El bebé que lo salvó…

En un viaje a Italia, Ferne Edmunds se quedó completamente deslumbrada por el alegre y encantador Dante Rinucci. Lo que no sabía era que a Dante le resultaba tan fácil vivir el momento porque cada día podía ser el último de su vida. Pero cuando Ferne descubrió que estaba embarazada, la oportunidad de ser padre le ofreció a Dante una razón para luchar y recobrar la ilusión.

Lucy Gordon

Salvado por una Ilusión

Salvado por una ilusión (2010)

Serie: Los hermanos Rinucci

Título original: Accidentally expecting! (2009)

CAPÍTULO 1

CIRCULANDO entre atronadores pitidos y fogonazos de faros, Ferne se retorcía las manos mientras el taxi se abría camino por entre el lento transcurrir del tráfico de Milán.

– ¡Ay, Dios! ¡Perderé el tren! ¡Por favor!

El taxista se volvió para decirle:

– Hago todo lo que puedo, signorina, pero es que el tráfico aquí es único en el mundo -anunció no sin orgullo.

– Ya sé que no es culpa suya -gimió ella-. Pero tengo un billete nocturno para ir a Nápoles y mi tren sale dentro de un cuarto de hora.

El taxista soltó una risita.

– Confíe en mí. Llevo veinte años conduciendo por Milán y mis clientes jamás han perdido un tren.

Los diez minutos siguientes fueron angustiosos, pero finalmente la fachada de la Estación Central de Milán apareció ante ellos. Conforme Ferne saltaba del vehículo y pagaba la carrera, apareció un mozo.

– El tren para Nápoles -dijo ella, jadeando.

– Por aquí, signorina.

Entraron en la estación tan desesperados que la gente se volvía para mirarlos. De pronto, Ferne tropezó y cayó delante del mozo, haciéndole caer también.

A punto estaba de ponerse a gritar de frustración cuando unas manos surgieron milagrosamente de Dios sabe dónde, la metieron en el tren seguida de su equipaje y cerraron la puerta de golpe.

– Stai bene? -preguntó una voz masculina.

– Lo siento, no hablo italiano -respondió ella con voz entrecortada, agarrándose a él mientras la ayudaba a levantarse.

– Le preguntaba si estaba bien -le dijo él en inglés. -Sí, pero… oh, cielos, nos estamos moviendo. Tenía que haberle dado al pobre mozo una propina.

– No se preocupe.

La ventana contaba con una pequeña abertura en la parte alta y el hombre deslizó por ella el brazo con una mano llena de billetes que el mozo recibió agradecido. Luego, su salvador se despidió con la mano y se volvió hacia ella en el pasillo del tren, que poco a poco iba tomando velocidad.

Entonces Ferne tuvo un momento para mirarle y pensó que sufría alucinaciones. No podía ser tan guapo. Era un hombre en la treintena, alto e impresionante, con anchos hombros y un cabello azabache como sólo pueden tenerlo los italianos. Tenía los ojos de un azul profundo, llenos de vida, y su aspecto era de ésos que sólo se permiten los personajes de una novela.

Para colmo, había corrido en su ayuda como el héroe de un melodrama. Pero ¡qué demonios, estaba de vacaciones!

Él le devolvió la mirada de forma fugaz pero apreciativa, fijándose en lo esbelto de su figura y su cabello pelirrojo oscuro. Sin presunción, pero también sin falsa modestia, ella sabía que era atractiva: ya había visto antes lo que los ojos de él expresaban, aunque tardó un momento en pronunciar palabra.

– Le reembolsaré el dinero de la propina, por supuesto. Una mujer de unos sesenta años, con el pelo cano, delgada y elegante, apareció tras él en el pasillo.

– ¿Te has hecho daño, querida? -preguntó-. Ha sido una caída terrible.

– No, estoy bien, sólo un poco magullada.

– Dante, que venga a nuestro compartimento.

– Muy bien, tía Hope. Indícale el camino, yo llevaré las maletas.

La mujer agarró suavemente a Ferne del brazo y la condujo por eI pasillo hasta un compartimento en cuya puerta había un hombre, también de unos sesenta años, que las observaba conforme se iban aproximando. Se apartó para dejarlas entrar y acomodó a Ferne en un asiento.

– A juzgar por su acento, debe de ser usted inglesa -dijo la mujer sonriendo abiertamente.

– Sí, me llamo Ferne Edmunds

– Yo también soy inglesa. Al menos, lo fui hace mucho tiempo. Ahora soy la signora Hope Rinucci. Éste es mi marido, Toni… y este joven es nuestro sobrino, Dante Rinucci.

Dante entraba en ese momento con el equipaje. Lo metió bajo los asientos y luego se sentó, frotándose el brazo.

– ¿Te has hecho daño? -le preguntó Hope angustiada.

Él hizo una mueca de dolor.

– Creo que al sacar el brazo por esa rendija tan estrecha me he hecho unos moratones que me durarán de por vida -y entonces sonrió-. No pasa nada, sólo es una broma. Deja de preocuparte, la que necesita cuidados es nuestra amiga, que esos andenes son muy duros.

– Es cierto -dijo Ferne lastimeramente, frotándose las rodillas sobre los pantalones.

– ¿Quiere que le eche un vistazo? -preguntó él, expectante.

– No, no quiere -contestó Hope, anticipándose-. Compórtate. De hecho, ¿por qué no vas al vagón restaurante y pides algo para esta joven? -y añadió severamente-: Mejor si vais los dos.

Como dos niños obedientes, ambos hombres se levantaron y se marcharon sin pronunciar palabra… Hope rió entre dientes.

– Entonces, signorina… ¿es signorina?

– Signorina Edmunds. Pero llámeme Ferne, por favor: Después de lo que su familia ha hecho por mí, dejemos a un lado las formalidades.

– Bien. En ese caso…

Alguien llamó a la puerta y un encargado se asomó al interior.

– Ah, sí, viene a preparar las literas -dijo Hope-. Reunámonos con los hombres.

Conforme avanzaban por el pasillo, Hope preguntó:

– ¿Dónde está tu litera?

– No tengo -admitió Ferne-. Hice la reserva en el último minuto y estaban todas ocupadas.

En el vagón restaurante, Toni y Dante estaban sentados en una mesa. Dante se levantó cortésmente y le ofreció un asiento a su lado.

– Ahí está el revisor -dijo Hope-. Resolvamos todas las formalidades antes de comer. Puede que te encuentren una litera.

Pero a partir de ese instante las cosas se torcieron. Conforme los demás mostraban los billetes, Feme revolvió desesperada su bolsa, afrontando finalmente la cruda realidad.

– Ha desaparecido -susurró-. Todo. Mi dinero, los billetes… debe haberse caído cuando tropecé en el andén.

Volvió a buscar sin resultado. ¡Qué desastre!

¡Mi pasaporte también ha desaparecido! Tengo que volver.

Pero el tren avanzaba a toda velocidad.

– No se detiene hasta llegar a Nápoles -le explicó Hope.

– Pararán para echarme en cuanto descubran que no tengo ni billete ni dinero.

Hope la tranquilizó:

– Veamos qué es lo que podemos hacer.

Toni se puso a hablar en italiano con el revisor y luego le entregó su tarjeta de crédito.

– Van a emitir otro billete -le explicó Hope.

– Sois tan amables… Os devolveré el dinero, lo prometo.

– No te preocupes por eso ahora. Primero tenemos que encontrarte una litera.

– Eso es fácil -dijo Dante-: En mi compartimento hay dos literas, así que…

– Así que Toni puede dormir contigo y Ferne conmigo -dijo Hope, sonriendo-. ¡Qué buenísima idea!

– Pero tía, yo pensaba…

– Sé lo que pensabas y debería darte vergüenza.

– Sí, tía, lo que tú digas, tía.

Pero le guiñó el ojo a Ferne y ella no pudo evitar sentirse encantada. La idea de que un hombre tan guapo y seguro de sí mismo hiciese todo lo que se le ordenaba era estúpida. Su docilidad era tan claramente fingida que ella no pudo más que sonreír y sumarse a la broma.

El revisor intercambió unas palabras más con Toni antes de asentir y marcharse apresuradamente.

– Va a llamar a la estación para pedirles que busquen tus cosas -le explicó Toni a Ferne-. Ha sido una suerte que descubrieses tan pronto que no estaban en tu bolsa, porque así podrán recuperarlas antes de que alguien las encuentre. Pero, por si acaso, deberías cancelar las tarjetas de crédito.

– ¿Y cómo voy a hacerlo desde aquí? -preguntó Ferne, desconcertada.

– A través del consulado británico -anunció Dante, sacando su teléfono móvil.

En unos minutos tenía el número de emergencias del consulado en Milán, lo marcó y le pasó el teléfono a Ferne.

El joven que estaba al cargo del servicio era muy eficiente. Rápidamente buscó los números de las compañías de crédito, le asignó un número de referencia y le deseó buenas noches. Cancelaron las tarjetas por teléfono y encargaron otras nuevas. Por el momento, no se podía hacer otra cosa.

– No sé qué habría hecho sin vosotros -les dijo a sus nuevos amigos-. No quiero ni pensar qué habría sido de mí.

– No lo pienses -le aconsejó Hope-. Todo irá bien. Ah, aquí llega el camarero. Mmm, los dulces y el vino son estupendos, pero me gustaría tomar un té.

– Té inglés -Toni le dio instrucciones al camarero; que asintió solemnemente.

– ¿Cuándo comiste por última vez? -preguntó Hope.

¿Una comida decente? Hace bastante. Me fui sin pensarlo, tomé el tren de Londres a París y luego de París a Milán. No me gusta volar y quería tener la libertad de detenerme a explorar siempre que quisiera. Pasé unos días en Milán, de compras y de visita turística. Pensé quedarme allí a pasar la noche y salir mañana, pero de repente cambié de idea, hice las maletas y eché a correr.

– iAsí es como debe ser! -exclamó Dante-. Hoy aquí, mañana allí y que la vida decida -asió la mano de Ferne y habló con fervor teatral-. Signorina, es usted una mujer con la que me identifico. Más que una mujer, una diosa con una visión especial de la vida. Le aplaudo… ¿por qué te ríes?

– Lo siento -dijo Ferne partiéndose de risa-. No puedo escucharte decir tantas sandeces con la cara seria.

– ¿Sandeces? ¿Sandeces? ¿Es una nueva palabra inglesa?

– No -le informé Hope, divertida-. Es una palabra inglesa antigua que significa que necesitas mejor guionista.

– Pero sólo para dirigirte a mí -rió Ferne-. Seguro que con otras funciona maravillosamente.

El rostro de Dante se tornó airado.

– ¿Otras? ¿No se da cuenta de que es la única que ha conseguido que ponga mi corazón a sus pies? La única… Bueno, la verdad es que normalmente me funciona.

Su vuelta al mundo real hizo que todos se echaran a reír.

– Es muy agradable conocer a una mujer que disfruta de la vida como de una aventura -añadió-. Pero supongo que sólo será mientras estás de vacaciones. Volverás a Inglaterra, a tu aburrida vida de nueve a cinco y a tu aburrido novio de nueve a cinco.

– Si tuviese novio, ¿qué estaría haciendo aquí sola? -preguntó ella.

El hizo una pausa, pero sólo por un instante.

– Te engañó-dijo él dramáticamente-. Le estás dando una lección. Cuando vuelvas, estará celoso, sobre todo cuando vea las comprometedoras fotos en que apareceremos juntos.

– ¿De verdad? ¿Y de dónde saldrán esas fotos?

– Se pueden amañar. Conozco muy buenos fotógrafos.

– Apuesto a que ninguno es tan bueno como yo -replicó ella.

– ¿Eres fotógrafa? -preguntó Hope-. ¿Periodista?

– No, trabajo en el teatro Some -un instinto inexplicable le hizo decirle a Dante-: Y no era aburrido. De todo menos eso.

Él no contestó, pero su expresión era de ironía y curiosidad. Como el modo en que asintió.

– Deja que la pobre coma tranquila -le reprendió Hope.

Finalmente, anunció que era hora de irse a la cama.

Los cuatro volvieron por el pasillo y se desearon las buenas noches.Ferne y Hope se metieron en un compartimento y Toni y Dante en el contiguo.

Cuando Ferne colgó los pantalones, unas monedas cayeron al suelo.

– Había olvidado que tenía algún dinero en el bolsillo.

– Tres euros -observó Hope-. No hubieses llegado muy lejos.

Se sentaron en la cama, bebiendo a sorbos el té que se habían traído del vagón restaurante.

– Dijiste que eras inglesa -recordó Ferne-. Y hablas inglés como si hubieses vivido allí.

– Unos treinta años.

– ¿Tienes hijos?

– Seis. Todos varones.

Dijo esto con tal exasperada ironía que Ferne sonrió.

– ¿Alguna vez deseaste haber tenido hijas?

Hope rió.

– Cuando tienes seis hijos, no tienes tiempo de pensar en nada más. Además, tengo seis nueras y siete nietos. Cuando se casó mi hijo pequeño, hace unos meses, Toni y yo decidimos salir de viaje. Hemos estado en Milán visitando a unos familiares suyos. Toni estuvo muy unido a su hermano Taddeo, hasta que murió hace unos años. Dante es el hijo mayor de Taddeo y vuelve a Nápoles con nosotros para devolvernos la visita. Está un poco loco, como irás descubriendo en nuestra compañía.

– No puedo seguir abusando de vosotros.

– Querida, no tienes ni dinero ni pasaporte. ¿Qué vas a hacer sino quedarte con nosotros?

– Me parece terrible que tengáis que cargar conmigo.

– Nos encantará tenerte. Podemos hablar de Inglaterra. Adoro Italia, pero echo de menos mi país y tú podrás contarme como vanlas cosas por allí.

– Si puedo hacer algo por ti, eso lo cambia todo.

– Espero que te quedes mucho tiempo con nosotros. Ahora, necesito dormir.

Se acostó en la litera de abajo y Ferne se subió a la de arriba. En unos minutos todo se inundó de silencio y oscuridad.

Ferne se quedó un rato escuchando el zumbido del tren, intentando orientarse. Le parecía que había pasado muy poco tiempo desde que decidió abandonar Inglaterra. Y se encontraba en un tren, sin dinero y dependiendo de unos desconocidos.

Mientras reflexionaba sobre el extraño giro que había dado su vida, el ritmo del tren acabó acunándola hasta dejarla dormida.

Se despertó sedienta y recordó que el bar estaba abierto toda la noche. Descendió de la litera silenciosamente y buscó a tientas su bata.

Los tres euros que había encontrado bastarían para comprar bebida. Aguantando la respiración para no despertar a Hope, salió de puntillas al pasillo y se dirigió al vagón restaurante.

Tuvo suerte. El bar estaba abierto, aunque las mesas se veían desiertas y el camarero se estaba quedando dormido.

– Una botella de agua mineral, por favor -dijo agradecida-. Ay, Dios, cuatro euros. ¿No tiene otra más pequeña?

– Me temo que he vendido la última -dijo el camarero, excusándose.

– ¡Oh, no! -gritó frustrada.

– ¿Puedo ayudarte? -preguntó una voz detrás de ella. Ferne se giró y vio a Dante.

– Tengo que gorronearte dinero -gruñó-, ¡otra vez! Necesito beber algo.

– Deja entonces que pida champán.

– No, gracias, sólo quiero agua mineral.

– El champán es mejor -dijo él en el tono persuasivo que emplean los hombres a punto de embarcarse en un flirteo.

– No, cuando se tiene sed, lo mejor es beber agua -dijo ella con firmeza.

– ¿No puedo convencerte entonces?

– No, no puedes. Lo que sí puedes hacer es apartarte de mi camino para que pueda marcharme. Buenas noches.

– Perdona -dijo él enseguida-. No te enfades conmigo, sólo estaba bromeando -se dirigió al camarero-: sírvale a la señorita lo que desee y ponga un whisky para mí.

Rodeándole la cintura con el brazo con suavidad, pero con la firmeza suficiente como para evitar que escapase, la guió a un asiento junto a la ventana. El camarero se acercó y ella asió la botella de agua, inclinó la cabeza hacia atrás y bebió largamente.

– Mucho mejor -dijo ella finalmente-. Soy yo la que debería disculparme. Estoy de mal humor y no debería pagarlo contigo.

– ¿No te gusta depender de los demás?

– No me gusta tener que pedir -dijo ella, disgustada.

– No estás pidiendo nada -la corrigió educadamente-.Sólo estás permitiendo que tus amigos te ayuden.

– Devolveré hasta el último céntimo -prometió.

– ¡Basta! Me estás empezando a aburrir.

Temiendo que él pudiese tener razón, bebió un poco más de agua.

– Parece que estás teniendo unas vacaciones un poco caóticas -observó él-. ¿Las habías planeado con mucha antelación?

– No planeé nada, metí algunas cosas en una bolsa y salí volando.

– Eso promete. Dijiste que eras fotógrafa…

– Especializada en teatro y cine. Él es actor, protagonista en una obra del West End. O al menos, lo era hasta…

– ¡No puedes dejarlo ahí! -protestó él-. Justo cuando se ponía interesante.

– Yo hacía las fotos. Teníamos algo y… bueno, no esperaba fidelidad eterna… pero sí entera dedicación mientras estuviésemos juntos, pero una actriz del reparto empezó a echarle miraditas. Creo que lo veía como un peldaño de ascenso en su carrera… Bueno, no lo sé. Para ser justos, es un hombre muy guapo.

– ¿Conocido? -preguntó Dante.

– Sandor Jayley.

Dante abrió los ojos, sorprendido.

– El otro día vi una de sus películas en la televisión -dijo-, al parecer va camino de hacer cosas más importantes -adoptó un tono declamatorio-: El hombre cuyo abrazo es el sueño de todas las mujeres… cuya simple mirada…

– ¡Oh, cállate! -dijo ella entre risas-. No puedo permanecer seria escuchando esa tontería, cosa que a él le molestaba mucho.

– ¿Se la tomaba en serio?

– Sí. Pero claro, tenía muchos puntos a su favor.

– ¿Miradas, encanto…?

– Una sonrisa que encandilaba, un encanto que era demasiado para él… o para mí. Lo típico. Nada, en realidad

– Sí, pero parece demasiada -asintió él.Hay que preguntarse por qué la gente da tanta importancia a esas cosas.

Ambos asintieron solemnemente.

De pronto, él bostezó, se giró para colocar el pie en el asiento que había a su lado y descansó el brazo en él, inclinando la cabeza hacia atrás. Ferne lo observó durante un rato, percatándose de la serena elegancia de su cuerpo grande y esbelto. Llevaba la camisa un poco abierta, lo suficiente como para revelar parte de su pecho.

Tuvo que admitir que tenía «lo típico», y en abundancia. Su rostro no sólo era atractivo, sino enigmática, con rasgos angulares y bien definidos, hermosos ojos y una mirada cargada de una enorme y divertida inteligencia.

«Extravagante», pensó ella, contemplándole desde el punto de vista profesional. Siempre a punto de hacer o decir algo inesperado. Justo lo que ella intentaría reflejar si tuviese que hacerle una fotografía.

De repente, él la miró fijamente.

– Cuéntame -dijo él.

– ¿Por dónde empiezo? -suspiró ella-. ¿Por el principio, cuando era una estúpida y una ilusa, o más adelante, cuando quedó impresionado por mi «vulgaridad sin principios»?

Dante se puso en guardia enseguida.

– Sin principios y vulgar, ¿no? Eso suena interesante. Continúa.

– Conocí a Tommy cuando me contrataron para hacer las fotos de la obra…

– ¿Tommy?

– Sandor. Su nombre real es Tommy Wiggs. Echando la vista atrás, supongo que decidió enamorarme porque pensó que eso, daría un toque especial a las fotos. Así que me llevó a cenar y me encandiló.

– ¿Y te sedujo su encanto de actor? -preguntó Dante frunciendo el ceño, como si lo encontrase difícil de creer.

– No, era más listo que eso. Me convenció de que se estaba mostrando tal y como era y me dijo que quería que lo llamase por su nombre real porque Sandor era para las masas. El hombre que había dentro de él era Tommy -al ver la cara que él ponía, añadió-: sí, a mí también me revuelve un poco el estómago, pero aquella noche me resultó encantador. El caso es que Tommy estaba hecho para el cine, no para el teatro. Impresiona más en planos cortos, cuanto más cerca, mejor resulta.

– ¿Y se aseguró de que te acercaras lo suficiente? -Esa noche no -dijo ella en voz baja-, con el tiempo. Ferne se quedó en silencio, recordando momentos que por entonces le parecieron dulces y que de pronto le resultaban ridículos. ¡Con qué facilidad se había enamorado y cuánto se alegraba de haber salido de aquello! Aunque había habido momentos que todavía le gustaba recordar, por muy equivocada que estuviera.

Dante observó su rostro, leyéndolo sin dificultad, y su mirada se ensombreció. Alzóla mano para llamar al camarero, y cuando Ferne levantó la vista se encontró con que Dante estaba sirviéndole una copa de champán.

Pensé que lo necesitarías después de todo dijo.

– Sí murmuró ella. Quizá sea así.

– ¿Y qué hacía un actor de cine actuando en una obra de teatro? preguntó Dante.

Pensaba que la gente no le tomaba en serio.

¡Que Dios nos asista! Uno de ésos que necesitan ser respetados.

Lo tienes calado rió Ferne. ¿Seguro que no lo conoces?

No, pero he conocido a muchos como él. Algunas de las casas que vendo pertenecen a ese tipo de personas… «pagadas de sí mismas», creo que se dice en inglés.

Así es. Alguien lo convenció de que, si hacía algo de Shakespeare, todo el mundo quedaría impresionado, así que accedió a protagonizar Marco Antonio y Cleopatra.

¿Haciendo el papel de Marco Antonio, el gran amante?

Sí. Pero creo que, en parte, lo que le decidió fue el hecho de que Marco Antonio perteneciese a la antigua Roma, porque tenía que llevar túnicas cortas que mostraban sus piernas desnudas. Tiene unas piernas estupendas. Incluso pidió a vestuario que las hiciesen unos centímetros más cortas para enseñar los muslos.

Dante se echó a reír.

Me da a mí que no tienes el corazón destrozado dijo Dante, mirándola con intención.

Pues la verdad es que no respondió ella rápidamente. Era ridículo, de veras. Era el mundo del espectáculo. O la vida.

¿Qué quieres decir?

Todo es una actuación de un tipo u otro. Vivimos fingiendo que algo es cierto cuando no lo es, o que no es cierto cuando sabemos que sí lo es.

Él la miró de modo extraño, como si sus palabras le recordasen algo. Parecía a punto hablar, pero no lo hizo. Ferne tuvo la impresión de que se había levantado una esquina de la cortina de su mente para luego caer de golpe.

Pensó que era algo más que un payaso encantador. Daba esa imagen de cara al exterior, pero detrás se escondía un hombre distinto que mantenía a los demás alejados de su realidad. Intrigada, Ferne se preguntó si le resultaría fácil atravesar sus defensas.

Y entonces él le proporcionó la respuesta.

Al ver que ella lo observaba, cerró los ojos, impidiéndole todo acceso.

CAPÍTULO 2

DE PRONTO, volvió a abrir los ojos, dando signos de que la tensión había desaparecido. Era como si ese momento no hubiese pasado. Empezó a hablar como si nada.

– Te estás poniendo muy filosófica.

– Lo siento -dijo ella.

– ¿Te referías a ti misma cuando dijiste que todos vivimos negándonos a admitir la verdad?

– Bueno, supongo que sabía que había otra mujer detrás de él y tenía que haberme dado cuenta de que acabaría rindiéndose a sus halagos,por mucho que me hubiese dicho a mí unas horas antes. Pero me sorprendió un poco encontrármelos juntos cuando fui a verlo al teatro tras la actuación.

– ¿Y qué estaban haciendo… o no hace falta que lo pregunte?

– No hace falta que lo preguntes. Estaban sobre el escenario, echados sobre la tumba de Cleopatra, ajenos a todo. Ella le estaba diciendo: «¡Oh, en verdad eres Marco Antonio… el gran héroe!».

– Y supongo que estaban… seinterrumpió Dante con delicadeza- ¿desnudos?

– Bueno, él todavía llevaba puesta la túnica, pero a todas luces era como si lo estuviese.

– ¿Y qué hiciste? -preguntó él, fascinado-. No te alejaste de allí llorando. No te pega. Te acercaste y le diste un mamporro.

– Ni una cosa ni la otra. Casi no me atrevo a contártelo.

– ¿Hemos llegado al punto en el que eres vulgar y sin principios? -preguntó él, esperanzado.

– Sí.

– No me tengas en ascuas. Cuéntame.

– Pues… siempre llevo encima mi cámara.

Las carcajadas de Dante golpearon el techo y resonaron por todo el vagón, despertando al camarero.

– ¿No serías capaz?

– Lo hice. Eran unas fotos maravillosas. Hice tantas como pude de tantos ángulos como me fue posible. Luego salí de allí hecha una furia, fui directamente a la sede de un periódico especializado en ese tipo de cosas y les vendí el lote completo.

– ¿Qué pasó? -preguntó él, todavía fascinado.

Se formó un lio muy gordo, pero no por mucho tiempo. Las entradas se habían estado vendiendo bastante bien, pero después de aquello se agotaban Ella ofreció una entrevista sobre lo irresistible que era él y a él le ofrecieron un papel importante en una nueva película, así que dejó la obra, lo que molestó mucho a Josh, el director, hasta que el suplente se hizo con el papel y obtuvo muy buenas críticas. Además, era el novio de Josh, así que todos contentos.

– Todos menos tú. ¿Qué sacaste de todo aquello?

– El periódico me pagó una fortuna. Por entonces ya me había calmado un poco y me pregunté si había ido demasiado lejos, pero llegó el cheque y…

– Hay que ser realista -sugirió él.

– Exacto. Mick, mi agente, me dijo que hay personas que esperan toda una vida un golpe de suerte como el que yo tuve. Siempre quise conocer Italia, así que planeé este viaje. Aunque tuve que esperar un par de meses, porque de pronto me salió mucho trabajo, no sé muy bien por qué.

– Se corrió la voz de que tenías habilidades fuera de lo común -reflexionó él.

– Sí, eso debe de ser. El caso es que hice un hueco en mi agenda, porque estaba decidida a venir, lo eché todo en una maleta y salté al siguiente tren a París y desde allí tomé el de Milán. Pasé unos días visitando la ciudad y de pronto decidí viajar a Nápoles. Ya era casi de noche y cualquier persona sensata hubiese esperado al día siguiente, así que yo no lo hice.

Dante asintió solidariamente.

– ¡La alegría de hacer las cosas en el calor del momento! No hay nada como eso.

– Siempre he sido una persona organizada, quizá demasiado. Me sentó maravillosamente volverme un poco loca -emitió una risilla burlona-. Pero no se me da muy bien y lo eché todo a perder, ¿no es verdad?

– No importa. Mejorarás con la práctica.

– ¡Oh, no! Ha sido mi última aventura.

– Tonterías, sólo eres una principiante. Deja que te muestre el placer de vivir cada momento como si fuese el último de tu vida.

– ¿Es así como vives?

De primeras, él no respondió. Empezó a inclinarse sobre la mesa, mirándola directamente a los ojos. Luego volvió a echarse hacia atrás.

– Sí, así es como vivo -dijo-. Le da un sabor a la vida imposible de obtener de otro modo.

Ferne sintió una inquietud momentánea. Resultaba inexplicable, excepto por el hecho de que el tono de su voz no concordaba con lo desenfadado de su conversación. Él la había ahuyentado hacía tan sólo un momento y algo le decía que podía volver a hacerlo. Se habían acercado a terreno peligroso, lo que sorprendentemente parecía ocurrir con facilidad estando con aquel hombre.

De nuevo, se preguntó qué había detrás de ese lugar prohibido. Intentando sonsacarle, hizo una reflexión:

– No saber nunca qué pasará después… supongo que soy la prueba viviente de que eso puede hacer la vida muy interesante. Cuando me desperté esta mañana, nunca imaginé esta situación.

Él volvió a sonreír. El momento había pasado.

– ¿Cómo ibas a imaginar que conocerías a uno de los héroes de este país? -preguntó él irrefrenablemente-. Un hombre tan importante que su efigie está acuñada en las monedas.

Disfrutando del desconcierto de Ferne, sacó una moneda de dos euros. La efigie, con su nariz bien definida, se parecía un poco a él.

– ¡Por supuesto! -dijo ella-. Dante Alighieri, el famoso poeta. ¿Viene de ahí tu nombre?

– Sí. Mi madre esperaba que poniéndome el nombre de un hombre importante me convertiría a mí también en alguien importante.

– Todos sufrimos decepciones -dijo Ferne con solemnidad

Él apreció su indirecta.

– ¿Sabes algo de Dante? -preguntó.

– No mucho. Vivió a finales del siglo mil y principios del siglo xiv y escribió una obra maestra llamada La divina comedia, que describía un viaje a través del infierno, el purgatorio y el paraíso.

– ¿La has leído? Estoy impresionado.

– Sólo era una traducción al inglés y me costó llegar al final -rió ella-. El infierno y el purgatorio eran mucho más interesantes que el paraíso.

Él asintió.

– Sí, yo siempre he pensado que el paraíso debe de ser insufrible. Con tanta virtud -se estremeció y luego sonrió-. Por suerte, es seguramente el último lugar en el que acabaré.

Con gran estruendo, un tren se cruzó con el de ellos en dirección contraria. Ferne observó cómo las luces parpadeaban sobre él y pensó que resultaba dificil imaginárselo como un maestro en artes ocultas: era encantador y bastante peligroso, porque bajo ese encanto escondía su verdadera personalidad. Había supuesto que tenía treinta y pocos años, pero con aquella luz cambió el cálculo a treinta y muchos. Su rostro delataba experiencias tanto buenas como malas.

– ¿En qué piensas? -preguntó él.

– Me preguntaba de qué parte del otro mundo has salido.

– Sin duda alguna, del séptimo nivel del purgatorio -respondió él, elevando una ceja para ver si ella lo entendía.

Y lo entendía. Era el lugar reservado a aquéllos que se han excedido en el disfrute de los pecados más placenteros.

– Justo lo que pensaba -dijo ella en voz baja-. Pero no quería sugerirlo por si te ofendía.

La ironía de su sonrisa le indicó que era la última acusación que podría ofenderle.

Bebieron champán en silencio durante unos minutos. Entonces él comentó:

– Te quedarás con nosotros, ¿verdad?

– Como dice Hope, no tengo elección, al menos por unos días.

– Más, mucho más -dijo él enseguida-. La burocracia italiana lleva su tiempo, pero intentaremos que tu estancia sea lo más agradable posible.

El tono era inequívoco. «¿Y por qué no?», pensó ella. Le apetecía flirtear con un hombre que daría tan poca importancia al asunto como ella. Era atractivo, interesante y ambos sabían lo que había.

– Lo estoy deseando -dijo ella-. De hecho, Hope quiere que le cuente cosas de Inglaterra y es lo menos que puedo hacer por ella.

– Sí, debe de sentirse un poco abrumada por los italianos -dijo Dante-. Aunque siempre ha sido una de los nuestros y toda la familia la adora. Mis padres murieron cuando yo tenía quince arios y desde entonces ella ha sido como mi segunda madre.

– ¿Vives aquí?

– No, vivo en Milán, pero me vine al sur con ellos porque creo que hay oportunidades de negocio en Nápoles. Puede que decida quedarme después de echar un vistazo.

– ¿A qué te dedicas?

– Venta de propiedades, especializada en lugares poco comunes, casas antiguas difíciles de vender.

Dante bostezó y ambos permanecieron sentados y en amigable silencio. Ella se sentía agotada y satisfecha al mismo tiempo, apartada del universo en aquel tren que atravesaba la noche.

Al levantar la vista, vio que él contemplaba la oscuridad. Podía ver su reflejo en la ventanilla. Tenía los ojos abiertos y una expresión ausente, como si pudiese ver algo en la penumbra que ella no percibía y que lo inundaba de melancolía.

Entonces Dante volvió a mirarla y sonrió, levantándose con desgana y tendiéndole la mano.

– Vamos.

En la puerta del compartimento de Ferne, el se detuvo y le dijo:

– No te preocupes. Te prometo que todo saldrá bien. Buenas noches.

Ferne se deslizó silenciosamente en el compartimento para no despertar a Hope. En un segundo había subido la escalera y estaba acostada, contemplando la noche y preguntándose acerca del hombre que acababa de dejar. Le resultaba curiosamente agradable y pensó que no le importaría pasar más tiempo con él, siempre y cuando su relación fuese estrictamente superficial.

Pero no pudo darle más vueltas. El traqueteo del tren resultaba hipnótico y muy pronto se quedó dormida.

A la mañana siguiente, sólo hubo tiempo para un ligero aperitivo antes de que el tren llegara a su destino. Hope miraba ansiosa por la ventanilla, preguntándose cuál de sus hijos vendría a recibirlos.

Al final, los tres esperaban en la estación, saludándoles y haciéndoles gestos con las manos mientras el tren se detenía. Abrazaron a sus padres con entusiasmo, palmearon el hombro de Dante y miraron a Ferne con interés.

– Éstos son Francesco, Ruggiero y Primo -le explicó Toni-. No intentes adivinar quién es quién ahora. Haremos las presentaciones más tarde.

– Ferne ha sufrido un percance y se quedará con nosotros hasta que todo se solucione -dijo Hope-. En cuanto a mí, estoy deseando llegar a casa.

Durante todo el trayecto hasta la casa, Hope miró ansiosa por la ventanilla hasta que finalmente agarró a Ferne del brazo y le dijo:

– Mira, ésa es Villa Rinucci.

Ferne siguió su mirada hasta lo alto de una colina en la que se aposentaba una enorme villa que dominaba Nápoles y el mar. Quedó fascinada con el lugar: estaba bañado por el sol y parecía estar lleno de belleza y tranquilidad.

Estaba rodeada de árboles, pero se encontraba en un lugar elevado, como si despuntase entre ellos. Una mujer regordeta, seguida de dos jovencitas de pecho generoso, salió a recibir a los coches, saludando impaciente.

– Ésta es Elena, mi ama de llaves -le dijo Hope a Ferne-. Las dos chicas son sus sobrinas, que van a quedarse a trabajar un par de semanas, porque seremos muchos y habrá muchos niños. Llamé a Elena desde el tren para decirle que venías y que necesitábamos una habitación.

En el momento en que se detuvieron los coches, la puerta se abrió y condujeron a Ferne por las escaleras hasta el interior a través de una amplia terraza que rodeaba la casa.

– ¿Por qué no subes enseguida a tu habitación? -preguntó Hope-. Baja cuando estés lista y conocerás a estos granujas que llamo hijos míos.

Esos «granujas» sonreían encantados de volver a vera sus padres, y Ferne se retiró, entendiendo que querrían verse libres de su presencia por unos instantes.

La habitación era lujosa, con baño propio y una cama grande y confortable. Asomándose a la ventana, descubrió que daba al frente de la casa y que contaba con una maravillosa vista de la bahía de Nápoles.

Se duchó rápidamente y se puso un vestido azul claro, sencillo pero moderno. Al menos podría mantener la cabeza bien alta en la elegante Italia.

Escuchó risas abajo y, cuando miró por la ventana, vio a la familia Rinucci sentada alrededor de una mesa rústica bajo los árboles. Hablaban y reían de forma tan agradable que se sintió reconfortada.

Su familia había sido una familia feliz, pero poco numerosa. Era hija única, nacida de padres que a su vez eran hijos únicos. Dos de sus abuelos habían muerto pronto y los otros habían emigrado a Australia.

Su padre había fallecido y su madre se había ido a vivir con sus padres a Australia. Ferne podría haberse ido también, pero había preferido quedarse en Londres para dedicarse a su exitosa carrera, de modo que, si estaba sola y no había habido nadie que la escuchara tras romper con Sandor Jayley, la culpa había sido sólo suya.

Pero algo le dijo que Villa Rinucci nunca se quedaba vacía y se sintió encantada al contemplar aquella pequeña reunión.

Hope levantó la vista y le hizo un gesto, indicándole que se uniese a ellos, y Ferne se apresuró a bajar. Empezó a presentarles a los jóvenes: primero Primo, hijastro de su primer matrimonio, luego Ruggiero, uno de sus hijos con Toni.

Francesco se mostraba pensativo, como si su mente soportara alguna carga. Como los otros dos, la saludó cariñosamente, pero enseguida dijo:

– Será mejor que me vaya, mamma. Quiero llegar a casa antes que Celia.

– ¿No sospecha nunca por lo a menudo que eso ocurre? -preguntó Hope.

– Siempre, y me dice que deje de hacerlo, pero… -se encogió de hombros con resignación- lo hago de todas formas -y dirigiéndose a Ferne añadió-: mi esposa es ciega y se enfada mucho si ve que me preocupo demasiado por ella, pero es que no puedo evitarlo.

– Vete a casa -le dijo Hope-. Pero no dejes de venir mañana a la fiesta.

Él la abrazó cariñosamente y se marchó. Casi en ese mismo instante, apareció otro coche y de él descendieron dos mujeres. Una era morena y tan bonita que ni su barriga de embarazada eclipsaba su elegancia. La otra era rubia, guapa más que exótica, y venía acompañada de un niño pequeño.

– Esta es mi esposa, Olympia -dijo Primo, acercando a la embarazada para presentársela a Ferne.

– Y ésta es la mía, Polly -dijo Ruggiero, señalando a la joven rubia.

A esa distancia, descubrió que Polly también estaba embarazada, probablemente de unos cinco meses. La actitud de su marido hacia ella era protectora, y Ferne volvió a experimentar el agradable sentimiento que había tenido hacía un momento. El hecho de estar allí, entre gente que se sentía tan feliz estando reunida, le bastaba para sentirse así.

Pronto se hizo la hora de comer. Hope lideró el camino a casa para inspeccionar la comida que estaba preparando Elena, probarla y dar su opinión. En esto le ayudaron no sólo sus nueras, sino también sus hijos, que saborearon los platos y ofrecieron con franqueza su consejo… a veces con demasiada franqueza, como les advirtió su madre.

– Entonces es cierto lo que dicen sobre los hombres de Italiaobsevó Ferne divertida.

– ¿Qué es lo que dicen de nosotros? -le susurró Dante al oído-. Estoy deseando saberlo.

– Que sois unos cocineros extraordinarios. ¿Qué te creías que era?

Él suspiró desilusionado.

– Nada, nada. Sí, a todos nos interesa la cocina. No como a los ingleses, que sólo comen salchichas y puré de patatas -de pronto, él la miró de cerca-. ¿Qué pasa? -preguntó-. ¿Por qué pareces tan preocupada?

– Acabo de pensar que… quizás debía llamar al consulado. Puede que tengan alguna noticia.

– Esta tarde te llevaré a Nápoles e iremos al consulado. Pueden ponerse en contacto con el de Milán. Ahora, olvidemos la aburrida realidad y concentrémonos en cosas importantes… como pasarlo bien.

– Sí, vamos -dijo ella encantada.

Tal y como había prometido, Dante tomó prestado el coche de Toni después de comer y descendieron por la colina hasta las calles de la ciudad y su destino cerca de la playa.

No hubo buenas noticias: no habían recuperado ni el pasaporte ni las tarjetas de crédito.

– Considerando la rapidez con que se les informó, parece que alguien debió de hacerse con tus cosas -observó Dante-. Pero espero que no las hayan utilizado.

– Podemos hacerle un pasaporte provisional -dijo la joven del mostrador-, pero nos llevará varios días. Ahí hay un fotomatón donde podrá hacerse la foto.

– No hace falta, yo se la haré -dijo Dante. Y mirando al bolso de Ferne, añadió-: si me prestas la cámara.

Ella se la tendió.

– ¿Cómo estabas tan seguro de que la tenía?

– Me dijiste que siempre la llevabas encima. Y a una joven tan inteligente como para documentar la infidelidad de su pareja no se le escaparía nada así como así.

Ferne le enseñó a manejarla y pasaron unos minutos al sol mientras posaba siguiendo las indicaciones de Dante.

– Bájate la blusa por este lado -le dijo-, tienes unos hombros muy bonitos, enséñalos. Bien. Ahora, sacude la cabeza para que se te alborote el pelo.

– Estas fotos no sirven para el pasaporte -objetó ella. Él sonrió.

– ¿Quién habló de fotos para el pasaporte? Igual sólo tenía malas intenciones.

De vuelta al consulado, le mostraron los resultados a la mujer, que las contempló con santa paciencia.

– Ninguna sirve. Creo que debería usar el fotomatón.

– Podíamos haber empezado por ahí -señaló Ferne.

– Pero mis intenciones no se hubiesen cumplido -dijo Dante-. Venga, métete ahí y hazte unas fotos en que aparezcas aburrida y virtuosa.

– ¿Sugieres que no soy aburrida ni virtuosa?

– ¿Qué parte de la pregunta quieres que te conteste?

– Dejémoslo estar -contestó ella a toda prisa.

Cuando terminaron con todas las formalidades, Dante la llevó a un café junto a la playa.

– Si crees que la villa parece una casa de locos, espera a mañana cuando llegue el resto de la familia.

– Son muchos, ¿no? Creo que Hope dijo que seis.

– Así es, aunque no todos viven aquí. Luke y Minnie vienen de Roma. Justin y Evie de Inglaterra con Mark, el hijo de Justin, y sus gemelos.

Y tú también estarás, así que, ¿de quién es la habitación que me han asignado? Alguien acabará durmiendo en el sofá por mi culpa y no lo puedo permitir. Tengo que irme.

– ¿Y dónde te quedarás, en un hotel? ¿Sin dinero ni papeles?

– Bueno, si pudieses dejarme algo de dinero, te lo devolvería…

Dante negó firmemente con la cabeza.

– Lo siento pero no. Sería de lo más inadecuado decir en el hotel que eres una persona de fiar cuando ni siquiera sé que lo eres. Y hay que saber comportarse con decoro, ¿no es así?

A pesar de su inquietud, ella no pudo evitar reírse.

– Tú -dijo con voz lenta y llena de intención- no reconocerías el decoro aunque éste te golpease en la nariz… cosa que estoy tentada de hacer en este momento.

– ¡Maldición! -dijo él con voz teatral-. Puede ver a través de mí. Bueno, admitiré mis verdaderas razones. Había pensado retenerte aquí como mi prisionera, sujeta a mi voluntad. El dinero podría ayudarte a escapar, y eso no casa con mis malvadas intenciones.

– Me pregunto si podría adivinar esas malvadas intenciones -dijo ella con sequedad.

– Bien, no es que sea especialmente sutil, ¿verdad? ¿Pero tengo que serlo? Estás en mi poder.

– ¡En tus sueños! -rió ella.

– En ellos también -respondió él mirándola con deseo.

– No, no quería decir… Oh, tú sabes lo que quería decir.

– Un hombre puede soñar, ¿no? -preguntó él, con intención.

– Puede soñar todo lo que quiera, siempre y cuando no confunda los sueños con la realidad -dijo ella, también con intención-. Y no has respondido a mi pregunta. ¿De quién es mi habitación?

Él no contestó, pero torció la boca.

– Oh, no, por favor, no me digas…

– Si te vas a poner así, podríamos compartirla -sugirió él.

– ¿Quieres dejarlo ya, por favor?

– Muy bien, vale, no me comas. No puedes culpar a un hombre por intentarlo.

– Puedo. Lo hago.

– No lo harías si estuvieras sentado donde estoy yo, mirándote.

Ferne se rindió. ¿Cómo hablar en serio a un hombre que la miraba con tanta malicia?

Pero iba a ser divertido descubrirlo.

CAPÍTULO 3

– SI VAS a rechazarme, tendré que consolarme con las fotos que te he hecho -le indicó Dante.

– Las he borrado -contestó ella rápidamente.

!Y un cuerno! Si no borraste las pruebas del mal comportamiento de tu pareja, ¿cómo ibas a deshacerte de unas fotos tuyas en las que apareces como el sueño de todo hombre?

– ¿Quieres dejar de hablarme así?

– ¿Y por qué iba a hacerlo?

¿Qué podía decir? «Porque me produce una excitación para la que aún no estoy preparada».

Reconoció que era un hombre inteligente, le había dejado claro que le atraía sexualmente, pero lo había hecho de tal modo que podía sentirse relajada y libre de presiones estando con el. No dudaba que, si le hiciese la más mínima insinuación, él se metería en su cama en un segundo. Pero si no se la hacía, sabía que se sentaría allí a decir tonterías, ofreciéndole su tiempo.

Se preguntó cuántas mujeres habían caído en sus brazos y qué había sido de ellas al acabar el romance. Sospechaba que Dante era el que siempre decía adiós, sin implicarse demasiado, sin alargar mucho el asunto, pero su instinto le decía que había mucho más algo demasiado profundo como para ser analizado.

Volvieron lentamente a la villa, donde la comida ya estaba preparada.

– Algunos sólo aparecen justo antes de comer -se burló Francesco.

Había ido a su casa y regresado con su esposa, Celia, a la que presentó.

A Ferne le habría costado adivinar que Celia era ciega. Era inteligente y despierta, claramente consciente de lo que ocurría a su alrededor. Enseguida entablaron conversación en la terraza, hablando de sus trabajos. Celia se dedicaba a hacer la vida más accesible para los invidentes.

– Estoy trabajando en un proyecto para que el teatro sea más agradable -dijo-. Consiste en un auricular que describe la acción. Francesco y yo estuvimos en Londres hace un par de meses y fuimos a un montón de espectáculos para que yo pudiese recoger algunas ideas. En uno de ellos todo el mundo estaba loco con el protagonista, Sandor Jayley. Decían que estaba increíblemente atractivo con su túnica romana. Pero Francesco no me lo dijo. Lo descubrí después, cuando publicaron en el periódico unas fotos de Sandor deliciosamente escandalosas. ¿Qué pasa?

Dante había resoplado con fuerza. Al ver lo horrorizado que estaba, Ferne rompió a reír.

– ¿He dicho algo que no debía? -rogó Celia.

– No, en absoluto -rió Ferne-. Es sólo que…

Le resumió la historia y Celia se tapó la boca horrorizada.

!Oh, no! ¿Qué he hecho? No pretendía… Por favor, por favor…

– No pasa nada -se apresuró a decir Ferne-. Hace mucho que empecé a ver el lado divertido de todo aquello. ¡Oh, cielos! -empezó a reír otra vez y, tras calmarse, intentó tranquilizar a Celia diciéndole que no estaba al borde del colapso. Le llevó un rato, pero al final lo consiguió. Cuando levantó la vista, Dante la observaba con una extraña sonrisa y una mirada que podía ser de admiración. La voz de Hope les llegó desde dentro de la casa. -Ferne, querida, ¿estás ahí? Necesito que me ayudes. -Volveré en un minuto -dijo Ferne, apresurándose. Celia oyó cómo se alejaban los pasos de Ferne y entonces se volvió hacia Dante.

– Es increíble -le dijo-. Eres un hombre afortunado.

– ¿Qué te hace pensar que es mía?

– Francesco dice que no puedes apartar los ojos de ella. -Y con razón. Merece la pena mirarla.

– ¿Y de verdad ha superado lo de ese hombre al que llaman «piernas atractivas»?

– Te importaría no hablar de eso? -dijo Dante poniéndose tenso.

– Te tiene pillado, ¿verdad?

– Me niego a contestar -dijo él pasado un momento-. ¿Nos vamos a comer?

Esa noche fue una de las más agradables que Ferne disfrutó jamás. Cuando se puso el sol, encendieron las luces del jardín y todos se levantaron de la mesa para acabarse el vino bajo los árboles.

– Vayamos donde podamos disfrutar del ocaso de Nápoles.

Dejó que la guiase hasta un lugar entre los árboles donde podían contemplar el milagro que estaba teniendo lugar sobre la bahía. Durante un instante, la luz se tomó roja, como si fuese a prender el mar, y la contemplaron en admirado silencio.

Finalmente, todos regresaron a la casa. Había que acostar a los niños, y Hope quería irse a la cama temprano. Ferne se alegró de poder retirarse a su habitación y quedarse a solas para reflexionar sobre todo lo que le había sucedido.

Para pensar en Dante Rinucci.

Era atractivo, gracioso, sexy y estaba dispuesto a divertirse. Dado que ella sentía lo mismo, no había problema, excepto por la vocecilla interior que no dejaba de decirle: «¡Ten cuidado!».

«Pero, ¿cuidado de qué?», se preguntó a sí misma. «Hay algo en él que no encaja».

«Tonterías. Me estoy imaginando demasiadas cosas».

Se puso el camisón, sacó su ordenador portátil y lo conectó a la cámara digital. En un momento estaba contemplando las fotografías que le había hecho Dante, intentando reconocerse en ellas.

¿Quién era esa mujer de mirada insinuante y sonrisa socarrona que se regodeaba en la atención que aquel hombre le estaba prestando? No era ella en realidad. Dante le había sacado esa sonrisa entre bromas y la había persuadido de que mirase de lado, sonriendo, para fascinarlo como él la fascinaba a ella. Era un showman capaz de meter a todo el mundo en el espectáculo. Sólo era eso, y no debía olvidarlo.

Alguien llamó a la puerta y se oyó la voz de Dante:

– Soy yo.

Ella resopló consternada. De algún modo había esperado que llamase a su puerta, pero no tan pronto. ¿Dónde estaba el hombre hábil, sensible y delicado que ella había imaginado? ¿Acaso era vulgarmente obvio después de todo? Se sintió totalmente decepcionada.

Mientras pensaba las palabras para rechazarle, volvió a llamar.

– ¿Puedo pasar?

– Sí -dijo ella apresuradamente, agarrando su bata y poniéndosela mientras él aparecía cauteloso por la puerta.

– Oh, estás viendo las fotos -dijo-. Quería verlas. ¿Soy buen fotógrafo?

– Pues… sí, algunas son muy bonitas -dijo ella, intentando poner en orden sus pensamientos.

El todavía estaba vestido y no parecía notar que ella ya estaba en camisón. Estudió la pantalla del ordenador.

– Buena -dijo-. Eres muy fotogénica, y la luz era estupenda. Me gustaría tener una copia de ésta -dijo-. Estás genial.

Ahí estaba: primer movimiento. Cuidado.

Pero era difícil tener cuidado, porque de pronto fue consciente de su desnudez bajo el ligero camisón. Todo su cuerpo se volvía sensible a él e ignoraba sus esfuerzos por controlarse.

– Me temo que eso llevará un tiempo -dijo-. No he traído la impresora.

– No hay problema. Aquí tienes mi dirección de correo electrónico. Envíamela y yo la imprimiré. Ahora, si fuera tú, me iría a la cama. Ha sido un día largo y mañana habrá mucho más trajín.

Se giró en la puerta.

– Que duermas bien. Siento haberte molestado. Buenas noches.

La puerta se cerró tras él.

El ruido de aquella puerta al cerrarse llegó hasta dos personas que yacían satisfechas la una en brazos de la otra justo al final del pasillo.

– ¿No se va demasiado pronto? -dijo Toni-. Dante está perdiendo habilidades. Normalmente consigue a las mujeres que quiere… temporalmente.

– Lo sé -dijo Hope-. En cuanto las cosas empiezan a ponerse serias, se esfuma. Pero ¿cómo culparle? Piensa cómo debe de sentirse, sabiendo que… ¡Dios, es terrible! No puede reaccionar como los demás.

– No quiere que nadie mencione el tema -dijo Toni con gravedad-. Si lo intentas, se torna frío y airado. Quiere fingir que no pasa nada, pero cuando está desprevenido, detectas en sus ojos la conciencia y el miedo.

– ¿Deberíamos decírselo a Ferne por si acaso? -dijo Hope.

– ¿Advertirla? Ahora no. Quizá más adelante. Dante se enfadaría mucho si se enterase de que habíamos descubierto su secreto.

Al fin y al cabo, al final acabará saliendo a la luz.

No lo sédijo Toni con tristeza.Puede que sea algo de lo que no se hable nunca…hasta que sea demasiado tarde.

El amanecer era la mejor parte del día, cuando la atmósfera limpia y despejada proporcionaba mayor intensidad a la vista de la bahía con el Vesubio al fondo. ¡Qué tranquilo se veía el volcán dormido y qué duro había tenido que ser conseguir esa paz! Era justo lo que la noche anterior había enseñado a Ferne.

Se creía preparada para rechazar cualquier avance de Dante, pero al ver que le deseaba cortésmente las buenas noches, Ferne descubrió que no estaba preparada en absoluto para los sentimientos que recorrieron su interior.

La incredulidad inicial había dado paso a la rabia, la privación y finalmente al insulto. El cuerpo de Ferne había florecido ante la perspectiva de hacer el amor con él, pero él no había mostrado interés. Había pasado a ser una cuestión de mala educación.

¿Habría sospechado él de su momento de debilidad? El pensamiento le producía escalofríos.

Sintió la necesidad de alejarse de él lo más posible. La noche anterior había salido a ver la puesta de sol. ¿Y si salía a contemplar el amanecer?

Girándose para entrar en la casa, se lo encontró justo detrás de ella. ¿Cuánto tiempo llevaba allí?

– Buenos días -dijo ella precipitadamente, intentando pasar de largo a su lado.

Pero él la detuvo posándole suavemente la mano en el brazo.

– Quédate.

– Dictas órdenes con gran generosidad -dijo ella lacónicamente.

– ¿Te he ofendido?

– Por supuesto que no. Pero pensé que preferirías estar a solas.

– A solas contigo.

Él la giró hacia el mar, quedándose tras ella con los brazos cruzados sobre su pecho, abrazándola suavemente. El contacto con su cuerpo hizo que el enfado de Ferne se apaciguase y ésta alzó los brazos, pero no para apartarlo de ella, sino para retener su abrazo.

– Tan cerca y sin embargo tan lejos -susurró él.

– ¿A qué distancia está el Vesubio?

– Está sólo a unos diez kilómetros, pero es un universo diferente. Hace años lo escuché rugir y me pareció mágico. Siempre estoy deseando volverlo a escuchar.

– ¿No ha habido suerte?

– Aún no. Te mantiene expectante.

– Puede que no sepa decidir qué es lo que quiere.

– O puede que sepa lo que quiere y no sabe qué hacer al respecto -observó él.

Acababa de explicarle lo ocurrido la noche anterior. No quería mantener las distancias con ella, pero por alguna razón creía que debía hacerlo, así que le correspondía a ella dar el siguiente paso. Lo demás no importaba: Ferne se sentía complacida.

Cuando regresaron, la villa había despertado. Todos estaban revolucionados ante la llegada de los dos hijos que faltaban por llegar, Justin de Inglaterra y Luke de Roma. Casi toda la familia iba al aeropuerto a recibir a Justin, su mujer y sus hijos. Dante y Ferne se quedaron en la villa para recibir a Luke.

A. media mañana llegaron Primo y Olympia, seguidos de cerca por otro coche del que salió un hombre de aspecto impactante seguido de una joven rubia y menuda.

– Luke y Minnie -dijo Dante.

Por las miradas de curiosidad, Ferne supo que su historia se había extendido por la familia. Cuando Minnie bajó de su habitación, buscó la compañía de Ferne y le pidió que se lo contase todo. Pero antes de que empezase a hablar se escuchó un grito y todos salieron apresuradamente a dar la bienvenida a los recién llegados de Inglaterra.

Justin, el hijo mayor de Hope, era un hombre serio que de primeras parecía no pertenecer a aquel grupo tan bien avenido, pero Ferne detectó en él una mirada posesiva hacia su madre que contrastaba con su aspecto. Miraba del mismo modo a su esposa, Evie, una joven dinámica con aire de animosa eficiencia.

Venían acompañados de Mark, hijo de Justin fruto de su primer matrimonio. Tenía unos veinte años y su atractivo, su pelo oscuro y sus ojos brillantes despertaron ansiosas miradas en las dos doncellas.

– Está descubriendo sus habilidades como donjuán -gruñó Justin con cierto resabio a orgullo paternal-. Resulta difícil convivir con él.

– No seas duro con él -protestó Evie-. No tiene culpa de ser tan guapo. Acaba de tener su primera aventura con una chica que la clases de baile. Se apuntó para estar cerca de ella y ahora baila maravillosamente.

Más tarde, tras la comida, Toni se puso a rebuscar viejas cintas, de antes de los tiempos del rock and roll, y las puso en un antiguo magnetofón.

– Venga -le dijo a Mark-. Veamos si eres tan bueno.

Sin dudarlo ni un segundo, Mark le tendió la mano a Ferne, a la que había estado admirando durante la comida desde el otro lado de la mesa.

– ¿Bailas conmigo?

Ella aceptó encantada. Era una buena bailarina y Mark era un experto. Enseguida estaban girando en perfecta sincronía.

– ¿Qué baile es ése? -preguntó Dante acercándose-. ¿Podrías enseñarme?

– Es un quickstep -le dijo Mark-. Se hace así. Entonces Dante tomó su puesto para demostrarle lo bien que lo había aprendido.

Ferne tuvo que admitir que con Dante como pareja de baile, los pasos más difíciles se tornaban fáciles. Tenía la sensación de que era imposible equivocarse mientras él la sostuviera.

Así se tomaba él la vida, de eso estaba segura. Si le acechaban los problemas, bailaba alrededor de ellos, o por encima, o pasaba de largo y se desvanecía en las sombras dejando a todo el mundo preguntándose si alguna vez estuvo allí, lo que le convertía en una persona encantadora y peligrosa al mismo tiempo.

Finalmente, Toni cambió de cinta y se escuchó un vals.

– Estoy impresionada -dijo ella-. ¿Habías bailado esto antes?

– No, pero me encanta bailar. Cuanto más rápido, mejor.

– El vals te resulta demasiado aburrido, ¿no es así?

– Mucho. ¿Quién lo necesita? Hay que mantener muy cerca a la pareja.

– ¿Como estás haciendo conmigo?

– Claro. Y tienes que dedicarle halagos, como por ejemplo que es la mujer más bonita del salón.

– Pues eso no lo estás haciendo!protestó ella indignada.

– ¿Para qué aburrirte con algo que has oído cien veces? Además -añadió lentamente-, lo sabes perfectamente.

Tenía razón. Ferne se había tomado su tiempo para arreglarse y estaba encantada con el resultado. Su pelo rojo combinaba perfectamente con su vestido de colores otoñales. Era de largo hasta la rodilla y dejaba al aire unas piernas largas y estilizadas y unos tobillos perfectos. Además, mantenía un equilibrio natural sobre sus sandalias de tacón, unas sandalias que muchas mujeres no se habrían arriesgado a ponerse.

Puede que lo sepa y puede que no -le incitó ella.

– Entonces, ¿quieres que te diga que eres una belleza, ana diosa de la noche?

– ¡Oh, cállate! -rió ella.

– Sólo intento hacer lo apropiado en esta situación.

– -¿Eres siempre tan educado?

– Bueno, alguien me dijo una vez que no reconocería el decoro aunque me golpease en la nariz. Aunque ahora mismo no recuerdo su nombre.

– ¡Ah! Una de esas mujeres que se olvidan enseguida. Seguramente intentaba provocarte para llamar tu atención.

– Ojalá pudiese creer que quería toda mi atención.

– O igual estaba jugando contigo al ratón y al gato.

– También me gustaría creer eso. No sabes lo divertido que puede llegar a ser ese juego.

– ¿Crees que no lo sé? -preguntó ella alzando las cejas sardónicamente.

Claro que lo sabes. Seguramente podrías enseñarme un par de cosas.

– No, creo que no podría enseñarte nada sobre juegos.

– El juego del amor tiene muchas facetas distintas -sugirió él.

– Pero no estamos hablando de amor -susurró ella-.

Éste es un juego diferente.

Era un juego que le aceleraba el pulso y hacía reaccionar su cuerpo al contacto con el de él. La razón le decía que se debía al movimiento del baile, pero guardaba silencio ante el placer que le producía sentir sus manos alrededor de la cintura y la proximidad de su boca.

– ¿Y cómo se llama este juego? -susurró él.

– Estoy segura de que cada uno de nosotros le ha puesto un nombre.

– Dime el tuyo.

Ella levantó la vista y dijo en voz baja:

– Te lo diré si tú me dices el tuyo.

– Yo pregunté primero.

Ella no respondió, pero lo miró pícaramente.

– Me estás incitando, ¿verdad? -dijo él-. Eres mala.

– Lo sé. Practico mucho.

– No te hace falta. Posees un cierto tipo de maldad innata.

– Así es. Es uno de los grandes placeres de la vida -excitada, lo provocó aún más-. Casi tan divertido como el juego del ratón y el gato.

– El ratón y el gato. Me encantaría saber cuál de ellos soy yo.

– Tendrás que averiguarlo tú solo.

Dante soltó una carcajada que atrajo todas las miradas y empezó a hacerla girar más aprisa hasta sacarla a la terraza, donde ella se apartó de él y salió corriendo por las escaleras hasta internarse en la arboleda. Se sentía muy excitada y le encantaba oír sus pasos tras ella. Aceleró, desafiándolo a seguirla, y él aceptó el reto.

– ¿Te has vuelto loca? -preguntó él, rodeándole la cintura con suavidad no exenta de firmeza-. ¿Cuánto crees que un hombre puede soportar?

Ella no respondió con palabras, sino con unas risas que se elevaron hasta la luna hasta que él silenció su boca con un beso. De algún modo, las risas continuaron, porque estaban en el beso, pasando de ella a él y viceversa. También estaban en los hábiles movimientos de las manos de Dante, que sabían sonsacar sin exigir, persuadir sin insistir.

Tenía un don del que muchos hombres carecían: el de besar con dulzura. El beso con que ella respondió fue alegre, curioso y un poco incitante.

– No estoy loca -susurró ella-. Y a los hombres les vendría bien un poco de autocontrol.

– No mientras se lo pongas difícil -gruñó él, descendiendo por su cuello.

Ella no pudo decir más, porque Dante encontró con sus labios su punto más sensible. Escalofríos la recorrieron, desafiando sus esfuerzos por controlarlos mientras él acariciaba suavemente con la boca la base de su cuello.

Él era malo. Aunque todo su cuerpo le gritase lo contrario, él lograba hacer que ella lo deseara. Las manos de Ferne se movieron a voluntad. Le agarraron la cabeza, acercándolo para que él pudiese seguir besándola. Pensaba rechazarlo luego, pero, pasado un minuto…

Se dio cuenta de que estaba echada sobre el suelo. No sabía cuándo él la había arrastrado hacia abajo, pero se encontraba entre sus brazos y él la miraba con una expresión que ella no pudo adivinar en la oscuridad.

Pensó febrilmente que era muy propio de él, siempre guardando en secreto una parte de sí mismo. Y en ese momento quería conocerlo a fondo, sentir las manos de él sobre su cuerpo, por tordas partes, quería todo lo que es posible desear.

Él introdujo los dedos en el escote de su vestido e intentó bajárselo un poco. Le descubrió un hombro y posó los labios sobre él. Ella sentía cómo su pelo le rozaba la cara y se lo acarició, suspirando satisfecha.

Pero entonces un ruido le heló la sangre: unas risas suaves y alegres se acercaban desde la distancia. La familia había salido al jardín y se aproximaba a ellos.

CAPÍTULO 4

– DANTE -siseó ella-. ¡Dante! Levántate.

Ella lo empujó frenética y él se apartó frunciendo el ceño. -Vienen hacia nosotros -dijo ella-. No deben encontrarnos así.

Rezongando, se retiró con desgana y le puso en pie tirando de ella.

Los otros los estaban llamando. No había más opción que dar la cara del modo más alegre y natural posible. Ferne tenía la sensación de que le temblaba la voz y que su sonrisa se veía forzada. Pero es que además temblaba por dentro. Se sentía como alguien que se había encontrado de pronto al borde de un precipicio y se había echado atrás sin saber cómo había llegado hasta allí.

La familia se acomodó para tomar una última copa bajo las estrellas.

– Estoy un poco cansada -dijo Ferne en cuanto pudo hablar con normalidad-. ¿Os importa que me retire?

Huyó escaleras arriba, incapaz de mirar a Dante a los ojos. Una vez en su habitación, se sometió a una ducha fría para recuperarse.

Él había insistido en rondar su mente a pesar de haberle pedido que la dejase. Pero así era Dante: una persona difícil. Al salir de la ducha, se vio reflejada en el espejo y le pareció que él estaba allí, contemplando con nostalgia su desnudez, haciendo que ella se arrepintiese de no haberle permitido verla, porque a él le hubiese encantado. Alguien llamó suavemente a la puerta.

– ¿Quién es?

Soy yo dijo Dante.

¿Qué quieres?

¿Puedo pasar? Tengo que hablar contigo un momento.

Ferne se apartó para dejarlo pasar, asegurándose primero de tener la bata bien atada. Aun así, se sentía como si la ropa que llevaba fuese transparente.

Él todavía llevaba camisa y pantalón, pero se había abierto la camisa y su pecho asomaba unos centímetros. A ella le resultaba atractivo, pero intentó ser cautelosa. Aquella noche casi perdió la cabeza en sus brazos.

¿De qué quieres hablar? preguntó ella recatadamente.

De nosotros contestó él enseguida. Y de lo que estás haciendo conmigo. Creo que no podré soportarlo mucho más.

Entonces Ferne se alegró de haberse dado una ducha fría, porque su cuerpo había recuperado el equilibrio y podía pensar con normalidad.

– Sino puedes soportar estar conmigo, no ha sido muy inteligente por tu parte aparecer por aquí.

– No hablaba de eso contestó él, imitando su tono de argumentación razonada. Es el «tan cerca y sin embargo tan lejos» lo que me inquieta. Debería ser o una cosa u otra y creo que deberíamos discutirlo y llegar a una decisión sensata.

La inocencia de su rostro habría engañado a cualquiera menos acostumbrado a sus estratagemas que Ferne. Pero en aquel momento ella había recuperado el control.

– Estoy de acuerdo dijo ella con seriedad. Una o la otra. Y, dado que me marcharé pronto, creo que deberíamos optar por la segunda opción. Creo que lo más sensato es que te marches de mi habitación.

– Sería sensato, ¿verdad? Si fuese un hombre sensato, me marcharía y nunca volvería a mirar atrás. Pero nunca lo fui.

– Pues entonces, ésta sería una buena forma de empezar a serlo.

Él deslizó la mano alrededor de su cintura.

– Sé que no debería haber venido susurró. Pero tenía que hacerlo. Esta noche estabas maravillosa. Con sólo mirarte supe que tenía que bailar contigo… y cuando lo hice supe que tenía que abrazarte, besarte, amarte…

La atrajo hacia él mientras le hablaba, en un gesto amable e implacable al mismo tiempo.

¿No es esto ir demasiado lejos? preguntó ella suavemente.

– Pero quiero ir demasiado lejos contigo. ¿Cómo podría desear otra cosa siendo tú tan hermosa y excitándome como me excitas? Quiero ir demasiado lejos y más allá.

Dante, me gustas mucho, de veras, pero no soy una niña tonta a la que puedes impresionar con tus encantos. No olvides que me ha seducido un experto.

– ¿Sugieres que yo no soy un experto? preguntó él enfadado.

Bueno, en este momento no se te está dando muy bien.

Dante suspiró y la miró compungido, como un colegial descubierto haciendo novillos. Entonces ella estuvo a punto de rendirse, pero por suerte consiguió mantenerse firme.

Merecía la pena intentarlo, ¿no es así? se burló ella.

– No sé lo que quieres decir.

– ¡Y un cuerno que no! Entraste aquí diciéndote a ti mismo: «Venga, inténtalo. Puede que diga que sí o puede que diga que no y puede que me dé una bofetada. Averigüémoslo».

La expresión avergonzada de Dante confirmó sus sospechas.

– Y ya lo he averiguado, ¿no? -dijo él-. Y al menos no me has abofeteado.

– Ésa es la siguiente fase. Y márchate ahora que todavía somos amigos.

– ¿Amigos? ¿Es eso todo lo que tu…?

– ¡Vete!

Y se marchó. A toda prisa.

Como mujer atractiva que trabajaba en el mundo del ocio, Ferne tenía mucha experiencia en rechazar a caballeros demasiado entusiastas y había descubierto que se podía aprender mucho de un hombre por su comportamiento en la cita siguiente, si es que la había. Algunos se comportaban bien, otros mal y algunos fingían que no había pasado nada.

Dante, por supuesto, tenía que ser original, y se dedicó a seguirla saltando de árbol en árbol cuando ella paseaba por el jardín, escondiéndose cuando ella se giraba, hasta que Ferne gritó desesperada:

– ¡Sal de ahí, idiota!

– Si me llamas idiota, ¿significa eso que me has perdonado? -preguntó él, mostrándose esperanzado ante sus ojos.

Supongo.

Por detrás de él alguien gritó:

– ¿Dante, vienes?

– Voy -respondió. Voy a la ciudad con Carlo y Ruggiero, pero no podía marcharme hasta saber que había vuelto a ganar tu favor.

– Yo no he dicho eso -dijo ella severamente-. He dicho que estás perdonado… sólo eso.

– Sí, claro, son cosas distintas. Me pondré a ello cuando vuelva. Adiós.

La besó en la mejilla y salió corriendo, dejándola riendo y preguntándose qué tenía que hacer para tener la última palabra.

Pero ¿quería tener la última palabra? Eso le parecía triste.

Pasó un día muy agradable con Hope y las otras mujeres, hablando de Inglaterra y haciendo mimos a los niños. Aquella tarde, Dante se portó con ella de modo contenido e intachable. Parecía ignorarla por completo como mujer, y Ferne intentó decirse que era lo que ella había preferido.

Ferne había dicho que siempre llevaba consigo su cámara y era cierto, así que cuando vio a Toni jugar con el hijo de Ruggiero entró en acción rápidamente y les hizo unas fotos que encantaron a todos.

– He estado pensando qué podía hacer para agradeceros vuestra amabilidad -le dijo Ferne a Hope-. Y ya lo sé. Voy a haceros fotos, montones de ellas… de cada uno por separado y por parejas, con los hijos o sin ellos. Y luego os reuniré en el jardín para haceros una foto a todos juntos.

– ¡Así podré conservar un recuerdo! -exclamó Hope, encantada-. Sí, por favor.

Ferne empezó enseguida, dando vueltas por la casa, trabajando en su idea hasta que todos tuvieron una foto en solitario, hasta el niño más pequeño. A estas fotos añadió otras que había sacado pasando desapercibida, mucho más naturales. El resultado fue una colección que hizo que Hope llorase de alegría y celebrase una cena especial en honor a Ferne.

– Ha sido un detalle maravilloso -le dijo Dante mientras se bebían el vino juntos-. Para Hope, su familia lo es todo.

El halago hizo que Ferne se sintiese avergonzada.

– En realidad lo hice por mí misma. Hacer fotos es una especie de adicción, cuando no lo hago me siento inquieta.

– ¿Por qué te restas importancia? ¿De quién te escondes?

– ¿Desde cuándo eres experto en psicoanálisis? -preguntó ella, divertida-. No me estoy escondiendo.

– Algunos dirían que te estabas escondiendo detrás de la cámara, enfocando a los demás mientras te mantenías oculta. Se me ocurre que quieres tomar buenas fotos, deberías dejar que te llevase a la ciudad para el viejo Nápoles, donde todavía se conservan edificios históricos. Encontrarás todas las fotos que quieras.

Ella aceptó de buen grado y al día siguiente fueron al centro histórico de Nápoles. Tal y como él había adivinado, ella se entusiasmó y empezó a hacer fotos, atraída por aquellas calles estrellas y sinuosas con ropa tendida de lado a lado y puestos que vendían pescado y fruta.

Acabaron desplomándose en las sillas de una cafetería y resucitaron a base de café y pasteles.

– Me alegro mucho de que hayas tenido esta idea -suspiró ella encantada-. Ha sido maravilloso: Este sitio es demasiado pintoresco para ser real.

Dante asintió.

– Nápoles tiene barrios modernos, lugares llenos de edificios insulsos y funcionales, pero también cuenta con rincones donde la gente puede todavía ser humana en lugar de engranajes de una rueda. La gente de aquí no sólo se conoce, sino que son vecinos, prácticamente familia. Muchos son parientes. Existen bloques de pisos habitados por miembros de una misma familia. Tomemos un…

Un grito resonó en algún lugar cercano, interrumpiéndole. De pronto se formó un gran alboroto. La gente corría por las callejuelas, agitando los brazos y señalando algo que había detrás de ellos.

– Incendio! -gritaban-. Incendio!

Siguiendo el lugar que señalaban, echaron a correr hasta un edificio de cinco plantas que había a un lado de una calle estrecha y escalonada. Por las ventanas salía humo y la gente salía de allí gritando.

– Han llamado a los bomberos -dijo Dante, escuchando lo que decían-, pero estas calles son demasiado estrechas para los camiones. Lo más que podrán acercarse es a aquella esquina y luego tendrán que traer las escaleras hasta aquí. Esperemos que sean lo suficientemente largas. Por suerte, parece que todo el mundo ha logrado salir a tiempo.

Una mujer gritaba detrás de ellos:

– Piero, Marco, Ginetta, Enrico… mio Dio!

A juzgar por las bolsas que había en el suelo, estaba de compras cuando le dieron la noticia y había venido co rriendo a por sus hijos, que se lanzaron en sus brazos mientras ella rezaba agradecida.

– Salvo -lloró-. Oh, Dio! Salvo. Ma no! Dove Nico?

En ese momento se escuchó un grito de horror. Todos alzaron la vista y descubrieron a un niño pequeño en un balcón de la planta alta.

La gente corrió a por escaleras y las apoyaron en el muro, pero no llegaban hasta donde estaba el pequeño. Un terrible estruendo procedente del interior les advirtió de lo cerca que estaba el peligro.

– ¡Trasladad esa escalera! -gritó Dante-. Ponedla aquí.

– Pero no es lo suficientemente larga -protestó alguien.

– No discutáis -respondió-. Sólo haced lo que os he dicho. Sostenedla.

Reconociendo la autoridad de su voz, obedecieron. Aquél era un nuevo Dante, uno que Ferne no había visto antes, un hombre resuelto: la mirada dura, la actitud decidida, incapaz de aceptar discusión alguna y!pobre del que se interpusiera en su camino!

Ella se atrevió a decir:

– ¿Pero qué vas a hacer cuando se acabe la escalera?

Por un instante, él la miró como si nunca la hubiese visto antes. Luego la reconoció y dijo educadamente: -Treparé.

Se giró sin esperar respuesta y enseguida empezó a ascender por la escalera hasta la base del tercer balcón. Agarrándose a los forjados, logró izarse hasta la baranda mientras la multitud emitía un grito ahogado. Ferne lo miraba asombrada, pensando en la fuerza que debía tener en los brazos para hacer algo así.

Una vez en el balcón, se puso en pie sobre la baranda y saltó hacia arriba. Era una distancia corta, suficiente para alcanzar la base del siguiente balcón, donde volvió a hacer lo mismo hasta el de más arriba.

Dante había llegado hasta el niño, pero ¿cómo iba a bajar con él? Miró hacia abajo y luego asintió como si hubiese tomado una decisión. Se giró y se puso de rodillas para que el niño pudiese subirse a su espalda y rodearle el cuello con los brazos. Luego salió del balcón y se fue descolgando centímetro a centímetro hasta el final de la baranda.

Todos contuvieron la respiración, preguntándose qué haría a continuación. Y pronto vieron cómo se balanceaba hasta soltarse de los barrotes y saltar al balcón que había debajo. Otro salto hasta la escalera. ¿Lo lograría o caerían ambos? Abajo, todos alzaron las manos como si temieran lo peor e intentasen recogerlos.

Dante no lo dudó y la multitud rugió al ver que aterrizaban a salvo.

Un hombre había subido por la escalera y agarró a Nico para ayudarle a bajar mientras Dante se quedaba en el balcón, respirando con dificultad. Cuando el niño tocó el suelo todos irrumpieron en aplausos, pero nadie se quedó tranquilo hasta que su rescatador estuvo también a salvo.

Ferne notó que lloraba. No podía decir si lloraba de miedo o porque se sentía orgullosa de Dante, pero albergaba sentimientos a punto de estallar.

Él le dedicó una sonrisa fugaz y se acercó a la madre, que le dio las gracias fervientemente aunque a él pareció avergonzarle. La señora se aferraba a su hijo, que no acababa de reaccionar, pero que de pronto despertó y miró a su alrededor, buscando algo. Al no encontrarlo, empezó a gritar:

– ¿Pini? ¡Pini! ¡Se va a morir… se va a morir!

– ¿Es otro niño? -preguntó Ferne-. ¿Es que todavía ceda alguien ahí dentro?

– No, Pini es su mascota -dijo su madre-. Debe de estar por aquí.

– ¡No, no! -lloró-. Sigue ahí dentro. Se morirá. La madre intentó tranquilizarlo.

– Caro, no podemos hacer nada. Nadie puede arriesgar su vida por un perro.

Nico empezó a gritar:

– ¡Pini! ¡Pini, Pini…!

– Seguramente habrá muerto ya -dijo alguien-. Se habrá asfixiado con el humo…

– ¡No, está ahí! -gritaron desde la multitud.

Todos alzaron la vista hacia el perrito que apareció en la ventana. Ladraba y miraba asustado a su alrededor. Nico empezó a retorcerse, intentando escapar.

– Quédate aquí -le dijo Dante bruscamente-. No te muevas.

Corrió de vuelta al edificio y la gente empezó a gritar al darse cuenta de sus intenciones.

– Está loco, ¿es que quiere matarse? ¿No se da cuenta de lo que hace? ¡Detenedlo!

Pero Ferne había visto su determinación y supo que nada podía disuadirlo. Aterrorizada, vio cómo empezaba a trepar por la escalera envuelto en humo. Cada vez que desaparecía, se convencía de que no volvería a verlo nunca más, pero de algún modo lograba reaparecer, cada vez más arriba, cerca del lugar donde el perro aullaba asustado.

Dos camiones de bomberos se habían detenido ya a final de la callejuela. Al ver lo que ocurría, los bomberos se acercaron corriendo e izaron una escalera hacia donde estaba Dante. Por suerte era más larga que la primera, pero cuando le gritaron que la utilizase, apenas se volvió a mirarles, negó con la cabeza y siguió trepando.

Había llegado al último balcón, pero se le acabó la suerte. Al agarrarse a la baranda, ésta se venció y Dante quedó colgado de ella y sin posibilidades de salvarse.

Ferne lo miró, con el corazón en un puño, incapaz de mantener la vista ni de apartarla.

Entonces Dante se impulsó con los pies en el muro y consiguió balancearse, reuniendo la fuerza suficiente para alzarse y empezar a trepar por el balcón. Lo hizo una y otra vez, acercándose a la ventana donde temblaba el perro.

Cuando por fin lo consiguió, todos gritaron de alegría, pero al intentar agarrar al perro, éste desapareció en el interior del edificio. Dante lo siguió y todos contuvieron la respiración. De pronto, sonó un crujido. Una nube de humo salió por la ventana y un silencio consternado se apoderó de los viandantes. Había muerto. Debía de estarlo.

Ferne escondió la cara en las manos, rezando frenéticamente. No podía morir. No podía estar muerto.

Entonces se oyó un grito triunfal:

– ¡ Ahí está!

Dante había reaparecido por otra ventana, más abajo, con el perro en sus brazos. Se encontraba próximo a la escalera de los bomberos y logró tenderle el animal al que se encontraba en lo más alto. Este empezó a descender, dejando espacio para que Dante lo siguiera, pero algo pareció detenerle. Se quedó allí, echado sobre el metal, con los ojos cerrados y la cabeza agachada.

– ¡Dios mío, se ha desmayado! -susurró Ferne-. Es por el humo.

El bombero le cedió el perro a un compañero que había más abajo y volvió a subir a por Dante, situándose de modo que pudiese recogerlo si caía.

Para alivio de todos, Dante salió de su trance y miró alrededor. Finalmente consiguió moverse y completar el descenso. Sacudió la cabeza como para despejarse y, volviendo a la realidad, recogió el perro y se lo llevó al niño, que gritaba de alegría.

Si la multitud lo había vitoreado antes, en esta ocasión se volvió completamente loca. Un hombre que arriesgaba su vida por un niño era un héroe, pero un hombre que corría el mismo riesgo por un perro era un loco maravilloso.

No parecía dispuesto a disfrutar de los halagos. Intentaron alzarlo en hombros, pero él sólo quería huir.

– Vamos -dijo-, tomándola de la mano.

CAPÍTULO 5

SE ALEJARON corriendo, esquivando manos extendidas y recorriendo a toda velocidad calle tras calle, hasta que estuvieron perdidos y sus perseguidores quedaron muy atrás.

– ¿Dónde estamos? -preguntó ella.

– ¿Qué importa? En cualquier parte.

– ¿Y dónde está el coche?

– ¿Qué más da?

– ¿Quieres dejar de decir tonterías? -rió ella. Se sentía muy aliviada.

– No. ¿Para qué? ¿Desde cuándo es sensato ser sensato?

– Para ti desde nunca, por lo que veo -dijo ella con ternura-. Vamos, hay que llevarte a un lugar seguro. -Lo que tú digas. Adelante.

Ferne se sintió súbitamente protectora. Tomó su mano como si tomase la de un niño y lo condujo hasta un pequeño café con una mesa en la acera donde podían empaparse de sol.

– Justo lo que necesito después de todo ese humo -dijo él-. También necesito una copa, pero será mejor que no la pida porque tengo que conducir de vuelta a casa:… cuando encontremos el coche -se echó a reír-. ¿Dónde lo encontraremos? ¿Por dónde empezamos?

Creo que recuerdo la calle. No te preocupes por eso ahora.

Una vez pidieron sus bebidas al camarero, Dante se echó hacia atrás, mirándola. Tenía los ojos llenos de júbilo.

Dante, por el amor de Dios -dijo ella, volviendo a asirle la mano-. ¿Quieres volver a la tierra?

– Creía que era lo que acababa de hacer.

– Ya sabes lo que quiero decir. Estás en algún lugar de la estratosfera. Vuelve al mismo planeta que habitamos los demás.

– ¿Para qué? Estoy muy bien aquí -giró la mano de modo que entonces fue él el que se la asía a ella-. Sube aquí conmigo. Es una vida maravillosa. Nunca me había divertido tanto.

– ¿Divertido? ¡Podrías haber muerto!

– Pero no lo hice. ¿No lo entiendes? Ha sido un día estupendo. ¿Qué tiene de malo correr riesgos? La vida es mejor así. Piensa en ella como si bailases el quickstep con el destino como pareja. Vas cada vez más rápido, sin saber quién que va a llegar antes al final. Todo es posible: ése es el único modo de vivir. Si no es así, es preferible morir así que… bueno… de cualquier otra forma.

Cuando estabas en lo alto de la escalera pareció que te desmayabas. Te quedaste allí agarrado y pensé que ibas a caer. ¿Qué te pasaba?

– Nada. Fueron imaginaciones tuyas.

– No lo fueron. Te dejaste caer contra la escalera.

– No me acuerdo. Había mucho humo. Ahora no importa, dejémoslo.

– Creo que no debemos dejarlo. Puede que te haya afectado y quiero que te vea un médico.

– No hace falta -dijo poniéndose tenso de pronto-. Ya pasó.

– Pero te desmayaste en lo alto de la escalera y…

– ¿Cómo demonios lo sabes? -la furia y la frialdad de su voz fueron como una bofetada que hizo que Ferne se echase hacia atrás-. No estabas allí arriba, no sabes lo que pasó. Me viste cerrar los ojos por el humo y darme un respiro antes de bajar. ¡Y eso es todo! No te pongas dramática.

– No pretendía… sólo estaba preocupada por ti

. -¿Tengo aspecto de persona por la que haya que preocuparse?

Ferne estaba luchando por aceptar la terrible transformación que él había experimentado y tuvo que inspirar hondo antes de responder con valentía:

– Sí, lo tienes. Todos necesitamos que alguien se preocupe por nosotros. ¿Por qué ibas a ser distinto? Te ha pasado algo horrible. Podías haber enfermado y sólo quiero averiguar qué es. ¿Por qué te enfadas?

– ¿Por qué los hombres se enfadan cuando los miman? Déjalo, por favor.

Su tono de voz era tranquilo, pero parecía esconder una amenaza.

– Pero…

– He dicho que lo dejes.

Ella no se atrevió a insistir. Le resultaba increíble pensar que temía por Dante, pero así era. Aquello había sido algo más que un enfado masculino ante un «mimo», era una 'furia enconada, aterradora.

Pero poco a poco, su enfado desapareció.

– Lo siento dijo-. Enseguida estaré bien. Pero prométeme una cosa: que no dirás nada de esto en casa.

– ¿Que no les cuente lo del incendio? Acabará por correrse la voz.

– No hablo de eso. Hablo de lo ocurrido en la escalera. Hope se preocupa con facilidad. No comentes nada -al ver que ella dudaba, añadió: Tienes que darme tu palabra.

– Vale -respondió ella rápidamente. Temió que volviera a enfadarse de nuevo.

– Estupendo. Ahora todo está bien.

Todo estaba lejos de estar bien, pero ella no pudo decirlo. Nunca olvidaría lo que había visto.

Pero Dante empezó a ser de nuevo el de siempre.

– Mira el lado bueno de lo ocurrido -dijo él-; las estupendas fotos que te he proporcionado.

Fotos. Asombrada, Ferne se dio cuenta de que se había olvidado de ellas por completo.

– No hice ninguna foto -susurró ella.

– ¿Cómo? -preguntó él en un enfado fingido-. Haces fotos de todo. ¿Cómo se te ocurrió que no merecía que te tomaras esa molestia?

– Sabes perfectamente la respuesta -cortó ella-. Estaba demasiado preocupada por ti.

Una mujer que no dejaba que nada se interpusiera en su camino ante una buena foto se había perdido éstas porque sólo había podido pensar en que él estaba en peligro. El lo sabría ¡y lo que iba a gustarle! Pero cuando lo miró a los ojos su mirada no era triunfante. En sus, ojos sólo había cansancio, como si se hubiese apagado una luz. Luchaba por parecer normal, tan bromista como siempre, pero le costaba.

– Volvamos a casa -dijo.

Encontraron el coche y regresaron en silencio. En la villa, él subió enseguida a darse una ducha y Ferne le contó lo ocurrido a la familia aunque, recordando su promesa, no les dijo nada sobre lo que había pasado al final.

– Disfrutó mucho -dijo Ferne-. Era como si arriesgar su vida le divirtiese de algún modo.

– Su padre era igual -suspiró Toni-. Siempre buscaba excusas para hacer locuras.

– Sí, pero… -empezó a decir Hope, pero se detuvo. Extrañada, Ferne esperó que acabara la frase. Entonces Hope miró a su marido y él negó levemente con la cabeza. -Cuando un hombre es así, es que es así -sentenció-.

Subiré a ver si está bien.

Al rato, regresó diciendo:

– Me he asomado Está dormido. Supongo que lo necesita.

Y entonces desvió el tema de la conversación, dejando a Ferne con la impresión de que había un extraño trasfondo en lo concerniente a Dante.

A la mañana siguiente él ya se había marchado cuando Ferne se levantó Ella intentó no pensar que la estaba evitando, pero le costó bastante hacerlo.

Sus nuevas tarjetas de crédito llegaron por correo y el consulado le informó de que su pasaporte estaba listo. Fue a la ciudad a recogerlo y luego se sentó pensativa en un café junto al mar.

¿Era ciertamente el momento de marcharse? Su flirteo con Dante había sido agradable, pero no llevaba a ninguna parte. Era mala señal que se hubiese olvidado de hacer fotos, porque nunca había ocurrido con anterioridad. Pero era una locura pensar en algo serio con él, aunque fuese sólo por la costumbre que tenía de encerrarse en sí mismo tras una máscara.

En apariencia, era un apuesto payaso capaz de conquistar el corazón de cualquier mujer, pero ¿qué pasaría una vez que ella le hubiese entregado el suyo? ¿Tendría que hacer frente a los otros hombres que escondía en su interior, cuyas cualidades parecían no presagiar nada bueno? ¿La asustaría o se mantendría al margen permitiéndole ver únicamente lo que a él le convenía? Ambas posibilidades la consternaban.

Se acordó de su primer encuentro en el tren, cuando se sentaron juntos a hablar de los niveles del cielo y el infierno. Por entonces le había parecido una conversación trivial, pero en ese momento estaba convencida de que Dante estaba misteriosamente familiarizado con el infierno. El día anterior le había mostrado su exaltado interior no sólo una vez, si no dos.

¿Por qué? ¿Qué era lo que sabía y ocultaba al resto del mundo? ¿Cuál era su infierno y cómo se enfrentaba a él? Estaba tan absorta en sus pensamientos que le llevó un rato darse cuenta de que le sonaba el teléfono móvil.

– Ferne… ¡por fin!

Era Mick Gregson, su agente.

– Tienes que volver, tienes en ciernes un gran trabajo, de alto nivel.

Le explicó brevemente en qué consistía y realmente era «de alto nivel». Siguiendo el ejemplo de Sandor, un actor importante de Hollywood acababa de firmar un contrato para actuar en una obra del West End.

– La dirección quiere sólo las mejores fotos y, cuando di tu nombre, se mostraron interesados.

– Me sorprende que me quieran contratar después de lo que pasó la última vez.

– Valoran tu «abnegada honestidad». No te rías, te viene bien. Considera la oportunidad, cariño. Tengo que dejarte.

Y colgó.

Ferne miró en silencio al teléfono pensando que ahí estaba: habían tomado por ella la decisión. Se despediría de Dante y regresaría a Inglaterra, feliz de haber escapado.

¿Pero escapado de qué?

Tenía que aprender a dejar de pensar en ello.

El teléfono volvió a sonar: era él.

– ¿Dónde estás? -le preguntó con voz agitada. Ella se lo dijo y él respondió:

– No te muevas, estaré ahí en un momento.

Cuando se detuvo en el bordillo de la acera, ella lo esperaba, perpleja.

– Perdona que te moleste -dijo al entrar-, pero necesito urgentemente que me ayudes. Me ha llamado el propietario de una villa que está a varios kilómetros de aquí porque quiere que la venda. Voy a visitarla ahora mismo y necesito un buen fotógrafo así que había pensado en ti.

– Me siento halagada, pero soy especialista en espectáculos, no en inmobiliarias.

– El proceso de venta de una casa puede convertirse en una especie de espectáculo, sobre todo si se trata de una casa como ésta.

Una hora más tarde, llegaron a la villa, situada sobre una colina y con un diseño muy extravagante, como decorado de ópera. Por dentro, el lugar estaba muy ajado y contaba con escasas comodidades modernas. El propietario, un hombre regordete de mediana edad, les acompañó destacando lo que él consideraba los principales atractivos, pero Ferne lo dejó atrás enseguida. El entorno empezó a apoderarse de ella.

Le llevó tres horas. De camino a casa, se detuvieron a comer y compararon sus anotaciones.

– Mi texto y tus imágenes -dijo-. Formamos un gran equipo. Volvamos a casa y publiquémoslo todo en mi página web.

– Vale, pero tengo que decirte una co…

– Pronto me iré a recorrer la zona, buscando oportunidades de negocio. Ven conmigo. Juntos los dejaremos boquiabiertos -al ver que dudaba, tomó sus manos entre las suyas-. Dime que sí. Ha llegado el momento de que te diviertas un poco en la vida.

Era el Dante que había conocido al principio, el oportunista que afrontaba la vida con una sonrisa. Era como si los momentos oscuros que había presenciado no hubiesen ocurrido nunca.

– No sé -dijo ella lentamente.

Estaba más tentada de lo que se atrevía a admitir. Sólo por pasar con él un poco más de tiempo…

– Escucha, sé lo que estás pensando -dijo él intentando persuadirla-, pero te equivocas. He aceptado tu rechazo -su voz se tomó melodramática-, por muy amargo y doloroso que me resulte.

Ella torció la boca.

– ¿De verdad me pides que crea que vas a portarte como un perfecto caballero en todo momento?

– Bueno, puede que no pensara llegar tan lejos -dijo él cubriéndose cautelosamente-. Pero no haré nada que pueda ofenderte. Todo se hará amistosamente, lo prometo.

– Me lo pensaré -dijo ella.

– No te tomes mucho tiempo.

Regresaron a la villa y pasaron una hora frente al ordenador uniendo el texto de él y las fotos de ella. Dante envió una copia al propietario, que no tardó en escribir un correo electrónico en el que expresaba su satisfacción.

Al final de la tarde, Ferne salió a la terraza y se puso a contemplar las estrellas, preguntándose qué iba a hacer. Debía de ser una decisión fácil. ¿Cómo iba a competir un hombre con una oportunidad laboral como la que se le ofrecía?

Sabía lo que iba a ocurrir. Dante la habría visto salir y la seguiría, intentando engatusarla para que hiciese lo que él deseaba.

Amistosamente, seguro. ¿A quién quería engañar? Podía oírlo acercarse. Sonriendo, se volvió.

Pero eran Hope y Toni.

– Dante se ha ido a la cama -dijo Hope-. Él nunca lo admitiría, pero creo que le dolía la cabeza.

– ¿Ocurre algo? -preguntó Ferne. Había algo en al actitud de la mujer que la alarmó.

– Nos ha dicho que quiere que viajes y trabajes con él -dijo Hope.

– Me lo ha pedido, sí. Pero no sí si voy a aceptar. Puede que haya llegado la hora de que vuelva a Inglaterra.

– Oh, no, por favor, quédate un tiempo en Italia -dijo Hope ansiosamente-. Por favor, ve con él.

Lo primero que se le ocurrió a Ferne era que Hope estaba haciendo de casamentera, pero al fijarse en la expresión que había en su rostro encontró en él un extraño temor.

– ¿Qué pasa? -preguntó-. Es algo grave, ¿verdad?

De nuevo hubo un silencio y Hope miró a su maridó. Esta vez él asintió y ella empezó a hablar.

– La verdad es que es posible que Dante se esté muriendo.

– ¿Cómo? -susurró Feme, horrorizada-. ¿Has dicho…?

Muriéndose. De ser así, igual podríamos estar haciendo algo al respecto, pero él no quiere hablar del tema y no sabemos qué hacer.

.-No lo entiendo -dijo Ferre-. Él debe de saber si está enfermo o no.

– Por parte de su madre, es un Linelli -explicó Hope-. Y esa familia tiene un problema hereditario de debilidad en un vaso sanguíneo en el cerebro que puede romperse en cualquier momento, provocando un coma o quizá la muerte.

– Les ha ocurrido a varios en el transcurso de los años -dijo Toni-. Algunos han fallecido, pero hasta los que han sobrevivido han tenido mala suerte. Su tío Leo sufrió una gran hemorragia y salvaron su vida en el quirófano, pero el cerebro resultó seriamente dañado. Ahora es como un niño, y para Dante supone una terrible advertencia. Se niega a aceptar que puede haber heredado esta enfermedad y necesitar tratamiento.

– ¿Pero ha habido algún indicio? -preguntó Ferne-. ¿O sólo estáis asustados porque es hereditario? Después de todo, puede que no toda la familia desarrolle la enfermedad.

– Cierto, pero hace dos años tuvimos motivos para asustarnos. Sufrió un dolor de cabeza tan fuerte que se quedó confuso y mareado, lo que puede indicar un pequeño derrame. Y si se ignora, puede llevar a uno mayor, pero él insistió en que se había recuperado perfectamente y ya nunca más ha vuelto a ocurrir. Eso puede significar que no tiene nada malo o que ha tenido mucha suerte. Y puede seguir teniéndola durante años o…

– ¿Pero no sería mejor averiguarlo? -preguntó Feme.

– No lo quiere saber -dijo Toni con gravedad-. No teme a la muerte, pero sí a una operación porque tiene miedo a acabar como Leo. Ha decidido que, si tiene que morir, morirá.

– Bailando el quickstep con el destino -murmuró Ferne.

– ¿Eso qué es?

– Algo que le oí decir. Y entonces no lo entendí. Pero no puedo creer que sea tan radical. ¿No se sentiría mejor si le hiciesen un diagnóstico?

– No quiere que la familia lo presione para que se opere, incluso si no supone tanto riesgo. Las técnicas quirúrgicas han mejorado mucho desde la operación de Leo, hace treinta años, y Dante podría salir totalmente ileso, pero no está dispuesto a hacerlo. Quiere disfrutar de la vida tanto como le sea posible y luego, bueno… Ojalá lo supiéramos con seguridad, pero no hay forma de asegurarse. A menos que haya un síntoma definitivo, como un mareo. ¿Lo has visto desmayarse alguna vez?

– Sí -dijo Ferne, recordando horrorizada-. Pareció marearse cuando bajaba la escalera tras salvar al perro. Pero me pareció normal después de todo lo que había pasado… todo aquel humo…

– Seguramente fue algo normal -asintió Hope-. Igual e el dolor de cabeza de esta noche, una reacción a lo que sucedió en el incendio. Pero siempre nos queda la duda. Y es difícil comentarlo por miedo a hacerle enfadar.

– Sí, ya lo he visto -murmuró Ferme-. Quise que fuese al médico y se enfadó muchísimo. Me hizo prometer que no contaría nada a la familia y se puso tan furioso que tuve que aceptar.

– Se marcha solo -dijo Hope-. Por favor, Ferne, ve con él.

– ¿Pero qué podría hacer? No soy una enfermera.

No, pero estarás ahí, cuidándolo. Y si ocurre algo preocupante, no lo dejarás pasar como haría un desconocido. Podrás pedir ayuda y puede que salvarle la vida. Incluso podrías convencerle de que no tiene por qué vivir así.

– No me escuchará -dijo Ferne-. Seguramente sospechará de mí desde el principio.

– No, porque te ha invitado a acompañarle y le parecerá normal. Por favor, te lo ruego.

Ferne supo que la decisión estaba tomada. Aquella mujer que tanto había hecho por ella le había pedido tan poco a cambio se lo estaba implorando.

– No tienes que rogarme nada -dijo Ferne finalmente-. Lo haré. Tenéis que contármelo todo sobre la enfermedad para que pueda seros útil.

Por toda respuesta, Hope abrazó a Ferne agradecida. Toni estuvo más contenido, pero posó la mano sobre su hombro y lo apretó con fuerza.

Pero Ferne temblaba, preguntándose en dónde se había metido.

CAPÍTULO 6

UN SONIDO proveniente del interior de la casa les hizo levantar rápidamente la vista, pero era Primo, que había venido a darles las buenas noches antes de llevar a Olympia de vuelta a casa. Ferne aprovechó la ocasión para perderse entre los árboles. Necesitaba apaciguar sus pensamientos y más aún sus emociones.

Había deseado descubrir el secreto de Dante y lo había descubierto. Podía morir en cualquier momento y aquélla era la realidad con la que él convivía, la que se negaba a eludir, de la que se reía. Era el quickstep que estaba bailando con el destino.

Entonces comprendió por qué había regresado a la casa en llamas cuando nadie en su sano juicio lo hubiese hecho. De haber muerto aquel día, habría sido una bendición comparada con el destino que temía: una incapacidad permanente, convertirse en un ser tan dependiente como un niño, provocar lástima. Con tal de evitarlo habría hecho cualquier cosa, hasta internarse en las llamas.

Por eso no había tenido relaciones serias. No podía permitirse enamorarse ni correr el riesgo de que una mujer se enamorase de él. Con ella estaba tranquilo porque ella lo había esquivado riéndose y no parecía albergar sentimientos serios por él, lo que era justo lo que a él le gustaba: lo más seguro para ambos.

Pero Ferne pensó angustiada que Dante había cometido un error de cálculo. Cuando supo que estaba en peligro el corazón se le inundó de sentimientos por él.

De pronto supo que no podía mantener la promesa que le había hecho a Hope. Había sido una loca al decir que sí y estaba a tiempo de arreglarlo. Volvería para decirle…

– Estás aquí -dijo Dante-. ¿Por qué te escondes? Ferne se giró y vio cómo se le acercaba con ojos todavía adormilados.

– Salí a tomar el aire -dijo ella-. Esto está precioso por la noche.

– ¿Estás bien?

– Sí, muy bien -respondió ella a toda prisa-. ¿Y tú, qué tal tu cabeza?

– A mi cabeza no le pasa nada. ¿Por qué lo preguntas?

– Al ver que te acostabas tan temprano, Hope pensó…

– Se preocupa demasiado. Mi cabeza está bien.

¿No sonaba demasiado serio? No debía haber sacado el tema. Había sido un error y debía tener más cuidado. Deseaba tomar su rostro entre las manos, besarlo y rogarle que se cuidase. Pero todo eso estaba prohibido. Si se quedaba, tendría que cuidar cada palabra, vigilarlo y protegerlo en secreto, engañándolo constantemente. Cuanto antes se alejase de allí, mejor.

– Dante -le dijo sin poder contenerse-. Hay algo que debo…

– Ah sí, esta tarde intentabas decirme algo y no te dejé hablar. Estaba demasiado ocupado conmigo mismo, para variar. Cuéntame.

Había que enfrentarse a la situación, pero antes de que pudiese hablar, algo la rescató en forma de alboroto. El hijo pequeño de Ruggiero, Matti, pasó corriendo entre los árboles tan deprisa como le permitían las piernas. Detrás de él se oía la voz de Ruggiero pidiéndole que volviese, cosa que el niño ignoraba.

– Yo solía escaparme así a la hora de dormir -dijo Dan, sonriendo-. Y siempre había un asqueroso aguafiestas que me atrapaba.

Agarró a Matti y lo alzó en sus brazos, riéndose en su cara.

– ¡Te atrapé! No, no me pegues, sé cómo te sientes, pero es hora de dormir.

Dante sonrió y le pasó el niño a su padre.

– Tú sí que sabes cómo tratarlo -dijo Ruggiero. Luego, temiendo que lo tachasen de sentimental, añadió-: Supongo que se debe a que eres un niño grande.

– Puede -asintió Dante.

Ferne, observándolos desde las sombras, pensó que aqello era más que una broma. Dante era en parte un niño, en parte un payaso, en parte un intrigante y en parte algo más que ella estaba empezando a descubrir. Y fuera que fuese al final, era un hombre que necesitaba su procción. En ese momento la decisión estuvo tomada.

– Volvemos a estar solos -dijo él-. ¿Qué querías decirme?

Ferne respiró hondo y lo miró de frente con una sonrisa. -Que disfruté mucho trabajando contigo. ¿Cuándo nos vamos?

«Cuidado con lo que digas en broma: puede volverse tu contra».

Aquel pensamiento persiguió a Ferne durante los días siguientes.

Ella se había burlado de Dante cuando le dijo que se comportaría como un caballero y él le había respondido con alentadora consternación. Pero conforme pasaba el tiempo, empezó a darse cuenta de que él se lo había tomado en serio y estaba siendo tal y como había prometido: amistoso.

Compró un coche y se dirigieron a Calabria, una zona montañosa al sur de la península italiana.

– He sabido que hay allí tres villas en venta desde hace tiempo -dijo-. Probemos suerte.

Y la tuvieron. Los propietarios estaban empezando a desesperarse y se mostraron ansiosos porque Dante añadiera las casas a su cartera. Pasaron varios días trabajando en un argumento de venta para cada casa, complementado con maravillosas fotografías. Cuando acabaron, Ferne estaba agotada.

– Me siento como si me hubiese pasado la vida subiendo escaleras y atravesando pasillos kilométricos -se quejó-. De haber sabido que esto sería tan agotador, no hubiese venido.

Dante no parecía cansado en absoluto y se le veía tan sano que ella se preguntó si era una locura estar allí cuidando de él. Durante, la cena le contó miles de historias que la hicieron llorar de risa y luego la tomó de la mano para conducirla arriba, donde dormían en habitaciones separadas, la besó en la mejilla y le deseó buenas noches.

Ningún otro hombre se habría portado mejor. Ninguno habría estado tan contenido y educado. Ninguno le habría resultado tan exasperante.

¿Para eso había rechazado la oportunidad de su vida? A Mick Gregson no le había hecho ninguna gracia. Habían acabado enfadados.

Y en aquel momento se encontraba de viaje con un hombre que le había prometido comportarse amistosamente y que se mostraba irritantemente dispuesto a cumplir su palabra.

No era justo.

Pero algo había cambiado, porque ya entendía las razones por las que Dante se controlaba a sí mismo. No podía intentar nada con ella porque su código de honor personal le prohibía pedir amor cuando podía morir sin previo aviso.

Y Ferne pensó que tenía razón. Si ella quería algo más de él, era su problema.

– ¿Dónde vamos ahora? -preguntó ella al ver que se dirigían de nuevo al norte.

– A un lugar cerca de Roma que he prometido visitar. Hay unas minas de dos mil años de antigüedad y una enorme villa que el propietario insiste en llamar palazzo y que «sólo» tiene seis siglos. Puede que no sea fácil colocarla. Conozco al propietario, Gino Tirelli, y me ha asegurado que está en buen estado pero puede que ésa sea su versión. Por suerte no tengo que estar allí hasta la semana que viene, de modo que podemos pasar unos días en la playa.

– Eso suena fenomenal. Este calor me está matando.

Tras unas horas de coche llegaron al Lido di Ostia, un complejo playero situado a veinticuatro kilómetros de Roma. El hotel en el que se alojaron estaba junto a la playa y tenía vistas al mar.

– Tienen habitaciones simples y dobles -le dijo Dante después de hablar con el recepcionista-. Las dobles salen más baratas.

Al ver que ella alzaba las cejas, añadió:

– ¿Cuánto crees que puede aguantar un hombre comportándose como es debido?

– Creo que me puedo permitir una habitación simple.

– No vas a ceder ni un milímetro, ¿verdad?

– Más te vale aceptarlo -dijo ella, riéndose. Por nada del mundo hubiese admitido sentirse aliviada al ver que por fin las defensas de Dante se estaban desmoronando.

El hotel tenía una tienda en que se vendían artículos de playa. Ella se quedó dudando ante un biquini que, para ser un biquini era relativamente recatado y un respetable bañador. Dante la miró ansioso al verla intentando decidirse entre ambos.

– ¿Por qué no te lo pruebas? -le sugirió, señalando el bañador.

A ella le sorprendió un poco que él le animase a probarse la más púdica de las prendas. Después se daría cuenta de que debía haber sospechado algo.

En el probador, se puso el bañador, se miró al espejo y suspiró. Era elegante y realzaba su figura, pero no le hacía justicia. Ningún bañador lo habría hecho. Pero hasta estar segura de lo lejos que iba a permitir que Dante le llevara en ese aspecto, no podía arriesgarse a provocarle. No sería justo para él.

Y pensó que para ella tampoco lo era, intentando calmar el placer que le provocaba pensar en los ojos de Dante posándose sobre su cuerpo casi desnudo.

Volvió a vestirse y salió, entregando el bañador a la dependienta para que se lo envolviese.

– Me llevo éste.

– Ya lo he pagado -dijo Dante, quitándoselo de un tirón y metiéndolo en una bolsa.

La arena era maravillosa, suave y acogedora. El alquiló una caseta, dos tumbonas y una sombrilla enorme y luego le tendió la bolsa con su compra y se apartó para dejarla entrar la primera en la caseta.

Al abrir la bolsa, se acordó de que aquel hombre era un intrigante de talento.

– Se han equivocado en la tienda -dijo, volviendo a salir-. Mira -le enseñó el biquini-. Pero no entiendo cómo. Vi cómo metías el bañador en la bolsa.

– Era un caso de, necesidad. Ibas a comprarte esa prenda de señora que no te hace justicia, así que pagué por las dos y metí el biquini en la bolsa antes de que salieses.

– ¿Y dónde está la que escogí?

– Ni idea. Ha debido de escaparse.

– Eres… eres un pillo…

Puede que no resultase moderno ni liberal dejar a un hombre al mando de las decisiones, pero suponía un pequeño sacrificio a cambio de su mirada.

Finalmente estuvo preparada para hacer su entrada triunfal. Abriendo la puerta de par en par, salió a la luz del sol, aguantándose las ganas de decir: «¡ Tatatachán!».

Pero él no estaba. Genial.

– Ah, estás aquí -dijo Dante, que apareció con dos latas-. Fui a buscar algo de beber. Podemos meter esto en la caseta hasta que nos apetezca.

– ¿Estoy bien? -preguntó ella con tensión en la voz.

– Es muy bonito -le dijo de forma tan educada que Ferne tuvo ganas de pegarle.

Pero la sonrisa con que la contemplaba le indicó que las cosas eran distintas, así que le perdonó.

Mientras esperaba que él apareciese, dejó vagar la mirada por los demás hombres que había en la playa. Sandor le había dicho una vez que eran pocos los hombres a los que les sentaba bien el bañador, presumiendo de la perfección de su cuerpo.

Pero cuando Dante apareció, se olvidó de todo lo demás. No alardeaba, no le hacía falta. Su cuerpo, alto y esbelto, tenía la musculatura justa.

Por un momento se vio de nuevo entre sus brazos bailando, girando a toda velocidad sin perder el paso. Contemplando su cuerpo medio desnudo volvió a sentir la excitación de aquella noche desde la boca del estómago a la punta de los dedos.

– ¿Nos bañamos? -preguntó Dante, tendiéndole la mano.

Ella la tomó y corrieron juntos por la playa hasta sumergirse en una ola. Ella gritó encantada y luego se le unió en una carrera hacia el horizonte.

– Cuidado -advirtió él-. No te metas demasiado hondo. Pero a ella no le importaba nada en aquel momento. -¡Yupum! -gritó-. ¡Allá voy!

Pataleando, se hundió en el agua todo lo que pudo para volver a ascender de nuevo. Pero estaba a mayor profundidad de la que había calculado y no parecía subir con demasiada velocidad. Se asustó al ver que empezaba a quedarse sin aire.

De pronto, un brazo la rodeó por la cintura y la devolvió a la superficie.

– Ya estás a salvo -le dijo la voz de Dante-. ¿En qué estabas pensando, loca?

– No sé… sólo quería… ¡Oh, Dios mío!

– Tranquila, relájate. Te tengo.

Flotó en el agua mientras la mantenía por encima de la superficie, apretándola fuerte contra él.

– ¿Estás bien? -le preguntó, levantando la vista.

– Sí, yo… estoy bien.

Le costaba sonar convincente cuando la sensación de su piel desnuda contra la de él la perturbaba tanto.

– Te voy a soltar -dijo él-. No haces pie, pero no te preocupes. Agárrate a mí. Abajo… tranquila.

Ferne sabía que la iba soltando despacio para tranquilizarla, pero pensó frenética que lo último que necesitaba era sentir su piel deslizarse por el cuerpo de Dante Control. Control.

– ¡Ay! -dijo él.

– ¿Qué pasa?

– Me estás clavando las uñas en los hombros.

¡Lo siento! -dijo ella atribulada-. Lo siento… lo siento.

– Vale, te creo. Volvamos a la orilla. ¿Puedes nadar sola o prefieres agarrarte a mí?

– Puedo apañarme sola -mintió.

Volvieron a la orilla sin ningún incidente y ella posó aliviada los pies en la arena.

Ella sentía debilidad en las piernas, pero era normal después del susto. ¿Pero seguro que no tenía nada que ver con que su mano derecha le rodease la cintura mientras la izquierda asía la suya?

La mala suerte y lo accidentado de la arena la hizo tropezar, y Dante tuvo que agarrarla con fuerza para evitar que se cayese.

– Optemos por el camino más fácil -dijo él, tomándola en sus brazos.

Aquello fue incluso peor. Ferne no tenía más opción que echarle las manos alrededor del cuello, de modo que sus bocas se acercaban aún más y su pecho se juntaba con el de él, algo que una mujer sensata hubiese evitado a toda costa.

Finalmente, él la dejósobre la tumbona y se arrodilló a su lado.

– Me has asustado -le dijo-. Al ver que desaparecías bajo el agua tanto tiempo pensé que te habías ido para siempre.

– Pues entonces es una suerte que estuvieras allí. Se te da muy bien rescatar damiselas en apuros.

– Es mi especialidad. Y para que veas lo bien que se me da, deja que te seque.

Le echó una toalla por los hombros y empezó a frotar. -Puedo hacerlo sola, gracias -dijo ella con voz tensa. -Muy bien. Sécate bien, te traeré algo de beber.

Se sirvió vino en un vaso de plástico.

Ella se lo bebió agradecida, deseando que se apartase y no se quedase allí arrodillado, tan preocupado, tan desnudo.

– Gracias -dijo-. Ahora me siento mejor. No hace falta que andes pegado a mí.

– ¿Estoy siendo demasiado protector? No puedo evitarlo. No dejo de pensar que podría haberte perdido, y ese pensamiento no me gusta nada.

– ¿De veras? -preguntó ella en voz baja.

– Por supuesto. ¿Cómo me las iba a apañar sin tus fotos?

– ¿Mis fotos? Fantástico -asintió ella, desalentada. -Así que seguiré cuidando de ti.

Ella levantó la cabeza rápidamente.

¿ Qué… que has dicho?

– Dije que estoy cuidando de ti. Es obvio que necesitas que alguien te proteja. Eh, cuidado, te acabas de echar el vino encima. Ahora tienes que descansar.

Sí -dijo ella, aliviada-. Creo que es lo que voy a hacer.

CAPÍTULO 7

FERNE se alegró de poder escapar tumbándose y cerrando los ojos. Las palabras de Dante la habían enervado al recordarle que se suponía que era ella la que debía cuidar de él.

Se quedó dormida y, al despertar, comprobó que estaba sola. Dante estaba jugando a la pelota con unos niños. Lo contempló durante un momento con los ojos entreabiertos, admirando sin querer las líneas de su cuerpo, la elegancia atlética con que se movía.

Le habría resultado más fácil observar a Dante si una voz en su interior no le estuviese susurrando lo bien que se movería en la cama, lo sutiles y expertas que serían sus caricias.

Se sentó temblando y molesta consigo misma. ¿Qué era lo que le pasaba?

– Sólo amistosamente -eso era lo que pasaba.

Cuando Dante regresó, la encontró totalmente vestida. -Ya he tenido bastante playa por hoy -dijo ella con

ansiedad-. Creo que me iré a la ciudad.

– Gran idea -dijo él-. Te enseñaré las tiendas y luego iremos a cenar.

Ella se clavó las uñas en la palma de la mano. ¿No podía al menos mostrar algo de mal carácter para que le sintiera molesta con él?

Al menos había conseguido que él se pusiera la ropa.

Pasaron el resto del día relajadamente, comprando ropa y programas de ordenador. Durante la cena, Dante, la escuchó con verdadero interés.

Después, la acompañó a la puerta de su habitación pero no intentó pasar.

– Buenas noches -le dijo él-. Que duermas bien.

Ella entró en la habitación, controlándose para no cerrar la puerta de un portazo.

Furiosa, pensó en las señales que le había enviado aquel día, señales que indicaban claramente que la deseaba y que le costaba controlarse. Pero las señales habían cambiado. Se había tomando de hielo y las razones eran obvias.

Dante estaba maquinando. Quería que fuese ella la que cediese. Si a alguno de los dos le acababa superando el deseo, debía ser a ella. En sueños, se rindió a una lujuria incontrolable, tendiéndole la mano para atraerle.

¡Antes se podía congelar el infierno!

Al día siguiente se prometieron pasar el día al sol.

– Podría quedarme aquí para siempre -dijo Dante, tumbándose lujosamente-. ¿A quién le importa el trabajo?

En ese momento, una voz cercana exclamó:

– iCiao, Dante!

Él se incorporó mirando a su alrededor y entonces gritó:

– ¡Gino!

Ferne vio a un hombre de unos cincuenta años, en camisa y pantalón corto, que avanzaba hacia ellos mirándolos encantado.

– ¿Es…?

– Gino Tirelli -dijo Dante, levantándose de un salto.

Cuando ambos se hubieron saludado con palmadas en a espalda, Dante le presentó a Ferne.

– Me encanta conocer a ingleses. Ahora mismo tengo a casa llena de ingleses eminentes. Es una compañía de cine. Están haciendo una película sobre Marco Antonio y Cleopatra y algunas escenas se están rodando en las minas que hay en mis tierras. El director se aloja conmigo, y también el protagonista.

– ¿Y quién es protagonista? -preguntó Ferne.

Antes de que Gino pudiese responder, se escuchó un grito detrás de ellos y se giraron para ver a un joven de nos treinta años de pelo rubio y rizado y un cuerpo perfectamente bronceado que paseaba por la playa desenfadadamente, sugiriendo que no era consciente de la expectación que estaba creando.

Pero sí que era consciente, como bien sabía Ferne. Sandor Jayley siempre sabía exactamente el efecto que provocaba.

– ¡Oh, no! -exhaló ella.

– ¿Qué pasa? -le preguntó Dante en voz baja-. Santo cielo, ¿es…?

– Tommy Wiggs.

El joven se aproximó, quitándose la camisa y pasándosela a un compañero para mostrar un cuerpo musculoso y esculpido a la perfección, quedándose únicamente con un diminuto traje de baño. Mirándolo con tristeza, Dante tuvo que admitir una cosa: como le había dicho Ferne, tenía unos muslos maravillosos.

– Tengo que salir de aquí antes de que me vea -le dijo eIla en voz baja.

Pero era demasiado tarde. Sandor había visto a su anfitrión y se dirigía hacia él.

– ¡Ferne! ¡Querida mía!

Abriendo los brazos, corrió por la arena y, antes de que ella pudiese reaccionar, la abrazó apasionadamente.

Ferne estaba aterrorizada ante la idea de reaccionar como solía, de aquel modo que odiaba recordar. Pero no sintió nada Ni placer, ni excitación. Nada. Quiso gritar de alegría al verse liberada de él.

– Tommy

– Sandor -susurró él rápidamente, y luego le dijo en voz alta-: Ferne, ¡es maravilloso verte de nuevo! -le sonrió mirándola a los ojos con tierna devoción-. Me he acordado mucho de ti.

– Yo también guardo un par de recuerdos tuyos -le informó ella con aspereza¿te importaría soltarme?

– ¿Cómo puedes pedirme eso ahora que vuelvo a tenerte en mis brazos? Te debo tanto…

La soltó de mala gana, centrando su atención en Gino.

– Gino, ¿cómo es que conoces a esta mujer tan maravillosa?

– Acabo de hacerlo respondió Gino-. No sabía que vosotros érais… sois…

– Digamos que somos viejos amigos -dijo Sandor-. Íntimos.

Ferne notó más que nunca la presencia allí de Dante, que los miraba burlonamente con los brazos cruzados. ¿Qué estaría pensando después de todo lo que le había contado sobre Sandor?

Conforme se corrió la voz de que el famoso Sandor Jayley estaba en la playa, una pequeña muchedumbre empezó a congregarse alrededor de ellos. Las jóvenes suspiraban y miraban envidiosas a Ferne.

– Sandor -dijo ella, apartándose de él-, ¿puedo presentarte a mi amigo el signor Dante Rinucci?

– Por supuesto -Sandor le tendió la mano-. Los amigos de Ferne son mis amigos.

Dante le dedicó una sonrisa indescifrable.

– Excelente -dijo-. Pues ya somos todos amigos.

– Sentémonos -Sandor se sentó en la tumbona de Ferne, tirando de ella para sentarla a su lado.

Se mostraba muy ufano, disfrutando de lo que él había tomado por admiración e ignorando que uno de sus acompañantes estaba avergonzado y otro le era totalmente hostil.

– Imagina -suspiró él-. Si la casa en que íbamos a grabar hubiese sido apropiada nunca nos hubiesemos trasladado al palazzo de Gino, y nosotros… -miró a Feme con intención- nunca nos hubiésemos vuelto a ver. ¿Por qué no te vienes con nosotros? -dijo de pronto-. A ti no te importa, ¿verdad, Gino? -aquella pregunta al propietario de la casa se le ocurrió de segundas.

Lejos de sentirse ofendido, Gino se mostró encantado.

– Así Ferne y yo podremos reavivar nuestra maravillosa relación -añadió Sandor.

– Sandor, no me parece… -protestó Ferne rápidamente.

– ¡Pero si tenemos mucho de qué hablar! ¿No te importa que me la lleve unos días, verdad? -le preguntó a Dante.

– ¿Es que Dante no está invitado? -preguntó Ferne con acritud-. Pues entonces no voy.

Oh, querida mía, estoy seguro de que tu amigo lo comprenderá.

– Puede que él sí, pero yo no -respondió Ferne con firmeza-. Dante y yo estamos juntos.

– Siempre tan leal… -susurró Sandor con una voz que hizo que Ferne desease darle una patada en un sitio doloroso-. Signor Rinucci, usted también está invitado, por supuesto.

– ¡Qué amable por su parte! -dijo Dante en una voz que no traslucía nada-. Acepto encantado.

Ferne lo miró horrorizada.

– Dante, no hablarás en serio, ¿verdad? -le dijo en voz baja.

– Por supuesto que sí. Me vendrá bien familiarizarme con el sitio si quiero venderlo.

– ¿Cómo? Eso nunca te había hecho falta antes.

– Bueno, puede que esta vez tenga mis propias razonesdijo él con cierta brillo en los ojos.

Habiendo acabado su escena, Sandor no se entretuvo. Señalando a la muchedumbre, dijo con modestia:

– Ya veis lo que pasa… allá por donde voy. Tengo que irme, os veré en la villa esta noche.

Se alejó, perseguido por sus admiradores y por Gino.

– Así que es él -dijo Dante-. Tal y como lo describiste sólo que peor.

– No sé qué pretende -dijo ella con furia-. La última vez que nos vimos, todos los insultos hacia mi persona le parecían pocos.

– Pero eso fue hace tres meses y él salió muy bien parado de aquello. Ahora es más famoso que antes, gracias a ti. Claramente, quiere colmarte de favores. Esta noche serás su acompañante de honor.

– ¿Intentas burlarte? -preguntó ella enfadada-. ¿Crees que es eso lo que quiero?

Él le dedicó una extraña sonrisa.

– Digamos que tengo interés en averiguarlo. No pretendía ofenderte. Vamos.

Llegaron al Palazzo Tirelli a última hora de la tarde. Era una construcción magnífica, y más majestuosas aún eran las ruinas anexas, de casi dos mil años de antigüedad.

Sus habitaciones estaban en pasillos diferentes. Gino les dijo que eran las últimas que tenía disponibles, pero su actitud lo delataba y Ferne adivinó que seguía instrucciones.

Durante la cena la sentaron al lado de Sandor, dejando a Dante varios metros más allá al otro lado de la mesa. Había allí unas cincuenta personas, la mayoría asistentes de cine y actores.

Él estaba disfrutando de la velada. El esmoquin y la pajarita le sentaban muy bien, como dejaban entrever las mujeres que tenía a su alrededor. Ferne le hubiese mostrado su admiración de haber logrado acaparar su mirada, pero él parecía encantado con una muchacha de pecho generoso que se reía a carcajadas con sus bromas y agitaba sus atractivos de una forma que a Ferne le resultaba tremendamente inapropiada.

Tal y como Dante había predicho, Sandor la trataba como si fuese su invitada de honor.

– Te debo mucho, Ferne. De no ser por lo que hiciste por mí, nunca hubiese avanzado en mi carrera.

Ella lo miró fijamente, preguntándose cómo había podido tomarse en serio a aquel estúpido engreído.

– Sandor, ¿qué es lo que quieres? -le preguntó.

– Él la miró enternecedoramente.

El destino actúa del modo más inesperado. Estábamos abocados a encontrarnos en esa playa. Todo el mundo quedó impresionado con las fotos que me hiciste. Entre los dos hicimos algo genial y creo que podríamos repetirlo.

Ella lo miró indignada.

– ¿Quieres que…?

– Me hagas más, como sólo tú sabes hacerlas. Iremos a las ruinas y me dirás cómo quieres que pose. He estado yendo al gimnasio.

– Estoy segura de que estás tan en forma y perfecto como siempre.

– ¿Qué pensaste al verme hoy? -preguntó él, ansioso.

Para alivio suyo, apareció una sirvienta para cambiarles los platos. Durante el resto de la comida Ferne centró su atención en la señora que tenía sentada al otro lado.

Más tarde se abrieron las grandes puertas que daban al jardín, lleno de luces de colores que colgaban de los árboles. La gente empezó a salir a pasear bajo la luna y Sandor tomó a Ferne del brazo.

Los invitados se congregaron cerca de las ruinas, iluminadas por unos focos. El director, un hombre muy afable llamado Rab Beswick, llamó a Sandor.

– Este sitio cada vez me gusta más -dijo-. Piensa lo que podríamos hacer con estos… -señaló varios muros, algunos de los cuales se alzaban en ángulo recto con respecto a otros a los que se conectaban mediante balcones.

– Es el sitio perfecto para un discurso -dijo una voz justo detrás de ellos.

Era Dante, que apareció de la nada.

– Marco Antonio era famoso por su capacidad para pronunciar el discurso adecuado en el momento adecuado -dijo-. Y también por su talento para escoger el lugar de mayor efecto.

El director lo miró asombrado.

– Eres italiano -dijo, como si nada le resultase más extraño que encontrarse a un italiano en Italia-. ¿Eres experto en este tema?

– Hice una tesis sobre Marco Antonio -dijo Dante.

– Entonces me alegrará escuchar todo lo que puedas contarme.

– No nos entusiasmemos demasiado -interrumpió Sandor de mala manera-. No pretendemos convertir la película en un tratado de historia.

– Por supuesto que no -respondió Dante untuosamente-. Lo que venderá serán los encantos personales del singular Jayley.

En algún lugar se escuchó una risa apagada. Sandor se volvió furioso intentando descubrir quién se burlaba de él.

– La altura siempre causa efecto -continuó Dante con suavidad-. Si Marco Antonio pronunciase un discurso desde ahí arriba, con su silueta recortada contra el cielo…

– Eso no está en el guión -alegó Sandor enseguida.

– Pero se podría incluir -señaló Dante-. No sugiero, por supuesto, que debas subir ahí. Sería demasiado peligroso y la compañía cinematográfica no querrá arriesgar la vida de su estrella. Podría utilizarse un doble para el plano largo.

Sandor se relajó.

– Pero el resultado sería algo así… -terminó Dante.

Antes de que nadie pudiese darse cuenta, desapareció de la vista y un segundo después reapareció en uno de los balcones.

– ¿Ves? -gritó hacia abajo-. ¡Sería un plano magnífico!

– ¡Genial! -respondió el director.

Ferne tuvo que admitir que Dante estaba magnífico allí en lo alto, bañado por la luz de los focos. Aunque tuvo que rezar por que el balcón fuese lo suficientemente fuerte como para no desmoronarse.

Aquella vez sí que deseó haber llevado su cámara, pero un miembro de producción llevaba encima la suya y no paraba de hacerle fotos. Vio que Sandor estaba lívido.

– Baja y hablaremos del tema -le pidió Rab-. Eh, ten cuidado -Dante bajaba brincando como un mono y acabó con un largo salto hasta el suelo, donde hizo una floritura.

– Tienes razón, es un plano fantástico. ¿Nos ayudarás a rodarlo?

– Claro que sí -dijo Dante-. Puedo enseñar al señor Jayley cómo…

– Se hace tarde -dijo Sandor rápidamente-. Deberíamos volver a la casa.

– Sí, vamos a ver las fotos -dijo Rab entusiasmado. -Vamos, vamos todos.

Mientras el resto se alejaba, Ferne dijo a Dante en voz baja:

– ¿No te dijo nadie que no debías repetir ese truco? -le reprendió ella-. Que treparas a aquel edificio la semana pasada no significa que tengas que seguir haciéndolo. Sólo estabas presumiendo.

Él sonrió y a ella le dio un vuelco el corazón.

– No me insultes llamándome presumido. Ya me lo han dicho muchas veces. En cuanto a lo de repetir el truco… sí, fue el recuerdo del incendio lo que me dio la idea. Subir ahí arriba es más fácil de lo que parece, pero tu amante no lo intentaría ni aunque le ofrecieran un Oscar.

– No es mi amante.

– Desea serlo.

Ella podía haber hecho más objeciones, pero él la rodeó con el brazo y la llevó de un modo irresistible hasta la villa, donde alguien había conectado la cámara a un ordenar y estaba proyectando las fotografías en una pantalla. Ella buscó a Sandor con la mirada, preguntándose como estaría tomándose todo aquello.

– Se ha ido a dormir -le explicó Gino-. Ha tenido un muy largo.

«Traducción: está enfurruñado como un niño mimado», pensó Ferne. Dante había logrado su objetivo.

Pero Dante parecía ajeno a su éxito. Estaba enfrascado en una conversación con Rab, y Ferne se encontraba en aquel momento en la suficiente sintonía con él como para percatarse de que se trataba de otro movimiento suyo. No quería decirle nada delante de la gente. Pero luego quizá…

Se escabulló y subió corriendo a su habitación. Tarde o temprano tendría visitas y quería estar preparada.

Lo primero que necesitaba era una ducha para deshacerse de todo lo ocurrido en el día. Abrió el grifo tanto como pudo y se quedó allí, con la cabeza echada hacia atrás y los brazos extendidos. Le sentó maravillosamente bien.

Salió de la ducha, se envolvió en un albornoz y entró la habitación. Pero lo que allí se encontró la hizo detenerse abruptamente.

– ¡ Sandor!

Estaba apoyado en la puerta con los brazos cruzados y miraba con alegre expectación. Se había quitado la camisa y le presentaba su espléndido torso desnudo, perfecto, suave, musculoso e incluso bronceado, para que ella lo probase.

– ¿Qué haces aquí? -suspiró ella.

– Venga, cariño. Ambos sabíamos que esto iba a ocurrir.

.-Tommy, te juro que, si intentas tocarme, te haré ver las estrellas.

– No estás hablando en serio -se puso a reír y se acercó tranquilamente a ella como un rey reclamando sus derechos-. Creo que debería comprobarlo por mí mismo… ¡Ay! -gritó cuando ella le abofeteó la cara-. ¡Bruja! -aulló-. Podrías hincharme el labio.

Ella abrió la boca para contestar, pero antes de que pudiese decir nada alguien llamó a la puerta. Corrió a abrir y se encontró con Dante. Llevaba un pijama azul oscuro y su mirada era tan inocente que ella se sintió tan aliviada como suspicaz.

– Perdona que te moleste -le dijo-, pero no hay jabón en mi baño y me preguntaba si te importaría… ¿Interrumpo algo?

En absoluto – dijo Ferne – el señor Jayley ya se marchaba.

Dante miró con aparente sorpresa a Sandor, como si no lo hubiese visto antes, pero no logró engañar a Ferne. Sabía exactamente lo que hacía. A su modo, era un actor tan bueno como Sandor, sólo que más sutil.

– Buenas noches -dijo educadamente-. Madre mía, pareces herido. Se te va a hinchar el labio.

– ¡No! -aulló Sandor. Intentó entrar en el baño, pero Dante se interponía en su camino, así que tuvo que darse la vuelta y salir de la habitación dando un portazo.

– Eso le mantendrá ocupado -dijo Dante con satisfacción.

CAPÍTULO 8

– ¿PERO cómo lo has sabido? No le di tan fuerte. No tenía el labio hinchado.

– No, pero él temía que sí. Estaba al otro lado de la puerta y lo oí todo.

– ¿Y fue coincidencia que estuvieses ahí?

– Pues no. Estaba merodeando por el pasillo y, cuando lo vi entrar, me quedé escuchando. Después de todo, igual lo recibias con los brazos abiertos.

– Y en ese caso, te hubieses marchado, ¿no? -dijo ella con ironía.

Dante negó lentamente con la cabeza y ella vio en sus ojos algo que nunca había visto antes.

– De ninguna manera. Si lo hubieses recibido con gusto, habría entrado y le habría atizado mucho más fuerte que tú. Pero no hizo falta. Te las arreglaste a la perfección… cosa que me alegra -añadió en voz baja.

– Sabías que no lo deseaba, ¿verdad?

Él torció el gesto.

– Esperaba que no fuese así, pero necesitaba comprobarlo. Cuando vi la facilidad con que entraba en tu habitación, tuve mis dudas.

– Estaba en el baño, en caso contrario no habría entrado.

¿De verdad no te importa ya?

– Por supuesto. Pero hubiese preferido que no viniésemos.

– Tuviste mucho éxito en la cena.

– A ti tampoco te fue tal mal -le lanzó ella.

– Sólo estaba pasando el tiempo, vigilándote, asegurándome de que te comportabas como era debido. Tenía que saber lo que sentías por él. Era importante.

– Y ahora ya lo sabes -le miró a los ojos, apremiándole en silencio para que continuase.

Pero aquel hombre capaz de vencer a su enemigo con un golpe maestro pareció de pronto perder la confianza en sí mismo.

– ¿Y ahora qué? -dijo-. Eres tú la que debe decidir. ¿Quieres que me vaya?

– No sé lo que quiero -dijo ella alterada. Y en parte era verdad.

– Ferne -dijo Dante en voz baja y repentinamente seria-, si tú no lo sabes, ninguno de los dos lo sabemos.

– Eso no es justo.

– ¿Justo? -había tensión en su voz-. ¿Estás ahí medio desnuda haciéndome Dios sabe qué y el injusto soy yo?

El albornoz se había abierto lo suficiente como para dejar ver sus pechos, firmes y encendidos por un deseo que ella no podía seguir ocultando. Mientras Ferne dudaba, él agarró la tela por los bordes y la retiró, revelando el resto de su desnudez.

– Esto es ser injusto -dijo él con voz agitada.

Ella no podía moverse. Todo su ser parecía estar centrado en él, en sus caricias y en la idea de dónde sería la próxima. El sentimiento era tan intenso que parecía que el ya le estuviese acariciando todo el cuerpo. Casi se asustó cuando el posó los dedos en la base de su cuello y los dejó ahí, como esperando algo.

– Dime qué hacer. Ferne, por favor, si quieres que me detenga dilo ahora mismo, porque estoy a punto de perder el control.

Ella sonrió de forma intencionadamente provocadora.

– Igual los hombres se controlan demasiado. Puede que incluso hablen demasia…

Él la hizo callar con su boca. Ya era demasiado tarde, habían traspasado el punto de no retomo. Ferne lo besaba con la misma pasión que él a ella, hablándole de un deseo retenido durante demasiado tiempo, de una frustración que se liberaba precipitándose en una alegría vertiginosa.

Mientras la besaba, Dante tiró del albornoz hasta hacerlo caer al suelo, eliminando toda barrera que le impidiese acariciarla por todas partes y despertar en ella intensos estremecimientos. Ella consiguió devolverle el halago, despojándole de la ropa hasta dejarlo tan desnudo como ella.

Ninguno sabía quién haría el primer movimiento hacia la cama. No importaba. Avanzaban por el mismo camino, buscando destinos idénticos.

Ella se había imaginado su destreza, pero aquel pensamiento estaba muy alejado de la realidad. Le hizo el amor como bailaba el quickstep, sabiendo a ciencia cierta cuál era la caricia adecuada, el movimiento adecuado, en perfecta sintonía con su pareja. Ella sintió que su cuerpo estaba hecho para aquel momento, aquella ternura, para aquel hombre y sólo él.

Dante dudó en el último momento, mirándola a la cara en busca de una confirmación. Su respiración se había acelerado y no podía soportar la espera. Ella lo deseaba y lo deseaba en aquel momento.

– Dante -susurró ella con urgencia.

Él emitió un breve suspiro de satisfacción al escuchar en la voz de Ferne aquello que necesitaba saber, y en un instante estuvo dentro de ella, disfrutando de ser parte de ella.

Entonces se tornó en otra persona. El payaso socarrón que la había encandilado era además el amante que conocía instintivamente los secretos de su cuerpo y los utilizaba en su interés de una manera casi implacable. Desde el principio había tenido claro lo que quería y había estado dispuesto a obtenerlo, y lo que había querido era verla feliz y satisfecha. Y lo había conseguido, lo que implicaba que sabía de su poder sobre ella, pero Ferne no temía ese poder. Confiaba demasiado en él como para tenerlo.

Ferne se preguntó si ella también habría cambiado para él, y al detectar cierta perplejidad en sus ojos supo que era así. Eso le encantó y entonces fue ella la que se le acercó para hacerlo otra vez, acariciándolo como nunca había acariciado a nadie, porque era distinto a todos los demás. Dante se echó a reír y acercó su cuerpo al de ella, invitándola implícitamente a hacer lo que quisiera, invitación que ella aceptó de buen grado.

Una vez se hubieron recobrado, él se incorporó apoyándose en un codo y la contempló tumbada bajo su cuerpo con una mezcla de triunfo y placer.

– ¿Por qué habremos tardado tanto? -susurró.

¿Cómo podía Ferne ofrecerle una respuesta sincera si acababa de enfrentarse a lo que en realidad había en su interior?

«Hemos tardado porque me he estado conteniendo, temiendo albergar demasiados sentimientos hacia ti. Sabía que, si intimaba demasiado contigo, me arriesgaba a enamorarme de ti, y no quiero. Porque amarte es arriesgarse a sufrir y no tengo valor. Aunque… aunque puede que ya sea demasiado tarde. ¿Demasiado tarde para mí? ¿Demasiado tarde para ti?».

No podía decirle algo así.

Se limitó a abrir los brazos y atraerlo hacia ella para que él pudiese abrazarla hasta que ambos conciliasen el sueño al mismo tiempo.

En cuanto las primeras luces del alba entraron en la habitación, Dante se levantó de la cama con cuidado de no despertarla y se acercó a la ventana. Desde allí contempló la salida del sol por detrás de las ruinas, cumpliendo su promesa de un nuevo día.

Un nuevo día. Nunca pensó que llegaría a conocer ese sentimiento. Las circunstancias de su vida habían generado en él un cauteloso desapego, permitiéndole distanciarse con facilidad, mirarse a sí mismo con ironía, a veces con cinismo, y otras con una melancolía que combatía a través de la risa.

Pero aquella mañana su melancolía se había disipado. La indiferencia había desaparecido dejándolo descansar en paz.

Paz: la última cualidad que habría asociado con Ferne. Ella le había tomado el pelo, lo había acosado, se había mofado de él y lo había provocado. A veces se había preguntado si ella sabía lo mucho que lo tentaba y, entonces, había descubierto una mirada en sus ojos… calculadora, desafiante, quede llevaba a la siguiente fase del juego que ambos jugaban.

Y el juego se llamaba «¿Quién pestañeará primero?» a había jugado con consumada destreza, incitándole a cometer indiscreciones como la de comprarle un biquini, lo que había dejado las cartas de Dante al descubierto. Y ella las había jugado, llevándolo al extremo, más cerca del momento en que él tendría que abandonar el control que reinaba en su vida.

La suerte del diablo había estado de parte de ella. Nadie podía haber previsto la llegada de Sandor y los celos que habían atormentado a Dante. Al verlos juntos en la playa, al ver cómo Sandor tocaba el cuerpo de Ferne, al que consideraba como una posesión personal, había estado a punto de cometer un asesinato.

Ferne había intentado rechazar la invitación de Sandor a aquella casa, pero ¿por qué? Un demonio le había susurrado al oído que ella tenía miedo a estar en compañía de aquel hombre por si sucumbía a la antigua atracción que sentía por él. Dante había insistido en que aceptara, llevado por la necesidad de verlos juntos y saber a qué se enfrentaba.

No le había satisfecho que la noche anterior le presentasen tantos señuelos. Se podía haber presentado al menos en tres habitaciones con la seguridad de ser bien recibido. En lugar de eso, había rondado la puerta de Ferne hasta que Sandor había aparecido inevitablemente para seducirla, con el torso desnudo, y había entrado sin llamar.

En cuanto oyó la bofetada aquello le pareció el comienzo de su vida.

Volvió a la cama, sentándose con cuidado para no molestarla. Quería contemplarla así; relajada y contenta, respirando casi sin hacer ruido. Un mechón de pelo había caído sobre su rostro, y él lo apartó suavemente. Dejó la mano allí de algún modo, acariciando su cara.

Ferne esbozó una sonrisa, indicándole que estaba despierta. Luego la sonrisa se convirtió en risa y al abrir los ojos descubrió que Dante la miraba fijamente.

– Buenos días -susurró él, situándose a su lado y atrayéndola hacia él.

No hubo pasión esta vez, sólo la cabeza de ella apoyada en su hombro, su cuerpo acurrucado contra el de él y la sensación de encontrarse a gusto uno con el otro.

– Buenos días -murmuró ella.

– ¿Todo bien?

– ¡Mmm-Ferne escondió el rostro en el cuerpo de Dante.

– Para mí también -coincidió él-. Muy bien.

Pasado un rato, ella volvió a abrir los ojos y lo encontró sumido en sus pensamientos.

– ¿Qué vamos a hacer ahora? -preguntó Dante.

– Dejar atrás este lugar -contestó ella enseguida-. De todos modos, Sandor nos echará.

– Lástima. Una parte de mí quisiera quedarse un poco más para meterle un dedo en el ojo. Él ya tuvo su parte poniendome celoso y me toca devolverle la jugada.

– -¿Celoso? ¿Tú?

– No te hagas la inocente. Sabías exactamente lo que me hacías. Te encantaba verme en ascuas.

– Admito que a veces me resultó divertido -observó ella-. Pero era porque intentabas hacerte el duro. No siempre con éxito, pero lo intentabas.

– Por supuesto -dijo él, sorprendido-. No olvides que prometí una relación «amistosa» y un caballero siempre guarda su palabra.

– ¿Caballero? ¡Bah!

Dejemos esta discusión para más tarde -dijo él apreudamente-. El caso es que yo no podía romper mi palabra, así que tenía que conseguir que tú la rompieses por mí. Fuiste tú la que me obligó a retirarme, así que soy inocente.

– ¡Oh, por favor! -se mofó ella-. Lo último que podría imaginar es que seas inocente. Eres un intrigante, manipulador, maniobrero, tramposo… ¡ Al demonio! ¿A quién le importa si eres un tipo de lo peor? ¿Qué haces?

– ¿A ti que te parece? Calla, que te voy a demostrar lo malísimo que soy.

Riendo, se dispuso a hacerlo con tal intensidad que ella quedó sin aliento.

– Supongo que deberíamos levantarnos -dijo él finalmente-. Hace un día precioso.

Gino los estaba esperando abajo.

– Sandor ha pasado mala noche y se ha ido a dar un paseo. Dice que no le apatece ver a nadie.

– Entiendo -dijo Dante solemnemente-. Un verdadero artista necesita a veces estar sólo en íntima comunión con el universo. ¿Decías algo? -la pregunta iba dirigida a Ferne, que mostraba signos alarmantes de echarse a reír a carcajadas. Consiguió negar con la cabeza, y él continuó-: Nos iremos enseguida. Llámame cuando acabe el rodaje y entonces volveré.

Ni siquiera se quedaron a desayunar. Metieron sus cosas en las bolsas a toda prisa y abandonaron el Palazzo Tirelli como dos niños que se escapan.

Una vez fuera de Roma, se dirigieron hacia el sur, recorriendo la costa unos ciento sesenta kilómetros hasta que encontraron una playa tranquila y nada sofisticada. El pueblo era muy parecido: un sitio ideal para pasear y comprar pasta de dientes antes de retirarse al sencillo hotel en que compartían habitación.

– Gracias a Dios, esta vez Sandor no ha podido buscarnos el alojamiento -rió Dante mientras ambos yacían abrazados aquella noche-. No fue casualidad que nos separasen tanto al uno del otro.

– Sí, ya me di cuenta. Muy astuto.

– Error. Yo soy el gran maestro de la astucia, alguien tenía que habérselo advertido.

– Y también eres un machista y un anticuado, ahora que lo pienso. Dijiste que, si hubiese recibido a Sandor en mi habitación, habrías entrado a pegarle.

– Y bien fuerte.

– ¿Y quién te ha dado derecho a vetar a mis amantes? ¿Qué hay de mi derecho a escoger a quien quiera?

Querida, tienes todo el derecho del mundo a escoger al hombre que desees, siempre y cuando ese hombre sea yo. Y ahora, ven aquí que te lo voy a dejar bien clarito. Y eso hizo. Y volvió a hacerlo. Y luego ambos durmieron en perfecta sintonía.

Una noche Dante estuvo especialmente callado, pero parecía absorbido en un libro, así que ella lo achacó a la lectura. Más tarde Ferne se despertó y lo encontró sentado junto a la ventana con la cabeza entre las manos. Estaba inmóvil y en silencio, en tal contraste con su vivacidad habitual que ella sintió una punzada de alarma.

Deslizándose fuera de la cama, se arrodilló junto a él.

– ¿Estás bien?

– Sí. Me duele un poco la cabeza, eso es todo.

– -¿Te ha dolido toda la tarde? No te has quejado nada has tomado algo?

Sí.

– ¿Y no se te pasa? Vuelve a la cama. Dormir te hará bien.

– Luego. Déjame ahora. No quiero hablar.

– Sólo estoy preocupada por ti.

– ¿Quieres dejarlo ya, por favor?

Ella se acostó y se cubrió la cabeza con las sábanas para acurrucarse y quedarse sola con sus pensamientos. Estuvo despierta mucho tiempo, diciéndose que debía de ser un simple dolor de cabeza, del tipo que tiene todo el mundo.

Y pareció tener razón, porque al día siguiente él volvió a ser el mismo. Puede que sólo se hubiese imaginado que había visto al otro Dante, al hostil, al que rechaza a los demás.

Una noche se encontraron con Mario, un viejo amigo de universidad de Dante. Ambos hombres se enfrascaron en una conversación académica y de vez en cuando se disculpaban por sus formas y la incluían en la charla. Ella se reía, sin sentirse ofendida en absoluto y fascinada con aquella nueva faceta de Dante.

Cuando éste fue a por más bebidas, Mario dijo:

– Todos pensábamos que sería por lo menos rector de Universidad. Le daba cien mil vueltas a cualquiera como erudito y escritor. Sé que le ofrecieron una plaza de profesor, pero él quería viajar.

Al día siguiente ella alegó cansancio y animó a Dante para que pasara más tiempo con Mario. El le dijo que era la mujer más agradable y comprensiva que había conocido jamás y ella se sintió culpable porque sus intenciones eran distintas.

En cuanto se quedó sola, abrió el ordenador, entró en Internet y hojeó todo lo que pudo encontrar sobre la enfermedad de Dante. Ya lo había hecho una vez, en día antes de dejar Nápoles, pero le urgía saber mucho más.

Se trata de un derrame repentino en el espacio entre el cerebro y el tejido que lo recubre: un vaso que se rompe abruptamente.

A veces existen síntomas que lo anuncian, como dolor de cabeza, dolores en los músculos faciales y visión doble. Esto puede ocurrir minutos o semanas antes del derrame definitivo.

Leyó todo lo que pudo encontrar, obligándose a entender hasta el más mínimo detalle. Necesitaba volver a leer tres archivos. Los descargó rápidamente en una carpeta a la que llamó «ZZZ» y apagó el ordenador.

Asomándose a la ventana, saludó a los dos hombres, que le señalaron un restaurante que había al final de la calle.

– Bajo enseguida -les dijo.

Mario se marchó a la mañana siguiente, pero dejó un legado en la mente de Dante. Tumbada en la playa, a Ferne le sorprendió levantar la vista y encontrarlo haciendo un crucigrama en latín.

– No es difícil siendo italiano -objetó él cuando ella le expresó su admiración-. Son idiomas muy parecidos.

– ¿Qué pone ahí? -preguntó ella, señalando a una definición.

Él se la tradujo y dijo:

– La respuesta es quam celerrime. Significa «lo antes posible».

– No creo que ahora pudiese hacer algo con celerrime estoy medio dormida.

– ¿,Has pasado mala noche?

– No, fue una noche maravillosa, gracias. Solo que no conseguí dormir.

Él se echó a reír y ella volvió a tumbarse. Dormía plácidamente cuando le llegó el sonido de su teléfono móvil.

– Te están llamando -dijo Dante, agarrando su bolsa para sacar el teléfono-. Toma.

Era un mensaje.

Nunca pensé que rechazarían la oportunidad de tu vida. La oferta sigue en pie y esta vez quiero la respuesta adecuada. Dinero, dinero, dinero. Mick.

– ¿Quién es Mick? -preguntó Dante, leyendo por encima de su hombro.

– Mi viejo y rico amante. Quiere cubrirme de diamantes y comprarme un apartamento en el West End, pero le he dicho que no.

– Ahora lo recuerdo, es tu agente, ¿verdad? Lo mencionaste en el tren la noche en que nos conocimos.

Ella intentaba parecer adormilada, pero en su interior estaba alerta y precavida. No quería que Dante le preguntase por qué había rechazado un buen trabajo, en caso de que averiguase la verdad.

– ¿Por qué está enfadado contigo? -preguntó Dante ¿Qué es lo que has rechazado?

Ella suspiró como si fuese algo demasiado aburrido como para hablar del tema.

– Quería que volviese a Londres a fotografiar otra obra con una gran estrella de cine. Otro Sandor Jayley. ¡Ni hablar!

– ¿Quién es el actor?

Ella se lo dijo y él la miró fijamente.

– ¿Y lo rechazaste? Piensa en lo que podrías haber…

– Su prometida viene con él -dijo ella, intentado parecer enfurruñada-. No podía ser vulgar y sin principios. Dante sonrió, rodeándola con el brazo.

– ¿Puedo enorgullecerme de que prefieras ser vulgar y sin principios conmigo?

– No puedo evitar que te enorgullezcas. Algunos hombres son muy engreídos.

– Yo no. No puedo creer que escogieses quedarte conmigo teniendo la oportunidad de ganar mucho dinero.

– Olvídalo -dijo ella lánguidamente-. Ya gané una fortuna con Sandor -le pasó el dedo por el torso desnudo- y ahora me apetece gastarla en… digamos, los placeres del momento -susurró las últimas palabras en tono seductor.

– ¿De veras? -dijo él, hablando con cierta dificultad. -¿La grande signorina es la que manda?

– Por supuesto. Y es muy exigente.

– Entonces, ¿estoy aquí sólo para complacerte?

– ¿Y qué otra cosa imaginabas? Espero que se me concedan todos mis caprichos.

– Aquí tienes a tu fiel esclavo.

– El primero es bañarme. Vamos al agua.

– Esperaba algo mejor.

– ¡Vaya! Qué pronto se te ha pasado lo de ser mi esclavo fiel, ¿eh? Vamos.

Se liberó de su abrazo y corrió hacia la orilla, oyendo e él la seguía. Una vez en el agua, él la agarró y la llevó más adentro, hasta que el agua les cubría hasta el pecho nadie podía ver dónde ponía las manos.

– ¿Qué crees que estás haciendo? -le desafió ella.

Sólo cumplo con mi obligación. No quisiera decepcionarte.

– Pero no puedes hacer esto en público.

– No es en público, es bajo el agua. Totalmente respetable.

– No hay nada de respetable en lo que haces -jadeó ella.

Entonces fue incapaz de seguir hablando y se limitó a aferrarse a él, clavándole las uñas en los hombros y dejándole unas marcas que le duraron días.

Cuando regresaron a la habitación, ella le pidió que le trajese algo de beber. Mientras estaba sola, escribió a Mick con manos temblorosas.

Lo siento, no puedo cambiar de idea. Estaré un tiempo fuera de la circulación.

Apagó el teléfono y lo escondió en lugar seguro, agradeciendo a la providencia que le hubiese ayudado a salir de aquel embrollo. Seguramente Mick no volvería a molestarla, pensara lo que pensase.

¡Al demonio Mick y lo que él pudiese pensar! Al demonio todo, excepto a tener a Dante otra vez en su cama quam celerrime.

CAPÍTULO 9

UNA mañana, se estaban preparando para salir cuando el teléfono. Era Gino.

Los de la película se han marchado -le contó Dante cuando hubo colgado el teléfono-. Ha habido una especie de jaleo, a Sandor le dio un ataque y en una hora se fueron todos. Ahora tenemos que vender la finca -la miró, sonriendo-. Bueno, supongo era demasiado perfecto como que durase eternamente.

Nada dura eternamente dijo Ferne, quitándole importancia.

Eso digo yo -entonces suspiró y añadió con cierta pena-: pero a veces sería estupendo que lo hiciera.

Pasaron dos días en el Palazzo Tirelli antes de volver Nápoles, donde se mudaron a un pequeño apartamento de un amigo de Dante que estaba en el extranjero.

La primera noche, fueron a cenar a Villa Rinucci. Hope anunció su llegada a la familia e invitó a todos a la casa, pero para ella lo más importante fue ver con sus propios ojos que Dante gozaba de buena salud y mejor humor.

– Me lo ha contado todo -dijo Hope a Ferne en un momento en que coincidieron solas en la cocina-. ¿De verdad feteaste a Sandor Jayley porque prefieres a Dante?

Lo habría hecho de todos modos -protestó Ferne-.No tuvo nada que ver con Dante.

– ¡Oh, venga! ¿Y qué me dices de esa gran oferta que has rechazado?

– Tenía que hacerlo, te hice una promesa. Hope, lo que tengo con Dante no es para siempre y ambos lo sabemos. Nos lo estamos pasando muy bien, pero no puede durar. Él no está enamorado de mí y yo no lo estoy de él.

Hope no respondió con palabras, pero su mirada burlona fue respuesta suficiente. Un rato después, Toni las llamó y ambas salieron al jardín con el resto.

Ferne deseó poder hablar abiertamente con Hope y decirle que era imposible que se amaran porque sencillamente no estaba dispuesta a permitirlo.

Sabía que había tenido mucha suerte. Dante era un hombre amable y considerado. Si estaba cansada, él le pedía que se acostase, la besaba con cuidado o la abrazaba hasta que se durmiese y luego se marchaba sin hacer ruido, dejándola sola.

Cuando hablaban, él la escuchaba con interés. Tenía una conversación fascinante. Bajo aquella apariencia burlona había un hombre reflexivo y educado que podría haber sido profesor de una asignatura importante.

En la cama era un amante tierno y experimentado que le proporcionaba un placer que ella jamás habría soñado posible, y la trataba como una reina. En principio ninguna mujer habría pedido más.

Pero en su interior albergaba el triste sentimiento de que todo aquello no era más que una ilusión, porque él le ocultaba la parte más importante de sí mismo. Y mientras fuese así, aquello evitaría que se enamorase perdidamente de él.

El apartamento estaba situado en la quinta planta de un bloque que dominaba la bahía de Nápoles. Desde la habitación del dormitorio se divisaba a lo lejos el Vesubio. A veces ella se despertaba y encontraba a Dante en la ventana, mirando la luna llena sobre la bahía iluminando el volcán. Una noche, él se quedó despierto hasta tarde, dejando que Ferne se acostase sola. Cuando ella se despertó, lo vio sentado junto a la ventana, y él no le dijo nada, sino que tendió el brazo para que se acercase y se le uniese.

– ¿Recuerdas cuando contemplamos esta misma vista juntos? -le dijo él en voz baja.

– Sí, y me dijiste que una vez oíste rugir el volcán y que deseabas oírlo otra vez -contestó ella-. No hay modo de capar de él, ¿verdad? Mientras estés en Nápoles, él siempre estará ahí.

– Crees que te has acostumbrado a él -murmuró él-. Lo conoces en todas sus facetas, pero aun así, puede sorprenderte.

Ella lo observó, preguntándose qué diría a continuación. Había estado de un humor extraño en los últimos dos días, más callado que de costumbre. No parecía triste enfermo, sino un poco pensativo. A veces ella levantaba la vista y se lo encontraba mirándola perplejo, como si algo le desconcertase. Al encontrarse con la mirada de Ferne, sonreía y apartaba la vista.

– ¿Qué has estado dando por sentado? -le preguntó ella entonces.

– Puede que todo. Crees que sabes cómo son las cosas, pero de repente todo cambia. No eres el mismo hombre que eras antes… quienquiera que éste fuese -rió fugaz y nerviosamente, como si no estuviese seguro de sí mismo-. Estoy diciendo tonterías, ¿verdad?

– Ajá, pero sigue, suena bien.

Sí, las tonterías pueden llegar a impresionar, eso es algo que aprendí hace mucho tiempo. Incluso pueden llegar a impresionarte a ti mismo durante un tiempo. Pero… entonces ruge el volcán y te recuerda cosas que siempre has sabido y que quizá desearas no saber.

Ferne contuvo la respiración. ¿Iría Dante a contarle por fin la verdad sobre sí mismo y a dejar que se acercara por fin a él?

– ¿Tienes miedo al volcán? -susurró ella-. Quiero decir, al que se alberga en el interior.

– Sí, aunque sólo lo reconocería ante ti. Creo que a ti podría contarte cualquier cosa y que eso estaría bien. Necesito dejar de tener miedo -y añadió con añoranza-: ¿llegará ese momento?

– Supongo que depende de lo mucho que lo desees -se aventuró ella-. Si confiaras en mí…

– Confío en ti más que en nadie en toda mi vida. ¿En quién confiaría si no? -tomó sus manos entre las de él e inclinó la cabeza para besadas-. Tienes las manos pequeñas y delicadas -susurró-. Pero son fuertes, acogedoras. Cuando las tiendes, parecen contener el mundo entero.

– Yo te daría el mundo si pudiera -dijo ella. Y era peligroso decir aquello, pero las palabras salían solas de su boca-. Siempre y cuando fuese mío y estuviese en mi mano dártelo.

– Igual es así y tú no lo sabes -le acarició el rostro con ternura-. A veces creo que te conozco más que tú a ti misma. Sé lo cariñosa, sincera y valiente que eres, el gran corazón que tienes.

– No es más que una ilusión -replicó ella-, una imagen que tú has creado.

– ¿Por qué dices eso?

– Porque nadie es de la forma en que tú me ves a mí.

– ¿Por qué? ¿Porque pienso que eres perfecta?

– Lo que demuestra que no es más que una ilusión.

– No, demuestra que soy un hombre perspicaz y sensato. No discutas conmigo. Si digo que eres perfecta, es que lo eres… y lo afirmo. Sé que serías incapaz de traicionar a alguien.

Aquellas palabras, pronunciadas con tanto fervor, la hicieron sentirse mal. La certeza de que lo estaba engañando, aunque fuese con buena intención, flotaba entre ellos, envenenando el momento.

– Dante…

Él le rozó los labios con el dedo.

– No lo estropees -sus palabras sonaron como un amargo reproche.

Ferne pensó que no era culpa suya. Lo estaba protegiendo y ese deseo inocente la había llevado por aquel peligroso camino.

– Deja que te diga lo que quiero antes de que pierda el valor para hacerlodijo Dante en voz baja.

– ¿Sí? -le instó ella.

– Ferne… -ella sintió que un escalofrío recorría el cuerpo de Dante-. ¿Cómo iba a imaginar lo que nos está pasando?

El corazón de Ferne latía tan rápido que no podía hablar, sólo asentir con la cabeza.

Sé que dije «sólo amistosamente» -susurró-. Pero dije muchas estupideces. Supongo que ahora ya lo sabes. Cuando hablamos, y nunca había hablado así con nadie, siento que entiendes todo aquello que callo. Contigo no tengo de qué preocuparme, me siento tranquilo -torció el gesto, haciéndose una mueca a sí mismo-. Nunca imaginé que llegaría a considerar la tranquilidad como una virtud.

. Nunca he parado quieto. Claro que eso tú ya lo sabes -ambos rieron suavemente. Supongo que no hay muchas cualidades mías que no conozcas ya: payaso, idiota, persona que se engaña a sí misma, niño grande…

– Podría añadir alguna más -bromeó ella.

– Apuesto a que sí.

– Entonces, ¿cómo puedes decir que no conozco lo peor de ti? Seguramente crea que eres peor de lo que eres en realidad. ¿Por qué no me lo aclaras?

– ¿Quieres que te diga que soy un héroe? ¿Que tengo un carácter fuerte, firme y directo que nunca esquiva la realidad de mi vida?

– No, creo que eso no lo creería -intentaba llevarlo a un terreno donde se sintiese lo suficientemente seguro como para contárselo todo. Cuando fuesen totalmente sinceros el uno con el otro, el camino quedaría despejado para lo que pudiese venir en el futuro.

– Si te presentases a ti mismo como un bobo virtuoso me echaría a reír -admitió ella-. Y luego te dejaría, porque no me interesarías para nada.

– ¿Por bobo o por virtuoso? -preguntó él.

– Adivina.

Dante sonrió, pero la emoción que le embargaba hizo desaparecer su sonrisa.

Ferne, no cambies -le dijo con desesperación-. Prométeme que nunca cambiarás y puede que entonces pueda rebuscar en mi interior y encontrar un poco de valentía. Me va a llevar cierto tiempo, quizá mucho, mostrarme ante ti como soy realmente, estúpido y testarudo, ciego a lo que de verdad importa.

– Calla -dijo ella, tapándole suavemente la boca-. No hables mal de ti mismo.

Él no replicó. Se limitó a agarrarle los dedos y frotar sus labios contra ellos. Sus ojos estaban cargados de desesperación.

– Dante -susurró ella-. Por favor… por favor.

De pronto, la agarró con fuerza y la atrajo hacia él, enterrando el rostro en su cuerpo.

– Ayúdame -dijo él, compungido-. Ayúdame.

Ferne sólo había deseado envolverlo en sus brazos, ofrecerle la ayuda que tanto buscaba, y había llegado el momento, lo que le llenaba de alegría y gratitud.

– ¿Qué es esto? -dijo él, tocándole la cara-. Estás llorando.

– No, no lloro, sólo…

– No llores -le apartó las lágrimas con cuidado-. No pretendía alterarte.

No estoy alterada

Él le tomó el rostro entre las manos, mirándola con ternura antes de besarla. Ella le devolvió el beso apasionadamente, intentando hacerle entender que era suya del modo en que él quisiera. Si lograban dar el siguiente paso.

– Soy tan afortunado por tenerte -dijo él-. Ojalá…

– ¿Ojalá qué? -repitió ella.

– Ojalá lo mereciese. Quisiera contarte muchas cosas, pero no ahora. Estoy hecho un lío… para variar -sentenció él, convirtiendo la frase en un chiste.

Pero ella no podía dejarlo ir así como así.

– Creo que en esta ocasión no se trata del lío de siempre -insistió.

– No, estoy empeorando. Ten un poco de paciencia conigo.

– Como quieras -dijo ella, intentando no parecer triste.

– Vamos a la cama -dijo él-. Mañana nos espera un largo viaje.

Ferne estaba perpleja, casi no podía creer que toda la emoción del momento se había disipado en un segundo. Habían estado tan cerca que le costó asumir que le arrebataran de aquel modo su recompensa. Pero dejó que la guiase hasta la cama sin rechistar. Una palabra imprudente y perdería para siempre su oportunidad.

Dante la tapó y se metió con ella en la cama, abrazándola un momento antes de darle un beso de buenas noches. Luego se giró y se dispuso a dormir.

Ferne se quedó tumbada en la oscuridad, intentando asumir lo ocurrido. Le había desilusionado ver cómo él se echaba atrás, pero lo entendía. Estaba convencida de que él quería sincerarse con ella, pero no lo había hecho, quizá aterrado al ver que casi abandona la prudencia con que había vivido toda su vida.

¿Desde cuándo lo amaba? ¿Desde el primer día? Tenía que haberse dado cuenta el día del incendio, cuando ella, capaz de fotografiar la traición de Sandor, había olvidado todo menos que Dante corría peligro.

Lo triste había sido quererlo y ocultárselo a él, del modo en que él se escondía de ella. Pero todo acabaría pronto y se sintió de nuevo feliz mientras le vencía el sueño.

Al día siguiente visitaron una villa para cuya venta iban a tener que poner todas sus capacidades en juego. Pero el desafío les estimulaba y regresaron a casa muy animados.

En el camino de vuelta, Dante se mostraba contento.

– Pararemos para comer -dijo él-. Pero será algo rápido. No quiero que lleguemos tarde a casa.

No comentó nada del día anterior, pero había algo en aquel ambiente tan feliz que ella se percató de que todo había cambiado. Había estado a punto de decirle aquello que por fin iba a acercarlos y era como si ya se lo hubiese dicho. Levantando la vista, Ferne observó que él la miraba sonriente, lo cual le daba la razón.

Al llegar a casa había trabajo que hacer y ambos se sentaron ante sus ordenadores.

– Juntos nos va de maravilla -dijo él, mirando por encima del hombro-. ¿Cómo habré logrado vender casas sin ti?

– No hace falta que me halagues -dijo ella con voz adormilada-, estás condenado a seguir conmigo, me quieras o no.

– Eso es lo que quería oír. ¿Por qué no te acuestas?

– Creo que lo voy a hacer -apagó el ordenador.

– Déjalo -dijo Dante-. Lo guardaré con el mío.

Ferne lo besó y se alejó bostezando.

Él la vio marcharse, preguntándose si le parecería raro que esa noche no se fuese a la cama con ella. De hecho estaba tramando un plan… sin duda censurable, pero pensaba que a ella no le iba a importar cuando se enterase.

Ferne nunca había cumplido su promesa de enviarle las fotografías que él le había hecho, así que se había propuesto hacer una incursión para recuperarlas. Esperó a que se apagase la luz del dormitorio y volvió a encender su ordenador.

Localizó el archivo sin dificultad y en unos minutos estaba contemplando las fotos. Pensaba que las conocía, pero al verlas se sintió impresionado por la cantidad de cosas que habían pasado desde que las hizo. No había tenido intención de intimar tanto con ella, pero al fin y al cabo había ocurrido. Puede que fuese el destino y él, que era un hombre que creía en el destino, debía aceptar esa posibilidad.

Pero lo que no entendía era por qué no se había dado cuenta antes de cómo era en realidad. Fascinado por su belleza, había pasado por alto la fuerza y honestidad que se reflejaba en su rostro. Y era aquello, tanto como su físico, lo que había acabado con sus defensas de tal modo que tan sólo un día antes había estado a punto de contarle cosas que nunca había contado a nadie, cosas que había jurado no contar nunca en su vida, por corta o larga que fuese.

Había estado a punto y luego se había echado atrás. Pero no por completo. Todavía pensaba que, si conseguía reunir el valor suficiente, le contaría todo y le pediría que arriesgase su futuro con él. Si no era ella, no sería nadie, porque no había otra persona en el mundo en la que confiase de tal modo.

Ella le sonreía desde la pantalla con ojos limpios, ofreciendole, una esperanza con que, nunca había contado antes, un futuro en donde antes sólo había habido un vacío.

Rápidamente, conectó el portátil a su impresora y sacó una copia de la fotografía.

Era suficiente por el momento. Al día siguiente le confesaría lo que había hecho y se reirían juntos, deleitándose en su mundo privado, cerrado para los demás, donde ambos se mantenían mutuamente a salvo.

Estaba a punto de apagar el ordenador cuando vio un archivo llamado «ZZZ»

Medio dormida, Ferne escuchó vagamente el sonido de la impresora procedente de la habitación contigua, luego un largo silencio y a continuación de nuevo el sonido de la impresora.

Cuando ésta se apagó, hubo otro silencio que se alargó y se alargó. Sin saber por qué, de pronto sintió miedo.

Moviéndose despacio, salió de la cama en el mismo momento en que Dante entraba en la habitación. Él también avanzaba despacio, como si luchara por recobrarse de un duro golpe. Encendió la luz y ella vio que llevaba en la mano unos papeles que arrojó a la cama. Inspiró con fuerza al reconocer algunos de los archivos sobre la enfermedad de Dante que tenía guardados en el ordenador.

Al ver su expresión llena de rabia, casi se le paró el corazón. Era el rostro de un desconocido.

– Los he sacado de tu ordenador -le dijo-. ¿Qué son?

– Sólo… algo que he estado leyendo.

¿Algo que leías por casualidad? -su voz sonaba tranquila pero fría como el hielo-. No lo creo. En ese archivo había par le menos una docena de documentos. Has estado buscando en Internet todo lo que pudiese haber sobre este tema y no ha sido fortuito -al ver que ella dudaba, añadió-: no me mientas, Ferne.

Ella deseó que volviese al ser el Dante que conocía y no aquel extraño que la asustaba. Intentó encontrar calor en sus ojos, pero sólo encontró un vacío que la llenó de terror.

No voy a mentirte, Dante. Sabía que tenías un problema.

– ¿Quién te lo dijo? ¿Hope?

– Sí, estaba preocupada por ti. Te mareaste en la escalera el día del incendio y luego te dolía la cabeza.

– Y ambas sumasteis dos y dos y el resultado fue cinco. Me mareé por el humo, pero vosotras teníais que exagerarlo.

– Vale, crees que nos preocupábamos innecesariamente pero cuando alguien te quiere, se preocupa por ti. Por eso uno sabe que es querido. Una vez me dijiste que Hope era lo más parecido a una madre que habías conocido desde la muerte de la tuya. Y las madres se preocupan. Igual deberían ocultarlo, pero es así.

– Entonces, te lo contó. ¿Y cuándo? ¿Fue antes de que nos fuésemos juntos?

– Sí.

– ¿Lo has sabido todo el tiempo? -dijo él en voz baja-. Y ahí estaba yo, como un imbécil, pensando que podía salvaguardar mi intimidad, sin imaginar que me espiabas.

– No te estaba espiando.

– Esto es espiar -su voz sonó como la rotura de una rama, haciendo que ella se estremeciese.

– ¿Tan mal está que me preocupe por ti, que desee que estés a salvo?

– Mi seguridad es asunto mío.

– No siempre -dijo ella, empezando a enfadarse-. Lo que haces afecta a otras personas. No puedes pasarte la vida apartado de los demás -respiró hondo-, pero es lo que intentabas hacer, ¿no es verdad?

– Eso es mi problema -estaba terriblemente pálido, pero su rostro no estaba blanco, sino gris-. ¿Es ésa la razón por la que viniste conmigo? ¿Como una especie de guardiana, vigilándome como una enfermera vigila a un niño… o algo peor?

– Nunca te vi así.

– Pues yo creo que sí. Como alguien tan estúpido que debe ser vigilado a escondidas.

– ¿Qué esperabas que hiciese, si no me contabas la verdad? -chilló ella.

– Has estado ocultándome cosas -gritó el.

– Tuve que hacerlo aunque no quería. Siempre esperé que acabarías confiando en mí.

– Ahí está la ironía, la broma de mal gusto. Confiaba en tí. Nunca me he sentido tan cerca de nadie.

– Pues entonces te engañabas a ti mismo -dijo ella con vehemencia-. ¿Cómo podíamos estar cerca el uno del otro si me ocultabas algo tan importante? Eso no es cercanía.

– Exacto: «¿Cómo podíamos estar cerca el uno del otro si me ocultabas algo tan importante?». Eso lo dice todo, ¿no es así? Cuando te imagino vigilándome, juzgándome, estudiando lo que hacías para mantenerme engañado… Ésa es la razón por la que rechazaste aquel trabajo, ¿verdad? Y yo que pensaba que deseabas estar conmigo tanto como yo… Tendré que acordarme de reembolsarte el dinero que has sacrificado por mí.

– ¡No te atrevas a decir eso! -gritó ella-. No te atrevas a ofrecerme dinero.

– ¿Te sientes insultada? Pues ahora ya sabes cómo me siento yo -y, alzando la voz en una nota de angustiosa amargura, añadió-: ¿podrás también entender que en este momento no soporto tu presencia?

CAPÍTULO 10

COMO para demostrárselo, se giró hacia la puerta, hablando sin mirarla.

– ¡Qué bien has debido de pasártelo a mi costa!

– ¡No lo dirás en serio! -dijo ella-. No puedes. Nunca me he reído de ti.

– Pues te habré dado lástima, lo que es peor. ¿No lo entiendes?

Ella lo entendía todo. Dante se sentía tremendamente humillado porque era consciente de lo cerca que había estado de abrirle su corazón.

– Siempre quise decírtelo -dijo ella-. Odiaba tenerte engañado. Pero odiaba más la idea de tu muerte y puede que mueras si no te haces un reconocimiento.

– ¿Qué es lo que hay que reconocer? Conozco las opciones.

– ¡Me pregunto si las conoces tanto como yo! -dijo ella enfadada-. Eres un hombre engreído, orgulloso, arrogante y testarudo, del modo más estúpido. Crees que lo sabes todo, pero la ciencia avanza muy deprisa. Si dejaras que los médicos te ayudasen, se podría hacer algo. Podrías estar sano y fuerte para el resto de tu vida.

– No sabes de lo que hablas -respondió él con aspereza-. Sé mucho más de esta dolencia de lo que tú sabrás nunca. He visto lo que le ha hecho a mi familia, las vidas que ha arruinado, y no sólo a la gente que la ha sufrido, sino también a las personas que las han visto morir. O, lo que es peor, cuando no han muerto, he visto cómo consumía las vidas de la gente que tenían que cuidarles. ¿Crees que es eso lo que quiero? Cualquier cosa sería mejor. Incluso morir.

– ¿Crees que tu muerte sería lo mejor para mí? -susurró ella.

– Puede, si eso te liberase en el caso de que cometiese el error de atarte a mí para que deseases mi muerte tanto como yo -la miró con ojos apagados-. Sólo que yo no la desearía, porque no sabría qué me estaba pasando. Todos lo sabrían menos yo. Simplemente seguiría adelante pensando que era un hombre normal, cuando más me valdría estar muerto.

Entonces la miró largamente en silencio, como si sus propias palabras lo hubiesen impresionado tanto como a ella. Cuando el silencio se hizo insoportable, Ferne dijo amargamente:

– ¿Y qué hay de lo que quiero yo? ¿Es que eso no cuenta?

– ¿Cómo puedes juzgarme cuando no conoces la realidad?

– Sé cómo sería mi realidad si murieses. Y lo sé porque te quiero.

Él la miró totalmente impresionado, pero ella buscó en vano en sus ojos algún indicio de alegría. Aquel hombre estaba muerto para el amor.

– No quería que sucediese, pero ha pasado. ¿Alguna vez pensaste en lo que me estabas haciendo? -alegó Ferne.

– Se supone que no debías enamorarte. Sin complicaciones. Íbamos a mantener una relación superficial.

– ¿Y crees que el amor es así? ¿Crees que con sólo decir «no», no tiene por qué ocurrir nada? Puede que para ti resulte fácil. Dispones las cosas tal y como tú las quieres, te dices a ti mismo que te acercarás a mí sin entregarte por completo y así es como funcionan las cosas, porque no tienes corazón. Pero yo sí lo tengo y no puedo controlarlo como tú lo haces. Te quiero, Dante, ¿lo entiendes? Te quiero, estoy profunda y totalmente enamorada de ti. No quería que pasase y me conté a mí misma las mismas estúpidas fantasías que tú: que si era sensata todo estaría bajo control. Pero el amor se me acercó sigilosamente mientras no miraba y, cuando miré, era demasiado tarde. Y ahora quiero todas las cosas que siempre juré que nunca me permitiría desear: vivir contigo y hacer el amor contigo, casarme contigo y tener hijos contigo. Bromear contigo y abrazarte mientras duermes. Nunca te lo habías planteado, ¿verdad? Y crees que no importa. Ojalá fuese tan despiadada como tú.

– Yo no soy…

– Calla y escúchame. Yo te he escuchado a ti y ahora es mi turno. Ojalá no te quisiera, porque empiezo a pensar que no te lo mereces, pero no puedo evitarlo. Así están las cosas. ¿Qué hago ahora con este amor que ninguno de los dos desea?

– Mátalo -dijo él bruscamente.

– Dime cómo.

El rostro de Dante cambió, se tornó más envejecido, más cansado, como si de pronto se enfrentase a un muro de ladrillo.

– Hay un modo -dijo él bajando la voz-. Y quizá sea el mejor, si eso logra convencerte más que cualquier otra cosa.

– Dante, ¿de qué estás hablando?

– Seré yo quien acabe con tu amor.

– Ni siquiera tú puedes hacer eso -dijo ella, intentando ignorar el miedo que crecía en su interior.

– No estés tan segura. Cuando acabe, te apartarás de mí con horror y huirás tan lejos y tan rápido como puedas. Te prometo que será así, porque pienso asegurarme. Cuando recuerdes estos días, desearás no haberme conocido jamás y me odiarás. Pero en algún momento me lo agradecerás.

Aquellas terribles palabras quedaron flotando en el aire. Ferne lo miró desesperada, buscando en vano algún indicio de relajación en su rostro.

Él miró su reloj.

– Si nos damos prisa, todavía tenemos tiempo de tomar un avión.

– ¿Adónde vamos?

– A Milán -le dedicó una sonrisa que la asustó-. Voy a mostrarte el futuro.

– No entiendo. ¿Qué hay en Milán?

– Mi tío Leo. ¿No te han hablado de él?

– Toni dijo que tenía una invalidez permanente.

– «Invalidez» no es un término que se acerque siquiera a su estado. Dicen que en su juventud era un hombre estupendo, un banquero con una inteligencia capaz de resolver cualquier problema. Las mujeres se disputaban sus atenciones. Y ahora es un hombre con la mente de un niño.

– Tus palabras son suficientes. No necesito verlo.

– Sí que lo necesitas, y lo harás.

– Dante, escucha, por favor…

– No, ya no hay tiempo para eso. Escúchame tú. Querías que te mostrase cómo acabar con tu amor y es lo que voy a hacer.

Ella intentó zafarse, pero él había posado las manos con fuerza sobre sus hombros.

– Nos vamos -le dijo.

– No puedes obligarme.

– ¿De veras lo crees? -preguntó él en voz baja.

Ninguno habló de camino al aeropuerto: no había nada que decir. Ferne se sentía sobre un enorme puente que se extendía tanto en la distancia que no podía ver el otro lado. Le llevaba a un lugar desconocido que temía visitar, pero ya no había vuelta atrás.

En el vuelo hacia Milán, ella se atrevió a preguntar: -¿En qué clase de lugar está internado?

– En una residencia. Es limpia, cómoda, agradable. Allí lo cuidan bien. A veces lo visita la familia, pero pasado un rato se descorazonan porque él no los reconoce. Le ocurre algo extraño que puede que te sea útil, y es que habla perfecto inglés. Con todo el daño que ha sufrido el resto de su cerebro, esa parte ha quedado intacta. Los médicos desconocen la razón.

En el aeropuerto tomaron un taxi hasta la residencia. Una enfermera los recibió con una sonrisa.

– Le he dicho que ha llamado para anunciar su visita. Se puso muy contento.

A Ferne aquello le resultó alentador. Igual tío Leo estaba mejor que lo que Dante imaginaba.

Los siguió a través del edificio hasta una habitación trasera donde el sol atravesaba unos grandes ventanales. Había allí un hombre arrodillado en el suelo, decorando con solemnidad un árbol de Navidad. Levantó la vista y sonrió al ver que estaban allí.

Tenía unos sesenta y muchos años, era grueso, tenía el pelo gris, los ojos brillantes y parecía simpático y agradable.

– Hola, Leo -dijo la enfermera-. Mira quién ha venido a verte.

– Te prometí que vendría -le dijo Dante en inglés-. Y he traído a una amiga.

El anciano sonrió educadamente.

– Han sido ustedes muy amables -respondió él también en inglés-, pero no puedo entretenerme mucho. Mi sobrino va a venir a verme y tengo que acabar esto -señaló el árbol y enseguida se puso a trabajar en él.

– Es su última obsesión -dijo la enfermera-. Lo decora, luego lo deshace y empieza de nuevo. Leo, no pasa nada, puedes dejarlo un momento.

– No, no, debo acabarlo antes de que llegue Dante, se lo prometí.

– Estoy aquí, tío -le dijo Dante, acercándose-. No hace falta que acabes el árbol. Está bien así.

– Pero tengo que hacerlo o Dante se sentirá decepcionado. ¿Lo conocen por casualidad?

Ferne contuvo la respiración, pero Dante ni se inmutó. Parecía acostumbrado a aquello.

– Sí, lo conozco -le dijo-. Me ha hablado mucho de ti.

– -¿Pero por qué no viene él? -Leo parecía a punto de llorar.

– Leo, mírame -Dante le hablaba con mucha suavidad-. ¿No me conoces?

– No -Leo lo miró con los ojos muy abiertos-. ¿Debería?

– Te he visitado muchas veces. Esperaba que me reconocieras.

– No -dijo él desesperado-. Nunca le he visto antes. No le conozco. ¡No le conozco!

– No te preocupes, no pasa nada.

– ¿Quién es usted? -aulló Leo-. No le conozco. Intenta confundirme. ¡Váyase! Quiero que venga Dante. ¿Dónde está Dante? ¡Me lo prometió!

Ante sus ojos horrorizados, rompió a llorar, cubriéndose el rostro con las manos y gimiendo. Dante intentó abrazarlo, pero él lo empujó violentamente y salió a trompicones de la habitación, corriendo por el césped hacia los árboles.

La enfermera hizo ademán de seguirlo, pero Dante la detuvo.

– Deje que vaya yo.

Salió corriendo detrás de Leo, alcanzándolo a la altura de los árboles.

– Ay, Dios -suspiró Ferne.

– Sí, es muy triste -dijo la enfermera-. Es un anciano muy dulce, pero se obsesiona por cosas como ese árbol y la idea no para de darle vueltas en la cabeza.

– ¿Es normal que no reconozca a su familia?

– No vienen mucho por aquí. Dante lo visita más que nadie. No debería decirle esto, pero paga la mayor parte de los gastos para su cuidado, además de tratamientos especiales.

– ¿Y cuánto tiempo lleva Leo así?

– Treinta años. Hace que uno se pregunte cómo se ve la vida desde su cabeza.

Apesadumbrada, Ferne salió al jardín y se dirigió hacia los árboles. Entendía el temor de Dante a verse reducido a aquello, compadecido por todo el mundo. Ojalá hubiese un modo de convencerle de que su amor era distinto. En su interior, estaba perdiendo la esperanza.

Los escuchó antes de verlos. Por entre los árboles se oía llorar a alguien. Enseguida se topó con los dos hombres, que se habían sentado en un tronco. Dante rodeaba a su tío con el brazo y éste lloraba en su hombro.

Miró hacia arriba al ver que se acercaba. No dijo nada. Pero sus ojos le enviaron un mensaje: «Ahora lo comprendes. Sé prudente y huye cuanto antes».

– Deja de llorar -le dijo amablemente-. Quiero presentarte a una amiga. No puedes llorar delante de una señorita, pensará que no le gustas.

El suave sonido de su voz tuvo su efecto. Leo se sonó la nariz e intentó parecer animado

– Buon giorno, signorina.

– No, no, mi amiga es inglesa -dijo Dante-. Tenemos que hablar en inglés. No sabe idiomas como tú. Se llama Ferne Edmunds.

– Buenas tardes, señorita Edmunds.

– Llámame Ferne, por favor -dijo ella-. Me alegro mucho de conocerte -buscando algo que decir, miró a su alrededor-. Este sitio es muy bonito.

– Sí, siempre me ha gustado -añadió Leo con seriedad-, cuesta mucho mantenerlo, pero ha pertenecido a mi familia durante mucho tiempo y creo que debo… debo… -se interrumpió, mirando desconcertado a su alrededor.

– No te preocupes -dijo Dante, tornándole de la mano y hablando en voz baja-. Hay personas que se ocupan de cuidarlo.

– Quería que todo estuviese preparado cuando viniese Dante -dijo Leo con tristeza-, pero no va a venir, ¿verdad?

– Leo, soy yo -dijo Dante con urgencia-. Mírame. ¿No me reconoces?

Durante un instante, Leo contempló el rostro de Dante, con una expresión entre triste y ansiosa. Ferne contuvo la respiración por ambos.

– ¿Te conozco? -preguntó Leo con tristeza pasado un momento-. A veces creo… pero él nunca viene a verme.

Ojalá lo hiciese. Una vez me dijo que era la persona que mejor me entendía y que siempre sería mi mejor amigo. Pero no viene a visitarme y estoy muy triste.

– Pero sí que vengo a verte -dijo Dante-. ¿No te acuerdas de mí?

– No -suspiró Leo-. Nunca te había visto antes. ¿Conoces a Dante?

De primeras, ella pensó que Dante no respondería. Tenía la cabeza inclinada como si en su interior se debatiera una enorme lucha que agotase todas sus fuerzas. Pero finalmente logró decir:

– Sí, lo conozco.

– Por favor, dile que venga a verme. Lo echo mucho de menos.

El rostro de Dante estaba lleno de tristeza y Ferne sufrió por él. Tenía razón: la realidad era más terrible que cualquier cosa que ella pudiese haber imaginado.

– Volvamos dentro -dijo él, ayudando a Leo a levantarse.

Regresaron en silencio atravesando el césped. Leo se había animado, como si los minutos anteriores no hubiesen existido, y cantaba alegremente por la enorme finca que creía suya.

La enfermera salió a las escaleras y sonrió a Leo. -Tenemos tus pasteles favoritos -le dijo.

– Gracias. Intentaba explicarle a este amigo mío cómo es Dante. Deja que te enseñe una foto suya.

De una cajonera que había junto a la cama sacó un álbum y lo abrió por una página que contenía una única imagen. Era una foto reciente de Dante. Leo la miraba con orgullo.

– Se la hicieron… bueno, como ves no se parece nada… -miró a Dante con tristeza.

Ferne sintió que de un momento a otro iba a echarse a llorar. La imagen era claramente de Dante y el hecho de que Leo no lo reconociera explicaba lo terrible de su estado mental.

– ¿Lo ves? Si recuerdas cómo es… entonces… -las lágrimas empezaron a resbalar por su rostro.

A Ferne se le partía el corazón al ver a Dante allí sentado, contemplando aquella tragedia con serenidad. Cuando le hablaba a Leo, lo hacía con ternura y amabilidad, pidiendo nada, dándolo todo.

– Lo recordaré -dijo-. Confía en mí. E intentaré encontrar el modo de que estés mucho mejor. Sabes que puedes confiar en mí.

– Claro -dijo Leo con alegría-. Eres siempre tan bueno conmigo… ¿Quién eres?

– No importa -dijo Dante con dificultad-. Mientras seamos amigos, los nombres no importan.

Leo sonrió.

– Gracias, gracias. Quisiera… quisiera…

De pronto comenzó a jadear y a agitarse. Empezó a sacudir los brazos y Dante tuvo que utilizar toda su fuerza para sujetarlo a la silla.

– Será mejor que se vayan -dijo la enfermera lacónicamente-. Sabemos lo que hay que hacer cuando se pone así.

– Llamaré más tarde -dijo Dante.

– Por supuesto, pero váyanse ahora, por favor. Tuvieron que marcharse a su pesar.

– ¿Qué le ha pasado? -preguntó Ferne cuando salían.

Sufrió un ataque epiléptico -dijo Dante sin rodeos-.Es otra de las consecuencias de esta enfermedad. Perderá la consciencia y al despertar no recordará nada, ni nuestra visita. Una vez le pasó e insistí en quedarme, pero mi presencia lo inquietaba. Seguramente ha sido culpa mía que haya sufrido un ataque, porque al verme se ha alterado. Pobre hombre dijo ella con fervor.

Sí, lo es. Y ahora ya lo sabes. Vamos al aeropuerto. Has visto todo lo que tenías que ver.

Hablaron muy poco en el vuelo de vuelta a Nápoles. Ferne se sentía como si nunca más desease volver a decir una palabra. Le parecía tener la mente en sombras y ante ella sólo veía más oscuridad. Quizá las cosas mejorarían cuando llegasen a casa y hablasen del tema. Intentó creerlo con todas sus fuerzas.

Pero al llegar a casa, él se detuvo ante la puerta.

Voy a dar un paseo dijo. Volveré más tarde.

Ferne prefirió no sugerirle que lo acompañaba. Él quería alejarse de ella, ésa era la verdad. Y, como pensó mientras abría la puerta, ella también necesitaba estar lejos de él un momento. Hasta ese punto habían llegado.

El apartamento estaba aterradoramente silencioso. Ya había estado sola antes allí, pero el silenció no le había parecido tan amenazador porque la animosidad de Dante siempre le había acompañado, incluso no estando él presente. Pero la risa había desaparecido, quizá para siempre, y había sido sustituida por la hostilidad de un hombre que había encontrado traición donde creía haber encontrado confianza.

Todo había sucedido muy deprisa. Tan sólo hacía unas horas, ella había estado disfrutando de la certeza del amor de él, de que el problema entre ambos podía resolverse. Y luego el mundo se le había caído encima.

No, había caído sobre ambos, porque aunque Dante se había mostrado cruel, ella se había percatado del dolor y la desilusión que lo corroía.

En su desesperación, le había dicho que lo amaba, pero en ese momento cayó sobre ella con la fuerza de un mazo que él no le había respondido diciéndole lo mismo. Sólo había hablado de acabar con su amor. Ferne deseó creer que él se había estado obligando a hacerlo, negando sus verdaderos sentimientos, pero ya no estaba segura de cuáles eran éstos. A veces le había parecido detectar odio en la mirada de Dante.

Puede que aquél fuese el verdadero Dante, un hombre cuya necesidad de mantener el mundo a raya era más grande que cualquier amor que pudiese sentir. Quizá la hostilidad con que la había tratado era el sentimiento más fuerte que pudiese albergar.

Se sentó a oscuras, temblando de pena y desesperación.

Al amanecer lo oyó llegar, moviéndose sin hacer ruido. Al ver que la puerta del dormitorio se abría un poco, le dijo:

Estoy despierta.

Lo siento. ¿Te he despertado? hablaba en voz baja.

– No puedo dormir.

Dante no se acercó a la cama, sino que se quedó junto a la ventana, mirando al Vesubio como una vez habían hecho juntos.

¿Eso es lo que querías decir preguntó ella, situándose junto a él, cuando hablabas de no saber nunca cuándo iba a enviar un mensaje de advertencia?

Así es.

– Y, ahora que lo ha hecho, ¿se supone que debemos huir corriendo?

Si se es sensato, sí.

Yo nunca lo fui.

– Lo sé -rió fugazmente-. Nadie que nos conociese hubiese imaginado que yo era el único sensato, ¿verdad?

– Desde luego, yo no -dijo ella, intentando recuperar el tono de broma en que ambos solían hablar.

– Pues debo ser sensato por ambos. Pensaba que lo ocurrido hoy te había abierto los ojos. Ya viste lo que me espera al final del camino.

– No, si recurres a los médicos para evitarlo -presionó ella.

– No hay forma de evitarlo, o al menos, las posibilidades son tan escasas que no merece la pena correr el riesgo. Acabar como Leo es mi peor pesadilla. Y puede que un día ocurra. Si para entonces estamos casados, ¿qué harías? ¿Serías tan sensata como para dejarme?

Ferne lo miró fijamente, incapaz de creer lo que Dante acababa de decirle.

– ¿Querrías entonces que te dejara… que te abandonara?

– Querría que te alejases de mí lo más posible, que te marcharas a un lugar en el que nunca tuvieses que verme o volver a pensar en mí jamás.

Destrozada, Ferne dio un paso atrás y lo miró. Entonces una rabia ciega se apoderó de ella y alzó la mano para abofetearle, pero en el último segundo la dejó caer y se marchó apresuradamente, aterrada por lo que había estado a punto de hacer.

Dante la siguió, furioso también, y la giró hacia él -Si quieres pegarme, hazlo -le dijo bruscamente.

– Es lo que debería hacer -contestó ella.

– Sí, debería. Te he insultado, ¿no? Pues bien, volveré a insultarte una y otra vez hasta que te enfrentes a la realidad

La rabia con la que le habló asustó a Ferne. Ella entendía en parte que su crueldad era un intento deliberado de ahuyentarla por su bien. Pero le asombraba su intensidad, que le advertía que había partes de él que nunca había comprendido porque él nunca le había permitido hacerlo.

– La realidad es lo que uno quiere que sea -dijo ella.

– Quizá es que veo las cosas de manera distinta. ¿Matrimonio? ¿Niños? ¿Caminar de la mano hacia la puesta de sol? Sólo que yo no estaría sosteniendo tu mano, sino aferrándome a ella para apoyarme.

– Y yo estaría contenta de poder ofrecerte ese apoyo porque te quiero.

– No me quieras -dijo él despiadadamente-. No tengo amor con que compensarte.

– ¿Es eso cierto? -susurró ella.

La miró de una forma terrible, llena de una desesperación y un sufrimiento que ella no podía aliviar. Y fue entonces cuando se enfrentó a la verdad: si no poseía la capacidad de calmar su dolor, todo había acabado entre ellos.

– Intenta no odiarme -dijo él con voz cansada.

– Creí que deseabas que te odiase porque era el modo más rápido de librarte de mí.

– Eso creía, pero supongo que no logro conseguirlo. No me odies más de lo debido y yo intentaré no odiarte a ti.

– ¿Odiarme? -repitió ella-. Después de todo lo que hemos… ¿podrías odiarme?

Se hizo un largo silencio y luego él susurró:

– Sí. Si tuviese que hacerlo.

Volvió a mirar por la ventana, hacia donde rompía el alba. El cielo estaba despejado y los pájaros empezaban a cantar. Iba a ser un día maravilloso.

Ella se le acercó por detrás, tocándolo con suavidad y descansando la mejilla en su espalda. En su cabeza se arremolinaban las palabras que quería decirle, pero ninguna iba a bastar.

Sentía el calor de su cuerpo, como lo había sentido tantas veces con anterioridad y, de pronto, de un modo irracional, se vio inundada de esperanza. Aquél era Dante, el que la amaba por mucho que dijese. Y seguirían juntos porque así estaba escrito.

Lo único que tenía que hacer era convencerlo de esa realidad.

– Cariño -susurró ella.

Con voz seca, él le contestó sin mirarla.

– Hay un vuelo a Inglaterra a las once. Te he comprado un billete.

La acompañó al aeropuerto, la ayudó a facturar y se quedó con ella mientras esperaban la primera llamada. Su actitud no fue más cariñosa que antes. Cumplía educadamente con su deber.

Ella no podía soportarlo. Pasara lo que pasase, no podía marcharse en una dirección y dejar que él tomara otra distinta, a merced de cualquier viento que soplara.

– Dante, por favor.

Olvídalo.

– Deja que me quede -susurró ella-. Haremos que esto funcione.

Él negó con la cabeza con ojos cansados y vencidos.

– No es culpa tuya. Soy yo. No puedo cambiar. Siempre seré una pesadilla para la mujer con la que conviva. Tenías razón, no debía haber intimado contigo sin advertirte antes. ¿No prueba eso acaso que soy un monstruo?

– No eres un monstruo -dijo ella con convicción-. Sólo eres un hombre atrapado en una red. Pero no tienes que vivir en ella solo. Deja que entre en ella, déjame ayudarte.

– ¿Para ver cómo quedas atrapada tú también? No, vete mientras puedas. Ya te he causado suficiente daño. ¡Por el amor de Dios, hazlo por mí, vete!

Huyó casi corriendo, apresurándose entre la multitud sin mirar atrás. Ella se quedó mirándolo mientras la distancia entre ambos se hacía cada vez más grande, hasta que hubo desaparecido.

Pero sólo de su vista, porque en su mente y su corazón, donde él habitaría siempre, todavía podía verlo volver al apartamento vacío y la vida vacía en que se instalaría solo para siempre, en la soledad amargamente doble de aquéllos que han elegido su aislamiento.

CAPÍTULO 11

FERNE llegó a su apartamento bien entrada la noche y lo encontró lúgubre y frío. Cerró la puerta tras ella y se quedó en silencio, pensando que Dante estaría encerrado en una oscuridad más que física.

No había comido nada en todo el día, así que encendió la calefacción y empezó a prepararse algo, pero de pronto lo dejó y se fue a la cama. No tenía fuerzas para ser sensata.

«¿Dónde estás», pensó. «¿Qué estás haciendo? ¿Estás tumbado allí solo, pensando en mí como yo pienso en ti? ¿O estás entretenido con alguna chica? No, es demasiado pronto. Acabarás haciéndolo, pero todavía no».

Durmió un rato, se despertó y volvió a dormirse. Dormida o despierta, sólo veía sombras en todas direcciones. Al final se vio obligada a admitir que había amanecido un nuevo día y salió despacio de la cama.

Lo primero que hizo fue llamar a Hope. Estaba al tanto de todo y le había pedido que la llamase para decirle si había llegado bien.

– Pretendía llamarte anoche, pero llegué muy tarde -se disculpó.

– No importa. ¿Cómo estás tú? Tienes muy mala voz.

– Estaré bien cuando tome una taza de té -dijo ella, intentando parecer relajada.

– ¿Cómo estás de verdad? -insistió Hope con preocupación maternal.

– Necesitaré un tiempo -admitió ella-. ¿Cómo está Dante?

– Él también lo va a necesitar. Carlo y Ruggiero se pasaron a verle anoche. No estaba en casa, así que recorrieron los bares de la zona hasta encontrarlo sentado en un rincón bebiendo whisky. Lo llevaron a casa, lo acostaron y se quedaron con él hasta el día siguiente. Carlo acaba de llamarme para decirme que está despierto con una terrible resaca, pero bien en general.

Se despidieron con mutuas expresiones de afecto. Unos minutos después, sonó el teléfono. Era Mick.

– He oído rumores -dijo-. Dicen que has vuelto a la tierra de los vivos.

Ella casi se echó a reír.

– Es una forma de decirlo. Estoy en Inglaterra.

– -¡Genial! Tengo un montón de trabajo para ti. -Pensaba que me habías plantado.

– No suelo plantar a gente con el potencial de beneficios que tú tienes. El trabajo que rechazaste sigue en pie. Han probado a otra persona, pero no les gustó y me dijeron que te consiguiera a cualquier precio. Es mucho dinero.

– Muy bien -interrumpió a Mick finalmente-. Dime cuándo y dónde y allí estaré.

Aquel día se acercó al teatro y desde el primer momento todo fue como la seda. La historia de su encuentro con Sandor en Italia se había hecho pública y empezó a recibir ofertas para contarlo a la prensa, pero las rechazó. Sandor, nervioso, ofreció una entrevista al periódico, que apareció ilustrada con varias de las fotos más famosas de Ferne. Su fama aumentó y también sus honorarios.

La vida florecía a su alrededor

Pero ella pensó que no, que la vida no, sino su carrera, porque la vida para ella ya no existía.

Hablaba con Hope con frecuencia y siempre tuvo la impresión de que la existencia de Dante era muy parecida a la suya, exitosa en apariencia pero gris y deprimente en realidad, pero no tuvo noticias directas de él hasta pasado un mes de su estancia en Inglaterra, cuando recibió un mensaje:

Tu éxito aparece en todos los periódicos. Me alegro de que no salieras perdiendo. Dante.

Ella le contestó:

He perdido más de lo que sabrás jamás.

Después de aquello se hizo el silencio. Ella luchó desesperadamente por aceptar el hecho de que nunca más sabría de él, pero entonces recibió una carta.

Sé lo generosa que eres, así que me atrevo a esperar que con el tiempo me perdones por las cosas que dije e hice. Sí, te quiero, y sé que siempre te querré. Pero por el bien de los dos no volveré a decírtelo nunca más.

Noche tras noche, Ferne lloró con la carta apretada contra su pecho. Finalmente contestó:

No tienes que volver a decírmelo. Era suficiente con que me lo dijeses una vez. Adiós, amor mío.

Él no contestó. Ella no esperaba que lo hiciese. Empezó a tener pesadillas. Un día soñó que el tiempo había pasado y lo veía al cabo de los años. Corría ansiosa hacia Dante, pero él la miraba sin reconocerla. Alguien lo tomaba del brazo y se lo llevaba.

Entonces ella se daba cuenta de que había pasado lo peor, que había sufrido el daño cerebral que siempre había temido. Ella esperaba que se volviese a mirarla, pero no lo hacía, porque se había borrado de su mente como si nunca hubiese existido.

Se despertó gritando.

Incorporándose con dificultad, reprimió sus sollozos y de pronto todo su cuerpo pareció convertirse en una enorme náusea. Salió corriendo de la cama y consiguió llegar al baño justo a tiempo.

Una vez se le hubo pasado, se sentó temblando y pensando en lo que le había pasado.

«Debe de ser una indisposición estomacal, no significa que esté embarazada».

Pero así era. Y ella lo sabía. Una visita a la farmacia y un test lo confirmaron

La certeza de que iba a tener un hijo de Dante le cayó encima como un rayo. Se consideraba una persona moderna, cuidadosa, sensata, pero al estar con él había olvidado todo lo demás. Su vida había dado un vuelco en un segundo.

Iba a tener un hijo de Dante, nacido de su amor, pero también con la posibilidad de heredar la enfermedad que había distorsionado la vida de su padre: sería el recuerdo constante de lo que podía haber tenido y había perdido para siempre.

La solución más sensata sería un aborto, pero ella lo descartó enseguida. Si no podía tener a Dante, conservaría una pequeña parte de él y nada podría convencerla de que la destruyese.

Lo que sí era seguro es que Dante tenía derecho a saberlo. Y entonces, quizá…

– ¡No, no! -gimió-. Nada de falsas esperanzas. Sólo decírselo y luego… ¿Y luego qué?

Una vez decidida, se movió con rapidez. Llamó a Mick y arregló con él todo lo referente al trabajo. Luego voló a Nápoles y se alojó en un hotel. No le anunció a nadie su visita, ni siquiera a Hope. Era algo que sólo les incumbía a Dante y a ella.

Todavía había luz cuando cubrió la corta distancia que había hasta el bloque de apartamentos. Levantó la vista hacia las ventanas intentando descubrir algún signo de vida, pero era demasiado temprano como para que las luces estuviesen encendidas.

Tomó el ascensor hasta la quinta planta y entonces dudó. No le pegaba perder la confianza, pero aquello era muy importante, sobre todo los minutos siguientes. Escuchó, pero no había ruido alguno en el interior. De pronto perdió el valor y se dispuso a marcharse.

¡No te vayas!

Era casi un grito. Girándose, vio a Dante en el umbral de la puerta. Estaba despeinado y llevaba la camisa abierta, tenía el rostro demacrado y parecía no haber dormido en un mes. Pero lo único que ella vio fue que tenía los brazos abiertos y en un segundo se vio envuelta en ellos.

Se abrazaron en silencio, con fuerza, sin besarse pero aferrados el uno al otro como si buscasen un lugar en el que refugiarse.

– Pensé que no llamarías nunca -le dijo él, desesperado-. Te estaba esperando.

– ¿Sabías que iba avenir?

– Te vi abajo en la calle. Al principio no lo creí, porque te he visto muchas veces, pero siempre te desvanecías. Luego oí subir al ascensor y tus pasos… pero no llamaste a la puerta y temía que fuese otra alucinación. He tenido tantas que no podía soportar otra más.

La condujo al apartamento y volvió a abrazarla.

– Gracias a Dios que estás aquí -dijo él, y sus palabras hicieron que Ferne ascendiese hasta las nubes, pero lo siguiente que dijo la hizo bajar de nuevo-: quería verte una vez más. Nos separamos de mala manera y todo fue culpa mía. Ahora al menos podemos hacer las paces.

Así que en aquello él no había cambiado. Ya no negaba su amor, pero seguía dispuesto a mantenerse apartado de ella.

Ferne respiró hondo.

– No es así de simple -dijo ella, echándose hacia atrás y mirándolo con cariño-. Ha pasado algo y he venido a contártelo… pero luego me iré si quieres y no volverás a verme jamás.

Él torció la boca en un gesto.

– Eso no suena muy bien.

– Ya; para mí tampoco, pero cuando escuches lo que tengo que decir puede que te enfades tanto que desees que me marche.

– Nada podría hacerme enfadar contigo:

– Una vez lo estuviste.

– Dejé de estar enfadado hace mucho tiempo. Estaba sobre todo enfadado conmigo mismo. Te puse en una situación horrible, lo sé. Debía haberme mantenido apartado.de ti desde el principio,

– Es demasiado tarde para eso. El tiempo que pasamos juntos me ha dejado algo más que recuerdos -al ver que él fruncía el ceño, dijo-: Dante, voy a tener un hijo.

Durante un instante, ella vio la alegría en su rostro, pero desapareció enseguida, como si él la hubiese obligado a apagarse.

– ¿Estás segura?

– No hay duda. Me hice un test y luego vine a decírtelo, porque tienes derecho a saberlo. Pero eso es todo. No espero que reacciones de la forma convencional porque sé que no puedes.

– ¡Espera, espera! -dijo él con fiereza-. Necesito tiempo para asumirlo. No puedes… ¡Un niño! ¡Dios mío!

– Me atreví a esperar que te alegrases -dijo ella con tristeza-, pero supongo que no puedes hacerlo.

– ¿Crees que me alegra traer al mundo a otro niño que pasará la vida preguntándose qué ocurre en su interior? Pensé que tomabas la píldora, Dios, no sé lo que pensé. Pero siempre juré que nunca tendría hijos.

– Pues ahora vas a tener uno -dijo ella en voz baja-. Tenemos que seguir adelante. No puedes hacer retroceder las agujas del reloj.

– Hay un modo de hacerlo.

– No -dijo ella con firmeza-. Ni se te ocurra sugerirlo. Si crees por un momento que me desharía de nuestro hijo, es que no me conoces. Te dije que te quería, pero podría odiarte fácilmente si me pidieses que hiciera algo así.

Pero no podía permanecer enfadada viéndolo allí, sintiendo pena por la confusión que había en su rostro. Él siempre había insistido en mantener el control, bailando con el destino hasta el borde del abismo, pero estaba al borde de uno que nunca había imaginado y se sentía perdido. Aquel pensamiento le dio a Ferne una idea.

– El destino no siempre se comporta como esperamos -dijo, deslizando las manos por el cuello de Dante-. Ha esperado bastante por ti y seguramente se está riendo a tus espaldas, pensando que ha encontrado el modo de derrotarte. Pero no lo dejaremos ganar.

Él descansó la frente en la de ella.

– ¿No vence siempre el destino? -susurró.

– Depende de quién luche a tu lado -ella se apartó, tomando su mano y poniéndosela sobre el vientre-. Ya no estás solo. Ahora hay dos personas que te respaldan.

Dante estaba muy callado y ella notó que contenía la respiración mientras luchaba por aceptar ideas que siempre le habían sido ajenas.

– No será fácil -añadió ella rápidamente, hablando con suave insistencia-. Puede que tu hijo herede la enfermedad de tu familia, pero lo averiguaremos y, si hay malas noticias, al menos tú estarás ahí para prestar tu ayuda. Puedes explicar cosas que nadie lograría explicar. Probablemente ambos forméis una sociedad exclusiva en la que no pueda entrar, pero no me importa, porque os tendréis el uno al otro y eso es lo que realmente necesitaréis.

– No -dijo él suavemente-. Nunca quedarás fuera, porque no saldríamos adelante sin ti. Pero, mi amor, no sabes en lo que te estás metiendo.

– Sí que lo sé: una vida de preocupaciones, siempre preguntándome cuánto durará mi felicidad.

– Sabiendo eso…

– Pero la otra opción sería una vida sin ti y es a ti a quien elijo. Te elijo para mí y como padre de nuestro hijo, porque nadie más podría ser un padre como el que tú serías. Nadie más conoce los secretosque tú conoces.

Él la atrajo hacia sí, hacia el lugar al que ella pertenecía donde había soñado estar durante muchas semanas de soledad. No se besaron ni acariciaron, sino que se quedaron inmóviles y en silencio, redescubriendo el calor del otro.

Finalmente, él la condujo al dormitorio y la llevó a la cama.

– No te preocupes -dijo él enseguida-, no intentaré hacerte el amor.

– Cariño, no pasa nada -dijo ella con voz trémula-. En los primeros meses es bastante seguro.

– Seguro -susurró el-. ¿Qué significa esa palabra? Uno nunca puede estar seguro y no correremos riesgos -entonces lanzó una carcajada de autocrítica-. Mírame, hablando de no correr riesgos. Pero soy un egoísta, nunca tuve que preocuparme por la salud de nadie. Supongo que tendré que ponerme manos a la obra.

Ella lo besó con pasión y ternura.

– Casi lo has conseguido -murmuró ella.

– ¿Casi?

– Hay algo que quiero que hagas -dijo ella, hablando en voz baja aunque su corazón latía con fuerza-. Vamos a averiguar cómo estás. No puedo vivir con esa incertidumbre.

– ¿Y si resulta ser lo peor? -preguntó él.

– Entonces nos enfrentaremos al problema. No ya sólo por nosotros, sino también por el bien de nuestro hijo. Éste hijo es tuyo, tiene tus mismos genes y quiero saber lo que eso puede implicar. Si no conozco la verdad, enfermaré de preocupación y no es bueno para el bebé. Hazlo por mí, mi amor.

Se hizo un largo silencio en el que Ferne detectó la agonía de Dante y lo abrazó protectoramente, intentando expresarle sin palabras su amor por él.

– Ten un poco de paciencia -le rogó él finalmente-. No me pidas que lo haga ahora.

– Tómate tu tiempo -susurró ella.

Se acostaron sin hacer el amor y cuando ella se despertó con las primeras luces del alba no le sorprendió encontrarlo sentado junto a la ventana y se reunió con él en silencio. Él no giro la cabeza, pero entrelazaron sus manos.

– Sigue esperando ahí -dijo él, señalando al volcán-. Supongo que emitió un rugido para el que no estaba preparado. Y, como siempre temí, no tengo respuesta. ¿Por qué no me dejas?

– Porque me aburriría sin ti -dijo ella, bromeando como antes-. Y si nuestro hijo preguntara dónde está su padre, ¿qué iba a decirle?

– Que lo arrojaste con el resto de la basura. O podrías reciclarme en un hombre sensato.

– ¿Entonces iba ella a reconocerte? -preguntó Feme medio riendo.

– ¿Y desde cuándo se ha convertido en una niña?

– He decidido que será niña. Debemos ser prácticos.

– ¿Necesito a otra mujer dándome la lata? -Definitivamente. Hope y yo no bastamos. Es tarea para tres.

Entonces, la sonrisa de Ferne despareció al ver algo en una mesa.

– Es una de las fotos que me hiciste cuando vine por primera vez.

– Fuimos al consulado a conseguirte un nuevo pasaporte -recordó él.

– ¿Y cómo es que la tienes? No recuerdo habértela dado.

– No, me metí en tu ordenador. Era la mejor, así que la imprimí para conservarla -se detuvo y la contempló durante un momento, recordando-. Nunca te quise tanto como entonces. La noche anterior había estado a punto de contártelo todo. Me eché atrás en el último momento, pero cuando vi estas fotos y la forma en que me mirabas supe que tenía que decírtelo porque eras la única persona en quien podía confiar. De pronto lo vi claro y supe que podía contarte cualquier cosa.

– Oh, no -susurró ella, dejando caer la cabeza sobre sus manos-. Y entonces descubriste aquel archivo y supiste que te había traicionado. No me extraña que estuvieses tan dolido.

– No me traicionaste. Lo sabía desde hacía tiempo, pero estaba en tal estado de confusión que no pude esperar a apartarte de mí. Me hiciste pensar y no quería hacerlo. Sólo cuando te fuiste me di cuenta de lo que había hecho: escoger una vida segura y predecible. Conservé la fotografía para que me recordase lo que había perdido.

– ¿Y por qué no me llamaste para pedirme que volviese? -preguntó ella.

– Porque pensé que no tenía nada que ofrecerte y que estabas mejor sin mí.

– Eso nunca será verdad. Quiero que estemos juntos toda la vida.

– Ojalá.:. -dijo él con añoranza.

– Amor mío, sé que lo que te estoy pidiendo es difícil, pero hazlo por mí. Por nosotros.

Sin hablar, él se arrodilló y posó la cabeza sobre ella, tocándole suavemente el vientre. Ferne lo acarició, también en silencio. No hizo falta nada más. Dante le había dado su respuesta.

Hope estaba contentísima cuando llegaron a la villa aquella noche y los recibió a ambos, sobre todo a Feme, con los brazos abiertos.

– Bienvenida a la familia -dijo-. Sí, ahora eres una Rinucci. Vas a tener un hijo Rinucci y eso te convierte en uno de nosotros.

Al día siguiente, ella se encargó de las citas para las pruebas de Dante, llamando a un contacto que tenía en el hospital. Éste se movió deprisa y a Dante lo admitieron ese mismo día para una punción lumbar y un escáner.

– Las pruebas muestran que sufrió una pequeña hemorragia no hace mucho -dijo el médico-. Ha tenido suerte y la ha superado. Pero puede que siga ahí o que tenga otra mayor en unas semanas e incluso muera.

Dante no contestó, se quedó sentado totalmente inmóvil como si ya estuviese muerto. Después de evitar aquel momento durante toda su vida, se había visto obligado a enfrentarse a él.

– ¿Y no se podría arreglar con una operación? -la voz de Ferne era casi un ruego.

– Ojalá pudiese decirle que es tan sencillo como eso -contestó el médico-. Es una operación muy difícil, con un alto índice de riesgo de defunción. Pero si entra en coma antes de operarse, el índice es incluso más alto -y añadió dirigiéndose a Dante-: lo mejor que puedes hacer es hacerlo ahora antes que las cosas se pongan peor.

Dante había estado sentado con la cabeza hundida entre las manos. Entonces levantó la vista.

– Y si sobrevivo -dijo-, ¿puede garantizarme que seré una persona normal?

El doctor negó con seriedad.

– Siempre hay riesgo de complicaciones -dijo-, ojalá pudiese ofrecerle garantías, pero no puedo.

Se marchó dejándolos solos y los dos se abrazaron en silencio.

– ¿Qué voy a hacer? -preguntó él, desesperado-. Hubo un tiempo en que no me importaba morir, pero ahora estás tú… y ella. ¿Quién iba a pensar que podría asustarme tanto tener una razón para vivir? He usado mi enfermedad como excusa para evitar responsabilidades y ahora me parece una cobardía. Toda mi vida ha sido una farsa porque no he sido capaz de enfrentarme a la realidad -la miró angustiado-. ¿De dónde sacas tu valentía? ¿No podrías cederme un poco a mí? Porque yo carezco de ella. Una parte de mí me sigue diciendo que me marche y deje que las cosas sigan su curso.

¡No! -dijo ella con vehemencia-. Te necesito a mi lado. Tienes que aprovechar todas las oportunidades que se te ofrezcan para seguir vivo.

– ¿Aunque eso me suponga acabar como Leo? Eso me asusta más que la muerte.

Ferne se apartó y lo miró a los ojos.

– Escúchame. Me has pedido que te dé valor y deberías entender que soy yo la que necesita que tú me lo des a mí.

– ¿Yo? ¿Un payaso, un oportunista?

– Sí, un payaso, porque tú y tus bromas me protegéis del resto del mundo. Necesito que te rías de mí y que me mantengas viva, que me sorprendas y conviertas el mundo en un lugar a mi medida. Me haces sentir fuerte y completa, así que ahora mismo lo que necesito es extender la mano y agarrar la tuya para protegerme a mí misma, no a ti.

Él la miró intensamente, intentando encontrar una respuesta a aquel misterio. Finalmente, pareció encontrar lo que necesitaba, porque la atrajo hacia él y descansó la cabeza en su hombro.

Haré todo lo que quieras -le dijo-. Sólo prométeme que estarás allí.

CAPÍTULO 12

EL MÉDICO hizo hincapié en que no había tiempo que perder y fijaron una cita para el día siguiente.

Pasaron la tarde en la villa, donde la familia se había reunido para desearle buena suerte a Dante. Él parecía haber recobrado su buen humor, bromeando incluso sobre la deferencia que había tenido con Ferne.

– No puedo creer que éste sea Dante -dijo ella-. No le pega nada estar de acuerdo conmigo.

– Se está convirtiendo en un esposo Rinucci -dijo Toni-. Por muy fuertes que parezcamos ante el resto de la gente, en casa sólo obedecemos órdenes.

Nadie supo cuál de las esposas murmuró: «Eso espero», pero las demás asintieron y los maridos sonrieron.

Pero él no es esposo de nadie -indicó Hope-. Quizá ya va siendo hora de que lo sea.

– Tendrás que preguntarle a Ferne -dijo Dante enseguida. Le sonrió con un atisbo de su antiguo carácter travieso-. Yo sólo hago lo que se me dice.

– Pues serías un perfecto marido -dijo ella con voz agitada.

– ¿Pero cuándo es la boda? -preguntó Hope.

– En cuanto salga del hospital -dijo Dante.

– No -dijo Hope rápidamente-. No esperes tanto. Hazlo ya.

Todos sabían lo que quería decir. Era entonces o nunca.

– ¿Y se puede organizar con tanta premura? -preguntó Ferne.

– Déjamelo a mí -dijo Hope.

Tenía contactos por todo Nápoles y a nadie le sorprendió que tras unas llamadas anunciase que al día siguiente se podía organizar una misa de emergencia. La boda sería a mediodía y Dante ingresaría en el hospital justo después.

A Ferne le preocupaba que Dante sintiese que lo empujaban a casarse y su temor se acrecentó al ver lo callado que estaba de camino a casa.

– ¿Dante?

– Calla, no hables hasta haber oído lo que tengo que decir. Espera aquí.

Entró en el dormitorio y rebuscó en un cajón, regresando poco después con dos cajitas. Dentro de una de ella había dos anillos de boda, uno grande y otro pequeño. Dentro de la otra había un anillo de compromiso de diamantes y zafiros.

– Eran de mis padres -dijo él, sacando el de compromiso-. Nunca pensé que llegaría el día en que entregaría esto a una mujer. Pero tú no eres cualquier mujer. Eres la mujer que he estado esperando todo este tiempo.

Lo deslizó en el dedo de Ferne, agachó la cabeza y lo besó. Ferne no pudo hablar. Estaba llorando.

Y éstos -dijo él, dirigiéndose a la otra caja- son los anillos que intercambiaremos el día de nuestra boda. Mis padres se querían con pasión. Él empezó a hacer locuras y ella intentaba pasar con él el mayor tiempo posible. Tenía miedo de que desapareciese sin ella. Solía culparla por ello, pero ahora lo entiendo. He llegado a comprender muchas cosas que antes se me ocultaron.

La voz le temblaba tanto que casi no pudo acabar de hablar. Agachó rápidamente la cabeza, pero no lo suficientemente deprisa como para esconder sus mejillas mojadas. Ferne lo abrazó, con fuerza, contenta de que él se sintiese libre de llorar en sus brazos y de haber llegado también a comprender muchas cosas.

Aquella noche hicieron el amor como si fuese la primera vez. Él la acarició suavemente, como con miedo a hacerle daño. Ella reaccionó con apasionada ternura y entre ellos flotó siempre el mismo pensamiento: que quizá aquélla sería la última vez. Al acabar, se abrazaron cariñosamente.

A la mañana siguiente, un abogado se presentó en la casa con varios papeles para que los firmara Dante y también algunos para Ferne.

– Están en italiano, no entiendo una palabra -dijo ella.

– Fírmalos -le dijo él-. Si acabo incapacitado, te darán poder para hacerte cargo de mis cosas.

Ella estaba un poco perpleja, ¿es que siendo su esposa eso no ocurría automáticamente? Puede que la ley italiana fuese más complicada. Firmó rápidamente y siguió con los preparativos.

No llevó un espléndido traje de novia, sino un vestido de seda melocotón que sabía que a él le gustaba. Con traje de chaqueta oscuro, Dante estaba más guapo que nunca. Ambos evitaron mirar la maleta que él iba a llevar consigo al hospital cuando acabase la boda.

Finalmente el abogado se marchó y se quedaron solos, esperando al taxi.

– Creo que ya está aquí -dijo ella, asomándose a la ventana.

– Un momento -dijo él reteniéndola-. Sólo hay una cosa más que tengo que saber antes de que sigamos adelante. Quiero casarme contigo más que nada en el mundo, pero no puedo soportar la idea de convertirme en una carga para ti. ¿Me das tu palabra de que me internarás en una residencia si acabo como el tío Leo?

– ¿Cómo iba a hacerlo? -preguntó ella, aterrada.

– No puedo casarme contigo para convertirme en una carga. Si no me das tu palabra, suspenderé la boda.

– ¿Y tu hijo?

– Acabamos de firmar unos papeles que te otorgan el control absoluto de todas mis posesiones, estemos o no casados, para tu manutención y la de nuestro hijo.

– ¿Crees que hablaba de dinero?

– No, pero tienes que saber que mis disposiciones servirán para cuidar de los dos, incluso aunque no lleguemos a casarnos.

– ¿Tengo tu palabra -preguntó él de nuevo- de que si quedo incapacitado…?

– Calla -dijo ella incapaz de soportarlo.

– No quiero que la gente sienta lástima de mí. No quiero que mi hijo crezca mirándome con desprecio. ¿Tengo tu palabra de que, si todo sale mal, me internarás? -le tomó las manos-. Júralo, o no me casaré contigo. Nada significa más para mí que tú, pero intenta comprender, amor mío. Has hecho mucho por mí y sólo te ruego una cosa más para mi tranquilidad.

– De acuerdo -dijo ella con pena-. Lo juro.

– Gracias.

La boda se celebró en la capilla del hospital. Todos los Rinucci que vivían en Nápoles estaban allí.

Toni fue quien llevó a la novia al altar. Dante la miraba de tal modo mientras se acercaba que ella se quedó sin respiración. Supo que recordaría aquella mirada toda la vida. Tomando la mano de Dante, declaró:

– Yo, Ferne, te tomo a ti, Dante, como esposo y prometo amarte y respetarte en la alegría y en las penas, en la salud y la enfermedad, todos los días de mi vida.

Ella sabía que él no estaba preparado para entender sus palabras. Sólo podía rezar pidiendo un milagro que le permitiese demostrárselas.

Luego intercambiaron los anillos y el sacerdote les preguntó si querían añadir algo. Dante asintió, tomó de la mano a Ferne y, con voz alta y clara, le dijo:

– Te ofrezco mi vida en lo que valga… que no es mucho, quizá, pero no hay parte de ella que no te pertenezca. Haz con ella lo que quieras.

A ella le llevó un momento contener las lágrimas, pero luego dijo con voz temblorosa:

– Todo lo que soy y seré te pertenece, ahora y siempre… traiga lo que nos traiga la vida.

Hizo hincapié en las últimas palabras, esperando que él las entendiese, y vio cómo él se quedaba inmóvil por un instante, mirándola inquisitivo.

En lugar de celebrar el banquete, todos acompañaron a Dante a su habitación. Había allí una botella de champán para subrayar que aquello era una fiesta, pero poco después las risas y felicitaciones se fueron apagando porque todos recordaron la razón por la que Dante estaba allí.

Uno por uno se fueron despidiendo, todos sabiendo que podía ser para siempre. Hope y Toni lo abrazaron con fuerza y luego los dejaron solos.

– Tiene que descansar -le dijo la enfermera a Dante-. Acuéstese ya y bébase esto. Le ayudará a dormir.

– Quiero quedarme con él -dijo Ferne.

– Por supuesto.

Ella lo ayudó a desvestirse y de pronto fue como si una enorme máquina hubiese asumido el control. Se había puesto en marcha y nadie podía saber cuándo se detendría.

– Me alegro de que te quedes aquí esta noche -dijo él-, porque quiero pedirte que me perdones por haber sido tan egoísta. Tenías razón cuando dijiste que no tenía que haber dejado que intimaras tanto conmigo sin decirte la verdad. Has sido la mejor experiencia de mi vida y siempre lo serás, pase lo que pase. ¿Entiendes? Pase lo que pase. Pero di que me perdonas. Necesito oírte decirlo -estaba empezando a dormirse.

– Te perdonaré si quieres, pero no hay nada que perdonar. Por favor, intenta entenderlo.

Él sonrió sin responderle. Un segundo después, cerró los ojos. Ferne apoyó la cabeza sobre la almohada que había a su lado y se quedó mirándolo hasta quedarse dormida.

Aquélla fue su noche de bodas.

Por la mañana, los camilleros vinieron para llevarlo al quirófano.

– Un momento -dijo Dante desesperadamente.

Ella se inclinó sobre él, y Dante le acarició el rostro.

– Si esta fuese la última vez… -susurró él.

Sus palabras golpearon a Ferne como un mazazo. Realmente aquélla podía ser la última vez que lo acariciaba, que le miraba a los ojos.

– No es la última vez -dijo ella-. Pase lo que pase, siempre estaremos juntos.

De pronto él se incorporó, como si buscara algo.

– Tu cámara -dijo-. La que siempre llevas contigo.

Entonces ella lo comprendió todo. Sacándola del bolso, activó el disparador automático y luego lo tomó entre sus brazos, mirándole a los ojos.

Él la contemplaba con una tranquilidad y una paz que nunca había visto en los ojos de Dante.

– Sí -dijo él-. Siempre estaremos juntos. Puede que yo ya no esté presente, pero mi amor sí lo estará, hasta el final de tu vida. Dime que lo sabes.

Ella no pudo hablar, sólo asentir.

Había llegado la hora. Los camilleros se lo llevaron.

– ¿Y si muere? -dijo Ferne a Hope, consternada-. ¿Y si muere en una operación a la que se ha prestado por mi causa? Podría haber vivido años sin enfermar. Si muere, yo lo habré matado.

– Y si sale bien, le habrás salvado la vida y la cordura -dijo Hope con convicción.

Las horas pasaban muy despacio. Ferne sacó muchas veces la cámara y estudió la última foto que había hecho. Era diminuta, pero en ella se podía ver a Dante con el rostro vuelto hacia Ferne con tal adoración que aquello la asustó. ¿La había mirado así antes y ella nunca se había dado cuenta? ¿Sería lo último de él que vería jamás?

¿Qué le había hecho?

Veía su vida extenderse ante ella, con un vacío en el lugar en el que debía haber estado él. Su hijo le preguntaba dónde estaba su padre, sin saber que su madre lo había enviado a la muerte.

Finalmente, sacaron a Dante del quirófano con la cabeza envuelta en un vendaje. Estaba pálido, fantasmal, parecía otra persona. Pero estaba vivo.

– Ha ido todo bien -les dijo el médico-. Es un hombre fuerte y no hubo complicaciones. Es demasiado pronto para estar seguros, pero creo que sobrevivirá.

– ¿Y… lo otro? -tartamudeó Ferne.

– Tendremos que esperar a ver cómo evoluciona. Es una lástima que haya retrasado tanto la operación, pero espero que salga adelante.

La reserva del médico la perseguía cuando se sentó junto a la cama de Dante, esperando que despertara. No sabía cuánto tiempo llevaba allí. Hacía mucho tiempo que no dormía, pero por muy cansada que estuviera, sabía que no podría dormir.

Las horas pasaban. Él yacía terroríficamente inmóvil, enchufado a tantas máquinas que casi desaparecía bajo ellas. Un enorme tubo lo unía a la máquina de respiración asistida, cubriéndole parte de la cara.

– Puede que te lo haya quitado todo -susurró ella-. Intentaste advertirme, pero ahora, si tu vida está arruinada, será culpa mía. Perdóname. Perdóname

Él seguía inmóvil y silencioso. El único sonido en la habitación era el de la máquina. Al alba, ella se dio cuenta de que había pasado allí toda la noche. Un médico que vino a desconectar el respirador, le dijo:

– Veamos cómo se las apaña sin él.

Hubo una pausa en la que el tiempo pareció detenerse y entonces Dante dio una pequeña bocanada e inspiró largamente.

– Excelente -dijo el médico-. Respira con normalidad. Se marchó y ella volvió a sentarse junto a la cama, tomando la mano de Dante entre las suyas.

– Ha sido un gran comienzo -le dijo.

¿Podría oírla? Si pudiese llegar hasta él, podría ayudarle a fortalecer el cerebro.

– Todo saldrá bien -le dijo, acercándose-. Te despertarás y serás el mismo de siempre: intrigante, manipulador, poco fiable, un hombre que toda mujer sensata debería evitar. Pero nunca fui sensata con respecto a ti. Tenía que haberme rendido el primer día, ¿verdad? Pues creo que lo hice y eso me hizo mucho bien. ¿Te acuerdas?

Siguió hablando sin saber lo que decía o cuánto tiempo pasaba. Las palabras no importaban, la mayoría eran tonterías, del tipo que solían compartir, pero él debía oír el mensaje que subyacía bajo toda aquella charla: un ruego de que volviese con ella.

– No me dejes sola sin ti. Vuelve conmigo.

Pero él se mantenía tan inmóvil que parecía haberse marchado ya a otro mundo. Por último, ella se inclinó y lo besó suavemente en los labios.

– Te quiero -susurró-. No hace falta decir más. Entonces se echó hacia atrás, asustada. ¿Se había movido?

Lo miró con atención. Era verdad. Se movía. Dante emitió un suspiro y luego murmuró algo. -¿Qué has dicho? -le preguntó ella-. Háblame. -Portia -susurró él.

¿Qué es eso?

Pasado un segundo, volvió a repetir la palabra. -Portia…, me alegro mucho de que estés aquí. Ferne quiso gritar de desesperación. No la conocía. Le estaba fallando el cerebro, tal y como había temido. Fuese quien fuese Portia, estaba ahí dentro con él.

Lentamente, Dante abrió los ojos.

– Hola -murmuró-. ¿Por qué lloras?

– No lloro. Sólo estoy feliz de que hayas vuelto

. Él sonrió adormilado.

– Me has llamado intrigante, manipulador, poco fiable. Pero no importa. Mi amiguita me defenderá.

– ¿Tu amiguita? -preguntó ella asustada, casi sin atreverse a respirar.

– Nuestra hija. He estado conociéndola. Quiero que se llame Portia. Le gusta. Querida Ferne, no llores. Todo va a salir bien.

Llevó un tiempo asumir que estaba totalmente recuperado, porque las noticias eran demasiado buenas para ser verdad. Pero a cada hora que pasaba, Dante demostraba que sus facultades estaban tan plenas como de costumbre.

– Jugamos con el destino con sus propias cartas -le dijo él-. Y ganamos. O más bien, tú ganaste. Antes de que aparecieses, nunca tuve el valor de enfrentarme a este juego. Nunca lo habría hecho de no ser por ti -le acarició la cara-. Nunca soñé que pasaría esto.

– Yo siempre lo creí -dijo ella.

– Lo sé, pero yo no podía estar seguro. Siempre cabía la posibilidad de que tuvieses que internarme en una institución.

Ferne dudó. Podía haber dejado pasar fácilmente aquel momento, pero algo le empujaba a ser sincera con él. -No -dijo ella-. No lo hubiese hecho nunca.

– Pero me lo prometiste, ¿recuerdas?

– Sé lo que te prometí -dijo ella con calma-, pero no hubiese cumplido esa promesa por nada del mundo. Incluso ahora, creo que no has empezado a entender lo mucho que te quiero. Te habría mantenido aislado porque ése era tu deseo, pero habrías estado en tu casa, donde nadie excepto yo pudiese verte todos los días. Crees que el amor es una cues tión de pactos y no entra en tu cabeza que el amor deber ser incondicional, porque si no lo es, no es amor.

Ella esperó por si él decía algo, pero parecía demasiado asombrado como para hablar. Cuando finalmente abrió la boca, fue para pronunciar únicamente dos palabras, las últimas que Ferne esperaba escuchar.

– ¡Gracias a Dios!

– ¿Cómo?

– Gracias a Dios que eres una mentirosa, cariño. Cuando pienso en el desastre en el que habria caído si hubieses sido sincera, me echo a temblar. Nunca pensé que tenía derecho a casarme contigo, sabiendo en lo que podría estar metiéndote. Era mi forma de liberarte. Si te hubieses negado a hacerme esa promesa, me habría visto obligado a rechazar el matrimonio, aunque deseaba ser tu esposo con toda mi alma. En la vida, la muerte, o la medio vida que tanto temía, quiero que tú, y sólo tú, estés ahí junto a mí. Pero me sentía un egoísta. Te pedí que hicieras la promesa porque pensaba que no tenía derecho a arruinar tu vida.

– Pero eso nunca iba a suceder -protestó ella-. Tú eres mi vida. ¿Es que no lo has entendido?

– Supongo que estoy empezando a hacerlo. Me parece demasiado esperar que me quieras tanto como te quiero yo. Todavía no consigo asumirlo, pero sé que mi vida te pertenece. Y no sólo porque estamos casados, sino porque la vida que tengo ahora es la que tú me has dado. Tómala y úsala como quieras. Tú has sido quien apartó los nubarrones y trajo la luz del sol. Y, mientras estemos juntos, siempre será así.

Dos semanas más tarde, a Dante le dieron el alta en el hospital y ambos fueron a pasar unas semanas en Villa Rinucci. Incluso cuando volvieron al apartamento llevaron una vida tranquila excepto por el desayuno nupcial que habían aplazado y que celebraron con la presencia de toda la familia Rinucci.

Después, todos contuvieron la respiración en espera del nacimiento del nuevo miembro de la familia. Portia Rinucci nació en primavera, con los ojos de su madre y el carácter de su padre. Durante el bautizo, todos observaron que era su padre el que la sostenía posesivamente, pleno de amor y de orgullo, mientras su madre los miraba comprensiva, feliz de aquella inusual disposición.

Si a veces los ojos de Ferne se oscurecían, era tan sólo porque nunca olvidaba una nube que se había retirado pero que nunca había desaparecido del todo. Conforme creciera su hija, sus vidas podían verse de nuevo ensombrecidas. Pero se enfrentaría a la situación, fortalecida por un amor y una felicidad que pocas mujeres conocían

Lucy Gordon

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