El sindicato de policía yiddish
Michael Chabon
EL SINDICATO
DE POLICÍA YIDDISH
Título original: The Yiddish Policemen's Union
Edición en formato digital: enero de 2011
© 2007, Michael Chabon
© 2008, Random House Mondadori, S.A.
Travessera de Gràcia, 47-49. 08021 Barcelona
© 2008, Javier Calvo Perales, por la traducción
Diseño de la cubierta: Random House Mondadori, S.A.
ISBN: 978-84-397-2302-8
Para Ayelet,
bashert
Y se hicieron a la mar en un colador.
EDWARD LEAR
1
Nueve meses lleva Landsman apalancado en el hotel Zamenhof sin que ninguno de sus compañeros de alojamiento se las apañe para que lo asesinen. Y ahora alguien le acaba de meter una bala en el cerebro al ocupante de la 208, un yid que se hacía llamar Emanuel Lasker.
—No contestaba el teléfono y no abría la puerta —dice Tenenboym, el encargado de noche, cuando llega para sacar de la cama a Landsman. Landsman vive en la 505, que tiene vistas al letrero de neón del hotel de la otra acera de la calle Max Nordau. Se trata del hotel Blackpool, una palabra que figura en las pesadillas de Landsman—. He tenido que entrar con mi llave en su habitación.
El encargado de noche es un ex marine americano que se desenganchó de la heroína por su cuenta en los sesenta, tras regresar a casa del caos de la guerra de Cuba. El interés que se toma por la población de clientes del Zamenhof es maternal. Les fía los pagos y se asegura de que nadie los moleste cuando es lo que necesitan.
—¿Ha tocado usted algo de la habitación? —dice Landsman.
—Solamente el dinero en metálico y las joyas.
Landsman se pone los pantalones y los zapatos y se sube los tirantes. Luego él y Tenenboym se giran para mirar el pomo de la puerta, del que cuelga una corbata roja con una franja marrón gruesa y ya anudada para ahorrar tiempo. A Landsman todavía le faltan ocho horas para su próximo turno. Ocho horas de rata, bebiendo de su botella, en su tanque de cristal con virutas de madera en el fondo. Landsman suspira y va a buscar la corbata. Se la pone por la cabeza y se embute el nudo en el cuello de la camisa. Se pone la chaqueta, la palpa en busca de la cartera y la insignia que están en el bolsillo de la pechera y da unos golpecitos al sholem que lleva en una pistolera debajo del brazo, una Smith & Wesson recortada Modelo 39.
—Odio despertarlo, detective —dice Tanenboym—. Pero me he dado cuenta de que usted en realidad no duerme.
—Sí que duermo —dice Landsman. Coge el vaso de chupitos que suele llevar consigo últimamente, un recuerdo de la Exposición Universal de 1977—. Lo que pasa es que lo hago en calzoncillos y camisa. —Levanta el vaso y brinda por los treinta años que han pasado desde la Exposición Universal de Sitka. Una cumbre de la civilización judía en el norte, dice la gente, ¿y quién es él para discutirlo? Meyer Landsman tenía catorce años aquel verano y acababa de descubrir el esplendor de las mujeres judías, para quienes 1977 parece que fue alguna clase de hito—. Sentado en una silla. —Vacía el vaso—. Y con un sholem encima.
De acuerdo con los médicos, con los psicólogos y con su ex mujer, Landsman bebe para automedicarse, afinando los tubos y los cristales de sus estados de ánimo con un tosco martillo de coñac de ciruela de cincuenta grados. Pero la verdad es que Landsman solamente tiene dos estados de ánimo: trabajar o estar muerto. Meyer Landsman es el shammes más condecorado del distrito de Sitka, el hombre que resolvió el asesinato de la hermosa Froma Lefkowitz a manos de su marido el peletero, y el que atrapó a Podolsky el Asesino del Hospital. Su testimonio mandó a Hyman Tsharny a una prisión federal para el resto de su vida, la primera y última vez que se consiguió que no se retiraran los cargos contra un mafioso verbover. Tiene la memoria de un convicto, las pelotas de un bombero y la vista de un desvalijador de casas. Cuando hay crímenes que combatir, Landsman se lanza por Sitka como si tuviera la pernera del pantalón enganchada a un cohete. Es como si detrás de él sonara la música de una película, toda llena de castañuelas. El problema llega en las horas en que no está trabajando, cuando los pensamientos se le empiezan a escapar por la ventana abierta del cerebro como páginas que vuelan de un secante. A veces hace falta un pisapapeles muy pesado para evitar que vuelen.
—Odio darle más trabajo —dice Tenenboym.
Durante la época en que trabajaba en Narcóticos, Landsman detuvo cinco veces a Tenenboym. Esa es la única base para la especie de amistad que los une. Y resulta casi suficiente.
—No es trabajo, Tenenboym —dice Landsman—. Lo hago por amor.
—A mí me pasa lo mismo —dice el encargado de noche—. Con hacer de encargado de noche de un hotelucho de mierda.
Landsman pone la mano en el hombro de Tenenboym y los dos parten a evaluar el estado del difunto, apretándose para entrar en el único ascensor del Zamenhof, o ELEVATORO, como lo llama la plaquita metálica que hay encima de la puerta. Cuando se construyó el hotel hace cincuenta años, todos sus letreros de direcciones, etiquetas, carteles y avisos estaban impresos en esperanto sobre placas de latón. La mayoría hace tiempo que han desaparecido, víctimas del abandono, del vandalismo o del reglamento de incendios.
Ni la puerta ni el marco de la puerta de la 208 muestran señales de que nadie haya entrado por la fuerza. Landsman cubre el pomo con su pañuelo y abre la puerta dándole un golpecito con la puntera del mocasín.
—Tuve una sensación rara —dice Tenenboym mientras entra en la habitación detrás de Landsman—. La primera vez que vi al tipo. ¿Conoce la expresión «un hombre destrozado»?
Landsman admite que la expresión le resulta familiar.
—La mayoría de la gente a la que se aplica no la merece realmente —dice Tanenboym—. La mayoría de los hombres, en mi opinión, ya de entrada no tienen nada que destrozar. Pero este Lasker... Era como uno de esos palitos que se parten y se encienden. ¿Sabe? Y dan luz durante unas horas. Y dentro del mismo se oye un tintineo de cristales rotos. No sé, olvídelo. No era más que una sensación rara que tuve.
—Últimamente todo el mundo tiene sensaciones raras —dice Landsman, tomando unas cuantas notas más en su cuadernito negro sobre el estado de la habitación, a pesar de que no le hace falta tomarlas, porque casi nunca olvida un detalle de una descripción física. A Landsman le ha dicho la misma confederación difusa de médicos, psicólogos y su antigua cónyuge que el alcohol va a matar su don para el recuerdo, pero hasta ahora, por desgracia para él, dicha afirmación ha resultado ser falsa. Su visión del pasado continúa intacta—. Hemos tenido que abrir una línea telefónica especial solo para tratar con esas llamadas.
—Corren tiempos extraños para ser judío —admite Tenenboym—. De eso no cabe duda.
Encima del tocador de contrachapado hay un montoncito de libros en edición de bolsillo. En la mesilla de noche Lasker tenía un tablero de ajedrez. Parece que tenía una partida en marcha, una partida en medio juego y de aspecto desordenado donde el rey negro estaba siendo atacado en el centro del tablero y las blancas llevaban un par de piezas de ventaja. Era un ajedrez barato, con un tablero cuadrado de cartón que se doblaba por el medio y las piezas huecas y con rebabas de plástico allí donde estaban troqueladas.
La luz de una lámpara de pie de triple pantalla situada junto al televisor está encendida. La mitad de las bombillas de la habitación que no son el fluorescente del baño han sido sacadas o bien se ha dejado que se quemaran. En el antepecho de la ventana hay un paquete de una popular marca de laxantes sin receta. La ventana está abierta una pulgada, que es lo más que se puede abrir, y cada pocos segundos las persianas metálicas dan un porrazo por el fuerte viento que sopla procedente del golfo de Alaska. El viento trae un aroma agrio a pulpa de madera, un olor a diésel de barcos y a la matanza y el enlatado de los salmones. De acuerdo con «Nokh Amol», una canción que aprendieron en la escuela primaria Landsman y todos los demás judíos de Alaska de su generación, el olor del viento del golfo llena las narices judías de una sensación de promesa, de posibilidades, de la oportunidad de empezar de nuevo. «Nokh Amol» data de la época del Oso Polar, a principios de la década de 1940, y se supone que es una expresión de gratitud por otra liberación milagrosa: Una Vez Más. Hoy día los judíos del distrito de Sitka suelen oír el sonsonete irónico que siempre estuvo presente en ella.
—Tengo la sensación de haber conocido a muchos yids ajedrecistas que tomaban heroína —dice Tenenboym.
—Yo también —dice Landsman, bajando la vista para mirar al difunto y dándose cuenta de que había visto a ese yid por el Zamenhof. Un hombre con pinta de pajarillo. Mirada brillante, pico respingón. Un ligero rubor en las mejillas y en la garganta que podría haber sido rosácea. No era un tío chungo, ni una escoria, no acababa de ser un alma perdida. Un yid no muy distinto de Landsman, tal vez, salvo por la droga que había elegido. Uñas limpias. Siempre con corbata y sombrero. Una vez leyó un libro con notas a pie de página. Ahora Lasker está tumbado boca abajo, sobre la cama abatible, de cara a la pared, vestido únicamente con unos calzoncillos blancos reglamentarios. Pelo rojo anaranjado y pecas rojas anaranjadas y tres días de barba dorada en las mejillas. Un asomo de papada que Landsman achaca a una vida ya desaparecida de niño gordo. Los ojos hinchados en sus órbitas de color rojo oscuro. En la nuca tiene un agujero diminuto y quemado, un abalorio de sangre. Ninguna señal de lucha. Nada que indique que Lasker se lo esperaba o que se diera cuenta de nada en el mismo momento en que estaba pasando. Por lo que ve Landsman, la almohada de la cama no está—. De haberlo sabido, tal vez le habría propuesto una partida o dos.
—No sabía yo que usted jugara.
—Soy muy malo —dice Landsman. Junto al armario, sobre una moqueta mullida del mismo color verde amarillento medicamentoso de las pastillas para la garganta, divisa una pluma blanca y diminuta. Landsman abre de un tirón la puerta del armario y allí en el suelo está la almohada, con un disparo en el centro para silenciar la sacudida de los gases que estallan dentro del casquillo—. Nunca me ha gustado el medio juego.
—Según mi experiencia, detective —dice Tenenboym—, el medio juego lo es todo.
—A mí me lo cuenta —dice Landsman.
Y llama para despertar a su compañero, Berko Shemets.
—Detective Shemets —dice Landsman por su teléfono móvil, un shoyfer AT del departamento—. Soy su compañero.
—Te supliqué que no volvieras a hacer esto, Meyer —dice Berko. No hace falta decir que a él también le faltan ocho horas para su siguiente turno.
—Tienes derecho a estar enfadado —dice Landsman—. Simplemente he pensado que podía ser que todavía estuvieras despierto.
—Estaba despierto.
A diferencia de Landsman, Berko Shemets no se ha cargado por completo su matrimonio ni su vida personal. Todas las noches duerme en los brazos de su excelente esposa, cuyo amor por él es merecido, correspondido y apreciado por su marido, un hombre inquebrantable que nunca le ha dado ninguna razón para la tristeza o la alarma.
—Mal rayo te parta, Meyer —dice Berko, y luego, en americano—: Maldita sea.
—Tengo lo que parece un homicidio aquí en mi hotel —dice Landsman—. Un residente. Un solo disparo en la nuca. Silenciado con una almohada. Muy limpio.
—Un asesinato por encargo.
—Esa es la única razón por la que te estoy molestando. La naturaleza inusual de la muerte.
Sitka, con una población de tres coma dos millones de personas por toda la franja alargada y desigual de su área metropolitana, tiene una media de setenta y cinco homicidios por año. Unos cuantos están relacionados con las bandas: shtarkers rusos que se ejecutan entre ellos en estilo libre. El resto de los homicidios de Sitka son lo que se llama crímenes pasionales, que es una forma concisa de expresar el producto matemático del alcohol y las armas de fuego. Las ejecuciones a sangre fría son tan escasas como difíciles de borrar de la enorme pizarra de la sala de la brigada, que es donde se lleva la cuenta de los casos abiertos.
—Estás fuera de servicio, Meyer. Da el aviso. Pásaselo a Tabatchnik y a Karpas.
Tabatchnik y Karpas, los otros dos detectives que componen la Brigada B de la sección de Homicidios de la policía del distrito, comisaría de Sitka, son quienes hacen el turno de noche este mes. Landsman tiene que reconocer que no le desagrada la idea de dejar que esta paloma se cague en los sombreros de ellos.
—Bueno, lo haría —dice Landsman—, pero es que es el sitio donde yo vivo.
—¿Lo conocías? —dice Berko suavizando el tono.
—No —dice Landsman—. No conocía al yid.
Aparta la mirada de la extensión pálida y pecosa del muerto que está tumbado en la cama abatible. A veces no puede evitar sentir lástima por ellos, pero es mejor no coger la costumbre.
—Mira —dice Landsman—, tú vuélvete a la cama. Hablaremos de ello mañana. Siento haberte molestado. Buenas noches. Dile a Ester-Malke que lo siento.
—Pareces un poco raro, Meyer —dice Berko—. ¿Estás bien?
En los últimos meses Landsman ha hecho una serie de llamadas a su compañero a horas intempestivas, despotricando y divagando en un dialecto alcohólico de profunda pena. Hace dos años que abandonó su matrimonio, y en abril pasado su hermana pequeña estrelló su avioneta Piper Super Cub en la ladera del monte Dunkelblum, arriba en los bosques. Pero ahora Landsman no está pensando en la muerte de Naomi, ni tampoco en la vergüenza de su divorcio. Lo que lo ha dejado hecho polvo es una visión en la que está sentado en la sala de estar mugrienta del hotel Zamenhof, en un sofá que alguna vez fue blanco, jugando al ajedrez con Emanuel Lasker, o como sea que se llamara en realidad. Despojándose del poco resplandor que les queda en compañía del otro y escuchando el dulce tintineo de los cristales rotos de su interior. El hecho de que Landsman aborrezca el ajedrez no hace que la imagen resulte menos conmovedora.
—El tipo jugaba al ajedrez, Berko. Yo no lo sabía. Eso es todo.
—Por favor —dice Berko—. Por favor, Meyer, te lo suplico, no te pongas a lloriquear.
—Estoy bien —dice Landsman—. Buenas noches.
Landsman llama a la centralita para asignarse a sí mismo como detective principal en el caso Lasker. Otro homicidio de mierda no va a hacerle ningún daño especial a su tasa de éxitos como detective jefe. Y tampoco es que importe. El primero de febrero, la soberanía sobre todo el distrito federal de Sitka, un paréntesis torcido de costa rocosa que discurre por las riberas occidentales de las islas de Baranof y Chichagof, será devuelta al estado de Alaska. La policía del distrito, a la que Landsman ha dedicado su pellejo, cabeza y alma durante veinte años, será disuelta. No está nada claro que ni Landsman ni Berko Shemets ni nadie más vayan a conservar sus trabajos. No hay nada claro sobre la inminente Revocación, y es por eso que corren tiempos extraños para ser judío.
2
Mientras espera a que aparezca el latke de guardia, Landsman se dedica a llamar a puertas. Esta noche la mayoría de los ocupantes del Zamenhof están fuera, en cuerpo o en mente, y a juzgar por lo que les saca al resto, es como si estuviera llamando a puertas en la escuela Hirshkovits para sordos. Son una pandilla de yids nerviosos, medio atontados, malolientes y malhumorados, los residentes del hotel Zamenhof, pero esta noche ninguno de ellos parece más trastornado de lo normal. Y ninguno de ellos le parece a Landsman la clase de persona que le pone una pistola de calibre grande contra la base del cráneo a un hombre y lo mata a sangre fría.
—Estoy perdiendo el tiempo con estos fuleros —le dice Landsman a Tenenboym—. ¿Y está seguro de que no ha visto nada ni a nadie fuera de lo común?
—Lo siento, detective.
—Usted también es un fulero, Tenenboym.
—No discuto la acusación.
—¿La puerta de servicio?
—La estaban usando traficantes —dice Tenenboym—. Le tuvimos que poner una alarma. Yo la habría oído.
Landsman hace que Tenenboym telefonee al encargado de día y al tipo de los fines de semana, que están repantingados en sus camas. Ambos caballeros se muestran de acuerdo con Tenenboym en que, por lo que ellos saben, nadie ha llamado al muerto ni ha preguntado por él. Nunca. Ni una sola vez durante su estancia en el Zamenhof. Ni visitas, ni amigos, ni siquiera el chaval que hace el reparto a domicilio de Pearl of Manila. Así pues, piensa Landsman, hay una diferencia entre Lasker y él: Landsman recibe visitas ocasionales de Romel, que le trae una bolsa de papel marrón de lumpia.
—Voy a comprobar el tejado —dice Landsman—. No deje salir a nadie y llámeme cuando el latke decida aparecer.
Landsman va en elevatoro hasta el octavo piso y sube pisando fuerte un tramo de escaleras de cemento con reborde de acero que llevan al tejado del Zamenhof. Recorre el perímetro, mirando el tejado del Blackpool que está al otro lado de la calle Max Nordau. Observa las estructuras vecinas seis o siete pisos más bajas que hay más allá de las cornisas norte, este y sur. La noche es una mancha de color naranja por encima de Sitka, un compuesto de niebla y de la luz de las farolas de vapor de sodio. Igual de traslúcida que las cebollas cocinadas en grasa de pollo. Las lámparas de los judíos se extienden desde la ladera del monte Edgecumbe al oeste, por las setenta y dos islas artificiales del estrecho, a través del Shvartsn-Yam, el cabo de Halibut, South Sitka y del Nachtasyl, a través del Harkavy y del Untershtat, antes de ser apagadas al este por la cordillera de Baranof. En la isla de Oysshtelung, la baliza que hay en la punta del Imperdible —el único superviviente de la Exposición Universal— emite su advertencia intermitente a los aviones o a los yids. Landsman puede oler los despojos de pescado de las plantas de enlatado, la grasa de las freidoras del Pearl of Manila, la humareda de los taxis y un aroma embriagador de sombreros recién hechos procedente de la Fábrica de Fieltro Grinspoon que hay a dos manzanas.
—Se está bien allí arriba —dice Landsman cuando vuelve a bajar al vestíbulo, con su encanto de ceniceros, sus sofás amarillentos, las sillas llenas de cicatrices y las mesas en las que a veces se ve a un par de residentes del hotel matando una hora con una partida de pinocle—. Tendría que subir más a menudo.
—¿Qué hay del sótano? —dice Tenenboym—. ¿Va a echar un vistazo allí abajo?
—El sótano —dice Landsman, y el corazón le traza un repentino movimiento de caballo de ajedrez en el pecho—. Supongo que debería.
Landsman es un tipo duro, a su manera, con tendencia a hacer apuestas arriesgadas. Lo han llamado tipo duro e insensato, lo han llamado momzer y chiflado hijo de puta. Se ha enfrentado a shtarkers y a psicópatas, le han disparado, le han dado palizas, lo han congelado y lo han quemado. Ha perseguido a sospechosos entre murallas centelleantes de tiroteos urbanos y en las profundidades de bosques infestados de osos. Alturas, multitudes, serpientes, casas en llamas, perros entrenados para odiar el olor de los policías, todo se lo ha quitado de encima sin esfuerzo o bien ha actuado pese a ello. Pero cuando se encuentra a sí mismo en espacios sin luz o cerrados, algo en el alma animal de Meyer Landsman se retuerce. Solo lo sabe su ex mujer, pero el detective Meyer Landsman le tiene miedo a la oscuridad.
—¿Quiere que vaya con usted? —dice Tenenboym en tono brusco, aunque nunca se sabe con una vieja verdulera sensible como Tenenboym.
Landsman finge que se burla de la oferta.
—Limítese a darme una maldita linterna —dice.
El sótano exhala su aliento de alcanfor, aceite de calefacción y polvo frío. Landsman tira de un cordel que enciende una bombilla desnuda, contiene la respiración y baja.
Al pie de las escaleras, pasa por la sala de artículos perdidos, revestida de tableros de madera y amueblada con estanterías y chiribitiles que albergan los millares de objetos abandonados u olvidados en el hotel. Zapatos desparejados, gorros de piel, una trompeta, un zepelín a cuerda. Una colección de cilindros de cera para gramófono que contienen toda la producción grabada de la Orquesta Orfeón de Estambul. Un hacha de leñador, dos bicicletas, un puente dental dentro de un vaso de hotel. Pelucas, bastones, un ojo de cristal, manos de muestra dejadas allí por un vendedor de maniquíes. Libros de oraciones, chales para rezar dentro de sus bolsas de terciopelo con cremallera, un ídolo extravagante con cuerpo de bebé gordezuelo y cabeza de elefante. Hay un cajón de refrescos de madera lleno de llaves, otro con todos los utensilios de peluquería habidos y por haber, desde planchas hasta rizadores de pestañas. Fotografías enmarcadas de familias en tiempos mejores. Un críptico artefacto de goma retorcida que podría ser un juguete sexual, un artilugio anticonceptivo o el secreto patentado de una prenda íntima. Algún yid incluso se dejó en el hotel una marta disecada, estilizada y sonriente, con unos ojos de cristal que son como goterones endurecidos de tinta.
Landsman hurga en el cajón de las llaves con un lápiz. Mira dentro de todos los sombreros y manosea el espacio de las estanterías que queda detrás de los libros en edición de bolsillo. Oye su propio corazón y huele su propio aliento de aldehído, y al cabo de unos minutos de silencio, el sonido de la sangre en sus oídos empieza a recordarle a alguien que habla. Mira detrás de las cisternas de agua caliente, que están sujetas entre sí con correas de acero como camaradas en una aventura condenada al fracaso.
Después le llega el turno a la lavandería. Cuando tira del cordel de la luz, no pasa nada. La oscuridad allí dentro es diez grados más profunda, y a la vista no hay nada más que paredes vacías, cables de conexión cortados y agujeros para desaguar en el suelo. Hace años que el Zamenhof no lava su ropa. Landsman mira los agujeros de desaguar y la oscuridad que ve dentro de ellos es densa y aceitosa. Después nota un revoloteo, un gusano, en el vientre. Flexiona los dedos y hace crujir los huesos del cuello. En la otra punta de la lavandería, una puerta compuesta de tres tablones sujetos por un cuarto tablón clavado en diagonal sella una trampilla baja. La puerta de madera tiene un trozo de cuerda en lugar de pestillo y un gancho donde enlazarlo.
Un compartimento secreto. La idea misma basta para llenar a Landsman de temor.
Calcula cuántas posibilidades hay de que dentro de ese agujero pueda haber escondido cierto estilo de asesino, no uno profesional ni tampoco un verdadero aficionado, ni siquiera un maníaco normal y corriente. La posibilidad existe, pero al tipejo le habría costado bastante enlazar la cuerda en el gancho desde dentro. Esa mera lógica ya casi basta para convencerlo de que no pierda tiempo con la trampilla. Al final Landsman enciende la linterna y se la pone entre los dientes. Se sube las perneras de los pantalones y se pone de rodillas. Solamente para mortificarse a sí mismo, ya que mortificarse a sí mismo, mortificar a los demás y mortificar al mundo es el pasatiempo y único patrimonio de Landsman y de su gente. Con una mano desenfunda su pequeña gran Smith & Wesson y con la otra toquetea el trozo de cuerda. Por fin abre de golpe la trampilla.
—Sal —dice con los labios resecos, la voz ronca como de vejestorio asustado.
La euforia que sentía en el tejado ya se ha enfriado como un filamento fundido. Sus noches son un desperdicio, su vida y su carrera son una serie de equivocaciones, su ciudad misma es una bombilla que está a punto de apagarse.
Introduce el torso en el agujero. El aire está frío y trae un olor amargo a mierda de ratón. El haz de la linterna de bolsillo babea sobre todo, sombreando en la misma medida que revela. Paredes de bloques de hormigón, un suelo de tierra, un techo que es un enredo repugnante de cables y espuma aislante. En medio del suelo de tierra, al fondo, hay un disco de contrachapado sin pulir insertado en un marco metálico circular, a ras de suelo. Landsman contiene la respiración y bucea por su pánico en dirección al agujero en el suelo, decidido a aguantar el aire durante todo el tiempo que pueda. La tierra que hay alrededor del marco no está removida. Una capa uniforme de polvo cubre la madera y el metal por igual, sin marcas y sin rastros. No hay razón para pensar que nadie ha estado mangoneando con aquello. Landsman encaja las uñas entre el contrachapado y el marco y levanta la tosca trampilla. La linterna revela un tubo estriado de aluminio enroscado en la tierra y provisto de una escalerilla de plafones de acero. El marco resulta ser el borde del mismo tubo. Lo bastante ancho como para que pase por él un psicópata adulto. O un policía judío con menos fobias que Landsman. Se agarra al sholem como si fuera un asidero y combate una necesidad descabellada de pegar un tiro por la garganta de la oscuridad. Deja caer de nuevo la tapa de contrachapado sobre su marco con un repiqueteo. Imposible que baje por ahí.
La oscuridad lo sigue escaleras arriba hasta el vestíbulo, intentando cogerle el cuello de la camisa, tirándole de la manga.
—Nada —le dice a Tenenboym, recobrando la compostura. Le da a la palabra un retintín jovial. Podría ser una predicción de lo que su investigación del asesinato de Emanuel Lasker está destinada a revelar, una declaración de aquello por lo que él cree que vivió y murió Lasker, un descubrimiento de lo que va a quedar de la ciudad natal de Landsman después de la Revocación—. Nada.
—Ya sabe lo que dice Kohn —dice Tenenboym—. Kohn dice que tenemos un fantasma en la casa. —(Kohn es el encargado de día—). Que coge cosas y las cambia de sitio. Kohn cree que es el fantasma del profesor Zamenhof.
—Si le pusieran mi nombre a un cuchitril como este —dice Landsman—, yo también lo rondaría.
—Nunca se sabe —observa Tenenboym—. Sobre todo hoy día.
Hoy día nunca se sabe. En Povorotny, un gato se apareó con un conejo y produjo unos monstruitos adorables cuyas fotos adornaron la portada del Sitka Tog. El febrero pasado, quinientos testigos de todos los rincones del distrito juraron que bajo el resplandor de la aurora boreal, durante dos noches seguidas, habían observado el contorno de una cara humana con barba y tirabuzones. Estallaron violentas discusiones sobre la identidad del sabio con barba del cielo, sobre si la cara estaba o no sonriendo (o simplemente sufriendo un ligero ataque de gases), y también sobre el significado de la extraña manifestación. Y la semana pasada sin ir más lejos, en medio del pánico y de las plumas del matadero kosher de la avenida Zhitlovski, un pollo se volvió hacia el shochet mientras este levantaba su cuchillo ritual y anunció en arameo la llegada inminente del Mesías. De acuerdo con el Tog, el pollo milagroso profirió una serie de predicciones asombrosas, aunque olvidó mencionar la sopa de la cual, tras quedar una vez más silencioso como el mismo Dios, acabó formando parte. Hasta el estudio más informal de los anales, piensa Landsman, demostraría que los tiempos extraños para ser judío casi siempre han sido también tiempos extraños para ser un pollo.
3
En la calle, el viento se sacude la lluvia de los faldones del abrigo. Landsman se cobija en la entrada del hotel. Dos hombres, uno con la funda de un violonchelo atada a la espalda y el otro con un violín o una viola en brazos, forcejean con el viento en contra para llegar a la puerta del Pearl of Manila, que está en la acera de enfrente. El auditorio se encuentra a diez manzanas y a un mundo de distancia de esta parte de la calle Max Nordau, pero el ansia de un judío por la carne de cerdo, sobre todo si esta ha pasado por una freidora, es más fuerte que la noche o que la distancia o que una ráfaga helada procedente del golfo de Alaska. El propio Landsman está luchando contra su deseo de regresar a la habitación 505, a su botella de slivovitz y a su vaso de recuerdo de la Exposición Universal.
Pero lo que acaba haciendo es encender un papiros. Después de una década de abstinencia, Landsman empezó a fumar otra vez hace menos de tres años. Por entonces la que todavía era su esposa estaba embarazada. Era un embarazo del que habían hablado mucho y que en cierto sentido llevaban mucho tiempo deseando —el primero de ella—, pero no lo habían planeado. Y como pasa con muchos embarazos de los que se ha hablado durante demasiado tiempo, el padre potencial se había mostrado tradicionalmente ambivalente al respecto. A las diecisiete semanas y un día —el día en que Landsman compró su primer paquete de Broadways en diez años— obtuvieron un mal resultado. Algunas de las células, aunque no todas, que componían el feto, cuyo nombre en clave era Django, tenían un cromosoma extra en la pareja veinte. Aquello se llamaba mosaicismo. Podía causar anomalías graves. Y podía no tener ningún efecto en absoluto. En la literatura disponible sobre el tema, una persona que tuviera fe podía encontrar ánimos, y una que no tuviera podía encontrar razones de peso para el desaliento. La perspectiva de Landsman —ambivalente, desanimado y sin fe en nada— prevaleció. Un médico con media docena de dilatadores cervicales rompió el sello de la vida de Django Landsman. Tres meses más tarde, Landsman y sus cigarrillos se marcharon de la casa de la isla de Tshernovits que él y Bina habían compartido durante casi todos los quince años de su matrimonio. No es que él no pudiera soportar la culpa. Simplemente no podía vivir con ello, ni Bina tampoco.
Un anciano, avanzando con esfuerzo como si fuera una carretilla maltrecha, se abre camino hacia la puerta del hotel. Es un hombre muy pequeño, de menos de metro y medio, y arrastra una maleta grande. Landsman observa su largo abrigo blanco, que el tipo lleva abierto por encima de un traje blanco con chaleco, y el sombrero blanco de ala ancha que tiene calado sobre las orejas. Barba y tirabuzones blancos, al mismo tiempo ralos y tupidos. La maleta, una vetusta quimera de brocado manchado y cuero lleno de arañazos. Todo el costado derecho del cuerpo del hombre está cinco grados más hundido que el izquierdo, donde la maleta, que debe contener toda la colección de lingotes de plomo del vejestorio, tira de él hacia abajo. El hombre se detiene y levanta un dedo, como si tuviera una pregunta que hacerle a Landsman. El viento juguetea con las patillas del tipo y con el ala de su sombrero. De su barba, sobacos, aliento y piel, el viento arranca un olor intenso a tabaco rancio y a franela mojada y al sudor de un hombre que vive en la calle. Landsman se fija en el color de las botas anticuadas del hombre, marfil amarillento, igual que su barba, unas botas con punteras finas y botones en los costados.
Landsman recuerda que solía ver muy a menudo a este chiflado, en la época en que él se dedicaba a detener a Tenenboym por hurto y posesión de drogas. El yid ya no era joven por entonces y tampoco parece más viejo ahora. La gente solía llamarlo Elías, porque aparecía en toda clase de lugares improbables con su caja pushke y su aire indefinible de tener algo importante que decir.
—Querido —le dice ahora a Landsman—, este es el hotel Zamenhof, ¿verdad?
Su yiddish le suena un poco exótico a Landsman, quizá con matices de holandés. Se le ve encorvado y frágil, pero su cara, aparte de las patas de gallo alrededor de los ojos azules, tiene un aspecto juvenil y sin arrugas. Los ojos en sí albergan una llamita de afán que desconcierta a Landsman. No sucede a menudo que la idea de pasar una noche en el Zamenhof despierte semejante entusiasmo.
—Eso mismo. —Landsman le ofrece al profeta Elías un Broadway y el hombrecillo coge dos y se mete uno en el relicario que lleva en el bolsillo de la pechera—. Agua fría y caliente. Shammes con licencia en el mismo recinto.
—¿Acaso eres el encargado, cariño?
Landsman no puede evitar que la idea le haga sonreír. Se aparta a un lado y hace un gesto en dirección a la puerta.
—El encargado está dentro —dice.
Pero el hombrecillo se limita a quedarse allí plantado bajo la lluvia, con la barba revoloteando como una bandera de tregua. Levanta la mirada para ver la fachada anónima del Zamenhof, de color gris bajo la luz turbia de las farolas. Un montón estrecho de ladrillos de color blanco sucio y ventanas que parecen rendijas, situado a tres o cuatro manzanas de la parte más escabrosa de la calle Monastir, el lugar presenta el mismo atractivo que un deshumidificador. Su letrero de neón tortura con su parpadeo los sueños de los perdedores que duermen en la acera de enfrente en el Blackpool.
—«El Zamenhof» —dice el anciano, haciéndose eco de las letras intermitentes del letrero de neón—. No el Zamenhof. «El» Zamenhof.
Ahora el latke, un novato llamado Netsky, llega al trote, sujetándose su gorra de policía redonda, plana y de visera ancha.
—Detective —dice el latke, sin aliento, y luego mira al anciano con el ceño fruncido y lo saluda con la cabeza—. Buenas noches, abuelo. Vaya, eh, detective, lo siento, acabo de recibir la llamada, me han retenido durante un minuto. —A Netsky le huele el aliento a café y tiene azúcar en polvo en el puño derecho de la chaqueta azul—. ¿Dónde está el yid muerto?
—En la doscientos ocho —dice Landsman, abriendo la puerta para el latke y luego volviéndose hacia el anciano—. ¿Entra usted, abuelo?
—No —dice Elías con un leve asomo de emoción que Landsman no acaba de descifrar. Podría ser remordimiento, o alivio, o la satisfacción sombría de un hombre a quien le gusta decepcionar. El destello que el anciano tenía atrapado en la mirada ha dejado paso a un velo de lágrimas—. Solo tenía curiosidad. Gracias, agente Landsman.
—Ahora soy detective —dice Landsman, asombrado de que el anciano haya recordado su nombre—. ¿Se acuerda usted de mí, abuelo?
—Yo me acuerdo de todo, querido. —Elías se mete la mano en un bolsillo de su abrigo amarillo descolorido y saca su pushke, un cofre de madera, más o menos del tamaño de una caja para tarjetas clasificadoras, pintado de negro. En la parte frontal de la caja hay pintadas unas palabras en hebreo: «L’ERETZ YISROEL». En la parte superior hay perforada una estrecha ranura para monedas o para billetes de un dólar doblados—. ¿Una pequeña donación? —dice Elías.
La Tierra Sagrada nunca ha parecido más remota o inalcanzable que a los ojos de un judío de Sitka. Está en la otra punta del planeta, un lugar desdichado y gobernado por hombres a quienes solamente los une su decisión de no dejar entrar más que a un puñado exhausto de judíos de poca monta. Durante medio siglo, los hombres fuertes árabes y los partisanos musulmanes, los persas y los egipcios, los socialistas y los nacionalistas y los monárquicos, los panarabistas y los panislamistas, los tradicionalistas y el partido de Alí, todos han clavado los dientes en Eretz Yisroel y lo han roído hasta no dejar más que hueso y cartílago. Jerusalén es una ciudad de sangre y eslóganes pintados en las paredes, de cabezas cortadas sobre postes telefónicos. Los judíos observantes de todo el mundo no han abandonado su esperanza de habitar un día en la tierra de Sión. Pero a los judíos ya los han echado de allí tres veces: en 586 a.C., en 70 d.C., y de forma salvajemente definitiva en 1948. Hasta para los fieles es difícil no notar cierta sensación de desaliento acerca de sus posibilidades de volver a calzar alguna vez la puerta con el pie.
Landsman saca la cartera y mete un billete doblado de veinte dólares en el pushke de Elías:
—Mucha suerte —dice.
El hombrecillo levanta su pesada maleta y empieza a alejarse arrastrando los pies. Landsman estira el brazo y agarra a Elías de la manga, formulando una pregunta con el corazón, una pregunta infantil sobre el viejo deseo de su pueblo de tener un hogar. Elías se gira con una mirada de recelo ensayada. Tal vez Landsman sea alguna clase de tipo problemático. Landsman siente que la pregunta se desvanece como la nicotina de su sangre.
—¿Qué tiene en la maleta, abuelo? —dice Landsman—. Parece que pesa.
—Es un libro.
—¿Un solo libro?
—Es muy grande.
—¿Una historia larga?
—Muy larga.
—¿De qué trata?
—Trata del Mesías —dice Elías—. Ahora, por favor, quítame la mano de encima.
Landsman lo suelta. El anciano pone la espalda recta y levanta la cabeza. Las nubes de sus ojos se disipan y de pronto parece furioso, lleno de desdén y en absoluto viejo.
—El Mesías está cerca —dice. No es exactamente una advertencia y, sin embargo, para ser una promesa de redención le falta cierta calidez.
—No hay ningún problema —dice Landsman haciendo un gesto con el pulgar en dirección al vestíbulo del hotel—. Porque esta noche tenemos una vacante.
Elías parece dolido, o tal vez solo asqueado. Abre la caja negra y mira el interior. Saca el billete de veinte dólares que le ha dado Landsman y se lo devuelve. Luego coge su maleta, se encasqueta en la cabeza el sombrero blanco y blando y se aleja caminando con dificultad bajo la lluvia.
Landsman arruga el billete de veinte y se lo mete en el bolsillo del pantalón. Aplasta el papiros con el zapato y entra en el hotel.
—¿Quién es ese chiflado? —dice Netsky.
—Lo llaman Elías. Es inofensivo —dice Tenenboym desde detrás de la rejilla metálica de la ventanilla de la recepción—. Antes venía por aquí. Siempre vendiendo al Mesías. —Tenenboym hace repiquetear un palillo de oro contra sus muelas—. Escuche, detective, no le debería decir nada. Pero se lo voy a decir de todos modos. La dirección va a mandar una carta mañana.
—Me muero de ganas de oírlo —dice Landsman.
—Los propietarios han vendido el hotel a una empresa de Kansas City.
—Nos echan a la calle.
—Tal vez —dice Tenenboym—. Tal vez no. No está clara la situación de nadie. Pero no hay que descartar la posibilidad de que tengan ustedes que marcharse.
—¿Es eso lo que va a decir en la carta?
Tenenboym se encoge de hombros.
—La carta está toda escrita en jerga de abogados.
Landsman pone a Netsky el latke en la puerta principal.
—No les digas qué es lo que han visto u oído —le recuerda—. Y no se lo hagas pasar mal, aunque tengan pinta de que se lo merecen.
Menashe Shpringer, el criminólogo que trabaja en el turno de noche, entra de golpe vestido con un abrigo negro y un gorro de piel y en medio de un repiqueteo de lluvia. En una mano lleva un paraguas goteando. Con la otra tira de un carrito de acerocromo al que van sujetos con una cuerda elástica su caja de herramientas de vinilo negro y un cubo de plástico con agujeros que hacen las veces de asas. Shpringer es una boca de riego, con unas piernas encorvadas y unos brazos de simio que le unen al cuello sin que parezca gozar del beneficio de unos hombros. Su cara es casi toda carrillos colgantes, y su frente llena de surcos parece una de esas colmenas abombadas que uno encuentra representando la industria en los grabados medievales. El cubo está decorado con la palabra «PRUEBAS» escrita con letras azules.
—¿Se marcha usted de la ciudad? —dice Shpringer.
Un saludo bastante habitual últimamente. Mucha gente se ha marchado de la ciudad en los dos últimos años, abandonando el distrito con rumbo a la breve lista de lugares que o bien están dispuestos a acogerlos o bien se han cansado de conocer los pogromos solamente de oídas y quieren empezar uno ellos mismos. Landsman dice que, por lo que él sabe, no se va a ningún sitio. La mayoría de los lugares que aceptan a judíos requieren que tengas un pariente cercano viviendo en ellos. Todos los parientes cercanos de Landsman están o bien muertos o bien afrontan ellos también la Revocación.
—Entonces permítame que me despida de usted ahora, y para siempre —dice Shpringer—. Mañana por la noche a esta hora estaré disfrutando del caluroso sol de Saskatchewan.
—¿Saskatoon? —conjetura Landsman.
—Hoy han estado a treinta y cinco bajo cero —dice Shpringer—. Y esa ha sido la máxima.
—Podría ser peor —dice Landsman—. Podría estar usted viviendo en este cuchitril.
—El Zamenhof. —Shpringer saca el expediente de Landsman de su memoria y examina su contenido con el ceño fruncido—. Es verdad. Hogar, dulce hogar, ¿eh?
—Resulta adecuado a mi actual estilo de vida.
Shpringer esboza una ligera sonrisa de la que ha sido borrado prácticamente cualquier matiz de lástima.
—¿Por dónde está el muerto? —dice.
4
Lo primero que hace Shpringer es enroscar todas las bombillas que Lasker había aflojado. Luego se coloca las gafas de seguridad y se pone manos a la obra. Le hace a Lasker una manicura y una pedicura y mira dentro de su boca en busca de un dedo cortado o un doblón de bronce. Obtiene huellas con su polvo y su pincel. Saca trescientas diecisiete polaroids. Hace fotos del cadáver, de la sala, de la almohada perforada y de las huellas dactilares que ha sacado. Saca una foto del tablero de ajedrez.
—Una para mí —dice Landsman.
Shpringer hace una segunda foto del tablero que el asesino ha obligado a Lasker a abandonar. Luego se la da a Landsman, con una ceja enarcada.
—Una prueba valiosa —dice Landsman.
Pieza a pieza, Shpringer desmonta la defensa nimzocroata del muerto o lo que sea que estaba pasando y se dedica a colocar cada pieza dentro de su propia bolsita con cremallera.
—¿Cómo se ha ensuciado usted tanto? —dice sin mirar a Landsman.
Landsman se fija en el polvo de color marrón brillante que tiene pegado al empeine de los zapatos, a los puños y a las rodillas de los pantalones.
—He estado mirando en el sótano. Hay una especie, no sé, de tubería enorme de empalme allí abajo. —Nota que se le ruborizan las mejillas—. He tenido que echarle un vistazo.
—Un túnel Varsovia —dice Shpringer—. Recorren toda esta parte del Untershtat.
—No se creerá usted eso...
—Cuando los refugiados más pobres llegaron aquí después de la guerra, los que habían estado en el gueto de Varsovia, o en Bialystok, los ex partisanos, supongo que algunos de ellos no confiaban mucho en los americanos. Así que cavaron túneles. Por si acaso tenían que volver a combatir. Esa es la verdadera razón de que se llame Untershtat.
—Un rumor, Shpringer, una leyenda urbana. No es más que una tubería de servicio público.
Shpringer gruñe. Mete la toalla del baño en una bolsa, luego la toalla de mano y una pastilla gastada de jabón. Cuenta los pelos púbicos pelirrojos que hay pegados al retrete y luego los mete todos en bolsas individuales.
—Hablando de rumores —dice—. ¿Qué ha oído de Felsenfeld?
Felsenfeld es el inspector Felsenfeld, el comandante de la brigada.
—¿Qué quiere decir con qué he oído de él? Lo he visto esta misma tarde —dice Landsman—. No he oído nada de él, el hombre no ha pronunciado tres palabras seguidas desde hace diez años. ¿Qué clase de pregunta es esa? ¿De qué rumores habla?
—Solo preguntaba.
Shpringer está pasando los dedos enfundados en su guante de látex por la piel pecosa del brazo izquierdo de Lasker. Tiene huellas de agujas y marcas débiles allí donde el difunto se hacía el torniquete.
—Felsenfeld se ha pasado todo el día con la mano en la barriga —dice Landsman, reflexionando—. Tal vez le he oído decir «reflujo». Y luego: «¿Qué ve usted?».
Shpringer mira con el ceño fruncido la carne de encima del codo de Lasker, donde se acumulan las marcas de torniquetes.
—Parece que usaba un cinturón —dice—. Pero su cinturón es demasiado ancho para haber dejado estas marcas.
Ya ha metido el cinturón de Lasker, junto con dos pares de pantalones grises y dos blazers azules, dentro de una bolsa de papel marrón.
—Su droga está en el cajón, dentro de una bolsa negra con cremallera —dice Landsman—. No he mirado con mucha atención.
Shpringer abre el cajón de la mesilla de noche de Lasker y saca el neceser negro. Lo abre y hace un ruido raro con la garganta. La cubierta del neceser se abre en dirección a Landsman. Al principio, Landsman no ve qué es lo que ha atraído el interés de Shpringer.
—¿Qué sabe usted de este Lasker? —dice Shpringer.
—Estoy dispuesto a aventurar que de vez en cuando jugaba al ajedrez —dice Landsman. Uno de los tres libros que hay en la habitación es una edición en bolsillo doblada y con el lomo roto de Trescientas partidas de ajedrez de Siegbert Tarrasch. Tiene un bolsillo de papel Manila pegado al interior de la contraportada, con una tarjeta de devolución que muestra que fue retirado en préstamo por última vez de la central de la Biblioteca Pública de Sitka en julio de 1986. Landsman no puede evitar pensar que julio de 1986 fue cuando hizo el amor por primera vez con su futura ex mujer. Por entonces Bina tenía veinte años y Landsman veintitrés, y era el apogeo del verano septentrional. Julio de 1986 es la fecha estampada en la tarjeta que hay en el bolsillo de las ilusiones de Landsman. Los otros dos libros son novelas de intriga baratas en yiddish—. Aparte de eso, ni puta idea.
Por lo que Shpringer ha deducido de las marcas que tiene Lasker en el brazo, el torniquete que, al parecer, le gustaba usar al difunto era una correa de cuero, negra, de un centímetro y medio de ancho. Shpringer la saca de la bolsa y la sostiene con dos dedos como si pudiera morderle. En mitad de la correa cuelga un saquito de cuero diseñado para contener un papel en el que un escriba, usando tinta y una pluma, ha anotado cuatro pasajes de la Torá. Todas las mañanas el judío piadoso se enrosca uno de esos chismecitos en torno al brazo izquierdo, se ata otro a la frente y reza para entender qué clase de Dios puede obligar a la gente a hacer algo así todos los malditos días de su vida. Pero dentro de la correa de oraciones de Emanuel Lasker no hay nada. No es más que lo que usaba para dilatarse la vena del brazo.
—Esto es nuevo —dice Shpringer—. Hacerte un torniquete con un tefillin.
—Ahora que lo pienso —dice Landsman—, tenía toda la pinta. De haber sido tal vez sombrero negro en el pasado. Adoptan una especie de... no sé. Parecen como esquilados.
Landsman se pone un guante y, cogiendo la barbilla de Lasker, inclina de un lado a otro la cabeza del muerto con su máscara hinchada de vasos sanguíneos.
—Si alguna vez llevó barba, de eso ya hace tiempo —dice—. La piel de su cara es toda del mismo tono.
Suelta la cara de Lasker y se aleja del cuerpo. No es del todo preciso decir que le ve pinta de sombrero negro a Lasker. Pero con esa barbilla de muchacho gordo que tiene, y con su aire de destrucción, Landsman supone que Lasker fue alguna vez algo más que un yonqui sin calcetines en un hotelucho barato. Suspira.
—Qué no daría yo por estar tumbado en las orillas soleadas de Saskatoon.
Hay ruidos en el pasillo y un traqueteo de metal y correas, y un momento más tarde entran dos trabajadores de la morgue con una camilla plegable. Shpringer les dice que traigan el cubo de las pruebas y las bolsas que ha llenado, y luego sale pesadamente, con una rueda del carrito chirriando.
—Cabronazo —informa Landsman a los chicos de la morgue, refiriéndose al caso, no a la víctima.
Este juicio no parece sorprenderles ni venirles de nuevo. Landsman sube de vuelta a su habitación para reunirse con su botella de slivovitz y con el vaso de chupitos de la Exposición Universal que se ha ganado su corazón. Se sienta en la silla que hay frente al escritorio de chapa de madera, donde una camisa sucia hace de cojín del asiento. Se saca la polaroid del bolsillo y examina la partida que Lasker ha dejado a medias, intentando decidir si les tocaba mover las blancas o las negras, y cuál sería el movimiento que vendría después. Pero hay demasiadas piezas, y es demasiado difícil retener todos los movimientos en la cabeza, y Landsman no posee ningún ajedrez con el que ir ensayándolos. Al cabo de unos minutos nota que se va quedando adormilado. Pero no, no va a dormirse, no cuando sabe que lo que le espera son sueños trillados de Escher, tableros de ajedrez borrosos y torres gigantes que proyectan sombras fálicas.
Se quita la ropa, se mete en la ducha y permanece bajo la misma durante media hora con los ojos muy abiertos, sacando recuerdos de sus bolsas de plástico: el de su hermana pequeña en su avioneta Super Cub, el de Bina en el verano de 1986. Los examina como si fueran transcripciones, en un libro polvoriento robado de la biblioteca, de jaques mate y jugadas brillantes del pasado. Al cabo de media hora de tan útil empeño, se levanta, se pone una camisa y una corbata limpias y baja a la Central de Sitka para redactar su informe.
5
Landsman aprendió a odiar el juego del ajedrez a manos de su padre y de su tío Hertz. Los dos cuñados habían sido amigos de infancia en Lodz y compañeros en el Club Juvenil de Ajedrez Makkabi. Landsman recuerda que solían hablar del día, en verano de 1939, en que el gran Tartakower pasó a hacer una demostración para los chicos del Makkabi. Savielly Tartakower era ciudadano polaco, gran maestro y un personaje famoso por haber dicho: «Los errores ya están todos en el tablero, esperando a que alguien los cometa». Había venido de París para hacer un reportaje de un torneo para una revista de ajedrez francesa y para visitar al director del Club Juvenil de Ajedrez Makkabi, un viejo camarada suyo de su época en el frente ruso con el ejército de Francisco José. A instancias del director, Tartakower propuso una partida contra el mejor jugador joven, Isidor Landsman.
Se sentaron los dos, el apuesto veterano de guerra con su traje a medida y su buen humor severo, y el quinceañero tartamudo con su ojo bizco, su alopecia y un bigote que a menudo la gente confundía con una huella dactilar de carbonilla. Tartakower jugaba con negras, y el padre de Landsman eligió la Apertura Inglesa. Durante la primera hora, Tartakower jugó sin prestar atención, de forma casi automática. Dejó su gran ingenio ajedrecístico aparcado y jugó siguiendo el manual. Después de treinta y cuatro movimientos, con sorna amistosa, le ofreció unas tablas al padre de Landsman. El padre de Landsman necesitaba mear, le pitaban los oídos y únicamente estaba eludiendo lo inevitable. Pero rechazó la oferta. Para entonces su juego ya solamente se basaba en el tacto y la desesperación. Reaccionó, rechazó intercambios, sin más recursos ya que una naturaleza testaruda y un sentido descabellado del tablero. Después de setenta movimientos y cuatro horas y diez minutos de partida, Tartakower, ya no tan amigable, repitió su oferta anterior. El padre de Landsman, atormentado por el tinnitus y a punto de mearse en los pantalones, aceptó. En años posteriores, el padre de Landsman a veces aseguraba que su mente, aquel órgano extraño, nunca se había recuperado de lo mal que lo pasó en aquella partida. Pero por supuesto, le iba a tocar pasarlo peor.
—No ha sido placentero en absoluto —se supone que le dijo Tartakower al padre de Landsman mientras se levantaba de su silla. El joven Hertz Shemets, con su ojo infalible para la debilidad, divisó un temblor en la mano de Tartakower mientras este sostenía un vaso de Tokay que le acababan de traer. Luego Tartakower señaló el cráneo de Isidor Landsman—. Pero estoy seguro de que ha sido preferible a estar obligado a vivir aquí.
Menos de dos años más tarde, Hertz Shemets, su madre y su hermanita Freydl llegaron a la isla de Baranof, en Alaska, con la primera oleada de colonos galitzer. Llegaron a bordo del tristemente célebre Diamond, una nave de transporte de tropas de la época de la Primera Guerra Mundial que el secretario Ickes ordenó que sacaran de la reserva y rebautizó a modo de medio homenaje, o eso dice la leyenda, a la memoria del difunto Anthony Dimond, el delegado sin voto del territorio de Alaska en la Cámara de Representantes. (Hasta la intervención fatal en la esquina de una calle de Washington D.C. de un schlemiel borracho al volante de un taxi llamado Denny Lanning —héroe eterno de los judíos de Sitka—, el delegado Dimond había estado a punto de cargarse en comité la Ley de Asentamiento de Alaska.) Flaco, pálido y perplejo, Hertz Shemets se bajó del Diamond y pasó de la oscuridad y el hedor a sopa y a charcos oxidados, al aroma frío y limpio de los pinos de Sitka. En compañía de su familia y de su gente fue numerado, vacunado, despiojado y etiquetado como un pájaro migratorio según las estipulaciones de la Ley de Asentamiento de Alaska de 1940. En un cuadernillo de cartón llevaba un «pasaporte Ickes», un visado de emergencia especial impreso en un papel endeble especial con tinta borrosa especial.
No tenía ningún otro sitio adonde ir. Lo decía con letras enormes en la portada del pasaporte Ickes. No se le permitía viajar a Seattle, ni a San Francisco, ni siquiera a Juneau o a Ketchikan. Todas las cuotas normales sobre la inmigración judía a Estados Unidos seguían en vigor. Aun después de la oportuna muerte de Dimond, no se podía hacer ascender la ley a la fuerza hacia las capas superiores del estamento político americano sin cierta cantidad de músculo y de grasa, y las restricciones de los movimientos de los judíos eran parte del trato.
Siguiendo de cerca los pasos de los judíos de Alemania y de Austria, la familia Shemets fue arrumbada junto con sus paisanos galitzer en Camp Slattery, un pantano ártico situado a dieciséis kilómetros de la población medio decrépita de Sitka, capital de la colonia rusa de Alaska. En sus cabañas y barracones ventosos con tejados de hojalata pasaron seis meses de aclimatación intensiva a manos de un equipo de élite de quince mil millones de mosquitos, trabajando bajo contrato del Departamento del Interior de Estados Unidos. A Hertz lo enrolaron primero para hacer carreteras y después lo asignaron al equipo que construyó el aeródromo de Sitka. Perdió dos muelas como resultado de un golpe de pala, mientras trabajaba en una cuadrilla de letrinas, en las profundidades de un cajón hidráulico hundido en el barro de la bahía de Sitka. En años posteriores, siempre que ibas en coche con él por el puente de Tshernovits, se frotaba la mandíbula, y la mirada dura que tenía en su cara astuta adoptaba un aire de nostalgia. A Freydl la mandaron a una escuela situada en un granero helado en cuyo tejado nunca paraba de repiquetear la lluvia. A su madre le enseñaron los rudimentos de la agricultura, el uso del arado, el fertilizante y la manguera de irrigación. Los folletos y los pósters presentaban la corta temporada de cultivo en Alaska como alegoría de la breve duración de la estancia de ella. La señora Shemets tenía que pensar en el Asentamiento de Sitka como si fuera una bodega o un invernadero, donde, igual que bulbos de flores, ella y sus hijos podían pasar el invierno hasta que el suelo de su casa se secara lo bastante como para permitir que los replantaran en ella. Nadie se imaginaba que el suelo de Europa fuera a ser sembrado tan profundamente con sal y cenizas.
Después de tanto hablar de agricultura, las viviendas humildes y las granjas cooperativas propuestas por la Corporación del Asentamiento de Sitka nunca se materializaron. Japón atacó Pearl Harbor. La atención del Departamento del Interior se desvió hacia asuntos estratégicos más urgentes, como por ejemplo las reservas de petróleo y la minería. Al concluir su curso en la «Universidad de Ickes», a la familia Shemets, igual que a la mayoría de los refugiados como ellos, les dieron la patada para que se buscaran la vida por su cuenta. Tal como había predicho el delegado Dimond, acabaron yendo a la ciudad de Sitka, de creación reciente y en expansión. Hertz estudió justicia criminal en el nuevo Sitka Technical Institute y, al graduarse en 1948, fue contratado como procurador por el primer bufete americano de abogados importante que abrió una sucursal allí. Su hermana Freydl, la madre de Landsman, fue una de las primeras girl scouts del asentamiento.
Mil novecientos cuarenta y ocho: tiempos extraños para ser judío. En agosto la defensa de Jerusalén se hundió y los judíos de la república de tres meses de edad de Israel, superados en número, fueron aplastados, masacrados y expulsados al mar. Mientras Hertz estaba empezando a trabajar en Foehn Harmattan & Buran, el Comité del Congreso sobre Territorios y Asuntos Insulares inició la tan postergada revisión de estatus requerida por la Ley de Asentamiento de Sitka. Como al resto del Congreso, y como a la mayoría de los americanos, a los congresistas del comité les hicieron sentar la cabeza las tétricas revelaciones de la matanza de dos millones de judíos en Europa, la barbarie del aplastamiento del sionismo y la situación desesperada de los refugiados de Palestina y Europa. La población del Asentamiento de Sitka ya había crecido hasta los dos millones. Violando directamente lo estipulado por la ley, los judíos se habían desplegado por toda la costa oeste de la isla de Baranof, llegando a Kruzof y al norte hasta la isla de West Chichagof. La economía experimentó un boom. Los judíos americanos estaban ejerciendo una fuerte presión política. Al final, el Congreso le otorgó al Asentamiento de Sitka «estatus provisional» de distrito federal. Pero se descartó explícitamente la candidatura a estado propio. «LEGISLADORES PROMETEN DECIR NO A JUDIALASKA», decía el titular del Daily Times. El énfasis siempre se ponía en la palabra «provisional». Al cabo de sesenta años, aquel estatus se revocaría, y se dejaría que los judíos una vez más se buscaran la vida.
Una tarde cálida de septiembre de mucho tiempo más tarde, Hertz Shemets estaba caminando por la calle Seward, alargando su pausa del almuerzo, cuando se topó con su viejo amigo de Lodz, Isidor Landsman. El padre de Landsman acababa de llegar a Sitka, solo, a bordo del Williwaw, recién venido de una gira por los campos de desplazados y de exterminio de Europa. Tenía veinticinco años, era calvo y le faltaban la mayoría de los dientes. Medía metro ochenta y tres y pesaba cincuenta y siete kilos. Olía mal, decía cosas absurdas y había sobrevivido a toda su familia. No era consciente de la estridente energía fronteriza que rezumaba el centro de Sitka, de las cuadrillas de jóvenes judías trabajadoras con sus pañuelos azules en la cabeza, cantando espirituales negros con letras yiddish que parafraseaban a Lincoln y a Marx. El intenso hedor a carne de pescado y a árboles talados y a tierra removida, el ruido sordo de los dragadores y de las palas mecánicas que nivelaban montañas y llenaban el estrecho de Sitka, nada de todo aquello parecía causar ninguna impresión en él. Caminaba con la cabeza gacha, los hombros encorvados, como si únicamente estuviera cavando un túnel a través de este mundo en su tránsito inexplicable de una extraña dimensión a la siguiente. Nada penetraba ni iluminaba el oscuro conducto de su pasaje. Pero cuando Isidor Landsman se dio cuenta de que el hombre sonriente, engominado, calzado con unos zapatos que parecían un par de automóviles Kaiser y que olía a la hamburguesa con queso y cebolla a la parrilla que acababa de consumir en el mostrador de comidas de Woolworth’s, era su viejo amigo Hertz Shemets del Club Juvenil de Ajedrez Makkabi, levantó los ojos. La eterna rigidez abandonó sus hombros. Abrió la boca y la cerró de nuevo, enmudecido por la indignación, la alegría y el asombro. Luego rompió a llorar.
Hertz llevó al padre de Landsman de vuelta a Woolworth’s, le invitó a almorzar (un sándwich de huevo, su primer batido, un pepino encurtido bastante decente) y luego lo llevó a la calle Lincoln, al nuevo hotel Einstein, en cuyo café se reunían todos los días los grandes exiliados del ajedrez judío para apalizarse entre ellos sin piedad ni sentimientos. El padre de Landsman, medio enloquecido en aquel momento por la grasa, el azúcar y los efectos persistentes del tifus, barrió la sala entera. Cogió a todos los parroquianos y los mandó de vuelta a sus casas con semejante zurra que un par de ellos no lo perdonaron nunca.
Incluso aquel día desplegó el estilo de juego acongojado y desesperado que contribuiría a estropear el juego para Landsman en su infancia. «Tu padre jugaba al ajedrez —le dijo una vez Hertz Shemets— como si tuviera dolor de muelas, hemorroides y gases.» Suspiraba y gemía. Tenía ataques en que se tiraba de los restos desparejos de su pelo castaño, o bien se los recolocaba con los dedos hacia delante y hacia atrás por la calva como si fuera un chef de repostería extendiendo harina sobre una mesa de mármol. Cada uno de los errores de sus oponentes le provocaba un dolor individual en el abdomen. Sus propios movimientos, por arriesgados que fueran, por sorprendentes y originales y fuertes que fueran, a él le parecían sucesiones de noticias terribles, de forma que al verlos se tapaba la boca y ponía los ojos en blanco.
El tío Hertz tenía un estilo completamente distinto. Jugaba con tranquilidad, con aire despreocupado, manteniendo el cuerpo un poco ladeado respecto al tablero, como si esperara que al cabo de un momento le sirvieran una comida o le pusieran a una chica guapa en el regazo. Pero sus ojos lo veían todo, igual que habían visto el temblor elocuente en la mano de Tartakower aquel día en el Club Juvenil de Ajedrez Makkabi. Aceptaba sus reveses sin alarma y sus oportunidades con un ligero aire de diversión. Fumando Broadways en cadena, se dedicó a mirar cómo su viejo amigo se retorcía y murmuraba mientras jugaba contra los genios reunidos del Einstein. Luego, cuando la sala quedó arrasada, Hertz llevó a cabo el movimiento necesario. Invitó a Isidor Landsman a su casa.
En verano de 1948, la familia Shemets vivía en un apartamento de dos habitaciones en un edificio recién construido en una isla recién creada. El edificio albergaba a dos docenas de familias, todas ellas Osos Polares, que era como se llamaban a sí mismos los refugiados de la primera ola. La madre dormía en el dormitorio, Freydl en el sofá y Hertz se hacía la cama en el suelo. Para entonces ya eran todos judíos de Alaska acérrimos, lo cual quería decir que eran utópicos, lo cual quería decir que veían imperfecciones allí donde miraban. Una familia peleona y de lengua viperina, en particular Freydl Shemets, que con catorce años ya medía metro setenta y tres y pesaba ciento diez kilos. Le bastó echar un vistazo al padre de Landsman, que aguardaba inseguro en el umbral del apartamento, para diagnosticar correctamente que se trataba de un tipo tan irrecuperable e inaccesible como el yermo que había llegado a considerar su hogar. Fue amor a primera vista.
Años más tarde, a Landsman le costaría sacarle a su padre gran cosa acerca de qué vio en Freydl Shemets, si es que vio algo en ella. No era una chica fea. Con sus ojos egipcios y su piel cetrina, sus pantalones cortos, borceguíes y su camisa Pendleton remangada, exudaba ese viejo espíritu de mens sana in corpore sano del movimiento Makkabi. Sentía una profunda lástima por Isidor Landsman, por la pérdida de su familia y por lo mucho que había sufrido en los campos. Pero Freydl era una de aquellos jóvenes Osos Polares que lidiaban con sus propios sentimientos de culpa por haber escapado de la inmundicia, el hambre, las zanjas y las fábricas de matar ofreciendo a los supervivientes un río constante de consejos, información y críticas disfrazado de inyecciones de moral. Como si una kibitzer bien resuelta pudiera levantar la cortina negra asfixiante y opresiva de la Destrucción.
Aquella primera noche, el padre de Landsman durmió, con Hertz, en el suelo del apartamento de los Shemets. Al día siguiente, Freydl lo llevó a comprar ropa y se la pagó con los ahorros de su bar mitzvah. Lo ayudó a alquilar una habitación en casa de un hombre que vivía en el edificio y que se acababa de quedar viudo. Le masajeó el cuero cabelludo con una cebolla, convencida de que aquello haría que le volviera a salir el pelo. Le dio de comer hígado para la sangre cansada. Durante los cinco años siguientes, se dedicó a propinarle codazos y darle la lata y a intimidarlo hasta conseguir que se sentara con la espalda recta, que mirara a los ojos cuando hablaba, que aprendiera americano y que llevara dentadura postiza. Se casó con él el día después de cumplir los dieciocho y consiguió trabajo en el Sitka Tog, donde ascendió en la sección de mujeres hasta ser responsable de reportajes. Trabajaba entre sesenta y setenta y cinco horas semanales, cinco días por semana, hasta que murió de cáncer, mientras Landsman iba a la universidad. Durante aquella época, Hertz Shemets impresionó tanto a los abogados americanos que estos le pagaron la matrícula y movieron los hilos que necesitaban mover para mandarlo a la facultad de derecho en Seattle. Más adelante se convertiría en el primer judío contratado por la delegación del FBI en Sitka, en su primer director de distrito, y con el tiempo, después de llamar la atención de Hoover, llegó a dirigir el programa de contraespionaje del FBI en la región.
El padre de Landsman se dedicaba a jugar al ajedrez.
Todas las mañanas, lloviera, nevara o hiciera niebla, caminaba tres kilómetros hasta la cafetería del hotel Einstein, se sentaba a una mesa con tablero de aluminio del fondo, mirando a la puerta, y sacaba un ajedrez pequeño de madera de arce y cerezo que le había regalado su cuñado. Todas las noches se sentaba en el banco del fondo de la casita de la calle Adler donde creció Landsman, en Halibut Point, y revisaba las ocho o nueve partidas por correspondencia que tenía en marcha a la vez. Escribía comentarios para la Chess Review. Corregía una biografía de Tartakower que nunca terminó ni abandonó del todo. Obtuvo una pensión del gobierno alemán. Y con la ayuda de su cuñado, le enseñó a su hijo a odiar el juego que él amaba.
—Eso no te conviene —declaraba su padre después de que Landsman levantara, con dedos lívidos, su caballo o su peón para afrontar el destino que siempre le resultaba una sorpresa, por mucho que estudiara el ajedrez, lo practicara o lo jugara—. Créeme.
—Que sí.
—Que no.
Pero en beneficio de su propia pequeña tristeza, Landsman también podía ser testarudo. Satisfecho, ardiendo de vergüenza, miraba cómo se desplegaba el lúgubre destino que había sido incapaz de prever. Y su padre lo demolía, lo flagelaba, lo diseccionaba vivo, y mientras lo hacía contemplaba a su hijo desde debajo del porche combado que era su cara.
Al cabo de unos cuantos años de aquel deporte, Landsman se sentó un día frente a la máquina de escribir de su madre para escribirle a su padre una carta en la que le confesaba su odio al juego del ajedrez y le pedía que no le obligara a jugarlo más. Landsman llevó aquella carta en su cartera de colegial durante una semana, soportando otras tres derrotas sangrientas, y luego la mandó desde la oficina de correos del Untershtat. Dos días más tarde, Isidor Landsman se suicidó en la habitación 21 del hotel Einstein, como resultado de una sobredosis de Nembutal.
Después de aquello, Landsman empezó a tener problemas. Mojaba la cama, engordó y dejó de hablar. Su madre lo puso a hacer terapia con un médico notablemente amable e ineficiente llamado Melamed. No fue hasta veintitrés años después de la muerte de su padre que Landsman redescubrió la carta fatídica, en una caja que también contenía una copia en bastante buen estado de la biografía inconclusa de Tartakower. Resultó que el padre de Landsman no solo no había llegado a leer la carta de su hijo, sino que ni siquiera la había abierto. Para cuando el cartero la entregó, el padre de Landsman ya estaba muerto.
6
Landsman está viajando por el recuerdo de aquellos viejos yids ajedrecistas, encorvados al fondo del café Einstein, mientras se dirige en su coche a recoger a Berko. Según su reloj de pulsera, son las seis y cuarto de la mañana. Según el cielo, el bulevar vacío y la piedra de miedo que tiene dentro del vientre, es noche cerrada. A la poca distancia que están del círculo ártico y del solsticio de invierno, todavía faltan por lo menos dos horas para que salga el sol.
Landsman va al volante de un Chevrolet Chevelle Super Sport de 1971 que se compró hace diez años en un acceso de optimismo nostálgico y que ha conducido hasta llegar un punto en que todos los defectos secretos del coche parecen indistinguibles de los de él mismo. En el modelo del año 71, el Chevelle pasó de tener dos pares de bombillas en los faros a un solo par. Ahora mismo una de esas bombillas está fundida. Landsman avanza a tientas por el paseo como si fuera un cíclope. Por delante de él se elevan los edificios altos del Shvartsn-Yam, sobre su punta artificial de tierra situada en medio del estrecho de Sitka, acurrucados en la oscuridad como prisioneros rodeados por una potente manguera.
Los shtarkers rusos desarrollaron el Shvartsn-Yam a mediados de la década de los ochenta, sobre suelos de relleno de lo más inestable, en los primeros días atolondrados de la legalización de los casinos. Multipropiedades, casas de vacaciones y apartamentos para solteros, esa era la idea, con el casino Grand Yalta y sus ajetreadas mesas en el centro de la acción. Pero el juego legal ya ha dejado de existir, fue prohibido por la Ley de Valores Tradicionales, y ahora el edificio del casino alberga un KosherMart, un Walgreens y un outlet de Big Macher. Los shtarkers regresaron a financiar tinglados políticos ilegales, garitos de apuestas y partidas de crap en la piscina. Los ligones y la gente de vacaciones dejaron paso a una población de maleantes prósperos, inmigrantes rusos, algún que otro judío ultraortodoxo y un puñado de semiprofesionales bohemios a quienes les gusta esa atmósfera de festividad arruinada que todavía persiste en el vecindario como una guirnalda abandonada en la rama de un árbol sin hojas.
La familia Taytsh-Shemets vive en el edificio Dniéper, en el piso veinticuatro. El Dniéper es redondo como un montón de bandejas para hacer tartas. Muchos de sus residentes, indiferentes a las bonitas vistas del cono derrumbado del monte Edgecumbe, del Imperdible resplandeciente o de las luces del Untershtat, han cerrado sus balcones circundantes con contraventanas y persianas de lamas a fin de ganar un espacio extra. Los Taytsh-Shemets lo hicieron cuando llegó el bebé: el primer bebé. Ahora los dos pequeños Taytsh-Shemets viven ahí fuera, arrumbados en el balcón como si fueran esquís en desuso.
Landsman aparca el Super Sport en el espacio que queda detrás de los Contenedores de Basura y que ha llegado a considerar suyo, aunque supone que un hombre no debería llegar a albergar sentimientos de cariño hacia una plaza de aparcamiento. El mero hecho de tener un lugar donde dejar el coche veinticuatro pisos por debajo de una invitación a desayunar de pie nunca debería pasar, en el corazón de un hombre, por una vuelta a casa.
Faltan unos minutos para las seis y media, y aunque está bastante seguro de que en casa de los Taytsh-Shemets todo el mundo estará despierto, decide subir por las escaleras. Las escaleras del Dniéper apestan a aire de mar, a col y a cemento frío. Cuando llega a lo alto, enciende un papiros para recompensarse a sí mismo por su diligencia y se queda de pie sobre el felpudo de los Taytsh-Shemets haciéndole compañía a la mezuzah. Ha terminado de toser con un pulmón y está a medio vaciar el otro cuando Ester-Malke Taytsh abre la puerta. En la mano tiene la barrita de una prueba de embarazo con una gota de algo que debe de ser orina en el extremo operativo. Cuando ve que Landsman lo está viendo, se lo esconde con tranquilidad en un bolsillo de su bata de baño.
—Sabes que hay timbre, ¿verdad? —dice ella a través de una cortina enredada de pelo, de color marrón ladrillo y demasiado fino para la melena que siempre lleva. Siempre acaba con el pelo por delante de la cara, sobre todo cuando se está haciendo la lista—. Aunque, bueno, toser también funciona.
Deja la puerta abierta y a Landsman de pie sobre el tupido felpudo de fibra de coco que dice «PIÉRDETE». Landsman toca la mezuzah con dos dedos al entrar y luego se los besa con gesto mecánico. Es lo que uno hace si es creyente, como Berko, o un gilipollas burlón, como Landsman. Cuelga el sombrero y el abrigo en un perchero de asta de arce que hay junto a la puerta principal. Sigue al culo flaco de Ester-Malke, enfundado en su bata blanca de algodón, por el pasillo y hasta la cocina. La cocina es estrecha y está organizada a lo largo, con los fogones, el fregadero y la nevera a un lado y los armarios al otro. Al fondo, una barra para desayunar con dos taburetes comunica con la sala de estar-comedor. Sobre la encimera hay una plancha de gofres de la que salen bocanadas de humo como las de las locomotoras de los dibujos animados. La cafetera de filtro carraspea y escupe como un policía judío decrépito después de subir diez pisos andando.
Landsman se acerca con sigilo al taburete que más le gusta y se queda de pie junto al mismo. Del bolsillo lateral de su blazer de tweed se saca un ajedrez de bolsillo y lo desenvuelve. Lo ha comprado en el drugstore que está abierto toda la noche en plaza Korczak.
—¿El gordo todavía está en pijama? —dice.
—Se está vistiendo.
—¿Y el bebé gordo?
—Eligiendo la corbata.
—Y el otro, ¿cómo se llama? —De hecho, su nombre, debido a una reciente moda de inventar nombres propios a partir de apellidos, es Feingold Taytsh-Shemets. Lo llaman Goldy. Hace cuatro años Landsman tuvo el honor de sujetar las piernas escuálidas de Goldy mientras un judío vetusto con un cuchillo iba a por su prepucio—. Su Majestad.
A modo de respuesta, ella señala con la cabeza en dirección a la sala de estar-comedor.
—¿Sigue enfermo? —dice Landsman.
—Hoy está mejor.
Landsman da la vuelta a la barra de desayunar, deja atrás la mesa del comedor con superficie de cristal y llega al enorme sofá blanco de módulos para echar un vistazo a lo que la televisión le está haciendo a su ahijado.
—Mira quién hay —dice.
Goldy lleva puesto su pijama de osos polares, el colmo del chic nostálgico para un niño judío de Alaska. Los osos polares, los copos de nieve, los iglús, la imaginería septentrional que tan omnipresente era cuando Landsman era niño, vuelve a estar de moda. Con la salvedad de que esta vez parece tener cierta naturaleza irónica. Los copos de nieve, en efecto, son algo que los judíos encontraron aquí, aunque gracias a los gases invernadero hay considerablemente menos que en los viejos tiempos. Pero nada de osos polares. Ni de iglúes. Ni de renos. Básicamente un montón de indios enfadados, niebla y lluvia, y medio siglo de una sensación de error tan nítida, tan profundamente incorporada en los sistemas de los judíos, que emerge por todas partes, hasta en los pijamas de sus hijos.
—¿Estás listo para trabajar hoy, Goldele? —dice Landsman. Pone el dorso de la mano en la frente del niño. No parece nada caliente. Goldy lleva su yarmulke del Perro Shnapish torcido, y Landsman se lo alisa y ajusta la horquilla que lo sujeta en su sitio—. ¿Listo para combatir el crimen?
—Pues claro, tío.
Landsman extiende el brazo para estrecharle la mano al chico, y sin mirar siquiera Goldy desliza su manaza seca en la de Landsman. Un diminuto rectángulo azul de luz nada en la capa de lágrimas de los ojos marrón oscuro del chico. Landsman ha visto este programa con su ahijado en otras ocasiones, en el canal educativo. Un noventa por ciento más o menos de la televisión que ven viene del sur y la ponen doblada al yiddish. Trata de las aventuras de un par de niños con nombres judíos y aspecto de ser medio indios que no parecen tener padres. Lo que sí tienen es una escama cristalina y mágica de dragón que les concede el deseo de hacer viajes a una tierra de dragones de color pastel, cada uno de los cuales se distingue por su color y su modalidad particular de imbecilidad. Poco a poco, los niños empiezan a pasar cada vez más tiempo con su escama de dragón mágica, hasta que un día viajan a la tierra del arco iris de la idiotez y nunca más regresan. Sus cuerpos los encuentra el conserje de noche de su albergue barato, cada uno de ellos con un balazo en la nuca. A Landsman se le ocurre que tal vez haya algo que se pierde en la traducción.
—¿Todavía quieres ser un noz cuando crezcas? —dice Landsman—. ¿Como tu padre y tu tío Meyer?
—Sí —dice Goldy sin entusiasmo—. Pues claro.
—Así me gusta.
Se vuelven a dar la mano. Su conversación es el equivalente del gesto de Landsman de besar la mezuzah, la clase de cosas que empiezan como broma y terminan como algo a lo que aferrarse.
—¿Te has aficionado al ajedrez? —dice Ester-Malke cuando él regresa a la cocina.
—Dios no lo quiera —dice Landsman.
Se sienta en su taburete y manipula los diminutos peones y caballos y reyes del ajedrez portátil, desplegándolos para que reproduzcan el tablero dejado atrás por el llamado Emanuel Lasker. Le cuesta distinguir las piezas, pero cada vez que se acerca una a la cara para mirarla bien, se le cae.
—Deja de mirarme así —le dice a Ester-Malke sin mirarla—. No me gusta.
—Mierda, Meyer —dice ella mirándole las manos—. Tienes temblores.
—No he dormido en toda la noche.
—Ajá.
Lo que pasa con Ester-Malke Taytsh es que, antes de regresar a la universidad, convertirse en trabajadora social y casarse con Berko, disfrutó de una breve pero distinguida carrera como perdida del Sitka sur. Tiene a un par de criminales de poca monta en su pasado, un tatuaje del que se arrepiente en la barriga y un puente en los dientes de abajo, recuerdo del último hombre que la maltrató. Landsman la conoce desde hace más tiempo que Berko, ya que la detuvo por vandalismo cuando ella todavía iba al instituto. Ester-Malke entiende cómo hay que tratar a un perdedor, por intuición y por hábito, y sin ninguno de los reproches que le dedica a su propia juventud desperdiciada. Ahora va a la nevera y saca una botella de Bruner Adler, la destapa y se la da a Landsman. Él la hace rodar por sus sienes insomnes y luego da un trago largo.
—Así pues —dice, sintiéndose mejor al cabo de un instante—, ¿tienes un retraso?
Ella pone una expresión medio teatral de culpa, hace el gesto de coger la barrita del test de embarazo y se deja la mano en el bolsillo, agarrando la barrita sin sacarla. Landsman sabe, porque ella ha sacado el tema un par de veces, que a Ester-Malke le preocupa que él les envidie a ella y a Berko su exitoso programa de crianza y sus dos hermosos hijos. Landsman lo hace, a veces, con amargura. Pero cuando ella saca el tema, por lo general él se encarga de negarlo.
—Mierda —dice él cuando un alfil cae rodando al suelo y desaparece por debajo de la encimera de la barra.
—¿Era una pieza blanca o negra?
—Negra. Un alfil. Mierda. Está perdido.
Ester-Malke va al estante de las especias, se ajusta el cinturón de la bata y examina sus opciones.
—Ten —dice. Saca un frasco de virutas de chocolate, lo destapa, se echa una en la palma de la mano y se la entrega a Landsman—. Usa esto.
Landsman está arrodillado en el suelo debajo de la encimera. Recupera el alfil perdido y consigue ensartarlo en la ranura de h6. Ester-Malke devuelve el frasco al armario y devuelve la mano derecha al misterio del bolsillo de su albornoz.
Landsman se come la viruta de chocolate.
—¿Lo sabe Berko? —dice.
Ester-Malke niega con la cabeza, escondiéndose detrás de su pelo.
—No es nada —dice.
—¿Oficialmente nada?
Ella se encoge de hombros.
—¿No has mirado la prueba?
—Me da miedo.
—¿Qué te da miedo? —dice Berko apareciendo en la puerta de la cocina con el pequeño Pinchas Taytsh-Shemets (a quien, de manera inevitable, llaman Pinky) apoyado en el antebrazo derecho.
Hace un mes le hicieron una fiesta a la criatura, con un pastel y una vela. Así pues, piensa Landsman, eso traerá al tercer Taytsh-Shemets, en caso de que esté de camino, más menos veintiún o veintidós meses después del segundo. Y siete meses después de la Revocación. Siete meses después de la llegada del mundo desconocido. Otro prisionero diminuto de la historia y del destino, otro Mesías en potencia, ya que dicen los expertos que nace un Mesías en cada generación, para hinchar las velas de la demente carabela de sueños del profeta Elías. Ester-Malke extrae la mano de su bolsillo sin la prueba de embarazo y le dedica a Landsman una seña típica del Sitka sur con una ceja enarcada.
—Le da miedo oír lo que tuve que comer ayer —dice Landsman.
A fin de crear una distracción, se saca el ejemplar de Lasker de Trescientas partidas de ajedrez del bolsillo de la chaqueta y lo deja sobre la encimera al lado del tablero de ajedrez.
—¿Esto tiene que ver con tu yonqui muerto? —dice Berko echando un vistazo al tablero.
—Emanuel Lasker —dice Landsman—. Pero ese no es más que el nombre con que se inscribió en el registro. No le hemos encontrado ninguna identificación encima. Todavía no sabemos quién era.
—Emanuel Lasker. El nombre me suena.
Berko entra de lado en la cocina, vestido con el pantalón del traje y en mangas de camisa. Los pantalones son de lana merino color gris brezo con doble pliegue, y la camisa blanca sobre blanco. De la garganta, atada con un nudo de lo más elegante, le cuelga una corbata azul marino con dibujos de manchas anaranjadas. La corbata es extralarga, los pantalones amplios y sostenidos por unos tirantes de color azul marino agobiados por el alcance y la curva de su barriga. Debajo de la camisa lleva un chal de oración con flecos y tiene un yarmulke azul con adornos sobre el tojo negro reluciente del cogote, pero no le crece barba en la barbilla. No ha habido ni un pelo en la barbilla de ninguno de los hombres de su familia materna, desde los tiempos, sin duda, en que Cuervo lo creó todo (salvo el sol, que lo robó). Berko Shemets es un hombre religioso, pero a su manera y por sus propias razones. Es un minotauro, y el mundo de los judíos es su laberinto.
Fue a finales de la primavera de 1981 cuando se fue a vivir con los Landsman a la casa de la calle Adler, un chico gigante y desgarbado al que en la Casa del Monstruo Marino del Clan Cuervo de la Tribu Melenuda conocían como Johnny el Judío Oso. Aquella tarde medía metro setenta y cinco, calzado con sus botas de piel de reno, y es que a los trece años solamente medía tres centímetros menos que Landsman a los dieciocho. Hasta aquel momento nadie les había mencionado a Landsman ni a su hermana menor la existencia de aquel niño. Y ahora el chaval iba a dormir en el dormitorio que antaño había servido al padre de Meyer y Naomi como botella de Klein para su insomnio.
—¿Quién demonios eres tú? —le preguntó Landsman mientras el niño se colaba de refilón en la sala de estar.
Retorciendo una gorra con visera en las manos, contemplándolo todo con su mirada oscura y arrolladora. Hertz y Freydl estaban frente a la entrada de la casa, gritándose entre ellos. Al parecer, el tío de Landsman no se había molestado en mencionarle a su hermana que su hijo iba a vivir en la casa con ellos.
—Me llamo Johnny Oso —dijo Berko—. Soy parte de la Colección Shemets.
Hertz Shemets era y sigue siendo experto en arte y artefactos tlingit. En un momento dado este hobby o pasatiempo le hizo adentrarse más y más en los territorios indios que ningún otro judío de su generación. De manera que sí, su estudio de la cultura nativa y sus viajes a los territorios indios fue una tapadera de su trabajo para COINTELPRO durante los sesenta. Pero no eran solamente una tapadera. Hertz Shemets se sentía atraído por el estilo de vida indio. Aprendió a arponear focas con un gancho de acero, clavándoselo en el ojo, y a matar y preparar osos, y a disfrutar del sabor de la grasa de eperlano tanto como del schmaltz. Y tuvo un hijo con la señorita Laurie Jo Oso de Hoonah. Cuando a ella la mataron durante los llamados Disturbios de la Sinagoga, su hijo medio judío, objeto de tormento y burlas por parte del Clan Cuervo, apeló al padre al que apenas conocía para que lo rescatara. Fue un zwischenzug, una maniobra inesperada durante el despliegue ordenado de una partida. Y pilló al tío Hertz con la guardia baja.
—¿Qué vas a hacer, rechazarlo? —le gritó este a la madre de Landsman—. Allí arriba le están haciendo la vida imposible. Su madre está muerta. Asesinada por judíos.
De hecho, once nativos de Alaska murieron en los disturbios que siguieron a la explosión de una bomba en una sinagoga que un grupo de judíos había construido en tierra disputada. Hay reductos en esas islas donde el mapa trazado por Harold Ickes titubea y se rompe, tramos punteados de la Línea Divisoria. La mayoría son demasiado remotos o montañosos para estar habitados, y se pasan el año entero congelados o inundados. Algunas de esas áreas tachadas, sin embargo, selectas, llanas y templadas, han demostrado con el curso de los años ser irresistibles para millones de judíos. Los judíos quieren espacio habitable. Y en los años setenta algunos de ellos, la mayoría miembros de pequeñas sectas ortodoxas, empezaron a ocuparlo.
La construcción de una sinagoga en Saint Cyril por parte de la escisión de la escisión de una secta de Lisianski fue el escándalo final para muchos nativos. Como respuesta a la misma hubo manifestaciones, mítines y abogados, así como retumbares oscuros procedentes del Congreso con motivo de una afrenta más a la paz y la paridad por parte de los judíos altaneros del norte. Dos días antes de la consagración de la sinagoga, alguien —nadie lo reivindicó nunca ni tampoco hubo acusados— lanzó un cóctel molotov doble a través de una ventana, quemando el templo hasta que no quedó nada más que la base de cemento. Los feligreses y sus partidarios se concentraron en el pueblo de Saint Cyril, destruyeron las trampas para cangrejos, rompieron las ventanas del local de la Hermandad de Nativos de Alaska, e incendiaron de forma espectacular un cobertizo lleno de candelas romanas y petardos de cereza. El conductor de un camión lleno de yids furiosos perdió el control del volante y se estrelló contra la tienda de alimentación donde Laurie Jo trabajaba de cajera, matándola al instante. Los Disturbios de la Sinagoga siguen siendo el peor momento de la amarga e ignominiosa historia de las relaciones entre los judíos y los tlingit.
—¿Y eso es culpa mía? ¿Es problema mío? —respondió gritando la madre de Landsman—. ¡Un indio viviendo en mi casa, eso es algo que no necesito!
Los niños se dedicaron a escuchar un rato, mientras Johnny Oso esperaba de pie en el umbral, dando golpes a su bolsa de lona con la punta de su zapatilla deportiva.
—Menos mal que no hablas yiddish —le dijo Landsman al chico más joven.
—No me hace falta, capullo —dijo Johnny el Judío—. Llevo toda la vida oyendo esa mierda.
Después de que la cuestión se resolviera —y ya estaba resuelta antes de que la madre de Landsman empezara a gritar—, Hertz entró a decir adiós. Su hijo le sacaba cinco centímetros. Cuando le dio a Johnny un abrazo breve y rígido, pareció que el sillón lateral estuviera abrazando al sofá. Luego se apartó.
—Lo siento, John —dijo. Agarró a su hijo de las orejas y lo sostuvo así con firmeza. Escrutó la cara del chico como si fuera un telegrama—. Quiero que lo sepas. No quiero que me mires nunca y pienses que no lo estoy sintiendo de verdad.
—Quiero vivir contigo —dijo el chico en tono inexpresivo.
—Ya lo has mencionado. —Las palabras eran severas y los modales insensibles, pero de repente, y aquello dejó a Landsman completamente pasmado, al tío Hertz le brillaron las lágrimas en los ojos—. Tengo fama, John, de ser un completo hijo de puta. Conmigo te iría peor que si vivieras en la calle. —Echó un vistazo a la sala de estar de su hermana, las fundas de plástico que cubrían los muebles, la escultura que parecía una alambrada de púas, la menorah abstracta—. Dios sabe lo que harán contigo aquí.
—Me harán judío —dijo Johnny Oso, y no fue fácil saber si lo estaba diciendo con orgullo o como predicción de un desastre—. Como tú.
Le dio a Naomi un golpecito en la cabeza. Justo antes de salir, se detuvo para estrecharle la mano a Landsman.
—Ayuda a tu primo, Meyerle, lo va a necesitar.
—Parece que se puede valer por sí solo.
—Lo parece, ¿verdad? —dijo el tío Hertz—. Eso por lo menos lo ha sacado de mí.
Ahora Ber Shemets, que es como acabó llamándose a sí mismo con el tiempo, vive como un judío y lleva solideo y chal de oración como un judío. Razona como un judío, tiene la religión de los judíos, es padre y ama a su mujer y sirve al público como un judío. Hila sus teorías con las manos, cumple con el kosher y tiene un pene cortado (su padre se encargó de ello antes de abandonar al pequeño Oso) al sesgo. Su aspecto, sin embargo, es puro tlingit. Ojos de fiera, pelo negro y tupido, cara ancha diseñada para la alegría pero educada en el oficio de la tristeza. Los Osos son gente corpulenta, y Berko mide dos metros sin zapatos y pesa nada menos que ciento diez kilos. Tiene la cabeza grande, los pies grandes, la barriga y las manos grandes. Todo en Berko es grande salvo el bebé que tiene en brazos, que ahora sonríe con timidez a Landsman con su mata de crin negra y erizada como un montón de limaduras magnetizadas de hierro. Un niño monísimo, Landsman es el primero en admitirlo, pero aunque ya tiene un año, la imagen de Pinky sigue haciendo una muesca en el punto blando que Landsman tiene detrás del esternón. Pinky nació exactamente dos años después de la fecha en que tenía que nacer Django: el 22 de septiembre.
—Emanuel Lasker era un famoso ajedrecista —informa Landsman a Berko, que coge una taza de café de manos de Ester-Malke y mira el vapor de la misma con el ceño fruncido—. Un judío alemán. En las décadas de mil novecientos diez y mil novecientos veinte. —Se ha pasado entre las cinco y las seis frente a su ordenador en la sala vacía de la brigada, viendo qué podía encontrar—. Matemático. Perdió con Capablanca, como todo el mundo por aquel entonces. El libro estaba en la habitación. Junto con un tablero de ajedrez, con las piezas colocadas así.
Berko tiene unos párpados gruesos, enternecedores y de aspecto amoratado, pero cuando los deja caer sobre sus ojos saltones, su mirada se vuelve como el haz de una linterna filtrándose a través de una ranura: tan fría y escéptica que puede llevar a hombres inocentes a dudar de sus propias coartadas.
—Y a ti te da la impresión —dice, echando una mirada cargada de intención a la botella de cerveza que Landsman tiene en la mano— de que la configuración de las piezas del tablero, ¿qué? —La ranura se estrecha, el haz brilla con más intensidad—. ¿Revela el nombre de su asesino en código?
—En el alfabeto de la Atlántida —dice Landsman.
—Ajá.
—El judío jugaba al ajedrez. Y se hacía el torniquete con un tefillin. Y alguien lo mató con muchísimo cuidado y discreción. No lo sé. Tal vez no haya nada por el lado del ajedrez. No puedo sacar nada de ello. He mirado el libro entero, pero no he podido averiguar qué partida estaba jugando. Si es que jugaba alguna. Esos diagramas, no lo sé, mirarlos me da dolor de cabeza. Me da dolor de cabeza el mero hecho de mirar el tablero, es una maldición.
A Landsman le sale una voz tan hueca y desesperanzada como su estado de ánimo, lo cual no era su intención en absoluto. Berko mira a su mujer por encima de la coronilla de Pinky, para ver si realmente necesita preocuparse por Landsman.
—Te diré qué haremos, Meyer. Si dejas esa cerveza —dice Berko, intentando no sonar como un policía y fracasando en el intento—, te dejaré coger en brazos a este bebé tan guapo. ¿Qué me dices? Míralo. Mira esos muslos, anda. Tienes que estrujarlos. Deja esa cerveza, ¿de acuerdo? Y coge en brazos un minuto al bebé.
—Es un bebé guapo —dice Landsman.
Vacía otros dos centímetros de cerveza de la botella. Luego la deja, se calla y coge al bebé, después lo huele y se hace la herida habitual en el corazón. Pinky huele a yogur y jabón de la colada. Y un poco a la colonia de jamaica de su padre. Landsman lleva al bebé a la puerta de la cocina, tratando de no inhalar, y mira cómo Ester-Malke saca una capa de gofres de la plancha. Está usando una vieja plancha Westinghouse con asas de baquelita en forma de hojas. Puede hacer cuatro gofres bien crujientes de una vez.
—¿Suero de leche? —dice Berko examinando ahora el tablero de ajedrez, pasándose un dedo por el grueso espacio de encima del labio.
—¿Qué más? —dice Ester-Malke.
—¿De verdad o es leche con vinagre?
—Hicimos un ensayo de doble ciego, Berko. —Ester-Malke le da a Landsman un plato de gofres a cambio de su hijo menor, y aunque no le apetece comer, Landsman está encantado con el intercambio—. No puedes distinguir una cosa de la otra, ¿te acuerdas?
—Bueno, tampoco sabe jugar al ajedrez —dice Landsman—. Pero mira cómo finge.
—Vete a la mierda, Meyer —dice Berko—. Vale, ahora en serio: ¿qué pieza es el acorazado?
La locura familiar por el ajedrez ya se había agotado o bien había redirigido sus energías para cuando Berko se fue a vivir con Landsman y su madre. Isidor Landsman llevaba seis años muerto, y Hertz Shemets había transferido sus habilidades para la finta y el ataque a un tablero de ajedrez mucho más grande. Lo cual quería decir que no quedaba nadie para enseñarle a Berko el juego más que Landsman, un deber que Landsman declinó cuidadosamente.
—¿Mantequilla? —dice Ester-Malke.
Echa una cucharada de masa en las celdas de la plancha de gofres mientras Pinky permanece sentado sobre su cadera y ofrece su consejo no solicitado.
—Sin mantequilla.
—¿Sirope?
—Sin sirope.
—Tú no quieres ningún gofre, ¿verdad, Meyer? —dice Berko.
Abandona la farsa de examinar el tablero y desplaza su atención al manual de Siegbert Tarrasch como si fuera capaz de entenderlo.
—Si he de ser sincero, no —dice Landsman—. Pero sé que debería.
Ester-Malke baja la tapa de la plancha sobre las cuadrículas de masa.
—Estoy embarazada —dice en tono suave.
—¿Cómo? —dice Berko levantando la vista del libro de sorpresas ordenadas—. ¡Mierda! —La palabra la suelta en americano, el idioma favorito de Berko para decir palabrotas y hablar en tono enfadado. Empieza a darle vueltas a la pastilla de chicle imaginario que parece aparecerle en la boca siempre que está a punto de explotar—. Es genial. Es simplemente genial, ¿sabes? ¡Porque todavía queda un puto escritorio en este apartamento de mierda que no tiene un puto bebé encima!
Luego levanta Trescientas partidas de ajedrez por encima de la cabeza y se prepara teatralmente para lanzarlo por encima de la barra de desayunos en dirección al interior de la sala de estar-comedor. Es el Shemets que lleva dentro el que sale a la luz. A la madre de Landsman también le encantaba lanzar objetos con furia, y los despliegues histriónicos del tío Hertz, tan tranquilo él, son escasos pero legendarios.
—Es una prueba —le recuerda Landsman. Berko levanta el libro más alto todavía y Landsman dice—: ¡Es una prueba, coño!
Y entonces Berko lo arroja. El libro vuela desmañadamente, en medio de un revoloteo de páginas, y golpea algo que tintinea, probablemente la caja plateada de especias que hay sobre la mesa de cristal del comedor. El bebé proyecta hacia fuera el labio inferior, lo proyecta un poco más y después vacila, mirando primero a su padre, luego a su madre y de nuevo al primero. Por fin estalla en sollozos compungidos. Berko fulmina con la mirada a Pinky, como si lo hubiera traicionado. Luego da la vuelta a la barra para recoger la prueba maltratada.
—¿Qué ha hecho Tateh? —le dice Ester-Malke al bebé, dándole un beso en la mejilla y mirando con el ceño fruncido el enorme agujero de bordes negros que Berko ha dejado atrás en el aire—. ¿El malvado Detective Super-Esperma ha tirado el librote feo?
—¡Muy bueno el gofre! —dice Landsman dejando su plato intacto. Levanta la voz—: Eh, Berko, estoy... ejem... creo que voy a esperar en el coche. —Roza la mejilla de Ester-Malke con los labios—. Dile a como se llame que el tío Meyerle le dice adiós.
Landsman sale a los ascensores, por cuyo hueco se oye aullar el viento. El vecino, Fried, sale de su casa con su abrigo largo y negro, el pelo blanco peinado hacia atrás y rizándose a la altura del cuello del abrigo. Fried es cantante de ópera, y los Taytsh-Shemets tienen la impresión de que los mira con altivez. Pero eso es solo porque Fried les ha dicho que es mejor que ellos. Por lo general, los sitkaniks se preocupan de mantener esta visión de sus vecinos, en particular de los nativos y de todos aquellos que habitan en el sur. Fried y Landsman entran juntos en el ascensor. Fried le pregunta a Landsman si ha encontrado algún cadáver recientemente, y Landsman le pregunta si ha hecho que algún compositor muerto se revuelva en su tumba recientemente, y después de eso ya no dicen gran cosa más. Landsman regresa a su plaza de aparcamiento y entra en el coche. Arranca el vehículo y se sienta en medio del calor que entra del motor. Con el olor de Pinky en el cuello de su abrigo y el fantasma fresco y seco de la mano de Goldy en la suya, hace de portero de fútbol mientras un equipo de remordimientos infructuosos monta un ataque continuo contra su capacidad de llegar al final del día sin sentir nada. Sale del coche y se fuma un papiros bajo la lluvia. Vuelve la mirada hacia el norte, más allá del puerto deportivo, hasta el poste serpenteante de aluminio que está en su isla azotada por el viento. Una vez más siente una fuerte nostalgia por la Exposición, por la heroica ingeniería judía del Imperdible (oficialmente la Torre de la Promesa de Santuario, pero nadie la llama así), y por el escote de la mujer uniformada que solía romperte el ticket durante el trayecto de ascensor que iba al restaurante de la punta del Imperdible. Luego regresa al coche. Pocos minutos después, Berko sale del edificio y entra rodando como un bombo en el Super Sport. Lleva en una mano el libro y el tablero de ajedrez y se los coloca en equilibrio sobre el muslo izquierdo.
—Siento todo lo de antes —dice—. Menudo capullo estoy hecho, ¿eh?
—No pasa nada.
—Simplemente tendremos que encontrar un piso más grande.
—Ya.
—En alguna parte.
—Ahí está la cosa.
—Es una bendición.
—Pues claro. Mazel tov, Berko.
Las felicitaciones de Landsman son tan irónicas que se vuelven sinceras, y tan sinceras que solamente pueden parecer falsas, y él y su compañero permanecen un rato sentados, sin ir a ninguna parte, escuchando cómo se coagulan.
—Ester-Malke dice que está tan cansada que ni siquiera se acuerda de haber tenido relaciones sexuales conmigo —dice Berko con un suspiro profundo.
—Tal vez no tuvisteis.
—Estás diciendo que es un milagro. Como el pollo ese que habla en la carnicería.
—Ajá.
—Una señal y un portento.
—Es una manera de mirarlo.
—Hablando de señales... —dice Berko.
Abre el ejemplar de Trescientas partidas de ajedrez desaparecido hace mucho tiempo de la Biblioteca Pública de Sitka por el interior de la contraportada y saca la tarjeta de devolución del bolsillo pegado. Detrás de la tarjeta hay una fotografía, una instantánea de ocho por trece, satinada y con los bordes blancos. Es la foto de un letrero, un rectángulo de plástico negro en el que hay estampadas cinco letras romanas blancas, con una flecha blanca debajo que señala a la izquierda. El letrero cuelga por dos cadenillas de una baldosa aislante cuadrada de color blanco sucio.
—TARTA —lee Landsman.
—Parece haberse caído en el curso de mi vigoroso examen de la prueba —dice Berko—. Me imagino que debía de estar metida en el bolsillo de la tarjeta, o bien la habrías visto con tu afilada vista de shammes. ¿Lo reconoces?
—Sí —dice Landsman—. Lo conozco.
En el aeropuerto que sirve a la rudimentaria ciudad septentrional de Yakovy —la última estación de la que partes, si eres un judío en busca de modestas aventuras, para adentrarte en la modesta tundra del distrito—, escondida al fondo del todo del edificio, una modesta tiendecita ofrece tarta, y solamente tarta, al estilo americano. El sitio no es más que una ventana que da a una cocina equipada con cinco hornos resplandecientes. Al lado de la ventana cuelga una pizarra, y cada día los propietarios —una pareja de huraños klondikes y su misteriosa hija— escriben en ella una lista de los productos del día: moras, manzana con ruibarbo, melocotón, plátano con crema. La tarta es buena, e incluso famosa a pequeña escala. Cualquiera que haya pasado por el aeródromo de Yakovy la conoce, y se rumorea que hay gente que vuela desde Juneau o Fairbanks para comerla. La difunta hermana de Landsman era devota en concreto de la de coco y crema.
—¿Y nu? —dice Berko—. ¿Qué te parece?
—Lo sabía —dice Landsman—. En cuanto entré en aquella habitación y vi a Lasker allí tumbado, me dije a mí mismo: Landsman, todo este caso va a acabar siendo un problema de tartas.
—Así que no crees que signifique nada.
—Nada significa nada —dice Landsman, y de repente se siente asfixiado, nota la garganta hinchada y los ojos inundados de lágrimas. Tal vez sea la falta de sueño, o el haber pasado demasiado tiempo en compañía de su vaso de chupito. O tal vez sea la imagen repentina de Naomi, apoyada en una pared delante de aquella tienda de tartas sin nombre e inexplicable, zampándose una porción de tarta de coco y crema con tenedor y plato de plástico, con los ojos cerrados, los labios fruncidos y manchados de blanco, deleitándose con un bocado de crema, corteza y natillas de una forma profunda y animal—. Mierda, Berko. Cómo me gustaría tener un trozo de esa tarta ahora mismo.
—Lo mismo estaba pensando yo —dice Berko.
7
Durante veintisiete años la Central de Sitka ha estado ubicada de forma provisional en once edificios prefabricados situados en un solar vacío detrás del viejo orfanato ruso. Se rumorea que los barracones prefabricados iniciaron su vida como universidad cristiana en Slidell, Louisiana. Carecen de ventanas, tienen los techos bajos, son endebles y diminutos. El visitante encuentra, encajonadas en el barracón de homicidios, una zona de recepción, una oficina para cada uno de los dos detectives inspectores, una ducha con retrete y lavabo, una sala de la brigada (cuatro cubículos, cuatro sillas, cuatro teléfonos, una pizarra y una hilera de buzones personales), una celda de interrogatorios y una sala de descanso. La sala de descanso está equipada con una cafetera y una neverita. La sala de descanso también ha albergado desde hace mucho tiempo una colonia de esporas que, en algún momento del pasado remoto, hizo evolucionar espontáneamente la forma y el aspecto de un sofá de dos plazas. Pero cuando Landsman y Berko llegan al aparcamiento de grava que hay junto al barracón de homicidios, un par de empleados de mantenimiento filipinos están sacando a rastras el hongo monstruoso.
—Se lo llevan —dice Berko.
La gente lleva años amenazando con librarse del sofá, pero a Landsman le resulta un shock ver finalmente su marcha. Un shock lo bastante fuerte como para que tarde un segundo o dos en fijarse en la mujer que hay de pie al lado de los escalones. Lleva un paraguas negro en la mano y una parka de color naranja brillante con una gorguera reluciente de peluche sintético de color verde teñido. Tiene el brazo derecho levantado, con el índice extendido hacia los cubos de basura, como una pintura del arcángel Miguel expulsando a Adán y Eva del Jardín del Edén. Un rizo de pelo rojo ensortijado se le ha soltado de la gorguera de peluche verde y ahora le cuelga por delante de la cara. Eso le supone un problema crónico. Cada vez que se arrodilla para examinar una mancha dudosa en el suelo de una escena del crimen, o cada vez que estudia una fotografía bajo una lupa, tiene que apartarse ese rizo de pelo con un soplido brusco e irritado.
La mujer se queda mirando el Super Sport con el ceño fruncido mientras Landsman apaga el motor. Baja su mano desterradora. Desde lejos, a Landsman le parece que lleva tres o cuatro tazas de café de más y que alguien ya la ha cabreado una vez esta mañana, tal vez dos veces. Landsman pasó doce años casado con ella y cinco trabajando en la misma brigada de homicidios. Es muy sensible a sus estados de ánimo.
—Dime que no sabías nada de esto —le dice a Berko mientras apaga el motor.
—Sigo sin saber nada —dice Berko—. Tengo la esperanza de que si cierro los ojos un segundo y los vuelvo a abrir, va a resultar no ser cierto.
Landsman lo intenta.
—No hay suerte —dice con pesar, y sale del coche—. Danos un minuto.
—Por favor, tómate todo el tiempo que quieras.
Landsman tarda diez segundos en cruzar el aparcamiento de grava. Durante los tres primeros, Bina parece contenta de verlo; durante los dos siguientes, se la ve nerviosa y encantadora. Los últimos cinco segundos los ocupa en parecer lista para liarse con Landsman si eso fuera lo que él quisiera.
—¿Qué cojones pasa? —dice Landsman, odiando decepcionarla.
—Dos meses con tu ex mujer —dice Bina—. Después de eso, quién sabe.
Justo después de que llegara el divorcio, Bina se fue a pasar un año al sur, donde tomó parte en una especie de programa de formación para el liderazgo para mujeres detectives de policía. Al regresar, aceptó el majestuoso puesto de detective inspectora de la sección de Homicidios de Yakovy. Allí ha encontrado estímulos y realización personal dirigiendo investigaciones de muerte por hipotermia de pescadores de salmón desempleados en medio de los canales del alcantarillado de la Venecia del noroeste de la isla de Chichagof. Landsman no la veía desde el funeral de su hermana, y a juzgar por la mirada de compasión que ella le dedica a su viejo chasis deduce que en los meses transcurridos desde entonces ha envejecido considerablemente.
—¿No te alegras de verme, Meyer? —dice ella—. ¿No me dices nada de mi parka?
—Es extremadamente naranja —dice Landsman.
—Allí arriba tienes que hacerte ver —dice ella—. En el bosque. O bien se creen que eres un oso y te pegan un tiro.
—Te sienta bien el color. —Landsman se oye a sí mismo decir con dificultad—: Te va con los ojos.
Bina acepta el cumplido como si fuera una lata de refresco con gas que sospechara que él ha agitado antes.
—O sea, que me estás diciendo que estás sorprendido —dice ella.
—Lo estoy.
—¿No te has enterado de lo de Felsenfeld?
—Es Felsenfeld. ¿De qué me tenía que enterar? —Se acuerda de que anoche Shpringer le hizo la misma pregunta y de pronto se le ocurre algo con claridad digna del hombre que atrapó a Podolsky, el Asesino del Hospital—. Felsenfeld se ha largado.
—Entregó su insignia hace dos noches. Se marchó a Melbourne, Australia, anoche. Allí vive la hermana de su mujer.
—¿Y ahora tengo que trabajar a tus órdenes? —Sabe que no puede haber sido idea de Bina. Y el traslado, aunque sea solamente por dos meses, es sin lugar a dudas un ascenso para ella. Pero no se puede creer que su ex mujer pueda permitir algo así: que sea capaz de soportarlo—. Es imposible.
—Hoy día todo es posible —dice Bina—. Lo he leído en el periódico.
De repente se le alisan las arrugas de la cara y Landsman ve la carga que supone para ella estar con él y el alivio que siente cuando se les acerca Berko Shemets.
—¡Ya estamos todos! —dice ella.
Cuando Landsman se da la vuelta, se encuentra a su compañero de pie justo detrás de él. Berko posee un poder considerable para el sigilo que, como es natural, atribuye a sus antepasados indios. A Landsman le gusta atribuirlo a poderosas fuerzas de tensión de superficie, ese modo en que los enormes pies como raquetas de nieve de Berko comban la tierra.
—Vaya, vaya, vaya —dice Berko cordialmente.
Desde la primera vez que Landsman trajo a casa a Bina, ya pareció que ella y Berko lo veían igual, lo trataban igual y se reían juntos a expensas de Landsman, ese quejica que aparece en la última viñeta de una tira cómica con el lirio negro de un puro recién explotado marchitándose en medio de la jeta. Ahora ella le ofrece la mano y se dan un apretón.
—Bienvenida a casa, detective Landsman —dice él en tono dócil.
—Inspectora —dice ella—. Y me llamo Gelbfish. Otra vez.
Berko examina cuidadosamente la mano de datos que ella le ha repartido.
—Perdón, pues —dice—. ¿Qué te ha parecido Yakovy?
—No está mal.
—¿Una ciudad divertida?
—La verdad es que no lo sé.
—¿Has conocido a alguien?
Bina niega con la cabeza, ruborizándose, y luego se ruboriza todavía más al pensar que se está ruborizando.
—He estado trabajando —dice—. Ya me conoces.
La masa rosada y empapada del viejo sofá desaparece doblando la esquina del barracón, y Landsman experimenta otro momento de introspección.
—Viene la Sociedad de Enterradores —dice.
Se refiere al equipo operativo de transición del Departamento del Interior de Estados Unidos, los hombres de la avanzadilla de la Revocación, que han venido a velar el cadáver y a prepararlo para su entierro en la tumba de la historia. Un año más o menos es lo que llevan murmurando su kaddish burocrático por todos los rincones de la burocracia del distrito. Colocando los cimientos, se imagina Landsman, para que cuando algo acabe por salir mal o torcerse, se pueda echar la culpa de forma plausible a los judíos.
—Un caballero llamado Spade —dice—. Aparecerá el lunes o el martes como muy tarde.
—Felsenfeld —dice Landsman con desprecio. Típico de él escabullirse tres días antes de que un shomer de la Sociedad de Enterradores venga de visita—. Ha sido un año negro para él.
Otros dos tipos de mantenimiento salen dando tumbos del barracón, llevando la biblioteca de pornografía de la división y una fotografía de cartón a tamaño real del presidente de América, con su barbilla hendida, su bronceado de golfista y su aire despreocupadamente pomposo, estilo mariscal de campo de fútbol americano. A los detectives les gusta vestir al presidente de cartón con ropa interior de encaje y acribillarlo con montones arrugados de papel higiénico.
—Es hora de tomarle las medidas a la División Central de Sitka para hacerle una mortaja —dice Berko, viendo cómo se lo llevan.
—No estáis entendiendo ni una palabra —dice Bina, y Landsman entiende de inmediato, a juzgar por el reborde oscuro de su voz, que se está esforzando por contener una serie de muy malas noticias. Luego Bina dice—: Adentro, chicos. —Y suena como cualquier otro oficial al mando que Landsman se ha visto obligado a obedecer.
Hace un momento la idea de tener que ponerse a las órdenes de su ex mujer, aunque fuera durante dos meses, le resultaba inconcebible. Sin embargo, presenciar la forma en que ella señala con la cabeza hacia el barracón y les ordena que entren le da razones para confiar en que sus sentimientos hacia ella, y no es que tenga ninguno, claro, puedan convertirse en ese gris universal de la disciplina.
Siguiendo la tradición clásica de la huida de los refugiados, la oficina está tal y como la dejó Felsenfeld: fotografías, plantas medio muertas y botellas de agua de Seltz sobre el archivador, junto a un paquete tamaño familiar de pastillas masticables contra la acidez de estómago.
—Sentaos —dice Bina yendo hasta la silla de despacho de acero encauchado y acomodándose en ella con firmeza despreocupada.
Se quita la parka naranja, revelando un traje pantalón de lana de color marrón polvoriento por encima de una camisa blanca de tela Oxford, una indumentaria mucho más acorde con la idea que tiene Landsman de cómo piensa Bina en la ropa. Fracasa en su intento de no observar cómo sus gruesos pechos, cada uno de cuyos lunares y pecas todavía puede proyectar como si fueran constelaciones sobre la cúpula del planetario de su imaginación, abultan contra la abertura frontal y los bolsillos de su camisa. Él y Berko cuelgan sus abrigos en los ganchos que hay detrás de la puerta y se quedan con sus sombreros en las manos. Cada uno de ellos coge una de las dos sillas restantes. La mujer de Felsenfeld en su fotografía y sus hijos en la de ellos no son ni una pizca menos feos que la última vez que Landsman los miró. El salmón y el halibut siguen asombrados de encontrarse muertos y colgados al final de los sedales de Felsenfeld.
—Muy bien, escuchad, chicos —dice Bina. Es una mujer de las que le ponen el cascabel al gato y agarran al toro por los cuernos—. Todos somos conscientes de lo rara que es la situación aquí. Ya sería bastante raro que yo estuviera en la misma brigada que vosotros. El hecho de que uno de vosotros antes fuera mi marido y el otro mi, esto, mi primo... vaya, mierda. —La última palabra es pronunciada en perfecto americano, igual que las cuatro siguientes—. ¿Me entendéis o no?
Hace una pausa y parece esperar una respuesta. Landsman se vuelve hacia Berko.
—Tú eras el primo, ¿verdad?
Bina sonríe para mostrarle a Landsman que no le parece particularmente gracioso. Extiende un brazo hacia atrás y acerca un montón de carpetas de color azul claro que hay en el archivador, cada una de un centímetro de grueso por lo menos y todas marcadas con una lengüeta de plástico del mismo color rojo que el jarabe para la tos. Al verlas, a Landsman le da un vuelco el corazón, igual que le pasa cada vez que tiene la mala suerte de captar su propia mirada en un espejo.
—¿Veis esto?
—Sí, inspectora Gelbfish —dice Berko, y le sale un tono extrañamente insincero—. Lo veo.
—¿Sabéis qué son?
—Sé que no pueden ser todos nuestros casos abiertos —dice Landsman—. Todos amontonados en tu mesa.
—¿Sabéis una cosa buena que tiene Yakovy? —dice Bina.
Ellos esperan que su jefa les informe de sus viajes.
Y ella dice:
—La lluvia. Mil trescientos centímetros cúbicos al año. Llueve tanto que a la gente se le pasa las ganas de hacerse el gracioso. Hasta a los yids.
—Eso es mucho llover —dice Berko.
—Ahora escuchadme. Y escuchad con atención, por favor, porque lo voy a decir en idioma patrañas. Dentro de dos meses un jefe de policía americano va a entrar dando zancadas en este barracón olvidado de Dios con su traje de rebajas y su oratoria de catequesis y me va a pedir que le entregue las llaves de este circo que son los archivadores de la Brigada B, que a partir de esta mañana yo tengo el honor de presidir. —A los Gelbfish se les da bien hablar, son oradores y razonadores y ases en el arte de adular. El padre de Bina estuvo a punto de convencer a Landsman de que no se casara con ella. La noche antes de la boda—. Y de verdad, os lo digo con toda sinceridad. Los dos sabéis que me he estado matando a trabajar toda mi vida adulta, confiando en tener un día la bastante suerte como para aparcar el culo en esta silla, detrás de esta mesa, y tratar de mantener esa magnífica tradición de la División Central de Sitka consistente en que de vez en cuando atrapamos a un asesino y lo metemos en la cárcel. Y ahora estoy aquí. Hasta el uno de enero.
—Nosotros estamos de acuerdo, Bina —dice Berko, y esta vez suena más sincero—. Con lo del circo y todo eso.
Landsman dice que él está doblemente de acuerdo.
—Lo agradezco —dice ella—, y sé lo mal que os está sentando... esto.
Ella apoya su mano larga y pecosa sobre la pila de expedientes. Si estos se organizaran de forma adecuada, la pila comprendería once carpetas, la más antigua con fecha de hace dos años. Hay otras tres parejas de detectives en la sección de Homicidios, pero ninguna de ellas puede enorgullecerse de una pila tan grande de casos sin resolver.
—Nos falta poco para el caso Feytel —dice Berko—. Solo estamos esperando al fiscal del distrito. Y el caso Pinsky. Y lo de Zilberblat. La madre de Zilberblat...
Bina levanta la mano para cortar a Berko. Landsman no dice nada. Está demasiado avergonzado para hablar. Por lo que a él respecta, ese montón de carpetas es un monumento a su reciente declive. El hecho de que no sea treinta centímetros más alto es testimonio de la tenacidad que su enorme primo pequeño Berko ha mostrado al cargar con él.
—Alto —dice Bina—. No digas una palabra más. Y prestad atención, porque esta es la parte en que muestro mi fluidez y mi dominio del idioma patrañas.
Ella extiende un brazo hacia atrás y coge una hoja de papel de su buzón de entrada, junto con otra carpeta azul mucho más fina que Landsman reconoce de inmediato, ya que la ha creado él mismo a las cuatro y media de esa misma mañana. Mete la mano en el bolsillo de la pechera de su traje chaqueta y saca unas gafas de media luna que Landsman nunca había visto antes. Ella se está haciendo mayor, igual que él, porque ya les toca, y sin embargo, ahora que el tiempo los estropea, por extraño que parezca, ya no están casados.
—Los judíos sabios que supervisan nuestros destinos en calidad de oficiales de policía del distrito de Sitka han diseñado una estrategia —empieza a decir Bina. Examina la hoja de papel con aire de agitación, hasta de consternación—. Se basa en el admirable principio de que cuando la autoridad le sea entregada al jefe de policía americano a cargo de Sitka, sería un bonito gesto para todo el mundo, por no mencionar el hecho de proporcionar una cobertura posterior adecuada, el que no quedaran casos activos pendientes.
—No me jodas, Bina —dice Berko en americano.
Ha captado desde el principio adónde quiere ir a parar la inspectora Gelbfish. Landsman tarda un minuto más en darse cuenta.
—Nada de casos pendientes —repite con calma atontada.
—A esta estrategia —dice Bina—, le han dado el pegadizo nombre de «resolución efectiva». En esencia, lo que quiere decir es que os vais a dedicar a resolver vuestros casos pendientes exactamente el mismo tiempo que os queda en vuestro cargo de detectives de homicidios con la insignia del distrito. Digamos que unas nueve semanas. Tenéis once casos pendientes. Podéis, ya sabéis, repartirlos como queráis. Cualquier forma en que decidáis hacerlo me parecerá bien.
—¿Ya se acabó todo? —dice Berko—. ¿Quieres decir...?
—Ya sabe usted lo que quiero decir, detective —dice Bina. No hay emoción en su voz ni tampoco expresión legible en su cara—. Endosádselos a cualquier pardillo que encontréis. Si no los quieren, atádselos. Los que os queden —y la voz le tiembla un poco—, ponedles una bandera negra y archivadlos en el armario nueve.
El nueve es donde guardan los casos fríos. Archivar un caso en el armario nueve ocupa un poco más de espacio, pero, por lo demás, es como incendiarlo y sacar las cenizas de paseo en medio de una galerna.
—¿Que los enterremos? —dice Berko dándole entonación de pregunta solo al final.
—Que hagamos un esfuerzo de buena fe, dentro de los límites de esta nueva estrategia que tiene un nombre tan musical, y después, si eso falla, que hagamos un esfuerzo de mala fe. —Bina se queda mirando el pisapapeles en forma de cúpula que hay sobre la mesa de Felsenfeld. Dentro del pisapapeles hay una maqueta diminuta, una caricatura en plástico barato, del skyline de Sitka. Un embrollo de rascacielos apiñados alrededor del Imperdible, ese dígito solitario que señala al cielo como si lo estuviera acusando de algo—. Y luego les endilgáis a los casos una bandera negra.
—Has dicho once —dice Landsman.
—Te has dado cuenta.
—Después de anoche, sin embargo, con todos los respetos, inspectora, y por embarazoso que sea... Bueno. Hay doce. No once. Doce casos abiertos en manos de Shemets y Landsman.
Bina coge la carpeta fina y azul que Landsman ha parido la noche antes.
—¿Este? —La abre y examina, o finge que examina, el informe de Landsman sobre el aparente asesinato con arma de fuego y a quemarropa del hombre que se hacía llamar Emanuel Lasker—. Sí. Muy bien. Ahora quiero que miréis cómo se hace esto.
Abre el cajón de arriba del escritorio de Felsenfeld, que durante los próximos dos meses, por lo menos, será el de ella. Hurga en el interior, haciendo muecas como si dentro del cajón hubiera un montón de tapones para los oídos de espuma de goma usados, que es por cierto lo que había la última vez que Landsman miró dentro. Saca una lengüeta de plástico de las que se usan para marcar las carpetas de los expedientes. De color negro. Saca la lengüeta roja que Landsman le ha adjuntado al expediente de Lasker esa misma madrugada y la sustituye por la negra, respirando de esa forma poco profunda en que se respira cuando se está limpiando una herida con mal aspecto o se está quitando algo asqueroso de la alfombra con una esponja. A Landsman le da la impresión de que Bina envejece diez años en los diez segundos que tarda en hacer el cambio. Luego sostiene el caso recién enfriado lejos de su cuerpo, sujetándolo con dos dedos de una mano como si fueran unas pinzas.
—Resolución efectiva —dice.
8
El Noz, como su nombre indica, es el bar de los agentes de la ley, propiedad de una pareja de antiguos noz y atiborrado del humo de las quejas y los cotilleos de los noz. Nunca cierra, y nunca le faltan agentes de la ley fuera de servicio para apuntalar su enorme barra de madera de roble. El sitio perfecto, el Noz, si lo que quieres es expresar tu indignación por la última obra maestra del idioma patrañas que te acaban de transmitir los jefazos del departamento. Es por eso que Landsman y Berko ni se acercan por allí. Pasan de largo el Pearl of Manila, aunque sus donuts chinos estilo filipino se ponen a hacerles señas como si fueran muestras relucientes y cubiertas de azúcar de una existencia mejor. Evitan el Feter Shnayer, y el Karlinsky’s, y. T el Inside Passage, y el Nyu-Yorker Grill. De todas maneras, la mayoría de ellos todavía están cerrados a estas horas de la mañana, y los que están abiertos suelen tener como clientes a polis de servicio, bomberos y enfermeros.
Se encogen de hombros para combatir el frío y se apresuran, el hombre corpulento y el otro más pequeño, pegados el uno al otro. El aliento sale de sus cuerpos en forma de nubecillas que se enroscan y son absorbidas por la niebla más amplia que flota sobre el Untershtat. Por las calles se retuercen gruesas serpentinas de niebla, manchando los faros de los coches y los rótulos de neón, emborronando el puerto, dejando un rastro de cuentas plateadas y aceitosas en las solapas de los abrigos y en las coronas de los sombreros.
—Nadie va al Nyu-Yorker —dice Berko—. Allí tendríamos que estar bien.
—Allí vi una vez a Tabatchnik.
—Estoy bastante seguro de que Tabatchnik no robaría nunca los planos de tu arma secreta, Meyer.
Landsman solo desearía estar en posesión de los planos de alguna clase de rayo letal o rayo de control mental, algo con lo que pudiera hacer temblar los pasillos del poder. Infundirles a los americanos un poco de verdadero temor a Dios. Detener, aunque fuera solamente por un año, una década, un siglo, la marea del exilio judío.
Están a punto de afrontar el lúgubre Front Page, con su crema de leche y su café recién llegado de trabajar una temporada como enema de bario en el Hospital General de Sitka, cuando Landsman ve el culo de color caqui del viejo Dennis Brennan ocupando un taburete tambaleante frente a la barra. Ya hace años que la prensa abandonó casi por completo el Front Page, cuando el Blat cerró y el Tog trasladó sus oficinas a un edificio nuevo situado junto al aeropuerto. Brennan, sin embargo, se marchó de Sitka hace un tiempo en busca de fortuna y de gloria. El viento tiene que haberlo arrastrado de vuelta a la ciudad hace muy poco. Está bastante claro que nadie le ha dicho que el Front Page está muerto.
—Demasiado tarde —dice Berko—. El cabrón nos ha visto.
Por un momento Landsman no está seguro de que el cabrón los haya visto. Brennan está dando la espalda a la puerta y estudiando la página del mercado de valores del importante periódico americano cuya delegación en Sitka estaba constituida por él antes de tener su gran éxito. Landsman agarra a Berko del abrigo y empieza a tirar de su compañero calle abajo. Se le ha ocurrido el lugar perfecto para que puedan hablar, y tal vez comer algo, sin que nadie los oiga.
—Detective Shemets. Un momento.
—Demasiado tarde —admite Landsman.
Se gira y allí está Brennan, el hombre de la cabeza grande, sin sombrero y sin abrigo, con la corbata echada al hombro por el viento, con un penique en el mocasín izquierdo y en bancarrota en el derecho. Parches en los codos de su chaqueta de tweed, que es de un práctico tono de mancha de salsa de carne. A su cara no le iría mal un afeitado y a su calva una capa de cera. Tal vez las cosas no le han ido tan bien a Dennis Brennan después de su ascenso.
—Mira la cabeza del sheygets, tiene una atmósfera propia —dice Landsman—. Tiene casquetes polares.
—Es verdad que el tío tiene una cabeza muy grande.
—Cada vez que la veo, lo siento por los cuellos.
—Tal vez debería cogerle el suyo con las manos. Darle un poco de apoyo.
Brennan levanta los dedos blancos como larvas y parpadea con sus ojillos de ese color azul desvaído de la leche desnatada. Esboza una sonrisa tristona ensayada, pero Landsman se fija en que mantiene un metro y medio bien bueno de la calle Ben Maymon entre él y Berko.
—La necesidad de repetir las temerarias amenazas de antaño no existe, se lo aseguro, detective Shemets —dice el reportero en su veloz y ridículo yiddish—. Perennes y maduras gracias a la savia de su violencia original permanecen.
Brennan estudió alemán en la universidad y aprendió el yiddish que sabe de un viejo alemán pomposo, y ahora habla, como alguien comentó una vez, «como una receta de salchichas con notas a pie de página». Bebe mucho, y a su temperamento no le sientan nada bien los crepúsculos largos ni la lluvia. Emite un falso aroma de ser estólido y corto de entendederas, tal como es común entre detectives y reporteros. Pero sigue siendo un shlemiel. Nadie pareció nunca más asombrado por el impacto que Dennis Brennan causó en Sitka que el propio Brennan.
—Que yo temo su cólera, acordémoslo de antemano, detective. Y que ahora mismo yo he fingido no verlos a ustedes pasar junto a este agujero tétrico cuya única recomendación, aparte del hecho de que la dirección se ha olvidado durante mi larga ausencia del estado de mi crédito, es una ausencia total de reporteros de la prensa. Yo sabía, sin embargo, que con la suerte que tengo, era probable que dicha estrategia regresara más tarde y me mordiera en el culo.
—Nada tiene tanta hambre, Brennan —dice Landsman—. Probablemente estuvieras a salvo.
Brennan parece herido. Un alma sensible, este gentil macrocefálico, propenso a atesorar desaires, inmune a las bromas y la ironía. Su estilo retorcido de hablar hace que todo lo que dice suene a chiste, un hecho que solamente se añade a la necesidad que tiene de que lo tomen en serio.
—Dennis J. Brennan —dice Berko—, ¿patrullando otra vez las calles de Sitka?
—Por mis pecados, detective Shemets, por mis pecados.
Eso no hace falta ni decirlo. Que te asignen a la oficina de Sitka de cualquiera de los periódicos o cadenas de televisión estadounidenses que se molestan en mantener una es un castigo proverbial a la incompetencia o al fracaso. El que hayan vuelto a asignar aquí a Brennan debe de ser la señal de alguna clase de cagada colosal.
—Yo creía que era por eso que te habían echado de aquí, Brennan —dice Berko, y ahora es el único que no está bromeando. La mirada se le endurece y se pone a masticar un Doublemint imaginario, o bien grasa de foca, o bien el bulto lleno de cartílago que es el corazón de Brennan—. Por tus pecados.
—La motivación, detective, para que deje a medias una taza de café terrible y una cita rota con un confidente que, en cualquier caso, carece de nada que se parezca a la información, para salir aquí fuera y arriesgarme a su posible cólera...
—Brennan, por favor, te suplico que hables americano —dice Berko—. ¿Qué coño quieres?
—Quiero una historia —dice Brennan—. ¿Qué voy a querer? Y sé que nunca les sonsacaré una a ustedes, a menos que despeje el aire. Así pues, que conste en acta. —Y nuevamente se amarra a sí mismo al timón de su versión Holandés Errante de la lengua materna—. Carezco de la intención de deshacer o desdecirme de nada. Inflijan sufrimiento a esta cabeza grotescamente grande que tengo, por favor, pero me ratifico en lo que escribí, hasta la última palabra, y hasta el día de hoy. Era preciso y contaba con apoyos y fuentes. Y, sin embargo, no me importa decirles que todo aquel asunto desafortunado me dejó un mal sabor de boca...
—¿Era el sabor de tu culo? —sugiere Landsman en tono jovial—. Tal vez te has estado mordiendo a ti mismo.
Brennan continúa navegando descabelladamente. Landsman tiene la impresión de que el goy lleva tiempo preparando este discurso. Que tal vez ha estado esperando de Berko algo más que una historia.
—Ciertamente fue bueno para mi carrera, por llamarla de algún modo. Durante unos años. Me impulsó desde el culo del mundo, y perdonen la expresión, hasta Los Ángeles, Salt Lake, Kansas City. —Mientras enumera las estaciones de su declive, la voz de Brennan se vuelve más débil y suave—. Spokane. Pero sé que fue algo doloroso para usted y para su familia, detective. Y por eso, si me lo permite, me gustaría ofrecer mis disculpas por el dolor que causé.
Justo después de las elecciones que llevaron a la administración actual a su primer mandato, Dennis J. Brennan escribió una serie de artículos para su periódico. En ellos presentaba, con un grado meticuloso y obstinado de detalle, la sórdida historia de corrupción, prevaricación y tejemanejes inconstitucionales que había protagonizado Hertz Shemets a lo largo de cuarenta años en el FBI. Se cerró el programa COINTELPRO, sus asuntos fueron transferidos a otros departamentos y al tío Hertz lo mandaron directo a la jubilación y el deshonor. A Landsman, a quien nunca le escandalizaba nada, le resultó duro salir de la cama durante los dos primeros días después de que se publicara el primer artículo. Había sabido tan bien como todo el mundo e incluso mejor que la mayoría que su tío tenía graves defectos como persona y como agente de la ley. Pero si querías ponerte a buscar las razones de que un chaval se convirtiera en noz, casi nunca valía la pena buscar en otro lugar que en las ramas contiguas del árbol familiar. Aun con sus defectos, el tío Hertz era un héroe para Landsman. Listo, duro, infatigable, paciente, metódico y seguro de sus acciones. Y si su voluntad de saltarse los trámites, su mal genio y su falta de transparencia no lo convertían en un héroe, estaba claro que sí lo convertían en un noz.
—Voy a decir esto con mucha amabilidad, Dennis —dice Berko—. Porque eres un buen tipo. Trabajas duro, no escribes mal y eres el único tipo que conozco que deja a mi compañero hecho un tendedero: vete a la mierda.
Brennan asiente.
—Ya me imaginaba que diría usted eso —replica en tono triste y en americano.
—Mi padre es un puto ermitaño —dice Berko—. Es un champiñón, vive debajo de un tronco con las tijeretas y esas cosas que trepan. Por muy mal que hiciera las cosas, solamente estaba haciendo lo que él creía que era bueno para los judíos, y ¿sabes lo que tiene eso de jodido? Que él tenía razón, porque mira ahora el marrón de cojones en el que estamos metidos sin él.
—Por Dios, Shemets, odio oír eso. Y odio pensar que un artículo que yo escribí tenga nada que ver con... que llevara de ninguna forma a... la terrible situación en la que ahora os encontráis los yids... Ah, a la mierda. Olvídenlo.
—Vale —dice Landsman. Vuelve a agarrar a Berko de la manga—. Vámonos.
—Eh... ah, sí. ¿Y adónde van entonces? ¿Qué plan hay?
—Pues a combatir el crimen —dice Landsman—. Igual que la última vez que te dejaste caer por aquí.
Pero ahora que se ha quitado el peso de encima, el sabueso que Brennan lleva dentro puede oler algo en Berko y en Landsman. Tal vez lo ha podido oler en ellos a una manzana de distancia, o lo ha podido ver a través del cristal, una ligera renquera en el paso rotundo de Berko, un kilo extra de carga en los hombros de Landsman. Tal vez toda la cantinela de la disculpa no ha sido más que una preparación para la pregunta que trae a remolque, en su lengua nativa, simple y desnuda:
—¿Quién ha muerto?
—Un yid en apuros —le dice Berko—. Menuda novedad.
9
Dejan a Brennan plantado delante del Front Page, con su corbata golpeándole en la frente como si fuera la palma de una mano acongojada, caminan hasta la esquina de Seward y bajan por Peretz, después giran pasado el Teatro Palatz, al abrigo de la colina de Baranof Castle, y llegan a una puerta negra, situada en una fachada de mármol negro y provista de un enorme ventanal pintado de negro.
—No hablarás en serio —dice Berko.
—En quince años no he visto nunca a otro shammes en el Vorsht.
—Son las nueve y media de la mañana de un viernes, Meyer. Ahí dentro no hay más que ratas.
—No es verdad —dice Landsman. Lleva a Berko hasta una puerta lateral y da un par de golpecitos en ella con los nudillos—. Siempre me he imaginado que este sería el lugar indicado para planear mis fechorías, si alguna vez me encontraba con fechorías que necesitaran ser planeadas.
La pesada puerta de acero se abre con un gruñido y revela a la señora Kalushiner, ataviada para ir al shul o a trabajar al banco, con un vestido chaqueta gris y zapatos de salón negros, y con el pelo recogido con rulos de goma espuma de color rosa. En la mano lleva un vaso de plástico lleno de un líquido que parece café o tal vez zumo de ciruela. La señora Kalushiner masca tabaco. El vaso es su fiel compañero, si no el único.
—Usted —dice haciendo una mueca como si acabara de chupar cera de oreja de un dedo.
Luego, a su modo refinado, escupe dentro del vaso. Siguiendo un hábito lleno de sabiduría, echa un largo vistazo a un lado y al otro del callejón para comprobar qué clase de problemas han traído consigo. Lleva a cabo un examen rápido y brutal del indio gigante con yarmulke que quiere entrar en su local comercial. En el pasado, la gente que Landsman ha traído aquí, a esta hora del día, han sido siempre shtinkers temblorosos y de mirada apocada, como Benny «Shpilkes» Plotner y Zigmund Landau, el Heifetz de los Confidentes. Nadie ha tenido nunca menos pinta de shtinker que Berko Shemets. Y con todo el respeto al gorrito y los flecos, no hay forma de que pueda ser un intermediario o un mafioso callejero de baja estofa, no con esa jeta de indio. Cuando después de una meticulosa reflexión no consigue meter a Berko dentro de su taxonomía de delincuentes, la señora Kalushiner escupe dentro de su vaso. Luego vuelve a mirar a Landsman y suspira. Por una parte, le debe diecisiete favores a Landsman; pero por la otra, tendría que darle un puñetazo en la barriga. Se hace a un lado y los deja pasar.
El lugar está tan vacío como un autobús urbano fuera de servicio y huele el doble de mal. Alguien ha aparecido hace poco con un cubo de lejía para añadirle algunas notas agudas a la continua línea de bajos de sudor y urinarios del Vorsht. La nariz atenta también puede detectar, por encima o por debajo de todo, el olor a forro de abrigo de los billetes de dólar gastados.
—Siéntense aquí —dice la señora Kalushiner sin indicar dónde le gustaría que se sentaran.
Las mesas redondas que abarrotan el escenario están provistas de una cornamenta de sillas colocadas patas arriba. Landsman le da la vuelta a un par de ellas y él y Berko se sientan bien lejos del escenario, junto a la puerta principal provista de gruesos cerrojos. La señora Kalushiner deambula hasta la trastienda, y la cortina de cuentas tintinea detrás de ella haciendo un ruido como de dientes sueltos detrás de un cubo.
—Menudo encanto —dice Berko.
—Es un amor —admite Landsman—. Solo viene aquí por las mañanas. De esa forma nunca tiene que ver a la clientela.
El Vorsht es el lugar donde los músicos de Sitka van a beber, después del cierre de los teatros y de los demás clubes. Ya muy pasada la medianoche aparecen todos apiñados, con nieve en los sombreros, con lluvia en los puños, abarrotan el pequeño escenario y se matan entre ellos con clarinetes y violines. Como suele pasar cuando se reúnen los ángeles, atraen a un séquito de demonios: gángsters, ganefs y mujeres desafortunadas.
—No le gustan los músicos.
—Pero si su marido era... Ah, ya lo entiendo.
Hasta su muerte, Nathan Kalushiner era el propietario del Vorsht y el rey del clarinete soprano en do. Le gustaba el juego, era yonqui y un muy mal hombre en muchos sentidos, pero tocaba su instrumento como si tuviera dentro un dybbuk. Landsman, amante de la música, solía cuidar al pequeño shkotz chiflado y trataba de sacarlo de las situaciones feas en que a Kalushiner lo metían su mal juicio y su alma corrompida. Hasta que un día Kalushiner desapareció, junto con la mujer de un shtarker ruso muy conocido, y no le dejó a la señora Kalushiner nada más que el Vorsht y la buena voluntad de sus acreedores. Varias partes de Nathan Kalushiner, aunque no su clarinete soprano en do, aparecerían poco después flotando bajo los muelles de Yakovy.
—¿Y ese era el perro del tipo? —dice Berko señalando al escenario.
En el lugar donde Kalushiner solía ponerse a tocar todas las noches hay un chucho medio terrier de pelo rizado, blanco con manchas marrones y una sombra negra alrededor de un ojo. Está sentado sin hacer nada, con las orejas enhiestas, como si estuviera escuchando el eco de alguna voz o música dentro de su cerebro. Una cadena floja lo conecta con una argolla metálica que hay en la pared.
—Ese es Hershel —dice Landsman. Hay algo doloroso en el semblante paciente del perro, en su aire canino de resistencia tranquila. Landsman aparta la vista—. Lleva cinco años en ese mismo sitio.
—Qué conmovedor.
—Supongo que sí. Para ser sincero, ese bicho me pone los pelos de punta.
La señora Kalushiner reaparece trayendo un cuenco de metal lleno de tomates y pepinillos encurtidos, una cesta de panecillos con semillas de amapola y un cuenco de crema agria. Todo en equilibrio sobre su brazo izquierdo. La mano derecha, por supuesto, sostiene la escupidera de plástico.
—Qué encurtidos tan deliciosos —sugiere Berko, y cuando eso no lo lleva a nada, prueba con—: Qué perro tan majo.
Lo conmovedor, piensa Landsman, es el esfuerzo que Berko Shemets siempre está dispuesto a hacer para empezar una conversación con alguien. Cuanto más se cierra la gente en sí misma, más empeño le pone el viejo Berko. Ya le pasaba cuando era un chaval. Ya tenía esa misma ansiedad por comunicarse con la gente, en especial con su primo envasado al vacío Meyer.
—Un perro es un perro —dice la señora Kalushiner.
Deja los encurtidos y la crema agria dando un golpe en la mesa, deja caer la cesta de panecillos y se retira al almacén en medio de otro estruendo de cuentas.
—Necesito pedirte un favor —dice Landsman sin apartar la mirada del perro, que se ha postrado en el escenario sobre sus articulaciones artríticas y ahora está tumbado con la cabeza apoyada en las patas—. Y tengo una gran confianza en que me digas que no.
—¿Ese favor tiene algo que ver con la «resolución efectiva»?
—¿Te estás burlando del concepto?
—No hace falta —dice Berko—. El concepto se burla de sí mismo. —Saca un tomate encurtido del plato, lo moja en la crema agria y se lo mete limpiamente en la boca con la punta de un dedo. Frunce la cara con gesto de placer al sentir el chorro amargo resultante de pulpa y salmuera—. Bina tiene buen aspecto.
—A mí me ha parecido que lo tenía.
—Un poco machorra.
—Siempre lo dijiste.
—Bina, Bina. —Berko niega con la cabeza con un gesto lúgubre que consigue al mismo tiempo parecer cariñoso—. En su vida anterior debió de ser una veleta.
—Creo que te equivocas —dice Landsman—. Tienes razón, pero te equivocas.
—Me estás diciendo que Bina no es una arribista.
—No estoy diciendo eso.
—Lo es, Meyer, y siempre lo ha sido. Es una de las cosas que siempre me han gustado de ella. Bina es una chica espabilada. Es dura. Es política. Se la considera leal, y en dos direcciones, hacia arriba y hacia abajo, y eso es muy difícil de conseguir. Está hecha para ser inspectora. En cualquier fuerza policial y en cualquier país del mundo.
—Fue la primera de su clase —dice Landsman—. En la academia.
—Pero tú sacaste una puntuación más alta en el examen de entrada.
—Vaya, pues sí —dice Landsman—. Es verdad. ¿Lo he mencionado alguna vez?
—Hasta los jefes de policía americanos son lo bastante listos como para fijarse en Bina Gelbfish —dice Berko—. Si está intentando asegurarse de que hay un sitio para ella en la fuerza policial de Sitka después de la Revocación, no la voy a culpar por eso.
—Lo que dices está claro —dice Landsman—. Pero no me lo trago. No es por eso que ha cogido este trabajo. O bien no es la única razón.
—Entonces, ¿por qué?
Landsman se encoge de hombros.
—No lo sé —admite—. Tal vez se le han acabado las cosas por hacer que tienen sentido.
—Confío en que no. De lo contrario, lo próximo que sabremos es que ha vuelto contigo.
—Dios no lo quiera.
—Qué horror.
Landsman finge escupir tres veces por encima del hombro. Luego, justo cuando se está preguntando si esa costumbre tiene algo que ver con la costumbre de mascar tabaco, la señora Kalushiner regresa arrastrando los enormes grilletes de su vida.
—Tengo huevos duros —dice en tono amenazador—. Tengo bagels. Y tengo pierna en gelatina.
—Solo algo para beber, señora K. —dice Landsman—. ¿Berko?
—Agua con gas —dice Berko—. Con un chorrito de lima.
—Le conviene comer —le dice ella. Y no es una conjetura.
—¿Por qué no? —dice Berko—. Muy bien, tráigame un par de huevos.
La señora Kalushiner se vuelve hacia Landsman y este siente la mirada de Berko sobre él, desafiándolo a pedir un slivovitz y esperando que lo haga. Percibe la fatiga de Berko, su impaciencia y su irritación hacia Landsman y sus problemas. Ya viene siendo hora de que rehaga su vida, ¿no? De que encuentre algo por lo que merezca la pena vivir y se ponga a ello.
—Coca-Cola —dice Landsman—. Por favor.
Puede que sea la primera cosa que hace Landsman o cualquier otra persona que consigue sorprender a la viuda de Nathan Kalushiner. Ella levanta una ceja de color gris metálico y da media vuelta. Berko coge con la mano uno de los pepinillos encurtidos y le sacude los granos de pimienta y los dientes de ajo que tachonan su piel verde y moteada. Lo aplasta con los dientes y frunce el ceño de felicidad.
—Hace falta una mujer amargada para hacer buenos encurtidos —dice, y luego, como de improviso, para tomarle el pelo—: ¿Seguro que no quieres otra cerveza?
A Landsman le encantaría tomar una cerveza. Se imagina el sabor a caramelo amargo de la misma en la parte de atrás de la lengua. Entretanto, la que le ha dado Ester-Malke todavía no ha abandonado su cuerpo, pero Landsman ya está obteniendo indicaciones de que ya tiene las maletas hechas y está lista para irse. La proposición o petición que ha decidido hacerle a su compañero de pronto le parece la idea más estúpida que posiblemente ha tenido nunca, y ciertamente no vale la pena vivir por ella. Pero tendrá que bastar.
—Vete a la mierda —dice levantándose de la mesa—. Tengo que echar una meada.
En el lavabo de hombres, Landsman descubre el cuerpo de un guitarrista eléctrico. Desde una mesa del fondo del Vorsht, Landsman ha admirado a menudo a ese yid y la forma en que toca. Fue uno de los primeros en importar las técnicas y actitudes de los guitarristas de rock americanos y británicos a las búlgaras y los freylekhs de la música de baile judía. Tiene más o menos la misma edad y los mismos orígenes que Landsman, creció en Halibut Point, y en ciertos momentos de vanagloria, Landsman se ha comparado a sí mismo, o mejor dicho, su trabajo como detective, con el estilo de tocar intuitivo y ostentoso de este hombre que ahora parece estar muerto o desmayado en un retrete con la mano del dinero dentro de la taza. Lleva un traje de tres piezas de cuero negro y un corbatín rojo. Le han quitado los anillos de sus celebrados dedos, dejándole muescas fantasmales. En el suelo de baldosines hay tirada una billetera, con aspecto vacío y flácido.
El músico suelta un ronquido. Landsman emplea los mencionados talentos intuitivos y ostentosos para palpar la carótida del hombre en busca de pulso. Es estable. El aire que rodea los silbidos del músico está casi al rojo vivo por los efluvios del alcohol. De la cartera parecen haber robado toda la documentación y el dinero en metálico. Landsman cachea al músico y le encuentra una pinta de vodka Canadian en el bolsillo izquierdo de su blazer de cuero. Le han quitado el dinero pero no la bebida. Landsman no quiere una copa. De hecho, se le revuelven las tripas solo de pensar en echarse esa basura entre pecho y espalda, una especie de músculo moral se le retrae. Se arriesga a echar un vistazo rápido al sótano lleno de telarañas de su alma. No puede evitar fijarse en que ese latido de repugnancia por lo que al fin y al cabo no es más que una marca popular de vodka canadiense parece tener algo que ver con su ex mujer, con que ella esté de vuelta en Sitka y tenga un aspecto tan fuerte y vigoroso y tan Bina. Verla todos los días va a ser un tormento, como Dios torturando a Moisés con un vislumbre de Sión desde lo alto del monte Pisgá todos y cada uno de los días de su vida.
Landsman le quita el tapón a la botella de vodka y da un trago largo y agarrotado. La bebida quema como un compuesto de disolvente y lejía. Cuando termina quedan varios centímetros en la botella, pero Landsman ha quedado lleno hasta arriba de nada más que la quemadura de los remordimientos. Todos los antiguos paralelismos que antaño le gustaba trazar entre el guitarrista y él mismo se vuelven contra él. Al cabo de un debate breve pero intenso, Landsman decide no tirar la botella a la basura, donde no le va a servir de nada a nadie. Se la transfiere al cómodo bolsillo de la chaqueta de su propio declive. Saca al músico a rastras del retrete y le seca con cuidado la mano derecha. Y por último echa la meada por la que ha entrado. La música de la orina de Landsman sobre la porcelana y el agua estimula al músico a abrir los ojos.
—Estoy bien —le dice a Landsman desde el suelo.
—Claro que sí, encanto —dice Landsman.
—Pero no llames a mi mujer.
—No lo haré —lo tranquiliza Landsman, pero el yid vuelve a caer desmayado.
Landsman saca al músico a rastras hasta el pasillo de atrás y lo deja en el suelo con un listín telefónico colocado debajo de la cabeza a modo de almohada. Luego regresa a la mesa y a Berko Shemets y da un sorbo dócil a su vaso de burbujas y jarabe.
—Mmm... —dice—. Cola.
—Entonces —dice Berko—, ese favor que mencionabas...
—Sí —dice Landsman. Su confianza renaciente en sí mismo y en sus intenciones, la sensación de bienestar, son claramente una ilusión producida por el trago de vodka barato. Esto lo racionaliza pensando que desde el punto de vista de, por ejemplo, Dios, toda confianza humana es una ilusión y toda intención, un chiste—. Es uno bastante grande.
Berko sabe adónde quiere ir a parar Landsman. Pero Landsman todavía no está listo para llegar ahí.
—Tú y Ester-Malke —dice Landsman—. Habéis solicitado una residencia.
—¿Esa es tu gran pregunta?
—No, eso es solo la introducción.
—Hemos solicitado permisos de residencia. Todo el mundo en el distrito ha pedido un permiso de residencia, a menos que vayan a emigrar a Canadá o a Argentina o a donde sea. Joder, Meyer, ¿tú no lo has hecho?
—Sé que tenía intención de hacerlo —dice Landsman—. Tal vez lo hice, no me acuerdo.
La información es demasiado espantosa como para que Berko la procese y, además, no es el motivo por el que Landsman lo ha traído aquí.
—Sí que lo hice, ¿de acuerdo? —dice Landsman—. Ahora me acuerdo. Seguro. Rellené el I-999 y todo.
Berko asiente como si se creyera la mentira de Landsman.
—Así pues —dice Landsman—, estáis planeando quedaros por aquí. Quedaros en Sitka.
—Suponiendo que consigamos documentos.
—¿Tienes alguna razón para creer que no los vas a conseguir?
—Simplemente las cifras. Dicen que van a dar menos del cuarenta por ciento.
Berko niega con la cabeza, que es en gran medida el gesto que hace últimamente el país entero cada vez que sale a colación la cuestión de adónde van a ir todos los demás judíos de Sitka, o qué van a hacer, después de la Revocación. En realidad, no se han dado garantías de ninguna clase —la cifra del cuarenta por ciento, a fin de cuentas, no es más que otro rumor—, y hay algunos radicales de miradas furibundas que aseguran que la cifra real de judíos a quienes se va a permitir quedarse como residentes legales del recién ampliado estado de Alaska cuando la Revocación se ejecute por fin estará más cerca del diez o hasta del cinco por ciento. Se trata de la misma gente que va por ahí llamando a la resistencia armada, a la secesión, a una declaración de independencia y demás cosas por el estilo. Landsman ha prestado muy poca atención a las controversias y a los rumores, a la que es la cuestión más importante de su universo local.
—¿Y el viejo? —dice Landsman—. ¿Es que no le queda fuerza?
Durante cuarenta años —tal como reveló la serie de artículos de Denny Brennan—, Hertz Shemets estuvo usando su puesto como director local del programa de vigilancia interior del FBI para dirigir su propia partida con los americanos. El FBI lo reclutó inicialmente en los cincuenta para combatir a los comunistas y a la Izquierda Yiddish, que, aunque quejumbrosa, se mostraba fuerte, endurecida, amargada, recelosa hacia los americanos y, en el caso de los antiguos israelíes, no especialmente agradecida de estar allí. Las instrucciones de Hertz Shemets eran vigilar a la población roja local e infiltrarse en sus filas; Hertz los aniquiló. Puso a los socialistas a merced de los comunistas, a los estalinistas a merced de los trotskistas y a los sionistas hebreos en manos de los sionistas yiddish, y cuando se terminó la carnicería, les limpió la boca a los que seguían vivos y los puso a unos a merced de los otros. Empezando a principios de los sesenta, a Hertz lo lanzaron contra el naciente movimiento radical entre los tlingit, y con el tiempo también le arrancó los dientes y las garras.
Pero tal como Brennan reveló, todas aquellas actividades eran una tapadera de los verdaderos planes de Hertz: obtener el Estatus Permanente para el distrito: conferirle EP, o incluso, en sus sueños más descabellados, convertirlo en estado. «Basta de dar tumbos por el mundo —recuerda Landsman que su tío le dijo a su padre, cuya alma retuvo hasta el día de su muerte una pizca de sionismo romántico—. Basta de expulsiones y migraciones y de soñar con estar el año que viene en las tierras de los camellos. Es hora de que cojamos lo que podamos y nos asentemos allí.»
Y así es como resultó que todos los años el tío Hertz desviaba hasta la mitad del presupuesto de sus operaciones para corromper a la misma gente que lo había autorizado. Compraba a senadores, tendía trampas a congresistas con cebos sexuales, y por encima de todo engatusaba a judíos americanos ricos cuya influencia él consideraba crucial para sus planes. En tres ocasiones se presentaron propuestas de Estatus Permanente y las tres veces murieron, dos en comisión y la tercera tras una batalla dura y reñida en el pleno. Un año después de aquella batalla en el pleno, el actual presidente de América se presentó y ganó liderando una plataforma que exhibía la tan postergada puesta en práctica de la Revocación, prometiendo restaurar «Alaska para la gente de Alaska, salvaje y limpia». Y Dennis Brennan acosó a Hertz hasta acorralarlo.
—¿El viejo? —dice Berko—. ¿Allí abajo, en su reserva india diminuta? ¿Con su cabra? ¿Y un congelador lleno de carne de alce? Sí, es una puta eminencia gris en los pasillos del poder. Pero bueno, la cosa pinta bien.
—¿Ah, sí?
—Ester-Malke y yo ya tenemos permisos de trabajo por tres años.
—Eso es buena señal.
—Eso dicen.
—Naturalmente, no querrás hacer nada que ponga en peligro tu situación.
—No.
—Desobedecer órdenes. Cabrear a alguien. Desatender tu deber manifiesto.
—Nunca.
—Entonces no hay más que hablar. —Landsman se mete una mano en el bolsillo del blazer y saca el ajedrez portátil—. ¿Alguna vez te he hablado de la nota que dejó mi padre al suicidarse?
—Oí que era un poema.
—Más bien unos ripios —dice Landsman—. Seis versos en yiddish dirigidos a una mujer sin nombre.
—Ajá.
—No, no. Nada subido de tono. Era... ¿cómo decirlo?... una manifestación de pesar por no haber estado a la altura. De tristeza por su fracaso. Un juramento de devoción y respeto. Una conmovedora declaración de gratitud por el alivio que ella le había proporcionado, y por encima de todo, por la pizca de olvido que la compañía de ella le había facilitado en el curso largo y amargo de los años.
—Te los sabes de memoria.
—Los memoricé. Pero después noté algo en ellos que me preocupaba. Así que me forcé a mí mismo a olvidarlos.
—¿Qué notaste?
Landsman finge no oír la pregunta mientras la señora Kalushiner llega con los huevos, seis en total, sin cáscara y organizados en un plato que tiene seis huecos redondos, cada uno del tamaño del extremo más ancho del huevo. Sal. Pimienta. Un frasquito de mostaza.
—Tal vez si le quitáramos la cadena —dice Berko señalando a Hershel con el pulgar— saldría para comerse un bocadillo o algo.
—Le gusta la cadena —dice la señora Kalushiner—. Sin ella no duerme. —Y los deja solos otra vez.
—Eso me preocupa —dice Berko mirando a Hershel.
—Sé a qué te refieres.
Berko echa sal a un huevo y lo muerde. Sus dientes dejan almenas en el blanco hervido.
—Volvamos con el poema entonces —dice—. Los versos.
—Bueno, como es natural —dice Landsman—, todo el mundo dio por sentado que los versos de mi padre iban dirigidos a mi madre. Empezando por mi madre.
—Ella encajaba en la descripción.
—Eso es lo que todos acordaron. Y es por eso que nunca le conté a nadie lo que yo había deducido. En mi primer caso oficial como shammes subalterno.
—¿Que era qué?
—Que era que si juntas las primeras letras de cada uno de los seis versos del poema, deletrean un nombre. Caissa.
—¿Caissa? ¿Qué clase de nombre es ese?
—Creo que es latín —dice Landsman—. Caissa es la diosa de los ajedrecistas.
Abre la tapa del ajedrez de bolsillo que compró en el drugstore de la plaza Korczak. Las piezas en juego siguen tal como él las colocó en el apartamento de los Taytsh-Shemets esa misma mañana, tal como las dejó el hombre que se hacía llamar Emanuel Lasker. O bien su asesino, o tal vez la pálida Caissa, la diosa de los ajedrecistas, cuando pasó para decir adiós a otro de sus desventurados adoradores. Con las negras reducidas a tres peones, un par de caballos, un alfil y una torre. Las blancas conservando todas sus piezas mayores y menores y un par de peones, uno de los cuales está a un movimiento de ser ascendido. La situación tiene un extraño aspecto desordenado, como si la partida que hubiera llevado hasta el presente movimiento hubiera sido caótica.
—Ojalá fuera otra cosa, Berko —dice Landsman, disculpándose con las palmas de las manos hacia arriba—. Una baraja de naipes. Un crucigrama. Un cartón de bingo.
—Lo entiendo —dice Berko.
—Tenía que ser una maldita partida de ajedrez sin terminar.
Berko le da la vuelta al tablero y lo examina largo rato, luego levanta la vista hacia Landsman. «Ahora es el momento de que me lo pidas», le dice con sus ojos enormes y oscuros.
—Bueno, como te he dicho, necesito pedirte un favor.
—No —dice Berko—. No es verdad.
—Ya has oído a la señora. La has visto ponerle la bandera negra. El asunto ya era una mierda de entrada. Bina lo ha oficializado.
—Pero a ti no te lo parece.
—Por favor, Berko, no empieces ahora a respetar mi juicio —dice Landsman—. No después de lo mucho que he trabajado en socavarlo.
Berko ya lleva rato mirando al perro de forma cada vez más insistente. De repente se pone de pie y camina hasta el escenario. Sube haciendo mucho ruido los tres escalones de madera y se planta frente a Hershel, mirándolo. Luego extiende la mano para que el animal se la huela. El perro se vuelve a poner con dificultad en posición de sentados y lee con su nariz la transcripción del dorso de la mano de Berko: bebés y gofres y el interior de un Super Sport de 1971. Berko se acuclilla pesadamente junto al perro y desengancha el broche que le une la cadena al collar. Coge la cabeza del animal con sus manos enormes y lo mira a los ojos.
—Ya basta —le dice—. No va a venir.
El perro contempla a Berko como si tuviera un interés sincero por esa noticia. Luego se levanta bruscamente sobre las patas traseras, va renqueando hasta las escaleras y baja con cuidado por ellas. Con un claqueteo de uñas, cruza el suelo de cemento hasta la mesa donde está sentado Landsman y levanta la vista como en busca de confirmación.
—Es la pura emes, Hershel —le dice Landsman al perro—. Comprobaron su historia dental.
El perro parece pensar en esto. Luego, para gran sorpresa de Landsman, camina hasta la puerta principal. Berko clava en Landsman una mirada de reproche: «¿Qué te dije?». Echa un vistazo rápido en dirección a la cortina de cuentas, luego abre el cerrojo, gira la llave y abre la puerta. El perro sale trotando como si tuviera negocios urgentes en alguna otra parte.
Berko regresa a la mesa, con cara de acabar de liberar a un alma de la rueda del karma.
—Ya has oído a la señora. Tenemos nueve semanas —dice—. Más o menos. Podemos permitirnos desperdiciar un par de días fingiendo que estamos ocupados mientras indagamos sobre ese yonqui muerto de tu albergue.
—Vais a tener un bebé —dice Landsman—. Vais a ser cinco.
—Ya te he entendido.
—Lo que estoy diciendo es que son cinco los Taytsh-Shemets a los que vamos a joder si alguien se pone a buscar razones para negarle a la gente sus permisos de residencia, tal como se ha informado ampliamente, y una de esas razones es una citación reciente por haber actuado contra las órdenes de una oficial superior, por no mencionar la desobediencia mayúscula a la política del departamento, por muy idiota y cobarde que esta sea.
Berko parpadea y se mete en la boca otro tomate encurtido. Lo mastica y suspira.
—Nunca he tenido hermanos ni hermanas —dice—. Lo único que he tenido son primos. La mayoría eran indios y no querían conocerme. Dos eran judíos. Una de esos judíos, que Dios bendiga su nombre, está muerta. Eso me deja solo contigo.
—Te lo agradezco, Berko —dice Landsman—. Quiero que lo sepas.
—A la mierda —dice Berko en americano—. Nos vamos al Einstein, ¿verdad?
—Sí —dice Landsman—. Ahí es donde he pensando que tendríamos que empezar.
Antes de que puedan ponerse de pie o arreglar las cosas con la señora Kalushiner, se oyen unos arañazos en la puerta principal y después un gemido largo y débil. Es un sonido humano y lastimero, y hace que a Landsman se le ponga el pelo del cogote de punta. Va a la puerta principal y le abre la puerta al perro, que vuelve a subirse al escenario, regresa al lugar donde ya ha desgastado la pintura de los tablones y se sienta, con las orejas enhiestas para captar el sonido de un instrumento de viento desaparecido, esperando con paciencia que le vuelvan a poner la cadena.
10
El extremo norte de la calle Peretz es todo losas de cemento, pilares de acero y ventanas con marco de aluminio y doble hoja para proteger del frío. Los edificios de esta parte del Untershtat se elevaron a principios de los cincuenta, máquinas de refugio reunidas a toda prisa por los supervivientes, dotadas de una especie de fealdad noble. Ahora solamente les queda la fealdad de la edad y el abandono. Escaparates vacíos de tiendas, cristal cubierto de papeles. En las ventanas del 1911, donde el padre de Landsman solía asistir a las reuniones de la Sociedad Edelshtat antes de que el local dejara paso a una franquicia de productos de belleza, un canguro de peluche con una sonrisita sardónica sostiene un letrero de cartón que dice: «AUSTRALIA O LA QUIEBRA». En 1906, el hotel Einstein tiene aspecto, tal como comentó un bromista el día de su inauguración al público, de jaula de ratas guardada dentro de una pecera. Se trata de uno de los locales favoritos de los suicidas de Sitka. También es, por costumbre y estatutos, la sede del Club de Ajedrez Einstein.
En 1980, un miembro del Club de Ajedrez Einstein llamado Melekh Gaystik ganó el título del campeonato del mundo al holandés Jan Timman en San Petersburgo. Con la Exposición Universal todavía fresca en sus memorias, los sitkaniks vieron el triunfo de Gaystik como una prueba más de su mérito e identidad como pueblo. Gaystik era propenso a ataques de rabia, depresiones y brotes de incoherencia, pero estos defectos se pasaron por alto en medio de la celebración general.
Un fruto de la victoria de Gaystik fue el hecho de que la dirección del Einstein le obsequiara al club de ajedrez, sin pagar alquiler, el salón de baile del hotel. Las bodas en los hoteles ya no estaban de moda, y la dirección llevaba años intentando echar de la cafetería a los patzers, con sus murmullos y su humo. Gaystik le proporcionó a la dirección la excusa que necesitaban. Sellaron las puertas principales del salón de baile para que solamente se pudiera entrar por la puerta de detrás, que estaba en un callejón. Arrancaron el elegante parquet de fresno e instalaron un descabellado diseño a cuadros de linóleo en tonos hollín, bilis y verde ropa de quirófano. La lámpara de araña modernista fue sustituida por hileras de tubos fluorescentes atornillados al techo alto de cemento. Dos meses después, el joven campeón entró por casualidad en la antigua cafetería donde el padre de Landsman había dejado su impronta tiempo atrás, se sentó en un reservado del fondo, sacó un Colt.38 Detective Special y se pegó un tiro en la boca. En el bolsillo tenía una nota. Esta decía simplemente: «Me gustaban más las cosas como eran antes».
—Emanuel Lasker —les dice el ruso a los dos detectives, levantando la vista del tablero de ajedrez, bajo un viejo reloj de neón que anuncia el difunto periódico, el Blat. Se trata de un hombre esquelético, con una piel fina y rosada que se le despelleja. Lleva una barba negra y puntiaguda. Sus ojos están muy juntos y son del color del agua de mar fría—. Emanuel Lasker. —El ruso encorva los hombros, agacha la cabeza y su caja torácica se hincha y se estrecha. Parece una risa, pero no le sale ningún ruido—. Ojalá él viene por aquí. —Como el de la mayoría de los inmigrantes rusos, el yiddish del hombre es experimental y brusco. A Landsman le recuerda a alguien, pero no sabría decir a quién—. Le voy a dar a él un buen paliza.
—¿Alguna vez lo vio jugar usted? —pregunta el oponente del ruso. Es un joven con mejillas de pudin, gafas sin montura y una complexión teñida de verde, como el blanco de un billete de dólar. Las lentes de las gafas se le empañan cuando las dirige hacia Landsman—. ¿Alguna vez lo vio jugar, detective?
—Solo para dejar las cosas claras —dice Landsman—. Ese no es el Lasker del que estamos hablando.
—El hombre al que nos referimos solamente estaba usando el nombre como alias —dice Berko—. De otra manera, estaríamos buscando a un hombre que lleva sesenta años muerto.
—Usted mire las partidas de Lasker hoy día —continúa el joven—. Hay demasiada complejidad. Lo hace todo demasiado difícil.
—Pero a ti parece complejidad, Velvel —dice el ruso—, por la razón de que eres muy simple.
Los shammes les han interrumpido la partida en las densas etapas intermedias, con el ruso jugando con las blancas y manteniendo una inexpugnable avanzada de caballo. Y, sin embargo, los hombres siguen enfrascados en el juego, de la misma manera que un par de montañas quedan atrapadas en una tormenta de nieve. Su impulso natural es tratar a los dos detectives con ese desprecio abstracto que reservan a todos los kibitzers. Landsman se pregunta si él y Berko tendrían que esperar a que los jugadores terminen la partida y después volver a intentarlo. Pero hay otras partidas empezadas, otros jugadores a los que interrogar. En el viejo salón de baile, los pasos arañan el linóleo como uñas sobre una pizarra. Los ajedrecistas hacen un ruido al golpear el tablero con las piezas parecido al del cilindro que gira en el revólver del.38 de Melekh Gaystik. Los hombres —porque aquí no hay mujeres— juegan intimidando a sus oponentes con injurias hacia sí mismos, risotadas frías, silbidos o carraspeos.
—A ver si dejamos las cosas claras —dice Berko—. Este hombre que se hacía llamar Emanuel Lasker, pero que no era el célebre campeón del mundo nacido en Prusia en mil ochocientos sesenta y ocho, ha muerto, y estamos investigando su muerte. En calidad de detectives de homicidios, que es algo que ya hemos mencionado pero que no parece que haya causado una gran impresión.
—Un judío con el pelo rubio —dice el ruso.
—Y pecas.
—Ya ven ustedes —dice el ruso—. Prestamos mucha atención.
Coge una de sus torres de la misma forma en que uno quita un pelo suelto del cuello del abrigo de alguien. En compañía de la torre, sus dedos emprenden el viaje fila abajo y le dan la mala noticia al alfil que les queda a las negras con un golpe seco.
Ahora Velvel habla ruso, con acento yiddish, y presenta su deseo de que se reanuden las relaciones amistosas entre la madre de su oponente y un caballo semental bien dotado.
—Soy huérfano —dice el ruso.
Se reclina en su silla como si esperara que su oponente requiriera cierto tiempo para recuperarse de la pérdida de su alfil. Cruza los brazos sobre el pecho y se encaja las manos en los sobacos. Es el gesto de un hombre que se quiere fumar un papiros en una sala donde el hábito ha sido prohibido. Landsman se pregunta qué habría hecho su padre si el Club de Ajedrez Einstein hubiera prohibido fumar mientras él estaba vivo. El hombre era capaz de fumarse un paquete entero de Broadways en una sola partida.
—Rubio —dice el ruso, convertido en la personificación misma de la voluntad de ayudar—. Pecas. ¿Qué más, por favor?
Landsman echa un vistazo a su mano escasa de detalles e intenta decidir con cuál de ellos juega.
—Suponemos que era estudiante de ajedrez. Y que estaba aprendiendo la historia del juego. Tenía un libro de Siegbert Tarrasch en su habitación. Y también por el alias que estaba usando.
—Qué astutos —dice el ruso sin molestarse en parecer sincero—. Un par de shammes de primera fila.
El comentario no hiere exactamente a Landsman, sino que más bien le da un codazo que le lleva medio chiste más cerca de recordar a este ruso huesudo y despellejado.
—En algún momento, posiblemente —continúa más despacio, buscando a tientas el recuerdo, y mirando al ruso—, el difunto fue un judío piadoso. Un sombrero negro.
El ruso se saca las manos de los sobacos. Se inclina hacia delante en su silla. El hielo de sus ojos bálticos parece derretirse de golpe.
—¿Era un adicto al caballo? —Su tono apenas se puede llamar interrogativo, y cuando Landsman no niega directamente la acusación, dice—: Frank. —Pronuncia el nombre al estilo americano, con una vocal larga y afilada y con una r sin sombra—. Oh, no.
—Frank —lo ratifica Velvel.
—Yo... —El ruso deja caer los hombros, con las rodillas separadas y las manos colgando a los costados—. Detectives, ¿puedo decirles algo? —dice—. De verdad, a veces odio esta desgracia lamentable de mundo.
—Háblenos de Frank —dice Berko—. A usted le caía bien.
El ruso levanta los hombros y los ojos se le vuelven a congelar.
—A mí no me cae bien nadie —dice—. Pero cuando Frank viene aquí, por lo menos no salgo corriendo y dando gritos. Es gracioso. No un hombre guapo. Pero con una voz bonita. Una voz seria. Como el hombre que pone música seria en la radio. A las tres de la madrugada, ya sabe, hablando de Shostakovich. Dice cosas con voz seria, es gracioso. Todo lo que dice, siempre es un poco crítico. Tu corte de pelo, lo feos que son tus pantalones, o el hecho de que Velvel da un salto cada vez que alguna persona menciona a su mujer.
—Es verdad —dice Velvel—. Doy un salto.
—Siempre tomando el pelo, pero no sé por qué no te cabrea.
—Era... parecía que era más duro consigo mismo —dice Velvel.
—Cuando juegas con él, aunque gana todas las veces, sientes que contra él juegas mejor que con los gilipollas de este club —dice el ruso—. Frank nunca es gilipollas.
—Meyer —dice Berko en voz baja. Levanta las banderas de sus cejas en dirección a la mesa de al lado. Tienen público.
Landsman se gira. Hay dos hombres sentados el uno frente al otro en las primeras fases de una partida. Uno lleva la chaqueta y los pantalones modernos y la barba larga de un judío lubavitcher. Su barba es densa y negra como si la hubieran sombreado con un lápiz blando. Una mano firme ha sujetado con alfileres un solideo de terciopelo negro con adornos en seda negra a la maraña negra de su pelo. Su abrigo de color azul marino y su sombrero de fieltro azul se reflejan en el cristal. El agotamiento le mancha los párpados inferiores: tiene unos ojos fervientes, bovinos y tristes. Su oponente es un bobover con túnica larga, bombachos, medias negras y zapatillas. Tiene la piel tan pálida como una página de comentarios a las Escrituras. Su sombrero posado en el regazo, una tarta negra sobre un plato negro. Su solideo está aplastado contra la parte de atrás de su cabeza rasurada como si fuera un bolsillo cosido. A un espectador no desilusionado por el trabajo policial podrían parecerle tan perdidos dentro del resplandor difuso de su partida como cualquier pareja de patzers del Einstein. Landsman, sin embargo, estaría dispuesto a apostar cien dólares a que ninguno de los dos sabe ni siquiera a quién le toca mover pieza. Han estado escuchando hasta la última palabra de la mesa de al lado, y aún siguen atentos.
Berko camina hasta la mesa que hay al otro lado de la del ruso y Velvel. Está vacía. Coge una silla de madera alabeada con el asiento de mimbre desgarrado y la coloca en un punto intermedio entre la mesa de los sombreros negros y la mesa donde el ruso está doblegando a Velvel. Se sienta con ese estilo majestuoso de hombre gordo con que se sienta él, extendiendo las piernas y echando hacia atrás los bajos de su abrigo, como si fuera a celebrar un suntuoso banquete con todos ellos. Se saca su sombrero de fieltro y lo sostiene con la palma de la mano. Su pelo de indio permanece tupido y lustroso, con algunas hebras plateadas de reciente aparición. Las canas hacen que Berko parezca más sabio y más amable, una impresión de la cual, aunque él es relativamente sabio y bastante amable, no vacila en abusar. La silla de madera alabeada muestra su alarma por la magnitud y el contorno de las nalgas de Berko.
—¡Hola! —les dice Berko a los sombreros negros. Se frota las palmas de las manos y las extiende sobre los muslos. Lo único que le falta es meterse una servilleta por dentro del cuello de la camisa, un cuchillo y un tenedor—. ¿Cómo están?
Con el arte y la determinación de la peor clase de actores, los sombreros negros levantan la vista, sorprendidos.
—No queremos problemas —dice el lubavitcher.
—Mi expresión favorita del idioma yiddish —dice Berko sinceramente—. A ver, ¿y si los incluimos a ustedes en nuestra discusión? Háblennos de Frank.
—No lo conocíamos —dice el lubavitcher—. Frank... ¿qué?
El bobover no dice nada.
—Amigo bobover —dice Landsman con amabilidad—, ¿cómo se llama?
—Me llamo Saltiel Lapidus —dice el bobover. Tiene ojos tímidos de chica. Dobla los dedos sobre su regazo, encima de su sombrero—. Y no sé nada sobre nada.
—¿Habían jugado ustedes con Frank? ¿Lo conocían?
Saltiel Lapidus se apresura a decir que no con la cabeza.
—No.
—Sí —dice el lubavitcher—. Era conocido nuestro.
Lapidus fulmina con la mirada a su amigo, y el lubavitcher aparta la vista. Landsman capta la historia. A los judíos piadosos se les permite el ajedrez, incluso —y es el único juego permitido en sabbath. Pero el Club de Ajedrez Einstein es una institución resueltamente laica. El lubavitcher ha arrastrado al bobover a este templo profano un viernes por la mañana a pocas horas del sabbath y cuando los dos tenían cosas mejores que hacer. Le ha dicho que no les pasaría nada y que qué les podía pasar. Y mira ahora.
Landsman siente curiosidad, hasta se siente conmovido. Una amistad que cruza las fronteras entre sectas no es un fenómeno común, por lo que él sabe. En el pasado se ha llevado la impresión de que, aparte de los homosexuales, solamente los ajedrecistas han encontrado una forma fiable de salvar, intensamente pero sin violencia fatal, el abismo que separa a dos hombres cualesquiera.
—Lo he visto por aquí —declara el lubavitcher, sin quitarle la vista de encima a su amigo, como para demostrarle que no tienen nada que temer—. A ese tal Frank. Tal vez jugué contra él un par de veces. En mi opinión, era un jugador con mucho talento.
—Comparado contigo, Fishkin —dice el ruso—, Raúl Capablanca es un mono.
—Usted —le dice Landsman al ruso, con voz tranquila, siguiendo una intuición—. Usted sabía que Frank era adicto a la heroína. ¿Cómo?
—Detective Landsman —dice el ruso, casi en tono de reproche—. ¿No me reconoce?
Le había parecido que era una intuición. Pero solamente era un recuerdo fuera de lugar.
—Vassily Shitnovitzer —dice Landsman. No ha pasado tanto tiempo, solo una docena de años, desde que detuvo a un joven ruso con ese nombre por conspiración para vender heroína. Un inmigrante reciente, un antiguo convicto huido del caos que siguió al hundimiento de la Tercera República Rusa. Un hombre que hablaba yiddish macarrónico, aquel traficante de heroína, y que tenía unos ojos claros y demasiado juntos—. Y tú me has reconocido desde el principio.
—Es usted un tipo atractivo. Difícil de olvidar —dice Shitnovitzer—. Y viste con elegancia.
—Shitnovitzer pasó mucho tiempo en Butyrka —le dice Landsman a Berko, refiriéndose a la tristemente famosa prisión de Moscú—. Un tipo majo. Solía vender jaco desde la cocina de la cafetería de aquí.
—¿Tú le vendías heroína a Frank? —le dice Berko a Shitnovitzer.
—Estoy retirado —dice Vassily Shitnovitzer negando con la cabeza—. Sesenta y cuatro meses de condena federal en Ellensburg, Washington. Peor que Butyrka. Nunca más toco yo ese rollo, detectives, y aunque lo haga, créanme, no me acerco a Frank. Estoy loco, pero no soy lunático.
Landsman siente la sacudida y el patinazo de las ruedas al bloquearse. Acaban de chocar con algo.
—¿Por qué no? —dice Berko, amable y sabio—. ¿Por qué venderle caballo a Frank lo convierte a uno no solamente en un criminal sino también en un lunático, señor Shitnovitzer?
Se oye un clic suave pero firme, un poco hueco, como de una dentadura falsa al cerrarse. Velvel derriba a su rey.
—Me rindo —dice Velvel.
Se quita las gafas, se las mete en el bolsillo y se pone de pie. Se ha olvidado de que tenía una cita. Llega tarde al trabajo. Su madre lo está llamando por la frecuencia de ultrasonidos que el gobierno tiene reservada para las madres judías cuando se acerca el almuerzo.
—Siéntese —dice Berko sin darse la vuelta.
El chaval se sienta.
A Shitnovitzer le ha dado un calambre en los intestinos; o eso le parece a Landsman.
—Mala mazel —dice por fin.
—Mala mazel —repite Landsman dejando entrever su duda y su decepción.
—Como un abrigo. Como un sombrero de mala mazel en su cabeza. Tanta mala mazel que uno no quiere tocarlo ni compartir el oxígeno que hay cerca de él.
—Una vez lo vi jugar cinco partidas a la vez —interviene Velvel—. Por cien dólares. Las ganó todas. Luego lo vi vomitar en el callejón.
—Detectives, por favor —dice Saltiel Lapidus con voz compungida—. Nosotros no tenemos nada que ver con esto. No sabemos nada de ese hombre. Heroína. Vomitar en callejones. Por favor, ya estamos bastante incómodos.
—Avergonzados —sugiere el lubavitcher.
—Arrepentidos —concluye Lapidus—. Y no tenemos nada que decir. Así que, por favor, ¿nos podemos marchar?
—Claro —dice Berko—. Lárguense. Pero antes de irse apunten sus nombres y direcciones de contacto para nosotros.
Saca lo que él llama su cuaderno, un fajo pequeño y grueso de papeles sujetos entre sí con un clip extragrande. En un momento cualquiera se pueden encontrar dentro del mismo tarjetas de visita, tablas de mareas, listas de cosas pendientes, listados cronológicos de los reyes de Inglaterra, teorías garabateadas a las tres de la mañana, billetes de cinco dólares, recetas de cocina apuntadas, servilletas de cóctel dobladas con el croquis de un callejón del Sitka sur donde mataron a una puta. Ahora hojea su cuaderno hasta encontrar un trozo en blanco de tarjeta de biblioteca y se la da a Fishkin el lubavitcher. Le ofrece su lápiz gastado, pero no, gracias, Fishkin tiene un bolígrafo. Apunta su nombre y dirección y su número de shoyfer y se lo pasa a Lapidus, que hace lo mismo.
—Pero no nos llame —dice Fishkin—. Y no venga a nuestra casa. Se lo suplico. No tenemos nada que decir. No le podemos decir nada sobre ese judío.
Todos los noz del distrito aprenden a respetar el silencio del sombrero negro. Se trata de una negativa a contestar que puede extenderse y acumularse e intensificarse hasta llenar como una niebla las calles de un vecindario entero de sombreros negros. Los sombreros negros emplean abogados hábiles, e influencia política, y periódicos bulliciosos, y son capaces de envolver a un inspector desafortunado o incluso a un inspector jefe de un enorme hedor a sombrero negro que no se va hasta que el testigo o el sospechoso queda en libertad de una patada o se retiran los cargos. Landsman necesitaría todo el peso del departamento detrás de él, y por lo menos la aprobación de su capitán, antes de poder invitar a Lapidus y a Fishkin a la sala de interrogatorios del barracón de homicidios.
Se arriesga a mirar brevemente a Berko, que se arriesga a decir que no suavemente con la cabeza.
—Váyanse —dice Landsman.
Lapidus se pone de pie de un salto como un hombre derrotado por sus tripas. El proceso de ponerse el abrigo y los chanclos es realizado con gran exhibición de dignidad herida. Devuelve la tapa de hierro de su sombrero muy despacio y con cautela hasta su coronilla, igual que se coloca la tapa de una boca de alcantarilla. Con mirada compungida, observa cómo Fishkin guarda la mañana que no han jugado dentro de una caja de madera con tapa de bisagra. Codo con codo, los sombreros negros se alejan por entre las mesas y por entre los demás jugadores, que levantan la vista para verlos marcharse. Justo cuando están llegando a la puerta, a la pierna izquierda de Saltiel Lapidus se le sale una cuerda a la altura de la llave de afinación. Se tuerce, pierde pie y estira un brazo para apoyarse en el hombro de su amigo. El suelo que están pisando es liso y está vacío. Por lo que puede ver Landsman, no hay nada con que tropezar.
—Nunca he visto a un bobover tan triste —observa—. El judío estaba a punto de romper a llorar.
—¿Quieres empujarlo un poco más?
—Solo un par de centímetros.
Echan a andar apresuradamente por entre los patzers: un sórdido violinista del Sitka Odeon; un podólogo cuya foto se puede ver en las marquesinas de los autobuses. Berko sale enérgicamente detrás de Lapidus y Fishkin, y Landsman está a punto de seguirlo cuando cierta sensación de nostalgia le da un tirón de la memoria: una ráfaga de alguna marca de loción para el afeitado que ya nadie lleva, el estribillo tintineante de una canción que fue moderadamente popular en un mes de agosto de hace veinticinco años. Landsman se vuelve hacia la mesa que hay más cerca de la puerta.
Sentado a ella hay un anciano encogido como un puño sobre un tablero de ajedrez, enfrentado a una silla vacía. Tiene las piezas colocadas en sus casillas de inicio y le han tocado o bien se ha adjudicado a sí mismo las blancas. En espera de que aparezca su oponente. Un cráneo reluciente con briznas de un pelo gris que parece esa pelusa que se forma en los bolsillos. La parte inferior de su cara escondida por la inclinación de su cabeza. Landsman puede ver las cavidades de sus sienes, su halo de caspa, el puente huesudo de su nariz y los surcos de su ceño, que parecen las ranuras que dejan los dientes de un tenedor en la corteza cruda de una tarta. Y la joroba furiosa de sus espaldas, concentrada en el problema que le plantea el tablero de ajedrez y en planear su brillante campaña. En alguna época debieron de ser unas espaldas anchas, las espaldas de un héroe o de alguien que trasladaba pianos.
—Señor Litvak —dice Landsman.
Litvak elige al caballo de su rey igual que un pintor elige un pincel. Sus manos siguen siendo ágiles y correosas. Traza una pincelada en forma de parábola hacia el centro del tablero. Siempre le ha gustado el estilo hipermoderno de juego. Al ver ahora la Apertura Réti y las manos de Litvak, a Landsman le inundan, hasta el punto de casi derribarlo, el viejo miedo al ajedrez, el tedio, la irritación, la vergüenza de aquellos días que pasó rompiéndole el corazón a su padre entre los tableros de la cafetería del Einstein.
Y repite en voz más alta:
—Alter Litvak.
Litvak levanta la cabeza, perplejo y miope. Había sido un hombre pendenciero, fornido, cazador, pescador y soldado. Cada vez que extendía la mano para coger una pieza de ajedrez, se veía el destello de un relámpago en su enorme anillo de oro de ranger del ejército americano. Ahora parece encogido, agotado, el rey del cuento reducido por la maldición de la vida eterna a vivir como un grillo en las cenizas de la chimenea. Solamente la nariz abovedada permanece como testimonio de la antigua grandiosidad de su cara. Mirando lo que queda del tipo, Landsman se lleva la impresión de que si su padre no se hubiera quitado la vida, lo más probable es que ahora pareciera muerto de todas maneras.
Litvak hace un gesto de petición o de impaciencia con la mano. Se saca del bolsillo de la pechera un cuaderno de tapas negras marmoladas y una gruesa pluma estilográfica. Lleva la barba muy corta, como siempre. Un blazer de pata de gallo, zapatos náuticos con borla, un pañuelo de adorno y un fular echado sobre las solapas. El tipo no ha perdido su aire de deportista. En los pliegues de su garganta hay una cicatriz reluciente, una coma blanquecina con matices rosados. Mientras escribe en su cuaderno con su enorme Waterman, a Litvak le sale el aire por la enorme nariz carnosa en forma de ráfagas pacientes. El rascar de la pluma es lo único que queda de su voz. Le pasa el cuaderno a Landsman. Su caligrafía es uniforme y clara.
«¿Le conozco?»
Afila la mirada, después inclina la cabeza a un lado, estudiando a Landsman, leyendo el traje arrugado, el sombrero porkpie, la cara parecida a la del perro Hershel, conociendo a Landsman sin reconocerlo. Vuelve a coger el cuaderno y añade una palabra a su pregunta.
«¿Le conozco, detective?»
—Meyer Landsman —dice Landsman, y le entrega al anciano una tarjeta de visita—. Usted conocía a mi padre. Yo venía aquí con él a veces. En los tiempos en que el club estaba en la cafetería.
Los ojos de rebordes rojos se ensanchan. El asombro se mezcla con el horror mientras el señor Litvak intensifica su examen de Landsman, en busca de alguna prueba de esa afirmación inverosímil. Pasa una página de su cuaderno y presenta sus descubrimientos en relación con la cuestión.
«Imposible. No puede ser que Meyerle Landsman pueda haberse convertido en semejante saco contrahecho de cebollas.»
—Me temo que sí —dice Landsman.
«¿Qué está haciendo usted aquí, ajedrecista espantoso?»
—No era más que un niño —dice Landsman, horrorizado de encontrar un chirrido de autocompasión en el tono de su voz. Qué lugar tan horrible, qué hombres tan abyectos, qué juego tan cruel y absurdo—. Señor Litvak, ¿no conocerá usted por casualidad a un hombre, creo que juega aquí a veces, un judío al que tal vez llaman Frank?
«Sí, lo conozco. ¿Ha hecho algo malo?»
—¿Cómo de bien lo conoce?
«No todo lo bien que me gustaría.»
—¿Sabe usted dónde vive, señor Litvak? ¿Lo ha visto hace poco?
«Meses. Por f., dígame que no es usted un det. de homicidios.»
—Nuevamente —dice Landsman—, me temo que sí.
El anciano parpadea. Si está horrorizado o entristecido por la inferencia, no se puede leer en ninguna parte de su cara ni de su lenguaje corporal. Pero bien pensado, un hombre que no controlara sus emociones nunca llegaría a ninguna parte con la Apertura Réti. Tal vez haya un ligerísimo temblor en la palabra que escribe a continuación en su cuaderno.
«¿Sobredosis?»
—Disparo —dice Landsman.
La puerta del club se abre con un chirrido y entran dos patzers procedentes del callejón y con aspecto gris y frío. Un espantapájaros descarnado y apenas salido de la adolescencia, con una barba dorada y muy corta y un traje que le va pequeño, acompañado por un tipo bajito y gordezuelo, moreno y de barba rizada, ataviado con un traje que le va muy grande. Los dos llevan el pelo al rape mal cortado, como si se lo hubieran cortado ellos mismos, y yarmulkes idénticos de ganchillo negro. Vacilan un momento en la entrada, avergonzados, y miran al señor Litvak como esperando que este se ponga a reñirlos.
Entonces el anciano habla, inhalando las palabras, con una voz que parece el fantasma de un dinosaurio. Es un sonido espantoso, un mal funcionamiento de la tráquea. Un momento después de que se apague, Landsman se da cuenta de que ha dicho:
—Mis resobrinos.
Litvak les hace una señal con la mano y le pasa la tarjeta de Landsman al gordezuelo.
—Encantado de conocerlo, detective —dice el gordezuelo con un ligero acento, tal vez australiano. Ocupa la silla vacía, echa un vistazo al tablero y saca él también el caballo de rey, con astucia—. Lo siento, tío Alter. Llegamos tarde, como siempre.
El más flaco permanece a la espera con la mano en la puerta abierta del club.
—¡Landsman! —está gritando Berko desde el callejón, donde tiene a Fishkin y a Lapidus acorralados detrás del contenedor de basura. A Landsman le parece que Lapidus está berreando como un niño—. ¿Qué demonios pasa?
—Ya voy —dice Landsman—. Me tengo que ir, señor Litvak. —Le estrecha un instante al anciano los huesos, callos y cuero de la mano—. ¿Dónde puedo encontrarlo si necesito seguir hablando con usted?
Litvak escribe una dirección y arranca la página de su cuaderno.
—¿Madagascar? —dice Landsman leyendo el nombre de alguna calle inimaginable de Antananarivo—. Ahora sí que me ha matado. —Al ver una dirección tan lejana, al pensar en esa casa de la rue Jean Bart, Landsman siente una profunda remisión de su deseo de continuar con el asunto del yid muerto de la 208. ¿A quién le importa que atrape al asesino o no? Dentro de un año, los judíos serán africanos, y este viejo salón de baile estará lleno de gentiles tomando té, y hasta el último caso que alguna vez fue abierto o cerrado por un policía de Sitka se encontrará archivado en el armario nueve—. ¿Cuándo se marcha?
—La semana que viene —dice el resobrino gordezuelo en tono dubitativo.
El anciano emite otro espantoso graznido de reptil, uno que no entiende nadie. Escribe algo y le pasa el cuaderno a su resobrino.
—«El hombre hace planes» —lee el chico— «y Dios se ríe.»
11
A veces, cuando la policía coge a los sombreros negros más jóvenes, estos se muestran altivos y furiosos y exigen sus derechos en calidad de súbditos americanos. Otras veces se derrumban y lloran. Los hombres tienen tendencia a llorar, en experiencia de Landsman, cuando llevan mucho tiempo viviendo con sensación de justicia y seguridad y de pronto se dan cuenta de que todo ese tiempo, debajo mismo de sus botas, tenían el abismo. Forma parte del trabajo del policía apartar de golpe la bonita alfombra que cubre el agujero profundo e irregular que hay en el suelo. Landsman se pregunta si es eso lo que le está pasando a Saltiel Lapidus. Las lágrimas le caen a chorros por las mejillas. Del orificio nasal derecho le cuelga un hilo reluciente de moco.
—El señor Lapidus se siente un poco triste —dice Berko—. Pero no quiere decir por qué.
Landsman se palpa el bolsillo del abrigo en busca de un paquete de Kleenex y encuentra un pañuelo milagroso. Lapidus vacila, después lo coge y se suena las narices con pasión.
—Se lo juro, yo no lo conocía —dice Lapidus—. No sé dónde vivía ni quién era. No sé nada. Lo juro por mi vida. Jugamos unas cuantas partidas de ajedrez. Y siempre me ganó.
—Entonces está usted llorando por el destino de la humanidad —dice Landsman intentando alejar el sarcasmo de su tono de voz.
—Exactamente —dice Lapidus. Hace una bola con el pañuelo dentro del puño y tira la flor arrugada resultante a la alcantarilla.
—¿Van a llevarnos a comisaría? —exige saber Fishkin—. Porque en ese caso quiero llamar a un abogado. Y en caso de que no, tienen que dejarnos marchar.
—Un abogado sombrero negro —dice Berko, y se trata de una especie de queja o súplica dirigida hacia Landsman—. ¡Pobre de mí!
—Váyanse, pues —dice Landsman.
Berko les hace una señal con la cabeza. Los dos hombres se alejan chapoteando por los charcos inmundos del callejón.
—Y pues, nu, estoy irritado —dice Berko—. Admito que todo esto me está empezando a irritar.
Landsman asiente y se rasca la barbilla mal afeitada de una forma que pretende significar meditación profunda, pero su corazón y sus pensamientos están colgados del recuerdo de las partidas de ajedrez que perdió con hombres que ya eran viejos hace treinta años.
—¿Te has fijado en ese viejo de ahí? —dice—. Junto a la puerta. Alter Litvak. Lleva toda la vida viniendo al Einstein. Ya jugaba contra mi padre. Y contra el tuyo.
—Me suena el nombre. —Berko mira la puerta de acero antiincendios que constituye la majestuosa entrada del Club Einstein—. Héroe de Guerra en Cuba.
—El hombre ha perdido la voz, lo tiene que escribir todo. Le he preguntado dónde podía encontrarlo si necesitaba hablar con él y me ha escrito que se iba a Madagascar.
—Ahora me has matado.
—Eso le he dicho yo.
—¿Conocía a nuestro Frank?
—Dice que no mucho.
—Nadie conocía a nuestro Frank —dice Berko—. Pero todo el mundo está muy triste por su muerte. —Se abotona el abrigo sobre la barriga, se da la vuelta al cuello del mismo y se recoloca el sombrero con más firmeza en la cabeza—. Hasta tú.
—Vete a la mierda —dice Landsman—. A mí ese yid me importaba un pimiento.
—¿Quizá era ruso? Eso explicaría lo del ajedrez. Y la conducta de tu amigo Vassily. Tal vez Lebed o Moskowits estén detrás del asesinato.
—Si fuera ruso, eso no explicaría de qué tenían tanto miedo los dos sombreros negros —dice Landsman—. Esos dos no saben nada de Moskowits. Los shtarkers rusos, un asesinato entre bandas, nada de eso quiere decir gran cosa para el bobover medio. —Se da unos cuantos tirones más de la barbilla y toma una decisión. Levanta la vista hacia la franja de cielo gris radiante que se extiende por encima del estrecho callejón de detrás del hotel Einstein—. Me pregunto a qué hora se pondrá el sol esta noche.
—¿Por qué? ¿Vamos a darnos un paseo por el Harkavy, Meyer? No creo que a Bina le haga mucha gracia que empecemos a poner nerviosos a los sombreros negros de por allí.
—No lo crees, ¿eh? —Landsman sonríe. Se saca el ticket del aparcamiento del bolsillo—. Entonces será mejor que no nos acerquemos al Harkavy.
—Oh, oh. Tienes esa sonrisa.
—¿No te gusta esta sonrisa?
—Es que me he dado cuenta de que lo que viene después suele ser una pregunta que estás planeando contestar tú mismo.
—A ver qué te parece. ¿Qué clase de yid, Berko, dime esto, qué clase de yid puede hacer que un sociópata ruso endurecido por la prisión se quiera cagar en los pantalones y que el sombrero negro más piadoso de todo Sitka se ponga a llorar a moco tendido?
—Sé que quieres que diga que un verbover —dice Berko. Después de graduarse en la academia, su primer destino fue el distrito Quinto, el Harkavy, donde los verbovers aterrizaron en 1948, junto con la mayoría de los demás sombreros negros, siguiendo los pasos del noveno rabino verbover, suegro del titular actual, y de los restos lastimosos de su cortejo. Era una clásica misión del gueto, intentar ayudar y proteger a una gente que te desprecia y te repudia a ti y a la autoridad a la que representas. La cosa terminó cuando el joven latke medio indio recibió un balazo en el hombro, a cinco centímetros del corazón, en la Masacre del Shavuos en la granja-restaurante Goldblatt—. Sé que es eso lo que quieres que te diga.
Así es como Berko le contó una vez a Landsman la historia de la banda sagrada conocida como los Chasids de Verbov: empezaron sus andanzas en Ucrania, sombreros negros como todos los demás, despreciando la escoria y el alboroto del mundo laico y manteniéndose lejos del mismo, dentro de las murallas imaginarias de su gueto de rituales y de fe. Luego toda la secta resultó quemada en los incendios de la Destrucción, hasta no quedar nada más que un núcleo duro y denso de algo más negro que cualquier sombrero. De aquellos fuegos emergió lo que quedaba del noveno rabino verbover, junto con once discípulos y sin más supervivientes en su familia que la sexta de sus ocho hijas. Se elevó por el aire como un trozo chamuscado de papel y voló hasta aquella estrecha franja de tierra situada entre las montañas de Baranof y el fin del mundo. Y aquí encontró una forma de reconstruir el destacamento de sombreros negros a la vieja usanza. Llevó la lógica del mismo hasta un extremo, tal como hacen los genios malvados en las novelas baratas. Construyó un imperio criminal que sacaba provecho del caos absurdo que había al otro lado de las murallas teóricas, de unos seres tan llenos de defectos, corruptos y sin esperanza de redención que solamente una cortesía cósmica llevaba a los verbovers a considerarlos seres humanos.
—A mí se me ha ocurrido lo mismo, claro —confiesa Berko—. Y he reprimido la idea de inmediato. —Se tapa la cara con las enormes manos y las deja ahí un momento antes de arrastrarlas lentamente hacia abajo, tirando de sus mejillas hasta que le cuelgan de la barbilla como los carrillos flácidos de un bulldog—. Pobre de mí, Meyer, no querrás que vayamos a la isla de Verbov, ¿verdad?
—Joder, no —dice Landsman en americano—. La verdad, Berko. Odio ese sitio. Si tenemos que ir a alguna isla, prefiero con diferencia que vayamos a Madagascar.
Se quedan allí en el callejón de detrás del Einstein, reflexionando sobre los numerosos argumentos en contra y los escasos que se pueden presentar a favor de cabrear a los más poderosos personajes del hampa que existen al norte del paralelo 55. E intentando generar explicaciones alternativas de la conducta acobardada de los patzers del Einstein.
—Será mejor que vayamos a ver a Itzik Zimbalist —dice por fin Berko—. Cualquier otra persona que encontremos allí nos va a resultar tan útil como hablar con un perro. Y hoy ya ha habido un perro que me ha roto el corazón.
12
La cuadrícula de calles de la isla sigue siendo la de Sitka, trazada a regla y perfectamente numerada, pero aparte de eso allí uno está completamente desaparecido en combate: disparado a las estrellas, teletransportado, lanzado en espiral a través del agujero de gusano hasta el planeta de los judíos. Viernes por la tarde en la isla de Verbov, y el Chevelle Super Sport de Landsman cabalga la cresta de la ola de sombreros negros por la avenida Doscientos veinticinco. Los sombreros en cuestión son de fieltro, con coronas altas y mellas y alas de un kilómetro de ancho, de esos que les gusta llevar a los capataces de los melodramas ambientados en plantaciones. Las mujeres llevan pañuelos en la cabeza y pelucas relucientes tejidas con el pelo de las judías pobres de Marruecos y Mesopotamia. Sus abrigos y vestidos largos son los mejores trapos de París y Nueva York; sus zapatos, la flor y la nata de Italia. Los chavales van lanzados por las aceras con sus patines de ruedas en línea en medio de una estela de pañuelos y tirabuzones, dejando ver los forros de color naranja de sus parkas abiertas. Las chicas entorpecidas por sus faldas largas caminan cogidas del brazo, formando cadenas estridentes de chicas verbovers tan vehementes y exclusivistas como escuelas filosóficas. El cielo se ha vuelto del color del acero, el viento se ha apagado y en el aire crepita la alquimia de los niños y la promesa de nieve.
—Mira este lugar —dice Landsman—. Está animadísimo.
—No hay ni un escaparate vacío.
—Y hay más yids maleantes que nunca.
Landsman se para en un semáforo en rojo de la calle Veintiocho Noroeste. Delante de una tienda que hay en una esquina, junto a un salón de estudio, holgazanean varios licenciados en la Torá, estafadores de las Escrituras, luftmensches imposibles de casar y matones comunes y corrientes. Cuando ven el coche de Landsman, con su tufo a atrevimiento de policía de paisano y sus dobles eses incendiarias en la rejilla, dejan de gritarse entre ellos y le dedican a Landsman sus miradas de pez de Besarabia. Está pisando su territorio. Lleva la cara afeitada y no tiembla delante de Dios. No es un judío verbover y por tanto no es un judío de verdad. Y si no es un judío, entonces no es nada.
—Fíjate en cómo miran esos gilipollas —dice Landsman—. No me gusta nada.
—Meyer.
La verdad es que los judíos de sombrero negro cabrean a Landsman, siempre le han cabreado. Y a él le resulta un enfado placentero, abundante en capas de envidia, condescendencia, resentimiento y lástima. Deja el coche en punto muerto y abre de golpe la portezuela.
—Meyer. No.
Landsman rodea la portezuela abierta del Super Sport. Nota que las mujeres están mirando. Huele el miedo repentino en el aliento de los hombres que lo rodean, como si fuera una caries dental. Oye la risa de los pollos que todavía no han encontrado su destino, el zumbido de los compresores de aire que mantienen a las carpas vivas en sus tanques. Y resplandece como una aguja calentada al rojo para matar a una garrapata.
—Así pues, nu —les dice a los yids de la esquina—, ¿cuál de vosotros quiere darse una vuelta en mi bonito nozmóvil, muchachotes?
Uno de los yids da un paso adelante, un bloque de piel clara, bajo y ancho, con la frente abultada y una barba amarilla y ahorquillada.
—Le recomiendo que se vuelva a su vehículo, agente —dice en tono suave y razonable—. Y que siga su camino a donde sea que está yendo.
Landsman sonríe.
—¿Conque eso me recomiendas? —dice.
Los demás hombres de la esquina se acercan, llenando todo el espacio de alrededor del matón de la barba que parece un relámpago. Debe de haber unos veinte, más de los que Landsman creía al principio. El resplandor de Landsman parpadea, chisporroteando como una bombilla a punto de fundirse.
—Lo explicaré de otra forma —dice el matón rubio, con un bulto a la altura de la cadera que empieza a llamar la atención de sus dedos—. Vuelva al coche.
Landsman se tira de la barbilla. Qué locura, piensa. Estás persiguiendo a un tipo teórico que forma parte de un caso inexistente y vas y pierdes la cabeza sin ninguna razón. Y casi sin darte cuenta has causado un incidente entre una facción de sombreros negros con dinero e influencia y provista de un arsenal de armas de fuego manchures y de los excedentes rusos que hace poco el espionaje policial calculó, en un informe confidencial, que podría abastecer las necesidades de una guerrilla insurgente de una pequeña república de América Central. La locura, la siempre fiable locura de Landsman.
—¿Y por qué no venís aquí y me obligáis?
Es entonces cuando Berko abre su portezuela y despliega su mole ancestral de oso en medio de la calle. Su perfil es regio, digno de una moneda o de la ladera esculpida de una montaña. Y en la mano derecha lleva el martillo más asombroso que probablemente nunca verá ningún judío o gentil. Se trata de una réplica del que se dice que blandió el jefe indio Katlian durante la guerra ruso-tlingit de 1804, que perdieron los rusos. Berko se lo fabricó para intimidar a los yids cuando tenía trece años y acababa de llegar a su laberinto, y desde entonces nunca ha fallado en su propósito, razón por la cual Berko lo lleva en el asiento trasero del coche de Landsman. La cabeza del martillo es un bloque de dieciséis kilos de hierro de meteorito que Hertz Shemets desenterró en una vieja excavación rusa cerca de Yakovy. El mango está hecho de un bate de béisbol de un kilo y cuarto labrado con un cuchillo de caza Sears. Por todo el mango se retuercen cuervos negros y monstruos marinos rojos entrelazados, con sonrisas que dejan al descubierto sus enormes dentaduras. Su pigmentación gastó catorce rotuladores Flair. De una correa de cuero situada en la parte superior del mango cuelgan un par de plumas de cuervo. Puede que este detalle no sea históricamente preciso, pero ejerce un efecto salvaje en la mente yiddish, a la que le dice: «Indianer».
La palabra pasa de mano en mano por los tenderetes y las tiendas. Los judíos de Sitka casi nunca ven indios ni hablan con ellos, salvo en los juzgados federales o en los pequeños pueblos judíos que hay a lo largo de la Línea Divisoria. A estos verbovers les hace falta muy poca imaginación para representarse a Berko y a su martillo enfrascados en el desparrame al por mayor de las cavidades craneales de sus caras pálidas. Luego reparan en el yarmulke de Berko, y en un revoloteo de flecos blancos y finos del chal de oración ritual que lleva en la cintura, y de pronto toda la xenofobia atolondrada abandona de forma palpable a la multitud, dejando tras de sí un residuo de vértigo racista. Así son las cosas para Berko Shemets en el distrito de Sitka cada vez que saca el martillo y se pone indio. Cincuenta años de películas sobre cabelleras arrancadas, flechas silbantes y carromatos en llamas han surtido efecto en las mentes de la gente. Y luego la pura incongruencia hace el resto.
—Berko Shemets —dice el hombre de la barba bífida, parpadeando, mientras le empiezan a caer plumones grandes y lentos de nieve sobre los hombros y el sombrero—. ¿Qué pasa, yid?
—Dovid Sussman —dice Berko bajando el martillo—. Me ha parecido que eras tú.
Y clava en su primo sus enormes ojos de minotauro llenos de antiguo sufrimiento y reproche. No ha sido idea de Berko venir a la isla de Verbov. No ha sido idea de Berko retomar el caso Lasker después de que les dijeran que lo dejaran estar. No ha sido idea de Berko huir avergonzado a un albergue barato del Untershtat donde yonquis misteriosos son asesinados por la diosa del ajedrez.
—Que tengas buen sabbath, Sussman —dice Berko, y tira el martillo al asiento de detrás del coche de Landsman.
Cuando el arma golpea el suelo del coche, los muelles interiores de los asientos envolventes repican como campanas.
—Que tengas buen sabbath tú también, detective —dice Sussman.
Los demás yids repiten el saludo, un poco inseguros. Luego dan media vuelta y reanudan su discusión sobre algún que otro detalle del proceso de bendecir ollas para que sean kosher o del borrado de números de identificación de vehículos.
Cuando entran en el coche, Berko cierra la portezuela de un portazo y dice:
—Odio hacer eso.
Continúan por la avenida Doscientos veinticinco, y todas las caras se giran para mirar al judío indio que va en un Chevrolet azul.
—A eso lo llamo yo hacer unas cuantas preguntas discretas —dice Berko en tono amargo—. Un día, Meyer, que Dios me ayude, voy a usar mi rompedor de cabezas contigo.
—Tal vez tendrías que hacerlo —dice Landsman—. Tal vez me iría bien como terapia.
Avanzan lentamente en dirección oeste por la avenida Doscientos veinticinco en dirección a la tienda de Itzik Zimbalist. Patios y callejones sin salida, viviendas unifamiliares de estilo neoucraniano y apartamentos de propiedad horizontal, estructuras de tablas de madera con tejados abruptos pintadas de colores sombríos y construidas aprovechando hasta el final mismo de las parcelas. Las casas se empujan entre ellas y se dan codazos igual que hacen los sombreros negros en la sinagoga.
—No hay un solo letrero de casa en venta —observa Landsman—. Hay ropa en todas las cuerdas de tender. Todas las demás sectas llevan tiempo empaquetando sus Torás y sus sombrereras. La mitad del Harkavy es una ciudad fantasma. Pero no los verbovers. O bien la Revocación les trae completamente sin cuidado, o bien saben algo que nosotros no sabemos.
—Son verbovers —dice Berko—. ¿Por cuál de las dos cosas apuestas?
—Me estás diciendo que el rabino les ha arreglado las cosas. Permisos de residencia para todos.
Landsman considera esta posibilidad. Sabe, por supuesto, que una organización criminal como la red verbover no puede florecer sin los servicios solícitos de extorsionadores y de grupos secretos de presión, sin aplicaciones regulares de lubricante y giros con efecto a los mecanismos del gobierno. Los verbovers, con su comprensión talmúdica de los sistemas, sus bolsillos profundos y la cara impenetrable que le presentan al mundo exterior, han roto o amañado a lo largo de su historia muchos mecanismos de control. Pero ¿es posible que hayan encontrado una forma de engatusar a todo el Servicio de Inmigración y Naturalización como quien engaña a una máquina de Coca-Cola con un dólar sujeto con un cordel?
—Nadie tiene tanto peso —dice Landsman—. Ni siquiera el rabino verbover.
Berko agacha la cabeza y medio encoge los hombros, como si no quisiera decir nada más para no desatar fuerzas terribles, azotes y plagas y tornados sagrados.
—Solo porque no crees en los milagros —dice.
13
Zimbalist, el experto en demarcaciones, ese erudito vejestorio, ya está listo para cuando un rumor de indios a bordo de una mole azul con potencia de Michigan se detiene ronroneando delante de su puerta. La tienda de Zimbalist está en un edificio de piedra con el tejado de zinc y puertas enormes con ruedas, situado en el extremo más ancho de una plaza adoquinada. La plaza arranca estrecha por un extremo y se va ensanchando como la nariz de la caricatura de un judío. En ella desemboca media docena de callejuelas torcidas, que trazan itinerarios inicialmente abiertos por cabras y uros de Ucrania y discurren por delante de fachadas de casas que son copias fieles de los originales ucranianos perdidos. Un shtetl de Disney, tan limpio y luminoso como un certificado de nacimiento recién falsificado. Un elegante revoltijo de casas de color marrón fango y amarillo mostaza, de madera y yeso con tejados de paja. Delante de la tienda de Zimbalist, en el extremo estrecho de la plaza, está la casa de Heskel Shpilman, décimo en la línea dinástica del rabino original de Verbov, que era un famoso artífice de milagros. Tres bloques blancos y pulcros de estucado impoluto, con tejados abuhardillados de tejas de pizarra azules y ventanas altas, cerradas a cal y canto y estrechas. Una copia exacta de la casa original, la de Verbov, propiedad del abuelo de la mujer del rabino actual, el octavo rabino verbover, incluida la bañera revestida de níquel del lavabo del piso de arriba. Incluso antes de que se pasaran al blanqueo de dinero, el contrabando y la estafa, los rabinos verbovers se distinguían de sus competidores por el esplendor de sus chalecos, la plata francesa de su mesa del sabbath y las suaves botas italianas que llevaban en los pies.
El experto en demarcaciones es un hombrecillo pequeño y frágil de hombros encorvados, y tiene setenta y cinco años aunque aparenta diez más. El pelo de color ceniciento disparejo y demasiado largo, ojos oscuros y hundidos y piel pálida teñida de amarillo como el corazón de un apio. Lleva una chaqueta de punto con cremallera y cuello y un par de sandalias viejas de plástico, de color azul marino, por encima de unos calcetines blancos que tienen un agujero para dejar salir el dedo gordo y su callo. Sus pantalones de espiguilla tienen manchas de yema de huevo, ácido, alquitrán, fijador de epoxi, cera de sellar, pintura verde y sangre de mastodonte. La cara del experto es huesuda, casi todo nariz y barbilla, evolucionada para percibir, hurgar y llegar directo a los huecos, las brechas y los descuidos. Su barba larga de color ceniza revolotea al viento como pelusa de pájaro atrapada en una alambrada de púas. Después de un centenar de años de indefensión, la suya sería la última cara a la que Landsman recurriría en busca de ayuda o de información, pero Berko sabe más de la vida de los sombreros negros de lo que sabrá nunca Landsman.
De pie al lado de Zimbalist, delante de la puerta de piedra con arco de la tienda, un mozo joven sin barba sostiene un paraguas para evitar que le caiga nieve en la cabeza al vejestorio. La tarta negra del sombrero del chaval ya está espolvoreada con una gruesa capa de escarcha. Zimbalist le dedica la misma atención que uno dedica a un árbol enmacetado.
—Está usted más gordo que nunca —dice a modo de saludo cuando Berko se le acerca con aires de fanfarrón, con un tenue fantasma del peso del martillo de guerra todavía presente en sus andares—. Grande como un sofá.
—Profesor Zimbalist —dice Berko balanceando ese mazo invisible—. Parece usted algo que ha caído de la bolsa sucia de un aspirador.
—Lleva usted ocho años sin molestarme.
—Sí, se me ocurrió darle un respiro.
—Muy amable. Lástima que todos los demás judíos de la mondadura de patata que es este maldito distrito se dediquen a calentarme los cascos durante todo el día. —Se vuelve hacia el licenciado del paraguas—. Té. Tazas. Mermelada.
El mozo murmura una alusión en arameo a la obediencia abyecta sacada del Tratado sobre la jerarquía de perros, gatos y ratones, le abre la puerta al experto en demarcaciones y entran todos. El interior es una única sala enorme y llena de ecos, dividida por la teoría en un garaje, un taller y una oficina con las paredes cubiertas de archivadores de acero para mapas, testimonios enmarcados y todos los volúmenes de lomo negro de la Ley sin fin y sin fondo. Las enormes puertas correderas son para que entren y salgan las furgonetas. Tres furgonetas, a juzgar por la tríada de manchas de aceite que hay sobre el suelo liso de cemento.
Landsman cobra por —y vive para— percibir aquello en que no se fija la gente normal, y sin embargo ahora le da la impresión de que hasta el momento de entrar en la tienda de Zimbalist, el experto en demarcaciones, no había prestado bastante atención a las cuerdas. Cordel, soga, cordón, cinta, filamento, bramante, cabo y cable; polipropileno, cáñamo, goma, cobre encauchado, Kevlar, acero, seda, lino y terciopelo trenzado. El experto en demarcaciones se sabe de memoria pasajes larguísimos del Talmud. Topografía, geografía, geodesia, geometría, trigonometría: para él son como un reflejo, como poner el ojo en la mirilla de un arma de fuego. Pero la vida entera del experto en demarcaciones gira en torno a la calidad de sus cuerdas. La mayor parte de las mismas —se pueden medir en metros, o en versht, o en palmos, como hacen los expertos en demarcaciones— están pulcramente enrolladas en madejas que cuelgan de la pared o bien apiladas por tamaños en husos metálicos. Pero hay otra gran parte amontonada por todos lados en forma de embrollos y enredos. Zarzas, hebras sueltas, enormes nudos de duende espinosos de cordeles y cables, vagando por la tienda como plantas rodadoras.
—Este es mi compañero, profesor, el detective Landsman —dice Berko—. Si quiere usted a alguien que le caliente los cascos, se lo recomiendo.
—¿Un pelmazo como usted?
—No me haga hablar.
Landsman y el profesor se dan un apretón de manos.
—A este lo conozco —dice el experto en demarcaciones acercándose para echar un mejor vistazo a Landsman, mirándolo con los ojos entornados como si fuera uno de sus diez mil mapas de demarcaciones—. Es el que atrapó al maníaco Podolsky. Y también mandó a la cárcel a Hyman Tsharny.
Landsman se pone rígido y saca la lámina de metal de su escudo antiexplosiones, listo para una buena bronca. Hyman Tsharny, un blanqueador de dinero verbover que tenía una cadena de videoclubes, contrató a dos shlossers filipinos —asesinos a sueldo para que lo ayudaran a consolidar un negocio peliagudo. Pero el mejor confidente de Landsman es Benito Taganes, el rey de los donuts chinos al estilo filipino. La información de Benito condujo a Landsman al restaurante de carretera situado junto al aeródromo donde los desventurados shlossers estaban esperando una avioneta, y sus testimonios sacaron de circulación a Tsharny, pese a los mejores esfuerzos del más grueso kevlar jurídico que el dinero verbover pudo comprar. Hyman Tsharny sigue siendo el único verbover que ha sido alguna vez condenado y sentenciado por cargos criminales en el distrito.
—Míralo. —La cara de Zimbalist se abre por la parte inferior. Sus dientes son como los tubos de un órgano hecho de huesos. Su risa suena como un puñado de tenedores oxidados y cabezas de clavos tintineando en el suelo—. Se cree que me importa una mierda esa gente, que sus espaldas se marchiten tanto como sus almas. —El experto deja de reírse—. ¿Qué pasa, creía usted que yo era uno de ellos?
Da la impresión de que es la pregunta más letal que le han hecho nunca a Landsman.
—No, profesor —contesta este. Landsman también tiene ciertas dudas sobre el hecho de que Zimbalist sea realmente un profesor, pero ahí en la oficina, por encima de la cabeza del mozo que ahora forcejea con el hervidor eléctrico, se encuentran las credenciales y los certificados enmarcados de la Yeshiva de Varsovia (1939), de la Polish Free State University (1950) y de la Bronfman Manual and Technical School (1955). Además de los testimonios, haskamos, y declaraciones juradas, firmadas por todos y cada uno de los rabinos del distrito, o por lo menos eso parece, desde los más insignificantes hasta los peces gordos, desde Yakovy hasta Sitka. Landsman finge que le echa otro vistazo a Zimbalist, pero ya es obvio solamente por el enorme yarmulke que le cubre el eczema de la parte trasera del cráneo, con sus elegantes bordados de hilo plateado, que el experto en demarcaciones no es un verbover—. No cometería esa equivocación.
—¿Ah, no? ¿Y qué me dice de casarse con una de ellos, como hice yo? ¿Cometería usted esa equivocación?
—Cuando se trata de matrimonio, prefiero dejar que sean los demás los que cometan las equivocaciones —dice Landsman—. Como mi ex mujer, por ejemplo.
Zimbalist les hace un gesto con la mano en dirección a un par de sillas rotas con respaldo de listones que hay al otro lado de la recia mesa de roble de los mapas, junto a un gigantesco escritorio de tapa abatible. El mozo no consigue apartarse de su camino lo bastante deprisa, y el experto en demarcaciones lo agarra de la oreja.
—¿Qué estás haciendo? —Agarra la mano del chico—. ¡Mira esas uñas! ¡Puaj! —Deja caer la mano como si fuera un trozo de pescado podrido—. Fuera, sal de aquí, ponte a la radio. Averigua dónde están esos idiotas y por qué están tardando tanto.
Vierte agua dentro de una tetera y echa un puñado de hojas de té que se parecen sospechosamente a trocitos de cordel.
—Solamente tienen que patrullar un eruv. ¡Uno! Tengo a doce hombres trabajando para mí, y no hay ni uno solo de ellos que no se pierda intentando encontrar los dedos de sus pies en la punta de sus calcetines.
Landsman se ha esforzado mucho para evitar tener que entender conceptos como el del eruv, aunque sabe que es una típica treta ritual judía, un timo que se le hace a Dios, ese cabrón controlador. Tiene algo que ver con fingir que los postes de teléfono son jambas de puertas, y que los cables son dinteles. Así se puede delimitar una zona usando postes y cuerdas y llamarlo un eruv, y luego en el sabbath fingir que ese eruv que has trazado —en el caso de Zimbalist y su equipo, vendría a ser casi todo el distrito— es tu casa. De esa forma se puede eludir la prohibición del sabbath de cargar cosas en lugares públicos, y puedes caminar hasta el shul con un par de Alka-Seltzers en el bolsillo sin que sea pecado. Si uno tiene bastante cuerda y bastantes postes, haciendo un uso un poco creativo de las paredes, cercas, barrancos y ríos existentes, se puede extender un cerco de cuerdas en torno a básicamente cualquier sitio y llamarlo un eruv.
Pero alguien tiene que trazar esas líneas, reconocer el terreno, mantener las cuerdas y los postes y proteger la integridad de las paredes y puertas ficticias de los elementos, el vandalismo, los osos y la compañía telefónica. Ahí es donde entra el experto en demarcaciones. Tiene acaparado todo el mercado de cuerdas y postes. Los verbovers fueron los primeros en emplearlo, y gracias al respaldo de las tácticas de mano dura de estos, poco a poco los Sarmat, los Bobov, los Lubavitch, los Ger y todas las demás sectas de sombreros negros han ido confiando en sus servicios y en su experiencia. Cuando surge la cuestión de si cierto sector concreto de acera o de orilla de lago o de campo abierto está contenido o no dentro de un eruv, Zimbalist, aunque no es rabino, es la persona en la que todos los rabinos delegan la respuesta. De sus mapas y sus equipos y sus rollos de cuerda de embalar de polipropileno depende el estado de las almas de hasta el último judío piadoso del distrito. De acuerdo con algunas versiones, es el yid más poderoso de la ciudad. Y es por eso que se le permite sentarse aquí detrás de este enorme escritorio de roble con sus setenta y dos casillas, en el centro mismo de la isla de Verbov, y beberse una taza de té con el hombre que le echó el guante a Hyman Tsharny.
—¿Qué problema tiene? —le dice a Berko, acomodándose con un chirrido de goma sobre un cojín inflable en forma de donut. Coge un paquete de Broadways de una pitillera que tiene sobre la mesa—. ¿Por qué va por ahí asustando a todo el mundo con ese martillo suyo?
—Mi compañero se ha sentido decepcionado por la bienvenida que nos han dado —dice Berko.
—Le ha faltado ese resplandor del sabbath —dice Landsman, encendiendo también él un papiros—. En mi opinión.
Zimbalist pasa un cenicero de cobre de tres puntas de un lado a otro del escritorio. En un lado del cenicero dice «ESTANCO Y PAPELERÍA KRASNY’S», que es donde Isidor Landsman solía ir a comprar su copia mensual de Chess Review. La tienda de Krasny, con su biblioteca de préstamo y su cava de puros enciclopédica y su premio anual de poesía, fue aplastada hace años por las cadenas de tiendas americanas, y a la vista de este feo cenicero, el acordeón que es el corazón de Landsman suelta un resuello nostálgico.
—Dos años de mi vida les di a esa gente —dice Berko—. Lo normal sería que alguno de ellos se acordara de mí. ¿Tan fácil de olvidar soy?
—Déjeme que le diga algo, detective. —Con otro chirrido del donut de goma, Zimbalist se vuelve a poner de pie y sirve el té en tres tazas sucísimas—. Al ritmo que crían por aquí, esa gente a la que ha visto hoy por la calle no son los mismos que conoció usted hace ocho años, son sus nietos. Hoy día ya nacen embarazados.
Le da a cada uno de ellos una taza humeante, demasiado caliente para cogerla. A Landsman le escalda las yemas de los dedos. Huele a hierba, a escaramujos de rosal y tal vez un poco a cuerda.
—No paran de fabricar judíos nuevos —dice Berko, removiendo una cucharada de mermelada dentro de su taza—. Y nadie está construyendo lugares donde ponerlos.
—Eso es verdad —dice Zimbalist mientras su culo huesudo se posa en el donut. Hace una mueca—. Corren tiempos extraños para ser judío.
—Pues parece que por aquí no —dice Landsman—. La vida sigue exactamente como siempre en la isla de Verbov. Un BMW robado delante de cada puerta y un pollo hablando dentro de cada olla.
—Esta gente no se preocupa hasta que el rabino les dice que se preocupen —dice Zimbalist.
—Tal vez no tienen nada de que preocuparse —dice Berko—. Tal vez el rabino ya se ha hecho cargo del problema.
—Pues no lo sé.
—Eso no me lo creo ni por un segundo.
—Pues no se lo crea.
Una de las puertas del garaje se abre deslizándose sobre sus ruedas y entra una furgoneta blanca con una máscara reluciente de nieve en el parabrisas. Cuatro hombres con monos amarillos salen a trompicones del vehículo, con las narices rojas y las barbas recogidas en redecillas negras. Se ponen a sonarse las narices y a dar patadas en el suelo para quitarse el frío, y Zimbalist se ve obligado a ir a gritarles un rato. Resulta que ha habido un problema cerca del depósito del parque Sholem-Aleykhem, algún idiota de los servicios municipales ha levantado una pared de frontón justo en medio del umbral imaginario delimitado por dos postes de la electricidad. Todos caminan pesadamente hasta la mesa de los mapas que hay en medio de la oficina. Mientras Zimbalist descuelga el mapa adecuado y lo desenrolla, los miembros del equipo se turnan para asentir y flexionar los músculos de sus ceños en dirección a Landsman y Berko. Después de eso, el equipo se limita a no prestarles atención.
—Dicen que el experto tiene un mapa de cuerdas para cada ciudad donde diez judíos alguna vez se codearon con las narices —le dice Berko a Landsman—. Remontándose a Jericó.
—Yo mismo inicié ese rumor —dice Zimbalist sin levantar la mirada del mapa.
Encuentra el lugar del incidente y uno de sus muchachos le dibuja en el mismo el frontón con un lápiz gastado. Zimbalist traza a toda prisa un rodeo que aguante hasta la puesta de sol del día siguiente, un saliente en la enorme pared imaginaria del eruv. Por fin manda a sus muchachos de vuelta al Harkavy para que hagan subir unos tubos de plástico por los lados de un par de postes telefónicos y de esa manera los satmars que viven en el lado este del parque Sholem-Aleykhem puedan pasear a sus perros sin poner sus almas en peligro.
—Lo siento —dice, y regresa dando un rodeo al escritorio. Hace una mueca de dolor—. Ya no disfruto del acto de sentarme. Y díganme, ¿qué puedo hacer por ustedes? Dudo mucho que hayan venido con una pregunta sobre reshus harabim.
—Estamos trabajando en un homicidio, profesor Zimbalist —dice Landsman—. Y tenemos razones para creer que el difunto puede haber sido un verbover, o haber tenido vínculos con los verbovers, por lo menos en un momento dado.
—Vínculos —dice el experto echándoles un vistazo con esas estalactitas de tubos de órgano que tiene—. Supongo que sé algo del tema.
—Estaba viviendo en un hotel de la calle Max Nordau con el nombre de Emanuel Lasker.
—¿Lasker? ¿Como el ajedrecista? —En el pergamino de la frente amarilla de Zimbalist se forma una arruga, y en las profundidades de sus cuencas oculares, un chispazo de pedernal y acero: sorpresa, perplejidad, un recuerdo que se enciende—. Yo había sido aficionado al ajedrez —explica—. Hace mucho tiempo.
—Yo también —dice Landsman—. Y también nuestro cadáver, hasta su mismo final. Junto al cuerpo había una partida en curso. Estaba leyendo a Siegbert Tarrasch. Y conocía a los habituales del Club de Ajedrez Einstein. Ellos lo conocían como Frank.
—Frank —dice el experto en demarcaciones dándole una inflexión yanqui—. Frank, Frank, Frank. ¿Ese era su nombre de pila? Es un apellido judío bastante común, pero no como nombre de pila. ¿Están seguros de que era judío, ese tal Frank?
Berko y Landsman intercambian una mirada rápida. No están seguros de nada. Las filacterias de la mesilla de noche podría haberlas puesto allí alguien a modo de pista falsa o bien podrían ser un recuerdo, o algo dejado por un ocupante anterior de la habitación 208. En el Club Einstein nadie afirmaba haber visto a Frank el yonqui muerto en el shul, meciéndose absorto en la Oración de Pie.
—Tenemos razones para creer —repite Berko con calma— que en algún momento pudo haber sido un judío verbover.
—¿Qué clase de razones?
—Había un par de postes telefónicos sospechosos —dice Landsman—. Atamos una cuerda entre ellos.
Se mete la mano en el bolsillo y saca un sobre. Coge una de las polaroids mortuorias de Shpringer y se la pasa por encima de la mesa a Zimbalist, que la sostiene con el brazo extendido, durante un rato lo bastante largo como para hacerse a la idea de que es la foto de un cadáver. Respira hondo y frunce los labios, preparándose para efectuar con los mismos una sólida consideración profesional de las pruebas disponibles. Una foto de un muerto, para ser sinceros, constituye un respiro en medio de la rutina de la vida de un experto en demarcaciones. Luego mira la foto, y en el instante antes de recuperar el control absoluto de sus rasgos, Landsman ve que Zimbalist recibe un rápido puñetazo en el vientre. El aire abandona sus pulmones y su cara se queda lívida. En sus ojos, el parpadeo perenne de inteligencia del experto se apaga. Por un segundo, Landsman se encuentra a sí mismo mirando la polaroid de un experto en demarcaciones muerto. Luego las luces regresan a la cara del vejestorio. Berko y Landsman esperan un poco, y luego un poco más, y Landsman se da cuenta de que el experto en demarcaciones está luchando con todas sus fuerzas para mantener el control, para conservar una mínima posibilidad de que sus siguientes palabras sean «Detectives, nunca he visto a este hombre en mi vida», y conseguir que resulten plausibles, inevitables y ciertas.
—¿Quién era, profesor Zimbalist? —dice por fin Berko.
Zimbalist deja la fotografía sobre el escritorio y la mira un poco más, sin preocuparse de lo que puedan estar haciendo sus ojos o sus labios.
—Oy, aquel chico —dice—. Aquel chico tan y tan majo.
Se saca un pañuelo del bolsillo de su chaqueta de lana con cremallera, se seca las lágrimas de las mejillas y suelta un ladrido. Es un ruido horrible. Landsman coge la taza de té del experto y se la vacía dentro de la suya. Del bolsillo de la chaqueta saca la botella de vodka que ha incautado esa mañana de los lavabos del Vorsht. Sirve dos dedos en la taza de té y luego le ofrece la taza al vejestorio.
Zimbalist coge el vodka sin decir palabra y se lo bebe de un trago. Luego se vuelve a meter el pañuelo en el bolsillo y le devuelve la fotografía a Landsman.
—Yo enseñé a ese chico a jugar al ajedrez —dice—. Cuando ese hombre era un chico, quiero decir. Antes de que se hiciera mayor. Lo siento, estoy farfullando. —Va a buscar otro Broadway, pero ya se los ha fumado todos. Tarda un momento en darse cuenta. Permanece sentado, hurgando en el forro del paquete con un dedo en forma de gancho, como si buscara el cacahuete dentro de un paquete de Cracker Jack. Landsman le da un pitillo—. Gracias, Landsman. Gracias.
Pero luego no dice nada, se limita a quedarse ahí sentado mirando cómo arde el papiros. Le da un repaso a Berko desde las cavernas de sus ojos y después le echa un vistazo de jugador de naipe a Landsman. Ahora se está recuperando del shock. Intentando hacer un mapa de la situación, de las líneas que no puede cruzar, de los umbrales que no puede traspasar sin peligro para su alma. El cangrejo peludo y moteado que es su mano mueve una de sus patas hacia el teléfono que hay sobre su escritorio. Dentro de un minuto, la verdad y la oscuridad de la vida habrán sido remitidas nuevamente a la custodia de sus abogados.
La puerta del garaje chirría y retumba, y Zimbalist empieza a incorporarse con un gemido de gratitud, pero esta vez Berko se pone de pie primero. Le coloca una mano pesada al anciano en el hombro.
—Siéntese, profesor —dice—. Se lo ruego. Hágalo despacio si es necesario, pero por favor siente su culo sobre ese donut. —Deja la mano donde está, estruja suavemente el hombro de Zimbalist y señala con la cabeza hacia el garaje—. Meyer.
Landsman cruza el taller en dirección al garaje y saca su insignia. Se cruza directamente en la trayectoria de la furgoneta como si la insignia realmente fuera un escudo capaz de detener una Chevy de dos toneladas. El conductor pisa el freno y el aullido de los neumáticos arranca un eco de las frías paredes de piedra del garaje. El conductor baja la ventanilla. Lleva el equipamiento completo de los hombres de Zimbalist: barba en una redecilla, mono de trabajo amarillo y ceño bien desarrollado.
—¿Qué pasa, detective? —pregunta.
—Ve a dar una vuelta —dice Landsman—. Estamos hablando. —Va a la mesa de los envíos y agarra al mozo que está allí encogido por el cuello de su abrigo largo. Tira del chaval como si fuera un cachorrillo hasta el lado del pasajero de la furgoneta, abre la portezuela lateral y empuja con gentileza al mozo al interior—. Y llévate contigo a este pequeño pisher.
—¿Jefe? —le pregunta el conductor al experto en demarcaciones, levantando la voz.
Al cabo de un momento, Zimbalist asiente con la cabeza y le hace un gesto al conductor para que se vaya.
—Pero ¿adónde tengo que ir? —le dice el conductor a Landsman.
—No lo sé —dice Landsman. Arrastra la portezuela de la furgoneta hasta cerrarla—. Ve a comprarme un regalo bien bonito.
Landsman da un golpe en la capota de la furgoneta y esta rueda marcha atrás y sale a la tormenta de líneas blancas que se entretejen como cuerdas del experto en demarcaciones frente a las réplicas de fachadas y al cielo gris resplandeciente. Landsman devuelve la puerta del garaje a su sitio y cierra el pestillo.
—Nu, ¿por qué no empieza otra vez? —le dice a Zimbalist tras sentarse de nuevo en la silla con respaldo de listones. Cruza las piernas y enciende papiros para todos—. Tenemos mucho tiempo.
—Vamos, profesor —dice Berko—. Conoce usted a la víctima desde que era niño, ¿verdad? Ahora mismo todos esos recuerdos tienen que estar dándole vueltas y más vueltas en la cabeza. Por mal que se sienta, se va a sentir mejor si empieza a hablar.
—No es eso —dice el experto en demarcaciones—. No... no es eso.
Coge el papiros encendido que le está ofreciendo Landsman y esta vez se fuma la mayor parte del mismo antes de empezar a hablar. Es un yid culto, y le gusta tener los pensamientos en orden.
—Se llama Menachem —empieza a decir—. Mendel. Tiene, o tenía, treinta y ocho años, un año más que usted, detective Shemets, pero nació el mismo día, el quince de agosto, ¿me equivoco? ¿Eh? Ya me lo parecía. ¿Ve usted? Este es el armario de los mapas. —Se da un golpecito en el cráneo calvo—. Los mapas de Jericó, detective Shemets, de Jericó y de Tiro.
Los golpecitos en el armario de los mapas se descontrolan un poco y hacen que se le caiga el yarmulke de la cabeza. Cuando lo recoge, le cae una cascada de ceniza sobre el jersey.
—A Mendele le calcularon un coeficiente de inteligencia de ciento setenta —continúa—. A los ocho o nueve años ya podía leer hebreo, arameo, judeoespañol, latín y griego. Los textos más difíciles y los enredos más espinosos de la lógica y la argumentación. Para entonces Mendele ya jugaba mucho mejor al ajedrez de lo que yo podía esperar jugar nunca. Tenía una memoria notable para las partidas registradas. Le bastaba con leer una transcripción una vez y ya era capaz de reproducirla sobre un tablero o en su cabeza, movimiento tras movimiento, sin una sola equivocación. Cuando se hizo mayor y ya no le dejaban jugar tanto, se dedicaba a repasar mentalmente partidas famosas. Debía de saberse trescientas o cuatrocientas partidas de memoria.
—Es lo mismo que contaban de Melekh Gaystik —dice Landsman—. Tenía esa misma clase de mente para el juego.
—Melekh Gaystik —dice Zimbalist—. Gaystik era una aberración. La forma en que jugaba no era humana. Tenía una mente que era como un bicho que lo único que sabía hacer era comerte. Era maleducado. Sucio. Mezquino. Mendele no era así en absoluto. Fabricaba juguetes para sus hermanas, muñecas hechas con pinzas para la ropa y felpa, una casa hecha con una caja de copos de avena. Siempre tenía pegamento en los dedos y una pinza para la ropa con una cara pintada en el bolsillo. Yo le daba alambre para hacer el pelo. Las ocho hermanitas iban colgadas de él todo el tiempo. Y tenía un pato de mascota que lo seguía a todas partes como si fuera un perro. —A Zimbalist se le elevan las comisuras de los labios finos y marrones—. Lo crean o no, una vez organicé una partida entre Mendel y Melekh Gaystik. Esas cosas eran factibles: Gaystik siempre estaba arruinado y endeudado, y habría sido capaz de jugar contra un oso medio borracho si hubiera habido el suficiente dinero de por medio. Por entonces el chico tenía doce años y Gaystik, veintiséis. Era el año antes de que ganara el campeonato en San Petersburgo. Jugaron tres partidas en mi trastienda, que por entonces, acuérdese, detective, estaba en la avenida Ringelblum. Le ofrecí a Gaystik cinco mil dólares por jugar contra Mendele. El chaval ganó la primera y la tercera. En la segunda partida tenía las negras y forzó a Gaystik a las tablas. Sí, Gaystik se alegró de mantener aquella partida en secreto.
—¿Por qué? —pregunta Landsman—. ¿Por qué había que mantener en secreto las partidas?
—Por el chico —dice el experto en demarcaciones—. El que ha muerto en una habitación de hotel de la calle Max Nordau. Me imagino que no es un hotel bonito.
—Es un saco de pulgas —dice Landsman.
—¿Se estaba inyectando heroína en el brazo?
Landsman asiente, y al cabo de un par de segundos nada fáciles, Zimbalist asiente también.
—Sí, por supuesto. Nu. La razón por la que me vi obligado a organizar las partidas en secreto es que a aquel chaval se le había prohibido jugar al ajedrez con gente de fuera. Pero de alguna forma, nunca descubrí cómo, el padre de Mendele se enteró de la partida contra Gaystik. A mí me fue por muy poco. Pese al hecho de que mi esposa era pariente del padre, casi perdí su haskama, que por entonces era la base de mi negocio. Con ese aval construí toda esta empresa.
—El padre. No estará diciendo... que era Heskel Shpilman —dice Berko—. Que el hombre que hay en la foto es el hijo del rabino verbover.
Landsman se fija en el silencio que reina en la isla de Verbov, bajo la nieve, dentro de una casa de piedra, mientras se acerca el crepúsculo, mientras la semana profana y el mundo que la ha profanado se preparan para sumergirse en la llama de dos velas idénticas.
—Pues sí —dice Zimbalist por fin—. Mendel Shpilman. Su único hijo. Tenía un hermano gemelo que nació muerto. Más adelante, esto se interpretaría como una señal.
Landsman dice:
—¿Una señal de qué? ¿De que sería un prodigio? ¿De que se convertiría en un yonqui que viviría en un motel barato del Untershtat?
—No —dice Zimbalist—. Eso no se lo imaginaba nadie.
—Decían... solían decir... —empieza a decir Berko. Frunce la cara, como si supiera que lo próximo que va a decir irritará a Landsman o le dará un motivo de burla. Luego desfrunce sus ojos marrones y lo deja estar. No tiene valor para repetirlo—. Mendel Shpilman. Dios bendito. He oído historias de él.
—Muchas historias —dice Zimbalist—. Historias y más historias hasta que cumplió veinte años.
—¿Qué clase de historias? —dice Landsman debidamente irritado—. ¿Historias sobre qué? Decídmelo de una vez, maldita sea.
14
Así que Zimbalist les cuenta una historia de Mendel.
Había una mujer, les dice, que se estaba muriendo de cáncer en el Hospital General de Sitka. Una mujer que él conocía, digamos. Esto pasó en 1973. La mujer había enviudado dos veces: su primer marido había sido un jugador profesional a quien unos shtarkers asesinaron a tiros en Alemania antes de la guerra y el segundo, un tirador de cuerdas a sueldo de Zimbalist que se enredó con un cable eléctrico. Fue debido a que era la viuda de su empleado muerto y él la tenía que mantener con dinero y favores como Zimbalist conoció a aquella mujer. No es imposible que se enamorara de ella. Los dos ya habían dejado atrás la edad de las pasiones bobas, así que se limitaban a ser apasionados sin ser unos bobos. Ella era una mujer morena y esbelta que ya estaba acostumbrada a controlar sus apetitos. Los dos escondieron su aventura de todo el mundo, y en especial de la señora Zimbalist.
Para visitar a aquella amiga suya en el hospital cuando ella enfermó, Zimbalist recurrió al subterfugio, el sigilo y el soborno a los camilleros. Dormía sobre una toalla en el suelo del hospital, encogido entre su cama y la pared. En la penumbra, cuando su amante lo llamaba desde la lejanía de la morfina, él le vertía agua en los labios agrietados y le refrescaba la frente con un paño mojado. El reloj de la pared del hospital zumbaba para sí mismo, se ponía impaciente y no paraba de arrancar trocitos de noche con su minutero. Por la mañana Zimbalist regresaba con sigilo a su tienda de la avenida Ringelblum —a su mujer le decía que se quedaba a dormir allí por lo mucho que roncaba— y esperaba al chico.
Casi todas las mañanas después del oficio y del estudio, Mendel Shpilman iba a jugar al ajedrez. El ajedrez le estaba permitido, aunque el rabinato verbover y la comunidad en general de los piadosos lo consideraban un desperdicio de tiempo para el chico. Cuanto mayor se hacía Mendel —cuanto más deslumbrantes eran sus gestas estudiantiles y más brillaba la reputación de su inteligencia impropia de su edad—, más doloroso parecía aquel desperdicio. No eran solamente la memoria de Mendel, la agilidad de su razonamiento y su comprensión del pasado, la historia y la ley. No, ya de niño, Mendel Shpilman parecía intuir el desordenado flujo humano que alimentaba la Ley y a la vez necesitaba su elaborado sistema de desagües y compuertas. El miedo, la duda, la lujuria, la falta de honradez, los juramentos rotos, el asesinato y el amor, la incertidumbre acerca de las intenciones tanto de Dios como de los hombres, el pequeño Mendel veía todo aquello no solamente en la abstracción del arameo, sino cada vez que aparecía en el estudio de su padre, vestido con la sarga negra y la jugosa lengua materna de la vida cotidiana. Si alguna vez aparecían conflictos en la mente del chico, dudas sobre la relevancia de la Ley que estaba aprendiendo en el tribunal verbover a los pies de un puñado de ganefs y de maleantes como la copa de un pino, nunca se hacían visibles. Ni mientras era un niño que creía ni tampoco cuando llegó el día en que le dio la espalda a todo. Tenía esa clase de mente que podía albergar y tener en cuenta aserciones contradictorias sin perder el equilibrio.
Fue debido a lo orgullosos que estaban los Shpilman de la excelencia de Mendel como hijo y como estudiante judío que toleraban la vertiente de su carácter a la que solamente le encantaba jugar. Mendel siempre estaba urdiendo complejas bromas y engaños burlones, montando obras teatrales donde actuaban sus hermanas, sus tías y hasta el pato. Había quien pensaba que el mayor milagro que alguna vez hizo Mendel fue convencer a su formidable padre, año tras año, para que hiciera el papel de la reina Vashti en el purimshpiel. ¡Qué imagen la de aquel sombrío emperador, la de aquella montaña de dignidad, la de aquella temible mole caminando amaneradamente con zapatos de tacón! ¡Y peluca rubia! ¡Pintalabios y colorete, pulseras y lentejuelas! Debió de ser la más horrible gesta de travestismo que jamás produjo el pueblo judío. A la gente le encantaba. Y amaban a Mendel por conseguir que se produjera todos los años. Pero aquello era una simple prueba más del amor que Heskel Shpilman le profesaba a aquel chico. Y se trataba de la misma indulgencia amorosa que permitía a Mendel desperdiciar una hora todos los días jugando al ajedrez, con la condición de que eligiera a su oponente en el seno de la comunidad de Verbov.
Y Mendel eligió al experto en demarcaciones, aquel único individuo de fuera que vivía entre ellos. Fue un pequeño despliegue de rebelión o de perversidad que algunos, en años posteriores, tendrían ocasión de rememorar. Pero en la órbita de Verbov, únicamente Zimbalist tenía alguna posibilidad de derrotar alguna vez a Mendel.
—¿Cómo está ella? —le dijo Mendel a Zimbalist una mañana, cuando la amiga de este ya llevaba dos meses muriéndose en el Hospital General de Sitka y estaba a punto de pasar a mejor vida.
Zimbalist experimentó un shock al oír la pregunta: nada comparado con el destino del segundo marido de la viuda, claro, pero lo bastante grande como para que se le parara el corazón un instante o dos. Se acuerda de todas y cada una de las partidas que él y Mendel Shpilman jugaron el uno contra el otro, dice, salvo de aquella. De aquella partida solamente consigue recordar un único movimiento. La mujer de Zimbalist era una Shpilman, prima de aquel chico. El sustento de Zimbalist, su honor, tal vez su vida misma, exigían que su adulterio se mantuviera en secreto. Y no le cabía ninguna duda de que así es como se había mantenido hasta entonces. A través de sus cables y cuerdas, el experto en demarcaciones percibía hasta el último susurro y rumor igual que una araña oye en sus patas las sacudidas de una mosca. Era imposible que Mendel Shpilman se pudiera haber enterado sin que Zimbalist lo supiera antes.
Y dijo:
—¿Cómo está quién?
El chico se lo quedó mirando. Mendel no era un chico guapo. Tenía un rubor perpetuo, los ojos muy juntos, una papada y los primeros indicios de otra sin que se le notara mucho la barbilla. Pero los ojos, aunque demasiado pequeños y demasiado cerca del puente de la nariz, eran intensos y estaban llenos de colores intermitentes, como las manchas del ala de una mariposa, azules, verdes y doradas. Lástima, burla y perdón. Ningún enjuiciamiento. Ningún reproche.
—No importa —dijo Mendel con gentileza.
Luego movió su alfil de reina, devolviéndolo a su posición original en el tablero.
Zimbalist no pudo verle ninguna finalidad a aquel movimiento. En un momento dado pareció contener o implicar escuelas fantásticas enteras de ajedrez. Y al momento siguiente pareció ser solo lo que probablemente era: una especie de retractación.
Zimbalist pugnó durante la hora siguiente por entender aquel movimiento, y también por ser lo bastante fuerte como para resistir confiarle a un chico de diez años cuyo universo estaba delimitado por la escuela, el shul y la puerta de la cocina de su madre, la tristeza y el éxtasis oscuro del amor que sentía por aquella viuda agonizante, así como el hecho de que una sed secreta que él mismo sentía quedaba saciada cada vez que vertía agua fría en los labios cuarteados de ella.
Jugaron durante el resto de la hora sin que hubiera más conversación. Pero cuando el chico tuvo que irse, se dio la vuelta en el umbral de la tienda de la avenida Ringelblum y cogió a Zimbalist de la manga. Vaciló, como si lo hiciera a regañadientes o con vergüenza. O tal vez lo que sentía era miedo. Luego su cara adoptó una expresión dura y fruncida que Zimbalist reconoció como la voz interiorizada del rabino recordándole a su hijo el deber de servir a la comunidad.
—Cuando la vea usted esta noche —dijo Mendel—, dígale que le mando mi bendición. Transmítale mi saludo.
—Lo haré —dijo Zimbalist, o por lo menos recuerda haberlo dicho.
—Dígale de mi parte que todo irá bien.
La cara de monito, la boca triste y aquellos ojos que te decían que por mucho que te conociera y te quisiera, aun así era probable que te estuviera tomando el pelo.
—Oh, se lo diré —dijo Zimbalist, y luego rompió en sollozos entrecortados.
El chico se sacó un pañuelo limpio del bolsillo y se lo dio. Con paciencia, le sostuvo la mano al experto en demarcaciones. Tenía los dedos blandos y un poco pegajosos. En la parte interior de su muñeca, su hermana pequeña Reyzl había escrito su nombre con tinta roja. En cuanto Zimbalist recobró la compostura, Mendel le soltó la mano y se metió el pañuelo húmedo en el bolsillo.
—Hasta mañana —dijo.
Aquella noche, cuando Zimbalist entró con sigilo en el hospital, justo antes de extender su toalla en el suelo, depositó delicadamente la bendición del chico en el oído de su amante inconsciente. Lo hizo sin esperanza y con muy poca fe. En la oscuridad de las cinco de la mañana, la amiga de Zimbalist lo despertó y le dijo que se fuera a casa y desayunara con su mujer. Era la primera cosa coherente que decía en semanas.
—¿Le dio usted mi bendición? —le preguntó Mendel cuando se sentaron a jugar aquella misma mañana.
—Sí.
—¿Dónde está?
—En el General de Sitka.
—¿Con otra gente? ¿En un pabellón?
Zimbalist asintió.
—¿Y les dio también mi bendición a los demás?
A Zimbalist no se le había pasado la idea por la cabeza.
—A los demás no les dije nada —dijo—. No los conozco.
—Había bendición de sobras para todos —lo informó Mendel—. Désela. Désela esta noche.
Pero aquella noche, cuando Zimbalist fue a visitar a su amiga, se encontró con que la habían trasladado a otro pabellón, uno donde nadie corría peligro de morir, y por una razón u otra, Zimbalist se olvidó del recordatorio del chico. Dos semanas más tarde, los médicos mandaron a la mujer a casa, negando desconcertados con las cabezas. Y dos semanas más tarde todavía, una radiografía mostraba que en su cuerpo no quedaba ni rastro del cáncer.
Para entonces ella y Zimbalist habían roto su aventura por mutuo acuerdo y él dormía todas las noches en la cama conyugal. Las reuniones diarias con Mendel en la trastienda del local de la avenida Ringelblum continuaron durante una temporada, pero Zimbalist descubrió que ya no se divertía con ellas. El milagro aparente de la cura del cáncer alteró para siempre su relación con Mendel Shpilman. Zimbalist no conseguía quitarse de encima cierta sensación de vértigo que le invadía cada vez que Mendel lo miraba con aquellos ojos juntos, salpicados de lástima y de color dorado. La fe que el experto en demarcaciones tenía puesta en la ausencia de fe había quedado quebrantada por una simple pregunta —«¿Cómo está ella»?—, por una docena de palabras de bendición y por un simple movimiento de un alfil que parecía implicar un ajedrez más allá del ajedrez que conocía Zimbalist.
Fue a modo de recompensa del milagro que Zimbalist organizó la partida secreta entre Mendel y Melekh Gaystik, rey del café Einstein y futuro campeón del mundo. Tres partidas en la trastienda de un local de la avenida Ringelblum, de las que el chico ganó dos. Cuando aquel acto de subterfugio fue descubierto —aunque no el otro; nadie más supo nunca de la aventura—, las visitas de Mendel Shpilman a Zimbalist se interrumpieron. Después de aquello, él y Mendel no volvieron a pasar otra hora juntos frente al tablero.
—Eso es lo que pasa por ir repartiendo bendiciones —dice Zimbalist, el experto en demarcaciones—. Pero Mendel Shpilman tardó mucho tiempo en averiguarlo.
15
—Tú conoces a este ganef —le medio pregunta Landsman a Berko mientras los dos siguen pesadamente al experto en demarcaciones bajo la nevada del sabbath en dirección a la puerta del rabino.
Para emprender el viaje hasta el otro lado de la plaza, Zimbalist se ha lavado la cara y las axilas en una pileta que tiene en la trastienda. Ha mojado un peine y se ha rastrillado los diecisiete pelos que tiene hasta formar un telilla que le cruza la coronilla de un lado al otro. Luego se ha puesto una cazadora de pana marrón, un chaleco de borreguillo naranja, unos chanclos negros y, por encima de todo, un abrigo de piel de oso con cinturón que va dejando detrás un rastro de olor a naftalina que parece una bufanda de seis metros de largo. De un cuerno de alce que hay junto a la puerta, el experto descuelga algo que parece una pelota de fútbol americano o bien una otomana en miniatura hecha de piel de glotón y se la coloca encima de la cabeza. Ahora camina con andares de pato por delante de los detectives, apestando a naftalina, con aspecto de oso pequeño al que unos dueños crueles han forzado a que realice números degradantes. Falta menos de una hora para el crepúsculo, y la nieve que cae se parece a trozos de luz rota del día. El cielo de Sitka es una bandeja de plata deslustrada que se va poniendo negra a toda prisa.
—Sí, lo conozco —dice Berko—. Me trajeron a verlo justo después de que empezara a trabajar en el distrito Quinto. Me hicieron una ceremonia en su oficina, en la escuela de la calle Ansky Sur. Y él me sujetó algo con un alfiler a la corona del latke, una hoja dorada. Después de aquello siempre me mandaba una cesta de fruta por purim. La entregaban en mi casa, aunque nunca le di mi dirección particular. Todos los años recibíamos peras y naranjas hasta que nos mudamos al Shvartsn-Yam.
—He oído que es tirando a grande.
—Es mono. Es más mono que un puto botón.
—Todos eso que el experto nos ha contado de Mendel, lo de los milagros y los prodigios, Berko, ¿tú te crees algo de eso?
—Ya sabes que para mí la fe no tiene nada que ver, Meyer. Nunca lo ha tenido.
—Pero tú, solo por curiosidad, ¿tú realmente crees que estás esperando al Mesías?
Berko se encoge de hombros, indiferente a la pregunta, sin quitar la vista del rastro que van dejando los chanclos negros en la nieve.
—Es el Mesías —dice—. ¿Qué otra cosa vas a hacer más que esperar?
—Y luego, cuando venga, ¿qué? ¿Paz en la Tierra?
—Paz, prosperidad. Mucha comida. Nadie enfermará ni se sentirá solo. Nadie venderá nada. No lo sé.
—¿Y Palestina? Cuando venga el Mesías, ¿todos los judíos se mudarán de vuelta allí? ¿A la tierra prometida? ¿Con los gorros de piel y todo?
—Yo he oído que el Mesías ha hecho un trato con los castores —dice Berko—. Nada de pieles.
Bajo el resplandor de un enorme farol de gas de hierro que hay montado con un soporte de hierro en la fachada de la casa del rabino, un puñado impreciso de hombres se dedica a matar lo que queda de la semana. Parásitos, tipos fascinados por el rabino y un par que son directamente cortos de luces. Y el habitual caos de espontáneos que se las dan de Guardia Suiza y que únicamente entorpecen el trabajo de los biks que guardan ambos lados de la puerta principal. Todo el mundo le está diciendo a todo el mundo que se vaya a casa a bendecir la luz con su familia y que deje al rabino comerse su cena del sabbath con un poco de tranquilidad. Pero nadie acaba de marcharse y nadie acaba de quedarse. Se dedican a intercambiar mentiras verídicas sobre milagros y portentos recientes, nuevas estafas a la inmigración canadiense, así como cuarenta versiones nuevas de la historia del indio del martillo y del hecho de que estaba recitando el alenu mientras ejecutaba un baile de palmadas indio.
Cuando oyen que se les acerca el crujido y el claqueteo de los chanclos de Zimbalist a través de la plaza, se van quedando en silencio, uno por uno, como un calíope que se va quedando sin vapor. Zimbalist lleva cincuenta años viviendo entre ellos y sigue siendo, en virtud de una mezcla de elección y necesidad, alguien de fuera. Es un mago, un brujo salvaje, que con sus dedos acciona las cuerdas que cercan el distrito y todos los sabbath recoge con las palmas ahuecadas el agua salobre de sus almas. Subidos a lo alto de los postes del experto en demarcaciones, sus hombres pueden mirar por todas las ventanas y pueden escuchar todas las llamadas telefónicas. O por lo menos eso es lo que estos hombres han oído decir.
—Dejen paso, por favor —dice el experto, dirigiéndose a la escalera principal con sus bonitas barandillas de hierro forjado en forma de arabescos—. Amigo Belsky, hágase a un lado.
Los hombres lo dejan pasar como si Zimbalist estuviera corriendo hacia un cubo de agua con algo en llamas en las manos. Antes de que les dé tiempo a cerrar el espacio que han abierto, ven que Landsman y Berko se acercan también y dejan caer un silencio tan pesado que Landsman nota que le oprime los costados de la cabeza. Oye el zumbido de la nieve y el chisporroteo que hace cada copo al caer encima del farol de gas. Los hombres llevan a cabo una exhibición de miradas amenazadoras y de miradas de inocencia y de miradas tan vacías que amenazan con extraer todo el aire de los pulmones de Landsman. Alguien dice: «Pues yo no veo ningún martillo».
Los detectives Landsman y Shemets les desean un feliz sabbath. Luego dirigen su atención a los biks de la puerta, un par de muchachos de ojos saltones, fornidos y pelirrojos, con las narices chatas y unas barbas tupidas de lana del mismo color oxidado que la salsa del asado de pecho. Dos Rudashevsky pelirrojos, descendientes de una larga dinastía de biks, criados para obtener simplicidad, densidad, potencia y ligereza de pies.
—Profesor Zimbalist —dice el Rudashevsky que está a la izquierda de la puerta—. Que tenga un buen sabbath.
—Igualmente, amigo Rudashevsky. Lamento perturbar tu vigilancia en esta plácida tarde.
El experto en demarcaciones se recoloca la otomana peluda para acomodársela en la cabeza. Parece un principio maravilloso, pero cuando se dispone a abrir el cajón de su cara, no caen más monedas. Landsman se mete la mano en el bolsillo de la chaqueta. Zimbalist se ha quedado ahí plantado sin hacer nada, con los brazos colgando inertes, pensando tal vez que todo es culpa de él, que fue el ajedrez el que desvió al chico del camino dirigido por Dios que llevaba a su gloria, y que ahora le toca a él ir allí y contarle a su padre el triste final de la historia. Así que Landsman se coloca justo detrás de Zimbalist y rodea con los dedos el cuello frío y suave de la pinta de vodka Canadian que tiene en el bolsillo. Da un par de golpecitos con la botella en la garra huesuda de Zimbalist hasta que el vejestorio lo entiende y la coge.
—Nu, Yossele, soy el detective Shemets —dice Berko asumiendo el liderato de la operación, levantando la vista hacia la luz de gas dispersa con los ojos entornados y una mano a modo de visera. La banda de hombres que tiene detrás empieza a murmurar, sintiendo ya cómo se despliega a toda prisa algo malo y prodigioso. El viento hace oscilar los copos de nieve a un lado y otro, colgados de su centenar de ganchos—. ¿Qué pasa, yid?
—Detective —dice el Rudashevsky de la derecha, tal vez el hermano de Yossele, tal vez su primo. Tal vez las dos cosas al mismo tiempo—, ya hemos oído que estaba usted en el barrio.
—Este es el detective Landsman, mi compañero. ¿Podrías decirle por favor al rabino Shpilman que nos gustaría robarle un momento de su tiempo? Por favor, créeme que no lo molestaríamos a estas horas si no fuera importante.
Los sombreros negros, incluso los verbovers, no suelen desafiar el derecho ni la autoridad de los policías que llevan a cabo asuntos policiales en el Harkavy ni en la isla de Verbov. No cooperan, pero por lo general tampoco interfieren. Por otro lado, para entrar en la casa del rabino más poderoso del exilio, y cuando está a punto de llegar el momento más sagrado de la semana, para eso se necesita una buena razón. Se necesita estar allí para decirle, por ejemplo, que su único hijo ha muerto.
—¿Un momento del tiempo del rabino? —dice uno de los Rudashevsky.
—Si tuviera usted un millón de dólares, y discúlpeme que se lo diga, con todos los respetos, detective Shemets —dice el otro, que tiene las espaldas aún más anchas y los nudillos aún más peludos que Yossele, poniéndole una mano sobre el corazón—, no valdría tanto como lo que pide.
Landsman se vuelve hacia Berko.
—¿Tú llevas tanto dinero encima?
Berko le da un codazo a Landsman en el costado. Landsman nunca ha patrullado una zona de sombreros negros en sus días de latke, avanzando a tientas por un turbio fondo marino de miradas inexpresivas y de silencios capaces de aplastar a un submarino. Es por eso que no sabe mostrar el debido respeto.
—Vamos, Yossele. Shmerl, encanto —dice Berko en tono suplicante—. Necesito volver a mi casa y sentarme a mi mesa. Dejadnos entrar.
Yossele se da un tirón de su barba del mismo color que la salsa del pecho. Luego el otro se pone a hablar en voz baja y firme. El bik lleva puestos, y escondidos bajo uno de sus tirabuzones rizados de color castaño rojizo, un auricular y un micrófono de diadema.
—Debo preguntarles, con todos los respetos —dice el bik al cabo de un momento, con la fuerza de la orden fluyendo por sus rasgos, suavizándolos al tiempo que endurece su dicción—, qué asunto trae a los distinguidos agentes de la ley a la casa del rabino a estas horas de la tarde de un viernes.
—¡Idiotas! —dice Zimbalist, con un trago de vodka dentro, y se pone a subir la escalera dando tumbos, como un oso bufón montado en monociclo. Agarra a Yossele Rudashevsky por las solapas del abrigo y baila con él, a izquierda y derecha, con furia y dolor—. ¡Están aquí por Mendele!
Los hombres que permanecen de pie delante de la casa de Shpilman han estado todo ese tiempo murmurando y haciendo comentarios y críticas del espectáculo, pero ahora se callan de golpe. La vida entra y sale de sus pulmones con un resuello y traquetea en los mocos de sus narices. El calor del fanal vaporiza la nieve. El aire parece quebrarse con un tintineo como un mundo de ventanas diminutas. Y Landsman nota algo que le da ganas de llevarse una mano al pescuezo. Es un tratante en entropía y un descreído por profesión y por inclinación personal. Para Landsman, el paraíso es kitsch, Dios es una palabra y el alma, en el mejor de los casos, es la carga de tu batería. Pero en el remanso de tres segundos que sigue al momento en que Zimbalist grita el nombre del hijo del rabino, a Landsman le da la sensación de que algo aparece revoloteando entre ellos. De que algo se cierne sobre la multitud y la roza con sus alas. Tal vez sea únicamente el conocimiento, que ahora salta de un hombre a otro, de por qué esos dos detectives de homicidios deben de haber venido a esta hora. O tal vez sea el antiguo poder de conjura de un nombre en el cual residieron un día las más gratas esperanzas de esos hombres. O tal vez Landsman únicamente necesite una buena noche de sueño en un hotel donde no haya judíos muertos.
Yossele se gira hacia Shmerl, con la masa de cocinar de su frente toda fruncida y agarrando a Zimbalist con esa ternura inconsciente de los hombres brutales. Shmerl dirige otro puñado de sílabas al corazón de la casa del rabino verbover. Mira al este y al oeste. Le hace una señal al hombre de la mandolina que está en el tejado. Siempre hay un hombre en el tejado con una mandolina semiautomática. Luego abre la puerta de paneles de madera. Yossele deja ir al viejo Zimbalist con un tintineo de las hebillas de sus chanclos y le da una palmadita en la mejilla.
—Adelante, por favor, detectives —dice.
Dentro hay un vestíbulo revestido de paneles de madera, con una puerta en el extremo más alejado y a la izquierda una escalera de madera que lleva al segundo piso. La escalera y las contrahuellas, el revestimiento de las paredes y hasta los tablones del suelo, todo está construido a base de plafones enormes de alguna clase de madera de pino, nudosa y del color de la mantequilla. A lo largo de la pared opuesta a la escalera hay un banco bajo, también de pino nudoso, cubierto con un cojín de terciopelo púrpura, reluciente en algunas partes de tan gastado que está y provisto de seis huecos redondos dejados allí por los muchos años de nalgas verbovers.
—Los apreciados detectives tienen que esperar aquí, por favor —dice Shmerl.
Él y Yossele regresan a sus puestos, dejando a Landsman y a Berko bajo el escrutinio firme pero indiferente de un tercer Rudashevksy fornido que permanece ocioso y apoyado en el balaustre del pie de las escaleras.
—Siéntese, profesor —dice el Rudashevksy del interior.
—Gracias —dice el profesor—, pero no me apetece sentarme.
—¿Se encuentra bien, profesor? —dice Berko, poniéndole una mano sobre el brazo al experto.
—Una pista de frontón —dice Zimbalist, como si con eso respondiera a la pregunta—. Pero ¿quién juega hoy día al frontón?
Algo que Zimbalist tiene en el bolsillo del abrigo llama la atención de Berko. Landsman se toma un interés repentino en un pequeño estante de madera que hay en la pared de al lado de la puerta, bien provisto de dos folletos vistosos y coloridos. Uno se titula «¿Quién es el rabino verbover?», y le informa de que se encuentran ahora en la entrada formal o ceremonial de la casa, y que la familia entra y sale y hace su vida en la otra punta, igual que en la casa del presidente de América. El otro folleto que hay a disposición del público se titula: «Cinco grandes verdades y cinco grandes mentiras sobre el hasidismo verbover».
—He visto la película —dice Berko, leyendo por encima del hombro de Landsman.
La escalera cruje. El Rudashevsky balbucea, como si estuviera anunciando un cambio en el menú de la cena:
—El rabino Baronshteyn.
Landsman solamente conoce a Baronshteyn por su reputación. Otro niño prodigio, con un título en derecho además de su smikha de rabino, casado con una de las ocho hijas del rabino. Nunca ha sido fotografiado y nunca sale de la isla de Verbov, a menos que uno dé crédito a las historias que cuentan que se escabulle a un motel cochambroso de South Sitka para aplicar castigos personales a algún empleado corrupto de la lotería de números, o a algún shlosser que ha errado el tiro.
—Detective Shemets, detective Landsman, soy Aryeh Baronshteyn, el gabay del rabino.
A Landsman le sorprende lo joven que es, treinta años como mucho. La frente alta y estrecha, los ojos negros y duros como un par de piedras dejadas sobre el indicador de una tumba. Lleva su boca de chica escondida en la espesura viril de una barba estilo rey Salomón, provista de pulcras vetas de color gris para sugerir madurez. Los tirabuzones cuelgan inertes y ordenados. Tiene el aire de alguien que se niega a sí mismo, pero su ropa deja ver el viejo amor de los verbovers por la ostentación. Sus tobillos son gordezuelos y musculosos dentro de sus ligas de seda y sus medias blancas. Lleva los largos pies enfundados en zapatillas de terciopelo negro bien cepilladas. La levita parece recién salida de la confección a medida de Moses and Sons, en la calle Asch. Únicamente el solideo de punto sin adornos tiene un aire modesto. Debajo del mismo, su pelo cortado a cepillo suelta destellos como el extremo operativo de un rotor para quitar pintura. Su cara no muestra ningún signo de recelo, pero Landsman puede ver las zonas de las que el recelo ha sido cuidadosamente borrado.
—Rabino Baronshteyn —murmura Berko, quitándose el sombrero.
Landsman hace lo mismo.
Baronshteyn mantiene las manos en los bolsillos de la levita, que es de satén con solapas de terciopelo y faldones en los bolsillos. Está haciendo lo posible para parecer cómodo, pero hay hombres que simplemente no saben estar sin más con las manos en los bolsillos y aparentar naturalidad.
—¿Qué buscan aquí? —dice. Finge que mira el reloj, sacándolo de debajo del puño de su camisa de algodón acordonado durante el tiempo suficiente para que ellos puedan leer el nombre de Patek Philippe en su esfera—. Es muy tarde.
—Hemos venido para hablar con el rabino Shpilman, rabino —dice Landsman—. Si su tiempo es tan precioso, está claro que no queremos desperdiciarlo hablando con usted.
—No es mi tiempo el que me temo que van a desperdiciar, detective Landsman. Y ya le puedo decir ahora que si trata de desplegar en esta casa la actitud poco respetuosa y la conducta deshonrosa por la cual es usted tristemente famoso, entonces tendrá usted que marcharse. ¿He sido claro?
—Creo que me confunde usted con el otro detective Meyer Landsman —dice Landsman—. Yo soy el que se está limitando a hacer su trabajo.
—¿Eso quiere decir que se encuentra usted aquí como parte de la investigación de un asesinato? ¿Y puedo preguntarles de qué manera concierne al rabino?
—De verdad que necesitamos hablar con el rabino —dice Berko—. Si él nos dice que quiere que usted se encuentre presente, será bienvenido. Pero con todos los respetos, rabino, no hemos venido a responder a sus preguntas. Y tampoco hemos venido a hacer perder el tiempo a nadie.
—Además de ser su consejero, detective, también soy el abogado del rabino. Ya lo saben.
—Nos damos cuenta de eso, señor.
—Mi oficina está al otro lado de la plaza —dice Baronshteyn, dirigiéndose a la puerta principal y sosteniéndola abierta como un amable portero. La nieve entra por la puerta abierta, reluciendo bajo la luz de gas como una lluvia interminable de monedas de una máquina tragaperras—. Estoy seguro de que podré contestar a todas las preguntas que tengan.
—Baronshteyn, chaval. Apártate del medio.
Zimbalist se acaba de poner de pie, con el sombrero caído sobre una oreja, enfundado en su abrigo enorme y raído y en su miasma de naftalina y tristeza.
—Profesor Zimbalist. —El tono de Baronshteyn transmite advertencia, pero su mirada se afina mientras contempla la ruina que es el experto en demarcaciones. Puede que nunca haya visto a Zimbalist próximo a una emoción. Está claro que el espectáculo le interesa—. Tenga cuidado.
—Intentaste ocupar su lugar. Bueno, pues ya lo tienes. ¿Cómo te sientes? —Zimbalist da un paso tambaleante en dirección al gabay. Debe de haber toda clase de cordeles y cables-trampa cruzando el espacio que los separa. Pero por una vez el experto en demarcaciones parece haber perdido su mapa de cuerdas—. Está más vivo ahora de lo que nunca estarás tú, pedazo de eperlano, pedazo de museo de cera.
Pasa a trompicones junto a Berko y Landsman, con la mano extendida hacia la barandilla o bien hacia la garganta del gabay. Baronshteyn ni se inmuta. Berko agarra el cinturón del abrigo de piel de oso y tira de Zimbalist hacia atrás.
—¿Quién lo está? —dice Baronshteyn—. ¿De quién está hablando? —Mira a Landsman—. Detective, ¿acaso le ha pasado algo a Mendel Shpilman?
Landsman revisará lo sucedido más adelante con Berko, pero su primera impresión es que Baronshteyn parece sorprendido por esa posibilidad.
—Profesor —dice Berko—, apreciamos su ayuda. Gracias. —Le sube la cremallera del jersey a Zimbalist y le abotona la chaqueta. Pasa una solapa del abrigo de piel de oso por encima de la otra y ata el cinturón con fuerza—. Ahora, por favor, váyase a casa. Yossele, Shmerl, que alguien acompañe al profesor a casa antes de que su mujer se preocupe y llame a la policía.
Yossele coge a Zimbalist del brazo y los dos empiezan a bajar las escaleras.
Berko cierra la puerta para que no entre frío.
—Llévenos con el rabino, abogado —dice—. Ahora.
16
El rabino Heskel Shpilman es una montaña deforme, un postre gigante en ruinas, una casa de dibujos animados con las ventanas cerradas a cal y canto y el grifo del fregadero abierto. Lo armó torpemente un niño, una banda de niños, huérfanos ciegos que nunca habían visto un hombre en su vida. Pegaron la masa de cocinar de sus brazos y piernas a la masa de cocinar de su cuerpo y luego le encajaron la cabeza encima de todo. Con la cantidad de seda y terciopelo negros y finos que se ha empleado para hacer la levita y pantalones del rabino, le bastaría a un millonario para cubrir todo su Rolls-Royce. Haría falta la fuerza cerebral de los dieciocho sabios más grandes de la historia para elucubrar los argumentos a favor y en contra de clasificar el gigantesco trasero del rabino bien como una criatura del abismo, como una estructura construida por el hombre o como un acto inevitable de Dios. Da igual que se ponga de pie o que se siente, no hay ninguna diferencia en lo que uno ve.
—Sugiero que prescindamos de formalidades —dice el rabino.
Su voz suena aguda, chistosa, la voz del académico bien proporcionado que debió de ser algún día. Landsman ha oído decir que sufre un desorden glandular. Ha oído decir que el rabino verbover, pese a su mole, mantiene la dieta de un mártir, a base de caldo, raíces y un mendrugo de pan diario. Pero Landsman prefiere pensar que lo que le ha pasado al hombre es que lo ha distendido el gas de la violencia y la corrupción. Que tiene la barriga llena de huesos y zapatos y de corazones de hombres, a medio digerir por el ácido de su Ley.
—Siéntense y díganme lo que han venido a decirme.
—No hay problema, rabino.
Cada uno de ellos ocupa una silla delante del escritorio del rabino. La oficina es puro imperio austrohúngaro. Las paredes están abarrotadas de monstruosidades de caoba, ébano y arce ojo de pájaro, tan llenas de adornos como catedrales. En la esquina de al lado de la puerta está el famoso Reloj Verbover, sobreviviente de la antigua casa en Ucrania. Saqueado cuando cayó Rusia, y enviado de vuelta a Alemania, sobrevivió a la bomba atómica que tiraron sobre Berlín en 1946 y a todas las confusiones de la época que vino después. Avanza en la dirección contraria a las agujas del reloj, y en vez de números tiene las doce primeras letras del alfabeto hebreo en orden inverso. Su recuperación fue un momento decisivo en la fortuna de la corte de los verbover y marcó el principio del ascenso de Heskel Shpilman. Baronshteyn ocupa su puesto detrás y a la derecha del rabino, en un atril donde puede mantener un ojo en la calle, un ojo sobre cualquier volumen que esté siendo peinado en busca de precedentes y justificaciones y otro ojo, un ojo interior y sin párpado, sobre el hombre que constituye el centro de su existencia.
Landsman carraspea. Él es el detective principal y este trabajo le corresponde a él. Echa otro vistazo al Reloj Verbover. Faltan siete minutos para que acabe este desastre de semana.
—Antes de que empiecen ustedes, detectives —dice Aryeh Baronshteyn—, permítanme que diga, para que conste, que estoy aquí en calidad de abogado del rabino Shpilman. Rabino, si tiene usted alguna duda acerca de si tiene que contestar o no una pregunta que le planteen los detectives, por favor no la conteste y permítame que sea yo quien la aclare o la replantee.
—Esto no es un interrogatorio, rabino Baronshteyn —dice Berko.
—Eres bienvenido aquí, más que bienvenido, Aryeh —dice el rabino—. Es más, insisto en que estés presente. Pero en calidad de mi gabay y mi yerno. No como abogado. Para esto no necesito abogado.
—Si me permite, rabino. Estos hombres son detectives de homicidios. Usted es el rabino verbover. Si usted no necesita un abogado, entonces no lo necesita nadie. Y créame, todo el mundo necesita un abogado. —Baronshteyn saca un cuaderno de hojas amarillas del interior del atril, donde no hay duda que guarda sus ampollas de curare y sus collares de orejas humanas cortadas. Desenrosca el tapón de una estilográfica—. Por lo menos voy a tomar notas. En un cuaderno de abogado —bromea con cara inexpresiva.
El rabino verbover contempla a Landsman desde las profundidades del fortín de su carne. Tiene los ojos claros, de un color a medio camino entre el verde y el dorado. No se parecen en nada a los guijarros abandonados por los familiares del difunto sobre la tumba de la jeta de Baronshteyn. Unos ojos paternales que sufren y perdonan y saben divertirse. Que saben lo que Landsman ha perdido, saben lo que ha despilfarrado y lo que ha dejado escapar por culpa de la duda, la falta de fe y los intentos de ser un tipo duro. Que entienden el bamboleo furioso que tuerce la trayectoria de las buenas intenciones de Landsman. Que comprenden la relación de amor que tiene Landsman con la violencia, su voluntad salvaje de sacar su cuerpo a la calle para romper y que se lo rompan. Hasta este momento Landsman no entendía a qué se estaban enfrentando él y todos los noz del distrito, y los shtarkers rusos y los mafiosos de poca monta, y el FBI, y Hacienda, y la Oficina de Control del Alcohol, el Tabaco y las Armas de Fuego. Nunca había entendido cómo era posible que las otras sectas toleraran e incluso respetaran la presencia de aquellos gángsters piadosos en medio de su ciudad de sombreros negros. Con unos ojos como aquellos se podía ser líder. Se podía mandar a los hombres a la misma boca del abismo que uno eligiera.
—Dígame por qué está aquí, detective Landsman —dice el rabino.
A través de la puerta de la oficina exterior se oye el timbre amortiguado de un teléfono. No hay ningún teléfono sobre el escritorio ni en ningún sitio a la vista. El rabino lleva a cabo un prodigio de la señalización con media ceja y un músculo menor del ojo. Baronshteyn deja su pluma. Los timbrazos se dilatan y luego se reducen mientras Baronshteyn hace pasar la misiva negra de su cuerpo por la ranura de la puerta del despacho. Un momento más tarde, Landsman le oye contestar. Las palabras son poco claras, el tono seco, tal vez incluso cortante.
El rabino sorprende a Landsman intentando escuchar a hurtadillas y acciona los músculos de sus cejas de forma más enérgica.
—Bueno —dice Landsman—. Pasa lo siguiente. Resulta, rabino Shpilman, que vivo en el Zamenhof. Es un hotel, bastante malo, que hay en la calle Max Nordau. Anoche el encargado llamó a mi puerta y me pidió si me importaría bajar a echar un vistazo a otro cliente del hotel. El encargado estaba preocupado por aquel cliente. Tenía miedo de que el judío pudiera haber sufrido una sobredosis. Así que entró con su llave en la habitación. Resultó que el hombre estaba muerto. Se había registrado con un nombre falso. No tenía identificación. Pero en su habitación había algún que otro indicio. Y hoy mi socio y yo hemos seguido uno de esos indicios y nos ha traído hasta aquí. Hasta usted. Creemos... estamos casi seguros... de que el muerto es su hijo.
Baronshteyn vuelve a entrar furtivamente en la sala mientras Landsman está dando la noticia. Toda huella o mancha de emoción ha sido limpiada de su cara, como si se hubiera pasado un paño.
—Casi seguros —dice el rabino en tono inexpresivo, sin que en su cara se mueva nada más que las luces de sus ojos—. Ya veo. Casi seguros. Algún que otro indicio.
—Tenemos una foto —dice Landsman.
Nuevamente saca como si fuera un prestidigitador lúgubre la fotografía que le hizo Shpringer al judío muerto de la 208. Hace el gesto de pasársela al rabino, pero la consideración, una repentina ráfaga de compasión, detiene su mano.
—Tal vez sería mejor —dice Baronshteyn— que yo...
—No —dice el rabino.
Shpilman coge la fotografía que le ofrece Landsman y, con ambas manos, se la acerca mucho a la cara, hasta la cuenca misma de su ojo derecho. Simplemente es miope, y sin embargo hay algo vampírico en su gesto, como si estuviera intentando drenar un licor vital de la fotografía con la boca de lamprea de su ojo. La mide de arriba abajo y de un lado a otro. Su expresión no se altera para nada. Luego baja la fotografía hasta el desorden de cosas de su escritorio y chasquea la lengua una vez. Baronshteyn da un paso adelante para echar un vistazo a la foto, pero el rabino lo disuade con un gesto de la mano y dice:
—Es él.
Landsman, con los instrumentos subidos a la máxima ganancia, y a la apertura más amplia, está sintonizado para percibir cualquier ligera radiación de tristeza o de satisfacción que pudiera escapar a las singularidades del corazón de los ojos de Baronshteyn. Y allí está: una mirilla láser de partículas los ilumina brevemente. Pero lo que Landsman detecta en ese instante, para su sorpresa, es decepción. Por un momento Aryeh Baronshteyn parece un hombre que acaba de sacar un as de picas y ahora contempla el abanico de diamantes inútiles que tiene en la mano. Deja escapar una breve exhalación, medio suspiro, y regresa caminando de vuelta a su atril.
—A tiros —dice el rabino.
—Un solo tiro —dice Landsman.
—¿Y quién lo disparó, por favor?
—Bueno, eso no lo sabemos.
—¿Algún testigo?
—Por ahora no.
—¿Móvil?
Landsman dice que no, después se vuelve hacia Berko en busca de confirmación, y Berko niega sombríamente con la cabeza.
—De un tiro. —El rabino niega con la cabeza como si se estuviera maravillando: «¿Qué te parece?». Y sin ningún cambio perceptible en la voz o en los modales, añade—: ¿Se encuentra usted bien, detective Shemets?
—No me puedo quejar, rabino Shpilman.
—¿Su mujer y sus hijos? ¿Sanos y fuertes?
—Podrían estar peor.
—Dos hijos, tengo entendido, uno de ellos pequeño.
—Correcto, como de costumbre.
Las mejillas enormes experimentan un temblor de asentimiento, o tal vez de satisfacción. El rabino murmura una bendición convencional sobre las cabezas de los niños de Berko. Luego su mirada se desplaza hacia Landsman, y cuando lo tiene enfocado, este siente una punzada de pánico. El rabino lo sabe todo. Sabe lo del cromosoma mosaico y lo del niño que Landsman sacrificó para preservar sus ilusiones duramente ganadas sobre la tendencia de la vida a hacer que las cosas salgan mal. Y ahora le va a ofrecer una bendición también para Django. Pero el rabino no dice nada, y los engranajes del Reloj Verbover continúan con su avance. Berko se mira el reloj de pulsera. Es hora de irse a casa con las velas y el vino. Con sus niños bendecidos, que podrían estar peor. Con Ester-Malke, que lleva la hogaza trenzada de otra criatura metida en alguna parte de su vientre. Él y Landsman no tienen ninguna justificación para estar aquí después de la puesta de sol, investigando un caso que oficialmente ya no existe. No hay ninguna vida en peligro. No se puede hacer nada para salvarlos a ninguno de ellos dos, ni a los yids que hay en esta sala, ni tampoco al yid, pobre desgraciado, que los ha traído aquí.
—¿Rabino Shpilman?
—¿Sí, detective Landsman?
—¿Está usted bien?
—¿Le parece a usted que estoy «bien», detective Landsman?
—Acabo de tener el honor de conocerlo ahora mismo —dice Landsman con cautela, más en deferencia a las sensibilidades de Berko que al rabino o a su oficina—. Pero para serle sincero, parece que está bien.
—¿De una forma que resulta sospechosa? ¿O tal vez que parece inculparme?
—Rabino, por favor, nada de bromas —dice Baronshteyn.
—En cuanto a eso —dice Landsman, sin hacer caso del picapleitos—, prefiero no aventurar ninguna opinión.
—Mi hijo lleva muchos años muerto para mí, detective. Muchos años. Hace mucho que rasgué mi ropa y recité el kaddish y encendí una vela por su pérdida. —Las palabras en sí transmiten rabia y amargura, pero su tono está sobrecogedoramente vacío de emociones—. Lo que usted ha encontrado en el hotel Zamenhof... ¿era el Zamenhof...? Lo que usted ha encontrado allí, si es que es él, no es más que una cáscara. El grano ya se separó hace mucho tiempo y se echó a perder.
—Una cáscara —dice Landsman—. Ya veo.
Sabe lo duro que puede resultar ser padre de un adicto a la heroína. Ha visto antes esa misma frialdad. Pero algo le duele cuando se encuentra a esos yids que se arrancan las solapas y hacen el shiva por unos hijos que aún siguen con vida. A Landsman le parece que es burlarse tanto de los vivos como de los muertos.
—Pero vamos a ver. Por lo que yo he oído —continúa Landsman—, y ciertamente no pretendo entenderlo, el hijo de usted, de niño, mostró ciertos, bueno, indicios, o... de que podía ser... no estoy seguro de haberlo entendido del todo... el Tzaddik Ha-Dor, ¿no es verdad? Si las condiciones eran correctas, y si los judíos de su generación eran merecedores de ello, entonces podría revelarse como el, esto, el Mesías.
—Es ridículo, nu, detective Landsman —dice el rabino—. La idea misma le arranca a usted una sonrisa.
—En absoluto —dice Landsman—. Pero si el hijo de usted era el Mesías, entonces me temo que tenemos un problema. Porque ahora mismo está tumbado dentro de un cajón en el sótano del Hospital General de Sitka.
—Meyer —dice Berko.
—Con todos los respetos —añade Landsman.
El rabino no contesta de inmediato, y cuando habla por fin, lo hace con cautela evidente.
—Nos enseña el Baal Shem Tov, bendito sea su recuerdo, que en cada generación nace un hombre con potencial para ser Mesías. Ese es el Tzaddik Ha-Dor. En cuanto a Mendel... Mendele, Mendele.
Cierra los ojos. Es posible que esté recordando algo. Es posible que esté conteniendo el llanto. Luego los abre. Están secos, y se pone a recordar.
—Mendel tenía una naturaleza notable cuando era niño. No hablo de milagros. Los milagros son una carga para un tzaddik, y no son prueba de que lo sea. Los milagros no demuestran nada salvo a aquellos que venden su fe muy barata, señor. Mendele tenía algo. Tenía un fuego. Este es un lugar frío y oscuro, detectives. Un lugar gris y húmedo. Mendele emitía luz y calor. Daban ganas de ponerte cerca de él. Para calentarte las manos y derretirte el hielo de la barba. Para alejar la oscuridad durante un par de minutos. Pero cuando después te alejabas de Mendele, seguías notando calor, y parecía que en el mundo había un poco más de luz, aunque solamente fuera la luz de una vela. Y era entonces cuando te dabas cuenta de que el fuego llevaba todo el tiempo dentro de ti. Y ese era el milagro. Nada más que eso. —Se acaricia la barba, dándose tirones a la misma, como si intentara pensar en algo que se le había pasado por alto—. Nada más.
—¿Cuándo lo vio usted por última vez? —dice Berko.
—Hace veintitrés años —dice el rabino sin dudarlo un momento—. El veinte de Elul. Desde entonces nadie en esta casa lo ha visto ni ha hablado con él.
—¿Ni siquiera su madre?
La pregunta les horroriza a todos, incluso a Landsman, el yid que la ha formulado.
—¿Acaso supone usted, detective Landsman, que mi mujer intentaría subvertir mi autoridad en relación con este asunto o con cualquier otro?
—Yo lo supongo todo, rabino Shpilman —dice Landsman—. Y no lo decía con segundas.
—¿Han venido ustedes aquí con alguna idea —dice Baronshteyn— de quién puede haber matado a Mendel?
—La verdad... —empieza a decir Landsman.
—La verdad —dice el rabino verbover, interrumpiendo a Landsman. Saca una hoja de papel del caos de su escritorio, de entre los tratados, promulgaciones, prohibiciones, documentos clasificados, cintas de máquina de sumar e informes de vigilancia a ciertos hombres señalados. Hay un par de segundos de tocar el trombón mientras mueve el papel hacia delante y hacia atrás hasta enfocarlo bien con los ojos. La carne de su brazo derecho chapotea dentro del odre de su manga—. Se supone que estos detectives de homicidios no deberían estar investigando este asunto. ¿Me equivoco?
Deja el papel en la mesa, y Landsman no puede evitar preguntarse cómo puede haber visto en los ojos del rabino nada más que diez mil millas de mar congelado. Landsman está horrorizado, tirado por la borda a esas aguas frías. Para mantenerse a flote, se agarra al lastre de su cinismo. ¿Acaso la orden de ponerle la bandera negra al caso Lasker ha venido directamente de la isla de Verbov? ¿Acaso Shpilman ha sabido todo el tiempo que su hijo está muerto, que ha sido asesinado en la habitación 208 del hotel Zamenhof? ¿Acaso ha sido él quien ha ordenado el asesinato? ¿Acaso le envían de forma rutinaria los asuntos y directivas de la sección de Homicidios de la División Central de Sitka para que los inspeccione? Son preguntas que podrían ser interesantes si Landsman fuera capaz de sacarse el corazón de la boca para formularlas.
—¿Qué es lo que hizo? —dice por fin Landsman—. ¿Exactamente por qué ya había muerto para usted? ¿Qué es lo que sabía? Y ya que sale el tema, ¿qué es lo que sabe usted, rabino? ¿Y el rabino Baronshteyn? Sé que ustedes tienen la cosa amañada. No sé qué clase de jaleo tienen montado. Pero cuando miro esta bonita isla que tienen, puedo ver, y perdónenme la expresión, que tiene usted la sartén bien agarrada por el mango.
—Meyer —dice Berko en tono de advertencia.
—No vuelva por aquí, Landsman —dice el rabino—. No moleste para nada a nadie de esta casa ni a nadie de esta isla. No se acerque a Zimbalist. Y no se acerque a mí. Si me entero de que le ha pedido usted a alguien de los míos aunque sea que le enciendan un cigarrillo, me lo cargaré a usted y a su insignia. ¿Hablo claro?
—Con todos los respetos... —empieza a decir Landsman.
—Está claro que en su caso se trata de un mero formulismo.
—Pese a todo —dice Landsman recobrándose—, si me dieran un dólar por cada vez que un shtarker con un problema glandular ha intentado asustarme para que dejara un caso, con todos los respetos, no tendría que estar aquí sentado oyendo las amenazas de un hombre que ni siquiera consigue derramar una lágrima por el hijo al que estoy seguro empujó a la tumba antes de tiempo. Da igual que muriera hace veintitrés años o anoche.
—Por favor, no me confunda con un mafioso de medio pelo de la avenida Hirshbeyn —dice el rabino—. No le estoy amenazando.
—¿No? ¿Qué está haciendo, bendecirme?
—Lo estoy mirando, detective Landsman. Entiendo que, igual que le pasó a mi pobre hijo, puede que a usted el Nombre Sagrado no le proporcionara precisamente el más admirable de los padres.
—¡Rabino Heskel! —exclama Baronshteyn.
Pero el rabino no hace caso a su gabay y continúa antes de que Landsman pueda preguntarle qué demonios cree saber él sobre el pobre Isidor.
—Veo que hubo un tiempo, y nuevamente le pasó lo mismo a Mendel, en que usted fue mucho más de lo que es hoy. Puede que incluso fuera un buen shammes. Pero dudo que alguna vez haya sido un gran sabio.
—Al contrario —dice Landsman.
—Así pues, créame por favor cuando le digo que necesita usted encontrar otro uso para el tiempo que le queda.
Dentro del Reloj Verbover, un viejo sistema de martillos y carillones emprende una melodía, todavía más antigua, que da la bienvenida a todo hogar y casa de rezos judíos a esa novia que es el fin de semana.
—Se acabó el tiempo —dice Baronshteyn—. Caballeros.
Los detectives se ponen de pie y los hombres se desean los unos a los otros un feliz sabbath. Luego los detectives se ponen los sombreros y se vuelven hacia la puerta.
—Necesitaremos que alguien identifique el cadáver —dice Berko.
—A menos que quieran que se lo dejemos en la acera —dice Landsman.
—Mandaremos a alguien mañana —dice el rabino. Se gira en su silla, mostrándoles la espalda. Inclina la cabeza y coge un par de bastones que cuelgan de un gancho en la pared que tiene detrás. Los bastones tienen empuñaduras de plata con cincelados de oro. Ensarta la moqueta con ellos y luego, con un resuello de maquinaria antigua, se iza a sí mismo hasta ponerse de pie—. Después del sabbath.
Baronshteyn los sigue escaleras abajo hasta el Rudashevsky que hay junto a la puerta. Por encima de sus cabezas, los tablones del suelo del estudio emiten un crujido doloroso. Oyen los golpes secos y el chapoteo de barril de lluvia de los pasos del rabino. La familia se habrá reunido en la parte de atrás de la casa, esperando a que él vaya a bendecirlos a todos.
Baronshteyn abre la puerta principal de la casa-réplica. Shmerl y Yossele entran en el vestíbulo, con nieve en los sombreros y en los hombros y nieve en los ojos de color gris invernal. Los dos hermanos, o primos, o primos-hermanos, forman los vértices de un triángulo junto con su versión de interior, un puño de tres dedos de solidez Rudashevsky que se cierra en torno a Landsman y a Berko.
Baronshteyn le pone su cara estrecha frente a las narices a Landsman. Landsman cierra los orificios nasales para protegerlos de un olor a semillas de tomate, tabaco y crema agria.
—Esta es una isla pequeña —dice Baronshteyn—. Pero en ella hay un millar de lugares donde un noz, o incluso un shammes condecorado, podría perderse y no salir nunca. Así que tengan cuidado, detectives, ¿de acuerdo? Y que tengan los dos un buen sabbath.
17
Miren a Landsman, con un faldón de la camisa colgando, el sombrero porkpie cubierto de nieve y caído a un lado, el abrigo enganchado de un pulgar y echado al hombro. Aferrándose a un ticket de cafetería de color celeste como si fuera la correa que lo mantiene de pie. Su cara necesita un afeitado. La espalda lo está matando. Por razones que no entiende —o tal vez sin razón alguna—, no ha bebido una sola copa de alcohol desde las nueve y media de la mañana. De pie en medio de la desolación de cromados y baldosas de la Polar-Shtern Kafeteria, a las nueve de la noche de un viernes, en medio de una tormenta de nieve, es el judío más solitario del distrito de Sitka. Puede notar en su interior el movimiento de algo oscuro e irresistible: un centenar de toneladas de barro negro sobre la ladera de una colina, recogiéndose las faldas antes de iniciar su descenso. La idea de comida, o hasta de un lingote dorado del pudin de fideos que constituye la joya de la corona de la Polar-Shtern Kafeteria, lo marea. Pero no ha comido en todo el día.
De hecho, Landsman sabe que él no es, ni de lejos, el judío más solitario del distrito de Sitka. Se burla de sí mismo por tener una idea semejante. La presencia de la autocompasión en sus pensamientos es la prueba de que está dando vueltas en torno al sumidero, trazando espirales que lo llevan más adentro y más abajo, abajo y abajo. Para resistir este movimiento de Coriolis, Landsman usa tres técnicas. Una es el trabajo, pero ahora el trabajo es oficialmente una broma. Otra es el alcohol, que le hace caer más deprisa y más profundamente y tardar más en hacerlo, pero le ayuda a que no le importe. El tercero es comer algo. Así que ahora lleva su ticket azul y su bandeja a la enorme mujer litvak que está detrás del mostrador de cristal, con su redecilla para el pelo y sus guantes de polietileno y su cuchara metálica, y se lo entrega.
—Los blintzes de queso, por favor —dice, aunque no quiere blintzes de queso y ni siquiera se ha molestado en ver si están en el menú esta noche—. ¿Cómo está usted, señora Nemintziner?
La señora Nemintziner coloca suavemente tres blintzes bien finos sobre un plato blanco que tiene una banda azul en torno al borde. Para adornar las comidas vespertinas de las almas solitarias de Sitka, ha preparado varias docenas de manzanas silvestres encurtidas sobre hojas de lechuga. Ahora engalana la cena de Landsman con uno de esos ramilletes. Luego le perfora el ticket y le hace entrega del plato.
—¿Cómo voy a estar? —dice.
Landsman reconoce que la respuesta a esa pregunta se le escapa. Carga con la bandeja de blintzes rellenos de requesón hasta los termos del café y extrae lo bastante para un tazón. Entrega su ticket perforado y su dinero a la cajera y se pone a deambular por el yermo de la zona del comedor, pasando junto a dos de sus competidores por el título de judío más solitario. Se dirige a la mesa que le gusta más, la que está junto a los ventanales delanteros, donde puede mantener la calle vigilada. En la mesa de al lado, alguien ha dejado un plato a medio comer de ternera al vinagre y patatas hervidas y un vaso a medio beber de algo que parece ser refresco de cereza. La comida abandonada y la servilleta arrugada y manchada le provocan a Landsman una ligera náusea de recelo. Pero esta es su mesa, y es un hecho que a los noz les gusta poder mantener la calle vigilada. Landsman se sienta, se mete la servilleta por dentro del cuello de la camisa, parte un blintz de queso y se mete un trozo en la boca. Mastica. Traga. Buen chico.
Uno de sus rivales de esta noche en el Polar-Shtern es un corredor de apuestas de la peor calaña que se llama Pingüino Simkowitz y que hace unos años manejó mal un montón de dinero ajeno y recibió una paliza tan brutal que le afectó al cerebro y al habla. Al otro, que está enfrascado en su plato de arenques con crema, Landsman no lo conoce. Pero la cuenca ocular izquierda del yid está escondida detrás de un vendaje adhesivo de color marrón. Le falta la lente izquierda de las gafas. Su pelo se limita a tres mechones grises y parecidos a pelusilla que tiene en la parte delantera de la cabeza. Se ha cortado la mejilla al afeitarse. Cuando este hombre empieza a llorar en silencio sobre su plato de arenque, Landsman derriba su rey sobre el tablero.
Luego ve a Buchbinder, el arqueólogo de la falsa ilusión. Dentista de profesión, su talento con las tenazas y el molde a la cera perdida, como les pasa tradicionalmente a los dentistas, lo llevó a adoptar alguna forma extralaboral de locura por las miniaturas, como por ejemplo fabricar joyas o hacer suelos de casas de muñecas. Pero entonces, como les pasa a veces a los dentistas, a Buchbinder se le fue un poco la mano. Le invadió la locura más antigua y profunda de los judíos. Empezó a fabricar recreaciones de la cubertería y los atuendos que usaban los antiguos koyenim, los altos sacerdotes de Yahvé. Al principio a escala pero después a tamaño natural. Cubos de sangre, horquillas para la carne, palas para la ceniza, todo lo que requiere el Levítico para las antiguas barbacoas sagradas que tenían lugar en Jerusalén. Antes tenía un museo entero, tal vez todavía sigue allí, en el extremo cerrado con neumáticos de la calle Ibn Ezra. En un local comercial del mismo edificio donde Buchbinder arrancaba dientes a los maleantes judíos. En el escaparate tenía el Templo de Salomón, hecho de cartón, enterrado bajo una ventisca de polvo y adornado con querubines y moscas muertas. El lugar fue destrozado en numerosas ocasiones por los yonquis del vecindario. A Landsman lo solían llamar, mientras estaba patrullando por el Untershtat, para que acudiera allí a las tres de la mañana y se encontrara a Buchbinder llorando en medio de las vitrinas rotas, con un zurullo flotando en el incensario de cobre dorado del sumo sacerdote.
Cuando Buchbinder ve a Landsman, frunce los ojos con expresión recelosa o tal vez miope. Regresa del lavabo de hombres a su plato de ternera al vinagre y a su refresco de cereza, abrochándose los botones de la bragueta con el aire ausente de un hombre que posee una inferencia sorprendente pero inútil sobre el mundo. Buchbinder es un hombre corpulento, enfundado en una chaqueta de lana con mangas raglán y faja de punto. Entre el arco de la barriga del hombre y la faja de punto hay indicios de cierta pugna en el pasado, aunque parece que ambos contendientes han llegado a un entendimiento. Pantalones de tweed y zapatillas deportivas de paseo en los pies. Su pelo y barba, de color rubio oscuro con motas de gris y plateado. Un broche metálico sujeta un yarmulke de bordado crewel a la parte de atrás de su cabeza. Lanza una sonrisa en dirección a Landsman igual que un hombre que echa un cuarto de dólar dentro de la taza de un lisiado, hurga en su bolsillo en busca de un libro de letra apretada y reanuda su cena. Se dedica a mecerse hacia delante y hacia atrás mientras lee y mastica.
—¿Todavía tiene su museo, doctor? —dice Landsman.
Buchbinder levanta la vista, desconcertado, intentando ubicar a ese irritante desconocido que come blintzes.
—Soy Landsman, de la Central de Sitka. Tal vez me recuerde, yo solía...
—Ah, sí —dice con una sonrisa rígida—. ¿Cómo está? Somos un instituto, no un museo, pero no pasa nada.
—Lo siento.
—No es molestia en absoluto —dice, con su yiddish suave y equipado con el armazón de alambre del acento alemán al que él y los demás yekkes, aun después de sesenta años, se siguen aferrando obstinadamente—. Es una equivocación común.
No puede ser tan común, piensa Landsman. Pero lo que dice es:
—¿Y sigue allí, en la calle Ibn Ezra?
—No —dice Buchbinder. Se limpia una mancha de mostaza marrón de los labios con su servilleta—. No, señor, lo he cerrado. De forma oficial y permanente.
Sus modales son grandilocuentes, incluso festivos, lo cual le parece raro a Landsman, dado el contenido de su declaración.
—Un vecindario duro —sugiere Landsman.
—Oh, son animales —dice Buchbinder en el mismo tono jovial—. No le puedo decir cuántas veces me rompieron el corazón. —Se mete un último trozo de ternera al vinagre en la boca y lo somete al tratamiento correspondiente con los dientes—. Pero dudo que me molesten en mi nueva ubicación.
—¿Y dónde es eso?
Buchbinder sonríe, se limpia la barba y se aparta de la mesa. Levanta una ceja, guardándose la gran sorpresa para sí mismo un momento más.
—¿Dónde va a ser? —dice por fin—. En Jerusalén.
—Uau —dice Landsman, manteniendo la expresión más neutra que puede. Nunca ha visto las regulaciones para la admisión de judíos en Jerusalén, pero está bastante claro que no ser un lunático obsesionado por la religión debe de estar en lo alto de la lista—. Jerusalén, ¿eh? Eso cae muy lejos.
—Pues sí.
—¿Se lo lleva todo consigo?
—Todo el negocio.
—¿Conoce a alguien allí?
Todavía hay algunos judíos viviendo en Jerusalén, igual que los ha habido siempre. Unos cuantos. Ya estaban allí mucho antes de que empezaran a aparecer los sionistas, con sus baúles llenos de diccionarios de hebreo, manuales de agricultura y montones de problemas para todo el mundo.
—Pues no —dice Buchbinder—. Aparte de... bueno... —hace una pausa y baja la voz—: el Mesías.
—Bueno, no está mal para empezar —dice Landsman—. He oído que allí está rodeado de los mejores.
Buchbinder asiente, intocable en el santuario de azucarillos de su sueño.
—Me lo llevo todo conmigo —dice. Devuelve su libro al bolsillo de su chaqueta y se embute a sí mismo y al jersey dentro de un viejo anorak azul—. Buenas noches, Landsman.
—Buenas noches, doctor Buchbinder. Háblele bien de mí al Mesías.
—Oh —dice el otro—. No va a hacer falta.
—¿No va a hacer falta o no va a servir de nada?
De repente, la mirada risueña se vuelve tan gélida como el disco de un espejuelo de dentista. Examina el estado de Landsman con la perspicacia que dan veinticinco años de búsqueda incansable de puntos de debilidad y putrefacción. Solamente por un instante, Landsman duda de que el hombre esté realmente loco.
—Eso depende de usted —dice Buchbinder—. ¿Verdad?
18
Mientras Buchbinder sale dificultosamente del Polar-Shtern, se detiene para sostenerle la puerta a una parka de color naranja resplandeciente y envuelta en una ráfaga casi horizontal de ventisca. Bina lleva echado al hombro ese viejo y atiborrado bolsón suyo de piel de vaca. Del mismo sobresale un fajo de documentos, subrayados con rotulador amarillo, sujetos con grapas y clips sujetapapeles y marcados con trozos de cintas de colores. Se echa hacia atrás la capucha de su parka. Se ha recogido el pelo con horquillas y lo ha dejado que se busque la vida en la parte de atrás de su cabeza. Su color es ese tono nostálgico que Landsman solamente recuerda haber observado en otro lugar en toda su vida: en los surcos de la primera calabaza que contempló, un mazacote enorme de color rojo anaranjado oscuro. Ella le entrega su bolsón a la mujer de los tickets. En cuanto pase por el torno de camino a los montones de bandejas de la cafetería, Landsman aparecerá directamente dentro de su campo visual.
De inmediato Landsman toma la muy madura decisión de fingir que no ha visto a Bina. Se pone a mirar la calle Khalyastre a través de los ventanales. Calcula que la nevada debe de tener unos quince centímetros de espesor. Tres rastros distintos de pisadas se mezclan serpenteando por el suelo, los bordes de cada pisada difuminándose a medida que se llenan de la nieve que cae. Al otro lado de la calle, los folletos pegados a las ventanas entabladas del Estanco y Papelería Krasny’s anuncian la actuación, la noche anterior en el Vorsht, del guitarrista a quien acabaron asaltando en los lavabos para robarle los anillos y el dinero en metálico que llevaba encima. Desde el poste telefónico de la esquina, una maraña de cables sale en todas direcciones, trazando las paredes y puertas de este enorme gueto imaginario de los judíos. Los procesos involuntarios de la mente de shammes de Landsman registran los detalles de la escena. Pero sus pensamientos conscientes están concentrados en el momento en que Bina lo vea sentado allí, solo en su mesa, masticando un blintz, y lo llame por su nombre.
Dicho momento se hace esperar lo suyo. Landsman se arriesga a echar un segundo vistazo. Bina ya tiene su cena en la bandeja y está esperando el cambio de espaldas a Landsman. Ella lo ha visto; tiene que haberlo visto. Es entonces cuando la gran fisura se abre supurando, la ladera de la colina se hunde y la pared de lodo negro se desploma a toda velocidad. Landsman y Bina estuvieron casados doce años, y otros cinco juntos antes de casarse. Los dos fueron el primer amante del otro, el primer traidor, el primer refugio, el primer compañero de habitación, el primer público y la primera persona a quien acudir cuando algo —aunque fuera el matrimonio— iba mal. Durante la mitad de sus vidas entretejieron sus historias, sus cuerpos, sus fobias, sus teorías, sus recetas, sus bibliotecas y sus colecciones de discos. Armaron peleas espectaculares, con las narices pegadas, las manos volando, gotitas de saliva volando, tirando cosas, dando patadas a cosas, rompiendo cosas, revolcándose por el suelo y tirándose mutuamente del pelo. Al día siguiente él tenía marcadas las medias lunas de las uñas de Bina en las mejillas y en la carne del pecho, y ella llevaba las huellas dactilares de color púrpura de él a modo de brazalete. Durante aproximadamente siete años de su vida en común follaron casi todos los días. Enfadados, amándose, enfermos, sanos, con frío, con calor, medio dormidos. Lo hicieron sobre todos los estilos de camas, sofás y cojines. Sobre futones, toallas y viejas cortinas de ducha, en la parte de atrás de una camioneta, detrás de un contenedor de basura, encima de un depósito de agua y dentro de un armario para los abrigos durante una cena organizada por las Manos de Esaú. Incluso follaron, una vez, sobre el hongo gigante de la sala de descanso.
Después de que Bina llegara de Narcóticos, se pasaron cuatro años enteros trabajando en el mismo turno de Homicidios. Landsman tuvo de compañero a Zelly Boybriker y luego a Berko, y a Bina le tocó el pobre Morris Handler. Pero un día el mismo ángel travieso que los había convertido en pareja organizó una confluencia de permisos y lesiones de Morris Handler que dejó a Landsman y a Bina como compañeros, por primera y única vez, en el caso Grinshteyn. Juntos soportaron aquella aparición del fracaso: fracasaron todos los días durante horas seguidas, fracasaron en su cama por las noches y fracasaron en las calles de Sitka. La chica asesinada, Ariela, y los destrozados Grinshteyn, la madre y el padre, desagradables, arruinados, odiándose entre ellos y odiando el agujero que era lo único que les quedaba a lo que aferrarse: él y Bina también habían compartido aquello. Y luego estaba Django, que tomó forma e ímpetu a partir del fracaso del caso Grinshteyn, de aquel agujero con forma de niña regordeta. Bina y Landsman estaban atados, una pareja trenzada de cromosomas con efectos misteriosos. ¿Y ahora? Ahora los dos fingen que no han visto al otro y miran a otro lado.
Landsman mira a otro lado.
Las pisadas en la nieve se han vuelto tan poco profundas como si las hubiera dejado un ángel. Al otro lado de la calle un hombre pequeño y encorvado camina con la cabeza gacha y el viento en contra, arrastrando una maleta pesada por delante de las ventanas entabladas de Krasny’s. El ala ancha y blanca de su sombrero ondea como las alas de un pájaro. Landsman contempla el avance del profeta Elías en medio de la ventisca y planea su propia muerte. Se trata de una estrategia que ha desarrollado para animarse un poco cuando se está yendo al garete. Pero, por supuesto, tiene que andarse con cuidado de no llevarla demasiado lejos.
Landsman, hijo y nieto paterno de suicidas, ha visto a seres humanos quitarse de en medio de todas las formas posibles, desde las más ineptas a las más eficaces. Sabe cómo tiene que hacerse y cómo no. Tirarse desde puentes y desde ventanas de hoteles: pintoresco pero peliagudo. Tirarse por huecos de escaleras: poco seguro, impulsivo y demasiado parecido a una muerte accidental. Cortarse las venas, con o sin la variante popular pero innecesaria de la bañera: más difícil de lo que parece y teñido de un amor más bien femenino por la teatralidad. El destripamiento ritual con una espada samurái: muy duro, se tarda un segundo y en un yid quedaría muy afectado. Landsman nunca ha visto un suicidio de este último estilo, pero una vez conoció a un noz que decía que él sí lo había visto. El abuelo de Landsman se tiró bajo las ruedas de un tranvía en Lodz, con lo cual demostró un grado de determinación que Landsman siempre ha admirado. Su padre usó tabletas de cien miligramos de Nembutal, que ayudó a bajar con un vaso de vodka de alcaravea, un método muy recomendable. Añádase una bolsa de plástico sobre la cabeza, amplia y sin agujeros, y tendrá usted algo limpio, silencioso y fiable.
Pero cuando se imagina quitándose la vida, a Landsman le gusta hacerlo con pistola, como Melekh Gaystik, el campeón del mundo. La 39 recortada que él tiene es un sholem más que suficiente para la tarea. Si sabes dónde poner la boca del cañón (justo dentro del ángulo del mentón) y cómo dirigir el disparo (a veinte grados de la vertical, hacia el núcleo reptiliano del cerebro), es rápido y fiable. Sucio, pero Landsman no tiene escrúpulos, por alguna razón, a la hora de dejar atrás un buen fregado.
—¿Desde cuándo te gustan los blintzes?
El sonido de la voz de ella lo sobresalta. Su rodilla golpea la pata de la mesa, y el café rocía el cristal del plato dejando una salpicadura como de herida de salida.
—Eh, Skipper —dice él en americano.
Busca a tientas una servilleta, pero solamente ha cogido una del servilletero que hay junto a las bandejas. Hay regueros de café por todas partes. Se saca varios trozos de papel al azar del bolsillo de la chaqueta y seca la mancha cada vez más grande.
—¿Hay alguien sentado aquí?
Ella sujeta la bandeja en equilibrio con una mano mientras con la otra forcejea con su bolso atiborrado. En la cara tiene una expresión particular que él conoce bien. Las cejas arqueadas, la ligera premonición de una sonrisa. Es la cara que ella pone antes de entrar en el salón de baile de un hotel para mezclarse con un puñado de agentes masculinos de la ley, o bien cuando entra en una tienda de alimentación del Harkavy vestida con una falda que no le cubre las rodillas. Es una cara que dice: «No he venido a buscarme problemas. Lo único que quiero es un paquete de chicle». Deja la bolsa y se sienta antes de que él tenga tiempo de contestar.
—Por favor —dice él, apartando su plato para hacer sitio. Bina le da unas cuantas servilletas más y él se encarga de limpiar el desastre. Luego tira el montón de servilletas empapadas a una de las mesas de al lado—. No sé por qué los he pedido. Tienes razón, blintzes de queso, puaj.
Bina deja sobre la mesa una servilleta que viene con cuchillo, tenedor y cuchara. Coge dos platos de la bandeja y los coloca el uno junto al otro: una cucharada de ensalada de atún colocada sobre una de las hojas de lechuga de la señora Nemintziner, y un cuadrado dorado y reluciente de pudin de fideos. Mete la mano en su bolsón abarrotado y saca una cajita de plástico con tapa de bisagra. Contiene un pastillero con tapa de rosca. El pastillero contiene una píldora de vitamina, una píldora de aceite de pescado y una tableta de enzimas que permite a su estómago digerir la leche. Dentro de la caja de plástico con bisagra también lleva paquetitos de sal, pimienta, rábano picante, toallitas limpiadoras, una botella de tabasco del tamaño de una muñeca, pastillas de cloro para tratar el agua potable, caramelos masticables de Pepto-Bismol y Dios sabe cuántas cosas más. Si vas a un concierto, Bina tiene prismáticos de ir a la ópera. Si necesitas sentarte en la hierba, te saca una toalla. Trampas para hormigas, un sacacorchos, velas y cerillas, un bozal para perros, un cortaplumas, una pequeña lata de refrigerante en aerosol, una lupa... Todo eso ha visto salir Landsman en una u otra ocasión de ese bolso de piel de vaca siempre repleto.
Hay que mirar a los judíos como Bina Gelbfish, piensa Landsman, para explicar la amplia gama y la persistencia de la raza. A esos judíos que llevan su casa a cuestas en un viejo bolso de piel de vaca, en la parte de atrás de un camello, o en la burbuja de aire que tienen en el centro del cerebro. A los judíos que caen de pie, que caen ya corriendo, que se escapan de las vicisitudes y que sacan el máximo partido de lo que les cae en las manos, desde Egipto a Babilonia, desde Minsk Gubernia hasta el distrito de Sitka. Metódicos, organizados, persistentes, llenos de recursos, preparados. Berko tiene razón: Bina prosperaría en cualquier comisaría del mundo. Un simple trazado nuevo de las fronteras, un cambio de gobierno, son cosas incapaces de perturbar a una judía provista de un buen cargamento de toallitas limpiadoras en la bolsa.
—Ensalada de atún —observa Landsman acordándose de cuando ella dejó de comer atún al descubrir que estaba embarazada de Django.
—Sí, intento ingerir todo el mercurio que puedo —dice Bina, leyendo el recuerdo en su cara. Se traga la tableta de enzimas—. El mercurio es lo que me va últimamente.
Landsman señala con el pulgar a la señora Nemintziner, que está de pie y lista con su cuchara.
—Tendrías que pedir el termómetro al horno.
—Lo haría —dice ella—. Pero solo lo tienen rectal.
—¿Has visto a Pingüino?
—¿A Pingüino Simkowitz? ¿Dónde?
Ella mira a su alrededor, girando la cintura, y Landsman aprovecha la oportunidad para mirar dentro de su camisa. Puede ver la parte superior pecosa de su pecho izquierdo, el borde de encaje de la copa de su sujetador, la huella oscura de su pezón bajo la copa. Le inunda un deseo de meterle la mano debajo de la camisa, de cogerle el pecho, de meterse en el hueco blando que hay allí y encogerse en posición fetal y quedarse dormido. Cuando ella se da la vuelta, lo sorprende en plena ensoñación con el escote. Landsman siente que se le ruborizan las mejillas.
—Ja —dice ella.
—¿Cómo te ha ido el día? —dice Landsman como si fuera la pregunta más natural que puede hacer.
—Hagamos un trato —dice ella, y su tono de voz se congela. Se abrocha el botón de arriba de la blusa—. ¿Qué te parece si nos sentamos aquí, tú y yo, y nos comemos la cena juntos, y no decimos ni una maldita palabra sobre mi día? ¿Qué te parece eso, Meyer?
—Me parece la mar de bien —dice él.
—Bien.
Ella se mete en la boca una cucharada de ensalada de atún. Él vislumbra el destello de su premolar con montura dorada y recuerda el día en que ella llegó a casa con él, colocada de óxido nitroso e invitándolo a meterle la lengua en la boca y notar la sensación. Después del primer bocado de ensalada de atún, Bina se pone seria. Se mete diez u once cucharadas más, masticando y tragando con abandono. El aliento le sale por los orificios nasales en forma de chorros ávidos. Tiene los ojos clavados en la interacción de su cuchara con su plato. Una chica con buen apetito, esa fue la primera declaración registrada que llevó a cabo hace veinte años la madre de él sobre el tema de Bina Gelbfish. Como la mayoría de los cumplidos de su madre, era convertible en insulto siempre que las circunstancias lo requerían. Pero Landsman solo confía en las mujeres que comen como hombres. Cuando no queda nada más que una manchita de mayonesa sobre la hoja de lechuga, Bina se limpia la boca con su servilleta y suelta un profundo suspiro de saciedad.
—Nu, ¿de qué tenemos que hablar, entonces? De tu día tampoco.
—Te aseguro que no.
—¿Y eso con qué nos deja?
—En mi caso —dice Landsman—, con poca cosa.
—Hay cosas que no cambian nunca.
Ella aparta el plato vacío y convoca al pudin de fideos para que afronte su destino. El mero hecho de verla mirar ese kugel le hace más feliz de lo que ha sido en años.
—Todavía me gusta hablar de mi coche —dice él.
—Ya sabes que no soy aficionada a la poesía amorosa.
—Está claro que no tenemos que hablar de la Revocación.
—De acuerdo. Y no quiero oír ni una palabra sobre pollos que hablan, ni sobre el kreplach con la forma de la cabeza de Maimónides, ni sobre ninguno de esos rollos milagrosos.
Se pregunta qué pensaría Bina de la historia que Zimbalist les ha contado hoy sobre el hombre que yace en un cajón del sótano del Hospital General de Sitka.
—Nada que tenga que ver con judíos, estipulemos —dice Landsman.
—Estipulado, Meyer. Estoy hasta las narices de judíos.
—Ni con Alaska.
—Por Dios, no.
—Ni con política. Nada de Rusia, ni de Manchuria, ni de Alemania, ni de los árabes.
—También estoy hasta el moño de los árabes.
—¿Y si hablamos del pudin de fideos? —dice Landsman.
—Bueno —dice ella—. Pero por favor, Meyer, come un poco, me rompe el corazón verte así, Dios mío, qué flaco estás. Ten, come un bocado de esto. No sé qué le hacen, alguien me dijo que le ponen un poco de jengibre. Te lo aseguro, en Yakovy solo vemos un buen kugel en sueños.
Ella le corta un pedazo de pudin de fideos y hace el gesto de metérselo en la boca con el tenedor. Algo parecido a una mano fría le agarra las tripas a Landsman cuando ve el kugel que se le acerca. Aparta la cara. El tenedor se detiene en mitad de su trayectoria. Bina deja el pedazo de crema de huevo y fideos, engalanado con pasas de Corinto, en el plato de él, al lado de sus blintzes intactos.
—En fin, tendrías que probarlo —dice ella. Da un par de bocados y deja su tenedor en la mesa—. Supongo que ya no hay más que decir sobre el pudin de fideos.
Landsman da un sorbo de café y Bina se traga las píldoras que le quedan con un vaso de agua.
—Nu —dice ella.
—Bueno, pues —dice Landsman.
Si la deja marchar ahora, ya nunca yacerá en el hueco de su pecho, dormido. Nunca más dormirá sin la ayuda de un puñado de Nembutal o sin los buenos oficios de su M-39 recortada.
Bina se retira de la mesa y se pone su parka. Devuelve la caja de plástico al bolso de cuero y luego se la echa al hombro con un gemido.
—Buenas noches, Meyer.
—¿Dónde te estás quedando?
—Con mis padres —dice con el mismo tono que se podría usar para emitir una sentencia de muerte al planeta entero.
—Oy vey.
—Dímelo a mí. Solamente hasta que encuentre un sitio. En todo caso, no puede ser peor que el hotel Zamenhof.
Ella se sube la cremallera de la parka y luego se queda allí plantada un largo rato, sometiéndolo a su inspección de shammes. La mirada de ella no es tan exhaustiva como la de él —a veces pasa por alto los detalles—, pero las cosas que ve es capaz de relacionarlas rápidamente en su mente con lo que sabe de los hombres y las mujeres, de las víctimas y los asesinos. Puede darles con plena confianza la forma de narraciones que se sostienen y tienen lógica. No resuelve exactamente los casos, sino que más bien cuenta sus historias.
—Mírate. Eres como una casa que se cae.
—Lo sé —dice Landsman, notando una opresión en el pecho.
—Había oído que estabas mal, pero creía que solo estaban intentando animarme.
Él se ríe y se limpia la mejilla con la manga de la chaqueta.
—¿Qué es esto? —dice ella.
Con las uñas del pulgar y el índice coge un folleto arrugado y sucio de café y lo extrae del montón de servilletas que Landsman ha tirado a la mesa de al lado. Landsman intenta agarrarlo, pero Bina es demasiado rápida para él, como siempre. Separa el papel del resto y lo estira hasta aplanarlo.
—«Cinco grandes verdades y cinco grandes mentiras sobre el hasidismo verbover» —dice ella. Sus cejas se buscan por encima del puente de su nariz—. ¿Estás pensando en volverte sombrero negro?
Él no responde lo bastante deprisa y ella entiende lo que hay que entender a partir de su cara y su silencio y de lo que sabe de él, que es básicamente todo.
—¿Qué estás tramando, Meyer? —dice ella. De repente tiene aspecto de estar tan cansada y harta como él—. No. No importa. Estoy demasiado hecha polvo. —Vuelve a arrugar el folleto de los verbover y se lo tira a la cabeza.
—Hemos dicho que no íbamos a hablar del tema —dice Landsman.
—Sí, bueno, hemos dicho muchas cosas —dice ella—. Tú y yo.
Ella se gira a medias y agarra la correa de cuero del bolso en donde habita su vida entera.
—Quiero verte mañana en mi oficina.
—Mmm... Ya. Lo que pasa es —dice Landsman— que justo estoy saliendo de un turno de doce días.
La declaración, aunque correcta, no parece causar ninguna impresión a Bina. Puede que no la haya oído o puede que él no esté hablando ningún idioma indoeuropeo.
—Te veo mañana —dice él—. A menos que me vuele los sesos esta noche.
—He dicho que nada de poesía amorosa —dice Bina. Ella se recoge un rizo suelto de su pelo color calabaza oscuro y se lo mete dentro de un clip dentado que lleva por encima y por detrás de la oreja derecha—. Con o sin sesos, te quiero ver en mi despacho a las nueve.
Landsman se queda mirando cómo ella cruza la zona de las mesas hasta las puertas de la Polar-Shtern Kafeteria. Apuesta un dólar consigo mismo a que ella no se va a girar para mirarlo antes de ponerse la capucha y salir a la nieve. Pero es un hombre caritativo, y además era una apuesta de bobos, así que no se molesta en reclamarse el dinero.
19
Cuando el teléfono lo despierta a las seis de la mañana siguiente, Landsman está sentado en el sillón de orejas, vestido con sus calzoncillos blancos y agarrando sin fuerza la empuñadura de su M-39.
Tenenboym está terminando su turno.
—Me lo pidió usted —dice, y cuelga.
Landsman no recuerda haber encargado que lo llamaran para despertarlo. No recuerda haberse pulido la botella de slivovitz que ahora se yergue vacía sobre la superficie rayada de uretano del tablero de imitación de roble de la mesa, junto al sillón de orejas. No recuerda haberse comido el pudin de fideos cuyo tercio restante se encuentra ahora acurrucado en un rincón del recipiente de plástico con tapa que hay junto a la botella de slivovitz. A juzgar por la posición de los trozos de cristal pintado que hay en el suelo, puede reconstruir que anoche tiró su vaso de chupito de la Exposición Universal de 1977 de Sitka contra el radiador. Tal vez se sentía frustrado por no haber podido avanzar nada con el ajedrez de bolsillo que está tirado boca abajo debajo de la cama, con las piezas diminutas desperdigadas libremente por toda la sala. Pero no recuerda nada del lanzamiento en sí, ni de que el vaso se rompiera. Puede que estuviera bebiendo para brindar por algo o por alguien, con el radiador haciendo las veces de chimenea. No se acuerda. Pero no se puede decir que nada le sorprenda en el sórdido escenario de la habitación 505, ni mucho menos el sholem cargado que tiene en la mano.
Comprueba el seguro del percutor y devuelve la pistola a su funda, que está echada sobre el respaldo del sillón de orejas. Luego va hasta la pared y saca la cama abatible de su sitio. Aparta las sábanas y se mete en ella. La ropa de cama está limpia, y huele a la plancha de vapor y al polvo que hay en el hueco de la pared. Landsman recuerda vagamente haber concebido un proyecto romántico, alrededor de la pasada medianoche, consistente en presentarse temprano en el trabajo y ver qué han obtenido los forenses y la gente de balística sobre el caso Shpilman, tal vez incluso ir a las islas, a los vecindarios rusos, y tratar de presionar al patzer ex presidiario Vassily Shitnovitzer. Hacer lo que pueda, lo que esté en su mano, antes de que a las nueve Bina le aplique unas tenazas a los dientes y las uñas. Sonríe con tristeza al pensar en el joven valiente y testarudo que fue la noche pasada. Una llamada para despertarlo a las seis en punto.
Se tapa la cabeza con las sábanas y cierra los ojos. De forma espontánea, la formación de peones y piezas se despliega en el tablero de su mente, con el rey negro acorralado en el centro del tablero pero sin que nadie le haga jaque y el peón en la penúltima fila a punto de convertirse en algo mejor. Ya no hace ninguna falta el ajedrez de bolsillo: para su horror, se sabe la posición de memoria. Intenta sacársela de la cabeza, eliminarla, barrer las piezas del tablero y llenar todos los recuadros blancos de negro. Un tablero completamente negro, no contaminado por piezas ni jugadores, gambitos ni finales, tempos ni tácticas ni ventajas materiales, negro como las montañas de Baranof.
Todavía está allí tumbado, con todos los recuadros blancos de la mente tachados, en calcetines y calzoncillos, cuando alguien llama a la puerta. Se incorpora, mirando a la pared, con el corazón convertido en un tambor que le aporrea las sienes, bien envuelto en las sábanas como si fuera un niño que intenta asustar a alguien. Ha estado tumbado boca abajo, tal vez bastante rato. Recuerda haber oído, desde el fondo de una tumba de lodo negro, desde el interior de una cueva sin luz situada un kilómetro por debajo de la superficie de la tierra, las vibraciones lejanas de su shoyfer, y un poco más tarde, el débil gorjeo del teléfono en la mesa de imitación de roble. Pero estaba tan profundamente sepultado en el lodo que aunque los teléfonos no hubieran sido más que los teléfonos de un sueño, no habría tenido ni fuerza ni voluntad para contestarlos. Su almohada está empapada de un brebaje asqueroso de sudor de borracho, pánico y saliva. Se mira el reloj de pulsera. Son las diez y veinte.
—¿Meyer?
Landsman vuelve a caer en la cama, cabeza abajo y enredado en las sábanas.
—Renuncio —dice—. Bina, dimito.
Bina no contesta de inmediato. Landsman confía en que haya aceptado su dimisión —que de todas maneras es superflua— y haya regresado al barracón y al hombre de la Sociedad de Enterradores y a su transición personal de mujer policía judía a agente de la ley del gran estado de Alaska. En cuanto esté seguro de que ella se ha marchado, Landsman organizará las cosas para que la doncella que cambia la ropa de cama y las toallas una vez por semana entre y le pegue un tiro. Después, lo único que tendrá que hacer para enterrarlo será devolver la cama abatible a su nicho de la pared. La claustrofobia de él, y su miedo a la oscuridad, ya no le supondrán ningún problema.
Un momento más tarde oye los dientes de una llave en una cerradura y la puerta de la 505 se abre. Bina entra con el mismo sigilo con que se entra en la habitación de un enfermo, en una unidad de cardíacos, esperando algo espantoso, reminiscencias de la mortalidad, verdades siniestras sobre el cuerpo.
—Me cago en la puta —dice ella con su acento perfecto de tierra batida.
Se trata de una expresión que a Landsman siempre le ha parecido curiosa, o por lo menos le ha parecido algo que pagaría por ver.
Ella camina con cuidado por entre varias piezas del traje gris de Landsman y una toalla de baño y se detiene a los pies de la cama. Contempla el papel de pared rosado con dibujos de guirnaldas en relieve de color burdeos, la moqueta de pelo verde con su motivo aleatorio de quemaduras y manchas misteriosas, los cristales rotos, la botella vacía y por fin el enchapado de madera descascarillado y ajado del mobiliario. Mirándola con la cabeza a los pies de la cama abatible, Landsman disfruta de la cara de horror de ella, sobre todo porque si no lo disfruta va a tener que sentirse avergonzado.
—¿Cómo se dice «montón de mierda» en esperanto? —dice Bina.
Va hasta la mesa de enchapado y contempla los últimos rizos empapados de pudin de fideos que hay en el recipiente con tapa manchado de grasa.
—Por lo menos has comido algo.
Ella le da la vuelta al sillón de orejas y lo pone mirando a la cama y luego deja su bolsón en el suelo. Examina el asiento del sillón. Por la cara que pone, él puede ver que se está planteando aplicarle al asiento del sillón algo cáustico o antibacteriano que lleva en su bolsa mágica. Por fin ella se sienta en el sillón de orejas, muy despacio. Lleva puesto un traje chaqueta gris de alguna clase de material elegante con un forro iridiscente de color blanco por debajo. Por debajo de la chaqueta lleva una blusa de seda sin mangas de color verde mar. Tiene la cara limpia salvo por dos tiras de pintura de labios de color ladrillo en la boca. A esta hora del día, sus esfuerzos matinales por controlar su maraña de pelo con horquillas y clips todavía no han empezado a fracasar. Si ha dormido bien esa noche, en la cama estrecha de su vieja habitación, en el piso de arriba de una casa para dos familias en la isla de Japonski, con el viejo señor Oysher y su pierna prostética aporreando el suelo en el piso de abajo, no se le nota en los huecos y sombras de la cara. Sus cejas vuelven a hacer cosas juntas todo el tiempo. Sus labios pintados se han estrechado hasta convertirse en una costura de color ladrillo de dos milímetros de anchura.
—¿Y cómo le va la mañana, inspectora?
—No me gusta esperar —dice ella—. Y sobre todo no me gusta esperarte a ti.
—Tal vez no me haya oído —dice Landsman—. Renuncio.
—Es curioso, pero sorprendentemente el hecho de que repitas esa idiotez en concreto no contribuye a mejorarme el humor.
—No puedo trabajar para ti, Bina. Venga ya. Es una locura. Es exactamente la clase de locura que me esperaría ahora mismo del departamento. Si tan mal van las cosas, si a eso hemos llegado, entonces olvídalo. Estoy harto de todo este rollo de seguir jugando cuando ya has perdido. Así que nu, dimito. ¿Para qué me necesitas? Ponles la bandera negra a todos nuestros casos. Abiertos, cerrados. ¿A quién le importa un pimiento? Al fin y al cabo no son más que un puñado de yids muertos.
—He repasado el montón —dice ella. Él se da cuenta de que después de tantos años ha conservado su emocionante poder para no hacer caso de él ni de sus brotes de fatalismo—. No he visto nada en ninguno de ellos que se pueda relacionar con los verbovers. —Mete la mano en su maletín y saca un paquete de Broadways, lo agita hasta extraer un cigarrillo y se lo encaja en los labios. Las siguientes doce palabras las dice de una forma brusca que a él le hace sospechar de inmediato—. Salvo quizá el yonqui ese que encontraste en el piso de abajo.
—A ese le pusiste tú la bandera negra —responde Landsman con perfecta insinceridad de policía—. ¿También vuelves a fumar?
—Tabaco, mercurio. —Se aparta con la mano un rizo de pelo, enciende su papiros y suelta una bocanada de humo—. Seguir jugando cuando ya has perdido.
—Dame uno.
Ella le pasa el paquete de Broadways y él se incorpora hasta sentarse, enrollándose alrededor una cuidadosa toga de ropa de cama. Ella lo contempla en todo su esplendor mientras enciende un segundo papiros: se fija en las canas que tiene alrededor de los pezones, en el avance de la grasa en su cintura y en sus rodillas huesudas.
—Dormir en calcetines y calzoncillos —dice ella—. Siempre fue mala señal en ti.
—Supongo que estoy deprimido —dice él—. Supongo que me cogió anoche.
—¿Anoche?
—¿El año pasado?
Ella mira a su alrededor en busca de algo que usar como cenicero.
—¿Fuisteis tú y Berko ayer a la isla de Verbov —dice ella— para hurgar en el rollo ese de Lasker?
La verdad es que no tiene sentido mentirle. Pero Landsman lleva demasiado tiempo desobedeciendo órdenes como para ponerse ahora a decir la verdad.
—¿No has recibido una llamada? —dice él.
—¿Una llamada? ¿De la isla de Verbov? ¿Un sábado por la mañana? ¿Quién hay allí que me vaya a llamar un sábado por la mañana? —Sus ojos adoptan una expresión de astucia, con los rabillos fruncidos—. ¿Y qué me van a decir cuando me llamen?
—Lo siento —dice Landsman—. Perdóname. No me puedo aguantar más.
Se levanta hasta quedarse de pie en calzoncillos y con una sábana colgando. Da un rodeo a la cama abatible hasta el cuarto de baño diminuto, con su pileta y su espejo de acero y su pera de ducha. No hay cortina, solamente un desagüe en el medio del suelo. Cierra la puerta y orina durante un rato largo, con verdadero placer. Tras colocar el papiros encendido en el borde del depósito del retrete, le da a su cara un masaje brusco con jabón y un trapo. Colgado de un gancho detrás de la puerta del baño hay un albornoz de lana, blanco con rayas rojas, verdes, amarillas y negras formando un diseño indio. Se lo pone y se ata el cinturón. Se devuelve el papiros a la boca y se contempla en el rectángulo todo rayado de acero pulimentado que hay encima de la pileta. Lo que ve allí no le reporta sorpresas ni le revela profundidades desconocidas. Tira de la cadena del retrete y regresa a la habitación.
—Bina —dice—, yo no conozco a ese hombre. Me lo pusieron delante. Me dieron la oportunidad de conocerlo, supongo, pero la rechacé. Si ese hombre y yo hubiéramos tenido oportunidad de conocernos, tal vez nos habríamos hecho colegas. Tal vez no. Él tenía un rollo con la heroína y probablemente con eso le bastaba. Es lo que suele pasar. Pero no importa en absoluto que yo lo conociera o no, y no importa que pudiéramos haber envejecido juntos y cogidos de la mano en un sofá del vestíbulo. Alguien entró en este hotel, en mi hotel, y le pegó un tiro a ese hombre en la nuca mientras él estaba en el país de los sueños. Y eso me molesta. Dejando de lado todas las objeciones generales que pueda haber formulado a lo largo de los años al concepto más amplio del homicidio. Olvídate de lo que está bien y lo que está mal, de la ley y el orden, de los procedimientos policiales, de las políticas del departamento, de la Revocación, de los judíos y de los indios. Esta pocilga es mi casa. Durante los próximos dos meses, o lo que dure, voy a vivir aquí. Todos estos desgraciados que pagan alquiler por una cama abatible y una lámina de acero atornillada a la pared del cuarto de baño, para bien o para mal, ahora son mi gente. Para serte sincero, no puedo decir que me caigan muy bien. Algunos de ellos son buena gente. La mayoría son bastante malos. Pero no pienso permitir que alguien entre aquí y les pegue un tiro en la cabeza.
Bina ha hervido dos tazas de café instantáneo. Le da una a Landsman.
—Negro y dulce —dice—, ¿verdad?
—Bina...
—Estás solo. La bandera negra sigue en su sitio. Si te pillan, si te metes en un lío, si los Rudashevsky te rompen las rodillas, yo no sé nada del tema. —Se acerca a su bolsa y saca un archivador de acordeón lleno de carpetas de expedientes. Lo deja sobre la mesa de enchapado—. El informe del forense solamente es parcial. Shpringer lo dejó más o menos en el aire. Sangre y pelo. Latentes. No es mucho. Balística sigue pendiente.
—Bina, gracias. Bina, escucha lo de ese tipo. No se llamaba Lasker. Ese tipo...
Ella le tapa la boca con la mano. Hacía tres años que no lo tocaba. Probablemente sería excesivo decir que la oscuridad se disipa al tocarle ella los labios con las yemas de sus dedos. Pero sí que tiembla, y la luz se filtra por las grietas.
—No sé nada del tema —dice ella. Aparta la mano. Da un sorbo de café instantáneo y hace una mueca—. Puaj.
Ella deja la taza, recoge su bolso y va hasta la puerta. Se detiene y se gira para mirar a Landsman, que está allí de pie vestido con el albornoz que ella le regaló para su treinta y cinco cumpleaños.
—Menudo morro tienes —dice ella—. No me puedo creer que tú y Berko fuerais allí.
—Teníamos que decirle que su hijo estaba muerto.
—Su hijo.
—Mendel Shpilman. El único hijo del rabino.
Bina abre la boca y la vuelve a cerrar. No tan asombrada como interesada, clavando sus dientes de terrier en la información, royendo el hueso ensangrentado de la misma. Landsman se da cuenta de que a ella le gusta cómo cede bajo la brusca presión de su mandíbula. Sus ojos, sin embargo, adoptan una fatiga que Landsman reconoce. Bina nunca perderá su apetito de detective por las historias de la gente, piensa Landsman, de retroceder cavilando por ellas desde el estallido final de violencia hasta la primera equivocación. Pero a veces los shammes se cansan un poco de esa hambre.
—¿Y qué ha dicho el rabino? —Ella suelta el pomo de la puerta con aire de arrepentimiento auténtico.
—Parecía un poco resentido.
—¿Parecía sorprendido?
—No especialmente, pero no sé qué conclusión sacar de eso. Me imagino que el chaval ya llevaba mucho tiempo cayendo por la rampa. ¿Acaso creo que Shpilman le habría metido una bala a su propio hijo? En teoría, seguro. Y Baronshteyn lo haría hasta dos veces.
El bolso de ella golpea el suelo como si fuera un cadáver. Bina se pone de pie y se da un masaje circular en el hombro para aliviar el dolor. Landsman podría ofrecerle ser él quien le dé el masaje, pero se contiene con sabiduría.
—Supongo que puedo esperar una llamada telefónica —dice ella—. De Baronshteyn. Tan pronto como haya tres estrellas en el cielo.
—Bueno, yo no le escucharía con demasiada atención cuando intente contarte lo destrozado que está porque Mendel Shpilman se encuentra fuera de circulación. A todo el mundo le encanta que regrese el hijo pródigo, salvo al que ha estado durmiendo con su pijama.
Landsman da un sorbo del café, horrorosamente amargo y dulce.
—El hijo pródigo.
—Fue una especie de niño prodigio. En el ajedrez, con la Torá y con los idiomas. Hoy he oído una historia según la cual le curó el cáncer a una mujer, y no es que me lo crea, pero aun así... Supongo que dentro del mundo de los sombreros negros circulaban muchas historias sobre él. Se decía que podía ser el Tzaddik Ha-Dor. ¿Sabes lo que es?
—Más o menos. Sí. En todo caso, sé lo que quiere decir la palabra —dice Bina. Su padre, Guryeh Gelbfish, es un hombre con cultura en el sentido tradicional, y cierta parte de su aprendizaje la ha dilapidado en su única descendiente, su hija—. El hombre justo de su generación.
—Lo que se cuenta es que esos tipos, esos tzaddik, han estado apareciendo con puntualidad, uno en cada generación, durante los últimos dos mil años más o menos, ¿verdad? Esperando con impaciencia. Aguardando a que el momento sea oportuno, o a que el mundo esté preparado, o bien, según dicen algunos, a que el momento sea inoportuno y el mundo esté lo menos preparado posible. De algunos de ellos se saben cosas. La mayoría llamaron muy poco la atención. Supongo que la idea es que el Tzaddik Ha-Dor podría ser cualquiera.
—Los hombres lo desprecian y lo rechazan —dice Bina, o más bien lo recita—. Es un hombre triste y familiarizado con la desgracia.
—Eso es lo que estaba diciendo yo —dice Landsman—. Cualquiera. Un vagabundo. Un académico. Un yonqui. Hasta un shammes.
—Supongo que es posible —dice Bina. Lo analiza mentalmente, el camino que va desde el superdotado obrador de milagros de los verbovers hasta el yonqui asesinado en un albergue de la calle Max Nordau. La historia concuerda de una forma que parece entristecerla—. En todo caso, me alegro de no ser yo.
—¿Es que ya no quieres redimir al mundo?
—¿Yo quería redimir al mundo antes?
—Creo que sí, en efecto.
Ella se queda pensando, frotándose un costado de la nariz con el dedo, intentando recordar.
—Supongo que lo he superado —dice ella, pero Landsman no se lo traga. Bina nunca ha dejado de querer redimir al mundo. Simplemente dejó que el mundo al que estaba intentando redimir se fuera volviendo más y más pequeño hasta que, llegado cierto punto, se podía encajar dentro del sombrero de un policía desesperanzado—. Ahora solo me dedico a los pollos parlantes.
Probablemente debería salir después de decir esa línea, pero decide quedarse durante otros quince segundos de tiempo irredento, apoyada en la puerta, mirando cómo Landsman toquetea las puntas raídas del cinturón de su albornoz.
—¿Qué le vas a decir a Baronshteyn cuando llame? —dice Landsman.
—Que tu comportamiento ha sido completamente incorrecto y que me encargaré de que comparezcas ante un consejo. Que tal vez te tenga que quitar la placa. Intentaré pelear, pero con este shomer de la Sociedad de Enterradores en camino, Spade, maldito sea, no tengo mucho espacio para maniobrar. Y tú tampoco.
—Muy bien, ya me has avisado —dice Landsman—. Estoy avisado.
—¿Y qué vas a hacer?
—¿Ahora? Ahora quiero charlar un poco con la madre. Shpilman dijo que nadie había sabido nada de Mendel ni hablado con él. Pero por alguna razón, me da la impresión de que no es cierto.
—Batsheva Shpilman. Va a ser una charla complicada —dice Bina—. Sobre todo para un hombre.
—Cierto —dice Landsman con nostalgia teatral.
—No —dice Bina—. No, Meyer. Olvídalo. Estás solo.
—Va a estar en el funeral. Lo único que tienes que hacer es...
—Lo único que tengo que hacer —dice Bina— es mantenerme alejada de los shomers, vigilar mi trasero y dejar que pasen los dos próximos meses sin pegarle fuego.
—Yo estaré encantado de vigilarte el trasero —dice Landsman, por los viejos tiempos nada más.
—Vístete —dice Bina—. Y hazme un favor, ¿quieres? Limpia esta porquería. Mira esta pocilga. No me puedo creer que estés viviendo así. Dios bendito, ¿no te avergüenzas de ti mismo?
Hubo un tiempo en que Bina Gelbfish creía en Meyer Landsman. O bien creía, a partir del momento en que lo conoció, que el hecho de conocerlo tenía cierto sentido, que detrás de su matrimonio había una intención discernible. Estaban entretejidos como un par de cromosomas, claro que lo estaban, pero mientras que Landsman no veía en ese entretejimiento nada más que un enredo, una maraña arbitraria de mentiras, Bina veía la mano del Artífice de Nudos. Y a cambio de la fe de ella, Landsman la recompensó con su fe en la Nada misma.
—Solo cuando veo tu cara.
20
Landsman le gorrea media docena de papiros al encargado de los fines de semana, Krankheit, y luego mata una hora encendiéndolos mientras los informes sobre el muerto de la 208 le hacen entrega de su lastimosa narración de proteínas, marcas de grasa y polvo. Tal como ha dicho Bina, no ofrecen nada nuevo. El asesino parece haber sido un profesional, un shlosser habilidoso que no ha dejado ningún rastro de su paso. Las huellas dactilares del muerto coinciden con las que hay registradas de un tal Menachem-Mendel Shpilman, detenido siete veces por asuntos de drogas durante los últimos diez años, con diversos alias, incluyendo Wilhelm Steinitz, Aron Nimzovitch y Richard Réti. Esto, y no más, es lo que está claro.
Landsman considera la posibilidad de pedir que le traigan una pinta, pero acaba dándose una ducha caliente. El alcohol le ha fallado, la idea de la comida le revuelve el estómago y, hay que afrontarlo, si alguna vez fuera realmente a suicidarse, ya hace mucho tiempo que lo habría hecho. Así que muy bien, el trabajo es una broma, pero sigue siendo trabajo. Y ese es el verdadero contenido del archivador de acordeón que Bina le ha traído, el verdadero mensaje que le ha entregado a través de la línea divisoria de la política del departamento, el alejamiento marital y las carreras que se alejan en direcciones opuestas: continúa con lo tuyo.
Landsman libera el último traje limpio de su saco de plástico, se afeita el mentón y le saca un buen brillo a su sombrero porkpie con su cepillo para sombreros. Hoy está fuera de servicio, pero estar de servicio no significa nada, hoy no significa nada; nada significa nada más que un traje limpio, tres Broadways sin fumar, el bamboleo de la resaca justo detrás de sus ojos y el murmullo del cepillo contra el fieltro color marrón whisky de su sombrero. Y de acuerdo, tal vez un resto en su habitación de hotel del olor de Bina, del cuello amargo de su camisa, de su jabón de verbena, del olor a mejorana de su axila. Baja en el ascensor sintiéndose como si acabara de salir de debajo de la sombra vertiginosa de un piano en caída libre, con una especie de repiqueteo jazzístico en los oídos. El nudo de su corbata de seda acanalada dorada y verde le presiona la laringe con su pulgar como si fuera un remordimiento oprimiendo una conciencia culpable, un recordatorio de que está vivo. Su sombrero reluce tanto como una foca.
Nadie ha quitado la nieve de la calle Max Nordau. Los equipos de limpieza de Sitka, reducidos a esqueletos, se concentran en las arterias principales y en la autopista. Landsman le deja el Super Sport al tipo del garaje después de recuperar sus chanclos de goma del maletero. Luego echa a dar zancadas cuidadosas a través de los montones de nieve de treinta centímetros de espesor que lo separan del Mabuhay Donuts de la calle Monastir.
El donut chino al estilo filipino, o shtekeleh, es la gran contribución del distrito de Sitka a los gastrónomos del mundo. En su forma presente no se puede encontrar en las Filipinas. Ningún chino de buen comer lo reconocería como fruto de sus freidoras nativas. Igual que Yahvé, que era el dios sumerio de las tormentas, el shtekeleh no lo inventaron los judíos, pero el mundo no concebiría ni a Dios ni el shtekeleh si no fuera por los judíos y por los deseos de estos. Una panatela de masa frita no del todo dulce y no del todo salada, rebozada de azúcar, con la corteza crujiente, blanda por dentro y repleta de burbujas de aire. Lo mojas en tu taza de plástico de té con leche y cierras los ojos y durante diez segundos grasientos pareces divisar una posibilidad de cosas mejores.
El maestro secreto del donut chino al estilo filipino es Benito Taganes, propietario y rey de las cubetas burbujeantes del Mabuhay. El Mabuhay, oscuro, diminuto e invisible desde la calle, abre toda la noche. Hace de desagüe de los bares y cafés después de la hora del cierre, concentra a los malvados y a los culpables a lo largo de su mostrador de formica descascarillado y rezuma los cotilleos de los criminales, los policías, los shtarkers, los shlemiels, las putas y las aves nocturnas. Con la grasa aplaudiendo en las freidoras, los ventiladores de la salida de humos rugiendo, y el estéreo portátil emitiendo a todo volumen lo nostálgicos kundimans de la infancia de Benito en Manila, la clientela ventila sus secretos a mansalva. Una neblina dorada de aceite kosher flota en el aire y aturde los sentidos. ¿Quién podría oír algo con las orejas llenas de KosherFry y los lamentos de Diomedes Maturan? Sin embargo, Benito Taganes sí que oye, y además recuerda. Benito te podría trazar el árbol genealógico de Alexei Lebed, el jefe de la mafia rusa, salvo por el hecho de que en el mismo no encontrarías abuelos y sobrinas, sino recogedores de dinero de extorsiones, asesinatos y cuentas bancarias en el extranjero. Te podría cantar un kundiman de esposas que permanecen fieles a sus maridos encarcelados y de maridos que están en la cárcel porque sus mujeres los han delatado. Sabe quién guarda la cabeza de Peludo Markov en su garaje, y qué inspector de narcóticos está en la nómina de Anatoly Moskowits la Bestia Salvaje. Lo que pasa es que solo Meyer Landsman sabe que él sabe todo eso.
—Un donut, reb Taganes —dice Landsman en cuanto entra dando tumbos por el callejón, sacudiéndose la corteza de nieve de sus chanclos.
La tarde de sábado en Sitka yace muerta como un Mesías fracasado y envuelto en su harapo retorcido de nieve. En la acera no había nadie, y por la calle apenas pasaban coches. Pero aquí dentro de Mabuhay Donuts hay tres o cuatro desechos, solitarios y borrachos entre una curda y la siguiente, apoyados en el mostrador centelleante de resina, sorbiendo el té de sus shtekelehs y trabajando en los cálculos de sus siguientes equivocaciones.
—¿Solo uno? —dice Benito. Es un hombre bajito y grueso con la piel del mismo color que el té lechoso que sirve y con las mejillas picadas de viruelas como un par de lunas oscuras. Aunque tiene el pelo negro, ya pasa de los setenta. De joven fue campeón de peso mosca de Luzon, y debido a sus gruesos dedos y a los salamis tatuados de sus antebrazos a veces lo confunden con un cliente bravucón, lo cual redunda en beneficio de los intereses de su negocio. Sus grandes ojos de color caramelo lo traicionan, así que los mantiene encapuchados y abatidos. Pero Landsman los ha mirado fijamente. Para manejar a un shtinker hay que ver el corazón roto que se esconde detrás de la cara más inexpresiva—. Parece que necesita usted comerse un par, tal vez tres, detective.
Benito aparta de un codazo al sobrino o primo que tiene trabajando en la cesta de la freidora y mete una cuerda de masa cruda en la grasa como quien encanta a una serpiente. Unos minutos más tarde, Landsman tiene en la mano un paquete de papel bien prieto y lleno de paraíso.
—Tengo esa información que querías sobre la hija de la hermana de Olivia —dice Landsman mientras da un bocado caliente y azucarado.
Benito saca una taza de té para Landsman y luego señala con la cabeza el callejón. Se pone su anorak y salen los dos. Benito se saca un llavero de la trabilla del cinturón y abre una puerta de hierro que hay a dos puertas de distancia de Mabuhay Donuts. Ahí es donde Benito tiene a su amante, Olivia, en tres habitaciones pequeñas y limpias con un retrato de Warhol de Dietrich y un olor amargo a vitaminas y gardenias podridas. Olivia no está. Últimamente la mujer ha estado entrando y saliendo del hospital, muriéndose por entregas, cada una de las cuales tiene un final lleno de suspense. Benito le hace una señal a Landsman para que se siente en un sillón de cuero rojo ribeteado en blanco. Por supuesto, Landsman no tiene ninguna información para Benito sobre ninguna hija de ninguna hermana de Olivia. Y Olivia tampoco es una mujer, pero Landsman es el único que sabe eso de Benito Taganes, el rey de los donuts. Hace años, un violador reincidente llamado Kohn asaltó a la señorita Olivia Lagdameo y descubrió su secreto. La segunda gran sorpresa que se llevó Kohn aquella noche fue la aparición casual del agente de policía Landsman. Lo que le hizo Landsman a la cara de Kohn le provocó a aquel momzer dificultades para hablar durante el resto de su vida. Así que es una mezcla de gratitud y vergüenza, y no el dinero, lo que impulsa el flujo de información de Benito hacia el hombre que salvó a Olivia.
—¿Has oído algo alguna vez sobre el hijo de Heskel Shpilman? —dice Landsman, dejando los donuts y la taza de té—. Un chaval llamado Mendel.
Benito se queda de pie, con las manos unidas detrás de la espalda, como un chaval al que llaman para que recite un poema en la escuela.
—A lo largo de los años —dice—. Un par de cosas. Yonqui, ¿no?
Landsman arquea una ceja enmarañada apenas medio centímetro. Uno no contesta a las preguntas de los shtinkers, sobre todo a las retóricas.
—Mendel Shpilman —decide Benito—. Lo he visto unas cuantas vez. Un tipo raro. Habla un poco tagalo. Canta una poca canción filipina. ¿Qué pasa? No está muerto, ¿verdad?
Landsman sigue sin decir nada, pero le cae bien Benny Taganes y siempre le parece un poco maleducado atosigarlo. Para cubrir el silencio, coge el shtekeleh y le da un bocado. Sigue caliente, y tiene un regusto de vainilla, y la corteza cruje entre sus dientes como el glaseado de caramelo de un cuenco de natillas. Mientras Landsman se lo está metiendo en la boca, Benito lo observa con la frialdad calculadora de un director de orquesta que le está haciendo una prueba a un flautista.
—Está bueno, Benny.
—No me insulte, detective, se lo ruego.
—Lo siento.
—Ya sé que es bueno.
—El mejor.
—No hay nada en su vida que se le acerque.
Eso es tan sencillamente cierto que el sentimiento hace aflorar un reguero de lágrimas a los ojos de Landsman, que se come otro donut para disimular.
—Alguien estaba buscando a ese yid —dice Benito con su yiddish áspero y fluido—. Hace dos, tres meses. Un par de tipos.
—¿Los viste tú?
Benito se encoge de hombros. Nunca le ha revelado a Landsman sus tácticas ni sus operaciones, los primos y los sobrinos y la red de sub—shtinkers que trabajan para él.
—Alguien los vio —dice—. Puede que fuera yo.
—¿Eran sombreros negros?
Benito reflexiona sobre la pregunta durante un rato y Landsman nota que le inquieta de una forma científica, casi placentera. Después niega con la cabeza de forma lenta y firme.
—Sombreros negros no —dice—. Pero barbas sí.
—¿Barbas? ¿Qué quieres decir, que eran religiosos?
—Yarmulkes pequeños. Barbas cortas. Jóvenes.
—¿Rusos? ¿Acentos?
—Si alguien me ha hablado de esos jóvenes, el que me lo contó no me dijo nada de acentos. Si los vi yo mismo, entonces lo siento, no me acuerdo. Eh, ¿qué pasa, por qué no está usted apuntando esto, detective?
En los primeros tiempos de su colaboración, Landsman hacía grandes alardes de tomarse la información de Benito muy en serio. Ahora saca su cuaderno y garabatea un par de líneas, solamente para mantener feliz al rey de los donuts. No está seguro de qué pensar de esos dos o tres judíos jóvenes y pulcros, religiosos pero sin sombreros negros.
—¿Y qué estaban buscando exactamente, por favor? —dice.
—Paraderos. Información.
—¿Y la consiguieron?
—No en Mabuhay Donuts. No de un Taganes.
A Benito le suena el shoyfer, lo abre y se lo lleva a la oreja. Toda dureza abandona las líneas que le rodean la boca. Su cara se vuelve ahora como su mirada, suave y rebosante de sentimiento. Se pone a parlotear cariñosamente en tagalo. Landsman capta el sonido parecido a un mugido de su propio apellido.
—¿Cómo está Olivia? —pregunta Landsman en cuanto Benito cierra su teléfono y vierte un metro de yeso frío en el molde de su cara.
—No puede comer —dice Benito—. Se le acabaron los shtekelehs.
—Qué lástima.
Han acabado. Landsman se levanta, devuelve el cuaderno al bolsillo y se come el último bocado. Se siente más fuerte y más contento de lo que ha estado durante semanas, o tal vez meses. La muerte de Mendel Shpilman tiene algo, una historia a la que aferrarse, y eso le está sacudiendo de encima el polvo y las arañas. O tal vez es el donut. Se dirigen a la puerta, pero Benito le pone una mano en el brazo a Landsman.
—¿Por qué no me pregunta usted nada más, detective?
—¿Qué te gustaría que te preguntase? —Landsman frunce el ceño y luego da con una pregunta vacilante—. ¿Tal vez tú también te has enterado de algo hoy? ¿Algo procedente de la isla de Verbov?
Cuesta imaginarlo, pero no es inconcebible que el rumor del enfado de los verbovers por la visita de Landsman al rabino haya llegado a oídos de Benito.
—¿La isla de Verbov? No, otra cosa. ¿Sigue usted investigando lo de Zilberblat?
Viktor Zilberblat es uno de los once casos pendientes que se supone que Landsman y Berko tendrían que estar resolviendo con efectividad. A Zilberblat lo mataron a puñaladas el marzo pasado delante de la taberna de Hofbrau, en el Nachtasyl, el viejo barrio alemán, a unas cuantas manzanas de aquí. El cuchillo era pequeño y poco afilado, y el asesinato tenía un aire de improvisación.
—Alguien ha visto al hermano —dice Benito Taganes—. Rafi. Rondando por ahí.
A nadie le entristeció ver muerto a Viktor, y mucho menos a su hermano, Rafael. Viktor había maltratado a Rafael, lo había engañado, humillado y se había quedado con su dinero y con su mujer. Después de la muerte de Viktor, Rafael se marchó de la ciudad con paradero desconocido. Las pruebas que vinculan a Rafael con el cuchillo son, en el mejor de los casos, poco concluyentes. Dos testigos no muy de fiar lo situaron a sesenta kilómetros del Nachtasyl durante un par de horas antes y después de la hora probable del asesinato de su hermano. Pero Rafi Zilberblat tiene unos antecedentes policiales largos y monótonos, y las cosas le van a ir muy bien, reflexiona Landsman, a la vista de la rebaja de los requisitos de pruebas que implica la nueva estrategia del departamento.
—Rondando ¿por dónde? —dice Landsman.
La información es como un trago de café negro. Se sorprende a sí mismo retorciéndose alrededor de la libertad de Rafael Zilberblat como una serpiente de cincuenta kilos.
—La tienda Big Macher, ahora está cerrada, en Granite Creek. Alguien lo ha visto rondando por allí. Llevando cosas. Una lata de propano. Tal vez está viviendo dentro de la tienda vacía.
—Gracias, Benny —dice Landsman—. Lo comprobaré.
Landsman hace el gesto de salir del apartamento. Benito Taganes lo agarra de la manga. Le alisa el cuello del abrigo a Landsman con una mano paternal. Le limpia las migas de azúcar de canela.
—La mujer de usted —dice—. ¿Está aquí otra vez?
—En toda su gloria.
—Una mujer simpática. Benny le manda saludos.
—Le diré que te visite.
—No, no le diga nada. —Benny sonríe—. Ahora ella es su jefa.
—Siempre fue mi jefa —dice Landsman—. Simplemente ahora es oficial.
La sonrisa se desvanece y Landsman aparta la mirada del espectáculo de los ojos afligidos de Benito Taganes. La mujer de Benito es una mujercilla sin voz y sombría, pero en sus buenos tiempos la señorita Olivia se comportaba como si fuera jefa de medio mundo.
—Mejor para usted —dice Benito—. Le hace falta.
21
Landsman se pone un cargador extra de munición en el cinturón y conduce hasta el norte de la ciudad, más allá de Halibut Point, donde la ciudad empieza a desvanecerse y el agua se adentra en la tierra y se pone a palparla como si fuera el brazo de un policía. Saliendo de la carretera de Ickes, las ruinas de un centro comercial marcan el fin del sueño del Sitka judío. El impulso de llenar hasta el último espacio vacío de aquí a Yakovy con los judíos del mundo se agotó en este aparcamiento. El Estatus Permanente no llegó nunca, ni tampoco se produjo la entrada de carne judía nueva procedente de los rincones amargos y los callejones oscuros de la diáspora. Las urbanizaciones proyectadas siguen siendo simples líneas sobre el papel azul que llena un cajón de acero.
La tienda de la cadena Big Macher de Granite Creek murió hace unos dos años. Las puertas están cerradas con una cadena y a lo largo de su flanco sin ventanas donde una vez hubo el nombre de la tienda escrito en yiddish y en caracteres romanos, solamente queda una sucesión críptica de agujeros y puntos de ficha de dominó, un braille del fracaso.
Landsman deja su coche en la mediana y cruza andando el vacío gigantesco y congelado del aparcamiento en dirección a la puerta principal. Aquí no hay tanta nieve amontonada como en las calles del centro de la ciudad. El cielo está despejado y es de color gris pálido, con rayas de un gris más oscuro estilo piel de tigre. Landsman suelta un soplido contrariado mientras desfila hacia las puertas de cristal, que tienen los picaportes inmovilizados como si fueran brazos con un trozo colgante de cadena encauchada en azul. Landsman trae la idea de llamar a las puertas sosteniendo la insignia en alto y haciendo vibrar su actitud a modo de campo de fuerza, y de que ese galgo sigiloso de hombre que es Rafi Zilberblat va a salir dócil y parpadeando a la luz deslumbrante de la nieve.
La primera bala ennegrece el aire de al lado de la oreja derecha de Landsman como un moscardón zumbante. Él no sabe que es una bala hasta que oye, o recuerda haber oído, un estallido amortiguado y luego un estruendo de cristales. Para entonces ya está cayendo boca abajo sobre la nieve, echándose boca abajo en el suelo, donde la siguiente bala encuentra su nuca y le quema como un reguero de gasolina tocado por una cerilla. Landsman saca como puede su sholem, pero tiene una telaraña en la cabeza o por encima de la cara, y le afecta una parálisis de pesar. Su plan no era un plan ni era nada, y resulta que le ha salido mal. Tampoco tenía nada previsto por si le salía mal. Nadie sabe dónde está salvo Benito Taganes, con su mirada de melaza y su silencio casi universal. Landsman va a morir en un aparcamiento desolado en los márgenes del mundo. Cierra los ojos. Cuando los abre, la telaraña se ha vuelto más densa y en ella centellea una especie de rocío. Pasos en la nieve, más de una persona. Landsman levanta su pistola y apunta a través de las ristras centelleantes de lo que sea que va mal en su cabeza. Dispara.
Hay un grito de dolor, femenino, un jadeo, y luego la mujer le desea a Landsman un cáncer de testículos. La nieve llena las orejas de Landsman y se le funde por el cuello del abrigo y cogote abajo. Alguien le quita la pistola y trata de incorporarlo a rastras. Palomitas de maíz en el aliento. Landsman se incorpora dando tumbos y la venda que le está tapando los ojos se disipa un poco. Ahora puede ver el hocico bigotudo de Rafi Zilberblat, y junto a las puertas del Big Macher, a una rubia de bote regordeta y tirada de espaldas a quien la vida se le está escapando del vientre sobre la nieve roja y humeante. Y un par de pistolas, una de ellas en la mano de Zilberblat y apuntando a la cabeza de Landsman. Al ver el brillo de la automática se disipa la telaraña de pesar y remordimientos de Landsman. El olor a palomitas, procedente del interior de la tienda abandonada, altera su percepción del olor a sangre y le saca la dulzura. Landsman agacha la cabeza y suelta su Smith & Wesson.
Zilberblat estaba tirando con tanta fuerza de la pistola que cuando Landsman abre la mano, el otro se cae de espaldas sobre la nieve. Landsman trepa encima de Zilberblat. Ahora está limitándose a actuar, sin un solo pensamiento en la cabeza. Arranca su sholem de la mano del otro y le da la vuelta, y el mundo aprieta el gatillo de todas sus pistolas. A Zilberblat le crece un cuerno de sangre en la coronilla. Ahora las telarañas las tiene Landsman en los oídos. Lo único que oye es el aliento en el fondo de su propia garganta y los latidos de su sangre.
Durante un instante una paz extraña se abre como un paraguas dentro de Landsman mientras se pone a horcajadas encima del hombre al que acaba de matar, con las rodillas ardiendo en la nieve. Todavía conserva la suficiente presencia de ánimo como para entender que esa tranquilidad no es necesariamente una buena señal. Luego las dudas se empiezan a agolpar en torno a la conciencia del desastre que acaba de provocar, como peatones juntándose alrededor de un suicida que se ha tirado desde una cornisa. Landsman se pone de pie tambaleándose. Ve las vísceras sobre su abrigo, los jirones de cerebro, un diente.
Dos seres humanos muertos sobre la nieve. El olor a palomitas, un hedor mantecoso a pies, le abruma.
Mientras está ocupado soltando la papilla sobre la nieve, otro hombre sale de la tienda Big Macher. Un joven con hocico de rata y zancadas largas. A Landsman todavía le queda la agudeza suficiente para identificarlo como a un Zilberblat. Este Zilberblat tiene los brazos levantados y una expresión frenética en la cara. Las manos vacías. Pero cuando ve a Landsman sangrando y vomitando a cuatro patas, abandona su proyecto de rendirse. Coge la automática que hay tirada en el suelo junto a los despojos de su hermano. Landsman se escora hasta incorporarse y el reguero de fuego que tiene en la parte de atrás de la cabeza se inflama. Siente que el suelo cede bajo sus pies y luego se produce una negrura rugiente.
Después de morir, se despierta tirado boca abajo en la nieve. No nota la nieve que tiene en la mejilla. El pitido salvaje de sus oídos ha desaparecido. Se encorva hasta quedar sentado. La sangre de su nuca ha esparcido rododendros por la nieve. El hombre y la mujer a los que disparó no se han movido, pero no hay rastro del joven Zilberblat que tal vez lo ha disparado a él y lo ha matado, o tal vez no. Con una claridad de pensamiento repentina, y una sospecha cada vez mayor de que se ha olvidado de morirse, Landsman se palpa la ropa. Le han desaparecido el reloj, la cartera, las llaves del coche, el móvil, la pistola y la placa. A continuación busca con la mirada su coche aparcado a lo lejos, junto a la carretera de entrada. Cuando ve que su Super Sport no está, sabe que sigue vivo, porque solamente la vida le podría ofrecer un panorama tan amargo.
—Otro puto Zilberblat —dice—. Y todos son así.
Tiene frío. Considera la posibilidad de entrar en el Big Macher, pero el hedor a palomitas lo mantiene a raya. Aparta la vista de las puertas bostezantes y levanta la mirada hacia lo alto de la colina y las montañas que hay detrás, negras de tantos árboles. Luego se sienta sobre la nieve. Al cabo de un rato se tumba. Se está caliente y cómodo, y huele a polvo fresco, así que cierra los ojos y se queda dormido, encogido en su pequeño y acogedor agujero oscuro en la pared del hotel Zamenhof. Y por una vez en su vida, la claustrofobia no le molesta, ni una pizca.
22
Landsman tiene a un bebé en brazos. El bebé llora, sin ninguna razón grave. A Landsman su llanto le oprime el corazón de forma placentera. Le resulta un alivio descubrir que tiene a un bebé gordo y guapo que huele a gofres y a jabón. Le estruja los pies gordezuelos y calcula el peso del pequeño hombrecito que tiene en brazos, al mismo tiempo insignificante y enorme. Se gira hacia Bina para darle la buena noticia: todo ha sido una equivocación. Aquí está su niño. Pero no hay ninguna Bina a quien decírselo, solamente el recuerdo en las narices de Landsman del olor de la lluvia sobre el pelo de ella. Y entonces se despierta y se da cuenta de que el niño que está llorando es Pinky Shemets, a quien le están cambiando el pañal, o bien está formulando una protesta por una u otra razón. Landsman parpadea y el mundo se entromete en forma de un tapiz de batik, y él se siente vaciado, igual que la primera vez, por la pérdida de su hijo.
Landsman está tumbado en la cama de Berko y Ester-Malke, de lado, mirando la pared y la escena en lino teñido de jardines balineses y aves silvestres. Alguien lo ha desvestido y lo ha dejado en calzoncillos. Se incorpora hasta sentarse. La piel del cogote le pica y de pronto un cordón de dolor se tensa. Landsman se palpa el lugar de la herida. A su alrededor, un extraño trozo de cuero cabelludo sin pelo. Los recuerdos caen los unos sobre los otros con un ruido de palmadas, como si fueran fotografías recién salidas de la cámara de la muerte del doctor Shpringer. Un empleado jocoso de urgencias, una radiografía, una inyección de morfina, un algodón acechante empapado de Betadine. Antes, la luz de una farola trazando rayas en el techo de vinilo blanco de una ambulancia. Y antes de eso. Antes del trayecto en ambulancia. Nieve fangosa de color púrpura. Vapor de los contenidos derramados de la tripa de un hombre. Una avispa en su oído. Un chorro rojo saliendo a presión de la frente de Rafi Zilberblat. Una cifra de agujeros en una superficie blanca de yeso. Landsman se aparta del recuerdo de lo que ha pasado en el aparcamiento del Big Macher tan deprisa que choca de bruces con la punzada de perder a Django Landsman en su sueño.
—Pobre de mí —dice Landsman.
Se seca los ojos. Daría una de sus glándulas, o un órgano poco importante, por un papiros.
Se abre la puerta del dormitorio y entra Berko, trayendo un paquete casi lleno de Broadways.
—¿Te he dicho alguna vez que te quiero? —dice Landsman, sabiendo muy bien que la respuesta es no.
—No lo has dicho nunca, gracias a Dios —dice Berko—. Estos me los ha dado la vecina, la mujer de Fried. Le he dicho que se los incautaba la policía.
—Te estoy locamente agradecido.
—Tomo nota del adverbio.
Berko también toma nota del hecho de que Landsman ha estado llorando. Una ceja se eleva, permanece suspendida y desciende suavemente como un mantel que se posa en una mesa.
—¿El bebé está bien? —dice Landsman.
—Dientes.
Berko coge una percha de un gancho que hay en la parte de atrás de la puerta del dormitorio. En la percha está la ropa de Landsman, limpia y cepillada. Berko busca dentro del bolsillo del blazer de Landsman y saca una caja de cerillas. Luego va hasta la cama y le ofrece los papiros y las cerillas.
—Para ser sinceros —dice Landsman—, no sé muy bien qué estoy haciendo aquí.
—Ha sido idea de Ester-Malke. Sabiendo lo que piensas de los hospitales. Han dicho que no hacía falta que te quedaras.
—Siéntate.
En la habitación no hay sillas. Landsman se aparta un poco y Berko se sienta en el borde de la cama, provocando el pánico entre los muelles de la misma.
—¿Seguro que no pasa nada si fumo?
—Seguro que sí pasa. Ponte al lado de la ventana.
Landsman escora el cuerpo para salir de la cama. Cuando sube la persiana de bambú de la ventana, le sorprende ver que está lloviendo a cántaros. El olor a lluvia se cuela por los cinco centímetros que está entreabierta la ventana, lo cual explica la fragancia del pelo de Bina que notaba en el sueño. Landsman mira hacia abajo en dirección al aparcamiento del edificio de apartamentos y observa que la nieve se ha derretido y que se la ha llevado la lluvia. La luz también le resulta rara.
—¿Qué hora es?
—Las cuatro y media... y treinta y dos —dice Berko sin mirarse el reloj.
—¿De qué día?
—Del domingo.
Landsman abre la ventana del todo y apoya una nalga en el antepecho. La lluvia le cae sobre la cabeza dolorida. Enciende su papiros, da una calada larga y trata de decidir si esa información le inquieta.
—Hacía mucho que no hacía eso —dice—. Dormir durante un día entero.
—Debía de ser que lo necesitabas —comenta Berko en tono insulso. Echa una mirada de reojo en dirección a Landsman—. Ester-Malke es quien te ha quitado los pantalones. Solamente para que lo sepas.
Landsman tira la ceniza por la ventana.
—Me han disparado.
—Te ha rozado una bala. Dicen que es más bien una especie de quemadura. No han necesitado dar puntos.
—Eran tres. Rafael Zilberblat. Un pisher que me pareció que era su hermano. Y una chati. El hermano se llevó mi coche y mi cartera. Mi placa y mi sholem. Y me dejó allí.
—Así es como se ha reconstruido.
—Quería llamar para pedir ayuda, pero el pequeño judío cara de rata también me quitó el shoyfer.
La mención del teléfono de Landsman hace sonreír a Berko.
—¿Qué? —dice Landsman.
—Tu pisher estaba conduciendo tranquilamente. Dirección norte por la autopista Ickes, con rumbo a Yakovy, Fairbanks o Irkutsk.
—Ajá.
—Y le sonó el teléfono. Y tu pisher lo cogió.
—¿Y eras tú?
—Bina.
—Me gusta.
—Dos minutos al teléfono con el tal Zilberblat le bastaron para sacarle su paradero, su descripción y el nombre del perro que tenía a los once años. Un par de latkes lo pillaron cinco minutos más tarde delante de Krestov. Tu coche está bien. En tu cartera todavía quedaba dinero.
Landsman finge que se interesa por la forma en que el fuego convierte el tabaco curado en copos de ceniza.
—¿Y mi placa y mi pistola? —dice.
—Ah.
—Ah.
—Tu placa y tu pistola están ahora en manos de tu oficial superior.
—¿Y tiene intención de devolvérmelas?
Berko extiende un brazo y alisa el hoyo que Landsman ha dejado en la superficie de la cama.
—Fue estrictamente en acto de servicio —dice Landsman, y su tono le suena lastimero incluso a él mismo—. Me dieron un chivatazo sobre Rafi Zilberblat. —Se encoge de hombros y se pasa los dedos por el vendaje que tiene en la nuca—. Solo quería hablar con el yid.
—Tendrías que haberme llamado primero.
—No quería molestarte en sábado.
No es excusa, y le sale todavía menos convincente de lo que Landsman pretendía.
—Nu, soy un idiota —admite Landsman—. Y también un mal policía.
—Regla número uno.
—Lo sé. Me apetecía hacer algo en aquel mismo momento. No pensé que fuera a salir como salió.
—En todo caso —dice Berko—, el pisher, el hermano pequeño, se hace llamar Willy Zilberblat. Ha confesado de parte de su hermano. Dice que claro que Rafi mató a Viktor. Con la mitad de unas tijeras.
—Qué te parece.
—Dejando de lado todo lo demás, yo diría que Bina tiene razones para estar contenta contigo por este asunto. Lo has resuelto con mucha eficacia.
—La mitad de unas tijeras.
—No me digas que no es ingenioso.
—Hasta frugal.
—Y la chati a la que trataste con tanta dureza... ¿también fuiste tú?
—Fui yo.
—Muy bonito, Meyer. —No hay sarcasmo ni en el tono de Berko ni en su cara—. Le has clavado un balazo a Yacheved Flederman.
—Imposible.
—Menudo día has tenido.
—¿La enfermera?
—Nuestros colegas de la Brigada B están encantados contigo.
—¿La que mató a aquel viejo, cómo se llamaba, Herman Pozner?
—Era el único caso que tenían abierto del año pasado. Creían que se había ido a México.
—Joder —dice Landsman en americano.
—Tabatchnik y Karpas ya han hablado con Bina a tu favor, tengo entendido.
Landsman aplasta el papiros contra el costado del edificio y luego tira la colilla bajo la lluvia. Tabatchnik y Karpas les están dando toda una lección a Landsman y a Shemets; no hay color entre unos y otros.
—Hasta cuando tengo buena suerte —dice—, en realidad es mala. —Suspira—. ¿Hemos oído algo de la isla de Verbov?
—Ni pío.
—¿Nada en los periódicos?
—Ni en el Licht ni en el Rut. —Se trata de los dos diarios más importantes de los sombreros negros—. Ningún rumor que yo haya oído. Nadie está hablando del tema. Nadie. Silencio total.
Landsman se levanta del antepecho de la ventana y va al teléfono que tiene en la mesilla junto a la cama. Marca un número que memorizó hace años, hace una pregunta y cuelga.
—Los verbovers recogieron el cuerpo de Mendel Shpilman anoche.
El teléfono da un salto en la mano de Landsman, gorjeando como un pájaro robótico. Él se lo pasa a Berko.
—Parece que está bien —dice Berko al cabo de un momento—. Sí, me imagino que necesitará descansar. Muy bien. —Baja el auricular y se lo queda mirando, tapando el micrófono con la yema del pulgar—. Tu ex mujer.
—Me han dicho que estás bien —le dice Bina a Landsman cuando este se pone al teléfono.
—Eso dicen —dice Landsman.
—Tómate tu tiempo —sugiere ella—. Date un descanso.
Él tarda un segundo en registrar la importancia de sus palabras, de tan amable y sereno que es el tono de ella.
—Tú no me harías eso —dice—. Bina, por favor, dime que no es verdad.
—Dos muertos. Por tu pistola. Sin más testigos que un chaval que no vio lo que pasaba. Es automático. Suspensión con paga, en espera de que el consejo inspeccione el caso.
—Se pusieron a dispararme. Yo tenía un soplo fiable, me acerqué al lugar con la pistola en la funda, fui educado como un ratón. Y ellos se pusieron a dispararme a mí.
—Y por supuesto, tendrás ocasión de contar tu versión. Entretanto, voy a dejar tu placa y tu pistola en esta bonita bolsa de plástico roja de Hello Kitty donde las llevaba Willy Zilberblat, ¿de acuerdo?
—Esto puede tardar semanas en resolverse —dice Landsman—. Para cuando me devuelvan al servicio, puede que la División Central de Sitka ya no exista. Aquí no hay motivos para una suspensión, y tú lo sabes. En las presentes circunstancias, me puedes mantener en el servicio activo mientras la inspección avanza y seguir dirigiendo este caso tal como dice el manual.
—Hay manuales y manuales —dice Bina.
—No seas críptica —dice, y añade en americano—: ¿Qué coño pasa?
Bina tarda dos largos segundos en contestar.
—He recibido una llamada del inspector jefe Vayngartner. Anoche —dice—. Poco después de oscurecer.
—Ya veo.
—Y me dijo que él también había recibido una llamada. Y la había recibido en su casa. Y me imagino que el estimado caballero que había al otro lado de la línea tal vez estuviera un poco molesto por ciertas conductas de las que puede que el detective Meyer Landsman hiciera gala en el vecindario de ese caballero el viernes por la tarde. Creando altercados públicos. Mostrando una grave falta de respeto por la población local. Operando sin autoridad ni aprobación.
—¿Y Vayngartner respondió?
—Dijo que eras un buen detective, pero que se sabía que tenías ciertos problemas.
Y ahí, Landsman, tienes el epitafio para tu lápida.
—¿Y qué le dijiste tú a Vayngartner? —dice él—. Cuando te llamó para estropearte tu noche de sábado.
—Mi noche de sábado. Mi noche de sábado es como un burrito al microondas. Es muy difícil estropear algo que ya era tan malo de entrada. Pues resulta que le dije al inspector jefe Vayngartner que te habían disparado.
—¿Y él qué dijo?
—Dijo que a la luz de esas nuevas pruebas, tal vez tendría que replantearse sus creencias ateas de toda la vida. Y que yo tenía que hacer lo que pudiera para asegurarme de que estuvieras cómodo, y de que descansaras mucho durante una temporadita. Así que es lo que estoy haciendo. Estás suspendido, con paga completa, hasta nuevo aviso.
—Bina. Bina, por favor. Tú ya me conoces.
—Sí.
—Si no puedo trabajar... Tú no puedes...
—No tengo más remedio. —La temperatura de su voz baja tan de repente que en la línea telefónica tintinean cristales de hielo—. Ya sabes qué poco margen tengo en una situación como esta.
—¿Quieres decir cuando unos gángsters mueven hilos para evitar que continúe la investigación de un asesinato? ¿Te refieres a esa clase de situación?
—Yo respondo ante el inspector jefe —explica Bina como si estuviera hablando con un burro. Sabe perfectamente que no hay nada que Landsman odie más que el que lo traten como si fuera tonto—. Y tú respondes ante mí.
—Ojalá no hubieras llamado a mi teléfono —dice Landsman al cabo de un momento—. Habría sido mejor que me dejaras morir.
—No seas melodramático —dice Bina—. Ah, y no las merecen.
—¿Y qué se supone que tengo que hacer ahora, además de dar las gracias por que me corten las pelotas?
—Eso es cosa tuya, detective. Tal vez podrías probar a pensar en el futuro, para variar.
—El futuro —dice Landsman—. ¿Como qué, por ejemplo? ¿Coches que vuelan? ¿Hoteles en la luna?
—Me refiero a tu futuro.
—¿Quieres ir a la luna conmigo, Bina? Tengo entendido que todavía aceptan judíos.
—Adiós, Meyer.
Ella cuelga. Landsman corta la conexión por su lado y se queda un minuto sin hacer nada, mientras Berko lo mira desde la cama. Landsman siente que lo acomete una última ráfaga de rabia y de entusiasmo, como si se desalojara una bola de tierra del interior de una tubería. Y después se queda vacío.
Se sienta en la cama. Se mete bajo las sábanas, vuelve la cara hacia la escena balinesa que hay en la pared y cierra los ojos.
—Esto, ¿Meyer? —dice Berko. Pero Landsman no le contesta—. ¿Estás planeando pasar mucho tiempo más en la cama?
Landsman no ve ninguna ventaja en contestar esa pregunta. Al cabo de un minuto Berko se levanta con agilidad del colchón y se pone de pie. Landsman nota que está estudiando la situación, calculando la profundidad del agua negra que separa a los dos compañeros, intentando tomar la decisión correcta.
—Por si sirve de algo —dice Berko por fin—, Bina también fue a verte a urgencias.
Landsman descubre que no recuerda esa visita en absoluto. Ha desaparecido, igual que la presión del pie de un bebé contra la palma de su mano.
—Estabas muy colocado —dice Berko—. Decías toda clase de cosas.
—¿Me puse en evidencia delante de ella? —consigue preguntar Landsman con una vocecilla suave.
—Sí —dice Berko—. Me temo que sí.
Luego sale de su propio dormitorio y deja a Landsman a solas para que resuelva la cuestión, si es que puede reunir fuerzas para ello, de cuánto más se puede hundir.
Landsman los oye hablar en ese tono bajo que la gente reserva a los locos, los gilipollas y los invitados no deseados. Durante el resto de la tarde, mientras cenan. Durante el tumulto del baño y los polvos en el trasero y el cuento para irse a la cama que requiere que Berko Shemets grazne como un ganso. Landsman permanece tumbado de lado con una costura ardiente en la parte de atrás del cráneo y va perdiendo y recuperando a ratos la conciencia del olor a lluvia de la ventana, de los murmullos y del clamor de la familia que está en la habitación de al lado. A cada hora que pasa, otros cincuenta kilos de arena se vierten a través de un agujerito diminuto sobre el alma de Landsman. Primero no puede levantar la cabeza del colchón. Luego no parece capaz de abrir los ojos. Cuando consigue cerrarlos, nunca se queda exactamente dormido, y los pensamientos que lo atormentan, aunque atroces, nunca son exactamente sueños.
En algún momento en plena noche Goldy entra corriendo en la habitación. Sus pasos son pesados y torpes, como los de un monstruo bebé. No se limita a subirse a la cama, sino que se pone a revolver las sábanas de la misma forma en que una batidora eléctrica revuelve la masa de cocinar. Es como si estuviera huyendo de algo, en pleno ataque de pánico, pero cuando Landsman le habla, y le pregunta qué le pasa, el niño no contesta. Tiene los ojos cerrados y el corazón le late con regularidad y débilmente. Sea lo que sea de lo que está huyendo, ha decidido refugiarse en la cama de sus padres. El niño está profundamente dormido. Huele a rodaja cortada de manzana que ya se empieza a pasar. Clava los dedos de los pies en la baja espalda de Landsman, meticulosamente y sin piedad. Hace rechinar los dientes y el ruido es como de tijeras sin afilar sobre una lámina de hojalata.
Al cabo de una hora de esa clase de tratamiento, sobre las cuatro y media, el bebé empieza a chillar, fuera en su balcón. Landsman oye cómo Ester-Malke trata de calmarlo. En circunstancias normales ella se lo llevaría a la cama, pero esta noche no es posible, así que tarda mucho en tranquilizar al pequeño hombrecito. Para cuando Ester-Malke entra en el dormitorio con el bebé en brazos, este ya está respirando pesadamente y más silencioso y casi dormido. Ester-Malke deja a Pinky entre su hermano y Landsman y sale de la habitación.
Reunidos en la cama de sus padres, los niños de los Shemets emprenden una sinfonía de silbidos, ronquidos y estruendo de válvulas internas que avergonzaría por comparación al órgano de tubos del Templo de Emanu-El. A continuación ejecutan una serie de maniobras, un kung-fu de sueño profundo, que expulsan a Landsman a los mismos límites de la cama. Lo golpean con el canto de la mano, le clavan los dedos de los pies, gruñen y murmuran. Mastican la fibra de sus sueños. Cerca del amanecer, algo muy malo sucede dentro del pañal del bebé. Es la peor noche que Landsman ha pasado nunca sobre un colchón, y eso es mucho decir.
La cafetera inicia sus expectoraciones sobre las siete. Unos pocos millares de moléculas de vapor de café entran dando tumbos en el dormitorio y trastornan los pelos del interior de la narizota de Landsman. Este oye el susurro de las zapatillas sobre la moqueta del pasillo. Lucha largo y tendido contra el impulso de admitir que Ester-Malke está allí de pie, en la puerta del dormitorio, arrepintiéndose de hasta la última pizca de caridad que alguna vez ha sentido hacia él. A él no le importa. ¿Por qué tendría que importarle? Por fin Landsman se da cuenta de que en su lucha por que no le importe nada se encuentran las semillas paradójicas de la derrota: muy bien, pues, sí que le importa. Abre un ojo. Ester-Malke está apoyada en la jamba de la puerta, abrazándose a sí misma, examinando la escena de destrucción que reina en el sitio donde una vez estuvo su cama. Sea cual sea el nombre de la emoción que inspira en una madre la imagen de la guapura de sus niños, esta compite en la expresión de ella con el horror y la consternación que le produce el espectáculo de Landsman en calzoncillos.
—Necesito que salgas de mi cama —susurra—. Pronto y de forma permanente.
—Muy bien —dice Landsman.
Haciendo recuento de sus heridas, sus dolores y la dirección predominante de su estado de ánimo, se incorpora hasta sentarse. Pese a todos los tormentos de la noche, se siente extrañamente descansado. Más presente, de alguna manera, en sus miembros y en su piel y en sus sentidos. De alguna manera, tal vez, un poco más real. Hace dos años que no comparte la cama con otro ser humano. Se pregunta si se trata de una práctica a la que no debería haber renunciado. Coge su ropa de la puerta y se la pone. Llevando los calcetines y el cinturón en la mano, sigue a Ester-Malke por el pasillo.
—Aunque el sofá tiene sus ventajas —continúa Ester-Malke—. Por ejemplo, en él no hay bebés ni niños de cuatro años.
—Tienes un problema grave con las uñas de los pies de tus retoños —dice Landsman—. Además, algo, creo que puede ser una nutria de mar, se ha muerto y se ha podrido dentro del pañal del pequeño.
En la cocina ella sirve una taza de café para cada uno. Luego va a la puerta y recoge el Tog del felpudo que dice «PIÉRDETE». Landsman se sienta en su taburete frente a la barra y se queda mirando la oscuridad de la sala de estar donde la mole de su compañero se está elevando del suelo como una isla. El sofá es un caos de mantas.
Landsman está a punto de decirle a Ester-Malke «No me merezco amigos como vosotros» cuando ella regresa a la cocina, leyendo el periódico, y dice:
—No me extraña que necesitaras dormir tanto.
Ella choca con el umbral. En portada se describe algo bueno o terrible o increíble.
Landsman busca sus gafas de leer en el bolsillo de su chaqueta. Tienen el arco de la nariz partido, las lentes cada una por su lado. Se trata de un verdadero par de gafas, dos monóculos, cada uno con su patilla. Ester-Malke saca la cinta aislante, amarilla como un letrero de peligro, del cajón que hay debajo del teléfono. Recompone las gafas con cinta y se las devuelve a Landsman. La bola de cinta es tan gruesa como una avellana. Atrae la mirada hasta del que las lleva, dejándolo bizco.
—Seguro que quedan de maravilla —dice, cogiendo el periódico.
Dos grandes noticias encabezan la portada del Tog de esta mañana. Una es la historia de un supuesto tiroteo que ha dejado dos muertos en el aparcamiento desierto de una tienda Big Macher. Los protagonistas han sido un detective de homicidios actuando por su cuenta, Meyer Landsman, de cuarenta y dos años, y dos sospechosos a quienes la policía de Sitka buscaba desde hacía mucho tiempo en relación con un par de asesinatos sin conexión aparente entre sí. La otra historia lleva el siguiente titular:
«JOVEN TZADDIK» ENCONTRADO MUERTO
EN HOTEL DE SITKA
El texto que lo acompaña elabora un tejido de milagros, evasiones y simples mentiras sobre la vida y también la muerte de Menachem-Mendel Shpilman, acontecida la madrugada del martes en el hotel Zamenhof de la calle Max Nordau. De acuerdo con la oficina del forense —cuyo médico forense se ha mudado a Canadá—, los hallazgos preliminares sobre la causa de la muerte apuntan a algo que en los cuentos de hadas se conoce como «desventura relacionada con las drogas». «Aunque poco de ello se sabía en el mundo de afuera», escribe el periodista del Tog, en el mundo cerrado de los ortodoxos, el señor Shpilman fue considerado durante la mayor parte de su juventud un prodigio, un milagro, un maestro de lo sagrado e incluso el tan esperado Redentor. Durante la infancia del señor Shpilman el viejo hogar de su familia en la calle Ansky Sur del Harkavy a menudo se veía atestada de visitas y de peregrinos, de devotos y curiosos que venían de lugares como Buenos Aires y Beirut para conocer a aquel niño prodigio que había nacido en el señalado día noveno del mes de Av. Muchos confiaron estar presentes e incluso hicieron gestiones para ello cuando corrió el rumor de que estaba a punto de «declarar su reino». Pero el señor Shpilman nunca hizo ninguna declaración. Hace veintitrés años, el mismo día en que estaba planeada su boda con la hija del rabino Shtrakenzer, desapareció casi sin dejar rastro, y durante la larga ignominia que fue la vida posterior del señor Shpilman, aquella promesa de juventud quedó prácticamente olvidada.
La palabrería de la oficina del forense es el único elemento de la historia que se parece a una explicación de la muerte. Se dice que la dirección del hotel y la División Central se han negado a hacer declaraciones. Al final del artículo Landsman lee que no va a haber servicio en la sinagoga, solamente un entierro en el viejo cementerio de Montefiore, y que lo presidirá el padre del difunto.
—Berko dice que lo desheredó —dice Ester-Malke leyendo por encima del hombro de Landsman—. Dice que el viejo no quería tener nada que ver con el chico. Supongo que ha cambiado de opinión.
Mientras lee el artículo, Landsman sufre una punzada de envidia hacia Mendel Shpilman, templada por la piedad. Landsman pasó muchos años forcejeando bajo el peso de las expectativas paternas, pero no tiene ni idea de qué sensación debe de producir satisfacerlas o excederlas. A Isidor Landsman, él lo sabe, le habría encantado tener un hijo con tanto talento como Mendel. Landsman no puede evitar pensar que si él hubiera sido capaz de jugar al ajedrez como Mendel Shpilman, tal vez su padre habría sentido que tenía algo por lo que vivir, un pequeño Mesías para redimirlo. Landsman piensa en la carta que le mandó a su padre, confiando en obtener su libertad de la carga que le suponían aquella vida y aquellas expectativas. Reflexiona sobre los años que se pasó creyendo que le había causado a Isidor Landsman un dolor fatal. ¿Cuánta culpa sufrió Mendel Shpilman? ¿Acaso llegó a creer en lo que se decía de él, en su don o su descabellada llamada? Y cuando intentó liberarse de aquella carga, ¿acaso Mendel sintió que tenía que darle la espalda no solamente a su padre, sino también a todos los judíos del mundo?
—No creo que el rabino Shpilman cambie nunca de opinión —dice Landsman—. Creo que alguien tendría que hacerle cambiar.
—¿Alguien como quién?
—Si me lo preguntas a mí, te diría que la madre.
—Bien por ella. No hay nada como una madre para no dejar que tiren a su hijo como a una botella vacía.
—No hay nada como una madre —dice Landsman—. Examina la fotografía que publica el Tog de Mendel Shpilman a los quince años, con la barba rala y los tirabuzones ondeando, presidiendo con elegancia una conferencia de jóvenes talmudistas que bullían y se enfurruñaban a su alrededor—. «El Tzaddik Ha-Dor, en tiempos mejores», dice el pie de foto.
—¿En qué estás pensando, Meyer? —dice Ester-Malke, emitiendo una nota de duda.
—En el futuro —dice Landsman.
23
Una multitud de judíos sombreros negros avanza pesadamente, como un tren de carga de dolor, desde las puertas del cementerio —la casa de la vida, como la llaman—, y por la ladera ascendente de la colina, en dirección a un agujero cavado en el fango. Un cajón de madera de pino mojado por la lluvia se bambolea y se mece sobre la espuma de hombres que lloran. Los satmars sostienen paraguas por encima de las cabezas de los verbovers. Los gerers y los shtrankenzers y los viznitzers van cogidos del brazo con frescura de niñas de escuela que andan de parranda. Las rivalidades, los rencores, las disputas sectarias, las excomuniones mutuas, todo ha sido dejado de lado por un día a fin de que todo el mundo pueda lamentarse con la debida pasión por un yid al que todos habían olvidado hasta el pasado viernes por la noche. Menos que un yid: la carcasa de un yid, desgastada hasta quedar casi transparente contra el duro vacío de un hábito de veinte años a la heroína. Cada generación pierde al Mesías al que no ha conseguido merecer. Ahora los ortodoxos de la comunidad de Sitka han localizado con exactitud la sede de su indignidad colectiva y se han reunido bajo la lluvia para sepultarla.
Alrededor de la tumba, puñados negros de abetos se mecen como chasids en pleno duelo. Más allá de los muros del cementerio, los sombreros y los paraguas negros cobijan de la lluvia a miles de indignos entre los indignos. Profundas estructuras de obligación y crédito han decidido a quién se permite entrar por las puertas de la casa de la vida y quién tiene que quedarse fuera y dedicarse al kibitz, con la lluvia mojándoles las medias. Esas estructuras profundas, a su vez, han atraído la atención de toda una serie de detectives de Robos, Contrabando y Fraude. Landsman distingue a Skolsky, a Burwitz, a Feld y a Globus, siempre con los faldones de la camisa colgando por fuera, apoyado en la capota de un Ford Victoria de color gris. No pasa todos los días que la jerarquía entera de los verbovers salga y se plante en la falda de una colina, colocados los unos en relación con los otros como los círculos del esquema de un fiscal. Sobre el tejado de un WalMart situado a cuatrocientos metros de distancia, tres americanos con impermeables azules apuntan con sus lentes fotográficas telescópicas y con el pistilo tembloroso de un micrófono condensador. Se ha tejido una recia cuerda azul de latkes y unidades en motocicleta por entre la multitud para evitar que esta se disperse. También ha venido la prensa, cámaras y reporteros del Channel 1, gente de los periódicos locales, equipos de la filial de la NBC de Juneau y un canal de noticias por cable. Dennis Brennan, que no tiene el bastante sentido común o tal vez no encuentra el bastante fieltro como para cubrirse su cabezota enorme de la lluvia. También están los medio creyentes, y los medio observantes, y los ortodoxos modernos, y los meramente crédulos, y los escépticos, y una nutrida delegación del Club de Ajedrez Einstein.
Landsman los puede ver a todos desde la perspectiva aventajada de su falta de poder y su exilio, reunido con su Super Sport sobre una loma pelada que está en el lado del bulevar Mizmor opuesto a la casa de la vida. Tiene aparcado el coche en un callejón sin salida que algún promotor inmobiliario trazó, pavimentó y luego cargó con el nombre de calle Tikvah, la palabra hebrea que denota esperanza y que en esta tarde siniestra del fin de los tiempos al oído yiddish le trae connotaciones de diecisiete sabores distintos de ironía. Las casas que eran objeto de esa esperanza no se construyeron nunca. Una serie de estacas atadas entre sí con banderas de color naranja y cuerdas de nailon trazan el mapa de una Sión en miniatura en el barro que rodea el callejón sin salida, un eruv fantasmal de fracaso. Landsman va por su cuenta, más sobrio que una carpa en una bañera, sujetando unos prismáticos en las manos sudorosas. La necesidad de una copa es como un diente que te acaban de arrancar. No puede olvidarla ni un momento, y sin embargo hay algo placentero en el acto de hurgar en ese espacio vacío. O tal vez ese dolor causado por algo que le falta no es más que el agujero que ha quedado atrás cuando Bina le ha quitado la placa.
Landsman espera dentro de su coche a que se termine el funeral, examinándolo todo mediante las estupendas lentes Zeiss y agotando la batería del coche con un documental de la CBC sobre el cantante de blues Robert Johnson, cuya voz al cantar suena tan rota y atiplada como la de un judío recitando el kaddish bajo la lluvia. Landsman tiene un cartón de Broadways y se dedica a quemarlos de forma descabellada, intentando eliminar del interior del Super Sport el olor persistente a Willy Zilberblat. Es un olor desagradable, como una olla de agua en la que alguien ha hervido fideos hace dos días. Berko ha intentado convencer a Landsman de que ese residuo de la breve estancia del menor de los Zilberblat dentro de la vida de Landsman no es más que un producto de su imaginación. Pero Landsman agradece la excusa para fumigar el coche con cigarrillos, que no matan la necesidad imperiosa de tomar una copa pero de alguna forma atenúan su mordida.
Berko también ha intentado convencer a Landsman de que se tome un par de días de respiro del asunto de la muerte por desventura de Mendel Shpilman. Mientras bajaban en el ascensor del apartamento, ha desafiado a Landsman a que lo mirara a los ojos y le dijera que su plan para esta tarde lluviosa de lunes no consistía en aparecer, desprovisto de placa y pistola, para lanzarle preguntas impertinentes a la reina enlutada de los gángsters mientras ella sale de la casa de la vida dejando allí los despojos de su único hijo.
—No te puedes acercar a ella —ha insistido Berko mientras salía del ascensor detrás de Landsman y cruzaba el vestíbulo hasta la puerta del Dniéper. Tenía puesto su pijama de elefante. De los brazos se le derramaban varias partes del traje. Llevaba los zapatos enganchados en dos dedos y el cinturón alrededor del cuello. Del bolsillo de la pechera de su pijama de color mostaza con su raya fina de color blanco le sobresalían dos tostadas como si fueran un pañuelo decorativo—. Y aunque puedas, no puedes.
Estaba haciendo una amable distinción policial entre aquellas cosas que se pueden conseguir con pelotas y aquellas que nunca permitirían los rompedores de pelotas.
—Van a jugar duro contigo —ha dicho Berko—. Te van a sacudir los pantalones para hacer caer la calderilla. Van a presentar acusaciones contra ti.
Landsman no podía refutar aquello. Batsheva Shpilman casi nunca ponía un pie más allá de los límites de su mundo recóndito y diminuto. Pero cuando lo hacía, lo más probable es que fuera en medio de un denso matorral de armas y abogados.
—Sin placa, sin respaldo, sin orden judicial, sin investigación, con ese traje manchado de huevo que te da pinta de estar medio chiflado, si vas a molestar a la mujer te pueden pegar un tiro y solo tendría efectos secundarios menores para quienes te lo pegaran.
Berko ha salido del edificio detrás de Landsman, bailando para ponerse los calcetines y los zapatos, y lo ha seguido hasta la parada de autobuses de la esquina.
—¿Me estás diciendo que no lo haga, Berko? —ha dicho Landsman—. ¿O me estás diciendo que no lo haga sin ti? ¿Crees que te voy a dejar que tires por el retrete la oportunidad que tenéis tú y Ester-Malke de pasar al otro lado de la Revocación? Estás loco. He hecho muchas cosas que te han perjudicado y te he metido en muchos líos a lo largo de los años, pero confío en no ser tan cabrón. Y si me estás diciendo que no crees que tenga que hacerlo sin más, entonces, bueno...
Landsman ha detenido su desfile. Todo el peso del sentido común que respaldaba ese segundo argumento ha caído sobre él.
—No sé qué estoy diciendo, Meyer. Solo estoy diciendo... joder... —A Berko se le ponía aquella mirada a veces, más cuando era niño, un brillo de sinceridad en el blanco de los ojos. Landsman ha tenido que apartar la vista. Ha girado la cara hacia el viento que entra desde el estrecho—. Estoy diciendo que por lo menos no cojas el autobús, ¿vale? Déjame por lo menos que te lleve al depósito de vehículos incautados.
Se ha oído un ronroneo lejano, un chirrido de frenos neumáticos. El autobús 61B con rumbo al Harkavy ha aparecido paseo marítimo abajo, levantando una cortina reverberante de lluvia.
—Por lo menos coge esto —ha dicho Berko. Ha cogido su americana por el cuello. La ha sostenido en alto como si quisiera que Landsman se la pusiera—. En el bolsillo. Cógela.
Landsman sopesa el sholem que tiene ahora en la mano —una pequeña y bonita Beretta del 22 con la empuñadura de plástico—, se envenena a sí mismo con nicotina y trata de entender las lamentaciones de aquel yid negro del delta, el señor Johnson. Después de un período que no se molesta en registrar ni en medir, digamos una hora, el tren largo y negro, vaciado de sus mercancías, empieza a bajar la colina en dirección a las puertas. En cabeza del mismo, respirando lenta y pesadamente, con la cabeza erguida y el sombrero de ala ancha chorreando agua, aparece el bulto de la locomotora del décimo rabino verbover. Detrás de él aparece un rosario de hijas, siete o doce de ellas, con sus maridos e hijos, y por último Landsman se incorpora en su asiento y capta con la lente Zeiss una imagen nítida de Batsheva Shpilman. Él se esperaba una especie de amalgama brujil entre lady Macbeth y la primera dama americana: Marilyn Monroe Kennedy con su casquete rosa y espirales hipnóticas en lugar de ojos. Pero cuando Batsheva Shpilman aparece con claridad, justo antes de sumarse a la hilera del cortejo fúnebre que abarrota las puertas del cementerio, lo que Landsman distingue es un cuerpecillo pequeño y huesudo, con pasos entrecortados de anciana. Su cara está escondida detrás de un velo negro. Su ropa es normal y corriente, un mero vehículo para la negrura.
Mientras los Shpilman se acercan a las puertas, la hilera de noz de uniforme se reúne formando un nudo bien prieto, guiando a la multitud en su regreso. Landsman se mete la pistola en el bolsillo de la chaqueta, apaga la radio y sale del coche. La lluvia ha remitido hasta convertirse en una malla fina y constante. Él empieza a trotar colina abajo en dirección al bulevar Mizmor. Durante la última hora la multitud se ha inflado y ahora se agolpa en torno a las puertas del cementerio. Experimentando sacudidas, moviéndose de un lado a otro, propensa a los bandazos repentinos y multitudinarios, animada por el movimiento browniano del dolor colectivo. Los latkes uniformados están trabajando duro, intentando despejar un camino entre la familia y los enormes cuatro por cuatro negros del cortejo fúnebre.
Landsman avanza con dificultad y dando tumbos, triturando yerbajos, acumulando terrones de barro en los zapatos. Mientras permanece concentrado en bajar la ladera resbaladiza de la colina, las heridas empiezan a producirle molestias. Se pregunta si los médicos no habrán pasado por alto una costilla rota. En un momento dado, pierde pie y resbala, abriendo dos regueros de tres metros en el barro con los talones, y termina cayéndose de culo. Es demasiado supersticioso para no ver esto como un mal presagio, pero cuando uno es pesimista, todos los presagios son malos.
La verdad es que no tiene ningún plan en absoluto, ni siquiera el plan poco elegante y rudimentario que Berko ha previsto. Landsman lleva dieciocho años siendo noz, trece siendo detective y ha pasado los últimos siete trabajando en homicidios; es un pez gordo, un príncipe de los policías. Nunca antes había sido un don nadie, un pequeño judío loco con una pregunta y una pistola. No sabe cómo se comporta uno en esas circunstancias, salvo con la certeza, planchada al corazón como un recordatorio del amor, de que al final nada importa en realidad.
El bulevar Mizmor es un aparcamiento, miembros del cortejo fúnebre y espectadores en medio de una neblina de humo de diésel de los tubos de escape. Landsman se abre paso por entre los parachoques y los guardabarros y luego se sumerge en la masa de gente que abarrota la avenida ajardinada. Niños y jóvenes, en busca de una mejor vista, se han subido a las ramas de una hilera de desventurados alerces europeos que nunca terminaron de echar raíces en la mediana. Los yids que rodean a Landsman se apartan de su camino, y cuando no lo hacen, él les lanza una indirecta con los huesos del hombro.
Huelen a lamentaciones, estos yids, calzones largos, humo de tabaco en los abrigos mojados, barro. Rezan como si se fueran a desmayar, y se desmayan como si fuera alguna modalidad de observancia religiosa. Las plañideras se agarran entre ellas y se abren las gargantas. No están llorando por Mendel Shpilman, no puede ser. Es otra cosa que sienten que ha abandonado el mundo, la sombra de una sombra, la esperanza de una esperanza. Esta media isla a la que han llegado a querer como su hogar les está siendo arrebatada. Son como pececillos dorados dentro de una bolsa, a punto de ser vertidos de vuelta en el enorme lago negro de la diáspora. Pero esa es una idea demasiado grande. Así que lo que hacen es lamentar la pérdida de un golpe de suerte que nunca tuvieron, de una oportunidad que nunca llegó a serlo, de un rey que en realidad nunca iba a venir, ni siquiera en el caso de que no le hubieran metido una bala con funda metálica en el cráneo. Landsman les aplica el hombro y murmura: «Perdón».
Llega a una bestia enorme de limusina, un cuatro por cuatro de seis ventanillas y seis metros de largo. El viaje desde lo alto de la loma, ladera abajo, a través del bulevar, por entre los paraguas y las barbas y las lamentaciones judías, hasta el costado de la limusina descomunal, tiene una naturaleza entrecortada en su imaginación mientras él lo vive, como si estuviera filmado cámara en mano. Imágenes de videoaficionado de un intento de asesinato en progreso. Pero Landman no ha venido a disparar a nadie. Solamente quiere hablar con la mujer, llamar su atención, que ella lo vea. Solamente quiere hacerle una pregunta. Lo que pasa, nu, es que no sabe qué pregunta es.
Al final alguien se le adelanta: de hecho, una docena de hombres. Los periodistas se han abierto paso por entre los sombreros negros igual que Landsman, despejando el camino con los omóplatos y los codos. Cuando la mujer diminuta del velo negro cruza las puertas tambaleándose del brazo de su yerno, ellos le arrojan las preguntas que han traído consigo. Las sacan del bolsillo como si fueran piedras y las tiran todas al mismo tiempo. Arrollan a la mujer a base de preguntas. Ella no les presta ninguna atención. Su cabeza no se vuelve en ningún momento, el velo no tiembla ni se aparta. Baronshteyn está guiando a la madre del muerto hasta la mole de la limusina. El chófer se baja del asiento del pasajero de la limusina cuatro por cuatro. Se trata de un filipino con tipo de jockey y una cicatriz en la barbilla que parece una segunda sonrisa. Corre a abrir la puerta para su jefe. Landsman todavía está a unos metros de distancia. No va a llegar a tiempo de hacerle ninguna pregunta, ni de hacer nada de nada.
Un gruñido, el murmullo bestial de una garganta, bajo y medio humano, un ruido sordo de advertencia o de oscura reprobación: uno de los sombreros negros que hay junto a los coches se ha tomado mal la pregunta de un periodista. O tal vez se las ha tomado mal todas, junto con el estilo en que han sido formuladas. Landsman ve al sombrero negro enfadado, ancho, rubio, sin corbata, con los faldones de la camisa por fuera, y lo reconoce como Dovid Sussman, el yid al que Berko Shemets apaciguó en la isla de Verbov. Un matón con un bulto en la articulación de la mandíbula y otro debajo del brazo izquierdo. Sussman le rodea con un brazo el cuello al pobre Dennis Brennan y lo somete a una presa con estrangulamiento. Sermoneando a Brennan con los dientes junto a su oído, Sussman arrastra al periodista hacia atrás, fuera del camino de la familia que está cruzando las puertas.
Es entonces cuando uno de los latkes se adelanta para intervenir, que, al fin y al cabo, es lo que ha venido a hacer. Pero como está asustado —el chaval parece asustado—, tal vez es demasiado generoso con su porra cuando la aplica a los huesos de la cabeza de Dovid Sussman. Se oye un crujido asqueroso y de pronto Sussman se vuelve líquido y se derrama a sí mismo en el suelo a los pies del latke.
Por un momento la multitud, la tarde y el mundo entero de los judíos inspira y se olvida de expulsar el aire. A continuación se desata la locura, un disturbio judío, al mismo tiempo violento y verbal, cargado de acusaciones destempladas y de maldiciones implacables. Se invocan enfermedades cutáneas, maldiciones divinas y hemorragias. Gritos, oleadas de sombreros negros, palos y puños, chillidos y alaridos, barbas ondeando como banderas de cruzados, palabrotas, olor a barro revuelto, a sangre y a pantalones planchados. Dos hombres llevan un estandarte sujeto entre dos palos, con el que se despiden de su príncipe perdido Menachem. Alguien agarra un palo y alguien agarra el otro. El estandarte se suelta y es absorbido entre los engranajes de la multitud. Los palos son puestos a trabajar sobre las mandíbulas y cráneos de los policías. La palabra «ADIÓS» laboriosamente pintada en el estandarte es arrancada del mismo y sale despedida. Se aleja volando al viento sobre las cabezas del cortejo fúnebre y de la policía, de los gángsters y de los ortodoxos, de los vivos y de los muertos.
Landsman pierde de vista al rabino, pero alcanza a ver cómo un puñado de Rudashevsky mete a la madre, Batsheva, en la parte de atrás del cuatro por cuatro. El chófer agarra la portezuela del lado del conductor y se sienta de un salto en su asiento como si fuera un gimnasta. Los Rudashevsky se ponen a aporrear el costado del coche y a decir: «Largo de aquí, largo». Landsman, que todavía se está palpando los bolsillos en busca de la moneda reluciente de una sola buena pregunta, contempla la escena, y eso le permite percibir un conjunto de pequeñas cosas. El chófer filipino está nervioso. No se ata el cinturón de seguridad. No da un buen bocinazo para dispersar al ganado. Y el pitorro del cerrojo que hay en la parte superior del panel de la puerta nunca llega a descender. El chófer se limita a poner en marcha el largo cuatro por cuatro negro y a lanzarlo hacia delante, acelerando demasiado para una zona tan abarrotada.
Landsman retrocede mientras el cuatro por cuatro se abre paso violentamente hacia él. Una hilera de miembros del cortejo fúnebre se separa de la cordada negra principal y se pone a seguir el cuatro por cuatro de Batsheva Shpilman. Una estela de dolor. Por un instante los miembros del cortejo que van pegados al coche sirven para bloquear la perspectiva que tienen los Rudashevsky del cuatro por cuatro, y de cualquiera lo bastante loco como para intentar entrar en el mismo en marcha. Landsman asiente, captando el ritmo de la locura de la multitud y el de la suya propia. Permanece un momento expectante y mueve los dedos. Cuando el coche pasa ronroneando, él abre de un tirón la portezuela de atrás.
De inmediato la energía del motor se traduce en una sensación de pánico en las piernas. Es como una prueba de la física de su propia estupidez, del impulso ineludible de su propia mala suerte. Mientras se ve arrastrado junto al coche durante unos cinco metros, encuentra tiempo para preguntarse si no fue así como su hermana se encontró con su final: una rápida demostración de la gravedad y la masa. Tensa los cables de las muñecas. Luego levanta una rodilla hasta el interior de la limusina y entra de un salto.
24
Una caverna oscura iluminada con diodos azules. Fría, seca y perfumada por alguna clase de ambientador de limón. Landsman nota en sí mismo un resto de ese olor, un matiz a limón de esperanza y energía sin límites. Puede que esta sea la cosa más estúpida que ha hecho nunca, pero había que hacerla, y la sensación de haberla hecho, durante el instante presente, es la respuesta a la única pregunta que sabe formular.
—Hay ginger ale —dice la reina de la isla de Verbov. Está doblada como una alfombrilla, enrollada en un rincón sumido en sombras de la parte de atrás del coche. Su vestido es soso pero está hecho de tela de calidad, y el forro de su impermeable revela el logotipo de una marca de moda—. Bébaselo, a mí no me gusta.
Pero Landsman le dedica su atención al asiento que mira hacia atrás, en el lado del chófer, y a la fuente más probable de problemas. Allí sentados hay un metro ochenta, y tal vez noventa kilos, de mujer, vestida con un traje negro de zapa y camisa sin cuello blanca sobre blanco. Los ojos de esa persona formidable son grises y tienen una mirada dura. A Landsman le recuerdan el dorso de dos cucharas sin brillo. Lleva un auricular blanco enroscado en el reborde de la oreja izquierda, y el pelo de color salsa de tomate y corto como el de un hombre.
—No sabía yo que fabricaran mujeres Rudashevsky —dice Landsman, acuclillado sobre las puntas de los pies en el amplio espacio que hay entre los asientos que miran hacia delante y los que miran hacia atrás.
—Esta es Shprintzl —dice su anfitriona en la parte de atrás del coche. Luego Batsheva Shpilman se levanta el velo. El cuerpo es frágil, tal vez incluso esquelético, pero no puede ser efecto de la edad, porque la cara de rasgos finos, aunque vacía de expresión, es lisa y resulta agradable de mirar. Tiene unos ojos muy separados, de un tono azul que titubea entre lo conmovedor y lo fatal. No lleva los labios pintados pero su boca es carnosa y roja. Los orificios de su nariz larga y recta se arquean como un par de alas. Su cara es tan fuerte y encantadora, y su cuerpo es tan delgado, que resulta inquietante mirarla. Su cabeza está posada sobre su garganta venosa como un parásito alienígena que se alimenta de su cuerpo—. Quiero que tome usted buena nota del hecho de que todavía no lo ha matado.
—Gracias, Shprintzl —dice Landsman.
—No hay problema —dice Shprintzl Rudashevsky en americano, con una voz que suena como una cebolla rodando dentro de un cubo.
Batsheva Shpilman señala el otro extremo del asiento de atrás. Lleva un guante de terciopelo negro, con el puño abotonado con tres semillas de perlas negras. Landsman acepta la sugerencia y se levanta del suelo. El asiento es muy cómodo. Nota el sudor frío de un whisky con soda imaginario contra las yemas de los dedos.
—Además, no se ha puesto en contacto con ninguno de sus hermanos ni primos de los otros coches, aunque como puede usted ver, está conectada con ellos.
—Son una piña, los Rudashevsky —dice Landsman, pero él entiende lo que ella quiere que entienda—. Quería usted hablar conmigo.
—¿Ah, sí? —dice ella, y sus labios contemplan la posibilidad de sonreír con una comisura pero finalmente deciden que no—. Es usted quien se ha colado en mi coche.
—Ah, ¿esto es un coche? Perdón, yo creía que era el autobús sesenta y uno.
La cara ancha de Shprintzl Rudashevsky adopta una vacuidad filosófica, casi mística. Parece como si se estuviera meando las bragas y disfrutando de la calidez.
—Están preguntando por ti, querida —le dice a la mujer mayor con ternura de enfermera—. Quieren saber si estás bien.
—Diles que estoy bien, Shprintzeleh. Diles que estamos de camino a casa. —Vuelve su mirada de ojos suaves hacia Landsman—. Lo dejaremos a usted en su hotel. Quiero verlo. —Son de un color que él nunca ha visto, los ojos de ella, de un azul que solamente se encuentra en el plumaje de ciertas aves o en vidrieras—. ¿Le parece bien, detective Landsman?
Landsman dice que le parece bien. Mientras Shprintzl Rudashevsky murmura algo por un micrófono escondido, su jefa baja la mampara y le da instrucciones al chófer para que los lleve a las esquinas de Max Nordau y Berlevi.
—Parece que tiene usted sed, detective —dice ella, levantando otra vez la mampara—. ¿Está seguro de que no quiere un ginger ale? Shprintzeleh, dale al caballero un vaso de ginger ale.
—Gracias, señora, no tengo sed.
Los ojos de Batsheva Shpilman se ensanchan, se estrechan y se vuelven a ensanchar. Está haciendo un inventario de él, comparándolo con lo que sabe o ha oído. Su mirada es rápida e implacable. Probablemente sería una buena detective.
—No le apetece un ginger ale —dice.
Giran por Lincoln y siguen la línea de la costa, pasando junto a la isla Oysshtelung y la promesa rota del Imperdible, en dirección al Untershtat. Dentro de nueve minutos llegarán al hotel Zamenhof. Los ojos de ella lo ahogan en un frasco de éter. Lo clavan con chinchetas a un tablero de corcho.
—Bueno, vale, ¿por qué no? —dice Landsman.
Shprintzl Rudashevsky le sirve una botella fría de ginger ale. Landsman se la apoya en las sienes y luego da un trago, haciéndolo bajar a la fuerza con una sensación de virtudes medicinales.
—Hace cuarenta y cinco años que no me siento tan cerca de un desconocido —dice Batsheva Shpilman—. Está muy mal. Me tendría que dar vergüenza.
—Sobre todo teniendo en cuenta su gusto para los hombres —dice Landsman.
—¿Le importa? —Se baja el tul negro y su cara desaparece de la conversación—. Me sentiré más cómoda.
—Como quiera.
—Nu —dice ella. El aliento de ella mueve el velo—. Muy bien. Sí, quería hablar con usted.
—Y yo también quería hablar con usted.
—¿Por qué? ¿Cree usted que yo maté a mi hijo?
—No, señora, no lo creo. Pero confiaba en que usted supiera quién lo hizo.
—¡Ajá! —declara ella, con un matiz bajo de emoción en la voz, como si acabara de atrapar a Landsman—. O sea, que lo asesinaron.
—Eh, bueno, sí, lo asesinaron, señora. ¿Es que no...? ¿Qué le ha contado su marido?
—Lo que mi marido me cuenta —dice ella, dándole un tono retórico, como el título de un tratado muy breve—. ¿Está usted casado, detective?
—Lo estaba.
—¿Y el matrimonio fracasó?
—Supongo que es la mejor manera de explicarlo. —Reflexiona un momento—. Supongo que es la única manera.
—Mi matrimonio es un éxito absoluto —dice ella sin un asomo de jactancia ni de orgullo—. ¿Entiende usted lo que eso significa?
—No, señora —dice Landsman—. No estoy seguro de entenderlo.
—En todos los matrimonios pasan cosas —empieza a decir. Niega una vez con la cabeza y el velo le tiembla—. Hoy ha venido a mi casa uno de mis nietos, antes del funeral. Tiene nueve años. Le he puesto el televisor en el cuarto de coser, se supone que no se puede, pero qué más da, el pequeño shkotz estaba aburrido. Me he sentado diez minutos con él a mirar la tele. Era ese programa de dibujos animados, el del lobo que persigue al gallo azul.
Landsman dice que lo conoce.
—Entonces ya sabe usted —dice— que el lobo puede correr por el aire. Sabe volar, pero solamente mientras cree que tiene los pies en el suelo. En cuanto mira hacia abajo, y se da cuenta de dónde está, y entiende lo que está pasando, entonces se cae y se estampa contra el suelo.
—He visto esa parte —dice Landsman.
—Así son las cosas en un matrimonio con éxito —dice la mujer del rabino—. Me he pasado los últimos cincuenta años corriendo por el aire. Sin mirar hacia abajo. Fuera de lo que Dios requiere, no hablo nunca con mi marido. Ni viceversa.
—Mis padres lo tenían organizado de la misma manera —dice Landsman. Se pregunta si él y Bina habrían durado más de haber probado esa vía tradicional—. Lo que pasa es que no se preocupaban mucho por los requisitos de Dios.
—Me enteré de la muerte de Mendel por mi yerno, Aryeh. Y ese hombre nunca me cuenta nada más que mentiras.
Landsman oye a alguien dar saltos sobre una maleta de cuero. Resulta ser el sonido de la risa de Shprintzl Rudashevsky.
—Continúe —dice la señora Shpilman—. Por favor. Cuénteme.
—Continúo. Nu. A su hijo le dispararon. De una forma que... bueno, para ser francos, señora, lo ejecutaron. —Landsman agradece el velo cuando pronuncia esa palabra—. No sabemos quién lo hizo. Nos hemos enterado de que unos hombres, dos o tres, habían estado buscando a Mendel, preguntando por ahí. Es posible que no fueran hombres muy amables. De eso hace unos meses. Sabemos que estaba consumiendo heroína cuando murió. Así que, al final, no sintió nada. Quiero decir dolor.
—Quiere decir nada —lo corrige ella. Dos manchones, más negros que la seda negra, se le extienden por el velo—. Continúe.
—Lo siento, señora. Siento lo de su hijo. Tendría que haberlo dicho de entrada.
—Me alegro de que no lo hiciera.
—Creemos que quien fuera que le hizo esto era más que un simple aficionado. Pero mire, lo admito, llevamos desde el viernes por la mañana con la investigación de la muerte de su hijo y no estamos sacando casi nada en claro.
—No para usted de decir «nosotros» —dice—. Refiriéndose, naturalmente, a la Central de Sitka.
Ahora le gustaría ver los ojos de la mujer. Porque le asalta una poderosa sensación de que está jugando con él. De que sabe que él no tiene ningún derecho ni autoridad que lo respalden.
—No exactamente —dice Landsman.
—La división de Homicidios.
—No.
—Usted y su compañero.
—Nuevamente, no.
—Bueno, pues tal vez estoy confundida —dice ella—. ¿Quién es ese «nosotros» que no está sacando nada en claro de la muerte de mi hijo?
—¿En estos momentos? Yo, hum... viene a ser una investigación teórica.
—Ya veo.
—A cargo de una entidad independiente.
—Mi yerno —dice ella— asegura que lo han suspendido a usted porque vino a la isla. Vino a mi casa. Insultó a mi marido. Lo culpó de ser un mal padre para Mendel. Aryeh me ha dicho que le han quitado a usted la placa.
Landsman se pasa el cilindro fresco del vaso de ginger ale por la frente.
—Sí, bueno. Esa entidad de la que estoy hablando —dice—, pues a lo mejor no funciona con placas.
—Solo con teorías.
—Exacto.
—¿Como por ejemplo?
—Como por ejemplo. Muy bien, ahí va una: usted se comunicaba de vez en cuando, y tal vez de forma regular, con Mendel. Tenía noticias de él. Sabía dónde estaba. Él la llamaba a usted de vez en cuando. Le mandaba postales. Tal vez hasta se veían esporádicamente, en secreto. Esto que están haciendo usted y la Amiga Rudashevsky de llevarme a casa en secreto con tanta amabilidad, por ejemplo, me viene a convencer un poco de que estoy en lo cierto.
—Hace más de veinte años que no veo a mi hijo, a mi Mendel —dice ella—. Y ahora no lo veré nunca.
—Pero ¿por qué, señora Shpilman? ¿Qué pasó? ¿Por qué abandonó a los verbovers? ¿Qué hizo? ¿Hubo una ruptura? ¿Una pelea?
Ella espera un largo rato antes de contestar, como si estuviera luchando contra la vieja costumbre de no decir nada a nadie, y mucho menos a un policía laico, sobre Mendel. O tal vez está luchando contra la sensación creciente de placer que le va a producir, a pesar de sí misma, recordar a su hijo en voz alta.
—Con la novia que yo le había buscado —dice.
25
Un millar de invitados, algunos venidos de lugares tan remotos como Miami Beach y Buenos Aires. Siete caravanas de catering y un camión Volvo abarrotado de comida y de vino. Regalos, obsequios y tributos a montones que rivalizaban con la cordillera de Baranof. Tres días de ayunos y rezos. La familia entera de los klezmorim Muzikant, con miembros suficientes para montar la mitad de una orquesta sinfónica. Hasta el último de los Rudashevsky, hasta el bisabuelo, medio borracho y disparando un vetusto revólver Nagant al aire. Durante toda la semana previa al día señalado, gente haciendo cola en el pasillo, frente a la casa, doblando la esquina y a lo largo de dos manzanas de la avenida Ringelblum, en espera de una bendición del novio rey. Todo el día y toda la noche, un ruido alrededor de la mansión como de una multitud furiosa en busca de una revolución.
Y una hora antes de la boda, todavía estaban allí, esperándolo, los sombreros y los paraguas mojados en la calle. Ya no era muy probable, con lo tarde que era, que los recibiera ni que oyera sus súplicas ni sus historias lacrimógenas. Pero nunca se sabía. La naturaleza de Mendel siempre lo llevaba a hacer el movimiento inesperado.
Ella estaba en la ventana, contemplando a los suplicantes a través de las cortinas, cuando apareció la chica para decir que Mendel no estaba y que había dos señoras que querían verla. El dormitorio de la señora Shpilman dominaba el jardín lateral, pero ella podía ver por entre las casas vecinas hasta la esquina: sombreros y paraguas, mojados de lluvia. Judíos apiñados, empapados de ansia por vislumbrar a Mendel.
Día de vida, día de funeral.
—No está —dijo ella. Sin dejar de mirar por la ventana. Tenía la misma sensación de futilidad y logro mezclados que se tiene en los sueños. No tenía sentido hacer la pregunta, y sin embargo fue lo único que consiguió decir—: ¿Y dónde está?
—Nadie lo sabe, señora. Nadie lo ha visto desde anoche.
—¿Anoche?
—Bueno, esta mañana.
La noche anterior ella había presidido un forshpiel por la hija del rabino shtrakenzer. Un emparejamiento brillante. Una novia llena de talento y de éxitos personales, guapísima, con una vena ardiente que las hermanas de Mendel no tenían pero que ella sabía que su hijo admiraba. Por supuesto, la novia shtrakenzer, aunque perfecta, no era adecuada; la señora Shpilman lo sabía. Mucho antes de que la criada viniera a decirle que nadie podía encontrar a Mendel, que había desaparecido en algún momento de la noche, la señora Shpilman ya sabía que ningún grado de éxito, belleza ni ardor en una chica sería nunca adecuado para su hijo. Pero siempre había un déficit, ¿no era verdad? Entre el emparejamiento que se imaginaba el Ser Sagrado, Bendito Fuera, y la realidad de la situación que había debajo de la chuppah. Entre el mandamiento y la observancia, el paraíso y la tierra, el marido y la esposa, Sión y los judíos. Y a ese déficit lo llamaban «el mundo». Solamente cuando viniera el Mesías se cerraría esa brecha, y se colapsarían todas las separaciones, distinciones y distancias. Hasta entonces, gracias a Su Nombre, únicamente podían saltar chispas, chispas brillantes, de un lado a otro del vacío, como las chispas que saltan entre postes de electricidad. Y teníamos que dar gracias por su luz momentánea.
Así era por lo menos como ella había planeado explicárselo a Mendel, si alguna vez él buscaba el consejo de ella sobre la cuestión de sus esponsales con la hija del rabino shtrakenzer.
—Marido de usted muy enfadado —dijo la chica, Betty, que era filipina, como todas las chicas del servicio.
—¿Qué ha dicho?
—No ha dicho nada, señora. Es por eso que sé que está enfadado. Manda mucha gente mirar todos los sitios. Llama al alcalde.
La señora Shpilman dejó de mirar por la ventana, con la frase «Se vieron obligados a cancelar la boda» haciendo metástasis en su abdomen. Betty estaba recogiendo montones de pañuelos de papel de la alfombra turca.
—¿Qué mujeres? —dijo la señora Shpilman—. ¿Quiénes son? ¿Son verbovers?
—Una tal vez. Otra no. Solamente dicen que les gustaría hablar con usted.
—¿Dónde están?
—Abajo en despacho de usted. Una mujer con toda ropa negra, velo en la cara. Parece como si su marido acaba de morir.
La señora Shpilman ya no se acuerda de cuándo empezaron a aparecer los primeros hombres desesperados y casos terminales buscando a Mendel. Es posible que al principio vinieran en secreto, por la puerta de atrás, alentados por los informes de alguna de las doncellas. Había una doncella cuya matriz ya no podía dar frutos por culpa de una operación mal hecha en Cebú cuando era jovencita. Mendel cogió una de aquellas muñecas que construía para sus hermanas con fieltro y una pinza de la ropa, le sujetó con un alfiler una bendición escrita con lápiz de color entre las piernas de madera y se la metió a la chica en el bolsillo. Diez meses más tarde, Remedios dio a luz a un hijo. Luego estaba Dov-Ber Gursky, su chófer, que le debía en secreto diez mil dólares a un rompededos ruso. Mendel le dio a Gursky un billete de cinco dólares, motu proprio, y le dijo que ojalá aquello lo ayudara. Dos días más tarde, un abogado de Saint Louis escribió a Gursky para informarle de que acababa de heredar medio millón de un tío al que jamás había conocido. Para cuando Mendel hizo su bar mitzvah, los enfermos y los moribundos, los desposeídos y los padres de hijos condenados ya se estaban convirtiendo en un verdadero incordio. Llegaban a cualquier hora del día o de la noche. Lamentándose y suplicando. La señora Shpilman tuvo que dar pasos para proteger a Mendel, estableciendo horas y condiciones. Pero el chico tenía un don. Y formaba parte de la naturaleza del don el que se otorgara sin fin.
—Ahora no las puedo recibir —dijo la señora Shpilman, sentándose en su cama estrecha, con su colcha blanca de chenilla y las almohadas que había bordado antes de que naciera Mendel—. A esas mujeres que me dices. —A veces, cuando no conseguían llegar a Mendel, las mujeres acudían a ella, a la rebbetzin, y ella las bendecía lo mejor que podía, con los pocos medios que aplicaba a la tarea—. Tengo que terminar de vestirme. La boda empieza dentro de una hora, Betty. ¡Una hora! Lo encontrarán.
Ella llevaba años esperando que él la traicionara, ya desde que entendió por primera vez que él era lo que era. Una palabra aterradora para una madre, con su sugerencia de huesos frágiles, su vulnerabilidad a los depredadores, un pájaro sin nada para protegerlo más que sus plumas. Y la huida. Por supuesto, la huida. Ella había entendido esto mucho antes de que lo entendiera él mismo. Lo había respirado en la suavidad de su nuca de niño pequeño. Lo había leído como un texto escondido en los bultos cubiertos de pelusa de sus rodillas cuando él llevaba pantalones cortos. Un toque afeminado en la forma en que bajaba la vista cuando los demás lo elogiaban. Y luego, a medida que se hacía mayor, ella no pudo evitar fijarse, aunque él intentaba esconderlo, en cómo se mostraba incómodo, cohibido, y parecía recogerse en sí mismo cada vez que entraba en la sala un Rudashevsky o alguno de sus primos varones.
Durante toda la confección del emparejamiento, los esponsales y los planes de boda, ella se dedicó a estudiar a Mendele en busca de señales de aprensión o de reticencia. Pero él permaneció fiel a su deber y a los planes de su madre. Sarcástico a veces, sí, hasta irreverente, burlándose de ella por su fe inquebrantable en la idea de que el Nombre Sagrado, Bendito Sea, se pasa Su tiempo como si fuera un ama de casa, emparejando las almas de los que todavía no han nacido. Una vez él agarró un trozo de tul blanco que sus hermanas habían dejado en el salón, se cubrió la cabeza con el mismo y llevó a cabo, con una voz que era una imitación asombrosa de la de su prometida, un inventario de los defectos físicos de Mendel Shpilman. Todo el mundo se rió, pero en el corazón de su madre hubo un pequeño aleteo de terror. Aparte de aquel momento, él parecía continuar como siempre, pródigo en su devoción a los seiscientos trece mandamientos, al estudio de la Torá y el Talmud, a sus padres y a los fieles para quienes él era su estrella. Estaba claro que, incluso a esas alturas, iban a encontrar a Mendel.
Ella se colocó las medias, el vestido y se puso recta la enagua. Luego se puso la peluca que había encargado especialmente para la boda pagando por ella tres mil dólares. Era una obra maestra, de color rubio ceniza con matices de rojo y dorado, peinada en trenzas como el pelo de ella cuando era joven. No fue hasta que se encasquetó aquella resplandeciente redecilla de dinero sobre su cráneo al rape que le entró el pánico.
Sobre una mesilla de juego había un teléfono negro sin panel de números. Si ella lo descolgaba, un teléfono idéntico sonaba en la oficina de su marido. En los diez años que había vivido en aquella casa, solamente lo había usado tres veces, una por dolor y las otras dos por furia. Sobre el teléfono colgaba una fotografía enmarcada del abuelo de ella, el octavo rabino, de su abuela y de su madre a los cinco o seis años, posando bajo un sauce de cartón, junto a la orilla de un arroyo pintado. Ropa negra, la nube etérea de la barba de su abuelo y por encima de todo la radiante ceniza del tiempo que se posaba sobre los muertos en las fotos antiguas. En el grupo faltaba el hermano de su madre, cuyo nombre venía a ser una maldición tan poderosa que nunca se debía pronunciar. La apostasía de este, aunque tristemente célebre, seguía siendo un misterio para ella. Lo único que tenía entendido era que todo había empezado con un libro escondido, titulado La isla misteriosa y descubierto en un cajón, y había culminado con el informe de que a su tío lo habían visto en una calle de Varsovia, sin barba y llevando un canotier de paja más escandaloso que ninguna novela francesa.
Ella colocó la mano sobre el auricular del teléfono sin números. Pánico en sus órganos, pánico en sus dientes.
—No lo contestaría ni aunque pudiera —dijo su marido desde detrás de ella—. Si tienes que romper el sabbath, por lo menos no desperdicies el pecado.
Aunque por entonces él no era tan lunar como se volvería en años posteriores, la imagen de su marido de pie en su dormitorio seguía siendo causa de asombro, el advenimiento de una segunda luna en el cielo. Él echó un vistazo a las sillas de bordado en cañamazo, al bastidor verde de la cortina, a la blancura satinada de la cama de su mujer y a sus botes y frascos. Ella vio que el rabino luchaba por conservar una sonrisa burlona en los labios. Pero la expresión que le salió resultó al mismo tiempo ávida y repelente. A ella le recordó la sonrisa con que su marido había recibido una vez a un enviado de una congregación lejana de Etiopía o de Yemen, un rabino de ojos de azabache vestido con un caftán de colores chillones. Aquel imposible rabino negro con su Torá estrafalaria, el reino de las mujeres: se trataba de caprichos divinos, enrevesamientos de la mente de Dios, y era casi una herejía imaginarlos o intentar entenderlos.
Cuanto más tiempo pasaba su marido allí de pie, menos divertido y más perdido parecía. Por fin, ella se compadeció. Aquel no era su sitio. Era señal de la mancha cada vez mayor de calamidad de aquel día el hecho de que él se hubiera alejado en su expedición hasta el punto de llegar a aquella tierra de cojines con borlas y agua de rosas.
—Siéntate —dijo ella—. Por favor.
Agradecido, y lentamente, él puso una silla en peligro.
—Lo encontraremos —dijo en voz baja y tono amenazante.
A ella no le gustó nada su aspecto. Consciente de que de otra forma acabaría dando asco a la gente, por lo general su marido era un hombre de hábitos pulcros. Pero ahora tenía las medias torcidas y la camisa mal abotonada. Las mejillas moteadas de fatiga y las barbas despeinadas como si hubiera estado tirando de ellas.
—Perdóname, querido —dijo ella. Abrió la puerta de su vestidor y entró en el mismo. No le gustaban nada los colores oscuros que solían llevar las mujeres verbover de su generación. La habitación en la que acababa de entrar estaba llena de añil, púrpura intenso y heliotropo. Se sentó en una pequeña silla-tocador donde había una falda con flecos. Estiró una pierna enfundada en una media y cerró la puerta con la punta del pie, dejando un hueco de tres centímetros—. Espero que no te importe. Es mejor así.
—Lo encontraremos —repitió su marido en tono más tranquilo, intentando calmarla a ella y no a sí mismo.
—Espero que sí —dijo ella—. Para que yo pueda matarlo.
—Tranquilízate.
—Lo digo con mucha tranquilidad. ¿Está borracho? ¿Estuvo bebiendo?
—Estaba ayunando. Estaba bien. Menudas enseñanzas nos dio anoche sobre el Parshat Chayei Sarah. Fue electrizante. Habría hecho latir otra vez a un corazón parado. Para cuando terminó tenía lágrimas en la cara. Dijo que necesitaba aire. Y desde entonces nadie lo ha visto.
—Lo mataré —dijo ella.
Del dormitorio no vino ninguna respuesta, solamente una respiración trabajosa, continua, implacable. Ella se arrepintió de aquella amenaza. En labios de ella resultaba retórica, pero en la mente de él, aquella biblioteca construida sobre un foso de huesos, adquiría un tono peligroso de acción.
—Por casualidad no sabrás dónde está, ¿verdad? —dijo su marido después de una pausa, y en la ligereza de su tono se percibía el peligro.
—¿Cómo lo voy a saber?
—Él habla contigo. Viene a verte aquí.
—Nunca.
—Sé que viene.
—¿Cómo puedes saber eso? A menos que hayas convertido a las doncellas en espías.
El silencio de él confirmó el alcance de la corrupción de su casa. Ella sintió un glorioso ataque de resolución de no salir nunca más de su vestidor.
—No he venido aquí a buscar pelea ni a reprocharte nada. Al contrario, confiaba en que me pudieras prestar una taza de tu habitual prudencia tranquila. Ahora que estoy aquí, me siento obligado, en contra de mi juicio como hombre y como rabino, pero con todo el apoyo de mi entendimiento como padre, a traerte mi reproche.
—¿Por qué?
—Por su aberración. Su vena extravagante. El retorcimiento de su alma. Todo eso es culpa tuya. Un hijo así es el fruto del árbol de su madre.
—Ve a la ventana —le dijo ella—. Mira al otro lado de la cortina. Mira a esos pobres pretendientes y tontos y yids destrozados que vienen a recibir una bendición que tú, con todo tu poder y tus estudios, jamás serías capaz de otorgarles, sinceramente. Aunque no se puede decir que esa incapacidad te haya impedido nunca ofrecerla en el pasado.
—Puedo bendecir de otras maneras.
—¡Míralos!
—Míralos tú. Sal de ese armario y mira.
—Yo ya los he visto —dijo ella entre dientes—. Y todos tienen un retorcimiento en el alma.
—Pero lo esconden. Por modestia y humildad y miedo a Dios, lo cubren. Dios nos ordena que nos cubramos la cabeza en Su presencia. Que no vayamos con la cabeza desnuda.
Ella oyó el chirrido y el crujido de la pata de la silla del rabino, seguido del susurro de los pasos de este en zapatillas. Oyó que la articulación maltrecha de su cadera izquierda crepitaba y rechinaba. Su marido soltó un gruñido de dolor.
—Eso es lo único que le pido a Mendel —continuó—. Lo que pueda pensar un hombre, o lo que pueda sentir, son cosas irrelevantes, que no me interesan a mí ni tampoco a Dios. Al viento no le importa si una bandera es roja o azul.
—O rosa.
Hubo otro silencio. De alguna forma este transmitía una carga más ligera, como si su marido estuviera llegando a una conclusión o bien recordando la sensación que podría haberle producido en otro momento encontrar divertida su bromita.
—Lo encontraré —dijo él—. Lo obligaré a sentarse y le contaré lo que sé. Le explicaré que siempre y cuando obedezca a Dios y Sus mandamientos y se comporte correctamente, aquí hay un lugar para él. Que yo no seré el primero que le vuelva la espalda. Que es él quien tiene que elegir si nos abandona.
—¿Puede un hombre ser un Tzaddik Ha-Dor pero vivir escondido de sí mismo y de todo el mundo que lo rodea?
—Un Tzaddik Ha-Dor siempre está escondido. Es una marca de su naturaleza. Tal vez tendría que explicárselo a él. Contarle que esos... sentimientos que él experimenta y contra los que lucha son en cierta manera la prueba de que se ajusta a la norma.
—Tal vez no se está escapando del matrimonio con esa chica —dijo ella—. Tal vez no es eso lo que le asusta. No es con eso con lo que no puede vivir. —La frase que nunca le había dicho a su marido ocupó su puesto habitual en la punta de su lengua. Llevaba los últimos cuarenta años componiendo y refinando y abandonando elementos de la misma, como si fueran las estrofas de un poema escrito por un prisionero a quien se le negaba el uso del papel y la pluma—. Tal vez haya otra clase de autoengaño con el que no puede conformarse a vivir.
—No tiene elección —dijo su marido—. Aunque haya perdido la fe. Aunque quedándose aquí se arriesgue a caer en la hipocresía o el fingimiento. A un hombre con sus talentos, con sus dones, no se le puede permitir que se traslade a ese mundo sucio de ahí fuera y trabaje en él y arriesgue su fortuna. Sería un peligro para todo el mundo. Y en particular para él.
—Yo no me refería a ese autoengaño. Yo me refería al que... al que practican todos los verbovers.
Silencio entonces, ominoso, ni pesado ni ligero, el silencio enorme de un dirigible antes de la descarga de estática.
—Yo no he oído —dijo él— de ningún otro que él afronte.
Ella se mordió la lengua. Para entonces llevaba demasiado tiempo corriendo en el aire como para mirar hacia abajo durante más de un segundo.
—Entonces hay que retenerlo aquí —dijo ella—. Con o sin su consentimiento.
—Créeme, querida. Y no me malinterpretes. La alternativa sería algo mucho peor.
Ella se quedó un momento parada de horror y luego salió corriendo de su vestidor para ver qué era lo que había en los ojos de él mientras amenazaba la vida de su propio hijo, tal como ella lo entendía, por el pecado de ser como Dios había querido crearlo. Sin embargo, silencioso como un dirigible, él se había marchado. A quien encontró, en cambio, fue a Betty, que regresaba para repetir la apelación de las visitantes. Betty era una buena criada, pero compartía esa afición tan filipina por regodearse en el escándalo. Le costaba mucho esconder la alegría que le daba la noticia que traía.
—Una mujer, señora, dice que trae un mensaje de Mendel —dijo Betty—. Dice que lo siente, pero que no viene a casa. ¡No hay boda hoy!
—Sí que viene a casa —dijo la señora Shpilman, luchando contra el deseo de darle una bofetada a Betty—, Mendel nunca...
Se detuvo antes de poder decir las palabras: «Mendel nunca se marcharía sin decir adiós».
La mujer que traía un mensaje de su hijo no era una verbover. Era una judía moderna, aunque por respeto al vecindario se había vestido recatadamente con una falda larga estampada y una elegante capa negra. Diez o quince años mayor que la señora Shpilman. Una mujer de ojos oscuros y pelo oscuro que en algún momento debió de ser muy hermosa. Cuando la señora Shpilman entró en la sala, ella se levantó bruscamente del sillón de orejas que había junto a la ventana y se presentó con el nombre de Brukh. Su amiga era una criatura gordezuela que llevaba un vestido largo y negro, medias negras y un sombrero de ala ancha calado sobre un shaydl de mala calidad. Las medias le venían flácidas, y la hebilla de detrás de la banda de su sombrero se le estaba despegando, a la pobre. El velo lo llevaba todo arrebujado en la parte superior izquierda de una forma que a la señora Shpilman le pareció lastimera. Mirando a aquella criatura desdichada, se olvidó durante un momento de la terrible noticia que aquellas dos mujeres traían a la casa. Dentro de ella se elevó una bendición con una fuerza tan apremiante que apenas la pudo refrenar. Quería coger en brazos a la mujer desgarbada y besarla de una forma que durara, que consumiera la tristeza. Se preguntó si sería así como se sentía Mendel todo el tiempo.
—¿Qué es esta tontería? —dijo—. Siéntese.
—Lo siento mucho, señora Shpilman —dijo la tal Brukh, sentándose de nuevo, ocupando el borde del asiento como si quisiera mostrar que no tenía planes de quedarse.
—¿Ha visto usted a Mendel?
—Sí.
—¿Y dónde está?
—Está alojado con un amigo. No permanecerá ahí mucho tiempo.
—Va a volver.
—No. No, lo siento, señora Shpilman. Pero podrá usted contactar con Mendel a través de esa persona. Siempre que quiera. Y vaya él a donde vaya.
—¿Qué persona, dígame? ¿Quién es ese amigo?
—Si se lo digo, tiene que prometerme que no le dará a nadie esa información. Si lo hace, Mendel dice —y echó un vistazo a su amiga como esperando un poco de apoyo moral para pasar por las siguientes ocho palabras— que nunca más volverá a saber de él.
—Pero, querida, es que no quiero volver a saber de él —dijo la señora Shpilman—. Así que en realidad no sirve de nada decirme dónde está, ¿no?
—Supongo que no.
—Aunque si no me dice dónde está, y hablo en serio, haré que las lleven al garaje de Rudashevsky y que les saquen la información de la forma en que a ellos les gusta sacarla.
—Oh, vaya, no me da usted miedo —dijo la tal Brukh con un asomo asombroso de sonrisa en su voz.
—¿Ah, no? ¿Y por qué no?
—Porque Mendel me ha dicho que no se lo tenga.
Ella notó la tranquilidad, percibió su eco en la voz y en los modales de aquella mujer llamada Brukh. Un aire de desafío, de aquella picardía que Mendel imponía a todos sus tratos con su madre, y también con su pavoroso padre. La señora Shpilman siempre había creído que era un demonio que él tenía dentro, pero ahora se daba cuenta de que podría ser un simple mecanismo de supervivencia, de protección. Plumas para el pajarillo.
—Menudo es él para hablar de no tener miedo. Escaparse así de su deber y de su familia. ¿Por qué no hace un poco de esa magia suya sobre sí mismo? Dígame. Que arrastre su lastimosa y cobarde persona de vuelta aquí y le ahorre a su familia un mundo entero de deshonor y vergüenza, por no mencionar a una chica hermosa e inocente.
—Lo haría si pudiera —dijo la tal Brukh, y la viuda que estaba a su lado, y que no había dicho nada, soltó un suspiro—. Lo creo de corazón, señora Shpilman.
—¿Y por qué no puede? Dígame.
—Ya lo sabe usted.
—Yo no sé nada.
Pero sí que lo sabía. Y al parecer, también lo sabían aquellas dos extrañas mujeres que habían venido a verla llorar. La señora Shpilman se dejó caer en una silla Luis XIV pintada de blanco y con un cojín bordado en cañamazo, sin importarle las arrugas que aquel desplome repentino pudieran causar en la seda de su vestido. Se tapó la cara con las manos y lloró. Por la vergüenza y por la indignidad. Por la destrucción de meses enteros, y hasta años, de planes y esperanzas y discusiones, de visitas interminables y de ir y venir entre las congregaciones de Verbov y Shtrakenz. Pero sobre todo, confiesa ahora, lloró por ella misma. Porque había decidido con su firmeza de costumbre que nunca más volvería a ver a su único, querido y bellaco hijo.
¡Qué mujer tan egoísta! Solo más tarde se le ocurrió dedicar un momento de tristeza al mundo al que Mendel nunca redimiría.
Después de que la señora Shpilman pasara un par de minutos llorando, la viuda poco atractiva se levantó del otro sillón de orejas y se puso de pie al lado de ella.
—Por favor —dijo la viuda con voz grave, y puso una mano gordezuela sobre el brazo de la señora Shpilman, una mano con los nudillos cubiertos de un vello fino y dorado. Costaba creer que solamente hacía veinte años que la señora Shpilman había sido capaz de meterse aquella mano entera en la boca.
—Estás jugando —dijo la señora Shpilman en cuanto recuperó el poder del pensamiento racional. Siguiendo la estela del shock inicial, que le había detenido el corazón, experimentó un extraño alivio. Si Mendel tenía nueve capas de profundidad, ocho de esas capas eran bondad pura. Una bondad mucho mejor que la que ella y su marido, gente dura que había sobrevivido y prosperado en un mundo duro, podrían haber engendrado de su propia carne sin alguna clase de intercesión divina. Pero la capa más interior, la novena capa de Menden Shpilman, era y siempre había sido un diablo, un shkotz a quien le gustaba provocarle ataques al corazón a su madre—. ¡Estás jugando!
—No.
Él se levantó el velo y dejó que ella viera el dolor, la incertidumbre. Ella vio que él temía estar cometiendo un grave error. Y reconoció como algo que venía de ella la firmeza con que él estaba dispuesto a cometerlo.
—No, mamá —dijo Mendel—. He venido a decir adiós. —Y luego, leyendo la expresión de la cara de ella, añadió con una sonrisa temblorosa—: Y no, no soy un travestido.
—¿Ah, no?
—¡No!
—Pues a mí me pareces un travestido.
—Una reputada experta.
—Te quiero fuera de esta casa.
Pero ella solo quería que él se quedara, escondido en los aposentos de ella, vestido con aquellas ropas espantosas, su bebé, su principito, su muchacho diabólico.
—Me marcho.
—No quiero volver a verte. No quiero llamarte y no quiero que me llames. No quiero saber dónde estás.
Si ella quería que Mendel se quedara, solamente tenía que hacer venir a su marido. Usando recursos que en realidad no eran más inconcebibles que los hechos que subyacían en la cómoda vida de ella, le obligarían a quedarse.
—Muy bien, mamá.
—No me llames así.
—Muy bien, señora Shpilman —dijo él, y en su boca sonó afectuoso y familiar. Ella rompió a llorar otra vez—. Pero solo para que lo sepas, estoy alojado con un amigo.
¿Había un amante? ¿Era posible que él hubiera llevado una vida tan secreta?
—¿Un «amigo»? —dijo ella.
—Un viejo amigo. Solo me está ayudando. La señora Brukh también me está ayudando.
—Mendel me salvó la vida —dijo la señora Brukh—. Hace tiempo.
—Menuda cosa —dijo la señora Shpilman—. Así que le salvó la vida. Pues menudo bien hizo.
—Señora Shpilman —dijo Mendel.
Le cogió las manos y se las agarró con fuerza entre las cálidas palmas de las suyas. Su piel siempre bullía un par de grados por encima de la del resto de la gente. Cuando le tomabas la temperatura, el termómetro marcaba treinta y ocho grados y pico.
—Quítame las manos de encima —consiguió decir ella—. Ahora mismo.
Él le dio un beso en la coronilla, y aun a través de la capa de pelo ajeno, la huella del beso pareció permanecer allí. Luego le soltó las manos, se bajó el velo y salió de la habitación con pasos torpes, las medias caídas y la tal Brukh siguiéndolo a toda prisa.
La señora Shpilman pasó mucho rato sentada en la silla Luis XIV, horas, años enteros. Un frío la invadió, un asco gélido hacia la Creación, hacia Dios y sus obras mal concebidas. Al principio el horror que sentía pareció cernirse sobre su hijo y sobre el pecado al que se estaba negando a renunciar, pero pronto se convirtió en horror a sí misma. Se puso a pensar en todos los crímenes que se habían cometido y todo el dolor que se había infligido en beneficio de ella, y toda aquella maldad no era más que una gota de agua en un enorme mar negro. Qué lugar tan espantoso, aquel mar, aquel abismo entre la Intención y el Acto que la gente llamaba «el mundo». Con su huida, Mendel no se estaba negando a renunciar a nada, al contrario. El Tzaddik Ha-Dor estaba presentando su renuncia. No podía ser lo que el mundo y sus judíos, plantados bajo la lluvia con sus penas y sus paraguas, querían que fuera, lo que su madre y su padre querían que fuera. Ni siquiera podía ser lo que él mismo quería ser. Ella confió —sentada allí, rezó por ello— en que algún día, por lo menos, su hijo pudiera encontrar la forma de ser lo que era.
En cuanto la oración se elevó desde su corazón, ella empezó a echar de menos a su hijo. Lo empezó a añorar de verdad. Se reprochó a sí misma amargamente haber echado a Mendel sin averiguar primero dónde se alojaba, cómo podía ella verlo u oír su voz de vez en cuando. Luego abrió las manos que él le había cogido con las suyas y descubrió, enrollado en su palma derecha, un trocito de cordel.
26
—Sí —dice ella—. Iba sabiendo de él. De vez en cuando. No quiero que esto suene cínico, detective, pero era normalmente cuando tenía problemas o necesitaba dinero. Circunstancias que, en el caso de Mendel, que su nombre reciba una bendición, solían coincidir.
—¿Cuándo fue la última vez?
—A principios de este año. La primavera pasada. Sí, me acuerdo de que fue el día antes de Erev Pesach.
—Así pues, en abril. Alrededor de...
La mujer Rudashevsky saca un elegante shoyfer mazik, empieza a pulsar botones y obtiene la fecha del día anterior al primer día de Pascua. Landsman comenta, un poco asombrado, que ese también fue el último día de la vida de su hermana.
—¿Desde dónde llamó?
—Tal vez un hospital. No lo sé. Pude oír un anuncio al público, por megafonía, de fondo. Mendel dijo que iba a desaparecer. Que tenía que desaparecer una temporada, que no podría llamar. Me pidió que le mandara dinero a un apartado de correos de Povorotny que él usaba a veces.
—¿Parecía asustado?
El velo tiembla como el telón de un teatro, y al otro lado del mismo tienen lugar movimientos secretos. Ella asiente lentamente.
—¿Dijo él por qué necesitaba desaparecer? ¿Dijo si alguien lo estaba siguiendo?
—Creo que no. No. Solo que necesitaba dinero y que iba a desaparecer.
—Y eso es todo.
—Por lo que yo... No. Sí. Le pregunté si estaba comiendo. A veces él... se olvidan de comer.
—Lo sé.
—Y él me dijo: «No te preocupes», dijo, «me acabo de comer un trozo bien grande de tarta de cereza».
—Tarta —dice Landsman—. Tarta de cereza.
—¿Significa eso algo para usted?
—Nunca se sabe —dice él, pero nota que la caja torácica le resuena bajo los mazazos del corazón—. Señora Shpilman, dice usted que oyó un altavoz. ¿Cree que podría haber sido una llamada de un aeropuerto?
—Ahora que lo menciona usted, sí.
El coche aminora la marcha y se detiene. Landsman se inclina hacia delante en su asiento y se asoma por el cristal ahumado. Están delante del hotel Zamenhof. La señora Shpilman baja su ventanilla con un botón y la tarde de color gris entra soplando dentro del coche. Ella se levanta el velo y contempla la fachada del hotel. Se la queda mirando largo rato. Un par de hombres de aspecto siniestro, alcohólicos, a uno de los cuales Landsman impidió una vez que orinara accidentalmente en los bajos del pantalón del otro, salen dando tumbos del vestíbulo del hotel apoyados el uno en el otro, un cobertizo adosado humano abandonado bajo la lluvia. Se montan un vodevil con una hoja de papel de periódico y el viento, y por fin se alejan dando bandazos en la noche, un par de polillas hechas jirones. La reina de la isla de Verbov se vuelve a bajar el velo y levanta su ventanilla. Landsman siente cómo las preguntas llenas de reproche bullen por debajo de la tela negra: ¿cómo puede él soportar vivir en semejante pocilga? ¿Por qué no protegió a su hijo con mayor eficacia?
—¿Quién le ha dicho a usted que yo vivo aquí? —se le ocurre preguntarle a la mujer—. ¿Su yerno?
—No, él no lo mencionó. Me lo ha comentado la otra detective Landsman. La que antes estaba casada con usted.
—¿Ella le ha hablado de mí?
—Ha llamado hoy. Una vez, hace muchos años, tuvimos un problema con un hombre que estaba haciendo daño a las mujeres. Un hombre muy malo, un hombre enfermo. Sucedió en el Harkavy, en la calle Ansky Sur. Las mujeres a quienes había hecho daño no querían hablar con la policía. La ex mujer de usted me ayudó mucho en aquella ocasión, y sigo en deuda con ella. Es una buena mujer. Y una buena policía.
—De eso no hay duda.
—Ella me sugirió que si por casualidad aparecía usted, yo no haría mal del todo en darle un voto de confianza.
—Muy amable de su parte —dice Landsman con absoluta sinceridad.
—Ella habló de usted mejor de lo que yo habría imaginado.
—Como ha dicho usted, señora, es una buena mujer.
—Pero aun así, usted la dejó.
—No por que fuera una buena mujer.
—¿Porque era usted un mal hombre?
—Creo que sí —dice Landsman—. Ella fue demasiado cortés para decirlo.
—Han pasado muchos años —dice la señora Shpilman—. Pero por lo que yo recuerdo, la cortesía no era uno de los fuertes de aquella judía. —Pulsa el botón que desbloquea la portezuela. Landsman la abre y se baja de la parte de atrás de la limusina—. En cualquier caso, me alegro de no haber visto este hotel espantoso antes, o nunca habría dejado que se me acercara usted.
—No es gran cosa —dice Landsman, con la lluvia golpeteando el ala de su sombrero—. Pero es mi casa.
—No, no lo es —dice Batsheva Shpilman—. Pero estoy segura de que le facilita a usted las cosas pensarlo.
27
—El Sindicato de la Policía Yiddish —dice el vendedor de tartas.
Echa un vistazo a Landsman desde detrás del mostrador de acero de su tienda, cruzándose de brazos para demostrar que conoce muy bien las estratagemas de los judíos. Frunce los ojos como si estuviera intentando divisar un error tipográfico en la esfera de un Rolex de imitación. El americano de Landsman es apenas lo bastante bueno como para que suene sospechoso.
—Eso mismo —dice Landsman. Desearía que no le faltara una esquina de su carnet de miembro de la delegación de Sitka de las Manos de Esaú, la organización fraternal internacional de policías judíos. En una esquina tiene un escudo de seis puntas. El texto está impreso en yiddish. Carece de autoridad o peso, incluso en el caso de Landsman, que lleva veinte años siendo un miembro bien considerado—. Estamos por todo el mundo.
—Eso no me sorprende en absoluto —dice el vendedor de tartas haciendo gala de aspereza—. Pero, señor, yo solo sirvo tartas.
—¿Va a comer usted tarta o no? —dice la mujer del vendedor de tartas. Igual que su marido, es grande y pálida. Su pelo es del color incoloro de una lámina de metal debajo de una luz tenue. La hija está en la parte de atrás, entre frutos del bosque y masas de corteza. Para los pilotos de la tundra, cazadores, tripulaciones de rescate y otros habituales que frecuentan el aeródromo de Yakovy, se considera que da suerte ver a la hija del vendedor de tartas. Landsman hace años que no la ve—. Si no quiere tarta, no hay ninguna razón imaginable para que esté usted malgastando su tiempo en esta ventanilla. La gente que tiene usted detrás tiene que coger aviones.
Ella le quita el carnet de la mano a su marido y se lo devuelve a Landsman. Él no la culpa por su mala educación. El aeródromo de Yakovy es una estación crucial en la ruta septentrional de los shysters, los charlatanes, timadores y estafadores inmobiliarios del mundo entero. Cazadores furtivos, contrabandistas, rusos díscolos. Mulas del tráfico de drogas, criminales nativos, yanquis problemáticos. La jurisdicción de Yakovy nunca se ha definido con exactitud. Judíos, indios y klondikes, todos se la disputan. La tarta de la mujer tiene mayor envergadura moral que la mitad de su clientela. La mujer de las tartas no tiene razón para confiar en Landsman ni para ser complaciente con él, con su carnet de pacotilla y un trozo de la nuca afeitado. Sin embargo, la mala educación de ella le produce una punzada de remordimiento por haber perdido su placa. Si Landsman tuviera una insignia, diría: «La gente que tengo detrás se puede ir a tomar por el culo, señora, y usted puede ir a darse una buena lavativa de colon con bayas de Boysen». En cambio, finge teatralmente que le preocupan los individuos que hay reunidos en una cola moderadamente larga detrás de él. Pescadores, navegantes de kayaks, pequeños empresarios y algunos ejecutivos.
Cada uno de ellos emite ahora alguna clase de ruido o señal con la ceja para mostrar que está ansioso por obtener su tarta y que empieza a perder la paciencia con Landsman y sus credenciales arrugadas.
—Quiero un trozo de tarta azucarada de manzana —dice Landsman—. De la cual tengo gratos recuerdos.
—La azucarada es mi favorita —dice la mujer ablandándose un poco. Manda a su marido al mostrador de atrás con un gesto de la barbilla. La tarta azucarada de manzana está allí sobre un pedestal resplandeciente, una entera recién hecha, sin cortar—. ¿Café?
—Sí, por favor.
—¿Helado?
—No, gracias. —Landsman le pasa la fotografía de Mendel Shpilman por encima del mostrador—. ¿Qué me dice de este? ¿Lo conoce?
La mujer echa un vistazo a la foto con las dos manos metidas con cuidado dentro de la axila opuesta. A Landsman le da la impresión de que reconoce a Shpilman de inmediato. Luego ella se gira para coger de manos de su marido un plato de plástico cargado con un trozo de tarta. Lo coloca en una bandeja junto con un vaso pequeño de poliestireno lleno de café y un tenedor de plástico envuelto en una servilleta de papel.
—Dos cincuenta —dice ella—. Vaya a sentarse donde el oso.
Al oso lo mataron a tiros unos yids en los años sesenta. Médicos, a juzgar por su aspecto, vestidos con gorros de lana y abrigos Pendleton. Rezuman esa extraña virilidad con gafas de aquel período dorado de la historia del distrito de Sitka. Debajo de la fotografía de los cinco hombres letales hay una tarjeta, escrita a máquina en yiddish y en americano y sujeta con chinchetas a la pared. La tarjeta dice que el oso, cazado cerca de Lisianski, era un oso pardo de tres metros setenta y cuatrocientos kilos. Solo su esqueleto se conserva dentro de la vitrina junto a la cual Landsman está sentado con su trozo de tarta azucarada de manzana y su taza de café. En el pasado se sentó ahí muchas veces, contemplando ese terrible xilófono de marfil mientras comía un trozo de tarta. Y más recientemente estuvo ahí sentado en compañía de su hermana, tal vez un año antes de que muriera. Estaba trabajando en el caso Gorsetmacher. Ella acababa de separarse de una partida de pescadores que venían de los bosques.
Landsman piensa en Naomi. Es un lujo que se permite, igual que un trozo de tarta. Tan peligroso y gratificante como una copa. Se inventa diálogos para Naomi, las palabras con las que ella se burlaría de él y lo ridiculizaría si estuviera presente. Por su sanguinario revolcón en la nieve con esos idiotas de los Zilberblat. Por beber ginger ale con una anciana ortodoxa en la parte de atrás de aquel cuatro por cuatro hipertrofiado. Por pensar que iba a ser capaz de durar más que su problema con la bebida y permanecer de subidón el tiempo suficiente para encontrar al asesino de Mendel Shpilman. Por haber perdido su insignia. Por no estar lo bastante furioso por la Revocación, por no tener una posición clara acerca de la misma. Naomi aseguraba que odiaba a los judíos por su dócil sumisión al destino, por la confianza que ponían en Dios o en los gentiles. Pero es que Naomi tenía una posición definida sobre todo. Vigilaba y mantenía sus posiciones; las pulía y les sacaba brillo. También, piensa Landsman, habría criticado su decisión de no tomar helado con la tarta.
—«El Sindicato de la Policía Yiddish» —dice la hija del vendedor de tartas, sentándose en el banco junto a Landsman. Se ha quitado el delantal y se ha lavado las manos. Por encima de los codos, sus brazos pecosos están rebozados de harina. Tiene harina en las cejas rubias. Lleva el pelo atado con una banda elástica negra. Es una mujer evocadoramente poco atractiva con los ojos de color azul aguado, más o menos de la edad de Landsman. Huele a mantequilla y a tabaco y despide un aroma penetrante a masa de cocinar que a él le resulta extrañamente erótico. Ella enciende un cigarrillo mentolado y suelta un chorro de humo en dirección a él—. Esa sí que es buena.
Ella se mete el cigarrillo en la boca y extiende la mano para coger el carnet. Ella finge que no le cuesta descifrar el texto.
—Sé leer yiddish, ¿sabe? —dice por fin—. Tampoco es que sea azteca ni nada por el estilo, joder.
—De verdad que soy policía —dice Landsman—. Lo que pasa es que hoy estoy llevando a cabo una investigación privada. Por eso no uso la insignia.
—Enséñeme la foto —dice ella.
Landsman le da la foto policial de Mendel Shpilman. Ella asiente, y en el caparazón de su tedio se abre un resquicio momentáneo.
—Señorita, ¿lo conocía usted?
Ella le devuelve la foto policial. Niega con la cabeza y hace una mueca despectiva con el ceño.
—¿Qué le ha pasado? —dice ella.
—Lo han asesinado —dice Landsman—. De un tiro en la cabeza.
—Eso es duro —dice ella—. Oh, Dios mío.
Landsman se saca un paquete sin abrir de pañuelos de papel del bolsillo del abrigo y se lo da. Ella se suena la nariz y luego arruga el pañuelo hasta hacer una bola con el puño.
—¿De qué lo conocía? —dice Landsman.
—Lo llevé en coche —dice ella—. Una vez. Y ya está.
—¿Adónde?
—A un motel de la Ruta Tres. Me cayó bien. Era gracioso. Era tierno. Un poco feo. Un poco desastre. Me dijo que tenía, ya sabe, un problema. Con las drogas. Pero que estaba intentando recuperarse. Parecía... Daba una sensación rara.
—¿Reconfortante?
—Mmm... No. Simplemente era... eh, en fin, no lo sé. Muy intenso. Durante una hora más o menos creí que estaba enamorada de él.
—Pero ¿en realidad no lo estaba?
—Supongo que nunca tuve la oportunidad de averiguarlo.
—¿Tuvo usted relaciones sexuales con él?
—Es usted poli, está claro —dice ella—. O noz, ¿verdad que lo llaman así?
—Así es.
—No, no tuve relaciones sexuales con él. Yo quería. Me invité a mí misma a la habitación del motel con él. Supongo que se podría decir, ya sabe... que me tiré encima de él. Eso no dice nada de él. Como he dicho, él fue superamable y todo eso, pero era un desastre. Vaya dientes tenía. En fin, supongo que se dio cuenta.
—¿Se dio cuenta de qué?
—De que... de que yo también tengo un pequeño problema. Cuando estoy con hombres. Es por eso que no voy mucho con hombres. No se haga ilusiones, no me gusta usted nada.
—No, señora.
—Hice terapia, doce pasos. Volví a nacer. Lo único que me ayudaba de verdad era hacer tartas.
—No me extraña que estén tan buenas.
—Ja.
—Y él no aceptó la oferta de usted.
—No quiso. Fue muy amable. Me abotonó la camisa. Yo me sentí como una niña. Luego me dio algo. Algo que me dijo que me podía quedar.
—¿Y qué era?
Ella baja la mirada y la sangre le ruboriza la cara tan deprisa que a Landsman le parece que casi la oye zumbar. Las siguientes palabras le salen roncas y susurrantes.
—Su bendición —dice. Y luego, con más claridad—: Me dijo que me daba su bendición.
—Estoy bastante seguro de que era gay —dice Landsman—. Por cierto.
—Lo sé —dice ella—. Me lo dijo. No usó esa palabra. La verdad es que no usó ninguna palabra, o si lo hizo, no me acuerdo. Creo que lo que dijo fue que todo aquello ya le traía sin cuidado. Dijo que la heroína era más simple y más fiable. La heroína y las damas.
—El ajedrez. Jugaba al ajedrez.
—Lo que sea. Todavía tengo su bendición, ¿verdad?
Ella parece necesitar que la respuesta a esa pregunta sea que sí.
—Sí —dice Landsman.
—Un judío gracioso. Lo más raro es que, no sé. Que se puede decir que funcionó.
—¿El qué funcionó?
—La bendición. O sea, ahora tengo novio. Uno de verdad. Estamos saliendo en serio, es muy raro.
—Me alegro por los dos —dice Landsman sintiendo una punzada de envidia hacia ella, hacia toda aquella gente que había tenido la suerte de que Mendel Shpilman les diera su bendición. Piensa en todas las veces que se debió de cruzar con Mendel y en todas las oportunidades que perdió—. Entonces, me está diciendo usted que cuando lo llevó usted en coche al motel, solamente fue, bueno, un ligue. Solamente fue porque usted... estaba planeando, ya sabe...
—¿Matarlo a polvos? No. —Ella aplasta el cigarrillo con la punta de su bota de piel de borrego—. Fue un favor. Para una amiga mía. Lo de llevarlo en coche, quiero decir. Mi amiga conocía al tipo. Lo llamaba Frank. Lo había traído hasta aquí en avioneta de alguna parte. Ella era piloto. Me pidió que lo llevara en coche y que lo ayudara a encontrar un sitio donde quedarse. Algún sitio difícil de encontrar, me dijo. Y yo, pues bueno, le dije que sí.
—Naomi —dice Landsman—. ¿Así se llamaba tu amiga?
—Ajá. ¿La conocía usted?
—Sé lo mucho que le gustaba la tarta —dice Landsman—. Y el tal Frank, ¿era cliente de ella?
—Supongo. La verdad es que no lo sé. No se lo pregunté. Pero llegaron en avioneta juntos. Él la debió de contratar. Probablemente lo pueda averiguar usted con ese carnet maravilloso que lleva encima.
Landsman nota que se le entumecen los miembros, un entumecimiento agradable, una sensación de condenación que resulta indistinguible de la placidez, como la picadura de una serpiente depredadora que prefiere tragarse a sus víctimas vivas y tranquilas. La hija del vendedor de tartas señala con la cabeza el trozo intacto de tarta de manzana azucarada que hay en el plato de plástico y que ocupa el espacio que los separa en el banco.
—No sabe usted cuánto está hiriendo mis sentimientos.
28
En todas las fotos que les hicieron a los dos durante un largo período de su infancia, Landsman aparece posando con el brazo alrededor de los hombros de su hermana. En las fotos más antiguas, la coronilla de Naomi le llega a él justo por encima de la barriga. En la última, Landsman tiene un bigote fantasma encima del labio y ya es solamente tres centímetros más alto que ella, cinco como mucho. La primera vez que uno vislumbraba esa tendencia en las fotografías, resultaba encantador: un hermano mayor que cuidaba a su hermanita. Al cabo de siete u ocho fotos, el gesto protector adoptaba un aire amenazador. Acurrucados juntos, sonriendo aguerridos para la cámara, como niños meritorios en la columna de adopciones de un periódico.
—La tragedia los dejó huérfanos —dijo Naomi una noche, pasando las páginas de un viejo álbum. Las páginas eran de cartón encerado y estaban cubiertas de una hoja crujiente de poliuretano para sujetar las fotos. La capa de plástico le daba a la familia retratada aspecto de algo en conserva, como si estuvieran dentro de una bolsa de pruebas policiales—. Dos adorables angelitos en busca de un hogar.
—Solo que Freydl todavía no estaba muerta —dijo Landsman, consciente de que le estaba soltando un buen jarro de agua fría. Su madre había muerto después de una breve y amarga lucha contra el cáncer, aguantando solo el tiempo justo para que Naomi le rompiera el corazón al dejar la universidad.
Naomi dice:
—Y ahora me lo dices.
Últimamente, cuando mira esas fotos, Landsman se ve a sí mismo como si estuviera intentando inmovilizar a su hermana, impedir que saliera volando y chocara contra una montaña.
Naomi era una chica dura, mucho más dura de lo que Landsman nunca necesitó ser. Era dos años más joven, lo bastante cerca en edad a su hermano como para que todo lo que Landsman hiciera o dijera constituyera una marca que debía ser sobrepasada o una teoría que desmentir. De niña parecía un chico y de mujer era hombruna. Cuando un idiota borracho le preguntó si era lesbiana ella contestó que lo era «en todos los sentidos salvo en su preferencia sexual».
Fue uno de sus novios de juventud quien le contagió el gusanillo de volar. Landsman nunca le preguntó cuál era el atractivo de aquello, por qué había trabajado tan duro y durante tanto tiempo para conseguir su licencia comercial y meterse en el homoidiota mundo de los pilotos de la tundra masculinos. No era propensa a la especulación vana, su gallarda hermana. Pero tal como lo entiende Landsman, las alas de un aeroplano están enzarzadas en una batalla constante con el aire que las envuelve, doblándolo, desconcertándolo y haciéndole muescas, retorciéndolo y eludiéndolo. Luchando contra él igual que un salmón lucha contra la corriente del río en el que va a morir. Y como un salmón —ese sionista acuático, siempre soñando con su hogar fatídico—, Naomi consumió su fuerza y su energía en la lucha.
Y no es que esa lucha se dejara ver en sus modales francos, en su porte chulesco ni en su sonrisa. Tenía ese estilo Errol Flynn de mantener la cara seria solamente cuando estaba bromeando y de sonreír como si acabara de ganar el premio gordo cuando las cosas se ponían feas. Si le añadías a aquella judía un bigotillo fino, podrías haberla puesto a balancearse de las jarcias de un velero de tres mástiles con una espada en la mano. No era una persona complicada, la hermana pequeña de Landsman, y en aquel sentido, era única entre las mujeres que él conocía.
—Era una puta chiflada —dice el controlador del tráfico aéreo de la Estación de Servicio de Vuelo del aeropuerto de Yakovy.
Se trata de Larry Spiro, un judío flaco y de hombros caídos originario de Short Hills, Nueva Jersey. Un mexicano, como los judíos de Sitka llaman a sus primos del sur. Los mexicanos llaman a los judíos de Sitka icebergs, o bien «el Pueblo Elegido para Congelarse». Las gruesas gafas de Spiro son para el astigmatismo, y detrás de las mismas, sus ojos tienen un temblor escéptico. Por toda su cabeza se levantan pelos grises y encrespados, como rayos de escándalo en una viñeta del periódico. Lleva una camisa Oxford blanca con su monograma en el bolsillo y una corbata roja a rayas doradas. Lentamente, preparándose para el chupito de whisky que tiene delante, se echa las mangas hacia atrás. Sus dientes son del mismo color que el cuello de su camisa.
—Dios mío. —Como la mayoría de los mexicanos que trabajan en el distrito, Spiro se aferra con ferocidad al americano. Para un judío de la Costa Este, el distrito de Sitka constituye el exilio de los exilios, Hatzeplatz, el culo del mundo. Para un judío como Spiro el hecho de hablar americano equivale a mantenerse con vida en el mundo real, es una promesa de que va a volver pronto. Sonríe—. Nunca he visto a una mujer meterse en tantos líos.
Están sentados en el lounge del Ernie’s Skagway Bar and Grill, en el bloque bajo de aluminio que era el edificio de la terminal en los tiempos en que esto era un simple aeródromo situado en el borde de la tundra. Están en un reservado del fondo, esperando sus bistecs. Mucha gente considera que Ernie’s Skagway sirve los únicos bistecs decentes entre Anchorage y Vancouver. Ernie se los hace traer en avioneta desde Canadá todos los días, sanguinolentos y empaquetados en hielo. La decoración es mínima, como si se tratara de un bar de aperitivos: vinilo, laminado y acero. Los platos son de plástico, las servilletas rígidas como el papel de la mesa de un médico. La comida se pide en el mostrador y después uno se sienta con su número en un pinchapapeles. Las camareras son famosas por su edad avanzada, su mal humor y su parecido físico a cabinas de camiones de largo recorrido. Toda la atmósfera del lugar es el producto de su licencia para vender alcohol y su clientela: pilotos, cazadores y pescadores, así como la habitual mezcla que se da en Yakovy de shtarkers y agentes encubiertos. Un viernes por la noche en temporada alta, aquí se puede comprar o vender cualquier cosa, desde carne de alce hasta ketamina, y oír algunas de las mentiras más flagrantes que alguna vez se han puesto en forma de palabras.
A las seis en punto de un lunes por la tarde, la barra está ocupada principalmente por personal del aeropuerto y unos cuantos pilotos desperdigados. Judíos silenciosos, infatigables, hombres con corbatas de punto y un piloto de la tundra americano, que habla yiddish de forma más o menos fluida y que está contando que una vez voló quinientos kilómetros sin darse cuenta de que estaba cabeza abajo. La barra en sí es una mole incongruente, de roble, parodia del estilo victoriano, reciclada del fracaso de una franquicia americana de braserías con estética vaquera que se intentó abrir en Sitka.
—Líos —dice Landsman—. Hasta el mismo final.
Spiro frunce el ceño. Era el controlador de guardia en Yakovy cuando la avioneta de Naomi chocó contra el monte Dunkelblum. Spiro no podría haber hecho nada para evitar el choque, pero el tema le resulta doloroso de todas maneras. Abre la cremallera de su maletín de nailon y saca una abultada carpeta de color azul. Contiene un documento muy extenso sujeto con un clip grande y varias hojas sueltas.
—Le he vuelto a echar un vistazo al sumario —dice en tono sombrío—. El tiempo era bastante bueno. A su avioneta ya le tocaba la revisión. Su comunicación final fue rutinaria.
—Hum —dice Landsman.
—¿Está usted buscando algo nuevo? —El tono de Spiro no es exactamente de lástima, pero sí un tono dispuesto a volverse en esa dirección si es necesario.
—No lo sé, Spiro. Solo estoy mirando.
Landsman coge la carpeta y hojea rápidamente el grueso documento, una copia de la decisión final de la Administración Federal de la Aviación. A continuación la deja a un lado y coge una de las hojas sueltas que hay debajo.
—Ese es el plan de vuelo por el que estaba usted preguntando. De la mañana antes del choque.
Landsman examina el impreso, que declara la intención de la piloto Naomi Landsman de pilotar su Piper Super Cub desde el estrecho de Peril, Alaska, hasta Yakovy, distrito de Sitka, transportando a un pasajero. El formulario parece impreso por ordenador, con los espacios en blanco pulcramente rellenados con letra Times Roman a doce puntos.
—Así que este lo hizo por teléfono, ¿verdad? —Landsman comprueba el sello de la hora—. Aquella misma mañana a las cinco y media.
—Usó el sistema automático, sí. Lo hace la mayoría de la gente.
—El estrecho de Peril —dice Landsman—. ¿Dónde está eso? Cerca de Tenakee, ¿verdad?
—Al sur de aquí.
—Así que estamos hablando de ¿cuánto? ¿De un vuelo de dos horas de allí hasta aquí?
—Más o menos.
—Supongo que se sentía optimista —dice Landsman—. Puso que su hora de llegada eran las seis y cuarto. Cuarenta y cinco minutos después de rellenar el formulario.
Spiro tiene la clase de mente que se siente atraída y al mismo tiempo repelida por la anomalía. Coge la carpeta de las manos de Landsman y le da la vuelta. Hojea la pila de documentos que ha reunido y copiado después de aceptar que Landsman le invitara a un bistec a cambio.
—Pero sí que llegó a las seis y cuarto —dice—. Lo pone aquí en el registro de la AFSS. A las seis y diecisiete.
—Así pues, o bien... a ver si lo entiendo. O bien hizo el trayecto de dos horas entre el estrecho de Peril y Yakovy en menos de cuarenta y cinco minutos —dice Landsman—, o bien... O bien cambió su plan de vuelo para ir a Yakovy cuando ya estaba en ruta y dirigiéndose a otro lugar.
Llegan los bistecs. La camarera se lleva su número pinchado en un palo y les deja sus gruesos filetes de ternera canadiense. Huelen bien y tienen buen aspecto. Spiro ni siquiera los mira. Se ha olvidado de su bebida. Hojea el montón de páginas.
—Muy bien, aquí está el día anterior. Voló de Sitka al estrecho de Peril con tres pasajeros. Despegó a las cuatro y cerró su plan de vuelo a las seis y media. Muy bien, así que ya era oscuro cuando llegaron. Ella estaba planeando quedarse a pasar la noche. Y entonces, a la mañana siguiente... —Spiro se detiene—. Ja.
—¿Qué?
—Aquí hay... Sospecho que este era su plan de vuelo original. Parece que estaba planeando regresar a Sitka la mañana siguiente. En un principio. No venir aquí a Yakovy.
—¿Con cuántos pasajeros?
—Ninguno.
—Pero cuando ya llevaba un buen rato volando, supuestamente sola y con rumbo a Sitka, pero en realidad con un misterioso pasajero a bordo, de repente cambió su destino a Yakovy.
—Eso es lo que parece.
—El estrecho de Peril —dice Landsman—. ¿Qué hay en el estrecho de Peril?
—¿Qué hay en cualquier parte? Alces, osos. Ciervos. Peces. Cualquier cosa que un judío quiera matar.
—No lo creo —dice Landsman—. No creo que aquel fuera un viaje de pesca.
Spiro frunce el ceño, después se levanta y va hasta la barra. Se acerca con sigilo al piloto americano y se pone a conversar con él. El piloto parece receloso, tal vez por naturaleza. Pero asiente con la cabeza y sigue a Spiro hasta el reservado.
—Rocky Kitka —dice Spiro—. El detective Landsman. —Luego se sienta y se dedica a su bistec.
Kitka lleva puestos unos pantalones de corte vaquero de cuero negro y un chaleco a juego sobre la piel desnuda, que está cubierta desde las muñecas hasta la garganta y hasta la cintura de los pantalones de tatuajes de temática nativa. Ballenas de grandes dientes, castores y, a lo largo del bíceps izquierdo, una serpiente o tal vez una anguila con una expresión ladina en la mirada.
—¿Es usted piloto? —dice Landsman.
—No, soy policía. —El otro se ríe con una sinceridad conmovedora de su propio despliegue de ingenio.
—El estrecho de Peril —dice Landsman—. ¿Ha estado alguna vez ahí?
Kitka niega con la cabeza, pero Landsman ya no le cree de entrada.
—¿Sabe algo del lugar?
—Solo el aspecto que tiene desde el cielo.
—Kitka —dice Landsman—. Es un apellido nativo.
—Mi padre es tlingit. Mi madre es escocesa-irlandesa y alemana y sueca. Llevo prácticamente de todo en las venas, menos judío.
—¿Hay muchos nativos en el estrecho de Peril?
—Es lo único que hay —dice Kitka con rotundidad, después recuerda su afirmación de que no sabe nada sobre el estrecho de Peril y su mirada se desvía de la de Landsman y se posa sobre el filete. Parece tener un hambre de lobo.
—¿No hay gente blanca?
—Tal vez un par, refugiados en las calas.
—¿Y judíos? —dice Landsman.
A Kitka se le endurece la mirada, se le pone una mirada defensiva.
—Como he dicho, solo lo conozco de pasar volando.
—Estoy llevando a cabo una pequeña investigación —dice Landsman—. Resulta que allí podría haber algo que interesara a un judío de Sitka.
—Aquello es Alaska —dice Kitka—. Con todos los respetos, un poli judío podría pasarse el día entero haciendo preguntas en aquel vecindario sin encontrar a nadie que se las conteste.
Landsman le hace sitio en su asiento.
—Vamos, encanto —dice en yiddish—. Deja de mirarlo. Es tuyo. No lo he tocado.
—¿No se lo va a comer?
—No tengo hambre, no sé por qué.
—Es el Nueva York, ¿verdad? Me encanta el Nueva York.
Kitka se sienta y Landsman empuja el plato en su dirección. Se bebe su taza de café y observa cómo los dos hombres destruyen sus cenas. Kitka parece mucho más contento después de terminar, menos receloso, con menos miedo a que le tiendan una trampa.
—Mierda, qué carne tan buena —dice. Da un trago largo de agua con hielo de un schooner de plástico rojo. Mira a Spiro y aparta la vista, después mira a Landsman y la vuelve a apartar. Se queda mirando el vaso del agua—. Me vendo por una cena —dice en tono amargo. Y añade—: Tienen una especie de centro de rehabilitación, por lo que he oído. Para judíos religiosos que están enganchados a las drogas y a qué sé yo. Supongo que hasta esos barbudos que tienen ustedes se meten en las drogas y en la bebida y la pequeña delincuencia.
—Tiene lógica que lo quieran poner en algún sitio remoto —dice Spiro—. Hay mucha vergüenza de por medio.
—No lo sabía —dice Landsman—. No es fácil conseguir permiso para montar un negocio judío de ninguna clase al otro lado de la Línea Divisoria. Ni siquiera un negocio humanitario como ese.
—Como ya le he dicho —dice Kitka—. Solo he oído cuatro cosas. Probablemente sean mentira.
—Qué raro —dice Spiro. Vuelve a estar en el mundo del expediente, pasando páginas hacia delante y hacia atrás.
Landsman dice:
—Dígame qué es raro.
—Bueno, estoy revisando esto, ¿y sabe qué es lo que no veo? No veo el plan de vuelo de ella de... del viaje fatídico. El de vuelta de Yakovy a Sitka. —Saca su shoyfer, pulsa dos teclas y espera—. Sé que rellenó uno. Recuerdo haberlo visto. ¿Bella? Soy Spiro. ¿Estás ocupada? Ajá. Bueno. Escucha. ¿Puedes comprobarme una cosa? Necesito que saques un plan de vuelo del ordenador. —Le da a la controladora de guardia el nombre de Naomi y la fecha y la hora de su último vuelo—. ¿Puedes mirármelo? Sí.
—¿Conocía usted a mi hermana, señor Kitka? —dice Landsman.
—Se puede decir que sí —dice Kitka—. Me dio un buen rapapolvo una vez.
—Pues ya somos dos —dice Landsman.
—Eso es imposible —dice Spiro con voz tensa—. ¿Puedes volver a mirarlo?
Ahora ninguno dice nada. Los dos se limitan a mirar cómo Spiro escucha a Bella al otro lado de la línea telefónica.
—Algo no es correcto, Bella —dice Spiro por fin—. Voy ahora mismo.
Cuelga, con cara de que su estupendo filete ha empezado a mostrarse en desacuerdo con él.
—¿Qué pasa? —dice Landsman—. ¿Qué problema hay?
—No puede encontrar el plan de vuelo en el ordenador. —Se pone de pie y junta todas las páginas desperdigadas del expediente de Naomi—. Pero sé que eso es imposible, porque aquí en el informe del choque sale el número de referencia. —Se detiene—. O no.
Vuelve a pasar hacia delante y hacia atrás las páginas mecanografiadas a un solo espacio del grueso fajo sujeto con un clip que contiene los resultados de la investigación que hizo la AFA del encuentro fatal de Naomi con la ladera noroeste del monte Dunkelblum.
—Alguien ha manipulado este expediente —dice por fin, de mala gana al principio, con la boca pequeña como una ranura. A medida que la conclusión se extiende por su mente, él se relaja. Se distiende—. Alguien con peso.
—Peso —dice Landsman—. ¿La clase de peso que hace falta, por ejemplo, para que te den permiso para construir un centro de rehabilitación judío en tierra de la BIA?
—Demasiado peso para mí —dice Spiro. Cierra de un golpe la portada del expediente y se lo guarda debajo del brazo—. No puedo estar más tiempo aquí contigo, Landsman. Lo siento. Gracias por el filete.
Cuando ya se ha ido, Landsman saca su móvil y marca un número precedido del código de área de Alaska. Cuando la mujer al otro lado de la línea contesta, él dice:
—Wilfred Dick.
—Dios bendito —dice Kitka—. Tenga cuidado.
Pero Landsman solo consigue que lo pongan con un sargento de guardia.
—El inspector no está —dice el sargento—. ¿De qué se trata?
—¿Tal vez ha oído usted algo, no sé, sobre un centro de rehabilitación que hay en el estrecho de Peril? —dice Landsman—. ¿Médicos barbudos?
—¿Beth Tikkun? —dice el sargento pronunciándolo como si fuera el nombre de una chica americana cuyo apellido rimara con la palabra inglesa chicken—. Lo conozco.
Su tono de voz sugiere que el hecho de conocerlo no le ha reportado ninguna felicidad y no es probable que se la reporte en un futuro próximo.
—Puede que quiera hacer una pequeña visita al lugar —dice Landsman—. Por ejemplo, mañana. ¿Cree usted que habría algún problema?
No parece que el sargento pueda encontrar ninguna respuesta adecuada a esa pregunta en apariencia tan simple.
—Mañana —dice por fin.
—Sí, se me ha ocurrido que podría ir allí en avioneta. Echar un vistazo a las instalaciones.
—Ajá.
—¿Qué problema hay, sargento? Ese Beth Tikkun, ¿es un lugar honrado y respetable?
—Eso es cuestión de opiniones —dice el sargento—. Y el inspector Dick no nos deja tener opiniones. No se preocupe, ya le diré que ha llamado.
—¿Tiene usted una avioneta, Rocky? —dice Landsman cortando la llamada con el dedo corazón.
—La perdí —dice Kitka—. En una partida de póquer. Así es como he llegado a trabajar para un judío.
—Sin ánimo de ofender.
—Eso es —dice Kitka—. Sin ánimo de ofender.
—Así pues, digamos que yo quisiera hacer una visita a ese templo de curación que hay en el estrecho de Peril.
—Mañana tengo una recogida —dice Kitka—. En la bahía de Freshwater. Podría desviarme un poco a la derecha de camino a allí. Pero no pienso quedarme esperando con el taxímetro en marcha. —Le dedica una sonrisa de dientes de castor—. Y le costaría a usted mucho más que un bistec.
29
Un trecho de hierba, un broche verde sujeto con un alfiler a una enorme capa negra de abetos a la altura de la clavícula de una montaña. Y en el centro del claro, un puñado de edificios vestidos con listones marrones se extienden de forma radial a partir de una fuente circular, conectados por senderos y separados por trechos acolchados de césped y gravilla. Un campo de deportes en el extremo más alejado, con líneas trazadas para jugar al fútbol y rodeado por una pista ovalada de atletismo. El lugar tiene atmósfera de internado, de academia perdida en el campo para jóvenes adinerados y díscolos. Media docena de hombres dan vueltas a la pista de atletismo vestidos con pantalones cortos y sudaderas con capucha. Otros están sentados o tumbados boca abajo en el centro del campo, haciendo estiramientos antes de los ejercicios, piernas y brazos, ángulos con el suelo. Un alfabeto de hombres desperdigados sobre una página verde. Cuando la avioneta inclina un ala sobre el campo de deportes, las capuchas de las sudaderas apuntan a su fuselaje como si fueran bocas de cañones antiaéreos. Desde el cielo es difícil estar seguro, pero en opinión de Landsman, los hombres se mueven y están de pie y estiran sus piernas largas y pálidas como jóvenes de salud excelente. De los pliegues del bosque sale otro tipo, vestido con un mono de trabajo oscuro. Sigue la parábola del Cessna, con el codo derecho doblado y la mano frente a la cara, dando la voz: «Tenemos compañía». Más allá del bosque, Landsman capta un destello de verde lejano, un tejado, una serie de bultos blancos dispersos que podrían ser montones de nieve.
Kitka forcejea con la avioneta hasta hacerla girar con un estremecimiento y un traqueteo y gemido, de tal manera que primero caen en barrena del cielo, luego de forma gradual y por fin se posan en el agua con un último golpe sordo. Es posible que el gemido haya salido de Landsman.
—Nunca pensé que diría esto —dice Kitka mientras el motor Lycoming se para y les permite oír sus propios pensamientos—. Pero seiscientos dólares no parecen suficientes.
A media hora de Yakovy, Landsman ha decidido animar su viaje con una generosa dosis de vómito. La avioneta se ha visto plagada por el olor a veinte años de carne de alce podrida, y Landsman por los remordimientos de haber roto su promesa, hecha después de la muerte de Naomi, de boicotear los trayectos en avionetas de pequeño tamaño. Con todo, el despliegue de vómito provocado por el vuelo resulta toda una hazaña, teniendo en cuenta lo poco que ha comido Landsman en los últimos días.
—Lo siento, Rocky —dice Landsman intentando levantar la voz de sus calcetines—. Supongo que todavía no estaba preparado para volver a volar.
La última vez que Landsman viajó por aire fue con su hermana en el Super Cub de esta y sin problemas. Pero aquel era un buen aparato, y Naomi era una piloto experta, y hacía buen tiempo, y Landsman estaba borracho. Esta vez se ha arriesgado a subir al cielo en un amargo estado de sobriedad. Tres cafeteras de café malo de motel le han crispado el sistema nervioso. Ha volado a la merced conjunta de una ventolera procedente del Yukon y de un mal piloto, cuya cautela lo volvía temerario y cuya inseguridad lo volvía osado. Landsman ha hecho el trayecto meciéndose en la cincha de lona del viejo y ajado 206 que la dirección de Turkel Regional Airways ha tenido a bien dejar en manos de Rocky Kitka. La avioneta retumbaba y experimentaba sacudidas y temblaba. A Landsman se le han soltado todos los tornillos y tuercas del esqueleto, y la cabeza le ha girado del todo hacia atrás, y los brazos se le han caído, y los ojos se le han quedado en blanco bajo el calefactor de la cabina. En algún lugar por encima de las montañas de Moore, la promesa de Landsman se ha vuelto contra él.
Kitka abre la portezuela y salta con la cuerda de amarre sobre el muelle de hidroaviones. Landsman baja dando tumbos de la cabina a los plafones de madera de cedro descolorida. Permanece allí de pie parpadeando, tambaleándose, respirando bocanadas hondas del aire local con su olor áspero a agujas de pino y a algas arrastradas por la marea. Se endereza la corbata y se recoloca el sombrero en la cabeza.
El estrecho de Peril es un embrollo de barcos, un surtidor de fuel y una hilera de casas curtidas por los elementos y de la misma gama de colores que un motor oxidado. Las casas están acurrucadas sobre sus postes como señoras de piernas flacas. Un tramo ruinoso de paseo marítimo entarimado asoma por entre las casas antes de seguir deambulando hasta las rampas de las embarcaciones para tumbarse allí. Todo parece estar sujeto por ovillos de soga, rollos enredados de hilo de pescar y retales de red de arrastre con flotadores costrosos enredados. La aldea entera podría no ser nada más que madera y alambres arrastrados por el mar, los desechos flotantes de la inundación de un pueblo lejano.
El muelle de hidroaviones parece no tener nada que ver con el paseo entarimado ni con la aldea del estrecho de Peril. Es sólido, está bien construido, parece nuevo y es de cemento blanco y vigas pintadas de gris. Presume de ingeniería y de cubrir las necesidades logísticas de hombres adinerados. Por el extremo de la orilla, termina en una cancela de acero. Más allá de la cancela, alguien ha sobrehilado colina arriba una escalera metálica en espiral que asciende hasta un claro que hay en lo alto. Junto a la escalera, un raíl sube la colina en perpendicular, con una plataforma provista de barandillas para elevar lo que no puede subir por las escaleras. Un letrerito metálico atornillado a la barandilla del muelle dice «CENTRO DE REPOSO BETH TIKKUN» en yiddish y en americano, y debajo, en americano, «PROPIEDAD PRIVADA». Landsman fija la mirada sobre los caracteres yiddish. En este rincón salvaje de la isla de Baranof tienen un aspecto feo y fuera de lugar, una reunión de pequeños policías yiddish bamboleantes con trajes negros y sombreros de fieltro.
Kitka llena su sombrero Stetson de agua de un grifo que hay instalado en un poste del muelle y lo vacía en el interior de su avioneta, un sombrero lleno de agua no potable detrás de otro. A Landsman le mortifica haber hecho necesaria esta tarea, pero Kitka y el vómito parecen ser viejos amigos, y el hombre nunca pierde del todo la sonrisa. Usando el borde de una guía plastificada para observadores de ballenas y peces de Alaska, Kitka restriega un compuesto de vómito y agua de sal de la portezuela de la cabina. Enjuaga la guía para observadores y la agita. Luego permanece de pie en la puerta, colgando del arco con una mano, y se queda mirando el muelle donde está Landsman. Las olas golpean los pontones del Cessna y los postes. El viento que viene del río Stikine zumba en los oídos de Landsman. Le agita el ala del sombrero. En la aldea, una mujer habla con voz fuerte y entrecortada, echándole una bronca a su hijo o a su marido. A continuación se oyen los ladridos paródicos de un perro.
—Supongo que saben que viene usted —dice Kitka—. La gente de ahí arriba. —Su sonrisa se vuelve avergonzada y se estrecha hasta convertirse en un mohín—. Supongo que nos hemos asegurado de ello.
—Ya le he hecho a alguien una visita sorpresa esta semana. Y no ha ido muy bien —dice Landsman. Se saca la Beretta del bolsillo, saca el cargador y comprueba la recámara—. Dudo que puedan estar realmente sorprendidos.
—¿Sabe usted quiénes son? —dice Kitka, mirando el sholem.
—No —dice Landsman—. No lo sé. ¿Y tú?
—En serio, colega —dice Kitka—. Si lo supiera, se lo diría. Aunque me haya vomitado en la avioneta.
—Sean quienes sean —dice Landsman, volviendo a encajar el cargador—, creo que es posible que hayan matado a mi hermana pequeña.
Kitka rumia sobre esta declaración como si estuviera buscando sus puntos débiles o lagunas.
—Yo tengo que estar en Freshwater sobre las diez —dice dándoselas de compungido.
—Ya —dice Landsman—, lo entiendo.
—Si no fuera por eso, colega, le apoyaría totalmente.
—Eh, venga. ¿Qué estás diciendo? Este no es tu problema.
—Sí, pero hablamos de Naomi. Aunque menuda pieza estaba hecha.
—Dímelo a mí.
—En realidad, nunca le caí del todo bien.
—Tenía cambios de humor —dice Landsman, volviendo a meterse la pistola en el bolsillo de la chaqueta—. A veces.
—Muy bien, pues —dice Kitka, dándole una patada a un charco que hay dentro de su avioneta para sacar el agua con la punta de una bota Roper—. Eh, escuche. Tenga cuidado.
—La verdad es que no sé cómo se hace eso —admite Landsman.
—Entonces tenían eso en común —dice Kitka—. Usted y su hermana.
Landsman baja repiqueteando por el muelle y prueba el pomo de la cancela de acero, solamente para divertirse. Luego tira su mochila al otro lado de la cancela y trepa por la reja detrás de ella. Mientras está pasando por encima de la cancela, se le engancha un pie en los barrotes de la reja. Se le cae el zapato. Pierde el equilibrio y se cae del otro lado, aterrizando con un ruido sordo y carnoso. Se muerde la lengua y le sale un chorro salado de sangre. Se sacude el polvo de encima y echa un vistazo atrás para asegurarse de que Kitka lo ha visto todo. Landsman saluda con la mano para mostrar que no le ha pasado nada. Al cabo de un momento Kitka le devuelve el saludo. Cierra la portezuela de la avioneta. El motor se despierta con un chasquido. La hélice se desvanece en el brillo oscuro de sus propias revoluciones.
Landsman emprende el largo ascenso hasta lo alto de la escalera. En todo caso, ahora todavía está en peor forma que cuando intentó conquistar la escalera del edificio de apartamentos de los Shemets el viernes por la mañana. La noche anterior la ha pasado despierto sobre el fardo rígido y áspero de un colchón de motel. Hace dos días le dispararon y le golpearon sobre la nieve. Está dolorido. Le cuesta respirar. Siente alguna clase de dolor misterioso en una costilla y otro en la rodilla izquierda. Tiene que pararse una vez, a media subida, para fumar un cigarrillo vehemente. Se gira para mirar cómo el Cessna se adentra bamboleándose y zumbando en las nubes bajas de la mañana, abandonando a Landsman a lo que ahora le parece un destino solitario.
Landsman se apoya en la barandilla, muy por encima de la playa desierta y de la aldea. Por debajo de él, en el paseo entarimado y retorcido, hay gente que ha salido de sus casas para mirarlo subir. Él los saluda con la mano y ellos le devuelven el saludo obedientemente. Él aplasta la colilla de su papiros y reanuda su ascenso constante y dificultoso. A modo de compañía tiene el susurro de las aguas de la ensenada y las risotadas lejanas de los cuervos. Luego esos ruidos se apagan. Solo oye su respiración, el repicar de sus suelas sobre los peldaños de metal de la escalera, los crujidos de la correa de su mochila.
En lo alto hay dos banderas ondeando en un mástil descolorido. Una es la bandera de los Estados Unidos de América. La otra es blanca y humilde, tiene una estrella de David de color azul pálido. El mástil está dentro de un círculo de piedras descoloridas rodeado de un mandil de cemento. En la base del mástil, una plaquita metálica dice: «MÁSTIL LEVANTADO GRACIAS A LA GENEROSIDAD DE BARRY Y RHONDA GREENBAUM, BEVERLY HILLS, CALIFORNIA». Una pasarela conduce desde el mandil circular al mayor de los edificios que Landsman ha visto desde el aire. Los demás no son más que cajas de galletas vestidas con listones de madera de cedro, pero ese más grande casi tiene estilo. Tiene el tejado a dos aguas y recubierto de acero estriado, pintado de verde oscuro. Un amplio porche rodea el edificio por tres de sus lados, con pilares que son troncos de abetos, todavía con la corteza. En el centro del porche, una escalinata ancha conduce a la pasarela de cemento.
En el escalón superior del porche hay dos hombres mirando cómo Landsman se les acerca. Los dos tienen barbas tupidas pero no llevan tirabuzones. Ni medias ni sombreros negros. El de la izquierda es joven, tiene treinta años como mucho. Es alto, incluso imponente, con una frente que parece un búnker de cemento y la mandíbula colgante. Su barba es rebelde, propensa a hacer tirabuzones negros, con una voluta de piel desnuda en cada mejilla. Las manos enormes le cuelgan a los costados, latiendo como un par de cefalópodos. Lleva un traje negro con un drapeado generoso y una corbata oscura de seda acanalada. Landsman lee el estremecimiento anhelante de los dedos del hombretón y examina su chaleco en busca de señales de un arma de fuego. A medida que Landsman se acerca, la mirada del hombretón se enfría hasta volverse de un color negro sin luz.
El otro hombre viene a ser de la misma edad, altura y complexión que Landsman. Tiene el abdomen más blando que Landsman y se apoya en un bastón rematado por una curva de alguna madera oscura y reluciente. Su barba es del color del carbón con vetas de gris ceniza, recortada, casi elegante. Lleva un traje de tweed con chaleco incluido y se dedica a dar caladas a una pipa con expresión pensativa. Parece contento, si no encantado, de ver que Landsman se le acerca, lleno de curiosidad, con expresión de médico que prevé una leve anomalía o una arruga en el espectáculo habitual. Sus zapatos son mocasines con los cordones de cuero.
Landsman se detiene en el escalón inferior del porche y tira de su mochila hacia arriba. Un pájaro carpintero agita su cubilete de dados. Durante un momento ese y los susurros de las agujas de los pinos son los únicos sonidos. Podrían ser los tres únicos hombres de todo el sudeste de Alaska. Pero Landsman nota que hay más ojos que lo miran a través de las aberturas de las cortinas de las ventanas, a través de miras de armas de fuego, periscopios y mirillas de puertas. Nota la interrupción de la vida del lugar, de los ejercicios matinales, del lavado de las tazas del café. Huele a huevos chamuscados en mantequilla y a pan tostado.
—No sé cómo decirle esto —dice el hombre alto de la barba descuidada. Su voz parece pasar demasiado tiempo rebotando dentro de su pecho antes de emerger. Las palabras le salen espesas, servidas con cucharadas lentas—. Pero su avioneta se acaba de marchar sin usted.
—¿Acaso voy a alguna parte? —dice Landsman.
—Aquí no se queda, amigo —dice el hombre del traje de tweed. En cuanto dice la palabra «amigo», cualquier rastro de amabilidad desaparece de sus modales.
—Pero si tengo una reserva —dice Landsman, mirando las manos nerviosas del grandullón—. Soy más joven de lo que parezco.
Hay un ruido como de huesos dentro de un cubo, procedente del bosque.
—Vale, no soy ningún chaval, y no tengo reserva, pero sí tengo un problema de adicción —dice Landsman—. Seguramente eso cuenta, ¿no?
—Señor... —dice el hombre del traje de tweed bajando un escalón. Landsman puede oler la picadura amarga que está fumando.
—Escuche —dice Landsman—. He oído hablar del buen trabajo que están haciendo aquí, ¿de acuerdo? Lo he probado todo. Sé que es una locura, pero estoy en las últimas y no tengo ningún otro sitio adonde ir.
El hombre del traje de tweed vuelve la mirada hacia el hombre alto que está arriba de las escaleras. No parecen tener ni idea de quién es Landsman ni de qué pensar de él. Toda la diversión de los últimos días, y en concreto de la tortuosa excursión desde Yakovy, parece haber borrado parte del aura de noz de Landsman. Este teme y al mismo tiempo confía en parecer un simple perdedor, que va arrastrando su mala suerte en una mochila sobre el brazo.
—Necesito ayuda —dice, y para su sorpresa, se le llenan los ojos de lágrimas—. Estoy muy mal. —Le tiembla la voz—. Estoy dispuesto a admitirlo.
—¿Cómo se llama? —dice lentamente el hombre alto. Su mirada es cálida y a la vez poco amigable. Es una mirada que se compadece de Landsman sin interesarse demasiado en él.
—Felnboyger —prueba a decir Landsman, sacando a rastras el apellido de algún vetusto informe de detención—. Lev Felnboyger.
—¿Sabe alguien que está usted aquí, señor Felnboyger?
—Solo mi mujer. Y el piloto, claro.
Landsman ve que los dos hombres se conocen lo bastante entre ellos como para enzarzarse en una furiosa discusión sin hablar ni mover nada más que los ojos.
—Soy el doctor Roboy —dice por fin el hombre alto. Balancea una de sus manos en dirección a Landsman, como si fuera la carga de una grúa al final de su brazo. Landsman quiere apartarse de su trayectoria, pero acaba agarrándose a su bulto frío y seco—. Por favor, señor Felnboyger, entre usted.
Él los sigue por el suelo de tablones de abeto pulido del porche, divisa un avispero y lo examina en busca de señales de vida, pero parece tan desierto como todas las demás estructuras de la cima de esta colina.
Llegan a un vestíbulo vacío y amueblado, un poco al estilo pediatra, con rectángulos de espuma de color beige. Moqueta sosa de pelo corto, color gris cartón de huevos. De las paredes cuelgan escenas estereotipadas de la vida en Sitka, barcos salmoneros y licenciados de yeshiva, la vida en los cafés de la calle Monastir, un klezmer de fiesta que podría ser un Nathan Kalushiner estilizado. Landsman vuelve a tener la inquietante sensación de que todo lo han instalado y colgado esa misma mañana. En los ceniceros no hay ni un copo de ceniza. El expositor de folletos informativos está bien surtido de copias de «Dependencia de las drogas: ¡quién la necesita!» y «La vida: ¿de alquiler o de propiedad?». En la pared, un termostato suspira como si el tedio lo hiciera sufrir. La habitación huele a moqueta nueva y a pipa apagada. Encima de la puerta que da a un pasillo enmoquetado, una placa adhesiva dice: «MOBILIARIO DEL VESTÍBULO CORTESÍA DE BONNIE Y RONALD LEDERER, BOCA RATÓN, FLORIDA».
—Siéntese, por favor —dice el doctor Roboy con su voz que parece un jarabe negro y espeso—. ¿Fligler?
El hombre del traje de tweed regresa a las puertas vidrieras, abre el panel de la izquierda y comprueba los cerrojos que hay en la parte superior y en la inferior del mismo. Luego cierra el panel, gira la llave y se la guarda en el bolsillo. Pasa junto a Landsman, rozándolo con una hombrera del traje de tweed.
—Fligler —dice Landsman agarrando suavemente del brazo al hombre más pequeño—. ¿Es usted médico también?
Fligler se sacude de encima la mano de Landsman. Se saca un librillo de cerillas del bolsillo.
—¿Qué si no? —dice sin sinceridad ni convicción.
Con los dedos de la mano derecha saca una cerilla del librillo, la rasca hasta encenderla y se la acerca a la cazoleta de su pipa, todo en un único movimiento continuo. Mientras su mano derecha está ocupada en entretener a Landsman con esta pequeña gesta, su mano izquierda se sumerge en el bolsillo de la chaqueta de Landsman y vuelve a salir con el revólver del.22.
—Aquí tiene usted su problema —dice, sosteniendo la pistola en alto donde todos la puedan ver—. Y ahora, mire al médico.
Landsman mira obedientemente mientras Fligler levanta la pistola y la examina con atención minuciosa de médico. Un momento más tarde, sin embargo, una puerta se cierra de golpe en alguna parte del interior de la mente de Landsman, y después su atención es distraída —durante medio segundo— por el zumbido de un millar de avispas que entran volando por el porche de su oreja izquierda.
30
Landsman se despierta tumbado de espaldas y con una hilera de teteras de hierro justo encima de la cara. Las teteras cuelgan con precisión mediante recios ganchos de una estantería que hay situada a un metro sobre su cabeza. En las narices de Landsman, un olor nostálgico a cocina de campamento, a gasolina de cocinar y jabón para los platos, cebolla chamuscada, agua dura y un ligero hedor a caja de aparejos de pesca. Algo metálico le produce un escalofrío premonitorio en la nuca. Está estirado sobre un largo mostrador de acero inoxidable, con las manos esposadas detrás de la espalda y encajadas contra el sacro. Descalzo, babeando, listo para ser desplumado y para que le embutan en la cavidad corporal un limón y tal vez un buen ramito de salvia.
—He oído algunos rumores descabellados sobre ustedes —dice Landsman—, pero nunca que fueran caníbales.
—A usted no me lo comería, Landsman —afirma Baronshteyn—. Ni aunque yo fuera el hombre más hambriento de Alaska y me lo sirvieran a usted con tenedor de plata. No me gustan mucho los encurtidos.
Está sentado en un taburete alto a la izquierda de Landsman, con los brazos cruzados bajo los faldones de su barba negra y frondosa.
Su indumentaria de paisano consiste en pantalones de trabajo azules y nuevos y una camisa de franela metida por dentro de la cintura de los pantalones y abotonada casi hasta arriba del todo. Un grueso cinturón de cuero con la hebilla enorme y botas militares negras. La camisa le viene grande y los pantalones están rígidos como planchas de hierro. Salvo por el solideo, Baronshteyn parece un chaval flaco disfrazado de leñador para una obra de teatro escolar, con barba falsa incluida. Con los tacones de las botas enganchados en la barra del taburete, los bajos de los pantalones se retraen para revelar unos pocos centímetros de canillas flacas y pálidas de llevar medias.
—¿Quién es este yid? —dice el gigante adusto, Roboy. Landsman estira el cuello y contempla al médico, si es que es médico, sentado en otro taburete de acero a los pies de Landsman. Con unas ojeras que parecen borrones de grafito. A su lado está el Enfermero Fligler, con el bastón colgando del brazo, mirando cómo muere un papiros bajo la custodia de su mano derecha, con la izquierda metida ominosamente en el bolsillo de su chaqueta de tweed—. ¿Por qué lo conoce usted?
Hay una panoplia de cuchillos, cuchillas de carnicero, hachas pequeñas y otras herramientas alineadas en un organizador magnético en la pared de la cocina, para comodidad del laborioso chef o shlosser.
—Este yid es un shammes que se llama Landsman.
—¿Este es policía? —dice Roboy. Parece que acaba de morder un bombón relleno de alguna pasta acre—. No lleva placa. Fligler, ¿este hombre tenía placa?
—Yo no le he encontrado placa ni tampoco ninguna otra forma de identificación policial —dice Fligler.
—Eso es porque yo hice que le quitaran la placa —dice Baronshteyn—. ¿No es verdad, detective?
—Soy yo quien hace las preguntas aquí —dice Landsman retorciéndose para encontrar una forma más cómoda de estar tumbado encima de sus manos esposadas—. Si no les importa.
—Da igual que tenga placa o que no la tenga —tercia Fligler—. Por aquí una placa judía no vale una mierda.
—No me gusta esa clase de lenguaje, amigo Fligler —dice Baronstheyn—. Creo que ya lo he mencionado antes.
—Es verdad, pero yo nunca me canso de oírselo decir —dice Fligler.
Baronshteyn contempla a Fligler. En los recovecos de su cráneo, una serie de glándulas escondidas segregan su veneno.
—El amigo Fligler aquí presente era partidario de pegarle a usted un tiro y tirar su cadáver en el bosque —le dice en tono amigable a Landsman, sin quitarle la vista de encima al hombre que tiene la pistola en el bolsillo.
—Bien adentro en el bosque —dice Fligler—. A ver qué es lo que viene a mordisquear su cuerpo.
—¿Ese es su plan de tratamiento, doctor? —dice Landsman estirando el cuello para intentar mirar a los ojos a Roboy—. No me extraña que Mendel Shpilman se marchara de aquí tan deprisa la primavera pasada.
Los demás se alimentan de la carne de ese comentario, evaluando su sabor y su contenido en vitaminas. Baronshteyn permite que se le infiltre un atisbo de reproche en la mirada venenosa. «Teníais al yid —dice la mirada que le dirige brevemente al doctor Roboy—. Y lo dejasteis escapar.»
Baronshteyn se le acerca más, estirando el cuello desde su taburete, y le habla con esa ternura amenazante que es característica de él. Su aliento es rancio y acre. Cortezas al queso, finales de bollos de pan, posos al fondo de una taza.
—¿Qué está haciendo aquí arriba, amigo Landsman? —dice—. Este no es sitio para usted.
Baronshteyn parece genuinamente perplejo. El judío desea ser informado. Es posible, piensa Landsman, que sea el único deseo que el hombre se permite sentir alguna vez.
—Yo podría preguntarle lo mismo —dice Landsman, pensando que tal vez Baronshteyn no tiene nada que ver con este sitio, que solamente es un visitante, igual que él. Tal vez esté siguiendo la misma pista, rastreando la trayectoria reciente de Mendel Shpilman, intentando encontrar el lugar donde el hijo del rabino cruzó la sombra que lo acabó matando—. ¿Qué es este sitio, un internado para verbovers díscolos? ¿Quiénes son estos personajes? Y, por cierto, se ha saltado usted una trabilla del cinturón.
A Baronshteyn se le van los dedos hacia la cintura, después se echa hacia atrás en su asiento y hace una mueca que parece una sonrisa.
—¿Quién sabe que está usted aquí? —dice—. Además del piloto.
Landsman siente una punzada de miedo por Rocky Kitka, que voló boca abajo durante cientos de kilómetros sin darse cuenta. Landsman no sabe gran cosa de estos yids del estrecho de Peril, pero parece bastante claro que son capaces de tratar horriblemente mal a un piloto de la tundra.
—¿Qué piloto? —dice.
—Creo que tenemos que asumir lo peor —dice el doctor Roboy—. Está claro que este centro ya no es seguro.
—Ha pasado usted demasiado tiempo con esa gente —dice Baronshteyn—. Ya empieza a hablar como ellos. —Sin apartar la vista de Landsman, se desabrocha el cinturón y se lo pasa por la trabilla que se ha saltado—. Puede que tenga usted razón, Roboy. —Se ajusta el cinturón, bien prieto, con gesto claro de autocastigo—. Pero yo estaría dispuesto a apostar que Landsman no se lo ha dicho a nadie. Ni siquiera a ese compañero suyo, el indio gordo. Landsman está en la estacada, y lo sabe. No tiene apoyo de nadie. Ni jurisdicción, ni prestigio, ni siquiera una placa. No le contaría a nadie que iba a los territorios indianer por miedo a que intentaran disuadirlo. O peor, prohibirle que fuera. Le dirían que su juicio se estaba viendo afectado por el deseo de vengar la muerte de su hermana.
Roboy retuerce las cejas por encima de su nariz como si fueran un par de manos angustiadas.
—¿Su hermana? —dice—. ¿Quién es su hermana?
—¿Tengo razón, Landsman?
—Me gustaría poder tranquilizarlo, Baronshteyn. Pero he escrito un relato completo de todo lo que sé sobre usted y su operación.
—¿Ah, sí?
—El falso centro de desintoxicación de jóvenes.
—Ya veo —dice Baronshteyn con gravedad burlona—. El falso centro de desintoxicación para jóvenes. Un relato escalofriante.
—Una tapadera de su asociación con Roboy y Fligler y sus poderosos amigos. —A Landsman le da un vuelco el corazón de tanto que se está aventurando con sus conjeturas. Se pregunta por qué unos judíos querrían un complejo tan grande aquí arriba y cómo consiguieron convencer a los nativos para que les dejaran construirlo. ¿Es posible que compraran una parte de los territorios indianer para construir un nuevo McShtetl? ¿O acaso este lugar está destinado a ser el punto de transferencia para una operación de contrabando de hombres, una especie de corredor aéreo verbover para salir de Alaska sin necesidad de visados ni pasaportes?—. El hecho de que matara usted a Mendel Shpilman y a mi hermana para impedirles que hablaran de lo que estaba usted haciendo aquí. Y que luego usara sus contactos con el gobierno a través de Roboy y de Flingler para encubrir el choque.
—Y todo esto lo tiene escrito, ¿no?
—Sí, y se lo he mandado a mi abogado para que lo abra en caso de que de repente yo, por ejemplo, desaparezca de la faz de la tierra.
—Su abogado.
—Eso es.
—¿Y qué abogado es ese?
—Sender Slonim.
—Sender Slonim, ya veo —dice Baronshteyn, asintiendo como si la afirmación de Landsman lo hubiera convencido del todo—. Un buen judío, pero un mal abogado. —Se baja deslizándose del taburete y el golpe de sus botas contra el suelo pone punto y final a su examen del prisionero—. Ya tengo bastante. Amigo Fligler.
Se oye un snik y el chirrido de una suela sobre el linóleo, y lo siguiente que sabe Landsman es que una sombra se acerca ominosamente a su ojo derecho. El espacio entre la punta de acero y su córnea se puede medir con un simple pestañeo. Landsman aparta bruscamente la cabeza, pero al otro extremo del cuchillo, Fligler le agarra la oreja y da un tirón. Landsman se encoge de dolor y trata de bajar rodando de la encimera. Fligler le da un golpe a la herida vendada de Landsman con el pomo de su bastón y hace que le estalle una estrella dentada por detrás de los ojos. Mientras está ocupado tañendo como una campana de dolor, Fligler pone a Landsman boca abajo. Se sube encima de él, le tira de la cabeza hacia atrás y le pone el cuchillo en la garganta.
—Puede que no tenga placa —dice Landsman con dificultades. Se dirige al doctor Roboy, que le parece el yid menos decidido de todos los que están en la sala—. Pero sigo siendo un noz. Si me matáis, os van a llover los problemas sobre lo que sea que tenéis aquí.
—No me parece probable —dice Fligler.
—Es más que improbable —coincide Baronshteyn—. Dentro de dos meses todos vais a dejar de ser policías.
La fina cadena de átomos de carbono y de hierro que constituye el rasgo relevante del filo del cuchillo sube un grado de temperatura contra la tráquea de Landsman.
—Fligler... —dice Roboy limpiándose la boca con una mano gigante.
—Por favor, Fligler —dice Landsman—. Degüélleme. Se lo agradeceré. Adelante, nenaza.
Del otro lado de la puerta de la cocina viene un revuelo de voces masculinas nerviosas. Unos pies chirrían en el suelo, listos para llamar a la puerta, y después vacilan. No pasa nada.
—¿Qué pasa? —dice Roboy en tono resentido.
—Tengo que decirle algo, doctor —dice una voz, joven, americana, hablando americano.
—No hagan nada —dice Roboy—. Esperen.
Justo antes de que la puerta se cierre detrás de Roboy, Landsman oye una voz que empieza a hablar, un chorro de sílabas angulosas que su cerebro solo registra como ruido gutural.
Fligler afianza su peso más todavía sobre la parte baja de la espalda de Landsman. A continuación se produce entre ellos esa pequeña incomodidad de los desconocidos que coinciden dentro de un ascensor. Baronshteyn consulta su elegante reloj de pulsera suizo.
—¿En cuánto he acertado? —dice Landsman—. Por curiosidad.
—Ja —dice Fligler—. Me río.
—Roboy es un psicólogo experto en rehabilitación —dice Baronshteyn con aire de paciencia tolerante, y su tono se parece notablemente al de Bina cuando está hablando con una de las cinco mil millones de personas que hay en el mundo a las que considera en última instancia idiotas—. Estaban realmente intentando ayudar al hijo del rabino. La presencia de Mendel aquí era del todo voluntaria. Cuando tomó la decisión de marcharse, no pudieron hacer nada para impedírselo.
—Estoy seguro de que la noticia le rompió a usted el corazón —dice Landsman.
—¿Y eso qué quiere decir?
—Supongo que un Mendel Shpilman desintoxicado no suponía ninguna amenaza para usted, ¿no? A la condición de usted como heredero natural.
—Oy —dice Baronshteyn—. Hay que ver cuánto sabe usted.
Se abre la puerta de la cocina y Roboy vuelve a entrar con sigilo y con las cejas arqueadas. Antes de que la puerta se cierre de un golpe, Landsman acierta a entrever a dos jóvenes con barba y vestidos con trajes oscuros que les sientan mal. Unos muchachos corpulentos, uno de ellos con el caracol negro de un auricular enroscado en el caparazón de la oreja. En el exterior de la puerta hay una plaquita que dice: «COCINA EQUIPADA GRACIAS A LA GENEROSIDAD DEL SEÑOR LANCE PEARLSTEIN Y SEÑORA DE PIKESVILLE, MARYLAND».
—Ocho minutos —dice Roboy—. Diez como mucho.
—¿Viene alguien? —dice Landsman—. ¿Quién? ¿Heskel Shpilman? ¿Por causalidad sabe él que está usted aquí, Baronshteyn? ¿Acaso ha hecho usted un trato con esta gente? ¿Acaso van a entrar en los negocios verbover? ¿Y qué querían de Mendel? ¿Iba usted a usarlo para forzar la mano del rabino?
—Me parece a mí que va a tener que releer esa carta que ha escrito —observa Baronshteyn—. O hacer que Sender Slonim le cuente qué es lo que pone.
Landsman oye a gente que va y viene, patas de sillas que chirrían sobre un suelo de madera. A lo lejos, el zumbido y el clic de un motor eléctrico, un carrito de golf que se aleja a toda velocidad.
—Esto no lo podemos hacer ahora —dice Roboy acercándose a Landsman e irguiéndose imponente a su lado. La barba tupida le abarrota la cara entera de los pómulos para abajo, floreciendo en sus orificios nasales, retorciéndose en forma de finos zarcillos desde los lóbulos de sus orejas—. Lo último que él quiere ahora es alguna clase de lío. Muy bien, detective.
Su lenta voz adopta la textura del jarabe y se vuelve repentinamente más cálida. Un afecto mecánico la impregna y Landsman se pone rígido, esperando la cosa mala de la que eso es seguramente indicio, y que resulta ser únicamente un palo que alguien empuña, rápido y experto.
En los segundos soñolientos que preceden a su pérdida de conocimiento, el lenguaje gutural que Landsman ha oído a Roboy le suena como una grabación en los oídos, y es entonces cuando da un salto deslumbrante a la comprensión imposible, como la conciencia repentina que uno tiene dentro de un sueño de haber inventado una gran teoría o haber escrito un elegante poema que por la mañana resulta ser jerigonza. Están hablando, esos judíos que hay al otro lado de la puerta, de rosas e incienso. Están de pie bajo el viento del desierto bajo las palmeras datileras, y Landsman está allí, con una túnica ondeante que lo protege del sol bíblico, hablando hebreo, y todos son amigos y hermanos, y las montañas dan brincos como si fueran carneros y las colinas corderitos.
31
Landsman se despierta de un sueño en que le está dando de comer su oreja derecha a las palas de la hélice de un Cessna 206. Se revuelve bajo una manta pegajosa, eléctrica pero desenchufada, en un cuarto no mucho más grande que el camastro en el que está echado. Se toca con un dedo cauteloso el costado de la cabeza. Allí donde Fligler le ha golpeado originalmente, la carne está hinchada y húmeda. El hombro izquierdo también lo está matando.
En un ventanuco estrecho que hay delante del camastro, una persiana de lamas metálicas deja pasar el gris decepcionado de una tarde de noviembre del sudeste de Alaska. Lo que se filtra en el interior no es tanto luz como un residuo de luz, un día atormentado por el recuerdo del sol.
Landsman intenta incorporarse y descubre que la razón de que le duela tanto el hombro es que alguien ha tenido la amabilidad de esposar su muñeca izquierda a una de las patas de acero del somier del camastro. Con el brazo extendido sobre la cabeza, Landsman ha estado llevando a cabo una especie de quiropráctica brutal sobre su propio hombro al agitarse y dar vueltas mientras dormía. La misma alma caritativa que lo ha encadenado ha sido lo bastante considerada como para quitarle los pantalones, la camisa y la chaqueta, reduciéndolo una vez más a un hombre en calzoncillos.
Se pone en cuclillas en la cabecera del camastro. A continuación se aparta con cuidado del colchón para poder agacharse con el brazo izquierdo en un ángulo más natural y apoyar la mano esposada en el suelo. El suelo es de linóleo amarillo, del color del interior de un filtro de cigarrillo usado, y tan frío como el estetoscopio de un médico forense. En él hay una extensa colección de lemmings de polvo y pelucas de polvo y una mancha con alas de grasa de mosca. Las paredes son de bloques de hormigón pintadas de un tono intenso y brillante de azul dentífrico. En la pared que Landsman tiene junto a la cabeza, una mano familiar ha dejado escrito un mensaje diminuto para él en la franja de mortero que separa dos bloques de hormigón: «ESTA CELDA DE DETENCIÓN ES CORTESÍA DE LA GENEROSIDAD DE NEAL Y RISA NUDELMAN, SHORT HILLS, NUEVA JERSEY». Quiere reírse, pero la imagen del alfabeto estrafalario de su hermana en este lugar le pone de punta los pelos de la nuca.
Aparte de la cama, el único mueble que hay en el cuarto, en la esquina de al lado de la puerta, es una papelera de metal. Se trata de una papelera infantil, azul y amarilla y con el dibujo de un perro retozando en un prado de margaritas. Landsman se la queda mirando un largo rato, sin pensar en nada, pensando en la basura de los niños y en los perros de los dibujos animados. La extraña incomodidad que Pluto le ha inspirado siempre, un perro cuyo propietario era un ratón, y que todos los días se tenía que enfrentar con el horror mutacional de Goofy. Un gas invisible le empaña los pensamientos, procedente del tubo de escape de un autobús que alguien ha dejado aparcado con el motor en marcha en medio de su cerebro.
Landsman pasa un minuto o dos más en cuclillas junto al camastro, recogiendo lo que queda de sí mismo como un mendigo que persigue monedas desperdigadas por la acera. Luego arrastra el camastro hasta la puerta y se sienta en él. De una forma que resulta al mismo tiempo metódica y salvaje, se pone a darle patadas a la puerta con los talones desnudos. La puerta es de acero hueco, y el estruendo que hace al recibir las patadas resulta agradable durante un momento, pero enseguida se hace pesado. Luego Landsman prueba con gritos fuertes y repetidos de: «¡Ayuda, me he cortado y estoy sangrando!». Grita hasta quedarse afónico y da patadas hasta que le duelen los pies. Por fin se cansa de gritar y dar patadas. Necesita orinar. Tiene muchas ganas. Mira la papelera primero y la puerta después. Puede que sean los restos de la droga en su sistema, o el odio que siente hacia ese cuartucho donde su hermana pasó su última noche en el mundo y hacia los hombres que lo han encadenado en calzoncillos al mismo. Tal vez todos sus gritos furiosos hayan acabado por engendrar una furia verdadera. Pero la idea de verse obligado a mear dentro de una papelera del Perro Shnapish enfada de verdad a Landsman.
Arrastra la cama hasta la ventana y aparta la persiana traqueteante a un lado. La hoja de la ventana es de vidrio granulado. Ondas de un mundo verde y gris encajadas dentro de un pesado marco de acero. En algún momento —tal vez hasta hace muy poco— hubo un pestillo, pero sus considerados anfitriones lo han sacado. Ahora solamente hay una forma de abrir la ventana. Landsman va a buscar la papelera, arrastrando el camastro de un lado a otro detrás de sí como si fuera un símbolo que le viene a mano. Levanta la papelera, apunta y la lanza contra el vidrio granulado de la ventana alta. La papelera rebota, regresa volando hacia Landsman y le golpea de lleno en la frente. Un momento más tarde, nota el sabor de la sangre por segunda vez en lo que va de día, cuando un hilo de esta le cae por la mejilla hasta la comisura de los labios.
—Shnapish, hijo de puta —dice.
Empuja el camastro hasta apoyarlo contra la pared más larga y luego, trabajando con la mano libre, levanta el colchón del somier. Lo deja de pie, arrimado a la pared de enfrente. Luego agarra el somier por ambos lados y, apoyándolo en las rodillas, lo levanta del suelo. Se queda así un momento, sosteniendo el armazón desvencijado en paralelo a su cuerpo. Se tambalea bajo el peso repentino, que no es enorme pero aun así le cuesta mucho sostener. Da un paso atrás, agacha la cabeza y estrella el somier contra la ventana. En el campo visual deslumbrado de Landsman aparecen de golpe el césped verde y la niebla. Árboles, cuervos, avispones flotantes de cristal roto, las aguas del estrecho grises como el cañón de un arma, un hidroavión de color blanco brillante con detalles rojos. Luego el somier se suelta de las manos de Landsman y se abalanza por entre los colmillos del cristal boquiabierto hacia la mañana.
De niño, en la escuela, a Landsman le ponían buenas notas en física. La mecánica de Newton, los cuerpos en reposo y en movimiento, las acciones y reacciones, la gravedad y la masa. A la física le encontraba más sentido que a ninguna otra cosa que intentaron enseñarle. A ideas como por ejemplo el impulso, la tendencia de un cuerpo en movimiento a seguir en movimiento. Así que tal vez Landsman no debería mostrarse tan sorprendido cuando el somier del camastro no se contenta con hacer añicos la ventana. Experimenta un tirón brusco de los huesos del hombro que le disloca la articulación y nuevamente lo acomete la emoción indescriptible que sintió cuando estaba intentando subirse a la limusina en movimiento de la señora Shpilman: la conciencia repentina, como un satori a la inversa, de que acaba de cometer un error grave, si no fatídico.
Esta es la suerte de Landsman: que aterriza en un montón de nieve. Se trata de un montón furtivo e irreductible, cobijado en las profundidades de las sombras del lado norte de los barracones. La única nieve visible en todo el complejo y Landsman cae justo en ella. Sus mandíbulas chocan con un chasquido, haciendo que cada uno de sus dientes resuene con su propio tono puro, mientras el impacto de su culo contra el suelo ejerce el efecto newtoniano sobre el resto de su esqueleto.
Levanta la cabeza para sacarla de la nieve. El aire frío le sopla en el pescuezo. Por primera vez desde que alzó el vuelo, cae en la cuenta de que hace un frío glacial. Se pone de pie, con la mandíbula todavía repicando. En la espalda tiene tiras de nieve que parecen verdugones provocados por un látigo de alambre. Camina dando tumbos y tambaleándose hacia la izquierda bajo el peso del somier del camastro. Este se ofrece para ayudarlo a sentarse de nuevo sobre la nieve. A hundirse en ella, a sumergir su cabeza dolorida en el montón frío y limpio de nieve. A cerrar los ojos y relajarse.
Y en ese momento oye un chirrido suave de suelas que se acercan doblando la esquina del edificio, un par de gomas de borrar borrando las huellas de su propio paso. Unos andares defectuosos, el brinco y el arrastre de un hombre que cojea. Landsman contempla el somier, lo levanta a pulso y retrocede hasta la pared cubierta de guijarros del barracón. En cuanto ve asomar un borceguí, seguido de los bajos de tweed de la pernera de Fligler, arroja el somier. Fligler no ha doblado todavía el recodo cuando el borde de acero del somier del camastro le da en toda la cara. Una mano roja de sangre le extiende los dedos por las mejillas y la frente. Su bastón sale volando y golpea el pavimento con una nota de marimba. El somier del camastro, como si le diera vergüenza ir sin su mejor amigo, arrastra a Landsman consigo, encima de Fligler, todos amontonados. El olor de la sangre de Fligler llena las narices de Landsman. Landsman se pone de pie con dificultad y con la mano que tiene libre le quita el sholem de los dedos inertes a Fligler.
Levanta la automática, contemplando la posibilidad de disparar al tipo en el suelo con cierta oscura determinación. Luego echa un vistazo al edificio principal, que está a ciento cincuenta metros de allí. Varias formas oscuras se mueven detrás de las puertas vidrieras de su lado. La puerta se abre de golpe y las jetas boquiabiertas de varios jóvenes yids corpulentos y trajeados llenan el umbral. Landsman les envidia su capacidad juvenil de asombrarse, pero aun así apunta con la pistola en su dirección. Ellos agachan la cabeza y se apartan, y al separarse, dejan al descubierto a un joven alto y de pelo rubio. Se trata del recién llegado, salido hace bien poco de la bodega de su hidroavión de color blanco brillante. Su pelo es digno de verse, como el destello de la luz del sol sobre una lámina de acero. Lleva un jersey de pingüinos y pantalones anchos de pana. Durante un instante el hombre del jersey de pingüinos se queda mirando a Landsman con el ceño fruncido y expresión desconcertada. Luego alguien tira de él para apartarlo de la puerta mientras Landsman intenta apuntar.
A Landsman se le clava la esposa en la muñeca, lo bastante afilada como para hundirse en la carne. Desvía el cañón del arma y apunta a su propio brazo. Lleva a cabo un solo disparo con cuidado y las esposas se parten, dejándole una pulsera en la muñeca. Deja el somier en el suelo con aire de ligero pesar, como si se tratara del cuerpo de un criado de la familia torpe pero leal que ha servido bien a los Landsman. Luego se adentra en el bosque en dirección a un claro que queda entre los árboles. Debe de haber por lo menos veinte judíos jóvenes y saludables persiguiéndolo, gritando, soltando palabrotas y dando órdenes. Durante el primer minuto espera ver el relámpago ramificado de una bala en su cerebro y ser abatido por el redoble de su trueno. Pero no pasa nada. Les deben de haber dado órdenes de que no disparen.
«Lo último que él quiere ahora es alguna clase de lío.»
Landsman se encuentra a sí mismo corriendo por un camino sin asfaltar, limpio y bien cuidado, marcado con reflectores rojos sobre estacas de metal. Se acuerda de la zona de hierba lejana que divisó desde el aire, más allá del bosque, salpicada de montones de nieve. Se imagina que este camino debe de llevar allí. En todo caso, a algún sitio tiene que llevar.
Corre y corre por el bosque. El camino sin asfaltar está alfombrado de agujas de pino que amortiguan el ruido de sus talones desnudos. Casi puede ver cómo el calor abandona su cuerpo, ondas reverberantes del mismo que forman un rastro detrás de él. Nota un sabor en el paladar que es como el recuerdo del olor de la sangre de Fligler. Los eslabones de la cadena rota cuelgan de la esposa, tintineando. En alguna parte hay un pájaro carpintero estampándose los sesos contra el costado de un árbol. Los sesos de Landsman están trabajando a marchas forzadas, intentando entender quiénes son esos hombres y a qué se dedican. Esa especie de profesor lisiado cuya TEC-9 ahora está en manos de Landsman. El médico de la frente de cemento. El centro de rehabilitación que no lo es. Los tipos fornidos que esperan con impaciencia en las instalaciones. El hombre dorado con su jersey de pingüinos que no quiere ninguna clase de lío.
Entretanto, otra región de su cerebro está ocupado intentando calcular la temperatura del aire —que debe de ser unos tres o cuatro grados centígrados—, y a partir de eso calcular o recordar una tabla que cree haber visto hace mucho y que daba el tiempo que la hipotermia tarda en matar a un policía judío en calzoncillos. Pero las células gobernantes de ese gran órgano en ruinas, confundidas y drogadas, únicamente le contestan que corra y que siga corriendo.
El bosque se termina de repente y él se queda plantado delante de un cobertizo de maquinaria, paneles grises moldeados de acero, sin ventanas, con el tejado de plástico acanalado. Una pareja escrotal de tanques de propano acurrucada contra el costado del edificio. Aquí el viento es más afilado, y Landsman lo siente como un chorro de agua hirviendo sobre su carne. Da la vuelta corriendo hasta el otro lado del cobertizo. Este se encuentra al borde de una extensión yerma de suelo cubierto de paja. Muy a lo lejos, una franja de hierba verde se funde con la niebla movediza. Un camino de grava parte del cobertizo y se aleja bordeando el campo vacío de paja. Cincuenta metros más allá, el camino se bifurca. Un brazo se dirige al este, en dirección a la franja de hierba. El otro continúa hacia delante y desaparece en una arboleda oscura. Landsman se vuelve hacia el cobertizo. Una puerta enorme con ruedas. Landsman la arrastra con gran estruendo a un lado. Equipo desmontado de refrigeración, piezas crípticas de maquinaria, una pared cubierta de garabatos árabes escritos con tramos de manguera de goma negra. Y junto a la puerta, uno de esos coches eléctricos de tres ruedas llamados Zumzums (la exportación número dos del distrito, después de los teléfonos móviles de la marca Shofar). A este le han incorporado una plataforma de carga cuya superficie está recubierta de una lámina de goma negra manchada de barro. Landsman se pone al volante. Por muy frío que ya tenga el culo, por muy frío que sople el viento del Yukon, el asiento de vinilo del Zumzum está todavía más frío. Landsman pulsa la llave de encendido. Pisa el acelerador, y con un golpe sordo y un zumbido de marchas diferenciales, arranca. Avanza ronroneando hasta la bifurcación del camino y vacila entre el bosque y la franja tranquila de hierba verde, que desaparece como una promesa de paz dentro de la niebla. Luego pisa el acelerador a fondo.
Justo antes de meterse bajo los árboles, Landsman echa un vistazo por encima del hombro y ve a los yids del estrecho de Peril persiguiéndolo al volante de un enorme Ford Caudillo negro, soltando una rociada de grava al doblar la esquina del cobertizo de los suministros. Landsman no tiene ni idea de dónde ha salido ese Ford ni, ya puestos, de cómo ha llegado hasta aquí. Desde el aire no vio ningún coche. Ahora está a quinientos metros del Zumzum y ganando terreno sin problemas.
En el bosque, la grava deja paso a un tosco sendero de tierra apisonada que se escurre por entre bonitas piceas de Sitka, altas y enigmáticas. Mientras Landsman avanza zumbando, divisa entre los árboles una alambrada alta rematada por volutas relucientes y festivas de alambre de púas. La alambrada de acero tiene entretejidos listones de plástico verde. Aquí y allí se ven huecos en el tejido verde de la reja. A través de esos huecos, Landsman divisa otro cobertizo de acero, un claro del bosque, postes, vigas y cables entrelazados. Una enorme estructura sobre la que hay extendida una red de carga, rollos distendidos de alambre de púas, columpios de cuerda. Es posible que sean unas instalaciones deportivas, o alguna clase de patio terapéutico para pacientes en recuperación. Claro, y es posible que la gente del Caudillo solo le estén trayendo sus pantalones.
Ahora el coche negro está a menos de doscientos metros de él. El pasajero que va junto al conductor baja su ventanilla y trepa al exterior hasta sentarse sobre su portezuela, manteniendo el equilibrio con una mano en el portaequipajes del techo. La otra mano, observa Landsman, está ocupada en prepararse para disparar un arma de fuego. Se trata de un joven rubio y con barba, traje negro, pelo al rape y una corbata seria como la de Roboy. Se toma su tiempo para preparar el disparo, calculando la distancia que no para de reducirse. Un destello florece en su mano, y la parte de atrás del Zumzum estalla con un ruido seco y una lluvia de astillas de fibra de vidrio. Landsman suelta un grito y levanta el pie del acelerador. ¿Qué pasó con lo de no montar ninguna clase de lío?
Sigue avanzando por inercia durante otros dos o tres metros y por fin se detiene. El joven que está colgando de la ventanilla del Caudillo levanta la mano que empuña la pistola y evalúa el efecto de su disparo. Es probable que al pobre chaval le resulte decepcionante el simple agujero irregular en la carrocería de fibra de vidrio del Zumzum. Pero tiene que alegrarse del hecho de que su objetivo en movimiento se haya vuelto estacionario. Su próximo disparo va a ser mucho más fácil. El chaval vuelve a bajar la mano de la pistola con una lentitud que resulta casi ostentosa, casi cruel. En su cuidado y su actitud parsimoniosa hacia las balas, Landsman percibe el sello distintivo del entrenamiento riguroso y del conocimiento de la eternidad que tienen los atletas.
La rendición se despliega por el corazón de Landsman como la sombra de una bandera. No hay forma de que pueda ganarle la carrera al Caudillo, no en un Zumzum que ha recibido un disparo y que en su mejor momento alcanza como máximo veinticinco kilómetros por hora. Una manta cálida, tal vez una taza de té caliente: esa es la recompensa que le parece adecuada a su fracaso. El Caudillo se abalanza sobre él y se detiene provocando una cascada de agujas de pino caídas. Tres de sus puertas se abren y tres hombres salen, jóvenes yids corpulentos con trajes que les caen mal, zapatos negros como meteoritos y pistolas automáticas que ahora dirigen hacia Landsman. Las pistolas parecen latir en sus manos como si estas contuvieran animales salvajes o giroscopios. Los pistoleros apenas pueden refrenarlas. Muchachos duros, corbatas al viento, con las barbas bien recortadas bien cerca de la mandíbula, y unos solideos que son como platillos diminutos de ganchillo.
La portezuela de atrás del lado más cercano permanece firmemente cerrada, pero detrás de ella Landsman distingue el perfil de un cuarto hombre. Los chicos duros se acercan a Landsman con sus trajes idénticos y con sus peinados serios.
Landsman se incorpora y se da la vuelta con las manos en alto.
—Sois clones, ¿verdad? —dice mientras los tres chicos duros lo rodean—. Al final, siempre resulta que son clones.
—Cállate —dice el chico duro que está más cerca, hablando americano, y Landsman está a punto de expresar su conformidad cuando oye un ruido parecido al que haría algo al mismo tiempo fibroso y blando al ser rasgado lentamente por la mitad.
En el tiempo que tarda en observar en los ojos de los chicos duros que ellos también lo oyen, el ruido se afila y sube de intensidad hasta convertirse en un golpeteo continuo, una hoja de papel atrapada en las palas de un ventilador. El ruido sube de volumen y adquiere más capas. La tos rasposa de un viejo. Una pesada llave inglesa sonando sobre un suelo frío de cemento. La flatulencia de un globo reventado que sale disparado a través de la sala de estar y derriba una lámpara. A través de los árboles aparece una luz, parpadeando y bamboleándose como un abejorro, y de pronto Landsman se da cuenta de lo que es.
—Dick —dice simplemente, y no sin asombro, y un estremecimiento lo recorre hasta los mismos huesos.
La luz es una vieja lámpara de seis voltios, no más potente que una linterna grande, parpadeante y tenue en la penumbra del bosque de piceas. El motor que conduce la luz hacia el grupo de judíos es un V-Twin, hecho a medida. Se puede oír cómo los muelles de la horquilla delantera registran hasta la última sacudida de la carretera.
—Que se vaya a la mierda —murmura uno de los chicos duros—. Él y su puta motocicleta de juguete.
Landsman ha oído distintas historias sobre el inspector Willie Dick y su motocicleta. Hay quien dice que fue construida para un millonario adulto de Bombay de estatura por debajo de la media, otros que originalmente le fue presentada como regalo por su decimotercer cumpleaños al príncipe de Gales, y todavía hay quien dice que una vez perteneció a un fenómeno de feria que realizaba hazañas temerarias en un circo de Texas o de Alabama o de algún lugar igualmente exótico. A primera vista, se trata de una Royal Enfield Crusader normal y corriente de 1961, de color gris plomo bajo el sol y con sus espectaculares adornos cromados restaurados con meticulosidad. Hay que acercarse a ella, o verla al lado de una moto de tamaño normal, para darse cuenta de que ha sido construida a escala dos tercios. Willie Dick, aunque ya es adulto y tiene treinta y siete años, solo mide metro cuarenta.
Dick pasa retumbando junto al Zumzum, se detiene con un chirrido y apaga el anciano motor británico. Se baja de la moto y se acerca con andares chulescos a Landsman.
—¿Qué coño es esto? —dice quitándose los guantes, unos guanteletes de cuero negro que muy bien podría llevar Max von Sydow si interpretara a Erwin Rommel. Su voz siempre resulta sorprendentemente intensa y profunda, teniendo en cuenta su cuerpo de niño. Traza un lento recorrido calculador alrededor de la flor y nata de la fuerza policial judía—. ¡Detective Meyer Landsman! —Se gira hacia los chicos duros y hace un estudio de su dureza—. Caballeros.
—Inspector Dick —dice el chico que le acaba de decir a Landsman que se calle. Tiene un aire carcelario, curtido y furtivo, un cepillo de dientes afilado hasta convertirse en arma blanca de fabricación casera—. ¿Qué le trae por nuestros pagos?
—Con todos los respetos, señor Gold... se llama Gold, ¿verdad? Sí... estos son mis putos pagos. —Dick sale del grupo de personas que tiene por centro a Landsman. Se asoma para echar un vistazo a la sombra que lo observa todo desde el interior de la portezuela cerrada del Caudillo. Landsman no puede estar seguro, pero quien sea que hay ahí dentro no parece lo bastante grande como para ser Roboy o el hombre dorado del jersey de pingüinos. Una pequeña sombra encorvada, furtiva y atenta—. Yo llegué antes que vosotros y seguiré aquí mucho después de que los yids os hayáis ido.
El detective inspector Wilfred Dick es un tlingit purasangre, descendiente del Jefe Dick que infligió la última fatalidad registrada de la historia de las relaciones ruso-tlingits, cuando disparó y mató a un submarinista ruso atrapado y medio muerto de hambre al que sorprendió saqueando sus trampas para cangrejos en la bahía de Stag en 1948. Willie Dick está casado y tiene nueve hijos de su primera y única mujer, a quien Landsman nunca ha visto. Naturalmente, ella tiene reputación de ser una giganta. En 1993 o 1994, Dick completó con éxito la carrera de trineos de Iditarod, quedando noveno entre los cuarenta y siete participantes que terminaron. Tiene un doctorado en criminología por la Universidad de Gonzaga en Spokane, Washington. La primera acción de Dick como hombre adulto de su tribu fue viajar, en un viejo ballenero de Boston, desde la aldea de Dick hasta la bahía de Stag y luego a la sede central de la Policía Tribal de Angoon, con el objeto de persuadir al superintendente de que dejara de lado, en su caso personal, los requisitos de altura mínima para ser agente de la Policía Tribal. Los relatos de cómo esto se llevó a cabo son difamatorios, salaces, difíciles de creer, o bien una combinación de las tres cosas. Willie Dick tiene todos los defectos habituales de los hombres muy bajitos y muy inteligentes: vanidad, arrogancia, exceso de competitividad y una gran memoria para las heridas y los desaires. Al mismo tiempo, es honrado, obstinado y temerario, y le debe un favor a Landsman; Dick también tiene mucha memoria para los favores.
—Estoy intentando imaginar qué estáis tramando, hebreos locos, y cada una de mis teorías es más chunga que la anterior —dice.
—Este hombre es un paciente de aquí —dice Gold—. Estaba intentando darse de alta un poco antes de tiempo, eso es todo.
—Así que le ibais a pegar un tiro —dice Dick—. Menuda puta terapia más chunga, colegas. ¡Joder! Freudiana estricta, ¿no?
Se gira hacia Landsman y lo mira de arriba abajo. La cara de Dick resulta atractiva, en cierta forma, con unos ojos ávidos que operan desde el resguardo de una mente de sabio, un hoyuelo en la barbilla y una nariz recta y regular. La última vez que Landsman lo vio, Dick se veía obligado todo el tiempo a sacar unas gafas de leer del bolsillo de su camisa y a ponérselas. Ahora se ha rendido ante la senectud y ha adoptado unas elegantes gafas italianas de acero negro bruñido, de esas que llevan en las entrevistas sesudas los guitarristas británicos de rock envejecidos. Echada sobre los hombros lleva, como de costumbre, una capa corta, sostenida por una correa trenzada de cuero sin curtir, hecha con la piel de un oso que cazó y mató en persona. Se trata de una criatura afectada, Willie Dick —fuma cigarrillos negros—, pero es un buen detective de homicidios.
—Me cago en la puta, Landsman. Pareces a un puto feto de cerdo que vi una vez dentro de un frasco de conservas.
Se desata la correa trenzada con los dedos de una mano y se quita la capa con un encogimiento de hombros. Luego se la tira a Landsman. Durante un instante Landsman nota la capa tan fría como el acero sobre su cuerpo, pero después se vuelve maravillosamente cálida. Dick mantiene su sonrisa de burla en su sitio, pero, para beneficio de Landsman —y solo Landsman lo puede ver—, extingue hasta el último asomo de humor de sus ojos.
—He hablado con tu ex mujer —dice casi susurrando, con la misma voz que utiliza para amenazar a los sospechosos e intimidar a los testigos—. Después de recibir tu mensaje. Tienes menos derecho a estar aquí que un puto topo africano sin ojos, joder. —Levanta la voz casi hasta el punto de la declamación teatral—. Detective Landsman, ¿qué le dije que iba a hacerle a su culo judío la próxima vez que lo pillara corriendo por territorio indio sin el beneficio de la ropa?
—N-no me acuerdo —dice Landsman acometido por un violento temblor de gratitud y congelación—. D-dijiste muchas cosas.
Dick camina hasta el Caudillo y llama a la portezuela cerrada como si quisiera entrar. La portezuela se abre y Dick permanece detrás de ella y conversa en voz baja con quien sea que está sentado dentro, protegiéndose del frío. Al cabo de un momento Dick regresa y le dice a Gold:
—Su jefe quiere hablar con usted.
Gold rodea la portezuela abierta para hablar con su jefe. Cuando regresa, tiene pinta de que le han arrancado los senos nasales por las orejas y de que culpa a Landsman de ello. Le hace una señal con la cabeza a Dick.
—Detective Landsman —dice Dick—, me temo mucho que está usted arrestado, joder.
32
En la sala de urgencias del hospital indio de Saint Cyril, el médico indio le echa un vistazo a Landsman y lo declara apto para ser encarcelado. El médico se llama Rau y es de Madrás, y ha oído todas las bromas posibles. Es guapo al estilo Sal Mineo, con grandes ojos de obsidiana y una boca que parece una rosa de glaseado de pastel. Congelación leve, le dice a Landsman, nada grave, aunque una hora y cuarenta y siete minutos después de su rescate, Landsman todavía parece incapaz de refrenar los temblores que se elevan desde sus fallas internas para agitarle todo el cuerpo. El frío le llega al tuétano de los huesos.
—¿Dónde está el perrazo con la cosita esa de coñac alrededor del cuello? —dice Landsman después de que el médico le diga que se puede quitar la manta y ponerse la indumentaria carcelaria que hay formando un montón pulcro al lado del fregadero—. ¿Cuándo aparece?
—¿Le gusta a usted el coñac? —dice el doctor Rau como si estuviera leyendo de un libro de frases, como si no tuviera el menor interés ni en su pregunta ni en ninguna respuesta que Landsman pudiera darle. Landsman lo etiqueta de inmediato como un tono clásico de interrogador, tan frío que deja una quemadura. La mirada del doctor Rau permanece decididamente fija en un rincón vacío de la sala—. ¿Es algo que siente usted que necesita?
—¿Quién ha dicho nada de necesitar? —dice Landsman manoseando el botón de la bragueta de unos pantalones raídos de sarga.
Una camisa de trabajo de algodón y zapatillas deportivas de lona sin cordones. Quieren vestirlo como si fuera un borracho de la calle, o un vagabundo de los que duermen en las playas, o alguna otra clase de perdedor que aparece desnudo en el mostrador de admisiones, sin hogar, sin medios visibles de sustento. Las deportivas le vienen grandes, pero todo lo demás le sienta perfecto.
—¿No tiene mono? —Hay un copo de ceniza en la A de la etiqueta identificativa del médico. Él se la quita con una uña—. ¿No está sintiendo ahora mismo que necesita una copa?
—Tal vez solo la quiero —dice Landsman—. ¿Se le ha ocurrido esa posibilidad?
—Tal vez —dice el médico—. O tal vez solo le gustan los perros grandes y babosos.
—Muy bien, vale ya, doctor —dice Landsman—. Dejémonos de juegos.
—De acuerdo. —El doctor Rau vuelve su cara gordezuela hacia Landsman. Los iris de sus ojos son como hierro forjado—. Basándome en mi examen, yo diría que está usted experimentando síndrome de abstinencia alcohólica, detective Landsman. Además de la congelación, también sufre usted deshidratación, temblores, palpitaciones y tiene las pupilas dilatadas. Está bajo de azúcar en la sangre, lo cual me dice que probablemente no haya estado usted comiendo. La pérdida de apetito es otro síntoma del síndrome de abstinencia. Su presión sanguínea es alta y su conducta reciente parece haber sido, por lo que veo, bastante errática. Hasta violenta.
Landsman se da un tirón de las solapas arrugadas del cuello de su camisa de trabajo de cambray, intentando alisarlas. Y como persianas baratas, ellas se vuelven a doblar todo el tiempo.
—Doctor —dice—. De un hombre con rayos X en los ojos a otro, respeto su agudeza, pero dígame, por favor, si estuvieran cancelando el país entero de la India y dentro de dos meses lo fueran a arrojar a usted y a todos sus seres queridos dentro de la boca del lobo, sin ningún sitio adonde ir y sin que a nadie le importe una mierda, y encima la mitad del mundo se acabara de pasar los últimos mil años intentando matar hindús, ¿no cree usted que se tiraría a la bebida?
—O eso, o a soltarles el peñazo a médicos desconocidos.
—El perro del coñac nunca va de listillo con el tipo congelado —dice Landsman en tono triste.
—Detective Landsman.
—Sí, doctor.
—Llevo los últimos once minutos examinándolo, y en ese tiempo me ha soltado usted tres extensos discursos. Peñazos, los llamaría yo.
—Sí —dice Landsman, y ahora la sangre le empieza a fluir por primera vez: ruborizándole las mejillas—. Pasa a veces.
—¿Le gusta a usted soltar discursos?
—De vez en cuando.
—Diatribas verbales.
—He oído que las llaman así.
Por primera vez Landsman se da cuenta de que el doctor Rau está masticando algo en secreto, mordisqueándolo con las muelas. Un ligero olor a anís emana de sus labios de color rosa glaseado.
El doctor anota algo en el registro médico de Landsman.
—¿Está usted en la actualidad bajo los cuidados de un psiquiatra o tomando alguna medicación para la depresión?
—¿Depresión? ¿Es que le parezco deprimido?
—En realidad no es más que una palabra —dice el médico—. Estoy contemplando síntomas posibles. Por lo que me ha dicho el inspector Dick, y por el examen que he realizado de usted, parece por lo menos posible que esté usted experimentando tal vez alguna clase de desorden emocional.
—No es usted el primero que me lo dice —dice Landsman—. Siento comunicárselo.
—¿Está tomando medicación?
—No, más bien no.
—¿Más bien no?
—No. Es que no quiero.
—No quiere.
—Es que verá usted. Tengo miedo de perder la gracia.
—Eso explica su afición a la bebida —dice el médico. Sus palabras parecen teñidas de un aroma sardónico a regaliz—. He oído que lo vuelve a uno muy gracioso. —Va hasta la puerta, la abre y un noz indio entra para llevarse a Landsman—. En mi experiencia, detective Landsman, si me lo permite —el médico concluye su propia diatriba—, la gente a quien le preocupa perder la gracia a menudo no consigue ver que hace mucho tiempo que perdió todo asomo de la misma.
—Ya habló el swami.
—Encerradlo —dice el médico tirando el registro de Landsman a la bandeja que hay montada en la pared.
El noz indio tiene una cabeza que parece un bulbo de secoya y el peor peinado que Landsman ha visto nunca, una especie de híbrido infame entre peinado de cadete y tupé de rockero. Conduce a Landsman por una serie de pasillos vacíos, por un tramo de escaleras de acero y hasta una sala que hay en la parte de atrás de la cárcel de Saint Cyril. La puerta es de acero normal y corriente, sin barrotes. El camastro tiene colchón, almohada y una manta, pulcramente doblada. El retrete tiene asiento. Hay un espejo metálico atornillado a la pared.
—La suite VIP —dice el noz indio.
—Tendrías que ver dónde vivo —dice Landsman—. Es casi tan bonito como esto.
—No es nada personal —dice el noz—. El inspector quería asegurarse de que lo supiera usted.
—¿Dónde está el inspector?
—Ocupándose de esto. Si recibimos una queja de esa gente, tenemos nueve sabores de mierda de que ocuparnos. —Una sonrisa forzada contorsiona su cara—. Ha dejado usted bastante hecho polvo al judío ese pequeñajo y cojo.
—¿Quiénes son? —dice Landsman—. Sargento, ¿a qué cojones se dedican esos judíos allí arriba?
—Es un centro de retiro —dice el sargento con la misma falta acuciante de emoción que el doctor Rau ha puesto en sus preguntas por el alcoholismo de Landsman—. Para jóvenes judíos díscolos atrapados por la lacra del crimen y las drogas. O por lo menos es lo que yo he oído. Que tenga una buena siesta, detective.
Después de que se marche el noz indio, Landsman se arrastra al camastro, se tapa la cabeza con la manta y, antes de que pueda hacer nada para evitarlo, sin que le dé tiempo siquiera de sentir nada y saber que lo está sintiendo, un sollozo se desgaja de algún nicho profundo y le llena la tráquea. Las lágrimas que le inundan los ojos son como sus temblores alcohólicos: no sirven para nada y él no parece capaz de vencerlos. Se aprieta la cara con la almohada y siente por primera vez cuán absolutamente solo lo dejó Naomi.
Para tranquilizarse, regresa a Mendel Shpilman en su cama de la habitación 208. Se imagina a sí mismo tumbado en la cama abatible de aquella celda de paredes empapeladas, repasando los movimientos de la segunda partida de Alekhine contra Capablanca en Buenos Aires en 1927, mientras el caballo convertía su sangre en una riada de azúcar y su cerebro en una lengua que lo lamía. Eso es. Al principio le había sentado bien el traje del Tzaddik Ha-Dor, pero de repente decidió que era una camisa de fuerza. Muy bien. Después vinieron un montón de años desperdiciados. Jugando al ajedrez a cambio de dinero para drogas. Hoteles baratos. Esconderse de los destinos incompatibles que habían elegido para él sus genes y su Dios. Y luego un día unos hombres lo desentierran y le quitan el polvo y lo llevan al estrecho de Peril. Un sitio con un médico, unas instalaciones construidas gracias a la generosidad de los Barry y los Marvin y las Susie de la América judía, donde pueden limpiarlo y remendarlo. ¿Por qué? Porque lo necesitan. Porque tienen la intención de restaurarlo para darle un uso práctico. Y él quiere ir con ellos, con esos hombres. Y acepta hacerlo. Naomi nunca habría llevado en avioneta a Shpilman y a sus acompañantes si se hubiera olido alguna clase de coacción en el asunto. Así que Shpilman tiene algo que ganar en el trato: dinero, la promesa de que lo curen o de recuperar su gloria, la reconciliación con su familia, o una recompensa en drogas al final de todo. Pero cuando llega al estrecho de Peril para empezar su nueva vida, algo hace cambiar de opinión a Shpilman. Algo que descubre, que comprende o que ve. O tal vez simplemente le entra el canguelo. Y se vuelve en busca de ayuda a la mujer que ha hecho de única amiga en el mundo para tanta gente, por lo general para la más perdida. Naomi lo saca de allí con la avioneta, cambiando su plan de vuelo sobre la marcha, y consigue que lo lleve en coche a un motel barato la hija del vendedor de tartas. A modo de pago por la hybris de ella, esos judíos misteriosos hacen que se estrelle su avioneta. Luego salen a cazar a Mendel Shpilman, que se ha vuelto a esconder. A ocultarse de sus yos posibles. Allí tirado en su habitación del Zamenhof, boca abajo en la cama, demasiado colocado para pensar en Alekhine y en Capablanca y en la Defensa de la Reina India. Demasiado colocado para oír que llaman a la puerta.
—No hace falta que llames, Berko —dice Landsman—. Esto es una cárcel.
Se oye un traqueteo de llaves y luego el noz indio abre la puerta de golpe. Detrás de él está Berko Shemets. Se ha vestido como si fuera a un safari en las profundidades de la selva. Vaqueros, camisa de franela, borceguíes de cuero de cordones, un chaleco de pescador de color gris pardusco equipado con setenta y dos bolsillos, sub-bolsillos y sub-sub-bolsillos. A primera vista casi parece un típico, aunque más bien corpulento, contrabandista de la tundra. Apenas se distingue la insignia de jugador de polo que le adorna la camisa. El normalmente discreto solideo de Berko ha sido dejado de lado a favor de uno bordado y enorme, cilíndrico, un fez enano. Berko siempre se pasa un poco de judío cuando se ve obligado a viajar a las tierras de los indianer. Landsman no lo puede ver desde donde está, pero es probable que su compañero también esté llevando sus gemelos con la Estrella de David.
—Lo siento —le dice Landsman—. Sé que siempre me estoy disculpando, pero esta vez, créeme, no puedo sentirlo más.
—Eso ya lo veremos —dice Berko—. Vamos, quiere vernos.
—¿Quién?
—El emperador de Francia.
Landsman se levanta de la cama, se acerca al lavabo y se echa un poco de agua en la cara.
—¿Puedo irme? —le pregunta al noz indio mientras sale por la puerta de la celda—. ¿Me está diciendo que puedo irme?
—Es usted un hombre libre —dice el noz.
—Eso ni lo sueñe —dice Landsman.
33
Desde su oficina situada en una esquina de la planta baja de la comisaría de Saint Cyril, el inspector Dick tiene una bonita vista del aparcamiento. Seis contenedores de basura reforzados y rodeados de aros como si fueran doncellas de hierro para protegerlos de los osos. Más allá de los contenedores, un prado subalpino, y después la muralla coronada de nieve del gueto que impide la entrada de los judíos. Dick está repantingado en el respaldo de su silla de oficina tamaño dos tercios, con los brazos cruzados, la barbilla caída sobre el pecho, mirando por la ventana de bisagras. No mira las montañas ni tampoco el prado, que es de color verdegris bajo la luz vespertina, con penachos de niebla, ni siquiera los contenedores acorazados. Su mirada no viaja más allá del aparcamiento: no más allá de su Royal Enfield Crusader de 1961. Landsman reconoce la expresión de la cara de Dick. Es la misma expresión que acompaña a la sensación que tiene Landsman cuando mira su Chevelle Super Sport, o cuando mira a Bina Gelbfish a la cara. La expresión de un hombre que siente que nació en el mundo equivocado. Ha habido un error: este no es el lugar que le corresponde. De vez en cuando nota que el corazón se le engancha, como una cometa que se enreda en un cable telefónico, en algo que parece prometerle un hogar en el mundo o un medio para llegar al mismo. Un coche americano fabricado en los tiempos de su infancia, por ejemplo, o una motocicleta que una vez perteneció al futuro rey de Inglaterra, o la cara de una mujer que se merece ser amada más que uno mismo.
—Espero que estés vestido —dice Dick sin dejar de mirar por la ventana. El parpadeo nostálgico de sus ojos se ha extinguido. En su cara ya no sucede nada en absoluto—. Porque las cosas que he presenciado en ese bosque... Joder, casi he tenido que quemar mi puta piel de oso. —Finge que se estremece—. La Nación Tlingit no me paga ni de lejos lo bastante como para compensar tener que verte en calzoncillos.
—La Nación Tlingit —dice Berko Shemets, pronunciándolo como si fuera el nombre de una famosa estafa o una afirmación sobre la ubicación de la Atlántida. Impone su mole al mobiliario de la oficina de Dick—. ¿Qué me dices, que todavía pagan los salarios por aquí? Porque ahora mismo me estaba diciendo Meyer que podría ser que no.
Dick se gira, lento y perezoso, y levanta una comisura del labio superior para mostrar unos cuantos incisivos y colmillos.
—Johnny el Judío —dice—. Vaya, vaya. Con su gorrito y todo. Y está claro que últimamente no has tenido problemas para darle tus bendiciones al donut filipino.
—Vete a la mierda, Dick, enano antisemita.
—Vete a la mierda, Johnny, tú y tus insinuaciones de mierda sobre mi integridad como agente de policía.
Con su tlingit rico pero oxidado, Berko expresa el deseo de ver algún día a Dick tirado muerto y sin zapatos en la nieve.
—Vete a cagar en el océano —dice Dick en perfecto yiddish.
Se acercan el uno al otro y el grandullón envuelve al pequeño en un abrazo. Se aporrean mutuamente la espalda, en busca de los puntos tuberculosos de su amistad lentamente agonizante, haciendo sonar las profundidades de su antigua enemistad como si fueran un tambor. En el año de tristeza que precedió a su abandono del lado judío de su naturaleza, antes de que a su madre la aplastara un camión en plena huida cargado de judíos alborotadores, el joven John Oso descubrió el baloncesto y a Wilfred Dick, que por entonces era un base de metro treinta y cinco. Fue odio a primera vista, esa clase de odio romántico grandioso que para dos chicos de trece años es indistinguible del amor, o lo más cerca que pueden estar del mismo.
—Johnny Oso —dice Dick—. ¿Qué coño pasa, enorme pedazo de judío?
Berko se encoge de hombros y se frota el pescuezo con un gesto avergonzado que le da aspecto de pívot de trece años que acaba de ver cómo algo pequeño y desagradable se escabulle de él en dirección a la canasta.
—Sí, qué tal, Willie D. —dice.
—Siéntate, gordo de mierda —dice Dick—. Y tú también, Landsman, tú y todas esas feas pecas que tienes en la raja del culo.
Berko sonríe y todos se sientan, Dick a su lado del escritorio y los policías judíos en el de ellos. Las dos sillas para visitantes son de tamaño estándar, igual que las librerías y todo lo demás que hay en el despacho salvo la silla y el escritorio de Dick. El efecto es de casa encantada de parque de atracciones, mareante. O tal vez sea otro de los síntomas del síndrome de abstinencia alcohólica. Dick saca sus cigarrillos negros y empuja un cenicero por la superficie de la mesa en dirección a Landsman. Se reclina en el respaldo de su asiento y pone las botas sobre la mesa. Sus antebrazos son correosos y marrones. Del cuello abierto de la camisa le salen pelos grises y rizados, y sus gafas chic están doblegadas en el bolsillo.
—Mira que hay gente a la que preferiría estar mirando ahora mismo —dice—. Millones, literalmente.
—Pues cierra los putos ojos —sugiere Berko.
Dick obedece. Sus párpados son oscuros y brillantes, de aspecto amoratado.
—Landsman —dice, como si disfrutara de su ceguera—, ¿qué tal estaba tu habitación?
—Las sábanas tenían una pizca más de agua de lavanda de lo que me gusta —dice Landsman—. Por lo demás, la verdad es que no tengo queja.
Dick abre los ojos.
—Como agente de policía en esta reserva he tenido la buena suerte de mantener relativamente poco trato con judíos a lo largo de los años —empieza a decir—. Ah, y antes de que ninguno de vosotros empiece a cinchar su esfínter sobre mí por mi supuesto antisemitismo, dejadme estipular ahora mismo que me importa una puta mierda si ofendo vuestros culos kosher o no, y en términos generales, confío en hacerlo. Ese gordo de ahí sabe perfectamente, o debería saber, que odio a todo el mundo por igual y sin favoritismos, independientemente de su credo o de su ADN.
—Entendido —dice Berko.
—Nosotros sentimos lo mismo por ti —dice Landsman.
—Lo que quiero decir es que los judíos son sinónimo de patrañas. Un millar de capas laminadas de política y mentiras pulidas hasta quedar bien relucientes. Por tanto, me creo exactamente el culo coma dos por ciento de nada de lo que me diga ese supuesto doctor Roboy, cuyas credenciales, por cierto, parecen ser legítimas, aunque con cierta cantidad de porquería en el fondo, de cómo has llegado a encontrarte corriendo por ese camino en gayumbos y con un vaquero judío haciendo prácticas de tiro contigo desde la ventanilla de su coche.
Landsman empieza a explicarse, pero Dick levanta una de sus manos de chica, con las uñas limpias y relucientes.
—Dejadme acabar. No, Johnny: esos caballeros no pagan mi salario, muchas gracias y vete a la mierda. Pero por medios que no me es dado entender, y sobre los cuales no tengo estómago para especular, esos caballeros tienen amigos, amigos tlingit, que sí que pagan mi salario, o para ser exactos, que ocupan puestos en el consejo que me lo paga. Y si se diera el caso de que esos sabios ancianos tribales me indicaran que no verían con malos ojos que yo trincara a tu compañero aquí presente, y que lo retuviera por cargos de allanamiento de morada y robo con escalo, por no mencionar el hecho de llevar a cabo una investigación ilegal y no autorizada, entonces eso es lo que yo tendría que hacer. Esas ardillas judías que viven ahí en el estrecho de Peril, y sé que tú sabes que me duele decir esto, para bien o para mal, son mis putas ardillas judías. Y su centro, mientras lo estén ocupando, queda bajo la bandera y la protección de la fuerza del orden Tribal. Por mucho que, después de que yo me haya tomado la molestia de salvar la vida de tu culo pecoso en ese lugar, Landsman, y de arrastrarte hasta aquí y alojarte con un gasto considerable, van esos judíos y de pronto parecen perder todo su puto interés por ti.
—Hablando de diatribas verbales —le dice Landsman a Berko. Y a Dick le dice—: Aquí tienen un médico, de verdad creo que tendrías que visitarlo.
—Pero por mucho que me gustaría mandarte de vuelta para que esa ex mujer tuya te cuelgue el culo de un gancho, Landsman —continúa disparado Dick—, y por mucho que lo intento, parece que no puedo dejarte ir sin hacerte una sola pregunta, aun sabiendo de antemano que los dos sois judíos, más o menos, y que cualquier respuesta que me deis únicamente se va a añadir a las capas de patrañas que ya me están cegando con su intenso resplandor judío.
Ellos esperan la pregunta, y cuando esta llega, los modales de Dick se endurecen. Todo rastro de verbosidad y de burlas se desvanece.
—¿Estamos hablando de un homicidio? —dice.
—Sí —dice Landsman al mismo tiempo que Berko dice:
—Oficialmente, no.
—Dos —insiste Landsman—. Dos, Berko. También les cuelgo a Naomi.
—¿Naomi? —dice Berko—. ¿Qué coño dices?
Landsman lo cuenta todo desde el principio, sin dejarse nada relevante, desde el momento en que llamaron a la puerta de su habitación del Zamenhof hasta su entrevista con la señora Shpilman, desde la hija del vendedor de tartas que lo mandó a los archivos de la AFA hasta la presencia de Aryeh Baronshteyn en el estrecho de Peril.
—¿Hebreo? —dice Berko—. ¿Mexicanos que hablan hebreo?
—Eso es lo que me pareció oír —dice Landsman—. Y tampoco era hebreo de sinagoga.
Landsman reconoce el hebreo cuando lo oye. Pero el hebreo que conoce es el tradicional, el que sus antepasados conservaron durante los milenios de su exilio en Europa, aceitoso y salado como un trozo de pescado ahumado para conservarlo, con una carne fuertemente aderezada por el yiddish. Esa clase de hebreo nunca se usa en conversaciones mundanas. Solo para hablar con Dios. Si fue hebreo lo que Landsman oyó en el estrecho de Peril, no era la vieja lengua de arenque ahumado sino algún otro dialecto puntiagudo, un idioma de álcali y de rocas. A él le sonó al hebreo que trajeron los sionistas después de 1948. Aquellos duros judíos del desierto intentaron ferozmente aferrarse a él en el exilio, pero, igual que les había pasado antes a los judíos alemanes, se vieron abrumados por el ingente tumulto del yiddish, y por la dolorosa asociación de su idioma con el fracaso y el desastre recientes. Por lo que sabe Landsman, esa clase de hebreo está extinguido salvo entre un puñado de irreductibles que se reúnen cada año en locales solitarios.
—Solo pillé un par de palabras. Era muy rápido y no pude seguirlo. Supongo que esa era la idea.
Les cuenta la historia de cuando se despertó en la habitación donde Naomi había escrito su epitafio en una pared, de los barracones y la pista de entrenamientos y de los grupos de jóvenes ociosos con pistolas.
Mientras les cuenta todo eso, Dick va cobrando más y más interés a su pesar, haciendo preguntas y hurgando con el hocico en el asunto con un amor instintivo y testarudo por los asuntos feos.
—Yo conocí a tu hermana —dice cuando Landsman termina con el rescate en los bosques del estrecho de Peril—. Lo sentí mucho cuando murió. Y ese marica sagrado parece exactamente la clase de chucho perdido por el que ella habría arriesgado su culo.
—Pero ¿qué querían de Mendel Shpilman, esos judíos y su visitante a quien no le gustan los líos? —dice Berko—. Esa es la parte que no entiendo. ¿Qué están haciendo ahí arriba?
A Landsman esas preguntas le parecen inevitables, lógicas y cruciales, y sin embargo parecen enfriar el ardor de Dick por el caso.
—No tenéis nada —dice, con la boca convertida en un guión lívido—. Y déjame que te diga, Landsman, a esos judíos del estrecho de Peril les pasa todo lo contrario. Tienen tanto peso detrás de ellos, caballeros, dejadme que os lo diga, que podrían convertir un cagarro fosilizado en un diamante.
—¿Qué sabes de ellos, Willie? —dice Berko.
—Yo no sé una mierda.
—El hombre del Caudillo —dice Landsman—. Al que te acercaste y con quien te pusiste a hablar. ¿También era un americano?
—Yo diría que no, era un yid arrugado como una pasa. No me quiso decir su nombre. Y se supone que yo no tengo que preguntar. Dado que la política oficial de la Policía Tribal en ese lugar, creo que ya lo he mencionado, es «Yo no sé una mierda».
—Vamos, Wilfred —dice Berko—. Estamos hablando de Naomi.
—Lo entiendo. Pero conozco lo bastante a Landsman... joder, conozco lo bastante a los detectives de homicidios, punto, como para saber que, con hermana o sin ella, aquí no se trata de descubrir la verdad. No se trata de llegar a entender la historia. Porque vosotros y yo sabemos, caballeros, que la historia es lo que nosotros decidamos que es, y que por muy pulcra y ordenada que la pongamos, al final la historia les va a seguir sudando la polla a los muertos. Lo que tú quieres, Landsman, es vengarte de esos cabrones. Pero eso no va a pasar nunca. Nunca los vas a coger. Ni hablar, cojones.
—Willie —dice Berko—. Dinos la verdad. No lo hagas por él si no quieres. No lo hagas porque su hermana, Naomi, era una tía de puta madre.
Mediante el silencio que sigue a continuación, proporciona una tercera razón para que Dick les diga lo que sabe.
—Me estás diciendo —dice Dick— que lo tengo que hacer por ti.
—Eso te estoy diciendo.
—Por todo lo que significamos el uno para el otro en la primavera de nuestras vidas.
—Yo no llegaría tan lejos.
—Esto es conmovedor, joder —dice Dick. Se inclina hacia delante y pulsa el botón de su intercomunicador—. Minty, saca mi piel de oso de la basura y tráemela para que pueda vomitar encima. —Suelta el botón antes de que Minty pueda responder—. No pienso mover un puto dedo por ti, detective Berko Shemets. Pero debido a que me caía bien tu hermana, Landsman, te voy a armar el mismo enredo en el cerebro que esas ardillas han armado en el mío, y te voy a dejar que intentes resolver qué demonios significa.
Se abre la puerta y entra una mujer joven y ancha, una vez y media tan alta como su jefe, trayendo la capa de piel de oso como si contuviera el fotorresiduo del cuerpo resucitado de Jesucristo. Dick se pone de pie de un salto, agarra la capa y haciendo una mueca, como si temiera contaminarse, se la ata alrededor del cuello con la correa.
—Encuéntrale a ese un abrigo y un gorro —dice señalando a Landsman con el pulgar—. Algo que eche una buena peste, a tripas de salmón o a vino dulce. Quítale el abrigo a Marvin Klag, está inconsciente en la A7.
34
En verano de 1897, varios miembros del equipo del montañero italiano Abruzzi, recién llegados de su conquista del monte Saint Elias, enardecieron a los parroquianos y operadores telegráficos del pueblo de Yakutat con la historia de que habían visto, desde las laderas del segundo pico más alto de Alaska, una ciudad en el cielo. Calles, casas, torres, árboles, multitudes de gente en movimiento y chimeneas soltando columnas de humo. Una gran civilización en medio de las nubes. Un miembro del equipo llamado Thornton pasó una fotografía entre los presentes. La ciudad captada por la placa borrosa de Thornton fue después identificada como Bristol, Inglaterra, situada a unos cuatro mil kilómetros transpolares de distancia. Diez años más tarde, el explorador Peary se fundió una fortuna en el intento de llegar a Crocker Land, una tierra de picos elevados que él y sus hombres habían divisado colgando del cielo en una expedición anterior al norte. Fata morgana, se llamó al fenómeno. Un espejo hecho de condiciones climáticas y luz y de la imaginación de unos hombres criados a base de cuentos sobre el paraíso.
Meyer Landsman ve vacas, vacas lecheras blancas con manchas rojizas que retozan como ángeles en un amplio más allá de hierba verde.
Los tres policías han recorrido en coche todo el camino hasta el estrecho de Peril para que Dick los pudiera cautivar con esta visión dudosa. Apretados durante dos horas en la cabina de la camioneta de Dick, se han dedicado a fumar, a insultarse entre ellos y a dar tumbos por la Ruta Tribal 2. A través de kilómetros y kilómetros de bosque profundo. Baches del tamaño de bañeras. Lluvia arrojada vandálicamente a puñados sobre el parabrisas. Han cruzado la aldea de Jims, una hilera de tejados de acero a lo largo de una ensenada, casas apelotonadas como las diez últimas latas de judías de la estantería de una tienda de alimentación antes de que llegue el huracán. Perros y niños y aros de baloncesto, una vieja camioneta invadida de hierbas y ramilletes puntiagudos de empetro, una quimera de camión y hojas. Nada más pasar la iglesia portátil de la Asamblea de Dios, la ruta tribal pavimentada ha dejado paso a la arena y la grava. Ocho kilómetros más adelante, se ha convertido en una simple abertura a cuchillo en el lodo. Dick se ha puesto a soltar palabrotas y a luchar con su palanca de marchas mientras su enorme GMC navegaba por las corrientes de barro y arena. El freno y el acelerador estaban ajustados a un hombre de su estatura, y él los ha manejado como si fuera Horowitz navegando a través de una tormenta de Liszt. Cada vez que pillaban un bache, algún trozo crítico de Landsman quedaba aplastado por una losa caída de Shemets.
Cuando se les ha acabado el barro, han abandonado la camioneta y han seguido a pie por un denso bosquecillo de cicuta. El suelo estaba resbaladizo y el sendero era una mera insinuación hecha por trozos de cinta policial amarilla pegada a los árboles. El sendero los ha llevado, después de chapotear y salpicar durante diez minutos en el seno de una densa neblina que de vez en cuando desembocaba en una lluvia de verdad, hasta la verja electrificada donde están ahora. Los pilones de cemento bien hundidos en el suelo y la alambrada bien tensa y regular. Una verja bien colocada, una verja severa. Un gesto brutal teniendo en cuenta que lo han hecho unos judíos en territorio indio, y que por lo que sabe Landsman carece por completo de precedentes o autorización.
Al otro lado de la verja electrificada, la fata morgana reverbera. Hierba. Pastos ricos y resplandecientes. Un centenar de vacas moteadas y saludables de cabezas delicadas.
—Vacas —dice Landsman, y la palabra suena como un mugido de duda.
—Parecen vacas lecheras —dice Berko.
—Son vacas Ayrshire —dice Dick—. Saqué unas fotos la última vez que vine. Un profesor de agricultura de Davis, California, las identificó para mí. «Una variedad escocesa.» —Dick pone voz nasal para burlarse del profesor californiano—. «Conocidas por su resistencia y su capacidad para subsistir en latitudes septentrionales.»
—Vacas —vuelve a decir Landsman. No se puede sacar de encima la extraña sensación de desubicación, de espejismo, de estar viendo algo que en realidad no está ahí. Algo que sin embargo conoce, que reconoce, una realidad que recuerda a medias de cuentos sobre el paraíso o de su propio pasado. Desde la época de las «universidades Ickes», cuando la Corporación para el Desarrollo de Alaska repartía tractores y semillas y sacos de fertilizante entre los fugitivos desembarcados, los judíos del distrito han soñado con la granja judía y han desesperado de ella—. Vacas en Alaska.
La generación del Oso Polar sufrió dos grandes decepciones. La primera y la más estúpida se debió a la ausencia total, aquí en el norte de las fábulas, de icebergs, osos polares, morsas, pingüinos, tundras, nieve en grandes cantidades y, por encima de todo, esquimales. Millares de comercios de Sitka todavía llevan nombres fantasiosos y resentidos como Farmacia La Morsa, o Pelucas y Peluquines El Esquimal, o Taberna de Nanook.
La segunda decepción se conmemora en canciones populares de la época, como «A Cage of Green». Dos millones de judíos se bajaron de los barcos y no encontraron ninguna pradera inmensa salpicada de búfalos. Ningún indio con plumas a caballo. Solamente una cordillera de montañas inundadas y a cincuenta mil aldeanos tlingit ya en posesión de casi toda la tierra llana y aprovechable. Ningún sitio donde desplegarse, donde crecer ni hacer nada que no fuera apelotonarse todos al mismo estilo bullicioso que en Vilna y en Lodz. Los sueños de colonización de un millón de judíos sin tierra, alimentados por las películas, las novelas ligeras y los folletos informativos que repartía el Departamento del Interior de Estados Unidos, segados nada más llegar. Después, cada cierto tiempo, alguna que otra asociación utópica adquiría un trozo de tierra verde que a algún soñador le recordaba un pasto de vacas. Fundaban una colonia, importaban ganado y escribían un manifiesto. Y por fin el clima, los mercados y la vena de fatalismo que impregnaba la vida judía obraban su magia. El sueño granjero languidecía y fracasaba.
Landsman tiene la sensación de estar contemplando ese sueño, lustroso y verde. Un espejismo del viejo optimismo, la esperanza en el futuro con que lo criaron a él. El futuro en sí, piensa ahora, era la fata morgana.
—Esa de ahí tiene algo raro —dice Berko mirando por los prismáticos que ha traído Dick, y Landsman oye el tirón en su voz, como una cuerda de pescar al final de la cual juega un pez.
—Dame eso —dice Landsman cogiendo los prismáticos y poniéndoselos ante la cara. Intenta ver algo, pero todas le parecen vacas normales.
—Esa de ahí. La que hay al lado de esas dos, mirando para el otro lado.
Berko guía los prismáticos con un gesto brusco de la mano, hasta enfocar una vaca cuyo pellejo moteado es tal vez de un rojo más intenso que el de sus hermanas, de un blanco más deslumbrante, y que tiene una cabeza más robusta, menos de señorita. Sus labios se dedican a arrancar la hierba como dedos ávidos.
—Es un poco distinta —admite Landsman—. ¿Y qué?
—No estoy seguro —dice Berko. No acaba de sonar sincero del todo—. Willie, ¿estás seguro de que estas vacas pertenecen a nuestros judíos misteriosos?
—Vimos a los pequeños vaqueros judíos con nuestros propios ojos —dice Dick—. Los del campamento o la escuela o lo que sea. Juntándolas. Conduciéndolas en aquella dirección, hacia el campus. Usaban a una especie de perro escocés mandón para ayudarlos. Mis chicos y yo los seguimos un trecho.
—¿Y ellos no os vieron?
—Estaba oscureciendo. Además, ¿tú qué coño crees? Claro que no nos vieron, somos indios, maldita sea. A menos de un kilómetro adentro, hay una lechería ultramoderna. Un par de silos. Es una explotación de tamaño medio, y está claro que es todo judío.
—Y entonces, ¿qué está pasando aquí? —dice Landsman—. ¿Es un centro de rehabilitación o una granja lechera? ¿O una especie de centro extraño de entrenamiento de comandos que finge ser ambas cosas?
—A tus comandos les gusta beber la leche recién ordeñada —dice Dick.
Se quedan mirando las vacas. Landsman combate el deseo de apoyarse en la verja electrificada. Hay un demonio estúpido dentro de él que quiere sentir el zumbido de la corriente. Y hay una corriente dentro de él que quiere sentir al demonio de la alambrada. Algo le inquieta, le irrita, algo que hay en esa visión, en esa Crocker Land de vacas. Por real que pueda ser, también es imposible. No debería estar aquí; ningún yid tendría que haber sido capaz de llevar a cabo semejante gesta inmobiliaria. Landsman ha conocido a muchos de los más grandes y malvados judíos de su generación o bien ha tenido trato con ellos: los ricos, los utópicos locos, los supuestos visionarios y los políticos que hacen girar la ley en sus tornos. Landsman piensa en los señores de la guerra de los vecindarios rusos con sus reservas de armas, diamantes y huevas de esturión. Repasa mentalmente su lista de reyes del contrabando y magnates del mercado gris, gurús de pequeñas sectas. Hombres con influencia, con contactos, con fondos ilimitados. Ninguno de ellos podría haber conseguido algo como esto, ni siquiera Heskel Shpilman o Anatoly Moskowits la Bestia Salvaje. Por muy poderosos que sean, todos los yids del distrito están atados con la correa de 1948. Su reino está confinado a su cáscara de nuez. Su cielo es un techo pintado y su horizonte una verja electrificada. El único vuelo que tienen y la única libertad que conocen son los de un globo sujeto con su cordel.
Entretanto, Berko se está dando tirones del nudo de su corbata de una forma que Landsman ha llegado a asociar con la emergencia inminente de una teoría.
—¿Qué pasa, Berko? —dice.
—Que no es una vaca blanca con manchas rojas —dice Berko en tono concluyente—. Es una vaca roja con manchas blancas.
Se coloca el sombrero en la parte de atrás de la cabeza y frunce los labios. Da varios pasos atrás para alejarse de la verja y se levanta las perneras de los pantalones. Lentamente al principio, empieza a dar zancadas hacia la verja. Y después, para horror de Landsman, para su espanto y su leve euforia, Berko da un salto. Su mole despega del suelo. Levanta una pierna y dobla la otra detrás de sí. Los bajos de sus pantalones se retraen para revelar unos calcetines verdes y unos tobillos pálidos. Luego desciende, soltando el aire poderosamente, al otro lado de la verja. Se tambalea como resultado de su propio impacto y por fin se sumerge en el mundo de las vacas.
—¿Qué coño has hecho? —dice Landsman.
—Técnicamente, ahora tengo que detenerlo —dice Dick.
Las vacas reaccionan a la intrusión con quejas y protestas, pero sin demasiada emoción. Berko va directo a la que lo está inquietando y se detiene junto a ella. La vaca se aparta con timidez, mugiendo. Él levanta los brazos, con las palmas hacia fuera. Habla con el animal en yiddish, en americano, en tlingit y en bovino antiguo y moderno. Camina a su alrededor lentamente, mirándola de arriba abajo. Landsman ve que Berko tiene razón: esa vaca no es como las demás, ni por su contorno ni por su coloración.
La vaca se somete al examen de Berko. Él le pone una mano sobre el pelo corto y ella espera, con los cascos despatarrados, patizamba y con la cabeza inclinada a un lado para escuchar. Berko se agacha y la mira por debajo. Le pasa los dedos por las costillas, por el cuello y por los tocones de los cuernos, después otra vez por el flanco hasta llegar al armazón, parecido a una tienda de campaña, de las caderas. Allí su mano se detiene, en medio de un trozo de pellejo blanco. Berko se lleva los dedos de la mano derecha a la boca, se humedece las yemas y luego frota en sentido circular el trozo blanco del trasero de la vaca. Aparta los dedos, los contempla, sonríe y frunce el ceño. Luego regresa andando pesadamente por el prado y se detiene frente a la verja, delante de Landsman.
Levanta la mano derecha como si estuviera llevando a cabo una parodia solemne de un indio de cava de puros y Landsman ve que tiene los dedos manchados de blanco.
—Manchas falsas —dice Berko.
Retrocede y va otra vez hasta la verja. Landsman y Dick se apartan de su camino, él salta por los aires y su impacto resuena en el suelo.
—Chuleta —dice Landsman.
—Siempre lo fue —dice Dick.
—Así pues —dice Landsman—, ¿qué me estás diciendo? ¿Que la vaca va disfrazada?
—Eso es lo que digo.
—Alguien le ha pintado manchas blancas a una vaca roja.
—Eso parece.
—Ese dato es relevante para ti.
—En cierto modo —dice Berko—. Y en cierto contexto. Creo que esa vaca podría ser una vaquilla roja.
—Imagino que esto es algo judío —dice Dick.
—Cuando se restaure el Templo de Jerusalén —dice Berko—, y sea hora de hacer las tradicionales ofrendas por los pecados, la Biblia dice que hará falta una vaca de un tipo concreto. Una vaquilla roja, impoluta. Pura. Supongo que son bastante escasas, las vaquillas rojas puras. De hecho, creo que solamente ha habido nueve desde el principio de la historia. Estaría muy bien encontrar una. Sería como encontrar un trébol de cinco hojas.
—Cuando se restaure el Templo —dice Landsman, pensando en Buchbinder el dentista y en su museo loco—. ¿Eso es después de que venga el Mesías?
—Hay gente —dice Berko lentamente, empezando a entender lo que Landsman está empezando a entender— que dice que el Mesías se esperará a que se reconstruya el Templo. Y a que se restaure el culto en el altar. Sacrificios de sangre, sacerdotes, todo el rollo ese de los cantos y los bailes.
—Así que si consiguieras una vaquilla roja, digamos, y tuvieras todas las herramientas listas, por ejemplo, y todos los sombreros raros y demás cosas, y si, hum, si construyeras el Templo... ¿básicamente podrías obligar al Mesías a venir?
—No es que yo sea un hombre religioso, Dios lo sabe —interviene Dick—, pero me siento obligado a señalar que el Mesías ya vino, y vosotros lo matasteis al muy hijo de puta, cabrones.
Oyen una voz humana a lo lejos, amplificada por un altavoz y que habla el extraño hebreo del desierto. Al oírla, a Landsman le da un vuelco el corazón y da un paso hacia la camioneta.
—Salgamos de aquí —dice—. He pasado algún tiempo con esos tipos y tengo la poderosa sensación de que no son muy amables.
Cuando vuelven a estar a salvo en la camioneta, Dick arranca el motor pero mantiene el vehículo en punto muerto con el freno puesto. Permanecen ahí sentados, llenando la cabina de humo de cigarrillos. Landsman le gorrea a Dick uno de sus pitillos de tabaco negro y se ve obligado a admitir que es un buen ejemplo del oficio de quien lo ha liado.
—Voy a poner la directa y a decir esto, Willie —dice Landsman después de fumarse el Nat Sherman hasta la mitad—. Y me gustaría ver cómo intentas negarlo.
—Haré lo que pueda.
—De camino a aquí, veníamos hablando, y tú has aludido a cierta cantidad de... eh... olores que venían de este lugar.
—¿Ah, sí?
—Una peste a dinero, dijiste.
—Hay dinero detrás de estos vaqueros, de eso no cabe duda.
—Pero desde la primera vez que oí hablar de este sitio, hay algo que no ha parado de darme vueltas en la cabeza. Ahora creo haber visto la mayor parte de la operación. Desde el letrero que hay en el muelle de hidroaviones hasta estas vacas. Y todavía me da más vueltas en la cabeza.
—¿Y qué es?
—O sea, lo siento, no me importa cuánto dinero vayan tirando por ahí. Me creo que un miembro de tu consejo tribal pueda aceptar un soborno de un judío de vez en cuando. Los negocios son los negocios, un dólar es un dólar, y etcétera. Quién sabe, yo he oído afirmar que el flujo de fondos ilegales que cruza la Línea Divisoria en ambas direcciones es lo más parecido que los judíos y los indios van a conseguir nunca a la paz, el amor y el entendimiento.
—Qué tierno.
—Obviamente, estos judíos, sea lo que sea lo que están haciendo, no quieren compartir la noticia con los demás judíos. Y el distrito es como una casa con demasiada gente donde no hay bastantes dormitorios. Todo el mundo conoce la vida de todo el mundo. En Sitka nadie tiene secretos, no es más que un gran shtetl. Si tienes un secreto, lo lógico es intentar esconderlo aquí.
—Pero...
—Pero con peste o sin ella, con negocios o sin ellos, lo siento, es imposible que los tlingit permitan nunca que un puñado de judíos venga aquí, al corazón de los territorios indianer, y construya todo esto. No me importa cuánta guita judía corra de mano en mano.
—Me estás diciendo que ni siquiera los indios somos tan cobardes y degenerados como para darle esa clase de punto de apoyo a nuestro peor enemigo.
—Digamos que los judíos somos los conspiradores más malvados del mundo y que dirigimos el mundo desde nuestras bases secretas en el lado oscuro de la luna. Pero hasta nosotros tenemos nuestras limitaciones. ¿Te gusta más eso?
—No te lo voy a discutir.
—Los indios nunca lo permitirían a menos que esperaran a cambio una recompensa muy grande. Grande de verdad. Tan grande como el distrito, por ejemplo.
—Por ejemplo —dice Dick, con una voz que suena incómoda.
—Yo pensaba que la participación americana en todo esto era el canal que alguien ha usado para hacer desaparecer el expediente del choque de Naomi. Pero ningún judío podría garantizar nunca una recompensa tan grande.
—Jersey de pingüinos —dice Berko—. Él arregla las cosas para que los indios se queden con el distrito bajo soberanía nativa cuando nosotros nos hayamos marchado. Y a cambio de eso, los indios ayudan a los verbovers y a sus amigos a instalar su pequeña granja lechera secreta aquí arriba.
—Pero ¿qué saca de eso jersey de pingüinos? —dice Landsman—. ¿Qué gana Estados Unidos?
—Acabas de llegar a un lugar de gran oscuridad, Hermano Landsman —dice Dick, poniendo la camioneta en marcha—. En el que me temo que vas a tener que entrar sin Wilfred Dick.
—Odio decir esto, primo —le dice Landsman a Berko poniéndole una mano sobre el hombro—, pero creo que vamos a tener que ir al Lugar de la Masacre.
—Me cago en la puta —dice Berko en americano.
35
A sesenta y ocho kilómetros al sur de las afueras de Sitka, una casa construida a base de tablones reciclados y tejas grises se tambalea sobre dos docenas de pilones encima de un cenagal. Una ciénaga anónima, atestada de osos y propensa a las flatulencias de metano. Un cementerio de botes de remos, aparejos de pesca, camionetas y, en algún lugar de sus profundidades, una docena de cazadores de pieles rusos con sus perros-soldado aleutianos. En un extremo del cenagal, entrando en el bosque, una magnífica casa larga tradicional tlingit está siendo desmantelada por las zarzas y el garrote del diablo. En el otro extremo se extiende una playa pedregosa, donde hay disperso un millar de piedras negras sobre las cuales un pueblo antiguo labró formas de animales y estrellas. Fue en esa playa, en 1854, donde esos doce promyshlennikis y aleutianos a las órdenes de Yevgeny Simonof encontraron su final sangriento a manos de un jefe tlingit llamado Kohklux. Más de un siglo más tarde, la tataranieta del Jefe Kohklux, la señora Pullman, se convirtió en la segunda mujer india de un jugador de ajedrez judío de metro sesenta y cinco y jefe de espías llamado Hertz Shemets.
En el ajedrez, igual que en los asuntos secretos de Estado, el tío Hertz era famoso por su sentido del tiempo, por un exceso de prudencia y una tediosa dilatación de los preparativos. Leía a sus oponentes, hacía un estudio fatídico de los mismos. Buscaba el patrón de debilidad, el complejo sin resolver, el tic. Durante veinticinco años dirigió una campaña secreta contra la gente del otro lado de la Línea Divisoria, intentando debilitar su control de los territorios indianer, y en ese tiempo se volvió una autoridad reconocida sobre su cultura y su historia. Aprendió a saborear el idioma tlingit, con sus vocales de caramelo y sus consonantes para masticarlas. Emprendió una profunda investigación de la fragancia y el peso de las mujeres tlingit.
Después de casarse con la señora Pullman (nadie llamaba a la mujer, que en paz descanse, señora Shemets), Shemets se empezó a interesar por la victoria de su tatarabuelo sobre Simonof. Se pasaba horas en la biblioteca de Bronfman, estudiando mapas de la era zarista. Anotó entrevistas llevadas a cabo por misioneros metodistas con viejas tlingit de noventa y nueve años que habían sido niñas de seis cuando los martillos de guerra se pusieron a trabajar sobre todos aquellos duros cráneos rusos. Y descubrió que en el estudio llevado a cabo por el Servicio Geológico americano en 1949, el que fijó las fronteras finales del distrito de Sitka, el Lugar de la Masacre había sido incluido de alguna forma en territorio tlingit. Aunque se encuentra al oeste de la sierra de Baranof, el Lugar de la Masacre pertenece legalmente a los nativos, un emblema verde de cultura india pintado en el lado judío de la isla de Baranof. Cuando Hertz descubrió aquella equivocación, hizo que la madrastra de Berko comprara aquellas tierras con dinero —tal como documentaría más tarde Dennis Brennan— cogido de su fondo para sobornos de la COINTELPRO. Y en ellas construyó su casa de patas arácnidas. Y así es como, al morir la señora Pullman, Hertz Shemets heredó el Lugar de la Masacre de Simonof. Lo declaró la reserva india más espantosa del mundo, y a sí mismo el indio más espantoso del mundo.
—Gilipollas —dice Berko con menos rencor del que habría esperado Landsman, contemplando la morada destartalada de su padre a través del parabrisas del Super Sport.
—¿Cuándo fue la última vez que lo viste?
Berko se gira hacia su compañero con los ojos en blanco, como si estuviera registrando un archivo interno en busca de alguna pregunta que necesitara una respuesta menos larga.
—Déjame que te pregunte una cosa, Meyer. Si tú fueras yo, ¿cuándo habría sido la última vez que lo viste?
Landsman aparca el Super Sport detrás del Buick Roadmaster del anciano, una bestia de color azul manchado de barro, con paneles de madera falsa y un adhesivo que anuncia, en yiddish y en americano, «EL MUNDIALMENTE FAMOSO LUGAR DE LA MASACRE DE SIMONOF Y LA GENUINA CASA LARGA TLINGIT». Aunque la atracción para visitantes lleva un tiempo difunta, el adhesivo está nuevo y reluciente. Sigue habiendo una docena de cartones de ellos amontonados en la casa larga.
—Dame una pista —dice Landsman.
—Chistes sobre prepucios.
—Ah, ya.
—Hasta el último chiste sobre prepucios que ha existido nunca.
—No tenía ni idea de que hubiera tantos —dice Landsman—. Fue una experiencia educativa.
—Vamos —dice Berko, saliendo del coche—. Terminemos de una vez con esto.
Landsman echa un vistazo a la mole de la Genuina Casa Larga, perdida en la espesura reseca de zarzamoras y garrotes del diablo, una ruina pintada de colores chillones. Hertz Shemets la construyó con la ayuda de dos cuñados indios suyos, su sobrino Meyer y su hijo Berko un verano después de que el chico se fuera a vivir a la calle Adler. La construyó para divertirse, sin ninguna idea de convertirla en la atracción turística para visitantes de paso en que intentó convertirla sin éxito después de su destitución. Aquel verano Berko tenía quince años y Landsman veinte. El niño trabajó hasta la última superficie de su personalidad para conformarla a la curvatura de la de Landsman. Dedicó dos meses largos a la tarea de entrenarse para manejar una sierra eléctrica Skilsaw tal como lo hacía Landsman, con un papiros colgando del labio y el humo escociéndole en los ojos. Para entonces Landsman ya estaba decidido a hacer los exámenes de entrada en la policía, y aquel verano Berko declaró que él quería hacer lo mismo, aunque si Landsman se hubiera puesto a decir que quería convertirse en una moscarda, Berko habría encontrado una forma de que le gustara la mierda.
Como la mayoría de los policías, Landsman navega con doble casco para protegerse de la tragedia y estabilizarse contra los bandazos y las tormentas. De lo que tiene que preocuparse es de los bajíos, de las fisuras apenas visibles, de las pequeñas desviaciones de fuerza de torsión. El recuerdo de aquel verano, por ejemplo, o la idea de que ya hace tiempo que ha agotado la paciencia de un chaval que en el pasado habría esperado un millar de años para pasar una hora con él disparando a latas apoyadas en una cerca con un rifle de aire comprimido. La imagen de la Casa Larga rompe una faceta diminuta pero que todavía estaba intacta del corazón de Landsman. Todas las cosas que construyeron, durante su breve estancia en esta esquina del mapa, disueltas entre las matas de zarzamoras y el olvido.
—Berko —dice mientras avanzan haciendo crujir el suelo por el barro medio congelado de la reserva india más espantosa del mundo. Coge a su primo del codo—. Siento haber sido un desastre total.
—No hace falta que te disculpes —dice Berko—. No es culpa tuya.
—Ya estoy bien. Vuelvo a ser yo —dice Landsman, y en ese momento sus palabras le parecen ciertas—. No sé cómo ha pasado. Tal vez ha sido la hipotermia. O meterme en todo este rollo con Shpilman. O dejar la bebida. Pero vuelvo a ser el que era.
—Ajá.
—¿A ti no te lo parece?
—Claro. —Berko podría estar mostrándose de acuerdo con un niño o con un chiflado. O podría no estar de acuerdo en absoluto—. Tienes buena pinta.
—Un refrendo categórico.
—No quiero hablar de esto ahora, no te importa, ¿verdad? Solamente quiero entrar ahí, aporrear al viejo con nuestras preguntas y volver a casa con Ester-Malke y los niños. Te parece bien, ¿no?
—Está bien, Berko. Claro.
—Gracias.
Caminan pesadamente por una nieve fangosa y congelada, por zonas irregulares de grava, por charcos helados, cada uno de ellos recubierto de una fina piel de tambor de hielo. Una escalera de dibujos animados, astillada, bamboleante, que lleva a una puerta delantera de cedro descolorido por la acción de los elementos. La puerta cuelga torcida, toscamente acondicionada para el invierno con gruesas tiras de caucho.
—Cuando dices que no es culpa mía... —empieza a decir Landsman.
—¡Joder! Tengo que mear.
—Lo que estás insinuando es que crees que estoy loco. Mentalmente enfermo. No responsable de mis actos.
—Voy a llamar a esta puerta.
Llama un par de veces, lo bastante fuerte como para poner en peligro las bisagras.
—Que no estoy en condiciones de llevar placa —dice Landsman, deseando de corazón ser capaz de dejar el tema—. En otras palabras.
—La llamada la hizo tu ex mujer, no yo.
—Pero tú no estás en desacuerdo.
—¿Qué sé yo de enfermedades mentales? —dice Berko—. No es a mí a quien han detenido por correr desnudo por los bosques, a tres horas de casa, después de sacarle los sesos a un hombre con un somier de hierro.
Hertz Shemets sale a abrir, con un afeitado tan reciente como un par de gotitas de sangre. Lleva un traje gris de franela por encima de una camisa blanca y una corbata de color amapola. Huele a vitamina B, a espray de almidón y a pescado ahumado. Es más diminuto que nunca y se tambalea como un hombre de madera apoyado en un bastón.
—Muchachote —le dice a Landsman rompiendo varios huesos de la mano de su sobrino.
—Tienes buen aspecto, tío Hertz —dice Landsman.
Ahora que lo tiene más cerca, ve que el traje está desgastado en los codos y las rodillas. La corbata da testimonio de alguna sopa comida en el pasado y ha sido anudada por entre las solapas blandas no de una camisa, sino de una camisa de pijama blanca metida a toda prisa por dentro de la cintura de los pantalones. Pero Landsman no es quien para criticar. Lleva su traje de emergencia, desprendido de la ranura del fondo de su maletero y alisado de cualquier modo, un traje negro de viscosilla y mezcla de lana con unos botones dorados que pretenden parecer monedas romanas. Se lo cogió prestado una vez, para un funeral al que recordó en el último minuto que tenía planeado asistir, a un jugador poco afortunado que se llamaba Gluksman. El traje se las apaña para parecer al mismo tiempo funerario y chillón, tiene unas arrugas feroces y huele al maletero de un Detroit.
—Gracias por avisar —dice el tío Hertz, soltando los despojos de la mano de Landsman.
—Este tenía muchas ganas de darte una sorpresa —dice Landsman, señalando con la cabeza a Berko—. Pero yo sabía que tú querrías salir a cazar algo.
El tío Hertz junta las palmas de las manos y hace una reverencia. Como verdadero ermitaño que es, se toma muy en serio sus deberes como anfitrión. Si la caza no va bien, entonces sacará algo bien grasiento del congelador y lo pondrá en el fogón con un poco de zanahoria y cebolla y un puñado bien triturado de esas hierbas que cultiva y cuelga en un cobertizo que tiene al lado de su cabaña. Se encargará de que haya hielo para el whisky y cerveza fría para el estofado. Y por encima de todo, aparecerá bien afeitado y con corbata.
El anciano le dice a Landsman que entre en la casa y Landsman obedece, lo cual deja a Hertz ahí fuera de pie enfrentándose a su hijo. Landsman se los queda mirando, parte interesada en el caso igual que todos los hombres judíos desde que Abraham hizo que Isaac se tumbara en la cima de aquella montaña y desnudara su caja torácica latiente bajo el cielo. El anciano estira el brazo y coge la manga de la camisa de leñador de Berko. Manosea la tela con los dedos. Berko se somete al examen con una expresión de verdadero dolor en la cara. Tiene que estar matándole, Landsman lo sabe, el hecho de aparecer delante de su padre vestido con nada que no sean sus mejores galas italianas.
—Bueno, pues, ¿dónde está el Gran Buey Azul? —dice por fin el viejo.
—No lo sé —dice Berko—. Pero creo que debe de tener los pantalones de tu pijama.
Berko se alisa la arruga que su padre le ha hecho en la manga. Pasa junto al anciano y entra en la casa.
—Gilipollas —dice en voz baja, o casi. Y se excusa para ir al retrete.
—Slivovitz —dice el anciano, y va hacia las botellas, un skyline apretujado que parece una réplica en miniatura del shvartsn-yam sobre una bandeja de esmalte negro—. ¿Verdad?
—Agua con gas —dice Landsman. Cuando su tío enarca una ceja, se encoge de hombros—. Tengo un médico nuevo. Uno indio. Quiere que deje la bebida.
—¿Y desde cuando escuchas tú a los médicos o a los indios?
—Desde nunca —admite Landsman.
—La automedicación es una tradición en la familia Landsman.
—También lo es ser judío —dice Landsman—. Y mira adónde nos ha llevado.
—Corren tiempos extraños para ser judío —admite el anciano.
Regresa del mueble-bar y le ofrece a Landsman un vaso de tubo rematado con un yarmulke de rodaja de limón. Luego se sirve a sí mismo un vaso generoso de slivovitz y lo levanta en dirección a Landsman con una expresión de crueldad divertida que Landsman conoce bien y en la cual ya hace tiempo que ha dejado de ver ninguna diversión.
—Por los tiempos extraños —dice el anciano.
Se lo bebe de un trago, y cuando mira a Landsman, resplandece como un hombre que acaba de hacer un comentario ingenioso que ha hecho romper en carcajadas a todos los presentes. Landsman sabe lo mucho que debe de estar matando a Hertz el ver que el esquife que él se pasó tantos años impulsando con la pértiga, con toda su habilidad y su fuerza, ahora navega a la deriva y se acerca cada vez más a las cascadas de la Revocación. Se sirve un segundo trago corto y lo vacía sin mostrar ninguna señal de placer. Ahora le llega el turno a Landsman de enarcar una ceja.
—Tú tienes a tu médico —dice el tío Hertz—. Y yo tengo al mío.
La cabaña del tío Hertz consiste en una única habitación alargada con un desván que llega a tres de sus paredes. Todos los adornos y el mobiliario están hechos de asta, hueso, tendón, piel y cuero. Al desván se llega por una abrupta escalera de cámara que hay al fondo, junto a la cocinilla. En un rincón está la cama del anciano, pulcramente hecha. Junto a la cama, en una mesa pequeña y redonda, hay un tablero de ajedrez. Las piezas son de palisandro y arce. A uno de los caballos blancos de arce le falta la oreja izquierda. Uno de los peones negros de palisandro tiene una mancha de color claro en el pomo. El tablero muestra un aire abandonado y caótico. En medio de las piezas de un extremo hay un inhalador Vicks, una posible amenaza al rey blanco en e1.
—Veo que estás jugando con la Defensa de Eucalipto Mentolado —dice Landsman, dándole la vuelta al tablero para verlo mejor—. ¿Es una partida por correspondencia?
Hertz está casi encima de Landsman, soltándole su aliento de coñac de ciruela, con un regusto de fondo a arenque tan aceitoso e intenso que hasta se le notan las espinas. Agobiado, Landsman lo vuelca todo al suelo con un ruido seco.
—Siempre fuiste el maestro de ese movimiento —dice Hertz—. El Gambito de Landsman.
—Mierda, tío Hertz, lo siento. —Landsman se agacha y tantea con la mano debajo de la cama del anciano en busca de piezas.
—¡No te preocupes! —dice el anciano—. No pasa nada. No era una partida, solo estaba tonteando. Ya no juego por correspondencia. El sacrificio lo es todo para mí. Me gusta deslumbrar a mi adversario con alguna combinación descabellada y hermosa. Y resulta duro hacerlo en una postal. ¿Reconoces el tablero y las piezas?
Hertz ayuda a Landsman a devolver las piezas a su caja, también de arce, recubierta de terciopelo verde. El inhalador se lo mete en un bolsillo.
—No —dice Landsman.
Landsman es quien, al ejecutar el Gambito de Landsman durante una rabieta hace muchos años, acabó con la oreja del caballo blanco.
—¿Tú qué crees? Se lo regalaste tú.
Hay cinco libros amontonados en la mesilla de al lado de la cama del anciano. Una traducción al yiddish de Chandler. Una biografía en francés de Marcel Duchamp. Un libro de tapa blanda que ataca los astutos planes de la Tercera República Rusa y que fue popular en Estados Unidos el año pasado. Una guía de campo Peterson de mamíferos marinos. Y algo titulado Kampf, en el alemán original, escrito por Emanuel Lasker.
Se vacía el depósito del retrete y se oye a Berko echándose agua sobre las manos.
—De repente todo el mundo está leyendo a Lasker —dice Landsman. Coge el libro, pesado, negro y con el título repujado en letras negras doradas, y le sorprende un poco descubrir que no tiene nada que ver con el ajedrez. No hay diagramas, no hay figuritas de reinas y caballos, solamente una página tras otra de espinosa prosa en alemán—. ¿Así que el tipo también era filósofo?
—Él lo consideraba su verdadera vocación. Pese a ser un genio del ajedrez y de las matemáticas avanzadas. Siento decir que como filósofo tal vez no fuera un genio tan grande. ¿Por qué? ¿Quién más está leyendo a Emanuel Lasker? Ya nadie lee a Emanuel Lasker.
—Hoy eso es todavía más cierto que hace una semana —dice Berko saliendo del cuarto de baño, secándose las manos con una toalla.
Su naturaleza lo hace gravitar hacia la mesa del comedor. La enorme mesa de madera maciza está puesta para tres personas. Los platos son de hojalata esmaltada, los vasos de plástico y los cuchillos tienen mangos de hueso y unos filos temibles, del tipo que se podría usar para desgajar el hígado todavía latiente del abdomen de un oso. Hay una jarra de té helado y una cafetera esmaltada. La comida que ha preparado Hertz Shemets es abundante, caliente y muy descompensada en beneficio del alce.
—Chile de alce —dice el anciano—. La carne la molí el otoño pasado y la he tenido en bolsas al vacío en el congelador. El alce también lo cacé yo, claro. Una hembra lechera, quinientos kilos. El chile lo he hecho hoy, las judías son frijoles y también le he puesto una lata de alubias negras que tenía por ahí. Lo que pasa es que no estaba seguro de que fuera bastante, así que he calentado unas cuantas cosas más que tenía congeladas. Hay una quiche lorraine... eso es huevo, naturalmente, con tomate y beicon, el beicon es de alce. Lo ahumé yo mismo.
—Los huevos son huevos de alce —dice Berko, imitando a la perfección el tono ligeramente pomposo de su padre.
El anciano señala un cuenco alto de cristal lleno hasta arriba de albóndigas uniformes y sumergidas en una salsa de color marrón rojizo.
—Albóndigas suecas —dice—. Albóndigas de alce. Y luego un poco de asado frío de alce, si alguien quiere un bocadillo. El pan lo he cocido yo mismo. Y la mayonesa está hecha en casa. No soporto la mayonesa de bote.
Se sientan a comer con el anciano solitario. Hace años su comedor era un lugar bullicioso, la única mesa en esas islas divididas donde indios y judíos se sentaban regularmente juntos para comer buena comida sin rencores. Había vino de California para beber y para hacer que el anciano se explayara. Tipos silenciosos, hombres problemáticos y algún que otro agente especial o miembro de algún lobby de Washington, mezclados con talladores de tótems, vagabundos ajedrecistas y pescadores nativos. Hertz se sometía a las pullas de la señora Pullman. Era la clase de viejo degollador dominante que elegía casarse con una mujer capaz de bajarle los humos delante de sus amigos. De alguna manera, aquello solamente le hacía parecer más fuerte.
—He hecho un par de llamadas —dice el tío Hertz al cabo de varios minutos de concentración ajedrecística en su comida—. Después de que me llamarais para decir que veníais.
—¿Ah, sí? —dice Berko—. Un par de llamadas.
—Eso es. —Hertz tiene una forma de sonreír, o de producir un efecto parecido a una sonrisa, en que levanta solo el labio superior en el lado derecho de su boca, y solo durante medio segundo, enseñando un incisivo amarillo. Parece que alguien lo haya cogido del labio con un anzuelo invisible y le esté dando un tirón fuerte a la cuerda—. Por lo que tengo entendido, has estado molestando a la gente, Meyerle. Conducta poco profesional. Comportamiento errático. Has perdido la placa y la pistola.
Pese a todo lo demás que ha sido, durante cuarenta años el tío Hertz también fue agente de la ley bajo juramento y con una insignia federal en su billetera. Aunque hace poco énfasis en él, el matiz de reproche es inconfundible. Se vuelve hacia su hijo.
—Y tú, no sé qué crees que estás haciendo —le dice—. A ocho semanas del vacío. Dos niños y, mazel tov y kaynahora, el tercero en camino.
Berko no se molesta en preguntar cómo sabe su padre que Ester-Malke está embarazada. Solo serviría para alimentar la vanidad del anciano. Él se limita a asentir y a servirse unas cuantas albóndigas de alce más. Están buenas, las albóndigas, impregnadas de toques de romero y humo.
—Tienes razón —dice Berko—. Es una locura. Y no digo que quiera a este fulero que tengo aquí al lado ni que me importe, míralo, sin placa y sin pistola, molestando a la gente y corriendo por ahí con las rótulas congeladas, más de lo que me importan mi mujer o mis hijos, porque no es verdad. Ni que yo le encuentre sentido a poner el futuro de mi familia en jaque por él, porque no se lo encuentro. —Mientras contempla el cuenco de albóndigas, su cuerpo emite un ruido fatigado, un ruido yiddish, a medio camino entre un eructo y una lamentación—. Pero si nos ponemos a hablar de vacíos, no es la clase de circunstancia que yo querría afrontar sin tener cerca a Meyer.
—Ya ves qué leal —le dice el tío Hertz a Landsman—. Eso es exactamente lo que yo sentía por tu padre, que su nombre sea bendecido, pero el muy cobarde me dejó en la estacada.
Su tono aspira a la ligereza, pero el borrón de silencio que le sigue parece oscurecer el comentario. Mastican su comida y la vida se les antoja larga y pesada. Hertz se levanta y se sirve otro trago corto. Se detiene junto a la ventana, mirando un cielo que es como un mosaico compuesto por los trozos rotos de un millar de espejos, cada uno de ellos tintado de un tono distinto de gris. El cielo invernal del sudeste de Alaska es un Talmud de color gris, un comentario inagotable sobre una Torá de nubes de lluvia y luz crepuscular. El tío Hertz siempre ha sido la persona más competente y llena de confianza que Landsman haya conocido, pulcro como un avión de origami, una rápida aguja de papel doblada con precisión, inmune a las turbulencias. Preciso, metódico, desapasionado. Siempre hubo en él vislumbres de sombras, de irracionalidad y de violencia, pero estaban contenidas detrás de la muralla de las misteriosas aventuras indias de Hertz, escondidas al otro lado de la Línea Divisoria, y él las cubría mediante esas cuidadosas coces hacia atrás con que los animales ocultan su rastro. Pero ahora en la cabeza de Landsman emerge un recuerdo procedente de los días posteriores a la muerte de su padre, y en ese recuerdo el tío Hertz está sentado, arrugado como un pañuelo de papel usado en un rincón de la cocina de la calle Adler, con los faldones de la camisa colgando, el pelo desordenado, la camisa mal abotonada y los contenidos cada vez más escasos de una botella de slivovitz en la mesa de la cocina que tiene al lado, indicando como si fueran un barómetro la atmósfera cada vez más helada de su dolor.
—Tenemos entre manos un enigma, tío Hertz —dice Landsman—. Es por eso que hemos venido.
—Por eso y por la mayonesa —dice Berko.
—Un enigma. —El anciano regresa de la ventana con la mirada nuevamente endurecida y fatigada—. Odio los enigmas.
—No te estamos pidiendo que resuelvas ninguno —dice Berko.
—No uses ese tono conmigo, John Oso —dice el anciano con voz cortante—. No me gusta.
—¿Tono? —dice Berko con una voz en la que se apilan media docena de tonos, como si fuera un fragmento de partitura, un conjunto de cámara de insolencia, resentimiento, sarcasmo, provocación, inocencia y sorpresa—. ¿Tono?
Landsman le dedica a Berko una mirada que no está destinada a recordarle su edad y el momento de la vida en que se encuentra, sino la falta manifiesta de elegancia que entraña pelearse con los parientes de uno. Se trata de una expresión facial antigua y ya muy gastada, procedente de la época de los primeros años llenos de conflictos que pasó Berko con los Landsman. No hacen falta más que unos minutos, cada vez que se juntan los dos, para que todo el mundo involucione a un estado salvaje, como un grupo de gente arrojada a una isla desierta por un naufragio. Eso es una familia. Eso y la tempestad marina, el barco y la orilla desconocida. Y los gorros y destiladeros de whisky que te fabricas a base de bambú y cocos. Y el fuego que enciendes para que no se acerquen las bestias.
—Hay algo que estamos intentando explicarnos —empieza de nuevo Landsman—. Una situación. Y hay aspectos de esa situación que nos han recordado a ti.
El tío Hertz se sirve otro trago de slivovitz, lo lleva hasta la mesa y se sienta.
—Empezad por el principio —dice.
—El principio es un yonqui muerto en mi hotel.
—Ajá.
—Lo has estado siguiendo.
—Algo he oído por la radio —dice el anciano—. Y tal vez también he leído algo en el periódico. —Siempre echa a los periódicos la culpa de las cosas que sabe—. Era el hijo de Heskel Shpilman. En el que tenían tantas esperanzas puestas cuando era niño.
—Lo asesinaron —dice Landsman—. Pese a lo que puedas haber leído. Y cuando murió, se estaba escondiendo. Lleva escondiéndose, de una cosa u otra, durante la mayor parte de su vida, pero cuando murió, creo que estaba intentando dar esquinazo a unos hombres de quienes se había escapado. Pude seguir el rastro de sus movimientos hasta el aeródromo de Yakovy en abril del año pasado. Allí apareció el día antes de la muerte de Naomi.
—¿Esto tiene algo que ver con Naomi?
—Esos hombres que estaban buscando a Shpilman, y que suponemos que lo mataron, el pasado abril contrataron a Naomi para que llevara al tipo en avioneta a una granja que dirigen, y que se supone que es una especie de centro de rehabilitación para chavales con problemas. En el estrecho de Peril. Pero cuando llegó allí, al tipo le entró el pánico. Quiso marcharse. Acudió a Naomi en busca de ayuda y ella lo sacó de allí en secreto y lo llevó en avioneta de vuelta a la civilización. A Yakovy. Ella murió al día siguiente.
—¿El estrecho de Peril? —dice el anciano—. ¿O sea, que eran nativos? ¿Me estás diciendo que a Mendel Shpilman lo mataron unos indios?
—No —dice Berko—. Esos hombres que tienen el centro de desintoxicación para jóvenes, a unos mil acres bien buenos al norte de la aldea que hay allí, y parece que el sitio ha sido construido con dinero de judíos americanos, esa gente que lo dirige son yids. Por lo que creemos, el sitio es una tapadera de su verdadera operación.
—¿Y cuál es la verdadera? ¿Cultivar marihuana?
—Bueno, para empezar tienen un rebaño de vacas lecheras Ayrshire —dice Berko—. Tal vez un centenar de cabezas.
—Eso para empezar.
—Y, además, parece que dirigen una especie de centro de entrenamiento paramilitar. Su líder podría ser un anciano, un judío. Wilfred Dick pudo verlo cuando estuvo allí. Sea quien sea, parece tener vínculos con los verbovers, o por lo menos con Aryeh Baronshteyn. Pero no sabemos por qué ni de qué clase.
—Allí también había un americano —dice Landsman—. Llegó en avioneta para reunirse con Baronshteyn y con esos otros judíos misteriosos. Todos parecían un poco preocupados por el americano. Parecían pensar que tal vez no estaba contento con ellos o con cómo estaban llevando las cosas.
El anciano se levanta de la mesa y va hasta un cuchitril que separa sus comidas del sitio donde duerme. De una cava de puros saca uno y lo hace rodar entre las palmas de las manos. Lo hace rodar durante largo rato, hacia un lado y hacia otro, hasta que parece desaparecer por completo de sus pensamientos.
—Odio los enigmas —dice por fin.
—Ya lo sabemos —dice Berko.
—Ya lo sabéis.
El tío Hertz se pasa el puro en una y otra dirección bajo la nariz, inhalando profundamente, con los ojos cerrados, regodeándose no solamente en el olor, le parece a Landsman, sino también en el frescor de la hoja bien lisa contra la carne de sus fosas nasales.
—Esta es mi primera pregunta —dice el tío Hertz, abriendo los ojos—. Y tal vez la única.
Ellos esperan la pregunta mientras él corta la punta del puro, se lo coloca en sus labios estrechos y los mueve hacia arriba y hacia abajo.
—¿De qué color eran las vacas? —dice.
36
—Había una que era roja —dice Berko, despacio, un poco a regañadientes, como si se hubiera perdido el momento en que la moneda desaparecía a pesar de haber estado mirando fijamente las manos del mago.
—¿Toda roja? —dice el anciano—. ¿Roja de los cuernos a la cola?
—Estaba disfrazada —dice Berko—. La habían pintado con espray de una especie de pigmento blanco. No se me ocurre ninguna razón para querer hacer eso más que si hay algo en ella que uno quiere esconder. Como por ejemplo que la vaca sea, ya sabes. —Hace una mueca—. Sin mácula.
—Oh, por el amor de Dios —dice el anciano.
—¿Quién es esa gente, tío Hertz? Tú lo sabes, ¿verdad?
—¿Quién es esa gente? —dice Hertz Shemets—. Son yids. Yids que tienen un plan. Y ya sé que es una tautología.
Parece incapaz de decidirse a encender su puro. Lo deja, lo vuelve a recoger y lo deja otra vez. A Landsman le da la impresión de que está sopesando un secreto que está bien enrollado en el interior de su hoja de venas oscuras. Un rumbo de acción, un complejo intercambio de piezas.
—Muy bien —dice Hertz por fin—. He mentido: aquí va otra pregunta para vosotros. Meyer, tal vez te acuerdes de un yid, cuando eras niño, que solía ir al Club de Ajedrez Einstein. Solía hacer bromas contigo y a ti te caía bien. Un yid llamado Litvak.
—Vi a Alter Litvak el otro día —dice Landsman—. En el Einstein.
—¿En serio?
—Ha perdido la voz.
—Sí, tuvo un accidente, el volante le aplastó la garganta. Su mujer se mató. Fue en el bulevar Roosevelt, donde plantaron todos aquellos cerezos negros. El único que no se murió, ese fue el árbol contra el que chocaron. El único cerezo negro de todo el distrito de Sitka.
—Me acuerdo de cuando plantaron aquellos árboles —dice Landsman—. Para la Exposición Universal.
—No te me pongas nostálgico —dice el anciano—. Dios sabe que ya he tenido bastante de judíos nostálgicos, empezando por mí mismo. Nunca verás a un indio nostálgico.
—Eso es porque los esconden cuando se enteran de que tú vienes —dice Berko—. A las mujeres y a los indios nostálgicos. Cállate y háblanos de Litvak.
—Solía trabajar para mí —dice Hertz—. Durante muchos, muchos años.
Su tono se vuelve inexpresivo y a Landsman le sorprende ver que su tío está enfadado. Como todos los Shemets, Hertz heredó un muy mal genio, pero le fue más bien mal para su trabajo, así que en un momento dado tuvo que acabar con él.
—¿Alter Litvak era agente federal? —dice Landsman.
—No. Eso no. El hombre no ha cobrado un sueldo oficial del gobierno, por lo que yo sé, desde que lo licenciaron con honores del ejército americano hace treinta y cinco años.
—¿Por qué estás tan furioso con él? —dice Berko mirando a su padre a través de las ranuras de farol de sus ojos.
A Hertz le sobresalta la pregunta, pero intenta ocultarlo.
—Yo nunca me pongo furioso —dice—. Salvo contigo, hijo. —Sonríe—. Así que sigue yendo al Einstein. No lo sabía. Siempre fue más jugador de cartas que patzer. Se le daban mejor los juegos que favorecen el farol. El engaño. El ocultamiento.
Landsman recuerda a la pareja de jóvenes de aspecto rudo a quienes Litvak presentó como sus resobrinos. Había uno de ellos en el bosque del estrecho de Peril, ahora se da cuenta, al volante del Ford Caudillo que tenía la sombra en el asiento de atrás. La sombra de un hombre que no quería que Landsman lo mirara a la cara.
—Estaba allí —le dice Landsman a Berko—. En el estrecho de Peril. Era el hombre misterioso del coche.
—¿Qué hizo Litvak para ti? —dice Berko—. ¿Durante todos esos muchos, muchos años?
Hertz vacila, mira primero a Berko, luego a Landsman y por fin de nuevo al primero.
—Un poco de esto y un poco de aquello. Todo de forma no oficial. Tenía una serie de habilidades útiles. Es posible que Alter Litvak fuera el hombre con más talento que he conocido. Entiende los sistemas y el control. Es paciente y metódico. Antes era increíblemente fuerte. Buen piloto y mecánico con formación. Tenía una orientación maravillosa. Muy eficaz como profesor. Como entrenador. Mierda.
Baja la vista con expresión vagamente asombrada para mirar las mitades del puro que acaba de partir, una en cada mano. Las deja sobre su plato de manchas de salsa y extiende una servilleta sobre la prueba de su emoción.
—El yid me traicionó —dice—. Me vendió a ese periodista. Se pasó años recogiendo pruebas contra mí y luego se las dio todas a Brennan.
—¿Y por qué hizo eso? —dice Berko—. Si era tu yid...
—De verdad que no sé la respuesta. —Hertz niega con la cabeza, odiando los enigmas y enfrentado con este durante el resto de su vida—. Dinero, tal vez, aunque yo nunca vi que fuera algo que le interesara. Ciertamente, no por sus creencias. Litvak no tiene creencias. Cero convicciones. Cero lealtad salvo hacia los hombres que lo sirven a él. Él vio adónde iban las cosas cuando estos tipos que hay ahora conquistaron Washington. Supo que yo estaba acabado antes incluso de que yo lo supiera. Supongo que decidió que era el momento oportuno. Tal vez se cansó de trabajar para mí y quería quedarse con mi puesto. Incluso después de que los americanos se libraran de mí y cerraran sus operaciones oficiales, seguían necesitando a un hombre en Sitka. Y por lo que pagaban la verdad es que no podían encontrar a nadie mejor que Litvak. Tal vez simplemente se cansó de perder conmigo al ajedrez. Tal vez vio la posibilidad de vencerme y la aprovechó. Pero nunca fue mi yid. El Estatus Permanente nunca significó nada para él. Ni tampoco, estoy seguro, la causa para la que está trabajando ahora.
—La vaquilla roja —dice Berko.
—Entonces la idea, perdonadme —dice Landsman—, pero explicádmelo otra vez. Vale, yo tengo una vaquilla roja sin un solo defecto. Y de alguna forma, la consigo llevar a Jerusalén.
—Entonces la matas —dice Berko—. Y la quemas hasta no dejar más que cenizas, y luego haces una pasta con las cenizas y con ella embadurnas un poco a tus sacerdotes. De otra forma, no pueden entrar en el Santuario, en el Templo, porque no son puros. —Mira a su padre en busca de aprobación—. ¿Es así?
—Más o menos.
—Vale, pero esto es lo que no entiendo. ¿No hay... cómo se llama...? —dice Landsman—. La mezquita esa. En la colina donde antes estaba el Templo, ¿no?
—No es una mezquita, Meyerle. Es un santuario —dice Hertz—. Qubbat As-Sajra. La Cúpula de la Roca. El tercer lugar más sagrado del islam. Construido en el siglo séptimo por Abd al-Malik, en el lugar exacto donde habían estado los dos Templos de los Judíos. El lugar adonde Abraham fue a sacrificar a Isaac, donde Jacob vio la escalera que ascendía hasta el cielo. El ombligo del mundo. Sí. Si quisieras reconstruir el Templo y volver a instituir los viejos rituales, como forma de acelerar la venida del Mesías, entonces tendrías que hacer algo con la Cúpula de la Roca. Te estorba.
—Bombas —dice Berko con indiferencia exagerada—. Explosivos. ¿Es una de las cosas que hace Alter Litvak?
—Demoliciones —dice el anciano. Echa mano de su copa, pero ya no hay nada—. Sí, el yid es un experto.
Landsman se aparta de la mesa y se pone de pie. Coge su sombrero de la puerta.
—Tenemos que volver —dice—. Tenemos que hablar con alguien. Se lo tenemos que decir a Bina.
Abre su teléfono, pero tan lejos de Sitka no hay señal. Va al teléfono que hay en la pared, pero el número de Bina lo manda directamente al buzón de voz.
—Tienes que encontrar a Alter Litvak —le dice—. Encuéntralo y retenlo y no lo dejes marchar.
Cuando se vuelve hacia la mesa, ve a padre e hijo todavía sentados a ella. Berko le está haciendo alguna pregunta intensa a Hertz Shemets sin decirle nada. Berko tiene las manos dobladas en el regazo como un niño que se porta bien, y si mantiene los dedos entrelazados es solamente para evitar que representen alguna clase de travesura o daño. Al cabo de un intervalo que a Landsman le parece un rato muy largo, el tío Hertz baja la vista.
—La sinagoga de Saint Cyril —dice Berko—. Los disturbios.
—Los disturbios de Saint Cyril —admite Hertz Shemets.
—Maldita sea.
—Berko...
—¡Maldita sea! Los indios siempre dijeron que la habían volado los judíos.
—Tienes que entender la presión que estábamos soportando —dice Hertz— por entonces.
—Oh, lo entiendo —dice Berko—. Créeme. Los malabarismos. La delgada línea.
—Esos judíos, esos fanáticos, la gente que se mudaba a las zonas en disputa. Estaban poniendo en peligro la situación del distrito entero. Confirmando los peores miedos de los americanos sobre lo que haríamos si nos concedían el Estatus Permanente.
—Ajá —dice Berko—. Sí. Vale. ¿Y qué me dices de mamá? ¿Ella también estaba poniendo en peligro el distrito?
Entonces el tío Hertz habla, o, mejor dicho, el viento emerge de sus pulmones a través de las puertas de sus dientes de una forma que se parece al habla humana. Se mira el regazo y vuelve a hacer el mismo ruido, y Landsman se da cuenta de que está diciendo que lo siente. Hablando un idioma que no le han enseñado nunca.
—¿Sabes? Creo que lo he sabido siempre —dice Berko levantándose de la mesa. Coge su abrigo y su gorro del gancho—. Porque nunca me caíste bien. Ya desde el primer minuto, cabrón. Vamos, Meyer.
Landsman sigue a su compañero al exterior. Cuando está saliendo, se tiene que apartar de en medio para que Berko vuelva a entrar. Berko tira a un lado su gorro y su abrigo. Se da dos golpes en la cabeza, con las dos manos a la vez. Luego aplasta una esfera invisible, más o menos del tamaño del cráneo de su padre, entre sus dedos extendidos.
—Llevo toda la vida intentándolo —dice por fin—. ¡O sea, joder, mírame! —Se arranca el solideo de la parte de atrás de la cabeza y lo sostiene en alto, contemplándolo con horror repentino como si fuera la carne de su cuero cabelludo. Lo arroja en dirección al anciano. El solideo golpea a Hertz en la nariz y cae en el mismo montón donde están la servilleta, el puro roto y la salsa de arce—. ¡Mira esta mierda! —Se agarra la pechera de la camisa y la abre de un tirón provocando un desparrame de botones. Deja al descubierto el panel blanco y feo de su chal de oración con flecos, como si fuera el chaleco antibalas más endeble del mundo, su Kevlar blanco sagrado, decorado con una raya de azul criatura marina—. Odio esta puta mierda. —Se pasa el chal por la cabeza, se lo saca con un movimiento de los hombros y lo tira, lo cual lo deja con una simple camiseta blanca de algodón—. Todos los malditos días de mi vida me levanto por la mañana y me pongo esta mierda y finjo que soy algo que no soy. Algo que no seré nunca. Por ti.
—Yo nunca te pedí que profesaras ninguna religión —dice el anciano, sin levantar la vista—. No creo que nunca te haya impuesto ninguna...
—No tiene nada que ver con la religión —dice Berko—. Maldita sea, es una cuestión de padres.
Depende de la madre, claro, el hecho de ser o no ser judío. Pero Berko ya lo sabe. Lo ha sabido desde el día en que se mudó a Sitka. Lo ve cada vez que se mira en el espejo.
—No son más que tonterías —continúa el anciano, balbuceando un poco, medio para sí mismo—. Una religión de esclavos. Atarse a uno mismo. ¡Aparejos sadomasoquistas! Yo nunca he llevado esas tonterías en mi vida.
—¿No? —dice Berko.
Pilla a Landsman con la guardia baja, la rápida y enorme transferencia de Berko Shemets desde el umbral de la cabaña hasta la mesa del comedor. Antes de que Landsman pueda entender qué es lo que está pasando, Berko ha envuelto con la prenda ritual la cabeza del anciano. Con un brazo le sostiene la cabeza y con la otra mano se dedica a enrollarle alrededor los flecos enredados, una y otra vez, definiendo con finas hebras de lana el contorno de la cara del anciano. Parece que esté envolviendo una estatua para mandarla por correo. El anciano patalea y araña el aire con las uñas.
—Conque nunca has llevado una, ¿eh? —dice Berko—. ¡Nunca has llevado ninguna! ¡Prueba la mía, joder! ¡Pruébate la mía, capullo!
—Para. —Landsman acude al rescate del hombre cuya adicción a las tácticas del sacrificio llevó, tal vez no de forma predecible pero sí directa, a la muerte de Laurie Jo Oso—. Berko, vamos. Para ya.
Agarra a Berko del codo y lo arrastra a un lado, y cuando se ha interpuesto entre los dos, se pone a empujar al gigantón hacia la puerta.
—Vale. —Berko levanta las manos y deja que Landsman lo empuje medio metro en esa dirección—. Vale, ya he terminado. Quítame las manos de encima, Meyer.
Landsman se incorpora, soltando a su compañero. Berko se mete la camiseta por dentro de los pantalones y empieza a abotonarse la camisa, pero todos los botones han salido volando. La deja estar, se alisa el tejón negro de su pelo con la palma ancha de una mano, se agacha para recoger su gorro y su abrigo del suelo y sale. La noche entra enroscándose con la niebla en la casa que se levanta sobre sus zancos en el agua.
Landsman se vuelve hacia el anciano, que está allí sentado con la cabeza amortajada dentro del chal de oración, como un rehén al que no se permite ver las caras de sus secuestradores.
—¿Quieres ayuda, tío Hertz? —dice Landsman.
—Estoy bien —dice el anciano, con voz débil, amortiguada por la tela—. Gracias.
—¿Quieres quedarte ahí sentado tal cual?
El anciano no responde. Landsman se pone su gorro y sale.
Están entrando en el coche cuando oyen el disparo, un estruendo que en la oscuridad traza un mapa de las montañas, las ilumina con sus ecos reflejados y luego se apaga.
—Mierda —dice Berko.
Vuelve a estar dentro antes de que Landsman haya alcanzado siquiera las escaleras. Para cuando Landsman entra corriendo, Berko ya está en cuclillas junto a su padre, que ha asumido una extraña postura en el suelo junto a su cama, una especie de postura de corredor de vallas, con una pierna cerca del pecho y la otra extendida tras su espalda. En la mano derecha sostiene con la mano flácida un revólver negro corto. En la mano izquierda, el paño ritual. Berko endereza a su padre, lo tumba sobre la espalda y le palpa la garganta en busca de pulso. Hay una mancha roja y resbaladiza en el lado derecho de la frente del anciano, justo encima del rabillo de su ojo. Pelo chamuscado y apelmazado por la sangre. Un tiro muy torpe, a juzgar por su aspecto.
—Oh, mierda —dice Berko—. Oh, mierda, viejo, la has cagado.
—La ha cagado —coincide Landsman.
—¡Viejo! —grita Berko, y luego baja la voz hasta convertirla en un ronquido gutural y canturrea algo, un par de palabras, en el idioma que dejó atrás.
Cortan la hemorragia y cubren la herida. Landsman busca a su alrededor la bala y encuentra el agujero de gusano que ha escarbado en la pared de contrachapado.
—¿De dónde ha sacado esto? —dice Landsman cogiendo el arma. Es un trasto feo, de bordes gastados, una pistola antigua—. ¿Un Detective Special del treinta y ocho?
—No lo sé. Tiene muchas armas. Le gustan las armas. Es lo único que tenemos en común.
—Creo que podría ser la misma arma que usó Melekh Gaystik en el café Einstein.
—No me sorprendería en absoluto —dice Berko.
Se echa al hombro el peso de su padre y entre los dos cargan con él hasta el coche y lo dejan en el asiento de atrás sobre un montón de toallas. Landsman enciende la sirena de paisano que deber de haber usado tal vez dos veces en cinco años. Y entonces emprenden el regreso en coche a través de la montaña.
Hay un centro de atención urgente en Nayeshtat, pero allí ha muerto tanta gente que deciden llevarlo hasta el Hospital General de Sitka. Por el camino, Berko llama a su mujer. Le explica, de forma no muy coherente, que su padre y un hombre llamado Alter Litvak fueron indirectamente responsables de la muerte de su madre durante el peor brote de violencia entre indios y judíos de los sesenta años de historia del distrito, y que su padre se ha pegado un tiro en la cabeza. Le cuenta que van a dejar al anciano en urgencias del General de Sitka, porque es policía, maldita sea, y tiene que trabajar, y porque le importa un pimiento que el viejo se caiga muerto. Ester-Malke parece aceptar este proyecto tal como está planteado y Berko cuelga el teléfono. Luego desaparecen en una zona donde no hay cobertura de teléfono móvil durante diez o quince minutos, y cuando salen de la misma, sin que ninguno haya dicho nada, ya se empiezan a acercar a las afueras de la ciudad y el shoyfer se pone a sonar.
—No —dice Berko, y luego en tono más enfadado—: No. —Escucha los razonamientos de su mujer durante algo menos de un minuto. Landsman no tiene ni idea de qué le está diciendo ella, de si le está soltando un sermón del manual de la conducta profesional, o de la dignidad básica humana, o del perdón, o del deber de un hijo hacia un padre que los trasciende o los precede a todos ellos. Al final Berko niega con la cabeza. Echa un vistazo al viejo judío que hay tirado en el asiento de atrás—. De acuerdo. —Y cierra el teléfono.
—Puedes dejarme en el hospital —dice en tono de derrota—. Llámame cuando encuentres al Litvak de los cojones.
37
—Necesito hablar con Katherine Sweeney —dice Bina por teléfono.
Sweeney, la ayudante del fiscal federal de Estados Unidos, es seria y competente y es muy posible que escuche lo que Bina quiere decirle. Landsman estira el brazo, pasa la mano a toda prisa por encima de la mesa de ella, y corta la conexión con la yema de un dedo. Bina se lo queda mirando con aleteos grandes y lentos de sus párpados. La ha cogido por sorpresa. Una gesta muy poco común.
—Ellos están detrás de esto —dice Landsman con el dedo sobre el botón.
—¿Kathy Sweeney está detrás de esto? —dice ella sin apartarse el auricular de la oreja.
—Bueno, no. Eso lo dudo.
—¿La oficina del fiscal de Estados Unidos de Sitka está detrás de esto?
—Tal vez. No, probablemente no.
—Pero estás diciendo que el Departamento de Justicia sí.
—Sí. No lo sé. Bina, lo siento. Simplemente no sé hasta dónde llega la cosa.
La sorpresa se ha desvanecido. La mirada de ella es firme y fija.
—Muy bien. Ahora, escúchame. Primero de todo, quita tu maldito dedo peludo de mi teléfono.
Landsman retira el dígito culpable antes de que los rayos láser de los ojos de ella puedan cortarlo limpiamente a la altura del nudillo.
—No se te ocurra tocar mi teléfono, Meyer.
—Nunca más.
—Si la historia que me cuentas es cierta —dice Bina, una maestra dirigiéndose a un aula llena de retrasados mentales de cinco años—, entonces se la tengo que contar a Kathy Sweeney. Probablemente tenga que contársela al Departamento de Estado.
—Pero...
—Porque no sé si eres consciente de esto, pero la Tierra Sagrada no forma parte de este distrito policial.
—Por supuesto, está claro. Pero escucha. Alguien con peso, con mucho peso, se ha metido en la base de datos de la AFA y ha borrado ese archivo. La misma clase de peso que prometió al consejo tlingit que podía quedarse otra vez con el distrito si dejaban que Litvak dirigiera su programa durante una temporadita en el estrecho de Peril.
—¿Dick te ha dicho eso?
—Lo ha insinuado con bastante claridad. Y con todos los respetos a los Lederer de Boca Ratón, estoy seguro de que el mismo peso ha estado firmando cheques para el lado clandestino de la operación. El centro de entrenamiento. Las armas y el apoyo. La cría de ganado. Ellos están detrás de esto.
—El gobierno de Estados Unidos.
—Eso es lo que estoy diciendo.
—Porque la idea de un puñado de yids locos corriendo por la Palestina árabe, volando santuarios y siguiendo a mesías y empezando la Tercera Guerra Mundial les parece buena idea.
—Ellos están igual de locos, Bina. Ya lo sabes. Tal vez tienen ganas de que llegue la Tercera Guerra Mundial. Tal vez quieren empezar una nueva cruzada. Tal vez creen que si hacen esto, conseguirán que regrese Jesucristo. O tal vez no tiene nada que ver con nada de eso y es una simple cuestión de petróleo, ya sabes, de asegurarse de una vez por todas el suministro de petróleo. No lo sé.
—Conspiraciones gubernamentales, Meyer.
—Ya sé cómo suena.
—Pollos que hablan, Meyer.
—Lo siento.
—Me lo prometiste.
—Lo sé.
Ella coge el teléfono y marca el teléfono del fiscal federal.
—Bina. Por favor. Cuelga el teléfono.
—He estado en muchos rincones oscuros contigo, Meyer Landsman —dice ella—. Y no voy a entrar en este.
Landsman supone que no la puede culpar por ello.
Cuando tiene a Sweeney en la línea, Bina le transmite los puntos básicos de la historia de Landsman: que los verbovers y un grupo de judíos mesiánicos se han compinchado y están planeando atacar un importante santuario musulmán en Palestina. Deja fuera los elementos sobrenaturales y completamente especulativos. Deja fuera las muertes de Naomi Landsman y Mendel Shpilman. Consigue darle al asunto una apariencia lo bastante descabellada como para que resulte creíble.
—Voy a ver si podemos encontrar a ese tal Litvak —le dice a Sweeney—. Vale, Kathy. Gracias. Sé que lo es. Ojalá lo sea.
Ella cuelga el teléfono. Coge el orbe de recuerdo que tiene sobre la mesa, con su skyline en miniatura de Sitka, lo agita y mira cómo desciende la nieve. Todo lo demás ya lo ha sacado de la oficina, las baratijas y las fotografías. Solamente quedan el orbe de nieve y sus diplomas enmarcados en las paredes. Un árbol de goma y un Picus y una orquídea de color rosa con motas blancas dentro de una maceta de cristal verde. Todo sigue siendo igual de bonito que el vientre de un autobús. Bina está sentada en medio de la sala con otro traje pantalón adusto, con el pelo recogido y sujeto en su sitio con pasadores metálicos, gomas elásticas y otros artículos útiles procedentes del cajón de su mesa.
—No se ha reído —dice Landsman—, ¿verdad?
—No es dada a la risa —dice Bina—. Pero no. Quiere más información. Puede que sea una tontería, pero tengo la sensación de que no es la primera vez que oye hablar de Alter Litvak. Dice que le gustaría interrogarlo si lo podemos encontrar.
—Buchbinder —dice Landsman—. El doctor Rudolf Buchbinder. Recuerda, estaba saliendo del Polar-Shtern la otra noche mientras tú entrabas.
—¿El dentista de la calle Ibn Ezra?
—Me dijo que se marchaba a vivir a Jerusalén —dice Landsman—. Yo creí que estaba diciendo tonterías.
—Al Instituto Nosecuántos —recuerda ella.
—Empezaba con M.
—Miryam.
—Moriah.
Ella se acerca al ordenador y encuentra una entrada del Instituto Moriah en el directorio de números no publicados, en el 822 de la calle Max Nordau, séptima planta.
—Ochocientos veintidós —dice Landsman—. Ja.
—¿Esa no es tu manzana? —Bina marca el número de teléfono que ha encontrado.
—Justo en la puerta de delante —dice Landsman, sintiéndose avergonzado—. El hotel Blackpool.
—Salta el contestador —dice ella. Corta la llamada con la yema del dedo y marca un número de cuatro dígitos—. Soy Gelbfish.
Da orden de que agentes de uniforme y de paisano monten guardia en las puertas y demás entradas del hotel Blackpool. Cuelga el teléfono y después se queda ahí sentada, mirándolo.
—Vale —dice Landsman—. Vámonos.
Pero Bina no se mueve.
—¿Sabes?, era bonito no tener que vivir con todas tus memeces. No tener que aguantar veinticuatro horas al día de Landsmanía.
—Eso te lo envidio —dice Landsman.
—Hertz, Berko, tu madre, tu padre. Todos vosotros. —Y añade en americano—: Pandilla de putos chiflados.
—Lo sé.
—Naomi era la única persona cuerda de toda la familia.
—Ella decía lo mismo de ti —dice Landsman—. Aunque solía decir «del mundo entero».
Dos golpes breves en la puerta. Landsman se pone de pie, pensando que va a ser Berko.
—Hola —dice en americano el hombre que está en la puerta—. Creo que no nos conocemos.
—¿Quién es usted? —dice Landsman.
—Yo es su servicio de enterradores —dice el hombre en un yiddish espantoso pero enérgico.
—El señor Spade está aquí para supervisar la transición —dice Bina—. Creo que ya mencioné que era posible que viniera, detective Landsman.
—Creo que lo mencionó.
—Detective Landsman —dice Spade regresando, gracias a Dios, al americano—. El famoso.
No es el típico golfista barrigón que Landsman se imaginaba. Es demasiado joven, poco atractivo, de pecho y hombros robustos. Lleva un traje gris de estambre abotonado por encima de una camisa blanca y una corbata del mismo color azul punteado que la estática de un televisor. Su cuello es una masa de bultos provocados por el afeitado y pelos de barba que se ha dejado. La protuberancia de su nuez de Adán sugiere profundidades insondables de seriedad y de sinceridad. En la solapa lleva un pin con forma de pez estilizado.
—¿Qué le parece si usted y yo nos sentamos un momento con su oficial al mando?
—Muy bien —dice Landsman—. Pero prefiero quedarme de pie.
—Como quiera. Pero es mejor que nos apartemos de la puerta.
Landsman se hace a un lado y le hace un gesto para que entre. Spade cierra la puerta.
—Detective Landsman. Tengo razones para creer —dice Spade— que ha estado usted llevando a cabo una investigación no autorizada y, dado que está usted suspendido de su cargo...
—Con paga —dice Landsman.
—...también ilegal de un caso que ha sido designado oficialmente como inactivo. Con la ayuda del detective Berko Shemets, también no autorizada. Y haciendo una conjetura arriesgada, no me sorprendería que resultara que usted también lo ha estado ayudando, inspectora Gelbfish.
—Ella no ha hecho más que tocarme los cojones, en realidad —dice Landsman—. Sinceramente. No me ha ayudado nada.
—Acabo de llamar a la oficina del fiscal federal —dice Bina.
—¿En serio?
—Puede que se vayan a hacer cargo de este caso.
—¿Ah, sí?
—Está fuera de mi jurisdicción. Ha habido, o puede que haya, una amenaza. A un objetivo extranjero. Por parte de residentes en el distrito.
—¡Ajá! —Spade parece al mismo tiempo escandalizado y complacido—. ¿Una amenaza? ¡No me diga!
Un fluido denso y frío llena la mirada de Bina, a medio camino entre el mercurio y el lodo.
—Estoy intentando encontrar a un hombre llamado Alter Litvak —dice ella con una gran fatiga arrastrándose en los rincones de su voz—. Puede que esté involucrado en esta amenaza o puede que no. En todo caso, me gustaría ver qué es lo que sabe del asesinato de Mendel Shpilman.
—Ajá —dice Spade en tono amigable, un poco distraído tal vez, como alguien que finge que se interesa por las minucias de tu vida mientras navega por alguna Internet interior de su mente—. De acuerdo, pero a ver, lo que pasa, señora... Hablando en calidad de... ¿cómo lo llaman? El hombre de la, ejem, funeraria que se sienta con el cadáver cuando este es judío...
—Lo llaman shomer —dice Bina.
—Eso es. Hablando en calidad de shomer local de este lugar, tengo que decir lo siguiente: no. Lo que va usted a hacer es dejar en paz este jaleo, y también al señor Litvak.
Bina espera un largo rato antes de decir nada. La fatiga de su voz parece fluir a sus hombros, su mandíbula y las líneas de su cara.
—¿Está usted mezclado en esto, Spade? —dice por fin.
—¿Yo personalmente? No, señora. ¿El equipo de transición? Para nada. ¿La Comisión de la Revocación de Alaska? Ni hablar. La verdad es que no sé mucho de todo este jaleo. Y lo que sé no estoy autorizado a revelarlo. Yo trabajo en recursos humanos, inspectora. Me dedico a eso. Y estoy aquí para decirle, con todos los respetos, que ya han desperdiciado ustedes suficientes recursos humanos en este asunto.
—Son mis recursos humanos, señor Spade —dice Bina—. Durante dos meses más, puedo hablar con los testigos con los que me dé la gana. Y puedo detener a quien me dé la gana.
—No si el fiscal federal le dice que se retire.
Suena el teléfono.
—Debe de ser el fiscal federal —dice Landsman.
Bina coge el teléfono.
—Hola, Kathy —dice. Escucha durante un minuto, asintiendo con la cabeza y sin decir nada. Luego dice—: Lo entiendo.
Y cuelga el teléfono. Su voz es tranquila y carece de sentimiento. Esboza una sonrisa tensa y agacha la cabeza con humildad, como si la acabaran de vencer de forma limpia. Landsman nota que está rehuyendo deliberadamente mirarlo a él, porque si lo mira a él, es posible que se derrumbe. Y sabe lo indignada que tiene que estar Bina Gelbfish antes de que haya ningún riesgo de llanto.
—Y yo que lo tenía todo tan bien organizado —dice ella.
—Y este sitio, déjame que te lo diga —dice Landsman—, antes de que llegaras tú, era un caos.
—Se lo iba a entregar todo a usted —le dice ella a Spade—. Todo bien atado. Sin desperdicios. Sin cabos sueltos.
Ella se aplicó con mucho cuidado, acumuló los créditos necesarios, besó los culos que había que besar. Barrió las caballerizas. Hizo un paquete con la División Central de Sitka y se añadió a sí misma encima como si fuera un lazo decorativo.
—Hasta me he librado de ese sofá de los demonios —dice ella—. ¿Qué demonios está pasando aquí, Spade?
—Sinceramente, no lo sé, señora. Y aunque lo supiera, le diría que no lo sé.
—Sus órdenes son no remover las cosas por este lado.
—Sí, señora.
—Y el otro lado es Palestina.
—No sé gran cosa de Palestina —dice Spade—. Yo soy de Lubbock. Mi mujer, sin embargo, es de Nacogdoches, que solamente está a unos sesenta kilómetros de Palestine, Texas.
Bina permanece un momento con cara inexpresiva y luego la comprensión parece ruborizarle las mejillas como si fuera furia.
—No se atreva a tomarse esto a broma delante de mí —dice—. No se atreva.
—No se atreva —dice Spade, y ahora le toca a él ruborizarse un poco.
—Yo me tomo este trabajo muy en serio, señor Spade. Y será mejor, déjeme que se lo diga, será mucho mejor que usted me tome en serio a mí.
—Sí, señora.
Bina se levanta de su sitio en la mesa y descuelga su parka naranja del gancho.
—Voy a traer a Alter Litvak. A interrogarlo. Tal vez a detenerlo. Si quiere usted impedírmelo, inténtelo. —Entre susurros de la parka, pasa rozando a Spade, a quien su movimiento ha pillado con la guardia baja—. Pero si intenta impedírmelo, las cosas van a estar revueltas por su lado. Eso se lo prometo.
Y se marcha durante un segundo. Luego vuelve a asomar la cabeza por el umbral, tirando de su chaqueta de color naranja fosforescente.
—Eh, yid —le dice a Landsman—. Me iría bien un poco de apoyo.
Landsman se pone el sombrero y va detrás de ella, saludando a Spade con la cabeza mientras sale.
—Alabado sea el Señor —dice Landsman.
38
El Instituto Moriah es el único ocupante de la séptima y última planta del hotel Blackpool. Las paredes del pasillo han sido pintadas hace poco y hay una alfombra de color malva impoluta en el suelo. Al final del mismo, junto a la puerta del 707, en una discreta placa metálica está escrito el nombre del instituto en americano y en yiddish con caracteres pequeños y negros, y debajo, en caracteres romanos: «CENTRO DE SOL Y DOROTHY ZIEGLER». Bina pulsa un timbre. Levanta la vista hacia la lente de la cámara de seguridad que los observa desde lo alto.
—Te acuerdas del trato, ¿verdad? —le dice Bina—. No es una pregunta.
—Me tengo que callar.
—Eso es solo una parte muy pequeña del trato.
—Ni siquiera estoy aquí. No existo.
Ella vuelve a pulsar el timbre y justo cuando levanta los nudillos para llamar, Buchbinder abre la puerta. Lleva puesto otro jersey-chaqueta enorme distinto, este de color azul aciano con motas de color verde claro y salmón, por encima de unos chinos anchos y una sudadera de la Universidad de Bronfman. Tiene la cara y las manos manchadas de tinta o de grasa.
—Soy la inspectora Gelbfish —dice Bina enseñándole la placa—. De la Central de Sitka. Estoy buscando a Alter Litvak. Tengo razones para creer que puede estar aquí.
Los dentistas no son hombres de gran astucia, por lo general. En la cara de Buchbinder se puede leer un mensaje simple y con claridad: los estaba esperando.
—Es muy tarde —prueba a decir—. A menos que tengan...
—Alter Litvak, doctor Buchbinder. ¿Está aquí?
Landsman puede ver a Buchbinder luchando con la mecánica, las trayectorias y la cizalladura del viento de contar una mentira.
—No, no está.
—¿Y sabe usted dónde está?
—No. No, inspectora, no lo sé.
—Ajá. De acuerdo. ¿Hay alguna posibilidad de que me esté mintiendo usted, doctor Buchbinder?
Hay una pausa breve y densa. Luego él les cierra la puerta en la cara. Bina llama, con el puño convertido en la cabeza y el pico implacables de un pájaro carpintero. Un momento más tarde, Buchbinder abre la puerta y se guarda el shoyfer en un bolsillo del jersey. Asiente con la cabeza, sus mejillas, carrillos colgantes, y el centelleo de su ojo se organizan para crear un efecto cordial. Alguien le ha vertido una pequeña tolva de hierro fundido en el espinazo.
—Por favor, entren —dice—. El señor Litvak los recibirá. Está arriba.
—Pero ¿este no es el piso más alto? —dice Bina.
—Hay un apartamento en el tejado.
—Los hoteles de mala muerte no tienen apartamentos en el tejado —dice Landsman.
Bina lo fulmina con la mirada. Se supone que es invisible e inaudible, un fantasma.
Buchbinder baja la voz.
—Creo que antes se usaba para el empleado de mantenimiento. Pero lo reformaron. Por aquí, por favor, hay una escalera de atrás.
Las paredes interiores han sido derribadas, y Buchbinder los conduce por la galería del Centro Ziegler. Se trata de un espacio fresco y en penumbra, pintado de blanco, en nada parecido al mugriento local que antes había sido una papelería de la calle Ibn Ezra. La luz emerge de una cuadrícula de cubos de cristal o de plexiglás colocados encima de pedestales enmoquetados. Dentro de cada cubo hay un objeto en exposición: una pala de plata, un cuenco de obre, una prenda inexplicable parecida a algo que llevaría el embajador zorvoldiano en un serial ambientado en el espacio. Debe de haber más de un centenar de objetos en exposición, muchos de ellos trabajados en oro y piedras preciosas. Cada uno anuncia los nombres de los judíos americanos cuya generosidad ha hecho posible su construcción.
—Ha ascendido usted en la vida —dice Landsman.
—Sí, es maravilloso —dice Buchbinder—. Un milagro.
Hay una docena de cajones de embalaje de gran tamaño alineados en el otro extremo de la sala, en medio de un desparrame de virutas espirales de madera de pino para embalar. De las virutas sobresale un delicado mango de plata, unido a algo de oro. En el centro de la sala, sobre una mesa baja y ancha, un modelo a escala de una colina desnuda y surcada de rocas absorbe el resplandor de una docena de focos halógenos. La cima de la colina, donde Isaac esperó a que su padre le arrancara el músculo de la vida del cuerpo, es tan plana como un mantelito individual sobre una mesa. En sus laderas, casas de piedra, callejones de piedra, diminutos olivos y cipreses de follaje musgoso. Judíos diminutos con chales de rezar diminutos contemplan el vacío que hay sobre la colina, como si ilustraran o representaran el principio, cree Landsman, de que todos los judíos tienen un mesías personal que no llega nunca.
—No veo el Templo —dice Bina, aparentemente a pesar de sí misma.
Buchbider emite un gruñido extraño, animal y satisfecho. Luego pulsa un botón en el suelo con la punta de un mocasín. A continuación se oye un clic suave y el zumbido de un ventilador diminuto. Y entonces, construido a escala, el Templo, erigido por Salomón, destruido por los babilonios, reconstruido, restaurado por el mismo rey de Judea que condenó a Jesucristo a morir, destruido por los romanos, sellado y sepultado bajo otras construcciones por los abásidas, recupera el lugar que le corresponde en el ombligo del mundo. La tecnología que genera la imagen le imparte un resplandor milagroso a la maqueta. Resplandece como una fata morgana. En términos de diseño, la propuesta de Tercer Templo es un despliegue contenido de poderío picapedrero, cubos y pilares y plazas amplias. Aquí y allí un monstruo sumerio esculpido incorpora un toque de barbarie. Este es el papel que Dios les encomendó a los judíos, piensa Landsman, la promesa acerca de la que llevamos desde entonces tocándole las narices. La torre que asiste al rey en el final de partida del mundo.
—Ahora encienda el chu-chu —dice Landsman.
Al fondo del lugar hay una escalera estrecha, abierta por un lado y alineada con la pared por el otro. La escalera conduce a una puerta de acero negro esmaltado. Buchbinder llama con suavidad.
El joven que abre la puerta es uno de los resobrinos del Einstein, el conductor del Caudillo, el chaval americano gordezuelo y de espaldas anchas que tiene el cogote sonrosado.
—Creo que el señor Litvak me está esperando —dice Bina en tono jovial—. Soy la inspectora Gelbfish.
—Tiene usted cinco minutos —dice el joven en un yiddish convincente. No puede tener más de veinte años. Tiene el ojo izquierdo desviado hacia dentro y más acné que barba en las mejillas de bebé—. El señor Litvak es un hombre ocupado.
—¿Y tú quién eres?
—Puede llamarme Micky.
Ella se le acerca y apunta con su barbilla hacia la carne de la garganta de él.
—Micky, sé que esto me convierte en una mala persona a tus ojos, pero la verdad es que no me importa cómo de ocupado esté el señor Litvak. Necesito hablar con él durante todo el tiempo que haga falta. Ahora llévame con él, encanto, o tú no vas a estar nada ocupado durante mucho tiempo.
Micky clava una mirada en Landsman como diciendo: «Menudo coñazo de mujer». Landsman finge no entender.
—Si me disculpan, por favor —dice Buchbinder haciendo una reverencia en dirección a cada uno de ellos—. Tengo mucho trabajo.
—¿Se marcha usted a alguna parte, doctor? —dice Landsman.
—Ya se lo dije —dice el dentista—. Tal vez tendría que probar a apuntar las cosas.
El apartamento del tejado del hotel Blackpool no es nada del otro mundo. Una suite de dos habitaciones. La habitación exterior tiene un sofá cama, un minibar con mininevera, un sillón de brazos y hay siete jóvenes con trajes oscuros y peinados cutres. La cama está plegada en su sitio, pero se huele que en la habitación ha habido jóvenes durmiendo, tal vez hasta siete de ellos. Por el resquicio que deja el cojín del asiento asoma la esquina doblada de una sábana como si fuera el faldón de una camisa asomando por una bragueta.
Los jóvenes están mirando un televisor muy grande sintonizado con un canal de noticias por satélite. En la pantalla, el primer ministro de Manchuria les está dando la mano a cinco astronautas manchures. La caja en que vino el televisor está posada en el suelo junto a sus antiguos contenidos. Bebidas para deportistas embotelladas y bolsas de pipas de girasol sobre la mesilla del café, esparcidas entre montones de cáscaras de pipas. Landsman divisa tres pistolas, automáticas, dos de ellas metidas en cinturas de pantalones y una en un calcetín. Tal vez la culata de una cuarta debajo del muslo de uno de los presentes. Nadie está contento de ver a los detectives. De hecho, los jóvenes parecen huraños y nerviosos. Ansiosos por estar en cualquier sitio menos aquí.
—Enséñenos la orden de registro. —Se trata de Gold, el mexicano del estrecho de Peril que parece un cuchillo carcelario de fabricación propia. Se levanta pesadamente del sofá y se les acerca. En cuanto reconoce a Landsman, su única ceja se enreda en su ápice—. Señora, este no tiene derecho a estar aquí. Mándelo fuera.
—Tranquilo —dice Bina—. ¿Cómo te llamas?
—Se llama Gold —dice Landsman.
—Ah, sí. Gold, mira la situación. Vosotros sois uno, dos, tres, siete. Nosotros somos dos.
—Yo ni siquiera estoy aquí —dice Landsman—. Soy un producto de tu imaginación.
—He venido a hablar con Alter Litvak, y para eso no necesito ningún documento, encanto. Aunque quisiera detenerlo, podría conseguir la orden después. —Le dedica su sonrisa ganadora, un poco manida—. Sinceramente.
Gold vacila. Empieza a mirar a sus seis camaradas a ver qué piensan ellos que debería hacer, pero algún aspecto de ese proceso, o de la vida en general, se le antoja absurdo. Va a la puerta del dormitorio y llama. Al otro lado de la puerta, un grupo de gaitas pinchadas suelta un jadeo agonizante.
La habitación es tan espartana y pulcra como la cabaña de Hertz Shemets, con ajedrez incluido. Sin televisor. Sin radio. Solamente una silla y una librería y un catre plegable en el rincón. El viento del golfo hace traquetear una persiana de acero que llega hasta el suelo. Litvak está sentado en el catre, con las rodillas juntas, un libro abierto sobre el regazo, dando sorbos de una especie de batido nutritivo enlatado con una pajita verde flexible. Cuando Bina y Landsman entran, Litvak deja la lata sobre la librería, al lado del cuaderno pautado. Marca la página con un trozo de cinta y cierra el libro. Landsman ve que se trata de una vieja edición en tapa dura de Tarrasch, posiblemente Trescientas partidas de ajedrez. Luego Litvak levanta la vista. Sus ojos son dos peniques deslustrados. Su cara no es más que huecos y ángulos, una anotación en el cuero amarillo de su cráneo. Espera un momento como si ellos hubieran venido a enseñarle un truco de cartas, con una complicada expresión de abuelo en la cara, preparado al mismo tiempo para estar decepcionado y para fingir que está divertido.
—Soy Bina Gelbfish. Y ya conoce a Meyer Landsman.
A ti también te conozco, dicen los ojos del anciano.
—El reb Litvak no habla —dice Gold—. Tiene la tráquea lisiada.
—Entiendo —dice Bina. Contempla la devastación provocada por el tiempo, las heridas y la física en el hombre con el que hace diecisiete o dieciocho años bailó la rumba en la boda del primo de Landsman, Shefra Sheynfeld. Ella ha dejado de lado sus modales descarados de mujer shammes, aunque no los ha abandonado. Nunca los abandona. Están en su cartuchera, por así decirlo, con el seguro quitado y una mano esperando con los dedos flexionados junto a la cadera—. Señor Litvak, mi detective, aquí presente, me ha estado contando algunas historias bastante descabelladas sobre usted.
Litvak coge su cuaderno, sobre el que está cruzado el esbelto puro de ébano de su pluma Waterman. Abre el cuaderno con los dedos de una mano, se lo extiende sobre la rodilla, estudiando a Bina de la misma forma en que estudia el tablero de ajedrez del Club Einstein, buscando su apertura, viendo una veintena de posibilidades y eliminando diecinueve. Le quita el tapón a su pluma. Está en la última página. Escribe en ella.
«A usted no le gustan las historias descabelladas.»
—No, señor, no me gustan. Es verdad. Llevo muchos años siendo detective de la policía, y puedo contar con los dedos de una mano el número de veces que la versión descabellada que me daba alguien de lo sucedido en un caso ha resultado ser útil o cierta.
«Mala suerte... que te gusten las explicaciones simples en un mundo lleno de judíos.»
—Estoy de acuerdo.
«Ha de ser duro ser mujer policía y judía.»
—A mí me gusta —dice Bina simplemente con sentimiento—. Voy a echarlo de menos cuando se acabe.
Litvak se encoge de hombros como sugiriendo que le gustaría compadecerse, pero no puede. Su mirada de ojos duros y con los bordes de color rojo brillante se desliza hacia la puerta y, con una ceja arqueada, formula una pregunta a Gold. Este niega con la cabeza. Luego se marcha a ver la tele.
—Me doy cuenta de que no es fácil —dice Bina—. Pero supongamos que nos cuenta usted lo que sabe de Mendel Shpilman, señor Litvak.
—Y de Naomi Landsman —interviene Landsman.
«Si cree usted que yo maté a Mendel es que está tan perdida como él.»
—Yo no creo nada de nada.
«Qué suerte.»
—Es un don que tengo.
Litvak se mira el reloj y hace un ruido entrecortado que Landsman toma por un suspiro paciente. Chasquea los dedos y cuando Gold se vuelve, Litvak le hace una señal con el cuaderno lleno. Gold va a la habitación exterior y regresa con un cuaderno nuevo en la mano. Cruza la habitación y se lo pasa a Litvak, junto con una mirada que ofrece prescindir o librarse de los molestos visitantes mediante uno de entre una variedad de métodos interesantes. Litvak le hace una señal al chico para que se vaya, lo manda de vuelta a la puerta con una mano. Luego se mueve a un lado y da unas palmadas en el trozo de cama que acaba de dejar vacío. Bina se abre la cremallera de la parka y se sienta. Landsman se acerca la silla de madera alabeada. Litvak abre el cuaderno por la primera página vacía.
39
Tenían un piloto propio, uno bueno, un veterano de Cuba llamado Frum que pilotaba el transporte diario de pasajeros desde Sitka. Frum había servido a las órdenes de Litvak en Matanzas y en la sangrienta debacle de Santiago. Era fiel al mismo tiempo que estaba completamente desprovisto de fe, una combinación de rasgos muy apreciada por Litvak, que se veía a sí mismo obligado a lidiar con la traición a veces voluntaria de los creyentes. El piloto Frum solamente creía en lo que le decía su panel de instrumentos. Era sobrio, meticuloso, competente, silencioso y duro. Cada vez que dejaba en tierra a un grupo de reclutas en el estrecho de Peril, los chicos salían de la avioneta de Frum con la sensación de saber en qué clase de soldados se querían convertir.
«Manda a Frum», escribió Litvak cuando la persona a cargo, el señor Cashdollar, les hizo llegar la noticia de un nacimiento milagroso en Oregon. Frum se marchó un martes. El miércoles —¿cómo podía ser aquello mero azar?, se preguntaban los creyentes— Mendel Shpilman entró dando tumbos en el gabinete de prodigios que Buchbinder tenía en la séptima planta del hotel Blackpool, diciendo que ya solamente le quedaba una bendición y que estaba listo para usarla sobre sí mismo. Para entonces el piloto Frum estaba a mil quinientos kilómetros de distancia, en un rancho de las afueras de Corvallis, donde Fligler y Cashdollar, que había volado desde Washington, estaban teniendo problemas para alcanzar un acuerdo con el criador del mágico animal rojo.
Había, por supuesto, otros pilotos disponibles para llevar a Shpilman en avioneta al estrecho de Peril, pero eran gente de fuera, o bien creyentes jóvenes. En la gente de fuera nunca se podía confiar, y a Litvak le preocupaba que Shpilman pudiera decepcionar a un joven creyente y eso hiciera hablar a las lenguas ponzoñosas. Shpilman se encontraba en un estado muy frágil, según el doctor Buchbinder. Se mostraba agitado y malhumorado, o bien adormilado y apático, y solamente pesaba cincuenta y cinco kilos. La verdad es que no estaba hecho precisamente un Tzaddik Ha-Dor.
Con tan poca antelación, había otro piloto que Litvak consideró, una que también carecía por completo de fe, pero que era discreta y de fiar, y que tenía un antiguo vínculo con Litvak en el que este se atrevía a depositar sus esperanzas. Al principio intentó borrar el nombre de sus pensamientos, pero no paraba de reaparecer. Le preocupaba el hecho de que, si vacilaban, volverían a perder a Shpilman. El yid ya se había desdicho dos veces de sendas promesas de hacer tratamiento con Roboy en el estrecho de Peril. Así que Litvak ordenó que buscaran a aquella piloto impía y de fiar y que le ofrecieran el trabajo. Ella lo aceptó, por mil dólares más de los que Litvak tenía pensado pagarle.
—Una mujer —dijo el doctor moviendo su torre del lado de la reina, una maniobra que no le reportaba ningún beneficio que Litvak pudiera ver. El doctor Roboy, desde la perspectiva comedida de Litvak, tenía un vicio común entre los creyentes: era todo estrategia y nada de táctica. Era propenso a mover pieza por el mero hecho de moverla, se concentraba demasiado en el objetivo para molestarse con la secuencia intermedia—. Aquí. En este lugar.
Estaban sentados en la oficina de la segunda planta del edificio principal, con vistas al estrecho, el batiburrillo de la aldea india con sus redes y su paseo entarimado lleno de curvas y el brazo saliente del muelle nuevecito para hidroaviones. La oficina era la de Roboy, provista de un escritorio en el rincón para Moish Fligler cuando este venía y se le podía obligar a permanecer detrás de una mesa. Alter Litvak prefería prescindir del lujo de una mesa, de una oficina y de un hogar. Dormía en cuartos de invitados, en garajes o en el sofá de alguien. Su escritorio era una mesa de cocina y su oficina el campo de entrenamiento, el Club de Ajedrez Einstein o la habitación del fondo del Instituto Moriah.
«En este lugar tenemos a hombres que son menos viriles que ella —escribió Litvak en su cuaderno—. La tendría que haber contratado antes.»
Forzó un intercambio de alfiles, abriendo una brecha repentina en el centro de las blancas. Vio que tenía mate, por una o dos vías, al cabo de cuatro movimientos. La perspectiva de la victoria le resultaba tediosa. Se preguntó si alguna vez le habría gustado realmente jugar al ajedrez. Cogió su pluma y escribió un insulto, por mucho que, en casi cinco años, había resultado imposible conseguir fastidiar a Roboy.
«Si tuviéramos a cien como ella, ahora yo estaría dándole a usted una paliza en una terraza con vistas al monte de los Olivos.»
—Humf —dijo el doctor Roboy, manoseando un peón, mirando la cara de Litvak mientras Litvak contemplaba el cielo.
El doctor Roboy estaba sentado dándole la espalda a la ventana, como un paréntesis oscuro que rodeaba el tablero, con la cara larga y prominente distendida por el esfuerzo de adivinar la negrura de su futuro ajedrecístico inmediato. Detrás de él, el cielo del oeste era todo mermelada y humo. Las montañas abolladas eran pliegues de color verde que se veían negros y de color púrpura que se veían negros, con fisuras de color azul luminoso allí donde estaba la nieve blanca. Al sudoeste la luna llena se estaba poniendo temprano, gris y de bordes nítidos, con aspecto de ser una fotografía en blanco y negro de sí misma pegada al cielo.
—Cada vez que mira usted por la ventana —dijo Roboy—, creo que es porque están aquí. Ojalá dejara de hacerlo. Me está poniendo nervioso. —Derriba su rey, se aparta del tablero y despliega su cuerpo de mantis gigantesca, una articulación detrás de otra—. No puedo jugar, lo siento. Gana usted. Estoy demasiado nervioso.
Se puso a caminar de un lado a otro por la oficina.
«No entiendo por qué se preocupa tanto, a usted le toca el trabajo fácil.»
—¿Ah, sí?
«Él tiene que redimir a Israel, usted solamente tiene que redimirlo a él.»
Roboy dejó de caminar y se giró para mirar a Litvak, que dejó su pluma y se puso a devolver las piezas a su caja de madera de arce.
—Hay trescientos chicos dispuestos a morir protegiendo su espalda —dijo Roboy, malhumorado—. Treinta mil verbovers van a arriesgar sus vidas y sus fortunas por ese hombre. Van a desarraigar sus hogares y poner en peligro a sus familias. Si los siguen más gente, entonces estamos hablando de millones. Me alegro de que pueda usted hacer broma con eso. Me alegro de que no le ponga nervioso asomarse por esa ventana y contemplar el cielo y saber que por fin él está de camino.
Litvak dejó de guardar las piezas y volvió a mirar por la ventana. Cormoranes, gaviotas, una docena de vistosas variaciones sobre la idea del pato normal que no tenían traducción al yiddish. En cualquier momento cualquiera de ellos, con las alas desplegadas sobre el fondo de la puesta del sol, se podía confundir con un Piper Super Cub que se acercara volando bajo procedente del sudoeste. Mirar al cielo también estaba poniendo nervioso a Litvak. Pero la suya no era por definición una ocupación que atrajera a hombres con talento para la espera.
«Confío en que sea el Tz H-D, de verdad.»
—No es verdad —dijo Roboy—. Está mintiendo. Usted está solamente metido en esto por la emocion. Por el juego.
Después del accidente que le quitó a Litvak su voz y a su mujer, fue el doctor Rudolf Buchbinder, el dentista loco de la calle Ibn Ezra, quien le reconstruyó la mandíbula y restauró su mampostería en acrílico y titanio. Y cuando Litvak descubrió que se había vuelto adicto a los calmantes, fue el dentista quien lo mandó a buscar tratamiento con un viejo amigo suyo, el doctor Max Roboy. Y años más tarde, cuando Cashdollar le pidió a su hombre en Sitka ayuda para cumplir la misión divinamente inspirada del presidente de América, Litvak pensó de inmediato en Buchbinder y Roboy.
Se tardó mucho más, por no mencionar hasta la última gota de chutzpah que tenía Litvak, en convencer a Heskel Shpilman para que entrara en el plano. Un sinfín de pilpul y de regateos con Baronshteyn. Resistencia férrea por parte de un montón de funcionarios de carrera del Departamento de Justicia que veían a Shpilman y a Litvak —y con razón— como un capo mafioso y un sicario, respectivamente. Por fin, después de meses de falsas alarmas y cancelaciones, tuvo lugar una reunión con el gran hombre en los Baños de la avenida Ringelblum.
Un martes por la mañana, con la nieve trazando torpes movimientos helicoidales en su descenso, diez centímetros de nieve en el suelo. Demasiado reciente, demasiado fresca para la máquina quitanieves. En la esquina de Ringelblum con Glatshteyn, un vendedor de castañas, con nieve sobre el paraguas rojo, el susurro y el resplandor del hornillo de asar, los surcos paralelos de las ruedas de su carro enmarcaban el lodo de sus pisadas en la nieve. Un silencio tan completo que permitía oír los golpes sordos de la maquinaria interna de la garita de señales de los semáforos y la vibración del busca del pistolero que estaba junto a la puerta. Un par de pistoleros, con esas enormes barbas rojas que usaban para proteger el cuerpo del rabino verbover.
Mientras los biks Rudashevsky se iban pasando entre ellos a Litvak desde la puerta, por unas escaleras de cemento con los peldaños de vinilo y por un pasillo que parecía el tiro de una mina hasta la puerta principal de los baños, los puños de sus caras albergaban todos una pequeña luz. Daño, lástima, el resplandor de un bromista, de un torturador, de un sacerdote que se prepara para desvelar al dios caníbal. En cuanto al vetusto cajero ruso dentro de su jaula de acero, el ayudante corpulento dentro de su búnker de toallas blancas dobladas, aquellos yids no tenían ojos de ninguna clase, por lo que pudo ver Litvak. Mantenían la cabeza gacha, cegada por el miedo y la discreción. Se encontraban en otra parte, bebiendo café en el Polar-Shtern, o todavía en sus casas en la cama con sus mujeres. A aquella hora los baños ni siquiera estaban abiertos al público. Allí no había nadie, ni un alma, y el ayudante que le pasó un par de toallas raídas por encima del mostrador a Litvak era un fantasma que le estaba sirviendo una mortaja a un muerto.
Litvak se desnudó y colgó su ropa de dos ganchos de acero. Olía el flujo de la marea de los baños, cloro y sobaco y un vapor salado rancio que bien pensado podría venir de la fábrica de encurtidos que había en la planta baja. No había nada que lo debilitara, si aquella era la intención al obligarlo a quitarse la ropa. Sus cicatrices eran numerosas, en ciertos casos horribles, y surtían su efecto. Oyó un silbido por lo bajo procedente de uno de los dos Rudashevsky que trabajaban en el vestuario. El cuerpo de Litvak era un pergamino inscrito por el dolor y la violencia y sobre el que ellos solamente podían confiar en hacer una mínima exégesis. Él sacó su cuaderno del bolsillo de su chaqueta colgada del gancho.
«¿Os gusta lo que veis?»
Los Rudashevsky no pudieron coordinarse para dar una réplica adecuada. Uno asintió con la cabeza, el otro negó. Intercambiaron respuestas sin satisfacer a ninguno. Luego dejaron de hacerle caso y lo mandaron al otro lado de la puerta de cristal empañado, para que se enfrentara con el cuerpo que ellos protegían.
El cuerpo, en todo su horror y su esplendor, desnudo como un globo ocular inyectado en sangre y sin cuenca. Litvak solamente lo había visto una vez antes, hacía años, con un sombrero de fieltro en la cabeza, tan bien enrollado como un puro de Pinar del Río dentro de un abrigo negro y rígido que le rozaba la punta de las delicadas botas negras. Ahora emergió majestuoso del vapor, una losa de piedra caliza mojada recubierta de un liquen negro de pelo. Litvak se sintió como una avioneta envuelta en niebla a la que una ráfaga de viento ascendente lanza por sorpresa contra una montaña. El vientre embarazado de elefantes trillizos, los pechos carnosos y colgantes, cada uno de ellos rematado por un pezón que era como una lenteja de color rosa. Los muslos, enormes bollos veteados y amasados a mano de halvah. Perdido en las sombras que los separan, un grueso ombligo de carne de color marrón grisáceo.
Litvak depositó el armazón desprotegido de su cuerpo sobre la retícula de baldosines calientes de delante del rabino. En la ocasión en que se había cruzado con Shpilman por la calle, los ojos de este permanecieron en el ámbito de sombras proyectado por el reloj de sol del ala de su sombrero. Ahora estaban posados en Litvak y en su cuerpo devastado. Eran unos ojos amables, pensó Litvak, o bien unos ojos cuyo jefe los había adiestrado en los usos de la amabilidad. Leían las cicatrices de Litvak, la boca de color púrpura y de labios fruncidos que tenía en el hombro derecho, las tiras de terciopelo rojo de su cadera, el agujero que tenía en el muslo izquierdo y que era lo bastante profundo como para que en él cupiera una onza de ginebra. Ofrecían compasión, estima y hasta gratitud. La guerra de Cuba había sido famosa por su futilidad, su brutalidad y su desperdicio. A sus veteranos les habían hecho el vacío al regresar. Nadie les había ofrecido perdón, comprensión ni una oportunidad de ser curados. Heskel Shpilman le estaba ofreciendo a Litvak y a su pellejo destrozado por la guerra las tres cosas.
—Me han explicado la naturaleza de su problema —dijo el rabino—, así como la sustancia de su oferta. —Su voz de chica, obstruida por el vapor y los baldosines de porcelana, pareció emerger de algún lugar que no era su pecho parecido a un timbal—. Veo que ha traído usted su cuaderno y una pluma, a pesar de que he dado instrucciones claras de que no tenía que traer usted nada de nada.
Litvak sostuvo en alto los objetos ilegítimos, cubiertos de gotas de vapor condensado. Notó la deformación, la curva, de las páginas de su cuaderno.
—No los va usted a necesitar. —Las aves que eran las manos de Shpilman estaban posadas en la roca de su barriga, y sus ojos se cerraron, privando a Litvak de su compasión, real o fingida, y dejando que Litvak se cociera un par de minutos en el vapor. Litvak siempre había odiado los shvitz. Pero aquel local del viejo Harkavy, laico y sórdido, era el único sitio donde el rabino verbover podía apañárselas para hacer negocios privados lejos de su corte, su gabay y su mundo—. No tengo planeado requerir ninguna respuesta ni ninguna otra petición de usted.
Litvak asintió con la cabeza y se preparó para incorporarse. Su mente le decía que Shpilman no se habría molestado en convocarlo a aquella entrevista nudista y unilateral si estuviera planeando decirle que no. Pero tenía la intuición de que el encargo estaba condenado al fracaso, de que Shpilman lo había hecho ir a la avenida Ringelblum para transmitirle su negativa con toda la autoridad elefantina de su persona.
—Quiero que sepa usted, señor Litvak, que he estado pensando mucho en esta propuesta. Que he intentado seguir su lógica desde todos los ángulos.
»Empecemos con nuestros amigos del sur. Si se diera simplemente el caso de que quisieran algo, algún recurso o artículo tangible... petróleo, por ejemplo, o si los moviera un interés más puramente estratégico en relación con Rusia o Persia, en cualquiera de estos casos, está claro que no nos necesitan. Por difícil que pudiera ser conquistar Tierra Santa, nuestra presencia física, nuestra voluntad de combatir, nuestras armas, no pueden suponer una gran diferencia para su plan de batalla. He estudiado sus afirmaciones de que apoyan la causa judía en Palestina, y su teología, y en la medida en que me es posible, he intentado formarme un juicio sobre los gentiles y sus objetivos. Y la única conclusión a la que puedo llegar es que cuando dicen que desean ver Jerusalén devuelta a la soberanía judía, lo dicen en serio. Su razonamiento, las llamadas profecías y textos apócrifos cuya supuesta autoridad sustenta su deseo, puede que me resulte risible. Hasta abominable. Compadezco a los gentiles por su confianza infantil en el regreso inminente de alguien que para empezar nunca se marchó, ya no hablemos de que llegara. Pero estoy bastante seguro de que a su vez ellos se compadecen del retraso que trae nuestro Mesías. Como base para una asociación, no hay que despreciar la compasión mutua.
»En cuanto al papel de usted en este asunto, es muy sencillo, ¿verdad? Usted es un soldado de alquiler. Le gusta el desafío y la responsabilidad de ser general. Eso lo entiendo. De verdad. Le gusta la lucha y le gusta matar, siempre y cuando los que mueran no sean sus hombres. Y me atrevo a decir que, después de todos estos años con Shemets, y ahora que está solo, ya tiene muy desarrollada la costumbre de aparentar que complace a los americanos.
»Para los verbovers, hay un gran riesgo. En esta aventura podríamos perder a toda nuestra comunidad. Aniquilados en cuestión de días, si las tropas de usted están mal preparadas, o simplemente, como parece probable, son superadas en número. Pero si nos quedamos aquí, bueno, entonces también estamos acabados. Dispersos a los cuatro vientos. Nuestros amigos del sur han dejado eso bien claro. Esa es la amenaza. La Revocación es el fuego en el trasero de los pantalones, ¿no? Y una Jerusalén restaurada es el cubo de agua con hielo. Algunos de nuestros jóvenes afirman que tendríamos que resistir aquí, desafiarlos a que nos desalojen. Pero eso es una locura.
»Por otro lado, si decimos que sí, y ustedes triunfan, entonces habremos recuperado un tesoro de un valor tan incalculable (me refiero a Sión, por supuesto) que la mera idea del mismo abre una ventana de mi alma que llevaba mucho tiempo cerrada a cal y canto. Tengo que taparme los ojos para protegerme del resplandor.
Levantó el dorso de la mano izquierda y se lo llevó a los ojos. Su fino anillo de boda estaba sepultado en sus dedos igual que el filo de un hacha perdido en la carne de un árbol. Litvak notó el latido en su garganta, un pulgar que tañía una y otra vez la cuerda inferior de un arpa. Mareo. Una sensación de hinchazón en las manos y los brazos. Debe de ser el calor, pensó. Se dedicó a respirar bocanadas tímidas y poco profundas de aire espeso y tórrido.
—Estoy deslumbrado por esa imagen —dijo el rabino—. Tal vez tan deslumbrado por ella, a mi manera, como los evangelistas. Así de preciado es el tesoro. Así de incalculablemente dulce.
No. No era, o no solamente, el calor y la ranciedad del aire del shvitz lo que estaba haciendo que a Litvak le repiqueteara el corazón y le diera vueltas la cabeza. Estaba convencido de que su intuición no le engañaba: Shpilman estaba a punto de rechazar su propuesta. Pero a medida que esa probabilidad se acercaba, una nueva posibilidad empezó a marearlo, a recorrer su mente. Era la emoción de una maniobra deslumbrante.
—Con todo, no es bastante —estaba diciendo el rabino—. Yo ansío la llegada del Mesías más que ninguna otra cosa en este mundo. —Se puso de pie, y la barriga se le derramó sobre las caderas como la espuma de la leche hirviendo que cae por los lados de un cazo—. Pero tengo miedo. Tengo miedo del fracaso. Tengo miedo de la posibilidad de una pérdida enorme de vidas entre mis yids y de la completa destrucción de todo aquello por lo que llevamos trabajando sesenta años. Al final de la guerra quedaron once verbovers, Litvak. Once. Le prometí a mi suegro en su lecho de muerte que nunca permitiría que una destrucción semejante cayera sobre nosotros.
»Y por fin, se lo digo de verdad, tengo miedo de que esta misión pueda ser simplemente absurda. Hay muchas y muy persuasivas enseñanzas en contra de hacer nada para acelerar la llegada del Mesías. Jeremías lo condena. También los Juramentos de Salomón. Sí, por supuesto, quiero ver a mis yids aposentados en un nuevo hogar con garantías financieras de Estados Unidos, ofertas de asistencia y de acceso a todos los nuevos mercados imaginablemente enormes que su éxito en esta operación crearía. Y quiero al Mesías igual que después de este calor quiero hundirme en las aguas frías y oscuras del mikvah que hay en la sala de al lado. Pero que Dios me perdone estas palabras, tengo miedo. Mucho miedo de que el mero sabor del Mesías en mis labios no sea bastante. Y puede usted decirle eso a la gente de Washington. Dígales que el rabino verbover tiene miedo. —La idea de su miedo parecía casi hipnotizarlo con su novedad, como un adolescente pensando en la muerte o una puta en la posibilidad de un amor inmaculado—. ¿Qué?
Litvak levantó el índice de la mano derecho. Tenía algo, una cosa más que ofrecer al rabino. Una cláusula más para el contrato. No tenía ni idea de cómo la iba a transmitir o ni siquiera de si podía transmitirla. Pero mientras el rabino se preparaba para darle su espalda inmensa a Jerusalén y a la complicada enormidad del trato que Litvak llevaba meses preparando, sintió que iba creciendo dentro de él como una jugada brillante de ajedrez, puntuada con signos dobles de admiración. Pugnó por abrir su cuaderno. Garabateó dos palabras en la primera página vacía, pero por culpa de la prisa y del pánico, apretó demasiado y su pluma rasgó el papel mojado.
—¿Qué pasa? —dijo Shpilman—. ¿Tiene usted alguna otra cosa que ofrecer?
Litvak asintió, una vez, dos.
—¿Algo más que Sión? ¿El Mesías? ¿Un hogar, una fortuna?
Litvak se puso de pie y cruzó chapoteando el suelo de baldosas hasta detenerse junto al rabino. Hombres desnudos cargando con las historias de sus cuerpos destrozados. Cada uno de ellos, a su manera, arruinado y solo. Litvak estiró el brazo y, con toda la fuerza y la inspiración de esa soledad, y con la punta del dedo, escribió dos palabras en el vapor que se había condensado en el cuadrado blanco de un baldosín.
El rabino las leyó y levantó la vista, y las palabras se volvieron a cubrir de gotas y desaparecieron.
—Mi hijo —dijo el rabino.
«Es más que un juego —escribió ahora Litvak, en la oficina del estrecho de Peril, mientras él y Roboy esperaban la llegada de aquel hijo díscolo e irredento—. Yo prefiero luchar para llevarme un premio aunque sea dudoso que esperar a ver qué migajas me echan.»
—Supongo que en alguna parte de eso hay un credo —dijo Roboy—. Tal vez todavía haya esperanza en usted.
A cambio de proporcionarles mano de obra, un Mesías y más financiación de la que podrían imaginarse, lo único que les pidió alguna vez Litvak a sus socios, clientes, jefes y socios en aquella empresa fue que nunca esperaran que él se creyera las tonterías en que creían ellos. Allí donde ellos veían el fruto de los deseos divinos en una vaquilla roja recién nacida, él veía el producto de un millón de dólares en dinero del contribuyente gastados secretamente en semen de toro y fertilización in vitro. En la quema final de aquella vaquilla roja, ellos veían la purificación de todo Israel y el cumplimiento de una promesa que tenía milenios de antigüedad. Litvak veía, como mucho, una maniobra necesaria dentro de una partida muy antigua: la supervivencia de los judíos.
«Oh, yo no diría tanto.»
Se oyeron golpes en la puerta y Micky Vayner asomó la cabeza.
—He venido a recordarle aquello, señor —dijo con su buen hebreo de americano.
Litvak miró con cara inexpresiva aquella cara rosada con sus párpados pelados y su barbilla blanda de bebé.
—Cinco minutos para la puesta del sol. Me dijo usted que se lo recordara.
Litvak fue a la ventana. El cielo tenía rayas en los mismos tonos rosado, verde y gris luminoso que la piel de un salmón. Estaba claro, veía una estrella o un planeta en lo alto. Hizo un gesto de agradecimiento con la cabeza en dirección a Micky Vayner. Luego cerró la caja del ajedrez y engarzó el cierre.
—¿Qué pasa al ponerse el sol? —dijo Roboy. Se giró hacia Micky Vayner—. ¿Qué día es hoy?
Micky Vayner se encogió de hombros. Por lo que él sabía, era, de acuerdo con el calendario lunar, un día normal y corriente del mes de Nisan. Sin embargo, igual que sus jóvenes camaradas, lo habían adiestrado para que creyera en el restablecimiento sentenciado del reino bíblico de Judea y en que Jerusalén estaba destinada a convertirse en capital eterna de los judíos, no era más estricto ni amable en su observancia que ninguno de los demás. Los jóvenes judíos americanos del estrecho de Peril observaban las fiestas principales, y en su mayor parte seguían las leyes dietéticas. Llevaban solideo y chal de oración pero mantenían sus barbas al rape al estilo militar. En el sabbath no trabajaban ni se entrenaban, aunque hacían excepciones. Después de cuarenta años como guerrero laico, Litvak podía aguantar aquello. Aun justo después del accidente, con su Sora muerta, con el viento soplando a través del agujero que ella había dejado en la vida de Litvak, con sed de sentido y hambre de significado y un vaso vacío y un plato desierto, Alter Litvak no podría haber ocupado un sitio entres los hombres verdaderamente religiosos. Nunca podría haber caído felizmente, por ejemplo, entre los sombreros negros. De hecho, no soportaba a los sombreros negros, y desde el encuentro en los baños, había mantenido contactos mínimos con los verbovers, mientras ellos se preparaban en secreto para ser aerotransportados en masa a Palestina.
«Hoy no es nada —escribió antes de meterse en el bolsillo el cuaderno y salir de la habitación—. Llámenme cuando lleguen.»
En su habitación Litvak se sacó la dentadura postiza y la metió dentro de un vaso haciendo un tintineo de dados. Se desató los cordones de las botas y se sentó pesadamente en un catre plegable. Siempre que subía al estrecho de Peril dormía en aquella habitación diminuta —en los planos figuraba como cuarto de las cosas de la limpieza— que estaba en la otra punta del pasillo del despacho de Roboy. Colgó su ropa de un gancho de detrás de la puerta y escondió sus cosas debajo del catre.
Se apoyó en la fría pared de bloques de hormigón pintados y miró la pared de delante, por encima del estante de acero que sostenía el cristal con los dientes. No había ventana, así que Litvak se imaginó una estrella temprana. Un pato que volaba en círculos. La luna de fotografía. El cielo volviéndose lentamente del color de una pistola. Y una avioneta acercándose baja desde el sudeste, trayendo al hombre que en el plan de Litvak, era, al mismo tiempo prisionero y dinamita, torre y trampilla, diana y dardo.
Litvak se incorporó lentamente, con un gruñido de dolor. Tenía tornillos en las caderas que le dolían. Las rodillas le claqueteaban y repicaban como los pedales de un viejo piano. Había un constante tañido de alambres en las bisagras de su mandíbula. Se pasó la lengua por las zonas vacías de la boca, con su tacto de masilla húmeda. Estaba acostumbrado al dolor y a las roturas, pero desde el accidente parecía que su cuerpo ya no le pertenecía. Era algo serrado y armado con clavos a partir de piezas prestadas. Un comedero de pájaros construido con tablas sueltas y puesto encima de un poste, en el que su alma aleteaba como un murciélago fugitivo. Había nacido, como todos los judíos, en un mundo que no era el suyo, en un país que no era el suyo y en un momento que no le correspondía, y ahora además estaba viviendo en un cuerpo que no era el suyo. Al final tal vez fuera aquella sensación de estar fuera de lugar, ese puño en el vientre judío, lo que ataba a Alter Lidvak a la causa de los yids que lo habían convertido en su general.
Fue al estante de acero que había atornillado a la pared debajo de su ventana conceptual. Al lado del vaso que albergaba la demostración del genio de Buchbinder había otro vaso. Este segundo contenía unas cuantas onzas de parafina endurecidas alrededor de un cordel blaco. Litvak había comprado esa vela en una tienda de comestibles menos de un año después de que muriera su mujer, con la intención de encenderla en el aniversario de su muerte. Ahora habían pasado varios de aquellos aniversarios, y Litvak había desarrollado su propia tradición pintoresca. Todos los años traía la vela del yahrzeit, se la quedaba mirando y pensaba en encenderla. Se imaginaba el parpadeo tímido de una vela. Se imaginaba a sí mismo acostado en la oscuridad, con la luz de la vela memorial bailando sobre su cabeza, proyectando un alefbeys de sombras por el techo de la habitación diminuta. Se imaginó el vaso vacío al cabo de veinticuatro horas, con la mecha consumida, la parafina quemada y la lengüeta de metal del fondo ahogada en posos de cera. Y después de aquello... pero aquí era donde le solía fallar la imaginación.
Litvak hurgó en los bolsillos del pantalón de su traje en busca de su encendedor, solamente para darse a sí mismo la opción, la oportunidad de descubrir, si es que conseguía el valor para hacerlo, lo que podía significar pegar fuego al recuerdo de su mujer. El encendedor era un Zippo de acero con la insignia de los Rangers grabada a un lado en líneas negras desgastadas y con una muesca profunda en el otro, allí donde había evitado que algún trozo de coche, o de la carretera, o del cerezo negro, atravesara el corazón de Litvak. Por consideración a su garganta, Litvak ya no fumaba. El encendedor no era más que una costumbre, una prueba de su supervivencia, un amuleto irónico que nunca dejaba su mesilla de noche o sus pantalones. Pero ahora no estaba en ninguno de esos sitios. Se palmeó los bolsillos con ese rigor avergonzado de los ancianos. Recorrió mentalmente su jornada hacia atrás y regresó hasta la mañana, cuando, igual que todas las mañanas, se había guardado el encendedor en el bolsillo. ¿O no? De repente no recordaba haberse metido el Zippo en el bolsillo aquella mañana, ni haberlo dejado en el estante de acero la noche anterior cuando se fue a dormir. Tal vez hacía días que no se acordaba de hacerlo. Podía estar en Sitka, en la habitación del fondo del hotel Blackpool. Podía estar en cualquier parte. Litvak se agachó hasta el suelo, sacó sus cosas de debajo del catre y las revolvió, con el corazón latiéndole acelerado. No había ningún encendedor. Ni tampoco cerillas. Solamente una vela dentro de un vaso de zumo y un hombre que no sabía cómo encenderla ni siquiera teniendo algo que diera llama. Litvak se estaba volviendo hacia la puerta cuando oyó que se acercaba alguien. Se oyeron unos golpes suaves en la puerta. Se metió la vela del yahrzeit en el bolsillo de la chaqueta.
—Reb Litvak —dijo Micky Vayner—. Ya han llegado, señor.
Litvak se puso los dientes y se metió la camisa por dentro.
«Quiero a todo el mundo en sus dependencias, no quiero que nadie lo vea ahora.»
—No está listo —dice Micky Vayner un poco en tono de duda, buscando que lo tranquilizaran.
No lo sabía, no había visto nunca a Mendel Shpilman. Solo había oído historias de milagros infantiles en los viejos tiempos y tal vez había captado cierto olor acre a cosas podridas que a veces flotaba en el aire cuando alguien mencionaba el nombre de Shpilman.
«Está enfermo pero lo vamos a curar.»
No formaba parte de su doctrina ni tampoco era necesario para el éxito del plan que tenía Litvak para Micky Vayner ni para ninguno de los judíos del estrecho de Peril creer que Mendel Shpilman fuera el Tzaddik Ha-Dor. Un Mesías que llega de verdad no hace bien a nadie. Una esperanza cumplida ya es la mitad de una decepción.
—Sabemos que no es más que un hombre —dijo Micky Vayner obedientemente—. Todos sabemos eso, reb Litvak. Solamente un hombre y nada más, y esto que estamos haciendo es más grande que ningún hombre.
«No es el hombre lo que me preocupa —escribió Litvak—. Todo el mundo en sus dependencias.»
Mientras permanecía en el muelle de hidroaviones y miraba cómo Naomi Landsman ayudaba a Mendel Shpilman a bajar de la cabina del Super Cub de ella, Litvak pensó en que si no supiera nada de ellos los habría tomado por viejos amantes. Había cierta familiaridad brusca en la manera en que ella le agarraba por la parte superior del brazo, le pescaba el cuello de la camisa de entre las solapas de la chaqueta arrugada de raya fina y le sacaba un trozo de celofán del pelo. Ella lo miró a la cara, y solo a la cara, mientras Shpilman echaba un vistazo a Roboy y a Litvak. Ella era tan cariñosa como un ingeniero en busca de grietas y fatiga en los materiales. Parecía inconcebible que se acabaran de conocer, por lo que sabía Litvak, hacía poco menos de tres horas. Tres horas. Aquello era lo único que había tardado ella en sellar su destino con el de él.
—Bienvenido —dijo el doctor Roboy colocado al lado de una silla de ruedas y con la corbata ondeando al viento. Gold y Turteltoyb, un chico de Sitka, saltaron desde la avioneta al muelle, y Turteltoyb era lo bastante pesado como para hacerlo resonar como un teléfono que alguien cuelga de un golpe. El agua besaba los pilones. El aire olía a redes podridas y a charcos salobres al fondo de viejas embarcaciones. Ya era casi oscuro, y todos tenían un aspecto vagamente verde bajo la luz de los focos que había en lo alto de postes, salvo Shpilman, que estaba tan blanco como una pluma y parecía igual de hueco—. Sea usted bienvenido de verdad.
—No hacía falta que mandara usted una avioneta —dijo Shpilman. Tenía una voz sardónica de actor, y una dicción estudiada, excelente, con un matiz bajo y suave de la triste Ucrania—. Soy perfectamente capaz de volar sin ayuda.
—Sí, bueno...
—Visión de rayos X. Piel a prueba de balas. Lo tengo todo. ¿Para quién es la silla de ruedas, para mí?
Extendió los brazos, colocó los pies remilgadamente el uno junto al otro y se echó a sí mismo un lento vistazo, con cara de estar preparado para horrorizarse de lo que veía. Traje de raya fina que no era de su talla, sin sombrero, la corbata aflojada, un faldón de la camisa colgando y algo adolescente en sus rizos rojizos y desordenados. Imposible ver en aquel cuerpo esbelto y frágil, y en aquella cara adormilada, ningún rastro del padre monstruoso. Shpilman se volvió hacia la piloto, fingiendo estar sorprendido, y hasta dolido, por la insinuación de que estaba tan hecho polvo como para necesitar una silla de ruedas. Pero Litvak vio que estaba haciendo teatro para disimular su sorpresa y su dolor verdaderos por la insinuación.
—Dijo usted que yo tenía buen aspecto, señorita Landsman —dijo Shpilman tomándole el pelo, apelando a ella, suplicándole.
—Tienes un aspecto estupendo, chaval —le dijo la Landsman. Ella llevaba unos vaqueros metidos por dentro de unas botas altas y negras, una camisa Oxford blanca de hombre y una vieja chaqueta de prácticas de tiro de la jefatura de Sitka en cuyo bolsillo decía «LANDSMAN»—. Una pinta fabulosa.
—Ah, está usted mintiendo, mentirosa.
—Para mí tiene usted pinta de tres mil quinientos dólares, Shpilman —dijo la Landsman no sin amabilidad—. ¿Por qué no lo dejamos así?
—No me va a hacer falta la silla de ruedas, doctor —dijo Shpilman sin reproche—. Pero gracias por pensar en mí.
—¿Está usted listo, Mendel? —le preguntó el doctor Roboy a su manera amable y sentenciosa.
—¿Necesito estar listo? —dijo Mendel—. Si necesito estar listo, tal vez tengamos que retrasar esto unas cuantas semanas.
Las palabras emergieron de la garganta de Litvak como una especie de remolino de polvo, un enredo de arenilla y ráfagas de aire, espontáneamente. Un sonido espantoso, como un pegote de goma ardiendo tirado dentro de un cubo de hielo.
—No necesita estar listo —dijo Litvak—. Solo necesita estar aquí.
Todos se quedaron espantados, horrorizados, incluso Gold, que era perfectamente capaz de leer un tebeo a la luz de un hombre ardiendo. Shpilman se volvió lentamente, llevando una sonrisa en la comisura de la boca como quien lleva a un bebé apoyado en la cadera.
—Alter Litvak, supongo —dijo extendiendo la mano y mirando a Litvak con el ceño fruncido, fingiendo ser duro y masculino de una forma que se burlaba del hecho de ser duro y de la masculinidad y de su propia falta relativa a ambas cualidades—. Menudo apretón de manos, oy, es como una roca.
El apretón de manos de él era blando, cálido, no del todo seco, un eterno apretón de niño de escuela. Algo en Litvak se resistió a aquello, a su calidez y su blandura. Hasta él se había quedado horrorizado del eco de pterosaurio de su voz y del hecho mismo de haber hablado. Le horrorizaba ver que Mendel Shpilman tenía algo, en su cara hinchada y su traje espantoso, en su sonrisa de niño prodigio y su valiente intento de esconder el hecho de que tenía miedo, que había movido a Litvak a hablar por primera vez en años. Litvak sabía que el carisma era una cualidad real aunque indefinible, un fuego químico que ciertos hombres medio afortunados emitían. E igual que cualquier otro fuego o talento, era amoral, no estaba conectado al bien ni a la maldad, ni al poder ni a la utilidad ni a la fuerza. Al estrecharle la mano caliente a Shpilman, notó lo sólida que era su táctica. Si Roboy podía conseguir que Shpilman volviera a estar en buena forma física, entonces Shpilman podría inspirar y liderar no solamente a unos pocos centenares de creyentes armados, ni solo a treinta mil sombreros negros tenaces en busca de nuevas tierras, sino a toda una nación perdida y errante. El plan de Litvak iba a funcionar porque Mendel Shpilman tenía algo que podía hacer que a un hombre con la tráquea rota le dieran ganas de hablar. Y fue en contra de ese algo que tenía Shpilman que algo dentro de Litvak se apartó, asqueado. Sintió el deseo de aplastar aquella mano de escolar con la suya, de romperle los huesos.
—¿Qué pasa, yid? —le dijo la Landsman a Litvak—. Cuánto tiempo.
Litvak asintió y le dio la mano a la Landsman. Se sintió dividido, como le pasaba siempre, entre su impulso natural de admirar a una practicante competente de una profesión difícil y su sospecha de que aquella mujer era una lesbiana, una categoría humana que él no conseguía entender casi por cuestión de principios.
—Muy bien, pues —dijo ella. Se resistía a dejar ir a Shpilman, y cuando el viento arreció, se acercó más a él y le pasó el brazo por el hombro, acercándolo a ella, dándole un apretón cariñoso. Luego examinó las caras verdosas de los hombres que estaban esperando a que ella entregara su cargamento—. No te va a pasar nada malo, ¿verdad?
Litvak escribió algo en su cuaderno y se lo pasó a Roboy.
—Es tarde —dijo Roboy—. Y está oscuro. Permítanos que la alojemos esta noche.
Ella pareció considerar la posibilidad de rechazar la oferta durante un largo rato. Después asintió con la cabeza.
—Buena idea —dijo.
Al pie de la larga escalera de caracol, Shpilman se detuvo para contemplar los detalles del ascenso y la plataforma del montacargas inclinado, y pareció sentir cierto reparo: un presagio ominoso, un acceso repentino de comprensión de todo lo que en adelante se iba a esperar de él. Con cierto dramatismo, se dejó caer en la silla de ruedas de Roboy.
—Me he dejado la capa en casa —dijo.
Cuando llegaron a lo alto, se quedó en la silla y dejó que la Landsman lo empujara hasta llegar al edificio principal. La tensión del viaje o el paso que acababa de dar por fin o la caída del nivel de heroína en su sangre estaba empezando a notarse. Pero cuando llegaron a la habitación de la planta baja que habían preparado para él —una cama, un escritorio y un elegante ajedrez inglés— se recuperó. Se metió la mano en el bolsillo de su traje arrugado y sacó un paquete de cartón de color negro y amarillo brillante.
—Nu, entiendo que no está de más un mazel tov, ¿no? —dijo repartiendo media docena de puros Cohiba de aspecto estupendo. El olor que desprendían, aun sin encender y a un metro de sus orificios nasales, bastó para susurrarle a Litvak promesas de descanso bien merecido, sábanas limpias, agua caliente, mujeres de piel morena y la tranquilidad que sigue a las batallas brutales—. Me dicen que es chica.
Durante un momento nadie supo de qué estaba hablando, y luego todos soltaron risas nerviosas, salvo Litvak y Turteltoyb, cuyas mejillas se pusieron del color del borscht. Turteltoyb sabía, igual que todos los demás, que a Shpilman no había que darle ningún detalle del plan, incluyendo la vaquilla recién nacida, hasta que Litvak diera la orden.
Litvak tiró de un golpe el puro que Shpilman tenía en la mano blanda. Miró con el ceño fruncido a Turteltoyb y apenas pudo verlo a través del caldo de color rojo sangre de su furia. La certeza que había sentido abajo en los muelles de que Shpilman iba a servir a sus necesidades se volvió abruptamente del revés. Un hombre como Shpilman, un talento como el de Shpilman, nunca podría servir a nadie. Solamente podía ser servido, y en especial por la persona que poseía dicho talento. No era de extrañar que el pobre desgraciado llevara tanto tiempo escondiéndose del mismo.
«Fuera.»
Ellos leyeron su mensaje y desfilaron uno tras otro fuera de la habitación, la última de todos la Landsman, que preguntó bien alto para que todos la oyeran dónde iba a dormir ella y luego le aseguró con firmeza a Mendel que lo vería a la mañana siguiente. En aquel momento a Litvak se le ocurrió vagamente que ella podría estar concertando una cita, pero su idea de que era lesbiana canceló aquel pensamiento antes de que tuviera tiempo de considerarlo con seriedad. A Litvak no se le ocurrió que la judía, dispuesta como estaba siempre a vivir cualquier aventura, ya estaba sentando las bases para la osada huida que Mendel todavía no había decidido intentar. La Landsman encendió una cerilla y le dio una calada a su puro para encenderlo. Luego salió con paso tranquilo.
—No se lo recrimine al chico, reb Litvak —dijo Shpilman cuando se quedaron solos—. A la gente se le escapan las cosas delante de mí. Pero supongo que ya se ha dado cuenta. Por favor, coja un puro. Adelante. Son muy buenos.
Shpilman cogió el corona que Litvak le había hecho soltar de la mano, y como Litvak no lo aceptó ni lo rechazó, el yid se lo acercó a la cara a Litvak y se lo puso suavemente en los labios. Y allí se quedó, exudando sus olores a salsa de carne y a corcho y a algarrobo, unos olores como de coño que removían antiguas nostalgias. Se oyó un clic y un chasquido y Litvak se inclinó asombrado hacia delante y acercó la punta del puro a la llama de su propio encendedor Zippo. Sintió el shock momentáneo de un milagro. Luego sonrió e hizo un gesto de agradecimiento con la cabeza, sintiendo una especie de alivio aturdido por la llegada con retraso de una explicación lógica: debió de dejarse el encendedor en Sitka, donde Gold y Turteltoyb lo encontraron y lo trajeron consigo en el vuelo al estrecho de Peril. Shpilman lo debió de coger prestado y, con sus instintos de yonqui, se lo guardó en el bolsillo después de encender un papiros. Sí, bien.
El puro se encendió con un crujido y un destello. Cuando Litvak volvió a levantar la vista de las brasas resplandecientes, Shpilman lo estaba mirando fijamente con aquellos extraños ojos de mosaico, con motas doradas y verdes. Bien, se dijo a sí mismo otra vez Litvak. Un puro muy bueno.
—Adelante —dijo Shpilman. Le metió el Zippo en la mano a Litvak—. Adelante, reb Litvak. Encienda la vela. No tiene que decir ninguna oración. No tiene que hacer ni sentir nada. Limítese a encenderla. Hágalo.
Mientras la lógica se escapaba del mundo, para no volver nunca del todo, Shpilman metió la mano en el bolsillo de la chaqueta de Litvak y sacó el vaso con la cera y la mecha. Litvak no le pudo encontrar ninguna explicación a aquel truco. Cogió la vela que le daba Shpilman y la puso sobre la mesa. Accionó el pedernal frotándolo con el pulgar. Sintió la intensa calidez de la mano de Shpilman sobre su hombro. El puño de su corazón empezó a relajarse, de la misma forma en que lo haría el día en que por fin pusiera el pie en la casa donde estaba destinado a vivir. Era una sensación aterradora. Abrió la boca.
—No —dijo con una voz que, para su asombro, tenía dentro de sí una nota de humanidad.
Cerró el encendedor de golpe y apartó la mano de Shpilman de un golpe tan violento que Shpilman perdió el equilibrio, tropezó y se dio con la cabeza en el estante de metal. La fuerza del golpe hizo que la vela se soltara y cayera contra el suelo de baldosas. El cristal se partió en tres grandes trozos. El cilindro de cera se partió en dos.
—No lo quiero —graznó Litvak—. No estoy listo.
Pero cuando bajó la vista para mirar a Shpilman, despatarrado en el suelo, aturdido y sangrando de un corte en la sien derecha, supo que ya era demasiado tarde.
40
Justo cuando Litvak deja su pluma, se oye un tumulto fuera: media palabrota, cristales rotos, el aire abandonando de un soplido los pulmones de alguien. Luego Berko Shemets entra paseando en el dormitorio. Trae la cabeza de Gold debajo del brazo como si trajera un asado apetitoso y al resto de Gold a rastras detrás. Los talones del ganef cavan hondos surcos en la moqueta. Berko cierra de un portazo detrás de él. Tiene el sholem desenfundado y buscando como la aguja de una brújula el norte magnético de Alter Litvak. La sangre de Hertz forma un mapa sobre la camisa de cazador y los vaqueros de Berko. El sombrero de Berko está echado hacia atrás de una forma que hace que de su cara solo se vea el ceño y el blanco de los ojos. La cabeza de Gold suelta una mirada feroz de oráculo desde el interior del brazo de Berko.
—Tendrías que cagar sangre y pus —declama Gold—. Tendrías que coger la sarna como Job.
La pistola de Berko cambia de dirección para echar un vistazo al cerebro del joven yid dentro de su frágil contendor. Gold deja de forcejear y la pistola reanuda su inspección con un solo ojo del pecho de Alter Litvak.
—Berko —dice Landsman—, ¿qué es esta locura?
Berko lanza su mirada hacia Landsman como si fuera una carga enorme. Abre los labios, los cierra y coge aire. Parece tener algo importante que quiere expresar, un nombre, un encantamiento, una ecuación capaz de alterar el tiempo o de desanudar las cuerdas del mundo. O tal vez está intentando evitar desanudarse él mismo.
—Ese yid —dice, y luego en voz más baja y un poco ronca—: Mi madre.
Landsman ha visto tal vez una fotografía de Laurie Jo Oso. Consigue rescatar un vago recuerdo de un flequillo negro cardado, gafas rosadas y una sonrisa de listilla. Pero para él la mujer ni siquiera es un fantasma. Berko solía contar historias sobre la vida en los territorios indianer. Baloncesto, cacerías de focas, borrachos y tíos, historias de Willie Dick, la historia de la oreja humana sobre la mesa. Landsman no recuerda ninguna historia sobre la madre. Supone que siempre ha sabido que Berko debió de pagar algún precio por darse la vuelta a sí mismo tan completamente como lo hizo, alguna clase de gesta heroica de olvido. Simplemente nunca se molestó en pensar en ello como una pérdida. Un fracaso de la imaginación, un pecado peor en un shammes que entrar en un sitio peligroso sin refuerzos. O tal vez sea una forma distinta del mismo pecado.
—No hay duda —dice Landsman dando un paso hacia su compañero—. Un mal tipo. Merece una bala.
—Tienes dos niños, Berko —dice Bina en su tono más frío—. Tienes a Ester-Malke. Tienes un futuro que no puedes tirar por la borda.
—No lo tiene —dice Gold, o intenta decirlo.
Berko le aprieta el cuello con más fuerza y Gold se atraganta, intentando dar la vuelta, afianzar los pies en el suelo.
Litvak escribe algo en el dorso del cuaderno sin apartar la mirada de Berko.
—¿Qué pasa? —dice Berko—. ¿Qué ha escrito?
«Aquí no hay futuro para ningún judío.»
—Sí, sí —dice Landsman—. Ya lo pillamos.
Le quita la pluma y el cuaderno a Litvak. Le da la vuelta a la última página y escribe, en americano: «¡NO SEAS IDIOTA! ¡ESTÁS ACTUANDO COMO YO!». Arranca la página y le tira la pluma y el cuaderno de vuelta a Litvak. Sostiene la página delante de la cara de Berko para que su compañero pueda leerla. Se trata de un argumento bastante convincente. Berko suelta a Gold justo cuando el yid se está poniendo todo de color morado. Gold se desploma en el suelo, intentando coger aire. La pistola titubea en el puño de Berko.
—Mató a tu hermana, Meyer.
—No sé si lo hizo o no —dice Landsman. Se gira hacia Litvak—. ¿Lo hizo usted?
Litvak dice que no con la cabeza y empieza a escribir algo en el cuaderno, pero antes de terminar, un clamor se desata en la sala de afuera. El jolgorio entusiasta pero avergonzado de un grupo de jóvenes que están viendo algo genial en la televisión. Alguien ha marcado un gol. A una chica que juega a voley playa se le ha caído la parte de arriba del bikini. Un momento más tarde, Landsman oye un eco del grito, cuyo sonido entra por la ventana abierta del apartamento del tejado como si lo trajera un viento lejano, del Harkavy, del Nachtasyl. Litvak sonríe y deja el cuaderno y la pluma de una forma extrañamente definitiva, como si ya no le quedara nada por decir. Como si toda su confesión condujera únicamente a este momento, y hubiera sido posible únicamente gracias al mismo. Gold gatea hasta la puerta, la abre como puede y por fin se pone de pie dando tumbos y va a la habitación de al lado. Bina se acerca a Berko y extiende la mano, y al cabo de un momento Berko le pone la pistola en la palma abierta.
En la sala exterior del apartamento del tejado, los jóvenes creyentes se abrazan entre ellos y dan saltos vestidos con sus trajes. Los yarmulkes se les caen de las cabezas. Las lágrimas les brillan en las caras.
En la enorme pantalla de televisión, Landsman ve por primera vez una imagen que pronto ocupará las portadas enteras de todos los periódicos del mundo. Por toda la ciudad, las manos ortodoxas la sujetarán con clips y con cinta adhesiva a sus puertas delanteras y ventanas. La enmarcarán y la colgarán detrás de los mostradores de sus tiendas. Algún entusiasta, como no puede ser de otra manera, ampliará la imagen hasta convertirla en póster de setenta centímetros por un metro. La cima de la colina de Jerusalén, atestada de callejones y casas. La meseta amplia y vacía de suelo adoquinado. El maxilar recortado de dientes quemados. El penacho magnífico de humo negro. Y debajo la inscripción, en letras azules, «¡POR FIN!». Esos pósters se venderán en la papelería por precios entre los diez y los doce con noventa y cinco dólares.
—Dios bendito. ¿Qué están haciendo? ¿Qué han hecho?
Hay muchas cosas que horrorizan a Landsman de la imagen en la pantalla del televisor, pero lo más horroroso de todo es el simple hecho de que unos judíos de Sitka han actuado sobre un objeto que se encuentra a doce mil kilómetros de distancia. Esto parece violar alguna ley fundamental de la física emocional que Landsman entiende. El espacio-tiempo de Sitka es un fenómeno curvado: un yid puede extender el brazo al máximo en cualquier dirección y terminar simplemente dándose un golpecito en la espalda.
—¿Y qué hay de Mendel? —dice.
—Supongo que ya lo tenían todo demasiado avanzado para pararlo —dice Bina—. Supongo que se limitaron a continuar sin él.
Resulta perverso, pero por alguna razón, la idea hace que Landsman se entristezca por Mendel. A partir de ahora, todo y todos continuarán sin él.
Durante un par de minutos Bina se queda mirando cómo los muchachos arman escándalo, con los brazos cruzados, sin ninguna expresión en la cara más que en el rabillo de los ojos.
La forma en que está mirando le recuerda a Landsman a la fiesta de compromiso de una amiga de Bina a la que asistieron hace años. La anfitriona se iba a casar con un mexicano, y a modo de chiste, la fiesta tenía como tema el Cinco de Mayo. Colgaron un pingüino de cartón piedra de un árbol del jardín. Luego vendaron los ojos de los niños y los mandaron de un empujoncito, armados con palos, a atizarle golpes al pingüino para que se abriera. Los niños se dedicaron a golpear al pingüino con salvajismo, hasta que cayó un chaparrón de caramelos. No era más que un puñado de caramelos duros envueltos, de toffee, menta y mantequilla con azúcar, de esos que se puede confiar que la tía abuela de uno lleva en un bolsillito polvoriento de su bolso. Pero mientras llovían del cielo, los niños se apiñaron presa de un placer bestial. Y Bina se los quedó mirando con los brazos cruzados y una arruga en el rabillo de los ojos.
Ella le devuelve su sholem a Berko y desenfunda el suyo.
—Cállate —dice Bina, y luego en americano—: ¡Cállate, cojones!
Algunos de los jóvenes han sacado sus shoyfers y están intentando llamar a gente, pero en Sitka todo el mundo debe de estar intentando llamar a alguien. Se enseñan entre ellos los mensajes de error que están recibiendo en las pantallas de sus teléfonos. La red está sobrecargada. Bina va hasta el televisor y le da una patada al cable que arranca el enchufe de la pared. La televisión suelta un suspiro.
Cuando la televisión se apaga parece escaparse alguna clase de fuel oscuro de los depósitos de los jóvenes.
—Estáis detenidos —dice Bina en tono amable, ahora que ha captado su atención—. Id allí y poned las manos en la pared. Meyer.
Landsman los cachea uno por uno, agachándose como un sastre que mide una entrepierna. A los seis que están en la pared les requisa ocho pistolas y dos cuchillos caros de caza. A medida que va terminando con cada uno de ellos, les dice que se vayan sentando. Su tercer registro recupera la Beretta que le prestó Berko antes de irse a Yakovy. Landsman la sostiene en alto para diversión de Berko.
—Mi cariñito —dice Berko, sin dejar de apuntar con su enorme sholem.
Cuando Landsman ha terminado, los jóvenes creyentes toman asiento, tres en el sofá, dos en un par de sillones y uno en una silla de comedor sacada de un hueco en la pared. Todos al mismo tiempo, sentados en sus sillas, parecen jóvenes y perdidos. Son los pequeños de la camada. Aquellos a quienes han dejado atrás. Se giran al unísono, ruborizados, en dirección a la puerta del dormitorio de Litvak, en busca de guía. La puerta del dormitorio está cerrada. Bina abre la puerta y luego la empuja del todo con la punta del zapato. Después se queda allí de pie, mirando al otro lado, durante cinco largos segundos.
—Meyer. Berko.
El viento hace traquetear la persiana. La puerta del baño está abierta y el baño a oscuras. Alter Litvak no está.
Miran en el armario. Miran en la ducha. Bina va hasta la persiana traqueteante y la sube de golpe. Hay una puerta corredera de cristal abierta, que deja una abertura suficiente como para que pase un intruso o alguien que se está fugando. Salen al tejado y miran a su alrededor. Buscan detrás del equipo de aire acondicionado y alrededor de un depósito de agua y debajo de una lona que oculta una pila de sillas plegables. En la superficie del aparcamiento no hay ningún retrato hecho pedazos de Litvak dibujado con aceites. Regresan al apartamento del tejado del Blackpool.
En medio de su catre están tirados el cuaderno y la pluma de Litvak y un Zippo de color gris plomo bastante maltrecho. Landsman coge el cuaderno para leer las últimas palabras que ha escrito Litvak antes de dejarlo ahí.
«Yo no la maté, ella era un buen hombre.»
—Lo han sacado de aquí —dice Bina—. Esos cabrones. Esos cabrones de amigos suyos de los rangers del ejército americano.
Bina llama a los hombres que rodean las puertas del hotel. Ninguno de ellos ha visto salir a nadie ni tampoco nada fuera de lo normal, por ejemplo, un escuadrón de guerreros con la cara pintada con carbón bajando de un helicóptero Black Hawk con cuerdas de rappel.
—Cabrones —vuelve a decir, esta vez en americano, y con mayor vehemencia—. Putos maricones yanquis comebiblias.
—¡Por favor, señora, qué vocabulario!
—Sí, uau, cuidado con lo que dice, señora.
Varios americanos trajeados, un grupo de ellos, demasiados y demasiado juntos como para que Landsman los cuente con precisión, digamos que seis, han organizado sus espaldas en el umbral de la sala exterior. Hombres grandes, bien alimentados, a quienes les encanta su trabajo. Uno de ellos lleva un elegante guardapolvo caqui y una sonrisa orgullosa bajo su pelo tan dorado que parece blanco. Landsman casi no lo reconoce sin su jersey de pingüinos.
—Muy bien, a ver —dice el hombre que debe de ser Cashdollar—. Que todo el mundo intente tranquilizarse.
—FBI —dice Berko.
—Pues casi —dice Cashdollar.
41
Landsman malgasta las veinticuatro horas siguientes en medio del zumbido de una sala de color blanco tiza con la moqueta de color blanco leche en la séptima planta del Edificio Federal Harold Ickes de la calle Seward.
En equipos de dos, seis hombres con los apellidos abigarrados de tripulantes condenados de una película de submarinos se van alternando para entrar y salir de la sala en turnos de cuatro horas. Uno es negro y otro latino, y los demás son gigantes sonrosados y ágiles con cortes de pelo que ocupan ese intervalo pulcro que hay entre astronauta y jefe pedófilo de un grupo de scouts. Masticadores de chicle, chicos sobredimensionados con buenos modales y sonrisas de catequesis. En todos ellos hay momentos en que Landsman huele el corazón a diésel de un policía, pero le desconciertan los carenados de su glamour sureño y gentil. Pese a la pantalla de humo de impertinencias que Landsman levanta, ellos lo hacen sentirse carraca, una vieja cafetera con motor de dos tiempos.
Nadie lo amenaza ni trata de intimidarlo. Todo el mundo se dirige a él en virtud a su rango, cuidando de pronunciar el nombre de Landsman tal como él lo prefiere. Cuando Landsman se pone hosco, frívolo o evasivo, los americanos hacen gala de paciencia y de desenvoltura de maestros de escuela. Pero cuando Landsman se atreve a hacer una pregunta, un silencio exterminador llueve sobre la sala igual que un millar de galones de agua tirados desde una avioneta. Los americanos se niegan a decirle nada sobre el paradero o la situación del detective Shemets ni de la inspectora Gelbfish. Tampoco tienen nada que decir sobre el truco de desaparición de Alter Litvak y parecen no haber oído hablar nunca de Mendel Shpilman ni de Naomi Landsman. Ellos quieren saber lo que Landsman sabe, o cree saber, sobre la participación de Estados Unidos en el ataque a Qubbat As-Sajra, y sobre los autores, protagonistas, auxiliares y las víctimas de dicho ataque. Y no quieren que él sepa lo que saben ellos, si es que saben algo, sobre ninguna de esas cuestiones. Han sido tan bien entrenados en su arte que ya está muy avanzado el segundo turno cuando Landsman se da cuenta de que los americanos están haciéndole las mismas dos docenas aproximadas de preguntas una y otra vez, invirtiéndolas y reformulándolas y llegando a ellas desde caminos distintos. Sus preguntas son como los movimientos fundamentales de las seis piezas diferentes del ajedrez, recombinados interminablemente hasta que hay tantas como neuronas en el cerebro.
A intervalos regulares, a Landsman le proporcionan un café terrible y una serie de galletas para el té de albaricoque y cereza cada vez más rígidas. En un momento dado lo acompañan a una sala de descanso y lo invitan a ocupar un sofá. El café y las galletas entran y salen alternativamente de la sala de color blanco tiza del cerebro de Landsman mientras él cierra con fuerza los ojos y finge que duerme un rato. Luego llega la hora de regresar al zumbido de fondo continuo de las paredes, a la mesa con tablero de laminado y al chirrido del vinilo debajo de su trasero.
—Detective Landsman.
Él abre los ojos y ve un muaré blanco y borroso sobre fondo marrón. Tiene el pómulo aturdido por la presión de la mesa sobre el mismo. Levanta la cabeza, dejando detrás un reguero de saliva. Un filamento pegajoso conecta su labio a la mesa y por fin se parte.
—Ecs —dice Cashdollar.
Saca un paquetito de Kleenex del bolsillo derecho de su jersey y se lo pasa por encima de la mesa a Landsman, junto a una caja abierta de galletas para el té. Cashdollar lleva un jersey nuevo, una chaqueta de punto de color dorado oscuro con paneles delanteros de ante color café, botones de cuero y parches de ante en los codos. Está sentado con la espalda recta en una silla metálica, la corbata anudada, las mejillas tersas y los ojos azules suavizados por unas atractivas arrugas de piloto de avión. Su pelo es exactamente del mismo tono dorado que el papel de aluminio que hay dentro de los paquetes de Broadways. Sonríe sin entusiasmo ni crueldad. Landsman se limpia la cara y la mancha que ha dejado sobre la mesa durante su siesta.
—¿Tiene hambre? ¿Le gustaría beber algo?
Landsman dice que le apetece un vaso de agua. Cashdollar se mete la mano en el bolsillo izquierdo del jersey y saca una botellita de agua mineral. La pone de lado y la hace rodar sobre la mesa en dirección a Landsman. No es un hombre joven, pero hay cierta gravedad de muchacho en la forma en que apunta con la botella y la lanza y la dirige con lenguaje corporal hacia su destino. Landsman abre la botella y le da un trago. El agua mineral no le gusta demasiado.
—Antes trabajaba para un hombre —dice Cashdollar—. El hombre que tenía este trabajo antes que yo. Tenía un montón de latiguillos ingeniosos que le gustaba dejar caer en la conversación. Se trata de un rasgo común entre la gente que se dedica a lo que yo me dedico. Venimos del ejército, ya sabe, venimos del mundo de los negocios. Suelen gustarnos nuestros eslóganes, nuestras marcas de la casa. Nuestro shibboleths, que es una palabra hebrea. Jueces, capítulo doce. ¿Está seguro de que no tiene hambre? Le puedo traer una bolsa de patatas fritas. Un cuenco de fideos. Hay un microondas.
—No, gracias —dice Landsman—. Me hablaba de shibboleths.
—Aquel hombre, mi predecesor, solía decirme: «Estamos contando una historia, Cashdollar. Ese es nuestro trabajo». —La voz que adopta para citar a su antiguo superior es más fuerte y no tan campechana como su voz gangosa y afectada de tenor. Más pomposa. «Cuéntales una historia, Cashdollar. Es lo único que quieren esos pobres pringados.» Aunque él no dijo «pringados».
—La gente que se dedica a lo que usted se dedica —dice Landsman—. ¿A qué se refiere? ¿A patrocinar ataques terroristas a lugares sagrados musulmanes? ¿A empezar una vez más las Cruzadas? ¿A matar a mujeres inocentes que nunca hicieron nada más que pilotar sus pequeñas avionetas y de vez en cuando intentar sacar a alguien de un aprieto? ¿Disparar a yonquis indefensos a la cabeza? Perdone, me he olvidado de a qué se dedican ustedes con sus shibboleths.
—En primer lugar, detective, nosotros no tenemos nada que ver con la muerte de Menashe Shpilman. —Pronuncia el nombre hebreo de Shpilman «menáshy»—. La noticia me dejó tan sorprendido y horrorizado como a cualquiera. Nunca llegué a conocerlo, pero sé que era un individuo notable provisto de habilidades notables, y su muerte nos ha perjudicado mucho. ¿Le apetece un cigarrillo? —Ahora le ofrece un paquete sin abrir de Winston—. Vamos. Sé que le gusta fumar. Así me gusta. —Saca una caja de cerillas y se las pasa junto con los Winston por encima de la mesa—. Y en cuanto a la hermana de usted, eh, escuche, siento muchísimo lo de su hermana. No, se lo digo de verdad. Por si sirve de algo, y supongo que no sirve de gran cosa, tiene usted mis disculpas más sinceras. Fue una mala decisión que tomó el hombre que me precedió en este trabajo, el tipo del que le estaba hablando ahora mismo. Y pagó por ello. No con su vida, por supuesto. —Cashdollar deja al descubierto sus dientes grandes y cuadrados—. Tal vez a usted le gustaría que así fuera. Pero pagó. Se equivocó. Aquel hombre estaba equivocado sobre muchas cosas. Por mi parte, ajá, lo siento. —Niega suavemente con la cabeza—. Pero no estamos contando una historia.
—¿No?
—Pues no. La historia, detective Landsman, nos está contando a nosotros. Tal como ha sucedido desde el principio. Nosotros somos partes de la historia. Usted. Yo.
El librillo de cerillas viene de un lugar de Washington D.C. llamado Marisquería Hogate, situado en la avenida Maine con la calle Novena, Sudoeste. El mismo restaurante, si no recuerda mal, enfrente del cual el delegado Anthony Dimond, principal oponente de la Ley de Asentamiento de Alaska, fue atropellado por un taxi mientras perseguía a un bollo de ron errante hasta la calle.
Landsman enciende una cerilla.
—¿Y Jesucristo? —dice mirando con ojos bizcos por encima de la llama.
—Jesucristo también.
—No tengo nada contra Jesucristo.
—Me alegro. Yo tampoco tengo nada contra él. Y a Jesucristo no le gustaba matar, hacer daño a la gente ni la destrucción. La Qubbat As-Sajra era un bonito monumento arquitectónico, y el islam es una religión venerable, y salvo por el hecho de que está completamente equivocada en lo fundamental, no tengo nada contra ella. Me gustaría que hubiera otra forma de hacer este trabajo que no requiriera emprender dichas acciones. Pero a veces no la hay. Y Jesucristo lo sabía. «Aquel que ofendiere a alguno de esos pequeños que creen en mí, se merece que le cuelguen una piedra de molino del cuello y que lo ahoguen en el fondo del mar.» ¿Verdad? O sea, son palabras de Jesucristo. El hombre podía ser bastante duro cuando le hacía falta.
—Era un tiarrón —sugiere Landsman.
—Sí que lo era. Y puede que usted no lo quiera reconocer, pero se acerca el fin de los tiempos. Y yo, por mi parte, tengo muchas ganas de ver cómo llega. Pero para que eso pase, Jerusalén y Tierra Santa tienen que volver a pertenecer a los judíos. Eso es lo que se dice en el Libro. Por desgracia, no hay forma de que eso pase sin derramar sangre. Sin cierto grado de destrucción. Es lo que está escrito, ¿sabe usted? Pero yo estoy intentando con todas mis fuerzas, a diferencia de mi predecesor inmediato, reducir eso a un mínimo absoluto. Por Jesucristo y por mi propia alma y por todos nosotros. Mantener las cosas limpias. Mantener esta operación en marcha hasta que hayamos resuelto las cosas allí. Hasta que hayamos hecho algunos cambios sobre el terreno.
—No quieren que nadie sepa que ustedes están detrás de todo. La gente que se dedica a lo que se dedica usted.
—Bueno, pero ese viene a ser nuestro modus operandi, ya me entiende.
—Y quiere usted que yo mantenga la boca cerrada.
—Ya sé que es mucho pedir.
—Solamente hasta que ustedes hagan algunos cambios en Jerusalén. Hasta que saquen a algunos árabes y metan a algunos judíos. Y cambien los nombres de unas cuantas calles.
—Solamente hasta que alcancemos algo de esa masa crítica que tan bien va. Enderecemos algunas de las narices que esto ha dislocado. Y luego, manos a la obra, ya sabe. A cumplir lo que está escrito.
Landsman da un trago de agua mineral. Está caliente y sabe al interior del bolsillo de una chaqueta de punto.
—Quiero mi pistola y mi placa —dice—. Eso es lo que quiero.
—Me encantan los policías —dice Cashdollar sin demasiado entusiasmo—. De verdad. —Se tapa la boca con una mano y coge aire por la nariz con expresión meditabunda. Tiene hecha la manicura, pero se ha mordido la uña del pulgar—. Por aquí todo se va a volver terriblemente indio, señor. Entre usted y yo. Si le devuelvo su pistola y su placa, no tiene ninguna posibilidad de conservarlos mucho tiempo. La Policía Tribal no va a contratar a muchos judíos para servir y proteger.
—Tal vez no. Pero contratarán a Berko.
—No van a aceptar a nadie que no tenga papeles.
—Ah, sí —dice Landsman—. Esa es la otra cosa que quiero.
—Está usted hablando de muchos papeles, detective Landsman.
—Pide usted mucho silencio.
—Créame que sí —dice Cashdollar.
Cashdollar examina a Landsman durante un par de largos segundos y Landsman deduce de cierta actitud de alerta en los ojos del hombre, de su mirada expectante, que Cashdollar lleva una pistola escondida encima y que está sintiendo cierto picor en el dedo a juego con ella. Hay formas de mantener la boca de Landsman cerrada más directas que comprar su silencio con un arma y un puñado de documentos. Cashdollar se levanta de la silla y la devuelve con cuidado a su sitio debajo de la mesa. Hace el gesto de meterse el pulgar entre los dientes pero cambia de opinión.
—¿Me puede devolver mis Kleenex, por favor?
Landsman le lanza el paquete, pero le sale el tiro torcido y Cashdollar no acierta a cogerlo. El paquete de Kleenex cae con un plaf dentro de la caja de galletas rancias y aterriza sobre una zona reluciente de mermelada roja. La furia abre un resquicio en la mirada plácida de Cashdollar, a través del cual se pueden ver sombras prohibidas de monstruos y aversiones. «Lo último que quiere —recuerda Landsman— es que haya líos de ninguna clase.» Cashdollar saca un Kleenex del paquete con las puntas de los dedos y lo usa para secarlo, luego devuelve el resto a la seguridad de su bolsillo derecho. Se vuelve a pasar el botón de más abajo de su jersey por el ojal, y en el breve tirón de la cintura de lana sobre la cadera, Landsman divisa el bulto del sholem.
—Su compañero —le dice a Landsman— tiene mucho que perder. Muchísimo. Y su ex mujer también. Y es algo que los dos saben muy bien. Tal vez sea hora de que llegue usted a la misma conclusión sobre usted mismo.
Landsman reflexiona sobre las cosas que le quedan por perder: un sombrero porkpie. Un ajedrez de viaje y una Polaroid de un Mesías muerto. Un mapa de demarcaciones de Sitka, profano, improvisado, enciclopédico, escenas de crímenes y antros inmundos y matas de zarzamora, impresos en las circunvoluciones de su cerebro. Una niebla invernal que envuelve el corazón como si fuera una manta, tardes de invierno que se prolongan sin fin como discusiones entre judíos. Fantasmas de la Rusia imperial trazados en la cúpula de bulbo de la catedral de San Miguel y de Varsovia en el bamboleo y los gestos de serrucho de un violinista de café. Canales, barcas de pesca, islas, perros callejeros, fábricas de conservas, restaurantes kosher sin carne. La marquesina de neón del Baranof Theatre reflejada en el asfalto mojado, colores diluyéndose como acuarelas mientras sales de un pase de El corazón de las tinieblas de Welles, que acabas de ver por tercera vez, cogido del brazo de la chica de tus sueños.
—A la mierda lo que está escrito —dice Landsman—. ¿Sabe qué? —De repente se siente harto de ganefs y de profetas, de pistolas y de sacrificios y del infinito peso gangsteril de Dios. Está cansado de oír hablar de la Tierra Prometida y del derramamiento inevitable de sangre que se necesita para su redención—. No me importa lo que está escrito. No me importa lo que supuestamente se le prometió a un idiota con sandalias cuya fama se basa en el hecho de que estaba dispuesto a degollar a su hijo por una idea descabellada. Me importan un pimiento las vaquillas rojas y los patriarcas y las plagas de langostas. Un puñado de huesos viejos en la arena. Mi patria la llevo en mi sombrero. Está en el bolso de mi ex mujer.
Se sienta. Se enciende otro cigarrillo.
—Váyase a la mierda —concluye Landsman—. Y que se vaya a la mierda también Jesucristo, era un mariquita.
—Punto en boca, Landsman —dice Cashdollar en voz baja, haciendo un gesto que imita el acto de darle la vuelta a una llave en el agujero de su boca.
42
Cuando Landsman sale del Edificio Ickes y se encaja el sombrero en la cabeza vaciada, descubre que el mundo ha navegado hasta adentrarse en un banco de niebla. La noche es una sustancia fría y pegajosa que se le condensa en forma de gotas en las mangas del abrigo. La plaza Korczak es un cuenco lleno de niebla luminosa, manchado aquí y allí por las pisadas de patas de animales de las farolas de sodio. Medio ciego y calado de frío hasta los huesos, camina con dificultad por la calle Monastir hasta la calle Berlevi y luego a la calle Max Nordau, con calambres en la espalda y migraña y una punzada de dolor agudo en la dignidad. El espacio recientemente ocupado por su mente susurra como la niebla en sus oídos y zumba como un banco de tubos fluorescentes. Tiene la sensación de estar sufriendo un tinnitus del alma.
Cuando entra arrastrándose en el vestíbulo del Zamenhof, Tenenboym le entrega dos cartas. Una es del comité, que le informa de que la audiencia por su conducta en relación con las muertes de Zilberblat y Flederman ha sido programada para la mañana siguiente a las nueve. La otra es una comunicación de la nueva propietaria del hotel. Una tal señora Robin Navin del grupo hotelero Joyce/Generali le ha escrito para informar a Landsman de que se avecinan cambios emocionantes para el Zamenhof en los meses siguientes, que se darán a conocer el primero de enero en el Luxington Parc de Sitka. Parte de esa emoción general emana del hecho de que a Landsman se le ha cancelado el contrato mensual de alquiler, con fecha efectiva del primero de diciembre. Todas las casillas de detrás del mostrador de recepción contienen sobres blancos y alargados, todos ellos encajados en el mismo ángulo fatídico hacia la izquierda en papel acanalado de ochenta gramos. Salvo la casilla etiquetada como 208. En esa no hay nada.
—¿No se ha enterado de nada de lo que ha pasado? —dice Tenenboym después de que Landsman regrese de su viaje epistolar al futuro resplandeciente y gentil del hotel Zamenhof.
—Lo he visto por televisión —dice Landsman, aunque el recuerdo le parece de segunda mano, empañado, un constructo que sus interrogadores le han implantado a base de preguntar sin parar.
—Al principio han dicho que era un error —dice Tenenboym con un palillo dorado meciéndose en una comisura de su boca—. Que unos árabes estaban fabricando bombas en un túnel situado debajo del Monte del Templo. Luego han dicho que ha sido deliberado. Que estaban luchando unos contra otros.
—¿Suníes y chiíes?
—Puede ser. Que alguien no ha tenido suficiente cuidado con un lanzacohetes.
—¿Sirios y egipcios?
—Los que sean. Ha salido el presidente diciendo que tal vez van a intervenir. Que es una ciudad santa para todo el mundo.
—Sí que ha ido rápido —dice Landsman.
El único correo que tiene es una postal que anuncia un gran descuento por hacerse miembro vitalicio de un gimnasio en el que Landsman estuvo haciendo ejercicio durante unos meses antes de su divorcio. Por aquella época se le sugirió que el ejercicio podía irle bien para su estado de ánimo. Fue una buena sugerencia. Landsman no se acuerda de si resultó ser correcta o no. La postal muestra a un judío gordo a la izquierda y a un judío delgado a la derecha. El judío de la izquierda está demacrado, insomne, anquilosado, desgreñado, tiene unas mejillas que parecen dos cucharadas de crema agria y unos ojillos mezquinos y luminosos. El judío de la derecha es esbelto, está bronceado y tiene la barba bien cortada y se le ve relajado y lleno de confianza. Se parece mucho a uno de los jóvenes de Litvak. El judío del futuro, piensa Landsman. La postal lleva a cabo la afirmación inverosímil de que el judío de la izquierda y el judío de la derecha son la misma persona.
—¿Ha visto a la gente de aquí salir a las calles? —dice Tenenboym, cuyo palillo dorado hace clic-clic contra un premolar—. ¿En televisión?
Landsman dice que no con la cabeza.
—Me imagino que estarían bailando.
—Y menudos bailes. Desmayos. Llanto. Un orgasmo multitudinario.
—No me cuente eso antes de comer, se lo suplico, Tenenboym.
—Bendiciendo a los árabes por pelear entre ellos. Bendiciendo el recuerdo de Mahoma.
—Eso parece cruel.
—Uno de esos sombreros negros ha salido diciendo que se va a trasladar a la Tierra de Israel y así conseguirá un buen asiento para cuando aparezca el Mesías. —Se saca el palillo de la boca, examina la punta en busca de señales de un tesoro y lo devuelve a su sitio, decepcionado—. Si me preguntan a mí, yo metería a todos esos chiflados en un avión enorme y los mandaría a todos allí a hacer puñetas, mal rayo los parta.
—¿Eso dice usted, Tenenboym?
—Pilotaría yo mismo el avión.
Landsman vuelve a meter la carta del grupo hotelero Joyce/ Generali en su sobre y se la pasa por encima del mostrador a Tenenboym.
—Tire eso por mí, ¿quiere?
—Tiene usted treinta días, detective —dice Tenenboym—. Encontrará algo.
—Pues claro que sí —dice Landsman—. Todos encontraremos algo.
—A menos que algo nos encuentre primero, ¿verdad?
—¿Y qué me dice de usted? ¿Van a dejarle conservar su trabajo?
—Mi situación está pendiente de revisión.
—Eso parece buena señal.
—O mala.
—Una de dos.
Landsman coge el elevatoro hasta el quinto piso. Recorre el pasillo, con el abrigo enganchado de un dedo doblado sobre el hombro y aflojándose la corbata con la otra mano. La puerta de su habitación silba su sencilla canción: cinco-cero-cinco. No significa nada. Luces en la niebla. Tres números arábigos. Inventados en la India, en realidad, igual que el juego del ajedrez, pero diseminados por los árabes. Suníes, chiíes, sirios, egipcios. Landsman se pregunta cuánto tiempo tardarán las diversas facciones que luchan en Palestina en darse cuenta de que ninguna de ellas ha sido responsable del ataque. Un día o dos, tal vez una semana. Lo bastante como para que la confusión total se asiente, Litvak coloque a sus chicos en sus puestos y Cashdollar mande el apoyo aéreo. Y antes de que uno se dé cuenta, Tenenboym estará trabajando como encargado de noche del Luxington Parc de Jerusalén.
Landsman se mete en la cama y saca su ajedrez de bolsillo. Su atención revolotea a lo largo de las líneas de fuerza y salta de cuadrado en cuadrado en busca del asesino de Mendel Shpilman y Naomi Landsman. Landsman descubre, para su sorpresa y alivio, que ya sabe quién es el asesino: se trata del físico nacido en Suiza, ganador del premio Nobel y jugador mediocre de ajedrez Albert Einstein. Einstein con su pelo parecido a una niebla y su enorme jersey-chaqueta y sus ojos como túneles que se hundían en las profundidades del mismo tiempo. Landsman persigue a Albert Einstein por el hielo blanco como la leche y blanco como la tiza, saltando de un cuadrado a otro en sombras, a través de tableros relativistas de culpabilidad y expiación, a través de la tierra imaginaria de los pingüinos y los esquimales que los judíos nunca consiguieron acabar de heredar.
Su sueño mueve un caballo, y con fervor característico, su hermana pequeña Naomi empieza a explicarle a Landsman la famosa teoría einsteiniana del Eterno Retorno del Judío y cómo solamente se puede explicar en términos del Eterno Exilio del Judío, una prueba que el gran hombre dedujo de observar el balanceo del ala de una avioneta y los movimientos de un penacho oscuro de humo que se elevaba de la ladera de una montaña nevada. El sueño da a luz a otros sueños lentos como icebergs, y el hielo emite un zumbido y un brillo fluorescente. En un momento dado, el zumbido que ha atormentado a Landsman y a su gente desde el amanecer de los tiempos, y que algunos han confundido insensatamente con la voz de Dios, se queda atrapado en las ventanas de la habitación 505 como la luz del sol en el corazón de un iceberg.
Landsman abre los ojos. Por los resquicios de las persianas de lamas, la luz del día zumba como una mosca atrapada. Naomi vuelve a estar muerta, y ese tonto de Einstein es inocente de todas las fechorías del caso Shpilman. Landsman no sabe nada en absoluto. Nota un dolor en el abdomen que al principio confunde con pena antes de decidir, un momento más tarde, que lo que siente en realidad es hambre. El deseo, de hecho, de comer col rellena. Mira la hora en su shoyfer, pero se le ha muerto la batería. El encargado de día le informa, cuando Landsman llama a recepción, de que son las 9.09 de la mañana del jueves. ¡Col rellena! Todos los miércoles por la noche hay noche rumana en el Vorsht, y a la mañana siguiente a la señora Kalushiner siempre le quedan algunas sobras. La vieja bruja sirve el mejor sarmali de todo Sitka. Ligero y denso al mismo tiempo, cambiando la salsa agridulce por el chile, todo regado con crema agria y rematado con ramitos de eneldo fresco. Landsman se afeita y se pone el mismo traje contrahecho y una corbata que descuelga del pomo de la puerta. Está listo para consumir su peso en sarmali. Pero cuando baja al vestíbulo, echa un vistazo al reloj que hay encima de las casillas del correo y se da cuenta de que llega nueve minutos tarde a su audiencia ante el comité de inspección.
Para cuando Landsman llega pataleando como un perro sobre baldosas mojadas al final del pasillo del barracón de la administración y a la habitación 102, lo hace veintidós minutos tarde. Y no encuentra nada más que una larga mesa chapada con cinco sillas, una para cada miembro del comité de inspección, y a su oficial al mando, sentada en el borde de la mesa, con las piernas colgando, cruzadas a la altura de los tobillos, con sus zapatos de salón de punta afilada dirigido directamente al corazón de Landsman. Las cinco enormes sillas de cuero de respaldo alto están vacías.
Bina tiene un aspecto desastroso y al mismo tiempo increíblemente atractivo. Lleva el traje de color marrón gaviota arrugado y mal abotonado. Su pelo parece estar recogido en la nuca con una pajita de plástico de refresco. Las medias le han desaparecido hace tiempo, y sus piernas están desnudas y moteadas de pecas de color claro. Landsman recuerda con un extraño placer cómo ella destrozaba las medias en las que se le había hecho una carrera, rompiéndolas hasta convertirlas en una borla de furia antes de tirarlas a la basura.
—Deja de mirarme las piernas —dice ella—. Para ya, Meyer. Mírame a la cara.
Landsman obedece y mira fijamente las bocas de cañón de la mirada de cañón doble de ella.
—Me he dormido —dice—. Lo siento. Me retuvieron veinticuatro horas y para cuando...
—A mí me han retenido treinta y una horas —dice ella—. Acabo de salir.
—O sea, que a la mierda mis quejas, para empezar.
—Para empezar.
—¿A ti cómo te ha ido?
—Han sido muy amables —dice Bina en tono amargo—. Me he venido abajo por completo. Se lo he contado todo.
—Yo también.
—Así pues —dice ella, señalando la sala donde están con las manos vueltas hacia arriba, como si acabara de hacer desaparecer algo. Su tono jocoso no señala nada bueno—. A ver si lo adivinas.
—Estoy muerto —sugiere Landsman—. El comité me ha rociado con cal y me ha sepultado.
—Pues mira, de hecho —dice ella—, esta mañana me han llamado al móvil, en esta misma sala, a las ocho y cincuenta y nueve. Después de haber hecho un ridículo espantoso y gritado como una posesa hasta que me han dejado salir del Edificio Federal, para poder venir aquí y asegurarme de estar en esa silla detrás de ti, a tiempo y lista para plantarme y defender a mi detective.
—Mmm...
—Han cancelado tu audiencia.
Bina mete la mano en su bolso, hurga en el interior y saca una pistola. La añade a la batería compuesta de su mirada de rifle y las puntas de sus zapatos puntiagudos. Una M-39 recortada. De su cañón cuelga por un cordelito una etiqueta de papel Manila. Ella la mueve trazando una curva en dirección a la cabeza de Landsman. Él consigue cazar la pistola al vuelo, pero no puede atrapar el portainsignias que viene volando detrás de ella. Luego viene una bolsita que contiene el broche de Landsman. Otro breve registro de su bolso produce un impreso de aspecto asesino y sus secuaces triplicados.
—Después de que se haya devanado usted los sesos con este DPD-2255, detective Landsman, habrá sido reincorporado, con paga completa y prestaciones, como miembro activo de la Policía del distrito, División Central de Sitka.
—Vuelvo a trabajar.
—¿Cuánto tiempo? ¿Cinco semanas más? Que lo disfrutes.
Landsman sopesa el sholem como un héroe shakespeariano que contempla un cráneo.
—Tendría que haber pedido un millón de dólares —dice—. Apuesto a que habría aceptado.
—Que se vaya a la mierda —dice Bina—. Que se vayan todos a la mierda. Siempre he sabido que estaban ahí. Ahí abajo en Washington. Ahí arriba por encima de nuestras cabezas. Manejando los hilos. Trazando las directivas. Por supuesto que sabía eso. Lo sabíamos todos. Todos hemos crecido sabiendo eso, ¿verdad? Nos dejan estar aquí de mala gana. Somos invitados. Pero hacía tanto tiempo que nos dejaban en paz, que no se metían en nuestras cosas, que era fácil engañarse a uno mismo. Creerse que uno tenía un poco de autonomía, una pizca, nada espectacular. Yo creía que estaba trabajando para todo el mundo. Ya sabes. Sirviendo al público. Defendiendo la ley. Pero en realidad solamente estaba trabajando para Cashdollar.
—Tú crees que me tendrían que haber despedido, ¿verdad?
—No, Meyer.
—Sé que me paso un poco de la raya. Que me guío por presentimientos. Que voy de bala perdida.
—¿Crees que estoy enfadada porque te han devuelto la placa y la pistola?
—Bueno, no tanto por eso, no. Pero lo de que cancelen la audiencia... Yo sé que a ti te gusta hacer las cosas siguiendo el manual.
—Me gusta seguir el manual —dice ella con voz tensa—. Yo creo en el manual.
—Ya lo sé.
—Si tú y yo hubiéramos seguido un poco más el manual... —dice ella, y entre ellos parece elevarse algo peligroso—. Tú y tus presentimientos, mal rayo los parta.
Entonces él siente el deseo de contársela a ella: la historia que lleva contándose a sí mismo los últimos tres años. Que después de que le arrancaran a Django del cuerpo a ella, Landsman detuvo al médico en el pasillo de delante del quirófano. Bina le había dado instrucciones a Landsman de que le preguntara a aquel buen médico si le podían dar alguna utilidad, para algún proyecto o estudio, a los huesecillos y órganos a medio formar.
—Mi mujer se estaba preguntando... —empezó a decir Landsman, luego le falló la voz.
—¿Si había algún defecto visible? —dijo el médico—. No. Nada de nada. El bebé parecía ser normal. —Y añadió, demasiado tarde, al ver la expresión de horror que floreció en la cara de Landsman—: Por supuesto, eso no quiere decir que no hubiera ningún defecto.
—Por supuesto —dijo Landsman.
Nunca volvió a ver a aquel médico. El destino final del pequeño cuerpo, del niño que Landsman sacrificó al dios de sus oscuros presentimientos, fue algo que él nunca tuvo corazón ni estómago para investigar.
—Yo he hecho el mismo puto trato, Meyer —dice Bina antes de que él se pueda confesar con ella—. Por mi silencio.
—¿Que te dejen seguir siendo poli?
—No. Que te dejen a ti.
—Gracias —dice Landsman—. Muchas gracias, Bina. Te lo agradezco.
Ella se aprieta la cara con las manos y se masajea las sienes.
—Yo también te lo agradezco a ti —dice ella—. Te agradezco que me recuerdes la mierda que es todo esto.
—No se merecen —dice él—. Me alegro de haber sido útil.
—Puto señor Cashdollar. No se le mueve ni un pelo de la cabeza. Es como si los tuviera soldados.
—A mí me ha dicho que no tuvo nada que ver con lo de Naomi —dice Landsman. Hace una pausa y se mordisquea el labio—. Me ha dicho que fue el hombre que había en su puesto antes que él.
Intenta mantener la cabeza alta mientras lo dice, pero al cabo de un momento se encuentra a sí mismo mirándose las costuras de los zapatos. Bina estira la mano, vacila y por fin le da un apretón cariñoso en el hombro. Le deja la mano sobre el cuerpo durante un par de segundos, el tiempo suficiente para desgarrar un par de costuras en Landsman.
—También ha negado estar involucrado en lo de Shpilman. Aunque me he olvidado de preguntarle por Litvak. —Landsman levanta la vista y ella aparta la mano—. ¿No te ha dicho a ti Cashdollar adónde se lo han llevado? ¿Está de camino a Jerusalén?
—Ha intentado hacerse el misterioso sobre la cuestión, pero creo que simplemente no tiene ni idea. Le he oído hablar por su teléfono móvil y decirle a alguien que iban a traer un equipo forense de Seattle para que inspeccionara la habitación del Blackpool. Tal vez lo ha dicho para que yo lo oyera. Pero tengo que decir que todos parecían desconcertados en relación con nuestro amigo Alter Litvak. Parece que no tienen ni idea de dónde está. Tal vez ha cogido el dinero y se ha largado. A estas alturas ya podría estar a medio camino de Madagascar.
—Tal vez —dice Landsman, y luego, más despacio—: tal vez.
—Que Dios me asista, noto que se acerca otro presentimiento.
—Me has dicho que me dabas las gracias.
—Lo decía con ironía, sardónicamente. Sí.
—Mira, me iría bien un poco de apoyo. Quiero echarle otro vistazo a la habitación de Litvak.
—No podemos ir al Blackpool. Todo el establecimiento está sellado por alguna clase de operación federal secreta.
—Pero es que yo no quiero entrar en el Blackpool. Quiero ir debajo del Blackpool.
—¿Debajo?
—He oído que podría haber, bueno, túneles allí abajo.
—Túneles.
—Túneles Varsovia, creo que se llaman.
—Necesitas que te coja la mano —dice ella—. En un viejo túnel oscuro y terrible.
—Solo en sentido metafórico —dice él.
43
En lo alto de las escaleras, Bina saca una linterna-llavero de su bolso de piel de borrego y se la pasa a Landsman. La linterna anuncia, o tal vez representa a modo de alegoría, los servicios de una funeraria de Yakovy. Luego aparta a un lado unos cuantos expedientes, un fajo de documentos judiciales, un cepillo para el pelo de madera, un boomerang momificado que muy bien podría haber sido un plátano dentro de una bolsa con autocierre, un ejemplar de People, y por fin saca un arnés negro y blando que sugiere juegos sexuales sadomasoquistas y equipado con una especie de botecito redondo. Mete la cabeza en él y se envuelve el pelo con la redecilla negra. Cuando se incorpora y gira la cabeza, una lente plateada reluce y se apaga, peinando con su luz la cara de Landsman. Landsman nota la inminencia de la oscuridad, siente que la misma palabra «túnel» le abre un surco en la caja torácica.
Bajan las escaleras y cruzan la sala de objetos perdidos. La marta disecada les dedica una sonrisa lasciva cuando pasan a su lado. El lazo de cuerda de la portezuela del hueco se balancea. Landsman trata de recordar si lo devolvió a su gancho antes de su poco gloriosa retirada del pasado jueves por la noche. Permanece allí de pie, peinando sus recuerdos, y por fin se rinde.
—Yo voy primero —dice Bina.
Se apoya en sus rodillas desnudas y se introduce lentamente por el hueco. Landsman se queda esperando atrás. Su pulso acelerado, su lengua seca, sus sistemas autónomos están atrapados en la tediosa historia de su fobia, pero la radio a galena que le entregan a todos los judíos al nacer, sintonizada para recibir transmisiones del Mesías, resuena al ver el culo de Bina, su larga curva hendida que parece alguna clase de letra de un alfabeto mágico, una runa con poder para mover a un lado la losa de piedra tras la cual él ha sepultado su deseo de ella. Le traspasa el corazón la idea de que, por potente que sea el hechizo que ese culo sigue ejerciendo sobre él, ya nunca más volverá a tener permiso, maravilla de maravillas, de morderlo. Luego el trasero desaparece en la oscuridad, junto con el resto de ella, y Landsman se queda abandonado a su suerte. Murmura para sí mismo, razona consigo mismo, se desafía a sí mismo a ir detrás de ella, y entonces Bina dice: «Entra», y Landsman obedece.
Ella abarca con las yemas de los dedos un arco del disco de contrachapado, lo levanta y se lo pasa a Landsman, con el resplandor de la linterna de él parpadeando sobre su cara y con una solemnidad traviesa que él llevaba años sin ver. Cuando eran chavales, él se colaba en el dormitorio de ella por la noche, entrando y saliendo a hurtadillas por la ventana para dormir con ella, y aquella era la cara que ella ponía al levantar la ventana de guillotina.
—¡Hay una escalera de mano! —dice ella—. Meyer, ¿no bajaste por ella la noche que estuviste aquí?
—Bueno, no, es que yo no, la verdad es que no estaba...
—Ya, vale —dice ella en tono amable—. Ya lo sé.
Ella desciende poco a poco, un peldaño de acero tras otro, y nuevamente Landsman la sigue. Cuando Bina se deja caer al fondo, él oye su gruñido y el ruido metálico de sus zapatos. Luego él cae a la oscuridad. Ella lo atrapa y consigue a medias mantenerlo de pie. La lámpara que tiene Bina en la frente salpica de luz aquí, aquí y allí, trazando un rápido bosquejo del túnel.
Se trata de otra tubería de aluminio, que discurre en perpendicular a la tubería por la que acaban de bajar. Cuando Landsman se incorpora, su sombrero roza el arco superior de la misma. Por detrás de ellos termina en una cortina de tierra negra y húmeda y por el otro lado se aleja de ellos en línea recta, por debajo de la calle Max Nordau y en dirección al Blackpool. El aire es frío y errático, con un matiz a hierro. Hay colocado un suelo de enchapado, y mientras avanzan por el mismo repiqueteando, sus luces captan las huellas de los hombres que han pasado por allí.
Cuando calculan que deben de andar por la mitad de Max Nordau, se cruzan con otra tubería que discurre hacia el este y hacia el oeste, conectando el túnel en el que están con la red instalada para defenderse de la probabilidad de la futura aniquilación. Túneles que llevan a túneles, almacenes y búnkers.
Landsman piensa en la cohorte de yids que llegaron con su padre, aquellos que no estaban rotos por el sufrimiento ni el horror, sino más bien llenos de decisión. Los antiguos partisanos, los miembros de la resistencia, pistoleros comunistas, saboteadores sionistas de izquierdas —la chusma, como se les caracterizaba en los periódicos del sur— que aparecieron en Sitka después de la guerra con sus almas vulcanizadas y que libraron con los Osos Polares como Hertz Shemets su breve batalla destinada al fracaso por el control del distrito. Lo sabían, aquellos hombres osados y devastados, sabían igual que conocían el sabor de sus lenguas en sus bocas que un día sus salvadores los traicionarían. Llegaron a aquel país salvaje que nunca había visto a un judío y se dedicaron a prepararse para el día en que se les juntaría a todos, se les expulsaría, se les obligaría a plantarse. Luego, uno por uno, aquellos hombres y mujeres listos como el hambre y llenos de rabia serían captados por el sistema, disuadidos, engordados, enfrentados los unos a los otros, o bien desdentados por el tío Hertz y sus interminables operaciones.
—No todos —dice Bina con una voz, como la de Landsman, que rebota haciendo carambolas en las paredes de aluminio del túnel—. Algunos de ellos simplemente se acomodaron aquí. Empezaron a olvidarse un poco. Se sintieron en casa.
—Supongo que eso es lo que pasa siempre —dice Landsman—. Egipto. España. Alemania.
—Se debilitaron. Es humano debilitarse. Tenían sus vidas. Venga ya.
Siguen los plafones hasta que llegan a otra tubería que sube hacia arriba, también recorrida por una escalera de mano.
—Esta vez ve tú primero —dice Bina—. Deja que sea yo quien te mira el culo para variar.
Landsman sube a pulso hasta el peldaño más bajo y luego trepa hasta lo alto. A través de una grieta o un agujero de la tapa que cierra el extremo superior de la tubería se entrevé un resquicio de luz débil. Landsman hace fuerza contra la trampilla y esta le devuelve la presión, una gruesa lámina de contrachapado que se niega a moverse y a doblegarse. Él la empuja con el hombro.
—¿Qué pasa? —dice Bina desde debajo de los pies de él, con la luz de su lámpara temblándole en los ojos.
—No se mueve —dice Landsman—. Debe de haber algo encima. O tal vez...
Busca a tientas el agujero y su mano roza algo frío y rígido. Se aparta instintivamente y al cabo de un momento sus dedos regresan para distinguir el tacto de una vara de hierro, un cable, muy tenso. Lo enfoca con su linterna. Un cable encauchado, anudado y pasado por el interior del agujero de la tapa, luego tensado al máximo y amarrado al peldaño superior de la escalera de mano que hay debajo.
—¿Qué hay, Meyer? ¿Qué han hecho?
—La han amarrado bien para que nadie pueda bajar detrás de ellos —dice Landsman—. La han atado con una buena cuerda.
44
Un viento ganef ha llegado procedente del continente para saquear el tesoro de lluvia y niebla de Sitka, dejando atrás nada más que telarañas y un penique reluciente dentro de una bóveda de azul pulimentado. A las 12.03 el sol ya ha fichado a la salida del trabajo. Al hundirse, mancha los adoquines y el estuco de la plaza con una vibración de luz color violín que habría que ser una piedra para no encontrar conmovedora. Puede que Landsman, mal rayo lo parta, sea un shammes, pero no es una piedra.
Al entrar en coche en la isla Verbov, en dirección oeste por la avenida Doscientos veinticinco, él y Bina captan en todas las esquinas fuertes ráfagas de olor de los tzimmes burbujeantes que se están cociendo por toda la ciudad. El olor se vuelve más intenso y cargado de placer y de pánico en esta isla que en ninguna otra parte. Los letreros y pancartas anuncian la proclamación inminente del reino de David y exhortan a los piadosos a prepararse para el regreso a Eretz Yisroel. Muchos de los letreros parecen espontáneos, escritos con esprays goteantes sobre sábanas y láminas de papel de carnicero. En las calles laterales, multitudes de mujeres y de comerciantes se gritan los unos a los otros, intentando contener o inflar el precio de las maletas, el jabón concentrado para la ropa, el protector solar, las pilas, las chocolatinas energéticas y los rollos de lana de grosor tropical. En las profundidades de los callejones, se imagina Landsman, un mercado más silencioso arde como un fuego lento: medicinas, oro, armas automáticas. Pasan con el coche junto a grupos acurrucados de genios callejeros que reparten comentarios acerca de a qué familias se les dará qué contratos cuando lleguen a Tierra Santa, qué mafiosos dirigirán los tinglados con la policía, el contrabando de cigarrillos y las franquicias de venta de armas. Por primera vez desde que Gaystik ganó el campeonato, desde la Exposición Universal, tal vez por primera vez en sesenta años, o eso le parece a Landsman, algo está pasando realmente en el distrito de Sitka. Aunque ni siquiera los más versados de los rabinos de las aceras tienen la menor idea de en qué va a acabar ese algo.
Pero cuando llegan al corazón de la isla, la fiel réplica del corazón perdido del viejo Verbov, no hay ni rastro del final del exilio, de la subida rampante de los precios ni de la revolución mesiánica. En el extremo ancho de la plaza, la casa del rabino verbover se yergue con aspecto tan sólido y eterno como la casa de un sueño. El humo se apresura como un pago desde su magnífica chimenea, solamente para ser detenido por el viento. Los Rudashevsky matinales holgazanean lúgubremente en sus puestos, y en el caballete de la casa, el gallo negro está posado, sacudiendo los faldones de su traje y empuñando su mandolina semiautomática. Alrededor de la plaza, las mujeres describen los circuitos ordinarios de su jornada, empujando cochecitos de bebé seguidos de una estela de niños y niñas demasiado pequeños para ir a la escuela. Aquí y allí se detienen para tejer y destejer las madejas de aliento que las enredan entre ellas. Los trozos de periódicos, las hojas caídas y el polvo montan partidas improvisadas de dreydl bajo los arcos de las casas. Un par de hombres con abrigos largos avanzan contra el viento, con rumbo a la casa del rabino, con los tirabuzones al viento. Por primera vez la queja tradicional, equivalente a un credo o por lo menos a una filosofía, del judío de Sitka —«A nadie le importamos una mierda, atrapados aquí entre Hoonah y Hotzeplotz»— le parece a Landsman que ha sido una bendición durante los últimos sesenta años, y no la aflicción que todos ellos, en su rincón perdido de la geografía y la historia, suponían.
—¿Quién más va a querer vivir en este corral de gallinas? —dice Bina haciéndose eco de los pensamientos de él al estilo de ella, subiéndose la cremallera de su parka de color naranja por encima de su barbilla. Ella cierra de un golpe la portezuela del coche de Landsman e intercambia miradas furiosas rituales con un grupo de mujeres que hay en la acera de delante de la tienda del experto en demarcaciones—. Este lugar es como un ojo de cristal, es una pata de palo, no se puede empeñar.
Delante del sombrío garaje, el mozo tortura un trapo con un palo de escoba. El trapo está empapado en un disolvente de olor psicotrópico, y al chico lo han exiliado a tres islas desesperadas de grasa de automóvil sobre el cemento. Utiliza el extremo de su palo para pinchar y acariciar el trapo. Cuando por fin ve a Bina, lo hace con una mezcla satisfactoria de horror y admiración. Si Bina fuera el Mesías venido a redimirlo con una parka naranja, la expresión de la cara del pisher sería más o menos la misma. Su mirada se engancha en ella y luego ella la tiene que desenganchar con cuidado brutal, como alguien que está arrancando su lengua de un surtidor de agua helado.
—¿El reb Zimbalist? —dice Landsman.
—Está ahí —dice el muchacho señalando con la cabeza hacia la puerta de la tienda—. Pero está muy ocupado.
—¿Tan ocupado como tú?
El mozo le da al trapo otro pinchazo descuidado.
—Yo le estaba estorbando. —Lleva a cabo la cita con una floritura de autocompasión y luego señala a Bina con un pómulo sin implicar ningún otro de los rasgos de su cara en el gesto—. Ella no puede entrar —dice con firmeza—. No es apropiado.
—¿Ves esto, encanto? —Bina acaba de sacar la placa—. Soy como un regalo en metálico. Apropiada para cualquier ocasión.
El mozo da un paso atrás, y el mango de la fregona desaparece detrás de su espalda, como si de alguna manera le pudiera incriminar—. ¿Vienen a detener al reb Itzik?
—A ver —dice Landsman, dando un paso hacia el mozo—, ¿por qué íbamos a hacer eso?
Una de las cosas que tienen los mozos salidos de la yeshiva es que saben lidiar con las preguntas.
—¿Cómo lo voy a saber? —dice—. Si yo fuera un abogado señoritingo, díganme, por favor, ¿acaso estaría aquí chapoteando con un trapo en la punta de un palo?
Dentro de la tienda, están reunidos alrededor de la mesa grande de los mapas Itzik Zimbalist y sus hombres, una docena de judíos fornidos con monos de trabajo amarillos y con las barbillas tapizadas por los rollos envueltos en redecillas de sus barbas. La presencia de una mujer revolotea entre ellos como una polilla molesta. Zimbalist es el último en levantar la vista del problema que hay extendido en la mesa que tienen delante. Cuando ve quién acaba de llegar con la última pregunta espinosa para el experto en demarcaciones, asiente con la cabeza y gruñe de forma vagamente malhumorada, como si Landsman y Bina llegaran tarde a su cita.
—Buenos días, caballeros —dice Bina, con una voz extrañamente aflautada y poco persuasiva en este gran garaje masculino—. Soy la inspectora Gelbfish.
—Buenos días —dice el experto en demarcaciones.
Su cara afilada y descarnada es tan ilegible como el filo de un cuchillo o como una calavera. Enrolla el mapa o el plano con manos hábiles, lo ata con un cordel y se gira para encajarlo en el estante, donde lo hace desaparecer en medio de un millar de congéneres. Sus movimientos son los de un anciano para quien la prisa es un vicio olvidado. Sus pasos son entrecortados, pero sus manos son corteses y precisas.
—Se ha acabado el almuerzo —les dice a sus hombres, aunque no se ve ni rastro de comida por ninguna parte.
Los hombres vacilan, formando un eruv irregular alrededor del experto en demarcaciones, listos para protegerlo de los problemas laicos que hay plantados con un par de placas de policía en medio de ellos.
—Tal vez tendrían que quedarse —dice Landsman—. Tal vez tengamos que hablar también con ellos.
—Esperad en las furgonetas —les dice Zimbalist—. Estáis estorbando.
Ellos empiezan a cruzar la zona de almacén en dirección al garaje. Uno de los empleados se gira, palpándose nerviosamente el rollo de su barba.
—Ya que parece que se ha acabado el almuerzo, reb Itzik, ¿le importa que cenemos ahora?
—Desayunad también —dice Zimbalist—. Vais a estar levantados toda la noche.
—¿Hay mucho que hacer? —dice Bina.
—¿Estáis de broma? Van a tardar años en empaquetar todo este jaleo. Voy a necesitar un contenedor de carga.
Va a la tetera eléctrica y empieza a preparar tres tazas.
—Nu, Landsman, he oído que perdió usted esa placa que tiene durante una temporada —dice.
—Usted oye muchas cosas, ¿no? —dice Landsman.
—Yo oigo lo que oigo.
—¿Ha oído usted alguna vez que se excavaron túneles por debajo de todo el Untershtat por si los americanos nos traicionaban y decidían organizar una aktion?
—Yo diría que me suena —dice Zimbalist— ahora que lo menciona.
—¿Y por casualidad no tendría usted un mapa de esos túneles que muestre por dónde van, cómo se conectan entre ellos, etcétera?
El anciano todavía les está dando la espalda, rasgando los sobrecitos de papel donde van las bolsitas del té.
—Si no lo tuviera —dice—, ¿qué clase de experto en demarcaciones sería?
—Así que si por cualquier razón quisiera usted, por ejemplo, meter o sacar a alguien del sótano del hotel Blackpool de la calle Max Nordau sin ser visto, ¿podría usted hacerlo?
—¿Y por qué iba a querer hacer eso? —dice Zimbalist—. En ese antro asqueroso no alojaría ni al chihuahua de mi suegra.
Desenchufa la tetera antes de que el agua hierva y sumerge las bolsas de té uno, dos y tres. Pone las tazas en una bandeja junto con un tarro de mermelada y tres cucharillas y los tres se sientan a la mesa de él en el rincón. Las bolsas de té entregan involuntariamente su color al agua tibia. Landsman reparte papiros y los enciende. De las furgonetas viene el sonido de hombres gritando, o riendo, Landsman no está del todo seguro.
Bina da un paseo por el taller, admirando el volumen y la variedad de las cuerdas, caminando con cuidado para evitar una planta rodadora de cable enredado, de goma gris con un muñón de cobre de color rojo sangre.
—¿Alguna vez ha cometido una equivocación? —le pregunta Bina al experto en demarcaciones—. ¿Le ha dicho a alguien que puede pasar por donde no le está permitido pasar? ¿O ha trazado una línea donde no hace falta trazar ninguna?
—No me atrevo a cometer equivocaciones —dice Zimbalist—. Violar el sabbath es una ofensa grave. Si la gente empieza a pensar que no puede fiarse de mis mapas, estoy acabado.
—Todavía no tenemos una huella de balística de la pistola que mató a Mendel Shpilman —dice Bina con cuidado—. Pero tú viste la herida, Meyer.
—La vi.
—¿Tenía aspecto de haber sido hecha con una Glock, por ejemplo, o una TEC-9, o alguna clase de automática?
—En mi humilde opinión —dice Landsman—, no.
—Has pasado un montón de tiempo bien aprovechado con la banda de Litvak y sus armas de fuego.
—Y he disfrutado al máximo.
—¿Viste algo en su caja de juguetes que no fuera una automática?
—No —dice Landsman—. No, inspectora, nada de nada.
—¿Y qué demuestra eso? —dice Zimbalist depositando su trasero dolorido sobre el cojín en forma de donut inflable de su silla de despacho—. Y, lo que es más importante, ¿por qué me tiene que importar a mí?
—Además del interés general y personal que tiene usted en ver cómo se hace justicia en este asunto, por supuesto —dice Bina.
—Además de eso —dice Zimbalist.
—Detective Landsman, ¿cree usted que Alter Litvak mató a Shpilman u ordenó que lo mataran?
Landsman mira fijamente al experto en demarcaciones a la cara y dice:
—Él no fue. No lo haría. No solo necesitaba a Mendel. El yid había empezado a creer en Mendel.
Zimbalist parpadea y se palpa el filo de su nariz, reflexionando sobre la cuestión, como si fuera el rumor de un arroyo recién nacido que le va a obligar a redibujar uno de sus mapas.
—No me lo trago —concluye—. Cualquier otra persona, vale. Quien sea. Pero de ese yid no.
Landsman no se molesta en discutir. Zimbalist coge su taza de té. Una veta de óxido se retuerce en el agua como la cinta del interior de una canica.
—¿Qué haría usted si algo que ha estado diciendo a todo el mundo que es una de las líneas de su mapa —dice Bina— resultara ser, por ejemplo, un pliegue del papel? Un pelo. Una raya accidental hecha a bolígrafo. Algo parecido. ¿Se lo diría usted a alguien? ¿Acudiría al rabino? ¿Admitiría que ha cometido una equivocación?
—Eso no pasaría nunca.
—Pero si pasara, ¿sería capaz de vivir consigo mismo?
—Si supiera usted que ha mandado a un inocente a la cárcel durante muchos años, inspectora Gelbfish, para el resto de su vida, ¿sería capaz de vivir consigo misma?
—Pasa todo el tiempo —dice Bina—. Pero aquí estoy.
—Pues bueno —dice el experto—, supongo que sabe usted cómo me siento. Por cierto, yo uso el término «inocente» de forma muy amplia.
—Yo también —dice Bina—. De eso no cabe duda.
—En toda mi vida solamente he conocido a un hombre a quien describiría usando esa palabra.
—Pues ya conoce a más que yo —dice Bina.
—Y que yo —dice Landsman echando de menos a Mendel Shpilman como si durante muchos años hubieran sido amigos del alma—. Siento mucho decirlo.
—¿Saben qué está diciendo la gente? —dice Zimbalist—. ¿Esos genios entre los que vivo? Están diciendo que Mendel va a volver. Que todo está sucediendo tal como está escrito. Que cuando lleguen a Jerusalén, Mendel va a estar allí, esperándolos. Listo para reinar en Israel.
Al experto en demarcaciones le empiezan a caer lágrimas por las cetrinas mejillas. Al cabo de un momento Bina se saca un pañuelo del bolso, limpio y planchado. Zimbalist lo coge y se lo queda mirando un momento. Luego emite un enorme tekiah con el shofar de su nariz.
—Me gustaría volver a verlo —dice—. Lo admito.
Bina se echa el bolso al hombro, y este reanuda su misión perpetua de arrastrarla hacia abajo.
—Coja sus cosas, señor Zimbalist.
El anciano parece sorprendido. Frunce los labios como si estuviera intentando encender un puro invisible. Coge un trozo de correa de cuero sin curtir que hay tirado en su mesa, le hace un nudo y lo vuelve a dejar. Luego lo coge otra vez y lo desata.
—Mis cosas —dice por fin—. ¿Me está diciendo que estoy detenido?
—No —dice Bina—. Pero me gustaría que viniera usted con nosotros para que podamos hablar un poco más. Tal vez quiera usted llamar a su abogado.
—A mi abogado —dice.
—Creo que sacó usted a Alter Litvak de su habitación de hotel. Creo que ha hecho usted algo con él, lo ha metido en hielo, tal vez lo haya matado. Me gustaría averiguarlo.
—No tiene usted pruebas —dice Zimbalist—. Está haciendo conjeturas.
—Tiene una pequeña prueba —dice Landsman.
—De un metro de largo —dice Bina—. ¿Puede usted colgar a un hombre con un metro de cuerda, señor Zimbalist?
El experto niega con la cabeza, medio irritado y medio divertido, tras recobrar la compostura y el aplomo.
—Están ustedes perdiendo el tiempo y haciéndomelo perder a mí —dice—. Tengo una cantidad enorme de trabajo por hacer. Y ustedes mismos admiten, según sus propias teorías, que no han descubierto a quien sea que mató a Mendele. Así que con todos los respetos, ¿por qué no se limitan a preocuparse de eso y me dejan en paz? Vuelvan cuando hayan descubierto al verdadero asesino y yo les diré lo que sé de Litvak, que ahora mismo, por cierto, es eterna y oficialmente nada.
—No funciona así —dice Landsman.
—De acuerdo —dice Bina.
—¡De acuerdo! —dice Zimbalist.
Landsman mira a Bina.
—¿De acuerdo?
—Nosotros atrapamos a quien mató a Mendel Shpilman —dice Bina—, y usted nos da información. Información útil sobre la desaparición de Litvak. Y si sigue vivo, me da usted a Litvak.
—Trato hecho —dice el experto en demarcaciones. Saca su garra derecha, toda manchas de la edad y nudillos, y Bina se la estrecha.
Sintiéndose aturdido, Landsman se pone de pie y estrecha la mano del experto en demarcaciones. Luego sigue a Bina fuera de la tienda y ambos salen al crepúsculo, y su asombro se intensifica cuando descubre que Bina está llorando. Y a diferencia de Zimbalist, sus lágrimas son de furia.
—No me puedo creer que yo haya hecho eso —dice sirviéndose a sí misma un pañuelo de papel de su montón interminable—. Es la clase de cosa que harías tú.
—La gente que conozco no para de tener ese problema —dice Landsman—. De pronto se ponen a actuar como yo.
—Somos agentes de la ley. Defendemos la ley.
—El pueblo del libro —dice Landsman—. Por así decirlo.
—Vete a la mierda.
—¿Quieres volver ahí dentro y detenerlo? —dice él—. Podemos hacerlo. Tenemos el cable del túnel. Podemos retenerlo. Empezar por ahí.
Ella dice que no con la cabeza. El mozo los está mirando desde su mapa de manchas, tirando hacia arriba del trasero de sus pantalones de sarga y contemplándolo todo. Landsman decide que es mejor sacarla de allí. La rodea con el brazo por primera vez en tres años y la acompaña hasta el Super Sport, luego da la vuelta al coche hasta su lado y se pone al volante.
—La ley —dice ella—. Ya ni siquiera sé de qué ley estoy hablando. Ahora simplemente me lo estoy inventando todo.
Permanecen sentados en silencio mientras Landsman pugna con el perpetuo problema detectivesco de verse obligado a decir lo que es obvio.
—Creo que me gusta esta nueva Bina loca, confusa y todo eso —dice—. Pero me temo que debo señalar que no tenemos pistas reales sobre el caso Shpilman. Ni testigos. Ni sospechoso.
—Pues mira, será mejor que tú y tu compañero me traigáis un sospechoso —dice ella—. ¿No crees?
—Sí, señora.
—Vamos, pues.
Él arranca el motor y pone el Super Sport en marcha.
—Espera —dice ella—. ¿Qué es eso?
Al otro lado de la plaza, un enorme cuatro por cuatro negro para junto al lado este de la casa del rabino. Del interior salen dos Rudashevksy. Uno de ellos da la vuelta al vehículo para abrir la portezuela trasera. El otro espera al pie de la escalera lateral, con las manos vagamente entrelazadas detrás de la espalda. Un momento más tarde salen dos Rudashevsky más de la casa, cargando lo que parecen ser varios centenares de metros cúbicos de bolsas de viaje French pintadas a mano. A toda prisa y mostrando poco respeto por las leyes de la geometría sólida, los cuatro Rudashevsky se las apañan para encajar todas las maletas y bolsas en la parte de atrás del cuatro por cuatro.
En cuanto han logrado esa hazaña, un buen cacho de la casa en sí se desprende y les cae en los brazos, vestido con un espléndido abrigo de alpaca de color beige. El rabino verbover no levanta la vista, ni la vuelve atrás, ni tampoco contempla el mundo que él reconstruyó y que ahora está abandonando. Deja que los Rudashevsky lleven a cabo su origami cuántico sobre él, plegándolo a él y a sus bastones en el asiento trasero del cuatro por cuatro. El yid se limita a unirse a su equipaje y a salir rodando.
Cincuenta y cinco segundos más tarde, un segundo cuatro por cuatro se detiene junto a la casa y dos mujeres con vestidos largos y las cabezas cubiertas son ayudadas a entrar en la parte de atrás junto con su ciudad entera de equipaje y una serie de niños. El proceso se repite con varias mujeres y criaturas y varios cuatro por cuatro negros durante los siguientes once minutos.
—Espero que tengan un avión muy grande —dice Landsman.
—Yo no la he visto —dice Bina—. ¿La has visto tú?
—Creo que no. Ni tampoco a la grandullona de Shprintzl.
Medio segundo más tarde, a Bina le suena el shoyfer.
—Gelbfish. Sí. Nos lo estábamos preguntando. Sí. Entiendo. —Cierra el teléfono de golpe—. Da la vuelta a la casa —dice—. Ella ha visto tu coche.
Landsman guía el Super Sport por un callejón estrecho y lo introduce en un patio que hay detrás de la casa del rabino. Aparte del coche, no hay nada que hubiera desentonado hace cien años. Losas de piedra, paredes de estuco, cristal emplomado y una larga galería con entramado de madera. Las losas están resbaladizas, y cae agua de una hilera de helechos enmaletados que cuelgan de la parte inferior de la galería.
—¿Ella va a salir?
Bina no contesta, y al cabo de un momento se abre una puerta de madera azul en un ala baja de la casa enorme y alta. El ala forma un ángulo torcido respecto al resto de la casa, y está combada con precisión pintoresca. Batsheva Shpilman sigue vestida más o menos para un funeral, con la cabeza y la cara envueltas en un velo largo y tupido. No cruza el espacio de tal vez dos metros y medio que la separa del coche. Se limita a quedarse de pie en el umbral con la fiel mole de Shprintzl Rudashevsky acechando en las sombras de detrás de ella.
Bina baja la ventanilla de su lado.
—¿No se marcha usted? —dice.
—¿Lo han cogido ya?
Bina no se anda con juegos ni con estupideces. Se limita a negar con la cabeza.
—Entonces no me marcho.
—Puede que tardemos. En realidad puede que tardemos más tiempo del que tenemos.
—Ciertamente confío en que no —dice la madre de Mendel Shpilman—. Ese Zimbalist está mandando a sus idiotas con sus pijamas amarillos aquí para que numeren hasta la última piedra de esta casa para poder desmontarla y luego volver a montarla en Jerusalén. Si dentro de dos semanas no me he marchado, estaré durmiendo en el garaje de Shprintzl.
—Sería un gran honor para mí —dice algo que debe de ser o bien un burro parlante muy solemne o bien Shprintzl Rudashevsky desde detrás de la mujer del rabino.
—Lo atraparemos —dice Bina—. El detective Landsman me acabar de hacer el juramento de que así será.
—Sé lo que valen sus promesas —dice la señora Shpilman—. Y usted también.
—¡Eh! —dice Landsman, pero ella ya se ha girado y ha regresado al edificio pequeño y torcido del que salió.
—Muy bien —dice Bina dando una palmada—. Manos a la obra. ¿Qué hacemos ahora?
Landsman da un golpecito al volante, pensando en sus promesas y en lo que valen. Nunca le ha sido infiel a Bina. Pero no hay duda de que lo que rompió el matrimonio fue la falta de fe de Landsman. No la fe en Dios, ni tampoco en Bina y en su carácter, sino en el precepto fundamental de que todo lo que les sucedió desde el momento en que se conocieron, tanto lo bueno como lo malo, estaba predestinado. Esa fe estúpida del coyote que te mantiene en el aire siempre y cuando no dejes de engañarte a ti mismo y decir que puedes volar.
—Yo llevo todo el día con antojo de col rellena —dice.
45
Desde el verano de 1986 a la primavera de 1988, cuando desafiaron los deseos de los padres de Bina y se fueron a vivir juntos, Landsman estuvo entrando y saliendo secretamente de la casa de los Gelbfish para hacer el amor con ella. Todas las noches a menos que estuvieran peleados, y a veces también en lo peor de sus peleas, Landsman trepaba por la tubería y se colaba por la ventana del dormitorio de Bina para compartir su estrecha cama. Justo antes del amanecer, ella lo mandaba otra vez abajo.
Esta noche ha tardado más y le ha costado más esfuerzo de lo que a su vanidad le gustaría admitir. Cuando estaba pasando la marca de mitad de camino, justo por encima de la ventana del comedor del señor Oysher, a Landsman se le ha resbalado el mocasín y se ha quedado colgado y temblando por encima del vacío negro del jardín de los Gelbfish. Las estrellas en lo alto, el Oso, la Serpiente, han intercambiado posiciones con el rododendro y lo que queda del sukkoh de los vecinos. Al volver a agarrarse, Landsman se ha rasgado la pernera de los pantalones con el soporte de aluminio, su viejo enemigo en la lucha por el control de la tubería de desagüe. Los preliminares entre los amantes han empezado con Bina haciendo una bola con un pañuelo de papel para cortar la hemorragia del corte de la espinilla de Landsman. Su espinilla llena de manchas y pecas, con su extraño florecimiento de pelo negro en la mitad.
Permanecen acostados de lado, una pareja de yids maduros pegados como las páginas de un álbum. Los omóplatos de ella se le clavan a él en el pecho. Las protuberancias de las rótulas de él están encajadas en el dorso blando y húmedo de las rodillas de ella. Los labios de él pueden soplar suavemente junto a la taza de té de la oreja de ella. Y una parte de Landsman que ha sido el símbolo y la sede de su soledad durante muchísimo tiempo ha encontrado refugio dentro de su oficial al mando, con quien pasó doce años casado. Aunque es cierto que su puesto dentro de ella se ha vuelto precario. Un estornudo fuerte podría sacarlo de allí.
—Todo el tiempo —dice Bina—. Dos años.
—Todo el tiempo.
—Ni una vez.
—Ni una.
—¿No te sentías solo?
—Bastante solo.
—¿Y triste?
—Hundido. Pero nunca lo bastante hundido ni solo como para engañarme a mí mismo hasta el punto de creer que tener relaciones sexuales con una judía cualquiera iba a hacerme sentir mejor.
—De hecho, el sexo con desconocidos solamente empeora las cosas —dice ella.
—Hablas por experiencia.
—Follé con un par de hombres en Yakovy. Si es lo que quieres saber.
—Es extraño —dice Landsman, tras reflexionar—. Pero me parece que no quiero.
—Un par o tres.
—No necesito un informe.
—O sea, nu —dice ella—, ¿tú simplemente te hacías pajas?
—Con una disciplina que te parecería sorprendente en un yid tan rebelde.
—¿Y ahora? —dice ella.
—¿Ahora? Ahora sería una locura —dice—. Por no mencionar lo incómodo que sería. Además, creo que me sigue sangrando la pierna.
—Me refería —dice ella— a si ahora te sientes solo.
—Estás de broma, ¿no? ¿Embutido en esta panera?
Él entierra la nariz en la zarza suave y tupida del pelo de Bina y respira hondo. Pasas, vinagre y el aroma salado del sudor de su cogote.
—¿A qué huele?
—Huele rojo —dice él.
—No es verdad.
—Huele a Rumanía.
—Tú sí que hueles a rumano —dice ella—. Con unas piernas asombrosamente peludas.
—Me he vuelto un vejestorio total.
—Yo también.
—No puedo ni subir escaleras. Se me está cayendo el pelo.
—Mi culo es como un mapa topográfico.
Él confirma esa información con los dedos. Promontorios y depresiones, y de vez en cuando un grano en altorrelieve. Le pasa las manos por debajo y alrededor de la cintura y estira los brazos para sopesar un pecho en cada mano. Al principio no obtiene ningún recuerdo de su antiguo tamaño o valor con que compararlos, y eso le produce cierto pánico. Después decide que son iguales que siempre, que los abarca exactamente con la palma de la mano y los dedos extendidos y que están formados por un compuesto misterioso de gravedad y elasticidad.
—No pienso volver a bajar por esa tubería —dice—. Eso ya te lo aseguro.
—Ya te he dicho que podías coger las escaleras. Lo de la tubería ha sido idea tuya.
—Todo ha sido idea mía —dice—. Siempre fue idea mía.
—Como si no lo supiera —dice ella.
Pasan un largo rato tumbados allí sin decir nada más. Landsman nota cómo la piel que tiene al lado se llena lentamente de vino tinto. Unos minutos más tarde Bina empieza a roncar. No hay duda de que sus ronquidos son los mismos que hace dos años. Tienen un ronroneo de doble caña, la monodia de abejorro de los cantos guturales de Mongolia. La majestuosidad lenta de la respiración de una ballena. Landsman empieza a flotar a la deriva por la cama de Bina y por los susurros de su respiración. En brazos de ella, en medio del perfume de su ropa de cama —un olor fuerte pero agradable, como el de unos guantes nuevos de cuero—, Landsman se siente seguro por primera vez en una eternidad. Soñoliento y satisfecho. Aquí lo tienes, Landsman, piensa. Aquí están el olor y la mano en la barriga que has obtenido a cambio de una vida entera de silencio.
Se incorpora hasta sentarse, totalmente despierto y lleno de odio hacia sí mismo, derrotado, más indigno que nunca de la magnífica mujer de piel de cabrito que tiene abrazada. Sí, muy bien, Landsman entiende que no tomó la decisión correcta sino la única posible, así que a la mierda con todo. Entiende que la necesidad de ocultar los actos feos de los chicos del cajón de arriba es una necesidad que los noz llevan convirtiendo en virtud desde los albores del trabajo policial. Entiende que si él fuera a intentar contarle a alguien, por ejemplo a Dennis Brennan, lo que sabe, entonces los chicos del cajón de arriba encontrarían otra forma de silenciarlo, esta vez a la manera de ellos. Y entonces, ¿por qué el corazón le repiquetea como la taza de acero de un presidiario contra los barrotes de su caja torácica? ¿Por qué de pronto la olorosa cama de Bina le resulta tan incómoda como un calcetín mojado, como unos calzoncillos que se le meten por la raja del culo o como un traje de lana en una tarde calurosa? Uno hace un trato, coge lo que puede y se olvida. Lo deja atrás. ¿Y qué si a unos hombres de un país lejano y soleado los han engañado para que se maten entre ellos para que mientras están distraídos les puedan robar su país soleado y venderlo en el mercado negro? ¿Y qué si el destino del distrito de Sitka ya está sellado? ¿Y qué si el asesino de Mendel Shpilman, sea quien sea, está campando a sus anchas? ¿Y qué, qué pasa?
Landsman sale de la cama. El descontento se aglomera como un rayo globular en el ajedrez que tiene en el bolsillo de su abrigo. Lo abre y lo contempla y piensa: hay algo que no vi en la habitación. No, no hay nada que no viera. Pero si hubo algo, ya debe de haber desaparecido. Pero es que no hay nada que no viera. Pero debía de haber algo.
Sus pensamientos son una aguja de tatuador que dibuja con tinta un as de picas. Son un tornado que pasa una y otra vez por encima de la misma puñetera caravana aplastada. Se estrechan y se oscurecen hasta describir un círculo negro y diminuto, el agujero de la nuca de Mendel Shpilman.
Recrea la escena con la imaginación, tal como la vio la noche en que Tenenboym llamó a su puerta. La extensión pecosa de la espalda desnuda. Los calzoncillos blancos. La máscara rota de los ojos, la mano derecha caída de la cama para barrer el suelo con los dedos. El ajedrez sobre la mesilla de noche.
Landsman coloca el tablero en la mesilla de noche de Bina, bajo la luz pálida y tenue de la lámpara, que es de porcelana amarilla y tiene una margarita grande y amarilla en la pantalla verde. Las blancas mirando hacia la pared. Las negras —Shpilman, Landsman—, mirando al centro de la habitación
Tal vez sea el ambiente al mismo tiempo familiar y extraño, el marco pintado de la cama, la lámpara de margaritas, las margaritas del papel de pared o la cajonera en cuyo cajón de arriba ella solía guardar su diafragma. O tal vez sean los restos de endorfinas que le quedan en el flujo sanguíneo. Pero mientras está contemplando el tablero, mientras contempla un tablero, por primera vez en su vida se siente bien. De hecho, nota una sensación agradable. El estar ahí de pie, moviendo las piezas con la cabeza, parece ralentizar o por lo menos desplazar la aguja que le está entintando la mancha negra de la cabeza. Se concentra en la coronación de b8. ¿Y si uno cambiara ese peón por un alfil, una torre, una reina o un caballo?
Landsman coge una silla para ocupar el lugar de las blancas en la partida, para sentarse con la imaginación para una partida amistosa con Shpilman. Hay una silla frente al escritorio, pintada haciendo juego con la cama de color verde margarita, en el rincón de la habitación de Bina. Está justo donde estaría el escritorio plegable en relación con la cama en la habitación de Shpilman en el Zamenhof. Landsman se sienta despacio en la silla verde, sin apartar la vista del tablero.
Un caballo, decide. Y luego las negras tienen que mover el peón de d7, pero ¿adónde? Decide terminar la partida, no por ninguna triste esperanza de que eso pueda llevarle hasta el asesino, sino porque de repente necesita de verdad terminar la partida. Y entonces, como si el asiento estuviera cableado para administrarle una descarga eléctrica, Landsman se pone de pie de un salto. Levanta bruscamente con una sola mano la silla verde. Cuatro muescas redondas en la moqueta blanca de pelo corto, débiles pero claras.
Siempre dio por sentado que Shpilman, tal como le informaron todos los empleados de recepción, nunca recibía visitas, que la partida que dejó atrás era una simple forma de solitario de ajedrez jugada de memoria, sacada de las páginas de Trescientas partidas de ajedrez, tal vez enfrentándose a sí mismo. Pero si Shpilman tuvo un visitante, tal vez ese visitante cogió una silla para sentarse al otro lado del tablero de su oponente. Al otro lado del ajedrez de cartón de su víctima. Y esa silla de patzer fantasma habría dejado muescas en la moqueta. A estas alturas ya se habrían desvanecido o alguien habría pasado el aspirador por encima. Pero puede que todavía fueran visibles en alguna de las fotografías de Shpringer, guardada en alguna caja de algún almacén del laboratorio forense.
Landsman se pone los pantalones, se abotona la camisa y se anuda la corbata. Coge su abrigo de la puerta y, llevando sus zapatos en la mano, va a arropar con las sábanas a Bina. Cuando se inclina para apagar la lámpara de la mesilla de noche, del bolsillo del abrigo se le cae un rectángulo de cartulina. Es la postal que ha recibido del gimnasio que antes frecuentaba, con su oferta de un carnet de socio vitalicio que sirve para los próximos dos meses. Examina el lado satinado de la postal, con su judío encantado. Antes, después. Gordo, delgado. Empiece aquí, termine allí. Sabio, feliz. Caos, orden. Exilio, patria. Antes, un pulcro diagrama en un libro, con su cuadrícula meticulosamente tachada en los cuadrados negros y anotada como una página del Talmud. Después, un viejo tablero maltrecho con un inhalador Vicks en el b8.
Entonces Landsman lo siente. Una mano posada sobre la de él, dos grados más cálida de lo normal. Una aceleración, un despliegue como el de un estandarte en sus pensamientos. Antes y después. El contacto de Mendel Shpilman, húmedo, electrizante, transmitiendo alguna clase de extraña bendición sobre Landsman. Y después nada más que el aire frío del dormitorio de infancia de Bina Gelbfish. La vagina en flor de O’Keeffe en la pared. El Shnapish de peluche mustio sobre un estante, junto al reloj de pulsera y los cigarrillos de Bina. Y Bina, sentada en la cama, apoyada en un codo, mirándolo, más o menos igual que miraba a aquellos niños ir a por aquella desventurada piñata en forma de pingüino.
—Todavía haces eso de silbar —dice ella—. Cuando estás pensando. Como Oscar Peterson pero sin piano.
—Mierda —dice Landsman.
—¿Qué, Meyer?
—¡Bina! —Es Guryeh Gelbfish, esa vieja marmota silbadora, desde el otro lado del pasillo. A Landsman le sobreviene momentáneamente un terror antiguo—. ¿Quién hay ahí contigo?
—¡Nadie, papá, vete a dormir! —Y bajando la voz, ella repite—: ¿Meyer, qué?
Landsman se sienta en el borde de la cama. Antes, después. La exaltación del acto de entender, después el pesar sin fin del acto de entender.
—Ya sé qué clase de pistola mató a Mendel Shpilman —dice.
—Muy bien —dice Bina.
—No era una partida de ajedrez —dice Landsman al cabo de un momento—. Lo que había en el tablero de la habitación de Shpilman. Era un problema. Ahora resulta obvio, tendría que haberlo visto, con lo rara que era la colocación de las piezas. Aquella noche alguien vino a ver a Shpilman, y Shpilman le planteó un problema. Uno difícil. —Mueve las piezas de su ajedrez de bolsillo, cogiéndolas con seguridad, con pulso firme—. Las blancas están a punto de coronar a un peón, fíjate. Y él quiere que corone un caballo. Eso se llama coronar a la baja, porque lo normal es que quieras una reina. Con un caballo aquí, él cree que tiene tres formas distintas de llegar al mate. Pero es una equivocación, porque deja a las negras, que eran Mendel, una vía para alargar la partida. Si tienes las blancas, no debes hacer caso de lo más obvio. Te limitas a hacer un movimiento tonto, aquí en c2. Al principio ni siquiera lo ves. Pero después de hacerlo, cada movimiento que hacen las negras lleva directamente al mate. No pueden moverse sin condenarse a sí mismas. No tienen buenos movimientos.
—No tienen buenos movimientos —dice Bina.
—A eso lo llaman Zugzwang —dice Landsman—. «Obligación de mover.» Quiere decir que a las negras les iría mejor si pudieran simplemente pasar.
—Pero no se puede pasar, ¿verdad? Hay que hacer algo, ¿no?
—Exacto —dice Landsman—. Aunque sepas que solo te va a llevar a que te hagan jaque mate.
Landsman puede ver que todo empieza a significar algo para ella, no como evidencia o prueba de un problema de ajedrez, sino como parte de la historia de un crimen. Un crimen cometido contra un hombre que se encontró con que ya no le quedaban buenos movimientos.
—¿Cómo haces eso? —dice ella, incapaz de reprimir por completo un leve asombro por aquella demostración de agilidad mental por parte de él—. ¿Cómo obtienes la solución?
—La verdad es que la he visto —dice Landsman—, pero en el mismo momento no sabía que la estaba viendo. Ha sido una foto de «después», en realidad la foto equivocada, de la foto de «antes» de la habitación de Shpilman. Un tablero donde las blancas tenían tres caballos. Pero los juegos de ajedrez no vienen con tres caballos. Así que a veces hay que usar otra cosa para representar esa pieza que no tienes.
—¿Como un penique? ¿O una bala?
—Cualquier cosa que uno lleve en el bolsillo —dice Landsman—. Como un inhalador Vicks.
46
—La razón de que nunca progresaras en el ajedrez, Meyerle, es que no odias lo bastante el hecho de perder.
Hertz Shemets, fugado del hospital con una fea herida superficial y ese olor a caldo de cebolla y a jabón de gaulteria típico del General de Sitka, está tumbado en el sofá de la sala de estar de su hijo, con las flacas espinillas sobresaliendo del pijama como dos fideos sin cocer. Ester-Malke tiene una entrada para el enorme sillón de cuero de brazos de Berko, mientras que Bina y Landsman ocupan las localidades baratas, un taburete plegable y la otomana de cuero del sillón de brazos. Ester-Malke parece soñolienta y confusa, encorvada dentro de su albornoz, manoseando con la mano izquierda algo que lleva en el bolsillo y que Landsman supone que es la prueba de embarazo de la semana pasada. Bina lleva la camisa por fuera y el pelo hecho un desastre: la impresión que produce recuerda a arbustos, a alguna clase de seto decorativo. La cara de Landsman reflejada en el espejo del entrepaño es un impasto de sombras y caspa. Solamente Berko Shemets es capaz de resultar elegante a esta hora de la madrugada, apoyado en la mesilla del café que hay junto al sofá, vestido con un pijama de color gris rinoceronte, con la raya y los dobladillos pulcramente planchados y con sus iniciales bordadas en el bolsillo en crewel de color gris ratón. Bien peinado y con las mejillas eternamente inocentes de barba o de cuchilla.
—La verdad es que prefiero perder —dice Landsman—. Para ser sinceros. Si empiezo a ganar, me entran sospechas.
—Yo lo odio. Y sobre todo odiaba perder con tu padre. —La voz del tío Hertz es un graznido amargo, la voz de su propia tíaabuela llamando desde el otro lado de la tumba o del Vistula. Tiene sed, está cansado, compungido y dolorido, ya que ha rechazado cualquier medicación más fuerte que una aspirina. El interior de su cabeza tiene que estar retumbándole como un portazo del capó de un coche—. Pero perder con Alter Litvak es casi igual de malo.
Los párpados del tío Hertz le tiemblan y luego se posan sobre sus ojos. Bina da un par de palmadas y los ojos se abren de golpe.
—Habla, Hertz —dice Bina—. Antes de que el cansancio te haga entrar en coma o algo parecido. Tú conocías a Shpilman.
—Sí —dice Hertz. Sus párpados amoratados tienen el lustre venoso del cuarzo púrpura o del ala de una mariposa—. Yo lo conocía.
—¿Cómo lo conociste? ¿En el Einstein?
Empieza a asentir, pero luego inclina la cabeza a un lado y cambia de opinión.
—Lo conocí cuando era niño. Pero no lo reconocí cuando lo volví a ver. Había cambiado demasiado. De niño era gordo. De mayor, no. Era flaco. Un yonqui. Empezó a frecuentar el Einstein, a jugar al ajedrez por dinero para drogas. Yo lo veía allí. Frank. No era el patzer de costumbre. De vez en cuando, no lo sé, yo perdía cinco o diez dólares con él.
—¿Y eso lo odiabas? —dice Ester-Malke, y aunque no sabe nada de nada de Shpilman, parece haberse anticipado a la respuesta de él o haberla adivinado.
—No —dice su suegro—. Es raro, pero no me importaba.
—Te caía bien.
—A mí no me cae bien nadie, Ester-Malke.
Hertz se relame, con cara de dolor, con la lengua fuera. Berko se levanta de su asiento y coge un vaso largo de plástico de la mesilla del café. Se lo acerca a los labios a su padre y el hielo tintinea dentro del vaso. Ayuda a Hertz a vaciar medio vaso sin derramar nada. Hertz no le da las gracias. Se queda allí acostado un largo rato. Se puede oír cómo el agua desciende por su interior.
—El jueves pasado —dice Bina. Chasquea los dedos—. Vamos. Fuiste a su habitación. En el Zamenhof.
—Fui a su habitación. Él me invitó. Me pidió que le llevara la pistola de Melekh Gaystik. Quería verla. No sé cómo sabía que yo la tenía, no se lo dije. Parecía saber muchas cosas de mí que yo no le había contado nunca. Y me contó la historia. De que Litvak lo estaba presionando para que volviera a representar el papel del Tzaddik a fin de reclutar a los sombreros negros. Que se había estado escondiendo de Litvak pero que se había cansado de esconderse. Llevaba toda la vida escondiéndose. Así que dejó que Litvak lo encontrara otra vez, pero se arrepintió de inmediato. No sabía qué hacer. No quería seguir con la droga. Tampoco quería dejarla. No quería ser lo que no era, pero no sabía cómo ser lo que era. Así que me preguntó si yo querría ayudarlo.
—Ayudarlo ¿cómo? —dice Bina.
Hertz frunce los labios, se encoge de hombros y su mirada se desplaza furtivamente hasta un rincón oscuro de la sala. Tiene casi ochenta años, y antes de esto nunca ha confesado nada.
—Me enseñó ese maldito problema suyo, el mate en dos movimientos —dice Hertz—. Me dijo que lo había sacado de un ruso. Me dijo que si yo lo solucionaba, entendería cómo se sentía.
—Zugzwang —dice Bina.
—¿Eso qué es?
—Es cuando no tienes buenos movimientos —dice Bina—. Pero aun así tienes que mover pieza.
—Oh —dice Ester-Malke, poniendo los ojos en blanco—. Ajedrez.
—Lleva días volviéndome loco —dice Hertz—. Todavía no puedo hacer mate en menos de tres movimientos.
—Alfil a c2 —dice Landsman—. Signo de admiración.
Hertz tarda un rato que a Landsman le parece largo, con los ojos cerrados, en entenderlo, pero por fin el anciano asiente.
—Zugzwang —dice.
—¿Por qué, viejo? ¿Por qué pensó que harías semejante cosa por él? —dice Berko—. Apenas os conocíais.
—Él me conocía. Me conocía muy bien, no sé realmente cómo. Sabía lo mucho que odio perder. Y que no podía permitir que Litvak llevara a cabo esa locura. No podía. El trabajo de toda mi vida. —Debe de tener un regusto amargo en la boca. Hace una mueca—. Y ahora mira qué ha pasado. Lo han hecho.
—¿Entraste por el túnel? —dice Meyer—. ¿En el hotel?
—¿Qué túnel? Entré por la puerta principal. No sé si te has dado cuenta, Meyerle, pero no es que vivas exactamente en un edificio de alta seguridad.
Dos o tres minutos largos se desenrollan de su madeja. En su balcón cerrado, Goldy y Pinky murmuran y sueltan palabrotas y aporrean sus camas como gnomos en sus forjas de las profundidades de la tierra.
—Le ayudé a acabar con todo —dice por fin Hertz—. Esperé hasta que estuvo colocado. Muy, pero que muy colocado. Luego saqué la pistola de Gaystik. La envolví con la almohada. La Detective Special del treinta y ocho de Gaystik. Puse al chico boca abajo. Le disparé en la nuca. Fue rápido. No hubo dolor.
Se relame otra vez y Berko le ayuda a dar otro trago de agua fría.
—Qué lástima que no te saliera tan bien contigo mismo —dice Berko.
—Creí que estaba haciendo lo correcto, que eso detendría a Litvak. —El anciano habla en tono quejumbroso, infantil—. Pero luego los cabrones decidieron intentarlo sin él.
Ester-Malke destapa un frasco de cristal de mezcla de frutos secos que hay en la mesilla de al lado del sofá y se mete un puñado en la boca.
—No creáis que no estoy totalmente trastornada y horrorizada por todo esto, amigos —dice ella poniéndose de pie—. Pero soy una mujer cansada en su primer trimestre de embarazo y me voy a la cama.
—Yo quiero quedarme con él, cariño —dice Berko. Y añade—: Por si está fingiendo y trata de robar el televisor cuando estemos dormidos.
—No te preocupes —dice Bina—. Ya está detenido.
Landsman está de pie junto al sofá, mirando cómo sube y baja el pecho del anciano. La cara de Hertz tiene los huecos y las facetas de una punta de flecha descascarillada.
—Es un mal hombre —dice Landsman—. Siempre lo fue.
—Sí, pero lo compensó siendo un padre terrible. —Berko se queda mirando a Hertz un largo rato con ternura y desprecio. Con su vendaje el anciano parece una especie de swami demente—. ¿Qué vas a hacer?
—Nada, ¿qué quieres decir con qué voy a hacer?
—No lo sé, tienes esa especie de tic nervioso. Parece que vayas a hacer algo.
—¿El qué?
—Eso te estoy preguntando.
—No voy a hacer nada —dice Landsman—. ¿Qué puedo hacer?
Ester-Malke acompaña a Bina y a Landsman por el pasillo hasta la salida del apartamento. Landsman se pone su sombrero porkpie.
—Bueno, pues —dice Ester-Malke.
—Bueno, pues —dicen Bina y Landsman.
—Veo que los dos os estáis marchando juntos.
—¿Quieres que nos marchemos por separado? —dice Landsman—. Yo puedo bajar por las escaleras y Bina puede coger el ascensor.
—Landsman, déjame que te diga algo —dice Ester-Malke—. Todos esos disturbios que están teniendo lugar en Siria, en Bagdad, en Egipto. En Londres. Coches ardiendo. Gente que pega fuego a embajadas. ¿Has visto lo que ha pasado en Yakovy? Esos putos maníacos estaban bailando, de tan felices que se sentían por esta locura, el suelo se ha hundido sobre el apartamento de debajo. Un par de niñas que estaban durmiendo en su cama han muerto aplastadas. Esa es la clase de mierda que nos espera ahora. Coches ardiendo y bailes homicidas. No tengo ni idea de dónde va a nacer este bebé. Mi suegro asesino y suicida está durmiendo en mi sala de estar. Y entretanto, estoy recibiendo una vibración muy extraña de vosotros dos. Así que dejadme que os diga que si tú y Bina estáis planeando volver a juntaros, perdón, pero ya es lo que me faltaba.
Landsman piensa en eso. Cualquier prodigio parece posible. Que los judíos lo recojan todo y pongan rumbo a la tierra prometida para atracarse de uvas gigantes y lanzar sus barbas al viento del desierto. Que el Templo se reconstruya, a toda prisa y en nuestros días. Que la guerra termine, que la buena vida y la abundancia y la justicia sean universales, y que la humanidad pueda disfrutar del espectáculo regular de leones y corderos cohabitando. Que todos los hombres sean rabinos, todas las mujeres libros sagrados y todos los trajes vengan con dos pares de pantalones. Que la semilla de Meyer, incluso ahora, pueda estar deambulando por la oscuridad con rumbo a la redención, chocando con la membrana que separa el legado de los yids que lo han hecho a él del de los yids cuyos errores, penas, esperanzas y calamidades se invirtieron en la producción de Bina Gelbfish.
—Tal vez sea mejor que yo coja las escaleras.
—Ve adelantándote por las escaleras, Meyer —dice Bina.
Pero cuando por fin llega abajo del todo, la encuentra a ella al pie de la escalera, esperándolo.
—¿Por qué has tardado tanto? —dice ella.
—He tenido que parar un par de veces.
—Tienes que dejar de fumar. Otra vez.
—Es verdad. Lo haré. —Saca su paquete de Broadways, donde quedan quince por encender, y lo tira a la papelera del vestíbulo trazando una trayectoria parabólica, como si fuera una moneda de diez centavos que transporta un deseo a una fuente. Se siente un poco aturdido, un poco trágico. Está listo para el gesto grandioso, el error operístico. La palabra es probablemente maníaco—. Pero eso no es lo que me ha hecho tardar.
—Te has hecho daño de verdad. Dime que no te has hecho daño de verdad, paseándote por ahí tan duro y tan macho cuando necesitas estar en el maldito hospital. —Ella le busca la tráquea con los dedos de las dos manos, lista, como siempre, para estrangular a Landsman y demostrarle así cuánto le importa—. ¿Te has hecho mucho daño, idiota?
—Solo en el alma, cariño —dice Meyer. Aunque supone que es posible que la bala de Rafi Zilberblat le haya arrugado algo más que el cráneo—. Simplemente me he tenido que parar un par de veces. Para pensar. O para no pensar, no lo sé. Cada vez que me permito a mí mismo, ya sabes, respirar, solo durante diez segundos, con el aire lleno de esta cosa que les hemos dejado hacer impunemente, no lo sé, siento que me estoy asfixiando un poco.
Landsman se deja caer en un sofá cuyos cojines de color amoratado emiten un fuerte aroma de Sitka a moho, cigarrillos, una salobridad complicada que es mitad mar tormentoso y mitad sudor en el forro de un sombrero de fieltro. El vestíbulo del edificio Dniéper es todo de color púrpura sangre y corteza dorada, con postales ampliadas y teñidas a mano de los grandes centros turísticos del mar Negro en la época zarista. Mujeres con sus perrillos falderos en paseos marítimos bañados por el sol. Hoteles majestuosos que nunca alojaron a ningún judío.
—Es como una piedra en mi vientre, ese trato que hemos hecho —dice Landsman—. Lo noto ahí dentro.
Bina pone los ojos en blanco, con los brazos en jarras, y echa un vistazo a la puerta. Luego va con él y deja caer su bolso y se desploma a su lado. ¿Cuántas veces, se pregunta él, puede ella hartarse de él y aun así no hartarse lo bastante?
—No me puedo creer realmente que tú aceptaras —dice ella.
—Lo sé.
—Se supone que aquí la pelotilla soy yo.
—Dímelo a mí.
—La lameculos.
—Me está matando.
—Si no puedo confiar en ti para que mandes a la mierda a los peces gordos, Meyer, ¿para qué te tengo?
Él intenta explicarle a ella, entonces, las consideraciones que lo han llevado a llevar a cabo su propia versión personal del trato. Enumera algunas de las pequeñas cosas —las fábricas de conservas, los violinistas, la marquesina del Baranof Theatre— que quiso conservar de Sitka cuando estaba negociando con Cashdollar.
—Tú y tu maldito Corazón de las tinieblas —dice Bina—. No pienso volver a aguantar esa película. —Encoge la boca hasta convertirla en una marca dura—. Te has olvidado de algo, capullo. En esa lista tan bonita. Yo diría que te falta una cosa en ella.
—Bina.
—¿No tienes sitio para mí en esa lista tuya? Porque confío en que sepas que tú estás en el puto número uno de la mía.
—Pero ¿cómo es posible? —dice Landsman—. Simplemente no veo cómo puede ser.
—¿Por qué no?
—Porque, ya sabes, te fallé. Te decepcioné. Tengo la sensación de que te decepcioné terriblemente.
—¿En qué sentido?
—Por lo que te obligué a hacer. A Django. No sé ni cómo soportas mirarme.
—¿Me obligaste? ¿Crees que me obligaste a matar a nuestro bebé?
—No, Bina, yo...
—Déjame que te diga algo, Meyer. —Ella le coge de la mano, clavándole las uñas en la piel—. El día en que tú tengas tanto control sobre mis acciones, será porque alguien te esté preguntando si ella quiere el cajón de pino o una simple mortaja blanca. —Ella le suelta la mano, se la vuelve a coger y le acaricia las pequeñas lunas feroces que le ha grabado en la carne—. Oh, por Dios, tu mano, lo siento. Meyer, lo siento.
Por supuesto, Landsman también lo siente. Ya se ha disculpado ante ella varias veces, solo y en presencia de otros, oralmente y por escrito, formalmente con expresiones calculadas y en espasmos incontenidos: «Lo siento lo siento oh cómo lo siento». Se ha disculpado por su locura, por su conducta errática, por sus depresiones y diatribas, por los años de exaltación y desesperación cíclicas. Se ha disculpado por dejarla, y por suplicarle que le dejara volver con ella, y por echar abajo la puerta de su antiguo apartamento cuando ella se negó. Se ha humillado, y se ha desgarrado las vestiduras, y se ha postrado a los pies de ella. Y la mayor parte del tiempo, Bina, como la mujer buena y atenta que es, le ha ofrecido a Landsman las palabras que él quería oír. Él ha rezado para que ella lloviera y ella ha mandado fríos chaparrones. Pero lo que él necesita de verdad es una inundación que limpie su maldad de la faz de la tierra. Eso o la bendición de un yid que ya nunca volverá a bendecir a nadie.
—No pasa nada —dice Landsman.
Ella se levanta y va a la papelera del vestíbulo y pesca del interior el paquete de Broadways de Landsman. Del bolsillo de su abrigo saca un Zippo mellado, que tiene grabada la insignia del 75.º Regimiento de los Rangers, y enciende un papiros para cada uno de ellos.
—En su momento hicimos lo que parecía mejor, Meyer. Teníamos algunos datos. Conocíamos nuestras limitaciones. Y a eso lo llamamos elección. Pero no tuvimos elección. Y lo único que tuvimos fue, no sé, tres datos birriosos y un mapa de las demarcaciones de nuestras limitaciones. De las cosas que sabíamos que no podíamos soportar. —Saca su shoyfer de su bolsa y se lo da a Landsman—. Y ahora mismo, si me lo preguntas, y me da la sensación de que me lo estabas preguntando, tampoco se puede decir que tengas elección.
Como él se queda allí sentado, con el teléfono en la mano, ella se lo abre y marca un número y se lo pone en la mano. Él se lo lleva al oído.
—Dennis Brennan —dice el principal y único ocupante de la oficina en Sitka de uno de los diarios más importantes de América.
—Brennan. Soy Meyer Landsman.
Landsman vuelve a vacilar. Tapa con el pulgar el micrófono del teléfono.
—Dile que venga para aquí pitando y que nos vea detener a tu tío por asesinato —dice Bina—. Dile que tiene veinte minutos.
Landsman intenta sopesar los destinos de Berko, de su tío Hertz, de Bina, de los judíos, de los árabes, de todo el planeta impío y sin hogar, contra la promesa que le hizo a la señora Shpilman, y que se hizo a sí mismo, por mucho que haya perdido la fe en el destino y en las promesas.
—Yo no estaba obligada a esperar a que bajaras tu lamentable pellejo a rastras por esas escaleras birriosas —dice Bina—. Ya lo sabes. Podría haber salido simplemente por esa maldita puerta.
—Sí, ¿y por qué no lo hiciste?
—Porque te conozco, Meyer. Veía lo que te estaba pasando por la cabeza, sentado ahí arriba, escuchando a Hertz. Veía que tenías algo que necesitabas decir. —Ella le vuelve a acercar el teléfono a los labios y se los roza con los de ella—. Así que adelante, dilo ya. Estoy cansada de esperar.
Durante días Landsman ha estado pensando que perdió su oportunidad con Mendel Shpilman, que en el exilio de ambos en el hotel Zamenhof, sin siquiera darse cuenta, él desperdició su única posibilidad de algo parecido a la redención. Pero no existe el Mesías de Sitka. Landsman no tiene casa ni futuro ni más destino que Bina. La tierra que a él y a ella les prometieron solamente estaba delimitada por los flecos de su dosel nupcial, por las esquinas dobladas de sus carnets de socios de una fraternidad internacional cuyos miembros llevan todo su patrimonio en un bolsón y su mundo entero en la punta de la lengua.
—Brennan —dice Landsman—, tengo una historia para ti.
GLOSARIO
(Preparado por el profesor Leon Chaim Bach, con la ayuda de Sherryl Mleynek)
Alefbeys: alfabeto (sobre todo el alfabeto hebreo, que es el que usa el yiddish.
Bik: (del ruso, jerga local de Sitka; literalmente, «toro») guardaespaldas, hombre fornido.
Bulgar: tipo de danza tradicional que tocan los klezmorim.
Dybbuk: espíritu parásito, fantasma incansable que posee el alma de un vivo.
Emes: verdad.
Feh: interjección que denota asco.
Forspiel: pequeña recepción que tiene lugar antes de una boda en casa de la futura novia.
Freylekh: tipo de danza tradicional que tocan los klezmorim.
Gabay: ayudante del rabino. En el mundo hasídico, secretario privado o ayudante personal de un rabino.
Ganef: ladrón, criminal.
Goy: persona judía, gentil; plural goyim.
Haskomo: carta oficial de aprobación rabínica.
Kaddish: por abreviación, el Kaddish del Doliente, oración que santifica y alaba a Dios, recitada en recuerdo de los muertos.
Kaynahora: fórmula (abreviación de kayn ayn hora, «fuera el mal ojo») que se usa de forma preventiva después de que se mencione algo afortunado o un resultado feliz.
Kibitzer: alguien que agobia haciendo comentarios no deseados.
Klezmorim: músicos que tocan las animadas danzas instrumentales de los judíos de Europa del Este.
Koyenim: la clase sacerdotal del Israel anterior al exilio.
Kreplach: buñuelos rellenos, normalmente hervidos en sopa.
Kugel: guiso estofado, dulce o salado, que se suele preparar con patatas o fideos.
Latke: (jerga local de Sitka) policía uniformado, agente de calle; literalmente, «tortita», en referencia burlona a la gorra plana de los policías.
Luftmensh: (literalmente, «hombre de aire»; plural luftmenshen) soñador, cabeza hueca.
Macher: pez gordo, persona importante o que se las da de importante.
Maven: experto, gurú.
Mazel: (literalmente, «signo astrológico») suerte.
Mikvah: baños que usan los judíos practicantes para sus abluciones rituales y purificación.
Momzer: bastardo.
Noz: (jerga local de Sitka; literalmente, «nariz») poli.
Nu: entonces; bueno; me lo temía; por favor, continúa; ¿qué pasa?
Oy: (interjección) oh, abreviación de oy, vey.
Oy, vey: (interjección; literalmente, «oh, qué desgracia») oh, no. Forma abreviada de oy, vey iz mir, «oh, pobre de mí».
Patzer: (del alemán, jerga ajedrecística; literalmente, «fallón») mal jugador de ajedrez.
Papiros: cigarrillo.
Patsh tanz: tipo de danza tradicional que tocan los klezmorim.
Pisher: (literalmente, «meón») niñato, pardillo.
Purimspiel: obra teatral cómica que se representa en el purim, una fiesta de principios de primavera que es el equivalente judío a la «fiesta de los locos», en la que los papeles de las reinas Vashti y Ester suelen ser interpretadas por hombres travestidos, uno de los cuales suele ser un rabino u otro dignatario.
Rebbe: maestro, mentor. Líder de un movimiento hasídico.
Shammes: (jerga local de Sitka; literalmente, «sacristán de una sinagoga») detective de policía.
Shavuous: fiesta judía que celebra la revelación de la Torá en el monte Sinaí.
Shaydl: peluca que llevan las mujeres judías que siguen las leyes del Tznius (el recato).
Sheygets: varón no judío.
Shiva: período ritual de luto riguroso que observan los judíos durante siete días después del entierro.
Shkotz: (variante de sheygets; literalmente, «chico gentil») granuja.
Shlemiel: desgraciado, perdedor, gafe.
Shlosser: (jerga local de Sitka; literalmente, «mecánico») asesino a sueldo.
Sholem: (jerga local de Sitka; literalmente, «paz») pistola. Juego de palabras irónico bilingüe a partir de la palabra de jerga americana piece (pipa), que suena igual que peace (paz).
Shoyfer: (literalmente, «cuerno de carnero», instrumento musical ritual) marca de teléfonos móviles (en la jerga de Sitka, tselke) que se fabrica en el distrito de Sitka.
Shoymer: (jerga local de Sitka; literalmente, «vigilante», y figuradamente, «persona que cumple el requisito de vigilar un cadáver entre su muerte y su entierro») miembro de la fuerza especial del gobierno que supervisa la devolución del distrito de Sitka a la soberanía del estado de Alaska.
Shpilkes: energía nerviosa, «con los nervios de punta».
Shtarker: forzudo. En la jerga de Sitka tiene el sentido de gángster.
Shtekeleh: (sitkaísmo; literalmente, «palito») variante local del donut filipino o «bicho bicho».
Shtetl: aldea, pueblo pequeño.
Shtinker: (jerga local de Sitka) confidente, soplón.
Shul: sinagoga.
Shvartser-Yam: el mar Negro.
Shvitz: (abreviatura de shvitzbad; literalmente, «baño de sudor») baños de vapor, baños turcos.
Slivovitz: coñac de ciruela.
Smikha: ordenación rabínica.
Tallis: chal de oración.
Tekiah: (del hebreo, «explosión») uno de los tres sonidos prescritos que se tocan con el shofar en las Altas Fiestas.
Tefillin: par de cajitas, cada una de las duales contiene un rollo en miniatura del texto sagrado, que los varones judíos practicantes se atan todas las mañanas a la frente y a un brazo mediante correas de cuero.
Tzaddik: hombre justo.
Tzaddik Ha-Dor: «el más justo de su generación», mesías en potencia.
Untershtat: (sitkaísmo; literalmente, «bajo la ciudad») el barrio central y más antiguo del Sitka judío.
Vorsht: (jerga de los músicos yiddish; literalmente, «salchicha») clarinete.
Yekke: judío alemán.
AGRADECIMIENTOS
Estoy agradecido por su ayuda a las siguientes personas, obras, sitios web, instituciones y centros:
The MacDowell Colony, Peterborough, New Hampshire; Davia Nelson; Susie Tompkins Buell; Margaret Grade y al personal de Manka’s Inverness Lodge, Inverness, California; Philip Pavel y el personal del castillo Marmont, Los Ángeles, Californía; Bonnie Pietila y sus chicos internos de Springfield; Paul Hamburger, bibliotecario de Judaica Collections, University of California; Ari Y. Kelman; Todd Hasak-Lowy; Roman Skaskiw; the Alaska State Library, Juneau, Alaska; Dee Longebaugh, Observatory Books, Juneau, Alaska; Jake Bassett of the Oakland Police Department; Mary Evans; Sally Willcox, Matthew Snyder, y David Colden; Devin McIntyre; Kristina Larsen, Lisa Eglinton, y Carmen Dario; Elizabeth Gaffney, Kenneth Turan, Jonathan Lethem; Christopher Potter; Jonathan Burnham; Michael McKenzie; Scott Rudin; Leonard Waldman, Robert Chabon, and Sharon Chabon; Sophie, Zeke, Ida-Rose, y Abraham Chabon, y su madre; The Messiah Texts, Raphael Patai; Modern English-Yiddish Yiddish-English Dictionary, Uriel Weinreich; Our Gang, Jenna Joselit; The Meaning of Yiddish, Benjamin Harshav; Blessings, Curses, Hopes and Fears: Psycho-Ostensive Expressions in Yiddish, Benjamin Matisoff; English-Yiddish Dictionary, Alexander Harkavy; American Klezmer, Mark Slobin; Against Culture: Depelopment, Politics, and Religion in Indian Alaska, Kirk Dombrowski; Will tbe Time Ever Come? A Tlingit Source Book, Andrew Hope III and Thomas F. Thornton, eds.; The Chess Artist, J. C. Hallman; The Pleasures of Chess, Assiac (Heinrich Fraenkel); Treasury of Chess Lore, Fred Reinfeld, ed.; Mendele (http://shakti. trincoll.edu/~mendele/index.utf-8.htm); Chessville (www.chessville.com); Eruvin in Modern Metropolitan Areas, Yosef Gavriel Bechhofer (http://www.aishdas.org/baistefila/ eruvp1.htm); Yiddish Dictionary Online (www.yiddishdictionaryonline.com); y Courtney Hodell, editor y redentor de esta novela.
La hermandad Las Manos de Esaú fue fundada y aparece aquí gracias al amable permiso de su presidente honorario y vitalicio, Jerome Charyn; el Zugzwang de Mendel Shpilman fue desarrollado por Reb Vladimir Nabokov y se explica en su Speak, Memory.
Esta novela ha sido escrita en ordenadores Macintosh usando Devonthink Pro y Nisus Writer Express.
Este archivo fue creado
con BookDesigner
bookdesigner@the-ebook.org
13 de septiembre de 2011