Empezaba adarme por vencido.

Se lo dije sonriendo y muy esperanzado. Aquel momento podía ser decisivo para mí. Ya no llevaba el traje que vestía en la oficina. Iba con téjanos y un jersey. En el brazo sostenía un abrigo de mezclilla. Al presentarse en persona, en vez de dejar un mensaje telefónico, seguía el modelo de comportamiento típico de una fuente confidencial.

– ¿Quieres que subamos a la habitación o hablamos aquí mismo? -pregunté. Se dirigió hacia el ascensor diciendo:

– Vamos a tu habitación.

En el ascensor no hablamos de nada importante. Miré su vestimenta y le dije:

– Ya has pasado por casa.

– Vivo fuera de Connecticut, al otro lado de la carretera de circunvalación. En Maryland. No está tan lejos.

Sabía que no me había telefoneado por eso: era una llamada interurbana. También me imaginé que el hotel le caía de camino entre su casa y la Fundación. Me empezaba a subir por el pecho una leve sensación excitante. Warren había cedido.

Sentí un fuerte olor a humedad en el pasillo del hotel, igual al de los otros hoteles en los que había estado. Saqué la tarjeta magnética que servía de llave y entramos en la habitación. Sobre el pequeño escritorio seguía abierto mi ordenador; el abrigo y la única corbata que me había traído estaban tirados sobre la cama. Aparte de eso, la habitación estaba ordenada. Él echó su abrigo sobre la cama y nos sentamos en las únicas sillas de la habitación.

– ¿Ybien?

– He investigado.

Empezó a sacarse un papel doblado del bolsillo trasero del pantalón.

– Tengo acceso a los archivos del ordenador principal antes de dar por terminada mi jornada -afirmó-. He entrado en él y he buscado los informes cuyas víctimas eran detectives de homicidios. Sólo había trece. Tengo los nombres, departamentos y fechas de fallecimiento aquí, lo imprimí todo.

Me entregó el papel desdoblado y lo tomé con el mismo cuidado con que habría cogido una lámina de oro.

– Gracias -le dije-. ¿Puede haber quedado registrada tu búsqueda?

– En realidad, no lo sé. Pero creo que no. Es un sistema bastante abierto. No sé si tiene o no la opción de un rastreador de seguridad.

– Gracias -repetí. No se me ocurría nada más.

– De todos modos, ésta ha sido la parte fácil -me dijo-. Conseguir los expedientes de los archivos va a llevar algún tiempo… Quiero saber si puedes ayudarme. Es probable que sepas mejor que yo cuáles son los importantes.

– ¿Cuándo?

– Esta noche. Es la única oportunidad. Estará cerrado, pero tengo una llave del archivo porque a veces tengo que buscar cosas antiguas que me piden los medios de comunicación. Si no lo hacemos esta noche, puede que mañana los expedientes hayan desaparecido. Tengo la sensación de que los del FBI no se van a quedar sentados, sobre todo sabiendo que tú has preguntado por ellos. Vendrán mañana y lo primero que harán será cogerlos.

– ¿Te lo ha dicho Ford?

– No exactamente. Me lo ha contado Oline. Él llamó a Rachel Walling, no a Backus. Dice que ella…

– Un momento. ¿Rachel Walling? Me sonaba aquel nombre.

Me costó un poco pero recordé que era la encargada de los perfiles o retratos-robot en el Servicio de Ciencias del Comportamiento, la que había firmado el informe del VICAP que Sean les pidió sobre Theresa Lofton.

– Sí, Rachel Walling. Es una de las encargadas de trazar perfiles de criminales. ¿Por qué?

– Por nada. Ese nombre me suena.

– Trabaja para Backus. Es una especie de enlace entre el centro y la Fundación para el proyecto sobre suicidios. De todos modos, según Oline, ella le dijo a Ford que le echaría un vistazo a todo esto. Hasta puede que quiera hablar contigo.

– Si es que no hablo yo con ella antes -me levanté-. Vamos.

– Escucha, una cosa -se levantó también-. Yo no sé nada de esto, ¿vale? Utiliza esos archivos sólo como herramienta de investigación. Ni se te ocurra publicar un reportaje donde se diga que has tenido acceso a los archivos de la Fundación. Ni siquiera admitas que has visto un solo archivo. Puede costarme el empleo. ¿De acuerdo?

– Totalmente.

– Pues dilo.

– Estoy de acuerdo. En todo. Nos dirigimos a la puerta.

– Es curioso -dijo-. Tantos años tratando de conseguir fuentes… La verdad es que nunca me había parado a pensar que se jugaban el tipo por mí. Y yo lo hago ahora. Tiene algo de espeluznante.

Me limité a mirarle y asentí. Temía decir algo que le hiciera cambiar de opinión y marcharse. En su coche, camino de la Fundación, añadió unas cuantas condiciones más.

– No quiero que mi nombre aparezca como fuente en tu reportaje, ¿vale?

– Vale.

– Y ninguna información que yo te proporcione puede ser atribuida a «fuentes de la Fundación». Tan sólo a «fuentes próximas a la investigación», ¿vale? Eso me procurará cierta cobertura.

– De acuerdo.

– Lo que tú buscas aquí son nombres que puedan tener alguna conexión con tu hombre. Si los encuentras, perfecto, pero después no se te ocurra informar de cómo los conseguiste. ¿Lo entiendes?

– Claro, ya hemos hablado de eso. Estás a salvo, Mike. Yo no revelo mis fuentes confidenciales. Nunca. Sólo quiero utilizar lo que consiga aquí para confirmar otra cosa. No hay problema.

Se quedó callado un momento, antes de que volvieran a asaltarle las dudas.

– De todos modos, se sabrá que soy yo.

– Entonces, ¿por qué no lo dejamos? No quiero que te juegues el empleo. Me basta con esperar al FBI.

No era eso lo que yo quería, pero tenía que darle una alternativa. Mi cinismo aún no había llegado hasta el punto de permitir que un tipo perdiera su empleo sólo por sacarle información para un reportaje. No quería cargar con eso. Ya tenía bastante.

– Puedes olvidarte del FBI mientras el caso esté en manos de Walling.

– ¿La conoces? ¿Es dura?

– Sí, tan dura como las uñas lacadas. Una vez intenté ligármela. Me dio con la puerta en las narices. Por lo que me ha contado Oline, se divorció o algo así hace poco. Supongo que aún está con aquello de que «todos los hombres son unos cerdos», y no deja de incluirme.

No dije nada. Warren tenía que tomar una decisión y no podía ayudarle.

– No te preocupes por Ford -dijo al fin-. Quizá piense que he sido yo, pero nunca podrá hacer nada. Yo lo negaré. Así que, a no ser que tú rompas el trato, no tendrá otra cosa que sospechas.

– No tienes nada de qué preocuparte por lo que a mí respecta.

Encontró aparcamiento en Constitution, a media manzana de la Fundación. Al salir del coche, el aliento se nos condensaba en espesas nubes. Yo estaba nervioso, al margen de que él pensara que su puesto estaba en peligro. Creo que lo estábamos los dos.

No había guardia al que sortear. Ni jefes haciendo horas extra, para sorpresa nuestra. Entramos por la puerta principal con la llave de Warren y él sabía perfectamente adonde teníamos que dirigimos.

La sala de archivo tenía el tamaño de un garaje para dos coches y estaba ocupada por filas de estanterías metálicas de dos metros y medio de altura repletas de carpetas apiladas con etiquetas de diferentes colores.

– ¿Cómo lo vamos a hacer? -le susurré. Se sacó del bolsillo la fotocopia doblada.

– Hay una sección dedicada al estudio sobre suicidios. Buscamos estos nombres, nos llevamos los expedientes a mi despacho y fotocopiamos las páginas que necesitemos. He dejado la fotocopiadora encendida al salir. Ni siquiera tendremos que esperar a que se caliente. Y no es necesario que hables en voz baja. Aquí no hay nadie.

Noté que todo el rato hablaba en plural, pero no le dije nada. Me condujo por uno de los pasillos, señalando con el dedo mientras iba leyendo los nombres de los diferentes estudios que estaban pegados en los estantes. Por fin, encontró el que señalaba el estudio sobre suicidios. Las carpetas estaban etiquetadas en rojo.

– Aquí está -dijo Warren, alzando la mano para señalado.

Las carpetas eran delgadas, pero aun así ocupaban tres estanterías enteras. Oline Fredrick tenía razón: había centenares. Cada una de las etiquetas rojas que sobresalían de las carpetas correspondía a un muerto. Había mucho sufrimiento en aquellos estantes. Yo abrigaba la esperanza de que algunos de ellos no tuvieran que estar allí. Warren me pasó la fotocopia y examiné los trece nombres.

– ¿Entre todos estos expedientes sólo hay trece polis de homicidios?

– Sí. El proyecto ha recopilado los datos de mil seiscientos suicidios. Unos trescientos por año. Pero la mayoría son guardias de uniforme. Los detectives de homicidios ven cadáveres, pero supongo que lo más desagradable ya ha desaparecido cuando ellos llegan allí. Por lo general son los mejores, los más brillantes y los más duros. Parece que entre ellos hay menos suicidios que entre los polis de uniforme que están cada día ahí fuera. Sólo he encontrado trece. Tu hermano y ese Brooks de Chicago también están, pero me figuro que ese material ya lo tienes.

Dije que sí con la cabeza.

– Deben de estar por orden alfabético -añadió-. Léeme los nombres de la lista y yo sacaré los expedientes. Y pásame tu libreta.

En menos de cinco minutos habíamos sacado las carpetas. Warren arrancó varias páginas de mi libreta y las colocó en la pila, señalando los lugares, para que resultase más rápido volver a ponerlas en su sitio cuando hubiéramos terminado. Fue un trabajo intenso. No era el encuentro con una fuente como Garganta Profunda en un aparcamiento para ayudarme a derribar a un presidente, pero me subía la adrenalina.

Aunque había que aplicar las mismas reglas. Una fuente, cualquiera que sea su información, tiene un móvil, un

motivo para arriesgarse por ti. Miré a Warren y no se me ocurrió cuál podía ser el suyo. El reportaje era bueno, pero no era suyo. Su única compensación sería saber que había puesto su granito de arena. ¿Le bastaba con eso? No lo sabía, pero decidí que, a pesar de que nos estaba uniendo ese lazo que se crea entre el reportero y la fuente confidencial, debía mantener las distancias. Hasta que conociera el motivo real.

Carpetas en mano, recorrimos rápidamente dos pasillos hasta que llegamos al despacho 303. Warren se detuvo de pronto y casi choqué con él por detrás. La puerta de su despacho estaba entreabierta. La señaló y sacudió la cabeza negativamente, dándome a entender que él no la había dejado así. Yo alcé los hombros, dándole a entender a mi vez que era cosa suya. Arrimó la oreja a la rendija y se puso a escuchar. Yo también oí algo. Me pareció un crujir de papeles y después una especie de latigazo. Sentí como si un dedo helado me recorriera el cuero cabelludo. Warren se volvió hacia mí con una mirada interrogante y en ese momento la puerta se abrió hacia dentro.

Hicimos como las fichas de dominó. Warren se sobresaltó, después yo, y también el hombrecillo asiático que apareció en el umbral de la puerta con un plumero en una mano y una bolsa de basura en la otra. A todos nos costó un poco recobrar el aliento.

– Perdone, señor -dijo el oriental-. Limpio su despacho.

– Ah, sí -le sonrió Warren-. Está bien. Muy bien.

– Usted había dejado la máquina de copiar encendida.

Dicho esto, cogió sus bártulos y se fue por el pasillo, utilizando una llave atada a su cinturón con una cadena para abrir el despacho siguiente. Miré a Warren y sonreí.

– Tenías razón, no eres Garganta Profunda.

– Y tú no eres Robert Redford. Vamos.

Me pidió que cerrase la puerta, volvió a encender la compacta fotocopiadora y se colocó tras su mesa, con las carpetas en la mano. Yo me senté en la misma silla que había ocupado aquella mañana.

– Vale -dijo-. Vamos a ello. En cada expediente debe de haber un sumario. Cualquier clase de nota o detalle significativo debería estar ahí. Si crees que encaja, fotocópialo.

Empezamos a mirar los expedientes. Por muy simpático que me cayera, no me gustaba la idea de dejar que él decidiera si la mitad de los casos encajaban en mi teoría. Yo quería verlos todos.

– Recuerda -le dije- que lo que buscamos es cualquier tipo de lenguaje florido que suene a literatura o a poesía o algo así.

Cerró la carpeta que estaba mirando y la dejó caer sobre la pila.

– ¿Qué pasa?

– Que no te fías de mí.

– No, yo sólo… quiero asegurarme de que sintonizamos en esto, eso es todo.

– Mira, esto es ridículo -dijo-. Vamos a fotocopiarlos todos y los sacamos de aquí. Puedes llevártelos a tu hotel y mirarlas allí. Es más rápido y más seguro. Para eso no me necesitas.

Asentí y reconocí que deberíamos haber actuado así desde el principio. Durante los quince minutos siguientes él manejó la fotocopiadora mientras yo sacaba los expedientes de las carpetas y los volvía a poner cuando estaban fotocopiados. Era una máquina lenta, no apta para trabajos intensos.

Cuando acabamos, apagó la máquina y me pidió que le esperase en el despacho.

– Me había olvidado de los de la limpieza. Será mejor que vaya yo solo a devolver esto al archivo; después vendré a buscarte.

– Vale.

Mientras él salía empecé a mirarme los expedientes fotocopiados, pero estaba demasiado nervioso para concentrarme en ellos. Sentía la necesidad de salir de allí y poner las copias a salvo antes de que algo fallase. Estuve mirando por el despacho para entretenerme. Cogí una foto de la familia de Warren. Una mujer bonita, menuda, y dos niños, chico y chica. Ambos en edad preescolar en la foto. Cuando se abrió la puerta yo aún tenía el marco en la mano. Era Warren y me invadió un sentimiento de vergüenza. Él no se dio cuenta.

– Vale, listos.

Y, como dos espías, nos perdimos en la noche.

Warren permaneció en silencio durante casi todo el camino de vuelta al hotel. Creo que se debía a que era consciente de que ya estaba implicado. Yo era el periodista. Él era la fuente. El reportaje era mío. Yo percibía sus celos y sus anhelos. Eran por el reportaje. Por mi trabajo. Por lo que una vez había sido y tenido.

– ¿Por qué lo dejaste, hombre? -le pregunté. Esta vez me largó una sarta de mentiras.

– Mi mujer, la familia. No paraba en casa. Una crisis tras otra, ya sabes. Tenía que sacar para todos. Por fin, tuve que elegir. Algunos días pienso que hice bien la elección. Otros, que me equivoqué. Éste es uno de los últimos. Es un reportaje bestial, Jack.

Entonces fui yo el que permanecí un rato en silencio. Warren entró con el coche por el acceso principal del hotel y rodeamos la plaza en dirección a las puertas. A través del parabrisas señaló el lado derecho del hotel.

– ¿Ves eso de ahí abajo? Fue donde le dieron a Reagan. Yo estaba allí. Esperando a sólo metro y medio de Hinckley Hasta me preguntó la hora. No había casi ningún periodista más por allí. Antes de eso, la mayoría de ellos no se molestaban en cubrir los actos públicos del presidente. Pero lo hicieron a partir de entonces.

– Guau.

– Sí, fue un hito.

Lo miré, asentí completamente en serio, y los dos nos pusimos a reír. Ambos conocíamos el secreto. Sólo en el mundo de los reporteros se podía considerar aquello un hito, un momento culminante. Ambos sabíamos que, para un reportero, quizá lo único mejor que presenciar un magnicidio frustrado era presenciar un magnicidio consumado. Siempre y cuando no te cruzaras con una bala en el tiroteo. Abrió la puerta, salí y volví a meter la cabeza en el coche.

– Ahora me has demostrado cuál es tu verdadera identidad, colega. Sonrió.

– Tal vez.

16

Las trece carpetas eran delgadas y todas contenían las cinco páginas del cuestionario de expediente facilitado por el FBI y la Fundación; algunas llevaban unas cuantas páginas más con notas complementarias o testimonios de colegas del fallecido sobre lo estresante que era el oficio.

La mayoría contaban la misma historia. Estrés profesional, alcohol, problemas conyugales, depresión. La fórmula básica de los conflictos del policía. Pero el ingrediente clave era la depresión. En casi todos los expedientes se informaba de que la víctima se había visto aquejada de una forma u otra de depresión producida por el trabajo. No obstante, sólo unos cuantos decían que las víctimas habían tenido problemas con un determinado caso no resuelto o con una investigación que se les había asignado.

Realicé una lectura rápida de las conclusiones de cada uno de los expedientes y descarté enseguida de mi investigación varios de los casos debido a factores diversos, desde los suicidios que habían sido presenciados por alguien hasta los que habían tenido lugar en circunstancias que impedían considerarlos.

Rebajar los ocho casos restantes iba a resultar más difícil porque todos ellos encajaban, al menos por los detalles del sumario. En cada uno de ellos se hacía alguna referencia a casos concretos que agobiaban a las víctimas. El agobio por un caso sin resolver y las citas de Poe eran, en realidad, todo lo que tenía como modelo. De modo que me basé en ello y lo convertí en el patrón por el que juzgaría si aquellos ocho casos restantes podían formar parte de una serie de falsos suicidios.

Siguiendo este protocolo particular descarté dos casos más en los que encontré referencias a notas del suicida. En ambos casos la víctima había dirigido su escrito a una persona determinada, uno a la madre y el otro a la esposa, pidiéndole perdón y comprensión. Las notas no contenían ningún atisbo poético ni el más mínimo rasgo de estilo literario. Los descarté y me quedaron seis.

Leyendo uno de los casos restantes topé con la nota del suicida -una frase, como las que habían dejado mi hermano y Brooks- en un apéndice añadido al informe de los investigadores. Al leer aquellas palabras sentí un escalofrío, una descarga eléctrica. Porque las conocía:

Me rondan ángeles aviesos

Abrí rápidamente mi cuaderno de notas por la página en la que había escrito la estrofa de «Tierra de sueños» que Laurie Prine me había leído del CD-ROM:

Por un sendero desierto y oscuro,

en el que rondan tan sólo ángeles aviesos,

y en el que un ídolo llamado Noche

reina erguido sobre su oscuro trono;

poco tiempo ha arribé a estas tierras

desde una sombría Tule,

desde un país sobrenatural, que se halla, sublime,

fuera del espacio…fuera del tiempo.

Me quedé helado. Mi hermano y Morris Kotite, un detective de Albuquerque que supuestamente se había suicidado de un tiro en el pecho y otro en la sien, habían dejado notas que citaban la misma estrofa de un poema. Era una clave.

Pero esos sentimientos de reivindicación y excitación pronto dejaron paso a una rabia profunda y creciente. Me enfurecía lo que les había pasado a mi hermano y a estos otros hombres. Me enfurecí con los polis supervivientes por no haber detectado esa coincidencia y el pensamiento me voló a lo que Wexler había dicho cuando le convencí. «Un jodido periodista», había dicho. Ahora comprendía su rabia. Pero sobre todo, mi ira la provocaba aquel que lo había hecho y lo poco que sabía de él. Utilizando sus propias palabras, el asesino era un ídolo. Y yo estaba persiguiendo a un fantasma.

Me llevó una hora repasar los cinco casos restantes. Tomé notas de tres de ellos y descarté los otros dos. Uno lo rechacé al enterarme de que la muerte había ocurrido el mismo día que John Brooks fue asesinado en Chicago. Parecía improbable, dada la planificación que debía de haber supuesto cada uno de los crímenes, que se hubieran llevado a cabo dos en el mismo día.

El otro caso lo descarté porque el suicidio de la víctima había sido atribuido, entre otras cosas, a su desesperación ante el horrendo rapto y asesinato de una joven de Long Island, en Nueva York. En principio y aparentemente, aunque la víctima no había dejado ninguna nota, el suicidio encajaría en líneas generales en mi pauta y requeriría un escrutinio posterior, pero cuando leí el informe hasta el final me percaté de que en realidad aquel detective había resuelto el caso de rapto y asesinato con el arresto de un sospechoso. Esto se salía de la pauta y, claro, no encajaba con la teoría que Larry Washington había lanzado en Chicago, y que yo compartía, de que una misma persona se dedicaba a matar a la

víctima y después al policía de homicidios.

Uno de los tres últimos casos que me llamaron la atención -además del caso Kotite- fue el de Garland Petry, un detective de Dallas que se pegó un tiro en el pecho y después otro en la cara. Dejó una nota que decía: «Por desgracia, sé que me han despojado de mi fuerza.» Por supuesto, yo no conocía a Petry. Pero nunca había oído que un policía utilizara el verbo «despojar». La frase que supuestamente se le atribuía tenía cierto tono literario. Me limité a considerar que no correspondía a la mano ya la mente de un policía suicida.

El segundo de los casos también era de una sola frase. Clifford Beltran, detective de la Oficina del Sheriff del Condado de Sarasota, en Florida, se había suicidado supuestamente tres años atrás -era el caso más antiguo- dejando una nota que decía, simplemente: «Señor, ten piedad de mi pobre alma.» De nuevo se trataba de un conjunto de palabras que me sonaban extrañas en boca de un poli, de cualquier poli. Era sólo una corazonada, pero incluí a Beltran en mi lista.

Finalmente, el tercer caso lo incluí en mi lista a pesar de que no se mencionaba ninguna nota en el suicidio de John P McCafferty detective de homicidios de la policía de Baltimore. Puse a McCafferty en la lista porque su muerte tenía un misterioso parecido con la de John Brooks. Se suponía que McCafferty había disparado al suelo de su apartamento antes del segundo disparo fatal en la garganta. Recordé la suposición de Lawrence Washington de que ésta era la forma de dejar residuos de pólvora en las manos de la víctima.

Cuatro nombres. Los revisé un momento, junto con el resto de las notas que había ido tomando y después saqué de la bolsa de viaje el libro de Poe que había comprado en Boulder.

Era un tomo grueso que contenía todos los escritos atribuidos a Poe. Miré en la página del índice y comprobé que había setenta y seis páginas de poemas. Supe entonces que aquella larga noche iba a ser más larga todavía. Pedí al servicio de habitaciones una cafetera de ocho tazas y les dije que me subieran también unas aspirinas para el dolor de cabeza que, seguramente, me iba a producir aquel exceso de cafeína. Entonces empecé a leer.

Nunca he sido una persona a la que asuste la oscuridad. Llevaba diez años viviendo solo, había andado a solas a menudo por parques nacionales y había penetrado en edificios desiertos, arrasados por las llamas, para conseguir un reportaje. Me había sentado en coches oscuros estacionados en calles aún más oscuras, esperando a candidatos y hampones, o reunirme con informadores timoratos. Aunque los gángsters, ciertamente, me daban miedo, nunca lo había sentido por el hecho de estar a solas en la oscuridad. Pero debo reconocer que aquella noche las palabras de Poe me hicieron tiritar. Quizá porque estaba solo en una habitación de hotel, en una ciudad que no conocía. Quizá porque me asediaban aquellos documentos sobre muertes y asesinatos, o porque de algún modo sentía la presencia cercana de mi hermano muerto. O quizás era el simple hecho de saber cómo se estaban utilizando algunas de las palabras que iba leyendo. Fuera lo que fuese, me metió en el cuerpo un miedo del que no me pude librar mientras leía, ni siquiera cuando encendí el televisor para conseguir el reconfortante murmullo de un ruido de fondo.

Recostado en las almohadas de la cama, estuve leyendo con las luces de ambas mesillas encendidas y a la máxima intensidad. Pero aún así, me sobresalté cuando el áspero sonido de una carcajada llegó a mi habitación desde el pasillo.

Acababa de acomodarme en el hueco que mi cuerpo había formado en las almohadas y estaba leyendo un poema titulado «Un enigma» cuando sonó el teléfono, sorprendiéndome de nuevo con su doble timbrazo, tan distinto al sonido del teléfono de mi casa. Pasaba media hora de las doce y supuse que sería Greg Glenn desde Denver, donde aún debían de ser las diez y media. Pero en cuanto alcancé el aparato supe que me equivocaba. No le había dicho a Glenn en qué hotel estaba. El que llamaba era Michael Warren.

– Me figuré que estarías despierto y sólo quería comprobar… saber cómo te va.

Volví a sentirme incómodo por la facilidad con que se involucraba, por sus muchas preguntas. No se parecía en nada a cualquier otra fuente que me hubiera proporcionado información furtiva, pero no podía quitármelo de encima por las buenas, dado el riesgo que había corrido.

– Aún estoy en ello -le dije-. Aquí sentado, leyendo los poemas de Edgar Alian Poe. Estoy cagado de miedo. Se rió por pura cortesía.

– Pero ¿no hay nada bueno… referente a los suicidios? Entonces caí en la cuenta de algo.

– Oye, ¿desde dónde me llamas?

– Desde casa. ¿Por qué?

– ¿No me has dicho que vivías en Maryland?

– Sí. ¿Por qué?

– Entonces, es una llamada interurbana, ¿no? En tu factura quedará registrado que me has llamado aquí, hombre. ¿No has pensado en eso?

Me parecía increíble su descuido, sobre todo a la luz de sus propias advertencias sobre el FBI y la agente Walling.

– ¡Oh, mierda! Yo… Bueno, en realidad no creo que haya que preocuparse. Nadie va a mirar mis facturas. No estoy pasando secretos de Estado, a decir verdad.

– No lo sé. Tú les conoces mejor que yo.

– Bueno, dejemos eso, ¿qué has conseguido?

– Te he dicho que todavía estoy buscando. Tengo algunos nombres que pueden encajar. Escasos.

– Bueno, entonces va bien. Me alegro de que haya servido de algo arriesgarse. Asentí con la cabeza, pero recordé que no podía verme.

– Sí, muy bien, te reitero las gracias. Ahora tengo que seguir con esto. Estoy hecho polvo y quisiera terminarlo.

– Entonces, te dejo. Quizá mañana, cuando tengas un momento… Llámame para contarme lo que haya salido.

– No sé si es una buena idea, Michael. Creo que será mejor dejarlo.

– Bueno, como quieras. Supongo que, de todos modos, acabaré enterándome de todo. ¿Tienes ya el titular?

– No. Ni siquiera hemos hablado de eso.

– Un buen jefe de redacción. De todos modos, vuelve a lo tuyo. Buena caza.

Enseguida volví al abrazo de las palabras del poeta. Muerto ciento cincuenta años atrás, pero resurgido de la tumba para atraparme. Poe fue un maestro de la musicalidad y del ritmo. Su talante era adusto y su ritmo, a veces, frenético. Me descubrí a mí mismo identificando sus palabras y sus frases con mi propia vida. «Vivía solitario en un mundo de quejidos -escribió Poe- y mi alma era una marea estancada.» Palabras cortantes que parecían venirme como anillo al dedo, por lo menos en aquel momento.

Seguí leyendo y pronto me sentí atrapado por el empático zarpazo de la melancolía del poeta al leer las estrofas de «El lago»:

Pero cuando la noche había tendido su manto sobre aquel lugar, como encima de todo, y el místico viento pasaba murmurando una melodía… entonces… ¡ahí, entonces despertaba al horror del lago solitario.

Poe había captado mi miedo y mi vacilante memoria. Mi pesadilla. Había llegado hasta mí a través de un siglo y medio y me estaba poniendo su dedo helado en el pecho.

La muerte yacía en esa ola emponzoñada

que en su sima encerraba una tumba apropiada.

Acabé de leer el último poema a las tres de la madrugada. Sólo había encontrado una correlación entre las obras del poeta y las notas de los suicidas. La frase que los informes atribuían como despedida al detective Garland Petry -«Por desgracia, sé que me han despojado de mi fuerza»- había sido extraída del poema titulado «AAnnie».

Pero no hallé ninguna correspondencia con las últimas palabras atribuidas a Beltran, el detective de Sarasota, en los poemas escritos por Edgar Alian Poe. Empezaba a preguntarme si se me habría pasado por alto debido a la fatiga, aunque sabía que lo había leído todo cuidadosamente, a pesar de lo tardío de la hora. «Señor, ten piedad de mi pobre alma.» Ésa era la frase. Entonces se me ocurrió que ésa había podido ser perfectamente la última plegaria de un suicida. Descarté a Beltran de la lista, convencido de que esas tristes palabras eran realmente suyas.

Mientras luchaba contra el sueño analicé mis notas y comprobé que, decididamente, el caso McCafferty de Baltimore, y el caso Brooks, de Chicago, se parecían demasiado y no podía pasar por alto esa semejanza. Entonces decidí lo que haría por la mañana. Me iría a Baltimore a investigar más a fondo.

Esa noche volví a soñar. La única pesadilla recurrente de toda mi vida. Como siempre, soñé que iba cruzando un enorme lago helado, con el hielo azul negruzco bajo mis pies. En todas direcciones me hallaba a la misma distancia de la nada, todos los horizontes eran invisibles, de un blanco ardiente. Bajaba la cabeza y seguía caminando. Un paso. Dos. Entonces surgía del hielo una mano que me agarraba. Tiraba de mí hacia un agujero cada vez más grande. ¿Intentaba atraerme o asirse a mí para salir? Nunca lo sabía. No llegué a saberlo en ninguna de las ocasiones en que tuve ese sueño.

Todo lo que veía era la mano y el escuálido brazo que surgían de las negras aguas. Sabía que aquella mano era la muerte. Entonces me desperté.

Las luces y el televisor seguían encendidos. Me senté y miré a mi alrededor, al principio sin entender nada, pero enseguida recordé dónde estaba y lo que hacía. Esperé a que se me pasara el escalofrío y después me levanté. Apagué el televisor y me acerqué al minibar; rompí el precinto y abrí la puerta. Escogí un botellín de Amaretto y me lo bebí directamente, sin vaso. Miré el precio en la lista que te dan. Seis dólares. Analicé la lista y los exorbitantes precios sólo por hacer algo.

Por fin, noté que el licor empezaba a calentarme. Me senté en la cama y miré el reloj. Las cinco menos cuarto. Tenía que volver a la cama. Tenía que dormir. Me metí entre las sábanas y cogí el libro de la mesilla. Volví a leer aquel poema. Mis ojos volvieron a detenerse en aquellas dos líneas:

La muerte yacía en esa ola emponzoñada

que en su sima encerraba una tumba apropiada.

Por fin, aquellos pensamientos enrevesados dieron paso al cansancio. Dejé el libro y me acomodé en el hueco de la cama. Dormí como un tronco.

17

Repugnaba a los instintos de Gladden permanecer en la ciudad, pero no le quedaba más remedio, de momento. Tenía algunas cosas que hacer. Los fondos transferidos por cable estarían en la sucursal de la Wells Fargo al cabo de unas horas y tenía que reemplazar la cámara. Era una prioridad absoluta y no podía hacerlo si estaba en la carretera, camino de Fresno o de cualquier otro lugar. Así que tenía que quedarse en Los Angeles.

Se miró en el espejo que había sobre la cama y analizó su propia imagen. Ahora su cabello era negro. No se había afeitado desde el viernes y la barba ya era espesa. Alcanzó las gafas de la mesilla y se las puso. Se había deshecho de las lentes de contacto coloreadas en el In N Out, donde había cenado la noche anterior. Volvió a mirarse al espejo y le sonrió a su nueva imagen. Era un hombre nuevo.

Echó un vistazo a la televisión. Una mujer practicaba una felación a un hombre mientras otro le hacía el amor en la postura que de forma instintiva usan los perros. El sonido estaba bajo, pero él ya sabía cómo sonaba aquello. Había tenido la tele encendida toda la noche. Las películas porno que venían incluidas en el precio de la habitación no llegaban a producirle ninguna excitación porque todos los actores eran demasiado viejos y parecían aburridos. Eran desagradables. Pero mantenía la tele encendida. Le ayudaba a recordar que todo el mundo siente deseos malévolos.

Volvió a mirar su libro y empezó a leer de nuevo el poema de Poe. Lo sabía de memoria, después de tantos años y tantas lecturas. Pero, aun así, le complacía mirar las palabras escritas en sus páginas y sostener el libro en las manos.

De algún modo, le hacía sentirse cómodo.

En visiones de la oscura noche he soñado con el gozo ya ido; pero un sueño de luz y de vida ha dejado mi pecho transido.

Gladden se sentó y dejó el libro. En ese momento oyó que un coche se detenía delante de su habitación. Se acercó a las cortinas y escudriñó el aparcamiento. El sol le hizo daño en los ojos. Era sólo el coche de alguien que llegaba al motel. Un hombre y una mujer, ambos al parecer borrachos ya, aunque aún no era mediodía.

Gladden sabía que había llegado el momento de salir. Antes necesitaba conseguir un periódico para ver si publicaba alguna noticia sobre Evangeline. Sobre él. Después, tenía que ir al banco. Y luego a por la cámara. Quizá más tarde, si tenía tiempo, saldría en busca de algo más. Sabía que cuanto más tiempo pasara allí dentro, más posibilidades tenía de que no detectasen su paradero. Pero también confiaba en que había borrado cuidadosamente sus huellas. Había cambiado dos veces de motel desde que abandonó el Hollywood Star. La primera habitación, en Culver City, sólo la utilizó para teñirse el cabello. Después se lavó, lo dejó todo limpio y se marchó. Entonces cogió el coche, se dirigió hacia el valle y se registró en la pocilga en que estaba sentado ahora, el Bon Soir Motel de Ventura Boulevard, en Studio Cirro Cuarenta pavos por noche, incluidos tres canales de películas sólo para adultos.

Se había registrado con el nombre de Richard Kidwell. Era el que figuraba en su último carnet de identidad. Había tenido que entrar en la red y hacerse con unos cuantos más. Recordó que le habían pedido un apartado de correos para enviárselos; otro motivo para quedarse en Los Angeles. Al menos de momento. Añadió el apartado de correos a la lista de cosas que tenía que hacer.

Echó un vistazo al televisor mientras se ponía los pantalones. Una mujer con un pene de goma sujeto al abdomen con unas tiras que le rodeaban la pelvis mantenía relaciones sexuales con otra mujer. Gladden se ató los cordones de los zapatos, apagó el televisor y salió de la habitación.

El brillo del sol le hizo encogerse. Cruzó a grandes zancadas el aparcamiento en dirección a la recepción del motel. Llevaba una camiseta blanca con un dibujo de Pluto. Ese perro era su animal favorito de los dibujos animados. En otros tiempos, aquella camiseta le había ayudado a aliviar el miedo de los niños. Siempre le había funcionado.

Tras la ventanilla de recepción se sentaba una mujer de aspecto desaliñado con un tatuaje en lo que en tiempos había sido la curva superior de su pecho izquierdo. Ahora se le había aflojado la piel y el tatuaje estaba tan viejo y deforme que a duras penas se podía decir que no era un cardenal. Llevaba una peluca rubia y larga, los labios pintados de rosa brillante y, en las mejillas, maquillaje suficiente para recubrir un pastelillo o pasar por una evangelista televisiva. Era la misma que había registrado su entrada el día anterior. Gladden puso un billete de un dólar bajo la ventanilla y le pidió cambio en monedas. No sabía lo que costaban los periódicos en Los Angeles. En otras ciudades le habían costado entre veinticinco y cincuenta centavos.

– Lo siento, nene, no tengo cambio -le dijo ella con una voz que estaba pidiendo a gritos otro cigarrillo.

– ¡Mierda! -dijo Gladden enojado. Sacudió la cabeza. No había manera de que funcionasen los servicios en el país-. ¿Y en el bolso? No quisiera tener que salir a la jodida calle sólo por un diario.

– Deje que mire. Y vigile esa boca. No hay por qué estar tan malhumorado.

Se la quedó mirando mientras se levantaba. La minifalda de tubo negra dejaba al descubierto una vergonzosa red de venas varicosas que le bajaban por la parte trasera de los muslos. No podía hacerse una idea de su edad, entre la treintena y los cuarenta y cinco. Cuando ella se agachó para sacar el bolso de un archivador a Gladden le dio la

impresión de que lo hacía a propósito para que la mirase. La mujer volvió con el bolso y se puso a buscar cambio en su interior. Mientras el gran bolso negro se tragaba su mano como un animal, ella le miró a través del cristal como si lo estuviera tasando.

– ¿Ha visto algo que le guste? -le preguntó.

– No, realmente no -replicó Gladden-. ¿Tiene cambio? Ella sacó la mano del bolso y contó las monedas.

– No hace falta que sea tan brusco. Además, sólo tengo setenta y un centavos.

– Démelos -dijo Gladden empujando el dólar hacia dentro.

– ¿Está seguro? Seis de ellos son centavos.

– Sí, estoy seguro. Aquí está el dinero.

Ella dejó caer el cambio en la ranura y a él le costó recoger las monedas porque se había mordido las uñas hasta dejarlas en nada.

– Está usted en la habitación seis, ¿no? -dijo ella mirando la lista de huéspedes-. Se ha registrado solo. ¿Sigue solo todavía?

– ¿Qué? ¿A qué vienen tantas preguntas?

– Sólo lo comprobaba. ¿Qué hace usted ahí solo, de todos modos? Espero que no esté haciéndose pajas sobre la colcha.

Lo dijo con una sonrisa afectada y desafiante. Esa mujer le sacaba de sus casillas. Pero Gladden sabía que debía mantener la calma, no dar la impresión de que era incapaz de contenerse.

– Y ahora ¿quién está siendo brusco, eh? Si quiere saber mi opinión, es usted una zorra antipática y desagradable. Esas venas que le suben hasta el culo parecen el mapa de carreteras hacia el infierno, señora.

– ¡Eh! Vigile su…

– ¿O qué? ¿Me echará a patadas?

– Sólo que vigile lo que dice.

Gladden recogió la última moneda, una de diez centavos, y se volvió para salir sin replicar. Una vez en la calle, se acercó a la máquina expendedora de diarios y compró la edición de la mañana.

De nuevo a salvo en los confines de su habitación, Gladden hojeó el periódico en busca de la sección metropolitana. Sabía que la noticia debía estar allí. Recorrió rápidamente con la vista las ocho páginas de la sección y no encontró nada sobre el caso del asesinato en el motel.

Decepcionado, supuso que quizá la muerte de una sirvienta negra no era noticia en aquella ciudad.

Tiró el periódico sobre la cama. Pero en cuanto aterrizó le llamó la atención la fotografía que encabezaba la portada de la sección. Era la foto de un muchacho bajando por un tobogán. Volvió a coger el diario y leyó el pie de la foto. Decía que por fin habían repuesto en el parque MacArthur los columpios y demás atracciones infantiles, suprimidas durante el largo período en que gran parte del parque había estado cerrada a causa de la construcción de una estación de metro.

Gladden volvió a mirar la foto. Al chico del tobogán lo identificaban como Miguel Arax, de siete años. Gladden no conocía la zona en que estaba ubicado el nuevo parque, pero supuso que la construcción de una estación de metro nueva sólo se aprobaría en un sector deprimido de la ciudad. Eso significaba que la mayoría de los niños serían pobres y de piel morena, como el de la foto. Decidió que iría a ese parque más tarde, después de hacer sus tareas y una vez instalado. Siempre resultaba más fácil con los pobres. Tenían muchas necesidades.

«Instalado», repitió Gladden para sus adentros. Pensó que su prioridad real era instalarse. Por mucho que hubiera borrado sus huellas, no podía seguir en aquel motel ni en ningún otro. No era seguro. Los polis iban estrechando la vigilancia y pronto le echarían la vista encima. Era una sensación que no se basaba en otra cosa que en su instinto de supervivencia. Pronto le echarían la vista encima y tenía que ponerse a salvo.

Tiró el periódico y cogió el teléfono. La voz curada por el tabaco que respondió después de que él marcase el cero era inconfundible.

– Soy, bueno, Richard… el de la seis. Sólo quería decirle que siento lo que ha pasado antes. He estado un poco brusco y le pido disculpas.

Como ella no decía nada, insistió.

– De todos modos, tenía usted razón, se siente uno muy solo aquí y me preguntaba si seguiría en pie la oferta que me hizo antes.

– ¿Qué oferta?

Se lo estaba poniendo difícil.

– Ya sabe, me preguntó si había visto algo que me gustara. Bueno, pues, en realidad, sí.

– No sé. Estaba usted bastante irritable. No me gusta la gente irritable. ¿En qué está pensando?

– No sé. Pero dispongo de un centenar de pavos para asegurarme de que pasemos un buen rato. Se quedó callada un instante.

– Bueno, yo salgo de este tugurio a las cuatro. Después dispongo de todo el fin de semana. Podríamos salir. Gladden sonrió para sus adentros.

– No puedo esperar.

– Entonces, discúlpeme también. Por haber estado brusca y por las cosas que le he dicho.

– Eso me complace. La veré pronto… ¡Eh!, oiga, ¿me escucha?

– Seguro, chato.

– ¿Cómo se llama?

– Darlene.

– Bueno, Darlene, no puedo esperar hasta las cuatro. Ella rió y colgó. Gladden no se reía.

18

A la mañana siguiente tuve que esperar hasta las diez para encontrar a Laurie Prine en su puesto, en Denver. Para entonces ya estaba ansioso por acelerar la marcha del día, aunque ella acababa de iniciarlo y tuve que aguantar sus cumplidos y sus preguntas sobre dónde estaba y qué hacía antes de entrar por fin en el tema.

– Cuando me hiciste aquella búsqueda de suicidios policial es, ¿estaba incluido el Boltimore Sun? -Sí.

Lo suponía, pero tenía que comprobado. También sabía que las búsquedas por ordenador a veces pasan cosas por alto.

– Vale, entonces vuelve a buscar en el Sun utilizando sólo el nombre de John McCafferty. Se lo deletreé.

– Bueno. ¿Hasta cuándo me remonto?

– No sé, bastará con cinco años.

– ¿Para cuándo necesitas la información?

– Para ayer.

– Supongo que eso significa que no piensas colgar.

– Así es.

Oí cómo tecleaba las órdenes de búsqueda. Me puse el libro de Poe en el regazo y releí algunos poemas mientras esperaba. Con la luz del día entrando a través de las cortinas, las palabras no me producían el mismo efecto que la noche anterior.

– Vale… ¡Guau! Aquí hay muchas entradas, Jack. Veintiocho. ¿Estás buscando algo en particular?

– Bueno, no. ¿Cuál es la más reciente?

Sabía que ella podía reseguir las entradas mediante los titulares que aparecían en pantalla.

– Vale, la última: «Detective despedido por entrometerse en la muerte de un excompañero.»

– Fantástico -dije-. Tendría que haber aparecido en la primera búsqueda que me hiciste. ¿Puedes leerme algo? La oí teclear de nuevo y esperar a que la noticia completa apareciese en su pantalla.

– Vale, ahí va:

Un detective de la policía de Baltimore fue despedido el lunes por alterar la escena de un crimen y por pretender simular que el que fue su compañero durante mucho tiempo no se había suicidado la pasada primavera.

La decisión la tomó la Junta de Investigaciones Internas contra el detective Daniel Bledsoe, después de una vista a puerta cerrada que duró dos días. A Bledsoe no se le pudo localizar para que lo comentase, pero un compañero inspector que lo representó durante la vista afirmó que el condecorado detective había sido tratado con inusitada dureza por el Departamento en el que sirvió a plena satisfacción durante veintidós años.

Según fuentes oficiales de la policía, el compañero de Bledsoe, el detective John McCafferty, murió de un disparo que se había infligido él mismo el 8 de mayo. El cuerpo fue hallado por su esposa Susan, que telefoneó inmediatamente a Bledsoe. Éste, según las mismas fuentes, acudió al apartamento de su compañero, destruyó una nota que encontró en el bolsillo de la camisa del detective fallecido y alteró otros aspectos de la escena del crimen para hacer que pareciese que McCafferty había sido asesinado por un intruso que se había apoderado del arma del detective. La policía afirma…

– ¿Quieres que siga leyendo, Jack?

– Sí, sigue.

La policía afirma que Bledsoe llegó incluso a disparar otro tiro sobre el cadáver de McCafferty, concretamente en el muslo. Después, Bledsoe le dijo a Susan McCafferty que llamase al 911 y abandonó el apartamento, fingiendo sorpresa más tarde, cuando fue informado de la muerte de su compañero. Al parecer, McCafferty ya había disparado un tiro al suelo de su casa antes de ponerse el arma en la boca para efectuar el disparo fatal.

Los investigadores sostienen que Bledsoe intentó hacer que la muerte pareciese un asesinato para que Susan McCafferty pudiese percibir una gran cantidad de dinero por su muerte, además de una buena pensión si se demostraba que su marido no se había suicidado.

Sin embargo, la conspiración se vino abajo cuando unos investigadores suspicaces interrogaron a fondo a Susan McCafferty sobre lo ocurrido el día en que falleció su marido. Ella acabó admitiendo que había visto lo que hizo Bledsoe.

– ¿Estoy leyendo demasiado deprisa? ¿Estás tomando notas?

– No, ya está bien. Continúa.

– Vale.

Durante la investigación, Bledsoe se negó a reconocer que había participado en la conspiración y declinó el derecho a

declarar en defensa propia durante la vista de la Junta de Investigaciones Interna.

Jerry Liebling, detective amigo de Bledsoe y encargado de su defensa durante la vista, afirmó que Bledsoe había hecho lo que cualquier compañero leal haría por un camarada y amigo. «Todo lo que hizo fue intentar que el trago no fuese tan amargo para la viuda -afirmó Liebling-. Pero los del Departamento se han pasado de la raya. Él intentó hacer lo que le pareció mejor y ahora pierde su empleo, su carrera, su modo de ganarse la vida. ¿Qué clase de mensaje encierra esto para el cuerpo de policía?»

Otros inspectores con los que se mantuvo contacto el lunes expresaron pareceres similares. Pero los oficiales al mando afirman que a Bledsoe se le ha tratado de modo imparcial y citan como signo de compasión el hecho de que no se hayan presentado cargos criminales contra él ni contra Susan McCafferty.

McCafferty y Bledsoe habían trabajado juntos durante siete años y en ese tiempo resolvieron algunos de los asesinatos más importantes ocurridos en la ciudad. A uno de esos asesinatos se atribuyó en parte la muerte de McCafferty.

Según la policía, la depresión de McCafferty por no haber podido resolver el caso del asesinato de PollyAznherst (la maestra de primer grado del colegio privado Hopkins que fue secuestrada, mutilada sexualmente y estrangulada) le llevó a la idea de acabar con su vida. Además, McCafferty estaba teniendo problemas con la bebida. «De este modo, el Departamento no sólo ha perdido un buen inspector -dijo Liebling tras la vista del lunes-. Ha perdido dos. Nunca encontrarán a dos tipos tan buenos como Bledsoe y McCafferty. Realmente, en el Departamento estarán orgullosos hoy. »

– Es todo, Jack.

– Vale. Uf, voy a necesitar que envíes esto a mi buzón de correo electrónico. Llevo el portátil, podré acceder.

– Bueno. ¿Y qué hago con las demás noticias?

– ¿Puedes volver a los titulares? ¿Hay alguno sobre la muerte de McCafferty o son noticias sobre otros casos? Le llevó medio minuto repasar los titulares.

– Parece que todos son sobre otros casos. Hay unos cuantos sobre la maestra de escuela. Nada más sobre el suicidio. Y ya sé por qué la noticia que te acabo de leer no apareció en mi búsqueda del lunes: porque no contiene la palabra «suicidio». Ésa fue la palabra clave que introduje.

Ya me lo había imaginado. Le pedí que enviase las noticias sobre la maestra a mi buzón, le di las gracias y colgué.

Llamé al despacho principal de inspectores del Departamento de Policía de Bal timo re y pregunté por Jerry Liebling.

– Al habla Liebling.

– Detective Liebling, me llamo Jack McEvoy y me pregunto si podría usted ayudarme. Estoy tratando de localizar a Dan Bledsoe.

– ¿Para qué sería?

– Preferiría comentárselo a él.

– Lo siento, pero no puedo ayudarle, y me están llamando por otra línea.

– Verá, sé lo que intentó hacer por McCafferty. Quiero contarle algo que creo que le será de ayuda. Es todo lo que puedo decirle. Pero si usted no me ayuda a mí, está perdiendo una ocasión de ayudarle a él. Puedo darle mi teléfono. ¿Por qué no le llama y se lo da? Deje que sea él quien decida.

Hubo un largo silencio y de pronto me dio la impresión de que no había nadie al otro lado del teléfono.

– ¿Hola?

– Sí, estoy aquí. Mire, si Dan quiere hablar con usted, que hable. Llámele. Está en la guía.

– ¿En la guía telefónica?

– Exacto. Tengo que colgar.

Colgó. Me sentí como un tonto. Ni siquiera había pensado en el listín telefónico porque no conocía a ningún poli que figurase en él. Volví a marcar el número de información de Baltimore y di el nombre del ex inspector.

– No lo tengo en la guía como Daniel Bledsoe -me dijo la telefonista-. Hay un Bledsoe Seguros y un Investigaciones Bledsoe.

– Vale, démelos. ¿Puede darme las direcciones, por favor?

– En realidad, los nombres y números son distintos, pero la dirección es la misma, en Fells Point. Me dio la información y llamé al número de las investigaciones.

Contestó una voz de mujer:

– Investigaciones Bledsoe.

– Sí, ¿puedo hablar con Dan?

– Lo siento, pero no está.

– ¿Sabe usted si estará más tarde?

– Está en su despacho. Sólo que está hablando por teléfono. Esto es un servicio de mensajería. Cuando está fuera o hablando por teléfono sus llamadas suenan aquí. Pero sé que está. No hace ni diez minutos que llamó para ver si tenía algún mensaje. Lo que no sé es por cuánto tiempo. Yo no le llevo la agenda.

Fells Point es una lengua de tierra situada al este del puerto de Baltimore. Los hoteles y establecimientos turísticos dan paso a animados bares musicales y tiendas pequeñas y, más allá, a fábricas de ladrillo y a la Pequeña Italia. En algunas calles, el asfalto ha dejado al descubierto los adoquines y cuando sopla el viento lo invade todo el olor penetrante del mar o el aroma de la fábrica azucarera que está justo al otro lado de la ensenada. Bledsoe Investigaciones y Seguros estaba en un edificio de ladrillo de dos plantas, en el cruce de las calles Caroline y Fleet.

Pasaban unos minutos de la una. En la puerta de la pequeña oficina había un reloj de plástico con manecillas ajustables y las palabras: «Vuelvo a las…» Estaba puesto a la una. Miré a mi alrededor, no vi a nadie que corriese hacia la oficina para llegar a tiempo, pero decidí esperarle de todos modos. No tenía otro sitio adonde ir.

Me acerqué al mercado de la calle Fleet, compré una Coca-Cola y volví a mi coche. Desde el asiento del conductor podía ver la puerta de la oficina de Bledsoe. Llevaba veinte minutos mirándola cuando vi a un hombre, con el cabello negro azabache y barriga de cuarentón sobresaliendo de la chaqueta, que llegaba cojeando ligeramente, la abría y entraba. Salí con la bolsa del portátil y me dirigí hacia él.

La oficina de Bledsoe parecía haber sido en otro tiempo la consulta de un médico, aunque me costaba imaginarme qué clase de doctor podía haber ocupado semejante choza en un barrio obrero como aquél. Había un pequeño recibidor con una ventanilla y un mostrador tras el cual imaginé que en otros tiempos se habría sentado una recepcionista. La ventanilla, de cristal glaseado como los de las duchas, estaba cerrada. Al abrir la puerta había oído un timbrazo, pero nadie respondía a él. Me quedé allí de pie, mirando a mi alrededor. Había un viejo sofá y una mesita baja. La habitación no daba para más. Desplegadas sobre la mesa había unas cuantas revistas, la más actual de las cuales no tenía menos de seis meses: Estaba a punto de gritar ¡hola! o de llamar a la puerta del despacho interior cuando escuché el sonido de la cadena del retrete procedente de alguna parte al otro lado de la ventanilla. Entonces vi una figura borrosa que se movía al otro lado del cristal y se abrió la puerta de la izquierda. Allí estaba el hombre del cabello negro. No me había dado cuenta de que, resiguiéndole el labio, llevaba un bigote tan fino como la carretera de un mapa.

– ¿En qué puedo servirle?

– ¿Daniel Bledsoe? -Yo mismo.

– Me llamo Jack McEvoy Quería preguntarle algo sobre John McCafferty Creo que podemos ayudarnos mutuamente.

– Lo de John McCafferty fue hace mucho tiempo. Se había quedado mirando la bolsa del ordenador.

– No es más que un ordenador -le dije-. ¿Podemos sentamos en algún sitio?

– Claro, ¿por qué no?

Le seguí a través de la puerta y después por un pasillo en el que había tres puertas más, alineadas a la derecha. Abrió la primera y entramos en un despacho revestido de paneles baratos que imitaban madera de arce. De la pared colgaba, enmarcada, su licencia estatal, así como varias fotos de sus tiempos de policía. Todo parecía tan de pacotilla como el bigote, pero yo estaba decidido a seguir adelante. Sabía que tratándose de policías (y suponía que también de ex policías) las apariencias engañan. Conocí algunos en Colorado que aún usarían trajes de poliéster azul claro si todavía los hicieran. No obstante, esos detectives tenían fama de ser los mejores, los más brillantes y los más duros de sus departamentos. Supuse que eso valdría también para Bledsoe. Se sentó tras una mesa con tablero de fórmica negra. No había tenido mucho donde escoger cuando la compró en un almacén de muebles de oficina usados. En la pulida superficie se podía ver claramente una espesa capa de polvo. Me senté frente a Bledsoe en la única silla disponible. El observaba detenidamente mis reacciones.

– Esto era antes una clínica abortista. El tipo se largó para dedicarse a trabajos temporales. Entonces vine yo y no me preocupé por el polvo ni por la decoración. Casi todo mi trabajo lo hago por teléfono, vendiéndoles pólizas a los polis. Y por lo general visito a los clientes que quieren encargarme una investigación. No son ellos los que vienen a verme. Las personas que acuden aquí, por lo general, se limitan a dejar flores en la puerta. En recuerdo de algo, supongo. Me imagino que sacan la dirección de viejas guías telefónicas o algo así. ¿Por qué no me dice qué es lo que viene buscando?

Le conté lo de mi hermano y después lo de John Brooks, el de Chicago. Mientras hablaba me fijé en la expresión escéptica de su cara. Adiviné que me quedaban quizá diez segundos antes de que me echase de allí.

– ¿Qué es esto? -dijo-. ¿Quién le ha enviado aquí?

– Nadie. Aunque creo que le llevo un día de ventaja, más o menos, al FBI. Ya verá como vienen. Se me ocurrió que quizá querría hablar conmigo primero. Ya sé lo que se siente. Verá, mi hermano y yo éramos gemelos. Siempre se ha dicho que los que son compañeros durante mucho tiempo, sobre todo en homicidios, acaban siendo como hermanos. Como gemelos.

Me quedé callado. Me lo había jugado todo, aunque me guardaba el as para el momento en que hiciera falta. Bledsoe daba la impresión de haberse serenado un poco. Quizá su enfado se estaba convirtiendo en confusión.

– Entonces, ¿qué es lo que quiere de mí?

– La nota. Quiero saber lo que McCafferty decía en su nota.

– No existe ninguna nota. Yo no he dicho nunca que hubiera una nota.

– Pero la esposa dijo que la había.

– Pues hable con ella…

– No, creo que es mejor que hable con usted. Le diré una cosa. El autor de estos casos, de algún modo, hace que las víctimas escriban una o dos frases a modo de despedida del que va a suicidarse. No sé cómo lo consigue ni por qué les obliga a hacerla, pero lo hacen. Y siempre se trata de una frase extraída de un poema. Un poema del mismo autor: Edgar Alian Poe.

Alcancé la bolsa del ordenador y abrí la cremallera. Saqué el libro de Poco Lo puse sobre la mesa para que pudiera verlo.

– Creo que su compañero fue asesinado. Usted llegó allí y le pareció un suicidio porque se suponía que era lo que tenía que aparentar. Me apuesto la pensión de su compañero a que la nota que usted destruyó contenía una frase que está en este libro.

Bledsoe iba mirando alternativamente al libro y a mí.

– Al parecer, usted creyó que le debía tanto como para poner enjuego su empleo para que la viuda lo tuviera un poco más fácil.

– Ya, y mire lo que he conseguido. Una mierda de oficina con una mierda de licencia colgada en la pared. Y sentarme en una habitación que se ha usado para separar a los bebés de sus madres. No es muy noble.

– Mire, todos los de su cuerda saben que había algo de nobleza en lo que usted hizo. Si no, no estaría usted vendiéndoles seguros. Usted hizo lo que había que hacer por un compañero. Y ahora debería seguir haciéndolo.

Bledsoe volvió la cabeza y se quedó mirando una de las fotos que había en la pared. Estaba él con otro hombre, rodeando cada uno el cuello del otro, sonriendo despreocupadamente. Parecía haber sido sacada en un bar en los buenos tiempos.

– «Por fin se ha sojuzgado esa fiebre llamada vida» -dijo sin apartar la mirada de la foto. Dejé caer una mano sobre el libro. El ruido nos alarmó a los dos.

– Veamos -dije cogiendo el libro. Había señalado las páginas de los poemas de los que el asesino había extraído sus citas. Encontré la página del poema titulado «AAnnie», lo leí para comprobado; después puse el libro sobre la mesa y le di la vuelta para que pudiera leerlo él.

– Primera estrofa -le dije.

Bledsoe se inclinó para leer el poema:

¡Gracias a Dios! La crisis… el peligro ha pasado, y por fin ha concluido la persistente enfermedad… y por fin se ha sojuzgado esafiebre llamada «Vida».

19

Mientras atravesaba corriendo e! vestíbulo del Hilton a las cuatro me imaginé a Greg Glenn saliendo tranquilamente de detrás de su escritorio para dirigirse a la reunión diaria de la redacción en la sala de juntas. Tenía que hablar con él y sabía que si no lo pillaba antes de que se metiera en aquella reunión, tendría que esperar a que acabase ésta y otra de previsiones para el fin de semana, que duraba dos horas más.

Mientras me acercaba a los ascensores vi que una mujer se dirigía a la puerta abierta de! único disponible y me apresuré a entrar con ella. Ya había pulsado el botón número doce. Me metí al fondo del ascensor y volvía mirar el reloj. Confiaba en llegar a tiempo. Las reuniones de redacción nunca empezaban puntualmente.

La mujer se había desplazado hacia el lado derecho de la cabina y nos hallábamos en esa situación de incómodo silencio que se da cuando dos extraños se encuentran encerrados en un ascensor. Le veía la cara en la pulida superficie plateada de la puerta. Tenía la mirada puesta en las luces que señalaban nuestro ascenso. Era muy atractiva y no podía apartar la mirada de su reflejo, aunque temía que de un momento a otro se diera la vuelta y me descubriera. Me figuré que sabía que la estaba mirando. Siempre he creído que las mujeres hermosas saben que siempre hay alguien mirándolas, y lo comprenden.

Cuando se abrió la puerta del ascensor en el piso doce le cedí el paso. Giró a la izquierda y se fue por el pasillo. Yo giré a la derecha y me dirigí a mi habitación, reprimiendo las ganas de darme la vuelta para echarle un último vistazo. Cuando me acercaba a mi habitación, mientras sacaba del bolsillo la llave magnética, noté unos pasos ligeros en la alfombra del pasillo. Me volví y era ella. Sonreía.

– Me he equivocado.

– Sí -le dije sonriendo-. Hasta que no lo conoces, esto es un laberinto.

Vaya tontería, pensé mientras abría la puerta y ella pasaba por detrás de mí. Cuando entraba en la habitación sentí que una mano me agarraba de repente del cuello de mi chaqueta y me empujaba hacia dentro.

Simultáneamente, otra mano se metía bajo mi chaqueta y me cogía el cinturón. Me tiraron boca abajo sobre la cama. Me las apañé para mantener en alto la bolsa del ordenador, quería preservar un equipo que valía dos mil dólares, pero entonces me la arrancaron de un tirón.

– ¡FBI! Queda detenido. ¡No se mueva!

Mientras una mano me seguía cogiendo del cuello y me mantenía boca abajo, la otra me registraba todo el cuerpo.

– ¿Qué cono pasa? -acerté a decir con la voz sofocada por el colchón. Con la misma presteza con que me habían agarrado, las manos me soltaron.

– Bueno, arriba. Vamos.

Me volví y me levanté hasta quedar sentado en la cama. Alcé la vista. Era la mujer del ascensor. Me quedé boquiabierto un instante. El hecho de que me hubiera dominado tan fácilmente ella sola me consumía de rabia.

– No se preocupe. Lo he hecho con hombres más fuertes y peores que usted.

– Será mejor que se identifique o necesitará un abogado.

Se sacó una cartera del bolsillo de la chaqueta y la abrió delante de mi cara.

– Usted sí que va a necesitar un abogado. Ahora, coja la silla del escritorio, póngala en el rincón y siéntese ahí mientras registro este lugar. No tardaré mucho.

Me mostró lo que parecía una placa auténtica del FBI y un carnet con su nombre: Agente Especial Rachel Walling. Al leerlo empecé a hacerme una idea de lo que estaba pasando.

– Vamos, vamos, al rincón.

– Déjeme ver la orden de registro.

– Puede escoger -dijo ella con firmeza-. O se va al rincón, o lo meto en el cuarto de baño y lo esposo al desagüe del lavabo. Usted verá.

Me levanté, arrastré la silla hasta el rincón y me senté.

– Aun así, quiero ver la jodida orden.

– ¿Se da usted cuenta de que ese lenguaje vulgar no es más que un pobre intento de recuperar su sentido de la superioridad masculina?

– ¡Por Dios! ¿Se da usted cuenta de que la está cagando? ¿Dónde está la orden judicial?

– Yo no necesito una orden de registro. Usted me ha invitado a entrar y me ha permitido registrar; después lo he detenido al encontrar una propiedad robada.

Retrocedió hasta la puerta, sin quitarme la vista de encima, y la cerró.

– Yo no la he invitado a usted a nada. Usted ha entrado aquí a trompazos. ¿Cree que algún juez se va a creer que soy tan estúpido como para invitarla a registrar la habitación si tuviera aquí una propiedad robada?

Me miró y sonrió dulcemente.

– Señor McEvoy mido un metro sesenta y siete y peso cincuenta y dos kilos. Con el arma encima. ¿Cree que algún juez se va a creer su versión de lo ocurrido? ¿Se atrevería usted a contar ante un tribunal lo que acabo de hacerle?

Desvié la mirada hacia la ventana. La sirvienta había abierto las cortinas. El cielo estaba empezando a oscurecerse. – Yo creo que no -añadió ella-. Y ahora, ¿quiere usted ahorrarme tiempo? ¿Dónde están los expedientes

fotocopiados?

– En la bolsa del ordenador. No cometí ningún delito para obtenerlos, ni tampoco es delito tenerlos.

Había de tener cuidado con lo que decía. No sabía si ya habían cogido a Michael Warren o no. Ella miró en la bolsa. Sacó el libro de Poe, lo miró con una sonrisa burlona y lo tiró sobre la cama. Después sacó mi libreta y el manojo de fotocopias de los expedientes. Warren tenía razón. Era una mujer hermosa. Tan hermosa como dura de pelar. Más o menos de mi edad, quizás uno o dos años más; tenía el cabello castaño, que le caía justo sobre los hombros. Ojos verdes rasgados y un rotundo aire de suficiencia. Eso era lo que la hacía más atractiva. Aunque en aquel momento la odiaba, no por eso dejaba de atraerme.

– El allanamiento de morada es un delito -dijo-. Cayó bajo mi jurisdicción cuando se supo que los documentos sustraídos pertenecían al FBI.

– Yo no he allanado ninguna morada ni he robado nada. Esto se llama coacción. Siempre he oído decir que a los del FBI os molesta que otros hagan el trabajo por vosotros.

Estaba inclinada sobre la cama mirando los papeles. Se alzó, buscó en los bolsillos y sacó una bolsa de plástico para pruebas que contenía una hoja de papel. La levantó para que yo la viera. Reconocí que había sido arrancada de un cuaderno de notas de reportero. Había seis líneas escritas en ella con tinta negra.

Pena: ¿las manos?

después… ¿cuánto tiempo?

Wexler/Scalari: ¿el coche?

¿la calefacción?

¿el cierre?

Riley: ¿los guantes?

Reconocí mi propia letra y entonces todo encajó. Warren había cortado hojas de mi libreta para señalar los lugares de los que había sacado expedientes. Había arrancado la página con aquellas notas y de algún modo la había dejado allí cuando devolvió los expedientes. Walling debió de adivinar en mi cara que lo había reconocido.

– Vaya chapuza. Cuando hayamos analizado y comparado la letra manuscrita, será un puntazo. ¿Qué opina usted? Esta vez ni siquiera me atreví a mascullar un insulto.

– Me voy a quedar su ordenador, este libro y su cuaderno como posibles pruebas. Si no los necesitamos ya se los devolveremos. Muy bien, y ahora vamonos. Tengo el coche ahí delante. Lo único que puedo hacer para que vea que soy buena chica es dejarle bajar sin esposas. Nos espera un largo trecho hasta Virginia, aunque quizás encontremos poco tráfico si salimos ahora mismo. ¿Se va a portar bien? Un solo movimiento en falso, como se suele decir, y le pongo atrás con las esposas tan apretadas como un anillo de boda.

Me limité a asentir y me levanté. Estaba aturdido. No podía mirarla a los ojos. Me dirigí hacia la puerta con la cabeza gacha.

– ¿Qué me dice, eh? -preguntó ella.

Le murmuré un «gracias» y oí cómo se reía a mi espalda.

Se había equivocado. No nos libramos del tráfico. Era viernes por la tarde. Salía mucha más gente que otros días y tuvimos que hacer cola como todos mientras cruzábamos la ciudad camino de la autopista. Durante media hora ninguno de los dos pronunció palabra, excepto cuando ella se quejaba por un atasco o por un semáforo en rojo. Yo iba en el asiento delantero, sin dejar de pensar. Tenía que llamar a Glenn en cuanto pudiera. Tendrían que conseguirme un abogado. Uno de los buenos. Me di cuenta de que mi única salida era revelar una fuente a la que había prometido mantener al margen. Consideré la posibilidad de llamar a Warren para que confirmase que yo no había robado nada en la Fundación. Pero lo descarté. Había hecho un pacto con él. Tenía que cumplirlo.

Cuando llegamos por fin al sur de Georgetown, el tráfico se alivió un poco y ella pareció relajarse o, al menos, recordó que yo estaba en el coche con ella. Vi que metía la mano en el cenicero y sacaba una tarjeta blanca. Encendió la luz cenital y puso la tarjeta sobre la guía del volante para poder leerla mientras conducía.

– ¿Tiene usted una pluma? -¿Qué?

– Una pluma. Creía que todos los reporteros llevaban pluma.

– Sí. Tengo una pluma.

– Bien. Voy a leerle sus derechos constitucionales.

– ¿Qué derechos? Usted ya los ha violado, prácticamente todos.

Procedió a la lectura de la tarjeta y después me preguntó si los había entendido. Le murmuré que sí y me pasó la tarjeta.

– Muy bien. Quiero que coja su pluma y que firme y ponga la fecha al dorso de esta tarjeta.

Hice lo que me pedía y le devolví la tarjeta. Sopló la tinta para que se secara y se metió la tarjeta en el bolsillo.

– Aja -dijo ella-, ahora ya podemos hablar. A no ser que prefiera usted llamar a su abogado. ¿Cómo entró en la Fundación?

– No por la fuerza. Es todo lo que puedo decir hasta que hable con un abogado.

– Ya ha visto las pruebas. No irá a decir que no son suyas.

– Lo puedo explicar… Mire, lo único que le digo es que no hice nada ilegal para conseguir esas fotocopias. No puedo decirle nada más sin revelar… Dejé la frase sin terminar. Ya había dicho bastante.

– Ya. El viejo truco de que no puede revelar sus fuentes. ¿Y dónde ha pasado todo el día, señor McEvoy? Le he estado esperando desde el mediodía.

– Estaba en Baltimore.

– ¿Haciendo qué?

– Eso sólo me concierne a mí. Tiene los originales de estos expedientes, puede imaginárselo.

– El caso McCafferty ¿Sabe que inmiscuirse en una investigación federal puede acarrearle otra acusación? Le dediqué mi mejor risotada fingida.

– Sí, claro -le dije sarcástico-. ¿Qué investigación federal? Usted estaría aún en su despacho contando suicidios si yo no hubiera hablado ayer con Ford. Pero ésa es la forma de actuar del FBI, ¿no? Si es una buena idea, ¡ah!, es idea «nuestra». Si se trata de un buen caso, sí, «nosotros» lo llevamos. Mientras tanto, el mal pasa ante vuestros ojos y vuestros oídos y no os enteráis de que hay mucha mierda.

– ¡Por Dios! ¿Pero quién ha muerto para enseñarte todo eso?

– Mi hermano.

Esto la pilló desprevenida y la dejó en silencio durante unos minutos. También me dio la impresión de que le había resquebrajado la coraza con que se protegía.

– Lo siento -dijo por fin.

– Yo también.

Desde mi interior brotó toda la ira por lo que le había pasado a Sean, pero me la tragué. Era una extraña y no podía compartir con ella algo tan sumamente íntimo. Me lo guardé y pensé en algo que decir.

– ¿Sabe? Es posible que lo conociera. Usted firmó el informe del VICAP y el perfil que él pidió al FBI para su caso.

– Sí, lo sé. Pero no llegamos a hablar.

– ¿Y si fuera usted quien me contestase ahora a una pregunta?

– Pruebe. Adelante.

– ¿Cómo me ha encontrado?

Me preguntaba si Warren le habría hablado de mí. Si descubría que lo había hecho, entonces habría roto el trato y no estaba dispuesto a ir a la cárcel para proteger a una persona que me había traicionado.

– Eso fue lo más fácil-dijo-. El doctor Ford, de la Fundación, me dio su nombre y su filiación. Me llamó después de su breve reunión de ayer y he llegado esta mañana. Pensé que sería conveniente poner a salvo esos expedientes y ya ve que no era mala idea. Sólo que llegué un poco tarde. Trabaja usted deprisa. Una vez que encontré la página del cuaderno de reportero me resultó muy fácil llegar a la conclusión de que usted había estado allí.

– No entré por la fuerza.

– Bueno, todas las personas relacionadas con el proyecto niegan haber hablado con usted. De hecho, el doctor Ford recuerda haberle dicho explícitamente que usted no podía tener acceso a los expedientes hasta que interviniera el FBI. Y, mira por dónde, aquí está usted con los expedientes.

– ¿Y cómo sabía usted que yo estaba en el Hilton? ¿También lo encontró escrito en una hoja de papel?

– Engañé a su redactor jefe como al chico de los recados. Le dije que tenía una información importante para usted y él me dijo dónde se alojaba.

Se me escapó una sonrisa, pero me volví hacia la ventana para que no se diera cuenta. Acababa de cometer un error que equivalía a decirme directamente que Warren había revelado mi paradero.

– Ya no se les llama chico de los recados -le dije-. Es políticamente incorrecto.

– ¿Mensajero?

– Eso está mejor.

La miré directamente a los ojos por primera vez desde que entramos en el coche. Tuve la sensación de que estaba recuperando terreno. La destreza que había demostrado al hacerme bailar sobre la cama de mi habitación empezaba a dar paso a una segunda personalidad. Ahora era yo quien llevaba la batuta.

– Tenía entendido que ustedes siempre trabajan en parejas -le dije.

Nos habíamos detenido en otro semáforo. Podía ver la entrada de la autopista un poco más allá. Tenía que apresurarme.

– Así suele ser -contestó ella-. Pero hoy ha sido un día muy liado, había mucha gente fuera y, a decir verdad, cuando salí de Quantico creía que sólo tendría que ir a la Fundación para hablar con Oline y el doctor Ford y recoger los expedientes. No contaba con un arresto y la consiguiente custodia.

Su espectáculo se estaba derrumbando por momentos. Ahora lo veía claro. Ni esposas, ni compañero, y yo sentado en el asiento delantero. Además, sabía que Greg Glenn no tenía ni idea de dónde me alojaba en Washington. Yo no se lo había dicho y no había hecho la reserva a través de la agencia de viajes del Rocky porque no había tenido tiempo.

La bolsa con mi ordenador estaba en el asiento, entre los dos. Sobre ella había apilado las fotocopias de los expedientes, el libro de Poe y mi bloc de notas. Lo cogí todo y me lo puse en el regazo.

– ¿Qué hace? -me preguntó.

– Voy a salir de aquí -tiré los expedientes sobre su regazo-. Puede quedarse con esto. Ya he sacado toda la información que necesitaba. Tiré de la manija y abrí la portezuela.

– ¡No se mueva, joder! La miré sonriendo.

– ¿Se da usted cuenta de que ese lenguaje vulgar no es más que un pobre intento de recuperar su superioridad? Mire, el juego ha estado bien, pero usted rehuye las respuestas correctas. Voy a coger un taxi para que me lleve de vuelta al hotel. Tengo que escribir un reportaje.

Salí del coche con mis cosas y eché a andar por la acera. Miré por allí, descubrí un drugstore que tenía un teléfono en la fachada y me dirigí hacia él. Ella metió el coche en el aparcamiento para cortarme el paso. Lo detuvo con una sacudida y salió de un salto.

– Está cometiendo un error -me dijo acercándose rápidamente.

– ¿Qué error? El error ha sido suyo. ¿A qué venía todo ese montaje? Se quedó mirándome, estupefacta.

– Vale, le diré de qué iba -le dije-. Era una trampa.

– ¿Una trampa? ¿Para qué?

– Para sacarme información. Usted quería saber qué es lo que tengo. Supongo que una vez conseguido lo que quería, vendría y me diría: «Vaya por Dios, lo siento, acabamos de pillar a su fuente. No importa, ya puede irse y lamento este pequeño malentendido.» Bueno, será mejor que vuelva a Quantico y ensaye mejor su actuación.

La esquivé y me dirigí hacia la cabina telefónica. Levanté el auricular pero no había línea. Sin embargo, no lo solté. Ella me estaba mirando. Marqué el número de información.

– Necesito el teléfono de los taxis -le dije al inexistente telefonista.

Metí una moneda en la ranura y marqué un número. Leí el nombre de la calle y pedí un taxi. Cuando colgué y me volví, la agente Walling estaba justo detrás de mí. Me pasó la mano por delante y descolgó el teléfono. Después de ponérselo en la oreja un segundo dejó escapar una sonrisa y volvió a colgarlo. Señaló hacia el lado de la cabina del que salía el cable del auricular. Estaba cortado y con los hilos anudados.

– Usted también podría mejorar su actuación.

– De acuerdo. Pero ahora déjeme en paz.

Me volví y me puse a mirar con detenimiento por el escaparate de la tienda para ver si había otro teléfono dentro. No lo había.

– ¡Oiga! ¿Qué quiere que haga? -me gritó a mi espalda-. Tengo que saber lo que usted sabe. Me volví hacia ella.

– Entonces, ¿por qué no se limitaba a preguntármelo? ¿Por qué tenía que… intentar humillarme?

– Usted es periodista, Jack. ¿Me va a decir que iba a compartir conmigo sus archivos así por las buenas?

– Es posible.

– Vale, de acuerdo. Sería la primera vez que uno de ustedes lo hiciera. Mire a Warren. Ni siquiera es periodista y se ha comportado como si lo fuera. Eso se lleva en la sangre.

– Mire, hablando de sangre, aquí está enjuego algo más que un reportaje, ¿no es cierto? Usted no sabe lo que yo habría hecho si me hubiera abordado como a un ser humano.

– Vale -dijo suavemente-. Quizá no lo sé. Tiene razón.

Dimos unos pasos en direcciones opuestas hasta que ella volvió a hablar:

– ¿Qué hacemos, pues? Aquí estamos, usted me acaba de encontrar y ahora le toca decidir. Yo tengo que enterarme de lo que usted sabe. ¿Me lo va a decir o se va a ir así, por las buenas? Si lo hace, salimos perdiendo los dos. Y su hermano.

Me había acorralado hábilmente y yo lo sabía. Por principios tenía que marcharme. Pero no podía. A pesar de todo, me gustaba. Me dirigí silenciosamente hacia su coche, entré en él y me la quedé mirando a través del parabrisas. Ella asintió una sola vez con la cabeza, rodeó el coche y entró por la puerta del conductor. Se sentó y se volvió hacia mí con la mano tendida.

– Rachel Walling. Se la estreché.

– Jack McEvoy

– Ya lo sé. Encantada de conocerte.

– Lo mismo te digo.

20

Como prueba de buena fe, Rachel Walling fue la primera en hablar… no sin antes arrancarme la promesa de que consideraría extraoficial aquella conversación hasta que el jefe de su equipo decidiese qué nivel de cooperación me iba a prestar el FBI o si me la prestaba. No me importó prometérselo porque sabía que tenía todos los triunfos. Yo ya tenía el reportaje y era muy probable que el FBI no quisiera verlo publicado. Pensé que eso me proporcionaba una gran ventaja, tanto si la agente Walling se daba cuenta como si no.

Durante media hora, mientras circulábamos lentamente hacia el sur por la autopista en dirección a Quantico, me contó lo que el FBI había hecho durante las últimas veintiocho horas. Nathan Ford, de la Fundación para el Cumplimiento de la Ley, la había llamado el jueves a las tres para informarla de mi visita a la Fundación, de los avances de mi investigación hasta aquel momento y de mi pretensión de revisar los expedientes de los suicidios. Walling estuvo de acuerdo con su decisión de negarme el acceso y después lo consultó con Bob Backus, su inmediato superior. Backus le dio permiso para que dejase los perfiles en que estaba trabajando y se dedicase con prioridad a investigar las peticiones que yo había hecho en mi reunión con Ford. Hasta aquel momento, el FBI no había tenido noticias de los departamentos de policía de Denver ni de Chicago. Walling empezó a trabajar en el ordenador del Servicio de Ciencias del Comportamiento, que tenía conexión directa con el ordenador de la Fundación.

– En esencia, lo que hice fue la misma investigación que Michael Warren había hecho para ti -me dijo-. De hecho, yo estaba conectada en Quantico cuando él se introdujo en el de la Fundación. No tuve más que pedir la identificación del usuario y ver literalmente en mi portátil cómo lo hacía. En aquel momento supuse que lo habías convertido en tu fuente y que estaba haciendo la investigación para ti. Esto me obligaba a contenerme, como puedes figurarte. No tenía ninguna necesidad de venir a la capital hoy, porque en Quantico tenía fotocopias de todos los expedientes. Pero tenía que ver qué estabas haciendo. Cuando encontré la página de tu cuaderno entre las carpetas tuve una segunda confirmación de que Warren estaba filtrándote información y de que tenías fotocopias de los expedientes.

Sacudí la cabeza negativamente.

– ¿Qué le va a pasar a Warren?

– Después de hablar con Ford, nos hemos encarado con él esta mañana. Ha admitido lo que había hecho y hasta me ha dicho en qué hotel estabas. Ford le ha pedido su dimisión y Warren se la ha dado.

– ¡Mierda!

Sentí una punzada de culpabilidad, aunque no me pesaba demasiado lo ocurrido. No estaba seguro de si, en cierto modo, Warren había precipitado voluntariamente su propia dimisión. Quizá la había buscado. Por lo menos, eso es lo que me decía para mis adentros. Así me resultaba más fácil soportado.

– Por cierto -dijo ella-, ¿en qué ha fallado mi actuación?

– Mi redactor jefe no sabe en qué hotel estoy alojado. Sólo lo sabía Warren.

Se quedó callada unos instantes, hasta que la animé a que continuase con el relato de sus investigaciones. Me contó que el jueves por la tarde, cuando llevó a cabo su búsqueda en el ordenador, dio con los mismos trece nombres de detectives de homicidios fallecidos que Warren me había conseguido, además de mi hermano y John Brooks, de Chicago. Después se hizo con las copias de los expedientes y estuvo buscando conexiones basándose en las notas de los suicidas, como yo le había dicho a Ford que pretendía hacerlo. Contó con la ayuda de los grafólogos del FBI y de su centro de cálculo, cuya base de datos era tan completa que hacía que la del Rocky pareciera un cómic.

– Incluyendo a tu hermano y a Brooks, obtuvimos un total de cinco conexiones directas en las notas -dijo.

– Así que en unas tres horas hiciste el trabajo que a mí me había costado toda la semana. ¿Cómo incluíste a McCafferty sin tener su nota en el expediente?

Levantó el pie del acelerador y me miró. Fue sólo un instante; después volvió a darle velocidad al coche.

– No incluimos a McCafferty. Ahora tenemos a los agentes de la oficina de Baltimore trabajando en ello. Era desconcertante, pues yo tenía cinco casos incluyendo el de McCafferty.

– Entonces, ¿cuáles son tus cinco casos?

– Uf, déjame pensar…

– Vale. Mi hermano y Brooks, son dos.

Abrí mi cuaderno de notas mientras se lo decía. Correcto.

– ¿Tienes a Kotite, el de Albuquerque? -le pregunté repasando mis notas- ¿El de: «Me rondan ángeles aviesos»?

– Correcto. Lo tenemos. Había uno en…

– Dallas. Garland Petry: «Por desgracia, sé que me han despojado de mi fuerza.» Del poema «AAnnie».

– Sí, lo tenemos.

– Y después, yo tengo el de McCafferty. ¿Cuál tenéis vosotros?

– Uf, creo que uno de Florida. Un caso antiguo. Era ayudante del sheriff. Tendría que mirar mis notas.

– Espera un minuto -hojeé las páginas de mi bloc y lo encontré-. Clifford Beltran, de la Oficina del Sheriff del Condado de Sarasota. Él…

– Eso es.

– Pero espera un poco. Tengo su nota que dice: «Señor, ten piedad de mi pobre alma.» He leído todos los poemas

yeso no está en ninguno de ellos.

– Tienes razón. Lo encontramos en otro sitio.

– ¿Dónde? ¿En uno de sus relatos?

– No, fueron sus últimas palabras. Las últimas palabras de Poe: «Señor, ten piedad de mi pobre alma.»

Asentí. No estaba en ningún poema, pero encajaba. Así que ahora eran seis. Me quedé callado un instante, casi en señal de respeto por el hombre que acababa de añadir a la lista. Volví a consultar mis notas. Beltran había muerto hacía tres años. Era mucho tiempo para que un asesino permaneciera en el anonimato.

– ¿Se suicidó Poe? -le pregunté.

– No, aunque supongo que la vida que llevaba se puede considerar como un suicidio a largo plazo. Era un mujeriego y un bebedor. Murió a los cuarenta años, al parecer después de una gran juerga, en Baltimore.

Asentí pensando en el asesino, el fantasma, y preguntándome si también sacaba conclusiones de la vida de Poe.

– Jack, ¿qué hay de McCafferty? -preguntó ella-. Lo tenemos como posible, pero no dejó ninguna nota, según el expediente. ¿Qué has conseguido?

Ahora se me planteaba otro problema. Bledsoe. Me había revelado algo que nunca le había dicho a nadie. Tenía la sensación de que no podía traicionarle y proporcionárselo al FBI.

– Tengo que hacer una llamada antes de decírtelo.

– ¡Por Dios, Jack! ¿Me vas a venir con esa mierda después de todo lo que te acabo de contar? Creí que habíamos hecho un trato.

– Así es. Sólo que antes tengo que hacer una llamada y aclarar algo con una fuente. Llévame a un teléfono y lo haré ahora mismo. No creo que haya ningún problema. De todos modos, lo cierto es que McCafferty está en la lista. Dejó una nota.

Volví a mirar mi cuaderno y la leí:

– «Por fin se ha sojuzgado esa fiebre llamada vida.» Ésa era la nota. También es del poema titulado «A Annie», como la de Petry el de Dallas.

La miré y pude ver que aún seguía desconcertada.

– Mira, Rachel… ¿Puedo llamarte así? No voy a vacilarte. Haré esa llamada. De todos modos, es probable que vuestros agentes locales ya lo hayan descubierto.

– Es probable -dijo ella en un tono que parecía decir: «Hagas lo que hagas, nosotros lo hacemos mejor.»

– Vale, sigamos, pues. ¿Qué pasó después de conseguir la lista de los cinco?

Me contó que el jueves, a las seis de la tarde, ella y Backus convocaron una reunión con agentes del Servicio de Ciencias del Comportamiento (BSS) y de la Unidad de Incidentes Críticos (CID) para poner en común sus primeros hallazgos. Cuando puso sobre el tapete los cinco nombres que tenía y explicó sus conexiones, el jefe, Backus, se puso muy nervioso y ordenó una investigación prioritaria a gran escala. Walling tenía que dirigir la investigación e informarle personalmente. A otros agentes del BSS y la CIU se les encomendaron las tareas de victimología y los perfiles del autor, y se conectó con agentes del VICAP de las oficinas locales de las cinco ciudades donde habían ocurrido las muertes, para que inmediatamente se pusieran a reunir y enviar datos sobre cada uno de los casos. El equipo estuvo trabajando literalmente toda la noche.

– El Poeta. -¿Qué?

– Le llamamos el Poeta. A cada investigación en equipo se le da un nombre en clave.

– ¡Dios mío! -exclamé-. A los diarios sensacionalistas les va a encantar. Ya me imagino los titulares: «El Poeta mata sin ton ni son.» Se lo dais en bandeja, tíos.

– Los diarios no se van a enterar. Backus está decidido acoger a ese tipo antes de que lo espanten las filtraciones de la prensa.

Hubo un silencio mientras yo pensaba en cómo preguntárselo.

– ¿No te olvidas de algo? -le pregunté al fin.

– Sí, Jack, ya sé que eres periodista y que has sido el que ha puesto todo en marcha. Pero tienes que comprenderlo: si levantas una tormenta periodística en torno a ese tipo, no lo cogeremos nunca. Se asustará y se volverá a meter en su concha. Habremos perdido nuestra mejor oportunidad.

– Bueno, yo no estoy a sueldo del Gobierno. A mí me pagan, creo, por informar y escribir reportajes… El FBI no es quién para decirme lo que he de escribir ni cuándo.

– No puedes utilizar nada de lo que te acabo de contar.

– Lo sé. Lo he prometido y lo cumpliré. No lo necesito. Ya lo tenía. La mayor parte. Todo excepto lo de Beltran, y no tengo más que leer la reseña biográfica de este libro para encontrar sus últimas palabras… Para este reportaje no necesito la información ni el permiso del FBI.

Eso volvió a crear un silencio entre los dos. Se notaba que estaba enfadada, pero yo tenía que defender mi posición. Tenía que jugar mis cartas con la mayor astucia posible. En este tipo de juegos no tienes una segunda oportunidad. Al cabo de unos minutos empecé a ver en la autopista los indicadores de la salida hacia Quantico. Ya estábamos cerca.

– Mira -le dije-. Ya hablaremos del reportaje después. No voy a salir corriendo para ponerme a escribir. Tengo que hablar detenidamente de ello con mi redactor jefe y ya te diré lo que vamos a hacer. ¿De acuerdo?

– Está bien, Jack. Espero que pienses en tu hermano cuando lo discutáis. Estoy segura de que tu redactor jefe no lo

hará.

– Oye, hazme un favor. Deja de hablarme de mi hermano y de mis motivos. Porque no sabes nada de mí ni de él ni de lo que pienso.

– Está bien.

Recorrimos unos cuantos kilómetros en absoluto silencio. Se me fue pasando un poco el enfado y empezaba a preguntarme si no habría estado muy brusco. Su propósito era atrapar a aquella persona a la que llamaban el Poeta. El mío también.

– Mira, siento lo de antes -le dije-. Todavía creo que podemos ayudamos mutuamente. Podemos colaborar y quizás atrapemos a ese tipo.

– No lo sé -replicó ella-. No veo cómo vamos a colaborar si lo que te digo va a salir en los diarios y en la televisión y después en los periódicos sensacionalistas. Tienes razón, no sé nada de lo que piensas. No te conozco y no creo que pueda confiar en ti.

No dijo nada más hasta que llegamos a la entrada de Quantico.

21

Ya había anochecido y no podía ver por dónde pasábamos. La Academia y el centro de investigación del FBI estaban en el centro de una base de la Infantería de Marina. Ocupaban tres edificios irregulares de ladrillo conectados mediante pasadizos acristalados y patios interiores. Rachel Walling introdujo el coche en un aparcamiento exclusivo para agentes del FBI.

Seguía en silencio mientras hizo la maniobra y aún cuando salió del coche. Ya empezaba a conmoverme. Me disgustaba verla triste por mi culpa y que me considerara un egoísta.

– Mira -le dije-, lo que más me importa es, obviamente, atrapar a ese tipo. Déjame llamar por teléfono a mi fuente y a mi redactor jefe y saldremos de dudas, ¿vale?

– Bueno -dijo de mala gana.

Fue una sola palabra pero me hizo feliz haberle sacado algo. Entramos en el edificio central, recorrimos una serie de pasillos hasta un tramo de escaleras por el que bajamos al Centro Nacional para el Análisis del Crimen Violento. Estaba en el sótano. Me condujo a través de la recepción hasta una gran sala no demasiado distinta a las salas de redacción. Había dos hileras de escritorios y puestos de trabajo separados por mamparas y, a la derecha, una fila de despachos individuales. Se volvió y me señaló el interior de uno de aquellos despachos. Supuse que sería el suyo, aunque me pareció austero e impersonal. La única foto que había era la del presidente, colgada en la pared del fondo.

– Aquí puedes sentarte y usar el teléfono -dijo-. Voy a buscar a Bob y a ver qué hacemos. Y no te preocupes, el teléfono no está intervenido.

Del mismo modo que noté el sarcasmo en su voz, vi que sus ojos recorrían el escritorio para asegurarse de que no me dejaba a solas delante de ningún documento importante. Una vez que lo hubo comprobado, salió. Me senté tras el escritorio y busqué en mi agenda los números que me había dado Dan Bledsoe. Lo encontré en su casa.

– Soy Jack McEvoy El de esta mañana. -Ya.

– Escuche, me han cogido los del FBI al volver a Washington. Se están tomando en serio lo de ese tipo y ya tienen conectados cinco casos. Pero todavía no tienen el de McCafferty porque en el expediente no figuraba la nota. Yo puedo proporcionárselo para que les sirva como punto de partida, pero antes quería consultarlo con usted. Si se lo cuento, es probable que vayan a hablar con usted. Probablemente lo hagan de todos modos.

Mientras se lo pensaba, mis ojos recorrieron el escritorio igual que lo había hecho Walling. Estaba casi vacío, sólo ocupado por un calendario mensual desplegado que le servía como bloc de notas. Me fijé en que acababa de volver de vacaciones, pues había escrito «vac» en todos los días de la semana anterior. Había anotaciones abreviadas en otras fechas del mes, pero eran indescifrables.

– Déselo -me dijo Bledsoe.

– ¿Está seguro?

– Segurísimo. Si viene aquí el FBI y dice que Johnny Mac fue asesinado, su viuda tendrá para comer. Eso era lo que yo quería, así que cuénteselo. A mí no me van a hacer nada. No pueden. Lo hecho, hecho está. Ya me he enterado, hoy mismo, de que andan por aquí hurgando en los archivos.

– Bueno, hombre, pues gracias.

– ¿ Va a escribir algo de esto?

– No lo sé. Estoy en ello.

– Este caso es suyo. ¡A por él! Pero no se fíe de los grises, Jack. Le utilizarán a usted y utilizarán lo que ha conseguido, y después lo dejarán tirado en la cuneta como a un perro.

Le agradecí el consejo, y cuando estaba colgando pasó por delante de la puerta abierta del despacho un hombre con el clásico traje gris del FBI que, al verme sentado tras la mesa, se detuvo y entró, con una mirada interrogante.

– Disculpe, ¿qué está haciendo aquí?

– Espero a la agente Walling.

Era un hombre corpulento, de cara enjuta y rubicunda y cabello corto y negro.

– ¿Y quién es usted?

– Me llamo Jack McEvoy y ella…

– Bueno, al menos no se siente en su mesa.

Hizo un gesto giratorio con la mano, indicándome que debía rodear el escritorio y sentarme en una de las sillas que allí había. Sin ninguna intención de discutir, obedecí sus instrucciones. Me dio las gracias y salió del despacho.

Aquel episodio sirvió para recordarme que nunca me había gustado tratar con agentes del FBI. Por lo general, todos tienen estreñimiento. Más que la mayoría de la gente.

Cuando me aseguré de que se había ido volví a coger el teléfono de Walling y marqué el número directo de Greg Glenn. En Denver eran poco más de las cinco y sabía que estaría muy ocupado supervisando titulares, pero no estaba seguro de si podría volver a llamar.

– Jack, ¿puedes llamar un poco más tarde?

– No. Tengo que hablar contigo.

– Bueno, date prisa. Hemos tenido otro tiroteo en una clínica y estamos decidiendo los titulares.

Le puse rápidamente al corriente de lo que tenía y de lo que había pasado con el FBI. Pareció olvidarse por completo del tiroteo en la clínica y de los titulares, y repetía sin parar que lo que yo tenía era fantástico y que iba a ser un reportaje estupendo. No le conté lo del empleo que Warren había perdido ni lo del intento de registro de Walling. Le dije dónde estaba y lo que pretendía hacer. Le pareció bien.

– De todos modos, es probable que necesitemos todo el espacio para este asunto de la clínica -dijo-. Por lo menos durante dos días. Aquí vamos de culo. Puede que te necesite para reescribirlo.

– ¿Cómo?

– ¡Ah, ya! Bueno, sigue con eso, a ver qué consigues. Y tenme informado. Va a ser algo grande, Jack. -Así lo espero.

Glenn se puso a hablar otra vez de las posibilidades de conseguir premios periodísticos y de darles en las narices a los competidores consiguiendo un tema de alcance nacional. Mientras lo escuchaba entró en el despacho Walling, acompañada de un hombre que supuse sería Bob Backus. También vestía de gris, aunque tenía cara de ser el jefe. Parecía tener cerca de cuarenta años, aunque se mantenía en forma. Su cara era afable, con el cabello castaño cortado al cepillo y unos penetrantes ojos azules.

Alcé un dedo para indicar que estaba acabando y tuve que cortarle el rollo a Glenn.

– Greg, tengo que dejarte.

– Vale, manténme informado. Y una cosa, Jack. -¿Qué?

– Consigue alguna foto.

– De acuerdo.

Mientras colgaba pensé que quizás esperaba demasiado de mí. No iba a ser fácil meter a un fotógrafo en todo aquello. Bastante tenía con preocuparme de meterme yo.

– Jack, te presento a Bob Backus, ayudante del agente especial responsable. Es el jefe de mi equipo. Bob, Jack McEvoy del Rocky Mountain News.

Nos dimos la mano y el de Backus fue un apretón de cuidado. Típico de los machos del FBI, como el traje. Al hablar se acercó distraídamente al escritorio y puso el calendario derecho.

– Siempre es agradable conocer a uno de nuestros amigos del cuarto poder. Sobre todo a uno que no sea de por aquí. Me limité a asentir con la cabeza. Era una chorrada y todos lo sabíamos.

– Jack, ¿por qué no vamos a la sala de juntas a tomar un café? -me preguntó Backus-. Va a ser un día muy largo. Allí te pondré al corriente.

Mientras subíamos las escaleras, Backus no dijo nada importante, aparte de expresarme sus condolencias por lo de mi hermano. Cuando los tres estuvimos sentados en aquella cafetería a la que llamaban sala de juntas, fue directo al grano.

– Jack, esto es extraoficial-dijo-. Todo lo que veas u oigas mientras permanezcas en Quantico es extraoficial. ¿Queda claro?

– Sí. Hasta ahí, vale.

– Conforme. Si quieres alterar este acuerdo, habla conmigo o con Rachel y lo discutiremos. ¿Te importa que lo pongamos por escrito y lo firmemos?

– En absoluto. Pero seré yo quien lo redacte.

Backus asintió como si yo hubiera conseguido un tanto definitivo.

– ¡Muy bien! -Apartó su taza de café, se sacudió algo de las manos y se indinó sobre la mesa hacia mí-. Jack, dentro de quince minutos tenemos una reunión del equipo. Estoy seguro de que Rachel te ha contado que estamos lanzados. En mi opinión, cometeríamos una negligencia criminal si llevásemos esta investigación de otra manera. He metido en ella a todo mi equipo, además de ocho agentes del BSS y dos técnicos a tiempo completo, y están implicadas seis oficinas locales. No recuerdo cuándo fue la última vez que se montó un dispositivo así para una investigación.

– Me alegra oído… Bob.

No pareció vacilar ante mi decisión de tutearle. Lo había hecho a modo de ensayo. Al parecer, él me estaba otorgando un trato igualitario al tutearme y llamarme varias veces por mi nombre de pila. Y decidí ver qué pasaba si yo hacía lo mismo.

Hasta el momento iba bien.

– Has hecho un buen trabajo -siguió diciendo-, lo que nos proporciona un sólido punto de partida. Es un comienzo, y quiero decirte que llevamos ya en ello nuestras buenas veinticuatro horas o más.

Detrás de Backus vi al agente que había hablado conmigo antes en el despacho de Walling, sentado en otra mesa con una taza de café y un bocadillo.

– Estamos hablando de una cantidad enorme de recursos asignados a esta investigación -decía Backus-.Pero, ahora mismo, nuestra prioridad número uno es contener el tema.

Todo iba según lo que yo esperaba y tuve que esforzarme en controlar mi expresión para que no trasluciese que ya sabía que podía gobernar al FBI y sus investigaciones. Lo había conseguido. Estaba dentro.

– No quieren que escriba sobre ello -le dije tranquilamente.

– Eso es, exactamente. Por lo menos, de momento. Sabemos que tienes material suficiente, incluso sin contar con lo que nosotros te hemos aportado, para escribir un reportaje bestial. Este es un tema explosivo, Jack. Si escribes de esto

allá en Denver, seguro que vas a llamar la atención. Esa misma noche entrará en la red de telecomunicaciones y llegará a todos los diarios. Después saldrá enHard Copy y luego en el resto de los programas sensacionalistas. Se va a enterar cualquiera que no tenga la cabeza bajo la arena como los avestruces. Y eso, Jack, sinceramente, es lo que no queremos que ocurra. En cuanto el culpable se entere de lo que sabemos de él, desaparecerá. Si es listo, y sabemos que es condenadamente listo, desaparecerá. No podremos atraparlo nunca. Y eso no es lo que tú quieres. Se trata de la persona que mató a tu hermano. ¿Verdad que no es eso lo que quieres?

Asentí para mostrar que comprendía el dilema y permanecí un instante en silencio, mientras pensaba mi réplica.

Pasé la mirada de Backus a Walling, y después la volví a fijar de nuevo en él.

– Mi periódico ya ha invertido en esto mucho tiempo y dinero -dije-. El reportaje lo tengo en el bolsillo. Es decir, para que lo entiendas, esta misma noche podría escribir un reportaje diciendo que las autoridades están llevando a cabo una investigación de alcance nacional sobre la probabilidad de que un asesino de policías haya estado actuando en la impunidad desde hace tres años.

– Como ya te he dicho, has hecho un trabajo excelente y nadie te discute qué tipo de reportaje es éste.

– Entonces, ¿qué es lo que me propones? ¿Que lo deje estar y me marche a esperar que convoquéis una rueda de prensa el día que atrapéis a ese tipo, si es que lo cogéis? Backus se aclaró la garganta y se echó hacia atrás en la silla. Miré a Walling, pero su cara no me decía nada.

– No voy a dorarte la pildora -dijo Backus-. Sí, es cierto, quiero que pongas el reportaje en la nevera una temporada.

– ¿Hasta cuándo? ¿Qué es una temporada?

Backus miró a su alrededor como si no hubiera estado nunca en aquella cafetería. Contestó sin mirarme.

– Hasta que atrapemos a esa persona. Se me escapó un silbido.

– ¿Y qué sacaré yo si congelo el reportaje? ¿Qué sacará el Rocky Mountains News?

– Primero y principal, nos habrás ayudado a atrapar al asesino de tu hermano. Si esto no te parece suficiente, estoy seguro de que podemos llegar a algún tipo de acuerdo de exclusiva para la información sobre el arresto del sospechoso.

Durante un rato nadie dijo nada, porque estaba claro que me tocaba mover ficha. Sopesé cuidadosamente mis palabras antes de hablar inclinándome sobre la mesa.

– Bueno, Bob, como supongo que sabes, ésta es una de esas raras ocasiones en que vosotros, tíos, no tenéis todas las cartas en la mano. Esta investigación es mía,¿sabes? Yo la empecé, y no voy a retirarme precisamente ahora. No voy a volver a Denver y sentarme en mi escritorio a esperar que suene el teléfono. Estoy dentro, y si no me mantenéis dentro, vuelvo y escribo el reportaje. Aparecerá en el periódico el domingo por la mañana. Es nuestro día de mayor difusión.

– ¿Le harías eso a tu propio hermano? -dijo Walling, cargando las palabras de ira-. ¿Es que te importa un carajo?

– Rachel, por favor -terció Backus-. Esto es importante. Lo que nosotros…

– A mí sí me importa -le interrumpí-. Soy el único al que le ha importado. De modo que no tratéis de hacerme sentir culpable. Mi hermano ya está muerto, tanto si cogéis a ese tipo como si no, y tanto si escribo el reportaje como si no.

– Vale, Jack, aquí no estamos cuestionando tus motivos -dijo Backus alzando las palmas de las manos en actitud tranquilizadora-. Parece que nos hemos puesto en plan de adversarios y eso no me gusta. ¿Por qué no me dices claramente qué es lo que quieres? Estoy seguro de que lo podemos arreglar aquí mismo. Incluso antes de que se enfríe el café.

– Es muy sencillo -le dije rápidamente-. Ponme en la investigación. Acceso total como observador. No escribiré ni una palabra hasta que pillemos a ese hijo de puta o nos demos por vencidos.

– Eso es un chantaje -dijo Walling.

– No, es una oferta que os hago -le respondí-. En realidad es una concesión, porque yo ya tengo el reportaje. Tener que aparcarlo me repugna y es contrario a mi deber.

Miré a Backus. Walling estaba enfadada, pero no me importaba. Era Backus quien tenía que tomar la decisión.

– Creo que eso no lo podremos hacer, Jack -dijo por fin-. Va contra las normas del FBI infiltrar a alguien de ese modo. Además, puede ser peligroso para ti.

– No te preocupes por eso. En absoluto. Ése es el trato. Tómalo o déjalo. Llama a quien tengas que llamar. Pero el trato es ése.

Backus se acercó la taza y se quedó mirando el café, todavía humeante. Aún no había dado ni un sorbo.

– Esta propuesta está por encima de mi capacidad de decisión -dijo-. Tengo que demorar la respuesta.

– ¿Hasta cuándo?

– Voy a consultarlo ahora mismo.

– ¿Y qué pasa con la reunión del equipo?

– No pueden empezar sin mí. ¿Por qué no me esperáis aquí? No tardaré mucho. Backus se levantó y deslizó cuidadosamente la silla bajo la mesa.

– Una cosa ha de quedar clara -le dije cuando ya se iba-. Si se me permite participar como observador, no escribiré sobre el caso hasta que hayáis hecho una detención o decidáis que la investigación es infructuosa y dediquéis toda vuestra atención a otros casos, con dos excepciones.

– ¿Cuáles son esas excepciones? -me preguntó Backus.

– Una es que me pidáis que escriba sobre ello. Puede darse el caso de que queráis levantar la liebre publicando la noticia. Seré yo quien lo escriba, en ese caso. La otra excepción es que el tema se filtre. Si esto sale en cualquier otro periódico o en la televisión, daré por incumplido el trato. Inmediatamente. Si llegara a olerme siquiera que alguien va a publicarlo, prefiero hacerla yo primero. Es mi reportaje, ¡maldita sea!

Backus me miró y asintió con la cabeza.

– No tardaré.

Cuando se había ido, Walling me miró y dijo calmosamente:

– Si hubiera sido yo, no me habría tragado tu farol.

– No era un farol-le dije-. Iba en serio.

– Si es cierto eso, que estás cambiando cazar al tipo que mató a tu hermano por un reportaje, entonces me das mucha lástima. Voy a buscar más café.

Se levantó y me dejó solo. Mientras la veía caminar hacia el mostrador, sus palabras me bullían en la cabeza, yendo finalmente a parar en la frase de Poe que había leído la noche anterior y que no podía apartar de mis pensamientos:

Vivía solitario

en un mundo de quejidos

y mi alma era una marea estancada.

22

Cuando entré en la sala de reuniones junto con Backus y Walling sólo había unas cuantas sillas vacías. La reunión de equipo la componían una serie de agentes sentados en torno a la gran mesa, además de una fila adicional de participantes en sillas alineadas junto a las paredes. Backus me señaló un lugar en la fila exterior y me invitó a sentarme. Él y Walling se dirigieron a los dos huecos que quedaban en el centro de la mesa. Al parecer, estaban reservados exclusivamente para ellos. Sentí sobre mí las miradas que se suelen dedicar a un extraño y me agaché para revolver en la bolsa del ordenador simulando que buscaba algo, a fin de no tener que aguantadas.

Backus había aceptado el trato. O mejor dicho, lo había aceptado la persona con quien había hablado por teléfono. Me habían admitido en el grupo, con la agente Walling como niñera… como ella misma dijo. Yo había redactado y firmado un acuerdo según el cual no escribiría sobre la investigación hasta que ésta culminara o se disolviese, o hasta que se diera el caso de una de las excepciones que había planteado. Le pregunté a Backus si podía acompañarme un fotógrafo, pero dijo que no formaba parte del trato. Aunque estuvo de acuerdo en considerar mis peticiones específicas de fotografías. Fue lo máximo que pude hacer por Glenn.

No alcé la vista hasta que Backus y Walling estuvieron sentados en sus puestos y decayó el interés por mi persona. En la sala había una docena de hombres y tres mujeres, incluyendo a Walling. La mayoría de los hombres iban en mangas de camisa y parecían haber dejado momentáneamente lo que estaban haciendo. Había muchos vasos de plástico, muchos papeles en los regazos y sobre la mesa. Una mujer recorría la sala entregando un expediente a cada agente. Reconocí en uno de ellos al hombre de cara enjuta que había entrado en el despacho de Walling y al que había visto después en la cafetería. Cuando Walling se levantó para ir a buscar más café, vi que él dejaba de comer y la seguía al mostrador para hablarle. No pude oír lo que le dijo, aunque me dio la impresión de que lo dejaba con la palabra en la boca, cosa que a él no pareció gustarle nada.

– Bueno, gente -dijo Backus-. Vamos a ver si empezamos con esto. Hoy está siendo un día muy largo y lo único que puede pasar es que se alargue todavía más.

Eso cortó en seco el murmullo de las conversaciones. Con la mayor suavidad que pude me agaché para sacar mi bloc de notas de la bolsa del ordenador. Lo abrí por una página en blanco y me dispuse a tomar apuntes.

– Antes que nada, una breve presentación -anunció Backus-. El hombre que se acaba de sentar junto a la pared es Jack McEvoy Es reportero del Rocky Mountain News y se propone unirse a nosotros hasta que esto termine. Ha sido gracias a su buen trabajo que se ha podido formar este equipo. Él fue quien descubrió a nuestro Poeta. Está de acuerdo en no escribir sobre nuestra investigación hasta que tengamos al culpable entre rejas. Os pido a todos que lo tratéis con la mayor consideración. Está aquí con permiso del agente especial responsable…

Sentí de nuevo las miradas sobre mí y me quedé absolutamente inmóvil con el bloc y la pluma en vilo, como si me hubieran cogido en la escena del crimen con las manos manchadas de sangre.

– Si no va a escribir, ¿cómo es que ha sacado el bloc de notas?

Aquella voz me sonaba familiar, y al alzar la vista reconocí al hombre de cara enjuta del despacho de Walling. – Tiene que tomar notas porque así tendrá constancia de los hechos cuando escriba -dijo Walling, saliendo inesperadamente en mi defensa.

– Está por ver el día en que uno de éstos informe sobre los hechos -le replicó el agente.

– Gordon, no hagamos que el señor McEvoy se sienta incómodo -le dijo Backus sonriendo-. Confío en que va a hacer un buen trabajo. El jefe también lo cree. Y, a decir verdad, lo que ha hecho hasta ahora ha sido un trabajo excelente, así que vamos a concederle tanto el beneficio de la duda como nuestra cooperación.

Vi que el tal Gordon sacudía la cabeza consternado, y que su rostro se ensombrecía. Por lo menos ya me iban dando pistas sobre a quién tenía que evitar. La siguiente fue cuando la mujer que repartía los papeles pasó de largo ante mí.

– Ésta va a ser la última reunión de todo el grupo -dijo Backus-. Mañana la mayoría de nosotros estará fuera de aquí y el centro neurálgico de la investigación se trasladará a Denver, donde se ubica el último caso. Rachel seguirá siendo la agente encargada del caso y de su coordinación. Brass y Brad se quedarán aquí para hacer el trabajo de confrontación y todo eso. Quiero tener cada día en Denver y en Quantico copias de los informes de todos los agentes desde cualquier lugar, por remoto que sea. De momento, usad el fax de nuestra oficina de Denver. El número debe de estar en las fotocopias que acabáis de recibir. Tendremos nuestras propias líneas y os daremos los números en cuanto los tengamos. Ahora, vamos a ver hasta dónde hemos llegado. Es muy importante que sintonicemos todos en la misma longitud de onda. No quiero que se filtre nada sobre este asunto. De eso ya hemos tenido bastante.

– Será mejor que no nos engañemos -dijo Gordon en tono sarcástico-. Ya tenemos aquí a la prensa vigilándonos. Sonaron algunas risas, pero Backus las cortó en seco.

– Vale, vale, Gordon, ya has mostrado tu desacuerdo en voz alta y clara. Ahora voy a cederle la palabra a Brass para que en unos minutos nos ponga al corriente de lo que tenemos hasta el momento.

La mujer que se sentaba a la mesa frente a Backus se aclaró la garganta, desplegó sobre la mesa tres hojas que parecían impresiones de ordenador y se levantó.

– Veamos -dijo-. Tenemos seis detectives muertos en seis estados. También tenemos seis homicidios sin resolver en los que cada uno de los detectives estaba trabajando en el momento de su muerte. El fondo de la cuestión es que aún no

estamos en condiciones de decidir en firme si se trata de un delincuente o dos… o incluso más, aunque esto parece improbable. Tenemos el presentimiento, no obstante, de que se trata de uno sólo, aunque de momento no tenemos gran cosa para respaldarlo. De lo que sí estamos seguros es de que las muertes de los seis detectives están relacionadas entre sí y, por lo tanto, parecen ser obra de la misma mano. De momento, vamos a fijarnos en ese delincuente. Ése al que hemos llamado el Poeta. Aparte de esto, no tenemos más que la teoría de la conexión con los demás casos. Hablaremos de ello más tarde. En primer lugar, comencemos por los detectives. Echad un vistazo a la primera página de vuestras fotocopias y después os haré algunas observaciones.

Vi que todos estudiaban los papeles y me sentí incómodo al verme excluido.

Decidí que al terminar la reunión hablaría de ello con Backus. Miré a Gordon y vi que él también me miraba. Me hizo un guiño y volvió la vista a los informes que tenía delante. Entonces vi que Walling se levantaba y rodeaba la mesa para acercarse a mí y darme una copia del expediente. Le hice un gesto de agradecimiento, pero ya se dirigía a su sitio. Al pasar frente a Gordon sus ojos se cruzaron en una larga mirada.

Miré las páginas que tenía en la mano. La primera era sólo una descripción de la estructura organizativa, con los nombres de los agentes y sus cometidos. Estaban también los números de teléfono y fax de las oficinas del FBI en Denver, Baltimore, Tampa, Chicago, Dallas y Albuquerque. Recorrí la lista de agentes y no encontré más que un Gordon. Gordon Thorson. Su cometido decía simplemente: «Quantico-Go.»

Después busqué a Brass en la lista y me resultó fácil deducir que se trataba de Brasilia Doran, a la que el informe le asignaba las funciones de «coordinación de víctimas/perfiles».

En la lista había otras asignaciones; algunas estaban escritas a mano o en código, aunque la mayoría se limitaban a señalar la ciudad y el nombre de la víctima. Al parecer se iban a destacar dos agentes del BSS a cada una de las ciudades en que había estado el Poeta, para coordinar allí las investigaciones de los casos con los agentes locales y la policía.

Pasé a la segunda página, que era la que todos estaban leyendo.

Informe preliminar de victimo logia – El poeta, BSS 17/95 Víctimas:

1. Clifford Beltran, Oficina del Sheriff del Condado de Sarasota, homicidios. Blanco, nacido el 14-3-34, fallecido el 1-4-92 Arma: escopeta S &W calibre 12 Un disparo – cabeza

Lugar: su domicilio. Sin testigos

2. John Brooks, Departamento de Policía de Chicago, homicidios, Área 3. Negro, nacido el 21-7 -54, fallecido el 30-10-93 Arma: pistola de servicio, Glockl9

Dos disparos, un impacto – cabeza Lugar: su domicilio. Sin testigos

3. Garland Petry Departamento de Policía de Dallas, homicidios. Blanco, nacido el 11-11-51, fallecido el 28-3-94 Arma: pistola de servicio, Beretta38

Dos disparos, dos impactos – pecho y cabeza Lugar: su domicilio. Sin testigos

4. Morris Kotite, Departamento de Policía de Albuquerque, homicidios.

Hispano, nacido el 14-9-56, fallecido el 24-9-94 Arma: pistola de servicio, S &W 38 Dos disparos, dos impactos – pecho y cabeza Lugar: coche. Sin testigos

5. Sean McEvoy Departamento de Policía de Denver, homicidios.

Blanco, nacido el 21-5-60, fallecido el 10-2-95 Arma: pistola de servicio, S &W 38 Un disparo – cabeza Lugar: coche. Sin testigos

Lo primero que noté fue que todavía no habían puesto en la lista a McCafferty Era el número dos. Entonces sentí que los ojos de casi todos los que estaban en la sala volvían a clavarse en mí a medida que leían el último nombre y, al parecer, se daban cuenta de quién era yo. Mantuve la mirada en la página que tenía ante mí, fijándome en las notas que figuraban bajo el nombre de mi hermano. Su vida había quedado reducida a una serie de someras descripciones y fechas. Por fin, Brasilia Doran intervino y desvió la atención.

– Bueno, para vuestra información, esto se imprimió antes de que hubiéramos confirmado el sexto caso -dijo-. Si queréis añadirlo a la lista, está entre Beltran y Brooks. Su nombre es John McCafferty, detective de homicidios del Departamento de Policía de Baltimore. Os daré más detalles después. De todos modos, como podéis ver, no existen muchas coincidencias entre estos casos. Las armas utilizadas son diferentes, difieren los lugares de las muertes, y entre

las víctimas tenemos tres blancos, un negro y un hispano…, El caso añadido, McCafferty, era un varón blanco de cuarenta y siete años.

»Pero existen ciertos comunes denominadores en cuanto a la escena del crimen y a las pruebas. Todas las víctimas eran detectives de homicidios varones que fallecieron a consecuencia de un tiro mortal en la cabeza y en ningún caso hubo testigos oculares de los disparos. De ahí pasamos a las dos coincidencias claves con las que queremos trabajar. En todos los casos tenemos una referencia a Edgar Alian Poe. Ésa es una. La segunda clave es que, según sus colegas, cada una de las víctimas estaba obsesionada con un determinado caso criminal, dos de ellas hasta el punto de que habían pedido tratamiento. Si pasáis a la página siguiente…

El rumor de las páginas al girar inundó toda la sala. Noté que a todos los presentes les embargaba una cierta fascinación. Para mí era un momento surrealista. Me sentía como un guionista cuando, por fin, ve su película en la pantalla. Antes, todo aquello era algo oculto en mis cuadernos y en mi ordenador y formaba parte del lejano reino de las conjeturas. Ahora había allí una sala abarrotada de investigadores hablando abiertamente de ello, mirando fotocopias, confirmando la existencia de aquel horror.

La página siguiente contenía las notas de los suicidas, todas las citas de los poemas de roe que yo había encontrado y anotado la noche anterior.

– Aquí es donde todos los casos confluyen de manera irrefutable -dijo Doran-. A nuestro Poeta le gusta Edgar Alian Poe. Todavía no sabemos por qué, pero es algo sobre lo que vamos a trabajar aquí, en Quantico, mientras vosotros viajáis por ahí. Voy a ceder la palabra a Brad un momento para que os explique un poco todo esto.

El agente que se sentaba junto a Doran se levantó. Volví a la primera página del expediente y encontré en la lista un agente llamado Bradley Hazelton. Brass y Brad. «Vaya equipo», pensé. Hazelton, delgaducho y con las mejillas picadas de acné, se encajó las gafas sobre la nariz antes de empezar a hablar.

– Hummm, a la conclusión a que hemos llegado es que las seis citas de estos casos, o sea, incluyendo el de Baltimore, proceden de tres poemas de Poe, así como de sus últimas palabras. Estamos examinándolas para decidir si podemos llegar a algún tipo de denominador común sobre la temática de los poemas y aclarar de qué manera se relacionan con el delincuente. No buscamos nada en concreto. Parece estar bastante claro que en esto es en lo que el delincuente está jugando con nosotros y asumiendo su mayor riesgo. Creo que no estaríamos aquí ahora, y que el señor McEvoy no habría hallado una conexión entre estos casos, si nuestro hombre no hubiera decidido citar a Edgar Alian Poe. Así pues, esos poemas son su firma. Intentaremos averiguar por qué ha elegido a Poe en vez de, pongamos por caso, a Walt Whitman, aunque yo…

– Te diré por qué -le interrumpió un agente sentado en el otro extremo de la mesa-. Porque roe era un gilipollas morboso, igual que nuestro hombre.

Hubo algunas risas.

– Bueno, sí, probablemente es correcto en sentido general -dijo Hazelton, pasando por alto el hecho de que el comentario había servido para aliviar la tensión en la sala-. No obstante, Brass y yo vamos a trabajar en ello y si se os ocurre alguna idea tendré mucho gusto en escucharla. Por el momento, se pueden extraer un par de conclusiones. Poe está considerado el padre de la literatura de misterio desde la publicación de Los crímenes de la calle Morgue, qué es básicamente una novela policíaca. Así que quizá se trata de un delincuente que está considerando esto como una especie de rompecabezas misterioso. Simplemente, quiere divertirse a costa nuestra, dejándonos las palabras de Poe como pistas. También he empezado a leer a algunos expertos en el análisis y la crítica de la obra de Poe y he encontrado algo interesante. Uno de los poemas que ha utilizado nuestro hombre se titula «El palacio encantado». Este poema está incluido en un cuento titulado La caída de la casa Usher. Estoy seguro de que habéis oído hablar de él o lo habéis leído. De todos modos, el análisis clásico de este poema es que, aunque su interpretación literal sea la de una descripción de la casa de los Usher, es también una descripción encubierta o subconsciente del protagonista del cuento,

Roderick Usher. Y este nombre, como sabéis los que estuvisteis en la reunión de anoche, apareció relacionado con la muerte de la víctima número seis… Perdón, con la de Sean McEvoy. Que no es sólo un número. Me miró asintiendo con la cabeza y le devolví el gesto.

– La descripción que hace en el poema es la siguiente… un momento -Hazelton se puso a buscar entre sus notas hasta que encontró lo que necesitaba, volvió a subirse las gafas y continuó-: Ya está, aquí lo tenemos: «Amarillos pendones, sobre el techo flotaban, áureos y gloriosos», y más adelante dice: «… por las almenas expandía una fragancia alada». Bueno, un poco más adelante tenemos una mención a «dos ventanas luminosas», bla, bla, bla. De todos modos, lo que esto deja traslucir con respecto a la descripción del personaje es que se trata de un varón blanco que vive aislado, de cabello rubio, quizás un cabello rubio largo o rizado, y con gafas. Es el punto de partida para trazar su perfil físico.

La sala estalló en una ronda de carcajadas y Hazelton pareció tomárselo como algo personal.

– Está en los libros -protestó-. Estoy hablando en serio y creo que es un punto de partida.

– Espera un momento, un momento -dijo una voz desde la fila exterior. Un hombre se puso en pie para atraer la atención de toda la sala. Era mayor que la mayoría de los agentes y ostentaba ese aire inconfundible de los veteranos-. ¿De qué estamos hablando aquí? Banderas amarillas ondeando… ¿qué es esa mierda? Todo esto de Poe está muy bien, probablemente le sirva a este chico para vender muchos periódicos, pero en las veinticuatro horas que llevo en esto no he visto nada que me convenza de que hay por ahí, en la calle, un tipejo que de un modo u otro ha conseguido cargarse a cinco, seis compañeros veteranos metiéndoles sus propias armas en la boca. ¿Adonde vamos a ir a parar?

Se levantó en la sala un murmullo de comentarios favorables y gestos de asentimiento.

Oí que alguien llamaba «Smitty» al agente que había echado a rodar la bola y encontré a un tal Chuck Smith en la lista de la primera página. Estaba destinado a Dallas. Brass Doran se levantó para reconducir el asunto.

– Sabemos que ésa es la cuestión -dijo-. Si para algo no estamos preparados en este momento es para discutir sobre metodología. Pero en mi opinión, la relación con Poe es definitiva, y Bob está de acuerdo. Entonces, ¿cuál es la alternativa? ¿Decir que es imposible y dejarlo correr? No, actuemos pensando que puede haber otras vidas en peligro, porque es posible que lo estén. Esperamos encontrar respuestas a las preguntas que os hacéis. Pero estoy de acuerdo en que es algo que tenemos que considerar y en que el escepticismo es saludable. Se trata de una cuestión de control. ¿Cómo consiguió el Poeta hacerse con el control de esos hombres?

Volvió la cabeza y echó un vistazo por la sala. Smitty se quedó callado esta vez.

– Brass -dijo Backus-. Sigamos con las primeras víctimas.

– Vale, chicos, página siguiente.

Esa página contenía información sobre los crímenes que habían obsesionado a los detectives asesinados por el Poeta. El informe los llamaba víctimas secundarias a pesar de que, a decir verdad, habían sido los primeros en morir en cada una de las ciudades. Noté que una vez más la lista no había sido actualizada. Faltaba Polly Arnherst, la mujer cuyo asesinato había obsesionado a John McCafferty en Baltimore.

VICTIMOLOGÍA SECUNDARIA- PRELIMINARES

1. Gabriel Ortiz, Sarasota, Florida Estudiante

Hispano, nacido el 1-6-82, fallecido el 14-2-92 Estrangulamiento por ligadura, abusos deshonestos (fibra de capoc)

2. Robert Smathers, Chicago Estudiante

Negro, nacido el 11-8-81, fallecido el 15-8-93 Estrangulamiento manual, mutilación ante mortem

3. Althea Granadine, Dallas Estudiante

Negra, nacida el 10-10-84, fallecida el 4-1-94 Apuñalamiento múltiple, pecho, mutilación ante mortem

4. Manuela Cortez, Albuquerque, Nuevo México Sirvienta

Hispana, nacida el 11-4-46, fallecida el 16-8-94 Múltiples golpes con arma contundente, mutilación/?os¿ mortem (fibra de capoc)

5. Theresa Lo fio n, Denver, Colorado Estudiante, empleada de guardería

Blanca, nacida el 4-7-75, fallecida el 16-12-94 Estrangulamiento por ligadura, mutilaciónpost mortem(ñbra de capoc)

– Bueno, también aquí nos falta una -dijo Doran-. Baltimore. En este caso no se trata de un niño, sino de una maestra llamada Polly Arnherst. Presenta estrangulamiento por ligadura y mutilación post mortem.

Esperó un poco por si alguien tomaba notas.

– Todavía estamos esperando que nos envíen por fax los expedientes y más datos sobre estos casos -prosiguió-. Esto lo acabamos de preparar para la reunión. Pero, ante todo, lo que estamos buscando con respecto a estos casos secundarios son coincidencias que impliquen a niños. Tres de las víctimas eran niños, dos trabajaban en contacto directo con niños, y la última, Manuela Cortez, era una sirvienta que fue raptada y asesinada en algún punto del camino hacia la escuela donde los hijos de su patrona esperaban que fuera a recogerlos. La extrapolación que hacemos es que las presas iniciales de esta cadena eran niños, aunque en la mitad de los casos quizás algo salió mal y el acecho se vio interrumpido por las víctimas adultas, que fueron eliminadas.

– ¿Y qué se desprende de las mutilaciones? -preguntó un agente desde la fila exterior-. Algunas de ellas fueron después de la muerte y en los niños… antes.

– No estamos seguros, aunque de momento suponemos que pueden tener algo que ver con su necesidad de ocultarse. Pretendía camuflarse utilizando métodos y patologías diferentes. Los casos enumerados en esta página parecen similares, pero cuanto más se profundiza en su análisis, más distintos son. Es como si a esas víctimas las hubiesen matado seis hombres distintos, con patologías diferentes. De hecho, todos los casos fueron sometidos a los cuestionarios del VICAP por las oficinas locales, pero no concordaban entre sí. Recordad que el cuestionario tiene actualmente dieciocho páginas. En resumen, creo que ese delincuente nos ha estudiado en profundidad. Creo que sabía actuar con cada una de esas víctimas de manera lo bastante diferente como para que nuestro fiable ordenador no registrara las semejanzas. El único error que ha cometido son las fibras de capoc. Ahí es donde le hemos cogido.

Un agente de la segunda fila levantó la mano y Doran le cedió la palabra con la cabeza.

– Si había tres incidentes en los que se recuperaron fibras de capoc, ¿cómo es que el ordenador del VICAP no registró esta coincidencia si como tú dices se introdujeron todos los casos?

– Error humano. En el primer caso, el del pequeño Ortiz, el capoc era originario de la zona y no se tuvo en cuenta. No lo señalaron en el cuestionario. En el caso de Albuquerque no se identificaron las fibras hasta después de que se nos enviara el informe del VICAP. Una vez identificadas como capoc, el informe no fue actualizado. Un descuido. Perdimos la conexión. Hasta hoy no hemos recibido la confirmación de nuestra oficina local. Sólo en el caso de Denver el capoc se consideró lo bastante significativo como para mencionarlo en el formulario del VICAP.

A varios agentes se les escapó un gruñido y yo mismo noté cómo se me aceleraba el corazón. Se había perdido la oportunidad de identificar que se trataba de un asesino en serie ya desde el caso de Albuquerque. Me preguntaba qué habría pasado si no se hubiera perdido esa pista. Quizá Sean estaría vivo.

– Esto nos lleva a la cuestión primordial -dijo Doran-. ¿Cuántos asesinos tenemos? ¿Uno que tira la primera piedra y otro que se carga a los detectives? ¿O sólo uno? Uno que lo hace todo. De momento, basándonos inicialmente en la improbabilidad logística que conlleva el hecho de ser dos, estamos siguiendo la teoría de la conexión. Nuestra presunción es que en cada ciudad las dos muertes están conectadas entre sí.

– ¿Cuál es la patología? -preguntó Smitty

– Sólo podemos hacer conjeturas, por ahora. La más obvia es que mata al detective para tapar sus propias huellas, para asegurarse la huida. Pero también manejamos otra teoría. Y es que el primer homicidio lo comete para poner a un detective ante el punto de mira. Dicho de otro modo, el primer homicidio es un cebo, presentado de manera suficientemente horripilante como para obsesionar a un detective de homicidios. Suponemos que entonces el Poeta acosa a cada uno de esos oficiales y se aprende sus hábitos rutinarios. Eso le permite acercarse a él y llevar a cabo el consiguiente asesinato sin que lo descubran.

Esto sumió la sala en el silencio.

Yo tenía la sensación de que muchos de aquellos agentes, aunque avezados en no pocas investigaciones de asesinatos en serie, no se habían encontrado nunca ante un depredador como ése al que ahora llamaban el Poeta.

– Por supuesto -dijo Brass-, para nosotros esta teoría es sólo provisional… Backus se puso en pie.

– Gracias, Brass -le dijo, y dirigiéndose a toda la sala añadió-: Rápidamente, porque quiero que tracemos unos perfiles y hemos de dejar esto listo, Gordon tiene algo que decirnos.

– Sí, muy rápido -dijo Thorson mientras se levantaba y se desplazaba hacia un caballete que sostenía una gran pizarra-. El mapa que tenéis en el expediente no está actualizado porque falta la conexión de Baltimore. Así que prestadme un momento de atención.

Dibujó rápidamente el perfil de Estados Unidos con un grueso rotulador negro. Después, con uno rojo, empezó a trazar la ruta del Poeta. Empezando por Florida, que había dibujado desproporcionadamente pequeña en relación con el resto del país, la línea subía hasta Baltimore y después hasta Chicago para luego bajar a Dallas, volver a subir a Albuquerque y finalmente llegar hasta Denver. Volvió a coger el rotulador negro y escribió las fechas de los asesinatos en cada ciudad.

– Casi se explica por sí mismo -dijo Thorson-. Nuestro hombre se dirige hacia el Oeste y es obvio que le sacan de quicio los polis de homicidios.

Levantó la mano y la blandió sobre la mitad occidental del país que había dibujado.

– La próxima vez lo veremos aparecer por aquí, a menos que tengamos suerte y lo pillemos antes.

Al mirar el final de la línea roja que Thorson había trazado sentí la necesidad de preguntarme por el porvenir. ¿Dónde estaba el Poeta? ¿Quién sería el siguiente?

– ¿Por qué no le dejamos que llegue a California y así estará ya en su ambiente? Y se acabó el problema. Todo el mundo rió el chiste de un agente que se sentaba en la segunda fila. El humor envalentonó a Hazelton.

– Eh, Gordon -dijo, acercándose al atril y señalando con un lápiz el desproporcionadamente pequeño apéndice de Florida-. Espero que este mapa no sea una especie de desliz freudiano por tu parte.

Esto arrancó la más sonora carcajada de la reunión y la cara de Thorson enrojeció, aunque sonrió por el chiste a su costa. Vi que a Rachel Walling se le iluminaba la cara de gusto.

– Muy divertido, Hazel -replicó Thorson en voz alta-. ¿Por qué no vuelves a analizar los poemas? Se ve que es lo tuyo.

Las risas se cortaron en seco y sospeché que Thorson le había clavado a Hazelton un aguijón que era más personal que gracioso.

– Bueno, si me dejáis continuar -dijo Thorson-, para vuestra información, esta noche vamos a alertar a todas las oficinas federales, sobre todo en el Oeste, para que estén al tanto de algo así. Nos sería de gran ayuda tener noticias anticipadas del próximo y poder trasladar nuestro laboratorio a uno de los posibles escenarios criminales. Pronto tendremos listo un equipo móvil. Aunque de momento nos tenemos que basar en las oficinas locales para todo. ¿Bob?

Backus se aclaró la garganta para proseguir con el debate.

– Si a nadie se le ocurre nada más, vamos con los perfiles. ¿Qué es lo que sabemos sobre ese delincuente? Quisiera añadir algo a la alerta que Gordon ha anunciado.

A partir de ahí todo fue una retahila de confusas observaciones, muchas de ellas absolutamente erróneas y algunas

que hasta hicieron reír.

Pude comprobar que había mucha camaradería entre los agentes. También vi que había cierta rivalidad, como lo había demostrado el juego entre Walling y Thorson y después entre éste y Hazelton. No obstante, tenía la sensación de que aquellas personas ya se habían sentado otras veces en torno a aquella mesa y en aquella sala para hacer lo mismo. Demasiadas veces, desgraciadamente.

El perfil que iba saliendo iba a servir de muy poco en la caza del Poeta. Las generalidades que los agentes iban poniendo sobre la mesa se referían principalmente a su descripción íntima. Rabia. Aislamiento. Nivel de formación e inteligencia por encima de la media. «¿Cómo identificar esas cosas entre la masa?», me preguntaba. No hay manera.

De vez en cuando, Backus intervenía con alguna pregunta para reencauzar el debate.

– Si estás de acuerdo con la última teoría de Brass, ¿por qué polis de homicidios?

– Responde a esta pregunta y lo tendrás metido en una celda. Ése es el misterio. Ese rollo de la poesía es una maniobra de diversión.

– ¿Rico o pobre?

– Consigue dinero. Tiene que conseguirlo. Allá donde va, no se queda mucho tiempo. No trabaja: su trabajo es matar.

– Debe tener una cuenta bancaria o unos padres ricos, algo así. Utiliza coches y necesita dinero para llenar el depósito.

La sesión se alargó durante otros veinte minutos mientras Doran iba tomando notas para trazar el retrato preliminar. Después, Backus la concluyó diciendo a todos que se fueran a descansar el resto de la noche para salir de viaje a primera hora de la mañana.

Al terminar la reunión se me acercaron unos cuantos para presentarse, me dieron el pésame por lo de mi hermano y me expresaron su admiración por lo que había investigado. Pero fueron sólo unos cuantos, incluyendo a Hazelton y Doran. Al cabo de unos minutos me quedé solo en medio de la sala, y estaba mirando a Walling cuando se me acercó Gordon Thorson. Me tendió la mano y, tras un instante de duda, se la estreché.

– Espero que no tengamos problemas -dijo con una sonrisa cordial.

– En absoluto. Ha estado bien.

Su apretón era fuerte y al cabo de los dos segundos habituales intenté desasirme, pero él no me soltó la mano. Al contrario, tiró de ella y se inclinó para que sólo yo pudiera oír lo que iba a decirme.

– Me alegro de que tu hermano no esté aquí para ver esto -susurró-. Si yo hubiera hecho lo que has hecho tú para meterte en este caso, me moriría de vergüenza. No podría soportarme a mí mismo.

Se enderezó, siempre con la misma sonrisa. Yo sólo le miré e, inexplicablemente, asentí con la cabeza. Entonces me soltó la mano y se fue. Me sentí humillado por no haber sabido defenderme. Me había limitado a asentir estúpidamente.

– ¿Qué ha pasado?

Me volví. Era Rachel Walling.

– Uf, nada. Él sólo… nada.

– Sea lo que fuere, olvídalo. Es un guipo lias. Asentí.

– Sí, ya me voy haciendo esa idea.

– Vamos, volvamos a la sala de juntas. Estoy hambrienta. Por el pasillo me contó el plan de viaje.

– Saldremos mañana temprano. Es mejor que te quedes aquí esta noche en vez de estar yendo y viniendo al Hilton. Los viernes suelen quedar libres casi todos los dormitorios para visitantes. Te puedo meter en uno de ellos y no tienes más que llamar al Hilton para que recojan tu habitación y manden tus cosas a Denver. ¿Algún problema?

– Uf, no. Supongo que…

Todavía estaba pensando en Thorson.

– Que se jo da. -¿Qué?

– Ese tipo, Thorson, es un guipo lias.

– Olvídate de él. Mañana nos vamos y él se queda aquí. ¿Qué hacemos con el Hilton?

– Sí, de acuerdo. Llevo aquí el ordenador y todo lo que es importante.

– Intentaré conseguirte una camisa limpia por la mañana.

– ¡Vaya, el coche! Tengo uno de alquiler en el garaje del Hilton.

– ¿Dónde están las llaves? Me las saqué del bolsillo.

– Dámelas. Yo me ocuparé de él.

23

A primera hora de la mañana, cuando el amanecer apenas se insinuaba en torno a las cortinas, Gladden iba y venía por el apartamento de Darlene, demasiado nervioso para poder dormir, demasiado excitado para desearlo. Se paseaba por las minúsculas habitaciones pensando, planeando, esperando. Se paró en el dormitorio para mirar a Darlene, se quedó unos instantes contemplándola y después volvió a la sala de estar. Las paredes estaban cubiertas de carteles sin enmarcar de viejas películas pomo y la sala estaba llena de recuerdos de una vida despreciable. Todo tenía un barniz de nicotina. Gladden era fumador, pero aun así le resultaba repugnante. Aquel lugar era un caos.

Se detuvo ante uno de los carteles, de una película titulada Darlene por dentro. Ella le había contado que había sido una estrella a principios de los años ochenta, después el vídeo revolucionó el negocio y ella empezó a envejecer; las huellas de la vida eran evidentes en torno a los ojos y la boca. Le había señalado con una sonrisa melancólica los carteles donde unas fotos aerografiadas mostraban su cuerpo y su cara lisos y sin arrugas. Su nombre artístico era simplemente Darlene. No le hacían falta apellidos. Gladden se preguntaba qué se sentiría viviendo en un lugar donde las imágenes de tu propio pasado glorioso se burlan de tu estado actual ante tus propias narices.

Se dio la vuelta, descubrió su bolso sobre el tapete de la mesa de naipes del comedor y miró en su interior. Estaba lleno, sobre todo, de artilugios de maquillaje, paquetes de cigarrillos vacíos y cajas de cerillas. Llevaba un pequeño aerosol de defensa personal y la cartera. Tenía siete dólares. Miró su carnet y descubrió cual era su nombre completo.

– Darlene Kugel-dijo en voz alta-. Encantado de conocerte.

Cogió el dinero y volvió a meter todo lo demás en el bolso. Siete dólares no era mucho, pero eran siete dólares. El hombre de la concesionaria de digiTime le había hecho pagar por adelantado antes de hacer el pedido de la cámara. A Gladden sólo le quedaban unos cientos de dólares y pensó que siete más no le vendrían mal.

Alejó de la mente sus preocupaciones económicas y empezó a pasearse otra vez. Tenía un problema de tiempo. La cámara tenían que enviarla desde Nueva York y no llegaría hasta el miércoles. Cinco días más. Sabía que para estar a salvo tenía que quedarse en el piso de Darlene. Y sabía que nada se lo impediría.

Se decidió a hacer una lista de la compra. La despensa de Darlene estaba casi vacía, sólo había unas latas de atún, y él odiaba ese pescado. Tenía que salir, conseguir comida y atrincherarse allí hasta el miércoles. No era mucho lo que necesitaba. Agua mineral, pues al parecer Darlene bebía del grifo, zumos de fruta, algún plato cocinado.

Oyó un coche en el exterior. Se acercó a la puerta para escuchar y por fin sonó el ruido que estaba esperando. El del periódico al caer al suelo. Darlene le había contado que el inquilino del apartamento contiguo recibía el diario. Gladden estaba orgulloso de sí mismo porque se le había ocurrido preguntárselo. Entonces se acercó a la ventana y escudriñó la calle a través de la persiana.

Empezaba a amanecer un día gris y brumoso. No había nadie por allí. Después de abrir las dos cerraduras, Gladden salió al fresco de la mañana. Miró a su alrededor y vio el periódico doblado sobre la acera, frente al apartamento de al lado. No se veía luz detrás de aquella puerta. Se acercó rápidamente, cogió el diario, y regresó al apartamento del que había salido.

Se sentó en el sofá, buscó rápidamente la sección metropolitana y recorrió las ocho páginas. La noticia no estaba. No había nada sobre la sirvienta. Tiró aquella sección y cogió la de titulares. Dio la vuelta al diario y allí estaba, por fin, su foto en la esquina inferior derecha de la portada. Era la foto que le hicieron cuando lo detuvieron en Santa Mónica. Dejó de contemplar su imagen y se puso a leer la noticia. Estaba eufórico. De nuevo había conseguido salir en portada. Después de tantos años…

Conforme iba leyendo se iba acalorando.

EL SOSPECHOSO DEL ASESINATO DEL MOTEL HABÍA HUIDO DE LA JUSTICIA EN FLORIDA Por Keisha Russell, de la redacción del Times

Un hombre, del que las autoridades afirman que es un maníaco que persigue a los menores, que escapó de la justicia en Florida, ha sido identificado como presunto autor de la brutal mutilación y asesinato de una sirvienta en un motel de Hollywood, según informó el viernes la policía de Los Angeles.

A William Gladden, de 29 años, se le busca por la muerte de Evangeline Crowder, cuyo cuerpo fue hallado en la habitación que aquél ocupaba en el motel Hollywood Star. El cuerpo de la víctima, de 19 años, había sido troceado y colocado en tres cajones de la cómoda de la habitación.

El cuerpo fue hallado después de que Gladden abandonase el motel. Una empleada del mismo que estaba buscando a la sirvienta desaparecida entró en la habitación y vio que se filtraba sangre de la cómoda, según la policía. Crowder era madre de un bebé.

Gladden se había registrado en el hotel con el nombre de Bryce Kidder. Pero la policía afirma que el análisis de una huella dactilar hallada en la habitación ha servido para identificarlo.

Gladden fue condenado a setenta años de cárcel tras un juicio por abuso de menores que levantó mucha polvareda en Tampa, Florida, hace siete años. Sin embargo, después de cumplir sólo dos años de prisión fue puesto

en libertad cuando se revocó la condena tras una apelación. La prueba principal -fotos de niños desnudos- había sido conseguida de manera ilegal por las autoridades. Tras ese revés legal, la fiscalía permitió a Gladden declararse culpable de los cargos menores y fue puesto en libertad condicional, dado el tiempo que ya había cumplido en prisión.

Lo más irónico del caso es que la policía ha informado también de que Gladden fue detenido en Santa Mónica tres días antes de que se descubriera el crimen del motel. Fue arrestado y se le acusó de una serie de cargos menores derivados de la denuncia de que había estado sacando fotos a unos niños mientras los lavaban en las duchas de la playa y a otros que montaban en el carrusel del muelle. Sin embargo, fue procesado y puesto en libertad bajo fianza antes de que se descubriese su verdadera identidad.

(Continúa en página 14 A)

Gladden tuvo que abrir el periódico para seguir leyendo la noticia en las páginas interiores.

Allí había otra foto suya, esta vez de frente. Era del pelirrojo de cara enjuta que había sido a los veintiún años, antes de que se iniciase la persecución en Florida. Allí había otra noticia sobre él. Acabó de leer rápidamente la primera.

(Viene de la página IA)

La policía afirma que aún no ha descubierto el móvil del asesinato de Crowder. A pesar de que en la habitación donde Gladden se había alojado durante casi una semana habían sido borradas meticulosamente todas las huellas dactilares, el detective Ed Thomas, del Departamento de Policía de Los Angeles (LAPD), afirma que Gladden cometió un error que condujo a su identificación, al dejar una sola huella dactilar en la parte inferior del grifo del lavabo.

«Ha sido un golpe de suerte -dijo Thomas-. Esta huella era todo lo que necesitábamos.»

La huella fue introducida en el Sistema Automático de Identificación de Huellas Dactilares (AFIS), que forma parte de una red informática nacional de datos sobre huellas dactilares. Se comprobó que coincidía con las de Gladden, registradas en el ordenador del Departamento para el Cumplimiento de la Ley de Florida.

Según Thomas, Gladden estaba buscado por violación de la libertad condicional desde hace casi cuatro años, cuando dejó de visitar regularmente al oficial encargado de su custodia en Florida y desapareció.

En el caso de Santa Mónica, unos inspectores detuvieron a Gladden el domingo, después de una persecución desde el tiovivo del muelle, donde lo vieron observando a los niños que montaban en la popular atracción.

En el curso de su huida de la policía tiró a la bahía un cubo de basura del muelle. Finalmente fue capturado en un restaurante en Third Street Promenade.

Gladden, que utilizaba el nombre de Harold Brisbane cuando fue detenido, fue acusado de contaminación de aguas públicas, vandalismo contra la propiedad municipal y evasión ante un oficial de policía. Sin embargo, la oficina del fiscal del distrito declinó presentar los cargos relacionados con la supuesta fotografía de niños, alegando insuficiencia de pruebas del delito.

La detective del Departamento de Policía de Santa Mónica (SMPD), Constance Delpy explicó que ella y su compañero empezaron a vigilar el carrusel después de que una empleada del mismo presentase una denuncia contra Gladden, a quien había visto rondando alrededor de los crios y tomando fotos de los niños desnudos mientras sus padres estaban lavándolos en las duchas de la playa.

Aunque a Gladden se le tomaron las huellas dactilares tras su detención, en Santa Módica no disponen de ordenador para su comprobación, y utilizan el ordenador del Departamento de Justicia o el de otras policías locales, incluido el LAPD, para cotejar las huellas con la red del AFIS. Por lo general, ese proceso lleva unos días, porque cada departamento da prioridad a sus propias comprobaciones de huellas.

En este caso, las huellas tomadas en Santa Mónica al hombre identificado inicialmente como Brisbane no fueron procesadas por el LAPD hasta el martes. Para entonces, Gladden -que había pasado la noche del domingo en la prisión del condado- ya había salido en libertad provisional tras depositar una fianza de 50.000 dólares.

Posteriormente, el LAPD identificó también a Gladden el pasado jueves mediante la huella tomada en la habitación del motel.

Los detectives encargados de ambos casos se preguntan acerca de esta sucesión de acontecimientos y de cómo, supuestamente, han dado un giro criminal.

«Siempre se hacen conjeturas a posteriori cuando ocurren cosas como ésta -declaró Delpy, de la Unidad de Menores Explotados del SMPD-. ¿Quépodíamos haber hecho para mantenerlo encerrado? No lo sé. Unas veces se gana y otras se pierde.»

Según Thomas, el verdadero crimen se cometió en Florida, donde lo dejaron en libertad.

«He aquí a un hombre que obviamente es un pedófilo, y el sistema lo deja en libertad -declaró Thomas-. Siempre que el sistema deja de funcionar aparece un caso como éste, en el que la cuenta la paga un inocente.»

Gladden pasó rápidamente a la otra noticia. Mientras leía cosas sobre sí mismo iba sintiendo una intensa sensación de júbilo.

Se deleitaba en la gloria.

EL SOSPECHOSO METIÓ UN GOL A LA JUSTICIA EN FLORIDA Por Keisha Russell, de la redacción del Times

Hábil abogado carcelario, según las autoridades, William Gladden utilizó los ardides aprendidos en prisión para subvertir el sistema judicial y desaparecer… hasta esta semana.

Gladden trabajaba en la guardería Patitos, de Tampa, hace ocho años cuando fue detenido y acusado de abusos deshonestos sobre nada menos que once niños durante tres años.

Su arresto condujo a un proceso al que se dio una enorme publicidad y que culminó con su condena por veintiocho de los cargos dos años después.

Según todas las fuentes, la prueba definitiva que motivó las condenas fue la ocultación de unas fotos con Polaroid de nueve de las víctimas. En las fotos aparecían los niños en varias fases de desnudez en un retrete de la hoy clausurada guardería.

Lo más significativo de las fotos, sin embargo, no fue sólo que algunos de los muchachos estaban desnudos, sino las expresiones de sus caras, según Charles Hounchell, entonces fiscal del condado de Hillsborough al que se asignó el caso.

«Todos aparecían asustados -declaró Hounchell el viernes en una entrevista telefónica desde Tampa, donde actualmente ejerce la abogacía privada-. A esos niños no les gustaba lo que les estaban haciendo y las fotos lo manifestaban. Confirmaban la verdad sobre el caso. Lo que sus caras decían en las fotos confirmaba lo que habían contado a los abogados.»

Pero en el juicio las fotos resultaron ser más importantes que los abogados y lo que los niños les habían contado.

A pesar de las protestas de Gladden por el hecho de que habían sido obtenidas durante el registro ilegal de su apartamento, llevado a cabo por un oficial de policía que era el padre de una de las víctimas de abusos, el juez permitió que fueran presentadas como prueba.

Los miembros del jurado afirmaron posteriormente que se habían basado casi exclusivamente en ellas para condenar a Gladden, puesto que los dos letrados que representaban a los niños habían sido desacreditados por el abogado defensor ya que, supuestamente, sus métodos habían inducido a los niños a manifestar acusaciones contra Gladden.

Tras la condena, Gladden fue sentenciado a setenta años de cárcel, que debía cumplir en el Instituto Correccional Federal de Raiford.

En la prisión, Gladden, que ya era graduado en literatura inglesa, estudió poesía, psicología y leyes. Parece ser que era en este campo en el que más destacaba. El pedófilo condenado aprendió rápidamente las argucias de un abogado carcelario, según Hounchell, y ayudó a otros presos a redactar sus apelaciones mientras iba preparando la suya.

Entre sus más célebres «clientes» en el pabellón de delincuentes sexuales de la prisión figuraban Donel Forks, el llamado «violador de la funda de almohada» de Orlando; el ex campeón de surf de Miami Alan Jannine y el hipnotizador teatral Horace Gomble.

Los tres cumplen penas por múltiples violaciones y Gladden fracasó en sus intentos de conseguirles la libertad o nuevos juicios mediante apelaciones que redactaba mientras compartía condena con ellos.

Pero al cabo de un año de su ingreso en prisión, según Hounchell; Gladden presentó un recurso concienzudamente preparado contra su propia condena, que ponía de nuevo en duda la legalidad del registro que llevó al hallazgo de las fotos incriminatorias.

Hounchell explicó que Raymond Gómez, el oficial que encontró las fotos, se había presentado en casa de Gladden iracundo después de que su hijo de cinco años declarase que había sido acosado por un hombre que trabajaba en su guardería.

Al no recibir respuesta después de haber llamado, el oficial fuera de servicio dijo que la puerta estaba abierta y entró. Más tarde, en la vista, Gómez atestiguó que había encontrado las fotos esparcidas sobre la cama. Salió rápidamente de la casa e informó de su hallazgo a los detectives, que entonces obtuvieron una orden de registro.

Gladden fue detenido después de que los detectives volviesen aquel mismo día, con la orden y hallasen las fotos ocultas en el retrete. Gladden sostuvo en el juicio que había dejado la puerta cerrada al salir de su apartamento y que las fotos no estaban a la vista. Al margen de si la puerta estaba abierta y las fotos expuestas, argüyó que la acción de Gómez era una clara violación de los derechos constitucionales que lo protegían contra el registro y el embargo ilegales.

No obstante, el juez concluyó que Gómez estaba actuando como padre, y no como oficial de policía, cuando entró en el apartamento.

El hallazgo accidental de la prueba definitiva no constituía, por tanto, una violación constitucional.

Un tribunal de apelación le dio posteriormente la razón a Gladden admitiendo que Gómez, por su condición de policía, conocía las leyes sobre registro y embargo y debería haber sabido que no podía entrar en una residencia

sin estar autorizado para ello.

El Tribunal Supremo de Florida se negó a revocar la sentencia del de apelación, abriendo la posibilidad a un nuevo juicio sin que se pudieran usar las fotos como prueba.

Frente a la problemática tarea de ganar un caso sin disponer de las pruebas que el primer jurado había considerado definitivas, las autoridades consiguieron que Gladden se declarase culpable de una acusación de comportamiento lascivo con un menor.

La pena máxima por tal delito es de cinco años de prisión y cinco años más de libertad condicional. Por entonces, Gladden había cumplido ya treinta y tres meses de cárcel y se había beneficiado de una reducción de condena más o menos equivalente por buen comportamiento. A pesar de que la sentencia le aplicó la pena máxima, salió del juzgado en libertad condicional.

«Fue un gol a la justicia -recuerda Hounchell, el fiscal-. Sabíamos que lo había hecho, pero no podíamos utilizar la prueba que teníamos en las manos. Después de aquella sentencia no pude mirar a la cara a aquellos chicos ni a sus padres. Porque sabía que aquel tipo estaría fuera y probablemente desearía volver a hacerlo.»

Al cabo de un año de su puesta en libertad, Gladden desapareció y se extendió una orden de busca y captura por violación de la condicional. Volvió a reaparecer esta semana al sur de California con lo que las autoridades llaman mortales consecuencias.

Gladden releyó toda la historia por segunda vez. Le fascinaba su propia meticulosidad y el éxito que le había granjeado. También le gustó cómo, leyendo entre líneas, se ponía en duda la versión del policía Gómez. «Ese mentiroso», pensó Gladden. Entró allí por las buenas y se cargó el caso. Le estaba bien empleado. Estuvo tentado de coger el teléfono y llamar a la periodista para darle las gracias, pero desistió. Demasiado arriesgado. Pensó en Hounchell, el joven fiscal.

– Un gol-dijo en voz alta, y después gritó eufórico-: ¡Un gol!

Su alegría era desbordante. Había tantas cosas que no sabían y él ya había salido en primera página. Ciertamente, pronto se iban a enterar. Sabrían lo que es bueno. Se acercaba su momento de gloria. Ya faltaba poco.

Gladden se levantó y entró en el dormitorio a prepararse para salir de compras. Pensó que era mejor ir temprano. Volvió a mirar a Darlene. Inclinándose sobre la cama, le alcanzó la muñeca e intentó levantarle el brazo. Ya era presa del rigor mortis. Le miró la cara. Los músculos de la mandíbula se habían contraído, tirando de sus labios hacia dentro en una mueca repulsiva. Los ojos parecían fijos en la contemplación de su propio reflejo en el espejo que había sobre la cama.

Alcanzó la peluca y se la quitó de la cabeza. Su cabello natural era castaño rojizo y corto, poco atractivo. Reparó en que había un poco de sangre en las puntas inferiores de los cabellos rubios y se llevó la peluca al baño para lavarla y acabar de arreglarse. Después, volvió al dormitorio y sacó las cosas que necesitaba para vestirse y salir a comprar.

Al volverse para mirar el cuerpo mientras salía de la habitación, Gladden recordó que no le había preguntado qué significaba el tatuaje. Ya era demasiado tarde.

Antes de cerrar la puerta, al salir de la habitación, puso el aire acondicionado al máximo.

En la sala de estar, mientras se cambiaba, mentalmente tomó nota de que debía comprar más incienso en la tienda.

Decidió que usaría para eso los siete dólares que le había cogido del bolso. «El problema lo ha creado ella -pensó-, pues que pague para resolverlo.»

24

El sábado por la mañana cogimos un helicóptero de Quantico a National y subimos a una avioneta del FBI rumbo a Colorado. Allí había muerto mi hermano, la pista más reciente. íbamos Backus, Walling, un forense llamado Thompson, que reconocí de la reunión de la noche anterior, y yo.

Debajo de la chaqueta, yo llevaba una camisa azul claro con un distintivo del FBI a la izquierda, a la altura del pecho. Walling había llamado a la puerta de mi dormitorio esa mañana y me la había entregado con una sonrisa. Fue un bonito detalle, pero no veía la hora de llegar a Denver para ponerme mi propia ropa. Sin embargo, lo prefería a tener que ponerme la misma camisa que había llevado los dos últimos días.

El vuelo fue tranquilo. Yo iba sentado en la parte trasera, tres asientos detrás de Backus y Walling. Thompson estaba justo detrás de ellos. Me entretuve leyendo las notas biográficas sobre Poe en el libro que había comprado y tomando notas en mi portátil.

Hacia la mitad del camino, a lo largo del país, Rachel se levantó de su asiento y vino, a mi lado. Llevaba una camisa verde de pana y botas negras de montaña. Al sentarse a mi lado, se tiró el pelo hacia atrás y lo sujetó detrás de las orejas; la cara le quedó enmarcada. Era bonita y me di cuenta de que en menos de veinticuatro horas había pasado de odiada a desearla.

– ¿En qué piensas aquí atrás, tan solo?

– En nada concreto. En mi hermano, supongo. Si atrapamos a ese tío, creo que podré averiguar cómo ocurrió. Todavía me cuesta creerlo.

– ¿Estabais muy unidos?

– La mayor parte del tiempo, sí -nunca había pensado en ello-. Pero en los últimos meses, no… Ya nos había pasado otras veces. Era cíclico. Tan pronto estábamos muy unidos como nos hartábamos el uno del otro.

– ¿Era mayor o menor que tú?

– Mayor.

– ¿Cuánto?

– Tres minutos. Eramos gemelos.

– No lo sabía.

Asentí con un gesto, al tiempo que ella fruncía el entrecejo como si pensara que el hecho de ser gemelos hacía la pérdida más dolorosa. Tal vez fuera así.

– No lo ponía en los informes.

– Probablemente no tenga importancia.

– Bueno, eso explica por qué tú… Siempre me han intrigado los gemelos.

– ¿Quieres decir algo así como que me envió un mensaje psíquico la noche que lo asesinaron? La respuesta es no. Nunca se dio esa clase de tonterías entre nosotros. Y si las hubo, nunca reparé en ellas, y él jamás me dijo nada al respecto.

Asintió y me quedé unos instantes mirando por la ventanilla. Me sentía bien con ella, a pesar del accidentado comienzo del día anterior, pero empezaba a sospechar que Rachel Walling era capaz de hacer que su peor enemigo se sintiera cómodo.

Le pregunté sobre su vida, para cambiar de tema. Me habló de su matrimonio, del que ya estaba al corriente por Warren, pero no me contó gran cosa de su primer marido. Me dijo que había ido a Georgetown a estudiar psicología y e! FBI la reclutó en el último curso. Después de empezar como agente en la oficina de Nueva York, había vuelto a las clases nocturnas de la facultad de Columbia para obtener la licenciatura en derecho. Admitió francamente que el hecho de ser mujer y, por añadidura, licenciada en derecho la hizo ascender en el FBI. Su destino en el BSS era inmejorable.

– Tus padres deben de estar muy orgullosos de ti -le dije. Sacudió la cabeza.

– ¿No?

– Mi madre se fue cuando yo era joven. Hace mucho que no la veo. No sabe nada de mí.

– ¿Y tu padre?

– Murió cuando yo era muy niña.

Sabía que había sobrepasado los límites de una conversación cotidiana, pero mi instinto de periodista siempre me empujaba a formular la pregunta siguiente, la que el interlocutor no se esperaba. También me parecía que quería contarme más, pero que no lo haría a menos que yo le preguntase.

– ¿Qué ocurrió?

– Era policía. Vivíamos en Bal timo re. Se suicidó.

– ¡Dios mío! Rachel, lo siento, no tenía por qué…

– No, no pasa nada. Quería que lo supieras. Creo que tiene mucho que ver con lo que soy y con lo que hago. A lo mejor te pasa lo mismo a ti con tu hermano y este reportaje. Por eso quería pedirte que me disculparas si ayer estuve dura contigo.

– No te preocupes por eso.

– Gracias.

Nos quedamos en silencio unos instantes, pero me parecía que el asunto todavía no había concluido.

– El estudio sobre suicidios en la Fundación, ¿es eso…?

– Sí. Por eso lo inicié.

Se hizo otro silencio, pero no me sentía incómodo y creo que ella tampoco. Finalmente, se levantó y se dirigió a la zona de carga de la parte trasera de la cabina en busca de refrescos para todos. Cuando Backus hizo un comentario jocoso acerca de lo buena azafata que era, ella volvió a sentarse a mi lado. Reanudamos la conversación y traté de desviar el tema del recuerdo de su padre.

– ¿Nunca te has arrepentido de no ejercer como psicóloga? -le pregunté-. ¿No es por lo que fuiste a la facultad en un principio?

– En absoluto. Esto es mucho más gratificante. Probablemente he acumulado más experiencia práctica con sociópatas que la mayoría de los psicólogos en toda su vida.

– Y eso contando sólo los agentes con los que trabajas. Se rió con franqueza.

– Chico, si tú supieras.

Tal vez sólo fuera por el hecho de que era mujer, pero me parecía diferente de los agentes que había conocido y con los que me las había tenido a lo largo de los años. No era tan susceptible. Escuchaba más que hablaba, pensaba más que actuaba. Empezaba a creer que podía contarle lo que estuviera pensando en cualquier momento sin tener que preocuparme por las consecuencias.

– Como Thorson -dije-. Siempre parece a punto de estallar.

– Desde luego -contestó, y a continuación esbozó una sonrisa forzada y sacudió la cabeza.

– Bueno, pero ¿qué le pasa?

– Está enfadado.

– ¿Por qué?

– Por muchas cosas. Lleva mucha carga encima, incluyéndome a mí. Era mi marido.

En realidad no me sorprendió. La tensión entre ellos era perceptible. La primera impresión que me dio Thorson fue que podía posar de modelo para el cartel de la asociación «Los hombres son unos cerdos». No era de extrañar que Walling viera con malos ojos a los del otro sexo.

– Siendo así, perdona que lo haya sacado a colación -me disculpé-. Es que voy dando palos de ciego. Sonrió.

– No importa. A mucha gente le causa la misma impresión.

– Debe de ser difícil tener que trabajar a su lado. ¿Cómo es que estáis en la misma unidad?

– Bueno, no es así exactamente. Él está en Incidentes Críticos y yo estoy entre Ciencias del Comportamiento e Incidentes Críticos. Sólo trabajamos juntos en casos como éste. Eramos compañeros antes de casarnos. Los dos trabajábamos en el VICAP y pasábamos mucho tiempo juntos en la carretera. Después, simplemente nos separamos.

Bebió un trago de Coca-Cola y no le pregunté nada más. No podía hacerle ninguna pregunta apropiada, de modo que decidí dejar que el tema se enfriara un rato. Pero ella continuó espontáneamente.

– Cuando nos divorciamos yo dejé el equipo del VICAP, empecé a llevar la mayoría de los proyectos de investigación del BSS, perfiles y algún caso de cuando en cuando, y él se pasó al equipo de Incidentes Críticos -dijo-. Todavía coincidimos de vez en cuando en la cafetería y en casos como éste.

– Entonces, ¿por qué no pides el traslado?

– Porque, como ya te he dicho, el puesto que tengo en el centro es una pera en dulce. No quiero dejarlo y él tampoco. O es eso o se queda sólo para fastidiarme. Bob Backus habló con nosotros en una ocasión y nos dijo que le parecía oportuno que uno de los dos pidiera el traslado, pero ni él ni yo movimos un dedo. AGordon no pueden trasladarlo por su antigüedad; lleva allí desde que se abrió el centro. Si me trasladan a mí, la unidad pierde a una de las tres únicas mujeres y saben que yo armaría un revuelo.

– ¿Cómo lo harías?

– Sencillamente, alegando que me trasladan sólo por ser mujer. Podría hablar con el Post. El centro es una de las estrellas del FBI. Cuando vamos a la ciudad para ayudar a los polis locales, nos toman por héroes, Jack. Los medios de comunicación nos miman y el FBI no quiere empañar esa imagen. De modo que Gordon y yo seguimos a la greña sentados a la misma mesa.

El avión descendió con brusquedad y, por la ventanilla, vi un amplio panorama. En el extremo oeste estaban mis Rocosas. Casi habíamos llegado.

– ¿Participaste en las entrevistas con Bundy y con Manson, con gente así?

Había oído o leído algo acerca del proyecto del BSS de entrevistar a todos los violadores y asesinos en serie que están en las prisiones de todo el país. Las entrevistas proporcionaban el banco de datos que el BSS utilizaba para trazar el perfil de otros asesinos. Aquel proyecto se había prolongado durante años y yo recordaba algo relacionado con las consecuencias que acarreó a los agentes que tuvieron que enfrentarse a esos hombres.

– Fue una pasada -dijo-. Gordon, Bob, yo, todos formamos parte de aquello. Todavía recibo alguna carta de Charlie de vez en cuando, normalmente en Navidad. Como criminal, manipulaba con mayor facilidad a sus seguidoras

femeninas. Creo que pensó que si podía encontrar comprensión en el FBI sería en una mujer. Yo. Comprendí el razonamiento y asentí.

– Y los violadores -prosiguió- tienen una patología muy parecida a la de los asesinos. Algunos son tíos encantadores, te lo aseguro. Sentía que me medían con la vista en cuanto entraba. Intentaban calcular el tiempo del que disponían antes de que llegara el guardia. Ya sabes, para ver si conseguían follarme antes de que llegaran refuerzos. Eso reflejaba su patología. Sólo pensaban en los que podrían venir en mi ayuda, no en que yo fuera capaz de defenderme por mí misma. De salvarme a mí misma. Ven a las mujeres sólo como víctimas. Como presas.

– ¿Quieres decir que hablaste sola con esa gente? ¿Cara a cara?

– Las entrevistas eran informales, normalmente se hacían en un despacho de abogado. No había separaciones, pero solía haber una mirilla. El protocolo…

– ¿Una mirilla?

– Una ventana por la que podía mirar uno de los guardias. El protocolo exigía dos agentes en todas las entrevistas, pero había que hacer tantas… Así que la mayoría de las veces íbamos a una prisión y nos la repartíamos. Así era más rápido. Las salas para entrevistas siempre estaban vigiladas, pero cada dos por tres esos tíos me hacían estremecer de horror. Como si estuviera sola. No podía levantar la vista para comprobar si el guardia estaba vigilando porque entonces el individuo miraría a la rejilla y, si veía que el guardia no miraba, pues ya sabes… Bueno, con algunos de los criminales más violentos, fuimos juntos mi compañero y yo. Gordon o Bob o el que estuviera conmigo. Pero siempre era más rápido cuando nos dividíamos y hacíamos entrevistas por separado.

Imaginé que cualquiera que se pasase un par de años haciendo esas entrevistas acabaría adquiriendo ciertas perturbaciones psicológicas. Me pregunté si se referiría a eso cuando me contó lo de su matrimonio con Thorson.

– ¿Vestíais igual? -me preguntó. -¿Qué?

– Tu hermano y tú. Ya sabes, como van los gemelos.

– Ah, lo de ir a conjunto. No, gracias a Dios. Mis padres nunca nos obligaron a nada por el estilo.

– ¿Quién era la oveja negra de la familia? ¿Tú o él?

– Yo, desde luego. Sean era el santo y yo el pecador.

– ¿Y cuáles son tus pecados? La miré.

– Demasiados para contártelos ahora.

– ¿De verdad? Entonces, ¿cuál fue la obra más santa que hizo él en su vida?

Mientras la sonrisa se me borraba de la cara ante el recuerdo de lo que tenía que responderle, el avión se ladeó con brusquedad hacia la izquierda, recuperó la posición y empezó a elevarse. Rachel olvidó inmediatamente la pregunta y se inclinó hacia el pasillo para mirar al frente. En ese momento, vi que Backus venía por el pasillo sujetándose al mamparo con las manos para no perder el equilibrio. Hizo una señal a Thompson para que lo siguiera y ambos se dirigieron hacia nosotros.

– ¿Qué pasa? -preguntó Rachel.

– Hay que desviarse -contestó Backus-. He recibido una llamada de Quantico. Esta mañana, la jefatura de Phoenix ha contestado a nuestra voz de alerta. Hace una semana encontraron a un detective de homicidios muerto en su casa. Supusieron que se trataba de un suicidio, pero había algo que no encajaba. Lo han considerado homicidio. Parece ser que el Poeta ha cometido un error.

– ¿Vamos a Phoenix?

– Sí, es el rastro más reciente -miró el reloj-. Tenemos que darnos prisa. Lo van a enterrar dentro de cuatro horas y antes quiero echarle un vistazo al cadáver.

25

Dos coches oficiales y cuatro agentes de la oficina local vinieron a nuestro encuentro en cuanto el avión aterrizó en Sky Harbor, el aeropuerto internacional de Phoenix. Hacía calor, en comparación con el lugar del que veníamos, de modo que nos quitamos las chaquetas y cargamos con ellas, con los ordenadores portátiles y nuestros maletines de viaje. Thompson llevaba, además, una caja de herramientas con su equipo.

Subí a uno de los coches con Walling y dos agentes llamados Matuzak y Mize, unos tipos blancos que parecían tener menos de diez años de experiencia entre los dos. Por la deferencia con que trataban a Walling era evidente que tenían en mucha estima al BSS. O les habían advertido de que yo era periodista o, por la barba y el pelo, sabían que no era un agente, a pesar de la insignia del FBI que llevaba en el pecho. Me prestaron muy poca atención.

– ¿Adonde vamos? -preguntó Walling mientras nuestro Ford gris sin identificar seguía al Ford gris sin identificar que ya sacaba a Backus y Thompson del aeropuerto.

– A la funeraria Scottsdale -dijo Mize. Iba en el asiento delantero y Matuzak conducía. Miró el reloj-. El funeral es a las dos. Probablemente su compañero va a tener menos de media hora para inspeccionar el cadáver antes de que lo vistan y lo metan en la caja para la ceremonia.

– ¿Estaba en un ataúd abierto?

– Anoche sí -dijo Matuzak-. Pero ya lo han embalsamado y maquillado. No sé qué esperáis encontrar.

– No esperamos nada. Sólo queremos verlo. Supongo que al agente Backus ya le estarán informando. ¿Os importaría hacer vosotros lo mismo?

– ¿Ése es Robert Backus? -dijo Mize-. Qué jo ven parece.

– Robert Backus hijo.

– ¡Ah! -Mize puso cara de entender por qué un hombre tan joven estaba al mando de toda la operación-. Claro…

– No sabes de qué hablas -dijo Rachel-. No sólo lleva ese apellido, también es el agente más trabajador y cabal que conozco. Se ha ganado a pulso el puesto que ocupa. De hecho, probablemente le habría sido más fácil si se hubiera llamado Mize o algo así. En fin, ¿alguno de vosotros va a ponernos al día de lo que ha pasado?

Vi que Matuzak la contemplaba por el espejo. Después me miró a mí también y Rachel se dio cuenta.

– No os preocupéis por él -dijo ella-. Está aquí con permiso de los de arriba. Está al tanto de todo lo que hacemos. ¿Algo que objetar?

– No, si tú estás de acuerdo-dijo Matuzak-John, habla tú. Mize se aclaró la garganta.

– No hay gran cosa que contar, porque no nos invitaron al baile. Pero lo que sí sabemos es que encontraron a ese tipo, que se llamaba William Orsulak, en su casa el lunes. Poli de homicidios. Parece que llevaba muerto por lo menos tres días. Tenía el viernes libre por horas acumuladas y la última vez que lo vieron fue el jueves por la noche en un bar al que suelen ir todos.

– ¿Quién lo encontró?

– Uno de la brigada, al ver que no se presentaba el lunes. Estaba divorciado, vivía solo. De todos modos, parece que se han pasado toda la semana sin decidirse. Ya sabes, ¿suicidio o asesinato? Finalmente, se quedaron con lo de asesinato. Eso fue ayer. Al parecer, el suicidio planteaba muchos problemas.

– ¿Qué sabes de la escena del crimen?

– Lamento tener que decírtelo, agente Walling, pero sabrías tanto como yo si leyeras la prensa local. Como te dije, la policía de Phoenix no nos invitó al baile, de modo que no sabemos lo que tienen. Después de recibir el telegrama de Quantico, Jamie Fox, que va en el coche de delante con el agente Backus, le echó un vistazo mientras hacía el papeleo, esta mañana. Pareció que encajaba con lo que vosotros os traéis entre manos e hizo la llamada. Luego nos llamaron a Bob y a mí; pero, como te he dicho, no sabemos nada con seguridad.

– Bien -su voz sonó distraída. Yo sabía que le habría gustado ir en el coche de delante-. Estoy segura de que en la funeraria nos enteraremos. ¿Qué hay de la policía local?

– Ahora vamos a reunimos con ellos.

Aparcamos en la parte trasera de la funeraria Scottsdale, en Camelback Road. El aparcamiento ya estaba muy concurrido, a pesar de que faltaban todavía dos horas para el funeral. Había muchos hombres charlando o recostados en los coches. «Detectives», pensé. Probablemente esperando oír lo que el FBI tenía que decirles. Vi un camión de la tele, con la antena parabólica instalada, aparcado en el extremo más lejano del aparcamiento.

Walling y yo salimos para unirnos a Backus y a Thompson y nos condujeron a una puerta trasera del tanatorio. Ya en el interior, entramos en una amplia sala embaldosada hasta el techo. En el centro había dos mesas de acero inoxidable para los cadáveres, con mangueras para el rociado, mostradores del mismo material y equipamiento adosado a las tres paredes. En la sala había un grupo de cinco hombres y cuando se acercaron para saludarnos pude ver el cuerpo sobre la mesa más alejada. Supuse que debía de ser Orsulak, aunque no había señal visible de una herida de bala en la cabeza. El cuerpo estaba desnudo y alguien había cogido un pedazo de papel como de un metro de largo del rollo que había en el mostrador y lo había colocado a modo de toalla sobre la cintura del policía muerto para cubrirle los genitales. El traje que Orsulak iba a llevarse a la tumba estaba en una percha que colgaba de un gancho en la pared del fondo.

Nos dimos la mano con todos los policías vivos de la habitación. Thompson se dirigió hacia el cuerpo, abrió su maletín y empezó el examen.

– No creo que consiga nada que nosotros no tengamos ya -dijo uno llamado Grayson, que estaba al mando de la investigación por parte de la policía local. Era un hombre rechoncho, de porte seguro y bonachón. Estaba muy moreno, como todos sus compañeros.

– Nosotros tampoco -dijo Walling saliéndole al paso con la respuesta políticamente correcta-. Ustedes se las han visto con él. Ahora ya está lavado y arreglado.

– Pero hemos de cumplir con las formalidades -dijo Backus.

– ¿Por qué no nos dicen en qué están trabajando, muchachos? -preguntó Grayson-. Tal vez podamos sacar algo en claro.

– Muy bien -dijo Backus.

Mientras Backus les hacía un resumen de la investigación del Poeta, me dediqué a observar el trabajo de Thompson. Estaba en su salsa con aquel cuerpo, tocando, palpando, estrujando. Estuvo un buen rato recorriendo, con los dedos enfundados en sus guantes de reconocimiento, el cabello entrecano del muerto para después peinado cuidadosamente con su propio peine de bolsillo. Luego realizó un estudio minucioso de la boca y la garganta utilizando una lupa luminosa. En un momento dado dejó la lupa a un lado y cogió una cámara de la caja de herramientas. Sacó una fotografía de la garganta y el destello atrajo la atención de los policías reunidos en la sala.

– Sólo son fotos documentales, caballeros -dijo Thompson, sin levantar siquiera la vista de su trabajo.

A continuación empezó a estudiar las extremidades del cuerpo; primero el brazo y la mano derechos, después los izquierdos. Volvió a usar la lupa para inspeccionar la palma y los dedos de la mano izquierda. Luego sacó dos fotos de la palma y dos del dedo índice. A los policías de la habitación no parecía preocuparles mucho todo aquello; dio la impresión de que aceptaban la somera explicación de que las fotos eran cosa de rutina. Sin embargo, al darme cuenta de que no había sacado ninguna fotografía de la mano derecha adiviné que en la izquierda había encontrado algo que podía ser significativo. Thompson volvió a poner la cámara en la caja después de haber colocado sobre el mostrador las cuatro emulsiones de Polaroid que había sacado. Después continuó su inspección del cuerpo, pero ya no tomó ninguna foto más. Interrumpió a Backus para pedirle que le ayudara a darle la vuelta al cadáver y volvió a iniciar la búsqueda de la cabeza a los pies. Vi un parche de un material ceroso y oscuro en la parte posterior de la cabeza del cadáver y supuse que sería el orificio de salida. Thompson no se molestó en sacarle una Polaroid.

Acabó con el cuerpo al mismo tiempo que Backus terminaba su resumen y llegué a preguntarme si lo habrían planeado de ese modo.

– ¿Había algo? -preguntó Backus.

– Nada digno de mención, me parece -dijo Thompson-. Me gustaría revisar la autopsia, si puede ser. ¿Se han llevado ya el informe?

– Como está mandado -dijo Grayson-. Pero aquí hay una copia de todo.

Le alcanzó un expediente y Thompson volvió sobre sus pasos hasta el mostrador, donde lo abrió y empezó a escudriñar las páginas.

– De modo que ya les he contado lo que sé, caballeros -dijo Backus-. Ahora me gustaría saber qué es lo que les ha disuadido de calificar este caso como suicidio.

– Bueno, no creo que estuviera totalmente convencido hasta que he escuchado su historia -dijo Grayson-. Ahora creo que ese jodido Poeta (perdóneme, agente Walling) es nuestro hombre. De todos modos, nos planteamos la cuestión y decidimos optar por la calificación de homicidio por tres razones. Primera, que cuando encontramos a Bill estaba peinado con la raya del otro lado. Durante veinte años ha venido a la oficina con la raya a la izquierda. Lo encontramos muerto y con la raya a la derecha. Era un pequeño detalle, pero hubo otros dos que añadían algo. A continuación vinieron los forenses. Pusimos a un tipo a que le limpiase la boca con un estropajo para hacer la prueba del GSR de modo que pudiéramos decidir si la pistola había estado dentro de la boca o a unos centímetros de ella o qué. Conseguimos el GSR, pero también un poco de grasa para pistola y una tercera sustancia que no hemos podido identificar del todo. Hasta que no pudiéramos explicarlo no era adecuado llamarle suicidio a esto.

– ¿Qué puede decirme de esa sustancia? -preguntó Thompson.

– Era algún tipo de extracto de grasa animal. Además, tenía rastros de silicona pulverizada. También está en el informe del forense que se incluye en ese expediente.

Creí ver que Thompson y Backus intercambiaban una rápida mirada de reconocimiento tácito.

– ¿Lo sabían? -preguntó Grayson, como si hubiera tenido la misma impresión.

– No es algo que me extrañe -dijo Thompson-. Tomaré los datos del informe y haré que los introduzcan en el ordenador del laboratorio de Quantico. Os tendré informados.

– ¿Cuál fue la tercera razón? -preguntó Backus, cambiando rápidamente de tema.

– La tercera razón nos la dio Jim Beam, que había sido compañero de Orsulak. Está retirado.

– ¿Se llama así? Jim Beam? -preguntó Walling, extrañada por la coincidencia con el nombre de un famosísimo bourbon.

– Sí, le llamábamos Beamer. Me telefoneó desde Tucson en cuanto supo lo de Bill y me preguntó si habíamos recuperado la bala. Le dije que sí, que la arrancamos de la pared que estaba detrás de su cabeza. Entonces me preguntó si era de oro.

– ¿De oro? -preguntó Backus-. ¿Oro de verdad?

– Sí. Una bala de oro. Le dije que no, que era una bala de plomo como todas las que había en su cargador. Como la que sacamos del suelo. Nos figurábamos que el disparo al suelo fue el primero, un disparo para armarse de coraje. Pero Beamer me dijo que no era un suicidio, que era un asesinato.

– ¿Y cómo lo sabía?

– Él y Orsulak habían andado juntos un montón de años y sabía que Orsulak, a veces, pensaba en… Demonios, probablemente no hay un solo policía al que no se le haya pasado por la cabeza alguna que otra vez.

– Matarse -dijo Walling como afirmación, no como pregunta.

– Eso es. Y Jim Beam me dijo que una vez Orsulak le mostró la bala de oro que había conseguido en algún sitio, no sabía dónde, un catálogo de venta por correo o algo así. Y le dijo a Beamer: «Éste es mi paracaídas dorado. Cuando ya no pueda más, ésta será para mí.» Por eso Beam decía que si no había bala de oro, no había suicidio.

– ¿Encontraron la bala de oro? -preguntó Walling.

– Sí, la encontramos. Después de hablar con Beam la encontramos. Estaba en el cajón de su mesilla de noche. Como si la tuviera guardada muy a mano por si la necesitaba.

– Y eso les convenció.

– En conjunto, las tres pistas tendían hacia el homicidio. El asesinato. Pero, como ya he dicho, no me he convencido hasta que habéis venido aquí y nos habéis contado vuestra historia. Ahora le tengo unas ganas a ese maldito Poeta… Perdone, agente Walling.

– No se preocupe. Todos se las tenemos. ¿Dejó alguna nota?

– Sí, y eso fue lo que nos puso tan difícil calificarlo como homicidio. Había una nota, y maldita sea si no era la letra de Bill.

Walling asintió como si no le sorprendiera lo que acababan de decirle.

– ¿Qué decía la nota?

– No tenía mucho sentido, así en general. Era una especie de poema. Decía… Bueno, está ahí. Agente Thomas, déjeme ese expediente un segundo.

– Thompson -le dijo Thompson al tiempo que se lo entregaba.

– Disculpe.

Grayson hojeó algunas páginas hasta que encontró lo que buscaba. Lo leyó en voz alta.

– «Montañas que caen y se hunden para siempre en lo más profundo de mares sin orillas.» Ésa era la nota. Walling y Backus me miraron. Abrí el libro y empecé a pasar las páginas de los poemas.

– Recuerdo la frase, pero no estoy seguro de dónde.

Busqué los poemas que el Poeta ya había usado antes y empecé a leer rápidamente. Lo encontré en «Tierra de sueños», el poema que ya había utilizado dos veces, incluyendo la nota que dejó en el parabrisas de mi hermano.

– Ya lo tengo -dije.

Sostuve el libro de modo que Rachel pudiera leer el poema. Los demás también se apiñaron a su alrededor.

– Hijo de puta -murmuró Grayson.

– ¿Puedes explicarnos cómo creéis que ocurrió? -le preguntó Rachel.

– Por supuesto. Nuestra teoría es que el autor, quienquiera que sea, entró y sorprendió a Bill durmiendo. Se hizo con la pistola de Bill. Le obligó a levantarse y vestirse. Fue entonces cuando Bill se peinó con la raya al otro lado. Quiero decir que no sabía lo que iba a pasar, o tal vez sí. En cualquier caso, nos dejó una pequeña pista. Desde ahí le hizo ir al salón, sentarse en la silla y escribir la nota en un pedazo de papel arrancado de la libreta que lleva en el bolsillo de su chaqueta. Entonces le disparó. En la boca. Puso la pistola en la mano de Bill y disparó la bala al suelo para que quedaran restos de pólvora en la mano. Se largó y no encontramos al pobre Bill hasta tres días después.

Grayson miró por encima del hombro hacia el cuerpo, notó que estaba desatendido y miró el reloj.

– Eh, ¿dónde está el muchacho? -dijo-. Que alguien vaya a buscarlo y le diga que hemos terminado. Ha terminado con el cuerpo, ¿verdad?

– Sí -dijo Thompson.

– Tenemos que dejar que lo preparen.

– Detective Grayson -dijo Walling-. ¿Había algún caso concreto que el detective Orsulak estuviera siguiendo actualmente?

– Oh, sí, había un caso. El caso del pequeño Joaquín. Un niño de ocho años que fue raptado el mes pasado. Lo único que encontramos fue la cabeza.

La mención del caso y su brutalidad inundó por un instante de silencio la sala donde el muerto estaba siendo preparado. Antes de ese momento no tenía ninguna duda de que la muerte de Orsulak estaba relacionada con las demás, pero después de escuchar lo del crimen del niño sentí una certeza inquebrantable y la ira que empezaba a serme tan familiar revolviéndome las tripas.

– Supongo que todos vais a ir al funeral-comentó Backus.

– Así es.

– ¿Podemos concertar una cita para reunimos otra vez? Nos gustaría ver también los informes sobre ese niño, Joaquín.

Quedaron citados para el domingo a las nueve de la mañana en el Departamento de Policía de Phoenix. Al parecer, Grayson pensaba que si estaba en su propio terreno podría sacar mejor tajada de todo aquello. Pero yo tenía la sensación de que el gran G estaba a punto de mover sus fichas y lo iba a barrer de en medio como un golpe de mar barre la caseta del salvavidas.

– Una última cosa, la prensa -dijo Walling-. He visto un camión de la tele ahí fuera.

– Sí, han estado rondando por aquí, sobre todo desde que han… Dejó la frase sin terminar.

– ¿Desde que han qué?

– Bueno, parece que alguien soltó por la frecuencia de la policía que nos íbamos a reunir aquí con el FBI. Rachel gruñó y Grayson asintió con la cabeza como si lo hubiera estado esperando.

– Miren, es absolutamente necesario evitar que esto se sepa -dijo Rachel-. Señores, si algo de todo lo que les hemos contado sale de aquí, el Poeta se esfumará. Nunca atraparemos al hombre que hizo esto.

Señaló con la cabeza al cadáver y unos cuantos policías se volvieron como para asegurarse de que todavía estaba allí. El director de la funeraria acababa de entrar en la sala y estaba descolgando la percha que contenía el último traje de Orsulak. Se quedó mirando al grupo de investigadores, en espera de que salieran para quedarse a solas con el cuerpo.

– Ahora mismo salimos, George -dijo Grayson-. Ya puedes empezar. Backus dijo:

– Decidles a los periodistas que el FBI está aquí por pura rutina y que sois vosotros quienes vais a continuar dirigiendo la investigación bajo la sospecha de que sea un homicidio. Actuad como si no estuvierais seguros de nada.

Mientras volvíamos hacia los coches oficiales una mujer joven, con el cabello mechado de rubio y un rostro torvo, se acercó a nosotros con un micrófono y un cámara a remolque. Acercando el micro a su boca, preguntó:

– ¿Por qué está aquí hoy el FBI?

Giró el micrófono y lo apuntó directamente a mi mentón en espera de una respuesta. Abrí la boca pero no me salió nada. No tenía ni idea de por qué me había elegido a mí, hasta que recordé la camisa que llevaba puesta. La insignia sobre el bolsillo del pecho parecía garantizarle que estaba hablando con el FBI.

– Yo contestaré a eso -dijo Backus rápidamente y el micrófono se dirigió a su barbilla-. Hemos venido a requerimiento del Departamento de Policía de Phoenix para hacer un examen rutinario del cuerpo y recopilar los detalles del caso. Esperamos que nuestra relación con el mismo termine aquí, de modo que si hay nuevas preguntas diríjanlas a la policía local. Nosotros no tenemos nada más que declarar. Gracias.

– Pero ¿están convencidos de que el detective Orsulak ha sido víctima de una jugarreta? -insistió la periodista.

– Lo siento -dijo Backus-. Tendrán que formular sus preguntas a la policía de Phoenix.

– ¿Y cuál es su nombre?

– Prefiero mantener mi nombre al margen de este asunto, gracias.

Pasó junto a ella y se metió en uno de los coches. Yo seguí a Walling hacia el otro. Al cabo de unos minutos habíamos salido de allí y nos dirigíamos de regreso hacia Phoenix.

– ¿Estás preocupado? -me preguntó Rachel.

– ¿Por qué?

– Por la exclusiva de tu reportaje.

– Estoy empezando a preocuparme. Aunque espero que ésta sea como la mayoría de los reporteros de la tele.

– ¿Y cómo son?

– Sin fuentes y estúpidos. Si es así, no hay de qué preocuparse.

26

La oficina local estaba en el edificio del juzgado federal, en la calle Washington, a unas manzanas del Departamento donde íbamos a reunimos con la policía local al día siguiente. Mientras recorríamos un pasillo encerado en dirección a la sala de reuniones, detrás de Mize y Matuzak, noté que Rachel estaba inquieta y pensé que conocía el motivo. Como había hecho el trayecto conmigo, no pudo escuchar lo que Thompson le debía de haber contado a Backus en el coche sobre su examen del cadáver.

La sala de reuniones era mucho más pequeña que la de Quantico. Cuando entramos, Backus y Thompson ya estaban sentados a la mesa; Backus pegado al teléfono. Tapó el micrófono al vemos y dijo:

– Chicos, tengo que hablar con mi gente a solas unos minutos. Bueno, lo que podríais hacer es conseguirnos unos coches, si es posible. También habría que reservar alojamiento en algún sitio. Seis habitaciones, en principio.

Parecía que a Matuzak y Mize les acabaran de anunciar que los rebajaban de categoría. Asintieron desanimados y salieron de la sala. Yo no sabía en qué lugar quedaba, si estaba invitado o excluido, porque en realidad yo no formaba parte del equipo de Backus.

– Jack, Rachel, sentaos -dijo Backus-. Esperad un momento que termine y le digo a James que os ponga al corriente. Nos sentamos y nos quedamos mirándole y escuchando la mitad de la conversación telefónica que nos negaba. No

había duda de que Backus estaba escuchando mensajes y los respondía. Al parecer, no todos tenían relación con la investigación del Poeta.

– Bien, ¿qué hay de Gordon y Cárter? -dijo cuando, al parecer, concluyeron los mensajes-. ¿A qué hora llegan? ¿Tan tarde? Maldición. Bien, escucha, tres cosas. Llama a Denver y que consigan las pruebas del caso McEvoy Diles que examinen los guantes por dentro a ver si hay sangre. Si la encuentran, que empiecen a hacer los preparativos para la exhumación… Sí, de acuerdo. Si surgen dificultades, avisadme enseguida. Y que comprueben también si la policía tomó muestras de GSR de la boca de la víctima; en caso afirmativo, que lo envíen todo a Quantico. Lo mismo en todos los casos. La tercera la enviará James Thompson por courier desde aquí. Necesitamos la identificación de esa sustancia lo antes posible. Haced lo mismo con Denver, si resulta. ¿Qué más? ¿Cuándo tenemos la teleconferencia con Brass? De acuerdo, hablaremos entonces.

Colgó y nos miró. Yo quería preguntarle a qué se refería con lo de la exhumación, pero Rachel se me adelantó.

– ¿Seis habitaciones? ¿Es que va a venir Gordon?

– Sí, con Cárter.

– ¿Por qué, Bob? Ya sabes…

– Los necesitamos, Rachel. Estamos llegando al punto crítico en esta investigación y las cosas empiezan a moverse. Como máximo, ahora estamos a diez días de ese delincuente. Necesitamos más personal para dar los pasos que vamos a tener que dar. Así de sencillo, y ya he dicho más de lo necesario. Bien, Jack, ¿querías preguntar algo?

– La exhumación de la que habéis hablado…

– Te lo aclaro dentro de un minuto. Lo entenderás. James, cuéntales lo que encontraste en el cadáver. Thompson sacó cuatro instantáneas del bolsillo y las colocó encima de la mesa frente a Rachel y a mí.

– Son de la palma de la mano izquierda y el dedo índice. Las dos fotos de ese lado son a tamaño natural. Las otras dos están ampliadas diez veces.

– Perforaciones -dijo Rachel.

– Exacto.

Yo no las había visto, pero cuando ella lo dijo reconocí los diminutos agujeros en las rayas de la piel. Tres en la palma de la mano, dos en la punta del dedo índice.

– ¿Qué significan? -pregunté.

– A primera vista parecen simples pinchazos de alfiler -repuso Thompson-. Pero no se ha formado costra ni se han cerrado las heridas. Se las hizo, o se las hicieron, poco antes de morir. Muy poco antes o incluso después, aunque no tendría sentido que hubiera sido después.

– ¿Qué no tendría sentido?

– Jack, queremos saber cómo llegó a ocurrir -dijo Backus-. ¿Cómo han podido caer así unos policías veteranos y curtidos? Me refiero al control. Es una de las claves. Señalé las fotos.

– ¿Y esto qué os aclara?

– Esto, además de otros detalles, apunta a que hubo hipnosis de por medio.

– ¿Estáis diciendo que ese tío hipnotizó a mi hermano y a los demás y les obligó a meterse la pistola en la boca y apretar el gatillo?

– No, no creo que sea tan sencillo. Hay que tener en cuenta que es bastante difícil eliminar de la mente de un individuo el instinto de supervivencia mediante la hipnosis. La mayoría de los expertos opinan que es absolutamente imposible. Pero a las personas susceptibles de ser hipnotizadas se las puede controlar en diferentes grados. Se hacen dóciles, manejables. En estos momentos, es sólo una posibilidad. Pero en la mano de esta víctima hay cinco perforaciones. Una forma habitual de comprobar la profundidad del trance hipnótico consiste en pinchar la piel con un

alfiler después de decirle al paciente que no va a sentir dolor. Si el paciente reacciona, el trance no es profundo. Si, por el contrario, no acusa el dolor, el estado de trance es completo.

– Y controlable -añadió Thompson.

– Ya. Queréis mirar la mano de mi hermano.

– Sí, Jack -dijo Backus-. Necesitaremos una orden de exhumación. Me parece recordar que en el historial figura como casado. ¿Crees que la viuda dará su con sentimiento?

– No lo sé.

– Es posible que tengas que ayudarnos en este asunto.

Asentí sin decir nada. Todo aquello me parecía cada vez más raro.

– ¿Qué es lo demás? Dijiste que las perforaciones y otros detalles apuntaban a un estado de hipnosis.

– Las autopsias -contestó Rachel-. Ninguno de los análisis de sangre de las víctimas salió completamente limpio. Todos tenían algo en la sangre. Tu hermano…

– Jarabe para la tos -salté a la defensiva-. El de la guantera del coche.

– Justo. Han encontrado desde productos que se adquieren sin receta hasta fármacos que sólo se preparan por prescripción facultativa. En uno se encontró Percocet. Se lo habían recetado dieciocho meses antes para una lesión de espalda. Creo que fue el caso de Chicago. Otro, creo que Petry el de Dallas, tenía codeína en la sangre. También se lo habían recetado, Tylenol con codeína. Tenía el frasco en el botiquín.

– De acuerdo, pero ¿qué quiere decir?

– Bueno, por separado y en el momento de cada una de las muertes, no significaba nada. La sustancia que aparecía en los análisis en cada caso quedaba justificada porque la víctima tenía acceso a ella. Es decir, es lógico que si una persona tiene intención de suicidarse trate de calmarse con un par de Percocets que conserva de un tratamiento anterior. De ahí que no se tuvieran en cuenta esos detalles.

– Pero ahora sí son significativos.

– Posiblemente -dijo Rachel-. El hallazgo de las perforaciones puede ser indicio de hipnosis. Si añadimos la presencia de un inhibidor químico en la sangre, ya no resulta tan difícil imaginarse de qué modo se consiguió dominar a esos hombres.

– ¿Con jarabe para la tos?

– Es posible que aumente la sensibilidad a la hipnosis. La codeína es un estimulante reconocido. Los medicamentos para la tos que se venden sin receta ya no contienen codeína, pero sí algún otro ingrediente con las mismas propiedades estimulantes.

– ¿Lo sabíais desde el principio?

– No, hasta ahora era un dato aislado, fuera de contexto.

– ¿Habéis visto casos así antes? ¿Cómo es que sabéis tanto?

– Recurrimos a la hipnosis con relativa frecuencia, como herramienta al servicio de la ley -dijo Backus-. Y también nos la hemos encontrado del otro lado.

– Hubo un caso, hace años -dijo Rachel-. Un hombre, una especie de artista de variedades de Las Vegas, que hacía números de hipnosis. Además era pedófilo. Y cuando llevaba su espectáculo a las ferias de los pueblos, remoloneaba en torno a las niñas. Hacía una sesión infantil, matinal, y pedía una voluntaria de entre los niños del público. Los padres ponían prácticamente a sus hijas en manos del hipnotizador. Él escogía a la afortunada y, con el pretexto de prepararla para el número, se la llevaba detrás del escenario mientras otra atracción distraía al público. Entonces hipnotizaba a la criatura, la violaba y después le borraba todo de la memoria mediante la hipnosis. Luego colocaba a la criatura en el escenario, hacía su número y la sacaba del trance. Utilizaba codeína como estimulante; las invitaba a Coca-Cola y se la ponía en el vaso.

– Ya me acuerdo. Harry el Hipnotizador -comentó Thompson.

– No, era Horace el Hipnotizador -corrigió Rachel-. Fue uno de los entrevistados para el proyecto sobre violaciones. En Raiford, Florida.

– Un momento -dije-. ¿No podría ser el…?

– No, no es nuestro hombre. Todavía debe de estar en prisión, en Florida. Le cayeron unos veinticinco años, y te hablo de hace seis o siete. Sigue allí. Tiene que seguir allí.

– De todos modos, lo comprobaremos -dijo Backus-, para asegurarnos. Pero, aparte de eso, ¿comprendes lo que tratamos de establecer con esto, Jack? Me gustaría que llamases a tu cuñada. Sería mejor que se lo comunicaras tú. Subráyale la importancia que tiene.

Asentí sin decir nada.

– Bien, Jack; te lo agradecemos. Bueno, ¿por qué no nos tomamos un descanso y vamos a ver qué dan de comer en este pueblo? Dentro de una hora y veinte minutos tenemos la teleconferencia con las demás oficinas locales.

– ¿Y lo otro? -pregunté.

– ¿A qué te refieres? -preguntó Backus.

– La sustancia que hallaron en la boca de ese detective. Me dio la impresión de que sabíais de qué se trataba.

– No. Acabo de dar las órdenes pertinentes para que envíen otra vez al Este la muestra que tomaron y entonces, con suerte, lo sabremos.

Mentía, lo noté, pero lo pasé por alto. Todos se levantaron y se dirigieron hacia el pasillo. Les dije que no tenía ganas

de comer, pero que necesitaba ir a comprar ropa, y que cogería un taxi si no encontraba tiendas por allí.

– Creo que voy a ir con Jack -dijo Rachel.

No sabía si lo que quería en realidad era acompañarme o si su trabajo consistía precisamente en vigilarme, en asegurarse de que no me fugara para escribir un reportaje. Hice un gesto de indiferencia con la mano.

Siguiendo las indicaciones de Matuzak, fuimos a pie a un centro comercial llamado Arizona Center. Hacía una mañana preciosa y el paseo fue un alivio, después de unos días tan intensos. Rachel y yo hablamos sobre Phoenix -también era la primera vez que estaba allí- y, finalmente, llevé la conversación hacia la última pregunta que le había hecho a Backus.

– Mintió, y Thompson también.

– Te refieres a lo de las muestras bucales. -Sí.

– Me da la impresión de que Bob no quiere que sepas más de lo necesario. Pero no como periodista, sino como hermano.

– Si hay novedades, quiero saberlas. El trato fue que yo estaría dentro del tema, con vosotros. No unas veces dentro y otras fuera, como con la mierda esa de la hipnosis.

Se detuvo y me miró.

– Jack, si quieres saberlo te lo cuento. Pero si es lo que creemos y todos los asesinatos siguen el mismo esquema, no te va a resultar nada agradable seguir ahondando.

Miré hacia delante. Ya se veía el centro comercial. Un edificio de piedra arenisca con acogedoras pasarelas al aire libre.

– Cuéntamelo -le dije.

– No sabremos nada con certeza hasta que analicen la muestra. Pero da la impresión de que la sustancia que describió Grayson ya la hemos visto otras veces. Verás, algunos criminales reincidentes son muy listos. Lo saben todo sobre los rastros que dejan. Rastros de semen, por ejemplo. Por eso usan condones. Pero si el condón está lubricado, el rastro que queda es de lubrificante. Se puede detectar. Aveces dejan el rastro sin darse cuenta… y otras, adrede, para que sepamos lo que hicieron.

La miré y casi dejé escapar un gruñido.

– ¿Insinúas que el Poeta… lo violó?

– Es posible. Pero, para ser sincera, lo sospechábamos desde el principio. Los que asesinan en serie… Jack, casi siempre lo hacen por conseguir satisfacción sexual. Por el poder y el control, que son componentes de la gratificación sexual.

– No le habría dado tiempo.

– ¿A qué te refieres?

– Con mi hermano. El guarda forestal llegó enseguida. No le habría… -me callé al darme cuenta de que no sólo contaba el tiempo de después de muerto-. ¡Dios…! ¡Venga, hombre!

– Esto era lo que Bob pretendía evitarte.

Me giré y alcé los ojos hacia el cielo azul. La única impureza era la estela de los chorros gemelos de un avión que ya no se veía.

– No lo comprendo. ¿Por qué lo hace?

– A lo mejor no llegamos a averiguarlo nunca, Jack.

– Me puso la mano en el hombro para consolarme-. Estos tipos a los que perseguimos… a veces no hay explicación. Eso es precisamente lo más difícil, dar con la motivación, entender qué es lo que los mueve a actuar así. Tenemos un dicho entre nosotros. Decimos que se han caído de la luna. Aveces, cuando nos faltan respuestas, es la única forma de describirlos. Tratar de imaginarse a estos tíos es como reconstruir un espejo hecho añicos. No hay forma humana de explicar la conducta de algunos hombres, así que decidimos, simplemente, que no son humanos. Decimos que han caído de la luna. Los instintos por los que se guía el Poeta son normales y naturales en esa luna propia de la que ha caído. Los sigue y crea las escenas necesarias para procurarse satisfacción. Nuestro trabajo consiste en trazar el plano de la luna del Poeta, y entonces será más fácil dar con él y devolverlo allí.

No podía hacer otra cosa que escuchar y asentir. Las palabras de Rachel no me consolaban. Lo único que sabía era que, si tenía ocasión, mandaría al Poeta a su luna otra vez. Quería hacerlo yo personalmente.

– Animo -dijo-. Procura olvidarlo de momento. Vamos a comprarte ropa nueva. No podemos permitir que todos esos periodistas sigan pensando que eres de los nuestros.

Sonrió, yo le devolví débilmente la sonrisa y me dejé empujar hacia el centro comercial.

27

A las seis y media volvimos a encontrarnos en la sala de reuniones de la oficina local. Allí esperaban Backus, que trataba de resolver la logística telefónica, Thompson, Matuzak, Mize y tres agentes a los que no me habían presentado. Dejé la bolsa de las compras debajo de la mesa. Contenía dos camisas nuevas, un par de pantalones y un paquete de calzoncillos y calcetines. Lamenté no haberme puesto una de las camisas nuevas, porque los agentes que no me habían presentado me miraban con mala cara, a mí y a mi camisa del FBI, como acusándome de una especie de sacrilegio por haber intentado hacerme pasar por uno de ellos. Backus le dijo al que hablaba con él por teléfono que le llamara otra vez cuando estuviera todo a punto y colgó.

– Bien -dijo-, en cuanto tengan los teléfonos a punto abrimos la sesión. Mientras tanto, hablemos de Phoenix. A partir de mañana, quiero empezar una investigación desde cero sobre el detective y sobre el muchacho. Los dos casos, desde el principio. Lo que quiero… Ah, disculpad. Rachel, Jack, os presento a Vince Pool, agente especial de Phoenix. Nos va a proporcionar todo lo que necesitemos.

Pool, que parecía llevar veinticinco años en el servicio, más que cualquiera de los presentes, nos hizo un gesto de asentimiento, pero no dijo nada. Backus no se molestó en presentar a los otros dos hombres.

– La reunión con la policía local es mañana a las nueve en punto -añadió.

– Creo que podremos quitárnoslos de encima diplomáticamente -dijo Pool.

– Bueno, no nos conviene crear un ambiente hostil. Son los que mejor conocían a Orsulak. Serán buenas fuentes de información. Más vale contar con ellos, pero manteniendo nosotros el control de todo.

– De acuerdo.

– Es posible que estemos ante nuestra mejor oportunidad. Es reciente. Tenemos que confiar en que el delincuente haya cometido un error entre estas dos muertes, la del chico y la del detective, que podamos detectar. Me gustaría ver…

Sonó el teléfono de la mesa. Backus lo descolgó y contestó con un «diga».

– Un momento. -Apretó un botón del aparato y colgó el auricular.

– ¿Brass, sigues ahí? -Aquí estoy, jefe.

– Bien, vamos a pasar lista, a ver quiénes estamos. Desde seis ciudades distintas, los agentes anunciaron su presencia por el altavoz.

– Bien, bien. Quiero que esto sea lo más informal posible. Propongo una ronda completa para ver lo que tiene cada uno. Brass, quiero terminar contigo. Bien, Florida. ¿Estás ahí, Ted?

– Hum, sí, señor, con Steve. Acabamos de estrenarnos en esto y espero tener algo más mañana. Pero ya hemos detectado aquí ciertas anomalías que vale la pena destacar, creo.

– Adelante.

– Hum, ésta fue la primera escala del Poeta, o así lo creemos. Clifford Beltran. El segundo caso -en Baltimore- no tuvo lugar hasta diez meses después. También es el intervalo más largo que tenemos, lo cual nos lleve quizás a dudar de la aleatoriedad de este primer asesinato.

– ¿Crees que el Poeta conocía a Beltran? -preguntó Rachel.

– Es posible. Pero, por el momento, no es más que una corazonada sobre la que estamos trabajando. Aunque hay varias cosas que, puestas sobre el tapete, merecen atención como apoyo a esta tesis. En primer lugar, es el único caso con escopeta. Hemos repasado hoy el expediente de la autopsia y las fotos no eran nada agradables. Destrucción total con los dos cañones. Todos conocemos la patología simbólica de esto.

– Exterminio absoluto -dijo Backus-. Indicio de conocimiento o amistad con la víctima.

– Exacto. Después, tenemos el arma en sí. Según los informes, era una vieja Smith & Wesson que Beltran guardaba en un armario, en el estante superior, fuera de la vista. El informe atribuye esta información a su hermana. Beltran era soltero y vivía en la misma casa donde se crió. No hemos hablado con la hermana personalmente. La cuestión es que si fue un suicidio, pues vale, el hombre fue hasta el armario y sacó la escopeta. Pero ahora venimos nosotros y decimos que no fue suicidio.

– ¿Cómo sabía el Poeta que la escopeta estaba en el estante superior? -preguntó Rachel.

– Exaaacto… ¿Cómo lo sabía?

– Muy buena, Ted, Steve -dijo Backus-. Me gusta. ¿Qué más?

– El último detalle es bastante escabroso. ¿Está ahí con vosotros el periodista? Todos me miraron.

– Sí -respondió Backus-. Pero aún estamos extraoficialmente. Di lo que ibas a decir. ¿De acuerdo, Jack? Asentí con la cabeza, pero me di cuenta de que los de las otras ciudades no me veían.

– De acuerdo -dije-. Lo considero extraoficial.

– Bien, pues se trata de una especulación, de momento, y no estamos seguros de cómo encajarlo, pero esto es lo que hay. En la autopsia de la primera víctima, el muchacho, Gabriel Ortiz, el forense, basándose en el análisis de las glándulas y músculos anales, llegó a la conclusión de que el chico había sido víctima de abusos desde tiempo atrás. Si el asesino del chico y el que abusó de él durante un tiempo prolongado eran la misma persona, eso no encajaría en

nuestro esquema de búsqueda y captura de víctimas al azar. Es decir, que nos parece poco probable. Sin embargo, considerándolo desde el punto de vista de Beltran, o sea hace tres años, cuando no disponía de los datos de que disponemos nosotros, hay otra cosa que no encaja. Beltran tenía este caso aislado, no sabía nada de los otros casos que conocemos ahora. Cuando llegó el informe de la autopsia con la conclusión de que el chico era víctima de abusos desde hacía tiempo, lo normal habría sido que Beltran se saltara todo y buscara al violador como sospechoso número uno.

– ¿Y no lo hizo?

– No. Era el jefe de un equipo formado por tres detectives y dirigió casi todo el trabajo de investigación hacia el parque donde el chico fue secuestrado a la salida del colegio. Es un dato extraoficial que me facilitó uno de los hombres del equipo. Me comentó que cuando le propuso ampliar la investigación al historial del chico, Beltran no le hizo caso.

»Y ahora viene lo bueno. Mi informante de la oficina del sheriff me ha dicho que Beltran solicitó ocuparse personalmente de la investigación. La quería controlar. Después de su supuesto suicidio, mi informante hizo algunas comprobaciones y descubrió que Beltran conocía al chico por un programa del servicio social llamado Amigos del alma, que coloca a chicos sin padre bajo la tutela de personas adultas. Beltran era policía, de modo que no tuvo ningún problema para superar el proceso de selección. Era el «amigo del alma», o sea, el tutor del chico. Supongo que, con esto, sacaréis vuestras propias conclusiones.

– ¿Crees que pudo ser Beltran el que abusaba del chico? -preguntó Backus.

– Es posible. Creo que mi informante apuntaba en esa dirección, pero no está dispuesto a decirlo abiertamente. Han muerto todos. Ya no tiene sentido. No van a revelar ahora a la prensa una historia semejante, y menos tratándose de uno de los suyos y siendo electoral el cargo de sheriff.

Vi que Backus asentía con un gesto de la cabeza.

– Era de esperar.

Hubo unos momentos de silencio.

– Ted, Steve, todo esto es muy interesante -dijo Backus-. Pero ¿cómo hay que interpretarlo? ¿Creéis que puede tratarse de algo más que una curiosa ramificación del caso?

– No estamos seguros. Pero suponiendo que Beltran fuera un pervertido, un pedo filo nada menos, y que además lo matara con su propia escopeta una persona que sabía que la guardaba en el estante superior del armario porque lo conocía, entraríamos en un terreno que, en mi opinión, habría que estudiar más a fondo.

– Estoy de acuerdo. Cuéntanos qué más sabía tu informante sobre Beltran y el programa Amigos del alma.

– Dijo que le habían contado que Beltran llevaba mucho tiempo en Amigos del alma, así es que suponemos que fue tutor de muchos niños.

– Y vais a seguir por ese lado, ¿verdad?

– Nos lanzaremos de lleno mañana por la mañana. Esta noche ya no se puede hacer nada. Backus hizo un gesto de asentimiento con la cabeza y se llevó un dedo a la boca pensativamente.

– Brass -dijo Backus-. ¿Qué te parece todo esto? ¿Qué explicación nos ofrece la psicopatología?

– Los niños son el hilo conductor de todo el asunto, igual que los policías de homicidios. Todavía no hay nada firme que indique de qué va ese tipo. Opino que es necesario continuar investigando a fondo en el tema.

– Ted, Steve, ¿necesitáis más gente? -les preguntó Backus.

– Me parece que nos las apañaremos. Todos los de la oficina local de Tampa están deseando entrar en el caso, así que si necesitamos a alguien más, recurriremos a ellos.

– Excelente. Por cierto, ¿habéis hablado con la madre sobre la relación de su hijo con Beltran?

– Todavía estamos intentando localizarla, y también a la hermana de Beltran. Ten en cuenta que han pasado tres años. Si hay suerte, mañana daremos con ellas después de hablar con los del programa Amigos del alma.

– De acuerdo. ¿Qué cuenta Baltimore? ¿Sheila?

– Sí, señor. Hemos pasado casi todo el día volviendo a cubrir el terreno rastreado por los locales. Hablamos con Bledsoe. Su teoría sobre el caso de Polly Amherst fue, desde el principio, que estaban buscando a un corruptor. Amherst era maestra. Bledsoe dice que McCafferty y él siempre creyeron que la mujer debió de taparse en los patios de la escuela con un corruptor que la secuestró y después la estranguló, y que la descuartizó para disimular los verdaderos motivos del crimen.

– ¿Por qué tendría que tratarse de un corruptor? -inquirió Rachel-. ¿No habría podido ser un ladrón o un camello o cualquier otra cosa?

– Polly Amherst tenía vigilancia del tercer recreo el día que desapareció. La policía local interrogó a todos los niños que habían salido al patio. Les contaron muchas historias contradictorias, pero unos cuantos crios recordaban haber visto a un hombre en la verja. Era rubio, pelo greñudo y grasiento, y llevaba gafas. Era blanco. Parece que Brad no andaba muy desencaminado con la descripción que hizo de Roderick Usher. También dijeron que el hombre llevaba una cámara fotográfica. Y eso es todo, en lo que concierne a la descripción.

– Bien, Sheila, ¿qué más? -preguntó Backus.

– La única evidencia física que se extrajo del cuerpo fue un mechón de pelo. Rubio decolorado. El color natural es castaño cobrizo. De momento, no hay nada más. Mañana volveremos a trabajar con Bledsoe.

– Bien. Ahora, Chicago.

El resto de los informes no contenía detalles relevantes con respecto a la identificación ni añadía nada nuevo a la creciente ficha de datos del Poeta. Casi todos los agentes habían seguido los pasos de la policía local sin encontrar novedades. Tampoco el informe de Denver contenía nada nuevo. Sin embargo, al final, el agente que estaba al teléfono dijo que se había llevado a cabo el examen de los guantes que mi hermano tenía puestos y que se había encontrado una única gota de sangre en la piel del forro del guante derecho. Después preguntó si yo estaría dispuesto a llamar a Riley y solicitar su consentimiento para exhumar el cadáver.

No contesté porque estaba aturdido pensando en lo que podía significar el indicio de hipnotismo con respecto a los últimos momentos de mi hermano. Me preguntaron de nuevo y dije que la llamaría por la mañana.

El agente concluyó su informe añadiendo, como una ocurrencia tardía, que había enviado las pruebas de GSR de la boca de mi hermano al laboratorio de Quantico.

– Aunque aquí son muy eficientes, jefe, y no creo que allí encuentren más información que la que ya tenemos.

– ¿Y qué encontraron? -preguntó Backus evitando mirarme.

– Sólo GSR. Nada más.

No sé qué sentí al oír esas palabras. Supongo que algo de alivio, aunque no constituía prueba de que nada hubiera ocurrido ni dejado de ocurrir. Sean estaba muerto y yo seguía obsesionado por saber cómo habían sido sus últimos momentos, cuáles sus últimos pensamientos.

Traté de quitármelo de la cabeza para concentrarme en la teleconferencia. Backus había pedido a Brass que les pusiera a todos al corriente de los nuevos datos sobre la victimología y acababa de perderme casi todo el informe.

– Así es que hemos descartado toda relación -decía-. Al margen de las posibilidades de que se ha hablado antes en Florida, digo que los selecciona al azar. No se conocían entre ellos, nunca habían trabajado juntos y sus caminos jamás se cruzaron, en ninguno de los seis casos. Hemos averiguado que cuatro de ellos asistieron a una especie de seminario sobre homicidios patrocinado por el FBI, que se celebró en Quantico hace cuatro años, pero los otros dos no asistieron y no sabemos si los que acudieron allí llegaron a conocerse siquiera o a entablar conversación durante el seminario. Orsulak, el de Phoenix, queda excluido de todo esto. Todavía no hemos tenido tiempo de investigarlo.

– Es decir que, si no existe relación, ¿tenemos que suponer que el delincuente los escoge sencillamente porque muerden el anzuelo? -preguntó Rachel.

– En efecto, eso creo.

– O sea, que se mantiene alerta y al acecho, y entonces ve a su presa por primera vez después de la muerte del cebo.

– En efecto, sí. Todos los casos utilizados como cebo fueron muy aventados por los medios locales de comunicación. Tal vez viera a cada uno de los detectives por primera vez en televisión o en una foto de la prensa.

– No cumple con el arquetipo de atracción física.

– No. Sencillamente, le toca a quien se encargue del caso. El detective al mando se convierte en presa. Bien, eso no quiere decir que después de escogerlo no encuentre que uno o más de esos sujetos le resulten más atractivos o que respondan mejor a sus fantasías. Siempre puede ocurrir.

– ¿A qué fantasías te refieres? -pregunté, esforzándome por no perder el hilo de las palabras de Brass.

– ¿Eres tú, Jack? Pues verás, no sabemos de qué fantasía se trata. Ahí está la cuestión. Estamos abordando el tema en dirección contraria. No sabemos qué motiva al asesino, y sólo vemos y hacemos conjeturas sobre partes aisladas. Es posible que nunca descubramos qué es lo que mueve su mundo. Ha caído de la luna, Jack. La única forma de llegar a saber algo a ciencia cierta es que él mismo decida contárnoslo un día.

Hice un gesto de asentimiento y pensé en otra pregunta. Esperé hasta que vi claramente que los demás no tenían nada que añadir.

– Hum, agente Brass… quiero decir, Doran. -¿Sí?

– A lo mejor ya habéis hablado de ello, pero ¿qué hay de los poemas? ¿Se os ocurre algo más que una idea sobre cómo encajados?

– Pues, evidentemente, no son más que un alarde. Así lo observamos ayer. Es su firma y, aunque evidentemente quiere evitar su captura, al mismo tiempo su forma de ser le impulsa a dejar un detalle que diga: «Eh, que he sido yo.» Ésa es la función que cumplen los poemas. En cuanto a los poemas mismos, existe una relación entre ellos: todos hablan de la muerte, o se pueden interpretar en ese sentido. También es común la idea de considerar la muerte como portal hacia otras cosas, hacia otros lugares. Creo que una de sus citas es: «Por la pálida puerta.» Tal vez el Poeta cree que envía a sus víctimas a un mundo mejor, como si los transformase. Es un detalle que debemos tener en cuenta a la hora de sopesar la patología de este individuo. Sin embargo, volvemos otra vez a la falta de peso de todas nuestras conjeturas. Es como si registrásemos un cubo lleno de basura para averiguar lo que cenó anoche una persona. No sabemos qué está haciendo este hombre, ni lo sabremos hasta que lo atrapemos.

– Brass, soy Bob, otra vez. ¿Cómo interpretáis el esquema de estos crímenes?

– Brad os lo explica.

– Aquí Brad. Hum, hemos calificado a este tipo como «viajero accidental». Sí, actúa por todo el país, pero se queda quieto en un sitio varias semanas seguidas, o incluso meses, a veces. Esta característica es anormal según nuestro perfil anterior. El Poeta no es un asesino de los que dan el golpe y desaparecen. Da el golpe y se queda en las cercanías durante un tiempo. Debemos suponer que durante ese período el cazador vigila a su presa. Necesita familiarizarse con

las costumbres y pormenores de su víctima. Es posible que incluso entable una relación de amistad superficial. Y eso es lo que tenemos que buscar, un amigo o conocido reciente en la vida de cada uno de los detectives. A lo mejor un nuevo vecino o cliente del bar habitual. La situación de Denver también apunta la posibilidad de que se acercara a ellos como informante, como si poseyera datos importantes. No sería improbable que utilizara las dos tácticas a la vez.

– Y con esto llegamos al paso siguiente -dijo Bacros-. Después del contacto.

– Poder -dijo Hazelton-. Después de acercarse a sus víctimas lo suficiente, ¿cómo las domina? Bien, suponemos que posee alguna clase de arma que le permite neutralizarlos desde el principio, pero hay algo más. ¿Cómo se las ingenia para que seis policías de homicidios, siete ahora, escriban los versos? ¿Cómo consigue evitar la pelea en todos los casos? Por el momento, estamos estudiando la posibilidad de que utilice la hipnosis y algún tipo de estimulante químico que obtenga de la propia víctima. Todos los incidentes, menos uno, ocurrieron en el domicilio de la víctima. La única excepción es el caso McEvoy Si lo dejamos aparte y nos centramos en el resto, seguro que ninguno de nosotros tiene vacío el botiquín. Y seguro que en ninguno de nuestros botiquines falta un medicamento, recetado por el médico o comprado directamente en la farmacia, que pueda servir de estimulante. Claro está que unos producen más efecto que otros. Pero, si los supuestos no nos fallan, la cuestión es que el Poeta recurre a las cosas que las propias víctimas le proporcionan. Estamos trabajando duro en ello. Eso es todo, por ahora.

– Muy bien -dijo Backus-. ¿Alguna pregunta más?

La sala y el altavoz telefónico permanecieron en silencio.

– Bien, muchachos -dijo, echándose sobre el escritorio apoyado en las manos y acercando la boca al micrófono del teléfono-. Poned todo vuestro empeño. Esta vez nos hace falta de verdad.

Rachel y yo seguimos a Backus y Thompson al Hyatt, donde Matuzak había reservado habitaciones. Tuve que inscribirme y pagar mi alojamiento mientras Backus firmaba el registro y recibía las llaves para los otros cinco, que iban pagados por el Gobierno. De todas formas, me aplicaron el descuento que el hotel hace siempre al FBI. Seguro que fue por la camisa.

Rachel y Thompson esperaban en el salón del vestíbulo, donde habíamos quedado para tomar una copa antes de cenar. Cuando Backus le entregó a Rachel la llave de la habitación, le oí decir que era la 321 Y lo memoricé. La mía estaba cuatro puertas más allá, la 317, y enseguida empecé a pensar en la noche que tenía por delante y en cómo salvar esa distancia.

Tras media hora de charla intrascendente, Backus se levantó y anunció que se retiraba a su habitación a repasar los informes del día, antes de salir hacia el aeropuerto a recoger a Thorson y Cartero Rechazó la invitación de venir a cenar con nosotros y se fue al ascensor. A los pocos minutos, Thompson también se escabulló con la excusa de que iba a leer detenidamente el informe de la autopsia de Orsulak.

– Nos hemos quedado solos -comentó Rachel cuando Thompson ya no la oía-. ¿Qué te apetece comer?

– No sé. ¿Se te ocurre algo a ti?

– No lo he pensado. Pero sí sé lo que quiero antes que nada… Darme un baño caliente.

Quedamos para ir a cenar una hora más tarde. Hicimos el trayecto en ascensor en un silencio cargado de tensión sexual. Una vez en mi habitación, quise quitarme a Rachel de la cabeza y conecté el ordenador a la línea telefónica para escuchar las llamadas de Denver. Sólo había una, de Greg Glenn que quería saber dónde me había metido. Contesté, aunque no creía que recibiera el recado hasta que volviera al trabajo el lunes. Luego, envié un mensaje a Laurie Prine pidiéndole que buscara todo lo referente a Horace el Hipnotizador que se hubiera publicado en la prensa de Florida durante los últimos siete años. Añadí que me lo enviara a mi buzón de correo, pero que no corría prisa.

Después me duché y me puse la ropa nueva para ir a cenar con Rachel. Cuando terminé todavía faltaban veinte minutos y se me ocurrió que podía bajar a ver si encontraba una farmacia cerca. Pero pensé que a Rachel le causaría mala impresión, si todo salía bien y me presentaba en su cama con el condón en el bolsillo. Así es que descarté lo de la farmacia; las cosas se resolverían sobre la marcha.

– ¿Has visto el informativo de la CNN?

– No -le dije.

Estaba en la puerta de su habitación. Volvió a la cama y se sentó para calzarse. Tenía un aspecto fresco y descansado y llevaba una blusa de color crema y pantalones téjanos negros. El televisor estaba encendido todavía y hablaban sobre los tiroteos de Colorado. Supuse que no sería a eso a lo que se refería.

– ¿Qué han dicho?

– Han hablado de nosotros. Salíamos Bob, tú y yo, a la puerta de la funeraria. No sé cómo, pero se enteraron del nombre de Bob y lo sacaron en pantalla.

– ¿Han dicho que era del BSS?

– No, sólo que era del FBI. Pero no importa. La CNN ha debido de sacar la noticia de la televisión local. Si nuestro hombre lo ha visto, esté donde esté, podría traemos problemas.

– ¿Por qué? No es tan raro que el FBI asome la nariz en casos así.

– El problema consiste en que eso ayuda al Poeta; ocurre en casi todos los casos. Una de las formas de gratificación que busca esta clase de asesinos es ver su trabajo en la televisión y en los periódicos. Ese encaprichamiento con los medios de comunicación se hace extensivo, en parte, a sus perseguidores. Tengo la sensación de que ese tipo, el Poeta,

sabe más de nosotros que nosotros de él. Si no me equivoco, es probable que haya leído libros sobre casos de asesinos en serie. Novelas baratas y hasta estudios más rigurosos. Es fácil que sepa nombres. El padre de Bob aparece en muchos trabajos serios. El propio Bob sale también en algunos, y yo misma. Nuestros nombres y fotografías, nuestras palabras. Si ha visto el programa de la CNN y nos ha reconocido, supondrá que vamos pisándole los talones. Tal vez lo perdamos ahora. Puede escabullirse.

La ambivalencia dominó la velada. Incapaces de decidir lo que nos apetecía y adonde queríamos ir, nos conformamos con el restaurante del hotel. La comida estuvo bien, pero la botella de cabernet Buehler que compartimos fue perfecta. Le dije que no se preocupara de las dietas gubernamentales porque pagaba el periódico. Y entonces pidió cerezas flambeadas de postre.

– Me da la impresión de que serías feliz si no existieran en el mundo medios de comunicación libres -le dije mientras nos alargábamos con los postres.

Las implicaciones del reportaje de la CNN habían dominado la conversación durante la cena.

– En absoluto. Los respeto como necesidad de toda sociedad libre. Lo que no respeto es la irresponsabilidad que soportamos con mayor frecuencia de la que nos gustaría.

– ¿Qué tenía de irresponsable el reportaje?

– En concreto ése no era importante, pero me fastidia que utilicen nuestras imágenes sin molestarse en preguntar por las posibles repercusiones. Ojalá los medios de comunicación consideraran algún día las historias en un sentido más completo, en vez de lanzarse siempre a por la gratificación más inmediata.

– No siempre. Yo no pasé de vosotros y os dije que iba a escribir mi historia. Lo mío era de largo alcance, la verdadera historia completa.

– ¡Oh, qué gran nobleza! y más viniendo de un hombre que se ha hecho un hueco en la investigación a fuerza de extorsiones.

Sonrió, y yo también.

– ¡Unmomento! -protesté.

– ¿Por qué no cambiamos de tema? Estoy harta de todo esto. ¡Dios! Me gustaría poder tumbarme y olvidarlo todo un rato.

Otra vez lo mismo. Las palabras que empleaba, la forma de mirarme mientras las pronunciaba. ¿Las interpretaba yo correctamente o sólo entendía lo que quería entender?

– De acuerdo, olvidemos al Poeta -le dije-. Hablemos de ti.

– ¿De mí? ¿Qué quieres que te cuente?

– Ese rollo que te traes con Thorson parece una telecomedia.

– Esa cuestión es personal.

– No cuando no paráis de fusilaros con la mirada el uno al otro de punta a punta de la habitación, ni cuando intentas que Backus lo aparte del caso.

– No lo quiero fuera del caso, sólo lo quiero lejos de mí. Siempre encuentra la manera de inmiscuirse para ver si se hace con el mando. Observa y verás.

– ¿Cuánto tiempo estuvisteis casados?

– Quince esplendorosos meses.

– ¿Cuándo terminasteis?

– Hace mucho, tres años.

– Sí, es mucho para que las espadas sigan en alto.

– No quiero hablar de eso.

Pero yo intuía que sí. Dejé transcurrir unos instantes. El camarero se acercó a servirnos más café.

– ¿Qué ocurrió? -le pregunté en voz baja-. No te mereces ser tan desgraciada.

Alargó una mano y me tiró suavemente de la barba; era la primera vez que me tocaba desde que me había hundido la cabeza en la cama, en Washington.

– Eres encantador -hizo un gesto negativo con la cabeza-. Nos equivocamos los dos, nada más. Aveces, ni siquiera entiendo qué vimos el uno en el otro. Sencillamente, no funcionó.

– ¿Por qué?

– Porque no. Como ya te dije, los dos llevábamos mucha carga. La suya pesaba más. Se colocó una máscara y no vi toda la rabia que ocultaba detrás hasta que fue demasiado tarde. Salí de allí en cuanto pude.

– ¿Por qué tanta rabia?

– Por muchas cosas. Está lleno de furor. Por otras mujeres, por otras relaciones. Nuestro matrimonio fue su segundo fracaso. Por el trabajo. Aveces sacaba todo lo que tenía dentro y se encendía como un soplete.

– ¿Te pegó alguna vez?

– No. No me quedé el tiempo suficiente como para que lo intentara. Ya sabemos que todos los hombres niegan la intuición femenina, pero creo que si hubiera seguido con él, habríamos llegado a esa situación. Era el curso normal de las cosas. Y todavía procuro mantener las distancias con él.

– Y él todavía tiene algo que darte.

– Si te lo crees es que estás loco.

– Aún le queda algo.

– Lo único que le queda son las ganas de verme hecha una desgraciada. Quiere vengarse en mí de su fracaso matrimonial, de su mísera vida, de todo.

– ¿Cómo es que conserva el empleo todavía?

– Como te he dicho, se oculta tras una máscara. Y lo disimula muy bien. Ya lo viste en la reunión. Se contenía. Además, tienes que entender una cosa de los del FBI. Nunca pretenden hundir a sus hombres. Mientras cumpla con su

trabajo, mis sentimientos y mis palabras no le importan a nadie.

– ¿Te quejaste de él?

– Directamente no. Habría sido como ponerme la soga al cuello. Tengo una posición envidiable en el BSS, pero no olvides que el FBI es un mundo masculino. Una no puede ir a quejarse al jefe de las supuestas intenciones del ex marido. Si lo intentase, seguramente acabaría cargando datos en Salt Lake Cirro

– Entonces, ¿cómo vas a remediarlo?

– Lo tengo difícil. Le he soplado al oído a Backus suficientes indirectas como para que se dé cuenta de lo que pasa. Como puedes deducir por lo que has oído hoy, no va a tomar medidas al respecto. Supongo que Gordon también le sopla lo suyo por el otro oído. Si yo fuera Bob, me quedaría sentada tranquilamente, como hace él, esperando a ver cuál de los dos mete la pata. El que la cague primero, se larga.

– ¿En qué consistiría cagada?

– No sé. Nunca se sabe con el FBI. Pero Bob tiene que tener más cuidado conmigo que con él. Cuestión de prioridades, ¿sabes? Tendrá que organizarse muy bien si pretende suprimir a una mujer de la unidad. Ahí está mi ventaja.

Asentí con la cabeza. Habíamos llevado una parte de la conversación hasta su fin de forma natural. Pero yo no quería que volviera a su habitación. Quería estar con ella.

– Eres hábil haciendo entrevistas, Jack. Muy astuto. -¿Qué?

– Nos hemos pasado el rato hablando de mí y del FBI. ¿Qué hay de ti?

– ¿Qué quieres que te cuente? No estoy casado ni divorciado. Ni siquiera tengo plantas en casa. Me paso el día sentado delante del ordenador. No estoy en la misma onda que vosotros, Thorsonytú.

Sonrió y soltó una risita un poco infantil.

– Sí, somos toda una pareja. Eramos. ¿Te sientes mejor después de la reunión de hoy, con lo que han encontrado en Denver?

– Querrás decir con lo que no han encontrado. No sé. Supongo que es mejor que parezca que no tuvo que pasar por eso. De todas formas, todavía no hay motivos para sentirse mejor.

– ¿Has llamado a tu cuñada?

– No, todavía no. La llamaré por la mañana. Me parece que esas cosas se discuten mejor a luz del día.

– Nunca he pasado mucho tiempo con los familiares de las víctimas -comentó-. Al FBI siempre lo llaman más tarde.

– Yo he… Soy un experto en entrevistas a viudas recientes, madres que acaban de quedarse sin su hijo, padres de la novia muerta. Di un caso cualquiera, seguro que hice la entrevista.

Nos quedamos un buen rato en silencio. El camarero acudió con la cafetera, pero los dos pasamos. Pedí la cuenta. Sabía que esa noche no ocurriría nada entre los dos. Había perdido el valor de intentarlo porque no quería arriesgarme a un rechazo. Mi táctica siempre ha sido la misma. Si no me importa que una mujer me rechace, me arriesgo sin pensarlo. Pero si me importa y sé que su rechazo me va a doler, siempre me retiro.

– ¿En qué estás pensando? -me preguntó.

– En nada -mentí-. Supongo que en mi hermano.

– ¿Por qué no me cuentas esa historia?

– ¿Cuál?

– La del otro día. Estabas a punto de contarme algo bueno de él. Lo más hermoso que hizo por ti en su vida. Lo que lo convirtió en un santo.

Me quedé mirándola. Inmediatamente supe a qué se refería, pero lo pensé un poco antes de hablar. Habría podido contarle una mentira con toda facilidad, decirle que lo más hermoso que había hecho por mí era quererme, pero confiaba en ella. Confiamos en lo que nos parece bello, en lo que deseamos. Y a lo mejor tenía necesidad de confesarme con alguien al cabo de tantos años.

– Lo más hermoso que hizo en su vida fue no culparme.

– ¿De qué?

– Nuestra hermana murió cuando éramos pequeños. Yo tuve la culpa. Él lo sabía. Era el único que sabía la verdad. Además de ella. Pero jamás me lo reprochó ni se lo contó a nadie. En realidad, asumió la mitad de la culpa. Eso fue lo más hermoso.

Se apoyó en la mesa y me miró de cerca con expresión de pena. Cred que realmente habría sido una buena psicóloga, si se lo hubiera propuesto.

– ¿Qué pasó, Jack?

– Mi hermana cayó al lago al romperse el hielo. En el mismo sitio donde encontraron el cuerpo de Sean. Era más alta

que yo, y mayor. Habíamos ido allí con nuestros padres. Teníamos una caravana y mis padres estaban preparando la comida o algo parecido. Sean y yo estábamos fuera y Sarah nos vigilaba. Yo eché a correr por el lago helado y Sarah vino detrás para impedir que me adentrase en la parte donde el hielo estaba más quebradizo. Pero ella era mayor que yo, más alta, más pesada, y se rompió el hielo. Empecé a gritar y Sean también. Mi padre y algunas otras personas que habían por allí intentaron rescatarla, pero no llegaron a tiempo… Me llevé el café a los labios, pero ya no quedaba nada. La miré y proseguí.

– En fin, todos preguntaban qué había pasado, ¿sabes?, pero yo no podía… no podía hablar. Y él, Sean, dijo que nos habíamos metido los dos en el hielo y que Sarah, al acercarse a nosotros, se hundió. Era mentira y no sé si mis padres llegaron a creerlo en algún momento. Supongo que no. Pero Sean lo hizo por mí, como si estuviera dispuesto a compartir la culpa conmigo, a cargada a medias para que me fuera más llevadera.

Me quedé, mirando la taza vacía. Rachel no dijo nada.

– Podías haber hecho carrera en la psicología. Nunca se lo había contado a nadie.

– Bueno, a loO mejor es que sientes que se lo debías… el contar la historia, quiero decir. Una forma de mostrarle tu agradecimiento.

El camarero dejó la nota en la mesa y nos dio las gracias. Abrí la cartera y coloqué la tarjeta de crédito encima de la cuenta. Podía pensar en una forma mejor de demostrarle mi agradecimiento. Pensaba en ello.

Al salir del ascensor me faltó poco para quedarme paralizado por el miedo. No conseguí reunir fuerzas para hacer lo que deseaba.

Nos acercamos primero a su puerta. Ella sacó la llave magnética del bolsillo y me miró. Me quedé dudando y no dije nada.

– Bien -dijo al cabo de un momento largo-. Creo que mañana empezamos temprano. ¿Sueles desayunar?

– Sólo café, normalmente.

– Bien, de acuerdo. Te llamo y a lo mejor tenemos tiempo de tomar una taza rápida.

Asentí con un gesto; no podía hablar, abrumado por la vergüenza de mi fracaso y mi cobardía.

– Buenas noches, Jack.

– Buenas noches -logré decir antes de seguir pasillo adelante.

Me senté al borde de la cama y vi los programas de la CNN durante media hora, con la esperanza de pillar el reportaje del que ella me había hablado o cualquier otra cosa que me quitara de la cabeza el desastroso final de la noche. ¿Por qué será, me pregunté, que las personas que más nos interesan son a las que más nos cuesta llegar? Un instinto profundo me decía que la oportunidad, el momento idóneo, había sido cuando estábamos en el pasillo. Pero lo dejé pasar. Me alejé corriendo. Ahora sospechaba que el fracaso me obsesionaría eternamente. Porque podía haber perdido ese sexto sentido para siempre.

Creo que no oí el primer golpe en la puerta. Porque lo que me sacó de mis sombrías elucubraciones fue una llamada muy fuerte y seguro que no era la primera. Sonaba con la impaciencia de una tercera o cuarta intentona.

Molesto por la intrusión, apagué el televisor, me acerqué a la puerta y abrí sin fijarme antes por la mirilla. Era ella.

– Rachel.

– Hola. -Hola.

– Esto… bueno, se me ha ocurrido que podía darte la oportunidad de redimirte, si es que quieres.

La miré pensando en un montón de respuestas, todas encaminadas a pasad e la pelota otra vez para que fuera ella la que diera el paso siguiente. Pero había recuperado el sexto sentido y supe enseguida lo que ella quería y lo que yo tenía que hacer.

Di un paso adelante, le pasé el brazo por la espalda y la besé. Después la hice entrar en la habitación y cerré la puerta.

– Gracias -susurré.

Después, ya no dijimos nada más, prácticamente. Ella apagó la luz y me llevó a la cama. Me rodeó el cuello con los brazos y me tumbó despacio con un beso largo y profundo. Nos hicimos un lío con la ropa y decidimos, sin mediar palabra, desnudarnos cada uno por su cuenta. Era más rápido.

– ¿No tienes nada por ahí? -musitó-. Ya sabes, algo que ponerte.

Alicaído por las consecuencias de mi indecisión anterior, le dije que no con la cabeza y estuve a punto de decirle que bajaba a la farmacia, pero sabía que la interrupción echaría a perder aquel momento.

– Creo que yo sí -dijo.

Colocó el bolso en la cama y oí cómo abría la cremallera de un compartimento interior. Entonces me colocó en la mano un condón envuelto en plástico.

– Guardo siempre uno para una emergencia -comentó con afectuosa ironía.

Después hicimos el amor. Despacio, sonriendo entre las sombras de la habitación. Ahora lo recuerdo como un momento maravilloso, quizá la hora más erótica y apasionada de mi vida. Sin embargo, en realidad, cuando le quito el velo a la memoria, sé que fue una hora de inquietud en la que los dos estábamos impacientes y ansiosos por complacer al otro y, tal vez por eso, sin querer, nos privamos del verdadero placer del momento. Tenía la impresión de que Rachel deseaba más que nada la intimidad del acto, la proximidad de otro ser humano más que el placer sensual. Yo también, pero además sentía un hondo deseo carnal por su cuerpo. Tenía los pechos pequeños, con grandes areolas oscuras, y un

delicioso vientre redondeado con suave vello debajo. Cuando acompasamos nuestros ritmos, la cara se le calentó y le salieron coloretes. Era preciosa, y se lo dije. Pero, al parecer, se avergonzó y me volvió a tumbar con un abrazo, de modo que no pudiera verle la cara. Me la tapaban sus cabellos, olía a manzanas. Luego, se tumbó boca abajo y le acaricié la espalda.

– Quiero estar contigo después de esto -le dije.

No respondió, pero me pareció bien. Supe que lo que acabábamos de compartir era auténtico. Se incorporó poco a poco hasta quedar sentada en la cama.

– ¿Qué pasa?

– No puedo quedarme. Quiero, pero no puedo. Tengo que estar en mi habitación por la mañana, por si Bob me llama. Quiere que hablemos antes de la reunión con la policía local y me dijo que pasaría a buscarme.

Decepcionado, me quedé mirándola mientras se vestía sin decir una palabra. Se movía con precisión en la oscuridad, sabía lo que tenía que hacer. Cuando terminó, se inclinó hacia mí y me besó en los labios.

– A dormir.

– Sí. Tú también.

Estaba tan satisfecho que fui incapaz de dormirme una vez que se marchó. Me encontraba muy a gusto. Me sentía reafirmado, lleno de una felicidad inexplicable. Cada día luchamos a muerte por la vida, pero ¿hay algo más vital que el acto físico del amor? Mi hermano y todo lo que había ocurrido quedaban muy lejos.

Rodé hasta el otro lado de la cama y cogí el teléfono. Estaba tan pletórico que quería hacerla partícipe de mis pensamientos. El teléfono sonó ocho veces y, como no contestaba, hablé con la telefonista.

– ¿Está segura de que era la habitación de Rachel Walling?

– Sí, señor. La tres veintiuno. ¿Desea dejar un mensaje? -No, gracias.

Me senté y encendí la luz. Conecté el televisor con el mando a distancia y me pasé unos minutos cambiando de canal, sin fijarme en nada. Volví a llamarla, pero tampoco hubo contestación.

Mientras me vestía me apeteció una Coca-Cola. Cogí la llave y monedas sueltas de la cómoda y me fui al final del pasillo, al rincón de las máquinas expendedoras. Al volver me detuve ante la 321 y me quedé ante la puerta, escuchando. No se oía nada. Llamé suavemente y esperé, volví a llamar. No contestó.

Llegué a la mía e intenté abrir torpemente, al tiempo que giraba el pomo y sujetaba la lata de Coca-Cola. Por fin, dejé la lata en el suelo y, cuando estaba abriendo, oí pasos, me giré y vi que un hombre se acercaba hacia mí por el pasillo. Las luces estaban tenues porque ya era tarde, y la intensa iluminación del hueco del ascensor convertía al que se acercaba en una silueta. Era corpulento y llevaba algo en la mano. Una bolsa, quizá. Estaba a unos tres metros de mí.

– ¡Hola, Sport!

Thorson. A pesar de que reconocí su voz, me sobresalté y creo que él me lo notó en la cara. Oí que chasqueaba la lengua al pasar de largo.

– Felices sueños.

No contesté. Recogí la lata y entré despacio en la habitación, sin perder de vista a Thorson, que seguía andando por el pasillo. Pasó ante la 321 sin vacilar y se detuvo una puerta más allá. Mientras manipulaba la llave, volvió la cabeza hacia mí otra vez. Nuestras miradas se cruzaron un momento y luego entré en mi habitación sin decir nada.

28

Gladden se arrepintió de no haberle preguntado a Darlene dónde estaba el mando a distancia antes de matarla. Le fastidiaba tener que levantarse para cambiar de canal. Todos los canales de la televisión de Los Angeles le sacaban jugo al reportaje del Times. Pero tendría que sentarse justo delante del aparato para ir cambiando de canal si quería ver todas las versiones. Ya le había visto la cara al detective Thomas. Lo habían entrevistado en todos los canales.

Se quedó tumbado en el sofá, demasiado nervioso para irse a dormir. Quería cambiar a la CNN, pero no tenía ganas de levantarse otra vez. Estaba viendo un canal por cable del final de la lista de emisoras. Una mujer con acento francés preparaba crepés rellenos de yogur.

Gladden no sabía si serían un postre o un desayuno. Pero el programa le abrió el apetito y se le ocurrió que a lo mejor se comía otra lata de ravioli. Decidió que no. Sabía que tenía que racionar las provisiones. Todavía le quedaban cuatro días por delante.

– ¿Dónde cojones está el dichoso mando, Darlene? -preguntó en voz alta.

Se levantó y cambió de canal, apagó las luces y volvió al sofá. Con el monólogo de los últimos presentadores de la CNN como fondo anestésico, empezó a pensar en sus planes. Ahora sabían que existía y tendría que tomar más precauciones que nunca.

Por fin le llegó el sueño, se le caían los párpados y el ruido de la televisión le sirvió de nana para dormirse del todo. Justo cuando caía, lo despabiló una referencia a un reportaje de Phoenix sobre el asesinato de un inspector de policía. Gladden abrió los ojos.

29

Por la mañana, cuando Rachel me llamó, todavía estaba acostado. Eché un vistazo al despertador: eran las siete y media. No le pregunté por qué no había contestado al teléfono ni a la puerta la noche anterior. Ya me había pasado buena parte de la noche pensándolo y lamentándome, y llegué a la conclusión de que seguramente estaba en la ducha las veces que la telefoneé y llamé a la puerta.

– ¿Estás levantado? -Ahora sí.

– Bien. Llama a tu cuñada. -Vale, de acuerdo.

– ¿Quieres café? ¿Cuánto tardas en prepararte?

– Tengo que hacer la llamada y ducharme. Tardaré una hora, más o menos.

– Pues ahí te quedas, Jack.

– Vale, media hora. ¿Ya te habías levantado? -No.

– Pero ¿no tienes que darte una ducha?

– Yo no tardo una hora en prepararme ni en los días de fiesta.

– Vale, vale. Media hora.

Al levantarme, encontré en el suelo el envoltorio roto del condón. Lo recogí y tomé buena nota de la marca porque seguro que eran los que más le gustaban; después lo tiré a la papelera del cuarto de baño.

Casi deseaba que Riley no estuviera en casa, porque no sabía exactamente cómo pedirle permiso para que desenterraran el cuerpo de su marido; no sabía cómo reaccionaría. Pero sí sabía que a las nueve menos cinco de un domingo por la mañana lo raro sería que no estuviera. Las únicas veces que había acudido a la iglesia en los últimos años, que a mí me constara, habían sido cuando el funeral de Sean y, anteriormente, el día de su boda. Descolgó a la segunda señal, con una voz que me pareció más animada que la que le había escuchado durante el último mes. Al principio, ni siquiera estaba seguro de que fuera ella.

– ¿Riles?

– Jack, ¿dónde te has metido? Estaba preocupada.

– Estoy en Phoenix. ¿Por qué estás preocupada?

– Bueno, es que, verás, no sé lo que está pasando.

– Siento mucho no haberte llamado. Todo va bien. Estoy con el FBI. No puedo contarte gran cosa, pero están investigando la muerte de Sean. La suya y la de otros cuantos.

Miré por la ventana y vi la silueta de la montaña en el horizonte. El folleto turístico que había en la habitación decía que se llamaba Camelback Mountain (monte Joroba de Camello), y realmente era un nombre apropiado. No sabía si estaba hablando más de la cuenta. Pero Riley no iba a ir a vender la historia al National Enquirer.

– Hum, ha surgido una cuestión en el caso. Creen que a lo mejor han pasado por alto cierta prueba sobre Sean… Esto, quieren… Riley, necesitan sacarlo de bajo tierra para volver a inspeccionarlo.

No hubo respuesta, y esperé un buen rato. -¿Riley?

– ¿Por qué, Jack?

– Sería de gran ayuda para el caso, para la investigación.

– Pero ¿qué quieren? ¿Van… van a abrirle el cuerpo otra vez?

Pronunció la última frase con un susurro desesperado y me di cuenta de que había metido la pata en la forma de planteárselo.

– No, no; en absoluto. Bueno, lo único que quieren es mirarle las manos otra vez. Nada más. Tienes que darles permiso. Si no, tendrán que acudir a los tribunales y es un lío tremendo.

– ¿Las manos? ¿Por qué, Jack?

– Es largo de contar. En realidad no debería decírtela, pero… Creen que el tipo…, el que lo hizo, intentó hipnotizar a Sean. Quieren mirarle las manos para comprobar si hay señales de pinchazos de alfiler, ¿sabes? Sería la prueba que le habría hecho el autor para saber si estaba hipnotizado de verdad o no.

Otro silencio.

– Hay una cosa más -le dije-. ¿Sean tenía tos o estaba resfriado? Es decir, aquel día.

– Sí -dijo, tras unos momentos de vacilación-. Se encontraba mal y le dije que no saliera. Yo también me encontraba mal, y le pedí que se quedara en casa conmigo.

Jack, ¿sabes una cosa? -¿Qué?

– No te extrañe que me encontrara mal, porque ya estaba embarazada. Me enteré el miércoles. Me pilló por sorpresa. Dudé.

– ¡Vaya, Riley! -dije por fin-. ¡Es maravilloso! ¿Se lo has dicho a los viejos?

– Sí, ya lo saben. Están muy contentos. Es una especie de hijo milagroso, porque yo no lo sabía y en realidad no nos lo habíamos propuesto.

– ¡Qué buena noticia!

No sabía cómo volver al tema de antes. Por fin, decidí agarrar al toro por los cuernos.

– Tengo que irme ya, Riley. ¿Qué les digo?

Rachel estaba en el vestíbulo cuando salí del ascensor. Llevaba la bolsa del ordenador y la de viaje.

– ¿Ya te vas del hotel? -le pregunté, porque no entendía.

– Normas del FBI cuando se está de viaje. No dejar nada en la habitación porque nunca se sabe cuándo habrá que salir volando. Si hay cambio de planes, no me dará tiempo a volver y recoger las cosas.

Asentí con un gesto. Ya era tarde para ir a hacer el equipaje, aunque tenía muy poco que recoger.

– ¿La has llamado?

– Sí. Dijo que de acuerdo. Y por el mismo precio me confirmó que Sean se encontraba mal aquel día. El jarabe para la tos era suyo. Me imagino por qué asesinó a Sean en el coche y no en casa, como a los otros.

– ¿Por qué?

– Porque Riley, la mujer de mi hermano, también se encontraba mal y se quedó en casa. Mi hermano habría hecho lo imposible por no llevar a ese tipo a casa, estando ella allí.

Moví la cabeza con tristeza por el último y quizás el más valeroso acto de mi hermano.

– Creo que tienes razón, Jack. Encaja. Pero, verás, ha habido algunos cambios. Acaban de avisar a Bob y me ha llamado desde la oficina. Ha pospuesto la reunión con la policía local. Hemos recibido un fax del Poeta.

En la sala de reuniones se respiraba un ambiente definitivamente sombrío.

Sólo participaban los agentes de Quantico: Badcku Thompson, Thorson y un agente llamado Cárter que se encontraba en la primera reunión informativa a la que asistí en Quantico. Vi que Rachel y Thorson intercambiaban una mirada despectiva cuando entramos. Miré a Backus; parecía sumido en sus pensamientos. Tenía delante el ordenador portátil abierto, encima de la mesa, pero no lo miraba. Se había puesto una americana gris diferente, que le daba un aspecto aseado. Le asomó a los labios una sonrisa de desconcierto y me miró.

– Jack, ahora vas a ver de primera mano la razón por la que nos preocupaba tanto que esta historia no se supiera. Ha bastado un único pase de vídeo de cinco segundos para que el delincuente supiera que le seguimos el rastro.

Asentí con un gesto.

– No me parece nada oportuno que se quede para esto -dijo Thorson.

– Un trato es un trato, Gordon. Él no tiene nada que ver con el reportaje de la CNN.

– De todos modos, no creo que…

– Basta ya, Gordon -terció Rachel-. No nos interesa tu opinión.

– Bien, dejemos las hostilidades y vamos a concentramos en el problema -dijo Backus-. Aquí tengo unas copias. Abrió una carpeta y pasó copias del fax por toda la mesa. A mí me tocó una. Nos pusimos a leer en silencio.

Querido Bob Backus, agente del FBI: Le saludo, señor. Vi las noticias y le vi a usted en Phoenix; muy astuto, señor. A mí no me engaña con esos comentarios a reporteros de pocas luces. He visto su cara, Bob. Usted viene a por mí y yo le espero con ansiedad. ¡Pero tenga cuidado, mi buen amigo Bob! ¡No se acerque tanto! Fíjese en lo que les pasó al pobre Orsulak y a los demás. Hoy han dado sepultura a Orsulak, ha sido el final de un trabajo bien hecho. Pero un hombre del FBI, de una estatura como la suya, sí que sería una buena caza. Je, je.

No se preocupe, Bob. Usted no corre peligro. La próxima víctima ya ha sido ungida. He hecho mi elección y lo tengo delante de mí mientras usted lee estas palabras.

¿Ya se apiñan sus tropas a su alrededor? ¿Le intriga saber cuál es el resorte que mueve a su oponente? Qué gran misterio, ¿verdad? Molesto como el pinchazo de un alfiler en la palma de la mano, sospecho. Le doy una pista (¿Para qué están los amigos?).

Soy la manzana podrida del ojo de mi amigo del alma, ¿quién soy? Cuando encuentre la respuesta, Bob, repítala una y otra vez. Entonces lo comprenderá. Lo sabrá. Es usted un profesional y seguro que está a la altura del enigma. ¡Cuento con usted, Bob!

Vivo solitario en un mundo de quejidos, Bob, y mi obra acaba de empezar. Otra cosa, Bob: que gane el mejor.

No firmo la correspondencia porque todavía no me ha dado nombre. ¿Cuál es, Bob? Le veré por la pequeña pantalla y espero que pronuncie mi nombre. Hasta entonces, ahí va mi despedida: Altos y Bajos… ¡a todos los maté yo!

¡Conduzca con precaución!

Leí el fax dos veces y las dos me dio el mismo escalofrío. Ahora entendía lo que querían decir. Lo de la luna. Esa carta era la voz de un extraterrestre. No era de aquí. No de este planeta.

– ¿A todos nos parece auténtico? -nos preguntó Backus.

– Hay varios detalles que le dan autenticidad -opinó Rachel-. El pinchazo de alfiler. La cita de Poe. ¿Y qué me dices de la referencia al amigo del alma? ¿Se ha informado a Florida de esto?

– Sí. Ahora la prioridad son los Amigos del alma, por descontado. De momento, han dejado de lado todo lo demás.

– ¿Qué dice Brass?

– Que, evidentemente, confirma la teoría de la conexión. Hay referencias a las dos vertientes, la de los detectives y la de los otros. Brad y ella tenían razón. Un solo delincuente. Ahora Brass tendrá en cuenta los asesinatos de Florida como nuestro modelo. Todo lo subsiguiente no es más que una repetición de la secuencia del crimen inicial. Está repitiendo el ritual.

– Es decir, si averiguamos por qué mató a Beltran, sabremos por qué mató a los otros.

– Exacto. Brass y Brad han estado hablando con Florida toda la mañana. Es de esperar que lleguen algunas respuestas enseguida y podamos juntar las piezas.

Nos quedamos todos rumiando el asunto unos instantes.

– ¿Nos vamos a quedar aquí? -preguntó Rachel.

– Creo que es lo mejor -contestó Backus. Aunque las respuestas estén en Florida, son estáticas. Pertenecen al pasado. Aquí estamos más cerca de él.

– El fax dice que ya ha elegido a su próxima presa -dije-. ¿Crees que se refiere al siguiente policía?

– Eso es exactamente lo que me parece -replicó Backus sombríamente-. Así que se nos acaba el tiempo. Mientras estamos aquí sentados, hablando, él vigila a otro hombre, a otro policía, en alguna parte. Y si no damos con el lugar, pronto tendremos otro muerto entre las manos -dio un puñetazo en la mesa-. Hay que cortar por lo sano, muchachos, hay que hacer algo. ¡Tenemos que encontrar a ese hombre antes de que sea tardé!

Lo dijo con fuerza y convicción. Era una arenga a las tropas. Ya les había pedido que pusieran todo su empeño. Ahora necesitaba todavía más.

– Bob -dijo Rachel-. El fax dice que el funeral de Orsulak es hoy. ¿Cuándo llegó y adonde lo han enviado?

– Gordon lo sabe.

Thorson se aclaró la garganta y habló sin miramos a Rachel ni a mí.

– Ha llegado a una línea de fax de Quantico asignada a asuntos de la Academia -dijo Thorson-. No hace falta decir que el remitente utilizó una opción de protección de datos para evitar la identificación de remitente. Estaba en blanco. Llegó esta mañana a las tres treinta y ocho. Hora del Este. Pedí a Hazelton que localizase la secuencia. Una llamada sonó en la centralita de Quantico, la telefonista reconoció la señal de fax y pasó la llamada a la sala de telecomunicaciones. Ella no sabía adonde ni a quién iba dirigida porque lo único que oyó fue el pitido. De modo que optó por pasado a un fax de la Academia, y allí quedó archivado en el ordenador hasta esta mañana, cuando por fin lo detectaron y lo entregaron al centro.

– Hemos tenido suerte de que no haya pasado desapercibido más tiempo -comentó Backus.

– Pues sí -remató Thorson-. Bueno, pues luego Hazelton llevó el original al laboratorio y allí sacaron una conclusión. Dicen que la transmisión no fue de fax a fax, sino que la enviaron desde un dispositivo de fax incorporado.

– Desde un ordenador -dije.

– Con módem-fax. Y como sabemos que ese tipo es ambulante, no sería de extrañar que fuera a todas partes con un Apple Mac encima. Suponemos que tiene un ordenador portátil con módem-fax incorporado. Un módem celular, casi seguro. Es lo que le daría mayor libertad de movimientos.

Pasaron unos momentos mientras asimilábamos las novedades. Yo no acababa de entender qué significaba todo aquello. Me daba la impresión de que gran parte de los datos que acumulaban durante las investigaciones no servía para nada mientras no detuvieran a un sospechoso. Sólo así podrían utilizar la información para formular unos cargos con que llevarlo ajuicio. Pero de momento, no servían para atraparlo.

– Es decir, que tiene un equipo informático completo -dijo Rachel, resumiendo-. ¿Se han tomado medidas para el próximo fax?

– Estamos bien preparados para localizar todas las llamadas que lleguen a la centralita -replicó Thorson-. Pero como máximo, localizaremos la célula de origen. Nada más.

– ¿Qué significa eso? -pregunté.

Thorson no parecía dispuesto a responder a mis preguntas. Rachel intervino, al ver que no me hacía caso.

– Pues significa que si opera desde un celular no podemos localizar con precisión el número ni la ubicación. Tendremos la ciudad y la célula desde donde se haya efectuado la llamada. En el mejor de los casos, nos delimitará un área de búsqueda de más de cien mil usuarios.

– Pero sabremos la ciudad -dijo Backus-. Tendremos la posibilidad de acudir a la policía local para buscar casos que puedan servirle como cebo. Sólo homicidios cometidos en la semana anterior. Sólo desde el de Orsulak.

Miró a Thorson.

– Gordon, quiero que se envíe otro aviso a todas las oficinas locales. Diles que cotejen con la policía todos los homicidios recientes. Nos interesan los casos de novela policíaca en general, pero sobre todo los de niños y los que presenten un modus operandi atípico o circunstancias de ensañamiento con la víctima, antes o después de la muerte. Lo quiero para esta tarde. Solicita acuse de recibo de los agentes especiales para mañana a las seis en punto de la tarde. No quiero que se nos escabulla por una rendija.

– Entendido.

– Además, para vuestra información, Brass ha propuesto una cosa más -añadió Backus-. Que la parte del fax donde dice que ya ha seleccionado a su próxima víctima podría ser un farol. Un plan para que reaccionemos y estemos alerta mientras el delincuente se escabulle, desaparece. No olvidéis que ése era el mayor peligro que veíamos en darle publicidad al caso.

– No estoy de acuerdo -dijo Rachel-. Creo que esto lo ha escrito un fanfarrón, una persona que se cree más lista que nosotros y que quiere tomarnos el pelo. Yo le tomo la palabra. Ahí fuera, en alguna parte, tiene a un agente en su punto de mira.

– Yo también me inclino a creerlo -dijo Backus-,y me parece que Brass también, pero ella tiene necesidad de poner sobre el tapete la otra posibilidad.

– Entonces, ¿cuál es la estrategia a seguir?

– Muy fácil -dijo Backus-. Encontrar a ese tipo y detenerlo antes de que ataque de nuevo. Backus sonrió y los demás le imitamos, a excepción de Thorson.

– En realidad, creo que vamos a resistir aquí y a redoblar nuestros esfuerzos hasta que se produzca alguna novedad. Y no comentemos con nadie la existencia del fax. Mientras tanto, nos mantendremos dispuestos a actuar tan pronto como suceda algo. Es de esperar que nuestro hombre envíe otro y Brass ya está preparando otra alerta para las oficinas locales. Le diré que subraye la importancia del asunto a los agentes que se encuentran en la zona horaria del Pacífico.

Miró a todos los reunidos y asintió con la cabeza. Había terminado.

– No repetiré que pongáis todo vuestro empeño en este caso. Lo necesitamos de verdad, ahora más que nunca.

30

No conseguimos reunimos con la policía local hasta casi las once. Fue un encuentro breve y cordial. Una situación parecida a cuando el pretendiente le pide al padre la mano de la futura novia. En general, poco importa lo que diga el anciano padre. La boda se va a celebrar de todos modos. Backus comunicó a los agentes locales, con palabras meticulosamente escogidas y amistosas, que el gran G había llegado a la ciudad para dirigir el cotarro. Se produjeron los desacuerdos y gestos en contra que eran de rigor sobre determinados aspectos, pero se conformaron con las promesas vacías que Backus les hizo.

Durante la reunión evité sistemáticamente el contacto visual con Thorson. Mientras nos desplazábamos desde el edificio federal, Rachel me explicó el motivo de las tensiones matutinas entre Thorson y ella. La noche anterior se había encontrado con él en el pasillo al salir de mi habitación. Seguramente dedujo lo que quería saber al verla un tanto despeinada. Lancé un gruñido cuando me lo dijo, porque aquello complicaba las cosas. A ella no le importaba gran cosa; al parecer, le hacía mucha gracia la situación. Al final de la reunión con la policía local, Backus distribuyó las tareas. A Rachel y Thompson les asignó la escena del crimen de Orsulak. Yo los acompañaría. Mize y Matuzak tenían que rastrear los interrogatorios que la policía local había hecho a los amigos de Orsulak y reconstruir los movimientos del detective muerto en su último día. Thorson y Cárter se ocuparían del caso del pequeño Joaquín y tendrían que volver a patearse el terreno previamente cubierto por la policía local. Grayson actuaría de enlace con la poli de Phoenix, y Backus, naturalmente, dirigiría la función desde la oficina local y le informarían desde Quantico o desde las otras ciudades de cualquier avance que se produjera en el caso.

Orsulak vivía en un pequeño rancho amarillo de paredes estucadas, en South Phoenix, una barriada de la periferia. Vi tres coches para desguace aparcados en unos campos agostados y dos recintos de venta dominical de coches en plena euforia en un bloque de viviendas.

Rachel sacó la llave que le había dado Grayson, cortó el adhesivo oficial que sellaba la puerta de jamba a jamba e hizo girar la llave en la cerradura; pero antes de empujar la puerta, se volvió hacia mí.

– Ten en cuenta que descubrieron el cadáver al cabo de tres días y medio. ¿Podrás resistido?

– Pues claro.

No sé por qué me cohibió que me hiciera esa pregunta delante de Thompson, que sonrió considerándome un novato. También me molestó ese detalle, aunque en realidad, mi categoría no llegaba siquiera a novato.

Habíamos dado tres pasos hacia el interior cuando me envolvió el hedor. Como reportero, había visto muchos cadáveres, pero nunca había tenido el gusto de entrar en un recinto cerrado donde un cuerpo se hubiera descompuesto durante tres días antes de que lo descubrieran. El olor a putrefacción casi se mascaba. Como si el espíritu de William Orsulak impregnase el lugar y a todo aquel que se atreviera a entrar. Rachel dejó la puerta abierta para que se ventilase un poco el interior.

– ¿Qué buscas? -le pregunté en cuanto me pareció que podía dominar mis náuseas.

– Pues no lo sé muy bien -replicó Rachel-. Ya lo han registrado los agentes locales, sus amigos…

Se acercó a la mesa del comedor, que era la habitación de la derecha de la puerta, puso sobre ella la carpeta que llevaba y la abrió. Empezó a hojear el contenido. Era parte del material que los polis locales habían entregado a los agentes.

– Echa un vistazo por ahí -me dijo Rachel-. Me da la impresión de que registraron a conciencia, pero a lo mejor encuentras algo. No toques nada.

– De acuerdo.

La dejé allí y eché una ojeada a mi alrededor. Lo primero que vi fue una butaca en la sala de estar. Era de color verde oscuro pero tenía una mancha negruzca en el reposacabezas, una mancha de sangre. Sangre de Orsulak.

En el suelo, delante de la butaca, y cerca de la pared de atrás, dos círculos de tiza señalaban los agujeros de donde habían extraído las balas. Thompson se arrodilló allí y abrió la caja de herramientas. Empezó a hurgar en los agujeros con un punzón fino de acero. Lo dejé allí y me adentré en la casa.

Había dos dormitorios, el de Orsulak y otro más, que estaba lleno de polvo y parecía en desuso. VI fotos de dos adolescentes en la cómoda del dormitorio del detective, pero estaba seguro de que los chicos no habían utilizado nunca la otra habitación, nunca habían ido a visitarle. Deambulé sin prisas por las habitaciones y el cuarto de baño del pasillo, pero no vi nada que me pareciera relevante para la investigación. En mi fuero interno tenía la esperanza de dar con algo sustancioso, que fuera de utilidad e impresionara a Rachel, pero salí con las manos vacías.

Cuando volví a la sala de estar no vi ni a Rachel ni a Thompson.

– ¡Rachel!

No hubo respuesta.

Fui a la cocina pasando por el comedor, pero tampoco había nadie. Crucé el lavadero, abrí una puerta y me asomé a un oscuro, garaje; estaba vacío. Al volver a la cocina vi la puerta entreabierta y miré por la ventana que estaba sobre el fregadero. Percibí movimiento entre la crecida maleza del final del patio trasero. Rachel caminaba con la cabeza agachada entre las altas hierbas, y Thompson la seguía.

El patio estaba despejado hasta unos veinte metros detrás de la casa. A ambos lados lo cercaba una valla de planchas

de unos dos metros de altura. Pero al fondo no había linde señalado y el patio descendía hacia el lecho de un arroyo seco cubierto de maleza. Rachel y Thompson avanzaban siguiendo un rastro que se alejaba de la casa.

– Gracias por esperarme -dije, cuando llegué a su altura-. ¿Qué hacéis?

– ¿A ti qué te parece, Jack? -dijo Rachel-. ¿Que el Poeta aparcó tranquilamente a la entrada, llamó a la puerta y se cargó a Orsulak después de que éste lo invitase a entrar?

– No lo sé, pero lo dudo.

– Yo también. No, estuvo vigilándolo. A lo mejor varios días. Pero los agentes locales interrogaron a todo el vecindario y nadie vio vehículos que no fueran de los residentes. Nadie vio nada fuera de lo normal.

– ¿Así que crees que entró por aquí?

– Es una posibilidad.

Rachel escrutaba el terreno a medida que iba caminando. Buscaba cualquier cosa. Una huella en el barro, una rama rota. Se paró varias veces y se agachó a mirar algunos escombros que había en el sendero. Un paquete de tabaco, un botellín de refresco. No tocó nada. Si fuera necesario, lo recogerían después.

Seguimos el sendero caminando bajo las líneas de alta tensión hasta una zona de matorrales muy espesos que delimitaba la parte trasera de un campamento de caravanas. Subimos a un montículo y le echamos un vistazo desde arriba. No estaba bien cuidado y muchas de las caravanas tenían añadidos improvisados de cualquier manera, que hacían de porches y leñeras. En algunas caravanas, habían cerrado el porche con grandes plásticos para utilizarlo como dormitorio o espacio adicional. Un halo de miseria emanaba de los treinta y pico habitáculos apiñados como sardinas en lata.

– Bueno, qué, ¿vamos allá? -preguntó Rachel, como si fuéramos a una merienda.

– Las damas primero -dijo Thompson.

Había unos cuantos habitantes del campamento sentados en los peldaños de la entrada o en sillones desvencijados colocados frente a las caravanas. Eran latinos en su mayoría, y algunos negros. Unos pocos hindúes, quizá. Nos vieron salir de entre la maleza sin prestarnos una atención especial, y eso indicaba que nos habían identificado como polis. Nosotros mostramos la misma indiferencia hacia ellos a nuestro paso por el estrecho espacio que quedaba entre las hileras de caravanas.

– ¿Qué nos proponemos?

– Echar un vistazo, nada más -contestó Rachel-. Ya haremos las preguntas después. Si nos lo tomamos con calma, sin precipitamos, se darán cuenta de que no hemos venido a incordiarles. Eso puede ayudarnos.

Rachel no paraba de escrutar el campamento y cada caravana que íbamos dejando atrás. Era la primera vez que la veía con las manos en la masa. No estábamos sentados alrededor una mesa tratando de interpretar hechos. Era la hora de la recogida de datos y yo estaba más pendiente de ella que de cualquier otra cosa.

– Vigilaba a Orsulak -dijo Rachel, más para sí misma que dirigiéndose a Thompson o a mí-. Y en cuanto averiguó dónde vivía, empezó a hacer planes. La forma de entrar y salir. Tuvo que usar un camino de fuga y un vehículo para huir, y habría sido un poco tonto si lo hubiera aparcado en medio de la calle de Orsulak.

Por la calle principal, estrecha como era, nos íbamos acercando a la parte delantera del campamento, donde estaba la entrada delantera, que daba a una calle de la ciudad.

– Así que aparcó por aquí y cruzó a pie.

La primera caravana de la entrada tenía en la puerta un cartel que decía: «Oficina.» Y otro, más grande, colocado en una estructura de hierro sobre el techo de la caravana, rezaba: «Parcelas con sol. Campamento de viviendas ambulantes.»

– ¿Parcelas con sol? -exclamó Thompson-. Palmos al sol, diría yo.

– Tampoco es muy apropiado lo de campamento -añadí.

Rachel estaba desconectada, iba a lo suyo, no escuchaba. Pasó de largo los escalones y la puerta de la oficina y llegó hasta la calle del casco urbano. Era de cuatro carriles, en un polígono industrial. Justo delante del campamento había un almacén de guardamuebles con un depósito a cada lado. Rachel miraba a todas partes tomando nota de los alrededores. Se fijó en la única luz de la calle, situada a media manzana de distancia. Adiviné lo que estaba pensando. Que aquello estaría oscuro por la noche.

Avanzó siguiendo el bordillo, peinando el asfalto con la mirada, buscando algo, cualquier cosa, una colilla quizás o un poco de suerte. Thompson se quedó conmigo, dando puntapiés al suelo. Yo no podía dejar de mirar a Rachel. Vi que se paraba, miraba al suelo y se mordía el labio un momento. Me acerqué.

Contra el bordillo, brillando como un alijo de diamantes, había un cristal de seguridad hecho añicos. Revolvió los cristales con la punta del zapato.

El encargado del campamento de caravanas ya se había metido al menos tres lingotazos en lo que iba de día cuando abrimos la puerta y entramos en el atiborrado espacio que se anunciaba como oficina. Era evidente que también cumplía las funciones de vivienda. Estaba sentado en una butaca de pana verde con el escabel desplegado. A pesar de los arañazos de gato que tenía a los lados, era el mejor mueble que había. Aparte del televisor, un Panasonic que parecía nuevo, con vídeo incorporado. Estaba viendo un programa de venta a domicilio y le costó un buen rato apartar los ojos de la pantalla para miramos. El utensilio que anunciaban en ese momento cortaba y troceaba verduras sin

desparramarlas y sin el derroche de tiempo de un robot de cocina.

– ¿Es usted el encargado? -preguntó Rachel.

– ¿No es evidente, oficial?

«Un tío listo», me dije. Tenía unos sesenta años y llevaba pantalones de faena verdes y una camiseta sin mangas con quemaduras de cigarrillo en el pecho, por las que le asomaban unos pelos grises. Era calvo y tenía la cara enrojecida de los bebedores. Era blanco, el único blanco que había visto en el campamento hasta el momento.

– Soy agente -replicó ella, al tiempo que le enseñaba la cartera con la placa.

– ¿FBI? ¿Por qué se preocupa el G por una insignificancia como un asalto a un coche? Ya ve, leo mucho. Sé que ustedes se han puesto el nombre del G. Me gusta.

Rachel nos miró a Thompson y a mí y después otra vez al hombre. Noté el discreto cosquilleo de la ansiedad.

– ¿Cómo sabe lo del asalto al coche? -le preguntó Rachel.

– Les he visto ahí fuera. Tengo ojos. Estaban mirando los cristales rotos. Los amontoné yo mismo con la escoba. Los barrenderos sólo pasan por aquí una vez al mes. Quizá más en verano, porque se junta mucho polvo ahí fuera.

– No. Quiero decir que cómo se enteró de que habían robado en un coche.

– Porque duermo ahí, en la habitación de atrás. Les oí cuando rompieron la ventana. Les vi hurgar dentro del coche.

– ¿Cuándo fue?

– A ver, tuvo que ser el jueves pasado. Me intrigaba que el dueño no hubiera puesto la denuncia. Pero no me esperaba que viniera el FBI. ¿Y ustedes dos? ¿También son del G?

– No se preocupe por eso, señor… ¿Cómo se llama, caballero?

– Adkins.

– Bien, señor Adkins, ¿sabe usted quién es el dueño del coche?

– No, no lo he visto en mi vida. Sólo oí que rompían el cristal y vi a los chicos.

– ¿Se apuntó la matrícula? -No.

– ¿No avisó a la policía?

– No tengo teléfono. Podía haberme llegado al de Thibedoux, en la parcela tres, pero era tan de noche que los polis no vendrían… Total, por un robo en un coche. No iban a venir. Tienen mucho que hacer.

– Es decir, que nunca, en ningún momento, vio al dueño del vehículo y él no llamó a su puerta para preguntarle si había visto u oído algo.

– Exacto.

– ¿Y los chicos que lo abrieron? -preguntó Thompson, robándole a Rachella pregunta culminante-. ¿Los conoce, señor Atkins?

– Adkins, con D, no con T, señor G.

A Adkins le hizo gracia su propio dominio del alfabeto y se echó a reír.

– Señor Adkins -repitió Thompson, corrigiéndose-. Dígame, ¿sí o no?

– Sí o no, ¿qué?

– Si conoce usted a esos chicos.

– No, no sé quiénes eran.

Desvió la mirada hacia el televisor. En el programa anunciaban ahora un guante con pequeñas cerdas de goma en la palma para cepillar animales domésticos.

– Ya sé para qué más sirve eso -comentó Adkins. Hizo el gesto de masturbarse con la mano y guiñó un ojo a Thompson sonriendo-. En realidad, lo venden para eso, ¿sabe?

Rachel se acercó al aparato y lo apagó. Adkins no protestó. Ella se enderezó y le miró a los ojos.

– Estamos investigando el asesinato de un oficial de policía. Préstenos atención. Tenemos motivos para creer que el coche que abrieron pertenece a un sospechoso. No hemos venido a detener a los chicos que lo abrieron, pero tenemos que hablar con ellos. Usted mentía hace un momento, señor Adkins, lo he visto en sus ojos. Los chicos viven en este campamento.

– No, yo…

– Déjeme terminar. Sí, nos ha mentido. Pero vamos a darle otra oportunidad. Díganos la verdad ahora o volveremos con más agentes y más policías y tomaremos este vertedero, al que usted llama campamento de caravanas, como si le pusiera sitio un ejército. ¿Cree que no encontraremos objetos robados en esas casas de hojalata? ¿Cree que no daremos con alguien que esté en busca y captura? ¿Y con algunos inmigrantes ilegales? ¿Y qué me dice de la infracción de las leyes de seguridad? Ahí mismo hay una, he visto el alargo que sale de la puerta y va al cobertizo. Ahí vive alguien, ¿verdad? Y estoy segura de que usted y su jefe le cobran un plus por ese concepto. O tal vez sólo se lo cobra usted. ¿Qué va a pensar su jefe cuando se entere? ¿Qué va a decirle cuando los ingresos bajen porque los que tenían que pagarle una renta a usted no pueden porque los han deportado o están encerrados bajo orden judicial por no pagar la asistencia infantil? Y en cuanto a usted, señor Ad… kins, ¿quiere que pase el número de serie de ese televisor por el ordenador, a ver si figura en nuestras listas?

– El aparato es mío. Lo compré y lo pagué a tocateja. ¿Sabe lo que es usted, señora del FBI? Una furcia de la bofia de Investigación.

Rachel hizo caso omiso del comentario, pero me pareció que Thompson se giraba para esconder una sonrisa.

– ¿A quién se lo compró y se lo pagó a tocateja?

– En fin. A esos hermanos Tyrell, ¿vale? Fueron los que robaron en el coche. Pero si ahora vienen aquí y me rompen la jeta, la denuncio. ¿Entiende?

Con las señas que nos dio Adkins, llegamos a la caravana de la cuarta plaza, contando desde la entrada principal. Había corrido la voz de que la ley estaba en el campamento. Había más gente en los peldaños de las entradas y en los sillones del exterior. Cuando llegamos al número 4, los hermanos Tyrell ya nos esperaban.

Estaban sentados en un viejo balancín bajo un toldo azul de lona que se extendía desde un lado de la ancha caravana. Junto a la entrada había una lavadora y una secadora cubiertas con una lona azul para protegerlas de la lluvia.

Los dos eran adolescentes, con un año de diferencia entre sí, quizá, y su piel morena revelaba que eran mulatos. Rachel se acercó al borde de la sombra que proyectaba el toldo. Thompson se situó a una distancia de metro y medio a su izquierda.

– Chicos -dijo Rachel, y no le contestaron-. ¿Está vuestra madre en casa?

– No, no está, oficial-dijo el mayor.

El muchacho lanzó al otro una mirada significativa y éste empezó a mover la mecedora con la pierna.

– Ya sabemos -dijo Rachel-, ya sabemos lo listos que sois. No queremos problemas con vosotros. Se lo prometimos al señor Adkins cuando fuimos a su oficina a preguntar cuál era vuestra caravana.

– ¡Adkins, mierda! -dijo el menor.

– Hemos venido por lo del coche que estaba aparcado en la calle la semana pasada.

– No lo vimos. -No, no lo vimos.

Rachel se acercó al mayor y se agachó para hablarle directamente al oído.

– Venga ya -le dijo en voz baja-, éste es uno de los momentos de que os hablaba vuestra madre. Piensa un poco. Usa la cabeza. A ver si te acuerdas de lo que os dijo. No busques problemas, ni para ella ni para vosotros. Te interesa que nos vayamos y te dejemos en paz. Y sólo lo conseguirás de una forma.

Cuando Rachel entró en la sala de la brigada de la oficina local llevaba la bolsa de plástico como un trofeo. La dejó en la mesa de Matuzak y un puñado de agentes se lanzaron a mirar lo que traía. Backus entró y miró la bolsa como si fuera el Santo Grial. Luego miró a Rachel con la emoción reflejada en los ojos.

– Grayson ha consultado con el Departamento de Policía -dijo-. No tienen constancia de que se abriera ningún coche en esa zona. Ni ese día ni esa semana. Digo yo que cualquier ciudadano legal que se encuentre el coche abierto pondría una denuncia.

Rachel asintió.

– Digo yo.

Backus le hizo una seña a Matuzak para que recogiera de la mesa la bolsa de la prueba.

– ¿Sabes lo que tienes que hacer? -Sí.

– Vuelve con un poco de suerte para todos. Nos hace mucha falta.

El contenido de la bolsa era una radio robada de un coche Ford Mustang último modelo, blanco o amarillo, según cuál de los dos hermanos Tyrell tuviera mejor visión en la oscuridad.

No les habíamos sacado más información, pero teníamos la sensación, o la esperanza, de que bastaría con eso. Rachel y Thompson los entrevistaron por separado y luego se los intercambiaron y volvieron a interrogarlos, pero lo único que tenían los hermanos Tyrell era la radio. Dijeron que no habían visto en ningún momento al conductor que dejó el coche junto al bordillo de la acera frente a «Parcelas con sol», y que no se llevaron nada más que la radio, que fue un trabajo rápido de romper y sacar. Ni siquiera se preocuparon de abrir el maletero. Tampoco se fijaron en la matrícula para comprobar si era de Arizona.

Mientras Rachel pasaba el resto de la tarde rellenando papeles y preparando un informe sobre el coche para que lo transmitieran a todas las oficinas locales, Matuzak introdujo el número de serie de la radio en la Unidad de Identificación de Automóviles de Washington D.C., la central, luego pasó el aparato al laboratorio para que lo inspeccionasen. Previamente, tomó las huellas dactilares de los hermanos para eliminar posibilidades.

En el laboratorio no encontraron huellas útiles en la radio, sólo las que habían dejado los hermanos Tyrell. Pero el número de serie no terminó en un callejón sin salida. Los llevó hasta un Mustang amarillo claro de 1994 registrado a nombre de la compañía Hertz. Después, Matuzak y Mize se dirigieron al aeropuerto internacional Sky Harbor para seguir la pista del coche.

En la oficina local reinaba el optimismo. Rachel había cumplido. No era seguro que el conductor del Mustang hubiera sido el Poeta. Pero el tiempo que estuvo aparcado frente a las «Parcelas con sol» coincidía con el período de la muerte de Orsulak. Además había que contar con el detalle de que nadie había denunciado a la policía la rotura del cristal. Eran aportaciones valiosas de una pista viable y: lo que es más, les proporcionaba una idea más aproximada de la forma de operar del Poeta. Era un avance importante. Sentían lo mismo que yo. Que el Poeta era un enigma, un fantasma que deambulaba por el exterior, en la oscuridad. El hecho de haber encontrado una pista como la radio del

coche hacía más creíble la posibilidad de atrapado. Nos íbamos acercando, estábamos llegando.

Pasé casi toda la tarde sin inmiscuirme en nada, sólo mirando cómo trabajaba Rachel. Estaba prendado de su destreza, me admiraba por cómo se había hecho con la radio y por la forma en que había hablado con Adkins y con los hermanos. En un momento determinado, en la oficina, se dio cuenta de que no paraba de observada y me preguntó qué estaba haciendo.

– Nada, sólo mirar.

– ¿Te gusta mirarme?

– Eres buena en lo que haces. Siempre es interesante mirar a alguien así.

– Gracias. Es que he tenido suerte.

– Me da la impresión de que tienes suerte muchas veces.

– Creo que en este negocio la suerte se la busca uno mismo.

Al final del día, Backus recogió y leyó una copia de la alerta transmitida por Rachel y vi que entrecerraba los ojos, reducidos a un par de canicas negras.

– ¿Escogería ese coche intencionadamente? -preguntó-. Un Mustang amarillo pálido.

– ¿Por qué? -pregunté yo.

Vi que Rachel asentía. Sabía la respuesta.

– La Biblia -contestó Backus-. «Y he ahí un caballo pálido cuyo jinete tenía por nombre Muerte.»

– «Y el infierno le iba siguiendo» -remató Rachel.

El domingo por la noche volvimos a hacer el amor, y ella parecía entregarse aún más y estar más necesitada de intimidad. Al final, si uno de los dos se contenía, era yo. Por un lado, en ese momento no había nada en el mundo que deseara más que rendirme a los sentimientos que me inspiraba; pero, por otro, podía escuchar en lo más hondo de mi mente un susurro lejano que me aconsejaba poner en duda los motivos de Rachel. Tal vez fuera un testimonio de la precaria confianza que tenía en mí mismo, pero no podía evitar prestar oídos a esa voz cuando me decía que a lo mejor ella pretendía fastidiar a su ex marido tanto como satisfacerme a mí y a sí misma. Ese pensamiento hizo que me sintiera culpable y falso, poco sincero. Cuando nos abrazamos al final, me musitó al oído que esta vez se quedaría hasta el amanecer.

31

El teléfono me sacó de un sueño profundo. Eché un vistazo a los extraños confines de la habitación, tratando de orientarme, hasta que mis ojos se detuvieron en Rachel.

– Será mejor que lo cojas -dijo con calma-. Ésta es tu habitación.

Me dio la impresión de que a ella no le había costado tanto como a mí despertarse. De hecho, por un instante, tuve la sensación de que ya estaba despierta y mirándome antes de que sonara el teléfono. Levanté el auricular después del que debía de ser el noveno o décimo timbrazo, mientras me fijaba en el reloj de la mesilla. Eran las siete y cinco.

– ¿Sí?

– Que se ponga Walling.

Me quedé de piedra. Aquella voz tenía alguna reminiscencia que me sonaba, pero no conseguí hallarla en mi mente confusa. Entonces caí en la cuenta de que Rachel no tenía por qué estar en mi habitación.

– Se equivoca de habitación. Ella está en…

– No me jodas, reportero. Dile que se ponga.

Tapé el micrófono con la mano y me volví hacia Rachel.

– Es Thorson. Dice que sabe que estás allí… digo, aquí.

– Dámelo -dijo airada, arrancándome el teléfono de la mano.

– ¿Qué quieres?

Hubo un largo silencio. Él debió de decirle dos o tres frases.

– ¿De dónde procede? Más silencio.

– ¿Por qué me llamas a mí? -le preguntó, de nuevo con voz airada-. Ve y díselo a él, si es lo que quieres. Seguro que le encantará saber que eres una especie de fisgón.

Me pasó el teléfono y lo colgué. Se puso una almohada sobre la cara y lanzó un gruñido. Se la quité.

– ¿Qué pasa?

– Malas noticias para ti, Jack. -¿Qué?

– En la edición de esta mañana del Times de Los Angeles aparece un reportaje sobre el Poeta. Lo siento. Tengo que llevarte a la oficina para una reunión con Bob.

Me quedé callado un instante, perplejo.

– ¿Cómo se habrán…?

– No lo sabemos. Precisamente de eso es de lo que vamos a hablar.

– ¿Te ha dicho qué es lo que saben?

– No, aunque parece que es bastante.

– Sabía que tenía que haberlo escrito ayer. ¡Maldita sea! Cuando quedó claro que ese tipo sabe que estáis tras él, no había ningún motivo para no escribirlo.

– Hiciste un trato y lo has cumplido. Tenías que hacerlo, Jack. Mira, vamos a esperar hasta que lleguemos a la oficina y veamos qué es lo que tienen.

– Voy a llamar a mi redactor jefe.

– Después. Parece que Bob ya está allí y nos está esperando. Volvió a sonar el teléfono. Ella tiró violentamente del auricular.

– ¿Qué pasa? -dijo con voz muy disgustada. Luego, en un tono más suave, se dirigió a mí-: Toma, es para ti. Sonrió tímidamente y me pasó el teléfono.

Después me besó suavemente en la mejilla, susurrándome que iba a su habitación a prepararse, y empezó a vestirse. Yo me puse al teléfono.

– ¿Diga?

– Soy Greg Glenn. ¿Quién era?

– Uf, era una agente del FBI. Hemos de ir a una reunión. Supongo que te has enterado de lo del Times.

– Joder, si me he enterado!

Me iba invadiendo una sensación de abatimiento.

– Han conseguido un reportaje sobre el asesino. Nuestro asesino, Jack. Le llaman el Poeta. Me aseguraste que teníamos la exclusiva y que eso iba a misa. -Iba. Eso fue todo lo que acerté a decir. Cuando Rachel acabó de vestirse me dedicó una mirada comprensiva.

– Se acabó -prosiguió Glenn-. Vas a volver ahora y lo escribirás para mañana. Lo que tengas. Y será mejor que tengas más que ellos. Podríamos haberlo publicado nosotros, Jack, pero me convenciste. Ahora tenemos que ponernos al día con lo que era nuestra exclusiva, maldita sea.

– ¡De acuerdo! -le dije con energía, sólo para que se callase.

– Y espero no descubrir que tu estancia en Phoenix se ha alargado sólo porque has ligado.

– Que te jodan, Greg. ¿Tienes ahí el reportaje o no?

– Claro que lo tengo. Un gran reportaje. Muy bien escrito. ¡Pero en otro periódico!

– Léemelo. No, espera un momento. Tengo que ir a esa reunión. Si hay alguien en la biblioteca…

– ¿No me has oído, Jack? No vas a ir a ninguna reunión. Quiero que vuelvas en el primer avión a escribir eso para mañana.

Vi que Rachel me mandaba un beso y salía de la habitación.

– Entendido. Lo tendrás para mañana. Puedo escribirlo aquí y enviártelo.

– No. Éste es un reportaje que hay que tocar. Quiero tenerte aquí trabajando conmigo.

– Déjame ir a esa reunión y te llamo después.

– ¿Por qué?

– Hay novedades -le mentí-. No sé de qué se trata y tengo que ir a enterarme. Deja que vaya y te llamaré. Mientras, procura que desde la biblioteca envíen el reportaje del Times a mi buzón de correo electrónico. Te llamo enseguida. Tengo que irme.

Colgué sin darle tiempo a protestar. Me vestí a toda prisa y me dirigí a la puerta con la bolsa del ordenador. Estaba aturdido. No tenía ni idea de cómo podía haber ocurrido. Aunque se iba abriendo camino una idea: Thorson.

Cogimos cada uno dos tazas de una barra improvisada en el vestíbulo y nos pusimos en camino hacia la oficina de los federales. Ella llevaba consigo todo su equipaje. Yo me había olvidado. No dijimos nada hasta después de acabar la primera taza. Supuse que a ambos nos asaltaban pensamientos y dilemas diferentes.

– ¿ Vuelves a Denver? -me preguntó.

– Todavía no lo sé.

– ¿Ha ido mal?

– Sí, muy mal. Es la última vez que se fía de una promesa mía.

– No me cabe en la cabeza cómo ha podido ocurrir. Tendrían que haber llamado a Bob Backus para que lo comentase.

– Quizá lo hicieron.

– No, él te lo habría dicho. Habría cumplido el trato. Pertenece a la segunda generación del FBI. No conozco a nadie tan cumplidor como ese hombre.

– Bueno, espero que ahora lo cumpla. Porque hoy voy a ponerme a escribir.

– ¿Qué decía el reportaje?

– No lo sé. Lo sabré en cuanto conecte el ordenador a un teléfono.

Ya habíamos llegado a los juzgados. Aparcó en el garaje para funcionarios.

En la sala sólo estaban Backus y Thorson. Backus abrió la reunión lamentando que la filtración ocurriese antes de que yo hubiera podido escribir. Parecía sincero y me supo mal haber puesto en duda su integridad con los comentarios que le acababa de hacer a Rachel.

– ¿Lo tenéis? Yo puedo conseguirlo con mi ordenador si se me permite conectarlo a la línea telefónica.

– Por supuesto. Estaba esperando que alguien de la oficina de Los Angeles me lo enviase por fax. La única noticia que tengo es que Brass me ha dicho que en Quantico ya estamos recibiendo llamadas de otros medios de información.

Enchufé el ordenador, lo puse en marcha y lo conecté con el sistema del Rocky. No me paré a leer los mensajes que tenía. Me fui derecho a mi bandeja personal y miré los archivos que había en ella. Vi que había dos nuevos: «poetcopy» e «hipnotic». Entonces recordé que le había pedido a Laurie Prine noticias sobre hipnotismo y sobre Horace el Hipnotizador, pero ya las miraría más tarde. Abrí en pantalla el archivo «poetcopy» y me llevé una sorpresa, que tendría que haberme esperado ya antes de leer la primera frase del reportaje.

– ¡Maldita sea!

– ¿Qué pasa? -me preguntó Rachel.

– Lo ha escrito Warren. Nada más dimitir de la Fundación, la manera más inmediata que se le ha ocurrido para volver a entrar en el Times ha sido utilizar mi tema.

– Periodistas -dijo Thorson con manifiesta alegría-. No te puedes fiar de ellos.

No le hice caso, aunque había sido duro. Estaba enfadado por lo ocurrido. Con Warren y conmigo mismo. Tendría que haberlo previsto.

– Léelo, Jack -dijo Backus. Y así lo hice.

EL FBI y LA POLICÍA BUSCAN A UN ASESINO DE DETECTIVES

La presa se vuelve contra los cazadores

Por Michael Warren, especial para el Times

El FBI ha iniciado la persecución de un asesino en serie, cuyas víctimas han sido nada menos que siete detectives de homicidios, en una carrera desbocada por todo el país que empezó haceya tres años.

El sospechoso, apodado «el Poeta» porque deja versos de la obra de Edgar Alian Poe en la escena de sus crímenes, ha intentado hacer pasar por suicidios las muertes de sus víctimas.

Y como suicidas han sido consideradas esas víctimas durante tres años, hasta que la semana pasada se descubrieron las similitudes entre los crímenes, incluidas las citas de Poe, según una fuente próxima a la investigación.

Este descubrimiento impulsó al FBI a agilizar sus esfuerzos por identificar y capturar al Poeta. Varias docenas de agentes federales y la policía local de siete ciudades están llevando a cabo la investigación, dirigida por el Servicio de Ciencias del Comportamiento (BSS) del FBI En estos momentos ésta se centra en Phoenix, donde se produjo la última muerte atribuida al Poeta, según la citada fuente.

Esta fuente, que se confió al Times a condición de mantenerse en el anonimato, se negó a revelar de qué modo sé han descubierto las actividades del Poeta, aunque afirmó que la información crucial surgió de un estudio conjunto del FBI y la Fundación para el Cumplimiento de la Ley sobre suicidios de policías en los últimos seis años.

La noticia daba a continuación la lista de las víctimas y algunos detalles de cada caso. Después incluía unos cuantos párrafos de relleno sobre la unidad del BSS y terminaba con una cita encubierta de la misma fuente anónima que aseguraba que el FBI no sabía gran cosa sobre quién era el Poeta y dónde estaba.

Cuando acabé de leer se me habían encendido las mejillas de ira. No hay nada peor que sentirse atado por la letra de un compromiso cuando una de las personas con las que has cerrado el trato lo incumple. En mi opinión, el reportaje era flojo: mucha palabrería sobre escasos hechos, y todo atribuido a una fuente anónima. Warren no mencionaba siquiera el fax ni, lo que es peor, los asesinatos cometidos como cebo. Yo estaba seguro de que lo que me proponía escribir aquel día iba a ser la piedra de toque sobre el Poeta. Pero eso no calmaba un ápice mi enojo. Por muchos defectos que tuviera el reportaje, estaba claro que Warren había hablado con alguien del FBI. Y yo no podía dejar de pensar en que esa persona estaba sentada conmigo en aquella mesa.

– Habíamos hecho un trato -dije mirando por encima del ordenador-. Alguien le ha dado esto a ese tipo. Él sabía lo que le conté cuando acudí a él el jueves, pero el resto se lo ha sacado a alguien del FBI. Probablemente a alguien de nuestro equipo. Probablemente a alguien…

– Es posible, Jack, pero…

– Él ya lo tenía todo gracias a ti -interrumpió Thorson-. Sólo puedes culparte a ti mismo.

– Te equivocas -le dije volviéndome hacia él-. Yo le proporcioné bastante material, pero no le dije nada del Poeta. Ni siquiera le habíais dado ese nombre cuando yo hablé con Warren. Eso ha salido de aquí, del equipo. Y eso rompe nuestro trato. Alguien se ha ido de la lengua y ha levantado la liebre. Tengo que ponerme a escribir lo que sé de hoy para mañana.

Un breve silencio se adueñó de la sala.

– Jack -dijo Backus-, ya sé que esto no te servirá de consuelo, pero te aseguro que cuando disponga del tiempo suficiente me voy a enterar de quién ha sido el autor de la filtración, y esa persona no volverá a trabajar conmigo, y quizá ni siquiera va a seguir en el FBI.

– Tienes razón. No me consuela demasiado.

– Sin embargo, tengo que pedirte un favor.

Me quedé mirando a Backus, preguntándome si realmente tendría el valor de intentar convencerme para que retuviera el reportaje que todos los periódicos y cadenas de televisión del país iban a estar elaborando aquella misma noche y al día siguiente.

– ¿De qué se trata?

– Cuando lo escribas… Quisiera que tuvieras en cuenta que todavía necesitamos atrapar a ese tipo. Tienes información que puede echar al traste nuestras posibilidades de conseguido. Estoy hablando de cosas concretas. Detalles sobre el perfil. Detalles sobre la posibilidad de la hipnosis, sobre los condones. Si los publicas, Jack, y si esas cosas salen en la tele o en periódicos a los qué él tenga acceso, entonces cambiará sus métodos. ¿Entiendes lo que quiero decir? Sólo conseguirás ponérnoslo más difícil todavía. Asentí, pero inmediatamente le miré afilando los ojos.

– No irás a decirme tú lo que tengo que escribir.

– Lo sé. Te estoy pidiendo que pienses en tu hermano, en nosotros, y que tengas mucho cuidado con lo que escribes. Confío en ti, Jack. De manera implícita.

Me quedé pensando un buen rato y volví a asentir.

– Bob, hice un trato contigo y se ha roto. Si ahora quieres que te proteja, habrá que hacer otro trato. Hoy te van a asediar los reporteros. Pero quisiera que derivases todas las llamadas hacia los relaciones públicas de Quantico. Sólo yo hablo contigo y puedo citarte en exclusiva. También quiero la exclusiva sobre el fax del Poeta. Si accedes, no mencionaré en mi reportaje los detalles sobre el perfil y la hipnosis.

– Trato hecho -dijo Backus.

Lo dijo tan rápidamente que empecé a pensar que ya sabía exactamente lo que le iba a decir antes de que se lo dijera,

que ya estaba al tanto de que le iba a proponer un nuevo compromiso.

– Pero una cosa, Jack -añadió-. Hemos de ponernos de acuerdo en omitir una frase del fax. Si empezamos a conseguir confesiones, tenemos que poder utilizar la frase del fax omitida para eliminar a los farsantes.

– No hay problema -le dije.

– Yo me quedaré aquí. Te aseguro que atenderé todas tus llamadas. Ninguna más de la prensa.

– Pueden ser muchas.

– De todos modos, mi intención era pasárselas todas a los de relaciones públicas.

– Si han de declarar sobre el origen de todo esto, que no den mi nombre. Que digan que todo surgió a partir de una investigación del Rocky Mountain News.

Backus asintió.

– Una cosa más -añadí y me detuve un instante-. Todavía me preocupa la filtración. Si me entero de que el Times de Los Angeles o cualquier otro medio de comunicación consigue hoy el fax del Poeta, publicaré todo lo que sé en el siguiente reportaje. Incluido el perfil y todo eso. ¿Vale?

– Entendido.

– Tú, soplón -me dijo Thorson, enojado-. ¿Crees que puedes venir aquí y dictamos lo que…?

– Jódete, Thorson -le solté-. Estaba deseando decírtelo desde Quantico. Jódete, ¿vale? Apostaría a que has sido tú el que se ha ido de la lengua, así que no me vengas ahora llamándome so…

– ¡Jódete tú! -rugió Thorson mientras se levantaba desafiante.

Pero Backus se levantó rápidamente y le puso una mano sobre el hombro. Lo empujó con suavidad para que volviera a sentarse. Rachel lo contemplaba todo con un asomo de sonrisa en los labios.

– Tranquilo, Gordon -le susurró Backus-. Tranquilo. Nadie está acusando a nadie de nada. Dejemos que las cosas se enfríen. Todos estamos un poco alterados, pero no hay motivo para que no nos calmemos. Jack, ésa es una acusación peligrosa. Si puedes respaldarla con algo, dínoslo. Si no, será mejor que te disculpes.

No dije nada. Sólo me barruntaba que Thorson había filtrado el tema para joderme a causa de su paranoia hacia los periodistas en general y de mis relaciones con Rachel en particular. Eso no era algo que se pudiera discutir allí. Por fin, todos nos sentamos y nos quedamos mirándonos.

– Ha sido todo un espectáculo, colegas, pero me gustaría ponerme a trabajar -dijo finalmente Rachel.

– Y yo tengo que irme -dije-. ¿Qué frase del fax es la que quieres que omita?

– La adivinanza -contestó Backus-. No menciones a los Amigos del alma. Me quedé pensativo un instante. Era una de las mejores.

– De acuerdo. No hay problema.

Me levanté al mismo tiempo que lo hacía Rachel.

– Te acompañaré al hotel.

– ¿Sienta mal que te chafen una primicia como ésta? -me preguntó cuando nos dirigíamos al hotel.

– Muy mal. Supongo que es como cuando a vosotros, los del FBI, se os escapa alguien. Espero que Backus le dará caña por esto a Thorson… El muy gilipollas.

– Le será difícil demostrarlo. No es más que una sospecha.

– Si le cuentas a Backus lo nuestro y le dices que Thorson lo sabe, se lo creerá.

– No puedo. Si lo hago, seré yo la única que salga perdiendo. Cambió de tema tras un breve silencio, para volver sobre el reportaje.

– Tú tienes mucho más que él. -¿Qué? ¿Quién?

– Me refiero a Warren. Tu reportaje será mejor.

– El primero que cuenta la historia es el primero que se lleva la gloria. Es un viejo refrán periodístico. Pero es cierto. En la mayoría de las noticias, el primero que la da es casi siempre el único que merece crédito, incluso cuando esa primera versión está llena de lagunas y mentiras. Incluso cuando es una historia robada.

– O sea ¿que de eso se trata? ¿De conseguir crédito? ¿Sólo por ser el primero, aunque no digas la verdad? Me quedé mirándola y traté de sonreír.

– Sí, a veces. La mayoría. Vaya oficio, ¿no?

No contestó. Circulamos un rato en silencio. Yo estaba deseando que ella dijera algo sobre lo que había o no entre nosotros, pero no lo hizo. Ya nos acercábamos al hotel.

– ¿Y si no consigo convencerle para que me deje quedarme aquí y tengo que volver a Denver? ¿Qué pasará con lo nuestro?

Se quedó un rato callada.

– No lo sé, Jack. ¿Qué quieres que pase?

– No lo sé, pero no me gustaría que terminase así, tan… No sabía cómo decirle lo que deseaba.

– Yo tampoco quiero que acabe así.

Se detuvo frente al hotel para que yo me apeara. Dijo que tenía que volver. Un tipo con chaqueta roja y hombreras

doradas me abrió la puerta, privándonos de toda intimidad. Quería besarla, pero había algo en el ambiente que me lo impedía, quizás el hecho de estar en un coche oficial.

– Te veré en cuanto pueda -afirmé-. Tan pronto como pueda.

– Bueno -dijo sonriendo-. Adiós, Jack. Suerte con el reportaje. Llámame a la oficina para contarme si vas a escribirlo aquí. Quizá podamos vernos esta noche.

Ése era el mejor de los motivos que se me podían haber ocurrido para permanecer en Phoenix. Ella se acercó y me acarició la barba como lo había hecho aquella primera vez. Y justo antes de que saliera del coche me pidió que esperase. Sacó de su bolso una tarjeta, escribió un número en el dorso y me la dio.

– Es el número de mi busca para casos de emergencia. Funciona por satélite, así que puedes llamarme esté donde esté

– ¿En cualquier parte del mundo?

– En cualquier parte del mundo. Hasta que el satélite se caiga.

32

Gladden miró las palabras que había en la pantalla. Eran hermosas, como escritas por la mano invisible de Dios. Tan ciertas. Tan comprensibles. Volvió a leerlas:

Ya tienen noticias mías y estoy preparado. Esperándoles. Estoy listo para ocupar el lugar que me corresponde en el panteón de famosos. Me siento como cuando era niño y esperaba que se abriera la puerta del armario para poder recibirlo a él. La raya de luz en el suelo. Mi faro. Contemplaba la luz y las sombras que proyectaban cada una de sus pisadas. Entonces sabía que había llegado y que conseguiría su amor. La niña de sus ojos.

Somos lo que nos han hecho ser y ahora nos rechazan. Nos han abandonado. Nos hemos convertido en nómadas en el mundo de los quejidos. El rechazo es mi dolor y mi incentivo. Soy portador de la sed de venganza de todos los niños. Soy el ídolo. Me llaman el predador, aquel a quien hay que vigilar- Soy el cuclillo, la mezcla de luz y oscuridad- Mi historia no es aquélla de la privación y el abuso. Anhelo el contacto- Yo puedo aceptarlo. ¿Podéis vosotros? Yo lo deseo, lo imploro, lo ansio- Fue sólo el rechazo -cuando mis huesos se estiraron demasiado-lo que me abrió en canal y me forzó a una vida errante. Soy el desecho. Y los niños deben seguir siendo siempre jóvenes.

Alzó la vista cuando sonó el teléfono. Estaba en el mostrador de la cocina y se lo quedó mirando mientras sonaba. Era la primera vez que la llamaban. Después del tercer timbrazo se puso en marcha el contestador automático. Gladden había escrito el mensaje en un trozo de papel y la había obligado a leerlo, tres veces antes de grabarlo. Estúpida mujer, pensó al escucharlo ahora. No tenía nada de actriz… al menos, no con la ropa puesta.

– Hola, soy Darlene. Yo… en este momento no puedo ponerme. He tenido que salir de la ciudad por una urgencia. Luego comprobaré los mensajes…, los mensajes y te llamaré en cuanto pueda.

Se la notaba nerviosa y a Gladden le preocupó que, por la repetición de una palabra, el interlocutor pudiera adivinar que estaba leyendo. Después de la señal escuchó una airada voz de hombre:

– ¡Darlene, maldita sea! Será mejor que me llames en cuanto llegues. Me has dejado esto abandonado. Más te vale que me llames o te quedarás sin trabajo, ¡joder!

Gladden pensó que le había salido bien. Se levantó y borró la cinta. Su jefe, supuso. Pero ya no recibiría la respuesta de Darlene.

Notó el olor en el umbral de la puerta de la cocina. Cogió las cerillas de encima de la mesita de la sala y entró en el dormitorio. Se quedó contemplando el cuerpo unos instantes. La cara había adquirido un color verde pálido, aunque más oscuro desde la última vez que la había mirado. Se le escurría un fluido sanguinolento por la boca y por la nariz, como resultado de la descomposición de los líquidos corporales. Había leído algo sobre eso en uno de los libros que había conseguido recibir a través del alcaide de Raiford: Patología forense. A Gladden le habría gustado tener la cámara para registrar los cambios que se iban produciendo en el cuerpo de Darlene.

Encendió otras cuatro varillas de incienso de jazmín y las puso en sendos ceniceros en cada una de las esquinas de la cama.

Esta vez, después de salir y cerrar la puerta del dormitorio, puso una toalla húmeda cubriendo el umbral, con la esperanza de que eso impediría que el hedor invadiese la zona del apartamento en la que él estaba viviendo. Todavía le quedaban dos días.

33

Convencí a Greg Glenn para que me dejase escribir desde Phoenix. El resto de la mañana lo pasé en mi habitación haciendo llamadas, reuniendo declaraciones de los protagonistas de la historia; desde Wexler, en Denver, hasta Bledsoe, en Baltimore. Después me pasé cinco horas enteras escribiendo, y lo único que me distrajo durante todo el día fueron las llamadas del propio Glenn, preocupado por lo que estaba haciendo. Una hora antes del cierre de las cinco en Denver envié dos reportajes a la redacción.

Cuando envié los reportajes tenía los nervios crispados y un insoportable dolor de cabeza. Me había tragado jarra y media de café del servicio de habitaciones y acabado un paquete entero de Marlboro; era la vez que más había fumado de una sentada desde hacía años. Paseando como un león enjaulado a la espera de la llamada de Glenn, volví a llamar al servicio de habitaciones para explicarles que no podía salir porque esperaba una llamada importante y pedirles un bote de aspirinas de la farmacia del hotel.

Cuando llegaron, me tomé tres de ellas con agua mineral del mini bar y al instante empecé a sentirme mejor. Después llamé a mi madre y a Riley para avisarlas de que mi reportaje saldría en el periódico del día siguiente. Les advertí que seguramente otros reporteros intentarían ponerse en contacto con ellas, ahora que la historia se había publicado. Ambas me contestaron que no querían hablar con ningún periodista y yo les dije que me parecía bien, pensando que era irónico que yo fuese uno de ellos.

Por fin, me di cuenta de que se me había olvidado llamar a Rachel para decirle que me había quedado en la ciudad. En la oficina local del FBI en Phoenix, un agente me informó de que había salido.

– ¿Qué significa que ha salido? ¿Está todavía en Phoenix?

– No estoy autorizado para decírselo.

– ¿Puedo hablar entonces con el agente Backus?

– También ha salido. ¿Puedo preguntarle quién es usted?

Colgué, marqué el número de la centralita del hotel y pedí que me pusieran con su habitación. Me dijeron que había dejado el hotel. También Backus. Así como Thorson, Cárter y Thompson.

Algo había pasado. Tenía que ser así. Para que todos dejasen el hotel debía de haber habido un cambio importante en la investigación. Y habían pasado de mí, ya no contaban conmigo para la investigación. Me levanté y me puse a recorrer de nuevo la habitación, preguntándome adonde habrían ido y qué sería lo que les había obligado a ponerse en marcha tan rápidamente. Entonces me acordé de la tarjeta que me había dado Rachel. La saqué del bolsillo y marqué el número del busca.

Diez minutos me parecieron un tiempo suficiente para que mi mensaje subiera hasta el satélite y le llegara a ella, dondequiera que estuviese. Pero pasaron los diez minutos, y más, y el teléfono no sonaba. Pasaron otros diez minutos y media hora más. Ni siquiera Greg Glenn me llamaba. En mi impaciencia llegué incluso a comprobar que el teléfono tuviera línea.

Inquieto, aunque cansado de pasear y esperar, puse en marcha el portátil y volví a conectarlo con el Rocky. Miré la bandeja de mensajes, pero no había nada importante.

Entré en mi bandeja personal, recorrí los archivos y traje a la pantalla el llamado «hipnotic». El fichero contenía varias noticias sobre Horace Gomble, una tras otra, por orden cronológico. Empecé a leer por la más antigua, mientras iba recordando lo que ya sabía del hipnotizador.

Era una noticia pintoresca. Médico e investigador de la CÍA a principios de los sesenta, Gomble pasó después a practicar la psiquiatría en Beverly Hills, especializándose en hipnoterapia. Aprovechó su habilidad y su experiencia en las artes hipnóticas, como él las llamaba, para actuar en un club nocturno con el nombre de Horace el Hipnotizador. Al principio sólo eran actuaciones esporádicas en las noches de micrófono abierto de los clubs de Los Angeles, pero pronto se hizo enormemente popular y empezó a actuar en Las Vegas con contratos de toda una semana. Pronto dejó de practicar la psiquiatría. Se dedicó de lleno al espectáculo, apareciendo en los escenarios de los mejores locales de Las Vegas. Mediados los setenta, su nombre compartía los carteles del Caesar's con el de Sinatra, aunque en letra más pequeña. Llevó a cabo cuatro actuaciones en el programa de Carson, la última de ellas poniendo a su anfitrión en trance hipnótico y sonsacándole lo que verdaderamente pensaba de los demás invitados de aquella noche. Los cáusticos comentarios de Carson hicieron creer al público del estudio que se trataba de un montaje. Pero no lo era. Cuando Carson vio la grabación, prohibió que el programa se emitiera y puso a Horace el Hipnotizador en su lista negra. El asunto fue noticia en la prensa del mundo del espectáculo y acabó con la carrera de Gomble. No volvió a aparecer por televisión hasta que fue detenido.

Despojado de la televisión Gomble empezó a pasar de moda, incluso en Las Vegas, y sus apariciones en la escena se fueron distanciando cada vez más. Pronto se encontró en la calle, trabajando en pequeños clubs y en cabarets, y acabó actuando sólo en clubs de carretera y bares de pueblo. La caída de su fama fue estrepitosa. Y su detención en la Feria del Condado de Orange, en Orlando, fue el punto final de esa caída.

Según las noticias del juicio, Gomble fue acusado de agresión sexual a las chicas que había elegido como ayudantes voluntarias para sus actuaciones matinales en la feria del condado. Los fiscales dijeron que tenía por costumbre seleccionar entre el público a una niña de diez a doce años y llevársela detrás del escenario para prepararla. Una vez en

su camerino, le daba una Coca-Cola mezclada con codeína y pentotal sódico -productos que le fueron incautados en cantidad considerable cuando fue detenido- y le decía que debía comprobar si podía hipnotizarla antes de que empezase la actuación. Con la ayuda de las drogas como potenciadores hipnóticos, la chica entraba en trance y entonces Gomble la violaba. Según los fiscales, la violación consistía primordialmente en felación y masturbación, agresiones muy difíciles de demostrar mediante pruebas físicas. Por último, Gomble eliminaba de las mentes de sus víctimas todo recuerdo del hecho mediante sugestión hipnótica.

No se sabía cuántas muchachas habían sido víctimas de Gomble. No fue descubierto hasta que un psiquiatra, al tratar a una chica de trece años con problemas de comportamiento, le sonsacó la violación de Gomble durante una sesión de hipnoterapia. Se inició una investigación policial y Gomble acabó siendo acusado de agresión sexual a cuatro chicas.

El argumento de la defensa en el juicio fue que los hechos descritos por las víctimas y la policía, simplemente, no habían ocurrido. Gomble presentó nada menos que seis expertos muy cualificados en el tema que testificaron que la mente humana, mientras se encuentra en trance hipnótico, no puede ser inducida ni forzada bajo ninguna circunstancia a hacer o siquiera decir algo que pueda poner en peligro al sujeto o que le repugne moraímente. Y el abogado de Gomble no perdió ocasión de recordar al jurado que no existía ninguna evidencia física de las violaciones.

Pero la acusación ganó el caso basándose esencialmente en un solo testigo: el antiguo supervisor de Gomble en la CÍA. Éste declaró que las investigaciones de Gomble a principios de los sesenta incluían la experimentación con casos de hipnosis combinada con uso de drogas para producir una «anulación hipnótica» de las inhibiciones morales y de autodefensa del cerebro. Era una cuestión de control mental y el ex jefe de la CÍA declaró que tanto la codeína como el pentotal sódico estaban entre las drogas que Gomble había utilizado con resultados positivos en sus estudios.

El jurado tardó dos días en declarar a Gomble culpable de cuatro delitos de abuso sexual de menores. Fue condenado a ochenta y cinco años de cárcel en el Instituto Correccional Federal de Raiford. Una de las noticias del fichero decía que había recurrido la sentencia basándose en la incompetencia del abogado, pero que esta apelación había sido rechazada de plano por el Tribunal Supremo de Florida.

Cuando llegué al final del fichero me percaté de que la última noticia era de sólo unos días atrás y me llamó la atención porque Gomble había sido condenado siete años antes, además procedía del Times de Los Angeles, y no del Orlando Sentinel como todas las anteriores.

Picado por la curiosidad, empecé a leerla y al principio pensé que Laurie Prine se había equivocado. Suele ocurrir. Creí que me había enviado una noticia que no tenía nada que ver con mi petición y que habría sido solicitada por alguna otra persona del Rocky.

Era una información sobre un sospechoso del asesinato de una sirvienta en un motel de Hollywood. Estaba a punto de dejar la lectura cuando mis ojos cayeron sobre el nombre de Horace Gomble. La noticia decía que el sospechoso del asesinato de la sirvienta había cumplido condena en Raiford junto con Gomble y que incluso le había ayudado en ciertos trabajos legales como abogado carcelario. Releí aquellas frases mientras me bullía en la cabeza una idea que finalmente no pude contener.

Llamé de nuevo al busca de Rachel después de desconectar el portátil. Esta vez me temblaban los dedos al marcar los números y cuando acabé apenas podía contener mi ansiedad. Volví a pasear por la habitación, sin dejar de mirar el teléfono. Hasta que al fin, como si lo hubiera provocado el poder de mi mirada, sonó el teléfono y lo cogí incluso antes de que hubiera acabado el primer timbrazo.

– Rachel, creo que he pillado algo.

– Espero que no sea una sífilis, Jack. Era Greg Glenn.

– Creí que era, otra persona. Oye, estoy esperando una llamada. Es muy importante y debería atenderla inmediatamente.

– Olvídalo, Jack. Estamos cerrando. ¿Estás listo?

Miré el reloj. Pasaban diez minutos de la hora del primer cierre.

– Vale, estoy listo. Cuanto antes, mejor.

– Antes que nada: buen trabajo, Jack. Esto… Bueno, nos resarce el hecho de que no sea el primero, pero está mucho mejor escrito y con mucha más información.

– Vale. Entonces, ¿qué esperas para darlo por definitivo? -le pregunté con prisa.

No me importaba su parloteo de felicitaciones y críticas. Lo que yo quería era que hubiéramos acabado cuando Rachel contestase a mi llamada. Como sólo había una línea telefónica en la habitación, no podía utilizar mi ordenador portátil para conectarlo con el Rocky y revisar la versión editada del reportaje. En vez de eso, abrí en pantalla la versión original y Glenn me leyó los cambios que había introducido.

– Quiero que el arranque de la noticia sea más tenso y más fuerte, que hable directamente del fax. He estado dándole vueltas y mira lo que me ha salido: «La críptica nota de un asesino en serie que al parecer elige sus víctimas al azar entre niños, mujeres y detectives de homicidios estaba siendo analizada por agentes del FBI el lunes como último giro en la investigación del criminal al que han apodado "el Poeta";» ¿Qué te parece?

– Muy bien.

Había cambiado la palabra «estudiada» por «analizada». No valía la pena protestar. Pasamos los diez minutos

siguientes puliendo el reportaje, yendo de aquí para allá discutiendo detalles. No había hecho modificaciones demasiado importantes y con el cierre pisándole los talones tampoco tendría tiempo de hacerlas, de todos modos. Pensé que, a fin de cuentas, algunos de los cambios lo mejoraban y otros los había hecho por el simple gusto de cambiar algo, costumbre que parecen compartir todos los redactores jefe con los que he trabajado. La segunda noticia, más corta, era un relato en primera persona de cómo la investigación destinada a comprender el suicidio de mi hermano me puso sobre la pista del Poeta. Esto se apartaba bastante del estilo del Rocky, pero Glenn lo pasó por alto. Cuando acabamos me dejó colgado al teléfono mientras mandaba los reportajes a componer.

– Creo que deberíamos mantener la línea abierta por si quieren algo los de edición -dijo Glenn.

– ¿Quién lo lleva?

– Brown está con el reportaje principal y Bayer con el breve. La última lectura la haré yo mismo. Estaba en buenas manos. Brown y Bayer eran dos de los mejores.

– Bueno, ¿qué planes tienes para mañana? -me preguntó Glenn mientras esperábamos-. Ya sé, que es pronto, pero tendríamos que empezar a hablar sobre el fin de semana.

– Todavía no he tenido tiempo de pensar en eso.

– Tendrá que haber una continuación, Jack. Lo que sea. No podemos salir con algo tan fuerte y que el día siguiente nos coja desprevenidos. Tiene que haber una continuidad. Y para este fin de semana me gustaría algo sobre cómo se vive la historia ahí. Ya sabes, la caza de un asesino reincidente vista desde dentro del FBI, la personalidad de los agentes con los que te has codeado. También necesitaremos fotos.

– Lo sé, lo sé -le dije-. Sólo que todavía no he pensado en eso.

No quería hablarle de mi último descubrimiento ni de la nueva teoría que estaba elaborando. Era peligroso poner una información como aquélla en manos de un redactor jefe. Lo primero que haría sería anunciar en primera página que yo tenía una continuación en la que relacionaba al Poeta con Horace el Hipnotizador. Decidí que esperaría a haber hablado con Rachel antes de contárselo a Glenn.

– ¿Qué hay del FBI? ¿Te dejarán que vuelvas a meterte en el asunto?

– Buena pregunta -le contesté-. Lo dudo. Hoy, al marcharme, me despidieron con una especie de sayonara. De hecho, ni siquiera sé dónde están. Creo que han volado de la ciudad. Está ocurriendo algo.

– Mierda, Jack. Creía que tú…

– No te preocupes, Greg. Me enteraré de dónde están. Todavía tengo cierta influencia con ellos y hay unas cuantas cosas que me he dejado en el tintero al escribir el reportaje de hoy. En cualquier caso, mañana tendré algo. Aún no sé qué será. Después de eso haré lo de la historia desde dentro. Pero no cuentes con que haya fotos. A esa gente no le gusta que les hagan fotos.

Al cabo de unos minutos más, Glenn recibió el visto bueno de edición y el reportaje pasó a composición. Me dijo que iba a vigilar de cerca la compaginación para asegurarse de que salía bien, y que ya había terminado conmigo por aquella noche. Añadió que cenase bien a costa de la empresa y que le llamase por la mañana. Le dije que así lo haría.

Mientras dudaba si llamar por tercera vez al busca de Rachel sonó el teléfono.

– ¿Qué tal?, Sport.

Reconocí el sarcasmo que rezumaba aquella voz.

– Thorson.

– Acertaste.

– ¿Qué quieres?

– Sólo decirte que la agente Walling está muy liada y que no esperes que te llame por ahora. Así que haznos el favor, a nosotros y a ti mismo, de dejar de llamar al busca. Es un fastidio.

– ¿Dónde está?

– Eso a ti no te importa, ¿vale? Tú ya has sacado tu tajada, por así decirlo. Ya tienes tu reportaje. Ahora te las apañas por tu cuenta.

– ¿Estáis en Los Angeles?

– Mensaje enviado. Corto.

– ¡Espera! Escucha, Thorson, creo que he conseguido algo. Déjame hablar con Backus.

– No, señor. Tú ya no vas a hablar con nadie sobre esta investigación. Estás fuera, McEvoy Recuerda: todas las peticiones de los medios de comunicación sobre este caso se canalizan a través de los relaciones públicas del cuartel general en Washington.

Estaba a punto de estallar. Tenía las mandíbulas prietas, pero eso no me impidió tirarle una pulla.

– ¿Eso también incluye las preguntas de Michael Warren, Thorson? ¿O es que tiene línea directa contigo?

– En eso te equivocas, cabrón. Yo no he filtrado nada. Me enferma la gente como tú. Me merecen más respeto algunos de los cabronazos que he metido entre rejas.

– Jódete.

– ¿Lo ves? Vosotros, tíos, no respetáis…

– Vete a la mierda, Thorson. Déjame hablar con Rachel o con Backus. Tengo algo que creo que deberían saber.

– Si tienes algo, dímelo a mí. Ellos están muy ocupados.

Me mortificaba tener que contarle nada, pero me tragué la furia e hice lo que me pareció más correcto.

– Tengo un nombre. Podría ser el hombre. William Gladden. Es un pedófilo de Florida, pero está en Los Angeles. Al menos, estaba. Es…

– Sé quién es y lo que es.

– ¿Lo conoces?

– Desde hace tiempo.

Entonces me acordé. Las entrevistas con presos.

– ¿Del proyecto sobre violaciones? Rachel me lo contó. ¿Era uno de los sujetos?

– Sí, pero olvídalo. No es nuestro hombre. Te has creído que eras el chico de la película y que ibas a resolverlo, ¿no? – ¿Cómo sabes que no es el hombre? Encaja y existe la posibilidad de que aprendiese hipnotismo con Horace

Gomble. Todo encaja. A Gladden lo están buscando en Los Angeles. Descuartizó a una empleada de un motel. ¿No lo ves? La sirvienta puede haber sido el asesinato de cebo. El detective, que se llama Ed Thomas, puede ser la víctima de la que hablaba en el fax. Déjame…

– Te equivocas -me interrumpió Thorson alzando la voz-. Ya hemos comprobado a ese tipo. No eres el primero que da con él, McEvoy Tú no eres tan especial. Hemos comprobado a Gladden y no es nuestro hombre, ¿vale? No somos idiotas. Ahora, ponte de culo y vuélvete a Denver. Cuando cojamos al que lo hizo, ya te enterarás.

– ¿Qué significa que habéis comprobado a Gladden?

– No te lo voy a explicar ahora. Estamos muy ocupados y ya no contamos contigo. Estás fuera y lo seguirás estando. Así que no llames más al busca. Como ya te he dicho, es un fastidio.

Colgó antes de que yo pudiera decir una palabra más. Tiré el auricular sobre la carcasa y ésta cayó al suelo. Estuve tentado de volver a llamar inmediatamente de nuevo al busca de Rachel, pero lo pensé dos veces. Me preguntaba qué estaría haciendo ella para que le hubiera pedido a Thorson que me llamase en su lugar. En mi pecho batallaban sentimientos encontrados y en la mente me bullían muchas ideas. ¿Habría estado sólo cuidándome mientras estuve siguiendo el caso con ellos? ¿Vigilándome como yo los vigilaba a ellos? ¿Había sido todo aquello tan sólo una actuación?

Lo aparté de mi cabeza. No había manera de saber las respuestas hasta que hablase con ella. Tenía que eludir la idea de que Thorson me había hablado por cuenta de ella. En vez de eso, empecé a reflexionar sobre lo que Thorson me había contado. Me había dicho que Rachel no podía llamarme. Que estaba muy liada. ¿Qué significaba eso? ¿Habrían detenido a un sospechoso y ella, como encargada de la investigación, lo estaría interrogando? ¿Tendrían al sospechoso bajo vigilancia? En ese caso, estaría en un coche, sin acceso a un teléfono.

¿O quizás al pedirle a Thorson que me llamase me estaba enviando un mensaje, comunicándome algo que no se atrevía a decirme en persona?

Se me escapaban los matices de la situación. Dejé de considerar el fondo del asunto y me centré en lo que estaba a mi alcance. Pensé en la reacción de Thorson ante la mención del nombre de William Gladden. No había demostrado sorpresa al oírlo y me dio la impresión de que no le daba importancia. Pero al reconstruir mental mente la conversación caí en la cuenta de que, tuviera yo razón o no con Gladden, Thorson habría reaccionado de idéntica forma. Si estaba en lo cierto, Thorson habría pretendido desviarme de la pista. Si no, no iba a perder la ocasión de decírmelo.

Pensé en la posibilidad de que yo tuviera razón sobre Gladden y que el FBI hubiera cometido un error al descartarlo como sospechoso. En tal caso, el detective de Los Angeles estaría en peligro sin siquiera saberlo.

Tuve que hacer dos llamadas al Departamento de Policía de Los Angeles para conseguir el número del detective Thomas en la División de Hollywood. Pero cuando llamé no contestaba nadie y la llamada se desvió a la recepción. El funcionario que contestó me dijo que Thomas estaba ilocalizable. No quiso decirme por qué ni cuándo estaría localizable. Decidí no dejarle ningún recado.

Después de colgar, estuve unos minutos paseando por la habitación, dándole vueltas a lo que debía hacer. Lo mirara como lo mirase llegaba siempre a la misma conclusión: sólo había una forma de hallar respuestas a las preguntas que me hacía sobre Gladden, y era irme a Los Angeles. Ir a ver al detective Thomas. No tenía nada que perder. Ya había enviado los reportajes y me habían apartado del caso. Hice unas cuantas llamadas y reservé plaza en el primer vuelo de la Southwest desde Phoenix a Burbank. El empleado de la compañía aérea me dijo que Burbank estaba tan cerca de Hollywood como el aeropuerto internacional de Los Angeles.

El encargado de la recepción era el mismo que nos había registrado a todos el sábado.

– Ya veo que se va usted también.

Asentí, advirtiendo que se refería a los agentes del FBI.

– Sí -le dije-. Aunque ellos han madrugado, creo. Sonrió.

– Le vi en la tele la otra noche.

Aunque me pilló desprevenido, enseguida entendí lo que quería decir. La escena a la salida de la funeraria, en la que aparecía con la placa del FBI en la camisa. Entonces me percaté de que el recepcionista me confundía con un agente del FBI. No me molesté en corregirle.

– Al jefe no le hizo mucha gracia -dije.

– Bueno, ustedes se arriesgan a eso cuando se lanzan sobre una ciudad de esta manera. De todos modos, espero que lo atrapen.

– Sí, nosotros también.

Estaba comprobando mi factura. Me preguntó si había hecho algún gasto adicional y le dije lo que tenía del servicio de habitaciones y lo que había cogido del minibar.

– Oiga -le dije-. Supongo que tendrá que cobrarme una funda de almohada. He tenido que comprarme ropa y no tenía nada para…

Levanté la funda de almohada en la que había metido mis escasas pertenencias y él se rió de mi petición. Pero no supo qué cobrarme y me dijo que iba por cuenta de la casa.

– Me hago cargo de que ustedes tienen que moverse con rapidez -dijo-. Los demás ni siquiera han tenido tiempo de pasar a liquidar. Supongo que han tenido que salir volando.

– Bueno -le dije sonriendo-. Espero que al menos habrán pagado la factura.

– Por supuesto. El agente Backus llamó desde el aeropuerto para decirme que lo cargase en su tarjeta de crédito y que le enviase los recibos. Pero eso no es ningún problema. Lo hacemos con mucho gusto.

Me quedé mirándole, pensando.

– Yo voy a reunirme con ellos esta noche -le dije al fin-. ¿Quiere que me lleve yo los recibos?

Me miró por encima de los papeles que tenía delante. Noté que dudaba. Levanté la mano haciendo el gesto de quitarle importancia al asunto.

– Está bien. Era sólo una idea. Como voy a verles esta noche pensé que eso facilitaría las cosas. Ya sabe, ahorrarse el correo.

No sabía lo que estaba diciendo, aunque ya desconfiaba de mi decisión y lo que quería era echarme atrás.

– Bueno -dijo el empleado-, en realidad no veo qué mal puede haber en eso. Ya había metido los papeles en un sobre para que lo despacharan, pero creo que puedo fiarme de usted tanto como del cartero.

Sonrió y le devolví la sonrisa.

– Hombre, al cartero ya mí nos firma los cheques el mismo tipo, ¿no?

– El Tío Sam -dijo triunfador-. Ahora mismo vuelvo.

Desapareció por la puerta trasera de la oficina y miré a mi alrededor, en la recepción y el vestíbulo, como si esperase ver a Thorson, Backus y Walling saltando desde detrás de las columnas y gritando: «¿Veis? ¡No podemos fiarnos de los de la prensa!»

Pero no saltó nadie de ningún sitio y el empleado del hotel volvió con un sobre de papel de embalar que me pasó a través del mostrador junto con mi propia factura.

– Gracias -le dije-. Ellos sabrán apreciarlo.

– No tiene importancia -dijo él-. Gracias por haber elegido nuestro hotel para su estancia, agente McEvoy Asentí con un gesto, metí el sobre en la bolsa del ordenador como si acabase de robarlo y me dirigí hacia la puerta.

34

El avión estaba subiendo a nueve mil metros de altitud y todavía no había tenido ocasión de abrir el sobre.

Contenía varios pliegos de facturas referentes a los gastos de habitación de cada agente. Era lo que me imaginaba y enseguida busqué las facturas a nombre de Torzón y me puse a estudiar las conferencias telefónicas que le habían cargado en cuenta.

La factura no mostraba ninguna llamada dirigida a la zona de Maryland, prefijo 301, donde vivía Warren. Pero sí había una llamada a la zona con el prefijo 213: Los Angeles. Me pareció plausible que Warren se hubiera dirigido a Los Angeles para contarles la historia a sus antiguos jefes. Incluso la podía haber escrito allí mismo. La llamada se había hecho a las doce y cuarenta y un minutos del domingo, más o menos una hora después de que Thorson se hubiera registrado en el hotel de Phoenix. Después de utilizar mi tarjeta Visa para acceder al teléfono móvil del respaldo del asiento de delante, la introduje en él y marqué el número que figuraba en la factura del hotel. Inmediatamente contestó una voz de mujer:

– Hotel New Otani, dígame.

Confundido por un instante, me recuperé antes de que colgase y pedí por la habitación de Michael Warren. Me pasó la llamada, pero no contestaba nadie. Supuse que era demasiado temprano para que estuviese en la habitación. Colgué y llamé a información para pedir el teléfono del Times de Los Angeles. Cuando llamé a ese número pedí por la redacción y allí pregunté por Michael Warren. Me pusieron con él.

– Warren -dije.

Era una constatación, un hecho. Un veredicto. Tanto para Thorson como para Warren.

– Sí, ¿en qué puedo ayudarle?

No me había reconocido por la voz.

– Solamente quiero mandarte a tomar por el culo, Warren. Y decirte que algún día voy a escribir un libro sobre este asunto y que lo que me has hecho saldrá en él.

No tenía mucha idea de lo que le estaba diciendo. Sólo sabía que tenía la necesidad de amenazarle y no tenía con qué. Sólo palabras.

– ¿McEvoy? ¿Eres McEvoy? -hizo una pausa para lanzar una risotada-. ¿Qué libro? Yo ya tengo a mi representante por ahí con una propuesta. ¿Qué tienes tú, eh? ¿Qué es lo que tienes? Eh, Jack, ¿tienes siquiera un representante?

Se quedó esperando una respuesta, pero yo no sentía más que ira. Me quedé callado.

– Bueno, ya me parecía -dijo Warren-. Mira, Jack, eres un buen chico y todo eso, y lamento lo ocurrido. De verdad que lo siento. Pero estaba en un aprieto y me había quedado sin trabajo. Esta era mi única oportunidad. Y la aproveché.

– ¡Jodido guipo lias! Era mi reportaje.

Lo dije alzando demasiado la voz. A pesar de que estaba solo en una fila de tres asientos, un hombre me lanzó una mirada indignada desde él otro lado del pasillo. Estaba sentado junto a una anciana que debía de ser su madre y que nunca había oído hablar de aquella manera. Me volví hacia la ventanilla. Fuera todo estaba oscuro. Me puse una mano sobre la otra oreja para poder oír la respuesta de Warren por encima del constante zumbido del avión. Hablaba en voz baja y uniforme.

– El reportaje pertenece a quien lo escribe, Jack. Recuérdalo. La historia es de quien la escribe. Si quieres ponerte contra mí, adelante: escribe el jodido reportaje en vez de llamarme para quejarte. Adelante. Supéralo, si puedes. Aquí me quedo, esperando a verte en la primera plana.

Tenía razón en todo lo que había dicho, y yo lo sabía. Sentía vergüenza hasta por haberle llamado y estaba tan enfadado conmigo mismo como con Warren y Thorson. Pero no podía dejarlo estar.

– Bueno, de todos modos, no cuentes con sacarle nada más a tu fuente -le dije-. A Thorson me lo voy a cargar. Lo tengo cogido por las pelotas. Sé que te llamó el sábado por la noche al hotel. Voy a por él.

– No sé de qué me estás hablando y no quiero hablar de fuentes. Ni contigo ni con nadie.

– No tienes por qué hacerlo. Está en mis manos. Eso está hecho. Si quieres hablar con él a partir de este momento, tendrás que llamarle al equipo de carga de datos de Salt Lake City. Allí es adonde irá a parar.

Usar la referencia de Rachel sobre la Siberia del FBI no me apaciguó. Aún tenía las mandíbulas prietas y estaba esperando su respuesta.

– Buenas noches, Jack -dijo por fin-. Todo lo que se me ocurre decirte es que lo superes, joder, y que te vaya bien.

– Espera un momento, Warren. Contéstame a una pregunta.

Se lo dije con un tono de súplica que no me gustó nada. Y como no contestaba, me lancé.

– La hoja de mi bloc de notas que dejaste en el archivo de la Fundación, ¿lo hiciste a propósito? ¿Lo tenías planeado desde el principio?

– Eso son dos preguntas -dijo, y por el tono de su voz pude adivinar que sonreía-. Ya basta. Y colgó.

Diez minutos más tarde, el avión empezaba a descender y yo empezaba a aplacarme. Gracias, sobre todo, a la ayuda de unBloody Mary bien cargado. También sirvió para apaciguarme el hecho de que ahora podía respaldar con una prueba mi acusación contra Thorson. La verdad era que no podía culpar a Warren. Me había utilizado, pero eso es lo

que hacen los reporteros. ¿Quién lo iba a saber mejor que yo?

No obstante, sí podía culpar a Thorson y lo iba a hacer. No sabía cómo ni cuándo, pero me aseguraría de que la factura de Thorson y el significado de sus llama das telefónicas llegasen a oídos de Backus. Iba a presenciar la caída de Thorson.

Cuando acabé la bebida volví a coger las facturas del hotel que había dejado en la bolsa del respaldo del asiento. Por pura curiosidad, me puse a mirar las de Thorson, analizando las llamadas que había hecho antes y después de hablar con Warren.

Sólo había hecho tres llamadas de larga distancia durante sus dos días de estancia en Phoenix, todas ellas en un lapso de media hora. Estaba la llamada a Warren, el domingo a las doce y cuarenta y un minutos, una cuatro minutos antes a un número con el prefijo 703, y otra a la zona con el prefijo 904, a las doce y cincuenta y seis minutos. Supuse que el prefijo 703 correspondía a la central del FBI en Virginia y, como no tenía otra cosa que hacer, volví a coger el teléfono. Marqué aquel número y me contestaron enseguida.

– FBI, Quantico.

Colgué. Había acertado. Después llamé al tercer número, sin saber siquiera a qué zona correspondía el prefijo 904. Después de tres tonos escuché un agudo chirrido que sólo entienden las máquinas. Esperé hasta que cesó aquel gemido electrónico. Al no obtener respuesta, el ordenador había cortado la comunicación.

Confuso, llamé a información con el prefijo 904 y le pregunté a la telefonista cuál era la ciudad más importante de aquella zona. Me dijo que Jacksonville. Después le pregunté si la zona incluía la ciudad de Raiford y me dijo que sí. Le di las gracias y colgué.

Por las noticias sobre Horace Gomble sabía que el Instituto Correccional Federal (VCI) estaba en Raiford. Allí estaba encarcelado por entonces Horace Gomble, y anteriormente lo estuvo William Gladden. Me preguntaba si la llamada de Thorson a un ordenador con el prefijo 904 tendría alguna relación con la prisión, con Gladden o con Gomble.

Llamé de nuevo a información de la zona con prefijo 904. Esta vez pedí el número de la centralita del VCI de Raiford. Las tres primeras cifras de aquel número, 431, coincidían con las del número al que Thorson había llamado desde el hotel. Me recosté en el asiento y cavilé sobre aquello. ¿Por qué había llamado a la prisión? ¿Tendría conexión directa con un ordenador de la cárcel para poder comprobar la situación actual de Gomble allí o para ver el expediente de Gladden? Recordé que Backus había dicho que comprobaría la situación de Gomble. Posiblemente se lo había encargado a Thorson cuando se encontraron en el aeropuerto el sábado por la noche.

También se me ocurrió otra posibilidad. Thorson me había dicho hacía menos de una hora que habían comprobado a Gladden y quedo habían descartado como sospechoso. Quizás aquella llamada había sido, de algún modo, parte de la comprobación. Pero no sabía qué parte. Lo único que saqué en claro fue que a mí no me habían hecho partícipe de todo lo que hacían los agentes. Había estado allí, entre ellos, pero en algunos aspectos se me había mantenido al margen.

Las demás facturas no me depararon ninguna sorpresa. Las de Cárter y Thompson estaban en blanco. No había llamadas. Backus, según su factura, había llamado al mismo número de Quantico dos veces, sobre la medianoche del sábado y del domingo. Picado por la curiosidad, llamé a aquel número desde el avión. Contestaron inmediatamente.

– Quantico, Central de Operaciones.

Colgué sin decir nada. Me satisfacía saber que Backus había llamado a Quantico mientras Thorson había tenido que estar trayendo y llevando recados y ocupándose de otros asuntos administrativos.

Finalmente, llegué a la factura de Rachel y se apoderó de mí un temblor repentino. Era una sensación que no había experimentado al analizar las otras facturas. Esta vez me sentía como un marido celoso fisgando en los asuntos de su esposa. Experimentaba, al mismo tiempo, la excitación de un mirón y un cierto sentimiento de culpa.

Había hecho cuatro llamadas desde su habitación. Todas eran a Quantico y dos de ellas al mismo número que Backus. La Central de Operaciones. Llamé a uno de los otros números y respondió un contestador automático con su propia voz.

– Aquí la agente especial del FBI Rachel Walling. En este momento no puedo atenderle, pero si deja su nombre y el motivo de su llamada le llamaré en cuanto pueda. Gracias.

Había llamado a su propio teléfono para ver si tenía algún mensaje. Tecleé el último número, al que había llamado el domingo por la tarde, a las seis y diez minutos, y contestó una voz femenina.

– Perfiles, aquí Doran.

Colgué sin decir nada y me supo mal. Apreciaba a Brass, pero no tanto como para ponerla sobre aviso de que estaba comprobando las llamadas que habían hecho sus compañeros.

Cuando acabé con las facturas, las doblé y las guardé otra vez en la bolsa de! ordenador; después volví a colocar el teléfono móvil en su soporte.

35

Ya eran casi las ocho y media cuando llegué frente a la comisaría de Hollywood del LAPD. Me quedé mirando la fortaleza de ladrillo de la calle Wilcox sin saber exactamente qué esperaba encontrar. No sabía si Thomas estaría allí todavía, siendo la hora que era, aunque tenía la esperanza de que, al estar dirigiendo un caso reciente -el asesinato de la sirvienta del motel-, seguiría allí dentro, colgado del teléfono, más que por la calle buscando a Gladden.

Al cruzar la puerta principal me encontré en un gran vestíbulo con suelo de linóleo gris, dos sofás de vinilo verde y el mostrador principal de recepción, tras el cual se sentaban tres agentes uniformados.

A la izquierda se abría un pasillo y en la pared de encima había un cartel que decía «Despacho de Detectives» sobre una flecha que señalaba hacia el interior. Miré al único policía que no estaba hablando por teléfono y le hice un gesto con la cabeza como si estuviera haciendo mi visita de todas las noches. No había dado ni dos pasos cuando me detuvo su voz.

– Quieto ahí, socio. ¿Puedo ayudarle en algo? Me volví hacia él y señalé el cartel.

– Tengo que ir al despacho de los detectives. -¿A qué?

Me acerqué al mostrador para que no se enterasen de nuestra conversación en todo el edificio.

– Quiero ver al detective Thomas. Saqué mi carnet de periodista.

– Denver -dijo el policía, por si se me había olvidado de dónde era-. Déjeme comprobar si está. ¿Le espera? -No, que yo sepa.

– ¿Qué tiene que ver Denver con…? Sí, ¿está ahí Ed Thomas? Hay uno de Denver que quiere verle. Estuvo escuchando unos instantes, alzó las cejas ante determinada información que le dieron y después colgó.

– Vale. Vaya por el pasillo. Segunda puerta a la izquierda.

Le di las gracias y me dirigí al pasillo. Enmarcados en ambas paredes, colgaban docenas de carteles en blanco y negro de publicidad de espectáculos, intercalados con fotografías de equipos policiales de béisbol y de agentes muertos en acto de servicio. En la puerta que me habían indicado ponía «Homicidios». Llamé, esperé una respuesta y, al no recibir ninguna, la abrí.

Rachel estaba sentada en uno de los seis escritorios que había en la sala. Los otros estaban vacíos.

– Hola, Jack.

La saludé con un gesto. No me sorprendió demasiado encontrada allí.

– ¿Qué estás haciendo aquí?

– Eso es obvio, porque es obvio que me esperabas. ¿Dónde está Thomas?

– Está a salvo.

– ¿Por qué todas esas mentiras?

– ¿Qué mentiras?

– Thorson me dijo que Gladden no era sospechoso. Dijo que lo habíais comprobado y descartado. Por eso he venido. Pensé que se equivocaba o que mentía. ¿Por qué no me has llamado tú, Rachel? Todo esto…

– Jack, estaba muy ocupada con Thomas y, de todos modos, sabía que si te llamaba tendría que mentirte, y no quería hacerla.

– Así que le pediste a Thorson que lo hiciera. Muy bien. Gracias. Eso está mejor.

– Deja de portarte como un niño. Tengo cosas más importantes de que ocuparme que de tus sentimientos. Lo siento. Mira, estoy aquí, ¿no? Pero ¿por qué te crees que es?

Me alcé de hombros.

– Sabía que vendrías, al margen de lo que Gordon te dijera. Te conozco, Jack. Sólo tuve que llamar a las líneas aéreas y ponerme a esperarte. Y confío en que Gladden no esté por ahí fuera vigilando el edificio. Tú saliste en la tele con nosotros. Eso significa que, probablemente, te considera un agente. Si te ha visto entrar aquí, sabrá que estamos tramando algo.

– Pero si estaba ahí fuera y lo bastante cerca como para verme, entonces ya lo tenéis, ¿no? Porque lleváis veinticuatro horas vigilando las inmediaciones de este edificio.

Sonrió levemente. Mi suposición era correcta.

Cogió un transmisor de radio que había sobre la mesa y llamó a su puesto de mando. Reconocí inmediatamente la voz que le respondió. Era Backus. Le dijo que iba a acudir con un visitante. Después cortó la comunicación y se levantó.

– Vamos.

– ¿Adonde?

– Al puesto de mando. No está lejos.

Lo dijo con una voz seca, cortante. Se mostraba fría conmigo y me costaba creer que hacía menos de veinticuatro horas que había hecho el amor con aquella mujer. Me trataba como si fuera un extraño. Me contuve mientras caminábamos por el pasillo hacia la parte trasera del edificio, hacia un aparcamiento para funcionarios donde la

esperaba un coche.

– Tengo un coche ahí delante -le dije.

– Bueno, tendrás que dejarlo ahí, de momento. A menos que quieras actuar por tu cuenta y seguir haciendo de llanero solitario.

– Mira, Rachel, si no me hubieran mentido quizá no estaría aquí, ni siquiera habría venido a Los Angeles.

– Seguro.

Entró en el coche, lo arrancó y después quitó el seguro de mi puerta. Siempre me molestaba que alguien hiciera eso conmigo, pero me callé. Salió del aparcamiento y se dirigió hacia Sunset Boulevard pisando a fondo el acelerador. No abrió la boca hasta que un semáforo en rojo le hizo detener el coche.

– ¿De dónde has sacado ese nombre, Jack?

– ¿Qué nombre? -repliqué, aunque ya lo sabía.

– Gladden, Jack. Wllliam Gladden.

– He hecho mis deberes. ¿De dónde lo habéis sacado vosotros?

– No te lo puedo decir.

– Rachel… mírame, soy yo, ¿no? Hemos hecho, uf… -no se lo podía decir en voz alta por miedo a que pareciese mentira-. Creía que había algo entre nosotros, Rachel. Y ahora me tratas como si fuese un leproso o algo así. Yo no… Vamos a ver, ¿es información lo que quieres? Te diré todo lo que sé. Lo he sacado de los periódicos. En la edición del Times de Los Angeles del sábado había un buen reportaje sobre ese tipo, Gladden. ¿Vale? La noticia decía que conoció a Horace el Hipnotizador en Raiford. Sólo tuve que juntar las piezas. No fue difícil.

– Vale, Jack. -Ahora te toca a ti. Guardó silencio.

– ¿Rachel?

– ¿Lo consideramos extraoficial?

– Ya sabes que no tienes por qué preguntármelo. Dudó un instante y pareció ablandarse. Empezó.

– Dimos con Gladden siguiendo dos pistas convergentes. Eso nos dio una sensación bastante consistente de que se trataba de nuestro hombre. En primer lugar, el coche. Los de identificación de automóviles siguieron el rastro del número de serie de la radio estéreo que nos llevó sobre la pista de la compañía Hertz. ¿Te acuerdas?

– Sí.

– Bien. Matuzak y Mize se fueron al aeropuerto y siguieron la pista a ese coche. Ya lo habían alquilado de nuevo unos yanquis de Chicago. Tuvieron que ir a Sedona a recuperado. Se comprobó. No se sacó nada útil. El cristal roto y la radio habían sido reemplazados. Pero no lo hizo Hertz. En Hertz ni siquiera se enteraron del robo. Quienquiera que tuviese el coche cuando fue asaltado repuso el cristal y la radio por su propia cuenta. De todos modos, el registro de la compañía aclaró que el coche estuvo en manos de N. H. Breedlove durante cinco días de este mes, incluyendo el día en que Orsulak fue asesinado. El tal Breedlove lo devolvió al día siguiente. Matuzak introdujo ese nombre en el ordenador y Nathan H. Breedlove resultó ser un alias de William Gladden que surgió cuando se le investigó en Florida hace siete años. Fue utilizado por un hombre que publicaba anuncios en los periódicos de Tampa ofreciendo sus servicios como fotógrafo de niños. Abusaba de ellos cuando se quedaban a solas con él y les sacaba fotos marranas. Usaba disfraces. La policía de Tampa estaba buscando al tal Breedlove cuando estalló el caso Gladden. El de abusos de menores en la guardería. Los investigadores estaban convencidos de que eran la misma persona, pero nunca pudieron demostrarlo a causa de los disfraces. Además, no lo presionaron porque creyeron que el otro caso ya le proporcionaría bastantes años de cárcel… De todos modos, una vez que conseguimos el nombre de Gladden en el banco de datos de la red de identificaciones, lo cotejamos con el bando que el Departamento de Policía de Los Angeles puso en circulación la semana pasada a través del Centro Nacional de Investigaciones Criminales. Y hasta aquí hemos llegado.

– Parece que os ha sido…

– ¿Fácil? Bueno, a veces uno se labra su propia suerte.

– Eso ya me lo habías dicho antes.

– Porque es verdad.

– ¿Por qué habrá usado un nombre supuesto que sabía que estaba registrado en alguna parte?

– A muchas de estas personas les gusta seguir la tradición. Además, es un fanfarrón, el muy hijo de puta. Lo sabemos por el fax.

– Sin embargo, utilizaba un alias completamente nuevo cuando fue detenido por la policía de Santa Mónica la semana pasada. ¿Por qué iba…?

– Sólo puedo contarte lo que sé, Jack. Si es tan listo como creemos, es probable que tenga varias posibilidades de cambiar de identidad. Debe de tener facilidad para conseguirlas. Los de la oficina local de Phoenix están registrando los archivos de Hertz. Vamos detrás de un historial completo de los coches alquilados por Breedlave desde hace tres años. Es nada menos que un Cliente de Oro de Hertz. Eso demuestra de nuevo lo listo que es. En la mayoría de los aeropuertos bajas del avión, te vas directamente al aparcamiento reservado para Clientes de Oro y encuentras tu nombre encima del coche y las llaves puestas. La mayor parte de las veces ni siquiera tienes que hablar con un empleado. Simplemente, te metes en el coche, enseñas el carnet de conducir a la salida y te largas.

– Vale. ¿Y la otra pista? Decías que teníais dos que os llevaban a Gladden.

– Los Amigos del alma. Ted Vincent y Steve Raffa, los de Florida, consiguieron por fin hacerse esta mañana con los expedientes de la organización sobre Beltran. Había sido el amigo del alma de nueve chicos durante varios años. El segundo de los que patrocinó, hace ahora unos dieciséis años, era Gladden.

– ¡Dios mío!

– Sí. Todo empieza a caer por su peso.

Guardé silencio unos instantes, mientras digería toda la información que me había proporcionado. La investigación estaba avanzando a una velocidad vertiginosa. Había llegado el momento de abrocharse los cinturones.

– ¿Cómo es que los de la oficina de aquí no han atrapado a ese tipo? Ha salido en el periódico.

– Buena pregunta. Bob se las va a tener con los agentes locales sobre este asunto. El aviso de Gordon se recibió anoche. Alguien debería haberlo mirado yjuntar las piezas. Pero lo hicimos nosotros antes.

El típico enredo burocrático. Me preguntaba si no habrían dado mucho antes con Gladden si alguien hubiese estado un poco alerta en la oficina de Los Angeles.

– ¿Tú conoces a Gladden? -dije.

– Sí. Lo conocí durante las entrevistas sobre violaciones. Ya te hablé de ellas. Hace siete años. A él y a Gomble, entre otros, en aquel agujero infernal de Florida. Creo recordar que nuestro equipo, Gordon, Bob y yo, pasó allí toda una semana, pues teníamos muchos candidatos que entrevistar.

Estuve tentado de contarle lo de la consulta de Thorson al ordenador de la prisión, pero me lo pensé mejor. Estaba a punto de conseguir que me hablase como a un ser humano. Contarle que había estado fisgando en las facturas del hotel no era la mejor manera de lograr que continuara. Ese dilema también me creaba problemas en cuanto a la posibilidad de atrapar a Thorson. Ya llegaría el momento de sacar a relucir los registros telefónicos del hotel.

– ¿Crees que existe alguna relación entre el supuesto uso de la hipnosis por Gomble y lo que estáis buscando en los casos del Poeta? -le pregunté sin cambiar de tema-. ¿Crees que Gomble le reveló sus secretos?

– Es posible.

De nuevo volvía con las respuestas escuetas.

– Es posible -repetí con una pizca de sarcasmo.

– A la larga, me iré a Florida a hablar de nuevo con Gomble. Y se lo voy a preguntar. Hasta que obtenga una respuesta en un sentido u otro, existe esa posibilidad. ¿Satisfecho, Jack?

Nos metimos en un callejón que corría paralelo a una hilera de moteles antiguos y tiendas. Finalmente, redujo tanto la marcha que me dejé caer sobre el apoyabrazos.

– Pero no te irás a Florida ahora, ¿verdad? -le pregunté.

– Eso depende de Bob. Aunque aquí estamos muy cerca de Gladden. Por ahora, creo que lo que Bob pretende es jugarse el todo por el todo aquí, en Los Angeles. Gladden está aquí. O muy cerca. Todos lo notamos. Estamos a punto de cogerlo. Una vez que lo atrapemos, me ocuparé de todo lo demás, del móvil psicológico. También para eso habrá que ir a Florida después.

– ¿Para qué? ¿Para añadir datos a los estudios sobre asesinos múltiples?

– No. Quiero decir, sí, así es. Pero lo primero es conseguir las pruebas acusatorias. Un tipo así acaba por alegar incapacidad mental. Es su única alternativa. Eso significa que tendremos que elaborar todo un caso sobre su psicología. Habrá que demostrar que sabía lo que hacía y sabía distinguir entre lo que está bien y lo que está mal. Es lo mismo de siempre.

El procesamiento del Poeta ante un tribunal era algo en lo que nunca se me había ocurrido pensar. Me di cuenta de que presumía que no lo cogerían vivo. Y esta presunción, lo sabía, se basaba en mi propio deseo de que no saliera con vida de aquello.

– ¿Qué te preocupa, Jack? ¿No quieres que vaya ajuicio? ¿Prefieres que lo matemos en cuanto lo encontremos? La miré. Al pasar ante una ventana las luces iluminaron fugazmente su cara y por un instante le vi los ojos.

– No he pensado en ello.

– Seguro que sí. ¿Te gustaría matarlo, Jack? Si tuvieras la ocasión y no hubiera consecuencias, ¿lo harías? ¿Crees que te atreverías?

No me apetecía discutir ese tema con ella. Sentía algo más que un interés pasajero por ella.

– No lo sé -contesté al fin-. ¿Podrías matarlo tú? ¿Has matado a alguien, Rachel?

– En un momento dado, y en caliente, lo haría.

– ¿Por qué?

– Porque los conozco. Los he mirado a los ojos y sé lo que se esconde detrás de esa oscuridad. Si pudiera matarlos a todos, creo que lo haría.

Esperaba que continuase, pero no lo hizo. Metió el coche en un aparcamiento, junto a otros dos Caprice, detrás de uno de los viejos moteles.

– No me has contestado a la segunda pregunta.

– No, nunca he matado a nadie.

Entramos por la puerta trasera en un pasillo pintado en dos tonos: verde desvaído hasta la altura de los ojos y blanco

desvaído hasta el techo. Rachel se dirigió hacia la primera puerta de la izquierda, llamó y entramos. Era una habitación de motel, una de ésas que habían sido equipadas con una pequeña cocina en los años sesenta. Backus y Thorson estaban allí esperando, sentados a una vieja mesa de fórmica pegada a la pared. En la mesa había dos teléfonos que supuse que acababan de instalar. Había también un baúl de aluminio de casi un metro de altura, de pie en un rincón, con la tapa abierta para dejar entrever tres monitores de video superpuestos. Por detrás del baúl salían unos cables que cruzaban el suelo de la habitación hasta la ventana, entreabierta lo justo para dejarlos pasar.

– Jack, no puedo decir que me alegre verte -dijo Backus.

Pero lo dijo con una sonrisa burlona, antes de levantarse para darme la mano.

– Lo siento mucho -le dije sin saber realmente por qué. Después, mirando a Thorson, añadí-: No era mi intención entrometerme, pero es que me dieron una información errónea.

Me vino otra vez a la mente la idea de hablar de los registros telefónicos, pero la deseché. No era el momento adecuado.

– Bueno -dijo Backus-, he de admitir que intentamos darte esquinazo. Creímos que sería mejor concentramos en esto sin distracciones.

– Intentaré no distraeros.

– Ya lo estás haciendo -dijo Thorson.

No le hice caso y me concentré en Backus.

– Toma asiento -dijo éste.

Rachel y yo ocupamos las dos sillas que quedaban libres en torno a la mesa.

– Supongo que estás al tanto de lo que ocurre -dijo Backus.

– Supongo que tenéis vigilado a Thomas.

Me volví para poder ver las pantallas dé vídeo y me fijé por primera vez en lo que se veía en cada una de ellas. El monitor de encima mostraba un pasillo muy parecido al que habíamos cruzado para entrar en la habitación. Había varias puertas a ambos lados. Todas estaban cerradas y numeradas. En la siguiente se veía la fachada exterior de un motel. En el gris azulado del vídeo apenas se distinguía el rótulo que había sobre la puerta: «Hotel Mark Twain.» El monitor de abajo mostraba la perspectiva desde un callejón de lo que supuse sería el mismo hotel.

– ¿Es ahí donde estamos? -pregunté.

– No -contestó Backus-. Ahí es donde está el detective Thomas. Nosotros estamos a una manzana, más o menos.

– No es precisamente un lugar encantador. ¿Qué se paga ahora por eso en esta ciudad?

– Ésa no es su casa. Aunque los detectives de Hollywood utilizan con frecuencia ese hotel para ocultar testigos o para echar una cabezadita cuando trabajan veinte horas diarias siguiendo un caso. El detective Thomas prefiere estar en el hotel que en su casa. Allí tiene a su mujer y tres hijos.

– Bueno, eso contesta a mi próxima pregunta. Me alegro de que le hayáis dicho que le estáis utilizando como cebo.

– Pareces notablemente más cínico que en la reunión de esta mañana, Jack.

– Supongo que es porque lo soy.

Desvié la mirada para volverme de nuevo hacia los vídeos. Backus siguió hablando a mis espaldas.

– Tenemos tres cámaras de vigilancia y una parabólica en el tejado. También contamos con la unidad de emergencia y con el escuadrón de élite del Departamento de Policía de Los Angeles para vigilar a Thomas a todas horas. Nadie puede acercarse a él. Ni siquiera en la comisaría. Está totalmente protegido.

– Espera a que todo haya terminado y entonces me lo cuentas.

– Lo haré. Mientras tanto, tienes que mantenerte al margen, Jack.

Me volví hacia él, con la mejor mueca de perplejidad que pude improvisar.

– Ya entiendes lo que te digo -me dijo Backus sin hacer caso a mi mueca-. Nos encontramos en el momento más crítico. Lo tenemos a nuestro alcance y, francamente, Jack, tienes que quedarte al margen.

– Siempre he estado al margen, y lo seguiré estando. Aunque el trato sigue en pie: no se publicará nada hasta que tú lo apruebes. Pero no me voy a ir a Denver a esperar. Yo también estoy muy cerca, demasiado… Esto significa mucho para mí. Vais a dejarme que vuelva a entrar en el asunto.

– Esto nos puede llevar unas semanas. Recuerda el fax. Sólo decía que ya tenía á su alcance a su próxima víctima. Pero no decía cuándo iba a ocurrir. No fijaba ningún límite de tiempo. No tenemos ni idea de cuándo intentará atacar a Thomas.

Sacudí la cabeza.

– No me importa. Pase lo que pase, quiero participar en la investigación. Yo ya he cumplido mi parte del trato.

La habitación se llenó de un incómodo silencio, durante el cual Backus se puso en pie y empezó a pasear por la alfombra que había detrás de mi silla. Miré a Rachel. Tenía la vista fija sobre la mesa, en actitud reflexiva. Decidí quemar mi último cartucho.

– Mañana tengo que escribir un reportaje, Bob. Mi redactor jefe lo está esperando. Si no quieres que lo escriba, déjame entrar en el caso. Es la única forma que tengo de convencerle para que deje de apremiarme. Es lo que hay.

Thorson soltó una risita burlona y sacudió la cabeza.

– Es un problema -dijo-. Bob, ¿adonde iremos a parar si dejas que este tipo vuelva a entrometerse?

– La única vez que ha habido problemas -le dije ha sido cuando se me ha mentido para mantenerme al margen de la investigación, la cual, por cierto, inicié yo.

Backus se dirigió a Rachel.

– ¿Qué opinas tú?

– No le preguntes a ella -se interpuso Thorson-. Puedo decirte ahora mismo lo que te va a contestar.

– Si tienes algo que decir de mí, dilo -le pidió Rachel.

– Está bien, ya basta -medió Backus, separando los brazos como un arbitro-. ¿Es que no paráis nunca vosotros dos? Estás dentro, Jack. De momento. Con el mismo trato que antes. Eso quiere decir que mañana no habrá reportaje. ¿Entendido?

Asentí. Miré a Thorson, que ya se había levantado y se dirigía hacia la puerta, derrotado.

36

En el hotel Wilcox, que así se llamaba, aún cabía uno más, sobre todo cuando el recepcionista nocturno se enteró de que yo estaba con la gente del Gobierno que ya se alojaba allí y de que iba a pagar la tarifa más alta: treinta y cinco dólares por noche. Nunca me había registrado en un hotel en el que sintiera tan negros presagios por darle al recepcionista el número de mi tarjeta de crédito. El hombre que estaba tras el mostrador daba la impresión de haberse bebido media botella en su solitario turno. También parecía que en los últimos cuatro días había decidido cada mañana que aún no había llegado el momento de afeitarse. Ni siquiera me miró durante todo el proceso de registro, que le llevó cinco minutos más de lo habitual porque estuvo buscando inútilmente un bolígrafo hasta que aceptó el que yo le presté

– ¿Y qué están haciendo aquí, pues? -me preguntó mientras me deslizaba una llave con el número de la habitación casi invisible por encima del desgastado mostrador de fórmica.

– ¿No se lo han dicho ellos? -le pregunté fingiendo sorpresa.

– ¡Qué va! Yo sólo registro las entradas del personal.

– Es una investigación sobre fraude con tarjetas de crédito. Pasan muchas por aquí. -Ya.

– Por cierto, ¿en qué habitación está la agente Walling? Le llevó medio minuto interpretar sus propias anotaciones.

– En la diecisiete.

Mi habitación era muy pequeña, y cuando me senté al borde de la cama, éste se hundió al menos quince centímetros, alzándose por un igual del otro lado, con la correspondiente protesta de los viejos resortes. Era una habitación de la planta baja, frugalmente amueblada, aunque aseada, y con un tufillo añejo de tabaco. Las persianas amarillentas estaban subidas y por la única ventana se veía una reja metálica. En caso de incendio, quedaría atrapado como una rata si no conseguía alcanzar la puerta.

Cogí el tubo de dentífrico de viaje y el cepillo de dientes que me había comprado de la funda de la almohada y entré en el baño. Todavía tenía en la boca el sabor del Bloody Mary que me había tomado en el avión y quería librarme de él. Además, pretendía estar preparado para lo que pudiera pasar con Rachel.

Lo más deprimente de los hoteles antiguos suelen ser los baños de las habitaciones. Este era sólo un poco mayor que las cabinas telefónicas que solía haber en las gasolineras cuando yo era pequeño. Allí se apiñaban la pica, el retrete y una ducha de teléfono, todo con manchas de óxido a juego. Si estabas sentado en el retrete y entraba alguien, te podía dejar sin rodillas. Cuando hube terminado y volví a la relativa espaciosidad de la habitación, contemplé la cama y supe que no volvería a sentarme en ella. Tampoco quería dormir allí. Decidí arriesgarme a dejar en la habitación el ordenador y mi improvisada bolsa de viaje llena de ropa, y salí.

A mi ligera llamada en la puerta número diecisiete siguió una respuesta tan rápida que pensé que Rachel me había estado esperando al otro lado de la hoja. Me introdujo en su habitación con el mismo sigilo que a un espía en una embajada.

– La habitación de Bob es la de enfrente -me explicó en un susurro-. ¿Qué te pasa?

No contesté. Nos quedamos mirándonos un rato, cada uno esperando que el otro hiciese algo. Por fin, me decidí a acercarme y estamparle un largo beso. Ella pareció responder y eso apaciguó rápidamente todas las preocupaciones que me bullían en la cabeza. Apartó sus labios de los míos y me abrazó con fuerza. Contemplé la habitación por encima de su hombro. Era más grande que la mía y los muebles tenían quizás una década menos, aunque no dejaba de ser deprimente. Tenía el ordenador en la cama y unos papeles esparcidos sobre la colcha de un amarillo desvaído en la que millares de personas se habían acostado y habían estado follando, tirándose pedos y peleándose.

– Es curioso -susurró-. Te he dejado esta mañana y ya te estaba echando de menos.

– Yo también.

– Jack, lo siento, pero no quiero hacer el amor en esta cama, ni en esta habitación, ni en este hotel.

– Está bien -le dije conciliador, aunque arrepintiéndome de mis palabras apenas las pronunciaba-. Lo comprendo. Aunque esto es una suite de lujo comparada con la mía.

– Tendremos que esperar, pero después nos resarciremos.

– Sí. Pero ¿por qué tenemos que quedamos aquí? -Bob quiere estar cerca. Para que podamos movernos con rapidez si lo localizan.

Asentí con un gesto de la cabeza.

– Bueno, pero ¿podemos salir un rato? ¿Te apetece beber algo? Debe de haber algún sitio por aquí.

– Probablemente, pero no será mejor que esto. Mejor nos quedamos y charlamos.

Se acercó a la cama y quitó los papeles y el ordenador; después se sentó con la espalda en la cabecera, apoyándose en una almohada. Yo me senté en la única silla que había, cuyo asiento había sido desgarrado con una navaja y después reparado con cinta adhesiva.

– ¿De qué quieres que hablemos, Rachel?

– No sé. Tú eres el reportero. Creo que eres el que tiene que preguntar. Sonrió.

– ¿Del caso?

– De cualquier cosa.

Me la quedé mirando un rato. Decidí empezar con algo sencillo y ver después hasta dónde podíamos llegar.

– ¿Cómo es ese tipo, Thomas?

– Es majo. Para ser un poli local. No demasiado dispuesto a cooperar, pero no es un guipo lias.

– ¿Qué significa que no está demasiado dispuesto a cooperar? Os ha permitido que lo utilicéis como cebo humano, ¿no es suficiente?

– Supongo. Debo de ser yo. Nunca me han caído simpáticos los policías locales. Dejé la silla y me eché en la cama con ella.

– ¿Y qué? Tu trabajo no consiste en llevarte bien con todo el mundo.

– Es cierto -dijo, y volvió a sonreír-. ¿Sabes? Hay una máquina de bebidas en el vestíbulo.

– ¿Quieres que te traiga algo?

– No, pero como habías hablado de beber algo…

– Lo dije pensando en algo más fuerte. Pero ya está bien así. Me siento bien.

Se inclinó sobre mí y me metió un dedo por entre la barba. Le cogí la mano cuando la retiraba y la retuve un instante.

– ¿Crees que todo esto se debe a la tensión por lo que estamos haciendo y en lo que estamos metidos? -le pregunté.

– ¿A qué otra cosa podría ser?

– No sé. Sólo pregunto.

– Sé lo que quieres decir -dijo al cabo de un rato-. Y tengo que admitir que nunca había hecho el amor con alguien a quien conozco desde hace sólo treinta y seis horas.

Sonrió yeso me emocionó.

– Yo tampoco.

Se inclinó sobre mí y volvimos a besamos. Yo me giré y nos enzarzamos en un beso de los De aquí a la eternidad. Sólo que nuestra playa era aquella colcha raída en aquel viejo hotel andrajoso. Pero todo eso dejó de tener importancia. Enseguida mis besos empezaron a bajar por su cuello y acabamos haciendo el amor.

No cabíamos los dos en el cuarto de baño ni podíamos compartir la ducha, así que ella entró primero. Mientras tanto, me quedé tumbado en la cama pensando en ella y con ganas de fumar.

No podría asegurarlo a causa del ruido de la ducha, pero en un momento dado me pareció que llamaban suavemente a la puerta. Alarmado, me senté al borde de la cama y empecé a ponerme los pantalones sin dejar de mirar la puerta. Presté atención, pero no oí nada. Entonces vi claramente cómo se movía el picaporte, o así me lo pareció. Me levanté, me acerqué a la puerta subiéndome el pantalón y puse la oreja sobre la hoja para escuchar. No oí nada. Había una mirilla, pero no quería mirar por ella. La luz de la habitación estaba encendida y si me ponía delante de la mirilla la taparía, y quien estuviera fuera sabría que alguien le estaba observando.

Rachel cerró el grifo en aquel preciso instante. Al cabo de un momento en el que no escuché nada en el pasillo, me acerqué a la mirilla y eché un vistazo. No había nadie.

– ¿Qué estás haciendo?

Me volví. Rachel estaba de pie frente a la cama, pretendiendo taparse pudorosamente con la escuálida toalla del hotel.

– Me parece haber oído que alguien llamaba a la puerta.

– ¿Quién era?

– No lo sé. No había nadie cuando he mirado. Quizá no sea nada. ¿Puedo darme una ducha?

– Claro.

Me quité los pantalones y al pasar ante ella me detuvo. Dejó caer la toalla, mostrando su cuerpo. Era muy hermosa. Me acerqué y nos dimos un largo abrazo.

– Ahora vuelvo -dije al fin, y me dirigí a la ducha.

Rachel ya estaba vestida y esperando cuando salí. Miré el reloj que había dejado sobre la mesilla de noche y vi que eran las once. Había un viejo televisor en la habitación, pero decidí no sugerirle que viéramos las noticias. Recordé que todavía no había cenado, pero no tenía hambre.

– No estoy cansada -dijo ella. -Yo tampoco.

– Quizás encontremos un sitio para tomar una copa, después de todo.

Me vestí y salimos de la habitación sigilosamente. Antes, ella miró fuera por si estaba al acecho Backus o Thorson o cualquier otro. No encontramos a nadie en el pasillo ni en el vestíbulo y la calle estaba desierta y a oscuras. Nos dirigimos hacia Sunset.

– ¿Llevas tu pistola? -le pregunté medio en broma medio en serio.

– Siempre. Además, tenemos gente apostada por aquí. Es probable que nos hayan visto salir.

– ¿De verdad? Creía que sólo estaban vigilando a Thomas.

– Y lo están. Pero han de estar al tanto de lo que ocurre en la calle en todo momento. Si es que están cumpliendo con

su deber.

Me volví y retrocedí unos pasos, mirando al fondo de la calle, al letrero de neón verde del Mark Twain. Eché un vistazo a toda la calle y a los coches aparcados en ambos lados. No vi ni sombras ni las siluetas de los vigilantes.

– ¿Cuántos hay aquí fuera?

– Deben de ser cinco. Dos a pie en posiciones fijas. Dos más en coches aparcados. Y otro en un coche dando vueltas continuamente.

Me volví otra vez y me subí el cuello de la chaqueta. Hacía más frío fuera del que me esperaba. El aliento se nos hacía nubes, que se mezclaban y luego desaparecían.

Cuando llegamos a Sunset miré a ambos lados y vi, a una manzana a la izquierda, un rótulo de neón sobre una arcada que decía: «Cat & Fiddle Bar.» Señalé hacia allí y Rachel echó a andar. Guardamos silencio hasta que llegamos.

Al pasar bajo la arcada cruzamos una terraza con varias mesas bajo parasoles de lona verde, pero todas estaban vacías. Más allá, al otro lado de las ventanas se veía el interior de lo que parecía un bar cálido y acogedor. Entramos, vimos un apartado vacío en el lado opuesto a donde se jugaba a dardos y nos sentamos en él. Era un típico pub inglés. Cuando acudió la camarera, Rachel me dio preferencia y pedí una mezcla de cervezas que se llama black and tan. Ella pidió lo mismo.

Estuvimos mirando a nuestro alrededor y apenas hablamos hasta que trajeron las bebidas.

Brindamos y bebimos.

La miré por el rabillo del ojo. Tenía la impresión de que nunca se había tomado una black and tan.

– La Harp es más pesada. Se queda siempre en el fondo, y la Guinness, arriba. Sonrió.

– Cuando has pedido black and tan ya he supuesto que sería algo que conocías bien. Pero está buena. Me gusta, aunque es fuerte.

– Si de algo saben los irlandeses es de hacer cerveza. Los ingleses se lo deben a ellos.

– Con dos como ésta tendrás que pedir ayuda para llevarme al hotel.

– Lo dudo.

Nos instalamos en un confortable silencio. Al fondo había una chimenea empotrada y su calórenlo se repartía por toda la sala.

– ¿Tu verdadero nombre es John? Asentí.

– No soy irlandesa, pero siempre he creído que Sean era el equivalente irlandés de John.

– Sí, es la versión gaélica. Como éramos gemelos, mis padres decidieron… Bueno, en realidad fue cosa de mi madre.

– Me parece una buena idea.

Después de tomar varios tragos me decidí a preguntarle sobre el caso.

– Bueno, cuéntame cosas de Gladden.

– Todavía no tengo mucho que contar.

– Bueno, lo conociste. Lo entrevistaste. Algo debes de saber de él.

– No estaba muy dispuesto a cooperar. Tenía un recurso pendiente y creía que íbamos a utilizar lo que nos dijera para obstaculizarlo. Nos turnamos todos en varios intentos de sacarle algo. Al fin, y creo que fue idea de Bob, accedió a hablarnos en tercera persona. Como si el autor de los crímenes por los que le habían condenado fuera otra persona.

– Bundy también lo hizo, ¿no? Recordaba haberlo leído en un libro.

– Sí. Y otros también. Era sólo un ardid para garantizarles que no estábamos allí para conseguir pruebas contra ellos. La mayoría de esos hombres tiene un ego tremendo. Estaban deseando hablar con nosotros, pero había que garantizarles que estaban a salvo de eventuales represalias legales. Gladden era uno de ellos. Sobre todo porque sabía que tenía cursada una apelación con posibilidades.

– Debe de sentirse algo raro al saber que has tenido algo que ver, por poco que sea, con un asesino múltiple en activo.

– Sí. Aunque tengo la sensación de que si cualquiera de las personas que entrevistamos hubiera sido puesta en libertad como William Gladden, tendríamos que acabar persiguiéndola también. Esas personas no mejoran, Jack, y no se rehabilitan. Son lo que son.

Lo dijo como una advertencia, Y era la segunda insinuación que me hacía en ese sentido. Pensé en ello unos instantes, preguntándome sino estaría tratando de decirme algo más, también me dije que quizás estaría poniéndose sobre aviso a sí misma.

– ¿Y qué es lo que dijo? ¿Te contó algo de Beltran o de los Amigos del alma?

– Claro que no; de ser así lo habría recordado cuando vi a Beltran en la lista de las víctimas. Gladden no nos dio nombres. Pero nos dio la excusa habitual de los violadores. Dijo que habían abusado sexualmente de él cuando era pequeño. En numerosas ocasiones. Tenía la misma edad que los niños a los que más tarde había acosado en Tampa. Ya ves, es un pez que se muerde la cola. Es un modelo de comportamiento que encontramos con frecuencia. Llegan a obsesionarse precisamente con ese aspecto de sus vidas que es el que se las ha… arruinado. Asentí sin decir nada, pues deseaba que continuase. -La cosa duró tres años -añadió-, desde los nueve hasta los doce. Los episodios eran frecuentes e incluían la penetración oral y anal. No nos dijo quién era el violador, sólo que no era un pariente. Según Gladden, nunca se lo contó a su madre porque temía a aquel hombre. Lo amenazaba. Le imponía cierta autoridad. Bob hizo algunas llamadas para averiguarlo, pero no sacó nada en claro. Gladden no había especificado tanto como para darle

una pista. Tenía entonces veinte y tantos años y la época de las violaciones había sido muchos años antes. Aunque hubiéramos seguido investigando, los delitos ya habían prescrito. Ni siquiera pudimos encontrar a su madre para preguntarle. Se había ido de Tampa después de la detención y toda aquella publicidad. Y hasta ahora, claro, no hemos podido suponer que el violador era Beltran. Asentí con la cabeza.

Había terminado mi cerveza, pero Rachel apenas le daba sorbitos a la suya. No le gustaba. Llamé a la camarera y le pedí una Amstel Light para ella. Le dije que yo me acabaría su block and tan.

– ¿Y cómo terminó todo aquello? Quiero decir los abusos.

– Es la ironía de costumbre. Todo acabó cuando él ya se hizo demasiado mayor para Beltran. Éste lo rechazó y se fue a buscar una nueva víctima. Estamos localizando a todos los chicos a los que patrocinó como amigos del alma y vamos a interrogarlos. Apuesto a que abusó de todos. Él es la semilla del diablo de todo esto, Jack. Asegúrate que lo tienes en cuenta cuando escribas la historia. Beltran tuvo lo que merecía.

– Eso me suena a que simpatizas con Gladden.

Mala cosa lo que había dicho. Vi cómo los ojos se le encendían de ira.

– Maldita sea, lo que simpatizo con él. Lo que he dicho no significa que le perdone nada de lo que ha hecho ni que no vaya a meterle una bala en el cuerpo si se me pone a tiro. Pero él no se ha inventado el monstruo que lleva dentro. Se lo creó otra persona.

– Vale, no intentaba sugerir…

Llegó la camarera con la cerveza de Rachel y me salvó de seguir aventurándome por aquel tortuoso camino. Cogí la block and tan de Rachel del otro lado de la mesa y le di un trago largo, esperando que con ello superásemos mi desliz.

– Entonces, aparte de lo que te contó, ¿cuál es tu opinión sobre Gladden? ¿Te parece que es tan listo como todos le creen?

Me dio la impresión de que recomponía sus ideas antes de contestar.

– William Gladden sabía que su apetito sexual era inaceptable desde los puntos de vista legal, social y cultural. Está claro que eso lo atormentaba. Supongo que estaba en guerra consigo mismo, intentando comprender sus impulsos y sus deseos. Quiso contamos su historia, aunque fuera en tercera persona, y creo que consideraba que al hablamos de sí mismo en cierto modo se estaba ayudando, así como a otros que se encontrasen en el mismo camino. Si te fijas en estos dilemas que se planteaba, verás que ponen de manifiesto a un ser de gran altura intelectual. Quiero decir que la mayoría de las personas a las que entrevisté eran como animales. Como máquinas. Hacían lo que hacían… casi por instinto o como si hubieran sido programados, como si no tuvieran más remedio que hacerlo. Y lo hacían sin pensar demasiado. Gladden era diferente. De modo que sí, pienso que es tan listo como creemos que es, quizá más todavía.

– Suena raro lo que me acabas de decir. Ya sabes, lo de que estaba atormentado. No parece coincidir con el tipo al que estamos persiguiendo ahora. Éste parece ser tan sumamente consciente de lo que hace como lo era Hitler.

– Tienes razón. Pero tenemos muchas pruebas de que este tipo de predadores cambian, evolucionan. Sin ningún tratamiento, se trate o no de terapia a base de fármacos, existen precedentes de que alguien con un historial como el de William Gladden puede convertirse en alguien como el Poeta. La conclusión es que las personas cambian. Después de aquellas entrevistas aún siguió en prisión un año largo, antes de ganar el recurso y salir en libertad. A los pedo filos los tratan con la mayor dureza en la sociedad carcelaria. Por eso tienden a agruparse… lo mismo que en la sociedad libre. De ahí sus relaciones con Gomble y con otros pedófilos en Raiford. Supongo que lo que estoy diciendo es que no me sorprende que el hombre al que entrevisté hace tantos años se haya convertido en el hombre al que hoy llamamos el Poeta. No me resulta extraño.

Me distrajo una sonora explosión de risas y aplausos procedente de la cancha de dardos. Parecía que acababa de ser coronado el campeón de la noche.

– Ya basta de Gladden, por ahora -me dijo Rachel cuando volví a mirada-. Es endiabladamente deprimente.

– Vale.

– ¿Y qué hay de ti?

– A mí también me deprime.

– No, quiero decir lo tuyo. ¿Has hablado ya con tu redactor jefe?, ¿le has dicho que vuelves a estar con nosotros?

– No, aún no. Tengo que llamarle por la mañana para decirle que no espere un seguimiento por mi parte, pero que vuelvo a estar dentro de la investigación.

– ¿Cómo le va a sentar?

– Nada bien. Quiere una continuación sea como sea. El tema ya se ha convertido en una locomotora. Los medios nacionales están sobre él y hay que echarle más leña para que siga tirando del tren. Pero, qué demonios. Tiene otros reporteros. Puede poner a uno de ellos en el tema y a ver qué saca. Que no será mucho. También es posible que Michael Warren se descuelgue con otra exclusiva en el Times de Los Angeles, y eso probablemente me llevará al cuarto de los ratones.

– Eres un cínico.

– Soy realista.

– No te preocupes por Warren. Gor… quienquiera que le haya filtrado lo de antes, no volverá a hacerlo. Sería demasiado arriesgado por Bob.

– Un desliz freudiano, ¿no? Habrá que verlo, de todos modos.

– ¿Cómo has llegado a ser tan cínico, Jack? Pensaba que sólo eran así los polis cansados de mediana edad.

– Es de nacimiento, supongo. -Apuesto a que sí.

En el camino de vuelta parecía que hacía aún más frío. De buena gana le habría pasado el brazo por los hombros, pero sabía que no me dejaría. La calle tenía ojos y ni siquiera lo intenté. Cuando nos acercábamos al hotel me acordé de una historia y se la conté.

– Ya sabes que cuando estás en la universidad siempre hay uno de esos correveidiles que hacen circular rumores sobre a quién le gusta quién y quién está enamorado de quién. ¿Te acuerdas?

– Sí, me acuerdo.

– Bueno, pues había una chica y yo tenía algo… estaba loco por ella. Yo era… No sé cómo, pero se enteró el correveidile, ¿sabes? Y cuando eso ocurría, lo que solías hacer era esperar a ver cómo reaccionaba la persona en cuestión. Fue uno de esos momentos en que yo sabía que ella sabía que la deseaba y ella sabía que yo sabía que lo sabía. ¿Comprendes?

– Sí.

– Pero la cosa es que yo no tenía confianza y… no sé. Un día estaba en el gimnasio, sentado en las gradas. Creo que me había adelantado para coger sitio para un partido de baloncesto o algo así, y aquello se estaba llenando de gente. Entonces llega ella, con una amiga, y se ponen a mirar las gradas buscando un sitio para sentarse. Fue uno de esos momentos decisivos: me miró directamente a los ojos y me hizo señas… Me quedé de piedra. Y… entonces… me volví y miré detrás de mí para ver si estaba saludando a algún otro.

– ¡Estás loco, Jack! -dijo Rachel sonriendo, sin tomarse la historia tan en serio como yo me la había tomado durante tanto tiempo-. ¿Y qué hizo ella?

– Cuando me volví para mirarla había bajado la vista, avergonzada. Verás, yo la había puesto en un aprieto con sólo el gesto de volverme… La había desairado… Después de eso empezó a salir con alguien. Y acabó casándose con él. Me costó mucho olvidarla.

Subimos en silencio los últimos escalones de la entrada del hotel. Le abrí la puerta y la miré con una sonrisa apenada, compungida. Después de tantos años, la historia me continuaba causando el mismo efecto.

– Pues ésa es la historia -le dije-. Eso demuestra que llevo muchos años siendo un loco cínico.

– Todo el mundo tiene historias como ésa de cuando era joven -dijo en un tono que parecía despreciar todo lo que le había contado.

Cruzamos el vestíbulo y el vigilante nocturno alzó la vista y nos saludó con un gesto. Daba la impresión de que la barba le había crecido desde la primera vez que lo había visto, unas horas antes. Al llegar a la escalera, Rachel se detuvo y, susurrando para que el recepcionista nocturno no se enterase, me pidió que no subiera.

– Creo que deberíamos ir cada uno a su habitación.

– Todavía puedo acompañarte hasta arriba. -No, ya vale.

Se volvió hacia el mostrador de recepción. El vigilante tenía la cabeza gacha y estaba leyendo una revista del corazón. Rachel se volvió hacia mí, me dio un beso silencioso en la mejilla y susurró una despedida. Me quedé mirando cómo subía las escaleras.

Sabía que no podría dormir. Demasiados pensamientos. Había hecho el amor con una mujer hermosa y había pasado la noche enamorándome de ella. No estaba seguro de qué clase de amor era aquél, pero sí sabía que era correspondido. Eso era lo que Rachel me había transmitido. Aquello tenía una calidez que no había experimentado casi nunca en toda mi vida y noté que su proximidad me conmovía y me inquietaba al mismo tiempo.

Mientras salía a la puerta del hotel a fumar un cigarrillo creció en mi interior la sensación de inquietud y me infectó la mente con otros pensamientos. Se inmiscuyó aquella historia, y el enfado de ella y los pensamientos sobre lo que podía haber ocurrido todavía me atenazaban, tantos años después de aquel día en las gradas. Me maravillaba el modo en que perviven algunos recuerdos y la precisión con que se pueden revivir. A Rachel no se lo había dicho todo sobre la chica de la universidad. No le había contado la conclusión: que la chica era Riley y que el chico con el que empezó a salir y después se casó era mi hermano. No sabía por qué le había ocultado esa parte.

No tenía cigarrillos. Volví a entrar en el vestíbulo para preguntarle al vigilante dónde podía conseguir un paquete. Me dijo que volviera al Cat & Fiddle. Vi que tenía un paquete de Camel abierto sobre el mostrador, junto al montón de revistas, pero no se dignó ofrecerme uno y yo no se lo pedí.

Mientras caminaba solo hacia Sunset volví a pensar en Rachel y empezó a preocuparme algo que había notado cuando hacíamos el amor. Las tres veces que nos habíamos acostado se había abandonado tanto que se podría decir que era decididamente una mujer pasiva. Me dejaba llevar las riendas. La segunda vez que lo hicimos, y la tercera, esperaba algún cambio, incluso dudé en algunos movimientos y opciones para dejar que decidiera ella, pero no lo hizo. Incluso en el sagrado momento de penetrarla, tuve que buscar torpemente la entrada por mí mismo. Eso las tres veces. Nunca había visto cosa igual en una mujer con la que me hubiera acostado el mismo número de veces.

No había ningún mal en aquello, y tampoco me preocupaba lo más mínimo, pero me resultaba curioso. Porque su pasividad en aquellos momentos horizontales era diametralmente opuesta a su comportamiento en nuestros momentos verticales. Cuando estábamos fuera de la cama, ciertamente, dominaba o intentaba dominar. Era esa sutil contradicción lo que creía que me subyugaba de ella.

Cuando me detuve antes de cruzar Sunset para ir al bar, con el rabillo del ojo vi un movimiento lejano, a mi izquierda, mientras controlaba el tráfico. Seguí aquel movimiento y divisé la silueta de una persona que se ocultaba en el oscuro umbral de una tienda cerrada. Sentí un escalofrío, pero no me moví. Durante varios segundos me quedé contemplando el punto donde había visto desaparecer la silueta. La tienda estaba a unos veinte metros. Estaba seguro de que era un hombre y de que seguía allí, probablemente vigilándome desde las sombras mientras yo lo vigilaba a él.

Di cuatro pasos rápidos, decididos, en dirección al portal, pero entonces me quedé paralizado. Había sido una fanfarronada, pero me asusté cuando vi que nadie salía corriendo del portal. Noté que el corazón me daba botes. Sabía que a lo mejor no era más que un vagabundo buscando un lugar donde dormir. Sabía que podía tener un centenar de explicaciones. Pero no por eso dejaba de estar asustado. Quizás era sólo un transeúnte. Quizás era el Poeta. En una fracción de segundo me pasaron por la cabeza un millar de posibilidades. Yo había salido en la tele. El Poeta veía la tele. El Poeta ya había elegido. El oscuro portal estaba en el camino de vuelta al hotel Wilcox. No podría regresar. Me volví rápidamente y bajé a la calzada para cruzar la calle en dirección al bar.

Un bocinazo me hizo saltar hacia atrás. No había corrido ningún peligro. El coche había pasado a toda marcha, arrastrando tras de sí las risotadas de unos adolescentes, pero dos carriles más allá, aunque quizá me habían visto la cara, la mirada, y dedujeron que sería fácil asustarme.

En el bar pedí otra black and tan y pregunté por la máquina de tabaco. No me di cuenta de que me temblaba el pulso hasta que encendí el mechero cuando, por fin, me puse un cigarrillo en la boca. Y ahora ¿qué?, pensé mientras exhalaba el humo azulado hacia mi imagen reflejada en el espejo que había tras la barra del bar.

Me quedé allí hasta que anunciaron por segunda vez el cierre, a las dos, y entonces abandoné el Cat & Fiddle con el éxodo de los más recalcitrantes. Decidí que entre la gente estaría a salvo. Remoloneando tras el gentío descubrí a tres borrachos que se dirigían hacia el Wilcox y los seguí a unos pasos de distancia. Pasamos frente al portal en cuestión por la otra acera de Sunset y cuando miré a través de los cuatro carriles no alcancé a ver si la oscura guarida estaba vacía. Pero no podía rezagarme. Al pasar frente al Wilcox me separé de mi escolta, crucé Sunset a la carrera y me metí en el hotel. No recuperé el aliento hasta que estuve en el vestíbulo y reconocí el rostro ya familiar del vigilante nocturno.

A pesar de lo tarde que era y de lo cargado que iba de cerveza, el miedo que había pasado me libró de toda sensación de fatiga. No podría dormir. Ya en la habitación, me desnudé, me metí en la cama y apagué la luz, aunque sabía que todo aquello sería inútil. Al cabo de diez minutos me encaré con la realidad y encendí la luz.

Necesitaba distraerme. Un truco que tranquilizase mi mente y me permitiese dormir. Hice lo que había hecho tantas otras veces en similares circunstancias: llevarme el ordenador a la cama. Lo cargué, enchufé el módem a la línea telefónica de la habitación y me conecté mediante conferencia con la red del Rocky. No tenía ningún mensaje, y en realidad no esperaba ninguno, pero el solo hecho de hacerla ya empezaba a calmarme. Eché un vistazo a las noticias de agencia y apareció mi propio reportaje, en versión resumida, en la red nacional de Associated Press. Aparecería a la mañana siguiente y correría como un reguero de pólvora. Todos los redactores jefe, desde Nueva York a Los Angeles, iban a leer mi nombre en el encabezamiento. Así lo esperaba.

Después de salir y cortar la conexión, jugué unas manos de solitario con el ordenador, pero me aburría perder siempre. Buscando algo con qué distraerme, me agaché sobre la bolsa del ordenador para coger el sobre con las facturas del hotel de Phoenix, pero no pude encontrarlo. Miré en todos los bolsillos de la bolsa, pero los papeles no estaban allí. Cogí rápidamente la funda de almohada y la registré como a un sospechoso, pero no había más que ropa.

– Mierda -dije en voz alta.

Cerré los ojos y acabé de recordar lo que había hecho con los papeles en el avión. Me invadió una sensación de pavor cuando recordé que en un momento dado los había metido en la bolsa del respaldo delantero. Pero entonces recordé que, después de hablar con Warren, los había recuperado para hacer las otras llamadas. Tuve una visión clara del momento en que volví a meter los papeles en la bolsa del ordenador, mientras el avión ya descendía. Estaba seguro de que no me los había dejado allí.

La única alternativa, lo sabía, era que alguien hubiera entrado en mi habitación y se los hubiera llevado. Me paseé un poco por allí, sin estar muy seguro de lo que debía hacer. En realidad, me habían robado una propiedad robada por mí. ¿Ante quién podría reclamar?

Enfadado, abrí la puerta, salí al pasillo y me dirigí a la recepción. El vigilante nocturno estaba hojeando una revista llamada High Society que tenía en portada la foto de una mujer desnuda que utilizaba hábilmente los brazos y las manos para cubrirse estratégicamente, lo suficiente para que la revista se pudiera vender en los quioscos.

– Oiga, ¿ha visto a alguien entrar en mi habitación?

Se alzó de hombros y sacudió la cabeza negativamente.

– ¿Nadie?

– A los únicos que he visto pasar por aquí son usted y la señora que le acompañaba. Eso es.

Me lo quedé mirando un momento, esperando que dijera algo más, pero ya había recitado su papel.

– Vale.

Volví a la habitación y examiné la cerradura en busca de señales de que alguien hubiera hurgado en ella para entrar. No pude verlas. La cerradura era vieja y estaba rayada, pero debía de estar así desde hacía años. No tenía ni idea de cómo averiguar si una cerradura había sido manipulada, aunque me fuera la vida en ello, pero volví a mirarla, de todos modos. Estaba como loco.

Estuve tentado de llamar a Rachel y contarle que me habían robado en la habitación, pero el dilema era que no podía decirle lo que se habían llevado. No quería que se enterase de lo que yo había hecho. Me pasó por la mente el recuerdo de aquel día en las gradas y de otras lecciones aprendidas desde entonces. Me desnudé y volví a meterme en la cama.

Por fin acudió el sueño, pero no sin que antes tuviera la visión de Thorson en mi habitación hurgando en mis cosas. Al fin, me dormí, pero todavía enfadado.

37

Me despertó un ruidoso golpeteo en la puerta de mi habitación. Abrí los ojos y vi que entraba mucha luz por los resquicios de las cortinas. El sol ya llevaba un buen rato levantado y me di cuenta de que yo también debería llevarlo. Me puse los pantalones y todavía estaba abrochándome la camisa cuando abrí la puerta sin mirar antes por la mirilla. No era Rachel.

– Buenos días, Sport. Ha salido el sol y hace buen tiempo. Hoy te toca conmigo y vamos a salir. Me lo quedé mirando perplejo. Thorson se acercó a la puerta abierta y volvió a llamar.

– ¡Hola! ¿No hay nadie en casa?

– ¿Qué quiere decir que me toca contigo?

– Tal como suena. Tu novia tiene algunas cosas que hacer ella sólita. El agente Backus te ha asignado conmigo todo el día.

Debió de notar la cara que ponía ante la perspectiva de pasar todo el día con Thorson.

– No es que me estremezca de emoción -me dijo-. Pero hago lo que me mandan. Ahora bien, si lo que quieres es pasarte todo el día en la cama, a mí ni me va ni me viene. Sólo que…

– Me estoy vistiendo. Dame unos minutos.

– Tienes cinco minutos. Te espero en el coche, en el callejón. Si no apareces, te las apañarás por tu cuenta.

Cuando se fue miré el reloj que estaba sobre la mesita de noche. Eran las ocho y media, no tan tarde como creía. Me tomé diez minutos en vez de cinco. Metí la cabeza bajo la ducha pensando en el día que me esperaba, temiendo cada instante que iba a pasar. Pero sobre todo pensaba en Rachel y me preguntaba qué tarea le habría asignado Backus y por qué no me había incluido a mí en ella.

Al salir de mi habitación, me dirigí a la de ella y llamé a la puerta, pero no obtuve respuesta. Me quedé unos instantes escuchando, pero no oí nada en el interior. Se había ido.

Thorson estaba recostado sobre el maletero de uno de los coches cuando salí al callejón.

– Te has retrasado.

– Sí. Lo siento. ¿Dónde está Rachel?

– Lo siento, Sport, habla con Backus. Parece que es tu rabino en el FBI.

– Mira, Thorson, yo no me llamo Sport, ¿vale? Si no quieres llamarme por mi nombre, no me llames de ningún modo. Me he retrasado porque he tenido que llamar a mi redactor jefe para decirle que no habría reportaje. No le ha sentado nada bien.

Abrí la puerta del pasajero y él entró por la del conductor. Tuve que esperar que la desbloquease y me dio la impresión de que le costó una eternidad enterarse de que le estaba esperando.

– En realidad, me importa un carajo cómo se sentía tu redactor jefe esta mañana -me dijo al sentarse.

Sobre el tablero del coche había dos vasos con café; el vapor que desprendían empañaba el parabrisas. Los miré como un yanqui mira la cuchara que sostiene sobre el mechero, pero no dije nada. Supuse que sería parte de un juego al que Thorson se disponía a jugar conmigo.

– Una es para ti, Sp…, uf, Jack. Si quieres leche o azúcar, mira en la guantera.

Puso el motor en marcha. Le miré y volví a mirar el café. Thorson cogió uno de los vasos y lo destapó. Le dio un sorbito, como un nadador cuando mete el dedo gordo del pie en el agua para comprobar la temperatura.

– ¡Ah! Me gusta caliente y solo. Igual que las mujeres. Me miró y me hizo un guiño de complicidad masculina.

– Vamos, Jack, tómate el café. No quiero que se derrame cuando arranque el coche.

Cogí el vaso y lo destapé. Thorson arrancó el coche. Tomé un sorbito, pero lo hice como si fuera el oficial catador del zar. Estaba bueno y la cafeína empezó a hacerme efecto.

– Gracias -le dije.

– No hay problema. Yo tampoco puedo arrancar sin él. Bueno, ¿qué pasó?, ¿fue una mala noche?

– Podrías contármelo tú.

– Yo no. Yo duermo en cualquier parte, incluso en una pocilga como ésta. He dormido muy bien.

– No serás sonámbulo, ¿eh?

– ¿Sonámbulo? ¿Qué quieres decir?

– Mira, Thorson, gracias por el café y todo eso, pero sé que fuiste tú el que llamó a Warren y sé que fuiste tú quien entró en mi habitación anoche.

Thorson detuvo el coche junto a un bordillo reserva do para carga y descarga. Lo aparcó y se quedó mirándome.

– ¿Qué dices? ¿Qué estás diciendo?

– Ya lo has oído. Estuviste allí. Quizá no pueda demostrarlo ahora, pero si Warren vuelve a pisarme una exclusiva, me iré a Backus y le contaré lo que vi.

– Oye, Sport, ¿ves ese café? Era mi oferta de paz. Si quieres tirármelo a la cara, de acuerdo. Pero no sé de qué cono estás hablando y, por última vez, yo no hablo con periodistas. Punto. Si estoy hablando contigo ahora es porque gozas de una dispensa especial, nada más.

Volvió a arrancar y se metió de golpe en el tráfico, ganándose una buena bronca de la bocina de otro coche. El café caliente me salpicó la mano, pero no dije nada. Circulamos en silencio durante varios minutos, mientras entrábamos en un auténtico cañón de cemento, hierro y cristal: Wilshire Boulevard. Nos dirigíamos hacia los rascacielos del centro urbano. El café ya no me apetecía y lo tapé.

– ¿Adonde vamos? -le pregunté por fin.

– A ver al abogado de Gladden. Después iremos a Santa Mónica, a hablar con el dúo dinámico que tuvo en sus manos a esa basura y le dejó escapar.

– Leí el reportaje del Times. No sabían quién era. En realidad no puedes culparles por eso.

– Sí, de acuerdo, no voy a culpar a nadie.

Había acertado de pleno al coger la oferta de Thorson de hacer las paces y tirada por el desagüe. Se había vuelto hosco y amargado. Su manera de ser habitual, por lo que yo sabía y si no me equivocaba.

– Mira -le dije, alzando las manos, como dándome por vencido-. Lo siento, ¿vale? Si me equivoco en lo de tú y Warren y todo lo demás, lo siento. Sólo estaba viendo las cosas tal como a mí me parecen. Si me equivoco, pues me equivoco.

No dijo nada y el silencio se hizo opresivo. Tenía la sensación de que la pelota estaba aún en mi terreno, que necesitaba decir algo más.

– Ya está olvidado, ¿vale? -mentí-. Y lamento que… estés enfadado por lo de Rachel y yo. Son cosas que pasan.

– Hazme un favor, Jack, guárdate tus disculpas. No me importas tú y no me importa Rachel. Ella no se lo cree y estoy seguro de que ya te lo ha dicho. Pero se equivoca. Y si estuviera en tu lugar procuraría no darle la espalda. Siempre hay una segunda intención en todo lo que hace. Recuerda que te he avisado.

– Claro.

Pero descarté todo aquello en cuanto acabó de decirlo. No estaba dispuesto a permitir que su amargura infectase mis sentimientos hacia Rachel.

– ¿Has oído hablar del Desierto Pintado, Jack? Le miré de soslayo, confuso.

– Sí, he oído hablar.

– ¿Has estado allí? -No.

– Bueno, si has estado con Rachel es como si hubieras estado allí. Ella es el Desierto Pintado. Muy bonito de ver, sí. Pero, tío, una vez dentro está desolado. Detrás de la belleza no hay nada, Jack, y es fría como una noche en el desierto.

Me habría gustado tener una respuesta adecuada, que fuera el equivalente verbal a un gancho de izquierda. Pero su profunda acidez y su enfado me habían dejado aturdido y en silencio.

– Puede que se divierta contigo -prosiguió-. O, mejor dicho, juega contigo. Como con un juguete. Ahora quiero, ahora no quiero. Te dejará colgado.

Seguí sin decir nada. Me volví y miré por la ventana para no tenerlo siquiera en mi campo de visión. Al cabo de un par de minutos dijo que habíamos llegado y se metió en el aparcamiento de uno de los rascacielos de oficinas del centro.

Después de consultar el panel del vestíbulo del Centro Legal Fuentes, entramos en el ascensor y subimos en silencio hasta el séptimo piso. A la derecha encontramos una puerta con una placa de caoba al lado que anunciaba el bufete legal de Krasner & Peacock. Una vez dentro, Thorson puso sobre el mostrador de recepción su cartera abierta con la placa del FBI y le preguntó por Krasner a la recepcionista.

– Lo siento -dijo ella-. El señor Krasner está en el juzgado esta mañana.

– ¿Está segura?

– Claro que estoy segura. Tiene un juicio. No volverá hasta después de comer.

– ¿Está por aquí? ¿En qué juzgado?

– Está cerca. En el Juzgado de lo Penal.

Dejamos el coche donde estaba y fuimos andando hasta el Palacio de Justicia. Los juicios se celebraban en el quinto piso, en una sala inmensa con las paredes recubiertas de mármol, atestada de abogados, acusados y familiares de los acusados. Thorson se acercó a un alguacil que se sentaba tras un mostrador en la primera fila de la galería y le preguntó cuál de todos aquellos abogados era Arthur Krasner. Señaló a un pelirrojo bajito, con el cabello corto y la cara colorada, que estaba de pie junto a la barandilla, hablando con otro hombre trajeado, sin duda otro abogado. Thorson se dirigió hacia él, murmurando que le parecía un duende judío.

– ¿Señor Krasner? -le dijo Thorson interrumpiendo la conversación entre los dos hombres. -¿Sí?

– ¿Podemos hablar un momento en el pasillo?

– ¿Quién es usted?

– Se lo explicaré en el pasillo.

– Ya me lo puede explicar ahora, o saldrá al pasillo usted solo.

Thorson sacó la cartera y le mostró la placa; Krasner la miró y leyó la identificación, y comprobé que sus ojos

porcinos se movían de un lado a otro mientras pensaba.

– Bueno, creo que ya sabe de qué se trata -dijo Thorson y, dirigiéndose al otro abogado, añadió-: ¿Nos disculpa un momento?

Ya en el pasillo, Krasner pareció recuperar algo de su compostura de leguleyo.

– De acuerdo, tengo un juicio dentro de cinco minutos. ¿De qué se trata?

– Creía que ya había quedado claro -le dijo Thorson-. Se trata de uno de sus clientes, William Gladden. -No lo conozco.

Intentó pasar por delante de Thorson para volver a la sala de vistas. Thorson se adelantó y le puso una mano en el pecho, inmovilizándolo.

– Por favor -dijo Krasner-, no me toque. No tiene usted derecho a tocarme.

– Ya sabe de quién estamos hablando, señor Krasner. Va a tener usted problemas graves por haber ocultado a la justicia y a la policía la verdadera identidad de ese hombre.

– No, se equivoca. No tenía ni idea de quién era. Acepté el caso tal como se presentó. Si resultó que era otra persona, eso no me concierne. Y no existe la más mínima evidencia de que yo lo supiera.

– Déjese de chorradas, abogado. Guárdeselas para el juez de ahí dentro. ¿Dónde está Gladden?

– No tengo ni idea, y aunque lo supiera…

– ¿No me lo diría? Ésa es una actitud errónea, señor Krasner. Deje que le diga algo: he echado un vistazo al registro de su representación por cuenta del señor Gladden y las cosas no pintan bien, si es que sabe de qué le estoy hablando. No es muy ortodoxo, quiero decir. Eso puede crearle problemas.

– No sé de qué me habla.

– ¿Cómo es que le llamó a usted cuando lo detuvieron?

– No sé. No se lo pregunté.

– ¿Fue por referencias?

– Sí, creo que sí.

– ¿De quién?

– No lo sé. Ya le he dicho que no le pregunté.

– ¿Es usted pedófilo, señor Krasner? ¿Qué es lo que le atrae, las niñas o los niños? ¿O quizás ambos? -¿Qué?

Poco a poco, Thorson lo había arrinconado contra la pared de mármol del pasillo mediante su asalto verbal. Krasner empezaba a parecer rendido. Se había puesto el maletín delante, a modo de escudo. Pero no era suficiente.

– Ya sabe de qué le estoy hablando -le dijo Thorson acosándole-. Con la cantidad de abogados que hay en esta ciudad, ¿por qué Gladden recurrió a usted?

– Se lo diré -gritó Krasner, atrayendo las miradas de todos los que pasaban por allí. Bajó la voz-. No sé por qué me eligió a mí. Sólo sé que lo hizo. Estoy en la guía. Éste es un país libre.

Thorson dudó un instante, dándole a Krasner la oportunidad de seguir hablando, pero el abogado no mordió el anzuelo.

– Estuve mirando los registros ayer -le dijo Thorson-. Lo sacó usted dos horas y quince minutos después de fijarse la fianza. ¿De dónde sacó el dinero? La respuesta es que él ya se lo había dado, ¿no? Así que la cuestión es cómo consiguió usted el dinero si él pasó la noche en la cárcel.

– Por transferencia telefónica. No es nada ilegal. La noche anterior hablamos de mis honorarios y de lo que podía subir la fianza ya la mañana siguiente ya me lo había transferido. Yo no tengo nada que ver. Yo… No puede usted ponerse a calumniarme aquí de esa manera.

– Yo puedo hacer lo que me dé la gana. Usted me da asco, joder. He hablado de usted con la policía local, Krasner. Ya sé de qué va.

– ¿De qué está hablando?

– Si ahora no lo sabe, pronto se va a enterar. Vienen a por usted, renacuajo. Usted puso a ese tipo en la calle y mire lo que ha hecho. Ya ve lo que ha hecho, joder.

– ¡Yo no lo sabía! -protestó Krasner con un gemido, como pidiendo perdón.

– Claro, nadie sabe nunca nada. ¿Lleva usted un móvil? -¿Qué?

– Un móvil, un teléfono.

Al decirlo, Thorson le dio una palmada al maletín de Krasner, lo que hizo que el hombrecillo saltase como picado por un aguijón.

– Sí, sí, llevo un teléfono. No tiene usted que…

– Bien. Sáquelo, llame a su secretaria y dígale que haga una copia de su registro de transferencias telefónicas. Dígale que iremos a buscarla dentro de quince minutos.

– No tiene usted derecho… Mi relación con ese individuo es de abogado a cliente, y tengo que protegerla al margen de lo que haya hecho. Yo…

Thorson volvió a golpear la cartera con el dorso de la mano, dejando a Krasner con la frase a medias. Pude comprobar que se le daba muy bien lo de acorralar al menudo abogado.

– Haga esa llamada, Krasner, y le diré a la policía local que nos ha ayudado. Hágala o la próxima víctima correrá de

su cuenta. Porque ahora ya sabe de quién y de qué estamos hablando. Krasner asintió levemente con la cabeza y empezó a abrir su maletín.

– Eso es, abogado -le dijo Thorson-. Por fin ha visto la luz.

Mientras Krasner llamaba a su secretaria y le daba la orden con voz temblorosa, Thorson no dejaba de vigilarlo en silencio. Nunca había oído hablar ni había visto a nadie que utilizase el truco del policía malo sin la contrapartida del bueno y que le sacase con tanta finura una información a una fuente. No tenía claro si admiraba la habilidad de Thorson o si me pasmaba. Pero había convertido una altiva pose de artista en un bulto tembloroso. Cuando Krasner se hubo guardado el teléfono, Thorson le preguntó qué cantidad le había transferido.

– Unos seis mil dólares.

– O sea, cinco para la fianza y uno para usted. ¿Cómo es que no lo exprimió más?

– Me dijo que no podía disponer de más. Y le creí. ¿Puedo irme ya?

Su cara denotaba resignación y derrota. Antes de que Thorson contestase a su pregunta, se abrió la puerta de la sala de juicios y salió un alguacil. -Artie, tu turno.

– Vale, Jerry.

Sin esperar otro comentario de Thorson, Krasner se dispuso a entrar. Y de nuevo Thorson lo detuvo poniéndole una mano en el pecho.

Esta vez Krasner no protestó por el hecho de que le tocase. Simplemente se detuvo, alzando los ojos con una mirada aterrada.

– Artie… ¿Puedo llamarle Artie?… Será mejor que haga examen de conciencia. Eso si es que la tiene. Sabe más de lo que nos ha dicho. Mucho más. Y cuanto más se demore, más posibilidades hay de que se pierda otra vida. Piénselo y llámeme.

Se inclinó y metió una tarjeta de visita en el bolsillo superior de la chaqueta de Krasner; después le dio unas palmaditas.

– Detrás está mi número de teléfono en Los Angeles. Llámeme. Si consigo en otra parte lo que estoy buscando y me entero de que tenía usted esa información, seré despiadado, abogado, jodidamente despiadado.

Thorson se echó atrás para dejarle entrar lentamente en la sala del tribunal.

Llegamos a la calle antes de que Thorson me dirigiese la palabra.

– ¿Crees que ha recibido el mensaje?

– Sí, seguro. Tiene el teléfono. Llamará.

– Ya veremos.

– ¿Puedo preguntarte una cosa? -¿Qué?

– ¿ Realmente has hablado de él con los de la policía local? La respuesta de Thorson fue una sonrisa.

– De su condición de pedo filo. ¿Cómo lo sabías?

– Es sólo una conjetura. Los pedo filos actúan en redes. Les gusta rodearse de los de su propia clase. Tienen redes telefónicas, redes informáticas, todo un sistema de apoyo mutuo. Se ven a sí mismos como enfrentados a la sociedad. Ese rollo de la minoría incomprendida. Así que supuse que Gladden consiguió el nombre de Krasner en un listado de referencias. Y ha funcionado. Lo he visto en su cara. De no ser así no nos habría proporcionado el registro de transferencias.

– Es posible. Quizás era verdad cuando dijo que no sabía quién era Gladden. Puede que sólo sea que tiene conciencia y no quiere que le hagan daño a alguien.

– Me parece que tú no conoces a muchos abogados.

Diez minutos más tarde, mientras esperábamos el ascensor a la puerta del bufete Krasner & Peacock, Thorson miró el recibo de la transferencia por valor de 6.000 dólares.

– Es de un banco de Jacksonville -dijo sin alzar la vista-. Habrá que enviárselo a Rach. Noté que usaba el diminutivo de su nombre. Había en ello cierta intimidad.

– ¿Por qué a ella? -le pregunté.

– Porque está en Florida.

Levantó la vista del recibo para mirarme. Sonreía.

– ¿Aún no te lo había dicho?

– No. No me lo habías dicho.

– Ya. Backus la envió allí esta mañana. Ha ido a interrogar a Horace el Hipnotizador y a trabajar con el equipo de allá. ¿Sabes qué haremos? Buscaremos un teléfono en el vestíbulo, a ver si encuentro a alguien que le haga llegar el número de esta cuenta.

38

Durante el trayecto desde el centro de la ciudad a Santa Mónica apenas hablamos. Yo iba pensando en lo de Rachel en Florida. No lograba comprender por qué Backus la había enviado allí, si era aquí donde estaba la vanguardia. Resolví que había dos posibilidades. Una era que a Rachel la hubieran castigado por algún motivo, posiblemente por mí, y la hubieran apartado de la primera línea. La otra era que se hubiera abierto una nueva vía de investigación en el caso, algo que yo desconocía y de lo que no me habían informado intencionadamente. Las dos opciones eran malas, pero en mi interior elegí la primera.

Durante la mayor parte del viaje, Thorson estuvo sumido en sus pensamientos, o quizá sólo estuviera harto de estar conmigo. Pero cuando aparcamos frente al Departamento de Policía de Santa Mónica contestó a mi pregunta incluso antes de que se la hubiera formulado.

– Sólo tenemos que coger las pertenencias que le incautaron a Gladden cuando lo detuvieron. Queremos relacionarlo todo.

– ¿Y te lo van a permitir?

Sabía cómo solían reaccionar los pequeños departamentos, todos los departamentos de policía locales, en realidad, cuando los invadía el gran G.

– Ya veremos.

En el mostrador del despacho de detectives nos informaron de que Constante Delpy estaba en el juzgado, pero que su compañero Ron Sweetzer se reuniría con nosotros enseguida. Para Sweetzer, enseguida resultaron ser diez minutos. Un lapso de tiempo que a Thorson no le hizo ninguna gracia. Me parecía que al FBI, personificado en Gordon Thorson, por lo menos, no le gustaba tener que esperar a nadie, y menos a una placa dorada de pueblo.

Cuando Sweetzer apareció por fin, se plantó detrás del mostrador y nos preguntó en qué podía ayudarnos.

Me echó un segundo vistazo, probablemente sopesando que mi barba y mi ropa no encajaban con su idea de lo que era el FBI. No dijo nada ni hizo ningún movimiento que pudiera interpretarse como una invitación a que pasáramos a su oficina. Thorson contestó en consonancia, con frases cortas y con la rudeza que le caracterizaba. Sacó una hoja de papel doblada del bolsillo interior y la extendió sobre el mostrador.

– Éste es el inventario de las pertenencias de William Gladden, alias Harold Brisbane, cuando fue detenido. He venido para encargarme de su custodia.

– ¿De qué está hablando? -le dijo Sweetzer.

– Estoy hablando de lo que acabo de decir. El FBI se ha hecho cargo del caso y dirige la investigación nacional sobre William Gladden. Necesitamos que unos expertos supervisen lo que tienen ustedes aquí.

– Espere un momento, señor agente. Contamos con nuestros propios expertos y tenemos un caso contra ese tipo. No vamos a ceder las pruebas a nadie. No, al menos, sin una orden judicial o sin el consentimiento del fiscal del distrito.

Thorson respiró hondo, pero a mí me pareció que se estaba embarcando en algo que ya había hecho incontables veces con anterioridad. El matón que llegaba al pueblo y se metía con el tío debilucho.

– Antes que nada -dijo-, usted y yo sabemos que su caso no vale una mierda. En segundo lugar, no estamos hablando de pruebas, de todas formas. Usted tiene una cámara y una bolsa de caramelos. Eso no es ninguna prueba de nada. Se le acusa de huir de un agente, de vandalismo y de contaminación de un canal. ¿Qué tiene que ver la cámara con todo esto?

Sweetzer empezó a decir algo y se detuvo, como si no encontrara la respuesta.

– ¿Quieren esperar aquí, por favor? Sweetzer se alejó del mostrador.

– No dispongo de todo el día, detective -dijo Thorson a su espalda-. Intento atrapar a ese tipo. Por desgracia todavía anda suelto.

Sweetzer se giró, airado.

– ¿Qué se supone que significa eso? ¿Qué cojones significa eso? Thorson levantó las manos en un gesto de presunta inocencia.

– Significa exactamente lo que piensa que significa. Ahora, vaya al grano. Llame a su jefe. Quiero hablar con él ahora mismo.

Sweetzer se fue y al cabo de dos minutos regresó con un hombre diez años mayor que él, quince kilos más gordo y el doble de enfadado.

– ¿Qué pasa aquí? -dijo en un tono cortante.

– No hay ningún problema, capitán. -Teniente.

– Ah, bien, teniente, creo que su hombre se ha hecho un lío. Le he explicado que el FBI se ha hecho cargo de la investigación de William Gladden y trabaja codo con codo con la policía de Los Angeles y con otros departamentos de todo el país. También estamos abiertos a colaborar con el de Santa Mónica. Pero, al parecer, el detective Sweetzer cree que reteniendo las pertenencias incautadas al señor Gladden colabora en la investigación y en la eventual detención del señor Gladden. En realidad, está obstaculizando nuestros esfuerzos. Francamente, me sorprende que me traten de esta forma. Me acompaña un miembro de la prensa nacional y no me imaginaba que tuviera que presenciar algo así.

Thorson me señaló con un gesto y Sweetzer y su teniente me miraron detenidamente. Yo estaba cada vez más

enfadado. El teniente volvió a mirar a Thorson.

– No entendemos por qué tiene que llevarse esas pertenencias. He mirado el inventario. Hay una cámara, unas gafas de sol, un macuto de lona y una bolsa de caramelos, eso es todo. No hay película ni fotos. ¿Por qué tiene que quitárnoslo el FBI?

– ¿Han sometido algunas muestras de caramelo a análisis químicos de laboratorio?

El teniente miró a Sweetzer, quien sacudió la cabeza levemente, como haciendo algún tipo de señal secreta.

– Nosotros lo haremos, teniente -dijo Thorson-. Para determinar si los caramelos han sido manipulados de alguna forma. Y la cámara. Ustedes no lo saben, pero en nuestra investigación hemos recuperado algunas fotos. No puedo revelar el contenido de esas imágenes, aunque será suficiente decir que son de carácter marcadamente ilegal. Pero la cuestión es que el análisis de esas fotos muestra una imperfección del objetivo de la cámara con la que fueron tomadas. Es como una huella que se repite en todas ellas. Podemos relacionarlas con una cámara. Pero para hacerla necesitamos ésta. Si permite que nos la llevemos y establezcamos una relación, podremos probar que ese hombre hizo las fotos. Así, cuando lo cojamos, tendremos cargos adicionales contra él. Además, nos ayudará a determinar con exactitud qué ha hecho ese tipo. Por eso les pedimos que nos cedan esas pertenencias. En realidad, caballeros, todos perseguimos el mismo fin.

El teniente estuvo un rato sin decir nada. Después dio media vuelta y se alejó del mostrador.

– Asegúrese de que le firman un recibo por la cesión de las pruebas -le dijo a Sweetzer.

Sweetzer, cabizbajo, le siguió más allá del mostrador, sin protestar pero susurrando algo acerca de no haber entendido lo que Thorson había dicho antes de convencer al teniente. Cuando ambos doblaron una esquina del departamento, me acerqué a Thorson, para poder hablarle en voz baja.

– La próxima vez que se te ocurra utilizarme de esta manera, avísame antes -le dije-. Esto no me gusta nada. Thorson mostraba una sonrisa de satisfacción.

– Un buen investigador utiliza todas las armas que tiene a su alcance. Tú estabas a mi alcance.

– ¿Es verdad lo de las fotos recuperadas y el análisis de la cámara?

– Sonaba bien, ¿no?

El único recurso que le quedaba a Sweetzer para salvaguardar su dignidad en la transacción fue hacemos esperar otros diez minutos. Por fin, apareció con una caja de cartón, y la deslizó por el mostrador. Después le pidió a Thorson que firmara un recibo por la cesión de las pruebas. Thorson se dispuso a abrir la caja y Sweetzer puso la mano en la tapa para impedírselo.

– Está todo ahí dentro -dijo Sweetzer-. Sólo tiene que firmar el recibo y yo podré volver a mi trabajo. Estoy ocupado. Thorson, que había ganado la guerra, le concedió la última batalla y firmó.

– Confío en usted.

– ¿Sabe una cosa? Yo quería ser agente del FBI.

– Bueno, no se preocupe demasiado por eso. Mucha gente suspende el examen. Sweetzer se puso colorado.

– No fue por eso -se explicó-. Simplemente, decidí que prefería ser un ser humano. Thorson levantó la mano y lo apuntó con el dedo como con una pistola.

– Muy buena ésta -le dijo-. Que pase un buen día, detective Sweetzer.

– Eh -dijo Sweetzer-. Si ustedes, los del FBI, necesitan algo más, y me refiero a cualquier cosa, piénsenselo antes de llamar.

De vuelta al coche no pude contenerme.

– Supongo que nunca has oído decir que es más fácil cazar moscas con azúcar que con limón.

– ¿Y por qué desperdiciar el azúcar con las moscas? -replicó.

No abrió la caja de las pertenencias hasta que entramos en el coche. Al destaparla vi los artículos de los que ya se había hablado envueltos en bolsas de plástico, y un sobre cerrado en el que ponía «Confidencial: Sólo para el FBI». Thorson rasgó el sobre y extrajo de él una fotografía, una Polaroid, probablemente tomada con la cámara con la que retratan a los detenidos. Era un primer plano de las nalgas de un hombre, con unas manos que las cogían y las separaban para proporcionar una panorámica clara y profunda del ano. Thorson la examinó un momento y después la tiró al asiento de atrás por encima del hombro,

– Qué raro -dijo-. No sé por qué Sweetzer habrá incluido un retrato de su madre. Solté una breve carcajada.

– Es el mejor ejemplo de cooperación entre distintos cuerpos de seguridad que he visto jamás -comenté.

Pero Thorson hizo caso omiso del comentario o quizá no lo oyó. La expresión se le volvió sombría y sacó de la caja una bolsa de plástico con la cámara. Vi cómo la observaba detenidamente. Le daba vueltas entre las manos, examinándola.

– Esos cabrones de mierda -dijo despacio-. La han tenido todo este tiempo delante de las narices.

Miré la cámara. Había algo raro en su forma voluminosa. Parecía una Polaroid, pero tenía un objetivo estándar de treinta y cinco milímetros.

– ¿Qué es esto? ¿Qué pasa?

– ¿Sabes lo que es esto? -No, ¿qué?

Thorson no contestó. Apretó un botón para ponerla en marcha. Después examinó el contador digital de la parte de atrás.

– No hay ninguna foto -dijo.

– ¿Qué pasa?

No contestó. Volvió a poner la cámara en la caja, la cerró y arrancó el coche.

Thorson condujo calle abajo desde la comisaría de policía como si fuera un camión de bomberos en misión de urgencia. Frenó en la gasolinera de Pico Boulevard y bajó de un salto, mientras el coche todavía daba sacudidas a consecuencia del brusco frenazo. Corrió hacia el teléfono y marcó un número de larga distancia sin echar ninguna moneda. Mientras esperaba que le contestaran sacó un bolígrafo y un pequeño bloc de notas. Vi que escribía algo después de decir unas palabras. Cuando marcó otro número de larga distancia sin poner monedas supuse que había pedido información a un número gratuito con el prefijo 800.

Tuve la tentación de salir del coche y acercarme a él para oír la conversación, pero decidí esperar. Al cabo de un instante vi que anotaba la información en su cuaderno. Mientras, observé la caja con las pruebas que Sweetzer le había entregado. Deseaba abrirla y volver a examinar la cámara, pero pensé que a Thorson no le haría ninguna gracia.

– ¿Te importaría contarme lo que está pasando? -le pregunté en cuanto volvió a ponerse tras el volante.

– Claro que me importa, pero te vas a enterar de todas formas -abrió la caja y sacó la cámara de nuevo-. ¿Sabes qué es esto?

– Tú lo has dicho. Una cámara.

– Exacto, pero lo importante es qué clase de cámara.

Mientras le daba vueltas entre las manos, vi la marca del fabricante impresa en la parte frontal. Una gran «d» minúscula de color azul claro. Sabía que era el símbolo de una empresa de ordenadores llamada digiTime. Bajo el logo corporativo ponía «digiShot 200».

– Es una cámara digital, Jack. El palurdo de Sweetzer no sabía qué cono tenía. Esperemos que no sea demasiado tarde.

– No te sigo. Supongo que también soy un palurdo, pero ¿podrías…?

– ¿Sabes lo que es una cámara digital?

– Sí. Funciona sin película. En el periódico hemos hecho pruebas con alguna.

– Exacto. No lleva película. En su lugar, un microchip captura la imagen. Entonces, ésta puede introducirse en un ordenador, editarse, ampliarse, hacer lo que quieras con ella y luego imprimirla. Según sea el equipo (y éste es un equipo muy bueno, lleva una lente Nikon) puedes obtener fotografías de alta resolución. Tan perfectas como el objeto real.

Había visto fotos tomadas con una digital en el Rocky. Thorson no exageraba.

– ¿Y qué significa eso?

– Dos cosas. ¿Recuerdas lo que te he contado sobre los pedo filos? ¿Que actúan en red? -Sí.

– Muy bien, sabemos con certeza que Gladden tiene un ordenador a causa del fax, ¿no? -Sí.

– Y ahora sabemos que tenía una cámara digital. Con la cámara digital, el ordenador y el mismo módem que utilizó para enviar el fax, podía mandar una foto al lugar del mundo que quisiera, a cualquier persona que tuviera un teléfono, un ordenador y un equipo adecuado para recibida.

En una décima de segundo se me hizo la luz.

– ¿Envía fotos de niños a otras personas?

– No, les vende fotos de niños. Eso es lo que creo. Las preguntas que nos hacíamos acerca de cómo vivía y de dónde sacaba el dinero… Sobre aquella cuenta de Jacksonville desde la que envió una transferencia. Esta es la respuesta. El Poeta consigue dinero vendiendo fotografías de niños, quizás incluso de los niños que ha matado. Quién sabe, puede que incluso de los policías que ha matado.

– ¿Alguien querría…?

No terminé la frase. Sabía que era una pregunta tonta.

– Si algo he aprendido en este trabajo es que existe una apetencia y, por lo tanto, un mercado para todo -dijo Thorson-. Siempre hay alguien que comparte el pensamiento más negro que se te pueda ocurrir. La peor cosa que puedas imaginar, sea lo que fuere, no importa lo terrible que sea, existe un mercado para ella… Tengo que hacer otra llamada, he de conseguir el listado de proveedores.

– ¿Y lo segundo? -¿Qué?

– Has dicho que había dos cosas importantes relacionadas con…

– Es una oportunidad. Es una gran oportunidad, joder. Es decir, si no llegamos demasiado tarde por culpa de que en Santa Mónica han retenido la maldita cámara. Si los ingresos de Gladden, sus cheques de viaje, proceden de la venta de

fotos a otros pedófilos, a quiénes se las envía a través de Internet o a través de alguna BBS, entonces perdió su principal herramienta de trabajo la semana pasada cuando se la quitaron los polis. Repiqueteó con los dedos en la tapa de la caja de cartón situada en el asiento que había entre los dos.

– Tiene que reemplazarla -dije.

– Lo has cogido.

– Vas a ir a ver a los proveedores de digiTime.

– Eres un chico listo, Sport. ¿Cómo es que te hiciste periodista?

Esta vez no protesté por el nombre. No lo había dicho con la misma malicia que otras veces.

– He llamado al 800 de la digiTime y me han proporcionado ocho números de proveedores que venden la digiShot 200 en Los Angeles. Supongo que buscará el mismo modelo. El resto del equipo ya lo tiene. Tengo que llamar para que se repartan la lista. ¿Tienes una moneda, Jack? No me quedan.

Le di la moneda, bajó de un salto del coche y volvió al teléfono. Supuse que llamaba a Backus, le explicaba con júbilo la nueva pista y se repartían la lista. Allí sentado, pensé que tendría que haber sido Rachel la que estuviera al teléfono. Thorson volvió al cabo de unos minutos.

– Vamos a comprobar los tres de la zona oeste. Bob le pasará los otros cinco a Cárter y a unos tíos de la oficina local.

– ¿Estas cámaras hay que encargarlas o las tienen en la tienda?

Thorson se zambulló en el tráfico y se dirigió al este, hacia Pico. Mientras hablaba y conducía, consultaba una de las direcciones que había anotado en su cuaderno.

– Algunas tiendas las tienen en existencias -dijo-. Si no las tienen las pueden conseguir con rapidez. Eso es lo que me ha dicho el empleado de la digiTime.

– Entonces, ¿qué estamos haciendo? Ha pasado una semana. A estas alturas puede que ya tenga otra.

– Puede que sí, tal vez no. Nos estamos basando en una corazonada. No se trata de una pieza barata. Hay que comprar todo el paquete con el software de carga y edición, el cable de serie para conectarla al ordenador, la funda de piel, el flash y todos los complementos. Puede subir a mil dólares. Quizá mil quinientos. Pero… -levantó el dedo para hacer la aclaración-: ¿Qué pasa si ya tienes todos los complementos y sólo quieres la cámara? Sin cable. Sin software. Sin ninguno de esos chismes. ¿Qué pasa si acabas de pagar seis mil dólares por la fianza y el abogado y no tienes dinero en metálico, y no sólo no necesitas todos esos extras, sino que además no puedes pagarlos?

– Haces un encargo especial: sólo la cámara; y te ahorras un montón de dinero.

– Exacto. Ésa es mi corazonada. Creo que si el pago de la fianza ha dejado tan pelado a nuestro amigo Gladden como afirmó aquel abogado tramposo, intentará ahorrar hasta el último dólar. Si se ha comprado otra cámara, apuesto a que ha hecho el encargo especial.

Estaba exultante y me contagió su entusiasmo. Yo había reparado en su excitación y empezaba a ver a Thorson bajo un prisma quizá más real. Pensé que ésos eran los momentos por los que vivía. Momentos de comprensión y de claridad. De saber que andaba cerca.

– McEvoy, estamos en racha -dijo de pronto-. Creo que me traes buena suerte, después de todo. Sólo espero que siga y no sea demasiado tarde.

Asentí en señal de conformidad.

Circulamos en silencio unos minutos hasta que volví a hacerle una pregunta.

– ¿Cómo es que sabes tanto de cámaras digitales?

– No es la primera vez que aparecen y cada vez son más frecuentes. Ahora tenemos en Quantico una unidad que se dedica sólo a delitos informáticos. Delitos en Internet. La mayoría explotan la pornografía, delitos con niños. El FBI ha publicado informes detallados para tener a la gente al corriente. Intento estar informado.

Asentí.

– Está el caso de aquella anciana, nada menos que una maestra de escuela, de cerca de Cornell, en Nueva York, que un día comprobó el archivo de envíos telefónicos de su ordenador personal y descubrió una entrada nueva que no reconoció. La imprimió y obtuvo una foto en blanco y negro, oscura pero claramente identificable, de un niño de unos diez años chupándosela a un viejo. Llamó a la policía local y dedujeron que había ido a parar a su ordenador por error. Su dirección de Internet era sólo un número y llegaron a la conclusión de que el remitente se había equivocado en un par de dígitos o algo por el estilo. De cualquier forma, siguieron la pista del archivo hasta su origen y localizaron a un cojo, un pedo filo con un largo historial. Por cierto, era de aquí, de Los Angeles. Lo pusieron en busca y captura y lo encontraron con facilidad. La primera detención digital. El tío tenía algo así como quinientas fotos diferentes en su ordenador. Joder, necesitaba un doble disco duro. Estoy hablando de persuasión, de niños de todas las edades haciendo cosas que ni siquiera se le ocurren a la gente adulta normal… Un buen caso, de todas formas. Cadena perpetua sin libertad provisional. Tenía una «digiShot», aunque debía de ser el modelo 100. El año pasado publicaron toda la historia en el boletín del FBI.

– ¿Cómo es que la fotografía de la maestra salió tan oscura?

– No tenía la impresora adecuada. Ya sabes, se necesita una buena impresora de color y un papel muy satinado. No tenía ninguna de las dos cosas.

Las dos primeras paradas fueron inútiles. En una tienda no habían vendido una digiShot desde hacía quince días. En

la otra habían vendido dos en la última semana, pero las había adquirido un conocido artista de Los Ángeles cuyos collages de retratos realizados con fotos Polaroid eran famosos y se exponían en museos del mundo entero. En la actualidad, quería probar un nuevo medio fotográfico y utilizaba la cámara digital.

Thorson ni siquiera se tomó la molestia de tomar notas para una investigación posterior.

La última parada de nuestra lista era una tienda con fachada en Pico llamada Data Imaging Answers, a dos manzanas del centro comercial Westwood Pavilion. Thorson sonrió.

– Es ésta. Ésta es la que buscamos -dijo.

– ¿Cómo lo sabes? -le pregunté.

– Es una tienda de entrada libre en una calle transitada. Las otras dos parecían más bien oficinas de venta por correo, sin escaparates. Gladden habría preferido la del escaparate. Mayor estimulación visual, gente saliendo y entrando, más distracciones. Era mejor para él. Quería pasar desapercibido.

Era una tienda pequeña con dos escritorios en la sala de exposición y cajas cerradas amontonadas por ahí. Había dos expositores circulares con terminales de ordenador y equipos de vídeo, junto con montones de catálogos de equipos informáticos. Un hombre calvo con gafas de montura negra, que estaba sentado detrás de uno de los escritorios, nos miró cuando entramos. En el otro no había nadie y daba la impresión de que no se utilizaba.

– ¿Es usted el encargado? -preguntó Thorson.

– Más que eso, soy el dueño -el hombre se levantó con orgullo de propietario y sonrió mientras nos acercábamos a su mesa-. Más que eso, soy el dependiente número uno.

Como vio que no nos uníamos a su carcajada, nos preguntó en qué podía ayudamos.

Thorson le enseñó el interior de la cartera donde llevaba la chapa.

– ¿FBI?

Le pareció inaudito.

– Sí. Ustedes venden la digiShot 200, ¿verdad?

– Sí. La mejor cámara digital. Pero ahora mismo no me quedan existencias. Vendí la última la semana pasada. Se me removieron las tripas. Habíamos llegado demasiado tarde.

– Puedo conseguir una en tres o cuatro días. De hecho, tratándose del FBI puedo intentar que me la envíen en un par de días. Sin recargo, por supuesto.

Sonrió y asintió pero, detrás de las gafas, sus ojos tenían una mirada burlona. Le ponía nervioso tratar con el FBI, especialmente al no saber de qué iba la cosa.

– ¿Y cómo se llama usted?

– Olin Coombs. Soy el dueño.

– Sí, ya nos lo ha dicho. Muy bien, señor Coombs. No me interesa comprar nada. ¿Tiene el nombre de la persona que le compró la última digiShot?

– Oh… -arqueó una ceja, probablemente sopesando si debía preguntar si era legal que el FBI pidiera ese tipo de información-. Desde luego, tengo un registro. Puedo consultarlo.

Coombs se sentó y abrió un cajón del escritorio. Buscó en un archivo de carpetas colgantes hasta que encontró lo que buscaba, sacó una hoja de papel y la alisó sobre la mesa. Después le dio la vuelta para que Thorson no tuviera que leerla al revés. Thorson se inclinó, examinó el documento y vi cómo giraba ligeramente la cabeza hacia la derecha y después volvía al papel. Miré el recibo y me pareció que se habían comprado muchas piezas del equipo junto con la cámara digiShot.

– Esto no es lo que estoy buscando -dijo Thorson-. Busco a un hombre que creemos que sólo quería comprar una cámara digiShot. ¿Ésta es la única que ha vendido esta última semana?

– Sí… Ah, no. Es la única con albarán de entrega. Vendimos otras dos, pero tuvieron que encargarse.

– ¿Y todavía no se han entregado?

– No. Mañana. Espero un camión por la mañana.

– ¿Alguno de los dos encargó sólo la cámara?

– ¿La cámara?

– Ya sabe, sin el resto de los accesorios. El software, el cable, el equipo completo.

– Ah, sí. Oh, en realidad, hay…

Sus palabras se perdieron cuando volvió a abrir el cajón y sacó una tablilla sujetapapeles con diversos formularios de color rosa. Empezó a despegarlos y a leer.

– Tengo un tal señor Childs. Sólo quería la cámara, nada más. Pagó en metálico y por adelantado. Novecientos noventa y cinco más la tasa de ventas de California. Ascendía a…

– ¿Dejó algún teléfono o dirección?

Contuve el aliento. Lo teníamos. Tenía que ser Gladden. La ironía del nombre que había dado -el hecho de que en inglés childs significara «niños»- no se me había pasado por alto. Un escalofrío me recorrió la espalda.

– No dejó teléfono ni dirección -dijo Coombs-. Puse una nota para mi control particular. Dice que el señor Wilton Childs llamará para confirmar la llegada del equipo. Le dije que llamara mañana.

– Entonces, ¿vendrá a recogerla?

– Sí, si ya ha llegado vendrá a buscada. Como le dije, no tenemos su dirección, así que no podemos hacer la entrega.

– ¿Recuerda su aspecto, señor Coombs?

– ¿Su aspecto? Oh, bueno, supongo que sí.

– ¿Podría describírmelo?

– Era un hombre blanco, me acuerdo. Él…

– ¿Rubio?

– Oh, no. Moreno. Con barba incipiente, de eso me acuerdo.

– ¿De qué edad?

– Unos veinticinco o quizá treinta.

Thorson tuvo bastante con eso. Tenía una aproximación y el resto de la información encajaba. Señaló el escritorio vacío.

– ¿Nadie utiliza esa mesa?

– De momento, no. El negocio no va muy bien.

– Entonces, ¿no tiene inconveniente en que la use yo?

39

Había un perceptible zumbido eléctrico en el ambiente cuando nos reunimos alrededor de una mesa en la sala de conferencias con vistas de salón de millonario. Después de que la llamada telefónica de Thorson nos convocara a toda prisa, Backus decidió trasladar su puesto de mando estratégico del hotel Wilcox a las oficinas del FBI en Westwood. Nos reunimos en el piso diecisiete del edificio federal, en una sala de conferencias con una vista panorámica de la ciudad. Veía Catalina Island flotando en un océano dorado que reflejaba el espectacular inicio naranja y rojo de un nuevo crepúsculo.

Eran las cuatro y media, hora del Pacífico, y la reunión se había retrasado para darle a Rachel el mayor margen de tiempo posible para que consiguiera y ejecutara una orden de registro sobre los movimientos de la cuenta bancaria de Gladden en Jacksonville.

En la sala de conferencias, además de Backus, Thorson, Cárter, Thompson y yo, había seis personas que no me habían presentado, pero que supuse que eran agentes locales. Quantico y todas las oficinas locales involucradas en la investigación también participaban en la conferencia telefónica. Y hasta esas personas invisibles parecían nerviosas. Brass Doran iba diciendo por el altavoz:

– ¿Estamos listos para empezar?

Finalmente, Backus, sentado en el centro de la mesa, cerca del altavoz del teléfono, llamó al orden a todo el mundo. Detrás de él, en un caballete, alguien había dibujado un tosco plano del almacén de la Data Imaging Answers y de la manzana de Pico Boulevard donde estaba ubicado.

– Bueno, chicos, están pasando cosas -dijo-. Para eso hemos estado trabajando. Así que vamos a hablar de ello y después lo ejecutaremos y lo haremos bien.

Se levantó. Quizás a él también se le había contagiado la tensión del momento.

– Tenemos como prioridad una pista en la que estamos trabajando y sobre la que queremos que nos hablen Rachel y Brass. Pero antes que nada prefiero que Gordon nos haga un resumen de lo que tenemos previsto para mañana.

Mientras Thorson explicaba a la embelesada audiencia las operaciones y los descubrimientos que habíamos hecho aquel día, dejé que mi mente vagara. Me imaginé a Rachel en algún lugar de Jacksonville, a cuatro mil kilómetros de su investigación y escuchando a un hombre que no le gustaba, y al que probablemente incluso despreciaba, explicar su mayor logro. Yo deseaba hablar con ella y consolarla, pero no delante de veinticinco oyentes. Quería preguntarle a Backus dónde estaba para llamarla más tarde, pero sabía que tampoco podía hacerla. Entonces me acordé del busca. Lo haría más tarde.

– Nuestro equipo de Incidentes Críticos ya no va a vigilar a Thomas -dijo Thorson-. Lo hará el equipo de vigilancia del LAPD que se ha duplicado. Estamos reorganizando a nuestros hombres para integrarlos en un doble plan que facilite la detención de este criminal. Antes que nada, hemos instalado un localizador de llamadas en los teléfonos de la Data Imaging. Dispondremos de un receptor móvil para controlar las llamadas que se reciban en ambas líneas, y la oficina local nos está proporcionando todo el personal disponible para los equipos de recepción. Localizaremos la llamada de este sujeto cuando se ponga en contacto para preguntar si ha llegado su encargo, e intentaremos mantenerlo al teléfono hasta que lleguen los nuestros. Si lo consiguen, se seguirá el proceso habitual de detención de delincuentes. ¿Alguna pregunta hasta aquí?

– ¿Habrá apoyo aéreo? -preguntó un agente.

– Estamos en ello. Me han dicho que podemos contar con un aparato, pero intentaremos que sean dos. Muy bien, entonces, el segundo paso se pondrá en marcha si no logramos efectuar el arresto del sujeto gracias al localizadar de llamadas. Yo estaré en el interior de la Data Imaging Answers -la llamaremos DÍA para abreviar- con Coombs, el dueño. Si recibimos la llamada de ese tipo, le diremos que puede pasar a recoger la cámara que encargó. Intentaremos imponerle una hora de recogida, pero no lo apremiaremos demasiado, tiene que parecer natural.

»Si el sujeto se escapa de la primera red, el plan consiste en cogerlo cuando venga a la tienda. El local se ha equipado con micrófonos y cámaras de vídeo. Si entra, simplemente le daré su cámara y lo dejaré marchar como a cualquier cliente satisfecho. La detención criminal tendrá lugar cuando Don Sampler, nuestro jefe del equipo crítico, lo crea conveniente y dé la orden. Evidentemente esto se hará en el primer lugar controlado al que nos lleve nuestro hombre. Esperamos que sea en su coche, pero todos conocéis los procedimientos para otras contingencias, ¿no? ¿Alguna pregunta?

– ¿Por qué no lo ponemos de culo allí mismo, en la tienda?

– Creemos necesario que Coombs esté allí para que el sujeto no se espante. La cámara se la compró a Coombs, de modo que él tiene que estar presente. No quiero intentar coger a ese tipo tan cerca de un civil. Además, es una tienda pequeña y puede que ya estemos forzando la situación al apostar a un agente allí dentro. Si ponemos más, a ese tío le va a parecer sospechoso. Así que, ¿por qué no nos limitamos a darle la cámara y lo hacemos salir a la calle, donde podemos controlarlo todo un poco mejor?

Entre Thorson, Backus y Sampler trazaron el plan con mayor detalle. Coombs permanecería en la tienda y Thorson estaría allí todo el día para ayudarle con las ventas diarias y con los clientes de verdad. Pero cuando los equipos de vigilancia exterior informaran de la proximidad de cualquier cliente que encajara, aunque fuera remotamente, con la

descripción de Gladden, Thorson se pondría al frente para dirigir la transacción, mientras que Coombs se retiraría a una pequeña trastienda que le sirve de almacén y se encerraría en ella. Otro agente, haciéndose pasar por un cliente, entraría por la puerta principal detrás de Gladden. El interior de la tienda estaría controlado por un equipo de vídeo. Agentes en posiciones fijas y otros itinerantes vigilarían el exterior, preparados para enfrentarse a todas las contingencias una vez fuera identificado Gladden. Además, una agente con uniforme de guardia urbana de Los Angeles y en un coche patrullaría continuamente en torno al edificio de la DÍA.

– No creo necesario tener que recordaron a todos lo peligroso que es ese individuo -dijo Backus tras terminar el resumen-. Mañana, todo el mundo necesitará una ración extra de sentido común. Cuidad de vosotros mismos y de vuestro compañero. ¿Alguna pregunta?

Esperé un momento para ver si algún agente preguntaba algo. Como nadie lo hizo, hablé yo.

– ¿Qué ocurrirá si la digiShot no llega mañana, como supone el señor Coombs?

– Ah, sí, buena pregunta -dijo Backus-. No vamos a correr ningún riesgo. El grupo de Internet de Quantico tiene una de esas cámaras y llegará esta noche por avión. Utilizaremos ésa, tanto si llega la que él encargó realmente como si no. La nuestra estará intervenida con un localizador sólo por si, Dios no lo quiera, se nos escapa. Así podremos seguirle la pista. ¿Algo más?

– ¿Se ha pensado en algún momento en la posibilidad de no detenerlo? Era la voz de Rachel por el altavoz del teléfono.

– ¿Qué quieres decir?

– Sólo para hacer de abogada del diablo, por lo visto parece que lo tenemos todo muy bien atado. Ésta podría ser una oportunidad excepcional para ver a un asesino múltiple y observar sus pautas de comportamiento en la persecución y captura de sus víctimas. Podría tener un valor inestimable para nuestros estudios.

Su pregunta abrió un debate sobre el plan entre los agentes.

– ¿Y arriesgarnos a que se escape y a que mate a otro niño o a otro policía? -contestó Thorson-. No, gracias. Y menos con el Cuarto Poder vigilándonos de cerca.

Casi todos coincidieron con la opinión de Thorson; les parecía que a un monstruo como Gladden, a pesar de ser un sujeto muy valioso para ser investigado, habría que estudiarlo sólo en el ámbito cerrado de una celda penitenciaria. Los riesgos de su potencial huida sobrepasaban de lejos los beneficios que podrían obtenerse de la observación de su forma de operar en libertad.

– Mirad, chicos, ya está decidido -dijo Backus zanjando el asunto-. Hemos sopesado las alternativas que se han sugerido y me parece que el mejor plan y el más seguro es cogerlo de la manera que hemos ideado. Así que, prosigamos. Rachel, ¿qué tienes para nosotros?

Observé los cambios que se producían en el lenguaje corporal de los agentes presentes en la sala al trasladar su atención desde Backus y Thorson al teléfono blanco instalado en el centro de la mesa. Parecía que se inclinaban hacia él. Backus, todavía sentado, se echó hacia delante apoyando las palmas de las manos en la superficie de la mesa.

– Empezaré por el banco -dijo Rachel-. Sólo hace unos noventa minutos que dispongo de estos registros, así que no he tenido mucho tiempo. Pero, en primer lugar, parece que se han girado transferencias a tres de nuestras ciudades: Chicago, Denver y Los Angeles. Las fechas encajan. Sacó dinero de esas ciudades en el plazo de unos días, justo antes o después de que el cebo fuera asesinado en cada una de ellas. Hay dos giros a Los Angeles. Uno coincide con la fianza de la semana pasada, y después el sábado hubo otra transferencia de mil doscientos. Sacó el dinero del mismo banco, una sucursal de la West Fargo de Ventura Boulevard, en Sherman Oaks. Pensaba que ésta podría ser otra forma de atraparlo si mañana no se presenta a recoger su cámara. Podemos tener la cuenta vigilada e interceptarlo la próxima vez que saque dinero. El único problema es que se está quedando sin fondos. Después de sacar esos mil doscientos, su cuenta se ha quedado en unos doscientos.

– Pero intentará ganar más dinero con la nueva cámara -apuntó Thorson.

– Hablando de los ingresos -prosiguió Rachel-. Son muy interesantes, pero apenas he tenido tiempo para realmente… hummm, en los dos últimos años se han girado a la cuenta unos cuarenta y cinco mil dólares. Las imposiciones proceden de todas partes: Maine, Tejas, California… varias de California y Nueva York. No parece haber un patrón correlativo con nuestros asesinatos. Además, he descubierto una coincidencia. El pasado 1 de noviembre se giraron ingresos desde Nueva York y Tejas el mismo día.

– Es evidente que las imposiciones no las hace él -dijo Backus-. O, por lo menos, no todas.

– Son pagos -dijo Brass por la línea telefónica-. Procedentes de las ventas de fotos. Pagos que los compradores le han ingresado directamente.

– Exacto -corroboró Rachel.

– ¿Podemos… podríamos seguirles la pista a aquellos giros y llegar hasta los compradores? -preguntó Thompson.

– Oh -repuso Rachel viendo que nadie contestaba-. Podemos intentarlo. Quiero decir que podemos seguir la pista, pero no nos hagamos ilusiones. Si tienes dinero en metálico, puedes ir a casi cualquier banco del país y hacer una transferencia siempre que tengas el número de cuenta del destinatario y pagues el recargo por el servicio. Hay que dar una información muy limitada del remitente, pero no tienes que identificarte. Los compradores de pornografía infantil y posiblemente -probablemente- de cosas mucho peores es de esperar que usen nombres falsos.

– Cierto.

– ¿Qué más, Rachel? -preguntó Backus-. ¿Algo más sobre el registro?.

– La correspondencia de la cuenta se envía a un apartado de correos local. Lo comprobaré por la mañana.

– Muy bien. ¿Quieres hacer un informe de Horace Gomble o prefieres esperar a poner en orden tus ideas?

– No. Os contaré lo más interesante, que no es gran cosa. A mi viejo amigo Horace no le hizo mucha gracia volver a verme. Hicimos unas cuantas fintas y luego lo superó su propio ego. Corroboró que Gladden y él habían hablado de la práctica de la hipnosis cuando eran compañeros de celda. Finalmente admitió que le había pagado con lecciones de hipnosis el trabajo jurídico de Gladden con su apelación. Pero no pasó de ahí. Me pareció detectar… no sé.

– ¿Qué, Rachel?

– No sé, cierta admiración por lo que estaba haciendo Gladden.

– ¿Se lo dijiste?

– No, no se lo dije, pero estaba claro que yo estaba allí por algún motivo. Aun así, me dio la impresión de que sabía algo más. Quizá Gladden le había contado antes de abandonar Raiford lo que tenía planeado hacer. Le hablaría de Beltran. No lo sé. También es posible que haya visto las noticias de la CNN de hoy. Le han dado mucho bombo al reportaje de Jack McEvoy Yo lo he visto en el aeropuerto. Desde luego, no hay nada en todo esto que relacione al Poeta con Gladden, pero Gomble se lo puede haber figurado. La CNN volvió a utilizar la grabación de Phoenix. Si él lo ha visto y después yo se lo he puesto de relieve, habrá comprendido de qué iba sin que yo le dijera una sola palabra.

Era lo primero que oía acerca de cualquier reacción ante mi reportaje.

En realidad, me había olvidado por completo de él a causa de los acontecimientos del día.

– ¿Hay alguna posibilidad de que Gladden y Gomble hayan estado en contacto? -preguntó Backus.

– No lo creo -contestó Rachel-. Lo he comprobado con los guardias. El correo de Gomble aún está intervenido. El de entrada y el de salida. Se las ha arreglado para acceder al cargo de administrador de la tienda de la prisión. Supongo que siempre existe la posibilidad de que las remesas de entrada contengan algún tipo de mensaje, pero lo dudo. También dudo que Gomble quiera arriesgar su posición. Lo tiene muy bien después de siete años. Tiene un bonito trabajo con un pequeño despacho. Se supone que está a cargo del abastecimiento de la cantina de la prisión. En esa sociedad, eso le da cierto poder. Ahora dispone de una celda individual y tiene su propio televisor. No veo el motivo para querer comunicarse con un hombre que está buscado como Gladden y arriesgado todo.

– Muy bien, Rachel-dijo Backus-. ¿Algo más?

– Eso es todo, Bob.

Todo el mundo guardó silencio unos instantes, digiriendo lo que se había dicho hasta el momento.

– Esto nos lleva por fin al retrato -dijo Backus-. ¿Brass? Todos los ojos se posaron de nuevo en el teléfono de la mesa.

– Sí, Bob. Se está ultimando el perfil y Brad está añadiendo algunos detalles nuevos mientras hablamos. Vamos allá. Podríamos tener… puede tratarse de una situación en la que el criminal se vuelve hacia el hombre que le robó la inocencia, que abusó de él y, en consecuencia, alimentó las aberrantes fantasías que más tarde se vio impulsado a poner en práctica como adulto.

»Es un proceder que ya hemos visto antes en el modelo del parricida. Nos estamos centrando casi exclusivamente en los casos de Florida. Nos encontramos ante el criminal que busca, en efecto, a un sustituto. Es decir, al chico, Gabriel Ortiz, que en aquel momento recibía las atenciones de Clifford Beltran, la figura paternal que abusó de él y después lo rechazó. Lo que lo motiva todo es la sensación de rechazo que retiene el criminal.

»Gladden asesinó al actual objeto de atención de quien había abusado de él, y después volvió y mató al propio agresor sexual. Me parece un exorcismo, si me lo permitís, el impulso catártico de eliminar la causa de todo lo malo de su vida.

Se hizo un largo silencio en el que pensé que Backus y los otros esperaban que Brass continuara. Finalmente habló Backus.

– Entonces, lo que estás diciendo es que repite el mismo crimen una y otra vez.

– Correcto -contestó Brass-. Está matando a Beltran, su violador, una y otra vez. Así es como logra la paz. Pero, por supuesto, esta paz no le dura mucho. Tiene que volver a asesinar. Estas otras víctimas (los detectives) son inocentes. Lo único que hacían para que él los escogiera era realizar su trabajo.

– ¿Qué hay acerca de los casos de cebo en otras ciudades? -preguntó Thorson-. Ninguna de las víctimas encaja con el arquetipo del primer chico.

– No creo que estos casos tengan mucha importancia ya -dijo Brass-. Lo importante es que se cargó a un detective, un buen detective, un enemigo formidable. De este modo pone el listón muy alto y de ello obtiene su purificación. Por lo que se refiere a los casos de cebo, simplemente pueden haberse convertido en medios para lograr un fin. Utiliza a los niños para conseguir dinero. Las fotos.

La excitación que comportaba la perspectiva de un hallazgo importante o incluso el desenlace de la investigación que les esperaba al día siguiente dio paso a un pesimismo generalizado. Era la tristeza de conocer la clase de horrores que había en el mundo. Éste sólo era un caso. Siempre habría otros. Siempre.

– Sigue trabajando en esto, Brass -dijo Backus por fin-. Quiero que me hagas un informe psicopatológico lo antes posible.

– Lo haré. Ah, otra cosa. Es importante.

– Pues al grano.

– Acabo de sacar el expediente de Gladden que se confeccionó después de que algunos de vosotros lo visitarais hace seis años para el proyecto de obtención de datos para el perfil del violador. No hay nada en él que no estuviera ya en el ordenador. Pero hay una fotografía.

– Sí -dijo Rachel-, me acuerdo. Los guardas nos dejaron entrar en el edificio después de cerrarlo para hacer una fotografía de Gladden y Gomble juntos en su celda.

– Sí, eso mismo. Y en la fotografía se ven tres estantes con libros encima del lavabo. Supongo que eran estantes compartidos y que los libros eran de los dos. Pero, de todas formas, los lomos de esos libros se ven claramente. La mayoría son libros jurídicos que creo que Gladden estaba utilizando mientras trabajaba en su propia apelación y en las de otros presos. Además, está la Patología forense de DiMaio y DiMaio, las Técnicas de investigación de la escena del crimen de Fisher y el Perfil psitopatológico de Robert Backus Sr. Estoy familiarizada con estos libros y creo que Gladden puede haber aprendido de ellos, en especial del libro del padre de Bob, lo suficiente para saber cómo conseguir que cada uno de los asesinatos de cebo y tada una de las escenas del crimen parezcan lo bastante diferentes como para superar un formulario del Proyecto de Aprehensión de Criminales Violentos, ya sabéis, el VICAP.

– Mierda -dijo Thorson-. ¿Qué cojo… qué hacía con esos libros?

– Creo que por imperativo legal la prisión tiene que permitirle el acceso a ellos para que pueda preparar debidamente su apelación -replicó Doran-. Recordad que se defendió a sí mismo. El tribunal le permitió ejercer como su propio abogado.

– Muy bien. Buen trabajo, Brass -dijo Backus-. Es una buena ayuda.

– Eso no es todo. Había otros dos libros dignos de mención en el estante. Edgar Alian Poe, los poemas y Las obras completas de Edgar Alian Poe.

Backus silbó encantado.

– Esto realmente empieza a ligar las cosas -dijo-. ¿Debo suponer que podemos encontrar todas las citas en esos libros?

– Sí. Uno de ellos es el que Jack McEvoy utilizó para comprobar las citas.

– Bien. ¿Puedes mandamos una copia de esa foto? -Lo haré,jefe.

El nerviosismo de la sala y el procedente de la línea telefónica casi se podía palpar. Todo encajaba, todas las piezas. Y al día siguiente, los agentes saldrían a la calle y atraparían a aquel hijo de puta.

– Me encanta el olor a napalm por la mañana -dijo Thorson-. Huele a…

– ¡Victoria! -exclamaron todos los presentes en la sala y los de la línea telefónica.

– Muy bien, compañeros -dijo Backus picando de palmas dos veces-. Creo que hemos abarcado bastante por ahora. Mantengámonos despiertos. Arriba esos ánimos. Mañana puede ser el gran día. Digamos que es el día. Y vosotros, que me escucháis desde las otras ciudades, no perdáis ni un minuto. Acabad el trabajo. Si cogemos a ese tipo, necesitaremos pruebas físicas que lo relacionen con otros crímenes. Necesitamos ubicarlo en todas las ciudades de cara al juicio.

– Si que hay un juicio -dijo Thorson.

Lo miré. El buen humor que había demostrado hacía un momento se había esfumado.

Tenía la mandíbula rígida.

Se levantó y salió de la sala de conferencias.

Pasé la noche solo en mi habitación, llenando el ordenador con las notas de la reunión y esperando a que llamara Rachel. Ya la había telefoneado dos veces al busca. Por fin, a las nueve -medianoche en Florida- hizo una llamada.

– No podía dormir y sólo quería asegurarme de que no estabas con otra mujer. Sonreí.

– No es muy probable. Esperaba tu llamada. ¿No has recibido mis mensajes o es que estás demasiado ocupada con otro hombre?

– No, déjame ver -soltó el teléfono unos instantes-. Mierda, se le ha acabado la pila. Tengo que ponerle otra. Lo siento.

– ¿Te refieres a la del busca o a la del otro hombre? -Muy gracioso.

– ¿Por qué no podías dormir?

– Pensaba en Thorson en esa tienda, mañana. "¿Y?

– Tengo que admitir que estoy jodidamente celosa. Si lleva a cabo la detención… Quiero decir que es mi caso y estoy a más de tres mil malditos kilómetros de ahí.

– Quizá no ocurra mañana. Quizá vuelvas a tiempo. Y, aunque no llegues, no lo hará él. Será el equipo crítico.

– No lo sé. Gordon conoce la manera de meterse en el ajo. Y tengo un mal presagio. Será mañana.

– Mucha gente consideraría un buen presagio saber que a ese tipo lo van a retirar de la circulación.

– Lo sé, lo sé. Pero ¿por qué él? Creo que Bob y él… No acabo de entender por qué Bob me envió a mí a Florida en lugar de a cualquier otro, en vez de enviar a Gordon. Me apartó del caso y yo se lo permití sin rechistar.

– Quizá Thorson le contó lo nuestro.

– No lo creo. Podría haberlo hecho. Pero no veo por qué Bob lo hizo sin antes decírmelo, sin explicarme antes por qué. Él no es así. No toma partido hasta que no ha oído las dos versiones.

– Lo siento, Rachel. Pero, verás, todo el mundo sabe que este caso es tuyo. Y fue un logro tuyo lo de aquel coche de la Hertz que nos llevó a todos a Los Angeles.

– Gracias, Jack. Pero sólo es uno de los logros. Y no tiene ninguna importancia. Realizar el arresto es como lo que dijiste sobre publicar el primero un reportaje. Realmente, no importa lo que haya sucedido antes.

Sabía que no conseguiría hacer que se sintiera mejor respecto a aquella situación. Llevaba toda la noche obsesionada con eso y nada de lo que yo dijera la haría cambiar de opinión. Decidí cambiar de tema.

– De todas formas, hoy has aportado un buen material. Parece que todo empieza a engranarse. Ni siquiera hemos cogido al tipo y ya sabemos un montón de cosas sobre él.

– Supongo que sí. Después de oír todo lo que ha dicho Brass, ¿le tienes alguna simpatía, Jack?, ¿a Gladden?

– ¿Al hombre que mató a mi hermano? No. No le tengo ninguna simpatía. -No lo creo.

– Pero tú aún se la tienes. Tardó un rato en contestar.

– Pienso en el niño que podría haber sido otras muchas cosas hasta que ese hombre le hizo lo que le hizo. Beltran le puso en el mal camino. Fue el verdadero monstruo de la historia. Como ya te dije, si alguien se llevó su merecido, fue él.

– Muy bien, Rachel. Se echó a reír.

– Lo siento, supongo que estoy cansada, al fin y al cabo. No pretendía acalorarme tanto de repente.

– Está bien. Te comprendo. Hay un medio para cada fin. Una raíz para cada causa. Algunas veces hay más maldad en la raíz que en la causa, aunque la causa suele ser lo más vilipendiado.

– Tienes un don para las palabras, Jack.

– Preferiría tenerlo contigo.

– También lo tienes.

Me reí y le di las gracias. Estuvimos un momento en silencio, con la línea abierta a través de tres mil kilómetros. Me sentía cómodo. No había necesidad de hablar.

– No sé si mañana te dejarán acercarte -me dijo-. Pero ten cuidado.

– Lo tendré. Tenlo tú también. ¿Cuándo volverás?

– Espero estar de vuelta mañana por la tarde. Les he dicho que tengan el avión a punto a las doce. Comprobaré el apartado de correos de Gladden y después subiré al avión.

– Muy bien. Y ahora ¿por qué no intentas dormir?

– Vale. Me gustaría estar contigo. -A mí también…

Pensé que iba a colgar, pero no lo hizo.

– ¿Has hablado de mí con Gordon?

Pensé en el comentario que él había hecho, cuando la había comparado con el Desierto Pintado.

– No. Hemos estado muy ocupados todo el día. Me pareció que no me creía y el hecho de mentirle me hizo sentir mal.

– Ya nos veremos, Jack.

– Vale, Rachel.

Después de colgar estuve un rato pensando en la conversación telefónica. Me había puesto un poco triste y no acertaba a saber por qué. Después me levanté y salí de la habitación. Estaba lloviendo. Desde la puerta principal del hotel eché un vistazo a la calle y no vi a nadie escondido, a nadie que me esperara. Resté importancia a mis temores de la noche anterior y salí.

Caminando pegado a los edificios para evitar al máximo la lluvia, fui hacia el Cat & Fiddle y pedí una cerveza en la barra. El local estaba abarrotado a pesar de la lluvia. Tenía el pelo mojado y en el espejo que había detrás de la barra me vi unos círculos oscuros debajo de los ojos. Me toqué la barba tal como me la había acariciado Rachel. Cuando me acabé la black and tan, pedí otra.

40

El incienso ya se había consumido de sobras el miércoles por la mañana. Gladden se movía por el apartamento con la cabeza envuelta en una camiseta, tapándose la boca y la nariz; parecía un atracador de bancos del lejano Oeste. Había rociado la camiseta y el apartamento con un perfume que encontró en el cuarto de baño, como un sacerdote con agua bendita. Pero, igual que el agua bendita, le sirvió de poco. El olor lo impregnaba todo, acorralándole. Aunque ya no le importaba. Había terminado, había llegado el momento de marcharse, el momento de cambiar.

En el cuarto de baño, se afeitó con una maquinilla de plástico rosa que había encontrado en la repisa de la bañera. Después se duchó, primero con agua caliente y luego con fría, y se paseó desnudo por el apartamento para secarse al aire. Previamente, había quitado un espejo de la pared del dormitorio y lo había apoyado contra la pared de la sala de estar. Entonces empezó a probar formas de andar ante el espejo, iba y volvía, adelante y atrás, observándose las caderas.

Cuando le pareció que ya lo tenía, volvió al dormitorio. El aire acondicionado lo dejó helado y el olor casi le hizo vomitar. Pero se mantuvo firme y la miró fijamente. Ya no era ella. El cuerpo que yacía en la cama estaba hinchado e irreconocible. Tenía los ojos velados por una membrana lechosa. Los fluidos sanguinolentos de la descomposición supuraban por todas partes, hasta por el cuero cabelludo. Ahora pertenecía a los microbios. No los veía, pero los oía. Estaban allí. Lo sabía. Lo decían los libros.

Al cerrar la puerta le pareció oír un susurro y miró hacia atrás. No era nada. Sólo los microbios. Cerró la puerta y dejó la toalla en su sitio.

41

El hombre al que tomábamos por William Gladden llamó a Data Imaging Answers el miércoles por la mañana a las once y cinco, se identificó como Wilton Childs y preguntó por la digiShot que había encargado. Thorson respondió a la llamada y, siguiendo el plan, le pidió a Childs que llamara al cabo de cinco o diez minutos. Le explicó que acababa de llegar un cargamento de mercancía y que aún no había tenido tiempo de desembalarlo todo. Childs dijo que volvería a llamar.

Mientras tanto, Backus controlaba la pantalla del localizador de llamadas y le pasó el número desde el que Childs/Gladden había llamado a un operario de la AT &T que aguardaba en el centro de operaciones. Éste lo introdujo en el ordenador y, antes de que Thorson hubiera colgado siquiera, informó de que correspondía a un teléfono público de Ventura Boulevard, en Studio City.

Una de las patrullas de agentes del FBI, formadas por equipos de dos vehículos, se encontraba en la autovía 101, en Sherman Oaks, a unos cinco minutos de la cabina, contando con que el tráfico fuera normal. Se dirigieron a todo gas a la salida de Vineland Boulevard sin conectar las sirenas, llegaron a Ventura Boulevard y se apostaron para vigilar la cabina, que estaba junto a una pared, en el exterior de la oficina de un motel de los de cuarenta dólares la noche, películas porno incluidas. Cuando llegaron, no había nadie en la cabina, pero se quedaron esperando. Mientras tanto, otra patrulla móvil se puso en camino desde Hollywood, como refuerzo, y un helicóptero sobrevolaba Van Nuys en estado de alerta, describiendo círculos, listo para acudir al lugar necesario en cuanto se presentaran los agentes de tierra.

Los agentes apostados seguían esperando. Y yo también, en un coche, con Backus y Cárter, a una manzana de Data Imaging. Cárter puso el motor en marchó, preparado para salir si recibía por radio el aviso de que habían avistado a Gladden.

Pasaron cinco minutos y después diez. Todo era tensión, incluso estando allí sentado con Backus y Cárter sin ver nada. Los coches de refuerzo tuvieron tiempo suficiente para tomar posiciones a unas manzanas del primer equipo de Ventura. En ese momento había ocho agentes a una manzana de la cabina.

Pero a las once y treinta y tres minutos, cuando sonó el teléfono de la mesa de Thorson en Data Imaging, los agentes seguían vigilando una cabina vacía. Backus levantó el transmisor.

– El teléfono está sonando. ¿Hay algo?

– Nada. No hay nadie llamando desde aquí.

– Estadal tanto.

Cerró el transmisor, cogió el teléfono móvil y apretó la tecla que tenía programado el número de los de AT &T en el centro de operaciones. Yo me incorporé desde el asiento de atrás, mirándolo a él y sin perder de vista el monitor de vídeo del panel de transmisiones, que estaba debajo del salpicadero. Daba una imagen en blanco y negro, procedente de un objetivo de ojo de pez, que recogía todo el recinto comercial de Digital Imaging. Vi que Thorson descolgaba el auricular al sonar el séptimo timbrazo. Desde el coche sólo oíamos hablar a Thorson, aunque las dos líneas telefónicas de la tienda estaban intervenidas. Thorson hizo una seña hacia el vídeo, levantó la mano e hizo un movimiento circular con el dedo. Era la confirmación de que Childs/Gladden llamaba otra vez. Backus empezó a repetir el proceso de antes con el localizador de llamadas.

Thorson, para evitar que Childs/Gladden se asustara, no usó más tácticas dilatorias en la segunda llamada. Tampoco tenía forma de saber que esta vez llamaba desde otro emplazamiento. Él suponía que varios agentes se aproximaban a Gladden mientras estaba al teléfono.

Pero no era así. Mientras Thorson decía a su interlocutor que la digiShot 200 ya había llegado y podía pasar a recogerla cuando quisiera, Backus recibía la información del operador de AT &T de que la llamada se estaba efectuando desde otra cabina, sita en el cruce de Hollywood Boulevard con la calle de Las Palmas.

– Mierda -dijo Backus al colgar-. Ahora está en Hollywood y acabo de sacar a todo el mundo de allí.

Por supuesto, ignorábamos si Gladden había escapado por suerte o sabía lo que estaba haciendo, pero desde el coche, sentado allí con Backus y Cárter, me pareció algo misterioso. El Poeta no había parado de moverse y, hasta el momento, se había escabullido de la red. Backus dio las órdenes oportunas para enviar a los equipos a aquel cruce de Hollywood, pero, a juzgar por su tono de voz, no me pareció que hubiera muchas posibilidades. El que llamaba se habría marchado. La única oportunidad que quedaba era atraparlo cuando saliera de recoger la cámara. Si es que acudía.

Al teléfono Thorson estaba tratando de concretar, con toda delicadeza, la hora en que el cliente pasaría a recoger el encargo, pero sin mostrar demasiado interés. Thorson era buen actor, o así me lo pareció. Colgó al cabo de unos instantes. Se dirigió inmediatamente al objetivo del ojo de pez y preguntó con calma:

– Decidme algo, chicos. ¿Qué está pasando?

Backus llamó a la tienda por el móvil y puso a Thorson al corriente de que se les había escapado por los pelos. En el monitor de vídeo vi cómo Thorson cerraba el puño y golpeaba el mostrador levemente. No habría sabido decir si el gesto fue de decepción porque había fallado el arresto o de congratulación porque así tendría ocasión de enfrentarse al Poeta cara a cara.

La mayor parte de las cuatro horas siguientes las pasé en el coche con Backus y Cárter. Al menos estaba en el asiento de atrás y podía estirarme un poco. La única interrupción fue cuando me mandaron a una tienda de Pico, a la vuelta de la esquina, a buscar bocadillos y café. Fui deprisa y no me perdí nada.

La jornada fue larga, a pesar de que Cárter nos daba paseos por delante de la tienda cada hora, y de la entrada de clientes en varias ocasiones, en las que la tensión aumentaba hasta que los identificábamos como verdaderos compradores y no como Gladden.

Hacia las cuatro Backus ya estaba planeando con Cárter la estrategia del día siguiente, sin querer admitir que a lo mejor Gladden no se presentaría, que tal vez había detectado que algo iba mal y había sido más listo que el FBI. Le dijo a Cárter que quería un micrófono emisor y receptor para no tener que recurrir a la línea telefónica cuando quisiera hablar con Thorson desde fuera de la tienda.

– Que esté listo mañana -recalcó.

– Eso está hecho -respondió Cárter-. Cuando terminemos aquí, iré con un técnico y lo arreglaremos.

El silencio volvió a adueñarse del coche. Estaba claro que Backus y Cárter, veteranos con muchas vigilancias a la espalda, estaban acostumbrados a hacerse compañía en silencio durante largas horas. Sin embargo, a mí el tiempo se me hacía eterno. De vez en cuando intentaba trabar conversación, pero nunca conseguí más que unas pocas palabras sueltas.

Poco después de las cuatro, un vehículo se detuvo junto al bordillo de la acera detrás de nosotros. Me volví a mirar y vi a Rachel. Salió de su coche y se metió en el nuestro, a mi lado.

– Vaya, vaya -dijo Backus-. Ya sabía yo que no resistirías mucho lejos de nosotros, Rachel. ¿Estás segura de que has hecho todo lo que tenías que hacer en Florida?

Le habló con normalidad, pero me dio la sensación de que le fastidiaba que Rachel hubiera regresado tan pronto. Creo que prefería que estuviera en Florida.

– Todo va perfectamente, Bob. ¿Qué ha pasado por aquí?

– Nada. Todo va muy lento.

Cuando Backus volvió la cabeza hacia delante, Rachel me tomó la mano y me miró con una expresión curiosa. Tardaría un poco en saber el motivo.

– ¿Abriste el buzón del apartado de correos, Rachel?

Rachel apartó de mí la mirada y la dirigió a la nuca de Backus. Él no se volvió y ella estaba sentada justo detrás.

– Sí, Bob -dijo, con una leve exasperación en la voz-. Un callejón sin salida. No había nada. El dueño me contó que le parecía que una mujer, una mujer mayor, pasa por allí una vez al mes, más o menos, y recoge toda la correspondencia. Añadió que lo único que suele llegar allí parece ser correo del banco. Supongo que se trata de la madre de Gladden. Seguramente vive cerca, pero no encontré ningún listado ni nada.

– A lo mejor tenías que haberte quedado más tiempo e investigar más.

Rachel guardó silencio. Aún estaba perpleja por la forma en que la trataba Backus.

– No digo que no -respondió al cabo de unos momentos-. Pero creo que de eso pueden ocuparse los agentes de Florida. Soy la encargada de este caso, ¿recuerdas, Bob?

– Lo recuerdo.

Nos quedamos todos callados otra vez y me dediqué a mirar por mi ventanilla. Cuando me pareció que la tensión había decaído un poco, miré a Rachel arqueando las cejas. Hizo el gesto de ir a acariciarme, pero lo pensó mejor y bajó la mano.

– Te has afeitado. -Sí.

Backus miró hacia atrás, a mí, brevemente.

– Sabía que algo había cambiado -comentó.

– ¿Cómo ha sido eso? -me preguntó Rachel. Me encogí de hombros.

– No sé. Hablaron por la radio.

– Un cliente.

Cárter cogió el micro y dijo:

– Descripción.

– Hombre blanco, veintitantos, cabello rubio, lleva una caja. No se ven vehículos. Se dirige a Data o a cortarse el pelo en el establecimiento de al lado. Buena falta le hace.

Justo a la izquierda de Data lmaging Answers había una peluquería. Al lado derecho había una ferretería que estaba cerrada. Los agentes de vigilancia habían estado todo el día informando sobre posibles clientes, pero la mayoría habían entrado en la peluquería.

– Ha entrado.

Me incliné hacia delante para ver el monitor y vi al hombre de la caja entrando en la tienda. El vídeo enmarcaba una

imagen en blanco y negro que abarcaba todo el establecimiento. La figura se veía demasiado confusa y pequeña como para dilucidar si se trataba de Gladden o no. Contuve el aliento, como cada vez que entraba un cliente. El hombre fue directo al mostrador donde estaba Thorson. Vi que Thorson se llevaba la mano al pecho, dispuesto a sacar el arma de la sobaquera si fuera necesario.

– ¿Qué desea, señor? -preguntó.

– Verá, traigo unas agendas excelentes -dijo, mientras hurgaba en la caja. Thorson se puso de pie-. Muchos de sus vecinos ya las han comprado.

Thorson le sujetó por el brazo para que no se moviera y con la otra mano inclinó la caja para ver lo que había dentro.

– No me interesa -le dijo tras examinar el contenido.

El vendedor, un tanto sorprendido por la reacción de Thorson, se recuperó y prosiguió con su presentación.

– ¿Está seguro? Son sólo diez billetes. Esto le costaría a usted treinta o treinta y cinco dólares en cualquier tienda de material de oficina. Es piel auténtica y…

– No me interesa, gracias.

El vendedor se volvió hacia Coombs, que estaba sentado tras el otro escritorio.

– ¿Y usted, señor? Permítame mostrarle el modelo de lujo que…

– No nos interesa -le dijo Thorson malhumorado-. Ahora, haga el favor de salir de aquí, tenemos trabajo. No tratamos con vendedores a domicilio.

– Ya, ya veo. Pues que tengan un buen día. El hombre salió de la tienda.

– Chicos -dijo Thorson.

Sacudió la cabeza sin moverse del sitio y no añadió nada más. Luego bostezó. Se me contagió, ya Rachel se lo contagié yo.

– La excitación está tumbando a Gordon -comentó Backus.

A mí también. Necesitaba una dosis de cafeína. Si hubiera estado en la redacción, a esas horas ya me habría tomado al menos seis tazas. Pero como estábamos en misión de vigilancia, sólo habíamos ido a buscar bocadillos y café una vez, y hacía ya tres horas.

Abrí la portezuela.

– Voy a por café. ¿Vosotros queréis, chicos?

– Te lo vas a perder, Jack -dijo Backus en son de broma.

– Sí, ya. Ahora comprendo de qué les vienen las hemorroides a tantos polis. De tanto esperar sentados para nada.

Salí y las rodillas me crujieron al ponerme en pie, Cárter y Backus dijeron que no querían café, pero Rachel dijo que se tomaría uno encantada. Esperaba que no se le ocurriera decir que venía conmigo, y no lo dijo.

– ¿Cómo lo quieres? -le pregunté, aunque ya sabía la respuesta.

– Solo -dijo, sonriendo ante mi forma de disimular.

– De acuerdo. Vuelvo enseguida.

42

Puse cuatro vasos de café solo en una caja de cartón y me presenté en Data Imaging Answers para ver la cara de sorpresa que ponía Thorson. Antes de que éste pudiera decir una palabra, sonó el teléfono. Contestó y dijo:

– Ya lo sé.

Me tendió el auricular.

– Es para ti, Sport. Era Backus.

– Jack, sal de ahí ahora mismo, maldita sea

– Sí, sí. Sólo quería dejarles unos cafés a estos chicos. Ya viste a Gordon, se está quedando dormido de aburrimiento.

– Muy gracioso, Jack, pero sal inmediatamente. El acuerdo era que tú harías las cosas a mi manera y que yo protegería tu exclusiva. Ahora, por favor, haz lo que te… ¡Eh! Viene un cliente. Díselo a Thorson, es una mujer.

Me puse el teléfono contra el pecho y miré a Thorson.

– Viene un cliente. Pero es una mujer. Volví a ponerme el auricular en el oído.

– Vale, ya salgo -le dije a Backus.

Colgué, saqué una taza de café de la caja y se la dejé a Thorson en el escritorio. La puerta se abrió a mi espalda, el ruido del tráfico de Pico se oyó con más intensidad durante un momento y después quedó amortiguado otra vez, al cerrarse de nuevo la puerta. Sin volverme hacia la persona que había entrado, me dirigí a la mesa en que se sentaba Coombs.

– ¿Café?

– Muchas gradas.

Dejé allí otra taza y saqué de la caja cuatro azucarillos, crema de leche en polvo y cucharillas de plástico. Al dar media vuelta, vi a la mujer ante el mostrador de Thorson, rebuscando en un enorme bolso negro. Tenía el cabello rubio y sedoso y le caía en una melena a lo Dolly Parton. Era una peluca, desde luego. Llevaba una blusa blanca, falda corta y medias negras. Era alta, lo habría sido incluso sin tacones. Me percaté de que cuando entró en la tienda, ésta se llenó de un fuerte olor a perfume.

– ¡Ah! -dijo, cuando por fin encontró lo que buscaba-. He venido a buscar esto.

Puso un papel amarillo y doblado sobre el mostrador, al alcance de Thorson. Éste miró a Coombs para indicarle que se ocupara él de ese asunto.

– Tranquilo, Gordon -le dije.

Cuando ya me dirigía hacia la puerta, miré hacia Thorson esperando una respuesta a mi insistencia en utilizar el apodo por el que Backus lo llamaba. Vi que miraba el papel amarillo, ya desdoblado, que la mujer le había dado y que tenía los ojos fijos en algo. Después, desvió la mirada hacia la pared izquierda de la tienda. Yo sabía que estaba mirando a la cámara, a Backus. Luego se volvió hacia la mujer. En ese momento, yo estaba justo detrás de ella y sólo veía los ojos de Thorson por encima de su hombro. Se estaba levantando y vi que abría la boca como para pronunciar una «O», pero no dijo nada. Iba llevándose la mano al pecho, hacia e! interior de la chaqueta. Entonces vi que la mujer sacaba del bolso e! brazo derecho. Cuando lo separó del torso, vi que en la mano llevaba un cuchillo.

Le clavó el arma a Thorson antes de que éste sacara la suya. Oí su grito ahogado cuando el cuchillo se le hundió en la garganta. Empezó a derrumbarse mientras le salía disparado un chorro de sangre arterial y manchaba el hombro de la mujer, al tiempo que ella se inclinaba sobre el escritorio buscando algo.

Se irguió de repente y se dio media vuelta con el arma de Thorson en la mano.

– ¡Que no se mueva nadie, joder!

La voz femenina había desaparecido, y en su lugar vociferó un macho acorralado, tenso, casi histérico. Apuntó a Coombs con el arma, y luego a mí.

– Apártese de la puerta. ¡Entre!

Dejé caer la caja con las dos tazas de café, levanté las manos y me alejé de la puerta en dirección al interior de! establecimiento. Entonces, el hombre disfrazado giró sobre sus talones y se encaró otra vez hacia Coombs, que lanzó un grito.

– ¡No, por favor! ¡Nos están mirando, no!

– ¿Quién nos está mirando? ¿Quién?

– ¡Nos están mirando por la cámara!

– ¿Quién?

– El FBI, Gladden -dije, en el tono más tranquilo que pude, que seguramente no estaba lejos del grito que había emitido Coombs.

– ¿Nos oyen?

– Sí, nos oyen.

– ¡FBI! -gritó Gladden-. FBI: Ya tenéis un muerto. Si entráis aquí, tendréis dos más.

Entonces, se volvió hacia e! mostrador y apuntó a la luz roja de la cámara col lia pistola de Thorson. Disparó tres veces al objetivo, hasta que le dio y saltó por los aires partido en dos.

– Ven aquí -me gritó-. ¿Dónde están las llaves?

– ¿Qué llaves?

– Las de la tienda, joder.

– Tranquilízate, yo no trabajo aquí.

– Entonces, ¿quién trabaja aquí? -preguntó apuntando el arma hacia Coombs.

– En el bolsillo, están en el bolsillo.

– Cierra esa puerta con llave. Si intentas escapar, te atravieso con una bala como a la cámara.

– Sí, señor.

Coombs hizo lo que le habían mandado y después Gladden nos obligó a retiramos al fondo de la tienda y a sentarnos en el suelo contra la puerta de atrás, que daba al almacén, para que nadie pudiera entrar por allí. Después tumbó los dos escritorios para hacer una barricada que detuviera posibles balas disparadas desde la calle hacia las vitrinas. Se agachó tras el mostrador que había ocupado Thorson.

Desde donde estaba vi el cuerpo de Thorson. Su camisa estaba empapada de sangre. No se movía y tenía los ojos entreabiertos y fijos. El mango del cuchillo todavía le sobresalía de la garganta. Me estremecí al verlo; hacía sólo un momento que aquel hombre estaba vivo y, tanto si me caía bien como si no, lo conocía. Ahora estaba muerto.

De pronto se me ocurrió que Backus debía de estar aterrorizado. Sin la cámara de vídeo, tal vez se hubiera enterado del fin de Thorson. Si creía que aún estaba vivo. Y que había posibilidades de rescatarlo, era de esperar que en cualquier momento apareciera el equipo de intervención inmediata con granadas de mano y todo lo demás. Y si lo daban por muerto, ya podía prepararme para pasar una larga noche.

– Entonces, ¿tú no trabajas aquí? -me dijo Gladden-. ¿Quién eres? ¿Te conozco? Dudé. ¿Quién era yo? ¿Le decía la verdad a aquel hombre?

– ¿Eres del FBI?

– No, no soy del FB!. Soy periodista.

– ¿Periodista? Has venido a por mi historia, ¿no es verdad?

– Si quieres contarla… Si quieres hablar con el FBI, pon en su sitio ese teléfono que está en el suelo. Llamarán por esa línea.

Miró hacia el teléfono que se había caído, el auricular por un lado y el cuerpo por otro, al derribar el escritorio. En ese preciso instante empezó a emitir el pitido de que estaba descolgado. Lo alcanzó sin ponerse al descubierto, tiró del cable y colgó el auricular en su sitio. Me miró.

– Y sé quién eres -me dijo-. Eres… Sonó el teléfono y contestó él.

– Hable -ordenó.

Escuchó en silencio unos largos momentos y por fin respondió:

– Bien, bien, agente Backus, encantado de volver a tratar con usted. He aprendido muchas cosas de usted desde la última vez que nos vimos en Florida. Y de su padre, naturalmente. He leído su libro. Siempre confié en que volveríamos a hablar… Usted y yo. No, verá, eso sería imposible porque tengo aquí a un par de rehenes. Si usted me jode a mí, yo me los fallo a ellos de maneras que le parecerán increíbles cuando venga y lo vea. ¿Se acuerda de Attica? Piénselo, agente Backus. Piense en cómo afrontaría su padre esta situación. Tengo que colgar.

Colgó y me miró. Se quitó la peluca y la arrojó con furia al otro extremó de la tienda.

– ¿Cómo diablos te has metido en esto, periodista? El FBI no permite…

– Tú mataste a mi hermano. Por eso me he metido en esto. Gladden se quedó un rato mirándome fijamente.

– Yo no he matado a nadie.

– Te han atrapado. Nos hagas lo que nos hagas, te han pillado, Gladden. Y no te dejarán escapar de aquí. Saben…

– ¡Basta, cierra el pico, joder! No tengo por qué escucharte. Gladden cogió el auricular y marcó un número de teléfono.

– Póngame con Krasner, es muy urgente… William Gladden… Sí, el mismo.

Nos quedamos mirándonos mientras esperaba que se pusiera el abogado. Traté de mostrarme tranquilo, aun que la procesión iba por dentro. Aquello no podía acabar sin que muriera alguien más. Gladden no parecía una persona que se dejase convencer con palabras, capaz de levantar las manos y rendirse para que lo amarrasen a la silla eléctrica o lo encerraran en la cámara de gas al cabo de unos años, según en qué estado lo juzgaran primero.

Al parecer, Krasner se puso al teléfono y en diez acalorados minutos Gladden le puso al corriente de la situación, enfadándose cada vez que el abogado le aconsejaba diferentes formas de proceder. Hasta que, por fin, colgó el teléfono de un trompazo.

– ¡A la mierda!

Me quedé en silencio. Suponía que cada minuto que pasaba jugaba a mi favor. El FBI tenía que estar urdiendo algo allá fuera. Los tiradores de élite o el grupo de asalto.

La calle se estaba oscureciendo por momentos. Miré por el cristal del escaparate hacia la plaza del centro comercial, al otro lado de la calle. Eché una ojeada a los tejados, pero no vi nada, ni siquiera el cañón delator del rifle de un francotirador, todavía no.

Advertí que no había tráfico por Pico. Habían cerrado la calle. No sabía lo que iba a pasar, pero iba a pasar enseguida.

Miré hacia Coombs preguntándome si habría alguna forma de decirle que se preparase.

Coombs tenía la camisa húmeda de sudor. El nudo de la corbata estaba empapado del sudor que le bajaba por las mejillas y el cuello. Tenía el aspecto del que lleva casi una hora vomitando. Estaba mareado.

– Gladden, dales una lección. Deja que se marche el señor Coombs. Él no tiene nada que ver con esto. -No, ni hablar.

Sonó el teléfono, lo descolgó y se quedó escuchando sin decir palabra. Después, dejó el auricular en su sitio lentamente. Al cabo de un momento volvió a sonar, él respondió e inmediatamente pulsó el botón de llamada en espera. Apretó la tecla para hablar por la otra línea y la puso también en espera. Nadie podía llamar.

– La estás cagando -le dije-. Habla con ellos, algo se les ocurrirá.

– Escucha, cuando necesite tus consejos, te los sacaré a palos. Ahora, ¡cierra el pico, joder!

– Vale.

– ¿No te he dicho que cierres el pico? Levanté las manos en un gesto de rendición.

– Vosotros, cerdos que os dedicáis a la prensa, no tenéis la menor idea de lo que decís. Tú… Por cierto, ¿cómo te llamas?

– Jack McEvoy

– ¿Tienes un carnet de identidad?

– En el bolsillo.

– Tíramelo.

Saqué el billetero lentamente y se lo mandé por la alfombra de un empujón. Lo abrió y miró todos los pases de prensa.

– Creía que… ¿Denver? ¿Qué cono haces en Los Angeles?.

– Ya te lo he dicho. Mi hermano.

– Ya, y yo te he dicho que no he matado a nadie.

– ¿Y ése?

Hice un gesto, señalando al cuerpo inerte de Thorson. Gladden lo miró, y después me miró a mí.

– Él empezó el juego, yo lo terminé. Son las reglas.

– ¡Mierda! Ese hombre está muerto, no es ningún juego. Gladden levantó la pistola y me apuntó a la cara.

– Si yo digo que es un juego, es un juego. No respondí.

– Por favor -dijo Coombs-. Por favor…

– ¿Por favor, qué? ¡Cierra el pico de una puñetera vez! ¡Tú…! Esto… chupatintas, ¿qué vas a escribir cuando esto termine? Suponiendo que todavía puedas escribir.

Me dejó que lo pensara, al menos un minuto.

– Contaré los motivos, si es eso lo qué quieres -dije por fin-. Siempre es lo más interesante. ¿Por qué lo has hecho? Es lo que yo contaría. ¿Es por el tipo de Florida, Beltran?

Soltó una risotada desdeñosa porque no le gustó que lo nombrara, no porque yo conociera él nombre.

– Esto no es una entrevista. Y si lo es, sin comentarios, joder.

Gladden se quedó mirando la pistola que tenía en la mano durante un momento que se me hizo eterno. Creo que fue entonces cuando la futilidad de la situación cayó sobre él con todo su peso. Sabía que no le conduciría a ninguna parte y me dio la sensación de que sabía que su carrera acabaría, de una forma u otra, en un escenario como aquél. Me pareció que estaba pasando por un momento de debilidad y lo intenté de nuevo.

– ¿Por qué no contestas al teléfono y les dices que quieres hablar con Rachel Walling? -le dije-. Diles que con ella sí hablarás. Es una agente. ¿Te acuerdas de ella? Fue a verte en Raiford. Te conoce bien, Gladden, y te ayudará.

Denegó con la cabeza.

– Tuve que matar a tu hermano -dijo en voz baja, sin mirarme-. No tuve más remedio.

– ¿Por qué?

– Era la única forma de salvarlo.

– ¿Salvarlo de qué?

– ¿No lo ves? -me miró a los ojos, con una pena y una rabia profundas-. De convertirse en otro como yo. ¡Mírame! ¡De convertirse en otro como yo!

Iba a hacerle otra pregunta cuando de pronto se oyó el ruido de un cristal al romperse. Miré hacia delante y vi un objeto oscuro, del tamaño de una pelota de béisbol, que rebotaba por el suelo en dirección al mostrador tumbado tras el que se encontraba Gladden. Comprendí lo que era y empecé a rodar, protegiéndome la cabeza con los brazos; taparme los ojos se produjo una detonación fortísima en la tienda, hubo un relámpago de luz que pude ver incluso con los ojos cerrados; seguido de una violenta sacudida con tal descarga de energía que me atravesó como un puñetazo el cuerpo entero.

Los cristales saltaron en añicos y cuando acabé de rodar abrí los ojos lo suficiente como para ver a Gladden. Se retorcía en el suelo, con los ojos muy abiertos, pero sin ver nada y tapándose los oídos con las manos. Comprendí que

había tardado demasiado en darse cuenta de lo que pasaba. A mí me había dado tiempo a paliar un poco el efecto brutal de la granada de mano. Él parecía haberlo recibido de lleno. Vi la pistola en el suelo, cerca de sus piernas. Sin detenerme a pensar en las posibilidades, me lanzé hacia el arma.

Gladden se sentó cuando llegué a su lado y los dos nos lanzamos a por el arma, los dos la tocamos al mismo tiempo. Forcejeamos y rodamos uno sobre otro. Mi idea era alcanzar el gatillo y disparar sin más. No me importaba si lo hería, siempre y cuando no me hiriera a mí mismo. Sabía que detrás de la granada entrarían los agentes. Si lograba vaciar el cargador, ya no importaría quién tuviera la pistola. Todo habría terminado.

Logré colar el pulgar izquierdo detrás del seguro, pero lo único que podía agarrar con la derecha era la punta del cañón. La pistola estaba entre su pecho y el mío, apuntándonos a la barbilla. En el momento en que creí -deseé- que ya estaba fuera de la línea de fuego, apreté con la izquierda al tiempo que soltaba la derecha. El arma se disparó y noté un dolor penetrante cuando la bala me pellizcó la carne entre el pulgar y la palma y los gases me chamuscaron la mano. En ese momento oí el chillido de Gladden. Le miré la cara y vi que le sangraba la nariz. Lo que le quedaba de nariz. La bala le había destrozado el extremo de la aleta izquierda y le había abierto un buen tajo en la frente.

Noté que su forcejeo cedía un poco y, en un arranque de fuerza -el último, seguramente-, le arrebaté el arma. Empecé a alejarme de él mientras oía ruido de pasos sobre cristales y gritos ininteligibles, cuando Gladden se abalanzó otra vez sobre el arma que ahora estaba en mi poder. Todavía tenía el pulgar atascado en el seguro, mucho más abajo del nudillo. Estaba aprisionado contra el gatillo y no me quedaba espacio para moverla. Gladden tiró de la pistola hacia sí y, con la fuerza, el arma volvió a dispararse. Nuestras miradas se cruzaron en ese momento y la suya expresaba algo. Me dijo que era la bala lo que quería.

Soltó la pistola inmediatamente y se apartó de mí. Le vi la herida abierta en el pecho. Me miró fijamente, con la misma resolución en la mirada que unos momentos antes. Como si supiera lo que iba a pasar. Se tocó el pecho y se miró la mano chorreando sangre.

De repente, me agarraron por detrás y me separaron de él. Una mano me sujetó firmemente por el brazo y otra me quitó el revólver con precaución. Miré hacia arriba y vi a un hombre con casco y mono negro y una gran chaqueta antibalas encima. Llevaba un arma de asalto y unos auriculares de radiotransmisor, con una especie de alambre negro que se curvaba a la altura de su boca. Me miró y apretó el botón de transmisión que tenía en la oreja.

– Todo controlado -dijo-. Hay dos caídos y dos de pie. Adelante.

43

No sentía dolor, y eso le sorprendía. La sangre, que le chorreaba por entre los dedos y las manos, era cálida y reconfortante. Tenía la vertiginosa sensación de que acababa de pasar una prueba. Lo había conseguido. Lo que fuera.

El ruido y el movimiento a su alrededor quedaban amortiguados, como a cámara lenta. Miró en derredor y vio al que le había disparado. Denver. Sus miradas se cruzaron un instante pero enseguida se interpuso alguien. El hombre de negro se agachó sobre él para hacerle algo. Gladden miró hacia abajo y vio que tenía las manos esposadas. Sonrió ante tamaña estupidez. Adonde él iba ahora, no habían esposas que lo maniataran.

Después la vio a ella. Una mujer agachada al lado del de Denver. Le apretaba la mano. Gladden la reconoció. Era una que había ido a verle a la prisión hacía muchos años. Ahora se acordaba.

Tenía frío. En los hombros y en el cuello. Tenía las piernas entumecidas. Quería una manta, pero nadie lo miraba. A nadie le importaba. Cada vez había más luz en la estancia, como si hubiera cámaras de televisión. Se estaba yendo poco a poco, y lo sabía.

– O sea, que es así-susurró, pero nadie le oyó.

Excepto la mujer. Se volvió al oír sus palabras. Las miradas conectaron y, al cabo de un momento, Gladden creyó ver un leve gesto de asentimiento, la certeza del reconocimiento.

«¿Reconocimiento de qué? -se preguntó-. ¿De que me estoy muriendo? ¿De que estaba predestinado a acabar así?» Volvió la cabeza hacia ella y esperó a que la vida acabase de salir de su cuerpo. Ahora podía descansar. Por fin.

Volvió a mirada otra vez, pero ella estaba mirando hacia abajo, al hombre.

Gladden también se quedó mirándolo, al hombre que lo había matado, y un pensamiento extraño se abrió camino entre la sangre.

Le parecía demasiado mayor para haber tenido un hermano tan joven.

Debía de haber un error en alguna parte.

Gladden murió con los ojos abiertos, mirando al hombre que lo había matado.

44

La escena era surrealista. Gente corriendo por toda la tienda, gritando, amontonándose junto a los muertos y los moribundos. Me zumbaban los oídos, la mano me temblaba. Todo parecía a cámara lenta. Al menos así es como lo recuerdo. En medio de aquel caos apareció Rachel, caminando sobre los cristales rotos como un ángel guardián enviado para rescatarme.

Se agachó, me cogió la mano sana y me la apretó. Su roce fue cómo el beso a la bella durmiente: me devolvió a la realidad. De pronto comprendí lo que había sucedido y lo que yo había hecho, y me sentí inundado de felicidad sólo por el hecho de seguir vivo. Las ideas de justicia y venganza quedaban muy lejos.

Miré hacia Thorson. Los enfermeros se afanaban con él; uno de ellos, una mujer, estaba montada sobre él a horcajadas dándole un masaje cardíaco con toda la fuerza de su cuerpo, mientras otro le sujetaba la mascarilla de oxígeno. Un tercero envolvía su cuerpo postrado con un traje presurizado. Backus se arrodilló al lado de su agente caído, le tomó la mano y le acarició la muñeca gritando:

– ¡Respira, maldita sea, respira! ¡Vamos, Gordon, respira!

Pero todo era en vano. No rescatarían al pobre Thorson de entre los muertos. Todos lo sabían, pero nadie quería parar. Siguieron intentándolo y, cuando los camilleros entraron con la camilla de ruedas por el escaparate destrozado y lo tendieron allí, la enfermera volvió a ocupar su sitio a horcajadas sobre Thorson. Con los codos separados y una mano sobre otra presionó el pecho varias veces. Así salieron de la tienda.

Observé cómo Rachel miraba el desfile con ojos más distantes que tristes, hasta que su mirada pasó de su ex marido al hombre que lo había matado, que yacía en el suelo a mi lado.

Me volví hacia Gladden. Lo habían esposado y nadie se ocupaba de él todavía. Lo dejarían morir. Las intenciones de sacarle alguna información habían salido volando por la ventana en el momento en que le clavó a Thorson el cuchillo en la garganta.

Lo miré y pensé que ya estaba muerto; sus ojos miraban al techo sin ninguna expresión en ellos. Pero entonces movió los labios y dijo algo que no logré oír. Luego giró la cabeza hacia mí, lentamente. Primero se quedó mirando a Rachel. Sólo duró un instante, pero sus miradas se cruzaron y se comunicaron algo. Reconocimiento, tal vez. A lo mejor él la había reconocido.

Después, siguió girando la cabeza hacia mí poco a poco. Estaba mirándole a los ojos cuando expiró.

Rachel me ayudó a salir de Data Imaging y me llevaron en ambulancia a un hospital llamado Cedars Sinai. Cuando llegué, Thorson y Gladden ya estaban allí y habían certificado su muerte. En una sala de urgencias, un doctor me miró la mano, me dio unos toques en la herida con algo que parecía una paja de refresco negra y después me la cosió. Me curó las quemaduras con un bálsamo y me vendó la mano.

– Las quemaduras no tienen importancia -me dijo-. No se preocupe por ellas. Pero la herida es más delicada. Por el lado positivo, no tiene ningún hueso afectado, pero por el negativo, la bala ha atravesado ese tendón y, si no se lo cuida en serio, afectará al movimiento del pulgar. Si quiere, le pongo en contacto con un especialista que seguramente le arreglará el tendón o le pondrá uno nuevo: Con una pequeña intervención y algo de ejercicio se recuperará perfectamente.

– ¿Puedo escribir a máquina?

– De momento, no.

– Quiero decir como ejercicio de recuperación.

– Sí, quizá. Pero es mejor que lo consulte con su médico.

Me dio una palmadita en el hombro y se marchó. Me quedé solo diez minutos, sentado en la camilla de reconocimiento, hasta que llegaron Backus y Rachel. Backus tenía la mirada perdida del que ha visto cómo sus planes se iban al carajo.

– ¿Cómo te va, Jack? -me preguntó.

– Bien. Lamento lo del agente Thorson. Fue un…

– Lo sé. Estas cosas…

Nadie habló durante un momento. Miré a Rachel y sostuvimos la mirada unos segundos.

– ¿Seguro que te encuentras bien?

– Sí, perfectamente. No podré escribir a máquina, durante una temporada, pero… soy el que más suerte ha tenido. ¿Qué ha sido de Coombs?

– Todavía no se ha recuperado del susto, pero se encuentra bien. Miré a Backus.

– Bob. No pude hacer nada. Pasó algo. Me pareció que se reconocieron de pronto. No sé. ¿Por qué Thorson no llevó el plan adelante? ¿Por qué no se limitó a entregarle la cámara, en vez de intentar sacar la pistola?

– Porque quería ser el héroe -respondió Rachel-. Quería apuntarse el tanto del arresto. O de la muerte.

– Rachel, eso no lo sabemos -replicó Backus-. Ni lo sabremos jamás. Lo que sí podemos averiguar es por qué entraste en la tienda, Jack. ¿Por qué?

Me miré la mano vendada. Con la sana me toqué la mejilla.

– No lo sé -respondí-. Vi por el monitor que Thorson bostezaba y se me ocurrió… No sé por qué lo hice. En una ocasión me llevó café… Fue como devolverle el favor. Ni se me ocurrió que Gladden fuera a presentarse en ese momento.

Mentía. Pero me resultaba imposible formular mis verdaderos motivos y mis emociones. Lo único que sabía era que tuve la corazonada de que si iba a la tienda, Gladden aparecería. Y quería que me viera. Sin disfraz, sin barba. Quería que viese a mi hermano.

– Bueno -dijo Backus, rompiendo el mágico silencio-. ¿Crees que tendrás un rato mañana, para pasar por la estenógrafa? Comprendo que estás herido, pero nos gustaría tener tu declaración para dejar zanjado este asunto. Hay que presentar la documentación al fiscal del distrito.

Asentí con un gesto.

– Sí, allí estaré.

– ¿Sabes una cosa, Jack? Cuando Gladden disparó a la cámara, el sonido también se cortó. No sabemos lo que se dijo allí. De modo que cuéntamelo tú. ¿Gladden dijo algo?

Me quedé un momento pensando. Todavía se me removían los recuerdos.

– Primero dijo que él no había matado a nadie. Después admitió que había matado a Sean. Dijo que había matado a mi hermano.

Backus arqueó las cejas como sorprendido y luego asintió con un gesto.

– Bien, Jack. Hasta mañana -se volvió hacia Rachel-. ¿Has dicho que lo acompañarías tú a la habitación?

– Sí, Bob.

– De acuerdo.

Backus salió de allí con la cabeza gacha y me sentí mal. Me pareció que mi explicación no le había convencido y me pregunté si algún día dejaría de culparme por lo horriblemente mal que habían salido las cosas.

– ¿Qué va a ser de él? -pregunté.

– Bueno, para empezar, el vestíbulo está lleno de periodistas y tiene que explicarles por qué este asunto ha terminado tan mal. Después, supongo que el director traerá a los de Asuntos Internos para que investiguen la planificación de este trabajo. Y en eso las cosas se le van a poner peor.

– El plan era de Thorson. ¿No podrían limitarse a…?

– Bob le dio el visto bueno. Y si hay que buscar responsables, Gordon ya no está.

Backus había dejado la puerta abierta al salir y vi que pasaba un médico, se detenía y echaba un vistazo a la habitación. Llevaba un estetoscopio en la mano y varios bolígrafos en el bolsillo de la chaqueta blanca.

– ¿Todo bien por aquí? -preguntó. -Sí.

– ¿Seguro?

– Todo en orden -añadió Rachel.

Dejó de mirar hacia la puerta y se volvió hacia mí.

– ¿De verdad? Asentí con la cabeza.

– Me alegro tanto de que estés bien. Lo que hiciste fue una locura.

– Pensé que le sentaría bien un café. No es…

– Me refiero a cuando te lanzaste a por el revólver, cuando fuiste a quitárselo a Gladden.

Me encogí de hombros. Quizás había sido una locura, pensé, pero a lo mejor me había salvado la vida.

– ¿Cómo lo sabías, Rachel?

– ¿Saber qué?

– Me preguntaste qué haría si alguna vez me lo encontraba cara a cara. Y fue tal como tú dijiste.

– No lo sabía, Jack. Fue sólo una pregunta.

Se acercó y me acarició la mandíbula como cuando tenía barba. Después, con un dedo, me levantó la cara por la barbilla hasta que la miré. Se colocó entre mis piernas y me besó profundamente. Fue curativo y sensual al mismo tiempo. Cerré los ojos. Puse la mano sana debajo de su chaqueta y le toqué el pecho suavemente.

Cuando se separó de mí, abrí los ojos y vi, por encima de su hombro, al médico que se había asomado antes, y que ya se daba media vuelta.

– ¡Qué mirón! -dije.

– ¿Cómo?

– Ese médico. Creo que nos estaba mirando.

– No te preocupes. ¿Nos vamos?

– Sí, vamonos.

– ¿Te han recetado algo para el dolor?

– Creo que me van a dar unas pastillas cuando firme el alta.

– No puedes firmar el alta. Los de la prensa y la tele están ahí y se te echarán encima.

– ¡Mierda! Se me había olvidado. Tengo que llamar.

Miré el reloj. Eran casi las ocho en Denver. Seguro que Greg Glenn estaba allí, esperando a que diera señales de vida

y retrasando la entrega de la primera página a la imprenta hasta que le dijera algo. Me imaginé que, como máximo, podría esperar hasta las nueve. Miré a mi alrededor. Vi un teléfono en la pared, encima de un armario con material de enfermería que había al fondo de la habitación.

– ¿Podrías ir a decirles que me es imposible ir allí a firmar el alta?, -le pregunté-. Mientras, yo llamaré al Rocky para decirles que sigo vivo.

Glenn casi desvariaba cuando hablé con él.

– Jack, ¿dónde demonios te has metido?

– Bueno, es que he estado, como si dijéramos, atado de pies y manos. He…

– ¿Te encuentras bien? Las noticias dicen que te han pegado un tiro.

– Estoy bien. Pero me pasaré una temporada escribiendo con una sola mano.

– Las noticias dicen que el Poeta ha muerto. La agencia Associated Press cita una fuente, según la cual, tú… bueno, dicen que lo mataste tú.

– La fuente de AP es fidedigna.

– ¡Dios mío, Jack! No contesté.

– La CNN hace conexiones en directo cada diez minutos, pero no saben una mierda. Se supone que hay una conferencia de prensa en el hospital.

– Sí. y si me pones con alguien que tomé nota, te daré más que de sobra para la primera página. Será la mejor de todas.

Dio la callada por respuesta. -¿Greg?

– Espera un minuto, Jack. Tengo que pensarlo. Tú… Dejó la frase a medias, pero me quedé a la espera. -Jack, voy a ponerte con Jackson. Cuéntale lo que puedas. También tomará notas de la conferencia de prensa si la CNN la cubre para televisión.

– Espera un momento. No quiero darle nada a Jackson. Sólo quiero una teclista o un empleado a quien dictarle el reportaje. Te aseguro que será mucho mejor que lo que digan en la conferencia de prensa.

– No, Jack, no puedes. Ahora es distinto.

– ¿A qué te refieres?

– Ya no eres tú el que cubre este reportaje. Estás directamente implicado. Has matado al asesino de tu hermano. Has matado al Poeta. Ahora el reportaje es sobre ti y no puedes escribirlo tú. Te paso con Jackson. Pero hazme un favor. No te acerques a los demás periodistas que haya por ahí. Danos al menos un día de exclusiva sobre nuestro propio tema.

– Oye, siempre he estado implicado directamente en este asunto.

– Sí, pero no habías matado a nadie. Jack, eso no es lo propio de los periodistas. Eso queda para los polis, y tú has cruzado la línea. Estás fuera del reportaje, lo siento.

– Era él o yo, Greg.

– No lo dudo, y gracias a Dios que fue él. Pero eso no cambia las cosas, Jack.

No contesté. En el fondo, sabía que tenía razón al quitarme el reportaje. Pero es que me parecía increíble. Era mi reportaje y de pronto dejaba de serio. Seguía dentro, pero había quedado al margen.

En el momento en que Rachel entró con una tablilla sujetapapeles y varios impresos para firmar, Jackson se ponía al teléfono. Me dijo que iba a ser un reportaje buenísimo y empezó a hacerme preguntas. Se las contesté todas y le di algunos datos más que no me había preguntado. Firmé los impresos donde Rachel iba señalándome mientras yo hablaba.

La entrevista fue rápida. Jackson dijo que quería ver la conferencia de prensa en la CNN para hacerse con los comentarios y la confirmación oficiales antes de ponerse a escribir mi versión de los hechos. Me preguntó si volvería a llamarle al cabo de una hora, por si le surgían I dudas más tarde, y le dije que sí. Por fin colgamos y me sentí aliviado al dejar el teléfono.

– Bien, ahora que ya has firmado la renuncia a tu vida y a tu primer hijo, ya puedes marcharte -me dijo Rachel-. ¿Seguro que no quieres leer este papeleo?

– No, vamonos…¿Te han dado los analgésicos? Empieza a dolerme la mano otra vez.

– Sí, aquí están.

Sacó un frasco del bolsillo del abrigo y me lo pasó junto con varias hojitas color rosa de mensajes telefónicos, recogidas, al parecer, del mostrador de recepción del hospital.

– ¿Qué son…?

Eran llamadas de los productores de informativos de las tres grandes cadenas, Nightline, con Ted Koppel, y dos de los programas matinales, y de periodistas del New York Times y del Washington Post.

– Eres famoso, Jack -comentó Rachel-. Te has enfrentado cara a cara con el diablo y sigues vivo. La gente quiere saber cómo te sentiste. Ala gente siempre le gusta saber cosas del diablo.

Me metí los mensajes en el bolsillo.

– ¿Vas a llamarles?

– No. Vamonos.

En el camino de vuelta a Hollywood, le dije a Rachel que no quería pasar la noche en el hotel Wilcox, que quería poder utilizar el servicio de habitaciones y después tumbarme en una cama cómoda a ver la te le con un mando a distancia en la mano, comodidades de las que el Wilcox, evidentemente, carecía. Comprendió mi punto de vista.

Tras detenernos en el Wilcox a recoger mis cosas y a pagar mi cuenta, Rachel bajó por Sunset Boulevard hacia Sunset Strip. Cuando llegamos al Chateau Marmont se quedó en el coche mientras yo iba al mostrador de recepción. Pedí una habitación con vistas y añadí que no importaba el precio. Me dieron una habitación con terraza que costaba más de lo que me había gastado en hoteles en toda mi vida. Desde el balcón se veía el Hombre de Marlboro y las demás vallas publicitarias que jalonan Sunset Strip. Me gustaba mirar al Hombre de Marlboro. Rachel ni se molestó en pedir habitación.

No hablamos mucho mientras tomábamos la cena que nos habían servido en la habitación. Al contrario, mantuvimos ese cómodo silencio que algunas parejas consiguen al cabo de muchos años. Después, pasé un rato largo en la bañera escuchando al mismo tiempo, por el altavoz del cuarto de baño, las informaciones de la CNN sobre el tiroteo en Digital Imaging. No dijeron nada nuevo. Más preguntas que respuestas. Una buena parte de la conferencia de prensa se centró en Thorson y en su sacrificio final. Por primera vez pensé en Rachel y en cómo estaba llevando el tema. Había perdido a su ex marido. Un hombre por el que había llegado a sentir desprecio, pero con el que también había compartido una relación íntima.

Salí del cuarto de baño con el albornoz de felpa que facilitaba el hotel. Rachel estaba tumbada en la cama, apoyada en los almohadones y mirando la tele todavía.

– Van a empezar las noticias del canal local-me dijo. Repté por la cama y la besé.

– ¿Te encuentras bien?

– Sí, ¿por qué?

– No sé. Bueno…, no sé exactamente qué relación tenías con Thorson, pero lo siento. ¿De acuerdo?

– Yo también lo siento.

– Estaba pensando… si te apetecería hacer el amor. -Sí.

Apagué el televisor y las luces. En un momento dado, a oscuras, saboreé unas lágrimas en sus mejillas y ella me abrazó con más fuerza que nunca.

Hicimos el amor con un sentimiento agridulce. Fue como si dos personas tristes y solitarias se hubieran cruzado en el camino y hubieran acordado ayudarse mutuamente.

Después, se acurrucó contra mi espalda y yo intenté conciliar el sueño, pero no pude. Los demonios del día velaban bulliciosamente dentro de mí.

– Jack -musitó-. ¿Por qué has llorado?

Tardé un rato en contestar, mientras buscaba las palabras apropiadas.

– No lo sé -dije por fin-. Es difícil. Creo que no he parado de pensar, como si soñara despierto, que ojalá se me presentara la ocasión de… Bueno, tienes suerte de no haber hecho nunca lo que he hecho yo hoy. Tienes mucha suerte.

Más tarde, seguía sin conciliar el sueño, aunque me tomé otra pastilla de las que me dieron en el hospital. Ella me preguntó en qué pensaba.

– Estaba pensando en lo que me dijo al final. No entiendo lo que quiso decir.

– ¿Qué te dijo?

– Dijo que había matado a Sean para salvarlo.

– ¿De qué?

– De convertirse en otro como él. Eso es lo que no entiendo.

– Seguramente no llegaremos a entenderlo nunca. Deja de darle vueltas, ahora ya ha terminado.

– Dijo otra cosa más. Al final. Cuando ya estaban todos allí. ¿Lo oíste?

– Creo que sí.

– ¿Qué dijo?

– Dijo algo así como «O sea, que es así». Nada más.

– ¿Qué significa?

– Creo que estaba resolviendo el misterio.

– La muerte.

– La vio venir. Vio las respuestas. Dijo: «O sea, que es así.» Y murió.

45

Por la mañana encontramos a Backus esperando en la sala de reuniones del piso diecisiete. Era otro día claro y la cumbre del monte Catalina surgía de entre las tempranas brumas marinas de la bahía de Santa Mónica.

Eran las ocho y media, pero Backus ya se había quitado la chaqueta y parecía que llevaba horas al pie del cañón. Su sitio en la mesa de reuniones estaba atestado de papeles, además de dos ordenadores portátiles abiertos y un montón de hojitas de color rosa de mensajes telefónicos. Estaba demacrado y triste. Daba la impresión de que la pérdida de Thorson lo iba a dejar marcado para siempre.

– Rachel, Jack-dijo por todo saludo. No iba a ser un buen día y por eso no lo dijo-. ¿Qué tal la mano?

– Bien.

Llevábamos sendas tazas grandes de café y me fijé en que él no tenía. Le ofrecí la mía, pero me dijo que ya había tomado.

– ¿Qué hay? -preguntó Rachel.

– ¿Habéis dejado el hotel? He intentado hablar con tigo esta mañana, Rachel.

– Sí -dijo ella-. Jack quería un sitio más cómodo. Nos cambiamos al Chateau Marmont.

– Bastante cómodo, sí.

– No te preocupes, no voy a cargarlo en las dietas.

Backus asintió con la cabeza y, por la forma en que la miró, me pareció que sabía que ella no tenía habitación propia y que, por tanto, no tenía nada que cargar en las dietas. De todas formas, ésa era la menor de sus preocupaciones.

– Esto va tomando forma -dijo-. Otro más para los estudios, supongo. Estas personas (si es que se les puede considerar personas) siempre me sorprenden. Cada uno de ellos, sus historias… son un pozo negro y nunca hay suficiente sangre para llenarlo.

Rachel separó una silla y se sentó frente a él. Yo me senté aliado de ella. No hablamos. Sabíamos que él quería continuar. Alargó una mano y empezó a dar golpecitos con el lápiz en el borde de uno de los ordenadores.

– Esto era suyo -dijo-. Lo recuperaron anoche del maletero de su coche.

– ¿El de la Hertz? -pregunté.

– No. Llegó a Data Imaging en un Plymouth del 84 registrado a nombre de una tal Darlene Kugel de treinta y seis años, en Hollywood Norte. Fuimos al apartamento de la mujer anoche, no abrieron la puerta y entramos. Estaba en la cama, con la garganta cortada, seguramente con el mismo cuchillo que mató a Gordon. Llevaba muerta varios días. Parecía que hubieran quemado incienso y perfumado el ambiente con colonia para disimular el olor.

– ¿Se quedó allí con el cadáver? -preguntó Rachel.

– Eso parece.

– ¿La ropa que llevaba era de ella? -pregunté.

– Y la peluca.

– Pero ¿qué hacía vestido igual que ella? -preguntó Rachel.

– No lo sé, ni lo sabré nunca. Supongo que estaba seguro de que lo perseguía todo el mundo. La policía, el FBI… Supongo que fue lo único que se le ocurrió para salir del apartamento, recuperar la cámara y quizá salir de la ciudad.

– Probablemente. ¿Qué descubriste en el apartamento?

– Nada de valor, aunque había dos plazas de aparcamiento asignadas al apartamento y en una de ellas encontramos un Pontiac Firebird del 86. La matrícula era de Florida y nos llevó a Gladys Oliveros, en Gainesville.

– ¿La madre? -pregunté.

– Sí. Se fue a vivir allí cuando lo encarcelaron para poder visitarlo, supongo. Volvió a casarse y se cambió de nombre. El caso es que abrimos el maletero del Pontiac y encontramos el ordenador y unas cuantas cosas más, entre ellas los libros que Brass descubrió en la foto de la celda. Había un saco de dormir viejo con manchas de sangre. Ahora está en el laboratorio. El informe inicial dice que han encontrado fibra de capoc en el aislante.

– Es decir, que metió a algunas de sus víctimas en el maletero -dije.

– Lo cual explica el tiempo que no se sabe dónde estuvieron -añadió Rachel.

– Un momento -dije-. Si tenía el coche de su madre, ¿qué significa el de la Hertz en Phoenix? ¿Para qué iba a alquilar un coche si ya tenía uno?

– Otro recurso para despistar, Jack. Usaría el de la madre para ir de una ciudad a otra, pero alquilaba otro cuando iba a consumar el asesinato de un policía.

La perplejidad que me produjo la lógica de semejante teoría se me reflejó en la cara. Pero Backus hizo caso omiso.

– De todos modos, todavía no tenemos el registro de la Hertz, así que no nos desviemos de la cuestión. Lo importante, de momento, es el ordenador.

– ¿Qué contiene? -preguntó Rachel.

– En esta oficina tienen una unidad informática que trabaja en colaboración con el grupo de Quantico. Don Clearmountain, uno de los agentes, se lo llevó anoche y descubrió el código de acceso hacia las tres de la madrugada. Copió todo el contenido del disco duro en el ordenador central. Está lleno de fotografías. Hay cincuenta y siete.

Backus se pellizcó el puente de la nariz. Había envejecido desde la última vez que lo había visto, en el hospital. Había

envejecido mucho.

– ¿Fotos de niños? -preguntó Rachel. Backus hizo un gesto afirmativo.

– ¡Dios! ¿Las víctimas?

– Sí… antes y después. Es espeluznante, espeluznante de verdad.

– ¿Y las transmitía a algún sitio, como pensábamos?

– Sí, el ordenador tiene un módem celular, tal como Gordon… suponía. También está registrado en Gainesvine, a nombre de Oliveros. Recibimos la confirmación hace un rato.

Señaló unos papeles que tenía delante.

– Hay muchas llamadas -dijo-. A todas partes. Estaba conectado a alguna red. Una red de usuarios interesados en esa clase de fotografías. -Levantó los ojos de los papeles y nos miró-. Vamos a detener a mucha gente. Muchos van a pagar por esto. Lo que le ha ocurrido a Gordon no será en vano.

Asintió con la cabeza, más para sí mismo que para nosotros.

– Podemos cruzar las transmisiones y los usuarios con los depósitos bancarios que encontré en Jacksonville -dijo Rachel-. Seguro que ahora sabremos cuándo y cuánto pagaron por las fotos.

– Clearmountain y su gente ya están trabajando en ello. Están en este mismo pasillo, en el despacho del Grupo Tres, por si queréis echar una ojeada.

– Bob -le dije-. ¿Miraron las cincuenta y siete fotos? Me miró un momento antes de contestar.

– Yo sí, Jack; yo sí.

– ¿Eran sólo de los niños?

Se me encogió el corazón. Todo lo que me había dicho a mí mismo sobre haberlo superado todo respecto a mi hermano ya lo que había sucedido era mentira.

– No, Jack-respondió Backus-. No hay fotos de las otras víctimas. No hay fotos de los policías ni de ninguna víctima adulta. Supongo…

No terminó la frase.

– ¿Qué? -le pregunté.

– Supongo que a esas fotos no habría podido sacarles provecho.

Me miré las manos que tenía apoyadas sobre la mesa. La derecha empezaba a molestarme, notaba un entumecimiento bajo las vendas. También noté cierto alivio en el corazón. Creo que era alivio. ¿Qué otra cosa se puede sentir cuando te dicen que no hay fotos de tu hermano asesinado circulando por todo el país, navegando por las autopistas de Internet, al alcance de cualquier enfermo mental de gustos morbosos?

– Creo que cuando salga a la luz lo de este tipo, mucha gente querrá organizar un desfile en tu honor, Jack -dijo Backus-. Que te exhibas triunfante en un descapotable por la avenida Madison.

Me quedé mirándolo. No sabía si aquello era un amago de sentido del humor, pero no sonreí.

– A veces, la venganza puede ser tan válida como la justicia, ¿no crees? -dijo él.

– Ya que me lo preguntas, son casi lo mismo.

Al cabo de unos instantes de silencio, Backus cambió de tema.

– Jack, necesitamos tu declaración oficial. A las nueve y media ponen a mi disposición a una estenógrafa de la oficina. ¿Estás preparado?

– Tanto como se pueda estar.

– Sólo queremos los hechos cabales. De principio a fin, sin omitir detalles. He pensado, Rachel, que te ocupes tú de esto, que lleves el interrogatorio.

– Claro, Bob.

– Quiero que este asunto quede listo hoy para enviarlo mañana bien empaquetado a la fiscalía del distrito.

– ¿Quién va a preparar el paquete para el fiscal? -preguntó Rachel.

– Cárter.

Backus consultó el reloj.

– Bien, os quedan unos minutos. Pero ¿por qué no vais al otro lado del pasillo y preguntáis por Sally Kimhall? A lo mejor ya está esperando.

Eso era una despedida, así que nos levantamos y nos dirigimos a la puerta. Observé a Rachel, tratando de dilucidar si le molestaba que le hubieran asignado la tarea de interrogarme mientras los agentes locales seguían la pista de los archivos informáticos de Gladden, trabajo que, por el momento, parecía el más importante de la investigación. Pero Rachel no exteriorizó nada y, desde la puerta de la sala de reuniones, se volvió hacia Backus para preguntarle si necesitaba algo más.

– No, gracias, Rachel-le contestó-. ¡Ah, Jack! Esto es para ti.

Alzó el montón de papeles de color rosa con recados telefónicos. Volví a la mesa y los recogí.

– Y esto. Levantó del suelo la bolsa de mi ordenador portátil y me la pasó por encima de la mesa.

– Te lo dejaste ayer en el coche.

– Gracias.

Me quedé mirando el montón de papelitos rosa. Debía de haber doce, al menos.

– Eres muy popular -comentó Backus-. A ver si se te va a subir el éxito a la cabeza.

– Sólo si me organizan el desfile. Backus no sonrió.

Mientras Rachel iba a buscar a la estenógrafa empecé a mirar los mensajes, de pie en el pasillo. En general eran otra vez las cadenas de televisión, aunque había unas cuantas llamadas de reporteros de prensa, incluso de uno de mi ciudad, del periódico de la competencia, el Denver Post.

Todos los medios sensacionalistas, tanto de la prensa como de la televisión, habían dejado sus recados. También había una llamada de Michael Warren. Vi que aún seguía en la ciudad por el prefijo 213 del teléfono de contacto.

Pero los tres mensajes que más me intrigaron no procedían de los medios de comunicación. Dan Bledsoe había llamado hacía sólo una hora, desde Baltirnore, y había recados de dos editoriales, uno de un editor de Nueva York, y otro de un director literario. Reconocí los dos sellos editoriales y sentí una mezcla de temor y estremecimiento por todo el cuerpo.

En ese momento, Rachel se acercó.

– Viene dentro de dos minutos. Podemos utilizar uno de estos despachos. Esperaremos allí. La seguí.

La sala era más pequeña que la que ocupaba Backus; había una mesa redonda con cuatro sillas alrededor, una mesita auxiliar con el teléfono, y un ventanal que se asomaba al este, hacia la ciudad. Le pregunté a Rachel si podía llamar por teléfono mientras esperábamos, y me dijo que adelante. Marqué el número que me había dejado Bledsoe y contestaron a la primera señal.

– Investigaciones Bledsoe.

– Soy Jack McEvoy

– Jack Mac! ¿Qué tal estás? -Bien, ¿ytú?

– Mucho mejor, desde que oí las noticias esta mañana.

– Pues me alegro, hombre.

– Yo sí que me alegro de que hayas mandado a ese tipo al agujero. ¡Bien hecho, Jack! «Entonces, ¿por qué yo no me siento bien?», pensé, pero no se lo dije.

– ¿Jack? -¿Qué?

– Te debo una, amigo. Y Johnny Mac también.

– No me debes nada. Estamos en paz, Dan. Tú me ayudaste.

– Bueno, es igual. Un día te vienes por aquí y nos vamos a la marisquería a comer cangrejos. Invito yo.

– Gracias, Dan. Iré.

– Oye, ¿qué hay de esa chica G que ha salido en la tele y en la prensa? La agente Walling. Es un bombón. Miré a Rachel.

– Desde luego que lo es.

– Vi el vídeo en la CNN, cuando te sacó de esa tienda anoche. Ten mucho cuidado, jovencito.

Consiguió arrancarme una sonrisa. Colgué y me quedé mirando los mensajes de los dos editores. Sentí la tentación de devolverles la llamada, pero lo pensé mejor. No sabía gran cosa de la industria editorial, pero cuando empecé a escribir mi primera novela, que luego dejé inacabada y enterrada en un cajón, me informé un poco y tomé la decisión de que si alguna vez terminaba el libro, buscaría un agente literario antes de acudir a la editorial. Hasta había escogido al que me representaría. Pero nunca terminé la novela y, por lo tanto, nunca se la mandé. Pensé que buscaría otra vez su nombre y su número de teléfono y le llamaría.

El siguiente mensaje a considerar era el de Warren. La estenógrafa no había llegado todavía, de modo que marqué el número de contacto que me había dejado. Me contestó la telefonista, y cuando pregunté por Warren, Rachel levantó la mirada inmediatamente con una expresión interrogante. Le guiñé el ojo mientras la voz del otro lado me decía que Warren había salido de la redacción. Dejé mi nombre, pero no le di ningún recado ni un teléfono de contacto. Cuando Warren recibiera el aviso lamentaría haber perdido la oportunidad.

– ¿Para qué lo has llamado? -me preguntó Rachel en cuanto colgué-. Creí que erais enemigos.

– Y supongo que lo somos. Seguramente lo habría mandado a la mierda.

Tardé una hora y cuarto en contarle con todo detalle mi historia a Rachel mientras la estenógrafa tomaba nota. Rachel se limitaba a guiarme con preguntas que encarrilaran el orden cronológico de la declaración. Cuando llegué al tiroteo, se puso más específica y por primera vez quiso saber qué pensaba yo en momentos determinados de la acción.

Le dije que me había lanzado a por la pistola con la única idea de ponerla fuera del alcance de Gladden, nada más. Le conté que tenía intención de vaciarla desde el momento en que empezó la pelea, y que el segundo disparo no había sido deliberado.

– Más bien fue él, forcejeando por apoderarse de ella, que yo apretando el gatillo, ¿entiendes? Intentó arrebatármela una vez más y yo aún tenía el pulgar en el seguro. Cuando dio el tirón, se disparó. Como si se hubiera disparado a sí

mismo. Me pareció que sabía lo que iba a pasar.

Seguimos unos pocos minutos más, respondiendo yo a las preguntas de Rachel. Después, le dijo a la estenógrafa que necesitaba la transcripción para la mañana siguiente, para incluirla en el pliego de cargos que entregaría al fiscal del distrito.

– ¿Qué quiere decir eso del pliego de cargos? -le pregunté, una vez que la estenógrafa hubo salido.

– Simple jerga profesional. Lo llamamos así tanto si contiene cargos o acusaciones como si no. Tranquilo. Como puedes suponer, se trata de aportar pruebas de que actuaste en defensa propia, homicidio justificado. No te preocupes, Jack.

Era temprano, pero decidimos ir a comer. Rachel dijo que después me dejaría en el hotel. Ella tenía trabajo que hacer en la oficina local, pero para mí la jornada había terminado. Bajando por el pasillo, encontramos una puerta en la que ponía «Grupo Tres»; estaba abierta y Rachel se asomó. Había dos hombres trabajando en sendos ordenadores, rodeados de papeles por todas partes. Uno de ellos tenía encima del monitor un ejemplar como el mío del libro de Edgar Alian Poe. Fue el primero que nos vio.

– ¡Hola! Soy Rachel Walling, ¿cómo van las cosas?

El otro levantó la vista y ambos se saludaron y se presentaron. Después, Rachel me presentó a mí. El agente que nos había visto primero y que se había identificado como Don Clearmountain dijo:

– No van mal. A última hora del día tendremos una lista de nombres y direcciones. Las enviaremos a las oficinas locales más próximas y supongo que tendrán bastante para dictar órdenes de registro.

Me vinieron a la imaginación patrullas de polis llamando a las puertas y sacando de la cama a un montón de pedófilos, compradores de fotos digitales de niños asesinados. Sería un escándalo nacional. Ya vislumbraba las cabeceras. «El club del Poeta muerto.» Así lo llamarían.

– Pero, además, tengo entre manos un asunto muy jugoso -añadió Clearmountain.

El agente nos sonrió con cara de pirata informático. Aquello era una invitación; Rachel entró en la salita y yo detrás.

– ¿De qué se trata?

– Bueno, todo esto son números a los que Gladden enviaba imágenes digitales; por otra parte, tenemos el registro de los ingresos en el banco de Jacksonville. Hemos cruzado una lista con la otra y encajan perfectamente.

Cogió un montón de páginas del teclado del otro agente, las hojeó y sacó una.

– Por ejemplo, el cinco de diciembre del año pasado se hizo un depósito de quinientos dólares en esta cuenta. El envío venía del Banco Nacional de Minnesota en Saint Paul. El remitente, Davis Smith, un nombre falso, seguramente. Al día siguiente, Gladden realizó una llamada desde su teléfono celular a un número que nos ha llevado a un tal Dante Sherwood de Saint Paul. La transmisión duró cuatro minutos, más o menos lo que se tarda en transmitir y copiar una fotografía. Tenemos docenas de operaciones como ésa. Correlaciones de depósitos y transmisiones con un día de diferencia.

– Excelente.

– Bien, la pregunta que se desprendía de todo esto era: ¿Cómo se pusieron los compradores en contacto con Gladden y cómo sabían lo que vendía? Es decir, ¿dónde estaba el mercado de fotos?

– Y lo habéis encontrado.

– Sí. El número al que más llamadas se hacían desde el teléfono celular es una BBS, una especie de red de acceso restringido llamada ASP

A Rachel le sorprendió.

– ¿Alabada Sea la Providencia?

– No vas mal encaminada. Aunque, en realidad, creemos que significa Amor Sólo Párvulos.

– ¡Qué asqueroso!

– Sí. Bueno, no era difícil imaginárselo. No es nada original, y casi todas estas BBS utilizan eufemismos parecidos. Lo que nos llevó toda la mañana fue entrar en la red.

– ¿Cómo lo conseguisteis?

– Dimos con la clave de Gladden.

– Un momento -dijo Rachel-. Lo que ocurrió anoche corre ya por los noticiarios de todo el país. ¿No crees que quien esté a cargo de esa red no le habría borrado de la lista? Es decir, ¿no habría anulado o invalidado su clave de acceso antes de que entraseis?

– Tendría que haberlo hecho, pero no fue así. -Clearmountain y el otro agente se sonrieron como dos conspiradores. Todavía les quedaba algo por decir-. A lo mejor el que opera el sistema estaba atado de pies y manos y no tuvo tiempo de impedírnoslo.

– Vale, contadme lo demás -dijo Rachel con impaciencia.

– Bien, lo intentamos todo para conseguir el acceso, variaciones sobre el nombre de Gladden, su fecha de nacimiento, su número de la Seguridad Social, los trucos de costumbre. Pero como si nada. Ya estábamos pensando lo mismo que tú, que lo habían borrado del sistema.

– ¿Pero…?

– Pero entonces recurrimos a Poe. Clearmountain cogió el grueso volumen de encima del monitor y nos los enseñó.

– Es un sistema de acceso de dos palabras. La primera la encontramos enseguida. Era Edgar, pero la segunda fue un quebradero de cabeza. Lo intentamos con Raven, con ídolo, con Usher, con todo lo que sacábamos del libro. Luego, volvimos a repasar todos los nombres y números de Gladden, pero nada… Y al final, ¡bingo! Dimos en el clavo. Se le ocurrió a Joe, mientras se comía una tarta de moka.

Clearmountain miró hacia el otro agente, Joe Pérez, que sonrió e inclinó levemente la cabeza como si saliera al escenario después de una actuación. Supuse que, para los agentes informáticos, esa proeza era como para un poli de la calle realizar un arresto por un delito importante. Estaba orgulloso como un chaval que consigue marcarse un tanto en una habitación de hotel la noche del baile de la facultad.

– Estaba leyendo a Poe mientras descansaba un rato -nos contó Pérez-. Se me cansan los ojos de tanto mirar a la pantalla.

– Afortunadamente, decidió descansar la vista posándola en el libro -apostilló Clearmountain, haciéndose de nuevo con la palabra-. En la sección biográfica, Joe encontró una referencia al alias que Poe había utilizado en una ocasión, para alistarse al ejército o algo así: Edgar Perry. Lo probamos y, ¡premio! Ya estábamos en la red.

Clearmountain se dio media vuelta y chocó los cinco con Pérez. Parecían un par de gansos. Éste es el FBI de hoy, pensé.

– ¿Qué encontrasteis?

– Había doce secciones. Muchas son de intercambio de opiniones sobre gustos concretos. Es decir, niñas menores de doce, niños menores de diez y cosas por el estilo. Hay una lista de abogados especializados, y allí está Krasner, el abogado de Gladden. Después hay una especie de sección biográfica llena de cosas raras, ensayos y cosas por el estilo. Algunos deben de ser de nuestro hombre. Mirad.

Repasó otra vez el montón de papeles, sacó uno y empezó a leerlo.

– Éste debe de ser suyo: «Creo que pronto tendrán noticias mías. Se acerca mi hora de salir a la luz de la fascinación y el miedo públicos. Estoy listo.» Luego, más adelante, dice: «Mi sufrimiento es mi pasión, es mi religión. Nunca me abandona. Me guía. Soy yo mismo.»

Todo es por el estilo y, en un momento determinado, el autor se llama a sí mismo ídolo, por eso pensamos que tiene que ser él. Vosotros, los de Ciencias del Comportamiento, vais a sacar mucho material de aquí para los bancos de datos.

– Bien -dijo Rachel-. ¿Qué más?

– Hay también una sección de compra venta.

– ¿Como, por ejemplo, fotos y documentos de identidad?

– Justo. Hay uno que anuncia permisos de conducir expedidos en Alabama. Supongo que habrá que cerrarle la barraca a ese buitre inmediatamente. Y había además un archivo de venta de lo que Gladden tenía en su ordenador. La tarifa mínima era de quinientos dólares por foto. Tres por mil. Si querías algo, dejabas el mensaje y un número, hacías la transferencia a una cuenta bancaria y las fotos aparecían en tu ordenador. Decía que disponía de fotos para satisfacer todos los gustos y deseos.

– Como si, al llegarle los pedidos, saliera a la calle y…

– En efecto.

– ¿Ya se lo habéis dicho a Bob Backus?

– Sí, estaba aquí con nosotros. Rachel me miró.

– Si esto sigue así, el desfile va a ser espléndido.

– Pues atención a la guinda -dijo Clearmountain-. Pero ¿a qué te refieres con eso del desfile?

– No, no es nada. ¿Cuál es la guinda?

– La BBS. El número nos ha llevado a una ubicación concreta.

– ¿Cuál?

– El Instituto Penitenciario Federal de Raiford, en Florida.

– ¡Dios mío! ¿Gomble? Clearmountain asintió sonriente.

– Eso es lo que cree Bob Backus. Va a mandar a alguien para que lo compruebe. Ya he llamado a la prisión y le he preguntado al capitán de turno dónde está ubicada esa línea. Me dijo que en la oficina de abastecimientos. Por otra parte, todas las llamadas de Gladden a ese número se hacían a partir de las cinco de la tarde, hora del Este. El capitán me dijo que el horario de trabajo de ese despacho es de ocho de la mañana a cinco de la tarde. También le pregunté si en ese despacho había un ordenador para llevar el registro de pedidos, existencias y demás, y me dijo que desde luego. Después le pregunté si también disponía de teléfono y me dijo que sí, pero que no estaba conectado al ordenador. Pero, en confianza, os aseguro que ese tipo no distingue un módem de un agujero en el suelo. Es un voluntario que acude a la prisión todos los días. Pensadlo un poco. Le dije que estuviera atento a la línea telefónica por las noches, después de que cerraran el despacho y…

– Un momento. No irá a…

– No te preocupes, no va a hacer ningún movimiento. Le advertí que no liara las cosas hasta que volviéramos a ponernos en contacto. De momento, la red tiene que continuar en activo, a partir de las cinco, hora del Este, claro. Le pregunté quién trabajaba allí y me dijo que Horace Gomble, un preso de confianza. Ya veo que sabéis de quién hablo.

Seguro que todas las noches conecta la línea telefónica al ordenador antes de cerrar el despacho y volver a su celda.

Por culpa de las novedades, Rachel no vino a comer conmigo. Me dijo que volviera al hotel en taxi y que me llamaría cuando pudiera, y que ya me avisaría si tenía que irse a Florida. Yo también deseaba quedarme, pero el cansancio de la noche en vela empezaba a rendirme.

Bajé en ascensor y, cuando ya cruzaba el vestíbulo del edificio federal, pensando en llamar a Greg Glenn al tiempo que repasaba los mensajes telefónicos, oí una voz que me resultó familiar.

– ¡Eh, héroe del momento! ¿Cómo va eso, hombre? Di media vuelta y me encontré con Michael Warren.

– Warren. Acabo de llamarte al Times. Me dijeron que habías salido.

– Estaba aquí, hay otra rueda de prensa a las dos, en teoría. Pero se me ocurrió venir antes a ver si me enteraba de algo.

– ¿En busca de otras fuentes, quizá?

– Ya te dije que no quería hablar de eso contigo, Jack.

– Bien, vale. Yo tampoco quiero hablar de nada contigo. Volví a dar media vuelta y eché a andar. Siguió hablándome.

– Entonces, ¿para qué me llamaste? ¿Por puro cachondeo? Le miré a los ojos.

– Algo así, supongo. Pero sabes, Warren, no estoy enfadado contigo. Te lanzaste sobre un reportaje que te sirvieron en bandeja y ya está. Yo no digo nada. Thorson tenía sus propios planes y tú no sabías nada. Te utilizó, pero a todos nos utilizan. Hasta la vista.

– Espera, Jack. Si no estás cabreado, ¿por qué no quieres hablar conmigo?

– Porque seguimos siendo adversarios.

– No, hombre, no. Ni siquiera estás ya en el reportaje. Me mandaron la portada del Rocky por fax esta mañana. Se la dieron a otro. Sólo te nombran en el artículo, pero no lo firmas tú, Jack. Tú eres el artículo. Así que, ¿por qué no ponemos la cinta en marcha y me dejas que te haga unas preguntas?

– Como «¿Cómo te sientes?». ¿Es eso lo que quieres saber?

– Bueno, sí, es una de las preguntas.

Me quedé mirándolo un buen rato. Por poco que me gustara él y lo que había hecho, no podía dejar de comprender la situación en que se encontraba. Estaba haciendo lo que yo mismo había hecho en tan tas ocasiones. Eché un vistazo al reloj y al aparcamiento de la puerta. No había taxis esperando como el día anterior.

– ¿Tienes coche?

– Sí, el de la empresa.

– Llévame al Chateau Marmont. Hablaremos por el camino.

– ¿Me dejas grabar?

– Te dejo grabar.

Puso el aparato en marcha y lo dejó en el salpicadero. No quería más que lo esencial. Quería saber de primera mano lo que yo había hecho la noche anterior, en vez de confiar en un intermediario como, por ejemplo, un portavoz del FBI. Eso habría sido demasiado fácil y él era demasiado bueno para conformarse con portavoces. Siempre que fuera posible, prefería acudir directamente a la fuente. Lo comprendí, yo hacía lo mismo.

Me sentó bien contarle lo sucedido. Me lo pasé bien. No añadí nada a lo que ya le había contado a Jackson para mi propio periódico, de modo que no revelé secretos profesionales. Pero Warren había estado presente casi desde el principio de aquella historia y me complacía ser yo quien le dijera adonde nos había llevado y cómo había terminado todo.

No le conté nada de las últimas investigaciones, lo de la red ASP y lo de Gomble, que la manejaba desde la cárcel. Era una información excesivamente valiosa como para regalársela. Tenía intenciones de reservármela para mí, tanto si la escribía para el Rocky como si se la mandaba a uno de aquellos editores de Nueva York.

Por fin, Warren enfiló la leve cuesta hasta la entrada del Chateau Marmont. Un portero me abrió la portezuela, pero no salí. Me quedé mirando a Warren.

– ¿Algo más?

– No, creo que ya está. De todos modos, tengo que volver al edificio federal para asistir a la rueda de prensa. Pero esto va a ser una bomba.

– Bueno, sólo lo tenéis el Rocky y tú. No pienso vender la exclusiva a la tele por menos de seis cifras. Me miró sorprendido.

– Es broma, hombre. Soy capaz de entrar contigo a los archivos de la Fundación, pero oye, tengo un límite, no vendo mi historia a los de la tele.

– ¿Qué me dices de las editoriales?

– Me lo estoy pensando. ¿Y tú?

– Renuncié en cuanto publicaste el primer reportaje. Mi representante me dijo que a los editores con los que había hablado les interesabas más tú que yo. Se trataba de tu hermano, ¿entiendes? Evidentemente, tú estabas dentro del

asunto. Sólo habría podido venderles un trabajo rápido y sucio, y no me interesa. Tengo una reputación que mantener. Asentí con la cabeza y salí del coche.

– Gracias por traerme.

– Gracias por la información.

Ya estaba fuera y a punto de cerrar la puerta del coche cuando Warren empezó a decir algo y se detuvo de repente.

– ¿Qué decías?

– Iba a… ¡Mierda! Mira, Jack, en cuanto a la fuente de esa historia. Si…

– Olvídalo, hombre, ya no tiene importancia. Como te dije antes, ese tipo ya está muerto y tú hiciste lo que habría hecho cualquier colega.

– No, espera. No me refería a eso… Yo no revelo mis fuentes, Jack; pero sé quién no me pasa información, y Thorson no me la pasaba, ¿estamos? Ni siquiera lo conocía.

Me limité a asentir con la cabeza, sin decir nada. Él no sabía que yo había visto el registro de llamadas del hotel y que sabía que estaba mintiéndome. Un jaguar nuevo aparcó bajo los tejadillos del aparcamiento y una pareja, vestida de negro de pies a cabeza, salió del vehículo. Volví a mirar a Warren sin saber qué se proponía. ¿Qué chanchullo andaría preparando con esa mentira?

– ¿En serio?

Warren asintió y colocó la mano boca abajo.

– En serio. Ya que él está muerto y tú estabas allí, creí que te gustaría saberlo. Le miré de nuevo a los ojos.

– Está bien -le dije-. Gracias. Ya nos veremos.

Me erguí y cerré la portezuela, pero volví a agacharme para ver la cara de Warren por la ventanilla y despedirme con un gesto de la mano. Me devolvió un saludo militar y se marchó.

46

Ya en mi habitación, conecté el ordenador a la línea telefónica y marqué el número para entrar en el ordenador del Rocky. Tenía treinta y seis mensajes esperándome en la bandeja del correo electrónico. Hacía dos días que no lo miraba. La mayoría de los mensajes de mis compañeros eran para darme la enhorabuena, aunque no lo decían explícitamente porque seguramente quienes los habían enviado tenían sus dudas sobre si sería apropiado felicitarme por haber matado al Poeta. Había dos de Van Jackson; quería saber dónde estaba y me pedía que le llamara, y tres de Greg Glenn preguntándome lo mismo. La telefonista del Rocky también había transferido los mensajes para mí a la bandeja de correo, y encontré muchos de reporteros de todo el país y de productores cinematográficos de Hollywood. Además, me habían llamado mi madre y Riley Desde luego, yo era un valor en alza. Guardé todos los mensajes por si me apetecía contestados después y me desconecté.

La telefonista cogió mi llamada a la línea directa de Greg Glenn y me dijo que Glenn estaba en una reunión de la redacción y que tenía órdenes tajantes de no pasarle ninguna llamada. Dejé mi nombre y número de teléfono y colgué.

Esperé quince minutos a que Glenn me devolviera la llamada, tratando de no pensar en lo que Warren me había dicho al final de la charla; estaba tan impaciente que me marché de la habitación. Eché a andar hasta que llegué por casualidad a la Book Soup, una librería en la que ya me había fijado antes, al pasar en coche con Warren. Fui a la sección de misterio y encontré un libro que había leído en una ocasión y que estaba dedicado al agente literario del autor. Según mi teoría, eso era al menos una señal de que el agente era bueno. Con el nombre a mano, me fui a la sección de documentación y busqué al representante en un listado de agencias literarias, con direcciones y números de teléfono. Me aprendí el suyo de memoria, salí de la librería y volví al hotel.

La luz roja del teléfono estaba intermitente cuando entré en la habitación, y me imaginé que sería Glenn, pero prefería llamar primero al agente. En Nueva York eran las cinco y no tenía idea de cuál sería su horario de oficina. Contestó a la segunda señal. Me presenté con pocas palabras y enseguida fui al grano.

– Me gustaría saber si podríamos hablar de que usted fuera mi representante con respecto a… bueno, al tema de un libro que podríamos considerar de crímenes verídicos. ¿Lleva usted crímenes verídicos?

– Sí -dijo-, pero en vez de discutirlo por teléfono, ¿por qué no me envía una carta de presentación con su curriculum y un esquema del proyecto? Entonces le daría una respuesta.

– Lo haría, pero no creo que haya tiempo. Ya me han llamado algunas editoriales y un par de productoras de cine y tengo que tomar una decisión enseguida.

Eso le engancharía, estaba seguro.

– ¿Por qué le han llamado? ¿De qué se trata?

– ¿Ha leído o visto algo en televisión sobre ese asesino de Los Angeles, el Poeta?

– Sí, claro.

– Bueno, pues yo le:… Yo soy el que disparó. Soy escritor… reportero. Mi hermano…

– ¡Ah! ¿Es usted?

– Sí, soy yo.

Aunque le interrumpían frecuentemente otras llamadas, estuvimos hablando unos veinte minutos del posible proyecto de libro y del interés que ya había despertado entre los productores de cine. Me dijo que trabajaba con un agente de Los Angeles que podría encargarse de la parte cinematográfica y que, mientras tanto, cuánto tardaría en mandarle una propuesta de un par de páginas. Le dije que lo tendría listo en menos de una hora y me dio el número del módem-fax de su ordenador. Comentó que si la historia era tan buena como el reportaje de la televisión, tendría el libro vendido antes del fin de semana. Le contesté que era aún mejor.

– Una última pregunta. ¿Cómo ha dado conmigo?

– En AMorning for Flamingos.

La luz roja del teléfono no paraba de hacerme guiños, pero no le hice caso y después de colgar me puse a redactar la propuesta en el ordenador con la intención de resumir las dos últimas semanas en dos páginas. No fue cosa fácil, y menos teniendo en cuenta que sólo contaba con una mano; además, me extendí bastante y terminé con cuatro hojas.

Cuando lo di por acabado, la mano me dolía mucho, aunque había tratado de no moverla nada. Tomé otra pastilla de las que me habían dado en el hospital, y me disponía a releer la propuesta cuando sonó el teléfono.

Era Glenn, y estaba furioso.

– Jack! -me gritó-. Estaba esperando que me llamaras. ¿Qué demonios andas haciendo?

– Te llamé y te dejé un recado. Llevo una hora aquí sentado, esperando que me llamaras tú.

– Pues te he llamado, maldita sea. ¿Es que no te ha llegado mi mensaje?

– No. A lo mejor llamaste cuando salí un momento al pasillo a buscar una Coca-Cola. Pero no me…

– Bueno, bueno, es igual. Escucha. ¿Qué tenemos para mañana? Jackson lleva el tema desde aquí y he mandado a Sheedy en avión esta mañana hacia allá. Va a cubrir la rueda de prensa del FBI. Pero ¿qué novedades tienes por ahí? Todos los periódicos del país van pisándonos los talones y tenemos que seguir con ventaja. ¿Qué novedades hay? ¿Qué tienes que ellos no sepan?

– No sé -mentí-. No hay mucho movimiento. Los del FBI están todavía encajando detalles, supongo… ¿Sigo fuera

del asunto?

– Mira, Jack, no creo que puedas escribir esto. Ya lo hablamos ayer. Estás demasiado implicado. No puedes pedirme que te deje…

– De acuerdo, de acuerdo, sólo era una pregunta. Bueno… hay un par de cosas. Primero, anoche siguieron la pista de ese tipo, Gladden, hasta un apartamento y allí encontraron un cadáver. Otra víctima. Puedes empezar con eso. Pero a lo mejor lo cuentan en la conferencia de prensa. Por otra parte, dile a Jackson que llame a la oficina del FBI de aquí y que pregunte por el ordenador que encontraron.

– ¿Un ordenador?

– Sí, Gladden llevaba un ordenador portátil en el coche. Han tenido a sus cerebros informáticos trabajando en ello toda la noche y esta mañana. No sé, a lo mejor vale la pena llamarles. No sé lo que han encontrado.

– Bien, y tú ¿a qué te has dedicado?

– He tenido que ir a prestar declaración. Hemos estado toda la mañana. Tienen que presentársela al fiscal del distrito para que declare homicidio justificado, o algo así. Volví en cuanto terminamos.

– ¿Es que no te tienen al corriente de lo que pasa?

– No. Oí hablar del cadáver y del asunto del ordenador a un par de agentes, eso es todo.

– Bueno, menos da una piedra.

Se me escapaba la risa, pero no quería que se me notara en la voz. No me importaba revelar el descubrimiento de la última víctima del Poeta. De todos modos, seguro que acabaría saliendo a la luz. Pero si llamaba Jackson, seguro que no lograría siquiera que le confirmaran el hallazgo del ordenador, y mucho menos que le dijeran lo que había dentro. El FBI no haría pública esa información hasta que lo tuviera todo bien claro.

– Lo siento, Greg, no sé nada más -añadí-. Dile a Jackson que lo lamento. Bueno, ¿qué más tiene que hacer Sheedy, aparte de cubrir la rueda de prensa?

Sheedy prometía mucho. Acababan de destinarla al llamado Equipo de Acción, un grupo de reporteros que siempre llevaban el equipaje hecho en el maletero, listos para plantarse en cuestión de minutos en medio de cualquier calamidad, desastre o acontecimiento importante que ocurriera fuera de Denver. Yo también había estado en ese grupo, en otro tiempo. Pero después de cubrir el tercer desastre aéreo y hablar con gente cuyos seres queridos habían quedado aplastados o hechos pedazos, el trabajo me pareció espantoso y volví a los temas policíacos.

– No sé -dijo Glenn-. Echará un vistazo por ahí. ¿Cuándo vuelves?

– Prefieren que me quede en la ciudad, por si los de la oficina del fiscal del distrito quieren hablar conmigo. Espero que todo termine mañana.

– De acuerdo. Bueno, si te enteras de algo, comunícamelo enseguida. Y manda a la mierda a los de recepción de mi parte por no haberte pasado el aviso de mi llamada. Le comunico a Jackson el asunto del ordenador. Hasta la vista, Jack.

– Bien. ¡Ah, Greg! Tengo la mano mucho mejor.

– ¿Cómo?

– Ya sabía que estabas muy preocupado, pero ya no me duele tanto. Seguramente me quedará como nueva.

– Perdona, Jack. Hoy ha sido un día horrible.

– Sí, ya lo sé. Hasta la vista.

47

El analgésico que me había tomado empezaba a hacer efecto. El malestar de la mano iba remitiendo y empezó a invadirme una corriente de calma y relajación. Después de hablar con Glenn volví a conectar el ordenador a la línea telefónica, puse en marcha el programa de fax y transmití la propuesta del libro al número que el agente literario me había dado. Mientras escuchaba el estrépito que hacían los ordenadores al acoplarse, me asaltó un pensamiento repentino. Las llamadas que había hecho durante el vuelo a Los Angeles. Estaba tan preocupado por probar y demostrar que Thorson era el informante de Warren que sólo miré de pasada las otras llamadas registradas en su cuenta del hotel, las que yo repetí desde el avión a Los Angeles. A una de ellas había contestado desde Florida el chirrido agudo de un ordenador, seguramente el del UCI de Raiford.

Cogí la bolsa del ordenador de encima de la cama, saqué mis dos cuadernos de notas y los repasé rápidamente, pero no encontré ningún comentario de las llamadas que había hecho desde el avión. Entonces me acordé de que no había tomado notas, no había apuntado siquiera los números de teléfono, porque no se me ocurrió que pudieran entrar en mi habitación para robarme las facturas de hotel.

Me concentré en recordar con exactitud lo que había hecho durante aquel vuelo. Lo que más me importaba en aquel momento era el registro de la llamada a Warren en la factura de Torzón; había sido el detalle que confirmó mis sospechas de que Thorson era la fuente de Warren. Las demás llamadas que hizo desde la habitación, aunque las hizo con pocos minutos de diferencia, no me parecieron relevantes entonces.

No había visto el número que, según Clearmountain, era el que más llamadas recibía desde el ordenador de Gladden. Pensé en telefonearle y preguntárselo, pero supuse que no se lo pasaría a un periodista sin la aprobación previa de Backus o Rachel. Y eso sería como poner mis cartas boca arriba, cosa que el instinto me decía que no tenía que hacer todavía.

Saqué de mi cartera la tarjeta Visa y le di la vuelta. Volví a conectar el teléfono, marqué el 800 de la tarjeta de crédito y le dije a la telefonista que necesitaba hacer una consulta sobre una factura. Después de tres minutos musicales con Muzak, otra telefonista se hizo cargo de la consulta y le pregunté si era posible comprobar ciertas cantidades cargadas a mi cuenta de crédito hacía sólo tres días. Después de verificar mi identidad por medio del número de la Seguridad Social y otros detalles, me dijo que podía comprobar mi registro en el ordenador para ver si los gastos se habían cargado. Le dije lo que quería saber.

Las llamadas acababan de ser cargadas en mi cuenta. Los números de teléfono estaban especificados en los recibos; copié en mi cuaderno todos los teléfonos a los que había llamado desde el avión, le di las gracias a la telefonista y colgué.

Una vez más, enchufé el ordenador a la línea telefónica. Abrí la ventana de la terminal, marqué desde el teclado el número que habían marcado desde la habitación de Thorson y puse el programa en marcha. Miré el despertador de la mesilla de noche. Eran las tres, las seis en Florida.

Se oyó una señal y después la conexión, el conocido chirrido de dos ordenadores que se encuentran y copulan. La pantalla se quedó en blanco y luego apareció una plantilla:

BIENVENIDO AL CLUB ASP

Suspiré y noté un cosquilleo por todo el cuerpo. Al cabo de unos segundos, la pantalla cambió y apareció la petición de la clave de usuario. Escribí EDGAR con la mano sana, pero me temblaba. Edgar pasó el primer control y apareció la petición de la segunda parte de la clave. Escribí PERRY. Al cabo de un momento pasé el segundo control y apareció una plantilla de advertencias:

¡ALABADA SEA LA PROVIDENCIA!

NORMAS PARA LA NAVEGACIÓN

1. NO UTILICE JAMÁS SU NOMBRE REAL

2. NUNCA DÉ A LOS CONOCIDOS LOS NÚMEROS DEL SISTEMA

3. NUNCA ACUERDE REUNIRSE CON OTRO USUARIO

4. TENGA EN CUENTA QUE OTROS USUARIOS PUEDEN SER PERSONAS EXTRAÑAS

5. EL SYSOP SE RESERVA EL DERECHO A ELIMINAR A CUALQUIER USUARIO

6. LOS CUADROS DE MENSAJES NO PUEDEN SER UTILIZADOS PARA DEBATIR ACTIVIDADES

ILEGALES: ¡ESO ESTA PROHIBIDO!

7. LA RED ASP NO SE HACE RESPONSABLE DEL CONTENIDO

8. PULSE UNA. TECLA PARA CONTINUAR

Apreté la tecla de retorno y apareció un índice de contenidos con las diversas secciones a disposición de los clientes. Eran tal como las había descrito Clearmountain, el cuerno de la abundancia en servicios de atención al pedófilo moderno. Le di a la tecla de escape y el ordenador me preguntó si quería salir de ASP; dije que sí y desconecté. De momento, no tenía interés en explorar la red ASP. Me interesaba más el hecho de que Thorson, o quien hiciera esa llamada en la madrugada del domingo, supiera de la existencia de la red ASP, e incluso hubiera accedido a ella hacía al menos cuatro días.

La llamada a la ASP se había efectuado desde la habitación de Thorson, por lo que parecía evidente que el autor había sido él. Pero me puse a considerar detenidamente otros factores. La llamada a la ASP se produjo, según recordaba, a los pocos minutos de la que se efectuó desde la misma habitación a Warren, en Los Angeles. Thorson había negado con vehemencia ser el informante de Warren al menos en tres ocasiones. Warren también lo negó dos veces, incluso después de la muerte de Thorson, cuando ya no tenía ninguna importancia que lo hubiera sido o no. De repente, la semilla que Warren plantó en esa segunda negación, hacía tan sólo unas horas, me empezó a inquietar. Estaba germinando en forma de duda, y no lograba sacármela de la cabeza.

Suponiendo que Thorson y Warren dijeran la verdad, ¿quién había llamado desde la habitación de Thorson? Barajé mentalmente las posibilidades, pero todas me conducían una y otra vez, con un mazazo en el corazón, a la misma persona: Rachel. La fermentación de diversos hechos no relacionados entre sí me llevó a esa conclusión.

En primer lugar, Rachel tenía ordenador portátil, aunque ése era un argumento débil. Thorson, Backus, todos tenían ordenador portátil, o acceso a uno que les habría permitido ponerse en contacto con la ASP. Pero, en segundo lugar, Rachel no estaba en su habitación a última hora de la noche del sábado cuando la llamé e incluso fui a buscarla. ¿Dónde estaba? ¿Habría ido a la habitación de Thorson?

Pensé en lo que Thorson me había dicho sobre Rachel. La comparó con el Desierto Pintado, pero añadió algo más: «… Juega contigo. Como con un juguete. Ahora quiero, ahora no quiero. Te dejará colgado.»

Finalmente, pensé en el momento en que vi a Thorson aquella noche, en el pasillo. Sabía que eran más de las doce, más o menos la hora en que se produjeron las conferencias desde su habitación. Cuando pasó delante de mí por el pasillo, vi que llevaba algo. Una bolsa pequeña o una caja. Entonces me acordé del ruido que hizo Rachel al abrir la cremallera del bolsillo interior de su bolso, y del condón, el que solía llevar por si acaso, cuando me lo puso en la mano. Se me ocurrió de qué forma Rachel habría podido hacer que Thorson saliera de la habitación mientras ella llamaba por teléfono.

El pánico se apoderó de mí. La duda que Warren había sembrado estaba floreciendo y empezaba a asfixiarme. Me levanté para pasear un poco, pero se me iba la cabeza. Lo achaqué al analgésico y volví a sentarme en la cama. Al cabo de unos momentos, conecté el teléfono otra vez y llamé al hotel de Phoenix para hablar con los de administración. Contestó una mujer joven.

– Sí, hola. Estuve en su hotel el pasado fin de semana y no me fijé en los detalles de la cuenta hasta que he llegado aquí. Quisiera hacerle una pregunta sobre unas llamadas telefónicas cargadas a mi cuenta. Quisiera haberlo hecho antes, pero no he vuelto a acordarme. ¿Con quién podría consultar este asunto?

– Conmigo, señor; estoy a su servicio. Si me da su nombre, miraré en el registro.

– Gracias. Soy Gordon Thorson.

La joven no respondió y me quedé paralizado, temiendo que reconociera, por la tele y la prensa, que ese nombre era el del agente asesinado en Los Angeles; pero entonces oí el tecleo del ordenador.

– Sí, señor Thorson. Pasó dos noches en la habitación 325. ¿Cuál es el problema?

Apunté el número en el cuaderno sólo por hacer algo. Seguir la rutina periodística de tomar nota de los hechos me ayudaba a mantener la calma.

– Verá, resulta que… no encuentro… Estoy rebuscando en el escritorio a ver si encuentro mi copia y no la veo por ninguna parte… ¡Vaya! He debido de dejarla en otro sitio. Hum… tendré que volver a llamarla. Mientras tanto, usted podría ir mirándolo y tenerlo preparado. La cuestión que quiero aclarar se refiere a tres llamadas hechas después de la medianoche, el sábado, que yo no recuerdo haber hecho. Tengo los números escritos por aquí, en alguna parte, sí, aquí están.

Le di rápidamente los tres números de teléfono que le había sacado a la telefonista de la Visa con la esperanza de conseguir mi propósito.

– Sí, están anotados en su cuenta. ¿Está usted seguro de que no…?

– ¿A qué hora se hicieron? Porque, como comprenderá, no me dedico a hacer negocios de madrugada.

Me dijo las horas. La llamada a Quantico estaba registrada a las doce y treinta y siete minutos de la noche, la de Warren venía después, a las doce y cuarenta y un minutos, y la de la red ASP a las doce y cincuenta y seis minutos. Me

quedé mirando los números después de escribirlos.

– ¿Cree que esas llamadas no las hizo usted?

– ¿Cómo?

– Digo que si cree que esas llamadas no las hizo usted.

– Eso es.

– ¿Había alguien en la habitación con usted? Ahí estaba la cuestión, pensé, pero no se lo dije.

– Pues, no -dije, y añadí rápidamente-: ¿Le importaría volver a comprobarlo? En caso de que sus máquinas no hayan cometido un error, no tengo inconveniente en pagar el importe. Gracias.

Colgué y miré las horas que había apuntado en el cuaderno. Encajaban. Rachel había estado en mi habitación hasta poco antes de las doce. A la mañana siguiente, me dijo que se había encontrado con Thorson en el pasillo al salir. ¿Y si me mintió? ¿Y si no sólo se lo encontró, sino que fue a su habitación?

Thorson estaba muerto, de modo que sólo había una. forma de seguir comprobando aquella teoría sin acudir a Rachel directamente, movimiento que, de momento, no podía permitirme. Descolgué el auricular una vez más y llamé al despacho del FBI en el edificio federal. La telefonista tenía órdenes estrictas de filtrar las llamadas a Backus, sobre todo si eran de los medios de comunicación, de modo que no iba a ponerme con él hasta que le conté que era el que había matado al Poeta y que tenía que hablar con el agente especial urgentemente. Por fin, Backus contestó.

– ¿Qué sucede, Jack?

– Bob, escúchame, esto es muy serio. ¿Estás solo? -Jack, ¿que…?

– ¡Sólo contéstame la pregunta! Oye, perdona que haya gritado. Es que acabo de… Dime, ¿estás solo? Tuvo un momento de duda y cuando volvió a hablar tenía un tono escéptico.

– Sí. Y ahora, ¿de qué se trata?

– Quedamos en que habría confianza en nuestras relaciones. Tú has confiado en mí y yo en ti. Tienes que confiar en mi otra vez, Bob, durante unos minutos, y sólo contestar a mis preguntas sin preguntar nada. Te lo explicaré todo más tarde. ¿De acuerdo?

– Jack, tengo mucho trabajo aquí. No entiendo…

– Cinco minutos, Bob. Nada más. Es importante.

– ¿Qué quieres saber?

– ¿Qué se hizo con las cosas de Thorson? La ropa y lo que tenía en el hotel, ¿quién lo recogió después de… su muerte?

– Yo recogí todas sus cosas anoche. No entiendo qué tiene eso que ver con nada. Sus pertenencias no son asunto de nadie.

– Permíteme, Bob. No lo hago para escribir un reportaje. Es algo personal, para mí. Y para ti. Tengo dos preguntas. Primera, ¿encontraste entre sus cosas los recibos, la factura del hotel de Phoenix?

– ¿De Phoenix? No, no estaba, ni tenía por qué estar. Cancelamos la reserva desde el avión y no volvimos. Seguro que me la mandarán al despacho de Quantico. ¿Qué es lo que pretendes, Jack?

La primera parte encajaba. Si Thorson no tenía los recibos, seguramente no fue él quien los robó de mi habitación. Volví a pensar en Rachel, no podía evitarlo. La primera noche que pasamos en Hollywood, después de hacer el amor, se levantó y se duchó la primera. Después me duché yo. Me la imaginé cogiendo la llave de la habitación del bolsillo de mis pantalones, bajando la escalera y entrando en mi habitación sigilosamente para registrar mis cosas. Quizá sólo quería echar un vistazo, pero a lo mejor sabía que las facturas del hotel las tenía yo. Quizás había llamado al hotel de Phoenix y se lo habían dicho.

– La segunda pregunta -le dije a Backus, haciendo caso omiso de la suya-. ¿Había condones entre las cosas de Thorson?

– Oye, no sé qué inclinaciones morbosas te permiten refocilarte con todo esto, pero no estoy dispuesto a seguir adelante. Voy a colgar ahora mismo, Jack, y no quiero que tú…

– ¡Alto! ¿De qué inclinaciones morbosas hablas? ¡Trato de explicar una cosa que a tu gente se le ha pasado por alto! ¿Has hablado hoy del ordenador con Clearmountain? ¿Habéis hablado de la red ASP?

– Sí. Estoy informado de todo. ¿Qué tiene que ver eso con una caja de condones?

Me di cuenta de que, sin querer, me había respondido a la pregunta. Yo no había dicho nada de una caja.

– ¿Sabías que se produjo una llamada a la ASP desde la habitación de Thorson, en Phoenix, a medianoche del domingo?

– Eso es una ridiculez. Y además, ¿cómo lo sabes tú?

– Porque cuando pagué la cuenta del hotel el recepcionista me tomó por agente del FBI, ¿recuerdas? Igual que aquella periodista en la funeraria. Y me dio las facturas para que os las llevara. Le pareció que así llegarían antes que por correo.

Después de mi confesión se produjo un largo silencio.

– ¿Eso significa que robaste las facturas del hotel?

– Significa lo que acabo de decir, que me las dieron a mí. Y en la cuenta de Thorson había una llamada a Warren y otra a la ASP. Y eso es curioso porque, teóricamente, tu gente no ha sabido de la existencia de la ASP hasta hoy.

– Ahora te mando a alguien a recoger esas facturas.

– Ahórrate la molestia. No las tengo. Me las robaron en el hotel de Hollywood. Entró una raposa en el gallinero, Bob.

– ¿Qué insinúas?

– Si me dices lo de la caja de condones que encontraste entre las cosas de Thorson, te digo a qué me refiero. Le oí suspirar como diciendo: «Me rindo.»

– Había una caja de condones, ¿estamos? Ni siquiera estaba abierta. Ahora, dime, ¿de qué estás hablando?

– ¿Dónde está ahora?

– En una caja de cartón lacrada, con los demás efectos personales. Mañana por la mañana sale hacia Virginia, junto con el cuerpo.

– ¿Dónde está la caja lacrada?

– La tengo aquí mismo.

– Tienes que abrirla, Bob, para ver si el paquete de condones tiene la etiqueta del precio o cualquier otra indicación que nos lleve al sitio donde la compró.

Mientras escuchaba los ruidos del cartón y la cinta adhesiva al romperse, recordé la imagen de Thorson acercándose por el pasillo con un paquete en la mano.

– Te lo puedo decir ahora mismo -dijo Backus, mientras abría la caja de las pertenencias-, estaban en una bolsa de una farmacia.

El corazón me dio un vuelco y enseguida oí que abría la bolsa.

– Bien, aquí está -dijo Backus, con una voz que delataba que estaba a punto de perder la paciencia-. Farmacia Scottsdale. Abierta las veinticuatro horas. Caja de doce condones, nueve noventa y cinco. ¿Quieres saber también la marca, Jack?

Pasé por alto el sarcasmo, aunque la pregunta me dio una idea para más adelante.

– ¿Hay recibo?

– Te lo acabo de leer.

– ¿No dice la fecha y la hora? Casi todos los tickets incluyen la fecha y la hora de la compra. Silencio. Tan largo que me entraron ganas de gritar.

– Madrugada del domingo, doce cincuenta y cuatro.

Cerré los ojos. Mientras Thorson compraba la caja de condones que ni siquiera llegó a abrir, había alguien en su habitación haciendo una llamada telefónica.

– Bueno, Jack. ¿Qué significa esto? -me preguntó Backus.

– Que todo es mentira.

Abrí los ojos y me separé del auricular. Me parecía un objeto extraño adherido a la mano y, lentamente, lo coloqué en su sitio.

Bledsoe estaba todavía en su oficina, y contestó a la primera señal.

– Dan, soy Jack otra vez.

– JackMac, ¿qué hay?

– ¿Te acuerdas de esa cerveza que me ofreciste? Pues he pensado que en vez de eso, podías hacerme otro favor.

– Dalo por hecho.

Le dije lo que quería que hiciera y él no vaciló ni un instante, ni siquiera cuando añadí que tenía que ser inmediatamente. Me advirtió que no podía garantizarme los resultados pero que, en cualquier caso, se pondría en contacto conmigo y lo antes posible.

Pensé en la primera llamada que se hizo cuando Thorson no estaba en su habitación, a la centralita general del centro de Quantico. Cuando llamé desde el avión, no me pareció extraño. Pero ahora sí. ¿Por qué habían de llamar a la centralita en plena noche? Ahora sabía que sólo cabía una respuesta: la persona que llamó no quiso marcar un número directo del centro para no revelar que lo conocía. Por eso llamó a la centralita y, cuando la telefonista reconoció la señal de fax, transfirió la conexión a una de las líneas generales de fax.

Recuerdo que, durante la reunión del domingo por la mañana para hablar del fax del Poeta, Thorson nos contó el trayecto que el fax había recorrido desde Quantico. Había llegado a través de la centralita y posteriormente fue transferido a una máquina de fax.

La telefonista de Quantico me puso con las oficinas del Servicio de Ciencias del Comportamiento sin decir ni mu, cuando llamé preguntando por el agente Brad Hazelton. El teléfono sonó tres veces y ya empezaba a pensar que había llegado tarde, que Brad ya se habría ido a casa, cuando por fin descolgó.

– Brad, soy Jack McEvoy desde Los Angeles.

– Hola Jack, ¿qué tal estás? Ayer te libraste por los pelos, ¿no?

– Estoy bien. Siento lo del agente Thorson. Sé que os sentís todos muy unidos…

– Bueno, era un gilipollas de cuidado, pero nadie se merece una cosa así. Es horrible. Hoy no se ven caras muy risueñas por aquí.

– Me lo imagino.

– Bueno, ¿qué me cuentas?

– Sólo un par de detalles sin importancia. Estoy ordenando los hechos cronológicamente para el reportaje. Bueno, si es que consigo escribirlo todo algún día, ya sabes.

Me daba rabia mentirle de aquella manera a una persona que siempre se había mostrado amable conmigo, pero no podía contarle la verdad porque entonces no me ayudaría.

– Pero me parece que me he hecho un lío con las notas sobre el fax, el del Poeta, ya sabes, el que envió a Quantico el sábado. Recuerdo que Bob dijo que tú o Brass le habíais facilitado los detalles. Necesito saber la hora exacta en que llegó, si es que la tenéis.

– Hum…, espera un momento, Jack.

Antes de decirle que sí, ya se había ido. Cerré los ojos y pasé los minutos siguientes preguntándome si de verdad estaría buscando el dato o si habría ido a pedir permiso para dármelo.

Por fin volvió a ponerse al teléfono.

– Perdona, Jack, he tenido que revisar todos los papeles. El fax llegó a la máquina número dos de la sala de comunicaciones de las oficinas de la Academia, a las tres y treinta y ocho de la madrugada del domingo.

Miré mis notas. Restando las tres horas de diferencia horaria, el fax llegó a Quantico un minuto después de que se produjera la llamada a la centralita desde la habitación de Thorson.

– ¿Está bien, Jack?

– ¡Sí, sí, gracias! Esto…, tengo otra pregunta.

– Dispara… ¡Ay, mierda! Perdona.

– No importa. Hum…, la pregunta es, hum… El agente Thompson envió una muestra bucal de la víctima de Phoenix, Orsulak.

– Sí, Orsulak.

– Hum, quería identificar la sustancia. Creía que era lubrificante de condón. La pregunta es si, a través de la muestra, llegó a concretarse la marca. ¿Es posible? ¿Se identificó?

Hazelton se quedó callado al principio y yo estaba apunto de estallar. Pero entonces, habló.

– ¡Qué pregunta tan retorcida, Jack!

– Sí, ya lo sé, pero… hum, los detalles del caso, la forma en que investigáis las cosas, es que me fascina. Me parece importante tenerlo todo en su sitio… El relato resulta más creíble.

– Bueno, anda, espera un momento.

Otra vez desapareció del teléfono sin darme tiempo a contestar. Pero volvió enseguida.

– Sí, tengo esa información. ¿Quieres decirme de verdad para qué la necesitas? Ahora me tocaba a mí guardar silencio.

– No -dije por fin, decantándome por la vía de la honestidad-. Estoy tratando de aclarar una cosa, Brad. Si sale como yo creo, el FBI será el primero en saberlo, te lo aseguro.

Hazelton hizo una pausa.

– De acuerdo, Jack, confío en ti. Además, Gladden ya está muerto. No es como si te revelara pruebas del caso, ni tampoco podrás probar gran cosa con este dato. Por exclusión, la sustancia quedó definida como similar a la usada en dos marcas diferentes: Ramses Lubricated y Trojan Golds. El problema es que son dos de las más vendidas en el país. No sería lo que llamamos prueba inequívoca de nada.

Tal vez no fuera una prueba aceptable ante un tribunal, pero Ramses Lubricated era la marca del condón que Rachel sacó de su bolso y me dio la noche del sábado en mi habitación del hotel. Le di las gracias a Hazelton sin más comentarios y colgué.

Ya lo tenía todo, y todo encajaba. No conseguí cargarme mi propia teoría por más intentos que hice. Estaba basada en sospechas y especulaciones, pero funcionaba como una máquina bien engrasada. Y no tenía nada con que detenerla.

Lo último que necesitaba era la llamada de Bledsoe. Me puse a esperada paseando por la habitación, con una sensación de desasosiego en el estómago, tan machacante que parecía un ser vivo. Salí al balcón a tomar el aire, pero no me sirvió de nada. El Hombre de Madboro me miraba fijamente, dominando todo Sunset Strip desde lo alto con su cara de diez metros. Volví adentro.

En vez de fumarme el cigarrillo que me apetecía, me fui a buscar una Coca-Cola. Salí de la habitación, pero saqué el pestillo para que la puerta no se cerrara del todo, y eché a correr por el pasillo hacia las máquinas de refrescos. A pesar del analgésico, tenía los nervios desquiciados. Sabía que tanta intensidad se traduciría muy pronto en agotamiento si no la atajaba a tiempo con una dosis de cafeína y azúcar. Ya de vuelta, a mitad de camino, oí el teléfono y eché a correr. Me tiré sobre el aparato sin cerrar la puerta siquiera y lo descolgué a la novena señal, según mis cálculos.

– ¿Dan? Silencio.

– Soy Rachel. ¿Quién es Dan?

– ¡Ah! -apenas me quedaba aliento-. Es, hum… un amigo del periódico. Estaba esperando su llamada.

– ¿Qué te pasa, Jack?

– Que estoy sin aliento. Estaba en el pasillo comprando una Coca-Cola cuando ha sonado el teléfono.

– ¡Dios! Debe de haber sido como los cien metros lisos.

– Algo parecido. Espera un momento.

Fui a cerrar la puerta y antes de hablar me puse la máscara de actor.

– ¿Rachel?

– Sí, oye, quería decirte que me voy. Bob quiere que vuelva a Florida y me ocupe del asunto de la ASP. -¡Ah!

– Seguramente me llevará unos días.

Se encendió la luz de otra llamada. Bledsoe, pensé, y maldije en silencio la coincidencia de las dos llamadas.

– De acuerdo, Rachel.

– Tendremos que quedar en alguna parte después. Estaba pensando en tomarme unas vacaciones.

– Creía que ya las habías hecho.

Me acordé de la nota que vi en el calendario de su mesa en Quantico.

Por primera vez, se me ocurrió que debía de ser el día que fue a Phoenix a acechar y matar a Orsulak.

– Hace mucho tiempo que no disfruto de unas vacaciones de verdad. He pensado en Italia, Venecia tal vez.

No le insinué que sabía que mentía. Me quedé callado y a ella se le acabó la paciencia. Mi actuación no era convincente.

– Jack, ¿qué te pasa?

– Nada. -No te creo.

Vacilé un momento y dije:

– No paro de darle vueltas a un detalle, Rachel.

– Dime.

– La otra noche, la primera que nos acostamos, llamé a tu habitación por teléfono cuando te fuiste. Sólo quería darte las buenas noches, ya sabes, y decirte lo bien que me lo había pasado contigo. Pero no contestaste. Incluso fui a llamar a tu puerta, y no había nadie. A la mañana siguiente me dijiste que te habías encontrado a Thorson en el pasillo. Y, no sé, supongo que he estado dándole vueltas al asunto.

– ¿A qué asunto, Jack?

– No sé, pensamientos sueltos. Me preguntaba dónde estarías cuando te llamé y fui a buscarte.

Guardó silencio un momento y, cuando volvió a hablar, su voz restalló furiosa por el teléfono como un látigo.

– Jack, ¿sabes lo que pareces? Un mocoso preuniversitario celoso. Como el chico de las gradas que me contaste. Sí, vi a Thorson en el pasillo y, sí, añadiría incluso que él pensó que andaba buscándolo, que quería estar con él. Pero de ahí no pasó la cosa. No puedo explicarte por qué no contesté a tu llamada, ¿entiendes? A lo mejor te equivocaste de número o a lo mejor estaba duchándome y pensando en lo maravillosa que había sido la noche. Además, no tengo por qué estar justificándome ni dándote explicaciones de ningún tipo. Si eres incapaz de superar tus miserables celos, vete a buscar a otra mujer y empieza una vida distinta.

– Rachel, oye, perdona, ¿vale? Me has preguntado qué me pasaba y te lo he dicho.

– Habrás tomado más pastillas de la cuenta, de esas que te recetó el médico. Te aconsejo que te pongas a dormir hasta que se te pase, Jack. Tengo que coger el avión.

Colgó.

– Adiós -le dije al silencio.

48

El sol se estaba poniendo y el cielo estaba del color de las calabazas maduras con cuchilladas de rosa fosforescente. Era tan hermoso que incluso la maraña de vallas publicitarias se me hizo agradable. Esperando a que llamara otra vez Bledsoe, que era el que había dejado el recado mientras yo hablaba con Rachel, volví a salir al balcón para intentar pensar y hacerme una idea clara de la situación. Su mensaje decía que no estaba en la oficina y que volvería a llamar.

Me quedé mirando al Hombre Marlboro, con sus ojos rodeados de arrugas y su estoico mentón. Siempre había sido uno de mis héroes, sin importarme que estuviera tan hueco como la página de la revista o la valla publicitaria. Recuerdo estar sentado a la mesa a la hora de cenar, ocupando mi sitio a la derecha de mi padre. Él siempre fumaba, con el cenicero a la derecha del plato. Así aprendí a fumar. Identificaba a mi padre con el Hombre Marlboro, por lo menos en aquella época.

De vuelta a la habitación, llamé a casa y contestó mi madre. Como de costumbre, se interesó por cómo estaba y me riñó amablemente por no haber llamado antes. Cuando le aseguré que estaba bien y conseguí calmarla, le pedí que me pasara a mi padre. No habíamos hablado desde el funeral, si es que hablamos aquel día.

– Hola, papá.

– Hijo. ¿Seguro que estás bien?

– Sí. ¿Y tú?

– Sí, bien. Sólo que estábamos preocupados por ti.

– No os preocupéis. Todo va bien.

– Es una locura, ¿no?

– ¿Lo de Gladden? Sí.

– Riley está aquí con nosotros. Se quedará unos días.

– Eso está muy bien.

– ¿Quieres hablar con ella?

– No. Quería hablar contigo.

Se quedó callado, como si eso le pusiera nervioso.

– ¿Estás en Los Angeles? Lo dijo con una «g» áspera.

– Sí, todavía estaré uno o dos días más. Sólo… llamaba porque quería… He estado pensando y quería decir que lo siento.

– ¿Por qué, hijo?

– No sé, por todo. Por Sarah, por Sean. Verás -me reí de la forma en que uno se ríe cuando algo no es gracioso y se siente incómodo-, lo siento por todo.

– Jack. ¿Seguro que estás bien?

– Estoy bien.

– Bueno, no tienes que disculparte por nada.

– Sí, papá, sí.

– Bueno… pues nosotros también lo sentimos. Lo siento. Dejé que el silencio subrayara sus palabras.

– Gracias, papá. Te dejo. Despídeme de mamá y saluda a Riley de mi parte.

– Sí. ¿Por qué no te pasas por aquí cuando vuelvas y te quedas también un par de días?

– Sí, lo haré.

Colgué. «El Hombre Marlboro», pensé. Miré por el balcón abierto y vi sus ojos que me miraban a hurtadillas por encima de la barandilla. Me volvía a doler la mano, y también la cabeza. Sabía demasiadas cosas que no deseaba saber. Me tomé otra pastilla.

A las cinco y media llamó por fin Bledsoe. Las noticias que me dio no eran buenas. Era la pieza que faltaba, el último desgarrón del velo de esperanza al que me asía. A medida que le escuchaba notaba cómo la sangre abandonaba mi cabeza. Volvía a estar solo. Y lo peor era que la mujer a la que había deseado no sólo me había rechazado, sino que me había utilizado y traicionado como nunca creí que pudiera hacerlo una mujer.

– Esto es lo que he sabido -dijo Bledsoe-. Agárrate que vienen curvas, te lo advierto.

– Suéltalo.

– Rachel Walling. Su padre era Harvey Walling. Yo no lo conocí. Cuando él era detective, yo todavía estaba patrullando las calles. He hablado con uno de los detectives de entonces y dice que le llamaban Harvey Bulldozer. Ya sabes, lo de la bebida. Era un tipo raro y solitario.

– ¿Qué sabes de su muerte?

– Ahora voy a eso. He pedido a un compañero que revisara los archivos. Ocurrió hace diecinueve años. Es curioso que no lo recuerde. Debía de tener la cabeza en otro sitio. Bueno, me encontré con mi colega en la taberna de Fells

Point y me dejo el expediente. Lo primero es que, con toda seguridad, era su padre. Su nombre aparece allí. Ella fue la que lo encontró. Se había pegado un tiro. Un tiro en la sien. Quedó como un suicidio, pero había algunos problemas.

– ¿Cuáles?

– Bueno, para empezar, no había dejado ninguna nota, y además llevaba guantes. Es verdad que era invierno, pero lo hizo dentro de casa. A primera hora de la mañana. El investigador puso en el informe que no le gustaba el detalle.

– ¿Había residuos de pólvora en uno de los guantes?

– Sí, había.

– ¿Estaba ella… Estaba Rachel en casa cuando ocurrió?

– Dijo que cuando oyó el disparo estaba en el piso de arriba, durmiendo en su habitación. En su cama enorme. Tuvo miedo y dice que no bajó hasta una hora después. Entonces lo encontró. Eso es lo que dice el informe.

– ¿Y la madre?

– No había madre. Se había ido hacía años. Desde entonces, Rachel vivía sola con su padre.

Me quedé pensando en lo que me había dicho. El detalle del tamaño de la cama y algo en el tono con que había pronunciado la última frase me daban que pensar.

– ¿Qué más, Dan? Me estás escondiendo algo.

– Jade, déjame preguntarte algo. ¿Estás liado con esa chica? Como te dije, vi en las noticias que…

– ¡Mira, no tengo tiempo! ¿Qué me escondes?

– Está bien, está bien. Lo único que no te he dicho es que en el informe ponía que era extraño que su cama estuviera hecha.

– ¿De qué hablas?

– De la cama del padre. Estaba hecha. Se podía pensar que se había levantado, había hecho la cama, se había vestido y se había puesto el abrigo y los guantes como si fuera a ir a trabajar, pero que finalmente se había sentado y se había pegado un tiro en la cabeza. Eso, o que se había pasado toda la noche despierto pensando y finalmente lo había hecho.

Noté que me invadían el cansancio y la tristeza. Resbalé de la silla al suelo con el teléfono todavía pegado a la oreja.

– El tipo que llevó el caso ya está retirado, pero lo tengo localizado. Mo Friedman. Empecé a trabajar de detective cuando él estaba a punto de jubilarse. Es un buen hombre. He hablado con él hace unos minutos. Vive en Poconos. Le he recordado el caso y le he preguntado su opinión. La personal, le he dicho.

– ¿Qué ha dicho?

– Que lo dejó tal como estaba porque creyó que, en cualquier caso, Harvey Bulldozer había recibido lo suyo.

– ¿Pero él qué pensaba?

– Ha dicho que, en su opinión, si la cama estaba hecha era porque nadie había dormido en ella. Que nunca se utilizaba. Ha dicho que cree que el padre dormía con la hija en la cama grande y una mañana ella se cansó. No ha vuelto a saber nada después, ni se ha enterado de todo lo que está pasando últimamente. Tiene setenta años y se dedica a hacer crucigramas. Dice que no le gusta ver las noticias. No sabía que la hija era agente del FBI. Me dejó sin habla. Ni siquiera podía moverme.

– Jack, ¿sigues ahí?

– Tengo que dejarte.

La telefonista de la oficina local me dijo que Backus ya no volvería. Cuando le pedí que lo comprobara de nuevo me hizo esperar cinco minutos, durante los cuales seguro que se estuvo haciendo las uñas o retocando el maquillaje. Cuando se puso de nuevo al aparato me confirmó que se había marchado definitivamente y que volviera a intentado por la mañana. Colgó antes de que pudiera decide nada más.

Backus era la pieza clave. Tenía que verlo, contarle lo que sabía y actuar según él dispusiera. Supuse que si no estaba en la oficina, seguramente habría vuelto al motel Wilcox. Yo igualmente tenía que ir a recoger el coche. Me colgué el ordenador al hombro y me dirigí a la puerta. Abrí y me quedé estupefacto. Backus estaba allí, con el puño en alto, a punto de llamar a la puerta.

– Gladden no era el Poeta. Era un asesino, sí, pero no el Poeta. Puedo probarlo.

Backus me miró como si le hubiera dicho que había visto que el Hombre Madboro me guiñaba el ojo.

– Jack, mira, te has pasado el día haciendo llamadas extrañas. Primero a mí, después a Quantico. He venido porque me preocupaba que los médicos hubieran pasado algo por alto ayer noche. Venía a ver si te apetecía dar una vuelta para

– Mira, Bob, no te culpo por pensar eso después de lo que te he preguntado a ti y a Hazelton, pero tenía que esperar hasta estar seguro. Ahora ya lo estoy. Puedo explicártelo. Salía a buscarte en este mismo momento.

– Entonces siéntate y dime de qué me estás hablando. Me dijiste que entró una raposa en el gallinero. ¿Qué querías decir?

– Quería decir que, estando donde estáis, vuestro trabajo es identificar a esa gente. Los delincuentes múltiples, como los llamáis vosotros. Y teníais uno entre vosotros.

Backus suspiró ruidosamente y sacudió la cabeza.

– Siéntate, Bob, y te contaré lo que sé. Si cuando acabe todavía crees que estoy loco, puedes llevarme al hospital.

Pero estoy seguro de que no lo creerás.

Backus se sentó a los pies de la cama y empecé a hilvanar la historia reconstruyendo los movimientos y las llamadas que había hecho durante la tarde. Me llevó casi media hora contarle sólo eso. Y justo cuando estaba a punto de empezar a darle mi interpretación de la información que había recogido, me interrumpió con algo que ya había considerado y para lo que estaba preparado.

– Te olvidas de algo. Dijiste que Gladden había admitido que mató a tu hermano. Al final. Lo dijiste tú mismo y esta tarde lo he leído en tu declaración. Incluso dijiste que te había reconocido.

– Pero se equivocaba. Yo me equivocaba. En ningún momento le dije el nombre de Sean. Sólo dije mi hermano. Le dije que había matado a mi hermano y él creyó que mi hermano era uno de los niños. ¿Entiendes? Por eso dijo lo que dijo, que había matado a mi hermano para salvarlo. Creo que quería decir que mataba a esos niños porque sabía que después de haber estado con ellos, no tenían remedio. De la misma manera que a él le había desgraciado Beltran. Creía que matándolos les salvaba de convertirse en lo que él mismo era. No hablaba de los policías, sólo de los niños. Creo que no tenía ni idea de lo de los policías… Y por lo que se refiere a que me reconociera, salí en las noticias de televisión, ¿recuerdas? Me pudo reconocer por eso.

Backus miró al suelo; observé cómo intentaba cuadrar la información y por su expresión supe que lo consideraba plausible. Estaba empezando a convencerle.

– De acuerdo -dijo-. ¿Y qué pasa con Phoenix, las habitaciones de hotel y todo eso? ¿Cómo encaja eso?

– Nos estábamos acercando. Rachel lo sabía y necesitaba hacer algo para desviar la investigación o para que apuntara únicamente hacia Gladden cuando lo cogiéramos. Aun cuando todos los policías del país deseaban verlo muerto, no podía estar segura de lo que ocurriría… De modo que hizo tres cosas. Primero, envió el fax, el del Poeta, desde su ordenador al número general de Quantico. Lo escribió asegurándose de que la información que contenía relacionara de manera definitiva a Gladden con los asesinatos de policías. ¿Recuerdas la reunión del fax? Ella fue la que dijo que relacionaba todos los casos.

Backus asintió con la cabeza, pero no dijo nada.

– Luego -añadí-, pensó que si le filtraba la historia a Warren haría saltar mi reportaje y provocaría la estampida del resto de los medios de información. Gladden se enteraría en cualquier sitio y desaparecería al saber que no sólo se le acusaba de los asesinatos que había cometido, sino de los asesinatos de policías que habían venido después. Así que llamó a Warren y le dio la información. Debía de saber que había ido a Los Angeles a vender la historia después de que le despidieran de la Fundación. Puede que la llamara y le dejara dicho dónde estaba. ¿Me sigues?

– Estabas tan seguro de que era Gordon…

– Lo estaba. Y tenía buenas razones. Las facturas del hotel. Pero el recibo de la farmacia demuestra que no estaba en su habitación cuando se hicieron las llamadas, y Warren me dijo que Thorson no era su informador. Ya no tenía ningún motivo para mentir. Thorson estaba muerto.

– ¿Qué fue lo tercero?

– Creo que conectó por ordenador con la red ASP No sé cómo se habría enterado. Puede que fuera un soplo al FBI o algo parecido. No estoy seguro. Pero conectó. No sé, puede que fuera entonces cuando envió uno de esos archivos del ídolo que Clearmountain encontró. También esta vez eran pruebas que relacionaban a Gladden con los asesinatos del Poeta. Lo estaba envolviendo en un paquete para regalo. Aunque yo no lo hubiera matado y estuviera vivo para negarlo todo, las pruebas estarían ahí y nadie le habría creído, sobre todo por los asesinatos que sí que había cometido.

Me tomé un respiro para que Backus pudiera digerir todo lo que le había dicho hasta entonces.

– Las tres llamadas las hizo desde la habitación de Thorson -continué al cabo de medio minuto-. No era más que otra precaución. Si salía mal, no quedaría rastro de que ella había hecho las llamadas. Pero la caja de condones la delata. Tú conoces de primera mano la relación que tenía con Thorson. Se peleaban, pero aún había algo. Él todavía estaba pendiente de ella y ella lo sabía. Y lo utilizó. Creo que si le hubiera dicho que fuera a buscar una caja de condones mientras ella se quedaba esperándole en la cama, habría salido corriendo hacia la farmacia como si se le quemara el culo. Y creo que eso fue exactamente lo que hizo. Sólo que ella no se quedó esperando en la cama. Hizo las llamadas y cuando Thorson volvió ya no estaba. Thorson no me contó exactamente todo esto, pero me lo dio a entender con otras palabras. El día que trabajamos juntos.

Backus asintió. Se le veía perdido. Creo que pensaba en lo que sería de su carrera. Primero, su autoridad cuestionada por el fracaso del arresto de Gladden y ahora esto. Sus días como ayudante agente especial al mando estaban contados.

– Parece tan…

No acabó la frase y yo tampoco la acabé por él. Todavía tenía más cosas que contarle, pero esperé. Se puso de pie y dio unos pasos. Miró por la puerta del balcón hacia el Hombre Marlboro. No pareció fascinarle tanto como a mí.

– Habíame de la luna, Jack.

– ¿Qué quieres decir?

– De la luna del Poeta. Me has contado el final de la historia. ¿Cuál es el principio? ¿Cómo llega una mujer al punto en el que estamos ahora?

Se volvió y me miró con una expresión desafiante. Buscaba algo, cualquier cosa que le sirviera para no creerlo. Me aclaré la garganta antes de empezar.

– Ésa es la parte más dura -le dije-. Deberías preguntarle a Brass.

– Lo haré. Pero inténtalo.

Me quedé pensando un momento antes de empezar.

– Una niña, no sé, de unos doce o trece años. Su padre abusa de ella sexualmente. Su madre, bueno… Su madre la abandona. O sabía lo que ocurría y no podía impedirlo, o simplemente no le importaba. La madre se va y la deja sola con su padre. Él es policía, un detective. La amenaza y la convence de que no puede contárselo a nadie porque él lo descubriría. Le dice que nadie la creerá y ella le cree… Así que un día se harta, o siempre ha estado harta pero no ha tenido la oportunidad o no se le ha ocurrido el plan adecuado. Lo que sea. Pero llega el día en que lo mata y hace que parezca que lo ha hecho él mismo. Suicidio. Lo ha conseguido. Hay un detective en el caso que se da cuenta de que algo no cuadra, pero ¿qué va a hacer? Sabe que se lo merecía. Y lo deja pasar.

Backus estaba en medio de la habitación mirando al suelo.

– Sabía lo de su padre. La versión oficial, quiero decir.

– Un amigo me ha averiguado los detalles de la otra versión. -Y ¿luego?

– Luego se hace mayor. El poder que sintió que tenía en aquel momento explica muchas cosas. Lo supera. Pocos lo consiguen, pero ella lo hace. Es una chica inteligente y va a la universidad a estudiar psicología, para aprender acerca de sí misma. Finalmente, incluso es reclutada por el FBI. Destaca, asciende rápidamente hasta que llega a la unidad que estudia los casos de personas como su padre. Y como ella. ¿Lo ves? Toda su vida ha sido una lucha por comprender. Cuando el jefe de su equipo decide estudiar los casos de suicidios de policías, acude a ella porque conoce la historia oficial acerca de su padre. No sabe la verdad, sólo la historia oficial. Acepta el trabajo sabiendo en su interior que la razón por la que ha sido elegida es un engaño.

Me detuve ahí. Cuanto más avanzaba en la historia, más sensación de poder tenía. El conocimiento de los secretos ajenos es un poder que emborracha. Me regodeaba en mi capacidad para reconstruir la historia.

– Y entonces -susurró Backus-, ¿cómo se le fue de las manos? Me aclaré la garganta.

– Todo iba bien -continué-. Se casó con un compañero y todo iba bien. Pero luego las cosas empezaron a torcerse. No sé si sería la tensión del trabajo, los recuerdos, el fracaso del matrimonio, o puede que todo junto. Pero empezó a no ser ella misma. Su marido la dejó, creyendo que en el fondo estaba vacía. El Desierto Pintado, la llamaba él, y ella le odiaba por eso. Y luego… puede que recordara el día en que mató a su torturador. A su padre. Recordaría la paz que sintió… La liberación.

Lo miré. Tenía la mirada perdida, quizás imaginando la historia a medida que yo relataba aquel horror.

– Un día -proseguí-. Un día llega la petición de un perfil. Un niño ha sido asesinado y mutilado en Florida. El detective que lleva el caso quiere un perfil de la persona que lo hizo. Sólo que ella reconoce al detective. Sabe su nombre, Beltran. Un nombre del pasado. Un nombre que quizá surgió en una vieja entrevista y sabe que también él es un torturador, un violador como su padre, y que la víctima que investiga probablemente también es su víctima.

– Entendido -dijo Backus, y retornó el hilo-. Se encuentra en Florida con ese hombre, Beltran, y vuelve a hacerlo. Igual que con su padre. Hace que parezca un suicidio. Sabía incluso dónde tenía escondida la escopeta Beltran. Gladden se lo había dicho. Probablemente fue un asunto fácil. Coge un avión, se presenta allí con sus credenciales, se introduce en la casa y lo hace. Recupera la paz interior. Llena el vacío que sentía. Sólo que no le dura. Pronto vuelve a sentirse vacía y tiene que volverlo a hacer. Una y otra vez. Sigue al asesino, Gladden, y mata a los que van tras él, utilizándole para borrar sus huellas antes incluso de dejarlas.

Backus miraba al vacío mientras hablaba, absorto en alguna imagen.

– Conocía todos los contactos, todos los movimientos -dijo-. Frotar el condón lubricado en el interior de la boca de Orsulak fue una estratagema perfecta. Verdaderamente genial.

Asentí y continué a partir de ahí.

– Había visto su celda y sabía que en los estantes había una fotografía que alguien podía descubrir -dije-. Sabía que los libros de Poe salían en la foto. Todo era un montaje. Seguía a Gladden adonde fuera. Le comprendía. Por los casos que llegaban para establecer un perfil sabía cuáles eran los que le pertenecían. Se identificaba con él y lo seguía. Salía y mataba al policía que iba tras él. Hizo que todos parecieran suicidios, pero tenía a Gladden para que cargara con ellos si algún día alguien se entrometía y se destapaba el pastel.

Backus me miró.

– Alguien como tú -dijo.

– Sí. Como yo.

49

Backus me dijo que la historia era como una sábana tendida en un día ventoso. Aunque estuviera cogida con dos o tres pinzas, podía salir volando en cualquier momento.

– Necesitamos algo más, Jack.

Asentí. El experto era él. Además, en mi corazón el juicio ya se había celebrado y el veredicto era culpable.

– ¿Qué vas a hacer? -le pregunté.

– Estoy pensando. Tú tenías… Estabas empezando una relación con ella, ¿no es así?

– ¿Tan evidente era? -Sí.

No dijo nada durante un largo minuto. Paseaba por la habitación, sin mirar realmente a ningún sitio, absolutamente concentrado en un diálogo íntimo. Por fin, se detuvo y me miró.

– ¿Te pondrías un micrófono?

– ¿Qué quieres decir?

– Ya sabes lo que quiero decir. La traigo aquí, la dejo a solas contigo y tú se lo sacas. Probablemente eres el único que podría hacerlo.

Recordé nuestra última conversación telefónica y cómo ella había adivinado mi juego.

– No sé. No creo que se lo pudiera sacar.

– Podría sospechar y comprobarlo -dijo Backus descartando la idea con los ojos fijos en el suelo en busca de otra-. Aun así, tú eres el único, Jack. No eres un agente y ella sabe que, en caso necesario, puede sacarte.

– ¿Sacarme de dónde?

– Sacarte de en medio -chasqueó los dedos-. Ya lo tengo. No hace falta que lleves un micrófono. Te pondremos dentro de uno.

– Pero ¿a qué te refieres?

Levantó un dedo como para decirme que esperara.

Cogió el teléfono, se colocó el auricular en el cuello y se lo llevó con él mientras marcaba un número y esperaba respuesta. El cable era como una correa que limitaba sus movimientos a sólo unos pasos en cualquier dirección.

– Haz las maletas -me dijo mientras esperaba a que le contestaran.

Me levanté y empecé a cumplir sus órdenes con parsimonia, poniendo mis escasas pertenencias en la bolsa del ordenador y en la funda de almohada mientras le escuchaba preguntar por el agente Cárter y empezar a dar instrucciones. Le dijo a Cárter que llamase al centro de comunicaciones de Quantico y dejara un mensaje para el avión del FBI en el que viajaba Rachel. Backus ordenó que lo hicieran regresar.

– Diles que ha surgido algo que no puedo comunicarles por radio y que necesito que vuelva -dijo por el teléfono-. Sólo eso, ¿entendido?

Satisfecho con la respuesta de Cárter, siguió.

– Ahora, antes de hacer eso, llama a la oficina del agente especial al mando. Necesito la dirección exacta y la combinación de la casa del terremoto. Él ya sabe lo que quiero decir. Iré allí directamente desde aquí. Quiero un técnico de sonido y vídeo y dos buenos agentes. Allí te lo explico. No me cuelgues y llama al agente especial al mando.

Miré extrañado a Backus.

– Está llamando por otra línea.

– ¿La casa del terremoto?

– Clearmountain me habló de ella. Está en las montañas que dan al valle. Está intervenida desde el techo hasta los cimientos. Sonido y vídeo. Sufrió desperfectos en el terremoto y los propietarios la abandonaron porque no tenían seguro. El FBI llegó a un acuerdo de alquiler con el banco y la utilizó en una operación para destapar los muchos fraudes que se llevaban entre manos después del terremoto entre las constructoras locales, los inspectores de seguridad, los contratistas y las casas de reparación. Los procesos aún están pendientes. La operación ya está cerrada, pero el alquiler todavía no ha vencido.

Así que…

Levantó la mano. Cárter volvía a estar al aparato. Backus escuchó unos momentos y asintió con la cabeza.

– A la derecha en Mulholland y luego la primera a la izquierda. Es fácil. ¿Cuál es la hora prevista de tu llegada? Colgó después de decirle a Cárter que le esperábamos allí y añadir que quería que los agentes pusieran todo su

empeño.

Cuando Backus arrancó el coche me despedí en secreto del Hombre Marlboro. Desde Sunset nos dirigimos hacia el este en dirección a Laurel Canyon Boulevard y luego por la carretera de curvas que cruza las montañas.

– ¿Cómo lo vamos a hacer? -le pregunté-. ¿Cómo vas a traer a Rachel al sitio adonde vamos?

– Dejarás un mensaje en su contestador automático en Quantico. Le dirás que estás en casa de un amigo, alguien que conocías del periódico y que se vino a vivir aquí, y le dejarás el número. Luego, cuando hable con Rachel le diré que la he hecho venir de Florida porque has estado haciendo llamadas y extrañas acusaciones contra ella, pero que nadie sabe dónde estás. Le diré que creo que has tomado demasiadas pastillas y que necesitamos encontrarte.

Cada vez me sentía más incómodo ante la idea de hacer de cebo y tener que enfrentarme a Rachel. No sabía cómo iba a salir de aquello.

– Rachel recibirá el mensaje -continuó Backus-. Pero no te llamará. Buscará la dirección del número que le hayas dado e irá a verte. A ti solo. Con un propósito u otro.

– ¿Cuál? -pregunté, aunque ya tenía alguna idea. -Para que cambies de opinión… o para matarte. Creerá que eres el único que lo sabe y querrá convencerte de que te equivocas con todas esas ideas extravagantes. O quitarte de en medio. Creo que optará por lo último.

Asentí. Yo creía lo mismo.

– Pero nosotros estaremos allí. Dentro de la casa, muy cerca. No era un consuelo.

– No sé…

– No te preocupes, Jack-dijo Backus dándome una palmada amistosa en el hombro-. Lo harás bien y esta vez todo saldrá perfectamente. De lo único que tienes que preocuparte es de que hable. Tenemos que grabar lo que diga. Bastará con que admita una parte de la historia del Poeta. Haz que hable.

– Lo intentaré.

– Lo conseguirás.

En Mulholland Drive, Backus giró a la derecha tal como le había indicado a Cárter y seguimos la carretera, que serpenteaba por la cresta de la montaña; abajo se veía una panorámica del valle a través de la neblina. Seguimos las curvas durante casi un kilómetro antes de divisar la carretera de Wrightwood Drive, girar a la izquierda y descender hacia un grupo de casitas construidas sobre pilones de hierro, colgando en el vacío por encima del borde de la montaña, precarios testimonios de la ingeniería y de los deseos de los constructores de dejar su marca en todas las crestas de la ciudad.

– ¿Puedes creerte que hay gente que vive en esas casas? -preguntó Backus.

– No me gustaría estar en una de ellas durante un terremoto.

Backus conducía despacio, buscando los números de la calle pintados en el bordillo. Dejé que él se encargara de eso mientras yo intentaba atrapar vistas del valle entre las casas. Estaba a punto de anochecer y empezaban a encenderse luces. Por fin, Backus detuvo el coche frente a una casa en una curva de la carretera.

– Es ésta.

Era una casita de madera. Desde la fachada no podían verse los pilones en que se aguantaba y parecía flotar sobre el valle. Los dos nos la quedamos mirando un rato antes de decidirnos a salir del coche.

– ¿Y si conoce la casa?

– ¿Rachel? No, Jack. Yo sólo la conozco por Clearmountain. Me lo contó como un cotilleo. Algunos de la oficina la utilizan de vez en cuando… ya sabes. Cuando están con alguien a quien no pueden llevar a casa.

Lo miré y me guiñó un ojo.

– Vamos a verla -dijo-. No te olvides tus cosas. En la entrada había una caja con un bloqueo de seguridad. Backus conocía la combinación para acceder a un pequeño compartimento donde estaba la llave que abría la puerta. La abrió y dio la luz de la entrada. Lo seguí y cerré la puerta. La casa estaba modestamente amueblada, pero no me

fijé mucho porque inmediatamente llamó mi atención la pared posterior de la sala. Estaba toda ella compuesta de gruesos paneles de vidrio que ofrecían una vista espectacular de todo el valle que se extendía bajo la casa. Crucé la habitación y miré afuera, estupefacto ante el mar de luces. En el otro extremo del valle se veía el perfil de otra cadena de montañas. Era hermoso. Me acerqué al cristal lo bastante para que se empañara y vi el oscuro arroyo que fluía justo debajo. Me invadió un sentimiento de inquietud ante la idea de estar sobre un precipicio y di un paso atrás en el momento en que Backus encendía una luz detrás de mí.

Entonces vi las resquebrajaduras. Tres de los cinco paneles de vidrio tenían fracturas que los atravesaban en forma de telaraña. Me giré hacia la izquierda y vi la imagen partida de Backus y de mí mismo en una pared cubierta con un espejo que también se había rajado con el terremoto.

– ¿Qué más pasó? ¿Estamos seguros aquí dentro?

– Sí. Pero la seguridad es algo relativo. El próximo temblor importante puede cambiarlo todo… Por lo que se refiere a otros daños, hay un suelo debajo de nosotros. Había un suelo, debería decir. Clearmountain me dijo que los mayores desperfectos estaban ahí. Paredes combadas, tuberías rotas.

Dejé el ordenador y mi funda de almohada en el suelo y me giré hacia la ventana trasera. Se me iban los ojos hacia la panorámica y caminé hacia ella. Oí un fuerte crujido en la entrada. Miré a Backus, alarmado.

– No te preocupes. Hicieron que un ingeniero revisara los pilones antes de empezar la operación. A la casa no le va a pasar nada. Tiene el aspecto y cruje como si fuera a derrumbarse, pero eso es lo que se requería para la operación.

Asentí, aunque sin demasiada confianza.

– Al único que le va a pasar algo es a ti, Jack.

Lo miré por el espejo, sin estar muy seguro de lo que quería decir. Y allí, cuadruplicada por el reflejo partido, vi la pistola en su mano.

– ¿Qué significa esto? -pregunté.

– El final del cuento.

De golpe lo entendí todo. Había seguido el camino equivocado y había acusado a la persona que no era. En ese momento también entendí que era mi propio fallo interno el que me había llevado por el mal camino. Mi incapacidad para confiar en alguien. Había hurgado en los sentimientos de Rachel para descubrir sus fallos, en vez de aceptar la verdad.

– Tú -dije-. Tú eres el Poeta.

No contestó. Sonrió ligeramente y asintió. Sabía que el avión de Rachel no iba a regresar y que el agente Cárter no iba a venir con un técnico y dos agentes. Ahora veía el verdadero plan perfectamente, incluido el dedo con el que Backus debía de haber cortado la línea mientras hacía el simulacro de llamada desde mi habitación del hotel. Ahora sí que estaba solo con el Poeta.

– Bob, ¿por qué? ¿Por qué tú?

Estaba tan sorprendido que todavía le llamaba por su nombre de pila como lo haría con un amigo.

– Es una historia tan vieja como todas -replicó-, Demasiado vieja y olvidada como para contártela. De todas maneras, no necesitas saberla. Siéntate en la silla, Jack.

Señaló con la pistola hacia la silla que había frente al sofá. Luego volvió a apuntarme. No me moví.

– Las llamadas -dije-. ¿Hiciste las llamadas desde la habitación de Thorson?

Lo dije por decir algo y ganar tiempo, aunque sabía de sobras que el tiempo no significaba nada para mí en aquel momento. Nadie sabía que estaba allí. Nadie iba a acudir. Baclrus se rió de mi pregunta con una risa forzada y despectiva.

– Cosas de la suerte -dijo-. Esa noche fui yo quien registró en el hotel a todos nosotros: Cárter, Thorson y yo. Luego parece ser que confundí las llaves. Hice las llamadas desde mi habitación, pero en la factura constaba el nombre de Thorson. No lo supe, claro, hasta que cogí las facturas de tu habitación el lunes por la noche, mientras estabas con Rachel.

Pensé en lo que había dicho Rachel acerca de labrarse la propia suerte, y que podría aplicarse también a los asesinos múltiples.

– ¿Cómo sabías que tenía las facturas?

– No lo sabía. No estaba seguro. Pero llamaste a Michael Warren y le dijiste que tenías a su informante cogido por las pelotas. Él me llamó a mí, porque ése era yo. Aunque me dijo que tú acusabas a Gordon de ser su informante, tenía que averiguar qué era lo que sabías. Por eso te dejé volver a la investigación, Jack. Tenía que averiguar lo que sabías. Hasta que no entré en tu habitación mientras estabas en la cama con Rachel no supe que eran las facturas del hotel.

– ¿Fuiste tú el que más tarde me siguió al bar?

– Esa noche tuviste suerte. Si hubieras ido hasta la puerta para saber quién estaba ahí, todo se habría acabado en ese momento. Pero cuando al día siguiente no fuiste tras de mí, sino que acusaste a Thorson de entrar en tu habitación, creí que ya no tenía por qué preocuparme, que te ibas-a olvidar. A partir de ahí todo fue bien, de acuerdo con el plan previsto, hasta que hoy has llamado haciendo preguntas sobre condones y llamadas telefónicas. Sabía lo que andabas buscando, Jack. Sabía que tenía que espabilarme. Ahora siéntate en esa silla. No te lo voy a repetir.

Me acerqué a la silla y me senté. Me froté las manos contra los muslos y noté que me temblaban. Estaba de espaldas a la pared de cristal. Backus era lo único que tenía ante mi vista.

– ¿Cómo supiste lo de Gladden? -le pregunté-. Gladden y Beltran.

– Estaba allí, ¿recuerdas? Formaba parte del equipo. Mientras Rachel y Gordon hacían otras entrevistas, tuve mi pequeña charla con William. Con las ganas que tenía de hablar no me fue difícil identificar a Beltran. Luego esperé a que Gladden actuara, una vez que estuvo en libertad. Sabía que actuaría. Formaba parte de su naturaleza. Conozco el tema. Y entonces lo utilicé de tapadera. Sabía que si algún día se descubría mi trabajo las pruebas apuntarían hacia él. -¿YlaredASP?

– Estamos hablando demasiado, Jack. Tengo trabajo que hacer.

Sin dejar de mirarme, se agachó para coger mi funda de almohada y vaciarla. Se acuclilló y palpó mis pertenencias sin dejar de mirarme. Hizo lo mismo con la bolsa del ordenador hasta que dio con el frasco de pastillas que me habían dado en el hospital. Echó una ojeada rápida a la etiqueta, la leyó y volvió a mirarme con una sonrisa.

– Tilenol con codeína -dijo volviendo a sonreír-. Hará un bonito efecto. Tómate una. Tómate dos, mejor. Me tiró el frasco e instintivamente lo cogí.

– No puedo -dije-. Me he tomado una hace unas dos horas y no puedo tomar más hasta dentro de dos horas más.

– Tómate dos, Jack. Ahora.

Su voz era monótona, pero me aterrorizó la expresión de sus ojos. Manipulé torpemente la tapa hasta que finalmente conseguí abrir el frasco.

– Necesito agua.

– Sin agua, Jack. Tómate las pastillas.

Me puse dos pastillas en la boca e intenté simular que me las tragaba al tiempo que las hacía desaparecer debajo de la lengua.

– Ya está.

– Abre bien la boca, Jack.

Lo hice y se acercó para mirar, pero no tanto como para que pudiera arrebatarle la pistola. Se mantuvo fuera de mi

alcance.

– ¿Sabes lo que creo? Creo que las tienes debajo de la lengua, Jack. Pero no importa, porque se disolverán. Sólo que tardará un poquito más. Tengo…

Se oyó otro crujido y echó un vistazo a su alrededor, pero enseguida volvió a mirarme.

– Tengo tiempo.

– Tú escribiste aquellos archivos ASP Tú eres el ídolo.

– Sí, soy el ídolo, gracias a ti. Y para contestar a tu pregunta anterior, me enteré de la existencia del sistema ASP gracias a Beltran. Fue muy amable por su parte el estar conectado el día que fui a visitarle. Así que ocupé su puesto en la red, por decido de algún modo. Utilicé sus claves y más adelante hice que el operador del sistema las cambiara por Edgar y Perry. Me temo que el señor Gomble nunca supo que tenía… un zorro en el gallinero, según tus mismas palabras.

Miré al espejo de mi derecha y vi en él el reflejo de las luces del valle. «Tantas luces, tanta gente -pensé-, y nadie puede verme ni ayudarme.» Noté que me recorrían el cuerpo los escalofríos del miedo, cada vez más intensos.

– Tienes que relajarte, Jack -dijo Backus con una calma monótona-. Es la clave. ¿Todavía no notas la codeína? Las pastillas se habían roto bajo la lengua y me llenaban la boca de un gusto acre.

– ¿Qué me vas a hacer?

– Voy a hacer contigo lo mismo que hice con todos ellos. ¿No querías saber más sobre el Poeta? Ahora sabrás todo lo que puede saberse. Todo. Conocimiento de primera mano. Tú eres el elegido. ¿Recuerdas lo que decía el fax? La elección está hecha, lo tengo ante mi vista. Eras tú, Jack. Siempre has sido tú.

– ¡Backus, jodido enfermo! Tú… El exabrupto hizo que parte de la sustancia disuelta se esparciera en la boca y me la tragara sin poder evitarlo. Backus, al parecer, se percató de lo ocurrido, estalló en una carcajada y la cortó en seco. Se me quedó mirando y advertí una luz mortecina en sus ojos fijos. Comprendí lo loco que estaba y caí en la cuenta de que, puesto que Rachel no era la asesina, lo que yo creía que era parte de su intento de confundir podía ser, en realidad, parte de la forma que tenía el Poeta de matar. Los condones, el aspecto sexual: podían formar parte del programa de asesinatos.

– ¿Qué le hiciste a mi hermano?

– Eso fue algo entre él y yo. Algo personal.

– Cuéntamelo. Suspiró.

– Nada, Jack. Nada. Fue con el único con el que no pude cumplir el programa. Es mi fracaso. Pero ahora tengo su doble y una segunda oportunidad. Y esta vez no vaya fracasar.

Bajé la cabeza. Notaba que empezaban a hacerme efecto los sedantes. Cerré los ojos con fuerza y apreté los puños, pero ya era tarde. El veneno estaba en la sangre.

– No puedes hacer nada -dijo Backus-. Relájate, Jack. Deja que te haga efecto. Pronto habrá terminado todo.

– No conseguirás escapar. Rachel no puede equivocarse al interpretar lo ocurrido.

– ¿Sabes, Jack? Creo que tienes toda la razón. Rachel lo sabrá. Quizá lo sepa ya. Por eso me iré después de esto. Eres mi último trabajo, luego me retiraré.

No le entendí.

– ¿ Retirarte?

– Estoy seguro de que Rachel ya tiene sospechas. Por eso la he estado mandando a Florida, pero sólo ha sido una forma de aplazarlo. Enseguida lo sabrá. Por eso ha llegado la hora de cambiar de piel y mudarme. Tengo que volver a ser yo mismo, Jack.

Su rostro se iluminó con las últimas palabras. Pensé que iba a confesar quién era, pero no lo hizo.

– ¿Cómo te encuentras, Jack? ¿Un poco mareado?

No contesté, pero él sabía que era así. Me sentía como si estuviera a punto de deslizarme hacia el vacío, como un bote en una cascada. Backus se limitaba a mirarme y hablar con voz monótona, pronunciando mi nombre con frecuencia.

– Deja que te haga efecto, Jack. Limítate a disfrutar de estos momentos. Piensa en tu hermano. Piensa en lo que le vas a decir. Creo que deberías contarle que has resultado ser un gran investigador. Dos en la familia, no está mal. Piensa en la cara de Sean. Sonriendo. Sonriéndote a ti, Jack. Ahora deja que tus ojos se cierren hasta que puedas verle. Adelante. No va a pasar nada. Estás a salvo, Jack.

No logré impedirlo. Se me caían los párpados. Intenté desviar la mirada y observé las luces en el espejo, pero el cansancio me venció. Cerré los ojos.

– Muy bien, Jack. Excelente. ¿Puedes ver a Sean?

Asentí y noté su mano en mi muñeca izquierda. La colocó en el brazo de la silla. Luego hizo lo mismo con la derecha.

– Perfecto, Jack. Eres un sujeto maravilloso. Tan dócil. Ahora no quiero que notes ningún dolor. Ningún dolor, Jack. No importa lo que ocurra. No vas a sentir ningún dolor, ¿entiendes?

– Sí -dije.

– No quiero que te muevas, Jack. De hecho, Jack, no puedes moverte. Tus brazos son como pesos muertos. No puedes moverlos, ¿no es así?

– Sí -dije.

Seguía con los ojos cerrados y tenía la barbilla apoyada en el pecho, pero era perfectamente consciente de lo que me rodeaba. Era como si el cuerpo se hubiera se parado de la mente, como si me viera desde arriba sentado en la silla.

– Ahora abre los ojos, Jack.

Hice lo que me decía y vi a Backus de pie delante de mí. Se había enfundado la pistola bajo la chaqueta abierta y en una mano sostenía una larga aguja de acero. Era mi oportunidad. La pistola estaba en la cartuchera, pero yo no podía moverme de la silla ni llegar hasta él. Mi mente no podía enviar mensajes al cuerpo. Permanecí sentado y quieto, incapaz de hacer otra cosa que observar cómo introducía la punta de la aguja en la palma de mi mano y repetía la operación en dos de los dedos. No hice movimiento alguno para impedírselo.

– Muy bien, Jack. Creo que ahora ya estás preparado para mí. Recuerda, los brazos como pesos muertos. No puedes moverlos por mucho que quieras. No puedes hablar por mucho que quieras. Pero manten los ojos abiertos. No quieres perderte nada.

Dio un paso atrás y me dedicó una mirada de aprobación.

– ¿Quién es el mejor ahora, Jack? -me preguntó-. ¿Quién es el mejor hombre? ¿Quién es el ganador y quién el perdedor?

Me repelía. No podía mover los brazos ni hablar, pero igualmente sentía la energía del terror absoluto que daba alaridos en mi interior. Noté que los ojos se me humedecían, pero no me cayó ninguna lágrima. Vi cómo se llevaba las manos a la hebilla del cinturón mientras decía:

– Ni siquiera tengo que volver a utilizar condón, Jack.

En el mismo momento en que lo decía la luz de la entrada se apagó. Entonces vi a alguien moviéndose entre las sombras y oí su voz. Era Rachel.

– No te muevas ni un milímetro, Bob. Ni un milímetro.

Lo dijo con calma y confianza. Backus se quedó helado, mirándome a los ojos, como si pudiera ver a Rachel reflejada en ellos. Tenía la mirada muerta. Su mano derecha, que Rachel no podía ver, empezó a desplazarse hacia la chaqueta. Yo quería gritar para avisarla, pero no pude. Tensé todos los músculos del cuerpo para intentar moverme un solo centímetro y conseguí separar un poco la pierna izquierda de la silla. Pero ya era bastante. El control de Backus sobre mí empezaba a perder eficacia.

– ¡Rachel! -logré gritar en el momento en que Backus sacaba la pistola de la cartuchera y disparaba a diestro y siniestro.

Hubo un intercambio de tiros y Backus cayó de espaldas al suelo. Oí como uno de los paneles se hacía pedazos y noté el frío de la noche que entraba en la habitación, mientras Backus gateaba hasta protegerse detrás de la silla en la que yo estaba sentado.

Rachel apareció por la esquina, se apoderó de la lámpara y la arrancó del enchufe. La casa quedó en una oscuridad sólo rota por las minúsculas luces del valle. Backus disparó dos veces contra ella, con la pistola tan cerca de mí que me ensordecía. Noté cómo arrastraba la silla hacia atrás para cubrirse mejor. Yo estaba como cuando despiertas de un sueño profundo, pues me costaba moverme. Cuando empecé a levantarme, Backus me clavó la mano en el hombro y me sentó de un golpe.

– Rachel-gritá-, si disparas le darás a él. ¿Es eso lo que quieres? Tira la pistola y sal fuera. Allí hablaremos.

– Olvídalo, Rachel-dije-. Nos matará a los dos. ¡Dispárale! ¡Dispárale!

Rachel acribilló la agujereada pared una vez más. Esta vez la parte más baja. El cañón de su pistola se dirigió hacia un punto justo por encima de mi hombro derecho, pero dudó. Backus no. Disparó dos veces al tiempo que Rachel se ponía a cubierto de un brinco y vi cómo de la esquina de la entrada saltaban esquirlas de yeso.

– ¡Rachel! -grité.

Hundí los talones en la moqueta y, haciendo acopio de fuerzas, empujé la silla hacia atrás con todo el empuje de que fui capaz.

El movimiento sorprendió a Backus. Noté que la silla lo golpeaba contundentemente y que quedaba al descubierto. En ese momento, Rachel se lanzó rodando desde la esquina de la entrada y la habitación se iluminó con la luz de otra ráfaga de su pistola.

Detrás de mí oí un alarido de Backus y luego silencio. Cuando mis ojos se acostumbraron a la penumbra vi que Rachel salía del recibidor y venía hacia mí. Sostenía la pistola en alto con las dos manos, con los codos unidos. Apuntaba detrás de mí. Me di la vuelta lentamente cuando pasó por mi lado. En el precipicio, apuntó hacia abajo, hacia la oscuridad en la que Backus había caído. Se mantuvo tensa y a la expectativa durante por lo menos medio minuto antes de darse por satisfecha.

La casa quedó envuelta en el silencio. Sentí en la piel el frío de la noche. Finalmente, se dio la vuelta y vino hacia mí. Cogiéndome del brazo, tiró de mí hasta que me puse de pie.

– Vamos, Jack -dijo-. Despierta. ¿Estás herido?

– Sean. -¿Qué?

– Nada. ¿Estás bien?

– Eso creo. ¿Estás herido?

Vi que miraba al suelo, detrás de mí, y me giré. Había sangre en el suelo. Y cristales rotos.

– No, no es mía -dije-. Le diste. O se cortó con los cristales.

Retrocedí hasta el borde con ella. Sólo había oscuridad allí abajo. Lo único que se oía era la brisa entre los árboles y el ruido del tráfico que llegaba amortiguado desde la carretera.

– Rachel, lo siento -dije-. Creí… Creí que eras tú. Lo siento.

– No digas nada, Jack. Ya hablaremos.

– Creí que estabas en un avión.

– Después de hablar contigo me di cuenta de que pasaba algo. Entonces me llamó Brad Hazelton y me contó que le habías llamado. Decidí hablar contigo antes de irme. Fui al hotel y te vi salir con Backus. No sé por qué, pero os seguí. Creo que fue porque Bob ya me había mandado antes a Florida, cuando debería haber enviado a Gordon. Desde entonces no me fiaba de él.

– ¿Qué es lo que has oído ahí escondida?

– Lo suficiente, pero no podía hacer nada mientras él no se guardara el arma. Siento que hayas tenido que pasar por todo esto, Jack.

Se apartó del borde, pero yo permanecí allí, fascinado por la oscuridad.

– No le pregunté por los otros. No le pregunté por qué.

– ¿Qué otros?

– Sean, los otros. Beltran tuvo lo que se merecía, pero ¿por qué Sean? ¿Por qué los otros?

– No hay explicación, Jack. Y si la hubiera, nunca la sabríamos. Tengo el coche ahí en la carretera. He de llamar para pedir ayuda y un helicóptero que busque en el barranco. Para asegurarme. Será mejor que llame también al hospital.

– ¿Por qué?

– Para decir cuántas pastillas te has tomado y ver qué tenemos que hacer. Se dirigió a la puerta.

– Rachel-le dije desde atrás-. Gracias.

– De nada, Jack.

50

En cuanto Rachel se fue caí redondo sobre el sofá. El ruido cercano de un helicóptero invadió mis sueños, pero no lo suficiente como para despertarme. Cuando por fin lo hice eran las tres de la madrugada. Me llevaron a la planta trece del edificio federal, a una pequeña sala de interrogatorio. Dos agentes de rostro severo a los que no conocía estuvieron haciéndome preguntas durante las cinco horas siguientes, obligándome a repetir mi historia una y otra vez hasta ponerme enfermo de tanto regurgitarla. Durante esta entrevista no había estenógrafa sentada en un rincón de la sala con su máquina, porque esta vez hablábamos de uno de ellos y tenía la sensación de que querían darle a mi historia la forma que más les convenía antes de que fuera registrada.

Poco después de las ocho me dijeron, por fin, que podía bajar a la cafetería a desayunar antes de que trajeran a la estenógrafa para hacerme un interrogatorio formal. Para entonces habíamos repetido la historia tantas veces que sabía exactamente cómo querían que contestara casi a cualquier pregunta. No tenía hambre, pero tenía tanta necesidad de salir de aquella habitación y alejarme de ellos que hubiera dicho sí a cualquier cosa. Por lo menos no me escoltaron hasta la cafetería como a un prisionero.

Encontré a Rachel allí, sentada a solas en una mesa. Compré un café y un donut que parecía tener tres días de antigüedad y me dirigí hacia ella.

– ¿Puedo sentarme aquí?

– Claro, éste es un país libre.

– A veces lo dudo. Estos muchachos, Cooper y Kelley me han tenido encerrado en esa habitación durante, cinco horas.

– Tienes que entender una cosa. Tú eres el mensajero, Jack. Ellos saben que vas a salir de aquí y vas a contar tu historia a los periódicos, en la televisión, probablemente en un libro. Todo el mundo sabrá la historia de la manzana podrida del FBI. No importa lo buenos que seamos o a cuántos malos detengamos, el hecho de que hubiera un malo entre nosotros va a ser una historia tremenda. Tú te harás rico y nosotros vamos a tener que vivir con lo que venga después. Es por eso, en pocas palabras, por lo que Cooper y Kelley no te han tratado como a una prima donna.

La miré un momento. Al parecer se había tomado un desayuno completo. En su plato había restos de yema de huevo.

– Buenos días, Rachel-le dije-. ¿Por qué no empezamos otra vez desde el principio? Eso la sacó de quicio.

– Mira, Jack, tampoco yo voy a ser amable contigo. ¿Cómo esperas que reaccione ante ti ahora?

– No lo sé. Durante todo el tiempo que he estado con esos muchachos, respondiendo a sus preguntas, no he hecho otra cosa que pensar en ti. En nosotros.

Estuve atento a la reacción de su rostro, pero no la hubo. Mantuvo la mirada fija en el plato.

– Mira, podría tratar de explicarte todas las razones por las que pensaba que eras tú, pero no serviría de nada. Se me viene todo encima, Rachel. Algo está tarado en mi interior… y por eso no podía aceptar lo que me ofrecías sin recelos, sin una especie de cinismo. Fue sobre esa pequeña duda sobre la que todo creció y se hinchó hasta tal punto… Rachel, puedes contar con mi arrepentimiento y mi promesa de que, si me das otra oportunidad, me esforzaré por superarlo, por llenar ese vacío. Y te prometo que lo conseguiré.

Nada, ni siquiera un contacto visual. Tuve que resignarme. Se había acabado.

– Rachel, ¿puedo preguntarte una cosa? -¿Qué?

– Tu padre y tú… ¿Te hizo algún daño?

– ¿Quieres decir si me follaba?

No hice más que mirarla en silencio.

– Eso es parte de mi vida privada y no tengo por qué hablar de ello con nadie.

Le di una vuelta a la taza y me quedé contemplándola como si fuera lo más interesante que hubiera visto en mi vida. En ese momento era yo quien no podía levantar la mirada.

– Bueno, vaya tener que volver a subir -dije por fin-. Sólo me han dado quince minutos. Hice un movimiento para ponerme en pie.

– ¿ Les has hablado de mí? -me preguntó. Me detuve.

– ¿De nosotros? No, he intentado evitarlo.

– No te escondas de ellos, Jack. De todos modos, ya lo saben.

– ¿Se lo contaste tú?

– Sí. No tiene sentido tratar de esconderles nada. Hice un gesto de asentimiento.

– ¿Qué pasa si se lo digo y me preguntan si todavía estamos… si todavía mantenemos esa relación?

– Diles que el jurado sigue reunido.

Asentí de nuevo y me quedé de pie. Al utilizar la palabra jurado me recordó mis pensamientos de la noche anterior, cuando en mi fuero interno, como un jurado de un solo miembro, había llegado a un veredicto sobre ella. Pensé que

era justo que ella estuviera sopesando ahora las pruebas en mi contra.

– Házmelo saber cuando llegues a un veredicto.

Al salir tiré el donut en el cubo de basura que había junto a la puerta de la cafetería.

Era casi mediodía cuando terminé de hablar con Kelley y Cooper. No supe nada acerca de Backus hasta entonces. Al recorrer las oficinas pude darme cuenta de lo vacías que estaban. Las puertas de todas las salas estaban abiertas y los escritorios vacíos. Parecía la oficina de detectives durante el funeral por un policía, y en cierto modo así era. Estuve a punto de volver a la sala de interrogatorios donde había dejado a mis inquisidores para preguntarles qué pasaba. Pero sabía que no les caía bien y que no me dirían nada que no quisieran o que no debieran decirme.

Cuando pasé por la sala de comunicaciones oí el parloteo del transmisor. Miré y vi a Rachel sentada a solas allí. Frente a ella, sobre la mesa había una consola de micrófonos. Entré.

– ¡Hola!

– ¡Hola!

– Listo. Me han dicho que podía irme. ¿Dónde está todo el mundo? ¿Qué pasa?

– Están buscándole todos. -¿A Backus?

Asintió.

– Pensaba… -no terminé. Era obvio que no lo habían encontrado en el fondo del precipicio. No había preguntado antes porque daba por sentado que el cuerpo había sido recuperado-. ¡Dios! ¿Cómo pudo…?

– ¿Sobrevivir? Quién sabe. Se fue mientras ellos llegaban con las linternas y los perros. Había un gran eucalipto. Encontraron sangre en las ramas más altas. La hipótesis es que cayó sobre el árbol. Eso amortiguó la caída. Los perros perdieron su rastro en la carretera, más allá de la colina. El helicóptero no sirvió para mucho más que para tener a todo el vecindario despierto durante casi toda la noche. A todos excepto a ti. Todavía están ahí fuera. Todo el personal está buscándole en las calles, en los hospitales. Y hasta ahora, nada.

– Dios mío.

Backus seguía todavía por ahí. En algún lugar. Era increíble.

– Yo no me preocuparía -dijo ella-. La posibilidad de que te persiga o de que me persiga a mí es muy remota. Su objetivo ahora es escapar. Sobrevivir.

– No es eso lo que quería decir -dije, aunque me temo que sí lo era-. Da miedo. Alguien como él andando por ahí… ¿Han encontrado algo que explique… el porqué?

– Están trabajando. Brass y Brad se ocupan de ello. Pero va a ser un hueso duro de roer. No había ningún indicio. El muro entre sus dos vidas era como la puerta de la cámara acorazada de un banco. En algunos casos nunca encontramos la respuesta. Hay tipos inexplicables. Todo lo que sabemos es que la semilla estaba en su interior. Y un día se desarrolló una metástasis… y él empezó a hacer todo aquello con lo que antes sólo había fantaseado.

No le dije nada. Sólo quería que continuara, que me hablara.

– Van a empezar con su padre -dijo-. Oí que Brass iba a verle hoy en Nueva York. Ésa es una visita que no quisiera tener que hacer. Tu hijo sigue tu camino en el FBI y se convierte en tu peor pesadilla. ¿Cómo era aquella cita de Nietzsche? «Todo aquel que lucha contra monstruos…»

– «… ha de tener cuidado de no convertirse en un uno de ellos.» -Sí.

Nos quedamos en silencio durante unos minutos, pensando en aquello.

– ¿Por qué no estás tú también por ahí fuera? -pregunté al fin.

– Porque me han asignado a labores burocráticas hasta que no se aclare mi relación con el tiroteo… y todo lo demás.

– ¿No es eso muy formal? Sobre todo desde que se sabe que no está muerto.

– Podría ser, pero hay otros factores.

– ¿Nosotros? ¿Somos nosotros uno de esos factores? Ella asintió.

– Podría decirse que mi criterio está puesto en tela de juicio. Enrollarse con un periodista y testigo no es precisamente lo que se podría llamar un comportamiento modélico en el FBI. Y después está lo de esta mañana.

Le dio la vuelta a un folio y me lo entregó. Era un fax de una foto en blanco y negro con mucho grano. En ella estaba yo sentado en una mesa y Rachel de pie entre mis piernas, besándome. Necesité un momento para situarla hasta que reconocí que era de la sala de urgencias del hospital.

– ¿Te acuerdas del médico que viste mirándonos? -preguntó Rachel-. Bueno, pues no era tal doctor. Era una especie de pedazo de mierda á &freelance que vendió esta fotografía al National Enquirer. Seguro que se coló disfrazado. El martes la foto estará en todos los supermercados del país, ya verás. Pero para mantener su elevada ética periodística, mandaron esto por fax y pidieron una entrevista, o al menos un comentario. ¿Qué te parece, Jack? ¿Crees que el comentario apropiado sería «Que os den morcilla»? ¿Crees que lo publicarían?

Dejé la foto encima de la mesa y miré a Rachel.

– Lo siento, Rachel.

– ¡Es la única respuesta que se te ocurre últimamente! «¡Lo siento, Rachel. Perdona, Rachel!» No te sienta nada bien,

Jack.

Apunto estuve de decirlo otra vez, pero me limité a asentir con la cabeza. Me quedé mirándola sin comprender cómo había podido meter tanto la pata. En ese momento supe que había perdido todas mis posibilidades con ella. Sentí pena de mí mismo y repasé mentalmente las partes que habían formado el todo y que me habían convencido de algo que, en el fondo de mi corazón, tendría que haber reconocido como falso. Buscaba excusas, pero sabía que no las tenía.

– ¿Te acuerdas del día en que nos conocimos y me llevaste a Quantico? -pregunté.

– Sí, me acuerdo.

– El despacho al que me llevaste era el de Backus, ¿verdad? Yo tenía que hacer unas llamadas. ¿Por qué lo hiciste? Yo creía que era el tuyo.

– No, yo no tengo despacho. Tengo una mesa y un poco de espacio para trabajar. Te llevé allí para que tuvieras un poco de intimidad. ¿Por qué?

– Por nada. Es que ése era uno de los detalles que parecían… encajar tan perfectamente antes. Según el calendario de la mesa, él estaba de vacaciones cuando Orsulak… Por eso pensé que me habías mentido cuando dijiste que hacía mucho que no hacías vacaciones.

– No vamos a hablar de eso ahora.

– Entonces, ¿cuándo? Si no lo hablamos ahora, no lo hablaremos nunca. Cometí un error, Rachel, y no tengo excusa. Pero quiero que sepas lo que yo sabía. Quiero que comprendas lo que yo…

– ¡Me importa un rábano!

– A lo mejor te ha importado un rábano todo el tiempo.

– No intentes echarme la culpa. Eres tú el que lo ha echado todo a perder, no yo…

– ¿Qué hiciste aquella noche, la primera, cuando te fuiste de mi habitación? Llamé por teléfono y no estabas. Llamé a tu puerta, y tampoco. Cuando estaba en el pasillo vi a Thorson, que venía de la farmacia. Tú le mandaste ir, ¿verdad?

Bajó la mirada durante un rato que se me hizo larguísima.

– Dime eso al menos, Rachel.

– Yo también me lo encontré en el pasillo -dijo en voz baja-. Antes que tú, cuando salí de tu habitación. Me dio tanta rabia que estuviera allí, que Backus le hubiera convocado… Me sacó de quicio. Me entraron ganas de herirle de alguna manera, de humillado. Necesitaba… algo.

Así que le dio a entender que lo esperaría y lo mandó a la farmacia a comprar condones. Pero cuando volvió, ella ya no estaba.

– Estaba en mi habitación cuando llamaste por teléfono y cuando viniste a buscarme. No contesté porque creí que era él. Seguro que también lo intentó porque llamaron dos veces a la puerta y dos veces por teléfono, pero yo no contesté a ninguna.

Asentí con un gesto.

– No me alegro de habérselo hecho -dijo-, y menos ahora.

– Todos nos arrepentimos de cosas que hemos hecho, Rachel. Pero eso no nos impide seguir adelante. No tendría que ser así.

No dijo nada.

– Ahora tengo que irme, Rachel. Espero que las cosas te vayan bien. Y espero que me llames algún día. Estaré esperándote.

– Adiós, Jack.

Al separarme de ella, levanté la mano. Con un dedo tracé la silueta de su boca, nuestras miradas se encontraron y se prendieron un momento. Después, salí.

51

Acurrucado en la oscuridad del túnel de canalización de aguas pluviales, trató de descansar y de concentrarse en dominar el dolor. Ya sabía que había infección. La herida no era grave en sí, la bala sólo había rasgado la musculatura abdominal, antes de volver a salir, pero el proyectil estaba sucio y notaba que los gérmenes empezaban a expandirse por su cuerpo, haciendo que deseara tumbarse y dormir.

Miró hacia la salida del largo y oscuro túnel. La escasa luz que sé filtraba desde arriba, aquí y allá, lo hacía parecer interminable. Apoyándose en la resbaladiza pared, se puso en pie y echó a andar de nuevo. «Un día -se decía mientras caminaba-, aguanta un día y aguantarás los demás.» Se lo repetía mentalmente como una letanía.

En cierto modo, era un alivio. A pesar del dolor al que ahora se añadía el hambre, sentía alivio. Se acabó la doble vida. Había caído la fachada. Backus ya no existía. Ahora sólo quedaba el ídolo. Y el ídolo triunfaría. Ellos no eran nada hasta que llegó él, y nada podrían hacer para detenerlo.

– ¡NADA!

El eco se llevó su voz túnel adentro, hacia la oscuridad, hasta que se extinguió. Tapándose la herida con una mano, se dirigió hacia allí.

52

A finales de la primavera, un inspector municipal del Departamento de Agua y Energía que investigaba el origen de un fétido olor que había provocado las quejas de los residentes en la zona encontró los restos del cuerpo en los túneles.

Los restos de «un» cuerpo. Llevaba su documentación y la placa del FBI y las ropas eran las suyas. Lo encontraron, lo que quedaba de él, sobre un escalón de cemento en la confluencia subterránea de dos colectores del alcantarillado. No fue posible aclarar la causa de la muerte, dado el avanzado estado de descomposición de los restos -acelerada por la humedad, la fetidez del ambiente en las cloacas y la acción de los animales-, y eso imposibilitó alcanzar resultados precisos en la autopsia. El examinador médico encontró lo que parecía ser el canal de una herida y una costilla rota en la carne putrefacta, pero no halló ningún fragmento de bala que pudiera relacionar de manera concluyente la herida con la pistola de Rachel.

La identificación quedó igualmente inconclusa en todos sus aspectos. Estaban la placa y el carnet de identidad y las ropas, pero ninguna otra cosa que probara que esos fueran realmente los restos del agente especial Robert Backus, Jr. Los animales que se habían ensañado con el cadáver -si realmente habían sido animales- se habían llevado toda la mandíbula inferior y el puente superior, imposibilitando la comparación con los registros dentales.

A mí, eso me parecía demasiada casualidad. A mí y a otros. Brad Hazelton me llamó para informarme de esos datos. Me dijo que el FBI había dado el caso oficialmente por cerrado, pero que había quienes deseaban seguir buscándolo, de modo extraoficial. Según él, algunos habían visto en los restos descubiertos en el túnel de drenaje poco más que una piel que Backus había dejado tras de sí; probablemente se trataba de un vagabundo con el que se habría encontrado en las alcantarillas. Hazelton añadió que pensaban que Backus estaba todavía por ahí, y así lo creía yo también.

Brad Hazelton me dijo que, aunque oficialmente la búsqueda de Backus podía haber concluido, los esfuerzos para explorar sus motivos psicológicos seguían adelante. Pero cascar la nuez de la patología de Backus se estaba revelando como algo difícil. Los agentes estuvieron tres días en su finca, cerca de Quantico, pero no encontraron nada relacionado con su vida secreta, ni siquiera por aproximación. Ni recuerdos de sus asesinatos, ni recortes de periódicos. Nada.

Sólo había algunas cosas sabidas, pistas sin importancia. Un padre perfeccionista que no escatimaba el castigo, una fijación obsesiva y compulsiva por la limpieza -recordé su escritorio en Quantico y el modo en que enderezó el calendario cuando se lo hice notar-, un compromiso roto años atrás por una novia que le contó a Brass Doran que Backus le exigía que se duchara inmediatamente antes y después de hacer el amor. Un amigo del instituto acudió a contarle a Hazelton que Backus le había confesado una vez que cuando se orinaba en la cama de pequeño su padre le esposaba a la barra de las toallas de la ducha, historia ésta que fue desmentida por Robert Backus, Sr.

Pero eso eran sólo detalles, no respuestas. Eran fragmentos de una personalidad mucho más compleja que sólo se podía suponer. Recordé lo que Rachel me dijo una vez. Que era como si se intentara recomponer un espejo hecho añicos. Cada pieza refleja una parte del sujeto. Pero si el sujeto se mueve, también se mueve el reflejo.

He seguido en Los Angeles desde que ocurrió todo. Me arregló la mano un cirujano de Beverly Hills y solamente me duele después de pasar todo un día ante el ordenador.

He alquilado una casita en las colinas y en días claros puedo ver el reflejo del sol sobre el Pacífico al menos hasta veinticinco kilómetros de distancia. Los días nublados la vista es deprimente y mantengo las persianas cerradas. A veces, por la noche, oigo a los coyotes aullar en el barranco de Nichol. El clima es cálido y no tengo ningunas ganas de volver a Colorado. Hablo con mi madre, con mi padre y con Riley con regularidad -mucho más a menudo que cuando estaba allí-, pero todavía temo a los fantasmas de allí más que a los de aquí.

Oficialmente, estoy de permiso en el Rocky. Grez Glenn quiere que vuelva, pero lo mantengo pendiente de una respuesta. Soy un enchufado. Ahora soy un periodista famoso -he salido en el programaNigthUne y en el de Larry King- y Greg pretende mantenerme en plantilla. De modo que, por el momento, disfruto de un permiso indefinido mientras escribo mi libro.

Mi representante vendió el libro y los derechos cinematográficos por más dinero del que yo ganaría trabajando en el Rocky durante diez años. Pero la mayor parte del dinero, cuando lo tenga todo, irá a parar a un fondo para el hijo de Riley que aún no ha nacido. El hijo de Sean. De todos modos, creo que no sabría qué hacer con tanto dinero en mi cuenta bancaria y no me siento con derecho a tenerlo. Es dinero manchado de sangre. Cuando me llegue el primer pago del editor, guardaré lo suficiente para vivir aquí, en Los Angeles, y tal vez haga un viaje a Italia cuando termine el primer borrador.

Allí es donde está Rachel. Me lo dijo Hazelton. Cuando le dijeron que la iban a sacar del BSS y que la iban a mandar fuera de Quantico, se tomó una excedencia y se fue al extranjero. Tenía la esperanza de saber algo de ella, pero no he recibido ni una palabra. Creo que no la voy a recibir ahora y no creo que me fuera a Italia, como ella me sugirió una vez. Por la noche, el peor de mis fantasmas es aquel fallo interior que me hizo dudar de aquello que más deseaba.

53

La muerte es lo mío. Me gano la vida con ella. Con ella he forjado mi prestigio profesional. Le he sacado provecho. Siempre ha estado rondando a mi alrededor, aunque nunca tan cerca como en aquellos momentos con Gladden y Backus, cuando me echaba el aliento a la cara, clavaba sus ojos en los míos y hacía ademán de agarrarme.

Lo que más recuerdo son sus ojos. No puedo irme a dormir sin pensar antes en sus ojos. No por lo que veía en ellos, sino por lo que no tenían, por lo que les faltaba. Detrás de ellos sólo había oscuridad. Un desespero vacío tan intrigante que a veces me descubría a mí mismo luchando contra el sueño para pensar en él. Y cuando pienso en ellos no puedo dejar de pensar también en Sean. Mi hermano gemelo. Me pregunto si, en el instante final, miró a su asesino a los ojos. Me pregunto si vio lo que yo vi. Una maldad tan pura y tan terrorífica como una llamarada. Todavía lloro por Sean. Y lo seguiré haciendo siempre. Y mientras espero y aguardo al ídolo, me pregunto cuándo volveré a ver esa llamarada.

Agradecimientos

Quisiera expresar mi agradecimiento a las siguientes personas, por la ayuda y el apoyo que me han prestado:

Muchas gracias a mi editor, Michael Pietsch, por su larga y ardua tarea con este manuscrito, y a sus colegas de Little, Brown & Company sobre todo a mi amigo Tom Rusch, por todos los esfuerzos que han hecho en mi favor.

Mi esposa Linda y todos los miembros de mi familia me proporcionaron una ayuda inestimable al leer los primeros borradores y mostrarme, en no pocas ocasiones, dónde me estaba equivocando.

En lo referente a investigaciones, quiero agradecer a Bill Ryan y a Rick y Kim Garza su ayuda y la paciencia que demostraron ante mis preguntas.

También me siento agradecido hacia los numerosos libreros que he tenido ocasión de conocer en los últimos años y que han puesto mis historias en manos de los lectores.

Finalmente, mi reconocimiento más profundo a Edgar Alian Poe por su poesía.

Michael Connelly

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