Laurell K Hamilton
Besos Oscuros
Meredith Gentry 01
1
Veintitrés pisos de altura y lo único que veía desde las ventanas era una niebla gris. Podían llamarla la Ciudad de los Ángeles si querías; pero, si los había, sin duda estaban volando a ciegas.
Los Ángeles es un lugar al que tanto los que tienen alas como los que no vienen a esconderse. A ocultarse de los demás, l de ellos mismos. Yo también había llegado aquí para esconderme y lo había conseguido, pero al mirar la espesa capa de contaminación me asaltaba el deseo irrefrenable de irme a casa. Allí el cielo era casi siempre azul y no hacía falta regar para que creciera la hierba. Mi hogar estaba en Cahokia, e Illinois, pero no podía regresar porque mi familia y sus aliados me habrían matado. Todas quieren hacerse mayores para ser una princesa de las hadas. Pero, créeme, no hay para tanto.
Llamaron a la puerta del despacho y ésta se abrió sin darme tiempo a decir nada. Mi jefe, Jeremy Grey, estaba en el umbral. Era un hombre bajo y gris, medía metro cincuenta, un par de centímetros menos que yo Iba todo de gris, desde el traje de Arman a la corbata de seda, pasando por la camisa abotonada hasta arriba. Sólo los zapatos eran negros y brillantes. Incluso su piel presentaba un gris pálido uniforme. Y no por enfermedad o vejez. Estaba en la flor de la vida, tenía poco más de cuatrocientos años. Algunas arrugas alrededor de los ojos y en la comisura de sus labios delgados le conferían un aspecto maduro, pero nunca sería viejo. Sin la ayuda de sangre mortal y un complejo hechizo, Jeremy podría perfectamente vivir toda la eternidad. Al menos en teoría. Los científicos aseguran que dentro de unos cinco mil millones de años el sol se expandirá y abrasará la Tierra. Los duendes no sobrevivirán a esto. Perecerán. Cinco mil millones de años no equivalen a una eternidad, pero bastan para provocar la envidia generalizada.
Apoyé la espalda en la ventana. Al otro lado, la nube de contaminación le daba al día una apariencia tan gris como la de mi jefe, aunque al menos la tez de éste tenía un tono más atractivo, un gris tostado, como las nubes antes de una lluvia primaveral. Lo que se extendía al otro lada de la ventana se sentía pesado y denso, como algo que por más que intentas tragar no logras que te pase. Era un día sofocante, o quizás fuera sólo mi estado de ánimo.
– Tienes mal aspecto -dijo Jeremy-. ¿Qué te pasa?
Cerró la puerta tras de sí y se aseguró de que quedase bien trabada. Intentaba crear un ambiente más íntimo. Quizá trataba de ayudarme, pero a mí no me lo parecía. La piel tensa en torno a sus ojos y la postura de sus hombros estrechos y bien torneados indicaban que yo no era la única de mal humor. Lo achaqué al tiempo, esa calma insoportable. Una buena lluvia o incluso un día ventoso habrían despejado la capa de contaminación y la ciudad habría podido respirar de nuevo.
– Es sólo un poco de añoranza -contesté-. ¿Y a ti qué te pasa; Jeremy?
Sonrió levemente.
– No te puedo engañar, ¿verdad, Ferry?
– No.
– Llevas un conjunto muy bonito -dijo.
Sabía que estaba sexy cuando Jeremy elogiaba mi ropa. Él siempre tenía un aspecto impecable incluso cuando iba con tejanos y camiseta, que se ponía sólo para camuflarse en laguna operación. En una ocasión, vi a Jeremy recorrer un kilómetro y medio en tres minutos con unos pantalones Gucci, persiguiendo a un sospechoso. Por supuesto, le ayudó el hecho de que su rapidez y habilidad fueran sobrehumanas. Cuando pensé que yo podría verme obligada a perseguir a alguien, algo que rara vez ocurría, saqué las zapatillas de deporte y dejé en casa los tacones altos.
Jeremy me dedicó una de esas miradas que ponen los hombres cuando les gusta lo que ven. No era algo personal, pero entre los duendes es un insulto no hacer caso a alguien que intenta tan a las claras resultar atractivo, una bofetada en la cara que te dice que has fracasado. Aparentemente, yo no había fracasado. Al despertarme había visto la niebla y me había vestido de una forma más llamativa de lo normal para levantar mi estado de ánimo: un traje de chaqueta azul real, cruzado, con botones de plata, y una falda plisada a juego, tan corta que apenas asomaba bajo la chaqueta. El conjunto era lo bastante corto para dejar entrever algo más que mis muslos si cruzaba las piernas de forma incorrecta. Unos tacones de piel de más de cinco centímetros me ayudaban a exhibir las piernas. Cuando una es tan baja como yo tiene que buscar soluciones, así que muchos días me ponía tacones de ocho centímetros.
Mi cabello era de un rojo intenso y resplandeciente a juzgar por cómo se reflejaba en los espejos. Un tono más rojo que caoba, con destellos negros en lugar del marrón habitual que tienen la mayoría de pelirrojos, como si alguien me hubiera esparcido rubíes por el pelo. Era un color que estaba muy de moda ese año. En la corte suprema del reino de los duendes lo llamaban caoba sangre y, si ibas a una buena peluquería, rojo hada o escarlata de sidhe. Hasta que se popularizó y acertaron finalmente con el tono, yo había tenido que ocultar mi verdadero color. Me había decantado por el negro, porque armonizaba mejor que el rojo humano con el color de mi piel La mayoría de la gente cometía el error de pensar que el escarlata sidhe realza la tez natural de los pelirrojos. No es verdad. Es el único color rojo verdadero que conozco que combina con un tono de piel claro o absolutamente blanco. Sin duda es el cabello adecuado para alguien a quien le favorece el negro, el rojo auténtico o el azul azafata.
Lo único que todavía tenía que esconder eran el verde vibrante y dorado de mis pupilas y la luminosidad de mi piel. Utilizaba lentes de contacto de color marrón oscuro y me oscurecía la piel mediante hechizos y magia. Tenía que mantener una concentración continua, como una música de fondo, porque en cuanto bajaba la guardia comenzaba a brillar. Los seres humanos, por más radiantes que sean, no brillan. Éste era el motivo por el que llevaba lentes de contacto. Además, como quien teje una bufanda, fabriqué la ilusión de que yo sólo era una mujer con un poco de sangre de hada en mi pasado, un ser humano con algunos poderes psíquicos y místicos que me convertían en una excelente detective, aunque nada demasiado especial.
Jeremy no sabía qué era yo en realidad. No lo sabía nadie en la agencia. Yo era uno de los miembros más débiles de la corte real, pero ser una sidhe, aunque fuera de la parte más baja del escalafón, no era nada despreciable. Había ocultado con éxito mi verdadera personalidad y mis auténticas capacidades a un montón de los mejores magos y a gente con poderes psíquicos de la ciudad y del país entero. No era moco de pavo, pero el tipo de encanto en el que yo destacaba no bastaba para ponerme a salvo de un navajazo por la espalda o de que un hechizo me destrozase el corazón. Para eso necesitaba habilidades de las que carecía, y éste era uno de los motivos por los que permanecía escondida. No podía luchar contra los sidhe y sobrevivir. Lo mejor que podía hacer era esconderme. Tenía confianza en Jeremy y en los demás. Eran mis amigos. En lo que no tenía confianza era en lo que los sidhe podía hacerles si me descubrían, o si mi familia se enteraba de que mis amigos conocían mi secreto. Mientras no supieran nada los sidhe les dejarían tranquilos y sólo me castigarían a mí. La ignorancia era una bendición en este caso. No es que no pensara que algunos de mis mejores amigos lo considerarían una traición, pero si tenía que elegir entre que ellos vivieran, con todas las partes de su cuerpo intactas, pero enfadados conmigo, o que murieran torturados escogería lo segundo. Podría soportar su enfado. En cambio, no estaba segura de poder soportar sus muertes.
Ya sé, ya sé, ¿por qué no pedir asilo en la Oficina de Asuntos Humanos y Feéricos? Probablemente mi familia me mataría si me encontraba, pero si aireaba los trapos sucios ante los medios de comunicación mundiales, me matarían sin ningún género de duda. Y lo harían más despacio. O sea que nada de policía ni de embajadores, sólo el viejo recurso del juego del escondite.
Sonreí a Jeremy y le ofrecí lo que sabía que quería: la mirada que indicaba que me gustaba el potencial de su cuerpo delgado bajo aquel traje a medida. Para los humanos, hubiera parecido un coqueteo, pero para las hadas, para cualquier hada, ni siquiera se la aproximaba.
– Gracias, Jeremy, pero sé que no has venido aquí para elogiar mi ropa.
Se adentró en la habitación, pasando sus dedos impecables por el borde de mi escritorio.
– Tengo a dos mujeres en mi despacho. Quieren ser clientas nuestras -dijo.
– ¿Quieren?
Se volvió y se apoyó en el escritorio, con los brazos cruzados sobre el pecho, imitando mi postura inconscientemente, o a propósito, aunque no sabía por qué.
– Normalmente, no nos ocupamos de divorcios -dijo Jeremy.
Le miré con los ojos abiertos, apartándome de las ventanas.
– Habla con propiedad, Jeremy; la Agencia de Detectives Grey nunca se ocupa de divorcios.
– Lo sé, lo sé -dijo.
Se retiró del escritorio y se me acercó. Cuando miró la capa de contaminación del exterior no parecía más feliz que yo.
Me eché hacia atrás para verle mejor la cara.
– ¿Por qué infringes tu regla fundamental, Jeremy?
Él movió la cabeza sin mirarme.
– Reúnete con ellas, Ferry. Confío en tu criterio. Si dices que tenemos que rechazar el caso, lo rechazaremos. Pero creo que lo verás de la misma manera que yo.
Le toqué el hombro.
– ¿Y cómo te siente, jefe, aparte de preocupado?
Bajé mi mano por su brazo y de este modo conseguí que me mirara. Sus ojos habían adquirido una tonalidad gris marengo.
Reúnete con ellas, Ferry. Si después estás tan preocupada como lo estoy yo, acabaremos con ese cabrón.
Le agarré el brazo.
– Cálmate, Jeremy, es sólo un caso de divorcio.
– ¿Y si te dijera que fue un intento de asesinato?
Su voz se había calmado. En realidad, no alcanzaba la intensidad de sus ojos ni la tensión vibrante de su brazo.
Me aparté de él.
– ¿Intento de asesinato? ¿De qué me hablas?
– El hechizo de muerte más repugnante que ha llegado a mi despacho.
– ¿El marido la quiere matar? -le pregunté.
– Alguien quiere matarla, y la mujer dice que es el marido. La amante está de acuerdo con la mujer.
Le miré fijamente.
– ¿Estás diciendo que la esposa y la amante están en tu despacho?
Asintió y sonrió a pesar de la indignación que sentía.
– Esto se pone interesante -dije, devolviéndole la sonrisa.
Jeremy me tomó la mano.
– Lo sería incluso si llevásemos casos de divorcio -dijo.
Me frotaba los nudillos con el pulgar. Estaba nervioso, de lo contrario no me habría tocado tanto. Para él era una manera de ganar confianza. Se llevó la mano a los labios y me dio un beso fugaz en los nudillos. Creo que se dio cuenta de que su nerviosismo era patente. Me dedicó la mejor de las sonrisas y se dirigió hacia la puerta.
Me dedicó la mejor de las sonrisas y se dirigió hacia la puerta.
– Respóndeme primero a una pregunta, Jeremy.
Aunque evidentemente no le hacía falta, se arregló el traje con movimientos ligeros y precisos.
– Pregunta.
– ¿Qué es lo que te da miedo?
La sonrisa se desvaneció y su rostro adquirió un aspecto solemne.
– Tengo un mal presagio sobre este caso, Ferry. No tengo el don de la profecía, pero esto me huele mal.
Entonces, dejémoslo. No somos la policía. Trabajamos a cambio de dinero, no hemos hecho ningún juramento, Jeremy.
– Si después de que las has visto, puedes, honestamente, deshacerte del caso, lo haremos.
– ¿Por qué me da la sensación de que de repente tengo derecho a veto? El nombre que hay en la puerta es Grey, no Gentry.
– Porque Teresa se identifica enseguida con los demás y no rechazaría a nadie. Roane es demasiado sensible como para echar a mujeres con lágrimas en los ojos. -Se ajustó la corbata gris perla, mientras sus dedos acomodaban el alfiler de diamantes-. Los demás saben defenderse, pero son incapaces de tomar decisiones. Sólo quedas tú.
Le miré a los ojos, intentando descubrir qué estaba pasando realmente por su cabeza, más allá del enfado y la preocupación.
– Tú no te identificas enseguida con los demás, ni tienes un corazón sensible; además, sabes tomar decisiones. ¿Por qué no lo decides tú?
– Porque si las echamos, no tendrán adonde ir. Si abandonan este despacho sin nuestra ayuda ya pueden darse por muertas las dos.
Le miré a los ojos y le comprendí al fin.
– Sabes que deberíamos quitarnos de encima este caso, pero no puedes emitir un juicio sobre ellas. No puedes condenarlas a muerte.
– Eso es.
– ¿Qué te hace pensar que yo sí puedo hacerlo?
– Espero que alguno de nosotros mantenga la suficiente cordura para no ser tan estúpido.
– No os voy a sacrificar a todos por de unas desconocidas, Jeremy, o sea que prepárate para rechazar el caso. -Mi voz sonó decidida y fría. Incluso a mí.
Jeremy recuperó la sonrisa.
– Esta sí que es mi brujita despiadada.
Asentí con la cabeza y me encaminé hacia la puerta.
– Es uno de los motivos por los que me quieres, Jeremy. Cuentas con que nunca me eche atrás.
Caminé hacia el pasillo que había entre los despachos, con el convencimiento de que me desharía de aquellas mujeres. Tenía la certeza de que iba a convertirme en el muro que nos protegería a todos de las buenas intenciones de Jeremy. La diosa sabe que ya me había equivocado antes, pero pocas veces había errado tanto como estaba a punto de hacerlo.
2
Pensé que de algún modo podría determinar cuál de las dos mujeres era la esposa y cuál la amante con sólo mirarlas. Sin embargo, a primera vista eran sólo dos mujeres atractivas, vestidas de manera informal, como dos amigas que salen de compras o se van a comer. Una era bajita, aunque unos centímetros más alta que Jeremy o yo misma. El cabello rubio, rizado de forma natural, le caía justo hasta los hombros. Tenía una belleza sencilla y unos extraordinarios ojos azules que le llenaban el rostro. Unas cejas arqueadas y espesas compensaban las oscuras pestañas que enmarcaban sus ojos de forma casi teatral, aunque el color negro me hacía especular acerca de la autenticidad del rubio. No iba maquillada y, con todo, estaba muy guapa, de una manera etérea, muy natural. Con maquillaje y otra ropa había resultado impresionante.
Se sentó encogida, con os hombros encorvados, como quien espera que le suelten un bofetón. Me miraba con los ojos de un ciervo iluminado por los faros de un coche, con la certeza de que no iba a poder detener la desgracia que se le venía encima.
La otra mujer era delgada y alta, medía más de un metro setenta, y los largos cabellos, castaños y lacios, le caían en una brillante melena hasta la cintura. Aparentaba veintipocos años. Después, la intensidad de sus ojos castaños hizo que le añadiera una década, porque nadie tiene esa mirada antes de los treinta. Parecía mas segura de sí misma que la rubia, pero la rigidez de sus hombros y su mirada revelaban algún profundo tormento interior. Se la veía tan delicada que costaba imaginar que tenía algo tan duro como el hueso debajo de la piel. Sólo existe una razón para que una persona alta y segura de sí misma tenga esa apariencia de ternura: era, en parte, una sidhe. Ciertamente, su vínculo se remontaba a unas cuantas generaciones, nada tan estrecho como mi proximidad con la corte, pero en algún punto de su árbol genealógico una de sus varias veces tatarabuela se había acostado con algo no humano y del encuentro había nacido un niño. La sangre de hada, del tipo que sea, marca a una familia, pero al parecer la sangre de sidhe se conserva en los genes por siempre jamás, de manera que nunca se elimina por completo.
Supuse que la rubia era la mujer, y la otra la amante. La rubia parecía la más golpeada de las dos, y los hombres pueden abusar de cualquier mujer de sus vidas, pero normalmente reservan lo mejor, o lo peor, para su familia más inmediata. Mi abuelo siempre había actuado así.
Entré en la habitación riendo, con la mano extendida para saludar, como si fueran otros clientes cualesquiera. Jeremy nos presentó. La rubia bajita era la mujer, Frances Norton; la alta y de pelo castaño era la amante, Naomi Phelps.
Naomi me estrechó la mano con fuerza. Su mano tenía un tacto frío y yo la sostuve demasiado tiempo, deleitándome con el contacto de su piel. Era lo más cercano que había tenido con otra sidhe en tres años. Hay algo en la línea de sangre real que se parece a una droga. Una vez se ha probado, se echa en falta. Ni siquiera el contacto con cualquier otro duende se le puede comparar.
Me miró desconcertada, y era un desconcierto muy humano. Le solté la mano e intenté hacerme pasar por humana. Unos días me salía mejor que otros. Podría haber intentado averiguar sus facultades psíquicas, determinar si tenía algo más que una estructura ósea, pero es de mala educación intentar descubrir los poderes mágicos de una persona la primera vez que la ves. Entre sidhe, se considera un desafío, un insulto, dudar de que el otro pueda protegerse de tu magia más superficial. Probablemente Naomi no lo habría tomado como un insulto, pero su ignorancia no me servía de excusa para se descortés.
Frances Norton me tendió la mano como si temiera que la tocara, con el brazo a medio extender. La traté con la misma educación que a la otra mujer, pero no la había rozado siquiera cuando sentí el hechizo. La línea de energía que nos rodea a todos, el aura, arremetía contra mi piel par evitar que la tocase. La magia de otra persona era tan densa en su cuerpo que había rellenado su aura como agua sucia en un vaso limpio. De alguna manera, aquella mujer ya no era ella misma. No se trataba exactamente de una posesión, pero casi. Sin duda violaba varias leyes humanas, y todas estas violaciones contribuían delitos graves.
Empujé la mano a través de aquel torbellino de energía y tomé la suya. El hechizo intentaba filtrarse a través de mi piel y subirme por el brazo. No era visible, pero, igual que se ven cosas en los sueños, yo podía sentir una tenue oscuridad que trataba de treparme por el brazo. La paré justo debajo del codo y tuve que concentrarme para despegármela del modo en que uno se quita un guante. Había roto mi protección como si tal cosa y hay pocas maneras de lograrlo, y ninguna de ellas es humana.
Frances me miraba fijamente con los ojos muy, muy abiertos.
– ¿Qué… qué le está haciendo?
– No le estoy haciendo nada, señora Norton.
Mi voz sonó un poco impersonal, distante, porque estaba concentrándome en expulsar de mí el hechizo para que al soltarle la mano no se me aferrase nada.
La señora Norton intentó retirar la mano, pero yo no la dejé. Empezó a tirar de ella, débil pero insistentemente. La otra mujer dijo:
– Deje a Frances ahora.
Ya casi me había liberado, estaba prácticamente preparada para soltarla, cuando la otra mujer me tocó el hombro. Se me erizó el vello de la nuca, y perdí la concentración al sentir a Naomi Phelps. El hechizo volvió a caer sobre mi mano y me trepó al hombro antes de que pudiera concentrarme lo suficiente para detenerlo. Pero lo único que podía hacer era pararlo. No podía quitármelo de encima, porque una parte demasiado importante de mi atención se concentraba en la otra mujer.
Nunca tocas a alguien cuando está haciendo magia o realizando actividades psíquicas, a no ser que quieras que suceda algo. Fue esto, más que cualquier otra cosa, lo que me indicó que ninguna de las mujeres era profesional o tenía especiales poderes psíquicos. Nadie con un poco de práctica, aunque fuera mínima, hubiera actuado de este modo. Sentía los efectos de algún ritual adheridos al cuerpo de Naomi. Se trataba de algo complejo y personal. Automáticamente, pensé en la glotonería. Algo se había estado alimentando de su energía y había dejado cicatrices psíquicos.
Se apartó de mí y se llevó la mano al pecho. Había sentido mi energía, de manera que tenía talento. No me sorprendió. Lo sorprendente era que no estaba entrenada, quizás en absoluto. Actualmente van a las guarderías a hacer pruebas para ver quién tiene dotes psíquicas o talento místico, pero en los años sesenta era un programa nuevo. Naomi se las había arreglado para que no la descubrieran, y pasada la treintena todavía nadie se había ocupado de sus poderes. La mayoría de las personas inexpertas con poderes psíquicos son locos, criminales o suicidas cuando alcanzan los treinta. Tenía que ser una persona muy fuerte y lo parecía, pero me miraba con lágrimas en los ojos.
– No hemos venido aquí para que se nos maltrate.
Jeremy se había quedado cerca de nosotros, pero poniendo mucho cuidado en no tocarnos. Sabía lo que se hacía.
– Nadie la está maltratando, señorita Phelps. El hechizo que afecta a la señora Norton trataba de… filtrarse en mi colega. La señora Gentry sólo intentaba apartar el hechizo cuando usted la tocó. No debería tocar a nadie cuando está ejerciendo la magia, señorita Phelps. Los resultados son imprevisibles.
La mujer nos miró con expresión de no dar crédito a nuestras palabras.
– Venga, Frances, larguémonos de aquí.
– No puedo -dijo Frances con un hilo de voz sumisa. Me estaba mirando fijamente, con miedo en los ojos. Y me temía a mí.
Sintió la energía en torno a nuestras manos, apretándonos, pero pensó que era yo quien lo estaba haciendo.
– Le juro, señora Norton, que no soy yo. La magia que han usado en su contra me busca. Necesito sacármela de encima y dejar que fluya de nuevo hacia usted.
– Quiero deshacerme de esto -dijo, elevando la voz y con un ligero toque de histeria.
– Si no me la quito de encima, entonces quien se lo hizo podrá actuar sobre mí. Podrán localizarme. Sabrán que trabajo en una agencia de detectives que está especializada en problemas sobrenaturales y soluciones mágicas. -Era nuestro lema-. Sabrán que usted vino aquí en busca de ayuda. Y no creo que eso le convenga, señora Norton.
Un ligero temblor empezó en sus manos y se extendió por sus brazos hasta que ella se quedó tiritando como si estuviese helada. Quizá tenía frío, pero no del que se te pasa con un jersey grueso. Por más calor que hiciera no se iba a mitigar el frío que sentía en su interior. Tendrían que calentarle desde el centro de su alma herida hasta las puntas de los dedos. Alguien tendría que verter poder mágico sobre ella poco a poco, como par descongelar un cuerpo prehistórico conservado en el hielo. Si se descongelaba demasiado deprisa el daño sería aun mayor. Este uso delicado del poder iba más allá de mis capacidades. Lo único que habría podido hacer era darle cierta tranquilidad, quitarle parte de su miedo, pero aquel que la hechizó también lo sentiría. No podrían descubrir que yo había sido la causante, pero sabrían que había acudido a un profesional, que alguien había intentado ayudarla con poder psíquico. Llámalo corazonada, pero estoy convencida de que a quien había realizado el hechizo no le haría ninguna gracia y quizá decidiera agilizar el proceso.
Sentía la energía arrebatadora del hechizo, que intentaba romper mis defensas y alimentarse también de mí. Era como un cáncer mágico, pero tan fácil de contraer como la gripe. ¿A cuánta gente habría contagiado Frances? ¿Cuánta gente caminaba con aquel hechizo que les robaba poco a poco la energía? Cualquiera con un mínimo de poderes sabría que había ocurrido algo, pero no exactamente qué. Habían evitado a Frances Norton porque les había herido, pero podrían tardar semanas o meses en darse cuenta de que el cansancio, los vagos sentimientos de desesperación y la depresión estaban causados por un hechizo.
Empecé a contarle lo que me disponía a hacer, pero no me molesté en mirarle a los ojos Sólo se pondría tensa y más nerviosa. Lo mejor que podía hacer era conseguir que le resultase indetectable. Intentaría asegurarme de que no sintiera cómo se deslizaba de nuevo en su interior, pero eso era todo lo que estaba en mi mano.
En los breves momentos de contacto con mi piel, el hechizo se había hecho más denso, más negro, más real. Empecé a quitármelo del brazo. Se adhería como alquitrán, y requirió mucha concentración retirarlo, doblándolo sobre sí mismo de la forma en que se arremanga la ropa gruesa. Cada centímetro de mi piel que liberaba se sentía más brillante, más limpio. No podía imaginarme vivir totalmente encerrada en aquella cosa. Sería igual que pasar la vida entera medio desmayada y privada de oxígeno, confinada en un cuarto oscuro al que nunca llegara la luz.
Había liberado el brazo, la mano, y empecé a apartar lentamente mis dedos de entre los suyos. Ella permanecía completamente inmóvil como un conejo que se esconde entre la hierba, aferrado a la esperanza de que el lobo se aleje de él si consigue quedarse lo bastante quieto. Lo que no creo que observara Frances Norton es que ya estaba bajando por la garganta del lobo, dando patadas al aire con sus piernecitas.
Cuando aparté los dedos, el hechizo se pegó a ellos, pero a continuación volvió a su lugar, en torno a ella, con un sonido casi inaudible. Me limpié la mano en la chaqueta. Me había librado del hechizo, pero sentía la apremiante necesidad de lavarme la mano con agua bien caliente y mucho jabón. El agua y el jabón normales no serían suficientes, pero la sal y el agua bendita quizá resultaran de ayuda.
Frances se desplomó en la silla, escondiendo la cara entre las manos. Le temblaban los hombros y al principio pensé que estaba llorando en silencio. Pero cuando Naomi la abrazó, Frances mostró una cara sin lágrimas. Estaba temblando, simplemente temblando, como si ya no pudiera llorar, no porque no quisiera, sino porque ya no le quedaba ninguna lágrima. Estaba allí sentada, mientras la amante de su marido la abrazaba, la mecía. Temblaba con tanta fuerza que empezaron a castañetearle los dientes, pero no lloró en ningún momento. En cierto modo el problema parecía más grave porque no lloraba.
– Disculpen, señoras. Vamos a salir un momento -dije. Miré a Jeremy y me dirigí a la puerta. Él me siguió y cerró la puerta.
– Lo siento, Ferry. Yo le estreché la mano y no sucedió nada. El hechizo no reaccionó contra mí.
Asentí. Le creía.
– Quizá simplemente tengo mejor sabor.
Me sonrió.
– Bueno, no lo sé por experiencia, pero apuesto a que sí.
Sonreí.
– Físicamente, quizá, pero místicamente eres tan poderoso, a tu manera, como lo soy yo. Sin duda, eres un mago mucho mejor de lo que seré yo nunca, simplemente el hechizo no reaccionó contigo.
Negó con la cabeza.
– No, no lo hizo. Quizá tengas razón, Ferry. Puede que sea demasiado peligroso para ti.
Fruncí el ceño.
– Ahora el señor se pone cauto.
Me miró, pugnando por mantener una expresión neutral.
– ¿Por qué tengo la sensación de que no serás la brujita de corazón frío que me esperaba?
Me apoyé en la pared y le miré.
– Este asunto es tan maligno que podremos recurrir a la policía.
– Implicar a la policía no las salvará. No podemos probar suficientemente que es el marido. Si no somos capaces de demostrarlo ante los tribunales, no podremos llevarlo a la cárcel, y esto significa que tendría libertad para ejercer más magia sobre ellas. Necesitamos que se le encierre en una celda vigilada para que no pueda causarles daño.
– Necesitan protección mágica hasta que esté en la cárcel. Esto es un trabajo de detective. Es un trabajo de canguro.
– Uther y Ringo son grandes canguros -dijo.
– Lo imaginó.
– Continúas triste. ¿Por qué?
– Deberíamos quitarnos este caso de encima -dije.
– Pero no puedes hacerlo -replicó él, sonriendo.
– No, no puedo.
Había muchas agencias de detectives en Estados Unidos que afirmaban estar especializadas en casos sobrenaturales. Se trataba, sin duda, de un gran negocio, pero la mayoría de agencias no estaban a la altura de sus promesas publicitarias. Nosotros sí. Nosotros éramos una de las pocas agencias que podían presumir de un equipo formado enteramente por profesionales de la magia y expertos en poderes psíquicos. También éramos los únicos que podíamos presumir de que todos los empleados, a excepción de dos, eran duendes. No hay tantos duendes que resistan vivir en una ciudad Chicago, pero seguía siendo agotador estar rodeado de tanto metal, tanta tecnología, tantos seres humanos. A mí no me molestaba. Mi sangre humana me permitía tolerar el acero y las cárceles de cristal. Cultural y personalmente prefería el campo, pero podía vivir en una gran urbe. El campo era agradable, pero no me ponía enferma ni me debilitaba sin él. Algunas hadas sí.
– Ojala las pudiera echar, Jeremy
– ¿También tienes un mal presagio sobre el asunto, verdad?
Asentí.
– Sí, ero si las echo, vería en mis sueños sus caras temblorosas y sin lágrimas. Creo que podrían regresar para acecharme después de que aquel que las quiere matar acabase su trabajo. Regresarían como verdaderos fantasmas y me echarían en cara haber desperdiciado su última oportunidad de supervivencia.
La gente cree que los fantasmas persiguen a sus verdaderos asesinos, pero esto es absolutamente falso. Los fantasmas tienen un interesante sentido de la justicia, así que podría darme por satisfecha si se limitaban a acecharme hasta que encontrara a alguien para colocarlos. Si es que se podían colocar. A veces, los espíritus eran más resistentes. Entonces podías acabar cargando con un espíritu familiar como un alma en pena que anuncia la muerte. Dudaba de si alguna de las dos mujeres tenía aquella fortaleza de carácter, pero me habría servido que lo tuviera. Era mi propio sentido de culpabilidad lo que me hacía regresar al despacho, y no el miedo a represalias de fantasmas. Hay gente que dice que los duendes no tienen alma ni sentido de responsabilidad personal. Para algunos esto es verdad, pero no lo era para Jeremy ni para mí. A veces, puede más la compasión.
3
Naomi Phelps llevaba la voz cantante mientras Frances permanecía sentada y no paraba de temblar. Nuestra secretaria le llevó café caliente y una mantita. Sus manos temblaban tanto que vertió café en la mantita, pero consiguió tomarse algo y, fuera por el calor o por la cafeína, tenía mejor aspecto.
Jeremy había llamado a Teresa para que escuchara a las mujeres. Teresa era nuestra vidente. Medía casi uno ochenta y era delgada, con pómulos marcados, cabello negro largo y sedoso y una piel color café con leche. La primera vez que la vi, me di cuenta de que tenía sangre de sidhe, así como afro americana y parte de sangre de hada que no había estado en la corte. Esto último explicaba las orejas ligeramente puntiagudas. Muchas aspirantes a hadas se implantan cartílago para hacer sus orejas puntiagudas, se dejan crecer el pelo hasta los tobillos y se hacen pasar por sidhe. Pero ningún sidhe de pura sangre ha tenido nunca orejas en punta. Es una seña de mezcla de sangre. Sin embargo, hay aspectos del folklore que están más arraigados. Para una gran mayoría de gente, un sidhe puro debe tener las orejas en punta.
Teresa tenía la misma fragilidad de huesos que Naomi, pero yo nunca había sentido la tentación de coger la mano de Teresa. Era una de las clarividentes por tacto más poderosas que había conocido jamás. Yo dedicaba gran cantidad de energía a asegurarme de que no me tocara, pues temía que se le revelaran mis secretos y nos pusiera a todos en peligro. S sentó en una silla a un lado, mirando a las dos mujeres con sus ojos oscuros. No había hecho amago de estrecharles la mano. En realidad, había dado un amplio rodeo para no tocar accidentalmente a ninguna de ellas. Su cara no revelaba nada, pero sintió el peligro del hechizo en cuanto entró en la habitación.
– No sé cuántas amantes ha tenido -dijo Naomi-, una docena, dos docenas, centenares. -Se encogió de hombros-. Lo único que sé seguro es que soy la última de una larga lista de amantes.
– Señora Norton -dijo Jeremy.
Frances lo miró asustada, como si no se hubiera esperado que solicitasen su contribución a la historia.
– ¿Tiene alguna noticia de todas estas mujeres?
Tragó saliva y dijo en un tono que era casi un murmullo:
– Guarda polaroids. -Bajó la cabeza y murmuró-: dice que son sus trofeos.
Tuve que preguntar:
– ¿Le enseñó él estas fotos o las encontró usted misma?
Miró hacia arriba, y sus ojos estaban vacíos: sin preocupación ni vergüenza, simplemente vacíos.
– me las enseñó. Le gusta…, le gusta explicarme lo que hace con ellas. En qué es buena cada una, lo que hacen mejor que yo.
Abrí la boca, pero volvía a cerrarla, porque no se me ocurrió nada que pudiera servirle de consuelo. Sentía vergüenza ajena, pero era Frances Norton quien tenía que estar enfadada. Mi enfado podría ayudarnos a resolver el problema inmediato, pero no le devolvería la fuerza. Aunque lográramos librarnos del marido no curaríamos todo el daño que éste había causado. Había muchas cosas que iban mal con Frances aparte de un hechizo.
Naomi le tocó el brazo, consolándola.
– Así es como me conoció. Vio mi foto, y un día nos encontramos. La pillé mirándome en un restaurante. Él la había despertado cuando llegó a casa y le contó lo que me había hecho. -Esta vez fue Naomi quien miró en su regazo y apoyó los brazos en las piernas-. Yo tenía moretones. -Levantó la mirada hacia mí-. Frances se acercó a mi mesa. Se arremangó y me enseñó los suyos. Entonces, dijo únicamente: “soy su mujer”. Fue así como nos conocimos.
Al final mostró una sonrisa tímida, el tipo de sonrisa que se dibuja en tu rostro cuando explicas cómo has conocido a tu amado. Una tierna historia para contar a los demás.
La miré con los ojos en blanco, pero me pregunté si la relación entre ellas iba más allá del maltrato y del marido. Si eran amantes, esto podía cambiar el método de curación. En cuestiones místicas no hay que olvidar las emociones. Dado que el amor y el odio tienen distintas energías, te enfrentas a ellos de forma diferente. Así pues, era preciso determinar con exactitud el vínculo entre las dos mujeres antes de empezar un trabajo de curación serio, aunque no aquel día. Para empezar escucharíamos lo que nos querían contar.
– Fue muy valiente por su parte -dijo Teresa.
Su voz, al igual que todo en ella, era de alguna manera suave y femenina, con una fuerza subyacente, como acero cubierto con seda. Siempre había pensado que Teresa, aunque no había viajado más allá de México, sería una extraordinaria belleza sureña.
Los ojos de Frances se detuvieron en ella, titubeó un instante, pero luego su boca se abrió en algo parecido a una sonrisa. Aquel pequeño movimiento me hizo sentir mejor en relación con esa mujer. Si podía empezar a sonreír, a enorgullecerse de la fuerza que había mostrado, quizá se recuperaría totalmente con el tiempo.
Naomi le apretó el brazo y le sonrió con afecto y orgullo. De nuevo, tuve la impresión de que estaban muy unidas.
– Eso fue mi salvación. Desde el momento en que conocí a Frances, empecé a intentar romper con él. No sé cómo le permití que me hiciera daño. No soy así. Quiero decir que nunca antes había permitido que un hombre me maltratase.
Su semblante mostraba la vergüenza que sentía por no haberse salvado a sí misma.
Frances colocó su mano sobre la mano de la otra mujer, para ofrecerle consuelo y al mismo tiempo recibirlo. Naomi le sonrió y, a continuación, nos miró desconcertada.
– Él es como una droga. Una vez te ha tocado, suplicas su contacto. Es como si despertara tu sexualidad, y tu cuerpo sufre porque quiere ser tocado. -Volvió a bajar la mirada-. Nunca dependí tanto de los demás sexualmente. Al principio era molesto y estimulante. Después empezó a hacerme daño. Primero eran sólo pequeñas cosas, me ataba, después… me pegaba.
Se obligó a alzar la vista y a mirarnos. Había en sus ojos una gran ansiedad, como si nos estuviera desafiando a pensar lo peor de ella, pero también mostraba una gran fuerza. ¿Cómo había conseguido domesticarla aquel hombre?
– Convirtió el dolor en parte del placer -continuó-, pero luego empezó a hacer cosas peores. Cosas que sólo dolían. Intenté que abandonara aquellas perversiones y fue entonces cuando empezó a golpearme de verdad, sin fingir que era parte del sexo. -Su boca temblaba, pero su mirada se mantenía desafiante-. Pero pegarme le excitaba de verdad. El hecho de que yo no me excitar, de que me diera miedo, también le gustaba.
– Fantasías de violación -dije.
Noemí asintió, abriendo mucho los ojos para contener las lágrimas. Se mostraba tranquila y traba de ocultar el dolor en su interior.
– Al final no fueron sólo fantasías.
– Le gusta tomarte a la fuerza -aseguró la mujer.
Miré a ambas y contuve el deseo de sacudir la cabeza. Había pasado mi vida desde los dieciséis hasta los treinta en la corte de la Oscuridad, los años de mi despertar sexual, de manera que sabía cómo combinar placer con dolor. Pero el dolor era compartido, y nunca se ejercía sin el consentimiento del otro. Si la otra persona no consideraba que el dolor le aportaba placer, no era sexo. Era tortura. Hay una gran diferencia entre tortura y sexo un poco duro. Pero para los sádicos, no hay diferencia. En las formas extremas, son incapaces de mantener relaciones sexuales sin violencia o, como mínimo, sin que su víctima les tema. Sin embargo, la mayoría de sádicos son capaces de tener unas relaciones sexuales más normales. Usan esto para engañarte, pero con el tiempo no pueden mantener una relación normal. Al fina, afloran sus verdaderos deseos y deben satisfacerlos.
¿Cómo me había convertido en una experta en estos temas? Como dije, pasé mi despertar sexual en la corte de la Oscuridad. Entiéndeme bien. La corte de la Luz tiene su propia gama de prácticas no habituales, pero comparten el punto de vista humano más generalizado de dominio y sumisión. La corte de la Oscuridad ve estas cosas con mejores ojos o, por decirlo de otro modo, tiene una postura más abierta. También puede deberse a que la reina del Aire y la Oscuridad, mi tía, gobernadora absoluta de la corte en ls últimos mil años, siglo más o menos, es muy dominante y está rozando el sadismo sexual. Ha formado la corte a su imagen, igual que mi tío, el rey de la Luz y la Ilusión de la corte de la Luz, la forjó según su propia imagen. Extrañamente, uno puede intrigar y mentir más fácilmente en la corte de la Luz. Se vive en una ilusión. Si algo parece bueno en el exterior, tiene que se bueno. La corte de la Oscuridad es más honesta, en la mayoría de ocasiones.
– Naomi -intervino Teresa-, ¿fue ésta su primera relación con maltratos?
La mujer asintió.
– Todavía no comprendo cómo permití que llegara a tal extremo -contestó.
Miré a Teresa, y ella inclinó fugazmente la cabeza para darme a entender que había escuchado la respuesta y que la mujer estaba contando la verdad. Como he dicho, Teresa es una de las personas con poderes psíquicos más capacitadas del país. No sólo hay que vigilar sus manos. En la mayoría de ocasiones, puede decirte si estás mintiendo o no. He tenido que ir con mucho cuidado con ella en estos tres años que llevamos trabajando juntas.
– ¿Cómo le conoció? -le pregunté.
No utilizaba su nombre ni decía señor Norton porque las dos mujeres habían evitado mencionarlo, como si no existiera ningún otro hombre y se supiera de quién se estaba hablando.
– No, en ocasiones nos citábamos en un hotel.
Esto me sorprendió.
– ¿Hace algo dentro del círculo del apartamento que no haga en ningún otro lugar?
Se sonrojó completamente.
– Es el único sitio al que lleva otros hombres.
– ¿Otros hombres para que tengan relaciones sexuales con él? -pregunté.
Negó con la cabeza.
– No, conmigo.
Nos miró, como esperando un grito de horror. O que la llamásemos puta. Lo que vio la tranquilizó. Todos sabíamos poner cara de circunstancias cuando lo necesitábamos. Por lo demás, el sexo en grupo parecía poca cosa después de saber que mostraba a su mujer fotos de las amantes y le explicaba los detalles. Esto era nuevo. El sexo en grupo había existido mucho antes que las cámaras Polaroid.
– ¿Eran siempre los mismos hombres? -preguntó Jeremy.
Negó con la cabeza.
– No, pero todos se conocían. Quiero decir que no era como sui invitara al primero que pasaba por la calle.
Sonaba como si se defendiera, como si eso hubiese sido mucho peor.
– ¿Hubo algunas repeticiones? -preguntó Jeremy.
– Hubo tres hombres que vi en más de una ocasión.
– ¿Conoce sus nombres?
– Sólo sus nombres de pila: Liam, Donald y Brendan.
Parecía estar muy segura de los nombres.
– ¿Cuántas veces vio usted a estos tres hombres?
Rehusaba mirarnos a los ojos.
– No lo sé. Muchas veces.
– ¿Cinco veces -preguntó Jeremy-, seis, veintiséis?
Levantó la cabeza, sobresaltada.
– No llegó a veinte veces, no fueron tantas.
– ¿Entonces, cuántas? -preguntó.
Tal vez ocho, quizá diez, pero no más.
Le parecía importante que no hubieran sido más de diez. ¿Era el número límite mágico? ¿Acaso ella era peor si lo hacía diez veces que si lo hacía sólo ocho?
– ¿Y el sexo en grupo, cuántas veces?
Volvió a suspirar.
– ¿Por qué necesita saberlo?
– Ha sido usted quien lo ha llamado un ritual, no nosotros -dijo Jeremy-. De momento no hay mucho de ritual en esto, pero los números pueden tener un significado mágico. El número de hombres dentro del círculo. El número de veces que usted estuvo dentro del círculo con más de un hombre. Créame, señorita Phelps, no es así como me divierto.
Volvió a bajar la vista.
– No quería insinuar…
– Sí, lo ha insinuado -dijo Jeremy-, pero comprendo por qué recela de cualquier hombre, humano o no. -Vi aquella idea en el rostro de Jeremuy-. ¿Todos los hombres eran humanos?
– Donal y Liam tienen ambos orejas en punta, pero aparte de esto, todos parecían humanos.
– ¿Donald y Liam estaban circuncidados? -pregunté.
Su voz salió en un impulso apresurado, se le colorearon de nuevo las mejillas.
– ¿Por qué necesita saberlo?
– Porque un verdadero duende tendría centenares de años, y nunca he oído hablar de duendes judíos, de manera que si fueran duendes no estarían circuncidados.
Me miró.
– Oh -dijo. Entonces reflexionó sobre la pregunta del principio-. Liam lo estaba, pero Donald, no.
– ¿Qué aspecto tenía Donald?
– Alto, musculoso, como un levantador de pesas, con el pelo rubio hasta la cintura.
– ¿Era guapo? -pregunté.
Tuvo que pensar la respuesta.
– Apuesto, no guapo. Apuesto.
– ¿De qué color tenía los ojos?
– No me acuerdo.
Si hubieran sido de una de las tonalidades poderosas de las que los duendes son capaces de tener, se habría acordado. Si no fuera por las orejas en forma de punta, podría haber sido cualquiera de las decenas de hombres de la corte de la Luz. Sólo había tres rubios en la corte de la Oscuridad, y ninguno de mis tres tíos levantaba pesas. Tenían que cuidar mucho las manos para no rasgar los guantes quirúrgicos que siempre llevaban puestos. Los guantes conservaban el veneno que segregaban sus manos por naturaleza al rozar con los demás. Habían nacido malditos.
– ¿Reconocería a este Donald si volviera a verlo?
– Sí.
– ¿Había algo en común en los tres hombres? -preguntó Jeremy.
– Todos tenían el pelo largo igual que él, hasta los hombros o más largo.
Pelo largo, posibles implantes de cartílagos en las orejas, nombres célticos… a mí me sonaba a aspirantes. Nunca había oído hablar de culto sexual de aspirantes de duende, pero no hay que minusvalorar la capacidad de la gente de corromper un ideal.
– Bueno, señorita Phelps -dijo Jeremy-. ¿Y qué me dice de tatuajes, símbolos escritos en sus cuerpos o alguna pieza de joyería que llevaran todos?
– No tenían.
– ¿Los vio sólo de noche?
– No, a veces por la tarde, a veces de noche.
– ¿En ningún momento concreto del mes, por ejemplo en vísperas de fiesta? -preguntó Jeremy.
Noemí torció el gesto.
– Le he estado viendo durante un período de poco más de dos meses. No ha habido festivos, ni ninguna época especial.
– ¿Mantuvo relaciones sexuales con él o con los demás un número fijo de veces a la semana?
Tuvo que reflexionar sobre esta pregunta, pero finalmente sacudió la cabeza.
– Eso dependía.
– ¿Cantaban o tocaban? -preguntó Jeremuy.
– No -dijo.
No me parecía estar ante un ritual.
– ¿Por qué usó el término ritual, señorita Phelps? ¿Por qué no dijo hechizo?
– No lo sé.
– Sí lo sabe -dije-. Usted no es una profesional. No creo que utilizar el término ritual sin motivo. Piénselo un momento. ¿Por qué esta palabra?
Reflexionó sobre esto, con la mirada perdida y el ceño fruncido. Me miró.
– Le oí hablar por teléfono una noche. -Miró hacia abajo, después levantó el mentón, nuevamente desafiante, y me di cuenta de que no le gustaba lo que se disponía a decir-. Me ató a la cama, pero dejó la puerta un poco entreabierta. Le oí hablar. Dijo: “El ritual estará bien esta noche”. A continuación bajó la voz y no pude oírle, y después añadió: “Los desentrenados se cansan muy fácilmente”.
– me miró-. No era virgen cuando nos conocimos. Tenía… experiencia. Antes de conocerle pensaba que era buena en la cama.
– ¿Qué le hace pensar que no lo es? -pregunté.
– Me dijo que no era lo bastante buena para satisfacerle con relaciones sexuales normales, que necesitaba maltratarme para darle morbo, para no aburrirse.
Intentaba mostrarse desafiante, pero no lo conseguía. El dolor asomaba a sus ojos.
– ¿Estaba enamorada de él? -Intenté preguntarlo con elegancia.
– ¿Qué importa eso?
Frances le tomó la mano y la sostuvo en su regazo.
– Está bien, Naomi. Quieren ayudarnos.
– No veo qué tiene que ver el amor con todo esto -dijo.
– Si está enamorada de él, entonces será más difícil librarla de su influencia, eso es todo -dije.
Al parecer no advirtió que había cambiado al presente.
Contestó a la pregunta:
– Pensaba que le quería.
– ¿Todavía le quiere? -No me gustaba tener que preguntarlo, pero teníamos que saberlo.
Naomi cogió la pequeña mano de la otra mujer entre las suyas, hasta que los nidillos se le pusieron blancos de tanto apretar. Finalmente las lágrimas empezaron a resbalar por su rostro.
– No le quiero, pero… -Tuvo que respirar profundamente en diversas ocasiones antes de poder acabar-. Si lo veo y me pide sexo, no puedo decirle que no. Incluso cuando es horrible y me hace daño, ese sexo es mejor que cualquier cosa que haya sentido antes. Puedo decir que no por teléfono, pero si aparece, le dejo… quiero decir, me defiendo si me pega, pero si es durante el sexo… Todo se me confunde.
Frances se levantó y se puso detrás de la silla de la otra mujer, extendiendo la mantita ante ellas dos, mientras la abrazaba por detrás. Hizo unos ruidos tranquilizadores, besándole la cabeza como se hace con un niño.
– ¿Se ha estado escondiendo de él? -pregunté.
Asintió.
– Sí, pero Frances… A ella la puede encontrar se esconda donde se esconda.
– Sigue el hechizo -afirmé.
Las dos mujeres asintieron como si se lo hubieran imaginado ellas mismas.
– Pero yo me he escondido de él. Me he cambiado de apartamento.
– Me sorprende que no la persiguiera -dije.
– El edificio está protegido -dijo.
Abrí los ojos al opreso. Que un edificio entero estuviera protegido, no sólo un apartamento sino todo el edificio, significaba que los hechizos protectores tenían que colocarse en los cimientos del edificio. Había que aplicarlos al cemento y también a las vigas de acero. Esto implicaba un aquelarre de brujas, o varios. Ningún profesional podría hacerlo de manera individual. Era un proceso muy caro. Sólo las casas o edificios más lujosos podían presumir de ello.
– ¿A qué se dedica, señorita Phelps? -preguntó Jeremy.
Él, igual que yo, no había contado con que las dos mujeres fueran capaces de poder pagar nuestra tarifa. Teníamos suficiente dinero en el banco a nombre de la agencia y en nuestras cuentas particulares, de manera que incluso podíamos hacer caridad de vez en cuando. No es nuestra costumbre, pero en algunos casos no se trabaja por dinero sino simplemente porque no se puede decir que no. Los dos pensamos que éste sería uno de esos casos.
– Tengo un fideicomiso que venció el año pasado. Tengo acceso a la totalidad, ahora. Confíe en mí, señor Grey, podré pagar su minuta.
– Está muy bien saberlo, señorita Phelps, pero, a decir verdad, no era esto lo que me preocupaba. No lo difunda, pero si alguien está en una situación lo suficientemente grave, no nos lo sacamos de encima porque no pueda pagar nuestros honorarios.
Naomi estaba atónita.
– No quería decir que ustedes eran… lo siento. -Se mordió la lengua.
– Naomi no tenía intención de insultarla -dijo Frances-. Ha sido rica toda su vida, y mucha gente ha intentado sacar partido de eso.
– No me ha ofendido -dijo Jeremuy.
Aunque yo sabía que probablemente sí se había ofendido, Jeremy era un empresario que sabía ponerse en su sitio. Uno no pierde los estribos con un cliente, al menos si piensa aceptar el caso. O, como mínimo, no hasta que no hacen algo verdaderamente horrible.
– ¿Ha intentado en alguna ocasión apoderarse de su dinero? -preguntó Teresa.
Naomi la miró con cara de sorpresa.
– No, no.
– ¿Sabe él que es rica? -pregunté.
– Sí, lo sabía, pero nunca me dejaba pagar nada. Decía que estaba un poco anticuado. No se preocupaba en absoluto por el dinero. Era una de las cosas que más me gustaron de él al principio.
– O sea que no busca dinero -dije.
– No le interesa el dinero -dijo Frances.
Miré aquellos grandes ojos azules, que ya no mostraban miedo. Continuaba estando de pie detrás de Naomi, reconfortándola, y parecía cobrar fuerzas de esta situación.
– ¿Qué le interesa? -pregunté.
– El poder -dijo.
Asentí. Estaba en lo cierto. El abuso siempre tiene que ver con el poder, de una manera u otra.
– Cuando decía que los desentrenados se cansaban fácilmente, no creo que estuviera pensando en su habilidad sexual.
Naomi cogía las manos de Frances, apretándolas contra sus hombros.
– ¿Entonces, qué quería decir?
– Está desentrenada en las artes místicas.
Puso cara de no entender.
– Entonces, ¿qué es aquello de lo que me cansaba tan fácilmente, si no era del sexo?
Fue Frances quien contestó:
– Del poder.
– Sí, señora Norton, del poder.
Naomi torció el gesto una vez más.
– ¿Qué quiere decir, del poder? Yo no tengo ningún poder.
– Su magia, señorita Phelps Ha estado absorbiendo su magia.
Tenía un aspecto todavía más estupefacto, con la boca abierta en una pequeña “o” de sorpresa.
– No conozco ningún tipo de magia. En ocasiones, tengo presentimientos, pero no se trata de magia.
Y ésta, por supuesto, era la razón por la que él había podido hacerlo. Me pregunto si todas las mujeres eran místicas desentrenadas. Si estaban desentrenadas, íbamos a tener problemas para infiltrarnos en su pequeño mundo. Pero si lo único que tenían que ser era parte hada y con dotes mágicas… bueno, ya había servido de señuelo antes.
4
Tres días más tarde estaba de pie en medio del despacho de Jeremy con sólo un sujetador de encaje negro, bragas a juego y botas altas también negras. Un individuo al que no había visto nunca antes me inspeccionaba el sujetador. Normalmente, tengo que planear acostarme con un hombre antes de dejar que me acaricie los pechos, pero en esta ocasión no se trataba de nada personal, sólo de negocios. Maury Klein era un técnico de sonido, e intentaba colocar un micrófono diminuto debajo de mi pecho derecho, donde el aro del sujetador impediría que Alistair Norton lo notara si movía su mano entre mis costillas o mi pecho. Debió de pasarse casi treinta minutos con el micrófono, quince de los cuales los dedicó a encontrar el mejor escondite en mi escote.
Estaba arrodillado frente a mí, moviéndose la punta de la lengua y mirándose fijamente las manos desde detrás de unas gafas con montura de alambre. La derecha la tenía prácticamente escondida dentro de una de las copas del sujetador, y con la izquierda separaba la prenda de mi cuerpo para poder trabajar mejor. Al tirar del sostén, puso al descubierto mi pezón y la mayor parte del resto de mi pecho derecho.
Si Maury no hubiese permanecido tan claramente ajeno tanto a mis encantos como a nuestra audiencia, le habría acusado de entretenerse porque estaba disfrutando, pero su mirada fija no dejaba margen para la duda: no veía nada aparte de su trabajo. Entendí por qué había tenido quejas de mujeres que se preparaban para operaciones secretas. Las detectives se quejaban porque no trabajaba en privado, quería testigos de que no había sobrepasado los límites. Pensándolo bien, si todos los testigos hubieran sido humanos, podrían haber estado de mi parte de todos modos. Había jugado, levantado y manipulado de cualquier forma mi pecho como si no perteneciera a nadie. Lo que estaba haciendo era muy íntimo, sin embargo, él no lo consideraba así. Era el típico profesor despistado. Tenía una única obsesión y eran sus micros escondidos, sus cámaras ocultas. En Los Ángeles, si quieres lo mejor, vas a ver a Maury Klein. Instalaba sistemas de seguridad para estrellas de Hollywood, pero su verdadera pasión eran las infiltraciones: cómo conseguir un equipo cada vez más pequeño y mejor disimulado.
En una ocasión, sugirió que el micrófono estaría mejor escondido dentro de mi cuerpo. No soy tímida, pero me opuse a esta idea. Maury había negado con la cabeza y había murmurado.
– No sé cómo sería la calidad del sonido, pero me gustaría que alguien me lo dejara probar.
Tenía un ayudante, es decir, un vigilante y, quizá, diplomático de emergencia. Chris (si tenía apellido, no lo había oído nunca) había pedido a Maury que no fuera tan grosero y poco delicado. Permaneció inmóvil hasta que le aseguré que me encontraba bien. En ese momento estaba al lado de Maury como una enfermera de quirófano, dispuesto a entregarle cualquier pieza que pudiera necesitar.
Jeremy contemplaba el espectáculo con una sonrisa divertida, sentado ante su escritorio. Me observó con una mirada entre picante y educada cuando me quité el vestido y me quedé en ropa interior, pero después se limitó a contener la risa ante la absoluta frialdad de Maury Klein. Jeremy había halagado el asombroso contraste ente el blanco níveo de mi piel y el negro de la lencería. Uno siempre tiene que decir algo agradable la primera vez que ve a una persona desnuda.
Roane Finn estaba sentado en la esquina del escritorio de Jeremy, dando patadas en el aire en un movimiento inconsciente mientras también él disfrutaba del espectáculo. No necesitaba piropearme. Me había visto desnuda la última noche y muchas noches antes de ésa. Sus ojos son lo primero que llama la atención de él: grandes y castaños, dominan su rostro igual que la luna domina el cielo nocturno. A continuación, uno tanto puede fijarse en su cabello oscuro y en la manera en la que le cae hacia la cara y se le enrolla detrás de la nuca, como en la perfecta curva de sus labios rojos: Muchos creen que usa carmín para conseguir ese color, pero se equivocan. Todo es natural. Su piel se ve blanca, pero no lo es realmente, al menos no por completo. Es como si alguien cogiera mi propia tez pálida y le añadiera una gota del castaño rojizo de su pelo. Cuando se viste en tonos marrones o colores de otoño, su piel parece oscurecerse.
Tenía exactamente mi altura y, aunque esto le hacía parecer enclenque a primera vista, el cuerpo que se descubría bajo la ropa negra que había escogido para esa noche tenía un aspecto firme y musculoso. Sabía que no era sólo fuerte. También era ágil. Descubrí cicatrices de quemaduras a lo largo de su espalda y sus hombros, como si fueran callos blancos sobre la delicada seda de su cuerpo. Las cicatrices se remontaban a cuando un pescador quemó su piel de foca. En tiempos, Roane podía ponerse su piel de foca y convertirse en una foca y luego quitársela y convertirse en humano, o, mejor dicho, adquirir apariencia humana. Entonces un pescador descubrió su piel y la quemó. La piel no era sólo un objeto mágico para cambiar de forma, era una de sus partes igual que los ojos o el pelo. Roane es la única persona foca de la que he oído decir que sobrevivió a la destrucción de su otro yo. Sobrevivió, pero no podrá cambiar de forma nunca más. Quedó condenado a permanecer atado a la tierra eternamente y olvidar para siempre la otra mitad de su mundo.
A veces, por la noche, yo encontraba la cama vacía. Si estábamos en mi apartamento, él miraba por la ventana poniendo cualquier pretexto. Si estábamos en su casa, observaba el océano y su mente se fundía con las olas mientras yo miraba por el balcón. Nunca me despertó ni me pidió que acudiera a su lado. Era su dolor particular y no lo podía compartir. Supongo que era justo, porque en los últimos años en que habíamos sido amantes, yo jamás había dejado caer mi encanto completamente. Él no había visto nunca las cicatrices de los duelos. Las heridas me delataban como alguien relacionado íntimamente con los sidhe. Por más que fuera una negada en hechizos ofensivos, había pocos mejores que yo para mantener el encanto personal. Esto me ayudaba a esconderme, pero poco más, Roane no podía quebrar mis defensas y, no obstante, sabía que existían. Sabía que, incluso en los momentos de descanso, me reservaba. De haber sido humano, habría preguntado por qué, pero como no lo era no lo preguntó, del mismo modo que yo nunca le pregunté sobre la llamada de las olas.
Un ser humano no habría podido dejar de curiosear, pero un amante humano tampoco habría podido sentarse tan tranquilo mientras otro hombre manoseaba mis pechos. Roane no era celoso. Sabía que eso no significaba nada para mí y, por tanto, tampoco significaba nada par él.
La otra mujer de la habitación era la detective Lucinda Tate, a la que todos llamaban Lucy. Habíamos trabajado con ella en diversos casos de acciones perpetradas por no humanos, y cuyas víctimas estaban siendo hechizadas o asesinadas. En realidad, la primera vez que se amplió la Ley sobre el Ejercicio de la Magia par incluir el trabajo policial fue cuando Jeremy y el resto de nosotros actuamos circunstancialmente como policías. Todos nosotros cumplíamos con los requisitos de tener dotes mágicas y eso nos hacía idóneos para la labor, porque significaba que podían prescindir de toda la prelación que un compañero no mágico habría necesitado y que nos podían poner a trabajar de inmediato. Una especie de ayudantes de emergencia. La Ley sobre el Ejercicio de la Magia me permitió sacarme el carnet de detective ahorrándome el montón de horas de preparación que se exige normalmente para obtener una licencia en California.
La detective Tate se apoyaba en la pared y movía la cabeza.
– Joder, Klein, no me extraña que hayas tenido demandas por acoso sexual.
Maury pestañeó para recuperar la atención. Tenía el aspecto de alguien que está al final de un hechizo poderoso, como si se estuviera despertando pero el sueño todavía no se hubiera acabado. La capacidad de concentración de Maury era envidiable. Finalmente, se dirigió a la detective, con las manos todavía en mi sujetador.
– No sé a qué se refiere, detective Tate.
La miré por encima de la cabeza gacha de Maury.
– De verdad no lo sabe -dije.
Tate me sonrió.
– Perdón por el manoseo, Ferry. Si no fuera el mejor en lo que hace, nadie se lo toleraría.
– Casi nunca utilizamos equipos de sonido ni cámaras ocultas -dijo Jeremy-, pero cuando lo hacemos, me gusta pagar por lo mejor.
Tate lo miró.
– El departamento no se lo podría permitir, sin duda.
Maury habló sin quitar su atención de mi pecho.
– En otra época trabajé como autónomo para la policía, detective Tate.
– Y nos gustó de verdad, señor Klein.
El brillo travieso en la mirada de la detective y el semblante cínico no se correspondía demasiado con sus palabras. El cinismo parecía ser un gaje del oficio. El brillo travieso formaba parte de la esencia misma de Lucy Tate. Siempre parecía reírse de todo por lo bajo. Yo estaba bastante segura de que se trataba de un mecanismo de defensa para mantener oculta su verdadera identidad, pero todavía no había descubierto qué trataba de esconder. No era asunto mío, aunque admito cierta curiosidad muy impropia de duendes acerca de la detective Lucy Tate. Era la suma perfección de su camuflaje, el hecho de que no se podía ver más allá de esa careta divertida, lo que me animaba a penetrar en ella Veía el dolor de Roane, y por eso lo podía dejar en paz, pero no conseguía ver nada en Lucy, y tampoco Teresa, lo cual significaba, por supuesto, que la detective Tate era un ser con unos poderes psíquicos considerables. Algo había sucedido en su más tierna edad que le hacía ocultar sus poderes hasta tal punto que ni ella misma sabía que los tenía. Ninguno de nosotros le había explicado esta idea. La vida de la detective Tate parecía en orden y ella tenía aspecto de ser feliz. Si tocaba la herida que había forzado el declive de sus poderes, todo podía cambiar. El suceso quizá fuera tan traumático como para que no se recuperase nunca. Así que la dejábamos tranquila, pro nos preguntábamos por ella, y en algunas ocasiones resultaba especialmente difícil no probar con ella estratagemas mágicas o psíquicas, sólo para ver qué pasaría.
Maury retrocedió y por fin apartó las manos de mi pecho.
– Creo que ya está. Pondré sólo un poco de cinta para asegurarme de que no se mueve y listo.
Chris le pasó trocitos de cinta adhesiva que ya había preparado previendo la petición de Maury. Éste las cogió sin hacer comentarios.
– ¿Ha visto lo que he tenido que hacer para poner el micrófono dentro? Bueno, este tipo tendrá que hacer lo mismo para encontrarlo.
Me había pedido que sostuviese el sujetador de manera que él pudiera trabajar con las dos manos. Era lo más amable que había hecho en los últimos cuarenta y cinco minutos.
Maury dio un paso atrás.
– Póngase el sujetador como lo lleva normalmente.
Fruncí el entrecejo.
– Así es como normalmente lo llevo.
Hizo un pequeño movimiento con las manos a la altura del pecho.
– Ahuéquelo para que quede como el otro.
– Ahuecarlo -dije, pero reí porque finalmente le había entendido.
Suspiró y dio un paso hacia delante.
– Se lo mostraré.
Yo levanté una mano para detenerle.
– No necesito ayuda.
Me incliné y sacudí mi pecho derecho dentro de copa del sujetador, utilizando la mano para colocar todo en su sitio. Mi pecho, ya bastante bonito de por sí, quedaba tan levantado que adquiría un aspecto casi obsceno, pero cuando puse la mano en el área donde debería haber sentido el micrófono, lo único que noté fue el aro y la tela.
– Es perfecto -dijo Maury-. Puede quedarse con el sujetador, mientras lo lleve puesto él no se dará cuenta nunca.
Inclinó la cabeza hacia un lado, como si acabara de pensar algo.
– He pegado el micrófono al sujetador así que puede quitárselo si es necesario, simplemente déjelo dentro de un radio de un metro y medio Cuanto más cerca mejor. Si pongo un micro más sensible, entonces registrará los latidos de su corazón y los movimientos de la ropa. Lo puedo filtrar, pero hay que hacerlo en la grabación. Supongo que querrá oírla esta noche, en caso de que su sospechoso desaparezca.
– Sí -dijo Jeremy-, sería interesante saber si Ferry necesita ayuda. -Un sarcasmo demasiado sutil para Maury.
– Podríamos haber enganchado el micrófono en el borde superior elástico de las medias, pero no podría jurar que las medias no se caerían y dejarían el micrófono al descubierto. Si se quita el sujetador, asegúrese de enrollarlo para que no se vea el micrófono.
– No tengo pensado quitármelo.
Maury se encogió de hombros.
– Sólo intentaba plantearle todas las opciones.
– Gracias, Maury -dije.
Maury asintió. Chris ya recogía los trocitos de cinta y material que habían quedado esparcidos por el suelo.
Roane saltó de la mesa y agarró mi ropa, que estaba plegada encima. Me dio el vestido negro. Había optado por el negro porque éste siempre es mejor que los colores brillantes para ocultar cosas. Aunque me caía bien, nunca iba toda de negro si podía evitarlo. Era el color favorito de la corte de la Oscuridad porque era el color preferido de su reina.
Roane desplegó la prenda de seda y la sostuvo por la parte superior. A continuación empezó a enrollar la ropa con deliberada lentitud, mirándome a la cara en todo momento. Cuando terminó, se arrodilló frente a mí, dejando abierto el vestido para que me lo pusiera.
Me apoyé en su hombro para sostenerme y metí los pies en el vestido. Roane empezó a levantar las manos, soltando al mismo tiempo el vestido par que cayera en torno a mí como una cortina de teatro al acabar la función. Roane estaba de pie, con las manos apoyadas suavemente en mis cadera y a una distancia ideal para que le besara. Sus ojos estaban a la altura de los míos y los dos teníamos una intimidad en el contacto visual que yo no había conocido con nadie más. Nunca había estado con alguien tan bajo como yo antes. Esto hacía la postura del misionero increíblemente íntima.
Roane levantó el vestido hasta que yo pude deslizar mis brazos por las mangas, después lo colocó sobre mis hombros, moviéndose por las mangas, después lo colocó sobre mis hombros, moviéndose a mi alrededor hasta situarse detrás para dar el último tirón a la seda y ponerla en su sitio. Empezó a abrocharme el vestido por la espalda. El vestido se ceñía a mi cuerpo a medida que subía la cremallera, como si estuviera dibujando lentamente la silueta de mi cintura, mis caderas, mis pechos. El delicioso escote en uve era otro motivo para llevar un sujetador de realce. El vestido no tenía mangas y se adaptaba como una segunda piel, revelando mi carne blanca contra la ropa negra. Había escogido una ropa apretada a sabiendas. El sujetador apenas se veía, sólo invitaba a contemplar mis pechos, de modo que si alguien intentaba deslizar la mano por ahí, no lo conseguiría sin rasgar el vestido. Si Alistair Norton quería jugar con mis pechos, tendría que limitarse a la parte que quedaba al descubierto, a no ser que tratase de violarme, y según Naomi las fantasías de violación no habían surgido hasta al cabo de dos meses. El primer mes todo había sido perfecto. Dado que era la primera cita, Alistair probablemente se comportaría bien. Tendría que ser yo quien se quitara el vestido para que él pudiera encontrar el micrófono, y no pensaba hacerlo.
Roane acabó de abrocharme el vestido, sujetando el ganchito de arriba. Posó sus pulgares sobre la piel desnuda de mi torso, en un contacto insinuante, y a continuación se apartó de mí. En realidad, sus pulgares habían rozado las cicatrices de mi espalda, que no podía ni ver ni sentir. Estaba tan segura de mi capacidad que el vestido dejaba expuestas las cicatrices; sólo mi encanto las ocultaba. Eran pequeñas arrugas en la piel, imborrables. Otro sidhe había intentado cambiarme la forma durante un duelo. Muchos duendes pueden cambiar de forma, pero sólo un sidhe puede cambiar la forma de los demás en contra de su voluntad. Yo no sé cambiar mi forma ni la de otra persona, otro punto en mi contra en las cortes.
– ¿Cómo lo hacéis? -preguntó la detective Tate.
La pregunta me sobresaltó e hizo que me volviera hacia ella.
– ¿Hacer qué? -pregunté.
Chris levantó la mirada mientras empaquetaba el equipo. Maury ya se afanaba con un finísimo destornillador sobre un transmisor de tamaño medio. El resto de nosotros podría muy bien no haber estado en la habitación.
– Te has pasado casi una hora en ropa interior con un hombre que te manosea los pechos, pero no ha habido nada erótico. Luego Roane te ayuda a ponerte el vestido sin tocarte la piel en ningún momento, sólo te abrocha y, de golpe, la tensión sexual de la habitación es tan densa que se podría caminar por ella. ¿Cómo diablos lo conseguís?
– Cómo lo conseguimos Roane y yo, o nosotros… -dejé el pensamiento en suspenso.
– Me refiero a los duendes -dijo ella-. Vi a Jeremy hacerlo con una mujer humana. Vosotros podéis caminar alrededor de mí desnudos y lograr que me sienta a gusto, a continuación os vestís y hacéis algo aparentemente sin importancia y de golpe siento que debería salir de la habitación. -Sacudió la cabeza-. ¿Cómo lo hacéis?
Roane y yo nos miramos mutuamente, y observé en sus ojos la misma pregunta que sabía que estaba en los míos. ¿Cómo se explica lo que es ser un duende y lo que es no serlo? La respuesta, por supuesto, es que no es posible. Se puede intentar, pero normalmente no se consigue.
Jeremy lo intentó. Al fin y al cabo, era el jefe.
– Es una parte de lo que representa ser duende, ser una criatura de los sentidos.
Se levantó de la silla y caminó hacia ella, sin mostrar ninguna expresión en la cara ni insinuación en sus movimientos. Le tomó la mano y se la llevó a los labios, depositando un casto beso en sus nudillos.
– Ser un duende es la diferencia entre esto y este.
Tomó nuevamente la misma mano y la levantó mucho más lentamente, mirándola a los ojos con esa educada mirada sexy que cualquier duende podría haberle dado a aquella mujer alta y atractiva. Sólo la mirada la hizo temblar. Le besó la mano, esta vez con una lenta caricia de sus labios, cogiendo sólo un poco de piel con el labio superior al tiempo que ya se separaba de ella. Había sido delicado, sin abrir la boca, nada grosero, pero a ella se le habían subido los colores, y desde el otro lado de la habitación se apreciaba que su respiración se había vuelto profunda y su pulso se había acelerado.
– ¿Esto responde a tu pregunta, detective? -preguntó.
Tate rió ligeramente, se agarró una mano con la otra y se la acercó al cuerpo.
– No, pero tengo miedo de preguntar de nuevo. No creo que pudiera trabajar esta noche conociendo la respuesta.
Jeremy hizo una pequeña reverencia. Tanto si lo sabía como si no, Tate le había dado un cumplido de duende. A todo el mundo le gusta que se le estime.
– Alegras enormemente el corazón de este anciano.
Entonces ella se echó a reír de buena gana, complacida.
– Puedes ser muchas cosas, Jeremy, pero nunca serás viejo.
Él hizo otra reverencia, y me di cuenta de algo que no había observado antes. A Jeremy le gustaba la detective Tate, le gustaba de la manera que una mujer gusta a un hombre. Nosotros tocamos a seres humanos más de lo que ellos se tocan entre sí, o como mínimo más de lo que la mayoría de estadounidenses se tocan. Pero hubiera podido escoger otras formas de “explicar” a Tata. Había escogido tocarla de un modo en que no la había tocado antes, se había tomado esa libertad con ella, porque le había dado la excusa para hacerlo sin parecer atrevido. Así es como el duende coquetea al ser invitado. En ocasiones bastaba una mirada, pero los duendes no van donde no se les llama. A pesar de que nuestros hombres cometen el mismo error que cometen los humanos en ocasiones, y confunden un pequeño coqueteo con una proposición sexual, la violación es algo prácticamente desconocido entre nosotros.
Es curioso cómo el pensamiento de violación me llevó de nuevo al trabajo que tenía entre manos. Me dirigí al despacho donde había dejado los zapatos y me los puse para crecer así ocho centímetros.
– Ya puedes decirle a tu nuevo socio que entre -dije a Lucy.
Era un insulto mostrar excesivo recato en una situación no sexual entre la mayoría de duendes y, sin duda, entre sidhe. Echarlas implicaría una falta de confianza, o un desagrado manifiesto Había sólo dos excepciones. La primera era que la persona no supiera comportarse de una manera civilizada. El detective John Wilkes nunca había trabajado anteriormente con no humanos. No parpadeó cuando Maury me pidió que me quitara la ropa, pero cuando me quité el vestido sin advertir a la sala, el detective se derramó el café caliente en la camisa. Cuando Maury introdujo su mano en mi sujetador, Wilkes dijo: “¿Qué diablos está haciendo?”. Yo le pedí que esperara fuera.
Lucy se rió por lo bajo.
– Pobre chico, creo que ha sufrido quemaduras de segundo grado cuando te quitabas la ropa.
Me encogí de hombros.
– No habrá visto a muchas mujeres desnudas.
Ella sonrió, sacudiendo la cabeza.
– He tenido tratos con duendes, incluso con algunas sidhe, y tú eres la única modesta que ha conocido.
Torcí el gesto.
– No soy modesta. Sólo pensaba que si ver cómo me quedo en ropa interior es suficiente para que tu compañero casi se trague la lengua, no debe de tener mucha experiencia.
Lucy miró a Roane y a Jeremy.
– ¿No sabe qué aspecto tiene?
– No -contestó Roane.
– Creo, aunque no lo sé, que Ferry creció en algún lugar en el que era considerada el patito feo -dijo Jeremy.
Le miré a los ojos, y el pulso se me aceleró en el cuello. El comentario era demasiado directo para sentirme cómoda.
– No sé de qué estáis hablado, chicos.
– Sé que no lo sabes -dijo Jeremy.
Había una gran sabiduría en sus ojos gris marengo, una intuición cercana a la certidumbre. En ese momento, supe que intuía quién era yo, qué era yo. Pero no me lo preguntaría nunca. Esperaría a que yo me decidiera a hablar, o la pregunta quedaría sin respuesta para siempre entre nosotros.
Miré a Roane. Era el único amante duende que conocía que no se había acercado a mi cama por sus ambiciones políticas. Para él, yo era sólo Ferry Gentry, una human con antepasados de duende, no la princesa Meredith NicEssus. Miré fijamente aquel rostro familiar e intenté leer su expresión. Estaba riendo. O no se le había ocurrido nunca que yo pudiera ser la princesa sidhe desaparecida, o bien lo había intuido desde hacía mucho tiempo pro nunca había sido lo suficientemente descarado para plantear la cuestión. ¿O acaso Roane lo sabía desde el principio? ¿Era éste el motivo por el que se me había acercado? De golpe, todas las precauciones que había construido frente a esa gente, frente a mis amigos, empezaron a desmoronarse.
Algo de esto se reflejó en mi cara porque Roane me tocó. Me aparté de él. Su cara mostró desconcierto, se sintió herido. No lo sabía. Le abracé de repente, escondiéndole mi cara, pero todavía veía a Jeremy.
De la misma manera que la mirada de Roane me había tranquilizado, la mirada de Jeremy me asustó. Y eso supondría que mi verdadero nombre sería mencionado después de que cayera la oscuridad e iría flotando hasta mi tía. Ella era la reina del Aire y la Oscuridad y podía escuchar cualquier cosa pronunciada durante la noche. El hecho de que mencionara la desaparecida princesa americana de los elfos fuera más popular que mencionar a Elvis contribuía a ello. Su magia siempre captaba la atención de los periódicos. La princesa Meredith esquiando en UTA. La princesa Meredith bailando en París. La princesa Meredith jugando en Las Vegas. Al cabo de tres años, yo seguía siendo noticia de primera página en los periódicos, aunque los últimos titulares habían especulado con la posibilidad de que estuviera muerta como el Rey del Rock.
Si Jeremy pronunciaba mi nombre en voz alta, las palabras resonarían, y cuando finalmente regresaran a ella, ya sabría que estaba viva, y sabría que Jeremy había pronunciado mi nombre. Incluso si huía, se lo preguntaría a él, y si los métodos civilizados no funcionaban, recurriría a la tortura. He oído que es una amante creativa; sé que es una torturadora con inventiva.
Me aparté de Roane y les dije parte de la verdad.
– Mi madre era la guapa.
– ¿Cómo lo sabes? -preguntó Jeremy.
Le miré.
– Me lo dijo.
– ¿Quieres decir que tu madre te dijo que no eras guapa? -preguntó Lucy. Sólo un humano podía ser tan directo.
Asentí.
– No lo tomes a mal, pero menuda perra.
Sólo tenía una respuesta:
– Estoy de acuerdo, ahora pasemos a otras cuestiones.
– No queremos hacer esperar más al señor Norton -dijo Jeremy.
– Insisto en que habría que buscar pruebas para acusarlo de intento de homicidio -dijo Lucy.
– No podemos presentar al tribunal una prueba de su hechizo mortal que se sostenga -afirmé.
– Pero esta noche podríamos probar que utiliza la magia para seducir a mujeres -intervino Jeremy-. La seducción con empleo de magia es una violación según la ley de California. Tenemos que encerrarle en la cárcel alejado de su mujer, y ésta es la manera más segura de hacerlo. No conseguirá salir bajo fianza en una acusación de delito en la que esté implicada la magia.
Lucy asintió.
– Estoy de acuerdo en que el plan es perfecto para la señora Norton, pero ¿qué pasa con Ferry? ¿Qué ocurrirá si este chico recurre al afrodisíaco mágico que ha utilizado con las demás amantes, las que nunca se cansan de él, como Naomi Phelps?
– Contamos con eso -dije.
Me miró.
– ¿Y qué pasará si funciona? ¿Qué pasará si empieza a gemir por el micrófono?
– Entonces Roane tira abajo la puerta fingiendo ser el amante celoso y se me lleva.
– Si nos cuesta trabajo sacarlo, Uther entrará como si fuera mi amigo y me ayudará a llevar a mi mujer a casa.
Lucy cerró los ojos.
– Bueno, Uther consigue lo que quiere.
Uther medía cuatro metros y tenía una cabeza más parecida a la de un cerdo que a la de un ser humano, y dos colmillos, uno a cada lado de su hocico. Uther Squarefoot no era demasiado bueno en trabajos delicados, pero era el no va más cuando se necesitaban músculos.
Uther se había excusado y había salido de la sala al darse cuanta de que me estaba quitando el vestido. Dijo únicamente:
– No es nada personal, Ferry, no lo conviertas en más de lo que es, pero ver a una mujer atractiva desnuda de cerca no es bueno para un hombre cuando no hay esperanza de calmar los pensamientos que surgen libremente.
Hasta que se dirigió hacia la puerta no me di cuenta de algo que debería haber observado anteriormente. Uther mide cuatro metros, el tamaño de un gran ogro, y no hay muchas mujeres de su altura en la zona de Los Ángeles. Llevaba aquí unos diez años y eso es mucho tiempo para estar sin el contacto de otro cuerpo desnudo. Qué terriblemente solo tenía que sentirse.
Si nadie descubría quién era yo realmente, y si Alistair Norton no me sonsacaba nada, ya pensaría en aparejar a Uther con alguien. Uther no era el único duende gigante que había fuera de las cortes, sólo el único en la zona. Si no podíamos encontrar a nadie de su estatura, ya encontraríamos otra solución. El sexo no tiene que implicar forzosamente penetración. Hay mujeres en las calles que harían cualquier cosa por doscientos dólares. Si yo fuese una duende de la cabeza a los pies, habría ayudado a Uther y misma. Esto es lo que haría un verdadero amigo. Pero fui educada fuera de la corte, entre seres humanos, desde los seis a los dieciséis años. Quiero decir que, independientemnte de que sea duende, algunas de mis actitudes son humanas.
No puedo ser humana porque no lo soy. Pero no puedo ser completamente duende porque tampoco lo soy. Soy en parte de la corte de la Oscuridad, pero no soy una de ellas. También soy en parte de la corte de la Luz, pero no pertenezco a su multitud brillante. Soy una sidhe parcialmente oscura, parcialmente luminosa, y ninguna sidhe desea estar en mi lugar. Siempre he estado fuera mirando hacia adentro, con la nariz pegada a la ventana, pero no he sido nunca bienvenida en el interior. Comprendo lo que significa sentirse aislado y solo Esto me hacía sufrir por Uther. Me daba pena que no me gustar la idea de ayudarle con un poco de sexo amistoso y esporádico. Pero no me gustaba y no podía hacer nada. Como siempre, era suficientemente duende para ver el problema, pero demasiado humana para resolverlo. Por supuesto, si hubiese sido una pura sidhe de la Luz, no hubiera tocado a Uther bajo ningún concepto Hubiera estado fuera de mi conocimiento. En la corte de la Luz no follan con monstruos. Los sidhe de la Oscuridad… bueno, hay que definir lo que es un monstruo.
Uther no era un monstruo según los criterios de la corte de la Oscuridad, pero Alistair Norton quizá sí. Un monstruo, o un espíritu similar de la oscuridad.
5
Alistair Norton no tenía pinta de monstruo. Esperaba que fuera apuesto, pero el encuentro fue frustrante. Hay una parte de todos nosotros que cree profundamente que lo malo se muestra fuera, que deberíamos poder descubrir a la mala gente sólo con mirarles, pero desgraciadamente no funciona así. He pasado suficiente tiempo en ambas cortes para saber que lo bueno y lo bonito no son lo mismo. Yo sabía que la belleza constituía un camuflaje perfecto para el más sombrío de los corazones, y aun así quería que la cara de Alistair Norton me enseñara lo que había dentro. Deseaba alguna marca visible de Caín en él. Pero entró riendo en el restaurante. Era alto, ancho de hombros y con la cara angulosa, tan masculino que casi me hacía daño contemplarle. Sus labios eran un poco finos para mi gusto, la cara quizá excesivamente masculina y los ojos de un castaño vulgar. El pelo, que llevaba recogido en una coleta, tenía una rara tonalidad castaña, ni clara ni oscura. Pero era necesario buscar las imperfecciones, sencillamente porque no había.
Su sonrisa fácil suavizaba sus rasgos y lo convertía en alguien más cercano, menos modélico. La risa era profunda y encantadora. Tenía las manos grandes y lucía un anillo de plata con un diamante tan grueso como mi dedo pulgar, pero no llevaba alianza. No se veía ni siquiera una pálida señal de que se hubiera quitado el anillo. Su piel era tan oscura que tendría que haberse percibido una diferencia de bronceado. Nunca había llevado anillo. Siempre he creído que un hombre que no quiere llevar una alianza está pensando en engañar a su mujer. Nunca faltan excepciones, pero pocas.
Él parecía complacido.
– Sus ojos brillan como jades.
Había dejado las lentes de contacto en el despacho. El color natural de mis pupilas brillaba de verdad. Le di las gracias por el piropo, fingiendo modestia y sin apartar la mirada de mi copa. No era cuestión de modestia, intentaba ocultar el desprecio que se reflejaba en mis ojos. Tanto la cultura humana como la sidhe aborrecen el adulterio. A los sidhes no les preocupa la fornicación, pero una vez casados y cuando han prometido fidelidad tienen que ser fieles. Ningún duende aceptaría a quien ha roto un juramento. Si tu palabra carece de valor, tú también.
Me tocó el hombro.
– Una piel blanca perfecta.
Como no me lo saqué de encima, se inclinó y besó mi hombro con suavidad. Le toqué la cara al retirarse, y él lo interpretó como una suerte de señal. Me besó el cuello al tiempo que me acariciaba el pelo.
– Tu cabello es como seda roja -dijo respirando contra mi piel-. ¿Es tu color natural?
Me volví hacia él y puse la boca muy cerca de la suya antes de contestarle:
– Sí.
Me besó, y fue un beso delicado y bonito. Parecía tan sincero que me dio asco. Lo realmente horrible era que en realidad podía estar siendo sincero, que al principio de la seducción creía en las palabras que decía. Había conocido a hombres como él antes. Es como si se creyeran sus propias mentiras, como si creyeran que esta vez el amor será verdadero. Pero nunca dura porque no existe ninguna mujer suficientemente perfecta para ellos. Por supuesto, no es la mujer quien no es lo bastante perfecta. Son ellos. Intentan llenar alguna de sus carencias con mujeres o con sexo y esperan que si el amor es verdadero y el sexo funciona se sentirán completos al fin. Los donjuanes en serie son de algún modo como asesinos en serie. Ambos creen que la próxima vez será perfecta, que la experiencia siguiente será completa y acabará con esa necesidad sin fin. Pero nunca es así.
– Vámonos de aquí -susurró.
Asentí, sin reconocer mi propia voz. Había dado muchos besos con los ojos cerrados porque no siempre sabía mentir con la mirada. Bastante difícil era no mostrar reticencia cuando me tocaba. Esperar que mis ojos mostraran deseo y amor era pedir demasiado. Su coche respondía a las expectativas: caro, elegante y rápido. Era un Jaguar negro con asientos de piel también negra, de manera que era como estar sentada en un estanque en la oscuridad. Me abroché el cinturón. Él no. Conducía deprisa, sorteando el tráfico. Me habría impresionado más de no haber sido porque yo ya llevaba tres años conduciendo en Los Ángeles. Todo el mundo circula así en esta ciudad.
La casa era coqueta y pequeña, la más pequeña de los alrededores, pero contaba con el patio más grande. En realidad, había suficiente terreno a ambos lados de la construcción, de modo que ni siquiera alguien del Medio Oeste se habría quejado de falta de espacio. La vivienda tenía el aspecto de un lugar donde los niños esperan que papá vuelva a casa, mientras mamá corre vestida con su traje chaqueta intentando preparar la cena después de un día de duro trabajo.
Por un momento, me pregunté si me había llevado a la casa que compartía con Frances. De ser así habría supuesto un cambio en su patrón de comportamiento y eso a mí no me gustaba. ¿Por qué te nía que modificar sus hábitos? Sabía que no había encontrado el micrófono, y que no había tocado mi monedero, lo cual significaba que no conocía la existencia de la cámara oculta que había en él. Yo esperaba a llegar a su nidito de amor para ponerla en marcha. No podía haber descubierto nada.
Ringo estaba apostado ante la vivienda de Norton cuidando de su mujer. Si Alistair se ponía demasiado violento antes de que pudiésemos meterlo en la cárcel, Ringo sabría determinar el momento adecuado para intervenir. No busqué a Ringo. Si estaba allí, no quería hacerle el centro de atención.
Alistair abrió la puerta para mí, y me ayudó a bajar del coche. Se lo permití porque estaba tratando de pensar. Al final, me decidí por la honestidad, o un tipo de honestidad.
– ¿Estás seguro de que no estás casado?
– ¿Por qué lo preguntas?
– Esto parece una casa familiar. Sonrió y me enlazó el brazo.
– No tengo familia: vivo solo. Acabo de trasladarme aquí.
Lo miré.
– ¿Compras con vistas al futuro? ¿Para mujer y niños?
Me tomó la mano y se la llevó a los labios.
– Con la mujer adecuada, todo es posible.
Dios mío, sabía muy bien lo que debía ofrecer a una mujer. Te dejaba entrever que tú podías ser la mujer que le domesticara, la que consiguiera hacerle sentar la cabeza. A la mayoría de mujeres, esto les gusta, pero yo sabía que los hombres no sientan la cabeza por una mujer, sino porque finalmente están preparados para hacerlo. Sea quien sea la mujer con la que estén saliendo, cuando están preparados para sentar la cabeza, ella es la elegida. No necesariamente ha de ser la mejor ni la más guapa, basta con que esté ahí en el momento adecuado. Poco romántico, pero cierto.
Se había ido de su apartamento. ¿Por qué? ¿Tenía algo que ver con el hecho de que Naomi Phelps le había abandonado? ¿Le puso esto suficientemente nervioso para que se fuera? ¿0 había estado planificando el traslado desde hacía tiempo? No había manera de saberlo sin preguntarlo, y no podía preguntar. Cuando Alistair Norton me invitó a entrar, sentí la necesidad de mirar atrás, de buscar a Jeremy y a los demás. Sabía que estaban allí fuera. Lo sabía porque tenía confianza en ellos. Alistair no había conducido tan deprisa como para dejar atrás a los dos vehículos: la camioneta para el sistema de sonido y para esconder a Uther, y el coche con Jeremy al volante por si necesitaban más capacidad de maniobra para seguir a Norron, o simplemente para hacer el cambio y que no viera el mismo coche detrás de él demasiado tiempo. Ellos estaban allí fuera, escuchándonos. Lo sabía, pero me hubiera gustado mirar por encima del hombro y verles. Era una muestra de inseguridad por mi parte.
Sentí la protección antes de que se abriera la puerta. Cuando entré, un poder me dio escalofríos. Él se dio cuenta.
– ¿Sabes qué estás sintiendo?
Podría haber mentido, pero no lo hice. Me hubiera gustado decir que era una corazonada, y a Alistair le habría agradado saber que era una persona con poderes místicos, pero se trataba de eso. Quería que supiera que no estaba desamparada.
– Tu puerta está protegida -dije.
El aire de la habitación me oprimía la piel, y era como si no pudiera respirar con suficiente profundidad, como si no hubiera bastante oxígeno. Me paré ante la entrada, esperando a que la situación mejorase. No lo hizo. El ambiente se volvía más denso, era como bañarse en aguas más profundas. Agua caliente, cerrada, que se pegaba a la piel.
Sabía que era poderoso por los hechizos que había hecho a su mujer y su amante. Pero la cantidad de poder que llenaba esa habitación era mucho más que humana: La única forma de que un brujo humano obtuviera tanto poder era negociar con seres no humanos. Yo no había contado con esto, nadie lo había hecho.
Me estaba hablando, pero yo no escuchaba. Mi cabeza estaba a punto de explotar: «¡ Vete!, ¡vete ya!». Pero si lo hacía, Alistair quedaría libre para matar a su mujer y torturar a otras mujeres. Salir corriendo sería seguro para mí, pero no ayudaría a nuestras clientes. Era uno de esos momentos en los que tenía que decidir si iba a ganarme el sueldo o no.
Una cosa me quedaba clara: los chicos de la furgoneta tenían que saber qué había descubierto.
– La protección no está para mantenerte a salvo, ¿no es cierto, Alistair? Aunque apartará otros poderes, la protección está para impedir que cualquier otro sienta cuánto poder tienes aquí. -La voz me salió entrecortada, como si tuviera dificultad en respirar.
A continuación, me miró, y por primera vez vi algo en sus ojos que no era agradable ni amable. Por un instante el monstruo asomó a aquellos ojos marrones.
– Tendría que haber sabido que lo notarías -dijo-. Mi pequeña Merry, con tus ojos, pelo y piel de sidhe. Si fueras alta y esbelta, parecerías una sidhe.
– Eso me han contado -dije.
Me tendió la mano. Yo estiré la mía, pero tuve que hacerlo a través del poder de la habitación, como empujándola entre una espesura invisible que ponía los pelos de punta. Sus dedos tocaron los míos, y entre nosotros pasó una corriente, como cuando hay demasiada energía estática. Rió y tomó mis manos entre las suyas. Me obligué a no retirarme, pero no pude sonreír. Ya bastante me costaba respirar a través del poder. Había vivido en sitios llenos de poder, con el poder embebido en las paredes, pero en esa estancia el poder llenaba el espacio como agua hasta no dejar aire para respirar. Alistair probablemente se creía un brujo importante y poderoso por ser capaz de convocar esta gran cantidad de poder, pero no era más que un aprendiz si no sabía controlarlo mejor. Mucha gente puede convocar poder. Convocar poder no es la medida de capacidad de un profesional, lo que cuenta es qué puede hacer uno con ese poder. Mientras me conducía, amablemente, a través del halo de energía, me pregunté qué hacía con toda aquella magia. Sin duda desperdiciaba mucha si permitía que flotara en el aire, pero uno no obtiene tamaña cantidad de energía sin tener alguna idea de qué está haciendo ni de qué se propone.
Mi voz me sonó extraña incluso a mí, tensa y entrecortada.
– La habitación está llena de magia, Alistair. ¿Qué vas a hacer con todo esto? -Esperaba que en la furgoneta estuvieran escuchándome.
– Déjame enseñártelo -dijo.
Estábamos ante la puerta cerrada de la pared de la izquierda.
– ¿Qué hay al otro lado de la puerta? -pregunté.
Era la única puerta visible desde la entrada. Había un pasillo que conducía desde la parte posterior de la sala de estar al interior de la casa, y una entrada abierta a la cocina. Era la única puerta cerrada, y si los chicos tenían que entrar a salvarme, no quería que empezaran a dar vueltas por ahí. Quería que entraran directamente y me sacaran de allí.
– No finjas, Merry. Los dos sabemos por qué estás aquí, por qué estamos aquí los dos. Es el dormitorio.
Abrió la puerta. El dormitorio era rojo desde la cama con dosel hasta la alfombra, pasando por las telas que cubrían todas y cada una de las paredes. Era como estar dentro de una caja de terciopelo rojo. Había espejos entre los pesados tapices, como joyas para cautivar la vista, pero ninguna ventana. Era una caja cerrada que constituía el centro de la magia que había sido convocada a ese lugar.
El poder cayó sobre mí como un abrigo sofocante. No podía respirar ni hablar. Mis pies dejaron de andar, pero Alistair no pareció notarlo y continuó empujándome hasta el interior de la habitación. Tropecé y lo único que me impidió caer en el suelo de madera pulida fueron sus brazos. Intentó sostenerme, pero me derrumbé en el suelo. Él no podía levantarme. No se trataba de un desmayo. Simplemente, me resistía a levantarme porque sabía adónde me quería llevar: a la cama. Y si ése era el centro de todo ese poder, no quería ir allí, todavía no.
– Espera -dije-, espera. Deja un segundo para que la chica recupere la respiración.
Había una pequeña cómoda a la altura de la cintura. Use el borde de la cómoda para ponerme en pie, aunque Alistair estaba allí para ayudarme, muy solícito. Dejé el bolso en la esquina de la cómoda, apretando dos veces el asa para poner en funcionamiento la cámara oculta. Si la cámara funcionaba captaría una imagen casi perfecta de la cama.
Alistair se me acercó por detrás y me rodeó con los brazos. Sin utilizar la fuerza bajó los míos a los costados. Pretendía que esto fuera un abrazo. En realidad, el pánico que sentía no se debía a él. Intenté relajarme, apretada a su cuerpo, pero no podía. El poder era demasiado fuerte, y me impedía relajarme. Lo máximo que podía hacer era no escapar.
Me besó en la mejilla y bajó sus labios por mi piel.
– No llevas maquillaje. -No necesito.
Volví la cabeza lo justo para animarle a continuar besándome la cara hasta el cuello. Era la invitación que necesitaba para continuar su camino hacia abajo. Sus labios se entretuvieron en mi hombro, pero sus manos se desplazaron hasta rodear mi cintura.
– Muy bien, eres un ser delicado. Te puedo abarcar toda con mis manos.
Me aparté lentamente de él en dirección a la cama. Mis sentidos respiraban aquella magia. Tenía años de práctica en resistirme a enormes cantidades de poder. Si uno es sensible a estas cosas y no se quiere volver loco, se tiene que adaptar. La magia puede convertirse en una especie de ruido blanco, como los sonidos de la propia ciudad, de manera que sólo captan tu atención cuando te concentras.
Estaba de pie en la alfombra persa que rodeaba la cama, tal y como Naomi la había descrito. No podía subirme a la cama porque sentía el círculo que había debajo de la alfombra como una gran mano que me apartaba. Era un círculo de poder, algo en cuyo interior refugiarse mientras se hace un conjuro, de manera que aquello que convocas no entre y te devore; o bien uno podía convocar algo al interior del círculo y quedarse a salvo fuera de él. Hasta que no sintiera el augurio no sabría qué tipo de círculo era, y tanto podía ser un escudo como una cárcel. Quizá ni siquiera lo supiera viendo el augurio y la construcción del círculo. Conocía la brujería de las sidhe, pero existen otros tipos de poder, otros lenguajes místicos con los que ejercer magia. Podía no reconocer ninguno de ellos, y entonces sólo habría una manera de saber qué era el círculo…: entrando en él.
El verdadero problema era que algunos círculos están construidos para mantener a las hadas en cautividad, y una vez dentro podría tener problemas para salir. Si realmente nos enfrentábamos a un grupo de aprendices probablemente no intentarían capturarnos, pero nunca se sabe. Si uno quiere algo con mucha fuerza, y no lo puede tocar ni retener nunca, el amor puede degenerar en celos más destructivos que cualquier odio.
Alistair se aflojó el nudo de la corbata mientras se me acercaba, dibujando en los labios una sonrisa de anticipación. Era extremadamente arrogante, seguro de sí mismo y de que me tenía. Era muy tentador escapar para no tener que ver nunca más aquella arrogancia. Todavía no había hecho nada ilegal, ni siquiera nada místico. ¿Era yo demasiado fácil? ¿Se reservaba las técnicas místicas para las más reticentes? ¿Tenía que ser más reticente? ¿O más agresiva? ¿De qué serviría grabar alguna acción ilegal de Alistair Norton? Todavía intentaba determinar si debía comportarme como la virgen reticente o como una puta ansiosa y agresiva cuando ya lo tenía delante. Se me había acabado el tiempo.
Se inclinó para besarme, yo levanté la cabeza y me puse de puntillas, apoyándome en sus brazos. Sus bíceps se flexionaron bajo mis manos, contrayéndose bajo la chaqueta. No creo que fuera consciente de ello, lo hizo por pura costumbre. Me besó como parecía que lo hacía todo, con mucha práctica y una habilidad delicada. Sus brazos rodearon mi cintura. Me apretó contra su cuerpo y me levantó del suelo. Empezó a llevarme hacia el círculo. Impedí que continuara besándome para decir «espera, espera», pero mi respiración se detuvo un segundo y nos encontramos del otro lado, dentro del círculo. Era como estar en el ojo de un huracán. Dentro del círculo se estaba tranquilo, era el lugar más tranquilo que había sentido en toda la casa. Aquella rigidez que me era desconocida se aligeraba allí a la altura de mis hombros y de mi espalda.
Alistair me agarró por las piernas y me llevo a la cama. Cuando estábamos cerca del centro de la cama, me depositó en ella y se puso de rodillas, mirándome desde arriba. Pero llevaba tres años trabajando con Uther, y uno ochenta no era nada cuando has comido con alguien que mide cuatro metros.
No creo que me mostrara suficientemente impresionada porque Alistair se quitó la corbata y la tiró a la cama, desplazando los dedos hacia los botones. Iba a desnudarse primero. Estaba sorprendida. Un obseso del control normalmente quiere que su víctima se desnude en primer lugar. Se había quitado la chaqueta y la camisa, y se llevaba las manos al cinturón antes de que yo pudiera pensar qué debía hacer. Pedirle que fuera más despacio me pareció una buena opción.
Me senté y le toqué las manos.
– Despacio. Déjame disfrutar de cómo te desnudas. Vas tan deprisa que parece que tengas otra cita después.
Le cogí las manos, frotándole la piel, abrazando sus brazos desnudos. Me concentré en los pelos de sus antebrazos y en cómo se erizaban cuando los tocaba. Si me concentraba sólo en las sensaciones físicas, podía conseguir que mis ojos mintieran o como mínimo mostraran un interés genuino. El secreto era no pensar demasiado en a quién estaba tocando.
– Sólo estás tú esta noche, Merry. -Me puso de rodillas y desplazó sus manos por mi pelo, moldeándolo con sus dedos de manera que podía coger mi cara entre sus grandes manos-. No habrá nadie más para ninguno de los dos esta noche, Merry.
No me gustó cómo había sonado la frase, pero fue su primer comentario de psicopático, de manera que lo estaba haciendo bien. -¿Qué quieres decir, Alistair? ¿Nos fugamos a Las Vegas? Sonrió, aguantando todavía mi cara, mirándome a los ojos como si quisiera memorizar su color.
– La boda es sólo una ceremonia, pero esta noche te mostraré lo que significa ser fiel a un hombre.
Levanté una ceja antes de poder recuperarme y consciente de que mi cara ya mostraba lo que decía, comenté:
– Tienes una alta opinión de ti mismo.
– No es orgullo vano, Merry.
Me besó tiernamente, después se arrastró hasta el cabezal de la cama. Empujó la madera, y se abrió una pequeña puerta. Un compartimento secreto, ¡qué ingenioso! Volvió con una botellita de cristal en las manos. Era uno de esos frascos con curvas y muescas en los que se supone que uno guardará perfumes caros, aunque nadie lo hace.
– Quítate el vestido -dijo.
– ¿Por qué?
– Es aceite para masajes.
Sostenía la botella en alto de modo que podía ver el aceite espeso a través del vidrio.
Le sonreí, e intenté hacerlo de la manera que él quería: una sonrisa sexy, de flirteo, un poco cínica.
– Primero los pantalones.
Me sonrió con evidente placer.
– Pensaba que decías que querías ir despacio. -Si vamos a desnudarnos, tú primero.
Empezó a volverse y colocó la botella dentro del compartimento nuevamente.
– Te la aguantaré -dije.
Se detuvo a medio movimiento, volviéndose nuevamente hacia mí con un deseo casi palpable en sus ojos.
– Sólo si te pones un poco en los pechos mientras me desnudo.
– ¿Me manchará la ropa?
En realidad, parecía estar pensando en ello, y su cara mostraba preocupación.
– No estoy seguro, pero te compraré uno nuevo si se estropea.
– Los hombres prometen cualquier cosa en el calor del momento -dije.
– Déjame ver cómo resbala el aceite por esa piel tan blanca. Haz que brille para mí.
Me dio la botella y cerró mis manos a su alrededor. Me volvió a besar, y su boca se entretenía en mí, su lengua se abría paso para que el beso fuese más intenso. Se retiró, lentamente.
– Por favor, Merry, por favor.
Se echó hacia atrás y volvió a poner las manos en el cinturón. Sacó lentamente la lengüeta de piel a través de la hebilla de oro, marcando cada movimiento mientras me miraba. Me hizo sonreír porque hacía lo que yo le había pedido. Se estaba desnudando lentamente.
Lo menos que podía hacer era lo que él me había pedido. El sujetador dejaba al desnudo una parte suficiente de mis pechos para no tener que sacarlos del vestido. Destapé la botella. Tenía una de estas varillas de cristal al final, para adaptarse mejor a la piel. Podía sentir el aceite. Olía a canela y vainilla. Había algo familiar en el olor, pero no sabía qué. El aceite era casi transparente.
– ¿No hay que calentarlo antes? -pregunté.
– Reacciona con el calor de tu cuerpo. -Se sacó completamente el cinturón y lo tiró encima de la cama-. Ahora te toca a ti.
El aceite se pegaba al tapón como una costra pegajosa. Puse el extremo de la varilla en el borde superior de mi pecho. El aceite ya estaba caliente, a temperatura corporal. Recorrí mis pechos con la varilla y el aceite formó delicados regueros por mi piel. Me envolvió un olor a canela y vainilla.
Alistair se desabrochó el botón de los pantalones y bajó lentamente la cremallera. Llevaba un slip rojo escarlata, como si se hubiera vestido a juego con la habitación, que se adaptaba a su cuerpo como una segunda piel. Se tumbó en la cama para quitarse los pantalones, y me miró para que me arrodillará sobre él de la misma forma que lo había hecho él antes conmigo.
Levantó las manos para tocarme, todavía tumbado boca arriba, y desplazó sus dedos por el aceite, esparciéndolo por mi piel. Se puso de rodillas y empezó a acariciarme los pechos. Trató de meter los dedos bajo el vestido para tocar más, pero estaba demasiado ajustado. El plan anterior me ahorraba un embarazoso toqueteo. Se fregó el pecho con aceite y a continuación frotó el tapón de la botella por mis labios como si me estuviera aplicando carmín. Tenía un sabor dulce y espeso. Me besó, mientras aguantaba la botella con las dos manos, de manera que sólo su boca estaba en contacto conmigo. Me besó como si fuera a comerse el aceite que había en mis labios. Yo me fundí en el beso, apretando con mis manos su pecho lleno de aceite, sintiendo los músculos de su abdomen. Mi mano se desplazó hacia abajo y lo sentí duro y a punto. Sentirlo fue como un torrente de energía que me excitaba. Fue entonces cuando me di cuenta de que estaba disfrutando y olvidé por qué estaba allí.
Me aparté de sus besos e intenté concentrarme, pensar. Pero no quería pensar. Quería tocarle y quería que me tocase. Mi boca casi se quemaba con la necesidad de acortar la distancia entre nosotros. Se acercó para darme otro beso y yo me eché hacia atrás, cayendo de espaldas en mi apresuramiento por dejar distancia entre nosotros.
Alistair se arrastró hacia mí, apoyándose en las rodillas y en una mano. Con la otra sostenía la botella. Se puso a horcajadas sobre mí, igual que un caballo se coloca sobre su potro. Mi mirada continuó bajando por su cuerpo hasta su duro miembro. No podía mantener los ojos en su cara. Me sentía avergonzada y aterrorizada.
– ¡Qué estúpida! -exclamé-. El hechizo está en el aceite.
La voz de él me llegó como un dulce susurro:
– El aceite es el hechizo.
A1 principio no entendí lo que quería decir, pero comprendí que ya no quería ponerme más. Empezó a abrir la botella y yo me senté, sujetándole las manos con las mías, conservando el tapón sobre la botella. En el momento en que toqué sus manos, perdí. Ya nos volvíamos a besar, sin que yo pudiera evitarlo. Cuanto más nos besábamos, más deseaba ser besada, como si este deseo se alimentara a sí mismo.
Me arrojé a la cama y me cubrí la cara con las manos.
– ¡No!
Ya sabía lo que era: Lágrimas de Branwyn, Alegría de Aeval, Sudor de Fergus. La mezcla podía convertir a un hombre en amante de una sidhe durante una noche. Podía incluso convertir a una sidhe en una esclava sexual, si esta sidhe no podía comunicarse con otra sidhe. Ningún duende, independientemente de su talento, de su poder, puede rivalizar con una sidhe, se dice. Puedes olvidar el tacto. Puedes luchar para no soñar con carne brillante, ojos como joyas fundidas y pelo hasta los tobillos envolviendo tu cuerpo, pero el deseo siempre está al acecho, como un alcohólico que no puede volver a tomar un trago sin correr el riesgo de no poder parar.
Grité durante mucho tiempo, sin palabras. Había otro efecto secundario de las Lágrimas de Branwyn. No hay encantamiento que se le resista. Porque tu concentración no se le puede resistir. Sentí que mi encanto se desvanecía, sentí mi piel como si mi cuerpo entero estuviera respirando.
Bajé las manos lentamente hasta que me vi en el espejo del techo. Mis ojos brillaban como joyas tricolores. El contorno exterior de mis iris era de color dorado, dentro de ellos había un círculo de jade verde y finalmente, había un fuego esmeralda alrededor de la pupila. Sólo una sidhe, o un gato, pueden tener estos ojos. Mi boca era una mezcla de carmesíes: los restos de mi lápiz de labios, y el brillo escarlata de los propios labios. El blanco de mi piel era tan puro que resplandecía como la más perfecta de las perlas y de nuevo desprendía luz, como una vela cubierta por un paño. El rojo y negro de mi pelo caía alrededor de los colores brillantes como sangre oscura derramándose. Si mi pelo hubiese sido negro azabache, habría pasado por una Blancanieves esculpida en joyas.
No era simplemente mi propio ser sin encanto. Era yo cuando el poder me asistía, cuando había magia en el aire.
– Dios mío, eres una sidhe -murmuró.
Volví hacia Alistair mi mirada brillante. Esperaba ver miedo en sus ojos, pero sólo había una ligero asombro.
– Dijo que vendrías si éramos fieles, si creíamos de verdad, y aquí estás tú.
– ¿Quién te dijo que vendría?
– Una princesa sidhe.
Hablaba en un tono que infundía respeto, pero sus manos se deslizaron debajo de mi vestido y sus dedos empezaron a juguetear con el borde de mis bragas. Le agarré la muñeca y le pegué con la otra mano. Le pegué con suficiente fuerza como para dejarle marcada mi mano en la cara. Teníamos la prueba que necesitábamos para meterle en la cárcel. Ya no necesitaba continuar jugando. Uno puede sacar la energía de las Lágrimas de Branwyn y pasar del sexo a la violencia, al menos así lo dicen en la corte de la Oscuridad. Y yo quería probarlo.
Si me hubiera devuelto el golpe, quizá hubiera funcionado, pero no lo hizo. Se dejó caer encima de mí y me sujetó en la cama. Norton tenía la cara al mismo nivel que la mía. Hubo un momento en que le miré a los ojos, y vi la misma siniestra necesidad que sentía yo. Las Lágrimas funcionaban en ambos sentidos. No se puede utilizar este arma para seducir sin ser seducido.
Profirió un ruido gutural y me besó. Comí de su boca y lleve una mano a la goma que le sujetaba la coleta. Cuando se la quité, su cabello, largo hasta los hombros, se esparció sobre mí como una cortina de seda. Hundí las manos en su cabellera y le sujeté el pelo con los puños cerrados mientras exploraba su boca.
Su mano libre intentaba hurgar bajo el vestido en busca de mi pecho, pero era demasiado ajustado. Me rasgó la tela, y mi cuerpo se estremeció con el tirón al tiempo que su mano hurgaba en mi sujetador.
El tacto de su mano en mi pecho me hizo apartar la cabeza y retirarme de su boca. De repente me sorprendí mirando en los espejos de la pared más lejana. Necesité algunos segundos para darme cuenta de que pasaba algo raro. Una parte de todo aquello era una maniobra de distracción. Alistair me besaba el cuello y mordisqueaba mi piel, cada vez más abajo. Parte de eso era la magia de otra persona. Alguien poderoso no quería que supiese que estaban mirando. Pero los espejos estaban en blanco como los ojos de un ciego. Miré al espejo que había encima de la cama, y también estaba vacío, como si Alistair y yo no estuviéramos allí.
A continuación sentí el hechizo, como una herida que me succionaba el poder y lo llevaba a la superficie hasta derramarse por los poros de mi piel, y luego cada vez más arriba, hasta los espejos. Fuera lo que fuese, chupaba mi poder como una tenia psíquica. Lo extraía lentamente como alguien que chupa con una pajita. Hice lo único que se me ocurrió. Hice retroceder el poder al centro del hechizo. Ellos no se lo esperaban, y la magia se tambaleó. Había una figura en el espejo, pero no era Alistair ni yo. La figura era alta, delgada, cubierta con una gabardina gris que ocultaba su cuerpo por completo. La gabardina era pura ilusión, una ilusión para ocultar el brujo que se hallaba detrás del hechizo. Y cualquier ilusión puede destrozarse.
Alistair me mordió suavemente el pecho, y mi concentración se hizo pedazos. Le miré mientras se llevaba mi pezón a la boca. Sentí como si su boca conectara una línea de alta tensión que me iba del pecho a la entrepierna. Me desgarraba la garganta, me hacía estremecer con su tacto. Una pequeña parte de mí detestaba que ese hombre pudiera hacer reaccionar mi cuerpo, pero la mayor parte de mi ser se había convertido en puras terminaciones nerviosas y carne excitada. Estaba hundiéndome profundamente en las Lágrimas de Branwyn, sumergiéndome en ellas. Pronto no habría ya pensamiento, sólo sensaciones. No lograba pensar en concentrar poder. Lo único que podía oler, sentir o saborear era canela, vainilla y sexo. Tomé ese sexo, esa necesidad, lo envolví con mi mente, y lo arrojé al hechizo. La capa tembló, y durante un segundo casi llegué a vislumbrar lo que había en su interior, pero Alistair se arrodilló y me bloqueó la vista.
Se quitó la ropa interior de las caderas, los muslos, y de golpe me encontré mirando su longitud dura y brillante. Aguanté la respiración durante un segundo, no porque fuera tan maravilloso, sino por pura necesidad. Fue como si mi cuerpo viera el remedio para toda su necesidad, y el remedio consistía en tenderme bajo el cuerpo de Alistair. No sé si era la visión de él desnudo o el poder que había infundido al hechizo, pero me sentía más yo misma. Un yo palpitante, ninfómano, pero aun así era una mejora.
Me senté. La parte delantera del vestido estaba rasgada, el sujetador bajado, de manera que mis pechos estaban expuestos.
– No, Alistair, no -dije-. No lo haremos.
Una chispa de energía recorrió la cama, por todo mi cuerpo. Alistair miró como si viera algo que yo no veía, y dijo:
– Pero dijiste que sólo utilizabas pequeñas cantidades. Demasiado la podría volver loca.
Él escuchaba. Yo no oía nada.
Fuera lo que fuese lo que se reflejaba en el espejo, no se estaba escondiendo de Alistair, sino de mí.
Alistair abrió la botella. Tuve tiempo de decir «no». Mi mano saltó hacia adelante como si quisiera desviar una bomba. Alistair arrojó el aceite sobre mí. Fue como ser tocada por una gran mano líquida. No podía moverme, lo único que podía hacer era gritar. Vertió el aceite sobre mi cuerpo y el líquido me empapó el vestido y se filtró en mi piel. Él me levantó la falda, y esta vez no pude de tenerle. Estaba paralizada. Vertió más aceite sobre mis bragas de satén, y yo caí en la cama, con la columna arqueada y las manos aferrándose a las sábanas. Sentía que mi piel se hinchaba, que se tensaba con un deseo que reducía el mundo a la necesidad de ser tocada, de ser poseída. No me importaba quién lo hiciera. El hechizo no se preocupaba de ello, ni yo tampoco. Abrí mis brazos al hombre desnudo que se arrodillaba ante mí y el se derrumbó sobre mi cuerpo. Lo sentía tenso contra el satén de mis bragas. Incluso esa fina pieza de tela era demasiado. Lo quería dentro de mí, lo deseaba más de lo que nunca había deseado a algo o a alguien.
Entonces algo cayó del espejo. Era una pequeña mancha negra, pero consiguió atraer mi atención. Se acercó y vi que era una pequeña araña que colgaba de una tela sedosa. Observé cómo la araña se deslizaba lentamente hasta el hombro de Alistair. La araña era pequeña y negra y brillante como el charol. Mi cuerpo estaba más frío, mi cabeza más clara. Jeremy había conseguido hacerme llegar algo. Comprendí que el mago que se hallaba al otro lado del hechizo les había mantenido a todos atrapados fuera de la casa.
Sentí el suave glande del pene de Alistair colándose bajo mis bragas, tocando mi humedad hinchada. Me hizo gritar, pero todavía podía pensar, todavía podía hablar. Si no podía escapar, sería una verdadera violación.
– ¡Para, Alistair, para!
Intenté salir de debajo de él, pero era demasiado grande, demasiado fuerte. Estaba atrapada. Empezó a presionar contra mí, pero puse una mano entre su entrepierna y la mía. Podría haberme penetrado, pero pareció distraerse. Me agarró la mano, tratando de moverla para conseguir su objetivo.
– ¡Jeremy! -grité.
Alistair y yo luchábamos. Miré al espejo. Estaba lleno de una niebla gris y temblaba como agua hirviendo. Se desvaneció como una burbuja. Sólo entonces me di cuenta de que el mago era sidhe. Él o ella se estaban escondiendo de mí, pero los espejos revelaban que era magia de sidhe. Entonces Alistair ganó la batalla y se introdujo en mi interior. Yo emití un grito, a medio camino entre la protesta y el placer. Mi mente no lo quería, pero el aceite todavía recorría mi cuerpo.
– ¡No! -grité, pero mis caderas se movieron debajo de él, intentando ayudarle en la penetración.
Quería, necesitaba que estuviera en mi interior, sentir su cuerpo desnudo dentro del mío. Aun así, grité:
– ¡No!
Alistair se acobardó y retrocedió la pequeña distancia que había avanzado, poniéndose de rodillas y dando un manotazo a su espalda. Sacó la mano con un rastro carmesí: había aplastado la araña. Otra pequeña araña negra se movía bajo su brazo. La arrojó lejos. Dos arañas más se paseaban por sus hombros. Intentó tocar el centro de su propia espalda y se volvió como un perro que se muerde la cola. Entonces le vi la espalda. Su piel se había abierto y una marea de pequeñas arañas negras salió de ella. Se deslizaron como agua negra, como una segunda piel que se movía y le golpeaba. Gritó, dando zarpazos a su espalda, aplastando algunas de ellas, pero cada vez había más, hasta que él se convirtió en una masa móvil de arañas. Entraban en su boca cuando la abría para gritar y se ahogaba.
Todos los espejos vibraban, respiraban, el cristal se alargaba y se estrechaba como algo elástico y con vida. Oí la voz de un hombre en mi cabeza: «Métete debajo de la cama, ahora». No rechisté. Salté de la cama y me arrastré debajo de ella. Las sábanas rojas se caían por los costados, escondiéndolo todo excepto un pequeño rayo de luz. Se produjo un sonido de cristal que se rompía, como mil ventanas que se quiebran a la vez. Los gritos de Alistair se desvanecieron bajo el sonido del cristal que caía. El cristal explotó sobre la alfombra, con un sonido estridente y agudo.
La habitación se llenó gradualmente de silencio, a medida que el cristal se iba adueñando de la habitación. Escuché un ruido de madera que se astillaba. No podía verlo, pero pensé que se trataba de la puerta.
– ¡Merry! ¡Merry! -Era Jeremy.
– Merry Dios mío -chilló Roane.
Me arrastré hasta la esquina de la cama y levanté el borde de la sábana para ver el suelo resplandeciente.
– Estoy aquí, estoy aquí -dije.
Saqué la mano de debajo de la cama y la agité, pero no podía moverme más sin ser cortada por el cristal.
Una mano tomó la mía, y alguien colocó una chaqueta sobre el cristal para que Roane pudiera sacarme de debajo de la cama. Hasta que me sostuvo en sus brazos no me di cuenta de que todavía estaba cubierta de Lágrimas de Branwyn, y de lo que esto podía representar para nosotros. Pero vislumbré lo que había sobre la cama, y eso me impidió articular palabra. Creo que me olvidé de respirar durante uno o dos segundos.
Roane me llevó hasta la puerta. Miré por encima de su hombro la escena de la cama. Sabía que era un hombre. Incluso sabía que se trataba de Alistair Norton, de lo contrario no sé si hubiera sido capaz de reconocer que se trataba de un ser humano. El bulto era tan carmesí como las sábanas sobre las que yacía. El cristal lo había convertido en una masa de carne. No vi las arañas debajo de toda esta sangre. Sabía dos cosas, quizá tres. En primer lugar, el mago que había al otro lado del hechizo era sidhe; en segundo lugar, él o ella había intentado matarme; en tercer lugar, si no fuera porque Jeremy hizo pasar su hechizo a través de la protección, yo sería un pequeño resto rojo sobre la cama teñida de sangre. Debía un gran favor a Jeremy.
6
La policía no me dejó duchar, ni siquiera dejaron que me lavara las manos. Cuatro horas después de que Roane me sacara de la habitación seguía intentando explicar qué le había pasado exactamente a Alistair Norton. No tenía mucho éxito. Nadie creía mi versión de los hechos, a pesar de que todos habían visto la cinta. Creo que la única razón por la que no se me había acusado del asesinato de Alistair era que se me había identificado como la princesa Meredith NicEssus. Ellos y yo sabíamos que bastaba con que solicitara inmunidad diplomática para quedar libre. Así que se tomaban su tiempo antes de presentar cargos.
Lo que no sabían era que estaba tan preocupada como ellos de evitar una intervención diplomática. En cuanto exigiera inmunidad diplomática, contactarían con el Comité de Relaciones entre Humanos y Duendes. Contactarían con el embajador ante las cortes sidhe y éste se pondría en contacto con la reina del Aire y la Oscuridad. Le explicaría exactamente dónde estaba y conociendo a mi tía, ella les ordenaría que me custodiaran hasta que se presentara su guardia para devolverme a casa. Estaría atrapada como un conejo en una trampa hasta que llegara alguien para partirme el cuello y llevarme a casa como premio.
Me senté ante la pequeña mesa, con un vaso de agua delante de mí. Los de la ambulancia me habían dado una manta que cubría el respaldo de la silla. Me la habían ofrecido para que entrase en calor después del shock y para que me tapara, pues la parte delantera de mi vestido estaba rasgada. Buena parte de las últimas horas estuve con frío y necesitada de la manta, pero el resto del tiempo sentía que me hervía la sangre. Pasaba de tiritar a sudar, una extraña combinación producto del shock y las Lágrimas de Branwyn, y eso me había provocado un intenso dolor de cabeza. Nadie me daba ningún analgésico porque pensaban llevarme al hospital pronto. Siempre pronto, nunca ya.
Cuando llegaron los primeros policías todavía me brillaba levemente la piel. No podía cubrirme con encanto mientras hubiera aceite en mi organismo. No podía ocultarme. Algunos de los primeros uniformados me reconocieron; uno de los primeros dijo:
– Usted es la princesa Meredith.
La suave noche de California sólo proporcionaba una tregua. Yo sabía que era una simple cuestión de tiempo que la reina del Aire y la Oscuridad enviara a alguien para investigar este último rumor. Tenía que estar fuera de la ciudad antes de que eso ocurriera. Disponía como mínimo de una noche más, quizá dos, antes de que llegara el guardia de mi tía. Contaba con tiempo para permanecer sentada allí y responder a las preguntas, pero me estaba cansando de responder las mismas una y otra vez.
Entonces, ¿por qué permanecía sentada en esa silla de duro respaldo, mirando a un detective al que no había visto nunca anteriormente? En primer lugar, aunque lograra salir de ésta sin ninguna acusación y sin solicitar inmunidad diplomática, se pondrían en contacto con los políticos para cubrirse las espaldas. En segundo lugar, quería que el detective Alvera creyera lo que le contaba acerca de las Lágrimas de Branwyn y la gravedad de la situación si había más aceite fuera de control. Probablemente era un regalo de alguna sidhe que había formulado el hechizo de la sanguijuela. Tal vez no hubiera más que esa única botella fuera de las cortes, pero si existía una posibilidad, aunque fuera mínima, de que los seres humanos, con o sin la ayuda de una sidhe, hubieran aprendido a fabricar las Lágrimas de Branwyn y éstas estuvieran a la venta, había que detenerlo.
Por supuesto, quedaba otra posibilidad. La sidhe que había implicado a Norton en las violaciones mágicas podía haber repartido Lágrimas de Branwyn a muchos más. Ésta era seguramente la situación más verosímil de las dos peores, pero no podía contar a la policía que había otra sidhe implicada con Alistair Norton. Uno no lleva a la policía humana cuestiones de sidhe, no si quiere mantener intactas todas las partes de su cuerpo.
La policía detecta muy bien las mentiras o quizá, para ahorrar tiempo, parte de la idea de que todo el mundo está mintiendo. Sea como fuere, al detective Alvera no le gustó mi historia. Estaba sentado frente a mí, alto, sombrío, delgado, con unas manazas que parecían desproporcionadas para sus hombros estrechos. Sus ojos eran de un marrón sólido, con una línea de oscuras pestañas que hacían que te fijaras en ellos, aunque quizá fuera sólo un efecto de mi estado. Jeremy había convocado una protección para ayudarme a controlar las Lágrimas. Me había dibujado runas en la frente con su dedo y su poder. La policía no las veía, pero yo las sentía como un fuego helado si me concentraba. Sin el hechizo de Jeremy, sólo la Diosa sabe qué hubiera hecho. Algo comprometedor e inmoral, eso seguro. Incluso protegida por las runas estaba muy pendiente de todos los hombres que había en la habitación.
Alvera me miró con ojos cariñosos y llenos de confianza. Observaba el modo en que sus labios formaban cada palabra, esa boca tan generosa, que invitaba a que la besara.
– ¿Ha oído lo que acabo de decir, señora NicEssus? Parpadeé y me di cuenta de que no.
– Lo siento, detective. ¿Podría repetírmelo?
– Creo que este interrogatorio se tiene que acabar, detective Alvera-dijo mi abogada-. Es evidente que mi cliente está muy cansada y en estado de shock.
Mi abogada era un socio de James, Browning y Galán. Ella era Galán. Habitualmente, Browning se ocupaba de los asuntos jurídicos de la Agencia de Detectives Grey. Creo que Eileen Galán estaba allí porque Jeremy había mencionado la cuestión de la violación. Una mujer sería más receptiva, al menos en teoría.
Se sentó detrás de mí, vestida con un traje de chaqueta oscuro tan limpio y bien planchado que parecía nuevo. Su cabello rubio con toques de gris mostraba una permanente perfecta; su maquillaje era impecable. Hasta sus zapatos negros de tacón alto brillaban. Eran las dos de la mañana, y Eileen tenía el aspecto de que acababa de tomarse un desayuno copioso y se sentía ansiosa por empezar el día.
La mirada de Alvera subió desde mi sujetador a mis ojos y me obligó a mirarme los pechos, finalmente.
– A mí no me parece que esté en estado de shock, abogada.
– Mi cliente ha sido violada, detective Alvera. Sin embargo, no se le ha llevado a un hospital, ni ha sido examinada por un médico. El único motivo por el que no he denunciado estos hechos es la voluntad de mi cliente de responder a sus preguntas y ayudarle en su investigación. Francamente, estoy empezando a pensar que mi cliente no es capaz de proteger sus propios intereses esta noche. He visto en la cinta cómo se abusó brutalmente de ella y mi deber es defender los derechos de Meredith incluso si ella no quiere que lo haga.
Alvera y yo nos miramos. El detective pronunció las siguientes palabras mirándome a los ojos:
– Yo también he visto la cinta, abogada, y parecía que su cliente se lo estaba pasando bien la mayor parte del tiempo. Ella decía que no, pero su cuerpo indicaba que sí.
Si Alvera pensaba que me hundiría bajo la presión de su mirada acerada y sus insultos, sencillamente no me conocía. En condiciones normales no habría funcionado y esa noche estaba demasiado entumecida para morder el anzuelo.
– Esto es un insulto, no sólo a mi cliente, sino a todas las mujeres, detective Alvera. La entrevista se ha acabado. Espero que la policía nos acompañe al hospital.
Alvera se limitó a mirarla con sus preciosos ojos jaspeados.
– Una mujer puede ir diciendo «no», «para», pero si le sigue el juego al hombre, no se puede acusar a éste por obtener mensajes contradictorios.
Reí y negué con la cabeza.
– ¿Piensa que esto es gracioso, señora NicEssus? La cinta quizá revele un caso de violación, pero también muestra cómo usted convierte a Alistair Norton en picadillo.
– Le repito una vez más que yo no maté a Alistair Norton. En relación con la violación, usted intenta insultarme deliberadamente para que me enfade y diga algo indiscreto, o bien usted es un cerdo machista y chauvinista. Si es verdad lo primero, está usted perdiendo el tiempo. Si es verdad lo segundo, me lo está haciendo perder a mí.
– Siento que responder a preguntas sobre un hombre al que dejó desangrarse hasta morir en su propia cama y en su propia casa sea una pérdida de su tiempo.
– ¿Qué clase de hombre tiene una casa cuya existencia no conoce ni su esposa? -pregunté.
– Engañaba a su esposa, y por ello merecía morir, ¿es así? Sé que ustedes los duendes tienen una obsesión con el matrimonio y la monogamia, pero la ejecución me parece algo un poco severo.
– Mi cliente ha dicho en varias ocasiones que no es responsable del hechizo que provocó la destrucción de los espejos.
– Pero está viva, abogada. Si no hizo el hechizo, entonces, ¿cómo supo que tenía que ponerse a cubierto?
– Ya he dicho que reconocí el hechizo, detective Alvera.
– ¿Por qué no lo reconoció Norton? Tenía una gran reputación como mago. También debería haberlo visto venir.
– Le he dicho que las Lágrimas de Branwyn afectan a los seres humanos con más fuerza que a las sidhe. No prestaba tanta atención como yo a lo que pasaba a su alrededor.
– ¿De dónde vinieron las arañas?
– No lo sé.
No le dije que Jeremy había fabricado las arañas porque entonces hubieran empezado a acusarle por haber puesto los espejos, o quizá nos hubieran acusado a los dos por conspiradores.
Alvera sacudió la cabeza.
– Diga simplemente que lo hizo en defensa propia.
– El único motivo por el que todavía estoy aquí sentada es porque quiero que ustedes, la policía, entiendan lo peligroso que puede ser este aceite hechizado. Si hay más Lágrimas de Branwyn por ahí, tienen que encontrarlas y destruirlas.
– Los hechizos de placer no funcionan, señora NicEssus. Los afrodisíacos no funcionan. Me está hablando de una poción mágica que hace que una mujer se baje las bragas ante un hombre que no le gusta. Eso es una tontería. No existe algo así.
– Rogará que no exista si se difunde entre la población. Quizá Norton tenía la única botella, pero investigue a sus amigos por si acaso.
Hojeó rápidamente el cuaderno de notas que tenía sobre la mesa y que no había tocado en mucho tiempo.
– Liam, Donald y Brendam, no hay apellidos. Dos de ellos tienen orejas de duende, todos ellos llevan el pelo largo. Les encontraremos, no hay problema. Por supuesto, serán una prioridad menor porque no han sido acusados de asesinato.
Eileen se levantó de nuevo.
– Venga, Meredith, esta entrevista se ha acabado. Y lo digo en serio.
Nos miró a los dos como si fuésemos principiantes y no nos atreviésemos a discutir con ella. Yo estaba cansada, y no iban a creer ni una palabra en relación con las Lágrimas de Branwyn. Me puse en pie.
Alvera también se levantó. -Siéntese, Meredith.
– ¿Ahora me llama por el nombre, Alvera? Yo no conozco el suyo.
– Es Raimundo. Ahora siéntese.
– Si -dije-, si solicito inmunidad diplomática, me iré de aquí y no importará quién tenga razón y quién no.
Le miré y gracias a la protección de Jeremy, me pude concentrar en mirarle a los ojos. Si me concentraba, apenas veía la línea de su labio superior.
Alvera sostuvo mi mirada durante mucho tiempo antes de decir:
– ¿Qué le haría cambiar de opinión y no exigir inmunidad diplomática, al salir por esa puerta, princesa?
– Que me creyera en lo que dije sobre el aceite del placer, Raimundo.
Sonrió.
– Claro, le creo.
Negué con la cabeza.
– No me hace gracia, detective. Una mentira no me retendrá en esta habitación.
Estaba faroleando. Esperaba que no lo comprobara.
– ¿Y qué la retendría? -preguntó.
Tuve una idea. Necesitaba demostrar a la policía lo peligrosas que podían ser las Lágrimas de Branwyn. Tener relaciones sexuales con una sidhe obsesionaría para siempre a un ser humano, pero una pequeña degustación no le causaría un daño permanente. Algunos sueños, quizá, y una mayor excitación en la cama durante cierto tiempo, pero nada grave. Había que unir la carne y la magia de una manera más íntima para traspasar el límite de seguridad. Si todos compartíamos una simple degustación, todo el mundo sobreviviría.
– ¿Qué pasaría si pudiera demostrarle que el aceite de placer funciona?
Cruzó los brazos sobre el pecho y se las arregló para poner una mirada todavía más cínica, lo cual no hubiera creído posible.
– Le escucho.
– Cree que no hay ningún hechizo que pueda hacerle desear instantáneamente a una extraña, ¿no es cierto?
Asintió.
– Es cierto.
– ¿Me da permiso para tocarle, detective?
Se echó a reír y me miró el vestido desgarrado. Quería pensar que me estaba insultando deliberadamente porque de lo contrario no era muy brillante, y necesitaba que fuese bueno en su trabajo. Para un caso políticamente comprometido tanto podían elegir al mejor hombre como al peor. O bien pensaban que Alvera era un detective extraordinario que lo arreglaría todo, o bien lo habían elegido como chivo expiatorio para cuando la cosa se complicara. Yo deseaba que fuera un detective extraordinario, pero me estaba empezando a decantar por la opción del chivo expiatorio. Por supuesto, dado que había mentido en varias cuestiones, quizá no quería que fuese un profesional tan fantástico. Pero no mentía sobre aquello en lo que él pensaba que yo estaba mintiendo. Doy mi palabra de honor.
– Hace un minuto era Raimundo. Ahora me pide permiso para tocarme y vuelvo a ser el detective.
– A esto se le llama técnica de distanciamiento, detective Alvera -dije.
– Yo pensé que en este caso quería ser personal y mostrarse cercana, no distante.
Sentí que Eileen Galán había tomado aliento para hablar y le interrumpí, levantando la mano.
– Está bien, Eileen, puede ser un estúpido y aun así ser detective. Me está provocando y no sé qué espera sacar de todo esto.
E1 humor desapareció y los ojos de Alvera se mostraron oscuros y fríos, tan impenetrables como piedras.
– Me gustaría que contara la verdad.
– Se ha estado comportando durante horas. De golpe, en los últimos treinta minutos, se las has apañado para insultarme sexualmente varias veces y ha estado mirándome a los pechos. ¿A qué se debe el cambio?
Me clavó su mirada acerada durante uno o dos segundos.
– Comportándome como un profesional no estaba progresando nada.
– Tanto si lo cree como si no, figuro como víctima de violación en los informes preliminares. Su conducta en la última media hora podría costarle una demanda por acoso sexual.
Sus ojos miraron a mi abogada, que todavía permanecía en silencio, y después nuevamente a mí.
– He visto víctimas de violación, princesa. Las he llevado al hospital y las he tomado de la mano mientras chillaban. Una niña sólo tenía doce años. Estaba tan traumatizada que no podía hablar. Me costó nueve días, con la ayuda de un terapeuta, conseguir que citara a sus agresores. Usted no actúa como una víctima de violación.
Moví la cabeza.
– Es un hombre… arrogante. -Me las arreglé para que la última palabra sonara como el peor de los insultos-. ¿Le han violado alguna vez, Raimundo?
Me miró, pero sus ojos se mantenían neutrales.
– No.
– Entonces no pretenda explicarme cómo se supone que actúo o siento. No estoy tan deshecha esta noche. En parte es el maldito hechizo, pero en parte, detective, es que, comparada con otras violaciones, ésta no estuvo tan mal. Eileen dijo que yo había sido tratada con brutalidad. Bueno, es abogada y le puedo perdonar la elección de palabras, pero ella no conoce el significado de cada palabra. Nunca ha visto lo que un hombre puede llegar a hacer a una mujer si realmente quiere herirla. Yo he visto cosas brutales, detective, y lo que he visto esta noche no era brutal, pero sólo por el hecho de que no me esté desangrando y de no necesitar tubos para respirar o porque mi cara todavía se reconozca debajo de los moretones, eso no significa que no fuera una violación.
Pasó por sus ojos un sentimiento ilegible y, a continuación, se volvieron a mostrar inexpresivos.
– No era la primera vez, ¿verdad? -Su voz sonó amable, delicada.
Bajé la cabeza, temerosa de mirarle a la cara.
– No fue a mí, detective, no fue a mí.
– Una amiga -dijo con la misma voz amable.
A continuación levanté la mirada, y la muestra repentina de compasión casi me hizo ceder, casi me hizo confiar en él. Casi. Recordé el rostro de Keelin: una máscara ensangrentada, con una órbita del ojo destrozada de manera que el globo ocular le colgaba hasta la mejilla. Si hubiera tenido nariz, se hubiera roto, pero su madre era un hada, y las hadas no tienen narices humanas. Tres de sus brazos estaban doblados en ángulos imposibles, como las patas quebradas de una araña. Ningún curandero sidhe le impuso las manos, porque estaba muy cerca de la muerte y no pondrían en peligro sus vidas por una cría de duende. Mi padre la llevó a un hospital humano y contó la agresión a las autoridades. Mi padre era el príncipe de la Llama y la Carne, e incluso su hermana la reina le temía, con lo cual no le castigaron por recurrir a los seres humanos. Había quedado registro de este hecho, así que podía hablar de ello sin ser castigada. Por fin algo sobre lo cual podía contar la verdad aquella noche.
– Cuéntemelo -dijo, con una voz todavía más delicada.
– Cuando las dos teníamos diecisiete años, mi mejor amiga Keelin Nic Brown fue violada. -Mi voz era suave, y tan vacía como habían estado momentos antes los ojos de Alvera-. Le rompieron el orbital de manera que el ojo quedó colgándole sobre la cara.
Inspiré profundamente e intenté conjurar el recuerdo, sin ser consciente de haber hecho un gesto con las manos, por si servía de algo, hasta que puse fin al movimiento.
– He visto a gente golpeada, pero nunca de esa manera. Nunca de esa manera. Trataron de matarla a golpes y casi lo consiguieron. Me volví a controlar. No quería llorar. Era feliz y odiaba llorar. Llorar me hacía sentir débil.
– Lo siento -dijo.
– No lo sienta por mí, detective Alvera. Seguir el proceso de curación de Keelin me dio una vara de medir la violencia: si no era tan malo como lo que le habían hecho a Keelin, entonces lo podía soportar. He conocido cosas verdaderamente atroces sin derrumbarme.
– Como esta noche -dijo con la misma voz con la que se habla a alguien que quiere saltar de la cornisa.
Asentí.
– Sí, como hoy, aunque admito que lo que le ha sucedido a Alistair Norton ha sido una de las peores cosas que he visto jamás, y he visto algunas cosas horribles. Yo no lo maté. No digo que no hubiera podido matarle si hubiera consumado la violación. Cuando me hubiera recuperado del hechizo de placer, habría ido a por él. No lo sé. Pero alguien se encargó de esto por mí.
– ¿Quién? -preguntó.
Mi voz se convirtió en un susurro.
– Me gustaría saberlo, detective. Realmente, me gustaría saberlo.
– ¿Necesita tocarme para demostrar que ese aceite de placer es real?
Asentí.
– Le doy permiso -dijo Alvera.
– Si demuestro que el hechizo de placer es real, ¿llamará a los de narcóticos?
– Sí.
– ¿Lo promete? -pregunté-. Quiero que me dé su palabra. Se puso muy serio. A1 parecer entendía que dar la palabra significaba para mí algo más que para un ser humano. Finalmente, asintió.
– Sí, le doy mi palabra.
Miré a Eileen Galan y nuevamente al espejo unidireccional de la pared del fondo.
– Es una promesa pronunciada ante testigos. Los dioses le castigarán si la rompe.
Asintió.
– ¿Tendré que esperar a ver un relámpago?
Negué con la cabeza.
– No, un relámpago no.
Empezó a reír, pero cuando advirtió que yo no le veía la gracia, su sonrisa se desvaneció.
– Mantendré mi palabra, princesa.
– Así lo espero, detective, por el bien de todos. Eileen me apartó a un lado, lejos del detective.
– ¿Qué pretendes hacer, Meredith?
– ¿Practicas algún arte místico? -pregunté.
– Soy abogada, no bruja.
– Entonces, limítate a mirar. Esto se explica por sí mismo.
Me aparté de ella delicadamente y volví a dirigirme a Alvera. No me acerque demasiado, sólo lo justo para poder tocarle. Tenía aceite en los dedos, pero se había secado. Quería que funcionara, de manera que pase los dedos por mis pechos, donde el aceite estaba todavía fresco y brillante. Las Lágrimas de Branwyn se conservaban. Miré a Alvera a la cara y él se echó hacia atrás hasta quedar lejos del radio de mi brazo.
Levanté una ceja, al tiempo que alzaba la mano.
– Dijo que podía tocarle.
Asintió.
– Perdón, es la costumbre.
Se acercó a mí, pero nos colocamos de manera que nuestra audiencia nos pudiera observar desde el otro lado del cristal. Estaba claro que se había armado de valor para no separarse de mí. No sabía si no quería que le tocase porque era un duende o porque pensó que había matado a alguien con magia o bien por algún otro motivo de tipo esotérico.
Le pasé los dedos por toda la boca hasta que centellearon como si se hubiese puesto brillo de labios. Sus ojos se abrieron, parecía pasmado. Me aparté y él me alcanzó. Entonces se detuvo un momento, plegó los brazos ante su pecho e intentó hablar pero acto seguido sacudió la cabeza.
Yo regresé a mi silla y me senté. Crucé las piernas, y la falda era tan corta que mostraba el ribete de las bragas. Alvera se dio cuenta. Observaba los movimientos de mis manos mientras colocaba la falda en su sitio. Veía como le latían las venas del cuello, sus ojos como platos, sus insinuantes labios entreabiertos mientras trataba de contenerse. Pero hacía falta mucho más autocontrol para no salvar la distancia que nos separaba. Yo permanecía a salvo con las runas de Jeremy, pero tuve que contenerme para no dirigirme hacia él.
Eileen Galan nos estaba contemplando a los dos, con una expresión de desconcierto en la cara.
– ¿Me he perdido algo?
Alvera continuó mirándome, abrazándose a sí mismo, como si temiera moverse o incluso de hablar, por miedo de que el menor movimiento hacia adelante le hiciera saltar la valla y caer en mis brazos.
– Sí, te has perdido algo -contesté a la abogada.
– ¿ Qué?
– Las Lágrimas de Branwyn -dije con suavidad.
Alvera cerró los ojos, mientras su cuerpo empezaba a balancearse ligeramente.
– ¿Se encuentra bien, detective? -preguntó Eileen.
Abrió los ojos, y dijo:
– Sí, estoy… -me volvió a mirar- bien.
Pero esto último apenas se oyó. Su cara era la imagen del pánico, como si no pudiera creer lo que estaba pensando.
No sé cuánto tiempo podría haberse estado allí de pie, pero esa noche se me había acabado la paciencia. Pasé un dedo sobre los blancos y resbalosos montículos de mis pechos, y con eso bastó.
El detective cruzó la habitación en tres zancadas, me agarró por los antebrazos y me levantó del suelo. Me sacaba casi un palmo, y tenía que inclinarse en un ángulo extraño, pero lo conseguía. Apretó sus apetitosos labios contra los míos y en cuanto los probé se rompió el cuidadoso hechizo de Jeremy. De golpe, me convertí en un objeto vibrante y necesitado. Mi cuerpo todavía quería acabar lo que se le había negado anteriormente. Le besé como si me estuviera alimentando de sus tiernos labios, y mi lengua buscó en el interior de su boca. Le acaricié con las manos llenas de aceite. Cuanto más aceite le tocaba, más fuerte era el hechizo. Me cogió por la cintura y me alzó hasta la altura de los ojos para no tener que inclinarse.
Enrollé las piernas alrededor de su cintura: le podía sentir a través de las capas de ropa que nos separaban. Mi cuerpo se agitaba con el contacto, y tuve que interrumpir el beso, no para respirar sino para gritar.
Me apretó contra la superficie de la mesa, oprimiendo su entrepierna contra la mía. Echado sobre la mesa, era demasiado alto para seguir besándome y mantener el contacto más abajo, de manera que se levantó con la ayuda de los brazos y mantuvo su cuerpo unido al mío.
Recorrí su cuerpo con la mirada hasta que finalmente encontré sus ojos. Tenían el brillo que normalmente no muestran los ojos de un hombre hasta más tarde, cuando ya no hay ropa ni posibilidad de volver atrás. Le agarré la camisa con las dos manos y tiré de ella hacia arriba, haciendo saltar los botones y poniendo al desnudo su pecho y su abdomen. Me incorporé para poder lamer su pecho y mover las manos por su abdomen, plano como una tabla. Intenté meter la mano por debajo de los pantalones, pero me lo impidió su cinturón.
De golpe, la habitación se llenó de agentes uniformados y detectives de paisano. Apartaron a Alvera de mí, y él les plantó cara. Tuvieron que amontonarse sobre él, arrastrarlo al suelo entre una montaña de agentes.
Yo estaba sobre la mesa con la falda subida hasta la cintura, y sentía mi cuerpo tan lleno de sangre y ansia que no me podía mover. Estaba enfadada, rabiosa porque nos habían separado. Sabía que era una estupidez, que no quería tener relaciones sexuales en un sala de interrogatorios, delante de toda la comisaría y aun así… lo deseaba.
Un joven policía uniformado estaba junto a la mesa, tratando de no mirarme. Fue fácil alcanzarle la mano, impregnar su muñeca de Lágrimas. Su pulso latió contra mi mano y él se inclinó hacia mí y me besó delante de cualquiera que quisiera observar lo que estaba pasando.
– Dios mío, Riley, ¡no la toques! -gritó alguien.
Unas manos sujetaron a Riley y lo apartaron de mis labios y mis manos. Me incorporé para agarrarlo y grité:
– ¡No!
Salté de la mesa a por uno de ellos, cuando otro detective me agarró los brazos y me obligó a quedarme sentada en la esquina de la mesa. Miró hacia sus manos como si se las hubiera quemado con mis brazos desnudos.
– Oh, Dios mío -susurró.
Justo antes de agacharse para besarme, murmuró:
– Que vengan algunas mujeres.
Más tarde, supe que ese hombre de talla media y ligeramente calvo con manos fuertes y un cuerpo musculoso era el teniente Peterson. Tuvieron que esposarle para sacarlo de la habitación.
Me enterraron bajo un montón de mujeres policía hasta que ya no pude moverme. Dos de las oficiales tuvieron los mismos problemas que los hombres, de igual modo que al menos uno de los hombres no había tenido ningún problema en no tocarme. ¡No hay nada como salir del armario en el trabajo!
Trajeron a Jeremy para que recompusiera la protección. Me calmé, pero no estaba en situación de hablar con nadie. Jeremy me aseguró que ya había hablado con la brigada de narcóticos, aunque estaba convencido de que los oficiales que habían estado en la habitación conmigo sabrían hacerles ver el peligro de las Lágrimas de Branwyn.
Roane me estaba esperando, con un par de guantes quirúrgicos puestos para poder tocarme y una chaqueta para cubrirme la cabeza y así evitar que la gente me reconociera. La policía nos sacó por la puerta de atrás. De momento, los medios de comunicación desconocían que finalmente había salido a la luz y en qué circunstancias. Pero alguien de la comisaría o de las ambulancias contaría la verdad. Quizá lo haría por dinero o accidentalmente, pero los medios de comunicación lo descubrirían. Era sólo cuestión de tiempo. Una carrera para ver qué sabuesos me encontrarían primero: los periódicos o la guardia de la reina. Si me hubiese encontrado bien, habría ido a mi coche y habría abandonado la ciudad esa noche o me habría subido al primer avión. Pero Roane me llevó a su apartamento porque estaba más cerca que el mío. No me importaba adónde íbamos mientras hubiese una ducha. Si no limpiaba mi cuerpo de las Lágrimas o tenía relaciones sexuales pronto, me volvería loca. Me inclinaba por una ducha. Lo que no advertí hasta demasiado tarde es que Roane se inclinaba por el sexo.
7
La parte frontal de mi cerebro sabía que debía pedirle a Roane que me llevara a mi coche. Debajo del asiento del conductor había un paquete con dinero y la documentación completa de una nueva identidad, con un permiso de conducir y tarjetas de crédito. Siempre había planeado salir en coche de la ciudad o ir al aeropuerto y subir al primer avión que se me antojara. Era un buen plan. La policía ya estaría contactando con la embajada, y antes del anochecer mi tía sabría quién era, dónde estaba, y qué había estado haciendo durante tres años.
La parte primitiva de mi cerebro quería saltar encima de Roane mientras conducía a ciento veinte por hora por la autovía. Sentía la piel hinchada por el deseo. En realidad, no le podía tocar. Lo último que necesitaba era contaminarle con las Lágrimas. Como mínimo uno de nosotros necesitaba permanecer cuerdo esa noche, y hasta que no me duchara, ese uno no iba a ser yo.
Subí la escalera hasta el apartamento de Roane, abrazándome a mí misma, clavándome las uñas con tanta fuerza como para dejarme marcas en los brazos. Eso era lo único que podía hacer para frenarme y no tocar a Roane cuando subía la escalera justo delante de mí.
Dejó la puerta abierta tras de sí, y le seguí hasta la habitación. Él estaba de pie en el centro de una amplia estancia. Incluso en la oscuridad, la habitación brillaba de forma extraña y las paredes blancas resplandecían a la luz de la luna. Roane se erguía como una figura negra en medio del fulgor plateado. Estaba mirando al mar, como hacía cada vez que entrábamos en su apartamento, luego se volvió y miró por las ventanas que formaban las paredes oeste y sur. El mar se alzaba al otro lado de los cristales y las olas oscuras y plateadas rompían en la orilla con un ribete de espuma.
Siempre sería la segunda en el corazón de Roane, porque su amor pertenecía a su primera amante: la mar. Seguiría llorando su pérdida cuando yo ya sólo fuera polvo en una tumba. Esta certeza provocaba soledad. La misma soledad que había sentido en la corte, observando la disputa de las sidhe por insultos pronunciados un siglo antes de que yo naciera, y sabiendo que continuarían discutiendo un siglo después de mi muerte. Era un poco amargo, sí, pero sobre todo certificaba que era ajena a la sociedad. Era una sidhe, con lo cual no podía ser humana, y era mortal, de manera que no podía ser una sidhe. Ni carne ni pescado.
Aunque me sentía aislada, abandonada, mi mirada se dirigió a la cama: un montón de sábanas blancas y cojines esparcidos. Roane la había deshecho, pero sólo la había hecho a medias. Nunca había entendido por qué había que planchar las arrugas si las sábanas estaban limpias. Tuve una súbita visión de Roane desnudo sobre esas sábanas blancas. La visión era tan nítida que me dolía. Me tensaba el estómago y me hacía sentir algo más abajo, hasta que me costó respirar. Me apoyé en la puerta cerrada hasta que no pude moverme y, a continuación, me estiré. No estaba bajo el efecto de productos químicos ni de magia. Era una sidhe, una sidhe débil, menor, pero eso no cambiaba el hecho de que tuviera aquello que todos nosotros y los hombres denominan mágico. No era un campesino humano que apenas había entrado en contacto con las hadas. Era una princesa sidhe y por la diosa, que actuaría como tal.
Miré la puerta que tenía detrás, y ni tan siquiera el sonido de la cerradura al cerrarse hizo volverse a Roane. Permanecería en comunión con su visión hasta que estuviera preparado para mí. Yo no tenía tanta paciencia esa noche. Pasé junto a él y crucé la habitación a oscuras hasta el cuarto de baño. Al encender la luz quedé deslumbrada. El cuarto de baño era minúsculo, con sitio sólo para el ino doro, un pequeño lavamanos y la bañera. La bañera quizá datara de la época de la construcción de la casa, porque era honda y tenía patas y parecía muy antigua. La cortina de la ducha, colgada de una varilla, tenía imágenes de especies de focas de los cuatro rincones del mundo, con los nombres comunes escritos al lado de cada imagen. La había encargado yo de uno de esos catálogos que siempre te envían cuando tienes una formación en biología. La encontré entre camisetas con motivos animales, velas en forma de animales, libros sobre viajes al círculo polar ártico y veranos pasados avistando lobos en lugares remotos. A Roane le gustó la cortina, y a mí me complació regalársela. Me gustaba tener relaciones sexuales en la ducha, rodeada por el regalo que le había hecho.
Me asaltó una imagen de su cuerpo húmedo y desnudo, la sensación de su piel con una capa de jabón. Maldije en voz baja y aparté la cortina. Abrí el grifo del agua caliente y esperé a que el agua adquiriera la temperatura adecuada. Necesitaba quitarme las Lágrimas antes de hacer algo que después lamentaría. Esa noche estaría a salvo. No iba a presentarse nadie hasta el día siguiente, como muy pronto. Podía tomar a Roane, llenar mis manos con su piel sedosa, cubrirme con la dulce proximidad de su cuerpo. ¿A quién haría daño?
Eran las Lágrimas las que hablaban, no yo. Yo necesitaba esa noche para sacar ventaja si quería huir de la ciudad. A la policía no iba a gustarle que abandonara la ciudad, pero ellos no me matarían, y mi familia sí. Cielos, en California ni siquiera existía la pena capital.
El vestido estaba tan rasgado que intenté sacármelo como una chaqueta, pero la cremallera todavía aguantaba. El delantero estaba empapado y pesado por el aceite. Nunca había conocido a nadie que gastara tanto de algo que hasta un sidhe consideraba valioso. Aunque quizá el brujo sidhe contaba con que yo muriese con Alistair Norton y de este modo nadie supiera qué eran las Lágrimas de Branwyn. Los sidhe eran muy esnobs en cuanto a lo que los duendes menores hacían y dejaban de hacer. Él, ella o ellos podían haber contado que mi muerte los dejaría a salvo.
Las sidhe, fueran las que fuesen, habían entregado las Lágrimas de Branwyn a mortales para que las usaran contra otros duendes. Se podía castigar con una tortura eterna. Hay pocos inconvenientes de ser inmortal. Uno de los mayores es que el castigo puede durar mucho, mucho tiempo.
Por supuesto, lo mismo es aplicable al placer. Cerré los ojos como si de este modo fuera a conjurar las imágenes que llegaban hasta mí. No pensaba en Roane. Pensaba en Griffin. Había sido mi novio durante siete años. Si hubiésemos tenido un niño, seríamos marido y mujer. Pero no nació ningún niño, y al final sólo hubo dolor. Me fue infiel con otras sidhe, y cuando tuve el mal gusto de protestar, me dijo que estaba cansado de estar con una semimortal. Quería algo de verdad, no una pálida imitación. Sus palabras todavía me zumbaban en los oídos, pero era su carne dorada lo que veía tras mis párpados cerrados, su cabello cobrizo desparramado sobre mí, la manera en que la luz de las velas brillaba en su miembro. No había pensado en él durante años, y en ese momento podía degustarlo en mis labios.
Durante esa noche, mientras durase el aceite, podía actuar como un duende menor, o como una sidhe humana, dar y recibir placer de cualquier modo. Era un gran regalo, pero como la mayoría de regalos de cuento de hadas, tenía un doble filo. Porque el humano o el duende pasarían el resto de su vida anhelando este poder, este toque. Un ser humano podía desperdiciar su vida y morir por su carencia. Roane era un duende sin su magia, sin su piel de foca. No tenía magia propia que le protegiera de lo que las Lágrimas podían hacerle.
Yo sabía lo mucho que anhelaba el contacto de otro sidhe, pero hasta ese momento no me había dado cuenta de hasta qué punto. Si Griffin hubiese estado en la otra habitación, me habría lanzado a por él. A la mañana siguiente podría haberle clavado un cuchillo en el corazón, pero esa noche, me habría entregado a él.
Oí a Roane en la entrada, detrás de mí, pero no me volví. No quería verle allí de pie. No estaba segura de si mi maltrecha fuerza de voluntad sería capaz de resistirlo. El delantero del vestido estaba rasgado, destrozado, pero no me podía bajar la cremallera.
– ¿Puedes bajarme la cremallera, por favor?
Mi voz sonó estrangulada como si tuviera que arrancar las palabras de mis labios. Creo que era porque lo que quería decir era «tómame, mi fiera salvaje», pero eso carecía de dignidad y Roane merecía algo mejor que ser abandonado desvalido, deseando para siempre algo que no podría volver a tocar nunca más. Podía dejar caer mi encanto y acostarme con él después de esa noche, pero cada noche que me tocase de verdad sólo aumentaría mi adicción.
Me bajó la cremallera y yo me aparté de él.
– Mi piel está untada con las Lágrimas. No me toques.
– ¿Ni siquiera con los guantes puestos? -preguntó.
Había olvidado los guantes quirúrgicos.
– No, supongo que con los guantes estarás a salvo.
Me quitó el vestido por los hombros, lenta y delicadamente, como si temiese tocarme. Saqué los brazos, pero el tejido estaba tan pesado por el aceite que el vestido no resbalaba. Se pegaba a mí como una mano gruesa y pesada. Me succionaba la piel mientras me desprendía de él. Roane me ayudó a quitarme el vestido húmedo de las caderas, arrodillándose para que pudiera salir de él. Todavía llevaba los tacones y me maldecía por no habérmelos quitado antes. Había cerrado los ojos para no verle mientras me ayudaba a desvestirme. Toqué su hombro en busca de un punto de apoyo y casi me caí de todos modos al sentir que tocaba su piel desnuda.
Abrí los ojos y lo encontré arrodillado ante mí, desnudo salvo por los guantes. Me separé de él con tanta violencia que caí de culo en la bañera, con una mano delante de mí para mantenerle apartado. Estaba sentada en un par de centímetros de agua y batallaba con el grifo para cerrarlo. Aunque quizá tendría que haberla dejado correr y sumergirme en ella.
Roane se reía.
– Creí que te podría bajar la cremallera antes de que te dieras cuenta, pero no sabía que habías cerrado los ojos.
Se quitó los guantes con la ayuda de los dientes; mi vestido permanecía en sus brazos. Colocó sus manos desnudas en el tejido empapado de aceite, y lo apretó contra su pecho desnudo.
Yo no paraba de negar con la cabeza.
– No sabes lo que estás haciendo, Roane.
Él me miró por encima del borde de la bañera, y sus grandes ojos castaños no mostraban inocencia alguna.
– Esta noche puedo ser sidhe para ti.
Me senté en la bañera como si estuviera dispuesta a ducharme en ropa interior, e intenté mostrarme sensata. La sangre parecía haber abandonado el cerebro para afluir a otras partes de mi cuerpo. No estaba en condiciones de pensar en nada.
– No puedo producir encanto esta noche, Roane.
– No quiero que lo hagas. Quiero estar contigo, Merry. Sin máscaras ni ilusiones.
– Sin tu propia magia, serás como un humano. No serás capaz de protegerte del encanto. Serás víctima de los elfos.
– No me marchitaré ni moriré por el ansia de carne de sidhe, Merry. Puede que haya perdido mi magia, pero soy inmortal.
– Quizá no te mueras, Roane, pero la eternidad es mucho tiempo para desear lo que no puedes tener.
– Sé lo que quiero -dijo.
Empecé a abrir la boca, para contarle como mínimo parte de la verdad, parte del motivo por el que debía purificarme y marchar de la ciudad. Pero él se levantó y la voz se me ahogó en la garganta. No podía respirar, mucho menos hablar. Lo único que podía hacer era mirar.
Roane estrujó el vestido con tal densidad que los músculos de sus brazos se tensaron. El aceite chorreaba de la tela y se derramaba sobre su pecho, a lo largo de su abdomen plano, bajando cada vez más. Ya tenía una erección, pero cuando el aceite resbaló sobre él, su respiración se convirtió en un agudo siseo. Puso una mano bajo su vientre, aplicando el aceite sobre la pálida perfección de su piel. Debería haberlo detenido, debería haber gritado en busca de ayuda, pero me limité a observar como su mano descendía, hasta que por fin esparció el aceite sobre su miembro. Tiró la cabeza hacia atrás, con los ojos cerrados, y su voz salió en un grito ahogado:
– Oh, Dios.
Me acordé de que había algo importante que debería haber dicho o hecho, pero, por mi vida que no podía recordar qué era. Estaba pensando en imágenes, no en palabras. Las palabras me habían abandonado, dejando sólo sensaciones: vista, tacto, olfato y finalmente, gusto.
La piel de Roane tenía gusto de canela y vainilla, pero subyacía algo verde, herbal, un sabor ligero y limpio, como beber agua de un manantial del centro de la Tierra. Debajo de todo eso estaba el sabor de su piel: dulce, delicada y ligeramente salada por el sudor.
Acabamos en la cama. Yo ya no llevaba ropa, aunque no me acordaba de cómo la había perdido. Estábamos desnudos y empapados en aceite sobre las sábanas blancas y limpias. Sentir su cuerpo resbalando sobre el mío me hizo jadear. Me besó y exploró con la lengua. Yo me abrí para él, levantándome de la cama para ayudar a que su lengua penetrase más en mi boca. Mis caderas se movían al ritmo del beso, y él lo tomó como una invitación para penetrarme, lentamente, hasta que me encontró húmeda y preparada. Entonces hundió toda la longitud de su miembro en mi interior, tan rápido y tan a fondo como pudo. Grité debajo de él, mi cuerpo se levantó de la cama y a continuación, caí de nuevo sobre las sábanas y lo miré a los ojos.
Su cara estaba a sólo unos centímetros de la mía, sus ojos tan cerca que llenaban mi campo visual. Me miraba a la cara mientras me penetraba, sosteniéndose sobre sus brazos para ver mi cuerpo vibrando debajo del suyo. No podía quedarme quieta. Tenía que moverme, tenía que levantarme para ir a su encuentro, hasta que entre los dos construimos un ritmo, un ritmo hecho de carne palpitante, del latido de nuestros corazones, de los jugos pegajosos de nuestros cuerpos y la excitación de cada nervio. El más mínimo contacto era como cien caricias; un beso, mil besos. Cada movimiento de su cuerpo parecía llenarme como agua caliente que brota sin cesar, inundando mi piel, mis músculos, mi sangre, mis huesos, hasta que todo fue un fluir de calor que aumentaba y aumentaba como la luz cuando se abre camino al amanecer. Mi cuerpo cantaba a ese ritmo. Sentía un cosquilleo en los dedos y, cuando pensé que no podría resistir más, el calor se convirtió en un incendio que me abrasaba y rugía sobre mí, dentro de mí. Oía ruidos, gritos distantes, pero era Roane, era yo.
Se derrumbó encima de mí, de golpe más pesado, con el cuello apoyado contra mi cara de manera que sentía su pulso acelerado sobre mi piel. Permanecimos allí abrazados con toda la intimidad con la que un hombre puede estar con una mujer, abrazándonos hasta que nuestros corazones empezaron a latir más lentamente.
Roane fue el primero en levantar la cabeza, aguantándose con sus brazos para mirarme. Su mirada era de admiración, como un niño que ha aprendido algo nuevo cuya existencia desconocía. No dijo nada, sólo me miraba, sonriendo.
Yo también sonreía, pero había en mí una vena de nostalgia. De pronto recordé lo que había olvidado. Debería haberme ido de la ciudad. Nunca tendría que haber tocado a Roane con las Lágrimas de Branwyn en nuestros cuerpos. Pero el daño ya estaba hecho.
Mi voz era suave, extraña a mis propios oídos, como si no hubiésemos pronunciado palabra durante mucho tiempo.
– Mira tu piel.
Roane miró su propio cuerpo y se erizó como un gato asustado. Se apartó de mi cuerpo para sentarse mirándose las manos, los brazos, todo. Estaba brillando, con una luz tenue, casi ambarina como cuando el fuego se refleja en una joya de oro. Y la joya era su cuerpo.
– ¿Qué me pasa? -preguntó, en voz baja y casi asustado.
– Eres sidhe, esta noche.
Me miró.
– No lo entiendo -dijo.
– Lo sé -susurré.
Puso su mano justo por encima de mi piel. Yo brillaba con una luz blanca y fría, como el claro de luna tras el cristal. El brillo ambarino de su mano reflejaba el resplandor blanco, convirtiéndolo en un amarillo pálido a medida que su mano se movía casi rozando mi piel.
– ¿Qué puedo hacer?
Observé cómo movía su mano brillante sobre mi cuerpo, teniendo todavía cuidado en no tocar mi piel.
– No lo sé. No hay un sidhe igual a otro. Cada uno tiene poderes distintos. Son diferentes variaciones de un mismo tema.
Puso su mano en la cicatriz de mis costillas, justo bajo mi pecho izquierdo. Dolía como un ataque de artritis cuando hace frío, pero no hacía frío. Aparté su mano de la señal. Era la huella perfecta de una mano, más grande que la de Roane, de dedos más largos y delgados. Era marrón y se levantaba ligeramente sobre mi piel. La cicatriz se volvía negra cuando mi piel brillaba, como si la luz no la pudiera tocar.
– ¿Qué te pasó? -preguntó.
– Fue en un duelo.
Empezó a tocarme de nuevo la cicatriz, y le tomé la mano, apretando nuestras carnes, forzando que el ámbar brillara en mi piel blanca. Lo sentía como si nuestras manos se fundieran, como si la carne de deshiciera. Se apartó, limpiándose la mano en el pecho, pero este movimiento hizo que el aceite resbalara por su mano, y eso no iba a ayudarle. Roane todavía no comprendía que apenas había probado lo que podía significar ser un sidhe.
– Todos los sidhe tienen una mano de poder. Algunos pueden curar por imposición de manos. Algunos pueden matar. El sidhe que combatí colocó su mano contra mis costillas. Me rompió varias costillas, me desgarró el músculo e intentó aplastarme el corazón, y todo eso sin rasgarme en ningún momento la piel.
– Perdiste el duelo -dijo.
– Perdí el duelo, pero sobreviví, y eso siempre ha sido victoria suficiente para mí.
Roane frunció el entrecejo.
– Pareces triste. Sé que te ha gustado. ¿Por qué esta melancolía?
Me pasó un dedo por la cara, y el brillo se intensificaba allí donde tocaba. Aparté la cara de él.
– Es demasiado tarde para salvarte, Roane, pero no es demasiado tarde para salvarme a mí.
Sentí cómo se colocaba a mi lado, y moví mi cuerpo lo justo para evitar el contacto. Le miré a unos centímetros de distancia.
– ¿Salvarte de qué, Merry?
– No puedo decirte por qué, pero tengo que partir esta noche, y no sólo tengo que irme de este apartamento, sino también de la ciudad.
Me miró asombrado.
– ¿Por qué?
Negué con la cabeza.
– Si te lo cuento, te pondría en un peligro mayor del que ya corres.
Lo aceptó y no volvió a preguntar.
– ¿Hay algo que pueda hacer para ayudarte? Sonreí y después me eché a reír abiertamente.
– Con este brillo no puedo ir a mi coche, y menos todavía al aeropuerto. Y no puedo producir encanto hasta que desaparezca el aceite.
– ¿Durante cuánto tiempo? -preguntó.
– No lo sé. -Mi mirada recorrió su cuerpo y lo encontré flácido, aunque él siempre se recuperaba rápidamente. Pero yo sabía algo que él desconocía. Esa noche, le gustara o no, era un sidhe.
– ¿ Cuál es tu mano de poder? -preguntó, aunque le costó mucho tiempo formular la pregunta. Tenía que estar muy ansioso por saber algo para preguntar lo que no se le contaba.
Me senté.
– No tengo ninguna.
Frunció el entrecejo.
– Dijiste que todas las sidhe tienen una. Asentí.
– Es una de las muchas excusas que han usado los demás a lo largo de los años para negarme.
– ¿Negarte qué?
– Todo. -Coloqué la mano casi rozando su cuerpo y la luz ambarina se intensificó, siguiendo mi movimiento como un fuego cuando alguien sopla sobre él para darle fuerza-. Cuando nuestras manos se fundieron se produjo uno de los efectos secundarios del poder. Nuestros cuerpos pueden hacer lo mismo.
Roane levantó las cejas al oír esto.
Le tomé en mi mano y respondió, pero en cuanto desprendí poder sobre él, al instante se puso duro y a punto. Su vientre se contrajo y él se sentó de golpe y me apartó la mano.
– Ha estado demasiado bien. Casi hacía daño.
– Sí.
Rió nerviosamente.
– Pensé que no tenías ninguna mano de poder.
– No la tengo, pero desciendo de cinco diosas de la fertilidad distintas. Te puedo devolver la fuerza toda la noche, tan a menudo y tan rápidamente como queramos. -Incliné mi cara sobre la suya-. Eres como un niño esta noche, Roane. Tú no puedes controlar el poder, pero yo sí. Puedo devolverte las fuerzas indefinidamente hasta que me ruegues que pare.
Roane fue tendiéndose boca arriba a medida que yo me colocaba encima de él. Me miró con los ojos muy abiertos y el cabello color caoba sobre la cara. Esa noche, tenía casi el mismo tono que el mío… Casi. Habló precipitadamente.
– Si lo haces, serás tú la que rogará que pare.
– Piensa en la posibilidad de que yo no fuera la única sidhe de esta habitación, Roane. Piensa qué podríamos hacerte, y tú no podrías pararnos.
Pronuncié esto último rozando sus labios entreabiertos. Cuando le besé, saltó como si le hubiera hecho daño, pero sabía que no. Me retiré lo suficiente para verle la cara.
– Me tienes miedo.
Tragó saliva.
– Sí.
– Bueno. Ahora empiezas a entender lo que has llamado a la vida en esta habitación. El poder tiene un precio, Roane, y el placer también. Has convocado a los dos, y si yo fuera una sidhe diferente; pagarías tributo por ello.
Detecté miedo en su rostro, un miedo que asomaba a sus ojos.
Me gustaba. Me gustaba el cariz que el miedo puede conferir al sexo. No el pavor, en el que uno no está seguro de si saldrá vivo de la situación, sino el miedo menor, en el que se arriesga sangre, dolor, pero nada que no pueda curarse, nada que no se desee. Hay una gran diferencia entre la crueldad y jugar un poco. A mí no me gustaba la crueldad.
Miré a Roane, su carne dulce, sus encantadores ojos, y quería clavar mis uñas en aquel cuerpo perfecto, hundir mis dientes en su carne, y hacer que la sangre asomase en muchos sitios. El pensamiento me tensaba el cuerpo en muchos lugares en los que la mayoría de gente no respondería a la violencia, independientemente de su intensidad. Quizá se trataba de conexiones mal hechas en mi interior, pero hay un momento en el que uno asume lo que es o se condena a ser un desgraciado el resto de la vida. Ya habrá quien intente hacerte infeliz; no les ayudes haciendo el trabajo tú mismo. Quería compartir un poco de dolor, un poco de sangre, un poco de temor, pero Roane no quería. Hacerle daño no le causaría placer, y yo no buscaba tortura. No era una sádica sexual, y Roane nunca sabría la suerte que tenía de que esas conexiones erróneas no formaran parte de mis prioridades. Por supuesto, siempre hay otras urgencias.
Le quería, le quería con tanta desesperación que no podía confiar en que sería cuidadosa con él. Roane se llevaría hasta la tumba el deseo de esta experiencia, pero podía acabar la noche con algo más que cicatrices psicológicas si yo no tenía cuidado. Incluso en ese momento y lugar, incluso siendo él sidhe durante esa noche, no podía perder por completo el control. Todavía tenía que ser yo quien llevara las riendas, quien estableciera lo que íbamos a hacer y lo que no. Quien dijera lo lejos que irían las cosas. Estaba cansada de marcar los límites. No sólo había perdido la magia, también había perdido tener a alguien a mi lado o, como mínimo, a alguien igual. No quería tener que preocuparme por herir a mi amante. Quería que mi amante fuese capaz de protegerse a sí mismo para que yo pudiera hacerle todo lo que quería hacerle sin preocuparme por su integridad. ¿Acaso era pedir demasiado?
Miré nuevamente a Roane. Estaba recostado sobre la espalda, con un brazo echado sobre la cabeza, otro sobre el estómago y una pierna flexionada, de manera que se presentaba en toda su gloria. El miedo se había desvanecido de su cara, dejando sólo deseo. No tenía ni idea de lo mal que le iría en las próximas horas si yo no iba con cuidado.
Escondí la cara entre las manos. No quería ir con cuidado. Quería todo lo que la magia podía proporcionarme esa noche… y al cuerno con las consecuencias. Quizá si le hacía suficiente daño, Roane no recordaría la experiencia como algo extraordinario. Quizá no lo registraría como un sueño dorado. Quizá lo temería como una pesadilla. Una vocecita interior me susurró que, a largo plazo, ésta sería la mejor solución. Conseguir que nos tema, que tema nuestro tacto, nuestra magia, para que no vuelva a desear que las manos de una sidhe toquen otra vez su cuerpo. Un poco de dolor esa noche para salvarle de una eternidad de sufrimientos.
Sabía que eran mentiras, y aun así no podía mirarle.
Sus dedos acariciaban mi espalda, y salté como si me hubiera golpeado. Me tapé la cara. No estaba preparada para volver a mirar.
– Esto de tus hombros no son cicatrices de quemaduras, ¿verdad? -preguntó.
Bajé las manos, pero mantuve los ojos cerrados.
– No.
– ¿Qué son entonces?
– Fue otro duelo. Utilizó magia para obligarme a cambiar de forma en medio de la batalla.
Escuchaba que Roane se movía por la cama, que se me acercaba, pero no intentó volver a tocarme. Le estaba agradecida.
– Pero cambiar la forma no duele. Es una sensación maravillosa.
– Quizá no duela a un roano, pero sí a uno de nosotros. Cambiar de forma causa dolor, como si todos tus huesos se rompieran al mismo tiempo y adoptaran otra estructura. No puedo cambiar mi forma por propia iniciativa, pero lo he visto en otros. Estás indefenso en los minutos que dura el cambio de forma.
– El otro sidhe intentaba distraerte.
– Sí.
Abrí los ojos y miré hacia la oscuridad de las ventanas. Actuaban como un espejo, mostrando a Roane sentado detrás de mí, con el cuerpo brillando como el sol detrás de la luna de mi cuerpo. Los tres anillos de color de mis ojos brillaban con suficiente intensidad como para, incluso desde esa distancia, poder distinguir cada color: esmeralda, jade, oro líquido. Hasta los ojos de Roane brillaban con un color miel oscuro, como bronce. Le sentaba bien la magia de sidhe.
Se estiró hacia mí, y me puse tensa. Colocó su mano en la arrugada piel de las cicatrices.
– ¿Cómo conseguiste que parase de cambiarte en algo distinto?
– Lo maté.
Vi en las ventanas que los ojos de Roane se abrían como platos y sentí que su cuerpo se tensaba.
– ¿Mataste a un sidhe real?
– Sí.
– Pero son inmortales.
– Yo soy bien mortal, Roane. ¿Cuál es la única manera de que muera un sidhe eterno?
Vi en su semblante que los pensamientos fluían a su mente hasta que por fin la determinación asomó a su mirada.
– Invocar sangre mortal. Lo mortal comparte nuestra inmortalidad, y nosotros compartimos la mortalidad de los mortales.
– Exacto.
Se arrodilló a mi lado, pero no se dirigió a mí directamente, sino a mi reflejo.
– Pero esto es un ritual muy específico. No se puede invocar la inmortalidad de forma accidental.
– El ritual de un duelo ata a los dos participantes en un combate mortal. Entre los sidhe de la Oscuridad, se comparte sangre antes de luchar.
Sus ojos se abrieron lentamente, hasta que se convirtieron en dos charcas inmensas de oscuridad.
– Cuando bebieron tu sangre, compartieron tu mortalidad.
– Sí.
– ¿Ellos lo sabían?
No pude reprimir una sonrisa.
– No hasta que clave mi daga a Arzhul.
– Debiste haber librado una dura batalla para que él tratara de hacerte cambiar de forma. Es un hechizo mayor para un sidhe. Si no temía la muerte, entonces debiste herirle mucho.
Negué con la cabeza.
– Él estaba alardeando. Pretender matarme no le bastaba. Primero quería humillarme. Para un sidhe, forzar un cambio de forma es prueba del poder de tu magia.
– Así que estaba alardeando -dijo Roane. Era su mejor manera de decir que quería saber qué ocurrió a continuación.
– Le clavé una puñalada con la esperanza de distraerle, pero mi padre siempre me enseñó a no ahorrar un golpe. Incluso si sabes que estás ante un inmortal, golpéalo como si pudiera morir porque un golpe mortal duele más aun cuando no puede matar.
– ¿Mataste a quien te dejó esta cicatriz? -Su mano se desplazó desde atrás para recorrerme las costillas.
Me estremecí cuando me tocó, y no porque me hiciera daño.
– No, Rozenwyn todavía vive.
– Entonces, ¿por qué no te aplastó ella el corazón? -Sus manos se desplazaban a lo largo de mi cintura, apretándome contra su cuerpo.
Me abandoné a la curva de sus brazos, al sólido calor de su cuerpo.
– Porque su duelo fue después del de Arzhul y cuando la apuñalé, sintió pánico, creo. Dijo que había ganado el duelo sin necesidad de matar.
Frotó su mejilla contra la mía, y los dos miramos cómo se fundían los colores con el contacto de nuestras pieles.
– Fue el último duelo, entonces -dijo.
– No -dije.
Me besó en la mejilla, con infinita ternura.
– ¿No?
– No, hubo otro.
Me volví hacia él. Sus labios rozaban los míos, sin llegar a besarlos.
– ¿Qué sucedió? -pronunció estas palabras en un cálido susurro contra mi boca.
– Bleddyn había formado parte de la corte de la Luz hasta que hizo algo tan terrible que nadie se atrevería a pronunciarlo, y se le expulsó. Pero era tan poderoso que la corte de la Oscuridad lo admitió. Se perdió su verdadero nombre, y se le dio el de Bleddyn. Significa lobo o transgresor, o lo significó hace mucho tiempo. E incluso en la corte oscura era un transgresor.
Roane me besó en el cuello y el pulso se me aceleró. Levantó la cabeza lo suficiente para preguntar:
– ¿Por qué era un transgresor?
Entonces su boca empezó a bajarme por el cuello sin dejar de besarme.
– Estaba airado sin razón. Si no hubiese estado rodeado de inmortales, habría matado a gente, tanto a amigos como a enemigos. Los labios de Roane habían llegado al hombro y continuaban por el brazo. Se detuvo para decir:
– ¿Airado?
Entonces inclinó la cabeza y me besó hasta que llegó al codo. Levantó mi brazo para poder colocar su boca alrededor de la frágil piel de la articulación. De golpe, me succionó la piel y me clavó los dientes en el brazo lo justo para causar daño, lo justo para hacerme jadear. A Roane no le interesaba el dolor, pero era un amante atento, y sabía lo que me gustaba, igual que yo sabía lo que le gustaba a él. Pero de pronto no pude concentrarme más en lo que decía.
Levantó la cara de mi brazo, dejando una marca redonda, casi perfecta, de sus dientes pequeños y afilados. No había rasgado la piel. Nunca había logrado persuadirle de que llegara tan lejos, pero la señal en mi carne me satisfacía e hizo que me doblara hacia él. Me detuvo con una pregunta.
– ¿Sólo eran ataques de cólera o había algo más que indicaba que Bleddyn era peligroso?
Tardé un segundo en recordar. Tuve que separarme de él.
– Si quieres oír la historia, compórtate.
Estaba tumbado de costado, apoyado en un brazo que le hacía las veces de almohada. Se estiró de forma que pude observar el movimiento de sus músculos bajo la piel brillante.
– Creía que me estaba comportando. Sacudí la cabeza.
– Conseguirás que me olvide de mí misma, Roane. Y tú no quieres eso.
– Te quiero esta noche, Merry. Te quiero toda, sin encanto ni escudos ni reticencias. -De golpe, se sentó, acercándose tanto a mi cara que empecé a retirarme, pero me asió el brazo-. Quiero ser lo que necesitas esta noche, Merry.
Negué con la cabeza.
– No entiendes lo que pides.
– No, no lo entiendo, pero si en alguna ocasión has de tenerlo todo, será esta noche.
Asió mi otro brazo, obligándonos a ambos a arrodillarnos, hincando suficientemente sus dedos para darme cuenta de que por la mañana estaría magullada. Este movimiento brusco me aceleró el pulso.
– He vivido cientos de años, Merry. Si alguno de nosotros es un niño, eres tú, no yo. -Sus palabras eran vívidas; nunca le había visto así, con tanta fuerza, con tanta exigencia.
Podría haberle dicho: «Me haces daño, Roane», pero me gustaba el papel, así que dije:
– No pareces tú.
– Sabía que conservabas tu encanto incluso cuando nos acostábamos juntos, pero nunca imaginé cuánto escondías. -Me sacudió dos veces, con tanta fuerza que casi estuve a punto de decirle que me hacía daño-. No te escondas, Merry.
Entonces me besó, frotando sus labios contra los míos, forzando tanto su boca contra la mía que si no la hubiera abierto me habría cortado los labios con los dientes. Me volvió a tumbar en la cama. La situación empezaba a no gustarme: me gusta el dolor, no la violación.
Le detuve con una mano en el pecho, apartándole de mí. Todavía estaba encima de mí, con unos ojos extrañamente apasionados, pero escuchaba.
– ¿Qué intentas hacer, Roane? -¿Qué sucedió en tu último duelo?
El cambio de tema fue demasiado rápido para mí.
– ¿ Qué?
– En tu último duelo, ¿qué sucedió? -Su boca y su cara mostraban una absoluta seriedad mientras su cuerpo desnudo oprimía el mío.
– Lo maté.
– ¿Cómo?
De alguna manera supe que no estaba preguntando por la mecánica del asesinato.
– No me valoró lo suficiente.
– Yo nunca te he valorado poco, Merry. No hagas menos por mí. No me trates como algo inferior sólo porque no soy sidhe. Soy un tipo de duende sin una sola gota de sangre mortal en mis venas. No temas por mí. -Su voz era normal de nuevo, pero se mantenía una corriente latente de orgullo.
Miré su cara y vi el orgullo allí, no un orgullo masculino, sino el orgullo de un duende. Le trataba como si fuese menos que un duende, y se merecía más, pero…
– ¿Qué pasaría si te lastimara sin querer?
– Me curaría -dijo.
Esto me hizo sonreír, porque en aquel momento le quería. No era el tipo de amor que cantan los bardos, pero era amor al fin y al cabo.
– Muy bien, pero adoptemos una postura que te haga dominante a ti, no a mí.
Una idea llenó su mirada.
– No tienes confianza en ti misma.
– No -dije.
– Entonces, confía en mí. No te defraudaré.
– ¿Prometido? -dije.
Sonrió y me besó en la frente, de forma delicada, como se besa a un niño.
– Prometido.
Le tomé la palabra.
Mis manos acabaron agarrando las frías varillas de metal del cabezal. El cuerpo de Roane me inmovilizó en la cama, con su entrepierna encajada en mis nalgas. Era una postura que le daba un gran margen de control y mantenía la mayor parte de mi cuerpo alejado de él. Yo no podía tocarle. Había muchas cosas que no podía hacer en esa postura, y por eso la había elegido. Una atadura, era lo más seguro en lo que podía pensar, pero a Roane no le gustaba el bondage. Además, los peligros reales no tenían nada que ver con las manos o los dientes o algo puramente físico. Las ataduras no habrían servido de nada, sólo me habrían recordado que debía ir con cuidado. Tenía mucho miedo de que en algún momento de la confusión de poder y carne lo olvidara todo excepto el placer, y Roane sufriría por esto, y no me refiero a sufrir en el buen sentido.
Cuando me penetró, supe que tendría dificultades. Él daba miedo, se apoyaba en las manos para poder impulsarse y penetrarme con toda la fuerza de su espalda y sus caderas. Había visto una vez a Roane meter su puño por la puerta de un coche para desalentar a un atracador. Era como si quisiera atravesarme. Observé algo que no había observado anteriormente. Roane pensaba que yo era humana con sangre de duende, pero aun así humana. Había sido tan cuidadoso conmigo como yo lo había sido con él. La diferencia era que yo tenía miedo de que mi magia le perjudicara, y él tenía miedo de su fuerza física. Esa noche no habría reservas, los dos íbamos a actuar sin red. Por primera vez, caí en la cuenta de que podría ser yo la herida, no Roane. No hay nada como el sexo peligroso, y si añadíamos una magia capaz de fundir nuestra piel… ¡iba a ser una noche fantástica!
Su cuerpo adquirió un ritmo precipitado, entrando y saliendo del mío; el sonido de la carne que golpeaba la carne cada vez que realizaba un embate contra mí. Esto, esto era lo que había deseado durante mucho tiempo. Tomó mi cuerpo, y sentí la primera oleada de placer. De repente, sentí la preocupación de que me hiciera llegar al orgasmo antes de que la magia tuviera tiempo de actuar.
Abrí mi piel metafísica a medida que abría las piernas, pero en lugar de dejarle entrar, subí hacia él. Abrí su aura, su magia, del mismo modo que él antes me había bajado la cremallera del vestido. Su cuerpo empezó a hundirse en el mío, no físicamente, pero el efecto es sorprendentemente parecido. Vacilaba con su cuerpo dentro del mío, se detenía. Podía sentir que su pulso se aceleraba, se aceleraba, y no por ejercicio físico sino por miedo. Se apartó de mí por completo, y durante un estremecedor instante pensé que se detendría, que todo se detendría. Entonces me volvió a penetrar, y fue como si se entregara totalmente a mí, a nosotros, a la noche.
El ámbar y el brillo del claro de luna sobre nuestras pieles se expandieron hasta que nos convertimos en un núcleo de luz, de calor, de poder. Cada embate de su cuerpo aumentaba el poder. Cada contorsión de mi cuerpo debajo del suyo dibujaba la magia como un escudo a nuestro alrededor, cercano y sofocante. Sabía que estaba intentando atraerle hacia mí, no a su órgano, sino a él, igual que mi magia intentaba beberlo completamente. Me aferre con fuerza a las varillas de la cama hasta que el metal me hirió la piel y me hizo volver a pensar. Roane se desplomó encima de mí, de manera que su pecho y su abdomen se apoyaron en mi espalda, mientras su miembro se abría paso entre mis piernas. Roane no podía aplicar tanta potencia desde ese ángulo, pero la magia llameaba entre nosotros con el contacto de tanta piel. Nuestros cuerpos se fundieron igual que lo habían hecho nuestras manos anteriormente, y pude sentir cómo se hundía en mi espalda hasta que nuestros corazones se tocaron, palpitando juntos en una danza más íntima que nada que hubiésemos conocido hasta entonces.
Nuestros corazones empezaron a latir acompasados, cada vez más cerca, hasta que su ritmo fue idéntico y se confundieron en un solo corazón, un solo cuerpo, un solo ser, y yo ya no sabía dónde acababa yo y dónde empezaba Roane. Fue en este momento de casi perfecta unión cuando oí el mar por primera vez. Un murmullo delicado de olas en la orilla. Flotaba incorpórea, sin forma, en un lugar de luz brillante sin nada más que el latido de nuestros corazones unidos para hacerme saber que todavía era carne y no pura magia. Y en este lugar brillante y sin forma, sin cuerpos que nos sostuvieran, percibí el sonido apresurado y desbordante del agua. El sonido del océano perseguía los latidos de nuestros corazones, llenando aquel sitio brillante. Nuestros latidos se hundieron en las olas. Nos hundimos cada vez más en un círculo de luz cegadora, bajo el agua, y no había miedo. Habíamos llegado a casa. Estábamos rodeados de agua por todas partes y podía sentir la presión de la profundidad como si fuera a aplastar nuestros corazones, aunque sabía que no lo haría. Roane lo sabía. El pensamiento, un pensamiento separado, nos envió hacia la superficie del océano invisible que nos aguantaba. Tome consciencia del tremendo frío que hacía, y estaba asustada, pero Roane no. Él estaba eufórico. Salimos a la superficie, y aunque sabía que todavía estábamos aprisionados en la cama de su apartamento, sentí el golpe del aire en la cara. Tomé una gran cantidad de aire, y de golpe me di cuenta de que el mar estaba caliente. El agua estaba muy caliente, más caliente que la sangre, tan caliente que casi quemaba.
De golpe, volvía a tener conciencia de mi cuerpo. Podía sentir el cuerpo de Roane dentro del mío. Pero la ola de agua caliente del océano pasaba sobre nosotros. Mis ojos me decían que todavía estaba en la cama, con las manos apoyadas en el cabezal, pero podía sentir el cálido, muy cálido remolino de agua a nuestro alrededor. El océano invisible llenaba la luz brillante de nuestros dos cuerpos mezclados como agua en una pecera, el océano sustentado por nuestro poder como si fuera cristal metafísico. Nuestros cuerpos eran como la mecha de una vela flotante, atrapada en el agua y el cristal: fuego, agua y carne. Luego empezaron a ser más reales, más sólidos. La sensación de océano invisible se desvaneció poco a poco. La luz de nuestras pieles empezó a ocultarse de nuevo en los escudos cutáneos. Entonces se apoderó de nosotros el placer, y el calor que había estado en el agua y en la luz cayó sobre nosotros. Gritamos. El calor se convirtió en sofoco, y me llenó, se derramó por mi piel, por mis manos. Salieron sonidos de mi boca, demasiado primitivos para ser gritos. El cuerpo de Roane se inclinó hacia el mío, y la magia nos sostuvo a los dos, prolongando el orgasmo hasta que sentí que el metal de la cama empezaba a derretirse entre mis manos. Roane chilló, y no se trataba de un grito de placer. Finalmente estábamos libres. Se apartó de mí, y le oí caer en el suelo. Me di la vuelta en la cama.
Roane estaba recostado de lado, con una mano levantada hacia mí. Tuve una vislumbre de su rostro, los ojos grandes y aterrados, antes de que empezara a crecer pelo en aquella cara, y Roane se ovillara bajo un montón de piel suave.
Me senté en la cama, a su lado, consciente de que no podía hacer nada. Entonces se vio una foca en el suelo. Una foca grande, de pelaje rojizo, que me miraba con los ojos castaños de Roane. Lo único que pude hacer fue mirar. No hubo palabras.
La foca se movió torpemente hacia la cama, y entonces una costura que no estaba allí antes se abrió en la parte delantera del animal y Roane salió arrastrándose. Se levantó, sujetando la nueva piel en sus brazos. Me miró, con una mirada de leve asombro. Estaba llorando, pero no creo que lo supiera.
Me acerqué él y toqué su piel, lo toqué a él, como si ninguno de los dos fuera real. Lo abracé, y mis manos sintieron que su espalda estaba completa, intacta, con una piel tan suave y perfecta como el resto de su ser. Las cicatrices habían desaparecido.
Se volvió a poner la piel antes de que yo fuera capaz de encontrar palabras. La foca me miraba, moviéndose por la habitación con movimientos torpes, casi reptando, y entonces Roane salió de nuevo de la piel. Se volvió hacia mí y estalló en una carcajada.
Cogiéndome por los muslos, me levantó por encima de su cabeza, y nos cubrió a los dos con la piel de foca. Danzamos por la habitación riendo, a pesar de que las lágrimas todavía no se le habían secado. Yo también reía y lloraba a la vez.
Roane se desplomó en la cama, arrastrándome a mí, ambos sobre la piel de foca. De golpe, me sentí muy cansada, terriblemente cansada. Necesitaba ducharme y salir. Ya no brillaba. Estaba prácticamente segura de que podría volver a producir encanto, pero era incapaz de mantener los ojos abiertos. Sólo me había emborrachado una vez en mi vida, y me había caído redonda. Eso era lo que me sucedía en ese momento. Estaba a punto de perder el conocimiento a causa de las Lágrimas de Branwyn, o quizá sólo por exceso de magia.
Nos dormimos abrazados con la piel enrollada alrededor de nosotros. Lo último que pensé antes de entrar en un sueño mucho más profundo de lo habitual no tenía nada que ver con mi seguridad. La piel estaba caliente, tan caliente como los brazos de Roane a mi alrededor, y sabía que la piel estaba muy viva, igual que cualquier parte de él. Me abandoné a la oscuridad sintiéndome abrazada entre partes de la calidez de Roane, de la magia de Roane, del amor de Roane.
8
Una voz decía con dulzura «Merry Merry». Una mano me acarició la mejilla y me arregló el pelo. Me volví y abrí los ojos. Pero la lámpara estaba encendida, y durante un instante quedé deslumbrada. Levanté la mano para taparme los ojos y me coloqué de lado, escondiendo la cara en la almohada.
– Apaga la luz -conseguí decir.
Sentí que la cama se movía, un segundo más tarde había desaparecido el halo de brillo de debajo de la almohada. Alcé la cabeza y sentí la habitación en una oscuridad casi perfecta. Era casi de madrugada cuando Roane y yo nos dormimos. Tendría que haber habido luz fuera. Me incorporé para inspeccionar la habitación oscura. De alguna manera, no me sorprendió que Jeremy estuviera cerca del interruptor. No me preocupé por Roane. Sabía que estaba en el océano, con su nueva piel. No me había dejado sin protección, pero me había dejado. Quizá este hecho debería haber herido mis sentimientos, pero no fue así. Le había devuelto a Roane su primer amor, el mar.
Hay un dicho antiguo: no te interpongas nunca entre un duende y su magia. Roane estaba en los brazos de su amada, y no era yo. Quizá no volveríamos a vernos nunca más, y él no me había dicho adiós. Pero sabía que si alguna vez necesitaba algo que pudiera darme, no tenía más que bajar al mar y llamarle. Pero no podía darme amor. Yo amaba a Roane, pero por fortuna no estaba enamorada de él.
Me arrodillé desnuda en las sábanas arrugadas, mirando por las ventanas negras.
– ¿Cuánto tiempo hemos estado durmiendo?
– Son las ocho del viernes por la noche.
Salté de la cama y me puse de pie.
– Oh, Dios mío.
– Supongo que eso significa que no es nada bueno que sigas en la ciudad ahora que ya ha oscurecido.
Le miré. Estaba de pie cerca de la puerta, con la luz encendida. Era difícil decirlo en la oscuridad, pero parecía vestido con uno de sus trajes habituales, con una hechura impecable, tan elegante como siempre. Pero había una tensión latente en él, porque quería decir otras cosas, cosas más directas, o quizá ya sabía algo. Algo malo.
– ¿Qué ha sucedido?
– Todavía nada -dijo.
Le miré.
– ¿Qué crees que pasará? -no podía contener la sospecha de mi voz.
Jeremy se echó a reír.
– No te preocupes, no he hecho ninguna llamada, pero estoy seguro de que en estos momentos la policía sí lo ha hecho. No sé por qué has estado escondida durante todo este tiempo, pero si te escondes del sluagh, el Huésped, tendrás muchos problemas.
Sluagh era una forma despreciativa de llamar a las hadas menores de la Oscuridad. El Huésped era el término delicado. Primero venía el término despreciativo, la delicadeza era un pensamiento secundario. Oh, bueno. Sólo otro miembro de la corte de la Oscuridad podía decir sluagh sin que fuera un insulto mortal.
– Soy una princesa de la Oscuridad. ¿Por qué debería esconderme de ellas?
Se apoyó en la pared.
– Ésta es la cuestión, ¿no?
Incluso a través de la oscuridad podía sentir el peso y la intensidad de su mirada. Era grosero que un duende interrogara a otro con preguntas directas, pero, vaya, él tenía ganas de preguntar. Las preguntas no formuladas se palpaban en el aire.
– Sé buena chica y métete en la ducha. -Alzó un bolso que tenía a sus pies-. Te he traído ropa. Ringo y Uther esperan aquí abajo, en la furgoneta. Te llevaremos al aeropuerto.
– Ayudarme a mí puede ser muy peligroso, Jeremy.
– Entonces, date prisa.
– No tengo aquí el pasaporte.
Tiró a la cama un paquetito de papel. Era el que estaba debajo del asiento de mi coche. Había traído mi nueva identidad.
– ¿Cómo lo supiste?
– Te has estado escondiendo de las autoridades humanas, de tu… familia y sus esbirros durante tres años. No eres tonta. Sabías que te encontrarían, y por eso tenías un plan para protegerte. La próxima vez que escondas papeles secretos elige otro lugar. Fue uno de los primeros sitios en donde miré.
Observé el paquete, y después a él.
– Esto no es lo único que había debajo del asiento.
Jeremy se abrió la chaqueta como un modelo en la pasarela, mostrando la delicada línea de su camisa y corbata, pero lo que en realidad exhibía era el arma escondida en la cinturilla del pantalón. Sólo era una sombra recortada sobre la palidez de su camisa, pero intuí que se trataba de una LadySmith de nueve milímetros, porque era mi arma. Sacó otro cargador de un bolsillo.
– Las caja de municiones está en la bolsa de la ropa.-Colocó el arma encima del paquete y retrocedió hasta los pies de la cama.
– Pareces nervioso, Jeremy.
– ¿No tendría que estarlo?
– Nervioso de mí. No pensé que te impresionara la realeza. -Le miré a la cara e intenté sin éxito descubrir que era lo que estaba ocultando.
Jeremy levantó la mano izquierda.
– Tan sólo te diré que las Lágrimas de Branwyn duran mucho. Dúchate.
– Ya no siento el poder del hechizo.
– Mejor para ti, pero hazme caso con lo de la ducha. Le miré.
– Te preocupa verme desnuda.
Asintió.
– Te pido disculpas, pero ésa es la razón por la que Ringo y Uther están abajo en la furgoneta. Sólo es por precaución.
Le sonreí, y me asaltó el deseo de acercarme a él, de reducir esa distancia de seguridad que él había establecido. No quería a Jeremy de ese modo, pero la urgencia de ver hasta qué punto podía atraerle era un oscuro pensamiento que me acechaba. ¿Se trataba de los restos de la necesidad de la noche pasada, o las Lágrimas todavía me afectaban más de lo que me daba cuenta? No volví a pensar en ello. Simplemente me di la vuelta y caminé hacia el cuarto de baño. Una ducha rápida y pronto estaríamos de camino al aeropuerto.
Veinte minutos más tarde ya estaba lista, aunque mi cabello todavía estaba húmedo. Iba vestida con pantalones y traje de chaqueta azul marino y una blusa de seda color verde esmeralda. Jeremy también había escogido un par de zapatos negros de tacón alto y había incluido unas medias altas. Dado que no tenía ningún otro tipo de medias, no importaba demasiado. Pero lo demás…
– La próxima vez elígeme ropa para salir corriendo, y no te olvides de las zapatillas de deporte. Los zapatos, aunque sean de tacón bajo, no están hechos para esto.
– Nunca he tenido problemas por llevar zapatos -dijo.
Se estaba reclinando en una de las sillas de la cocina de respaldo duro. Lograba que la silla pareciera cómoda, y tenía un aspecto gracioso cuando se echaba hacia atrás en ella. Jeremy controlaba demasiado la situación para que me recordara la postura de un gato. Pero fue ese animal lo que me pasó por la cabeza cuando le vi estirarse en la silla. Con la diferencia de que los gatos no posan. Jeremy estaba posando e intentaba mostrarse relajado.
– Siento haber olvidado tus lentes de contacto marrones, aunque no creo que esto suponga un problema. Me gustan los ojos de color verde jade. Van a juego con la blusa, pero son muy humanos. Aunque yo hubiera dejado el pelo más rojo y un poco menos caoba.
– El cabello rojo destaca enseguida incluso cuando estás en medio de una multitud. Se supone que el encanto es para ayudar a esconderte, no a destacarte.
– Conozco muchas duendes que usan el encanto sólo para llamar la atención, para ser más bonitas, más exóticas.
Me encogí de hombros.
– Ése es su problema. No necesito hacer propaganda. Se levantó.
– En todo este tiempo no había imaginado que fueras una sidhe. Pensé que eras una hada, una verdadera hada, y que lo escondías por algún motivo, pero nunca imaginé la verdad.
Se apartó de la mesa, con los brazos pegados al cuerpo. Percibía en él una tensión muy presente desde que me había despertado.
– Esto te molesta, ¿verdad? -dije.
Asintió.
– Soy un gran mago. Lo debería haber observado a través de la ilusión. ¿O acaso eres mejor maga que yo, Merry? ¿También has ocultado tú magia? -Por primera vez sentí que el poder crecía a su alrededor. Quizá no fuera más que un escudo, aunque también podía ser el inicio de otra cosa.
Me situé frente a él, con los pies separados y las manos en los costados, como imitando su imagen en un espejo. Convoqué mi propio poder, lentamente, con cuidado. De haber sido pistoleros, él ya habría desenfundado. Yo todavía trataba de mantener el arma en la cartuchera. Pensarás que después de todo este tiempo ya no confío en nadie, pero lo cierto es que no podía creer que Jeremy fuera mi enemigo.
– No tenemos tiempo para esto, Jeremy.
– Pensé que podría tratarte como si no hubiese cambiado nada, pero no puedo. Tengo que saberlo.
– ¿Saber qué, Jeremy?
– Quiero saber qué de los últimos tres años ha sido una mentira.
Sentí que el poder tomaba aliento en torno a él, que rellenaba su aura. Estaba convocando una gran cantidad de poder en sus escudos.
Mis escudos siempre permanecían en su sitio, cargados. Era un reflejo en mí, algo tan automático que la mayoría de la gente, incluso la más sensible, confundía mi escudo con mi nivel normal de poder. Yo me enfrentaba a Jeremy con los escudos a pleno poder. No tenía nada que añadir, era un hecho que mi escudo era mejor que el suyo. Mis hechizos ofensivos, en cambio…, bueno, había visto a Jeremy ejerciendo magia y sabía que aunque él nunca podría penetrar mis escudos, yo nunca podría herirle mágicamente. Esperaba no tener que comprobar nada de todo esto.
– ¿Vas a llevarme al aeropuerto o has cambiado de opinión mientras estaba en la ducha?
– Te llevaré -dijo.
La mayoría de los sidhe pueden ver magia en los colores o las formas, pero yo no lo había conseguido nunca. Sin embargo, soy capaz de sentirlo y Jeremy estaba cargando la habitación con toda la energía que vertía en sus escudos.
– ¿Entonces qué pasa con el viaje de poder?
– Eres una sidhe. Eres una sidhe de la Oscuridad. Sólo estás un grado por encima de un sluagh. -El acento de las Tierras Altas se hacía patente en las frases de Jeremy. Nunca antes le había visto perder su acento americano, de algún lugar indeterminado. Me ponía nerviosa porque muchos sidhe están orgullosos de conservar sus acentos originales, sean los que sean.
– ¿Y qué pretendes? -Pero tenía el presentimiento de que sabía adónde quería llegar. Casi hubiera preferido una batalla.
– La Oscuridad se desarrolla en el engaño. No hay que creerles.
– ¿No te merezco confianza, Jeremy? ¿Tres años de amistad representan menos para ti que viejas historias?
Un pensamiento amargo le cruzó por la cara.
– No son historias. -Y su acento se volvió a reforzar-. Me echaron de pequeño de la tierra de Trow. La corte de la Luz no se dignaría a aceptar un trow, pero la corte de la Oscuridad admite a todo el mundo.
Sonreí antes de poder contenerme.
– No a todo el mundo. -No creo que Jeremy pillara el sarcasmo.
– No, no a todo el mundo.
Estaba tan enfadado que sus manos empezaron a temblar levemente. Yo estaba a punto de pagar la factura de un agravio cometido cientos de años antes. No sería la primera vez y probablemente, tampoco la última, pero aun así me sacaba de quicio. No teníamos tiempo para su pataleta, y menos para una de las mías.
– Siento que mis antepasados abusaran de ti, Jeremy, pero eso fue antes de que yo naciera. La corte de la Oscuridad ha tenido un portavoz durante la mayor parte de mi vida.
– Para difundir las mentiras -dijo en un tono gutural.
– ¿Quieres comparar cicatrices? Me levanté la blusa y le mostré la huella de una mano marcada en mis costillas.
– Es una ilusión -dijo, pero sonaba dudoso.
– La puedes tocar si quieres. El encanto engaña la vista, pero no el tacto de otro elfo.
Esto era, a lo sumo, una verdad parcial, porque yo podía utilizar el encanto para engañar cualquier sentido, incluso el de otro elfo, pero no era una habilidad común, ni siquiera entre las sidhe, y confiaba en que Jeremy me creyera. En ocasiones, una mentira plausible surte efecto con más rapidez que una verdad no deseada.
Se me acercó lentamente, con semblante receloso. Me encogía el pecho ver esta mirada en la cara de Jeremy. Miró la cicatriz, pero estaba lejos para tocarla. Sabía que la magia personal más poderosa de una sidhe se activaba con el contacto, lo cual revelaba un conocimiento de las sidhe mayor del que le suponía.
Suspiré y me enlacé los dedos encima de la cabeza. La camisa se deslizó hacia abajo y cubrió la cicatriz, pero supuse que Jererny podía levantarme la ropa. Continuó mirándome mientras se acercaba hasta que quedé al alcance de su brazo. Tocó la seda verde, pero me miró mucho tiempo a los ojos antes de levantarla, como si estuviera intentando leer mis pensamientos. Pero mi cara había recuperado ese aire familiar, educado, ligeramente aburrido y vacío que había perfeccionado en la corte. Podía contemplar cómo era torturado un amigo o asestar una puñalada a alguien con la misma mirada impávida. No puedes sobrevivir en la corte si tu cara revela tus sentimientos.
Jeremy levantó la tela muy despacio, sin apartar nunca su vista de mi cara. Finalmente, tuvo que bajar la mirada, y yo me apliqué en no hacer el menor movimiento. Detestaba que Jeremy Grey, mi amigo y jefe, me tratase como una persona muy peligrosa. Si supiera lo inofensiva que era.
Puso sus dedos sobre mi piel ligeramente áspera.
– Hay más cicatrices en mi espalda, pero acabo de vestirme, de manera que si no te importa, hasta aquí hemos llegado.
– ¿Por qué no las vi cuando estabas desnuda o cuando te escondieron el micrófono?
– No quiero que las veáis, pero no me molesto en esconderlas cuando voy vestida.
– No malgastes nunca energía mágica -dijo, como si se lo comentara a sí mismo. Sacudió la cabeza, como si estuviera oyendo algo que yo no podía escuchar. Me miró desconcertado-. No tenemos tiempo para estar aquí de pie discutiendo, ¿no?
– ¿He dicho yo eso?
– Mierda -dijo-. Es un hechizo de descontento, desconfianza, discordia. Significa que vienen ahora. -E1 miedo invadió su cara.
– Podrían estar a muchos kilómetros de distancia, Jeremy.
– O estar en la puerta -dijo.
Tenía razón. Si estaban allí fuera, sería preferible llamar a la policía y esperar. No podía asegurar que no hubiera chicos malos de la corte de la Oscuridad al acecho, pero estaba convencida de que si llamaba al detective Alvera y le decía que la princesa Meredith estaba a punto de ser asesinada en su jurisdicción, me enviaría ayuda.
Pero si podía, prefería largarme. Necesitaba saber quién andaba cerca.
Jeremy me miraba de forma extraña.
– ¿En qué estás pensando?
– El Huésped no está formado por sidhes, salvo uno o dos enviados para dirigir la partida de caza. Forma parte del horror de la persecución. Si los sidhe no quieren que los encuentre probablemente no pueda hacerlo, pero puedo encontrar al resto.
Jeremy no discutió. No preguntó si yo lo podía hacer, o si era seguro. Simplemente, lo aceptó. Ya no se comportaba como mi jefe. Era la princesa Meredith NicEssus, y si decía que podía encontrar al Huésped en plena noche, me creía. Nunca se hubiera creído a Merry Gentry, sin pruebas.
Lancé mi fuerza, conservando los escudos en su lugar, pero extendiendo mi círculo de poder. Era peligroso, porque si estaban encima de nosotros, les bastaría esta apertura para vencerme, pero era la única manera de saber lo cerca que estaban. Sentí a Uther y a Ringo fuera, sentí sus cuerpos, su magia. Percibí la fuerza del mar y un repiqueteo hacia la tierra, la magia de todos los seres vivos, pero nada más. Extendí mi poder cada vez más, kilómetro a kilómetro, y no había nada, hasta que, casi al límite de mis posibilidades, algo presionaba el aire como una tormenta que avanzaba hacia mí, pero no era una tormenta, o al menos no era una tormenta de viento y lluvia. Estaba demasiado lejos para obtener una percepción clara de qué misteriosas criaturas acompañaban a los sidhe, pero era suficiente. Teníamos bastante tiempo.
Me retiré nuevamente a mis escudos, aferrándome a ellos.
– Están a varios kilómetros.
– ¿Entonces, cómo hicieron el hechizo de desacuerdo?
– Mi tía podría susurrarlo en el viento de la noche y aun así alcanzaría su objetivo.
– ¿Desde Illinois?
– Tardaría un día o tres, pero sí, desde Illinois. Pero no estés tan preocupado. Nunca se ensuciaría las manos personalmente con trabajos de recadero. Quizá me quiera ver muerta, pero no a distancia. Quiere darme un castigo ejemplar, y para eso necesitarán llevarme a casa.
– ¿Con cuánto tiempo contamos?
Negué la cabeza.
– Una hora, quizá dos.
– Entonces, llegaremos a tiempo al aeropuerto. Sacarte de la ciudad es lo único que te puedo ofrecer. Un mago sidhe, uno que ni siquiera estaba allí, me alejó de la casa de Alistair Norton. No puedo romper la magia de sidhe, y eso significa que no voy a poder ayudarte.
– Tú enviaste las arañas a través de la protección que había en la casa de Norton. Me recomendaste esconderme debajo de la cama. Hiciste bien.
Me miró de forma extraña.
– Pensé que tú habías fabricado las arañas. Nos miramos el uno al otro por un momento.
– No fui yo -dije.
– Yo tampoco -dijo en voz baja.
– Sé que lo que voy a decir suena a película, pero si no fuiste tú y tampoco fui yo…
– Uther no es capaz de algo así.
– Roane no practica magia activa -dije. De repente, sentí frío, y no tenía nada que ver con la temperatura. Uno de nosotros tenía que decirlo en voz alta-. ¿Entonces quién fue? ¿Quién me salvó?
Jeremy sacudió la cabeza.
– No lo sé. A veces, la corte de la Oscuridad te puede amparar antes de destrozarte.
– No te creas todas las historias que te cuentan, Jeremy.
– No es una historia.
La ira que se filtraba en estas simples palabras las hacías hirientes y groseras. De golpe, me di cuenta de lo asustado que estaba Jeremy. La ira era un escudo del miedo. Todas las reacciones de Jeremy tenían un regusto personal. No se trataba de un miedo genérico, sino de un miedo concreto, basado en algo más allá de las historias o leyendas.
– ¿Has tenido contacto con el Huésped?
Asintió y abrió la puerta.
– Quizá sólo tengamos una hora. Vámonos de aquí.
Me apoyé en la puerta y le impedí que la abriera.
– Esto es importante, Jeremy. Si has sido esclavo de una de ellas, entonces esta sidhe tendrá… poder sobre ti. Necesito saber lo que sucedió.
Entonces hizo algo que no me esperaba. Empezó a desabrocharse la camisa.
Enarqué las cejas.
– ¿No te estarán afectando todavía las Lágrimas de Branwyn? Entonces, sonrió. No era su sonrisa habitual, pero aun así suponía una mejora.
– Una vez, fui protegido por un miembro del Huésped. -Se apretó la corbata y el cuello de la camisa, pero se desabrochó los botones, se quitó la chaqueta, la colocó sobre un brazo, y se dio la vuelta-. Levántame la camisa.
No quería levantarle la camisa. Sabía de lo que eran capaces mis familiares cuando tienen creatividad. Había muchas posibilidades horribles y no deseaba ver ninguna de ellas marcada en la piel de Jeremy. Pero levanté la tela gris porque tenía que saberlo. No grité porque estaba preparada. Chillar era un exceso.
Su espalda estaba cubierta de cicatrices de quemaduras, como si alguien lo hubiera marcado al fuego una y otra vez. Con la excepción de que la marca tenía la forma de una mano. Toqué sus cicatrices, igual que él había tocado las mías. Empecé a colocar mi mano sobre una de las marcas de mano, entonces dudé y le advertí.
– Quiero colocar mi mano sobre una de las cicatrices para ver su tamaño.
Asintió.
La mano era mucho más grande que la mía, mucho más grande que la marca de mi propio cuerpo. Era una mano de hombre, con unos dedos más gruesos que los de la mayoría de sidhe.
– ¿Sabes el nombre de quien te lo hizo?
– Tamlyn -dijo. Parecía incómodo, y lo tenía que estar.
Tamlyn era el alias más habitual de los elfos. Tamlyn, junto a Robin Goodfellow y dos o tres más eran las típicas identidades falsas cuando había que esconder el nombre verdadero.
– Tenías que ser muy joven para no sospechar nada cuando te impuso este nombre -dije.
Asintió.
– Lo era.
– ¿Puedo comprobar tu aura?
Me sonrió por encima del hombro. El movimiento le arrugó la piel de la espalda, haciendo que las cicatrices dibujaran formas.
– Aura es una palabra nueva. Los duendes no la utilizan.
– Poder personal, entonces -dije, pero mi mirada estaba fija en su espalda. Le levanté la camisa hasta los hombros-. ¿Estabas atado cuando te hicieron esto?
– Sí, ¿por qué?
– ¿Puedes colocar las manos en la postura en que fueron atadas?
Respiró como si quisiera preguntar por qué, pero finalmente se limitó a levantar las manos sobre la cabeza y apoyó el cuerpo en la puerta. Levantó los brazos hasta que estuvieron lo más extendidos posible, ligeramente separados de su cuerpo hasta formar una Y. La camisa había vuelto a su sitio y tuve que levantarla nuevamente. Pero cuando lo hice, vi lo que pensé que vería. Las quemaduras en forma de mano habían formado un dibujo. Era la imagen de un dragón, o quizá, más exactamente, de un wyrm, largo y en forma de serpiente. Tenía una vaga forma oriental a causa de la forma de mano, pero era sin duda un dragón. No obstante las quemaduras sólo formaban el dibujo si Jeremy estaba exactamente en la misma postura de cuando fue torturado. Cuando bajó los brazos, la piel se separó y sólo quedaron cicatrices.
– Puedes bajar los brazos -dije.
Lo hizo y al mismo tiempo se volvió para mirarme. Empezó a ponerse la camisa. No creo que fuera consciente de lo que estaba haciendo.
– Tienes mala cara. ¿Qué has visto en las cicatrices que no haya visto nadie más?
– No te pongas la camisa, todavía no, Jeremy. Tengo que colocar una protección en tu espalda.
– ¿Qué has visto, Merry? -Dejó de abrocharse la camisa, pero no se la quitó para mí.
Negué con la cabeza. Jeremy había tenido estas cicatrices durante cientos de años y nunca había sabido que un sidhe había jugado un poco con su carne. El acto revelaba un gran desprecio por la víctima, una crueldad insoportable. Por supuesto, podría ser muy práctico: crueldad con intención. El sidhe, quienquiera que fuese, podía haber colocado un hechizo sobre las quemaduras. Podría hacer salir un dragón de la espalda de Jeremy o convertirlo a él en uno. O quizá no, pero más valía asegurarse.
– Deja que te proteja la espalda, en la furgoneta te lo explicaré.
– ¿Tienes tiempo? -preguntó.
– Claro. Sácate la camisa para que las quemaduras queden al descubierto.
Me miró como si no me creyera, pero cuando le puse de cara a la puerta, no se quejó y se levantó la camisa de seda para que yo pudiera trabajar.
Concentré poder en mis manos como si sostuviera calor en las palmas. Abrí las manos lentamente, con las palmas mirando hacia la espalda desnuda de Jeremy. Coloqué las manos casi rozando su piel y el calor tembloroso acarició la espalda de Jeremy y le produjo un escalofrío.
– ¿Qué runas utilizas? -preguntó, inquieto.
– No utilizo -dije. Esparcí aquel poder cálido por las cicatrices de su espalda.
Empezó a darse la vuelta.
– No te muevas.
– ¿Qué quieres decir con que no utilizas runas? ¿Qué otras cosas puedes usar?
Tuve que arrodillarme para asegurarme de que el poder cubría cada cicatriz. Cuando me hube asegurado de que todo estaba cubierto, lo sellé, visualizando el poder como una capa de luz amarilla brillante sobre su piel. Sellé los extremos de ese brillo para ajustarla a su piel, como un escudo.
Jeremy respiraba con dificultad.
– ¿Qué utilizas, Merry?
– Magia -dije, y me levanté.
– ¿Puedo bajarme la camisa?
– Sí.
La seda gris cayó en su sitio, y la protección era tan sólida que sentí que la camisa quedaba abultada por la magia, aunque no era así. La seda se pegó a su espalda como si no le hubiera hecho nada, pero nunca dudé de que había hecho bien mi trabajo.
Empezó a ponerse la camisa por dentro del pantalón, antes incluso de volverse hacia mí.
– ¿Has usado sólo tu magia personal para esto?
– Sí.
– ¿Por qué no utilizas runas? Contribuirían a potenciar tu magia.
– Muchas runas son en realidad antiguos símbolos de deidades o criaturas olvidadas desde hace tiempo. ¿Quién sabe? Podría invocar al mismo sidhe que te hizo daño. No puedo correr ese riesgo. Jeremy se puso la americana y se arregló la corbata.
– Ahora cuéntame qué es lo que te asustó de las cicatrices de mi espalda.
Abrí la puerta del apartamento.
– De camino a la furgoneta. -Salí al rellano sin darle tiempo a protestar. Habíamos perdido mucho tiempo, pero precisaba proteger su espalda.
Nuestros zapatos de vestir repiqueteaban en los escalones.
– ¿Qué era, Merry?
– Un dragón. En realidad, un wyrm porque no tenía patas.
– ¿Tuviste una visión en las cicatrices?
Me abrió la puerta de la calle, como siempre. Saqué el arma de mi espalda y le quité el seguro.
– Pensé que el Huésped estaba lejos -dijo Jeremy.
– Un sidhe sólo se podría esconder de mí. -Mantenía el arma apuntada hacia abajo, de forma que resultara poco visible-. No me volverán a llevar allí, Jeremy. Cueste lo que cueste.
Eché a andar en medio de una suave noche antes de que él pudiera decir nada. Muchos elfos, especialmente los sidhe, consideraban que usar armas modernas era hacer trampa. No había ninguna norma escrita en contra del uso de pistolas, pero aun así se consideraba incorrecto, a no ser que uno fuera miembro de la guardia de elite de la reina o del príncipe. Tenían que llevar armas para proteger a los miembros de la realeza. Bueno, yo era un miembro de la realeza, un miembro exiliado, pero aun así real, tanto si a los demás les gustaba como si no. No tenía ninguna guardia que me protegiera, de manera que lo haría yo misma. Al precio que fuese.
La noche nunca era verdaderamente oscura en Los Ángeles: había demasiada luz eléctrica, demasiada gente. Busqué una figura solitaria oculta en la penumbra. La busqué con los ojos y estableciendo un círculo de energía en torno a nosotros mientras avanzábamos hacia la furgoneta. Había gente en las otras casas. Les podía sentir moviéndose, vibrando. Un grupo de gaviotas sobrevolaba uno de los tejados, medio dormidas, revoloteando en señal de protesta al notar que mi magia se desplazaba sobre ellas. Había una fiesta en la playa. Percibía cómo se elevaba la energía, la tensión, el miedo, pero era un miedo normal; ¿debo hacerlo o no debo hacerlo?, ¿es seguro? No había nada más, a excepción de la presencia permanente de la energía del mar cuando uno se hallaba cerca de la costa. Se convertía en una especie de ruido blanco, en algo a lo que no haces caso, pero no dejaba de estar allí. Roane estaba en alguna parte de ese poder arrollador. Esperaba que se lo estuviera pasando bien. Sabía que yo no.
Se abrió la puerta corredera de la furgoneta y vi a Uther acuclillado en la penumbra. Me tendió la mano y yo estiré mi brazo izquierdo. Su mano cogió la mía y tiró de mí al interior de la furgoneta. Cerró la puerta.
Ringo me miró por encima del asiento del conductor. Casi no cabía en él, con toda aquella musculatura, aquellos largos brazos y aquel pecho inmenso aprisionados en un asiento construido para humanos. A1 sonreír mostró una boca de dientes afilados como los de un lobo. La cara era un poco alargada para dejar sitio a los dientes, lo cual desproporcionaba el resto de su rostro, más humano. Los dientes asomaban por encima de su piel marrón. Ringo había formado parte de una banda de barrio. Un día un grupo de sidhe de la corte de la Luz se perdieron en lo más profundo y oscuro de Los Ángeles. Se encontraron con unos pandilleros: la máxima expresión de la interacción cultural. Los sidhe se llevaron la peor parte en la batalla. Es difícil saber qué sucedió. Tal vez fueran demasiado arrogantes para luchar contra un grupo de quinceañeros. Quizá los adolescentes eran mucho peores de lo que se habían imaginado los visitantes reales. El caso es que estaban perdiendo la pelea hasta que uno de los miembros de la pandilla tuvo una idea brillante. Cambió de bando con la condición de que se cumpliera su deseo.
Los sidhe estuvieron de acuerdo, y Ringo mató a sus compañeros de pandilla. Su deseo era ser un elfo. Los sidhe le habían dado su palabra de honor de que le concederían este deseo y no podían echarse atrás. Para convertir a un humano pleno en duende parcial, hay que derramar en él un poco de magia, puro poder, y es la voluntad o el deseo humano lo que determina la forma de esa magia. Ringo tenía unos catorce años cuando esto sucedió. Quizá pretendía mostrarse fiero, aterrador, ser el más grande hijo de puta del barrio, y así la magia le había concedido su deseo. Según los cánones humanos, era un monstruo. Según los de los sidhe, lo mismo. Según las medidas de duende, era simplemente uno más de la pandilla.
No sé por qué motivo Ringo dejó las bandas. Quizá le encandilaron. Quizás alcanzó la sabiduría. Cuando le conocí, ya llevaba muchos años siendo un ciudadano ejemplar. Estaba casado con la novia de siempre y tenía tres hijos. Estaba especializado en el trabajo de guardaespaldas y trabajaba para muchas celebridades que sólo buscaban la compañía de una imagen exótica y musculosa. Un trabajo fácil y sin gran peligro, y con la oportunidad de mantener contacto con las estrellas. No estaba mal para el hijo de una yonki de quince años y de padre desconocido. Ringo guarda en el escritorio una foto de su madre a la edad de trece años. Tiene ojos brillantes y aparece guapa y bien peinada, con toda la vida por delante. Al año siguiente, ya se drogaba y murió de sobredosis a los diecisiete. No tiene fotos de su madre mayor de trece años, ni en su despacho ni en su casa. Es como si, para Ringo, todo fuera irreal después de aquello, como si no fuera su madre.
Su hija mayor, Amira, tiene un aspecto misterioso como en esa foto. No creo que hubiese sobrevivido si la hubiera descubierto drogándose. Ringo dice que drogarse es peor que la muerte, y estoy convencida de que lo cree.
Ninguno de los dos advirtió el arma cuando me la metí en la cintura. Quizás estaban con Jeremy cuando encontró el arma y los papeles.
Jeremy se sentó en el asiento del acompañante.
– Vamos al aeropuerto.
Fue todo lo que dijo. Ringo arrancó el coche y nos fuimos.
9
La parte de atrás de la furgoneta estaba vacía salvo por una moqueta y un cinturón de seguridad adaptado que Jeremy había instalado en un lado. Era el asiento de Uther. Empecé a arrastrarme hasta la fila central, pero Uther me tocó el brazo.
– Jeremy dice que si te sientas conmigo, mi aura servirá para cubrir la tuya y confundirá a tus perseguidores.
Pronunciaba cada palabra con sumo cuidado, porque aunque los colmillos sobresalían de la boca, no eran más que dientes modificados del interior de su cavidad bucal, con lo cual tenía cierta tendencia a no hablar claro. Había trabajado con uno de los logopedas más conocidos de Hollywood, para aprender a hablar como su profesor universitario del Medio Oeste. Esto no cuadraba con un rostro que era más de jabalí que humano. Una vez, se nos desmayó una cliente cuando él le habló por primera vez. Siempre es divertido asustar a los humanos.
Miré a Jeremy, y él asintió.
– Puede que yo sea mejor mago, pero Uther siempre está envuelto en esa energía más vieja que Dios. Creo que eso les despistará.
Era una idea tan sencilla como genial.
– Vaya, Jeremy, sabía que había algún motivo para que fueras el jefe.
Me sonrió, y después se dirigió a Ringo.
– Coge todo recto por Sepúlveda hasta el aeropuerto.
– A1 menos a esta hora no hay tráfico -dijo Ringo.
Me senté en la parte trasera de la furgoneta, al lado de Uther. La furgoneta giró en Sepúlveda demasiado deprisa, y Uther tuvo que cogerme para que no cayera. Sus enormes brazos me apretaban contra él, atrayéndome hacia un pecho casi tan grande como todo mi cuerpo. Incluso con mis escudos en su sitio, era un ser grande, cálido, vibrante. Había conocido a otros elfos que no tenían ningún tipo de magia, sólo el más sencillo de los encantos, pero eran tan viejos y habían vivido con tanta magia alrededor a lo largo de sus vidas que era como si hubieran absorbido el poder en cada poro de su piel. Ni tan siquiera un sidhe podría encontrarme en los brazos de Uther. Le sentirían a él, no a mí. A1 menos al principio.
Me relajé apoyada en el amplio pecho de Uther, en la cálida firmeza de sus brazos. No sé qué había en él, pero siempre me hacía sentir segura. No era sólo su envergadura. Era Uther. Transmitía calma, como un fuego al que uno se arrima en la oscuridad.
Jeremy se volvió en su asiento, todo lo que le permitía el cinturón. El movimiento le arrugó el traje, lo cual significaba que se disponía a decir algo serio.
– ¿Por qué protegiste mi espalda, Merry?
– ¿Qué? -dijo Uther.
Jeremy se deshizo rápidamente de la pregunta.
– Tenía una antigua herida de sidhe en la espalda. Merry puso una protección en ella y quiero saber por qué.
– Eres insistente -dije.
– Dímelo.
Suspiré, colocando los brazos de Uther a mi alrededor como una manta.
– Es posible que el sidhe que te hirió invoque al dragón de tu espalda o te obligue a convertirte en uno.
Los ojos de Jeremy se abrieron.
– ¿Puedes hacerlo?
– Yo no, pero no soy una sidhe de pura sangre. He visto hacer cosas similares.
– ¿Aguantará la protección?
Me hubiera gustado poder decir que sí, pero habría sido una mentira.
– Aguantará un tiempo, pero si está aquí el sidhe que hizo el hechizo puede ser lo suficientemente poderoso para romper mi magia, o simplemente golpear la protección con su propio poder hasta quebrarla. Las posibilidades de que el mismo sidhe me esté persiguiendo ahora son muy escasas, Jeremy, pero no podía permitir que me ayudaras sin protegerte.
– Sólo por si acaso -dijo.
Asentí.
– Eso es.
– Era muy joven cuando me hicieron esto, Merry. Ahora podría cuidarme solo.
– Eres un mago poderoso, pero no un sidhe.
– ¿De verdad es algo tan diferente? -preguntó.
– Sí.
Jeremy se calló y se volvió para ayudar a Ringo a encontrar el camino más rápido hacia el aeropuerto.
– Estás tensa -comentó Uther.
Le sonreí.
– ¿Y te sorprende?
Sonrió, con aquella boca tan humana debajo del hueso curvado de los colmillos, el hocico de cerdo. Era como si una parte de su cara fuera una máscara, y debajo hubiera sólo un hombre, un gran hombre, pero nada más.
Puso sus gruesos dedos sobre mi cabello, todavía mojado.
– Supongo que las Lágrimas de Branwyn todavía estaban activas cuando subió Jeremy.
De lo contrario no me habría entretenido duchándome, y Uther lo sabía.
– Eso me dijo Jeremy -Me senté para no humedecerle la camisa con mi pelo-. No quería mojarte la ropa, perdona.
Me atrajo delicadamente la cabeza de nuevo hacia su pecho con su enorme mano.
– No me quejo, era una simple observación.
Apoyé mi mejilla en su antebrazo.
– Roane se fue justo después de que llegásemos nosotros. ¿Fue a buscar ayuda?
Expliqué lo de Roane y su nueva piel.
– ¿No sabías que podías curarle? -preguntó Uther.
– No.
– Interesante -dijo-. Muy interesante.
Lo miré.
– ¿Sabes algo que yo no sepa sobre lo que sucedió?
Me observó, con unos ojos pequeños casi perdidos en la cara.
– Sé que Roane está loco.
Esto me obligó a mirarle, buscando su cara, tratando de interpretar qué se ocultaba detrás de aquellos ojos.
– Es un roano, y lo he devuelto al océano. El océano lo llama en lo más profundo de su corazón.
– ¿No estás enfadada con él?
Torcí el gesto y me encogí de hombros.
– Es un roano. No puedo culparlo por eso. Sería como acusar a la lluvia por mojarte. Es así.
– ¿Entonces no te preocupa en absoluto?
Volví a encogerme de hombros, y él me abrazo y me acunó casi como a un bebé. Lo miré con más comodidad.
– Admito estar decepcionada, pero no sorprendida.
– Muy comprensiva.
– No es eso, Uther, es que no puedo cambiar la realidad.
Froté mi mejilla en su cálido brazo y reparé en el encanto de Uther. Era tan alto y yo tan pequeña… Era como volver a ser una niña, la sensación de que si alguien puede sostenerte completamente en sus brazos, nada podrá hacerte daño. No era verdad cuando lo creía siendo una niña pequeña, y ciertamente no lo era entonces, pero no por eso dejaba de resultar agradable. En ocasiones, una falsa sensación de seguridad es mejor que nada.
– Maldita sea -exclamó Jeremy, alzando la voz para nosotros-. Ha habido un choque ahí delante. Creo que Sepúlveda está completamente bloqueada. Intentaremos ir por calles secundarias.
Incliné mi cabeza en el brazo de Uther para ver a Jeremy . -Déjame adivinar, todo el mundo intenta salir por aquí.
– Por supuesto -dijo-. Cálmate. Tardaremos un rato.
Levanté la cabeza para volver a mirar a Uther.
– ¿Te han contado algún chiste bueno, últimamente?
Sonrió un poco.
– No, pero se me van a dormir las piernas si tengo que aguantarlas plegadas de esta manera durante mucho tiempo.
– Perdón. -Empecé a moverme para que se pudiera colocar bien.
– No hace falta que te muevas.
Me puso un brazo debajo de los muslos, me colocó el otro brazo detrás de la espalda, y me levantó. Me alzó como a un niño pequeño, sin esfuerzo, mientras estiraba las piernas. Me sentó en su regazo, con un brazo detrás de mi espalda, y el otro descansando a lo largo de mis piernas y de las suyas.
Reí.
– A veces me pregunto cómo sería si fuera… más grande.
– Y yo me pregunto cómo sería si fuera pequeño.
– Pero fuiste niño alguna vez. Te acordarás de cómo era.
Miró a lo lejos.
– Mi infancia pasó hace mucho tiempo, pero sí, lo recuerdo. Pero no me refería a ese tipo de pequeñez. -Me miró, y sentí en sus ojos un poco de soledad y de necesidad, algo que rompía aquella tranquilidad que yo tanto valoraba.
– ¿Qué te pasa, Uther?
Mi voz era suave. Disfrutábamos de gran intimidad allí atrás al no haber nadie en los asientos de en medio.
Su mano descansaba tranquila en mi muslo, y finalmente interpreté la mirada de sus ojos. No era una mirada que no hubiera visto antes en la cara de Uther. Recordé su comentario cuando me estaban poniendo el micrófono, cuando dijo que esperaría en la otra habitación porque hacía mucho tiempo que no había visto a una mujer desnuda.
Debí mostrar sorpresa, porque desvió la mirada.
– Lo siento, Merry. Si he estado inoportuno, dímelo, y no volveré a mencionarlo nunca más.
No sabía qué decir, pero lo intenté.
– No es eso, Uther. Estoy a punto de coger un avión e ir a Dios sabe dónde. Quizá no nos volvamos a ver nunca más.
Eso era parcialmente cierto. Quiero decir que abandonaba la ciudad y no se me ocurría ninguna manera de acabar con eso en el corto trayecto sin herir sus sentimientos o mentirle. Quería evitar ambas cosas.
Habló sin mirarme.
– Creía que eras humana con algo de sangre de duende. Nunca habría sugerido algo parecido a alguien que hubiese sido educado como humano. Pero tu reacción ante la deserción de Roane prueba que no piensas como un humano.
Se volvió hacia mí casi con timidez. La mirada de sus ojos era tan abierta, tan confiada. No era que pensase que iba a decirle que sí, eso no lo sabía, pero confiaba en que no reaccionaría mal.
El día anterior había pensado por primera vez en lo solo que debía sentirse Uther en la costa. Cuántas veces me había acurrucado en su cuerpo de esa manera, pensando en él como una especie de hermano mayor, como un sustituto del padre. Demasiadas. Yo había actuado mal, y él siempre había sido el perfecto caballero porque pensaba que yo era humana. Ahora él conocía la verdad, y eso había cambiado las cosas. Incluso si decía que no, y él se lo tomaba a bien, no podría volver a tratarle de aquella manera. No podría acurrucarme en sus brazos con la misma inocencia. Eso había pasado y por más que me doliera no había vuelta atrás. Lo único que podía hacer en ese momento era tratar de no herir a Uther. El problema era que no sabía cómo hacerlo porque no tenía ni idea de qué decir.
Mi reflexión se había prolongado en exceso. Cerró los ojos y me quitó la mano del muslo.
– Lo siento, Merry.
Le toqué el mentón:
– No, Uther, me siento halagada.
Abrió los ojos, me miró, pero la herida estaba allí, claramente visible. Él había puesto su corazón en la mano, y yo le había clavado una puñalada. ¡Mierda! Estaba a punto de coger un avión y no volver a ver a esa gente nunca más. No quería dejar a Uther así. Era un amigo demasiado bueno para hacerle eso.
– Soy humana en parte, Uther. No puedo… -No había una manera delicada de expresarlo-. No puedo dañarme tanto como lo haría un duende de pura sangre.
– ¿Daño?
A1 cuerno con la timidez.
– Eres demasiado grande para mí, Uther. Si fueras… más pequeño, podríamos tener una relación sexual una tarde, aunque no me veo saliendo contigo. Eres mi amigo.
Me miró a los ojos.
– ¿Podrías acostarte conmigo y no sentir repulsión?
– ¿Repulsión? Uther, has estado demasiado tiempo entre humanos. Tienes exactamente el aspecto que deberías tener. No eres ningún bicho raro.
Sacudió la cabeza.
– Estoy exiliado, Merry. No puedo volver al país de los elfos, y aquí entre los humanos soy un bicho raro.
Me estremecía al oírle decir eso.
– Uther, no dejes que los ojos de los demás te hagan odiarte a ti mismo.
– ¿Cómo puedo conseguirlo? -preguntó.
Puse una mano sobre su pecho, sintiendo el pulso seguro de su corazón.
– Dentro está Uther, mi amigo, y te quiero como a un amigo.
– He estado suficiente tiempo entre humanos para conocer el discursito ese de «te quiero como a un amigo».
Se apartó nuevamente de mí, y observé que su cuerpo se sentía incómodo, como si no soportase que le tocara.
Me arrodillé. Podría decir que me puse a horcajadas sobre él, pero lo más que alcanzaba era a poner una rodilla en cada uno de sus muslos. Le toqué la cara con las manos, explorando la curva de su frente, sus espesas cejas. Tenía que bajar los brazos y acercarme desde abajo para tocarle la mejilla. Le pasé el pulgar por los labios, desplazando mis manos por el delicado hueso de sus colmillos.
– Eres un gigante muy guapo. El doble colmillo es muy apreciado. Y esta curva al final se considera un signo de virilidad.
– ¿Cómo lo sabes? -Su voz era casi un susurro.
– Cuando era adolescente, la reina tomó como amante a un criado llamado Yannick. Después de haber estado con él, dijo que ningún sidhe la podía llenar como lo hacía su precioso gigante. Luego el gigante perdió su favor, pero salvó la vida, que era más de lo que conseguían la mayoría de amantes no sidhe de la reina. Los humanos normalmente se suicidaban.
Uther me miró. Mientras me arrodillaba frente a sus piernas, estábamos casi frente a frente.
– ¿Qué pensabas tú de Yannick? -preguntó, con una voz cada vez más floja, que me obligaba a acercarme a él para escucharle.
– Creo que estaba loco. -Me acerqué para besarle y se apartó. Puse una mano en cada lado de su cara y le situé delante de mí para que me mirase-. Pero creo que todos los amantes de la reina estaban locos.
Tuve que sentarme en el regazo de Uther, con una pierna a cada lado de su cintura para tener un buen ángulo para besarle. Los colmillos se interponían, pero si servía para quiterle el dolor de los ojos, valdría la pena.
Le besé como amigo. Le besé porque no le encontraba feo. Había crecido entre elfos que hacían que Uther pareciera un chico de portada según modelos humanos. Algo que aprendes en la corte de la Oscuridad es a amar a cualquier forma de elfo. Hay belleza en todos nosotros. La fealdad es un concepto desconocido en la corte de la Oscuridad. En la corte de la Luz se me consideraba fea, porque no era ni lo bastante alta ni lo bastante delgada, y mi pelo era del color cobrizo de la corte de la Oscuridad, no del rojo más humano de la corte de la Luz. En la Oscuridad tampoco había tenido demasiados novios. No porque no me encontraran atractiva, sino porque era mortal, y creo que una sidhe mortal era algo que les asustaba. Me trataban como si padeciera una enfermedad contagiosa. Sólo Griffin lo había intentado, y al final tampoco había sido suficiente sidhe para él.
Sabía lo que significaba ser siempre un bicho raro. Lo puse todo en aquel beso, cerrando los ojos, acariciándole el mentón. Le besé con suficiente fuerza para sentir cómo se ensanchaban los huesos de su mandíbula antes de curvarse.
Uther besaba igual que hablaba, con cuidado, pensando cada movimiento como cada sílaba. Sus manos me acariciaban la espalda, transmitiéndome su sorprendente fuerza, el potencial de un cuerpo capaz de quebrarme como a una muñeca frágil. Había que confiar mucho en él para acompañarlo a la cama y creer que saldrías intacta. Pero confiaba en Uther, y quería que volviera a creer en sí mismo.
– Detesto interrumpir -dijo Jeremy-, pero hay otra colisión frente a nosotros. Hay un accidente en cada calle en la que entramos.
No dejé que me continuara besando.
– ¿Qué has dicho?
– Hay dos colisiones en las dos calles secundarias que hemos cogido -dijo Jeremy.
– Demasiada coincidencia -dijo Uther.
Me besó delicadamente en la mejilla y me dejó liberar de su abrazo para sentarme a su lado, todavía a la sombra de su energía. El dolor se había desvanecido de sus ojos, dejando algo más sólido. El beso había merecido la pena.
– Saben que estaba en el piso de Roane, pero no saben dónde estoy ahora. Están intentando cortar todas las vías de escape. Jeremy asintió.
– ¿Por qué no les detectaste?
– Ha estado muy ocupada -comentó Ringo.
– No -dije-, pero de la misma manera que el aura de Uther les impide localizarme, también bloquea mi poder para sentirles.
– Si te apartas de él, podrás sentirles -dijo Jeremy.
– Y ellos a mí -dije.
– ¿Qué quieres que haga? -preguntó Ringo.
– Parece que estamos atascados. No creo que puedas hacer nada -dije.
– Han bloqueado todas las carreteras -afirmó Jeremy-. Ahora empezarán a buscar entre los coches y al final nos encontrarán. Necesitamos un plan.
– Si Uther se viene conmigo, echaré un vistazo para comprobar si mis ojos pueden sentir algo que el resto de mi cuerpo no puede.
– Será un placer -dijo Uther, y rió.
Los dos estábamos riendo cuando me dirigí a la segunda fila de asientos. Uther mantenía una de sus manazas sobre mi hombro. Había coches aparcados a un lado de la calle, y dos carriles de tráfico. El motivo por el que no avanzábamos era una colisión de tres coches a la altura del semáforo. Un coche estaba volcado sobre la calzada. El segundo se había incrustado en él, y un tercero en los dos anteriores, de manera que los tres vehículos formaban un amasijo de hierros y de cristales rotos. Imaginé cómo el segundo y el tercer coche se habían empotrado en el primero. Lo que carecía de explicación era cómo el primer automóvil había ido a parar a donde estaba, volcado en medio de la calzada. Ningún percance explicaba que el primer vehículo acabara allí, bloqueando por completo la calle. Apostaba a que alguien o algo había volcado el coche y lo había dejado para que otros vehículos chocaran con él hasta formar una pila de hierros y gente ensangrentada. Mientras pudiesen usar encanto para esconderse y no ser acusados, los peatones heridos no les importaban en absoluto. Cómo odio a veces a mi familia.
La gente se agolpaba en las aceras, salía de sus coches y se asomaba a las puertas. Había dos coches de policía aparcados en medio de la intersección, parando el tráfico que todavía intentaba acceder a la calle transversal. Las luces de los coches de policía cortaban la noche en ráfagas de luz coloreada, compitiendo con los neones y los escaparates iluminados de las tiendas y los bares situados a ambos lados de la calle. Oí la sirena de una ambulancia, probablemente el motivo por el cual la policía abría paso.
Miré hacia la multitud, pero no vi nada extraño. Utilicé mi otro sentido. Había estado limitada por la energía de Uther, pero no completamente indefensa. Podría determinar lo cerca que estaban antes de revelarme.
El aire vibraba dos coches delante de nosotros, como una onda de calor, con la diferencia de que no era calor y nunca tienes una sensación de este tipo después del anochecer. Algo grande avanzaba entre los coches, algo que no quería dejarse ver. Extendí mi poder y detecté otras tres ondas:
– Hay cuatro formas que se mueven, todas ellas más grandes que un humano. La más cercana está sólo dos coches más adelante.
– ¿Puedes ver formas? -preguntó Jeremy.
– No, sólo ondas.
– Retener el encanto en su sitio estando entre coches es más de lo que pueden hacer la mayoría de duendes -dijo Jeremy.
Aparentemente, ninguno de nosotros creía que el primer coche hubiese volcado por sí solo.
– La mayoría de sidhe no pueden hacerlo, pero algunos sí.
– Así pues, cuatro más grandes que humanos, y como mínimo un sidhe en las proximidades -dijo Uther.
– Sí.
– ¿Cuál es el plan? -preguntó Ringo.
Una buena pregunta, ésta. Desgraciadamente, no disponía de una respuesta adecuada.
– Tenemos cuatro policías en el cruce. ¿Serán una ayuda o un estorbo?
– Si pudiésemos romper su encanto, hacerlos visibles a la policía, y ellos no lo descubrieran inmediatamente… -dijo Jeremy.
– Si hicieran algo mal a plena vista de la policía… -dije.
– Merry, cariño, creo que has comprendido mi plan.
Ringo me volvió a mirar.
– No sé demasiado de magia de sidhe, pero si Merry no es una sidhe de pura sangre, ¿tendrá suficiente poder para romper su encanto?
Todos me miraron.
– ¿Y bien? -dijo Jeremy.
– No tenemos que romper el hechizo. Lo único que tenemos que hacer es sobrecargarlo -dije.
– Te escuchamos -dijo Jeremy.
– El primer coche ha volcado, pero los demás simplemente han chocado. Están mirando en los coches, buscándome a mí pero sin tocar a nadie. Si salimos y les combatimos, los sidhe no podrán ocultarse.
– Creía que queríamos evitar la lucha directa en la medida de lo posible -dijo Ringo.
La onda ya casi estaba allí.
– Si alguien tiene una idea mejor, tenéis unos sesenta segundos para ponerla en común. Ya están aquí.
– Esconderse -propuso Uther.
– ¿Qué?
– Que Merry se esconda -dijo.
Era una buena idea. Pasé atrás y Uther se apartó lo suficiente de la pared para que pudiera arrastrarme como un gusano detrás de él. No creía que fuese a funcionar, pero era mejor que no hacer nada. Podíamos luchar más tarde si me encontraban, pero si pudiese esconderme… Me apreté entre la fría pared metálica y la espalda caliente de Uther e intenté no pensar demasiado. Algunos sidhe te pueden oír pensar si estás lo bastante agitado. Estaba completamente fuera de su campo visual. Aunque abriesen la gran puerta corredera, y no pensaba que se arriesgasen a ello, no me verían. Pero en realidad no eran sus ojos lo que me preocupaba. Hay muchos tipos de elfos, y no todos tienen una vista fiable como la de un humano. Y eso sin contar con el sidhe que estaba produciendo el encanto. Si éramos el único coche con ocupantes no humanos, los sidhe vendrían a investigarnos antes de abandonar el área. Él, o ella, tendrían que ocuparse.
Ansiaba mirar aquella onda que se asomaba a todas las ventanas. Pero una mirada hubiese acabado con mi intención de esconderme, así que me agaché detrás de Uther e intenté quedarme muy quieta. Oía y sentía que algo hacía ruido contra la pared metálica de mi espalda. Algo muy grande presionaba contra el metal. Entonces oí un ruido nasal, como el de un hipopótamo gigante.
Tuve la corazonada de pensar que iba a olerme y a continuación, algo traspasó el metal a pocos centímetros de mí. Chillé y salté desde mi posición antes de que mi mente registrara el puño, largo como mi cabeza, incrustado en el lateral de la furgoneta.
Oí un sonido de cristal que se hacía añicos. Algo con un brazo grande como el tronco de un árbol y un pecho más ancho que la ventana de la furgoneta estaba apoyado del lado del conductor. Ringo le golpeó el brazo, pero éste le agarró por la camisa y empezó a tirar de él a través de la ventana rota.
Yo empuñaba el arma, pero no podía disparar. Jeremy se movió entre los asientos, y vi el brillo de una espada en su mano.
Se oyeron ruidos metálicos cuando los puños del gigante destrozaban el lateral de la furgoneta, y entonces una cara inmensa miró por el agujero. Miró más allá de Uther, como si no estuviera allí, y clavó en mí sus ojos amarillos.
– Princesa -dijo el ogro-, te hemos estado buscando.
Uther le dio un puñetazo en la cara. El ogro sangró por la nariz y retrocedió. Se oían chillidos fuera, chillidos humanos. El encanto se había desvanecido bajo los efectos de la violencia. Los ogros aparecieron ante los humanos como por arte de magia. Oí un grito.
– ¡Alto, policía!
La policía se acercaba. Sí. Me guardé el arma para ahorrarme explicaciones.
Me volví hacia la parte delantera. Ringo continuaba en el asiento del conductor. Jeremy estaba inclinado sobre él y tenía sangre en las manos. Pasé la fila de asientos de en medio hasta ellos. Empecé a preguntar si Ringo estaba herido, pero en cuanto vi su pecho obtuve la respuesta. Su camisa estaba empapada de sangre y tenía un trozo de cristal grande como mi mano clavado en el pecho.
– Ringo -pronuncié su nombre delicadamente.
– Perdón -dijo-, no te seré de mucha ayuda. Tosió, y vi que le dolía.
Le toqué la cara.
– No hables.
Oía a la policía hablando con los ogros, diciéndoles cosas como:
«¡Las manos encima de la cabeza! ¡De rodillas! ¡No te muevas!». A continuación, oí la voz de otro hombre, una voz suave y masculina, con un pequeño deje. Conocía aquella voz.
Me lancé a la puerta corredera, mientras Jeremy todavía decía:
– ¿Qué? ¿Qué pasa?
– Sholto -dije.
La cara de Jeremy mostraba desconcierto. El nombre no significaba nada para él.
Lo intenté de nuevo.
– Sholto, señor de aquello que pasa por en medio, señor de las sombras, rey de los sluagh.
Fue el último título el que le hizo abrir los ojos e hizo que el miedo asomara a su rostro.
– ¡Oh, Dios mío! -dijo.
Uther dijo:
– ¿Está aquí Shadowspawn?
Lo miré.
– Nunca le digas eso a la cara.
A través de la ventana rota escuchaba las voces con claridad. Me sentía como si me estuviera moviendo en cámara lenta. La puerta no se quería abrir, o yo estaba torpe por el miedo.
La voz decía:
– Muchas gracias, agentes.
– Esperaremos a que llegue el transporte para los ogros -dijo el policía.
La puerta se abrió y apenas tuve un momento para verlo todo. Tres de los ogros estaban arrodillados en la acera, con las manos sobre sus cabezas. Dos policías los apuntaban con sus armas. Un agente estaba en la acera frente a los ogros; el otro, al otro lado de la fila de coches aparcados. Entre los coches y este policía había una figura alta, aunque de una altura solamente humana. La figura iba vestida con una gabardina gris y lucía una larga melena blanca. La última vez que había visto a Sholto llevaba una capa gris, pero el efecto fue sorprendentemente similar cuando se volvió, como si hubiera percibido mi presencia. Incluso a varios metros de distancia y en la oscuridad observé en sus ojos tres tonos distintos de dorado: dorado metálico alrededor de la pupila, después ámbar y finalmente un círculo del color de las hojas en otoño. Tenía miedo de Sholto, siempre le había temido, pero cuando vi aquellos ojos, me di cuenta de lo mucho que añoraba a los sidhe, porque durante un segundo me alegré de ver a otro ser con un triple iris. Luego la mirada de aquellos ojos familiares me hizo estremecer.
Se volvió, sonriendo, hacia la policía.
– Esperaré a la princesa.
Empezó a caminar hacia la furgoneta y no le detuvieron. Comprendí el motivo a medida que se me acercaba. Le colgaba del cuello el emblema de la reina, la placa que llevaba su guardia. Se parece mucho a la placa de policía, y se ha dado mucha publicidad al hecho de que usar uno de los emblemas si no te lo mereces comporta una maldición. Una maldición a la que no se arriesgaría ni tan siquiera un sidhe.
No sabía qué les había contado, pero lo podía adivinar. Se le había enviado para detener el ataque del que era víctima y me quería llevar a casa sana y salva. Todo muy razonable.
Sholto se dirigió hacia mí con pasos largos y elegantes. Era guapo, no con la belleza que te quita el sentido de algunos sidhe, pero aun así impresionante. Sabía que los humanos le miraban al caminar, porque no lo podían evitar. Sholto tenía el aspecto, los ojos, la piel, la cara, los hombros, todo humano, a excepción de que justo debajo de su pecho había un montón de tentáculos, extremidades con bocas. Su madre era sidhe, su padre no.
Alguien me tocó el hombro y yo me sobresalté y no pude reprimir un grito. Era Jeremy.
– Cierra la puerta, Uther.
Uther cerró la puerta, casi en las mismas narices de Sholto. Se apoyó contra ella para que no pudiera abrirse desde el exterior sin un considerable esfuerzo.
– Corre -dijo Uther.
– Corre -repitió Jeremy.
Lo entendí. Salvo en una guerra, los sluagh cazaban una presa por vez, y su presa era yo. Sholto no les haría daño si yo no estaba allí. Me escapé por el agujero que los ogros habían abierto en la chapa, al otro lado de la furgoneta. Me las arreglé para pasar por la abertura sin cortarme. Escuché que Sholto golpeaba educadamente la puerta de la furgoneta.
– Princesa Meredith, he venido para llevarte a casa.
Me tiré al suelo y usé los coches aparcados para esconderme y deslizarme hasta la acera a fin de mezclarme con la multitud que se había reunido para contemplar el espectáculo. Me eché encima otra capa de encanto. El pelo era de un marrón indescriptible, la piel más oscura todavía, bronceada. Me abrí paso entre la multitud, cambiando poco a poco de aspecto para no atraer la atención de nadie. Cuando logré llegar a la calle lateral, lo único que conservaba el mismo aspecto era la ropa. Me quité la chaqueta, empuñé el arma y enrollé la chaqueta alrededor de la mano y el brazo. Sholto había visto a una mujer pelirroja de piel pálida, con chaqueta azul marino. De pronto era una mujer con pelo marrón y camisa verde. Caminé lentamente por la calle, aunque había un lugar entre mis omoplatos que me dolía como si él me estuviera perforando.
Quería volverme y mirar atrás, pero me obligué a continuar caminando. Avancé hasta la esquina sin que nadie dijera: «¡Es ella!». Allí me detuve un segundo. Quería mirar por encima del hombro. Luché contra aquella necesidad y doblé la esquina. Cuando estuve fuera de su vista, dejé escapar un suspiro que no sabía que estaba reteniendo. No estaba fuera de peligro, no con Sholto cerca, pero era un buen comienzo.
Percibí un ruido por encima de mi cabeza, un sonido agudo y fino, casi demasiado agudo para ser oído, pero se filtró entre los sonidos normales de la ciudad como una flecha disparada directamente al corazón. Observé el cielo nocturno, pero estaba vacío, a excepción del rastro distante de un avión que brillaba en la oscuridad. Volví a oír un sonido tan agudo que casi hacía daño, como los chillidos de murciélagos, pero no vi nada.
Empecé a caminar hacia atrás, lentamente, mirando todavía al cielo, cuando un movimiento captó mi atención. Me fijé en la parte superior del edificio más cercano. Allí, una fila de formas negras se asomaba a la cornisa. Era una hilera de capuchas negras del tamaño de personas bajitas. Una de las capuchas se removió como un pájaro al posarse. La forma negra levantó la cabeza y reveló una cara pálida y plana. Su boca se abrió levemente y emitió un grito agudo.
Podían volar más rápido de lo que yo corría. Ya lo sabía, pero de todas formas me volví y eché a correr. Escuché sus alas desplegarse con un sonido cortante. Seguí corriendo. Sus gritos agudos me perseguían en medio de la noche. Corrí más deprisa.
10
Volaban por encima de mi cabeza a toda velocidad y su sonido se fundía como una ráfaga de viento de una tormenta que te persigue. Esto era lo que habrían oído los humanos: viento, una tormenta o el vuelo de una bandada de aves. Si es que había humanos para oír algo. La calle aparecía desierta hasta el final de la manzana. Eran las ocho en punto de un sábado por la tarde en un barrio comercial y no había nadie. Parecía arreglado, y quizá lo estaba. Si conseguía huir del área del hechizo, encontraría a gente. El viento soplaba contra mi espalda y me lancé a la acera. Eché a rodar por el impacto y seguí avanzando de este modo, vislumbrando de manera fugaz las aves nocturnas que se extendían sobre mí, a menos de un metro de la acera como una bandada dirigida por control remoto, moviéndose demasiado rápido tras su guía, para cambiar de dirección.
Rodé hasta la entrada de la puerta vecina, que estaba cubierta por un techo y cristal en tres de sus costados. Los seres voladores permanecían arriba. No bajarían por mí. Me quedé allí un momento, escuchando el ruido sordo de la sangre que se agolpaba en mis sienes. Entonces me di cuenta de que no estaba sola.
Me incorporé y me quedé sentada con la espalda apoyada en el escaparate lleno de libros, intentando pensar en alguna excusa suficientemente buena para explicar a un humano lo que acababa de hacer. El hombre me daba la espalda. Era bajo, de mi estatura, aproximadamente, llevaba una camisa hawaiana chillona y una de aquellas gorras con visera. No era algo que uno viera todas las noches.
Me apoyé en el escaparate para ponerme de pie. ¿Por qué llevaba una gorra con visera por la noche?
– Menudo viento -dijo.
Me separé del escaparate, pero me mantuve bajo la protección del techo. Aún conservaba la pistola en la mano. La chaqueta me caía suelta como la capa de un torero, pero aun así tapaba el arma.
El hombre se volvió y la luz de la tienda se reflejó en su rostro. Su piel era negra, los ojos como brasas de carbón. Sonrió y mostró una boca llena de dientes afilados.
– Nuestro jefe quiere hablar con usted, princesa.
Sentí un movimiento detrás de mí y giré la cabeza para ver qué era, pero tenía miedo de volverme por completo y dar la espalda al individuo sonriente. Emergieron tres personajes de la tienda vecina. Todo estaba oscuro, no había luces de las que esconderse. Los tres eran más altos que yo, llevaban capa y capucha.
– Te hemos estado esperando, guarra -dijo una de las figuras con capa. Era una voz de mujer.
– ¿Guarra? -pregunté.
– Furcia. -Una segunda voz de mujer.
– ¿Estáis celosas? -dije.
Se me acercaron, y yo tiré la chaqueta al suelo y les apunté con la pistola. O bien no sabían que se trataba de un arma o no les importaba. Disparé a una de ellas. La figura se derrumbó en el suelo. Las otras dos huyeron, con las garras extendidas como si quisieran desviar un golpe.
Apoyé la espalda en el escaparate y me permití una mirada al hombre que sonreía detrás de mí, pero estaba de pie en la entrada de la librería con sus manitas enlazadas por encima de la gorra. Conservé la pistola y la mayor parte de mi atención sobre las mujeres, aunque éste era un término muy impreciso para describirlas. Eran arpías. No las estaba despreciando. Es lo que eran… arpías nocturnas.
La que había recibido el disparo trataba de sentarse y se refugiaba en los brazos de una segunda.
– ¡Le has disparado!
– Me alegro de que te hayas dado cuenta -dije.
La capucha de la arpía herida se había caído y dejaba al descubierto un enorme pico, ojos pequeños y brillantes y una piel del color de nieve amarillenta. Su pelo negro era una maraña seca que caía como paja sobre sus hombros. Silbó cuando la segunda arpía le abrió la capa lo suficiente para revelar la herida. Había un agujero sangriento entre sus pechos caídos. Llevaba un collar de oro alrededor del cuello y un cinturón con joyas que le ceñía la cintura. Por lo demás, estaba desnuda. Vislumbré el puñal que colgaba del cinturón y estaba sujeto al muslo con una cadena de oro.
Se retorció, incapaz de obtener suficiente aire para maldecirme. Le había dado en el corazón y quizás, en un pulmón. No era mortal, pero sí muy doloroso.
La segunda arpía levantó la cara hacia la luz. Su piel era de un gris sucio con grandes cráteres como de viruela que le cubrían la cara y la nariz afilada. Sus labios eran casi demasiado delgados para una boca llena de afilados caninos.
– Me pregunto si te querría si no tuvieras toda esa carne blanca y delicada.
La última arpía permanecía de pie, oculta bajo la capucha. Su voz era mejor que las de las demás, en cierto modo más cultivada.
– Te podríamos convertir en una de las nuestras, en nuestra hermana.
Miré a la de piel gris.
– En el mismo segundo que una empiece a maldecirme le volaré la cabeza.
– No me matarás -dijo la arpía gris.
– No, pero no quedarás más guapa de lo que estás.
– Zorra -susurró.
– Lo mismo digo -repliqué.
Era la única que todavía permanecía de pie la que me preocupaba. Ella no mostraba miedo ni se había dejado dominar por la ira. Había sugerido utilizar la magia contra mí cuando todavía estaba parcialmente escondida entre las sombras y la noche. Era más lista, más precavida y peligrosa.
Deliberadamente, no había utilizado encanto para esconderme. Estaba de pie delante del escaparate de una librería iluminada y apuntando con un arma totalmente visible. El disparo debería haber atraído a alguien a la puerta o provocado una llamada a la policía. Extendí mi poder para inspeccionar y encontré los gruesos pliegues del encanto, pesados y bien construidos. Tenía pericia en utilizar encanto, pero no de aquella manera. Sholto había construido una pared invisible que protegía la calle. Los humanos de las tiendas no verían ni escucharían nada que les alarmara. Sus mentes explicarían el disparo como algún ruido ordinario. Si gritaba pidiendo ayuda, sería inútil. Como no lanzara a alguien por el escaparate que tenía detrás de mí, nadie vería nada.
Me habría gustado romper el escaparate con el cuerpo de alguna de ellas, o de las tres a la vez, pero no me atrevía a acercarme. Las manos que tocaban la herida eran garras negras como las uñas de un gran pájaro. Los dientes que mostraban al hablar con ese sonido sibilante estaban concebidos para desgarrar carne. No podía vencerlas en una batalla cuerpo a cuerpo. Necesitaba mantenerlas a distancia, pero Sholto estaba a punto de presentarse y yo tenía que desaparecer antes de que eso sucediera. Si llegaba, estaba perdida. Y no lo estaba haciendo muy bien. Ellas no podían hacerme daño, pero había caído en la trampa. Si me iba, las aves nocturnas me atacarían en grupo, y luego las arpías o el hombre sonriente me podrían coger. Estaría desarmada, o algo peor, antes de que apareciera Sholto.
No tenía magia ofensiva. Un arma no podía matar a ninguna de ellas, sólo las podía herir y detener. Necesitaba una idea mejor, pero no se me ocurría ninguna. Intenté hablar. En caso de duda, habla. Nunca sabes lo que se le puede escapar al enemigo en una conversación.
– Nerys la Gris, Segna la Dorada y Agnes la Negra, supongo.
– ¿Quién eres? ¿Stanley? -dijo Nerys.
Sonreí.
– Y luego dicen que no tienes sentido del humor.
– ¿Quién lo dice? -preguntó.
– Los sidhe -dije.
– Tú eres una sidhe -dijo Agnes la Negra.
– ¿Crees que estaría aquí escondiéndome de mi reina si fuera una sidhe completa?
– El hecho de que tú y tu tía seáis enemigas te convierte en una loca suicida, pero no te hace ni un ápice menos sidhe. -Agnes estaba de pie, bien tiesa.
– No, pero la sangre de brownie de mi madre sí que lo hace. Creo que la reina perdonaría la mancha humana, pero no puede olvidar lo demás.
– Eres mortal -dijo Segna-. Ése es el pecado imperdonable para una sidhe.
Las manos se me empezaban a entumecer. Los brazos comenzarían a temblarme. Tenía que disparar o bajar el arma. Aunque sostuviera el arma con las dos manos, no podía mantener la posición eternamente.
– Hay otros pecados que mi tía encuentra igual de imperdonables -dije.
– Como tener una red de tentáculos en medio de toda esta carne perfecta de sidhe -dijo una voz masculina.
Moví el arma hacia la voz, sin apartar la vista de las tres brujas. Pronto tendría tantos objetivos en tantas direcciones distintas que me sería imposible dispararles a todos a la vez. Como mínimo el movimiento y la descarga de adrenalina habían contribuido a mitigar la fatiga muscular. De pronto me convencí de que podía mantener la posición de disparo eternamente.
Sholto estaba de pie en la acera. Creo que intentaba sin éxito parecer inofensivo.
– La reina me dijo eso en una ocasión, que era una lástima tener una red de tentáculos en medio de uno de los cuerpos de sidhe más perfectos que había visto.
– Muy bien. Mi tía es una zorra. Todos lo sabemos. ¿Qué quieres, Sholto?
– Dale su título -dijo Agnes, mientras su voz cultivada mostraba un poco de disgusto.
Nunca perjudica ser educado, de modo que hice lo que ella pedía.
– ¿Qué quieres, Sholto, señor de aquello que pasa por en medio?
– Es el rey Sholto. -Segna me escupió estas palabras, casi literalmente.
– No es mi rey -dije.
– Eso puede cambiar -dijo Agnes, con una amenaza implícita muy poco sutil.
– Ya basta -dijo Sholto-. La reina te quiere muerta, Meredith.
– Nunca hemos sido amigos, señor Sholto. Utiliza mi título. Era un insulto que hubiera omitido mi título después de haberlo utilizado yo. También era un insulto insistir en ello por parte de alguien que era el rey de otras gentes. Pero Sholto siempre se había complicado la vida intentando jugar a ser señor de las sidhe y rey de los sluagh.
En su semblante se reflejó algo, enfado, creo, aunque no lo conocía lo bastante para estar segura.
– La reina te quiere muerta, princesa Meredith, hija de Essus.
– Y te ha enviado a ti para que me lleves a casa para la ejecución. Ya me lo había imaginado.
– No podrías estar más equivocada -dijo Agnes.
– ¡Silencio! -ordenó Sholto.
Las arpías parecieron encogerse, sin hacer reverencias, pero como si estuvieran pensando en ello.
E1 hombre que sonreía a mi derecha se me acercó. Sin desviar el arma de Sholto, dije:
– Da dos pasos atrás o dispararé a tu rey.
No sé lo que hubiera hecho el hombre porque Sholto dijo:
– Venga, Gethin, haz lo que quiere.
Gethin no discutió, simplemente retrocedió, aunque había observado con el rabillo del ojo que sus manos estaban plegadas sobre su pecho. Ya no colocaba las manos por encima de la cabeza. No me importaba mientras se mantuviera a distancia. Todos ellos estaban demasiado cerca. Si se me tiraran encima a la vez, sería el fin. Pero Sholto no quería que estuviera rodeada por mucha gente. Quería hablar. Para mí, perfecto.
– No te quiero muerta, princesa Meredith -dijo Sholto.
No podía apartar la sospecha de mi cara.
– Te enfrentarás contra la reina y contra todos sus sidhe para salvarme?
– Han sucedido muchas cosas en los últimos tres años, princesa. La reina confía cada vez más en los sluagh. No creo que iniciara una guerra por el hecho de que estés viva siempre que permanezcas lejos de su vista.
– Estoy todo lo lejos que puedo estando en tierra-dije.
– Ah, pero quizás haya otros en la corte que le susurren a la oreja y le recuerden tu existencia.
– ¿Quién? -pregunté.
Sonrió, y eso convirtió su hermoso rostro en algo casi agradable.
– Tenemos muchas cosas que discutir, princesa. Tengo habitación en uno de los mejores hoteles. ¿Quieres acompañarme para discutir sobre el futuro?
Me molestaba un poco la manera en que lo decía, pero era la mejor oferta que podía recibir aquella noche. Bajé el arma.
– Jura por tu honor y por la oscuridad que todo lo devora que es cierto todo lo que acabas de decir.
– Juro por mi honor y por la oscuridad que todo lo devora que todas las palabras que he pronunciado en esta calle son la verdad. Puse el seguro del arma y me la coloqué en la espalda. Cogí la chaqueta del suelo, la sacudí y me la puse. Estaba un poco arrugada, pero serviría.
– ¿Está muy lejos tu hotel?
Esta vez la sonrisa fue más abierta y lo hizo parecer menos perfecto, pero más… humano. Más real.
– Deberías sonreír más a menudo, señor Sholto. Te sienta bien.
– Espero tener motivos para sonreír más a menudo en el futuro próximo.
Me ofreció su brazo, aunque estaba muy lejos. Me acerqué porque había prestado el juramento más solemne de la corte de la Oscuridad y no podía romperlo sin arriesgarse a una maldición.
Le enlacé el brazo. Él tensó los músculos: un hombre es siempre un hombre.
– ¿En qué hotel estás?
Le sonreí. Nunca viene mal ser agradable. Siempre podría ser desagradable más tarde si tenía que serlo.
Me lo dijo. Era un hotel muy bonito.
– Está un poco lejos para ir caminando -dije.
– Si quieres, podemos pedir un taxi.
Levanté las cejas ante esta propuesta, porque una vez dentro del metal de un coche ya no podría producir magia mayor. Demasiado metal provocaba interferencias. Yo podía producir hechizos mayores dentro de plomo sólido si me hacía falta. Mi sangre humana servía para unas cuantas cosas.
– ¿No te sentirás a disgusto? -pregunté.
– No está tan lejos, y busco la comodidad de los dos.
Otra vez sentí que me estaba perdiendo algunos dobles sentidos.
– Un taxi sería fantástico.
Agnes llamó a Sholto.
– ¿Qué tenemos que hacer con Nerys?
Sholto se volvió a mirarlas y su cara era otra vez fría, con esa belleza esculpida que le hacía parecer distante.
– Volved a vuestras habitaciones como podáis. Si Nerys no hubiera intentado atacar a la princesa, no habría resultado herida.
– Te hemos estado sirviendo durante más siglos de los que verá nunca ese trozo de carne blanca y éste es el trato que nos dispensas -dijo Agnes.
– Recibes el trato que te mereces, Agnes. Recuérdalo.
Sholto se dio la vuelta y me acarició la mano, sonriéndome, pero sus ojos tres veces dorados todavía mantenían un rastro de frialdad.
Gethin apareció al lado de Sholto e hizo una reverencia desde la acera. Tenía unas orejas tremendamente largas, como las de un burro.
– ¿Qué precisas de mí, maestro?
– Ayúdales a llevar a Nerys a las habitaciones.
– Será un placer.
Gethin dibujó otra sonrisa con sus dientes, mientras sus orejas le caían enmarcando su cara casi como la de un perro o como la de un conejo de orejas puntiagudas. Se dio la vuelta y se alejó en dirección a las brujas.
– Creo que me estoy perdiendo algo -dije.
Me envolvió la mano con la suya, que estaba caliente, mientras sus robustos dedos se deslizaban entre los míos.
– Te lo explicaré todo cuando lleguemos al hotel.
Había una mirada en sus ojos que había conocido en otros hombres, pero no podía significar lo mismo. Sholto era uno de los guardias de la reina, lo cual significaba que no podía acostarse con ninguna sidhe excepto con ella. Ella no compartía sus hombres con nadie. El castigo por romper el tabú era la muerte por tortura. Incluso si Sholto quisiera arriesgarse a ello, yo no. Mi tía pretendía ejecutarme, pero lo haría deprisa. Si yo rompía su más estricto tabú, también me mataría, pero no sería rápido. Ya me habían torturado antes, es difícil evitarlo en la corte de la Oscuridad. Pero nunca había sido torturada por la mano de la propia reina. Había visto su obra, sin embargo. Era creativa, muy, muy, muy creativa.
Me prometí hace años a mí misma que nunca le daría una excusa para serlo conmigo.
– Ya tengo una sentencia de muerte, Sholto. No me arriesgaré a sufrir tortura, además.
– Si te pudiera mantener viva y segura, ¿qué riesgo tendrías?
– ¿Viva y segura? ¿Cómo?
Se puso a reír, levantó la mano, y gritó:
– ¡Taxi!
En un momento aparecieron tres taxis en la calle vacía. Sholto sólo pretendía llamar un taxi. No tenía ni idea de lo impresionante que era que en Los Ángeles acudieran tres taxis a una calle vacía. También podía reanimar cadáveres que todavía no se hubieran enfriado, y esto era sobrecogedor. Pero llevaba tres años en la ciudad, y un taxi cuando lo necesitabas me impresionaba más que ver a un cadáver caminando. A1 fin y al cabo, había visto a cadáveres caminando antes. Un taxi adecuado era algo completamente nuevo.
11
Una hora más tarde Sholto y yo estábamos sentados en torno a una mesita blanca en dos encantadoras aunque incómodas sillas. La habitación era elegante, aunque para mi gusto se habían excedido un poco con el rosa y el dorado. Había un carrito con entrantes esperándonos en la mesa y un vino de postre muy dulce, ideal para acompañar el queso, aunque chocaba con el caviar. Claro que todavía no había probado nada que pudiera hacer agradable el caviar. Por muy caro que fuera seguía teniendo gusto a huevas de pescado.
Parecía que a Sholto le gustaban el caviar y el vino.
– El champán habría sido más adecuado, pero nunca me ha gustado -dijo.
– ¿Estamos celebrando algo? -pregunté.
– Una alianza, espero.
Me tomé mi tiempo para catar el vino dulce y le miré.
– ¿Qué tipo de alianza?
– Entre nosotros dos.
– Eso ya me lo imaginaba. La gran pregunta, Sholto, es por qué quieres hacer una alianza conmigo.
– Eres la tercera en la línea sucesoria al trono.
Su semblante se había vuelto muy cerrado, muy cuidadoso, como si no quisiera ocultarme lo que estaba pensando.
– ¿Y? -dije.
Me miró con sus ojos dorados.
– ¿Por qué no querría un sidhe unirse a una mujer que está a sólo dos pasos del trono?
– Normalmente, esto sería un razonamiento correcto, pero tú y yo sabemos que el único motivo por el que todavía soy la tercera en la línea sucesoria es que antes de morir mi padre se lo hizo jurar a la reina. De no haber sido por esto, me habría desheredado sólo por mi mortalidad. No tengo derechos sobre la corte, Sholto. Soy la primera princesa de la línea que no tiene magia.
Sholto dejó cuidadosamente la copa de vino sobre la mesa.
– Eres una de las mejores en cuestión de encanto personal -dijo.
– Cierto, pero ése es el mayor de mis poderes. Por la Diosa, todavía me llamo NicEssus, hija de Essus. Un título que debería haber perdido después de la infancia, cuando alcancé mi poder. Claro que no alcancé mi poder. Quizá no lo alcance nunca, Sholto. Esto solo bastaría para apartarme de la línea sucesoria.
– Si no fuera por el juramento que la reina hizo a tu padre -dijo Sholto.
– Sí.
– Soy consciente de lo mucho que te aborrece tu tía, Meredith. A mí me detesta de igual modo.
Bajé la copa de vino, cansada de fingir disfrutar con él.
– Tienes suficiente magia para tener un título en la corte. No eres mortal.
Me miró, y era una mirada larga, dura, casi áspera.
– No seas tímida, Meredith, sabes exactamente por qué la reina no puede verme.
Le sostuve aquella mirada dura, pero era… desagradable. Lo sabía, toda la corte lo sabía.
– Dilo, Meredith, dilo en voz alta.
– A la reina no le gusta tu sangre mezclada. Asintió.
– Sí.
Parecía casi aliviado. La aspereza de sus ojos era desagradable, pero como mínimo era genuina. Por lo que sabía, todo lo demás era falso. Quería ver qué había de verdadero detrás de ese rostro agradable.
– Pero ése no era el motivo, Sholto. Ahora, entre las sidhe reales, hay más sangre mezclada que pura.
– Es cierto -dijo-, no le gusta la línea sanguínea de mi padre.
– No es por el hecho de que tu padre sea un ave nocturna, Sholto. Frunció el entrecejo.
– Si conoces el motivo, dímelo.
– A excepción de la oreja puntiaguda, hasta que tú llegaste la genética sidhe se imponía independientemente de con quién se mezclara.
– La genética -dijo-, olvidaba que eres nuestra primera licenciada universitaria.
Sonreí:
– Mi padre quería que fuese médico.
– No puedes curar con el tacto, ¿qué tipo de médico es ése?
– Tomó un buen trago de vino.
– Algún día te tengo que llevar de visita a un hospital moderno -dije.
– Me enseñes lo que me enseñes, será un placer.
Fuera cual fuese la emoción que empezaba a asomar, se desvaneció entre los dobles sentidos.
Yo no hice caso de la insinuación y continué hurgando. Había visto verdadera emoción, y quería ver más. Si estaba a punto de arriesgar mi vida, tenía que ver a Sholto sin las máscaras que nos habían enseñado a llevar en la corte.
– Hasta que naciste tú, todas las sidhe tenían aspecto de sidhe con independencia de con quién se juntaran. Creo que la reina te ve como una muestra de que la sangre de sidhe se está debilitando, igual que mi mortalidad demuestra que la sangre de sidhe se está haciendo más clara.
El rostro de Sholto se endureció.
– En la Oscuridad predican que todos los elfos son bellos, pero algunos de nosotros sólo lo somos durante una noche. Somos entretenimientos, pero nada más.
Vi cómo el enfado se abría paso por sus hombros, hasta llegar a los brazos. Sus músculos se tensaban a medida que la ira se apoderaba de él.
– Mi madre -y recalcó esta palabra- pensaba que tendría una noche de placer y no le costaría nada. El precio fui yo.
Se comía las palabras, mientras la rabia intensificaba la luz de sus ojos de manera que los anillos dorados resplandecían como una llama.
Había clavado una aguja a través de su hermosa apariencia y había pinchado en hueso.
– Yo diría que fuiste tú quien pagó el precio, no tu madre. Cuando te parió, volvió a la corte y recuperó su vida.
Me miró, y en su cara todavía había rabia al rojo vivo.
Le hablé cuidadosamente al verle tan enfadado, porque no quería que vertiera su ira hacia mí, pero me gustaba verle así. Era algo auténtico, no un estado de ánimo calculado para obtener algo. No había planificado estar de ese humor. Me gustaba, me gustaba mucho. Una de las cosas que me agradaba de Roane era que sus emociones estuvieran tan cerca de la superficie. Nunca fingía nada que no sintiera. Por supuesto, éste era el mismo rasgo que le había permitido volver al mar con su nueva piel de foca, sin preocuparse jamás de despedirse. Nadie es perfecto.
– Y me abandonó con mi padre -dijo Sholto. Miró a la mesa y a continuación, levantó hacia mí sus extraordinarios ojos-. ¿Sabes qué edad tenía antes de conocer a otro sidhe?
Negué con la cabeza.
– Tenía cinco años. Pasaron cinco años hasta que vi a alguien con una piel y unos ojos como los míos. -Dejó de hablar, con los ojos distantes por el recuerdo.
– Cuéntamelo -dije, pausadamente.
Me habló con suavidad, como si estuviera hablando consigo mismo.
– Agnes me había llevado al bosque para jugar en una noche oscura, sin luna.
Quería preguntar si Agnes era la arpía Agnes la Negra que había visto antes, pero le dejé hablar. Ya habría tiempo para las preguntas cuando su humor cambiara y dejara de compartir conmigo sus secretos. Había sido sorprendentemente fácil conseguir que se sincerara. Normalmente, cuando las protecciones de alguien se superan con tanta facilidad es porque desea hablar, porque necesita hablar.
– Vi un brillo entre los árboles como si la luna hubiese bajado a la tierra. Pregunté a Agnes qué era aquello. No me lo dijo, simplemente me cogió de la mano y me condujo cerca de la luz. Al principio, pensé que eran humanos, pero los humanos no brillan como si tuvieran fuego debajo de la piel. Entonces la mujer se volvió hacia nosotros, y los ojos… -su voz se apagó, y había en él una mezcla de admiración y dolor que casi me obligaba a dejarlo tranquilo, pero no lo hice. Quería saber más, si él quería explicármelo. -Sus ojos… -le animé.
– Sus ojos brillaban, ardían. Eran azules, luego de un azul oscuro, después verde. Tenía cinco años, por lo que no era su desnudez ni el cuerpo del hombre encima del suyo lo que me admiró, sino aquella piel blanca y aquellos ojos. Como mis ojos, como mi piel. -Me miró como si no estuviera allí-. Agnes me apartó de allí antes de que nos vieran. Yo quería hacerle infinidad de preguntas, pero ella me dijo que le preguntara a mi padre.
Me miró y respiró profundamente como si regresara literalmente de otro sitio.
– Mi padre me contó cosas sobre los sidhe, y me dijo que yo era uno de ellos. Él me educó para pensar que era un sidhe. No podía ser lo que era él. -Sholto soltó una risa seca-. Rompí a llorar la primera vez que me di cuenta de que nunca tendría alas.
Me miró, frunciendo el ceño.
– Nunca había explicado esta historia a nadie de la corte. ¿Tienes algún tipo de magia sobre mí?
En realidad, no creía que se tratara de un hechizo, de lo contrario se habría mostrado más alterado, quizá incluso atemorizado.
– ¿Quién más de la corte, excepto yo, comprendería el significado de la historia? -pregunté.
Me miró durante unos largos segundos y a continuación, asintió lentamente.
– Sí, aunque tu cuerpo no está tan marcado como el mío, tú tampoco eres una de ellos. No te dejarán pertenecer a su grupo.
Se apoyaba en la mesa con tanta fuerza que sus manos se pusieron blancas. Se las toqué, y se apartó como si le hiciera daño, pero se detuvo en mitad del movimiento. Observé el esfuerzo que representaba para él volver a poner sus manos a mi alcance. Actuaba como alguien que teme resultar herido.
Cubrí sus grandes manos con una de las mías o, mejor dicho, las cubrí en la medida de lo posible. Sonrió con la primera sonrisa real, porque esta vez carecía de su habitual confianza. No sé lo que vio en mi cara, pero fuera lo que fuese, le tranquilizó, porque abrió las manos y se llevó la mía a sus labios. No me la besó propiamente, más bien apretó su boca contra ella. Fue un gesto sorprendentemente delicado. La soledad puede ser un vínculo más fuerte que ningún otro. ¿Quién más en alguna de las dos cortes nos comprendía mejor que cada uno de nosotros? No era amor ni amistad, pero sin duda era un vínculo.
Separó la cara de mi mano y me clavó una mirada que pocas veces había visto entre los sidhe, una mirada abierta, primitiva. Se percibía en sus ojos una necesidad tan grande que era como mirar a un pozo sin fondo. Sus ojos semejaban los de una criatura sin domesticar, los de una cría de animal salvaje malherido. Espero que mis ojos nunca presenten ese aspecto.
Apartó mi mano lentamente, de mala gana.
– Nunca he estado con otra sidhe, Meredith. ¿Comprendes lo que significa?
Lo comprendía, probablemente mejor que él, porque era peor todavía haber estado con uno y haberlo perdido. Sin embargo, mantuve mi voz neutra porque estaba empezando a temer adónde nos estábamos dirigiendo, y con independencia de la simpatía que sintiera por él, no merecía la pena ser torturada hasta la muerte.
– Te preguntas cómo sería.
Sacudió la cabeza.
– No, ansío ver carne pálida tensa debajo de mí. Quiero que mi brillo sea correspondido por alguien. Eso es lo que quiero Meredith, y tú puedes dármelo.
Estaba planteando la situación que temía.
– Ya te lo he dicho, Sholto, no me arriesgaría a morir torturada por placer. Nadie, nada, se lo merece. -Creía en lo que decía.
– A la reina le gusta que sus guardias la vean con sus amantes. Algunos se niegan a mirar, pero la mayoría de nosotros estamos allí con la esperanza de que nos invite a entrar. Incluso cuando se realiza con crueldad, el sexo entre dos sidhe es algo maravilloso. Daría mi alma por él.
Oculté mis emociones lo mejor que pude.
– No sé qué hacer con tu alma, Sholto. ¿Qué más me podrías ofrecer, algo por lo que valiera la pena arriesgarse a morir torturada?
– Si eres mi amante sidhe, Meredith, entonces la reina sabrá lo que representas para mí. Me aseguraré de que comprenda que si te pasa algo, perderá la lealtad de los sluagh. Actualmente, no se lo puede permitir.
– ¿Por qué no hacer este trato con otra mujer sidhe más poderosa?
– Las mujeres de la guardia del príncipe Cel cuentan con él para tener relaciones sexuales y a diferencia de la reina, Cel las mantiene ocupadas.
– Cuando me fui, algunas mujeres estaban empezando a rechazar la cama de Cel.
Sholto sonrió con satisfacción:
– Ese acto ha adquirido bastante popularidad. Arqueé las cejas.
– ¿Estás diciendo que el pequeño harén de Cel le da calabazas?
– Cada vez más.
Sholto todavía parecía contento.
– Entonces, ¿por qué no haces esta oferta a una de ellas? Todas ellas son más poderosas que yo.
– Quizás es lo que dijiste antes, Meredith. Ninguna de ellas me comprendería tan bien como tú.
– Creo que las subestimas. Pero ¿qué les puede hacer Cel para que le abandonen? La propia reina es una sádica sexual, pero sus guardias se arrastrarían sobre cristales rotos para acostarse con ella. ¿Qué ofrece Cel que sea peor que esto?
No esperaba una respuesta, pero ni tan siquiera podía empezar a pensar en algo tan malo.
En la cara de Sholto se desvaneció la sonrisa.
– La reina lo hizo una vez -dijo.
– ¿El qué? -pregunté, torciendo el gesto.
– Hizo que uno de nosotros se desnudara y se arrastrara sobre cristales rotos. Si lo hacía sin mostrar dolor, entonces se lo follaría. Le miré. Había escuchado cosas peores, incluso había visto cosas peores. Pero una parte de mí quería saber de quién se trataba, de modo que lo pregunté:
– ¿Quién era?
Negó con la cabeza.
– Los miembros de la guardia hemos jurado no revelar las humillaciones. Nuestro orgullo y nuestros cuerpos sobreviven mejor así. -Su mirada volvía a estar perdida.
De nuevo, me pregunté qué podía hacer Cel peor que los juegos de la reina.
– ¿Por qué no hacer esta oferta a una mujer sidhe más poderosa que no sea miembro de la guardia del príncipe? -pregunté.
Mostró una leve sonrisa.
– Hay mujeres en la corte que no son miembros de la guardia del príncipe, Meredith. No me hubieran tocado antes de entrar en la guardia. Tienen miedo de traer al mundo más criaturas perversas. -Emitió una risa salvaje, casi como un grito. Hacía daño oírlo-. Así es como me llama la reina, su «criatura perversa»: a veces, simplemente «criatura». Dentro de unos siglos seré simplemente su criatura -Emitió de nuevo aquella risa dolorosa-. Estoy dispuesto a arriesgarme para impedir que esto suceda.
– ¿Realmente necesita tanto el apoyo de los sluagh, tanto que abandonaría la idea de matarme y dejaría de castigarnos por ir contra su más estricto tabú? -Sacudí la cabeza-. No, Sholto, no lo va a permitir. Si encontramos una manera de romper su tabú del celibato, entonces otros lo intentarán. Será como la primera grieta de un embalse. A1 final se rompe.
– La reina está perdiendo el control, Meredith, está perdiendo el mando sobre la corte. Estos tres años no han sido buenos para ella. La corte se está disgregando bajo el peso de su conducta errática y además, el príncipe Cel…
Parecía no encontrar las palabras
– Cuando llegue al poder -dijo por fin-, Cel hará que Andáis parezca cuerdo. Será como Calígula después de Tiberio.
– ¿Estás diciendo que si pensamos que ahora la situación es mala, es que todavía no hemos visto nada? -Intenté hacerle sonreír, sin conseguirlo.
Me miró con desesperación.
– La reina no se puede permitir perder el apoyo de los sluagh. Créeme, Meredith, yo tampoco quiero acabar a merced de la reina. A merced de la reina se había convertido en una expresión entre nosotros; si tenías miedo de algo, decías «preferiría estar a merced de la reina que hacer esto». Significaba que no había nada que te asustara más.
– ¿Qué quieres de mí, Sholto?
– Te quiero a ti -dijo, con una mirada muy directa.
Tuve que sonreír.
– Tú no me quieres, lo que quieres es una sidhe en la cama. Recuerda que Griffin me repudió porque no era suficiente sidhe para él.
– Griffin estaba loco.
Me eché a reír, y esto me hizo pensar en las palabras de Uther de esa misma noche, cuando había dicho que Roane estaba loco. Si todo el mundo estaba loco por dejarme, ¿por qué no paraban de hacerlo? Le miré e intenté ser igual de directa.
– No he estado nunca con un ave nocturna.
– Se considera perverso incluso entre los que consideran que nada es perverso -dijo Sholto, y su voz era amarga-. No espero que tengas ninguna experiencia con nosotros.
Nosotros. Un pronombre interesante. Si se me preguntaba qué era, era sidhe, ni humana ni brownie. Era sidhe y si me apretaban, pertenecía a la corte de la Oscuridad, para bien o para mal, aunque podía reclamar tener sangre de ambas cortes. Pero jamás hubiera dicho «nosotros» para referirme a algo que no fuera una sidhe de la Oscuridad.
– Después de que mi tía, nuestra querida reina, intentase ahogarme cuando tenía seis años, mi padre se aseguró de que tuviera mis propios guardaespaldas sidhe. Uno de ellos era un ave nocturna, Bathar.
Sholto asintió.
– Perdió un ala en la última batalla que libramos en suelo americano. Nosotros podemos volver a hacer crecer la mayoría de las partes de nuestro cuerpo, de manera que no era una herida mortal.
– Bhatar dormía en mi habitación por la noche. Nunca se apartó de mi lado cuando era pequeña. Mi padre me enseñó a jugar al ajedrez, pero Bhatar me enseñó cómo ganar a mi padre. -El recuerdo me hizo sonreír.
– Todavía habla bien de ti -dijo Sholto.
Me dispuse a formular una pregunta, pero después sacudí la cabeza.
– No, él nunca te hubiera propuesto que hicieras algo semejante. Nunca habría puesto en peligro mi seguridad o la tuya. Ya ves, él también hablaba bien de ti, rey Sholto. El mejor rey que los sluagh habían tenido en doscientos años, es lo que solía decir.
– Me siento halagado.
– Ya sabes lo que tu pueblo opina de ti. -Intenté interpretar su rostro. Había en él necesidad, sin duda, pero la necesidad puede enmascarar muchas cosas-. ¿Qué ocurrirá con las arpías de tu pequeño harén?
– ¿A qué te refieres? -preguntó, pero había en sus ojos una mirada que no dejaba creer sus palabras.
– Quieren hacerme daño para mantenerme alejada de ti. ¿Qué crees que harán si me acuesto contigo?
– Soy su rey. Harán lo que les diga.
Entonces, me eché a reír, pero no era una risa amarga, sólo irónica:
– Eres el rey de un pueblo de elfos, Sholto, nunca hacen exactamente lo que les dices, o exactamente lo que piensas que harán. Desde las sidhe a las pixies, son seres libres. Si confías en su obediencia eres tú quien quiere correr el riesgo.
– ¿Igual que ha hecho la reina durante un milenio? -dijo a medio camino entre la pregunta y la afirmación.
Sonreí.
– O igual que ha hecho desde hace aún más tiempo el rey de la corte de la Luz.
– Comparado con ellos, soy un rey nuevo y no tan arrogante.
– Entonces explícame con sinceridad qué harán tus amantes arpías si las abandonas por mí.
Reflexionó largo y tendido sobre esta cuestión antes de mirarme con semblante serio.
– No lo sé.
Casi me puse a reír.
– No tienes experiencia como rey. Nunca he oído a ninguno de ellos admitir ser ignorante.
– No saber algo no es ignorancia. Fingir un conocimiento que no tienes, sí puede serlo -sentenció.
– Inteligente y modesto; un caso único en la realeza de los elfos. -Me acordé de una pregunta que me hubiese gustado hacer-. La Agnes que te llevó al bosque cuando eras niño, tu nodriza, ¿era Agnes la Negra?
– Sí -dijo.
– ¿Tu antigua nodriza es ahora tu amante?
– No ha envejecido -dijo-, y yo ahora ya soy mayor.
– Crecer en medio de seres inmortales es desconcertante, lo admito, pero aun así no pienso de esa manera en los elfos que me educaron.
– Lo mismo me pasa con algunos sluagh, pero no con Agnes.
Quería preguntar por qué, pero me abstuve. Para empezar no era de mi incumbencia; en segundo lugar, puede que no comprendiera la respuesta incluso si me la daba.
– ¿Cómo sabes a ciencia cierta que la reina quiere ejecutarme? -volví a la cuestión importante.
– Porque me enviaron a Los Ángeles para matarte. -Lo dijo como si ello no significara nada: sin emoción, sin lamentarse, una mera constatación.
El corazón me latía un poco más rápido, y se me hizo un nudo en la garganta. Tuve que concentrarme para dejar escapar el aire sin que se notase.
– Si no acepto acostarme contigo, ¿ejecutarás la sentencia?
– He jurado que no quería hacerte daño. Y no quiero.
– ¿Lucharías contra la reina por mí?
– El mismo razonamiento que nos mantendrá seguros si nos acostamos juntos, es válido si te dejo viva. Necesita a los sluagh más de lo que necesita ser vengativa.
Parecía muy convencido de esto último. Seguro de lo que estaba seguro, inseguro de todo lo demás; como la mayoría de nosotros, si somos sinceros. Observé su cara, la mandíbula un poco ancha para mi gusto, los huesos del mentón exageradamente marcados. Me gustaban los hombres con un aspecto más suave, pero era guapo, sin lugar a dudas. Su cabello era de un blanco perfecto, denso y liso, recogido en una cola de caballo suelta. El pelo le llegaba hasta las rodillas como a los sidhe más viejos, aunque Sholto sólo rondaba los doscientos años. Sus hombros eran anchos, el pecho se adivinaba fuerte debajo de la camisa blanca. Ésta le sentaba muy bien, y me preguntaba si habría usado algún tipo de encanto para que cayera de aquella manera, porque sabía que lo que había debajo de la camisa no era muy suave.
– No esperaba esta oferta, Sholto. Me gustaría tener un poco de tiempo para pensarlo.
– Hasta mañana por la noche -dijo.
Asentí y me levanté. También él se puso de pie. De repente me descubrí mirándole el pecho y el estómago, intentando ver lo que había visto en la calle. No se veía nada, estaba gastando encanto en esconderlo.
– No sé si puedo hacerlo -dije.
– ¿El qué? -preguntó.
Me moví hacia él.
– Una vez te vi sin camisa cuando era mucho más joven. Y no he olvidado esa visión.
Su cara palideció, sus ojos se endurecieron. Estaba colocando las cosas en su sitio.
– Entiendo. La idea de tocarme te asusta. Lo entiendo, Meredith. -Dejó escapar una larga bocanada de aire-. Fue bonito mientras duró.
Se apartó de mí, recogiendo el abrigo del respaldo de la silla donde lo había colgado. La pesada coleta de su cabello caía por su cuerpo como una tira de piel.
– Sholto -dije.
No se volvió, simplemente se echó todo el cabello hacia un lado mientras se ponía el abrigo.
– No he dicho que no, Sholto.
Entonces, se volvió. La expresión de su rostro seguía cuidadosamente indescifrable, con todas las emociones que tanto me había costado hacer aflorar enterradas de nuevo.
– ¿Entonces, qué me dices?
– Digo que esta noche no quiero sexo, pero no puedo decir que sí, que tendré una relación contigo, hasta que lo vea todo.
– ¿Todo? -volvió a preguntar.
– ¿Ahora quién es el tímido? -dije.
Vi que la idea tomaba cuerpo en su cara, en sus ojos. Se dibujaba en sus labios una pequeña sonrisa extraña.
– ¿Me pides verme desnudo?
– No del todo. -No pude reprimir una sonrisa-. Pero hasta la cadera, sí, por favor. Tengo que ver cómo me siento con tus… extras.
Sonrió y el ambiente estaba caldeado con un punto de incertidumbre. Era su sonrisa auténtica, con aquel punto de encanto y miedo.
– Ésta es la palabra más amable con la que alguien lo ha descrito.
– Si no puedo estar contigo con ilusión y placer compartidos, entonces tu sueño de unir tu brillo con otro se desvanece. Una sidhe no brilla por deber, sino por placer.
Asintió. -Entiendo.
– Así lo espero, porque es más que verte desnudo. Necesito tocar y ser tocada para ver si… -Abrí las manos-. Si puedo hacerlo.
– ¿Pero sin sexo esta noche? -su voz nunca se había aproximado tanto a un tono pícaro.
– Sueñas con carne de sidhe y nunca la has tenido. Yo sí la he tenido, y durante tres, casi cuatro años, he pasado sin ella. Echo de menos mi hogar, Sholto. Aunque sea extraño y perverso, siento melancolía. Si consiento a ello, entonces tendré un amante sidhe y un hogar. Sin mencionar que estoy huyendo de una sentencia de muerte. No eres un destino peor que la muerte, Sholto.
– Algunos han pensado que sí a lo largo de los años. -Intentó hacer un chiste de esta situación, pero sus ojos le traicionaban.
– Éste es el motivo por el que necesito ver dónde me estoy metiendo.
– ¿Entonces, te pregunto por el amor o el amor es algo demasiado ingenuo para un rey y una princesa? -preguntó.
Sonreí, pero esta vez era una sonrisa triste.
– Probé el amor una vez; me traicionó.
– Griffin no se merece emociones tan profundas y es, sin lugar a dudas, incapaz de corresponderlas.
– Ya me di cuenta -dije-. El amor es grande mientras dura, Sholto, pero no dura.
Nos miramos el uno al otro. Me pregunté si mis ojos estaban tan cansados y llenos de reproches como los suyos.
– ¿Se supone que tengo que discutir contigo y decirte que algún amor sí dura? -preguntó Sholto.
– ¿Lo harás?
Sonrió y sacudió la cabeza.
– No.
Acerqué mi mano hacia él.
– No quiero mentiras, Sholto, ni tan siquiera las piadosas.
Su mano estaba muy caliente y envolvía la mía.
– Deja que te lleve a la cama y muéstrame qué me ofreces -dije.
Me permitió que le llevase a la cama.
– ¿Puedo ver qué me ofreces tú?
Lo empujé hacia atrás en la cama para mirarle la cara. -Si quieres.
Pasó por sus ojos una mirada que no era ni sidhe, ni humana, ni sluagh, sino simplemente masculina.
– Quiero -dijo.
12
Le solté la mano y retrocedí en la cama para poder verle. Saqué la pistola y la coloqué debajo de una de las almohadas, después me tumbé boca arriba, apoyándome en los codos. Sholto estaba de pie junto a la cama, contemplándome. Tenía una media sonrisa extraña en la cara. Sus ojos miraban con incertidumbre, no desdicha, sólo incertidumbre.
– Pareces muy contenta -dijo.
– Nunca está mal ver a un hombre guapo desnudo por primera vez.
Su sonrisa se desvaneció
– ¿Guapo? Nunca nadie que haya conocido lo que hay debajo de mi camisa me había llamado así antes.
Dejé que mi mirada hablara por mí. Me fijé en su rostro, sus ojos, su nariz fuerte y casi perfecta, su ancha boca de labios delgados. El resto del cuerpo tenía un aspecto fantástico, aunque sabía que como mínimo una parte de lo que estaba mirando se debía a la magia. No sabía cuánto. Fijé la mirada en las partes de cuya realidad estaba casi segura, como sus estrechas caderas o la longitud y musculatura de sus piernas. Hasta que lo viera sin pantalones, no sabría qué era el bulto que ocultaban, así que pasé por alto esa zona. La reina tenía razón, era una pena; era absolutamente magnífico.
– He fantaseado más de una vez con que una sidhe me mirara de esta manera. -Todavía parecía solemne.
– ¿De qué manera? -pregunté. Formulé la pregunta en voz baja, sensual.
– Como si fuera un plato de comida. -Sonrió.
Sonreí e hice todo como él quería, todo como él necesitaba que fuera.
– Comida, ¿eh?. Quítate el abrigo y la camisa, y quizá llegaremos a eso.
– Recuerda que hemos dicho que esta noche no habría sexo -dijo.
– ¿Y si no llegamos al orgasmo?
Apartó la cabeza y se echó a reír, con un sonido alto, alegre. Me miró con ojos brillantes, y no era magia lo que les hacía brillar, sólo risa. Parecía más joven, más relajado. Me di cuenta de que con su piel y sus cabellos blancos, sus ojos dorados habrían sido muy bien recibidos en la corte de la Luz. Mientras conservara la camisa puesta, nadie sospecharía.
La risa se desvaneció.
– Ahora te has puesto seria tú -dijo.
– Simplemente pensaba que tienes más aspecto de pertenecer a la corte de la Luz que yo.
Frunció el entrecejo.
– ¿Te refieres al color cobrizo del pelo?
– Y a mi poca estatura, y mis pechos son demasiado grandes para el estilo de una sidhe.
De repente hizo una mueca.
– Tenía que ser una mujer quien se quejara de unos pechos así. A ningún hombre se le ocurriría.
Me arrancó una sonrisa.
– Tienes razón. Mi madre, mi tía y mis sobrinas.
– Lo que pasa es que tienen envidia -dijo.
– Gracias por pensar así -dije.
Dejó caer el abrigo gris en el suelo, después se desabrochó un botón del puño de la camisa. Me miraba a la cara mientras lo hacía. Se desabrochó la otra manga, y pasó al primer botón de la camisa, al siguiente, abriendo la tela para dejar al descubierto un triángulo de piel blanca y brillante. Un tercer botón hizo asomar su musculatura pectoral. Sus dedos se dirigían al cuarto botón, pero no lo desabrochó.
– Quiero pedirte un beso ahora, antes de que lo veas.
Me gustaría haber preguntado por qué, pero pensé que lo sabía. Tenía miedo de que, después de verlo, no le diera ningún beso.
Me arrastré por la cama hacia él. Sholto apoyó las manos en la cama y se puso de rodillas. Bajó hasta que su mentón casi rozaba la cama, con las mano apoyadas en la colcha.
Yo estaba a cuatro patas encima de él. Me miró y yo bajé la cara hacia la suya en una posición similar a cuando uno hace flexiones de brazos. Le di un beso, un suave roce de los labios. Sholto empezó a separarse y yo le acaricié con suavidad.
– Todavía no -dije.
Sholto tenía razón, después de que viera sus «extras» quizá no volviera a besarle. Si iba a ser su contacto físico con una sidhe, quería que fuese memorable. Un beso no podía compensar no haber sentido nunca la piel de sidhe, pero era lo único que le podía ofrecer. A su manera, estaba tan solo como Uther.
Sholto había vuelto a acercarse y levantaba sus ojos hacia mí. Me aguardaba pacientemente, totalmente pasivo, esperando que le hiciera todo lo que tenía pensado. En ese momento, se me contestó otra pregunta. Si tenía que vincularme a otra persona de por vida, habíamos de tener en común algo más que sangre de sidhe. Tendríamos que compartir mi amor por el dolor.
Me tiré sobre la cama, con lo cual nuestras caras quedaron a la misma altura.
– Abre la boca, sólo un poco -dije.
Lo hizo sin preguntar nada. Eso me gustó. Besé su labio superior, con delicadeza, con dulzura. Utilicé la lengua para abrir más su boca, y a continuación le exploré con los labios y la lengua. Estaba completamente pasivo al principio, dejando que me alimentara ligeramente de su boca, después empezó a besarme a su vez. Besaba despacio, casi con dudas, como si fuera su primera vez, y sabía que no lo era. Entonces su boca apretó la mía con más dureza, más exigente.
Le mordí el labio inferior, suave pero firmemente. Hizo un pequeño ruido gutural, y se hincó de rodillas, arrastrándome con él, tirando de mis brazos. Me apretaba los labios. El beso era lo bastante fuerte para hacer daño, y tuve que abrir más la boca para que sus labios y su lengua penetraran completamente en mi interior, tan profundamente como él quería.
Me tumbó en la cama, y yo se lo permití, pero me di cuenta de que tenía su cuerpo sobre el mío. Utilizaba las manos para levantarse, de manera que sólo nuestras bocas se tocaran. Aparté mi boca de la suya para mirarlo. Podía sentir su cuerpo sobre el mío, como una línea de energía temblorosa. Era como si ya pudiera sentir su peso sobre mí. Su aura, su magia, tenía sustancia, tal que un segundo cuerpo enganchado al primero. La presión del poder me alteró la respiración, me aceleró el pulso. Su magia circuló por mi torrente sanguíneo igual que un imán atrae metal.
Ni siquiera estar con Roane cubierto con las Lágrimas de Branwyn había sido así. Había sido fantástico, pero no había sido esto. Y esto era lo que quería, lo que necesitaba, lo que anhelaba. Sholto me miró con una especie de admiración delicada en sus ojos.
– ¿Qué es esto?
Me di cuenta de que podía sentir mi poder igual que yo percibía el suyo. Podría haber dicho simplemente «magia», pero la última vez que había estado con otro sidhe había sido con Griffin, y él me explicó que mi poder era un brillo menor, algo pálido. Entonces le creí; ahora, no. Tenía que preguntar, porque quizá no volvería a estar nunca con otro sidhe. Probablemente nunca sería capaz de responder a las dudas que Griffin había sembrado en mí.
– ¿Qué sientes? -pregunté.
– Calor. Como calor que se desprende de tu cuerpo y me presiona la piel. -Cargó todo su peso en un brazo, utilizando su mano libre para acariciar el aire que había entre nosotros como si estuviera tocando algo que tuviera forma y peso. La sensación de verle pasar la mano a lo largo de mi aura me obligó a cerrar los ojos, y mi cuerpo se estremeció bajo un contacto que no era tal.
Introdujo su mano a través de la energía e, incluso con los ojos cerrados, sabía dónde estaba su mano.
– Se me pega a la mano como algo que me chupa la piel -dijo Sholto, con la voz agitada y a la vez cargada con el asombro que mostraba su rostro.
Sentí que su mano empujaba entre el poder, como si mi cuerpo fuera agua y su mano le trajera aire frío. Ésta no se limitó a tocarme, me rompió los escudos, forzó su magia en mi interior. Me abrió los ojos, me cortó la respiración. Me obligó a arremeter con mi poder, a cubrirlo como cuando se pone la mano sobre una herida.
Su cuerpo se tensó al contacto con mi magia. Me miró con los labios entreabiertos; percibía el latido de sus venas bajo la frágil piel de su garganta.
– No tenía ni idea de lo que me estaba perdiendo.
Asentí, mirándole, tendida sobre la cama, y sentí su mano como un peso palpitante en mis costillas.
– Esto es sólo el principio -dije, y mi voz se había convertido en un susurro.
No intentaba parecer sensual, era toda la voz que me dejaba la presión de su cuerpo sobre el mío. En aquel momento, no podía pensar en ninguna deformidad que me impidiera decir que sí.
Busqué su camisa. Él apartó su mano de mi cuerpo para apoyarse en ambos brazos y dejar que yo alcanzara los botones de su camisa. Le desabroché el siguiente botón; no salió nada. Desabroché otro botón. El poder temblaba como el calor que se levanta del asfalto.
– Aparta la ilusión, Sholto, déjame ver.
– Tengo miedo. -Su voz era un susurro. Lo miré.
– ¿Crees realmente que quiero dejar escapar esta oportunidad? Quiero acabar con este exilio, Sholto. Estoy cansada de fingir. Quiero recuperarlo todo. -Le acaricié el cuello, y la mezcla de nuestros poderes fluyó como un velo invisible-. Carne de sidhe, carne igual a la mía para ser bien recibida; quiero regresar a casa, Sholto. Deja caer tu encanto para que vea qué aspecto tienes.
Hizo lo que le pedí. Los tentáculos salieron de la camisa, y me recordó un nido de serpientes, o los intestinos que se esparcen cuando se abren las tripas de alguien. Estaba helada, y esta vez no fue la pasión la responsable del nudo que se formó en mi garganta. Sholto empezó a retirarse inmediatamente. Se levantó y me dio la espalda para que no pudiera verle. Tuve que agarrarle el brazo para pararle. Mi reacción había roto la magia existente entre nosotros o, más bien, la había roto su reacción a mi reacción. Su brazo era simplemente un brazo, caliente y vivo bajo mi mano, pero nada más.
Le agarré con las dos manos. Intenté dirigirle nuevamente hacia mí, pero se resistió. Me arrodillé. Dejé una mano sobre su brazo, pero estiré la otra hacia su camisa. No toqué nada, y debería haber tocado muchas cosas. Había convocado nuevamente encanto y yo no sentía lo que realmente estaba ahí.
Le obligué a mirarme. Llevaba la camisa abierta hasta el abdomen. Su pecho y su estómago estaban pálidos, musculosos, limpios, perfectos. Desabroché otro botón y su torso se mostró como en el anuncio de un gimnasio. Sholto me permitió desabrocharle la camisa y dejarla abierta del todo, pero no me miró.
– Supongo que también será agradable si te escondes detrás del encanto.
Entonces me miró, y parecía enfadado:
– Si ésta fuera mi verdadera apariencia, no te apartarías de mí.
– Si ésta fuera tu verdadera apariencia nunca habrías llegado a ser rey del Huésped.
Pasó por sus ojos un sentimiento ilegible, pero este sentimiento era mejor que la anterior angustia teñida de amargura.
– Habría sido un noble en la corte de los sidhe -dijo.
– Un señor, nada más. La línea sanguínea de tu madre no es lo suficientemente noble para adquirir un título mejor.
– Soy un señor -dijo.
Asentí.
– Sí, por méritos propios, por tu poder. La reina no podía dejar que un poder así abandonara nuestra corte sin un título.
Sonrió, pero su sonrisa era amarga, y la angustia asomó de nuevo a sus ojos.
– ¿Estás diciendo que es mejor gobernar en el infierno que servir en el cielo?
Dije que no con la cabeza.
– No, pero digo que tienes todo lo que te hubiera podido dar la sangre de tu madre, y eres un rey.
Me miró, de nuevo con una máscara arrogante. La que había visto tan a menudo en la corte.
– La sangre de mi madre podría haberme proporcionado tus favores.
– No te he rechazado -dije.
– He visto tu mirada, he sentido el desasosiego de tu cuerpo. No tienes que decirlo en voz alta para que sea verdad.
Empecé a sacarle la camisa de los pantalones, pero él me agarró las manos.
– No.
– Si te vas ahora, será el final. Deja caer la ilusión, Sholto, déjame ver.
– Lo hice. -Tiró de su camisa con tanta fuerza que casi me tiró de la cama.
– Hubiera sido fantástico si te hubiera podido abrazar sin vacilar. Siento no haber podido, pero dale otra oportunidad a esta chica. La primera vez asusta un poco.
Sacudió la cabeza.
– Tienes razón, soy el rey de los sluagh. No seré humillado. Me senté al borde de la cama y lo miré. Tenía un aspecto formidable, aunque se le veía un poco enfurruñado. Pero no era real, y yo me había pasado tres años ocultándome y fingiendo. El engaño puede durar mucho tiempo. Aunque lo hubieran rechazado, nadie resumía la corte de la Oscuridad mejor que Sholto. Una combinación de increíble belleza y de horror, no una al lado de la otra, sino entrelazadas. La una no podía existir sin la otra. Sholto era a su manera la combinación perfecta de todas las características de la corte, y lo rechazaban porque temían que fuera en realidad la esencia de un sidhe de la Oscuridad. Dudo que lo pensaran así de claro, con estas palabras, pero esto es lo que les asustaba de Sholto: no que fuera un extraño, sino que no lo fuera.
– No te puedo dar mi palabra de honor de que no te rechazaré por segunda vez, pero te puedo dar mi palabra de que lo intentaré.
Me miró, con arrogancia en los ojos; un escudo más:
– Eso no es suficiente.
– Es lo máximo que te puedo ofrecer. ¿El temor a ser rechazado merece perder el primer contacto con la carne de sidhe?
La duda le invadió la mirada.
– Si no puedes… digerirlo. Entonces convocaré el encanto y… Acabé por él cuando su voz se desvaneció.
– Sí, podemos.
Asintió.
– Esto es lo más cerca que he estado nunca de rogarle a alguien.
Reí.
– iQué suerte tienes!
Pareció desconcertado, y fue casi un alivio ver al verdadero Sholto mostrándose a través de su cuidadosa máscara.
– No lo entiendo.
– Tu magia tiene tanto poder que seguramente no lo entiendas. -Era mi voz la que mostraba amargura ahora. Me la sacudí literalmente agitando la cabeza y el pelo me cayó sobre la cara. Le tendí los brazos-. Ven aquí.
En su cara se observaba desconfianza. Me imagino que no le podía acusar, pero empezaba a cansarme de ser el bastón que sostenía sus emociones. No quería lastimarle y no obstante, no estaba segura de que quisiera vincularme con él para siempre. No se trataba de los tentáculos, sino de su inestabilidad emocional. Los hombres así resultan tan agotadores que normalmente los evito, pero Sholto me podía ofrecer cosas que otros no podían. Podía devolverme a casa, así que valía la pena aguantarlo durante un tiempo. Pero en realidad esto era un estigma casi tan grande como sus extras.
– Quítate la camisa y ven aquí. O no lo hagas si no quieres. Tú eliges.
– Pareces impaciente -dijo.
Me encogí de hombros.
– Un poco. -Lo atraje hacia mí.
Se quitó la camisa de los hombros y la tiró al suelo. Un montón de emociones cruzaron su rostro hasta que finalmente se concretaron en un desafío. Me daba igual, porque sabía que su rostro no reflejaba lo que realmente sentía. Iba a utilizar una máscara hasta estar seguro de que sería bien recibido.
Dejó caer el encanto.
13
Intenté no apartar la mirada mientras caminaba hacia mí. Los tentáculos tenían el mismo blanco brillante que el resto de su cuerpo. Se apreciaba un leve efecto marmóreo en los tentáculos más gruesos, y yo sabía por Bathar que éstos eran sus brazos musculosos, los tentáculos que realizaban el trabajo pesado. Había tentáculos más largos y más delgados agrupados alrededor de sus costillas y su estómago. Eran los dedos, aunque cien veces más sensibles que los de un sidhe. A continuación, justo encima del ombligo se apreciaba una línea de tentáculos más cortos con puntas ligeramente más oscuras. El hecho de que tuviera estos tentáculos hizo que me cuestionara si lo que había debajo de sus pantalones era sidhe o no.
Me senté en la cama y miré hasta que se puso de pie delante de mí. Miraba hacia un lado y mantenía las manos enlazadas detrás de la espalda, como si no quisiera verme ni tocarme. Le alcancé y toqué uno de aquellos delicados tentáculos musculosos; se estremeció. Le acaricié, y sentí la mirada de Sholto antes de levantar la mía para encontrarme con sus ojos.
Volví a tocar la piel del tentáculo.
– Éstos son para el trabajo duro, levantar cosas, capturar presas. -Puse un dedo en la parte inferior del tentáculo, sintiendo una textura ligeramente diferente. No era desagradable, aunque era más grueso que la piel humana, casi elástico, como la piel de un delfín.
– Supongo que Bathar te lo dijo. -Su voz mostraba preocupación.
– Sí.
Toqué la base del tentáculo, donde éste se unía al torso. Lo recorrí con mis dedos, despacio pero con firmeza. Se enredó alrededor de mi mano, sosteniéndola, separándola de su cuerpo.
– No lo hagas -dijo.
– ¿Te ha gustado, verdad? -pregunté.
Me miró, muy enfadado y asustado:
– ¿Cómo sabes lo que le gusta a un ave nocturna?
– Sólo preguntaba.
Entonces pareció desconcertado, y pude apartar la mano de él. Toqué uno de los grupos de tentáculos más delgados y éstos se encogieron como algas marinas cuando un submarinista las roza en el fondo de un mar de coral.
– Bathar sabía tejer las labores más complicadas con sus dedos. -Moví la mano hacia abajo, sin tocar la última hilera visible de tentáculos-. Éstos son muy sensibles, sirven para los trabajos táctiles más delicados, pero en realidad son un órgano sexual secundario.
Sholto se mostraba atónito.
– Normalmente, no compartimos este tipo de información con extraños.
– Lo sé. -Me puse a reír-. Bathar solía usarlos para acariciar a las mujeres que le visitaban. Muchas veces tenían miedo de decirle que las dejara, por miedo a ofenderle y ofender a mi padre. Cuando finalmente regresé a la corte me di cuenta de que el Huésped solía acariciar a los que no eran sluagh con los tentáculos inferiores. Es una especie de broma privada. Nos tocáis con el equivalente de vuestros pezones, y nosotros sin saberlo.
– Pero tú lo sabes -dijo.
– Me gustan las bromas cuando no son a costa mía. -Moví la mano en un largo movimiento sobre su última línea de órganos. Sholto dejó escapar en un suspiro el aire que había estado conteniendo. Su mirada permanecía desafiante, a la defensiva. No le culpaba por ello. Tenía demasiada mezcla genética en mi sangre para meterme en esta cuestión.
Toqué sus tentáculos inferiores con delicadeza, y empezaron a moverse alrededor de mis dedos. Las puntas eran ligeramente prensiles, no tanto como las de arriba, pero todos ellos mostraban una ligera depresión en una cara. Metí un dedo en una de las depresiones, y esto le hizo estremecer.
– Supongo que esto cumple una misión especial si estás con un ave nocturna hembra.
Asintió, sin pronunciar palabra.
– ¿Qué pueden hacer por mí?
Formulé la pregunta por varias razones. En primer lugar, tenía curiosidad. En segundo lugar, tenía que saber si podía aguantar que me tocara íntimamente con ellos. Le estaba tocando de una manera casi científica. Uno hace x, y sucede y. La objetividad me permitía tocarle, pero no me conduciría al sexo.
Él bajó las manos, pero esto puso los tentáculos más gruesos en una masa que se apoyaba en mi cara. Me causó repulsión y retrocedí. Sholto se enderezó de inmediato. Quizá pensaba apartarse de nuevo, pero le agarré varios tentáculos inferiores. Esto le detuvo, y contuvo el aliento. La reacción me hizo recordar lo que ocurre cuando tocas el pene de un hombre cuando no se lo espera.
Siguió bajando las manos y me sacó la blusa. El movimiento provocó que los gruesos miembros musculosos se colocaran contra mi cara. Esta vez no me aparté, aunque me costó bastante esfuerzo.
Me sacó la camisa por la cabeza, y la dejó caer al suelo. El desafío estaba teñido con algo distinto, algo más oscuro y más real. Utilizaba dos de los tentáculos musculosos para apartar delicadamente mis manos de los órganos inferiores. Entonces, los largos y delgados tentáculos se estiraron, volviéndose aun más largos y más delgados. Las puntas me acariciaban los pechos con movimientos rápidos.
Cuando las puntas se adentraron en mi sujetador fue como si una serpiente reptara por mi piel. Estaba a punto de decirle que no, que no podía hacerlo, cuando aquellas puntas rojizas encontraron mis pezones y descubrí para qué servían las depresiones de la cara inferior. Tenían capacidad de succión, y su toque era experto.
Mis pezones se endurecieron con la sensación de ser chupados y apretados.
Un segundo órgano actuaba en mi vientre, hurgando por la parte de arriba de mis pantalones. Preguntó sin palabras y yo lo aparté delicadamente.
– Basta ya, por favor.
Se apartó de mí, pero esta vez no estaba herido. Su semblante era casi la viva imagen del triunfo.
– Por ahora me basta con ver tu cara. Significa mucho para mí.
Tomé un respiro e intenté pensar.
– Me alegra oír eso, pero hay algo más que tengo que comprobar antes de estar segura.
Me miró.
– Desabróchate el cinturón, por favor.
No tuve que pedírselo dos veces. Se sacó el cinturón, pero dejó los pantalones abrochados. Me gustaba que hubiera hecho exactamente lo que le había pedido, ni más, ni menos.
Le desabroché los pantalones, dejando al descubierto la goma de los calzoncillos. El bulto que cubrían era consistente y firme, y tenía un aspecto muy… humano. Pero después de lo que acababa de ver, tenía que estar segura. Le quité la ropa interior, delicadamente, y le vi desnudo por primera vez.
Estaba tan erguido y perfecto como lo había anunciado su cara, como una escultura de alabastro. Puse mi mano a su alrededor, y él dejo escapar un grito.
Yo no estaba jugando, estaba buscando algo. Bathar tenía una espina casi tan grande como mi mano dentro de su pene. Algo que no resistiría ninguna mujer humana. Sólo los seres reales de su tipo la tenían, y significaba que eran machos fértiles: sin espina, las hembras no ovulaban durante el acto sexual.
Sholto me miró con impaciencia.
– El control de un hombre no es perfecto.
– Por eso llevo las bragas puestas. -Era como un terciopelo duro y musculoso en mis manos, pero allí sólo había carne, ninguna sorpresa desagradable-. ¿Tu padre no era noble?
– Estás buscando la espina. -Su voz era baja, ronca.
– Sí.
– Mi padre no pertenecía a los esclavos reales.
Susurró estas palabras sensatas con una voz que a cada caricia se volvía menos razonable.
– ¿Entonces, cómo conseguiste llegar a ser rey?
Mi voz era tranquila. Ya no estaba excitada después de que los tentáculos dejaran de tocarme. No había durado, porque no estaba excitada con su visión. Que el Señor me perdone, pero para mí los extras eran una especie de deformidad.
– La corona de los sluagh no se hereda, se gana.
– Que se gana -dije-. ¿Cómo se gana?
Negó con la cabeza.
– Ahora mismo me cuesta pensar.
– Me pregunto por qué será.
Lo planteé de forma graciosa, pero no lo era. Me hubiese gustado que lo fuera. Me habría gustado tomarlo tentáculo a tentáculo, pero tenía más de una docena. La idea de apretar mi cuerpo desnudo contra el suyo, de ser abrazada por aquel racimo de tentáculos… Me estremecía de sólo pensarlo.
Sholto no comprendió mi reacción, y uno de sus tentáculos musculares peinó mi pelo igual que habría hecho la mano de un hombre. Cerré los ojos e intenté disfrutar de la caricias, pero no pude. Una noche, quizá, pero no noche tras noche. Simplemente, no podía.
Bajé la cara, y el tentáculo se apartó. Sostuve a Sholto en mi mano, tan sólido y encantador como cualquier hombre con el que había estado, pero por culpa de lo que se retorcía por encima, no obtuve el placer esperado.
Sholto me miraba con expectación, como si ya hubiera dicho que sí. Lo lógico habría sido levantarme y besarle, pero si le besaba la masa de tentáculos me envolvería y Sholto sabría lo que en realidad pensaba. No quería que me viera retrocediendo horrorizada. Quería que su última caricia de carne de sidhe fuera algo agradable, no humillante. Si no resistía subir por su cuerpo, bueno, sólo quedaba una opción: descender.
Bajé de la cama y me arrodillé frente a él. El movimiento le obligó a apartarse de la cama, y dejó mi cara a la altura de aquel largo trozo de carne firme y sedosa. Tomó aire para decir algo, pero lo paré tomándolo en la boca. Subí mis manos por sus muslos hasta clavarle mis uñas en sus nalgas.
Dejó escapar un grito, y su cuerpo avanzó hacia mí para adentrarse en mi boca. Normalmente, me gustaba subir la mirada por el cuerpo de un hombre para disfrutar de su reacción, pero no en esta ocasión. No quería ver nada. Me alimenté de él, chupándole, usando la lengua, la boca, los labios e incluso, delicadamente, los dientes. Su respiración adoptó un cadencioso jadeo que dejaba claro que tendría que detenerme rápidamente si no quería romper el tabú de la reina. El poder también había vuelto, como un sólido zumbido de energía contra mi cuerpo. Allí donde le tocaba, se desprendía energía. Sentía en la boca una especie de vibración, y tuve una visión repentina de lo que podía representar tener entre las piernas aquella cosa caliente y poderosa. La imagen era tan vívida que me tuve que apartar. Abrí los ojos y encontré su piel blanca, casi traslúcida por el poder.
Subí lentamente la mirada. Cada centímetro de su cuerpo resplandecía. Las puntas de los tentáculos más pequeños brillaban como ascuas rojas, y los tentáculos superiores mostraban una gama de tonos marmóreos. Era hermoso contemplar la combinación de rojo delicado, violeta tenue y tiras de oro del color de sus pupilas en contraste con la blanca luz de su piel.
Le miré, y en ese momento todo lo que veía era bello. Era como se suponía que tenía que ser: un objeto moldeado con luz y rellenado con color y magia. El poder se desprendía de él con una vibración que me acariciaba la piel y me hacía vibrar, abrazándome como una manta invisible y de seda. Quería entrar en su interior, sentir cómo me penetraba.
– Suéltate el pelo. -Mi voz sonó extraña, como si estuviera hablando otra persona.
Sholto hizo lo que le pedí. El cabello le cayó hasta debajo de las rodillas de una forma deslumbrante, como nieve reciente. Me llené las dos manos con él y lo acaricié tiernamente. Hacía tanto tiempo que no disfrutaba de una melena cayendo en cascada sobre mi cuerpo… Era como satén vivo y pesado. Me bajé el sujetador para peinar su cabello con mis pechos. El contacto me hizo estremecer, y esta vez era pasión.
Le miré, todavía de rodillas.
– ¿Piensas que nos podríamos contener si pusieras toda esta masa de cabello sobre mi cuerpo desnudo?
Todos los colores de sus iris brillaban; sus anillos parecían arremolinarse como el ojo de un huracán. El deseo que mostraba su rostro se transformó en risa.
– ¿Tengo que mentir y decir que sí?
Levanté una mano brillante, casi traslúcida, que tocó su cuerpo.
– Sí, miénteme, si eso nos impide parar.
– Esta conversación es peligrosa -dijo, en voz baja.
– Son momentos peligrosos -dije, y le lamí, haciendo que su cuerpo reaccionara desde las piernas hasta los hombros, mientras la cabeza se echaba hacia atrás, y su respiración se convertía en un jadeo.
– Meredith -dijo con aquel tono que un hombre reserva sólo para las ocasiones más íntimas. A1 oírlo mi cuerpo se endureció en sitios que él no había visto, y mucho menos tocado.
La puerta se abrió de golpe con un crujido de madera y un aura de poder nos golpeó como la mano de un gigante. Sholto se tambaleó, pero se mantuvo en pie. Yo capté la imagen de una figura negra que se movía de forma borrosa y a continuación, Sholto había saltado por encima de la cama y se había arrojado al suelo.
Nerys la Gris estaba de pie, enmarcada en el dintel, un instante después se movía a toda velocidad hacia mí. Salté hacia la cama, en pos del arma que había debajo de la almohada, pero me di cuenta de que no llegaría a tiempo.
14
Tuve que darle la espalda a la arpía para contar con alguna oportunidad de alcanzar el arma. Ya había metido la mano debajo de la almohada, cuando sus garras se clavaron en mi espalda desnuda. Grité, todavía en pos de la pistola. Sus zarpas me agarraron por los brazos y me tiraron de la cama. Golpeé el suelo al caer, desarmada, y antes de que pudiera recobrar el aliento ya tenía a Nerys encima.
Le di una patada, y ella me rasgó los pantalones. Continué soltándole patadas mientras trataba de levantarme, pero no me dio oportunidad. Me atacaba, soltaba zarpazos a mis pantalones, me arañaba la carne. Yo me arrastré hasta la pared, pero una vez allí ya no había ningún sitio al que escapar.
No paraba de chillar: «¡Es nuestro! ¡Nuestro! ¡Nuestro!». Cada palabra la puntuaba con un zarpazo. Me protegía el cuerpo con los brazos, pero ella estaba dispuesta a dejármelos en carne viva, así que eso no iba a detenerla.
Esperaba que el terror y el dolor atenuaran mi brillo, pero seguía siendo un objeto resplandeciente. La sangre se derramaba de mis brazos con un brillo carmesí; mi propia sangre brillaba. Sentí que el poder trepaba por mi cuerpo y se extendía, pero no como ninguna otra magia que hubiera conocido antes. El poder llameaba en mi interior y mi cuerpo brillaba con tanta intensidad que la arpía vaciló.
– Ya veremos si brillas cuando te arranque la piel -dijo.
Me rasguñó los brazos hasta hacerme chillar, y vi aquella garra negra acercándose a mis ojos.
Golpeé su pecho huesudo, y el poder me subió por el brazo y se esparció por mi mano. Sentí que aplastaba a la arpía. Ella dejó de darme zarpazos y se quedó paralizada, de rodillas ante mí. El poder que fluía por mi interior me dolía como si todas las fibras de mi cuerpo se quemaran a la vez. Grité e intenté pararlo, pero el dolor no cesó de aumentar hasta que miré a Nerys con una visión nublada. Estaba a punto de desmayarme de dolor pero, si lo hacía, Nerys me mataría.
Me sentía como si me estuvieran descuartizando con cuchillos al rojo vivo. Finalmente, conseguí volver a gritar y Nerys se unió al chillido. Se apartó de mí y se arrastró hasta el lateral de la cama. Me miró con los ojos muy abiertos, con una expresión de incredulidad en su rostro crispado. Su piel empezó a… crecer, es la mejor palabra que se me ocurre para describirlo. Empezó a levantarse como leche hirviendo, derramándose sobre su garra.
Nerys estaba gritando:
– ¡No, no!
Su cuerpo comenzó a plegarse sobre sí mismo, los huesos se deslizaban de su sitio, los músculos afloraban a la superficie como troncos flotando en un río. La sangre se derramó por la alfombra y a continuación, fluidos más espesos y oscuros manaron de sus vísceras en un chapoteo acre. Observé cómo su corazón salía a la luz y arrastraba el resto de sus órganos internos. Dejó escapar un chillido interminable, e incluso cuando quedó reducida a una gran bola de carne, se oían sus chillidos, distantes y lejanos, pero vivos. Nerys era inmortal, y sacarle las tripas no cambiaría eso.
Mi dolor empezó entonces a disiparse, como un miembro amputado que continúa doliendo. Había visto a mi padre hacer cosas similares con una de sus manos de poder, la que le valió el título de Príncipe de la Carne.
Empecé a arrastrarme hacia la puerta, contemplando aquella masa de carne vibrante que acababa de crear. Cuando levanté la sábana vi a Agnes la Negra a horcajadas encima de Sholto. Había tomado aquella parte brillante de él entre la pálida oscuridad de su cuerpo. Sholto se debatía, pero ella le mantenía los brazos sujetos, inmovilizándole el cuerpo mientras lo montaba. Entre los elfos hay seres físicamente más fuertes que los sidhe, y las arpías son uno de ellos.
Me lancé hacia la puerta, hecha añicos, y oí la voz de Agnes a mi espalda.
– Nerys, mata a esa puta blanca.
Lo último que oí fue en tono quejumbroso:
– ¿ Nerys?
Antes de que empezara la siguiente tanda de gritos, ya había alcanzado los ascensores. Si Agnes la Negra me quería muerta antes, lo que le había hecho a su hermana no iba a hacerle cambiar de opinión. Tardaba mucho en llegar al vestíbulo. Yo estaba temblando de frío. Me miré los brazos ensangrentados: me dolían con ese dolor agudo que sólo te dan los zarpazos. El izquierdo se había llevado la peor parte. La herida del antebrazo dejaba el hueso a la vista y la sangre brotaba en un incesante flujo carmesí desde mi codo hasta el suelo del ascensor. Mis pantalones estaban empapados de sangre, casi púrpura.
Las heridas eran lo bastante importantes para sufrir un shock, pero no creo que ésa fuera la causa. Era la magia. Había hecho lo que sólo podía hacer una mano de poder, algo que podría haber hecho mi padre con su poder más terrible, un poder que incluso él utilizaba con pesar, porque ellos no mueren. Nerys no moriría. Quedaría eternamente atrapada en la cárcel de su propia carne y sus propios fluidos. Se quedaría ciega, incapaz de alimentarse ni de respirar, pero no moriría nunca. Nunca.
En mi garganta se forjó un grito, y supe que si lo dejaba escapar no pararía de chillar hasta que Agnes me encontrara y me arrancara los ojos. Dejé la camisa, la chaqueta y la pistola en la habitación. Ni siquiera tenía algo con lo que cubrirme las heridas. Puse el sujetador en su sitio para taparme los pechos.
Se abrió el ascensor y una pareja estuvo a punto de entrar, pero me vieron. En sus caras se observaba conmoción y miedo, y dejaron que las puertas se cerraran lentamente. Había olvidado el encanto. No podía cruzar el vestíbulo de esa manera.
El encanto personal es mi mejor hechizo, pero aun así tenía que luchar como nunca antes para cubrirme con un velo de encantamiento. Lo mejor que podía hacer era procurar que la gente no me viera herida y que no se dieran cuenta de que no llevaba nada más que el sujetador por encima de la cintura. No podía concentrarme en cambiar mi aspecto. Necesitaba utilizar encanto para esconderme de los sluagh, y no podía verme mentalmente. No conseguía visualizar mi apariencia y sin hacerlo, no podía producir encanto.
Las puertas se abrieron en la planta baja y yo salí del ascensor. Nadie gritó ni me señaló, de manera que el encanto estaba surtiendo efecto. Todo estaba en orden, o iba a estarlo. Entonces vi a Segna la Dorada sentada en el sillón oval del centro de la recepción, observándome con unos entrecerrados ojos amarillos.
Me volví y me dirigí a la entrada trasera, pero a pocos metros de allí estaba Gethin, con la camisa hawaiana y la gorra de béisbol, delante de la otra puerta. Observé la recepción amplia y llena de gente sonriente, la cola para pedir habitación, y entendí que podían matarme ahí mismo, y nadie se enteraría hasta que mi cuerpo cayese en esa alfombra y mis asesinos hubiesen desaparecido.
El lavabo de mujeres era visible desde mi posición. Caminé tranquilamente hacia allí, entré y cerré. Me volví y escribí en la puerta los símbolos de protección y fuerza; de hecho, sangraba tanto que podría haber escrito una carta. Apoyé las manos contra la puerta y convoqué el poder. Temía hacerlo después de lo que, accidentalmente, había realizado en la habitación, pero no tenía alternativa. Vertí mi poder en aquella puerta, en aquellas runas, y supe que no pasaría nadie. Lo sabía, porque lo deseaba así, y porque era una sidhe y había protegido la puerta con mi propia sangre. Nadie utiliza sangre -es demasiado poderosa para desperdiciarla en menudencias-, pero exagerar un poco no iba a venirme mal esa noche. Necesitaba tiempo para pensar.
Caminé por la pequeña antesala, con su sofá y su sucesión de espejos, hasta el cuarto de baño que había más allá. Lo que vi en la pared del fondo me hizo caer en la cuenta de que ya no había nada que meditar: tenía que irme. Había una ventana en lo alto de la pared. Lo único que debía hacer era llegar a ella.
Cogí un montón de toallas de papel para contener la hemorragia del brazo hasta que encontrara asistencia médica. Pero antes que nada necesitaba sobrevivir, o la única asistencia médica que obtendría sería la de un forense.
La voz de Gethin (o supuse que era él, dado que no era la arpía) dijo:
– Pequeña sidhe, pequeña sidhe, déjame entrar.
Si quería contar cuentos infantiles, que lo hiciera, pero yo me largaba. Finalmente, arrastré una de las sillas de respaldo curvo de la antesala hasta la cabina más cercana a la ventana. Tuve que saltar un poco para asirme a la barra metálica. Me quedé un segundo colgada de los brazos y a continuación empecé a usar los pies para trepar hasta lo alto de la pared. Las heridas volvieron a sangrar con más intensidad. Resbalé dos veces en mi propia sangre antes de llegar a lo alto de la pared y mirar por la ventanita. La abertura era tan pequeña que por una vez agradecí ser tan menuda.
Estaba a punto de situarme en el alféizar cuando algo golpeó la ventana. Justo antes de caer al suelo vislumbré unos tentáculos y una boca. Tuve que volver a escalar hacia la ventana, no para escapar por ella, sino para protegerla con magia. No podrían entrar, pero yo tampoco podría salir.
Estaba atrapada, había perdido demasiada sangre y no se me ocurría nada. Como no tenía nada que hacer, me ocupé en contener la hemorragia. Cogí un montón de toallas de papel y me dirigí al lavabo. Necesitaba un trapo o algo de ropa para sujetar el improvisado vendaje. Estaba comprobando la profundidad de la herida de mi brazo izquierdo en el espejo cuando advertí algo pequeño y negro.
Me volví, apretando las toallas de papel contra la herida, para inspeccionar el cuarto de baño. Las cabinas de los retretes estaban pintadas de un rosa pálido, lo mismo que las paredes de la sala. Hasta los pocos tubos que sobresalían de las paredes y del techo habían sido pintados de ese mismo color. No había nada oscuro en la habitación a excepción de mis pantalones y mi sujetador, y no era eso lo que había visto.
Seguía allí cuando me volví de nuevo hacia el espejo. Era como una figura oscura, recortada entre sombras, que se aproximaba y aumentaba de tamaño a cada paso. No pensé inmediatamente que fuera el sidhe que había intentado matarme en casa de Alistair Norton, porque muchos sidhe saben producir magia de espejos. No podía proteger el espejo, porque no era una puerta ni una ventana, al menos no como la entendía yo. Si atravesaban el espejo significaba que tenían mejor magia que yo y no les podría detener.
La puerta se abrió y mi corazón casi dejó de latir, pero sólo eran dos mujeres. Dos mujeres corrientes, humanas; de haber sido mínimamente sensibles no abrían entrado. Me dedicaron un par de miradas de extrañeza, pero siguieron riendo y charlando hasta que entraron en dos cabinas contiguas. Me vieron vestida y sin sangrar, porque era la imagen que proyectaba. Siempre viene bien comprobar que algo funciona.
No sabía qué hacer. Entonces, advertí algo en el espejo. Había una pequeña araña que colgaba de él. No, no de él, sino dentro de él. La araña estaba en el interior del espejo, arrastrándose por la otra cara del cristal. Era como las arañas que habían contribuido a salvarme en casa de Norton. Era el elfo que me había salvado. Él, o ella, me había salvado una vez, y necesitaba que lo hiciera de nuevo.
Rasgué un trozo de toalla de papel y escribí con sangre: «Ayúdame.» Esperé a que la sangre se secara un poco y entonces formé una bola con el papel. Se me estaba acabando el tiempo.
Pasé las puntas de los dedos justo por encima de la superficie del espejo, poniendo mucho cuidado en no tocarlo. No quería tomar contacto con el espejo hasta formarme una idea más concreta del tipo de hechizo del que se trataba. Percibía la vibrante línea de poder allí donde la magia tiraba como una cuerda. La magia era una suerte de grieta metafísica. No sabía si quien ejercía la magia había descubierto una debilidad en el espejo y la había utilizado, o si era él mismo quien la causaba. Apreté los dedos contra el frío cristal y pensé en el calor que había forjado el espejo. Separé los dedos y el vidrio se hizo añicos. Entonces una línea de luz blanca y deslumbrante asomó con un brillo diamantino.
Tiré la bola de papel por aquel agujero que se había abierto y volví a recomponer el espejo y a colocarlo en su lugar como quien moldea barro con la mano. La puerta se abrió detrás de mí: ya no tenía tiempo. Había quedado una mancha en el cristal. Me incliné hacia el espejo y simulando comprobar mi inexistente carmín, tapé la pequeña imperfección.
La primera mujer había abierto un bolsito y se estaba pintando, ella sí, los labios.
Yo no me miraba los labios, sino aquella figura de sombras en la parte inferior del espejo. Distinguí unos bracitos, que abrían mi mensaje. Una voz masculina sonó como un timbre en la habitación:
– Ya está.
– ¿Has oído eso? -preguntó la mujer que se observaba en el espejo.
– ¿Qué? -pregunté.
– ¿Julie, lo has oído?
– ¿Oído qué? -dijo la otra mujer, todavía en la cabina. Tiraron de la cadena, y Julie se reunió con su amiga ante el espejo.
Para horror mío, la figura de sombras empezó a crecer y estaba a punto de salir del espejo. No me quedaba suficiente encanto para cubrirla. ¡Maldición!
Se me ocurrió un modo de apartar a las mujeres. Crucé la estancia hasta el interruptor de la luz y la apagué. A1 tiempo que la oscuridad nos envolvía, sentí que cambiaba la presión. Sabía que alguien estaba arrastrándose a través del espejo como si estuviera apartando una gruesa cortina cristalina. Tragué saliva para aliviar el zumbido de los oídos y me pregunté qué debía hacer con las dos mujeres que hablaban.
15
Estaba de pie en medio de la oscuridad, sintiendo que algo se movía, y sabía que no eran las mujeres.
– ¿Qué diablos está pasando? -exclamó una mujer.
– Se ha ido la luz -dije.
– Fantástico -dijo la otra mujer-. Salgamos de aquí, Julie.
Oí a las dos caminando a tientas hacia la puerta.
A1 salir se coló un poco de claridad hasta que la puerta se cerró detrás de ellas.
Una llama amarilla y verde cobró vida en la oscuridad. Las llamas arrojaban sombras parpadeantes sobre una cara oscura, muy oscura.
La piel de Doyle no era marrón, era negra. Parecía esculpida en ébano. Tenía los pómulos muy marcados y el mentón demasiado afilado para mi gusto. Era todo ángulos y oscuridad. Tenía un aspecto delicado, como los huesos de un pájaro, pero había visto como le golpeaban en la cara con un mazo. Había sangrado, pero había resistido.
En cuanto lo vi, me recorrió un escalofrío de miedo. Si no me hubiera salvado la vida habría pensado que quería matarme. Acaso no era la mano derecha de la reina. Ella diría: «¿Dónde está mi Oscuridad? Traedme mi Oscuridad». Y alguien moriría o sangraría o ambas cosas. Era Doyle el responsable de mi ejecución, no Sholto. ¿Me había salvado antes para matarme ahora?
– No quiero hacerte daño, princesa Meredith.
Cuando pronunció esto en voz alta pude volver a respirar. Doyle no hacía juegos de palabras. Decía lo que pensaba y pensaba lo que decía. El problema era que la mayoría de las veces te soltaba cosas como «he venido a matarte». Sin embargo, esta vez no quería hacerme daño. ¿Por qué o, mejor dicho, por qué no?
Estaba de pie en el lavabo de mujeres. Las protecciones que había convocado en puertas y ventanas terminarían por ceder y entrarían los sluagh, y no confiaba en Sholto para que me salvara de ellos. Si no se hubiese tratado de Doyle me habría echado a sus brazos o habría dejado de luchar por no desmayarme. Pero era Doyle, y él no era una persona en cuyos brazos pueda uno dejarse caer, sin comprobar antes si llevaba algún cuchillo.
– ¿Qué quieres, Doyle?
Estas palabras salieron con más severidad de la que pretendía, pero no me disculpé por el tono. Me esforzaba en no temblar visiblemente, pero era en vano. Todavía estaba sangrando por media docena de heridas de los brazos, y la sangre resbalaba también por dentro de mis pantalones como un gusano caliente. Necesitaba ayuda, no podía ocultarlo, y eso me situaba en una posición muy débil para negociar con la reina. Y no me llevaba a engaño: negociar con Doyle era negociar con la reina. A no ser que las cosas hubieran cambiado drásticamente en la corte en sólo tres años.
– Obedecer a mi reina.
Su tono era como su piel, oscuro. Su voz profunda podía llegar a notas tan bajas que me daban escalofríos.
– Eso no es ninguna respuesta -dije.
El cabello era negro, pero no tanto como su piel. Parecía que lo llevaba muy corto, pero yo sabía que se lo recogía en una gruesa trenza que le bajaba por la espalda hasta los tobillos. La trenza dejaba desnudas y al descubierto las puntas de sus orejas.
El brillo verde procedía de dos pendientes de diamante que agraciaban sus bonitas orejas, y había dos joyas oscuras, casi del color de su piel, al lado de los diamantes. También llevaba varios aritos de plata a lo largo de ambos lóbulos hasta el extremo de éstos, donde se afilaban ligeramente.
Las orejas en punta mostraban que no pertenecía del todo a la alta corte, sino que era una mezcla bastarda como yo misma. Era la única señal que lo delataba y aunque habría podido taparla con el pelo, casi nunca lo hacía.
Además de los pendientes, lucía un pequeño colgante de plata en forma de araña sobre el pecho.
– Debería haber recordado que tu librea es una araña.
Sonrió un poco, lo cual para Doyle era una exagerada muestra de expresividad.
– En circunstancias normales te daría tiempo para que te arreglaras, pero tus protecciones no durarán mucho, así que si tengo que salvarte más vale que actuemos.
– La reina envió aquí al señor Sholto para matarme. ¿Por qué te envía a ti para salvarme? Esto no tiene sentido ni tratándose de ella.
– La reina no envió a Sholto.
Lo miré. No sabía si creerle. Casi nunca nos mentíamos abiertamente, pero alguien me estaba mintiendo porque no podían estar contándome los dos la verdad.
– Sholto dijo que la reina había ordenado mi ejecución.
– Piensa, princesa. Si la reina Andais deseara realmente tu ejecución, te llevaría a la corte para que todos vieran lo que les ocurre a las sidhe que desobedecen las órdenes reales. Te utilizaría para dar ejemplo. -Hizo un gesto para abarcar todo el cuarto de baño y sus manos esparcieron una especie de llama-. No te haría matar a escondidas, donde nadie puede verlo.
La llama se replegó nuevamente sobre sí misma, pero continuó danzando alrededor de las puntas de sus dedos.
Me apoyé en el lavabo. Si no acabábamos pronto con la conversación terminaría cayendo de rodillas. Había perdido mucha sangre y seguía perdiéndola.
– Quieres decir que la reina no renunciaría a verme morir -dije.
– Sí -dijo.
Algo golpeó la ventana con tanta fuerza que la habitación pareció temblar. Doyle se volvió hacia el sonido, sacando un gran cuchillo, o una pequeña espada, de detrás de la espalda. Las llamas verdes flotaban alrededor de su espalda y encima de uno de sus hombros como un fiel halcón.
La luz jugaba en el filo de la espada y en la empuñadura. Labrados en ésta había un trío de cuervos con las alas entrelazadas y los picos abiertos sosteniendo las joyas del pomo.
Me caí al suelo, pero mantuve una mano aferrada al lavabo.
– Es Temor Mortal.
Era una de las armas privadas de la reina y nunca había oído que la cediese a nadie por motivo alguno.
Doyle se apartó lentamente de la ventana vacía. La espada corta concentraba la trémula luz.
– ¿Ahora te crees que la reina me ha enviado para salvarte?
– O eso o la mataste para quitarle la espada -dije.
Me miró, y su semblante indicaba que no veía el humor en esta última observación. Mejor, porque no pretendía hacer un chiste. Temor Mortal era uno de los tesoros de la corte de la Oscuridad. Se había utilizado sangre mortal cuando fue forjada, lo cual significaba que una herida mortal del arma era realmente una herida mortal para cualquier elfo, incluso para un sidhe. Habría jurado que la única manera de conseguir la espada era arrancarla de las manos frías del cadáver de mi tía.
Algo golpeaba la ventana una y otra vez. Pensaba que querían romper la protección con magia, lo cual llevaría cierto tiempo, pero simplemente se proponían echarla abajo. Si la ventana desaparecía, desaparecía la protección. La fuerza bruta no siempre funcionaba sobre la magia, pero en ocasiones sí. Esa noche sí iba a funcionar. Oí un sonido agudo cuando el cristal reforzado empezó a cuartearse. Doyle se arrodilló ante mí, con la punta de la espada hacia abajo. -No tenemos tiempo, princesa.
Asentí.
– Te escucho.
Dirigió hacia mí su mano derecha vacía, y me acobardé tanto que caí al suelo.
– Tengo que tocarte, princesa.
– ¿Por qué?
El cristal se quebró y el viento empezó a soplar en la habitación. Oí que algo grande rozaba la pared, y los agudos gorjeos de las aves nocturnas alentando a los más fornidos.
– Puedo matar a algunos de ellos, mi princesa, pero no a todos. Daría mi vida por ti, pero eso no será suficiente, no contra el poder de casi la totalidad de los sluagh.
Se me acercó tanto que tuve que dejar que me tocara, de lo contrario habría tenido que apartarme de él arrastrándome hacia atrás como un cangrejo.
Puse una mano por delante, tocando la piel de su chaqueta. Él continuó presionando, y mi mano resbaló hacia la camiseta negra que llevaba debajo. Sentí algo húmedo. Retrocedí, y vi en la inquietante penumbra que mi mano estaba negra.
– Estás sangrando -dije.
– Los sluagh no querían que te encontrara esta noche.
Tuve que poner una mano atrás para no caer al suelo, porque él estaba muy cerca. Lo bastante cerca para besarme, o para matarme.
– ¿Qué quieres, Doyle?
El cristal se hizo añicos y provocó una tintineante lluvia de esquirlas.
– Lo siento, pero no hay tiempo para delicadezas.
Dejó caer la espada al suelo y me agarró por los antebrazos para atraerme hacia él. Sólo tuve un segundo para darme cuenta de que quería besarme.
Si hubiese intentado clavarme la espada, habría estado preparada, o al menos no me habría sorprendido, pero un beso… Estaba desconcertada. Su piel olía a alguna especia exótica. Sus labios eran delicados, y el beso agradable. Me quedé paralizada entre sus brazos, demasiado turbada para saber qué hacer, como si me hubiera hechizado. Susurró contra mis labios:
– Ella dijo que tenía que dártelo de la misma forma que ella me lo dio a mí. -Sus palabras dejaban entrever su enfado.
Oí que algo atravesaba la ventana y caía pesadamente. Doyle me soltó tan de repente que volví a caer al suelo. Entonces, con un solo movimiento fluido, como un paso de baile, cogió la espada, se volvió y cruzó el cuarto para clavar el arma en un tentáculo negro, tan grande como él, que había penetrado por el agujero de la ventana. Se oyó un grito al otro lado del vidrio roto. Doyle extrajo la espada del tentáculo y éste empezó a retroceder. Él levantó la espada por encima de la cabeza y la hizo caer con toda su fuerza. El tentáculo cercenado derramó un baño de sangre negra en medio de una luz verde amarillenta.
El resto del tentáculo se retiró por la ventana con un sonido similar al gemido del viento. Doyle se volvió hacia mí.
– Esto les retendrá, pero no mucho.
Se acercó a mí, con la espada ensangrentada en la mano. Todo había sucedido en cuestión de segundos. Incluso se las había arreglado para permanecer en un lado, con lo cual la sangre no le había tocado, como si hubiese sabido dónde colocarse o hacia dónde iba a saltar la sangre.
Al verle acercarse a mí, no pude permanecer en el suelo. Él había venido para mantenerme con vida, pero a medida que se me acercaba, todos mis instintos se pusieron de acuerdo para hacerme gritar. Doyle era algo elemental esculpido de oscuridad y de penumbra, armado con una espada asesina y avanzaba hacia mí como la encarnación misma de la muerte. En ese momento, entendí por qué los humanos nos adoraban.
Me agarré en el lavabo para ponerme en pie, porque no podía enfrentarme a él de rodillas. Debía mantenerme de pie delante de aquella gracia de la Oscuridad, o inclinarme ante él como un humano en posición de adoración. Ponerme en pie provocó que la habitación me diera vueltas. Estaba tan mareada que temía caerme, pero me mantuve en pie agarrándome del lavabo con todas mi fuerzas. Cuando se me aclaró la visión, continuaba de pie y Doyle estaba lo bastante cerca para que pudiera ver llamas verdes en los espejos oscuros de sus ojos.
De pronto me apretó contra su cuerpo y sentí en mi piel la sangre fría de su camisa. Notaba la fuerza de sus manos en mi espalda, apretándome contra su cuerpo.
– La reina puso en mí su marca para que yo te la entregue. En cuanto la tengas, todos sabrán que hacerte daño será arriesgarse a perder el favor de la reina.
– El beso -dije.
Asintió.
– Dijo que te lo tenía que dar, igual que ella me lo dio a mí. Perdóname.
Me besó antes de que yo pudiera preguntar por qué motivo pedía perdón. Me besó como si intentara escalar dentro de mí a través de mi boca. Yo no estaba preparada ni le había dado permiso. Intenté apartarme y su brazo se aferró a mi espalda, presionando la chaqueta de piel contra mi cuerpo. Su otra mano me aguantaba la cara y los dedos se clavaban en mi mentón. No podía impedir que me besara, no me podía apartar de él.
Luchar no me estaba llevando a ninguna parte, de manera que me detuve y le abrí la boca, devolviéndole el beso. Sentí que él se relajaba, como si pensara que le estaba autorizando. Cogí su camiseta negra y empecé a sacarla de sus pantalones. Estaba tan húmeda de sangre que se pegaba a la piel, pero la saqué del todo. Puse mis manos sobre la superficie de su estómago, hacia arriba, hacia la suavidad de su pecho.
Se fusionó conmigo, y su mano presionaba con fuerza la piel desnuda de mi espalda.
Mis manos encontraron la herida de su pecho. Era un zarpazo ancho y profundo. Pasaron tres cosas a la vez: hundí mis dedos en su herida; su cuerpo se tensó y sentí cómo reaccionaba ante el dolor. Creo que estaba a punto de soltarme, pero entonces, cuando él sentía más dolor y yo hundía los dedos en su herida, ocurrió la tercera cosa: la marca de la reina le llenó la boca y penetró en mi interior.
Una dulce corriente de poder me llenó la boca, desplazándose desde el cuerpo de Doyle hacia el mío y fundiéndose entre nuestros labios, como si los dos estuviésemos chupando el mismo caramelo. El poder se hinchó en nuestro interior y nos colmó de calor, como un vino especiado caliente vertido en dos copas iguales, hasta que el poder llenó nuestros cuerpos y se derramó en un líquido tibio a través de nuestra piel.
Doyle dejó de besarme y se separó de mí. Me dejé caer al suelo, esta vez no por la hemorragia, sino porque las rodillas no me sostenían.
No era capaz de enfocar nada, veía el mundo a través de una neblina. Doyle apoyaba sus dos manos en el lavabo, cabizbajo, como si estuviera mareado. Le oí decir:
– Consorte, sálvame.
No sé cuál habría sido mi aguda réplica, porque la puerta se abrió de golpe y golpeó la cabina más alejada. Distinguí la silueta de Sholto en el umbral. Se había puesto el abrigo gris sobre el pecho desnudo, pero el nido de tentáculos aparecía como un monstruo que intentaba desprenderse de su piel.
Percibí movimiento detrás de mí, y al volverme vi a Doyle yendo a buscar la espada que había dejado en el lavabo. Sentí el poder de Sholto formando un vendaval. De pronto, me di cuenta de que ambos pensaban que el otro había venido para matarme.
Tuve tiempo para gritar:
– ¡No!
La llama de Doyle se desvaneció, devorada por una oscuridad aterciopelada y perfecta, llena de los sonidos de cuerpos en movimiento.
16
Me puse a chillar:
– ¡No! ¡Sholto, Doyle, no os hagáis daño!
Oí carne golpeando a carne, pisadas resbaladizas a medida que alguno se deslizaba por la oscuridad. Alguien respiró con dificultad y a continuación, oí unos ruiditos.
– Por favor, escuchadme, ninguno de vosotros está aquí para hacerme daño. Los dos me queréis viva.
No sé si no me oyeron, o bien no querían hacerlo. Como mínimo, alguien utilizaba una espada en la oscuridad, con lo cual no me levanté sino que fui a rastras hasta el interruptor. Palpaba los lavabos a la derecha y avanzaba tanteando con la mano izquierda.
La batalla continuó en un silencio casi completo hasta que uno se puso a gritar, y pronuncié una plegaria silenciosa para que nadie muriese. Casi choqué con la pared. Me levanté tanteando con las manos hasta que di con el interruptor. Lo encendí y la habitación se iluminó. Me quedé allí, deslumbrada.
Los dos sidhe estaban abrazados, con los cuerpos tensos. Doyle, de rodillas, con un tentáculo oprimiéndole el cuello. Sholto estaba cubierto de sangre, y tardé un segundo en darme cuenta de que uno de los tentáculos del estómago había sido cercenado y se retorcía junto a la rodilla de Doyle. Éste todavía sostenía la espada, pero la mano de Sholto y dos de sus tentáculos la mantenían alejada. Las otras manos parecían entrelazadas en un juego de lucha de dedos. Sólo que no era un juego. Me sorprendió la resistencia de Sholto. Doyle era el campeón reconocido de la corte de la Oscuridad. Había muy pocos que se le pudieran resistir y casi nadie capaz de vencerle. Sholto no formaba parte de esa pequeña lista, o eso pensaba yo. Entonces, distinguí algo con el rabillo del ojo: un pequeño resplandor. Cuando lo miré no vi nada. A veces la magia es así, sólo perceptible mediante la visión periférica. Había un objeto que brillaba en la mano de Sholto: un anillo.
Doyle tuvo que soltar la espada y empezó a flojear en manos de Sholto. Éste la cogió antes de que tocará el suelo. Los tentáculos inmovilizaban el brazo de Doyle. Yo avanzaba, pero no aún no había pensado que haría al llegar allí.
Sholto sostuvo el cuerpo de Doyle con sus tentáculos y levantó la espada con las dos manos, dispuesto a hundírsela en el pecho. Estaba detrás de Doyle cuando la espada empezó a bajar. Pegué mi cuerpo al suyo y levanté una mano sin que mi mirada abandonara en ningún momento aquella rutilante hoja. Tuve sólo un instante para preguntarme si Sholto se detendría a tiempo. Entonces él giró la espada y la sostuvo hacia arriba.
– ¿Qué estás haciendo, Meredith?
– Está aquí para salvarme, no para matarme.
– Él es la Oscuridad de la Reina. Si ella quiere tu muerte, él será su instrumento.
– Pero tiene Temor Mortal, una de sus armas personales. Llevaba consigo su marca para dármela. Si consigues calmarte lo suficiente, lo entenderás.
Sholto me miró y a continuación, frunció el entrecejo.
– ¿Entonces, por qué me envió a matarte? Eso no tiene sentido ni siquiera para Andais.
– Si dejas de estrangularle, quizá lleguemos a entenderlo.
Miró el cuerpo de Doyle, que todavía colgaba de los tentáculos.
– ¡Oh! -dijo como si hubiese olvidado que todavía estaba estrujando a otro hombre. Técnicamente, no es posible estrangular a un sidhe hasta matarlo, pero no me gusta comprobar los límites de la inmortalidad. Nunca se sabe en qué punto la armadura puede tener una grieta lo suficientemente ancha para morir por ella.
Sholto liberó a Doyle, y éste cayó en mis brazos. Su peso me obligó a hincarme de rodillas. La sangre que había perdido no explicaba semejante debilidad. Se debía a un estado de shock o a haber utilizado por primera vez una mano de poder. Fuera cual fuese la causa, sólo quería cerrar los ojos y descansar, pero eso no iba a suceder.
Me senté en el suelo, colocando la cabeza de Doyle en mi regazo. El pulso de su cuello era fuerte, constante, pero no se despertó. Respiró dos veces, rápidamente. Luego echó la cabeza hacia atrás, abrió los ojos y cogió una gran cantidad de aire. Empezó a toser y se sentó. Lo vi tenso, y sin duda Sholto también, porque de repente apuntaba la espada a la cara de Doyle.
Doyle se quedó inmóvil, mirando al otro hombre.
– Acaba de una vez.
– Nadie va a terminar nada -dije.
Ninguno de los dos me miró. No podía ver la expresión de Doyle, pero sí la de Sholto, y no me gustó lo que vi. Enfado, satisfacción. Se le veía en la cara que deseaba matar a Doyle.
– Doyle me ha salvado, Sholto. Me ha salvado de tus sluagh.
– Si no hubieras protegido la puerta, habría llegado a tiempo -dijo Sholto.
– Si no hubiera protegido la puerta, habrías llegado a tiempo para llorar sobre mi cadáver, pero no para salvarme.
Sholto seguía sin quitar ojo a Doyle.
– ¿Cómo entró si yo no pude?.
– Soy un sidhe -dijo Doyle.
– Yo también -dijo Sholto. El enojo se hizo más visible en su rostro.
Le pegué un fuerte manotazo en el hombro a Doyle. No se volvió, pero hizo una mueca de dolor.
– No lo provoques, Doyle.
– No estaba provocándole, simplemente constataba un hecho. La lucha empezaba a adquirir un cariz muy personal, como si hubiera entre ellos algún asunto pendiente que no tuviera nada que ver conmigo.
– Mira, no sé qué tenéis cada uno en contra del otro, pero llamadme egoísta, me da igual. Quiero salir viva de este cuarto de baño, y esto es prioritario sobre cualquier venganza personal que tengáis vosotros dos. Por lo tanto, dejad de actuar como niños y empezad a comportaros como guardaespaldas reales. Sacadme de aquí entera.
– Tiene razón -dijo Doyle, en voz baja.
– La Oscuridad de la Reina, ¿retirándose de una lucha? Cuesta imaginarlo. ¿O es porque ahora soy yo quien lleva la espada? Sholto movió la espada hacia adelante, hasta tocar el labio superior de Doyle.
– Una espada que puede matar a cualquier elfo, incluso a un sidhe noble. Oh, lo olvidé, no tienes miedo de nada. -En la voz de Sholto había un deje de resentimiento, de burla, que dejaba claro que había ido a topar con una vieja rencilla.
– Tengo miedo a muchas cosas -dijo Doyle, con una voz calmada y neutral-. La muerte no es una de ellas. Pero el anillo de tu dedo es algo con lo que soy cauteloso. ¿Cómo conseguiste Beathalachd? No había visto utilizarlo a nadie desde hacía siglos.
Sholto levantó la mano de manera que el bronce oscuro de su anillo brilló débilmente. Era una pieza pesada de joyería, y me habría fijado en ella si hubiera estado en su dedo antes.
– Fue un regalo de la reina para mostrar su bendición a esta cacería.
– La reina no te dio Beathalachd, al menos no personalmente. -Doyle parecía muy seguro de ello.
– ¿Qué es Beathalachd? -pregunté.
– Vitalidad -dijo Doyle-. Roba la vida y la destreza de tu contrario, que es el único modo que tiene Sholto de vencerme en una batalla.
Sholto se ruborizó. Se consideraba un signo de debilidad utilizar magia ajena a ti para vencer a otro sidhe. Lo que Doyle venía a decir era que Sholto no podría ganar una batalla en condiciones de igualdad y que tenía que hacer trampas. Pero no era hacer trampas: sólo ser poco caballeroso. A1 cuerno con la caballerosidad, lo importante es salir vivo. Eso era lo que había dicho a todos los hombres que había amado, incluido mi padre, antes de cualquier duelo.
– El anillo demuestra que cuento con el favor de la reina -dijo Sholto, con la cara todavía colorada.
– El anillo no llegó de la mano de la reina a la tuya -dijo Doyle-, lo mismo que tu orden de matar a la princesa tampoco salió de su boca.
– Sé quién habla por boca de la reina y quién no -dijo Sholto, y le tocaba a él parecer convincente.
– ¿De verdad? -dijo Doyle-. ¿Y si me hubiera dirigido a ti y te hubiera dado las órdenes de la reina, me habrías creído?
Sholto torció el gesto, pero asintió.
– Eres la Oscuridad de la Reina. Cuando tu boca se mueve, son sus palabras las que salen por ella.
– Entonces, escucha estas palabras. La reina quiere a la princesa Meredith viva y en casa.
No podía descifrar todos los pensamientos que se reflejaban en el rostro de Sholto, pero había muchos. Intenté formular yo la pregunta que no quería responderle a Doyle.
– ¿Te dijo la propia reina que fueras a Los Ángeles y me mataras? Sholto me miró. Era una mirada larga y condescendiente, pero finalmente movió la cabeza.
– No -dijo.
– ¿Quién te dijo que fueras a Los Ángeles y mataras a la princesa? -preguntó Doyle.
Sholto abrió la boca para responder, pero después la cerró. La tensión se disipó, y se apartó de Doyle, bajando la espada.
– No, de momento reservaré para mí el nombre del traidor.
– ¿Por qué? -pregunté.
– Porque la presencia de Doyle aquí sólo puede significar una cosa. La reina quiere que regreses a la corte. -Miró a Doyle-. Tengo razón, ¿verdad?
– Sí -dijo Doyle.
– ¿Quiere que yo regrese a la corte?
Doyle se movió para poder mirar tanto a Sholto como a mí, dando la espalda a los retretes.
– Sí, princesa. Negué con la cabeza.
– Me fui porque había gente que quería matarme, Doyle. Y la reina no iba a detenerles.
– Eran duelos legales -dijo.
– Eran intentos de asesinato sancionados por la corte -dije.
– Ya se lo comenté -dijo Doyle.
– ¿Y qué dijo ella?
– Me dio su marca para dártela a ti. Si alguien te mata ahora, incluso en un duelo, tendrá que afrontar la venganza de la reina. Confía en esto, princesa: ni siquiera los que más desean tu muerte están dispuestos a pagar tan alto precio por ello.
Miré a Sholto, y el movimiento me mareó un poco.
– De acuerdo, volveré a la corte, si la reina puede garantizar mi seguridad. ¿Qué tiene que ver esto con que tú no nos des el nombre del traidor? ¿Quién utilizó el nombre de la reina para ordenarte matarme, si ella no me quería muerta?
– Me reservaré esa información de momento -repitió Sholto. Su cara volvía a ser aquella máscara arrogante que solía utilizar en la corte.
– ¿Por qué? -pregunté.
– Porque si la reina te permite regresar a la corte, no necesitarás negociar conmigo. Podrás volver al mundo mágico, a la corte de la Oscuridad, y apuesto mi reino a que ella te encontrará otro amante sidhe. De manera que no me necesitas a mí, Meredith. Tendrás todo lo que yo podía ofrecerte, y no estarás ligada de por vida a un monstruo deforme.
– No eres deforme, Sholto. Si tus arpías no lo hubieran impedido, te lo hubiese demostrado.
Algo iluminó su rostro por encima de esa máscara de arrogancia.
– Sí, mis arpías. -Volvió hacia mí sus ojos amarillos-. Pensé que no tenías mano de poder, Meredith.
– No la tengo -dije.
– Creo que Nerys no estaría de acuerdo contigo al respecto.
– No lo sabía, Sholto, no quería… -no tenía palabras para definir lo que le había hecho a Nerys.
– ¿Qué ha sucedido? -preguntó Doyle.
– Agnes la Negra mintió a los sluagh. Les dijo que si me acostaba con Meredith, me convertiría en un sidhe puro, y ya no sería su rey. Les convenció de que me estaban protegiendo de mí mismo, protegiéndome de las tretas de la bruja sidhe.
Arqueé las cejas al oír esto. Sholto me miró.
– Pero he convencido a Agnes y al resto de que tú no constituyes ningún peligro.
Lo miré a los ojos.
– Vi el método de persuasión antes de irme.
Asintió.
– Agnes quería darte las gracias. Nunca le había ido tan bien conmigo. Cree que tiene algo que ver con tu magia.
– ¿No está furiosa por lo de Nerys? -pregunté.
– Quiere matarte, sí, pero ahora te tiene miedo, Meredith. Nadie hubiera dicho que tienes una mano de carne como la tu padre. Había en sus ojos algo más que una cuidadosa arrogancia. Me di cuenta enseguida de que era miedo, un miedo que traspasaba su máscara. Agnes la Negra no era la única asustada por lo que yo había hecho en aquella habitación.
– ¿Una mano de carne? -repitió Doyle-. ¿Qué estás diciendo, Sholto?
Sholto le tendió la espada a Doyle, con la empuñadura por delante.
– Cógela, y ven a mi habitación para ver lo que ha hecho nuestra princesita. Nerys no puede curarse, de modo que te pido que le concedas una muerte digna antes de acompañar a Meredith a casa. Os acompañaré a un taxi por si acaso mis sluagh no son… totalmente obedientes.
Sus palabras y su lenguaje corporal revelaban su antipatía hacia Doyle.
Doyle hizo una leve reverencia y cogió la espada.
– Si es un favor lo que necesitas, entonces te complaceré a cambio del nombre del traidor que te envió a Los Ángeles.
Sholto negó con la cabeza.
– No os diré el nombre, ahora no. Me lo reservaré hasta que me sirva de algo, o hasta que decida tratar personalmente con él.
– Si nos lo dijeras contribuirías a mantener a la princesa a salvo en la corte.
Sholto se echó a reír, con aquel extraño sonido amargo que él tomaba por risa.
– No diré quién me envió aquí, pero imagino quién quería que se entregara el mensaje, igual que tú. Meredith se fue de la corte, porque los que apoyaban al príncipe Cel no paraban de retarla a duelos. Si hubiera sido algún otro quien estaba detrás de los ataques contra la vida de Meredith, la reina habría tomado cartas en el asunto y los habría parado. No habría permitido un insulto de este tipo contra la familia real, ni siquiera uno cometido contra una mortal sin magia y con sangre mezclada. Pero era su encantador niñito quien estaba detrás, y todos lo sabíamos. Por eso, Meredith huyó y se escondió, porque no confiaba en que la reina la mantuviese con vida cuando Cel la quería muerta.
Doyle miró aquellos ojos acusadores con semblante tranquilo.
– Creo que descubrirás que nuestra reina ya no es tan tolerante con las… excentricidades del príncipe.
Sholto volvió a reír, haciendo un sonido doloroso.
– Cuando me fui de la corte hace sólo unos días, hubiera dicho que todavía las toleraba muy bien.
La cara de Doyle seguía mostrando sosiego, como si nada de lo que pudiese hacer el otro hombre fuera capaz de perturbarle. Creo que esto molestaba a Sholto más que cualquier otra reacción de Doyle, y éste lo sabía.
– Un problema cada vez, Sholto. De momento, tengo la promesa de la reina y su magia para asegurar que la princesa no sufrirá daño alguno en la corte.
– Como quieras creerlo, Doyle, pero de momento te pediría que me ayudaras a matar a alguien a quien apreciaba.
Doyle se levantó con facilidad, como si no hubiese estado casi a punto de ser estrangulado momentos antes. Yo no estaba segura de que pudiera mantenerme en pie. No es sólo inmortalidad lo que encuentro a faltar por haber salido a mi sangre humana.
Los dos me ofrecieron su mano al mismo tiempo, y yo me agarré a ambas. Casi me levantaron en vilo.
– Muy bien, chicos, pero necesito ayuda para levantarme, no para volar.
Doyle me miró.
– Estás pálida. ¿Estás mal herida?
Negué con la cabeza y me aparté de los dos.
– No tanto. Básicamente, es sólo un shock, y… me dolió cuando… hice lo que le hice a Nerys.
– ¿Qué le hiciste? -preguntó.
– Ven a verlo -dijo Sholto-. Vale la pena. -Entonces me miró-. Las noticias de lo que has hecho llegarán antes que tú a la corte, Meredith. Meredith, Princesa de la Carne, ya no sólo la hija de Essus.
– Es muy raro que un hijo reciba los mismos dones que su padre -afirmó Doyle.
Sholto caminó hacia la puerta, colocándose bien el abrigo gris a medida que andaba. La ropa quedaba empapada de sangre allí donde la tocaba el tentáculo cercenado.
– Ven, Doyle, Portador de la Llama Dolorosa, Barón Lengua Dulce, ven y dime qué opinas de los dones de Meredith.
Conocía su primer apelativo, pero no el segundo.
– ¿Barón Lengua Dulce? -pregunté.
– -Es un mote muy antiguo -dijo.
– Venga, Doyle, eres demasiado modesto. Era el nombre cariñoso que le puso la reina.
Los dos hombres se miraron uno a otro, y nuevamente el rencor se podía cortar.
– El nombre no representa lo que te imaginas, Sholto -dijo Doyle.
– No me imagino nada, pero creo que el sobrenombre habla por sí mismo. ¿No te parece, Meredith?
– El Barón Lengua Dulce. Tiene cierto encanto -dije.
– No es para lo que tú piensas -repitió Doyle.
– Bueno -dijo Sholto-, sin duda no es a causa de tus palabras de miel.
Era cierto. A Doyle no le gustaban los discursos largos, ni era amigo de los cumplidos.
– Si dices que no es nada sexual, entonces te creo -dije.
Doyle me hizo una leve reverencia.
– Gracias.
– La reina no pone apelativos que no tengan que ver con el sexo -aseguró Sholto.
– Te equivocas -dije.
– ¿Cuándo y para qué?
– Cuando cree que un mote molestará a la persona que lo lleve, y porque le gusta molestar.
– Bueno, de esto último no cabe duda -afirmó Sholto. Tenía la mano sobre el pomo de la puerta.
– Me sorprende que todavía no haya entrado nadie -dije.
– He colocado un pequeño hechizo de aversión en la puerta. Ningún mortal se atrevería a pasar, y muy pocos elfos. -Empezó a abrir la puerta.
– ¿No quieres tu… miembro? Quizá puedas volverlo a unir.
– Volverá a crecer -dijo.
Seguramente, mi aspecto era tan escéptico como lo que estaba pasando por mi mente, porque sonrió de una manera que en parte indicaba superioridad y en parte pedía perdón.
– Hay algunas ventajas de ser un ave nocturna a medias, no muchas, pero sí algunas. Puedo regenerar cualquier parte perdida de mi cuerpo. -Pareció reflexionar un segundo, y después añadió-: Al menos de momento.
No sabía qué decirle, así que me quedé callada.
– Creo que la princesa necesita un poco de calma, o sea que si pudiésemos ver a tu amiga… -dijo Doyle.
– Por supuesto. -Sholto nos aguantaba la puerta.
– ¿Y qué haremos con todo esto? -pregunté-. ¿Vamos a dejar trozos de tentáculo y sangre esparcidos por el suelo?
– El Barón es el responsable, deja que la limpie él-dijo Sholto.
– Ni las partes del cuerpo ni la sangre me pertenecen -aseguró Doyle-. Si lo quieres limpio, te sugiero que te encargues tú mismo. ¿Quién sabe el daño que podría hacer una bruja con talento con una parte del cuerpo dejada por los suelos?
Sholto protestó, pero al final se metió el trozo de tentáculo en el bolsillo de su abrigo. El trozo más grande quedó allí. Yo en su lugar habría dado una buena propina a la empresa de limpieza, aunque sólo fuera por compensarles por el pobre al que le tocara limpiar el baño.
Nos dirigimos al ascensor, y Doyle se arrodilló en el suelo estudiando lo que quedaba de Nerys la Gris. Era una masa de carne de aproximadamente el tamaño de una papelera. Nervios, tendones, músculos, órganos internos, todos brillaban, húmedos, por el exterior de esa masa. Y todos parecían funcionar con normalidad. Aquel montón de carne subía y bajaba al ritmo de la respiración. Lo peor era el sonido: un chirrido agudo, apagado porque tenía la boca dentro del cuerpo, pero aun así seguía vociferando. Gritó. El temblor, que se había mitigado, se intensificó de nuevo. De golpe, sentí frío, allí de pie con sólo el sujetador y los pantalones.
Cogí mi camisa del suelo justo donde la había dejado y me la puse, aunque sabía que la ropa no serviría para calmar ese tipo de frío. Era más un temblor del alma que del cuerpo. Me podía meter debajo de un montón de mantas y no serviría de nada.
Doyle me miró, arrodillándose al lado de aquella masa de carne vociferante:
– Impresionante. El príncipe Essus en persona no lo habría hecho mejor. -Las palabras eran un cumplido, pero su rostro impasible no me permitió determinar si le gustaba o no.
En realidad, pensé que era una de las cosas más horribles que había visto nunca, pero sabía que no debía compartir la observación. Era un arma poderosa, la mano de carne. Si la gente creía que la utilizaba con facilidad, me serviría más como arma disuasoria. Si pensaban que yo misma la temía, entonces la amenaza sería menor.
– No sé, Doyle, una vez vi a mi padre sacarle las tripas a un gigante. ¿Crees que yo podría hacer algo de esas características?
Mi voz era seca, interesada, pero en un plano teórico. Era la voz que había cultivado en la corte. La voz que utilizaba cuando intentaba no mostrar histeria o salir gritando de una habitación. Había aprendido a observar las cosas más horribles y a hacer cumplidos secos y educados.
Doyle se tomó la pregunta al pie de la letra.
– No sé, princesa, pero será interesante descubrir los límites de tu poder.
Estaba en desacuerdo, pero no rebatí el comentario, porque no podía pensar en algo suficientemente seco y educado para cubrir la situación. Los chillidos ahogados continuaban con el mismo ritmo que la respiración de aquella masa de carne. Nerys era inmortal. Mi padre había hecho lo mismo una vez a un enemigo de la reina. Andais guardó aquella bola de carne en un arca, en su habitación. Periódicamente, uno la encontraba en su cama. Que yo sepa, nunca nadie preguntó qué hacía fuera del arca. Uno simplemente la cogía, la devolvía al arca, cerraba ésta y luchaba contra las imágenes que le pasaban por la cabeza cuando encontraba esa bola de carne en la cama de la reina.
– Sholto pidió que dieras muerte a Nerys. Hazlo, así podremos salir de aquí.
Me mostré desinteresada, aburrida incluso. Pensé que, si tenía que estar de pie allí escuchando durante mucho tiempo cómo gritaba aquella cosa, me uniría a sus alaridos.
Todavía de rodillas, Doyle me ofreció la espada, sosteniéndola por el filo.
– Es tu magia: mátala tú.
Miré la empuñadura de hueso, los tres cuervos y sus ojos adornados con joyas. No quería hacerlo. Miré el filo durante otro minuto, intentando pensar en cómo salir de la situación sin mostrar debilidad. No se me ocurrió nada. Si me ponía a gritar, el tormento de Nerys sería en vano.
Cogí la espada y maldije a Doyle por ofrecérmela. Debería haber sido fácil de hacer. Su corazón estaba atrapado y latía a un lado de la bola. Hundí la hoja en él y empezó a brotar sangre. El corazón dejó de latir, pero los chillidos no se detenían.
Miré a los dos hombres.
– ¿Por qué no está muerta?
– Es más difícil matar a un sluagh que a un sidhe-dijo Sholto.
– ¿Mucho más?
Se encogió de hombros.
– Eres tú quien mata.
Entonces, les odié a los dos, porque me di cuenta finalmente de que se trataba de una prueba. Si me negaba a matarla, eran capaces de dejarla con vida, y eso era inadmisible. No la podía dejar así, sabiendo que nunca envejecería, ni se curaría, ni se moriría. Simplemente, continuaría existiendo. En este caso la muerte era una expresión de misericordia; cualquier otra cosa era una locura, para ella y para mí.
Clavé la espada en todos los órganos vitales que encontré. Sangraban, dejaban de funcionar, y aun así el chillido continuaba. Finalmente, levanté la espada con las dos manos por encima de la cabeza y empecé a acuchillarla. Al principio, hacía una pausa entre cada estocada, pero los chillidos no cesaban en el interior de aquella bola de carne. En algún momento, después de la décima estocada, o de la decimoquinta, dejé de hacer pausas, dejé de escuchar, me limité a clavar la espada.
Tuve que detener el chillido. Tuve que matarla. Mi mundo se estrechó, se circunscribió al hundimiento de la espada en aquella carne dura. Mis brazos subían y bajaban, subían y bajaban. La espada golpeó la carne. Me salpicó sangre en la cara y la camisa. Acabé de rodillas al lado de algo que ya no era redondo ni entero. Había despedazado aquella cosa, en piezas irreconocibles. Y el chillido, por fin, se había detenido.
Tenía las manos empapadas de sangre carmesí, hasta los codos.
La hoja de la espada era escarlata, la empuñadura de hueso, sangre coagulada, pero se seguía adaptando a mi mano, sin resbalar. La camisa de seda verde que me había puesto estaba empapada de sangre. Alguien respiraba demasiado rápido, demasiado apresurado, y advertí que era yo. En algún momento de la carnicería había experimentado una satisfacción feroz, casi había encontrado placer en la destrucción pura. Miré lo que había hecho y no sentí nada. Ya no era capaz de sentir nada. Estaba entumecida, y no podía quejarme por ello.
Me levanté, apoyándome en el borde de la cama. La cama ya estaba manchada con sangre: ¿qué significaría otra huella? Mis brazos estaban doloridos, y los músculos temblaban a causa del ejercicio. Ofrecí la espada a Doyle igual que él me la había ofrecido a mí.
– Una buena espada, la empuñadura nunca resbala.
Mi voz sonó tan vacía de emoción como yo la sentía. Me preguntaba si estar loco era eso. Si lo era, no estaba tan mal.
Doyle cogió la espada y se arrodilló, inclinando la cabeza. Sholto lo imitó. Doyle me saludó con la espada ensangrentada y dijo:
– Meredith, Princesa de la Carne, verdadera soberana de sangre, bienvenida al círculo íntimo de los sidhe.
Les miré a los dos, todavía un poco entumecida. Si existían palabras rituales para responder, no podía pensar en ellas. O bien no las había conocido nunca, o bien no podía hacer funcionar mi cabeza. Lo único que se me ocurrió decir fue:
– ¿Puedo usar tu ducha?
– Eres mi huésped -respondió Sholto.
La alfombra chapoteaba bajo mis pies, y cuando salí de ella, dejé huellas de sangre tras de mí. Me desnudé y me di una ducha muy caliente. La sangre no era roja cuando se iba por el desagüe, sino rosada. Entonces me di cuenta de dos cosas. En primer lugar, estaba orgullosa de la valentía que había mostrado al matar a Nerys y no dejarla en aquel horror. En segundo lugar, una parte de mí se lo había pasado bien matándola. Estuve tentada de pensar que la parte a la que le había gustado matarla estaba motivada por la misericordia del primer pensamiento, pero no podía permitirme ser tan generosa conmigo misma. Me planteé si la parte de mí que disfrutaba hundiendo la espada en la carne era la misma parte que hacía que Andais conservara su trozo de carne en un arca cerrada de su dormitorio. En cuanto dejas de cuestionarte a ti mismo te conviertes en un monstruo.
17
Regresé a mi apartamento con el pelo todavía mojado por la ducha del hotel. Doyle insistió en abrirme la puerta, por si tenía alguna trampa mágica. Se tomaba el oficio de guardaespaldas con seriedad, claro que no había esperado menos de Doyle. Cuando me aseguró que no había peligro, caminé descalza hacia la alfombra gris. Llevaba una camisa hawaiana y un par de pantalones cortos, que Sholto había tomado prestados de Gethin. Lo único que no me sirvió del hombre fueron los zapatos. Mi ropa seguía en la habitación del hotel, tan empapada de sangre que hasta la ropa interior era irrecuperable. Parte de la sangre era de Nerys, y parte, mía.
Encendí la luz desde el interruptor de al lado de la puerta. La lámpara se iluminó. Había pagado más para que me permitieran pintar el piso de un color que no fuera blanco. Las paredes de la habitación delantera eran de un rosa pálido. El sillón era púrpura, malva y rosa. La silla de la esquina, demasiado mullida, era rosa. Las sábanas, también rosas con detalles púrpura. Jeremy había dicho que era como estar dentro de un huevo de Pascua decorado de forma cara. Las estanterías eran blancas. Encendí la lámpara de pie que había junto a la silla mullida y luego la de encima de la pequeña mesita blanca de la cocina, frente a la cual se abría un ventanal enmarcado por cortinas blancas con puntillas. El cristal de la ventana era muy negro y de alguna manera, amenazador. Corrí las cortinas y la oscuridad de la noche quedó cautiva tras la persiana blanca. Me quedé un momento de pie delante del único cuadro que había en la habitación. Se trataba de una lámina de La caza de mariposas de W. Scott Miles. El cuadro era prácticamente todo verde, y las mariposas reproducidas a tamaño natural aportaban preciosos detalles de color rosa y púrpura. Aunque uno nunca escoge un cuadro porque combine con los tonos de una habitación, sino porque te dice algo, algo de lo que quieres acordarte cada día. Aquel cuadro siempre me había parecido relajante, idílico, pero esa noche era simplemente pintura sobre un lienzo. Esa noche nada iba a complacerme. Encendí las luces de la cocina y me dirigí al dormitorio.
Doyle se había quedado a un lado mientras yo iba de habitación en habitación encendiendo todas las luces, igual que un niño que se despierta de una pesadilla. Luz para expulsar el mal. El problema era que el mal estaba en mi cabeza y no había luz suficientemente brillante para eso.
Doyle me siguió cuando entré en el dormitorio. Me di un golpe contra la lámpara del techo al pasar por la puerta.
– Me gusta el dormitorio -dijo.
El comentario logró que me volviera hacia él.
– ¿A qué te refieres?
Su cara permanecía impasible, impenetrable.
– El cuarto de estar era tan… rosa. Temía que el dormitorio también lo fuera.
Miré las paredes de un gris pálido, el papel pintado granate, con flores malva, rosa y blancas. La cama tenía cuatro patas y era tan grande que casi no quedaba espacio entre el pie de ésta y el cuarto de baño. La colcha era de color burdeos y sobre ella tenía un montón de cojines: granates, púrpura, malva, rosa y algunos, sólo unos pocos, negros. El tocador era de madera de cerezo, con un barniz tan oscuro que casi parecía negra. La cómoda situada junto a la ventana hacía juego con ella. Jeremy había dicho que mi dormitorio parecía el de un hombre, con unos cuantos retoques añadidos por su novia. Había un armario negro lacado en la esquina opuesta al cuarto de baño. Era de estilo oriental, con grullas y montañas estilizadas. La grulla formaba parte de la librea de mi padre. Recuerdo que cuando compré el armario pensé que le habría gustado. Encima había un filodendro, que había crecido tanto que las hojas se derramaban como una cabellera verde sobre la bella madera.
Observé el dormitorio y de golpe lo sentí ajeno. Me volví hacia Doyle.
– Como si te importara de qué color es mi dormitorio.
No se inmutó, pero su rostro se tornó más impenetrable si cabe, con un rastro de arrogancia que me recordó la máscara de la corte de Sholto.
El comentario había sido mezquino, y eso pretendía. Estaba enfadada con él. Enfadada con él porque no había matado a Nerys. Enfadada con él por obligarme a hacer lo que se tenía que hacer. Enfadada con él por todo, incluso por aquello que no era culpa suya.
Me dedicó una mirada gélida.
– No te falta razón, princesa Meredith, tu dormitorio no me interesa. Soy un eunuco de la corte.
Negué con la cabeza.
– No, el problema no es ése. Tú no eres un eunuco; ninguno de vosotros lo es. Lo que ocurre es que ella no quiere compartir nada. Se encogió de hombros en un gesto no exento de gracia, pero que le causó dolor.
– ¿Cómo está tu herida? -pregunté.
– Estabas enfadada conmigo hace unos segundos y ahora ya no lo estás. ¿Por qué?
Intenté expresarlo con palabras:
– No es por tu culpa.
– ¿Qué no es culpa mía?
– No me has hecho daño. Me has salvado la vida. No fuiste tú quien me envió los sluagh para que me persiguieran. No provocaste tú que esta noche se manifestara la mano de carne. No es culpa tuya. Estoy enfadada y busco un chivo expiatorio, pero tú no tienes que cargar con culpas ajenas.
Doyle arqueó las cejas.
– Es una actitud muy progresista viniendo de una princesa. Sacudí la cabeza.
– Olvídate del título, Doyle. Soy Meredith, sólo Meredith.
Las cejas del sidhe se levantaron todavía más, hasta que sus ojos se abrieron de tal modo que la expresión que le quedó me hizo reír. La risa sonó normal y me hizo bien. Me senté en el borde de la cama y sacudí la cabeza.
– No creía que fuera a reír esta noche.
Se arrodilló ante mí.
– Has matado antes: ¿por qué ahora es diferente?
Lo miré, sorprendida de que hubiese comprendido exactamente lo que me preocupaba.
– ¿Por qué era tan importante que yo matara a Nerys?
– Un sidhe llega al poder mediante un ritual, pero eso no significa que el poder se tenga que manifestar. Después de utilizar el poder por primera vez, un sidhe se tiene que manchar de sangre en combate. -Puso las manos sobre la cama, una a cada lado de mis caderas, pero sin tocarme-. Es una especie de sacrificio de sangre, que asegura que los poderes sigan creciendo y no vuelvan a aletargarse.
– La sangre hace crecer las cosechas -dije.
Asintió.
– La magia de muerte es la más antigua de todas las magias, princesa. -Esbozó una leve sonrisa y se corrigió-: Meredith.
Pronunció mi nombre en voz baja.
– Así que me hiciste trocear a Nerys para que mis poderes no quedarán aletargados.
Volvió a asentir. Miré aquella cara seria.
– Dijiste que un sidhe adquiere su poder después de un ritual. Yo no he tenido ningún ritual.
– La noche que pasaste con el roano fue tu ritual. Negué con la cabeza.
– No, Doyle, no hicimos nada ritual aquella noche.
– Hay muchos rituales para despertar el poder, Meredith. Combate, sacrificio, sexo, y muchos más. No es sorprendente que tu poder escogiera el sexo. Desciendes de tres diosas distintas de la fertilidad.
– En realidad, cinco. Pero sigo sin entenderlo.
– Tu roano estaba cubierto con Lágrimas de Branwyn; durante aquella noche él representó para ti al amante sidhe. Convocó tus poderes secundarios.
– Sabía que era mágico, pero no sabía… -Se me entrecortó la voz. Fruncí el entrecejo-. Pensaba que en todo esto tenía que haber algo más que sólo buen sexo.
– ¿Por qué? El sexo genera el milagro de la vida, ¿qué puede haber más grande que eso?
– La magia curó a Roane, le devolvió su piel de foca. No había intentado curarlo, porque no sabía que podía hacerlo.
Doyle se sentó al borde de la cama, con sus largas piernas apoyadas en la cómoda.
– Curar a un roano sin piel no es nada. He visto a sidhe levantar montañas en el mar, o inundar ciudades enteras, cuando adquirieron su poder. Tuviste suerte.
De pronto, me asusté.
– ¿Quieres decir que la asunción de mis poderes podría haber causado algún gran desastre natural?
– Sí.
– Alguien podría haberme avisado -dije.
– Nadie sabía que ibas a irte, así que no te pudimos dar consejos. Y nadie sabía que tenías poderes secundarios, Meredith. La reina estaba convencida de que si siete años con Griffin en tu cama y años de duelos no habían despertado tus poderes, entonces es que no se podían despertar.
– ¿Por qué ahora? -pregunté-. ¿Por qué al cabo de todos estos años?
– No lo sé. Lo único que sé es que eres la Princesa de la Carne y tienes otra mano de poder que todavía no se ha manifestado.
– Es raro que un sidhe tenga más de una mano de poder. ¿Por qué debería tener dos?
– Tus manos fundieron dos de las varillas metálicas de la cama. Dos varillas fundidas, una con cada mano.
Me levanté y me aparté de él.
– ¿.Como lo sabes?
– Te vi dormida desde el balcón. Vi el cabezal.
– ¿Por qué no me lo hiciste saber?
– En aquel momento estabas en una especie de sueño letárgico. Dudo que hubiera podido despertarte.
– ¿Y por qué no la noche que utilizaste las arañas? La noche en casa de Alistair Norton.
– Te refieres al humano que adoraba a los sidhe.
Eso me detuvo. Lo miré.
– ¿De qué estás hablando, Doyle? ¿Cuándo adoró Norton a un sidhe?
– Cuando robó el poder de las mujeres utilizando las Lágrimas de Branwyn -afirmó Doyle.
– No, yo estaba allí. Fui casi una víctima. No hubo ninguna ceremonia de invocación a los sidhe.
– A todos los escolares se les enseña lo único que se prohibía hacer a los sidhe cuando se admitió nuestra entrada en este país.
– No nos podíamos convertir en dioses. No podíamos ser adorados. Mi padre me enseñó la lección, y también me lo explicaron en la escuela, en la clase de historia y en la de política.
– Eres la única de nosotros que ha sido educada entre humanos normales. A veces lo olvido. La reina se puso lívida cuando descubrió que el príncipe Essus te había matriculado en una escuela pública.
– Intentó ahogarme cuando tenía seis años, Doyle. Intentó ahogarme como a un cachorro de purasangre que nace con rasgos mezclados. No pensé que pudiera importarle a qué escuela iba.
– No creo que haya visto nunca a la reina tan sorprendida como cuando el príncipe Essus se te llevó a ti y a su séquito y se estableció entre los humanos. -Sonrió, y su rostro oscuro se iluminó por un instante-. Cuando se dio cuenta de que el príncipe no iba a consentir que te maltratasen empezó a intentar atraerlo nuevamente a la corte. Le ofreció mucho, pero él se negó durante diez años, tiempo suficiente para que crecieras entre humanos.
– Si estaba tan ofendido, ¿por qué permitió que nos visitaran tantos miembros de la corte de la Oscuridad?
– La reina y el príncipe temían que te hicieras demasiado humana si no veías a tu gente. Aunque la reina no aprobaba la elección del séquito de tu padre.
– Te refieres a Keelin -dije.
Asintió.
– La reina no comprendió nunca por qué insistía en elegir a un elfo sin sangre de sidhe en las venas como tu compañero permanente.
– Keelin es medio brownie, como mi abuela.
– Y medio trasgo -dijo Doyle-, y eso es algo que tú no tienes en tu árbol genealógico.
– Los trasgos son los soldados de infantería del ejército de la Oscuridad. Los sidhe declaran la guerra, pero son los trasgos quienes la empiezan.
– Ahora citas a tu padre -dijo Doyle.
– Sí, es cierto.
De golpe, me sentí cansada. Ni el pequeño estallido de humor ni las extraordinarias nuevas posibilidades de poder ni un regreso a la corte podían mitigar mi extremo cansancio. Pero tenía que saber una cosa:
– Has dicho que Alistair Norton adoraba a los sidhe, ¿a qué te referías?
– Me refería a que utilizó un ritual para invocar a los sidhe cuando estableció el círculo de poder alrededor de su cama. Reconocí los símbolos. Tú no viste ningún ritual porque hasta el humano menos preparado sabría que no se puede convocar poder de sidhe para ejercer magia.
– Realizó el ritual de preparación antes de que llegaran las mujeres -dije.
– Exacto -dijo Doyle.
– Vi a un sidhe en los espejos, pero no le vi la cara. ¿Pudiste percibir quién era?
– No, pero eran suficientemente poderosos para que no pudiera penetrar. Lo único que te podía enviar era mi animal y mi voz. Es muy difícil sacarme de una habitación.
– Así pues, uno de los sidhe se permite a él mismo…
– O a ella misma -dijo Doyle.
Asentí.
– O a ella misma ser adorada, y dieron Lágrimas de Branwyn a un mortal para que las usara contra otros elfos.
– Normalmente, los humanos descendientes de elfos no están cualificados para adquirir plena categoría de elfo, pero en este caso, sí.
– Admitir adoración se castiga con una sentencia de muerte dije.
– Permitir que las Lágrimas sean utilizadas contra otro elfo debe ser condenado con tortura durante un período indefinido. Algunos preferirían la muerte a esto.
– ¿Se lo has dicho a la reina?
Doyle se levantó.
– Le he hablado del sidhe que se deja adorar y de las Lágrimas. Tengo que decirle que tienes la mano de carne y que te has manchado de sangre. También tiene que saber que no es Sholto el traidor, sino alguien que habló en nombre de la propia reina.
Abrí desmesuradamente los ojos.
– ¿Me estás diciendo que la reina te envió a ti solo contra Sholto y todos los sluagh, cuando pensó que él la había traicionado? Doyle se limitó a mirarme.
– No es nada personal -dije-, pero necesitabas apoyo.
– No, me envió para llevarte a casa antes de que Sholto se fuera de San Luis. Llegué la noche en que había enviado las arañas para ayudarte. Fue al día siguiente cuando Sholto vino hacia aquí.
– Así pues alguien descubrió que la reina me quería en casa y en veinticuatro horas trazaron un plan para matarme.
– Eso parece -dijo Doyle.
– No has abandonado a la reina salvo para cometer asesinatos durante ¿cuánto tiempo?, seiscientos, ochocientos años.
– Mil veintitrés años, para ser exactos.
– Así pues, si no quiere que me mates, ¿por qué te envió? Hay otros de sus cuervos en los que confío más.
– ¿Confías más o te gustan más? -dijo Doyle.
Reflexioné sobre ello y después asentí.
– Está bien, me gustan más. Ésta es la conversación más larga que hemos tenido jamás, Doyle. ¿Por qué te envió, Su Oscuridad?
– La reina te quiere en casa, Meredith. Pero temía que no la creyeras. Yo soy su prueba. Me envió con su arma personal en la mano, con su magia en mi cuerpo, para demostrar su sinceridad. -¿Por qué quiere que regrese a casa, Doyle? Te envió antes de que yo adquiriera mi poder, lo cual fue una sorpresa para todos nosotros. Entonces, ¿qué le hizo cambiar de opinión? ¿Por qué, de golpe, merece la pena que yo siga viva?
– Nunca ordenó tu muerte.
– Tampoco impidió nunca a nadie que me matara.
Doyle hizo una leve reverencia.
– Eso no puedo negarlo.
– Entonces, ¿qué ha cambiado?
– No sé por qué, Meredith, simplemente lo quiere así.
– Nunca hiciste suficientes preguntas -dije.
– Y tú, princesa, siempre hiciste demasiadas.
– Quizá, pero quiero una respuesta a esta pregunta antes de volver a la corte.
– ¿Qué pregunta? Fruncí el entrecejo.
– ¿Por qué el cambio de opinión, Doyle? Tengo que saberlo antes de confiar mi vida a la corte.
– ¿Y si ella no quiere compartir esa información?
Consideré abandonar para siempre la vida de los elfos a causa de una sola pregunta no respondida, pero era una cuestión demasiado compleja para mí.
– No lo sé, Doyle, no lo sé. Lo único que sé es que estoy cansada.
– Con tu permiso, utilizaré el espejo del cuarto de baño para contactar con la reina y presentar mi informe.
Asentí.
– Tú mismo.
Hizo una profunda reverencia y se encaminó hacia el cuarto de baño. Tenía que doblar la esquina y no era visible desde el dormitorio.
– ¿Cómo sabías dónde estaba el cuarto de baño? -pregunté.
Me miró, con una cara amable pero impenetrable.
– He visto el resto del piso. ¿Dónde podría estar si no?
Lo miré y no lo creí. O bien mi cara no expresó incredulidad o él eligió no hacer caso. Dobló la esquina y oí que la puerta del cuarto de baño se abría y se cerraba.
Me senté al borde de la cama e intenté recordar dónde había puesto los sacos de dormir. Doyle me había salvado la vida. Lo mínimo que podía hacer era conseguir que se sintiera a gusto. Supongo que lo que había hecho por mí bien valía que le ofreciera la cama, pero estaba reventada y la quería para mí. Además, hasta que supiera por qué me había salvado esa noche, me resistía a mostrarme demasiado agradecida. Hay cosas peores que la muerte en la corte de la Oscuridad. Nerys era un ejemplo perfecto de ello. La marca de la reina no sería violada con un hechizo así. De manera que, hasta que estuviera absolutamente convencida de que no se me estaba salvando para que afrontara algún destino horrible, me contendría en la gratitud. Encontré los sacos de dormir en el armarito de la sala de estar. Acababa de desplegar uno al pie de la cama para airearlo, cuando sentí un grito en el cuarto de baño. Doyle levantaba la voz, furioso. La Oscuridad de la Reina y la reina estaban discutiendo, o lo parecía. Me pregunté si me explicaría de qué iba la disputa, o si sería simplemente otro secreto que guardar.
18
Me acerqué a la puerta cerrada del cuarto de baño. Doyle decía en voz bien alta:
– Por favor, mi señora, no me hagas hacer esto.
No sé qué más habría oído, porque entonces él entreabrió la puerta.
– ¿Sí, princesa?
– Si puedes quedarte ahí unos cuantos minutos más, me cambiaré de ropa para ir a acostarme.
Asintió con un movimiento de cabeza. No me invitó a ver a mi tía en el espejo. No intentó dar explicaciones de la disputa, simplemente cerró la puerta. Seguí oyendo las voces, pero eran muy débiles. Ya no hubo más gritos. No querían que me enterara del motivo de discusión. Supuse que tenía algo que ver conmigo. ¿Qué era aquello tan terrible a lo que Doyle se negaba, hasta el punto de discutir con la reina?
No quería matarme, pero después de aquella noche yo ya no estaba segura de que me importara. Apagué la luz del techo y encendí la de la mesita de noche. La lámpara de techo alumbraba demasiado para un dormitorio. El hecho de que quisiera apagar una luz probaba que me sentía mejor. Como mínimo más calmada.
Mi ropa de dormir es toda de lencería. Me gusta la sensación de la seda y el satén contra mi piel. Pero me parecía casi una crueldad para con Doyle.
Era privilegio de la reina acostarse con sus guardias reales, sus Cuervos, hasta que uno de ellos la dejó embarazada; entonces, se casó con éste y ya no se acostó con los demás. Andáis les podría haber liberado para tener otros amantes, pero decidió no hacerlo. Si no se acostaban con ella, no se acostarían con nadie. Llevaban mucho tiempo durmiendo solos.
Finalmente, elegí un camisón de seda que me caía hasta las rodillas; tenía mangas cortas y sólo revelaba una fina uve de piel en la parte superior de mi pecho. Cubría más que ninguna otra prenda del cajón, pero sin sujetador los pechos rozaban la suave seda y los pezones se marcaban duros bajo la fina tela. La seda era de un púrpura real vibrante y tenía muy buen aspecto sobre mi piel y mi pelo. Trataba de no provocar a Doyle, pero mi vanidad me impedía mostrarme sin gracia.
Me miré en el espejo. Parecía una mujer que esperaba a su amante, salvo por los cortes. Levanté los brazos hacia el cristal. Las zarpas de Nerys habían marcado líneas rojas en mis antebrazos. El zarpazo del brazo izquierdo todavía supuraba sangre. Quizá necesitara algún punto. Normalmente me curaba sin ellos, pero ya debería haber dejado de sangrar. Levanté el camisón lo suficiente para verme la herida del muslo. Era un pinchazo, muy arriba. Había intentado perforarme la arteria femoral. Quería matarme, pero la había matado yo. Seguía sin sentir nada acerca de su muerte. Quizá al día siguiente me sentiría mal, o quizá no. En ocasiones, uno sólo se queda entumecido porque todo lo demás no sirve de nada. A veces es preciso este entumecimiento para mantener la cordura.
Contemplé mi rostro impávido en el espejo. Mis ojos mostraban aquella mirada apagada característica de un estado de shock. La última vez que la había visto fue después del último duelo, cuando por fin comprendí que los duelos no finalizarían hasta que estuviera muerta. Fue la noche en la que tomé la decisión de huir, de esconderme.
Sólo hacía unas horas que me habían invitado a regresar al país de los elfos y yo ya tenía el aspecto de alguien traumatizado por la guerra. Volví a levantar los brazos y observé los zarpazos. De alguna manera, había pagado el precio de mi regreso. Lo había pagado con sangre, con carne, con dolor: la moneda de la corte de la Oscuridad. La reina me había vuelto a invitar y había garantizado mi seguridad, pero la conocía. Todavía quería castigarme por huir, por esconderme, por destruir sus mejores esfuerzos por cazarme. Decir que mi tía no es buena perdedora es un eufemismo de proporciones universales.
Golpearon a la puerta del cuarto de baño.
– ¿Puedo salir? -preguntó Doyle.
– Estoy tratando de decidirlo ahora -dije.
– ¿Perdón? -preguntó.
– De acuerdo, sal -dije.
Doyle se había atado las correas de la vaina de la espada en torno a su pecho desnudo. La empuñadura estaba situada en sus costillas hacia abajo, ligeramente ladeada, como una pistola en su cartuchera. Las correas parecían sueltas, como si hubiera quitado algo que había contribuido a mantenerlas en su sitio.
Siempre había visto a Doyle vestido desde el cuello hasta el tobillo. Incluso en pleno verano, rara vez llevaba mangas cortas, sólo ropa algo más ligera. Llevaba un aro de plata en el pezón izquierdo. Era algo que llamaba la atención en la oscuridad de su piel. La herida escarlata que se extendía por encima de su músculo pectoral izquierdo tenía un aspecto casi decorativo, como un maquillaje muy sofisticado para alegrar la vista.
– ¿Son graves tus heridas? -preguntó.
– Te podría preguntar lo mismo.
– No tengo sangre mortal, princesa. Me curaré. Te vuelvo a preguntar lo mismo: ¿son graves tus heridas?
– Quizá necesite puntos en el brazo, y… -Empecé a subirme el camisón para mostrar el pinchazo del muslo, pero me detuve a medio movimiento. A los sidhe no les molesta la desnudez, pero yo siempre había tratado de ser más recatada con los guardias-. Me pregunto qué profundidad tendrá la herida de mi muslo.
Dejé que la seda púrpura cayera de nuevo sin mostrar la herida. Estaba muy arriba del muslo y todavía no me había puesto ropa interior. Tenía la costumbre de no llevar ropa interior en la cama, pero en ese momento lamenté no habérmela puesto. A pesar de que Doyle no podía saber lo que llevaba o dejaba de llevar bajo el camisón, de repente me sentí con poca ropa.
Habría provocado a Jeremy, pero no a Uther, y tampoco a Doyle, por motivos muy similares. Los dos habían sido privados de una parte de ellos mismos. Uther, porque su exilio lo privaba de mujeres de su estatura. Doyle, por capricho de su reina.
Cogió el saco de dormir y lo colocó en el suelo entre la cama y la pared, luego se sentó al borde de la cama.
– ¿Puedo ver la herida, princesa?
Me senté a su lado, colocándome el camisón en su sitio. Levanté el brazo izquierdo hacia él.
Utilizó las dos manos para levantar el brazo, doblándolo a la altura del codo para ver mejor la herida. Notaba sus dedos más largos de lo que eran en realidad, más íntimos.
– Es profunda; algunos músculos están desgarrados. Tiene que doler.
Me miró al decir esto último.
– No puedo mostrar demasiado mis sentimientos, actualmente -dije.
Puso su mano en mi frente. Su mano estaba muy caliente, casi quemaba.
– Estás fría, princesa. -Movió la cabeza-. Debería haberlo advertido antes. Tienes un shock. No es grave, pero ha sido una negligencia por mi parte no detectarlo. Tienes que curarte y entrar en calor.
Aparté mi mano de él. La sensación de sus dedos desplazándose por mi piel a medida que me separaba de él me obligó a apartar la cara para que no me viera.
– Dado que ninguno de nosotros puede curar mediante el tacto, creo que deberé buscarme algunos vendajes.
– Puedo curar mediante magia -dijo.
Miré una vez más su rostro inexpresivo.
– Nunca te he visto hacerlo en la corte.
– Es un método más… íntimo que la imposición de manos. En la corte hay curanderos mucho más poderosos que yo. No hay necesidad de mis pequeñas habilidades en el área de la curación. -Me tendió las manos-. Puedo curarte, princesa. ¿O prefieres ir de urgencias a que te pongan puntos? De un modo u otro hay que detener las hemorragias.
No tengo especial predilección por los puntos, de manera que puse mi mano en la suya. Me dobló nuevamente el brazo a la altura del codo, me tomó la mano y enlazamos nuestros dedos. Mi piel blanca contrastaba con la suya, como una perla engastada en azabache pulido. Colocó su otra mano justo detrás de mi codo para sostenerme el brazo de un modo delicado pero firme. Me di cuenta de que no me podía apartar de él y no sabía cómo funcionaba esta curación.
– ¿Me hará daño?
Me miró.
– Quizás, un poco. -Empezó a doblarse hacia mi brazo como si se dispusiera a besarme la herida.
Coloqué mi mano libre en su hombro, frenando su movimiento. Su piel era como seda caliente.
– Espera, ¿cómo me vas a curar, exactamente?
Esbozó aquella leve sonrisa.
– Si te esperas sólo unos segundos, lo verás.
– No me gustan las sorpresas -dije, con la mano todavía en su hombro.
Sonrió y negó con la cabeza.
– Muy bien. -Pero seguía sujetándome, como si ya hubiera decidido curarme por las buenas o por las malas-. Sholto te dijo que uno de mis nombres es Barón Lengua Dulce.
– Me acuerdo -dije.
– Supuso que tenía connotaciones sexuales, pero no es así. Puedo curarte la herida, pero no con las manos.
Le miré durante unos segundos.
– ¿Estás diciendo que cicatrizarás la herida lamiéndola?
– Sí.
Continué mirándole.
– Algunos perros de la corte pueden hacerlo, pero nunca he oído decir que un sidhe tuviera esta habilidad.
– Como dijo Sholto, no ser sidhe puros tiene sus ventajas. Él puede hacer crecer una parte amputada de su cuerpo, y yo puedo lamer una herida hasta que se cure.
No intenté ocultar mi incredulidad.
– Si fueras cualquier otro guardia, te acusaría de buscar una excusa para poner tu boca encima de mí.
Sonrió, y esta vez la sonrisa era más brillante, más llena de humor.
– Si mis compañeros cuervos intentaran engañarte, no sería tu brazo lo que tocarían.
No pude contener la risa.
– Bien pensado. De acuerdo, entonces, consigue que deje de sangrar. No quiero ir de urgencias esta noche. -Quité el brazo de su hombro-. Adelante.
Se inclinó hacia mi brazo, despacio, hablando mientras se movía.
– Intentaré que te duela lo menos posible. -Sentí su respiración cálida junto a mi piel y a continuación su lengua me lamió ligeramente la herida.
Salté.
Me miró sin apartar la cara de mi brazo.
– ¿Te ha hecho daño, princesa?
Negué con la cabeza, porque no confiaba en mi voz.
Lamió dos veces más a lo largo de la herida, muy despacio, y a continuación su lengua se metió en la herida. El dolor fue agudo, inmediato, y tuve que sofocar un grito.
Esta vez no se retiró, sino que apretó más la boca contra mi piel. Sus ojos se cerraron mientras su lengua hurgaba en la herida, provocando sensaciones de agudo dolor como pequeñas descargas eléctricas. Con cada punzada sentía que algo se tensaba en mi cuerpo, más abajo. Era como si los nervios que tocaba estuvieran conectados a otras cosas que no tenían nada que ver con mi brazo.
Empezó a lamer la herida con movimientos largos y lentos. Continuaba con los ojos cerrados, y yo estaba lo bastante cerca como para ver sus negras pestañas. Ya apenas sentía dolor, sólo la sensación de su lengua deslizándose por mi cuerpo. Sentir su boca en mi piel me aceleró el pulso y se me formó un nudo en la garganta. Sus pendientes capturaban la luz y la reflejaban con un brillo argentino, como si los lóbulos de sus orejas estuvieran labrados en plata. La herida empezó a concentrar calor. Era semejante a ser curada por imposición de manos. El calor creciente y la energía que vibraba contra mi piel, dentro de mi piel, eran sensaciones casi idénticas.
Doyle se apartó de mi brazo, con los ojos entrecerrados. Tenía el aspecto de quien despierta de un sueño, o como si le hubieran interrumpido pensamientos más íntimos. Me soltó el brazo, lentamente, casi a regañadientes.
Habló muy despacio, con voz ronca.
– Llevaba mucho tiempo sin hacerlo. Había olvidado cómo se siente.
Doblé el brazo para ver la herida, y ya no había herida. Toqué la piel con la punta de los dedos. Estaba limpia, intacta, todavía húmeda por la boca de Doyle, todavía caliente al tacto, como si una parte de la magia se aferrara a la piel.
– Es perfecto, ni siquiera ha quedado cicatriz.
– Pareces sorprendida.
– Más bien contenta.
Hizo una leve reverencia, todavía sentado al borde de la cama.
– Me alegro de haber sido útil a mi princesa.
– He olvidado traer más cojines.
Me puse de pie, y empecé a moverme hacia el armario, pero Doyle me agarró por la muñeca.
– Estás sangrando.
Me miré el brazo, perfectamente curado.
– Tu pierna, princesa.
Bajé la mirada y vi sangre resbalando por mi pierna derecha.
– ¡Maldita sea!
– Échate en la cama y déjame mirar la herida. -Todavía me sujetaba la muñeca e intentaba tumbarme en la cama.
Me resistí y me soltó.
– No tendría que sangrar ya, princesa Meredith. Déjamelo curar, como te hice con el brazo.
– Está muy arriba de mi muslo, Doyle.
– La arpía intentó destrozarte la arteria femoral.
– Sí -dije.
– Debo insistir en ver la herida, princesa. Es un área demasiado vital para no cuidarla.
– Está muy arriba de mi muslo -repetí.
– Lo entiendo -dijo-. Ahora, por favor, échate y déjamela ver.
– No llevo nada debajo del camisón -dije.
– Oh -dijo.
Por un instante su rostro mostró distintas emociones, pero pasaron tan deprisa que no fui capaz de interpretarlas.
– Quizá podrías ponerte algo para que pudiera verte la herida -dijo finalmente.
– Buena idea.
Abrí el cajón de la cómoda que contenía mis prendas íntimas. Las bragas, como los camisones, eran casi todas de satén y seda, con encaje. Elegí unas bragas de satén negro, sin volantes ni encajes. Era lo más discreto que tenía.
Volví a mirar a Doyle, que se había dado la vuelta sin necesidad de que se lo pidiera. Me puse la ropa interior, me acomodé el camisón y le dije:
– Ya puedes mirar.
Se volvió, y su expresión era muy solemne.
– La mayoría de las señoras de la corte no se habrían molestado en advertirme. Algunas para burlarse, y otras simplemente porque no se les habría ocurrido decírmelo. La desnudez es bastante común en las cortes. ¿Por qué pensaste en decírmelo?
– Algunos guardias se divierten, juegan a dar palmadas, y no se me hubiera ocurrido advertirlo a ninguno de ellos. Sería simplemente otra parte del juego. Pero tú no juegas nunca, Doyle. Siempre estás al margen. Tumbarme en la cama y separar las piernas habría sido… cruel.
Asintió.
– Sí. Muchos miembros de la corte tratan a los que nos mantenemos a distancia como eunucos, como si no sintiéramos nada. Yo prefiero no tocar carne suave antes que excitarme hasta el punto de no tener escapatoria. Eso para mí es peor que nada de nada.
– ¿La reina todavía os prohíbe incluso que os toquéis a vosotros mismos?
Bajó la mirada y me di cuenta de que había ido más allá de las preguntas educadas.
– Lo siento, Doyle, no tenemos tanta confianza como para preguntarte esto.
Habló sin levantar la cabeza.
– Eres la más educada de las soberanas de la Oscuridad. Para la reina, tu educación era una… debilidad. -Su mirada buscó por fin la mía-. Pero a los que estábamos en la guardia nos gustaba. Era siempre un alivio tener que protegerte, porque no te temíamos.
– No tenía suficiente poder para que me tuvierais miedo -dije.
– No, princesa, no me refiero a tu magia. Me refiero a que no temíamos tu crueldad. El príncipe Cel ha heredado el… sentido del humor de su madre.
– Te refieres a que es un sádico.
Asintió.
– En todos los sentidos. Ahora acuéstate en la cama y déjame mirar tu herida. Si por pudor dejo que te desangres, la reina me convertirá en eunuco.
– Eres su mano derecha. No te perdería por mi causa.
– Creo que te desprecias y me sobrevaloras. -Me tendió la mano-. Por favor, princesa, échate.
Cogí la mano que me ofrecía y subí de rodillas a la cama.
– ¿Puedes llamarme Meredith, por favor? Hace años que no oía princesa esto, princesa aquello. Ya tendré tiempo para hartarme cuando vuelva a Cahokia. Dejémonos de títulos por esta noche. Inclinó levemente la cabeza.
– Como quieras, Meredith.
Dejé que me ayudara a tumbarme en medio de la cama, aunque no necesitaba la ayuda. Se lo permití en parte porque a los sidhe mayores les gusta ayudar, y en parte por la sensación de su mano en la mía.
Acabé tumbándome con la cabeza recostada en los muchos cojines de la cama. Con la cabeza levantada, tenía una visión perfecta de mi cuerpo.
Doyle se arrodilló junto a mi pierna.
– Cuando quieras, princesa.
– Meredith -dije.
Asintió.
– Cuando quieras, Meredith.
Levanté la seda hasta que apareció la herida. El pinchazo estaba lo suficientemente alto para dejar al descubierto las bragas negras. Examinó la herida con las manos, apretándome la piel. Hacía daño, y no era del que me gustaba, como si hubiera una lesión mayor de la que pensaba. La hemorragia continuaba, pero sin duda la sangre no manaba de una arteria. Si me hubiesen seccionado la femoral ya habría muerto desangrada.
Doyle se incorporó.
– La herida es muy profunda, y creo que hay algún músculo dañado.
– No me dolía tanto hasta que empezaste a tocarlo.
– Si no te curo esta noche, mañana estarás coja y tendremos que ir a urgencias. Puede que requiera cirugía, que tengan que suturarte la herida. O puedo curarla ahora.
– Prefiero ahora -dije. Sonrió.
– Bueno. Detestaría tener que explicar a la reina por qué te traje a casa cojeando, cuando podía curarte. -Empezó a inclinarse hacia mí, pero se levantó-. Sería más fácil si me moviera.
– Tú eres el que cura, haz lo que tengas que hacer -dije.
Se colocó entre mis piernas, y tuve que abrirlas para dejarle sitio para sus rodillas. Costó algunas maniobras, y algunos «perdóname, princesa», pero finalmente acabó tumbado boca abajo, agarrándome los muslos. Su mirada me recorrió el cuerpo hasta que encontró la mía. Bastó con verlo en esa posición para se me acelerase el pulso. Intenté disimular, pero creo que no lo conseguí.
Doyle dejó escapar el aire y yo lo sentí como un viento cálido contra la piel de mi muslo. Me miró a la cara mientras lo hacía, y comprendí que lo hacía deliberadamente, y no creo que tuviera nada que ver con curarme.
Se apartó un poco.
– Perdóname, pero no sólo es el sexo lo que uno echa en falta, sino también pequeñas intimidades, la expresión de una mujer cuando reacciona a tus caricias. -Me dio un rápido lametón-. Tomar aire mientras el cuerpo de ella empieza a alzarse en busca del contacto.
Estaba entre mis piernas, mirándome. Miré su silueta. Su cabello caía en una gruesa cola negra por encima de la piel desnuda de su espalda y siguiendo la suave línea de sus vaqueros ajustados. Cuando volví a mirarle, vi esa certeza que muestran los ojos de un hombre cuando está seguro de que no le dirás que no, te pida lo que te pida. Doyle no se había ganado esa mirada, todavía no.
– Se supone que no debo provocarte, recuerda.
Rozó mi muslo con su mentón mientras hablaba.
– Normalmente, no suelo dejarme colocar en una situación tan comprometida, pero creo que una vez aquí me resultará muy difícil no sacar partido de mi posición.
Me mordió el muslo, delicadamente, y cuando esto me hizo estremecer hincó sus dientes con más firmeza en mi piel. Me tensó la columna vertebral y me hizo gritar. Cuando pude volver a mirar, me fijé en la marca roja de sus dientes en mi muslo. Hacía tanto tiempo que no tenía un amante deseoso de dejarme el cuerpo marcado.
Habló con una voz sorprendentemente profunda:
– Ha sido maravilloso.
– Si me provocas, yo también te provocaré.
Intenté que sonara como una advertencia, pero jadeaba demasiado.
– Pero tú estás ahí arriba y yo estoy aquí abajo.
Me apretó los muslos con más fuerza. Entendí lo que quería decir. Tenía suficiente fuerza para sujetarme sólo agarrándome por los muslos. Podía sentarme si quería, pero no podía soltarme. Entonces se relajó una tensión que ni siquiera había percibido. Me calmé entre sus manos y me recosté en la cama. Había estado perdiéndome cosas que tenían poco que ver con el orgasmo. Doyle nunca me miraría horrorizado por que le pidiera algo. Nunca me haría sentir como un monstruo por pedir lo que mi cuerpo suplicaba.
Levanté el camisón de seda de debajo de mi espalda, y me lo quité por la cabeza. Me levanté y me senté sobre él. La sabia oscuridad de sus ojos había desaparecido, dejando en su lugar necesidad pura. Vi en su cara que había llevado el juego demasiado lejos. Puse el camisón delante de mis pechos para taparme. No sabía cómo pedir disculpas sin agravar la incómoda situación.
– No -dijo-, no te tapes. Me has sorprendido, eso es todo.
– No, Doyle. No podemos llegar hasta el final, y por ti, especialmente… lo siento. -Empecé a ponerme el camisón.
Sus dedos apretaban mis muslos con fuerza; me estaba haciendo daño. Las puntas de los dedos se hundían en mi piel. Contuve un grito y lo miré con el camisón a medio poner.
Doyle habló con voz imperativa, con una rabia apenas contenida que hacía que sus ojos brillaran como joyas negras.
– ¡No!
Esta palabra me dejó paralizada. Lo miré con los ojos abiertos como platos y mi corazón latió como si algo se me hubiera atascado en la garganta.
– No -dijo, con una voz sólo un poco menos severa-, no, quiero verte. Te haré estremecer, mi princesa, y quiero ver tu cuerpo mientras lo hago.
Dejé caer el camisón en la cama y me senté lo más cerca de él que pude. Su forma de agarrarme los muslos había superado el punto de placer y se había convertido en simple dolor, pero éste, también, en las circunstancias adecuadas, es un tipo de placer.
Sus dedos me soltaron un poco, y noté que me había dejado marcadas las uñas: pequeñas medias lunas de sangre.
Empezó a quitar las manos de debajo de mis muslos, pero yo dije que no con la cabeza.
– Tú estás allí abajo y yo aquí arriba, recuerda.
No discutió, se limitó a colocar de nuevo las manos en torno a mis muslos, esta vez sin hacerme daño, sólo el agarre preciso para que no pudiera moverme. Subí las manos por mi estómago hasta los pechos y los sostuve con ellas, y después me recosté en los cojines para que me viera bien.
Me miró durante largos segundos, como si pretendiera memorizar la manera en que mi cuerpo yacía entre los cojines oscuros, luego su boca se aproximó a la herida. La lamió con movimientos amplios y lentos. Entonces se detuvo ante la herida y empezó a chupar. Me succionó la piel con tanta fuerza que me hizo daño, como si estuviera chupando algún veneno oculto en lo más profundo de la herida.
El dolor me hizo levantar, y me miró lleno de ese oscuro conocimiento que no se había ganado. Me eché de nuevo en la cama, con la presión de su boca en mi muslo y sus dedos hincándose en mi carne con tanta fuerza que supe que al día siguiente estaría magullada. Mi piel había empezado a brillar con luz trémula en el dormitorio.
Lo miré, pero sus ojos estaban concentrados en su trabajo. Empezó a aumentar el calor bajo la presión de su boca, a llenar la herida como agua caliente vertida en la fisura de mi piel.
Doyle empezó a brillar. Su piel desnuda resplandecía como la luz de la luna en un charco de agua, con la diferencia de que aquella luz procedía de su interior y temblaba bajo su piel en siluetas claras y oscuras.
El calor me golpeaba el muslo como un segundo pulso. Su boca se apretó a mi cuerpo, al ritmo de este pulso, como si quisiera succionarme hasta vaciarme por completo. El centro mismo de mi cuerpo empezó a calentarse y comprendí que era mi propio poder, pero nunca había sido así anteriormente.
El calor de mi muslo y el de mi cuerpo se fusionaron como dos focos de calor, cada vez más caliente, más y más, hasta que el calor me devoró y mi piel brilló blanca y pura en una danza subacuática. Los dos poderes fluían uno contra el otro y durante un instante, el calor sanador de Doyle flotó en la superficie del mío. Luego los dos poderes se salpicaron mutuamente, fusionándose en una oleada de magia que doblaba la columna vertebral, hacía bailar la piel y tensaba el cuerpo.
Doyle levantó su cara de mi muslo.
– ¡Meredith, no! -gritó.
Pero era demasiado tarde, el poder penetró a través de nosotros dos en una oleada de calor que endureció mi cuerpo ahí abajo hasta que no pude moverme. Grité, y el poder brotó de mí con un brillo que dejaba sombras de mi piel en la habitación.
Vi a Doyle como a través de una neblina. Estaba de rodillas. Tenía una mano levantada como si quisiera protegerse de un golpe, después el poder se abatió sobre él. Vi que su cabeza se echaba para atrás, que su cuerpo se alzaba apoyado en las rodillas, como si el poder tuviera brazos para levantarle. La danza del claro de luna empezó a crecer bajo su piel hasta que distinguí una nube de luz negra, brillando como un arco iris oscuro en torno a su cuerpo. Durante un segundo imposible permaneció alzado, tenso, como un objeto brillante, tan bello que uno sólo podía llorar o quedar ciego al mirarlo. Entonces un grito escapó de su boca, un grito entre el dolor y el placer. Se dobló sobre la cama, abrazando su propio cuerpo. Ese brillo maravilloso empezó a desvanecerse como si su piel estuviera absorbiendo la luz, succionándola de nuevo a las profundidades de las que procedía.
Me senté, me dirigí hacia él con una mano que todavía guardaba un poco de esa tenue luz blanca.
Él se apartó de mí y en su apuro cayó de la cama. Me miró por el borde de ella con los ojos abiertos y asustados.
– ¿Qué has hecho?
– ¿Qué pasa, Doyle?
– ¿Qué pasa? -Se levantó y fue a apoyarse contra la pared, como si sus piernas no fueran capaces de sostenerle-. No se me permite ningún alivio sexual, Meredith. Ni con mi mano ni con la de nadie más.
– Yo no te he tocado.
Cerró los ojos y apoyó la cabeza en la pared. Hablaba sin mirarme.
– Lo ha hecho tu magia. Me ha recorrido todo como una espada. -Abrió los ojos y me miró-. ¿Entiendes ahora lo que has hecho?
Finalmente, lo entendí.
– Estás diciendo que la reina dirá que lo que hemos hecho cuenta como sexo.
– Sí.
– Nunca lo pretendí… Mi poder nunca había sido así antes.
– ¿Fue así la noche en la que estuviste con el roano?
Pensé sobre ello durante un momento y luego fruncí el entrecejo.
– Sí y no. No fue exactamente así, pero… -me detuve a media frase y le miré el pecho.
Mi rostro debió de mostrar espanto, porque se miró a sí mismo.
– ¿Qué? ¿Qué ves?
– La herida de tu pecho ha desaparecido.
Mi voz era delicada, de sorpresa.
Doyle se pasó las manos por el pecho, palpándose la piel.
– Está curada. No fui yo quien lo hice. -Se fue a una punta de la cama-. Fueron tus brazos.
Miré hacia abajo y vi que las marcas de los zarpazos habían desaparecido. Mis brazos estaban curados. Me toqué los muslos, pero no estaban curados. Las marcas de las uñas, llenas de sus pequeños trozos de sangre; las marcas rojas de sus dientes; la presión de su boca que me había provocado una magulladura en el muslo, allí donde había estado la herida.
– ¿Por qué está todo curado, excepto estas marcas?
Sacudió la cabeza.
– No lo sé.
Lo miré.
– Dijiste que mi iniciación en el poder curó a Roane, pero ¿qué pasaría si no fuera sólo una primera explosión de poder? ¿Qué ocurriría si fuera una parte de mi magia recién descubierta?
Lo miré para tratar de dar sentido a mis palabras.
– Podría ser, pero curar mediante sexo no es un don de la corte de la Oscuridad.
– Lo es de la corte de la Luz -afirmé.
– Procedes de su línea sanguínea -dijo en voz baja-. Se lo tengo que contar a la reina.
– ¿Contarle qué? -pregunté.
– Todo.
Me arrastré hacia el borde de la cama, todavía medio desnuda, estirándome hacia Doyle.
Él se apartó de mí, apretándose contra la pared como si le hubiese amenazado.
– No, Meredith, más no. Quizá la reina nos perdone porque fue un accidente, y le gustará que tengas más poderes. Puede que eso nos salve, pero si vuelves a tocarme… -Sacudió la cabeza-. No tendrá piedad de nosotros si nos volvemos a juntar esta noche.
– Sólo quería tocarte el brazo, Doyle. Creo que deberíamos hablar antes de que vayas con el cuento a la reina.
Pegó la espalda a la pared y caminó así hasta la esquina de la habitación.
– Acabo de tener el primer alivio desde hace más centurias de las que te puedes imaginar y estás ahí sentada, así… -Volvió a sacudir la cabeza-. Tú sólo me tocarías el brazo, pero mi autocontrol no es ilimitado, ya lo hemos visto. No, Meredith, otro roce, y podría caer sobre ti y hacer lo que he estado queriendo hacer desde que vi tus pechos temblando sobre mí.
– Me puedo vestir -dije.
– Es una buena idea -dijo-, pero aun así le explicaré lo sucedido.
– ¿Qué hace? ¿Lleva una cuenta espermática? No hemos tenido una relación sexual. ¿Por qué se lo tienes que contar?
– Es la Reina del Aire y la Oscuridad; lo sabrá. Si no se lo confesamos y lo descubre, el castigo será mil veces peor.
– ¿Castigo? Fue un accidente.
– Lo sé, y tal vez eso nos salve.
– No estarás diciendo en serio que pedirá el mismo castigo para esto que si hubiésemos hecho el amor voluntariamente.
– Muerte por tortura -dijo-. Espero que no, pero tiene derecho a exigirla.
Negué con la cabeza.
– No, no te perdería después de mil años por un accidente.
– Espero que no, princesa, espero francamente que no.
Dobló la esquina hacia el cuarto de baño.
– Doyle -lo llamé. Regresó.
– ¿Sí, princesa?
– Si te dice que se nos ejecutará por esto, hay una parte buena. Colocó su cabeza hacia un lado como lo haría un pájaro.
– ¿ Cuál?
– Podemos tener una relación sexual, de verdad, carne con carne. Si nos van a ejecutar por algo, al menos seamos culpables de ello. En su rostro se vislumbraron emociones, que una vez más no supe interpretar, y finalmente sonrió.
– Nunca pensé que pudiera mirar a mi reina con estas noticias y dudar acerca de lo que debo decirle. Eres tentadora, Meredith, algo por lo que un hombre no dudaría en entregar la vida.
– No quiero tu vida, Doyle, sólo tu cuerpo.
Esto lo envió riendo al cuarto de baño. En fin, siempre es mejor reír que llorar. Volví a ponerme el camisón y estaba sepultada bajo las mantas cuando llegó. Tenía una cara solemne, pero dijo:
– No nos castigarán, aunque dejó entrever que quería verte curar con este poder recién descubierto.
– A mí no me van sus pequeñas exhibiciones públicas de sexo -dije.
– Lo sé, y ella también, pero tiene curiosidad.
– Deja que sea curiosa. ¿Así que no ejecutarán a ninguno de nosotros?
– No -dijo.
– ¿Por qué no alegras esa cara? -pregunté.
– No he traído otra muda de ropa.
Tardé un segundo en darme cuenta de lo que quería decir. Le traje un par de bóxers de seda. Le quedaban un poco ajustados en la cadera, porque él y Roane no tenían la misma talla, pero servían.
Regresó al cuarto de baño. Pensé que no tardaría y que volvería a dormir, pero oí que abría la ducha. Finalmente, coloqué algunas almohadas encima de los sacos de dormir y me giré para intentar dormir. No estaba segura de poder conciliar el sueño, pero Doyle se quedó mucho tiempo en el cuarto de baño. Lo último que oí antes de que me invadiera el sueño fue el sonido de un secador. Ya no le escuché salir del cuarto de baño. Simplemente, me desperté al día siguiente y ya estaba frente a mí con té caliente en una mano y nuestros billetes de avión en la otra. No sabía si Doyle había utilizado el saco de dormir, ni si había dormido.
19
Doyle me cedió amablemente la ventana. Se agarraba con fuerza a los brazos del asiento y tenía el cinturón abrochado. Cerró los ojos cuando despegó el avión. Normalmente, me gusta ver cómo la tierra va quedando cada vez más abajo, pero ese día observar el rostro de Doyle era una experiencia mucho más divertida.
– ¿Cómo es posible que te dé miedo volar? -pregunté.
Me respondió sin abrir los ojos:
– No tengo miedo a volar. Tengo miedo a volar en avión.
Su voz sonó muy razonable, como si todo respondiera a una lógica aplastante.
– Entonces, ¿podrías cabalgar en un corcel volador y no tener miedo?
Asintió, y por fin abrió los ojos cuando el aparato se niveló.
– He montado las bestias del aire muchas veces.
– ¿Entonces, por qué te preocupan los aviones?
Me miró como si yo tuviera que haber conocido la respuesta.
– Es el metal, princesa Meredith. No me siento a gusto rodeado por tanto metal fabricado por el hombre. Crea una barrera entre la tierra y yo, y yo soy una criatura terrestre.
– Como dijiste, Doyle, hay ventajas de no ser una sidhe pura. Yo no tengo ningún problema con el metal.
Giró la cabeza para mirarme.
– ¿Puedes utilizar los arcanos mayores dentro de una tumba de metal como ésta?
Asentí.
– No hay magia que no pueda realizar igual de bien en una tumba de metal.
– Esto podría resultar muy útil, princesa.
La auxiliar de vuelo, una rubia alta impecablemente maquillada, se detuvo junto al asiento de Doyle, inclinándose lo suficiente para asegurarse de que ofrecía una espléndida panorámica de su escote. Se había asegurado de ello las tres veces que había pasado en los últimos veinte minutos para preguntar si quería algo, lo que fuera. Él dijo que no. Yo pedí un vino tinto.
Esta vez, me trajo mi vino, servido en una copa alta, puesto que viajábamos en primera clase. Ideal para que te salpicara por encima cuando el avión entrara en una turbulencia, que es lo que ocurrió.
El avión dio una sacudida y realizó un viraje tan repentino que devolví el vino a la auxiliar de vuelo, y ella me entregó un montón de servilletas.
Doyle cerró nuevamente los ojos y contestaba a todas sus preguntas: «No, gracias, estoy bien.» No le ofreció explícitamente quitarse la ropa y tener relaciones sexuales en el suelo del avión, pero el ofrecimiento era claro. Si Doyle entendía la invitación, realmente sabía esquivarla muy bien. No sé si realmente no se daba cuenta de que le estaba tirando los tejos, o si es que ya estaba acostumbrado a que las mujeres humanas actuaran de ese modo con él. Finalmente, ella captó la indirecta y se alejó, sujetándose a los asientos para no caerse.
Era una turbulencia peligrosa. Doyle tenía un aspecto gris. Creo que era su forma de mostrar miedo.
– ¿Te encuentras bien?
Cerró los ojos todavía con más fuerza.
– Estaré bien cuando estemos a salvo en el suelo.
– ¿Puedo hacer algo para que se te haga más corto el viaje?
Abrió los ojos sólo un poquito.
– Creo que la azafata ya ha hecho esa oferta.
– Azafata es una palabra sexista -dije-. Es una auxiliar de vuelo. Así que has captado sus indirectas.
– No creo que apretarme los muslos y frotar mis hombros con sus pechos sean indirectas, yo más bien considero que son invitaciones.
– La has rechazado con gracia.
– Tengo mucha experiencia.
El avión se agitó tanto que yo misma me intranquilicé. Doyle volvió a cerrar los ojos.
– ¿De verdad quieres hacerme el vuelo más corto?
– Te debo al menos eso después de que mostraras tu placa de la Guardia y nos permitieran subir al avión con nuestras armas. Sé que legalmente los dos estamos autorizados a llevar armas en Estados Unidos, pero no suele ser tan fácil ni rápido.
– Nos ayudó el hecho de que la policía nos escoltara hasta las puertas, princesa.
Había tenido mucho cuidado al llamarme «princesa», o «princesa Meredith», desde que me levanté por la mañana. Ya no nos tratábamos por el nombre.
– Parece que la policía estaba ansiosa por meterme en el avión.
– Temían que te asesinaran en su jurisdicción. No querían ser responsables de tu seguridad.
– O sea que así es como conseguiste embarcarme armada en el avión.
Asintió, con los ojos todavía cerrados.
– Les expliqué que con un solo guardaespaldas estarías más segura si tú misma ibas armada. Todo el mundo estuvo de acuerdo. Sholto me había devuelto la LadySmith de nueve milímetros. Llevaba una cartuchera interior en los pantalones, ideal para desenfundar cruzando el brazo. Normalmente, la llevaba a la espalda, cubierta con una chaqueta, pero la policía me había dado carta blanca para llevar armas, con lo cual no tenía que preocuparme por esconderla.
Tenía un cuchillo de treinta centímetros en una funda lateral, cuyo extremo se mantenía atado a mi pierna con una correa de piel, para poder sacarlo con más rapidez, como un pistolero del Oeste. La correa de piel también permitía que la funda se adaptara al movimiento de mi pierna. Sin una funda atada, acababas teniendo que moverla cada vez que cambiabas de postura, de lo contrario se te clavaba al cuerpo o se enganchaba en cualquier lado.
Llevaba también una navaja Spyderco enganchada al aro de mi sujetador. En la corte tenía la norma de llevar siempre dos cuchillos como mínimo. Sólo estaban admitidas en determinados sithen, los promontorios de los elfos. Pero se me había permitido conservar los cuchillos. Antes del banquete que esa noche iba a celebrarse en mi honor, según me había informado Doyle, todavía cogería más cuchillos. Una chica nunca lleva demasiadas joyas… ni demasiadas armas.
Doyle conservaba Temor Mortal en la funda de la espalda y llevaba un petate lleno de armas. Cuando le pregunté por qué no las había utilizado contra los sluagh, dijo:
– Sólo Temor Mortal podía provocarles la muerte, ninguna otra arma. Quería que supieran que iba en serio.
Francamente, siempre he pensado que hacerle a alguien un agujero en la espalda por el que se puede meter un puño indica que uno va en serio. Pero muchos guardias consideran que las pistolas son armas inferiores. Llevan pistola cuando están entre humanos, pero casi nunca las usamos entre nosotros, salvo en tiempos de guerra. El hecho de que Doyle hubiese cogido una significaba que las cosas iban mal, o quizá se había producido un cambio de política durante mi ausencia. Lo sabría en cuanto viera si los otros guardias también iban armados.
El avión cayó tan de repente que incluso yo ahogué un grito. Doyle gemía:
– Háblame, Meredith.
– ¿De qué?
– De lo que quieras.
– Podríamos hablar sobre la noche pasada -dije.
Abrió los ojos lo justo para fulminarme con la mirada. El avión se sacudió de nuevo, y Doyle volvió a cerrar los ojos.
– Cuéntame un cuento -dijo casi en un susurro.
– No soy muy buena contando cuentos.
– Por favor, Meredith.
Me había llamado «Meredith», una mejora.
– Te puedo contar una historia que ya conoces. -Muy bien -dijo.
– Mi abuelo por parte de madre es Uar el Cruel. Además de ser un hijo de puta de la peor calaña, se ganó este nombre porque engendró a tres hijos que eran monstruos, incluso según los criterios de los elfos. Ninguna mujer hada se acostaría con él después del nacimiento de sus hijos. Le habían dicho que quizá engendrara hijos normales si encontraba a alguien con sangre de elfo que quisiera meterse en la cama voluntariamente con él.
Miré los ojos cerrados y el rostro inexpresivo de Doyle.
– Continúa, por favor -dijo.
– Gran es medio brownie y medio humana. Estaba dispuesta a meterse en la cama con él, porque quería ser miembro de la corte de la Luz más que cualquier otra cosa. -En silencio, porque no formaba parte de la historia, disculpé a Gran. Ella, más incluso que yo misma, sabía lo que era pisar dos mundos distintos.
El avión se había enderezado, pero todavía se movía cuando el viento le azotaba. Un vuelo difícil.
– ¿Ya te he aburrido? -pregunté.
– Todo lo que digas será fascinante hasta que aterricemos sanos y salvos.
– Sabes, estás guapo cuando tienes miedo.
Entreabrió un instante los ojos para mirarme y los volvió a cerrar a continuación.
– Sigue, por favor.
– Gran dio a luz a dos niñas gemelas preciosas. La maldición de Uar se había acabado, y Gran se convirtió en una de las mujeres de la corte; la mujer de Uar, en realidad, porque le había dado hijos. Por lo que sé, mi abuelo nunca volvió a tocar a su esposa. Era uno de los caballeros refinados y brillantes. Gran era demasiado vulgar para él, una vez que se había liberado de la maldición.
– Es un guerrero poderoso -dijo Doyle, con los ojos todavía cerrados.
– ¿Quién?
– Uar.
– Es cierto; debes haber luchado contra él en las guerras de Europa.
– Era un digno contrincante.
– ¿Intentas que mejore la consideración que tengo de él?
El avión había estado volando en línea recta y con relativa facilidad durante tres minutos, y eso bastó para que Doyle abriera completamente los ojos.
– Hablas con mucha amargura.
– Mi abuelo maltrató a Gran durante muchos años. Pensaba que si le pegaba lo suficiente conseguiría que abandonara la corte, porque legalmente no se podía divorciar de ella sin su permiso. No la podía repudiar, porque le había dado hijos.
– ¿Y por qué no lo dejó ella?
– Porque sin ser la mujer de Uar, no habría sido bien recibida en la corte y no le habrían permitido llevar a sus hijas consigo. Se quedó para asegurarse de que sus hijas estarían a salvo.
– La reina se quedó perpleja cuando tu padre invitó a la madre de tu madre a que os acompañara a las dos al exilio.
– Gran era la señora de la casa. Supervisaba para él el funcionamiento de la casa.
– Era una sirviente, entonces -dijo Doyle.
Esta vez fui yo quien lo fulminó con la mirada.
– No, era… era su mano derecha. Me educaron juntos durante aquellos diez años.
– Cuando dejaste la corte esta última vez, también lo hizo tu madre. Abrió una pensión.
– He visto los anuncios en las revistas: «Victoria. Buen servicio. Pensión con cama y desayuno de brownie, buena atención y excelente comida a cargo de un ex miembro de la corte real».
– ¿No has hablado con ella desde que te fuiste hace tres años? -preguntó.
– No me he puesto en contacto con nadie, Doyle. Les hubiese puesto en peligro. Simplemente desaparecí. Esto significa que lo dejé todo y a todo el mundo.
– Había joyas, reliquias de familia que te pertenecían por derecho. A la reina le sorprendió que te marcharas sólo con lo puesto.
– Hubiera sido imposible vender las joyas sin regresar a la corte; y lo mismo digo de las reliquias.
– Tenías dinero que tu padre había guardado para ti. -Me miraba, intentando comprender, creo.
– He vivido por mi cuenta durante tres años, un poco más. No he cogido nunca nada de nadie. He sido una mujer autónoma, libre de obligaciones con los elfos.
– Lo cual significa que puedes invocar derechos de virgen cuando regreses a la corte.
Asentí.
– Exactamente.
Virgen, en el antiguo ideal céltico, era una mujer que vivía de forma autónoma, que no debía nada a nadie durante cierto tiempo. Se precisaba un mínimo de tres años para reclamar esta condición en la corte. Ser virgen significaba que se estaba al margen de cualquier disputa o rencilla. No se me podía obligar a manifestar mi opinión sobre algo, porque estaba al margen de todo. Era una manera de estar en la corte, sin ser de la corte.
– Muy bien, princesa, muy bien. Conoces la ley y cómo usarla en tu beneficio. Eres inteligente, además de educada, francamente maravilloso para una soberana de la Oscuridad.
– Ser virgen me permitió hacer reservas de hotel sin arriesgarme a la ira de la reina -dije.
– No comprendía por qué no deseabas alojarte en la corte. Al fin y al cabo, quieres regresar con nosotros, ¿verdad?
Asentí.
– Sí, pero también quiero tomar cierta distancia hasta que vea lo segura que voy a estar en la corte.
– Pocos se arriesgarían a que la reina se enfade con ellos -dijo.
Busqué su mirada para poder captar su opinión sobre lo que me disponía a decir.
– El príncipe Cel se arriesga a su ira, porque nunca lo ha castigado seriamente por ninguno de sus actos.
El rostro de Doyle se tensó cuando mencioné el nombre de Cel, pero nada más. Si no lo hubiera mirado, no habría advertido ninguna reacción.
– Cel es su único heredero, Doyle; no lo matará. Él lo sabe.
Doyle me dirigió una mirada vacía.
– Lo que hace o deja de hacer la reina con su hijo y heredero no es cuestionable.
– Doyle, todos sabemos quién es Cel.
– Un príncipe sidhe poderoso que ha heredado el oído de su madre, la reina -advirtió Doyle.
– Sólo tiene una mano de poder, y el resto de sus habilidades tampoco son tan impresionantes.
– Es el príncipe de la Sangre Antigua, y yo no quisiera que utilizara esta capacidad conmigo en un duelo. Podría hacer sangrar a la vez todas las heridas que he sufrido en más de mil años de batallas.
– No dije que no fuera una capacidad terrorífica, Doyle. Pero hay otros con una magia más poderosa, sidhe que pueden provocar la muerte con sólo tocarte. He visto cómo tu llama devoraba a algunos sidhe, cómo se los comía vivos.
– Y tú mataste a los dos últimos sidhe que te retaron a duelo, princesa Meredith.
– Hice trampa -dije.
– No, no hiciste trampa. Simplemente empleaste tácticas para las que no estaban preparados. Es la impronta de buen guerrero utilizar las armas que tiene a su disposición.
Nos miramos el uno al otro.
– ¿Sabe alguien, aparte de la reina, que ahora tengo la mano de carne?
– Lo sabe Sholto, y sus sluagh. Ya no será un secreto cuando aterricemos.
– Podría asustar a posibles oponentes -dije.
– Quedar atrapado para siempre como una masa de carne deforme, sin poder morir nunca, ni envejecer, simplemente continuar; oh, sí, princesa, creo que se asustarán. Después de que Griffin… te dejara, muchos se convirtieron en enemigos tuyos, porque pensaron que no tenías poder. Todos se acordarán de los insultos que te dirigieron y estarán preguntándose si vuelves con rencor.
– Invoco derechos de virgen, eso significa que empiezo de cero, igual que ellos. Si exijo la venganza a la que tengo derecho, perderé mi estatus de virgen, y volverán a arrastrarme al centro de toda esa mierda. -Sacudí la cabeza-. No, les dejaré en paz si ellos me dejan tranquila.
– Eres más inteligente de lo que te corresponde por edad, princesa.
– Tengo treinta y tres años, Doyle, ya no soy una niña según los criterios humanos.
Se puso a reír, una risotada sombría que me hizo pensar en su aspecto de la última noche, con la mitad de la ropa. Intenté apartar este pensamiento, y seguramente lo conseguí, porque su expresión no cambió.
– Me acuerdo de cuando Roma era simplemente un descampado, princesa. Treinta y tres años es ser un niño para mí.
Dejé que lo que pensaba se reflejara en mi mirada.
– No recuerdo que me trataras como a una niña anoche.
Doyle desvió la mirada.
– Eso fue un error.
– Si tú lo dices.
Miré por la ventana, observando las nubes. Doyle estaba dispuesto a fingir que la última noche no había ocurrido nada. Yo estaba cansada de intentar sacar el tema, cuando él, obviamente, no quería discutir al respecto.
La auxiliar de vuelo regresó. Esta vez se arrodilló, con la falda ajustada a los muslos. Sonrió a Doyle y sostuvo las revistas formando un abanico.
– ¿Quiere algo para leer?
Puso su mano libre sobre la pierna de Doyle y la desplazó por el interior de su muslo.
Tenía la mano a un centímetro de la ingle cuando Doyle le agarró por la muñeca y le apartó la mano.
– Por favor, señorita.
Ella se arrodilló más cerca de él y puso una mano en cada una de sus rodillas, escondiendo parcialmente con las revistas lo que estaba haciendo. Se inclinó de tal manera que los pechos rozaban las piernas de Doyle.
– Por favor -susurró-, por favor, hace tanto tiempo que no he estado con uno de vosotros.
Esto captó mi atención.
– ¿Cuánto tiempo? -pregunté.
Parpadeó, como si no pudiera concentrarse lo suficiente en mí estando Doyle sentado tan cerca.
– Seis semanas.
– ¿Quién fue?
Negó con la cabeza.
– Puedo guardar un secreto, no me rechaces. -Miró a Doyle-. Por favor, por favor.
Se había acostado con un elfo. Si un sidhe mantiene relaciones sexuales con un humano y no intenta rebajar la magia, puede convertir al humano en una especie de adicto. Los humanos en estas circunstancias pueden llegar a morir por esta ansia de tocar carne de sidhe. Me acerqué al oído de Doyle, tan cerca que mis labios acariciaban sus pendientes. Experimenté el irresistible impulso de lamerle uno de los aros, pero me contuve. Sólo era una de aquellas perversas necesidades que uno tiene a veces. Murmuré:
– Apunta su nombre y número de teléfono. Tendremos que comunicárselo a la Oficina de Asuntos Humanos y Feéricos.
Doyle hizo lo que pedía.
La asistente de vuelo tenía lágrimas de agradecimiento en los ojos cuando Doyle le tomó el nombre, número y dirección. En realidad, le besó la mano y hubiese podido hacer más si otro auxiliar de vuelo no la hubiese apartado.
– Es ilegal tener relaciones sexuales con humanos sin proteger sus mentes -dije.
– Sí, lo es -dijo Doyle.
– Sería interesante saber quién era su amante sidhe.
– Sus amantes, creo -dijo Doyle.
– Me pregunto si ella siempre hace la ruta de Los Ángeles a San Luis.
Doyle me miró.
– Podría saber quién ha volado desde y hacia Los Ángeles con la frecuencia necesaria para instituir un culto.
– Un hombre no constituye un culto -dije.
– Me dijiste que la mujer mencionó a otros, algunos de ellos con implantes en las orejas, o quizá fueran sidhe ellos mismos.
– Sigue sin ser un culto. Es un brujo con seguidores, un aquelarre adorador de sidhe, como mucho.
– O un culto, en el peor de los casos. No tenemos ni idea de cuánta gente había implicada, princesa, y el hombre que habría podido responder la pregunta está muerto.
– Es curioso que a la policía no le importara que abandonara el estado con una investigación por asesinato en curso.
– No me sorprendería en absoluto que tu tía, nuestra reina, hubiera hecho algunas llamadas telefónicas. Puede ser bastante encantadora cuando quiere.
– Y cuando eso falla, es aterradora -dije.
Asintió.
– Eso también.
El asistente de vuelo varón se ocupó de la primera clase durante el resto del viaje. La mujer ya no volvió a acercarse hasta que bajamos del avión. Entonces, cogió la mano de Doyle.
– ¿Me llamarás, verdad? -preguntó con voz urgente.
Doyle le besó la mano.
– Oh, sí, te llamaré, y tú responderás honestamente a todas mis preguntas, ¿verdad?
La mujer asintió, y resbalaban lágrimas por su mejilla.
– Haré todo lo que quieras.
Tuve que apartar a Doyle de ella.
– Yo de ti no iría solo a hacerle preguntas -murmuré.
– No pretendía ir solo -dijo. Me miró, y nuestras caras estaban muy juntas porque estábamos murmurando-. He descubierto hace muy poco que no soy inmune a las insinuaciones sexuales.
– Su mirada era muy franca, abierta, la mirada que me hubiera gustado verle en el avión-. Tendré que ir con más cuidado en el futuro.
Dicho esto, se levantó y empezó a caminar por el estrecho pasillo hacia el aeropuerto. Le seguí.
Dejamos atrás el ruido de los motores y caminamos hacia el murmullo de la gente.
20
La gente formaba un estruendo de murmullos que me engullía, era como si un mar de ruido me tragara al avanzar hacia la sala. El gentío caminaba de un lado a otro como un muro humano formado por ladrillos multicolores. Doyle iba justo delante de mí, como el guardaespaldas que era.
Nuestra puerta se hallaba en línea con el ancho pasillo que se adentraba en el aeropuerto. Doyle estaba en la apertura de la sala, esperándome a un lado. Entonces, distinguí entre la multitud una figura alta que se dirigía hacia nosotros. Galen iba vestido en verde y blanco: un suéter verde pálido, unos pantalones verdes todavía más pálidos y el abrigo blanco, largo hasta los tobillos, que se movía por detrás de él como una capa. El suéter tenía el color de su cabello, que caía en cortos bucles hasta justo por debajo de su oreja. También lucía una larga y delgada trenza. Su padre era un pixie, al que la reina había ordenado matar por cometer la osadía de seducir a una de sus damas de compañía.
No creo que la reina hubiese matado al pixie de haber sabido que había engendrado un niño. Los niños son preciosos, y cualquier cosa que alimente, que transmita la sangre, es digna de ser conservada.
Me alegre de verle, aunque sabía que si él estaba ahí, habría un fotógrafo cerca. Francamente, me sorprendía que no nos hubiésemos encontrado a una multitud de medios de comunicación. La princesa Meredith regresaba a casa, sana y salva después de tres años desaparecida. Mi cara había aparecido impresa durante años en los periódicos: las fotos de la princesa americana de los elfos habían rivalizado con los avistamientos de Elvis. No sabía qué habían hecho para salvarme del torbellino de la prensa, pero les estaba agradecida.
Le dejé el bolso de mano a Doyle y corrí hacia Galen. Me aupó en un abrazo y me besó en la boca.
– Merry, qué alegría de verte, chica. -Sus brazos me sostenían un palmo por encima del suelo sin aparente esfuerzo.
Nunca me ha gustado que mis pies dancen en el aire, así que le rodeé la cintura con las piernas, y él pasó sus manos de mi cintura a mis muslos para aguantarme.
Había corrido a los brazos de Galen desde que tengo memoria. Después de la muerte de mi padre, se había erigido en mi defensor en la corte de la Oscuridad en más de una ocasión, aunque no siendo de pura sangre, como yo, tenía escasa influencia. Lo que sí tenía era más de metro ochenta de puro músculo, y era un guerrero bien adiestrado que intimidaba.
Desde luego, cuando me levantaba en brazos a mis siete años, no había tantos besos ni otras cosas. A sus poco más de cien años, Galen era uno de los guardias reales más jóvenes de Andáis. Nos llevábamos setenta años, lo cual entre sidhe era como crecer juntos. El cuello en V de su suéter llegaba hasta bastante abajo, mostrando el pelo de su pecho, que era de un verde más oscuro que su cabello, casi negro. El suéter era suave y le sentaba muy bien. Su piel era blanca, pero el suéter resaltaba el tono verde muy pálido subyacente, con lo cual su piel aparecía o bien blanca perla o bien de un verde de ensueño, dependiendo de cómo le diera la luz.
Sus ojos, del color de la hierba fresca en primavera, tenían un tono más humano que la esmeralda líquida de los míos. Sin embargo, el resto de su cuerpo era demasiado único para expresarlo con palabras. Es lo que pensaba desde los catorce años, pero no era con él con quien mi padre me había comprometido. Porque Galen era un chico demasiado guapo, pero no se movía con destreza en el campo de la política para que mi padre confiara en que viviría lo bastante para verme crecer. No, Galen hablaba cuando lo sabio era callar. Era una de las cosas que más me gustaban de él siendo niña y que más me asustaban cuando crecí.
Se puso a bailar conmigo por el pasillo, al son de una música que sólo él podía oír, pero yo casi la sentía cuando le miraba a los ojos, y trazaba con mi mirada la curva de sus labios.
– Estoy encantado de verte, Merry.
– Ya lo veo -dije.
Rió con una risa muy humana. Lo que la hacía tan especial era la alegría de Galen, aunque para mí siempre era algo especial.
Se me acercó y me susurró al oído:
– Te has cortado el pelo. Tu preciosa melena.
Le di un delicado beso en la mejilla.
– Ya crecerá.
Había sólo unos cuantos periodistas, porque no habían tenido suficiente información para planificar un asalto a gran escala, pero la mayoría de ellos llevaban cámaras. Las fotos de la nobleza sidhe, especialmente haciendo algo poco habitual, siempre encontraban un mercado. Les dejamos tomar fotos porque no les podíamos parar. Utilizar magia contra ellos constituían un delito contra la libertad de prensa. Así lo había sentenciado el Tribunal Supremo. Muchos reporteros que cubrían rutinariamente a los sidhe tenían poderes psíquicos, o bien eran brujos. Sabían cuándo utilizabas magia sobre ellos. Bastaba una denuncia para que acabaras envuelta en una demanda civil.
Los elfos tenían dos posturas distintas frente a los reporteros. Algunos eran muy decorosos en público y nunca proporcionaban nada de interés a los paparazzi. Galen y yo éramos de los que creían que había que darles algo para fotografiar, algo sin importancia para que no buscaran material más sensacionalista. Siempre algo positivo, animado, interesante. Ésta era la idea de la reina Andáis. Había estado trabajando durante los últimos treinta años, aproximadamente, para dar a su corte una publicidad mejor y más positiva. Toda mi vida. Yo había aparecido con mi padre, se había celebrado una ceremonia pública de esponsales entre Griffin y yo. No existía vida privada si la reina decretaba que tenía que ser pública.
Alguien se aclaró la garganta y yo miré más allá de Galen para encontrar a Barinthus. Si Galen tenía un aspecto único, Barinthus parecía un extraterrestre. Su pelo era del color del mar, de los océanos. El turquesa del Mediterráneo; el azul profundo del Pacífico; un azul grisáceo tempestuoso como el océano antes de la tempestad, derivando hacia un azul prácticamente negro, como las aguas abisales, como la sangre de gigantes durmientes. Los colores cambiaban con la luz, fundiéndose entre ellos como si no se tratase de pelo. Su piel era de un blanco alabastro, como la mía; sus ojos, azules, pero con dos rendijas negras por pupilas. Sabía que tenía una membrana, a modo de segundo párpado, que cubría sus ojos cuando estaba debajo del agua. Cuando yo tenía cinco años, me enseñó a nadar, y me gustaba que pudiera parpadear dos veces con el mismo ojo.
Era más alto que Galen, pasaba de los dos metros, como corresponde a un dios. Llevaba una gabardina azul real abierta que dejaba a la vista un traje negro de diseño. La camisa era de seda azul, con uno de aquellos cuellos altos y redondos que los diseñadores intentan vender para que los hombres ya no tengan que llevar corbata. Barinthus tenía un aspecto espléndido. Se había dejado el pelo suelto, flotando como una segunda gabardina. Y sabía que alguien, probablemente mi tía, le había elegido la ropa. Cuando decidía por sí mismo, Barinthus era hombre de vaqueros y camiseta.
Galen y Barinthus eran dos de los más asiduos visitantes de la casa que mi padre tenía entre los humanos. Barinthus gozaba de poder entre los sidhe, era de la Corte Antigua. Los sidhe todavía comentaban su último duelo, mucho antes de mi nacimiento, en el cual un sidhe se había ahogado en una pradera, a muchos kilómetros de cualquier rastro de agua. Barinthus, como mi padre, nunca aceptó un duelo a no ser que se invocara mortalidad. No perdía el tiempo en nada inferior.
Galen me dejó en el suelo. Me dirigí a Barinthus, con las dos manos abiertas para saludar. Él sacó las manos de los bolsillos de la gabardina con cuidado, manteniéndolas cerradas hasta que pude poner mis manos entre las suyas. Tenía un tejido entre los dedos y se había puesto sensible al respecto desde que un periodista de los años cincuenta lo llamó el «hombre pez». Cuesta creer que alguien venerado antaño como un dios de los mares pudiera molestarse por el comentario de un periodista del siglo XX, pero así era. Barinthus no lo había olvidado nunca.
El tejido era completamente retráctil, sólo una fina capa de piel adicional entre sus dedos, a no ser que decidiera usarlo. Entonces, podía expandir la piel y nadar como… como, bueno, como un pez. Aunque esto no era un cumplido que se le pudiera decir en voz alta, nunca.
Tomó mis manos entre las suyas y se inclinó para darme un beso educado y bienintencionado en la mejilla. Le devolví el beso. A Barinthus le gustaba mostrarse educado en público. Su lado personal no era para consumo general, y tenía suficiente poder para asegurarse de que ni la reina podría hacerle cambiar de opinión. Los dioses, incluso los caídos, debían ser tratados con respeto. El periodista de los años cincuenta, el que había colocado el titular del hombre pez en el servicio mundial de noticias, había muerto en un accidente en una barca por el Mississippi aquel verano. El agua se alzó y cubrió la barca, según afirmaron los testigos. Lo más extraño que habían visto jamás.
Las cámaras continuaron tomando fotos. Nosotros seguimos ajenos a ellas.
– Me alegro de que hayas vuelto entre nosotros, Meredith.
– Yo también me alegro de verte, Barinthus. Espero que la corte sea lo bastante segura para convertir mi regreso en algo más que una visita.
Parpadeaba con el segundo párpado, lo cual, cuando no estaba nadando, era un indicio de nerviosismo.
– Esto deberás discutirlo con tu tía.
No me gustó cómo sonó la frase. Un periodista me plantó una pequeña grabadora en la cara.
– ¿Quién es usted?
El hecho de que tuviera que preguntarlo significaba que no llevaba mucho tiempo en el oficio.
Galen se metió en medio sonriendo, encantador. Abrió la boca para responder, pero otra voz llenó el bullicioso silencio.
– La princesa Meredith NicEssus, Hija de la Paz.
El hombre que había hablado se acercó desde las ventanas en las que permanecía apoyado.
– Jenkins, cómo me desagrada verte -dije.
Era un hombre delgado y alto, aunque no tanto como Barinthus. Jenkins tenía una sombra permanente en la cara, tan notable que una vez le pregunté por qué no se dejaba barba. Contestó que a su mujer no le gustaba el pelo en la cara. Yo le repliqué que no podía creer que alguien se hubiese casado con él. Jenkins había vendido fotos del cuerpo despedazado de mi padre. No en Estados Unidos, por supuesto, somos demasiado civilizados para eso, pero hay otros países, otros periódicos, otras revistas. Encontró quien comprara y publicara las fotos. Fue también él quien me sorprendió en el funeral e infiltró fotos mías con lágrimas en las mejillas, y unos ojos tan tristes que brillaban. Esta foto había sido nominada para un premio. No lo ganó, pero mi rostro y el cuerpo muerto de mi padre fueron noticias mundiales gracias a Jenkins. Todavía le odiaba por eso.
– He oído rumores de que vuelves de visita. ¿Te quedas todo el mes hasta Halloween? -preguntó.
– No puedo creer que alguien se arriesgue a perder el favor de mi tía por hablar contigo -dije, sin contestar a su pregunta. Tenía mucha práctica en pasar por alto las preguntas de la prensa.
Sonrió.
– Te sorprendería saber quién habla conmigo y sobre qué.
No me gustó su expresión, sonaba vagamente amenazadora, vagamente personal. No, no me gustó ni pizca.
– Bienvenida a casa, Meredith -dijo e hizo una reverencia leve pero elegante.
Lo que quería decirle no era correcto para el consumo público, y había demasiadas grabadoras. Si Jenkins estaba ahí, entonces los periodistas de la televisión no andarían muy lejos. Si no podía obtener una exclusiva, se aseguraría de que nadie la consiguiera.
No dije nada, lo dejé pasar. Me había estado provocando desde que era una niña. Sólo tenía unos diez años más que yo, pero parecía veinte años mayor, porque yo todavía aparentaba veintipocos. Yo quizá no iba a vivir siempre, pero me conservaba bien. Creo que esto molestaba de verdad a Jenkins, tener que hablar de gente que o bien no envejecía o lo hacía mucho más lentamente que él. Hubo momentos, cuando yo era más joven, en los que había encontrado consuelo en pensar que probablemente él moriría primero.
– Todavía apestas a cenicero, Jenkins. ¿No sabes que fumar reduce tu esperanza de vida?
Su semblante se endureció por el enfado. Bajó el tono de su voz y murmuró:
– Todavía eres la pequeña zorra del oeste, ¿verdad, Merry?
– Tengo una orden de alejamiento contra ti, Jenkins. Mantente a quince metros o llamaré a la policía.
Barinthus se acercó a nosotros y me ofreció su brazo. No tenía que decírmelo. Sabía que no me convenía ponerme a insultar a un periodista delante de otros. La orden de alejamiento se había establecido después de que Jenkins divulgara mi foto por todo el mundo. Los abogados de la corte habían encontrado a unos cuantos jueces que pensaban que en realidad Jenkins había abusado de una menor e invadido mi intimidad. Después de esto, se le prohibió hablar conmigo y tenía que mantenerse a quince metros de distancia.
Creo que el único motivo por el que Barinthus no había matado a Jenkins era que los sidhe lo habrían interpretado como una debilidad. Yo no era sólo una soberana sidhe, era la tercera en la línea sucesoria de la corte de la Oscuridad. Si no podía protegerme a mí misma de periodistas excesivamente entusiastas de su trabajo, no merecía el lugar que ocupaba. De modo que Jenkins se había convertido en mi problema. La reina nos había prohibido a todos hacer daño a la prensa después del pequeño accidente en aguas del Mississippi. Desgraciadamente, lo único que podía librarme de Barry Jenkins era su muerte. Si no lo mataba, se curaría y se arrastraría detrás de mí.
Le lancé un beso a Jenkins y pasé junto a él del brazo de Barinthus. Galen nos seguía, respondiendo las preguntas de la prensa. Captaba fragmentos de sus explicaciones: reunión familiar, las próximas vacaciones, bla, bla, bla. Barinthus y yo pudimos alejarnos de la prensa porque atacaba nuevamente a Galen. Entonces, pregunté algo en serio:
– ¿Por qué la reina me ha perdonado de golpe por haberme escapado de casa?
– ¿Por qué se pide que regrese a casa al hijo pródigo? -replicó.
– No me vengas con acertijos, Barinthus, limítate a contestar.
– No ha contado sus planes a nadie, pero insistió mucho en que regresaras a casa como invitada especial. Quiere algo de ti, Meredith, algo que sólo tú puedes darle, o algo que puedes hacer por ella o por la corte.
– ¿Qué podría hacer yo que los demás no puedan?
– Si lo supiera, te lo diría.
Me apoyé en Barinthus, desplazando una mano por su brazo e invocando un hechizo. Era un hechizo menor, se trataba de envolver un trozo de aire alrededor de nosotros para que rebotara el ruido. No quería que nos escucharan, y si estábamos siendo espiados por sidhe, nadie se extrañaría de que lo hiciera con reporteros a mi alrededor.
– ¿Y Cel? ¿Quiere matarme?
– La reina ha insistido mucho, a todo el mundo -puso énfasis en el «todo el mundo»- en que no se te debe molestar mientras permanezcas en la corte. Quiere que regreses entre nosotros, Meredith, y parece dispuesta a utilizar la violencia para cumplir su deseo.
– ¿Incluso contra su hijo? -pregunté.
– No lo sé. Pero ha cambiado algo entre ella y su hijo. No está contenta con él, y nadie sabe exactamente por qué. Me gustaría disponer de más información, Meredith, pero ni las mayores cotillas de la corte saben nada a este respecto. Todo el mundo tiene miedo de soliviantar a la reina o al príncipe. -Me tocó el hombro-. Sin duda, nos están espiando y sospecharán si mantenemos el hechizo de confusión sobre nuestras palabras.
Asentí y retiré el hechizo, arrojándolo al aire con un pensamiento. El ruido nos envolvió de nuevo, y me di cuenta de que habíamos tenido suerte de no chocar con nadie, lo cual habría destrozado el hechizo. Por supuesto, estaba caminando con un semidiós de más de dos metros de altura y de pelo azul, y eso contribuía a abrir paso. A algunos sidhe les gustaban los fans, pero Barinthus no era uno de ellos, y una simple mirada de aquellos ojos bastaba para que casi todo el mundo retrocediera.
Barinthus continuó con un tono excesivamente cariñoso.
– Te llevaremos desde aquí a casa de tu abuela. -Bajó la voz-. Aunque no sé cómo conseguiste que la reina aceptara que visitaras a familiares antes de presentarle sus respetos.
– Invoqué derechos de virgen, que es el motivo por el que me llevas al hotel para registrarme y cambiarme de ropa.
Estábamos en la zona de recogida de maletas, contemplando el brillo de la cinta vacía que no cesaba de girar.
– Nadie ha invocado derechos de virgen entre las sidhe desde hace muchos siglos.
– No importa cuánto tiempo haga, Barinthus, continúa siendo nuestro derecho.
Barinthus me sonrió.
– Siempre has sido inteligente, incluso de pequeña, pero al crecer te has hecho más astuta.
– Y cauta, no lo olvides, porque sin precaución, la astucia sólo sirve para que te maten.
– Es una observación cínica, pero verdadera. ¿Nos has echado de menos, Meredith, o te gustó liberarte de todo esto?
– Podría pasar sin parte de la política, pero… -Le cogí el brazo-. Te he echado en falta, a ti, y a Galen, y… tu hogar no es algo que puedas escoger y determinar, Barinthus. Es el que es.
Él se inclinó hacia mí y me susurró:
– Quiero que vuelvas, pero tengo miedo por ti.
Miré a aquellos ojos maravillosos y sonreí.
– Yo también.
Galen llegó saltando hasta nosotros; colocó un brazo encima de mis hombros y el otro alrededor de la cintura de Barinthus.
– ¡Una gran familia feliz!
– No seas frívolo, Galen -dijo Barinthus.
– ¡Vaya! -replicó Galen-, han decaído los ánimos. ¿De qué hablabais a mi espalda?
– ¿Dónde está Doyle? -pregunté.
La sonrisa de Galen se difuminó.
– Se ha ido a informar a la reina. -Sonrió de nuevo-. Ahora nos interesa tu seguridad.
Debió pasar algo por mi cara, o por la de Barinthus, porque Galen preguntó:
– ¿Qué pasa?
Miré a la superficie espejada de la cinta de maletas y vi que Jenkins estaba al otro lado de la barrera. Se mantenía apartado, a quince metros, más o menos. Sin duda, lo suficientemente lejos para que no pudieran detenerle.
– Aquí no, Galen.
Galen también miró y vio a Jenkins.
– Te odia, ¿verdad?
– Sí -contesté.
– Nunca he comprendido su animadversión hacia ti -afirmó Barinthus-. Creo que cuando eras una niña ya te aborrecía. -Parece que se ha convertido en algo personal, ¿verdad? -¿Sabes por qué es tan personal para él? -preguntó Galen, y había algo en la manera de preguntar que me hizo desviar la mirada, eludir sus ojos.
Mi tía había decretado, años antes de mi nacimiento, que no podíamos utilizar nuestros poderes más oscuros delante de un miembro de la prensa. Yo rompí esta norma sólo una vez, para gratificación personal de Jenkins. Mi única excusa era que tenía dieciocho años cuando murió mi padre. Dieciocho cuando Jenkins difundió mi dolor por todo el mundo. Yo había tirado de sus más lúgubres temores y se los había colocado ante los ojos. Le había hecho gritar y rogar. Le había convertido en un cuerpo tembloroso junto a una solitaria carretera rural. Durante algunos meses, había sido más agradable, educado; después regresó para vengarse. Más mezquino, más severo, más deseoso de hacer cualquier cosa por conseguir un reportaje. Me había contado que la única manera que tenía de pararle era matarle. No le había domesticado, lo había hecho más salvaje. Jenkins fue quien me enseñó la lección de que o matas a tus enemigos o les dejas en paz.
Mi maleta fue una de las primeras en salir por la cinta. Galen la cogió.
– Tu carroza te espera, querida.
Lo miré. Si hubiese sido sólo Galen, lo hubiese podido creer, pero Barinthus no haría un ardid publicitario, y una carroza era sin duda un ardid.
– La reina Andais envió su propio coche personal para ti -dijo Barinthus.
Mi mirada paseó del uno al otro.
– ¿Ha enviado la carroza negra de cacería para mí? ¿Por qué?
– Hasta que oscurezca -dijo Barinthus-, es simplemente un coche, una limusina. Y que tu tía te lo haya ofrecido a ti, conmigo como chófer, es un gran honor que no debe despreciarse.
Me acerqué a él y bajé la voz como si pudieran oírnos los periodistas que aguardaban. No podía continuar invocando magia para esconder nuestras palabras porque, aunque no lo podía percibir, nada me aseguraba que no estábamos siendo espiados.
– Es un honor desmesurado, Barinthus. ¿Qué pasa? Normalmente, mis familiares no me dan un trato real.
Me miró, y permaneció callado tanto tiempo que pensé que no respondería.
– No sé, Meredith -dijo finalmente.
– Ya hablaremos en el coche -dijo Galen, riendo y saludando a la prensa.
Nos condujo a las puertas automáticas. La limusina nos esperaba como un tiburón negro. Hasta las ventanas estaban polarizadas de negro, de manera que impedían ver el interior.
Me detuve en el pasillo lateral. Los dos hombres caminaron a mi lado, después se detuvieron, mirándome.
– ¿Qué pasa? -preguntó Galen.
– Me preguntaba quién puede haber entrado en el coche mientras estábamos en el aeropuerto.
Se miraron uno al otro, y después nuevamente a mí.
– El coche estaba vacío cuando lo dejamos aquí -dijo Galen. Barinthus era más práctico.
– Doy mi palabra más solemne de que, a mi conocimiento, el coche está vacío.
Le sonreí, pero no era una sonrisa feliz.
– Siempre has sido cauto.
– Digamos que no doy mi palabra sobre cosas que no puedo controlar.
– Como los caprichos de mi tía -dije.
Se inclinó un poco y su cabello se convirtió en una cortina multicolor.
– Efectivamente.
Mi tía había elegido bien. Había tres veces tres veces tres guardaespaldas reales. Veintisiete guerreros dedicados a cualquier deseo de mi tía. De éstos, los dos en los que confiaba más estaban de pie a mi lado. Andais quería que me sintiera segura. ¿Por qué? Mi seguridad o falta de seguridad nunca le había interesado anteriormente. Recordé las palabras de Barinthus. La reina quería algo de mí, algo que sólo yo podía ofrecerle, o hacer por ella o por la corte. La pregunta era ¿qué era eso que sólo yo podía hacer? No se me ocurría nada que sólo yo pudiese ofrecerle.
– A1 coche, niños -dijo Galen con una sonrisa que mostró sus dientes apretados.
Había una furgoneta de la televisión a cierta distancia, atrapada en el tránsito pero que se iba acercando. Si nos bloqueaban la salida, lo cual había sucedido en el pasado, tendríamos otros problemas además de mi paranoia, al margen de lo justificada que estuviera.
Barinthus se sacó las llaves del bolsillo y apretó un botón del llavero. El maletero se abrió con un zumbido de aire, como si hubiera estado herméticamente cerrado. Galen puso mi maleta en su interior y extendió la mano para que le pasara el bolso.
Negué con la cabeza.
– Lo llevaré yo.
Galen no preguntó por qué: lo sabía, o se lo podía imaginar. No habría vuelto a casa desarmada.
Barinthus me sostenía la puerta trasera.
– La furgoneta de la tele no tardará, Meredith. Si tenemos que hacer una, ¿cómo la llaman?, huida limpia, hay que hacerla ahora.
Di medio paso hacia aquella puerta abierta y me detuve. La tapicería era negra. Todo era negro. El coche tenía una historia demasiado larga para no hacer sonar todos mis timbres psíquicos. El poder de aquella puerta abierta me impregnó la piel y me erizó el pelo de los brazos. Era la carroza negra de la cacería. Aunque no había trampas esperando en su interior, era un objeto de poder salvaje, y ese poder fluía sobre mí.
– Por favor, Merry -dijo Galen. Pasó por delante de mí y se metió en la oscuridad del coche. Se metió en él y volvió a salir. Me mostró su mano pálida-. No muerde, Merry.
– ¿Lo prometes? -pregunté.
– Lo prometo -respondió, sonriendo.
Le cogí la mano, y me llevó hacia la puerta abierta.
– Por supuesto, no te he prometido que no vaya a morderte yo. Me metió en el coche, riendo los dos. Estaba bien, encontrarse de nuevo casa.
21
La piel de la tapicería hizo un ruido similar a un suspiro humano cuando me senté. Un panel de cristal negro nos impedía ver a Barinthus. Era como estar en una cápsula espacial negra. En un pequeño compartimiento situado delante de nosotros había un cubo de plata que contenía una botella de vino y un trapo para servir. Dos copas de cristal esperaban a ser llenadas, y había también una bandejita con crackers y algo con aspecto de caviar detrás del vino.
– ¿Es cosa tuya?-pregunté.
Galen negó con la cabeza.
– Ya me gustaría, aunque habría omitido el caviar. Gustos de campesino.
– A ti tampoco te gusta -dije.
– Pero también soy un campesino.
– Eso nunca.
Me sonrió con esa sonrisa que me calentaba de la cabeza a los pies. A continuación, la sonrisa se desvaneció.
– Eché un vistazo en el coche antes. Estoy de acuerdo en que la reina está actuando de forma extraña, y quería asegurarme de que no habría sorpresas detrás de todo este cristal negro.
– ¿Y? -pregunté.
Levantó el vino.
– Y esto no estaba aquí.
– ¿Estás seguro?
Asintió, apartando el trapo para ver la etiqueta de la botella. Dejó escapar un silbido.
– Es de su reserva privada. ¿Te importaría degustar un Borgoña de mil años de antigüedad?
Hice un gesto de negación con la cabeza.
– No comeré ni beberé nada de lo que nos pueda ofrecer este coche. Gracias de todas formas. -Pasé la mano por la piel del asiento del coche-. Sin ánimo de ofender.
– Podría ser un regalo de la reina -dijo Calen.
– Razón de más para no beberlo -dije-. No hasta que descubra qué pretende.
Calen me miró, asintiendo, y volvió a colocar el vino en su sitio.
– Es un buen argumento.
Nos acomodamos en los asientos. El silencio parecía más duro de lo que debería, como si alguien estuviera escuchando. Siempre pensé que era el coche el que nos escuchaba.
La Carroza Negra es uno de los objetos que, entre los elfos, tiene energía y vida propia. No fue creado por ningún elfo o antiguo dios del que tengamos conocimiento. Simplemente, ha existido desde hace más tiempo del que ninguno de nosotros pueda recordar. Más de seis mil años. Por supuesto, antes era un carro negro tirado por cuatro caballos negros. Los caballos no eran de raza sidhe. No eran visibles hasta que caía la noche. Entonces aparecían criaturas de oscuridad con órbitas vacías que llameaban cuando se les ataba al carro.
Un día, nadie sabe exactamente cuándo, el carro se desvaneció y apareció una amplia carroza negra. Sólo los caballos seguían siendo los mismos. La carroza cambió cuando dejaron de utilizarse carros. Se había actualizado.
Entonces, una noche, no hace ni veinte años, la Carroza Negra se desvaneció y apareció una limusina. Los caballos no regresaron nunca, pero he visto el tipo de mecanismo que hay debajo de la carrocería de este ingenio. Juro que quema con el mismo fuego enfermizo que llenaba los ojos de aquellos caballos. El coche no consume gasolina, así que no tengo ni idea de lo que arde allí, pero sé que el carro o carroza o coche a veces lo desvanece todo. La Carroza Negra era un presagio de muerte, el aviso de un cataclismo inminente. Ya había empezado a circular la leyenda de un siniestro coche negro que pasaba por delante de una casa a todo gas y con fuego verde danzando por su superficie, y luego una desgracia se abatía sobre el dueño de la casa. Así pues, perdonadme si estaba un poco nerviosa encima de aquellos asientos de piel tan delicada.
Miré a Galen y le tendí la mano. Él sonrió y la tomó entre las suyas.
– Te echaba de menos -dijo.
– Yo también.
Levantó mi mano hacia sus labios y me dio un beso suave en los nudillos. Me atrajo hacia él, y yo no me resistí. Me moví por los asientos de piel hasta situarme entre sus brazos. Adoraba la sensación de su brazo alrededor de mis hombros, envolviéndome contra su cuerpo. Mi cabeza acabó reposando en la suavidad de su suéter, sobre su firme pecho hinchado, debajo del cual escuchaba el latido de su corazón como un reloj.
Suspiré y me acurruqué contra su cuerpo, poniendo mi pierna alrededor de la suya hasta quedar enlazados.
– Siempre me has abrazado mejor que nadie -dije.
– Soy así, simplemente un osito de peluche grande y adorable. -Había algo en su voz que me hizo levantar la mirada.
– ¿Qué ocurre?
– Nunca me dijiste que te ibas a marchar.
Me senté, con su brazo todavía sobre mis hombros, pero se había estropeado la perfecta comodidad de un segundo antes. Estropeado con acusaciones, y seguramente habría más.
– No podía arriesgarme a contárselo a nadie, Galen, ya lo sabes. Si alguien hubiera sospechado que iba a huir de la corte, me habrían detenido, o algo peor.
– Tres años, Merry. He pasado tres años sin saber si estabas viva o muerta.
Empecé a escurrirme de debajo de su brazo, pero me apretó con más fuerza y me atrajo hacia sí.
– Por favor, Merry, deja que te abrace, sólo esto, déjame saber que eres real.
Le dejé abrazarme, pero la sensación de comodidad se había perdido. Ningún otro me habría preguntado por qué no se lo había dicho a nadie, por qué no había contactado con nadie. Ni Barinthus ni Gran, nadie, nadie excepto Galen. Había momentos en los que entendía por qué mi padre no había elegido a Galen como esposo para mí. Galen se dejaba gobernar por la emoción, y eso era algo muy peligroso.
Finalmente, me aparté.
– Galen, ya sabes por qué no me puse en contacto contigo.
No me miraba. Toqué su mentón y le moví la cabeza para que me mirara. Aquellos ojos verdes estaban heridos, todas sus emociones se reflejaban en ellos como en un lago cristalino. Era pésimo para la política de la corte.
– Si la reina hubiese sospechado que sabías dónde estaba, o tenías alguna noticia de mí, te habría torturado.
Me cogió la mano, sosteniéndola contra su cara.
– Nunca te habría traicionado.
– Lo sé, y ¿crees que hubiera podido vivir sabiendo que tú estabas siendo torturado indefinidamente mientras yo me mantenía a salvo en otro sitio? No tenías que saber nada, así ella no tendría ningún motivo para hacerte preguntas.
– No necesito que me protejas, Merry.
Esto me hizo sonreír.
– Nos protegemos mutuamente.
Él también sonrió, porque nunca pasaba mucho tiempo serio.
– Tú eres el cerebro, y yo el músculo.
Me levanté y lo besé en la frente.
– ¿Cómo has evitado los problemas sin mis consejos?
Puso sus brazos alrededor de mi cintura y atrajo hacia sí.
– Con dificultad. -Me miró, frunciendo el entrecejo-. ¿Qué me dices de ese suéter de cuello de cisne? Pensé que habíamos acordado no vestir nunca de negro.
– Queda bien con estos pantalones grises y la chaqueta a juego -dije.
Apoyó su mentón justo encima de mis pechos, y aquellos ojos verdes honestos no me dejarían evitar la pregunta.
– Estoy aquí para quedarme, si puedo, Galen. Si eso significa vestir de negro como la mayor parte de la corte, entonces puedo hacerlo. -Lo miré-. Además, el negro me sienta bien.
– Sin duda.
Aquellos ojos honestos removieron en mi interior viejas sensaciones. Había habido tensión entre nosotros desde que fui lo bastante mayor para darme cuenta de lo que era aquella extraña sensación. Pero independientemente del calor que hubiera, nunca podría haber nada entre nosotros. No físicamente, como mínimo. Él, igual que muchos otros, era uno de los Cuervos de la Reina, y eso significaba que le pertenecía y estaba a sus órdenes. Entrar en la Guardia de la Reina había sido la única jugada política acertada que había hecho Galen. No tenía poderes mágicos y no se manejaba bien entre bastidores, sólo contaba con un cuerpo fuerte, unos buenos brazos y la habilidad de hacer sonreír a la gente. Su cuerpo exudaba gracia igual que algunas mujeres dejan un rastro de perfume tras de sí. Era una habilidad fantástica, pero igual que muchas de las que yo poseía, no muy útil en una batalla. Como miembro de los Cuervos de la Reina, disfrutaba de cierta seguridad. Uno no los retaba fácilmente a duelo, porque nunca se sabía si la reina se lo tomaría como un insulto personal. Si Galen no hubiese sido un guardia, probablemente habría muerto mucho antes de que yo naciera; sin embargo, el hecho de que fuera un guardia nos mantuvo eternamente separados, sin cumplir nunca nuestros deseos. Me había enfadado con mi padre por no dejarme estar con Galen. Fue el único desacuerdo importante que tuvimos. Me costó años ver lo que había visto mi padre: que la mayoría de los puntos fuertes de Galen eran también sus puntos débiles.
Galen apoyó su mejilla en mis pechos y la frotó en mi escote. Esto detuvo mi respiración durante un segundo, luego dejé escapar un suspiro.
Bajé mis dedos por su mejilla y le pasé la punta del índice por sus labios gruesos y suaves.
– Galen…
– Shhh -dijo.
Me levantó por la cintura y acabé con las rodillas sobre sus muslos, mirándole. Mi pulso batía tan fuerte en mi garganta que casi me hacía daño.
Bajó sus manos lentamente hasta colocarlas en mis muslos. No pude evitar recordar lo ocurrido con Doyle la noche pasada. Galen movió las manos para separar poco a poco mis piernas, haciéndome resbalar por su cuerpo hasta que quedé a horcajadas sobre él. Me retiré lo justo para no estar en contacto con él. No quería que su cuerpo tocara íntimamente al mío, todavía no.
Sus manos se desplazaron por mi cuello hasta la nuca, me acarició el cabello con sus dedos finos hasta que el increíble calor de sus palmas tomó contacto con mi piel.
Galen era uno de los guardias que creían que tocar un poco de carne era mejor que nada. Siempre habíamos bailado al filo de la navaja.
– Ha pasado mucho tiempo, Galen -dije.
– Diez años desde que te tuve así -dijo.
Siete años con Griffin, tres años fuera, y Galen intentaba retomarlo desde donde lo habíamos dejado, como si no hubiera cambiado nada.
– Galen, no creo que debamos hacerlo.
– No lo pienses -dijo.
Se inclinó hacia mí, con los labios tan cerca que un suspiro lo habría llevado a mí, y el poder brotó de su boca en una línea de calor que robaba el aliento.
– No, Galen. -Mi voz sonaba agitada, pero lo decía en serio-. No uses magia.
Se echó hacia atrás para verme la cara.
– Siempre lo hemos hecho de esta manera.
– Hace diez años -dije.
– ¿Y qué diferencia hay? -preguntó.
Sus manos habían resbalado por debajo de mi chaqueta y masajeaban los músculos de mi espalda.
Quizá diez años no le habían hecho cambiar, pero a mí sí.
– Galen, no.
Me miró, claramente desconcertado.
– ¿Por qué no?
No estaba segura de cómo explicárselo sin lastimarle. Esperaba que la reina me diera permiso para tomar de nuevo a un guardia como consorte, como había hecho cuando autorizó a mi padre para escoger a Griffin. Si dejaba que las cosas con Galen volvieran a ser como antes, supondría que lo elegiría a él. Le quería, seguramente le querría siempre, pero no podía permitir que se convirtiera en mi consorte. Necesitaba a alguien que me ayudara política y mágicamente, y Calen no era esa persona. Mi consorte ya no tendría la protección de la reina cuando abandonara la Guardia. Mi amenaza no bastaba para mantener a Galen fuera de peligro, y todavía menos la suya, porque era menos despiadado que yo. El día en que Galen se convirtiera en mi consorte firmaría su sentencia de muerte. Pero nunca había podido explicarle todo esto a él. No aceptaría nunca lo terriblemente peligroso que era para mí y para él.
Me había hecho mayor y finalmente, era la hija de mi padre. Algunas elecciones se hacen con el corazón, otras con la cabeza, pero en caso de duda, escoger la cabeza antes que el corazón puede salvarte la vida.
Me arrodillé sobre él, empezando a apartarme de su regazo. Sus brazos me sujetaban la espalda. Parecía tan herido, tan perdido.
– Me lo dices en serio.
Asentí. Vi que sus ojos intentaban comprender.
– ¿Por qué? -preguntó al fin.
Le toqué la cara, peiné la punta de sus bucles con mis dedos.
– Oh, Galen.
Sus ojos mostraban pena, con la misma claridad con que mostraban alegría, o asombro, o cualquier emoción que sintiera. Era el peor actor del mundo.
– Un beso, Nlerry, para darte la bienvenida a casa.
– Ya nos besamos en el aeropuerto -dije.
– No, un beso de verdad, sólo una vez más. Por favor, Merry.
Debería haber dicho que no, pedirle que me soltara, pero no pude. No podía decir que no a aquella mirada, y la verdad, si nunca iba a volver a estar con él, quería un último beso.
Levantó su cara hacia la mía, y yo bajé mi boca hacia la suya. Sus labios eran muy delicados. Mis manos encontraron la curva de su cara y le sostuve mientras nos besábamos. Sus manos me acariciaban la espalda con las manos, rozaban mis nalgas, resbalaban por mis muslos. Me apartó las piernas delicadamente de manera que volví a resbalar hasta su cuerpo. Esta vez, se aseguró de que no quedara espacio entre nosotros. Podía sentir su miembro duro apretado contra sus pantalones, contra mí.
La sensación de contacto me hizo apartar mi boca de la suya, me hizo ahogar un grito. Sus manos resbalaban por mi cuerpo, agarrándome las nalgas, apretándome con fuerza contra él.
– ¿Puedes quitarte la pistola? Se me está clavando.
– La única manera de sacar la pistola es desatar el cinturón -dije, y mi voz afirmaba cosas no verbalizadas.
– Lo sé -dijo.
Abrí la boca para decir que no, pero no fue eso lo que salió. La historia se repitió en toda una serie de decisiones: cada vez, debería haber dicho que no, debería haber parado, y nunca paraba. Acabamos echados sobre el largo asiento de piel con casi toda nuestra ropa y todas nuestras armas dispersas por el suelo.
Mis manos se deslizaron por el ancho y suave pecho de Galen. La fina trenza de cabello verde le caía por el hombro y se curvaba hacia la piel oscura de su pezón. Acaricié la línea de vello que bajaba desde el centro de su estómago y se perdía bajo los pantalones. No podía acordarme de cómo habíamos llegado a esta situación. No llevaba nada, excepto sujetador y bragas. No recordaba haberme quitado los pantalones. Era como si hubiera perdido la noción del tiempo durante algunos minutos y luego hubiera despertado para comprobar cuánto habíamos avanzado.
Sus pantalones estaban desabrochados y vislumbré unos calzoncillos verdes. Quería sumergir mi mano ahí, lo deseaba tanto que ya lo sentía en mi mano como si lo estuviera agarrando.
Ninguno de nosotros había usado poder, era únicamente la sensación de piel sobre piel, nuestros cuerpos que se tocaban. Habíamos llegado más lejos hacía unos años, pero algo no iba bien. Simplemente, no podía acordarme de qué.
Galen se inclinó para besar mi abdomen. Su lengua dibujó un sendero húmedo en mi cuerpo. No podía pensar, y necesitaba hacerlo.
Su lengua jugaba por el borde de mis bragas, su cara se hundía en las puntillas, las apartaba con su mentón y su boca, para seguir más abajo.
Le cogí un puñado de cabello y le levanté la cara, separándola de mi cuerpo.
– No, Galen.
Me puso las manos en mi torso y luego forzó sus dedos bajo el aro de mi sujetador. Lo levantó y puso mis pechos al descubierto. -Di que sí, Merry, por favor, di que sí. -Me acarició los pechos y los sostuvo entre sus manos, amasándolos, sopesándolos.
No podía pensar, no podía acordarme de por qué no debíamos hacerlo.
– No puedo pensar -dije en voz alta.
– No pienses -dijo Galen.
Bajó su cara hacia mis pechos. Los besó suavemente y me lamió los pezones.
Le puse una mano sobre el pecho y lo aparté. Estaba encima de mí, con un brazo a cada lado de mi torso, con las piernas estiradas y su cuerpo sobre el mío.
– Algo va mal -protesté-. No deberíamos hacerlo.
– Nada va mal, Merry.
Intentó bajar su cara a mis senos, pero puse mis manos sobre su pecho para mantenerlo apartado.
– Sí, algo va mal.
– ¿El qué? -preguntó.
– Ése el problema, que no me acuerdo. No me acuerdo, Galen, ¿lo entiendes? No me acuerdo. Debería acordarme.
Frunció el entrecejo.
– Hay algo -insistí.
Negó con la cabeza.
– ¿Por qué estamos en la parte trasera de este coche? -pregunté.
Galen se separó de mí y se sentó con los pantalones todavía sin abrochar, y las manos en el regazo.
– Vas a ver a tu abuela.
Volví a ponerme el sujetador en su sitio y me senté, corriéndome hacia mi lado del coche.
– Sí, está bien.
– ¿Lo que acaba de pasar? -preguntó.
– Es un hechizo, creo -dije.
– No hemos bebido vino ni hemos comido nada.
Miré el negro interior del coche.
– Está aquí en alguna parte. -Empecé a mover las manos por el borde del asiento-. Alguien lo ha puesto aquí dentro, y no ha sido el coche.
Galen desplazó sus manos por el techo, buscando.
– Si hubiéramos hecho el amor…
– Mi tía nos hubiera ejecutado.
No le hablé de Doyle, pero tenía serias dudas de que la reina me dejara mancillar a dos de sus guardias en otros tantos días sin ser castigada por ello.
Encontré una protuberancia debajo de la alfombrilla negra del suelo. La levanté delicadamente, con cuidado de no dañar el coche. Lo que encontré fue una cuerda con un anillo de plata atado a un extremo. El anillo era el anillo de la reina, uno de los objetos mágicos que los elfos pudieron llevarse de Europa durante el gran éxodo. El anillo era un objeto de gran poder que había permitido que la magia de la cuerda actuara sin tocar ninguna de nuestras pieles ni ser invocada.
Levanté el anillo para examinarlo.
– Lo he encontrado, y lleva su anillo.
Los ojos de Galen se abrieron como platos.
– La reina nunca se quita este anillo. -Cogió la cuerda de mí, tocando los filamentos de diversos colores-. Rojo por la lujuria, naranja por el amor temerario, pero ¿por qué verde? Normalmente, el verde está reservado para encontrar a un compañero monógamo. No deberían mezclarse nunca estos colores.
– Esto es una locura, incluso para Andais. ¿Por qué invitarme a casa para ser su huésped de honor y prepararme para la ejecución de camino a la corte? No tiene ningún sentido.
– Nadie podría haber obtenido este anillo sin su permiso, Merry.
Un objeto blanco salía de entre el asiento y la parte trasera. Me acerqué a él y vi que era medio sobre.
– No estaba aquí antes -dije.
– No, no lo estaba -confirmó Galen. Cogió el suéter del suelo y se lo puso.
Tiré del sobre, y sentí que algo estaba tirando del otro extremo; manteníamos una especie de pulso. Se me aceleró el corazón, pero cogí el sobre. Tenía mi nombre escrito con una bella caligrafía, la letra de la reina.
Se lo mostré a Galen mientras continuaba vistiéndose.
– Será mejor que lo abras -dijo.
Le di la vuelta y encontré el sello de la reina en lacre negro, sin romper. Rompí el sello y saqué una única hoja gruesa.
– ¿Qué dice? -preguntó Galen.
Se lo leí en voz alta.
– «A la Princesa Meredith NicEssus. Acepta este anillo como un regalo y una muestra de cosas por venir. Lo quiero ver en tu mano cuando nos encontremos». Incluso lo ha firmado.
– Miré a Galen-. Esto cada vez tiene menos sentido.
– Mira -dijo.
Miré hacia donde estaba señalando, y vi un bolsito de terciopelo que asomaba por el asiento y que no estaba ahí en el momento de coger el sobre.
– ¿Qué pasa?
Galen puso el bolsito a la vista, delicadamente. Era muy pequeño, y sólo contenía un trozo de seda negra.
– Déjame ver el anillo -dijo.
Saqué el anillo de la cuerda y lo puse en la palma de mi mano. El frío metal se entibió en mi mano. Esperaba con tensión que se calentara más, pero era sólo un calor delicado. O era una parte del encanto del anillo o… Le pasé el anillo a Galen.
– Cógelo con la palma de tu mano y dime lo que sientes.
Galen cogió el anillo entre dos dedos y lo puso en su otra mano. Vi la pesada joya octagonal brillando delicadamente en su palma. Nos sentamos y miramos el anillo durante unos segundos. No pasó nada.
– ¿Está caliente? -pregunté.
Galen me miró, levantando las cejas.
– ¿Caliente? No, ¿debería estarlo?
– No para ti, según parece.
Envolvió el anillo con el trozo de seda y lo depositó en el bolsito de terciopelo. Cabía perfectamente, pero no había espacio para la pesada cuerda. Me miró.
– No creo que la reina provocara el hechizo. Creo que puso este anillo aquí como un regalo para ti, como dice la nota.
– Entonces alguien añadió el hechizo -dije.
Asintió.
– Era un hechizo muy sutil, Merry. Casi no lo notamos.
– Sí, casi pensé que se trataba de mí. Si hubiese sido algún hechizo de lujuria, lo habríamos percibido mucho antes.
No había tanta gente en la corte de la Oscuridad capaz de llevar a cabo un hechizo de amor tan sofisticado. El amor no era nuestra especialidad; la lujuria, sí.
Galen se hizo eco de mis pensamientos.
– Sólo hay tres, o quizá cuatro, personas en toda la corte que puedan hacer este hechizo. Si me lo hubieses preguntado, te habría dicho que ninguna de ellas desea tu mal. Puede que no todos te quieran, pero no son tus enemigos.
– O no lo eran hace tres años -dije-. La gente cambia de opinión y forma nuevas alianzas.
– No he observado nada distinto -dijo Galen.
No pude reprimir la sonrisa.
– Lo dices como si fuera extraordinario que no te dieras cuenta de los tejemanejes políticos en la sombra.
– De acuerdo, de acuerdo, no soy un animal político, pero Barinthus sí lo es, y nunca ha mencionado que haya habido un cambio de sentimientos importante entre las partes neutrales de la corte.
Extendí la mano para coger el anillo. Galen me dio el bolso. Lo cogí y me lo puse en la palma. Incluso antes de que tocara mi piel, noté el calor que desprendía. Envolví el anillo con la mano y cerré con fuerza el puño. El calor aumentó. El anillo, el anillo de mi tía, el anillo de la reina, respondía a mi carne. ¿Le gustaría esto a nuestra reina o la enfurecería? Si no quería que el anillo me reconociera, ¿por qué me lo habría dado?
– Pareces satisfecha -dijo Caten-. ¿Por qué? Acabas de ser víctima de un intento de asesinato; te acuerdas, ¿verdad?
Estaba observando mi rostro, como si intentara desentrañar mis pensamientos.
– El anillo se calienta cuando lo toco, Galen. Es una reliquia de poder y me reconoce. -El asiento se sacudió bruscamente debajo de mí y me hizo saltar-. ¿Lo has notado?
Galen asintió.
– Sí.
La luz del techo se encendió y salté de nuevo.
– ¿Lo has hecho tú? -pregunté.
– No.
– Yo tampoco -dije.
Esta vez vi el asiento de piel tirando el objeto al aire. Fue como ver algún objeto vivo sacudiéndose de forma repentina. Se trataba de una joya pequeña y de plata. Casi temía tocarla, pero el asiento continuó sacudiéndose hasta que el objeto quedó a la luz, y de inmediato vi que era un gemelo.
Galen lo cogió. Su rostro se ensombreció, y me lo entregó. El gemelo tenía la letra C perfilada con unas líneas maravillosas.
– La reina hizo fabricar gemelos para todos los guardias hace aproximadamente un año. Llevan grabadas nuestras iniciales.
– Estás diciendo pues que un guardia puso el hechizo en el coche e intentó enterrar la carta y el bolso en los asientos.
Galen asintió.
– Y el coche guardó los gemelos hasta que te los mostró a ti.
– Gr… gracias, coche -murmuré.
Por suerte, el coche no dio muestras de entender el cumplido. Mis nervios se lo agradecieron. No obstante, sabía que me había escuchado. Podía sentir que me observaba, era como la sensación de que alguien te está mirando y cuando te vuelves lo ves detrás de ti.
– Cuando dijiste «todos los guardias», ¿querías decir los guardias del príncipe, también? -pregunté.
Galen asintió.
– A la reina le gustaba el aspecto de las guardias mujeres con camisa de hombre, dijo que era estético.
– ¿Y esto añade cuántos, cinco, seis más, a la lista de sospechosos?
– Seis.
– ¿Desde cuánto tiempo se sabe que la reina iba a enviar la Carroza Negra para irme a buscar al aeropuerto?
– Barinthus y yo nos enteramos hace sólo dos horas.
– Tenían que actuar rápidamente. Quizás el hechizo de amor no estaba destinado a mí. Tal vez lo habían dejado ahí con algún otro propósito.
– Tenemos suerte de que no estuviera destinado a nosotros. Podríamos no haber reaccionado a tiempo si lo hubiese estado.
Volví a poner el anillo en el bolsito de terciopelo y levanté mi suéter de cuello de cisne. Por algún motivo que no sabía precisar, quería estar vestida antes de ponerme el anillo. Miré al techo negro del coche.
– ¿Es esto lo único que tienes que mostrarme, coche?
Se apagó la luz del techo. No pude evitar dar otro brinco, aunque ya me lo esperaba.
– Mierda -dijo Galen. Se apartó de mí o de la luz apagada. Me miró, con los ojos muy abiertos-. No he viajado nunca en el coche con la reina, pero he oído que…
– Este coche, si responde a alguien -dije-, es a ella.
– Y ahora a ti -dijo con delicadeza.
Negué con la cabeza.
– La Carroza Negra es magia salvaje; no soy tan pretenciosa para pretender que la controlo. El coche oye mi voz. Si hay algo más… -Me encogí de hombros-. El tiempo lo dirá.
– No hace ni una hora que has aterrizado en San Luis, Merry, y ya ha habido un atentado contra tu vida. Es peor que cuando te fuiste.
– ¿Cuándo te volviste pesimista, Galen?
– Cuando te fuiste de la corte -contestó.
Tenía una expresión apenada. Le acaricié el mentón.
– Oh, Galen, te he echado de menos.
– Pero has echado más en falta a la corte. -Apretó mi mano contra su mentón-. Lo veo en tus ojos, Merry. La antigua ambición que se despierta.
Aparté mi mano de él.
– No soy ambiciosa de la manera en que lo es Cel. Sólo quiero poder caminar por la corte con relativa seguridad, y desgraciadamente esto requerirá algunas maniobras políticas.
Coloqué el bolsito de terciopelo en mi regazo y me puse el suéter. Acto seguido, me enfundé los pantalones y volví a colocar la pistola y los cuchillos en su sitio. Por último me puse la chaqueta. -Se te ha ido la pintura de labios -dijo Galen.
– En realidad, parece que tú te has quedado la mayor parte -dije.
Volvimos a aplicar mi pintalabios utilizando el espejo de mi bolso y limpié la de la boca de Galen con un pañuelo de papel. Me peiné: ya estaba vestida. Ya no podía demorarlo más.
Cogí el anillo en la penumbra. Era demasiado grande para mi dedo anular, de modo que me lo puse en el pulgar. Lo había puesto en mi mano derecha sin pensarlo. El anillo proporcionaba una agradable calidez, como si fuera una forma de recordarme que estaba allí, esperando a que descubriera qué hacer con él. O, quizá, para que él descubriera qué hacer conmigo. No obstante, confiaba en mi propio sentido de la magia. El anillo no era activamente malvado, lo cual no significaba que no pudieran suceder accidentes. La magia es como cualquier herramienta: tiene que ser tratada con respeto, o se puede volver contra ti. La magia no suele ser más peligrosa de lo que lo es una sierra circular, pero ambas herramientas te pueden matar.
Intenté quitarme el anillo, pero no pude. El corazón me latió un poco más deprisa; se me hizo un nudo en la garganta. Empecé a sacarlo de una manera casi desesperada, y después me detuve. Respiré profundamente y con calma. El anillo era un regalo de la reina, con sólo verlo en mi mano muchos me tratarían con más respeto. El anillo, como el coche, tenía su propio programa. Quería quedarse en mi dedo, y se quedaría allí hasta que desease marcharse, o hasta que se me ocurriera cómo sacarlo. No me hacía daño. No había necesidad de alarmarse.
Le tendí la mano a Galen.
– No saldrá.
– Pasó lo mismo con la mano de la reina una vez -dijo, y sabía que trataba de mostrarse tranquilizador.
Se llevó mi mano a la cara y la besó delicadamente. Cuando sus manos acariciaron el anillo, se produjo una especie de descarga eléctrica, pero no se trataba de eso, sino de magia.
Galen me soltó y se escabulló hacia el otro extremo del asiento.
– Me gustaría saber si el anillo salta de esta manera si lo toca Barinthus.
– A mí también -dije.
La voz de Barinthus llegó por el interfono.
– Estaremos en casa de tu abuela dentro de unos cinco minutos.
– Gracias, Barinthus -dije.
Me pregunté qué diría cuando viera el anillo. Barinthus había sido el consejero más cercano de mi padre, su amigo. Era Barinthus el Influyente y al morir mi padre, se convirtió en mi amigo y asesor. Algunos miembros de la corte se burlaban de que sirviera a una mujer, pero sólo a sus espaldas. Barinthus era uno de los pocos miembros de la corte capaces de vencer con magia a quienes intentaron asesinarme. Pero si hubiese destruido a mis enemigos, yo habría perdido la escasa credibilidad que tenía entre los sidhe. Barinthus había tenido que observar sin poder hacer nada mientras yo me defendía, aunque me había aconsejado ser despiadada. A veces, no se trataba de cuánto poder desprendes, sino de qué quieres hacer con él. «Haz que tus enemigos te teman, Meredith», había dicho, y yo había hecho todo lo que estaba a mi alcance. Pero yo nunca causaría tanto terror como Barinthus. Él podía destruir ejércitos enteros con un pensamiento. Lo cual significaba que sus enemigos evitaban encontrarse con él.
También significaba que si ibas a nadar con tiburones, un ex dios de seis mil años de edad era una buena compañía. Amaba a Galen, pero no me gustaba tenerlo como aliado. Me preocupaba que tuviese que morir por ser mi amigo. No me preocupaba por Barinthus. Me imaginé que si alguien iba a enterrar al otro, sería él quien me enterrara a mí.
22
Gran se había reservado para ella las habitaciones del piso superior. En tiempos antiguos, cuando esta monstruosidad victoriana era nueva, esas habitaciones eran las dependencias del servicio, frías en invierno y tórridas en verano. Pero el aire acondicionado y la calefacción central son cosas maravillosas. Mi abuela había tirado algunas de las paredes para crear un acogedor salón con un cuarto de baño completo a un lado, un pequeño excusado sin uso alguno junto a él y un dormitorio grande para ella al otro lado del salón.
El salón estaba decorado en blanco, crema y varios tonos de rosa. Nos sentamos en un confidente estampado de respaldo duro, con tantas almohadas con puntillas que no sabía qué hacer con ellas. Había apilado unas cuantas a un lado, formando una improvisada montaña de flores y puntillas.
Estábamos tomando el té en un juego de tazas decoradas con flores. Mi segunda taza de té, junto con un platillo delicado, flotaba desde la mesita de café hacia mí. El truco para coger algo que levita es mantenerte quieto. Si vas a cogerlo, lo derramas. Hay que esperar, y si la persona que realiza la levitación lo hace bien, la taza o lo que sea tocará tu mano: es entonces cuando tienes que agarrarla. A veces, pienso que la mayor lección de paciencia es aguardar que una taza flote hasta tu mano.
Me había estado concentrando mucho en ese momento. En no derramar el té, en coger un terrón de azúcar de un azucarero flotante. Concentrándome, simplemente, en estar con mi abuela después de tres años. Pero en el fondo de mi mente no dejaba de formularme preguntas. ¿Quién había intentado matarnos en el coche? ¿Había sido Cel? ¿Por qué la reina ansiaba tanto mi regreso? ¿Qué quería de mí? Dicen que las carreras de caballos son el deporte de los reyes, pero no es ése el auténtico deporte real. El verdadero deporte real es la supervivencia y la ambición.
La voz de Gran me devolvió al presente con una sacudida que me hizo saltar. La taza de té levitante se movía un poco, como un barco ajustándose para entrar en el muelle.
– Perdón, Gran, no te he oído.
– Querida, estás demasiado nerviosa.
– No lo puedo evitar.
– No creo que la reina te haya traído sólo para ver cómo te matan tus enemigos.
– Si estuviera gobernada por la lógica, estaría de acuerdo, pero las dos la conocemos demasiado bien para pensar así.
Gran suspiró. Era incluso más baja que yo, unos centímetros por debajo del metro y medio. Me acuerdo de una época en la que me parecía enorme y creía que nada podía hacerme daño cuando estaba en sus brazos. El largo cabello castaño y ondulante de Gran acariciaba su delicado cuerpo como una cortina de seda, pero no escondía su cara. Su piel era marrón como una nuez y un poco arrugada, y no por la edad. Sus ojos eran grandes, y marrones como su cabello, con unas pestañas maravillosas. Pero no tenía nariz y sólo una boca muy pequeña. Era casi como si su cara fuera un cráneo marrón. Se distinguían los dos agujeros donde debería estar la nariz, como si se la hubieran cortado, pero ésta era la cara con la que había nacido. Su madre, mi bisabuela, pensaba que era guapa. Su padre humano, mi bisabuelo, le había repetido de pequeña que por supuesto lo era. Tenía el aspecto de su madre, la mujer que amaba.
Me hubiera gustado conocer a mi bisabuelo, pero era un humano puro y vivió en el siglo XVII. Habría podido conocer a Mi tatarabuela si no la hubieran matado en una de las grandes guerras entre humanos y elfos en Europa. Murió en una guerra en la cual, como brownie, no tenía necesidad de participar. Pero negarse a ir a una guerra se considera traición. Y la traición se paga con la muerte.
Los jefes sidhe te controlan siempre.
El platillo de porcelana me tocó la mano, abrí los dedos delicadamente y lo cogí. Habría sido más fácil poner toda la mano debajo del platillo para sostenerlo, pero no era correcto para una mujer. Había aprendido a tomar el té según unas reglas de etiqueta que llevaban cien años o más en desuso. El siguiente punto delicado con una bebida caliente en levitación es que cuando la persona rechaza la invitación, la taza se vuelve más pesada. Casi todo el mundo derrama un poco de té en las primeras ocasiones. No hay que avergonzarse por ello.
Yo no derramé nada. Gran me invitó a tomar el té por primera vez cuando yo tenía cinco años.
– Me gustaría saber qué decirte acerca de la reina, cariño, pero no lo sé. Lo mejor que puedo hacer es alimentarte. Torna unas pastas, querida. Son un poco pesadas para tomar el té, pero es lo que te gusta.
– ¿Rellenas de cordero? -pregunté.
– Con nabos y patatas, como a ti te gustan.
Sonreí.
– Habrá comida esta noche en el banquete.
– ¿Pero querrás comer? -preguntó.
Era un buen argumento. Cogí una de las pastas rellenas de cordero del platito flotante en el que descansaban.
– ¿Qué piensas del anillo?
– Nada.
– ¿Qué quieres decir con nada?
– Quiero decir, cariño, que no dispongo de suficiente información ni para aventurar una respuesta.
– ¿Era Cel quien intentó matarnos a Galen y a mí? Creo que lo que más me molesta es el hecho de que, quienquiera que pusiera el hechizo en el coche, quería sacrificar a Galen para llegar a mí, como si Galen no tuviera importancia.
El pastelito olía maravillosamente, pero había perdido el apetito de repente. El té me había revuelto el estómago y sentía arcadas. Nunca me sienta bien comer cuando estoy nerviosa. Puse el pastel en el plato, y éste flotó hacia la mesa.
Gran me cogió la mano. Se había pintado las uñas de un granate tan oscuro que casi era del mismo color que su piel.
– No conozco la magia superior, Merry; mi magia es más bien una habilidad innata. Pero si pretendían matarte, ¿por qué utilizaron una cuerda verde? El color de esperanza, de una vida familiar fructífera. ¿Por qué añadir este color?
– Lo único que se me ocurre es que tenían el hechizo para otro propósito y lo usaron contra mí en el último momento. Porque, ¿por qué otro motivo podría haber estado el hechizo allí?
– No lo sé, querida, me gustaría saberlo -dijo Gran.
Levanté la mano para que el anillo brillara a la luz otoñal.
– Quienquiera que pusiera el hechizo en el coche, usó este anillo para aumentar su magia. Sabían que el anillo estaría allí. ¿A quién iba a confiar la reina esta información?
– La lista de aquellos en los que confía es corta, pero la de aquellos demasiado asustados para ir contra sus deseos es larga. Podría haber dado el anillo y la nota a cualquiera, y confiado en que la obedecerían. A la reina no se le pasa por la cabeza que su Guardia pueda desobedecerla. -Me apretó la mano-. Obviamente, no te comerás estos pasteles. Los mandaré al piso de abajo. Les gustarán a mis invitados.
– Lo siento, Gran. No puedo comer cuando estoy nerviosa.
– No me siento ofendida, Merry, sólo soy práctica.
Hizo un gesto y la puerta se abrió al pequeño pasillo. Los platos con comida empezaron a desfilar hacia las escaleras del fondo.
– ¿Para qué serviría ejecutarnos a Galen y a mí? -pregunté.
Los platos todavía salían en danza por la puerta, pero se dirigió a mí sin que nada cayera ni salpicara.
– Quizá deberías preguntarte por las consecuencias de que el anillo de la reina se descubriese envuelto en un hechizo de amor concebido para ti.
– Pero no estaba concebido para mí. Podría haber viajado cualquiera en el asiento trasero del coche.
– No lo creo -dijo Gran. Me cogió la mano y tocó la joya de plata. No respondió a su toque como había respondido al de Galen-. Éste es el anillo de la reina, y tú eres de la sangre de la reina. Pero por azar de orden de nacimiento, Essus podría haber sido rey. Tú ya serías reina, y no Andáis. Sería tu primo Cel el segundo de la línea al trono, y no tú.
– A mi padre nunca le gustó la manera de gobernar la corte de Andáis.
– Sé que había quienes le instaban a matar a su hermana y llegar al trono -dijo Gran.
No intenté esconder mi sorpresa.
– No pensaba que lo supiera todo el mundo.
– ¿Por qué crees que fue asesinado, Merry? Alguien temía que Essus aceptara el consejo y empezara una guerra civil.
Le cogí la mano.
– ¿Sabes quién ordenó matarle? Negó con la cabeza.
– Si lo supiera, cariño, ya te lo habría dicho. Yo no formaba parte de las maquinaciones de ninguna de las cortes. Era tolerada, nada más.
– Mi padre hizo más que tolerarte -dije.
– Sí, lo hizo. Me concedió el placer de verte crecer de niña a mujer. Siempre le estaré agradecida.
Sonreí.
– Yo también.
Gran se sentó con las manos en el regazo, un indicio inequívoco de que se sentía incómoda.
– Si tu madre hubiera podido ver su bondad… Pero la cegó el hecho de formar parte de la corte de la Oscuridad.
– Mi madre quería casarse con un príncipe de la corte de la Luz. Nadie la quería tocar, porque, aunque era alta y guapa, les daba miedo llevársela a la cama. Tenían miedo de mezclar su sangre, tan pura, con la de ella. No querían mancillar su reputación con ella, y menos después de que su hermana gemela, Eluned, se quedara embarazada después de una sola noche con Artagan, y le obligara a casarse.
Gran asintió.
– Tu madre siempre pensó que Eluned había echado por tierra sus posibilidades de una boda en la corte de la Luz.
– Así es -dije-. Especialmente después de que naciera su hija, y… -Miré la cara de Gran-. La hija era igual que tú. -Estiré el brazo hacia ella al decir esto.
Me cogió la mano.
– Sé lo que piensan los de la Luz de mi aspecto, cariño. Sé lo que piensa mi otra nieta sobre el parecido familiar.
– Mi madre se fue con mi padre porque el rey Taranis le prometió un amante real al regresar. Tres años en la sucia e impura corte de la Oscuridad, y podría regresar y reclamar un amante de la Luz. No creo que pensara quedarse embarazada durante el primer año.
– Lo cual convirtió el arreglo temporal en permanente -dijo Gran.
Asentí.
– Por eso soy la Pesadilla de Besaba en la corte de la Luz. Mi nacimiento la vinculó a la corte de la Oscuridad, y siempre estuvo resentida conmigo por este motivo.
Gran negó con la cabeza.
– Tu madre es mi hija y la quiero, pero tiene muchas… dudas a veces sobre a quién quiere y por qué.
Estaba pensando que quizá mamá no quería a nadie, sino a su propia ambición, pero no lo dije en voz alta. A1 fin y al cabo, Gran era su madre.
El sol de la tarde estaba bajo.
– Necesito ir al hotel y vestirme para la fiesta.
Gran me cogió el brazo.
– Deberías quedarte aquí.
– No, y ya sabes por qué.
– He colocado protecciones en mi casa y mis propiedades.
– ¿Protecciones capaces de resistir a la Reina del Aire y la Oscuridad? ¿O a quienquiera que desee matarme? No lo creo.
Abracé a Gran, y sus delgados brazos me sostuvieron, apretándome contra ella con una fuerza impropia de un cuerpo tan delicado.
– Ten cuidado esta noche, Merry. No soportaría perderte.
Pasé una mano por su cabello maravilloso y vi una fotografía por encima de su hombro. Era una fotografía de ella y Uar el Cruel, que había sido su marido. Era alto y musculoso. Él estaba sentado en una silla y ella de pie a su lado. Gran tenía una mano sobre el hombro de Uar, cuyo cabello se derramaba como olas de oro. Su traje era negro con una camisa blanca, nada de particular. Nada especial, excepto su cara. Era muy… agradable de cara. Sus ojos eran como círculos de azul dentro de azul. Aparentemente, era todo lo que una mujer podría desear. Pero no lo llamaban «el Cruel» sólo por haber engendrado a tres hijos monstruosos.
Había apaleado a mi abuela porque era fea. Porque no tenía sangre real. Porque dio a luz dos hijas gemelas, y eso significaba que, a no ser que ella estuviera de acuerdo con él, su matrimonio era para siempre. Con Gran y Uar, no iban a hacer bromas.
Ella sólo le había concedido la versión sidhe del divorcio hacía tres años, cuando yo abandoné la corte. En su momento, me preguntaba si Gran le había concedido a Uar el divorcio a cambio de que éste intercediera por mí ante Andais. Era poderoso, y Andais respetaba su poder. No digo que Andais la amenazara. No, esto hubiese sido poco inteligente. Pero pudo haber sugerido que me dejaran recorrer mi camino durante cierto tiempo.
No pregunté nunca. Me aparté de ella y miré aquellos grandes ojos castaños, tan parecidos a los de mi madre.
– ¿Por qué le concediste el divorcio hace tres años? ¿Por qué entonces?
– Porque tocaba, niña, era el momento de que se fuera.
– No intercedió por mí ante Andáis, ¿verdad? ¿Fue ése el precio que pagó por librarse de ti?
Se carcajeó durante un buen rato.
– Cariño, cariño, ¿realmente crees que ese viejo tonel iba a hablarle a la Reina del Aire y la Oscuridad? Todavía no está recuperado del desengaño de que sus tres hijos fuesen expulsados de su corte y obligados a convertirse en súbditos de Andáis.
Asentí.
– Mis primos no son realmente tan malos. Los guantes quirúrgicos modernos son tan delgados que casi es como no llevar nada. Ya no envenenan a la gente por el simple contacto.
Gran volvió a abrazarme.
– Pero el veneno que se desprende de tus manos te impide ser un guardia con sangre real, ¿verdad?
– Bueno…, sí. Pero dejando la sangre real, hay mujeres que quieren.
– En la corte de la Oscuridad lo podría creer.
La miré. Tenía la gracia de parecer preocupada.
– Lo siento, Merry. Ha sido bastante inoportuno por mi parte. Te pido disculpas. Debería saber mejor que la mayoría que no hay tanto para escoger en ninguna de las dos cortes.
– Necesito ir al hotel, Gran.
Me condujo hacia la puerta, con su brazo en torno a mi cintura.
– Ve con cuidado esta noche, cariño, con mucho cuidado.
– Así lo haré. -Nos quedamos de pie, mirándonos mutuamente durante un segundo o dos, pero qué podíamos decir, ¿qué se puede decir?-. Te quiero, Gran.
– Y yo a ti, cariño.
Había lágrimas en aquellos fantásticos ojos marrones. Me besó con sus finos labios que siempre me habían acariciado con más cariño y amor que la hermosa cara de mi madre o sus manos como lirios blancos. Sentí el calor de las lágrimas de Gran en mis mejillas. Sus manos se aferraron a mí cuando empecé a bajar la escalera. Nos separamos una de la otra, y las puntas de los dedos temblaban cuando nos tocamos por última vez.
Miré varias veces hacia atrás para observar aquella pequeña figura marrón en lo alto de la escalera. Se dice que no hay que mirar atrás, pero si uno no está seguro de lo que hay delante, ¿qué queda sino mirar hacia atrás?
23
El hotel tenía escaso encanto. Funcional, en cierto modo decorativo, pero continuaba siendo un hotel con toda la monotonía que ello implica.
Franqueamos las puertas del vestíbulo. Barinthus y Galen me llevaban las maletas; yo cargaba con el bolso de mano. Prefiero acarrear yo misma mis armas, no es que crea que llegaré a tiempo de sacarlas si me fallan la pistola y el cuchillo, pero me sentaba bien tenerlas cerca. Llevaba sólo unas horas en San Luis, y ya se había producido un atentado contra mi vida y contra la de Galen. No era una tónica agradable y mi estado de ánimo no mejoró en absoluto cuando vi quién estaba esperando en la sala de estar.
Barry Jenkins había llegado antes que nosotros al hotel. Había hecho reservas a nombre de Merry Gentry, un alias que no había utilizado nunca en San Luis. Y esto significaba que Jenkins sabía que era yo. Mierda.
Se aseguraría de que me encontraran los demás cazanoticias. Y nada de lo que dijera me iba a ayudar. Si le pedía que mantuviera el secreto, todavía disfrutaría más.
Galen me tocó delicadamente el brazo: también había visto a Jenkins. Me condujo al mostrador como si temiera mi reacción, porque había algo muy personal en la cara de Jenkins cuando se levantó de la cómoda silla. Me haría daño si pudiera. Oh, no creo que mc pegara un tiro o que me apuñalara, pero si podía escribir algo capaz de herirme, le gustaría llevarlo a la imprenta.
La mujer que había detrás del mostrador sonreía a Barinthus. Tenía una bonita sonrisa y la estaba explotando al máximo, pero Barinthus sólo pensaba en el trabajo. Nunca le había visto en otra faceta. Nunca provocaba ni tanteaba los límites de las restricciones que la reina le había impuesto. Parecía limitarse a aceptarlas.
La mano de la mujer rozó las mías cuando cogí las llaves. Tuve una vívida impresión de lo que estaba pensando: Barinthus descansando en sábanas blancas, con todo su cabello multicolor esparcido por su cuerpo desnudo como un lecho de seda.
Mi puño se cerró no sólo ante esta imagen, sino también ante la fuerza del deseo de la conserje. Sentía su cuerpo tan tenso como mi puño. Miraba a Barinthus con ojos anhelantes, y hablé sin pensar para romper la conexión con la chica.
Me acerqué y le dije:
– La imagen que tienes en la cabeza de su cuerpo desnudo… Empezó a protestar, pero sus palabras se apagaron. Tenía los ojos muy abiertos y se lamía el labio inferior. Finalmente, se limitó a asentir.
– No le estás haciendo justicia -añadí.
Sus ojos se abrieron más, y miró a Barinthus mientras éste permaneció al lado de los ascensores.
Yo todavía observaba sus emociones. Me ocurría a veces, era como captar al vuelo trozos de programas de televisión o de radio. Pero mi banda era estrecha: imágenes de deseo, principalmente. Imágenes de placer al azar, y sólo de humanos. Nunca capté nada de ningún otro elfo. Jamás he comprendido por qué.
– ¿Quieres que le pida que se saque el abrigo para que lo veas mejor?
Esto le hizo ruborizarse, y la imagen que había construido en su cabeza se destruyó por el peso de la vergüenza. Su mente se convirtió en una maraña de confusiones. Me había liberado de sus pensamientos, de sus emociones.
Uno de los antiguos dioses de la fertilidad de la corte de la Luz me había dicho que poder ver las imágenes lujuriosas de otra gente era un arma útil si estabas buscando sacerdotes y sacerdotisas para tu templo. La gente con un gran deseo podía ser útil en ceremonias, la energía sexual se aprovechaba y se magnificaba para transmitir su deseo a otros. Una vez pensé que el placer era equivalente a la fertilidad. Desgraciadamente, no era así.
Si la lujuria equivaliese a la reproducción, los elfos ya habrían poblado el mundo, al menos eso dicen las antiguas historias. La mujer del mostrador se habría llevado una decepción si se hubiera enterado de que Barinthus era célibe. Si él se hubiera quedado en el hotel, podría haberle advertido acerca de ella. La mujer me dio la sensación de ser capaz de presentarse en su habitación en plena noche. Pero al caer la noche Barinthus ya habría vuelto a la loma. Ningún problema.
Jenkins estaba de pie al lado de los ascensores, recostado en la pared, riendo. Intentaba hablar con Barinthus cuando Galen y yo nos dirigimos hacia ellos. Barinthus hacía caso omiso de él, como sólo puede hacerlo una divinidad, con un desprecio absoluto, como si la voz de Jenkins fuese el zumbido de un insecto insignificante. Iba más allá del desprecio. Era como si, para Barinthus, el reportero no existiera en absoluto.
Era una habilidad de la que carecía, y le envidiaba.
– Bueno, Meredith, qué gracioso encontrarte aquí. -Jenkins se las apañó para que su voz sonara agradable y cruel a un tiempo.
Intenté no hacerle caso, pero sabía que si el ascensor no llegaba pronto no lo conseguiría.
– Merry Gentry, la verdad es que no es un apellido muy original.
Se me ocurrió algo y me volví hacia él mostrando una dulce sonrisa.
– ¿Crees que utilizaría un apellido tan obvio si me preocupara lo más mínimo que alguien me descubra?
La duda recorrió su semblante. Se enderezó y se alejó hasta quedar fuera del alcance de mi brazo.
– ¿Quieres decir que no te importa que publique tu mote? -Barry, no me importa lo que publiques, pero creo que estás a medio metro de mí. -Miré a la sala de estar-. En realidad, no creo que haya en este vestíbulo nada que esté a más de quince metros de mí. -Me dirigí a Galen-: ¿Podrías pedirle por favor a la conserje que llame a la policía -miré a Jenkins- y que les diga que me están acosando?
– Será un placer -dijo Galen. Se dirigió al mostrador.
Barinthus y yo nos quedamos allí con el equipaje. Jenkins dejó de mirarme a mí y miró a Galen.
– No me harán nada.
– Ya lo veremos, ¿verdad? -dije.
Galen estaba hablando con la misma conserje que había mirado a Barinthus. ¿Se estaría imaginando a Galen desnudo, ahora? Me gustaba estar al otro lado del vestíbulo y fuera de peligro de un contacto accidental. Poder sentir a intervalos el deseo de la gente quizá resultara útil para reclutar sacerdotisas, pero dado que yo no tenía ningún templo, era simplemente irritante.
Jenkins me miraba.
– Me alegro de que hayas vuelto a casa, Meredith, me alegro mucho.
Sus palabras eran suaves, pero su tono destilaba veneno. Su odio hacia mí era casi palpable.
Ambos vimos que la conserje levantaba el teléfono. Dos hombres jóvenes, uno con una placa que decía «Ayudante de Dirección», y otro con una placa que sólo indicaba su nombre, empezaron a caminar hacia nosotros.
– Barry, creo que van a echarte. Pásatelo bien esperando a la policía.
– Ninguna orden judicial me va a apartar de ti, Meredith. Las manos me pican cuando estoy cerca de una noticia. Cuanto mejor es la noticia, más me pican. Siento ganas de rascarme cada vez que estoy cerca de ti, Meredith. Se avecina algo importante, y lo siento a tu alrededor.
– Vaya, Barry, ¿cuándo te convertiste en profeta?
– Una tarde cerca de una carretera local -dijo. Se me acercó tanto que percibí su aftershave bajo el olor a tabaco-. Tuve lo que podría llamarse una revelación, y desde entonces he tenido este don.
Los empleados del hotel ya casi habían llegado. Jenkins se inclinó tanto que, a distancia, debió parecer como un beso. Murmuró:
– Los dioses enloquecen primero a quienes quieren destruir. Los empleados lo agarraron por los brazos y lo apartaron de mí. Jenkins no se opuso.
Galen dijo:
– Lo retendrán en el despacho del gerente hasta que llegue la policía. No van a detenerlo, Merry, ya lo sabes.
– No, Missouri no tiene leyes de acoso todavía.
Tuve una idea divertida. Si consiguiera que Jenkins me siguiera hasta California, la cosa sería diferente. Hay leyes de acoso muy estrictas en el condado de Los Ángeles. Si Jenkins se ponía demasiado pesado, quizá trataría de atraerlo a donde lo que acababa de hacer le costaría una estancia en la cárcel. Me besó contra mi voluntad en público -o de eso podía acusarle- ante testigos imparciales. En un marco jurídico adecuado, esto le convertía en un chico muy malo.
Se abrieron las puertas del ascensor. Fantástico, justo cuando ya no necesitaba que me rescataran. Las puertas del ascensor se cerraron, dejándonos solos en la cabina. Todos nos concentramos en nuestros reflejos en el espejo, pero Galen rompió el silencio.
– Jenkins no aprenderá nunca. Después de lo que le has hecho, pensarás que te tiene miedo.
Vi que mi reflejo mostraba sorpresa y mis ojos se ensanchaban. Cuando me recuperé, era demasiado tarde.
– Eso era una conjetura -afirme.
– Pero correcta -dijo Calen.
– ¿Qué le has hecho, Meredith? -preguntó Barinthus-. Conoces las reglas.
– Conozco las reglas.
Empecé a caminar hacia el pasillo, pero Galen me detuvo, colocando una mano sobre mi hombro.
– Somos los guardaespaldas. Deja que uno de nosotros te preceda.
– Perdón, he perdido la costumbre -expliqué.
Barinthus dijo:
– Recupera la costumbre rápidamente. No quiero que resultes herida por no haberte escondido detrás de nosotros. Nuestro trabajo es asumir los riesgos y mantenerte a salvo.
Apretó el botón de apertura de la puerta.
– Lo sé, Barinthus.
– Y aun así ibas a salir al pasillo -dijo.
Galen miró a ambos lados con mucho cuidado y a continuación, salió del ascensor.
– No hay nada.
Hizo una pequeña reverencia. La trenza resbaló sobre su hombro hasta tocar el suelo. Recuerdo cuando su pelo se derramaba como una cascada verde hasta sus pies. Había una parte de mí que pensaba que así es como debería ser el cabello de un hombre. Lo bastante largo para tocar el suelo. Suficientemente largo para cubrir mi cuerpo como una sábana de seda al hacer el amor. Lloré cuando se lo cortó, pero no era asunto de mi incumbencia.
– Levántate, Galen. -Empecé a caminar por el pasillo, con la llave en la mano.
Estaba de pie y corría y danzaba por el pasillo para ponerse delante de mí.
– Oh, no, mi señora. Forzosamente tengo que abrir la cerradura.
– Para, Galen. Lo digo en serio.
Barinthus nos siguió tranquilamente, con la maleta en la mano, como un padre que ve a sus hijos ya creciditos comportándose de manera inadecuada. No, no nos hacía el menor caso, casi igual que antes con Jenkins. Lo volví a mirar, pero no pude leer nada en aquella cara pálida, reservada e impenetrable. Hubo una época en la que reía más, sonreía más, ¿verdad? Me acordaba de sus brazos levantándome del agua en medio de una carcajada, con su cabello flotando sobre su cuerpo como una nube. Me habría sumergido en esa nube, me habría aferrado a ella con mis manitas. Habíamos reído juntos. La primera vez que nadé en el Pacífico, pensé en Barinthus. Le quería mostrar aquel vasto océano nuevo. Que yo supiera, no lo había visto nunca.
Galen me aguardaba ante la puerta. Me detuve y esperé a que Barinthus me alcanzara.
– Pareces muy serio hoy Barinthus.
Me miró con aquellos ojos y el segundo párpado pestañeó. Estaba nervioso. ¿Tenía miedo de mí? Le había gustado el anillo, y no le había gustado el hechizo del coche. Pero no le había desagradado demasiado, ni le había impresionado demasiado, como si fuera algo normal. De alguna manera, sí lo era.
– ¿Qué pasa, Barinthus? ¿Qué es lo que todavía no me has dicho?
– Confía en mí, Meredith.
Cogí su mano libre con las mías, y desplacé mis dedos por los suyos. Mi mano estaba perdida en la suya.
– Confío en ti, Barinthus.
Sostuvo mi mano delicadamente como si temiera quebrarla.
– Meredith, mi pequeña Meredith. -Su cara se enterneció al hablar-. Siempre has sido una mezcla de franqueza, orgullo y ternura.
– Ya no soy tan tierna como antes, Barinthus.
Asintió.
– Desgraciadamente, el mundo intenta arrebatarte estas cualidades.
Puso mi mano en sus labios y me dio un tierno beso en los dedos. Sus labios frotaron el anillo y enviaron una ola palpitante sobre nosotros.
Recuperó el semblante serio cuando me soltó la mano.
– ¿Qué, Barinthus? ¿Qué ocurre? -Le cogí el brazo.
Negó con la cabeza.
– Ha pasado mucho tiempo desde que este anillo cobró vida de esta manera.
– ¿Qué tiene que ver el anillo en todo esto? -pregunté.
– Se había convertido en sólo un trozo de metal, y ahora vuelve a vivir.
– ¿Y? -pregunté.
Miró a Galen.
– Llevémosla a la habitación. A la reina no le gusta esperar indefinidamente.
Galen me cogió la llave y abrió la puerta. Comprobó que no hubiera hechizos ni peligros ocultos en la habitación mientras Barinthus y yo esperábamos en la entrada.
– Dime qué significa que el anillo reaccione ante ti y ante Galen, pero no ante mi abuela.
Suspiró.
– En una ocasión, la reina utilizó el anillo para elegir a sus consortes.
Arqueé las cejas.
– ¿Y eso qué significa?
– Reacciona ante hombres que el anillo considera dignos de ti.
Lo miré, buscando su cara agradable y exótica.
– ¿Qué significa eso de dignos de mí?
– La reina es la única que conoce los poderes completos del anillo. Yo sólo sé que desde hace siglos el anillo está vivo en su mano. Que el anillo viva para ti es al mismo tiempo bueno y peligroso. Puede que la reina esté celosa de que el anillo sea tuyo ahora.
– Ella me lo dio, ¿por qué tendría que estar celosa?
– Porque es la Reina del Aire y la Oscuridad.
Lo dijo como si esto lo explicara todo. En cierto modo sí lo explicaba; en cierto modo, no. Como tantas cosas de nuestra reina, era una paradoja.
Galen se acercó a la puerta.
– Todo está limpio.
Barinthus pasó junto a él, obligando a Galen a apartarse.
– ¿Cuál es el problema? -preguntó Galen.
– El anillo, creo. -Entré en la habitación. Era una típica habitación encajonada pintada con sombras de azul.
Barinthus había colocado la maleta en una de las colchas azul oscuro.
– Por favor, date prisa, Meredith. Galen y yo todavía nos hemos de vestir para la cena.
Lo miré. Estaba de pie en la habitación azul, vestido de azul. Se adecuaba al decorado. Si la habitación hubiese sido verde, habría combinado con Galen. Uno podía dar a los guardaespaldas el código de color que correspondiera a la habitación. Me eché a reír.
– ¿Qué pasa? -preguntó Barinthus.
Me acerqué a él.
– Haces juego con la habitación.
Miró a su alrededor como si se fijara por primera vez en el papel pintado de azul, las colchas azul oscuro y la moqueta azul.
– Pues sí. Ahora, por favor, vístete.
Abrió la maleta para hacer hincapié en su petición, aunque tenía el regusto de una orden, con independencia de su formulación.
– ¿Hay algún plazo del que no sea consciente? -pregunté.
Galen se sentó en la otra cama.
– En esto estoy de acuerdo con el grandullón. La reina te está organizando una ceremonia de bienvenida, y no querrá esperar a que nos vistamos, y si no nos vestimos con la ropa que nos ha preparado, se enfadará con nosotros.
– ¿Vais a tener problemas los dos? -pregunté.
– No si te das prisa -dijo Galen.
Me metí en el cuarto de baño con el bolso de mano. Había colocado mi vestido para esa noche en el bolso por si se perdía la maleta. No quería tener que comprar a última hora un vestido que contara con el beneplácito de mi tía, un vestido a la moda de la corte. Los pantalones no eran ropa adecuada para una mujer en una cena. Sexista pero verdadero. A las cenas era preciso asistir siempre con ropa formal. Si uno no quería vestirse, tenía que comer en su habitación.
Me puse bragas de satén negro con puntillas. El sujetador era de aros y también llevaba puntillas. Las medias eran negras y altas hasta los muslos. El antiguo dicho humano de que hay que llevar ropa interior limpia por si te atropella un autobús también se aplicaba en la corte de la Oscuridad. Allí, uno llevaba ropa interior bonita porque la reina podía verla. Aunque, a decir verdad, me gustaba saber que todo lo que llevaba era bonito, incluso las prendas que tocaban mi piel.
Me puse sombra de ojos y rímel oscuros y me apliqué suficiente delineador para que mis ojos resaltaran como esmeraldas y oro incrustados en ébano. Escogí una tonalidad de pintura de labios color burdeos.
Tenía dos navajas Spyderco. Abrí una de ellas. Su hoja de quince centímetros, larga y fina, brillaba como la plata, pero era de acero, el modelo militar. Acero o hierro era lo que uno necesitaba contra mis familiares. La otra navaja era mucho más pequeña, una Delica. Cada navaja tenía un clip para sujetarla a la ropa. Comprobé que las dos fueran fáciles de sacar, después las cerré y me las puse. La Delica encajaba perfectamente en el centro del sujetador, en el aro. Me puse una liga negra en la pierna izquierda, no para aguantar las medias (no lo necesitaban), sino para sostener la navaja militar.
Saqué el vestido de su funda. Era de un color granate oscuro y su escote a duras penas tapaba el sujetador. El corpiño era satinado, grueso y ajustado; el resto del vestido, de una tela más fina y con un aspecto más delicado, caía hasta el suelo dibujando mi figura. La chaqueta a juego estaba tejida en la misma tela color burdeos, salvo las solapas que eran de satén.
Tenía una cartuchera de tobillo con una Beretta Tomcat en su interior, el modelo de pistola automática más moderno, de calibre treinta y dos. El arma pesaba cuatrocientos gramos. Había armas más pequeñas, pero si tenía que disparar a alguien esa noche, quería contar con algo más que una veintidós. El verdadero problema con las cartucheras de tobillo es que te hacen caminar de forma extraña. Una tiene tendencia a arrastrar el pie en cuya pierna está la cartuchera, a ampliar el paso con un pequeño movimiento raro. Las medias suponían un problema adicional, y las posibilidades de que no se quedaran enganchadas en la cartuchera mientras caminaba eran prácticamente nulas. Pero era el único sitio que se me ocurría para esconder un arma que no resultaba evidente con sólo mirarme, y no me importaba sacrificar las medias para conservar el arma.
Caminé hacia adelante y hacia atrás con zapatos granates de tacón. En realidad eran de sólo cinco centímetros, por si tenía que moverme con rapidez. Además, con un vestido tan largo, la gente no se daría cuenta de lo altos, o lo bajos, que eran. En la tienda donde había comprado el vestido me lo arreglaron para que quedara bien con los zapatos. Con una altura de un metro y medio, no puedes llevar tacones de cinco centímetros y no necesitar que te arreglen el dobladillo del vestido.
Finalmente, me puse las joyas. El collar era de metal antiguo, oscurecido hasta casi parecer negro, con sólo destellos escondidos del verdadero color de la plata. Las piedras eran granates. Deliberadamente, no había limpiado el metal, para que conservara su color oscuro. Pensé que el granate destacaba en la plata vieja.
Me había tomado la molestia de rizarme las puntas del cabello para que me quedara sobre los hombros. Brillaba con un rojo tan oscuro como el de las piedras del collar. El vestido color burdeos daba un brillo similar a mi cabello.
No sabía si mi tía me permitiría conservar las armas. Probablemente, no me retarían a duelo en mi primera noche, teniendo en cuenta que mi presencia respondía a una petición especial de la propia reina, pero… siempre es mejor ir armado. Hay elementos de la corte que no son reales y que no participan en duelos. Son elementos que han sido siempre del Huésped (los monstruos de nuestra raza, de nuestra especie) y no razonan como hacemos nosotros. En ocasiones, por un motivo que nadie puede explicar, uno de los monstruos ataca. Cualquiera puede morir antes de que se le pueda detener.
¿Por qué mantener entonces estos inestables horrores? Muy sencillo, porque la única regla que ha habido siempre en la corte de la Oscuridad es que todos son bienvenidos. No se puede rechazar a nadie, ni a nada. Somos el fondo oscuro de pesadillas demasiado malvadas, demasiado retorcidas, para la claridad de la corte de la Luz. Es así, siempre ha sido así y siempre lo será. Aunque ser aceptado en la corte no significa ser aceptado como sidhe. Tanto Sholto como yo podíamos atestiguarlo.
Volví a mirarme al espejo y añadí un último toque de lápiz de labios. Puse el lápiz de labios en el monederito bordado con lentejuelas, que hacía juego con el vestido. ¿Qué quería la reina de mí? ¿Por qué había insistido en que regresara? ¿Por qué en ese momento? Dejé escapar un largo suspiro, mirando cómo el satén se levantaba y volvía a caer en mi pecho. Todo brillaba en mí: la piel, los ojos, el cabello, los reflejos de las gemas granates en mi cuello. Tenía un aspecto fantástico. Hasta yo lo admitía. Lo único que revelaba que no era pura sidhe era mi estatura. Sencillamente, era demasiado baja para ser uno de ellos.
Metí un cepillo junto con el lápiz de labios en mi bolso, luego me tocó decidir si coger más maquillaje para retocarme durante la noche o un aerosol de defensa personal. Entre más maquillaje o más armas hay que escoger siempre las armas. Sólo el hecho de que uno se debata entre estas dos posibilidades demuestra que va a necesitar más las armas.
24
Los sithen, los promontorios del país de los elfos, se levantaban entre la tenue luz, pequeñas montañas de terciopelo que se recortaban contra un cielo anaranjado. La luna de plata ya estaba en lo alto, brillando con un resplandor argentino. Respiré hondo varias veces en aquel aire frío y cortante. En ocasiones, en California, te levantabas por la mañana con un aire que parecía de otoño, y tenías que ponerte pantalones y un jersey ligero hasta el mediodía. Algunas hojas caerían esporádicamente al suelo, sin ningún orden, y habría pequeños montículos de hojas marrones secas que, en determinadas mañanas, bailarían una extraña danza a ras de suelo, empujadas por un viento que parecía de octubre. Luego, al mediodía, tenías que ponerte pantalones cortos y te sentías como en el mes de junio.
Pero ésta era la realidad. El aire era frío, aunque no demasiado. El viento que soplaba a nuestra espalda olía a campos de maíz seco y al perfume oscuro y crujiente de las hojas moribundas.
Si hubiera podido llegar a casa en octubre y ver sólo a la gente que deseaba ver, me habría gustado. Otoño era mi estación favorita, y octubre mi mes preferido.
Me detuve en el camino, y los dos hombres se detuvieron conmigo. Barinthus me miró y arqueó las cejas.
– ¿Qué pasa? -preguntó Galen.
– Nada -dije-, absolutamente nada. -Volví a respirar profundamente el aire de otoño-. El aire nunca huele así en California.
– Siempre te ha gustado el mes de octubre -dijo Barinthus.
Galen sonrió.
– Os llevé a ti y a Keelin a recorrer las casas en la noche de Halloween hasta que fuiste demasiado mayor para ello.
Negué con la cabeza.
– Nunca he sido demasiado mayor. Simplemente, mi encanto se hizo lo bastante poderoso para esconder mi verdadera esencia. Keelin y yo íbamos solas cuando cumplí quince años.
– ¿Tenías suficiente encanto a los quince años para esconder a Keelin de la vista de los mortales? -preguntó Barinthus.
Lo miré y asentí con la cabeza.
– Sí.
Abrió la boca como si quisiera hablar, pero una poderosa voz masculina nos interrumpió:
– Vaya, ¿no es conmovedor?
La voz nos envolvió a todos en un remolino hasta que vimos una mancha en el camino. Galen se colocó delante de mí, ofreciéndome su cuerpo como escudo. Barinthus buscaba en la oscuridad por si había alguien más detrás de nosotros. No había nadie detrás, pero bastaba con lo que había delante.
Mi primo Cel estaba de pie en medio del camino. El pelo suelto caía sobre su cuerpo como una capa larga y recta, con lo cual era difícil discernir dónde acababa el pelo y dónde empezaba la gabardina negra. Iba vestido todo de negro con la excepción de una camisa blanca que destellaba como una estrella en noche cerrada.
No estaba solo. De pie a su lado, dispuesta a colocarse delante de él si era preciso, estaba Siobhan, la capitana de su guardia y su asesina favorita. Era baja, no mucho más alta que yo, pero la había visto levantar un Volkswagen y chafar a alguien con él. La blancura de su cabello relucía en la oscuridad, pero sabía que era blanco y de un gris plateado, como telas de araña. Su piel era pálida, de un blanco apagado, distinto del blanco brillante de Cel o de mí. Sus ojos eran de un gris extinguido, como los de un pez muerto. Llevaba una armadura negra, y un casco bajo un brazo. Era un mal presagio que Siobhan llevara la vestimenta completa de batalla.
– Una armadura completa -dijo Galen-. ¿Y eso?
– La preparación lo es todo en la batalla, Galen. -Su voz, un susurro seco y sibilante, se adecuaba a su presencia.
– ¿Vas a librar una batalla? -preguntó Galen.
Cel rió con aquella misma risa que había contribuido a convertir mi infancia en un infierno.
– No habrá batalla esta noche, Galen, sólo es una paranoia de Siobhan. Tenía miedo de que Meredith hubiera adquirido poderes en su viaje hacia las tierras del oeste, pero ya veo que los temores de Siobhan no estaban justificados.
Barinthus puso sus manos en mis hombros y me atrajo hacia él.
– ¿A qué has venido, Cel? La reina nos ha enviado para que llevemos a Meredith a su presencia.
Cel se deslizó por el camino, tirando de la correa que iba desde su mano a una pequeña figura acurrucada a sus pies. La figura había estado escondida detrás de la gabardina de Cel y el cuerpo de Siobhan. A1 principio, no me di cuenta de quién era.
La figura se incorporó hasta quedar agachada, de manera que su cabeza quedó a la altura del pecho de Cel. Era de una piel tan marrón como la de Gran, pero su cabello grueso le caía en rizos castaños hasta los tobillos. Parecía humano o casi humano en la oscuridad, pero yo sabía que con una buena luz uno apreciaría que su piel estaba cubierta con un vello suave y sedoso. Su cara era plana y anodina, como si estuviera a medio esculpir, inacabada. Su cuerpo delgado y delicado, tenía algunos brazos adicionales y cuatro piernas, con lo cual se desplazaba con un extraño balanceo. La ropa ocultaba aquellos apéndices, pero no el movimiento de su andar.
El padre de Keelin era un durig, un duende con un sentido del humor muy sombrío: el tipo de humor que podría costarle la vida a un ser humano. Su madre era una brownie. Keelin había sido escogida como mi compañera casi desde la infancia. Fue una elección de mi padre, y nunca había tenido motivo para quejarme de ello. A1 crecer, nos habíamos hecho grandes amigas. Quizá se debiera a la sangre de brownie que teníamos ambas. Fuera cual fuese la causa, se estableció una conexión inmediata entre nosotras. Habíamos sido amigas desde el primer momento que miré sus ojos marrones.
Ver a Keelin al extremo de la correa de Cel me dejó sin palabras. Había gran variedad de maneras de acabar como «mascota» de Cel. Una era ser castigado por la reina y ser entregado a Cel; otra, voluntariamente. Siempre me había sorprendido cuántas duendes menores permitían a Cel que abusara de ellas de la manera más infame por la sola esperanza de que si quedaban embarazadas se convertirían en miembros de la corte. Exactamente como Gran.
Aunque Gran hubiera clavado una punta de hierro en el corazón de mi abuelo antes que permitir que la tratara como a un perro.
Me aparté de Barinthus hasta que él bajó las manos y me quedé sola en el camino. Galen y Barinthus estaban detrás de mí, cada uno a un lado como buenos guardias reales.
– Keelin -dije-, ¿qué haces… aquí?
No era exactamente la pregunta que quería formular. Mi voz sonó tranquila, razonable, ordinaria. Lo que quería hacer era gritar, chillar.
Cel la atrajo hacia sí, tirándole del pelo, presionándole la cara contra su pecho. Su mano se desplazó por su hombro, cada vez más abajo, hasta que cogió uno de sus pechos, amasándolo.
Keelin volvió la cabeza y su cabello le escondió la cara de mí. El sol ya casi se había puesto, faltaban pocos minutos para la verdadera oscuridad; ella era sólo una sombra más densa contra la oscuridad de Cel.
– Keelin, Keelin, háblame.
– Quiere ser un miembro de la corte -dijo Cel-. Que yo disfrute de ella la hace partícipe de todas las celebraciones. -Se acercó más al cuerpo de Keelin, y su mano se perdía de vista bajo el cuello redondo de su vestido-. Si tiene un hijo, será una princesa, y su hijo heredero al trono. Su hijo te podría desplazar al cuarto lugar de la sucesión al trono -dijo, con voz clara y sosegada mientras su mano se desplazaba por el cuerpo de Keelin.
Di un paso hacia adelante, estirando el brazo.
– Keelin…
– Merry -dijo ella, girándose para mirarme durante un momento, con una voz con el mismo sonido dulce que había tenido siempre.
– No, no, animalito mío -dijo Cel-. No hables. Ya hablaré yo por los dos.
Keelin se quedó en silencio y ocultó de nuevo la cara.
Me quedé allí, y hasta que Barinthus me tocó el hombro no me di cuenta de que mis puños estaban apretados… Volvía a temblar, pero no de miedo, sino de ira.
– La reina nos ha prohibido contarte nada, Merry. Debería haberte avisado de todos modos -se disculpó Galen, moviéndose hacia el otro lado.
Era casi como si los dos esperaran tener que agarrarme para retenerme antes de que hiciera algo descabellado. Pero no iba a hacerlo. Eso era lo que buscaba Cel. Había venido para hacer ostentación de Keelin, para enrabiarme, con Siobhan a su espalda para matarme. Estoy segura de que habría urdido alguna historia, habría explicado que yo le había atacado y su guardia se había visto obligada a defenderle. La reina se había creído historias con menos fundamento a lo largo de los años. Tenía motivos para mostrarse confiado respecto a la reina. Yo debía mantener la calma, porque lo único que podía hacer ahí era morir. Podía haberme llevado a Cel por delante. Era una de las pocas personas con las que utilizaría la mano de carne sin perder el sueño por ello. Pero Siobhan era diferente. Siobhan me mataría.
– ¿Cuánto tiempo lleva Keelin con él? -pregunté.
Cel empezó a contestar, pero levanté una mano.
– No, no hables, primo. He preguntado a Galen.
Cel me sonrió, como un destello de blanco en la oscuridad. Curiosamente, permaneció en silencio. Me sorprendió, aunque también sabía que si tenía que oír su voz todavía una vez más, empezaría a gritar hasta acallarle.
– Respóndeme, Galen.
– Casi desde que te fuiste.
Sentí una opresión en el pecho, me ardían los ojos. Ése era mi castigo, mi castigo por escapar de la corte. A pesar de que no le había dicho a Keelin que me iba, aunque ella era inocente, le habían hecho daño para hacérmelo a mí. Cel la había conservado como mascota durante casi tres años, esperando que yo regresara a casa. Pasándoselo bien sin duda, y si nacía un niño, tanto mejor. Pero no era el deseo de niños lo que había motivado la elección de Keelin. Miré el rostro petulante de Cel, y hasta a la luz de la luna interpreté su expresión. Ella había sido elegida por venganza, para castigarme. Y yo había estado a miles de kilómetros, desaparecida.
Cel y mi tía habían esperado pacientemente para mostrarme su sorpresa. Tres años de tormento de Keelin y nadie me lo había dicho. Mi tía me conocía mejor de lo que yo imaginaba, porque saber que Keelin había sufrido durante todo el tiempo que yo había estado fuera me hubiera corroído. Y si me reservaba la libertad de Keelin como pago por aquello que quería de mí, me podría tener. Necesitaba hablar a solas con Keelin.
Por mucho que odiara a Cel, ésta era una de las pocas maneras en las que Keelin podría entrar en la corte. Había sido una de mis damas durante la espera, mi compañera. Pero ser mi amiga y mi sirvienta le había permitido ver los tejemanejes de la corte. Sabía que tenía gran necesidad de ser aceptada entre aquella turba, hambre suficiente, quizá, para resistir a Cel y quedar resentida si yo ponía fin a la situación. El hecho de que yo lo viera como un rescate no significaba necesariamente que Keelin lo viera igual. Hasta saber exactamente cómo se sentía, no podía hacer nada.
La mano de Cel apareció finalmente a la vista. Ver su mano pálida en el hombro de Keelin en lugar de en las profundidades de su vestido me ayudaba a quedarme mirando, sin actuar.
– La reina me ha enviado para escoltar a mi prima hasta sus aposentos. Vosotros dos tenéis una cita en el salón del trono.
– Ya sé lo que tengo que hacer -dijo Barinthus.
– ¿Cómo podemos confiar en que no le harás daño? -preguntó Galen.
– ¿Yo? ¿Hacer daño a mi prima? -Cel volvió a reír.
– No deberíamos marchar. -La voz de Barinthus sonó grave y firme. Había que conocerle muy bien para percibir su ira.
– ¿Tú también tienes miedo de que le haga daño, Barinthus?
– No -dijo Barinthus-. Tengo miedo de que te haga daño ella a ti, príncipe Cel. La vida de su único heredero es de gran importancia para nuestra reina.
Cel soltó una carcajada larga y sonora. Continuó riendo hasta que le saltaron las lágrimas, o fingió limpiárselas.
– Quieres decir, Barinthus, que tienes miedo de que intente hacerme daño y yo la coloque en su sitio.
Barinthus se inclinó hacia mí y murmuró:
– No puedes permitir mostrarte débil ante Cel. No creo que se enfrente a nosotros. Sería una osadía. Si has adquirido poder en las tierras del oeste, muéstralo ahora, Meredith.
Me di la vuelta para mirarle a la cara. Estaba tan cerca de mí que su cabello me rozaba el pecho; olía a océano y a hierba fresca. Volví a murmurarle:
– Si le muestro mis poderes ahora, perderé el factor sorpresa. Su voz era como el delicado murmullo de agua sobre un lecho de guijarros. Usaba su propio poder para asegurarse de que Cel no nos podría oír.
– Si Cel insiste en que nos vayamos y nosotros desobedecemos, será malo para nosotros.
– ¿Desde cuándo la Guardia de la Reina debe obediencia a su hijo? -pregunté.
– Desde que la reina lo decretó.
Cel dijo en voz alta:
– Te ordeno a ti, Barinthus, y a ti, Galen, que acudáis a vuestra cita. Nosotros escoltaremos a mi prima hasta la reina.
– Asústale, Meredith -dijo Barinthus-. Haz que desee que nos quedemos. Cel tendría acceso al anillo de su madre.
Lo miré. No me molesté en preguntarle a Barinthus si realmente pensaba que Cel había intentado matarme en el coche. De no haberlo creído posible, no lo habría dicho.
– Os he dado a los dos una orden directa-dijo Cel. Levantó la voz porque el viento arreciaba.
El viento tomó fuerza, soplando por las largas gabardinas de los hombres, chirriando entre las hojas secas de los árboles de la linde del bosque que se abría a nuestra derecha. Me volví hacia los árboles. Casi podía entender el viento y los árboles, casi distinguía el lamento de los árboles al percibir la llegada del invierno y el frío que se avecinaba. El viento arreció y arrastró un pequeño montón de hojas recién caídas a lo largo del camino rocoso, pasando por Cel y sus mujeres, hasta que rozaron mis pies. El viento levantó las hojas en un remolino que sentí como delicadas manos jugueteando con mis piernas. Las hojas eran arrastradas por un empuje repentino de dulce viento otoñal. Cerré los ojos y respiré aquel aire.
Me separé de Barinthus y me acerqué un poco a Cel, pero no me dirigía hacia él. Era la llamada de la tierra. El país estaba contento de mi regreso y su poder me recibió de una manera nueva para mí.
Levanté los brazos a cada lado y me abrí a la noche. Sentía el viento soplando no contra mi cuerpo sino a través de él, como si yo fuera uno de los árboles de arriba, no un obstáculo al viento sino parte de él. Sentí el movimiento de la noche, su pulso apresurado e impetuoso. Bajo mis pies el suelo se hundía a profundidades inimaginables, y las podía sentir todas, y durante un momento noté cómo el mundo giraba. Experimenté un balanceo lento y pesado alrededor del Sol. Estaba de pie, plantada sólidamente, como las raíces de un árbol que penetra más y más profundamente hacia la tierra viva y fría. Pero esto era lo único sólido que había en mí. El viento sopló a través de mi cuerpo como si no estuviera allí, y supe en ese momento que podría haber envuelto la noche en torno a mí y caminar de forma invisible entre los mortales. Pero no estaba tratando con mortales.
Abrí los ojos con una sonrisa. La ira, el desconcierto, todo había desaparecido, había sido barrido por aquel viento que olía a hojas secas y a especias, como si pudiera sentir en él cosas a medio recordar, a medio soñar. Era una noche salvaje, y desprendía una magia salvaje, si uno la podía reconocer. La magia de la Tierra se puede arrancar por alguien lo suficientemente poderoso para hacerlo, pero la Tierra es tenaz y se resiente si se abusa de ella. Siempre se acaba pagando por la fuerza ejercida contra los elementos. Sin embargo, algunas noches, o incluso algunos días, la Tierra se ofrece como una mujer deseosa de echarse en los brazos de su amante. Acepté su invitación. Bajé las barreras y sentí que el viento arrancaba pequeñas partes de mí como polvo en la noche, pero por cada trozo que arrancaba, me llenaba con otro mayor. Me entregué a la noche y la noche me llenó, el suelo me abrazó, deslizándose por las plantas de mis pies, hacia arriba, hacia arriba, como un árbol que se alimenta, profundamente, con tranquilidad y frialdad.
Durante un momento no estuve segura de si quería mover los pies lo suficiente para caminar. Tenía miedo de romper aquel contacto. El viento se arremolinaba a mi alrededor, colocándome el pelo por la cara, trayéndome el aroma de hojas quemadas, y reí. Avancé por el camino de piedras y, a cada taconazo, la Tierra se movía conmigo. Anduve a través de la noche como si estuviera nadando, nadando por corrientes de poder. Caminé hacia mi primo, sonriente.
Siobhan se puso delante de él, con su cabello enmarañado oculto bajo el casco completamente negro. Sólo brillaban sus manos blancas, como fantasmas flotantes en la oscuridad. Podía herir o matar con un toque de aquella piel pálida.
Barinthus me siguió. Sabía sin necesidad de mirar que levantaba el brazo hacia mí, podía sentirle avanzando a través del poder, a mi espalda. Casi podía verle, como si yo tuviera ojos en la nuca. Toda la magia que siempre había poseído había sido muy personal. Ésta no era personal. Sentía mi propia pequeñez, lo vasto que era el mundo, pero no se trataba de una sensación de soledad. Durante aquel momento, me sentí abrazada toda yo. Querida.
Barinthus volvió a bajar el brazo, sin tocarme. Su voz silbó como agua encima de arena.
– Si hubiera sabido que podías hacer esto, no me habría preocupado por ti.
Reí, y el sonido era jovial, libre. Seguí abriéndome, como una puerta dejada de par en par. No; como si la puerta, la pared en la que se encontraba y la casa que la albergaba se fundieran en el poder.
Barinthus respiró bruscamente.
– Por la gracia de la Tierra, ¿qué has hecho, Merry? -Nunca utilizaba este nombre.
– Compartir -murmuré.
Galen se dirigió a nosotros, y el poder se abrió ante él sin que mediara pensamiento alguno por mi parte. Nosotros tres estábamos allí llenos de noche. Era un poder generoso, una presencia que reía y que daba la bienvenida.
El poder brotó de mí hacia el exterior, o quizá fui yo quien me moví hacia adelante a través de algo que siempre había estado allí, pero aquella noche lo podía sentir. Siobhan dio un paso hacia adelante, pero el poder no la llenó, la rechazó. La magia de Siobhan era un insulto contra la Tierra y el lento ciclo de la vida, porque Siobhan robaba la vida, precipitaba la muerte hacia la puerta de alguien o de algo antes de que llegara su hora. Por primera vez comprendí que, de alguna manera, Siobhan estaba fuera del círculo, que era muerte que todavía se movía como si viviera, pero la Tierra no la conocía.
El poder habría saludado a Cel, pero pensó que yo había provocado el primer ímpetu y se protegió de él. Sentí que sus escudos se colocaban en su sitio, lo sostenían detrás de las paredes metafísicas, a salvo pero incapaz de compartir la ofrenda.
Pero Keelin no se cerró ni se apartó. Quizá no tenía suficientes escudos para levantar paredes, o quizá no deseaba construirlas. Pero noté que ella entraba en el poder, que se abría a él, y oí su voz derramándose en un suspiro que se mezcló con el viento.
Keelin avanzó hasta el límite que establecía la correa, levantando cada uno de sus cuatro brazos para saludar la noche.
Cel tiró de ella hacia atrás con la correa de piel. Keelin dio un traspié, y sentí cómo su espíritu se desmoronaba.
Dirigí una mano hacia ella y el poder, aunque escapaba a mi control, se amplió y abrazó a Keelin. Empujó a Cel igual que el agua empuja una roca que se halla en el centro de una corriente, como algo que rodear, como si no existiera. El empujón le hizo trastabillar y la correa se le escapó de la mano. Su cara pálida se levantó hacia la luna creciente, y su bello rostro reflejó el terror más absoluto.
La visión me gustó, era un placer. El flujo generoso de poder se curvó a mi alrededor, tiró como la madre tira del brazo de su hijo travieso. No había lugar para la delicadeza en medio de una vida así. Keelin estaba de pie en medio del camino, con los brazos extendidos y la cabeza hacia atrás, de manera que el claro de luna brillaba de lleno en su cara a medio formar. Para Keelin fue un momento extraño y maravilloso mostrar su cara claramente a la luz.
Siobhan vino hacia mí con un brillo oscuro de manos blancas y el brillo negro de la armadura. Reaccioné sin pensar, moviendo la mano hacia adelante como si aquel gran poder aletargado fuera a responder a mi gesto. Y lo hizo.
Siobhan se detuvo al topar contra un muro. Sus manos blancas brillaban con una llama pálida que no era tal. Su poder se dirigió hacia algo que ni tan siquiera yo podía ver. No obstante, sentí su frialdad intentando devorar la noche cálida, y aquí no tenía poder. Si hubiera estado entre los verdaderamente vivos, si su tacto hubiera provocado una muerte ordinaria, la Tierra no la habría detenido. El poder era más neutral que todo eso. Me quería, de alguna manera me daba la bienvenida, pero daría igualmente la bienvenida a mi cuerpo en descomposición con su abrazo caliente y lleno de gusanos. Tomaría mi espíritu en el viento y lo llevaría a algún otro lugar.
Sin embargo, la magia de Siobhan no era natural, y no podía pasar. Entenderlo podía darme la clave de su destrucción. Pero se necesitaría a alguien con más experiencia en hechizos ofensivos para descifrar la clave.
Se produjo un movimiento más allá de nuestro grupito. Cel y Siobhan se volvieron para ver su última amenaza, y cuando advirtieron que se trataba de Doyle, sus cuerpos no se relajaron. El príncipe y heredero al trono y su guardia personal tenían miedo de la Oscuridad de la Reina. Me resultó interesante. Tres años atrás, Cel no tenía miedo de Doyle. No temía a nadie, excepto a su madre. Y ni siquiera ante ella temía la muerte, porque él era lo único que tenía para transmitir su sangre. Su único hijo. Su único heredero. Nadie retó a Cel a duelo, nunca, porque no osaban ganar, y perder podría significar la muerte. Había vivido durante los tres últimos siglos intacto, sin desafíos, sin temor, hasta entonces.
Entonces vi, casi percibí, la incomodidad de Cel. Tenía miedo. ¿Por qué?
Doyle iba vestido con una capa negra, con capucha, que le caía hasta los tobillos y lo cubría por completo. Su cara era tan oscura que el blanco de sus ojos parecía flotar en el negro círculo de su capucha.
– ¿Qué está ocurriendo aquí, príncipe Cel?
Cel se apartó del camino para poder controlar a Doyle y al resto de nosotros. Siobhan lo acompañó. Keelin se quedó en el camino, pero el poder se estaba retirando, como si se moviera con el viento y pasara a nuestro lado para viajar a otro sitio. Me dio una última caricia fría, picante, y se escurrió.
Nuevamente había solidez bajo mi piel. Había un precio para toda magia, pero no para ésta. Se me había ofrecido sin que yo la pidiera. Quizás ése fuera el motivo por el que no me sentía cansada, sino fuerte y entera.
Keelin avanzó por el camino hacia mí, y me tendió sus manos primitivas. Sin duda, se sentía tan renovada como yo, porque sonreía y aquel miedo atroz había desaparecido, barrido por el dulce viento.
Tomé sus manos entre las mías. Nos besamos las dos, en las dos mejillas, y luego la atraje hacia mí y ella me rodeó los hombros con sus brazos superiores, y por la cintura con los inferiores. Nos apretamos con tanta fuerza que sentí la presión de sus pequeños pechos, los cuatro. Me asaltó un pensamiento: ¿le habría gustado a Cel estar con alguien que tenía tantos pechos? En mi cabeza se formó una imagen y me froté los ojos, como si así fuera a conseguir liberarme de ella.
Le recorrí la espalda con la mano hasta su cabello espeso, como una piel, y me di cuenta de que yo ya estaba llorando.
La voz de Keelin, dulce y casi como la de un pájaro, me consolaba.
– Todo va bien, Merry. Todo va bien.
Negué con la cabeza y me eché hacia atrás para poder verle la cara.
– No va todo bien.
Me tocó la cara, cogiendo mis lágrimas con los dedos. Ella no tenía lagrimales, una mala jugada de la genética la había dejado sin ellos.
– Siempre has llorado por mí, pero no llores ahora.
– ¿Cómo puedo evitarlo?
Volví a mirar a Cel, que susurraba algo a Doyle. Siobhan me estaba observando. Podía sentir su mirada muerta a través del casco que llevaba, aunque no le viera los ojos. No iba a olvidar fácilmente que había utilizado magia contra ella y había ganado o, mejor dicho, no había perdido. Ni lo olvidaría ni me perdonaría. Pero éste era un problema para otra noche. Volví a centrarme en Keelin: los desastres de uno en uno, por favor. Mis manos se dirigieron al duro collar de piel que le ceñía el cuello. Me tocó las muñecas.
– ¿Qué haces, Merry?
– Te estoy quitando esto.
Delicadamente, retiró mis manos.
– No.
Negué con la cabeza.
– ¿Cómo puedes…? ¿Cómo has podido?
– No vuelvas a llorar -dijo Keelin-. Sabes por qué lo hice. Sólo me quedan algunas semanas, sólo hasta Samhain. Tres años en total. Si no estoy embarazada, quedaré libre de él. Si quedo embarazada, deberá tratarme como a una esposa, o no tocarme en absoluto. Mantenía la calma al respecto, una calma terrible, sólida, como si se tratara de una situación… habitual.
– No lo entiendo -dije.
– Lo sé, pero tú siempre has tenido sangre real, Merry. -Me puso una mano en los labios antes de que pudiera protestar, y sus otras manos todavía sostenían las mías-. Sé que te han tratado como un pariente pobre, Merry, pero eres una de ellos. Su sangre fluye en tus venas, y… -Levantó la cabeza, quitando su mano de mi boca, pero me apretó las manos con más fuerza todavía-. Eres un miembro del club, Merry. Estás dentro de la casa grande, mientras que nosotros esperamos fuera bajo el frío y la nieve con nuestras caras contra el cristal.
Me aparté de aquellos tiernos ojos marrones.
– Utilizas mi propia metáfora contra mí.
Me tocó la cara con la mano superior izquierda, su mano dominante.
– Te la he oído decir muchas veces.
– Si te lo hubiera pedido, ¿habrías venido conmigo?
Se puso a reír, pero incluso al claro de luna, era una sonrisa amarga.
– A no ser que estuvieras conmigo a todas horas del día y de la noche, no podrías usar tu encanto para protegerme. -Agitó la cabeza-. Soy demasiado espantosa para los ojos humanos.
– No lo eres…
Esta vez, me detuvo con sólo una mirada.
– Soy como tú, Merry. No soy ni durig ni brownie.
– ¿Y Kurag? Cuidó de ti.
Bajó la cabeza.
– Es cierto que entre cierto tipo de trasgos, se me considera bastante peculiar. Tener miembros y pechos adicionales es una marca de gran belleza entre ellos.
Sonreí.
– Me acuerdo del año en que me llevaste al Baile de los Trasgos. Me veían fea.
Keelin se echó a reír pero sacudió la cabeza.
– Pero todos intentaron bailar contigo, fea o no. -Me miró, conduciendo mi mirada hacia la suya-. Todos querían tocar la piel de una princesa con sangre real, porque sabían que a no ser que te violaran no podrían tocar nunca tu dulce cuerpo.
No sabía cómo reaccionar ante la amargura de su voz.
– No eres responsable de tu aspecto, ni yo del mío. No es culpa de nadie. Nosotros somos lo que somos. A través de ti vi la corte y la multitud brillante. No podía regresar a Kurag y a sus duendes después de la vida que me habías mostrado. Hubiera estado contenta de estar detrás de tu silla en los banquetes durante el resto de mis días, pero ver que desaparecías de golpe… -Me soltó las manos y se apartó de mí-. No podía resistir perderlo todo cuando te fuiste. -Rió; la risa era todavía como la de un pájaro, pero ahora era burlona, y oí en ella el eco de Cel-. Además, a Cel le gusta una mujer de cuatro pechos y dice que nunca se ha acostado con nadie que pudiera colocar dos juegos de piernas alrededor de su cuerpo blanco.
Keelin hizo un pequeño sonido de succión, y supe que estaba llorando. Que no tuviera lágrimas no significaba que no pudiera llorar.
Se volvió hacia Cel, y yo la dejé marchar. Me acusaba de mostrarle la luna cuando no la podría tener. Quizá Keelin tenía razón. Quizá le había hecho daño, pero no era mi intención. Por supuesto, que lo hiciera sin querer no suponía que le doliera menos.
Tomé aire varias veces en aquella noche otoñal, intentando no volver a llorar. El aire era todavía tan dulce como antes, pero se le había ido una parte del placer.
– Lo siento, Meredith -dijo Barinthus.
– No lo sientas por mí, Barinthus, no soy yo la que está al extremo de la correa de Cel.
Galen me tocó el hombro y empezó a abrazarme, pero le aparté.
– No, por favor. Si me consuelas, lloraré.
Esbozó una sonrisa fugaz.
– Intentaré recordarlo para el futuro.
Doyle se nos acercó. Se había bajado la capucha, pero era prácticamente imposible decir dónde acababa su pelo negro y dónde empezaba la capa. Lo que sí veía era que la parte frontal de su cabello estaba recogida en un pequeño moño en el centro de su cabeza, dejando al desnudo sus exóticas orejas puntiagudas. Los pendientes de plata brillaban a la luz de la luna. Había cambiado algunos por aros más grandes, de manera que chocaban entre sí cuando se movía, produciendo un leve tintineo. Cuando llegó a nuestra altura observé que llevaba aros adornados con plumas, tan largas que le rozaban los hombros.
– Barinthus, Galen, creo que nuestro príncipe os ha dado órdenes.
Barinthus dio un paso adelante para mirar a su interlocutor. Si Doyle estaba intimidado por la presencia física del otro, no lo mostró.
– El príncipe Cel dijo que llevaría a Meredith a la presencia de la reina. Me pareció poco sensato.
Doyle asintió.
– Yo escoltaré a Meredith hasta la reina. -Miró por encima de Barinthus hasta encontrarme. Era difícil afirmarlo en la oscuridad, pero me pareció percibir una leve, muy leve sonrisa-. Creo que nuestro príncipe ya ha tenido suficiente de su prima por hoy. No sabía que podías invocar a la Tierra.
– No la invoqué. Se me ofreció ella misma -dije.
Le oí tomar aire y expulsarlo.
– Ah, eso es distinto. No es tan poderoso como los que pueden apartar a la Tierra de su curso, pero, en algunos aspectos, es más desconcertante, porque el país te ha dado la bienvenida. Te reconoce. Interesante.
Miró a Barinthus.
– Creo que se os requiere a los dos en otro lugar.
Su voz era muy sosegada, pero bajo estas sencillas palabras se percibía algo oscuro y amenazador. Doyle siempre había podido controlar a sus hombres con la voz, profiriendo las más dulces palabras junto con las más terribles amenazas.
– ¿Tengo tu palabra de que no se le hará ningún daño? -preguntó Barinthus.
Galen se colocó al lado de Barinthus. Tocó el brazo del hombre más alto. Una pregunta así casi equivalía a cuestionar una orden. Y eso podía costarle ser desollado vivo.
– Barinthus -dijo Galen.
– Te doy mi palabra de que llegará sana y salva a la presencia de la reina.
– No es eso lo que he preguntado -dijo Barinthus.
Doyle se acercó lo suficiente a Barinthus para que su capa se mezclara con el abrigo del hombre más alto.
– Ten cuidado, dios del mar, de no preguntar más de lo que deberías.
– Lo cual significa que temes por su seguridad en manos de la reina, igual que yo -dijo Barinthus, con una voz neutra.
Doyle levantó una mano perfilada en fuego verde. Yo empecé a caminar hacia ellos antes de tener tiempo de pensar en algo adecuado que decir cuando llegara allí.
Barinthus centró su atención en Doyle y aquella mano que quemaba, pero Doyle vio que me aproximaba a ellos. Galen estaba al lado, obviamente sin saber qué hacer. Intentó alcanzarme, para detenerme, creo.
– Quédate al margen, Galen. No voy a hacer ninguna locura.
Dudó un momento, pero luego se retiró y dejó que me encarase con los otros dos hombres. El fuego de la mano de Doyle derramaba sobre ambos sombras de luz verde y amarilla. Los ojos de Doyle no reflejaban el fuego, sino que parecían arder a su vez. A tan corta distancia, percibía no sólo su poder como un desfile de insectos sobre mi piel, sino también el lento despertar del poder de Barinthus, el poder del mar que golpea las rocas.
Sacudí la cabeza.
– Parad, los dos.
– ¿Qué has dicho? -preguntó Doyle.
Empujé a Barinthus con fuerza suficiente para hacerlo tambalear. Quizá no podía levantar coches y aplastar con ellos a la gente, pero podía meter mi puño por la puerta de un coche y no romperme la mano. Lo empujé de nuevo, hasta que estuvieron lo bastante separados para no temer que se liaran a bofetadas.
– Has recibido órdenes del heredero al trono y del capitán de tu Guardia. Obedécelas y vete. Doyle te ha dado su palabra de que llegaré a salvo a presencia de la reina.
Barinthus me miró. Su semblante parecía neutral, pero sus ojos no. Doyle siempre había sido uno de los obstáculos entre la reina y la muerte prematura. Por un momento, me pregunté si Barinthus buscaba una excusa para enfrentarse a la Oscuridad de la Reina. Si era el caso, yo no iba a proporcionársela. Matar a Doyle supondría el estallido de una revolución. Miré la cara de Barinthus e intenté comprender qué pensaba. ¿Había sentido la acogida del país? ¿O había alguna nueva tensión entre los dos hombres, sobre la que no se me había informado? No importaba.
– No -dije. Continué con mi mirada clavada en él y repetí-: No.
Barinthus miró por encima de mí hasta fijar su mirada en Doyle.
Doyle dobló su mano libre hasta unirla con la mano de fuego para formar con ambas una sola mecha.
Me situé entre él y Barinthus.
– Basta de teatro, Doyle.
Sentía su cruce de miradas como un peso que aprisiona el aire. Siempre había habido tensión entre ellos, pero no tanta.
Caminé hacia Doyle hasta que el fuego coloreado dibujó sombras horribles en mi cara y en mi vestido. Estaba lo suficientemente cerca para ver que el fuego no daba ni calor, ni vida, ni nada, pero no era una ilusión. Había visto de qué era capaz el fuego de Doyle. Igual que las manos de Siobhan, podía matar.
Tenía que hacer algo para disipar la tensión existente entre ellos. Había visto empezar muchos duelos por menos. Demasiada sangre, demasiada muerte por estas cosas estúpidas.
Toqué los dos codos de Doyle y moví mis manos lentamente por sus antebrazos.
– Ver a Keelin me ha roto el corazón, tal y como Andáis sabía, de modo que llévame ante ella.
Mis manos se deslizaron lentamente por sus brazos, y observé que su negra piel estaba al descubierto; llevaba manga corta debajo de la larga capa.
– El país te recibe, pequeña, y tu osadía crece -dijo Doyle.
– No era osadía, Doyle. -Mis manos estaban casi en sus muñecas, casi en el interior de las llamas. No había calor para avisarme, sólo el recuerdo de ver a un hombre retorciéndose de dolor y muriendo devorado por una llama verde-. Esto es osadía.
Hice dos cosas a la vez. Llevé mis manos hacia arriba, allí donde estaba la llama y soplé, como si estuviera apagando una vela.
Las llamas se desvanecieron como si las hubiera apagado, pero no lo había hecho. Doyle las había apagado una fracción de segundo antes de que mi piel las tocara.
Estaba lo suficientemente cerca para que, a la luz de la luna, pudiera ver que estaba conmovido y aterrorizado por lo que casi había hecho.
– Estás loca.
– Me diste tu palabra de que llegaría a la reina sana y salva. Siempre mantienes tu palabra, Doyle.
– Confiaste en que no te haré daño.
– Confié en tu sentido del honor, sí.
Doyle volvió a mirar a Cel y a Siobhan. Keelin se había reunido con ellos. Cel nos observaba con una expresión que indicaba que casi creía que yo había hecho exactamente lo que parecía que había hecho, apagar la llama de Doyle.
Dejé una mano en la muñeca de Doyle y le lancé un beso a mi primo con mi mano libre.
Saltó como si el beso le hubiese golpeado. Keelin se había acurrucado cerca de él y me estaba mirando, con ojos no del todo amistosos.
Siobhan se interpuso, y esta vez desenvainó su espada, una línea brillante de gélido acero. Sabía que el mango era de hueso labrado, y la armadura, de bronce; pero, para matar, utilizábamos acero o hierro. Tenía una espada corta de bronce a su lado, pero había sacado el filo de acero que portaba en su espalda. Para la defensa, habría sacado el bronce, pero había desenvainado el acero. Quería matar. Resultaba interesante saber que era honesta.
Doyle me sujetó los dos brazos y me dio la vuelta para que lo mirara.
– Esta noche no quiero luchar contra Siobhan porque has asustado a tu primo.
Sus dedos se me clavaron en la piel y supe que me había magullado, pero reí. Y mi risa sonó con una amargura que me recordó a alguien, a alguien con ojos marrones sin lágrimas.
– No olvides que también he asustado a Siobhan. Esto es mucho más impresionante que asustar a Cel.
Me sacudió con fuerza.
– Y más peligroso.
Me soltó tan de golpe que trastabillé y estuve a punto de caer. Sólo su mano en mi codo impidió mi caída.
Miró más allá de mí.
– Barinthus, Galen, marchad ahora.
Había auténtica preocupación en su voz, y pocas veces dejaba traslucir esta emoción primitiva. Yo estaba desconcertando a todo el mundo, y una pequeña parte oscura de mí estaba complacida.
Doyle continuó cogiéndome del brazo y empezó a conducirme por el camino.
No miré hacia atrás para ver marchar a Barinthus y a Galen, ni para inquietar más a Siobhan. No se trataba de prudencia. No quería ver a Keelin abrazada a Cel.
Trastabillé, y Doyle tuvo que sujetarme de nuevo.
– Vas demasiado rápido para los zapatos que llevo -dije.
En realidad era culpa de la cartuchera del tobillo, pero lo achacaría a los zapatos mientras pudiera. Caminaba al lado de la persona que me quitaría la pistola si la encontraba.
Redujo el paso.
– Deberías haberte puesto algo más cómodo.
– He visto a la reina obligando a algunos sidhe a desnudarse en los banquetes cuando no le gustaba su ropa. Así que perdóname, pero quiero que le guste el vestido. -Sabía que no podía soltar el brazo sin luchar, y aun así no tenía las de ganar; intenté recurrir al razonamiento-. Dame el brazo, Doyle, escóltame como a una princesa, no como a un prisionero.
Redujo todavía más el paso, mirándome con el rabillo del ojo.
– Tú sí que sabes hacer teatro, ¿verdad, princesa Meredith?
– Me defiendo -contesté.
Se detuvo y me ofreció el brazo. Enlacé el mío y dejé mi mano sobre su muñeca. Podía sentir los pequeños pelos de su brazo bajo mis dedos.
– Hace un poco de frío para llevar mangas cortas, ¿no? -pregunté.
Me recorrió con la mirada de la cabeza a los pies.
– Bueno, como mínimo tú has elegido bien.
Puse mi mano libre encima de la otra, dándole una especie de doble abrazo, pero nada que no estuviera permitido.
– ¿Te gusta?
Miró mi mano. Se detuvo y me agarró la mano derecha, y en el momento en que su piel tocó el anillo cobró vida, bañándonos a los dos con una danza eléctrica. Independientemente de la magia que hubiera en el anillo, reconocía a Doyle igual que había reconocido a Barinthus y a Galen.
Apartó su mano como si le hubiese hecho daño.
– ¿Dónde conseguiste este anillo? -su voz sonaba extraña.
– Lo dejaron en el coche para mí.
Negó con la cabeza.
– Sabía que se había perdido, pero no esperaba encontrarlo en tu mano.
Me miró, y si se hubiera tratado de cualquier otra persona, habría dicho que estaba asustado. Sin embargo, la mirada se desvaneció cuando yo todavía intentaba descifrarla. Recuperó su expresión impenetrable, se inclinó formalmente y me ofreció el brazo como lo haría un caballero.
Lo cogí, rodeándolo con mis dos manos, pero dado que mi mano derecha estaba encima de la izquierda, no le toqué la piel. Pensé en tocarle simulando hacerlo accidentalmente, pero no sabía qué hacía exactamente el anillo. No sabía para qué servía, y hasta que lo supiera, seguramente no era una buena idea continuar invocando su magia.
Caminamos cogidos del brazo, con paso tranquilo pero constante. Mis tacones repiqueteaban en las piedras. Doyle caminaba en silencio a mi lado, como una sombra; sólo la solidez de su brazo y el roce de su capa contra mi cuerpo me recordaban que estaba allí. Sabía que si le soltaba el brazo, podría fundirse en la oscuridad que era su tocaya: nunca vería el golpe que acabaría con mi vida a no ser que él lo quisiera. No, a no ser que mi tía lo quisiera.
Me gustaría haber llenado el silencio con una conversación, pero a Doyle nunca le había gustado charlar, y esa noche yo tampoco estaba de humor.
25
El camino de piedra desembocó en la avenida principal, que era suficientemente ancha para un carruaje y un caballo o un coche pequeño, claro que la circulación de automóviles no estaba autorizada. Tiempo atrás, me contaron, había teas, después faroles, para alumbrar la avenida. La moderna legislación sobre incendios veía con desagrado las antorchas, de manera que los postes que se alzaban cada cinco o seís metros sostenían fuegos fatuos. Un artesano había diseñado armazones de madera y cristal para las luces. Éstas eran azules, blancas, de un amarillo tan pálido que casi era otra tonalidad de blanco y de un verde claro, apenas distinguible del brillo tenue de las luces amarillas. Caminar entre una luz ténue y la siguiente era como andar pisando fantasmas de colores.
Cuando Jefferson invitó a los elfos a su país, también les ofreció una tierra a su elección. Habían escogido las lomas de Cahokia. En las largas noches de invierno se explicaban leyendas que hablaban de los anteriores moradores de esas montañas. Los seres que… expulsamos de las montañas. Los seres que vivían en aquellas tierras fueron apartados o destruidos, pero la magia es algo más resistente. El lugar se percibía de un modo extraño a medida que se avanzaba por la avenida, flanqueada por dos colinas. El promontorio más elevado de las proximidades se alzaba al final de la avenida. Estuve en Washington durante la época del instituto, y cuando regresé a casa me desconcertó que aquella ciudad en las lomas me recordara tanto a Washington, a la plaza rodeada de monumentos a la gloria de Estados Unidos. Esa noche, caminando por la calle central, la única calle, sentía el peso de la historia. El lugar había sido una gran ciudad, igual que Washington ahora, un centro de cultura y poder, que ahora reposaba, despojada de sus moradores originarios. Los humanos habían pensado que las lomas estaban vacías cuando nos las ofrecieron a nosotros: sólo algunos huesos enterrados en lugares dispersos. Pero la magia permanecía allí, durmiente. Había combatido a los elfos y luego los había abrazado. La conquista de esta magia extranjera fue una de las últimas ocasiones en las que las dos cortes trabajaron unidas contra un enemigo común.
Por supuesto, la última vez fue durante la Segunda Guerra Mundial. Al principio, Hitler atrajo a los elfos de Europa. Quería asimilarlos a la mezcla genética de su raza dominante. Luego se había encontrado con algunos de los miembros menos humanos de los elfos. Entre nosotros existe una estructura de clases tan rígida e inquebrantable como absurda; en la corte de la Luz, especialmente, se menosprecia a aquellos con un aspecto distinto al que da su sangre. Hitler confundió esta arrogancia con falta de afecto. Pero era como una familia con hermanos menores. Entre ellos, podían luchar y golpearse incluso de manera sanguinaria, pero si alguien los atacaba, unían sus fuerzas contra el enemigo común.
Hitler utilizó a los brujos que había reunido para destruir a los duendes menores. Sus aliados elfos no le abandonaron, se volvieron contra él sin previo aviso. Los humanos habrían sentido la necesidad de distanciarse, de advertirle de su cambio de opinión, aunque quizás esto sea un ideal americano. Sin duda no era un ideal feérico. Los aliados encontraron a Hitler y a todos los brujos colgados de los pies en su búnker subterráneo. Nunca encontraron a su concubina, Eva Braun. De vez en cuando, los periódicos decían que se había encontrado al nieto de Hitler.
Ninguno de mis parientes directos estaba implicado en la muerte de Hitler, de manera que no lo sé con seguridad, pero sospecho que simplemente algo se comió a Eva Braun.
Mi padre había obtenido dos estrellas de plata durante la guerra. Había sido un espía. No recuerdo haber estado nunca particularmente orgullosa de las medallas, sobre todo porque él nunca pareció prestarles demasiada atención. Sin embargo, cuando murió, me las dejó en su caja forrada de raso. Las puse en una caja de madera tallada junto con el resto de mis tesoros de juventud: plumas de aves de colores, piedras que brillaban al sol, las pequeñas bailarinas de plástico que habían decorado el pastel de mi sexto cumpleaños, un ramillete seco de lavanda, un gato de peluche con ojos de azabache y dos estrellas de plata concedidas a mi difunto padre. Ahora las medallas volvían a estar en su caja de raso en un cajón de mi tocador. El resto de mis tesoros se los había llevado el viento.
– Parece que estés en la luna, Meredith -dijo Doyle.
Todavía caminaba a su lado, con las manos en su brazo, pero durante un momento sólo había estado allí mi cuerpo. Me preocupaba darme cuenta de lo lejos que había estado mi espíritu.
– Lo siento, Doyle, ¿me hablabas? -sacudí la cabeza.
– ¿En qué estabas pensando tan concentrada? -preguntó.
Las luces jugueteaban en su cara, pintando sombras de colores en su piel negra. Era casi como si su piel las reflejara, como madera tallada y pulida. Al tocarle el brazo sentía su calor, los músculos de debajo, la delicadeza de su piel.
– Estaba pensando en mi padre -dije.
– ¿En qué?
Doyle giró la cabeza para mirarme mientras caminábamos. Las largas plumas le rozaban el cuello, fundiéndose con el derroche de negro cabello que llevaba sólo parcialmente recogido detrás de la capa. Me di cuenta de que, a excepción del pequeño moño que recogía la parte delantera de su cabello, el resto caía sin atar por debajo de la capa.
– Pensaba en las medallas que ganó en la Segunda Guerra Mundial.
Doyle continuó andando, pero volvió su cara completamente hacia mí, sin perder nunca un paso. Parecía asombrado.
– ¿Por qué piensas en eso ahora?
Negué con la cabeza.
– No lo sé. Pensaba en la gloria perdida, supongo. Los promontorios me recuerdan la plaza de Washington. Toda aquella energía y determinación. Algún día debió ser igual aquí.
Doyle miró las lomas.
– Y ahora está tranquilo, casi desierto.
Sonreí.
– Sé que no es así. Hay centenares, miles, bajo nuestros pies.
– Pero la comparación de las dos ciudades te entristece. ¿Por qué?
Lo miré, y él me miró a mí. Estábamos de pie bajo un foco de luz amarilla, pero había motas de cada uno de los colores de fuego fatuo en sus ojos, rondando como una pequeña nube de luciérnagas. Con la excepción de que los colores de sus ojos eran ricos y puros, no fantasmagóricos, y había rojos y púrpuras y colores inauditos.
Cerré los ojos, y de repente me sentí mareada. Respondí con los ojos todavía cerrados:
– Es triste pensar que Washington pueda ser algún día una mera ruina. Es triste saber que los días de gloria pasaron por este lugar mucho antes de que llegásemos nosotros. -Abrí los ojos y lo miré. Sus pupilas eran nuevamente simples espejos negros-. Es triste pensar que los días de gloria de los elfos ya han quedado atrás, y el hecho de que nosotros estemos aquí es buena prueba de ello.
– ¿Preferirías que estuviésemos entre los humanos, trabajando con ellos, apareándonos con ellos como los elfos que se quedaron en Europa? Ya no son elfos, son sólo otra minoría.
– ¿Yo soy sólo parte de una minoría, Doyle?
Un pensamiento serio que no pude leer asomó a su semblante. No había estado nunca con un hombre cuyo rostro reflejara tantas emociones, y que éstas fueran tan ilegibles para mí.
– Eres Meredith, Princesa de la Carne, y tan sidhe como yo. Sobre esto, podría prestar juramento.
– Lo tomo como un cumplido procediendo de ti, Doyle. Sé cuánta importancia concedes a tus juramentos.
Su cabeza se inclinó hacia un lado para examinarme. El movimiento apartó parte de su cabello de la capa a medida que enderezaba el cuello.
– He sentido tu poder, princesa, no lo puedo negar.
– Siempre te he visto el cabello atado o recogido. Nunca lo había visto suelto -dije.
– ¿Te gusta?
No me esperaba que me preguntara mi opinión. Nunca le había oído pedir la opinión de nadie sobre asunto alguno.
– Creo que sí, pero necesitaría verte sin la capa para estar segura.
– Eso es fácil de conseguir -dijo, y se desabrochó el botón del cuello para que la capa cayera sobre sus hombros y le resbalara hasta un brazo.
De cintura para arriba llevaba lo que parecía un arnés de piel y metal, aunque si hubiera estado diseñado para ser una armadura, habría cubierto más. En sus músculos se reflejaban las luces de color como si estuvieran realmente esculpidos con algún tipo de mármol negro. Su cintura y caderas eran delgadas y sus largas piernas iban embutidas en cuero. Los pantalones ajustados quedaban cubiertos hasta la altura de sus rodillas por unas botas negras, la piel de cuya parte superior se aguantaba en su sitio mediante unas correas con pequeñas hebillas de plata. Las correas que cubrían la parte superior de su cuerpo tenían hebillas iguales. La plata brillaba contra su oscuridad. El pelo se le adhería como una segunda capa negra que se agitaba al viento, y se enmarañaba en torno a los tobillos y las pantorrillas. El viento le enviaba a la boca las plumas que enmarcaban su rostro.
– Cariño, mira lo que no llevas -dije, intentando en vano mostrarme frívola.
El viento sopló, apartando el cabello de mi cara. Susurró entre la hierba alta del campo cercano, y más allá escuché las hojas de maíz murmurándose al oído. El viento sopló por la avenida, se acanaló entre las lomas y se arremolinó a nuestro alrededor como manos ansiosas, en un eco de la magia de bienvenida de la Tierra, que me había saludado mi llegada a las tierras sidhe.
– ¿Te gusta que lleve el pelo desatado, princesa?
– ¿ Qué?
– Dijiste que tenías que verlo sin la capa. ¿Te gusta?
Asentí, sin decir nada. Oh, sí, me gustaba.
Doyle me miró, y lo único que veía eran sus ojos. El resto de su rostro se perdía en el viento, las plumas y la oscuridad. Sacudí la cabeza y dejé de mirar.
– Ya has intentado dos veces hechizarme con tus ojos, Doyle. ¿Qué pasa?
– La reina quería que te probara con mis ojos. Siempre ha dicho que eran lo mejor que tenía.
Paseé mi mirada por las fuertes curvas de su cuerpo. El viento hacía ráfagas, y Doyle quedó atrapado de golpe en una nube de su propio cabello, negro y delicado, con la carne casi desnuda, perdida negro sobre negro.
Busqué de nuevo su mirada.
– Si mi tía considera que tus ojos son lo mejor que tienes, entonces… -sacudí la cabeza y dejé escapar un suspiro-. Digamos simplemente que ella y yo tenemos gustos distintos.
Rió. Doyle rió. Lo había oído reír en Los Ángeles, pero no así. Ésa era una risa profunda, sincera, atronadora: una buena risa. Hizo eco en las lomas y llenó la noche ventosa con un sonido alegre. Así pues, ¿por qué me latía el corazón en la garganta hasta dejarme casi sin respiración? Sentí un cosquilleo en las puntas de los dedos: Doyle no había reído nunca así.
El viento se calmó, la risa se detuvo, pero su brillo permaneció en su rostro, haciéndole sonreír lo suficiente para mostrar unos dientes blancos y perfectos.
Doyle se echó la capa sobre los hombros. Si había sentido frío sin ella en la noche de octubre, no lo había mostrado en ningún momento. Ladeó la capa y me ofreció su brazo desnudo. Estaba coqueteando conmigo.
Fruncí el entrecejo.
– Pensé que habíamos quedado en pretender que anoche no pasó nada.
– No lo he mencionado -dijo, con una voz anodina.
– ¿Estás flirteando?
– Si fuera Galen el que estuviera de pie aquí, no lo dudarías.
El humor se estaba descomponiendo en un brillo tenue que le llenaba los ojos. Todavía se estaba divirtiendo conmigo, y no sabía por qué.
– Galen y yo hemos estado tonteando desde que yo alcancé la pubertad. Nunca te he visto tontear con nadie, Doyle, hasta la noche pasada.
– La noche todavía nos depara más sorpresas, Meredith. Maravillas mucho más sorprendentes que yo mismo con el cabello al aire y sin camisa en una fría noche de octubre.
En esta ocasión había en su voz aquella nota características de los mayores, un tono condescendiente que venía a decir que yo era una criatura y que, independientemente de lo mayor que llegara a hacerme, siempre sería una criatura comparada con ellos, una criatura alocada.
Doyle había sido condescendiente conmigo anteriormente. Era casi reconfortante.
– ¿Qué podría haber más extraordinario que la Oscuridad de la Reina coqueteando con otra mujer?
Negó con la cabeza, ofreciéndome todavía su mano.
– Creo que la reina tiene noticias que harán que todo lo que yo pueda decir parezca insulso.
– ¿Qué noticias, Doyle? -pregunté.
– Será la reina quien tendrá el placer de dártelas, no yo.
– Entonces, deja de hacer insinuaciones -le advertí-. No es propio de ti.
Hizo un gesto de negación con la cabeza, y una sonrisa se abrió paso en su semblante.
– No, supongo que no. Después de que la reina te haya dado sus noticias, te explicaré el cambio de mi conducta. -Su cara se puso sobria y lentamente recuperó su habitual máscara de ébano-. ¿Está bien así?
Lo miré, estudiándole la cara hasta que desapareció de ella cualquier vestigio de humor. Asentí.
– Supongo que sí.
Me ofreció el brazo.
– Sepárate y tomaré tu brazo -dije.
– ¿Qué es lo que te preocupa tanto de verme así?
– Has insistido mucho en que la noche de ayer no existió, en que no volveríamos a hablar de ella, y ahora vuelves a flirtear. ¿Qué ha cambiado?
– Si digo que el anillo de tu dedo, ¿lo entenderías?
– No -dije.
Sonrió, esta vez suavemente, casi como su habitual curvatura de labios. Volvió a acomodarse la capa, de manera que sólo su mano sobresalía del grueso tejido.
– ¿Mejor?
Asentí.
– Sí, gracias.
– Ahora, cógeme el brazo, princesa, y permíteme el placer de conducirte ante nuestra reina.
Su voz era lisa, sin emociones, vacía de significado. Casi hubiera preferido oír la densa emoción del momento anterior. Ahora sus palabras simplemente quedaban ahí. Podían significar muchas cosas o nada en absoluto. Las palabras sin el color de la emoción apenas sirven de nada.
– ¿No tienes ningún tono de voz intermedio entre ese amargo vacío y la alegre condescendencia? -pregunté.
Asomó a sus labios una ligera sonrisa.
– Intentaré encontrar un… término medio entre los dos.
Desplacé mis brazos cuidadosamente por su brazo, y la capa quedó apretujada entre nuestros cuerpos.
– Gracias -dije. -De nada.
Su voz era todavía vacía, pero había en ella una delicada chispa de calor.
Doyle había dicho que intentaría encontrar un término medio, y se estaba esmerando en ello. Una extraña disposición.
26
El camino de piedra se acabó abruptamente en la hierba. El camino, igual que los senderos, terminaban poco antes de cualquier loma. Estábamos al extremo del camino y no había más que hierba más allá. Hierba pisoteada por muchos pies, pero pisoteada de forma regular, sin ninguna parte más transitada que otra. Antaño nos habían llamado «los escondidos». Por más que fuéramos una atracción turística, no es fácil que desaparezcan los antiguos hábitos.
A veces hay observadores de elfos con binoculares fuera de la zona, y no ven nada durante días y noches. Si alguien estaba mirando en la fría oscuridad, podría ver «algo».
No intenté encontrar la entrada. Doyle me llevaría a ella sin ningún esfuerzo por mi parte. La puerta daba vueltas siguiendo un ritmo propio, o quizás el ritmo de la reina. Fuera lo que fuese lo que la hacía mover, a veces la puerta daba al camino, y otras no. Cuando era adolescente y quería escaparme de noche y regresar tarde, tenía que confiar en que no moviesen la puerta durante mi ausencia. La pequeña magia precisa para buscar la apertura alertaría a los guardias del interior, y el juego, como dirían ellos, habría terminado. Más de una vez había pensado, de adolescente, que esta condenada puerta se movía por su cuenta.
Doyle entró en la zona de hierba. Mis tacones se hundieron en la tierra blanda, y me vi obligada a caminar casi de puntillas para evitar que se ensuciaran. Me resultaba difícil caminar con la cartuchera del tobillo. Di gracias por no haber elegido tacones más altos.
A medida que Doyle me conducía más lejos de la avenida y de las luces fantasmagóricas, la oscuridad se iba haciendo todavía más densa. Las luces de la avenida eran tenues, pero cualquier luz da peso y sustancia a la oscuridad. Me apoyaba cada vez con más fuerza en el brazo de Doyle a medida que dejábamos la luz atrás y nos adentrábamos en una noche oscura, aunque estrellada.
Doyle debió advertirlo porque preguntó:
– ¿Quieres una luz?
– Puedo invocar mi propio fuego fatuo, muchas gracias. Mis ojos se ajustarán en un momento.
Se encogió de hombros, y yo lo percibí en el leve movimiento de su brazo.
– Como quieras. -Su voz había retomado su tono neutral habitual. O bien tenía problemas en encontrar un término medio, o era el peso del hábito. Yo apostaba por esto último.
Cuando Doyle se detuvo en mitad de la loma, mis ojos ya se habían ajustado a la luz tenue y fría de las estrellas y a la luna creciente.
Doyle miró la tierra. Su magia me produjo una sensación cada vez más cálida a medida que se concentraba en la loma. Miré la tierra cubierta de hierba. Sin un poco de esfuerzo de concentración, aquel lugar herboso tenía el mismo aspecto que cualquier otro lugar igual.
El viento sopló de nuevo y la noche se llenó del seco susurro de la hierba de otoño, un susurro tan delicado que se convertía en música. No era lo bastante claro para reconocer una melodía ni siquiera estaba lo bastante segura de que no se trataba tan sólo del viento, pero esa música fantasmagórica era la pista que indicaba que nos hallábamos ante la entrada. Era una especie de timbre espectral o un juego mágico de caliente y frío. Cuando no oías nada significaba que estabas frío.
Doyle soltó su brazo y pasó su mano por encima del suelo de hierba. Yo nunca estaba segura de si la hierba se fundía y desaparecía o si la puerta aparecía sobre la hierba y ésta permanecía allí debajo, en algún espacio metafísico. Independientemente de cómo funcionara, apareció un camino circular en la ladera. El camino era exactamente de la medida adecuada para que cupiésemos los dos. La apertura estaba bañada en luz. En caso de necesidad, el camino podía ser lo suficientemente grande para que pasara por él un camión, como si percibiera lo grande que tenía que ser.
La luz me pareció más brillante de lo que en realidad era, porque mis ojos ya se habían habituado a la oscuridad. La luz era blanca pero no dura, una suave luz blanca que se apreciaba desde el camino como un vaho luminoso.
– Tú delante, mi princesa -dijo Doyle, haciendo una reverencia.
Quería regresar a la corte, pero al mirar aquella colina brillante pensé que un agujero en el suelo es un agujero en el suelo, sea un sithen o una tumba. No sé por qué se me ocurrió de repente esta peculiar analogía. Quizás fuera por el intento de asesinato, o tal vez fuera a causa de los nervios.
Entré y me encontré en un enorme pasillo de piedra, lo bastante ancho para que un tanque pasara cómodamente o para que un gigante no tuviera que agachar la cabeza. El pasillo siempre era ancho, con independencia de lo pequeña que fuera la puerta. Doyle se unió a mí y la puerta se desvaneció tras él, dejando sólo otra pared de piedra gris. Igual que la loma escondía la entrada, el interior escondía la salida. Si la reina lo deseaba, la puerta no se vería en absoluto desde dentro. Pasar de invitado a prisionero era de lo más sencillo. Este pensamiento era muy poco reconfortante.
La luz blanca que bañaba el pasillo no tenía origen, venía de todas partes y de ninguna. La piedra gris parecía granito, lo cual significa que no era de San Luis. Aquí la piedra es roja o rojiza, no gris. Incluso nuestra piedra la importamos de alguna costa extranjera.
Me contaron que hace tiempo había mundos enteros debajo del suelo. Prados y valles y un sol y una luna propios. He visto orquídeas moribundas y jardines de flores con algunos brotes diseminados, pero no un sol ni una luna propios. Las habitaciones son más grandes y más cuadradas de lo que deberían ser, y el diseño del interior parece cambiar al azar, en ocasiones mientras estás caminando por ahí: es como caminar por una casa de parque de atracciones hecha de piedra, en lugar de espejos. Pero no hay prados, o no los he visto. Quiero creer que los demás no me lo cuentan todo. No me sorprendería, pero que yo sepa no hay mundos debajo del suelo, sólo piedra y habitaciones.
Doyle me ofreció su brazo, de un modo muy formal. Lo enlacé con delicadeza, básicamente por falta de costumbre.
El pasillo se curvaba más adelante. Oí pasos acercándose hacia nosotros. Doyle me cogió delicadamente el brazo. Yo me detuve y lo miré.
– ¿Qué ocurre? -pregunté.
Doyle retrocedió, conmigo del brazo. De repente se detuvo, me agarró el vestido y levantó la falda lo suficiente para dejar al descubierto mis tobillos y el arma.
– No eran los tacones lo que te hacía tropezar en las piedras, princesa. -Parecía enfadado conmigo.
– Se me permite llevar armas.
– No se permite llevar armas en el promontorio -dijo.
– ¿Desde cuándo?
– Desde que mataste a Bleddyn con una.
Nos miramos mutuamente durante un segundo eterno. Intenté moverme, pero su mano se cerró en torno a mi muñeca.
Los pasos se aproximaban todavía más. Doyle me desequilibró y caí contra él. Me apretó contra su cuerpo, pasándome un brazo por detrás de la espalda. Abrió la boca para hablar, y las pisadas dieron la vuelta a la esquina.
Quedamos a plena vista; Doyle me apretaba contra su cuerpo, y me sujetaba la muñeca con la mano libre. Parecía una lucha interrumpida o el comienzo de otra.
Los dos hombres que habían pasado por la esquina se separaron, dejando espacio para la lucha en el pasillo.
Observé el rostro de Doyle e intenté resumir la pregunta en una mirada. Le rogué en silencio que no mencionara el arma y que no la cogiera.
Puso su boca contra mi mejilla y susurró:
– No la necesitarás.
Lo miré.
– ¿Me lo juras?
El enfado tensó los músculos de su mandíbula.
– No prestaré mi juramento sobre un capricho de la reina.
– Entonces, déjame conservar el arma -musité.
Se movió para interponerse entre los otros guardias y yo. Todavía me cogía del brazo. Lo único que podían ver los demás era la capa de Doyle.
– ¿Qué ocurre, Doyle? -preguntó uno de los hombres.
– Nada -contestó.
Pero me obligó a colocar la otra mano a mi espalda y me agarró las dos muñecas con una de sus manos. Sus manos no eran tan anchas, de manera que para sujetarme mantenía mis muñecas apretadas con firmeza. Me habría debatido de haber pensado que contaba con alguna oportunidad de escapar, pero incluso si me escapaba de Doyle, había visto el arma. No podía hacer nada al respecto, así que no me resistí. Pero no me gustaba.
Doyle usó su otro brazo para obligarme a que me sentara en el suelo. Con excepción de la presión que ejercía sobre mis muñecas, lo hizo todo con bastante cuidado. Se arrodilló, de forma que la capa todavía nos escondía de los demás hombres. Cuando su mano se aproximó a mi pierna, moviéndose hacia el arma, pensé en darle una patada; pero era difícil y no tenía sentido. Podría haberme destrozado las muñecas sin esfuerzo. Quizá recuperara el arma esa noche, pero si me destrozaba las muñecas ya no me serviría de nada. Sacó el arma de la cartuchera. Yo me senté en el suelo y le dejé hacer. Me mostraba pasiva, permitiéndole que mi manipulara mi cuerpo a su antojo. Sólo mis ojos escapaban a esa pasividad, porque no podía mantener la ira alejada de ellos. No, quería que la viera.
Me soltó y deslizó la pistola en su propia espalda, aunque los pantalones de cuero le quedaban tan ajustados que no iba a sentirse cómodo. Ojalá el arma se le clavara en la espalda hasta hacerle sangrar.
Me cogió una de las manos y me ayudó a levantarme. Después se volvió, agitando la capa, para presentarme a los otros guardias, sujetándome una mano como si estuviéramos a punto de hacer una entrada espectacular por una escalera de mármol. Era un gesto extraño después de lo que acababa de suceder. Me di cuenta de que a Doyle le incomodaba la pistola o su decisión de quitármela, o quizá se preguntaba si tenía más armas. Estaba inquieto y se estaba recuperando.
– Un pequeño desacuerdo, nada más -dijo.
– ¿Un desacuerdo sobre qué?
La voz pertenecía a Frost, el lugarteniente de Doyle. Dejando al margen el hecho de que los dos eran altos, físicamente eran casi opuestos. El cabello que caía en una cortina brillante hasta los tobillos de Frost era plateado, con un brillo similar al del espumillón de los árboles de Navidad. Su piel lucía tan blanca como la mía. Los ojos eran de un gris plomizo, como el cielo de invierno antes de la tormenta. La cara angulosa mostraba una belleza arrogante. Sus hombros eran un poquito más anchos que los de Doyle, por lo demás los dos tenían puntos en común y diferencias notables.
Llevaba un jubón plateado que le caía hasta justo por encima de las rodillas, a juego con los pantalones y las botas, también plateados. El cinturón de plata, tachonado con perlas y diamantes, hacía juego con el pesado collar que adornaba su pecho. Todo él resplandecía como si hubiera sido esculpido de una única pieza de plata, más estatua que hombre. Pero la espada de su lado con la empuñadura de plata y hueso era claramente real, y aunque sólo mostrara un arma, tratándose de Frost no me cabía duda de que llevaría más. La reina le llamaba «mi Asesino Frost». Si en alguna ocasión había tenido otro nombre, no lo conocía. No llevaba armas mágicas o hechizadas: para Frost, eso era casi lo mismo que ir desarmado.
Me miró con aquellos ojos grises, claramente receloso.
Conseguí hablar, decir algo para llenar el silencio. Lo que necesitaba era distracción. Me solté de la mano de Frost y di un paso hacia adelante. Frost presumía de su apariencia y de su ropa.
– Frost, ¡qué atuendo más audaz! -mi voz salió con fuerza, entre broma y burla.
Sus dedos se movieron hacia el borde del jubón antes de poder retenerse. Frunció el entrecejo.
– Princesa Meredith, es un placer, como siempre.
Un leve cambio de tono puso de manifiesto la burla oculta en sus delicadas palabras. No me preocupé por eso. No se estaba preguntando por lo que Doyle acababa de esconder, y eso era lo único que quería saber.
– ¿Y qué pasa conmigo? -dijo Rhys.
Me di la vuelta para encontrar a mi tercer guardia preferido. No confiaba en él tanto como en Barinthus o en Galen. Había un poco de debilidad en Rhys, la sensación de que no daría la vida por mi honor, pero, al margen de eso, podía confiar en él.
Se echó la capa y su cabello blanco y ondulado, largo hasta la cintura, sobre un brazo, con lo cual tuve una visión directa de su cuerpo. Rhys medía menos de uno setenta, bajo para un guardia. Por lo que sabía, era de la corte, de pura sangre. Simplemente había salido bajo. Su cuerpo estaba embutido en un traje blanco tan ajustado que uno sabía de entrada que no había nada debajo de la ropa excepto él mismo. Lucía un bordado blanco sobre blanco en la tela en torno al cuello redondo y el ligero puño de las mangas, y también en torno al círculo cortado sobre su estómago que revelaba unos abdominales como adoquines, del mismo modo que una mujer alardea de su escote.
Dejó que la capa y el cabello cayeran de nuevo a su lugar. Sonrió con aquellos labios de Cupido que se correspondían con una cara bonita y aniñada y un ojo azul claro. El ojo era un triple círculo azulado; azul oscuro alrededor de la pupila, azul celeste y a continuación, un círculo de cielo de invierno. El otro ojo estaba perdido para siempre bajo un surco de cicatrices. Las marcas de zarpazos ocupaban el cuarto superior derecho de su rostro. Había un zarpazo, separado un par de centímetros de los demás, que le cortaba la piel, perfecta salvo por eso, desde la parte superior derecha de la frente hasta la parte inferior de su mejilla izquierda, pasando por el puente de la nariz. Me había contado una docena de historias diferentes sobre cómo perdió el ojo. Grandes batallas, gigantes, creo recordar a un dragón o dos. Creo que eran las cicatrices lo que le hacían trabajar su cuerpo de esa manera. Era corto de estatura, pero puro músculo.
Sacudí la cabeza.
– No sé si pareces el muñeco de un pastel de despedida de soltera o un superhéroe. Podrías ser el Hombre Abdominal. -Sonreí.
– Mil abdominales cada día hacen milagros -dijo, pasándose la mano sobre el vientre.
– Supongo que todo el mundo necesita una distracción.
– ¿Dónde está tu espada? -preguntó Doyle.
Rhys lo miró.
– Junto con la tuya. La reina dice que no las necesitamos esta noche.
Doyle miró a Frost.
– ¿Y qué pasa contigo, Frost?
Rhys respondió con una sonrisa fugaz, que hizo brillar su ojo azul.
– La reina le quita un arma cada vez. Ha decretado que tiene que estar desarmado cuando ella se vista para ir al salón del trono.
– No considero prudente que toda su guardia esté desarmada -dijo Frost.
– Yo tampoco -dijo Doyle-, pero ella es la reina y acataremos sus órdenes.
La cara agradable de Frost se ensombreció. Si hubiese sido humano, ya tendría arrugas en la frente, pero su cara no las tenía ni las tendría nunca.
– La ropa de Frost es correcta para un banquete de bienvenida, pero ¿por qué estáis tú y Rhys vestidos de una manera tan…? Gesticulé con las manos en un intento por encontrar un adjetivo que no resultara insultante.
– La reina diseñó personalmente mi conjunto -dijo Rhys.
– Es fantástico -dije.
Sonrió.
– Sigue diciéndolo cuando te encuentres al resto de la guardia esta noche.
Puse los ojos como platos.
– Oh, por favor. No habrá vuelto a tomar hormonas, ¿verdad?
Rhys asintió.
– Hormonas de bebé y su impulso sexual hace horas extras. -Miró su ropa-. Es una pena estar vestido y no tener adónde ir.
– Lo es -dije.
Me miró con expresión genuinamente desolada. Su cara triste me borró la sonrisa.
– La reina es nuestra soberana. Sabe lo que hace -afirmó Frost.
Me eché a reír antes de poder contenerme.
La mirada de Frost me hizo arrepentirme de la risa. Durante una fracción de segundo vi dolor en aquellos ojos grises. Un instante después ya reconstruía sus defensas. Cerró los ojos para ocultar sus sentimientos, pero ya había visto lo que se escondía tras aquella cuidadosa fachada, la ropa cara, su obsesivo cuidado por los detalles, su moralidad rigurosa y su arrogancia. Parte de ello era real, pero otra parte era una máscara.
Nunca me había gustado Frost, y ese único atisbo significaba que ya no podría aborrecerlo nunca más. Mierda.
– Ya no hablaremos de esto -dijo. Se volvió y se encaminó hacia el lugar por el que habían venido-. La reina te espera. -Siguió andando, sin mirar atrás para comprobar si lo seguíamos.
Rhys se colocó a mi lado. Deslizó un brazo por mis hombros y me abrazó.
– Me alegro de que hayas vuelto.
Me apoyé en él un momento.
– Gracias, Rhys.
Me sacudió con delicadeza.
– Te he echado en falta, ojos verdes.
Rhys, aún más que Galen, hablaba inglés moderno. Adoraba el argot. Su autor preferido era Dashiell Hammett; su película favorita, El halcón maltés, con Humphrey Bogart. Tenía una casa fuera de la ciudad de las lomas, con electricidad y televisión. Yo había pasado algunos fines de semana en su casa. Me había introducido en el mundo de las películas antiguas, y cuando yo tenía dieciséis años habíamos ido a un festival de cine negro en el Tivoli de San Luis. Él se puso un abrigo y un sombrero de fieltro con ala curva. Incluso me consiguió ropa de época para que pudiera cogerme de su brazo como una femme fatale.
Rhys había dejado claro en aquella ocasión que me consideraba algo más que una hermana pequeña. No habíamos hecho nada que pudiera costarnos la vida, pero sí lo suficiente para considerarlo una cita. Después de eso, mi tía se aseguró de que no pasásemos mucho tiempo juntos. Galen y yo hacíamos bromas entre nosotros de una manera muy sensual, pero la reina parecía confiar en Galen, igual que yo. Ninguno de nosotros confiaba lo suficiente en Rhys.
Rhys me ofreció su brazo.
Doyle se colocó a mi otro lado. Pensé que me ofrecería su propio brazo y que me llevarían en volandas, pero no lo hizo.
– Ve por el pasillo y espéranos -dijo.
Frost hubiera discutido o incluso se hubiera negado, pero no Rhys.
– Eres el capitán de la Guardia -dijo.
Era la respuesta de un buen soldado. Dobló la esquina. Doyle se apartó, llevándome del brazo, con objeto de comprobar que Rhys se alejaba lo suficiente para no poder oírnos. Entonces; Doyle retrocedió conmigo hasta quedar fuera del campo visual de Rhys en el caso de que éste mirase por encima del hombro.
Su mano apretó con fuerza mi antebrazo.
– ¿Qué más llevas?
– ¿Confías en lo que te diga? -pregunté.
– Si me das tu palabra, sí -dijo.
– Cuando me fui mi vida estaba amenazada, Doyle. Necesito protegerme.
Su mano me apretó con fuerza y me sacudió por el brazo.
– Es responsabilidad mía proteger a la corte, especialmente a la reina.
– Y es responsabilidad mía protegerme a mí misma -dije.
Continuó bajando la voz.
– No, es mi responsabilidad. Es la responsabilidad de toda la Guardia.
Hice un gesto de negación con la cabeza.
– No, eres el guardia de la reina. El guardia del rey protege a Cel. No hay guardia para la princesa, Doyle. Soy muy consciente de ello.
– Siempre has tenido tu contingente de guardaespaldas, igual que tu padre.
– Y mira de lo que le sirvió -dije.
Me cogió el otro brazo, obligándome a ponerme de puntillas.
– Quiero que sobrevivas, Meredith. Acepta lo que te ofrezca esta noche. No intentes hacerle daño.
– ¿Y si no? ¿Me matarás?
Sus manos se relajaron, y pude volver a apoyar los tacones en el suelo.
– Dame tu palabra de que ésta era tu única arma y te creeré.
No podía mentirle a la cara, no si tenía que darle mi palabra. Miré al suelo, y después de nuevo a su cara.
– Las Bolas de Ferghus.
Sonrió.
– Debo interpretar esto como que tienes más armas.
– Sí, pero no puedo estar aquí desarmada, Doyle. No puedo.
– Siempre tendrás a uno de nosotros contigo esta noche. Eso te lo puedo garantizar.
– La reina ha sido muy cuidadosa esta noche, Doyle. Puede que no me guste Frost, pero en cierto sentido confío en él. Se ha asegurado de que todos los guardias que encuentre sean sidhe en los que confío o me caen bien, pero hay veintisiete guardias de la reina, y otros veintisiete guardias del rey. Confío en quizá media docena de ellos, diez como mucho. El resto me aterrorizan, o incluso me hirieron en el pasado. No voy a pasearme por aquí desarmada.
– Sabes que te puedo desarmar -dijo.
Asentí.
– Lo sé.
– Cuéntame lo que llevas, Meredith, será más sencillo.
Le conté todo lo que llevaba. Suponía que insistiría en registrarme él mismo, pero no lo hizo. Creyó en mi palabra. Me alegré de no haberle ocultado nada.
– Entiéndelo, Meredith. Soy el guardaespaldas de la reina antes que ser el tuyo. Si intentas hacerle daño, entraré en acción.
– ¿Se me permite defenderme a mí misma? -pregunté.
Reflexionó durante un instante.
– No… no te hubiera mandado matar simplemente porque querías defenderte. Eres mortal y nuestra reina no lo es. Eres la más frágil de las dos. -Se lamió los labios, sacudió la cabeza-. Esperemos que no tenga que elegir entre vosotras. No creo que ella planifique un acto de violencia contra ti esta noche.
– Lo que mi querida tía planifica y lo que sucede no es siempre lo mismo. Todos lo sabemos.
Volvió a negar con la cabeza.
– Quizá. -Me ofreció su brazo-. ¿Nos vamos?
Le cogí el brazo delicadamente, doblamos la esquina y llegamos hasta Rhys, que nos aguardaba pacientemente. Rhys nos vio acercarnos a él, y la seriedad de su rostro no me gustó en absoluto. Estaba pensando en algo.
– Te harás daño pensando tanto, Rhys -dije.
Rió y bajó la mirada, pero cuando volvió a alzar la cabeza, todavía estaba serio.
– ¿Qué piensas hacer, Merry?
La pregunta me desconcertó, y no intenté disimular mi sorpresa.
– Mi único plan para esta noche es sobrevivir y no resultar herida. Eso es todo.
Sus ojos se estrecharon.
– Te creo. -Pero su voz sonaba poco convincente, como si no estuviera seguro de creerme. Entonces sonrió y dijo-: Yo le ofrecí el brazo primero, Doyle. Estás interfiriendo en mis planes.
Doyle empezó a decir algo, pero yo intervine.
– Tengo dos brazos, Rhys.
Su sonrisa se amplió hasta convertirse en una mueca. Me ofreció el brazo y yo lo enlacé. A medida que desplazaba mi mano por su manga, me di cuenta de que era mi derecha, la que ostentaba el anillo. Pero el anillo no reaccionó ante Rhys. Estaba quieto, era sólo un pequeño trozo de plata.
Rhys lo vio y puso los ojos en blanco.
– Es…
– Sí, lo es -dijo Doyle, tranquilamente.
– Pero… -empezó Rhys.
– Sí -dijo Doyle.
– ¿Qué? -pregunté. -Lo sabrás cuando la reina lo considere oportuno -dijo Doyle.
– Los misterios me dan dolor de cabeza -dije.
Rhys hizo su mejor imitación de Bogart.
– Entonces compra una caja de aspirinas, cariño, porque la noche es joven.
Lo miré.
– Bogart nunca dijo eso en una película.
– No -dijo Rhys con voz normal-. Estaba improvisando.
Apreté un poco su brazo.
– Creo que te echaba a faltar.
– Yo sí que te he echado de menos. Nadie más en la corte sabe qué diablos es el cine negro.
– Yo lo sé -afirmó Doyle. Los dos lo miramos.
– Es una película que no es en color, ¿verdad?
Rhys y yo nos miramos mutuamente y empezamos a reír. Caminamos por el pasillo seguidos por los ecos de nuestra propia risa. Doyle no se sumó. Continuó diciendo cosas como «significa película negra, ¿verdad?».
Esto hizo que recorrer los últimos metros hasta los aposentos privados de mi tía resultara casi divertido.
27
En cuanto se abrieron las dos hojas de la puerta, la piedra cambió. La habitación de mi tía, la habitación de la reina, estaba construida con piedra negra. Una piedra brillante, casi cristalina, con aspecto de que podría hacerse añicos si nos apoyábamos con fuerza. Sin embargo, si se golpeaba con acero lo único que se conseguía era hacer saltar chispas de colores. Parecía obsidiana, pero era infinitamente más fuerte.
Frost se quedó tan cerca de la puerta de la habitación como pudo o, dicho de otro modo, tan lejos de la reina como pudo. Permanecía muy erguido, como una brillante figura plateada en medio de la oscuridad, pero algo en su manera de comportarse me decía que estaba cerca de la puerta por una buena razón. Una huida rápida, quizá.
La cama, apoyada contra la pared del fondo, estaba cubierta de sábanas, mantas e incluso pieles. Había un hombre en ella, un hombre joven. Su cabello era de un rubio de verano, largo arriba y corto hacia la mitad. Su cuerpo lucía un suave bronceado, natural o quizá conseguido bajo una lámpara de sol artificial. Tenía un brazo extendido, con la mano relajada. Parecía profundamente dormido y terriblemente joven. Si tenía menos de dieciocho años, era ilegal en todos los estados, porque mi tía era una sidhe y los humanos no nos confiaban sus hijos.
La reina se incorporó, emergiendo de entre aquel nido de colchas y piel negra, sólo un poco más oscura que el cabello que le caía por su cara pálida. Se había recogido el pelo en lo alto de la cabeza formando lo que parecía una corona negra, salvo por los tres largos bucles que le caían por la espalda. El corpiño del vestido era de vinilo negro y calado y dos finos tirantes realzaban los hombros blancos de Andais más que cubrirlos. La falda era gruesa, y le caía ligeramente por detrás; tenía el aspecto de cuero brillante pero se movía como tela. Sus manos estaban enfundadas en guantes de piel que cubrían toda la longitud de su brazo. Sus labios eran rojos; la sombra de ojos, negra y perfecta. Sus pupilas tenían tres tonalidades diferentes de gris, desde carbón hasta nube de tempestad y cielo pálido de invierno. El último color era tan pálido que parecía blanco. Por último, el maquillaje oscuro contribuía a resaltar unos ojos extraordinarios.
Antaño, la reina había podido vestirse con telas de araña, oscuridad y sombras: los seres sobre los que gobernaba tejían al antojo de la reina. Pero ahora estaba fascinada por la ropa de diseño y por su modisto privado. Era sólo un síntoma más del poder que habíamos perdido. Mi tío, el rey de la corte de la Luz, todavía se podía vestir de luz e ilusión. Algunos pensaban que esto demostraba que la corte de la Luz era más poderosa que la de la Oscuridad, pero jamás se hubieran atrevido a decirlo delante de tía Andais.
A1 levantarse la reina, se vio un segundo hombre, aunque éste no era mortal. Se trataba de Eamon, el consorte real. Su cabello negro le caía en ondas delicadas y gruesas alrededor de la cara. La pesadez de sus párpados era evidente, por sueño o por… otras cosas. Frost y Rhys se apresuraron a situarse al lado de la reina. Ambos la agarraron por la mano, enguantada en cuero, y el codo y la levantaron por encima del hombre rubio. La falda negra se arremolinó a su alrededor, dejando entrever varias enaguas negras y un par de sandalias de charol que mantenían al descubierto la mayor parte de sus pies. Cuando la levantaron y la depositaron graciosamente en el suelo, casi pensé que empezaría a sonar música y a aparecer bailarines desde algún lugar. Mi tía era ciertamente capaz de provocar esta ilusión.
Me apoyé en una rodilla, y mi vestido era lo bastante ancho para hacer que el gesto pareciera garboso. La tela volvería a su sitio cuando me levantara, uno de los motivos por los que lo había escogido. La liga estaba apretada contra la tela, pero lo único que se podía adivinar debajo de la ropa granate era que como mínimo llevaba una liga. El cuchillo no se veía. Todavía no incliné la cabeza. La reina estaba actuando y quería ser observada.
La reina Andais era sin duda una mujer alta, incluso para los criterios actuales: más de metro ochenta. Su piel brillaba como alabastro pulido y la perfecta línea negra de las cejas y sus gruesas pestañas constituían un sorprendente contraste.
Incliné la cabeza, porque era lo que se esperaba de mí, y la mantuve baja, con lo cual lo único que podía ver era el suelo y mi propia pierna. Oí cómo su falda se deslizaba por el suelo. Sus tacones hicieron un sonido agudo al pasar de la alfombra al suelo de piedra. Las ligas se levantaban al unísono a medida que caminaba hacia mí, y descubrí que era un miriñaque, áspero e incómodo en contacto con la piel.
Finalmente, apareció un trozo de falda negra en el suelo, a mis pies. Su voz era baja, un contralto gracioso:
– Saludos, princesa Meredith NicEssus, Hija de la Paz, Veneno de Besaba, hija de mi hermano.
Mantuve la cabeza inclinada, y la mantendría así hasta que me diera permiso para alzarla. No me había llamado sobrina, aunque había reconocido nuestro parentesco. Era un ligero insulto no mencionar la relación familiar que nos unía, pero hasta que no me llamase sobrina, no la podía llamar tía.
– Saludos, reina Andais, Reina del Aire y la Oscuridad, Amante de la Carne Blanca, hermana de Essus, mi padre. He venido de las regiones al oeste a petición tuya. ¿Qué quieres de mí?
– Nunca he entendido cómo lo haces -dijo.
Mantuve la mirada baja.
– ¿El qué, mi reina?
– Cómo puedes decir exactamente las palabras correctas con exactamente el tono de voz correcto y aun así no sonar sincera, como si lo encontraras todo terrible, terriblemente tedioso.
– Me disculpo si te he ofendido, mi reina.
Ésta era la respuesta más segura que podía ofrecer, porque efectivamente lo encontraba todo terrible, terriblemente tedioso. Simplemente, no había pensado que se manifestaría tan claramente en mi voz. Estaba allí de rodillas, con la cabeza inclinada, esperando que me autorizara a levantarme. Ni con tacones de cinco centímetros podría aguantar mucho tiempo en esta posición. Me costaba mantener el equilibrio. Si Andais lo deseaba, podía dejarme como estaba durante horas, hasta que mi pierna entera se durmiera, a excepción de un punto de dolor en la rodilla, donde descansaba casi todo mi peso. Mi récord de permanecer de rodillas era de seis horas y lo había conseguido después de romper el toque de queda, cuando tenía diecisiete años. Me hubieran dejado más rato, pero o me dormí o me desmayé, no estoy segura.
– Te has cortado el pelo -dijo mi tía.
Estaba empezando a memorizar la textura del suelo.
– Sí, mi reina.
– ¿Por qué te lo cortaste?
– Llevar el cabello casi hasta los tobillos te marca como sidhe de alta corte. Me he hecho pasar por humana.
Sentí que se inclinaba hacia mí. Su mano me levantó el pelo, desplazó sus dedos por él.
– Así pues, sacrificaste tu cabello.
– Es mucho más fácil de cuidar así de corto -dije, con la voz tan neutra como pude.
– Levántate, sobrina.
Me levanté lenta y cuidadosamente.
– Gracias, tía Andais.
De pie, me veía tremendamente baja, comparada con su alta y noble presencia. Con tacones, ella era unos treinta centímetros más alta que yo. La mayor parte del tiempo no tengo conciencia de ser baja, pero mi tía tenía intención de recordármelo. Quería hacerme sentir pequeña.
La miré y luché por no sacudir la cabeza y suspirar. Junto con Cel, Andais era lo que menos me gustaba de la corte de la Oscuridad. La observé con ojos tranquilos y me concentré en no exhalar ningún suspiro.
– ¿Te estoy aburriendo? -preguntó.
– No, tía Andais, por supuesto que no.
La expresión no me había traicionado. Había practicado durante años la expresión de indiferencia. Sin embargo, Andais había tenido siglos para perfeccionar su estudio de la gente. No podía leer nuestras mentes, pero su conciencia del menor cambio en el lenguaje corporal, en la respiración, era casi tan útil como la auténtica telepatía.
Las cejas perfectas de Andais se arrugaron ligeramente cuando me miró.
– Eamon, llévate a nuestra mascota y que te vista para el banquete en la otra habitación.
El consorte real agarró un salto de cama de brocado púrpura de entre la maraña de cojines y se lo puso antes de levantarse. El cabello le caía en una negra melena enmarañada casi hasta los tobillos. El púrpura oscuro de la bata no servía tanto para esconderle el cuerpo como para enmarcar su piel blanca.
Inclinó ligeramente la cabeza al pasar cerca de mí. Yo hice lo mismo. Le dio a Andais un beso delicado en la mejilla y caminó hacia la pequeña puerta que conducía al dormitorio más pequeño y al cuarto de baño situado detrás. La instalación de agua corriente era una de las comodidades modernas que la corte había adoptado.
El rubio se sentó en el borde de la cama, desnudo. Se levantó, estirando su cuerpo hasta formar una larga línea de carne bronceada. Me lanzó una mirada mientras lo hacía, y cuando se dio cuenta de que lo estaba observando, sonrió. Su sonrisa era depredadora, lasciva, agresiva. Las «mascotas humanas» nunca entendían bien la desnudez despreocupada de los guardias.
El rubio se dirigió hacia nosotros contoneándose. Provocador. No era su desnudez lo que me hacía sentir incómoda, sino su expresión.
– Supongo que es nuevo -dije.
Andais dedicó al hombre una mirada gélida. Tenía que ser muy novato para no darse cuenta de lo que significaba aquella mirada. No le gustaba, no le gustaba en absoluto.
– Dile lo que piensas de su alarde, sobrina.
Su voz era muy tranquila, pero había un tono subyacente que una casi podía sentir en la lengua, como algo amargo entre dulces. Miré al joven desde sus pies desnudos hasta su pelo recién cortado. Sonreía mientras lo hacía, acercándose a mí, como si la mirada fuese una invitación. Decidí acabar con su sonrisa.
– Es joven y guapo, pero Eamon está mejor dotado.
Esto detuvo al mortal y le hizo torcer el gesto. Recuperó la sonrisa, pero había perdido toda su seguridad.
– No creo que sepa lo que significa dotado -dijo Andais.
La miré.
– Nunca los has elegido por su inteligencia -dije.
– Uno no habla con su mascota, Meredith. Ya deberías saberlo.
– Si quiero una mascota, me conseguiré un perro. Esto… -señalé al joven-. Me resulta demasiado caro de mantener.
El joven estaba frunciendo el entrecejo, mirándonos a las dos, obviamente descontento y también desconcertado. Andais había roto una de mis normas fundamentales para el sexo. Independientemente de lo cuidadosa que una sea, puede acabar embarazada. Éste es el motivo para el que está pensado el sexo, al fin y al cabo. Así pues, no te acuestes nunca con nadie que sea mezquino o estúpido. El rubio era guapo, pero no lo bastante para compensar el asombro de su rostro.
– Ve con Eamon. Ayúdale a vestirse para el banquete -dijo Andais.
– ¿Puedo ir al baile de esta noche, mi señora? -preguntó.
– No -dijo.
Se volvió hacia mí, como si el mortal hubiera dejado de existir. Cuando me miró percibí en ella un sombrío temor. Sabía que la había insultado, pero no estaba muy segura de cuándo. Su mirada me hizo estremecer. Había gente en la corte mucho más fea que su nueva mascota con la que me habría acostado antes.
– No lo apruebas -dijo.
– Sería presuntuoso por mi parte aprobar o desaprobar las acciones de mi reina -dije.
Se echó a reír.
– Ya estás otra vez, diciendo exactamente lo que tendrías que decir, pero logrando que suene como un insulto.
– Perdóname -dije, y empecé a arrodillarme de nuevo.
Me puso una mano en el brazo para detenerme.
– No, Meredith, no. La noche no durará eternamente, y tú te alojas en un hotel. De manera que no tenemos mucho tiempo. -Apartó su mano sin hacerme daño-. Ciertamente, no tenemos tiempo para juegos, ¿verdad?
La miré, estudié su cara sonriente, e intenté decidir si era sincera o si se trataba de algún tipo de trampa. Finalmente, dije:
– Si deseas jugar, mi reina, entonces me honraré en ser incluida. Si hay cuestiones que atender, me honro entonces en que también se me incluya, tía Andais.
Volvió a reír.
– Oh, buena chica, por recordarme que eres mi sobrina, mi pariente de sangre. Tienes miedo de mi carácter, no confías en él, así que me recuerdas lo que verdaderamente vales para mí. Muy bien.
No parecía una pregunta, de modo que no dije nada, porque además tenía toda la razón.
Me miró a la cara, pero dijo:
– Frost.
El guardia se acercó a ella, con la cabeza inclinada.
– Mi reina.
– Ve a tu habitación y ponte la ropa que he hecho confeccionar para ti, para esta noche.
Se arrodilló.
– La ropa no me va… bien, mi reina.
Vi cómo la luz se moría en sus ojos, dejándolos tan fríos y vacíos como un cielo blanco de invierno.
– Sí -dijo-, sí te va bien. La hicieron para ti. -Cogió un montón de su pelo de plata y le levantó la cabeza-. ¿Por qué no te la has puesto? -pasó la lengua por sus labios.
– Mi reina, la otra ropa me resultaba incómoda.
Andais ladeó la cabeza igual que un cuervo cuando mira los ojos de un ahorcado antes de comérselos.
– Incómoda, incómoda. ¿Lo oyes, Meredith? La ropa que he diseñado para él le resultaba incómoda.
Echó la cabeza de Frost hacia atrás, tanto que pude ver el latido del pulso en su cuello.
– Te he oído, tía Andais -dije, y esta vez mi voz era todo lo neutra que podía, anodina y vacía. Alguien estaba a punto de resultar herido, y no quería ser yo. Frost estaba loco. Yo me habría puesto esa ropa.
– ¿Qué crees que deberíamos hacer con nuestro desobediente Frost? -preguntó.
– Obligarle a regresar a su habitación y cambiarse de ropa -dije.
Empujó la cabeza del guardia hasta doblarle la columna vertebral e intuí que podía romperle el cuello con sólo un poco más de presión.
– Eso no es castigo suficiente, sobrina. Ha desobedecido una orden directa mía. Eso no está permitido.
Intenté pensar en algo que Andais encontrara divertido, sin causar daño a Frost. Mi mente se quedó en blanco. Nunca había sido particularmente buena en este juego en concreto. Entonces, tuve una idea.
– Has dicho que no jugaríamos más esta noche, tía Andais. La noche es corta.
Soltó a Frost tan abruptamente que cayó al suelo de cuatro patas. Estaba arrodillado, con la cabeza inclinada y su cabello plateado tapándole la cara como una cortina.
– Así es -dijo Andais-. ¡Doyle!
Doyle se presentó ante la reina, inclinando la cabeza.
– ¿ Mi señora?
Lo miró, y con esto bastó. Se dejó caer sobre una rodilla. La capa se abrió a su alrededor como agua negra. Estaba arrodillado al lado de Frost, tan cerca de él que sus cuerpos casi se tocaban.
Andais puso una mano en cada una de las cabezas de sus guardias, un toque ligero esta vez.
– Qué pareja más bonita, ¿no te parece?
– Sí -dije.
– Sí ¿qué? -dijo.
– Sí, son una bonita pareja, tía Andais -dije.
Asintió, como si la hubiera complacido.
– Te encargo, Doyle, llevar a Frost a su habitación y comprobar que se ponga la ropa que he hecho confeccionar para él. Llévale al banquete con esa -ropa o entrégalo a Ezekial para que sea torturado.
– Como desee mi señora, así se hará -dijo Doyle. Se levantó y tiró del brazo de Frost para ponerlo en pie.
Los dos se encaminaron hacia la puerta, con las cabezas inclinadas. Doyle me dirigió una mirada mientras se iban. Quizá se excusaba por dejarme a solas con ella, o me advertía de algo. No pude descifrarlo. Pero se fue de la habitación con mi pistola todavía en la cartuchera. Me habría gustado tener el arma.
Rhys se desplazó para colocarse al lado de la puerta, como un buen guardia. Andais observó su movimiento igual que los gatos cuando miran a los pájaros, pero lo que dijo fue bastante suave.
– Espera fuera, Rhys. Quiero hablar en privado con mi sobrina.
Su rostro denotó sorpresa. Me miró, como si estuviera solicitando mi permiso.
– Obedece, ¿o quieres ir con los otros a ver a Ezekial?
Rhys negó con la cabeza.
– No, señora, haré lo que se me ordena.
– Sal -dijo.
Al salir me miró de reojo una vez más, pero cerró la puerta detrás de él. La habitación se tornó de golpe muy, muy silenciosa. El sonido del vestido de mi tía al moverse por el pasillo resonaba en medio de la calma, como las escamas secas de una serpiente enorme. Caminó hasta el extremo de la habitación, donde unos peldaños conducían a una pesada cortina negra. Descorrió la cortina para revelar una mesa de madera con una silla tallada a un lado y un taburete sin respaldo en el otro. Había un tablero de ajedrez sobre la mesa redonda, cuyas pesadas piezas estaban gastadas por el roce de manos que las habían deslizado sobre el mármol a lo largo de siglos. El tablero de mármol tenía literalmente estrías, como senderos creados por pisadas repetidas.
Había una caja de armas apoyada contra la pared redondeada de la gran alcoba, llena de rifles y de pistolas. Dos ballestas colgaban de la pared encima de la caja de madera. Sabía que las flechas estaban debajo, tras las puertas cerradas de la parte inferior, junto con las municiones. Había un lucero del alba, con una bola claveteada al extremo de una cadena y una maza, montado a un lado de la caja de armas. Estaban cruzadas como las espadas de la otra cara de la caja. Debajo de la maza y el lucero del alba había un enorme escudo con la librea de Andais en la superficie: un cuervo, un búho y rosas rojas. El escudo de Eamon estaba debajo de las espadas cruzadas. En la pared tampoco faltaban cadenas para muñecas y tobillos. Encima de éstas, un látigo enroscado como una serpiente colgaba de un gancho. Un látigo más pequeño colgaba por encima de las cadenas de la derecha. Hubiera dicho que era un azote de nueve nudos, pero tenía muchos más, cada uno rematado por una pequeña bola de hierro 0 un gancho de acero.
– Veo que tus hobbies no han cambiado -dije. Intenté ser neutra, pero la voz me traicionó. A veces, cuando ella descorría la cortina, uno jugaba al ajedrez. Otras veces no.
– Ven, Meredith, siéntate. Vamos a hablar. -Se sentó en la silla de alto respaldo, colocándose la cola de su vestido sobre un brazo para que no se arrugara. Me indicó el taburete-. Siéntate, Meredith. No muerdo. -Sonrió, y a continuación estalló en una carcajada-. Al menos, de momento.
Era lo más parecido a una promesa de que no me haría daño -todavía- que iba a obtener. Me senté en el alto taburete, con los tacones de mis zapatos enlazados en una de las barras de madera para no perder el equilibrio. Creo que en ocasiones Andais ganaba las partidas de ajedrez simplemente porque su rival se caía de espaldas.
Toqué el extremo del pesado tablero de mármol.
– Mi padre me enseñó a jugar al ajedrez en el tablero gemelo de éste -dije.
– No necesitas recordarme otra vez que eres la hija de mi hermano. No tengo intención de hacerte daño esta noche.
Acaricié el tablero y la miré, fijándome en aquellos agradables pero peligrosos ojos.
– Quizás iría con menos cautela si no dijeras cosas como «no tengo intención de hacerte daño esta noche», quizá podrías decir simplemente «no tengo intención de hacerte daño». -Lo formulé a medio camino entre la pregunta y la afirmación.
– Oh, no, Meredith. Decir eso sería como mentir, y nosotros no mentimos. Podemos hablar hasta que pienses que el negro es blanco y que la luna está hecha de queso tierno, pero no mentimos.
– Así pues, tienes la intención de hacerme daño, sólo que no esta noche – dije, tan tranquilamente como pude.
– No te haré daño si no me obligas.
La miré entonces, frunciendo el entrecejo.
– No lo entiendo, tía Andais.
– ¿Te has preguntado alguna vez por qué hago célibes a mis hermosos hombres?
La pregunta era tan inesperada que me limité a mirarla durante uno o dos segundos. Finalmente, abrí la boca y pude hablar.
– Sí, tía, me lo he preguntado. -En realidad, había sido el gran debate durante siglos: ¿por qué lo había hecho?
– Durante siglos, los hombres de nuestra corte esparcieron sus semillas muy lejos. Había muchos con sangre mezclada, pero cada vez menos sidhe de sangre pura. Por eso los obligué a conservar sus energías.
La miré.
– Entonces, ¿por qué no concederles acceso a las mujeres de la alta corte?
Se echó hacia atrás en la silla, y sus manos enguantadas en cuero acariciaron los brazos de madera tallada del mueble.
– Porque quería que continuara mi línea sanguínea, no la suya.
Hubo una época en la que habría preferido que murieses antes de que heredaras mi trono.
Busqué sus ojos pálidos.
– Sí, tía Andais.
– Sí, ¿qué?
– Sí, lo sé.
– Vi que los mestizos se apoderaban de toda la corte. Los humanos no sólo nos habían conminado bajo tierra, sino que su sangre estaba corrompiendo nuestra corte.
– Estoy de acuerdo, tía, creo que los humanos siempre nos han engendrado. Tiene algo que ver con el hecho de que son mortales.
– Essus me dijo que eras su hija. Que te quería. También me dijo que serías una reina excelente algún día. Me reí de él. -Me miró a la cara-. Ahora no estoy riendo, sobrina.
Parpadeé.
– No lo entiendo, tía.
– Tienes sangre de Essus en tus venas. La sangre de mi familia. Es mejor que continué un poco de mi sangre que nada. Quiero que continúe nuestra línea sanguínea, Meredith.
– No estoy segura de lo que quieres decir con «nuestra», tía. -Aunque me asustaba pensar que sí lo sabía.
– Nuestra, nuestra, Meredith, la tuya, la mía, la de Cel.
El añadido de mi primo en la lista hizo que se me formara un nudo en el estómago. No era desconocido entre elfos casarse con familiares próximos. Si era eso lo que tenía en mente, estaba en un buen lío. El sexo no es un destino peor que la muerte. El sexo con mi primo Cel podía serlo.
Miré las piezas de ajedrez porque no confiaba en mi expresión. No iba a acostarme con Cel.
– Quiero que continúe nuestra línea sanguínea, Meredith, a cualquier precio.
Finalmente levanté la cabeza, con rostro inexpresivo.
– ¿Cuál puede ser ese precio, tía Andais?
– Nada tan desagradable como lo que parece que estás pensando. De verdad, Meredith, no soy tu enemiga.
– Si me permites la osadía, tía, tampoco eres mi amiga.
Asintió.
– Es totalmente cierto. No significas nada para mí aparte de la posibilidad de continuar nuestra línea.
No pude evitar sonreír.
– ¿Tiene gracia lo que acabo de decirte? -preguntó.
– No, tía Andais, sin duda no tiene ninguna gracia.
– Muy bien, déjame hablar francamente. Saqué de mi mano el anillo que llevas en la tuya.
La miré. No parecía albergar malas intenciones. En realidad, no parecía saber nada del intento de asesinato en el coche.
– Es un obsequio que aprecio sinceramente -dije, pero no me convencí ni a mi misma.
O bien no lo oyó o bien no hizo caso.
– Galen y Barinthus me contaron que el anillo vuelve a revivir en tu mano. Estoy más contenta de lo que te puedas imaginar, Meredith.
– ¿Por qué? -pregunté.
– Porque si el anillo hubiese permanecido apagado en tu mano, esto significaría que eres estéril. El hecho de que el anillo viva es prueba de tu fertilidad.
– ¿Por qué reacciona ante cualquiera que lo toque?
– ¿Ante quién más ha reaccionado, además de Galen y Barinthus? -preguntó.
– Ante Doyle y Frost.
– ¿Y ante Rhys no? -preguntó.
Negué con la cabeza.
– No.
– ¿Tocaste la plata con su piel desnuda?
Empecé a decir que sí, y a continuación pensé sobre ello.
– Me parece que no, creo que sólo le toqué la ropa.
– Tiene que ser piel al desnudo -dijo Andais-. Hasta la más fina tela puede pararlo.
Se inclinó hacia adelante, colocando sus manos encima de la mesa, cogiendo una torre de ajedrez capturada, dándole la vuelta con sus manos con guantes. Si hubiese sido cualquier otro, habría pensado que estaba nerviosa.
– Voy a rescindir la orden de celibato para mi Guardia.
– Mi señora -dije, con la voz dulce por la respiración que había tomado-. Es una noticia maravillosa. -Tenía mejores adjetivos, pero me quedé en maravilloso. Nunca era bueno mostrarse demasiado complacido ante la reina. Aunque no dejaba de preguntarme por qué me lo contaba a mí en primer lugar.
– El compromiso quedará levantado para ti y sólo para ti, Meredith. -Se concentró en la pieza de ajedrez, sin mirarme a los ojos.
– Perdón, señora. -Ni tan siquiera intenté disimular la sorpresa.
Levantó la mirada.
– Quiero que continúe nuestra línea de sangre, Meredith. El anillo reacciona ante los guardias que todavía pueden engendrar hijos. Si el anillo se queda quieto, no te preocupes por ellos. Pero si el anillo reacciona, entonces puedes acostarte con ellos. Quiero que elijas a varios guardias para acostarte con ellos. No me importa quiénes, pero dentro de tres años quiero un niño tuyo, un hijo de tu sangre. -Dejó la pieza de ajedrez y me miró.
Me lamí los labios e intenté pensar en una manera educada de plantear preguntas.
– Ésta es una oferta muy generosa, mi reina, pero cuando dices varios, ¿qué quieres decir exactamente?
– Quiero decir que deberías elegir a más de dos; tres o más a la vez.
Me quedé parada durante algunos segundos, porque nuevamente me faltaba información y no quería mostrarme grosera.
– Tres a la vez, ¿de qué manera, señora?
Frunció el entrecejo.
– Oh, por Dios, ¡no hagas estas preguntas, ¡Meredith!
– De acuerdo -dije-, cuando dices tres o más a la vez, ¿quieres decir literalmente en la cama conmigo a la vez, o sólo salir con tres de ellos a la vez?
– Como quieras interpretarlo -dijo-. Llévatelos a la cama uno por uno, o todos a la vez, mientras te los lleves.
– ¿Por qué tienen que ser tres o más a la vez?
– ¿Es una perspectiva tan horrible elegir entre algunos de los hombres más bellos de la tierra? ¿Concebir un niño de uno de ellos y continuar la línea? ¿Es eso tan terrible?
La miré, intentando descifrar aquel bello rostro, pero sin éxito.
– Apruebo liberar a los hombres del celibato, pero, queridísima tía, no hagas de mí su única posibilidad. Te lo ruego. Se tirarán uno encima del otro como lobos hambrientos, y no porque yo sea un premio fantástico, sino porque siempre es mejor alguien que nadie.
– Ésta es la razón por la que insisto en que te acuestes con más de uno a la vez. Tienes que acostarte con la mayoría de ellos antes de hacer tu elección. Para que todos sientan que han tenido una oportunidad. Por lo demás, tienes razón. Habrá duelos hasta que no quede nadie en pie. Haz que se esfuercen en seducirte a ti en lugar de en matarse los unos a los otros.
– Me gusta el sexo, mi reina, y no tengo intenciones de ser monógama, pero hay algunos de tu Guardia a los que no puedo dirigir la palabra, y el sexo es algo más que una conversación educada.
– Te haré mi heredera -dijo, con una voz muy tranquila.
Miré su rostro impenetrable. No daba crédito a mis oídos.
– ¿Lo podrías repetir, por favor, mi reina?
– Te haré mi heredera -dijo. La miré.
– ¿Y qué piensa de ello mi primo Cel?
– Aquel de entre vosotros que me dé un niño en primer lugar, heredará el trono. ¿No es esto agradable de oír?
Me levanté, demasiado abruptamente, y el taburete cayó al suelo. La miré durante unas décimas de segundo. No estaba segura de qué decir, porque lo sucedido no me parecía real.
– Voy a puntualizar humildemente, tía Andais, que yo soy mortal y tú no. Seguramente me sobrevivirás algunas centurias. Incluso si pariera un hijo, nunca ocuparía el trono.
– Te cederé mi puesto -dijo.
Supe que estaba jugando conmigo. Todo era una especie de juego. Tenía que serlo.
– Una vez contaste a mi padre que ser reina era toda tu existencia. Que te gustaba ser reina más que cualquier cosa o cualquier persona.
– Querida, tienes una gran memoria para conversaciones escuchadas a escondidas.
– Siempre has hablado sin tapujos ante mí, tía, como si fuera uno de tus perros. Casi me ahogaste cuando tenía seis años. Ahora me dices que abdicarías por mí. ¿Qué cosa del reino de los bienaventurados puede haberte hecho cambiar de opinión tan completamente?
– ¿Te acuerdas de lo que Essus me respondió aquella noche? -preguntó.
Negué con la cabeza.
– No, mi reina.
– Essus dijo: «Incluso si Merry no llega nunca al trono, será más reina ella que Cel rey».
– Aquella noche le golpeaste -dije-. Nunca recuerdo por qué.
Andais asintió.
– Éste era el motivo.
– Así pues, no estás contenta con tu hijo.
– Eso es asunto mío -dijo.
– Si dejo que me asciendas a coheredera con Cel, será el mío. Tenía el gemelo en el bolso. Pensé en enseñárselo a ella, pero no lo hice. Andais había vivido negando lo que era Cel y de qué era capaz durante siglos. Hablar a la reina en contra de Cel era arriesgado. Por lo demás, el gemelo podía pertenecer a uno de los guardias, aunque no se me ocurría ningún motivo por el cuál, sin que lo pidiera Cel, algún guardia pudiera desear mi muerte.
– ¿Qué quieres, Meredith? ¿Qué quieres que te pueda dar y que merecería que hicieras lo que te pido?
Me estaba ofreciendo el trono. Barinthus estaría complacido. ¿Lo estaba yo?
– ¿Estás segura de que la corte me aceptará como reina?
– Te anunciaré como Princesa de la Carne esta noche. Se quedarán impresionados.
– Si se lo creen -dije.
– Lo harán si yo lo ordeno -dijo.
La miré, estudié su cara. Creía en sus palabras. Andais se sobrestimaba. Pero una arrogancia tan absoluta era típica de las sidhe.
– Ven a casa, Meredith, no perteneces a los humanos.
– Como me has recordado muchas veces, tía, soy humana en parte.
– Hace tres años estabas contenta y feliz. No tenías intenciones de abandonarnos. -Se acomodó en su silla, mirándome, permitiéndome estar de pie ante ella-. Sé lo que hizo Griffin.
Busqué sus ojos pálidos, pero no pude sostener su mirada. No había piedad en ella, sólo frialdad, como si quisiera simplemente observar mi reacción, nada más.
– ¿De veras crees que me fui de la corte a causa de Griffin?
No oculté mi sorpresa. Ella no podía creer honestamente que me hubiera ido de la corte porque alguien me había roto el corazón.
– La última disputa que tuvisteis los dos fue muy aireada. -Recuerdo la disputa, queridísima tía, pero no es ése el motivo por el que me fui de la corte. Me fui porque no iba a sobrevivir al próximo duelo.
Hizo caso omiso de mi afirmación. En ese momento, me di cuenta de que nunca creería de lo que era capaz su hijo, a no ser que se lo mostrara más allá de toda duda. No disponía de una prueba irrebatible, y sin ella no le podía comunicar mis sospechas, no sin arriesgar mi vida.
Andais continuó hablando de Griffin como si él fuera el verdadero motivo de mi partida.
– Pero fue Griffin quien empezó la disputa. Fue él quien quería saber por qué no estaba en tu cama y en tu corazón como antes. Lo habías estado persiguiendo por la corte durante noches, y de pronto era él quien te iba detrás. ¿Qué hiciste para que cambiara de opinión tan deprisa?
– Lo rechacé en mi cama.-La miré a los ojos, pero no había diversión en ellos, sólo una intensidad constante.
– ¿Y eso bastó para hacer que te persiguiera en público como una verdulera enfadada?
– Creo que estaba convencido de que lo perdonaría, de que lo castigaría durante una temporada y después volvería a aceptarlo. Esa última noche se convenció por fin de que no hablaba por hablar.
– ¿Qué le dijiste? -preguntó.
– Que no volvería a estar nunca más conmigo a este lado de la tumba.
Andais clavó su mirada en mí.
– ¿Todavía le quieres?
– No.
– Pero todavía sientes algo por él. -No era una pregunta.
Negué con la cabeza.
– Siento algo sí, pero nada bueno.
– Si todavía quieres a Griffin, puedes tenerlo un año más. Si por entonces todavía no estás encinta, te pediré que elijas a otro.
– No quiero a Griffin, ya no le amo.
– Percibo un lamento en tu voz, Meredith. ¿Estás segura de que no es él a quien quieres?
Suspiré, y apoyé las manos en el tablero de la mesa. Me sentía incómoda y cansada. Me había esforzado mucho por no pensar en Griffin y en el hecho de que lo vería esa noche.
– Si él pudiera sentir por mí lo que yo sentía por él, si pudiera estar tan enamorado de mí como yo lo estuve yo de él, entonces le querría, pero no puede. No puede ser de otra forma de como es, ni yo tampoco. -La miré a través de la mesita.
– Puedes incluirle en la contienda por tu corazón, o puedes excluirle de la competición. Tú decides.
Asentí y me enderecé.
– Gracias, queridísima tía.
– ¿Por qué estas palabras salen de tus labios como el más vil de los insultos?
– No pretendía insultar.
Me hizo callar.
– No te molestes, Meredith. Se ha perdido el afecto entre nosotras. Las dos lo sabemos. -Me miró de pies a cabeza-. Tu vestimenta es aceptable, aunque no es la que hubiera elegido yo.
Sonreí, pero no era una sonrisa alegre.
– Si hubiera sabido que me iban a nombrar heredera esta noche, me habría puesto un Tommy Hilfiger original.
La reina rió y se puso en pie entre un susurro de faldas.
– Puedes comprarte todo un guardarropa nuevo, si quieres. O podemos hacer que los modistos de la corte diseñen uno para ti.
– Estoy bien así -dije-, pero gracias por la oferta.
– Eres independiente, Meredith. Nunca me ha gustado ese rasgo tuyo.
– Lo sé -dije.
– Si Doyle te hubiera dicho en las tierras del oeste lo que había reservado para ti esta noche, ¿habrías venido voluntariamente o habrías intentado huir?
La miré.
– Me estás nombrando heredera. Me permites citarme con toda la Guardia. No es un destino peor que la muerte, tía Andais. ¿O acaso hay algo de lo que no me hayas hablado todavía?
– Coge el taburete, Meredith. Vamos a dejar la habitación como estaba, ¿de acuerdo?
Bajó los peldaños de piedra hacia la puerta que se abría en la contraria.
Yo cogí el taburete, pero no me gustaba que no hubiera contestado a mi pregunta. Aún no me lo había dicho todo.
La llamé antes de que abriera la pequeña puerta.
– Tía Andais.
Se volvió.
– Sí, sobrina.
Su expresión era vagamente divertida, de condescendencia.
– Si el hechizo de lujuria que colocaste en el coche hubiese funcionado y Galen y yo hubiésemos hecho el amor, ¿nos habrías matado a los dos?
Parpadeó, y la leve sonrisa que había mostrado desapareció.
– ¿Hechizo de lujuria? ¿De qué me hablas?
Se lo conté.
Hizo un gesto de negación con la cabeza.
– No era mi hechizo.
Levanté la mano y el anillo brilló.
– Pero el hechizo utilizó tu anillo para alimentar su poder.
– Te doy mi palabra, Meredith. No puse ningún tipo de hechizo en la Carroza Negra. Me limité a dejar el anillo allí para que lo encontraras, eso es todo.
– ¿Dejaste el anillo o se lo diste a alguien para que lo pusiera en la carroza? -pregunté.
Rehusó mi mirada.
– Lo puse allí.
Sabía que estaba mintiendo.
– ¿Conoce alguien más tu plan de rescindir la orden de celibato en lo que a mí concierne?
Negó con la cabeza, y un rizo negro y largo resbaló por su hombro.
– Eamon lo sabe, nadie más, y sabe reservarse la opinión.
Asentí.
– Sí, es cierto. -Mi tía y yo nos miramos mutuamente, una a cada extremo de la habitación, y vi cómo se formaba la idea en sus ojos y se extendía por su rostro.
– Alguien intentó asesinarte -dijo.
Asentí.
– Si Galen y yo hubiésemos hecho el amor, habrías podido matarme por ello. El destino de Galen parece un accidente en todo esto.
La ira iluminó su rostro como una vela dentro de un vaso.
– Sabes quién lo hizo -afirmé.
– No lo sé, pero sé quién sabía que ibas a ser nombrada coheredera.
– Cel -dije.
– Tenía que prepararle -añadió.
– Sí.
– Él no lo hizo -dijo, y por primera vez había en su voz algo semejante a la protesta que se detecta en la voz de una madre cuando defiende a su hijo.
Me limité a mirarla con rostro inexpresivo. Era lo mejor que podía hacer, porque conocía a Cel. No cedería su primogenitura simplemente por el antojo de su madre, reina o no.
– ¿Qué hizo Cel para enfadarte? -pregunté.
– Te digo, igual que se lo dije a él, que no estoy enfadada con él. Pero su voz traslucía una protesta demasiado fuerte. Por primera vez esa noche, Andais se había puesto a la defensiva, y eso me gustaba.
– ¿Cel no se lo creyó, verdad?
– Conoce mis motivos -dijo.
– ¿Te importaría compartirlos conmigo? -pregunté.
Sonrió con la primera sonrisa genuina de aquella noche. Un movimiento de labios casi incómodo. Me señaló con un dedo enguantado.
– No, mis motivos sólo me conciernen a mí. Quiero que elijas a alguien para tu cama esta noche. Llévatelo al hotel. No me importa quién sea, pero quiero empezar esta noche.
La sonrisa se había borrado. Volvía a ser ella, impenetrable, fría, misteriosa y al mismo tiempo, absolutamente obvia.
– Nunca me has entendido, tía.
– ¿Y qué quieres decir con eso, si se puede saber?
– Quiero decir, queridísima tía, que si te hubieras guardado esta última orden, probablemente me habría llevado a alguien a la cama esta noche. Pero al ordenarme que lo haga me haces sentir como una puta de palacio. No me gusta.
Se levantó las faldas de manera que la cola se deslizara tras ella, y caminó hacia mí. A medida que se movía, su poder empezó a desplegarse, inundando la habitación como chispas invisibles que me mordían la piel. Las dos primeras veces salté, después me quedé allí y dejé que su poder me royera la piel. Llevaba acero, pero unos pocos cuchillos nunca me habían bastado para resistir su magia. Tenían que ser mis propios poderes recién descubiertos los que impidieran que la situación fuera a peor.
Sus ojos se estrecharon cuando se plantó ante mí. Yo estaba encima de la pequeña plataforma, de modo que quedábamos a la misma altura. Su magia salió de ella como una pared de fuerza que avanzaba. Tuve que hacer fuerza con los pies como si estuviera de pie frente el viento. La pequeña quemazón de las mordeduras se había convertido en un dolor constante como estar de pie ante un horno; sin tocar la superficie al rojo, pero sabiendo que con sólo un pequeño empujón, tu piel se quemaría y echaría chispas.
– Doyle dijo que tus poderes habían aumentado, pero no me lo acababa de creer. Pero aquí estás, ante mí, y tengo que aceptar que al fin eres una verdadera sidhe. -Puso el pie en el último peldaño-. Pero no olvides nunca que la reina, aquí, soy yo, no tú. Por muy poderosa que llegues a ser, nunca serás rival para mí.
– Nunca lo pretendería, mi señora -dije. Mi voz temblaba ligeramente.
Su magia me empujó. No podía respirar bien. Pestañeé como si estuviera mirando al sol. Luché por mantenerme en pie.
– Mi señora, dime lo que quieres que haga y lo haré. No te he desafiado en modo alguno.
Subió otro peldaño y, esta vez, me eché al suelo. No quería que me tocara.
– Que te quedes de pie ante mi poder, ya es un desafío.
– Si quieres que me arrodille, me arrodillaré. Dime lo que quieres, mi reina, y te lo daré. -No quería entrar en una disputa de magia con ella, porque sin duda llevaba todas las de perder.
– Haz que el anillo cobre vida en mi dedo, sobrina.
No sabía qué decir. Finalmente, levanté mi mano hacia ella. -¿Quieres recuperar el anillo?
– Más de lo que puedas llegar a imaginar, pero ahora es tuyo, sobrina. Deseo que disfrutes de él. -Esto último sonaba más como una maldición que como una bendición.
Me dirigí hacia el extremo más alejado de la mesa, agarrándome a ella para mantener el equilibrio contra la creciente presión de su magia.
– ¿Qué quieres de mí?
No me respondió. Andáis levantó las dos manos hacia mí y la presión se convirtió en una fuerza que me empujó hacia atrás. Durante un segundo volé por los aires hasta que mi espalda chocó contra la pared y un instante después, mi cabeza.
Cuando se me aclaró la visión, Andáis estaba de pie delante de mí, con un cuchillo en la mano. Colocó la punta en el pequeño hueco de la base de mi garganta y apretó hasta que noté que me perforaba la piel. Colocó su dedo enguantado en la herida y lo sacó con una gota de mi sangre. Puso el dedo hacia abajo para que la gotas cayera temblorosa al suelo.
– Quiero que sepas algo, sobrina. Tu sangre es mi sangre, y éste es el único motivo por el que me importa lo que te suceda. No me importa si te gusta o no lo que he planeado para ti. Necesito que continúes nuestra línea sanguínea, pero si no contribuyes a ello, no te necesito.
Retiró el cuchillo muy despacio, hasta dejarlo a cinco centímetros de mi piel. Colocó la hoja contra mi mejilla, con la punta peligrosamente cerca de mis ojos. Notaba el pulso en la lengua, y me había olvidado de respirar. A1 ver su cara, supe que podía matarme así, sin más.
– Lo que no me sirve, lo desechó, Meredith. -Apretó la hoja contra mi piel; cuando parpadeaba, la punta del cuchillo me rozaba las pestañas-. Elegirás a alguien para acostarte con él esta noche. No me importa quién. Puesto que has invocado derechos de virgen, eres libre de volver a Los Ángeles, pero tendrás que elegir a alguno de mis guardias para que te acompañe. Así que mírales esta noche, Meredith, con esos ojos tuyos de esmeralda, verde y oro, esos ojos de la corte de la Luz, y escoge. -Colocó su cara al lado de la mía, tan cerca que hubiera podido besarme. Murmuró las últimas palabras en mi boca-. Fóllate a uno esta noche, Meredith, porque si no lo haces, mañana por la noche entretendrás a la corte con un grupo a mi elección. -Sonrió, y era la sonrisa que asomaba a su rostro cuando pensaba en algo perverso y doloroso-. Como mínimo uno de los que escojas tiene que ser de suficiente confianza, para que espíe para mí si regresas a Los Ángeles.
Mi voz salió en un susurro.
– ¿Tengo que acostarme con tu espía?
– Sí -dijo.
La punta del filo se movió un poco más, acercándose tanto que me nubló la visión, y me resistí a parpadear, porque si lo hacía la punta del cuchillo se clavaría en mi párpado.
– ¿Estás de acuerdo, sobrina? ¿Te parece bien que te haga dormir con mi espía?
Dije lo único que podía decir.
– Sí, tía Andáis.
– ¿Escogerás a tu pequeño harén esta noche, en el banquete?
Mis ojos no pestañeaban, pero sentía la necesidad de hacerlo.
– Sí, tía Andáis.
– ¿Te acostarás con alguien esta noche antes de regresar a las tierras del oeste?
Abrí más los ojos y me concentré en su cara, en mirarle a la cara. El cuchillo era un trozo de acero que me tapaba prácticamente toda la visión del ojo derecho, pero todavía podía ver, todavía veía su cara por encima de mí como una luna pintada.
– Sí -susurré.
Me apartó el cuchillo de la cara y dijo:
– Así. ¿Era tan difícil?
Me apoyé contra la pared, con los ojos cerrados. Los mantenía cerrados, porque no podía disimular la rabia que sentía, y no quería que Andáis lo viera. Quería salir de esa habitación, nada más que salir de esa habitación y alejarme de ella.
– Llamaré a Rhys para que te acompañe hasta el banquete. Pareces un poco agitada. -Rió.
Abrí los ojos, parpadeando para limpiar las lágrimas que se habían acumulado. Ella ya estaba bajando los peldaños.
– Te enviaré a Rhys, aunque quizá con el hechizo de la carroza necesites otro guardia. Pensaré en quién enviarte. -Estaba casi al lado de la puerta cuando se volvió y dijo-: ¿Y quién tiene que ser mi espía? Tendré que escoger a alguien guapo, a alguien que sea bueno en la cama, para que no sea una carga demasiado pesada.
– No me acuesto con hombres estúpidos o mezquinos -dije. -Lo primero no limita mucho el campo, pero lo segundo… Alguien generoso de espíritu, eso es pedir mucho. -Su sonrisa se amplió; obviamente, estaba pensando en alguien-. Él podría ser.
– ¿Quién? -pregunté.
– ¿No te gustan las sorpresas, Meredith?
– No especialmente.
– Bueno, a mí sí. Me encantan las sorpresas. Él será mi obsequio. En la cama está para comérselo, o lo estaba hace sesenta años, ¿o eran noventa? Sí, creo que lo hará bien.
No me preocupé por preguntar de nuevo de quién se trataba.
– ¿Cómo puedes estar segura de que me espiará para ti una vez que esté en Los Ángeles?
Se detuvo con la mano en el pomo de la puerta.
– Porque me conoce, Meredith. Sabe que soy capaz de dar placer, y también de provocar dolor. -Con esto, dejó abiertas las dos puertas y ordenó a Rhys que regresara a la habitación.
Éste paseó la mirada desde ella hacia mí. Sus ojos se abrieron sólo un poco, pero eso fue todo. Su semblante aparecía cuidadosamente inexpresivo mientras caminaba hacia mí para ofrecerme el brazo. Se lo enlacé agradecida. Costaba una eternidad caminar por aquel suelo para abrir la puerta. Quería correr hacia ella y continuar corriendo. Rhys me dio una palmadita en la mano, como si notara la tensión de mi cuerpo. Sabía que me había visto la pequeña herida del cuello. Podía hacer sus propias cábalas sobre cómo se había producido.
Alcanzamos la puerta y salimos al pasillo que se abría detrás de ella. Mis hombros se relajaron sólo un poco.
Andáis nos llamó:
– Pasáoslo bien, chicos. Nos veremos en el banquete.
Cerró las puertas detrás de nosotros con un portazo que me hizo dar un brinco.
Rhys empezó a detenerse.
– ¿Te encuentras bien?
Le cogí el brazo y tiré de él para continuar caminando.
– Sácame de aquí, Rhys. Sácame de aquí, por favor.
No preguntó nada. Simplemente me acompañó por el pasillo, lejos de allí.
28
Desandamos el camino por el que habíamos llegado, pero ahora el pasillo era recto y más estrecho, otro pasillo, en definitiva. Miré por encima del hombro y no vi la puerta de dos hojas. Los aposentos de la reina estaban en otro lugar. De momento, estaba a salvo. Empecé a temblar y no podía parar.
Rhys me abrazó, apretándome contra su pecho. Me hundí en él, y deslicé mis brazos en torno a su cintura, debajo de su capa. Él me apartó el cabello de la cara.
– Tienes la piel fría. ¿Qué te ha hecho, Merry? -Volvió a levantarme la cabeza, con delicadeza, para poder verme la cara mientras yo me aferraba a él-. Cuéntamelo -dijo, con voz dulce.
Negué con la cabeza.
– Me lo ofreció todo, Rhys, todo lo que una sidhe puede desear. El problema es que no confío en ella.
– ¿De qué estás hablando? -preguntó.
Entonces, me aparté de él.
– De esto. -Me toqué la garganta, donde se estaba secando la sangre-. Soy mortal, Rhys. El hecho de que se me ofrezca la luna no significa que vaya a sobrevivir para ponerla en mi bolsillo.
Tenía una expresión dulce, pero de golpe caí en la cuenta de que era mucho mayor que yo. Su cara era todavía joven, pero no la mirada de su ojo.
– ¿Es ésa la peor de las heridas?
Asentí.
Me tocó la mancha de sangre. Ni tan siquiera me había dolido. En realidad no era ni siquiera una herida. Me costaba mucho explicar que la verdadera herida no se manifestaba en mi piel. La reina vivía negando la auténtica esencia de Cel, pero yo no. No compartiría nunca el trono conmigo: uno de nosotros tendría que estar muerto antes de que el otro se sentara en él.
– ¿Te amenazó? -preguntó Rhys.
Asentí de nuevo.
– Pareces aterrorizada, Merry. ¿Qué te dijo?
Lo miré, y no se lo quería contar. Era como si decirlo en voz alta fuera a hacerlo más real. Pero había algo más: el hecho de que si Rhys lo sabía, no le disgustaría del todo.
– Como suele decirse tengo una noticia buena y una mala -solté.
– ¿Cuál es la buena?
Le expliqué que me habían nombrado coheredera.
Me abrazó con fuerza.
– Es una noticia fantástica, Merry. ¿Qué mala noticia podría haber después de eso?
Me deshice del abrazo.
– ¿Crees realmente que Cel me dejará vivir lo suficiente para desplazarle? Él estuvo detrás de los atentados contra mi vida hace tres años, y entonces ni siquiera tenía ninguna buena razón para quererme muerta.
La sonrisa desapareció del rostro de Rhys.
– Ahora llevas la marca de la reina, ni tan siquiera Cel se atrevería a matarte. Si alguien te lastima morirá por orden de la reina.
– La reina me explicó que yo me había ido de la corte a causa de Griffin. Intenté contarle que no me había ido porque me hubieran roto el corazón, que me había ido por los duelos. -Negué con la cabeza-. Habló de mí, Rhys, como si yo no dijera nada. Se niega a ver la realidad, y no creo que mi muerte cambie eso.
– Quieres decir que cree que su hijo nunca haría algo así -dijo.
– Exactamente. Además, ¿crees realmente que Cel pondría en peligro su propio cuello? Si puede ordenará que lo hagan otros, y así serán ellos los que se pondrán en peligro, no él.
– Nuestra misión es protegerte, Meredith. Nosotros hacemos bien nuestro trabajo.
Reí, pero era una risa más tensa que alegre.
– Tía Andais ha cambiado tus condiciones de tu trabajo, Rhy
– ¿Qué quieres decir?
– Vayamos andando mientras te lo cuento. Siento la necesidad de poner distancia entre nuestra reina y yo.
Me volvió a ofrecer el brazo.
– Como quiera mi señora.
Sonrió al decirlo, y me dirigí a él, pero le ceñí la cintura en lugar de tomar su brazo. Se puso tenso, sorprendido por un segundo, pero acto seguido me pasó el brazo por los hombros. Caminamos por el pasillo, abrazados. Todavía tenía frío, como si algún calor interior se hubiera extinguido.
Hay hombres con los que no puedo caminar abrazada, como si nuestros cuerpos tuvieran ritmos diferentes. Rhys y yo caminábamos por el pasillo como dos mitades de un todo. Me di cuenta de que, sencillamente, no podía creer que tuviera permiso para tocarle. No parecía real que, de golpe, me entregaran las llaves del reino. Rhys se detuvo y me giró hasta que pudo frotarme los brazos.
– Todavía estás temblando.
– No tanto como antes -dije.
Me dio un beso delicado en la frente.
– Venga, tesoro, cuéntame qué te hizo la Bruja Malvada del Este.
Sonreí.
– ¿Tesoro?
Sonrió.
– ¿Cielo? ¿Encanto?
Reí de nuevo.
– Cada vez peor.
Su sonrisa se desvaneció. Miró el anillo en contacto con su manga blanca.
– Doyle dijo que el anillo cobró vida para él. ¿Es cierto?
Miré la pesada joya octogonal de plata y asentí.
– Se está quieto en mi brazo.
Lo miré a la cara. Tenía un aspecto… apenado.
– La reina solía dejar que el anillo escogiera a su consorte-dijo.
– Ha reaccionado con casi todos los guardias que he tocado esta noche.
– Excepto conmigo. -Su voz estaba tan llena de pesar que no podía dejarlo así.
– Tiene que tocarte piel desnuda -dije.
Empezó a cogerme la mano y el anillo. Me aparté de él.
– No, por favor.
– ¿Qué te pasa, Merry? -preguntó.
La luz se había reducido a un tenue resplandor. El pasillo estaba cubierto de telarañas, como grandes cortinas de plata brillante. Entre los hilos se ocultaban unas arañas pálidas y blancas, más grandes que mis dos manos juntas, como fantasmas hinchados.
– Porque incluso con dieciséis años, yo era quien decía basta. Ya tendrías que saberlo.
– Una pequeña palmada y quedo apartado para siempre del juego. Cariño, esto es una crueldad.
– No, es práctico. No quiero acabar mi vida clavada en una cruz de San Andrés.
Por supuesto, lo que acababa de decirle ya no tenía sentido. Podría contárselo a Rhys y hacerlo contra la pared en ese mismo instante, y no habría ningún castigo. O eso había dicho Andais. Pero no confiaba en mi tía. Sólo me había dicho a mí que se había suprimido el celibato. Sólo tenía su palabra de que Eamon lo sabía, y él era su consorte, su criatura. ¿Qué pasaría si pusiera a Rhys contra la pared y entonces ella cambiara de opinión? No sería real, no sería seguro, hasta que lo anunciara en público. Entonces, y sólo entonces, me lo creería de verdad.
Una araña grande y blanca se acercó desde el extremo de la telaraña. Su cabeza medía como mínimo siete centímetros. Tendría que pasar justamente por debajo de aquella cosa.
– Ves a una mujer mortal torturada hasta la muerte por seducir a un guardia y te acuerdas de ello el resto de tu vida. Buena memoria -dijo Rhys.
– Vi lo que ordenó a su torturador que le hiciera al guardia que transgredió la ley Rhys. Creo que tu memoria es demasiado corta. Lo detuve tirándole del brazo, justo antes de que tocara la araña. Podía convocar fuegos fatuos, pero las arañas no se sentían impresionadas por ellos.
– ¿Puedes convocar a algo más fuerte que fuegos fatuos? -pregunté.
Miré a la araña que esperaba, con un cuerpo tan grande como mi puño. Las telarañas de encima de mi cabeza parecieron, de golpe, más pesadas, y empezaron a combarse bajo el peso de los cuerpos hinchados, como una red cargada de pescado, amenazando con caer sobre mi cabeza.
Rhys me miró, desconcertado, después miró hacia arriba como si sintiera que las espesas telarañas fueran a ceder.
– Nunca te han gustado las arañas.
– No -dije-, nunca me han gustado.
Rhys se movió hacia la araña que parecía estar esperándome. Me dejó de pie en medio del pasillo, escuchando los pesados movimientos y mirando cómo se hundían las telarañas. No hizo nada que pudiera ver yo. Simplemente puso un dedo en el abdomen de la araña. Ésta empezó a escapar, pero acto seguido se detuvo abruptamente, y empezó a agitarse, sus patas se convulsionaron, se estremeció y rasgó la telaraña, de manera que quedó colgada sin poder hacer nada.
Oía a decenas de aquellos bichos corriendo en pos de un lugar seguro en una ruidosa retirada. Las telarañas ondearon como un océano puesto boca abajo por el peso de la desenfrenada huida. Tenía que haber centenares.
El cuerpo blanco de la araña empezó a marchitarse, cerrándose sobre sí mismo como si lo estuviera aplastando una mano enorme. Aquel gordo cuerpo blanco se convirtió en una cáscara seca, hasta el punto de que nunca habría sabido lo que era si no la hubiese visto viva antes.
El movimiento en las telas de araña había cesado. En el pasillo reinaba la calma, sólo rota por la figura sonriente de Rhys. La luz tenue, muy tenue, parecía reunirse en torno a sus rizos y el traje blanco y hacía brillar al guardia contra las grises telarañas y la piedra, todavía más gris. Me estaba sonriendo, cariñoso, normal en él.
– ¿Vale así? -preguntó.
Asentí.
– Sólo te había visto hacer eso una vez antes y fue en combate, pero entonces tu vida estaba en peligro.
– ¿Estás llorando por el insecto?
– Es un arácnido, no un insecto, y no, no lloro por él. Nunca he tenido el tipo de poder adecuado para caminar con seguridad por este lugar. -Pero… lo que quería era que hubiera hecho aparecer fuego en sus manos, o luces más intensas, y las hubiera ahuyentado. No quería que él…
Apartó su mano de mí, todavía sonriendo.
Miré a la cáscara negra ondeando delicadamente de la telaraña cuando nuestro movimiento provocó una minúscula corriente de aire al avanzar por el pasillo.
La sonrisa de Rhys no cambió, pero sus ojos se volvieron más amables.
– Soy un dios de la muerte, o lo fui, Merry. ¿Qué pensabas que haría, encender una cerilla y gritar: «¡Uh!»?
– No, pero…
Miré la mano que me ofrecía. La miré durante más tiempo de lo que mandaban las buenas maneras, pero finalmente estiré el brazo hacia él. Las puntas de nuestros dedos se tocaron, y Rhys exhaló un suspiro.
Sus ojos buscaron la joya de mi mano y luego subieron hasta encontrar mi mirada.
– Merry, ¿puedo, por favor?
Miré a su ojo azul pálido.
– ¿Por qué es tan importante para ti?
Me preguntaba si ya se había divulgado un rumor sobre lo que la reina pretendía anunciar esa noche.
– Todos tenemos la esperanza de que te haya llamado para que escojas a un consorte. Me imagino que aquel al que no reconozca el anillo no participará en la competición.
– Falta menos de lo que te imaginas -dije.
– Entonces, ¿puedo? -preguntó.
Intentó ocultar su ansiedad, pero no lo consiguió. Supongo que no podía culparle. En cuanto corriera la voz toda la noche iba a ser así. No, sería peor, mucho peor.
Asentí.
Empezó a acercar mi mano a sus labios sin dejar de hablar.
– Sabes que nunca te haría daño conscientemente, Merry.
Me besó la mano, y sus labios rozaron el anillo. El anillo despertó, es la única palabra que tengo para explicarlo. Llameó a través de mi cuerpo, de nuestros cuerpos. La sensación me puso el corazón en la garganta.
Rhys se quedó doblado sobre mi mano, pero lo oí respirar y pronunciar un «oh, sí». Se levantó, y su ojo parecía desenfocado. Era la reacción más fuerte hasta el momento, y eso de algún modo me preocupó. ¿Acaso la fuerza de la reacción guardaba relación con la virilidad del hombre, como si fuera una especie de cuenta espermática? No era nada personal contra Rhys, pero tenía que acostarme con alguien esa noche, y probablemente el elegido sería Galen, aunque el anillo no reaccionara contra su pequeño corazón. Yo decidiría quién compartiría mi cama. Hasta que la queridísima tía me enviara a su espía, por supuesto. Aparté este pensamiento. No podía ocuparme de él en ese momento. Había algunos sidhe en su Guardia a los que mataría antes que besarlos, no digamos ya otra cosa.
Rhys colocó sus dedos entre los míos, apretando la palma de su mano contra el anillo. Su pulso era más fuerte y me hizo ahogar un grito. Sentí que me acariciaban algo muy profundo dentro de mi cuerpo. Algo que ninguna mano podría tocar nunca, pero el poder… el poder no estaba coartado por los límites de la carne.
– Oh, me gusta -dijo Rhys.
Aparté mi mano de la suya.
– No lo vuelvas a hacer.
– Te ha gustado y lo sabes.
Observé su cara preocupada y dije:
– La reina no quiere simplemente que encuentre otro novio. Quiere que tenga relaciones sexuales con varios guardias o con todos los que reconozca este anillo. Es una carrera para ver quién le da en primer lugar un heredero de sangre real. Cel o yo.
Me miró, examinando mi semblante, como si intentara desentrañar mis pensamientos.
– Sé que no harías bromas con esto, pero parece demasiado bueno para ser verdad.
Me hizo sentir mejor que Rhys tampoco se fiara.
– Exactamente. Ahora mismo me acaba de decir que para mí no hay celibato, pero no tengo testigos. Creo que es sincera, pero hasta que lo anuncie ante la corte en pleno, haré como si el sexo continuara estando prohibido.
Rhys asintió.
– ¿Qué representa esperar unas cuantas horas más después de mil años?
Arqueé las cejas.
– No puedo hacerlo con todos esta noche, Rhys, o sea que habrá que esperar más de unas cuantas horas.
– Mientras sea el primero de la lista, ¿qué importa esto?
Intentó decirlo de forma jocosa, pero no reí.
– Tengo miedo de que así sea como se sienta exactamente todo el mundo. Yo sólo soy una, y vosotros, ¿cuántos?, ¿veintisiete?
– ¿Tienes que acostarte con todos nosotros?
– No lo dijo así, pero insistirá en que me acueste con su espía, sea quien sea éste.
– Odias a algunos de los guardias, Merry, y ellos también te odian. No puede pretender que te los lleves a la cama. Dios mío, si uno de los que odias te dejara embarazada… -no acabó el pensamiento.
– Quedaría obligada a casarme con un hombre que desprecio, y sería rey.
Rhys pestañeó, y su ojo cerrado se iluminó a medida que movía la cabeza.
– No había pensado en ello. Sinceramente, sólo pensaba en el sexo, pero tienes razón, uno de nosotros será rey.
Miré al gris montón de telarañas. Estaban vacías, pero…
– Preferiría no hablar de esto con esas telarañas encima. Rhys levantó la cabeza.
– Tienes razón. -Me ofreció el brazo-. ¿Te puedo acompañar al banquete, señora?
Desplacé la mano por su brazo.
– Será un placer.
Me dio una palmadita en la mano.
– Así lo espero, Merry. Ciertamente, así lo espero.
Reí, y el sonido provocó un extraño eco en el pasillo. Fue casi como si el techo se alejara en una vasta oscuridad que sólo las telarañas nos ocultaban. Mi risa se desvaneció, mucho antes de salir de debajo de las telarañas.
– Gracias, Rhys, por comprender por qué tengo miedo, en lugar de sólo concentrarte en el hecho de que puedes estar a punto de poner fin a varios siglos de abstinencia.
Apretó mi mano izquierda contra sus labios.
– Sólo vivo para servir debajo ti, o encima de ti, o de cualquier manera que tú quieras.
Le toqué en el hombro.
– Para.
Sonrió.
– Rhys no es el nombre de ningún dios de la muerte conocido. Lo investigué en la universidad, y no te encontré.
De repente, le vi muy ocupado mirando el pasillo que se estrechaba cada vez más.
– Rhys es mi nombre ahora, Merry. Ya no importa quién era antes.
– Por supuesto que importa -dije.
– ¿Por qué? -preguntó, y de golpe se puso muy serio, como si hubiera formulado una pregunta de adulto.
Viéndole brillar en blanco, recortado en una luz gris, yo no me sentía adulta. Me sentía cansada. Pero había un peso en su mirada, una pregunta en su cara, que tenía que responder.
– Sólo quería saber con quién estaba tratando, Rhys.
– Me conoces desde siempre, Merry.
– Entonces, dímelo -dije.
– No quiero hablar de los años pasados, Merry.
– ¿Y si te invito a mi cama? ¿Me contarías todos tus secretos entonces?
Me estudió la cara.
– Me estás provocando.
Toqué sus cicatrices, pasando las puntas de los dedos sobre su piel áspera hasta llegar a sus labios.
– No te estoy provocando, Rhys. Eres guapo. Has sido mi amigo durante muchos años. Me protegiste cuando era más joven. Sería una egoísta si te dejara célibe, cuando puedo poner fin a eso; además, recorrer con mi boca tu estómago liso ha sido una de mis fantasías sexuales recurrentes.
– Qué gracia, yo he tenido la misma fantasía -dijo, y levantó las cejas en una mala imitación de Groucho Marx-. Quizá puedas subir a mi casa para que te enseñé mi colección de sellos.
Sonreí y sacudí la cabeza.
– ¿Ya no ves películas desde que son en color?
– Casi nunca.
Me tendió la mano y se la cogí. Caminamos por el pasillo de la mano, y era agradable. De todos los guardias que me gustaban, pensaba que Rhys sería el más insistente en cuanto a la posibilidad de tener una relación sexual con él. Pero se había comportado como el caballero perfecto. Otra prueba evidente de que yo no entendía a los hombres.
29
Las puertas del fondo del pasillo eran pequeñas esta noche: de la altura de una persona. A veces las puertas eran lo suficientemente grandes para que pasara un elefante por ellas. Eran de un gris pálido con ribetes dorados, muy al estilo Luis algo. No era mi intención preguntar a Rhys si la reina las había redecorado. Los sithen, igual que la Carroza Negra, cuidaban de su propia redecoración.
Rhys abrió las elegantes puertas dobles, pero no llegó a entrar en la habitación porque Frost nos detuvo. No es que estuviera bloqueando físicamente la puerta, aunque lo estaba. Se había puesto el conjunto que quería la reina, y la visión de él de esta manera me dejó patidifusa. Creo que Rhys se detuvo porque yo también lo hice.
La camisa era completamente transparente y se ceñía a su pecho como una segunda piel, pero las mangas eran abombadas, con tela transparente, cortadas justo por encima de su codo con un ancho apliqué de plata brillante. El resto de la manga caía en forma de tubo. El hilo que mantenía la camisa unida era de plata y brillaba en todas las costuras. Los pantalones estaban hechos de satén plateado, tan caídos que dejaban a la vista los huesos de la cadera a través de la tela transparente de la camisa. Si se hubiese puesto ropa interior, se habría visto por encima de los pantalones. Éstos sólo se mantenían subidos porque ajustaban de un modo increíble. Una serie de cuerdas blancas en la entrepierna, con ganchitos como los de un corpiño, hacía las veces de cremallera.
Su cabello había sido dividido en tres secciones. La parte superior estaba levantada mediante una pieza de hueso labrado, con lo cual el cabello de plata le caía por la cabeza como el agua de una fuente. La segunda sección de cabello estaba simplemente echada hacia atrás a cada lado y aguantada en su sitio con pasadores de hueso. La sección inferior colgaba libremente, pero quedaba tan poco pelo que era como un delicado velo de plata que realzaba su cuerpo, en lugar de esconderlo.
– Frost, casi eres demasiado bello para ser real.
– Nos trata como muñecas que han de ser vestidas a su antojo.
Era lo más cercano a una crítica abierta de la reina que le había oído pronunciar.
– Me gusta, Frost -dijo Rhys-. Eres tú.
Rectificó a Rhys.
– No soy yo.
Nunca había visto al guardia alto tan enfadado por algo tan insignificante.
– Es sólo ropa, Frost. No te hará daño llevarla con gracia. Mostrar tu desagrado sí podría hacerte daño, y mucho.
– He obedecido a mi reina.
– Si sabe lo mucho que odias esta ropa, encargará más de lo mismo para ti. Ya lo sabes.
Siguió frunciendo el ceño hasta que se le dibujaron arrugas a lo largo de aquella cara perfecta. Entonces se oyó un grito desde la habitación de atrás. Aun sin palabras, reconocí aquella voz. Era Galen. Di un paso hacia adelante. Frost no se movió.
– Déjame pasar, Frost -dije.
– El príncipe ha ordenado este castigo, pero ha permitido graciosamente que tuviésemos intimidad. Nadie puede entrar hasta que haya terminado.
Miré a Frost. No podía abrirme paso, y no lo iba a matar. No me quedaban opciones.
– Nombrarán coheredera a Merry esta noche -dijo Rhys.
Los ojos de Frost se pasearon entre Rhys y yo.
– No me lo creo.
Galen volvió a gritar. El sonido me puso la carne de gallina y me hizo cerrar los puños.
– Seré coheredera esta noche, Frost.
Sacudió la cabeza.
– Eso no cambia nada.
– ¿Qué pasaría si ella te dijera que nuestro celibato será levantado para Merry, y sólo para Merry? -preguntó Rhys.
Frost se las arregló para parecer arrogante e incrédulo.
– No tengo ganas de jugar al «¿qué pasaría si…?».
Galen lanzó otro grito agudo. Los cuervos de la reina no gritan fácilmente. Me dirigí a Frost, y se puso tenso. Creo que esperaba una lucha.
Pase mis dedos por su camisa, y saltó como si le hubiese hecho daño.
– La reina anunciará esta noche que tengo que elegir entre los guardias. Me ha ordenado acostarme con uno de vosotros esta noche. Si no lo hago, mañana tendré un papel protagonista en una de sus pequeñas orgías. -Puse mis brazos alrededor de su cintura, apretando ligeramente mi cuerpo contra el suyo-. Créeme, Frost, tendré a uno de vosotros esta noche, y mañana, y pasado mañana. Sería una lástima que no estuvieras en la lista de invitados a mi cama.
La arrogancia desapareció, sustituida por algo de entusiasmo y de miedo. No entendía el miedo, pero sí el entusiasmo. Miró a Rhys.
– Júrame que es verdad.
– Lo juro -dijo Rhys-. Déjala pasar, Frost.
Me miró. Todavía no me había tocado -mi caricia había sido como un beso contra unos labios pasivos-, pero se apartó, retirándose del círculo de mis brazos. Me miraba como quien mira a una serpiente enroscada, sin movimientos bruscos, y temeroso de que pueda morderte de todos modos. Tenía miedo de lo que estaba sucediendo en aquella sala.
Pasé junto a él. Sentía a Rhys a mi espalda, pero lo único que podía ver era lo que había en el centro de la habitación: un pequeño jardín en torno a un pequeño lago, con una gran roca decorativa en medio. Una serie de piedras conducían a la roca, en las cuales había unas cadenas incrustadas. Galen estaba encadenado a la roca. Su cuerpo quedaba prácticamente oculto por el lento aleteo de mariposas de los semielfos. Eran como auténticas mariposas al borde de un charco, alas que se movían lentamente al ritmo de la energía que recibían. Pero no estaban bebiendo agua, se estaban bebiendo su sangre.
Volvió a gritar, y yo eché a correr hacia él. Doyle se plantó delante de mí. Seguramente había estado custodiando las otras puertas.
– No puedes detenerlos una vez que han empezado a alimentarse.
– ¿Por qué está gritando? No debería doler tanto.
Intenté pasar junto a él, y me cogió del brazo.
– No, Meredith, no.
Galen lanzó un interminable alarido, y su cuerpo se arqueó hasta estirar al máximo las cadenas. El movimiento desalojó a algunos de los semielfos, y atisbé el motivo de sus gritos. Su entrepierna estaba ensangrentada y los semielfos también se alimentaban de carne, no sólo de sangre.
Rhys silbó.
– Bestias sanguinarias. Doyle me apretó el brazo.
– Lo están mutilando -protesté.
– Ya se curará.
Intenté apartarme, pero sus dedos parecían soldados a mi piel.
– ¡Doyle, por favor!
– Lo siento, princesa.
Galen gritó, y la roca se tensó bajo la presión de su cuerpo, pero las cadenas aguantaron.
– Esto es excesivo y lo sabes.
– El príncipe está en su derecho de castigar a Galen por desobedecerle. -Intentó apartarme, como si eso fuera a solucionar la situación.
– No, Doyle, si Galen tiene que sufrir, no miraré a otro lado. Ahora suéltame.
– ¿Prometes no ser imprudente? -Te doy mi palabra -dije.
Me dejó, y cuando le toqué el hombro, se apartó a un lado para dejarme ver bien. Las alas eran de todos los colores del arco iris, y algunos que el arco iris sólo puede soñar: grandes alas, mayores que mis manos, agitándose lentamente apenas me permitían vislumbrar el cuerpo casi desnudo de Galen. Tenía los pantalones bajados hasta los tobillos, y no llevaba ninguna otra prenda. La escena tenía una belleza terrible, como un hermoso retablo del infierno.
Un juego de alas era mayor que el resto. Correspondía a la propia reina Niceven que se estaba dando un festín justo encima de la entrepierna de Galen. Tuve una idea.
– Reina Niceven -dije-, no es digno de una reina hacer el trabajo sucio de un príncipe.
Levantó su pequeña cara pálida y me miró, con los labios y el mentón rojos por la sangre de Galen, y la parte delantera de su cuerpo manchada de carmesí.
Levanté la mano con el anillo en ella.
– Me nombrarán coheredera esta noche.
– ¿Y qué me importa? -Su voz era como un toque de muerte, dulce y preocupante.
– Una reina se merece más que la sangre de un señor sidhe.
Me miró con ojitos pálidos. Parecía un fantasma.
– ¿Qué me ofreces que sea más tierno que esto?
– Algo no más tierno, pero sí más poderoso. La sangre de una princesa sidhe para la reina de los semielfos.
Me miró, limpiándose la sangre de la boca con la mano. Agitó las alas para volar hacia mí. Los demás continuaron alimentándose. Niceven se quedó flotando ante mí, mientras sus alas provocaban una pequeña corriente de aire junto a mi piel.
– ¿Ocuparías su lugar?
– No, princesa -dijo Doyle.
Le hice callar con un gesto.
– Ofrezco mi sangre a la reina Niceven de los semielfos. La sangre de una princesa sidhe es un premio demasiado importante para ser compartido.
Frost y Rhys se situaron al lado de Doyle. Nos miraban como si nunca antes hubieran visto un espectáculo semejante.
Niceven se lamió los labios con su lengua delgada, igual que el pétalo de una flor.
– ¿Me dejarías beber tu sangre?
Levanté un dedo en dirección a ella.
– Deja que se vaya, y podrás perforarme la piel y beber.
– El príncipe Cel pidió que acabáramos con su hombría.
– Como dijo Doyle, se curará. ¿Por qué iba a pedir el príncipe el favor de los semielfos para causar un daño que no será permanente? Revoloteó en torno a mi dedo, como una mariposa inspeccionando una flor.
– Eso tienes que preguntárselo al príncipe Cel. -Paseó su mirada desde mi dedo a mi cara-. Deberías haber oído lo que quería que hiciéramos en primer lugar. Quería que acabáramos con su hombría para siempre, pero la reina no permite que sus amantes se malogren. -Niceven se acercó a mi cara y me tocaba la punta de la nariz con su delicada mano-. El príncipe Cel me recordó que será rey algún día. -Tocó mis labios ligeramente con aquellos dedos diminutos-. Le recordé que todavía no gobierna aquí y que no me arriesgaría a sufrir la cólera de la reina Andais.
– ¿Qué contestó?
– Aceptó el trato. Probamos sangre y carne reales, las dos preciosas, y por esta noche él será inútil en la cama de la reina. -Frunció el entrecejo, cruzando los brazos encima de su delicado pecho-. No sé por qué tiene celos de éste y no de los demás.
– No estaba apartando a Galen del lecho de la reina -dije.
Niceven ladeó la cabeza, y un largo cabello de telaraña acompañó el movimiento.
– ¿Tú?
Moví el anillo delante de ella.
– Me han ordenado acostarme con un guardia esta noche.
– ¿Y éste iba a ser tu elegido?
Asentí.
Niceven sonrió.
– Cel está celoso de ti.
– No de la manera que te imaginas, reina Niceven. Podemos llegar a un acuerdo, mi sangre para tu dulce boca, y Galen queda libre.
Continuó cerca de mi cara durante unos cuantos segundos más, y a continuación asintió.
– Trato hecho. Extiende el brazo y dame sitio para aterrizar.
– Primero, libera a Galen, y después aliméntate.
– Como quieras.
Voló de nuevo hacia sus súbditos, y lo que les dijo los hizo huir hacia el techo en una nube multicolor. La piel pálida y verde de Galen estaba cubierta de pequeñas mordeduras rojas; unas delgadas líneas de sangre empezaron a dibujarse en su piel, como si un bolígrafo rojo invisible estuviera tratando de unir los puntos.
– Desencadénadlo y curadle las heridas -dije.
Rhys y Frost se movieron para obedecerme. Sólo Doyle se quedó cerca, como si no confiara en alguna de nosotras, o en ninguna de las dos.
Extendí mi brazo, ligeramente levantado. Niceven aterrizó en mi antebrazo. Era más pesada de lo que parecía, pero seguía siendo ligera y extrañamente quebradiza, como si sus pequeños pies desnudos estuvieran hechos de huesos secos. Me puso las dos manos alrededor del índice, a continuación bajó su cara hacia la punta de mi dedo, como si pretendiera besarme. Unos dientecitos muy afilados mordieron mi dedo. El dolor fue profundo e inmediato. Su pequeña lengua de pétalo empezó a lamer la sangre haciéndome cosquillas. Encorvó su cuerpo alrededor de mi mano hasta que se insinuó a mi piel cada centímetro de su pequeño ser. Era un movimiento extrañamente sensual, como si obtuviera algo más que simplemente sangre para alimentarse.
El resto de los semielfos pululaban por el aire a mi alrededor formando un viento de color que soplaba suavemente. Sus delicadas bocas presentaban manchas de sangre, manos de miniatura rojas con la sangre de Galen. Niceven me acarició la mano con sus manos, sus pies desnudos; una minúscula rodilla golpeó la palma de mi mano.
Levantó la cabeza y respiró.
– Estoy llena de carne y sangre de tu amante. Ya no puedo más. -Se sentó en mi mano, y recostó la cabeza en mi dedo-. Daría lo que fuera por poder beber más algún día, princesa Meredith. Sabes a magia superior y sexo.
Se incorporó y se alzó lentamente de mi mano con suaves movimientos de sus alas. Se quedó mirándome cerca de la cara, como si viera algo que yo no veía, o estuviera intentando encontrar algo en mí que no estaba allí. Finalmente, asintió, y dijo:
– Te veremos en el banquete, princesa.
Dicho esto, se elevó en el aire, y los demás la siguieron en una nube multicolor. Las enormes puertas del final de la sala se abrieron sin que nadie las tocara, y una vez que la multitud voladora se hubo desvanecido, las puertas se cerraron lentamente…
Un pequeño sonido centró de nuevo mi atención en la sala. Galen estaba apoyado contra la pared, con los pantalones en su sitio, aunque sin abrochar. Rhys le aplicó un líquido claro en las pequeñas mordeduras, hasta que el cuerpo desnudo de Galen brilló en las luces.
Me miró.
– ¿Es cierto que el celibato será abolido?
– Lo es -dije, al tiempo que me acercaba a él.
Rió, pero esto llenó sus ojos de dolor.
– No te seré de mucha utilidad esta noche.
– Habrá otras noches -dije.
La sonrisa se amplió, pero hizo una mueca de dolor cuando Rhys le limpió otra herida.
– ¿Por qué le preocupa a Cel que sea yo el que vaya a tu cama?
– Creo que Cel piensa que si yo no puedo acostarme contigo esta noche, dormiré sola.
Galen me miró.
No esperé a que dijera algo que hiciera la situación todavía más desagradable.
– No sé si has oído lo que he dicho antes a los demás, pero si no tengo una relación sexual esta noche con alguien de mi elección, mañana entretendré a la corte con un grupo a elección de la reina.
– Tendrás que llevarte a alguien a la cama esta noche, Merry.
– Lo sé.
Toqué su cara y la encontré fría y ligeramente impregnada de sudor. Había perdido mucha sangre, nada fatal para un sidhe, pero esa noche estaría débil para muchas cosas, no sólo para el sexo.
– Si éste ha sido tu castigo por desobedecer a Cel, ¿cuál fue el castigo de Barinthus?
– Se le prohibió asistir al banquete de esta noche -dijo Frost. Al oír esto, arqueé las cejas.
– ¿Galen es desmenuzado y Barinthus se pierde simplemente la cena?
– Cel tiene miedo de Barinthus, pero no teme a Galen -dijo Frost.
– Soy un chico demasiado agradable.
– Así es -dijo Frost-, lo eres.
– Pretendía ser una broma -dijo Galen.
– Desgraciadamente -dijo Doyle-, no tiene gracia.
– No podemos permitir que la reina continúe esperando -dijo Rhys-. ¿Puedes caminar?
– Ponme de pie y caminaré.
Doyle y Frost lo ayudaron a levantarse.
Se movió con lentitud, artríticamente, como si las articulaciones le dolieran, pero después de que lo acompañaran a las puertas más lejanas, se puso a andar por sus propios medios. Se estaba curando ante nuestros ojos, y su piel absorbía los mordiscos. Era como mirar una película en moviola de las flores abriéndose en primavera.
El aceite contribuyó a acelerar el proceso, pero sobre todo era su propio cuerpo. La sorprendente máquina de carne de un guerrero sidhe. Horas después, los mordiscos estarían curados; dentro de pocos días, el resto del daño habría desaparecido también. A1 cabo de unos días, Galen y yo sofocaríamos el calor existente entre nosotros. Pero tenía que buscar a algún otro para esa noche. Miré a los otros tres guardias como quien mira sus pertenencias, era como ir a tu cocina y comprobar que la alacena está llena de tus galletas favoritas. Ninguno de ellos era un destino peor que la tortura. Sólo era cuestión de elegir cuál. ¿ Cómo decidir entre dos flores perfectas cuando no se trata de amor? No tenía la menor idea. Quizá terminaría lanzando una moneda al aire.
30
Las puertas que se abrían desde la fuente de dolor conducían a una gran antecámara, un cuarto oscuro. La luz blanca que no surgía de ninguna parte parecía muy pálida y muy gris ahí. Algo se movía bajo mis pies. Bajé la cabeza y encontré hojas, hojas secas por doquier. Al levantar la mirada observé que las hojas del emparrado que cubría nuestras cabezas estaban secas y sin vida. Las hojas se habían mustiado o habían caído al suelo.
Toqué las ramas que había cerca de la puerta y no había sensación de vida en ellas. Me dirigí a Doyle.
– Las rosas están muertas -murmuré, como si fuera un gran secreto.
Él asintió.
– Hace años que se están muriendo, Meredith -dijo Frost.
– Muriendo, Frost, pero no muertas.
Las rosas constituían una última defensa para la corte. Si los enemigos penetraban hasta ese punto, las rosas cobrarían vida y les matarían, o lo intentarían, ya fuera estrangulándoles o con las espinas. La vegetación inferior, más joven, tenía espinas como cualquier rosa trepadora, pero había otras, perdidas en el emparrado, que mantenían espinas del tamaño de pequeñas dagas. Pero no eran simplemente una defensa. Eran un símbolo de que en un tiempo había habido jardines mágicos bajo el suelo. Las parras y árboles frutales habían muerto en primer lugar, según me contaron, después lo hicieron las hierbas, y finalmente, lo hacían las flores.
Busqué un signo de vida entre los tallos, pero estaban secos. Envié un halo de poder a las rosas y sentí una respuesta de poder, todavía constante, pero débil, no la presión cálida que debería haber percibido. Toqué delicadamente los tallos más cercanos con los dedos. Sus espinas eran pequeñas, pero secas, como alfileres erguidos.
– Olvídate de las rosas -dijo Frost-. Tenemos problemas más acuciantes.
Me volví hacia él, con una mano todavía en las rosas.
– Si las rosas mueren, si mueren de verdad, ¿entiendes lo que significa eso?
– Muy probablemente, mejor que tú -dijo-, pero también comprendo que no podemos hacer nada por las rosas o por el hecho de que el poder sidhe se esté apagando. Pero si tenemos cuidado, quizá podamos salvarnos esta noche.
– Sin nuestra magia no somos sidhe -dije.
Retiré la mano sin mirar y me pinché un dedo. La pequeña espina oscura era fácil de ver y fácil de quitar con la punta de la uña. Tampoco dolía tanto, no era más que una pequeña gota carmesí en mi dedo.
– ¿Te duele? -preguntó Rhys.
– No -dije.
Un silbido recorrió la habitación como una gran serpiente reptando por la oscuridad. El sonido procedía de encima de nuestras cabezas, y todos miramos hacia arriba. Un estremecimiento recorrió el rosal, y unas cuantas hojas secas cayeron al suelo como una lluvia, sobre nuestro pelo y nuestra ropa.
– ¿Qué ocurre? -pregunté.
– No lo sé -contestó Doyle.
– ¿No deberíamos ir a la otra sala? -dijo Rhys.
Su mano derecha fue a buscar una espada que no estaba allí, pero su izquierda me agarró del brazo, y me tiró hacia la puerta más cercana, de nuevo hacia el pasillo. Ninguno de ellos estaba armado, a no ser que Doyle todavía conservara mi pistola. Y, por algún motivo, no pensé que fuera un arma lo que necesitaba.
Los demás se colocaron en torno a mí como una barrera de carne. La mano de Rhys tocó el pomo de la puerta, y el rosal se derramó por ésta como una lluvia seca. Rhys se echó hacia atrás, apartándome de la puerta y de las ramas. Doyle cogió mi otro brazo, y echamos a correr hacia la puerta más alejada. Los guardias iban demasiado rápido para que pudiera seguirles con tacones altos. Tropecé, pero sus manos me aguantaron de pie y en movimiento, aunque mis pies apenas tocaban el suelo. Frost iba delante de nosotros, en pos de las puertas.
– ¡Deprisa! -gritó.
– Ya lo hacemos -replicó Rhys.
Miré por encima del hombro. Galen no me miraba, me cubría las espaldas sin ningún arma en las manos. Sin embargo, las espinas no le tocaban. El movimiento se percibía por todas partes, como un nido de serpientes, pero los zarcillos secos danzaban encima de mí como un pulpo: iban sólo a por mí. Cuando Doyle y Rhys me adentraron en la sala, las espinas cayeron sobre mi cabeza, rozándome el pelo. Cuando Doyle levantó el cuello para mirar, detecté una mancha escarlata en su rostro: sangre fresca.
Las espinas me envolvían el cabello, intentando apartarme. Me puse a gritar y bajé la cabeza. Rhys me ayudó a sacarme las espinas del pelo, dejando atrás más de un mechón.
Frost consiguió que se abrieran las puertas. Vislumbré luces más brillantes y caras que se aproximaban a nosotros, algunas eran humanas y otras no. Frost gritaba:
– ¡Una espada, dadme una espada!
Un guardia empezó a moverse hacia adelante, blandiendo una espada. Oí una voz:
– ¡No ¡Guardad vuestra espada! -Era la voz de Cel.
Doyle profirió una orden:
– Sithney, ¡danos tu espada!
El guardia de la puerta empezó a desenvainar. Frost estiraba el brazo para cogerla. El rosal se echó hacia el umbral como una ola seca. Hubo un momento en el que Frost podría haberse lanzado hacia afuera, podría haberse salvado, pero regresó a la habitación. La puerta se desvaneció tras una ola de espinas.
Rhys y Doyle me tiraron al suelo. Doyle empujó a Rhys encima de mí. De golpe, quedé bajo un montón de cuerpos. Los rizos plateados de Rhys se derramaron sobre mi cara. Entre su cabello y el brazo de alguien vislumbré una capa negra. Estaba tan apretada contra el suelo que no solamente no podía moverme, sino que apenas podía respirar.
Si hubiera estado encima alguien que no hubiese sido Doyle o Frost, habría esperado gritos. En cambio, sólo aguardaba a que la pila se aligerara a medida que los hombres fueran arrancados por las espinas. Pero seguí sintiendo el mismo peso encima.
Estaba boca abajo, apretada contra la fría piedra del suelo, mirando a través del cabello de Rhys. El brazo que había visto antes estaba desnudo, y era de un blanco ligeramente menos puro, así que era Galen.
La sangre había estado aporreándome los oídos hasta que sólo pude oír el pulso de mi propio cuerpo. Pero los minutos pasaron y no sucedió nada. Mi pulso se calmó. Apreté con las manos las piedras que había debajo de mí. La piedra gris era casi tan suave como el mármol, alisada por centurias de pies caminando sobre ella. Percibía la respiración de Rhys cerca de mi oreja, el sonido de ropa de alguien que se movía por encima de nosotros. Pero sobre todo se oía el sonido de las espinas, un murmullo bajo y continuo, como el rumor del mar.
Rhys murmuró en mi cabello.
– ¿Puedes darme un beso antes de morir?
– No parece que vayamos a morir -dije.
– Para ti es fácil decirlo. Estás debajo de la pila. -El comentario fue de Galen.
– ¿Qué pasa ahí arriba? No puedo ver nada-dije.
– Da gracias por ello -dijo Frost.
– ¿Qué pasa? -pregunté de nuevo, con más fuerza en mi voz.
– Nada. -La voz profunda de Doyle se dejó oír entre el montón de hombres, como si los otros cuerpos llevaran su tono grave como un diapasón por encima de mi espalda-. Y lo encuentro sorprendente -dijo.
– Pareces decepcionado -dijo Galen.
– Decepcionado no -dijo Doyle-, sólo intrigado.
La capa de Doyle desapareció de mi vista, y el peso que sentía sobre mí fue, de golpe, menor.
– ¡Doyle! -grité.
– No temas, princesa. Estoy bien -dijo.
La presión sobre mí se volvió a aligerar, pero no mucho. Me costó unos cuantos segundos entender que Frost se estaba levantando, pero sin mover su cuerpo del montón.
– Esto es muy raro -dijo.
El brazo de Galen desapareció de mi vista.
– ¿Qué hace? -preguntó.
No podía oír a nadie caminando por allí, pero veía a Galen a un lado, arrodillado. Aparté el pelo de Rhys de mi cara como si se tratara de las dos alas de una cortina. Frost también estaba arrodillado al lado de Galen. Doyle era el único que permanecía de pie, solo, al otro lado. Vi de nuevo su capa negra.
Rhys se levantó apoyándose en los brazos.
– Qué extraño -dijo.
Eso fue todo. Tenía que mirar.
– Apártate de mí, Rhys. Quiero mirar.
Bajó su cabeza hacia mi cara para mirarme, aguantándose todavía en sus brazos, pero pegando la parte inferior de su cuerpo al mío. En otras circunstancies, hubiera dicho que lo hacía expresamente. Pero la tela de mi ropa era lo suficientemente fina y su ropa suficientemente ligera para poder asegurar que no era ése el motivo. Mirar a su ojo de un azul de tres tonalidades a sólo unos centímetros de distancia pero de abajo arriba casi me mareó.
– Soy el último cuerpo que te separa de la gran cosa malvada -dijo-. Me iré cuando Doyle me diga que debo hacerlo.
Mirar su pequeña boca moviéndose desde abajo me provocaba dolor de cabeza. Cerré los ojos.
– No hables -dije.
– Claro que -dijo Rhys- bastaría con que miraras hacia arriba. Apartó su cara de nuevo, echándose hacia atrás hasta que se puso de cuatro patas encima de mí como una yegua que amamanta a su potrillo.
Estaba tendida en el suelo, pero echaba mi cuello hacia atrás. Lo único que podía ver eran los zarcillos de las rosas. Colgaban por encima de nosotros como cuerdas delgadas, ruidosas, marrones, que se movían de aquí para allá, casi como si hubiera viento, pero no había viento, y el ruido eran las espinas.
– Además del hecho de que las rosas vuelven a vivir, ¿qué se supone que estoy viendo?
Doyle contestó:
– Son sólo pequeñas espinas que se dirigen hacia ti, Merry.
– ¿Y? -dije.
Se acercó a nosotros.
– Significa que no creo que las rosas tengan intención de hacerte daño.
– ¿Qué otra cosa podrían querer? -pregunté.
Me debería haber sentido estúpida hablando desde el suelo con Rhys encima de mí a cuatro patas. Pero no era así. Quería que hubiera algo, alguien, entre el ruido de las espinas y yo.
– Creo que pueden querer un trago de sangre real -dijo Doyle.
– ¿Qué quieres decir con un trago? -preguntó Galen antes de que pudiera hacerlo yo.
Se volvió a sentar en el suelo, moviéndose de manera que podía ver la mayor parte de su torso. La sangre se había secado dejando puntitos y regueros, pero los mordiscos ya casi habían desaparecido, dejando sólo sangre como prueba de que había sido herido. La parte delantera de sus pantalones estaba empapada de sangre, pero se movía mejor, con menos dificultad. Todo se estaba curando.
Yo no me curaría si las espinas penetraran mi cuerpo. Simplemente me moriría.
– Las rosas, hace tiempo, bebían de la reina cada vez que pasaba por aquí -dijo Doyle.
– Eso era hace siglos -dijo Frost- antes de que ni tan siquiera hubiéramos soñado en viajar a las tierras del oeste.
Me levanté, apoyándome en los codos.
– He pasado debajo de las rosas mil veces en mi vida, y nunca habían reaccionado contra mí, ni tan siquiera cuando todavía conservaban algunas flores.
– Has alcanzado tu poder, Meredith. El país lo reconoció cuando te dio la bienvenida anoche -dijo Doyle.
– ¿Qué quieres decir con que el país lo reconoció? -preguntó Frost.
Doyle se lo explicó. Rhys se inclinó para mirarme de nuevo a la cara en aquel extraño movimiento boca abajo.
– Genial -dijo.
Esto me hizo reír, pero de todos modos empujé su cabeza hacia arriba, apartándola de mi cara.
– El país me reconoce como un poder ahora.
– No sólo el país -dijo Doyle.
Se sentó lejos de mí, extendiendo la negra capa por su cuerpo con un gesto familiar, como si tuviera un montón de capas largas hasta los tobillos. Y así era.
Podía verle la cara. Tenía un aspecto pensativo, como si estuviera sumido en alguna profunda reflexión filosófica.
– Todo esto es fascinante -dijo Rhys-, pero podemos discutir si Merry es la escogida de algo más tarde. Ahora tenemos que salir de aquí antes de que las rosas intenten comérsela.
Doyle me miró, con una cara oscura impasible.
– Sin espadas tenemos muy pocas posibilidades de pasar por alguna de las puertas. Nosotros sobreviviríamos a las peores intenciones de las rosas, pero Merry no. Dado que lo primordial es su seguridad y no la nuestra, tenemos que pensar en una salida que no requiera violencia. Si ofrecemos violencia a las rosas, nos devolverán más violencia. -Movió su mano hacia arriba, señalando vagamente el emparrado-. Parecen tener bastante paciencia con nosotros, por lo que sugiero que utilicemos su paciencia para pensar.
– El país nunca ha visto con buenos ojos a Cel, ni las rosas se han dirigido a él -dijo Frost.
Se arrastró cerca de mí para sentarse al lado de Doyle. No parecía confiar en la paciencia de las rosas tanto como Doyle, y yo estaba de acuerdo con Frost sobre este particular. Nunca antes había visto a las rosas moviéndose, nunca de forma tan repentina. Había escuchado historias, pero nunca pensé ver la realidad yo misma. A menudo, deseaba ver la habitación cubierta de dulces rosas fragantes. Hay que ir con cuidado con lo que uno desea. Por supuesto, ahí no había flores, sólo espinas, y eso no era exactamente lo que yo había deseado.
– No basta con poner la corona en la cabeza de alguien para que sea apto para gobernar-dijo Doyle-. En la antigüedad era la magia, el país, quien escogía a nuestra reina o rey. Si la magia los rechazaba, si el país no los aceptaba, entonces, con o sin línea de sangre, tenía que escogerse un nuevo heredero.
De golpe, fui muy consciente de que todos me observaban. Yo paseé mi mirada de uno a otro. Mostraban expresiones casi idénticas, y casi me asustaba saber lo que estaban pensando.
– No soy la heredera.
– La reina te hará heredera, esta noche -dijo Doyle.
Miré a su cara oscura e intenté descifrar aquellos ojos negros de cuervo.
– ¿Qué quieres de mí, Doyle?
– En primer lugar, déjanos ver lo que pasa cuando Rhys abra el camino de las espinas. Si reaccionan violentamente, no avanzaremos más. En su caso, nos rescatarán los otros guardias.
Rhys preguntó:
– ¿Quieres que lo intente ahora?
Doyle asintió.
– Sí, por favor.
Agarré a Rhys por los brazos y lo coloqué encima de mí.
– ¿Qué pasa si las rosas caen sobre mí e intentan despedazarme miembro a miembro?
– Entonces nos tiraremos sobre tu cuerpo y dejaremos que las espinas nos desgarren antes de que toquen tu carne blanca.
La voz de Doyle era monocorde, vacía, pero aun así interesada. Era la voz que utilizaba en público en la corte cuando no quería que nadie adivinara sus intenciones. Una voz perfeccionada durante siglos de responder a miembros de la realeza que a menudo no estaban demasiado en su juicio.
– La verdad es que no me consuela -dije.
Rhys volvió a mirarme a la cara.
– ¿Cómo crees que me siento? Tengo que sacrificar toda esta carne tonificada y musculosa justo cuando encuentro a alguien más que la puede apreciar.
Esto me hizo sonreír. Vi otra vez su sonrisa invertida, como un gato de Cheshire.
– Si me sueltas los brazos -dijo- prometo tirarme encima de ti al más mínimo indicio de peligro. -Su sonrisa se convirtió en mueca-. De hecho, con tu permiso, me tiraré encima de ti a la más mínima oportunidad.
Me resultó imposible no sonreír. Si tenía que ser descuartizada, era mejor sonreír que poner mala cara. Lo solté.
– Vete, Rhys.
Me dio un beso en la frente y se levantó.
Me quedé tumbada en el suelo. Me puse de costado y miré hacia arriba. Todos los hombres se habían levantado. Estaban de pie sobre mí, pero sólo Rhys me miraba. Los demás continuaban observando las espinas.
Las espinas se balanceaban plácidamente por encima de nosotros, como si estuvieran bailando al son de una música que no podíamos oír.
– No parece que estén haciendo nada -dije.
– Intenta ponerte de pie. -Doyle me ofreció la mano.
Miré aquella mano negra perfecta, con sus uñas pálidas, de un blanco casi lechoso. Luego me fijé en Rhys.
– ¿Te tirarás encima de mí al más mínimo indicio de peligro?
– Rápido como una liebre -dijo.
Sorprendí a Galen mirando a Rhys. No era una mirada amistosa.
– He oído eso de ti -dijo Galen-. Que eras rápido.
– Si quieres ponerte tú abajo la próxima vez, adelante -dijo Rhys-. Lo de el hombre arriba no es la única posibilidad para mí.
Su broma era amarga, y tampoco parecía contento.
– Chicos -dijo Doyle, con un tono de dulce advertencia.
Suspiré.
– Aún no se ha hecho el anuncio formal y ya han empezado las peleas. Y Rhys y Galen son dos de los más sensatos.
Doyle se dobló ligeramente, poniendo su mano a sólo unos centímetros de mí.
– Vamos a afrontar los problemas de uno en uno, princesa. Hacerlo de cualquier otra manera resulta abrumador.
Miré sus ojos oscuros y desplacé mi mano en la suya. Su apretón era firme e increíblemente fuerte y me levantó casi más rápidamente de lo que yo podía resistir. Tuve que agarrarle fuertemente la mano para evitar caerme. Su otra mano me agarró el antebrazo. Por un instante, la situación estuvo muy cerca de un abrazo. Lo miré, pero no detecté en su rostro nada que insinuara que lo hubiese hecho deliberadamente.
Las espinas silbaron con furia por encima de nuestras cabezas. De repente, miré hacia arriba, con las manos en los brazos de Doyle, pero no en busca de apoyo, sino porque estaba aterrorizada.
– ¿Quizá deberías darnos los cuchillos que llevas antes de continuar? -dijo.
Lo miré.
– ¿Vamos muy lejos?
– Las rosas desean beber de tu sangre. Tienen que tocarte en la muñeca o en otro lugar, pero normalmente en la muñeca -dijo.
No me gustaba cómo sonaba esto.
– No tengo conciencia de haberme ofrecido para donar sangre otra vez.
– Primero, los cuchillos, Meredith, por favor -pidió.
Miré a las espinas que temblaban. Un fina rama parecía más baja que el resto. Solté a Doyle y puse una mano en mi corpiño para buscar la navaja dentro del sujetador. La saqué y la abrí. Frost pareció sorprendido y en absoluto contento. Rhys parecía sorprendido pero contento.
– No sabía que pudieras esconder un arma así en una prenda tan pequeña -dijo Frost.
– Quizá no tengamos que hacer tanto trabajo de protección como pensaba -dijo Rhys.
Galen me conocía lo suficiente para saber que en la corte siempre iba armada.
Entregué la navaja a Doyle y me levanté la falda. Cuando la falda estaba a la altura de mis rodillas, noté la atención de los hombres como un peso sobre mi piel. Los miré. Frost apartó la vista como si estuviera incómodo. Pero los demás o bien me miraban la pierna o bien la cara. Sé que habían visto más piel en piernas más largas.
– Si continuáis mirándome así, me lo voy a creer.
– Perdón -dijo Doyle.
– ¿Por qué esta atención repentina, señores? Habéis visto a las damas de la corte con mucha menos ropa.
Continué con la falda levantada hasta quitarme el liguero. Contemplaban cada movimiento igual que los gatos miran a un pájaro en una jaula.
– Pero las damas de la corte están fuera de nuestro alcance. Tú no lo estás -dijo Doyle.
Ah. Saqué el cuchillo del liguero. Dejé que la falda cayera de nuevo a su sitio y miré sus ojos siguiendo el movimiento de la ropa. Me gusta ser observada por los hombres, pero semejante nivel de escrutinio resultaba enervante. Si sobrevivía la noche, hablaría con ellos de esto. Pero como dijo Doyle, un problema cada vez.
– ¿Quién se queda con el cuchillo?
Tres manos pálidas se estiraron hacia él. Miré a Doyle. Al fin y al cabo, era el capitán de la Guardia. Asintió, como si aprobara mi elección. Sabía quién me gustaba más de los tres, pero no sabía quién era mejor con un cuchillo.
– Dáselo a Frost -dijo Doyle.
Le di el cuchillo sosteniéndolo por la punta; lo cogió con una pequeña reverencia. Observé por primera vez que había pequeñas manchas de sangre en su bonita camisa. Se había apoyado en las heridas de Galen. Necesitaba lavar la camisa o las manchas de sangre se secarían.
– Ya sé que Frost se merece una o dos miradas esta noche, Meredith, pero tú te has quedado embobada -dijo Doyle.
Asentí.
– Creo que sí.
Observé las espinas. Tenía un nudo en el estómago y las manos frías. Tenía miedo.
– Estira el brazo hacia el tallo que está más abajo. Te protegeremos hasta el último aliento de nuestros cuerpos. Ya lo sabes.
Asentí.
– Lo sé.
Lo sabía. Incluso lo creía, pero aun así… observé las espinas y mi mirada se fundió en la penumbra. Unos tallos tan grandes como mi pierna se enredaban sobre sí mismos como un montón de serpientes marinas. Algunas espinas eran tan grandes como mi mano, y captaban la luz con un brillo negro y apagado.
Volví a dirigir la mirada hacia abajo, hacia las pequeñas espinas de los tallos que tenía justo encima de la cabeza. Eran pequeñas, pero había un montón: una especie de armadura erizada de espinas.
Respiré profundamente y solté el aire. Empecé a levantar lentamente la mano, con el puño cerrado. Apenas tenía la mano a la altura de la frente cuando el tallo se desprendió hacia abajo como una serpiente por un agujero. Aquella cosa marrón me rodeó la muñeca, y las espinas se me clavaron en la piel como anzuelos en la boca de un pez. Sentí el dolor, agudo e inmediato, un segundo antes de que la primera gota de sangre apareciera en mi muñeca. La sangre resbalaba por mi piel como una caricia. Una lluvia carmesí, espesa y lenta, empezó a caer.
Galen se quedó a mi lado, moviendo sus manos a mi alrededor como si quisiera tocarme pero tuviera miedo.
– ¿No es suficiente? -preguntó.
– Parece que no -dijo Doyle.
Seguí la dirección de su mirada y encontré un segundo zarcillo colgando por encima de mi cabeza. Se detuvo cuando se detuvo el primero, esperando. Esperando a mi invitación a acercarse.
Miré a Doyle.
– Estás de broma. -Hace mucho tiempo que no se alimenta, Meredith.
– Has soportado más dolor que unas cuantas espinas -dijo Rhys.
– Hasta te gustó -dijo Galen.
– El contexto era distinto -dije.
– El contexto lo es todo -dijo, en voz baja. Había algo extraño en su voz, pero no tenía tiempo de descifrarlo.
– Ofrecería mi muñeca en tu lugar, pero no soy el heredero -dijo Doyle.
– Ni yo tampoco, todavía.
El tallo se movió lentamente, acariciándome el cabello como un amante que busca el camino hacia la tierra prometida. Le ofrecí mi otro brazo, con el puño cerrado. El rosal me envolvió la muñeca en un instante. Las espinas se hundieron en mi carne; el tallo se tensó. Ahogué un grito. Rhys tenía razón. Había sufrido penalidades mayores, pero cada dolor es singular, una tortura única. Los tallos se pusieron tirantes, levantando mis manos por encima de mi cabeza. Había tantas espinas que sentía como si algún pequeño animal intentase morderme la muñeca.
Corrió sangre por mis brazos en una lluvia delicada y continua. Al principio, podía sentir cada reguero de sangre, pero mi piel se insensibilizó ante tanta sensación. El dolor de mis muñecas atraía toda mi atención. Los tallos me hicieron poner de puntillas, hasta que su presa fue lo único que me impedía caer. El dolor agudo empezó a desvanecerse en una quemazón. No era veneno. Sólo era mi cuerpo que reaccionaba al dolor.
Oí la voz de Galen como si estuviera lejos.
– Ya basta, Doyle.
Hasta que lo oí no me di cuenta de que había cerrado los ojos. Había cerrado los ojos y me había entregado al dolor, porque sólo abrazándolo podía superarlo, viajar por él hasta el lugar donde no había dolor y yo flotaba en un mar de oscuridad. Su voz me hizo recuperar la conciencia, volví al desgarro de las espinas y a derramar mi propia sangre. Mi cuerpo se estremeció con aquella reacción súbita, y las espinas respondieron a este movimiento lanzándome al aire, sin tocar al suelo.
Grité. Alguien me sujetó de las piernas. Miré hacia abajo hasta descubrir que era Galen.
– Basta ya, Doyle -dijo.
– Nunca han bebido tanto de la reina -dijo Frost. Se había acercado a nosotros, con mi cuchillo en la mano.
– Si cortamos los tallos, nos atacarán -argumentó Doyle.
– Tenemos que hacer algo -dijo Rhys.
Doyle asintió.
Las mangas de mi chaqueta estaban empapadas de sangre. Pensé vagamente que me hubiera gustado ir vestida de negro, disimulaba más la sangre. El pensamiento me provocó una risita tonta. La luz gris parecía nadar a nuestro alrededor. Estaba mareada. Quería que la hemorragia se detuviera antes de tener náuseas. No hay nada como las náuseas provocadas por pérdida de sangre. Uno se siente demasiado débil para moverse y aun así quiere echar el estómago por la boca. Mi miedo se desvanecía en una sensación clara, casi brillante, como si el mundo estuviera rodeado de niebla.
Estaba peligrosamente cerca de desmayarme. Ya no podía aguantar más espinas. Intenté decir «basta», pero no salió ningún sonido. Me concentré en los labios y éstos se movieron, formando la palabra, pero no salió sonido alguno.
Entonces se oyó algo, pero no era mi voz. Los tallos del rosal silbaron y temblaron encima de mí. Levanté la cabeza para mirar, pero el cuello no podía sostenerla. Los zarzillos se enredaban encima de mí como un negra maraña de cuerdas. Las espinas que había alrededor de mi muñeca tiraban hacia arriba. Sólo los brazos de Galen sobre mis piernas impedían que el nido de espinas me levantara. El rosal tiraba de mi muñeca hacia arriba, y Galen me sujetaba, y mi cintura sangraba.
Grité. Grité una palabra:
– ¡Basta!
Los tallos se estremecieron, temblando contra mi piel. La habitación se llenó de golpe de hojas caídas. Se desencadenó una nevada marrón y seca. Percibí un olor fuerte y picante, como hojas de otoño y tras eso, como una segunda ola de aroma, el rico olor de la tierra fresca.
El rosal me dejó en el suelo. Galen me acarició, sosteniéndome en sus brazos a medida que los tallos me soltaban lentamente. Tanto los brazos de Galen como los tallos parecían extrañamente amables, si es que los dientes pueden ser amables mientras intentan darte un mordisco en el brazo.
El sonido de la puerta golpeando otra vez la pared fue el primer indicio que tenía de que los tallos se habían apartado de ella. Galen me sostenía en sus brazos y los tallos todavía mantenían mis muñecas por encima de la cabeza, cuando todos nos volvimos hacia el torrente de luz que procedía de las puertas abiertas.
La luz resplandecía, desconcertante, envuelta en un halo de niebla. Sabía que la luz sólo parecía brillante después de la oscuridad, y creí que el halo de niebla se debía a mi mareo, hasta que de aquella luz surgió una mujer. De cada uno de sus dedos color amarillo pálido se levantaba humo, como si éstos fueran velas recién apagadas.
Fflur entró en la habitación con un vestido completamente negro que daba a su piel amarilla el brillante color de los narcisos. Su pelo amarillo se esparcía por su ropa como una capa brillante que se enredaba en el viento de su propio poder.
Los guardias se repartieron a cada uno de sus lados. Muchos llevaban armas; el resto entró en la habitación con las manos vacías. Había veintisiete hombres en la Guardia de la Reina y el mismo número de mujeres en la Guardia del Rey, las cuales obedecían a Cel en ausencia de rey. Cincuenta y cuatro guerreros, y menos de treinta aparecieron por las puertas.
En la oscuridad, intenté memorizar cada cara, intenté recordar quién había acudido en nuestra ayuda y quién se había quedado rezagado, a salvo. Los guardias que no habían pasado por aquellas puertas habían perdido cualquier oportunidad sobre mi cuerpo.
Pero no me podía concentrar en todas las caras. Detrás de la Guardia apareció un montón de nuevas formas, la mayoría de ellas más bajas y mucho menos humanas.
Habían llegado los trasgos.
Los trasgos no eran criaturas de Cel. Éste fue mi último pensamiento antes de que la oscuridad se apoderase de mi visión y se comiera la niebla que tenía ante mis ojos. Me hundí en aquella bendita oscuridad como una piedra arrojada en el agua profunda, que sólo podía caer y caer, porque no había fondo.
31
Había una luz en la oscuridad. Un puntito blanco que flotaba hacia mí, haciéndose cada vez más grande. Y advertí que no se trataba de luz, sino de llamas: una bola de fuego blanco que avanzaba en la negrura, que avanzaba hacia mí. Y yo no podía escaparme de ella, porque ya no tenía cuerpo. Yo sólo era algo que flotaba en la fría oscuridad. El fuego me envolvió y entonces sí tuve cuerpo. Tuve huesos y músculos, piel y voz. La llama me devoró la piel, sentí los músculos hirviendo, estallando a causa del calor. El fuego me mordió los huesos, me llenó las venas de metal fundido, y empezó a despellejarme de dentro afuera.
Me desperté gritando.
Galen estaba inclinado sobre mí. Su cara fue lo único que me salvó del ataque de pánico. Me sostenía la cabeza y el torso en sus muslos, me acariciaba la frente, me apartaba el cabello de la cara.
– Todo va bien, Merry. Todo va bien. -En sus ojos brillaban lágrimas no derramadas, lágrimas de un verde cristalino.
Fflur se inclinó hacia mí.
– Pobre saludo te traigo, princesa Meredith, pero responder a la reina, yo debo.
Lo cual traducido quería decir que me había sacado de la oscuridad, me había obligado a despertar, y ello por antojo de la reina. Fflur era una de las que se esforzaba en vivir como si el calendario aún no hubiera llegado al año 1000. Habían expuesto sus tapices en el Museo de Arte de San Luis, y al menos dos revistas importantes le habían dedicado reportajes ilustrados. Fflur no quiso ver siquiera los artículos, y bajo ninguna circunstancia la pudieron convencer para que acudiera al museo. También se había negado a conceder entrevistas a la televisión, los periódicos y las mencionadas revistas.
A la segunda conseguí que mi voz no sonara como un grito.
– ¿Has sido tú la que ha sacado las rosas de la puerta?
– Sí -dijo.
Traté de sonreírle, pero apenas lo logré.
– Te has arriesgado mucho al ayudarme, Fflur. No tienes por qué disculparte.
Miró los rostros de quienes nos rodeaban, me puso la punta de un dedo en la frente, y pensó unas palabras: «Más tarde». Quería hablarme más tarde, pero no quería que lo supiera nadie. Entre otras de sus virtudes estaba la de sanar. Podría haber comprobado mi estado de salud con el mismo gesto, así que nadie sospechó.
Yo no me atreví siquiera a asentir, lo mejor que pude hacer fue mirar al fondo de sus ojos negros. Éstos contrastaban de un modo tan extraordinario con todo aquel amarillo que parecían los ojos de una muñeca. La miré a los ojos e intenté explicarle de este modo que la había entendido. Todavía no había visto el salón del trono y ya estaba metida hasta el cuello en las intrigas de la corte. Típico.
Mi tía se arrodilló a mi lado en una nube de piel y vinilo. Tomó mi mano derecha entre las suyas, acariciándola, manchándose de sangre los guantes de piel.
– Doyle me dice que te has pinchado el dedo con una espina, y las rosas han cobrado vida.
La miré e intenté en vano interpretar su expresión. Me dolían las muñecas con una quemazón aguda que me llegaba hasta los huesos. Sus dedos seguían jugueteando con las heridas frescas, y cada vez que el guante de piel pasaba sobre ellas, me hacía estremecer.
– Me he pinchado el dedo, sí. Lo que ha provocado que las rosas cobrasen vida es interpretación de cada cual.
Andáis sostuvo mi mano con las suyas, esta vez con delicadeza, contemplando las heridas con expresión de… asombro.
– Ya había perdido la esperanza en nuestras rosas. Una pérdida más en un mar de pérdidas.
Sonrió, y parecía una sonrisa genuina, pero le había visto utilizar la misma mientras torturaba a alguien en su dormitorio. No porque la sonrisa fuera sincera había que confiar en ella.
– Me alegro de que estés satisfecha -dije, con una voz tan neutra como pude.
Entonces se puso a reír y me apretó las heridas: noté cada costura de los guantes de piel. Apretó con una presión constante y lenta, hasta que dejé escapar un pequeño gemido de dolor. Esto pareció alegrarla, y me soltó. Se levantó entre un rumor de faldas.
– Cuando Fflur te haya curado las heridas, podrás reunirte con nosotros en el salón del trono. Ansío tu presencia a mi lado.
Se volvió y los reunidos se apartaron a su paso, formando un túnel de luz que conducía al salón del trono. Eamon, una sombra de cuero negro, salió de entre la multitud para ofrecerle el brazo.
Un pequeño trasgo, con una serie de ojos que formaban una especie de collar en su frente, se arrodilló a mi lado, en las faldas negras de Fflur. Los ojos del trasgo me miraron, la miraron a ella, de nuevo a mí, luego a ella, pero lo que realmente centraba su atención era la sangre. Era un trasgo pequeño, de apenas medio metro. El círculo de ojos lo distinguía como uno de los más guapos entre sus congéneres. A esa marca la llamaban «collar de ojos», y pronunciaban la expresión con el tono que los humanos utilizan para hablar de pechos grandes o culos prietos.
La reina podía pensar lo que quisiera sobre las rosas. Yo no creía que una gota de mi sangre hubiese inspirado a las rosas moribundas. Creía que mi sangre real me había salvado, pero el ataque inicial… Sospeché otro hechizo, escondido en algún lugar entre las espinas. Se podía realizar si alguien tenía el suficiente poder.
Enemigos no me faltaban. Lo que necesitaba eran amigos, aliados.
Dejé resbalar mi mano por la cadera, como si se fuera a desmayarme. La herida estaba a sólo unos centímetros de la pequeña boca del trasgo, que se echó hacia ella y la lamió con una lengua áspera como la de un gato. Dejé escapar un pequeño sonido y el trasgo se encogió.
Galen lo apartó de la manera en que uno se quita a un perro de encima. Pero Fflur cogió al trasgo por el pescuezo.
– Tragón, ¿qué pretendes con esta impertinencia? -Empezó a apartarle.
La detuve.
– No, ha probado mi sangre sin mi permiso. Pido recompensa por semejante abuso.
– ¿Recompensa? -preguntó Galen.
Fflur continuaba agarrando al pequeño trasgo. La hilera de ojos pestañeaba.
– No quería. Lo siento, lo siento. -El trasgo tenía dos brazos principales y dos pequeños e inútiles. Los cuatro, brazos retorcidos, con unos dedos pequeños rematados por garras que abría y cerraba.
Frost levantó con las dos manos al trasgo de Fflur. No empuñaba mi cuchillo. Tendría que acordarme de pedirle que me lo devolviera. Pero, de momento, tenía otros problemas.
– Tengo que curarte las heridas -dijo Fflur-, o perderás más sangre.
Hice un gesto de negación
. -Todavía no.
– Merry -dijo Galen-, deja que te cure las heridas.
Observé su expresión de preocupación. Se había educado en la corte, igual que yo. Debería haber sabido que no era el momento de curar las heridas. Era el momento de la acción. Lo miré a la cara. No a su cara graciosa y franca, o a sus pálidos rizos verdes, o aquella risa que se la iluminaba, lo miré como debió haberle mirado mi padre cuando decidió entregarme a otra persona. No tenía tiempo de explicar cosas en las que Galen ya debería haber pensado. Observé al grupito congregado a mi alrededor: un grupito de curiosos ante un accidente de tráfico, sólo que más elegantes y más exóticos.
– ¿Dónde está Doyle?
Se produjo un movimiento entre los reunidos, a mi derecha. Doyle dio un paso adelante. Parecía muy alto visto desde el suelo. Un pilar con capa negra que se cernía sobre mí. Sólo los pendientes con plumas de pavo real que enmarcaban su rostro suavizaban un poco el aspecto absolutamente intimidador de su figura. Su expresión y el porte eran los del viejo Doyle. La Oscuridad de la Reina estaba a mi lado, y las plumas de colores parecían fuera de lugar. Lo habían vestido para una fiesta y se encontraba en medio de una batalla. Su semblante no decía nada, aunque de hecho su absoluta inexpresividad ya revelaba que no era feliz.
De repente, volví a sentirme confusa y vagamente asustada ante ese hombre oscuro que había estado al lado de mi tía. Sin embargo, en ese momento no estaba a su lado, sino al mío. Me acomodé de nuevo en el regazo de Galen y encontré consuelo en sus caricias, pero era a Doyle a quien pedí ayuda.
– Tráeme a Kurag si quiere rescatar a este ladrón -dije.
Doyle arqueó una ceja.
– ¿Ladrón?
– Bebió de mi sangre sin que le invitara. El único robo más importante entre los trasgos es el robo de carne.
Rhys se arrodilló a mi otro lado.
– He oído decir que los trasgos pierden mucha carne durante el acto sexual.
– Sólo si se acuerda con anterioridad -dije.
Galen se inclinó hacia mí. Murmuró:
– Si te sientes tan débil por la hemorragia que no puedes acostarte con nadie esta noche… -Rozó mi mejilla con sus labios-. No creo que resistiera contemplarte en uno de sus espectáculos de sexo. Tienes que ponerte bien para meterte en la cama con alguien esta noche, Merry. Deja que Fflur te cure las heridas.
Con el rabillo del ojo veía su cara como un borrón pálido, sus labios como una nube rosa al lado de mi mejilla. No es que estuviese equivocado, pero no pensaba más allá de lo inmediato.
– Tengo un uso mejor para mi sangre que empapar vendas.
– ¿De qué estás hablando? -preguntó Galen.
Doyle contestó:
– Los trasgos consideran cualquier cosa que proceda del cuerpo más valiosa que las joyas o las armas.
Galen lo miró. Sentí el movimiento de su pecho cuando suspiró.
– ¿Y qué tiene esto que ver con Merry? -Pero había algo en su voz que reveló que conocía la respuesta.
Doyle apartó de mí sus ojos oscuros para clavarlos en Galen
. -Eres demasiado joven para recordar las guerras de los trasgos.
– Merry también -dijo Galen.
Los ojos negros se posaron de nuevo en mí.
– Es joven, pero conoce la historia. -Volvió a dirigir su mirada a Galen-. ¿Conoces tú la historia, joven cuervo?
Galen asintió. Tiró de mí en su regazo para alejarme de Fflur, para alejarme de todo el mundo. Me abrazó y mis brazos mancharon su piel de sangre.
– Conozco la historia. Lo que pasa es que no me gusta.
– Todo va bien, Galen -dije.
Me miró, asintiendo, pero sentí que no me creía.
– Ve a buscar a Kurag -dije a Doyle.
Éste miró a la multitud que esperaba.
– Sithney Nicca, traed aquí al rey de los trasgos.
Sithney se volvió acompañado por un remolino de largo cabello castaño. No vi el pelo color púrpura oscuro de Nicca; el pálido brillo de su piel de lila debería haber destacado entre las pieles negras y blancas de la corte. Pero si Doyle lo llamaba, estaba allí.
La multitud se apartó y entró Kurag con su reina al lado. Los trasgos, como los sidhe, consideraban que el consorte real era un miembro armado, no alguien que tuviera que ser escondido y protegido. Ella tenía muchos ojos en la cara. La boca ancha y sin labios mostraba unos colmillos lo suficientemente largos como para intimidar a cualquiera. Algunos trasgos tenían veneno en sus cuerpos, y apostaba a que la nueva reina de Kurag era una de éstos. Sus ojos, el veneno y un juego de brazos alrededor de su cuerpo como una colección de serpientes la convertían en el ideal de belleza entre los trasgos, aunque sólo podía presumir de un juego de piernas arqueadas. Las piernas adicionales eran la muestra más rara de belleza entre los trasgos. Keelin no apreciaba su buena suerte.
La reina de los trasgos mostraba un aire de satisfacción, prueba de que tenía ante mí a una mujer que comprendía su auténtico valor y sabía cómo sacar partido de él. El juego de brazos se pegaba al cuerpo de Kurag, acariciándolo. Un par de brazos se había deslizado entre las piernas del rey para acariciar tanto su miembro como sus testículos a través de la fina tela de los pantalones. El hecho de que sintiera el impulso de hacer algo tan explícitamente sexual cuando me la presentaron era un indicio de que me consideraba una rival.
Mi padre consideraba importante que yo conociera bien la corte de los trasgos. La habíamos visitado muchas veces, del mismo modo que ellos habían visitado nuestra casa. Él había dicho: «Los trasgos son los que más luchan en nuestras guerras. Son ellos, no los sidhe, la columna vertebral de nuestros ejércitos.»
Esto había sido verdad desde la última guerra de trasgos, cuando firmamos un tratado que se había mantenido. Kurag se encontraba tan a gusto con mi padre que había pedido mi mano como consorte. El resto de los sidhe lo consideraron una ofensa, y algunos hablaron incluso de declarar la guerra. Los trasgos, por su parte, consideraron su deseo de tener una esposa con aspecto tan humano como la máxima expresión de la perversión y hablaban a espaldas suyas de buscar un nuevo rey. No obstante, otros trasgos veían lo beneficioso que era tener una reina con sangre de sidhe. Entonces hizo falta una buena dosis de diplomacia para alejarnos de la guerra o de una boda con un trasgo. Fue poco después de esto que se anunció mi compromiso con Griffin.
Kurag se cernía sobre mí. Su piel era de un tono amarillo similar al de Fflur, pero mientras que la de ella era delicada y perfecta como el marfil, la piel de Kurag estaba cubierta de verrugas y protuberancias. Cada imperfección de su piel era una marca de belleza. Un ojo sobresalía de una gran protuberancia de su hombro derecho, un ojo errante, así lo llamaban los trasgos, porque estaba apartado de la cara. De niña, me gustaba aquel ojo, la manera que tenía de moverse con independencia de su cara; me gustaban los tres ojos que le agraciaban sus rasgos anchos y marcados. El ojo de su hombro era del color de las violetas, con unas pestañas negras muy largas. Se abría una boca justo encima de su pezón derecho, una boca de carnosos labios rojos, con unos pequeños dientes blancos. Una delgada lengua rosa lamía aquellos labios, y salía aire de aquella boca. Si uno ponía una pluma delante de aquella segunda boca, ésta la soplaba hacia arriba. Mientras mi padre y Kurag hablaban, me entretenía mirando aquel ojo, y aquella boca y los dos brazos gemelos que salían de forma poco elegante desde el costado derecho de Kurag. Jugábamos a cartas, aquel ojo, aquella boca, aquellos brazos y yo. Siempre había pensado que Kurag era muy inteligente para poder concentrarse en cosas tan dispares a la vez.
Lo que no supe hasta la adolescencia era que había dos piernas delgadas debajo del cinturón de Kurag, del lado derecho, completadas con un pene pequeño pero completamente funcional. La concepción del cortejo entre los trasgos era poco sutil, por no decir grosera. La proeza sexual era muy importante entre ellos. Cuando me mostré apática ante la proposición de Kurag, éste se bajó los pantalones y me mostró tanto su propio miembro como el de su gemelo parásito. Yo tenía dieciséis años y todavía recuerdo el horror de darme cuenta de que había otro ser atrapado en el cuerpo de Kurag. Otro ser con suficiente inteligencia para jugar a cartas con un niño cuando Kurag no prestaba atención. Había una persona entera atrapada allí dentro. Una persona completa que, si la genética hubiese sido más generosa, podría haber tenido otro ojo de lavanda.
Nunca volví a encontrarme a gusto con Kurag después de esto. No había sido por la proposición ni por la revelación de su hombría extraordinaria. Fue la visión de ese segundo pene, largo y erecto, independiente de Kurag y deseoso de mí. Cuando los rechacé a los dos, aquel único ojo color lavanda había derramado una solitaria lágrima.
Tuve pesadillas durante semanas. Los miembros adicionales estaban bien, pero un ser atrapado dentro de otra persona… No tengo palabras para describir ese tipo de horror. La segunda boca podía respirar, de manera que obviamente tenía acceso a los pulmones, pero carecía de cuerdas vocales. No estaba segura de si esto era una bendición o una última maldición.
– Kurag, rey de los trasgos, te saludo. Mellizo de Kurag, Carne del Rey Trasgo, te saludo a ti también.
Los delgados brazos situados al lado del pecho al desnudo del rey me saludaron. Yo saludaba a los dos desde la noche en que supe que la persona con la que había estado jugando a cartas y juegos estúpidos, como soplar plumas, en realidad no era Kurag. Que supiera, yo era la única que siempre saludaba a los dos.
– Meredith, princesa sidhe, saludos de nosotros dos.
Sus ojos naranja me miraron desde arriba, el más grande suspendido ligeramente por encima y entre los otros dos, como el ojo de un cíclope. La mirada que me dirigió era la que dirigiría cualquier hombre a una mujer a la que desea. Una mirada tan obvia que sentí cómo el cuerpo de Galen se tensaba. Rhys se levantó para situarse junto a Doyle.
– Me honras con tus atenciones, rey Kurag -dije.
Era un insulto entre los trasgos que un hombre no mirara a una mujer de forma impúdica. Significaba que era fea y estéril, inválida para el deseo.
La reina mantenía sus manos sobre Kurag, pero llevó una de ellas a un costado, donde yo sabía que estaban los otros genitales. Su laberinto de ojos me observó mientras sus manos se ocupaban en los genitales. Las dos bocas de Kurag respiraban de forma entrecortada.
Si no nos dábamos prisa íbamos a presenciar el momento en que la reina lo llevaba a él, a ellos, al orgasmo. Los trasgos no veían nada malo en disfrutar del sexo en público. Era una proeza masculina llegar al orgasmo varias veces en un banquete, y se apreciaba a la mujer capaz de conseguirlo. Por supuesto, el trasgo que aguantaba durante mucho tiempo las atenciones de una mujer era muy valorado entre ellas. Si un trasgo tenía problemas sexuales como eyaculación precoz o impotencia o, en el caso de las mujeres, frigidez, todo el mundo lo sabía. Nada se ocultaba.
Los ojos de Kurag se dirigieron a Frost y al pequeño trasgo que el guardia sujetaba. Para captar la atención plena del rey, su reina debería haber estado en otra habitación.
– ¿Por qué retienes a uno de mis hombres?
– Esto no es un campo de batalla, y yo no soy carroña -dije.
Kurag parpadeó. El ojo de su hombro pestañeó un segundo 0 dos más tarde que los tres ojos principales. Se volvió hacia el pequeño trasgo.
– ¿Qué has hecho?
– Nada, nada -farfulló el pequeño trasgo.
Kurag centró su atención en mí.
– Cuéntame, Merry. Éste miente más que habla.
– Bebió de mi sangre sin mi permiso.
Sus ojos volvieron a parpadear.
– Eso es una acusación grave.
– Quiero una recompensa por la sangre robada.
Kurag sacó un gran cuchillo de su cinturón.
– ¿Quieres su sangre?
– Bebió de una princesa de la alta corte de los sidhe. ¿Piensas realmente que obtener su sangre es un trato justo?
Kurag me miró.
– ¿Qué sería un trato justo? -Parecía desconfiado.
– Tu sangre por la mía -dije.
Kurag apartó las manos de la reina de su cuerpo. Dejó escapar un grito, y se vio forzado a mover la mano con suficiente fuerza para que ella cayera al suelo. No la miró para ver cómo había caído, o si se encontraba bien.
– Compartir sangre significa algo entre los trasgos, princesa.
– Sé lo que significa -dije.
Kurag me miró con sus ojos amarillos.
– Podría simplemente esperar hasta que perdieras suficiente sangre para convertirte en carroña -dijo.
Su reina se puso a su lado.
– Yo podría acelerar el proceso.
Blandió un cuchillo más largo que mi antebrazo; la hoja brillaba débilmente.
Kurag se volvió hacia ella dando un gruñido.
– No es de tu incumbencia.
– Compartirías sangre con ella, que no es reina. Sí es de mi incumbencia. -Lanzó una puñalada.
La hoja de plata se movió con demasiada rapidez para que yo pudiera seguir el movimiento con la mirada. Kurag sólo tuvo tiempo de estirar un brazo, en un esfuerzo por evitar que el cuchillo se hundiera en su cuerpo. El cuchillo abrió su brazo en una explosión carmesí. Su otro brazo, el principal, golpeó de lleno la cara de la reina. Se escuchó un crujido de huesos rotos, y ella cayó al suelo por segunda vez. Su nariz explotó como un tomate maduro. Dos de los dientes situados entre sus colmillos se habían roto. Si brotaba sangre de su boca, se perdía entre la sangre que le manaba de la nariz. El ojo más cercano a la nariz había saltado de su órbita y aparecía encima de su mejilla como una bola colgada de un hilo.
Kurag le arrebató el cuchillo de debajo de los pies. Volvió a golpearle, y esta vez ella dio una vuelta sobre sí misma y se quedó quieta. Había tenido más de un motivo para no querer casarme con Kurag.
El rey de los trasgos se inclinó sobre la reina caída. Sus gruesos dedos comprobaron que todavía respiraba, que su corazón seguía latiendo. Asintió para sí mismo y la levantó en brazos. La sostenía dulcemente, con ternura. Pronunció una orden, y un trasgo salió de entre la multitud.
– Llévala a nuestra colina. Procura que le curen las heridas. Si se muere, haré que te corten la cabeza.
Los ojos del trasgo miraron un instante la cara del rey antes de bajar la mirada. Por un momento percibí una expresión del más puro miedo en el rostro del trasgo. El rey había golpeado a la reina, casi la había matado, pero si moría sería culpa del guardia. De esta manera, el rey se declaraba inocente y podría encontrar rápidamente a otra reina. Si la hubiera matado delante de tantos testigos reales, podrían haberle forzado a renunciar al trono o hacerle pagar con su vida. Sin embargo, seguía viva cuando la depositó con ternura en los brazos del guardia: las manos del rey estarían limpias si la reina moría. Aunque era poco probable que muriese la reina de los trasgos. Los trasgos eran una raza fuerte.
Un segundo guardia trasgo, de menor estatura aunque más fornido que el primero, cogió el cuchillo de la reina que le entregó Kurag y siguió al primer guardia. Kurag tenía derecho a ejecutar a ambos si la reina moría. Una de las cosas que los miembros de la realeza aprenden pronto es a descargarse de culpa. Descargarse de culpa y salvar la cabeza. Era como jugar con la Reina Roja de Alicia en el país de las maravillas. Si decías algo equivocado, o no decías lo correcto, podías perder la cabeza. Hablando metafóricamente, o no.
Kurag se volvió hacia mí.
– Mi reina nos ha ahorrado el problema de abrirme las venas.
– Entonces sigamos con ello. Estoy perdiendo sangre -dije. Galen todavía tenía sus manos en mis muñecas, y me di cuenta de que me estaba apretando las heridas.
Lo miré.
– Galen, no pasa nada. -Mantuvo sus manos apretadas en torno a mis muñecas-. Galen, por favor, suéltame.
Me miró, abrió la boca como si fuera a decir algo; luego la cerró y me soltó lentamente las muñecas. Sus manos estaban manchadas con mi sangre. Pero la presión ejercida había disminuido la hemorragia, o quizá fueron sólo las caricias de Galen. Quizá no era sólo mi imaginación lo que convertía sus manos en un alivio.
Me ayudó a levantarme. Tuve que apartarle las manos para poder mantenerme en pie yo sola. Separé las piernas para conseguir un buen equilibrio sobre mis tacones, y encaré a Kurag.
Le llegaba al esternón, y sus hombros eran casi tan anchos como yo alta. La mayoría de los sidhe eran altos, pero los trasgos más altos eran realmente corpulentos.
Fflur se había puesto a mi lado para unirse a Galen, Doyle y Rhys. Frost estaba de pie a un lado, con el pequeño trasgo colgando de sus manos. Había una gran presión de cuerpos a nuestro alrededor: sidhe, trasgos y demás. Pero yo sólo tenía ojos para el rey de los trasgos.
– Aunque pido disculpas por la grosería de mi hombre -dijo Kurag-, no puedo ofrecerte mi sangre sin obtener algo a cambio.
Le tendí la mano derecha, y puse la mano izquierda en la boca roja de su pecho.
– Bebe entonces, Kurag, rey de los trasgos.
Acerqué mi muñeca derecha tanto como pude a su boca principal. Levantar la mano tan por encima de la cabeza me mareaba. Presioné mi muñeca izquierda contra la boca abierta de su pecho, y fueron estos labios los que se cerraron en torno a mi piel en primer lugar, esta lengua la que hurgó en la herida para que brotara sangre fresca. La lengua de aquella boca era delicada y humana, no como la áspera lengua de gato del pequeño trasgo.
Kurag bajó la cabeza hasta mi muñeca, con cuidado de no utilizar sus manos para mantener la herida cerca de él. Usar las manos habría sido grosero y se habría considerado como una insinuación sexual. Su boca era áspera como papel de lija, incluso más áspera que la del pequeño trasgo. Me raspó la herida y me hizo ahogar un grito. La boca de su pecho succionaba como un niño; la lengua de Kurag continuó lamiendo hasta que surgió sangre fresca. Cuando puso sus labios alrededor de mi herida, se metió en la boca casi toda mi muñeca. Sus dientes me mordían la carne y me hacían daño a medida que aumentaba la succión. En cambio, la boca más pequeña de su pecho era mucho más delicada.
La boca de Kurag trabajaba en mi muñeca. Cuando me había acostumbrado a su succión, sus dientes rasparon la herida y su lengua se desplazó en un movimiento amplio y doloroso. Estuvo lamiendo la herida durante mucho tiempo. Me recordó una de esas competiciones de beber cervezas en las que tomas todas las que puedes sin vomitar.
Pero finalmente, Kurag apartó la cabeza de mi muñeca. Yo aparté mi mano izquierda de su pecho; los labios me besaron fugazmente cuando me retiré.
Kurag esbozó una sonrisa, mostrando sus dientes amarillentos manchados de sangre.
– Mejóralo si puedes, princesa, aunque las sidhe siempre me han parecido demasiado remilgadas para una buena actuación con la lengua.
– No has conocido a las sidhe adecuadas, Kurag. Todas las que he conocido tenían… -bajé el tono de mi voz y le lancé una mirada insinuante- talento oral.
Kurag se rió entre dientes. Fue una risa débil y malvada, pero apreciativa.
Me tambaleé un poco, pero me mantuve en pie y eso era lo único que se necesitaba. Sin embargo, no iba a aguantar mucho más.
– Es mi turno -dije.
Kurag sonrió.
– Chúpame, dulce Merry, chúpame fuerte.
Hubiera sacudido la cabeza si no hubiera estado convencida de que eso me marearía todavía más.
– Nunca cambiarás, Kurag -dije.
– ¿Por qué tendría que cambiar? -dijo-. Ninguna mujer con la que me haya acostado en más de ochocientos años se ha ido insatisfecha.
– Sólo sangrando -dije. Parpadeó, y volvió a reír.
– Si no hay sangre, ¿dónde está la gracia?
Traté en vano de no sonreír.
– Hablas mucho para no haberme ofrecido todavía tu sangre. Me tendió el brazo. Manaba sangre de él en grandes chorros rojos. La herida que me ofreció era más profunda de lo que había parecido, una profunda hendidura como una tercera boca.
– Tu reina tenía la intención de matarte -dije.
Miró hacia la herida, sonriendo todavía.
– Sí, es cierto.
– Pareces complacido -dije.
– Y tu, princesa, parece que estés retrasando el momento de colocar en mi cuerpo tu boquita blanca.
– La sangre de sidhe puede ser dulce -dijo Galen-, pero la sangre de trasgo es amarga.
Era un antiguo proverbio entre nosotros, que por lo demás no era cierto.
– Mientras la sangre sea roja, siempre tiene más o menos el mismo gusto -dije.
Bajé la boca hacia la herida. No podía hacer nada parecido a meterme en la boca todo el brazo de Kurag, como había hecho él con mi muñeca, pero chuparle la sangre tenía que ser más que un simple beso de mis labios. La succión de sangre era una forma apasionada de compartir, y no mostrar pasión se consideraba un insulto.
El arte de succionar una herida consiste en hacer brotar sangre desde lo más profundo. Hay que empezar despacio, trabajar en su interior. Chupé la piel en el lado menos profundo de la herida con largos y firmes lametones. Uno de los trucos para beber mucha sangre es tragar a menudo. El otro truco consiste en concentrarse en cada tarea por separado. Me concentré en lo áspera que era la piel de Kurag, en la protuberancia que parecía formar un nudo al final de la herida. Me concentré en ese nudo, haciéndolo rodar por mi boca durante un segundo para reunir el coraje preciso para lamer la herida. Me gusta un poco de sangre, un poco de dolor, pero esa herida era profunda y fresca, en cierto modo excesiva.
Volví a lamer dos veces el lado poco profundo de la herida y a continuación, detuve mi boca allí. La sangre manaba demasiado deprisa y me provocaba convulsiones al tragar. Respiraba por la nariz, pero aun así había demasiado líquido dulce y metálico. Demasiado para respirar, demasiado para tragar. Luché por contener una arcada e intenté concentrarme en algo distinto. Los bordes de la herida estaban muy limpios y suaves: buena prueba de que el cuchillo estaba bien afilado. Me hubiera ayudado poder tocar a Kurag con las manos, tener alguna otra sensación. Era consciente de que mis manos se tensaban en el aire como si intentaran encontrar algo en lo que agarrarse. Pero no lo podía evitar. Tenía que hacer algo.
Una mano me rozó las puntas de los dedos, y la agarré, la apreté. Mi otra mano se desplazó en el aire hasta que también la agarraron. Pensé que era Galen, por la delicada perfección de las puntas de sus dedos, pero la palma y los dedos estaban llenos de callos causados por la espada y el escudo. Eran demasiado rugosas para tratarse de Galen. Eran manos que se habían estado ejercitando en las armas mucho más tiempo de lo que había vivido Galen. Estas manos agarraban las mías, respondiendo a mi presión, apretándolas mientras yo me aferraba a esa sensación.
Tenía la boca contra el brazo de Kurag, pero concentraba la atención en mis manos y en la fuerza que me retenía. Podía sentir cómo unos brazos tiraban de mí y me obligaban a colocar las manos por detrás de la espalda y luego a subirlas: un dolor suave que me distraía, exactamente lo que necesitaba.
Me separé de la herida, jadeé y un instante después pude por fin respirar correctamente. Tuve una arcada, pero las manos tiraron de mis brazos hacia arriba y pude contenerme. Pasó el momento crítico y me sentí bien. No iba a ponerme en ridículo vomitando toda aquella buena sangre.
Las manos se aflojaron y el dolor de mis brazos se alivió; las manos ya sólo eran algo a lo que agarrarse.
– Ummm… -dijo Kurag- esto ha estado bien, Merry. Eres, ciertamente, la hija de tu padre.
– Todo un cumplido, viniendo de ti, Kurag.
Me separé de él y tropecé. Las manos me levantaron y permitieron que me apoyara en el pecho de su propietario. Sabía quién era antes de volverme para mirar. Doyle me observaba mientras yo me apoyaba en su cuerpo, con mis manos todavía entre las suyas. Articulé una palabra:
– Gracias.
Asintió levemente con la cabeza. No hizo ningún movimiento para soltarme, y yo no hice ningún movimiento para liberarme de la presión de su cuerpo. Temía caerme si me apartaba de él y le soltaba las manos. Pero fue también en ese momento cuando me sentí segura. Sabía que si me caía, él me cogería.
– Mi sangre está en tu cuerpo y la tuya en el mío, Kurag -dije-. Somos hermanos de sangre hasta la próxima luna.
Kurag asintió.
– Tus enemigos son mis enemigos. Tus amigos son mis amigos.
– Dio un paso adelante, cerniéndose sobre mí e incluso sobre Doyle-. Seremos aliados de sangre durante una luna si…
Lo miré.
– ¿Si qué? El ritual se ha completado.
Kurag levantó sus tres ojos y miró a Doyle.
– Tu Oscuridad sabe lo que quiero decir.
– Todavía es la Oscuridad de la Reina -dije.
Los ojos de Kurag me miraron, y luego se dirigieron a Doyle.
– No está aguantando las manos de la reina.
Empecé a apartarme de Doyle, pero él me apretó las manos todavía más, y yo decidí relajarme.
– No te incumbe en absoluto a quien sostiene las manos Doyle, Kurag.
Los ojos de Kurag se estrecharon.
– ¿Es Doyle tu nuevo consorte? He oído un rumor de que ése es el motivo por el que regresabas a la corte, para escoger a un nuevo consorte.
Puse las manos de Doyle en mi cintura.
– No tengo consorte. -Me recosté en los brazos de Doyle. Durante un segundo, se puso tenso, pero acto seguido sentí que uno a uno sus músculos se iban relajando-. Aunque puede decirse que he salido a ver qué hay en el mercado.
– De acuerdo, de acuerdo -dijo Kurag.
Podía sentir la tensión en Doyle, aunque no creo que nadie más lo captara. Había algo que se me escapaba, pero no sabía qué.
– Si no tienes consorte puedo pedir otra cosa o considerar rota la alianza.
– No lo hagas, Kurag -dijo Doyle.
– Invoco el derecho de carne -anunció Kurag.
– Ha tomado tu sangre de manera poco leal-dijo Frost-. Sabe quiénes son tus enemigos, y el rey de los trasgos les tiene miedo.
– ¿Estás llamando cobarde a Kurag, el rey de los trasgos? -preguntó Kurag.
Frost se puso bajo el brazo el pequeño trasgo que estaba agarrando, dejando libre su otra mano, aunque todavía desarmado.
– Sí, te llamo cobarde, si te escondes detrás de la carne.
– ¿Qué es el derecho de carne? -pregunté. Empecé a separarme de Doyle, pero me lo impidió. Lo miré-. ¿Qué pasa, Doyle?
– Kurag intenta esconder su cobardía detrás de un ritual muy antiguo.
Kurag hizo una mueca. Llamar cobarde a alguien en cualquiera de las cortes solía terminar en un duelo. Kurag estaba siendo muy razonable.
– No temo a ningún sidhe -dijo-. Invoco la carne no para salvarme de sus enemigos, sino para unir mi carne con la suya.
– Ya estás casado -dijo Frost-. El adulterio es un crimen entre los sidhe.
– Pero no entre los trasgos -aseguró Kurag-. Así pues, mi estado matrimonial no supone ningún inconveniente, sólo el suyo. Me aparté de Doyle, pero el movimiento fue demasiado rápido y me hizo tambalear. Afortunadamente Fflur me agarró por el codo y no llegué a caer.
– Voy a curarte las muñecas -dijo.
No podía discutir.
– Gracias -le dije. Mientras ella empezaba a cubrirme las muñecas, yo me volví hacia los hombres-. Que alguien me explique por favor de qué está hablando.
– Con mucho gusto -dijo Kurag-. Tu enemigo es el mío y tengo que ayudarte a defenderte contra fuerzas poderosas, por lo que mi amigo tiene que ser completamente tu amigo. Compartiremos carne igual que compartimos sangre.
– ¿Estás hablando de sexo? -preguntó Galen.
Kurag asintió.
– Sí.
Yo dije:
– No.
– Oh, no -dijo Galen.
– Si no compartimos carne, no hay alianza -dijo Kurag.
– Entre los sidhe -dijo Doyle- tus votos de matrimonio todavía son sagrados. Meredith no puede ayudarte a que engañes a tu esposa como tampoco puede engañar a su propio esposo. La regla de la carne sólo puede aplicarse cuando ninguna de las partes está comprometida.
Kurag torció el gesto.
– Maldita sea. -Me miró-. Siempre te me escapas, Merry.
– Sólo porque siempre haces trampas para llegar a mi cama.
Había llegado un sirviente con un cuenco de agua, y lo sostenía mientras Fflur me lavaba las muñecas. Abrió una botella de antiséptico y me empapó con él ambas muñecas.
– En una ocasión, te hice una oferta de matrimonio válida -dijo Kurag.
– Tenía dieciséis años -dije-. Me asustaste.
Fflur me secó las muñecas.
– Soy demasiado hombre para ti, ¿verdad?
– Vosotros dos juntos sois demasiado para mí, Kurag, tienes razón -dije.
Su mano se dirigió hacia sus genitales adicionales. Una sola caricia provocó un abultamiento debajo de sus pantalones.
– Se ha invocado la carne -dijo Kurag, todavía con la mano en su costado-. No se puede deshacer hasta que reciba respuesta.
Miré a Doyle.
– ¿Qué quiere decir?
Doyle sacudió la cabeza.
– No estoy seguro.
Una segunda sirvienta trajo una bandeja con material médico y la sostuvo mientras Fflur me vendaba las muñecas con una gasa. La sirvienta actuó como una especie de enfermera, ofreciéndole tijeras y esparadrapo cuando ella los necesitó.
– Sé lo que está haciendo Kurag -dijo Frost-. Todavía intenta huir de tus enemigos.
Kurag se volvió hacia Frost con la cólera de una tempestad.
– Merry necesita todos los brazos fuertes que pueda reunir. Es una suerte para ti, Asesino Frost.
– ¿Honrarás tu alianza entonces y serás uno de sus brazos fuertes?- preguntó Frost.
– Sí -dijo Kurag-, pero si no puedo tener relaciones sexuales con nuestra Merry, entonces prefiero no honrar la alianza.
Su cara con múltiples ojos se mostró seria de golpe, incluso inteligente. Comprendí por primera vez que Kurag no era tan estúpido como indicaban sus actos, ni tampoco estaba tan gobernado por sus glándulas como pretendía. Por un momento aquellos tres ojos amarillos mostraron una astucia absoluta. Una mirada tan penetrante, tan diferente de la de un momento antes, que me hizo retroceder, como si hubiese intentado golpearme. Porque debajo de aquella mirada tan seria había algo distinto: miedo.
¿Qué estaba pasando en las cortes para que Kurag, el rey de los trasgos, estuviera espantado?
– Si no respetas la alianza -dijo Frost-, entonces toda la corte sabrá que eres un cobarde sin honor. Nunca más se confiará en tu palabra.
Kurag miró a la multitud que nos rodeaba. Algunos se habían ido con la reina como una comitiva de aduladores, pero muchos se habían quedado rezagados. Para mirar. Para escuchar. ¿Para espiar?
El rey de los trasgos recorrió el círculo de las caras expectantes, y después volvió a centrarse en mí.
– He invocado la carne. Comparte la carne con uno de mis trasgos, uno de mis trasgos solteros, y respetaré la alianza de sangre.
Galen se puso a mi lado.
– Merry es una princesa sidhe, la segunda en la línea sucesoria. Las princesas sidhe no se acuestan con trasgos. -Había fuerza en su voz. Y también preocupación.
Le toqué el hombro.
– No pasa nada, Galen.
Se volvió hacia mí.
– Sí, sí pasa. ¿Cómo se atreve a pedirte algo así?
Un murmullo airado se extendió entre los sidhe de la sala. El pequeño grupo de trasgos que había sido autorizado a entrar en nuestro promontorio se cerraba en torno a su rey.
Doyle se me acercó y murmuró:
– Esto podría ir mal.
Lo miré.
– ¿Qué quieres que haga?
– Que te comportes como una princesa, como la futura reina -dijo.
Galen oyó parte de estas palabras. Se volvió hacia Doyle.
– ¿Qué le pides que haga?
– Lo mismo que hace con nosotros a petición de la reina Andais -dijo Doyle. Me miró-. No se lo pediría si el sacrificio no mereciera la pena.
– ¡No! -dijo Galen.
Doyle miró a Galen entonces.
– ¿Qué valoras más, su virtud o su vida?
Galen lo fulminó con la mirada, y la tensión recorrió su cuerpo como una corriente de ira casi visible.
– Su vida -dijo al fin, pero lo escupió como si se tratara de algo amargo.
Con los trasgos como aliados, Cel tendría que afrontar un duelo de sangre con Kurag y su corte en el caso de que me matara. Eso haría dudar a Cel o a cualquier otro. Necesitaba aquella alianza.
– Tomaré la carne de uno de tus trasgos en mi cuerpo -dije.
Kurag sonrió.
– Su carne en tu dulce cuerpo. Deja que tu carne y la suya sean una y toda la nación de los trasgos será tu aliada.
– ¿Con quién compartiré la carne? -pregunté.
Kurag se mostró pensativo. El ojo de su hombro se ensanchó, y los dos brazos delgados de su lado gesticularon ampliamente.
El rey se volvió hacia el círculo de sus trasgos y empezó a deambular entre ellos, siguiendo los pequeños brazos de su gemelo. No pude ver ante quién se detuvo finalmente. Regresó del cerrado grupo de trasgos, y no vi al elegido hasta que el pequeño trasgo surgió de detrás de su espalda.
Medía sólo un metro veinte y tenía una piel pálida que brillaba como una perla. Reconocía la piel de sidhe cuando la veía. El cabello le caía por el cuello, negro y grueso, aunque cortado muy corto por encima de los hombros. Su cara era extrañamente triangular con unos enormes ojos almendrados del color del zafiro, con una pupila negra muy fina. Sólo llevaba un taparrabos de plata, lo cual según las costumbres de los duendes significaba que había algo de deformidad en las partes desnudas. No ocultaban ninguna deformidad, sino que las veían como un signo de honor.
Caminó hacia mí por encima de la piedra como un pequeño muñeco. Si tenía alguna deformidad, no la podía ver. Salvo por su talla y sus ojos, podría haber pertenecido a la corte.
– Éste es Kitto -dijo Kurag-. Su madre era una sidhe que fue violada en la última guerra de los trasgos. -Lo cual significaba que Kitto tenía casi mil años. Sin duda, no los aparentaba.
– Hola, Kitto -dije.
– Hola, princesa.
Había un silbido extraño en sus palabras, como si le costara articularlas. Sus labios eran carnosos y de color rosa, pero apenas sí se movían cuando hablaba, como si pretendiese ocultar algo en su boca.
– Antes de mostrar tu conformidad -dijo Kurag-, admira a tu pareja.
Kitto se dio la vuelta y mostró por qué llevaba taparrabos: en el nacimiento del pelo surgía una sucesión de escamas iridiscentes que le bajaban por la espalda hasta la base de la columna vertebral. Sus nalgas eran prietas y perfectas, pero las escamas brillantes explicaban por qué sus ojos tenían pupilas elípticas y por qué tenía problemas con las eses.
– Un trasgo serpiente -dije.
Kitto se volvió para mirarme. Asintió.
– Abre la boca, Kitto. Déjame verlo todo -dije.
Miró al suelo durante un momento, y a continuación fijó en mí sus extraños ojos. Abrió su boca en un amplio bostezo. Su lengua era como una cinta roja con una línea negra a cada lado.
– ¿Ssssatisfecha? -preguntó.
Asentí.
– Sí.
– No puedes -dijo Rhys. Había estado tan quieto que casi había olvidado que se encontraba con nosotros.
– Lo he elegido así -dije.
Rhys me tocó el hombro y me llevó a un lado.
– Mira bien la cicatriz que me recorre la cara. Sé que te he contado miles de historias heroicas sobre cómo me la hice, pero la verdad es que la reina me castigó. Me entregó a los trasgos para una noche de placer. Pensé, por qué no, sexo libre, aunque sea con trasgos. -Parpadeó con el ojo bueno-. La concepción que un trasgo tiene del sexo es algo más violento de lo que puedes imaginarte, Merry.
Recorrió toda la cicatriz con la punta de su dedo. Tenía la mirada perdida, como si estuviera haciendo memoria de algo.
Toqué el extremo de la cicatriz, en su mejilla, y tomé una de sus manos entre las mías.
– ¿Te lo hizo un trasgo durante el acto sexual?
Asintió.
– Oh, Rhys -dije, en voz baja.
Me cogió la mano y sacudió la cabeza.
– No quiero compasión. Sólo quiero que comprendas qué estás aceptando.
– Lo entiendo, Rhys. Gracias por contármelo.
Le acaricié la mejilla, le apreté la mano y seguí caminando hasta los trasgos, que estaban esperando. Caminaba derecha y en línea recta, pero la cabeza me daba vueltas y necesitaba agarrarme a algo. Pero cuando uno negocia un tratado de guerra, tiene que mostrarse fuerte, o como mínimo no dar la sensación de que se puede desmayar en cualquier momento.
– La carne de Kitto en mi cuerpo, ¿verdad? -pregunté.
Kurag asintió, y parecía satisfecho consigo mismo, como si supiera que ya había ganado.
– Estoy de acuerdo en tomar la carne de Kitto en mi cuerpo. -¿Estás de acuerdo? -preguntó Kitto; su voz traslucía sorpresa-. ¿Estás de acuerdo en compartir carne con un trasgo?
Asentí.
– Estoy de acuerdo con una condición.
Sus ojos se estrecharon.
– ¡Qué condición?
– Si la alianza entre nosotros dura un año -dije.
Sentí que Doyle se me acercaba. La sorpresa recorría la sala en forma de murmullos y pequeños movimientos.
– ¿Un año? -dijo Kurag-. No, es demasiado.
– Once lunas desde ahora -dije.
Movió la cabeza.
– Dos lunas.
– Diez -dije.
– Tres.
– Sé razonable -dije.
– Cinco -dijo.
– Ocho -repliqué.
Sonrió.
– Seis.
– De acuerdo -dije.
Kurag me miró durante un instante.
– Hecho. -Lo dijo en voz baja, como si hasta en el momento de decirlo estuviera seguro de que estaba tomando una mala decisión.
Levanté la voz para que llenara toda la habitación y separé ligeramente los pies para mantener el equilibrio. Debería haberme mostrado agresiva, pero no tenía intención de hacerlo. Intentaba que mi cuerpo no se contagiara del movimiento que sentía en la cabeza.
– La alianza está forjada.
Kurag alzó su propia voz.
– Lo estará sólo después de que compartas carne con mi trasgo. Tendí mi mano a Kitto. Él puso su mano encima de las mías, una ligera caricia de carne suave. Le agarré la mano y la coloqué en mi cara. Intenté inclinarme y besarle la palma, pero la habitación me daba vueltas. Tuve que levantarle la mano con las mías. Separé sus dedos perfectos. Nunca había cogido una mano de hombre que fuera más pequeña que la mía. Chupar un dedo era lo más sensual que cabía hacer, pero ya no quería succionar más carne esa noche. Le di un beso delicado pero intenso en la palma abierta. No dejé ninguna marca de pintalabios, lo cual significaba que ya no me quedaba nada después de haber lamido el brazo de Kurag.
Los ojos extraños de Kitto se abrieron.
Levanté la boca y la aparté de su mano, lentamente, de manera que fijé mis ojos en Kurag al dejar de ocuparme de la mano del trasgo.
– Ya nos las arreglaremos para compartir la carne, Kurag, no te preocupes. Ahora ven conmigo, Kitto. La reina me espera a mí y a todos mis hombres.
Kitto buscó el permiso de Kurag, y después me miró.
– Es un gran honor.
Miré al alto rey.
– Mientras yo comparta la carne con Kitto en las noches venideras, recuerda esto, Kurag: fue tu propio deseo y cobardía lo que me entregó a él, y él a mí.
La cara de Kurag cambió de amarillo a un naranja oscuro. Cerró los puños.
– Zorra -dijo.
– He pasado muchas noches en tu corte, Kurag. Sé que sólo compartir carne con un trasgo es verdadero sexo para ti. Menos que eso es sólo un juego. Y me has entregado a otro trasgo, Kurag. La próxima vez que intentes engañarme para llevarme a la cama, piensa en adónde nos ha llevado tu engaño, a ti y a mí.
Sentí que mi fuerza se desvanecía al acabar el discurso. Tropecé. Unas manos fuertes me sujetaron ambos brazos: Doyle a un lado y Galen a otro. Miré a ambos y conseguí murmurar:
– Necesito sentarme, pronto.
Doyle asintió. Galen mantuvo un brazo en mi codo y me pasó el otro por la cintura. Doyle seguía sujetándome con fuerza. Dejé que ellos sostuvieran el peso de mi cuerpo, pero lo hice de forma que desde lejos parecía que me mantenía en pie sin ningún problema. Había perfeccionado esta técnica muchas veces, en los casos en que la Guardia me arrastraba ante mi tía y ella pedía que permaneciera en pie y yo no podía hacerlo por mí misma. Algunos de los guardias me ayudaban; otros, no. Caminar iba a resultar una experiencia interesante.
Doyle y Galen me llevaron hacia las puertas abiertas. Uno de los tacones hacía ruido al rascar las piedras. Tenía que hacerlo mejor. Me concentré en caminar, pero Galen y Doyle me sostenían. Mi mundo se redujo a la necesidad de poner un pie delante del otro. ¡Cómo deseaba regresar a casa! Pero la reina estaba esperando, y esperar no era uno de sus puntos fuertes.
Vi con el rabillo del ojo a Kitto, que caminaba detrás de nosotros, hacia un lado. Según el ceremonial de los trasgos, era mi consorte, mi juguete. Sí, podía herirme durante el acto sexual, pero sólo si yo era lo suficientemente estúpida como para meterme en la cama con él sin negociar antes un contrato sobre lo que era y lo que no era aceptable. Rhys habría podido salir ileso si hubiese conocido a los trasgos, pero la mayoría de los sidhe los veían como bárbaros, como salvajes. La mayoría no habían estudiado las leyes de los salvajes, pero mi padre sí.
Por supuesto, no estaba pensando en tener relaciones sexuales de ningún tipo con el trasgo. Estaba planeando compartir la carne con él, literalmente. A los trasgos les gustaba la carne más que la sangre o el sexo. Compartir la carne significaba tanto sexo como el obsequio todavía mayor de permitir un mordisco, un mordisco que dejaría cicatriz hasta que muriese el amante que la había causado. Era una manera de marcar a tu amante, mostrando que había estado con un trasgo. Muchos trasgos tenían modelos especiales de cicatriz que utilizaban para todas sus amantes, para que la gente conociera sus conquistas a simple vista.
Pero independientemente de lo que tuviera que consolidar el trato, tenía a los trasgos como aliados para los próximos seis meses. Mis aliados, no los de Cel, ni tan siquiera los de la reina. Si había una guerra durante los próximos seis meses, la reina tendría que negociar conmigo si quería que los trasgos lucharan a sus órdenes. Esto bien valía un poco de sangre, e incluso una libra de carne, siempre que no tuviera que perderla toda de golpe.
32
Había una depresión en las piedras al otro lado de la puerta, en el lugar donde los tacones se habían ido apoyando durante miles de años para subir o bajar de la tarima. Habría podido pasar en la más, completa oscuridad, pero esa noche tropecé en la pequeña depresión del suelo. Debería haberme sentido fuerte entre dos guardias, pero mi tobillo se dobló y me lanzó tan violentamente contra Doyle que arrastré a Galen conmigo. Doyle nos aguantó durante un instante, pero terminamos cayendo los tres al suelo.
Kitto fue el primero en ofrecerle una mano a Galen. Capté la forma en que éste miró aquella mano pequeña, pero se agarró de ella y dejó que el trasgo lo ayudara a ponerse de pie. Otros guardias habrían escupido en aquella mano antes de tocarla.
Fue Frost, blandiendo mi navaja, quien me ayudó a levantarme. No me miró, porque estaba buscando posibles amenazas. Si el hechizo hubiese sido un poco menos violento, podría haber pensado que se trataba de una torpeza por mi parte, provocada por la pérdida de sangre, pero el hechizo había sido demasiado intenso, demasiado fuerte. Dos guardias reales no pueden caer de forma tan poco ceremoniosa porque tropiece la mujer que llevan en medio.
La mano de Frost me obligó a aguantar todo mi peso sobre mis propios pies, y uno de mis pies no estaba preparado para ello. Sentí una punzada de dolor en el tobillo izquierdo. Ahogué un grito y me puse a la pata coja. Frost me agarró por la cintura, y me levantó completamente del suelo, abrazada contra su cuerpo. Él seguía esperando un ataque, un ataque que no llegaba. Todavía no, ahí no.
Rhys buscaba en el suelo otras posibles trampas. Ninguno de nosotros se movió hasta que hizo una señal, todavía arrodillado.
Doyle estaba de pie; no había sacado el otro cuchillo. Buscó mi mirada.
– ¿Te has hecho daño, princesa?
– Me he torcido el tobillo, y quizá también la rodilla. Frost me ha cogido tan deprisa que no estoy segura.
Frost me miró.
– Te puedo dejar en el suelo, princesa.
– Preferiría que me llevases a una silla.
Miró a Doyle.
– No es un asunto de cuchillos, ¿verdad? -sonaba casi sabio.
– No -dijo Doyle.
Frost cerró la navaja con una mano. Que yo supiera, no tenía experiencia con navajas, pero consiguió que el gesto de plegar la hoja pareciera elegante y experimentado. Se guardó el arma en la parte posterior de su cinturón y me levantó en brazos.
– ¿Qué silla prefieres? -preguntó.
– Ésta -dijo la reina.
Estaba de pie delante de su trono, sobre la tarima. Su trono se elevaba por encima del de cualquier otro, como correspondía a su posición. Pero había dos tronos más pequeños en la tarima, justo por debajo del suyo, normalmente reservados para el consorte y el heredero. Esa noche, Eamon estaba de pie al lado de Andais y su sitial vacío.
Cel estaba sentado en el otro pequeño trono. Siobhan permanecía tras él, y a sus pies, en un pequeño taburete con cojines, como un perrito de compañía, Keelin. Cel miraba a su madre con una expresión muy próxima al pánico.
Rozenwyn se situó al lado de Siobhan. Era la segunda en el orden jerárquico de la Guardia de Cel, el equivalente a Frost. Su cabello de algodón formaba una corona de trenzas en la parte superior de su cabeza. Su piel era del color de las lilas, y sus ojos de oro fundido. Cuando era pequeña me parecía encantadora, hasta que dejó claro que me consideraba inferior a ella. Le debía a Rozenwyn la cicatriz en forma de mano de mis costillas, era ella quien casi me había aplastado el corazón.
Cel se levantó con tanto ímpetu que Keelin resbaló por los peldaños y quedó colgada de la correa. El príncipe no se dignó a mirarla cuando ella se puso de nuevo en pie.
– Madre, no puedes hacerme esto.
Cuando la reina lo miró, su mano todavía nos guiaba al trono vacío de Eamon.
– Oh, claro que puedo, hijo. ¿O acaso has olvidado que todavía soy la reina aquí?
El tono de su voz habría hecho que cualquier otro se arrojase al suelo haciendo una reverencia y en espera de recibir el castigo. Pero se trataba de Cel, y Andais siempre había sido dulce con él.
– Sé quién reina aquí ahora -dijo Cel-. Lo que me preocupa es quién reinará después.
– Eso también me preocupa a mí -dijo, con una voz sosegada pero amenazadora-. Me pregunto quién puede haber colocado un hechizo tan poderoso en el salón del trono sin que nadie se haya dado cuenta. -Su mirada recorrió la inmensa estancia, fijándose en todas y cada una de las caras. Había dieciséis sitiales a cada lado de la sala, en tarimas elevadas. En torno a cada uno de éstos se reunían sillas más pequeñas, pero en los sitiales principales se sentaban las cabezas de cada familia real. Andais los miró a todos, especialmente a los que se sentaban más cerca de las puertas-. No veo cómo alguien puede haber hecho un hechizo así sin que nadie lo notara.
Miré a los sidhe situados junto a las puertas y rehuyeron mi mirada. Lo sabían. Lo habían visto. Y no habían hecho nada
. -Un hechizo tan poderoso -continuó Andais- que si mi sobrina no hubiese estado apoyada en dos guardias podría haberse roto el cuello en su caída. -Frost seguía sosteniéndome en brazos, pero no había hecho ningún movimiento para acercarse-. Tráela, Frost. Deja que se siente a mi lado, como debe ser -dijo Andais.
Frost me llevó hacia adelante. Doyle y Galen lo escoltaron, uno a la derecha y otro a la izquierda. Rhys y Kitto nos siguieron.
Frost se arrodilló en el peldaño inferior del trono. Se arrodilló conmigo en brazos como si no le costase esfuerzo alguno, como si hubiese podido quedarse así toda la noche sin que le temblaran los brazos. Me pregunté de pasada si sus rodillas se le quedarían dormidas si lo obligaban a mantenerse mucho tiempo en esta posición.
Los demás se arrodillaron un poco más atrás de nosotros, a ambos lados. Kitto no se limitó a ponerse de rodillas, sino que se tiró al suelo boca abajo, con los brazos y las piernas extendidos como algún tipo de penitente religioso. Hasta entonces no había caído en la cuenta del problema en el que se hallaba. Existían distintas y muy específicas reverencias según el rango de la persona que saludaba y el de quien recibía el saludo. Kitto no era noble ni tan siquiera entre los trasgos. De haberlo sido, Kurag lo habría mencionado. Había sido un doble insulto elegir a un trasgo que además era plebeyo. Kitto no podía tocar los peldaños salvo que recibiera una invitación expresa. Sólo a los miembros de otras casas reales sidhe se les permitía ponerse de rodillas en el salón del trono, sin inclinar el cuerpo.
Kitto desconocía el protocolo, con lo cual se había decidido por la opción más servil. Supe en ese momento que preferiría carne a sexo. Estaba más interesado en mantenerse con vida que en cualquier falso sentido del orgullo.
– Ven, siéntate, Meredith. Vamos a anunciarlo antes de que salte otra trampa. -Andais miró a Cel mientras decía esto.
Yo suponía a Cel responsable del hechizo, pero sólo porque siempre pensaba en él cuando me sucedía algo malo en la corte. Andais siempre había actuado de otra manera. Algo había ocurrido entre ellos, algo que había cambiado la actitud de la reina hacia su hijo único. ¿Qué había hecho éste para perder sus favores?
Frost se levantó con un movimiento grácil y subió los peldaños conmigo en brazos. Sentía que sus piernas nos subían. Me colocó delicadamente en la silla, apartando sus manos de debajo de mi cuerpo. Luego hincó una rodilla en el suelo y me agarró el pie izquierdo.
Contemplé el salón del trono. Nunca me habían permitido subir a la tarima, desconocía la vista que se ofrecía desde allí arriba.
– Traed un taburete para que Meredith apoye el tobillo. Después de que haga mi anuncio, Fflur podrá atenderla.
No pareció hablar a nadie en concreto, pero flotaba hacia nosotros un pequeño escabel. Miré de reojo, temerosa de observar directamente el escabel flotante. Una pálida sombra menuda, como una sombra blanca, sostenía el escabel en sus delgadas manos fantasmagóricas. La blanca dama colocó el escabel al lado de la pierna de Frost. Sentí una presión, como cuando el peso de un trueno llena el aire. Era la percepción de la proximidad de un fantasma. No tenía que verla para saber que estaba allí. Entonces, la presión disminuyó, y supe que ella se alejaba flotando.
Frost me levantó el pie y lo puso encima del escabel. Contuve un grito, pero el dolor me ayudó a aclarar los pensamientos. Ya no me sentía mareada. Era el tercer atentado contra mi vida en una única noche. Alguien estaba firmemente decidido a matarme.
Frost se colocó de pie detrás de mi silla, del mismo modo que Siobhan protegía a Cel, e igual que Eamon se había situado detrás de la reina.
Andais miró a los nobles reunidos. Los trasgos y aquellos de menor alcurnia, los que habían sido invitados, se habían retirado para llenar las largas mesas decoradas dispuestas a ambos lados del salón. Ni tan siquiera Kurag tenía un sitial en el que sentarse en aquella habitación. Era sólo uno más entre la plebe.
– Os hago saber -anunció Andais- que la princesa Meredith NicEssus, hija de mi hermano, es ahora mi heredera.
Un rumor contenido recorrió la habitación, hasta que no hubo nada más que silencio, un silencio tan profundo que las damas blancas se levantaron en el aire como nubes entrevistas, y se pusieron a danzar sobre aquella tensión.
Cel estaba de pie.
– Madre.
– Meredith ha alcanzado finalmente su poder. Lleva la mano de carne igual que la llevó su padre antes de ella.
Cel continuaba levantado.
– Mi prima debió haber usado la mano en un combate mortal, y haber sangrado delante de como mínimo dos testigos sidhe. -Se sentó y se mostró nuevamente confiado.
La reina lo miró con tanto desdén que desapareció del rostro del príncipe cualquier asomo de confianza.
– Hablas como si no conociera las leyes de mi propio reino, hijo mío. Todo se ha hecho según nuestras tradiciones. ¡Sholto! -gritó.
Sholto se levantó de su gran silla situada junto a la puerta. Agnes la Negra estaba a un lado, y Segna la Dorada al otro. Algunas aves nocturnas colgaban del techo como grandes murciélagos y otras criaturas sluagh rodeaban a Sholto. Gethin me saludó.
– Sí, reina Andais -dijo Sholto. Llevaba el cabello recogido y su bello rostro mostraba aquella arrogancia tan común en el salón del trono.
– Cuéntale a la corte lo que me has contado a mí.
Sholto habló del ataque de Nerys, aunque no explicó los motivos. Contó una versión modificada de los acontecimientos, pero fue suficiente. No mencionó a Doyle, sin embargo, y eso me pareció extraño.
La reina se levantó.
– Meredith es igual en todo a Cel, mi hijo. Pero como sólo tengo un trono para que hereden, lo concederé a aquel que tenga un hijo en primer lugar. Si Cel deja embarazada a una de las mujeres de la corte dentro de tres años, será nuestro rey. Si Meredith da a luz en primer lugar, entonces ella será nuestra reina. Para asegurarme de que Meredith puede seleccionar entre los hombres de la corte, he levantado el celibato a mi Guardia para ella, y sólo para ella.
Los fantasmas revolotearon por encima de nuestras cabezas, y el silencio se tornó más denso como si todos estuviésemos sentados en el fondo de un pozo profundo, aunque brillante. Las expresiones de los hombres iban desde la sorpresa al desprecio o la estupefacción, y algunas eran de pura lujuria. Sea como fuere, al final casi todas las miradas masculinas se concentraron en mí.
– Es libre de escoger a cualquiera de vosotros. -Andais se sentó en su trono, acomodando sus faldas-. En realidad, creo que ya ha comenzado el proceso de selección. -Clavó en mí sus ojos grises-. ¿Verdad, sobrina?
Asentí.
– Entonces tráelos aquí, deja que se sienten a tu lado.
– No -dijo Cel-, debe tener dos testimonios sidhe. Sholto es sólo uno.
– Yo soy el otro -dijo Doyle, todavía de rodillas.
Cel se volvió a sentar lentamente en su trono. Ni tan siquiera él osaría poner en cuestión la palabra de Doyle. Cel me miró, y el odio de sus ojos ardía lo suficiente para quemarme la piel.
Desvié la mirada para observar a los hombres que continuaban arrodillados al pie de la tarima. Estiré las manos hacia ellos. Galen, Doyle y Rhys se levantaron y subieron los peldaños. Doyle me besó la mano y ocupó su lugar al lado de Frost, a mi espalda. Galen y Rhys se sentaron junto a mis piernas, del mismo modo que Keelin estaba sentada al lado de Cel. Era un poco servil para mi gusto, pero no estaba segura de qué otra cosa podía hacer. Kitto continuaba tumbado boca abajo, sin moverse.
Me dirigí a mi tía.
– Reina Andais, éste es Kitto, un trasgo. Forma parte del trato que he cerrado con Kurag, rey de los trasgos. Hemos establecido una alianza entre el reino de los trasgos y yo para los próximos seis meses.
Andais arqueó las cejas.
– Veo que has estado muy ocupada esta noche, Meredith.
– Sentí la necesidad de tener aliados poderosos, mi reina-dije. Mis ojos se desviaron hacia Cel, aunque traté de no mirarle.
– Más tarde me tienes que contar cómo has conseguido sacarle seis meses de alianza a Kurag pero, ahora, llama a tu trasgo.
– Kitto -dije, extendiendo mi mano-, levántate.
El trasgo alzó la cara sin mover el cuerpo. El movimiento parecía casi doloroso de tan extraño. Sus ojos miraron a la reina, y después a mí, nuevamente.
Asentí.
– Puedes levantarte, Kitto.
El trasgo volvió a mirar a la reina, y ella sacudió la cabeza.
– Levántate del suelo, chico, para que un médico pueda curar las heridas de tu señora.
Kitto se puso en cuatro patas. A1 ver que nadie le gritaba, se puso de rodillas, luego sobre una rodilla, y finalmente, con mucho cuidado, de pie. Subió los peldaños demasiado rápido, casi corriendo, y se sentó a mis pies con expresión de alivio.
– Fflur, atiende a la princesa -ordenó Andais.
Fflur subió los peldaños con dos damas blancas, una a cada lado. La que llevaba la bandeja de las vendas era la más sólida, casi parecía viva. El otro espíritu era completamente invisible y sostenía en el aire una cajita cerrada como si le ayudara magia de brownie, pero ningún brownie hacía magia en el salón del trono.
Fflur me quitó el zapato y me hizo girar el pie, lo cual provocó que resbalara por la silla. Logré no gritar de dolor, pero quería hacerlo. Por suerte se trataba sólo del tobillo. Por lo demás estaba bien.
– Tienes que quitarte la media para que pueda vendarte el tobillo -dijo.
Empecé a subirme la falda, pero Galen puso sus manos sobre las mías y me paró.
– Permíteme -dijo.
No se acostaría conmigo esa noche, pero la mirada de sus ojos, su voz y el peso de sus manos en mi muslo constituían una suerte de promesa para el futuro.
Rhys colocó una mano en mi otra rodilla.
– ¿Por qué has de quitarle tú la media?
Galen lo miró.
– Porque he tenido yo la idea en primer lugar.
Rhys sonrió y sacudió la cabeza.
– Buena respuesta.
Galen le devolvió la sonrisa, esa sonrisa que hacía que toda su cara brillase como si alguien hubiese encendido una vela debajo de su piel. Volvió hacia mí su rostro brillante y el humor desapareció de sus ojos, dejando algo más oscuro y más serio.
Sus manos mantenían las mías apretadas contra mi muslo. Me levantó los brazos y besó delicadamente la palma de cada mano mientras las colocaba en el brazo del trono. Me apretó los dedos contra la madera: una forma de pedirme en silencio que no moviera las manos.
A causa de la forma en la que mi pierna reposaba sobre el escabel, Galen se había arrodillado a un lado, contando de este modo con una excelente panorámica de la estancia. Me levantó la falda, dejando al descubierto mi pierna y la liga. Deslizó la liga hacia abajo y se la colocó en el brazo. Las yemas de sus dedos me tocaban las medias justo por encima de la rodilla, desplazándose por la seda hasta apoyar sus dos manos en la pierna, a la altura de los muslos, como un peso caliente contra mi piel. Buscó mi mirada y la expresión de su rostro me aceleró el pulso.
Bajó los ojos para contemplar cómo sus manos resbalaban lentamente por mi pierna. Sus dedos se movieron debajo de mi falda, luego sus manos se perdieron de vista, casi hasta las muñecas, y las puntas de sus dedos encontraron el extremo superior de las medias.
Presionándome por debajo de la falda, sus manos parecían más grandes de lo que en realidad eran. Cuando las puntas de sus dedos rozaron mi piel desnuda por encima del elástico no pude reprimir un estremecimiento.
Me miró a la cara, como preguntando si quería que parase. Sí y no. La sensación de sus manos sobre mi cuerpo, la certeza de que no teníamos que parar, me intoxicaba, me excitaba; si hubiésemos estado solos, y completamente curados, habría lanzado al aire la precaución y toda la ropa. Pero estábamos rodeados por casi cien personas, y eso era demasiado público para mí.
Tuve que cerrar los ojos antes de poder decir que no con la cabeza.
Sus dedos subieron un poco más, me acarició la ingle. Respiré de forma precipitada.
Abrí los ojos y lo miré. Esta vez mi expresión acompañó el movimiento de la cabeza. Aquí no, ahora no.
Galen sonrió, pero era una risa privada. El tipo de sonrisa de un hombre que sabe que te tiene y que sólo la situación lo separa de tu cuerpo.
Dobló los dedos sobre la punta del elástico y empezó a quitarme las medias, con cuidado, lentamente.
Sonó una voz detrás de nosotros.
– Parece que la princesa ya ha elegido.
Se trataba de Conri, que jamás había sido uno de mis favoritos. Era alto y guapo con tres tonos de oro fundido en sus pupilas.
– Con todo el respeto debido, alteza, nos das una promesa de carne, y a continuación nos vemos obligados a sentarnos y mirar mientras otro reclama el premio.
– Parece que Meredith es una abeja atareada entre todas estas deliciosas flores -comentó Andais.
Rió, y el sonido era burlón, alegre, cruel y de alguna manera, íntimo. Me hizo ruborizar mientras Galen hacía resbalar la media por la pierna y me la sacaba.
Galen se hizo a un lado para que Fflur se arrodillara sobre mi tobillo. Se llevó la media a la cara y frotó el tejido negro contra sus labios, mientras miraba a Conri.
Conri no había sido nunca mi amigo. Era uno de los amigos de infancia de Cel, un leal servidor del legítimo heredero.
Observé la rabia de sus ojos dorados, la envidia, no de mí como persona, sino de mí como la única mujer a la que tenía acceso. Se palpaba la tensión de salón, creciendo, subiendo como la presión antes de una tormenta. Las damas blancas siempre parecían responder ante la gran tensión o los grandes cambios de la corte. Los fantasmas revoloteaban por las esquinas de la habitación, flotando en una danza espectral. Cuanto más se entusiasmaban las damas, más se agitaban; y eran más importantes los acontecimientos que se desarrollaban. Eran profetas que predecían con sólo unos segundos de antelación.
¿Qué puede hacer uno con sólo unos segundos de advertencia? A veces, mucho. Otras, nada. El truco consistía en ver acercarse el peligro para poderlo detener. Tardabas unos segundos en verlo y detenerlo, y yo estuve otra vez demasiado lenta.
La voz de Conri volvió a bramar:
– Reto a muerte a Galen.
Galen empezó a levantarse, pero yo le agarré el brazo.
– ¿Qué piensas ganar con su muerte, Conri?
– Ocupar su lugar a tu lado.
Reí, no pude evitarlo. La expresión de rabia de Conri mientras yo reía fue escalofriante. Empujé a Galen para que volviera a arrodillarse a mi lado. Fflur escogió este momento para apretar los vendajes, y tuve que expulsar el aire antes de poder hablar.
– Entonces, ¿Galen Cabello Verde es un cobarde? -se burló Conri. Se había levantado de la silla y había bajado de la tarima.
Di un palmadita en el brazo de Galen y lo mantuve a mi lado.
– Nunca tuviste sentido del humor, Conri -dije.
Sus ojos se estrecharon.
– ¿De qué estás hablando?
– Pregúntame por qué he reído.
Me miró durante uno o dos segundos y a continuación, asintió.
– Está bien, ¿por qué has reído?
– Porque tú y yo no somos amigos. Somos casi enemigos. No me acuesto con gente que no me gusta, y tú no me gustas.
Parecía desconcertado.
Suspiré.
– Quiero decir que si matas a Galen, esto no te proporcionará un sitio en mi cama. No me gustas, Conri. Yo no te gusto. No me acostaré contigo bajo ninguna circunstancia. Así pues siéntate, cállate y deja que hable alguien que tenga la posibilidad de compartir mi cama.
Conri se quedó de pie, con la boca abierta, y sin saber qué hacer. Era uno de los guardias que mejor conocía la corte. Sabía hacerle la pelota a Cel. Halagaba a la reina con gran propiedad. Sabía a qué nobles tenía que tratar bien y a cuáles podía despreciar o incluso maltratar. Yo correspondía a la última categoría, porque uno no podía ser amigo mío y de Cel. Él no lo habría permitido. Observé el rostro de Conri cuando éste cayó en la cuenta de que no conocía la corte tanto como pensaba. Me gustaba esa vergüenza.
Pero no tardó en recuperarse.
– Mi reto continúa. Si no puedo compartir tu cama, tampoco quiero que lo haga Galen.
Mi mano apretó el brazo de Galen.
– ¿Por qué luchar si sabes que no obtendrás el premio? -pregunté.
Conri esbozó una desagradable sonrisa.
– Porque su muerte te causará dolor, y esto será casi tan dulce como tu cuerpo a mi lado.
Galen se levantó, zafándose de mí. Empezó a bajar los peldaños, y yo temí por él. Conri era un lameculos cruel, pero era uno de los mejores espadachines de la corte.
Me puse de pie, a la pata coja, porque no podía aguantar peso con el pie izquierdo. No me caí porque me sujetó Rhys.
– Todavía soy el motivo de este duelo, Conri.
Conri asintió, observando cómo Galen se le aproximaba.
– Efectivamente, lo eres, princesa. Que sepas cuando lo mate que lo hice por despecho para contigo.
Entonces tuve uno de aquellos momentos de inspiración desesperada, una idea nacida del pánico.
– No puedes retar a un consorte real a un duelo a muerte, Conri -dije.
– No será consorte real hasta que estés embarazada -sentenció Conri.
– Pero si estoy intentando activamente tener un hijo suyo, entonces es mi consorte real, porque no tenemos manera de saber si estoy embarazada en este preciso momento.
Conri se volvió hacia mí, sorprendido.
– No has… Quiero decir…
La reina volvió a reír.
– Oh, Meredith, has estado ocupada, muy ocupada. -Se puso de pie-. Si hay una posibilidad, aunque sea remota, de que Galen haya engendrado un hijo con mi sobrina, entonces será un consorte real hasta que se demuestre lo contrario. Si le dieras muerte y ella estuviera embarazada, si privaras a esta corte de una pareja real fértil, vería tu cabeza pudriéndose dentro de un jarro en un estante de mis aposentos.
– No lo creo -dijo Cel-. No han tenido relaciones sexuales esta noche.
Andais se volvió hacia él.
– ¿Y no había un hechizo de lujuria en el coche cuando estaban solos en la parte de atrás?
Conri se puso lívido y su rostro adquirió un aspecto enfermizo. Su mirada bastó para revelarme que el hechizo de lujuria había sido creación suya. Aunque pocos de los sidhe allí presentes pondrían en duda quién le había ordenado que lo hiciera.
– Meredith no es la única que ha estado muy ocupada esta noche. -La voz de Andais empezaba a mostrar la ira que crecía en su interior.
Cel se sentó muy erguido. Siobhan cambió su posición detrás de la silla del príncipe para colocarse a su lado, sin llegar a interponerse entre el príncipe y la reina. No obstante, el gesto pareció lo que de verdad era. Siobhan había dejado claras sus lealtades delante de toda la corte. Andais no lo olvidaría ni lo perdonaría.
Rozenwyn dudó antes de seguir el liderazgo de su capitana. Al final se colocó al lado de Siobhan, pero evidenció su pesar al tener que escoger entre la reina y el príncipe. La lealtad de Rozenwyn era principalmente hacia Rozenwyn.
Eamon se situó junto a la reina, y Doyle también dio un paso hacia ella, como si no estuviera seguro de dónde debía ponerse. Nunca antes lo había visto dudar de sus obligaciones. La reina escrutó su rostro, y creo que la vacilación de Doyle le había dolido. Había sido su guardia personal durante mil años, su mano derecha, su Oscuridad. De repente no supo si debía apartarse de mi lado para ir al suyo.
– Basta ya -ordenó Andais. La rabia ardía en estas simples palabras-. Veo que has hecho otra conquista, Meredith. Mi Oscuridad no ha dudado en más de mil años de servicio, pero ahora está aquí cambiando el peso de su cuerpo de un pie a otro, preguntándose a quién debe proteger si las cosas van mal.
La mirada que me dirigió me hizo aferrarme con fuerza a la mano de Rhys.
– Da gracias de ser sangre de mi sangre, Meredith. Cualquier otro que hubiera dividido la lealtad de mis más fieles servidores lo pagaría con la muerte.
Era casi como si estuviese celosa, pero desde que tengo recuerdo nunca había tratado a Doyle como algo distinto a un sirviente, a un guardia. Nunca le había tratado como a un hombre. En más de mil años, nunca lo había elegido como amante. Pero ahora estaba celosa.
Doyle se mostraba desconcertado. Comprendí en ese momento que él la había amado, pero ya no la quería, aunque eso no era de mi incumbencia. Andais le había rechazado simplemente no prestándole atención en absoluto. Era un momento demasiado íntimo para una exhibición pública de ese tipo.
Entre los humanos, algunos de nosotros habríamos mirado hacia otro lado, les habríamos proporcionado una ilusión de intimidad, pero no era el estilo de los sidhe. Miramos, observamos cada matiz de sus rostros hasta que al final, al cabo de unos momentos en realidad, Doyle dio un paso atrás para colocarse a mi lado, con la mano en mi hombro. No era un gesto particularmente íntimo, especialmente después del espectáculo que había montado Galen, pero para Doyle, en ese momento, era íntimo. Él, igual que Siobhan, había mostrado su lealtad, había quemado sus naves.
Ya sabía que Doyle me mantendría con vida a costa de su propia vida porque la reina lo había ordenado así. Entonces supe que me mantendría con vida porque si moría la reina no volvería a confiar en él nunca más. No sería nunca más su Oscuridad. Era mío, para bien o para mal, y esto daba un sentido completamente nuevo a la frase «hasta que la muerte nos separe». Mi muerte comportaría la suya, casi con total seguridad.
Continué mirando a mi tía, pero alcé la voz para que me escucharan en todo el salón.
– Todos son mis consortes reales.
Las protestas se expandieron por toda la habitación, y unas voces masculinas dijeron: «¡no puedes haberte acostado con todos!», y «¡puta!». Creo que esto lo dijo una mujer.
Levanté la mano en un gesto que había visto hacer a mi tía muchas veces. Los murmullos no se habían acallado por completo, pero había suficiente silencio para permitirme continuar.
– Mi tía, en su sabiduría, previó los duelos que se podrían librar. Sabía que exponer a cualquier mujer ante la Guardia podía llevar a un gran derramamiento de sangre. Podríamos perder a nuestros mejores y más brillantes hombres.
Una voz femenina gritó:
– ¡Como si tú fueras un premio tan valioso!
Reí y busqué apoyo en el hombro de Rhys, utilizándolo a modo de bastón. Kitto se levantó y me ofreció su mano. Acepté con gusto la ayuda adicional, porque empezaba a dolerme el tobillo.
– Sé que has sido tú, Dilys. No, no soy un premio tan valioso, pero soy una mujer, y estoy a su disposición, y nadie más lo está. Esto me convierte en un premio valioso, tanto si nos gusta como si no. Pero mi tía previó el problema.
– Sí -dijo Andais-. He mandado a Meredith que escoja no a uno de vosotros, o a cuatro, o a cinco, sino a muchos. Os tratará como a su propio… harén personal.
– ¿Estamos autorizados a negarnos si nos escoge?
Escruté la multitud, pero no supe distinguir quién había hecho la pregunta.
– Sois libres de rechazar-dijo Andais-. Pero ¿quién de vosotros rechazaría la oportunidad de ser el próximo rey? Quien engendre un hijo ya no será consorte real, sino monarca.
Galen y Conri estaban todavía de pie a unos tres metros, mirándose mutuamente.
– Todos sabemos quién quiere que sea su rey. Lo ha expresado de forma suficientemente clara esta noche -afirmó Conri.
– Lo único que he dejado claro -expliqué- es que no me acostaré contigo, Conri. Lo demás, como dicen, está por ver.
– No convertirás a Galen en tu consorte real -dijo Cel, y su voz mostraba satisfacción-. Si tienes un hijo suyo, será el último que tenga.
Lo miré, intentando sin éxito comprender su nivel de animosidad. -Hice un trato con la reina Niceven antes de que el daño fuera demasiado grande.
– ¿Qué podías ofrecer tú a Niceven?
La delicada reina se alzó por encima de la multitud, desde su minúsculo trono en miniatura instalado sobre un estante. Toda su corte la rodeaba como en una casa de muñecas.
– Sangre, príncipe Cel. No la sangre de un señor inferior, sino la sangre de una princesa.
– Todos nosotros llevamos la sangre de la corte de la Oscuridad en nuestras venas, primo -dije.
Siobhan intervino para intentar salvarle, lo protegía con sus palabras igual que lo protegería con la espada.
– ¿Y qué sucede si es el trasgo quien la deja embarazada? -preguntó Siobhan.
La reina se volvió hacia ella.
– Entonces el trasgo será rey.
Las muestras de sorpresa se extendieron por toda la corte. Murmullos, imprecaciones, exclamaciones de horror.
– Nunca serviremos a un rey trasgo -dijo Conri. Otros le hicieron eco.
– Rechazar la elección de la reina es traición -dijo Andais-. Preséntate en el Salón de la Mortalidad, Conri. Creo que necesitas una lección acerca de lo que te puede costar la desobediencia.
Conri se quedó de pie, mirando a la reina, luego sus ojos buscaron a Cel, y esto fue un error.
Andais se levantó de golpe.
– ¡Soy la reina! No mires a mi hijo. Entrégate a los dulces cuidados de Ezekial, Conri. Ve ahora o te pasarán cosas peores.
Conri hizo una ligera reverencia y se retiró del salón del trono sin levantar la cabeza durante todo el camino hasta la puerta. Era lo único que podía hacer. Continuar discutiendo le habría costado la cabeza.
La voz de Sholto atronó en el tenso silencio.
– Pregunta a Conri quién le mandó colocar el hechizo de lujuria en la Carroza Negra.
Andais se volvió hacia Sholto como una tormenta a punto de desencadenarse. Sentada a su lado, podía sentir su magia reuniéndose, pinchándome la piel. Incluso le puso a Galen carne de gallina en el cuello.
– Castigaré a Conri, no temas -dijo.
– Pero no al amo de Conri-dijo Sholto.
La corte contuvo su respiración colectiva, porque Sholto estaba finalmente diciendo lo que todo el mundo sabía que era la verdad. Durante muchos años, Cel había estado dando órdenes y habían sido sus aduladores los que habían sufrido al ser descubiertos, pero nunca él.
– Es asunto mío -dijo Andais, pero había un leve indicio de pánico en su voz.
– ¿Quién me dijo que Su Majestad deseaba que los sluagh viajaran a las tierras del oeste y mataran a la princesa Meredith? -preguntó Sholto.
– No -dijo la reina, pero su voz era suave, como la de quien intenta convencerse de que una pesadilla no es real.
– ¿No qué, Su Majestad? -preguntó Sholto.
Doyle habló a continuación.
– ¿Quién tuvo acceso a las Lágrimas de Branwyn y autorizó a los mortales a usarlas contra otros elfos?
El espeso silencio se llenó de fantasmas danzantes, que giraban cada vez más deprisa. Las caras se dirigieron hacia la tarima, algunas pálidas, otras ansiosas, otras asustadas, pero todas a la expectativa. Esperando a ver qué haría finalmente la reina.
Pero fue Cel quien habló a continuación. Se inclinó hacia mí y murmuró:
– ¿No te toca a ti ahora, prima?
Su voz contenía mucho odio. Me di cuenta de que pensó que le había visto en Los Ángeles, y que igual que Sholto sólo había estado esperando el momento idóneo para revelarlo. Exhalé un suspiro, pero Andais me agarró el brazo. Se me acercó y murmuró:
– No hables de sus adoradores.
Lo sabía. La reina sabía que Cel había permitido que los humanos le adorasen. Me quedé sin palabras. No hizo falta que ninguna de las dos dijera que la protección de su hijo nos había puesto a todos en peligro. Porque si podía ser demostrado en cortes humanas que algunos sidhe se habían permitido ser adorados en suelo estadounidense, seríamos expulsados. No sólo los sidhe, sino todos los elfos.
Miré a aquellos ojos de un gris triple, pero no vi a la temible Reina del Aire y la Oscuridad, sino a una madre preocupada por su único hijo. Siempre había querido demasiado a Cel.
– Hay que poner fin a las adoraciones -le dije en voz baja.
– Sin duda, tienes mi palabra.
– Hay que castigarlo -dije.
– Pero no por eso -murmuró.
Reflexioné sobre ello durante uno o dos segundos, mientras su mano me agarraba la ropa de la manga, empapada de sangre.
– Entonces tiene que ser castigado por entregar las Lágrimas a un mortal.
Su mano me apretó el brazo hasta que me hizo daño. Si sus ojos no hubiesen conservado en ellos el miedo, habría pensado que me estaba amenazando.
– Le castigaré por intentar matarte. Negué con la cabeza.
– No, quiero que sea castigado por entregar a un mortal las Lágrimas de Branwyn.
– Eso es una sentencia de muerte -dijo.
– Hay dos castigos posibles, mi reina. Estoy de acuerdo en que se le mantenga con vida, pero quiero que se permita la sentencia de tortura en su totalidad.
Se apartó de mí, pálida, con unos ojos repentinamente cansados. La tortura para este tipo de crimen era muy específica. E1 condenado era desnudado y encadenado en un cuarto oscuro, y a continuación cubierto con las Lágrimas. El cuerpo se llenaba de una ardiente necesidad, de un deseo mágico, pero se abandonaba al condenado sin que nadie le tocara, sin alivio. Se dice que algo así puede enloquecer a un sidhe. Pero era lo mejor, o lo peor, que podía hacer.
– Seis meses es demasiado tiempo -dijo la reina-. Su mente nunca sobreviviría a eso.
Era la primera vez que le oía admitir que Cel era débil o, como mínimo, no tan fuerte.
Regateamos del mismo modo que habíamos regateado Kurag y yo, y acabamos con tres meses.
– Tres meses, mi reina, pero si yo o mi gente sufrimos algún daño durante ese tiempo, entonces Cel perderá la vida.
Se volvió y miró a su hijo, que nos estaba observando de cerca, preguntándose qué estábamos diciendo. Finalmente, la reina me miró a mí.
– De acuerdo.
Andais se levantó, lentamente, casi como si se estuviera mostrando la edad que tenía. Nunca tendría un cuerpo viejo, pero los años pasaban en su interior. Anunció con una voz clara y fría el crimen de Cel y su castigo.
Se levantó.
– No acepto el castigo.
Andais se volvió hacia él, arremetiendo con su magia, empujándole a la silla, presionando contra su pecho con manos invisibles de poder hasta que no pudo respirar para hablar.
Siobhan hizo un pequeño movimiento. Doyle y Frost se interpusieron entre ella y la reina.
– Estás loco, Cel -dijo Andais-. Te he salvado la vida esta noche. No hagas que me arrepienta de lo que he hecho. -Lo dejó de golpe, y Cel cayó al suelo, cerca de donde Keelin continuaba agachada.
Andais se dirigió a la corte.
– Meredith cogerá a aquel a quien guste esta noche y lo llevará a su hotel. Es mi heredera. El país le ha dado la bienvenida cuando ha regresado esta noche. El anillo de su dedo está vivo y nuevamente lleno de magia. Habéis visto las rosas, las habéis visto vivir por primera vez durante décadas. Todos estos milagros y todavía ponéis en duda mi elección. Tened cuidado de que vuestras dudas no os cuesten la vida. -Dicho esto, se sentó y pidió a los demás que se sentaran. Todos nos sentamos.
Las damas blancas empezaron a traer mesas individuales y a colocarlas delante de los tronos. La comida empezó a flotar en manos fantasmagóricas.
Galen se unió a nosotros a un lado de la tarima. Ya estaban castigando a Conri y se perdería el banquete, pero no así Cel. A él se le permitiría disfrutar del banquete antes de que se ejecutara su sentencia: una gentileza de la corte de la Oscuridad para con su príncipe.
La reina empezó a comer. El resto de nosotros también lo hizo. La reina tomó su primer sorbo de vino. Bebimos.
Dejó de tomar la sopa y me miró. No era una mirada furiosa, de desconcierto quizá, pero sin duda no era una mirada feliz. Se inclinó hacia mí lo suficiente para que sus labios me acariciaran la oreja.
– Fóllate a uno de ellos esta noche, Meredith, o compartirás la suerte de Cel.
Me aparté lo suficiente para verle la cara. Sabía perfectamente que Galen y yo no habíamos hecho el amor, pero me había ayudado a salvarme del desafío de Conri, y le estaba agradecida por ello. Aun así, Andáis no hacía nada sin motivo, y no podía dejar de preguntarme por la razón de este acto de misericordia. Me hubiese gustado preguntárselo, pero la misericordia de la reina es algo frágil, como una burbuja que flota en el aire. Si uno insistía demasiado, simplemente se pinchaba y dejaba de existir. No pincharía esta muestra de bondad. Simplemente, la aceptaría.
33
Estábamos de nuevo en la Carroza Negra. La oscuridad todavía llenaba el cielo, pero había una sensación de amanecer en el ambiente, casi como el gusto de sal en el aire de la costa. No se podía ver, pero igual sabías que estaba ahí. El alba estaba cerca, y yo estaba contenta. Había cosas en la corte de la Oscuridad que no podían surgir a la luz del día, cosas que Cel podía enviarme; aunque Doyle consideraba poco probable que el príncipe intentara hacer algo más esa noche. Sin embargo, técnicamente, el castigo de Cel no empezaría hasta el día siguiente por la noche, con lo cual los tres meses todavía no habían empezado. Eso significaba que todos los hombres habían recuperado sus armas. Frost caminaba produciendo un ruido casi metálico. Los demás eran un poco más sutiles, pero no mucho más.
La gran espada de Frost, Geamhradh Po'g, el «beso de invierno», estaba colocada entre él y la puerta del coche. Incluso colocada a su espalda, era demasiado larga para llevarla en el coche. No era un arma capaz de matar como Temor Mortal, pero podía arrebatar la pasión de un elfo, dejarle frío y estéril como la nieve de invierno. Hubo una época en la que perder la pasión, la chispa, habría asustado a un elfo más que la muerte.
Doyle conducía y Rhys iba delante con él. Doyle había ordenado a Rhys ir detrás con el resto de nosotros, pero Frost había insistido en que se le permitiera ir detrás. Eso me había parecido… raro.
Ahora estaba sentado a la izquierda, apretado contra la puerta, con la espalda erguida, y aquel cabello de plata brillando en la oscuridad. Galen estaba sentado en el otro lado. La mayoría de sus heridas ya estaban curadas, y las que no lo estaban, se ocultaban debajo de unos vaqueros limpios. Se había puesto una camiseta blanca debajo de una camisa verde pálido. Llevaba ésta metida por dentro de los vaqueros pero desabrochada, con lo cual se le veía la camiseta de punto elástico. Lo único que quedaba del atuendo de la corte eran las botas hasta las rodillas, de un color verde musgo. La chaqueta de piel marrón que había llevado durante años permanecía doblada sobre sus rodillas.
Quedaba espacio en el asiento para Kitto, pero había preferido acurrucarse en el suelo, con las rodillas apretadas contra el pecho. Galen le había prestado una camisa de largas mangas para cubrir la correa metálica que llevaba. La camisa le iba enorme, y las mangas blancas ondeaban encima de sus manos. Lo único que podía ver yo eran sus piececitos desnudos que sobresalían de la ropa. Parecía tener ocho años, acurrucado en aquella oscuridad.
A preguntas como «¿Seguro que estás bien?», respondía «Sí, señora». Ésta parecía ser su respuesta para todo, pero resultaba evidente que se sentía abatido por algún motivo. Renuncié a sonsacarle información. Estaba cansada y me dolía el tobillo. Para ser exactos, me dolía el pie y la pierna hasta la altura de la rodilla. Rhys y Galen se habían turnado para ponerme hielo en el tobillo durante los espectáculos de sobremesa. El baile, que pretendía ayudarme a escoger entre los hombres, había sido un fracaso porque no pude bailar. No sólo me dolía el tobillo, me sentía mal y tremendamente cansada.
Me apoyé contra el hombro de Galen, adormilada. Él levantó el brazo para colocarlo sobre mis hombros, pero se detuvo a medio movimiento.
– ¡Ah! -exclamó.
– ¿Todavía te duelen las mordeduras? -pregunté.
Asintió y bajó lentamente el brazo.
– Sí.
– Yo no estoy herido. -La voz de Frost hizo que nos volviéramos hacia él.
– ¿Qué? -pregunté.
– Que no estoy herido -repitió.
Lo miré. Su rostro mostraba la arrogante perfección habitual, desde unos pómulos imposiblemente altos hasta la fuerte mandíbula con su minúsculo hoyuelo. Era una cara que debería haber ido acompañada de unos labios rectos y finos. Sin embargo, los labios de Frost eran carnosos y sensuales. El hoyuelo y la boca salvaban aquel rostro de una severidad excesiva. En ese momento, su rostro presentaba una línea severa, su espalda se mantenía erguida y agarraba la manecilla de la puerta con tanta fuerza que revelaba los músculos del brazo. Me había mirado al hacer la oferta, pero luego había girado el cuello, mostrándome sólo el perfil.
Lo miré allí sentado y comprendí que el Asesino Frost estaba nervioso. Nervioso por mí. Existía cierta fragilidad en su manera de comportarse, como si le hubiese costado muy caro ofrecerme su hombro para apoyarme en él.
Volví a mirar a Galen. Él arqueó las cejas e intentó encogerse de hombros, pero se detuvo a medio movimiento y se decidió por hacer un gesto de negación con la cabeza. Era interesante saber que Galen tampoco sabía lo que estaba sucediendo.
No estaba cómoda con la cabeza apoyada en el hombro de Frost, pero… Pero él podría haber salido, haberse salvado a sí mismo cuando las espinas atacaron, y no lo había hecho. Se había quedado con nosotros, conmigo. No me hacía ilusiones de que Frost hubiese estado alimentando en secreto un profundo amor hacia mí durante los últimos años. Sencillamente, no era verdad. Sin embargo, habían levantado las prohibiciones y si le decía que sí, Frost podría disfrutar de una relación sexual por primera vez en mucho tiempo. Había insistido en ir detrás conmigo y luego, me había ofrecido su hombro para que me apoyara en él. Frost, a su manera, me estaba cortejando.
Era una especie de dulzura torpe. Pero Frost no era dulce, sino arrogante y orgulloso. Sin duda, incluso aquella pequeña insinuación le había costado mucho. Si rechazaba la oferta, no sabía si se volvería a arriesgar en algún otro momento. ¿Se me volvería a ofrecer aunque fuese de una manera ínfima?
No le podía rechazar así e, incluso mientras lo pensaba, supe cuánto le habría dolido a Frost que lo que me hacía deslizar por el coche no fuera deseo o belleza física, sino algo muy próximo a la compasión.
Me deslicé por el asiento, y él levantó el brazo para que pudiera acomodarme. Era un poco más alto que Galen, de manera que en realidad no me apoyé en su hombro, sino en la parte superior de su pecho.
La tela de su camisa me raspaba la mejilla y no conseguía relajarme. Nunca había estado tan cerca de Frost, y resultaba… extraño. Me daba la sensación de que no podíamos sentirnos cómodos juntos. Él también lo sentía, porque ambos continuamos haciendo pequeños movimientos. Frost cambió la mano de mi espalda a mi cintura; yo intenté levantar más la cabeza y después bajarla, traté de apretarme más, de separarme un poco, pero nada funcionaba.
Finalmente, reí. Se puso rígido, sentí su brazo tenso en mi espalda. Lo oí tragar saliva. ¡Estaba nervioso!
Empecé a ponerme de rodillas a su lado, pero me acordé de mi tobillo y sólo pude plegar un pie debajo de mí, con cuidado para que el tacón no se enganchara en la media que conservaba ni en el satén de mis bragas.
Frost volvió a ofrecerme su perfil. Le acaricié la barbilla y giré su cara hacia mí. A sólo unos centímetros, aun en la oscuridad, distinguí el dolor de sus ojos. Alguien le había hecho daño alguna vez. Y la herida seguía sangrando en sus pupilas.
Sentí que mi cara se enternecía y la risa se disolvía.
– Me he reído porque…
– Sé por qué te has reído -dijo y se apartó de mí. Se apoyó contra la puerta del coche, aunque estaba derecho y erguido. Me hizo recordar el modo en que se acurrucaba Kitto en el suelo.
Toqué su hombro con delicadeza. Aquel delgado velo de cabello había caído por sus hombros. Era como tocar seda. El color de su cabello era tan profundamente metálico que no me sorprendió que fuera tan delicado. Era más suave que los rizos de Galen, de una textura totalmente diferente.
Me miraba mientras le tocaba el pelo.
Lo miré.
– Es sólo que estamos en esta extraña fase de la primera cita. Nunca nos hemos cogido de la mano ni besado, y todavía no sabemos sentirnos cómodos el uno con el otro. Galen y yo nos ocupamos de todos los preliminares hace años.
Se separó de mí, haciendo resbalar el pelo entre mis dedos, aunque no creo que ésta fuera su intención. Miró por la ventana de un modo imperturbable, aunque ésta actuaba como un espejo que me mostraba su rostro como el de una de las damas blancas de la corte.
– ¿Cómo se supera esta incomodidad?
– Tienes que haber tenido alguna cita -dije.
Sacudió la cabeza.
– Hace más de ochocientos años en mi caso, Meredith.
– Ochocientos años -dije-. Pensé que el celibato llevaba mil años en vigor.
Asintió sin moverse, contemplando su reflejo en la ventana.
– Fui el consorte de su elección hace ochocientos años. La serví tres veces nueve años, y después escogió a otro. -Su voz mostró un atisbo de duda cuando dijo esto último.
– No lo sabía -dije.
– Yo tampoco -dijo Galen.
Frost se limitó a mirar por la ventana, como si estuviera fascinado por el reflejo de sus ojos grises.
– Yo actué igual que Galen durante los primeros doscientos años, jugando con las damas de la corte. Entonces me escogió a mí, y cuando me apartó fue mucho más duro abstenerse. El recuerdo de su cuerpo, de lo que… -su voz se fue apagando-. Por eso no hago nada. No toco a nadie. No he tocado a nadie durante ochocientos años. No he besado a nadie. No he sostenido la mano de nadie. -Apretó su frente contra el cristal-. No sé cómo parar.
Me levanté sobre una rodilla hasta que mi cara quedó flotando al lado de la suya en el reflejo de la ventana. Apoyé la barbilla en su hombro, con una mano a cada lado de él.
– Quieres decir que no sabes cómo comenzar -dije.
Levantó la cabeza y miró mi reflejo al lado del suyo.
– Sí -murmuró.
Desplacé los brazos por sus hombros, y lo abracé. Quería decir que sentía que le hubiesen hecho esto. Quería expresar mi compasión, pero sabía que si en algún momento intuía algo de compasión, todo habría acabado. Nunca se volvería a abrir a mí.
Froté mi mentón contra la increíble suavidad de su cabello.
– No pasa nada, Frost. Todo irá bien.
Él apoyó la cabeza en mi mejilla y sentí que sus hombros se relajaban. Cerré los brazos en torno a su pecho y me agarré cada una de las muñecas con la otra mano. Él fue a buscar mis manos, temeroso, y al ver que no me movía las cogió y las colocó contra su pecho.
La piel de las palmas le sudaba muy ligeramente y su corazón latía con tanta fuerza que podía sentirlo batir. Acaricié con mis labios su mejilla, apenas, sin llegar a ser un beso.
Frost dejó escapar el aire en un largo suspiro que hizo que su pecho subiera y bajara en mis manos. Movió la cabeza, y este pequeño movimiento puso nuestras caras muy cerca. Miré el fondo de sus ojos, lo acaricié con la mirada, como si pretendiera memorizar su rostro, y de alguna manera era lo que estaba haciendo. Ésta fue la primera caricia, el primer beso. No volvería a repetirse, nunca volvería a ser igual que la primera vez.
Frost habría podido salvar con sus labios la pequeña distancia que nos separaba, pero no lo hizo. Sus ojos estudiaban mi cara igual que yo estudiaba la suya, pero no hizo ningún movimiento para poner fin a la situación. Fui yo quien se inclinó hacia él, yo la que salvé la distancia entre nuestras bocas para besarle dulcemente. Sus labios permanecieron completamente quietos contra los míos; sólo su boca entreabierta y el latido apresurado de su corazón me dejaban intuir que le gustaba. Empecé a retirarme, y su mano se desplazó por mi brazo hasta tocarme la nuca. Hundió su puño en mi pelo, apretándolo, sintiéndolo igual que yo había sentido antes su cabello sedoso. Entonces sus ojos se abrieron sólo un poco más. Acercó mi cara a su boca y nos besamos, y esta vez fue un beso compartido. Apretaba los labios contra mi boca. Giró la cabeza hacia mí, de manera que casi quedé apoyada en uno de sus anchos hombros.
Abrí la boca ante la presión de sus labios, sentí la caricia húmeda de su lengua. Y su boca se abrió a la mía, y el beso creció. Una mano se quedó en mi cabello, pero la otra me recorría la cintura y me atraía hacia su regazo. Me besaba como si me fuera a comer toda desde la boca. Sentía la tensión de los músculos de su cuello bajo mis manos mientras me besaba con labios y boca, como si su boca tuviera partes que nunca antes había sentido. Me revolví en sus brazos para sentarme más sólidamente en su regazo. Esto arrancó un sonido del fondo de su garganta, y sus manos estaban en mi cintura levantándome. En un instante mis piernas quedaron una a cada uno de de sus lados, y de repente me encontré arrodillada con una pierna a cada lado y unida a él por la línea húmeda del beso. Mi tobillo lastimado rozó el asiento y tuve que tomar aire.
Frost apoyó su mejilla en mi escote; respiraba de forma entrecortada. Le apreté la cara contra mi piel, con mis brazos alrededor de sus hombros, y parpadeé varias veces como si despertara de un sueño.
Galen tenía la boca casi totalmente abierta. Temí que estuviera celoso, pero estaba demasiado sorprendido para eso. Con él ya éramos dos los sorprendidos, porque me costaba creer que fuera Frost el hombre al que sostenía entre mis brazos, que fuera Frost, cuya boca parecía haberme dejado un recuerdo abrasador en la mía. Kitto me miró con sus enormes ojos azules, y la mirada de su cara no era de sorpresa, sino de excitación. Me acordé de que no sabía que no iba a disfrutar de auténtico sexo esa noche.
Galen fue el primero en recuperarse. Aplaudió y dijo con una risa nerviosa:
– En una escala de uno a diez, le doy un doce, y lo único que hacía era mirar.
Frost me abrazó, todavía respirando como si hubiese hecho una carrera. Habló con voz entrecortada, como si no se hubiese recuperado del todo.
– Pensé que había olvidado cómo hacerlo.
Entonces me eché a reír, con un sonido grave, el tipo de risa que haría que un hombre volviera la cabeza en un bar, pero no es lo que pretendía. Mi cuerpo latía todavía con demasiada sangre, demasiado calor. Apreté a Frost contra mi cuerpo: el peso de su cara en mi escote, su boca bajando de manera que el calor de su respiración parecía quemar la fina tela de mi vestido, ansiosa porque sus labios siguieran descendiendo, de que me besara los pechos.
Conseguí decir algo:
– Confía en mí, Frost, no has olvidado nada. -Volví a reír-. Y si alguna vez has besado mejor, no estoy segura de que pueda soportarlo.
– Me gustaría estar celoso -dijo Galen-. Estaba preparado para ponerme celoso, pero mierda, Frost, ¿me puedes enseñar cómo lo haces?
Frost levantó la cabeza para poder mirarme a la cara, y su mirada mostraba un brillante placer con un toque de algo más oscuro. Su rostro me pareció más… humano, pero no menos perfecto.
Su voz sonó suave, grave, íntima cuando dijo:
– Y esto ha sido sólo el toque de mi carne. Sin poder, sin magia.
Lo miré a los ojos y tragó saliva. De golpe, fui yo quien estaba nerviosa.
– Es mágico, Frost, tiene su propia magia- jadeé.
Se ruborizó, un tono rosa pálido le subió desde el cuello hasta la frente. Era perfecto. Lo besé en la frente y le dejé que me ayudara a poner mi tobillo lesionado en su regazo. Me volví a sentar en mi lugar, con los brazos de Frost sobre los hombros. Mi cuerpo se adaptaba a la curva de sus brazos como si siempre hubiese estado allí.
– Ves, ya estamos cómodos -dije.
– Sí -dijo, e incluso esta palabra tenía una calidez que sentía en el estómago, y más abajo.
– Tienes que levantar este pie -dijo Galen-. Mi regazo se ofrece voluntario. -Se dio unas palmaditas en la pierna.
Estiré las piernas, y Galen colocó mis pies sobre sus piernas. Pero me resultaba incómodo, estando apoyada en Frost.
– Mi espalda no se puede doblar de esa manera.
– Si no levantas el tobillo, se hinchará -afirmó Galen-. Mantén los pies en mi pierna y échate. Estoy seguro de que a Frost no le importará que pongas tu cabeza en su regazo. -Pronunció esto último con un toque de sarcasmo.
– No -dijo Frost-, no me importa.
Si había captado el sarcasmo, no lo mostró en la voz.
Me eché, aguantando la falda con una mano para que no se me subiera; con las piernas en el regazo de Galen, me alegré de que la falda fuese larga, eso lo hacía todo más pudoroso, y yo estaba lo bastante cansada como para agradecerlo.
Apoyé la cabeza en el muslo de Frost, con la sien en su estómago. Su mano se desplazó por mi abdomen hasta tocar la mía, sus dedos se entrelazaron con los míos y le miré fijamente. La mirada era casi demasiado íntima. Moví la cabeza hacia un lado, y dejé descansar la mejilla tranquilamente en su muslo. Su mano libre jugaba con el cabello que me caía a un lado de la cara, acariciándolo con los dedos.
– ¿Te puedo quitar el otro zapato? -preguntó Galen.
Lo miré atentamente.
– ¿Por qué?
Levantó ligeramente la cadera, y sentí que el tacón apretaba una carne demasiado tierna para tratarse de un muslo. Continuó presionando contra el puntiagudo tacón, con su mirada clavada en mí.
– El tacón es un poco puntiagudo -dijo.
– Entonces deja de apretarte contra él -dije.
– Todavía me duele, Merry -dijo.
– Lo siento, Galen, puedes quitarme el zapato.
Esbozó una sonrisa. Me quitó el zapato y lo sostuvo en el aire mientras sacudía la cabeza.
– Me gusta cómo te quedan los tacones, pero unas zapatillas te habrían salvado el tobillo.
– Tiene suerte de no haberse torcido nada más -dijo Frost-. Era un hechizo poderoso, aunque mal construido.
Asentí.
– Sí, era como matar moscas a cañonazos.
– Cel tiene poder, pero muy poco control -aseguró Frost.
– ¿Estamos seguros de que fue Cel? -preguntó Galen.
Los dos lo miramos.
– ¿No lo estás tú? -pregunté.
– Sólo digo que no tendríamos que cargar todas las culpas a Cel. Es tu enemigo, pero quizá no sea el único. No quiero que por obsesionarnos con Cel se nos pase algo importante.
– Bien dicho -dijo Frost.
– Caray Galen, casi es un comentario inteligente -dije.
Galen me palmeó la planta del pie.
– Atenciones como ésta no te acercarán a mi cuerpo.
Pensé por un instante en poner mi pie en su entrepierna para demostrar que ya estaba cerca de su cuerpo, pero me abstuve. Estaba lastimado y sólo conseguiría hacerle daño.
Kitto nos observaba con una mirada intensa. Algo en su cara y en la manera tan atenta de comportarse me inclinaba a pensar que podría contarle a Kurag todo lo que decíamos. ¿Hasta qué punto era mío?
El trasgo me sorprendió observándole, y sus ojos se clavaron en mí. La mirada no mostraba miedo, era atrevida y expectante. Se había mostrado más relajado desde que había besado a Frost, aunque no estaba segura del motivo.
Mi mirada pareció incrementar la audacia de Kitto. Se arrastró hacia adelante, hacia mí. Sus ojos pasaron de Galen a Frost, pero se arrodilló en el suelo, con las piernas separadas.
Hablaba con mucho cuidado, manteniendo la boca todo lo cerrada que podía para esconder los colmillos y la lengua bífida.
– Te has follado al sidhe de pelo verde esta noche.
Empecé a protestar, pero Galen tocó mi pierna, presionándola ligeramente. Tenía razón. No sabíamos hasta qué punto podíamos confiar en el trasgo.
– Has besssado…-La ese de «besado» era la primera sibilante que se había permitido en el discurso, y esto le hizo dudar. Volvió a empezar-. Has besado al sidhe de cabello de plata esta noche. Pido permiso para defender el honor de los trasgos en esta cuestión.Hasta que compartamos la carne, el tratado entre tú y mi rey no tendrá vigor.
– Cuidado con lo que dices, trasgo -dijo Frost.
– No -dije-, no pasa nada, Frost. Kitto está siendo muy educado tratándose de un trasgo. Su cultura es muy atrevida en lo que al sexo se refiere. Además, tiene razón. Si le pasa algo a Kitto antes de que compartamos la carne, los trasgos quedarán liberados del acuerdo.
Kitto se inclinó hasta que su frente tocó la silla, y su cabello rozó la mano de Frost, que todavía sostenía la mía. Frotó la cabeza contra mis piernas, como un gato.
Le di un golpecito en la cabeza.
– Ni se te ocurra hacerlo en el coche. No me va el sexo en grupo.
Se levantó lentamente, y aquellos ojos azules me miraron.
– ¿Cuándo lleguemos al hotel? -preguntó.
– Está herida -dijo Galen-. Creo que puede esperar.
– No -dije-, necesitamos a los trasgos.
La mano que Galen mantenía sobre mi pierna me bastó para comprobar hasta qué punto estaba tenso.
– No me gusta.
– No hace falta que te guste, Galen, limítate a reconocer que es práctico.
– A mí tampoco me gusta la idea de que te toque -dijo Frost; además sería muy sencillo asesinar a un trasgo. Son más fáciles de matar que los sidhe, si usas magia.
Miré el cuerpo delicado de Kitto. Sabía que podía resistir cualquier golpe, pero magia… Ése no era el punto fuerte de un trasgo.
Estaba cansada, muy cansada. Pero había trabajado mucho para conseguir una alianza con los trasgos y no estaba dispuesta a que se malograra por remilgos. La pregunta era ¿en qué parte de mi cuerpo le dejaría hundir aquellos colmillos? No iba a perder una libra de carne, pero Kitto tenía derecho a darme un mordisco. ¿Dónde te gustaría que te mordieran?
34
No podía andar con el tobillo así. Doyle me entró en brazos en el vestíbulo del hotel. Kitto permanecía muy cerca de mí, después de que Rhys hiciera un comentario desagradable al entrar. Si Rhys continuaba mostrando rencor contra todos los trasgos, la situación se complicaría todavía más. No necesitaba que se complicara, necesitaba algo sencillo.
Lo que me esperaba en la sala de estar no era nada sencillo.
Griffin estaba sentado en uno de los mullidos sillones, con sus largas piernas estiradas para que su nuca descansara en el respaldo. Cuando entramos, tenía los ojos cerrados, como si estuviera dormido. Su cabello se derramaba por los hombros en una melena cobriza. Me acordé de cuando le llegaba a los tobillos, y de que lloré cuando se la cortó. Había evitado buscarlo entre la multitud durante el banquete. Una mirada me bastó para saber que aquel cabello de color casi caoba no estaba en la habitación. ¿Qué hacía en el hotel? ¿Por qué no había asistido al banquete?
Estaba desperdiciando encanto para hacerse pasar por humano, pero incluso amortiguado por su propia magia brillaba. Iba vestido con tejanos, botas vaqueras, una camisa blanca abrochada hasta arriba y una chaqueta también tejana con hombreras y coderas de cuero. Esperaba que se me cerrara el pecho y me costase respirar al verle. Porque no estaba dormido, estaba posando para causar el máximo efecto. Pero mi pecho no se cerró y respiraba perfectamente.
Doyle se había detenido conmigo en brazos, justo antes de pisar la alfombra de estilo oriental en la que se hallaban los sillones. Miré a Griffin desde los brazos de Doyle y me sentí vacía. Había compartido con él siete años de mi vida y podía mirarle sin sentir nada más que un doloroso vacío, una suerte de tristeza por haber perdido tanto tiempo y tanta energía con aquel hombre. Había temido el reencuentro, temía que todos aquellos sentimientos volviesen a aflorar o enfurecerme con él. Pero no sucedió nada. Siempre tendría dulces recuerdos de su cuerpo y recuerdos menos dulces de su traición, pero el hombre que posaba allí con tanto esmero ya no era mi amor. La constatación me produjo un alivio profundo y una gran pena.
Abrió lentamente los ojos y una sonrisa le curvó los labios. Me dolió, porque en alguna ocasión había creído que esa sonrisa estaba pensada especialmente para mí. La mirada de sus ojos color miel también me era familiar. Demasiado familiar. Me miraba como si no me hubiera ido nunca, con la misma seguridad que había mostrado Galen antes. Sus ojos estaban llenos de un conocimiento de mi cuerpo y de la promesa de que tendría acceso a él rápidamente.
Esto acabó con cualquier simpatía que todavía pudiera sentir por él.
El silencio se había prolongado demasiado, pero no sentí la necesidad de romperlo. Sabía que si no decía nada, Griffin terminaría por hablar. Siempre se había mostrado orgulloso del sonido de su propia voz.
Se levantó en un movimiento fluido, ligeramente encorvado, de manera que no aparentaba su metro noventa. Me mostró su mejor sonrisa, la que hacía que sus ojos se arrugasen y le marcaba un minúsculo hoyuelo en la mejilla.
Lo mire, impasible. Me ayudaba el hecho de que estaba tan cansada que apenas podía pensar, pero era algo más que eso. Me sentía vacía interiormente y dejé que mi cara lo mostrase. Le dejé ver que no representaba nada para mí aunque, conociendo a Griffin, sabía que no se lo creería.
Dio un paso adelante, con una mano extendida como si fuese a coger la mía. Yo lo fulminé con la mirada hasta que bajó de nuevo la mano y por primera vez, pareció sentirse incómodo.
Paseó la mirada por mis acompañantes, y después volvió a posarla en mí.
– La reina insistió en que yo no estuviera allí esta noche. Pensó que eso te podría alterar. -La seguridad se hundió en sus ojos para dejar paso a la ansiedad-. ¿Qué me he perdido esta noche?
– ¿Qué estás haciendo aquí, Griffin? -dije. Mi voz estaba tan vacía como mi corazón.
Cambió el peso del cuerpo de un pie a otro. Era evidente que la reunión no se desarrollaba según sus expectativas.
– La reina dijo que había levantado el celibato de la Guardia para ti.
Sus ojos se dirigieron a Doyle y a continuación, a los demás. Torció el gesto al ver al trasgo. No le gustaba ninguno de ellos. No le gustaba que yo estuviera en brazos de otro. Percibí un fugaz destello de satisfacción, insignificante pero real.
– Que la reina haya levantado el celibato para mí y sólo para mí no responde a mi pregunta, Griffin.
Frunció el ceño.
– ¿Por qué estás aquí? -pregunté.
– La reina me dijo que te había advertido de que enviaría a un guardia elegido por ella.
Intentó volver a sonreír, pero la sonrisa se desvaneció cuando lo miré.
– ¿Estás intentando decirme que la reina te ha enviado como espía suyo?
Levantó la cabeza, y su delicado mentón se tensó. Era un signo inequívoco de que no se sentía a gusto.
– Pensé que te gustaría, Merry. Hay muchos guardias con los que sería peor compartir tu cama.
Negué con la cabeza y apoyé la cara en el hombro de Doyle.
– Estoy demasiado cansada para esto.
– ¿Qué quieres que hagamos nosotros, Meredith? -preguntó Doyle.
La mirada de Griffin se endureció, y me percaté de que Doyle había utilizado mi nombre de pila deliberadamente; no un título, sino mi nombre.
Esto me hizo sonreír.
– Llévame a la habitación y ponte en contacto con la reina. No me obligarán a volver a compartir la cama con él, bajo ningún concepto.
Griffin dio un paso hacia nosotros y me acarició el pelo. Doyle me puso fuera de su alcance girando los hombros.
– Fue mi consorte durante siete años -dijo Griffin, y esta vez había rabia en su voz.
– Entonces deberías haberla valorado como el precioso regalo que es.
– Vete, Griffin -dije-. Conseguiré que la reina envíe a algún otro.
Se puso delante de Doyle, bloqueando nuestro camino hacia los ascensores.
– Merry Merry, ¿no…?
– ¿Sientes nada? -acabé la frase por él-. Siento la necesidad de salir de este vestíbulo antes de atraer a una multitud.
Griffin miró de reojo el mostrador, desde donde la conserje del turno de noche nos dedicaba toda su atención. Había llegado un hombre y se había colocado a su lado, como si tuvieran miedo de que se produjera una pelea.
– Estoy aquí a las órdenes de la reina. Sólo ella me puede echar, no tú.
Miré a sus ojos airados y me puse a reír.
– Muy bien, muy bien, vamos todos a la habitación y la llamaremos desde allí.
– ¿Estás segura? -preguntó Doyle-. Si quieres que se quede en el vestíbulo, lo podemos solucionar.
Percibí un sutil tono de amenaza en su voz y me di cuenta de que Doyle quería hacerle daño, quería una excusa para castigar a Griffin. No creo que fuera algo personal conmigo. Pienso más bien que Griffin había tenido lo que todos ellos deseaban, acceso a una mujer que lo adoraba, y lo había echado por la borda mientras los demás no podían hacer otra cosa que mirar.
Frost se colocó detrás de Doyle. Kitto le siguió. Rhys se nos unió desde el otro lado y Galen se acercó a Griffin por detrás.
Griffin se tensó de golpe. Acercó la mano al cinturón y ésta empezó a desaparecer bajo la chaqueta.
Doyle dijo:
– Si tu mano no está a la vista, interpretaré que pretendes hacernos daño. Y no creo que quieras que piense eso, Griffin.
Griffin intentaba controlarlos a todos visualmente, pero había permitido que le rodearan, y uno no puede mirar a dos lados a la vez. Era una actitud demasiado descuidada, y Griffin era muchas cosas, pero no descuidado. Por primera vez me pregunté si le había afligido nuestra separación, si había sentido suficiente dolor para volverse descuidado, lo bastante descuidado para resultar herido 0 incluso perder la vida.
Esta idea tenía gracia desde un punto de vista sociopático, pero no quería lo matasen, sólo lo quería lejos de mí.
– No tengo ganas de peleas, aunque sería divertido
– ¿Cuáles son tus órdenes? -preguntó Doyle.
– Vamos todos arriba a contactar con la reina, luego me lavaré un poco y ya veremos.
– Como quieras, princesa -dijo Doyle.
Me llevó hacia los ascensores. Los demás nos siguieron, formando una especie de red semicircular en torno a Griffin. Sin necesidad de que nadie les dijera nada, Rhys y Galen se colocaron uno a cada lado de Griffin en el ascensor.
Doyle se quedó a un lado, con la espalda en el espejo para poder controlar a Griffin. Frost hacía lo mismo al otro lado. Kitto continuó mirando a Griffin como si no lo hubiese visto nunca antes.
Griffin apoyó los hombros en la pared, con los brazos plegados en el pecho y los tobillos cruzados: la imagen de la tranquilidad absoluta. Pero sus ojos y la rigidez de sus hombros lo traicionaban.
Lo miré entre Galen y Rhys. Le sacaba cuatro dedos a Galen y bastantes más a Rhys.
Me sorprendió mirando y dejó caer su encanto, lentamente, como un estriptis. Le había visto hacerlo desnudo muchas más veces de las que podía contar. Era como mirar a una luz que surgiese de debajo de su piel, empezando por los pies, luego sus musculosas pantorrillas, los muslos fuertes, y subiendo, hacia arriba, hasta que cada centímetro de su cuerpo brillaba como alabastro pulido con una vela en su interior, tan brillante el resplandor de su piel que casi formaba sombras.
El recuerdo de su cuerpo desnudo y brillante estaba grabado a fuego en mi memoria, y cerrar los ojos no servía de nada. Había sido una imagen demasiado querida durante demasiado tiempo. Abrí los ojos y vi el brillo metálico de su cabello de cobre. Las ondas de su pelo crepitaban y se movían con su poder. Los ojos no eran del color de la miel, tenían tres colores: marrón alrededor de la pupila, oro líquido y por último, bronce bruñido. La visión de su cuerpo envuelto en un resplandor me dejó sin aliento. Siempre sería guapo y ningún odio iba a cambiar eso.
Pero la belleza no era suficiente, ni mucho menos.
Nadie dijo ni una palabra hasta que se detuvo el ascensor. Entonces Galen cogió a Griffin por el brazo y Rhys miró a ambos lados del pasillo antes de que Doyle me sacara del ascensor.
– ¿Por qué tanta precaución? -preguntó Griffin-. ¿Qué ha pasado esta noche?
Rhys examinó la puerta y a continuación, me cogió la llave magnética y abrió la puerta. Examinó la habitación mientras los demás esperábamos fuera. Si los brazos de Doyle estaban cansados de cargarme, no lo mostraban.
– No hay peligro -dijo Rhys. Cogió el otro brazo de Griffin y lo hicieron entrar en la habitación de este modo. El resto de nosotros los seguimos.
Doyle me depositó en la cama, y me quedé sentada con la espalda apoyada en el cabezal. Eligió uno de los cojines que había sobre la colcha azul y lo colocó debajo de mi tobillo, luego se sacó la capa y la dejó al pie de la cama. Todavía llevaba el arnés de piel y metal sobre el pecho; los pendientes de plata todavía brillaban en los lóbulos de sus orejas; las plumas de pavo real todavía peinaban sus hombros. Por primera vez, se me pasó por la cabeza que nunca había visto a Doyle de otra manera. Bueno, sí con otra ropa, pero no estaba segura de si utilizaba encanto o no. Doyle no intentaba ser alguien distinto del que era.
Miré a Griffin, que aún brillaba, todavía hermoso. Galen y Rhys le habían hecho sentar en una silla. Galen se apoyó en la mesita que había junto a la silla. Rhys se recostó en la pared. Ninguno de los dos brillaba, pero sabía que como mínimo Galen no pretendía pasar por humano.
Kitto se subió a la cama y se acurrucó a mi lado. Pasó un brazo por mi cintura, peligrosamente cerca de mi regazo. Pero no trató de aprovecharse de la situación. Acurrucó la cara contra mi cadera y parecía satisfecho, como si quisiera dormir.
Frost se sentó en la punta de la cama, con las piernas en el suelo, pero negándose a dejar toda la cama para el trasgo. Cruzó los brazos sobre el pecho, justo debajo de las manchas de sangre. Se sentó allí, alto y erguido, e increíblemente guapo, pero no brillaba del mismo modo que Griffin.
De repente, tuve una revelación. Griffin no había dejado caer el encanto, había añadido más. En todas las ocasiones en que pensaba que se despojaba de las máscaras, lo que en realidad hacía era cubrirse en la mayor de las ilusiones. La mayoría de sidhe no podían usar encanto para parecer más bellos a los otros sidhe. Se podía intentar, pero era un esfuerzo en vano. Incluso después de haber alcanzado mi poder, lo veía brillar, pero ahora sabía lo que era en realidad: una mentira.
Cerré los ojos y apoyé la cabeza en el cabecero.
– Deja caer el encanto, Griffin. Limítate a quedarte sentadito ahí como un buen chico. -Mi voz sonó cansada, incluso a mí.
– Es muy bueno en esto -dijo Doyle-. Quizás el mejor que he visto en mi vida.
Abrí los ojos y miré a Doyle.
– Me alegro de saber que el espectáculo no era sólo para mi disfrute. Me sentía bastante estúpida.
Doyle miró al resto de los reunidos.
– ¿Señores?
– Está brillando -dijo Galen.
– Como una luciérnaga en junio -confirmó Rhys.
Frost asintió.
Toqué el pelo de Kitto.
– ¿Lo ves? -pregunté.
Kitto levantó la cabeza, con los ojos entrecerrados.
– Todos los sidhe me parecen guapos. -Apretó la nuca contra mí, y esta vez se acurrucó un poco más abajo de mi cintura.
Miré a Griffin, todavía resplandecía y estaba tan guapo que estuve a punto de protegerme los ojos como cuando uno mira al sol. Quería gritarle, echarle en cara sus engaños y sus mentiras, pero no lo hice. Mi enfado le habría convencido de que todavía sentía algo por él. No era así, o, mejor dicho, no lo que él quería que sintiera. Me sentí engañada y estúpida y enfadada.
– Ponte en contacto con la reina, Doyle -dije.
Frente a la cama había una cómoda con un gran espejo. Doyle se situó ante el espejo. Todavía me veía reflejada en él. Me volví a mirar y me pregunté por qué apenas había cambiado mi aspecto. Oh, sí, estaba despeinada, el maquillaje necesitaba un retoque, la pintura de labios había desaparecido completamente, pero mi cara seguía siendo la misma. Había perdido la inocencia hacía años y me quedaba poca capacidad de sorpresa. Lo único que sentía era entumecimiento.
Doyle colocó las manos casi rozando el cristal. Sentí su magia como un séquito de hormigas caminando por mi piel. Kitto levantó la cabeza para mirar y apoyó la mejilla en mi muslo.
El poder se percibía en un aumento de la presión, como si uno pudiera apartarlo tapándose las orejas, igualando la presión, pero la presión no se reduciría hasta que el poder se retirase. Doyle acarició el espejo, y éste se onduló como agua. Las puntas de sus dedos provocaban las ondas como piedras lanzadas en una piscina. Doyle dobló levemente las muñecas y el espejo perdió su transparencia. La superficie adquirió una tonalidad lechosa.
La niebla se disipó y apareció la reina sentada en el borde de su cama, mirándonos a través del espejo de sus aposentos privados. Se había quitado los guantes, pero conservaba el mismo vestido. Me habría apostado una parte de mi cuerpo a que estaba esperando la llamada. A su lado se veía el hombro desnudo de Eamon, tumbado de costado, como si estuviera durmiendo. El chico rubio estaba arrodillado al lado de ella, apoyado en los codos. También estaba desnudo, pero no debajo de las mantas. Su cuerpo era fuerte, pero delgado, un cuerpo de chico, sin la musculatura de un hombre. Me volví a preguntar si ya habría cumplido los dieciocho años.
Doyle se había apartado a un lado, con lo que yo fui la primera a quien buscaron los ojos de la reina.
– Hola, Meredith.
Los ojos de la reina escrutaron la escena, el trasgo a medio vestir y Frost en la cama conmigo. Mostró una sonrisa de satisfacción. Me di cuenta de que las dos escenas, a ambos lados del espejo, eran muy similares. Ella tenía a dos hombres en su cama, y yo tenía otros dos en la mía. Deseaba que se lo estuviera pasando mejor que yo. O quizá no.
– Hola, tía Andais.
– Pensé que estaríais todos en la cama, esperaba ver a uno o dos más de tus chicos. Me decepcionas.
Acarició la espalda desnuda del chico y terminó separando los dedos sobre sus nalgas. Era un gesto casual, igual que cuando uno acaricia a un perro.
Mi voz sonó muy neutra, cuidadosamente vacía.
– Griffin estaba aquí cuando llegamos. Dice que fuiste tú quien lo envió.
– Así es -dijo-. Estuviste de acuerdo en acostarte con mi espía.
– No estuve de acuerdo en acostarme con Griffin. Pensaba que después de nuestra charla habías comprendido lo que siento por él.
– No -dijo Andais-. No, no lo comprendí en absoluto. En realidad, no estaba segura de que tú misma conocieras tus sentimientos hacia él.
– No siento nada por él -dije-. Sólo quiero que se aparte de mi vista, y desde luego no voy a acostarme con él. -Me di cuenta en cuanto dije esto último de que ella podría insistir a causa de algún tipo de perversión malvada. Añadí rápidamente-: Que sepa que es célibe otra vez. Fue liberado de la prohibición hace diez años para que pudiera acostarse conmigo, pero utilizó su libertad para follar con cualquiera que se prestara. Quiero que sepa que me acuesto con los otros guardias, que éstos disfrutan del sexo y él no. Que, a no ser que consienta en acostarme con él, nunca más volverá a tener relaciones sexuales en el resto de su vida tan poco natural. -Sonreí mientras hablaba y me di cuenta de que era una sonrisa sincera. Que la Diosa me perdone, era vengativa, pero era sincera.
Andais volvió a reír.
– Oh, Meredith, creo que compartimos más sangre de lo que nunca me hubiese atrevido a imaginar. Como quieras. Envíalo de nuevo a su cama solitaria.
– Ya la has oído -dije-. Vete.
– Si no soy yo -dijo Griffin- será otro. Quizá deberías preguntarle a quién enviará para sustituirme en tu cama.
Miré a mi tía.
– ¿A quién enviarás para sustituir a Griffin?
Extendió la mano, y apareció un hombre como si hubiese estado esperando pacíficamente su turno. Su piel era del color de las lilas, su melena, larga hasta la rodilla, tenía una tonalidad rosada. Sus ojos eran como pozos de oro líquido. Era Pasco, el hermano gemelo de Rozenwyn.
Lo miré, y él me miró a su vez. Nunca habíamos sido amigos. En realidad, hubo una época en la que pensé que éramos enemigos.
Griffin se echó a reír.
– No puedes decirlo en serio, Merry. ¿Dejarías que Paseo te follase antes que yo?
Miré a Griffin. Había dejado de brillar y tenía un aspecto rayano en lo vulgar. Estaba furioso, tanto que percibí un ligero temblor en sus manos mientras señalaba al espejo.
– Griffin, cariño -dije-,hay un montón de hombres a los que metería en mi cama antes que a ti.
La reina estalló en una carcajada. Empujó a Paseo hacia abajo hasta que éste se sentó en su regazo, como un niño que visita a Papá Noel en un centro comercial. Me miró al tiempo que acariciaba el pelo de Pasco.
– ¿Estás de acuerdo en que Pasco sea mi espía?
– Estoy de acuerdo.
Los ojos de Pasco se abrieron un poco al oír esto, como si hubiera esperado al menos algo de resistencia por mi parte. Pero ya no estaba de humor para discutir.
Andais acarició la espalda de Pasco.
– Creo que le has sorprendido. Me había dicho que nunca aceptarías compartir la cama con él.
Me encogí de hombros.
– No es un destino peor que la muerte.
– Eso es bien cierto, sobrina mía.
Nuestros ojos se encontraron en el espejo. Asintió e invitó al hombre a levantarse. Vi que le daba a Pasco una palmada en el trasero justo antes de que desapareciera de la imagen.
– Enseguida estará ahí.
– Muy bien -dije-. Ahora vete, Griffin.
Griffin vaciló. Nos miró uno a uno y abrió la boca como si se dispusiera a decir algo, pero acto seguido la cerró. Probablemente lo más inteligente que podía hacer.
Hizo una reverencia.
– Mi reina. -Se dirigió hacia mí-. Ya nos veremos, Merry.
Negué con la cabeza.
– ¿Para qué?
– Me quisiste una vez -dijo, y era casi una pregunta, casi una plegaria.
Podría haber mentido, pero no lo hice.
– Sí, Griffin, alguna vez te quise.
Me miró, y sus ojos recorrieron la cama y mi pequeño harén.
– Lo siento, Merry. -Parecía sincero.
– ¿Sientes haberme perdido, sientes haber matado el amor que sentía por ti, o sientes que ya no puedas follar conmigo?
– Todo eso -dijo-. Siento todo eso.
– Buen chico. Ahora vete -dije.
Algo pasó por su cabeza, algo cercano al dolor, y por primera vez pensé que quizá, sólo quizá, había entendido que lo que había hecho estaba mal. Abrió la puerta y salió, y cuando la puerta se cerró detrás de él, supe que se había ido, que se había ido en un sentido que iba más allá de su ausencia física en la habitación. Ya no era mi amor, ya no era mi persona especial.
Suspiré y me recosté en el cabezal. Kitto se acurrucó más cerca. Me pregunté si tendría alguna oportunidad de estar sola aquella noche.
Volví a mirar al espejo.
– Sabías que no aceptaría a Griffin como espía tuyo, si eso implicaba acostarme con él.
La reina asintió.
– Tenía que conocer tus verdaderos sentimientos hacia él, Meredith. Tenía que estar segura de que no seguías enamorada de él.
– ¿Por qué? -pregunté.
– Porque el amor puede interferir con la lujuria. Ahora estoy segura de que ya no ocupa ningún lugar en tu corazón. Me gusta saberlo.
– Estoy contentísima de que te guste -dije.
– Ve con cuidado, Meredith. No me gusta el sarcasmo dirigido contra mí.
– Y a mí no me gusta que me arranquen el corazón para tu disfrute. -En el momento en que lo dije, supe que era un error.
Sus ojos se estrecharon.
– Cuando te arranquen el corazón, Meredith, lo sabrás.
El espejo se cubrió de vaho y de repente, volvió a reflejar la realidad. Me miré en él, y vi el latido de mis venas en la garganta. -Arrancar el corazón -dijo Galen-. No has elegido muy bien tus palabras.
– Lo sé -dije.
– En adelante -dijo Doyle- mantén la serenidad. Andais no necesita que le den ideas.
Aparté a Kitto. Levanté el pie de la cama, con cuidado, apoyándome en la mesita de noche.
– ¿Qué vas a hacer? -preguntó Doyle.
– Voy a limpiarme un poco esta sangre, y después me iré a la cama. -Miré a los hombres reunidos en la habitación-. ¿Quién quiere ayudarme a llenar la bañera?
El silencio se hizo muy denso de pronto. Los hombres se miraron entre sí, como si no estuvieran seguros de qué hacer, o qué decir. Galen dio un paso hacia adelante y me ofreció la mano para ayudarme a ponerme de pie. Tomé su mano, pero sacudí la cabeza.
– No puedes estar conmigo esta noche, Galen. Tiene que ser alguien que pueda acabar lo que empecemos.
Bajó la mirada durante uno o dos segundos, y después levantó la cabeza.
– Oh. -Me ayudó a colocarme de nuevo en la cama y yo le dejé hacer; después caminó hasta la silla donde había dejado su chaqueta de cuero-. Voy a ver si puedo conseguir una habitación al lado de ésta, y después iré a dar una vuelta. ¿Quién me acompaña? Todos volvieron a intercambiar miradas, pero nadie parecía saber cómo controlar la situación.
– ¿Cómo escoge la reina entre vosotros? -pregunté.
– Simplemente se lo pide al guardia, o a los guardias, que desea tener para la noche -dijo Doyle.
– ¿No tienes ninguna preferencia? -preguntó Frost, y percibí que se sentía herido.
– Lo dices como si hubiera alguna posibilidad de equivocarse. No hay ninguna mala elección; todos sois encantadores.
– Yo ya tuve mi alivio con Meredith -dijo Doyle-, de manera que esta noche me retiro.
Esto captó la atención de todo el mundo, y Doyle tuvo que explicar muy brevemente a qué se refería con aquel comentario. Frost y Rhys se miraron mutuamente y de golpe, percibí una tensión en el aire que no había estado allí antes.
– ¿Qué ocurre? -pregunté.
– Tienes que escoger, Meredith -dijo Frost.
– ¿Por qué? -pregunté.
Fue Galen quien contestó:
– No lo puedes reducir a sólo dos de nosotros sin peligro de un duelo.
– No son sólo dos, son tres -dije.
Todos me miraron a mí y a continuación, lentamente al trasgo, que todavía permanecía en la cama. Él se mostró tan sorprendido como los guardias. Nos observó con los ojos muy abiertos. Parecía casi asustado.
– Nunca he tenido la pretensión de competir con un sidhe.
– Kitto vendrá conmigo al cuarto de baño independientemente de quién más me acompañe -dije.
Todas las miradas de la habitación se centraron en mí.
– ¿Qué has dicho? -preguntó Doyle.
– Ya me has oído. Quiero que se selle la alianza con los trasgos, lo cual significa que tengo que compartir carne con Kitto, y eso es lo que voy a hacer.
Galen se dirigió a la puerta.
– Volveré más tarde.
– Espérame -dijo Rhys.
– ¿Te vas? -pregunté.
– Lo mismo que te quiero a ti, Merry, odio a los trasgos. -Rhys salió con Galen; cerraron la puerta detrás de ellos y Doyle pasó la llave.
– ¿Significa esto que te quedas? -pregunté.
– Voy a vigilar la puerta exterior -dijo Doyle.
– ¿Y si queremos utilizar la cama? -preguntó Frost.
Doyle se mostró pensativo, después se encogió de hombros.
– Puedo esperar fuera de la habitación si necesitáis la cama.
Hubo un poco más de negociación. Frost quería que quedase claro que él no tendría que tocar al trasgo. Yo acepté. Frost me levantó en brazos y me llevó al cuarto de baño. Kitto ya estaba allí, llenando la bañera. Levantó la cabeza cuando entramos; se había quitado la camisa de Galen. No nos dijo nada, se limitó a mirarnos con sus enormes ojos azules, moviendo una mano debajo del grifo.
Frost observó detenidamente el cuarto de baño. Finalmente, me sentó en el lavabo. Estaba de pie delante de mí, y de pronto me sentí incómoda. El beso en el coche había sido maravilloso, pero había sido la primera ocasión en que Frost y yo nos tocábamos mutuamente. Ahora, de golpe, se suponía que teníamos que hacer el amor, y con público.
– Es raro, ¿verdad? -dije.
Asintió, y este movimiento bastó para que aquel fino velo de cabello plateado se deslizara brillando sobre su cuerpo. Sus dedos buscaron muy despacio, vacilantes, la chaqueta de mi vestido. Colocó su manos en mis hombros y lentamente, dejó resbalar la chaqueta por mis brazos. Empecé a ayudarle con las mangas, pero me detuvo:
– No, déjame.
Volví a colocar las manos junto al cuerpo, y Frost tiró de las mangas, primero una, después la otra. Dejó que la chaqueta cayera al suelo y deslizó las puntas de sus dedos por la piel desnuda de mis hombros. Me puso la carne de gallina.
– Suéltate el pelo -dije.
Se quitó el primer broche de hueso, después el segundo, y el cabello cayó a su alrededor como una lluvia de espumillón. Le agarré un mechón. Parecía alambre de plata, pero era suave como satén, con una textura como de hilo de seda.
Se colocó suficientemente cerca para que sus piernas rozaran las mías. Acarició mis brazos desnudos. Me tocaba con timidez, como si tuviese miedo.
– Si te inclinas hacia adelante, te desabrocharé el vestido.
Hice lo que pedía, apoyé la cabeza contra su pecho. La tela de su camisa raspaba un poco, pero sus manos desabrochaban el vestido lenta y delicadamente. Las yemas de sus dedos se deslizaron en el vestido abierto, dibujando círculos en la suave piel de mi espalda. Intenté sacarle la camisa de dentro de los pantalones, pero no se movía:
– No te puedo sacar la camisa.
– Está abrochada para que caiga con gracia -dijo.
– ¿Abrochada? -pregunté.
– Tendría que quitarme los pantalones para quitarme la camisa.
Se había ruborizado, su piel mostraba un maravillo color rosa rojizo.
– ¿Qué pasa, Frost?
El grifo de la bañera se cerró. Kitto dijo:
– El baño está listo, señora.
– Gracias, Kitto. -Miré a Frost-. Contéstame, Frost. ¿Qué pasa?
Bajó la cabeza, con todo su brillante cabello actuando como una cortina. Se apartó de mí para fijar la mirada en la pared opuesta, de manera que ni tan siquiera el trasgo podía verle la cara.
– Frost, por favor no me obligues a saltar del lavabo para mirarte. Lo único que me falta es torcerme otro tobillo.
Frost habló sin volver la cabeza.
– No confío en mí mismo contigo.
– ¿En qué sentido? -pregunté.
– En el sentido de un hombre con una mujer.
Todavía no le comprendía.
– No lo entiendo, Frost.
Se volvió de golpe para mirarme; sus pupilas eran del color de las nubes de tormenta.
– Quiero caer sobre ti como una bestia voraz. No quiero ser dulce. Simplemente quiero.
– Estás diciendo que no confías en ti en que no… -Buscaba una palabra mejor, pero no la encontré-: ¿Me violarás?
Asintió.
No pude contener la risa. Sabía que no le gustaría, pero sencillamente no podía evitarlo.
Su cara se endureció, se mostró más arrogante, distante, con los ojos fríos pero todavía enfadado.
– ¿Qué quieres de mí, Meredith?
– Frost, perdóname, pero no puedes violar a quien se te ofrece.
Torció el gesto.
– Quiero tener relaciones sexuales contigo esta noche. Éste es el plan. ¿Cómo puede ser violación esto?
Negó con la cabeza y su cabello trazó un círculo de luz.
– No lo entiendes. No confío en que pueda controlarme.
– ¿En qué sentido?
– ¡En ningún sentido! -Se apartó de nuevo.
Finalmente empecé a intuir lo que trataba de decirme.
– ¿Te preocupa no durar lo suficiente para darme placer?
– Eso y…
– ¿Qué, Frost, qué?
– Quiere follarte -dijo Kitto.
Los dos miramos al trasgo, que permanecía de rodillas.
– Eso ya lo sé -dije.
Kitto sacudió la cabeza.
– Nada de sexo, sólo follar. Hace tanto tiempo que no lo hace, que simplemente quiere hacerlo.
Frost estaba rehuyendo mi mirada.
– ¿Es eso lo que quieres?
Echó la cabeza para atrás, escondiéndose detrás de todo aquel cabello.
– Quiero romperte las bragas, ponerte encima del lavabo y penetrarte. No me siento delicado esta noche, Meredith. Me siento medio loco.
– Entonces hazlo -dije.
Se volvió y me miró.
– ¿Qué has dicho?
– Hazlo como quieras. Ochocientos años te dan derecho a una pequeña fantasía.
Torció el gesto.
– Pero no te gustará.
– Deja que sea yo quien me preocupe de esto. Olvidas que desciendo de diosas de la fertilidad. Tantas veces como penetres en mi interior, te puedo hacer volver a sentir la necesidad tocándote con la mano. Es una pequeña utilidad de mi poder. Que empecemos la noche en el cuarto de baño no significa que tengamos que acabarla también aquí.
– ¿Me dejarías hacerlo?
Lo miré, allí plantado con sus anchos hombros, su pecho robusto asomando entre aquel cabello glorioso, la estrecha cintura, la cadera ceñida por aquellos pantalones tan ajustados. Pensé en cómo se los quitaría, en verlo desnudo por primera vez, en que penetrara en mi interior, con urgencia, tan lleno de necesidad que no tocaría nada, no haría nada excepto empujar en mi interior. Tuve que suspirar antes de responder.
– Sí.
Cruzó el cuarto de baño en dos zancadas, alzándome del lavabo y colocándome en el suelo. Me apoyé en el tobillo malo, pero no me dio tiempo para protestar. Me quitó el vestido de mis brazos en un movimiento abrupto. Tuve que agarrarme del lavabo para no caerme. Arrojó el vestido al suelo, dejándolo alrededor de mis pies. Luego tiró con fuerza de mis bragas de satén negro y las dejó también en el suelo.
Veía a Kitto en el espejo empañado. Lo miraba todo con ojos ansiosos, en silencio, como si no quisiera romper el hechizo.
Frost tuvo que desabrocharse los pantalones, y eso llevaba tiempo. Un pequeño gemido escapó del fondo de su garganta cuando ya se los había bajado. Llevaba la camisa sujetada a la altura de la ingle. Rasgó la tela. Su miembro era largo, y estaba duro y más que preparado. Lo vi por encima del hombro, y cuando me di cuenta, ya tenía sus manos en mi cintura, dándome la vuelta hacia el espejo empañado.
Hubo un momento en el que sentí que se deslizaba hacia mí y a continuación, lo sentí en mi interior. Empujaba contra mi cuerpo, forzándose a entrar en mí. Le había dado permiso, lo deseaba, pero, sin ninguna estimulación previa, el dolor se mezclaba con el placer. Una presión abrasadora, casi desgarradora, me hizo gemir de dolor y deseo. Cuando estuvo dentro de mí, tanto como podía, murmuró:
– Estás cerrada todavía, pero estás mojada.
Mi voz salía en un jadeo.
– Ya lo sé.
Se retiro un poco para volver a entrar, y después de eso ya no hubo nada más que su cuerpo dentro del mío. Su necesidad era grande y feroz y él también lo era. Se metió en mi interior con toda su fuerza y rapidez. El sonido de la carne golpeando a la carne acompañaba cada embate de su cuerpo. Esa fuerza en estado puro arrancaba gemidos de mi garganta y me hacía vibrar cuando se movía dentro de mí, sobre mí, a través de mí. Mi cuerpo se le abrió, y ya no estaba cerrada, sólo húmeda.
Utilizó las manos para obligarme a apoyar los pechos en el lavabo, y después me levantó, con lo cual la mayor parte de mi cuerpo quedó sobre el lavabo. Mis pies ya no tocaban el suelo. Se metió en mí, como si estuviese tratando de abrirse camino, no sólo en mi cuerpo sino hasta el otro lado. Me tensé muy lentamente y la respiración se me aceleró. Carne contra carne, tan duro y tan deprisa, con tanta fuerza que danzaba sobre esa delgada línea entre el placer y el dolor. Continué esperando que pusiera fin a su necesidad con un empuje glorioso, pero no lo hizo. Dudaba y utilizó sus manos grandes y fuertes para mover mis caderas encima del lavabo, un pequeño ajuste como si estuviera buscando el lugar adecuado, después llegó el embate hacia mi interior en un movimiento largo y poderoso, y me puse a chillar. Frost había encontrado el lugar adecuado de mi cuerpo, y se deslizaba por él, una y otra vez, tan poderosa y rápidamente como antes, pero ahora me hacía jadear. La tensión aumentó, un calor crecía en mi interior, se hinchaba. Se hizo más y más grande, derramándose por mi piel como si me cayeran encima mil plumas para hacerme temblar, estremecer, para arrancar de mi boca gritos sin palabras, sin pensamientos, sin formas. Era la canción de la carne, no de amor, ni tan siquiera de deseo, sino algo más primitivo, más primario.
Miré al espejo y vi que mi piel brillaba y mis ojos centelleaban con un fuego verde y dorado. Vi a Frost en el espejo, esculpido en marfil y alabastro; la luz blanca jugueteaba en su piel como si el poder brotara desde su interior. Me sorprendió mirándole en el espejo, y aquellos ojos grises, brillantes como nubes iluminadas por el claro de luna, se llenaron de preocupación. Me tapo la cara para que no pudiera mirarle. Dejó su mano allí, aguantándome, con su otra mano en mi espalda y su cuerpo apretando el mío. No me podía mover, no me podía apartar, no podía detenerle. No quería, pero lo entendí. Era importante para él no ceder el control, decir cuándo y cómo, e incluso el hecho de que yo lo mirase era una intrusión. Éste era su momento, y yo era sólo la carne a la que él se entregaba. Necesitaba que yo no fuera nada ni nadie, excepto la herramienta para colmar su necesidad.
Oí que su respiración se aceleraba, que sus embates se apresuraban, se hacían más vigorosos, más rápidos, hasta que me puse a gritar, y aun así no paró. Sentí que cambiaba el ritmo de su cuerpo, un estremecimiento le recorrió, y yo ya no pude más. Aquel calor hinchado se derramó en mi interior, a través de mí, presionando profundamente dentro de mi cuerpo, haciendo que se contrajera, que se sacudiera, incapaz de controlarlo, sólo sus manos me mantenían quieta, entera. Pero si mi cuerpo no se podía mover, el placer tenía que manifestarse de alguna manera; salía de mi boca en forma de gritos, gritos profundos, incontrolados, más y más, tan rápido como podía respirar.
Frost gritó más alto que yo, lanzó sus gritos en pos de los míos. Se apoyó en el lavabo, con una mano a cada lado de mi cuerpo y la cabeza baja. Su cabello se derramaba sobre mi piel como seda caliente. Yo no me movía, todavía aprisionada debajo de él, intentando aprender de nuevo a respirar.
Pudo hablar, aunque fue un murmullo confuso.
– Gracias.
Si hubiese tenido suficiente aire, me habría reído, pero tenía la garganta tan seca que mi voz sonaba rígida.
– Créeme, Frost, ha sido un placer.
Se inclinó y me besó en la mejilla.
– Trataré de hacerlo mejor la próxima vez.
Apartó sus manos de mí para permitir que me moviera, pero se quedó en mi interior, como si le costara dejarme libre.
Lo miré, pensando que estaba bromeando, pero su cara estaba extremadamente seria.
– ¿Puedes hacerlo mejor? -pregunté.
Asintió solemnemente.
– Oh, sí.
– La reina estaba loca -dije en voz baja.
Entonces sonrió.
– Siempre lo he pensado.
35
Me desperté con un mechón de pelo plateado en la nariz. Moví la cabeza, y el pelo me recorrió la cara como una telaraña brillante. Frost estaba tumbado boca abajo, con el rostro vuelto hacia otro lado. Las sábanas estaban enredadas por su cintura, dejando su torso al descubierto. Su cabello descansaba a un lado, como un segundo cuerpo tumbado entre nosotros, y en parte sobre mí.
Claro que había un segundo cuerpo en la cama, o quizá debería decir un tercer cuerpo. Kitto dormía a mi otro lado. Estaba acurrucado, dándome la espalda, ovillado, como si se escondiera de algo en sueños. O quizás era simplemente que tenía frío, porque estaba desnudo. Su piel era pálida, como una muñequita de porcelana china. Nunca había estado tan cerca de un hombre que me evocara semejantes analogías. El hombro me dolía donde había grabado su marca: el molde perfecto de su dentadura. Me había dejado un moretón en torno a la herida, casi caliente al tacto. No era veneno, sólo un mordisco verdaderamente profundo. Me quedaría una cicatriz, y de eso se trataba.
En algún momento durante el tercer o cuarto encuentro con Frost invité a Kitto a nuestra cama. Había esperado hasta que el cuerpo de Frost me llevó a un punto en el que se fundían dolor y placer, y había dejado a Kitto escoger su trozo de carne. No me hizo daño cuando me mordió, lo cual indica lo lejos que había llegado esa noche. Cuando finalmente nos dormimos, me empezaba a doler y al despertarme esa mañana, me dolía más. No era lo único que me dolía. Todo mi cuerpo se quejaba, dándome a entender que había abusado de él durante la noche, o mejor dicho que había dejado a Frost abusar de él.
Me deleitaba con los pequeños dolores, me estiraba para explorar qué era exactamente lo que me hacía daño. Me sentía como después de una sesión de entrenamiento con pesas y carreras, con la diferencia de que el dolor muscular se localizaba en otros sitios. No lograba recordar la última vez que me había levantado con la sensación de que el sexo había dejado en mi cuerpo una quemadura de seda. Hacía mucho tiempo.
Kitto se sentía honrado de que le hubiese permitido marcarme para que todo el mundo supiera que yo era su amante. No sé si se dio cuenta de que nunca iba a tener relaciones sexuales conmigo, pero no me lo había preguntado. En realidad, había estado sumamente dócil, haciendo sólo aquello a lo que se le invitaba, o se le pedía, pero sin entrometerse en ningún momento. Era el público ideal, porque no decía nada hasta que se le llamaba, y luego seguía las instrucciones mejor que ningún hombre con el que hubiera estado.
A1 incorporarme sentí el roce del cabello de Frost como algo vivo. Acaricié mi propio cabello, deplorablemente corto. Una vez identificada como la princesa Meredith, ya nada me impedía dejármelo crecer otra vez. Las muñecas me dolían cuando me tocaba el pelo, y no tenía nada que ver con el sexo. Las vendas no habían sobrevivido al baño de la última noche, y no me había puesto otras. Sin embargo, las marcas de las espinas se habían secado, casi curado, como si tuvieran una semana o más, en lugar de horas. Pasé los dedos por las heridas. Nunca me había restablecido tan rápidamente con anterioridad. Y eso que Kitto me había mordido después de la cuarta vez, de otro modo se me habría curado más. Suponiendo, claro está, que el sexo era lo que me curaba, porque todavía no lo sabíamos con certeza.
Sólo conservaba para mí una esquina de la sábana: Frost era un acaparador de mantas. Hacía frío en la habitación. Tiré de las mantas, pero lo único que conseguí fue arrancarle una protesta. Entonces contemplé su ancha espalda desnuda y se me ocurrió una idea para quitárselas.
Bajé la lengua por su espalda, y dejó escapar un suspiro. Me apoyé en él, dibujando una línea húmeda a lo largo de su columna vertebral.
Frost levantó la cabeza de la almohada, despacio, como un hombre que despierta de un sueño profundo y oscuro. Su mirada estaba ligeramente desenfocada, pero cuando me miró sus labios se curvaron lentamente en una sonrisa complacida.
– ¿No has tenido suficiente?
Me tumbé desnuda sobre su espalda, aunque las mantas nos impedían tocarnos por debajo de la cintura.
– Nunca tengo suficiente -dije.
Rió, con una risita grave y alegre. Rodó hacia un lado y se apoyó en un codo para mirarme. También había soltado las mantas. Cubrí con ellas a Kitto, que todavía parecía estar profundamente dormido.
El brazo de Frost ceñía mi cintura y me empujaba de nuevo hacia la cama. Yo me recosté en las almohadas, y él se inclinó para darme un delicado beso en los labios. Mis manos se desplazaron por su hombro, su espalda, apretándolo contra mí.
Deslizó la rodilla entre mis piernas, y ya había iniciado un movimiento de caderas para colocarse encima de mí, cuando se quedó paralizado, y su expresión cambió por completo. Se puso alerta.
– ¿Qué pasa, Frost?
– Tranquila.
Estaba tranquila. Era mi guardaespaldas. ¿Se trataba de la gente de Cel? Ése era el último día que tenían para matarme sin que ello le costara la vida al príncipe. Frost rodó al suelo para agarrar la espada, Beso de Invierno, y cruzó la habitación hasta las ventanas en un movimiento ágil, como un relámpago plateado.
Cogí la pistola de debajo de las almohadas. Kitto estaba despierto, mirando a su alrededor con los ojos desorbitados.
Frost apartó las cortinas de la ventana, y su espada avanzaba hacia el cristal, cuando se quedó paralizado a medio movimiento. Al otro lado de la ventana había un hombre con una cámara. Lo vi por un instante mientras levantaba la cara, asustado. Acto seguido, el puño de Frost atravesó la ventana y agarró al periodista por el cuello.
– Frost, no, ¡no le mates!
Corrí desnuda por la habitación, todavía empuñando la pistola. La puerta se abrió de golpe detrás de nosotros, y me volví, apuntando con la pistola, ya con el seguro quitado. Doyle estaba en el pasillo, blandiendo una espada. Hubo un momento de contacto visual en el que él vio el arma en mi mano. Bajé la pistola, y él entró en la habitación y cerró la puerta de una patada. No envainó la espada, pero la tiró a la cama mientras se dirigía hacia Frost.
La cara del periodista había adquirido aquella tonalidad amoratada que indicaba que no podía respirar. El rostro de Frost era irreconocible, desgarrado por la rabia.
– Frost, lo vas a matar.
Doyle se colocó a su lado.
– Frost, si matas a este periodista, la reina te castigará por ello.
Frost no parecía escuchar a nadie, como si estuviese en algún lugar remoto y todo lo que le quedase allí de él fuera su mano en la garganta de aquel hombre.
Doyle le pegó a Frost una patada en los riñones que hizo caer a éste hacia delante. El cristal se rompió todavía más, pero Frost soltó por fin al periodista. Cuando se volvió, chorreaba sangre de su mano y su mirada era la de un animal enfurecido.
Doyle había adoptado una posición de pelea, sin ningún arma en sus manos. Frost tiró su espada al suelo y adoptó una postura idéntica. Kitto, acurrucado en la cama, observaba la escena con los ojos como platos.
Corrí hacia las cortinas, con la intención de cerrarlas, y vi a una nube de periodistas corriendo hacia nosotros como una jauría. Algunos tomaban fotos mientras corrían, otros gritaban:
– ¡Princesa, princesa Meredith!
Corrí las cortinas, así que no había lugar por el que pudiesen mirar, pero eso no duraría mucho. Teníamos que entrar en la habitación contigua, donde habían dormido Galen y los otros. Ajusté la mira de la pistola a la cabecera de la cama, a un lado de los dos guardias. Kitto me miró y se tiró al suelo por el otro lado.
Disparé una sola vez, y el disparo atronó en la habitación. Los dos hombres se volvieron y me observaron con ojos desorbitados. Apunté el arma hacia el techo.
– Hay casi cien reporteros a punto de echarse sobre nosotros. Tenemos que ir a la otra habitación. ¡Ahora!
Nadie discutió conmigo. Frost, Kitto y yo cogimos sábanas y ropa y pasamos a la otra habitación antes de que los periodistas empezaran a colarse por la ventana rota. Doyle se situó en la retaguardia con las armas. Él, Galen y Rhys se fueron a buscar las maletas. Llamé a la policía y denuncié a los periodistas por entrar ilegalmente en nuestra habitación.
Los tres que estábamos desnudos nos vestimos por turnos en el cuarto de baño, no por pudor, sino porque allí no había ventanas. Cuando salí del cuarto de baño cargada de toallas, Doyle y Frost estaban sentados en las dos únicas sillas de la habitación. No había nadie más. Los dos tenían su cara típica de guardia, ilegible, inescrutable. Pero había algo raro en su comportamiento.
– ¿Qué ha sucedido? -pregunté.
Caminaba con normalidad: había olvidado que me había torcido el tobillo hasta que Galen me lo hizo notar. Ninguno de los dos jefes de la Guardia hablaba, y esto me ponía nerviosa.
Los hombres se miraron uno al otro. Doyle se puso de pie. Se había puesto unos vaqueros negros. Éstos cubrían unas botas cortas del mismo color, que bien podían pasar por zapatos para alguien que no supiera qué estaba mirando. La camisa, de seda negra y con largas mangas, destacaba por su brillo en la piel oscura del capitán de la Guardia. La pistolera del hombro era asimismo negra y también el arma, una Beretta de diez milímetros, del modelo antiguo.
Daba la impresión de que llevaba el pelo muy corto, porque ocultaba su cabellera en la coleta habitual, que le caía por la espalda y se perdía bajo sus vaqueros negros. En sus orejas puntiagudas brillaban unos pendientes de plata. Éstas y un pequeño cinturón, también plateado, eran lo único que distraía de la total monocromía de su aspecto. Había completado su atuendo poniéndose en una oreja una cadena de plata, al extremo de la cual pendía un pequeño rubí.
– Tenemos un problema -dijo.
– Te refieres a un periodista fotografiándonos a Frost y a mí juntos en la cama. Sí, diría que tenemos un problema.
– No se trata sólo de un periodista -dijo Frost.
– Los he visto, como un montón de tiburones que han olido sangre. -Empecé a colocar un montón de toallas en la maleta abierta que esperaba en la cama-. He sido objetivo de la prensa, pero nunca así.
Frost cruzó las piernas. Llevaba pantalones grises y mocasines del mismo color, pero sin calcetines. Frost nunca llevaría pantalones lo bastante cortos para dejar a la vista los calcetines, era algo pasado de moda. En un bolsillo de la chaqueta, confeccionada a medida y a juego con los pantalones, lucía un pequeño pañuelo celeste. Una camisa blanca con corbata gris perla y alfiler plateado completaba su atuendo. Se había recogido el pelo en una cola de caballo, de manera que resaltaban los rasgos marcados de su rostro. Sin la distracción del cabello llamaba poderosamente la atención la deslumbrante belleza de su rostro. Tenía un aspecto tranquilo, perfecto, completamente distinto del hombre que casi me había molido la noche anterior en el cuarto de baño. Pero sabía que el otro Frost permanecía agazapado allí debajo, esperando el permiso para salir.
Coloqué los últimos artículos de tocador en la maleta y empecé a cerrar la cremallera. Miré a los dos hombres.
– Chicos, tenéis una cara que parece que haya sucedido algo malo de verdad. Algo sobre lo que todavía no sé nada. ¿Dónde están los demás?
Frost respondió:
– Están vigilando la puerta y la ventana. Intentan apartar a los periodistas, pero es una batalla perdida, Meredith.
Doyle colocó las manos en la cómoda, con la cabeza baja. La gruesa cola de caballo se enredaba entre sus piernas como un extraño animal doméstico.
– Me estáis asustando. ¿Qué ha pasado?
Frost tocó el periódico que estaba sobre la mesilla. Un simple gesto, pero…
– ¿Es el St. Louis Post-Dispatch? – pregunté.
Doyle dirigió una mirada a Frost, y éste levantó las manos en señal de rendición.
– Ella tiene que saberlo.
– Sí -sentenció Doyle.
– Hablé con Barry Jenkins ayer -dije-. Me advirtió que publicaría que Merry Gentry era la princesa del país de los elfos. Supongo que la amenaza iba en serio.
Doyle se volvió y se recostó en la cómoda, con los brazos cruzados, de manera que su mano derecha acariciaba la pistola. Era uno de sus gestos de nerviosismo característicos. Cuando se colocaba detrás de la reina acariciando el arma se interpretaba como una amenaza, pero no era sino otro gesto de nerviosismo.
Me acerqué a la mesilla.
– ¿Qué está ocurriendo? Jenkins es un cerdo, pero nunca mentiría, ni tan siquiera en el Post.
– Léelo, y después dime que no hay nada por lo que preocuparse -dijo Doyle.
La foto de Galen y yo en el aeropuerto casi llenaba la portada. Pero fue el titular lo que me preocupó.
«La princesa Meredith vuelve a casa para encontrar marido». En letras más pequeñas, debajo de la foto: «¿Es éste el elegido?».
Me volví hacia Doyle y Frost.
– Jenkins estará haciendo conjeturas. Galen y yo sabíamos que había fotógrafos en el aeropuerto. -Los miré a los dos, y la preocupación seguía reflejada en sus rostros-. ¿Qué os pasa a vosotros dos? Todos hemos aparecido en los periódicos anteriormente.
– No así -dijo Frost.
– La cosa se pone mejor, o peor -dijo Doyle-. Lee el artículo.
Empecé a leer por encima el artículo, pero me quedé en el primer párrafo.
– Griffin concedió una entrevista a Jenkins -dije casi sin aliento, y de golpe tuve que sentarme en un extremo de la cama-. Que la Diosa nos guarde.
– Sí -confirmó Doyle.
– La reina ya se ha puesto en contacto con nosotros. Lo castigará por haber traicionado tu confianza. Ha convocado una conferencia de prensa para esta noche.
– Por favor, Meredith, lee el artículo -me instó Doyle.
Leí el artículo. Lo leí dos veces. No me preocupaba que Griffin hubiese dado detalles personales, pero sí que los hubiera dado sin mi consentimiento. Había compartido mi vida privada con todo el mundo. Los sidhe tienen reglas extrañas acerca de la intimidad. No valoramos los secretos íntimos igual que los humanos, pero no nos gusta que se espié nuestra vida privada. Espiar suele comportar la pena de muerte. Y a Griffin podía costarle la vida. La reina consideraría muy poco elegante chismorrear con un reportero.
Finalmente, me senté en la cama, mirando al periódico pero sin verlo realmente. Observé a los dos hombres.
– Da detalles de nuestra relación, indirectas, trapos sucios. Suerte que al menos es un periódico serio y no uno sensacionalista.
Se miraron el uno al otro.
– Oh, no, por favor, por favor, decidme que estáis bromeando.
Frost me ofreció una revista.
Dejé caer al suelo el periódico y cogí la revista en color. La portada estaba ocupada por una foto de Griffin y yo juntos en la cama. Sólo sus manos impedían que mis pechos se vieran por completo. Estaba riendo. Los dos reíamos. Me acordé de las fotos. Me acordé de su deseo de fotografiarlo todo. Yo todavía conservaba algunas de esas fotos, pero no todas. No todas.
Cuando por fin hablé, mi voz sonó calmada, aunque lejana.
– ¿Cómo? ¿Cómo han podido publicar el artículo con tanta rapidez? Pensaba que las revistas no salían tan pronto.
– Parece que se puede hacer -dijo Doyle.
Miré la foto. El titular era: «Los secretos sexuales de la princesa Meredith y de su amante sidhe, desvelados».
– Por favor, dime que ésta es la única foto.
– Lo siento -dijo Doyle.
Frost empezó a darme una palmadita en la mano, pero enseguida se arrepintió del gesto.
– No hay palabras para expresar lo que siento porque te haya hecho esto.
Miré a los ojos grises de Frost. Vi compasión, pero no había rabia en ellos. Y eso era lo que deseaba ver.
– ¿Lo sabe la reina?
– Sí -dijo Doyle.
Cogí la revista y traté de abrirla para ver el resto de las fotos, pero no pude hacerlo. No tenía la fuerza suficiente para mirar.
Le devolví la revista a Frost.
– ¿Es muy malo?
Miró a Doyle, y después nuevamente a mí. La máscara arrogante y distante se desvaneció un poco, y el Frost con el que me había levantado asomó a sus ojos.
– No han publicado ningún desnudo frontal. Aparte de eso, sí, es malo.
Escondí mi cara entre las manos, con los codos en las rodillas.
– Oh, Dios mío, si Griffin las vendió a Jenkins, a los periódicos, entonces puede haberlas vendido en muchos otros lugares. -Me levanté como un buzo que sale a la superficie desde aguas profundas. De repente, me faltaba el aire-. Hay revistas en Europa que publicarían todas las fotos. No me importan los desnudos, pero eran fotos privadas, sólo para Griffin y para mí. Si hubiera querido publicar fotos, le habría dicho que sí a Playboy hace años. ¿Cómo puede haber hecho Griffin algo así? -Tuve un pensamiento terrible. Miré a Frost-. Por favor dime que recuperaste la cámara y el carrete del periodista que intentaste estrangular esta mañana.
Me miró a los ojos, aunque se notaba que no lo deseaba.
– Lo siento, Meredith, la cámara debería haber sido mi prioridad, pero me dejé llevar por la ira. Haría lo que fuera para solucionar esto.
– Frost, publicarán las fotos, ¿lo entiendes? Fotos de ti y de mí y mierda, de Kitto en la cama, juntos. Las publicarán en la prensa sensacionalista, y aquéllas en las que estoy desnuda irán a Europa. -Tenía ganas de insultar, de gritar, pero no se me ocurría nada lo bastante fuerte para hacerme sentir mejor.
– Griffin debería saber lo que la reina le haría por esto -dijo Doyle-. Tendrá suerte si no le mata.
Asentí, intentando concentrarme en respirar más despacio, tratando de mantener la calma, pero era imposible.
– Hará tanto daño como pueda antes de que lo atrapen. -Realicé tres inspiraciones rápidas-. Supongo que se ha largado.
– Le encontraremos -dijo Frost-. El mundo no es tan grande.
Esto me hizo reír, pero la risa se convirtió en lágrimas. Resbalé de la silla y me caí al suelo entre los trozos desperdigados del PostDispatch. Me hice daño al caer de ese modo. Además, todavía me sentía magullada por la noche de sexo. Sin embargo, el dolor me ayudó a recordar cosas que no eran tan malas: todavía podía acostarme con los hombres de la corte. Todavía era bien recibida en el país de los elfos. La reina había dado su palabra de que me protegería. Podría ser peor. O como mínimo intentaba convencerme de eso a mí misma.
Conseguí controlar la respiración, pero no la rabia.
– Anoche no quería hacerle daño, pero ahora…
Le quité la revista a Frost y me obligué a mirar en su interior. No era la desnudez parcial lo que me dolía, sino la felicidad de nuestras caras, de nuestros cuerpos. Estábamos enamorados y se notaba. Pero si Griffin era capaz de hacerme eso, entonces no me había querido nunca. Me deseaba, me quería poseer, quizá, pero el amor… El amor no hace estas cosas.
Lancé las páginas al aire y contemplé cómo aterrizaban nuevamente en el suelo.
– Quiero que muera por esto. No se lo digas a la reina. Dentro de unos días puede que cambie de opinión, y no quiero que haga nada radical. -Mi voz sonaba fría a causa de la rabia que sentía, el tipo de rabia que se instala en tu corazón y nunca lo abandona. La rabia caliente te hierve en la sangre y no es tan distinta de la pasión, pero la rabia fría es hermana del odio. Yo odiaba a Griffin por lo q ue me había hecho, pero no lo suficiente-. No quiero que la reina me envíe la cabeza o el corazón de Griffin en un cubo.
– Puede que esté planeando matarle de todas formas -dijo Doyle.
– Sí, pero si lo hace, será responsabilidad suya, no mía. No pediré su muerte. Si la reina decide matarlo es cosa suya.
Frost se arrodilló a mi lado, mirándome con aquellos ojos del color de las nubes de tormenta. Tomó mis manos entre las suyas. Su piel estaba caliente, lo cual significaba que yo estaba fría. Estaba más alterada de lo que pensaba, casi en estado de shock.
– Estoy segura de que nuestra reina ya ha decidido su suerte -sentenció Frost.
– No -dije. Me levanté y me separé de Frost, de sus manos, de su mirada. Me abracé a mí misma, porque sabía que podía confiar en mis propios brazos y estaba empezando a dudar de todos los demás-. No, si lo encuentra ahora mismo, lo matará. Pero cuanto más tiempo permanezca huido, más creativa se mostrará la reina.
Frost continuaba arrodillado en el suelo, mirándome.
– Yo en su lugar creo que preferiría ser capturado pronto, mientras todavía fuera posible una muerte rápida.
– Se escapará -dije-. Se escapará tan lejos y tan deprisa como pueda. Retrasará el momento con la esperanza de que lo salve algún milagro.
– ¿Le conoces bien? -preguntó Frost.
Lo miré a la cara y me eché a reír. La risa tenía un tono salvaje.
– Eso creía, aunque quizá no lo haya conocido nunca. Quizá todo haya sido una gran mentira.
Miré a Frost. Estaba contenta de no quererle, contenta de no ver en él nada más que carne apetecible. En ese momento, confiaba más en el deseo que en el amor.
Doyle se levantó y me agarró delicadamente por los antebrazos.
– No dejes que Griffin te haga dudar de ti, Meredith. No le dejes que te haga dudar de nosotros.
Lo miré a los ojos.
– ¿Cómo has sabido que era exactamente eso en lo que estaba pensando?
– Porque es exactamente lo que pensaría yo en tu lugar.
– No, no lo es, tú estarías planeando cómo matarle.
Doyle me abrazó, apoyando su mejilla en mi cabello. Estaba tensa pero no me aparté.
– Di que deseas su muerte y así será. Elige una parte de su cuerpo y te la entregaré.
– Te la entregaremos -dijo Frost, poniéndose de pie.
Me relajé lo suficiente para pasar un brazo en torno a la cintura de Doyle y apoyé la cara en su camisa de seda. Podía oír el latido de su corazón, firme y un poco acelerado.
Alguien golpeó la puerta. Doyle hizo una señal a Frost y éste acudió a contestar. Doyle sacó la pistola, después me colocó a un lado, de manera que su cuerpo me ocultaba parcialmente la visión.
– Soy Galen, abrid.
Frost observó por la mirilla, con una cuarenta y cuatro niquelada en la mano.
– Es él y Rhys.
Doyle asintió, bajando la pistola pero sin soltarla. El nivel de tensión era alto, muy alto. Creo que todos estábamos esperando otro ataque de Cel y compañía. Yo sin duda lo esperaba, y estaba paranoica por necesidad. Los guardias eran paranoicos de profesión.
Kitto entró detrás de los dos guardias. Iba vestido con vaqueros, un polo amarillo claro con un cocodrilo en el pecho y zapatos blancos de sport. Todo parecía nuevo, recién comprado.
Galen se fijó en los periódicos y luego me miró.
– Lo siento mucho, Merry.
Doyle dejó que me apartara de detrás de él, para poder reunirme con Galen. Enterré mi cara en su pecho, coloqué los brazos en su cintura y lo abracé. Me sentía segura con Doyle, apasionada con Frost, pero eran los brazos de Galen los que me reconfortaban.
Quería quedarme con él, cerrar los ojos y simplemente quedarme pegada a él. Pero se había convocado una conferencia de prensa y la reina nos había llamado a la corte para que todos pudiésemos discutir la versión de la verdad que íbamos a comunicar a los medios. Había asistido a conferencias de prensa desde que era niña y nunca había estado en ninguna en la que se contara la verdad, toda la verdad. No había manera de limpiar lo que Griffin había ensuciado. Podía ser castigado, pero los artículos y las fotos ya estaban en la calle, y nada cambiaría eso. Todavía no tenía ni idea de qué versión podría explicar las fotos de Frost, Kitto y yo desnudos en la cama. Eso sí, si había alguien capaz de inventarse una mentira que lo explicará, ésa era sin duda mi tía. Andais, Reina del Aire y la Oscuridad, podía darle la vuelta a cualquier escándalo. Ofuscados por sus encantos, los periodistas tendían a escribir lo que ella les pedía que escribieran, aunque limpiar este escándalo en particular iba a poner a prueba su talento. Siempre había soñado con ver fracasar a mi tía, pero en ese momento deseaba con todas mis fuerzas que obtuviera un éxito brillante. ¿Era un actitud hipócrita? Quizá sí, o quizá simplemente práctica.
36
A medianoche ya se habían marchado todos los periodistas, bien cargados de vino añejo, entrantes caros y todas las mentiras de mi tía. Pero Andais lo había preparado con estilo. Se había vestido con un traje chaqueta negro sin blusa, marcando la línea de su escote. Estaba ilusionada por el hecho de que yo estuviera de nuevo en casa, contenta de que por fin hubiera decidido sentar la cabeza con algunos sidhe afortunados. También se sentía entristecida por la traición de Griffin. Un reportero le había preguntado sobre el pretendido afrodisíaco feérico que había estado a punto de causar una revuelta en una comisarla de policía de Los Ángeles. Andais aseguró no tener conocimiento de él, y no estaba dispuesta a que nadie más contestara a las preguntas. No estoy segura de que confiara en lo que yo pudiera decir. Los hombres formaban parte de la decoración y nunca llegaron a hablar.
Cel se sentó a su derecha, y yo me senté a su izquierda. Nos sonreímos mutuamente. Los tres posamos para las fotos. Él con su traje monocromo de diseño, negro sobre negro; yo con un vestido también negro y una chaquetilla con cientos de cuentas de azabache, Andais con su traje chaqueta. Parecía que fuéramos a un funeral muy elegante. Si alguna vez consigo ser reina, daré a la corte otras tonalidades. Lo que sea, excepto negro.
La corte estaba muy tranquila esa noche. Cel había sido conducido a otro lugar para ser preparado para el castigo. La reina había recogido a Doyle y a Frost en sus habitaciones para que le presentasen sus informes. Galen cojeaba al concluir la conferencia de prensa, de manera que Fflur se lo había llevado para ponerle una pomada que acelerara su curación. Quedaron Rhys, Kitto y Pasco, para protegerme. Pasco había llegado al hotel la noche anterior, pero había dormido en la segunda habitación. Su largo cabello de color rosa le caía hasta las rodillas en una cortina pálida. Sin duda, el negro no le favorecía. Le daba a su piel una tonalidad púrpura y su cabello se veía prácticamente marrón. Con los colores adecuados, Pasco centelleaba, pero no esa noche. El negro le sentaba mejor a Rhys, pero lo que más sobresalía era la camisa azul, del color de sus ojos, que la reina le permitía llevar.
Rhys y Pasco caminaban detrás de mí como buenos guardaespaldas. Kitto permanecía a mi lado como un perro fiel. No se le había permitido colocarse ante las cámaras durante la conferencia de prensa. El prejuicio sobre los trasgos es notable en las cortes. Kitto era el único a quien se le había permitido conservar los vaqueros y la camiseta. Esa noche nos quedaríamos en la corte porque era la única zona sin prensa en cien kilómetros a la redonda. Nadie rompería las ventanas de la reina ni tomaría fotos en aquel promontorio de los elfos.
Intentaba encontrar mis antiguas habitaciones, pero había una puerta en medio del pasillo, una gran puerta de madera y bronce. Detrás de la puerta se encontraba el Abismo de la Desesperación. La última vez que había visto esa sala había sido cerca del Salón de la Mortalidad; es decir, la cámara de torturas. Se decía que el Abismo no tenía fondo, lo cual era imposible si hubiese sido puramente físico, pero no era puramente físico. Uno de nuestros peores castigos era ser arrojado al Abismo y caer por él eternamente, sin envejecer nunca, sin morir nunca, atrapado en una caída libre por toda la eternidad.
Me detuve en medio del pasillo, dejando que Pasco y Rhys me alcanzaran. Kitto se colocó a un lado, en un movimiento instintivo para situarse lejos del alcance de Rhys. Rhys no le había puesto la mano encima, se había limitado a mirarlo, pero viera lo que viese Kitto en aquel único ojo azul sobre azul, la verdad es que le asustaba.
– ¿Qué ocurre? -preguntó Rhys.
– ¿Qué hace esto aquí?
Rhys examinó la puerta, frunciendo el entrecejo.
– Es la puerta del Abismo.
– Exacto. Debería estar tres tramos de escalera más abajo, como mínimo. ¿Qué hace en el piso principal?
– Lo dices como si el sithen funcionara con lógica -intervino Pasco-. El sithen ha decidido colocar el Abismo en el piso superior. Otras veces hace reestructuraciones más importantes.
Miré a Rhys y éste asintió.
– Sí, a veces.
– ¿Qué quieres decir con a veces? -pregunté.
– Cada milenio, más o menos -aclaró Rhys.
– Me gusta tratar con gente cuya noción de a veces es cada mil años -dije.
Pasco puso la mano sobre el picaporte de bronce de la puerta.
– Permíteme, princesa.
La puerta se abrió lentamente, demostrando sin lugar a dudas que se trataba de una puerta muy pesada. Pasco era como la mayoría de los de la corte, en el sentido de que habría podido levantar una casa si hubiese encontrado el punto de apoyo adecuado. Sin embargo, abría esa puerta como si pesara mucho.
La sala era completamente gris, parecía que las luces que había en el resto del sithen no funcionaran bien allí. Entré en la oscuridad con Kitto pegado a los talones, manteniéndose apartado de Rhys, como un perro temeroso de que le suelten una patada. La estancia era tal como la recordaba. Un enorme cuarto de piedra con un agujero redondo en el centro del suelo y una pequeña verja alrededor de él, una verja hecha de huesos y alambre de plata, y magia. La verja brillaba con su propio encanto. Algunos decían que estaba hechizada para evitar que el Abismo se desbordara por el suelo y se tragase el mundo. La verja estaba hechizada para impedir que la gente saltara sobre ella, para que nadie se suicidara o cayera accidentalmente. Sólo había una manera de saltar la verja, y era que te tirasen.
Observé con atención la gran colección de huesos brillantes, y Kitto se agarró a mi mano como un niño temeroso de cruzar la calle solo. Había otra puerta al otro extremo de la sala, y nos encaminamos a ella. Se oía el eco de mis tacones en la enorme estancia. La puerta de detrás se cerró tan estrepitosamente que no pude por menos que saltar. Kitto me cogió la mano para obligarme a avanzar más deprisa hacia la salida. No necesitaba ningún tipo de incentivo para darme prisa, pero no pensaba correr con aquellos tacones. Me había curado de una torcedura de tobillo, y con una bastaba.
Vi algo con el rabillo del ojo al lado del Abismo que se abría delante de nosotros, un rastro de movimiento. Al mismo tiempo percibí un pequeño sonido detrás de mí. Me volví hacia el lugar de donde había llegado el ruido.
Rhys estaba arrodillado, con las manos caídas a los costados y una expresión de perplejidad. Pasco estaba de pie a su lado, con un cuchillo manchado de sangre en la mano. Rhys caía muy despacio hacia adelante, aterrizando pesadamente, con las manos todavía en los costados y abriendo y cerrando la boca como un pez fuera del agua.
Corrí hacia allí, con Kitto a mi lado, pero sabía que era demasiado tarde. A1 otro lado de la habitación pareció abrirse una cortina invisible para mostrar a Rozenwyn y a Siobhan. Las dos mujeres se dividieron la habitación: una avanzó hacia la izquierda y la otra hacia la derecha, con objeto de rodearme. Siobhan totalmente pálida y fantasmagórica, y Rozenwyn totalmente de rosa y lavanda. Una alta, otra baja, tan distintas, y sin embargo se movían como dos piezas de un todo.
Puse la espalda contra la pared, y Kitto se acurrucó detrás de mí, como si intentara hacerse más pequeño y más invisible.
– Rhys no está muerto. Ni siquiera una herida en el corazón lo mataría -dije.
– Pero sí un viaje al Abismo -dijo Pasco.
– Supongo que ése es también mi destino -dije, y mi voz sonó muy calmada. La cabeza me iba a toda velocidad, pero conservaba la calma en la voz.
– Primero te mataremos -dijo Siobhan- y después te tiraremos.
– Gracias, qué delicado por vuestra parte pensar en matarme antes.
– Podríamos dejarte morir de sed mientras caes -dijo Rozenwyn-. Como quieras.
– ¿Hay una tercera posibilidad? -pregunté. -Desgraciadamente, creo que no -dijo Siobhan, y el silbido de su voz hacía eco en la habitación, como si perteneciera a ese lugar.
Ambas estaban rodeando la verja y se acercaban a mí. Pasco permanecía junto al cuerpo jadeante de Rhys. Yo llevaba las dos navajas, pero ellas tenían espadas. Estaba peor armada y a punto de quedar rodeada.
– ¿Me tenéis tanto miedo que venís tres para matarme? Rozenwyn casi me mató. Todavía llevo la marca de su mano en las costillas.
Rozenwyn sacudió la cabeza.
– No, Meredith, no nos convencerás para que nos batamos en duelo. Nos dieron órdenes estrictas de matarte, sin juegos, independientemente de lo divertidos que pudieran resultar.
Kitto se había tirado al suelo, acurrucado junto a mi pierna.
– ¿Qué le harás a Kitto?
– El trasgo acompañará a Rhys al Abismo -dijo Siobhan.
Saqué una de las navajas y se pusieron a reír. Entonces convoqué el poder a la otra mano, convoqué deliberadamente la mano de carne por primera vez. Esperaba que me doliera, pero no me dolió. El poder se movía por mi interior como agua pesada: delicado, vivo, haciéndome cosquillas en la piel, en la mano.
Las dos mujeres sabían que había convocado algo de magia, porque se miraron mutuamente. Hubo un momento de vacilación, y después se volvieron a poner en marcha. Estaban a unos tres metros cuando Kitto se lanzó sobre Siobhan como un leopardo. Ella lo atravesó con su espada. La hoja salió por el otro lado, pero no afectó ninguna parte vital, y el trasgo se montó sobre ella para arañarla y morderla, luchando como un pequeño animal.
Rozenwyn se abalanzó sobre mí, con la espada levantada, pero yo la estaba esperando y me tiré al suelo. Sentí la ráfaga de aire que provocó el rápido movimiento de la espada. Me lancé hacia su pierna y conseguí tocarle el tobillo lo suficiente para hacerla caer. Para hacer lo que le había hecho a Nerys, tenía que golpearle en el esternón, pero Rozenwyn nunca me daría la oportunidad de darle un golpe ahí.
Cayó al suelo, gritando, mirando cómo se le marchitaba aquella pierna larga y bella, cómo los huesos afloraban y la carne se despegaba. Le clavé la navaja en la garganta, no para matarla sino para distraerla. Le arrebaté la espada de su mano, debilitada de pronto. Oí a Pasco corriendo detrás de mí. Me puse de rodillas, luchando contra la necesidad de mirar hacia atrás, pero no había tiempo. Sentí que su filo me pasaba por encima de la cabeza, y volví a levantar la espada de Rozenwyn, buscando desesperadamente su cuerpo y encontrándolo. La espada se clavó profundamente en su cuerpo y pronuncié una rápida plegaria mientras se la sacaba. El peso de su propio cuerpo hizo que la espada se le clavara hasta la empuñadura, mientras surgían sonidos húmedos desde el fondo de su garganta. Entonces, sucedió algo inesperado. Pasco se arrimó a la pierna herida de su hermana y la carne se fue esparciendo por su cara. No tuvo tiempo de gritar antes de que la carne de su hermana cubriera la suya. Su cuerpo empezó a fundirse en el de ella. Sus manos golpearon el suelo mientras su cabeza se hundía en el montón de carne en el que se había convertido el cuerpo de su hermana de cintura para abajo.
Rozenwyn se sacó mi navaja de la garganta. La herida se curó al instante y ella empezó a gritar. Dirigió hacia mí una mano de un color rosa lavanda.
– ¡Meredith, princesa, no lo hagas, te lo suplico!
Me apoyé en la pared, mirando, porque no lo podía parar. No sabía cómo. Había sido un accidente. Eran gemelos, habían compartido un útero en su día, y ésta podía ser la causa. Un accidente lamentable, en cualquier caso. Si hubiera tenido alguna clave sobre por dónde empezar, habría intentado pararlo. Nadie se merecía algo así.
Aparté la vista del horror de ver a Rozenwyn y a su hermano convirtiéndose en una sola persona, y vi a Siobhan y a Kitto. Siobhan estaba llena de sangre, arañada y mordida, pero no tenía ninguna herida de importancia. Eso sí, estaba de rodillas, con la espada en el suelo delante de ella. Me entregaba el arma a mí. Kitto yacía jadeante a su lado y el agujero de su pecho ya empezaba a cerrarse. Podría haberme matado mientras miraba cómo se fundían Rozenwyn y Pasco, pero Siobhan, que era el objeto de las pesadillas, observaba con un horror no disimulado cómo la carne rosa y púrpura consumía a los dos sidhe. Estaba demasiado asustada para correr el riesgo de acercarse lo suficiente para asestarme un golpe mortal. Tenía miedo… de mí.
La cara de Rozenwyn fue lo último en deshacerse. Gritaba, como si intentara mantenerse a flote en arenas movedizas, pero el poder se la tragó y sólo quedó una masa de carne y órganos latiendo en el suelo de piedra. Se podían oír sus gritos, dos voces esta vez, dos voces en una trampa. El pulso me golpeaba en los oídos hasta que sólo pude oír y saborear mi horror ante aquella visión. No era sólo Siobhan quien tenía miedo.
Rhys se incorporó a duras penas, blandiendo su espada. Entonces, se arrodilló a mi lado, mirando aquella cosa que estaba en el suelo.
– Que Dios nos proteja.
No pude hacer otra cosa que asentir. Pero finalmente recuperé la voz, un ronco susurro:
– Desarma a Siobhan, y después mata a esta cosa.
– ¿Cómo? -preguntó.
– Trocéala, Rhys, trocéala hasta que deje de moverse.
Miré la espada de Rozenwyn. Era una espada fabricada para su mano, con una empuñadura con joyas que representaban flores. Me dirigí a la puerta de al lado con la espada en la mano.
– ¿Dónde vas? -preguntó Rhys.
– Tengo que entregar un mensaje.
La inmensa puerta de bronce se abrió delante de mí como si estuviera movida por una mano enorme. Pasé y la cerré detrás de mí. El sithen susurraba en torno a mí. Quería encontrar a Cel.
Estaba desnudo, encadenado al suelo de la habitación oscura. Ezekial, nuestro torturador, estaba allí, con guantes quirúrgicos en las manos y una botella de Lágrimas de Branwyn. La tortura todavía no había empezado, lo cual significaba que los tres meses todavía no habían empezado, con lo cual no podía exigir la vida de Cel.
La reina fue la primera en verme, y sus ojos se fijaron en la espada que blandía. Doyle y Frost estaban con ella, testigos de la vergüenza de su hijo.
– ¿Qué ha sucedido? -preguntó Andais.
Coloqué la espada en el pecho desnudo de Cel. La reconoció: pude verlo en sus ojos.
– Te hubiera traído una oreja de Rozenwyn y Pasco, pero no les queda ninguna.
– ¿Qué les has hecho? -murmuró.
Levanté la mano izquierda, justo por encima de su cuerpo. La reina dijo:
– Meredith, no, no puedes.
– Compartieron un útero en su día, ahora comparten la carne. ¿Debería tirarles por el Abismo donde tú querías arrojar a Rhys y a Kitto? ¿Debería dejarles caer para siempre como una bola de carne vibrante?
Me miró, y percibí el miedo debajo de aquella máscara de malicia.
– No sabía que harían algo así. No les envié yo.
Me detuve e indiqué a Ezekial que se acercara.
– Empieza.
Ezekial buscó con la mirada el permiso de la reina, luego se arrodilló junto al cuerpo de Cel y empezó a cubrirlo de aceite.
Me volví hacia Andais.
– Por lo que ha hecho quiero que permanezca aquí solo durante seis meses, la sentencia completa.
Andais empezó a discutir, pero Doyle dijo:
– Majestad, tienes que empezar a tratarle como se merece.
Asintió.
– Seis meses, doy mi juramento.
– Madre, ¡no, no!
– Cuando estés, Ezekial, sella la habitación. -Y se fue mientras Cel seguía gritando.
Vi a Ezekial cubriéndole con el aceite, observé cómo su cuerpo revivía con estas caricias. Frost y Doyle me flanqueaban. Cel me miraba, y su cara decía claramente que pensaba en mí de una manera muy poco adecuada a un primo.
– Sólo pensaba matarte, Meredith, pero no ahora. Cuando salga de aquí, te follaré, te follaré hasta que tengas un hijo mío. El trono será mío, aunque tenga que conseguirlo a través de tu cuerpo blanco como la nieve.
– Si te me vuelves a acercar, Cel, te mataré.
Dicho esto, me di la vuelta y salí. Doyle y Frost caminaban detrás de mí y a ambos lados, como buenos guardaespaldas. La voz de Cel nos seguía por el pasillo. Estaba pronunciando mi nombre a gritos:
– ¡Merry Merry! -exclamaba cada vez con más desesperación.
Cuando ya estaba muy lejos para poder oírle, sus gritos seguían resonando en mis oídos.
37
La muerte de Pasco significaba que la reina necesitaba otro espía para que me acompañara a Los Ángeles. Parecía insegura de sí misma con los gritos de Cel todavía resonando en los pasillos, de modo que tuve ocasión de insistir hasta que nos pusimos de acuerdo con un guardia que no era precisamente una de sus mascotas. A Nicca le aterroriza mi tía, así que se lo contará todo, pero también nos ayudó después de que las espinas intentaran secarme las venas. Doyle confía en él, y yo confío en Doyle. La reina dice que Nicca no es un amante inspirado, pero que el envoltorio es bonito. Su padre era un semielfo con alas de mariposa; su madre, una de las damas de la corte, una sidhe de pura sangre. La reina dejó que se quitara su camisa para mí, para mostrar que tenía unas enormes alas de mariposa tatuadas en los hombros, los brazos y la espalda. El tatuaje continuaba bajo los pantalones. Ningún artista de tatuajes ha hecho nunca nada tan bello como las alas de la espalda de Nicca. La reina le habría hecho desnudar por completo para que yo pudiera ver hasta dónde llegaba el dibujo de las alas, pero preferí quedarme con un poco de misterio. Nicca se mostró aterrorizado. Miraba a la reina Andais igual que un gorrión mira a una serpiente, preguntándose cuándo se clavará en su carne el primer mordisco. Lo aparté de la presencia de la reina tan pronto como permitían las normas de buena educación. Doyle me asegura que no habrá problema con Nicca mientras la reina no esté cerca. Me gustaría saber qué le hizo exactamente para asustarle tanto, o quizá no. A medida que me hago mayor me doy cuenta de que la ignorancia quizá no sea la felicidad, pero a veces constituye una buena alternativa.
Regresamos a Los Ángeles en cuanto conseguimos vuelo. Tuvieron que llamar a la policía para contener a la prensa. Las fotos de Frost, Kitto y yo ya estaban en los periódicos. Me contaron que la prensa europea mostró los desnudos integrales sin tapar nada. La pregunta cuya respuesta quería saber todo el mundo era si el nuevo novio era Frost o Kitto. Continué sin responder, y un periodista perspicaz me preguntó si estaba a favor de la poliandria. Señalé a todos los hombres guapos que me rodeaban, y dije:
– ¿Cómo no voy a estarlo?
Los periodistas se rieron. Les gustó. Ya que no puedo librarme de ellos, trato de divertirme. La princesa Meredith escoge un nuevo marido, o dos.
Jeremy envió a Uther a recibirme al aeropuerto. Uther se servía de su mirada para abrirse paso entre los reporteros. Cuando uno mide cuatro metros, es musculoso y tiene colmillos malévolos en la cara, hasta la prensa te deja el camino libre. Jeremy decía que sí, que la princesa trabajaba para la Agencia de Detectives Grey. Ya habíamos hablado por teléfono, porque Jeremy pensaba que no iba a volver al trabajo. Sin embargo, trabajar como detective me había hecho sentir mejor que ser una princesa. Además, tenía un montón de bocas que alimentar. Ringo estaba fuera del hospital y casi completamente restablecido del ataque del ogro en la furgoneta. Roane había vuelto de sus vacaciones en el mar. Me regaló una concha, pálida, blanca. Brillaba con una opalescencia similar a la del abulón, pero más rosada. Era preciosa, y significaba más para mí que cualquier otra joya porque representaba mucho para Roane. Se presentó como mi amante sin que se lo hubiese dicho, aunque le había hecho saber que si nuestra relación sexual le había causado adicción era bien recibido. Tiene buen aspecto; su nueva piel de foca parece que constituye una cura para la dependencia de los sidhe. Estoy contenta, porque la verdad es que ahora mismo ya tengo suficientes hombres en mi vida.
Tengo como mínimo a un guardia conmigo siempre; Doyle prefiere que sean dos. Veinticuatro horas al día, siete días a la semana, así que se turnan y cambian las rotaciones para que ningún espía pueda estar nunca seguro de quién estará de guardia y quién no. Dejo que Doyle se encargue de los detalles: es su trabajo. Cuando no están conmigo intentan establecerse en el nuevo mundo en el que les he introducido. Rhys, por supuesto, quería trabajar para la agencia de detectives y ser un detective de verdad. Jeremy no discutió con un guerrero sidhe de pura sangre y lo admitió en plantilla. En cuanto se corrió la voz, todas las famosas quisieron contratar a un guardaespaldas sidhe. Se trataba de un buen trabajo y muy fácil la mayor parte del tiempo -mucho estar de pie como un elemento decorativo sin ningún peligro real-, y Galen y Nicca no dudaron en aceptar ofertas. Doyle dice que sólo me vigila a mí. Frost parece estar de acuerdo con su capitán. Kitto se contenta con estar cerca y se pasaría la mayor parte del tiempo bajo mi mesa, si le dejara. No se está adaptando bien al siglo. El pobre trasgo nunca había visto un coche anteriormente, ni una televisión, y ahora pasa sus días en un rascacielos de una de las ciudades más modernas del mundo. Si no empieza a prosperar, tendré que devolvérselo a Kurag, lo cual significará que el rey de los trasgos enviará a un sustituto. Tengo la corazonada de que el próximo trasgo no será tan agradable.
Sea lo que fuere lo que los semielfos le hicieron a Galen, era más que una mera herida, porque cierta zona de su cuerpo no se está curando como debería. Le visitó un médico y el mejor practicante de magia de la ciudad, pero ninguno resultó de gran ayuda. Si la ciencia y la magia continuaban fallando, tendría que hablar con la reina Niceven e investigar qué demonios le hicieron. Creo que ha aceptado otros trabajos porque estar tan cerca de mí y no poder poseerme, cuando todos los demás sí pueden hacerlo, es demasiado duro para él. Para mí también. Tantos años de espera, y todavía continuamos esperando.
La Agencia de Detectives Grey está obteniendo encargos de tanta importancia que Jeremy está entrevistando a nuevos candidatos y está pensando en instalarse en un local más grande. Hubo algunos momentos tensos entre Jeremy y los guardias, porque Jeremy todavía guarda rencor a la corte de la Oscuridad. Galen y Rhys se lo llevaron de copas. No sé lo que se dijo esa noche, pero al día siguiente el nivel de tensión era menor. Solidaridad masculina a su más alto nivel.
La viuda de Alistair Norton, Frances Norton, y Naomi Phelps, su ex amante, están bien. Se han ido a vivir juntas y si fueran una pareja heterosexual, creo que pronto recibiríamos una invitación de boda. Parecen felices, y nadie llora a Alistair. La policía ha seguido la pista a algunos de sus compañeros adoradores de sidhe. Dos de ellos murieron misteriosamente justo antes de que les encontrara la policía. No tengo grandes esperanzas en la salud de ninguno de ellos. La reina, o los acólitos de Cel, o todos ellos, están poniendo orden. Andáis me dio su palabra de que sólo había echado en falta una botella de Lágrimas de Branwyn de su reserva privada, con lo que el peligro para los humanos ha desaparecido. Me prestó su juramento sobre ello, y ninguna sidhe cometería perjurio, ni tan siquiera Andáis. Entre sidhe no hay peor delito que el perjurio. Nadie tendría tratos contigo después de esto. Nadie se acostaría contigo y, mucho menos, se casaría. Andáis está en un terreno resbaladizo con los sidhe ahora y no se arriesgaría a ello. Hay rumores de revolución, y sé que los seguidores de Cel en la corte están involucrados. Aunque algunos hayan sugerido que Barinthus está detrás, que pretende hacerme reina tanto si tengo un hijo como si no. Le he hecho prometer que no está urdiendo nada, pero aun así se niega a venir a Los Ángeles. Se excusa diciendo que necesito al menos a un amigo poderoso en la corte. Quizá tenga razón, pero empiezo a preguntarme exactamente qué explica de mí en la corte en mi ausencia.
Doyle ha compartido mi cama, pero no ha tenido mi cuerpo. Literalmente, hemos dormido juntos, pero no hemos tenido relaciones sexuales. No sé qué ha planeado, pero mirando en sus ojos oscuros sé que tiene un plan, un objetivo. Cuando pregunto por el plan, sólo dice «te quiero mantener a salvo y verte como reina después de tu tía». No le creo. Oh sí, creo que me quiere mantener a salvo, y creo que quiere que reine después de Andáis, pero hay más que eso. Cuando le insisto, sonríe y niega con la cabeza. Yo ya debería saber que cuando la Oscuridad de la Reina tiene secretos, no hay manera de sonsacárselos hasta que está dispuesto a contarlos. Hasta que no estemos completamente juntos, hasta que sepa exactamente qué está pensando, seguirá siendo la Oscuridad de la Reina y no enteramente mío. No es la falta de sexo, sino la cantidad de secretos lo que me priva de poseer completamente a Doyle. Si no puedo poseer su cuerpo ni su corazón, entonces ¿cómo puedo confiar en él? La respuesta es, simplemente, que no puedo.
Vuelvo a estar en Los Ángeles trabajando de detective, pero ahora con mi nombre verdadero. Puedo acostarme con amantes sidhe y puedo volver al país de los elfos siempre que quiero. Tengo todo lo que deseaba, pero existe una tensión que no desaparece nunca. Porque sé que Cel todavía está vivo, y sus seguidores tienen miedo de que les destruya si consigo el trono. Hay revoluciones que han estallado por menos. Los medios de comunicación continúan presentes como un círculo de tiburones a los que sólo las órdenes judiciales mantienen a raya. Van detrás de noticias de sexo y romances, sin tener ni idea que hay mucho más en juego. No hemos encontrado a Griffin. Quizás esté muerto y nadie me lo haya dicho. Aunque de alguna manera, conociendo a mi tía, pienso que me habría mandado en una caja algunas de sus partes. Debería ser feliz, y lo soy, pero no estoy tranquila. Estamos en la calma que precede la tempestad, y será una tempestad terrible. Tendré que capearla en un barco hecho de carne y hueso, los cuerpos de mis guardias, y con cada caricia, con cada mirada, me siento más reticente a prescindir de alguno de ellos. Ya he perdido a mucha gente en mi vida. Me gustaría intentar, sólo por esta vez, no perder a nadie más. Casi perdí la religión junto con mi familia, pero he alzado un altar en mi habitación y vuelvo a rezar. Rezo todo lo que puedo, pero sé mejor que muchos que, así como uno casi siempre recibe respuesta a su plegaria, ésta no siempre es la que te gustaría. No quiero el trono si tengo que trepar por los cadáveres de mis amigos y mis amantes para conseguirlo. No quiero nada tan desesperadamente, nunca lo he querido. Siempre he pensado que el amor era más importante que el poder, pero a veces uno no puede tener amor sin el poder para mantenerlo seguro. Rezo por la seguridad de todos aquellos a quienes quiero. Quizá sólo pido poder, suficiente poder para protegerles. Así es. Lo que haga falta para mantenerlos a salvo, incluso si ello significa ser reina. No puedo ser reina mientras viva Cel, independientemente de lo que piense mi tía. Rezo por el bienestar de aquellos que me importan, y lo que realmente busco es poder, el trono y la muerte de mi primo. Porque preciso estas tres cosas para que todos nosotros estemos a salvo. Dicen que hay que ir con cuidado con lo que uno desea. Bueno, pues hay que ir todavía con más cuidado con lo que uno pide. Hay que estar seguro, muy seguro, de qué es lo que quieres. Nunca se sabe cuándo una divinidad puede concederte exactamente lo que habías pedido
LAURELL K. HAMILTON